FABIÁN NÚÑEZ BAQUERO
Homenaje al libro y al escritor
HOMENAJE AL LIBRO Y AL ESCRITOR
Fabián Núñez Baquero
Homenaje...
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FABIÁN NÚÑEZ BAQUERO
Homenaje al libro y al escritor
HOMENAJE AL LIBRO Y AL ESCRITOR
Fabián Núñez Baquero
Homenaje al libro y al escritor (DE LECTORES, LECTURAS, LIBRERÍAS Y EDITORIALES)
Publicado por Ediciones del Sur, Córdoba, Rep. Argentina. Mayo de 2003. Distribución gratuita. Visítenos y disfrute de más libros gratuitos en: http://www.edicionesdelsur.com
Presiento un crecimiento de poetas Desbordando nivel, radio y esfera Ampliando la conciencia en los planetas Cambiando en hombre al ser que está en espera... F.N.B. Temporada en la Galaxia
ÍNDICE
I. Elogio a libro abierto ...........................................
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II. Para una historia del libro .................................. 11 III. El libro y el lector ................................................. 15 IV. De lectores y lecturas .......................................... 18 V. El libro, televisor gigante .................................... 22 VI. El libro está en España y en todas partes........ 26 VII. Libros de la choza y libros del castillo ............ 30 VIII. Libro electrónico y libro de carne y hueso ...... 33 IX. Existencia de libros inexistentes ....................... 36 X. Editoriales, libros y proceso social ................... 40 XI. El escritor, los libreros y las librerías .............. 44
I. ELOGIO A LIBRO ABIERTO
La Feria del Libro Internacional que muestra el próximo mes de mayo España a los ojos del mundo es un acontecimiento de insólita importancia en medio de la primacía del escándalo audiovisual contemporáneo. El libro, que fue la antorcha que encendió Gütenberg en el fin del Medioevo, siguiendo la estela luminosa y precursora del papiro griego y egipcio y la arcilla cuneiforme de babilonios y caldeos, es hoy poco menos que el Convidado de Piedra en la totalidad social. Los índices de lectura son cada vez más catastróficos, con declive sustancial incluso en los países europeos donde gozaba de apetencia y continuidad. Hoy el libro es cada vez remplazado por la dígito-manía del Nintendo o por el tareísmo maquinal de la cibernética, la computadora y el Internet, sino es por el imperio de la copia fotostática. Sobre todo el libro es maltratado y archivado en el museo del olvido a consecuencia de la adicción televisiva, responsable del cercenamiento sistemático de cerebros y de la amputación de la sensibilidad estética. Desde luego, existen seres que pueden darse modos de virtualmente echarse a andar sin cerebro o con poca o casi ninguna sensibilidad, siempre que hagan buenos
negocios. Les basta la imagen visual directa, sin que exista ninguna contracción del encéfalo ni el más remoto auxilio de la materia gris del cerebro. La televisión es —sin lugar a dudas— un poderoso invento científico, un alarde de tecnología, pero su utilización, tal cual acontece en la actualidad, se ha constituido en un refinado instrumento para la castración del intelecto y la imaginación. Por eso la Feria del Libro en Madrid debemos verla como un desafío revolucionario contra el oscurantismo de la imagen directa, el atentado grotesco y agresivo del denominado video-clip y contra los insufribles mamotretos de las teleculebras para los asustados y hambrientos habitantes de las metrópolis a quienes parece que no les conviene ni leer ni pensar. Aunque parezca una concepción trasnochada, el libro no puede ser sustituido ni siquiera por la telepatía, en el caso de que se descubriera el método científico para desarrollar esta capacidad extrasensorial a voluntad. Y esto por su peculiar manera de ser. El libro transmite imágenes sensoriales —cuando tenemos un gran poeta o escritor entre líneas— que son imposibles de transmitirse vía directa, televisiva. Inténtese, por ejemplo, poner en pantalla estos versos del inmortal García Lorca: Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora De hecho, todas las ostentosas y vomitivas versiones de Drácula, son incapaces de reflejar el profundo terror de la novela epistolar de Stocker. Pero la incapacidad de la imagen televisiva no concierne sólo a la novela y a la poesía. Los hombres no pueden afinar ni educar al cerebro en el pensamiento científico mediante la televisión o el cine. Y esto porque la ciencia exige estudio de los conceptos a través de la palabra y la acción de la escri-
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tura. Es necesario reiterar, insistir, releer, repensar, repasar los textos en estudio para poder reflexionar, asimilar y reconstruir los desarrollos de la ciencia. Es un proceso imposible de llevar a cabo sin el libro. La trama audiovisual puede ayudar o motivar para el entendimiento de las leyes científicas, pero no para su comprensión y dominio. La copia fotostática o Xerox es un auxiliar importante para copiar páginas o libros enteros, pero jamás puede remplazar el trabajo de la lectura y el estudio, el uso de la escritura y la ficha nemotécnica. Ninguna película, por muy buena que sea, sobre Stephen Hawking o sobre Einstein puede sustituir a la lectura y comprensión de la Historia del Tiempo o las ocho páginas de la Memoria sobre la Teoría de la Relatividad Restringida, publicada en una revista científica. El libro es el nivel máximo alcanzado por el homo sapiens en todos estos milenios. El ordenador puede abarcar todas las bibliotecas del mundo y es un logro excepcional de la técnica electrónica, pero no supera al libro. Éste no ha necesitado ni necesita de la computadora para vivir y pervivir. Pero aquella no ha podido surgir sin éste. Como en la novela Farenheit 451, cada hombre es, debe ser, un libro, para salvar a la civilización humana de los vesánicos trogloditas de la técnica y el mecanicismo. En Madrid, en mayo, estarán presentes todas las verdaderas voces de los veraces apóstoles de la palabra y el concepto, de la creación sensorial, el pensamiento filosófico y científico. Un conocido periodista de la televisión ha repetido hasta la saciedad que quien no sabe computación no es más que un analfabeto contemporáneo, un hombre inculto. Pero nosotros decimos: puede haber sabios en computación, pero si son incultos, si no leen y no asimilan los alcances más significativos de la cultura y la ciencia, son
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un poco más que analfabetos. Y decimos más. En definitiva, la computadora no es más que una cohorte de secretarias y artesanos, que hacen fácil la tarea de escribir y coleccionar datos, pero lo más importante y decisivo es el cerebro del hombre que piensa, oprime sus comandos y programa sus necesidades de conocimiento, el hombre que se entrenó con y a través del libro para alcanzar el nivel en donde está ahora. Gracias, Madrid, por este homenaje al polo magnético y vital de la tierra, al libro y a los que lo hacen; escritores, poetas, científicos, ensayistas, historiadores, sabios, filósofos, pensadores...
