Pensar en tiempos de oscuridad Homenaje al profesor Sergio Vences
Juan Carlos Couceiro-Bueno (editor)
A Coruña, 2006 Universidade da Coruña Servizo de Publicacións
Pensar en tiempos de oscuridad. Homenaje al profesor Sergio Vences Juan Carlos Couceiro-Bueno (coord.) A Coruña, 2006 Universidade da Coruña, Servizo de Publicacións Homenaxes, nº 7
Nº de páxinas: 570 17 x 24 cm. Índice, páxinas: 5-6
ISBN: 84-9749-209-9 Depósito legal: C-1910-2006 Materia: 1 Filosofía. 1(09) Historia da filosofía. 17. Ética. Moral
Edición: Universidade da Coruña, Servizo de Publicacións. http://www.udc.es/publicaciones © Universidade da Coruña.
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Deseño da cuberta: Julia Núñez Calo. Texto da cuberta: Juan Carlos Couceiro-Bueno. Imprime:
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Sergio Vences
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Índice Saludo (José María Barja, Universidade da Coruña) .............................................................. 7 Introducción (Juan Carlos Couceiro-Bueno, Universidade da Coruña) ........................... 9 Últimos cincuenta, primeros sesenta en Madrid (Ordalía de Herminio Barreiro)...................................................................................... 19
I SOPHIA Los lugares del pensamiento (Manuel Cruz , Universidad de Barcelona) ..................... 25 Años de penitencia: la filosofía en España durante el franquismo (Pedro Ribas Ribas, Universidad Complutense de Madrid) ................................................................ 31 Saber, poder y otros imaginarios. Observaciones generacionales sobre la universidad (Juan-Luis Pintos, Universidade de Santiago de Compostela) ................... 49 El puesto de la filosofía en la función del conocimiento humano en nuestro tiempo (Julio Bayón, Universidad Autónoma de Madrid) ............................................. 69
II PRAXIS La era de la venalidad universal (Jacobo Muñoz, Universidad Complutense de Madrid) .......................................................................................................................... 75 Aciertos y errores en la obra de Marx. Por una nueva visión del materialismo histórico (Carlos París Amador, Universidad Autónoma de Madrid) ............................ 81 Furia computacional (Isaac Álvarez, Universidad de La Laguna de Tenerife) .............. 99 Las «clases sociales» tras la caída del comunismo (Alberto Hidalgo Tuñón, Universidad de Oviedo) ............................................................................................... 103
III AESTHESIS ........................................................................................................... 129 Arquitectura y filosofía (Gustavo Bueno).................................................................... 131
IV POIESIS.................................................................................................................. 209 Escritos marxistas de Santiago Montero Díaz (1930-1933): noticia e antoloxía (Xesús Alonso Montero, Universidade de Santiago de Compostela) .......................... 211 Argumento literario y pensamiento dialógico: el caso de La Celestina (Carlos Mellizo, Universidad de Wyoming)............................................................................. 227
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Filosofía y literatura: el problema de la estetización de la vida (Mª. Isabel Lafuente Guantes, Universidad de León) .....................................................................237 De versos e docentes: Aurelio Aguirre e O Gaiteiro (Xosé María Dobarro Paz, Universidade da Coruña) ..............................................................................................259 Mil palabras para una imagen: la literatura emblemática en Hispanoamérica (Emilio Blanco, Universidade da Coruña)....................................................................273 Marco Valerio Marcial, un insumiso en Roma (Raúl Doval Salgado y Jesús Ricardo Martín Fernández, Instituto A Guarda de A Coruña) ...........................................311 El goce del dolor (Lucía Fraga, Universidade da Coruña)...........................................339
V ETHOS
Lectura de los Derechos Humanos a la luz de la phýsis según Aristóteles en Física B I (Jesús Avelino de la Pienda, Universidad de Oviedo) .................................349 El olvido de la comunidad. Variaciones sobre un problema filosófico-político. (José Luis Tasset, Universidade da Coruña).................................................................373 Tres enfoques contemporáneos de la antropología pedagógica (Fernando Luis Peligero Escudero, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria) ...............................391 Interpretación de los artículos 29 y 30 del Código Civil desde el significado institucional de la persona (José María Pena López, Universidade da Coruña) ......... 407 Aproximación teórica, no dogmática, a los derechos genéticos (Ascensión Cambrón Infante, Universidade da Coruña) .................................................................445 Guerra y Derecho Constitucional: a propósito de la intervención militar española en Irak (Santiago A. Roura Gómez, Universidade da Coruña).....................................485 Filosofía para niños (Mª del Carmen Sánchez Rodríguez de Castro, Universidade da Coruña) ....................................................................................................................495 Propuestas de cambio en la enseñanza universitaria (Ramón González Cabanach, Universidade da Coruña) ...........................................................................507 El ethos de la técnica en el pensamiento filosófico contemporáneo (Miguel Ángel Hermida Carneiro, Universidade de Santiago de Compostela)..........................523 Texturas marginales: el desarraigo del extranjero como momento emancipador (David Ramos Castro, Universidade da Coruña)..........................................................531 El concepto de tèchne en perspectiva hermenéutica (Iria Lamas Pérez, Universidade da Coruña) ..............................................................................................541
Apuntes bio-bibliográficos de Sergio Vences...............................................................549 Notas sobre los colaboradores ..................................................................................... 563
Saludo Es un honor para mí poder participar en el homenaje que se le tributa al profesor Sergio Vences con motivo de su jubilación. Para un universitario la jubilación no es el final de nada, sino sólo la constatación de haber llegado a una cima intelectual que da sentido a toda una vida dedicada a la docencia y a la investigación. Tuve la oportunidad de conocer personalmente al profesor Vences a raíz de un artículo suyo, publicado en un relevante periódico de A Coruña, en el cual me animaba a que me presentase a las elecciones a rector. Sólo una mente literaria e imaginativa como la suya podía prever que, para sorpresa mía, tal acontecimiento se iba a producir, en efecto, año y medio más tarde. Comparto con él muchas de sus ideas sobre el bien común y social y admiro su profundo conocimiento de las grandes corrientes del pensamiento filosófico de nuestro tiempo. Me admira su capacidad para la utopía, para absorber los sueños de sus grandes mitos intelectuales y perdonarles sus flaquezas. Creo en la Universidad no sólo como eje de la docencia y la investigación de nuestra sociedad del conocimiento, sino también como transmisora de valores, como forjadora de ciudadanos libres con capacidad crítica para ver, comprender y estar en el mundo. Aunque sea esta misión un territorio clásico de la Filosofía y de las Humanidades, no es tarea ajena a ninguno de nosotros, sea cual sea nuestro ámbito científico. Estoy convencido de que sin la Filosofía correríamos el peligro de convertirnos todos en seres enajenados, piezas mecánicas de un puzzle sin sentido. Sin duda, el efecto supremo del espíritu es despertar el espíritu. Goethe –alemán de la Alemania que fascina a Sergio– dixit. También a mí me asalta la duda hamletiana sobre si Sergio Vences es un profesor de Filosofía que practica la poesía o un poeta que enseña filosofía. En todo caso, su nueva etapa vital no será otra cosa que una continuación, con tiempos recuperados, de su brillante trayectoria intelectual. Serán los nuevos caminos –filosóficos, poéticos o dramáticos– de Sergio Vences, porque uno no se lo imagina dedicado, como su personaje teatral, a echarle alpiste a los jilgueros. José María Barja Pérez
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Introducción Juan Carlos Couceiro-Bueno Universidade da Coruña
I La misión del escritor es la de ser incómodo. Escribir es vociferar, estéticamente, contra la vulgaridad, la banalidad y la indiferencia. Escribir es enfrentarse con el mundo, con los sistemas de orientación dominantes. Y todo esto desde una actitud íntima y, a la vez, ofensiva. Nuestra cultura occidental es una cultura del libro, de la palabra, que está peligrosamente amenazada por la tecnología. Ésta supone, no nos engañemos, la degradación de la palabra y el ocaso de la lectura, ya que nadie pretenderá acercarse a la cultura a través de la pantalla de un ordenador. Si hay algo destacable en el impúdico espectáculo que supone la mercantilización del tan cacareado Camino de Santiago, es la profunda nostalgia que se observa en miles de personas por recuperar la pureza de la vida, la aventura despojada de toda comodidad, el caminar en silencio, el “elegir” el sufrimiento (tà pathémata mathémata), es decir, en desplegar todas las experiencias humanas básicas, al margen de todas las supuestas confortabilidades de la modernidad, que impiden tener experiencias con uno mismo: corporales, imaginarias, cosmológicas, fraternales, etc. Para este tipo de facticidad, la ciencia y la tecnología son un absoluto estorbo. Si escribir es una actividad molesta a toda coacción, escribir filosofía es la quintaesencia del escribir. Lo que hacen los filósofos es experimentar. Su actividad consiste en perseguir caminos, senderos, ideas y, fundamentalmente, “metáforas explosivas” que hegelianamente capten su época. La incomodidad del filósofo es una muestra de su inteligencia: explorar las zonas de penumbra, de oscuridad, indagar los intersticios, las grietas que son evitadas por la opinión pública. El intelectual honesto es el que es capaz de analizar las voces del pasado para experimentar con las voces del porvenir. Ser profesor de filosofía en Alemania en el siglo XIX era tener la máxima consideración, suponía aparecer justo detrás del príncipe del Land. Eran auténti-
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cos dioses en miniatura. Hoy en día, al lado de los presidentes se colocan los expertos, los técnicos, los especialistas, los ignaros asendereados, aquellos cuya única actividad conocida consiste en “desaprender lo ya sabido”. Después de este preludio, hay que decir que lo que tienen en sus manos, queridos lectores, es un libro que quiere ser semblanza y reconocimiento al profesor Sergio Vences, amigo de sus amigos, y por desgracia, para algunos, excesivamente condescendiente con sus enemigos. No corresponde al editor juzgar la vida de nadie, pero sí su vida académica. En este sentido, la carrera profesional del profesor Vences es, sin lugar a dudas, poderosa: su potencia y su patencia viene dada por su feraz formación alemana, que equivale a decir plenitud intelectual. Una de las características públicas del homenajeado, como es sabido, es su compromiso político. El compromiso ideológico y la filosofía son dos conceptos que, en algunos momentos, se pueden presentar antitéticos, si bien no necesariamente. Sí es cierto que se puede dar testimonio ideológico y no pretender estar haciendo filosofía. La afirmación inversa también es cierta: desde el rigor y la sobriedad intelectual de la filosofía se puede tener un compromiso ideológico, pero con la condición de que el compromiso advenga al lector como interpretación textual y no con un impositivo sentido directo, que para eso ya existen otros cauces. Para el que les escribe, los testimonios directos de la ideología no son filosofía; en cambio, la filosofía interpretativamente considerada, sí puede exhumar ideología, ontológicamente hablando. En esta línea, me van a permitir discrepar, cortésmente, de Ortega con respecto a la “claridad del filósofo”. La claridad no es per se, a mi juicio, excelencia ni cortesía de nada. La claridad es, en algunos casos, comprensión defectuosa. Cuando se acomete algo oscuro, la mayoría de las veces, desgraciadamente, sólo puede ser expresado desde la oscuridad. Lo que emerge cuando sabemos “algo de algo” no es claritas, o no necesariamente, sino ironía y poder relacional, que es otra cosa. Este excursus está justificado ya que el homenajeado es muy consciente de que haciendo teatro, poesía, novela, etc., se puede exhalar un fuerte compromiso ideológico. Esto es, asumiendo que la “vía indirecta” y transpositiva del discurso comprometido puede ser mucho más intensa, penetrante y, sobre todo, convincente que la “vía directa”.
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II La oscuridad que observamos (permítanme el oxímoron) en nuestro “mundo de la vida” (Lebenswelt) apunta preferentemente a tres ámbitos: pensamiento, política y educación.
Pensamiento ¿Qué es pensar?: prescindir de sí mismo. En su sentido griego es una actividad que no pretende ganancia ni beneficio alguno, ya que el que piensa queda anulado en su condición personal o histórica. Incluso los griegos tenían una palabra para ello: nous. Un pensar que no se refiere a nada más que a lo que es. ¿Cuál es el asunto de la filosofía?: “preservar la fuerza de las palabras” (Heidegger). El pensamiento que corresponde a la superación de la metafísica es un pensamiento que prepara el camino hacia un nihilismo entendido como exposición permanente a la deriva incesante del mundo, que va a metamorfosearse en un sentimiento festivo por el descubrimiento de la falta de realidad y de fundamento del mundo, y que tiene como resultado una anhelada liberación de toda verdad objetiva, de toda verdad única, de toda “respuesta última”: ya sólo nos puede ser dada la “penúltima”. De esta forma, a la técnica ya le quedan menos cosas que dominar; excepto la nada que es ella misma. En consecuencia, el nihilismo no va a consistir en afirmar que el ente en cuanto ente no es nada; por el contrario, es el convencimiento de que lo que los otros aseguran (verbi gratia, la ciencia) es, efectivamente, nada. Así las cosas, se va configurando un pensamiento no lineal que permita pensar en múltiples direcciones, desandar caminos e incluso pensar no sólo olvidándose de sí mimo, sino contra sí mismo. Con todo, la verdad última –conviene no olvidarlo, por si acaso– es la huida enloquecida ante la muerte, el intento de ocultar nuestra mortalidad, nuestra finitud, que tanta violencia ha provocado y que se ha expresado de múltiples formas. Precisamente porque la sociedad occidental no sabe crear nada, se condena a sí misma a ignorar el hecho de la destrucción, empeñándose en neutralizar el pasado como fuente de alteridad mediante la institución de un homogéneo perpetuo presente. El problema básico de la muerte es que nos recuerda, irremediablemente, la nuestra.
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Tenemos que reconciliarnos con la naturaleza y aceptar la muerte como una instrucción codificada que habita en todas y cada una de nuestras células. La vida no es otra cosa que un mero accidente cósmico y la aparición de los seres humanos responde a un largo proceso de azar y casualidad. Hoy en día el morir es un acto excluido de nuestra sociedad. Es un fenómeno médico y hospitalario. De hecho, la muerte es la transposición negativa de la economía de mercado: no la aceptamos, ya que supondría aceptar que la maquinaría capitalista pueda, paralelamente, sucumbir, como todopoderosa suprasubjetividad. En todo caso, hay que manifestar que la muerte lo preside todo e impone al pensamiento un enorme reto. No olvidemos que en la antigüedad el tener siempre la muerte en el pensamiento era una característica distintiva del ser humano. El cuerpo es un mecanismo cuyo funcionamiento supone el uso, el desgaste, la desaparición. Si el hombre se deja ir, le dan pena todas las cosas; todo le recuerda la destrucción. Por eso está sujeto más a la nostalgia y a la melancolía que al duelo, en el sentido fuerte del término. Así como me considero un acerbo crítico de la ciencia en general (entre otras cosas, porque sus investigaciones siempre se parecen mucho a lo que le interesa a los poderes dominantes; de hecho, es bien sabido que la ciencia contribuye decisivamente a los beneficios del poder privado), reconozco que hay ínsulas de ciencia y de científicos (en puridad, no son científicos sino filósofos de la naturaleza) realmente admirables, que por desgracia son la excepción. Me estoy refiriendo a la ciencia que se inspira en las antiguas tradiciones de episteme. De esta ciencia, admito, soy un lector compulsivo y un admirador sincero. Hecha esta consideración, debo invocar que, desde la ciencia seria e independiente, el ser humano es visto como un mortal organizado (forma), construido a partir de inmortales extravagantes. Y el precio que pagamos por esta prodigiosa estructura es la muerte. Todo lo que tiene forma, lo paga con la muerte. La vida, desde el punto de vista físico, es materia organizada de cierta manera (concretamente la vida es el fruto de la más absoluta casualidad: la fusión de tres núcleos de helio de carbono). Y la materia es indiferente a la vida y a la muerte. La muerte que nos interesa es la de la autoconciencia, que supone ya cierto nivel de organización de la materia. Los átomos son inmutables y, a fortiori, sus núcleos. Las partículas que nos constituyen ignoran la muerte, salvo si se prueba que el protón es mortal –investigadores japoneses le han calculado una vida de tres mil millones de años (3.000.000.000). Aunque se duda que sea mortal, se espera atrapar la muerte del protón, que sería la consecuencia de las tres fuerzas, salvo la gravitatoria. Pero esta muerte, con todo, se está haciendo esperar–. Si se descubriese que el protón es mortal, el Universo, en su forma
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material, vería decrecer su duración de vida. Ésta se volvería parecida al tiempo de la vida del protón, el constituyente más fácilmente perceptible. Se puede decir, por tanto, que somos estructuras mortales (a ciertos niveles) compuestas de elementos inmortales. La mortalidad de una estructura comienza con la adopción de una forma. La vida es una forma. La muerte es el fin de la vida de una forma. La muerte es el retorno al punto cero de energía. Ante la muerte se puede invocar el discurso estoico del desasimiento, del voluntario y poético autoapagamiento. Ésta no es otra cosa que la aceptación profunda y auténtica de nuestra finitud. Aceptamos pasmosamente la “muerte del otro”, la propia la consideramos inaceptable. En el fondo de nuestro ser estamos siempre íntimamente persuadidos de que seremos capaces de escapar a nuestra propia muerte. No cabe mayor estulticia en nuestros pensamientos: deseamos tener un principio, pero rechazamos tener un final, que es precisamente el que le confiere sentido. Con todo, es tan disparatada la muerte que, al cabo de miles y miles de años de morir, aun no nos hemos acostumbrado a ese acontecimiento tan habitual en nuestras vidas; y tan necesario, por otra parte, para la continuidad de la especie (sería un lujo superfluo que cualquier individuo, después haberse reproducido, prosiguiera viviendo eternamente).
Política Se afirma que vivimos en el, eufemísticamente llamado, “estado de bienestar”; si bien es menester recordar que se trata del bienestar de los ricos. Éstos sí viven en una sociedad de clases. El resto de la gente (precarios y desesperados, mayoritariamente) tienen que estar convencidos de que por fin viven en una sociedad sin clases. Una sociedad en la que debemos ser conscientes que los índices de pobreza se han duplicado. Una sociedad que ha convertido a los trabajadores en mendigos. Ahora bien; el poder privado afirma que no hay por qué preocuparse, ya que el que tenga hambre o a quien falte trabajo, siempre puede dedicarse a “mirar escaparates” con delectación. Una sociedad en la que si vendes tu trabajo, te estás vendiendo a ti mismo, lo que supone perder la condición de hombre libre y convertirse en un siervo de empresas mastodónticas, que son propiedad de una “aristocracia pudiente” que, por supuesto, no va a consentir que se pueda cuestionar el derecho a oprimir. Como se sabe, el neoliberalismo considera que la vida humana es un sencillo cálculo de análisis de costes y beneficios sustentado en la defensa de privilegios sociales que se obtienen dentro de los grupos sociales.
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Así las cosas, el neoliberalismo o individualismo posesivo es el factor dominante en la desestructuración de los vínculos comunitarios y sociales (incluidos los familiares), destinando a amplios sectores de la población a la pobreza más lacerante y despojandolos de la más mínima dignidad social y personal. Es decir, las capas sociales marginales tienen en común su incapacidad para convertirse en “consumidores generales” (capacidad económica para consumir), lo que provoca que el neoliberalismo los arroje, sin inmutarse, a los infiernos más abyectos. Ya se sabe: en esta sociedad si no tienes capacidad para consumir compulsivamente te conviertes en un marginado. Hay muchísima gente cuya vida sólo consiste en trabajar; y, a pesar de ello, nunca tiene lo suficiente para vivir con el mínimo decoro. El neoliberalismo es la defensa iusnaturalista de la “legitimidad” del enriquecimiento privado por encima de cualquier consideración alternativa. Es la ideología que favorece alcanzar “status económico”, al margen de reprobaciones sociales de los grupos sociales afectados. A todo esto se le ha llamado, cínicamente, “mundialización de la economía” (globalización), que no es otra cosa que la contrarreforma, que desde dentro del propio capitalismo, trata de absolutizar y radicalizar una legislación empresarial que consista en la “acumulación por desposesión” y en favorecer la democracia, pero fuera de las empresas. Todo esto nos lleva, en nuestra sociedad, a una situación límite en nuestra sociedad debido, fundamentalmente, a la imparable depauperación salarial. De hecho, hoy en día, en la mayoría de las parejas de jóvenes tienen que trabajar ambos para conseguir un salario cada vez más bajo, que sólo les permite cubrir las necesidades más básicas. Paralelamente al descenso de los salarios, los beneficios empresariales se han disparado. Al margen de cualquier consideración, creo que no puede molestar a nadie que se diga que desde que cayó el Muro de Berlín se levantó otro aun más ominoso: el crecimiento imparable de la pobreza y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios. Asimismo, creo que tampoco puede molestar que se recuerde que en la Alemania oriental había representaciones diarias de ópera, teatro clásico, ballet clásico, etc.; hoy, en la Alemania unificada, nos encontramos, como gran acontecimiento cultural, la presencia de Michael Jackson y las Spice Girls. Sin olvidarse de que cualquier análisis socioeconómico que no esté trufado de parcialidad tiene que reconocer que el triunfo de las democracias occidentales ha consistido en trasladar las conquistas sociales de los países comunistas a sus propios programas sociales. Otrosí, en los países del Este la tasa de población que posee titulaciones universitarias es superior, por ejemplo y, sin ir más lejos, a la de España. Con todo, la caída del Muro de Berlín, al margen de todo juicio histórico, ha sido un durí-
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simo golpe a la filosofía, pues nadie debe olvidar que los países socialistas estaban configurados como auténticos “sistemas filosóficos” (con todo lo que supone tanto de tiranía del sabio/gobernante –a saber: no es el encargado de hacer velar la ley, sino que su actuación es la ley misma–, como del indudable hechizo de estar siendo formado para la gran cultura). Con W. Benjamín, se podría resumir este apartado invocando al ángel de la historia que necesita abandonar el montón de ruinas que tiene ante sí, sin recomponerlas, porque el vendaval que llamamos progreso lo empuja irremisiblemente, incluso de espaldas, hacia el futuro que está fundado sobre la catástrofe, sobre la repetición de la barbarie del pasado.
Educación El fin de la educación no puede ser otro que el que había sugerido Kant en su escrito Beantwortung der Frage: Was ist Auflarung?, con su pretensión de alcanzar la “mayoría de edad”. O dicho de otra forma: “Ser capaz de llegar a utilizar la inteligencia sin la ayuda del otro”. Pues bien, nos hallamos ante una definición cabal de educación que nos va a permitir, como punto de partida, desenmascarar la educación de nuestro tiempo. Una educación que, en general, promueve un sistema de enseñanza monolítico en favor del control del pensamiento y de la coacción, diseñado, sustancialmente, para formar estudiantes –y profesores– de escasa o nula capacidad intelectual, en una atmósfera de supuestas técnicas y de supuestos procedimientos, que están destinados a un adiestramiento que los vacía de contenido. Es una educación, en suma, entendida principalmente como obediencia y adoctrinamiento, que incapacita a las personas, supuestamente instruidas, para la comprensión de las ideas más elementales; de este modo, son incapaces de tener una visión adulta del mundo y exhiben, además, un pensamiento muy rudimentario. Así pues, bajo lemas tecnocráticos se va a mantener una educación en un estado pueril, en un constante balbuceo que impide el desarrollo mental de las más básicas concepciones del mundo. Estamos, pues, muy lejos de la crítica libérrima, de la capacidad de argumentación, de desarrollar la creación y la imaginación, de saber lo que queremos, etc. Valores republicanos que encarnó en nuestro país la Institución Libre de Enseñanza. Con respecto a la Universidad, creo que no es este el lugar oportuno para hacer una exposición profunda y pormenorizada de sus problemas. Solamente quiero apuntar que, en nuestros días, la Universidad pretende un liderazgo social en un momento en el que no es líder ni entre sus receptores más básicos: los estudiantes. Hecha esta afirmación, convendrán conmigo en que es fácil saber dónde está el problema.
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De forma emblemática, sí deseo afirmar que, mientras, por ejemplo, un niño pobre colombiano (gamines) se exprese mejor (en lengua española) que gran parte de los universitarios españoles, entiendo que la crisis de la enseñanza superior será un acontecimiento muy difícil de remontar. La Universidad, si no es talento y exigencia, en realidad no es nada. O peor aun: sería un siniestro montaje de privilegios (que ofendería a cualquier probo asalariado), un inmenso fraude al estudiante (quien pagaría y, a cambio, recibiría incompetencia y trivialidad, de forma mayoritaria) y un quebranto de la confianza (como institución fiduciaria) que el Estado depositó en ella. Ahora bien, seamos ponderados y justos: si la Universidad cumple la misión que le ha sido encomendada por la tradición, si sus profesores son cultos e ilustrados, si el talento está presente por doquier, entonces la Universidad se constituye, para cualquier estudiante, en la experiencia de verdad más intensa de su vida, la experiencia inolvidable, la “experiencia” que es el embrión de todas las experiencias decisivas en su vida. En lo relativo al supuesto ocaso de las humanidades, sólo quiero apuntar lo que decía mi admirado, y creo que amigo, R. Thom (premio Fields de Matemáticas, por cierto), con respecto a lo que nos concierne: “La ciencia sólo puede responder a preguntas muy sencillas. Cuando las cosas se complican, las humanidades. Es bastante reducido el tipo de cosas sobre las cuales puede arrojar luz la ciencia: cuando uno empieza a pasar de sistemas simples a complejos, la capacidad del conocimiento científico disminuye de forma muy rápida”. En realidad, a mi juicio, lo que sucede es que los científicos se plantean una serie de problemas (extremadamente elementales, dicho sea de paso) que sólo su torpeza y falta de inteligencia les impediría resolver. No hace mucho tiempo, los científicos afirmaban unánimemente y con rotundidad (en realidad aun hay científicos que lo siguen afirmando) que las mujeres y los negros son “inferiores por naturaleza”; asimismo, que estaba probado (científicamente, por supuesto) que la ‘raza aria’ era superior a todas las demás. En este sentido, todos conocemos las consecuencias políticas de las teorías “científicas” sobre las razas (conviene no olvidarse que el Estado nacionalsocialista se proclamó como el primer estado tecnocientífico del mundo y que la comunidad científica alemana se puso al servicio del régimen nazi). Es obvio, por lo tanto, que una de las manifestaciones del totalitarismo es transponer esquemas científicos a postulados sociopolíticos.
III Pasen y vean: se van a encontrar en este libro con las cabezas más lúcidas del pensamiento filosófico gallego y español. Autores que, en honor a la re-
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flexión crítica y del pensamiento adulto, son capaces de pensar “olvidándose de sí mismo” (como sucede en la experiencia amorosa) y, en ocasiones, “contra sí mismo”. Amigo Sergio, le transmito mis albricias ante su nueva situación vital que, en el curso académico 2003/04, ha coincidido con el anhelado acceso al puesto de Rector de nuestro común amigo José María Barja. Con su presencia, ya no se puede hablar, al menos en nuestra Universidad, de tiempos oscuros. Amigo Sergio, le queda ahora persistir, sin exigencias académicas, en su estro, en su particular parnaso, en lo que ha sido siempre: escritor, poeta, dramaturgo, romántico, filósofo, republicano, marxista, hedonista –pero no feacio–, libertario, espontáneo (sobre todo, en su acepción taurina), etc. Por último, sólo me queda, por curiosidad, una pregunta que hacerle: ¿Cómo se puede vivir casi veinte años en Alemania sin convertirse en un melómano compulsivo? Amigo Sergio, por todo lo demás, te puedes sentir satisfecho. Por todo lo dicho: ¡ahí queda eso! EL EDITOR
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Últimos cincuenta, primeros sesenta en Madrid Ordalía de Herminio Barreiro [Para Sergio Vences, amigo, más de España y Alemania -y con más poderosas y avanzadas razones para serlo- que Carlos V, en la luz y en la clandestinidad, en nuestra relación real e imaginaria, en presencia y en ausencia, hoy ya, tantos años después, entre Coruña y Compostela, con un abrazo atlántico y románico]. Recuerdo el primer viaje. De Pontevedra a Madrid, en el tren correo. Veinticuatro horas de madera y chacachá. Leyendo a Rosalía -por los caminos de hierro ondulantes de Galicia- y a Machado -cruzando, lentos, la llanura castellana-. Con Baliñas -un amigo común- como compañero de viaje (y no se trata de la conocida metáfora sobre las luchas políticas del franquismo), compartiendo tortilla y empanada… (¿Te das cuenta, amigo Sergio, de lo peligroso que es todo esto? ¿Te das cuenta del grave atentado contra la salud psíquica que resulta esta complacencia en la evocación y el recuerdo?). Aquel Madrid pobre y mal vestido, con las heridas de la guerra aun al aire, aquel Madrid que pudimos revivir años después en Tiempo de silencio, el Madrid bombardeado por la aviación fascista, el Madrid de la resistencia, el Madrid de Mourir á Madrid que veríamos mucho después, el Madrid hambriento de la peseta de castañas, el bocadillo de calamares y la caña de cerveza; nuestro Madrid del Pozo del Tío Raimundo, un lugar mítico - casi el "lugar" de Madrid por antonomasia: el centro exacto del escenario en el que se desenvolvería toda la conciencia crítica y política de aquellos años y que ahora acaba de resucitar con los atentados terribles del 11-M- ; o el Madrid con las huellas aun vivas de las balas en el Palacio de Oriente y los ecos de los mítines de Pasionaria todavía en el aire, con el rumor de los aviones sobre Cuatro Caminos, casi con la presencia de los sacos terreros en la Ciudad Universitaria; y, años después, el Madrid de las putas de Echegaray y el de la "crema de la intelectualidad" y los "agasajos postineros" -¡aquélla sí que era una derechona!- en Chicote (Leni Rifenstal vivió hasta ayer mismo para contarlo) .
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Pero también el Madrid esplendente, azul y encendido, de los últimos cincuenta. El Madrid desesperanzado de la esperanza. Un Madrid velazqueño que parecía venir del pasado, con todas las sensaciones suspendidas en su aire transparente, tan aludido y tan querido, mezclándose, brutalmente, con el Madrid ruidoso y fascista. Pero nosotros, en aquel Madrid de los caracoles y los boquerones en vinagre, del agua impoluta del Lozoya o de las patatas bravas, siempre encontrábamos un hueco para soñar. Aparecía siempre, en cualquier parte, nuestro rincón, el rincón de nuestros sueños, en el que iniciábamos, día tras día, nuestra vida nueva e incesante. Siempre seguirá, en nuestra memoria, aquel Madrid único e irrepetible de los últimos cincuenta. Triste y alegre a un tiempo. Gris o azul, tibio o deslumbrante, apasionado o inerte, extrañamente calmo o velocísimo. Ciudad de los mil colores, con olor y sabor a multitud o a patio de vecindad. Ciudad que ciñe, perfila y define nuestros recuerdos y que es capaz de absorberlos con voracidad. Ciudad que deja de ser "lugar" y se convierte súbitamente en protagonista de nuestra vida. En vez de hablar de lo que hicimos en ella, sentimos la necesidad imperiosa de hablar de ella. Paisaje tan humanizado que no parece un paisaje natural. Así es cómo Madrid aparece siempre en nuestro imaginario vital... La Ciudad Universitaria...Puede que sea siempre nuestra segunda casa. Paseos "académicos" por aquellos jardines recién plantados de la Facultad de Filosofía.(¡ había crecido todo tan poco!). Las clases, los seminarios múltiples (oficiales o semioficiales, legales o paralegales: Montero Díaz hablando de Lenin o Durruti, Aranguren leyendo a Pierre Vilar...), los ecos del plantel profesoral exiliado -del que íbamos sabiendo cosas poco a poco-, las revistas orales aquellas primeras armas políticas del querido compañero Luis Gómez Llorente, tan activo, tan dinámico, tan comprometido-, las conversaciones clandestinas por los pasillos y las terrazas -¡qué emoción!-, los relatos vivos de la guerra -¡qué lejos parecía que estaba ya y qué cerca!...-. Y, en nuestras conversaciones, Sergio (¿dónde estabas tú, por ejemplo, en 1960?), Europa estaba como muy lejos. Ortega era una quimera, por ejemplo. Ortega, recién enterrado y con sus obras permanentemente aventadas, comentadas, discutidas. (Ortega parecía existir únicamente para la discusión, la pasión y la definición intelectual de cada uno). Filosofía y Letras y la cultura clásica. Adrados, Lasso... Lisardo Doval, el amigo inolvidable, hablando de Baños de Molgas, su patria chica, su lugar, tan lejos casi como Europa. Pero lo de Lisardo creo que fue más tarde, ya iniciada la década de los sesenta... Lisardo, traduciendo e interpretando el latín para todos. Ésa era su verdadera vocación: trabajar la cultura desde el latín y sólo a partir del latín... Pero poco antes, 1960. El inicio de la década fue como una línea de demarcación, una referencia inevitable que parecía que nos alejaba para siempre de unas cosas y nos acercaba inexorablemente a otras. Para nosotros
ÚLTIMOS CINCUENTA, PRIMEROS SESENTA EN MADRID
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-¡tan jóvenes!- era como si estuviéramos empezando a vivir en el posfranquismo, como si el futuro fuera mañana, como si hoy fuera ayer. ¿Y tú, Sergio, cómo llevabas entonces lo de España y Alemania? No lo recuerdo bien. ¿Cómo ibas y venías? ¿Cuándo fuiste y volviste? ¿Estaremos todavía a tiempo de rectificar? ¿Podremos hacer aun lo que no hicimos y borrar lo que hicimos mal? Yo sé bien que tú fuiste un empecinado de la filosofía, un luchador y un buscador de todos los secretos de la clandestinidad. Por eso después, con tu regreso a nuestro sosiego atlántico, todo parece de nuevo más vivo y más alegre. Es como si, entre todos, estuviéramos cerrando simbólicamente la flor de tu vida, querido compañero, filósofo serio y divertido, viajero, lector, amigo... Aquí estamos juntos de nuevo. Te abrazo.
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I SOPHIA
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Los lugares del pensamiento Manuel Cruz Universidad de Barcelona
“Apenas pasa una semana sin que me pregunte lo que no tiene respuesta: de qué estoy convencido ahora que con el tiempo se revela ridículo. Y, sin embargo, uno no puede permanecer indefinidamente en la orilla. En un momento determinado, aunque te asedien la indecisión, el escepticismo, las reservas y las dudas, o te zambulles o admites que la vida está para siempre en otra parte”. Arthur Miller, Al correr de los años
Para un filósofo (o un intelectual en general), la decisión de colaborar en un medio de comunicación de masas está lejos de ser una decisión fácil. Recuerdo haber hablado en alguna ocasión con Sergio Vences sobre este asunto. Me llamó la atención, ante todo, que, siendo él un filósofo de formación clásica, buen conocedor de su propia tradición y preocupado por los grandes problemas que constituyen el eje de la historia de nuestra disciplina, valoraba los esfuerzos que algunos hacemos por difundir nuestro quehacer fuera de los espacios académicos convencionales, hasta el extremo de declararse decidido partidario de encontrar no sólo más, sino también nuevos interlocutores. Me llamó la atención su actitud no sólo por lo infrecuente en nuestro ambiente, sino por una razón más de fondo. Y es que, en contra de lo que podría creerse, a la vista de la abundante presencia de profesionales de la filosofía en los mencionados medios, un problema acostumbra a preocuparles sobremanera, resultando irrelevante a estos efectos que se lo hayan planteado de manera espontánea o les haya venido sugerido por su entorno (especialmente el académico). Un problema sencillo de enunciar, pero endiabladamente complicado de responder. Un problema que me gustaría ser capaz de plantear bien para, de esta forma, proseguir, en la cálida distancia del texto, aquella conversación, ya algo lejana, con el profesor Vences.
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Optemos, para echar a andar, por esta formulación de la dificultad: ¿es posible pensar en serio desde los medios de comunicación de masas? Antes de entrar en más especificaciones, una primera cosa ya se puede empezar a afirmar, y es que parece haber una coincidencia bastante generalizada en que estamos efectivamente ante un problema, como queda claro si llevamos a cabo el simple experimento de desplazar el enunciado hacia otro ámbito, preguntándonos si se puede pensar en serio desde los libros. Pregunta que nos resulta manifiestamente absurda desde el primer momento porque damos por descontado, sin necesidad de mayores consideraciones previas, que los libros constituyen algo así como el lugar natural del pensamiento. Una vez aceptado, todo lo provisionalmente que haga falta, que resulta pertinente plantear el problema, corresponde proceder a identificarlo con algún detalle. No esquivemos la dificultad inicial, que no es otra que la de precisar a qué queremos hacer referencia cuando utilizamos la expresión ‘pensar en serio’. Habrá quien tienda a identificarla con la expresión ‘ejercer la crítica’, pero probablemente una tal identificación dé por supuestas demasiadas cosas, y nos convenga mejor ir paso a paso. Y empezar con cuestiones de apariencia muy básica. Como, por ejemplo, la que se formulaba, recientemente, una internauta en el foro de un programa radiofónico, debatiendo sobre el asunto de los tópicos: ¿es un tópico decir que los filósofos dan demasiadas vueltas a las cosas? En alguna ocasión he escrito que, en mi opinión, resulta más adecuado decir que los filósofos le buscan las vueltas a las cosas. Con otras palabras: intentan forzar los límites de lo pensable, se enfrentan a lo obvio, a lo dado, a un supuesto sentido común fosilizado, al anestesiante ‘ya se sabe’ en definitiva. Repárese en que la definición subrayada tiene doble filo. Porque se desprende de la literalidad de la misma que el filósofo no debe dedicarse a regalarle los oídos a su interlocutor (sea éste lector, oyente o espectador), diciéndole lo que está esperando escuchar o leer, esto es, ratificándole en sus creencias anteriores. Pero, del otro lado, tampoco es su tarea andar, si se me permite la expresión coloquial, “pisando callos” por doquier, máxime cuando con ello sólo se consigue que los afectados reaccionen a la dolorosa agresión reafirmándose en lo que ya pensaban. Nada más simétrico –especialmente en sus efectos– a la adaptación dócil a la expectativa del interlocutor que la provocación feroz, que el gesto iconoclasta que, para más inri, se pretende crítico. Frente a ambas actitudes, la tarea del filósofo debería ser, más bien, la de abrir nuevas perspectivas, contribuir a que se abriera paso una manera distinta de mirar aquello que siempre estuvo ahí, a la vista de todos. Recuerdo, a título de ejemplo, la desenvoltura con la que el director de un prestigioso diario barcelonés explicaba la forma que tenía de alimentar la sección ‘Cartas al director’, cuando ésta parecía pasar por una época de relativo decaimiento. Publicaba alguna carta cuyo contenido (supongamos, denostando
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al equipo de fútbol de la ciudad) él sabía, por experiencia, que iba a generar una auténtica avalancha de respuestas indignadas por parte de los aficionados locales. Por supuesto que el presunto debate no aportaba absolutamente nada (en realidad, en sentido propio, ni debate era). Las dos partes se mantenían en sus posiciones iniciales, pero con el agravante de que, tras la polémica, ambas regresaban a sus convencimientos de siempre persuadidas de haber superado la prueba de la crítica. Casi exactamente lo contrario de lo que debería tratarse en materia de pensamiento. El pensar es, esencialmente, productivo (no especulativo). Pensar es dar que pensar o, tal vez aun mejor, hacer pensar. Tal vez con lo expuesto baste para afrontar la siguiente cuestión, contenida en la pregunta inicial, a saber: ¿qué tipo de condicionamientos son los que encuentra el filósofo en los medios de comunicación y que nos hacen dudar de que pueda desarrollar su tarea en condiciones? Desde luego que son condicionamientos de diferentes tipos, imposibles de subsumir bajo una única categoría. Como es natural, según el tipo de que se trate, los problemas a que darán lugar serán de naturaleza también diferente. Tal vez, para hacer más transitable el asunto, todavía resultará de alguna utilidad distinguir entre condicionamientos político-ideológicos y condicionamientos estructurales. El adverbio todavía recién utilizado tiene, a qué ocultarlo, una cierta intención irónica. Pretende marcar distancias respecto a una interpretación que, en su momento, fue hegemónica en esta discusión y cuya eficacia permanece, incrustada en forma de actitudes y disposiciones, en gran parte de los consumidores de los mass media. En contra de lo que muchos de ellos tienden a pensar, en tales medios no se producen limitaciones externas explícitas en forma de consignas en las que se indiquen, de manera manifiesta, aquellas cosas de las que no se puede, no se debe o no conviene hablar. Probablemente no resultararía exagerado afirmar que, de plantear el asunto así, nadie aceptara ni transmitir las supuestas consignas ni, menos aun, obedecerlas. En cambio, no habría que despachar demasiado rápido el asunto de la autocensura, esto es, el de aquellas limitaciones y condicionamientos que nosotros mismos asumimos en la medida en que interiorizamos actitudes y valoraciones dominantes en un ambiente determinado. En ese sentido, tal vez pudiera hablarse, más que de lenguaje políticamente correcto, de lenguajes políticamente correctos en plural. La expresión, ciertamente, tiene algo de paradójico –como lo tiene, jugando con los paralelismos, la expresión pensamientos únicos– pero sirve para llamar la atención acerca de la coexistencia de diferentes lenguajes y discursos que desarrollan desde la sombra idéntico (o por lo menos parecido) papel tutelar. Otra variante de aquella interpretación hegemónica a que nos referíamos hace un momento es la que supone la existencia de limitaciones externas, sólo que de carácter implícito. Tales limitaciones suelen nombrarse a través de formulaciones como esto no se puede decir porque el Sistema no lo permite, o esto el Poder lo permite, precisamente porque le hace el juego, etc., en las que se da
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por descontada la existencia y la eficacia de entidades como el Sistema, el Poder y similares. Probablemente en lo manifestado hasta aquí se perciba mi profundo escepticismo respecto éstas. Sobre todo habida cuenta de la función que se les acostumbra a atribuir. Una función que cabría denominar como de comodines explicativos, en las que su carácter entre lábil y fantasmagórico les permite dar cuenta siempre –ex post facto, desde luego– de lo ocurrido, sea esto lo que sea. Ni siquiera hace falta, por tanto, entrar en una discusión ontológica acerca de la efectiva realidad de tales instancias. Para desinteresarse por ellas basta con constatar lo inútil de la tarea que tienen asignada. A fin de cuentas, como sabemos desde Hegel, explicarlo todo constituye el correlato perfecto de no explicar absolutamente nada. Frente a los señalados, el otro tipo de condicionamientos –el que dimos en denominar, con una expresión ciertamente bien convencional, “condicionamientos estructurales”–, tal vez permita un orden de consideraciones más clarificador de la auténtica naturaleza de los procesos que tienen lugar en los medios de comunicación. De entre dichos condicionamientos, quizá el primero que merezca por su importancia ser comentado sea el económico. La lógica económica es, en efecto, rigurosamente inexcusable. Cualquier empresa privada (y a veces también algunas públicas) persigue el beneficio, y eso, en el caso de una empresa periodística, significa que necesita obtener un máximo número de lectores, oyentes o espectadores. Es obvio que si los oyentes, en el caso de la radio, empezaran a cambiar de emisora en cuanto escucharan los primeros compases de la sintonía de un programa con pretensiones de calidad, los días de dicho programa en la cadena en que se emitiera estarían contados, aunque sus contenidos resultaran interesantísimos. Pero conviene añadir que el dato según el cual la exigencia de obtener una cierta audiencia obliga a elaborar un producto que resulte satisfactorio para sus posibles consumidores, a menudo se soslaya o se subordina a una lectura en clave ideológica. Tal ocurre cuando, desde una perspectiva que se pretende progresista, se critica la voluntad de adoctrinamiento subyacente a una determinada programación (por ejemplo, con espacios de contenido predominantemente familiar). Quizá no debiéramos manejar de manera tan restrictiva el principio del final de las ideologías, y aplicárselo también a quienes más lo defienden (o sea, los sectores conservadores). En realidad, la diversidad de los contenidos tiene más que ver con el variable público que en cada franja horaria sintoniza la emisora (o el canal de televisión) que con la voluntad de adoctrinar, en el sentido que sea, a la audiencia. Sólo así se explica la diversidad, a menudo contradictoria, de los espacios acogidos bajo una misma programación, o el hecho de que, en muchos casos, algunos de tales espacios entren abiertamente en conflicto con la ideología del sector mayoritario del accionariado de la empresa en cuestión.
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Se observa, no obstante, que en lo anterior no ha quedado argumentado que la adaptación a un público que se desea amplio (y, por tanto, heterogéneo) constituya un obstáculo insalvable para la tarea de pensar en serio, que es el asunto que nos propusimos plantear. Antes bien al contrario, disponemos de abundantes pruebas que acreditan que nuestras sociedades pueden aceptar, incluso masivamente, productos de calidad. Con otras palabras, los condicionamientos mencionados hasta aquí no pueden ser considerados como impedimentos de principio que hagan imposible, por su misma naturaleza, el ejercicio de una tarea reflexiva (o incluso crítica) desde los medios de comunicación (el anunciado pensar en serio). En cierto sentido, tales condicionamientos pueden ser entendidos más bien como requisitos previos cuyo cumplimiento (formal de algún modo) parece resultar perfectamente compatible con cualesquiera contenidos, incluidos aquéllos que nosotros podamos juzgar como óptimos. A mi juicio, existe un orden de limitaciones de mayor influencia que las comentadas, que es el de aquellas limitaciones estructurales relacionadas no tanto con lo económico como con el medio mismo, con una presunta lógica de funcionamiento que acaba por desempeñar un papel normativo, casi de obligado cumplimiento. Lo central de esta observación no es su linaje más o menos macluhaniano (la célebre máxima ‘el medio es el mensaje’ ha ido desplegando su enorme riqueza heurística a lo largo del tiempo). Etiquetas al margen, lo que la experiencia parece demostrar es que en los mass media, aun aceptando que se puede pensar, no se puede pensar de la misma forma que en otros ámbitos. Fijémonos, por ejemplo, en las dificultades que ofrece cualquier intento de presentar en la radio o en la televisión un planteamiento argumentativo de cuestiones abstractas. Dificultades que se acrecientan considerablemente cuando dicho planteamiento argumentativo exige un cierto recorrido discursivo, por más ameno y entretenido que pueda llegar a resultar. Si alguien quisiera desplegar una argumentación que le obligara a exponer durante diez minutos un problema, y eso diera lugar a una réplica –tan amena, entretenida o brillante como la anterior– de parecida duración, ¿sería posible? ¿O la presunta lógica interna que gobierna este tipo de programas lo haría de todo punto inviable? ¿Cómo discurrir cuando hemos de interrumpir el discurso a cada poco para unos consejos publicitarios, para dar paso a las llamadas de los oyentes, y para alguna que otra incidencia más? ¿Nos podemos plantear realmente perseguir –aunque no se trate de una persecución demasiado larga– una idea? Como mínimo parece dudoso, y una respuesta así ya permite entrar de lleno en lo que pretendíamos plantear aquí. Aquello a lo que determinados medios parecen abocarnos es a un tratamiento fragmentario, impresionista, de los asuntos que se aborden, tratamiento acerca del cual lo menos que se puede decir es que no siempre habrá de resultar el adecuado a la cosa misma. Las ideas-fuerza, los fogonazos argumentativos introducidos a modo de cuña y otro tipo de intervenciones repentinas, pueden servir, es cierto, para iluminar fugazmente algún
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aspecto de un problema, pero no pueden constituirse en la estrategia argumentativa más deseable con carácter universal en materia de pensamiento. Y si pensamos en un segundo orden de limitaciones, igualmente derivadas de la estructura misma de un determinado formato, siguen surgiendo las dudas. Planteémoslo a través de algún ejemplo, tan claro como los anteriores: la dinámica estándar de un programa radiofónico o de televisión, ¿permite regresar –como sí es permitido en otros ámbitos– a un argumento presentado hace mucho rato?, ¿es el caso que nos podamos proponer retomar una idea, por importante que sea, que quedó anunciada, pongamos por caso, veinte minutos atrás (teniendo en cuenta que un lapso de tiempo así en la radio o en la televisión equivalen a todo un mundo)? Este segundo orden de limitaciones también condiciona de manera severa la tarea posible. La imposibilidad práctica de volver sobre los propios pasos condena al discurso a una linealidad irreversible, a una permanente huida hacia delante que, en modo alguno, hace justicia al auténtico movimiento del pensar, que en cada caso escoge las figuras geométricas o visuales (el bucle, los círculos concéntricos, el zig-zag...) más convenientes a su objeto. La tesis de esta nota –tesis que, de tan prudente y modesta, acaso mereciera mejor el calificativo de mera impresión– es la de que si pensar en los mass media en general presenta serios problemas, hacerlo en medios audiovisuales todavía presenta más. ¿Por qué? Dejo para el final la razón más poderosa, pero que de alguna manera empezó a apuntarse en el párrafo anterior (de hecho, pugnaba por aparecer). A qué ocultarlo: hay una dimensión del pensamiento que es irremediablemente textual. Hay cosas que uno sólo las piensa cuando las escribe o, tal vez mejor, sólo está seguro de que las ha pensado a conciencia cuando es capaz de escribirlas. De ahí que, en el fondo, lo que se pone en juego cuando se intenta pensar en medios como la radio o la televisión es un cierto ‘como si’. Unos hablan y otros escuchan: los que hablan hacen como si escribieran y los que escuchan hacen como si leyeran. Quizá sea demasiado fingimiento para tan escaso texto.
Años de penitencia: la filosofía en España durante el franquismo Pedro Ribas Ribas Universidad Complutense de Madrid
1. Filosofía entre escombros No abunda la bibliografía sobre la filosofía española durante el período de la dictadura. Tal vez se debe a que la mayoría de los que pasaron por la universidad durante la época, como me ocurre a mí mismo, prefieren olvidar esa universidad para acordarse de las lecturas que, realmente, influyeron en su formación y que poco tenían que ver con la escolástica oficial que se enseñaba en la universidad franquista. De mi experiencia personal, como estudiante de filosofía en la Universidad Pontificia de Salamanca (dos cursos de “comunes” y tres de especialidad entre 1959 y 1963), puedo recordar con gratitud a tres profesores: Guillermo Fraile, del que aprendí a admirar la filosofía griega, a Vicente Muñoz, que era un disidente en la institución, por su conocimiento y aprecio de la lógica y la filosofía anglosajona, y a Freijo, gran conocedor de Freud y difusor entusiasta del psicoanálisis. Posteriormente, estudié en la Universidad Central de Madrid, en la que conocí a unos catedráticos de filosofía que eran, en la universidad estatal teóricamente más selecta del país, la genuina encarnación de la esclerosis intelectual en que había quedado convertida después de la guerra civil. Algunos de ellos apenas pisaban la universidad, ya que se dedicaban a otras tareas que les encomendaba o les consentía la administración y que, seguramente, les resultaban más rentables. Con enorme ilusión había ido a estudiar a esa universidad y en ella pretendía realizar la tesis doctoral sobre Unamuno. Cuando presenté mi proyecto a un catedrático, me dijo que Unamuno no era filósofo. Mi decepción fue enorme, pues había trabajado, dando clase en Mallorca hasta la extenuación, durante dos años, con el fin de ahorrar lo suficiente para estudiar el doctorado en Madrid. Afortunadamente, Carlos París publicó entonces (1968) su libro (Unamuno: estructura de su mundo intelectual) y fue
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él quien me dirigió la tesis. Carlos París, que había venido de Valencia a Madrid para organizar la enseñanza de la filosofía en la recién creada Universidad Autónoma de Madrid, me animó a formar parte del magnífico grupo de profesores que comenzaron a enseñar en ese departamento. Pero dejemos este aspecto personal, que sólo evoco para indicar que conocí, directamente, la universidad franquista con su escolástica y su general menosprecio de la filosofía española que no fuese escolástica. El manual de Antonio Millán Puelles, Fundamentos de filosofía, que sirvió de texto a tantos estudiantes y que por ello alcanzó un considerable número de ediciones, es toda una muestra de la esclerosis intelectual y la petrificación de la filosofía. Es, desde luego, la receta ideal para desanimar a cualquiera que tenga interés por acercarse a la filosofía. Parodiando a Kant, que afirmaba que no se enseña filosofía, sino a filosofar, podríamos decir que Millán Puelles enseñaba filosofía, es decir, pretendía enseñar una filosofía, esto es, un dogma. Este dogma era la escolástica que, como filosofía fosilizada, llenaba los programas de la licenciatura en filosofía durante los primeros 25 años de dictadura. Esta filosofía escolástica merece un capítulo que está por escribir. Pienso, especialmente, en la frustración que producía en cualquier mente juvenil con inquietudes. Yo mismo tuve la sensación inicial de que estudiar filosofía era una pérdida de tiempo, que lo sensato era estudiar ciencias. Fue, más tarde, cuando descubrí que la sensación procedía de esa comprensión dogmática de la filosofía1. Y no digo esto para descalificar, sin más, la filosofía escolástica. Sé muy bien que la escolástica, como corriente de pensamiento de la Europa cristiana de la época medieval y posterior – y no sólo de Europa, sino de Iberoamérica –, es una de las grandes escuelas de filosofía, con una variedad y una riqueza incomparables. Pero, en la universidad española de la etapa franquista, no se enseñaba la escolástica como una escuela histórica, sino como la filosofía, como la verdad. Siempre me llamaba la atención, oyendo a Fraile como profesor de historia de la filosofía, que, siendo tan buen conocedor de la filosofía clásica, fuese tan estrechamente seguidor de Santo Tomás, no de la escolástica siquiera, sino del tomismo. Me sorprendía, sobre todo, que, al llegar a la filosofía moderna, con el racionalismo cartesiano, el empirismo y el idealismo alemán, fuese tan empecinadamente anticartesiano. Con Descartes mantenía una relación de odio incomprensible. Más tarde, cuando he conocido las dificultades que siempre ha tenido en España el racionalismo para imponer sus derechos, su razón, frente a la religión, me ha parecido entender que ésta es una de las claves de nuestra historia desde el Renacimiento. No en el sentido de que la religión haya sido el obstáculo a la introducción del racionalismo, de la ciencia y del pensamiento moderno en general, sino en el sentido de que la Iglesia católica española ha defendido una religión muy dogmática, muy poco abierta a la diversidad de interpretaciones. La mentalidad contrarreformista se impuso, convirtiendo a España en bastión de la unidad católica, en “martillo de herejes”, para decirlo en célebre expresión de Menéndez Pelayo. El santanderino, campeón de la unidad católica de
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España, defiende, con frases encendidas, esta unidad. Por muy conocidas que sean las famosas frases del epílogo de su Historia de los heterodoxos españoles, me parece aquí oportuno recordar algunas. Tras señalar que Roma nos dio la unidad legislativa y de lengua, indica que nos faltaba la unidad más profunda, la unidad en la creencia. “Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso”. Por eso eligió Dios a España “para hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades, el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía. España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio ...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reinos de taifas”2.
2. Algunos estudios El libro de Thomas Mermall, La retórica del humanismo, es uno de los pocos estudios de la filosofía española tras la guerra civil hasta 1976. En este libro se hace hincapié en el ensayo como forma típica de los pensadores españoles: “En la literatura española contemporánea el ensayo ha logrado un mérito artístico comparable sólo al de la poesía. Unamuno, Ortega y Machado no sólo alcanzaron las cumbres de la excelencia literaria, sino que también lo emplearon como medio para la especulación filosófica (...). Pero el elevado nivel estético e intelectual del ensayo español contemporáneo se puede atribuir también a la sofisticación cultural y al talante artístico de los médicos humanistas, cuyas obras literarias y críticas constituyen un fenómeno excepcional dentro de las letras modernas españolas”3. Mermall distingue, en el ensayo de la etapa franquista, una posición conciliadora o de diálogo, la de Pedro Laín Entralgo y José Luis López Aranguren, frente a la de Enrique Tierno Galván y Carlos Castilla del Pino. Estos dos últimos, desde una concepción dialéctica de la cultura, propugnan un nuevo humanismo en el que no cabe el individualismo o el personalismo. El lector de Mermall advierte pronto que éste no habla del humanismo en términos del llamado humanismo del Renacimiento, aunque algo tenga que ver con ello. Siguiendo, aproximadamente, las ideas de Tierno al respecto, se refiere al humanismo como una posición o actitud filosófica y cultural en la que predomina lo estético y
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literario frente a lo estrictamente científico. Como forma de expresión, el humanismo usa la metáfora y cultiva la estética como valor de primer orden. El humanista escribe ensayos, más que tratados sistemáticos. Como representantes de este humanismo que se cultiva en España en los años siguientes a la guerra civil destaca Mermall las dos mencionadas tendencias: la conciliadora y la crítica. Laín, perteneciente a lo que el autor americano denomina “falangismo liberal” (Pedro Laín, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Gonzalo Torrente Ballester), dentro de la generación del 36, fue uno de los intelectuales representativos por su papel en revistas como Escorial (1940-1950) y por su obra, que comprende libros tan definitorios de la época como La generación del 98 (1945), Teoría y realidad del otro (1961), La espera y la esperanza (1962). Laín era médico y, por tanto, conocedor de la ciencia. Pero, en realidad, participa plenamente, sobre todo en la etapa de Escorial, de la crítica que los falangistas hacían del racionalismo, con el pretexto de que éste era, por lo general, indiferente o incluso hostil a la fe católica. Eugenio d’Ors, el esteta por excelencia, era especialmente afecto a esta línea de exaltación del arte como valor supremo. Resulta curioso que Mermall no preste apenas atención a esta figura que fue tan importante entre los fascistas españoles y que ejerció tanta influencia en autores como Aranguren. Mermall dedica un capítulo a Laín con el epígrafe “Los tópicos del humanismo”. En este contexto, el humanismo es concepción del hombre como espíritu encarnado. El hombre es historia, pero Laín se distancia del historicismo orteguiano para defender que, además de historia, el hombre posee naturaleza. Esta diferencia es importante porque alude a la base sobre la que se asienta la concepción humanista de Laín. Para éste es la fe cristiana la que proporciona el suelo sobre el que discurren las ideas acerca del obrar humano y la que define el valor de éste. De ahí su rechazo frontal del existencialismo de Sartre, por ateo. Laín acentúa los conceptos de vocación (que entiende en un sentido tomista como tarea a realizar por uno mismo) y de ética de la valentía, lo que ejemplifica en la exigencia orteguiana y nietzscheana de “ser más” y en las realizaciones artísticas de Miguel Ángel, en las que Laín ve una proyección de la autorrealización humana. Lo cierto es que, como indica Tierno, Laín vivió una esquizofrenia intelectual: por un lado, era falangista con inquietudes intelectuales que han sido consideradas propias de un liberal4, mientras que, por otro, el régimen de Franco no permitía otra línea de pensamiento y de acción que la establecida por la dictadura militar. En otras palabras, ni siquiera intelectuales falangistas como Laín o Tovar encontraron apoyo oficial duradero a sus posiciones, sino que tuvieron que plegarse a la línea impuesta por la dictadura franquista. De todas formas, Mermall no duda en señalar que los valores defendidos por Laín son los tradicionales del conservador. El autor americano es demoledor en el juicio que lanza sobre el humanismo de Juan Rof Carballo y de Laín: “El huma-
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nismo religioso conservador de hombres como Rof y Laín es la expresión final de una línea de pensamiento a la que dio relieve Marcelino Menéndez Pelayo a finales de siglo. Constituye un intento de incorporar, de una manera selectiva, la importancia de la ciencia y la filosofía moderna en los valores católicos tradicionales. Al igual que su predecesor, Rof y Laín se muestran poco dispuestos a reconocer en su plenitud las implicaciones de la secularización. En la España de la posguerra civil, la filosofía de Zubiri fue la que proporcionó a los intelectuales católicos (es decir, Rof, Laín, Marías) una respuesta ortodoxa al ateísmo”5. Esta esquizofrenia intelectual es explorada en el libro de Jordi Gracia La resistencia silenciosa6, obra en la que, desde una perspectiva literaria, se considera la actitud de los escritores españoles durante el quincenio 1940-1955. Es la misma escisión que señalaba Tierno y es el tema central de este libro, en el que se muestra, con ejemplos de diferentes biografías y de la producción intelectual de los escritores, la diversa sensibilidad de los autores, pero proyectada sobre la frustración que, en ellos, resulta de la imposibilidad de llevar adelante sus proyectos. La dictadura militar obligó a los intelectuales a seguir pautas muy uniformes, marcadas por la concepción cuartelaria de la disciplina, sin ninguna concesión a la creatividad, especialmente si no iba unida, en algún sentido, a mostrar o ensalzar las viejas glorias de la España imperial y a glorificar la moral de convento que el nacionalcatolicismo impuso en la educación y en la vida civil, con la ayuda de la policía y de todo el aparato censor y represor. Gregorio Morán ha mostrado, en su libro El filósofo en el erial, la frustración de Ortega vuelto a España. Ortega percibió pronto que la España de Franco no era lugar para el discurso de la razón, ni siquiera para un discurso tan burgués como el suyo. Pero, burgués o no, Ortega era un filósofo de prestigio, admirado y seguido por muchos intelectuales. En La resistencia silenciosa, Jordi Gracia sostiene que la frustración no era cosa de algunos de ellos en particular, sino algo que afectó incluso a los que, inicialmente, habían sido favorables al régimen militar y lo habían sido esperando, no tanto un régimen militar, como una estructura social jerarquizada y modelada por sueños imperiales como los del Duce en Italia. Escribe Jordi Gracia: “El fascismo ideal de Sánchez Mazas y los sueños imperiales de tantos no tuvieron jamás sitio real alguno porque fueron de papel, como ese imperio de papel que describió poco a poco Lorenzo Delgado en un grueso libro o como esa secuencia de frustraciones y fracasos, de puras teorías estéticas sin obras que ocuparon a Ángel Llorente en otro estupendo libro sobre la posguerra retórica. El sueño fascista lo habían cultivado dominados por imágenes ideales y horizontes limpios de idealismo como el Sánchez Mazas que nunca perdió la fascinación por la Italia de Mussolini o el Eugenio d’Ors que recomienda tener a mano un par de antologías del Duce”7. Las páginas que dedica Mermall a lo que llama “los tópicos del humanismo” y a la recepción del freudismo por parte de Rof son de gran interés y de notable rigor y, por ello mismo, constituyen lo más provechoso de su libro. La
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segunda parte, la titulada “El humanismo socialista”, en la que se refiere a Tierno Galván, me parece mucho menos interesante. No porque no sea interesante Tierno, sino porque se nota que Mermall conoce poco la historia del socialismo marxista español, lo que le impide situar la figura de Tierno dentro de esa historia. A ello se debe que el papel de éste en el socialismo español quede extremadamente desorbitado. Escribe Mermall: “No es exagerado decir que Tierno es el filósofo más capaz e influyente en la historia del socialismo no utópico español”8. No se puede negar que Tierno ha sido un intelectual influyente en la historia del socialismo español, en la que los intelectuales de relieve han sido tan escasos, pero la preeminencia que le otorga Mermall debería ofrecer más puntos de comparación y de contextualización. No se comprende, por ejemplo, que no mencione a Manuel Sacristán o a otros intelectuales que también desde dentro del país, no digamos los del exilio, fueron creando las condiciones para el estudio del marxismo en diferentes ámbitos: el político, el económico, el histórico, el filosófico. Justamente habría que explicar por qué Tierno9, que se declara socialista en 195710, no se inscribe, inicialmente, en la órbita del socialismo histórico del PSOE, sino que promueve un socialismo, que, mucho más tarde, en 1978, se funde con el socialismo histórico. Este aspecto, el surgimiento del socialismo de Tierno, desligado del socialismo histórico (ligarlo con él era probablemente imposible en las condiciones políticas del los años 50), merece poca atención por parte del libro de Novella, que, en cambio, acentúa el hecho de que Tierno, como socialista, se mueve en una línea cuyas ideas básicas enlazan con el socialismo histórico, sobre todo en su fundamentación ética. Esto último es indudable, pero sigue siendo verdad que el socialismo histórico, el de los años de la república, que es la época en que el marxismo alcanza en España verdadero relieve social y político, no se movía en una línea uniforme, sino que era muy diverso en sus posiciones. El fondo ético y neokantiano era el de Besteiro y Fernando de los Ríos, pero no el del Araquistáin de la revista Leviatán o de los jóvenes socialistas como Antonio Ramos Oliveira, no digamos el de marxistas no ligados al PSOE como Andreu Nin o Joaquín Maurín. Lo que escribe Mermall sobre Aranguren es también esclarecedor. Aranguren fue un católico mucho más abierto que Laín. Supo conectar con los estudiantes y mostró una curiosidad intelectual envidiable, motivo por el cual surgió en derredor suyo un grupo de jóvenes intelectuales que, después, desempeñarían un notable papel en la universidad de los años 70 y siguientes. Aquellos estudios suyos que comparaban el catolicismo con el protestantismo fueron una ráfaga de aire fresco en el ambiente de fortaleza contrarreformista y dogmática del nacionalcatolicismo. Su texto de ética11 es, desde luego, el primero que tuvieron los estudiantes españoles en tiempos de la dictadura, escrito desde presupuestos no exclusivamente escolásticos, sino incorporando la filosofía moderna en un lenguaje comprensible. Tanto su catolicismo abierto y dialogante como su curiosidad intelectual le convirtieron en un autor apreciado y, por ello mismo,
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seguido por numerosos jóvenes, pero también en una figura no bien vista por el nacionalcatolicismo, con el que tuvo que lidiar en numerosas ocasiones. Sobre Tierno Galván (1918-198 ), uno de los intelectuales que se formaron y vivieron en la España franquista, ha escrito Jorge Novella El proyecto ilustrado de Enrique Tierno Galván, título muy bien elegido, porque “ilustrado” es un epíteto que define bastante bien la línea de pensamiento de Tierno. Éste había estudiado Derecho en Madrid y participado activamente en la guerra civil. Quizá lo destacable de Tierno es su simpatía por una filosofía de carácter empirista. Su lectura de Wittgenstein12 y de los sociólogos funcionalistas Parsons y Merton le proporcionó una base para su defensa del sentido común y de un lenguaje dotado de categorías capaces de aproximarse al mundo social e histórico de forma más acorde con una filosofía empirista que con una idealista. A la vez, Tierno recoge del siglo XVIII y de los ilustrados en general el aprecio por la utilidad material, por una moral secularizada y por un concepto de progreso que, muy en la línea de los ilustrados, no es sólo ejercicio de la mente o cultivo de la estética, sino trabajo y esfuerzo humano encaminado a crear condiciones de vida agradable en la ciudad, en la casa, en el mismo entorno del trabajo. En este sentido, hablar del “proyecto ilustrado”, como hace Novella en el mismo título de su libro, me parece muy oportuno, por aludir directamente al sentido de las propuestas de Tierno. Tal sentido difiere rotundamente de planteamientos como los de Laín en España como problema o de Rafael Calvo Serer en España sin problema. Estos planteamientos carecen de base científica y metodológica, además de mirar sólo al pasado. Hacen metafísica cuando quieren hacer historia. Sin embargo, resulta llamativo que Tierno juzgue tan drásticamente a Joaquín Costa y al regeneracionismo en general. A Costa lo considera prefascista13, lo que pone en evidencia que no le conocía a fondo. Costa no podía ser prefascista, siendo, como era, un defensor de la democracia y un entusiasta estudioso de la vida popular. Otra cosa es que, en Costa, como, en general, en los regeneracionistas, haya críticas al parlamento realmente existente y que, también es verdad, confunda a veces los efectos de la estructura política de la Restauración con sus causas, como creo que le ocurre en su diagnóstico sobre el caciquismo14.
3. Intentando salir de la caverna. Manuel Sacristán es un filósofo perteneciente a la generación de los que conocieron la guerra civil de adolescente y de los que se forman intelectualmente en la España posterior, la de la dictadura. Tenía 11 años cuando comenzó la guerra. Parte de su bachillerato, que termina en Barcelona en 1944, coincide con los tres años de contienda. Sus estudios universitarios, tanto de Derecho como de Filosofía (se licenció en ambos), pertenecen a la etapa de los años 40. Como estudiante de bachillerato ingresó en la organización juvenil de Falange y, ya
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universitario, en el Sindicato Español Universitario, el SEU, también de Falange. Pero su sentido crítico le hizo romper pronto con él (1945), sobre todo debido a su discrepancia con las limitaciones impuestas a sus artículos. En la revista Laye escribió sus primeros trabajos académicos15. Entre 1954 y 1956 estudia en Alemania, en la Universidad de Münster. Allí se inicia, bajo la dirección de Scholz, su sólida formación en lógica y filosofía de la ciencia. Además, su estancia en Alemania le sirve para establecer contactos con la resistencia antifascista en el exilio e ingresar en el Partido Comunista de España (PCE), en cuya prensa colabora. Vuelto a España, ejerce una oculta labor de formación entre los militantes del partido y enseña como profesor no numerario en la Facultad de Filosofía y Letras y en la de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Es bien sabido que su militancia comunista le impidió ser catedrático de lógica cuando opositó a la cátedra de esta disciplina, siendo así que, era en ese momento, el español más preparado en ella. Tuvo que esperar hasta 1984, un año antes de su muerte y 9 después de la del dictador, para ser reconocido con una cátedra extraordinaria, a diferencia de otros intelectuales que sí vieron antes compensados sus méritos intelectuales con un puesto oficial en la universidad. Esto puede ser una muestra de lo ambigua que ha sido la transición española y, especialmente, en los ambientes académicos. De Sacristán destacaría, dejando ahora a un lado su aportación en el terreno de la lógica, su lenguaje preciso. Aunque la censura franquista imponía, normalmente, circunloquios o alusiones veladas para referirse a temas sociales y políticos, el lenguaje de Sacristán es un modelo de concisión, de claridad, de rigor y también de ironía. Los comienzos de su labor literaria se producen en su contacto con Francisco Farreras, encargado, en los años de cuarenta, de las publicaciones del SEU. En ese entorno conoce a personas como J. M. Castellet, Jaime Ferrán, Carlos Barral. El grupo tiene sus bares de reunión y sus tertulias, que se amplían con nombres como los de Alberto Oliart, Jaime Gil de Biedma, Enrique Badosa, Senillosa, Román Rojas, los hermanos Ferrater. Una publicación importante para el arraigo de un grupo intelectual con afanes renovadores es el de la revista Laye, en la que Sacristán desempeña un papel relevante. La desafección de éste por el falangismo, unida a su sentido crítico y exigencia moral, le conceden una función primordial como orientador intelectual de estudiantes y jóvenes inquietos. Su afiliación al PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya) responde a esta búsqueda de una opción crítica frente al régimen, aupada por un movimiento obrero que comienza a manifestarse con huelgas como la de tranvías de Barcelona en 1951 y con un movimiento estudiantil cada vez más fuerte. La preparación que había adquirido en Alemania reforzaba su magisterio en el plano intelectual: “El retorno de Manuel Sacristán de Alemania, con su implacable bagaje doctrinal y razonamiento de geómetra, no tardaría en poner en tela de juicio esa muestra confusa y perturbadora de decadentismo y depravación”16
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Resulta aleccionador contrastar el tratamiento que del marxismo se podía encontrar entonces con el rigor y la solvencia que hallamos en el Sacristán marxista. En este sentido es un ejemplo, no el único ciertamente, pero sí quizá el más elocuente del paso de un joven falangista a las filas de un partido revolucionario. Lo que, en los años 40 y 50, se publicaba sobre el marxismo no eran análisis sobre la obra de Marx, del movimiento obrero o de algún marxista. No. Esta perspectiva era impensable, ya que se partía del supuesto según el cual el marxismo no era una corriente de pensamiento o una línea filosófico-política, sino que era una ideología política perversa, antiespañola, anticristiana, materialista y atea, adjetivos que a menudo eran todos intercambiables.17 Es verdad que las condiciones de clandestinidad del marxismo, durante los años en que Sacristán comenzó a ser un nombre de relieve entre estudiantes e intelectuales de izquierda, hicieron que se convirtiera en mito, el mito de Sacristán como gran teórico marxista. Pero ahí está su obra. En la actualidad se puede considerar esta obra y valorarla por lo que es y por la influencia que ha tenido. Aunque sea breve y fragmentaria, es una obra de gran riqueza, de multitud de enfoques, muestra de su inmensa curiosidad y de una exquisita sensibilidad estética. Sacristán se benefició de su contacto con un círculo selecto que le facilitó el llegar a libros prohibidos. De este círculo formaban parte Barral, Castellet y otros amigos que le permitieron eludir algunas de las terribles barreras establecidas por la dictadura. ¿En qué se diferencia la posición de Sacristán respecto de intelectuales como Laín, Ridruejo, Tovar o Eugenio d’Ors? Sería fácil dar una contestación tajante diciendo que Sacristán se apartó de la línea falangista, mientras que Laín la conservó y d’Ors incluso la exaltó desde el punto de vista estético. Pero esto sería sólo una parte del asunto, ya que tanto Sacristán como Laín compartían el aprecio de autores como Heidegger o San Juan de la Cruz. Quizá no está tanto en los autores apreciados y leídos la diferencia cuanto en su forma de leerlos . Desde luego, Sacristán lee a Marx y profundiza en su conocimiento, cosa que no hace Laín. Desde este punto de vista sí puede decirse que las lecturas, lo leído y apreciado, es distinto. Ésta es, naturalmente, una parte de la cuestión. La otra parte, la más interesante, es que la lectura, la forma de leer, la interpretación, es muy diferente. ¿En qué lo es? En que es crítica. Es crítica con la forma de valorar la propia cultura y, sobre todo, con los fines de ella. Dicho de otra manera: lo que Laín o Zubiri apoyan con su filosofía, la afirmación de una España católica, vertebrada por la moral tradicional y regida por el dogma de la Iglesia romana, es algo que Sacristán ha abandonado al abandonar la Falange. Para él filosofar es aplicar la crítica a la cultura y a la sociedad para construir una sociedad nueva. Su estudio de Marx, de Gramsci, de Lukacs, de Simone de Beauvoir, es una búsqueda de caminos para llegar a esa nueva sociedad . El simple estilo empleado por Sacristán, lleno de ingenio en la expresión y de ironía siempre corrosiva, nada pusilánime, es algo que le diferencia de tantos hom-
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bres de su generación y de su entorno. Obsérvese el desparpajo con que escribe a su amigo Juan Carlos García Borrón: “En la revista Nuestro Tiempo, órgano literario del Partido Comunista en el exilio, aparece un artículo en el que se vomitan contra Cela los mismos productos indigestos que suelen destilar los Opus, Sopeñas y Razonyfés y los píos societarios de San Pablo o Apostolado de la buena prensa. He cogido esos textos (los comunistas) y he compuesto para Laye una hermosa adivinanza: se pide al lector que adivine a qué revista pertenecen esos párrafos tan condenatorios de la obscenidad grosera del existencialismo. Proporciono luego la solución (en líneas invertidas) y obtengo para concluir la siguiente moraleja: ‘Si es usted un artista decente, si se aferra usted al non serviam que exige todo arte honrado, le pegarán a usted un tiro en la nuca con pistola rusa mientras le aplastan la frente con el martillo aquel de Menéndez Pelayo”18. Sacristán no fue nada complaciente para el gremio filosófico. Su conocido folleto Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores es una severa crítica a la licenciatura en filosofía como estudio de un saber que presume de ser superior, de estar por encima de los saberes positivos, pero que, en realidad, no puede, si quiere ser conocimiento, sino alimentarse de ellos. Es cierto que tanto las propuestas de Sacristán sobre el estudio de la filosofía como su crítica a lo que él llama en el folleto la “filosofía licenciada” deben mucho a la situación escandalosa de la universidad franquista, en la cual era manifiesto el carácter ideológico de la filosofía por su función legitimadora del régimen y de la institución eclesiástica católica. Basta, para comprobar que Sacristán está hablando de la filosofía de esa universidad franquista, observar referencias como la que leemos sobre la asignatura “Fundamentos de Filosofía”, en relación con la cual divide a los estudiantes en aquellos en los que encuentra acogida, que son “los menos inteligentes o más conformistas” y “los más reflexivos y aquéllos cuya razón sea menos violada por el gran inquisidor propietario o poseedor de la cátedra. Estos últimos comprenden a mitad de curso que su posibilidad de pensar filosóficamente depende de su competencia de especialista”19. Hay que tener en cuenta, pues, la circunstancia histórica del folleto, pero lo cierto es que causó mucho revuelo y no poco malestar entre numerosos docentes de filosofía, tanto universitarios como, especialmente, de enseñanza media. No puedo entrar ahora en un análisis detallado de este folleto y del debate que originó ni en la enrevesada respuesta que le dio Gustavo Bueno en su libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber20. Sólo pretendo recordar que Sacristán removió, con este folleto, las aguas de un gremio muy ligado, en su estructura oficial, a la dictadura, y que su diagnóstico se basaba en la concepción de la filosofía como estudio de problemas vivos, estudio ligado, cómo no, a los conocimientos positivos y destinado a la crítica implacable del uso de esos conocimientos y, en general, de la estructura social y política del mundo en que vivimos.
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El panorama de la filosofía española ha cambiado bastante. Hoy se leen tesis acerca de la filosofía española, sobre autores españoles, y ello no constituye un demérito en el curriculum vitae del doctor, sino que ha llegado a considerarse normal que se estudien, se reediten y se examinen textos de autores españoles.21 Pero continúa siendo un hecho que los estudiantes de filosofía reciben muy poca formación sobre autores españoles de ayer y de hoy. Los estudiantes han oído hablar de Ramón Llull, Luis Vives, Baltasar Gracián, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, José Ferrater Mora. Pero apenas conocen nada de los ilustrados y su esfuerzo imponente para modernizar España, de la conmoción que significó el liberalismo de las Cortes de Cádiz, de figuras como Blanco White. Y sigue siendo bastante normal, en el gremio de filósofos, conocer y citar al autor alemán de tal universidad alemana mientras se desconoce al autor español que trabaja y escribe aquí al lado. Quizá también, en este sentido, el fetichismo de lo ajeno o la falta de confianza en nuestra propia valía han desempeñado un papel que también creo que está cambiando gracias a la mayor comunicación entre estudiantes y profesores europeos, favorecida hoy por programas como Erasmus y otros que fomentan el intercambio y el conocimiento de diversas tradiciones de las distintas universidades europeas. En cualquier caso, habría que seguir la evolución producida en los años sesenta del siglo xx. Paralelamente al cambio que supuso la emigración en masa de obreros españoles a los centros de trabajo europeos, lo que significó un aprendizaje imponente para la mayoría de ellos, aparte del maná que llovió en el interior gracias a su envío de divisas; aparte de la transformación que conllevó el abandono del campo por una considerable parte del campesinado y su consiguiente traslado a la ciudad, lo que significó mejores oportunidades educativas para sus hijos y abandono de unas condiciones de vida muy precarias en la agricultura de subsistencia que predominaba en el campo español; aparte del proceso de modernización que fue convirtiendo a España en país industrial; aparte de todo ello, la universidad, como tantas instituciones del país, ya sean los sindicatos, ya sean las editoriales, y hasta la misma Iglesia, que tuvo sus curas contestatarios encerrados en la cárcel de Zamora, la universidad, digo, tuvo también una transformación importante. Entre estudiantes y profesores no numerarios hicieron conmover la estructura, fuertemente jerarquizada y anquilosada, de la universidad franquista. En este sentido sería aquí oportuno el seguimiento de autores, de revistas, libros, editoriales, que dejaron prácticamente vacía de contenido la vieja estructura de la dictadura militar. Aunque ésta seguía mostrando la cáscara exterior de todo el viejo aparato franquista, dentro de esa cáscara había savia nueva. A pesar de la censura, las librerías estaban llenas de libros oficialmente prohibidos. Las clases en la universidad eran, en medida creciente y de forma cada vez menos velada, una crítica a la falta de libertad .Los historiadores españoles empezaban a poder enseñar e investigar historia de la España contemporánea, no sólo leyenda. A la muerte de Franco, hasta la cáscara se diluyó en una sociedad que no quería soportar por más tiempo la dictadura. Esto
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se dice ahora muy de prisa porque ya es algo pasado. Sin embargo, la actual sociedad española viene de ahí y es resultado, lo sepa o no, lo quiera olvidar o prefiera afrontarlo sin paliativos, de un conjunto de esfuerzos de todo tipo por recuperar la libertad y la dignidad a toda costa. Lo normal, en los procesos históricos, es que la conquista de esta libertad no sea un regalo caído del cielo, sino resultado de un desarrollo en el que hay muchos héroes anónimos, intrahistóricos, para decirlo en el vocabulario de Unamuno. Toda una generación de maestros tienen su puesto en esta historia. Carlos París, Gustavo Bueno, Emilio Lledó, Elías Díaz, Fernando Montero Moliner, José Luis Abellán, Pedro Cerezo Galán, José Gómez Caffarena son sólo algunos de los maestros que, desde dentro mismo de la etapa de la dictadura, han cultivado –y cultivan- la filosofía viva desde distintas perspectivas. De ellos han aprendido los que Gerardo Bolado llama el “grupo de jóvenes filósofos”, que hoy ya no son jóvenes, sino en edad de jubilarse muchos de ellos, pero Bolado ha querido sin duda designar con esta expresión a aquéllos que, ciertamente, en los años 70, cuando celebraban sus congresos en conventos de distintas provincias de España (adviértase el refugio político que eran los conventos en los últimos años del franquismo), planteaban el debate filosófico como alternativa viva a la filosofía oficial. Aquí viene una larga lista de nombres como Javier Muguerza, Javier Sádaba, Fernando Savater, Eugenio Trías, Miguel Ángel Quintanilla, Alfredo Deaño, Carlos Solís, Francisco Fernández Buey, Toni Doménech y un largo etcétera. El Diccionario de filosofía, coordinado por Quintanilla en 1976, es, probablemente, el sello más representativo del punto de arranque de esa generación filosófica. Para información de nombres de personas, libros, revistas, intentos de comunicación entre los intelectuales del interior y exiliados, durante el período 1939-1975, sigue siendo básico el libro de Elías Díaz Pensamiento español en la era de Franco (1939-1975). Díaz fue un importante promotor de estudios sobre el socialismo español. Él mismo coordinó ediciones de autores krausistas y socialistas como Fernando de los Ríos y, en torno suyo, se realizaron importantes tesis sobre Julián Besteiro, Adolfo A. Posada, Fernando de los Ríos y otros, lo que contribuyó enormemente a una recuperación de la tradición socialista española. Esta recuperación se complementó con la labor de Elías Díaz en la revista Sistema, que fue, en los años 70, uno de los órganos de expresión y difusión del pensamiento socialista, siempre en una orientación mucho más vertida hacia la tradición besteiriana y krausista, que hacia la marxista revolucionaria. Para la época posterior a 1975 es útil el libro de Gerardo Bolado como muestra de nombres y tendencias. Sin embargo, Bolado parte ya de un supuesto que considero, en buena medida, un prejuicio: que la modernidad de la filosofía española es cosa de recepción. En el capítulo I de su libro, bajo el epígrafe “Fi-
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losofía y modernidad en España”, contrapone la “recuperación”, que significaría continuidad de la tradición y que, por ello, “suele triunfar en dinámicas históricas conservadoras y estabilizadoras”, a la “recepción”, que Bolado considera un “procedimiento rupturista, que se suele incorporar en momentos históricos de transición y cambio, introduciendo elementos filosóficos de otros contextos socio-culturales europeos”(p.19). Aquí la cuestión está en explicar de qué tradición se está hablando cuando se emplea esta palabra. El problema se agrava porque no hay una sola tradición. El franquismo no rompió sólo con una tradición, pongamos por caso la liberal procedente de las Cortes de Cádiz, ni sólo con la fuerte tradición anarquista (aunque ésta era bastante joven), o con la socialista que se estaba consolidando, o con la católica democrática del estilo de Bergamín y la revista Cruz y Raya; rompió con éstas y otras, y aunque pretendió enlazar con la auténtica, con la abanderada por Menéndez Pelayo, lo que hizo en realidad fue inventar una tradición de unidad católica de España, de signo castellano, pisoteando la diversidad cultural de España. Bolado parece asumir desde el principio que, en la ruptura con el franquismo, todo ha sido recepción. ¿Por qué no recuperación de la línea de Azaña, de los intelectuales exiliados? Es cierto, sin duda, que la transición coincidió, en algún sentido, con una “recepción”, pero no sólo en el de recepción de corrientes venidas de fuera, sino también en el de recibir a los propios autores españoles. Los españoles que, como yo mismo, hemos pasado por la universidad en los años sesenta del siglo XX, nos enteramos de la tradición republicana y del socialismo español a partir de los años setenta. Fue una recepción, pero de las tradiciones de pensamiento español. Bolado no parece dar importancia a este terrible corte del exilio. Y no digo esto para desautorizar sus planteamientos, cuya valentía, al tratar corrientes de pensamiento con nombres propios que están vivos y en plena producción, comporta siempre el riesgo de ser desmentido por los propios protagonistas. Coincido con muchos de esos planteamientos, pero creo necesario precisar el debate sobre el pensamiento español, debate al que su libro constituye toda una invitación a proseguir. Quizá uno de los problemas de envergadura, sobre todo teniendo en cuenta nuestra agitada historia desde el siglo XVIII, con interrupciones y saltos en los que cada nuevo gobierno ha querido destruir o borrar del mapa lo hecho o planeado por el anterior, consiste en establecer, no una tradición, ya que no creo que tengamos una sola, sino algo así como algunos hilos característicos que nos ayuden a conocernos a nosotros mismos y a construir una sociedad capaz de albergar y defender distintos proyectos compatibles con la pluralidad de voluntades, es decir, proyectos apoyados democráticamente. Si la filosofía no contribuye a fortalecer la democracia, entonces omite una de las tareas por las que merece ser cultivada. Hablando de historia del pensamiento español, el déficit que arrastra es el de la falta de estudios. No hay apenas histo-
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riografía filosófica sobre nuestros autores y las corrientes en que se han movido intelectualmente.
Notas 1
Me gustaría que no se entendiera que contrapongo ciencia y filosofía como campos enfrentados. No creo que se pueda cultivar ninguna filosofía digna oponiéndose a la ciencia, aunque, históricamente, las vertientes irracionalistas no hayan faltado, ni falten hoy. La ilustración, aunque tenga actualmente mala prensa, sigue siendo tan necesaria como en el siglo XVIII, y quizá más viendo las tendencias irracionalistas que proliferan en nuestro mundo. 2 Marcelino Menéndez Pelayo: Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1978, vol. II, pp. 1036-1038. 3 Thomas Mermall: La retórica del humanismo. Madrid, Taurus, 1976, p. 14. 4 Difícil de entender que se pueda ser liberal y amigo del fascismo. Pero quizá José Carlos Mainer y Jordi Gracia nos obliguen a indagar más sobre este milagro. Si “liberal” significa defensor de la democracia, no se comprende cómo se puede ser, a la vez , fascista, ya que el fascismo es enemigo de la democracia, como se ve claramente en el ejemplo italiano y alemán, pero también en el fascismo español, el representado por la Falange. No entro aquí en precisiones lingüísticas que harían mucha falta, pues se habla a menudo del franquismo como un ejemplo de fascismo sin precisar que en el franquismo había, efectivamente, fascistas (los falangistas), pero el régimen creo que se debería designar propiamente como dictadura militar. 5 T. Mermall, ob. cit., pp. 95-96. 6 Jordi Gracia: La resistencia silenciosa. Barcelona, Anagrama, 2004. 7 Idem, misma ob., p. 237. 8 T. Mermall, ob.cit., p. 119. 9 Véase Jorge Novella: El proyecto ilustrado de Enrique Tierno Galván. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001, p. 383. 10 La primera edición es de 1958; la 6ª, en la editorial Revista de Occidente, como las anteriores, es de 1976. 11 Tierno es el primer traductor del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein. 12 Tierno no sólo considera a Costa prefascista, sino que lo convierte en germen español, autóctono, del fascismo posterior : “No es en absoluto exacto que el totalitarismo español fuera una imitación del italiano con ingredientes del nazismo alemán. Existía un prefascismo en España, impreciso, incluso contradictorio, que sirvió de fundamento para la teorización posterior de quienes buscaron justificar ideológicamente la guerra intestina española.” Tierno: Costa y el regeneracionismo, incluido en Escritos, Madrid, Tecnos, 1971, p. 371. 13 Un estudio riguroso de las deformaciones y malas lecturas del regeneracionismo español se halla en la tesis inédita de Fernando Hermida: Ricardo Macías Picavea y el problema del regeneracionismo español, dirigida por Diego Núñez y leída en la Universidad Autónoma de Madrid en 1995. Hermida publicó una parte (pero no justamente la documental, que sería la que aquí vendría al caso) en Fernando Hermida (ed.): Ricardo Macías Picavea: Artículos de La Libertad (1884-1896). Santoña, Cantabria, revista Buciero, 3, 1999. 14 Jordi Gracia afirma que la revista Acento Cultural (1958-1961) “supera con creces el valor de la mitificada Laye”. La resistencia silenciosa, ob. cit., p. 373. 15 Juan Goytisolo: Coto vedado. Barcelona, Seix Barral, 1985, p. 237. 16 Como modelo de tratamiento del marxismo y de Marx en los primeros tiempos de la dictadura pueden tomarse libros de Eduardo Comín Colomer como Marx y el marxismo (1949). No sé si decir que causa risa o sonrojo la osadía de Comín al pretender escribir con este libro un antiMehring, parodiando el Anti-Dühring de Engels, para referirse a la célebre biografía de Marx escrita por Franz Mehring en 1918 (Karl Marx. Geschichte seines Lebens; traducida en 1932
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por Wenceslao Roces con el título Carlos Marx. Historia de su vida), siendo así que el libro de Comín es una secuencia continua de increíbles despropósitos, incoherencias, malas lecturas y trivialidades sobre la procedencia judía de Marx (algo muy acentuado por el fascismo), sobre el materialismo, la ley del valor, sin citar a Marx. Ya no causa risa, sino otra cosa (¿horror?) la consideración del marxismo como tara psíquica, como gen rojo, como deformación a corregir por la psiquiatría. Tal es la posición del psiquiatra militar Antonio Vallejo Nágera; véase sobre éste Ricard Vinyes Ribas: “Construyendo a Caín”. Madrid, Ayer, núm. 44. 17 Manuel Sacristán a Juan Carlos García Borrón del 9 de febrero de 1953, carta citada por éste en mientras tanto, núms. 30-31 (1987), pp. 47-48. 18 Sacristán: Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores. Barcelona, Nova Terra, 1968, p. 26. 19 Madrid, Ciencia Nueva, 1970. Este libro de Gustavo Bueno lo considero uno de los mejores escritos suyos. Aunque se nota ya su inclinación a la escolástica y al dogmatismo, su defensa de la filosofía como especialidad de profesionales puede muy bien ponerse en la línea de la defensa que hace Kant de la filosofía académica frente a la filosofía popular, ante la cual, por cierto, se muestra extremadamente crítico e incluso despectivo. Escribe Kant: El filósofo especulativo “sigue siendo el exclusivo depositario de una ciencia que es útil a la gente aunque ésta no lo sepa, a saber, la crítica de la razón. Esta crítica, en efecto, nunca puede convertirse en popular. Pero tampoco lo necesita. Pues del mismo modo que no penetran en la mente del pueblo los argumentos perfectamente trabados en favor de verdades útiles, tampoco llegan a ella las igualmente sutiles objeciones a dichos argumentos. Por el contrario, la escuela [hoy diríamos la academia, P.R.], así como toda persona que se eleve a la especulación, acude inevitablemente a los argumentos y a las objeciones. Kant: “Crítica de la razón pura. Madrid, Alfaguara, 2003, p. 29 (B XXXIV). 20 Véase sobre los avatares de la filosofía española José Luis Abellán: Historia crítica del pensamiento español. Madrid, Espasa-Calpe, 1979, vol. I; J. L. Abellán y otros: ¿Existe un filosofía española?. Constantina, Fundación Fernando Rielo, 1988; núm. 6 de la Revista de Hispanismo Filosófico, 2001; Gerardo Bolado: Transición y recepción. La filosofía española en el último tercio del siglo XX. Santander, Sociedad Menéndez Pelayo/Centro Asociado a la UNED en Cantabria, 2001.
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Les Temps Modernes. Número monográfico: La lutte de classes en Espagne. 1939 et 1970. París, mayo de 1972.
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Tierno Galván, Enrique: Razón mecánica y razón dialéctica. Madrid, Tecnos, 1969. - Conocimiento y ciencias sociales. Madrid, Tecnos, 1973. - ¿Qué es ser agnóstico? Madrid, Tecnos, 1975. - España y el socialismo. Madrid, Tucar, 1976.
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Saber, poder y otros imaginarios. Observaciones generacionales sobre la universidad Juan-Luis Pintos Universidade de Santiago de Compostela
Colaborar en un homenaje escrito al profesor Sergio Vences, no es para mí nada rutinario ni trivial. No sólo por la fecha ya lejana de nuestro recíproco conocimiento, sino, sobre todo, por agradecimiento personal. El profesor Vences, rompiendo con los hábitos generalizados de ensalzar al que triunfa y hacer leña del árbol caído, ha tenido la valentía de hacer un público reconocimiento de mi persona en circunstancias adversas según la común estimación. Esta “anormalidad” es la que me incita ahora a manifestar mi agradecimiento, no en la forma habitual del elogio de las innumerables virtudes que adornan su figura, sino siguiendo su ejemplo y escribiendo, no al modo académico habitual, sino en un estilo más cercano al “tema de nuestro tiempo” (Ortega) y ejercitando aquella capacidad humana que es la fuente de todas las virtudes y que nos produce en todos los tiempos -no sólo en los tiempos oscuros por excelencia1 - una sensación extraña y ambigua de miedo y huida. Me refiero, claro está, a la libertad, sobre la que se ha acumulado tanta literatura y tan pocas iniciativas prácticas. Es más: en nuestras sociedades, organizadas bajo los diferentes modelos liberales de orden2, el ejercicio de la libertad se ha encarecido brutalmente en el permanente mercado de los valores, de tal manera que cada vez hay que pagar precios más altos por actuar libremente en cualquier tipo de institución o grupo humano organizado y quizás también no ya por actuar sino por pensarse o sentirse profundamente libre. Ejercitando la reciprocidad con el profesor Vences, voy a intentar exponer en las páginas que siguen cuáles han sido las experiencias, los sentimientos, las creencias y las ideas con las que he ido realizando mi vida universitaria en los últimos treinta y cinco años. Algunas de ellas son componentes generacionales, otras circunstancias personales. Insistiré en las primeras sin evitar algunas referencias a las segundas.
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1. La “generación de la democracia” Haciendo un uso libre de las propuestas orteguianas, tendré que buscar una denominación que pueda servir para troquelar a la generación que se corresponde con los nacidos inmediatamente después de la guerra civil (1939-1945) y que acceden a las ilusiones de la juventud en los años sesenta, intentan realizarlas en los setenta y primeros ochenta, comienzan a descreer de muchas cosas en los noventa y, en este comienzo del milenio, pasan a engrosar la múltiple legión de los “prejubilados” por diferentes instituciones y empresas de nuestra sociedad. Como grupo de coetáneos, nuestra generación pasa la mitad de su existencia marcada por los sentidos y significados propios de la época histórica del franquismo, bajo sus diferentes modalidades y perspectivas. Este es uno de nuestros principales “pasivos”. Pero compensado con un “activo” que, pienso, va a acuñar nuestra autorreferencia generacional: la lucha, el aprendizaje, las expectativas y las decepciones por, en, hacia y sobre la “democracia”. Quisimos, algunos, hacer la “Revolución” y nos encontramos, en el comienzo de nuestro ocaso, defendiendo la democracia. Ésa es nuestra paradoja generacional: la distancia que va de una situación ideal y definitiva a la cotidianidad y problematicidad de unas formas contingentes de organización social. Pero, a lo largo del camino, hemos tenido que encontrarnos con diferentes “contemporáneos”3. Para no extendernos en demasía aludiremos a tres grupos generacionales específicos, uno anterior al nuestro: la generación de la guerra civil; y dos posteriores, la generación de la “movida” (que entra en los espacios sociales en los ochenta) y la generación de nuestros hijos, los nacidos ya en democracia y que, actualmente, pelean por hacerse un hueco en el mercado de trabajo y en las responsabilidades cívicas colectivas. Sobre nuestros antecesores, los que hicieron la guerra, se ha escrito mucho. Están suficientemente difundidas obras literarias (poéticas y narrativas) y cinematográficas que han tratado de representar lo que esa generación había vivido, en qué enfrentadas creencias se había desencontrado, con qué utopías se había ilusionado y con qué menguadas realizaciones se había decepcionado. Es una generación que nos legó el valor supremo de la ideología y de la fe, que quiso que acatáramos sus contradictorios “principios” y que trató de educarnos en unas tradiciones que ya no tenían soporte racional ni simbólico. Ese fue su gran fracaso: el rechazo de esos principios y la ruptura con esas tradiciones que, para nosotros, ya estaban vacías. Pero, junto a nosotros y detrás de nosotros, estamos siendo contemporáneos de otras generaciones que, muy probablemente, nos apliquen a nosotros los juicios críticos que enunciamos sobre los antecesores. Pero de modo diferente. La que se suele denominar “generación de la movida” son los que accedieron a la vida pública en la segunda mitad de los setenta y entraron a posiciones
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hegemónicas en la segunda mitad de los ochenta. La vida era una fiesta "modernizadora" y "progresista". A esa misma generación, pero ubicados mediáticamente en opacidades provinciales, pertenecen los emigrantes retornados que empiezan a desplegar sus actividades en los pueblos medianos de muchas partes de España y que, desde el trabajo y el emprendimiento, asumen el discurso hegemónico de la modernización y utilizan las nuevas estructuras democráticas para realizar un impensado (e improbable) “ascenso social”. Esta generación va a estar muy directamente vinculada a las orientaciones políticas y culturales del triunfante “socialismo” y son algunas de sus minorías las que medrarán a la sombra del poder. En el caso de la universidad tendrán la pretensión de obtener reconocimiento académico y político simultáneamente. En los años noventa son nuestros (generacionalmente) más inmediatos competidores que aspiran a ejercer en todos los campos de los ámbitos cívicos. Algunos de ellos han aprendido el dolor y el sufrimiento en sus propias carnes o en otras muy cercanas en los “efectos no deseados” del festín vitalista. Pero el tiempo fue pasando y, en la segunda mitad de los noventa, se puede identificar ya a una nueva generación que nació en los primeros años de la democracia y tuvo una infancia protegida de la que estuvieron ausentes aquellas limitaciones y sufrimientos que la generación de sus padres pudieron evitarles. Se enfrentaron, sin embargo, a una juventud más vinculada a la adquisición de objetos que a las exigencias ideológicas, más orientada por un sistema educativo tolerante que formativo y desembocaron, así, en un drama generacional: la incorporación a los mercados de trabajo. Las incitaciones al consumo no van acompañadas por las posibilidades de obtención de recursos que autonomice a los individuos, sino que los mantiene dependientes de las relaciones familiares y les impide iniciar procesos de autonomización personal. Tienen buenos rendimientos dentro del sistema educativo sometido a diferentes crisis, pero su profesionalización laboral parece estar más vinculada a la flexibilidad, la rutina y la precariedad de las tareas retribuidas. Se convierten en “voluntarios” porque realizan trabajos que nadie retribuye y son modelos de “solidaridad” mientras no comiencen a reclamar sus derechos. Nuestro presente, el de nuestra generación, contemporánea con las que la preceden y la siguen, deviene en complejidad creciente y trivializada por los discursos privados y públicos. Buscar un sentido aparece hoy casi como una ilusión utópica y absurda. Integrarse en “lo que hay” es el deseo publicitado y la renuncia privada a identidades autónomas. Y, en todo este desconcierto, nadie nos pide que reflexionemos, ni siquiera que pensemos, mucho menos que pretendamos tener proyectos vitales, sino que pongamos en práctica diferentes estrategias de mercado.