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II. PARA UNA HISTORIA DEL LIBRO
Ahora que tenemos a la mano todos los milagros de la tecnología, me gustaría hacer esculpir en oro o en platino un poema del increíble Francisco de Quevedo o de un ruiseñor llamado Adolfo Bécquer. Y ¿qué millonario extravagante no podría darse ese gusto? Si podemos fabricar diamantes sintéticos por qué no láminas en prosa o en verso utilizando rayos láser sobre plata o cornalina? Algo similar, pero en materiales más modestos lo realizaron los antiguos. El jeroglífico lo pintaron a fuerza de cincel sobre la piedra, con esmalte de tierras de color. Los griegos y romanos utilizaron el cálamus sobre tablas de arcilla, cerámica o cera. Los mayas y aztecas utilizaron telas o tejidos para sus ideo-pictogramas, igual que los chinos y nipones hicieron con la seda para sus intrincados laberintos ortofónicos o los asirios con el bronce para sus estelas jurídico-históricas. Los hombres probaron las materias más inverosímiles con tal de dejar escrito el producto de sus estudios y su paso sobre la tierra. Me atrevería a decir que hasta grabaron sus signos, sus mensajes en huesos de mastodonte y en cornamentas de venados o bisontes. Todo ese proceso no es más que la prehistoria del libro, esos formidables tanteos de los futuros Polifemos de la escritura
y el pensamiento. De hecho ya el libro estaba prefigurado como el pilar de la civilización tal como el escribacontador egipcio era el remoto antecesor de Cervantes o de Diderot. La transición decisiva lo ejecutan filósofos y escritores que en la legendaria Grecia leían en voz alta el exigente arte de la palabra escrita sobre papiro y luego sobre pergamino. Escribían en rollos como los profetas del Antiguo Testamento o los sabios de Qumrán. Encontraron que este sistema de archivar el logos era más estético y manipulable, más ágil. Ya de por sí el pensamiento pesa. Ellos seguramente dijeron, ponderemos las cosas con materiales menos mayúsculos, tal tuvieron que tasar el nuevo continente de la palabra. De la misma manera que el ordenador empezó ocupando plantas de varias cuadras de superficie y ahora puede caber divinamente en el espacio de una polvera de mujer. Y cuando a los ignotos descendientes de Confucio se les ocurrió inventar el papel, la plataforma para el despegue del verdadero libro estaba ya en marcha. Sólo faltaba Gütenberg y un excelente encuadernador español u holandés. Y así iniciamos el camino áureo que nos trae hacia el apogeo, uso y abuso del abracadabra para la magia de la literatura y el concepto, la historia y la novela, la diosa poesía y el cachorro de león del ensayo. Todo este trayecto necesario y maravilloso nos ha conducido a tener el mundo en nuestras manos y todas las voces de la Ecumene en nuestra biblioteca. Aunque pobre, yo tengo un Platón. Digo esto porque en la antigüedad tener un Platón, es decir, La República o el Parménides, por ejemplo, equivalía a poseer algo más que una mansión o hacienda de lujo. El libro griego y romano de la época costaba una barbaridad de dinero. Y es que copiar un libro significaba meses y hasta
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años para el copista que lo reproducía a mano. Hoy podemos conseguir Las mil y una noches completa, con pasta española de lo mejor y hojas con filo en pan de oro, quizás por menos de cincuenta dólares, y con esta cantidad no compramos ni media pared de 10 metros, menos una casa. Los griegos para conocer a los talentos de la época debían poseer muchas minas y talentos, las monedas más altas de ese tiempo, equivalentes a centenares de miles de dólares actuales. Y sin embargo, hubo manos criminales como las de Alí, u Omar, que pasaron el lanzallamas por bibliotecas tan extraordinarias como las de Alejandría, que poseía cerca de 700 mil volúmenes. Ellos lo hicieron fanatizados por el Corán. Hoy, aunque no lo crean, hay gentes que quisieran hacer lo mismo, idiotizadas por el fanatismo bíblico, por el odio a la cultura o por estupidez politiquera. Esto no significa que no debemos leer esa maravilla literaria que es la Biblia o dejar de estudiar El Príncipe de Maquiavelo. Menos mal que ahora podemos archivar todos los libro del mundo en los discos duros de millones de ordenadores. Nadie puede negar que el libro se ha mesocratizado así como la economía se ha lumpenizado. Burguesía y clase media compran (o compraban al menos antes de la etiopización del Ecuador) los libros por metros (sic!), para rellenar los estantes de sus oficinas o casas. Hay tantos libros ahora, y tan poca lectura, mejor, tan escasos lectores de verdad, que el mundo mismo se está convirtiendo en menos lecturable y el hombre en ilegible. Pero el libro está ahí, a disposición de todos. Para tener adecuado acceso a él la sociedad necesita más ocio, más recursos económicos así como voluntad de conocer. Antes, como lo cuenta Humberto Eco, en su novela policial, El nombre de la rosa, los hombres usaban pergaminos o
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libros que ahora se llaman incunables para poner veneno y matar a través de sus hojas. Hoy los hombres no tienen ese peligro, tienen libros pero se envenenan o matan porque no los usan, es decir, porque no los leen y asimilan. Y esto acontece en toda la escala social: desde los profesores, pasando por los periodistas y los mismos escritores, burócratas y gobernantes, diputados y profesionales de alto rango, hasta culminar en el hombre común y corriente. Para bien o para mal el libro es la herramienta más refinada que posee el hombre para su desarrollo. Aun el libro más malo tiene algo que enseñar. Pero hay hombres que por vanidad o por odio personal citan a libros y autores con desprecio y mala fe, sin conocerlos, sólo para poner de su parte a la razón o, mejor, a su interés inconfesable, o para pedantear y ganar el ascenso social o económico que necesitan en la lucha por la vida. Y aun desde esta perspectiva pedestre, el libro inerme e inocente, intacto e inefable, está ahí para proclamar al mundo que la humanidad sólo puede hacerse consciente de la bondad o maldad, de su excelencia o demérito, a través de la sapiencia, la luz del saber que él lo refleja.
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III. EL LIBRO Y EL LECTOR
De un viejo almanaque chino poseo la reproducción fotográfica de acaso el único homenaje artístico al lector: se trata de un valetudinario letrado oriental concentrado en el deleite de la lectura. El artista que lo hizo toma la ventaja de las frondosas formas naturales para extraer de sus entrañas la silueta del lector con su libro, un palanquín que simula un dragón y un escenario que virtualmente se sale de la escultura y se confunde con la naturaleza. Pero al mismo tiempo el artista logra dar individualidad, recogimiento, autonomía y solaz al letrado, con su perfilada chiva y su cabello recogido en forma de moño, silencioso y concentrado en su devota lectura. De alguna manera el escultor nos transmite esa devoción permanente, el recato solitario y la meditación personal que exige la lectura. Pero existe otro reconocimiento que, aunque de orden burocrático, no deja de ser interesante y hasta digno de imitarse. Y sólo de la Madre Patria tenía que venir semejante ocurrencia. Se trata de que España otorgaba el título de Lector Jubilado, con prebendas y sueldo, a determinados funcionarios o eclesiásticos que cumplían exigentes requisitos de prolongada lectura y escritura.
Esto nos relata ese infatigable investigador y lingüista Pedro Reino en su libro Historias aún no contadas. Aunque para un lector de verdad el único premio es disfrutar de la lectura, apoteosis como éstas nunca estarán de más a la más alta tarea del hombre. Por supuesto existen otro tipo de homenajes al libro y al lector. El Concurso del Libro Leído que se realiza en colegios y escuelas en Ecuador o las Ferias Internacionales del Libro, como la de España, los concursos literarios, son otras tantas muestras de respeto y pleitesía al lector y al libro. De hecho en lugares como España, Francia, Holanda, Suiza, con motivo de las ferias del libro internacionales, se congregan las mejores voces del planeta, se aquilatan los esfuerzos editoriales más disímiles en excelencia y gusto estético. Como no es tan usual asisten científicos y escritores, los verdaderos productores de libros, quienes benefician al público participante con sus autógrafos y con su misma presencia. Y, desde luego, se cuenta con las editoriales de más rumbo en el mundo. No faltan actos conmemorativos y de promoción: conferencias, mesas redondas. Siquiera con estas oportunidades el libro pasa a ser el centro de la atención mundial, al menos mientras duran dichos actos. Pero ¿y los otros días del año? ¿Podemos decir que existen, aunque sea en minoría, aquellos a quienes podríamos otorgar el nombramiento de Lector Jubilado en España, en nuestro país o fuera de él? Personas que lo merezcan acaso haya pocas, pero las hay. Sin embargo, editoriales e instituciones prefieren invitar a burócratas o mercachifles del libro, homenajearlos a ellos, antes que rendir pleitesía al escritor, al ensayista, al poeta o el científico. Pero a pesar de este serio vacío, aunque no haya premios ni reconocimiento al cultor y creador del libro, por lo menos nos contentamos
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con que se brinde en dichas fechas la mejor producción editorial, para todos los gustos y aficiones, aunque sólo sea una minoría de personas la que pueda adquirirlos.