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2. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? No hay una respuesta única a esta pregunta. Ni siquiera, para algunos, esa es la pregunta adecuada. Sólo habría que mirar al futuro y seleccionar las posibilidades que nos parezcan más apetecibles. Pero quizás lo que pudiera aportar mi generación a la reflexión presente sea una particular observación del camino por nosotros recorrido, de los atajos que no nos han conducido a ninguna parte y de lo que nosotros hemos vivido como carencias o como fracasos. Lo que recibimos de anteriores generaciones, y que muchos tratamos de mantener sin excesivo éxito, tiene que ver con la idea del valor propio del saber y el conocimiento. El sentimiento de autorrespeto profesional que implica una exigencia siempre presente de poder dar cuenta razonable de nuestra tarea y cumplir una responsabilidad pública que presuponía siempre un sistema de confianza colectiva en el desempeño de una función socialmente necesaria. Aprendimos que el llegar a saber algo no era un regalo, ni una gracia, ni una inspiración sino producto de un esfuerzo continuado, ilusionante y que incluía muchas veces el fracaso y el error. No “nacíamos aprendidos” sino que el que se metía (o le metían) en este juego del saber tenía ante sí una larga carrera de obstáculos que no siempre conducían a una victoria personal, pero que se inscribían en un esfuerzo colectivo que venía de lejos y que prometía un futuro “mejor” para las futuras generaciones. Junto a esta propiedad del saber de tener un valor propio, también se nos hizo creer que la adquisición y el uso de conocimientos establecidos con rigor llegarían a tener un reconocimiento social de tal valor. En una generación de horizontes laborales y profesionales bastante cerrados, con unas instituciones públicas excluyentes de la creatividad o la innovación fue el campo del conocimiento y de las ciencias aquél que permitía una mayor diferenciación, siempre y cuando nos atuviéramos a los límites claros de “lo político” y “lo religioso” decididamente establecidos. El principal imaginario paradójico de esta situación era el de “la inmutabilidad de los «Principios del Movimiento Nacional»” que pretendían regir un orden social legítimo4. Pero, ya desde los años sesenta, los pretendidos muros empezaron a tener grietas. En el campo de lo político se daba el comienzo de la autoorganización de trabajadores y estudiantes y el acceso (clandestino) a los análisis, explicaciones y programas de orientación marxista. En el campo de lo religioso, la revolución interna a la iglesia católica que supuso el Papa Juan XXIII y la convocatoria del Concilio Vaticano II, hizo que la ortodoxia dominante se tuviera que defender de los ataques doctrinales de los nuevos teólogos y pensadores críticos, mientras que las prácticas de las comunidades cristianas rompían con la rigidez moral y ritual abriéndose a nuevos caminos que alumbrarían diferentes movimientos de liberación5. Hoy se olvida, a veces o por algunos, que el reconocimiento social de algo es siempre producto de una lucha6. Eso es lo que aprendimos muchos de nuestra
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generación en aquella universidad en la que fuimos primero estudiantes y después profesores (“penenes”). No se trata de “contar batallitas” sino de explicar qué sentido tenía entonces para nosotros la universidad. No era ningún “santuario del saber”, ni “templo de la ciencia”, ni “laboratorio del conocimiento” sino un campo de pruebas de las ideas y las prácticas que deseábamos que se establecieran para el conjunto de la sociedad que queríamos construir. El modelo se articulaba7 sobre dos ejes teórico-prácticos, convertidos por otra parte en consignas movilizadoras: «democracia» y «libertad».
3. La Universidad de los setenta Probablemente estábamos equivocados. Probablemente confundimos nuestros deseos con realidades. Ciertamente pensábamos que “todos estábamos en el mismo barco”8. Ciertamente, creíamos muchos, había que dejar atrás el enfrentamiento entre las dos Españas y construir un futuro de convivencia en la diversidad; y nos parecía que uno de los espacios de realización de esos proyectos era la Universidad. ¿Lo di-verso en lo uni-verso? Ésa era una de nuestras paradojas. Una paradoja que nos enfrentaba con la complejidad, más allá de las facilidades hermenéuticas ideológicas. Nosotros creíamos entonces que había un modelo de universidad (democrática, libre, pública, abierta a todos), y defendimos ese modelo hasta que se convirtió en ley9. ¿Qué fue lo relevante para nosotros en esos años? ¿Cómo experimentamos, algunos, lo que definíamos como real de la universidad? Para nosotros era evidente lo que escribió un profesor: Tres son los elementos que constituyen a la universidad: en primer lugar, los estudiantes -nada se puede enseñar si no existe la voluntad de aprender-; luego, los profesores -poco se puede enseñar, si no se tiene los conocimientos y la autoridad para hacerlo-; y, en tercer lugar, es fundamental el modo de relacionarse los unos con los otros para que la transmisión del saber resulte lo más provechosa posible. Ambos grupos conforman a la universidad, y su calidad depende, en último término, de la que tengan profesores y alumnos. Da rubor el decirlo, pero se trata de algo tan sencillo como esto10.
A veces la distancia (dicho profesor fue docente durante casi toda su carrera en Alemania) y el tiempo (2001) nos permiten acceder a definir, de un modo sencillo, lo que en la experiencia y en la vivencia nos apareció como mucho más complicado, difícil de entender y sometido a una fuerte incertidumbre. Porque, para que la universidad llegara a ser “eso tan sencillo”, tenían que cambiar muchas cosas. En aquellos años setenta y principios de los ochenta, nuestra perspectiva generacional asumía que el punto de apoyo de la palanca del cambio en la sociedad era el poder. Distribuir “democráticamente” el poder llevaría a la supresión de la raíz de todos los males, la dominación, la desigual-
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dad, la asimetría en la producción, la distribución y el consumo de la ciencia. En fin, nos situábamos en una perspectiva marxista, más o menos clásica, nos creíamos “sujetos de la historia” que trataban de salvar a los otros de la ignorancia y la alienación. Es verdad que, en aquellos años, las estructuras de la universidad española daban pie a muchas arbitrariedades y a un claro sometimiento del saber al poder establecido. La estructura de “Cátedra” articulaba, jerárquicamente, toda la docencia y la investigación, estableciendo, como mecanismo principal de construcción de una carrera académica, la lealtad al patrón que se solía corresponder con la defensa que éste hacía del “súbdito” (no era infrecuente utilizar la denominación de “chico”/”chica” para referirse al candidato a una plaza de profesor) en determinadas circunstancias. La servidumbre tenía que ser sustituida por el mérito, el saber, la ciencia, pensábamos. A esa estructura especializada se correspondía una toma de decisiones totalmente autoritaria. Los rectores seguían siendo nombrados por el Ministerio correspondiente y de ahí dimanaban, hacia abajo, todas las decisiones que afectaban a los profesores y los alumnos. Por ello, una de nuestras primeras exigencias era la constitución, como órgano primario de autogobierno, de un “Claustro tripartito y paritario”: esa consigna, en su puridad, afirmaba la necesidad de un órgano supremo de decisión constituido por los tres “estamentos” –profesores, alumnos y PAS (personal de administración y servicios)- y con paridad de representación, es decir, cada uno de ellos un tercio del claustro. Conviene recordar estas cuestiones, hoy olvidadas por unos e ignoradas por muchos otros, para darnos cuenta de que nuestra generación tiene una considerable responsabilidad en la construcción de la actual estructura de la universidad. Para bien y para mal, porque sería un nuevo error caer en simplificaciones. Con ello se empezó a generar un proceso de pérdida de diferenciación funcional de los sistemas que desarrollan, en campos específicos, las respuestas a las necesidades planteadas por el conjunto del sistema social. En una sociedad democrática todas las instituciones tenían que funcionar democráticamente, entendiendo por ello la igualdad de competencias de todos los miembros de una institución y, por lo tanto, la equiparación de funciones. Entendimos la democracia como una forma de igualación absoluta (“Levellers”11) en la que, de hecho, se trataban de suprimir las diferencias al identificarlas con privilegios, o vivenciarlas como una forma de “clasismo”. Las consecuencias se han ido imponiendo en los decenios posteriores: a) Confusión sobre la atribución de funciones distintas (tener todos voto no implica que todos tengamos las mismas tareas); b) Incertidumbre creciente en la caracterización del saber, lo científico, el conocimiento con la correspondiente pérdida de autonomía de la institución que se dedica a ello; c) Principio de subordinación de la definición de las funciones de la universidad a los poderes
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políticos, y, últimamente, a los mercados, abandonando paulatinamente la concepción de la universidad como “servicio público”. Junto a estas, llamémoslas una vez más “consecuencias no deseadas” (o, más estrictamente, con el recientemente fallecido Robert K. Merton, funciones latentes), no mejoraron las condiciones de acceso del profesorado universitario al ejercicio de su función. Una cosa son las leyes y la pomposamente denominada “voluntad del legislador” y otra los mecanismos y procedimientos que se aplican en función de criterios de utilidad, jerarquía, reconocimiento, competencia y competitividad. Dejaron las “Cátedras” de ser el centro aglutinador de las funciones desarrolladas por los universitarios (recordemos algo que se está comenzando a olvidar: función docente e investigadora), y pasaron a asumir ese papel los Departamentos pero no por eso mejoró de un modo generalizado el sistema de “Concurso-Oposición”, ni se aplicaron en todos los procedimientos lo que dictaban las leyes: Ésta (la Universidad) debe gozar de autonomía para la ordenación de la vida académica, pero en justa correspondencia debe asumir también el riesgo y las responsabilidades inherentes a la facultad de decisión y a la libertad. El profesorado y los alumnos tienen, pues, la clave de la nueva Universidad que se quiera conseguir, y de nada servirá ninguna Ley si ellos no asumen el proyecto de vida académica que se propone, encaminada a conseguir unos centros universitarios donde arraiguen el pensamiento libre y crítico y la investigación. Sólo así la institución universitaria podrá ser un instrumento eficaz de transformación social, al servicio de la libertad, la igualdad y el progreso social, para hacer posible una realización más plena de la dignidad humana. [LRU, Preámbulo]. 1. En los concursos a que se refiere la presente Ley quedarán garantizados, en todo momento, la igualdad de condiciones de los candidatos, y el respeto a los principios de mérito y capacidad de los mismos. 2. Los procedimientos para la designación de los miembros de las Comisiones se basarán en criterios objetivos y generales, garantizando la competencia científica de los mismos” [LRU, Artículo 41].
Las dificultades inherentes al paso de una universidad jerarquizada y dogmática a otra democrática y crítica se hicieron sentir ya antes de la LRU y ésta no solucionó las cosas sino que los reglamentos de desarrollo permitieron que las declaraciones de principios quedaran en papel mojado. Pero esto es ya materia de los decenios siguientes.
4. Los ochenta y los noventa Los “penenes” de los setenta éramos, mayoritariamente, “militantes”. Estas dos denominaciones pueden resultar un tanto enigmáticas para las jóvenes generaciones, pero forman parte de nuestro pasado vivencial. Durante algunos años esas palabras nos definieron con una curiosa identidad negativa. El “Profesor
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no-numerario” (PNN) era el que, no siendo funcionario, asumía la carga docente de las universidades (entonces no serían más de treinta) en un porcentaje superior al 60 % y cuyo estatuto contractual se basaba en una simple prestación de servicios a la parte del Estado denominada “Universidad”. Estábamos pagados con cierta regularidad por el MEC (Ministerio de Educación y Ciencia) pero no teníamos derechos laborales, ni desempleo, ni ninguna garantía legal, ya que esa situación no estaba reconocida por la legislación entonces vigente. Por eso nuestra primera reivindicación fue el “contrato laboral”. Nos considerábamos “Trabajadores de la enseñanza”, no “funcionarios”, y reclamábamos la estabilidad laboral de la que entonces disfrutaban la mayoría de los trabajadores. Nos resistíamos a identificarnos con los catedráticos, agregados y adjuntos, cuyo estatuto funcionarial no nos parecía deseable pues representaba a nuestros ojos una situación de “privilegio”. Y aquí entra la otra denominación de “militante”. Nuestra condición individual estaba muy determinada por nuestras ideas y nuestra pertenencia política a diversas formaciones “de izquierdas”. Algún día habrá que analizar cómo se ha transformado, en situaciones posteriores, ese componente generacional, pero lo que ahora nos interesa es señalar que los funcionarios (y, en particular, los Catedráticos) nos aparecían como adversarios, como modelo negativo de la nueva figura de profesor universitario. De ahí que se proyectara una imagen de enfrentamiento público “Catedráticos / Penenes”12 con el resultado de una engañosa atribución de posiciones políticas polarizadas en torno a “la derecha” y “la izquierda”. Los militantes teníamos claro que los problemas que percibíamos se resolvían a través de la lucha política y de ahí que nuestro modelo implícito de universidad tenía mucho que ver con una nueva subordinación del saber al poder. Estábamos deslumbrados por el poder en aquellos albores de la organización democrática de todos los sistemas sociales. Nos creíamos que cualquier posibilidad podía ser realizada si se disponía de la suficiente “voluntad de poder”, si lográbamos “tomar el poder”, si la universidad (y, por tanto, el conocimiento y la ciencia) se definía democráticamente. La cuestión de fondo, que entonces estábamos incapacitados para percibir, era que nos habíamos situado en una posición inexistente desde la que observábamos objetos carentes de otra realidad distinta de la construcción ideológica y, por consiguiente, nuestras estrategias políticas y académicas estaban condenadas al fracaso. No percibíamos que, como observadores, y mucho más como militantes, estábamos situados en un lado y que no podíamos percibir que no percibimos lo que no percibimos13. Este autoengaño suele ser bastante frecuente en grupos fuertemente ideologizados y de alta rigidez moral que viven sus circunstancias como altamente excepcionales y que se sienten llamados a resolver los problemas de sus semejantes. Ellos saben que tienen que salvar a los demás y de qué, por eso no se lo preguntan a los candidatos a la tal salvación. En el extremo son capaces de salvar a los otros (y algunos, a sí mismos) mediante el
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asesinato indiscriminado y el suicidio. Los diversos terrorismos actuales son un claro ejemplo de tal componente ideológico y de los “efectos deseados” de muerte y destrucción mediante todo tipo de bombas: las que arrojan los aviones sobre población civil y las que hacen explotar coches, mujeres, niños para conseguir “la paz”. Nosotros nos paramos a tiempo. Una vez fracasada la demanda de obtener el ansiado contrato laboral, muchos optamos por pasar el trámite de las oposiciones. Otros fueron “idoneizados” algunos años después. Fue, en ese trance, cuando descubrimos algunas de las miserias universitarias y cuando tuvimos que hacer una nueva selección de posibilidades. Había dos caminos: amoldarse al sistema de promoción establecido, cumplir reglas no escritas, asumir pleitesías ideológicas o políticas y ascender en el escalafón, o luchar por adquirir la competencia en el campo de saber que habíamos escogido (o en otro cercano en el que se pensaba podíamos tener más posibilidades14) y defender la propia libertad de expresión y de pensamiento, y pagar por ello. La elección se nos presentó a todos los “penenes” tarde o temprano, y cada uno tomamos caminos distintos: unos optaron por la “competitividad”, otros por la competencia. En esos años se produjeron también otro tipo de luchas que tenían más que ver con las estrategias organizativas y la construcción de una cultura universitaria como “servicio público” o como “laboratorio empresarial”. La adquisición de competencias exigía la mayor parte de nuestro tiempo: investigar, preparar ponencias, publicar lo que creíamos original o conveniente, dar a conocer de nuestras búsquedas. Y mantener un nivel aceptable en la docencia de las materias concretas, preparar, rectificar y renovar programas, autores, materiales, bibliografías, etc. Y entonces llegaron los ordenadores. Pensábamos, ingenuamente, que íbamos a trabajar menos, que íbamos a consumir menos papel y hacer las cosas más rápidas, y sucedió justo lo contrario: teníamos muchos más papeles, las impresoras se estropeaban en el momento de tener que enviar la ponencia y todo ello nos iba proporcionando ingentes cantidades de datos que, en el momento menos pensado, desaparecían de aquellos computadores a pedales de principios de los noventa. Con todo ello fuimos abandonando nuestra preocupación por los procesos organizativos. Ya no teníamos tiempo para gastar en interminables reuniones como cuando éramos penenes. Nuestro tiempo se dedicaba, cada vez, más al conocimiento y al saber y menos a las políticas de pasillo, a las candidaturas para las sucesivas elecciones y a la formación y mantenimiento de grupos de intereses específicos en la estructura universitaria. Y entonces comenzaron esos procesos que ahora podemos observar en fase terminal: la progresiva burocratización en las tomas de decisiones, el desenganche de los dos grupos básicos de la institución universitaria, los alumnos y los
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profesores, y last but not least los procesos de refuncionalización de las universidades. Vamos a decir dos palabras nada más de cada uno de ellos. a.- Burocratización: No vamos a entrar aquí en una aplicación, a nuestro caso de la universidad, de las grandes teorías sociológicas sobre el asunto desde Weber hasta Habermas. Simplemente centraremos nuestra observación en las necesarias tomas de decisión con las que toda organización se autorregula cibernéticamente a través de la información y el control. Cuando aumenta el número de universidades y cuando las más antiguas de ellas van dejando de ser un lugar en el que “todos nos conocemos” para convertirse en grandes maquinarias organizativas que tienen que gestionar recursos, entre los cuales se encuentra “el personal”, sucede que se empiezan a confundir funciones (qué tiene que hacer cada cual, con qué objetivo, a qué resultados hay que llegar), se encuentran nuevos riesgos (los que deciden no son afectados por sus decisiones, los afectados no tienen capacidad o ganas de tomarse el trabajo de decidir), se redistribuyen las cargas de trabajo desplazando las tareas hacia gestores periféricos y se genera una creciente falta de expectativas de los actores con respecto a las metas a conseguir. Cada uno de estos fenómenos se va produciendo con gran lentitud de tal manera que los afectados sólo se dan cuenta cuando ya no es posible volver a situaciones anteriores. Se han generado maquinarias ciegas muy difíciles de rectificar, ya que la gestión ha devorado a los gestores y no ha conseguido lo que se propone como modo de actuación todo organismo vivo: autogestionarse a través de la autorreferencia y la heterorreferencia15. Encontrar soluciones a estos complejos problemas sería una tarea muy interesante, sobre todo para las nuevas generaciones que se incorporaron en los últimos años al quehacer universitario. b.- Alejamiento entre profesores y alumnos: Aludimos, más arriba, a que éstos son los dos grupos que constituyen, por sí mismos, la institución universitaria desde los primeros tiempos del “Alma Mater”. Algunos todavía tuvimos experiencia, hace ya más de veinte años, de una relación fluida, constante, recíproca y enriquecedora. Pero aquellos tiempos pasaron. Eran los tiempos en los que los profesores nos jugábamos algo de nuestra vida en el desempeño de nuestro oficio. Eran los tiempos en los que los estudiantes todavía sentían pasión por estudiar, por comprender, por inventar. ¿Por qué pasaron aquellos tiempos? Es difícil seguir las huellas del lento deshacerse del entrelazado. ¿Quizás a los profesores nos interesaba más nuestra carrera académica que nuestra tarea docente? ¿Quizás los alumnos comenzaron a preocuparse en exceso por sus salidas laborales? ¿Quizás el recorte temporal
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de las asignaturas de curso por las “cuatrimestrales” impidió un mejor conocimiento y trato entre ambas partes? ¿Quizás se empezó a generar el equívoco de considerar “pelotas” y “peloteo” al consultar al profesor en su despacho? ¿Por qué parece que la única ocasión en la que alumnos y profesores se encuentran en un local, en horas de tutorías, sea para “revisión de exámenes”? Éstas y otras preguntas están abiertas a diversas respuestas. Pero el problema permanece. Y no lo podemos abandonar como algo ya irreversible. No podemos permitir que se establezcan, como roles asumidos, los de vendedores / clientes, en vez de los de profesores / alumnos. c.- Refuncionalización de la universidad: Hay algo que no depende propiamente de la universidad sino de la sociedad en la que se inscribe. Son los sistemas sociales y sus entornos los que definen las funciones encargadas a cada sistema diferenciado. La universidad forma parte del sistema educativo que una sociedad decide darse para conseguir determinados objetivos. Si tales objetivos no están claros, difícilmente las instituciones pueden cumplir sus tareas. Pues bien, mi generación tiene la impresión (o al menos muchos tenemos la impresión) de que entramos en una universidad distinta de la que actualmente padecemos. Siempre hemos “padecido” el tipo de universidad; cada modelo, cada situación caótica tiene sus ventajas y sus inconvenientes, sus oportunidades y sus debilidades. Pero la impresión irrefutable de muchos es que la institución universitaria nos atraía no tanto por la magnitud de sus retribuciones dinerarias cuanto por la dedicación a una tarea de conocimiento, de ciencia, de saber en unas condiciones de libertad, de responsabilidad y de competencia. ¿Cómo se transformaron esas funciones y, correspondientemente, nuestras expectativas? No hay respuestas claras y definidas, pero lo que nos ofrece una reflexión sobre nuestras experiencias tiene que ver con lo siguiente: 1. El éxito en el sistema educativo se cifra en acceder al escalón “superior” del mismo (recuérdese las denominaciones de “enseñanza primaria, secundaria y superior”). Para aquellas familias que no pueden tener expectativas de ascenso social en los ámbitos económico, profesional, militar, etc., el sistema educativo funge de sustituto de tal “ascensión”. Las burocracias políticas legitiman su actuación al facilitar el tan difícil, en otros tiempos, “acceso” a lo más alto de la escala educativa, manteniendo, por supuesto, las barreras discriminantes en otros campos. Los porcentajes de éxito en las denominadas “pruebas de acceso” o “selectividad” son exponente de la baja selección que suponen. El resultado es que llegan a los estudios universitarios jóvenes poco motivados para el estudio, poco interesados en la ciencia y en la investigación y con una gran confusión entre lo que pueden esperar, lo que desean y lo que se encuentran.
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2. Por parte del profesorado se dan algunos casos significativos en los que una brillante carrera académica conduce, o puede conducir, a una carrera política profesional. Y algunos de ellos tienen la pretensión de llevar en paralelo ambas carreras o de “jugar a todas las cartas”. Se puede observar una tendencia creciente a considerar que el ascenso en la universidad consiste en acceder a determinados puestos “fuera de ella”, ya sea en la política o en la empresa. Declina la profesionalidad, en parte por la falta de reconocimiento social de nuestras responsabilidades, y en parte por la “falta de vocación” (como se decía antes), es decir, no jugarse la vida en lo que uno hace. 3. Una síntesis de las revisiones anteriores es la progresiva asignación a la universidad de la tarea de preparar a los jóvenes para el mercado de trabajo. Se entiende la antigua función de “servir a la sociedad” en su sentido más estrecho de preparar a los estudiantes para el desempeño de una tarea que les permita acceder al mercado de trabajo en circunstancias favorables. Así se sirve también a la sociedad (léanse empresas, instituciones públicas, etc.), preparando una “fuerza de trabajo cualificada” que pueda desempeñar mejor sus funciones. Cuando los licenciados universitarios16 salen de las aulas universitarias y se enfrentan o tratan de acceder al desempeño de un puesto laboral retribuido se encuentran con alguna de las situaciones siguientes: a) El supuesto mercado de trabajo, homogéneo, jerarquizado y funcional se ha fragmentado, invisibilizado y sometido a redes de influencia que no tienen mucho que ver con su título de origen. b) Las expectativas de colocación atraviesan sendas no reconocidas de precariedad laboral generalizada, desventajas en relación a otros tipos de formación (p.e.: FP Ciclos Superiores, Maestrías, Posgrados, Cursillos de empresas, etc.), y masificación de los demandantes de empleo público o carencia de oferta en campos como la enseñanza o la sanidad. c) La especialización obtenida en las aulas universitarias no se corresponde con las demandas de las empresas. En las grandes se forma al propio personal, en las pequeñas y medianas se da preferencia a grados “inferiores” de titulación. Así nos podemos encontrar a licenciados en económicas o empresariales de empleados de ventanilla en bancos, por ejemplo. No vamos a seguir describiendo las anécdotas de cada día que todos conocemos por experiencia de la propia familia o por nuestro entorno. La pregunta que sigue sin contestarse es la siguiente: ¿qué desea una sociedad como la nuestra que se haga con la universidad? ¿Seguimos derrochando esfuerzos personales y grandes masas de capital público en tareas tan poco operativas? La enorme proliferación de nuevas universidades en los últimos dos decenios, ¿no tendría que ser sometida a un proceso de racionalización de recursos y optimización de estos? ¿Tendremos que encargar (y pagar) un nuevo estudio a una empresa de
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evaluación externa, o crear nuevas comisiones burocráticas para evaluar lo que los actuales universitarios percibimos cotidianamente?
5. El futuro en el presente Un concepto ampliamente difundido en contextos como el nuestro es el de “Reforma Universitaria”, o “Reforma del sistema educativo”. Nuestra generación ha padecido varias de tales reformas en nuestra propia carne y en la de nuestros hijos. Los resultados nos han vuelto escépticos ante estas propuestas. Probablemente porque las pretensiones de tales programas reformistas sean semejantes a las de la búsqueda del Santo Grial; se supone que, una vez que lo encontremos, adquiriremos la inmortalidad, una situación permanente, fuera del tiempo, de total plenitud. Frente a esta tendencia a buscar escenarios de estabilidad, como ideales estratégicos, siempre se rebelaron otras tendencias que concebían las instituciones en constante cambio17. La universidad no es ajena a esta dialéctica temporal. En los últimos años reformamos los planes de estudio de muchas licenciaturas; al poco tiempo reformamos esa reforma; ahora entramos en la nueva reforma de adaptación a las normativas europeas. Muchos somos escépticos ante la funcionalidad de tales reformas, aunque no dejemos de participar en ellas. Porque concebimos las funciones de la universidad como una respuesta permanente y recurrente a las necesidades de las sociedades globales y locales. Por suerte, o por desgracia, ya no disponemos de nuestro “lugar natural” (Aristóteles) en el que nos sintamos a gusto, cumpliendo unas tareas semejantes a las de anteriores y posteriores generaciones (“siempre se ha hecho así”, que para muchos es el ideal del funcionario). Tradicionalmente, se han vinculado el saber y la ciencia al poder y a la ideología con el resultado aludido de pretender establecerse “de una vez por todas”. Es decir, establecerse como absolutos, fuera del tiempo y de la historia. Hoy no podemos tener ya tales pretensiones. Nuestra afirmación del futuro tiene que estar siempre referida al presente18. No podemos decir querer una universidad para los tiempos venideros que no podamos de alguna manera anticipar como posibilidad realizada. Lo contrario es negar la realidad presente y sacrificarla en función de un futuro abstracto e imprevisible. Pero ¿cómo concebir la realidad presente? Entramos, así, en una compleja propuesta que es imposible desarrollar aquí. Me refiero a una teoría de los Imaginarios Sociales19. La necesidad de reflexionar sobre lo que está sucediendo, y sobre lo que nos está sucediendo, ya no se satisface con el discurso de las “crisis” (economía, política, cultura, religiosa, moral, etc.). Somos conscientes de que tenemos que reelaborar los conceptos básicos de nuestra percepción/construcción de lo que denominamos realidad.
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Las ideologías tradicionales nos permitían ordenar, explicar e intervenir en los diferentes entornos que definían y posibilitaban nuestra vida consciente, pero la obsolescencia de los metarrelatos ha desnudado a las ideologías de sus potencialidades, convirtiéndolas en meros discursos legitimadores de lo establecido. Por ello se hacen necesarios unos mecanismos compartidos, un espacio social indeterminado, unos procedimientos reconocidos por las distintas posiciones y que permitan hacer verosímil la plausibilidad y asumibles los sentidos ofrecidos. Mi propuesta consiste en denominar a esta compleja agencia social “Imaginarios Sociales”, que serían aquellos esquemas construidos socialmente que nos permiten percibir, explicar e intervenir en lo que, en cada sistema social, se considere como realidad y que estructuran, en cada instante, la experiencia social y engendran tanto comportamiento como imágenes “reales”. “Lo que sea creíble” como función de la plausibilidad no se define por la aportación de argumentos ante un público con capacidad de discusión, sino por la construcción/desconstrucción de determinados instrumentos de percepción de la realidad social construida como realmente existente. Los imaginarios actúan más bien en el campo de la plausibilidad o comprensión generalizada de la fuerza de las legitimaciones. Sin determinados imaginarios que hagan creíbles los sistemas de racionalización legitimadora, las viejas ideologías o bien son simplemente rechazadas por las mayorías (y se convierten en sociolectos residuales), o bien se mantienen en el puro campo de las ideas reconocidas como valiosas pero que no generan ningún tipo de práctica social o de movimiento susceptible de transformación de los órdenes existentes. Si hay alguna analogía que nos pueda ayudar a entender el concepto expresado, sería la de los lentes o anteojos. Los imaginarios tendrían una función semejante, ya que nos permiten percibir, a condición de que ellos -como los lentes- no sean percibidos en la realización del acto de visión. Una observación de segundo orden nos permitirá entonces establecer, aplicando los métodos y técnicas adecuadas a los materiales que se producen en los ámbitos comunicativos, el modo como proceden los imaginarios sociales en este proceso de construcción de la realidad -es decir, de aquello que es creíble o plausible para un orden social dado-. Los imaginarios operan con una distinción que es su punto ciego, la distinción entre relevancia y opacidad. La identificación de esta distinción permite adentrarnos en los procesos que hacen funcional este mecanismo. Creemos poder aclarar algo más la cuestión al referirnos a los programas que desarrollan ese código. Lo prioritario es definir la diferencia como base de construcción de la realidad, de ahí que los sistemas se autodescriban con unas funciones que responden a necesidades específicas de los individuos que se sitúan en el entorno del sistema. El sistema sólo puede referirse a sí mismo y, por lo
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tanto, operar mediante la comunicación si incluye la referencia al entorno, a los individuos, a través de la forma “persona”20. La realidad de la sociedad sólo es posible concebirla a través de esa diferenciación de sistema y entorno y de las variaciones funcionales de aquella. Pero hay también un programa, o subprograma del anterior, que trata de entender la realidad como algo que fluye en el tiempo a través de la construcción de equivalencias. Las anteriores sustantividad y permanencia en el tiempo (que siempre están “fuera del tiempo”) son sustituidas por la recursividad, que nos permite, desde la perspectiva de la diferencia relevancia / opacidad, construir las realidades en el tiempo. Se resolvería, entonces, el problema planteado más arriba de las “verdades intemporales”. Otro de los programas pertinentes es el del mantenimiento o promoción de la policontexturalidad21; ello vendría a significar que las diferentes realidades se construyen mediante la exclusión de la posibilidad de atribución a alguna de ellas de un carácter absoluto. Aquí se torna realmente radical el planteamiento del significado del pensamiento crítico en la herencia de la Ilustración. Con este bagaje teórico es posible plantearnos, como tarea de permanente reforma de la universidad, la reconstrucción de aquellos imaginarios sociales que vienen construyendo lo que tenemos por realidades desde nuestra perspectiva académica. En particular, es necesario aclararnos sobre cómo entendemos el conocimiento y sus formas recurrentes de ciencia, saber, información y comunicación. Tenemos que saber diferenciar ciencia, técnica y tecnologías. En especial, en la sustitución de modelos ya obsoletos (centro/periferia, vértice/base), cuya única alternativa es reproducir, ampliadamente, el mismo modelo de dominación, por otros operativos y funcionales. Este y otros problemas se plantean, de modo diferente, en las tecnologías digitalizadas, tales como la Red (Internet) y las redes que la configuran. El modelo técnico lineal ha sido sustituido por un entramado complejo en el que los distintos nodos se pueden comunicar entre sí a través de distintas trayectorias posibles, distribuyendo, de modo aleatorio, los mensajes como micro-paquetes. De hecho, en los últimos años, hemos ido sustituyendo las cartas enviadas por correo e incluso las comunicaciones verbales a través del teléfono, por emails y chats. Negroponte dixit: “Se sustituyen átomos por bits”. Pero el incremento de velocidad de transmisión, la sencillez de los procedimientos, el acceso generalizado y la posibilidad de respuesta inmediata no han suprimido la necesidad de la comprensión sino que la han incrementado exponencialmente. Tenemos que realizar, cotidianamente, selecciones de los mensajes que recibimos; la mayor parte de ellos tienen contenidos que no nos interesan (“spam”), una parte de ellos puede agredir nuestra máquina y volver disfuncional el sistema, sólo unos pocos realmente nos interesan. Pero ello nos permite establecer conversaciones, antes insospechadas e imposibles, que favorecen el intercambio de ideas, la organización de encuentros, la lectura y evaluación de textos y de investigacio-
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nes, y reduce drásticamente las limitaciones espaciales y temporales de la comunicación. Pero ninguna tecnología, incluso la más sofisticada, nos ahorra el trabajo de definir lo que vamos a tomar por “real”, lo que tendremos en cuenta en nuestras decisiones, nuestras emociones y sentimientos, nuestros planes y proyectos. Porque sabemos que no hay una realidad que se nos imponga como la única y auténtica, sino que nos tenemos que mover en un amplio ámbito de ambigüedades, percepciones, juicios y valoraciones que no nos van a permitir establecer, de modo claro y concluyente, lo que sea la realidad, sino que tendremos que arrostrar la incertidumbre que nos producen los diferentes, distantes, paradójicos y contradictorios procesos por los que se están construyendo “realidades” para que nosotros las creamos, las tengamos por tales. Porque la perspectiva que aquí adoptamos no nos permite reposar en un conocimiento adquirido (llamado “ciencia”), ni en una decisión tomada (llamada “política”), ni en una codificación establecida (llamada “derecho”), ni en una globalidad informativa (llamada “medios masivos”), sino que nos sitúa en un flujo temporal de operaciones comunicativas con las que tenemos que trabajar para seleccionar aquéllas que vamos a tomar en serio, que vamos a creernos y de las que van a depender sucesivas posiciones y actuaciones. Precisamente por esta mudanza radical de las consideraciones analíticas sobre nuestras sociedades aparecen la vaciedad y sinsentido de muchas proposiciones científicas, políticas, jurídicas o mediáticas (sin entrar en otras cuestiones tan decisivas como las simbólico-religiosas, artísticas, pedagógicas o económicas22). Porque la mayor parte de las descripciones que se hacen de nuestras sociedades, desde esos puntos de vista, están vinculadas a la idea, la teoría y la pragmática del poder. Estas reducciones de las realidades sociales a las consideraciones, ya sean políticas o económicas, no tienen mayor sentido si establecemos, como operación fundamental y compleja de las sociedades, la comunicación. No quiere decir esto que ignoremos la política o la economía, sino que tenemos que situarlas en las redes comunicativas en las que vivimos y referirlas a nuestras experiencias; así, podremos sentir nuestros sentidos y movernos con nuestras emociones, todo ello mediante la orientación de nuestra capacidad de reflexión, de pensamiento y de prospección, que nos proporciona un “uso autónomo de la razón”. Pero esta mudanza nos arrebata la viabilidad de seguir operando con teorías y métodos que niegan la complejidad de la sociedad y de los ciudadanos, reduciéndola a la subordinación de los individuos al sistema o, paradójicamente, a la destrucción del sistema por los individuos. La sustitución de estas teorías es una cuestión urgente en las ciencias sociales, si queremos ir más allá del falso dilema de integración sistémica o marginación total. Hoy, un concepto que tanto sentido tuvo para nuestra generación como el de “Revolución”, es usado por los publicitarios para vendernos autos u otros bienes (¿?) de consumo. Ya no tene-
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mos teorías inalterables, métodos válidos y eficaces, técnicas infalibles en orden a describir y transformar una realidad. Hay muchas realidades y nuestros procedimientos operan a través de distinciones y referencias. Es la propuesta que estamos presentando en este y otros escritos23.
Notas 1
Nos referimos al tiempo de los nazis y a la versión sui generis que nosotros padecimos directamente en nuestra infancia y juventud, el franquismo. En 1941, Erich Fromm publica en EE.UU. Escape from Freedom, traducida al castellano como El miedo a la libertad, obra que convendría releer, si no se leyó en su tiempo. Recuérdese, por otra parte, el verso conocido de Bertolt Brecht, escrito en 1938: “Wirklich ich lebe in finsteren Zeiten!/...Was sind das für Zeiten, wo / Ein Gespräch über Bäume fast ein Verbrechen ist...” [“¡Realmente vivo en tiempos oscuros! /...¿Qué tiempos son éstos en los que / una conversación sobre árboles casi es un crimen?”] (B. Brecht, Gedichte und Lieder, Frankfurt, Suhrkamp, 1966, pp.158-160). 2 Sin olvidar algo que, casi dos siglos después, se nos trata de trivializar: la Constitución “liberal” de Cádiz de 1812. 3 Asumo aquí la distinción orteguiana entre “coetáneos” y “contemporáneos”. Ver J. Ortega y Gasset, En torno a Galileo, Madrid, Alianza, 1994, pp. 34-87, donde se recogen escritos y alocuciones de los años 1933 y 1934. “Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera -en el mismo mundo-, pero contribuimos a formarlo de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad” (pp. 45-46). 4 Al final del período franquista, en los años 70, tales pretensiones de permanencia se mostraron burocráticamente superadas. Lo muestra el que los funcionarios públicos (y contratados) teníamos que “jurar fidelidad a tales Principios del Movimiento” para poder acceder al desempeño de la función docente. Dicho juramento consistía en un trámite de ventanilla en el que, pagando el módico precio de 15 pesetas, te daban un papel oficial en el que se certificaba, con sellos, firmas y pólizas, que reunías tal condición. 5 Puede verse una descripción más amplia de estos procesos en: Juan-Luis Pintos, “Un catolicismo "progresista" como forma de religión (Apuntes para el estudio de grupos católicos organizados en la "Transición" del franquismo a la democracia, 1968-1978)”, en ANTHROPOS, nº. 161, (1994) 71-80. 6 Como indicaba Fukuyana, siguiendo a Hegel. Ver: Francis Fukuyana, El fin de la historia y el último hombre, (ed. Original de 1992), Barcelona, Planeta-De Agostini, 1994, pp. 205-285. 7 El uso del verbo «articular», muy frecuente en aquellos años, se inscribe en una perspectiva teórica estructuralista y en la versión más difundida entonces del marxismo, la de Louis Althusser y la de su discípula Marta Harnecker. 8 Recuérdese la frase del durante muchos años fecundo, original y sólido escritor de nuestra generación con el que muchos nos identificábamos, Manuel Vázquez Montalbán (catalán de origen gallego -¡Tiembla, Pujol, un mestizo!-): Contra Franco vivíamos mejor. 9 La famosa LRU (LEY ORGÁNICA 11/1.983, DE 25 DE AGOSTO, DE REFORMA UNIVERSITARIA). Casi 20 años después se aprueba otra ley, la LOU (LEY ORGÁNICA 6/2.001, DE 21 DE DICIEMBRE, DE UNIVERSIDADES). 10 Ignacio Sotelo, La perpetua reforma de la universidad, articulo aparecido en El País el 22 de marzo de 2001. 11 “Niveladores”, grupo político que surge en el siglo XVII en la guerra civil inglesa. 12 Pueden consultarse con provecho las consideraciones que sobre este tema publicó en 1987 el catedrático de sociología Víctor Pérez Díaz en su obra El retorno de la sociedad civil. Respues-
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tas sociales a la transición política, la crisis económica y los cambios culturales de España 1975-1985, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1987. En particular, el capítulo dedicado a la calidad de la educación en España (un tópico que ahora utilizan nuestros tecnócratas como si fuera el último invento), y, dentro de él, el apartado titulado: “Los profesores no numerarios o las ambigüedades de algunas luchas por la justicia” (pp. 283-285). 13 Esta formulación no tiene nada que ver con las tautologías. Véase J.L.Pintos, “La nueva plausibilidad (La observación de segundo orden en Niklas Luhmann)”, Anthropos, nº. 173-174, (julio-octubre, 1997), pp. 126-132. Allí se cita y explica la fórmula: «no se puede ver, que no se ve lo que no se ve». Ver Luhmann, N. "Wie lassen sich latente Strukturen beobachten?", en Watzlawick, P. & Krieg, P. (Hrsg.), Das Auge des Betrachters. Beiträge zum Konstruktivismus, München, Piper, 1991, pp. 61-74. (Hay traducción española en Gedisa, p. 61). Aquí se cita el artículo de Von Foerster "Cybernetics of Cybernetics" publicado en : K.Krippendorff (Ed.), Communication and Control in Society, New York, 1979, p. 6. Una versión adaptada a las circunstancias de esta frase ("Yo veo lo que tú no ves") la utiliza como título de un artículo en el que aborda la actualidad de la Escuela de Frankfurt. Cfr. Luhmann, N. "Ich sehe was, was Du nicht siehst", en Soziologische Aufklärung 5, Opladen, Westdeutscher V., 1990, pp.228-234. 14 Aquí entran en el juego las famosas “Áreas de Conocimiento” y el “Perfil de la plaza” que tanto juego han dado para determinadas promociones o remociones. 15 Puede consultarse para aclarar estos conceptos N.Luhmann, La realidad de los medios de masas, [1996], Barcelona / México, Anthropos / U.Ibero, 2000, pp. 14-21 16 Me refiero, exclusivamente, a los que cursan carreras de al menos cinco cursos, pues en los últimos años han proliferado unos híbridos denominados “Escuelas Universitarias”, que han tratado de revestir de un inexistente prestigio universitario la preparación para el desempeño de los puestos intermedios de empresas y organizaciones. Esas carreras de ciclo corto (tres años) desembocan en un diploma cuya utilidad en los mercados laborales es harto dudosa. En cualquier caso, y de cara al futuro inmediato, todo este sistema sufrirá fuertes transformaciones. 17 Piénsese en expresiones tales como “Ecclesia semper reformanda” y “Revolución permanente”. 18 Ello implica una visión paradójica de la utopía. No estaría de más recordar aquí a un autor olvidado y poco leído pero de enorme importancia en cualquier consideración seria del futuro. Me refiero al disidente marxista Ernst Bloch (1885-1977), cuya obra fundamental, El Principio Esperanza (1954-59), fue traducida al español en 1977 (reeditada ahora en Trotta, 2004). Hay varios autores españoles que estudiaron diversos aspectos de su obra: Justo Pérez Corral, José Antonio Gimbernat, José Mª. Gómez Heras, Alfredo y Juan José Tamayo. 19 En el último decenio se está dando un uso bastante frecuente de la expresión “imaginarios sociales”, sobre todo en el discurso mediático, pero también dentro del ámbito académico. Estos usos no suelen estar respaldados por alguna elaboración conceptual, sino que se suelen mover en el espacio de las nociones vagas y difusas del tipo: “lo que la gente se imagina”, “los deseos ocultos”, los tópicos del sentido común, etc. En breve saldrá a la luz el resultado de las investigaciones que vengo realizando para establecer las líneas básicas de una Teoría de los Imaginarios Sociales, que aquí esbozo brevemente y cuyo desarrollo anterior puede consultarse en mi página personal de Internet (http://web.usc.es/~jlpintos/) o en la del Grupo Compostela de Estudios sobre Imaginarios Sociales (GCEIS) (http://www.gceis.org). Entre las obras ya publicadas pueden consultarse: Pintos, Juan-Luis, 1995, Los Imaginarios Sociales. La Nueva Construcción de la realidad social, Madrid, Sal Terrae/Instituto “Fe y Secularidad”, 1995; Pintos, Juan-Luis, 2000, Más allá de la ideología. La construcción de la plausibilidad a través de los imaginarios sociales, en M.A.Santos (Ed.), A Educación en perspectiva, Santiago, Universidad de Santiago de Compostela, 2000, pp. 689-699; Pintos, Juan-Luis, 2000, Construyendo realidad(es): Los imaginarios sociales, en la revista Realidad (U.A.J.F.Kennedy), nº. 1 (2001) 7-25; Pintos, Juan-Luis, 2001, Los imaginarios sociales del delito. La construcción social del delito por medio de las películas (1930-1999), en Revista Anthropos, nº. 198 (2003) 161-176; Pintos, Juan-Luis,“Apuntes para un concepto operativo de Imaginarios Sociales”, en Alburquerque , L. & Iglesia, R. (Ed.), Sobre Los Imaginarios Urbanos, Buenos Aires, FADU-UBA, 2001, pp.
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67-103; Pintos, Juan-Luis, “Realidade e imaxinario en Galiza”, Porto, Revista Nova Renascença, nº. 72/73, invierno/primavera de 1999, pp. 149-158; Pintos, Juan-Luis, “Educación, Artes e novas posibilidades”, Revista Galega Do Ensino, nº. 36 (Outubro 2002) 23-45; Pintos, JuanLuis y Galindo, Fermín, “Comunicación política e imaginarios sociales” en Berrocal, S. (Ed.), Comunicación política en televisión y nuevos medios, pp.111-133, Barcelona, Ariel, 2003, 348 p.; Pintos, Juan-Luis, “El metacódigo relevancia/opacidad en la construcción sistémica de las realidades, en RIPS (Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas), vol. 2, nº. 1-2, 2003, pp. 21-34. 20 No voy a entrar aquí en la polémica acerca del llamado “antihumanismo” luhmanniano. Un equívoco fomentado por el título del libro de I. Izuzquiza, La sociedad sin hombres. Niklas Luhmann o la teoría como escándalo (Barcelona, Anthropos, 1990) y una nueva falsa polémica sobre el término «humanismo» han desorientado a incipientes lectores y han producido un rechazo en ambientes académicos «piadosos». Mi posición ha sido publicada recientemente en portugués: J.L. Pintos, “Sistemas sociais e identidade pessoal. Observaçôes sociocibernéticas sobre os individuos em sociedades policontexturais”, en F. Teixeira (Ed.), Identidade pessoal: caminhos e perspectivas, Coimbra, Quarteto, 2004, pp. 29-60. Para un planteamiento complejo y claro de la cuestión, ver la obra de Luhmann, N., Complejidad y modernidad. De la unidad a la diferencia, Madrid, Trotta, 1998, pp.215-256. Véase especialmente la introducción de J. Beriain y J.M. García Blanco (pp. 9-21) que es uno de los textos más breves, de mayor claridad y conceptualmente más rico que conozco en castellano sobre la teoría luhmanniana. En el ámbito latinoamericano, además de las excelentes Introducciones a la mayoría de las traducciones españolas de Javier Torres Nafarrate, tenemos que celebrar la reedición (3ª.) de la obra de Darío Rodríguez y Marcelo Arnold, Sociedad y teoría de sistemas. Elementos para la comprensión de la teoría de Niklas Luhmann, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1999, 200 pp. 21 Llamamos "sociedades policontexturales" a aquellas en las que se produce la posibilidad formal de diferentes observaciones simultáneas y en las que se renuncia, por tanto, a la seguridad última de la unidad de la observación. No existe, pues, un único "Lebenswelt", común a todos los observadores como referencia única, sino que partimos, en nuestras observaciones, de la pluralidad de mundos y de sistemas de referencias. Luhmann lo toma de G. Günther ("Life as PolyContexturality", en Beiträge zur Grundlegung einer Operationsfähiger Dialektik II, Hamburg, 1979). En una sociedad policontextural, la diferenciación no contempla un horizonte dentro del cual alguna actividad parcial pueda pensarse como esencial, pues todas lo son. Asumo este neologismo, tomado de los escritos recientes de Niklas Luhmann, en el sentido, referido inicialmente a una disposición del arte de tejer (la trama o entramado), del significado que recoge el Diccionario para “contextura”: "compaginación, disposición y unión respectiva de las partes que juntas componen un todo" (DRAE, 1984). A diferencia del "contexto" (y el admitido adjetivo "contextual") que tiene como referencia primaria un entorno, la contextura se refiere a la complejidad del sistema. Se refiere, con ello, también a que la complejidad implica tal cantidad de posibilidades que obliga a proceder selectivamente. Además de la significación tomada de G.Günther, nos interesa, en este contexto, señalar otra de las características de este tipo de sociedades; me refiero al excedente de posibilidades (no sólo excedente cuantitativo, sino también cualitativo) que nos obliga a los ciudadanos de tales sociedades a proceder selectivamente. El mantenimiento de la multiplicidad de posibilidades implica que el sentido está siempre vinculado a lo plural, por lo que la reducción de posibilidades nunca puede formularse binariamente («o esto o lo otro») sino, al menos, ternariamente («esto, lo otro o lo de más allá»). Esto tiene consecuencias para el sistema político y para la forma «democracia». 22 Quizá alguien se extrañe de que sitúe la economía en el mismo orden que, por ejemplo, el arte o la religión. Dos siglos de interpretaciones economicistas de la sociedad, sus problemas y sus soluciones, nos han llevado a la situación en que hoy nos encontramos, donde la primacía de lo económico y su relevancia para comparar y medir a diferentes pueblos por un mismo rasero nos está ocultando que hay comunidades que viven con un profundo y gratificante sentido su vida
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cotidiana. Hay que señalar aquí ya que la “realidad” que nos presentan/construyen los medios deja fuera de campo multitud de opacidades. 23 Las posibilidades que nos ofrecen las tecnologías informáticas a las que hemos aludido nos permiten mantener una comunicación abierta y permanente con los lectores interesados en http://jlpintos.tk
El puesto de la filosofía en la función del conocimiento humano en nuestro tiempo Julio Bayón Universidad Autónoma de Madrid
Conocí a Sergio Vences hace algunos años, cuando coincidimos como miembros de una comisión nombrada para resolver el concurso para una plaza de Profesor Titular del Área dé Filosofía en la Universidad Central de Barcelona. Con motivo de las exposiciones y comentarios de los concursantes y de las observaciones de nuestros compañeros de comisión, y en los ratos libres que teníamos, fuera de las sesiones, solíamos dedicarnos, como es de rigor, al ejercicio de nuestra adicción a la droga de la Filosofía. Nos preocupaba el futuro de los candidatos, sobre todo el de los perdedores en el concurso, que tan valientemente, y con toda seguridad siguiendo una ineludible vocación, se habían arriesgado, como nosotros en otros tiempos, a tan atractiva, pero, a su vez, tan peligrosa actividad, sobre todo hoy día, tanto por las circunstancias sociales externas, que no ofrecen, como se dice, "salidas", como por los probables problemas individuales internos que dicha actividad suele provocar. Y así, en nuestras conversaciones salía a relucir la cuestión filosófica del sentido mismo de la Filosofía con sus ineludibles referencias históricas, de las que Sergio Vences destacaba insistentemente la función critica y, a su vez, orientadora del pensamiento filosófico. En particular recuerdo que me llamó mucho la atención su interés por la famosa polémica que habían sostenido Manuel Sacristán y Gustavo Bueno, y que tanta polvareda había levantado en el mundo intelectual español. A mí, como es natural, siempre me habían preocupado estos temas de que hablábamos; en un principio, en su sentido tradicional que pudiéramos llamar "clásico": la relación de la Filosofía con la Ciencia, en sus principales variantes, en el ámbito de una Teoría del Conocimiento cuyas modalidades fundamentales, siguiendo a Kant, serían el escepticismo y el dogmatismo, y este
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último, ya sin seguir estrictamente a Kant, o bien como teoría de la verdad en función de -fundada en- la realidad (realismo), o bien como teoría de la realidad en función de -fundada en- la verdad (idealismo). Y así, el subjetivismo empirista, el intersubjetivismo, el objetivismo o subjetivismo transcendental y las doctrinas metafísicas más o menos extremas de la verdad como identidad, correspondencia, adecuación o conformidad de sujeto y objeto -o incluso cosa- determinan la relación de la Filosofía con la Ciencia, desplegando un abanico cuyos extremos van desde una total identificación a una radical incompatibilidad, pasando por una variedad de relaciones de subordinación, coordinación e independencia. Lo común de estas concepciones que hemos llamado "clásicas” es que situaban el conocimiento, y, por tanto, la verdad, concebida ésta de acuerdo con sus correspondientes actitudes, en el ámbito del pensamiento como "facultad" (por seguir usando el término tradicional); en general, no se situaba, hablando con propiedad, en el ámbito del sentimiento, de la voluntad o de la acción; aunque, como siempre en Filosofía, habría que contar con algunas -pocasexcepciones. Pues bien, a mi juicio, el cambio radical que se ha efectuado en la Filosofía de nuestro tiempo ha sido poner en cuestión la exclusiva idoneidad del pensamiento para la consecución del conocimiento y, con ello, el cambio de la concepción del conocimiento mismo y, por tanto, de la Filosofía: algo similar, pero no lo mismo, a lo que ya hiciera el escepticismo en otros momentos de la Historia de la Filosofía, aunque manteniéndose en los mismos términos del planteamiento dogmático al que se contraponía. Pero -entiéndase bien-, el acontecimiento filosófico de que aquí hablamos, que, como tal, es al menos expresión, si no también uno de los motores de la cultura intelectual de nuestro tiempo, no consiste, a pesar de la irracionalidad ocurrente más veces de la que sería de desear, en la eliminación de la actividad pensante y racional como conocimiento, como teoría dirigida a la consecución de la verdad, sino en su necesaria radical integración en la totalidad de la realización humana en el tiempo; es decir, con sus sentires, quereres, acciones y pasiones, pero, sobre todo, y como peculiar característica de los últimos tiempos, con la utilización predominante de los instrumentos de la técnica que, como es archisabido, ha tenido últimamente un desarrollo verdaderamente impresionante. Y esta integración afecta a la concepción de la verdad misma como realización del hombre en su relación recíproca con su entorno. Considérense, como ejemplos significativos de lo que decimos, las concepciones contemporáneas de la verdad defendidas por Schopenhauer, Nietzsche, Marx, Peirce, Dilthey, Unamuno, Ortega, Foucault.... entre otros. Y recuérdese la observación que acabo de hacer sobre el escepticismo para hacer referencia también, con relación a este tema, a la Filosofía Analítica de nuestro tiempo.
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Sergio Vences en su libro Los caminos de Martin Heidegger (Universidade da Coruña, 1993), que, por cierto, tuvo la delicadeza de enviarme con una afectuosa dedicatoria que le agradecí mucho, ha tratado con inteligente precisión el tema que nos ocupa en el estudio que hace del pensador alemán. Según este trabajo, Heidegger afirma a propósito de la verdad que "[...] la proposición no será ahora algo inmóvil, algo definitivamente hecho, definitivamente terminado, sino algo que está en función, en acción, algo que está robando a los entes al ocultamiento para entregarlos al desocultamiento" (págs. 59-60) y "[...] La verdad sería entonces [...] la definición del ser-ahí" (pág.62) Sin embargo, lo más preocupante de la cultura de nuestro tiempo, “globalizada", precisamente por la expansión global de la técnica, es que la realización del ser humano individual y social se ha reducido predominantemente a la actividad económica, e incluso en su último extremo, financiera. Hoy día el predicado esencial de "es bueno" o "no es bueno" esto o aquello se convierte en "vende" o "no vende". E incluso en el ámbito académico, el alumno que no se presenta a examen es calificado en el acta correspondiente en los términos "no consume". No olvidemos tampoco, por ejemplo, la tendenciosa confusión entre la llamada "sociedad del conocimiento" con la que es realmente "sociedad de la información", información de la que está por saber, no ya siquiera que sea o no sea verdad, que es lo que menos interesa, sino al menos que sea veraz y no interesadamente mentirosa. Tampoco olvidemos la alienante profusión exagerada de propaganda y anuncios de todo tipo, principalmente político y comercial, que en muchos casos pretenden justificar -o al menos acostumbrarnos a- la especulación, la explotación, el engaño e incluso los horrores; y, desde luego, la persistente divinización de las llamadas leyes inexorables del mercado, que en gran parte de los casos, favorecen los beneficios particulares a expensas de los intereses generales. Y ¿qué habremos de comentar sobre la generalizada obsesión por aparecer en los "medios"? en muchos casos con el único afán de notoriedad, más o menos ambiciosa, que a menudo está en función del grado de mediocridad "vendible". Predominantemente, aunque por supuesto no siempre, las creencias básicas más o menos aun sinceramente vigentes (creencias religiosas, éticas, políticas o estéticas) son utilizadas al servicio de la obtención del éxito, concebido como inmediato y puramente "pragmático", del que, por cierto, discreparían los egregios fundadores de la doctrina filosófica del Pragmatismo, como también Marx discreparía del nuevo economicismo contemporáneo, no propiamente materialista. Esta situación es la que está produciendo la tan traída y llevada crisis de nuestro tiempo, de la que es muy relevante expresión la que podemos llamar salvadas las que sean honrosas excepciones sectoriales- la actual situación catastrófica internacional, con sus engaños e hipocresías, guerras injustificadas, genocidios, extorsiones financieras a gran escala, hambrunas, torturas,
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etc., y lo que es peor: ello en nombre de la defensa de una supuesta libertad, libertad sobre la que hay que preguntar ¿de quién?, ¿de qué? y ¿para qué? Por supuesto, toda la Historia es, en rigor, la Historia de sucesivas crisis, con sus éxitos y fracasos; pero se les suele llamar propiamente crisis a los períodos en los que ese fenómeno general adquiere caracteres cualitativa y cuantitativamente alarmantes. Pues bien, creo que esta nuestra actual crisis puede y debe hacernos reflexionar sobre el tema que enuncia el título del presente trabajo. En principio, el camino de esta reflexión es abierto, aunque de entrada -y eso es lo que hacemos ahora- sea de manera un tanto general y abstracta, e incluso utópica. Se trata de que la Filosofía, en tanto que integrada en la completa realización humana, según hemos visto que es el canon de la actual llamada "Postmodernidad", no sea la ocasión, ni mucho menos el origen de los problemas que nos afectan (ocasionados, por cierto, en buena parte precisamente por el abandono o, al menos, por el desdén social que en cierta medida sufre actualmente la Filosofía) sino que ésta, por supuesto en su conexión con la Ciencia y la Técnica de nuestros días y con los más íntimos resortes de la vida humana, cumpla su papel fundamental consistente en ser esencialmente la actividad crítica por antonomasia, sin concesiones, y forjadora de principios básicos, tan necesarios hoy día en nuestra "deriva" economicista; y que sean básicos en cuanto válidos universalmente para la cultura "globalizada", pero por eso mismo necesariamente diversa, a la que ha ido a parar nuestro tiempo. Ahora bien, es verdad que la mayor dificultad (que, eso sí, se reduce si hay una guía básica fundamental, incluso aunque sea un tanto utópica) estriba en hacer reales, con sus pormenores jeraquizados, las concreciones a las que de lugar la crítica, una vez determinadas en función de las circunstancias espaciotemporales, así como los principios básicos y generales que contenga la Filosofía propuesta. Esta es, a mi juicio, la tarea que, hoy día, nos incumbe a todos, y de manera especial a los que nos dedicamos a esta actividad pensante llamada Filosofía, aunque algunos no estemos ya, como se dice, "en activo", si bien esto es sólo administrativamente.
II PRAXIS
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La era de la venalidad universal Jacobo Muñoz Universidad Complutense de Madrid
Todavía en fecha tan tardía como 1873 rinde Marx un homenaje, posiblemente el último, a Hegel, reconociendo en su “Epílogo” a la segunda edición de El Capital, de modo sumario, pero no menos terminante, su deuda metodológica para con él. Y, ciertamente, Marx hace suyo en buena medida el ideal metodológico, de estirpe organicista, de la fundamentación como desarrollo, como exposición del despliegue de la cosa misma, que descansa en el criterio hegeliano de no considerar “científica” (en el sentido de la Wissenschaft platónicoidealista) otra explicación que la que se atiene a la ley interna del desarrollo del objeto en cuestión (algo que no puede ser captado “desde fuera”, esto es, atendiendo a necesidades “externas” al objeto mismo). De ahí la ocurrencia en el corpus marxiano de numerosas figuras de este ideal metodológico tantas veces adjetivado como “dialéctico”: auto-contradicción, mediación, alienación... (Ocurrencia que en Marx se auna, como no deja de ser también harto sabido, con el rechazo del supuesto canónicamente idealista según el cual el ser que así se desarrolla, esto es, negándose a sí mismo, entrando en contradicción consigo mismo, es de la naturaleza la Idea). Y, sin embargo, un motivo profundamente antihegeliano late tanto en los orígenes como en la intención última de la vasta obra de Marx: un desacuerdo radical con el vigoroso intento hegeliano de justificar el estado moderno en cuanto manifestación de la Razón. Un estado que habría, a ojos de Hegel, conseguido la reconciliación de lo Universal y lo Particular, constituyéndose así como espacio genuino de la restauración de una “vida ética” sustantiva bajo las condiciones de una subjetividad universalmente emancipada –como presuntamente acreditaba la consecución y el establecimiento de una polis sin esclavos-. Sin percibir verdad, ni siquiera mínima, en esta tesis Marx la asumiría y criticaría como mera formulación ideológica de un problema abierto, de una tarea pendiente, si se prefiere. Porque esa reconciliación de opuestos cuya realización
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cifraba Hegel en un estado moderno – un estado capaz así de ejercer una función ética, integradora, en y de cara a la “sociedad civil”, esto es, en y de cara al conjunto de condiciones y relaciones materiales de vida en las que las propias formas de estado hunden sus raíces- no era, para Marx, sino una reconciliación en el pensamiento. Algo cuya realización efectiva estaba aun, en suma, por hacer. Y por hacer en un mundo crecientemente dominado por un modo de producción, el capitalista, al estudio de cuyos mecanismos de funcionamiento iba a dedicar Marx el grueso de su obra científica, doblando esta tarea analíticoexplicativa de rechazo moral, ético-político, de los aspectos “negativos” de las modernas formaciones dominadas por dicho modo de producción... La valoración marxiana del capitalismo es, en cierto modo, ambigua. En efecto, Marx no ahorra elogios a la gran burguesía industrial, cuyo papel “extremadamente revolucionario” en la historia y cuyos logros positivos –el mercado mundial, un desarrollo inconmensurable de la industria, del comercio, la navegación y las comunicaciones terrestres, el correspondiente “progreso político”, etc., etc.- reconoce sin ambages, a la vez que los inserta en el complejo proceso que los hizo materialmente posibles. Incluso parece, en algunos momentos, asentir al productivismo a ultranza del capitalismo, y su búsqueda de la “producción por la producción” tan exaltada por algunos teóricos de la incipiente “economía política” como David Ricardo. Pero por otro lado Marx no deja de subrayar de manera extremadamente crítica, lo negativo y aun destructivo, hablando en términos absolutos, de dicho modo de producción, en el que la ciencia va convirtiéndose paulatinamente en una fuerza productiva directa, con su consiguiente potenciación ilimitada. Las críticas marxianas a la dinámica catastrófica de este sistema –que mina, en su opinión, los dos fundamentos de todo bienestar: el hombre y la Tierra, y está abocado a crisis gravísimas-, a su consustancial mecánica alienación del trabajador y del trabajo, a la pauperización creciente de la clase proletaria que le acompaña... constituyen, sin duda, los aspectos más comunes de la crítica general de Marx al capitalismo. Pero hay otro rasgo de la Modernidad capitalista, acaso más importante a nuestros efectos, que Marx reconstruye y critica a un tiempo con énfasis no menor: el implacable vaciamiento moral a que esta Modernidad somete la esfera de la sociedad civil, por decirlo hegelianamente, esa sociedad civil cuya anatomía ha de ser basada para él en la economía, o lo que es igual, en sus fundamentos materiales. Marx es, en este sentido, uno de los primeros críticos de la sociedad moderna –fruto del desarrollo del capitalismo y de la gran industria- en cuanto nihilista, toda vez que si indiscutiblemente promueve un dinamismo social de magnitud y celeridad nunca vistas, también imposibilita, a sus ojos, no sólo la autorrealización (implausible, por otra parte, en un sistema en el que el trabajo es una actividad alienada y alienante, y no autotélica), sino la propia autarquía moral de los individuos:
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“Todo hombre especula (en la sociedad moderna) con crearle al otro una nueva necesidad para forzarle a un nuevo sacrificio, para ponerle en una nueva situación de dependencia y para extraviarle en un nuevo modo de “placer”, y así, de ruina económica. Cada cual busca construir una fuerza esencial ajena sobre el otro para encontrar por esta vía la satisfacción de su propia necesidad egoísta. Con la masa de los objetos crece, pues, el imperio de los seres ajenos a que el hombre está sometido, y cada nuevo producto es una nueva potencia del recíproco engaño y de la explotación recíproca. El hombre empobrece tanto más como hombre, cuanto más necesita del dinero para apoderarse del ser enemigo; y el poder de su dinero disminuye en relación inversa a la masa de la producción, es decir, su menesterosidad crece a medida que su dinero aumenta”. A diferencia del mundo clásico, en el que el hombre, “a pesar de su limitada determinación política, nacional, religiosa, se presenta siempre como fin de la producción” –lo que a Marx le parece indiscutiblemente “más noble”-, en el mundo moderno “la producción se presenta como el fin del hombre, y la riqueza como el fin de la producción”. Lo que, obviamente, implica un concepto de riqueza sumamente pobre, al que Marx opone otro, de fundamentación axiológica muy superior, en la medida en que se identifica con, y hunde sus raíces en, la idea de un desarrollo ético-político multifacial y, a la vez, integrado, ( y, en consecuencia, humano en sentido eminente) del individuo: “¿Qué otra cosa es la riqueza, sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc., de los individuos engendrados en el cambio universal?, ¿qué es sino la elaboración absoluta de sus características creadoras, sin más presupuesto que el desarrollo histórico precedente, que convierte en fin en sí mismo a esta totalidad del desarrollo, es decir, del desarrollo de todas las fuerzas humanas en cuanto tales, no medidas por un criterio ya dado?, ¿qué es sino una elaboración en la que él no se reproduce en una determinación concreta, sino que produce su totalidad, en la que no intenta permanecer como algo ya devenido, sino que existe en el movimiento absoluto del devenir”? En la época de producción correspondiente a la “economía burguesa” esta “elaboración total de la naturaleza interna del hombre” –a la que Marx, como acabamos de ver, se allega en su postulación de un concepto menos restringido y más humano–eminente de riqueza- se presenta, en cambio, “como un complejo vaciamiento, esta objetivización universal como una enajenación total, y la destrucción de todos los fines determinados y unilaterales como el sacrificio de la finalidad propia a un fin completamente ajeno”. Con igual resolución ética y antropológico-política cataloga Marx los efectos destructivos y universalmente mercantilizadores de este proceso: “Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constante distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmo-
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hecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osoficarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado...” O, sobre todo: “Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus “superiores naturales”, (la Modernidad capitalista) “las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel “pago al contado”. Ha ahogado el sangrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta... La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas del respeto (...), ha desgarrado el velo del emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, reduciéndolas a simples relaciones de dinero (...). En lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal”. Insaciabilidad, destrucción permanente, productivismo ciego, desagregación social, desmesura, desvalorización de todos los valores superiores, que dejan paso al dominio universal del valor de cambio, crisis recurrentes, manipulación de las necesidades, explotación directa, mercantilización sin fronteras, como rasgos, pues, de una sociedad dispuesta a hacer almoneda constante de sí misma. En el mundo moderno, en fin, un mundo hecho posible por desarrollos tan complejos como el Renacimiento, la Reforma y la Revolución Industrial, pero, sobre todo, por la generalización intensiva y extensiva del modo de producción capitalista; en un mundo en el que, si el cambio y la desvalorización son permanentes (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), su verdadero sujeto, el capital, permanece en movimiento constante, potenciando hasta extremos ayer inimaginables sus invariantes (el capital mismo, el trabajo asalariado, las mercancías, la explotación, el plusvalor...), a la vez que hace – como corresponde a la suerte de nihilismo activo que le caracteriza: la propia de un tiempo de venalidad universal- hasta “de la propia dignidad personal un simple valor de cambio” y “sustituye las numerosas libertades bien escrituradas y bien adquiridas por la única desalmada libertad del comercio”; en ese mundo, en fin, no hay lugar sino para la errancia moral. Una errancia moral permanente cuyas raíces no cifra Marx, obviamente, en la dominación planetaria de la tecno-ciencia, ni en el protagonismo absoluto de la racionalidad instrumental, ni en la muerte de Dios, ni tampoco en la desvalorización de todos los valores supremos como tal ( que es, para él, efecto y no causa): “Llegó un tiempo en que todo o que los hombres habían venido considerando como inalienable se hizo objeto de cambio, de tráfico y podía enajenarse. Es el tiempo en que incluso las cosas que hasta entonces se transmitían, pero nunca se intercambiaban, se donaban, pero nunca se vendían; se adquirían, pero nunca se compraban: virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc., todo, en suma, pasó a la oferta del comercio. Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad
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universal, o para expresarnos en términos de economía política, el tiempo en que cada cosa, moral o física, convertida en valor de cambio, es llevada al mercado para ser apreciada en su más justo valor...”.
**** Pero Marx, que no acepta la visión presuntamente reconciliadora de Hegel, tampoco se autoconcibe como un socialista utópico. En la medida, pues, en que los aspectos “negativos” de las modernas formaciones sociales de base capitalista -que Marx cataloga con su conocida fuerza plástica- no están “negados” ya en la vida ética concreta del Estado, sino que tienen que ser negados aun prácticamente, sin que como tal negación pueda entenderse un mero oponer al mal social existente contraimágenes utópicas, de sustancia puramente ideal, Marx dará, coherentemente con su inspiración antiutópica, en esbozar esa negación práctica como una posibilidad histórica efectiva, prefigurada en y por el capitalismo realmente funcionante. Tendrá, en fin, que argumentar la prefiguración de esa asociación de hombres libres e iguales -en la que será finalmente posible un desarrollo de la individualidad y de la riqueza de la naturaleza humana de fuste axiológico muy superior- en la dinámica, las crisis y la lógica del desarrollo de las formaciones sociales de base capitalista. O lo que es igual, procederá a plausibilizar razonablemente, esto es, por recurso a los resultados del análisis científico-social (suyo o de otros), la tesis de que estas sociedades dominadas por el modo de producción capitalista llevan en sí, a través de la universalización de las relaciones de cambio capitalista y del consiguiente aumento del antagonismo interno del sistema a que proceden, a través de las crisis económicas y de la emergencia de una nueva “clase universal”, la proletariarevolucionaria, la semilla de su propia negación... Ello hace, lógicamente, del consumismo, en el propósito, al menos, de Marx, no un mero ideal, ni una utopía más, sino el resultado necesario –aunque con necesidad no mecánica: el viejo Marx apuntará incluso la posibilidad de que una confrontación agravada termine con la destrucción de las clases en lucha- de la negación dialéctica de la producción capitalista. Una negación cuyo punto de partida habría que cifrar, en cualquier caso, en las propias legaliformidades del capitalismo. Se ha discutido largamente sobre la naturaleza de esta tesis: ¿fundamentación racional de una praxis histórica, o falaz inferencia de una filosofía más o menos especulativa de la historia? Sea como fuere, difícilmente habría podido “demostrar” Marx que la producción comunista, en la que se supone que no habrá apropiación privada de los frutos del trabajo social humano, hunda realmente sus raíces en las sociedades de base capitalista. Y no sólo eso, sino que otros críticos han podido asimismo argüir que de las piezas científico-positivas de Marx (cuya naturaleza canónica es la de un modelo analítico, esto es, teórico-explicativo, del capitalismo en su medida “ideal”, para cuya elaboración Marx parte de la hipótesis del capitalismo “puro”, extrae del modelo que construye un cuerpo de consecuencias lógicas, como, por ejemplo, una determinada descripción de la sociedad de mercado, y concluye montando sobre ellas una
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serie de predicciones, como la relativa al descenso de la tasa de beneficio, dentro o fuera del ciclo económico) tampoco “se deduce” que la economía planificada que postula pueda identificarse sin problemas con la “anatomía” de formaciones sociales realmente comunistas... De hecho, y cualquiera que sea la interpretación que se dé al enigmático dictum según el cual el comunismo es “el propio movimiento que lleva a él”, parece claro también que Marx apenas da en enjuiciar normativamente el largo camino que media entre la producción capitalista de su época y esa asociación de hombres libres e iguales que sería, para él, el comunismo. Y no sólo eso, sino que en los escasos pasos que dedica a esa transición a un “desarrollo superior” – superior de acuerdo con el concepto amplio de riqueza que hace suyo-, si algo subraya es el alto precio de un proceso histórico en el que los individuos son sacrificados”. Y al hacerlo oscila, además, entre ese concepto superior de riqueza, más ajustado al ideal del desarrollo total del hombre y de su autonomía que el capitalismo no satisface, y el concepto restringido de riqueza propio de éste, exclusiva o primordialmente interesado por la maximización de la productividad, toda vez que parece sugerir que esta riqueza multiforme sólo será posible en condiciones de abundancia absoluta, ilimitada. (Sugerencia en la que recuerda, por cierto, a quienes en su época o en la nuestra consideran totalmente justificada la producción por la producción, por ser ésta, la producción en general, “la más ventajosa para el incremento de la riqueza”). De ahí, por lo demás, que haya podido igualmente señalarse, con mayor o menor razón, “el carácter profético (de recuerdo de la bondad de la plenitud de los tiempos que es el comunismo), nunca político” de la crítica de Marx a un capitalismo que “no cumple con sus ideales de humanidad”. Como se han señalado también las dificultades que esta crítica creó a la hora de estimar o juzgar normativamente ese largo proceso histórico en el que los individuos habrán de ser “sacrificados”. Sacrificados, por lo demás, en el mismo sentido en que puede argüirse que lo son ya en las formaciones especiales de base capitalista, en las que rigen tanto un concepto parcial no completo de justicia como ese ideal restringido de riqueza al que hemos aludido. Como rigen en ellas, claro es, los factores negativos que el propio Marx subrayó una y otra vez a lo largo de su obra y a cuyo estudio y crítica dedicó su vida.
Aciertos y errores en la obra de Marx. Por una nueva visión del materialismo histórico Carlos París Amador Universidad Autónoma de Madrid
He sido invitado, y ello me honra, a contribuir al homenaje que el Prof. Sergio Vences tan merecidamente recibe, con motivo de su jubilación académica, que no es naturalmente jubilación vital, ni para su pensamiento, ni para sus nobles empeños. Y, al elegir el tema con que plasmar mi contribución, he pensado que se me brindaba una excelente ocasión para exponer mi visión crítica del marxismo. Una visión que, si bien he desarrollado fragmentariamente en distintos aspectos a lo largo de mi obra, al tratar mis propios temas, quizá no haya aparecido ante el lector con la precisión que ahora puedo darle, al convertirla en centro de este trabajo. Y, por añadidura, pienso que esta reflexión puede situarse muy adecuadamente en el homenaje a un pensador comprometido como Sergio Vences y sus compañeros de labor en la Universidad de La Coruña, en la cual he tenido el gusto de ser invitado en alguna ocasión y de la cual guardo excelente recuerdo. Ciertamente hablar de una crítica a Marx, en estos momentos en que la derecha se yergue con pretensiones triunfantes, en el pensamiento único y en la globalización, puede sugerir interpretaciones malévolas. ¿Otro pensador de izquierdas que claudica y se pasa al conservadurismo? Quienes, asiduamente, me siguen leyendo se darán cuenta de que no se trata en ningún modo de esto. La crítica que voy a desarrollar aquí no representa un rechazo de la importante aportación de Marx al pensamiento y a la práctica revolucionaria. Muy contrariamente, parte de su valoración como un elemento imprescindible para la crítica y transformación de nuestra sociedad planetaria. Pero, además, me remito a ideas que ya he expuesto y desarrollado en múltiples escritos míos. Lo que pretendo es actualizar, desde mis puntos de vista, la gran propuesta de Marx de plantear una visión materialista de la historia.
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Y para ello tendré en cuenta, naturalmente, la concepción de la cultura que he desarrollado en mi libro El animal cultural. Biología y cultura en la realidad humana1, y en la cual los fenómenos culturales que van surgiendo en la evolución biológica hasta culminar en la especie humana se organizan en tres grandes áreas: la transformación del medio en la técnica, el mundo del conocimiento y la comunicación, y la amplia fenomenología de la reproducción. De ellas Marx habría atendido, de un modo polarizado, a la primera, centrando su visión del materialismo histórico en las fuerzas productivas y su desarrollo. Percepción que, como se verá, requiere ser completada con la inclusión de la problemática de la reproducción y del conocimiento en el perfil y en la dinámica de las “formaciones económico-sociales” o “formaciones culturales”, según el término que he escogido para designar la amplitud de la cultura como referencia.
1. Descripción estructural y dinamismo El examen que voy a realizar del pensamiento de Marx -y también de su colaborador e íntimo amigo, Engels, a quien no debemos olvidar- atenderá a las dos grandes perspectivas en que su obra puede ser contemplada, aunque de hecho representen aspectos profundamente unidos. Tal ocurre si examinamos, por una parte, el modo en que la visión materialista de la historia estructura la sociedad, y, de otra, el modo en que el dinamismo histórico es entendido a partir del funcionamiento de dicha estructura. Con biológica comparación, podemos hablar de la anatomía y fisiología del complejo social, de las formaciones económico-sociales en términos marxistas, y de la evolución de dichas formaciones. Tales son los campos en que voy a plantear la discusión de Marx-Engels. Anatomía, pues, en primer lugar, del complejo entramado que una sociedad representa. ¿Cómo es percibido por Marx? Todo pensador es irremediablemente hijo de sus días, aunque su esfuerzo, sin resignarse a “estar a la altura de los tiempos”, según el ideal orteguiano, trate, en ambición natural del gran pensador, de transcender el ámbito histórico en que surge y aspire a elevarse a verdades universales. En este sentido contextualizador, Marx se nos aparece doblemente: como un teórico de la revolución, que conmociona repetidamente el mundo de su época, y como filósofo de la sociedad industrial, que arranca tan poderosamente en su época, unida al modo de producción capitalista. Reflexión que, en el mismo mundo germánico, habían iniciado Hegel y también Goethe. Idea central de Marx –y que el paso del tiempo ha revelado equivocada- era que el desarrollo de las fuerzas productivas conduciría a la crisis del capitalismo y a su superación en el socialismo. Precisamente el incumplimiento de esta profecía debe ser central en nuestra reflexión. Y nos llevará a precisar las modalidades en que las fuerzas productivas pueden desplegarse.
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2. La estructura de las formaciones económico-sociales en el marxismo La visión con arreglo a la cual describe Marx la anatomía de la sociedad – o de las formaciones económico-sociales- tal como es expuesta con especial claridad en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, establece tres grandes niveles: una base económica, formada por las fuerzas productivas en distintos grados de desarrollo junto a las relaciones sociales que se dan en el proceso de producción, una superestructura política y jurídica, y, por encima de ella, los fenómenos ideológicos. Como es bien sabido, la novedad del materialismo histórico se cifra en considerar la base económica como factor determinante de la evolución de los otros niveles, erigida en motor de la historia. Con lo cual se invierte el papel con que los pensadores habían percibido el movimiento histórico, centrándolo en el desarrollo de las ideas, según satirizó agudamente Marx en la Ideología Alemana. Nos encontramos, pues, en presencia de un modelo de estructura social que podemos designar como estratigráfico o arquitectónico. Los niveles se sobreponen, y -es interesante subrayarlo- aparecen como zonas cerradas, sin permeabilidad entre ellas. Ciertamente el movimiento histórico no ha de ser leído en un sentido mecanicista, cual si los niveles superiores carecieran de dinamismo propio, como ya puntualizó Engels, ya que, de algún modo, pueden reobrar sobre la base económica- o, como han indicado marxistas posteriores, sean capaces de “sobredeterminar” los fenómenos de la base. Pero, en todo caso, es ésta la que marca el vector orientador de la historia a través de la transición entre los distintos “modos de producción”.
3. La filosofía de la reproducción olvidada por Marx Ante este modelo podemos realizar varias observaciones críticas. En primer lugar, respecto a su completitud, al modo en que los distintos aspectos de una sociedad determinada son recogidos y presentados. Aquí se manifiesta la impregnación de Marx en el mundo industrial, a que antes me he referido. Un capítulo tan importante en la descripción y el funcionamiento de una sociedad y que se sitúa en el nivel básico, en el papel de infraestructura determinante, cual es la reproducción, resulta omitido. Ciertamente habló Marx de la “producción y reproducción de la vida”. Pero, si tuviéramos la curiosidad de examinar un índice del vocabulario de Marx, nos encontraríamos ante el hecho de que el término “reproducción” aparece reiteradamente, mas no referido a la reproducción humana sino a la “reproducción simple y compuesta del capital”. Solamente Engels en la última etapa de su vida, en El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, se ocupa, bajo la influencia de la antropología cultural de la época, de esta problemática. Y, certeramente, denuncia, como la forma más antigua de opresión, aquélla a que es sometida la mujer por el hombre en el
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patriarcalismo. Pero falta el diseño de una estructuración de la sociedad en que los fenómenos de la reproducción sean articulados como momento de ésta. En este sentido podemos decir que una teoría materialista de la sociedad y de la vida humana requiere completar la filosofía de la producción de Marx, sin entrar todavía en la discusión de ésta, con una “filosofía de la reproducción”. Así lo señalé, hace ya años, en un trabajo expuesto en unos Encuentros sobre feminismo y política que tuvieron lugar en la Fundación de Investigaciones Marxistas y ha sido recogido, además de en las Actas del Encuentro, en mi libro Ciencia, tecnología y transformación social2. Y es conveniente añadir que la antropología cultural no ha podido dejar de percibir, como un componente decisivo de cualquier sociedad, las instituciones, estrategias y normas reproductivas. Así, el materialismo cultural de Marvin Harris desarrolla sistemáticamente esta inclusión en su interesante estratigrafía de las diversas culturas3. Las sociedades humanas son realidades en que la cultura, en sus diversas manifestaciones como técnica, lenguaje y capacidad de proyectar la vida según sistemas de valores, ha adquirido un desarrollo culminante; pero no dejan de ser sociedades de vivientes, basadas en la biología. Y en ella la conservación de la especie constituye un imperativo aun más poderoso, según los sociobiólogos, que la conservación del individuo4. No es posible estudiar las sociedades humanas sin explayar el modo en que, en ellas, la problemática de la reproducción se plantea. Si contemplamos la historia humana de un modo que transcienda su visión tradicional patriarcal y masculina, nos aparece todo un mundo complejo y largamente ocultado en esta visión: el que se refiere a la mujer y a los problemas y conflictos planteados por la división en sexos. El femenino adquiere en la reproducción humana un papel protagonista, y a éste, además del servicio sexual y doméstico del varón, ha sido la mujer reducida en el patriarcalismo, encierro contra cuyos muros se han levantado los movimientos feministas. Una lucha que ya en tiempos de Marx se encontraba en marcha en el mundo avanzado, pero que, en la concepción materialista de la historia, queda opacada por las luchas del proletariado en la sociedad industrial. El combate que atrae, dominantemente, la visión del marxismo, hasta configurarla, y que, largamente mantenido, ha obstaculizado la apertura de los partidos marxistas y sindicatos de clase a la problemática y a la participación más activa y dirigente de la mujer en los mismos. Incluso, durante largo tiempo, las reivindicaciones feministas fueron tildadas de reivindicaciones burguesas5.
4. La dimensión demográfica Volviendo ahora a los aspectos más estrictamente biológicos, a la influencia de las infraestructuras asociadas a la zoología, en la organización y dinamismo
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de las sociedades humanas, salta a la vista la importancia que tiene la dimensión más elemental, la cuantitativa, representada por la amplitud demográfica, ya si atendemos al número de habitantes del planeta en su conjunto, ya si lo planteamos dentro de una formación social que se pretenda analizar. Y no solamente en cuanto esta realidad puede ser vista como suma numérica de individuos, sino, más sutilmente, como organización de éstos en el espacio, en núcleos muy diversos, desde los grupos migratorios a la aldea, la ciudad, la megápolis. Ya hace décadas Bertrand Russell insistió en el problema demográfico como clave. Hoy día nos aparece aquí uno de los problemas más importantes que afectan a la humanidad: desde los límites de nuestro creciente aumento demográfico sobre el planeta hasta las patéticas migraciones que, huyendo del Tercer Mundo, tratan de entrar en el Primero. Por otra parte, la demografía representa un factor decisivo que se sitúa en el interior del desarrollo de las fuerzas productivas. Naturalmente unido a la preparación y adiestramiento de los trabajadores, intelectuales y manuales, con la penetración del conocimiento en la base productiva, dentro de la interpenetración de estratos, a que me referiré. Obviamente el tamaño del colectivo, además de influir en el potencial productor, determina asimismo las necesidades de una formación. Y es también fundamental en las relaciones de poder entre sociedades; de aquí la aparición de políticas demográficas muy diversas, por ejemplo, el esfuerzo por el fomento de la natalidad en los fascismos y regímenes tradicionales militaristas (hoy lo que cuenta es la tecnología y no el número de efectivos); y, en relación con esta tendencia, la manipulación de los valores del sexo, con el fin de exaltar la dedicación de la mujer a la reproducción y al hogar. Fenómenos como el infanticidio de las niñas y la concepción de la familia se emplazan en este terreno.
5. La división de la especie humana en sexos En estrecha relación con lo que estamos analizando, surge otro mundo de problemas, suscitado por los condicionamientos biológicos de la sociedad humana: aquel que se refiere a las predeterminaciones genéticas propias de la división de sexos y de las diferencias entre ellos. Condicionamientos que, si ciertamente no actúan de un modo determinista, como pretenden los sociobiólogos, fijan, en todo caso, la base sobre la cual la cultura se establece. La biología ha asignado al sexo femenino la carga del proceso reproductivo, con el embarazo, el doloroso parto, la lactancia; y la sociedad patriarcal le adjudicó la función de dedicarse al cuidado de los hijos, además de servir y satisfacer al varón, confinando en tales recintos la vida de las mujeres. Pero, más allá de su función como hembra reproductora, la mujer es un ser humano, dotado de inteligencia y capacidad de decisión, abierto a todo el mundo que la cultura representa. En esta tensión entre ambos aspectos se siente problemáticamente la
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mujer. Y, hoy día, en las sociedades liberadas, se encuentra dispuesta a anteponer su realización humana, como sujeto de cultura, al destino biológico de hembra reproductora. La tecnología ha ido abriendo posibilidades en esta liberación de las cargas biológicas que, desde la mera naturaleza, afectaban al destino de la mujer. Los anticonceptivos son bien antiguos, pero la conquista de nuevas modalidades y su difusión en el siglo XX ha permitido separar el ejercicio de la sexualidad de la reproducción y planificar voluntariamente la descendencia. La lactancia artificial ha permitido que la madre se libere del ejercicio penoso del amamantamiento, aunque el discurso conservador canta las excelencias de esta última forma de crianza. Y, en la instancia más avanzada de este proceso transcendedor de la biología, se puede pensar en la gestación in vitro, en úteros artificiales, defendida como ideal de futuro por feministas como Lidia Falcón, en España, o Firestone, en los Estados Unidos.
6. Cultura biófila femenina frente a cultura tanática masculina Pero, además, desde aquí se levanta una serie de problemas que conciernen al sistema de valores que guía la sociedad. La adscripción de la anatomía y fisiología de la mujer a las funciones reproductoras, por una parte, la sitúa en inferioridad de condiciones respecto a las actividades que requieren el uso de la fuerza bruta; y ello ha de referirse, no tanto a las tareas laborales, como insistía Marañón - el trabajo aportado por la mujer ha sido fundamental en la producción humana-, cuanto a su aplicación a la violencia, en cuyo culto se ha erigido todo un mundo de valores masculinos. Pero, por otra parte, la dedicación de la mujer al sostenimiento y cuidado de la vida le ha hecho levantar un mundo de valores en cierta forma opuestos. Los llamados instintos “diatróficos”, orientados hacia el cuidado y protección de la prole, pero también, en general, hacia los más desvalidos, fundamentales en la conservación de la vida, se encuentran especialmente desarrollados en la mujer. A partir de aquí se levanta toda una cultura biófila que se contrapone a la necrófila, tanática que ha presidido la historia patriarcal, y que culmina en el poder de las actuales “tanatocracias”, las élites directivas del complejo militar-industrial, que sustituyen a las tecnocracias, según he explicado en mi Crítica de la civilización nuclear6. Evidentemente, el desarrollo tecnológico ha transmutado tales determinismos biológicos básicos. Hoy día, en el manejo de los instrumentos de trabajo y de las armas ya no cuenta la mera potencia de la fuerza bruta como en más arcaicos tiempos; entonces le resulta accesible a la mujer el ingreso en actividades laborales y bélicas antes cerradas. Pero su incorporación al trabajo de las minas o a los ejércitos -como si el mito de las amazonas tomara cuerpo en nuestros días- no señala el camino del posible progreso; corresponde, más bien, a la idea de una falsa igualdad, certeramente criticada por Lidia Falcón en su libro Nue-
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vos mitos del feminismo7. La revolución que el mundo de valores femenino está llamado a aportar a nuestra historia reside en su propugnación de los valores biófilos, y en la apertura, desde ellos, a una nueva sociedad, En efecto, podemos decir que la historia humana, dominada por la violencia patriarcal, se encuentra en un punto crítico, debido a la terrible capacidad destructiva alcanzada por los armamentos y a la contradicción entre los ideales humanitarios teóricamente proclamados y la realidad de una serie de crueles guerras. Con esta violencia permanecemos en el dominio de la naturaleza zoológica, mientras que debería imponerse el paso al reino de la cultura, como vieron con acierto Marx y Engels en su crítica final del darwinismo.
7. Feminismo y nueva moral Junto a esta aportación fundamental, los movimientos feministas, en su rebeldía frente al orden establecido, desde la conciencia de la larga opresión padecida por la mitad del género humano, han contribuido poderosamente a la crítica de la concepción jerárquica de las relaciones sociales y de su proyección sobre las formas de explotación económica, extendiéndo dicha crítica más allá del antagonismo entre el proletariado y los capitalistas, que en la obra de Marx era central y absorbía las otras formas de antagonismo. A una nueva luz, todo el mundo de la marginación y de las diversas modalidades de opresión -como mostró el protagonismo de las feministas estadounidenses en la lucha contra la esclavitud- se abre paso. El horizonte no se desplaza, como pretenden las críticas de marxistas mecanicistas, que han tachado al feminismo de movimiento burgués, sino que se amplía, incluyendo nuevas denuncias y luchas. Así, la contestación de la familia patriarcal, bajo la autoridad, muchas veces despótica, del varón, esposo y padre sobre los otros miembros del grupo familiar, plantea la necesidad de su superación, ya mediante la supresión de la familia en las posiciones más radicales, ya a través de la búsqueda de nuevas formas de realización familiar. Por añadidura, esta cultura patriarcal ha desconocido, e incluso negado, la sexualidad de la mujer, convertida en mero objeto del placer masculino. Entonces la afirmación de la sexualidad femenina descubre el panorama de una nueva moral sexual frente a la estrechez y empobrecimiento de la vieja moral. La sexualidad debe ser un acto de comunicación y realización igualitaria entre seres libres que se aman o, simplemente, quieren gozar conjuntamente. Estas relaciones no deben tener otra exigencia que la de la mutua libertad. De modo que, siempre que se den en estas condiciones, las relaciones eróticas deben ser aceptadas socialmente y dignificadas; también, por lo tanto, las relaciones homosexuales. En este sentido, las lesbianas han jugado un importante papel en el movimiento feminista. Viejos tabúes de los cuales han tardado en liberarse los movimientos marxistas caen por tierra, y se abren a los seres humanos nuevas posibilidades de felicidad y elevación.
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8. La reproducción como desarrollo postnatal Pero, además, el proceso de reproducción no es meramente morfológico, no se reduce a la herencia de una anatomía y una fisiología, ni tampoco la transmisión de la conducta responde sólo a la herencia genética. Ni siquiera en los animales, en que el desarrollo corporal en las especies superiores requiere, para completarse, los cuidados de los progenitores y la adquisición del comportamiento adulto, exige el adiestramiento de las crías. Son fenómenos que, en la especie humana, alcanzan una intensidad culminante. En este sentido, no debe desconocerse el salto cualitativo que la humanidad representa respecto a la pura zoología; y no ya en un sentido espiritualista, pues no se trata de la aparición de un alma inmaterial que informa al cuerpo, sino de las singularidades biológicas que determinan nuestra especie. El nacimiento del ser humano es enteramente peculiar. Así lo señaló Potmann en su teoría de la prematureidad8, que posteriormente desarrolló Gould9 con nuevos puntos de vista. El neonato humano, tan desvalido desde el punto de vista motor como capaz de aprendizaje, requiere, para su misma supervivencia y su desarrollo, ser ultimado en el “útero cultural” o “útero social”, en la terminología de Mitscherlich10. No sólo en su nacimiento el ser humano es “arrojado” al mundo en calidad de “expósito”, según el término que suelo utilizar como especialmente expresivo de esta situación, sino que es lanzado a los brazos de la cultura, que lo arropan. La mera biología ha de ser completada por la cultura, por el proceso de enculturación; y el proceso de maduración de nuestro cerebro se prolonga hasta la juventud. Todo ello sitúa nuevos aspectos conectados con la cultura en el interior de una teoría materialista de la sociedad y de la historia como elementos necesarios de la misma. Es patente la importancia de la educación; pero, con este nombre, designamos una actividad que se extiende en diversos sectores. Por una parte, responde el proceso educativo a la necesidad de la preparación profesional, sea para el trabajo intelectual o manual, sea para el ejercicio de las armas. En este terreno juega la educación un papel importante en la constitución de las fuerzas productivas; un papel modulado, además, por la estructura propia de cada formación económico-social, por las relaciones de clase y de sexo que han diferenciado históricamente, de un modo muy profundo, la educación. Así, en la estructura del clasismo y el patriarcalismo tradicionales las clases dominadas, en particular, las mujeres, han sido excluidas de los más altos niveles de la educación. Pero, además, la educación pretende, en el educando, la adquisición de pautas de conducta y la inculcación de los valores y las normas que deben guiar la vida, cosa que también se ha realizado de un modo diversificado, con arreglo a la clase social y al sexo, acentuando las diferencias de un modo que refuerza las relaciones de dominación.
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La educación, como proceso de enculturación, actúa integrando al sujeto en una cultura colectiva determinada, incorporando el yo al grupo. No sólo en el sentido clasista a que me he referido, sino en el de la amplia identidad colectiva que significan la etnia, la nación, el Estado, desarrollando el sentimiento de pertenencia a tales realidades, que han jugado un papel tan importante en el curso de los siglos y que hoy se nos aparecen en el primer plano de los conflictos que agitan a la humanidad.
9. Libertad y sistemas de valores El ser humano es arrojado a los brazos de la cultura para su supervivencia, ciertamente, según acabo de escribir, pero también resulta “condenado a la libertad”, como, con énfasis, escribió Sartre. Libertad que tampoco puede ser leída como un don misterioso, sino como un resultado de las condiciones biológicas de nuestra especie. Al desvalimiento que nos hace peculiarmente plásticos, moldeables por la cultura, se añade, en efecto, el lanzamiento más allá de los determinismos genéticos. Podemos decir que el ser humano es un animal no programado. Nuestro cuerpo, nuestra anatomía, se encuentran desespecializados. Rompen con las especializaciones que definen los miembros activos de los animales, abocados a la caza, al vuelo, al movimiento en las aguas. No sólo responde a esta nueva situación la tópica liberación de la mano, sino la de toda la corporalidad, flexible, capaz de las más diversas aptitudes y utilizaciones. Y a esta indeterminación del hardware, de la estructura en términos cibernéticos, se añade la capacidad de autoprogramación de nuestro cerebro, en que insistió el neurofisiólogo Changeux11, el software no fijado. No se trata de que no existan orientaciones genéticas, pero éstas se abren a un espacio de indeterminación. Así, los instintos se convierten en pulsiones abiertas, y el ser humano se encuentra instalado en la libertad. Entonces tiene que elegir un proyecto de vida. La angustia de la elección en que hicieron hincapié los pensadores existencialistas, la congoja de que hablaba Unamuno, se aposenta en el corazón de esta situación. De la “situación humana”, en los términos de Fromm, en que el anhelo del retorno a la inconsciencia, del regreso al claustro materno, lucha con la voluntad de afirmarse, de esculpir nuestra personalidad propia y nuestro futuro. Pero, nuevamente, la cultura colectiva se hace presente. Nacemos y vivimos en un medio colectivo, que ha escogido y creado un sistema de valores, y que ha fijado las necesidades humanas, partiendo, sin duda, de la biología, pero sobredeterminando ésta. Las necesidades humanas, como subrayaron pensadores tan distintos como Marx y Ortega, están relativizadas por la cultura, y, además, se encuentran desigualmente distribuidas según la estructura social.
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10. La identidad colectiva En ocasiones, el sentimiento de lo colectivo, la incorporación del yo, incluso su disolución en una comunidad más amplia, actúa como recurso liberador de la angustia y la inseguridad. Así ocurre con los sentimientos patrióticos, con la idea de Iglesia, con la pertenencia a un partido político. La libertad y responsabilidad personales claudican, y aquí se despliega una interesante problemática. Pero, volviendo al centro de nuestro análisis, en esta relación entre la libertad humana y el marco social en que se halla instalada, podemos sorprender una nueva limitación del pensamiento de Marx, cuando reduce, en el mundo de los trabajadores llamado a transformar la sociedad, la conciencia colectiva a la conciencia de clase. A pesar de la afirmación de que los proletarios no tienen patria, del pensamiento de que su única patria es el taller, lo cierto es que la historia, hasta el día de hoy, ha revelado la intensidad movilizadora de los sentimientos nacionales; algo que ya se manifestó en la I Guerra Mundial, dividiendo al proletariado europeo, y hoy alcanza extremos terribles en las luchas étnicas y no digamos en la mitologización del enfrentamiento entre Occidente y Oriente. No se trata de negar la corrección de una visión internacionalista y de un humanismo planetario, como ideales que deben guiar el avance de la humanidad, sino de reconocer la importancia que, actualmente, poseen los sentimientos de pertenencia a una patria, y que pueden actuar con valores muy diversos, incluso opuestos. Son un factor de progreso cuando representan la voluntad de liberación de un pueblo oprimido por los intereses de dominación y explotación de una potencia más fuerte, tal como han actuado en los procesos de descolonización e independencia frente al imperialismo. O, por el contrario, pueden ser utilizados por las clases dominantes para romper la unidad y solidaridad de las clases trabajadoras. Y estos sentimientos de comunidad patria son susceptibles también de orientarse de modos contradictorios, degenerando en el chauvinismo y la xenofobia, o viendo la propia patria como una parte de la cultura humana, abierta hacia las otras en el diálogo intercultural y la colaboración.
11. Base y superestructura desde la filosofía de la reproducción Ahora bien, prosiguiendo nuestro análisis del modelo marxista, ¿cómo situar en relación con él esta variedad de instancias, esta amplitud de diversos dominios en la vida cultural, que nos han aparecido en la “filosofía de la reproducción”? Lo primero que cabe observar es que, en principio, recubrirían los distintos estratos de la estructura planteada por Marx y Engels. Así, los fenómenos demográficos se emplazan naturalmente, como ya he señalado, en la infraestructura como potencial, mayor o menor, de la fuerza de trabajo. Pero aun habría que añadir, en este nivel, la educación, en cuanto formación profesional, capaz de graduar la eficacia de dicha fuerza. Otros dominios que han aparecido ante
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nosotros en este recorrido se situarían en el nivel político y jurídico, cual ocurriría con las políticas demográficas. Y, en el ideológico, se colocarían los sistemas de valores que, en las distintas culturas, establecen el papel de ambos sexos y sus relaciones, así como el de la infancia y los grupos de edad. Ahora bien, lo interesante es el juego de relaciones que, a partir de esta distribución, se establece. El funcionamiento fisiológico de esta anatomía. En primer lugar, al modo del canon marxista, la infraestructura incide, determinantemente, sobre los fenómenos de las capas superiores. Y así, las políticas demográficas resultan condicionadas por las necesidades de la demografía, como base de esta serie de fenómenos. Un ejemplo al que ya he aludido sería la promoción de la natalidad en los estados fascistas, para incrementar tanto la mano de obra como los ejércitos. Y como consecuencia ideológica en el nivel superior, la exaltación de la mujer como madre y ama de casa, dedicada a la atención y reposo de los guerreros de la familia. Dentro de la más tradicional historia, podemos considerar, en el mundo rural anterior a la industrialización del campo, la importancia de una prole numerosa como aportación de brazos para el trabajo agrícola. Ideal que se rompe en el desarrollo, tanto por la importancia de la mecanización, como por la necesidad de elevar la educación de los descendientes para su incorporación a la civilización avanzada. Evolución que, curiosamente, en el nivel humano (el mayor que se registra en la sucesión de las especies zoológicas) provoca el tránsito del recurso a grandes camadas al de la generación de un reducido número de crías. Mientras que la estrategia inicial, que está al servicio de la conservación de la especie, origina alta mortalidad, la estrategia posterior, que es la seguida por los mamíferos, permite mayor inversión de tiempo y cuidados por parte de los progenitores, con lo que la mortalidad disminuye. Tampoco puede desconocerse el hecho de que los movimientos feministas han sido impulsados por el desarrollo de la tecnología, que ha ido relegando la importancia de la fuerza física en el trabajo; y por las etapas bélicas, en que la ausencia de los trabajadores masculinos llevados al campo de batalla ha hecho entrar a las mujeres en las fábricas, aunque cumplida esta etapa bélica se haya pretendido reconducirlas al hogar para reponer una demografía deteriorada por las guerras.
12. Fuerzas productivas y sistema de valores. Cibernética de las formaciones culturales Pero, al mismo tiempo, hay que observar el modo en que los fenómenos ideológicos actúan. Así, el esfuerzo por aumentar el potencial demográfico, que acabo de comentar en los fascismos, es resultante de una ideología belicista. En este sentido, aparece lo más importante y digno de reflexión en nuestro análisis:
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la determinación de la base productiva por el sistema de valores que guía a una sociedad. Y, consecuentemente, la diversidad, hasta llegar a la oposición con que las fuerzas productivas pueden materializarse en heterogéneos modelos de desarrollo. Anteriormente me he referido a la oposición entre la cultura tanática y la cultura biófila, y a la relación que la primera de ellas guarda con las actitudes y valores clásicamente considerados como viriles, frente a la custodia de la vida propugnada por la mujer. Es la fraternidad guerrera frente a la “sororidad”, como escribió ya Unamuno, anticipando este término de “sororidad”, posteriormente tan difundido en el feminismo. Y está claro que uno y otro sistema de valores no sólo pueden incidir sobre la base productiva, sino orientarla en sentidos opuestos. Hay una tecnología de la violencia y una tecnología del desarrollo y custodia de la vida: entre los “guayaki”el arco es atributo del varón y la cesta, de la muchacha, como he comentado en El animal cultural. Hoy en día, los armamentos, culminando en los de destrucción masiva, frente a los potentes recursos de nuestra ciencia para elevar la vida. No puede ser considerado, en efecto, el desarrollo de las fuerzas productivas al margen de su teleología, de la finalidad que al desarrollo técnico confiere el sistema de valores que lo guía y las necesidades humanas que establece tal axiología como objetivos a que deben servir las fuerzas productivas. Y, entonces, los fenómenos de la conciencia ideológica, en cuanto conciencia directiva de una formación cultural, penetran en la base misma y forman parte de ésta. Los estratos no permanecen como totalidades globales, herméticas, sino que se solapan, en una dialéctica de interpenetración. Fue un error de Marx apartarse de la idea que apuntó en la Ideología Alemana, según la cual las fuerzas de producción, en determinadas condiciones son capaces de convertirse en “fuerzas de destrucción”, para entender, posteriormente, como algo positivo el desarrollo de las fuerzas productivas, sin matizar la orientación de tal desarrollo; considerando, de un modo mostrenco, dicho desarrollo. Es preciso pasar del modelo en que la causalidad es ejercida por el potencial de una base uniforme, ciega, a un modelo cibernético, en que la función del “timonel” es decisiva. En efecto, desde los tiempos de Marx no puede decirse que no se haya producido un desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas. Hoy en día, los poderes de estas fuerzas han alcanzado extremos increíbles. Pero su desarrollo, lejos de conducir a una crisis del capitalismo, ha servido para reforzar las relaciones de dominación. Y es que el mundo tecnológico actual, la “tecnosfera” que nos rodea, en la cual se realiza nuestra existencia individual y colectiva, es producto, en medida decisiva, de los avances obtenidos en la II Guerra Mundial. Así, la energía atómica y nuclear, el radar y el sonar, los motores a reacción y todo el mundo de la cibernética, que ha transformado la producción con los servomecanismos y la información con los ordenadores, son innovaciones que han surgido en dicha era. Vivimos bajo la amenaza de las armas de destrucción
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masiva, a la cual dediqué mi libro Crítica de la civilización nuclear. Nos desenvolvemos bajo la mirada de los satélites y las cámaras que registran nuestros movimientos y conversaciones. El movimiento oportunista de capitales ha sido facilitado por la tecnología actual; y la información de lo que ocurre en el planeta es rapidísima, pero manipulada por los grandes poderes. Es una tecnosfera creada bélicamente y que sirve, eficazmente, al refuerzo de las relaciones de dominación a través de los terribles armamentos y la capacidad de control.
13. Perfil de la tecnosfera En este sentido, y para precisar la diversidad de desarrollos tecnológicos, he aportado y analizado en El animal cultural el concepto de “perfil de la tecnosfera”. Con él designo la diversidad de orientaciones que puede recibir el desarrollo de las fuerzas productivas en cuanto cristaliza en una tecnosfera determinada y define, entonces, su perfil propio. A la consideración meramente cuantitativa del grado de desarrollo, se añade la cualitativa. Los fines que guían un modelo tecnológico concreto, determinados por el sistema de valores y consiguientes necesidades- matizadas, además, por la estructura social- a que la técnica pretende servir. Y establecen, entonces, la tecnosfera que caracteriza a una cultura o formación cultural, incidiendo sobre las posibilidades vitales y proyectos de una concreta comunidad humana. Consecuente con este perfil es la idea de “vector de desarrollo”. Es decir, el modo en que la peculiaridad de un perfil fija su misma línea de avance. Establece, así, cuáles son las materias primas que el mantenimiento de la tecnosfera en su perfil propio exige. Tal ocurre, hoy día, con el petróleo o, en los tiempos medievales y en la iniciación de la modernidad, con las especias. En los tiempos de la primera industrialización, con la demanda de hierro y carbón. Estas necesidades, propias de un perfil tecnológico determinado, fijan actividades y políticas, desde las exploraciones hasta las contiendas bélicas, como estamos contemplando hoy en el ataque y ocupación de Irak, resultado, en decisiva medida, de la voluntad del imperialismo y la industria estadounidense por controlar las reservas y producción petrolíferas. Pero la vectorialidad de un perfil tecnológico, además de plantear el tipo de materias primas que requiere, se extiende hacia otras necesidades. El aumento del conocimiento y la investigación responde también a la línea de problemas que el perfil concreta. Es lo que he formulado a través del “principio cairológico” (de kairós, como momento crítico, madurez). Decía Marx que “la humanidad no se plantea, en cada momento, más que los problemas que puede resolver”. Si desarrollamos y precisamos esta sugerencia, podemos ver las coyunturas de avance en ciencia y en tecnología, en cuanto derivadas de un doble componente: la urgencia de determinados problemas, planteados por el mismo vec-
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tor de desarrollo, y la madurez de logros en el saber y la técnica que permite resolverlos. El progreso que las guerras aportan, según los belicistas, responde al apremio con que la conquista de ciertos recursos- así la consecución de la bomba atómica en la II Guerra Mudial- se revela a los contendientes forzando la investigación. Pero la consecuencia es la consolidación de una tecnosfera marcada por la violencia. Y aquí nos sale al paso otro concepto que, inspirado en la biología, me parece también importante en este análisis del desarrollo técnico: el del “nicho tecnológico”. Por él debemos entender el modo en que un perfil de la tecnosfera sedimenta, creando un medio fijo que aprisiona y encierra la vida humana. Un entorno que, con mayor o menor intensidad, la encierra. De modo que el sistema de actitudes y relaciones originarias en el diseño de un perfil tecnológico tiende a reproducirse. De la compresión de esta situación se deriva lo que he designado como “ética de decisiones radicales”. Por debajo, y como infraestructura de las decisiones éticas personales, se encuentran aquellas decisiones técnicas que configuran el escenario vital. Y alcanzan, por ende, la máxima relevancia. La discusión sobre la moralidad de una guerra nuclear sólo se plantea una vez que han sido creadas las armas que han transformado el campo de batalla. El debate sobre los anticonceptivos, con la oposición conservadora a los mismos, resulta de su conquista. Las centrales nucleares exigen un tipo de relaciones laborales especialmente semejantes a las militares, a diferencia de la utilización de energías renovables menos peligrosas. La gran industria ha configurado nuestra estructura social. Todo lo que señalaba en anteriores líneas sobre la influencia de las conquistas bélicas en nuestro mundo tecnológico ilustra claramente lo que el concepto de “nicho tecnológico” representa. Y de aquí se deriva una decisiva conclusión política: la transformación de la sociedad para crear relaciones sociales más justas impone cambiar el nicho tecnológico en que nos encontramos hoy día instalados y que, moldeado por las relaciones de dominación, tiende a reproducirlas. Uno de los fallos del socialismo real se ha encontrado en su reproducción de los modelos tecnológicos propios del capitalismo, como Bahro y Richta12 indicaron ya. Ciertamente ello supone un difícil empeño, dado el dominio del capitalismo sobre el “sistema mundial”. Del cual la revolución china con Mao sí trató de separarse, creando un nuevo nicho.
14. El papel del conocimiento Hemos partido, en este esfuerzo de ampliar el campo del materialismo histórico, de la filosofía de la reproducción. Pero, evidentemente, una serie de fenómenos que han ido apareciendo se refieren al área del conocimiento en la tripli-
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cidad con que desarrollo la fenomenología de la cultura en El animal cultural. Y es evidente que todo el universo del conocer y del comunicarse debe ser analizado y articulado en una teoría actual del materialismo histórico. Ya Marx, en los Grundrisse, acertó a situar la ciencia en la infraestructura como fuerza de producción directa. Y, en efecto, como señaló Lewis Mumford, justamente el paso de la primera gran industrialización, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, a la segunda, en el último tercio del siglo XIX, proceso que dicho autor designa como transición de la etapa “paleotécnica” a la “neotécnica”, viene dado por la dependencia de la industria, originariamente creada en los talleres, respecto a la ciencia en una nueva revolución industrial13. Pero, si pensamos en la amplitud de funciones a que responde el conocimiento humano, debemos ir más allá de la consideración de la ciencia, por más importante que este sector de nuestro conocer, ciertamente, sea.
15. Potenciamiento y orientación Una primera función que el conocimiento humano ha llenado, desde nuestros orígenes, ha sido la de estructurar el mundo perceptivo de nuestra especie, problematizado por su apertura hacia la racionalidad y convertido en enigma. Tal fue el papel de los mitos, en las culturas primitivas, iluminando el misterio de los orígenes del cosmos así como los de nuestro ser, y estableciendo las imágenes que podemos designar como formas precategoriales de organizar el panorama de lo real. Son las cosmovisiones míticas. Inicial respuesta que fue evolucionando hacia las religiones, la metafísica y la ciencia. Pero esta conciencia, aun en sus formas más arcaicas, no dejó de influir y condicionar la infraestructura productiva. Nuevamente nos encontramos aquí con la presencia de elementos de la conciencia en la base. Así, la acción sobre el medio es condicionada por el modo en que la cosmovisión organiza y aprecia las realidades del entorno. Algunas de ellas llegan a ser consideradas como objetos sagrados, ríos, montañas, fijando tabúes a la acción humana. La conciencia científica ha desmitificado la visión de lo real, pero no deja de ser curioso el modo en que, en el mundo de la reproducción, siguen actuando tabúes míticos, cual se hace patente en la oposición conservadora a la experimentación con embriones, elevados a una categoría casi sacral. Pero, mas allá de la conciencia teórica y cosmológica, indudablemente el aspecto más importante del conocimiento humano, en relación con la fisonomía y evolución de las formaciones culturales, es aquel a que vengo refiriéndome repetidamente: la determinación del sistema de valores y del proyecto de vida propio de una formación cultural; unido a las normas éticas, ciertamente, a la necesidad de dirigir y encauzar nuestra libertad, pero también determinante, como ya he subrayado, del perfil tecnológico. De este modo, el conocimiento no puede ser visto simplemente como capacidad del saber colectivo y del adiestra-
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miento de la mano de obra para potenciar la producción, sino como orientador, como timonel cibernético de la producción.
16. El fenómeno de la plusvalía informativa Asistimos, así, a una doble incidencia del conocimiento sobre la técnica y las fuerzas productivas, cuantitativa en cuanto un mayor y más adecuado conocimiento potencia a éstas, y cualitativa, en la medida en que el sistema de valores y la concepción de las relaciones sociales guía la orientación cibernética. Hoy día el control y la acumulación del conocimiento se han convertido en un elemento clave del poder. El conocimiento resultado de un trabajo intelectual y manual planetario, es acumulado en los centros de dominación. Y, parte importante de él es custodiada como “top secret”. En este sentido, podemos hablar de una nueva forma de plusvalía: la plusvalía informativa, a que me he referido en repetidas ocasiones, más importante hoy que la puramente económica, aunque las relaciones de ambas sean estrechas. Hay un flujo de información proveniente de toda la sociedad que no retorna al conjunto de ésta, a sus emisores, sino que es retenido en beneficio del poder. Y, si en el examen de la filosofía de la reproducción se nos revelaba la importancia de una nueva forma de luchas, junto a las de la clase obrera, las del feminismo por la liberación de la mujer, ahora nos aparece otro nuevo centro de combate. Aquél en que se sitúa la actividad de los profesionales, entre las imposiciones destructivas del capitalismo, basadas en la lógica del beneficio y la necesidad de un desarrollo al servicio de la sociedad, posibilitado por los avances científicos y tecnológicos. Es la lucha de las que se han llamado “fuerzas de la cultura”. Y que cubre múltiples campos. Así, el de la sanidad, dividida entre las necesidades de la sociedad planetaria y los intereses de las multinacionales que controlan la industria de la salud. Del urbanismo, hoy destructor del espacio humano, de la educación dominada por el clasismo y orientada hacia la integración acrítica. Del ejercicio del derecho, puesto al servicio de los intereses dominantes. De la investigación científica, cuyos programas priman el desarrollo de los armamentos sobre la atención al desarrollo humano, como, en EEUU, denunció el importante movimiento “Science for the people”. De la cultura creadora y libertadora frente a la degradante y oportunista “industria cultural”. Son luchas que, en España, adquirieron gran relevancia en los Colegios Profesionales, en los últimos años de la dictadura y primeros de la transición, bajo el lema de la “unidad de las fuerzas del trabajo y la cultura”. Y nos descubre todo un territorio decisivo para la transformación de nuestra sociedad. Como muchas veces he escrito, frente a los denunciadores de la revolución como utopía, nos hallamos en plena utopía científica y tecnológica, pero ésta, sin el marco de la utopía social, nos lleva a la destrucción.
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17. La comunicación El conocimiento se asienta en la individualidad de nuestro cerebro, pero éste forma parte de todo un tejido social que permite su funcionamiento y desarrollo. En este sentido, los procesos de comunicación, de transmisión de la información y la afectividad no pueden escapar de nuestro examen y, de hecho, ya han aparecido en las consideraciones anteriores. Hoy día, la tecnología y la política han invadido este mundo. Un error de Habermas, que repetidamente he criticado, ha sido el de contraponer la “acción instrumental” y la “acción comunicativa”, a la que por añadidura idealiza. Y no deja de ser un tópico de nuestros días la exaltación ingenua, acrítica, del diálogo y la comunicación que lleva al consenso. La realidad es que el control de la comunicación se ha erigido en una de las grandes fuerzas de dominación sobre nuestra sociedad en manos de los detentadores del poder. Al respecto me gusta recordar la lucidez del creador de la cibernética, Wiener, cuando en 1948 advertía ya del peligro que acechaba a los nuevos desarrollos tecnológicos, si caían en manos de los más ambiciosos. Sin duda el mundo de la comunicación y la información ha dado lugar a una gran industria, característica de nuestros días. Para ponderar su importancia y la evolución que implica, no haría falta sino recordar que Bill Gates ha acumulado la mayor fortuna actualmente existente. Pero es un craso error hablar de la llamada “sociedad del conocimiento” como “sociedad postindustrial”, al modo de Alain Touraine. Nuestro mundo, precisamente, se distingue, contrariamente a esta designación, por haber industrializado todos los dominios de la vida, desde la agricultura y la producción de alimentos hasta el ocio, la cultura y la comunicación. Algunos aspectos de este desarrollo pueden ser leídos favorablemente, como suele hacerse respecto a Internet y a los teléfonos móviles, en los que la iniciativa individual cuenta poderosamente. La comunicación por Internet ha jugado un papel relevante en las movilizaciones antiglobalización, y los teléfonos móviles se manifestaron muy útiles en la convocatoria de protesta el pasado trece de junio ante las sedes del Partido Popular. Pero no se puede ser ingenuamente optimista, el poder de las grandes medios de comunicación de masas sigue controlando la opinión pública y troquelando las mentalidades, actitudes y hábitos de la inmensa mayoría de la población. Y la lucha contra esta situación representa una de las más importantes urgencias para lograr una sociedad más justa y emancipada, dentro del amplio combate que se plantea en los múltiples frentes, que hemos divisado en el anterior análisis.
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Notas 1
París, C., El animal cultural- Biología y cultura en la realidad humana, 2ª. ed. con un prólogo del autor para esta edición, Crítica, Biblioteca de Bolsillo, Barcelona, 2000. 2 París, C., “Feminismo y filosofía de la reproducción” en Ciencia, tecnología y transformación social, Universitat de Valencia, 1992. 3 Harris, M., Cultural Materialism- The Struggle for a science of culture, Random House, New York, 1979. 4 Wilson, E.O., Sociobiology. The new synthesis, Harvard University Press, 1975. 5 Falcón L. Mujer y poder político, 2ª. ed. Ed. Vindicación Feminista Publicaciones Madrid, 2000. 6 París, C. Crítica de la civilización nuclear. Tecnología y violencia. 3ª. ed. revisada y ampliada con un Prefacio y un Apéndice titulado La guerra de las galaxias: una realidad proteica, Ediciones Libertarias, Prodhufi. Madrid, 1990. 7 Falcón, L. Los nuevos mitos del feminismo, Ed. Vindicación Feminista Publicaciones, Madrid, 2001. 8 Portmann A., Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen, Schwabe Verlag, BaselStuttgart, 1969. 9 Gould, S. J. Ontogeny and phylogeny. Harvard University Press, 1977. 10 Mitscherlich A, y Mitscherlich M, Die Unfähigkeit zu trauern. Grundlagen kollektiven Verhalten, R. Piper Verlag, München, 1967. 11 Changeux, J.P. L´homme neuronal , Fayard, Paris, 1983. 12 Bahro, R., Por un comunismo docrático. La alternativa. Contribución a la critica del socialismo realmente existente, Materiales, Barcelona, 1979 Richta, R. La civilización en la encrucijada, Artiach. Madrid, 1972. 13 Mumford, L. Técnica y civilización, Alianza, Madrid, 1971.
Furia computacional Isaac Álvarez Universidad de La Laguna de Tenerife
No resulta evidente la asociación de la acelerada implantación computacional y el cambio político europeo producido en torno a 1989, pero cada vez es más difícil separar el crecimiento computacional del resto de transformaciones económicas, políticas y sociales que envuelven aquella fecha y que llegan con creciente potencia hasta nuestros días. Inadvertidamente, lo computacional ha tomado una presencia en todos los ámbitos de la vida social hasta convertirse en la técnica predominante de nuestro mundo. No sostenemos que la furia neoliberal que se impuso en los setenta y ochenta y desestabilizó a todos los partidos y gobiernos de izquierda estuviera inspirada o movida por lo computacional. Sin duda tiene otras raíces más antiguas, pero en el final del siglo veinte la voluntad neoliberal encontró en lo computacional y en la total digitalización la técnica con la que imponerse, pues la exhaustiva globalización en marcha se ha hecho gracias al desarrollo de la técnica computacional y con ella han aparecido las características que identifican los imperios económicos de nuestros días, como, por ejemplo, la deslocalización productiva y la organización de un mercado global y simultáneo, a la vez que la vigilancia minuciosa del todo social. Lo computacional retecnifica el mundo y se convierte en el subsuelo de las transformaciones sociales en marcha. No se muestra como una técnica más, añadida a las preexistentes, sino también como una técnica colonizadora de las otras, obligadas ahora a digitalizarse y someterse a su disciplina. Así, la digitalización y automatización computacional impulsa una recolocación o redisposición del mundo en una intensidad quizás no conocida hasta ahora, posiblemente mayor que la promovida por la aparición de la escritura, la imprenta o la máquina de vapor. Ha producido un salto cualitativo del avance técnico en el que se pueden confirmar sus lados más oscuros y amenazantes, pensados ya desde diferentes posiciones filosóficas a lo largo del siglo pasado.
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Lo computacional ha aumentado exponencialmente la racionalidad técnica operante en el mundo, entendida como suma de la masiva y creciente presencia de racionalidades parciales, de funcionamientos asombrosamente precisos y rápidos, pero que forman, sin embargo, un todo cada vez más irracional. Por otra parte esa irracionalidad máximamente racionalizada (y precisamente por esta racionalidad) ha ido perdiendo progresivamente capacidad de dar lugar a situaciones superadoras de los desajustes que provoca su irracionalidad, tal como concebía la dialéctica. Por el contrario, los acontecimientos nos dejan ver que la poderosa e incontestable asistencia de racionalidad computacional consolida e inmuniza la irracionalidad del todo social. La consolidación de la propia técnica computacional lleva implícita la potencia de la irracionalidad del todo social al que aludimos, pues tiene la forma de colonización: su presencia será ya inevitable al imprimir su forma en partes cada vez más grandes y constitutivas de nuestro mundo. Las diferentes técnicas y sus utensilios han tenido siempre una fuerza invasiva para hacerse presentes y requeridas en el mundo. Pero la capacidad colonizadora de la técnica computacional se muestra más intensa que las técnicas anteriores, pues la supervivencia de éstas y su potencialidad operativa dependerá, cada vez más, de su grado de computación. La incorporación tan enorme y su aceptación aproblemática a la vida individual y social indica también su poder para imponérsenos. Pero esta nueva forma que está tomando el mundo digitalizado nos impone, también, por otra parte, la tarea de explorar nuevas perspectivas que permitan comprenderlo mejor, una vez que las categorías tradicionales han quedado desestabilizadas. Cabe, por ejemplo, revisar la noción de realidad, o la vieja contraposición entre esencia o ser y apariencia, la noción de causalidad, la de memoria o la de verdad. Cuando toda acción social se digitaliza o está dispuesta para la digitalización, como ya es el caso, el sistema computacional crea unas condiciones nuevas para la socialización del individuo. Hace tiempo que nuestras acciones económicas siguen caminos y formas informáticas: el movimiento de dinero en el banco, las compras en el comercio, el pago del peaje de la autopista o del billete de avión, además de nuestras llamadas telefónicas, el uso de la biblioteca o la asistencia sanitaria. La digitalización se impone, también, como si se tratara de otra naturaleza. Nada se puede hacer para quedar fuera o para someterla a condiciones. Ni el derecho ni los acuerdos democráticos deciden las limitaciones de la presencia computacional y las condiciones que impone a la vida de los individuos. La única limitación que conoce el sistema es la de su propia capacidad técnica que, como vemos todos los días, está en constante crecimiento. Por ejemplo, recientemente se están empezando a sustituir las cajas tradicionales de los comercios, en los que un lector digital leerá en fracciones de segundo todo lo que llevemos con nosotros y lo cobrará en nuestra cuenta bancaria. Es cierto que esto nos evita la espera en colas y que nos facilita el pago de la compra,
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pero, a la vez, al abandonar la forma actual de pago de esa compra, en la que intercambiamos directamente las mercancías por dinero, somos seres más pasivos, más obligados a aceptar las condiciones previamente fijadas por la otra parte. La digitalización no se detiene en encaminar las acciones de los individuos, también se ha esforzado en asegurar su exacta identificación y conocimiento digital, una vigilancia exhaustiva, la construcción de una nueva memoria social y, como consecuencia, quizás también individual. Así, cada vez los documentos de identificación incorporan más elementos biométricos para dar seguridad a la identificación y se impone el carné electrónico en el que un chip podrá contener toda la información sobre nosotros, apta para ser leída en cualquier terminal. Pero incluso este carné aparece ya amenazado de una pronta relegación, pues la tendencia en marcha convertirá al propio cuerpo en documento digital. En efecto, es previsible que la lectura automatizada que el sistema computacional hace y hará de nuestro cuerpo suprima, entre otras muchas cosas, el acto de conformidad o aceptación implícitos en los momentos de autoidentificación mediante un documento o la propia firma. La presencia de nuestro cuerpo ante la terminal del odenador sustituirá aquellos procesos de identificación y decisión. No se podrán elegir los momentos de aparición pública como ocurre aun en el acto de la firma, pues la presencia del cuerpo será captada y manejada maquinal y automáticamente. Como ventaja se nos dice que se asegura la imposibilidad de falsificación o de suplantación, y con ello conseguimos, es cierto, que nuestra identidad no sea usada por terceros, pero también parece que esa seguridad (en caso de lograrse algún día) no sería para nuestro uso, sino para el del sistema computacional y quienes lo dominan. Aquí tendríamos un rasgo constante del nuevo orden: nos obliga a la mayor transparencia y disponibilidad de nuestras vidas, mientras que él permanece completamente opaco a nuestro conocimiento y control. Otro rasgo no menos importante que da forma a la nueva individualidad es la permanente vigilancia que el sistema ejerce sobre el individuo, y no sólo en sus operaciones bancarias, a las que ya nos hemos acostumbrado, sino también en su presencia y movimiento físico captado por las innumerables cámaras y sensores capaces de identificar su cuerpo. La técnica computacional permite en nuestros días un estado de vigilancia total de cada uno de nosotros, y además su almacenamiento para ser recordado instantáneamente. Así pues, el nuevo sistema o nuevo orden vigila exhaustivamente y recuerda todo en cualquier momento presente o futuro. Se crea una nueva memoria social, sostenida no según las reglas de la memoria humana y del tiempo histórico, sino según el principio de la disposición simultánea de la totalidad de los datos registrados. El efecto invasivo de la digitalización sobre la privacidad ha empezado a generar movimientos, todavía tenues, de defensa, que señalan un nuevo espacio de lucha social. Pero también aquí las perspectivas que se abren son ventajosas
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para el sistema computacional. En primer lugar, la técnica computacional ha ganado para sí enormes complicidades, enmascarada en su apariencia de neutralidad técnica y de servicio para resolver cualquier dificultad. En segundo lugar, los derechos que se defiendan frente a la invasión digital deben discutirse dentro de las reglas de juego informáticas. Se necesitan expertos, ingenieros informáticos, máquinas o el sistema computacional mismo para poder ejercer esos derechos. Desaparecen los testimonios tradicionales o aquellos que puedan ser comprobados por cualquiera: éstos quedan descalificados por el sistema. Se rehabilita así como forma de funcionamiento político y de defensa de derechos la confianza en el sistema, el principio de que debemos confiar a ciegas en la parte más poderosa, en el más fuerte, en la cadena de mando impuesta socialmente. Debemos someternos a sus condiciones y contar como única garantía de nuestros derechos la esperanza de no ser engañados. El comportamiento de los bancos con los cajeros o las tarjetas de crédito hace tiempo que nos ha introducido en esta actitud. Con lo dicho van indicadas muchas implicaciones políticas del nuevo orden, pero nos detendremos, para concluir, en las elecciones electrónicas, un hecho llamativo y emergente; pues, como sabemos, las votaciones tienen una importancia central en los sistemas políticos democráticos. Su valor se asienta en el derecho universal y libre al voto. Pero ese derecho es vacío sin una contabilidad fiel, segura y revisable por las partes. Un sistema de votación y contabilidad seguro y en el que el votante puede advertir tal seguridad porque puede asistir y asentir visualmente a la contabilidad de su voto, se sustituye, con las votaciones electrónicas, por otro sistema en el que la contabilidad ya no puede ser perseguida ni controlada, por lo menos por el votante medio. Quizás, en algunos casos, lo sea por expertos muy instruidos y con máquinas muy complejas, pero en muchos casos y muy decisivos, se vuelve imposible para cualquiera, como ocurrió en las elecciones americanas de 2000. Pero incluso aunque la votación electrónica fuera asistida con las mayores seguridades técnicas de las que se dispone para evitar un fraude, su introducción no parece inocente, pues el votante experimenta su anulación ante el sistema político. La facilidad para votar desde el móvil, en la playa o en el descanso del partido de fútbol encubre un rapto de poder político al ciudadano que vota.
Las «clases sociales» tras la caída del comunismo. Alberto Hidalgo Tuñón Universidad de Oviedo
« -¿Dereitas ou esquerdas? -din as cruentas avesIso é chuvia pasada, tan só antigüedades. ¿Sindicatos noxentos? ¿Sindicatos de clase? Iso pasóu á historia: Anacronismo vil de tódolos mangantes. Agora sodes libres Como andoriñas áxiles, Tedes o lema eterno que vos fará persoas: ¡Non vos unades, non, non vos unades!». (Sergio Vences, De la memoria al ensueño, 2003).
1. Sergio Vences y las clases sociales «en verso» Mis primeras noticias del pensamiento de Sergio Vences (es decir, de lo que piensa Sergio Vences de las cosas que pasan) me llegaron a través de dos artículos aparecidos en La Nueva España de Oviedo. En uno defendía, bizarramente, a Gustavo Bueno contra el atropello que la Universidad de Oviedo había cometido con él en 1997, al despojarle de la condición de Catedrático Emérito «real». En otro, con motivo del fallecimiento de Hans Georg Gadamer, atacaba el trasfondo ideológico de esa hermenéutica postmoderna tras el que él veía embozado un cierto «fascismo impenitente», apto para atravesar la época democrática. Sólo más tarde supe que se dedicaba a expresar su pensamiento en verso y que había lamentado la caída del comunismo en tono más bien bíblico: «Cayó, al fin, nuestra URSS, desguarnecida… Cayó, al fin, Jericó,
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La madre de los pobres y oprimidos, Única madre nuestra, nuestra última canción. Ya derribaron Chile, ¡Chile de nuestro Allende! Y al Frente Sandinista también se derribó. Y van por Fidel Castro, y van hasta por China. ¡Ay que gran hecatombe! ¡Ay qué desolación!»1.
Bastan estas dos citas poéticas para mostrar a los lectores esta prima facie de acendrado comunismo del que hace gala Sergio Vences, y que justifica (creo), más allá de su encaje bajo la primera rúbrica propuesta por los profesores Couceiro y Tasset, que este estudio «sociognoseológico» sobre las clases sociales pueda resultar de interés para profundizar en una de las problemáticas más afines a los intereses del homenajeado2. Como recuerda George Steiner, con meridiana claridad: «Dos grandes ramas “heréticas” nacieron del judaísmo mosaico y profético. La primera es el cristianismo, con su promesa de la venida del Reino de Dios, de la compensación por el sufrimiento injusto, del Juicio Final y de una eternidad de amor por medio del Hijo. El tiempo futuro del verbo aparece en casi todas las palabras de Jesús; para sus discípulos, él es la esperanza encarnada. La segunda rama, de nuevo esencialmente judía por sus teóricos y primeros defensores, es la del socialismo utópico y especialmente la del marxismo. En éste, la pretensión de transcendencia se hace inmanente; se afirma que el reino de justicia e igualdad, de paz y prosperidad, pertenece a este mundo»3. No cito a George Steiner por vana erudición, sino para enmarcar el pensamiento de Sergio Vences, doblemente herético por su doble formación católica y marxista, que le obliga a entender el pontificado de Woytila (sic) y la política monetarista del Vaticano como una traición al mensaje de Jesucristo, interpretado en la línea de su caro y muy estudiado teólogo alemán Dietrich Bonhöffer4. Que la filosofía de la historia de Sergio Vences es “mesiánica” y cuasiteológica más que marxista, se manifiesta con meridiana claridad en la parte IV de su último libro, titulada “del tiempo y sus laderas”, en la que, por cierto, sin necesidad de citar a Bergson, combina su visión “vitalista” del tiempo a través de tres metáforas orgánicas (de la vegetación, del ciclo vital y de las estaciones) con la más kantiana e ilustrada del calendario o del reloj, jalonada por cuatro fechas significativas de estructura cíclica: 1789, 1917, 1978, 1991. La efemérides religiosa (la entronización del retrógrado Woytila) tiene para Vences un claro significado ideológico: «Allá, en el Vaticano, lejos de Jesucristo, se asentó un hechicero, polaco y algo torvo. Lanzó a los cuatro vientos un mensaje tan clueco Como el altar y el trono. … Y empezaron, de nuevo, las antiguas Cruzadas. Ya no eran sarracenos, ni fementidos moros. Fue la cruzada cósmica contra los pobres pobres,
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Contra los explotados, contra los pobres todos. … Doblaron las campanas. Y los bancos bailaron. Afilaron sus armas los militares torvos. Aguzaron sus dientes los empresarios ávidos. Y lloran, sin consuelo, las dalias y los olmos»5.
Como un Amós de nuestro tiempo, Sergio Vences anatematiza el presente en sus variadas manifestaciones: la riqueza egoísta de «empresarios que engordan y relucen», la opresión social de los «contratos por un día», la mutilación social de los «jóvenes inyectándose» o de los «niños prostituidos… o batidos en el yunque del trabajo feroz» o de muchachas «desfloradas, convertidas en putas insalubres» a causa de la falta de horizontes: «nadie mira al futuro». Para Vences, el «mohoso» fin de siglo XX es también la hoguera de las vanidades en la que se consume toda seguridad teológica y filosófica, toda esperanza de futuro político-materialista sin «ningún vislumbre de cambio en lontananza», pues, por un lado, el presente carece de «sueños y utopías», mientras el futuro que se atisba es «imperfecto». Por eso, mientras: «Los sindicatos callan. La izquierda aderechada está a la lumbre De una prebenda mísera, de un centro imaginario, Inspiración fatídica de algún adusto numen»6. «Será siempre imperfecto el próximo futuro: pues seguirán los clérigos bendiciendo las armas y seguirá habiendo cuarteles y tugurios, y seguirá habiendo dos clases de personas, los pobres y los ricos, en este aciago mundo»7.
Desde esta perspectiva, sin embargo, el «futuro perfecto» se dibuja, para Vences, de forma muy genérica, como la mera «contrafigura» del presente, como la desaparición de «las armas y las guerras, la cárcel y el obús» y la aparición de una hermandad universal, donde ya no hay «ni ricos ni pobres, ni norte ni sur»8. Es cierto que Sergio Vences no comete el error de añorar conservadoramente el pasado, ni apela con añoranza a ningún «paraíso perdido». Ni siquiera hay para él comunismo primitivo, pues el pretérito imperfecto estaba poblado «de esclavos, de siervos indigentes, proletarios del hampa, mendigos, harapientos, explotados, emigrantes sin patria y sin bandurrias». Parecería que sólo hubo dos momentos de esperanza en la historia, simbolizada en dos canciones: la «altiva Marsellesa del alba» y «la Internacional, rotunda como el bronce». Eclipsados estos dos destellos recientes (¿sólo nos queda la música el arte, la poesía como un «arma cargada de futuro»?), Sergio Vences parece preso de un pesimismo irredento, si exceptuamos el poema final en el que combina el argumento kantiano de la paz universal con la tesis hegeliana del fin de la historia. Ahora bien, la conclusión de esta filosofía de la historia por lo que respecta a la tesis de la «lucha de clases como motor de la historia» resulta paradójica.
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Pues, por más que la derechización de los sindicatos y la compra de voluntades haya amortiguado la lucha de clases, según Vences no la habría hecho desaparecer. Pero si el «futuro perfecto» no consiste en otra cosa que en el enunciado irenista de que seamos «todos hermanos, gozando de una eterna juventud», resulta que la utopía que podría movilizar tal lucha no consistiría en otra cosa que en la realización de lo que ya nos vende Fukuyama como conseguido por el Imperio Norteamericano y Occidente mediante la ideología democrática del «fin de la historia», que Vences tanto detesta. ¿Cómo lamentar, entonces, que haya desaparecido la lucha de clases? ¿Desde qué lógica filosófica puede prevalecer tal pasión por la lucha, como no sea desde un mesianismo irracional para el que «somos criaturas con una gran sed, obligados a volver al hogar, a un sitio que nunca hemos conocido», como dice Steiner? ¿Y si la «lucha de clases», lejos de explicar el nacimiento y la arquitectura de la realidad social, no hubiese sido más que un lujo más del capitalismo que ni siquiera sobrevive como una fábula de la razón?
2. Problemas dobles y además siameses ¿Es el discurso sobre las clases sociales una mera moda terminológica que se ha vuelto obsoleta tras la caída de la URSS? ¿O acaso la teoría de las clases sociales ha tenido que ser revisada y corregida, ya antes, a la luz de las nuevas evidencias empíricas surgidas tras las transformaciones provocadas por las revoluciones industriales, como venían predicando los profetas de la «sociedad postindustrial»? Si ya es problemático utilizar hoy la expresión «clases sociales», a pesar de y precisamente por ser una de las más añejas en Sociología, la problematicidad es necesariamente doble, si tomamos dichas clases como grupos relevantes para la Historia de la Filosofía, la Wissenssoziologie y la politología, disciplinas para las que las clases sociales son relevantes gnoseológicamente, en tanto que «sedes de conocimiento», o de ideologías específicas capaces de guiar las conductas prácticas. ¿O acaso alguien cree que la tesis tecnocrática de la “muerte de las ideologías” es algo más que una tapadera ideológica? Desde esta perspectiva, considerar las clases sociales como una «realidad», además de como una «categoría estadística», parece una redundancia superflua, más que una tautología analítica. Si mantengo, y me empecino retóricamente en el uso redundante de la duplicidad, es para advertir desde el principio que aquí avanzamos por tierra de siameses, de modo que los problemas que enunciamos son siempre dobles, y para más inri tan parecidos entre sí que resulta fácil confundirlos. Podría utilizar la metáfora óptica del juego de espejos, para facilitar el trabajo gnoseológico a los partidarios de la “teoría del reflejo”, siempre a la caza de fantasmas especulativos, pero me lo ha desaconsejado la perspectiva constructivista, por la que desde el principio opto gnoseológicamente. El constructivismo que voy a practicar aquí, no obstante, es «clásico» (es decir, que
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«tiene clase», originalidad y distinción, vamos, que no está «clonado») y, por lo tanto (si no utiliza sofisticadas tecnologías de ingeniería genética) es «natural» o, dicho de otro modo, los problemas siameses con los que trato de lidiar son fruto tanto de la realidad social misma como de la disciplina académica, en cuyo circo trabaja. En realidad, el constructivismo nos ilustra que, por un lado, en el mundo de la vida funcionan y se manifiestan las clases sociales en toda suerte de actividades individuales e institucionales, desde la cuna a las pompas funerarias, como bien percibe Sergio Vences en su obra poética, pero, al mismo tiempo, que el concepto mismo de «clase social» es un artilugio reduccionista mediante el cual los sociólogos han tratado de explicar los nexos que vinculan toda esa multiforme variedad de manifestaciones a un supuesto fundamento estructural económico. Pero dejemos las justificaciones y vayamos a los granos. Cuando analizamos el caso de las clases sociales, desde el punto de vista de la sociología del conocimiento y de la filosofía de la historia como sedes del conocimiento para calibrar lo que queda de ellas tras la caída de la URSS, ambas construcciones (la real y la estilizada) deben ser consideradas simultáneamente. Esta duplicidad se desdobla, a su vez, en dos problemas siameses muy difíciles de deslindar uno de otro. Me refiero, en primer lugar, al problema de la relación entre determinadas clases sociales (precisamente las que, en su fase ascendente, alcanzan importancia histórica, porque ellas mismas son mundos sociales enteros) y la sociedad global de la que forman parte, que impide tomar el concepto de «clase social» separada o analíticamente, como si se tratase de un grupo particular específico (al estilo de la familia, el clan, la aldea, la fábrica, el partido político, la iglesia, el sindicato, etc.), distinto de la formación social en la que se encarna. Georges Gurvitch (el mismo dialéctico francés que reclamaba el duunvirato de la Historia y la Sociología como cabeceras de la reflexión científica para las Ciencias Humanas, acierta a señalar esta diferencia mediante una distinción “intrasociológica” entre «grupos humanos estructurables» y «grupos estructurados», lo que le permite escamotear, por mor de la generalización del concepto de «grupo», ese problema siamés que le nace siempre al concepto de «clase social» y que no es otro que el de la «estructura de clases»9. A estas alturas, hasta los analíticos admiten (los marxistas, por supuesto, porque los otros pertenecen a una clase que ya ni usa el término «clase» en sentido lógico, una vez olvidado el ateo Bertrand Russell en favor del mojigato Wittgenstein) que no es posible definir el concepto de «clase» aisladamente sin «clarificar las presiones y límites que la estructura de clases ejerce e impone, en diferentes contextos, sobre la formación, conciencia y acción de clase y, en términos más generales, sobre diversos dominios de la conciencia y acción social»10 . Pero el problema de la «estructura de clase» no concierne sólo a la delimitación del explanandum del concepto mismo de clase, ni siquiera a la lógica orga-
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nizadora del esquema estructural (sea bipolar, derivacionista o multiaxial), sino que remite de forma necesaria a esa dimensión histórica o diacrónica que obliga a sindicar ambos problemas siameses en el seno materno del materialismo histórico, pues, aun cuando Marx no inventó ni descubrió la existencia de las clases sociales, fue en la placenta de El Capital donde se tejieron estructuras de correlación entre las relaciones de propiedad, las relaciones de producción y las relaciones de distribución suficientemente complejas como para obligar a un tratamiento estructural de este primer problema. También esta condición de matriz generadora que tiene el materialismo histórico respecto al problema siamés de las clases sociales suele reconocerse habitualmente, máxime si tenemos en cuenta que la única reelaboración crítica del mismo que sigue ocupando la pista central del circo académico es la de Erik Olin Wrght, el marxista analítico que ha vuelto a resucitar contra la tradición weberiana más politicista, el nexo entre relaciones de propiedad y explotación para poder entender el funcionamiento de las sociedades capitalista desarrolladas, dotadas ya de Estado de Bienestar11. Por esta vía, por mucho que les repugne el historicismo, nos vemos obligados a regresar al claustro materno marxista si queremos descubrir la estirpe de esta primera pareja de siameses. En segundo lugar, desde la perspectiva de la Filosofía y de la Wissenssoziologie, tropezamos con el problema de los contenidos cognitivos específicos asociables a la clase social, que siempre viene acompañado del problema siamés de la ideología. Ambos problemas, vistos desde la realidad ontológica de la economía, agradecen una ubicación superestructural, lo que parece contradecir, no ya el determinismo tecnológico, sino la simple consideración del conocimiento científico-tecnológico como fuerza productiva del sistema burgués de producción, salvo que estemos dispuestos, de entrada, a convertir la crítica ideológica en la única disciplina gnoseológicamente relevante en este contexto. El asunto de los contenidos específicos, no ideológicos, asociables a clases sociales se ha convertido hoy en un problema insoslayable, no ya sólo para la sociología del conocimiento, sino para cualquier reubicación del materialismo histórico en la era de la globalización, por no decir para una reinterpretación de los nexos entre ciencia, tecnología y sociedad industrial (incluyendo los propugnados por la llamada CTS), sobre todo después de la caída de la URSS, que muchos mertonianos imputan precisamente a su retraso cognitivo o al excesivo control de los aparatos ideológicos sobre la producción científica misma. Y es que, dada la importancia que el conocimiento científico tecnológico ha adquirido en las actuales sociedades desarrolladas, que muchos están dispuestos a bautizar como «postindustriales», «postmodernas» o, positivamente, como «sociedades tecnológicas», «del conocimiento» o «de la información», en buena lógica “determinista”, algo tendrá que ver la pérdida de la carrera tecnológica con la pérdida de una “guerra fría” que nunca se libró directamente. Otra vez, se nos revela el juego de los siameses en la dificultad de discernir si, cuando hablamos de la sociedad globalizada de la información, estamos describiendo algo o realizando
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una operación ideológica de construcción, cuyos efectos, sin embargo, no son menos reales que los artilugios virtuales de los que cuelga. Este segundo problema atañe, a su vez, de lleno, a las distintas categorizaciones marxistas sobre las clases sociales, puesto que todo tratamiento relacionado con la determinación social de la conciencia (sea pan-ideologicista o no) debe comenzar dilucidando si bastan los criterios puramente económicos para determinar y localizar las clases sociales (como si se tratase de una cuestión mecánica, estructural) o si es justamente esa referencia a lo que Lukács llamaba «consciencia de clase»12 aquello que permite dar significado histórico-práctico, pero también contenido sociológico y operatividad, a la propia noción de clase social en tanto que sede de conocimiento. Haremos, pues, una segunda cala historicista en las categorizaciones de Luckács para observar el desarrollo de esta segunda pareja de siameses. No se crea, sin embargo, que, haciendo un corte dialéctico en los felices veinte, estamos inflando con erudición un simple problema filosófico de clasificación. Porque no basta en este trance deslindar ambos problemas, considerando que el primero, el de la estructura de las clases existentes en una sociedad, es básicamente ontológico, en tanto referido a la realidad en sí, sea ésta lo que fuere al margen de nuestro conocimiento de la misma, mientras el segundo, el del vínculo entre contenidos cognoscitivos e ideologías con las clases sociales, debería ubicarse en un plano más bien gnoseológico. La génesis histórica de este doble plano filosófico, como se sabe, forma parte del mismo juego, pues ha quedado terriblemente obscurecida en el mundo moderno por la escisión a un tiempo cognitiva (académica) e institucional (práctica) de una doble cultura, la humana o humanista (Filosofía, Humanidades y Ciencias Sociales) más intelectual, especulativa o teórica (superestructural), por un lado, y la científica o naturalista (Ciencias Naturales), mucho más práctica, aplicada o tecnológica, por otro, de modo que en sociología del conocimiento, es ya tópico considerar esta dualidad más como resultado de la laicización y emancipación de la racionalidad humana que como un a priori clasificatorio que se tome de punto de partida para tratar el problema del conocimiento. Ya en 1957 advertía Ralph Dahrendorf que, mientras la lógica de clases no provocaba pasiones y la biología se permitía el lujo de «clasificar» impunemente, los sociólogos utilizaban las diversas teorías de las clases «como sustitutivo académico para una verdadera pugna de convicciones políticas»13. De esta conflictiva escisión no son responsables, ciertamente, Lipset, ni Bendix , ni cualquiera de los sociólogos (marxistas y no marxistas) que, en la década de los sesenta, convirtieron el conflicto de clases en el rey del baile de la disciplina, y cuyos planteamientos y estratificaciones han producido tanto empleo investigador a un gremio en expansión14. En la década de los sesenta, en efecto, se produjo aquella reacción antiproductivista y antiautoritaria, que intentó desplazar el
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concepto de “clase” por estratificaciones estadísticas más precisas y normalizadoras, que puso el énfasis en la abundancia de “clasemedieros”, distribuidos irregularmente en distintas geografías y entramados socioculturales, y que acabó diluyendo los nítidos trazos con que la propiedad de los medios de producción marcaba el borde conceptual de las clases. Cómplices y testigos de esta disolución conceptual, sin embargo, que les llevó a poner en primer término la dialéctica entre “orden” y “conflicto”, los sociólogos se vieron desbordados por aquella plaga económica de los años setenta, la estanflación, que acabó desplazando la frontera del conflicto de la “propiedad” al propio “trabajo” entendido, no como castigo bíblico, ni como realización personal, sino simplemente como “curro” o “empleo”. El propio Dahrendorf, en la Alemania que conoció Sergio Vences, mostraba su perplejidad al tener que explicar el conflicto social de índole económica más allá de las clases: «El elevado porcentaje de paro en pleno crecimiento económico plantea cuestiones de desarrollo económico, de historia del trabajo y de ciudadanía». La paradoja era obvia para aquellas clases medias recién enriquecidas, cuyo bienestar hedonista se veía amenazado por un trasfondo económico sobre el que no poseían control alguno. Puesto que “nadie” parecía controlar la economía real, la amenaza de un «desempleo duradero y resistente» se convertía ahora en un problema irresoluble ligado al surgimiento de una nueva «subclase social» de parados que tiraba la lucha de clases por el sumidero de la historia: «Desde el momento en que el acceso a los mercados y, por tanto, a las provisiones, depende del empleo, el desempleo significa que se niega el acceso a los mismos, y esto es cierto incluso en el caso de que la gente pueda vivir del subsidio de paro»15, rezongaba Dahrendorf cuando Sergio Vences trabajaba como redactor y traductor de Radio Nacional de Alemania para el Exterior. Esta historia reciente que, vista a distancia, cobra cada vez más el aspecto de un «círculo vicioso», bien merece un regreso a una perspectiva histórica más amplia, una vuelta a la génesis conceptual que nos permita ver in status nascendi a las parejas de siameses que hoy nos desconciertan tanto. Cuenta Sergio Vences que, cuando marchó como Lector de español en 1969 a la Universidad de Colonia, había escrito ya un libro de versos: “La voz y el caminante”, y que tenía más preguntas que respuestas filosóficas. Por aquella época, los investigadores internacionales sobre estructura, conciencia y biografía de las clases sociales, ya habían comenzado a modificar tanto las preguntas como el aparato conceptual. «Lo que apenas ha cambiado, al parecer, —dice su amigo, Alfonso Rodríguez Penas— es la realidad social que le incita a poetizar».
3. La pregunta interrumpida El nexo posible entre las clases sociales y las formas de conocimiento que le son propias tuvo un parto complicado. Tal vez por eso, una cierta inmadurez en
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la gestación individual del conocimiento, unida al compromiso burgués con un pensamiento constitutivamente rígido y dicotómico del pensador más eminente de la burguesía ilustrada, Inmanuel Kant, sean los responsables de la duplicación del mismo in status nascendi. Kant será, como se sabe y Gustavo Bueno nos recuerda incesantemente acusándole al mismo tiempo de «positivista gnoseológico» y «escolástico de la razón», quien consagre la división moderna entre las Ideas de «Ciencia» y de «Cultura», entre naturaleza y humanidad, sin que la pretendida unificación de Hegel haya podido remediarlo, pues en él (en Hegel) Naturaleza e Historia se convierten en objetos del pensamiento y, para conocerlas como tales, no se requiere ni la ciencia, ni la historia, ni la realidad que las funda, sino sólo la filosofía de la ciencia y la filosofía de la historia, lo que obligará a que Marx practique permanentemente el famoso Umstülpung, la célebre «vuelta al revés» o antítesis del método hegeliano, que permitiría entender cómo las ideas o lo ideal, lejos de ser «el demiurgo de lo real …, no es, por el contrario, más que lo material traducido y traspuesto a la cabeza del hombre»16. Sólo que el Umstülpung, enunciado en el Postfacio a la segunda edición de El capital, no es, como ha mostrado también Gustavo Bueno en su análisis sobre las relaciones entre los Grundrisse de Marx y el Espíritu Objetivo de Hegel, una mera fórmula retórica, sino una auténtica operación ontológica, pues al tiempo que niega el idealismo hegeliano, realiza una recuperación irónica de su dialéctica frente a quienes consideraban a Hegel como perro muerto, que son los mismos que leían El capital como un simple ejercicio de análisis económico positivo: «El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer, de un modo amplio y consciente, sus formas generales del movimiento -dice MarxLo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional»17. Si seguimos leyendo hasta el final, sin embargo, oiremos, además, la razón por la que Marx considera que esta dialéctica invertida no es sólo un método de investigación, sino que tiene efectos prácticos por sí misma. «Reducida a su forma racional, provoca la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada»18. Ahora bien, el doble problema de considerar a las clases sociales como sedes sociales de conocimiento tropieza, ya en Marx, desde el principio, con una dificultad añadida, y es que su obra capital se interrumpe justa y bruscamente (capítulo LII de la Tercera Parte, destinada a revelarnos «El proceso de la producción
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capitalista, en su conjunto») en el mismo momento en que iba a iniciarse la respuesta a la pregunta principal acerca de la naturaleza misma de las clases sociales. Es necesario volver, una vez más, a recordar ese brevísimo capítulo interruptus, que tan dramáticamente ha marcado la posterior evolución de la teoría marxista y la práctica del proletariado, que hoy se deja sentir con especial virulencia porque ya no es Hegel el que ha devenido «perro muerto», sino el propio Marx y con él la clase proletaria, categorizada por él insuficientemente en el momento mismo de su definición: «Los propietarios de simple fuerza de trabajo, los propietarios de capital y los propietarios de tierras, cuyas respectivas fuentes de ingresos son el salario, la ganancia y la renta del suelo, es decir, los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes, forman las tres grandes clases de la sociedad moderna, basada en el régimen capitalista de producción»19. No es un lapsus. Marx, en efecto, habla de tres clases sociales, porque tres son las partes en las que se distribuye el producto anual del específico, histórico y transitorio modo de producción capitalista, a saber: el salario, la ganancia y la renta del suelo, y, sobre todo, porque esas tres formas distintas de rentas se corresponden con las tres funciones diferenciadas que cumplen en el sistema los distintos agentes sociales. Ciertamente, desde una perspectiva dialéctica, se podría ver la propiedad territorial como un residuo o pervivencia del antiguo régimen y considerar el capital como la antítesis que acabará destruyéndola, pero in medias res (en tiempos de Marx y ahora todavía) la propiedad territorial seguía siendo un título legítimo en el proceso de distribución. Pero lo que Marx reivindica es que tal dialéctica es la responsable precisamente de la nueva forma que la propiedad inmobiliaria reviste en el régimen capitalista: «En cuanto a la renta del suelo —había explicado Marx justamente en el capítulo anterior, LI— , podría pensarse que es una simple forma de distribución porque la propiedad inmobiliaria como tal no ejerce ninguna función, o no ejerce por lo menos ninguna función normal, en el proceso mismo de producción. Pero el hecho de que primero, la renta del suelo se limite al remanente sobre la ganancia media y segundo, el terrateniente se vea rebajado por el dirigente y gobernante del proceso de producción y de todo el proceso de la vida social al papel de simple arrendador de la tierra, de usurero de ésta y de mero perceptor de rentas, constituye un resultado histórico específico de la producción capitalista. Una premisa histórica de este régimen de producción es el hecho de que la tierra haya adoptado la forma de propiedad inmobiliaria. El hecho de que la propiedad territorial revista formas que consienten el régimen capitalista de explotación de la agricultura constituye un producto de carácter específico de este tipo de producción. Puede ocurrir que lo que el terrateniente percibe en otros tipos de sociedad se llame también renta, pero difiere sustancialmente de la renta característica de este sistema de producción»20.
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La tesis de la correspondencia biunívoca entre relaciones de producción y relaciones de distribución obliga a Marx a justificar su teoría tripartita de las clases incoada en el capítulo LII. «Ya hemos visto —reitera allí— que es tendencia constante y ley de desarrollo del régimen capitalista de producción el establecer un divorcio cada vez más profundo entre los medios de producción y el trabajo y el ir concentrando los medios de producción desperdigados en grupos cada vez mayores; es decir, el convertir el trabajo en trabajo asalariado y los medios de producción en capital. Y a esta tendencia corresponde, de otra parte, el divorcio de la propiedad territorial para formar una potencia aparte frente al capital y al trabajo, o sea, la transformación de toda la propiedad del suelo para adoptar la forma de propiedad territorial que corresponde al régimen capitalista de producción»21. Doble divorcio, pues, y, por tanto, doble dialéctica. Ahora bien, esta segunda dialéctica de enfrentamiento entre propiedad territorial (por un lado) y capital y trabajo (por otro) que muchos marxistas doctrinarios han tendido a olvidar, enfrascados en manifiestos y catecismos, y que en nuestra época ha cobrado especial virulencia a propósito del inacabado debate sobre la diversidad biológica, los derechos territoriales de los pueblos indígenas y la política internacional ambiental, es justamente la que antecede a esa pregunta que Marx formuló, pero que no llegó nunca a responder. Reproduzco el texto: «El problema que inmediatamente se plantea es éste: ¿qué es una clase? La contestación a esta pregunta se desprende en seguida de la que demos a esta otra: ¿qué es lo que convierte a los obreros asalariados, a los capitalistas y a los terratenientes en factores de las tres grandes clases sociales?»22. Y es justamente en este punto cuando Marx parece titubear acerca del carácter decisivo de la economía. Las cosas serían meridianas si uno perteneciese a una clase social en función exclusivamente del origen de sus rentas. Pero la identidad de las rentas con las fuentes de renta es una relación aparente, por más que sea cierto que los individuos que forman estos tres grandes grupos sociales «viven respectivamente de un salario, de la ganancia o de la renta del suelo, es decir, de la explotación de su fuerza de trabajo, de su capital o de su propiedad territorial». Y es aparente tal identidad, porque por la misma regla de tres también «los médicos y los funcionarios, por ejemplo, formarían dos clases, pues pertenecen a dos grupos sociales distintos, cuyos componentes viven de rentas procedentes de la misma fuente en cada uno de ellos. Y lo mismo podría decirse del infinito desperdigamiento de intereses y posiciones en que la división del trabajo social separa tanto a los obreros como a los capitalistas y a los terratenientes, a estos últimos, por ejemplo, en propietarios de viñedos, propietarios de tierras de labor, propietarios de bosques, propietarios de minas, de pesquerías, etc.». (Y, al llegar aquí, escribe Frederick Engels, se interrumpe el manuscrito). Y así concluye El Capital abruptamente, sin decirnos qué es aquello que hace que los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes sean factores constituyentes de una clase social, pero no los médicos y los funcionarios.
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¿Cómo no va a inducir a la más severa perplejidad la caída del muro de Berlín, en aquellos fieles seguidores de un cierto comunismo doctrinario y catacumenal, que no se habían percatado de que los dogmas sobre los que se fundaba su credo no eran tales, sino una sarta de problemas abiertos que el propio fundador de la doctrina había planteado con tanta sagacidad como transparencia y honestidad, al menos para aquéllos que tuviesen la paciencia y la capacidad de leer íntegramente sus escritos científicos y no sólo sus panfletos?
4. «Omnis negatio, determinatio est» Cuando, a principios del siglo XX, el húngaro Georg Lukács retoma la pregunta de Marx para darle una respuesta ortodoxa y militante, desde lo que ya se denomina marxismo ortodoxo, hace una apelación a la idea de «conciencia de clase», que con el tiempo resultará terriblemente perturbadora. No es que Lukács ignore que «la esencia del marxismo científico consiste en el conocimiento de la independencia de las fuerzas realmente motoras de la historia respecto de la consciencia (psicológica) que tengan de ella los hombres». Su artículo sobre el tema comienza, precisamente, recordando aquel dictum de La Sagrada Familia de que no se trata de lo que se imagine el proletario particular, ni el proletariado entero, sino «de lo que es y de lo que históricamente se verá obligado a hacer por ese ser», porque el término consciencia no es aquí psicológico, sino hegeliano, ya que consiste, ni más ni menos, en «la reacción racionalmente adecuada que se atribuye de este modo a una determinada situación típica en el proceso de la producción. Esta consciencia no es, pues, ni la suma ni la media de lo que los individuos singulares que componen la clase piensan, sienten, etc. Y, sin embargo, la actuación históricamente significativa de la clase está determinada en última instancia por esa consciencia, y no por el pensamiento, etc., del individuo, y sólo puede reconocerse por esa consciencia»23. Pero, si la consciencia de clase no consiste en las ideas empírico-factuales, describibles y explicables psicológicamente, y si es verdad, como dice Engels, que nada ocurre «sin intención consciente, sin finalidad consciente», pero resulta que tales fines e intenciones no pueden cumplirse, ¿no será que toda consciencia, incluida la «consciencia de clase», es pura y llanamente «falsa consciencia»? Lukács reconoce, en efecto, que «la consciencia de clase es –considerada abstracta y formalmente- al mismo tiempo una inconsciencia, clasísticamente determinada, de la propia situación económica, histórica y social. («No lo saben, pero lo hacen» nos recuerda que decía Marx a propósito de Franklin). Esta situación se da como una determinada relación estructural, como una determinada relación formal que parece dominar todos los aspectos de la vida. Por eso la «falsedad», la «apariencia» contenida en esa situación no es nada arbitrario, sino expresión mental de la estructura económica objetiva». Así pues, para Lukács, la «consciencia de clase» no se identifica con ninguna facultad cogniti-
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va, y, por eso, para él resulta meridianamente claro que la consciencia de clase no se reduce al pensamiento de ningún individuo, por progresista que sea, ni tampoco se identifica con «el conocimiento científico»24 . En este orden de negaciones, habría que añadir, por si algún analítico despabilado se acuerda de Austin en este trance, que la «consciencia de clase» tampoco se ajusta al modelo formal de una consciencia performativa o realizativa, en razón de la función histórico-práctica que Lukács le atribuye, por la sencilla razón de que tal conciencia no está al alcance de cualquier hablante individual, sino sólo de aquellas clases que están llamadas a dominar el desarrollo histórico, porque sólo ellas están en condiciones de manejar la categoría de posibilidades objetivas, y sólo ellas están en condiciones objetivas de organizar la totalidad de la sociedad de acuerdo con sus intereses de clase. Hay que contextualizar el pensamiento de Lukács en su época y en su nicho ecológico. De la misma manera que Marx se había zafado del falso dilema entre la concepción puramente natural y racional de la economía clásica y una visión histórica irracional y sin sentido, tiranizada por fuerzas ciegas y encarnada a lo sumo en «espíritus nacionales» o en «grandes hombres», así también Lukács se ve capacitado para superar el dilema entre una ciencia marxista, heredada de la Segunda Internacional, que identifica la “ideología marxista” con la teoría científica del materialismo histórico y remeda la fantasía positivista de Comte y Spencer, por un lado, y los peligros del relativismo que asomaba su fea cabeza tras los sinuosos meandros de la filosofía burguesa de la cultura: de los Weber, de los Mannheim y demás caterva «irracionalista» contra los que más tarde escribirá ese fastuoso panfleto titulado: El asalto a la razón 25. ¿Cómo lo hace? Introduciendo dos categorías hegelianas: autorreflexión y totalidad. Mediante la categoría de la autorreflexión, empleada no subjetivamente, sino en la forma objetivista que adopta la noción de «consciencia de clase», Lukács demuestra la superioridad de la sociedad capitalista respecto a todas las formaciones sociales pre-capitalistas, porque «dicho hegelianamente: la economía no ha alcanzado tampoco objetivamente, en esas sociedades, el estadio del ser-para-sí, y por eso no es posible, en el seno de una tal sociedad, una posición a partir de la cual pueda hacerse consciente el fundamento económico de todas las relaciones sociales»26. Mediante la categoría de “totalidad”, Lukács se halla en condiciones de descalificar la posición de todas las clases sociales, estamentos, grupos, castas, etc., que en la historia han sido, por su incapacidad de concebir objetivamente y dominar la organización de la sociedad entera como un todo y proclamar, por ende, la superioridad del proletariado. En particular, analiza la necesaria parcialidad de la burguesía en la autopercepción del proceso económico que ella misma ha generado, precisamente porque intenta alcanzar una visión fría de la totalidad social, sin verse incluida ella misma como agente de esa totalidad.
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«Sin duda, la burguesía actúa como clase en el proceso económico objetivo de la sociedad, pero no puede tomar consciencia del desarrollo de ese proceso, ejecutado por ella misma, más que como de un proceso externo a ella, de leyes objetivas que se realizan en ella. El pensamiento burgués considera siempre y por necesidad esencial, la vida económica desde el punto de vista del capitalista individual y de la «ley natural» omnipotente e impersonal que mueve todo lo social y lo produce espontáneamente. De ello se sigue no sólo la contradicción entre los intereses individuales y los de clase en casos conflictivos, sino también la imposibilidad de principio de dominar teorética y prácticamente los problemas dimanantes del desarrollo de la producción capitalista»27. Así se verifica lo que Marx constata en El Capital, a saber, que «el verdadero obstáculo a la producción capitalista es el capital mismo», que la burguesía cava su propia fosa, y que, si la clase capitalista reconociese conscientemente este hecho, debería autodisolverse ipso facto, es decir, hacerse el hara-kiri. Por irónico e irreal que suene el diagnóstico de Lukács, en estos comienzos del siglo XXI, cuando el discurso sobre las clases sociales ha dejado de oírse y la idea de la lucha de clases como motor de la historia parece irremediablemente desprestigiada, es preciso recordar su tesis de que el proletariado es una clase «universal» en potencia, la única que lleva en su seno el potencial de emancipación de toda la humanidad, porque, al margen del diagnóstico (que él mismo no hizo sin toda suerte de precauciones y reservas), su parte argumentativa sigue siendo interesante para esta época de globalización que nos ha tocado vivir. Desde el punto de vista, no ya de la sociología del conocimiento, sino desde la propia historia de la filosofía posthegeliana, el vínculo que establece Lukács entre clase y conocimiento no es otro que el del interés de quien toma parte en el proceso y puede utilizar en consecuencia ese conocimiento políticamente. Ningún conocimiento es inocente o desinteresado, por más que los intereses de los grupos, estratos, estamentos o clases sociales sean parciales y particulares. La tesis de Lukács es que, si esos intereses no pasan en algún momento de lo particular a lo general, están condenados a fracasar. De acuerdo con la ortodoxia marxista del momento, para Lukács, «la burguesía y el proletariado son las únicas clases puras de la sociedad burguesa, esto es: ellas son las únicas cuya existencia y cuyo desarrollo se basan exclusivamente» en un análisis preciso del sistema capitalista. Ahora bien, puesto que sólo la negación del conocimiento ilusorio que tiene de sí misma la burguesía, como hemos visto, tiene la virtualidad de generalizarse, sólo el conocimiento verdadero del desarrollo histórico que tiene el proletariado está en condiciones de alcanzar la superación del propio antagonismo de las clases, superación que conduce, por el mecanismo hegeliano de la negación de la negación, a una sociedad sin clases, que es, al mismo tiempo, la disolución del proletariado, la clase que no es clase. Pero el interés por la emancipación del proletariado y la solución habilitada a través de la «totalización», contrafigura del «nihilismo» que más tarde atribuiría
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a la burguesía, románticamente aliada con el nacionalsocialismo de Hítler, estaba ocultando, para la generación del propio Luckács, el problema mismo del vínculo entre clase y conocimiento, proporcionando una respuesta ideológica que pasaba de puntillas por encima de las propias condiciones materiales de existencia. No es difícil observar el mismo movimiento en la poética de Sergio Vences, cuando estiliza las contraposiciones de manera irreconciliable, sean cuales sean los cambios producidos. La pasión por la revolución bolchevique parecía eclipsar la tesis marxista de que «la industria y el comercio burgueses van creando esas condiciones materiales de un nuevo mundo, del mismo modo como las revoluciones geológicas crearon la superficie de la tierra. Y sólo cuando una gran revolución social se apropie de las conquistas de la época burguesa, el mercado mundial y las modernas fuerzas productivas, sometiéndolos al control común de los pueblos más avanzados, sólo entonces el progreso humano habrá dejado de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado»28. No se trata de considerar al positivismo, reinante en el ámbito capitalista, como más certero en sus apreciaciones que la tradición hegeliana que se debatía entre el historicismo y la fenomenología emergente, sobre todo si recordamos que estamos en el momento mismo de fundación de la propia Wissenssoziologie de la mano, no ya de aquel prestidigitador de esencias que fundó la disciplina como nueva ancilla philosophiae, Max Scheler, sino también de su conspicuo promotor dialéctico, compañero de fatigas juveniles, en la Praga del propio Lukács, aficionado a buscar las raíces prácticas, económicas y políticas de las ideas filosóficas, en quienes muchos veían un auténtico «Marx burgués», Kart Mannheim. ¿Por qué tal inflación de académicos marxistas alemanes en la primera mitad del siglo XX? Testigo y actor del mismo drama intelectual, Max Horkheimer acuñó, en 1937, el término «teoría crítica» para referirse también a la fundamentación cognoscitiva de un proyecto emancipatorio coordinado con el movimiento obrero29. Estos académicos alemanes pertenecían a la misma generación de «marxistas occidentales» que, como Lukács, Korch, Adorno, Gramsci o el propio Mannheim, reivindicaban un sustrato teórico para vincular conocimiento y clase social, capaz de interpretar los fenómenos emergentes sin reducirlos a mecánicos nexos económicos deterministas. Ambas pretensiones –la articulación con movimientos emancipatorios y la explicación no economicista– condujeron también a Horkheimer y a su amigo Adorno a volver, reiteradamente, sobre los textos de Marx, planteando la centralidad de fragmentos desconsiderados o, incluso, proponiendo arriesgadas relecturas, no siempre bien recibidas por el movimiento obrero y sus organizaciones. No voy a entrar aquí en la polémica «practicista» que imputa el deterioro de la revolución y los fracasos de la izquierda a un exceso de pensamiento o de teoría dialéctica. En este texto he tratado de mantener abierta la brecha entre
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teoría y praxis, aludiendo precisamente al vínculo entre clase social y conocimiento que plantea, en la práctica, las paradojas de la autorreferencia, reconózcanse o no. Y es que no es posible escapar, en un mundo fracturado, no ya entre Este y Oeste, sino entre Norte y Sur, al enjuiciamiento moral de nuestro consumo conspicuo y cómplice o de las guerras emprendidas para satisfacerlo, mediante el recurso trascendental al De nobis ipsis silemus kantiano, burgués al fin y a la postre. La caída del muro de Berlín ha hecho evidente qué hipócrita e injusto era aquel menosprecio sesentayochista por la teoría que se amparaba en una sentencia del propio Marx, la famosa Tesis XI Sobre Feuerbach: «Los filósofos sólo han interpretado de manera diferente el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo»30 . En realidad, fue Engels, el mismo que dio carpetazo al texto interrumpido del Capítulo LII de la IIIª. parte de El Capital, quien publicó, en 1888, esta versión de una anotación de 1845 de Marx «ad Feuerbach», en la que no aparecía la adversativa, ni el subrayado: «Los filósofos sólo han interpretado de manera diferente el mundo, de lo que se trata es de transformarlo»31. No debe olvidarse esta contextualización, porque el esfuerzo horkheimeriano de proponer como Teoría Crítica una interpretación novedosa de la obra de Marx, no sólo pretendía desmarcarse de la ortodoxia engelsiana, sino también dar cuenta del fenómeno de la globalización (o mundialización), articulando una nueva propuesta acerca de los vínculos entre conocimientos y movimientos emancipatorios de clase, capaz de eludir la reducción economicista. Sobre este fondo puede verse a Sergio Vences más en la línea de Lukács que en la de los franckfurtianos, pues éstos tratan de desmarcarse del dogmatismo imperante en la revolución bolchevique triunfante, no menos que del capitalismo, por más que sus esfuerzos se centren en mostrar, a través de la Dialéctica Negativa (adorniana), las contradicciones internas del sistema capitalista. Conviene recordar, no obstante, la insistencia de todos los jóvenes marxistas del primer tercio del siglo XX en recuperar el término «contribución» en los títulos de las propias obras de Marx. Para ellos significaba que la propuesta marxista era incompleta y que cabía la posibilidad de aportar a la misma algo más que una mera toma de conciencia. Con ello, sin embargo, se estaba abriendo la espita del temido “revisionismo”, que la paulatina edición no dogmática de los manuscritos preparatorios de El capital ha venido a profundizar y cuyo último exponente es el filósofo argentino de la liberación, E. Dussel32, cuya formación teológica y alemana tanto le aproxima generacionalmente a Sergio Vences. Cada generación de marxistas, pues, parece ir cristalizando su propia percepción del marxismo a través de una suerte de negación de las ortodoxias vigentes en la generación anterior. Esta dinámica ha permitido a Gustavo Bueno, recientemente, distinguir hasta siete variedades de “izquierda” (lo que sin duda constituye un buen esfuerzo clasificatorio que no se ve compensado por un es-
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fuerzo similar referido a las derechas), ninguna de las cuales, sin embargo, permite encuadrar íntegramente el caso de Sergio Vences. En cualquier caso, en historia de la filosofía, el estudio y comentario del método de trabajo de Marx ha conducido a identificar mediante sucesivas negaciones la forma lógica de El Capital. Dejando de lado la clásica contribución de Zeleny, una de las últimas formulaciones filosóficas en esta línea aparece en una tesis doctoral de la Universidad de Valencia, que sostiene, de forma algo monótona, que la tesis de El capital de Marx representa la coacción (o heteronomía) del tiempo como el procedimiento de (auto)generación del valor33. Se trata, sin duda, de una lectura que se realiza en una época en la que las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad industrial no sólo se ha convertido en objeto de estudio, sino que constituye el propio marco gnoseológico para la investigación universitaria. Otra vez los problemas son, además de dobles ņontológicos y gnoseológicosņ, siameses (afectan al temple tanto como al pensamiento). En las coordenadas de Vences, en efecto, las clases se dibujan ontológicamente en un horizonte leninista, mientras gnoseológicamente su posición bascula entre un izquierdismo humanista (no ajeno a la tradición católica, en la que se formó) y un izquierdismo trostkista, que hace un guiño cómplice, más que a Rorty, al compromiso cultural de los artistas y poetas que perdieron la guerra civil, Chile, Nicaragua, etc. (Alberti, Neruda, etc.). No es mal diagnóstico, en este sentido, el que hace Gustavo Bueno al respecto: «En el marxismo, la ambigüedad de significados que pueda adquirir el término izquierda se debe a la doble perspectiva que se produce según que se consideren las cosas «después de la revolución» o «antes de la revolución»; porque la Nación política aparece subordinada a la lucha de clases. Y las posiciones de Lenin toman su origen en el marxismo, que tendió siempre a ver la distinción izquierda/derecha como una distinción surgida de la revolución democrático-burguesa y, por tanto, como una distinción circunscrita a las relaciones entre la burguesía y el proletariado, en el contexto del Estado-nación»34. Más allá del planteamiento de G. Bueno en este libro, que yerra al hipostatizar la Derecha como una sustancia inmóvil, es posible ciertamente reexponer la doctrina marxista desde la complejidad y la autoorganización social de la especie humana, como un proceso dialéctico, alguna de cuyas primeras fases (como el ciclo mercancía-dinero-m’-d’) aparecen descritas en El capital. Pero no sólo cabe esta reinterpretación, que podría tildarse de metafísica por aquéllos que no la comparten. Desde una perspectiva no menos dialéctica cabe sospechar un pluralismo constitutivo en la propia noción de clase social que conduciría a poner en entredicho tanto los mecanismos monótonos de producción, como los monoteísmos teológicos que aspiran a la disolución de las clases sociales, en esa clase que no es clase, sino sólo negación de toda determinación de clase, la clase imposible, el proletariado, desde el que se puede criticar toda
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formación social a condición de que ella misma no se convierta en una formación social, sea partidista o sindicalista. Esta apertura trascendental de la conciencia es, sin duda, una tentación muy filosófica, pues aunque toda negación sea una determinación, en ninguna parte está escrito a priori cuántas determinaciones son necesarias para definir una clase social. De hecho, de los 18 rasgos que Marx utilizó para definir al proletariado de su época, tras la caída de los índices de natalidad en las sociedades opulentas sólo parece quedar como rasgo distintivo de clase trabajadora el muy tautológico de “trabajo asalariado”. Quizá este argumento pueda ayudarnos a ir cerrando (aunque sea en falso) el argumento inconcluso de este homenaje a Sergio Vences que consiste en reflexionar acerca de las clases sociales, que, para él, existen igual que las meigas, pero que, tal vez, una enseñanza cada vez más generalizada, más cientifico-técnica, más universal y, por tanto, más interclasista ha venido a diluir en su papel de “sedes específicas de conocimiento”.
5. Diagnóstico sobre el pesimista desconcierto de Sergio Vences Sergio Vences es un escritor temperamental. Tiende a extremar su pensamiento y a condensarlo en un solo gesto rotundo, definitivo e irreversible. En realidad, como nos recuerda Rüdiger Safranski, maestro de biografías, el temple no es sólo un tema de la filosofía, sino que, si se toma en sentido estricto, es el presupuesto mismo de la filosofía. Una de las cosas que más nos ha sorprendido a todos es su reciente decisión de retirarse como Catedrático de Filosofía de la Universidad de A Coruña antes de cumplir los 70 años, pese a que había accedido a tal situación hacía poco, en 1995. ¿Se trata de una decisión meditada, de un impulso romántico o es fruto del pesimista desconcierto en el que no ve qué sentido izquierdista, ni de clase puede tener continuar en la lucha universitaria? ¿Qué temple fundante subyace a esta decisión? ¿Amor, asombro, envidia, curiosidad, voluntad de poder, angustia, miedo, vanidad, esperanza, orgullo? En este epígrafe final, intentaré despejar la incógnita lógica que quedó planteada en el último párrafo del primer apartado de este texto en relación con el tema de las clases sociales, objeto de estudio en este homenaje. Pues Sergio Vences ha expresado ciertamente su deseo de retirarse de la vida académica para dedicarse a su verdadera vocación poética. Ese es el temperamento en el que se empecina su razón pensante. Pero ¿qué tiene que ver eso con la “lucha de clases como motor de la historia” o de la “clase social” como “sede de conocimiento”? Zola decía que el arte no es otra cosa que la realidad misma “vista desde un temperamento”. ¿Es el talante de Sergio Vences homologable al de su admirado Pablo Neruda, a quien este año 2004 se ha dedicado a homenajear como actividad principal? A juzgar por lo que llevamos citado y, dada la imprecisión conceptual que suponemos aparejada al discurso poético, los versos de Sergio Vences parecen
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casar bastante bien con la teoría de las clases sociales tradicionalmente atribuida al marxismo, y no cuestionada incluso por las versiones más recientes de corte analítico. Lejos de mí, pues, considerar su discurso como up to date35. La concepción dicotómica de las clases sociales, por lo demás, sigue el esquema propuesto canónicamente en el propio Manifiesto del partido comunista de 1848 de Marx (miles de veces editado y millones de veces recitado en todas las lenguas del planeta), y ha galvanizado la conciencia de los proletarios del mundo unidos. Pues bien, las referencias a este insigne panfleto son tal vez las más recurrentes en la poética de Vences. La lucha de clases que se produce en esta versión de la historia habría conducido a los enfrentamientos sociales, en forma de una dicotomía definitiva y estilizada entre burgueses y proletarios, que, como vimos, según Lukács, eran las únicas “clases puras”. Entre ambas clases, entendidas como agentes históricos y no meros estratos sociales, se produciría el intercambio entre fuerza de trabajo y salario. Sin embargo, en los textos posteriores, como hemos visto antes también, y más concretamente en los fragmentos preparatorios de El capital (los Grundrisse) e incluso en la Tercera Parte de su inconclusa obra capital, se presenta una segunda teoría que, sin duda, no reúne las connotaciones épicas, didácticas y antropocéntricas que pudieran inspirar versos suficientemente encendidos e incendiarios. Se trata de una teoría con tres clases sociales, ignorada con frecuencia por el movimiento obrero, pero estructuralmente más pluralista y operativa, pues permite abordar el asunto de la «propiedad inmobiliaria», tan significativo en países como el nuestro, en el que el acceso a la propiedad del piso en el que se vive es casi una condición prematrimonial. Esta última teoría goza de connotaciones estructurales obvias sobre las que no puedo profundizar aquí. Sólo diré que, una vez pasadas las fiebres estructuralistas de la “transición democrática”, ya no es preciso atribuir a Marx, siguiendo a Louis Althusser y sus discípulos, el «continente de la historia», pues basta leerlo en sus propios términos para apreciar el transfondo hegeliano, del que, por vía teológica, también Sergio Vences es deudor. Más aun, visto en la perspectiva más rigurosa de una historia de la filosofía respetuosa con los textos originales, es obvio que Marx ni se atribuye el descubrimiento de las clases sociales, ni siquiera se presenta como el creador de la teoría del valor, que estudia en David Ricardo. Pero sí advierte los problemas aparejados a la definición de clase social y, sobre todo, las dificultades asociadas a la categorización de lo social. Ahora bien, al profundizar filosófica (hegelianamente) en ese núcleo económico y social, Marx cree descubrir que, tomando como unidad de comparación el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía, el trabajo particular se reduce a «meras gelatinas homogéneas de trabajo» [Arbeitsgallerten], es decir, a un trabajo humano homogéneo, abstracto. Puesto que la economía burguesa evacúa los aspectos sociales en sus análisis, Adam Smith
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y sus seguidores habrían contribuido con su discurso “supuestamente científico”, a instaurar ideológicamente una novedosa forma de dominio: la que el propio sistema de producción capitalista realiza sobre el trabajo de los obreros y las obreras, obligándolos a realizar su tarea a un ritmo superior al determinado por el «tiempo de trabajo socialmente necesario» para la satisfacción de sus necesidades, en particular, las de supervivencia. De este planteamiento no sólo se deduce la distinción entre “valor de uso” y “valor de cambio” o el fetichismo de la mercancía, sino que se explica, además, el ocultismo místico mediante el cual el sistema capitalista disimula los procesos de generación del valor, tanto extensiva (plusvalía absoluta o formal), como intensivamente (plusvalía relativa o material). Me parece que Sergio Vences no ignora del todo esta segunda teoría, sino que la recoge a su modo, a través de las versiones más ortodoxas de Lukács, de acuerdo con la exégesis llevada a cabo arriba por contraposición a los franckfurtianos. De hecho, en sus versos, se encuentran referencias precisas al desarrollo del capitalismo en sus múltiples manifestaciones, sobre todo, al control más objetivo de la producción, en la línea americana del taylorismo, que asocia, de forma algo precipitada, el proceso de globalización a la «flexibilidad», a la «competitividad», y sobre todo, a la intervención militar e imperialista a lo largo y ancho del globo, desde América Latina a Irak. Esta calificación política de la lucha de clases es el mecanismo mediante el que Sergio Vences intenta comprender a qué procesos, a qué «movimiento real» –según la fórmula de Karl Marx– apunta la noción misma de clase social. Y es en este punto en el que, en mi opinión, Sergio Vences parece identificar, sin más y sin mediación alguna, la derecha política y dictatorial (Trujillos, Banzer, Strossner) con el capitalismo (Rockefeller, Foster Dulles…); y éste con la ideología (neo)liberal del predominio incontestable del mercado mundial (Reagan, Bank of America, Texaco, ITT, American Coffe Corporation..), el hegemonismo norteamericano (la CIA y United Press, Kissinger, etc…), el conservadurismo vaticano y la explotación del globo llevada a cabo por las grandes corporaciones multinacionales (United Fruit Company, General Motors, Anaconda, etc.). No voy a discutir aquí tamañas identificaciones, tan enormes como precipitadas, que pueden aceptarse ciertamente como licencias poéticas, pero que no resisten la confrontación con la genealogía de cada una de ellas por separado y en sus constelaciones semánticas respectivas36. Es preciso añadir, no obstante, que el modelo marxista que acepta Sergio Vences parece más inspirado por Pablo Neruda y demás poetas comunistas o por los procesos “democratizadores” y/o revolucionarios latinoamericanos (Chile, El Salvador, etc.) que por los mismos Marx o Lenin. En cualquier caso, las entidades referidas en sus versos tienen un claro carácter autoformante: no intercambian nada entre sí o con el exterior, sino que parecen autosuficientes y autopoyéticas, de modo que su dialéctica sigue el modelo de la Fenomenología
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del Espíritu de Hegel, y de este modo representa el movimiento de las clases sociales como momentos de confrontación, de la que resultan monótonamente sus contrarios de forma radical, como también su superación (tesis, antítesis y síntesis, etc.). De ahí que la confrontación entre las clases sociales vaya perdiendo textura económica, a la par que cobra perfiles más políticos. Una cierta tendencia a la personalización de los procesos acaba transformando la dialéctica poética de Sergio Vences en una dicotomía social general, en la que predominan los aspectos relacionados con la “toma de conciencia”, la “ideología” y el “compromiso político”. En línea ortodoxa, lo que hay que reprochar al sistema capitalista es precisamente la alienación que provoca sobre los especímenes humanos, que llega al paroxismo cuando los propios agentes sociales aceptan sumisamente el papel en el que les confina la propia estructura. ¿Cómo rebelarse contra esta lógica del dominio y de la sumisión, cuando uno mismo forma parte de los engranajes del trabajo asalariado? Da la impresión de que la poética de Vences adopta el mecanismo de “personalización” detectado por Marx en distintos pasajes; por ejemplo cuando dice que «Las funciones que el capitalista ejerce son sólo las funciones del capital mismo –del valor que se valoriza mediante la absorción de trabajo vivo– ejercidas con conciencia y voluntad. El capitalista funciona sólo en cuanto capital personificado, como capital en cuanto persona, así como el trabajador sólo funciona en cuanto trabajo personificado, que le pertenece como tormento, como fatiga, y que pertenece a los capitalistas como sustancia creadora e incrementadora de riqueza, y así, como tal, aparece efectivamente en cuanto elemento incorporado al capital en el proceso de producción, en cuanto su factor vivo, variable. El dominio del capitalista sobre el obrero es, por ello, el dominio de la cosa sobre el hombre»37. Esta personalización de la lucha de clases sociales quedó trasmutada durante la Guerra Fría por la oposición entre dos bloques políticos antagónicos, que simplificó aun más la situación. De ahí que las lamentaciones por la caída de la URSS, que hemos citado al principio aparezcan como una pérdida definitiva para la clase proletaria, como el exterminio de la izquierda, pero también como una derrota de la “democracia” a manos del fascismo, personificado por la retahíla de dictadores latinoamericanos impuestos por Estados Unidos. Y es, en este punto, donde podemos dibujar las divergencias más profundas entre Sergio Vences y su, por otro lado, admirado Gustavo Bueno, para quien la caída de la URSS merece otra interpretación. ¿O acaso es la misma interpretación, cuando se enjuicia desde el desconcierto pesimista que ambos parecen compartir a principios del siglo XXI? : «Acaso ņsugiere G. Buenoņ lo que ha ocurrido es que la oposición, durante la Guerra Fría, entre los «países libres» y los «países comunistas» se habrá ido sustituyendo, tras la caída de la Unión Soviética, por la oposición entre los «países democráticos» y los «países no democráticos». La misma oposición entre
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las izquierdas y las derechas políticas experimentará una profunda conmoción cuando venga a quedar subordinada a la oposición entre las democracias y las no democracias, es decir, cuando no sólo las «izquierdas» (o algunas izquierdas), sino también la derecha se encuentren reconocidas en el seno de la «democracia constitucional avanzada». Es entonces cuando la «derecha democrática» preferirá presentarse como «centro derecha», precisamente para diferenciarse de la «derecha no democrática» que era la «derecha tradicional» (la llamada «derechona»); y este proceso se generó sobre todo a raíz del derrumbamiento de la Unión Soviética. Cuando los partidos políticos considerados de derecha por la izquierda no aceptan la denominación, no es tanto porque pretendan enmascarar un derechismo antidemocrático, que goza de escasa popularidad, sino porque efectivamente la derecha antidemocrática ha desaparecido con el desarrollo del «Estado democrático de bienestar»; por ello prefiere la denominación de «centro», de la misma manera que tampoco las izquierdas, en una «democracia avanzada» que pretende haber dejado de lado la «metodología de la violencia», aceptará la denominación de izquierda radical o revolucionaria»38. Por más que el texto referido está destinado más que nada a reconstruir el fantasma del fundamentalismo democrático como la ideología contra la que se dirige el Panfleto buenista y, por más que al final del libro se vaya corrigiendo el tiro hasta el punto de suscribir la tesis del revisionista Eduardo Berstein sobre la democracia «como la ausencia de todo gobierno de clase» (sic. p. 294) en ningún otro pasaje ha descrito Gustavo Bueno las consecuencias políticas de la terminación de la Guerra Fría. Pues bien, al margen de que exista o no ese fantasma del fundamentalismo democrático, lo que resulta obvio es que Sergio Vences ni acepta el benévolo diagnóstico de Gustavo Bueno sobre la desaparición de la «derecha antidemocrática», cuyo fétido aliento dice sentir todavía sobre su propio cogote, ni mucho menos está dispuesto a renunciar a cierto radicalismo revolucionario, aun a costa de tener que arrostrar por ello el estigma indeleble del idealismo. No hace falta ser un fundamentalista democrático para constatar que la violación, la supresión o aniquilación de los regímenes democráticos y de la participación popular en el siglo XX ha estado siempre guiada por los intereses de clase y, para Sergio Vences, está muy claro quiénes han resultado sistemáticamente perjudicados. Esto da para mucho más, pero voy a concluirlo, dejando que Sergio Vences vocee su insobornable desconcierto pesimista, a dúo con Pablo Neruda, ante un presente que no le gusta y del que no quiere hacerse cómplice, si puede evitarlo, por más que algunos de sus colegas le reprochen que abandone tan pronto el campo de batalla. ¿No es ese «el destino» que anticipa en su primer poema, «Memoria en alto» dedicado a Pablo Neruda, «en antiolvido», que concluye, desesperadamente, así?: «Las montañas de sangre se arraciman. Las montañas del hambre forman sierras.
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Como los Andes son las cordilleras de la sangre. Como los Andes se yerguen hasta el cielo. ¡Aparta de nosotros tanto cáliz, Pablo! Neruda, ¿nos has desamparado?»39. Al final de la «canción desesperada» puede buscarse una suerte de respuesta. «Oh sentina de escombros, en ti todo caía, qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron. Pálido buzo ciego, desventurado hondero, descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!».
Sugiero, en consecuencia, que este desmarcarse del presente, esta aparente huida epicúrea de Sergio Vences hacia el jardín o hacia el pazo, (que, por cierto, muchos reivindicarían como auténticamente materialista), está vinculada con su necesidad de inaugurar, en lenguaje poético, un tipo de concepto capaz de restaurar una nueva sensibilidad en favor de los oprimidos, de los perdedores, de los muertos que arraciman montañas de sangre, de la clase social a la que sólo le queda su fuerza de trabajo y el hambre, de todos aquéllos a los que las demás clases de letratenientes, armatenientes, terratenientes, etc. parecen haber despojado incluso del lenguaje. Dado que la literatura, y tal vez la filosofía, sólo dispone del arma del lenguaje y que Sergio Vences parece compartir la tesis de Celaya de que la poesía es un arma cargada de futuro, su último quiebro vital tal vez no resulte del todo ininteligible desde la lógica de las clases sociales en crisis. En medio del naufragio, tal vez, pueda decirse de él, como Neruda de sí mismo, «salvado por el amor»: «De tumbo en tumbo aun llameaste y cantaste de pie como un marino en la proa de un barco. Aun floreciste en cantos, aun rompiste en corrientes. Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo»40.
No es necesario replantear aquí la cuestión de la historicidad de los medios de producción estética, en particular de la literatura, para percatarse de que las clases sociales, como sedes del conocimiento, requieren de textos, en los que se condense su ideología. Ya hemos visto el carácter canónico que, para Sergio Vences, tiene el Manifiesto Comunista de Marx. Pero, como dice Steiner, «la riqueza del canon, de lo ejemplar, es simultáneamente generadora e inhibidora, seminal y restrictiva. Proporciona alfabetos, apuntes para el reconocimiento, la inmediatez de la evocación y de la comparación tan penetrantes que apoyan el acto formador ejerciendo al mismo tiempo una enorme presión sobre él»41. El reto que afronta con ello Sergio Vences es inmenso, partiendo, sobre todo, del pesimismo que rezuma su poema penúltimo sobre el “Presente”, que concluye escatológicamente así: «Hambre que invade ya los cinco continentes. ¡Y todos olvidados de aquel tan rojo octubre! ¡Oh presente mohoso de banqueros sin alma, de empresarios con próstatas y buques,
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de clérigos mendaces, de militares álgidos e impunes! ¡Oh presente de mierda! ¿Oh presente sin lumbre, sin sueños ni utopías de un mundo en el que todos se columpien!»
Tal vez la celebración del centenario de Pablo Neruda haya acelerado una decisión largamente meditada y anunciada por Sergio Vences. En todo caso, por graves, dobles y siameses que sean los problemas que acechan a las clases sociales, tal vez su disolución en el presente tenga algo que ver, no ya con la caída del muro de Berlín o del Comunismo realmente existente, que sólo fue una caricatura del idealizado por el propio Vences en su poética, sino con transformaciones sociales más profundas que han afectado a la propia naturaleza del capitalismo. La pregunta interrumpida al final del Libro III de El Capital, resulta, pues, estar hoy más abierta que nunca.
Notas 1
Sergio Vences, De la memoria al ensueño, Universidade da Coruña, Del poema, “1991”, p. 135, 2003. A este mismo libro de poemas pertenecen los versos de cabecera, en los que su amigo Alfonso Rodríguez Penas ve una antítesis del famoso “¡Proletarios del mundo, uníos!” marxista.
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No se me oculta que, al ocuparme de esta temática, parecería que me hago reo de la, no ya falsa, sino, lo que es peor, estulta acusación que profiere el señor Ríos Vicente contra la adjudicación de la Cátedra 01/069 de Historia de Filosofía Contemporánea convocada por la Universidad de A Coruña, que gané el pasado 11 de abril de 2003 y de la que, por cierto, todavía no he podido tomar posesión. Porque, si fuera verdad que los profesores Jacobo Muñoz, Isaac Álvarez e Isidoro Reguera votaron a mi favor «por puras razones ideológicas», el mero hecho de estudiar el problema de las clases sociales, en perspectiva marxista, debería estar «prohibido» en una historia de la filosofía contemporánea digna de tal nombre. Ahora bien, reivindico aquí (por más que no haya sido objeto de tratamiento explícito en ninguno de los dos ejercicios que desarrollé en la oposición), no sólo que la temática de las clases sociales en perspectiva marxista es pertinente, sino que quien confunde «la caída del marxismo» con la de la URSS e ignora los vínculos entre «cristianismo» y «marxismo» muestra tan supina ignorantia elenchi que debería quedar inhabilitado automáticamente, no ya como filósofo universitario, sino para impartir clases en Bachillerato e incluso en Secundaria.
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George Steiner, Gramáticas de la creación, (Traducción de Andoni Alonso y Carmen Galán), Ediciones Siruela, Madrid, 2001, p.18. Como se sabe, Sergio Vences tradujo del alemán la obra de Bonhöffer, ¿Quién es y quién fue Jesucristo?, Ariel, Barcelona, 1971. Vences, Op. Cit. pp. 133-4. Ibid. p. 137. Ibid. p. 139. Ibid. p. 140. George Gurvitch, Los marcos sociales del conocimiento, Monte Ávila, Caracas, 1975 (ed. Original, 1962). La referencia implícita a su Dialéctica y Sociología (Alianza, Madrid, 1969).