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IV. DE LECTORES Y LECTURAS
Existen diversos libros, pero también hay diferentes clases de lectores y lecturas. Catastremos sólo unos pocos tipos: hay lectores para quienes leer es un imperativo kantiano, una especie de extensión del suplicio que sufrían en la escuela o colegio cuando lo hacían por pura obligación y deber. Ese tipo de lectura rinde muy pocos frutos. Por lo regular sólo sirve como una patinada en el hielo de la indiferencia y tarde o temprano sólo nos produce alergia y hasta odio a la lectura. Otros quieren encontrar algo así como recetas de farmacopea para todos los asuntos de la existencia. No pueden concentrarse en ningún asunto o tema específico porque están atenazados por un pragmatismo barato, por la fiebre de la solución o el botón cibernético que les brinde la pauta final para su alocado sentido práctico de la vida. Como es fácil comprender este tipo de lectura intenta yuxtaponer, en forma robótica, el pobre interés particular, las fantasías subjetivas del individuo, con la marcha global y colosal de la cultura, lo cual les lleva a ahondar su propia incomprensión de la vida. Hay lectores, y que son una respetable mayoría, que buscan libros, y en ellos métodos en cómo devenir millonarios de la noche a la mañana. Están impregnados
hasta los huesos del individualismo capitalista, la lotería sólo para mí, yo solo soy un ganador, haga negocio conmigo y todos podemos ser millonarios si nos proponemos. Ésta es una expresión, la más burda, de egoísmo mercantilista y entontecimiento a corto plazo. Porque, ¿acaso el dinero y el poder económico podrá librarnos de nuestro repulsivo vacío cultural y nuestra enciclopédica ignorancia? El dinero sin cultura es casi como el equivalente del garrote sin humanidad en el hombre primitivo, o del caballo sin caballero de la época medieval. Hoy, un hombre con un coche, pero sin cultura, es un posible genocida suelto por las avenidas. Ser millonario debería ser considerada como una enfermedad difícilmente curable, como una lepra o un mal venéreo crónico. Este tipo de lectura, en lugar de enriquecer al hombre, lo empobrece, ni siquiera podemos decir que vuelve al tiempo de las cavernas, porque los trogloditas tenían una visión más global, humana y solidaria del hombre y la sociedad y jamás se les ocurría pensar sólo en ellos mismos. Otros desean superar problemas sexuales o psicológicos mediante libros secretos o de dudosa progenie paracientífica. Igual que aquellos que leen libros de medicina natural, su propósito es sano y hasta encomiable, sólo que deben ser guiados adecuadamente por conocedores del tema, y tienen que tener el olfato necesario para reconocer entre farsantes y verdaderos especialistas, por ejemplo una cosa es el Dr. Vander, y otra, Lezaeta Acharán; distingamos entre Freud o Jung y mentalistas y sexólogos a quienes sólo interesa la parte morbosa de la personalidad humana. Tenemos lectores de un solo libro, como aquel ingeniero que fuera presidente de la república, quien, con extraño cinismo, se enorgullecía de haber leído un solo
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libro, pero, además, no citaba cuál había sido. El lector de un solo libro tiene varios niveles: aquel que ha leído El Corán o la Biblia, quien de inmediato se lanza a fomentar el proselitismo de tal o cual secta religiosa, no puede reconocer que el libro que difunde es uno más entre otros y que está sujeto a limitaciones y a crítica. Pero hay otros que, por ejemplo, han estudiado de verdad El Capital de Marx y que, por ese tan solo hecho, pueden saber tanto de economía como no lo saben aquellos que andan picando de un tema a otro sin consolidar el conocimiento de una sola escuela de economía. En general, el que ha leído un solo libro es peligroso en varios sentidos: si por estrechez de conocimiento, se puede volver fanático militante, pero si por profundidad en una materia o en asunto, puede en realidad dar cátedra y cuestionar con contundencia a los diletantes. En cualquier caso, el lector de un solo libro es preferible de aquel que no lee nunca o que nunca ha leído un solo libro. Los más leen sólo para ganar un título académico o para cumplir con un examen. Estos lectores son académico-pragmáticos y, por lo regular, son los que a futuro copan los puestos burocráticos, se convierten en comerciantes o logreros de la sociedad. Su lectura es, por lo tanto, superficial y sólo les agrada, en lo posible, transcribir o hacer copias fotostáticas de conceptos y de cosas. Yo diría que son los lectores-tipo, la mayoría de la sociedad. Hay lectores rápidos, que son aquellos que casi siempre citan fuera de contexto a autores que jamás han leído. Son los apologistas del método de la lectura rápida y que cuando leen lo hacen con tanto apuro como si se atrasaran al último tren de la vida. Hay otros que sólo leen obras de su «especialidad»: son aquellos que se ponen anteojeras de caballo o ven-
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das de restricción para sólo funcionar en el punto o en la línea y jamás alcanzar la superficie, menos el conocimiento multidimensional y esférico. Hay los lectores «económicos», que leen todo en versión reducida, en textos de mil o dos mil palabras porque no «tienen tiempo». Así conocen a Gengis Khan o un discurso repulsivo de Hitler. Tampoco deja de haber los hombres que leen para reafirmar su odio personal o para dar rienda suelta a sus complejos de superioridad-inferioridad. Hay lectores-ovnis, de los cuales se habla mucho (sobre todo en las estadísticas), pero no se sabe dónde mismo se encuentran. Para resumir, hay lectores que leen por placer, y cuya lectura rendirá frutos sólidos y sabrosos, aunque se demoren en madurar, y otros que leen por necesidades empíricas o por obligación. Estos últimos en realidad sacarán poco provecho de la lectura, aunque, a pesar de ser obligados en la niñez o juventud, muchos por lo menos recordarán, en la aridez y sequedad adulta, que, aunque a la fuerza, lograron leer un libro que ahora no sólo les enorgullece haberlo leído sino que les trae frescas y cálidas remembranzas del pasado...