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Miguel A. Cainzos López, “Razones y Recetas para construir un esquema de clases”, REIS, Revista de Investigaciones Sociológicas, 75, 1996, pp. 109-143. 11 Eric Olin Wright, Clases, Siglo XXI, Madrid, 1994. 12 Georg Lukács, Historia y conciencia de clase, Grijalbo, Barcelona, 1969 (ed. original 1923). 13 Dahrendorf, R. Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial, Ed. Rialp, Madrid, 1957. Es cierto que todavía no había aparecido la sociobiología, ni el determinismo genético pretendía ser, como confiesa paladinamente Wilson ante las críticas marxistas, de izquierdas. 14 Me refiero, naturalmente, a la clásica obra de 1951 de Bendix, Reinhard y Lipset, Seymour M., Clase, status y poder, publicada en español por Euramérica, Fundación Foessa, Madrid, 1972. 15 Dahrendorf, Ralf, El conflicto social moderno, Ed. Mondadori, Madrid, 1994, p. 178. 16 Marx, Kart, El Capital, 3 vols. F.C.E. México, 1968: (Cito por la versión al castellano de Wenceslao Roces para traducido a partir de las Marx-Engels Werke, Texto original de 1873). 17 Cfer. G. Bueno, «Sobre el significado de los Grundrisse en la interpretación del marxismo», Sistema, nº. 2 (mayo 1973), págs. 15-39. 18 Marx: “Postfacio a la segunda edición alemana de El capital”, pp. XVII-XXIV. Cfer. tb. Su declaración de que: “Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto del de Hegel, sino que es, en todo y por todo, la antítesis de él. Para Hegel, el proceso del pensamiento al que él convierte incluso, bajo el nombre de idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real, y esto, la simple forma externa en la que toma cuerpo. Para mí, lo ideal no es, por el contrario, más que lo real traducido y traspuesto a la cabeza del hombre” (Ibid.: XXIII). 19 Marx, El Capital, Libro III, Capítulo LII. Es obvio que el argumento lineal que desarrollo aquí no pretende cancelar los 100 años de interpretaciones contrapuestas a las que se refería Ernest Mandel: El Capital. Cien años de controversia en torno a la obra de Karl Marx, Ed. Siglo XXI, México, 1985 20 Marx, Ibid. Capítulo LI. En su amplia reinterpretación exegética; Hacia un Marx desconocido. Un comentario de los Manuscritos del 61-63, SigloXXI, México, 1988 y El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana, Siglo XXI, México, 1990, Enrique Dussel sugiere que la referencia a tres clases sociales remite a un fetichismo trinitario que el propio Marx habría entrevisto en los últimos retoques realizados en el Libro I. 21 Ibid.. Capítulo LII: Lo que Marx denuncia es, en efecto, esa inversión teológica mediante la que todo el sistema capitalista conspira para ocultar la fuente del plusvalor: el trabajo no retribuido. Pero esta fetichización es triple: “La tierra se convierte así en fuente de renta; el capital en fuente de ganancia y el trabajo en fuente de salario. Y la forma invertida en que se manifiesta la inversión real se encuentra naturalmente reproducida en las representaciones de los agentes de este modo de producción. Es un tipo de ficción sin fantasía, una religión de lo vulgar (III, 403)”. 22 Ibid. Marx denuncia con frecuencia la fetichización superficial en que incurre la economía vulgar, incluida la profesoral, a la que niega incluso carácter de ciencia, frente a la dialéctica: “La economía vulgar [...] se desgajó de ella [de la economía clásica], como un elemento en que la mera reproducción de los fenómenos se hace pasar por la representación de ellos [...] y cuanto más va acercándose la economía a su final, es decir, cuanto más ahonda y se desarrolla como un sistema de contradicciones, más independencia cobra frente a ella su elemento vulgar [...] hasta que encuentra su expresión más acabada como una compilación erudito-sincrética, ecléctica y carente de todo carácter científico (III, 443-444). 23 Georg Lukács, op. cit. 1923, p. 55. 24 Ibid. p. 58. 25 Georg Lukács, El asalto a la razón. Grijalbo, Barcelona, 1973. 26 G. Lukács: Historia y conciencia de clase, Op. Cit. p. 62. 27 Ibid. p. 69. 28 Marx y Engels, Acerca del colonialismo, Editorial Progreso, Moscú, pp. 86-87. 29 Max Horkheimer, Teoría crítica, Seix Barral, Barcelona, 1973. 30 Marx-Engels Werke, en adelante MEW, III: 530. 31 Cfer. Ibid. MEW III: 7, facs. 3. Por cierto, la revisión del marxismo emprendida por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno incide precisamente en un cambio de interpretación de las re-
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laciones entre base y superestructura. Frente a la interpretación arquitectónica o geológica, en cualquier caso estática, se postula una versión más organicista o, en todo caso, termodinámica, en la que la superestructura aporta precisamente ese excedente energético que permite la redefinición de la base, la remodelación constante de la estructura. Precisamente por eso las transformaciones cognitivas operadas en la época de la ciencia han resultado más determinantes para el cambio operado en la lucha de clases que una efemérides puntual, un evento al fin y al cabo, como la caída del muro de Berlín. 32 Cfr. Atrás, nota 19. Hay una controversia pendiente entre las distintas versiones “hispanas” del materialismo histórico, que el filósofo cubano de Santa Clara, Pablo Guadarrama, intenta propiciar. 33 Hernández, Francesc Jesús, Ciencia y liberación. Aproximación a la filosofía de Karl Marx (Tesis doctoral). Ed. microficha: Valencia:Universidad, 1986. 34 G. Bueno, El mito de la Izquierda. Las izquierdas y la derecha. Ediciones B, Barcelona, 2003, p. 76. 35 Veánse, si no, obras tan recientes como la de Cohen, G. La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa. Siglo XXI; Madrid, 1986, o las del ya citado Eric O. Wright, Clases., Siglo XXI, Madrid, 1994 o sus Reflexiones sobre socialismo, capitalismo y marxismo: Edición CCOO, Palma de Mallorca, 1997. 36 Yo mismo he dedicado algunos trabajos a estos temas desde 1997: Cfr.: Hidalgo, Alberto: «Universalización ética y globalización económica: Ajustes y desajustes», Cives, Cuaderno de Trabajo, 1997, I, 1, pp.19-31; «El concepto de desarrollo, en conexión con la Idea de progreso y en el contexto actual de la globalización», Teresa García Ferrero y Román García (Eds.) Curso a Distancia de Cooperación Nivel I Oviedo, Editorial Eikasía. 1999, pp. 89-169; «Estrategias y miserias del proceso de globalización», en Rodríguez, Sergio (editor): La posibilidad de seguir soñando. Las Ciencias Sociales de Iberoamérica en el umbral del siglo XXI, Literastur, Gijón, 2000, pp. 37-67; (2000 b) «Teorías, historias y modelos de la Idea de desarrollo. Una Interpretación », El Basilisco, 2ª. época, Núm. 28, Julio-Diciembre, 2000, pp. 41-64, y «La globalización como fetiche», Tiempos de Paz: Globalización y Pobreza, MPDL, Madrid; Núm. 60, Invierno 2001, pp. 17-30. 37 Marx, Karl, Resultate des unmittelbaren Produktionsprozesses. Das Kapital. I. Buch. Der Produktionsprozess des Kapitals. VI. Kapitel. Frankfurt, Neue Kritik, 1969. 38 Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La esfera de los Libros, Madrid, 2004, pp. 37-8. 39 Sergio Vences, De la Memoria al ensueño, op. cit. p. 16. 40 Pablo Neruda: «La canción desesperada», 1924. 41 Geoge Steiner, Gramáticas de la creación, op. cit. p. 260.
III AESTHESIS
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Arquitectura y filosofía Gustavo Bueno Introducción. Planteamiento del tema 1. «Filosofía de la Arquitectura» y «Arquitectura de la Filosofía» Un bibliotecario (si me atengo a lo que me ha dicho un amigo del oficio, al que he consultado al efecto) podría clasificar una publicación titulada Arquitectura y Filosofía como «Filosofía de la Arquitectura»; y no haría con ello algo que pudiera resultar extravagante hoy, en los días en que la filosofía no va referida principalmente a cuestiones académicas abstractas, como pudieran ser las cuestiones de la existencia («filosofía de la existencia»), de la causalidad («filosofía de la causalidad»), del conocimiento («filosofía del conocimiento») o de la verdad («filosofía de la verdad») sino a asuntos mucho más concretos y cotidianos, como puedan ser «la coquetería» (Simmel escribió ya sobre la Filosofía de la coquetería) o los tomates (La filosofía de los tomates, del difunto presidente Mao). Pero cuando utilizamos la expresión genitiva filosofía-de, referida a asuntos concretos y mundanos, estamos, como sabemos, simultáneamente refiriéndonos al sentido objetivo de la expresión genitiva («filosofía sobre» o bien «ideas filosóficas sobre la Arquitectura») sino también al sentido subjetivo («ideas filosóficas inmersas en la misma arquitectura», incluso «filosofía practicada por los propios arquitectos, en cuanto tales»). Este uso genitivo subjetivo del término filosofía se ha generalizado en los últimos años de un modo tan extraordinario que podría darnos pie para concluir que la filosofía, lejos de haber experimentado el repliegue definitivo que los tecnólogos y científicos positivistas le auguraban, no sólo ha recuperado posiciones, sino que ha desbordado los límites que tradicionalmente tenía asignados. Hoy podemos escuchar las palabras que el director de un gran banco, en la alocución anual que dirige a los accionistas, pronuncia sobre «la filosofía de las tarjetas de crédito». El director de un museo del ferrocarril nos habla de
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«la filosofía del museo» (parece que refiriéndose a su propósito de presentar las viejas locomotoras en movimiento, dentro de un circuito cerrado en el espacio del museo, y no paradas en un ostensorio); en los balances finales de la liga de fútbol los expertos subrayan la gran diferencia entre «la filosofía del Real Madrid» y «la filosofía del Deportivo de La Coruña». Un corresponsal de prensa en Berlín, Enrique Müller, nos dice, a finales del año 2003: «La estrategia que usó Beate Uhse durante su larga y exitosa vida fue siempre eficaz: vender sexo sin vergüenza, una filosofía que ahora desea aplicar la fórmula que lleva su nombre para promocionar las boutiques eróticas que abrirá en las principales ciudades alemanas». Y, por supuesto, no son raras, en boca de críticos de arte, o de arquitectos, expresiones tales como «filosofía de la casa Batlló» de Gaudí («maestro de la metáfora con base metafísica», dice Charles Jencks), como «filosofía de la ciudad radiante» de Le Corbusier, o como «filosofía del muro cortina» de Mies (y esto aun cuando el crítico o arquitecto ignore que Mies van der Rohe escuchó atentamente, en su momento, las lecciones de Romano Guardini). No soy yo alguno de aquéllos que se unen al coro de quienes se escandalizan por este masivo «uso genitivo» del término filosofía, de la filosofía inmersa en los campos más prosaicos, en general. Todo lo contrario. Sin embargo, me parece necesario mantener la guardia ante los abusos. Porque si casi siempre el uso inmerso del término filosofía tiene una justificación (cuando escuchamos al gerente de una gran empresa comercial: «la filosofía de nuestra empresa es incrementar cada año el volumen de ventas, sin menoscabo de la calidad de nuestros productos», podemos reconocer acaso que esa empresa tiene inmersa, en la estructura de sus proyectos, la Idea «imperialista» de la expansión indefinida), sin embargo es necesario reconocer que en otras ocasiones este uso es meramente oscurantista o retórico. Oscurantista, cuando encubre la estructura conceptual del asunto del que se trata, si es precisamente esta estructura conceptual la que se mantiene inmune respecto de las Ideas y, por tanto, queda encubierta ante quienes la ven como una filosofía. Es fácil que un entrenador de fútbol, enteramente alejado de las sutilezas filosóficas, y que ha decidido situar a sus jugadores en disposición 2, 3, 5, en lugar de 3, 5, 2, diga sin embargo a los periodistas que ha adoptado «una nueva filosofía de juego»; pero con estas palabras estaría oscureciendo la naturaleza de su decisión, que no es filosófica, sino a lo sumo estratégica o táctica y, por tanto, necesitada de otro tipo de justificación de las que serían suficientes para fundamentar su decisión en nombre de una filosofía. Retórica, cuando el eventual «prosaísmo» de la estrategia revelada quiere enmascararse con el prestigio que aun conserva el término filosofía. Si hablamos de Arquitectura y Filosofía, desde la perspectiva de una filosofía de la Arquitectura que tenga un mínimo de entidad propia, presuponemos que, entre las Ideas cuyo uso o análisis constituye el ejercicio
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tradicional de la filosofía se encuentran algunas ideas que tienen que ver, de algún modo característico, con la arquitectura, o bien porque en la arquitectura cabe determinar algunos constituyentes que tienen que ver con la filosofía. Es decir, porque reconocemos, o bien una filosofía de la arquitectura, en el sentido del genitivo objetivo, o bien una arquitectura de la filosofía, que tiene algo que ver, sin duda, con el genitivo subjetivo de referencia.
2. «Arquitectura» y «Filosofía» como nombres de clases (A,F) Ahora bien, cuando interponemos la conjunción «y» entre los términos «Arquitectura», «Filosofía», es porque la maquinaria lógica de nuestro lenguaje está atribuyendo (acaso al hablar en prosa sin saberlo) a estos términos el formato lógico de las clases, si es que la conjunción «y» la interpretamos no como un conjuntor proposicional --puesto que ni «Arquitectura» ni «Filosofía» son proposiciones-- sino como un conjuntor objetivo, como intersección o producto de clases (A∩F). Además, esta interpretación de los términos «Filosofía» y «Arquitectura» como conceptos-clase tiene una gran ventaja, la de evitar la interpretación sustantivada y, por así decir, gremial, que estos términos arrastran en cuanto rótulos de especialidades académicas. En efecto, cuando hablamos de «Filosofía» y «Arquitectura», como de términos singulares, no podemos excluir la interpretación de ellos como si fuesen nombres de dos profesiones académicas bien delimitadas, que pondremos en correspondencia entre dos instituciones tan distintas como puedan serlo la Facultad de Filosofía y la Escuela Superior de Arquitectura. Esto supuesto, el tema titular correría el peligro de ser entendido como un tema «interdisciplinar», apropiado para que algunos especialistas de la Escuela de Arquitectura intercambiasen puntos de vista con algunos especialistas de la Facultad de Filosofía. Pero cuando, poniendo entre paréntesis (sin necesidad de negar su utilidad en contextos adecuados) la sustantivación institucional de la Arquitectura y de la Filosofía, interpretamos estos términos como nombres de clases de «elementos» que flotan en sus espacios respectivos sin necesidad de formar parte de una unidad académica sustantiva, entonces el enunciado titular (Arquitectura y Filosofía) nos pone ante la cuestión de los vínculos que puedan ser reconocidos entre dos conjuntos de elementos, «cosas» o «instituciones» (las «cosas» tematizadas o institucionalizadas en las cuales consiste la Filosofía y las cosas tematizadas en las cuales consiste la Arquitectura) que, desde muchos puntos de vista, se nos presentan como enteramente distintos y heterogéneos.
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3. Cuáles son los «elementos» de la clase «Filosofía» (F) No tenemos gran dificultad en declarar qué pueda ser ese conjunto de cosas o instituciones que asociamos a la Filosofía cuando la interpretamos como una clase: son las Ideas (la Idea de Filosofía, entre ellas), al menos las Ideas ya institucionalizadas (o «tematizadas»). Ideas que nosotros entendemos como puntos de confluencia o de enfrentamiento entre conceptos técnicos, tecnológicos o científicos. La intensión de la idea de filosofía queda, por tanto, formulada de este modo, que pudiéramos considerar como funcional, puesto que se nos da como en función de los conceptos previamente establecidos. Su extensión es indefinida, porque indefinidos son estos puntos de confluencia o de oposición entre conceptos. En cualquier caso, sería gratuito suponer que el «conjunto de ideas institucionalizadas» (por ejemplo, las que figuran como entradas en los Diccionarios de Filosofía) es un conjunto cerrado y bloqueado. Por nuestra parte suponemos que muchas ideas institucionalizadas deberían salir de ese conjunto y que, en cambio, otras ideas, aun no institucionalizadas, deberían entrar en él.
4. Cuáles son los «elementos» de la clase «Arquitectura» (A) Pero no es tan fácil interpretar la «Arquitectura» como una clase. Sin duda, la extensión de esta clase o, al menos, áreas importantes de esta extensión, pueden ser denotativamente señaladas. Por ejemplo, diríamos, en esta línea, que la Arquitectura es el conjunto de obras (contenidos de la cultura extrasomática) tales como casas de una ciudad, edificios públicos (palacios, templos, plazas de toros, etc.). Pero, ¿cómo expresar su intensión? ¿Acaso esta intensión puede ser formulada en el terreno de los conceptos? ¿Acaso no requiere precisamente la delimitación de la Idea misma de Arquitectura y, por tanto, la filosofía de la arquitectura? Sin perjuicio de que ello fuera así, sería sin embargo necesario comenzar ateniéndonos por lo menos a algún concepto intensional operatorio-fenoménico de la «clase de las cosas arquitectónicas». En efecto, en este concepto fenoménico operatorio, podremos reconocer el punto de partida previo y aun necesario para el análisis filosófico que nos importa. Por fortuna disponemos de un concepto de «Arquitectura» de carácter genuinamente fenoménico-operatorio, pues atiende ante todo al sujeto operatorio de la arquitectura, a saber, al arquitecto, y a los términos propios de toda operación «quirúrgica», a saber, a los cuerpos; un concepto debido nada menos que a Leon Battista Alberti, en su obra clásica De re aedificatoria, 1485 (reimpresión de la edición española de 1582, Los diez libros de Arquitectura, por el Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Oviedo, 1975). Dice Alberti: «Y llamo arquitecto al que con un arte y método seguro y maravilloso
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mediante el pensamiento y la invención es capaz de concebir y de realizar mediante la ejecución, todas aquellas obras que, por medio de los movimientos de las grandes masas y de la conjunción y acomodación de los cuerpos, pueden adaptarse con la máxima belleza a los usos del hombre.» La definición de Alberti, que es sin duda muy incorrecta (puesto que no se refiere a sólo lo definido) nos interesa principalmente por su carácter operatorio: lo que ella resalta es, en primer lugar, que la Arquitectura se ocupa de cuerpos, y de cuerpos sólidos. Y de ahí podemos inferir, por tanto, que la Arquitectura, la obra arquitectónica, deja de lado los cuerpos en estado líquido, o los cuerpos en estado gaseoso, o en estado de plasma, y, por supuesto, los cuerpos en estado condensado propio de esa nube de átomos de rubidio, a temperaturas de -270º que durante quince segundos obtuvieron, en 1995, Carl Wieman y Eric Cornell. Pero la expresión «grandes masas» que Alberti utiliza es imprecisa, y sólo cabría precisarla cuando la supongamos referida a parámetros antrópicos (como el propio Alberti hace de hecho). Las «grandes masas» movidas por los arquitectos son grandes masas a escala de los cuerpos humanos -no son, por ejemplo, masas nanométricas, de cuya composición se ocupan hoy más los físicos y los ingenieros que los arquitectos-. Asimismo, en la definición de Alberti consideramos superfluas o excesivas las indicaciones sobre la «máxima belleza», puesto que un edificio de mínima belleza, un «adefesio», si se sostiene, si no se derrumba, es una obra arquitectónica de mayor consistencia que la que pueda corresponder a un edificio bello pero frágil y a punto de desplomarse. En cualquier caso, es evidente que estos grandes cuerpos sólidos, sobre los cuales se ejercen las operaciones arquitectónicas (sillares de piedra tallada, grandes vigas, etc.) sólo tienen que ver con la Arquitectura cuando se componen con otras para dar lugar a un todo (la obra, el edificio) del cual los cuerpos sólidos (los sillares, por ejemplo) son partes formales, acaso sólo partes materiales conformadas (cuasi formales), si todavía no participan (formando por ejemplo una bóveda) de la morfología del edificio total. La definición operatoria de arquitectura de Alberti presupone, en definitiva, a través de los planos, trazas, rasguños o diseños, la obra (el edificio, el todo), en función de la cual los cuerpos son movidos. ¿No encierra esto una petición de principio? No, porque desde una perspectiva operatoria, la definición de Arquitectura no tiene por qué fingir que se apoya en términos «que aun no contengan la definición». Podríamos acogernos a la teoría de la definición implícita, tal como la propuso David Hilbert en Geometría. Las definiciones implícitas utilizan términos que ya son geométricos, pero los redefinen por las relaciones mutuas que ellos mantienen. En nuestro caso: podemos partir de obras arquitectónicas, tenidas por tales en el campo fenoménico operatorio; por ejemplo, las unidades
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enteras (o totalidades) o tomadas por tales que llamamos edificio. Y en función de estas unidades enteras, estableceremos las relaciones entre las partes (entendidas como unidades fraccionarias) de aquellas unidades enteras. Aun tomando como referencia, en el momento de atribuir a la Arquitectura el formato de una clase lógica, las unidades enteras (los edificios, las casas) y como quiera que no tratamos de mantenernos en los límites de la «clase de los edificios» (puesto que la arquitectura no se circunscribe a tales límites), tendremos que pasar a la consideración de las partes formales o cuasi formales, que son partes atributivas, como unidades fraccionarias, también institucionalizadas (una columna, un ábaco, un dintel, una bóveda, un arquitrabe). A fin de cuentas, las operaciones que señalábamos en la definición de Alberti iban referidas propiamente a este tipo de unidades que ahora denominamos fraccionarias (los cuerpos sometidos a movimiento, según los planes prescritos por el arquitecto). Pero ni siquiera esto sería suficiente, porque también tendríamos que contar con la «composición» (en los planos y en la realidad) de las unidades enteras en unidades complejas, como puedan serlo las manzanas de casas, las hileras o las relaciones entre hileras de casas formando calles o plazas. Sin pretender entrar en el pantanoso terreno de las líneas de frontera profesionales entre arquitectos, urbanistas e ingenieros, me limitaré a subrayar las dificultades que entraña, desde el punto de vista de los conceptos, la adscripción exclusiva de la arquitectura al ámbito de la «clase de las unidades arquitectónicas enteras». El arquitecto se ocupa también, y necesariamente, de las unidades o morfologías «fraccionarias» (¿a quién corresponde el trazado de la escalera de un edificio de varias plantas?) y de las unidades o morfologías «complejas»; al menos así se deduce de la célebre fórmula que Alberti utilizó al concebir a la ciudad «como una gran casa». Fórmula, por lo demás, incorrecta, a nuestro juicio; porque si la ciudad es una gran casa, ¿por qué una casa no podría ser definida a su vez como una pequeña ciudad?; y, sobre todo, por la misma razón por la que sería innecesario, para justificar la competencia del geómetra que se ocupa de los poliedros regulares por separado para ocuparse también del conjunto de los poliedros, exigir que ese conjunto formase a su vez un poliedro regular compacto. Para atribuir a un concepto, o a una idea, el formato de una clase lógica (distributiva o atributiva), es sin duda necesario definir los elementos o unidades elementales (institucionalizadas) de la clase; unidades que sólo pueden definirse teniendo en cuenta la materia (o intensión) de la clase de referencia (una cosa son las unidades enteras de la clase de los individuos humanos, y otra cosa son las unidades fraccionarias correspondientes a la clase de las células, también individuales, de las que están compuestos los individuos). Hablar de clases en el sentido puramente formal de la lógica de clases es confundir la materia tipográfica de los símbolos lógicos con las «formas puras» del
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idealismo trascendental. Lo que sí es necesario tener en cuenta es el alto grado de artificiosidad (el que es propio de una institución) que es inherente a la definición de los elementos o unidades elementales susceptibles de mantener con sus clases una relación de pertenencia (sobre la cual se fundarán, a su vez, las relaciones de inclusión entre clases). En efecto, las unidades elementales no siempre son delimitables con la claridad requerida en una clase distributiva (como pueda serlo la clase de los automóviles de una marca determinada), hasta el punto de que muchas veces, acaso sin quererlo, nos encontramos pisando en el terreno de las clases atributivas. Los círculos que Euler utilizó, en sus Cartas a una princesa de Alemania, para representar las clases lógicas, eran propiamente clases atributivas, cuyas unidades elementales -los puntos, en realidad, pequeñas áreas, para ser visibles- no aparecían discriminados, de modo discreto, de los otros. En cualquier caso, las clases que ordinariamente son distributivas presentan a veces elementos no claramente diferenciados, como es el caso de los hermanos siameses, en cuanto elementos de la clase de los hombres. Además, las unidades elementales no son siempre inmóviles, sino que están sometidas a un desarrollo cuyas fases no siempre presentan los caracteres de esa elementalidad (el cigoto humano, considerado como una unidad elemental de la clase de los hombres). Otras veces su unidad elemental no está fijada en sus dimensiones corpóreas: las dos gotas en las que puede dividirse una gota de agua, siguen siendo «elementos de la clase de las gotas de agua»; por lo que al refundir las dos gotas en una única gota, habría que concluir que uno más uno es igual a uno. No estamos constreñidos a tener que considerar las unidades enteras de referencia (los edificios) como los únicos elementos susceptibles de mantener la relación de pertenencia con las clase de las obras arquitectónicas; también las unidades fraccionarias, así como las unidades complejas, han de considerarse como elementos o instituciones arquitectónicas que pertenecen a esa clase de obras arquitectónicas, es decir, a la arquitectura. Y teniendo en cuenta que tanto las unidades fraccionarias de la arquitectura como las enteras y las complejas son unidades que, aun sin este nombre, son reconocidas como tales, como totalidades o partes formales, hablaremos de «instituciones arquitectónicas» para referirnos tanto a una casa de vecindad como a una ventana normalizada de esta casa, o bien a una calle formada por dos hileras de casas dispuestas frente a frente. No serán en cambio instituciones arquitectónicas o elementos de la clase, las unidades fraccionarias que, aunque fueran partes formales, no estuvieran normalizadas, como por ejemplo, los trozos de cascote obtenidos de la demolición de una arcada, o en general, los escombros que se aproximan al nivel molecular. También los elementos de la Zoología son, no únicamente los organismos animales, sino que también pertenecen a ella los órganos, células, orgánulos y grupos de organismos (algunos de ellos forman un cuasi organismo, como
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ocurre con los enjambres de las abejas). En cualquier caso, ni los pulmones, ni los ojos o las vértebras de un organismo animal son instituciones, porque las instituciones únicamente se dan en el «reino de la cultura humana». Tampoco los números enteros son los exclusivos elementos de la «clase de los números»; también pertenecen a esta clase los números fraccionarios y los números complejos (y aquí nos hemos inspirado para hablar en Arquitectura de unidades enteras, fraccionarias y complejas). Habrá, eso sí, que distinguir elementos enteros, elementos fraccionarios y elementos complejos; todos ellos pueden ser tratados desde la abstracción correspondiente del concepto, que deshace precisamente el «monopolio» de las unidades enteras, en cuanto elementos de una clase distributiva, sin perjuicio de que los vínculos entre muchos de estos elementos desborden ampliamente los límites de los vínculos de yuxtaposición asignables, en general, a los elementos de una clase distributiva de elementos enteros. Una vez definida en estos términos la extensión de la clase de las obras arquitectónicas (o de la arquitectura como idea interpretada según el formato lógico de las clases) podríamos definir la intensión de esta clase en el plano fenoménico operatorio, ateniéndonos a sus propias partes integrantes (con abstracción provisional de las partes determinantes). Del mismo modo que podemos poner como intensión de la clase de los mamíferos la concatenación de sus partes integrales anatómicas (tales como cabeza, tronco, extremidades) determinadas, eso sí, según la morfología característica de los mamíferos, así también podremos tomar como intensión de la clase de la arquitectura la concatenación entre sus partes integrales, siempre que éstas estén determinadas, a su vez, por la morfología característica de la obra arquitectónica. Característica implícita que permanece en la penumbra y que (suponemos) sólo podrá salir a la superficie a través de la Idea de Arquitectura a la que el análisis filosófico pueda conducirnos. En esta misma línea advertiremos, acaso con redundancia, que las clases de las que hablamos no las interpretaremos exclusivamente como clases distributivas (cuyos elementos se consideran mutuamente independientes, sin perjuicio de que puedan sobreañadírseles determinadas relaciones), sino también como clases atributivas (que, como acabamos de decir, ya fueron utilizadas por Euler en sus célebres representaciones, mediante círculos). Sólo de este modo podremos recoger las relaciones diatéticas entre los elementos de las clases o entre sus subclases (relaciones que ya no son sobreañadidas), como ocurre en la taxonomía zoológica, después de Darwin. Desde la perspectiva de Linneo (que era la de Porfirio), la clase de los peces, incluida en la clase (en el sentido lógico) de los vertebrados, se trataba como si fuese una clase enteramente independiente de la clase de los anfibios, de la de los reptiles, de la de las aves, o de la clase de los mamíferos. Pero la «revolución darwiniana» determinó, entre otras cosas, que esa clase (o tipo) de los vertebrados tuviese
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que interpretarse antes como clase atributiva (un philum) que como mera clase distributiva, porque las clases de los peces, anfibios, reptiles, etc., no podrán ya tratarse como independientes distributivamente («creadas directamente por Dios desde el principio»), sino como vinculadas entre sí por relaciones diatéticas, en virtud de las cuales tendría algún sentido (el de la «ley de la recapitulación») ver la clase de los peces como incluida (y no sólo formalmente o extensionalmente, sino también materialmente o intensionalmente) en la clase de los anfibios, a la que conforma, sin perjuicio de que, ulteriormente, la «segregación distributiva» se produzca. Y, en el mismo sentido, podrá decirse que la clase de los peces, en cuanto incluida en la clase (tipo) de los vertebrados no se limita a estar incluida de un modo distributivo, sino conformando, de algún modo, las sucesivas clases de los anfibios, de los reptiles, etc.
5. Reformulación del tema titular: «Piedras e Ideas» El tratamiento de las ideas de Arquitectura y de Filosofía como si ellas tuvieran el formato lógico de las clases, a saber, la «clase de los cuerpos sólidos conformados» (que por sinécdoque designaremos como «la clase de los sillares o de las piedras») y la «clase de las Ideas», nos permite reformular el tema titular («Arquitectura y Filosofía») en unos términos tales que ya podremos considerarlos suficientemente alejados de las sombras burocrático-formales que proyectan siempre los rótulos con mayúsculas: Arquitectura y Filosofía. En efecto, podremos decir ya que el objetivo de nuestro presente ensayo sobre la determinación de las relaciones entre la Arquitectura y la Filosofía se resuelve en el intento de analizar las relaciones que puedan mediar entre las Ideas y las Piedras; entre las Ideas de cuya composición resultan los sistemas filosóficos y entre las piedras de cuya composición resultan los edificios y las ciudades. Damos por supuesto, desde luego, que un sillar aislado no forma un edificio arquitectónico, ni una idea aislada forma una filosofía: el edificio arquitectónico es un «sistema de sillares», como la filosofía es un «sistema de ideas». Asimismo, el tratamiento de las ideas de Arquitectura y de Filosofía, como si fueran clases definidas en función de sus respectivos materiales (los sillares y las Ideas), nos permitirá establecer, desde el principio, una suerte de teoría de teorías posibles, relativas a la naturaleza de las relaciones que puedan mediar entre ambas ideas. En efecto: considerando las clases lógicas desde su perspectiva extensional, y atendiendo a las relaciones de pertenencia de los elementos a las clases (relaciones que no tienen en principio carácter de exclusividad: un elemento puede pertenecer a la vez a dos clases distintas), podemos tomar como relaciónoperación básica la relación de «intersección parcial» entre clases; la operación correspondiente nos llevará a la delimitación de una clase-producto formada por el conjunto de elementos que pertenecen a la vez a ambas clases. Es obvio que
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el tratamiento formal extensional puro de este producto prescinde de las cuestiones relativas al carácter accidental (por ejemplo, aleatorio) o interno (esencial) de las clases intersectadas; pero prescindir, por abstracción, no significa excluir la posibilidad de que el producto de clases haya de ser interno o bien exterior, y para ello será preciso considerar la materia de las clases intersectadas. Cuando las clases sean disyuntas (es decir, cuando no tengan elementos comunes), el producto será imposible; sin embargo, para hacerlo posible (a fin de obtener la conexividad de la operación a todas las clases) creamos la clase nula (∅), y de este modo podemos aplicar la operación producto a las clases disyuntas, redefiniéndolas como aquellas clases cuyo producto es la clase nula. En todo caso, sería gratuito concluir que, puesto que dos o más clases disyuntas no tienen ningún elemento de su extensión en común, habría que considerarlas como «clases megáricas». Entre dos o más clases disyuntas cabe siempre determinar componentes comunes en el plano de la intensión o materia: la clase de los cuadrados y la de los rombos son disyuntas en el plano; sin embargo, por ecualización, podemos obtener la clase común de los paralelogramos equiláteros, una clase que suele venir confundida con la «clase reunión» o suma lógica, y que no es otra cosa que una mera yuxtaposición externa de elementos heterogéneos, sin una definición intensional, y que, por lo tanto, no es una clase. Sin perjuicio de que el producto nulo de las clases disyuntas presuponga el concepto previo de los productos básicos (de los cuales viene a ser un desarrollo límite, por metábasis), podemos, en el momento de desplegar la tipología de las relaciones entre clases, comenzar por este límite, de la misma manera que en Aritmética solemos comenzar la serie de los enteros por el cero, que se supone anterior al uno, al dos, al tres, etc., a pesar de que el cero sólo tiene sentido como resultado de la operación sustracción, definida entre enteros para el caso en el cual el minuendo y el substraendo son iguales. A efectos de establecer la teoría de teorías que buscamos, partimos de la definición del producto de clases (A∩F) mediante su equivalencia con una variable K, cuyo campo de variabilidad estuviese formado por los valores [A,F,∅]. De este modo, para el caso K=F, por ejemplo, el producto (A∩F) tomará la forma de la inclusión (A⊂F), etc. Tenemos así las siguientes cinco relaciones posibles de conexión extensional entre dos clases a las que podremos asociar relaciones intensionales o materias de conexión, que son las que nos importan. Las cinco situaciones extensionales se interpretarán aquí como indicios de concepciones materiales más o menos precisas acerca de las relaciones que puedan mantener la arquitectura y la filosofía en el sentido dicho: (1) Intersección nula: (A∩F) = K = ∅
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(2) Intersección básica: (A∩F) = K ≠ ∅ ≠ A ≠ F (Llamamos básica a esta alternativa, por cuanto de ella hay que partir para definir el producto o intersección de clases, según hemos dicho; y porque, a partir de ella, pueden obtenerse todas las demás, como desarrollos límites suyos: la intersección nula es el límite de la serie de intersecciones básicas con frecuencias diversas de productos; otro tanto se dirá, en sentido inverso, de las intersecciones inclusivas). (3) Intersección inclusiva directa (A∩F) = K ≠ ∅ = A = (A⊂F) (Interpretaremos la inclusión como inclusión material o conformativa, y no meramente como inclusión formal meramente extensional). (4) Intersección inclusiva inversa (A∩F) = K ≠ ∅ = F = (F⊂A) (5) Intersección inclusiva doble (A∩F) = K = A = F = [(A⊂F)&(F⊂A)]
6. Plan del presente ensayo Una vez supuesto el planteamiento que acabamos de dar al tema titular, podemos distribuir las cuestiones que aquél suscita en las siguientes dos secciones: Una primera (Sección I) consagrada a ofrecer interpretaciones pertinentes (desde el punto de vista de lo que suele entenderse, al menos doxográficamente, por Filosofía) de cada una de las cinco alternativas que hemos establecido en el plano extensional. No se trata, por supuesto, de establecer «correspondencias biunívocas» entre cada una de las alternativas extensionales enumeradas, puesto que más bien ocurre que concepciones filosóficas diversas, y a veces contrapuestas, cuando se confrontan con la arquitectura, como piedra de toque (aunque en tal concepción la confrontación no se haya llevado a efecto de modo explícito), pueden confluir o reflejarse en una misma fórmula extensional, aunque, eso sí, excluyendo cualquier tipo de reflejo en las fórmulas alternativas. Podríamos decir, por lo tanto, que cada una de las cinco alternativas extensionales que hemos presentado resulta ser eficaz para polarizar determinadas concepciones o sistemas filosóficos que de otro modo permanecerían desvinculados; y también para desvelar determinadas ideas que se delimitan precisamente a través de esta confrontación con las morfologías arquitectónicas. Las exposiciones de esta Sección I quieren mantenerse, en principio, en la más absoluta neutralidad, es decir, sin tomar partido desde alguna de las opciones que serán presentadas en términos más bien doxográficos. En una segunda sección (Sección II), y «tomando partido» por alguna alternativa (en nuestro caso, por la alternativa básica, la que aparece numerada
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en segundo lugar), reexpondremos las cuestiones abiertas sobre las relaciones entre Arquitectura y Filosofía, desde la perspectiva de la alternativa propuesta, considerada como la más potente, es decir, como la que tiene mayor capacidad para dar cuenta de las demás, mejor de lo que podría ocurrir recíprocamente. Esta superior supuesta potencia será nuestro criterio de verdad filosófica.
Sección I. Exposición declarativa de las diversas alternativas 1. La primera alternativa (A∩F) = K = ∅ (intersección nula) La expresión (A∩F) = K = ∅ puede ponerse en correspondencia con diferentes «sistemas filosóficos» y, a través de éstos, con las diferentes ideas cuya consideración ha constituido el objeto de preocupación habitual de los filósofos. 1. La interpretación más sobria y, por decirlo así, más débil, de la fórmula (1) podría ser la siguiente: no hay nada común a la Arquitectura y a la Filosofía, y no sólo en extensión, sino también en intensión específica. Podríamos sin duda señalar ideas comunes capaces de «envolver» (incluso ecualizar) la Arquitectura y la Filosofía; pero estas Ideas (como pudieran ser la Idea de «institución cultural» o la Idea de «proceso histórico») serían muy genéricas, es decir, no servirían para definir específicamente la clase «intersección de Arquitectura y Filosofía» que tomamos como referencia. En consecuencia, cubrirían también a otras muchas realidades, por lo que la disyunción entre Arquitectura y Filosofía seguiría manteniéndose en su propio plano específico. Arquitectura y Filosofía, o bien, Piedras e Ideas, podrían considerarse como contenidos culturales, como partes del «todo complejo» de Tylor, pero del mismo modo que lo son los libros, los partidos políticos, las obras de cerámica o de pintura. Es decir, la desvinculación entre Arquitectura y Filosofía se mantendría intacta, aun dentro del mismo ámbito de la cultura, como todo complejo. Arquitectura y Filosofía serían términos que forman parte de categorías culturales diferentes; por consiguiente, su vinculación, aun establecida a través de ideas tan generales, sería disparatada, como lo sería la vinculación entre los logaritmos y el sabor dulce, en la expresión «logaritmos dulces»: estaríamos ante simples «errores categoriales», en el sentido de Summer. Hablaríamos también de error categorial ante fórmulas tales como «Arquitectura filosófica» o «Filosofía arquitectónica». La interpretación de las relaciones entre Arquitectura y Filosofía en términos de mera disyunción, o de «relación disparatada», no excluiría, sin embargo, la posibilidad de reconocer el hecho de que algunos filósofos se hayan ocupado de la Arquitectura, o incluso hayan dibujado trazas o planos de edificios o de ciudades, como Hipodamo de Mileto o Caramuel; tampoco excluye que algunos
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arquitectos (como Ludwig Mies van der Rohe o Aldo Rossi) hayan sentido la tentación, o la necesidad, de filosofar sobre la propia arquitectura. Pero todo esto no aproximaría ni un milímetro la Arquitectura a la Filosofía, ni a la inversa. Antes bien, acaso introduciría alguna neblina entre ambas, y haría prudente el consejo de Goethe a los escultores: «Escultor, trabaja y no hables.» Análogamente podrían decir quienes encuentran acertada esta primera fórmula, (A∩F) = K = ∅, como expresión de las relaciones entre Arquitectura y Filosofía: «Arquitecto, trabaja y no filosofes.» No faltan entre nosotros críticos de arte que dan por supuesto, con espíritu megárico, que «la Arquitectura es cosa de los arquitectos, la Filosofía de los filósofos y la Crítica de los críticos» (Juan Antonio Ramos, en su artículo «Arte y arquitectura en la época del capitalismo triunfante»). Sin embargo, se diga lo que se diga, lo cierto es que por todos lados se nos manifiestan intersecciones fenoménicas (o empíricas) entre Arquitectura y Filosofía, y esto es precisamente lo que confiere interés a la fórmula (1) como instrumento con pretensiones críticas. Porque la fórmula (1), interpretada en términos de mera disyunción, no tendrá por qué ignorar las intersecciones fenoménicas de las que hablamos; más bien se presentará como un instrumento crítico para interpretarlas como apariencias falaces. Rafael, en La Escuela de Atenas, nos representa un «escenario arquitectónico» en el que podemos identificar a los más importantes filósofos de la antigüedad: Platón, Aristóteles, Pitágoras, Demócrito, Epicuro... Si la amplia construcción arquitectónica, aunque no sea viva sino pintada, acoge a tantos filósofos ilustres, ¿no estaría justificado hablar de una intersección, propuesta por Rafael, entre las ideas de Arquitectura y de Filosofía? Más aun: no faltaría quien, en ese momento, creyese pertinente aducir la curiosa tendencia de los filósofos (de muchos filósofos clásicos, al menos) a vivir en ciudades, bajo tejado, o al lado de pórticos o plazas públicas, es decir, en la proximidad de obras arquitectónicas. «Los árboles y el sitio nada me enseñan, sino los hombres en la ciudad», dice Sócrates. De hecho, la mayor parte de los filósofos griegos habría actuado en ámbitos arquitectónicos: la Escuela de Mileto, la Casa de Calias, la Academia, el Liceo. Sin embargo, quienes se acogen a esta primera fórmula, (A∩F)=∅, insistirán en el carácter puramente fenoménico o superficial de esta asociación entre filósofos y edificios, columnatas o ciudades. ¿Es que Rafael no podía habernos presentado a sus mismos filósofos en campo raso, o en el bosque, fuera de las casas o de las ciudades? ¿Acaso para aproximarse a la Realidad, al Ser, a la Primera Causa, a Dios, hay que encerrarse en un edificio? Eustacio de Sebaste, en el siglo IV -como hemos recordado en otras ocasiones- reprochó a los cristianos que creían necesario recogerse en el templo para rezar a Dios: « ¿Es que Dios no está en todas partes? ¿Qué sentido tiene pretender encerrarlo en el templo?». Salgamos al campo, sin necesidad siquiera de acompañantes, como
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paseantes solitarios, al modo de Rousseau: acaso de este modo podrán los filósofos alcanzar un pensamiento verdaderamente libre. El llamado «Pensador» de Rodin, símbolo de un verdadero «pensador a la intemperie», podría tomarse como representación más o menos ridícula de este filósofo roussoniano que no necesita meterse entre cuatro paredes, ni siquiera apoyarse en una columna para «pensar». Basta que ponga en tensión los músculos de sus brazos frente a los músculos de su cuello, sentado en un lugar que nada tiene que ver con escalinatas, bóvedas o muros, y que finja retóricamente estar a punto de entrar en las profundidades más sublimes del «ser que puede ser pensado». 2. Pero cabe una interpretación más fuerte de la fórmula disyuntiva que estamos analizando. Una interpretación que no se limitaría a declarar disparatada la relación entre Arquitectura y Filosofía, sino que postularía una relación de incompatibilidad entre ambas. Ahora ya no diremos que entre Arquitectura y Filosofía sólo caben relaciones exteriores, fenoménicas, aparentes. Diremos que Arquitectura y Filosofía son incompatibles y que, puesta una, la otra debe ser excluida. El principal interés de este planteamiento es que nos permite tomar la arquitectura como una «piedra de toque» para diferenciar sistemas filosóficos según dimensiones suyas que quedarán encubiertas cuando no los obligamos a «contrastarse» con algo tan grosero como puedan serlo los cuerpos arquitectónicos. Generalmente, los sistemas filosóficos suelen ser diferenciados según la relación que mantienen ante ideas tan abstractas como la idea de Dios, o la idea del Alma, o la idea de Mundo. Diferenciamos y medimos el alcance y potencia de una filosofía según lo que ésta sea capaz de decirnos acerca de Dios, del Mundo o del Alma. Pero, ¿por qué no sería también posible diferenciar y medir el alcance de una filosofía según la capacidad que tenga de decirnos algo acerca de la Arquitectura? ¿Acaso no podríamos esperar penetrar también en las verdaderas dimensiones de una filosofía investigando qué es lo que esta filosofía puede decirnos acerca de la Arquitectura? En lugar de clasificar los sistemas filosóficos en acosmistas y cosmistas, en teístas o ateos, etc., ¿no podríamos clasificarlos también, por ejemplo, en sistemas filosóficos antiarquitectónicos o proarquitectónicos? Pero no una filosofía, o un sistema de ideas, sino dos filosofías o dos tipos de sistemas filosóficos, contrapuestos entre sí -como puedan serlo el materialismo (una versión suya) o el espiritualismo-, pueden confluir en un resultado que, dibujado en el plano extensional, establezca que las clases que nos ocupan, Arquitectura y Filosofía, para estos dos tipos de filosofía que consideramos, no solamente son distintas e inmiscibles de facto, sino que son de iure incompatibles y excluyentes.
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3. La versión del «materialismo antiarquitectónico» a la que me refiero es la versión corporeísta del materialismo, o mejor aun, la versión del corporeísmo metafísico, en cuanto versión primitiva del materialismo. Conviene subrayar que las consecuencias antiarquitectónicas de este materialismo no habrían sido advertidas, al menos explícitamente, por sus expositores más señalados. Sin embargo, me parece que cabe afirmar que la incompatibilidad entre el materialismo corporeísta y la Arquitectura es tan radical que habría que concluir que el materialismo corporeísta nada puede decir acerca de la Arquitectura, salvo negar propiamente su existencia o, lo que es lo mismo, reconocerla únicamente en el terreno engañoso de las apariencias. Podemos citar aquí los dos modelos clásicos del materialismo corporeísta que nos ha legado la tradición griega: el materialismo monista de Parménides y el materialismo pluralista de Demócrito. Me atengo aquí a la interpretación materialista del eleatismo que figura en La Metafísica Presocrática (Pentalfa, Oviedo 1974, págs. 207-274). Desde luego, en ambos modelos metafísicos el corporeísmo llega a su límite dialéctico, es decir, a un límite tal en el que la misma corporeidad (en tanto implica multiplicidad fenoménica operatoria) debiera desaparecer como tal. Es el caso del monismo eleático, porque el Ser esférico, al ocupar «sin solución de continuidad» la totalidad del espacio (eon gar eonti pelaxey, «el ente toca con lo ente») borra los límites de cualquier cuerpo y, con ello, la propia corporeidad «grosera» del ser, cuyas inequívocas huellas primogenéricas, sin embargo, permanecen bien visibles. Y, en el caso del atomismo democríteo, porque los átomos corpóreos, al ser invisibles e intangibles, dejan de ser también cuerpos fenoménicos operables y se convierten en corpúsculos metafísicos (es decir, en algo que no es propiamente cuerpo fenoménico). Ahora bien, ateniéndonos a nuestro asunto: la metafísica eleática nada puede decir de la arquitectura, ni de las morfologías arquitectónicas, salvo reiterar las generalidades acerca de las apariencias en las que todos los fenómenos se resuelven: «Todas las cosas son simples nombres que los mortales pusieron». Dicho de otro modo (en un intento de averiguación de lo que pudiera decir un filósofo eleático que se enfrentase con la Arquitectura), podría acaso existir en el carácter efímero y transitorio de las obras arquitectónicas, como apariencias o unidades per accidens destinadas a transformarse en ruinas, grandes cuerpos que finalmente terminarían reabsorbiéndose en la unidad de la «materia cósmica esférica». Se trata de una sabiduría próxima a la que se expresa en el epitafio que figura en la tumba del Cardenal Portocarrero en la catedral de Toledo: «Polvo, cenizas, nada.» Este es el hombre, pero también sus obras arquitectónicas, cuando se contemplan a la luz de esta metafísica monista. Desde la sublime visión del Ser uno, eterno e indivisible, las obras arquitectónicas no pueden considerarse como algo serio, sino como meros fenómenos o apariencias a los cuales los mortales han puesto nombres:
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«bóvedas, columnas, arcos». Nombres útiles para diferenciar detalles que en cualquier caso no son más importantes que los que pudieran registrarse en el nido de un pájaro o en una termitera; porque, en realidad, desde la sublimidad del ser único, esos detalles arquitectónicos no serían otra cosa sino «detalles oligofrénicos» (si utilizásemos las palabras habituales entre los expertos del Rorschard). En una palabra, no es el acosmismo propio de la filosofía eleática la mejor herramienta para poder captar características específicas de la arquitectura. Y obviamente, para quien se interese por la Arquitectura, la incapacidad del eleatismo no se pondrá en la cuenta de la «trivialidad» de la arquitectura, sino en la cuenta de la debilidad de una filosofía que, como la del monismo eleático, pone en duda la efectividad de las ideas relativas al mundo sublunar. En cuanto al atomismo de Demócrito: ¿qué podrían significar para él las formas arquitectónicas? Algo no muy diferente, aunque por otras razones, de lo que significaban para el eleatismo. A fin de cuentas, los átomos, en cuanto son los únicos entes reales sustanciales en su pequeñísima invisibilidad (mikras ousias) tendrán que ser considerados como lo único verdaderamente interesante que sería posible encontrar en el análisis de las columnas, fronteras o escalinatas que son partes integrantes de las morfologías arquitectónicas. Pero estos átomos invisibles e intangibles no son ya partes formales de la obra arquitectónica; a lo sumo sólo podrían aspirar a la condición de ser partes materiales suyas. Y si la arquitectura «encierra alguna idea importante», esta se manifestará a escala de las conexiones entre las partes formales y las unidades arquitectónicas totales, y no a escala de las partes materiales. Tampoco la filosofía del atomismo nos depara la mejor perspectiva para el análisis filosófico adecuado de la Arquitectura, porque la perspectiva atomista tenderá también a mirar a distancia, incluso despectivamente (desde su tabla de valores cognoscitivos) a las formas arquitectónicas, que sólo podría reconocer como «entidades honorarias» fugaces como nubes de verano, sin más significado del que pudieran tener los nidos que hacen las aves o las telas que hacen las arañas (Demócrito sugirió que acaso los hombres aprendieron de las aves el arte de edificar y de las arañas el arte de tejer). Lo único sustancial interesante, estable, sólido y permanente que en la obra arquitectónica cabría apreciar serían sus átomos. Pero éstos son invisibles e intangibles. En todo caso, conviene constatar que la posición del atomismo antiguo ante la arquitectura no podría ser muy distinta de la posición que el atomismo contemporáneo («todo es Química») puede mantener ante las morfologías arquitectónicas, o ante las morfologías orgánicas. Pues lo que interesará a un físico o a un químico fundamentalista contemporáneo, como tal, no serán tanto las formas arquitectónicas u orgánicas, cuanto los corpúsculos atómicos, físicos o químicos, que en ellos podamos encontrar, así como las relaciones físicas entre ellos. La consideración de las formas arquitectónicas no merecerá la
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consideración del científico «serio». Ésta queda para los artistas, para los literatos o para la prosa de la vida. Hace años un compañero mío, profesor universitario de la Facultad de Ciencias me decía que cuando recorría diversos lugares provisto de su contador Geiger, a fin de detectar depósitos de uranio, le tenía sin cuidado detenerse a considerar si un arco era románico o gótico; estas diferencias, tan importantes para los profesores de las Facultades de Humanidades (señalaba con cierto desdén) no existían para él, que sólo se interesaba por lo «verdaderamente importante y real», a saber, si en las piedras del arco románico o gótico había o no había indicios de uranio. La tradición dice que Demócrito se cegó para poder encontrar más profundamente en la realidad los átomos, apartándose de las apariencias que los sentidos nos ofrecen (las «cualidades secundarias», se diría más tarde). Poco pueden decirle a un ciego las columnas, los frontones o los arcos de La escuela de Atenas, tal como las representa Rafael. No entramos aquí en la cuestión suscitada por la posibilidad de ver en la metafísica atomista de Demócrito (y mucho más en la de Epicuro, tal como la interpretó el joven Marx en su tesis doctoral), antes que el resultado de un pathos cognoscitivo («intelectualista»), un pathos volitivo («eticista» o «moralista»). Lo cierto es que también cabe apreciar en determinadas posiciones éticas o morales, no siempre asociadas al atomismo, un cierto desdén hacia todo lo que tenga que ver con la Arquitectura, como expresión del inútil y vacío refinamiento, o incluso despilfarro de los poderosos, a costa de los esclavos que han construido sus espléndidas mansiones. Dice Epicteto: «Haréis mayor bien al Estado si os preocupáis por elevar, no ya el techo de las casas, sino las almas de los ciudadanos. Más vale un hombre sabio viviendo en una humilde cabaña [o en el campo raso] que un necio habitando un soberbio palacio». Concluimos: la «potencia» de una filosofía para penetrar en «los secretos de la Arquitectura tiene mucho que ver con la valoración o evolución previa y general que la Arquitectura le merezca, y con todas las condiciones sociales, ideológicas, etc., que están determinando esa valoración. Para un «místico» (como Eustacio de Sebaste) o para un «asceta» como Epicteto, las formas arquitectónicas no son otra cosa que parte del mundo superfluo de las apariencias que urden los poderosos, detrás de las cuales no anda muy lejos el diablo (el verdadero constructor de las obras arquitectónicas tan asombrosas como pueda serlo el Acueducto de Segovia). La cuestión es si esta «devaluación» de la Arquitectura y de sus estilos, capaz de bloquear una visión filosófica de las formas arquitectónicas, es antes signo de sabiduría profunda o de ignorancia ruda y metafísica. Una metafísica que sólo reconoce en Arquitectura realidades fenoménicas fantasmagóricas, vinculadas a la frivolidad y a la molicie, por un lado, o al
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deseo de dominación por otro, que es lo que tantos ven en el caso de la arquitectura colosalista o imperialista representada en las imponentes obras arquitectónicas cuya estela se extiende desde las pirámides faraónicas hasta San Pedro de Roma, desde la arquitectura fascista del Tercer Reich hasta los rascacielos de quinientos metros de altura de las sociedades capitalistas norteamericanas o asiáticas. 4. Pero no sólo desde el materialismo corporeísta puede llegarse a devaluar a la Arquitectura como campo capaz de merecer la atención filosófica, y atribuir algún sentido a la expresión «Filosofía de la Arquitectura», que únicamente como «cuestión menor» podría ser tenida en cuenta. También desde el espiritualismo podrá llegarse a posiciones análogas. Me limitaré, huyendo de la prolijidad, a una brevísima referencia al espiritualismo cartesiano. Porque si la realidad es una yuxtaposición de dos sustancias, la res cogitans y la res extensa, ¿qué lugar queda para la Arquitectura? Ninguno, desde luego, en el espacio de la res cogitans; porque la arquitectura, si es algo, es res extensa, movimiento de grandes masas de piedra. Pero la res cogitans, por su parte, está muy lejos de cualquier masa grande o pequeña de naturaleza extensa. Más aun: el acceso filosófico a la res cogitans desde la duda metódica hasta el cogito, cuando lo medimos desde la Arquitectura, tiene mucho de demolición de cualquier forma arquitectónica en cuanto obstáculo interpuesto a los primeros principios. La duda metódica obligaría, en efecto, a considerar como poco más que alucinaciones las obras arquitectónicas, las cuatro paredes en las que arde la estufa en la que Descartes esta calentándose. Todo lo que me envuelve, las cosas corpóreas -entre ellas las formas arquitectónicas- y mi propio cuerpo tendrá que ser puesto entre paréntesis. Es en este momento en el que Descartes, como filósofo, lleva al límite la figura del pensador que nos ofreció Rodin, y aun pudiera interpretarse como este mismo «pensador» visto desde dentro, incorpóreo, lo que quedase de él después de haber demolido la apariencia de su bulto corpóreo. Es cierto que el interés por el mundo corpóreo se recupera en el cartesianismo a través del Alma y de Dios, lo que abre una vía para que, de un modo indirecto, la filosofía espiritualista pudiera interesarse por la Arquitectura; sin embargo, este interés tendría siempre un carácter subsidiario. 5. La imposibilidad (si se prefiere: la incompetencia) que achacamos a algunas filosofías corporeístas (monistas o corpuscularistas) o espiritualistas, para poder «decir algo» sobre la Arquitectura, no significa que los filósofos monistas, o corporeístas, o espiritualistas, tales como Parménides, Demócrito o Descartes, no hayan podido, de hecho, «decir algo» interesante sobre la Arquitectura; pero siempre y cuando se hayan olvidado de que son monistas, o corporeístas o espiritualistas y se decidan a enfrentarse con los edificios mismos, aunque éstos sean reducidos a la condición de meras imágenes (ideas)
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suyas, en las cuales, sin embargo podría «entrar» la «imagen» de su propio cuerpo. Decía Berkeley: «vemos la propia casa, la propia iglesia, siendo sólo una idea y nada más. La propia casa, la propia iglesia, son una idea o son un objeto, objeto inmediato del pensamiento». 6. Hemos pasado una rápida revista a aquellas concepciones filosóficas que, ya sea desde el materialismo, ya sea desde el espiritualismo, habrían de considerar la Arquitectura, en toda su generalidad, como una «cantidad despreciable» o cuestión menor que podría ser pasada por alto o ignorada por la filosofía. Nada tiene que decir la Filosofía sobre la Arquitectura, sino declarar su nihilidad. Y nada tiene que decir la Arquitectura a la Filosofía, a una visión filosófica del mundo, sino lo que puede decir a través de la Psicología, de la Etología, de la Sociología o de la Política (la Arquitectura es un refugio que no tiene más alcance que el del nido para el pájaro, o es expresión de la voluntad de poder, etc.). Sin embargo es necesario registrar también otras interpretaciones que, aunque no van referidas a la Arquitectura en general, avanzan también en una línea «adversa», si no en relación con la Arquitectura, sí en relación con algunos estilos o realizaciones arquitectónicas a las que se atribuyen implicaciones con ideas filosóficas que, «desde la perspectiva de la filosofía crítica», se supone deben ser trituradas. La diferencia esencial entre estas posiciones críticas acerca de la Arquitectura -pero en terrenos particulares- y las posiciones críticas que hemos considerado en los puntos anteriores, es obvia. Mientras en las posiciones que rechazan, en general, la significación filosófica de cualquier obra arquitectónica, estableceremos una separación radical entre «lo que tiene que ver con la Arquitectura» y «lo que tiene que ver con la Filosofía», en las posiciones que rechazan algún tipo de estilo o realidad arquitectónica como filosóficamente recusable, concederemos que en Arquitectura pueden estar presentes, ejercitadas en piedra, determinadas ideas de interés filosófico, por recusables que sean a juicio del crítico. En este sentido, las posiciones a las que estamos refiriéndonos podrían considerarse como versiones de la alternativa (2), la alternativa de la intersección básica, o incluso de la alternativa (3), la de inclusión directa de Arquitectura y Filosofía. Me referiré únicamente al caso de aquellas filosofías críticas (de la Metafísica) que abundan en la necesidad de «mantener a raya» ciertos estilos o realizaciones arquitectónicas, por ejemplo, la «arquitectura clásica», en la medida en que ésta deba considerarse como «la última fortaleza de la metafísica». Se comprende que la mejor crítica a una fortaleza arquitectónica puede tener algo que ver con la crítica de la piqueta, con la demolición del edificio, o, por lo menos, con su deconstrucción, en el sentido de Derrida; y esto, de paso, ya nos advierte acerca de un importante canal a través del cual las tareas
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arquitectónicas pueden tener que ver con la filosofía en tanto ésta es entendida como filosofía crítica, en el sentido deconstructivo, puesto que la crítica filosófica definida como deconstrucción, difícilmente podría ocultar su inspiración en Arquitectura. He aquí la exposición que Patricio Peñalver, profundo conocedor de Derrida, hace de este asunto: «En su radical puesta en cuestión de la axiomática de la arquitectura occidental, la desconstrucción parece, y en algún sentido es, un pensamiento antiarquitectónico o anarquitectónico. Propone, en efecto, dislocar las bases de la arquitectura clásica o de lo que clásicamente, y hasta ayer o hasta ahora mismo, se ha entendido por arquitectura. Tal dislocación pasa por identificar previamente en esa arquitectura clásica o que se piensa a sí misma clásicamente cuatro invariantes». Se refiere a invariantes que no son ya propiamente específicos de la arquitectura sino genéricos: (a) al sometimiento ontológico a la ley del habitar, (b) a la conmemoración sacralizante de los orígenes históricos o del suelo terrestre de una cultura, o de su «enfática monumentalidad», (c) al teleologismo, a estar al servicio religioso, ético, político, utilitario o funcional, (d) al sometimiento al sistema de las bellas artes, a la belleza y armonía. La referencia a estas cuatro invariantes está hecha desde una perspectiva que difícilmente puede disociarse del espiritualismo cartesiano, en lo que tiene de nihilismo o de acosmismo. Y, por supuesto, Patricio Peñalver subraya que «la deconstrucción no sería el asalto a esa fortaleza. Mil veces habrá que repetirlo: la deconstrucción no es destrucción, ni la metáfora filosófica o discursiva de la demolición arquitectónica. Es la resistencia económica, estratégica, sobria a la resistencia sólida de la pétrea fortaleza que alberga y legitima un habitar nostálgico, teleológico, y fascinado por la belleza. No se trata, pues, de asaltar, ingenuamente, esa fortaleza, sino de pensarla sin limitación axiomática, sin coerción metafísica o clasicista. Por lo que se refiere al primer y más importante de los invariantes mencionados, no se trataría, dice Derrida, de "prescribir, frente a un presunto habitar original, construcciones inhabitables", sino, y vuelvo a citar, de "interesarse en la genealogía del contrato entre arquitectura y habitación". («Cincuenta y dos aforismos», Psyché, pág. 514), (Patricio Peñalver Gómez, «Arquitectura en desconstrucción: contaminaciones», conferencia en la ETS Arquitectura, Sevilla, 12 de noviembre de 1993).
2. La segunda alternativa (A∩F) = K ≠ ∅ (intersección básica) 1. La intersección, en lógica de clases, es una operación neutral (formal), en el sentido de que abstrae de toda consideración modal que pudiera afectar a la intersección. La intersección de dos clases tiene lugar cuando existe una tercera cuyos elementos (en nuestro caso las instituciones arquitectónicas o las ideas institucionalizadas) pertenecen a la vez a ambas; pero no se dice nada acerca de
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si esta pertenencia compartida es contingente o externa a las clases intersectadas, o si es necesaria o bien interna al menos a una de esas clases. La intersección de una figura poligonal, paralelograma, equilátera y rectángula define a la figura cuadrada. ¿Es externa esta intersección? Sin duda no es necesaria para la condición de rectángula, para que una figura poligonal sea equilátera o paralelógrama; ni es necesaria la condición de paralelógrama para que la figura sea equilátera, etc. Sin embargo es evidente que la condición de equilátera no es propiamente externa a la condición de figura rectángula o paralelógrama, puesto que aquella condición es, por lo menos, uno de los valores internos dados en la serie de valores de longitud que pueden tener los lados de los polígonos. Asimismo, la talla de un hombre (por tanto, la intersección de diferentes clases de hombres según su talla) no es una característica externa, puesto que necesariamente un hombre tiene que tener una talla determinada; otra cosa es que la intersección por la talla esté internamente ligada a otras características, o sea enteramente aleatoria. Se hace preciso distinguir, según esto, al menos en el terreno causal -y aunque la distinción no tenga efectos en el álgebra de clases- entre las intersecciones externas (aleatorias, por ejemplo) y las intersecciones internas. Cuando una intersección, considerada externa en principio, alcanza un grado de frecuencia estadísticamente significativo, comenzaremos a sospechar de la existencia de alguna intersección interna y no meramente aleatoria. La intersección entre Arquitectura y Filosofía puede interpretarse, desde luego, como una intersección formal, externa o débil. Una intersección, por lo tanto, que podría ponerse en correspondencia, muchas veces, con posiciones referidas a la primera alternativa, concretamente, con la disyunción débil, en el sentido expuesto al analizar la alternativa (1). Supongamos que, a lo largo de un friso de un monumento arquitectónico, se insertan doradas letras mayúsculas que, al ser deletreadas, nos ponen en presencia de sentencias filosóficas de Séneca, de Platón o de Aristóteles. ¿Podría decirse que en este monumento se da una intersección entre Arquitectura y Filosofía? Sólo según el modo de intersección más externa y formal, puesto que las Ideas filosóficas expuestas en el friso no pueden considerarse insertadas, como morfologías arquitectónicas, sino como sobreañadidas o grabadas a la Arquitectura; en lugar de esas sentencias filosóficas podrían haberse inscrito enunciados geográficos o físicos. Considerar «filosófica» a una fachada en la que figura grabada la proposición hegeliana «Todo lo real es racional» (como figuraba en el edificio del Instituto de Segunda Enseñanza en el que yo estudié hace casi ya setenta años), no tiene más alcance que considerar «político» (concretamente político antifranquista) un cuadro famoso porque lleva dibujada la palabra «Guernica», pues sólo porque se nos ha dicho que el famoso cuadro de Picasso representa a Guernica, podemos saber qué es lo que se pretende que represente; al igual que sólo podían saber que la figura que había pintado Orbaneja era la figura de un gallo,
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cuando (según nos dice Cervantes) leían la inscripción que el pintor había puesto debajo de su figura: «Esto es un gallo». 2. Pero las intersecciones entre la Arquitectura y la Filosofía no tienen siempre el carácter externo (postizo, coyuntural) que corresponde al género «intersecciones» que acabamos de mencionar. Cabe también señalar intersecciones materiales internas mucho más profundas. Intersecciones que afectarán a todas las obras arquitectónicas y no sólo a algunas de ellas; porque no sería posible explicar la razón por la cual pudiera una obra arquitectónica contener alguna idea filosófica genuina, de modo interno, sin que las demás también la contuvieran. Ahora bien, atribuir a toda obra arquitectónica la condición de ser «expresión», «encarnación» o ejercicio de determinadas ideas filosóficas genéricas no significa que hayamos de suponer que la integridad de la obra arquitectónica expresa o ejercita esas ideas. Una obra arquitectónica puede ser filosófica, como un totum, sin que por ello lo sea en su integridad, es decir, totaliter. Asimismo, las ideas expresadas, encarnadas o ejercitadas por las obras arquitectónicas podrán ser, en principio, o bien ideas específicas (o al menos originarias) de la Arquitectura, o bien ideas genéricas, que aunque sean esenciales o internas a la obra arquitectónica, sin embargo también serán comunes a otras obras no arquitectónicas (por ejemplo, escultóricas, de ingeniería, etc.). ¿Cabe trazar alguna línea de frontera entre las diversas partes de la obra arquitectónica que fuera capaz de delimitar la «localización» de las ideas en ella, puesto que suponemos que éstas, aunque afecten al todo, no lo afectan totaliter? Si nos atenemos a la clasificación de las unidades arquitectónicas que hemos presentado en la introducción -unidades enteras, unidades fraccionarias y unidades complejas- podemos ensayar la siguiente respuesta: la obra arquitectónica, considerada a escala de sus unidades fraccionarias -tales como sillares, vigas, ladrillos- no tendría capacidad para «encarnar» o expresar, o ejercitar, ideas filosóficas pertinentes a la Arquitectura misma (dejando aparte las ideas trascendentales que tienen que ver con la corporeidad). Antes bien, sería necesario reconocer que el locus arquitectónico en el que podrían realizarse o encarnarse ideas filosóficas se nos dará a la escala de las unidades enteras (prácticamente, a la escala de los edificios) o a la escala de las unidades complejas (prácticamente, de las calles o de las ciudades). Y si efectivamente pudiéramos determinar la actualidad de ideas arquitectónicas de alcance filosófico a esta escala, podríamos reconocer pleno sentido a la alternativa básica de intersección que estamos considerando.
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3. La tercera alternativa (A∩F) = K = A = (A⊂F) (intersección directa) 1. Si mantenemos la interpretación de la inclusión como inclusión material y conformativa, en el sentido ya expuesto, podremos parafrasear la fórmula algebraica de esta tercera alternativa en los siguientes términos: la Arquitectura conforma las ideas que pueden considerarse como genuinamente filosóficas e imprescindibles para el desarrollo de la misma filosofía. Supuestas determinadas ideas que fueran imprescindibles para el desarrollo de cualquier filosofía sistemática, serían tales ideas aquéllas mismas que habríamos localizado en la intersección material de las clases Arquitectura y Filosofía. Teniendo en cuenta esta circunstancia, podríamos interpretar la tercera alternativa (3), que ahora nos ocupa, como un desarrollo llevado al límite de la alternativa (2), en función de la cual no nos mantenemos en la mera constatación de determinadas ideas en cuanto ideas comunes a las dos clases intersectadas, sino como ideas que, teniendo una estirpe genuinamente arquitectónica, habrían conformado (o contribuido a conformar) las ideas filosóficas correspondientes. Consideremos brevemente las dos grandes referencias o polos en torno a los cuales convencionalmente -desde los escritos hipocráticos- suelen ser agrupadas las ideas filosóficas: el macrocosmos (el mundo cósmico, el ser...) y el microcosmos (el mundo en pequeño, el hombre). 3. Los efectos conformadores de la Arquitectura en la filosofía del microcosmos se advierten de inmediato en la tradición que inspira el concepto del mundo como un gigantesco edificio (la Constitutio Universi de la que habla Séneca Ad Gallienum VII, 15, 7, constitución que se corresponde con la syxtasis), un edificio que sólo puede entenderse si se reconoce la acción de un Gran Arquitecto, que es Dios. De evidencia literal es por tanto el reconocimiento de la impronta de la Arquitectura en la tradicional concepción de Dios como Gran Arquitecto. Todavía en los años treinta del siglo XX (1934) B. Bornstein ideó una «Arquitectónica del Universo», una metafísica concebida como ciencia de las estructuras universales del mundo, basada en una lógica de cuño arquitectónico (topológico, no meramente formal). En cualquier caso, quienes se aventuran, al modo de Heidegger, de García Bacca o de Ferrater Mora, a definir filosóficamente el Mundo como «la casa del hombre», la «habitación», la «morada», el «cuarto de estar», incluso el «comedor» del hombre, está obviamente conformando sus ideas desde la Arquitectura. Pero no sólo la Arquitectura habría conformado la idea de una racionalidad cósmica, también la idea de una racionalidad gnoseológica. Aristóteles
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reconoció la necesidad de un saber arquitectónico (architectonike) a través del cual los fines de las artes particulares se subordinan al fin principal (Ética a Nicómaco, I, 1, 1094a 25); y, por ello -dice Aristóteles-, el filósofo de la ciencia política es el «arquitecto del fin» (Ibid. VII, 11, 32b: tou telous architecton). Estas ideas se mantienen a través de la Escolástica durante toda la Edad Media. Incluso Descartes se inspira en la Arquitectura cuando quiere probar que el sistema debe ser realizado por un único pensador, como la ciudad por un único arquitecto. Y Leibniz (desde una perspectiva más gnoseológica que ontológica, contrapone (Tentamen de motuum, Gerhard, VII, 273) en el seno de la Naturaleza dos órdenes, que no se excluyen mutuamente: el orden mecánico (el de aquello que se explica mecánicamente por causas eficientes) y el orden arquitectónico (que sólo se explica por causas finales, mediante el conocimiento de los usos). Años después, J. H. Lambert, continuando su Neues Organon, de 1764, publica en 1771 una obra en dos volúmenes, Anlage zur Architectonic, oder Theorie des Einfachen und des Ersten in der philosophischen und mathematichen Erkenntniss. Lambert proponía aquí una ontología que, lejos de ser una ciencia de los «posibles» (al modo de Leibniz-Wolff) pudiera llenar sus cuadros con realidades existentes. Esta ontología es la arquitectónica, dedicada a trazar la estructura de todos los reinos de la naturaleza que encuentran en Dios su «clave de bóveda». Por su parte, Kant, tras exponer en su Teoría trascendental del método las dos primeras partes que conducen a la construcción del sistema -disciplina y canon-, designa el tercer capítulo de su Dialéctica trascendental como «Arquitectónica de la razón», y no sólo técnica (por observación de semejanzas) sino expresiva de la posibilidad del todo científico: la unidad arquitectónica es la unidad misma de la razón, que se encuentra, como una semilla, en todos los hombres. También Husserl utilizó dos categorías arquitectónicas fundamentales, a saber, la categoría de la construcción (o constitución: Stiftung, Urstiftung) y la categoría de la demolición (Ab-Bau), traducida a veces, a través del francés de Derrida, por «desconstrucción». 4. En cuanto a los efectos conformadores que la Arquitectura haya podido tener en las ideas filosóficas relativas al «microcosmos», nos limitaremos a recordar cómo las dos tradiciones, enfrentadas entre sí, la materialista y la espiritualista, han acudido a la arquitectura para desplegar sus concepciones características. En la tradición materialista recordamos la idea del organismo como constitutio (o systaxis) de Crisipo (Laercio VII, 1, 52-85), o la misma idea arquitectónica de Vesalio en su De humani corporis fabrica (en donde los huesos largos de las piernas, por ejemplo, son concebidos como columnas). En la tradición espiritualista, insistimos en la conexión (que hemos expuesto en otro lugar, Telebasura y democracia, Ediciones B, Barcelona 2002, capítulo
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3, «Telebasura e intimidad») entre el intus espiritual (la «intimidad agustiniana» de Noli foras ire) y el interior constituido por los recintos arquitectónicos. La idea del ego interior, íntimo, inviolable, impenetrable (los secreta cordis), en el que el yo puede encerrarse como dueño soberano (el «castillo interior» del que habla Bernardino de Laredo en la Subida al Monte Sión por la vía contemplativa, 1535, o Las moradas de Santa Teresa de Jesús) ¿podría resistir el programa de una «reducción arquitectónica»?.
4. La cuarta alternativa (A∩F) = K = F = (F⊂A) (intersección inversa) 1. La cuarta alternativa nos pone delante de una concepción de la Arquitectura según la cual serían las mismas estructuras arquitectónicas esenciales aquéllas que habrían sido conformadas por Ideas filosóficas (por ejemplo, la Idea misma de construcción, idea clave en una filosofía constructivista), actuando en el mismo curso de la práctica arquitectónica. No sería, por tanto, la técnica o arte categorial de la Arquitectura aquello que habría conformado ideas filosóficas de indudable importancia, como la citada. Por el contrario, sería la acción de las Ideas filosóficas la que habría que reconocer actuando en el origen mismo de la Arquitectura. No diríamos tanto que la Filosofía (o la Metafísica) tiene una impronta arquitectónica, cuanto más bien que la Arquitectura es ella misma un arte, o una técnica o una poética de naturaleza metafísica o filosófica. (La techne, ars en latín, según Aristóteles es la virtud que regula la poiesis -como creación, en el sentido griego de producción de las cosas factibles, corpóreas, no en el sentido cristiano-, así como la phronesis, prudentia en latín, es la virtud que regula la generación de las cosas agibles, la praxis). Cuando mediante la fórmula (4) «damos la vuelta» a las relaciones entre Arquitectura y Filosofía expuestas en la fórmula (3), no hacemos algo distinto de lo que se hace siempre que, tras un proceso de reducción, abrimos el camino a un proceso de reabsorción correspondiente. Un historiador de las formas de los números, se verá tentado a reducir los números enteros primitivos de la Aritmética, por ejemplo, los símbolos romanos, a la condición de números dígitos; sin embargo, el matemático, sin negar la legitimidad de esta reducción, la desbordará mediante un proceso de reabsorción de los dedos de las manos en el concepto aritmético de los «conjuntos cardinales (u ordinales) de elementos». Otros, para explicar la génesis de la teoría de las ideas de Platón, tenderán a reducir las Ideas a las monedas acuñadas que comenzaron por aquellos siglos a circular en Grecia; la moneda acuñada constaba, en efecto, de forma y materia; pero su valor, y la medida de ese valor, derivaba de la forma, es decir, del cuño que se imprime en la materia amorfa haciendo que la idea se materialice como un universal distributivo en las diversas monedas del mismo cuño: en la Edad Media se desarrolló la teoría de la «sigilación» para explicar el origen de las
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ideas universales. Pero esta reducción economicista quedaría a su vez desbordada si reabsorbemos el propio proceso de sigilación en el proceso mismo de la distribución de las ideas universales, sean monedas, sean guijarros, sean hombres o individuos animales. Otro ejemplo: la idea del Super-ego, en la escuela del psicoanálisis, tenderá a ser reducida a la figura del Padre; pero, a su vez, cabrá reabsorber la figura del Padre en la idea de una Norma autoritaria (cuyo origen no tendría por qué tener siquiera naturaleza familiar) de la cual la propia figura del Padre fuese una participación. 2. La reabsorción de las determinaciones arquitectónicas que venimos considerando en correspondientes Ideas filosóficas que estarían conformando aquellas determinaciones equivale a una liberación de las ideas filosóficas respecto de sus supuestas férulas arquitectónicas. No toda idea filosófica -pero ni siquiera aquellas ideas que arrastran armónicos arquitectónicos- tendría por qué ser entendida como dependiente o subordinada a la Arquitectura. Un agustiniano -un cartesiano, Malebranche, por ejemplo- dará por evidente que es la idea primera de un «mí mismo interior» (en cuanto a su vez aparece reflejada en la Idea de Dios) aquello que hace posible que un recinto formado por cuatro paredes, un suelo y una cubierta, sea interpretado como un interior. La interioridad de mi cubículo será entendida como una «proyección» de la interioridad de mi ego, pero no la interioridad de mi ego una proyección de la interioridad de mi cubículo. Y así sucesivamente.
5. La quinta alternativa (A∩F) = K = A = F = [(A⊂F)&(F⊂A)] (intersección total) 1. Conviene notar que la conjunción de las alternativas (3) y (4), que da lugar a la alternativa (5), no se deduce ni de la (3) ni de la (4), en términos puramente lógicos se puede aceptar (3) sin tener que aceptar (4) y recíprocamente. Quien sostiene que toda institución arquitectónica es de naturaleza filosófica no tendría por qué sostener a su vez que toda institución filosófica es de naturaleza arquitectónica. 2. No es fácil citar alguna concepción «panarquitectónica» de la Filosofía, ni tampoco alguna concepción «panfilosófica» de la Arquitectura. Sin embargo, podemos reconocer la posibilidad del intento de utilizar la forma de un circuito (reducción-reabsorción) que también podría entenderse como un simple caso de «realimentación», parcial al menos, de algunas ideas por instituciones arquitectónicas y de algunas instituciones arquitectónicas por ideas. Otra cosa es que esta realimentación pueda ser considerada como interna a la misma estructura de la Arquitectura o de la Filosofía, o bien, que haya que entenderla como un sobreañadido ideológico o, sencillamente, mitológico. Algunos filósofos esotéricos, del estilo de François-Xavier Héry («quien se
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considera pariente lejano del gran Champollion», como dice Jorge González Nanclares en su abundante e interesante contribución, «El enigma de la pirámide», a las Jornadas de Gijón, noviembre de 2002, en torno a las supersticiones, ciencias y pseudociencias) sostiene en su libro La Biblia de piedra (1990) que la Gran Pirámide no es otra cosa que un enorme canto de la espiritualidad monoteísta. En este supuesto, la Idea de Dios monoteísta estaría conformando a la Gran Pirámide y, a su vez, la Gran Pirámide estaría conformando (canalizando, orientando, simbolizando, plasmando...) la Idea de Dios. 3. Pero es fácil reconocer, desde la fórmula (5), diversas interpretaciones de la Arquitectura y de la Filosofía, cuando éstas se consideran como contenidos específicos dados en el ámbito de alguna esfera cultural, que, si bien no identifican (o igualan) Arquitectura y Filosofía, sí en cambio las ecualizan, en cuanto expresiones paralelas de una misma cultura o, al menos, de una misma sociedad o régimen político. O. Spengler utilizó sistemáticamente este procedimiento de ecualización para «equiparar», por ejemplo, la Arquitectura y la Filosofía del Egipto faraónico, o la Arquitectura y la Filosofía de la cultura clásica, o la Arquitectura y la Filosofía de la cultura fáustica. Pero el procedimiento, aunque de un modo más informal, es un arma común a los historiadores de la cultura que se consideran equipados con métodos sociológicos o hermenéuticos adecuados. La filosofía griega será presentada como una manifestación del racionalismo helénico, visible también en la arquitectura clásica; la filosofía nazi del Estado totalitario, divino, se pondrá en paralelo con la arquitectura nacional-socialista. El modo más común de identificar o de ecualizar, de hecho, Arquitectura y Filosofía, manteniendo sin embargo sus diferencias absolutas, es el que se acoge a la metáfora del lenguaje: la Filosofía -se dirá- es un lenguaje, pero también la Arquitectura es un lenguaje, que procede en principio con total autonomía respecto del lenguaje filosófico, así como recíprocamente. Desde esta perspectiva nos encontramos en la proximidad de la alternativa (1) cuanto a la extensión. Sin embargo, entre estos lenguajes cabría reconocer la posibilidad de «traducciones», directas o inversas; y como las traducciones pueden entenderse como formando grupos de transformaciones, cabría concluir que entre el lenguaje filosófico y el lenguaje arquitectónico (entendido a veces como un «texto») media algún invariante sobre el cual podríamos basar la identidad intensional o ecualización entre la Arquitectura y la Filosofía. Conclusiones que quedarían desbaratadas en el momento en que dejemos de considerar la Filosofía y la Arquitectura como lenguajes.
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Sección II. Exposición crítica «desde la parte» de la segunda alternativa 1. Dialéctica del sistema de alternativas expuesto en la Sección I 1. En la Sección I hemos presentado el sistema de las cinco alternativas (no necesariamente siempre disyuntivas) entre las que será preciso elegir cuando, huyendo del escepticismo, se quiera formar un juicio firme acerca de la cuestión de las conexiones generales que puedan ser reconocidas entre el conjunto constituido por las «Ideas» (consideradas como elementos o unidades que tienen que ver con la Filosofía) y el conjunto constituido por las «Instituciones arquitectónicas» (entendidas como los elementos o unidades, enteras, fraccionarias o complejas) que tengan que ver con la Arquitectura. Hemos intentado poner en correspondencia cada una de estas «alternativas» algebraicas con concepciones filosóficas pertinentes; si bien el término «filosofía» hubo que entenderlo en sus sentidos más laxos, comprendiendo, por tanto, no sólo las filosofías de signo marcadamente metafísico, y aun «místico», sino también las filosofías de signo más positivo, incluso de signo materialista. Precisamente a la decisión de utilizar las cinco alternativas algebraicas de referencia como criterios capaces de «polarizar» en torno suyo a determinados estilos de filosofía, o acepciones de la filosofía, puede reconocérsele el mérito o, por lo menos, la capacidad discriminadora, en el magma caótico constituido por las acepciones y usos del término «Filosofía», de distinguir cinco maneras, relativamente bien diferenciadas, de entender la Filosofía como un resultado negativo terminante: que es imposible hablar de la Filosofía en general, o de la «Filosofía de la Arquitectura» en particular, en un sentido unívoco. A lo sumo, entre las diversas maneras de entenderla, podríamos reconocer, con esfuerzo, alguna vaga analogía; pero una analogía entre maneras y modos que son incompatibles entre sí. Ahora bien, desde una perspectiva meramente doxográfica, tendríamos materia suficiente para llenar cursos universitarios con la exposición detallada de cada una de las «filosofías» correspondientes a cada una de las cinco alternativas de referencia. Pero en la medida en que tomamos en cuenta que estas alternativas no son únicamente la expresión de un «pluralismo» capaz de satisfacer los deseos de «biodiversidad académica», que el espíritu de tolerancia promueve en nuestros días, sino que son incompatibles entre sí, habremos de concluir que la «tolerancia» está aquí fuera de lugar, salvo profesión formal de escepticismo. Quien no pueda reconciliarse con él tendrá que aceptar que la inclinación por alguna de las alternativas es incompatible con la inclinación que pueda tener hacia otras. Las inclinaciones son incompatibles, y están en conflicto dialéctico indudable: omnis determinatio est negatio. Lo que no significa que, por tanto, salvo una, las restantes cuatro alternativas sean superfluas, «cantidades despreciables» que podremos ignorar, porque ellas, por
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de pronto, servirán para definir el alcance de la alternativa preferida («pensar es pensar contra alguien»), y en alguna circunstancia todavía más: para determinar, por exclusión, cuál sea la alternativa que debe ser preferida, si es que ésta careciera, por sí misma, de «brillo propio». Lo que quiere decir, a su vez, que desde la alternativa preferida ha de ser posible dar cuenta, o «reconstruir», las razones que pueden tener las demás. Nada más lejos, por tanto, del método dialéctico que la «fijación» a priori y fanática por alguna alternativa dada. Aquí también, como en política, es imprescindible «conocer al enemigo» -sus razones, sus fuerzas- para poder asentarnos con firmeza en la propia posición. 2. La cuestión es determinar los criterios de elección y los correlativos de exclusión. Desde luego no sería suficiente un criterio que se mantuviera exclusivamente en el terreno algebraico; es necesario un criterio lógico-material. Desde este punto de vista lógico-material hemos considerado como alternativa básica la (2), puesto que a partir de ella pueden derivarse las restantes como casos límite de desarrollos pertinentes; lo que no es posible si partimos de la alternativa (1). Pero en cambio, también podríamos tomar como alternativa básica la (3) o la (4). En cualquier caso, a la alternativa (2), cuyo partido tomamos, no le damos tanto, en el contexto de nuestro asunto, la consideración de básica, cuanto la consideración de alternativa verdadera. Y esto por dos tipos de razones: (a) Las razones del primer tipo tienen el carácter indirecto que es propio de los silogismos disyuntivos (tal como los interpretaba el célebre «teorema de Hauber»). En efecto, si damos por supuesto que una de las cinco alternativas consideradas ha de ser la verdadera -si la enunciación de alternativas es completa y en ella se comprende el caso negativo, que corresponde a la alternativa (1)- y tenemos que rechazar las alternativas (1) (3) (4) y (5), será forzoso mantener la alternativa (2). (b) Las razones del segundo tipo tienen un carácter directo, y todas ellas convergen hacia la demostración de que efectivamente cabe constatar una identidad parcial entre la clase (A) de las Instituciones arquitectónicas y la clase (F) de las Ideas filosóficas que venimos considerando. 3. Por lo que se refiere a todo cuanto se comprende en el punto (a): no tratamos de impugnar las alternativas (1) (3) (4) y (5) acusándolas, por ejemplo, de «ignorancia» de las situaciones en las cuales la realidad fenoménica nos muestra la intersección efectiva entre la «clase de las Instituciones arquitectónicas» y la «clase de las Ideas filosóficas», porque en tal caso el mismo debate se haría imposible. Por el contrario, partimos del supuesto según
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el cual todos pueden constatar que al menos algunas instituciones arquitectónicas tienen mucho que ver con determinadas ideas de las que se ocupa la tradición filosófica. Y dando esto supuesto, sobrentenderemos que las alternativas de referencia son modos de interpretar los mismos fenómenos que, disociados de las interpretaciones, están presentes a la vista de cualquiera. Por ejemplo, y para atenernos a algo de lo que ya hemos hablado -que un edificio arquitectónico es, dicho en sinécdoque, no ya un sillar o una viga, sino una concatenación de sillares y vigas, así como un sistema filosófico no se reduce a una única Idea, sino que es una concatenación de Ideas (concatenación llevada a cabo a través de conceptos y de fenómenos)- «todo el mundo» puede advertir y constatar la afinidad estructural que media entre un «orden y conexión de los sillares» y un «orden y conexión entre las Ideas». Esto supuesto interpretaremos a las diversas alternativas como modos distintos de interpretar un fenómeno relativamente invariante a todas ellas; de suerte que lo que impugnamos son antes las interpretaciones que los fenómenos. De este modo interpretaríamos la alternativa (1) no como emblema de alguna posición que nada tuviera que ver, dado su carácter negativo, con el asunto discutido; sino que sólo pudiera entenderse como un intento de «conjurar» el fenómeno de referencia, a saber, la afinidad entre algunas determinaciones de la clase (A) y otras de la clase (F); un intento que, de un modo u otro, tendría que acogerse a la distinción entre la apariencia y la identidad (o verdad). La afinidad parcial entre (A) y (F) sería sencillamente reconocida por la alternativa (1) como apariencia, pero no como una identidad (ni, por tanto, como una verdad). Si consideramos como insuficiente esta alternativa, será debido a que no vemos que sea capaz de establecer criterios diferenciales específicos entre apariencia e identidad. Pero no por rechazar (1) tendríamos por qué inclinarnos a aceptar la alternativa opuesta, la (5), es decir, la que simpliza la total identificación entre Arquitectura y Filosofía. Para que (5) pudiera mantenerse sería necesario, si nos atenemos a las leyes algebraicas, dar por probadas (3) y (4) a la vez. Ahora bien, la alternativa (3) -que supone la reducción total de la Filosofía a la Arquitecturase enfrenta con el hecho innegable (del que partimos) de que las Ideas no tienen que ver con la Arquitectura; por consiguiente, a la alternativa (3) sólo podremos «darle beligerancia» como un ensayo de desarrollo de la alternativa (2), ensayo que no sería en todo caso estéril, puesto que sólo desde el reconocimiento de sus límites podrá conocerse más profundamente el carácter «parcial» de la identidad expresada en (2). Consideraciones análogas haríamos respecto de la alternativa (4), que sugiere la reducción total de Arquitectura a Filosofía, saltando por encima del hecho positivo de tantas instituciones arquitectónicas que tienen muy poco que ver con la Filosofía.
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4. Despejado el camino, estaríamos en condiciones de entrar directamente en el análisis de la identidad que pueda reconocerse en aquellas zonas de intersección parcial entre la clase de la Ideas filosóficas y la «clase de los sillares», o en general, la clase de las Instituciones arquitectónicas. La profundización en la naturaleza de esta identidad, y la delimitación de su alcance, nos llevará a reconsiderar las alternativas (3) y (4), en la medida en que son ellas las que están siendo limitadas por la (2). En consecuencia, ésta no tendrá por qué entenderse como si resultase de una evidencia absoluta, que «resplandece por sí misma», puesto que este resplandor resulta ser detenido precisamente por las alternativas (3) y (4). Precisamente en el momento en que nos situamos en la perspectiva de las alternativas de la inclusión total -la (3) y la (4)- es cuando se plantea el problema de la inclusión parcial -la alternativa (2)- como una limitación de las inclusiones totales. Si la interacción entre clases no es sólo externa o contingente, sino interna, es porque puede ser derivada del «interior» de cada una de las clases de referencia. Y esto nos indica los caminos que debemos recorrer: el que nos conduzca desde las Ideas filosóficas a las instituciones arquitectónicas y el que nos pueda conducir desde las instituciones arquitectónicas a las ideas filosóficas. Estos caminos no tienen por qué tener doble sentido (suponemos que «camino» es un concepto vectorial y, por tanto, que una calzada con circulación en los dos sentidos de su misma dirección contiene en realidad dos caminos adosados); y esto significa que no son meramente simétricos, sino recíprocos. Podría darse a este camino el significado de un progressus (de la Filosofía a la Arquitectura) y de un regressus (desde la Arquitectura a la Filosofía), pero siempre que no llevásemos esta diferencia más allá de los términos puramente posicionales en los que ella se establece. Si nos atenemos estrictamente a la intersección parcial (A∩F) es porque suponemos, en primer lugar, que existen «regiones» de A que no intersectan con F; en segundo lugar porque suponemos que existen «regiones» de F que no intersectan con A; y en tercer lugar que hay regiones de A (venimos hablando, por sinécdoque, de «sillares») que pueden ser «vistas» desde F (hablamos, por sinécdoque, de «Ideas»), así como también suponemos que hay regiones de F («Ideas») que pueden ser vistas desde A («sillares»). De este modo se nos abren las dos series de cuestiones que, sin duda ninguna, desde el planteamiento que venimos haciendo, constituyen el cuerpo central de la «confrontación» entre Arquitectura y Filosofía. Trataremos cada una de estas series de cuestiones en los dos sucesivos párrafos siguientes. Ante todo (§2) nos ocuparemos del «análisis de los sillares» (de la Arquitectura) en la medida en que puedan ser vistos (o lo hayan sido ya) desde determinadas ideas (desde la Filosofía); acaso porque sólo desde ellas los
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sillares pueden ser entendidos como partes de una obra arquitectónica. Ulteriormente (§3) nos ocuparemos del análisis de determinadas Ideas (sinécdoque de la Filosofía) en la medida en que puedan ser vistas «desde los sillares» (desde la Arquitectura), acaso porque esas Ideas fueron moldeadas por éstos. Quien sea aficionado a los quiasmos podría titular respectivamente a estos párrafos como «Filosofía de la Arquitectura» y como «Arquitectura de la Filosofía».
2. «Sillares» arquitectónicos vistos desde «Ideas» (filosóficas): Filosofía de la Arquitectura 1. Venimos manteniendo una definición de Arquitectura como el conjunto o la clase de las «instituciones arquitectónicas»; un conjunto o clase que diferencia la Arquitectura de otros conjuntos de instituciones, como pueda ser las instituciones teatrales o escultóricas, o bien, por supuesto, las instituciones jurídicas (como puedan serlo la empresa mercantil), o políticas (como pueda serlo la democracia parlamentaria), o sociológicas (como pueda serlo la familia nuclear). Las instituciones arquitectónicas, en cuanto tales, son, ante todo, figuras o configuraciones fenoménicas vinculadas, de algún modo, a determinadas series de operaciones, aunque no se agoten en ellas. Las instituciones son fenómenos, y fenómenos en el sentido en el que los astrónomos griegos hablaron de «fenómenos planetarios», refiriéndose a sus trayectorias erráticas que se presentaban de distinto modo según el lugar desde el que se observaban, y que estaban, por tanto, envueltos por «teorías» (tales como la teoría de las órbitas circulares, desde las cuales aparecía precisamente el fenómeno de las trayectorias erráticas). Las instituciones son fenómenos normativos, en el sentido de que en su propia morfología corpórea llevan inscrita una serie de normas que orientan o canalizan la conducta de los individuos de una sociedad dada, ya como guías de su comportamiento, ya como contraejemplos capaces de inspirar aversión o temor. Hemos clasificado las instituciones arquitectónicas en tres órdenes o niveles: «instituciones enteras» (de unidades enteras: edificios, casas), «instituciones complejas» (calles, formadas por edificios, ciudades) e «instituciones fraccionarias» (tales como capiteles, ábacos, frontones o arquitrabes). Ahora bien: las instituciones arquitectónicas que son, sin duda alguna, figuras de la cultura objetiva humana (las instituciones constituyen uno de los primeros contenidos de la Antropología, si damos a ésta como campo propio el
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«todo complejo» del que nos habló Tylor), tienen paralelos muy estrechos con otras figuras de las culturas animales (campo de la Etología). Desde hace mucho tiempo las instituciones arquitectónicas humanas (que constituyen la parte más visible de su cultura extrasomática), han sido comparadas con otras figuras «extrasomáticas» que los etólogos describen hoy entre las aves o los insectos. Como ya hemos dicho, Demócrito, en el siglo IV antes de Cristo, llegó a sugerir la hipótesis de que los hombres habían aprendido de los animales, por imitación (de los nidos de las aves, de los panales de las abejas), el arte de edificar. Edgar Quinet, en el siglo XIX, expuso de un modo muy brillante los paralelos entre las galerías excavadas por los hombres y las galerías excavadas por los topos, entre los edificios erigidos por los hombres y las construcciones erigidas por las termitas. Los etólogos han calculado, en nuestros días, que el volumen de los «rascacielos» erigidos por las termitas, proporcionalmente a los organismos que los construyen, pueden alcanzar dimensiones muy superiores (según cálculos recientes, referidos al género Macrothermes): los nidos pueden alcanzar la altura de seis a siete metros, es decir, más de seiscientas veces el tamaño de un termes obrero, lo que equivaldría a un rascacielos de más de mil metros de altura. ¿Cómo diferenciar, por tanto, las instituciones arquitectónicas (que suponemos exclusivamente humanas) de las morfologías culturales zoológicas paralelas, es decir, de las construcciones animales que, no sólo por abuso de los nombres, suelen llamarse arquitectónicas? La tesis que defendemos puede ser expuesta de un modo muy breve: mientras que las instituciones arquitectónicas (fenoménicas) implican determinadas Ideas para poder ser reconocidas como tales, las construcciones animales (aves, insectos, mamíferos) pueden ser explicadas sin necesidad de recurrir a ideas implícitas en sus rutinas. De otro modo, mientras que las instituciones arquitectónicas implican el ejercicio de una filosofía (es decir, de ideas de rango filosófico), las morfologías constructivas de los animales no implican el ejercicio de una filosofía. Un edificio (una casa, un templo, un palacio) implica una filosofía; no por supuesto una filosofía previa, formulada en alguna Academia, sino una filosofía que se abre camino precisamente a través del propio edificio; pero un panal, un nido o una termitera, no necesitan filosofía alguna para ser entendida, sin perjuicio de sus paralelismos, y aun del reconocimiento de las construcciones animales como construcciones que habría que considerar dadas previamente a las instituciones arquitectónicas, en la medida en la que éstas se apoyan en aquéllas, y se constituyen como una suerte de re-flexión objetiva sobre aquéllas (reflexión que los atomistas antiguos habrían advertido, pero confundiéndola con una imitación).
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De lo que acabamos de decir se desprende que la determinación (o investigación) de las ideas de rango filosófico que puedan corresponder a la Arquitectura (a las instituciones arquitectónicas) habrá de partir, no ya de la consideración de las más diversas series de ideas que puedan sernos ofrecidas por la tradición doxográfica académica a fin de seleccionar «entre ellas» (como hacía Ferrater Mora en su «Filosofía y Arquitectura», recogido en sus Cuestiones disputadas, 1955, págs. 43-49) aquéllas que puedan tener alguna «pertinencia arquitectónica», a veces en términos de mera denominación emic, sino de la consideración de los mismos fenómenos arquitectónicos, es decir, de la consideración de las instituciones arquitectónicas, en tanto puedan interpretarse como fenómenos, y muy especialmente como fenómenos operatorios (que recaen necesariamente sobre fenómenos corpóreos). Nos atendremos principalmente a las instituciones arquitectónicas enteras (los edificios); y no porque las ideas que intentamos determinar sólo pudieran encontrar correspondencia en ellas, sino porque las correspondencias con las instituciones fraccionarias, y aun con las complejas, podrían investigarse a través de las ideas determinadas en las instituciones arquitectónicas enteras. 2. Dos palabras sobre la catártica de las Ideas que puedan ser puestas en correspondencia con instituciones arquitectónicas. Ante todo, dejaremos de lado (o «purgaremos») las Ideas que no se proporcionen directamente con la estructura misma de la obra arquitectónica, sino más bien con disposiciones ideológicas (propias de una clase social, de una iglesia...) que, aunque tengan reflejo en la morfología de la obra, no formen parte de su estructura interna. Por ejemplo, dejaremos de lado la «ideología iconoclasta», que se refleja en la arquitectura musulmana, especialmente en su decoración (el llamado «estilo geométrico» -denominación ridícula, como si las curvas del estilo «figurativo» no tuviesen también su ecuación geométrica-); dejaremos de lado la verticalidad de la arquitectura gótica, como supuesta expresión de una voluntad del poder eclesiástico, ejercido en las ciudades, que empujaba a los obispos a hacer sobresalir sus torres sobre el caserío (a diferencia de lo que ocurría en el románico rural). Dejamos también de lado aquellas Ideas cuya contextura es más bien técnica, aun cuando suela ser interpretada como filosófica. Nos referimos a conceptuaciones de la arquitectura análogas a aquéllas que, en los años 50 y 60 del pasado siglo, eran presentadas como una «filosofía de la música», cuando en rigor tenían muy poco de filosofía, y mucho de «ingeniería de composición» (como sería el caso del libro-manifiesto Aproximación a una estética de la música de Luis de Pablo). Citaríamos como un paralelo arquitectónico de esta «ingeniería musical» los trabajos en torno al «diseño de arquitectura molecular» de Rafael Laoz y colaboradores. El equipo Laoz reconoce que la actividad a través de la cual se sintetizan las variables que se toman como pertinentes, es
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decir, el diseño arquitectónico, no es de carácter científico, puesto que tiene siempre «una raíz artística» personal que no es fácil definir. Pero también es verdad que él denuncia la «pseudofilosofía [de nuestros días] que oculta la desvalorización del ser humano a quien van dirigidos los productos resultantes de la especulación y falta de seriedad científica y técnica» (véase Mundo Científico, nº.6, septiembre de 1981, pág. 670). Luego habría que inferir que esa «pseudofilosofía» de la que se nos habla sólo podría sustituirse por la verdadera filosofía de la Arquitectura, propugnada por la «arquitectura molecular industrializada». Lo que afirmamos, por tanto, es que una concepción semejante de la Arquitectura, sin perjuicio de su interés técnico y estético, no es formalmente una Filosofía de la Arquitectura, sino un proyecto práctico, orientado a la fabricación de viviendas, que, en este caso, sin perder sus dimensiones estéticas, puedan resolver los problemas de una población en desarrollo demográfico creciente, valiéndose principalmente de la guía de la geometría topológica (poliedros inorgánicos -tetraedro, octaedro, cubo y derivados- y poliedros orgánicos -icosaedro, dodecaedro y derivados-). No ignoramos, naturalmente, que a través de estas conceptuaciones prácticas puedan alentar peculiares ideas de carácter «humanístico»; pero esto nos pondría ante el caso de una ideología, más que ante una filosofía. Tampoco consideramos como Filosofía de la Arquitectura, sino como una mera ideología, la concepción de la Arquitectura como un lenguaje, tan extendida en la época del estructuralismo, y que llevó a entender la Arquitectura como un modo de comunicación, como un lenguaje entre otros, incluso como una «literatura», como un «texto», que podría expresarse en metáforas arquitectónicas: «casa galleta de perro», «casa salchicha», «apartamentos cremallera». En efecto, la ideología de muchos movimientos modernos (usualmente llamada «filosofía») suele autojustificarse por la situación derivada de la industrialización propia de los siglos XIX y XX. En 1924 Mies ya ponía como problema central de la Arquitectura y construcción de nuestro tiempo la industrialización. Pero, ¿acaso el funcionalismo es una filosofía, o no algo más que una opción ideológica y propagandística? O sencillamente, un proceso de «mecánica cultural»: las tecnologías nuevas y de los nuevos materiales (la época neotécnica de Mumford), con desprecio hacia el lugar y la función, explicarían el movimiento moderno: las cajas ortogonales de vidrio y acero («edificio de oficina», o de «fábrica», la «gramática universal de perfiles I de acero junto con un relleno de ladrillo beige y vidrio» en obras de 1950 apartamentos Lake Shore Drive, de Chicago- o 1958 -edificio Seagram, de Nueva York-). Todo esto se interpretará desde muchas perspectivas («un bloque universitario se asimilará a una fábrica de producción en serie; tanto sean tornillos o conceptos los que se fabriquen»).
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Las ideas filosóficas que nos interesa determinar en Arquitectura han de ser Ideas «internas» que sean constitutivas, que puedan ser consideradas como constitutivas esenciales de la obra arquitectónica. Sólo así podríamos afirmar que la Arquitectura implica (esencialmente) Ideas filosóficas. Es obvio que la Idea que puede estar implicada en la obra arquitectónica no tendrá por qué estarlo de forma representada («representada» no ya en la «mente» del constructor, sino en un lenguaje que estará preparado para comunicar la Idea, en cuanto Idea docens, a los demás), aunque sí de forma inmersa en el ejercicio mismo de la construcción (como Idea filosófica utens). Pero la presencia utens de la Idea en el proceso del ejercicio de las operaciones específicamente arquitectónicas no amengua su eficacia, de la misma manera que la presencia utens de las leyes del silogismo en el «rústico» (como decían los escolásticos) que razona correctamente, no amengua la eficacia de estas leyes (que el rústico ni siquiera necesita conocer representativamente). Añadiríamos aun: a la presencia ejercida (utens) de las Ideas filosóficas en Arquitectura puede incluso reconocérsele ya algo de esa condición de «saber (aunque fuera en ejercicio) de segundo grado» que atribuimos a la Filosofía, en general, siempre que mantengamos la tesis de una Arquitectura re-flexiva de modo objetivo, es decir, de una construcción arquitectónica que sólo alcanza su estatuto de tal cuando presupone dadas (en anámnesis), en «primer grado», edificaciones o fábricas tomadas como modelos. 3. Para determinar las Ideas que puedan aparecer ejercitadas en las instituciones arquitectónicas, no es suficiente referirnos a los fenómenos arquitectónicos (aun a los de la obra entera). En general, será preciso deslindar el plano ontológico desde el cual los fenómenos arquitectónicos puedan ser delimitados. Y el «fondo» o los «planos» en los cuales puedan dibujarse los fenómenos arquitectónicos no es único, ni tendría por qué serlo; y esto por la sencilla razón de que la realidad misma de las «instituciones enteras» (edificios, palacios, templos, etc.), es decir, su ontología, no es unidimensional. Es una ontología cuyo carácter antrópico damos por supuesto: la realidad de las instituciones arquitectónicas, sin perjuicio de su plena objetividad causal, sólo existe respecto de los sujetos operatorios humanos, sin que con ello queramos decir que su realidad sea meramente subjetiva o «mental». Tres planos ontológicos creemos imprescindible distinguir en el momento de delimitar las dimensiones fenoménicas (definidas en contextos beta operatorios) de las instituciones arquitectónicas enteras: I. Ante todo, el plano ontológico de la obra arquitectónica in fieri, que es el plano ontológico de la obra durante todo el proceso de su edificación; podríamos hablar aquí de la obra infecta, no terminada.
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II. En segundo lugar, el plano ontológico de la obra arquitectónica acabada, in facto esse; podríamos hablar aquí de la obra perfecta; perfecta en términos arquitectónicos, no ya estéticos. III. En tercer lugar, el plano ontológico de la obra arquitectónico no ya in fieri, o in facto esse, sino ex post facto, es decir, el plano ontológico en el que comienza a existir el edificio arruinado, destruido, aunque sin resolverse aun en sus partes materiales, en sus escombros irreconocibles, sino conservando, a modo de la «forma cadavérica de los organismos», partes formales o morfologías capaces de identificarlo como una ruina con nombre propio, o al menos, específico; podríamos hablar aquí de obra relicta. Conviene advertir que ni el material de la obra arquitectónica, ni su morfología, permanecen invariantes en cada uno de sus planos ontológicos. No es la misma obra (sus partes fraccionarias, por ejemplo) la que va «evolucionando» a lo largo de los tres planos, porque lo que cambian son las mismas «instituciones fraccionarias» que constituyen la obra entera. Así, el edificio infecto, el que aparece in fieri, no se caracteriza por no tener todavía instituciones que más tarde deberá adquirir (por ejemplo, el tejado o las escaleras), sino más bien por tener instituciones que después deberá perder (las más señaladas, los andamios). Y el edificio derruido -que no descompuesto o desmontado- es el mismo conjunto de instituciones del edificio entero, sólo que en disposición dispersa, como cuando descomponemos un puzzle, pues supondremos que una ruina requiere fractura de muchas de las propias instituciones fraccionarias, tales como arcos, arquitrabes o cúpulas. 4. He aquí las ideas -de principal relevancia en filosofía y, en particular, en filosofía materialista- que, sin más que seguir la sucesión fenoménica «trivial», es decir, mundana, vulgar, de la obra arquitectónica, habría que poner en correspondencia interna o ejercida con la obra misma, en tanto esta obra tiene necesariamente, en cuanto contenido cultural, un origen, una función y un término. La obra arquitectónica, en cuanto realidad in fieri (infecta) sólo puede ser reconocida como tal por la mediación de la Idea ejercida de construcción humana (la construcción humana es siempre construcción normada). La obra arquitectónica, en cuanto realidad in facto esse (perfecta), en cuanto es adecuada a su función, se nos manifiesta como tal por la mediación de la idea ejercida de habitación o morada. Según esto, toda obra arquitectónica habría de ser llamada «funcional», porque si incumpliera la función del habitar, en sus múltiples especificaciones, no podría considerarse como obra arquitectónica. Sólo por sinécdoque podremos reconocer como «funcionalista» algún estilo arquitectónico determinado; en realidad el concepto corriente de funcionalismo es perezoso, porque si toda arquitectura es funcional, cabe decir que el concepto
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estilístico de funcionalismo no se ha detenido a fijar los parámetros de la función a los que ese estilo arquitectónico va referido. La obra arquitectónica, en cuanto realidad ex post facto (reliquia), se nos manifiesta como tal por la mediación de la idea ejercida de arruinamiento o destrucción, de transformación en ruinas de lo que había sido construido. Construcción (normativa), habitación y destrucción (en forma de reliquia) son las tres Ideas filosóficas que tienen que ver con las dimensiones esenciales del tiempo histórico, a saber: con el Futuro, con el Presente y con el Pretérito, respectivamente, tal como se manifiestan a través de la Arquitectura. Conviene notar que estos tres momentos esenciales y sucesivos de la obra arquitectónica no tienen un paralelo en Biología: un organismo no se construye, como un todo, a partir de materiales o partes acumuladas (por los «materialistas»), sino que ya desde el principio es una totalidad orgánica, que procede de otros organismos (omnis celula ex celula); tampoco el organismo es habitado por «nadie» (salvo que se consideren habitantes suyos sus orgánulos); más afinidad existe entre el cadáver del organismo y las ruinas del edificio; pero estas afinidades no pertenecen a una secuencia paralela a la misma arquitectura. 5. La Arquitectura, en cuanto obra arquitectónica in fieri, nos pone delante de un proceso operatorio muy vulgar, trivial, como no podía ser de otra manera, en cuanto fenómeno: es el fenómeno operatorio de transportar, amontonar materiales, pero amontonarlos de modo ordenado, porque «la casa no es el montón de ladrillos». Estas operaciones de transporte o de amontonamiento ordenado, normado, las observamos desde hace milenios entre hombres y entre animales: observamos a los hombres que transportan piedras, maderas, etc., para fabricar sus casas; observamos a las aves que transportan ramas, hojas, para fabricar sus nidos; o a las abejas que transportan polen para fabricar sus panales. Pero la trivialidad de este fenómeno es aparente. El fenómeno del transporte de materiales parece «trivial» (es decir, inteligible sin necesidad de presupuestos «cuadriviales») precisamente cuando no se entiende, o se entiende de un modo confuso y oscuro, el modo desde el cual equiparamos el hacerse de una casa con el de un nido o un panal, en cuanto acciones que tienen lugar en un presente operatorio, fenoménico. Pero cuando nos proponemos penetrar en las diferencias, entonces necesitamos utilizar o ejercitar ideas capaces de interpretar el fenómeno de fabricación de la casa como un proceso, ya nada trivial, distinto del fenómeno de la fabricación del nido o del panal en un presente operatorio. Porque la construcción normada supone una prolepsis, y por tanto, la perspectiva de un futuro in fieri (conformado por la anámnesis objetiva), que cabe identificar con los momentos normativos de la obra haciéndose. En consecuencia, la Idea que nos permitirá interpretar el fenómeno de la fabricación de la casa como fenómeno arquitectónico característico de la cultura humana, es la idea de la construcción normada, en cuanto contradistinta de la
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idea de fabricación. Porque, si bien toda construcción es fabricación, en cambio no toda fabricación es construcción. La terminología no está bien fijada; aquí utilizamos el término «construcción» para referirnos a las fabricaciones llevadas a cabo por la conducta beta operatoria de los hombres, y reservamos «fabricación» para referirnos a las conductas muy similares de los animales; conductas que, por cierto, admiten muchas veces ser descritas por el término «fabricar», pero no por el término «construir». Así, suele decirse que las aves fabrican sus nidos (nidifican), pero no los construyen (Sic vos non vobis nidificatis aves); las abejas fabrican panales, no los construyen; es cierto que de las termitas se dice también que construyen sus torres cónicas, provistas a veces incluso de una especie de claraboya de cera que permite el paso de la luz. La Idea de construcción humana, por lo demás, no va referida exclusivamente a la construcción arquitectónica; más aun, el término «construcción», aplicado a la obra arquitectónica, es en castellano un neologismo (lo acusa Quevedo en su Aguja de mareantes, en donde «construye» es término nuevo que sustituye a«edifica»). La construcción arquitectónica es la edificación, es decir, la construcción de edificios como unidades arquitectónicas enteras. Pero la idea de construcción es más genérica, de suerte que la edificación es, desde luego, construcción, pero construcción arquitectónica. «Construcción», en español, se utilizaba, antes aun que con relación a las piedras o a las vigas, con relación a las palabras: «construcción de la oración», «construcción activa con verbo activo», «construcción pasiva». En cualquier caso, la idea de construcción no puede ser reducida al mero «sombreado» de las secuencias etológicas o psicológicas del «amontonamiento», sino que requiere imprescindiblemente la referencia a la obra resultante (que es inexistente, que sólo se da para el constructor en el futuro), y que ejerce el papel de telos o causa final. Por ello, la construcción arquitectónica es una secuencia de operaciones teleológicas, es decir, de operaciones que están subordinadas a una «estrategia» orientada hacia la obra final, futura. La tradición espiritualista presumía que ese fin o telos se configuraba «en la mente» de los constructores (la sentencia escolástica decía: «el fin es el primero en la intención, el último en la ejecución»). El mismo Marx, en su célebre comparación entre el arquitecto (o el albañil, otras veces) y la abeja, formula la diferencia, aunque en lenguaje mentalista: la abeja no se representa el panal antes de fabricarlo; el arquitecto se representa mentalmente la casa antes de construirla. Sin embargo, desde coordenadas materialistas -y antimentalistas- no podemos admitir que una «mente» emane de su misma sustancia, tras penetrar en el futuro, un fin que ulteriormente decidirá ejecutar. Esto equivaldría a atribuir a esa mente una especie de «capacidad perforadora» del tiempo presente hacia el futuro, una especie de ciencia divina, que nos determinase una figura que, existiendo en el futuro, quisiera ser traída al presente.
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Obviamente, no se trata de impugnar el criterio diferencial propuesto por Marx, que es un criterio puramente fáctico (en su sentido más grosero: las abejas no tienen planos antes de construir el panal). Se trata de interpretar las cosas de otro modo. En otras ocasiones hemos sugerido que ese fin que el arquitecto se representa como modelo o guía de sus operaciones constructoras, no es tanto la representación de una figura futura, como la de alguna figura pretérita o ya dada. Sencillamente, para el caso del arquitecto, lo que lo diferencia de la abeja es que esta no dibuja planos del panal antes de fabricarlo, pero el arquitecto dibuja los planos, y en muy diversos grados de precisión: esquemas, croquis, rasguños, trazas, maquetas... Y, lo más significativo desde un punto de vista filosófico: estos planos, los planos del Escorial, por ejemplo, utilizados por Bergamasco o Herrera, no representan el futuro (el Escorial futuro, que aun no existía), sino otros edificios, palacios, templos, pretéritos. Esto que puede resumirse en la fórmula: «la prólepsis es una anámnesis». Las abejas, y esto es de evidencia empírica, no utilizan planos, ni esquemas, ni croquis, ni rasguños, ni trazas, ni maquetas. ¿Será porque, al menos, se representan mentalmente de algún modo el panal? Así lo creían, siguiendo una línea opuesta a la que Marx siguió, algunos naturalistas del siglo XIX, como Luis Büchner (La vida psíquica de los animales, Madrid 1881), o algunos en el siglo XX como W. H. Thorpe (Learning and Instinct in Animals, Londres 1956): «...los individuos [insectos, aves, etc.] podrían tener conocimiento de la estructura global que iban a producir y, por tanto, poseer una forma de inteligencia individual». Según esta hipótesis, la complejidad de tales arquitecturas habría tenido su origen en la capacidad de los individuos para centralizar y tratar la información y, por consiguiente, para decidir unas acciones que se deben efectuar, siempre a través de su propia «representación» (puede verse el artículo de Guy Theraulaz y col., «Insectos arquitectos, ¿nidos grabados en la cabeza?», Mundo Científico, nº 196. 1998). Las investigaciones etológicas más recientes huyen de cualquier planteamiento mentalista y se proponen explicar cómo, al margen de cualquier «plano mental» previo, los insectos producen sus obras no individualmente, sino mediante una cooperación descentralizada de unidades autónomas (es decir, mediante una cooperación no planificada por una jerarquía). Los procedimientos mediante los cuales tendría lugar la fabricación son diversos. Los más importantes serían los dos siguientes: a) El procedimiento basado en las plantillas, usado por las termitas para fabricar la cámara real: la reina emite feromonas y en la esfera que éstas configuran se suscitan los desplazamientos de las que están más cerca. La «plantilla», en todo caso, se encontraría antes en la topografía del entorno, según los grados de humedad y de temperatura -objetos de medición por los etólogos- que en el cerebro (o en la «mente») de las termitas.
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b) El procedimiento de la estigmergia (propuesto ya por P. P. Grassé en 1950), mediante el cual un insecto es guiado por los resultados de acciones anteriores; una suerte de autoensamblamiento o autocatálisis que puede hoy ser reproducido por ordenador a fin de analizar paso a paso el proceso de esa lógica «estigmérgica» hacia la obra final. La construcción humana, en general, y la edificación o construcción edificatoria en particular, procede mediante planos previos que guían los procesos de fabricación o construcción sucesiva de las partes; planos previos que, a su vez, se conforman a partir de obras anteriores, que a veces moldean al arquitecto sin necesidad de planos intermedios; según esto no habría ningún inconveniente, en principio, en recuperar la tesis de Demócrito acerca de los orígenes de la Arquitectura como mímesis de las obras de los insectos. Porque una cosa es que las obras de los insectos sean resultado de una lógica estigmérgica, que actúa sin previa representación del final, y otra cosa es que esa obra final pueda incorporarse a los bosquejos o planos de una actividad constructora. Según esto, la diferencia constitutiva entre la fabricación de una torre por las termitas y la construcción de un edificio por los hombres no estribaría tanto en la ausencia de planos o en su presencia. Esta diferencia es real, pero se mantiene antes en el terreno de las diferencias distintivas que en el de las diferencias constitutivas, debido a que tales diferencias son derivadas y no primitivas. La diferencia está en que la fabricación de torres por las termitas está guiada por una lógica estigmérgica que procede de las partes «moleculares» y, componiéndolas, y sin previa prólepsis del todo, alcanza una totalidad como resultante determinada por la interacción misma de las partes acumuladas; mientras que la construcción de un edificio está guiada por la lógica arquitectónica, que procede a partir de la visión global de un todo (que acaso fue un resultado de una lógica estigmérgica), y continúa, tras fragmentar (o analizar) el todo, componiendo las partes formales de ese todo. Y de aquí deriva otra diferencia fundamental entre la sucesión en el tiempo de las obras animales y la sucesión en el tiempo de las obras arquitectónicas. Aquéllas carecen de historia, no porque no haya variación en ellas, y variaciones según líneas determinadas (por ejemplo, ortogenéticas), sino porque la morfología de cada una de esas obras no influye en las sucesivas (la causa de las variaciones habrá que ponerla en la evolución de los «actos moleculares» de la fabricación). En cambio, las obras arquitectónicas se sucederán según cursos en los cuales la variación de las morfologías de las obras está en gran medida determinada por las obras ya existentes que actúan como modelos globales. En efecto, estas obras habrán de ser analizadas o fragmentadas (si no, no habría construcción) en partes formales, cuyas morfologías ya podrán ser absolutamente nuevas. Por ello, la construcción puede recombinar estas partes formales y, de este modo, en cada obra arquitectónica podrán apreciarse las «huellas» de las morfologías
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totales o parciales precedentes. Pero esto es justamente lo que llamamos «historia de la arquitectura». Las obras arquitectónicas siguen un curso esencialmente histórico, y las grandes revoluciones arquitectónicas proceden del análisis, demolición y reconstrucción de morfologías pretéritas. Sobre todo, de las morfologías clásicas, que son precisamente aquellas que más imitaciones han tenido. En cualquier caso, los planos que guían la construcción edificatoria no tienen por qué ser una imitación puntual de obras precedentes. Antes al contrario, los planos formados sobre esas obras, y dado el carácter necesariamente analítico de los planos (como hemos dicho, la obra prototipo habrá de ser descompuesta en sectores, líneas, etc., para poder ser «imitada»), contienen la posibilidad de variaciones y reajustes. Y esto obliga a admitir, en el proceso de transformación de la anámnesis en prólepsis arquitectónicas, una fase de «demolición intencional» de la obra prototipo en sus partes formales, lo que nos abre la posibilidad de un proceso de «evolución diamórfica», mantenida en la más estricta inmanencia arquitectónica, precisamente porque las partes formales obtenidas de las obras que ejercieron la función de prototipo pueden dar lugar a figuras absolutamente nuevas, como hemos dicho. Concluimos: el fenómeno de la obra arquitectónica in fieri, como fenómeno beta operatorio de edificación, en tanto que sólo alcanza su sentido en función de una prólepsis arquitectónica, solamente puede ser interpretado como tal fenómeno arquitectónico cuando sea entendido desde la Idea de Construcción normada, con la dialéctica que esta Idea envuelve, según hemos dicho. El fenómeno de la edificación in fieri se hace trivial precisamente en el momento en el que se pone entre paréntesis su estructura dialéctica, y se atiene a la condición de mero sombreado de la sucesividad de las «operaciones parciales fabricadoras», pero pasando por alto la asombrosa circunstancia de que la obra arquitectónica en construcción sólo está en construcción cuando se da por supuesto de algún modo que la obra ya está acabada (de la misma manera que el descubrimiento, en el terreno científico, sólo tiene lugar cuando se supone que ya está justificado). En consecuencia, podemos establecer que el fenómeno de la obra arquitectónica in fieri sólo comienza a alcanzar significado arquitectónico cuando se lo interpreta desde la idea de construcción; una idea filosófica que, sin dejar de ser esencial para la obra arquitectónica, rebasa, como hemos dicho, a la edificación, dada su aplicación en otras categorías tan distintas como el discurso gramatical («construcción de la oración») o la actividad política («construcción de la sociedad democrática»). 6. La obra arquitectónica, considerada in facto esse (una vez que las operaciones que hemos adscrito al género de la construcción han culminado en la obra perfecta) se nos ofrece como un fenómeno cotidiano, el de los edificios
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que vemos al recorrer las calles de la ciudad, aunque no exclusivamente ellos. Un fenómeno que abre un nuevo campo operatorio, un nuevo género de operaciones arquitectónicas (es decir, de operaciones que sólo pueden realizarse en función de la obra arquitectónica) que ya no pertenecerán al género de las operaciones constructivas, sino al género de las operaciones de utilización, uso o disfrute de la obra construida: un género de operaciones que se acoge muy bien al significado del verbo habitar. Si la obra arquitectónica in fieri sólo alcanzaba su condición de fenómeno arquitectónico desde la idea de construcción, la obra arquitectónica in facto esse sólo alcanzará su condición de fenómeno arquitectónico desde la idea de la habitación, con los dos sentidos propios que este término tiene en español: el acto u operación de habitar, y el local en el que el acto de habitar se ejercita. Es cierto que el verbo habitar tiene una acepción vulgar, paralela a la que en su terreno tenía la acepción vulgar del verbo construir; una vulgaridad que haríamos consistir, precisamente, en el carácter genérico que tanto el verbo construir como el verbo habitar asumen cuando se aplican no sólo a obras arquitectónicas humanas, sino a obras de los animales (no sólo hablamos de hombres que habitan en sus casas, sino también de zorros que habitan en sus guaridas, o incluso de gusanos que habitan en sus capullos). Es según esto la perspectiva genérica la que reduce las ideas de construir o de habitar a la condición de conceptos etológicos, animales o humanos; para recuperar la condición de ideas de estos términos se hace preciso profundizar en los significados que tienen cuando se los circunscribe al campo de la cultura humana. Y entre las dificultades para lograr una profundización semejante, hay que citar, desde luego, la carencia de términos precisos en el vocabulario ordinario. Se hace necesario, por ello, estipular para los términos que se elijan, los conceptos que vamos a utilizar a través de ellos. Esta estipulación tiene mucho de convencional, pero en ningún caso habría que confundir el convencionalismo de las denominaciones con una supuesta arbitrariedad de los propios conceptos designados estipulativamente por estos nombres. En el caso de la construcción elegimos el término fabricación para referirnos no sólo a los procesos de construcción arquitectónica (o gramatical, o política) sino también a la fabricación de telas de araña o de torres de termitas. En el caso de la habitación, elegiremos el término de refugio (en su caso, el verbo refugiarse) para referirnos a la ocupación por un animal no humano de algún recinto, cubículo o envoltura delimitada por fronteras, membranosas o sólidas, en el que pueda transcurrir su vida de modo transitorio (el mar, por ejemplo, no será un recinto en el que se refugian los peces: es su medio, y su refugio son los agujeros rocosos, el fango, etc.). Evitaremos, en lo posible, expresiones análogas a las que nos presentan al gusano «habitando» su capullo,
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pues sólo los hombres habitarían sus casas, sus habitaciones. Una habitación es un refugio, pero un refugio no es por sí mismo una habitación. Y, en cualquier caso, dada la estructura gregaria (de banda) de los sujetos humanos, tendríamos que comenzar refiriendo originariamente la habitación (y el habitar) a los grupos humanos (a las bandas, a las familias): habitar es cohabitar, originariamente. Las habitaciones arquitectónicas estarían, según esto, construidas originariamente en función de grupos o de familias; sólo más tarde aparecerán habitaciones individuales, como subdivisiones (o celdas) del edificio común o convento; habitaciones que más tarde podrán segregarse, en forma de cubículos, eremitorios o «monasterios» (que, por cierto, podrán volver de nuevo a reunirse). ¿Qué es, por tanto, habitar como operación arquitectónica característica, en cuanto contradistinta del refugiarse? ¿Qué contiene la idea de habitación en su sentido arquitectónico, en cuanto contradistinto del concepto de cápsula, estuche o recinto, en el que un animal puede refugiarse? Esta cuestión nos obliga, en rigor, a enfrentarnos con la esencia misma de la obra arquitectónica y, más precisamente, con la cuestión del núcleo de esta esencia. Damos por supuesta la concepción dialéctica de la esencia como estructura que se desarrolla a partir de un núcleo formando un cuerpo fenoménico, como consecuencia de la interacción del núcleo con su entorno. La formación de ese cuerpo sigue un curso más o menos determinado (en nuestro caso, una historia), a lo largo del cual el núcleo puede llegar a destruirse o a transformarse en otra estructura. En nuestro análisis hemos partido del fenómeno de la construcción in fieri, o, como podríamos decir también, hemos partido de la consideración del cuerpo fenoménico de la obra arquitectónica. Es ahora, en el momento de ocuparnos de la obra in facto esse, cuando tenemos que enfrentarnos con la cuestión del núcleo. Y este núcleo se nos manifiesta a partir de las operaciones del habitar: el núcleo esencial operatorio de la obra arquitectónica -tal es la tesis que defendemos- es la habitación; lo que no puede hacernos olvidar que el núcleo no es la esencia, porque la esencia sólo existe realmente en el cuerpo de la obra arquitectónica, del fenómeno. La operación de habitar, en cuanto operación que tiene lugar necesariamente en el presente, implica esencialmente la operación de «entrar en el interior» del edificio arquitectónico acabado, así como las operaciones de salir de este edificio hacia el exterior. Pero de tal modo que la correlatividad de estas operaciones sea tal que pueda decirse que, desde fuera (desde el exterior), nos disponemos a entrar en el interior (representándonos por tanto, aunque sea de un modo indeterminado, el interior desde el exterior), así como también hemos de poder decir que (desde el interior) nos disponemos a salir, porque nos representamos el exterior desde el interior.
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Esta correlatividad de relaciones entre el exterior y el interior del edificio, que está implicada en las operaciones de entrar y salir, caracteriza la idea del habitar y de la habitación (respecto del refugiarse o del refugio de los animales). El refugio del animal (cubículo, capullo) tendrá también un interior y un exterior, pero sólo desde la perspectiva etic del etólogo. Desde la perspectiva emic operatoria del animal no cabría atribuirle sin incurrir en antropomorfismo la presencia del interior desde el exterior, ni menos aun recíprocamente: un topo, refugiado en una cámara excavada veinte metros bajo el suelo, no se representa el exterior de la misma; ni siquiera esa cámara tiene un exterior, salvo que se considere como tal el continente en el que la cámara está excavada. La prueba positiva que cabe aportar para establecer la diferencia entre una habitación (arquitectónica) y un refugio (zoológico) como algo más que una diferencia puramente abstracta o ideal, es la «institución» de la puerta. La puerta de una casa es precisamente la expresión misma de la correlación entre el interior y el exterior del edificio. Cuando abro la puerta, desde el exterior de la casa, es porque me represento ejercitativamente, desde ese exterior, un interior; cuando la cierro, desde el interior, es para dejar fuera el exterior que me rodea. Y lo mismo al abrir la puerta desde el exterior, es decir, al representarme un interior en el que puedo entrar. Pero ni los cubículos ni los capullos ni las cuevas ni los nidos tienen puertas, lo que nos hace concluir que las representaciones del interior y del exterior, de sus paralelos, en el animal, han de ser muy diferentes a las de sus correspondientes en el hombre (el animal se sumerge, ingresa o surge de su refugio, mejor que entra o sale de su habitación). Por lo demás, es evidente que las gradaciones entre las correlaciones del interior y el exterior han de ser muy numerosas; pero aquí nos interesan sobre todo las que estén suficientemente distanciadas. Esta distanciación tiene que ver, sin duda, con el desarrollo del lenguaje, y de la representación cerebral, es decir, con el desarrollo de los «mapas cerebrales». En general, cabría decir que los refugios animales mantienen relaciones paratéticas con los animales que en ellos viven, es decir, tienden a permanecer en contacto con el cuerpo del animal (el capullo de seda permanece en contacto con el gusano, el lecho de hojas del chimpancé, base de la cabaña, permanece en contacto con su torso o con su vientre). En cambio, la habitación arquitectónica, es decir, sus muros, mantienen siempre relaciones apotéticas, en grado diverso, con sus habitantes (el «emparedamiento» sería un caso límite, por el que la habitación se convierte en «refugio» en el caso del hombre). En cualquier caso, la casa, el edificio, es, ante todo, desde la perspectiva que estamos utilizando, la perspectiva in facto esse, un «bulto» en el que yo puedo entrar; es decir, algo definido por la operación inicial del «entrar». Von Weizsäcker constató perfectamente, desde su perspectiva de neurólogo, el
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significado operatorio esencial del edificio ante los sujetos humanos: «Cuando percibo una casa no veo una imagen que me entra en el ojo. Al contrario, veo un sólido en el que puedo entrar.» Las relaciones entre los sujetos y los cuerpos arquitectónicos son, por tanto, inversas a las relaciones entre los sujetos y los cuerpos comestibles. Mientras que el sujeto percibe el cuerpo arquitectónico como algo en el que él puede introducirse, el sujeto percibe el cuerpo comestible como algo que él puede introducir en su propio cuerpo. Sin embargo algunos artistas, como Salvador Dalí, han pretendido valorar las obras arquitectónicas, como las obras de Gaudí, precisamente por su apariencia de «obras comestibles». Así pues, desde un punto de vista arquitectónico, que es esencialmente antrópico, una construcción sin puertas practicables no sería una habitación, salvo metafóricamente. A lo sumo, si en su interior hay algún hombre o alguna mujer, sólo podrán existir allí en forma de cadáver. La construcción de referencia no sería una casa sino una tumba; acaso un cenotafio, una sepultura vacía. Por el mismo motivo, las obras de arte, de marquetería, sobre todo si son nanométricas, que puedan tener un interior y un exterior, no podrán considerarse como obras arquitectónicas, aunque su estructura topológica sea muy similar a la de un edificio. La construcción de un recinto vacío, como un armario, en el que podamos meter y sacar cosas, pero en el que no podamos entrar ni salir para habitarlo, no nos lleva a la idea del edificio (aunque los objetos introducidos o extraídos de ese recinto sean interpretados, por analogía, como sus «habitantes», y el armario como un habitáculo o bitácora). Tampoco la estructura topológica de la mesa («tablero sobre patas») sirve para definirla, puesto que esta estructura puede ser análoga a la de un podium o a la de una tejavana. Lo esencial de la mesa es que su tabla se encuentre a la altura de las manos del hombre erguido, a fin de que esa tabla pueda ejercer las funciones de un «suelo de las manos»: si la altura de esa tabla se reduce hasta el nivel de los pies, se convierte en un podio; si se eleva por encima de la cabeza, se transforma en un techo. Así también, de su condición de construcción en la que debe ser posible entrar o salir (que es lo que hace que la metáfora del «Mundo como casa del hombre» sea, para quien no es espiritualista, grosera y meramente literaria, puesto que es imposible entrar en el Mundo o salir de él), podemos deducir la tridimensionalidad propia de la obra arquitectónica. La tridimensionalidad es propia de los cuerpos y los define. Carece de sentido la pregunta: ¿por qué los cuerpos del mundo real tienen tres dimensiones y no dos, cuatro o doce? Las respuestas suelen ser peticiones de principio a semejante pregunta, como la que dio H. Poincaré: «Vemos los cuerpos del Mundo exterior con tres dimensiones porque el ojo también las tiene». Pero un cuerpo que no tuviese tres dimensiones no sería cuerpo, como una figura plana que no tuviera tres ángulos no sería triángulo. La pregunta ¿por qué un cuerpo tiene tres dimensiones? no
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tendría más alcance que la pregunta ¿por qué un triángulo tiene tres ángulos? La obra arquitectónica es tridimensional, porque la obra arquitectónica es un cuerpo. Y esta característica no es tautológica, sino relevante en el momento de diferenciar la arquitectura de otras artes tales como la escultura o la pintura, como más tarde diremos. La idea de habitación, en cuanto vinculada a las operaciones de entrar y de salir, en el sentido dicho, implica finalmente, como característica esencial de la obra arquitectónica, y aun como núcleo suyo, la condición del vacío. Sólo puedo entrar en un edificio, y salir de él, como de una habitación, si el edificio está vacío. La obra arquitectónica es una obra tridimensional, es un cuerpo, como hemos dicho. Pero esto no es suficiente. Hay que añadir, para expresar el núcleo de la esencia de la obra arquitectónica, que la obra arquitectónica es un cuerpo vacío. Obviamente, no se trata del vacío atmosférico, que, por otra parte, tampoco queda excluido; se trata de un vacío arquitectónico tal que, sin embargo, y paradójicamente, habremos de considerar como el núcleo esencial de la obra arquitectónica, y aun del finis operis de la misma; se trata, por supuesto, de un vacío específico, cuya naturaleza podría quedar desvirtuada si nos referimos a él con el término genérico de vacío. Para evitar esta eventualidad recurrimos al griego, y utilizamos el término kenós (tomado del adjetivo kenós-e-on, «espacio vacío») sin necesidad de vincularlo a operaciones de «evacuación de contenidos» (kenoo = evacuación), entre otras cosas porque el kenós arquitectónico resulta, antes que de operaciones de evacuación (como el vacío barométrico producido en un tubo), de operaciones de construcción, en el sentido dicho. Desde este punto de vista, la obra arquitectónica, en cuanto obra acabada, no podría ser entendida como tal más que desde una Idea que desborda ampliamente el fenómeno, puesto que la idea de esta obra implica esencialmente el kenós, el espacio arquitectónico vacío. La obra arquitectónica, según esto, puede definirse como un espacio fabricado, construido, edificado, como vacío. Y no tanto, como hemos dicho, mediante la evacuación de contenidos, sino mediante la fabricación o construcción, por envolvimiento (muros, cubiertas) de un kenós, que descansa por gravitación de su propio cuerpo sobre el suelo, recortado en la superficie de la Tierra. Tenemos que diferenciar, por tanto, el kenós (o espacio vacío formal arquitectónico construido) del espacio vacío material (Raum, de los alemanes), entendido como el contenido corpóreo mismo de la obra arquitectónica, constituido precisamente ante todo por los muros, cubiertas, etc., es decir, por la «parte llena» y no por la vacía del edificio, en tanto que esa parte «llena» puede considerarse como un espacio macizo creado por el arte en un espacio vacío
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previo (del mismo modo que se dice que los sonidos crean en el silencio, un «espacio sonoro»). El kenós arquitectónico no es, por tanto, el «espacio arquitectónico lleno creado por el arte»; es precisamente el espacio vacío creado por la obra arquitectónica, una idea que tiende a eclipsarse cuando se habla de edificación, porque, en general, cuando escuchamos la palabra edificar, nos representamos el proceso de levantar muros sobre espacios vacíos, disponer cubiertas o tejados sobre superficies abiertas, pero sin referencia explícita y formal al kenós resultante de las operaciones de edificar o construir; acaso porque ese kenós se da por supuesto, acaso porque ni siquiera se considera esencial para la edificación (hablamos también de edificación al referirnos al proceso de construcción de las pirámides faraónicas, en el supuesto de que ellas fueran macizas, y de que el acceso a las cámaras vacías hubiera sido obstruido; en cuyo caso no cabría ver a esas cámaras como un kenós, como una habitación, sino como una tumba). Podríamos ya formular la tesis fundamental de la filosofía materialista de la arquitectura que estamos exponiendo, diciendo que la obra arquitectónica se orienta a la construcción de un interior, en el que sea posible entrar y salir, de suerte que este interior sea un kenós, un vacío. El kenós arquitectónico, por tanto, no es solamente el vacío, sino un dintorno vacío, interior, aislado por tanto del exterior, del entorno, mediante un contorno envolvente, formado por el suelo, por los muros y por la cubierta. El vacío tiene mucho que ver, como ya lo vieron los atomistas, con el no ser (me on); un no ser que afecta no sólo a la negación del plenum físico del dintorno, sino también a la negación o segregación transitoria de las relaciones e interacciones de quienes viven en el edificio con los demás (incluso con los vecinos). La arquitectura viene a constituirse así en una suerte de válvula mediante la cual los sujetos corpóreos, individuales o en grupo, pueden aislarse de los demás («encerrándose en el interior de su casa») y pueden por tanto aislar a los demás, impidiéndoles entrar en su interioridad. La estructura lógica de esta «válvula arquitectónica» queda muy bien reflejada en la que podríamos llamar «lógica de la puerta», en cuanto sector del muro susceptible de abrirse o de cerrarse. En efecto, «abrir la puerta» es una operación R, producto relativo de otras dos, la operación P (interrumpir la continuidad física de la puerta con el muro; tradicionalmente consistente en descorrer un cerrojo) por una operación Q (consistente en separar la hoja del muro). «Abrir la puerta» es así una operación producto de otras dos: R = P/Q. Pero la operación «cerrar la puerta» R-1 exige comenzar por aproximar la hoja separada al muro (es decir Q-1) para después establecer la continuidad física con el muro (correr el cerrojo P-1). En símbolos: R-1 = Q-1/P-1. El análisis detallado del curso temporal asimétrico de esta serie de
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operaciones, que consideramos esenciales al habitar, dentro del presente, podría revelarnos muchos aspectos de la dialéctica del kenós, como interior vacío con el entorno o exterior. En resolución, la Arquitectura se nos presenta como el arte de construir, por medio de materiales macizos, de consistencia corpórea y sólida, edificios vacíos, de contenido incorpóreo, pero no por ello menos material; y no porque, como hemos dicho, el vacío corpóreo del kenós implique vacío barométrico, ni menos aun vacío gravitatorio o electromagnético, sino porque aunque el kenós lograse un vacío primogenérico total, sin embargo seguiría siendo material, ya fuera de orden segundogenérico, ya fuera de orden terciogenérico. Ahora bien, si al kenós arquitectónico se le diera la consistencia propia de las materialidades segundogenéricas, entonces habría que concluir que la arquitectura es una mera apariencia. No podría afirmarse, pues, que el kenós arquitectónico existe realmente, sino únicamente como «apariencia eleática», producida, por ejemplo, como proyección del espíritu, una entidad susceptible de ser reducida a la condición de materialidad segundogenérica. (Para el concepto de «apariencia eleática» véase Televisión, Apariencia y Verdad, Gedisa, Barcelona 2001). Desde este punto de vista habría que reiterar lo que ya hemos dicho acerca del espiritualismo: que es impotente para desarrollar una concepción realista de la obra arquitectónica. La interioridad y el vacío no podrían ser considerados, desde el espiritualismo, como dimensiones objetivas de la Arquitectura. San Agustín, por ejemplo, al proclamar la vía interioritatis, pretendía regresar hacia la vida espiritual, hacia la interioridad de la propia alma, que muy poco tenía que ver con la interioridad de la Arquitectura. Acaso, pero por razones místicas, no explicadas, San Agustín y otros místicos, como San Buenaventura, cuando penetran en la interioridad del templo, encuentran una disposición favorable para «recogerse» en la propia interioridad de su espíritu, en cuyo fondo, como «templos del Espíritu Santo», actúa el espíritu divino. Otro agustiniano, como Descartes, dividirá la realidad en dos mitades: la res extensa y la res cogitans; pero la res extensa carece de toda interioridad, es exterioridad pura, partes extra partes; por ello, concluimos que el kenós arquitectónico es imposible en el ámbito de la res extensa cartesiana. El único correlato arquitectónico que cabe reconocer al cartesianismo sería el cuerpo individual: este sería la «casa del espíritu»; idea que, por otro lado, no sería otra cosa que una versión «filosófica» de la idea paulina del cuerpo como «templo del espíritu santo». El alma, res cogitans, humana del cartesianismo, alma individual, aunque «arrastrando» la idea de Dios, parece vivir en el interior de un cuerpo, y aun dispone, al parecer, de un asiento, acaso la silla turca del esfenoides; allí, tras ímprobos esfuerzos de meditación interior, logra decirse a sí misma: cogito, ergo sum.
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Consideraciones análogas podríamos hacer a propósito de J. P. Sartre, que en este punto se nos revela como un cartesiano sui generis. Porque en lugar del dualismo cartesiano que distribuye la realidad en dos mitades, res extensa/res cogitans, Sartre se acoge a un dualismo no menos metafísico, el que opone el ser en sí (être en soi) y el ser para sí (être pour soi). Pero el ser en sí es presentado precisamente como una «entidad maciza», cebada de sí misma, el ser por antonomasia; mientras que el ser para sí se muestra como una fractura, una grieta, un vacío o agujero, la Nada, que se revela en la conciencia humana a través de su mala fe. Pero todo esto significa, para nuestro asunto, que la obra arquitectónica, en lo que tiene de entidad corpórea, no admite la interioridad, ni el vacío; por consiguiente, en cuanto arquitectura, es una mera apariencia. Interior, vacío, no ser o Nada serán momentos del ser para sí, pero no de la Arquitectura, en cuanto es un ser en sí. En resolución, sólo desde el materialismo parece posible ofrecer una interpretación filosófica de la obra arquitectónica en cuanto en ella tiene lugar la construcción de una interioridad que es al mismo tiempo un vacío, un kenós. En efecto, desde una perspectiva materialista, podría reconocerse el kenós o vacío arquitectónico como una realidad objetiva que, aunque incorpórea, está sin embargo conformada por los cuerpos que la envuelven; una dialéctica similar a la que se nos muestra en el principio de relatividad de Galileo. Aquí el reposo resulta de la relación entre movimientos paralelos uniformes; en Arquitectura el kenós, el vacío incorpóreo, se nos muestra como relación terciogenérica entre los cuerpos que lo envuelven. Además, este kenós es el que constituye la interioridad, la posibilidad de penetrar al interior del edificio. Por tanto, lejos de considerar el interior, o el kenós arquitectónico, como una proyección del espíritu (o del ser para sí), en los cuerpos (como si el kenós surgiese literalmente de la nada) tendríamos que decir que es el interior arquitectónico y el kenós arquitectónico el que, representado segundogenéricamente, dará lugar a las Ideas espirituales de «vida interna», «interioridad» y «vacío interior». Al menos se reconocerá que parece más viable el paso del kenós arquitectónico (y de la interioridad arquitectónica) hacia el kenós espiritual (o hacia la interioridad espiritual) que el paso recíproco. Y que es la interioridad espiritual, y aun el vacío espiritual, los que resultan de una determinada disposición de los cuerpos, de esas «grandes masas», de las que nos hablaba Alberti, con las que opera la Arquitectura. En todo caso, en la Arquitectura habría que poner la clave de la filosofía espiritualista de tradición agustiniana, cartesiana o sartreana. Verum est factum. El kenós arquitectónico es un volumen construido mediante el envolvimiento de su dintorno vacío por un contorno sólido envolvente que lo separa del entorno o exterior. Este contorno sólido de la obra arquitectónica está implantado en el espacio antropológico, porque gravita sobre un suelo terrestre
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y fijo, por relación con los suelos de las demás obras arquitectónicas (aun cuando el movimiento de la Tierra haga variar la posición del suelo en relación con los planetas y las estrellas fijas; lo que tiene, por cierto, incidencia inmediata en arquitectura, en cuanto a los efectos derivados del ciclo de Cori, por ejemplo). En cualquier caso, la obra arquitectónica, en cuanto implantada en el espacio antropológico, no puede considerarse simétrica espacialmente, puesto que ha de considerarse siempre como orientada en función del entorno, tanto según una orientación horizontal como según una orientación vertical. Las orientaciones horizontales (orientación al poniente, al mediodía, etc.) son orientaciones alternativas; pero la orientación vertical es única, la que marca el vector de la atracción gravitatoria que mantiene al edificio descansando sobre el suelo terrestre. La obra arquitectónica, por lo tanto, está orientada en la dirección abajo arriba (orientación que tiene mucho que ver con la orientación de los hombres en cuanto primates bipedestados). La gravitación terrestre preside la integridad de la obra arquitectónica, y determina en gran medida su morfología; diferencia también un edificio arquitectónico de los «habitáculos espaciales» que están siendo construidos en nuestros días y de los que tanto se espera para el futuro; pero las habitaciones espaciales serían antes obras de ingeniería que obras arquitectónicas. Desde la perspectiva de su orientación vertical, el conjunto de las obras arquitectónicas de la Tierra forma una totalidad compacta, atributiva, de estructura radiada, si tenemos en cuenta que los ejes verticales de cada edificio no son paralelos entre sí; son representables por pirámides o conos con el vértice en el centro de la Tierra, cuya superficie los corta en los límites de superposición con el suelo de cada edificio. En el entorno hay que incluir, o bien contenidos no arquitectónicos (bosques, montañas o campos labrados) o bien contenidos arquitectónicos (en la ciudad). El contorno no sólo determina la separación táctil del kenós respecto del entorno (el contorno sólido es impenetrable y no permite la penetración de cuerpos desde el exterior, salvo que ese contorno sea perforado) sino también la separación óptica, puesto que el contorno del kenós es en general opaco. La intimidad arquitectónica está determinada, por tanto, por su contorno sólido envolvente, impenetrable y opaco. Ya hemos sugerido algo de la dialéctica implícita entre el aislamiento del kenós. Dice aislamiento recíproco entre el interior y el exterior, pero no simétrico; y que además es un aislamiento de doble sentido, que se refleja en la estructura del abrir y cerrar una puerta (que ya hemos analizado), en cuanto «válvula» situada en el contorno del edificio. Son muy variadas las modulaciones que admite la dialéctica del kenós, en cuanto aislamiento recíproco pero no simétrico, entre el interior de un dintorno y el exterior de un entorno. El aislamiento pleno, en los dos sentidos, supondría,
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en el límite, tanto la segregación del kenós respecto del exterior como la segregación del exterior respecto de un kenós que resultaría impenetrable y opaco. Pero es evidente que caben también situaciones en las cuales a la segregación del exterior, respecto del interior, no corresponda una segregación del interior respecto del exterior: desde el kenós, con muros o ventanas semitransparentes, se mantiene la conexión con el exterior, que sin embargo sigue interrumpida en sentido inverso. La misma pantalla de televisión doméstica puede interpretarse como un mecanismo de perforación del contorno de la casa, mediante el cual la opacidad se sustituye por una semitransparencia, o incluso por una transparencia plena, si en el interior del kenós se instala una cámara (hemos desarrollado estas ideas más ampliamente en Televisión, apariencia y verdad, Gedisa, Barcelona 2001, y Telebasura y democracia, Ediciones B, Barcelona 2002). La dialéctica del aislamiento recíproco del kenós, respecto de su entorno, se despliega obviamente en otras muchas direcciones que dependen de la naturaleza radial o angular del entorno, o de su naturaleza circular. Respecto del entorno radial-angular, el kenós supone el aislamiento de la «Naturaleza» (el bosque, los animales). Es el caso de la casa o el templo en el campo, y, en muy menor medida, la casa o el palacio rodeado de un amplio recinto ajardinado. Bakema habló hace unas décadas de la dialéctica del interior y del exterior de una mansión refiriéndose a las posibilidades de mantener desde el interior el contacto óptico con el exterior ajardinado, o bien mediante la introducción del exterior (la «Naturaleza») en el interior del recinto doméstico (la «Cultura»), a través de jardines interiores, impluvios, etc. Esta dialéctica, sin embargo, está dada más en función de la oposición Cultura/Naturaleza, que presidió las décadas de la moda estructuralista, que en función de la oposición Dintorno/Entorno estrictamente arquitectónica. En todo caso, si cabe hablar de dialéctica arquitectónica en un sentido más fuerte que el de la mera «correlación de partes», es en la medida en que la oposición de la que se parte entre el dentro y el fuera resulte de algún modo negada. Más interesantes son, por tanto, los modelos de la dialéctica arquitectónica que se despliegan en el eje circular del espacio antropológico. Estas modulaciones pueden tener lugar, ante todo, por la acumulación, en las ciudades, de unidades arquitectónicas «enteras». Y esto de dos modos. El primero, por acumulación contigua, por medianiles: a fin de cuentas, y puesto que las paredes no son cintas de Moebius, el paramento interno de una pared puede formar parte de un kenós distante del kenós contiguo del que forma parte el paramento opuesto de la misma pared. El segundo modo, por acumulación discreta de edificios. También hay que constatar las modulaciones de la dialéctica arquitectónica basadas en la división de los edificios, como unidades enteras, en unidades fraccionarias: por plantas, apartamentos o pisos, e incluso, a veces dentro de
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ellos, habitaciones, celdas o cubículos, con puertas que multiplican el número de los interiores vacíos. En cualquier caso, el aislamiento entre estos kenoi urbanos, o incluso entre los kenoi construidos mediante «división» en plantas en cada edificio, las cuales, salvo la primera, ya no descansan directamente en el suelo terrestre, sino en otras plantas, puede ser aun mayor que el aislamiento entre los edificios inter-urbanos (entre los edificios de diferentes ciudades). «Está una pared de otra más distante que Valladolid de Gante», se decía en la España del siglo XVI (sin duda las dos «paredes» aludidas del texto citado se refieren a los paramentos del mismo tabique que separaba dos viviendas vecinas contiguas). No podemos entrar aquí, por razones de espacio, en el análisis de las relaciones entre los kenoi domésticos, o de vecindad, o interurbanos; ni en la estratificación de estos kenoi, en su escala (kenoi construidos a escala individual, a escala familiar nuclear, a escala de familia troncal, de gran familia, de grupo, cuarteles, conventos...). Mención especial merecen los llamados edificios públicos (teatros, templos, bancos, plazas de toros...) en los que la transparencia de su contorno puede ser máxima y su intimidad, en el eje circular, mínima (por cuanto su contorno puede ser traspasado por un número muy grande de individuos anónimos). Sin embargo la estructura del kenós permanece presente en los mismos edificios públicos, aunque sólo sea en algunos recintos privados de su interior, reservados a los despachos, residencias o sancta sanctorum. Desde una perspectiva antropológica general, la arquitectura nos permite penetrar en una estructuración peculiar del espacio antropológico que pasa desapercibida desde otros puntos de vista, y en virtud de la cual y en el curso de su desarrollo histórico, este espacio ha ido organizándose en conjuntos arquitectónicos de cardinal muy variable: desde la alquería con un único edificio a la aldea con diez o doce edificios de una planta; desde la villa y la ciudad con diez mil a cien mil edificios hasta la megalópolis con más de un millón de edificios. Desde el punto de vista del espacio antropológico y vista desde el eje radial, la estructura arquitectónica global se asemeja, como ya hemos dicho, a la que corresponde a un conjunto de conos o pirámides que tienen su vértice en el centro de la tierra y que al cortar su perímetro forman el suelo primero de cada edificio, cuyo kenós se termina en la cubierta, aunque podría continuar hasta el cielo (muchas veces el techo interior del edificio, sobre todo cuando toma la forma de una cúpula, pretende reproducir en el interior el cielo estrellado). Estos millones de conos o pirámides, cuyos vértices arrancan del centro de una Tierra que está rotando y girando incansablemente sobre sí misma y alrededor del Sol, alojan los millones de kenoi, viviendas, en las cuales habita el Género humano (a partir de la revolución urbana).
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Son estas construcciones arquitectónicas las que han configurado a los ciudadanos como individuos, tanto como al revés. Y si los ciudadanos conviven en la plaza pública, en las calles o en los edificios públicos, es porque interrumpen diariamente la convivencia para acogerse a la privacidad de su vida interior, que no es otra sino la interioridad vacía del alvéolo constituido por su kenós arquitectónico. Millones y millones de estos alvéolos arquitectónicos están siendo, sin embargo, perforados a partir de los últimos sesenta años, y de un modo progresivo, por la televisión. 7. Dos palabras nada más sobre la obra arquitectónica considerada ex post facto, a saber, en cuanto obra destruida y relicta, pero no hasta sus escombros moleculares (en los cuales, como hemos dicho, las morfologías arquitectónicas fraccionarias, las partes formales del todo han desaparecido, reducidas a partes materiales). Las ruinas son a la obra arquitectónica arruinada, como ya hemos dicho, lo que el cadáver al organismo viviente. La obra arquitectónica derruida, o reducida a ruinas, es lo que queda de la obra perfecta en cuanto obra arquitectónica: es una reliquia y, por tanto, una realidad histórica. Porque, aunque existe en el presente, sólo alcanza su significado cuando a partir de ella podemos reconstruir intencionalmente la obra pretérita, pero sin «destruir» a su vez las propias ruinas (ahora, por una reconstrucción que borrase las morfologías de las ruinas en cuanto tales). La reconstrucción es, en rigor, la construcción consolidada de las ruinas. Sin ruinas, la arquitectura, como proceso esencialmente histórico, sería imposible. Por ello, la importancia arquitectónica de este tercer momento de la secuencia arquitectónica no puede deducirse de Ideas generales, bien asentadas, sin duda, por la filosofía mundana literaria, tales como la que se expresa en la fórmula de Panecio: «Todo lo que comienza acaba»; es necesario referirse a ideas específicamente arquitectónicas y, en especial, a la misma idea de la construcción normativa, porque implica prólepsis promovidas por anámnesis, basadas a su vez en el análisis de obras pretéritas; por tanto, de la consideración de las obras descompuestas, y no sólo conceptualmente, sino realmente, es decir, de las obras arruinadas, de las ruinas. Las ruinas son el tercer momento de la secuencia que nos lleva a la raíz de la obra arquitectónica, en cuanto obra histórica. Por ello las ruinas arquitectónicas han de mantenerse intactas como tales ruinas. Pero el proceso de reconstrucción-transformación intencional de las ruinas es el mismo proceso de construcción de la obra arquitectónica. 8. Construir, Habitar, Arruinar: una secuencia de tres verbos de acción a los que corresponden los nombres construcción, habitación, ruinas, que ya no se reducen a la condición de simples conceptos fenoménicos positivos, mundanos o vulgares, sino que son también Ideas que arrastran toda una concepción de la
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vida humana y de su historia. Son Ideas desde las cuales determinados fenómenos positivos alcanzan su verdadera dimensión arquitectónica. La secuencia ternaria a través de la cual se despliega la obra arquitectónica, construir, habitar, arruinar —secuencia que puede ponerse en correspondencia parcial con la utilizada por Heiddegger, aunque con inspiración no materialista, construir (Bauen), vivir (Wohnen), pensar (Denken)— la hemos «deducido» del proceso material mismo de la edificación, y por ello tiene que ver con la distinción entre los momentos ya señalados de lo que está in fieri (en tanto implica el futuro), de lo que está in facto esse (el presente) y de lo que sigue siendo ex post facto (el pasado arquitectónico expresado en las ruinas). Por lo demás, los términos de esta secuencia y la secuencia misma, sobre todo en el par que la inicia (construir y habitar), están ya «institucionalizados» en la pragmática ordinaria más prosaica de los maestros de obra: si se construye un edificio es para habitarlo. Lo que ocurre es que una secuencia de dos términos resulta siempre incompleta, porque su cierre equivale a un círculo vicioso (se construye para habitar, y se habita porque se ha construido). Para romper este círculo es necesario por lo menos un tercer término: tria faciunt collegia. Y este tercer término es el que permitirá medir el grado de concatenación circular de las ideas representadas en la secuencia mediante las cuales concebimos filosóficamente la obra arquitectónica. Es evidente que sólo si el tercer término es arquitectónico, podríamos hablar de una concatenación circular, que además no sea viciosa. Si este tercer término fuera extra arquitectónico (por ejemplo, porque introduce a los dioses ctónicos: los del suelo, el nomos de la Tierra; o a los dioses del cielo: los del techo celeste) el círculo no sería vicioso, pero debido simplemente a que ni siquiera sería un círculo arquitectónico. Si las ideas de esta secuencia (y su secuencia misma), u otras parecidas, son constitutivas de la obra arquitectónica en cuanto tal, habrá que concluir que quien ante un edificio, o ante sus ruinas, no utiliza estas ideas, sólo podrá ver en el edificio o en sus ruinas amontonamientos de piedras, guaridas o escombros, sin duda útiles desde el punto de vista pragmático; pero no verá algo muy distinto de lo que podría percibir un perro o un chimpancé.
3. «Ideas» filosóficas vistas desde «Sillares» (arquitectónicos): Arquitectura de la Filosofía Mientras que en el anterior §2 hemos recorrido el camino que va del cuerpo fenoménico al núcleo de la obra arquitectónica, en el presente §3 intentamos «descender» desde este núcleo al cuerpo mismo de la obra.
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1. Nos ocupamos ahora, aunque muy esquemáticamente, de ciertas ideas que, siendo desde luego ideas que podrían considerarse imprescindibles en la mayor parte de las filosofías reconocidas como tales (los nombres de esas ideas figuran en la casi totalidad de los diccionarios o vocabularios de términos filosóficos), sin embargo pueden ser vistas o contempladas desde los propios sillares, en la medida en que éstos se consideran como el cuerpo mismo de la esencia de la obra arquitectónica, cuyo núcleo hemos intentado definir en el párrafo precedente. La expresión «poder ser vistas», desde estos sillares concatenados, es deliberadamente ambigua, y ha sido escogida para que pueda significar ya la mera posibilidad (y sería suficiente) de que desde los «sillares concatenados» se nos haga presente, de manera interna, alguna Idea filosófica trascendental, o incluso la misma génesis operatoria de tal idea. Las ideas que pueden aparecérsenos desde los «sillares concatenados», desde los fenómenos que constituyen el cuerpo de la obra arquitectónica, es decir, aquellas ideas que pueden ser «evocadas a partir de los sillares» o sernos sugeridas, en cuanto sujetos psicológicos, por ellos, forman un conjunto indefinido cuya extensión depende, en gran medida, de la capacidad asociativa o evocadora de los sujetos psicológicos que contemplan la obra arquitectónica. Aquí queremos atenernos a aquellas Ideas que estén efectivamente inmersas en los sillares de referencia, y no precisamente aquéllas que «evocamos» o «asociamos» en virtud de meros mecanismos subjetivos. Ahora bien, no todas las ideas que puedan considerarse como inmersas en las propias piedras o sillares concatenados, incluso aquéllas que con más evidencia se nos muestran conformando la morfología de las piedras y sillares arquitectónicos, son por ello ideas (filosóficas) que deban ser consideradas como arquitectónicas por esencia ellas mismas. Podrán estar inmersas en tal obra arquitectónica, pero, o bien de un modo accidental, o bien de un modo adventicio, y no siempre necesario a la obra arquitectónica en cuanto tal. No porque las morfologías inmersas en el edificio sean fenoménicas y no esenciales han de dejar de ser internas al cuerpo de la obra. La esencia sólo existe en el fenómeno, si bien este fenómeno, en arquitectura, se manifiesta en «rostros» exteriores bien diferenciados, como pudiera ser la fachada del edificio. Esto nos obliga a distinguir críticamente en nuestros análisis las ideas que efectivamente están inmersas en la misma esencia de la obra, de aquéllas otras ideas que, aunque inmersas en la obra, y aun siendo conformadoras de su morfología, han de ser disociadas de la obra misma como adventicias a su esencia arquitectónica o como meramente genéricas. 2. Nos ocupamos en primer lugar de esas ideas adventicias (desde el punto de vista de la Filosofía de la Arquitectura) con intención de iniciar una catártica ejercida sobre obras arquitectónicas concretas; una catártica que no quiere
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apoyarse en criterios estéticos o morales, sino en criterios estrictamente filosóficos, que tengan que ver con la filosofía materialista de la Arquitectura. La importancia crítica de este tipo de análisis catárticos es muy grande, dada la confusión lamentable de criterios en la que se encuentra la mayor parte de los críticos en el momento de analizar las obras arquitectónicas «en nombre de la Arquitectura». Y es en esta catártica en donde mejor podemos apreciar los efectos de una concepción filosófica de la obra arquitectónica que, considerada en sí misma, podría parecer a muchos arquitectos excesivamente «especulativa»; pues es en la utilización catártica de la teoría filosófica de la Arquitectura como podemos medir las consecuencias, muchas veces delirantes, que puede tener la carencia de una doctrina filosófica firme sobre la esencia de la obra arquitectónica. Es evidente que únicamente podremos hablar de ideas adventicias inmersas (en las morfologías mismas de la obra arquitectónica) cuando dispongamos de un criterio que nos permita distinguir esas ideas inmersas, pero adventicias, de las ideas esenciales que constituyen la obra arquitectónica. Podrá renunciarse a todo criterio esencialista, y aun aborrecerlo, en nombre de un sano escepticismo dispuesto a suspender cualquier juicio artístico sobre la obra arquitectónica. Es decir, podrá considerarse absurdo, y aun peligroso para la libertad del arquitecto, cualquier intento de crítica catártica. Pero entonces quedaríamos fuera del planteamiento propuesto, que no es otro que el análisis de las condiciones que puedan dar algún sentido preciso a una crítica catártica de las ideologías adventicias inmersas, de hecho, en las morfologías arquitectónicas. La catarsis, cuyas posibilidades y alcance habrá que analizar, no se refiere propiamente a las morfologías que ya están dadas, sino a las ideas asociadas de modo «coyuntural» a ellas. No es una catarsis que se proponga como fin propio la «demolición crítica», mediante la piqueta o la carga de dinamita de la obra arquitectónica. A lo sumo se propone reinterpretar, desde otros criterios, las morfologías sometidas a crítica y medir su alcance, e incluso desaconsejar o, simplemente, no aplaudir la construcción de nuevos edificios que se apoyen únicamente en esas ideas adventicias, invocadas en nombre de la arquitectura. El criterio desde el cual defendemos la pertinencia de una crítica catártica de las obras arquitectónicas no podría ser otro sino el de la idea que hemos considerado como nuclear a toda edificación: la idea del kenós arquitectónico. Es decir, la Idea del «interior vacío» construido sobre un suelo, por medio de una envoltura sólida que gravita sobre él, y confiere a la obra arquitectónica el sentido vectorial que está determinado por la misma gravitación terrestre. Ahora bien, el kenós, tal como lo hemos presentado, es, desde luego, una construcción cultural de naturaleza genuinamente antrópica. En consecuencia, la obra arquitectónica no es una obra de imitación, por mucho que pueda darse por sobreentendido que la arquitectura es obra de imitación y que, únicamente
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cuando los modelos imitados están firmemente establecidos, cabrá proceder con seguridad en la construcción de las obras arquitectónicas. En la tradición helénica los modelos de las artes de imitación eran, desde luego, modelos que se decían ofrecidos por la Naturaleza. Y la Naturaleza se daba a través de tres órdenes que ponemos en correspondencia con los tres ejes del espacio antropológico: el eje radial, el eje angular y el eje circular. A) Los modelos naturales, en sentido radial, de la arquitectura, han sido muy frecuentes. Huyendo de la prolijidad citaremos de pasada la doctrina arquitectónica, de inspiración roussoniana, de Marc Antoine Laugier (Essai sur l'Architecture, 1755), que pretendió «demostrar racionalmente» los orígenes naturales del templo griego. La arquitectura arquitrabada, sin muros, habría surgido en el bosque, cuando sobre cuatro árboles vivos que desempeñaban el papel de columnas o pies derechos, hubieran caído unas ramas, prefigurando las vigas, y sobre estas unos troncos habrían formado la cubierta a dos aguas, delimitando a su vez el frontón. Esta sería la cabaña natural primitiva que ulteriormente admitiría muros, por motivos prácticos, pero en condiciones muy restrictivas. La estructura arquitectónica primordial de Laugier tenía un fuerte compromiso normativo y, por tanto, crítico, principalmente respecto de la arquitectura barroca. Podríamos reconocer que el modelo de Laugier -enteramente al margen de lo que hemos considerado como núcleo de la obra arquitectónica, el kenós- tiene una gran virtualidad normativa y crítica. Él es capaz, si no ya de instaurar un modelo arquitectónico nuevo (a fin de cuentas el templo griego existía muchos siglos antes de las especulaciones del padre jesuita), sí de exaltarlo como canon y colaborar para que se dejasen de lado otros modelos. Pero desde la teoría del kenós, como núcleo de la obra arquitectónica, tendremos que considerar la teoría de la arquitectura de Laugier como efecto de una desorientación casi total respecto de los caminos que son necesarios para alcanzar la esencia de la obra arquitectónica; una desorientación que le llevó a considerar la arquitectura barroca como pseudoarquitectura, y los muros del templo clásico como adventicios. Una teoría ingenua, porque contiene una flagrante petición de principio, que el autor ni siquiera advirtió: la «cabaña primitiva» tiene forma de templo griego, porque Laugier calculó dispuestas sus columnas y sus vigas, cubiertas y frontones, inspirándose en el propio templo griego cuyo origen pretendía explicar. Otra teoría naturalista, ahora ya no del templo griego, sino de la catedral gótica, es la que la relaciona con el bosque, como hace L. Mumford en su libro Técnica y civilización (Alianza, Madrid 1971, pág. 137). La teoría subraya que los pilares góticos, en la época más tardía, se parecen a troncos de árboles entrelazados; la luz filtrada dentro de la iglesia produce una penumbra similar a
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la del bosque, mientras que el efecto del cristal brillante evocaría el cielo azul o la puesta de sol vistos a través de las ramas. Aun dando por buena esta teoría de la catedral gótica (que tendría que contrastarse con las teorías del origen urbano, como la de Focillon), no por ello podríamos considerarla como una teoría de la arquitectura en general. No podríamos pasar de la teoría de la arquitectura gótica a la teoría de la arquitectura en general; en cambio será posible pasar de la teoría general a una especificación suya producida por la modulación que el bosque pudiera haber determinado en el núcleo esencial genérico presupuesto. Otro tanto habría que decir de algunas sugerencias de psicoanalistas que proponen la relación entre cuevas prehistóricas, enterramientos en tinajas (en postura fetal) y claustro materno. Una relación que se haría presente a todos los mortales que han experimentado el llamado «trauma del nacimiento». La cueva será aducida como el modelo natural de un espacio envolvente y protector, es decir, como un modelo del edificio arquitectónico. Los edificios arquitectónicos, y en particular los templos, serían en definitiva cuevas, la cueva prehistórica -la caverna platónica reconstruida en la civilización-. Sin embargo, y sin subestimar estas relaciones, tendríamos que subrayar que la habitación en las cuevas, por sí misma, no pudo haber moldeado el espacio arquitectónico. También los osos vivieron en las cuevas, y no por ello se convirtieron en arquitectos. También en este caso podemos asegurar que el camino que conduce de los edificios a las cuevas es mucho más expeditivo y viable que el que conduce de las cuevas a los edificios. Dicho de otro modo, y «haciendo el psicoanálisis al psicoanalista»: si alguien pudo ver las cuevas como prefiguración de los edificios, fue debido a que partía ya de su experiencia de habitante en un edificio. Experiencia cuya estructura es muy distinta de la «habitación» en el claustro materno, precisamente porque las paredes de este claustro no tienen solución de continuidad con el embrión, ni por tanto puede hablarse del vacío o kenós que venimos considerando como constitutivo de la obra arquitectónica. En cualquier caso, no se trata de negar de plano las funciones de modelo que el entorno natural radial puede haber desempeñado respecto de múltiples morfologías arquitectónicas; se trata de mantener estas funciones dentro de sus justos límites. Si la obra arquitectónica es obra poética, habrá que descartar, por supuesto, las teorías de la mímesis de modelos naturales, reales o supuestos (la cabaña primitiva de Laugier, el bosque gótico, las cuevas paleolíticas...) para dar cuenta de la estructura del núcleo esencial de la obra. Pero no habrá por qué descartar la efectividad de estos modelos -supuesto ya el kenós arquitectónicopara especificar el desarrollo del núcleo esencial genérico en un cuerpo arquitectónico, si no en su totalidad, sí en partes suyas significativas (la cúpula de un templo o de un palacio, explicada como una cubierta a la que se le ha
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dado la forma de un firmamento reducido): el palacio de la Ópera de Sidney, de Jørn Utzon, en el que el «envolvente», a la vez muro y cubierta, está fraccionado imitando, con ambigüedad calculada, conchas abriéndose en la bahía, o veleros dispuestos a surcarla; y no hablemos de modelos culturales tales como cestaños, libros, automóviles o locomotoras, en los que se han inspirado algunos arquitectos para confirmar las líneas del dibujo del cuerpo mismo de los edificios. En cualquier caso, al límite al que pueden conducir los prejuicios naturalistas nos aproximarán todas aquellas posiciones que, precisamente por no disponer de una idea filosófica adecuada de la esencia de la obra arquitectónica, tienden simplemente a eliminarla, en cuanto les sea posible, sea demoliéndola (templos sin muros -Dios está en todas partes de la Naturaleza-, aula sin muros, etc.), sea sencillamente ocultándola, para que no «desentone» con el paisaje natural. El concepto, tan oscuro y muchas veces ad hoc, del «impacto ambiental», ampliamente arraigado en los movimientos ecologistas, ha llevado a algunos arquitectos a proponer el modelo de las «fachadas cero», a fin de lograr que los edificios queden disimulados o enmascarados en su entorno. Pero es evidente que para enmascarar un edificio no hace falta apelar a esas filosofías ecologistas: la realidad de esos edificios disimulados no necesita de tales filosofías, aunque esas ideas hayan estado en su génesis ocasional. Dicho de otro modo, las filosofías ecologistas de la Arquitectura son adventicias a la realidad de los edificios disimulados. B) Los modelos zoomórficos de la arquitectura y, principalmente, de los templos, pueden ser interpretados desde una perspectiva sui generis, a saber, religiosa, sobre todo si se presupone una concepción de la religión primaria en cuanto religión organizada en función de los animales divinos, ya sean éstos depredadores o antropófagos (como el Moloch de los cartagineses), ya sean benefactores (como lo habrían sido la mayor parte de los dioses animales herbívoros del Egipto faraónico, como el buey Apis o la vaca Athor). Tenemos que remitirnos aquí a El animal divino (2ª. edición, Pentalfa, Oviedo 1996). No se trata ahora de que los templos hayan sido concebidos como «casas destinadas a habitantes animales», como establos, pero sin que el continente arquitectónico tuviera aquí mucho que ver con sus inquilinos, para asombro de los visitantes (Celso: «Cuando uno se acerca a ellos [a los templos egipcios] contempla espléndidos recintos sagrados y bosques, grandes y bellos pórticos... y hasta ceremonias que infunden religioso temor y misterio; pero una vez que está uno dentro y que se ha llegado a lo más íntimo, se encuentra con que es un gato, un mono, un cocodrilo, un macho cabrío, un perro lo que allí es adorado», vid. El animal divino, págs. 185-186). Se trata de que el animal, algún animal sagrado, pueda llegar a ser el modelo del cuerpo mismo de los templos, que a su vez podrán ser considerados como
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los prototipos de todo edificio ulterior. Esto ocurre, de modo explícito, en algunos edificios religiosos, como el edificio estilo Chenes, de Hochob (Campeche), conocido como «La casa de las iguanas», cuya fachada representa el enorme rostro de Itzan Na, con la boca abierta (la puerta) exhibiendo los dientes de la mandíbula superior (dintel) e inferior (umbral). Pero aun más importante, desde nuestro planteamiento, son los casos en los cuales el modelo zoomórfico de la arquitectura no está explícito, sino que resulta de la interpretación de los críticos de arte o de arquitectos que se han arriesgado a atribuir a determinadas obras arquitectónicas (particularmente, a los templos del Egipto faraónico) un modelo zoomórfico que no afectaría únicamente al cuerpo del edificio (a su fachada, a su decoración), sino a su propia estructura esencial. Para decirlo en una fórmula: el edificio, particularmente el templo, tendría como núcleo esencial, no ya el kenós arquitectónico, sino el animal viviente, sobre todo si éste es un animal sagrado o divino. Esta interpretación, llena de originalidad, del templo egipcio, fue ensayada hace años por un arquitecto: Nicolás M. Rubió (El templo egipcio y la divinidad animal, Publicación del Colegio Oficial de Arquitectura de Cataluña y Baleares, Barcelona 1965), interesado, como él mismo dice, por conocer la influencia que el animal está en condiciones de ejercer en la mente del arquitecto. Partiendo del hecho, ya establecido por etnólogos y antropólogos, de la zoolatría de muchos pueblos, que lleva a considerar a algunos animales como divinos (Rubió utiliza la expresión «animal divino» en el contexto de sus premisas etnológicas), el autor cree poder refutar las ideas vigentes a principios del siglo XX sobre los modelos vegetales de los edificios faraónicos. El templo egipcio se consideraba, en efecto, como procedente de una cabaña de cañas, y todo en él eran fajos de lotos traducidos en piedra. «Toda la arquitectura egipcia (decía Soldi Colbert, en 1899) se encierra en eso: el templo en sí mismo es una flor mística». Gaudí abundó en las mismas ideas: la forma ramificada de las columnas [del Templo de la Sagrada Familia] dará a los visitantes la impresión de hallarse verdaderamente en un bosque; se habla constantemente de la generación de la «columna gaudí» de las naves del templo de la Sagrada Familia, inspirada en el estudio del crecimiento helicoidad de los vegetales; el propio Gaudí habría dicho: «el árbol, mi maestro». Pero Rubió confiesa haber experimentado «una especie de revelación» mística, si bien por vía táctil, en un atardecer en el que se encontraba en uno de los templos de Tebas, años después de haber palpado la piel de un elefante cobrado en una cacería en Gambia. «Acababan de ponerse [mis manos] sobre una enorme piedra, tibia aun, al final de un ardiente día... el Nilo murmuraba no se qué mágicas plegarias... mis manos seguían hablándome, ahora me recordaban la piel de los hipopótamos que habían tocado». Brevemente: Rubió sostiene que los templos egipcios, como los edificios en general, no sólo tienen
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esqueleto, también tienen piel, epidermis (una piel que el funcionalismo, utilizando el hormigón y el acero, ha eliminado). El funcionalismo –dice- «ha desollado» a los edificios. Pero si los templos egipcios, a los que él se atiene, tienen piel, es porque el edificio íntegro ha debido de ser concebido como un animal; ¿cómo probarlo? Mediante la interpretación de las columnas como patas que sostienen el edificio-animal; de este modo la sala puede ser considerada como una «estructura sobre patas». Los monumentos megalíticos, dos pilares que sostienen un dintel, pueden perfectamente sugerir la estructura del hombre bípedo. Otras estructuras de cuatro patas recordarán la del caballo o la del mamut. Cuando el número de pilares aumenta, caemos de lleno en el rebaño. Y así, quien percibe las hileras de las salas hipóstilas, puede también percibir las patas en movimiento. En efecto, «es fácil imaginar que los sacerdotes y sus antorchas permanecen quietos en una quietud solemne mientras que son las columnatas las que se mueven». Sobre las columnas-patas... sea cual fuere el hecho físico, el movimiento relativo de las luces en contacto con las columnas produce el fenómeno de una aparente marcha de las columnas en la oscuridad. ¿Cómo negar el sentido o ridiculizar esta analogía profunda entre los animales divinos, bípedos o cuadrúpedos, y los templos que descansan sobre columnas? Tampoco tratamos aquí de defender esta analogía, tarea por cierto nada fácil cuando se tiene en cuenta que los templos egipcios -menos aun los edificios en general- no están apoyados sobre columnas. Nos importa únicamente confrontarla con la tesis que aquí defendemos sobre el núcleo de la obra arquitectónica, el kenós como interior vacío. Si analizamos las analogías entre edificios (algunos edificios) y animales, tal como las establece la teoría de Rubió, desde la teoría del kenós como núcleo de la esencia de la obra arquitectónica, tendríamos que constatar, en primer lugar, que las analogías de Rubió no son gratuitas, pero sí son externas y parciales; van referidas a los «animales con patas-columnas», lo que constituye, sin duda, sólo una parte de los animales (la que comprende a los artrópodos y, por supuesto, a los vertebrados), y además, a los animales considerados desde la perspectiva externa (ya utilizada por Vesalio) de cuerpos que se sostienen sobre columnas. Los edificios de los que aquí se habla son también sólo una parte de la obra aquitectónica (los templos egipcios), aunque alguno podría generalizar. Por supuesto, las analogías de Rubió no están en contra de la teoría del kenós, porque la estructura «cuerpo sobre patas» podría verse como una de tantas disposiciones alternativas, entre las múltiples posibles, del eje vertical gravitatorio del cuerpo arquitectónico. Ahora bien: desde la concepción del kenós arquitectónico, la confrontación (no parcial, de algunas obras arquitectónicas, sino general a todas ellas) entre cuerpos orgánicos animales y cuerpos arquitectónicos habría que conducirla
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por otras vías, y no meramente externas, sino internas al propio animal. La cuestión que esta confrontación nos abre es, sencillamente, la cuestión de si cabe atribuir a los animales (a animales de algún tipo definido) un equivalente del kenós arquitectónico, porque sólo entonces las analogías entre el edificio y animales podrían considerarse, desde nuestra perspectiva materialista, como esenciales (en realidad, como algo más que analogías parciales y extrínsecas). Pero la pregunta por un equivalente animal del kenós arquitectónico ¿no es ya por sí misma disparatada? No, porque kenós dice «cavidad vacía» (siempre en relación a determinados cuerpos susceptibles de ser evacuados), y los animales, por lo menos a partir de los celentéreos, dejan de ser cuerpos macizos (como pueda serlo una célula embrionaria en estado de mórula) para comenzar a ser, de algún modo, cuerpos «huecos» (siempre en relación a otros determinados cuerpos «evacuables») envueltos por «paredes carnosas». Y no sólo esto, sino cuerpos con «cavidades vacías internas» que, de algún modo, se continúan (sin perjuicio de las interrupciones por «válvulas») con el «medio exterior» (Claude Bernard acuñó el concepto de «medio interior del organismo»). Aquí ponemos el principal motivo para descartar la analogía del «vacío arquitectónico» y el «vacío (celular)» o blastocele, propio de la blástula, a pesar de que los embriólogos utilicen un término arquitectónico para describir su esctructura: «pared de la blástula». La blástula suele ser presentada, en efecto, como una esfera hueca, procedente de la evolución de la mórula, en cuyo interior, la secrección de líquidos celulares habría empujado a las células hacia la superficie, formando esa «pared» esférica. Pero el blastocele del animal en estado de blástula nada tiene que ver con el kenós arquitectónico: cabe hablar, es cierto, de la «envoltura corpórea» de una «cavidad vacía»; pero precisamente el carácter esférico de esa envoltura impide confundir la estructura topológica de un edificio arquitectónico con la estructura topologica de una blástula, sencillamente porque el edificio arquitectónico no es topológicamente una esfera (lo que le convertiría en una tumba, como hemos dicho), sino un toro. Es cierto que en fases más desarrolladas de la organización animal también podemos encontrar «cavidades vacías», envueltas por «paredes» con «paramentos» externos (como pudiera serlo el ectodermo de una blástula, consolidada en los celentéreos) e internos: el endodermo. ¿Podríamos entonces equiparar la estructura arquitectónica del kenós con el arkenterón de una blástula, o bien, con el interior (vacío) del «saco digestivo» en el que se hace consistir al celentéreo, cuyo interior ya tiene continuidad (a través de la bocaano) con el medio exterior? No, porque la «cavidad vacía» del celentéreo no tiene la función de permitir la entrada de cuerpos exteriores a fin de que éstos puedan habitar en su interior; precisamente los cuerpos entran en esa cavidad para ser demolidos hasta el nivel molecular, es decir, para poder ser digeridos y
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transformados en las mismas «paredes». La «cavidad vacía» del celentéreo no tiene la estructura del kenós. Y consideraciones parecidas habría que hacer de los celomados (que proceden de una evolución de los celentéreos, cuando entre los dos «paramentos» de éstos: ectodermo y endodermo, surge un mesodermo que se «ahueca» a su vez. El propio concepto de celomado está construido en función de esa estructura de «cavidad vacía» (koilós = hueco, cóncavo; koilodes = cavernoso). Y aunque, manteniéndonos en la perspectiva puramente topológica, podemos decir que el edificio arquitectónico es un celomado (semejante topológicamente a un animal celomado), sin embargo, esta semejanza no nos autorizaría a interpretar el kenós arquitectónico como un celoma orgánico. El celoma orgánico no está conformado para que algunos cuerpos habiten en él, entrando y saliendo de su recinto. Lo que entra en el tubo digestivo de los celomados es demolido, y lo que sale después es excreción de cuerpos distintos de los que entraron. Las cavidades de los celomados no son habitaciones, para entrar o salir; son «ámbitos cavernosos» en los que tiene lugar el metabolismo (el anabolismo y el catabalismo). Concluimos: la teoría del kenós arquitectónico no rechaza como disparatadas, en principio, las comparaciones estructurales, topológicas, por ejemplo, que puedan establecerse entre los animales y los edificios a la manera en que las establece la teoría de Rubió (o como las exploró también D´Arcy Thompson). Pero sí ofrece un criterio para reducir estas analogías a sus justos límites y para medir su alcance. Un alcance que sería imposible evaluar si no disponemos de un canon dotado de suficiente potencia para enjuiciar las analogías que vayan observándose, sin subestimarlas ni llevarlas al extremo del ridículo, pero también sin encarecerlas o considerarlas como descubrimientos de profundos misterios. C) Acerca de los modelos antropomórficos, nos limitaremos a decir que, pese a las pretensiones «humanistas» que ellos suelen albergar, alimentados a veces por la Idea del hombre-microcosmos (pretensiones ridículas, salvo para los que creen que la supuesta «deshumanización de la arquitectura» consiste en la construcción de edificios no antropomorfos) no afectan en absoluto a la teoría del kenós. Antes bien, desde esta teoría podemos formar un juicio exacto sobre su alcance; y conviene constatar que si no dispusiéramos de algún criterio firme acerca de la esencia de la arquitectura, estaríamos enteramente desarmados ante las pretensiones de esta «filosofía humanista» de la obra arquitectónica, como lo estaríamos también ante la filosofía zoomórfica que antes hemos considerado. Un juicio, ante todo, limitativo de los delirios del humanismo antropomórfico, que muy poco tiene que ver con el carácter antrópico de la arquitectura; carácter antrópico de escala que, sin embargo, es compatible con una segregación absoluta del sujeto beta operatorio constructor del edificio. Por lo demás, la concepción materialista de la arquitectura no es incompatible con un juicio
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«comprensivo» del antropomorfismo en arquitectura (generalmente reducido a las fachadas); un antropomorfismo «metafórico» (puerta-boca, ventanas-ojos, etc.) que habría que juzgar según criterios estéticos más bien escultóricos o literarios que arquitectónicos, y que admite toda la gama de valores. No alcanza el mismo valor la fachada antropomorfa del Palacio Zuccaro, 1592, de la Vía Gregoriana de Roma, que la escandalosamente kitsch «Casa Cara» de Kazumasa Yamashita, 1974, o la más sutil Garagia Rotunda, de Charles Jencks, 1977. En cualquier caso, estos casos de antropomorfismo no pueden considerarse enteramente adventicios, o postizos, a la obra; serán adventicios a su esencia, pero no a su cuerpo fenoménico, en la medida en que constituyan partes de su misma morfología, aunque la parte antropomorfa vaya referida a la fachada (al fenómeno arquitectónico más que al interior del edificio: desde dentro los ojos, la boca y la nariz de la obra de Jenks se esfuman por completo). 3. Las «piedras concatenadas» no desarrollan únicamente ideas fenoménicas, incluso adventicias, respecto de la esencia de la obra arquitectónica, susceptibles de ser sometidas a un proceso crítico de catarsis. Las piedras concatenadas de la obra arquitectónica ofrecen también ideas filosóficas que desbordan el ámbito del campo arquitectónico, pero que sin embargo tienen un origen, o por lo menos una marca inequívoca de naturaleza arquitectónica, como si hubieran recibido de la arquitectura una conformación equivalente a la que recibe la bala, impulsada por la explosión, del ánima del canon. El locus arquitectónico en el que se expresan o se encarnan Ideas filosóficas, genéricas, aunque esenciales a la Arquitectura, se daría a escala de las unidades enteras y de las unidades complejas. A escala de las unidades enteras, esto es, los edificios, encontramos, como componentes determinantes de la obra arquitectónica, tres tipos de relaciones objetivas y estrictamente arquitectónicas que desempeñan el papel del alma (o ánima) de determinadas ideas filosóficas de primer rango. Nos referimos a la idea de Fundamento, la idea de Constitución (o Sistema) y la idea de Espacio antropológico. A) La idea de Fundamento, sin duda, es una de las ideas más características de la tradición filosófica. Es una idea que define la filosofía, en cuanto «Filosofía fundamental», precisamente como la investigación de los fundamentos o cimientos en los cuales descansa todo nuestro saber (y la define mejor que como «investigación de las raíces de nuestro saber, como reflexión radical y crítica que busca los principios»). Pero la idea de fundamento es, ante todo, una idea arquitectónica, vinculada precisamente al eje vertical, determinado, como hemos dicho, por la gravedad terrestre, y en torno al cual se constituye la envoltura o contorno del edificio.
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Por ello la Idea de Fundamento no se confunde con la Idea de Principio. Este tiene, sobre todo, un significado lógico: el de premisa, axioma o postulado que ha de estar dado previamente; el fundamento, en cambio, no dice tanto «principio previo», menos aun «primer principio» (salvo para los «fundamentalistas»), cuanto cimiento actuante en el que descansa el resto del edificio. Los cimientos no son primeros fundamentos, puesto que a su vez se apoyan en el suelo o en la roca terrestre, que a su vez se apoya en las capas más profundas de la Tierra, que, a su vez, no son ni siquiera sólidas, ni siquiera compatibles entre sí (teoría de las placas). Los cimientos o fundamentos más sólidos sobre los cuales edificamos la obra arquitectónica no se apoyan ellos mismos en sólidos, y su capacidad «fundante» depende, a su vez, de causas exteriores a la propia Tierra, a saber, principalmente, de la gravitación de la Tierra al Sistema solar. Por ello, cuando «el fundamento» se interpreta como «principio», nos enfrentamos con la necesidad, o bien de regresar indefinidamente a través de los eslabones de una cadena infinita, o bien de determinar un «primer principio» que subsista por sí mismo. Cuando fundamento se disocia de principio cabrá constatar la posibilidad de una concatenación «sólida» circular entre el fundamento y lo fundamentado. El fundamento, entendido como principio, conduce al fundamentalismo; entendido como idea de origen arquitectónico (cimiento), que no implica un primer principio, sino un sostén dado in medias res, conduce al constructivismo. Marx utiliza el modelo constructivista-arquitectónico como un modelo para pensar las relaciones que median entre las diferentes capas de la sociedad, a saber: la base (Aufbau) y la superestructura (Überbau), como ideas centrales del materialismo histórico. Y precisamente al haberse mantenido este modelo excesivamente apegado a la interpretación arquitectónica vulgar, que identifica fundamento con principio, las consecuencias de la aplicación del materialismo histórico fueron lamentables, como ya hemos subrayado en otras ocasiones. B) En cuanto a la Idea de Constitución (systasis, o la Idea de Sistema, muy vinculada con aquélla), ¿cómo no reconocer que estas Ideas, imprescindibles en filosofía, están canalizadas también principalmente por vía arquitectónica? Damos por supuesto que una Idea jamás puede concebirse en un estado solitario; las Ideas están siempre en sociedad (la koinonia de las Ideas platónicas). Pero tampoco las piedras pueden concebirse como elementos solitarios de la obra arquitectónica. Éstas tienen que estar trabadas las unas con las otras, a fin de poder dar lugar precisamente a la constitución o systasis del edificio. Una constitución que nada tiene que ver con esos «símbolos del poder opresor» que suelen ser atribuidos a la Arquitectura (y que, a lo sumo, sólo afectaría a determinadas obras arquitectónicas propias del monumentalismo totalitario, imperialista, etc.).
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Para muchos la Filosofía es ante todo sistemática, y sólo por ello puede ser crítica, y diferente del mero filosofar que no remonta el curso de los pensamientos aislados, caóticos o incoherentes. En España la importancia del Sistema en filosofía fue ya establecida por Patricio de Azcárate en el siglo XIX. En el siglo XX fue Ortega, en polémica con Maeztu, quien defendió la necesidad del sistema para la filosofía («un pensamiento que no sea sistemático es indecente»). La idea de sistema, inducida por la obra arquitectónica, no puede ser, en cualquier caso, una ordenación postiza, externa (por ejemplo, «didáctica») o sobreañadida a las ideas; es la concatenación consistente de las ideas que se apoyan las unas en las otras y en el fundamento. Y esto se aprecia mejor en unas obras arquitectónicas que en otras: por ejemplo en la bóveda, en la cual las piedras ya no «descansan», como en una falsa bóveda, sobre la línea vertical de su gravitación, sino que «descargan» su fuerza unas sobre otras y sobre las columnas y los muros o contrafuertes, y éstos sobre los fundamentos. Por ello el sistema, en cuanto estructura arquitectónica, es una systasis que debe poder sostenerse incluso durante más tiempo del que ha de sostenerse, mediante la eutaxia, una construcción política. La arquitectura vinculada a las grades construcciones políticas está «calculada» para la eternidad. Por lo demás, el sistema arquitectónico que comprende los muros, las columnas, el suelo, el techo y los fundamentos, es, sin duda, un sistema systático, pero el análisis de este sistema -el entretejimiendo «matricial» de los ejes verticales del edificio, orientados por la gravitación, y el de los ejes horizontales, así como el entretejimiento de los edificios en las unidades complejas que hacemos corresponder a las ciudades- desbordaría los límites de los que disponemos. Puede verse en El Basilisco, nº. 29, una exposición de la idea de sistema systático. La idea de «sistema filosófico» tiene, sin duda, un paralelo arquitectónico indudable, porque la arquitectura del edificio no resulta simplemente del amontonamiento de sillares, sino de la misma trabazón interna de sus partes, en tanto que se relacionan con sus fundamentos. En todo caso, al hablar del «orden sistemático de las ideas» no nos referimos tampoco, por supuesto, a un orden externo, didáctico o alfabético, sino a un orden interno, circular, el de las partes que se concatenan las unas con las otras a través de los fundamentos, en círculo, del mismo modo que las partes del organismo al que se refería Polibo: «Las partes del organismo se concatenan en círculo de tal modo que no puede distinguirse una de ellas que sea el principio de las demás». Tampoco el orden arquitectónico ha de entenderse como si fuera sólo resultado de la libre creación del arquitecto: la concatenación de los sillares y las vigas debe ser sistemática, es decir, ha de hacer posible que el edificio constituido no se desplome, y en esto se diferencia la arquitectura de la pintura.
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El lienzo todo lo soporta, incluso las escaleras que bajan subiendo o suben bajando en los edificios pintados, que no vivos, de Escher. C) Por último, y cuando nos atenemos a las unidades complejas, las ciudades, también encontramos ideas arquitectónicas urbanísticas que se corresponden con ideas filosóficas. Pero en este caso las ideas encarnadas por la ciudad son mucho más generales. La idea de Racionalidad debe mucho al plano hipodámico de las ciudades griegas. En ocasiones se ha tomado la cuadrícula como el criterio mismo de las estructuras racionales: mediante la cuadrícula todo punto queda determinado a partir de los dos ejes básicos en torno a los que se estructura la «ciudad racional», a saber, el cardo y el decumanus (las coordenadas cartesianas no son otra cosa sino la estilización y generalización del sistema constituido por el cardo y el decumano). Sin embargo difícilmente puede mantenerse en serio que la racionalidad urbanística quede definida por el plano hipodámico: la distinción entre «ciudades racionales» y «ciudades vitales» (que han utilizado autores tan entendidos en asuntos urbanísticos como Julio Caro Baroja o Fernando Chueca Goitia) es insostenible. ¿Acaso es irracional el trazado tortuoso de las «ciudades árabes»? como si este trazado no tuviese su propia funcionalidad, y por tanto, su propia racionalidad. ¿No es enteramente gratuito identificar la geometría con las cuadrículas? como si las curvas más intrincadas no tuvieran también su ecuación geométrica. Tienen un gran interés en este contexto las observaciones críticas de Aristóteles (Política 1380b) a la ciudad hipodámica. La arquitectura de la ciudad ha tenido siempre una gran conexión con ideologías religiosas, o políticas, o cósmicas, desde la Atlántida platónica hasta la Ciudad de Dios de San Agustín; desde la Ciudad cuadrada de Eiximenis (Dotze del crestia, 1384) a las ciudades redondas y solitarias de Utopía o la Ciudad del Sol; desde las ciudades lineales rectas (las ciudades camino) hasta las lineales curvas (la ciudad espiral de Aurobindo). Pero las ideas encarnadas en estas unidades arquitectónicas complejas tienen más que ver con la poesía o con la mitología que con la filosofía. Mayor significación filosófica podríamos encontrar en la arquitectura de la ciudad cuando nos atenemos a sus implicaciones con la sociedad política y, por tanto, con el espacio antropológico. Ateniéndonos a la tradición aristotélica, Aristóteles definió al hombre como animal político, y esto no significa tanto -se ha dicho muchas veces- animal social, cuanto animal que vive en ciudades (zoon politikon). ¿No autorizaría esta definición a interpretar la ciudad como la base misma en torno a la cual se moldea la estructura misma del espacio antropológico? La ciudad, arquitectónicamente, está, en efecto, necesariamente arraigada en la Tierra, en el suelo. En él se sostiene, y de él se alimenta: es el eje radial. Y gracias a la ciudad, a sus empalizadas y murallas, la ciudad se segrega del
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entorno amorfo que la rodea, de las selvas en que acechan animales salvajes, los bárbaros de los cuales dependemos: es el eje angular. Pero en el recinto urbano hay otras muchas cosas: los hombres habitando las casas, pero también conviviendo (muchas veces polémicamente) en las calles y en las plazas: es el eje circular. En la estructura de la ciudad podríamos ver la primera gran cristalización, o el primer modelo de la estructura del espacio antropológico.