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V. EL LIBRO, TELEVISOR GIGANTE
No existe mejor embarcación que un libro. Es el telesistema más refinado para captar las ondas alfa y el mejor satélite para rodear y auscultar las galaxias. Los ufólogos se ufanan en utopizar los ovnis y descubren, luego de mucho escándalo, que alguien les está ocultando las señales de inteligencia en algún lugar del espacio. Ellos no saben y acaso jamás comprenderán qué infinita cantidad de inteligencia e intuición se encuentra embutida en el envase humilde y casi inadvertido de un libro común y corriente. Navego en el Mar Incógnitus del libro desde hace varias décadas y la maravilla, como en los viajes de Simbad, es que jamás llego a puerto porque el periplo es interminable y cada vez más fascinante. Por eso yo sé, conozco los arrecifes del verbo apresado y desconocido donde las voces silenciosas y modestas están emitiendo —como el carbono o el uranio— su propia radioactividad, llamando para que alguien participe de sus ventisqueros y mágicos maelstroms. Por él conozco que el Padre Mariana hace descender del jefe de tribu Jafet (un personaje judeo-bíblico) a los españoles, y por él sé todos los nombres de España y cómo ésa fue siempre la despensa de Europa y de Áfri-
ca. Él junta mitología, religión, historia, leyenda y poesía para darnos la imagen más acabada de Tartessos y de sus hombres. Carl Sagan y su esposa Anne Druyan —connotados científicos estadounidenses, acaso los más destacados del siglo XX— construyeron un artilugio científico-matemático-biológico-imaginativo, para empotrarse en una nave espacial, consistente en un tablero de un metal a prueba de radiaciones y choques de meteoritos y en el cual estaban grabadas señales de los más importantes descubrimientos de la especie humana, como el sistema numérico, la escritura, la tabla periódica de los elementos, el átomo, la célula y los cromosomas, además de las dos siluetas del hombre y de la mujer. Su objetivo era que este tablero —que ahora estará atravesando la mitad de nuestra galaxia— pueda ser visto por seres inteligentes de otros sistemas solares y, al sintonizarnos, se pongan en contacto con nosotros. Carl Sagan fue un entusiasta propulsor de nuestra expansión a las estrellas y un feraz divulgador científico combatiendo el oscurantismo religioso y filosófico. Sin embargo él sabía que el universo y la materia están hechos conforme a las mismas leyes y que repiten su infinita melodía de forma diferente aunque, en esencia, los seres y las cosas son similares. Si conocemos a otros seres de otras civilizaciones estelares, los hombres de la tierra repetiremos en otro espacio y en otros planetas lo que de alguna manera hemos hecho en la misma tierra: si aquellas son superiores, lucharemos para quitarles todo su poder. Si son inferiores, las sojuzgaremos como lo hicimos en las grandes cacerías humanas que fueron la conquista de América, Asia o África. Como EE.UU. lo está haciendo ahora en la invasión contra Irak.
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Sólo si, en realidad, hay agua en Marte y vamos allá, acabaremos por aniquilar del todo la posibilidad de vida en ese planeta, tal como ahora desperdiciamos el agua y destruimos el hábitat de la tierra. Eso me dice ese gran televisor del cosmos llamado libro. No puedo tener esta visión sin haber dialogado directamente con sabios como Sagan. Puedo, incluso, haber visto toda esa serie televisiva, basada en su libro, y titulados ambos Cosmos, pero jamás saber, en realidad, todo el viaje maravilloso que significó la vida y su dedicación a la cosmografía, biología, física y astrofísica por parte de ese extraordinario hombre de ciencia. Creo que Borges buscaba —en alguno de esos cuentos francamente estrafalarios y pedantes— el Nombre y Todos los Nombres de las cosas y los seres y él sabía que ese afán era un truco literario bien provisto de información. Pero él también conocía que había sólo un artefacto para descubrir aquello: el satélite teledirigido del libro, todos los libros que reposan en las estanterías de todas las bibliotecas del mundo y, en fin, todos los libros, líneas e ideas metidas en ellos y que esperan unos ojos y una inteligencia que sepan comprender y divulgar su mensaje. Telever significa ver desde lejos y hacia la lejanía, y ningún televisor puede ser más eficaz que el libro. Con él y a través de él conocemos el universo, la humanidad y sus infinitas formas de ser. Y conocemos a los genios, a los superhombres, quienes nos hacen sentir, en el más elevado sentido, ser parte de la familia del homo sapiens .Tal vez por eso es que Sagan refiere, con satisfacción y orgullo, haciendo memoria de sus estudios en la Universidad de Chicago: Se consideraba impensable que un aspirante a físico no conociera a Platón, Aristóteles, Bach, Shakespeare, Gibbon, Malinowsky, Freud... entre otros. (Sagan: El Mundo y sus Demonios, pág. 15). Lo mis-
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mo podríamos decir al poeta, al pintor y a cualquier hombre de cualquier especialidad en la tierra. Y este es un homenaje de un navegante del conocimiento, al mayor satélite televisivo de todas las épocas: el libro.
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VI. EL LIBRO ESTÁ EN ESPAÑA Y EN TODAS PARTES
El libro, trotamundos ubicuo, está, vivito y coleando, en su Feria de España. Hoy está allá, mañana en Amsterdam, en Quito, en París o Buenos Aires, en otras tantas ferias y exposiciones. Y todos los días se encuentra simultáneamente en librerías y en bibliotecas, en la casa del trabajador y en el hogar del potentado. La minoría silenciosa, acaso la más selecta de nuestras sociedades, va en su búsqueda y cada quien encuentra a su cada cual. Todos conocen su precio pero pocos su valor. Aun menos saben la historia secreta que los hizo venir a la luz. Tal vez sólo aquel joven tímido que se pasea por todos los mostradores y escaparates y que desea llevarse varios títulos y que no tiene dinero sino para uno o para ninguno; sólo él percibe, presiente y resiente su valor esencial. Ese muchacho quiere leer todos los libros y quizás sea condenado a leer sólo de préstamos o bajo la mirada fría y prepotente de la bibliotecaria que nunca entenderá lo que es leer por placer y no por ejercicio burocrático o por cumplir con un deber, con una burda tarea escolar o universitaria. El que ama de verdad los libros, el bibliófilo, no puede ser librero, agente vendedor de libros, diletante de
libros, porque es como estar muy cercano a una mujer desnuda y no poder gozarla porque está en un escaparate blindado, un poderoso vidrio veme y no me toques. El joven rico, por el contrario, cargará con lotes muy valiosos de libros —si es que lo hace y se interesa por ellos—, llevará enciclopedias, best-sellers y ediciones raras, caras y es muy probable que, en verdad, nunca le interese detener sus ojos en ninguna página. Salvo raras excepciones, el rico se encuentra asediado por demasiadas complacencias mundanas para destinar su tiempo a la más alta tarea de la soledad esencial del hombre: la lectura. Y no hablemos de aquellos que desean impresionar o escalar puestos sociales u obtener fama rápida, o que gustan de los libros por manía, estos últimos son bibliómanos que no bibliófilos. Busco y pienso en ese muchacho o muchacha bibliófilos y cada vez se me hace imposible encontrarlos y acaso nunca los halle. Ojalá me equivoque de medio a medio. ¿O será que tienen modos de ocultarse para que la plebe de arriba o la de abajo no enturbie sus aguas profundas? Los nuevos Einsteins se esconden en oficinas de patentes para que nadie escarbe ni perturbe su inteligencia? Los futuros Garcías Márquez están investigando en el centro del alma de los pueblos para encontrar a la insólita soledad centenaria que los guíe a reconocer el hielo mágico? ¿Es que los poetas de verdad se niegan a hablar para que luego salga la palabra apelmazada, embutida de esplendor? Sólo ellos saben cuánto cuesta la dignidad del silencio en tiempos cuando las gentes han convertido al verbo en trapo sucio y al adjetivo en tómbola de fruslerías indiferenciadas. Cómo tener esperanza si hasta los más pulcros y raros, los que alguna vez nos prendieron luminarias de futuro, de arte y de ciencia ahora los hallamos
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embarcados en la espeluznante y monocorde tarea de hacer dinero aunque pisen sobre cadáveres? En España el libro cumple su labor desnuda y solitaria. Las editoriales lo venden pero él no se entrega sólo por dinero. Sólo cede ante aquel que lo persigue, que lo cultiva, que insiste, estudia y persevera. Que lo ama. Destinar un tiempo a la lectura y a la reflexión, olvidarse del negociado y la politiquería, del pragmatismo ciego de la época, es mejorar la estructura de nuestras células y abrir el mejor camino para que el rascacielos de nuestro cerebro se consolide, abra surcos benéficos, duraderos, en esta cinta electromagnética de nuestras circunvoluciones internas. La lectura nos lleva a pensar, a diferenciar y dominar el orbe. Como el Pensador de Rodin toda nuestra musculatura se concentra en la espiral multimillonaria de nuestras neuronas. Como ya lo sabía ese viejo y extraordinario filósofo hispano-holandés, llamado Baruch Espinosa, el hombre piensa —cuando piensa de verdad— con todo su cuerpo. Hoy la gente tiene miedo de pensar, de estar sola. Y ésta es la única manera de conocer las galaxias, la especie y no el chisme del barrio o saber del último modelo de vehículo que compró el millonario famoso. Y en España y Europa se lee en el metro, en el autobús, los ferrocarriles y el café. Si España posee acaso la cultura más adelantada de Europa, es por su pasión por el libro. Hay una tradición que se remonta a las épocas del hambre cuando se escribieron las inmortales obras de la picaresca como El Lazarillo de Tormes, el Guzmán de Alfarache o el Diablo Cojuelo. Cervantes mismo leía —con pobreza y todo— hasta los papeles que encontraba en la calle. Las más grandes obras de España son producto de épocas de hambruna: la conquista, El mal denominado Siglo de Oro, que en realidad fueron dos, la
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literatura del 98, la primera república, la dictadura de Primo de Rivera , la guerra civil que costó mas de un millón de muertos en 1936-39, la dictadura terrible de Franco. Fueron épocas negras cuando los hambrientos españoles salieron a todos los puntos cardinales del mundo, en especial América, en busca de pan. Por eso ahora resulta insólito y vergonzante, inhumano, lo que ellos —no todos, por supuesto-— hacen con los emigrantes latinos y marroquíes a quienes explotan y maltratan por el único delito de no tener pan ni empleo ni papeles para garantizar el trabajo de sus manos. ¡Y recuerden la época del Terror en la Revolución Francesa! Ojalá el libro en España les haga recordar que los pueblos tienen rachas y resacas, bajamares y pleamares, caídas y subidas y que el hambre y el sufrimiento nos lleva a la cima; que nos enseña a leer, a pensar el mundo, a producir y escribir libros que describen nuestro triunfo a través del espino y la ortiga.