4. La Arquitectura en el sistema de las Artes 1. Aunque de forma muy sucinta, es imprescindible establecer la posición que a la Arquitectura, tal como venimos concibiéndola, hay que asignarle en el «sistema de las artes». Una esencia (núcleo, curso, cuerpo) no existe nunca sola, y, en cualquier caso, no es concebible como si de una «esencia megárica» se tratase. Sólo en la confrontación con otras esencias de su constelación podrá hacérsenos presente el significado exacto del núcleo, del cuerpo, y del curso que hemos atribuido a la Arquitectura. 2. El «sistema de las artes» al que vamos a referirnos aquí es el constituido por las «artes apotéticas», artes cuyas obras están construidas o compuestas en función de lo que los fisiólogos llaman teleceptores (vista y oído) y, en parte, del tacto. Las artes apotéticas engloban, por tanto, a la Arquitectura, a la Escultura, a la Pintura y a la Música, al Teatro, al Cinematógrafo, y a la Danza. Quedan fuera de esta constelación de las artes las llamadas «artes del gusto» (Cocina, Pastelería -que tienen sin embargo mucho de escultura-) o las «artes del olfato». Cierto es que la distinción entre «artes apotéticas» y «artes paratéticas» no suele ser reconocida explícitamente; más bien podría señalarse una tendencia creciente a borrar las diferencias. Una exposición reciente que circuló a finales del pasado siglo por diversas ciudades de Europa bajo el rótulo de Los cinco sentidos en el Arte, distribuía las obras expuestas en «artes del oído» (Música), «artes de la vista» (Pintura), «artes del gusto» (Cocina), «artes del olfato» (Perfumes, flores)... pero en realidad se reducían todas ellas a la Pintura, porque los frutos, las flores, etc. que allí se ofrecían, eran frutos y flores pintadas, sin perfume y sin sabor. La división fundamental de las artes apotéticas que utilizamos es la que separa las artes lingüísticas (que utilizan el lenguaje literario) de las artes no lingüísticas; si bien se hace cada vez más habitual hablar del «lenguaje arquitectónico» o del «lenguaje musical». Horacio ya dejó dicho: «Ut pictura poiesis»; pero las consecuencias que de aquí quieren deducirse (algunas de ellas las propuso Lessing en su Laoconte) son muy confusas (remitimos a nuestro artículo «¿Qué significa 'cine religioso'?», El Basilisco, nº. 15, 1994). Por nuestra parte, suponemos que entre la Arquitectura, tal como la hemos
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entendido, y el Lenguaje hay una distinción irreductible, hasta el punto de que la Arquitectura no puede, por sí misma, considerarse como un lenguaje, lo que no excluye que las obras arquitectónicas puedan ser aprovechadas para emitir ciertos mensajes, muy elementales, capaces de ser captados por la infancia, y ser traducidos al lenguaje verbal. La distinción entre artes lingüísticas y no lingüísticas no excluye la posibilidad de las artes mixtas, que pueden serlo precisamente cuando se parte de la distinción entre las artes: la Ópera, como drama musical, es arte mixta de música, literatura y teatro; pero tiene que tenerse en cuenta que sólo podríamos llamarla «arte mixta» cuando previamente hayamos reconocido la distinción entre la música, la literatura y el teatro. Nos atendremos aquí a las artes no lingüísticas más afines a la Arquitectura, a saber, la Pintura y la Escultura, con el objeto de establecer las diferencias esenciales. Nos referiremos también muy esquemáticamente a las relaciones entre Arquitectura y Música, a fin de delimitar el alcance esencial de algunas analogías que, sin duda, se mantienen entre ellas, sin perjuicio de la distancia reconocida que media entre las artes espaciales y las artes temporales; distancia que tampoco es tan abismal como algunos pretenden. La obra arquitectónica también está en el tiempo y por ello tiene su pretérico, su presente y su futuro. 2. Las dificultades para construir un concepto de Escultura son muchas, si juzgamos los resultados que nos han ofrecido filósofos de la talla de Aristóteles o de Hegel. La teoría de las causas de la Ontología de Aristóteles tiene como modelo precisamente la Escultura. Aristóteles, en su teoría de las cuatro causas, define la Escultura distinguiendo en ella la forma, la materia, la causa eficiente y la causa final. La forma escultórica está ya potencialmente inmersa en la materia, hasta el punto de que podría decirse que el escultor no hace otra cosa sino «suprimir las partes que sobran». La forma está en potencia próxima en la materia; el mármol contiene a la estatua, como pensaba Miguel Ángel. La definición que Aristóteles ofrece de la «poética escultórica» es sin embargo muy prosaica y tiene muy poco de metafísica; es sin embargo muy profunda, y ha servido de modelo para las doctrinas hilemórficas desarrolladas en la filosofía aristotélica. Hegel cree que el arte, que comienza por el reino inorgánico (en el que se mantiene la Arquitectura), tiene que pasar a otro reino, en el que aparezca, con la vida del espíritu, una verdad más alta. «Es sobre este camino que recorre el Espíritu, desgajándose de la existencia material, para volver sobre sí mismo, en donde nos encontramos con la Escultura». ¿Quién duda del carácter genuinamente espiritualista e idealista de este concepto hegeliano de la Escultura? Sin embargo, algo quería decir, sin duda, Hegel; probablemente lo que se dice en esta definición es que la Escultura ya no imita lo inorgánico, las
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montañas, los bosques, etc. (como la pintura), ni es ella misma una corporeidad impersonal (como la Arquitectura), sino que se centra en las figuras humanas (porque los animales sólo de paso serían modelos escultóricos). Pero todas estas diferencias son circunstanciales, y en ellas se confunden planos muy diversos. La escultura, definida desde el sistema de coordenadas del materialismo filosófico, se nos presenta inmediatamente, cuando la analizamos en un terreno positivo, como la contrafigura de la Arquitectura. La escultura mantiene el volumen, pero en ella sin embargo ha desaparecido el interior. El interior no interviene formalmente como tal en la obra escultórica, que se agota en la pura exterioridad de su superficie. Es indiferente que el interior de la obra escultórica esté lleno o esté vacío. La diferencia es puramente técnica, no estética en ningún caso. Precisamente el «misterio de la escultura», sobre todo en el caso de esculturas figurativas antropomorfas, en particular si son retratos, lo haríamos derivar de la capacidad, no ya expresiva (de un supuesto «interior», en el sentido de Hegel), sino apelativa. Cuando se dice que la escultura expresa el interior, se enuncia una proposición absurda, sencillamente porque ese interior no existe en la obra escultórica. Muy bien lo sabía la zorra de la fábula de Samaniego, cuando decía al busto después de olerlo: «Tu cabeza es hermosa, pero sin seso» (decimos fábula de Samaniego, y no de Fedro, porque éste refería el diálogo a la persona trágica, que era una máscara de actor, más que una escultura). Precisamente el gran enigma de la escultura figurativa puede cifrarse en su capacidad de abstracción total del interior. Por ello no puede decirse «expresiva» (en el sentido de Bühler), sino «representativa» o «apelativa». El problema que la escultura suscita es precisamente el problema de la capacidad de estimulación, a través de signos corpóreos de significados que desbordan el terreno de la corporeidad. Y suscita la necesidad de analizar qué es lo que se ve, por ejemplo, en El Pensador de Rodin, para definirlo precisamente como «pensador». Carece de sentido, por tanto, abrir una escultura para ver lo que tiene en su interior. Este es macizo o hueco (sobre todo si es de bronce), pero ello es totalmente irrelevante desde el punto de vista estético. Por supuesto, una escultura puede tener un interior «practicable»: la Estatua de la Libertad, de Bartholdi, de 46 metros de altura, tiene un interior que permite ascender por él, lo que asimila la célebre estatua a una torre, a un edificio (se trataría, por tanto, de un monumento mixto de arquitectura y escultura, aunque en él prevalece sin duda su componente de escultura). En cualquier caso, que la escultura sea «el arte de eliminar el interior constitutivo de la arquitectura» no implica que la arquitectura deba eliminar el exterior, o reducirlo al mínimo (como parece ser la tendencia del arte musulmán). La arquitectura puede ofrecer caras externas muy próximas a la
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escultura, como pueda ser la fachada antropomorfa del Palazzo Zuccaro que ya hemos citado. Pero la escultura, sin perjuicio de su voluminosidad, es un arte esencialmente superficial, por cuanto lo que ella ofrece se mantiene en la superficie del sólido. Esto no excluye la acción o interacción de unas partes de este sólido con otras. Una acción o una interacción que además puede haber sido tenida en cuenta por el artista, por ejemplo, cuando calcula las sombras que los brazos de la estatua proyectan sobre el cuerpo. La arquitectura no desaparece aunque, manteniendo su «fuero interno», adquiera un exterior de aspecto escultórico; pero en cambio un exterior escultórico, privado de su fuero interno, deja de ser una obra arquitectónica y se transforma en escultura. El Museo Everson, de Siracusa (Nueva York), obra de I. M. Pei, 1968, contemplado desde fuera se nos presenta como un conjunto de enormes bloques o prismas de cemento sin ventanas; si este museo fuese rellenado por dentro, se convertiría en una estatua prismática, y sólo si su interior es practicable, como un ámbito o recinto, puede seguir siendo considerado como obra arquitectónica. Una columna aislada (que en principio es una parte formal, o institución arquitectónica), cuando se desgaja del edificio y se expone exenta (la columna de la Plaza de Trafalgar, de Londres, por ejemplo) es antes una escultura que una obra arquitectónica, porque no tiene interior. La intersección entre la Arquitectura y la Escultura es en ocasiones tan interna que el resultado ofrece, como hemos dicho, un mixtum compositum. Las Cariátides de Erecteión son a la vez esculturas y columnas. ¿Cabe disociar ambas funciones? Sin duda, porque a la función de columnas le es accidental la forma humana, y a ésta le es accidental desempeñar el papel de columnas. Pero aun en el caso de una intersección más «sustancial» seguiría siendo posible disociar la columna arquitectónica y la columna escultórica. El Sepulcro de Julián de Medicis, de la Capilla medicea de Florencia, de Miguel Angel, es una escultura que imita la arquitectura (arcos, columnas, hornacinas con estatuas). En cualquier caso, además de la intersección entre Escultura y Arquitectura habría que reconocer la categoría de la composición o yuxtaposición entre Arquitectura y Escultura, porque ahora, Arquitectura y Escultura no están intersectadas, sino separadas, aunque yuxtapuestas y contiguas. A veces las esculturas acompañan (como guardianes simbólicos, incluso como habitantes) a los recintos arquitectónicos: los leones del Congreso de los Diputados, de Madrid, son un ejemplo cercano. Estas esculturas podrían sin embargo figurar fuera de la arquitectura, en la ciudad, en un pedestal o simplemente en el suelo, a escala natural. En España es muy conocida la transformación de las estatuas de los Reyes, que debían coronar el Palacio Real, en estatuas exentas distribuidas por diferentes ciudades: la escultura, por su volumen, es decir, por su masa, gravitaba sobre la arquitectura y amenazaba con derrumbarla.
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3. En cuanto a la Pintura sólo diremos que, en relación a la Arquitectura, no sólo ha perdido el interior sino también el volumen. La pintura se mantiene en la superficie pura, que ya no necesita volumen, como lo necesita aun la escultura. La pintura es, pues, arte estrictamente superficial, bidimensional. Porque la tercera dimensión que físicamente presupone siempre una superficie real, y no meramente geométrica, queda segregada, por abstracción, de la pintura, y de hecho queda reducida al espesor de un lienzo. Que la pintura pueda «representar», en perspectiva, la tercera dimensión, no significa para la pintura más de lo que para la escultura significa su capacidad de representar el «interior espiritual», como decía Hegel. La tercera dimensión, en Pintura, es sólo pintada, y no viva, de la misma manera que el interior de la Escultura sigue siendo pura exterioridad, con capacidades apelativas o representativas. Precisamente por esto la pintura goza de una mayor «libertad» de representación que la arquitectura o que la escultura, porque las artes del volumen están sometidas a la ley de la gravedad y a la topología del espacio. En cambio, el lienzo todo lo resiste, incluso las representaciones arquitectónicas de escaleras que suben y bajan en los dibujos de Escher de los que ya hemos hablado. Le pasa aquí a la pintura con respecto a la arquitectura lo que le pasa a la literatura con respecto a la política: la diferencia entre los políticos y los escritores (los filósofos), decía Catalina de Rusia, consiste «en que aquéllos escriben sobre el papel, que todo lo resiste, mientras que los políticos escriben sobre la piel de los ciudadanos, que es muy irritable». La obra arquitectónica puede ensayar cualquier tipo de composición, pero con la condición de que no se derrumbe; la pintura no tiene miedo a derrumbarse. La pintura, puro fenómeno, excluye por completo el interior; nada hay detrás de ella, y sería ridículo tratar de «levantarle las faldas» a La maja vestida para ver qué hay debajo de ellas. El curioso tendría que recurrir a La maja desnuda, pero ésta es ya otra pintura. En la escultura el bulto puede girar (o quien lo contempla puede rotar en su torno), porque su volumen, aun en su estricta exterioridad, interviene formalmente en la estructura de la obra. Pero carece de sentido en pintura mirar el cuadro por detrás, porque su reverso ni siquiera tiene el interés que sigue encerrando el reverso de un tapiz. Y aunque la tabla, o el lienzo, estuviese pintado, no sólo por su anverso sino por el reverso, no por ello transformaríamos la pintura en escultura: nos encontraríamos simplemente con dos cuadros distintos, aunque en disposición siamesa, de «dorsopagos» unidos por la espalda, y en principio separables (otra cosa es que la pintura estuviera plasmada en superficie de Moebius). Y así como una vía o camino con doble dirección no es otra cosa sino la yuxtaposición de dos caminos adosados (porque el camino, como concepto vectorial, sólo tiene una dirección y un sentido), así un cuadro pintado por delante y por detrás no puede considerarse como una pintura, sino como dos pinturas adosadas; y la suma de dos superficies no da lugar a un volumen. Otra cosa sería que en lugar de
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«segregar» el espesor del canto de los lienzos adosados, lo dilatásemos de forma que la nueva superficie obtenida pudiera también ser pintada; pero entonces nos encontraríamos ante un caso de escultura policromada. La estructura bidimensional de la pintura, sobre todo si es plana, implica también (aunque esta implicación no haya sido tenida en cuenta jamás, por lo que sabemos, por los teóricos de la pintura) que las partes superficiales del lienzo por las cuales se extienden los colores, no actúan las unas en las otras, ni interactúan con consecuencias estéticas en sentido físico o químico. Es decir, que sin perjuicio de que estas acciones o interacciones físico-químicas entre los pigmentos del cuadro (al menos entre los vecinos) tengan lugar entre ellos, tales acciones o interacciones no son utilizadas formalmente por los pintores como componentes de su obra, lo que no ocurre en Arquitectura, porque el arquitecto tiene que tener en cuenta formalmente la interacción entre los sillares, o partes del edificio, para que éste no se desplome. Es cierto que algunos pintores se resisten a reconocer la naturaleza bidimensional (generalmente confundida con la pintura plana, como si no hubiera superficies curvas susceptibles de ser pintadas) de sus lienzos, acaso inspirados o simplemente actuando en paralelo por el mensaje de aquel «Manifiesto dimensionista», propuesto en 1936, en París, por el húngaro Charles Sirato (y firmado por Kandinsky, Picasso, Miró y otros, entre ellos, Julio González). El mensaje del «Manifiesto dimensionista» expresaba la (supuesta) tendencia que todas las manifestaciones artísticas tendrían para pasar a una «dimensión superior»: la literatura de la línea al plano; la pintura del plano al espacio; y la escultura de las tres dimensiones a las cuatro (por nuestra parte desconocemos cómo puede pasarse en las artes no lingüísticas a la cuarta dimensión; puede verse sobre este asunto Alfonso Palacio Álvarez, El Manifiesto dimensionista 1936, Oviedo 2003). Miguel Barceló, con absoluta independencia, probablemente, del manifiesto de Sirato, en una entrevista concedida con motivo de su recepción del Premio Príncipe de Asturias (octubre 2003) manifestó su desacuerdo con la definición tradicional de la pintura como «arte plano», alegando cuadros suyos de «superficie muy rugosa», que efectivamente invitan a aproximar la pintura a una escultura o bajorrelieve. Según esto, mientras que la pintura plana supone (según acabamos de decir) que unas partes no actúan físicamente sobre otras (puesto que plano puede hacerse equivalente a «independencia físico química» de unas partes respecto de otras, como si las partes del lienzo fuesen partes distributivas, aunque contiguas), la pintura en relieve introduciría la posibilidad de que una parte del cuadro actuase físicamente en otras, por ejemplo dando sombra o regulando la luz, si el artista supiera aprovechar estos efectos. La pintura «en relieve» permitiría una conexión más intensa entre las partes del todo pintado. Sin embargo esta pintura «en relieve» no la convertiría por ello en arte tridimensional, sino que, a lo sumo, aproximaría la pintura a la
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superficie escultórica, que ya no es plana, sino sólida. Y esta aproximación de la pintura a la escultura permitiría explicar, en función de una superficie que ya no es plana, la posibilidad de utilizar recursos comunes a las «artes de superficie», pero igualmente distantes de la arquitectura, como arte que cuenta esencialmente con la entrada en el interior de la obra. 4. Dos palabras de confrontación entre Arquitectura y Música (ateniéndonos únicamente a la idea sobre la esencia de la Arquitectura que estamos exponiendo). La confrontación sólo puede ir referida al cuerpo de la Arquitectura, en cuanto cuerpo sólido («envoltura del kenós») organizado en torno a un eje vertical (el eje de la gravedad) que contiene relaciones intrínsecamente asimétricas (las que requieren de fundamento o cimiento) y a dos ejes horizontales ortogonales, que contienen las orientaciones norte/sur, y este/oeste, de la obra arquitectónica; orientaciones que, si bien implican relaciones asimétricas, desde el punto de vista topográfico, son extrínsecas a la obra y pueden ser abstraídas en la concepción interna de la misma, aun cuando de hecho tengan una gran incidencia, como es de todos sabido, en la disposición del edificio. La «envoltura arquitectónica» del kenós es precisamente lo que puede ponerse en correspondencia con el «cuerpo sonoro» de la obra musical polifónica. La música «lineal» o puramente melódica difícilmente puede confrontarse con la Arquitectura -que es esencialmente tridimensional- sino, a lo sumo, con la pintura lineal. Y dejamos aquí también de lado las cuestiones acerca del kenós de la obra musical, si es que el cuerpo sonoro, en la medida en que es isomorfo con la envoltura arquitectónica, debe también envolver un vacío (¿el silencio?) en el que pudiéramos «entrar». El isomorfismo estructural arquitectura/música polifónica lo apoyamos no solamente en la naturaleza «tridimensional» del tejido sonoro, sino también en la disposición de sus tres dimensiones. Uno de sus ejes, en efecto, contiene también relaciones intrínsecamente asimétricas (como las que corresponden al eje vertical arquitectónico), si bien ellas no están determinadas por la gravitación terrestre sino por el curso irreversible del tiempo musical: se trata del eje de la sucesividad musical, de la melodía. El tiempo viene a ser, según esto, el «eje vertical» de la música, correspondiente a la «altura» gravitatoria de la arquitectura. Dicho de otro modo: las columnas (y también los muros) del cuerpo musical serían las líneas melódicas que van fluyendo conjuntamente de cada fuente sonora. (La correspondencia queda enmascarada en la representación pautada de la música, por cuanto la melodía se extiende en el papel a lo largo de las líneas horizontales de los tetragramas o pentagramas.) A los ejes horizontales de la Arquitectura corresponden, en el cuerpo sonoro, las relaciones de simultaneidad entre los diferentes niveles de las columnas y de los
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muros: las plantas de los edificios son ahora los acordes. Y, en general, las relaciones horizontales (verticales en el papel pautado) entre las diferentes líneas melódicas, se corresponden con la armonía, en cuanto contradistinta de la melodía (cualquiera que sea la tonalidad, la politonalidad, o la atonalidad de la obra musical). La armonía, en el edificio, tendrá que ver por tanto con la simetría, o asimetría, horizontal de las fachadas (columnas, ventanas, etc.). Un zócalo, vinculado a los fundamentos del edificio, se corresponde con el bajo continuo, que también tiene que ver con los «fundamentos» originales de la obra (los acordes iniciales), acabando en los acordes finales (correspondientes a la cubierta del edificio, que interrumpen «catastróficamente» el curso de la corriente sonora). El discanto y el contrapunto son la «realización musical» de las relaciones (a dos partes -a dos plantas-, a tres, a cuatro, etc.) y según las diversas especies (nota a nota, dos notas contra una, cuatro notas contra una, etc.) entre las partes situadas entre los diferentes niveles del edificio. Sin embargo, el contrapunto arquitectónico sería muy anterior al contrapunto musical, si es que éste comenzó a «institucionalizarse» en el siglo XI.
5. Sobre el curso inmanente (histórico) de la Arquitectura 1. La esencia de la obra arquitectónica, tal como la hemos entendido, nos remite, a partir de los fenómenos (los «bultos» visibles y tangibles de los edificios, aislados o concatenados), a un núcleo esencial, el kenós, que, por supuesto, carece de toda posibilidad de subsistir por sí mismo, y sólo puede durar a través de los fenómenos en el cuerpo de la obra (que es también parte de la esencia), un cuerpo determinado, en gran medida, por el entorno. Pero el proceso de subsistencia del núcleo implica variaciones o transformaciones en la medida en que ese proceso no tiene lugar necesariamente mediante la monótona reiteración de morfologías dadas de cuerpo; más aun, en la medida en que una reiteración semejante ha de ser descartada en intervalos de tiempo suficientes, puesto que el entorno, que determina el cuerpo arquitectónico, tampoco permanece invariable. Puede establecerse, por tanto, como «cuestión de principio», que el cuerpo de la obra arquitectónica y, por tanto, su esencia, no es morfológicamente invariable, sino que tiene un curso interno, que está determinado no sólo por las variaciones del entorno, sino por la incidencia de estas variaciones en las morfologías ya institucionalizadas. Esto permite afirmar que el curso de la Arquitectura no está enteramente determinado por motivos aleatorios o extrínsecos, sino internos a la misma materialidad del cuerpo arquitectónico. Por tanto, que será posible, en gran medida, hablar de una «historia inmanente» de las formas arquitectónicas, al menos en cuanto sea posible disociar las
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variaciones internas de las exteriores, aleatorias o caprichosas (incluyendo en estos caprichos aleatorios las «ocurrencias» de los creadores). No se trata de negar la eficacia transformadora de los motivos exteriores o aleatorios, a través, por ejemplo, de la mímesis respecto de modelos naturales exóticos, nuevos en una cultura dada. Se trata de comprender de qué manera, a partir de morfologías arquitectónicas ya institucionalizadas, sus posibles variaciones internas, inmanentes (que sólo pueden considerarse determinadas por las morfologías previas), pueden surgir morfologías enteramente nuevas o «insospechadas». La manera más característica de entender esta transformación inmanente, y a la vez dotada de absoluta novedad, sin necesidad de recurrir a la «emergencia», es la que tiene lugar mediante la diamórfosis. La diamórfosis supone el análisis (o demolición, real o ideal) de un todo en partes formales suyas, cuya morfología, por tanto, sólo puede resultar de la totalidad precedente (distinguimos las partes formales de las partes materiales de una totalidad previamente definida: las partes formales son las que conservan la forma del todo, sin necesidad de mantener su sentido icónico; una escultura rota en fragmentos «reconocibles» es un todo dividido en sus partes formales porque las figuras de estas partes presuponen a la estatua, aunque no conserven la figura de la estatua; pero si la estatua es triturada hasta el «nivel molecular», las partes obtenidas ya no serán partes formales suyas sino partes materiales). La forma efectiva mediante la cual la diamórfosis tiene lugar también tendrá que ver, por tanto, con el análisis de las ruinas: las ruinas constituyen un momento esencial en el curso del proceso arquitectónico. La Arquitectura moderna, la que arranca del Renacimiento, nació precisamente del análisis de las ruinas (de la descomposición del edificio en sus partes formales), de las ruinas que se conservaban o se descubrían como reliquias de la Edad Clásica. Mediante la diamórfosis, morfologías nuevas, que en modo alguno pueden proceder de la imitación, resultan del análisis y son utilizables en la reconstrucción, entendida como «recombinación creadora». Así es como las columnas de una fachada pueden ser segregadas de ella y utilizadas por Miguel Ángel, en un paramento interior de la Biblioteca Laurentina, sin su función propia, como puras morfologías nuevas. El curso de las morfologías arquitectónicas se nos presenta de este modo como esencialmente histórico. Las formas arquitectónicas más nuevas, como las formas musicales, presuponen siempre formas arquitectónicas (o musicales) precursoras. En cualquier caso, el curso de la arquitectura, o su historia, es la historia de su esencia, pero no de su núcleo. Con esto no queremos decir otra cosa sino que las variaciones y transformaciones del cuerpo arquitectónico no son «deducibles» de su núcleo, aunque hayan de suponerlo siempre.
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El núcleo permanece invariante, sin que esto signifique que puede ser ignorado, o neutralizado como un «factor común». Las leyes de la gravitación siguen actuando constantemente en el momento de las variaciones o transformaciones del diseño de los aviones, variaciones y transformaciones que no son deducibles de aquellas leyes; tampoco son deducibles de las leyes gravitarorias las nuevas «instituciones aeronáuticas»: timones, alas, instrumentos de navegación, etc., que, sin embargo, sólo acogiéndose a las leyes físicas fundamentales podrían ser incorporadas. La historia de la Arquitectura, la evolución de los estilos y métodos, es la historia de los fenómenos arquitectónicos, la historia del cuerpo fenoménico de la obra arquitectónica, cuyas variaciones están determinadas en gran medida por el medio (y, en este sentido, hay que reconocer un alto grado de «contingencia arquitectónica» o de moda pasajera). Sin embargo, si no se dispone de una teoría sobre la esencia, núcleo y cuerpo de la Arquitectura, que sirva de criterio firme, aumentarán las probabilidades de extraviarse en la interpretación del alcance de las novedades históricas en Arquitectura. 2. Y con lo que precede tampoco queremos decir que el núcleo de la obra arquitectónica, invariante a lo largo de su curso, haya de considerarse como eterno; ante todo, porque cabría hablar de transformaciones del cuerpo del edificio, paralelas a la «evolución» de los organismos de una especie natural en otras especies dentro del mismo género. La nave, el barco, por ejemplo, sería una transformación del edificio (incluso una «ciudad flotante»), aunque también el avión. También en el barco o en el avión entramos y salimos, habitamos en su espacio interno, a veces como en nuestra casa; y sin embargo el barco o el avión no son casas, y están tan lejos de aquéllas como puedan estarlo los reptiles y los mamíferos de los anfibios. En cualquier caso el núcleo desaparece cada vez que el cuerpo de la obra resulta demolido, y no ya sólo por causas extrínsecas, sino por desplome interno de la propia arquitectura. El núcleo de la obra queda también aniquilado sin necesidad del desplome de su cuerpo, y esto de una única manera, a saber, cuando el interior es rellenado (o cuando se hace inaccesible): entonces la obra arquitectónica se transforma en una obra escultórica. Lo que para algunos arquitectos ha llegado a convertirse en un ideal, el edificio-escultura, al que podrán aproximarse por muchos caminos (entre otros el que siguió Gehry al moldear el Guggenheim de Bilbao, que, según dicen algunos entendidos, es un continente sin contenido). De hecho, el edificio del Guggenheim de Bilbao fue moldeado con material plástico como una escultura, y sólo a partir de esa primera maqueta se levantaron, con el auxilio de ordenadores, los planos correspondientes.
IV POIESIS
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Escritos marxistas de Santiago Montero Díaz (1930-1933): noticia e antoloxía Xesús Alonso Montero Universidade de Santiago de Compostela
1. Consideración preliminar Ninguén, que eu saiba, ten estudado a etapa marxista de Montero Díaz, e ninguén, estou seguro, ten reeditado ningún dos textos dese período (case catro anos: 1930-1933). Brillante contertulio, brillantísimo conferencista, "predicou" o marxismo en Santiago de Compostela nos preliminares da II República e nos seus dous primeiros anos. Os escritos desta época convérteno no intelectual marxista galego máis preparado daquelas datas, un tempo no que, tamén en Santiago, marxistizaban universitarios inquedos e cultos como Luís Seoane e Lois Tobío.
2. Biografía intelectual e política: uns cantos datos Santiago Montero Díaz nace en Ferrol o 21 de xaneiro de 1911. Moi neno, emigra, cos seus pais, a Cuba, a Cienfuegos, onde cursa os estudos primarios. De volta en Ferrol, en 1922, inicia o Bacharelato, que finaliza en 1926. En tres anos cursará en Santiago a carreira de Filosofía e Letras, na sección de Xeografía e Historia, a única, daquela, na Facultade compostelá. Obtido o título de Licenciado con premio extraordinario, axiña explicará algunhas asignaturas na Facultade e non tardará en ingresar, por oposición, no corpo de arquiveiros, bibliotecarios e arqueólogos (verán de1931). Pouco despois de exercer na Biblioteca Nacional de Madrid, cidade na que fixera os cursos de doutoramento, solicita unha praza vacante na biblioteca da Universidade de Santiago, Universidade na que, desde 1933, será profesor auxiliar. Bolseiro na de Berlín nese
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ano, lerá en Madrid, en 1934, a súa tese de doutoramento. Titulada La colección diplomática de San Martín de Jubia (977-1199), foi cualificada con premio extraordinario. Por oposición gaña a cátedra de Historia Universal da Idade Media, na Universidade de Murcia, o 22 de febreiro de 1936. Acababa de cumprir vintecinco anos e xa tiña un curriculum bibliográfico notable: estudos sobre Julio Cejador (1929), o Padre Feijoo (1931 e 1932), Trajano (1935)... Colabora en xornais e semanarios desde os dezaseis anos, ás veces con poemas, xa en castelán, xa en galego. Dezaseis anos cumprira cando publica en Céltiga (Buenos Aires) un soneto en lingua galega titulado “Na morte de Curros”, do que ofrecemos a segunda estrofa: O xenio tormentoso que levaba na frente do Dante as fogaradas d’estrofas inmortaes, e de Lucano as verbas de Libertá e Xustiza cravadas coma un dardo nas cimas eternas!
Pero neses anos realizou unha intensa actividade política, primeiro ó servizo do marxismo e, logo, ó servizo do jonsismo, ou sexa, o fascismo formulado por Ramiro Ledesma Ramos, de quen foi devoto desde fins de 1933. Hai neste fascismo -sen deixar de selo- un acento popular ou proletario que distaba, na opinión de Montero Díaz, do “señoritismo” da Falanxe de José Antonio, co que, aló no fondo, nunca simpatizou. Montero Díaz pasará boa parte da Guerra Civil refuxiado nunha embaixada hispanoamericana. Finalizada a contenda, incorpórase á súa cátedra da Facultade de Murcia, onde foi decano, e, en 1941, obtén por oposición a cátedra de Historia Universal das idades Antiga e Media da Universidade Central (Madrid). Foi expulsado dela durante dous anos por encabezar, con outros profesores (Aranguren, García Calvo...), a famosa manifestación estudantil da Cidade Universitaria en 1965. Había tempo que Montero Díaz era un disidente do Réxime de Franco non desde postulados nacionalsocialistas senón desde premisas auténticamente esquerdistas. Vinte anos antes, cando o Réxime o confinou uns meses en Almagro, Montero Díaz aínda disentía do franquismo desde o nacionalsindicalismo “auténtico”. Desde 1945, data do confinamento, Montero Díaz realizou na cátedra un maxisterio (non só Historia Antiga senón en Historia das Relixións), que algúns mestres de hoxe recoñecen. Quen queira achegarse a esta faceta e outras do docente e do investigador, consulte a extensa introdución de Antonio Duplá á reedición do libro de 1948 De Caliclés a Trajano. A bibliografía que se ofrece nese estudo é a menos incompleta das existentes. No inventario figuran libros moi alleos, polo tema, ás materias impartidas na cátedra; un moi interesante e suxestivo: Cervantes, compañeiro eterno (1957).
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3. Escritos marxistas: relación completa (con anotacións bibliográficas e outras) I. Los separatismos, Valencia, Cuadernos de Cultura, 1931. Opúsculo de 47 páxinas escrito un ano antes da súa publicación. Aclárao o propio Montero Díaz no folleto que publica, en 1932, nos mesmos Cuadernos de Cultura, que dirixía, en Valencia, Marín Civera: “ Los separatismos fueron escritos en el verano de 1930, durante el Berenguerato, y por causas ajenas completamente a la voluntad de mi querido amigo el señor Civera, y ajenas también a las mías, no pudo salir hasta después de proclamada la República” (Fascismo, “ Advertencia”). O traballo feito “exclusivamente para la divulgación” foi escrito por Montero Díaz cando acababa de cumplir vinte anos. II. “Eremburg y Galicia”, Yunque, Lugo, 1° de mayo de 1932. III. “Unha conferencia encol do noso problema campesino”, Nós, Ourense, 101 (15-05-1932). Trátase dunha reseña (non moi breve) da conferencia pronunciada por Santiago Montero Díaz na Universidade de Compostela organizada pola FUE de Dereito. Comunícame don Francisco Fernádez del Riego que a conferencia foi dita en castelán e que foi el quen a reseñou en galego. O contido e a intención da conferencia non concordan coa liña intelectual da revista Nós e, menos, cos criterios do director, Vicente Risco, do “reaccionario Risco”, como lle chama o mesmo Montero Díaz nun artigo estritamente contemporáneo. En calquera caso, sáibase que fora o propio Risco quen lle encomendara a tarefa a Fernádez del Riego de reseñar as actividades culturais que se produciran no ámbito universitario. IV. Fascismo, Valencia, Cuadernos de Cultura, 1932. Opúsculo de 41 páxinas do que o autor semella estar moi satisfeito. Cónstanos que o aduciu como mérito cando solicitou en decembro de 1932 unha beca para ampliar estudos na Universidade de Berlín: "Fascismo (Valencia, 1932), aplicación de la teoría marxista de la historia a un hecho contemporáneo" (vid. o seu Expediente no Arquivo Universitario de Santiago). V. "Notas históricas y actuales sobre el trabajo en Galicia", Orto, Valencia, 3 (mayo, 1932), pp. 146-49. Orto foi, nos seus vinte números (de marzo de 1932 a xaneiro de 1934), unha revista de cultura e política decididamente revolucionaria. No estudo preliminar da edición facsímile, o profesor Javier Paniagua escribe: "Orto es una revista singular que no tiene parangón en el panorama de la izquierda con una trayectoria peculiar, al ser un intento de confluencia entre el marxismo de socia-
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listas y comunistas y las ideas anarquistas" (Centro Francisco Tomás y Valiente UNED Alzira-Valencia / Fundación Instituto de Historia Social, 2001, p. XV). Foi o director da revista Marín Civera, e o redactor gráfico, o comunista JoséRenau. VI. Carta a Luís Seoane, 15-121932. Seoane e Montero Díaz foron, nestes anos, amigos e camaradas en inquedanzas intelectuais e políticas. Décadas despois, en 1979, Seoane exhuma esta importante carta nunha publicación que o mergulla naqueles anos mozos: Álvaro Cunqueiro, Soma de craridades / Santiago Montero Díaz, Unha carta a Luís Seoane, 1932, A Coruña, Ediciós Cuco-Rei. VII. "Estudio social sobre la novela alemana de la guerra", Orto, 14 (abril, 1933), pp. 940-44; 15 (agosto, 1933), pp. 1009-1010; 16 (septiembre, 1933), pp. 106668.
4. A nosa escolma: unhas cantas notas sobre os textos escolleitos I. De Los separatismos (1931, pero escrito en 1930) escollemos as dúas páxinas finais, as máis significativas deste marxista que se estreaba como publicista. Noutras non escasean as formulacións un tanto impropias para un historiador non tradicional; por exemplo, o que afirma do mariscal Pardo de Cela (p. 28). II. Do artigo "Eremburg y Galicia" (publicado en Yunque, en 1932, nunha data emblemática, a do Primeiro de Maio) reproducimos o terceiro (e último) apartado. O que Montero Díaz comenta no seu artigo son as observacións que Ehrenburg fai sobre a emigración galega e os nosos campesinos no seu recente libro España, república de trabajadores (1932). No final do seu artigo alude, un pouco displicentemente, a Ramón Suárez Picallo ("un señor que hace política, llamado Suárez Picallo"), a quen lle apón unha "frase célebre" ("Galicia no pide, emigra"), que, en realidade, é de Castelao, un pé dunha das estampas do álbum Nós: "En Galiza non se pide nada. Emígrase". III. A conferencia sobre o campesiñado galego, proferida na Universidade de Santiago en maio de 1932, insiste nun punto xa formulado no artigo anterior: hai que facer a revolución. IV. Do opúsculo Fascismo (1932) ofrecemos sete fragmentos nos que Montero Díaz, cando opina, recorda os postulados dos comunistas alemáns ("el glorioso partido comunista alemán") sobre a burguesía e o fascismo. O autor, non exento de euforia, estampa: "El porvenir, más o menos cercano, pero inexorable, no es dilemático, sino unilateral: el comunismo". Cómpre, sen embargo, sinalar dous momentos neste opúsculo: aquel en que, ó falar de Hitler, resalta "que no reúne ni el talento ni la decisión audaz del Duce", e aquel no que cita La conquista del Estado, ensaio "realizado por unos
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jóvenes de talento". Sabido é que, pouco despois, ó desvencellarse do seu marxismo e revolucionarismo radical, opta polas doutrinas fascistas de Ramiro Ledesma Ramos, un daqueles mozos con talento; tamén, cando se define, está máis próximo a Mussolini ca a Hitler. V. Das "Notas... sobre el trabajo en Galicia", artigo de catro páxinas na revista Orto (maio de 1932), só reproduzo a parte final, na que volve ás cuestións tratadas nos traballos II e III, tamén de maio de 1932. Vese que o problema do campesiñado galego era unha teima política desas datas. VI. Na carta a Luís Seoane, tamén de 1932 (pero de decembro), Montero Díaz sabe que fala dun intelectual que, daquela, confesábase marxista. É nesa carta onde o noso autor fala, a propósito de Seoane, da esencia social da arte. VII. Do longo ensaio sobre a novela alemana da guerra, só ofrecemos a parte final da "Conclusión". Do seu compromiso e dos seus afáns son ben elocuentes estas palabras, coas que finaliza o ensaio: "Y ya que hemos aludido al ejército rojo, terminemos con la expresión de un deseo: que el ejército rojo, realidad en Rusia, sea también, en plazo breve, realidad proletaria en otras partes". Cómpre sinalar que a estas alturas (setembro de 1933), Montero Díaz xa está, de cheo, na teoría e na praxe fascistas. Dous meses despois (23-12-1933), escribe desde Santiago ó profesor Manuel Rodrigues Lapa: "Emprendí una campaña política bajo el lema de España Una-Grande-Libre. Le envío, a título de curiosidad, el primer número del periódico Unidad. El programa y todo lo que va sin firma está redactado por mí. Podrá ud. juzgar por esta publicación como la nueva Galicia se pone en pie con el brazo alzado hacia nuestra España imperial y eterna" (Correspondéncia de Rodrigues Lapa. Seleffio (1929-1985), Coimbra, Minerva, 1997, p. 53). Hai que pensar que o ensaio sobre a novela alemana, con prédicas tan revolucionarias, publicouse nunhas datas (setembro de 1933) nas que Montero Díaz estaba de cheo na redacción das súas proclamas fascistas. Hai que supoñer que o "ensaio" foi redactado moito antes e que a dirección da revista Orto, polas razóns que fosen, adiou a súa publicación. A última entrega do estudo sobre a novela alemana sae cando Montero Díaz xa é un entusiasta fascista (do nacional e imperial fascismo español). O que haberá que explicar, canto antes, é o cambio, os motivos dun cambio ideolóxico tan radical (e tan irracional). VIII. Apéndice Da entrevista publicada en Alma Gallega (Madrid, 1931) ofrecemos dous fragmentos. Non engaden nada ós textos saídos da súa pluma pero son unha mostra -sobre todo o segundo- do pouco comedido que era Montero Díaz cando, desde os seus supostos de clase, ataca o "nacionalismo gallego clerical, reaccio-
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nario, burgués, antiproletario...". El, que aínda non rexeita o nacionalismo, apela ás "nacionalidades salvadas como modalidades populares". Mágoa que un home tan intelixente non explicara daquela os presupostos desa especie de teoría nacional-popular, denominación que reaparecería, tres décadas despois, en Galicia.
Escritos marxistas (1930-1933) Escolma de Xesús Alonso Montero I. Los separatismos, 1931 (escrito en 1930) Nacionalismo y socialismo Por último, planteamos ahora una cuestión palpitante. ¿Excluye el nacionalismo al movimiento democrático? No, lo completa. Bien entendida la doctrina socialista excluye toda centralización, a lo menos toda centralización excesiva. La más avanzada democracia de Europa es una «Unión de Repúblicas Socialistas». Es de desear que el pensamiento federal nacionalista vaya difundiéndose cada vez más entre las democracias españolas. Porque sería triste cosa que una parte del territorio hispánico (Cataluña, por ejemplo), lograse sustraerse al absurdo político del centralismo, para caer en el absurdo económico de la mesocracia. Sería doloroso ver las clases obreras catalanas, entregadas al arbitrio de las minorías capitalistas. Antes de pensar en separatismos y autonomías conviene decidir y reflexionar qué garantías han de exigirse para seguridad y bienestar de las clases proletarias. Por esa razón, más que por otra alguna, el movimiento federal de España debía ir vinculado a un movimiento democrático. De lo contrario, por grandes que sean nuestros sentimientos nacionalistas, estamos dispuestos a retrasar nuestros deseos, antes que contemplar las clases proletarias entregadas al arbitrio de las minorías explotadoras en una España escindida y disuelta. No. Que las dos conquistas, la política y la económica, se realicen juntas, como resultado de un mismo movimiento, aunque con ello se retarde el logro de los ideales nacionalistas. La más grandiosa señal del tiempo nuevo es la democracia. Y nuestro mayor deseo, por encima de todas las aspiraciones, es contemplar en España una gran democracia trabajadora, dueña de sus destinos y dueña de los destinos del estado. Una democracia ejemplar, sin imperialismos, consagrada a vivir en el seno de sus fronteras y a reparar, con una etapa de equidad y de justicia solidarias, tantos siglos de despotismo, de tiranías y de regímenes opresores e irritantes.
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II. “Eremburg y Galicia”, 1932 De este viajero agudo y sagaz se podrían extraer muchas sugestiones. Hay muchos aspectos a destacar en la obra de Eremburg. Haremos sólo un breve comentario: Eremburg no ha pasado por Galicia. Sin embargo vió directamente con toda justeza nuestro problema. Dice: “Los campesinos de Galicia, enloquecidos por el hambre, se hacinaban en la bodegas de los grandes trasatlánticos, pero, tarde o temprano, irremisiblemente acaban siempre por volver de la ruidosa y agitada América. Allí comían carne y presumían de zapatos amarillos, pero ¡qué se le va a hacer!, vuelven a sus aldeítas perdidas, a las largas noches sin luz, a los largos años sin fiestas, años enteros de ayuno...” No necesitamos más. Este ruso observador sabe que en Galicia hay hambre. Que se enloquece de hambre. Sabe de las noches sin luz, años sin fiestas, vida de ayuno. Sabe de la honda tragedia rural de nuestra tierra. Conoce todo esto porque ha querido verlo. Madrid, en cambio, no lo conoce. Porque no quiere verlo. Madrid, y con Madrid, los gobernadores y las autoridades gallegas, tiene la estimativa del topo. No hay conflictos, luego, no hay hambre. Galicia no nos inquieta, porque la gente muere en silencio. Muere más que en Andalucía, pero muere callada. Y no ven, desde Orense a Lugo, lo que ha visto, en paso fugaz, un escritor revolucionario. Y ahora un comentario final. Eremburg habla de nuestros emigrantes, de nuestras masas desterradas por hambre. Era y es verdad: el campesino gallego sigue creyendo que su salvación está en dejar de ser esclavo en el Cebrero para serlo en Tucumán o en Matanzas. Un señor que hace política, llamado Suarez Picallo, ha dicho una frase célebre: Galicia no pide, emigra. Es rigurosamente falso. Galicia pide. Galicia se pasa la vida pidiendo. Sucede, sin embargo, que no le dan nada. Y por tanto, emigra. Pero es hora de no pedir. Es hora de llevar a los campesinos una conciencia revolucionaria. Demostrarles que el problema no se resuelve trasladando su esclavitud ni confiando en los políticos plañideros, sino concentrando las energías. Concentrándolas en las células revolucionarias campesinas. Pero no para emigrar, sino para hacer la revolución.
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III. Sobre o campesiñado galego, 1932 VIDA UNIVERSITARIA UNHA CONFERENCIA ENCOL DO NOSO PROBREMA CAMPESINO
Pronunciouna o bibliotecario don Santiago Montero Díaz, antigo alumno da nosa Universidade. Organizouna a Asociación Profesional de Estudantes de Dereito (F. U. E.). O conferente tratou o tema apricando o método marxista. Resumimos os principás conceitos espresados. A vida económica do campesino galego é angustiosa. O probrema -dificilísimo- é de maquinaria e industrialización. A situación do campesinado viña aliviada pol-a emigración, o diñeiro dos emigrados e o traballo industrial que o labrador realizaba nas vilas. Maís a situación das Américas e o paro obreiro forzoso fan hoxe ilusorios tais alivios. A Repúbrica, como fixo a Monarquía, desatende o agro galego. O probrema agrario galego adequire relevancia histórica co movimento dos Irmandiños, que realizan un ensaio de revolución social. Os reises Católicos, por comenencias tácticas, aceitan a obra dos Irmandiños. A consecuencia d’ esto no século XVI a economía rural galega é próspera. No XVII decae, e no XVIII a miseria é tan grande como antes dos Irmandiños. A miseria prosigue nos séculos XIX e XX. Pra comprobar as suas afirmacións lee textos de Feixóo, Street e Risco. O campesino galego só ten unha máscara de propiedade: é propietario pra traballar a terra, mais non pra disfroitala, salvo unha pequena parte. A crase campesina é esplotada pol-a pequena burguesía, porque non eisiste o grande capitalista (Risco). A solución que propón é a revolucionaria. Eiquí afástase das solucións propostas por Risco. O probrema se non pode resolver isolado, sen resolver con il o de Andalucía, por exempro. A revolución é a técnica agrícola e a ciencia económica. A direición do campesinado debe asumila o proletariado das vilas ausiliado pol-os ínteleituaes revolucionarlos. Hai que loitar contra o sentimento conservador que se imbuie ó campesino. En Galicia a consiña non é o reparto das terras; é: nin un tributo nin un foro; os productos da terra -non a terra mesma- pra quen a traballe; nin unha contribución ó Estado burgués. O movimento ha ter un senso internacionalista. Ha ser a III Internacional quen o dirixa.
IV. Fascismo, 1932 El fascismo significa sostener nuevo ensayo de concepción del estado burgués para sostener contra el proletariado un dominio de clase. Toda forma social oculta un contenido económico; el fascismo no es más que una nueva forma del contenido económico capitalista. El capitalismo poseía dos formas fundamentales de organización política: el Estado democrático o el despotismo absoluto. Ambas habían quedado retrasadas con respecto a las actuales necesidades de defensa del estado burgués (p.4).
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Tal es la significación del fascismo. Una nueva organización estatal que combate contra el proletariado. Más inteligente que los despotismos antiguos y más audaz que las contradictorias repúblicas demoliberales, condenadas a muerte por la historia (p.5). a) Hitler: La silueta voluminosa del hitlerismo se nos presenta como primera réplica europea al fascismo. Hitler toma gradualmente todos los elementos esenciales que caracterizaron al fascismo italiano. La misma procedencia revolucionaria del líder, la misma leyenda heroica del frente, idénticas organizaciones de choques, parecidas luchas con la socialdemocracia y el comunismo, aunque en condiciones objetivas distintas. Hitler, demagogo, sin el genio de Mussolini, ha querido hacer una servil imitación de lo italiano, así en lo genérico como en lo específico, añadiendo alguna otra nota o motivo demagógico que 1a situación especial de su país le ofrecía, tal como la revisión del tratado de Versalles. En realidad, su movimiento trae aparejadas iguales consignas, igual trayectoria, idéntico compromiso de exterminar el comunismo, quimera que no conseguirán, pues mal exterminarán el glorioso partido comunista alemán los hitlerianos, cuando no han podido los fascistas exterminar el modesto y agrietado partido comunista de Italia. La decisión revolucionaria del proletariado permanece inextinguible contra todos los atentados y todas las ofensivas de la burguesía. Hitler (imitador de Mussolini hasta en s u libro Mi lucha), no ha merecido en general más que la indiferencia de los fascistas, que, por bajo de todas la alabanzas oficiales y corteses, sienten un auténtico desdén por el pendentiff germánico de Mussolini. Por otra parte, Hitler, que no reune ni el talento, ni la decisión audaz del Duce, ha perdido, a juicio de los fascistas, ocasiones distintas de tomar el Poder, y ha derivado su táctica hacia una actuación parlamentaria, que podrá darle o no el Poder, pero que le llevará ya gastado a la conquista del Estado alemán. b) Las dictaduras: Por 1o que respecta a las distintas dictaduras europeas, ya tuvieran, tras la pantalla anodina de un Primo de Rivera, la voluntad de un rey absoluto, ya sean poderes personales de un Pilsudski o un Carmona, no tienen, por lo que se refiere a la toma del Poder ni a los contenidos sustantivos del Estado, contacto esencial alguno con el fascismo. Tendrán, todo lo más, alguno de sus procedimientos de fuerza, alguna de sus organizaciones de choque o de sus maneras de abordar y cortar el nudo de los problemas sociales. Representan, en realidad, tipos de Gobierno desprovistos de 1a novedad del fascismo, y mucho más ineficaces para el sostenimiento de la burguesía.
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c) Instituciones democráticas y métodos fascistas: Democracia liberal parlamentaria y social democracia. La burguesía sabe muy bien que el régimen fascismo es un camino cuyo principio se conoce y cuyo fin se ignora. Sabe que representa la última carta de su existencia, porque los cambios son tan hondos que ya no se podrá volver al pasado ni intentar nuevas fórmulas (pp. 31-32). d) Reflexiones sobre España: Dejando aparte el examen de las condiciones históricas objetivas de España y la realidad o irrealidad de una evolución hacia los principios esenciales del fascismo, haremos solamente alusión a un intento de imitación del fascismo italiano en todos sus aspectos. Me refiero a La conquista del Estado. Con este nombre se constituyó en Madrid, en los últimos tiempos de la monarquía, una entidad política que pretendía como su título y el de su semanario dejaba traslucir, la toma del poder. Era, realmente, un producto elaborado por una peña de intelectuales, inclinados hacia las soluciones político-sociales del fascismo. Todos los postulados de éste en Italia: nacionalismo, supremacía del Estado, corporatismo, culto a 1a patria, eran proclamados en el periódico. La diferencia era táctica, pues el fascismo desarrollaba la táctica de la violencia y de la lucha contra el comunismo, como medio de conquistar el Poder burgués, mientras que La Conquista del Estado, órgano de los fascistas platónicos, no hacía sino prometer actuar con iguales procedimientos, sin realizar la menor acción. De todas maneras, es digno de citarse aquel ensayo fascista, realizado par unos jóvenes de talento, para que se vea el formidable poder mimético de este régimen, que tales entusiasmos despierta entre los medios financieros e intelectuales neta y específicamente burgueses (pp. 33-34). e) Tópicos y contratópicos sobre el fascismo: Ocurrió en España que, después de despistarse el público acerca de 1a verdadera realidad del fascismo, engañado por prensa demasiado ignorante o excesivamente hábil, comenzó a valorar algo más justamente el fenómeno fascista. Ya no se vio, como antes, en el fascismo, el tópico del dictador que viene a sostener la monarquía, ni del rey absoluto que realmente gobierna como el último Borbón español tras los dictadores, ni de 1a reacción primitiva de tipo clerical e insolvente. Fueron abandonándose estos tópicos, hasta estereotiparse el contratópico -mucho más cercano a la realidad- expresado en estos términos, que se oyen, hoy en boca de muchos españoles, liberales hasta poco hace : -No queda otra solución: fascismo o comunismo; dictadura y organización corporativa o revolución social; el Estado democrático liberal no podrá resolver los problemas sociales.
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Este contratópico tampoco es rigurosamente exacto. Es cierto que todo Estado burgués que quiera sostener su contenido de clase, tarde o temprano, con uno u otro procedimiento, en nombre de uno u otro principio, adoptará la fórmula fascista. Pero es cierto también que en algunos países, la revolución social no dará tiempo a la burguesía para el tránsito, especialmente si la política internacional no se orienta (y es imposible que se oriente) por derroteros distintos. También es inexacto que el dilema sea “comunismo o fascismo”, pues no hay tal dilema. El porvenir, más o menos cercano, pero inexorable, no es dilemático, sino unilateral: comunismo. El fascismo será un ensayo de aplazamiento. Nada más. En algunos casos, tal vez algo menos. La revolución social, bajo la gloriosa línea política de la Tercera Internacional, es el fin que espera la burguesía de todos los países. Por último, también se habla de los intelectuales acostumbrados a las más inefables confusiones, de la semejanza existente entre Estado fascista y el soviético. Es cierto, es exactísimo que el Estado fascista ha intentado aprovechar la lección rusa del año 17 y asimilarse para su defensa los procedimientos creados por el régimen soviético. Es cierto que ha imitado de la Rusia soviética la política de captación de la infancia; la atención predominante por la agricultura; el cuidado más extremado del ejército; el principio de autoridad del Estado; el arte genial de incrustar un partido político en el aparato estatal, fundiendo las organizaciones' estatales con las del partido... Es cierto que toda esa genial red de defensa y seguridad de que se rodeó el régimen soviético ha intentado Mussolini ponerla al servicio del Estado burgués, y que esto puede darle, para las personas de corta mirada, una semejanza relativa con el Estado ruso. Pero basta un examen del sentido de las instituciones, de las finalidades del Estado y del funcionamiento mismo de sus organismos, para darse cuenta de la ligereza imperdonable que supone el hablar del parecido existente entre el Soviet, proceso de una construcción, y el Fascio, esfuerzo en la agonía de una clase (pp. 34-35).
Conclusión: El porvenir y el fascismo L1egamos, evidentemente, al final de nuestra tarea. Más que un farragoso intento descriptivo de instituciones y aspectos del Estado fascista, he procurado ofrecer un núcleo cohesivo de ideas fundamentales, que explican cuál es el sentido, la finalidad y el origen del fascismo, y cuál debe ser la posición revolucionaria frente a este fórmula del Estado burgués.
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El fascismo constituye, por lo que hemos visto, un perfecto Estado burgués, donde todos los aspectos de la vida, absolutamente todos, tienen un contenido antirrevolucionario y clasista, y donde se ha procurado que no exista una sola faceta de la sociedad en que 1a burguesía no realice una ofensiva, traducida en una toma militar de sus posiciones de clase. Pero, por grande que haya sido la sagacidad organizadora del partido fascista, por agudas que sean las enseñanzas extraídas de l o s hechos revolucionarios, no han podido superarse las contradicciones internas del Estado. No ya la lucha de clases, que sigue en pie, más fieramente que nunca, con más vigor, a pesar de todas las coacciones y l a s más sangrientas medidas represivas, pero ni siquiera la dualidad dentro d e las capas burguesas, pues en el Estado fascista se a g u d i z a , de día en día, de momento en momento, el conflicto entre el gran capital, que tiende a la concentración financiera, y la pequeña burguesía, que, en último término, ha constituido el frente de choque del fascismo. El porvenir, a pesar de todos los esfuerzos, se presenta brumoso y hostil. La evolución de todas las potencias hacia fórmulas imperialistas, por necesidades económicas, crea conflictos entre los intereses de la burguesía de todos los países El fascismo, bajo una u otra máscara, se impondrá como un mal menor en todos los países burgueses, si es que a todos les queda tiempo para realizarlo. Se atrasará cuanto se pueda, pues no desconoce la burguesía que al adoptarlo entra en un cauce irrevertible. Pero será necesario poner en juego la última carta. El proletariado, sin embargo, está alerta. Aquellas palabras de Malaparte, cuando afirmaba que la Europa burguesa aprovecharía las enseñanzas de Rusia, se vuelven ahora contra ellos : la Europa proletaria aprovechará las enseñanzas de Italia. El advenimiento de un régimen fascista, no significa sino dotar de suprema tensión las cadenas que oprimen al proletariado. Y el proletariado no ignora ya que cuando las cadenas adquieren su tensión máxima, están más próximas que nunca a quebrarse (pp.39-40)
V. Notas históricas y actuales sobre el trabajo en Galicia, 1932 Esa pequeña burguesía fomenta la lucha interna entre las organizaciones obreras, e impide a todo trance la propaganda comunista entre los campesinos. Vive sobre el trabajo de unos y de otros, y ella, por su parte, expedientea, escribe, levanta actas, cobra los foros, envía a Madrid cantidades enormes recién recaudadas, refuerza las redes caciquiles y organiza las cárceles. De ella salen gobernadores, notarios, fiscales, jueces y curas.
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Ahora esa pequeña burguesía tiembla. Tiembla, porque todos los meses llegan de América barcos cargados de emigrantes repatriados. Esos emigrantes inoportunos que no se han muerto de hambre en América, aumentan el número de los parados. Pero cada parado es en potencia un comunista. Y la pequeña burguesía gallega tiembla ante esta palabra. Eremburg ha visto claro el problema, en un pasaje suyo. “Los campesinos de Galicia, enloquecidos por el hambre, se hacinan en las bodegas de los grandes trasatlánticos, pero tarde o temprano, irremisiblemente, acaban siempre por volver de la ruidosa y agitada América... Vuelven a sus aldeítas perdidas, a las largas noches sin luz, a los largos años sin fiestas, años enteros de ayuno... Del Nuevo Mundo no traen ni cariños ni ahorros...” Esta repatriación en masa agudiza el problema. Cada vez se hace más patética la antinomia que existe entre el señorito que dormita su hartura en el casino, y el labriego que desvela su hambre en el terruño. Esta antinomia entra en período crítico. Los obreros empiezan a ver claro. Las nieblas opacas de Galicia se van disipando y el Kremlin surge de entre ellas con claridad meridiana. Avanza la propaganda en el campo y la organización en las ciudades. La burguesía organiza la contrarrevolución. De nada servirán sus Sindicatos socialdemócratas y su guardia civil. De nada. La antítesis es cada vez más violenta, más irreductible. Afilada : como un puñal. Concentrada: como una bomba. Santiago de Galicia, abril 1932.
V. Carta a Luis Seoane, 15- 12- 1932 (No está de más recordar al Seoane, hombre contemporáneo de aquel reciénnacido Seoane dibujante. Era un estudiante enamorado de un mito cercano. Pronunciaba con pasión la palabra República y se exaltaba entre las rebeldías adolescentes contra una dictadura de sangre y carnaval). Al transir los años, y al sentirse transido por ellos, ambos cambiaron hondamente, pero fieles a su línea. Seoane, hombre, aprendió que sus mitos de entonces no eran suficientes. (Esto mismo lo aprendimos muchos...). Comenzó a buscar lo social tras lo político, y a pensar más en las reivindicaciones sociales que en los rótulos de las constituciones. Seoane, dibujante, también aprendió muchas cosas. A saber: que el arte puro es un fantasma impuro; que el arte no debe ser social por adjetivo sino por esencia; que el arte social no es a la fuerza arte doloroso y contorsionado, sino que puede ser vital, alegre y ubérrimo...
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Y estas otras: que el dibujo no reproduce la naturaleza de fuera, sino de dentro del artista, que las líneas pueden significar más cuando más se simplifican; que el símbolo está en relación inversa con el detalle. Y todavía más: que el dibujo es, como Satanás, soberbio; que el arte dice non serviam, y, en efecto, no es siervo de nadie, sino es de su misma esencia, lo social. Tales reflexiones me hacía yo viendo aquella huella del dibujante que vi nacer. Viéndola en Yunque, en forma de exaltación esópica de la naturaleza, en una doble escena en que las bestias se humanizan al fecundarse... y los hombres se humanizan más todavía. Una fecundación que era a la vez coito y muiñeira; sobre un campo de helechos, mucho más honorable que un heráldico campo de lises. Allí había, como en el arte cineasta ruso, una exaltación viva de lo natural, de la reproducción dinámica y creadora. Recordaba aquella estampa de La Línea General, en que una madre hace con el perfil de su vientre marco prometedor de un panorama de tractores. O aquella otra en que dos bestias en orgasmo realizan una escena de las Geórgicas, escritas por un Virgilio proletario, de mono azul y desconocedor de Augustos y Mecenas. Me daba cuenta, en efecto, de que nuevos y potentes ideales dignificaban y potenciaban al antiguo recién nacido ahora hecho lápiz vitalísimo. Porque no sólo había allí un tema profundamente sentido: había también una simplicidad genial, una admirable capacidad alegórica; una juvenil energía.
VII. Estudio social sobre la novela alemana de la guerra, septembro, 1933 En tal sentido podemos afirmar que solamente allí donde se ha depositado un contenido de clase, una protesta revolucionaria, la paz ha encontrado su expresión más sincera, menos convencional, su expresión definitiva y exacta. Tal es la obra de Glaeser, o -fuera de lo alemán- El Fuego, de Barbusse. Este sentido internacional revolucionario de El Fuego es lo que salva a esta producción de Barbusse. Con razón decía, aludiendo a esto, Radek: “En El Fuego, Barbusse celebró a Liebnecht como el único alemán cuyo ejemplo brillaba hasta en los últimos puestos del socialismo francés como una estrella en las tinieblas”. Este sentido proletario y antinacional de Barbusse, simbolizado por su admiración a Liebnecht, es lo que consagra su magnífico poema de los trabajadores en el frente. No es, pues, una actitud sentimental o derrotista la que impedirá nuevas guerras, sino una actitud proletaria. Poco importa que las muchedumbres obreras lean y contemplen en la pantalla Sin novedad en el frente o Cuatro de Infantería. Hay que ir más lejos: hay
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que llevar a las masas trabajadoras una conciencia bien definida de clase, que impida una nueva traición al proletariado como la de la socialdemocracia en 1914. Esa conciencia de clase antiguerrera no se conseguirá difundiendo entre los trabajadores actitudes antiheroicas frente a la vida, cuando las necesita más heroicas y más templadas que nunca para la conquista del Poder y la organización del Estado campesino y obrero. Se conseguirá, por el contrario, analizando con claridad el contenido de la guerra, mostrando su urdimbre capitalista y antiproletaria, llevando a la conciencia de la clase trabajadora que en el frente y en las trincheras capitalistas se defienden los intereses opuestos a los de su clase, se lucha, en un suicidio deshonroso, contra la clase trabajadora misma. Esa, camaradas, es la finalidad que la novela proletaria de guerra debe perseguir. Pensad en un soldado alemán de 1915 o 1916. Había sido arrancado a la esclavitud de la fábrica para 1a esclavitud del frente. Ya le tenéis en el frente. Defiende una bandera que no le dice nada porque no es la bandera de su clase. A su lado hay otro obrero y otro y otro. Obreros y campesinos en filas, armados contra otros obreros y otros campesinos. Todos luchando por los intereses de los que viven a costa de los suyos. Todos cooperando al suicidio de su propia clase. Ese soldado alemán no sabe lo que defiende. Le han dicho que defiende a su patria, y la verdad es que no sabe a ciencia cierta lo que es su patria. Realmente no sabe que está muriendo por un enemigo de su clase. Y por no saber por qué combate, no tiene ni siente otro entusiasmo que el que defensivamente necesita para defenderse. Si supiera cuáles san los verdaderos intereses que se escudan detrás de su línea de fuego, volvería su fusil contra ellos. Y el resto de los soldados obreros y de los soldados campesinos obraría lo mismo. Pero lo ignora. Todos se lo han ocultado. Hasta sus jefes socialdemócratas han colaborado en la mentira. Y, por el contrario, pensad en un soldado ruso. Este camarada sabe bien que defiende la revolución, la edificación del socialismo, la Internacional de los trabajadores: lo sabe y combatirá con toda su energía. Su canto dice: “Desde el mar siberiano al Báltico no hay ejército más temible”. Y es que tampoco lo hay más consciente. Combatirá, con amor, por aquellos a quienes defiende. Con odio, por aquello a que ataca. Camaradas: Estamos al final de nuestra meditación. La novela de la guerra nos ha conducido a esta reflexión final: la necesidad de forjar una conciencia revolucionaria en el proletariado contra las causas imperialistas en la guerra. Pero de forjarla pronto. Pronto, porque las circunstancias pueden ser apremiantes. Pronto, porque debemos estar preparados para transformar la guerra patriota en guerra civil contra la burguesía.
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Y ya que hemos aludido al ejército rojo, terminemos con la expresión de un deseo: que el ejército rojo, realidad en Rusia, sea también, en plazo breve, realidad proletaria en otras partes. Conseguir esta realidad depende .de nosotros. Porque la revolución la determinan las circunstancias, pero la hacen los hombres. La Naturaleza se encarga de hacer las tempestades; la revolución no puede hacerla la Naturaleza; la revolución solamente pueden hacerla los trabajadores.
VIII. Apéndice. Entrevista en Alma Gallega, 1931 - Se saboteó su discurso, eso es la verdad. ¿En qué momento comenzaron las interrupciones? - Me interrumpieron cantando el himno gallego precisamente cuando, contra el parroquiaIismo nacionalista, oponía el rango universal de Galicia. Me volvieron a interrumpir con gritos e insultos cuando hablaba de Galicia, universal a través de sus propias esencias, y simbolizaba esto en Castelao. Insistieron en el griterío cuando proclamaba que la opresión no es sólo gallega sino peninsular. Afortunadamente aquel día tenía voz. - Algunos decían que no siente usted la personalidad de Galicia. -Porque no saben lo que dicen. Mi credo político precisamente es 1a consagración de las nacionalidades. De todas. Pero de las nacionalidades salvadas como modalidades populares, sin fronteras imperialistas. Tanto es así, que nosotros salvaremos el auténtico sentido genuinamente gallego. Pueden leer todos mis interruptores de aquel día, mi folleto Los separatismos, hechas las salvedades de su retraso de publicación. Lo que no quiero, de ninguna manera, es un nacionalismo gallego clerical, reaccionario, burgués antiproletario, y esas son realmente las características del nacionalismo gallego. Eso, nunca. Contra eso, todo. Es una farsa representada ante los ojos de Galicia y España, que cree "extremistas" a los líderes nacionalistas, y los líderes nacionalistas, a la zaga de los vascongados, son una pandilla reaccionaria y clerical, que ocultan su sentido contrarrevolucionario en la confusión popular, inclinada a creer que todo federalismo extremista, o todo separatismo, implica una izquierda política.
Argumento literario y pensamiento dialógico: el caso de La Celestina1 Carlos Mellizo Universidad de Wyoming
Siempre he creído que el vocablo argumento, cuando se refiere a las ficciones literarias, ha sido utilizado sin tener conciencia de su valor semántico más propio, que es el que suele dársele dentro de la Lógica: razonamiento destinado a probar o refutar una proposición dada. De esta definición nos interesa ahora, especialmente, el término razonamiento, del que el argumento es una subespecie particular. Nos interesa subrayar que todo argumento es una suerte de razonamiento y que, como consecuencia, equivale a una operación discursiva por la cual se concluye que una o varias proposiciones (las premisas) implican la verdad, la probabilidad o la falsedad de otra proposición (la conclusión). Pues bien, si esto es así en el razonamiento argumental de que hablan los lógicos, no sería perder el tiempo trasladar sus características a lo que, analógicamente, denominamos argumento literario. Porque es claro que, aun si quisiéramos negar la univocidad de la expresión, tendríamos, en cualquier caso, que afirmar que la analogía existe; como lo prueba, cuando menos, el que utilicemos idéntico término, en castellano, para aludir a los sucesos que constituyen la trama de una pieza dramática o de un texto novelado. Hay, además, otras coincidencias de mayor sustancia entre argumento lógico y argumento narrativo. Igual que acontece con la argumentación lógica, por ejemplo, no basta con que los elementos de la trama narrativa estén presentes, sino que es también preciso que se organicen en una secuencia que logre dar razón de sí misma. Así como la argumentación lógica, si es correcta, implica siempre una necesidad que lleva de modo inexorable a la conclusión, así también el argumento narrativo carece, por así decirlo, de libertad absoluta, y son ajenas a su condición la casualidad y la aparición de resultados imprevistos. En otras palabras, no hay nada más apartado del estricto argumento narrativo que la arbitrariedad con que, muchas veces, tienen lugar aconteceres reales en la peripecia personal y colectiva de los de
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nuestra especie. Resumiendo: sentadas las premisas de un argumento narrativo (aventuras posmodernas aparte) han de seguirse las pertinentes conclusiones. Pero íbamos a decir algo de La Celestina. La tan comentada vacilación de Fernando de Rojas, al escoger la estructura más adecuada para dar forma a la obra, es un síntoma que anticipa los mucho más graves problemas argumentales que la pieza plantea y que, por lo visto, Rojas no juzgó necesario resolver. Como se ha repetido muchas veces, no sabemos si la tragicomedia de Calisto y Melibea fue ideada como creación dramática o como novela dialogada. Sin apenas descripciones y sin apenas transiciones –elementos todos ellos tan esenciales a la narrativa tradicional-, el lector nada sabe aparte de lo que los personajes dicen. El único complemento al diálogo es la serie de sinopsis argumentales que, sin intención artística alguna, preceden a cada acto. Escritos a vuelapluma y con un propósito meramente informativo, estos resúmenes fueron quizá la solución de compromiso preferida por el autor. Ellos vienen a satisfacer la curiosidad de los menos interesados o menos aptos para la lectura completa del libro. Otras novelas de la época suelen emplear parecido procedimiento. Pero, en ningún caso, esos resúmenes, a menos que figuren en obras pertenecientes al género dialogal, han asumido la responsabilidad de sustituir por entero la funcción artística que, en tercera persona, hila y organiza el desarrollo de la acción personificada. La naturaleza ancilar del argumento de La Celestina ha sido aludida por Gilman en términos que, con decir mucho, no lo dicen todo. Verdad es que ese argumento, “tomado en sí mismo, es algo derivado y secundario que está descrito por Rojas como un esqueleto seco y descarnado, como huesos que no tienen virtud”2. Más radical y, según creo, más acertado es el comentario de Garrido Pallarés cuando observa que: “Hay un buen punto flaco en La Celestina, y es que no tiene problema. En efecto, ¿qué intenta decirnos su autor? Imaginemos a Romeo y Julieta sin la querella que divide a sus familiares, y el drama quedaría inexplicado. Sólo nos ofrecería la maravilla de su forma y un inexplicable vacío. Exactamente, el vacío de La Celestina3”. Aunque trataremos de matizarla más adelante, llevemos ahora a su extremo la observación de Pallarés. El tema del amor difícil o del amor imposible, tan común en las literaturas de todos los tiempos, es el que, en principio, parece dar a La Celestina su nervio dramático de fondo. Sin ese elemento de dificultad o de imposibilidad, el conflicto amoroso sería inexistente (repito que después habremos de reconsiderar esto), y todo lo demás carecería de justificación. Por eso resulta necesario, en vez de dar por sentados los fundamentos imprescindibles que posibilitarían ese conflicto, ver si, efectivamente, esos supuestos le son ofrecidos de modo claro y tajante al lector de la obra. Este servicio es el vasallaje a que debe someterse el creador de ficciones.
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Ateniéndonos, pues, al texto mismo en su planteamiento, ¿cuál es la dificultad que impide la unión amorosa entre estos dos jóvenes de “clara” y “limpia” sangre, ambos pertenecientes a la alta burguesía, ambos dotados de innumerables gracias, y ambos heridos por la flecha del amor? El fingido desdén inicial de Melibea pronto se evapora, y el lector tiene conciencia cierta de que la sorprendente prontitud con que la joven cede a los manejos de Celestina (Acto IV) es buen indicio de su favorable disposición. Ni un conflicto de casta, ni de edad, ni de familia, ni de intereses, ni de diferencias sociales o religiosas parece obstaculizar la unión legítima y feliz de los novios. Demasiado arbitrario sería aducir, como razón del conflicto, la impaciencia de Calisto, y figurárnoslo incapaz de soportar las normales dilaciones que los preparativos de una boda pudieran traer consigo. Un público no-erudito, simplemente aficionado a las novelas y dramas de amor, detectaría en tiempos de Fernando de Rojas, igual que en los tiempos de ahora, tamaña ausencia de lógica argumental. De hecho, y si el ejemplo puede valer de algo, tal ha sido la reacción espontánea de mis alumnos al leer la obra solos y sin previo adoctrinamiento de ninguna clase. Sin querer reducir estas consideraciones a una casuística de cuestionable valor crítico, a lo mejor resultaría permisible, sólo por motivos de claridad, pensar por un instante, en el que, según las premisas del libro, habría de ser el adecuado desenlace derivado de la situación inicial. Recordemos las palabras con que Fernando de Rojas prologa la acción dialogada: “Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera de su padre Pleberio, y de su madre Alisa muy amada”. (Argumento). Nada más se añade, en este resumen, que modifique el estado primero de cosas. Y es lógico deducir que, al no haber impedimento mayor que obstaculice el enlace sacramental entre Calisto y Melibea, éste habría de ser, dadas las costumbres de la España cristiana, la “linda crianza” del pretendiente, su “claro ingenio” y su “gentil disposición”, el remate normal de sus amores. Pero, en vez de dar comienzo inmediato a los trámites rutinarios para que la unión se consume lícitamente, Calisto recurre, de primeras, a su criado Sempronio -el cual, por lo que sabemos, jamás ha mediado en ninguna aventura amorosa de su amo por ser éste ajeno a esa manera de vivir-, dando así lugar a la intervención de la alcahueta. A esta improbabilidad Fernando de Rojas agrega otras. Para tener cabida el recurso a los criados, el autor debía caer en otra inverosimilitud de argumento: evitar, totalmente, la puesta en escena de otros dos personajes cuya ausencia no
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queda explicada en la obra. Me refiero a la ausencia de los padres de Calisto. Nada sabemos de ellos. Si, en el caso de Melibea, nos da Rojas cumplida cuenta de quiénes son sus progenitores, Calisto nos es presentado como personaje sin entorno familiar y sin parientes ni amigos, en estado muy semejante al de un huérfano rodeado de sirvientes, quizá privilegiado en virtud de alguna herencia recibida tras la muerte de sus padres. Pero tampoco se halla, en La Celestina, ninguna referencia a la posible orfandad de Calisto, sino que, como ahora diremos, parece afirmarse que su padre aun vive y que es hombre bien relacionado en su medio social. Asumiendo que así sea, y si, como se nos hace saber, ha inculcado en su hijo una recta educación, ¿por qué no acude Calisto a él desde el primer momento? Mas esa posible orfandad de Calisto, que hubiera resuelto en algo el problema, empieza a hacerse improbable cuando, en el Acto IV, Celestina lo describe como mancebo de veintitrés años, atormentado por un dolor de muelas, único sufrimiento que a la vieja se le ocurre inventar para mover a compasión a Melibea. Si el mozo hubiera sido huérfano, ¿qué mejor anzuelo que el de apelar a la ternura de la dulce Melibea trayendo a colación la soledad de su pretendiente? Pero no hace falta recurrir a estas suposiciones, pues, en el Acto XX, Melibea misma, en su final confesión ante Pleberio, da las señas de identidad del fallecido Calisto, indicando que Pleberio lo conocía y que conocía también a sus padres: “Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asímismo sus padres y claro linaje; sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas…”. (Acto XX). Hay todavía algo más. Apenas iniciado el Acto I, cuando Calisto entra “en una huerta empós de un falcon suyo”, halla a Melibea, se supone que por vez primera, y le dirige las famosas palabras: “En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios”; a lo cual ella responde: “¿En qué Calisto?”. La conversación prosigue, pero, ya desde esta obertura en que se presentan los dos personajes, cada uno se ha dirigido al otro por su nombre de pila, con lo que la verosimilitud dramática de ese casual encuentro se trunca en su raíz. Por último, y para no alargarme más en esto, queda la problemática escenificación de un decorado en el que las tapias del huerto de Melibea hagan posible, en primer lugar, el fácil acceso de Calisto a la huerta de su amada, en busca de un halcón (Acto I), y, al mismo tiempo, su mortal caída desde ese mismo muro al que, en el Acto XIX, Calisto se ha encaramado con no poco trabajo, y sólo gracias a la escala que le tienden Tristán y Sosia. Aunque para nada vamos a hablar aquí de la dualidad de autores a que podría atribuirse la pieza, quizá algunas de estas irregularidades argumentales encontrarían explicación admitiendo más de un autor, especialmente en lo que
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se refiere a los cinco últimos actos que no aparecen en la edición princeps de 1499 y que sólo figuran a partir de 1502. Mas este asunto, ciertamente del máximo interés, es tema de estudio para el historiador literario y cae fuera de nuestro objeto. Hablamos aquí de un Fernando de Rojas como representación del creador o creadores de la obra, y de ésta como producto artístico en sí, desvinculado de cualquier otra circunstancia. Admitida la dificultad que presenta La Celestina, si nos empeñamos en asimilarla a los dos géneros mayores con los que tiene concomitancias, es decir, la novela y el drama, ¿habrá motivo para darle mejor acomodo indagando una tercera posibilidad? Hay razones que permiten encontrar, para el libro de Rojas, un marco de inspiración muy cercano al del discurso dialogal, a esa manera de hacer filosofía en que, por tratarse de asuntos para los que no hay claras y rotundas respuestas, el pensador prefiere repartir sus argumentaciones entre varios interlocutores, suavizando, así, el efecto que supondría darlas como propias. Cabe también suponer que, expuestos los contenidos doctrinales de La Celestina en forma de “tratado”, la obra no hubiese disfrutado, por obvias razones, de la libre y amplia circulación que de hecho tuvo. Sus inverosimilitudes argumentales que, incidentalmente, hubieran sido para Fernando de Rojas un problema de fácil solución, quedan patentes como testimonio de que el autor de La Celestina no pretendió ni por un momento la “fabricación” (para emplear el término barojiano) de una verdadera novela o de un verdadero drama. Tampoco lo pretendió así la tradición renacentista que, heredera del gusto clásico, surge en la España y en la Italia del Cuatrocientos y renueva la forma dialogada como vía de discurso argumentativo. Al modo de Grecia y Roma, los diálogos de la modernidad se sirven de la conversación imaginada, con un fondo de escenificación dramática que recuerda el viejo murmullo del pórtico o del foro, como vehículo de razonamientos. El género dialogal, revitalizado en Europa por León Hebreo según los modelos platónicos y ciceronianos, tiene su nuevo momento entre 1490 y 1588. Adoptado como vía de lucubración filosófico-teológica, florece, además de en los Diálogos del Amor, en la obra de Fernán Pérez de Oliva, de Cervantes de Salazar, de Juan de Valdés, de Miguel Sabuco y de tantos otros. Sobre todo, son las características del diálogo latino las que persisten de modo singular durante el Renacimiento. En el diálogo así entendido, se emplea, en retórica oposición entre los diferentes interlocutores, una dialéctica de contrarios, el in utramque partem disserere como base de argumentación doctrinal. Pero lo que en su más clásica modalidad se compone en un lenguaje altamente especializado, ceñido a las exigencias técnicas del discurso, sufre, paulatinamente, un proceso de vulgarización, hasta convertirse -tal y como ocurre con algunos dialoguistas del renacentismo italiano- en razonamientos domésticos que entremezclan la pura teoría con situaciones tomadas de la realidad cotidia-
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na. De ahí su apariencia marcadamente “dramática”, mucho más asequible al público que la escueta disquisición ausente de elementos más familiares y comunes4. Por otra parte, es nota común de la filosofía dialogada de todos los tiempos – siempre, claro está, con las necesarias excepciones—el tener como objeto central de atención los grandes, irresolubles asuntos que han ocupado al género humano desde su origen. El tono antidogmático, la buscada ausencia de soluciones tajantes, suelen ser norma a la que el género dialogal se ajusta. El diálogo, como instrumento de disquisición filosófica, ha sido definido, ya en tiempos posteriores a Fernando de Rojas, por uno de los máximos cultivadores del pensamiento dialógico. En sus bien conocidos Diálogos sobre la religión natural, nos da Hume, por boca del interlocutor Pánfilo, las razones últimas de por qué es a veces necesaria la forma dialogada de filosofar. Dirigiéndose a su amigo Hermipo, se expresa Pánfilo de esta manera: “Se ha hecho notar, amigo Hermipo, que aunque los filósofos antiguos impartían sus enseñanzas en forma de diálogo, este método de composición ha sido muy poco practicado en épocas más recientes y apenas si ha tenido éxito en manos de los que se han atrevido a intentarlo. Una argumentación exacta y regular, tal y como ahora se espera de las investigaciones filosóficas, que obligue a un hombre, de manera natural, a emprender un camino didáctico y metódico que le permita explicar inmediatamente, y sin preámbulo alguno, el punto al que se dirige; y de ahí en adelante, proceder sin interrupción a deducir las pruebas sobre las que su argumentación se funda. Presentar un sistema, en forma de conversación, resulta muy poco natural; y mientras el que escribe un diálogo desea, al apartarse del estilo directo, dar un aire más libre a su trabajo y evitar la aparición de un autor y un lector, corre el riesgo de toparse con otro inconveniente más grave y dar la imagen del pedagogo y el discípulo […]. Sin embargo, hay algunos temas que se adaptan mejor a la escritura dialogada y que se ajustan a ella más que al método de composición directo y simple. Cualquier punto de doctrina que sea tan evidente que apenas admita discusión, pero que, al mismo tiempo, sea tan importante que exija ser inculcado continuamente, parece requerir la forma dialogada para ser tratado. De este modo, la novedad del estilo puede compensar la falta de novedad en el asunto, la vivacidad de la conversación puede dar más fuerza a lo que quiere decirse, y la variedad de puntos de vista expuestos por los diferentes personajes puede hacer que la obra no resulte ni tediosa ni redundante. Por otra parte, cualquier punto de filosofía que sea tan oscuro e incierto que la razón humana no pueda determinarse con exactitud respecto a él, parece aconsejable que sea tratado, si decidimos tratarlo, en forma de diálogo y conversación […]; y si el asunto es curioso e interesante, el libro nos servirá para sen-
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tirnos en cierto modo acompañados y unirá los dos placeres más grandes y más puros de la vida humana: el estudio y la conversación”5. Aplicados estos criterios al libro de Rojas, La Celestina, como pieza de filosofía dialogada, ofrece, ciertamente, en lo que se refiere al que estimo tema principal de la obra, un trasfondo de pensamiento que se resuelve en una visión general de la realidad, en uno de sus aspectos evidentes e importantes; oscuros e inciertos. Vano sería negar que dramas y novelas de todos los tiempos también han pretendido y siguen pretendiendo, muchas veces, bajo pretexto de contra una historia ficticia, traer a la consideración del lector asuntos de mayor trascendencia. Pero, lejos de dar a la trama el carácter secundario y esquemático que tiene en La Celestina, han envuelto su “mensaje” en episodios de trabada y cuidadosa secuencia argumental. Otras maneras de narrar, más que permisibles en nuestro tiempo, eran impensables como intento literario en época de Rojas. Pero no lo eran los ejemplos de filosofía dialogada, ni el poema filosófico, ni los peculiares empeños medievales del pensamiento judeo-árabe que buscaban de propio intento una ruptura con los modos tradicionales de expresion filosófica: el Tractatus, el Commentarius, la Summa, la Disputatio. Con toda la enorme profundidad conceptual que se aprecia en El Quijote, donde –para atenernos ahora a la interpretación más común—se ponen en juego nada menos que dos visiones antagónicas de la realidad, respectivamente encarnadas en Sancho y en su amo, el libro de Cervantes es, primariamente, una soberbia obra de ficción en la que todos los elementos narrativos son tratados con el esmero y el “oficio” de un novelista profesional. No ausente de sustanciosos diálogos, apenas hacen éstos falta para completer el significado novelesco de la acción misma. No es preciso que Sancho se detenga en advertencias y consejos cuando al buen Don Quijote se le ocurre arremeter contra las aspas de un Molino, para que el lector tenga conciencia clara de lo que ese disparate implica. Lo demás se le da al público por añadidura; lo demás enriquece la obra, pero no la configura. En La Celestina, el trámite fabulador es tan secundario que, en la obra, quedan realzadas hasta el límite sus otras intenciones. Y ése es, precisamente, en su estructura, el denominador común a todo el género dialogal. Fijémonos, brevísimamente, antes de volver a Hume, en algunos ejemplos de filosofía dialogada pertenecientes al momento cultural español (Siglos XV y XVI) en que La Celestina aparece y se difunde. Contemporáneo de Fernando de Rojas, el cordobés Fernán Pérez de Oliva (h. 1494-1531) escribe su famoso Diálogo sobre la dignidad del hombre con un altísimo celo literario que, en ocasiones, iguala las mejores muestras de nuestras literaturas de todos los tiempos. Si el acierto en el lenguaje es mérito principal de La Celestina, también lo es el de esta conversación entre Dinarco, Aurelio y Antonio sobre el sentido y condición de la vida. Además de ello, el tono de al-
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gunos parlamentos en ambas obras, más propio del diálogo que de la declamación dramática, es indudablemente el mismo6. También se asemeja el esquematismo con que da comienzo el libro de Rojas al que presenta, por ejemplo, el Título II del Coloquio del conocimiento de sí mismo, original del alcarazeño Miguel Sabuco (h. 1525-1588). El pretexto del halcón, en La Celestina, se torna, aquí, en perdiz seguida y acosada por un azor. Y, aunque las conversaciones de los dialogantes siguen rumbos distintos y nada tienen en común, es idéntica la falta de ambientación narrativa en ambos casos7. De hecho, las anécdotas de los pájaros, en una y otra obra, van sólo destinadas, como Sabuco dice explícitamente, a “mover la materia” del posterior diálogo. Fernando de Rojas no lo dice, pero el hecho es que, a poco de encontrarse Calisto y Melibea como resultado del fortuito vuelo de un halcón, nada más volver Calisto a casa, él y Sempronio se enzarzan ya en un elaborado coloquio de enorme significación doctrinal, nada menos que sobre la esencia del pecado (Acto I). Las cuatro notas temáticas que, según Hume, mejor se prestan a ser tratadas en forma dialogada ofrecen una singular paradoja. A la evidencia e importancia del asunto se unen las de su oscuridad e incertidumbre. Pero esa aparente contradicción revela la esencia misma de todo gran asunto filosófico. Todo lo que es sumamente importante ofrece, en su primera evidencia, la sospecha de su íntima oscuridad y de su incierto por qué. Pienso que el mayor acierto de Gilman, en su interpretación de La Celestina, ha sido señalar cómo Fernando de Rojas, interesado, inicialmente, en repetir o renovar la tradición ejemplar de los moralistas de la época, desembocó en una consideración general con intenciones de universalización objetivadora. Evidente, importante, oscuro e incierto es el tema que constituye el rumor de fondo de la obra, al que el personaje Pleberio se enfrenta, abiertamente, en el soliloquio final. En su último lamento (“Oh, mundo, mundo […]; Oh amor, amor […]”) se categoriza toda la anécdota previa. El monólogo de Pleberio es la gran glosa de La Celestina. En las palabras epilogales del padre de Melibea nos da Fernando de Rojas, libre de polvo y paja, la esencia de su dolorosa filosofía. Implícito en la queja de Pleberio, vemos un diagnóstico que nos avisa de los males de un universo sin regla ni razón; que nos hace ver, con toda la dureza posible, el triunfo de lo inexplicable. El mejor recurso para dar forma a esta visión de las cosas fue, en el sentir de Rojas, dejar hablar a un dialogante, Pleberio, bajo pretexto de haber perdido éste, absurdamente, a su hija. Pero, en rigor, y desde un punto de vista dramático, no queda plenamente justificado el lamento universal del personaje. Argumentalmente, es impropio que Pleberio haya descubierto, de pronto, con ocasión del suicidio de Melibea, toda una filosofía de la vida. Una vez más, lo que resulta admisible, dentro de una literatura dialogal, no lo es tanto en el del mero discurso narrativo.
ARGUMENTO LITERARIO Y PENSAMIENTO DIALÓGICO: EL CASO DE LA CELESTINA
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Blanco White, en su estudio sobre La Celestina, señala como defectos dramáticos de la obra “la erudición impertinente” con que el autor “enfría los personajes mejor concebidos”, y “los ejemplos históricos”que constituyen “lo más frío y fuera de propósito que se halla en el libro”8. Evidentemente, esta crítica sólo tendría sentido concibiendo La Celestina como fábula, sólo como fábula dramatizada o novelada. Pero esas objeciones no podrían dirigirse contra la obra si, como he tratado de apuntar aquí, ésta no pretendiera ser lo que Blanco supone. La erudición y el ejemplo histórico son elementos comunes y aceptados en el género dialogal, y, lo que es más, notas inseparables suyas. Por otra parte, es claro el propósito artístico que, entremezclado con la alusión histórica, el ejemplo y el dato, también está presente en obras doctrinales de composición dialogada. La tragicomedia de Rojas, obra de arte, no excluye, por ello, la finalidad real que la anima. Y, así, el drama trágico que, de propio intento, imita no es sino pretexto que vitalice su otra, más verdadera condición.
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Expuse, brevemente, algunas de las ideas que aquí recojo en mi nota ”La Celestina como diálogo”, aparecida en el boletín Los Ensayistas, University of Georgia, Núms. 14-15, Marzo 1983. El texto que sigue fue leído, con algunas modificaciones, en la sede del Instituto Cervantes de Chicago, el día 12 de noviembre de 1999, dentro del Simposio Internacional Five Hundred Years of La Celestina. Stephen Gilman, La España de Fernando de Rojas, Trad. de Pedro Rodríguez Santidrián, revisada por el autor. Madrid, Taurus Ediciones, 1978, p. 31. Texto citado por Genaro Artiles en La Celestina y su entorno social, Barcelona, HISPAM, 1977, p. 327. Véase, sobre esto, David Marsh, The Quatrocento Dialogue, Cambridge University Press, 1980. p. 78 y ss., como ejemplo máximo de diálogo “volgare”. Habla Marsh de la obra de Leon Battista Alberti (1404-1472), con especial referencia a sus Libri della Famiglia en los que una notable pluralidad de personajes y situaciones son empleados para dar al razonamiento mayor amenidad y divulgación. Cerca de diez llegan a ser los interlocutores en estos diálogos. Las piezas están sazonadas, aquí y allí, con entradas y salidas, relatos biográficos y frecuentes cambios de escena. David Hume, Diálogos sobre la religión natural, Trad. de Carlos Mellizo. Buenos Aires, Aguilar S.A., 1973, pp. 25-26. Véase, por ejemplo, el largo monólogo de Aurelio sobre la disparatada realidad del mundo, “los daños de la vida y los males por do el hombre pasa del nacimiento a la muerte”. El diálogo de Pérez de Oliva está recogido en la Biblioteca de Autores Españoles, Tomo 65, pp. 385-386. Véanse los primeros Títulos del Coloquio, B.A.E., Tomo 65, pp. 332-333. Cito de la Antología de Vicente Llorens, Barcelona, Editorial Labor, S.A., 1971, pp. 205-209.
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Filosofía y literatura: el problema de la estetización de la vida Mª. Isabel Lafuente Guantes Universidad de León
1. Unidad y diferencia entre Filosofía y Literatura en el Romanticismo No cabe duda de que las relaciones entre literatura y filosofía siempre han sido controvertidas, y de que esta controversia ha oscilado, desde la defensa a ultranza de su íntima relación, hasta su repudio, por entender que ambas formas de expresión siguen caminos totalmente dispares. En el movimiento romántico hubo una clara defensa de la primera postura que fue recogida en obras fundamentales para conocer este tema, entre las que vamos a considerar ahora la titulada Poesía y Filosofía, cuyo autor fue uno de los principales representantes del romanticismo alemán: Friedrich Schlegel (1772-1829). Antes de seguir, me parece necesario señalar que la literatura es, para este autor, una de las formas artísticas, por lo que sus consideraciones generales, en lo que afecta a la unidad de relaciones entre literatura y filosofía, son extensivas a todo el arte. Y también que, en su defensa de la unidad ideal entre literatura y filosofía, nunca llegó a sostener la reducción efectiva de un género al otro, sino que, por el contrario, se esforzó en mostrar los puntos de encuentro y sus diferencias, por lo que, en su concepción, no llegó a tener lugar la propuesta de estetización de la vida. En esa obra plantea Schlegel, siguiendo en ello al filósofo a quien reconoce como el gran maestro en el tema, Spinoza, las raíces más profundas de la relación entre filosofía y literatura. Estas raíces afloran en cuanto se atiende a que el ser profundo del hombre, en el que reside su propia individualidad, es la exigencia de estar abierto a lo universal, de saltar sobre su propia particularidad y de buscar formas esenciales, que son las únicas capaces de mostrar su singularidad. El hombre es el único ser que tiene que realizarse a sí mismo, constituir y
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crear su propio ser, y sólo el espíritu creativo que se manifiesta en una de nuestras facultades, la fantasía, le permite llevar a cabo esta principal tarea. De ella se sirven tanto la filosofía como la literatura. Este ser profundo, en que el hombre se nos muestra como pálido reflejo de la divinidad, es el campo en que alumbra y anida la poesía y toda la literatura en general. El instrumento fundamental de que el hombre se vale, en este campo, para lograr constituir su propio ser es la palabra, característica propia de la especie humana. Pues bien, Schlegel venía a entender que la palabra hermanaba a poesía y literatura. Pensaba que, para el hombre, vivir es escribir, pues la literatura, la escritura en general, era la envoltura más adecuada para las expresiones más profundas e inmediatas del espíritu, la única que permite expresar ordenadamente lo que se siente y se sabe1. En efecto, para él, la filosofía es, con la literatura, parte de la escritura, del modo en que se manifiestan las formas esenciales, “instinto de lo divino”, a través de la conciencia humana; manera ésta de entender la filosofía que tiene resonancias evidentes en la filosofía de Hegel. Decía Schlegel: “Y quizás harías bien en no esperar tampoco de la filosofía misma nada más que una voz, una lengua y una gramática para el instinto de la divinidad, que es su germen, o, si se atiende a lo esencial, que es ella misma”2. En literatura y en filosofía se produce un fructífero intercambio entre individualidad y universalidad, que es condición indispensable para una buena y provechosa salud moral tanto del individuo como de la sociedad. Si esto es así, se debe a que el mismo fundamento en que descansa su realidad, y la finalidad que constituye tanto al artista como al filósofo, es la búsqueda de armonía tanto para sí, como para todo, para el universo. Esta búsqueda no consiste en un mero pasatiempo, poesía y filosofía no son una mera distracción, nuestro filósofo las considera no sólo una parte necesaria de la vida, sino el alma de la humanidad: “Sé que convendrás conmigo de todo corazón en que la filosofía y la poesía son más que algo capaz de llenar las lagunas que, en medio de todas sus distracciones, les quedan a los hombres ociosos que, por casualidad, han recibido una cierta instrucción, convendrás, por el contrario, en que son una parte necesaria de la vida y son el espíritu y el alma de la humanidad”3. El filósofo y el poeta han de penetrar en cada objeto para descubrir y expresar la delicada trama en que consiste la infinita riqueza que contiene el universo. Por ello puede decirse que sólo la poesía y la filosofía aman la totalidad y son totales, hasta el punto de que sólo ellas logran unificar, en un todo, la multitud dispersa en que consisten las ciencias y las artes. Poesía y filosofía son un todo indivisible4, para Schlegel, se hallan eternamente vinculadas, pero, como los Dióscuros, a pesar de tener un punto central de unidad, ambas recorren caminos inversos, por ello rara vez se hallan juntas.
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El punto central en que confluyen filosofía y la poesía es su preocupación por el hombre y por la humanidad. Ahora bien, la dirección que sigue esta preocupación es distinta: la poesía va del cielo a la tierra, la filosofía de la tierra al cielo, por ello el romanticismo siempre creyó que la filosofía era más divina que la poesía, pues ha de purificar las representaciones terrestres de su componente concreto para, mediante el entendimiento, conseguir transformarlas en divinas, en completas e infinitas: “Sólo por medio de la abstracción han surgido, de los hombres, los dioses”5. En filosofía la forma cuenta muy poco, cuenta exclusivamente el tratamiento que se realiza del objeto, así como la formación del entendimiento. Pero la filosofía trata de dar forma a todo lo que toca de modo que las sensaciones se transformen en acontecimientos reales, que a su vez deben ser asumidos como forma interior. La facultad de que se sirve es el entendimiento (facultad de los pensamientos), su tarea es buscar los significados de las cosas y expresarlos en representaciones subsistentes por sí mismas. Su logro es hacer del hombre un ser sereno y lúcido. La literatura, en general, y, con ella, la poesía, parte de una forma dada a la que toma como materia para reordenarla y configurarla armónicamente, por medio de la fantasía, en un sistema bello, cuya apariencia puede ser de inconexión entre sus elementos, pero que siempre ofrecerá un profundo sentido. Elegancia, delicadeza, ingenio, incluso artificialidad, son las pretensiones y los logros literarios. La literatura hace del hombre un ser entusiasmado. La producción, en filosofía y poesía, sigue el mismo camino dispar que supone la distinción de las dos direcciones, por lo que, si bien en un mismo hombre puede aunarse la dedicación a ambas, ésta tendrá que ser alternativa, pues de un modo participará en las artes y del otro participará en las ciencias. De todas formas, en el seno de la acción humana laten, unitaria y conjuntamente, ambas direcciones, hasta el punto de poder decir que, incluso cuando se separan, dedicándose el hombre por completo a una u otra, sin embargo, su trabajo en la dirección preferida no puede realizarse sin utilizar la otra. Literatura y filosofía se hallan tan indispensablemente unidas que una puede dar como resultado la otra, basta variar la forma o el contenido. Una obra de filosofía puede transformarse en una de literatura, simplemente variando la construcción de los períodos, episodios, y eliminando las repeticiones. Esto se puede hacer respetando las ideas expuestas y sin mengua de su riqueza, ingenio y originalidad propios; para ello, entiende nuestro autor, no hay que tomarse excesivas libertades, sino sólo aquéllas que: “los antiguos críticos se tomaron con los poetas clásicos, y creo que se vería que Kant, también desde un punto de vista literario, se encuentra entre los escritores clásicos de nuestra nación”6.
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Inversamente, una obra literaria, incluso la más corriente, puede transformarse en una obra filosófica con sólo atender al contenido (a lo interior) y no a lo exterior (forma literaria), basta con atender a la formación de los pensamientos, al espíritu del universo que contiene. La filosofía ha de conseguir aunar la pluralidad de sentimientos, de seres y movimientos, de todas las variaciones que presenta lo existente, en una unidad que no pueda perderse jamás. Entonces la filosofía se hace una con la poesía, se unifican idea y realidad; y, sin embargo ,al enfrentarse a otra de las dimensiones que supone su tarea, la educación, tiene que mostrarse de nuevo como plural: hay, para la educación, múltiples filosofías, claro que educar al hombre es una tarea ardua y difícil, pues la humanidad no se puede inocular; la virtud no puede aprenderse más que con el trato directo con los hombres verdaderos y cabales, y con nosotros mismos.