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VII. LIBROS DE LA CHOZA Y LIBROS DEL CASTILLO
El audaz gorrioncillo, con saltitos osados, penetra en mi cabaña. No tiene reparos para asaltar la mesa y picotear las migas de pan o los restos de arroz que han quedado en la mesa. Pero antes de entrar estaba en el árbol cantando, canorizando mi oído con arpegios amorosos de alborada. Él es un ejemplo de coraje e independencia, de confianza y espontaneidad, de fe en la vida. Es como el poeta que escribe su libro al filo de la quebrada y no le importa la avalancha de invierno, el fenómeno de El Niño o la feroz visita del hambre. Pone en las páginas, en cada poema, la rama de eucalipto de su corazón y el calor de la paja de su choza. Cada verso de ese libro, cada palabra es una gota de sangre de su existencia. La escribió para no morir, para olvidar las penas, para calentarse un poco o para dejar la huella de su canto: Es la última vez que digo ven Y te llamo en la madrugada de otoño Tengo en mis manos tu cuerpo Pero tú no estás El colmillo del viento Mastica tu recuerdo
Hay libros del castillo, de la torre de marfil, de la piedra incandescente de la soberbia y el orgullo satánico y los hay aquellos que nos acarician los sentidos, que nos limpian los ojos, que nos aclaran el alma sin querer ni pretender, como el sol tan esperado en el cancel hiperbóreo, como la remembranza sencilla del gran Sergio Núñez Santamaría: No tenía libros ni usaba zapatos, a despecho del cariño de mi padre inmortal a quien dedico este poema... Pienso en García Lorca y en la luna de ajo y ajonjolí, en Hölderlin y su piedad mística. El gitano y el alemán se reúnen en la noche de Walpurgis para recoger la tinta de cobre de su luna unánime y el suspiro de la muchacha con cabellos al viento... Pienso en un poema de Poe con pomarrosas campanas tubulares... Veo a Rimbaud navegando en barcos ebrios asediado por sonetos de vocales cosmogónicas... Recuerdo a Baudelaire diciendo en sus Pequeños poemas en prosa lo que no pudo decir en Las flores del mal, está acompañado de su infaltable giganta. Veo a Herman Hesse y a su mismo Lobo estepario. Al gran Cervantes escribiendo en la 24 de Mayo de Madrid y de Alcalá de Henares mientras se comete un crimen en la misma puerta de su casa. Veo al gran califa, suavizando la espalda, perdonando la vida a Scheherezada... Veo a Víctor Hugo en Guernesey midiendo el océano y ascendiendo desde el cataclismo en La leyenda de los siglos. Miro a Shakespeare, que escribe su único libro para no publicar los Sonetos. Tomo una gota de ajenjo con Medardo Ángel Silva y acompaño al gran poeta persa-iraquí Omar Khayyam con una copa de vino mientras contemplamos a la odalisca que asciende con su danza hasta y desde el túmulo de su vientre fragante. Contemplo al increíble Quevedo en la cárcel escribiendo poemas que durarán milenios. Jack
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London me llama a la tundra, a la nevada del Yukón. Karl Marx, el gigante hecatonquira, es el guerrero que me enseña las leyes del hombre y del mundo, y que están ahí, por siempre, aunque todos lo nieguen. León Trotsky, con irrepetible sonrisa judía, me dice que cada uno muere en su trinchera y que el planeta será socialista a pesar del sangriento Stalin y su burda politiquería nacionalista. Carl Sagan me muestra su Cosmos más amplio que el de Humboldt y Stephen Hawking sus hoyos negros, su particular Historia del Tiempo, como si se deleitaran mostrándome muñecos de peluche. Tengo en mis manos a Madrid a través de la bola mágica del Diablo Cojuelo y la carcajada de azufre de Vélez de Guevara. Pero ¿dónde está todo esto? ¿Quién posee tanta maravilla? No son inventos o simples efectos de cámara o los trucos fáciles de cineastas faltos de ideas: están ahí tras de la portada de un libro, en el umbral del árbol de la vida, del árbol del bien y del mal que constituye cada libro, cada página oculta o abierta. Pero no definitivamente en cualquier libro. Esas maravillas están en los libros de la choza y no del castillo. En éste se encuentran los floreos y voces destempladas de bufones de coyuntura y el baile de esclavas sin gracia y sin alegría; el concurso de quién habla más y con cuántas muecas y contorsiones; la burda disputa acicalada, con oro, comisiones y flamantes limusinas y computadoras sin pensamiento. En el castillo vive y muere el oropel, el joven o adulto que jamás podrán entender la metáfora de la Cábala: el hombre sólo se transforma en lo que es. Los libros del castillo no me interesan, jamás me han interesado. Sólo son sombras de seres sesgos que nunca alcanzaron la estatura de duendes, de diábolos que vencen el cieno y las tinieblas.
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VIII. LIBRO ELECTRÓNICO Y LIBRO DE CARNE Y HUESO
Los pedantes de la tecnología vienen hablando desde hace algunas décadas sobre la muerte de la literatura, la poesía y el libro, liquidados por la avalancha de la imagen visual y la computación. Ya no es tan raro verlos explayar su orgullo y su prepotencia cuando se refieren al libro electrónico. Según ellos el libro cibernético, como la robótica, son los verdugos apocalípticos que vienen a decapitar el modesto libro confeccionado con papel y cartulina, con tinta y manos gráficas. La mueca de desprecio para el escritor que todavía utiliza máquina de escribir hace recordar la soberbia de los calígrafos y decoradores bizantinos o árabes que minimizaban o pretendían minimizar el cálamo y la tablilla de cera de los antiguos o pretendían desconocer el valor esencial de los clásicos griegos o latinos sólo por la humilde presentación de los papiros milenarios. No digamos nada sobre cómo nos maltratan a los que todavía seguimos insistiendo en que el verdadero escritor necesita sólo papel y lápiz o un esferográfico para plasmar sus ideas y sensaciones. El escritor de raza es como el atleta: desnuda su cuerpo, pone su pie y su torso al aire y no necesita de ningún calentador (como dicen hoy
al overol deportivo) para sudar su camiseta de pensamiento : Tengo atrapado tu cuerpo con mi lápiz Tus ojos son la tinta Tu cabello el firmamento Tus senos y tu boca El papel de mi palabra Que busca el paraíso prometido El libro es como el buqué de flores naturales que ofrecemos a la amada cuando nos falta todo en el camino, menos su luz. Él me consuela en los malos días de borrasca cuando me deportan de todos los lugares del mundo sólo porque no tengo trabajo ni papeles que me permitan hacerlo. Él es el consejo y la firmeza que necesito para no desesperar en estos negros años de feroz guerra de clases. Al libro tengo que cogerlo con mis manos, acariciarlo, olerlo, abrirlo, retenerlo, desbrozarlo, subrayarlo, poner mis notas, detenerme en su dintel y en su perfume para que me brinde todos los aromas del mundo. De hecho ya existe el libro electrónico, pero se me hace imposible consolarme con Bécquer parpadeando, agotado, frente a la pantalla del ordenador. Por magnífico que sea un texto tengo que bajarlo (nuevo término del argot cibernético que significa copiarlo desde el Internet, sea al disquete o al papel) e imprimirlo. No desprecio, de ninguna manera, a este portento tecnológico que viene casi a eliminar la división del trabajo en varias áreas productivas o de servicios. Yo también repito, como el gran Isaac Asimov, el problema de ser escritor y de escribir por lo menos un libro al año, es un problema tecnológico. Sí, pero también es asunto económico y neurológico. Y el también está demás. Sin neuronas y sin amor no me sirve para nada el mejor ordenador del mundo. Sin ideas y sin creatividad
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puedo poseer docenas de correos electrónicos pero sólo pondré en su buzón chatarra y aserrín. Sin amor, sin respeto, sin visión del mundo, los jóvenes acéfalos de ahora chatean (otro término inglés que significa conversar con otras personas conectadas a Internet), poniendo o deponiendo bascosidades, lenguaje de albañal en la línea de Internet. Los hombres usan los mejores inventos del mundo para remitir estiércol vía satélite. A mí me hace falta papel y lápiz, el libro, las manos que construyen la escritura y la argamasa, que copian, retratan el mundo de las letras, las letras del mundo, para caminar y comprender el camino. No descarto el milagro del microchip, este artilugio tecnológico que nos viene a resolver un montón de problemas teóricos y prácticos. Sólo insisto en que el libro de carne y hueso y el arte jamás morirán. Porque si la poesía deja de ser, si el libro de carne y hueso no existe más, entonces los hombres y el planeta mismo se convertirán en objeto plástico, en algo tan liviano y leve que terminará por caer sin que nadie lo note en medio de un cosmos que reiniciará el proceso de nuevos cielos y nuevas tierras.
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IX. EXISTENCIA DE LIBROS INEXISTENTES
El escritor, tal vez por su propia condición humana, es el más vulnerable a las catástrofes naturales o sociales que le pueden hacer perder sus conquistas espirituales, me refiero a sus apuntes, poemas o libros. En el naufragio de La Esmeralda —que coincidió con la tragedia del Titanic— el gran Sergio Núñez perdió su Canto a la Luz, entre otros cien cuadernos de Marginalia, poemas y traducciones greco-latinas. Uno puede anunciar su novela o su libro de cuentos y al otro día un desastre fortuito puede consumirlos tal como fueron consumidas obras de arte y vidas en la conflagración volcánica de Herculano y de Pompeya. ¡Cuántas maravillas de la civilización humana habrán desaparecido por vía del azar o fuerzas desconocidas! Pero existe, por contraste, un tipo de tragicomedia que consiste en la existencia de libros inexistentes, tal como la obra Poemas encontrados en un automóvil, que el joven y malogrado autor de La dictadura del poetariado», Marco Vinicio Poveda, compañero de lides sociales, pregonaba que iba algún día a publicar. Existen otros libros inexistentes y que son los más: aquellos publicados en tiradas de 100 a 500 ejemplares, son tan inexistentes que hasta convierten al escritor que
los publicó en un mito. Ésta es la realidad cotidiana en sociedades retrasadas y pobres como las nuestras. Un chusco erudito y respetable, como lo fue Jorge Luis Borges, aseguró, con pelos y señales, y hasta hizo una «crítica» sui géneris, la existencia del libro Don Quijote de la Mancha, escrita por un francés llamado Pierre Ménard. Así no tendríamos sólo el Quijote apócrifo de Avellaneda sino también esta nueva versión. Siguiendo esa racha rarísima un talentoso escritor peruano, Enrique Tord, afirmaba que la versión de Cervantes era, de alguna manera, una distorsión del verdadero libro original escrito por el mismo sabio árabe compañero de cárcel en Argel del gran Manco de Lepanto: Cide Hamete Benengeli, a quien, por otra parte, el mismo Cervantes cita varias veces en su libro inmortal. Y hablando de sabios árabes se me viene a la memoria el caso más insólito de un libro que concitó el interés y la investigación apasionada de cientos de escritores, eruditos y gustadores de rarezas refinadas: El Necronomicón del árabe loco Abdul al Razed. La referencia reiterada —y en condiciones de escandaloso escalofrío numinoso y de noctívagas alucinaciones— pertenece al estrafalario sabio de Providence, H.P. Lovecraft, autor de libros como Los mitos de Cthulu, El que susurraba en la oscuridad, entre otros no menos extraños. A pesar de tantas específicas y precisas explicaciones sobre años y ediciones, la búsqueda fracasó aunque todavía haya obstinados bibliómanos —como mi amigo Patricio Maya— que dicen que ya lo han encontrado u otros que siguen recorriendo las bibliotecas del mundo para dar con semejante tesoro. Encontrados o no, no existen esos libros. Pero hay el caso de libros que podemos encontrar en cualquier librería o biblioteca más o menos de prestigio, pero que, en
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realidad, no existen. Me explico con ejemplos: Los cantos de Ossián, Fingal y Temora , que alguien pretendió descubrir, y que se publicitó como un hallazgo de la cultura gaélica y que levantó tanta polvareda en su época. Después de todo no era para menos, si los poemas eran sonoros, brillantes, cándidamente primitivos. Pero a la vuelta de la esquina se descubrió que era un camelo: el autor de esta imitación era un excelente poeta escocés de la misma época que quiso jugar una buena pasada —como lo hizo— a sus congéneres y paisanos: ¡era nada más y nada menos que el hijo de vecina Macpherson! El Ecuador, que nunca se ha quedado atrás en nada, también tuvo el lujo de encontrar un libro inexistente: el Dr. Descalzi sacó a luz, como primicia, en su obra Historia del teatro ecuatoriano, un drama escrito en quechua llamado Los Quillacos, bajo la autorizada traducción de don Manuel del Pino. Era la confirmación no sólo de la solidez de una cultura auténticamente ecuatoriana sino, acaso, la reafirmación de tantos sueños de grandeza cultural ensoñados y escritos por el Inca Garcilaso de la Vega o Guamán Poma. No era, pues, que de la Vega trasladaba conquistas culturales hispánicas a los indígenas o que pretendía transpolar abusivamente formas exclusivas de la cultura europea a costumbres y cultura indígenas: me refiero sobre todo a la existencia de dramaturgos, actores y aravicos, sabios y amautas, poetas; ni qué Cortes de Provenza, ni qué cantores cátaros, ni qué Esquilos o Sófocles, ni qué López de Vega, aquí en el Ecuador estaba la constatación, en el mismísimo quechua moliente y sonante de nuestros antepasados, ¡aquí estaban nada menos que en Los Quillacos! Pero como el sueño de los pobres dura poco, algún agencioso —creo que fue un erudito de origen italiano llamado Ricardi— descubrió que el verdadero autor de
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este drama era el mismísimo «traductor», el profesor don Manuel del Pino, maestro y literato que dominaba, casi como lengua materna, el idioma vernáculo indígena. Recuerdo perfectamente a don Manuel, su soltura y solvencia de ideas y su carácter propenso a la invención, a la creatividad. Creo que, a pesar de todo, debía habérsele premiado y reconocido su talento literario en lugar de escarnecerle como se hizo. Pero lo que recuerdo más son las escenas de burla, las solemnes carcajadas y festejos que el gran Sergio Núñez Santamaría, en plena Plaza Grande de Quito, compartía con don Manuel, entre pelanduzcas y jubilados, reconstruyendo el memorial de Los Quillacos y de su inteligente traductor y autor. Macpherson en Escocia habrá hecho otro tanto.