2. La reducción de la Filosofía a Literatura: la necesidad de estetización de la vida en el irracionalismo La propuesta de Schopenhauer y Nietzsche es otra, y resulta muy distinta de la romántica, aunque es esa iniciativa la que le sirve de apoyo. Se trata, en ambos casos, aunque salvando las distancias, de sus respectivas posturas filosóficas, de mostrar la necesidad de estetización de la vida, dada la necesidad de superar la condición trágica de la existencia humana, y dado que la realidad de la filosofía (de conocimiento, concepto y verdad), que es la disciplina en que se apoya esta exigencia, es su disolución literaria. Para Schopenhauer el hombre es el único ser capaz de encontrar el principio que le permite obrar, pero que seamos capaces de encontrar el principio de la acción nunca puede variar lo que tiene que suceder. El hombre es voluntad y conocimiento. El sujeto schopenhauariano se debate entre sus deseos, su obrar como en el reino animal, y el ser racional que puede iluminar la realidad y seleccionar y elegir los medios que hagan posible variar su conducta, aunque nunca transformarla realmente. El hombre puede, al proceder reflexivamente, al lograr determinar los caracteres generales de la acción y su aplicación al caso particular, saber qué objetos quiere y qué medios le son necesarios para llegar a ellos, pero nunca variar el objeto de su querer; el hombre puede obrar sobre los fenómenos, ordenarlos, pero nunca llegar a transformarlos. Por ello, si bien poder elegir es la primera manifestación propia del ser humano, es, al mismo tiempo, la primera forma de contradicción que traiciona su ser propio, su querer y su idea; es la manifestación del carácter trágico de su existencia, pues, por ella, el hombre descubre que la libertad sólo se muestra fenoménicamente, de forma que nunca puede reproducir la unidad originaria de la voluntad que, multiplicada en pluralidad de fenómenos espacio-temporales, sólo puede pensarse,
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conceptualmente, como necesaria (exteriormente) o vivirse como inmediata (íntimamente). El hombre conoce, por primera vez, la libertad en su afán de poseer un carácter (lo que implica poder dar una forma al mundo). Puede decirse que, en ese afán, el hombre siempre intenta realizar un mundo, su mundo, pero no sólo descubre que no puede constituirlo más que como unidad de razón, sino que, además, paga por su intento un precio enorme, nada menos que el de contradecir su naturaleza inmediata, el de renunciar a su impulso natural empírico que va unido al presentarse intuitivo de las impresiones y que es exigido por la afirmación del propio cuerpo. El hombre es un ser muy complejo, un ser que tiene que renunciar a conocer la voluntad, la libertad en sí, que tiene que renunciar a conocer al yo como determinante absoluto de sus actos, que, por tanto, no puede saber qué va a pasar, pero que se ve obligado a tratar de conocerse a sí mismo como un ser relativo a los influjos que los objetos ejercen sobre él, como un ser determinado por motivos en medio de los cuales, necesariamente, debe desarrollar su vida, pues de ellos tiene que extraer los medios que le hagan posible sobrevivir. Para ello sólo cuenta con la reflexión, que le presenta como un ser que ha de reconocerse capaz de obrar en beneficio propio, capaz de elección, y, por ello, con la obligación de responsabilizarse de sus acciones, de unas acciones que, sin embargo siempre son expresión de una voluntad que no puede conocer. Por ello, ser responsable de sus acciones es para el hombre sufrir, sentir la culpa y el dolor de la individuación. Saber que todo puede ser de otra manera, incluso saber cómo puede ser de otra manera, pero no poder realizarlo. Cada hombre es un carácter, un estilo, y éste no puede cambiarse. La reflexión sólo puede introducir un alivio, conocerse, saber sobre su carácter empírico, sobre sus limitaciones, y, por tanto, intentar no producir desastres, adquirir capacidad para mejorar. Pero, deliberar no evita la necesidad, sino que lleva a conocerla, lo que supone aprender a no desesperarse ni a tratar de variar lo invariable, a aprender a conformarse con el destino; éste es el máximo consuelo del ser humano7. La realidad es, para el hombre, que todos sus actos discurren fenoménicamente, por tanto, de forma particular, lo que supone que toda acción (como todo objeto), una vez ha sido realizada, ocupará un lugar en la serie de las causas, lugar que estará, necesariamente, determinado según las formas del principio de razón. Por ello, es la necesidad racional con que se constituye el enlace entre los fenómenos, su realización, la que hace posible entender sobre la unidad fenoménica a la que llamamos mundo, sólo posible por la relación entre fenómenos e inteligencia, es decir, por el conocimiento; lo que significa, simplemente, que el mundo es, desde una determinada perspectiva, el que muestra su faz exterior, siempre representación.
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Pero, si el mundo exterior es representación, el mundo interior es voluntad, y todo fenómeno es siempre manifestación de ésta. Realmente el mundo y todo lo que en él existe es, según Schopenhauer, fenómeno de la voluntad, a la que caracteriza como una tendencia ciega, inconsciente, libre y omnipotente, pura capacidad de autodeterminanción, de autonomía, a la que se debe toda determinación de la acción y del mundo8. La voluntad se manifiesta en el mundo, éste tiene que ser entendido como el conjunto de sus objetivaciones necesarias, y, desde la representación, no puede variarse lo que según la voluntad va a ser: “…desde fuera sólo cabe abordar a la voluntad mediante motivos, pero estos simplemente cambian el modo como ella se expresa, jamás la voluntad misma. El querer no se deja enseñar”9. Una vez descubierto esto el hombre sólo puede adoptar dos posturas: 1. Afirma la voluntad de vivir y permanece en el campo del conocimiento abstracto, ligado al principio de individuación y a sus formas ordenadoras de los fenómenos determinantes del principio de la acción, en el cual sólo puede obrar, de forma relativa, por los motivos que determinan su carácter, por tanto, egoístamente 2. Niega la voluntad de vivir y se aparta, al conocer intuitivamente el conjunto del encadenamiento de las cosas particulares, del punto de vista parcial y egoísta que supone el principio de individuación. En ese caso el conocimiento se transforma, de determinante de la acción, en calmante, en aquietador de los intereses. En el conocimiento intuitivo de las cosas no existe interés, la voluntad se objetiva completamente. En él se abandona la búsqueda de conexiones entre las cosas para preocuparse sólo de lo que las cosas son. En esta forma de conocimiento el sujeto se olvida de sí mismo, de su individualidad, y se sumerge en la contemplación de las cosas, por lo que, al desligarse de todo lo exterior, se emancipa de las ligaduras de la voluntad. Por ello, el objeto se presenta: “...como idea, libre de las formas del principio de razón, y coloca al sujeto como puro sujeto conocimiento, libre de la individualidad y de la servidumbre de la voluntad”10. Las ideas son objetivaciones adecuadas de la voluntad, representaciones inmediatas de la identidad de sujeto y objeto. Son objetos de una intuición en la que el sujeto como individuo, y, con él, el sujeto transcendental, inseparable de la individualidad, desaparecen, absorbidos en el sujeto-puro, correlato de la intelectualidad más depurada para la que no existen relaciones fenoménicas sino cosas en sí mismas, objetos relativos al arte: “...las ideas, como tales, también residen, totalmente, fuera de la esfera de conocimiento del individuo. De ahí que, si las ideas deben tornarse objetos del
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conocimiento, esto sólo puede acontecer al suprimir la individualidad en el sujeto cognoscente”11. El modo de conocimiento de las ideas es la contemplación. Es el grado supremo de representación, cuando ésta no se halla sometida al principio de razón y, por ello, incluye todos los grados posibles de objetivación. Constituye una superación tal del conocimiento ligado a la individualidad, que hace posible una unidad perfecta, una identidad total entre sujeto y objeto, pues en este conocimiento el sujeto, carente de todo interés, inhibe toda acción posible. Así, en la representación de la idea tiene lugar el conocimiento de la objetivación inmediata y adecuada de la voluntad. El conocimiento intuitivo es el conocimiento perfecto. La obra de Nietzsche es una llamada de atención sobre la necesidad de transformar la forma de ser de la cultura en la que se apoya incluso la producción de conocimientos12. La cultura que vivimos, la cultura europea, apoya la debilidad humana, apoya al hombre débil, y, de ésta forma, sólo promueve el gregarismo, la unidad de los hombres en la conformidad y la resignación13. Los valores del resentimiento, los valores racionales y universales, los valores que tienen como meta el bienestar general, son una pura ficción creada por la voluntad de poder. Los valores que hay que desarrollar son los valores afectivos, los pasionales, hay que desvelar y exaltar la vida, crear valores vitales. Incluso la filosofía tiene que ser una forma viva, no una fórmula académica. Hay que transformar la condición resignada del hombre, que sólo entiende como finalidad de la vida la producción de mediocridades; hay que invertir las relaciones humanas y no someter las personalidades fuertes a la mayoría, sino, al contrario, poner a la gran mayoría de los hombres al servicio de la aparición y desarrollo de personalidades fuertes y geniales que puedan lograr la transformación de los valores caducos en nuevos valores vitales14. De esta forma la humanidad tendrá una finalidad, y la vida del hombre tendrá una meta. Lograr estos valores supone crear unas condiciones culturales en que el hombre logre transcenderse, superar su condición actual y alcanzar una superior. La ciencia y el conocimiento no pueden proporcionar al hombre la orientación que precisa para constituir estas nuevas posibilidades que necesita. Es verdad que tenemos necesidad vital de transformar la naturaleza y, para ello, desarrollamos la ciencia y su instrumento primordial: el conocimiento. Pero el conocimiento, para Nietzsche, sólo sirve para dominar un campo de la realidad y ponerlo al servicio del hombre, es el instrumento de la voluntad de poder, de ella depende todo deseo de saber y conocer. El objetivo del conocimiento no es la contemplación, saber por saber. Por el conocimiento no tratamos de lograr la verdad, sino controlar un campo de objetos. Incluso en nuestra vida afectiva sucede así, pues nuestras necesidades prácticas exigen controlar,
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es decir, imponer un orden y una forma a la multitud de sensaciones que nos afectan. El poder es el factor esencial de todo proceso vital, hasta el punto de que todo sentimiento depende de él15. El logro de la trasmutación de los valores tendrá, como fundamento y como nueva forma cultural, la estetización de la vida16, pues, si la vida humana no tiene en sí misma un sentido, no tiene finalidad, sin embargo estéticamente puede encontrársele un sentido: la lucha por crear formas superiores de vida. El arte, en cuanto tiene como función la creación de formas cada vez mejores y más perfectas, debe ser el modelo que sirva para la nueva creación de valores vitales17. Este fenómeno de estetización de la vida no es nuevo, tuvo lugar, por primera vez, en la cultura griega, y se produjo por la fusión de elementos apolíneos y dionisíacos, de las fuerzas de la vida con el amor y la búsqueda de la belleza, características de la actitud apolínea. Los griegos fueron los primeros en prestar atención especial y apreciar la capacidad humana para transmutar el horror en que consiste la vida, la tragedia que es la vida del hombre, en belleza. Pero, la estetización de la vida se logra, en la filosofía de Nietzche, a costa de la disolución de la verdad en construcciones lingüísticas: “Por tanto, ¿qué es la verdad? Una multitud en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos…las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado lo que son, metáforas ya utilizadas que han perdido su fuerza sensible…”18. Filosofía y literatura se unifican, por reducción de la primera a la segunda, pues el concepto, como la verdad, no es otra cosa que la adaptación a la expresión lingüística de una experiencia vital única, por eliminación de las diferencias, para representar casos distintos19. La filosofía de Nietzsche, al igual que la de Schopenhauer, es una llamada a la estetización de la vida en la que ambos ven la única forma de superar el carácter trágico de la existencia, y la muestra de que este proceso sólo puede tener lugar mediante la reducción de la filosofía a las formas literarias y artísticas. De este punto de apoyo, unido a la disolución de la unidad subjetiva proclamada por Nietzsche20, ha partido y se ha desarrollado la filosofía deconstructiva postmoderna.
3. La contradicción de Habermas: imposibilidad de la unidad de filosofía y literatura / necesidad de la estetización de la vida Habermas, en Pensamiento postmetafísico, considera imposible la unidad entre filosofía y literatura que desarrolla toda la filosofia postmoderna, y entien-
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de que esta pretendida unidad corre pareja a la búsqueda literaria de despojarse de lo subjetivo, que es expresión de: “la genuina experiencia del proceso de apertura del mundo, de ese proceso de innovación lingüística que nos hace ver el acontecer mundano con otros ojos, como también el deseo de estirar esa experiencia estética, de totalizar el contacto con lo extracotidiano, de absorber lo cotidiano”21. Parte de un hecho: ha habido grandes filósofos que, al mismo tiempo, han sido grandes escritores, y hay filosofías, como la de Freud, que todo el mundo juzga literaturas; pero sostiene que la demarcación entre filosofía y literatura es necesaria y clara, pues corresponde a la oposición verdad/ficción. Entiende, sin embargo, que hoy el deconstructivismo pone en cuestión esta oposición, y rechaza las diferencias entre ambos géneros, lo que es posible por el giro realizado de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje. La crítica del sujeto como eje del conocimiento, que comienza con Fichte, se desarrolla en la filosofía de Humbolt, en el estructuralismo de Saussure y LeviStrauss, y en Heidegger, al que siguen Derrida y Foucault. Las críticas respectivas ponen de manifiesto lo siguiente: 1. El círculo en que el sujeto cae, cuando trata de conocerse a sí mismo y tiene necesariamente que darse como objeto. 2. La constitución de la legalidad propia del sujeto es la de la intersubjetividad, por lo que es necesario trasformar los conceptos de la filosofía de la reflexión en conceptos del conocimiento intersubjetivo: libertad comunicativa e individuación por socialización. 3. El sujeto no genera mundo espontáneamente, pues las operaciones del sujeto derivan de las reglas de una gramática generativa. 4. La filosofía reflexiva sólo genera la autocomprensión ilusiva de las sociedades modernas. 5. El mundo no es generado por el sujeto, pues, siendo el lenguaje la casa del ser, es el acontecer (Ereignis) de un discurso epocal el que posibilita y prejuzga todo acontecer intramundano. Que Derrida entienda que las pretensiones de validez del discurso tengan que medirse en el acontecer histórico, y respecto del Ser mismo que permanece transcendente, o que como quiere Foucault permanezcan inmanentes al discurso, y sólo valorables por el sobrepujamiento de estos, es ya totalmente indiferente; la finalidad está lograda: la subjetividad filosófica se ha diluido en el lenguaje. Habermas se sirve del examen de las opiniones de Italo Calvino y del análisis de una novela de este autor, Si una noche de invierno un viajero, para consi-
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derar las relaciones entre ficción y realidad. Su objetivo primordial es examinar las pretensiones de universalidad de la literatura, para lo que es fundamental someter a prueba una hipótesis: si en la recepción que los lectores hacen del texto literario se disuelve la identidad de éste, que se basa en su diferencia con la vida cotidiana. Un texto literario pretende presentar un acontecer imaginario, pero nunca documentar un acontecimiento del mundo. Ahora bien, el acontecimiento fingido tiene que ser vivido por el individuo como si fuera real. ¿Puede este texto superar este “como si” y llegar a constituir una totalidad lingüística que absorba lo real? Para ello, tendría que absorber las tres relaciones que mantiene con lo real, y resulta que: 1. El autor: no puede ser absorbido, pues para ello habría que aceptar que el ser propio del autor le es prestado por las figuras literarias, pero el ser del autor es totalmente cultural, no le es prestado por sus figuras literarias. 2. La diferencia entre ficción y realidad: tampoco puede ser absorbida, pues en último extremo no depende del texto sino de las suposiciones de realidad del lector. 3. El lector: en esta tercera relación reside el problema, pues Habermas considera que el intento de Calvino es: “…convertir en literatura incluso la apropiación de la literatura por el lector”22 y presentar el texto como fragmento de un texto universal, de forma que desaparezcan los límites entre ficción y realidad. Pero, la ficción no puede trascender nunca estos límites. Aunque la novela considere en ella al lector universal, abstracto, esta consideración siempre tendrá lugar en la novela, por lo que señala Habermas: “La ficción, que trata de transcenderse a sí misma, cae víctima de las leyes de la ficción”23. La conclusión de Habermas no podía ser otra: la distancia entre ficción y realidad es insalvable: “…el experimento estético con ellos [con los textos literarios] no proporciona confirmación alguna de la concepción del lenguaje como un acontecer textual universal que nivelase la diferencia entre ficción y realidad, que lograse domeñar y posesionarse de todo lo intramundano”24. El acto de habla literario no comporta, como el acto de habla cotidiano, fuerza ilocucionaria, por ello, no puede determinar al lector a tomar una postura determinada ni respecto del texto ni respecto de la acción a desarrollar en la vida cotidiana, en el mundo. Por el contrario, el texto filosófico determina al
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lector a adoptar una postura crítica frente a lo que él dice acerca de algo en el mundo, aunque tampoco puede obligarlo a adoptar una acción a desarrollar en la cotidianeidad. En otra obra, El discurso filosófico de la modernidad, Habermas analiza de forma concreta la nivelación, que lleva a cabo Derrida, de todos los discursos mediante su reducción a la retórica, lo que llega a sostener, invirtiendo la pretensión platónico-aristotélica de distinguir entre retórica y lógica, la soberanía de la retórica en el campo de la lógica. Esta inversión Derrida la considera posible en cuanto retóricas son las condiciones de exposición de los textos, incluso las de los no literarios, y estas condiciones no pueden ser eliminadas sin que el lector pierda el reconocimiento de los límites en que se mueve el texto. La retórica determina las condiciones cualitativas de los textos en general, no como la lógica las condiciones para la argumentación de ciertos textos. Esto significa que la función de la retórica afecta a todos los textos, y al plexo textual en que se entretejen todos los textos, que los engloba a todos, hasta el punto de que es necesario hablar de un texto universal. Esto significa que la diferencia entre los géneros desaparece, que es posible leer un texto filosófico como una obra de ficción, cuyas condiciones vienen determinadas por el contexto, o una obra literaria como una filosófica, dado que su exposición está sostenida por oposiciones filosóficas. Con ello queda reconstruido el concepto de literatura com algo restringido a la esfera de la ficción, y la verdad filosófica viene a ser, como quería Nietzsche, también una ficción. Habermas, apoyándose en la concepción de los actos de habla de Austin y Searle, considera que no es posible nivelar estos actos de manera que se eliminen sus diferencias y sea posible considerar igualmente una forma seria y una simulada o de ficción. Lógicamente las formas ficticias son parasitarias y suponen siempre las formas serias y vinculantes que obedecen a unas condiciones que Habermas llama idealizantes; estas condiciones tienen la virtud de someter estos tipos de habla a unas restricciones que permiten su coordinación con la acción. De esta manera los actos de habla pretenden tener fuerza ilocucionaria. Pero, para lograr con éxito esta coordinación es necesario que cuando los actos de habla son generalizaciones se especifiquen las condiciones del contexto, y estas condiciones no pueden ser sólo relativas al significado de una oración, pues la validez de éste depende del saber compartido por los sujetos con respecto al contexto en el que se desarrolla la acción. Así, la condición reside en la misma comunicación y consiste en “...la suposición de atribuciones de significado intersubjetivamente idénticas”.25 El discurso literario, las ficciones, no tienen fuerza ilocucionaria, la tienen depotenciada. El lenguaje literario es un lenguaje autorreferencial; como quería Jakobson, las palabras en el lenguaje literario resaltan palabras, por ello es un
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lenguaje reflexivo que se refiere a sí mismo, a la forma lingüística, no a los objetos en el mundo, por lo que el valor de verdad, la validez, resulta ajena a él. La importancia del texto literario es que logre, arrancando el caso de su contexto, poner de manifiesto una experiencia ejemplar que cumpla con la función de abrir mundo. Frente al lenguaje literario, la competencia del lenguaje filosófico no es la de abrir mundo, sino la de solucionar problemas. Es verdad que la filosofía usa la retórica para comunicarse con los expertos de forma indirecta, pero en la filosofía el uso de la retórica está puesta al servicio de la resolución de problemas, no el problema al servicio de su exposición retórica. El uso de la retórica hermana a la literatura y la filosofía con la crítica literaria, pero sus funciones en uno y otro caso son distintas. Es verdad que la crítica estética usa argumentaciones que, en su comunicación con los expertos, participan de la verdad proposicional y de la rectitud normativa, pero al mismo tiempo tiene que mediar entre la cultura de expertos y el mundo cotidiano y, mediante la traducción del contenido experiencial de la obra de arte al lenguaje normal, influir innovando el vocabulario evaluativo, las orientaciones valorativas y la interpretación de las necesidades. Y es verdad que la filosofía no se dirige sólo a expertos (ciencia, moral y arte), sino que también, aun socavando las certezas de la vida cotidiana, mediante la acción comunicativa influye decididamente en la totalidad del mundo de la vida y del sentido común. Por todo ello, y por su consecuencia: la eliminación del papel principal de la filosofía, la resolución de problemas, Habermas considera totalmente imposible disolver la diferencia de géneros entre filosofía y literatura. Este planteamiento que nuestro autor hace en los dos capítulos de los libros señalados choca frontalmente con la conclusión que se extrae del análisis que lleva a cabo sobre las ideas estéticas de Schiller en Excurso sobre las cartas de Schiller acerca de la educación estética del hombre. Allí Habermas expone las condiciones bajo las que Schiller aceptaría la estetización de la vida, y entiendo que, como no son criticadas, se transforman en las condiciones generales para aceptar aquella. Para Schiller el arte tiene un poder unificante, pues su realidad es la de poder establecer la comunicación entre los sujetos, crear intersubjetividad. Además, dado que el carácter público del arte reside propiamente en su capacidad de crear comunidad y solidaridad, sólo el arte puede reconciliar a la modernidad consigo misma. Enarbolar la bandera del progreso ha llevado al pensamiento moderno a no poder resolver el enfrentamiento entre la esfera social en la que se autonomiza el espíritu de negocios, el impulso sensible, y la esfera filosófica en que se autonomiza el espíritu especulativo, el impulso racional. Por ello, sobre el sujeto moderno se ejerce una doble coacción: la física, de la naturaleza, y la moral, de la libertad. El enfrentamiento de ambos Estados: el natural dinámico y
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el racional ético, tiene como efecto la represión del espíritu comunitario. El medio de resolver el conflicto entre las dos legislaciones es el arte, pues sólo él puede evitar que el ánimo se vea forzado ni física ni moralmente, y lograr así la: “resurrección del destruido sentido comunitario”.26 Por ello, en el arte veía Schiller la posibilidad de realización de la razón, pues, en cuanto juicio estético, participa por igual de la liberación de normas presente en la concepción kantiana del juicio reflexivo, y de la conexión con la política y el sentimiento comunitario presente en la tradición aristotélica del juicio, al arte le cabe hacer posible la comunicación intersubjetiva y darse como tarea la armonía de la sociedad. Habermas muestra que Schiller, como después Marcuse, es contrario a la estetización de la vida, pues el arte sólo puede realizar la innovación de toda forma de sentir y con ella la armonía social (la reconciliación de la razón con ella misma) mientras la apariencia estética no se pierda como tal apariencia, es decir, mientras no cobre existencia. Esto supone defender, como hará Max Weber, autonomía y valores específicos para las esferas de la ciencia, la moral y el arte, esferas en las que el dominio del hombre (por ejemplo el político) no puede decidir. Sin embargo, una vez señaladas estas coordenadas, que son perfectamente consecuentes con los exámenes de la relación entre literatura y filosofía, al concluir el trabajo Habermas enuncia un principio de contradice totalmente lo sostenido hasta el momento, el texto dice: “Una estetización del mundo de la vida sólo es legítima para Schiller en el sentido de que el arte opere como catalizador, como una forma de comunicación, como un medio en que los momentos escindidos tornen a unirse en una totalidad no forzada”27. La conclusión de Habermas es sorprendente: la comunicación, que es la base para que el lenguaje cobre fuerza ilocucionaria, siendo ésta fuerza la que distingue el lenguaje del arte del de la filosofía, es al mismo tiempo la capacidad propia del arte que puede llevar a una estetización del mundo de la vida. Creo que no podemos dejar de preguntarnos ¿qué pasa aquí?, ¿qué nos deja esto en las manos?
4. Literatura y Filosofía: lo irreal y la construcción de la realidad según Zubiri Es evidente que en los planteamientos que afectan a la estetización de la realidad hay dos temas entrecruzados: uno es saber de qué modo se relacionan literatura y filosofía con la realidad, otro, saber qué relación hay entre filosofía
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y literatura. Ambos no son independientes, pero su análisis es necesario con vistas a clarificar la situación. La distinción entre filosofía y literatura se basa ante todo en sostener que filosofía y literatura tienen campos distintos: el de la filosofía es el de lo real, el de la literatura el de lo irreal. Creo que es importante a este respecto el trabajo de Zubiri expuesto en Inteligencia y logos, en cuanto considera que la irrealidad es un momento que forma parte necesariamente de la estructura de la intelección de la realidad. Vamos a exponer este proceso, no en toda su extensión sino sólo en lo que nos interesa para nuestro tema. La noción de realidad de Zubiri se aparta de la kantiana, pues para él realidad no equivale a existencia; la realidad es estructucturalmente anterior a la existencia. Realidad es lo que la cosa es “de suyo”, de forma que la existencia puede ser real si es “de suyo“ a la cosa. Respecto de este “de suyo” tenemos una aprehensión primordial. Ahora bien, de forma efectiva podemos inteligir las cosas según dos momentos: individual y campal. La realidad individual siempre abre un campo determinado por ella, de forma que no sólo inteligimos la cosa individual, sino esa cosa entre otras cosas y en función de otras cosas; nuestra aprehensión de las cosas tiene necesariamente un momento campal, lo que es forzosamente un modo de sentir. Cuando no existe diferencia entre ambos momentos, Zubiri habla de aprehensión primordial (compacción)28; Entonces: “…siento no sólo que lo aprehendido es real, sino siento que lo aprehendido es en realidad29. Este modo de sentir es el logos sentiente. El logos es un movimiento en el que reside nuestra capacidad de atención, en la que a su vez reside nuestra intencionalidad, es una reactualización de las cosas en un campo que corresponde a nuestro aprehender la cosa y exige para poderse realizar que aprehendamos las cosas a distancia. Entender qué es la distancia y qué sentido tiene la necesidad de tomar distancia para inteligir las cosas supone comprender que la realidad no es un piélago en que cada cosa real esté dada, sino el momento propio de cada cosa, el momento en que la cosa es algo más en ella misma. Expliquemos esto un poco. La distancia es un momento intrínseco a la cosa, cuya característica es la unidad en desdoblamiento, en la cual la cosa mantiene su unidad, pero es percibida entre otras, de forma que su percepción nos exige, nos impele, a recorrer el campo. Entonces se produce nuestro tomar distancia de la cosa, es decir, nuestro inteligir que la cosa puede ser algo “más” que lo que en su unidad es, lo que supone un momento de retracción, de dejar en suspenso la realidad de la cosa. Al tomar distancia: “…lo que deja en suspenso no es “la realidad”, sino lo que la cosa es “en realidad”30.
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Por ello, Zubiri distingue de la aprehensión primordial la simple aprehensión en la que, contra la filosofía clásica que sostiene que la intelección de la realidad sólo se da formalmente en el juicio que es un momento intelectivo posterior, sostiene que está envuelto formalmente el carácter de realidad que comporta, sólo que en el modo de “sería”. La filosofía clásica, al hacer depender el “sería” del juicio, somete el proceso de inteligización del logos al de logificación de la intelección; Zubiri considera que es necesario invertir el proceso y considerar que sólo la inteligización hace posible la logificación. De esta forma el momento lógico de la simple aprehensión tiene lugar cuando se realiza el modo intelectual de actualización que nos permite aprehender la cosa como el momento terminal de la realidad, es decir, siendo aquí y ahora ésto o esto otro. Bien, pues lo que Zubiri va a mostrarnos es que lo irreal es la estructura propia del sería, de lo aprendido a distancia. Vamos a considerar someramente esta estructura. La simple aprehensión transcurre en el campo físico de realidad. Pero, por el contrario, su contenido, el contenido del sería, sólo es un principio de inteligibilidad. Por eso, del contenido de la simple aprehensión no puede decirse que es, sino que sería, lo que supone la suspensión del contenido de la realidad, su des-realización, por tanto su irrealidad. La irrealidad no niega “la” realidad31, no dice que no sea, al contrario, se apoya en ella. Si la negara sería arreal, no irreal. Lo irreal entiende la realidad desde la des-realización, que no es un momento puramente negativo de lo real. Es verdad que afecta a la cosa real al “de suyo”, por tanto, afecta a la cosa en su esencia y en su existencia, pero la afecta porque des-realizar supone eliminar la unidad del campo con lo que la cosa es aquí y ahora. De esta forma, la irrealidad afecta no a “la” realidad, sino a lo que ésta es aquí y ahora, al “ésto”, primer elemento de la estructura del “sería” que supone que la cosa irreal existe en “la” realidad des-realizadamente, por tanto, sin un contenido determinado. Este elemento estructural tiene su correlato en una dimensión de la simple aprehensión: el precepto. La intelección en el campo de esa des-realización no finge “la” realidad, sino que lo que se finge es el contenido de la realidad. El contenido de la realidad queda libre en la forma del “sería” y, con ello, la simple aprehensión se reduce a principios intelectivos. La consideración de “libre” que afecta al contenido no tiene el sentido de que se deje libertad a mi consideración de la realidad del campo y de la cosa, lo que se deja a mi libre consideración es que el contenido sea así. Por ello, “la” realidad física se actualiza en la intelección sin contenido, lo que supone que si bien lo irreal es realmente irreal, también es cierto que lo irreal e irrealmente real. Estas son las notas constitutivas del “sería”: “Sería” es la unidad de actualización desrealizada y de libre realización”32. En la ficción no se finge “la” realidad, a no ser que la realidad sea así. La ficción procede libremente respecto del “cómo” de las cosas, lo libera, es decir,
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se irrealizan las notas del contenido de la realidad y se recomponen según un “cómo” libre. No se trata con ello de crear simplemente una imagen, sino de, por medio de la fantasía, llegar a poder mostrar cómo serían las cosas. El “cómo” constituye el segundo elemento de la estructura del “sería”. Lo irreal es una cosa creada, que consiste en dar mis ideas a la realidad, no en dar realidad a mis ideas, pues la creación no es creación de la realidad, sino de su contenido. Crear es: “Actualizar la realidad física desrealizada en un contenido libre”33. La dimensión de la simple aprehensión que le corresponde al elemento estructura “cómo” es el ficto. La ficción es la primera forma de construcción que realiza la inteligencia sentiente, y consiste en una reconformación de las notas que constituyen el contenido de la cosa, de tal manera que se nos tiene que decir cómo serían las cosas de acuerdo con la nueva forma. La segunda forma de construcción de la inteligencia da lugar a la tercera dimensión de la simple aprehensión: el concepto, que es un constructo. La construcción del concepto es la forma de intelección en aprehensión simple correspondiente al elemento “qué” de la estructura y exige la previa libertad sobre el “qué” (no ya sobre el “cómo”), de manera que se nos diga qué sería la cosa. La construcción del concepto no opera sobre notas separadas, como la ficción, sino sobre notas abstractas34, orientadas en una dirección, para lo que es necesario prescindir de las demás notas (no es lo mismo construir el “qué” (concepto) de hombre por su figura que por las funciones que puede desarrollar). La conceptuación no tiene por qué estar separada de la ficción, pues ninguno de los elementos de la estructura de la simple percepción nos dice qué es lo real, sino lo que sería en realidad. Lo que lo real es, sólo nos lo dice el juicio: “…lo que el juicio afirma no es la simple y pura realidad sino lo que la cosa aprehendida como real es en realidad”35. El paso del sería al es exige la afirmación como coincidencia dinámica entre la dirección en que consiste el “sería”, en la que aprehendemos la cosa como si fuera real, y la exigencia en que consiste el “es”, en que aprehendemos lo formal y efectivamente real. El planteamiento de Zubiri permite sostener que la realidad determina la intelección según momentos, de forma que tanto la ficción como el concepto tienen realidad, y que ésta es la de lo irreal, ambas son creaciones, construcciones de lo real. Ahora bien, el autor vasco no mantuvo, por esta afirmación, una identidad entre literatura y matemáticas o filosofía, sino que por el contrario distinguió con precisión entre ellas. La distinción se basa en la diferente forma que la ficción y la conceptuación llevan a cabo la construcción del contenido de
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la realidad. Una construcción ficticia, una novela, construye según fictos o perceptos; la matemática (no de ficción) y la filosofía construyen según conceptos. Ahora bien, esta distinción no evita la comunidad de ambos momentos de la intelección del “sería”, por ello, ambas “postulan” la realización de su realidad construida, pues, no se puede construir sin realizar. Pero, la realización por la inteligencia de fictos y conceptos no logrará nunca evitar que la cosa de la que estos se postulan por construcción, tenga más notas propias que las contenidas “formalmente” en los conceptos, fictos y perceptos. Por ello, al postular no salimos del “sería”, no hemos pasado al “es”, para ello, es necesario el juicio, pero éste presupone como condición la construcción realizada: “...todo juicio, toda afirmación, lo es de algo real presupuesto como tal a la afirmación misma”36. Pero, para que las cosas tengan realidad en y por sí misma (como una piedra) se exige que la presuposición sea la impresión sensible o la aprehensión primordial; con el presupuesto de la realidad postulada nunca lograremos más que precisiones (abstracciones) o aspectos de lo real, de los cuales incluso su existencia puede ser construida y postulada, Apoyándonos en las tesis de Zubiri, podemos afirmar que literatura y filosofía son construcciones de las cosas, construcciones en principio irreales de las cosas, en las que puede residir, por ese hecho, la estetización del mundo. Ambas son construcciones distintas: una construye el “cómo”, otra el “qué”, pero ambas en la forma irreal del “sería”, ahora bien, lo construido por ambas forma parte de la unidad de la cosa real. Sin embargo, la realidad de la cosa construida nunca es como la realidad de una piedra, pues es una realidad postulada. Podemos afirmar también que mediante este postular la realidad ambas construcciones influyen decisivamente en la realidad en y por sí misma, en el mundo de la vida, pero que esto no depende de la construcción, sino de los juicios que emita. En efecto, sobre la construcción de la realidad se alza la afirmación y el juicio que esa construcción emite sobre la realidad y de la que depende el “es” de esa realidad, en principio sólo postulada. Esta conclusión, en la que se apoya la influencia de literatura y filosofía en el mundo de la vida, es perfectamente concorde con el estudio realizado por Martha Nussbaum, quien al examinar las funciones de la fantasía sostiene que la literatura nos constituye en jueces de los bienes humanos que intentaremos realizar en la comunidad humana37. Esto es así, pero, como se puede elegir libremente la dirección en que se va a enfrentar la cosa real, desde la que la cosa se me presenta como abierta, y, por consiguiente, puedo elegir la vía a emprender para inteligir afirmativamente lo real (para juzgar), resulta que incluso la verdad real puede estar abierta al parecer, pues depende de la direc-
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ción en que se pretenda lograr la actualidad. Vamos a explicar un poco este problema. La esencia del juicio se funda en el desdoblamiento de la intelección de la cosa en individual y campal, al que se debe la producción del “sería”; sobre el “sería” en realidad se produce otro desdoblamiento: el que distingue entre realidad y parecer. El parecer no es algo opuesto a lo real, sino un modo de actualizarse lo real, aquel en el que se muestra la dirección precisa en que consiste el sería. El parecer lo que implica es dirección, la dirección determinada de la cosa real en un momento, dado que realmente algo no parece ser o no ser lo que sería en general, sino lo que sería tal o cual cosa determinada. Como la intelección es dinámica, el parecer, que lleva a actualizar lo real en un juicio, está abierto a la verdad, pero la verdad también puede parecer (pues está determinada por la dirección). En la filosofía de Zubiri se resuelve el problema entre real y parecer entendiendo que ambos no son términos independientes, sino que por el contrario se fundan uno en el otro, coinciden, y esta coincidencia puede verse de dos formas: o bien la realidad fundamenta lo que parece ser la cosa, o bien el parecer fundamenta la realidad de la cosa. Sólo en el primer caso la afirmación implica verdad; en el segundo caso, cuando el parecer funda la realidad de la cosa, reside el error de la afirmación (más bien que de lo afirmado) que no es otra cosa que la falsificación en que consiste tomar el error como realidad. Para concluir, podemos señalar que, en cuanto las formas del “sería”: arte, literatura, ciencias y filosofía, sólo pueden postular la realidad presuponiendo sus construcciones en la forma de “sería”, éstas nunca lograrán cancelar de forma total y absoluta el mundo de la vida, pues sus realizaciones siempre se verán rebasadas por la realidad de la cosa. Esto supone, en cuanto que de la realización de estas formas depende la estetización de la vida, que ésta nunca es posible de forma completa, pero puede constituir un momento, y realmente importante (para muchos tal vez fundamental) del mundo de la vida. Por otra parte, hay que concluir afirmando también que la estetización, es decir, la realización de las construcciones irreales, sólo será realidad verdadera en cuanto el parecer encuentre fundamento en lo real, pues en caso contrario falsificaremos lo real, falsificación que a lo mínimo que puede conducirnos es a la trivialización y confusión de todo lo real. De esta forma, la filosofía de Zubiri abre un nuevo camino que hace posible profundizar, sin producir reduccionismos, en las relaciones entre Filosofía y Literatura iniciadas, sin sobresaltos, por el romanticismo alemán; permite abordar con rigor el problema de los límites entre ambas, y hace posible mostrar la forma en que necesariamente tiene lugar la estetización de la vida, así como el modo de su realización.
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Notas 1
Cfr. Schlegel, F. (1994). Poesía y literatura. Madrid: Alianza Editorial, p. 70. Ibid. p. 71. 3 Ibid. p. 82. 4 Cfr. Ibid. p. 83. 5 Ibid. p. 85. 6 Ibid. p. 89. 7 Schopenhauer, A (1977). Die Welt als Wille und Vorstellung. Edición de Angelika Hübscher. Zurich: Diogenes Verlag. Vols. 1/1, 1/2, 2/1, 2/2. Edición española (2003). El mundo como voluntad y representación. Traducción de R. Rodríguez Aramayo, Barcelona: Círculo de Lectores y F. C. E. de España. 2 vols. Esta obra de Schopenhauer, en su edición alemana, la abreviaremos como W.W., en la edición española como R.V. A las ediciones alemana y española citadas corresponden todas las referencias a las obras de Schpenhauer. Cfr. Ibid.: W.W. libro IV, § 55, p. 384. V.R. p. 402. 8 Para la caracterización de la voluntad que hemos hecho: Cfr. Ibid. W.W. libro IV, § 53, pp. 344347. V.R. pp. 96-98. 9 Ibid. W.W. libro IV, § 66, p. 458. V.R. p. 469. 10 Ibid: W.W. libro III, § 34, p. 234. V.R. p. 271. 11 Ibid.: W.W. libro III, § 30, p. 222.V.R. pp. 259-260. 12 Nietzsche veía en el renacimiento de la Antigüedad griega la solución al decaimiento cultural que apreciaba en Alemania: “Que nadie intente debilitar nuestra fe en un renacimiento ya inminente de la Antigüedad griega; pues en ella encontramos la única esperanza de una renovación y purificación del espíritu alemán por la magia de fuego de la música”. Nietzsche, F. (1988). El nacimiento de la tragedia. Madrid: Alianza Editorial, p. 163. Nietzsche, F.(1964). Die Geburt der Tragödie. Munich: W. de Gruyter, edición crítica de G. Colli y M. Montinari, vol. 1, § 20: 15-19, p. 131. Por esta edición, abreviada KSA, se citarán las obras de Nietzsche en alemán. 13 La cultura europea tiene como estandarte la fe cristiana, y ésta promueve, desde siempre, el sacrificio: “…de toda libertad, de todo orgullo, de toda autocerteza del espíritu”. Nietzsche, F. (1984). Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza Editorial, p. 73. Nietzsche, F. Jenseits von Gut und Bös , KSA. vol. 5, § 46, 27-28, p. 66. También promueve esta fe la igualdad, el amor entre los hombres por amor de Dios, lo que supone un falseamiento de la vida y un extremado miedo a la verdad, a amar al hombre por el hombre mismo. Cfr. Ibid. pp. 84-86. KSA. §59-60 pp. 78-79. Por tanto, la religión sólo promueve aquellos valores que permiten a los hombres mediocres sentirse iguales en su mediocridad, y satisfacerse en ella: “A los hombres ordinarios, en fin, a los más, que existen para servir y para el provecho general, y a los cuales sólo en ese sentido les es lícito existir, proporciónales la religión el don inestimable de sentirse contentos con su situación y su modo de ser”. Ibid. p. 87. KSA § 61, 24-27, p. 80. 14 El hombre que ama la vida, se aleja del “todos somos iguales”, de la resignación, de la modestia, la cordura y la laboriosidad. El superhombre es el hombre creador que no se deja inducir a falsos valores, que se da así mismo sus propios valores, y por ello corre real y verdadero peligro. Cfr. Nietzsche, F. (1972). Así habló Zaratustra. Madrid. Alianza Editorial, pp. 382-394. Nietzsche, F. Also Sprach Zarathustra, KSA. vol. 4, cuarta parte, pp. 356-368. 15 El conocimiento no tiene ninguna misión que trascienda la vida humana, hubo eternidades en la que no existió, y, si deja de existir, no habrá pasado nada. Sólo vale para crear ilusión, orgullo, engaño respecto al valor de la existencia. Está al servicio de la conservación del individuo y de los débiles, para lo que se apoya en el arte del disimulo. Constituye, en la naturaleza, una excepción lamentable, vaga, fugitiva, inútil y arbitraria. Cfr. Nietzsche, F. (1974). “Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en el sentido extramoral”, en El libro del filósofo. Madrid: Taurus, pp. 85-101. Nietzsche, F. Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne. KSA. vol. 1, p. 873-890. 2
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Por otra parte, para Nietzsche sólo es moral hablar de valores desde la óptica de la vida, pues, desde la óptica de la verdad, el mundo se presenta como un engaño, y la moral como una forma de inmoralidad, de ahí que afirme: “Cuando hablamos de valores, hablamos bajo la inspiración, bajo la óptica de la vida: la vida misma nos obliga a fijar valores, la vida misma es la que valora, a través de nosotros, cuando fijamos valores…”. Nietzsche, F. (1983). En torno a la voluntad de poder. Barcelona: Península, p. 114. Nietzsche, F. Götzen-Dämmerung. KSA. vol. 8, “Moral als Widernatur” § 5, 15-18, p. 86. Y, no es posible olvidar que “La vida misma no es un medio para algo; es una forma de crecimiento del poder. (Primavera-verano de 1888, 16 [75])”. Nietzsche, F. (1999). Estética y teoría de las artes. Madrid: Tecnos, p. 75. Nietzsche, F. Nachgelassene Fragmente 1887-1889. KSA. vol. 13, Frühjahr-Sommer 1888, 16 [12], 7-8, p. 486 16 La necesidad de este fenómeno puede verse con claridad en el siguiente texto: “Aquí se hace necesario elevarnos, con ímpetu y resolución, a una metafísica del arte, repitiendo el principio, ya enunciado, de que sólo como un fenómeno estético aparecen justificados la existencia y el mundo”. Nietzsche, F. El nacimiento de la tragedia. Ed. citada: pp.187-188. Niezsche, F. Die Geburt der Tragödie. KSA. vol. 1, § 24, 17-20, p. 152. 17 El arte está esencialmente relacionado con la vida, pues es concebido tanto como “gran estimulante tanto fisiológico como psicológico, como lo que empuja eternamente a vivir, a la vida eterna…(Primavera de 1888, 14 [23].)”. Nietzsche, F. (1999). Estética y teoría de las artes. Madrid: Tecnos, p. 75. Nietzsche, F. Nachgelassene Fragmente 1887-1889. “Geburt der Tragödie”, KSA. vol. 13, Frühjahr 1888, 14 [22], 27-30, pág. 228. 18 Nietzsche, F. (1974). “Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en el sentido extramoral”, en El libro del filósofo. Madrid: Taurus, p. 91. Nietzsche, F. Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne. KSA. vol. 1, § 1, 30-31 y 34-37, p. 880-881. 19 Cfr. Ibid. Edición española, pág. 90. KSA. § 1, 30-34 y 1-11, pp. 879-880. 20 Entre la abundante bibliografía existente sobre este tema puede consultarse, por su claridad, la obra de Sánchez Meca, D. (1989). En torno al superhombre. Barcelona: Anthropos, pp. 150 y ss., en estas páginas se pone de manifiesto el ser de la ficción en que Nietzsche afirma que consiste la unidad del yo. 21 Habermas, J. (1990). Pensamiento postmetafísico. Madrid: Taurus, p. 251. 22 Ibid. p. 249. 23 Ibid. p. 256. 24 Ibid, p. 257. 25 Habermas, J. (1989). El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus, p. 240. 26 Ibid. p. 64. 27 Ibid. p. 67. 28 Zubiri, X. (1982). Inteligencia y logos. Madrid: Alianza Editorial, p. 89 29 Ibid. p. 53. 30 Ibid. p. 89. Ese desdoblamiento que comporta la cosa abre una oquedad intelectiva en lo real, la oquedad del “sería” en realidad, que muestra que la actualización de la cosa puede realizarse según la posibilidad de ser, o según la posibilidad de no-ser lo que es la simple aprehensión. Esta estructura de la cosa, el desdoblamiento, la oquedad, muestra que la intelección de lo real está siempre abierta, es formalmente campal (la cosa se da en un campo), y, por tanto, la intelección puede darse de forma dinámica. Esto significa, según Zubiri, que el ámbito de lo real está abierto al ámbito de la verdad entera, de forma que la verdad entera, la actualización de lo real no es nada concluso, sino al contrario constitutivamente abierto, por tanto que lo real y la verdad tienen distintos aspectos y se realizan según tipos 31 Zubiri realiza múltiples distinciones valiéndose de artículos y proposiciones para hablar de formas de lo real. Cuando se refiere a “la” realidad entiende que: “la” realidad es “la” realidad que físicamente aprehendemos en la aprehensión primordial de cualquier cosa real. “La” reali-
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dad no es un concepto o una idea o algo semejante, sino que es la física dimensión campal de las cosas reales”. Ibid., p. 93. 32 Ibid., p. 95. 33 Ibid. 34 La abstracción la entiende Zubiri como un movimiento positivo que crea el “abs” como ámbito de irrealidad: “…la forma como “la” realidad termina en un qué reducido a concepto, es el ámbito del “abs”. Ibid. p. 103 35 Ibid. p. 267. 36 Ibid. pág. 131. 37 Cfr. Nussbaum, M. (1997). Justicia poética. Barcelona: Andrés Bello, p. 120.
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De versos e docentes: Aurelio Aguirre e O Gaiteiro Xosé María Dobarro Paz Universidade da Coruña
Que un alumno agreda a un profesor é unha noticia que podemos atopar, día si, día case que tamén, en calquera xornal. Ademais, se a publicación periódica se edita en Galicia, o tratamento adoita utilizar como vehículo expresivo o galego, como sucede con moitas outras novidades que teñen que ver con desmáns, violencias, atrasos... O reparto de roles nos casos de convivencia de varios idiomas ou bilingüismo, harmónico ou non, ten estas cousas. Pois ben, a lectura dun destes “simpáticos” acontecementos tróuxome á cabeza que, xa de vello, de case que sempre, estudiantes con pluma fácil dirimiron desacordos de calquera caste con profesores a través de versos de circunstancias nos que, por veces, inclusive aparecían veladas ameazas físicas ou verbais que, como nos casos que se van abordar aquí, non pasaron do papel, que saibamos. Vistas as cousas, ocorréuseme que o relembro dalgún destes episodios docente/discentes podería satisfacer momentos lectores do meu colega -e mellor amigo- Sergio Vences neste seu libro de homenaxe, á par que daría a coñecer episodios da vida literaria compostelana (e tamén galega) de hai século e medio, aproximadamente. Trátase de dous textos escritos con algo máis dun cento de anos de diferencia. O máis antigo é, sen dúbida, da autoría de Aurelio Aguirre Galarraga e di así: UN CONSELLO Señor Calatrava, escoite: vosté é moi chisjaravillas e, si o collen de noite vanlle rompe llas costillas.
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XOSÉ MARÍA DOBARRO PAZ
Xa sabes que tí non és home para facer nada, porque dunha pertejada vólveche a cara ao revés. Tí sempre che estás metendo en cousas que non che toca, e vánche rompe la boca un día, xa cho estóu vendo. Tí ten coidado co lombo que si cho atopan, ¡Dios mío!!!, hanche de correr lo frío, vancho poñer como a un bombo. Tí o que pensas é mandar como alí, na túa casa; pois, amigo, ten cachasa; o que has de faser, calar. ¡Habrá cousa co tal vello! Vai aló a facer pichetas e agárrate a meu consello: cos de cuarto non te metas. Eu esto dígocho a tí, non porque che queira ben, que xa sabes que tamén teño moito que decir...
Exhumouno hai case corenta anos, en 1966, Xosé María Álvarez Blázquez entrañable amigo desaparecido xa hai un tempo-, que o atopara nun libro que lle fixera chegar Andrés Martínez-Morás, quen á súa vez o mercara nunha librería de lance compostelana en 1941. O volume, con textos manuscritos, leva por título Poesías/de Dn. A. A./Cursante de 4º de Filosofía. 18501. Probablemente, debe tratarse dun dos libros que, coas páxinas en branco, lle regalara, segundo este lle relata a Murguía, o seu amigo da infancia e adolescencia compostelanas Ramón Segade Campoamor2. Recuerdo, que para que no anduviese con aquellos cuadernos desohaja [sic] le regalaba yo libros en blanco encuadernados - De estos libros, tenía yo á lo menos dos, que recuerdo bien quien pudo llevarmelos.
De tódalas composicións que conforman o libro foi a titulada “Un consello” a que máis lle interesou ó culto publicista tudense, xa que, polo feito de estar redactada en galego, o "brillante poeta", que dixera Cossío (1960:1047), desde ese momento da descuberta debía entrar a formar parte da nómina dos escritores cultivadores do noso idioma (Álvarez 1966: 225): dende hoxe xa cultor da fala materna, siquera a proba non seña ningunha obra maestra. O feito literario é, en todo caso, o que importa, e as concrusións que del podamos tirar.
Mais esa opinión non foi compartida3 polo noso querido mestre Ricardo Carballo Calero (1979: 124), a máxima autoridade na materia na altura, baseándose en que:
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os versos de Aguirre que Álvarez Blázquez publicóu, non só carecen de virtudes literarias, senón que non pretenden telas. Non son, en realidade, obra literaria. [...] Para escribir versos deste tipo non fai falla amor á fala, nin mentalidade patriótica. [...] Son subproductos de tosca elaboración que están fora do campo artístico, mais que, se os seus autores teñen algunha formación retórica, poden revestir forma métrica, e mesmo moldearse en moldes técnicos emprestados á poesía culta.
Engadía, ademais, que con eles Aguirre non se propuña fomentar a nacente literatura galega nin sumarse aos escritores que estaban a poñer os seus alicerces. Sexa como for, os versos están aí e tanto Álvarez Blázquez como Carballo non descartaban que, de non morrer tan novo, Aurelio Aguirre podería ter seguido o exemplo dos seus amigos Pondal e Rosalía e cultivar o galego, non só usalo. É máis que probable que isto chegase a ser así pois o poeta santiagués foi un auténtico líder na Compostela do seu tempo e, se non foi poeta galego ó xeito que hoxe o entendemos, si foi dos que indirectamente contribuiu á creación do ambiente propicio para o desenvolvemento da nosa literatura de expresión galega. Fillo de pais vascos, naceu na rúa do Vilar o 23 de abril de 18334 tal e como se desprende da partida de bautismo que transcribimos no anexo I. Seu pai, de profesión comerciante, faleceu en 1837, cando o poeta era aínda moi cativo. A nai casou cun avogado de certo prestixio sobre todo no mundo do liberalismo progresista santiagués, Seijas, que lle facilitou unha sólida formación neste ámbito ó poñelo en contacto cos que foran abandeirados do levantamento de 1846 como Pío Rodríguez Terrazo -presidente da constituída “Junta Superior del Gobierno de Galicia”- ou Agustín Dios, o célebre Dios-no5. O acontecemento, que acabou tráxicamente o 26 de abril co fusilamento en Carral do comandante Miguel Solís Cuetos e doutros militares levantados, marcou a Aguirre -e a outros escritores, como Murguía ou Pondal, que daquela eran adolescentes en Compostela ou que chegaran a ela pouco despois- e ó seu recordo dedicou o poema “A los mártires de Carral”, publicado na portada, orlada en luctuoso negro, do bisemanal vigués La Oliva (25, 26-IV-1856) conmemorativo do décimo aniversario dos sucesos6: Salud, ilustres mártires que un día á la voz del honor, libre bandera supísteis tremolar con hidalguía en gloria y prez de la nacion entera! Yo vengo, en nombre de la patria mía, á ofreceros la trova lastimera de mi laúd jamás envilecido, al oro nunca ni al favor vendido. [...] De vuestros hechos el padrón glorioso
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guarda el pueblo leal en la memoria, agradecido siempre y generoso con quien muere en defensa de su gloria. si un mal soldado, infame y alevoso arrancó á vuestra causa la victoria, jamás la suerte se le muestre amiga, la maldicion del cielo le persiga. [...] Salve, salve, animosos campeones que arrebatados por la santa idea de libertad, sus ínclitos pendones desplegásteis con honra en la pelea, dando ejemplo sublime á las naciones. La patria que habiteis el cielo sea... mientras la fiel Galicia, que os adora, en vuestras tumbas se entusiasma y llora. [...] Pueblos, oid: de la verdad divina ya resplandece el sol, y al despotismo y sus leyes sangrientas extermina, y las hunde por siempre en el abismo. Con sus brillantes rayos ilumina la noche del odioso oscurantismo, y un porvenir de paz y de ventura tras de tantos pesares os augura.
Polo seu expediente académico7 sabemos que cando estes acontecementos tiveran lugar Aguirre acababa de comezar os seus estudios de bacharelato denominados de Filosofía- que concluiría coa obtención do grado en 1851. O 1 de xullo deste ano presentara unha solicitude para participar nas probas correspondentes habiendo cursado y probado los cinco años de Filosofía, desea obtar [sic] [,,,] para los egercicios de Bachiller en dicha Facultad.
Polo tanto era “Cursante de 4º de Filosofía. 1850”, como di a portada do libro acompañando as iniciais do seu nome, como se dixo, no curso 1949-50. Xa que logo, o poema tivo que compolo entre os meses de xaneiro e xuño e non “antre o Outono i o Nadal” como indicaba Álvarez Blázquez (1966: 230). Na documentación que manexei non atopei ningún profesor co nome de Calatrava, denominación do destinatario dos versos. ¿Trataríase dun alcume? Nas papeletas de calificación que se encontran no expediente do poeta en 4º curso de Filosofía asinan os docentes Fernández, Rivera, Ulla Ibarzábal, López, Piñeiro y Rey e Nicolás García. Si figura o padre Rivera, que menciona Segade na súa carta: Recuerdo ahora; que quien amansó mucho su genio y le hizo estudiar nuestros clásicos fue el P. Rivera que desempeñaba entonces la cátedra de retórica en la Universidad - Bajo su dirección tradujo una Oda de Horacio, que acaso era lo mejor hecho de Aurelio y seguramente no
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desmerecía de las que tradujo Burgos, sinó por su correcion [sic] por la armonía y elevación del pensamiento - El P. Rivera estaba encantado de ella.
Mais se observamos o nivel de latín que demostra en dúas traduccións que deste 4º curso se conservan no seu expediente -reproducímolas como anexo IIIdebemos concluír que ou Ramón Segade lembra mal as cousas ou que para a composición debeu partir dun texto traducido previamente por alguén, mesmo o propio profesor sacerdote. Superados os dous exercicios para a obtención do grao de bacharel, no curso 1851-52 comezou a carreira de dereito, á que non debeu dedicar excesiva atención, xa que nunha instancia de comezos de outubro de 1856, isto é, cinco anos despois, solicita matricularse en 3º ano fóra de prazo debido a que estivera enfermo de gastroenterite segundo certificado médico que acompaña a solicitude. Trátase da última noticia do seu paso polas aulas universitarias que atopei. Segade Campoamor lembra que nun tempo “Dióle la manía de ponerse al frente de unos jóvenes estudiantes para dar funciones dramáticas en los pueblecillos de la costa durante el verano”, así como que “Era un entusiasmo loco cuando le tocaba salir a él - Por supuesto los dramas eran de Zorrilla y decía los versos con un entusiasmo y énfasis tan melo-dramático que aquellas buenas gentes lloraban de gusto”. Mais, curiosa e sorprendentemente, o seu nome non figura entre os que se recollen no moi documentado e interesante traballo sobre o teatro no Liceo de la Juventud de Victoria Álvarez Ruíz de Ojeda (2000), a pesar de que hai constancia de que, como Rosalía ou Pondal, estivo vinculado a esta importante sociedade compostelana fundada en 1847. Un testimuño de primeira man é o de Luís Rodríguez Seoane (1885): En el Liceo de Santiago nos reuníamos, para consagrarnos al culto del Arte, Aurelio Aguirre, Saturnino Bugallal, que han desaparecido ya de entre los vivos, y Murguía, Juan Manuel Paz, Pondal y tantos otros que, llenos como Rosalía de entusiasmo, tomábamos parte en aquellas veladas musicales y dramáticas que fueron entonces como la sagrada iniciacion de los más ardientes cultos de nuestra fantasía.
Entre eles, ó dicir de Murguía (1879), Aurelio Aguirre “que obtenía una popularidad como jamás gozó alguno á su edad”8. Ao agrandamento desa popularidade -de simpatía pero tamén de rexeitamento- contribuiría decisivamente a organización e a súa destacada participación no banquete que estudiantes e obreiros artesáns celebraron o 2 de marzo de 1856 en Conxo e que estivo a piques de lles costar un desterro nas illas Marianas a el, a Pondal e a Rodríguez Seoane. Mais este é tema para tratar máis de vagar noutro lugar. Mostra evidente da vinculación de Aguirre á sociedade de recreo e instrucción é que chegou a dedicarlle “Al Liceo de la Juventud de Santiago”, un longo poema no que aparecen citados escritores ou personaxes históricos que
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logo -¿ou xa daquela?- serían caros a Eduardo Pondal -compañeiro de andanzas universitarias, banquetes e versos, dous anos máis novo ca el- como Tasso, Homero, Colón ou Ossian: Yo poeta no soy; pero en la calma de la tranquila noche, si medita en los cantos de Osián se absorbe el alma.
¿Simple casualidade? ¿Lecturas comúns? ¿Influencia?9. Non debemos esquecer que o bardo bergantiñán daría a luz nas páxinas da revista compostelana Galicia Médica, as primeiras estrofas de Os Eoas -que, por outra parte, supoñen a súa primeira aportación ás letras galegas- por estas datas, en 1857 (López/Ferreiro 1998). Mais onde sen dúbida deixou pegadas é en Rosalía. Quen lea con atención o poema “El murmullo de las olas”, sobre todo a segunda parte, non pode evitar que lle veña inevitablemente á cabeza o “Negra sombra”: Dime tú, ser misterioso que en mi ser oculto moras sin que adivinar consiga si eres realidad o sombra, ángel, mujer o delirio que bajo distintas formas á mis ojos apareces con la noche y con la aurora, y á todas partes me sigues solícita y cariñosa, y en todas partes me buscas, y en todas partes me nombras, y estás conmigo, si velo, y si duermo, en mí reposas, y si suspiro, suspiras, y si triste lloro, lloras... ¿Oh dímelo... tú lo sabes... dime, visión tentadora, ¿qué les dice á los que sufren el murmullo de las olas? ¡Nadie, nadie me responde! Mis preguntas les enojan! ¡Todos con risa sarcástica del pobre loco se mofan!
Aurelio Aguirre -ó contrario do que a Murguía- coñeceu e tratou a Rosalía no abandonado, desde a exclaustración, convento de San Agustín ou da Cerca, edificio que albergaba o “Liceo de la Juventud”. No soneto “Improvisación” (1957), dedicado “A la poetisa D. R. C.”, parece instar a esta a alcanzar a gloria seguindo os camiños da arte, o sabido ars longa, vita brevis. La mujer en el mundo no es dichosa, por más que, con falaz hipocresía, adulando su joven fantasía
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la mire el mundo y la proclame hermosa. Lo será si modesta y virtuosa al templo del saber sus pasos guía, y ceñida la sien ostenta un día con la diadema de laurel hermosa. La hermosura no es más que una quimera. ¡Página en blanco de la humana historia! Sigue con fe del arte la carrera, Que es muy grato dejar una memoria que acredite á la gente venidera, intachable virtud, mérito y gloria.
Para a Corona que se lle dedicou á Aguirre cando a súa morte10, Rosalía compuxo o sentido poema, “A la memoria del poeta gallego Aurelio Aguirre”, que acaba: ¡y es manantial fecundo el llanto mío para verter sobre un sepulcro amado de mil recuerdos caudaloso río!
Interpretacións dese final e outras razóns, como a citada influencia dos versos de Aguirre, levaron a que algúns estudiosos especulasen cun posible namoro de ambos que, máis que probablemente, nunca foi real. Mais a Murguía –que tampouco coñeceu á primeira Rosalía poeta e actriz- si que non chegou a tratalo nesa época, pois a pouca dedicación ós estudios de Farmacia deste motivou que o pai o forzara a abandonar Santiago para ver de que os seguise mellor a Madrid, o que non sucedería. Así o lembraba o patriarca (Murguía, 1885: 48-9): Pocas personas, entre las que le han tratado y querido, habrán estado en circunstancias de conocerle más pronto que yo. Nacidos en un mismo año, y á pocos días de distancia, hijos ambos de vascongadas, [...] criados en una misma población, frecuentando las mismas aulas, nada, dados nuestros gustos y predilecciones, debía habernos estorbado el conocernos pronto y unirnos por ese lazo fácil y estrecho de la mútua confianza y aprecio... [...] nada en mis recuerdos de aquel tiempo me habla de él: nuestra amistad tuvo origen en la conformidad de sentimientos y aspiraciones, cuando ya uno y otro nos habíamos dado á conocer con los primeros trabajos literarios. Mi hermano que le amaba entrañablemente, nos hizo amigos. Después el tiempo y la lealtad de Aurelio hizo el resto.
Coñeceríanse, pois, como o propio historiador di, por medio de Nicolás Murguía, e forxarían unha boa amizade –mesmo ata atuarse na correspondencia– en 1856, cando Murguía veu pasar as vacacións de verán a Galicia e Rosalía acababa de marchar para Madrid no mes de abril inmediato. É por iso que cando quixo trazar o seu perfil biográfico en Los Precursores reclamou a axuda de amigos comúns que o trataran con anterioridade, como Ramón Segade Campoamor. En 1857, Aguirre xa se fixera un certo nome de poeta, sobre todo nas páxinas de La Oliva, polo que intentou reunir as súas composicións nun
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volume, tal e como a propia publicación viguesa facía saber (La Oliva 102, 21I-1857): Nuestro ilustrado amigo y jóven poeta Don Aurelio Aguirre, va á publicar un tomo de poesías bajo el modesto título de NOCHES DE AGOSTO. Ensayos poéticos. A juzgar por las lindas composiciones que hemos publicado en nuestro Folletin, creemos que estos Ensayos serán una obrita digna del apoyo de las personas amantes de la bella literatura y de protejer al talento. Estamos seguros que el jóven Aguirre no desmentirá en sus Noches de Agosto la reputación de poeta que se ha conquistado con sus composiciones publicadas por la prensa del pais. Aguardamos con impaciencia su publicación para juzgarla literaria é imparcialmente.
Mais o intento non callaría e a publicación non se iniciaría ata o ano seguinte, cando co apoio duns amigos e correlixionarios se poñerían á venda por entregas os Ensayos poéticos, que non chegarían a concluír pola súa inesperada morte. En 1957 escribira "Despidiéndose de sus amigos para ir a La Coruña", composición que sería considerada como un presentimento do que acontecería ó ano seguinte: ¡No sé qué playa al abordar me espera! ¡Misterio ingrato a mis profanos ojos! Mas si náufrago llego a la ribera, cuando el mundo recoja mis despojos, era artista en sentir, habrá quien diga, pero su estrella le alumbró enemiga.
Así foi. O 29 de xullo de 1858 morría afogado na coruñesa praia de San Amaro. Falouse de suicidio, por aquilo do romantismo, e máis de que quedara preso dunhas algas. Mais o que debeu acontecer foi que sufrira un mareo derivado da enfermidade contraída anos antes nas súas andanzas polos lupanares tal e como lle daba conta anos despois Segade Campoamor a Murguía. De ter sido as cousas doutra maneira hoxe é posible que Aguirre formase parte de pleno dereito das nosas letras ocupando un lugar sobranceiro. *** A segunda composición que recollo, un soneto, figura nunha folla solta mecanografada que circulou por Galicia nos anos sesenta. ADIVIÑA QUEN É Eu proclamo, lingüista de opereta, que eres merda de neno, floxa e solta, e volvo a repetirche, de outra volta, que mamas do Opus Dei na porca teta. Digo de tí, no nome do traballo, que naciches de estirpe de alfaiate e que, noustante, tocache-lo carallo
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ó pobo sofridor, gran botarate! Fascista recastado de pimpín que gañáche-la cátedra levando a carteira sin cencia de Balbín. Cágome en tí i en toda a tua raza, cágome en tí, boneco triste e brando, mentras agardo que escomence a caza. O GAITEIRO
Trátase, como se ve, dunha diatriba ideolóxica, sen ameazas físicas, contra un profesor que, segundo o autor, foi catedrático polo chamado “peloteo” e pola súa vinculación a unha familia político-relixiosa máis que por méritos propios. Detrás do Gaiteiro, importante figura protagonística na literatura galega decimonónica -lembremos sen máis o de A Gaita Gallega de Pintos, o repoludo de Rosalía, ou o de Penalta de Curros- agáchase, ó que se di, un recoñecido poeta que xa daquela obtivera algún que outro premio. O destinatario deostado é moi máis doado de identificar e, por iso, deixamos que sexa o curioso lector quen o faga sen dar máis datos que dicir que é galego e que se xubilou non hai moito nunha Universidade de fóra de Galicia.
ANEXOS ANEXO I Anaco de carta de Ramón Segade Campoamor a Murguía. (Rutis-Vilaboa 20IX-1885). Vamos á sus Precursores - Aguirre nació en la rua del Villar en la casa que sigue á la mía Nos hemos bautizado en la misma pila con algunos días de diferencia, segun me contaba mi madre, fuimos á la misma escuela, estudiamos juntos Filosofia y creo hasta segundo año de Leyes11 - Fué siempre un poeta espontaneo, facil, ligero - El fué el primero que en una ocasion, me hablo de V. diciendose, mira unos versos del hijo del Boticario Martínez, un joven, casi un niño, no son malos... me gustan...” No recuerdo si V. estaba entonces en Santiago ó ya marcharía V. para Madrid12 - Perdone V. esta cita - Pero quiero decirle á V. todo lo que recuerdo de aquel periodo tan feliz de mi vida - En los primeros años de filosofia establecimos una Academia literaria en mi casa donde concurrian Julio Caneda, uno de Noya cuyo nombre no recuerdo - Un americano que hacia versos como agua, Felix Padin, que tenía buenas disposiciones que colaboró con Neira de Mosquera en su periódico El Eco de Galicia, Domingo Camino - Padin murió á los 20 años en el Hospital de Santiago tísico- Y otros varios cuyo nombre non puedo recordar. Allí como V. puede comprender discutiamos los puntos más elevados de Historia, y Literatura, se escribían discursos, poesías, ect. - Aurelio, en medio de la ligereza de su musa tenia aficiones y maneras de pensador - pero poca aficion al estudio y voluntad revelde [sic] para sujetarse á él genio fuerte é indomito y apesar del mucho afecto que me profesaba reñia muchas veces conmigo por más que yo era el que podia dominarle en sus arrebatos - Su padre, honrado comerciante Vizcaino, que tenía comercio en la casa que hoy es de Santaló dió en quiebra, y murió luego, siendo Aurelio muy niño, su madre vizcaina también13, se casó después con un Abogado, muy
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listo que llamaban Seijas y murió loco - Este abogado guio, si se quiere, el talento de Aurelio, y su escogida librería le sirvió de alimento, la muerte de él le privo de un buen mentor y amparo Seijas, que tenía ideas muy avanzadas en política, educó en ellas á Aurelio - Nuestras disputas versaban siempre sobre esto, pues yo pensé de niño lo que pienso hoy - eramos opuestos en todo. Dios nó, célebre patriota que V. recordará, era su padrino, los amigos de Seijas que conocía a Aurelio fueron atrayendole á su partido - Pío Terrazo - Pioso Taboada (Pedrete) etc - Sin embargo de esto nuestra amistad no se altero - y con el iba á los cafés, billares, que era el terreno donde él vivia y escribia sus versos en un cuaderno que traía siempre debajo de su esclavina verde14 - En vestir, tenia algún parecido con C. Belvís - Era un poeta romántico de pura sangre - Recuerdo, que para que no anduviese con aquellos cuadernos desohajas [sic] le regalaba yo, libros en blanco encuadernados - De estos libros, tenía yo á lo menos dos, que no recuerdo bien quien pudo llevarmelos, uno se quedó en casa de Guisasola, que viniera a Santiago enamorado de una dama joven de una Compañía con quien vivía - cuya dama joven dejó al fin al pobre Guisasola plantado sin un cuarto - Entonces Aurelio y yo frecuentábamos su posada y alli nos reuníamos todos los días proporcionandole algun trabajo, entre otros fue el pintar la lechería del tío Paco al temple; acaso el mejor trabajo de Guisasola que el tiempo borró por completo - Aurelio pintaba tambien, pero tanto el como yo haciamos mamarrachos: recuerdo que le decía Guisasola Si tus versos no valen más que tus pinturas ya puedes ahorcarlos - Tengo un cuadro que V. vería muchas veces, que está pintado por los tres, es un mal boceto - Entonces, creo que fué, cuando le dió la manía de escribir una novela; la prosa no la entendía y le daba unos giros que no concluían nunca - Leyome algunos capítulos, díjele lo que me parecía, no le gustó; se amoscó, disputamos y al fin fuese y se rompió nuestra amistad - Por aquella epoca sus costumbres eran atroces; no salía de las casas de prostitución; enamorose de una prostituta perdidamente - Y pasaron años sin hablarnos siquiera Le acometio una enfermedad terrible, su madre, me dijo en la calle que preguntara por mí, fui á verle - A poco salió de su enfermedad, pero como se había edintificado [sic] tanto en la política, había hechado [sic] aquel brindis a Conjo, que V. recordará; nuestra amistad había enfriado bastante y no hacíamos más que saludarnos - Se me había olvidado decir á V., que uno de nuestros amigos en Pombal a quien ibamos á ver muchas veces á su posada para contemplarlo en la cama vestido de frac; manía que hacia mucha gracia a Aurelio - Lo que llevo relatado arriba y mi casamiento hizo también que nuestras relaciones no volviesen á reanudarse como al principio pasando meses sin hablarnos - Como la mayor parte de mis amigos eran liberales é incrédulos, no transigian conmigo, apesar de mi natural tolerancia, y si á la verdad me querían, no era posible que tuviesen gran intimidad ni yo asistiese á donde ellos iban. Aurelio, como tanto le incensaban los de su partido, fué perdiendo su modestia y sencillez y se hizo algo soberbio, y vanidoso; cosa que contribuyo para que yo me desviase de él - Pastor Díaz, por medio, no sé si de Romero Ortiz o de Dios Nó, le remitieron sus mejores composiciones y le escribio alentandole mucho y ofreciendole su proteción [sic] y animándole para que se fuese á Madrid -Pastor Díaz estaba entonces de Embajador en Portugal - En vista de esto tenía ya determinado el viaje á Madrid Pero á la verdad estaba muy enfermo y padecía de unos vértigos que le dejaban sin sentido - Dióle la manía de ponerse al frente de unos jóvenes estudiantes para dar funciones dramáticas, en los pueblecillos de la costa durante el verano - Recuerdo que en una ocasión iendo [sic] yo á Iria, a una escursión [sic] por aquel pais delicioso, con otro amigo, en dos buenas jacas que teníamos, me encontré con Aurelio que estaba allí dando una función dramática, en la casa del Ayuntamiento, y se había preparado para el objeto - Con este motivo nos quedamos allí aquella noche y asistí á la función convidado por el mismo Aurelio - Era un entusiasmo loco cuando le tocaba salir a él - Por supuesto los dramas eran de Zorrilla y decía los versos con un entusiasmo y énfasis tan melo-dramático que aquellas buenas gentes lloraban de gusto - Después todo era borrachera y orgia - Por ir en su compañia y probar algo de aquella vida de bohemio, me decidí a embarcarme con ellos al Carril - Mandamos pues las caballerías con los criados y entramos á la mañana siguiente en una lancha - En Carril, y Villagarcía se dieron sus funciones correspondiente - Allí embarcamos para Cambados en un pailebote lleno de sal - Yo era aficionadisimo al mar, si nací para algo fue para Marino - Sucedió que todos se marearon, y Aurelio terriblemente - Se levantó un fuerte viento, el patrón del barco era viejo, yo me atreví a cojer la caña del timón, y
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aun cuando no conocía aquellos mares, el instinto que yo tenía en cosas de mar, me guió para que librase al barco de encallar en los bancos que hay a la entrada de Cambados, y me hice a la mar y anduvimos bordeando por fuera hasta que subió la marea y nos facilitó la entrada - En Cambados nos despedimos y yo volví a montar a caballo para seguir a Caldas, Cuntis y demás pueblos que teníamos pensado recorrer mi amigo y yo. Sin embargo de todo esto; al llegar a Santiago continuamos sin tratarnos con la primera intimidad y todo se limitaba a un saludo cuando nos veíamos que era pocas veces. - En 1858, creo que fue, nos hallamos en el derribo a eso de las 6 de la tarde del mes de Junio, en cuanto me vió, vino á hablarme y me abrazó y yo correspondí a su cariño - Después de hablarnos una hora o cerca de ella, quedamos en que al día siguiente iría á verme á Vilaboa y que pasaría unos días conmigo -(Debo decir á V. que en nuestros primeros años iba conmigo a la aldea y pasaba á mi lado 15 ó 20 dias por el verano) - Pero al día siguiente supe que había muerto ahogado - Me sorprendió tanto la noticia que fuí a la Coruña á cerciorarme del hecho - Y para que vea V. cual era mi afecto por el, sin decir nada en casa me marché a Santiago y corrí a acompañar su cadáver - Asistí a la primera reunión que hubo en el Liceo de San Agustín para hacer unas honras y una Corona poética y encabece la suscrición [sic] con 80 rs., que para un muchacho que acaba de graduarse de Abogado era un capital y que escandalizó a muchos, tantos, que no sabían cuanto yo queria a Aurelio - Yo escribía entonces, pero encerraba con cien llaves cuanto hacía, tenía por un delito escribir, era también de carácter oscuro, y sea por esto o por lo que fuera no me invitaron para la Corona - Acaso no había otro, que más quisiese a mi pobre amigo - Como sabía yo el mal que sufría le defendí y defiendo aun hoy contra la injuria de suicidio que se dió en decir - Creo que si los que estaban a su lado fueran más expertos Aurelio se habría salvado; pero se aturdieron y le abandonaron Los versos del romance que cita Vicenti en la biografía que hace de Aurelio - Es la virgen que yo adoro - pudorosa sensitiva - son míos, pues muchas veces le daba yo las primeras palabras de sus composiciones - Debe V. suponer que esto lo digo, no por vanidad, pues nada significa, sino para que V. vea la intimidad que teníamos - ya le cansarán a V. tantos detalles pero como V. me advierte que desea toda clase de noticias, dejé correr la pluma - Y como de tal manera, amigo mío, que dudo ya lo entienda pues va escrito como el diablo; el copiarlo y ordenarlo me sería imposible por el poco tiempo que dispongo. Perdone V. pues el fondo y la forma y lo que parezca alabanza de mi persona tan oscura e insignificante como es tratándose de un talento como el de Aurelio - Recuerdo ahora; que quien amansó mucho su genio y le hizo estudiar nuestros clásicos fue el P. Rivera que desempeñaba entonces la cátedra de retórica en la Universidad - Bajo su dirección tradujo una Oda de Horacio, que acaso era lo mejor hecho de Aurelio y seguramente no desmerecía de las que tradujo Burgos, sinó por su correcion [sic] por la armonía y elevación del pensamiento - El P. Rivera estaba encantado de ella - Lo más curioso de la vida de Aguirre fue la polémica religioso-dogmática con el Padre Blanco secretario de Cuesta (D. Miguel) el que murió de Arzobispo de Valladolid - Aurelio empeñose en parecer protestante, llamole Blanco a su despacho y allí debatieron uno y el otro - Figúrese V. lo que sacarían en limpio - El primero era Teólogo inspirado en Sto. Tomás, y el otro un poeta inspirado en Espronceda, Zorrilla, Lamenais y demás - No pudieron entenderse - Aurelio no sabía una palabra de Teología, así como el otro no comprendía pudiese un poeta razonar sobre aquella ciencia - La verdad, es, que Aurelio era tan protestante como yo - Era un librepensador, y nada más, - pero sin conciencia de lo que era - pues entonces no se conocían los filósofos que hacían esta revolución - Y solo había leido alguno que otro artículo mal traducido, que ni el francés sabía - Pues acudió a mi para que le tradujese algo Figurese V. qué sacarían en limpio uno y el otro - ya se ve como Aurelio, pensaba mejor que todos cuantos pensaban algo en su época y tenía el valor de ponerse al frente, en contra de los reacionarios [sic], de ideas y política, de aquí el empeño que tuvieron en convertirlo. Con esto lo que hicieron fue darle más valor e importancia - que es de admirar lo que le respetaban los suyos -
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ANEXO II En la Yglesia parroquial de Sn Andres Apostol de la Ciudad de Santiago, á veinte y tres de Abril de mil ochocientos treynta y tres, Yo Dn Tomás Sanlouzans, Cura Economo de dha Parroquia, bautizé solemnemte y puse los Stos Oleos a un niño que nacio el mismo dia, á quien puse por nombre Aurelio de Santiago, hijo legitimo de Dn Angel Aguirre y de Da Josefa Galarraga, aquel natural de la Anteyglesia de Sn Juan Bautista de Ubidea en el señorio de Vizcaya; y ella de la Universidad de Lezo, en la provincia de Guipuzcua [sic], y vezos de la dha de Sn Andres; Abuelos Paternos Dn Jose Aguirre Cahue, y Da Manuela de Irulegui; naturales y vezos de la dha Anteyglesia de Ubidea; Maternos, Dn Jose Esteban de Galarraga y Da Maria Carmen de Echeveste, naturales y vezos de la dha Universidad de Lezo: Fueron sus padrinos Dn Juan Gutiérrez y Da Manuela Galvez, vezos de esta Ciudad, y por verdad lo firmo =Tomas Sanlouzans=
ANEXO III15 Si en alguna cosa dice Quintiliano se distingue el hombre del bruto es ciertamente en el don de la palabra. Los animales nos vencen en fuerza y voluntad guiados solo por la naturaleza aprenden por si mismos á correr nadar y alimentarse hallandose resguardados del frio y en donde quiera encuentran alimentos mientras nada de esto consigue el hombre sino á costa de imensos [sic] trabajos.
Latin Si alicua in re ait Quintilianus homo distinguitur ab animalibus certe est munus brevis. Animalia super nos in vire et in voluntate ducens natura discent statin per se ipsos currere, nare et alere se: repertam est canas frigoris, posident armorum geniti a defendo et ubi volevat conflictem alimenti, dum a nihil rupes homo nisi a inferna imensorum opera vasta. El arte de hablar y escrivir [sic] con perfeccion es un arte que deben los hombres poseer como interesante, no solo para los altos fines de la sociedad, sino tambien para los usos mas comunes de la vida. Pero puede cada uno adquirir por si solo este arte (ó necesita reglas que dirijan su ingenio? Esta cuestión es haora [sic] más importante que nunca pues hemos llegado á tiempos en que se desprecian enteramente las reglas. Para decidirla, pregunto: ¿Es cosa fácil á todos los hombres el escrivir [sic] bien en cualquier genero?
Latin Ars loquendi et escrivendi perfeccione est ars que homines debent possidere ut necesse non solum altis extremis societatis, etiam usibus magis comunes vite. Sed potest quisque acquirere per solum han artem (ó compellat canones quas ostendant ingeniorum suum? Hac cuestio est nunc magis lacram quam nunquam, ergo accedimus temporibus in quibus despiciant se omnes canones. Decidenda, intérrogo: ¿Facilis est omnes homines scrivere bene dum modo?
DE VERSOS E DOCENTES: AURELIO AGUIRRE E O GAITEIRO
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Notas 1
Gravado no lombo: Poesías/de/A. A. G. Faino nunha longa carta -depositada na Real Academia Galega- que Ramón Segade lle enviou a Murguía, desde Rutis-Vilaboa, o 20 de setembro de 1885 dándolle noticias sobre Aguirre para o libro Los Precursores. Polo seu interese reproduzo como anexo II a transcrición textual da parte que dedica ás peripecias vitais do noso autor. 3 De feito non o incluiría nin na segunda (1975) nin na terceira (1981) edición da súa magna Historia da Literatura Galega Contemporánea. Incluiría, por exemplo, por indicación miña, na terceira e última edición, ó poeta ferrolán Domingo Díaz de Robles. 4 Erra Segade Campoamor nas noticias que lle dá a Murguía e que este utiliza (1885: 45 n. 1), pois Aguirre fora bautizado o 23 de abril de 1833 e el o 31 de xullo de 1831, case dous anos antes. 5 Segade, na carta a Murguía -e este así o recolle tamén-, di que “Dios nó, célebre patriota que V. recordará, era su padrino”, cousa que non responde á realidade, pois na partida bautismal dise “Fueron sus padrinos Dn Juan Gutiérrez y Da Manuela Galvez, vezos. de esta Ciudad”. 6 Nestes momentos o progresismo galego iniciou os trámites para a erección dun monumento conmemorativo en Santiago, idea nunca abandonada pero que non se puido facer efectiva ata 1904 en que a coruñesa “Liga Gallega” puido inauguralo en Carral. Poucos días despois (La Oliva 28, 7-V-1856) o xornal incluía un solto no que manifestaba a súa satisfacción porque: “La composición á los mártires de Carral, por el Sr. Aguirre, que hemos publicado días pasados, mereció el elogio de la prensa madrileña y que La Discusión la trasladase íntegra á sus ilustradas columnas. Igual distincion obtuvo no ha mucho tiempo del Aragonés el brindis pronunciado en el banquete de Santiago por don Eduardo Pondal. Damos las gracias, estimados colegas, en nombre de nuestros queridos colaboradores, por el honor que les dispensais”. En ningunha das biografías do bardo bergantiñán temos visto referencia a este feito. O “Brindis” de Pondal aparecera no número 16, correspondente ó 23 de marzo. 7 Arquivo Universitario de Santiago. Expedientes Persoais. 8 Como mostra máis que anecdótica temos esta noticia aparecida en La Oliva: (125, 21-III-1857): “Una suscritora (que muy linda tiene que ser) nos ha remitido para su inserción en esta parte literaria de LA OLIVA, el siguiente precioso artículo, qué publicamos con el mayor gusto, sintiendo unicamente que la mujer que así se expresa, no descubra su rostro y nos favorezca a menudo con las ardientes y cristianas inspiraciones de su pluma. UNA VÍCTIMA A D. Aurelio Aguirre. Joven poeta: No te conozco, te aprecio sin fingimiento y me inspiras, cada vez que leo una poesía tuya, más simpatías. Motivos estos suficientes para dedicarte la desdichada historia que voy a relatar, y que a no ser para ti de seguro que no la hubiera escrito: porque sé que al leerla, si eres lo que de tus versos se desprende, debe brotar por tu mejilla una lágrima de dolor para la infeliz víctima. ¿Por qué tanto tiempo está callada tu lira? ¿Eres víctima también? ¿O en tu corazón han dejado ya huella los 20 años del poeta? ¡Ay! si es esto, comprendo entonces tu silencio. Es horrible conocer cuanto una ama, y saber que este amor se pierde en el espacio sin límites, y que lo arrastra al ocaso el viento de los días... Repito que al dedicarte estas pobres líneas, lo hago por la admiración que me mereces; por los felices momentos de que te soy deudora y porque tengo la seguridad (sólo así me explicaría con esta franqueza: ahí verás lo que somos!... lo que somos!...) de que jamás llegarás a conocer a tu apasionada y desconocida amiga.- CARMEN.” 9 Uns versos de Aguirre encabezan os do “Brindis” que Pondal leu no banquete de Conxo: “Hijo del pueblo soy, y me envanece/Digno vástago ser de tu linaje./Oprobio, mengua y maldición merece/Quien el blason de su virtud ultrage”. 10 Corona fúnebre/á la memoria/del distinguido poeta gallego/Aurelio Aguirre Galarraga./Publicada bajo la dirección/del/Dr. D. José Domínguez Izquierdo. Editouna na Imprenta de 2
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XOSÉ MARÍA DOBARRO PAZ
Manuel Mirás, fronte á Universidade en 1959. Curiosamente a composición de Domínguez d’Esquerdo supón a única aportación en galego. Está en prosa e leva o número XXVIII. 11 Novamente hai equivocación, pois Segade comezou Filosofía no curso 1844-5 e fíxose bacharel en xullo de 1846. Aguirre iniciaría estes estudios en 1845 e sería bacharel en 1851. Segade empezou dereito en 1846 e licenciou en 1854, mentres que Aguirre empezou en 1851 e en 1856 matriculouse en terceiro curso. Aí, que saibamos, abandonou. 12 Murguía chegou a Madrid en outubro de 1851. 13 Como se di na partida de bautismo do poeta era guipuzcoana de Lezo. 14 Segundo Alfredo Vicenti era azul. 15 Son folios dobrados á metade a modo de caderniño. Na última cara da segunda traducción figura o seu nome co nº 17 de 4º de Filosofía.
Bibliografía: •
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Mil palabras para una imagen: la literatura emblemática en Hispanoamérica Emilio Blanco Universidade da Coruña
Introducción “Exegi monumentum aere perennius", decía Horacio (Odas, 3, 30, 1) en clara alusión a la inmortalidad de su obra literaria. Si Andrea Alciato pudiese aplicar la frase a alguna parte de su producción escrita, a buen seguro preferiría ser recordado por sus cuatro volúmenes sobre leyes publicados en Basilea en 1582 que por su Emblematum libellus, que ve la luz en Augsburgo en 1531. La diferencia estriba en que mientras que el comentario y la interpretación jurídica ocupan la parte principal de su tiempo y de su actividad como humanista, la emblemática fue sólo para el tiempo de descanso, para restaurar la mente cansada del estudioso cuando las leyes la habían ya agotado. La Historia es, a veces, caprichosa, y reduce al polvo del olvido algunos grandes esfuerzos para encumbrar ciertos ratos de ocio: pensemos en Petrarca, para no recitar a Alciato. O quizá todo se reduzca a que no siempre se equivoca la fama, sino que a veces incluso elige bien. No es ésta la única paradoja en la vida del jurista, quien conocía bien la antigüedad grecolatina en función de esa actividad humanista a la que me he referido. Sin embargo, por alguna razón que de momento se nos escapa, Alciato se sintió atraído por una colección de epigramas compuesta en el siglo XIV, en plena Edad Media, por el monje Máximo Planude: la Anthologia graeca, fuente principal de su libro de emblemas. La paradoja estriba en que nuestro autor preparó un manuscrito con 99 emblemas, se lo presentó al consejero imperial Peutinger y éste a su vez lo entregó al impresor Steyner, quien juzgó oportuno que cada epigrama fuera ilustrado, tarea encomendada al grabador Breuil. Así, surge, por una casualidad, la mezcla de texto e imagen en uno de los libros de
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mayor éxito en la historia de los siglos XVI al XVllI, y básico para entender buena parte del arte renacentista y barroco1. El emblema, pues, se configura como un género compuesto de tres partes que definen a la perfección sus nombres latinos: inscriptio, pictura y subscriptio. Una pequeña cita, o mote, presenta el emblema. Generalmente se imprime por encima de la pictura y funciona como inscriptio. La pictura puede representar uno o varios objetos, personas, acontecimientos, acciones. Algunos de los motivos son reales; otros, imaginarios, lo que no quiere decir necesariamente que en los siglos XVI y XVII se pensasen como motivos fantásticos. Debajo de la pictura viene una cita en prosa o en verso de algún autor reputado de la antigüedad o compuesta por el mismo emblematista: hace la función de la subscriptio. Para hablar en términos españoles, el emblema de Alciato consta de tres elementos: el lema o mote, frase sintética en griego o en latín (más tarde en castellano), que será explicada en el epigrama y en el grabado; el grabado o cuadro y un epigrama latino alusivo al dibujo y que implica por lo general una moralidad. Todo esto en una página, y no es raro que los emblematistas posteriores a Alciato inserten en la página contraria a la del emblema un poema o un texto en prosa explicatorio en lengua vernácula, que con el tiempo puede llegar a dilatarse a lo largo de varias páginas2. La importancia de este comentario será fundamental para el ámbito Hispanoamericano. Surge así el libro de emblemas de Alciato, que se reedita en 1532, 1533 Y 1534, lo que demuestra a las claras su éxito inmediato y rotundo en Europa. Lo corrobora el hecho de que los impresores más importantes de la Europa del momento lo publicaron en sus prensas y que el mismo Alciato fue incrementando el número de emblemas hasta llegar a 212. Se conocen más de 170 ediciones de la obra emblemática de Alciato. A la zaga de ese éxito, otros autores discurren al camino de los emblemas. Se pueden contar hasta seis centenares de volúmenes impresos en los siglos XVI y XVII que, o bien son directamente libros de emblemática, o bien tienen algún tipo de relación con ella. Para no alargarnos innecesariamente, en el campo europeo puede citarse la obra de Praz para un estudio general, mientras que en el ámbito hispánico es de referencia obligada la bibliografía de Pedro F. Campa Emblemata Hispanica3. Lo que muestra esta última es que en España todo lo relacionado con la emblemática llegó a ejercer la misma fascinación que en el resto de Europa, produciéndose libros que gozaron de gran éxito europeo, como es el caso de los Emblemas de Covarrubias o, aun más claramente, de las Empresas políticas de Saavedra Fajardo. Éste es un esbozo muy esquemático del panorama europeo y, algo más concretamente, del español. La pregunta se centra en lo que sucede en Hispanoamérica. Teniendo en cuenta que la literatura colonial hispanoamericana se nutre en buena medida de la escrita en Europa y, sobre todo, en España desde fines de la
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Edad Media hasta el siglo XVII, es de esperar que la tradición emblemática haya tenido su esplendor en el ámbito citado. Sin embargo, la opinión de los especialistas parece reducirla a la nada, o a la casi nada. En el excelente libro de Pedro Campa, la presencia de libros de emblemas escritos o publicados en Sudamérica es realmente exigua, lo que sería trasunto de una pobreza extrema. Por otra parte, y si bien es cierto que los especialistas en arte han dedicado algunas páginas a la emblemática en Hispanoamérica desde su punto de vista4, no hay ningún estudio de conjunto que intente trazar desde la perspectiva literaria la evolución del asunto emblemático y evaluar la importancia de esta tradición en las letras coloniales5.
1. Posibles influencias recientes de los libros de emblemas No es mi intención aquí analizar los posibles desarrollos modernos a que la literatura de emblemas haya podido dar lugar más o menos recientemente. Cedomil Goic, por ejemplo, ha intentado mostrar la influencia del emblema de amor tirano en el poema Amo Amor de Gabriela Mistral. Dice que el emblema del Poder de Amor, que da sentido al poema de la Mistral, "encuentra en el texto otras formas emblemáticas que explayan pluralmente la variedad de fuerzas del amor y comprenden el Amor Tirano, el Amor Dulce, el Amor Ciego, el Amor Astuto, el Amor Ardiente y el Amor Brujo”6. A Goic la vinculación de toda la poesía de la chilena con la emblemática le parece improbable, pero cree fuera de duda que en ella hay "un conocimiento seguro de este singular elemento literario" (p. 19). Alude, además, a una tendencia simbolista que hay que ver como una renovación de la literatura emblemática, y cita entre esos autores desde Manuel Magallanes Moure ("Himno al Amor") hasta Julio Cortázar, pasando por Humberto Díaz Casanueva, Vicente Huidobro o Leopoldo Marechal. Creo que aun se pueden añadir algunos nombres a esta lista. Por ejemplo, Augusto Monterroso, uno de los grandes mixtificadores de la literatura hispanoamericana contemporánea, hombre de saberes varios, acuñados en múltiples lecturas, bastantes de ellas en la Biblioteca Nacional de Guatemala. Cuando Graciela Carminatti le preguntó si existía algún simbolismo en su obra, el escritor no dudó en responder afirmativamente, indicando que toda literatura es alegórica o no es nada, y que no hay que explicar las alusiones. "Si la gente se los pierde, peor para la gente”7. En Los buscadores de oro, de 1993, Monterroso dice: ...espero que de manera milagrosa las cuarenta y dos líneas por página de la Biblia latina de Gutenberg y el delfín de Aldo Manucio sensualmente enrollado en su ancla vuelvan a aparecérsenos de pronto a la vuelta de la esquina, dentro de las leyes, esperanzadoras o siniestras, del eterno retorno8.
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Monterroso se refiere sin duda a la figura que aparece a partir de 1502 como ex-libris de Manuzzi en las ediciones aldinas, pero me pregunto si no habrá algún tipo de referencias al jeroglífico del delfín cálidamente enroscado en torno al ancla, que ya estaba en la Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna, reeditado en 1981 en traducción de Pilar Pedraza9. O quizá a Alciato, reeditado y traducido en varias ocasiones en la década de los 80, en cuyo emblema CXLIII aparece la misma imagen. En uno y otro caso se hace referencia a las nociones de prisa-calma10, que es precisamente el sentido que le da Monterroso en su texto, por oposición entre la rapidez de la Galaxia Marconi frente a la gozosa lentitud de la pausada Galaxia Gutenberg. Si aquí cabe la duda, creo que no es así en otros lugares de la obra del guatemalteco. Pensemos en "Las dos colas, o el filósofo ecléctico", recogido en La Oveja negra (y demás fábulas): En otra ocasión, un domador de Serpientes exhibía varias en un canasto, entre las cuales una se mordía la cola, lo que provocaba la seriedad de los niños y las risas de los adultos. Cuando los niños preguntaron al filósofo a qué podía deberse aquello, él les respondió que la Serpiente que se muerde la cola representa el InfInito y el Eterno Retorno de personas, hechos y cosas, y que esto quieren decir las Serpientes cuando se muerden la cola11.
No hay que ir muy lejos para dar con el significado que aplica Monterroso al dibujo que aparece en la página anterior de su texto. Horapolo ya daba esta representación en su segundo jeroglífico como símbolo del Universo, con referencias veladas al eterno retorno del que habla Monterroso: "Cada año, quitándose la piel vieja, se desnuda, como el año en el universo cambiando se rejuvenece”12. Pero sobre todo Ripa, que es quien establece entre las imágenes de la Eternidad la de la "serpiente formando un círculo sobre sí misma, de modo que se sujete con su boca la cola", que demuestra cómo la Eternidad "de sí misma se alimenta, pues no se fomenta ni mantiene a base de cosas exteriores"13. Y aunque él lo niegue, y ya que se ha citado La Oveja negra (y demás fábulas), esta obra tiene algo que ver con los bestiarios14, y habría que preguntarse si la gran cantidad de libros así llamados no están relacionados con el género medieval al que tanto debe la tradición emblemática por la simbología medieval que contenían y que luego se reutiliza15. Estoy pensando, además de en el Manual de zoología fantástica de Borges, en el Bestiario de Arreola, por citar sólo los casos más conocidos, pero se podría llegar hasta el Album de Zoología de José Emilio Pacheco (1985). Hay bibliografía sobre el particular que muestra lo productivos que pueden ser los análisis en función de estos simbolismos medievales16, pero no es mi intención detenerme más en ello de momento.
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2. Precedentes autóctonos Y si en Hispanoamérica no hay que indagar mucho para dar con una nutrida nómina de posibles consecuentes del universo emblemático tradicional, tampoco hay que romperse la cabeza para encontrar una serie variada y rica de precedentes en el mundo americano previo a la Conquista y Colonización. Me refiero a la rica tradición de los jeroglíficos. Aunque hay voces expertas que han indagado sobre la tradición de los jeroglíficos mexicanos, daré la palabra a un testigo de vista, Gemelli Careri, quien escribe un Viaje alrededor del mundo, del cual el tomo sexto lleva por título "De la Nueva España", aunque recoja también la vuelta de su autor al Viejo Mundo, su reentrada en él por España y su llegada a Italia17. En el capítulo V habla de los meses, de los años y del siglo de los mexicanos, con sus jeroglíficos. Indica que los ingeniosos mexicanos, no disponiendo de letras tal y como se conocían en Occidente, se servían de figuras y de jeroglíficos para expresar las cosas corporales que tienen una figura, y para el resto, de otros caracteres; y así dejaban a la posteridad el conocimiento de lo que les había ocurrido (p. 64). Por ejemplo, para señalar la entrada de los españoles, pintaron un hombre con sombrero y vestido de rojo con la figura de un bastón (p. 64). Y cuando explica cómo representaban el siglo los mexicanos, aparece una figura que ya resulta conocida: un círculo rodeado por una serpiente (p. 65), que, como se vio, venía significando desde Horapolo la eternidad o el tiempo, hasta incluso Monterroso. Gemelli hace observar, además, que se servían de cuatro figuras para representar el tiempo: el conejo, el perro, la piedra y la casa (p. 68). Cabe preguntarse, desde luego, por la fiabilidad de las palabras de Careri. Al fin y al cabo, no es más que un viajero que va relatando sus experiencias, pero es que en este caso su informante fue un personaje de primera categoría en las letras mexicanas que reaparecerá pronto en estas páginas: Don Carlos de Sigüenza y Góngora18. Si ese testimonio no bastase, hay documentos que dan pruebas fehacientes de toda esa tradición. Por ejemplo, el Codex Vindobonense, que consta ya estaba en Europa al menos desde 1521. Es probablemente uno de los dos que Hernán Cortés entregó a Carlos V antes incluso de haberse adueñado de la metrópoli de los mexicas. De las 52 hojas que lo componen, todas ellas contienen en su anverso imágenes y glifos19. Es obvio que buena parte de esta cultura jeroglífica se perdió con la llegada de los españoles, pero no toda, porque las crónicas de fray Toribio de Benavente, Andrés de Olmos, Diego Durán, Bernardino de Sahagún, Juan de Torquemada o los textos de Bernal Díaz del Castillo o del propio Cortés aluden a la preservación de manuscritos anteriores a la llegada de los españoles y a la creación de otros nuevos por indígenas, lo que dio lugar a una literatura historiográfica mestiza20.