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X. EDITORIALES, LIBROS Y PROCESO SOCIAL
Una forma de conocer el devenir del mundo en el último siglo es, al menos en la superestructura cultural, una ligera reseña de editoriales y publicaciones, aficiones lectoras, hábitos y modas de pensamiento. Recuerdo en este momento, las dificultades que tenía que vencer para comprar un libro de la editorial Tor argentina allá en los tiempos de mi primera mocedad. Un libro de la colección Nueva Biblioteca Filosófica costaba cinco sucres, treinta centavos de peso argentino. Y para adquirirlo tenía que ahorrar toda una semana de mi trabajo a más que debía introducirlo subrepticiamente en mi casa para que no me reclamaran que estaba distrayendo el dinero —que faltaba para comer— en libros sin importancia, como me decía mi abuela, con ceño de matrona inquisidora. Cinco sucres era una cantidad mas o menos respetable: uno podía comprarse siquiera cinco almuerzos, de la clase sándwich, por supuesto. Todavía conservo algunos títulos: Bergson, La risa; Bovio, El genio; Arenal, El visitador del preso; Flammarión, Los orígenes de la vida; Schiller, Educación artística; Platón... Lo que intento decir es que los jóvenes de la época (me hago ilusiones de que había muchos igual que yo)
teníamos preocupaciones filosóficas y científicas y nos interesaba profundamente la totalidad del conocimiento. Es decir, por lo menos existía esa tendencia en la mayoría de lectores aunque esa mayoría haya sido tan minoritaria, o más, que en la actualidad. Para los estratos medios a los cuales pertenecía, esta misma línea de lecturas fue también suplida por la Editorial Sopena y la Editorial Aguilar, que lo mismo disponía de mamotretos elegantísimos y caros (los clásicos de la literatura), como la colección de Iniciación Filosófica donde encontrábamos desde los presocráticos hasta los filósofos de la revolución francesa como D’Alambert y Diderot. En estos últimos años este rubro fue continuado por la Biblioteca Bruguera, pero creo que sin éxito. Casi puedo decir con certeza que se adquirieron varias colecciones pero pocos o casi nadie los leía de verdad. Es parte de ese proceso de comprar libros por metros que cundió en el inicio del boom petrolero, y con los nuevos ricos, a fines de la década del 70 e inicios del 80. Hoy ya nadie lee filosofía y de ahí que se explique no sólo la falta de ensayistas o el pánico por la crítica literaria, sino la mínima capacidad de distinguir diferencias sutiles, prioridades, esencia y fenómeno de las cosas, la sociedad y los procesos, desde la politiquería hasta el cinema policial, desde la poesía hasta la economía y la educación de la juventud. No se usan adecuadamente los comparativos y los superlativos, el adjetivo y el epíteto son de fácil donación sin la responsabilidad de su constatación en la realidad. No existe disciplina de pensamiento y se tiene todavía la rupestre idea de que el intelectual es un ser vago, que vive en y del viento, que es sólo un bohemio o un alcohólico y que no sirve para nada en la sociedad. Nadie puede desconocer el servicio invalorable que prestó el Fondo de Cultura Económica para el conoci-
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miento de varias disciplinas, como la historia, la filosofía, arqueología, antropología, el pensamiento estético, literatura, matemática, poesía. Era, como decía su lema, llevar la universidad al hogar, al contrario de lo que sucede ahora que maestros y estudiantes llevan el hogar a la universidad. Y la mayoría pasan por ella aun cuando ella nunca ha pasado por ellos. Lo mismo podemos decir, en cuanto a editoriales, de la famosa Colección Austral, la que formó y cimentó la base de conocimientos de muchos de nosotros. Pero en este mini-homenaje a las casas editoras déjenme nombrar, al vuelo, a las que se me vienen espontáneamente a la memoria: Alemany Bouloffer y sus obras indostánicas; Kier y sus libros espiritistas; Kraft y sus ensoñaciones poéticas orientales; Emecé, en la que apareció Eureka y la Filosofía de la composición de Edgar Allan Poe y las obras de Jorge Luis Borges; Pablos editores, quienes han editado algunas de las obras del incomparable pensador revolucionario, León Trotsky; Siglo XXI y Akal, editoras que han dado a luz las acaso más atildadas versiones de El capital de Marx; Grijalbo y sus ediciones casi totales de los clásicos del marxismo y sus comentaristas; Colección Joya y Crisol, el pequeño libro elegante, con los mejores autores de la literatura universal; Claridad... y tantas otras. No olvido, por supuesto a la Editorial Cajica de México que publicó las obras de Montalvo y muchas de autores ecuatorianos. En nuestro entorno no olvidaré de ninguna manera la labor pionera de Editorial El Conejo, creada por el sociólogo cariñosamente apodado «el Conejo Velasco», así como la actual editora Libresa, ambas entusiastas divulgadoras de obras de autores nacionales. No sé si sea un abuso mecanicista afirmar que la década del 60 del siglo pasado fue filosófica, tal vez por eso
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publiqué en el Diario El Heraldo de la ciudad de Ambato mis ensayos sobre Emerson y Schopenhauer (todavía recuerdo la hermosa y voluminosa edición en dos tomos de las obras filosóficas completas de este maestro no sé si editadas en la colección Aguilar o Ateneo). En las décadas del 70 y el 80 hubo una tendencia más definida a leer marxismo (economía e historia, sobre todo), no a los clásicos, sino a través de comentaristas y politólogos que editaban sus obras en la Editorial Progreso de Moscú o en Ediciones en Lenguas Extranjeras de China. Son líneas maestras que condensan modas o formas esenciales de preocupación lectora aunque existan tangentes de especialización o interés particular. Los últimos años de la década del 90 y los que inician este nuevo siglo y milenio, a mi entender, marcan dos vertientes: computación y marqueting y la metafísica barata de cómo hacerse rico o ser eficaz en los negocios, con Mandino y Cuatémoc Sánchez. En lo literario, el paradigma del desconcierto modernizado y hasta cibernetizado está en Benítez y su ultrafamoso Caballo de Troya... Como muchos creen, con el notable —a lo Eróstrato— Fujiyama, que las ideologías, el pensamiento y el marxismo han muerto y proclaman, con él, el supuesto fin de la historia, entonces, en la tierra de los ciegos... Y, para concluir, asistimos en estos últimos días a la confusión espectacular a través de modernismo y posmodernismo, las últimas versiones del liberalismo —cuya muestra más palmaria es esta monstruosa guerra genocida por el petróleo de Irak llevada a delante por los imperialistas con George Bush a la cabeza— que son las últimas versiones de la degeneración del pensamiento, como reflejo de la crisis sin salida del modo de producción capitalista y de la corrupción global en todo el planeta.
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XI. EL ESCRITOR, LOS LIBREROS Y LAS LIBRERÍAS
Con mucha delectación y saudade rememoro el día aquel cuando con mi pequeñísimo y traposito folleto de Voces errantes —mis primeros poemas— ingresaba en la librería del señor Carlos Liebmann, de las calles Mejía y García Moreno, en Quito, para entregarle un pedido de 20 o 30 ejemplares que, luego me enteré, él siempre adquiría a todos los escritores sin excepción. De alguna manera se cumplía en la práctica ese conjuro fervoroso, sentencia poética, que constaba en uno de los sonetos de Canción del camino: ...Voy llevando en mi adentro dos virtudes: Confianza en el Dador desconocido que no niega el calor para mi nido y en mí mismo una fe sin latitudes... Voces errantes, el poemario que fuera publicado a instancias y con las propias manos de mi compañero de aula en el Colegio Bernardo Valdivieso de Loja, Jorge Ruilova, ahora, gracias al judío dueño de «Su Librería», iba a cumplir su destino por el mundo: regar su semilla y sus visiones. Hoy, a más de cuatro décadas de mi bautismo literario, sigo siendo el poeta errante que escucha
sus voces interiores y que ha vivido y vive su propia premonición: ...Trataré de escucharme (y ya me escucho) antes de desbandarme en caravana y tendré que sufrir por lo que lucho : por el cielo de antorchas que me mana... Pero no se trata sólo de mi vocación y de mi grávida, incoercible fidelidad al ethos poético. Quisiera resaltar el hecho de que a inicios de la década del 60 del siglo pasado había por lo menos un hombre, un extranjero —Carlos Liebmann— que cumplía una encomiable e irrepetible labor: ayudar a los literatos y a la cultura nacional difundiendo libros ecuatorianos en el exterior. Él no adquiría libros a consignación, como muy mezquina y cazurramente lo practican los libreros de la actualidad, con toda la connotación de desprecio filisteo para el escritor, del cual se enriquecen. No. Él compraba al contado los libros a cada autor. Hacía una doble beneficencia: realizaba la difusión y acicateaba la economía y la moral del escritor. Hoy las librerías, en realidad, son centros para probar la paciencia de los escritores: hasta para recibir sus libros a consignación son cicateras: piden tres o cuatro libros, peor si son de poesía, literatura. Adoran los textos escolares que, de alguna manera, sirven para impedir que piensen los jóvenes, pero que se venden como papas, y los cuales hasta los reimprimen. Odian lo nuevo, la creación, si no está acompañada por el éxito que dan las ventas, las reimpresiones. Y no hablemos de la ganancia: librerías y editoriales se llevan el mayor porcentaje posible, ganan siempre más que el autor, los escritores, sin necesidad de quemarse las pestañas. Se aprovechan de ellos hasta en libros para colegios donde copian cuentos de varios lite-
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ratos, sin pagar ningún derecho de autor , y con la sublime «explicación» y «cuestionario» de la maestra que, además, pone su nombre como autora del supuesto «libro», sale a la venta, y es la misma maestra quien vende «su» libraco, producto del robo del trabajo ajeno. En resumen, los mercachifles de libros se enriquecen y poco les importa el valor esencial de ellos. Con la riqueza adquirida jamás hacen concursos literarios o contribuyen para alguna fundación de ayuda social ni siquiera piensan en cómo mejorar la verdadera cultura del entorno. El libro es para ellos fuente de riqueza, de plusvalía, de confort personal y no el motor para el desarrollo del pueblo. Estas gentes hacen todo lo posible para que no se conozca al autor nacional, y cuando venden —en un año o dos— los pocos ejemplares dejados por el espartano creador, le hacen ir a éste varias veces y, al fin, cuando se deciden a pagarle, le piden registro de contribuyentes y le tratan al pobre literato como si fuera una industria o un centro comercial cinco estrellas. «Escribir en España es llorar», decía Mariano José de Larra. Escribir en el Ecuador es morir y morir a plazos, a pedacitos. Y que no se rebaje a queja o a exageración lo que ha constatado mi experiencia personal y la de otros: sólo es un hecho con todo lo que implica o genera. Por eso cuando se acercan jóvenes que desean seguir la «carrera» de escritor, les quedo mirando como a astronautas y les pregunto, con la mayor delicadeza que me es posible: ¿Saben ya, a ciencia cierta, las reglas de juego, lo que de veras tienen que pagar por serlo? Y ahora el pobre escritor tiene que pasar por la oficina de patentes, por la dirección de derechos de autor para pagar la inscripción de su libro que antes no costaba nada. Y luego tiene que soportar una «cátedra» de
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literatura por parte del encargado de la Cámara de Libro, quien, para que el autor inscriba su ISBN, le «explica» al escritor qué significa cuento, narración, poesía, literatura, ensayo, que es como decir al carpintero para qué sirve el formón o el serrucho. O como las «razones» que dan los seudo-literatos que lideran industrias editoriales comerciales —y a quienes uno ha enseñado los elementos de la preceptiva literaria— para no publicar un libro, del cual ni siquiera le van a reconocer derechos de autor. Por eso les repito a los más jóvenes que desean ser escritores, «¿saben cuánto tienen que pagar por serlo?». Pero el que tiene vocación pasa la cancha de obstáculos y se ríe de las librerías y de las oficinas de patentes y escribe y publica y da recitales y da conferencias y vende él mismo sus libros y él mismo es una institución cultural. Esto no significa, de ningún modo, que las librerías estén de más. De ninguna manera: ellas juegan su papel, sobre todo con libros y escritores extranjeros. Deberían comprar aunque sea un libro a escritores nacionales, pero nadie les puede exigir ni siquiera decretando una ley para que lo hagan. Menos aún cuando ahora se están convirtiendo en verdaderos monopolios familiares con sucursales en todo el país. El monopolio capitalista opera en todo, y el libro es una mercancía más sujeto a las leyes del mercado. Desde luego que, por lo menos antes, había excepciones, como la señora Teresa de Wong, quien era propietaria de la Librería Universitaria, y no sólo compraba libros a los escritores, sino que al mismo gran Sergio Núñez le ayudó a publicar su obra Los 100 mejores poemas ecuatorianos. Hay núcleos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, como el de Tungurahua, que son generosos en ediciones, a pesar de sus escasos recursos, pero que
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con voluntad hacen una importante labor editorial, a lo mejor como ni la misma matriz lo lleva a cabo. En otras latitudes, como España, verbigracia, los autores tienen facilidades publicitarias, van y reciben el homenaje de su público, charlan con él, conceden autógrafos, hablan de su trayectoria, de preocupaciones literarias, filosóficas o políticas. Allí, como en EE.UU. y Europa, las librerías son verdaderos centros nerviosos de la cultura. En el Ecuador, en cambio... Mejor le pido a este emigrante, que toma el avión en este momento, que me haga el favor más grande, y no a mí, sino a los escritores, al país y a él mismo: lleve, por Dios, un librito ecuatoriano a donde él vaya, sólo uno...
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