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Por otra parte, y ya que se ha hablado de la llegada de los españoles, hay que indagar si este hecho no tuvo repercusiones en la tradición emblemática hispanoamericana. Me refiero a la diferencia lingüística, en la que por fuerza los conquistadores hubieron de ver una dificultad que podía vencerse por medio de la imagen, de carácter más universal y supralingüístico. Estoy pensando en el Catecismo en pictogramas de fray Pedro de Gante, que hoy todavía se conserva en la Biblioteca Nacional21, o en el uso que ciertos frailes hicieron de la imagen a la hora de desarrollar su programa catequético o doctrinal, sin necesidad de ser religioso. Pienso ahora en la Rhetorica cristiana de fray Diego Valadés, publicada en Perusa en 1579, pero cuyo autor había pasado una parte considerable de su vida en la Nueva España, donde los grabados se usan de una forma similar a la de los libros de emblemas que quizá el franciscano pudo ver cuando volvió a Europa22. En cualquier caso, no pasarían de ser precedentes más o menos remotos y distantes, y que tienen un mero valor testimonial, pero en ningún caso se puede decir que se trate de obras emblemáticas en sentido estricto (ni siquiera en otro más relajado).
3. La literatura emblemática hispanoamericana Dejando ahora de lado los precedentes de la literatura emblemática en Hispanoamérica y sus posibles consecuentes, conviene estudiar lo que sucede con las colecciones de emblemas y con los libros que dan cabida a éstos entre sus hojas, es decir, con la tradición emblemática hispanoamericana. 3.1. Libros de emblemas europeos en Hispanoamérica Decía Santo Tomás que no se ama lo que se conoce. Según ello, es perentorio saber si llegaron libros de emblemas a la Colonia que permitiesen un conocimiento del género a los escritores coloniales. Hay datos objetivos que así lo indican, y los historiadores del Arte han señalado que en las decoraciones pictóricas de algunos lugares se descubren programas emblemáticos. Sucede en la casa del Fundador de Tunja, donde aparecen' pinturas de comienzos del siglo XVII claramente influidas por los libros de emblemas, como demuestra entre otros datos el hecho de que representen animales europeos que no existían en América. Parece que se trata de la primera de estas decoraciones en Hispanoamérica y en realidad fue anterior a muchas de las que se realizaron en Europa23. Desde el punto de vista literario, es necesario controlar tres aspectos para determinar la influencia de la emblemática europea en Hispanoamérica: la llegada de libros de emblemas procedentes del Viejo continente, la actividad comercial de libreros y la localización en bibliotecas de este tipo de libros. Habrán de tenerse en cuenta, igualmente, las citas que de este tipo de obras hacen los escritores coloniales.
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Sabemos que, casi a partir del mismo momento en que los españoles ponen el pie en tierra americana, los libros impresos en Europa comienzan a pasar al Nuevo Mundo. El repertorio clásico en este sentido es el de Los libros del conquistador de Irving A. Leonard. Basta analizar las listas de los documentos que da Leonard para apercibirse de la llegada de libros de emblemas desde bien pronto. Así, el 22 de diciembre de 1576 aparecen en México nueve ejemplares de Alciato añadidos, es decir, con comentario, que será probablemente el de Claudio Minoes24, junto con uno de los Hieroglyphica de Pierio Valeriano (p. 331), más ocho de los Triunfos morales de Francisco de Guzmán (p. 337), junto con un Promptuario de las medallas de todos los más insignes varones de Guillermo Rovilio (pp. 333-334). En 1600 llegan de Sevilla a Nueva España, para su venta, ejemplares de los libros de Antonio Agustín y Eneas Vico sobre las medallas (p. 354), junto con otros más específicamente característicos de la primera emblemática: la Hypnerotomachia Poliphili, en versión francesa (p. 359) e italiana (p. 375); Alciato, por supuesto, en latín y francés (pp. 360 Y 373), aliado de los de Pierio Valeriano (p. 369) Y Horapolo (p. 366), junto con las Empresas de Paulo Giovio, Camilo Camilli y Jerónimo Ruscelli (pp. 367 Y 369). Allí están también los Emblemas de Sambucus (p. 371) Y casi con seguridad los Humanae salutis monumenta de Arias Montano bajo el título De ystoria generis humani (p. 354), más un libro de enigmas sin identificar (p. 360), y un Esopo ilustrado (p. 367). Es obvio, en fin, que el libro que Leonard no llega a identificar de un tal Petri Costel (p. 354) no es otro que los Pegma cum narrationibus philosophicis de Pietro Costalio, cuya primera edición se hizo en Lyon en 1555. Sorprende la inmensa cantidad de libros que podían llegar en un solo envío. El cinco de junio de 1606 arriban a Ciudad de los Reyes, en Lima, una Agricultura alegórica no identificada (p. 388), junto con dos ejemplares de los Emblemas morales de Horozco y Covarrubias (p. 391) y nada más y nada menos que veintiocho de los Conceptos espirituales y morales de Alonso de Ledesma (p. 389), libro que arrasa en el Nuevo Mundo a tenor de las unidades que van a ir apareciendo en estos inventarios, porque un día después llegan otros doce ejemplares (p. 401) a los que se suman dos más dentro del mismo envío (p. 409). Esto por lo que hace a los libros que están controlados. Es fuerza pensar que hay documentación que se ha perdido en algunos casos, y que en otros la pulcritud del escribano no era toda la deseada, descontando que algunos libros entraban sin censura previa por venir junto con padres de las diversas órdenes religiosas. Ejemplos: en una de las flotas que llega en 1577, se indica que en la Nao San Cristóbal llegan "El Pontifical, Caballerías, Horas en latín y un Juan Fajardo", y se añade: "traía muchas caxas de libros para vender”25 , sin decir exactamente cuáles eran. En otros casos, sí se indica: en 1582 toca puerto en la nao San Miguel la Monarquía eclesiástica de Juan de Pineda (p. 391). En 1584, en una sola flota llegan 102 cajas de libros para vender sin más detalle (p. 419).
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Los envíos dan cuenta no sólo de los libros de emblemas típicos, sino también de la literatura suntuaria de ceremoniales y fiestas reales, como es el caso de la Relación de las fiestas que se hicieron en Sevilla por el Nacimiento del Príncipe Felipe o el Recibimiento del Rey en Sevilla (pp. 470-471), género que florecerá desde bien pronto en la Colonia. Téngase en cuenta, por otra parte, que desde un primer momento, las bibliotecas de los conventos parecen ser muy ricas. Hablando de la Universidad de México, Francisco Cervantes de Salazar hace preguntar a uno de sus personajes si existe biblioteca, a lo que Mesa responde: "Será grande cuando llegue a formarse. Entretanto, las no pequeñas que hay en los conventos servirán de mucho a los que quieran frecuentarlas”26. Y es obvio que los jesuitas, grandes aficionados a los emblemas, puesto que los usaban como método pedagógico y propagandístico habitual, trajeron cajas y cajas ya desde la segunda mitad del XVI (véase la p. 404 del libro de Fernández del Castillo). Si, en vez de poner el acento en el siglo XVI, se hace hincapié en la siguiente centuria, resulta que en la tienda de Simón de Toro, en México, en 1634, aparecen los Proverbios morales de Cristóbal Pérez de Herrera27. Por alguna razón, disponemos de lo que en el año de 1655 tenían en sus librerías varios libreros. Juan de Ribera guarda en su alacena mexicana en 1655 la Oculta Filosofía del P. Juan Eusebio Nieremberg (p. 716). El librero Juan Lorenzo Bezón presenta al Tribunal del Santo Oficio en 1655, entre otras, las Obras de Alciato, la Monarquía eclesiástica de Juan de Pineda y las Cuestiones simbólicas de Aquiles Boecü [i. e., Bocchius] (pp. 720-722). En los anaqueles de Agustín de Santisteban y Francisco Lupercio reposan los Emblemas de Alciato (p. 724), el Teatro de los dioses de la gentilidad de Baltasar de Vitoria (p. 725) y La muerte del rey Felipe II de Antonio Cervera de la Torre (p. 726). La viuda de Bernardo de Calderón agrega en 1655 entre los suyos, a los citados de Nierenberg, Pineda y Ledesma, las Empresas espirituales de Juan Francisco de Villava, el Teatro del mundo de Bovistau y la edición del Brocense de los Emblemas de Alciato (pp. 734-750). La Filosofía secreta de Pérez de Moya aparece entre los libros de Hipólito de Rivera en 1655, junto al Teatro del mundo de Baltasar Pérez del Castillo y el libro de Ledesma (pp. 754, 755 Y 763). Todo ello prueba la difusión de los libros europeos en México a comienzos de la segunda mitad del XVII. De nuevo en 1660 la viuda de Bernardo Calderón tiene al menos ocho libros de emblemas entre los depositados en su tienda. A los ya citados, cabe añadir las Empresas políticas de Saavedra Fajardo (p. 836: omito las restantes referencias). Y otra viuda, esta vez la de Francisco Rodríguez Lupercio, tiene en 1685 entre sus libros los tratados de animales y de aves de fray Andrés Ferrer de Valdecebro (p. 893).
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Todo lo anterior demuestra a las claras la frecuencia de los envíos de libros de emblemas desde Sevilla a Nueva España, sobre todo, y en menor medida, a Lima. Si se atiende a los que poseían los particulares, también queda atestiguado el interés por este tipo de publicaciones entre los habitantes de la Colonia. Así, resulta que ya en junio de 1604, en el pueblo de Actlan, se encuentran los Triunfos morales de Guzmán, un Clilepino y una Officina de Ravisio Textor28. El Canónigo don Fernando de Castro y Vargas, que llegó a ser cura rector de la Catedral de Bogotá entre 1648 y 1664, cuenta entre los suyos con la Filosofía Secreta de Pérez de Moya, con los Hieroglyphica de Pierio Valeriano, con los Emblemas morales de Covarrubias y Orozco, y nada más y nada menos que tres ejemplares de la Declaración magistral sobre los emblemas de Alciato de Diego López29. Si se toma como referente a los integrantes de órdenes religiosas, sucede que en 1660 un jesuita, el P. Francisco Bello, trae de España el Príncipe Perfecto y Ministros ajustados de Andrés Mendo, la lmago primi seculi Societatis Jesu, el Obeliscus Pamphüius de Kircher y el Gobierno general y político de fray Andrés de Valdecebro (O'Gorman, pp. 782-787). Propaganda de la Compañía, en su mayor parte, lo que daría la razón a Praz sobre la utilidad publicitaria que los hermanos del de Loyola dieron al género emblemático. Hasta un franciscano, a pesar de lo poco dados que fueron los franciscanos a este tipo de libros, tiene un Alciato entre los suyos (p. 791). Parece que Sor Juana Inés de la Cruz llegó a tener cerca de cuatro mil libros de los que más tarde se desprendió de forma piadosa. Incluso reduciendo la cifra a cuatrocientos, parece que tuvo en su biblioteca los libros de Alciato, Kircher, las Mitologías de Cartari y de Natal, y el Cannochiale Aristotelico de Emanuelle Tesauro30. Los seglares también disponen de libros. A Juan de Oviedo y Córdoba le llegan de España en 1660, inter caetera, los Entretenimientos honestos de un mercedario, fray Alonso Remón (p. 800). Y ya en Guatemala, el capitán José Agustín de Estrada, tiene en su biblioteca el David Penitente de Cristóbal Lozano, el Teatro de los dioses de la gentilidad, los Conceptos de Ledesma y las Empresas políticas (pp. 887, 888 y 889). Da la impresión de que los libros de emblemas sólo han llegado a los dos centros librarios de la Colonia. Es obvio que la mayor parte de la actividad emblemática se desarrolló en ese ámbito, pero no fue exclusiva. El P. Furlong, en su Bibliotecas argentinas durante la dominación hispánica, localiza para venta en el siglo XVII, además de los ya citados de Valdecebro y Saavedra Fajardo, La torre de David del mercedario Juan de Rojas y Ausa31. Ya en el siglo XVIII, son varios los ejemplares de Alciato localizados, y un "almacenero con pulpería" muerto a fines del siglo XVIII, Felipe Haedo, tiene entre los suyos los Emblemas regio-políticos de Juan de Solórzano (Furlong, p. 67). Las Empresas Sacras de Núñez de Cepeda aparecen, en fin, en una biblioteca cuyana del siglo XVIII32.
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Todo ello atestigua una gran presencia del libro emblemático europeo en toda Hispanoamérica, que hay que completar con las menciones que de este tipo de obras hacen los autores de la Colonia. Porque sucede que esas citas indican a veces que llegaron más libros de los que ha quedado constancia documental. Lo normal es que aludan todos a Alciato y a Pierio Valeriano, que son las grandes estrellas en el cielo de la emblemática hispanoamericana, pero las referencias demuestran también el conocimiento del libro de Emblemas de Jacobo Boissardus, citado por Isidro Sariñana en su Llanto... (fol. 80V), el comentario de Alciato de Claudio Minoes (ibid., fol. 82r); los Emblemata Politica de Marco Zuerio Boxhorn, mencionados por Cristóbal Ruiz Guerra en sus Letras felivnente laureadas. En 1701, Agustín de Mora, en El sol eclipsado antes de llegar al Zenid, cita, aparte de los más comunes, 11 Cannochiale aristotelico de Emanuelle Tesauro (fol. 25r), los Emblemata de Juan Ferro (fol. 40r), la obra del mismo título de Juan Paschasio (fol. 40r), el Ignatius Insignium de Carlo Bovio (fol. 40V), las Empresas de Bargagli (fol. 47V), etc. Es probable que muchas de esas citas se hayan hecho a través del Mundo simbólico de Picinello, dado que el mismo Mora lo menciona en multitud de ocasiones como su fuente principal, pero pone en claro al menos dos cosas: la llegada de la obra de Picinello a Nueva España, por una parte, y la posibilidad de acceso a un repertorio alfabético de emblemas, por otra33. A tenor de todo lo visto, cabe preguntarse por la presencia de libros específicos de emblemática producidos e imprimidos en la Colonia. Es posible hacer una distinción entre la impresión de libros europeos en talleres coloniales y la producción original de libros de emblemas o relacionados con la emblemática. De entre los primeros, las noticias son poco esperanzadoras. Apenas se reeditan los textos europeos. Hay que señalar que el primer beneficiado fue Alciato, quien en 1577 ve una edición de todos sus Emblemas en México, en el Colegio de San Pedro y San Pablo, pero que lleva sólo texto y que se publicó para uso de los jesuitas en sus escuelas como libro de texto para prosodia y retórica latina34. Se da así la casualidad de que es en México, a miles de kilómetros de Europa, donde se publica su obra tal y como él la dio a la imprenta en su origen, es decir, sin imágenes. Pese a todo ello, no fue el jurista europeo el más agasajado por la imprenta mexicana, sino un jesuita, el P. Sebastián Izquierdo, cuya Práctica de los Exercicios Espirituales de Nuestro Padre San Ignacio, publicada por primera vez en Roma en 1655, verá dos ediciones ultramarinas: la una de Diego Fernández en Puebla de León en 1685 y la otra por los herederos de la viuda de Bernardo de Calderón en México en 169035.
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4. La presencia del emblema en diferentes géneros literarios coloniales ¿Qué sucede con la tradición emblemática en Hispanoamérica? ¿Se puede rastrear una presencia de emblemas en los libros impresos en Hispanoamérica en los siglos XVI y XVII? La respuesta tradicional de los expertos es que no, que se trata de un campo muy pobre en el que no vale la pena investigar. Personalmente, creo que sí, que basta leer con cuidado los géneros más varios de la literatura colonial hispanoamericana para apercibirse de que todos esos libros que llegan procedentes de Europa y cuya presencia está atestiguada en librerías y bibliotecas no sólo fueron un adorno galante y pulcro de las casas señoriales, sino que se integraron en toda la literatura y en todos los géneros en mayor o menor medida. Analizar con detenimiento toda esa tradición sería imposible, pero no lo es prestar atención a algunos de los jalones más importantes.
5. La influencia de la emblemática en la prosa colonial En 1603 se publica la Miscelánea austral de Diego de Ávalos y Figueroa, con referencias varias a la literatura emblemática en los coloquios XXI, XXII, XXIII y XXIV. Allí, en el coloquio XXII, se refiere a diferentes emblemas, que proceden en su mayor parte de las Imprese de Ruscelli, que Ávalos supo explotar tanto en prosa como en verso, según ya señalara en su momento Alicia de Colombí-Monguió36. En el coloquio XXIII se abordan las calidades de la vida y la muerte del ave Fénix, junto con las del pelícano y las grandezas del Cisne (fol. 91 y ss.). La disquisición sobre el ave Fénix procede de Ruscelli, como descubrió Colombí-Monguió, con una curiosa particularidad, y es que, en primer lugar, Ávalos cela la fuente, y además asegura estar traduciendo directamente del latín unos versos de Ovidio cuando en realidad se está sirviendo de una versión italiana de Celio Magno que ya estaba en el texto de Ruscelli37. Las referencias emblemáticas permiten así calibrar el alcance del Humanismo en algunos autores coloniales. Lo que no señala la investigadora citada es que el género miscelánea permite, por definición, el salto de un tema a otro sin mayor vínculo que el del yo del personaje que participa en ese diálogo. Y así, tras la disquisición sobre el Fénix, Delio sanciona lo dicho sobre aquella ave por "ser una antigua tradición ya rescibida", con "certidumbre en todo y grande variedad en lo esencial, como la ay en lo que del pelícano se cuenta, acerca o en el modo de resucitar sus hijos con la sangre de su propio pecho". Más tarde tocaré de nuevo este asunto. Hay que indagar sobre la influencia que la emblemática pudo tener en los primeros textos novelescos de la Colonia. En la primera novela publicada en América en 1620, Los Sirgueros de la Virgen sin original pecado, del mexicano Francisco Bramón, hay una utilización interesante de la tradición emblemática, por más que ésta se cargue de originalidad. Estamos ante una novela pastoril a
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lo divino, escrita por un consiliario de la Real Universidad de México y cuyo asunto principal era loar la Inmaculada Concepción de la Virgen María38. A tal efecto, Bramón se sirve de cantos líricos, diálogos, romances, sonetos... y varios tipos de literatura emblemática. Por ejemplo, las empresas de la Virgen que aparecen entre los folios 42 y 75 de la edición príncipe. Son veinticinco, "todas ellas referidas a la Virgen y pormenorizadamente desarrolladas", según afirma su editor moderno (p. 26), que decidió suprimirlas a la hora de publicar el texto. Sólo quedan los motes o los títulos, pero lo curioso es que puede descubrirse cómo Bramón, en 1620, dedica un pequeño tratadito de empresas a la Virgen, más de treinta años antes de que se haga en Europa. Me refiero a los libros de Vincenzo Ricci de San Severo, Sacre Imprese (Venecia, per n Baba, 1654) o, ya en España, las Flores. de Miraflores de fray Nicolás de la Iglesia (Burgos, Diego de Nieva y Murillo, 1659). Y es curioso que algunas de las imágenes que propone Bramón para dibujar el carácter inmaculado de la Virgen, como el alcázar, la lucida torre o el espejo sin mancha39, vuelvan a aparecer en los libros europeos mencionados treinta años después40. En el libro segundo, aparece un templo magníficamente adornado con muchas tarjas, "entre las cuales había ocho de otros tantos jeroglíficos ingeniosos, cuyo intento, como el de los demás, era probar que fue la Concepción de María libre de cualquiera ley rigurosa y estatuto fuerte" (p. 53): Pintóse en la primera tarja un brazo con resplandores que salía del Cielo y llegaba a otro que salía de la tierra y le daba la mano; con el mote, como los demás, latino; y la letra española; mote: Mane diluculu, Ps. 45; letra: "Antes que la culpa llegue, - Dios le amanece temprano, - dando del poder de la mano". Pintábase en otra tarja un ave Fénix remontada hasta las nubes, y en la tierra un milano humilde, sin alas; mote: Dum transeam; letra: "Hoy la concebida fénix - con su vuelo soberano - sin alas tiene al milano".
Se trata de los emblemas típicos, tal y como ya se ha visto que venían caracterizados desde que Alciato inaugurara el género: el mote, seguido de la pintura y el epigrama, esta vez en romance. Es una lástima que Agustín Yáñez decidiese suprimir los restantes emblemas, aquí llamados jeroglíficos, denominación que ya empleaba Diego de Ávalos en su Miscelánea Austral41. Y es más lástima todavía que suprima y sustituya por un escueto resumen la "prolija descripción del arco suntuoso, parto del entendimiento de Marcilda" que levantaron en la puerta principal del templo (fols. 105-108 del original), compuesto de emblemas y empresas, explicados en un amplio panegírico de la Purísima Concepción. Al final de la novela, vuelven a aparecer de nuevo motes religiosos junto a algunas pinturas en un teatro. Lo importante de todo ello, y pese a la falta de los textos completos, es que en Los Sirgueros de la Virgen se descubre todo un programa emblemático de alabanza a la Concepción virginal de María que se
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anticipa en más de treinta años a los desarrollados en Europa y que da a esta novela pastoril un evidente aire de clave emblemática42. En 1792 se publica La portentosa vida de la muerte del predicador Joaquín Bolaños, que se desarrolla como una ficción alegórica anunciada desde el mismo prólogo del autor: Mas como la materia no es nada gustosa a quien está muy hallado en el mundo, nos portamos en esta cada vez como se porta el médico con su enfermo, que le dora las píldoras para que aun siendo tan desabridas las tome con menos repugnancia. Desabrida es la muerte, mas para que no te sea tan amarga su memoria, te la presento dorada o disfrazada con un retazo de chiste, de novedad o de gracejo43.
La novela está llena de grabados, casi uno por cada capítulo, en los cuales aparece por lo general la muerte y que además llevan al pie una sentencia bíblica, que funciona como mote. El texto del capítulo actúa como comentario de esa especie de emblema. La coincidencia se da también en el sentido moral del género y el de la novela de Bolaños, según queda establecido en el Prólogo. La relación de estas imágenes con la emblemática tradicional es evidente. Basta pensar en el capítulo XXXII, en donde la imagen es la de un esqueleto, trasunto claro de la muerte, que intenta echar por tierra una torre, con un mote de San Juan, pero que si se piensa en el "Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres" de Horacio, estaba ya en el emblema 99 del Teatro moral de Vaenius44; o en el capítulo XXXIV, donde la muerte "pone sitio a una dama de esta América y por asalto le gana la plaza del corazón" (p. 216). Pero no se trata sólo de imágenes. En el capítulo X se cuenta la pesadumbre de la muerte por el fallecimiento de un médico que acababa con todos sus clientes. Su nombre, don Rafael Quirino Pimentel de la Mata. Aclara Bolaños que este último sobrenombre, Mata, "que venía heredado por su padre, traía impresa una divisa, infausto presagio o pronóstico de mal agüero, con que venía anunciando al mundo una guerra intestina contra el Quinto precepto del Decálogo, como la mostró la experiencia en toda la serie de su preciosa vida" (p. 66). La alusión a la divisa da ya idea clara del tono paródico que irá adquiriendo este capítulo en relación con la emblemática, porque cuando fallece don Rafael, la muerte queda grandemente apesadumbrada, como quien había perdido a tan gran aliado. Al referir los funerales, se parodia otro de los géneros de más éxito en América en los siglos de la Colonia, el relato de la pira funeraria45: Se previno la Pira para los funerales adornada de variedad de poemas y de tristes endechas con sus correspondientes geroglíficos, de que daré algunos aunque breves apuntes por no dexar quejosa la curiosidad de mis Lectores (p. 69).
A continuación describe las imágenes de la muerte junto con los epigramas, todos de carácter burlesco: Este Túmulo elegante
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De un Médico es evidente, Que en despachar tanta gente No ha tenido semejante. Con un solo vomitorio Que don Rafael recetaba Al enfermo sentenciaba A penas de Purgatorio (pp. 69-70).
Los demás epigramas y grabados que describe Bolaños siguen en la misma línea. Lo que se deduce de todo lo anterior es que la tradición emblemática debía ser considerada como algo serio incluso a fines del siglo XVIII puesto que ha merecido una parodia, y es obvio que se ridiculiza siempre lo que en un principio o por los demás se consideraba digno de respeto. Por otra parte, los casos citados permiten hablar de una influencia clara de los libros de emblemas en la prosa de la Colonia, y especialmente en los orígenes de la novela hispanoamericana, porque los dos textos aquí citados, junto con los Infortunios de Alonso Ramírez de Carlos de Sigüenza y Góngora, constituyen el aporte mexicano a lo que podría llamarse la prehistoria de la novela hispanoamericana.
6. La influencia de la emblemática en la poesía colonial Tras comprobar que la prosa colonial estuvo influida por los emblemas, cabe preguntarse si la poesía se modeló en ocasiones sobre ese mismo género. Es obvio que, en el barroco, el poema como unidad es uno de los elementos literarios que en múltiples ocasiones quedó permeado por un emblema o varios, como se viene señalando desde el libro de Peter Daly46. Supongo que no sería difícil descubrir la huella emblemática en las composiciones de varios poetas, como por ejemplo Sor Juana, tan claramente atraída por este tipo de libros simbólicos. El problema estriba en que tal intento supera los límites de este trabajo, porque constituiría una monografía específica sobre la poesía colonial que aun está por hacer. Por otra parte, y como se viene señalando desde Daly, el influjo resulta en muchos de estos casos de difícil demostración, dado que los emblematistas suelen partir de los clásicos latinos y griegos, y resulta harto complicado deslindar si la procedencia del motivo es de raigambre clásica o bien ha pasado por el filtro visual del emblema. En algunos casos es, pues, peliaguda la demostración, pero no en otros. Me refiero a los certámenes, justas y demás eventos poéticos en donde desde las bases se solicitan poemas que celebren o desarrollen un motivo emblemático determinado. Basta pensar en el Triunfo Parténico que describe don Carlos de Sigüenza y Góngora. El libro recoge la celebración que hizo la Regia Academia Mexicana en gloria de la virgen María. En los intercolumnios del altar levantado para la ocasión aparecen siete jeroglíficos o símbolos de María, de forma similar a lo que sucedía en la novela de Bramón47. Lo interesante es que en el certamen literario se emplean cuatro emblemas que tienen como motivo la figu-
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ra del águila, que se aplica aquí a "María concebida en gracia", para que los poetas escriban sus composiciones con ese motivo emblemático48. Ya en el siglo XVIII, puede mencionarse la Justa literaria que convoca México en 1747 para celebrar la plausible coronación de Fernando Sexto. Es un breve folleto en donde se piden composiciones a seis asuntos diferentes. Entre otros, se cita el emblema del pelícano con el lema "Pro lege et pro rege" y se piden composiciones "que hablen del asunto49. Se encuentran en el libro titulado Coloso eloqüente publicado en 174850. Los dos ejemplos atestiguan bien cómo las academias literarias de los siglos XVII y XVIII recurrieron a la emblemática como motivo de imitación51.
7. La literatura suntuaria, fermento natural de la emblemática Hasta ahora se han visto determinados influjos de los libros de emblemas sobre la novela y la poesía coloniales. El otro tipo de literatura donde el emblema se configura casi casi como marca de género, es el de la literatura suntuaria que tiene por objeto la celebración, gozosa o luctuosa, de algún evento relacionado con la metrópoli. Suele tratarse, básicamente, de dos tipos de libros: los que dependen directamente de la llegada de los virreyes a América y los que celebran o lamentan ciertos acontecimientos en la vida de los monarcas españoles. Casi desde los primeros años de la Colonia (desde el 22 de diciembre de 1528, si aceptamos el dato de don Carlos de Sigüenza y Góngora52) se hizo habitual recibir a los virreyes con arcos triunfales que ejerciesen la función de homenaje al nuevo gobernante, simbolizando en emblemas y alegorías sus glorias y virtudes, ya fuesen reales o supuestas53. Todo ello dio lugar a gran multitud de estas portadas o arcos de los que, en ocasiones, han quedado las descripciones que algún literato, escribano o persona comisionada por la autoridad pertinente realizó. Para darnos una idea de la importancia que se les daba a semejantes construcciones, basta repasar el relato que hizo Cristóbal Gutiérrez de Medina del viaje y llegada a Nueva España del Marqués de Villena en 164054. Nada menos que con seis portadas o arcos se encuentra el Marqués de Villena en su viaje: una primera en Tlaxcala (p. 58), otras dos en Puebla de los Angeles (una llegando al convento de las monjas de la Trinidad y otra cerca de la Iglesia, pp. 66-67), un arco triunfal a la entrada de Cholula (p. 69), otro a su entrada en México (p. 83) Y una última portada a la entrada de la Esquina de Santo Domingo (p. 86). Probablemente, el caso del Marqués de Villena sea una excepción por el abusivo número de portadas o arcos con que se encuentra, pero da una idea bien clara de lo atractivas que estas construcciones resultaban a los mexicanos. Informa, además, de una costumbre que parece frecuente en la época: la construc-
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ción de dos de estos arcos, encargados por instituciones diferentes, para festejar la venida del mismo gobernante. Es lo que sucede en México en 1680 cuando, ante la llegada del Marqués de Laguna, don Tomás Antonio Lorenzo, la ciudad pidió su arco a Don Carlos de Sigüenza y Góngora mientras que el Cabildo de la Catedral comisionó a sor Juana Inés de la Cruz a tal fin55. Son varios los casos documentados en que se recoge por escrito las descripciones de estos arcos, de los cuales los dos más importantes, por el peso específico que en la literatura colonial tienen sus diseñadores, son el Teatro de las virtudes políticas de Carlos de Sigüenza y Góngora y el Neptuno alegórico de sor Juana. Estudiaré la tradición emblemática en este tipo de literatura un poco después, tras presentar someramente otro tipo de libros donde los emblemas tienen un lugar importante. Costumbre frecuente de los gobernantes de la Colonia fue encargar la celebración de fiestas que conmemorasen ciertos acontecimientos relacionados con la vida de los monarcas españoles. Los motivos pueden ser variados: valga como ejemplo la coronación de Fernando VI en 1746, que motiva un libro titulado Augusto iluminado en el que México convoca en 1747 a los adalides canoros y esforzados cisnes del Occidental Caistro para loar la subida al trono del soberano citado, que fructifica en un Colosso eloqüente de 1748, los dos salidos de la pluma de Pedro José Rodríguez de Arizpe56. Aunque son varios los motivos que podían dar lugar a este tipo de celebraciones, en la mayor parte de los casos se trataba de literatura mortuoria, encaminada a celebrar en la Colonia las honras fúnebres de los monarcas fallecidos. Seguían casi siempre el mismo ritual, que queda perfectamente descrito en este tipo de libros: comienzan dando cuenta de los últimos momentos en esta vida y del tránsito a la otra del Soberano, seguido de la llegada a México de la noticia del fallecimiento, tras lo cual se procede a la emisión de la cédula del Virrey para la celebración de las honras fúnebres. Una vez emitida ésta, se proclamaban los lutos, así como los duelos en las distintas iglesias, seguidos de los pésames y un novenario de misas. Viene a continuación, y es lo que nos interesa, la descripción de la fábrica y construcción del túmulo. Remata este tipo de libros, por lo general, uno o varios sermones, en latín o en castellano57. Como decía, es la descripción del túmulo la que interesa, porque en varias de sus paredes se pintaban por lo general emblemas; de ahí su importancia para estudiar el desarrollo de la emblemática en Hispanoamérica. Conviene anotar, no obstante, que este tipo de construcciones eran por lo general efímeras. Una vez terminados los fastos, estaba destinada a perderse, de ahí que su conservación para la posteridad esté en función de la pulcritud editorial y del pundonor del escribano o relator del acontecimiento. Quiero decir que algunos de estos escritores (que suelen ser por lo general profesores de la Universidad mexicana y en un buen número de casos sacerdotes o frailes pertenecientes a alguna de las
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muchas órdenes religiosas asentadas en Nueva España) recogen las picturae y las descripciones, como sucede en los casos de Isidro Sariñana o Agustín de Mora. En otras ocasiones mencionan este tipo de construcciones y hacen referencia a los emblemas que en ellas había, pero no hablan de ellos. Es el caso de Mateo Alemán, quien en los Sucesos de frai García Guerra describe el túmulo que se hizo en honor del Arzobispo fallecido y agrega: Amaneció este día de las onras en el túmulo y paños negros (con que la Iglesia estava enlutada) muchas enigmas, versos latinos y castellanos, artificiosos y de mucho ingenio, en que se cono~e bien la fertilidad que dellos alcanza México58.
Caso parecido es el de Cristóbal Gutiérrez de Medina, quien hace referencia, como se vio, a los diversos arcos erigidos en honor del marqués de Villena, pero omite casi siempre la descripción de los emblemas y jeroglíficos "para evitar ahora prolijidad y porque da priesa el aviso" (p. 67). Sin embargo, esto no es lo normal. Lo más frecuente es que quien refiere las honras fúnebres o el arco triunfal se preocupe también de describir las pinturas de los emblemas, junto con los motes y epigramas. Esta práctica frecuente se debió, con toda probabilidad, a la dificultad de recoger por impreso los grabados de los emblemas. La palabra sustituye así a la imagen. Dada la importancia que los túmulos van a tener en relación con el emblema, y teniendo en cuenta que todos los monarcas de la Casa de Austria verán erigido un túmulo en su memoria59, merece la pena detenerse un momento en el análisis algo pormenorizado de uno de ellos. Ninguno más a propósito, creo, que el que la gran ciudad de México levantó en las exequias del Emperador Carlos V en 1560, dado que allí aparece lo que considero el primer emblema completo alumbrado en Hispanoamérica, con sus tres partes clásicas: la pintura (aquí descrita), el mote y el epigrama. En efecto, y aunque faltan los folios 4 y 5, en donde comienza la descripción de las figuras, se describe allí, entre otros, el siguiente: [Descripción de la pintura] En el cuadrado, hacia afuera, estaba el Emperador sentado en silla imperial en campo claro, y los nueve de la Fama, en pie, en campo escuro; la Fama volando sobre la cabeza del Emperador, descogiendo con las manos un envoltorio de papel lleno de trofeos, dando a entender que sólo César la había ocupado tanto en publicar sus hazañas, que ponía a los de la Fama en olvido. [Mote] Decía la letra: Unus mihi pro multis.
[Epigrama] Ya a la misma figura se aplicaban estos versos: Hic inter primos numeratus Caesares omnes, Carolus heu, Christi functus amore jacet. Sponte sua gessit pro Christi dogmate bella Claudet et haec cineres ocius urna suos (p. 189b).
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El túmulo de Carlos V resulta interesante además por otras varias razones. Quizá la primera de ellas sea su autor, Francisco Cervantes de Salazar, que debía conocer bien el género emblemático, a tenor de su pericia humanística. La huella de Alciato es evidente en estos emblemas, porque al menos tres de ellos proceden del Emblematum libellus, según he podido comprobar60, en lo que sería la primera influencia real y tangible del libro europeo en las letras coloniales. Pero además es que resulta un buen resumen de lo que será habitual en este género literario de los libros suntuarios posteriores, puesto que se pueden distinguir varias partes en el conjunto de los emblemas dedicados al Emperador. Así, Carlos V aparece exaltado por la Gloria y la Fama, adornado con las virtudes del buen gobernante, comparado con héroes y dioses paganos, en su relación con las Indias, y enfrentándose a la muerte61. Francisco de la Maza ha recordado que incluso a la altura de 1763 se dice todavía en México que el pueblo quería jeroglíficos, y no imágenes solas, ya que "los mexicanos siempre han gustado de los jeroglíficos, porque los naturales, antes de sujetarse a la dominación de España, escribían por notas simbólicas”62. Cabe preguntarse por qué este tipo de construcciones funerarias y la literatura a que daban lugar después atrajo tanto a la sociedad colonial, especialmente los emblemas. Es bien sabido que, con la implantación del régimen colonial, se formaron dos importantes cortes en México y Lima, que los primeros criollos se distinguieron por sus maneras acendradamente corteses, y que se formó una aristocracia colonial que cultivaba el refinamiento, calcando sus modos de una organización cultural heredada de España63. Por eso no debe extrañar que el florecimiento de toda esta literatura suntuaria de carácter emblemático se produzca sobre todo en México y, en mucha menor medida, en Lima. Va siendo hora de pasar al análisis de la tradición emblemática en todo este tipo de libros. Dada su ingente cantidad, un estudio detenido de cada uno de ellos sería imposible. Me ha parecido más pertinente abordar un estudio general y de conjunto donde se resalten más las características comunes, dejando para otro momento el análisis de las particularidades.
7. Aspectos generales de teoría emblemática Lo primero que llama la atención es que no parecen distinguir esencialmente el jeroglífico del emblema. La tendencia general es a hablar siempre de "jeroglífico", por más que en la mayoría de los casos se trate a las claras de emblemas. Probablemente, la causa está en la omnipresencia de la obra de Pierio Valeriano, que casi todos conocen y que citan profusamente sin el mayor empacho, sin descartar los antecedentes americanos que ya se han señalado. En cualquier caso, eso no debe sorprender, porque tampoco en España estuvieron nunca excesivamente claras las diferencias y semejanzas entre unos y otros.
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Todos los autores aceptan, por lo general, las teorías del emblema llegadas desde Europa. En raras ocasiones incluyen reflexiones teóricas sobre la definición del género o algunas de sus características. Isidro Sariñana indica, por ejemplo, que el mote ha de ser muy breve, pero que la glosa puede ser larga; y reconoce igualmente la dificultad señalada de asignar una diferencia esencial entre el jeroglífico y el emblema. Quizá lo más interesante sea la indicación que hace sobre las citas latinas, que van al margen en el comentario, pero no en las ilustraciones de los emblemas, que las llevan dentro "porque lo pide assí la naturaleza del escolio, pues unas vezes pende del tenor de la autoridad lo más vivo del pensamiento, otras de autorizar la frase y siempre de descubrir la alusión”64. Sariñana tenía clara, al menos en la teoría, la intencionalidad y utilidad del emblema. Algo más pedestre, pero igualmente reveladora de la asunción de la finalidad y mecánica del emblema, es la revelación que hace Agustín de Mora al comienzo de su Sol eclipsado antes del llegar al Zenid: como tratan de las virtudes heroicas de Su Magestad apuntadas en alusiones [...], no sólo se dibujó en symbólicas pinturas [...] sino también en succintos motes, a quien servían de declaración los Poemas; de aquí es que piden una succinta declaración, para su total y más perfecta inteligencia 65.
Sigüenza y Góngora declara saberse bien las "leyes rigurosas" de la estructura del jeroglífico o empresa, por haberlas leído "en Claudio Minoé, comentando las de Alciato, en Joaquín Camerario, Vicencio Ruscelo, Tipocio, Ferro y, novísimamente, en Atanasio Kirchero”66 para indicar que se las va a saltar (ibid.). Hace referencia, además, a uno de los tópicos teóricos de la emblemática, la distinción entre alma y cuerpo del emblema: ...siendo las empresas, los jeroglíficos y los símbolos, uno como artefacto animado cuyo cuerpo material es la pintura a que da espíritu el epígrafe, según enseñan el padre Atanasio Kircher [...] y Laurencio Beyerlinck... (p. 193).
8. Elementos y variantes formales y estructurales del emblema Pese a estas declaraciones de carácter más o menos teórico (que escasean, por otra parte, en la inmensa mayoría de los casos), el examen detenido de los emblemas demuestra en no pocas ocasiones una traición de la idea básica que dio origen al emblema europeo. Me refiero al tratamiento dado a los motes y a las picturae, que se ven por lo general alterados. Precisamente en los dos libros que acabo de citar, el análisis de los elementos citados de los emblemas arroja conclusiones que desmienten lo que decían en el plano teórico. Si se atiende al Mote, llama la atención que en algunos casos aparece más de uno en el emblema. En el libro de Sariñana hay varias piezas que llevan dos (nº.
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I, II, XIII...), mientras que en el de Mora no es extraño encontrar en un jeroglífico dos motes (V, VI, XII, XIII, XIV, XVII...), tres (VII, XI), cuatro (II, XX) y hasta seis (III). La práctica es curiosa, y desde luego se sale de lo habitual, porque la efectividad se busca y se obtiene generalmente en la unidad y unicidad de la imagen, al igual que sucede en los grabados. Es distinto el caso del Marte católico, en donde aparecen tres motes por separado: "Iungjt amor-Dum Fama canit-Victoria cingjt", que al juntarse hacen un verso, por lo que se mantiene en principio la unidad del lema, aunque se pierde si se tiene en cuenta que cada uno de los fragmentos del mote se asocia con tres partes claramente distintas del grabado. Otro aspecto curioso se descubre en la obra de Agustín de Mora, quien representa al revés los motes procedentes de la Biblia o los que recogen palabras de la Virgen o algún otro personaje de la corte celestial, lo que obliga a servirse de un espejo para leerlo o a un gran esfuerzo de lectura al revés. Si se presta atención a los grabados de los emblemas, se aprecia tanto en Sariñana como en Mora que en no pocos de ellos suele haber dos (y a veces más) planos dentro del cuadro, que sirven para establecer una comparación en el texto en prosa que funciona como comentario. Basta ver los números VII, VIII, IX, XIII o XV del Llanto de Occidente para apreciar esa organización bipolar. En el libro de Mora, que ve la luz ya en 1701, llegan a establecerse en alguna ocasión hasta seis partes claramente diferenciadas dentro del grabado (véase el jeroglífico 3, con 12 figuras que se agrupan en seis planos). Creo que todo ello modifica la esencia del emblema, ya que la efectividad de la pieza reside por lo general en la fuerza de la imagen simbólica que se presenta a los ojos del público como un todo unitario cargado de un simbolismo determinado que queda explicado en el epigrama y en la glosa o comentario. Al partir la imagen en más de un plano, esa efectividad disminuye considerablemente, y fuerza el tamaño del comentario, que crece a lo largo de páginas y páginas para explicitar y explicar la comparación que se propone en la figura. Esto ni es malo ni es bueno en sí, pero puede dar idea del peculiar carácter de algunas derivaciones de la emblemática en Hispanoamérica, que explota más que en Europa el lado característicamente literario. De ahí también que en ocasiones el comentario tenga más aspecto de sermón que de ninguna otra pieza, quizá forzado por el oficio de la mayoría de los redactores de estos libros67. Con todo, lo habitual en estos libros de emblemas es que no aparezca la pictura, sino que se describa. Quizá la pobreza editorial determine en los primeros momentos esa carencia, lo que obliga a la descripción del grabado, en vez de a su inclusión. Con el paso del tiempo, se convierte en práctica común, dando lugar a un tipo de libro que se ha dado en llamar la emblemática sin emblemas68. Es sin duda literatura emblemática, con todas las características y elementos del género, pero la imagen se sustituye por una descripción verbal, no visual, acentuándose así el carácter literario. De ahí el título de estas páginas, puesto que la palabra se usa como sustituto de la imagen, dando lugar a una
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variante totalmente literaria de un género que en principio es híbrido, puesto que mezcla la literatura con el arte. Los epigramas no plantean por lo general grandes dificultades si se comparan con los europeos. Los hay en latín y en castellano, y, al igual que venía sucediendo desde Alciato, en algunos de ellos se establecen diálogos entre los dos protagonistas de la pictura. Vale como ejemplo el caso del emblema del túmulo de Carlos V en el que aparecen la Muerte y la Fama contendiendo sobre cuál era más poderosa, diálogo en el que, dicho sea de paso, se plantea un enigma que resuelve la Fama, siendo éste otro de los géneros habituales de los libros de emblemas: Muerte: Quid tu resonas? Fama. Quae nec ego satis referre, nec tu celare unquam poteris. Mu. Nonne cuncta mecum concidunt? Fa. Quae ea lege sunt nata ut intereant. Mu. Quae tu ergo predicas?... (p. 194b).
En otro lugar del mismo túmulo está la Iglesia Militante en figura de doncella armada a la antigua, ofreciendo al Emperador a la Iglesia Triunfante, como doncella vestida de blanco. También allí se establece un diálogo entre las dos iglesias (p. 198b). A medida que vaya avanzando el tiempo, en algunos casos el epigrama es un poema acróstico que tiende a explicitar o aclarar alguna parte o la totalidad de la figura del emblema. El hecho de que la mayor parte de estos emblemas hayan sido pensados en principio para estar en la pared de una construcción arquitectónica, y no en papel impreso, determina la falta de comentario, dado que el espacio no daba para la inclusión de textos en prosa aclaratorios. Sin embargo, y a medida que van pasando al papel para dejar memoria de aquellos arcos o túmulos erigidos en su momento, el comentario se va añadiendo. Esto puede hacer pensar dos cosas: a) que es el descriptor del arco quien añade la glosa en un segundo momento, aunque en principio no la llevase; o b) que, dada la costumbre que se fue adquiriendo con el paso del tiempo de dejar constancia escrita de aquellos arcos o túmulos, que el propio autor del emblema escribiese un comentario que luego pasó al impreso. Sea como fuere, conviene resaltar la importancia de estos fragmentos en prosa por la múltiple información que nos transmiten: vida cultural de la Colonia, textos europeos que les llegaban y que ellos citan, ideología que se esconde tras los emblemas y que allí queda explicada, etc. Otra de las características que se aprecia claramente es que se ve una evidente tendencia a que el tamaño de estos comentarios vaya siendo cada vez mayor a medida que avanza el siglo XVII. El Marte Católico puede dar alguna idea de lo peculiares que podían llegar a ser estos comentarios. Allí se ve que el texto que ejerce esa función de glosa precede a la descripción del cuerpo, mote y epigrama del emblema, sistema extraño donde los haya, dado que la función del género es entrar por los ojos, como se verá, y esa disposición invalida totalmente tal posibilidad69. El comen-
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tario sirve también en algunos casos para explicar la vinculación de las figuras mitológjcas con los personajes del Virreinato que representan. Es lo que sucede igualmente en el Marte Católico, donde en el último emblema del segundo cuerpo, el templo de Jano representa a la Santa Iglesia, mientras que en Marte se figura al Virrey Duque de Alburquerque y Mercurio es el retrato del Arzobispo (p. 76). En todos esos comentarios, así como en los textos preliminares, se plantea con no poca asiduidad el problema de la relación entre la vista y el oído para el conocimiento. Es importante atender a estas declaraciones porque revelan la importancia que para el grueso de la sociedad colonial tenía este tipo de literatura. Sor Juana, por ejemplo, se duele en los preliminares del Neptuno alegórico de "los hombres (los cuales, por la mayor parte, sólo tienen por empleo de la voluntad el que es objeto de los ojos)”70 . Ya en el mismo texto, y al describir el arco, indica que las inscripciones del arco se llevaban "la atención de los entendidos", mientras que los colores de las pinturas atraían "los ojos de los vulgares" (p. 374). Así pues, no es de extrañar que casi todos los autores indiquen la idoneidad del género emblemático a la hora de instruir a los "naturales", dada la universalidad del lenguaje icónico. Con ella coincide Isidro Sariñana: "Menos se excitaron siempre los afectos interiores por el informe del oydo que se movieron por el examen de los ojos" (fol. 1r), quien agrega toda una batería de textos sobre el asunto para probar tal idea71. Y con los dos anteriores sintoniza Agustín de Mora, quien levanta acta, al explicar los Jeroglíficos y sus símbolos, que "se usó de su imagen para la mejor inteligencia de los más vulgares, a quien en este reyno les entra aun la Fee por los ojos signa autem non fidelibus, sed infidelibus" (fol. 18V). O fray Cristóbal Ruiz Guerra y Morales: "Tienen por effecto las Imágenes mover los affectos del ánimo azia los originales y guiar con las líneas al conocimiento de sus dueños"72. Y, a tenor de lo visto, tampoco faltan las relaciones de la pintura y la literatura, en una fórmula que se va a hacer común, y es la de la "muda retórica", frase con la que se define el género. Alonso Alavés Pinelo, a la altura de 1650 y comparando varias artes, dice de la Pintura que "por la vivença y propriedad de sus colores, tan rhetóricos, aunque mudos, que pudieran persuadir a la naturaleza a que tuvieran por effectos suyos los de su industria”73. Y lo mismo Agustín de Mora en El Sol eclipsado, quien dice que no se ha de atender tanto a los cronistas que pintan el dolor "con los colores muertos, por más que animados, de la rethórica" cuanto al afligido que lo retrata con más viveza con los colores vivos (fol. 1 j. y la genialidad de sor Juana plasma la idea en dos versos de su explicación del arco que dicen: "este Cicerón sin lengua,/ este Demóstenes mudo" (p. 403).
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Lo curioso de todo ello es que tales declaraciones no dejan de ser una contradicción en los términos, que quizá tenga algo (o mucho) de captatio benevolentiae, ya que tienden a indicar siempre que la descripción que ellos hacen no iguala nunca en perfección al objeto descrito, por lo que deja ver, si la declaración no tuviese bastante de tópico literario, la inferioridad del texto escrito frente a la realidad del arco o el túmulo. De lo que se trata, en definitiva, es de poner en solfa el poder de la imagen en la sociedad barroca, e incluso postbarroca de la Colonia, según queda claro en las declaraciones de varios de estos autores, desde las primeras de Cervantes de Salazar hasta las de Ruiz Guerra74.
9. Fuentes Si se atiende a las fuentes que inspiran todo este tipo de libros, es obvio que en principio hay que repetir lo dicho más arriba a tenor de las citas que ellos mismos hacen de los libros en los que beben. Alciato, "el más plausible emblematario", en opinión de Sariñana (fol. 42j, en latín o traducido, y solo o con comentario y glosa, junto con Pierio Valeriano son quienes destacan con mucho en ese sentido, dado que raro es quien no los cita. Con todo, lo más normal es que usen únicamente un libro como fuente, ya sea cualquiera de los dos citados, o las Imprese Rlustri de Ruscelli, que gozaron de gran éxito. A medida que avanza el siglo XVII, y tras un examen superficial, se observa una mayor riqueza en las fuentes alegadas, pero eso no quiere decir realmente que hayan sido más los libros empleados en la construcción de un arco o túmulo y más tarde en el comentario de los emblemas en el texto impreso. Lo que suele ocurrir es que se sirven por lo general de repertorios, como el Mundo simbólico de Picinello, en el que estos autores podían encontrar ordenados por orden alfabético la casi totalidad de motivos emblemáticos75. Y sucede algo parejo con la obra de Pierio Valeriano, que por su carácter de repertorio se empleó con profusión en todo momento. Lo cierto es que con la sola ayuda de los dos libros citados podía aparentarse una erudición discreta y elegante de la que realmente no se disponía, pero esa es una característica de la prosa humanista y sus derivados que también se encuentra en la de la Península. ¿Cómo se sabe que realmente se inspiran en estos repertorios a la hora de preparar sus libros? En unos casos, basta rastrear el motivo en Ruscelli, Pierio Valeriano o Picinello para detectar su uso. En otros, son ellos mismos quienes lo indican mediante la manida fórmula: "apud" Picinello o Pierio Valeriano. En cualquier caso, el estudio de las fuentes arroja datos importantes para el conocimiento de la emblemática en Hispanoamérica: en primer lugar, que llegaron más libros de los que se han podido documentar, ya que el de Picinello, por citar sólo un caso, no ha quedado reflejado en las relaciones estudiadas más arriba pero su presencia y uso en la América virreinal ha quedado suficientemente documentado. En segundo lugar, que el conocimiento de los libros citados por
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estos autores no tenía por qué ser necesariamente directo. Y esto no sólo por el uso de los repertorios citados, sino también porque "cazaban" los emblemas en cualquier libro que estuviesen, aunque no tuviese relación con la emblemática. Un ejemplo: Cristóbal Ruiz Guerra cita en sus Letras felizmente laureadas los Emblemas políticos de Boxhorn, pero indica que lo toma de la Política Indiana de Solórzano.
10. Tipología Realizar una tipología de los emblemas que aparecen en esta clase de libros supera con mucho la intención de este trabajo, dado que sería necesario un conocimiento exhaustivo y perfecto de absolutamente todos los libros manejados, lo cual no siempre es posible, dado que de muchos de ellos sólo se conocen uno o dos ejemplares que en muchos casos no se encuentran en la Península, sino en bibliotecas americanas. Con todo, es posible arriesgarse y esbozar una tipología básica en función de los motivos más habituales. Pueden hacerse varios apartados: mitología clásica, animalística, zodíacos y la figura de la muerte cubrirían buena parte de la emblemática en Hispanoamérica. Ya Carlos de Sigüenza y Góngora levantó acta de la frecuencia con que se recurría a la mitología en los arcos: Estilo común ha sido de los americanos ingenios hermosear con mitológicas ideas de mentirosas fábulas las más de las portadas triunfales que se han erigido para recibir a los príncipes76.
Don Carlos asegura no ignorar el motivo de tal proceder y certifica, con orgullo jesuita, que "bien pudiera hacer juicio de sus aciertos" (p. 172). Y lo hace: ¿Quién no ve que verdades que se traslucen entre neblinas no pueden representarse a la vista sino con negras manchas? [...] ¿Cómo, pues, será lícito el que sirvan de idea a los príncipes, que son imagen de Dios, las sombras de aquellas deidades tenebrosas, a quienes los mismos gentiles quitaron tal vez la máscara de la usurpada divinidad...? (p. 173).
Pese a la actitud negativa de Sigüenza, lo normal es lo contrario, como él mismo indicaba, y basta echar un vistazo a los títulos para darse cuenta de la importancia que la mitología tuvo en la figuración de arcos y túmulos, más tarde reflejados en los libros: Neptuno alegórico, Marte Católico, Esfera de Apolo, Júpiter benévolo, Histórica Imagen de proezas, Emblemático exemplar de virtudes ilustres del original Perseo, Géminis alegórico, Transformación. teopolítica. Ydea mithológica de príncipe pastor, Sagrado Proteo... Es obvio que estos títulos ya indican que toda la estructura emblemática de la obra se va a fundamentar en la figura que da título al libro. El caso más conocido es sin duda el del Neptuno alegórico de sor Juana Inés de la Cruz, que ya en la "Razón de la fábrica alegórica y aplicación de la fábula" explica por qué escogió a Neptuno
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“para delinear algo de las singulares virtudes de nuestro Príncipe" (p. 360). Etiqueta al dios del Mar como sabio, ya que la sabiduría es lo más necesario a los príncipes y de ella emanan las demás virtudes (p. 367). Mutatis mutandis, es decir, el dios antiguo en cuestión, sucede algo parejo en el Marte Católico y en el Astro Mitológico Político de Alonso Alavés Pinelo con la figura de Perseo, que también sería empleado posteriormente en la portada con que Puebla de los Angeles recibió al Marqués de Mancera en 166477. Y es curioso que en muchas ocasiones, cuando recurren a un dios determinado, los autores buscan establecer una relación entre esa mitología concreta y el apellido del virrey en cuestión. Sor Juana establece una comparación genealógica entre Neptuno y el Marqués de la Laguna, puesto que no en vano los dos tenían estrecho vínculo con las aguas, el primero en razón de su deidad y el segundo de su apellido. Lo mismo en el Marte Católico, en donde se recuerda un epidosio de la vida del dios de la guerra ante su propia cueva para establecer la hilazón con el virrey don Francisco Fernández de la Cueva: Ya, pues, la Cueva que da apellido a nuestro marte español tiene franqueados los senos para que en la fábula deste héroe hallemos un diseño que le bosqueja el origen, las armas, las victorias, las empresas y los renombres de que se artifició la Portada magnífica... (p. 62).
Pero no siempre se indica desde el título. Hay casos en los que desde el rótulo de la portada no se proporciona ninguna pista en ese sentido, pero se usa la mitología con frecuencia, desde Cervantes de Salazar en adelante. El Túmulo Imperial de Carlos V recurre a las figuras de Teseo en el laberinto de Dédalo (p. 189a) para aludir a la sagacidad del Emperador en muchos negocios, o la lucha de Hércules con la Hidra (p. 198b) para significar la victoria del César ante la herejía luterana. Hércules es uno de los más habituales, con éxito desde los inicios de la emblemática hispanoamericana hasta su ocaso, porque incluso en 1724 Cristóbal Ruiz Guerra lo hace protagonista de una justa en donde se presenta alegorizado y en 1696 era el protagonista principal del Zodiaco illustre de blasones heroycos de Alonso Ramírez de Vargas78. Quizá tuvo álgo de influjo los Trabajos y afanes de Hércules de Juan Francisco Fernández de Heredia (Madrid, 1682), aunque muchas menciones se pueden localizar antes sin gran problema. Los ejemplos aducidos pueden servir para dar una idea del uso de la mitología en estos libros de emblemas, pero no quisiera cerrar este apartado sin dos consideraciones de carácter general. Una es que, incluso cuando es un solo dios el que sirve como estructura de los emblemas de todo el arco o túmulo, hay referencias a otros. Por ejemplo, en el libro citado de Alavés Pinelo está, además de Perseo, Mercurio para representar la madurez, Minerva como la protección, así como diez diosas clásicas que figuran las correspondientes virtudes políticas.
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Por otra parte, y como reflejo de la dimensión ultramarina de estos libros de emblemas, las referencias a las columnas de Hércules y al mote "Plus ultra" del escudo del Emperador español son continuas, desde Cervantes de Salazar (p. 197), hasta sor Juana (p. 385) o Ribera Flórez (fol. 52) o en las Letras felizmente laureadas de Cristóbal Ruiz Guerra, donde ya en 1724 aparecen varias veces (pp. 97, 125, 151, 152...)79. Es bien sabido que desde los bestiarios medievales casi todos los animales vienen caracterizados con una serie de virtudes y defectos característicos que los hacen idóneos para la figuración emblemática. Lo sabían los emblematistas europeos y lo aprendieron perfectamente sus continuadores hispanoamericanos, quienes recurren en buen número de ocasiones a los mismos bichos para simbolizar vicios y, sobre todo, virtudes en sus emblemas. No ha de extrañar, pues, la presencia del león, ya sea como trasunto de la fortaleza del príncipe, que ya está en Cervantes de Salazar (p. 193a, aquí abrazado a la serpiente para representar la conjunción de prudencia y fortaleza), hasta como imagen de la vigilancia, dado que duerme con los ojos abiertos, como propone Agustín de Mora en su Sol eclipsado (fol. 43V). Sucede que el mundo de la animalística es tan rico que permite emplear varios animales con el mismo significado o, viceversa, es decir, el mismo animal con varios sentidos.80 Ya hemos visto que el león transmite distintos contenidos en autores diferentes. Por otra parte, Cervantes de Salazar utiliza un lebrel sobre un puente levadizo (pp. 195-196) o la grulla que vela mientras las otras duermen (p. 197b) para simbolizar la vigilancia. Es obvio que este apartado podría alargarse hasta el infinito, dada la riqueza que en el uso de los animales presentan los emblematistas hispanoamericanos. Quede para otro momento un análisis detenido, pero no se puede cerrar el asunto sin dos observaciones. Una es de carácter general, y se relaciona con la omnipresencia del ave fénix en este tipo de obras suntuarias. Esa ubicuidad emblemática tiene una razón clarísima, y es el significado tradicional de esta ave, que simbolizaba la resurrección. No es de extrañar, por tanto, que libros que se escribían para celebrar la muerte de un gobernante lo empleasen como imagen de la vida eterna que sigue a la terrenal, o bien del monarca heredero en el que revivía el recién fallecido. Así sucede, una vez más, desde Cervantes de Salazar hasta Agustín de Mora, pasando por Ribera Flórez. Lo interesante, con todo, no es tanto el uso de la imagen, que es tradicional81, como la actitud que transmite con respecto a la mitología clásica. Parece que buena parte de ellos dudan acerca de los que los clásicos dicen de este animal, y quizá uno de los primeros sea Diego d' Ávalos en su Miscelánea Austral (coloquio XXIII), pero lo curioso es que, reconocedores de la fuerza que para un emblema podía tener la figura del fénix, terminan por aceptarla pese a los remilgos iniciales. Es lo que asegura, entre otros, Agustín de Mora, quien tras
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referir, como d' Ávalos, toda la historia del fénix, concluye: "Sea uno o sea lo otro, no se pudo errar la idea de este Geroglyfico..." (fol. 55r). Quedan otros casos curiosos, como la peculiar interpretación del pelícano. El animal venía bien caracterizado desde la Edad Media, y aparece con su significado tradicional en el Viaje del Marqués de Villena de Gutiérrez de Medina (p. 83) Y en el Augusto iluminado de Rodríguez de Arizpe (p. 20). Los dos casos siguen (al menos Rodríguez de Arizpe así lo declara) casi con seguridad a Camerario (cent. 3, embl. 37), con un mote bien conocido: "Pro lege et pro rege". Pero en la Miscelánea Austral se le da un significado también tradicional, pero atribuido a San Jerónimo, sin que este lo atestigüe82. Otro de los recursos emblemáticos más al uso consiste en servirse de representaciones astrológicas, ya se trate de elementos zodiacales o solares. Del Sol como trasunto de la imagen del príncipe hablaremos después. Vale como ejemplo la opinión de Juan Ignacio de Castorena sobre el Sol eclipsado de Agustín de Mora83 o la declaración de Cristóbal Ruiz Guerra, quien describe un "Zodiaco o faxa luciente, a quien bordaban de oro sobre campo azul doze Signos, cuyos bien coreados aspectos pronosticaban prendas, virtudes, proezas, felizidades del celebrado príncipe y aplaudido Monarcha" (pp. 79-80, con la explicación en pp. 80-82). Y si se quiere toda una obra organizada en función de esta imagen desde el título, piénsese en el ya citado Zodiaco illustre de blasones heroycos de Alonso RamÍrez de Vargas.
11. Constantes ideológicas de los libros suntuarios Hasta ahora he atendido fundamentalmente a las que podrían llamarse constantes formales de los libros de carácter emblemático en Hispanoamérica. Conviene ver, no obstante, cuáles son sus características ideológicas, porque vienen a suplir un tipo de obra de marcado carácter político. Lo primero que se observa, desde los mismos prólogos, es que suelen hacer profesión de vasallaje. En ese sentido, este tipo de libros se configura como literatura destinada a reforzar el dominio español en la Colonia. Ya Francisco de la Maza señaló en su estudio sobre las piras funerarias que eran escritos para ser conocidos fuera, sobre todo en España, y que la profusión descriptiva no tenía otro objeto que impresionar a la Corte española y demostrarle que las colonias eran fieles y seguían atentas los pasos de la Madre Patria84. Las referencias son continuas, desde Cervantes de Salazar hasta el siglo XVIII. Isidro Sariñana, por ejemplo, en el Llanto de Occidente subraya la doble fidelidad de Nueva España, por la lealtad con que venera a los Reyes de España, por una parte, y "otra, porque siempre los conoce por la Fe en las noticias del oýdo, sin llegar a la felicidad de la vista" (fol. IV). O Agustín de Mora, quien indica que en las honras de Carlos II se eximió del luto obligatorio a los naturales,"aunque destos los Cazi-
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ques, que son los Indios principales, los Ministros y Governadores, mostrándose Vazallos leales, no admitiendo la excepción, se vistieron el luto que permite su traje" (Sol eclipsado, fol. 8r). Pueden espigarse multitud de declaraciones en ese sentido. Sin embargo, es forzoso observar que el género tiene una doble dirección: desde América hacia España y al revés. Los autores que escriben desde Nueva España suelen emplear este tipo de libros como manifiestos petitorios, y esto en una doble vía: como embajadas solicitadoras de bienes para la Colonia, o como petición de beneficios personales. El primero sería el caso, por citar sólo uno, de las frecuentes inundaciones a que da lugar la laguna mexicana, y que casi todos piden se remedien de alguna manera, como hacen sor Juana en el Neptuno alegórico o Ruiz Guerra en el prólogo a sus Letras felizmente laureadas: "logra el común de México con la assistencia de los virreyes a esta empressa assegurarse contra los peligros de inundación en que vive invadido" (s. f.). Los intereses de medro personal de algunos autores quedaban claros, puesto que la publicación de esos libros haría llegar su nombre hasta la metrópoli, lo que traía la posibilidad de obtener nuevos cargos por su actividad literaria85. Además, los habitantes de la colonia suelen emplear este tipo de libros como advertencias para los que llegan, y se declara a través de estas publicaciones lo que los naturales esperan de los virreyes. El Marte Católico indica a don Francisco Rodríguez de la Cueva que Escipión solía decir que le importaba más conservar un ciudadano que destrozar mil contrarios, y añade: "Feliz auspicio para México en Su Excelencia, de cuya amabilísima condición y prudencia se espera que ha de ser no menos gobernador que soldado, tan amado en la paz como temido en la guerra, no consintiendo aquí discordias como ni allí hostilidades" (p. 73). Cabe incluso la posibilidad de que allí se trasluzca el orgullo de la colonia, como es el caso de Diego de León Pinelo en un libro que también da cabida a los emblemas, el Hypomnema Apologeticum Pro Regali Academia Limensi, donde arranca de una cita de Justo Lipsio ("Quid etiam? Ad Novum Orbem ibo? Sane Ibi Barbaries86 que motiva la queja y respuesta del doctor Pinelo al eminente sabio europeo. Pero la autopista tiene un doble sentido, porque los virreyes pueden también servirse de estos libros para dar pistas en ellos de la actitud que traen. El Marqués de Villena, por ejemplo, se utiliza la redacción de su viaje para tranquilizar al personal, asegurando que "no venía a quitar, sino a dar; no a mirar por sus aumentos, sino por los del reino" (p. 77). Y lo mismo cuando el virrey en 1724 presenta al rey acompañado del prudente Ulises y del esforzado Tydides, es decir, la conjunción de armas y letras, o dicho de otra forma, fortaleza y sabiduría (Ruiz Guerra: op. cit., s. f.) Y si algunos pretenden tranquilizar, los intereses de otros son non tan sanctos, pero a buen seguro igualmente justificables. Pienso una vez más en el Marte católico, donde se pone especial interés en legitimar al virrey, es decir, en justificar el carácter de enviado real del Duque de Alburquerque por medio de una de las metáforas solares al uso: el sol de la cuarta
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esfera es Felipe IV, "de quien la luz reverberada le envía a este reino, como un otro sol [...] a que le rija y le gobierne con tanto influjo como si en el Exmo. Sr. Duque de Alburquerque tuviera presente esta tierra a su propio rey" (p. 78). En otros casos, la finalidad del libro es claramente la de apuntalar el dominio español en la colonia. Francisco Cervantes de Salazar observa en 1560 que la finalidad de las exequias reales era mostrar a los moradores de México "la reverencia y amor que deben tener" al felicísimo sucesor de Carlos V, el nuevo rey Felipe II (p. 182a), y en ese sentido apuntan los emblemas que justifican la dominación americana en el mismo libro de Cervantes de Salazar.
12. Los libros de emblemas, prontuario moral de la Colonia Esto por lo que hace en un plano general en las relaciones entre España y la Colonia. Claro que la finalidad de estos libros supera con mucho lo aludido, porque por lo general sirven también como vehículo de doctrina moral y teoría política. Por lo que hace a la moral, es de justicia observar que una parte considerable de las virtudes y acciones que se atribuyen al virrey que llega o al monarca fallecido tienen que ver con la corrección de las costumbres generales. Así,' no es difícil encontrar referencias a la envidia, a la gloria, a la fama, a la temeridad o a las virtudes cardinales, por mencionar algunos de los tópicos mayores de la ética cristiana occidental. Pero la dimensión moral supera las virtudes puntuales, y se puede establecer una filiación clara entre las Artes de bien morir peninsulares de fines de la Edad Media y de los siglos áureos y algunos de estos libros. Esto no es raro, puesto que muchos de ellos se ven en la obligación de honrar a personajes ilustres fallecidos, de ahí que la reflexión sobre la muerte sea continua. Ya Cervantes de Salazar, en el Túmulo de Carlos V, recordaba que "Statutum est hominibus semel mori" (p.190a) y recogía las figuras de cuatro imágenes de la muerte que había sobre los frontispicios mayores (pp. 196-197). Sucede lo mismo en el Llanto de Occidente de Isidro Sariñana, en donde los dos primeros jeroglíficos tienen por tema la muerte. Todo lo anterior hace que muchas de estas obras se puedan inscribir dentro de una corriente que había triunfado desde fines de la Edad Media en Europa y que floreció profusamente en los siglos de Oro en España: la publicación de libros de título diverso pero que caben bajo el marbete caracterizador de "Artes de bien morir”87. Muchos de estos libros pasaron a América y debieron de dejar por fuerza su impronta sobre las creaciones hispanoamericanas88. No me refiero ya a La portentosa vida de la muerte de Bolaños, aquí ya citada en sus aspectos paródicos, sino a que a medida que avanza el tiempo y los comentarios o glosas a los emblemas van creciendo, se da una mayor importancia a los aspectos doctrinales de la muerte, que deja de ser sólo un símbolo para convertirse en un tema de estudio dentro de los libros suntuarios. Sirve como ejemplo el citado Sariñana, pero es mejor todavía la Relación historiada de las exequias de Felipe
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II de Dionisio Ribera Flórez. Allí se declaran también cuatro figuras de la muerte, como sucedía en Cervantes de Salazar. La diferencia estriba en que este último despacha en un par de páginas, mientras que Ribera se dilata a lo largo de treinta. Quiero decir que la declaración de los emblemas sobre la muerte se resuelve en un tratadito sobre "la ganancia que ay en el bien morir" (fol. 78j. La filiación con el género citado es evidente.
13. Los libros de emblemas, prontuario político de la Colonia El hecho de que casi todos estos libros sirvan como vehículo de moralidades se basa probablemente en que la mayor parte de sus autores son sacerdotes o frailes de algunas de las órdenes religiosas asentadas en la Nueva España. Una porción considerable, además, pertenecía a los claustros universitarios, según se declara desde las mismas portadas de los libros. Sucede, sin embargo, que las mismas publicaciones que transmiten contenidos morales sirven igualmente como conducto de exposición de teorías políticas. Es más, a falta de libros escritos desde la Colonia que desarrollen contenidos políticos de forma exhaustiva, la reflexión sobre la cosa pública encuentra en estos tratados festivos un cauce de expresión adecuado, también con una doble finalidad: por una parte, la transmisión de esa doctrina política a los naturales sin necesidad de tener que reunirlos ad hoc, ya que el público asistía embelesado a contemplar este tipo de emblemas, según hemos visto. Por otra, y teniendo en cuenta que en no pocos casos el destino final de estos libros era España, servía también para exponer la opinión de los habitantes de la Colonia sobre la teoría política del momento. No estará de más detenerse brevemente en algunos de los puntos básicos. En casi todos los casos se trata de construir un Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, por emplear el título de Sigüenza y Góngora, aunque sirve igual su competidora sor Juana: "no habrá sido fuera de razón -dice al Marqués de Laguna en la Dedicatoria del Neptuno alegórico- el buscar ideas y jeroglíficos que simbólicamente representen algunas de las innumerables prerrogativas que resplandecen en Vuestra Excelencia, así por la clara real estirpe que le ennoblece, como por los más ínclitos blasones personales que le adornan" (p. 356). El carácter didáctico y moral se ve en las agrupaciones espaciales que se da a esas virtudes en la construcción arquitectónica y que más tarde se refleja en el escrito. Testifica bien la magnífica agrupación que se hizo en las exequias de Felipe II, en donde todas las figuras y sus respectivos emblemas se agrupan de dos en dos, y más tarde de cuatro en cuatro. Las primeras son las cuatro figuras de la muerte. Vienen después Temor, Espanto, Sentimiento y Llanto agrupadas en parejas conceptuales. Les siguen el binomio Genio y Entendimiento, que forman un cuarteto con Deseo y Pensamiento (puede verse en los fols. 62-102).
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Este tipo de agrupación muestra a las claras el evidente afán didáctico que preside este género. En función de esto, no extraña que aparezcan, enderezadas al monarca fallecido o al virrey que desembarca, las cuatro virtudes cardinales, las teologales, o cualquiera de los tópicos más al uso vistos. No es raro que buena parte de ellos estriben en la idea senequista de indicar al personaje que gobernarse a sí mismo es el mayor de los imperios, y necesario para regir a los demás. Así en el siglo XVI Cervantes de Salazar ("Se regens rexit", aplicado a Carlos V, p. 192), en el XVI Sor Juana (que se apoya en Plutarco y en Erasmo, con el mote "Dum vincitur vincit", p. 392) y ya en el xvm Agustín de Mora. Impera todavía, como en Europa, la fundamentación divina del poder real. Los más ortodoxos se acogen a la vieja fórmula bíblica del "Per Me reges regnant" de los Proverbios, 8, como es el caso de Sigñenza y Góngora (p. 199), o de Agustín de Mora, quien lo convierte en mote de su jeroglífico n°. 12. Sor Juana, más delicada, indica que el príncipe debe pedir consejo a Dios en la segunda basa de la mano siniestra (pp. 397-398): "Ningún gobierno puede haber, acertado, si el príncipe supremo que lo rige no impetra sus aciertos de la suma sabiduría de Dios". No faltan las exhortaciones a la clemencia y la piedad en el gobernante. Sor Juana pide al Marqués de Laguna que anteponga la piedad al rigor en uno de sus emblemas (p. 382), mientras que Sariñana destina los jeroglíficos V y VI a esa mismo tema. Las razones son fácilmente comprensibles si se tiene en cuenta el carácter sometido del mundo colonial, al igual que no resulta difícil adivinar por. qué en un mundo mixto se llama con frecuencia a la concordia, según puede verse en el prólogo-comentario a uno de los emblemas del Marte Católico (pp. 74-76). Las razones para pedir una actitud vigilante en el gobernante son de toda la vida, pero quizá se acentúan en el mundo americano por los peligros múltiples (sedición, herejía...), de ahí que se recurra en no pocos casos a animales que cumplen ese fin, como el lebrel o la grulla (Cervantes de Salazar), o a personajes mitológicos, como el Argos de los mil ojos que emblematiza Mora en una dama que presenta un vestido todo lleno de ojos (jeroglífico 11, fol. 42V) y que sor Juana había emblematizado por medio de un mar lleno de ojos (primer intercolumnio de mano diestra, p. 399). Abundan, finalmente, quienes intentan conjurar la presencia de ministros corruptos y de aduladores lisonjeros. Sor Juana procede con su elegancia habitual, pero rotunda: "y como la elección de los ministros es la acción en que consiste el mayor acierto o desacierto del príncipe, no fuera tolerable el yerro en tan grave materia, pues según siente Plinio el Mayor, es tan grande el daño que los malos ministros causan, que dice: ‘Melior republica est in qua princeps malus quam amici principis mali’ " (p. 387). Sariñana expone ampliamente las malda-
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des del lisonjero, así como las razones del bueno y del malo para celar la verdad al príncipe, con lo que sale perdiendo toda la república (emblema 14, fols. 6768) y lo mismo Agustín de Mora cuando pide ministros no corruptos (fol. 43r). No es nada excepcional. Se trata de tópicos políticos bien conocidos en Europa desde la Edad Media, pero que en América resultarían desconocidos a la población indígena, y que a través de la literatura emblemática debieron de ir calando en ella. Este género literario se configura, pues, como un apoyo de la dominación española en el Virreinato. Quizá haya que buscar en esa misma intencionalidad de fundamentar el dominio político de la monarquía el recurso casi continuo en todos los autores a una imagen que ya había sido empleada con éxito en Europa, pero que entre los emblematarios hispanoamericanos va a ser de uso continuo. Me refiero a la imagen del Rey como sol, que ha sido estudiada por Víctor Mínguez tanto en el ámbito europeo como en el caso mexicano89, quien se centra en el libro aquí ya citado de Agustín de Mora, donde la omnipresencia de la metáfora solar justifica el comentario. Mínguez se detiene en los últimos Austrias, pero la metáfora se venía empleando desde el mismo origen de los túmulos, porque ya Cervantes de Salazar en 1560 alude a un eclipse de sol y de lunacomo símbolo de la muerte del César Carlos (p. 198a). En 1600 Ribera Flórez se sirve del astro rey para significar "que su Magestad con la luz de su sabiduría la dava a sus consejos, que como escudos de oro tenía puestos en su circuito" (fol. 158V), y emplea el eclipse como trasunto político (fol. 159r-v). Igual en el Marte Católico, aunque sea de pasada (pp. 7778) Y en Sariñana, jeroglífico XV, donde aparecen cuatro vientos intentando exterminar la luz del sol (con declaración en fol. 69r) Incluso Ruiz Guerra y Morales ya en 1724 sigue con las alusiones al Sol en sus Letras felizmente laureadas (p. 83). Dado su éxito hay que pensar que a los emblematistas de Hispanoamérica les pareció a buen seguro óptima imagen, que por lo universal se adaptaba a la perfección a los intereses políticos que les movían. A tenor de todo lo anterior, creo que ha quedado deshecha una de las idées reçues dentro del campo de los estudios emblemáticos: que la tradición emblemática hispanoamericana carecía de un gran valor. En las páginas que anteceden creo haber trazado un panorama general de los aspectos formales y conceptuales más relevantes de esta tradición en el continente americano. Queda mucho por hacer: falta un buen repertorio de los libros de emblemas en Hispanoamérica, y será necesario un estudio de fuentes sobre los emblemas alumbrados por estos autores, que siguen en no pocos casos a emblematistas europeos. Me gustaría haber demostrado que el género de los emblemas, o jeroglíficos, como ellos preferían llamarlos, informó la poesía y la prosa miscelánea y de ficción de la Colonia, por una parte, y dio lugar a un género específico que ha quedado plasmado en los libros suntuarios de túmulos y de celebraciones festivas diversas
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que informan de aspectos de vital importancia de la vida y de la cosmovisión de los habitantes de la Colonia con respecto al poder recibido desde la Metrópoli.
Notas 1
Pueden verse más detalles en el comentario de Alciato que hace Santiago Sebastián en su edición de los Emblemas, Madrid, Aka1, 1993, pp. 19 y ss. 2 Peter M. Da1y: Literature in the Light of the Emblem. Structural Parallels between the Emblem and Li tera ture in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, Toronto, Univ. of Toronto Press, 1979, pp. 6-7. Cfr. también S. Sebastián: op. cit., p.2l. 3 Mario Praz: Studies in Seventeenth-Century Imaginery, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 19622. Pedro F. Campa: Emblemata Hispanica. An Annotated Bibliography of Spanish Emblem Literature to the year 1700, Durham y Londres, Duke University Press, 1990; también de este último: Emblemata Hispanica: Addenda et Corrigenda", Emblematica, 11 (2001), 327-376. Véase también Antonio Bernat Vistarini y John T. Cull: Enciclopedia Akal de Emblemas Españoles Ilustrados, Madrid: Aka1, 1999. 4 Véase, por ejemplo, Santiago Sebastián: El lenguaje emblemático, en Santiago Sebastián: Iconografía e Iconología del arte Novohispano, Italia, Grupo Azabache, 1992, pp. 137-157; y del mismo: "Un renovado humanismo: la emblemática", en Santiago Sebastián: El Barroco Iberoamericano. Mensaje Iconográfico, Madrid, Ediciones Encuentro-Sociedad Estatal Quinto Centenario, 1990, pp. 249-288; Rafael Ramos Sosa: "Los túmulos de Carlos 111 en Hispanoamérica", Cuadernos de Arte Colonial, 6 (1990), pp. 33-53; Víctor Mínguez: "La muerte del príncipe: Reales exequias de los últimos Austrias en México", Cuadernos de Arte Colonial, 6 (1990), pp. 5-31; Guillermo Tovar de Teresa: "Arquitectura efímera y fiestas reales: la Jura de Carlos IV en la ciudad de México en 1789", BMCA, XLVIII-IL (1992), pp. 353-377 5 Últimamente ha habido un incremento importante de aportaciones interesantes en ese ámbito, tanto desde el campo de la Historia del arte como del de la Historia de la literatura. Véanse, por ejemplo, los trabajos de González Acosta, Morales Folguera o Skinfill Nogal recogidos en Los días del Alción. Emblemas, Literatura y Arte del Siglo de Oro, eds. Antonio Bernat Vistarini y John T. Cull, J. J. de Olañeta, Ediciones UIB y College of the Holy Cross, 2002; o los estudios de Cuadriello, Alcántara Ramírez, Chaparro Gómez, M. Fernández, Olivares Zorrilla y Santamarina Novillo en el colectivo Florilegio de estudios de emblemática: Acta,s del VI Congreso de Emblemática de The Society for Emblem Studies (A Coruña, 2002), ed. S. López Poza, Ferrol: Soceidad de Cultura Valle-Inclán, 2004. 6 Cedomil Goic: "El emblema de amor tirano en Gabriela Mistral", Mapocho, XXIV (1977), pp. 19-26. La cita, en p. 20. 7 Augusto Monterroso: Viaje al centro la fábula, Barcelona, de Muchnik, 1990, p. 70. 8 Augusto Monterroso: Los buscadores de oro, Madrid, Anagrama, 1993, p. 37. 9 Francesco Colonna: Sueño de Polifilo, trad. Pilar Pedraza, Murcia, Galería Librería YerbaComisión de Cultura del Colegio de Aparejadores y Arquitectos técnicos-Consejería de Cultura del Consejo Regional, 1981, 2 vols., vol. 11, p. 63. Hay edición más reciente (Sueño de Polifilo, ed. y trad. De Pilar Pedraza, Barcelona: Quaderns Crema, 1999). 10 Alciato: Emblemas, ed. cit., p. 185. 11 Augusto Monterroso: La Oveja negra (y demás fábulas), Madrid, Anagrama, 19942, p. 61. 12 Horapolo: Hieroglyphica, ed. Jesús María González de Zárate, Madrid, Akal, 1991, p. 46. 13 Cesare Ripa: Iconología, trad., Madrid, Akal, s. f. (¿1987?), 2 vols., vol. 1, pp. 392-393. Para la gran cultura literaria de Monterroso, pese a su carácter autodidacto, véanse las reflexiones que le atribuye Bárbara Jacobs en su último libro, que es una suerte de homenaje: Vida con mi amigo, Madrid, Alfaguara, 1994. 14 En Viaje al centro de la fábula, Monterroso le dice a Rafael-Humberto Moreno Durán que no
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cree deberle nada al género medieval del bestiario (ed. cit., p. 97). Cfr. P. M. Daly: op. cit., pp. 32 Y ss. 16 Sin ánimo de ser exhaustivo, véase, por orden alfabético: Gazdaru, Demetriu: "Vestigios de los bestiarios medievales en las literaturas hispánicas e iberoamericanas", Romanistiches Jahrbuch, 22 (1971), pp. 259-274; Margaret L. Mason y Yulan M. Washburn: "The Bestiary in Contemporary Spanish American Literature", REH, VIII (1974), pp. 189-209; Martha Paley de Francescato: Bestiarios y otras jaulas, Buenos Aires, Sudamericana, 1977; o Yulan M. Washburn: "An Ancient Mold for Contemporary Casting: The Beast Book of Juan", Hispania, 56 (1973), pp. 295-300. 17 Gemelli Careri: Voyage du tour du Monde, "A Paris, chez Etienne Garreau, MDCCXXVII" , vol. VI: "De la Nouvelle Espagne" (BNM 6-10.841). No he localizado ejemplar alguno del texto original de Careri en italiano. Me sirvo, pues, de esta traducción francesa, por lo que me permito la paráfrasis en mi exposición. Las páginas remiten a esta edición. 18 Careri observa los siguiente: "La figure du siécle du Méxique et les autres antiquités des Indiens que l'on voit dans ce volume sont une effet de la diligence et de la bonté de D. Carlos, qui ro'a fait présent de ces raretés extraordinaires" (p. 7 8). El italiano sólo exceptúa a esta figura al indicar el estado de postración del México colonial tras la llegada de los españoles. 19 Miguel León-Portilla: Literaturas indígenas de México, Madrid, Mapfre, 1992, p. 105. La bibliografía sobre el particular es extensa. Véanse los libros de John A. Graham: The Hieroglyphic Inscriptions and Monumental Art of Altar de Sacrificios, Cambridge, Peabody Museum, 1972; Kornelia Kurbjuhn (comp.): Maya: The Complete Catalogue of Glyph Readings, Kassel, Scheneider and Weber, 1989; Silvanus Griswold Morley: An Introduction to the Study of the Maya Hi,eroglyphs, Washington, Government Print Office, 1915; o Richard Luxton y Pablo Balam: The Mistery of the Mayan Hieroglyphs: The Vision of an Ancient Tradition, San Francisco, Harper y Row, 1981. 20 León-Portilla: op. cit., p. 113 Y en general el cap. III. 21 Véase J. Cortés Castellanos: El Catecismo en pictogramas de fray Pedro de Gante (Estudio introductorio y desciframiento del ms. 26-29 de la Biblioteca Nacional de Madrid), Salamanca, Universidad Pontificia, 1985. 22 La Rhetorica christiana de fray Diego Valadés se publicó en Perugia en 1579. Hay edición moderna (en realidad, traducción), publicada en México en 1989. Un estudio que intenta ser totalizador de la vida y la obra de este minorita en Carmen José Alejos-Grau: Diego Valadés, educador de Nueva España. Ideas pedagógicas de la "Rhetorica christiana" (1579), Pamplona, EUNATE, 1994. 23 Véase Santiago Sebastián López, José de Mesa Figueroa y Teresa Gilbert de Mesa: Summa Artis. Historia general del Arte. Vol. XXVIII: Arte iberoamericano. Desde la colonización a la Independencia, vol. I, Madrid, Espasa-Calpe, 1985, pp. 281-282. 24. 24 Irving A. Leonard: Los libros del conquistador, México, Fondo de Cultura Económica, 19792, p. 330. En adelante, las citas remiten a la página. 25 Francisco Fernández del Castillo: Libros y libreros del siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 376. Las citas remiten a las páginas de este libro. 26 Francisco Cervantes de Salazar: México en 1554, trad. J.García Icazbalceta, México, UNAM, 1952, p. 40. 27 Edmundo O'Gorman: "Bibliotecas y Librerías coloniales (15851694)", Boletín del Archivo General de la Nación, X, 4 (1939), pp. 661-1007, en p. 710. Todas las citas remiten a este repertorio. 28 Sigo utilizando los datos de O'Gorman: op. cit., pp. 677-679. 29 Tomo los datos del volumen citado de Suma Artis, p. 283. 30 Véase Ermilo Abreu Gómez: Sor Juana Inés de ña Cruz. Bibliografía y Biblioteca, México, Monografías Bibliográficas Mexicanas, 1934, pp 331-346. 31 Guillermo Furlong: Bibliotecas argentinas durante la dominación hispánica, Buenos Aires, Huardes, 1944, pp. 114-115. 15
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Véase Jorge Comadran Ruiz: Bibliotecas cuyanas del siglo XVIII, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1961, p. 35. 33 Véase ahora Filipo Picinelli, El Mundo Simbólico, México, El Colegio de Michoacán, 3 vols., 1997-1999. 34 Véase Pedro F. Campa: Qp. cit., nO A13, p. 33. Cfr. también J. García Icazbalceta: Bibliografía mexicana del siglo XVI, n° 82, p. 234. 35 Véase Campa: op. cit., n°. SH3 y SH4, p. 47. 36 Alicia de Colombí-Monguió: "Verba significans, ressignificantur: Libros de empresas en el Perú Virreinal", NRFH, XXXVI (1988), pp. 345-364. 37 Loc. cit., p. 254. 38 Véase el prólogo de Agustín Yáñez a su edición fragmentaria de Francisco Bramón: Los Sirgueros de la Virgen, México, UNAM, 1944. 39 Doy la lista completa: de Dios retrato; de su amor traslado; mujer bendita; celestial doncella; de el sol alcázar, de su luz centella; plateada luna; cedro consagrado; aurora alegre; ámbar derramado; sin mancha espejo; espada que degüella; lucida torre; de la mar estrella; jardín florido; ejército formado; escala de Jacob; cerrado huerto; de mujeres la flor; mirra escogida; frondosa oliva; palma levantada; vara sin nudo del invento injerto; madre de Dios; en Gracia concebida. 40 Véase el "Geroglifico XLVII" de Nicolás de la Iglesia para el "Speculum sine macula" y mi trabajo "La imagen del castillo: un tópico religioso y poli tico en la emblemática del siglo XVII", en Li teratura Emblemática Hispánica (Actas del I Simposio Internacional, La Coruña, 14-17 de septiembre, 1994), ed. Sagrario López Poza, La Coruña, Universidade da Coruña (Cursos, Congresos e Simposios, 15), 1996, pp. 329-341, para las imágenes de la torre en Ricci da San Severo y en las Flores de Miraflores. 41 Véase más abajo para estas cuestiones de terminologia. 42 No sé el influjo que pudo tener en Europa la novela de Bramón. No he localizado ni un solo ejemplar de ella en toda España, pese a que para la letra B contábamos ya con el Catálogo Colectivo de Autores del siglo XVII. Tampoco el Cátalogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico en su versión On-line recoge ej emplar alguno. De ahi que mis citas procedan de la edición de Yáñez. 43 Joaquin Bolaños: La portentosa vida de facsimil, México, Premiá Editores, 1983, s. fragmentaria en la antologia citada de Agustin la obra de Bramón. 44 Bolaños: op. cit., p. 205. O. VAENIUS: Theatro moral de la vida humana en cien emblemas, Amberes, Vda. de Henrico Verdussen, 1733, pp. 196-198. Alli, el grabado representa la muerte intentando abrir la puerta de una fortaleza con el extremo de su guadaña. El rey, desde lo alto de una torre, contempla atribulado la acción y el rastro de cadáveres que la Parca va dejando a su paso. 45 Véase más abajo. 46 Véase el capítulo 3 ("Emblematic poetry") de su Li tera ture in the Light of Emblem, citado, pp. 103-133. Ilustra también la explicación de Aurora Egido acerca de cómo un soneto de Miguel Martin Navarro declara de forma evidente la huella del emblema CLXXVII de Alciato "Ex bello pax" (pp. 13-14 de la Intr. a la edición citada de Santiago Sebastián). 47 Carlos de Sigüenza y Góngora: Triunfo Parténico que en glorias de María Santíssima, Inmaculadamente concebida, celebró la Pontificia, Imperial y Regia Academia Mexicana en el Bienio que como su Rector la gobernó el Doctor don Juan de Narváez, pról. J. Rojas Garcidueñas, México, Xóchitl, 1945. Los jeroglificos, en las pp. 117-122, son: puerta, florida zarza, nube cándida, Jacob y el ángel, Escala de Jacob, Arca del Testamento, la visión de los doce del Apocalipsis. 48 El certamen, en las páginas 249 y ss. Los emblemas son los siguientes: "Emblema primero, en que se pintó una águila en su nido, sobre la eminencia de un escollo; Octaviano celebrando el lustro en el Campo Marcio, y otra águila sobre este letrero: Agrippae, que coronaba la portada de un edificio, con este mote: Mundi melioris origo" (p. 259). "Emblema segundo. Pintóse en él el precipicio al averno la muerte, ed. f. Hay edición Yáñez,
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junto con del griego Anfiarao, y un' águila que después de haber elevado al cielo la lanza que le quitó de la mano, y que ya florecía sobre la tierra, se alimentaba de sangre con el mote: Fatumque in sanguine summo est" (p. 275). "Emblema tercero. Contenía la renovación del águila, que desde la eminencia sublime en que se hallaba, estorbaba el sacrificio de la hermosísima Elena, por la razón que contiene este epígrafe: Tanta est indulgentia formae" (p. 295). "Emblema cuarto. Representóse en él la Nueva Aula General de la Imperial Atenas Mexicana, y una águila que servía de corona a su descollada eminencia, con esta letra: "Magna eri t gloria domus istius novissimae plusquam primae" (p. 311). Por cierto, los grabados que aparecen ilustrando la obra no son los emblemas de esta justa, corno ha pensado algún estudioso, sino las ilustraciones de fray Diego Valadés a su Rhetorica christiana, publicada en Perugia en 1579. Ignoro la razón por que se han empleado aquí, de no ser la meramente ornamental. 49 Pedro José Rodríguez de Arizpe: Augusto iluminado..., Méxicó, Impr. Real del Superior Gobierno y del Nuevo Rezado de Doña María de Ribera, 1747, p. 20. 50 Pedro José Rodríguez de Arizpe: Coloso eloqüente..., México, Impr. del Nuevo Rezado de doña María de Ribera, 1748. 51 Sobre las academias mexicanas, véase José Sánchez: Academias y sociedades literarias de México, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1951, cap. I, pp. 9-53. 52 "...cuando con magnificencia indecible ha erigido semejantes arcos o portadas triunfales desde el 22 de diciembre de 1528, día en que recibió la primera audiencia que vino a gobernar estos reinos hasta los tiempos presentes..." Carlos de Sigüenza y Góngora: Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, en Seis obras, intr. l. A. Leonard, ed. W. G. Bryant, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1984, p. 172. Todas las citas se hacen por esta edición. 53 Véase José Pascual Buxó: Arco y certamen de la Poesía Mexicana Colonial (siglo XVII), México, Universidad Veracruzana, 1969; y también la Introducción de Alberto G. Salceda al Neptuno Alegórico de Sor Juana Inés de la Cruz, en Obras Completas de Sor Juana Inés de la Cruz, vol. IV, México, FCE, 1976, pp. XXXII Y ss. Y, sobre esta última, Octavio Paz: Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Barcelona, Seix-Barral, 19904. 54 México, Imprenta de Juan Ruiz, 1640, pero me sirvo de la edición de Manuel Romero de Terreros, México, Impr. Universitaria, 1947. 55 Véase la introducción citada de Salceda, p. XXXIV. 56 Véanse los títulos completos en el Repertorio que acompaña a este estudio. 57 Me he servido, para resumir la descripción, del libro de Isidro Sariñana: Llanto del Occidente en el ocaso del más claro Sol de las Españas Serviría, con todo, cualquiera de los que relatan este tipo de acontecimientos, corno el de Ribera Flórez o el de Agustín de Mora. Da la impresión de que se siguen los unos a los otros a la hora de relatar estos actos, variando solamente los nombres de los participantes y las distintas figuras y túmulos, claro. 58 Mateo Alemán: Sucesos de frai García Guerra, México, Viuda de Pedro Balli, 1613. Cito por la ed. de la RHi, XXV '(1911), pp. 368-457; la cita, en página 406. 59 El de Carlos V lo describe Francisco Cervantes de Salazar. Se publicó en 1560. Hay edición moderna de Edmundo O'Gorman en México en 1554 y Túmulo Imperial, México, Porrúa, 1963, por donde citaré. El de Felipe 11 lo relata Dionisio Ribera Flórez en 1600 en la Relación Historiada de las Exequias funerales..., citado. Las honras de Felipe IV las trae Isidro Sariñana en Llanto del Occidente..., también citado. Las de Carlos 11, las escribió Agustín de Mora en El Sol eclipsado..., citado. 60 Creo que Santiago Sebastián dijo ya algo al respecto en un trabajo que no he podido consultar: "La emblemática en México", Simpatías y diferencias. Relaciones del arte mexicano con el de América Latina, X Coloquio Internacional de Historia del Arte, México, UNAM, Inst. de In-
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vestigaciones Estéticas, 1988, pp. 113128 (p. 81, n. 6). Véase Santiago Sebastián: "El túmulo de Carlos V en México", en Arte y Humanismo, Madrid, Cátedra, 19813, pp. 312-317. 62 Francisco de la Maza: Las Piras Funerarias en la historia y en el arte de México, México, Anales del Inst. de Investigaciones Estéticas, 1946, p. 17. 63 Véase José Durand: "Refinamiento y cortesía", en La transformación social del Conquistador, México, Porrúa y Obregón, 1953, pp. 84-86. Y además, Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en la América Hispánica, México, Fondo de Cultura Económica, 1978, pp. 45-46. 64 Llanto del Occidente..., fol. 42r-v. 65 Agustín de Mora: El Sol eclipsado..., fols. 18-19. 66 Carlos de Sigüenza y Góngora: Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, edición citada, p. 188. 67 Es el caso, por ej emplo, de la Relación historiada... de Ribera Flórez. 68 Véase el trabajo de Víctor Infantes: "La presencia de una ausencia: la emblemática sin emblemas" en las Actas del Congreso Internacional de Emblemática citado. 69 Véanse las pp. 64 Y ss. del libro citado. 70 Ed. cit., p. 355. 71 Estudios globales y acertados sobre esta materia en el ámbito europeo son los de José Antonio Maravall: "La concepción del saber en una sociedad tradicional", en Estudios de Historia del Pensamiento Español. Serie primera. Edad Media, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1983, pp. 236 Y ss.; Domingo Ynduráin: "Enamorarse de oídas", en Serta Philologica Fernando Lázaro Carreter, Madrid, Cátedra, 1983, vol. 11. 72 Cristóbal Ruiz Guerra y Morales: Letras felizmente laureadas..., s. f. 73 Alonso Alavés Pinelo: Astro mythológico Político, México, Juan Ruiz, 1650, fol. Sr. 74 El Doctor Alonso de Zorita, en el prólogo que antecede al Túmulo Imperial de Carlos V, dice que desde antiguo "se ponían imágenes, letras y figuras en los sepulcros, para mejor conmoverlos a hacer obras dignas de semejantes honras y para que se acordasen que eran mortales" (p. 181). El maestro Cervantes de Salazar asegura que el Virrey mandó que se hiciesen las exequias imperiales para dar a entender con señales palpables a los moradores del Nuevo Mundo "lo mucho que pudo y lo más que devía al invictíssimo Carlos V” 75 Véase las Letras felizmente laureadas de Ruiz Guerra y Morales o El Sol eclipsado antes de llegar al Zenid de Agustin de Mora para comprobar la presencia de Picinello, por ejemplo.. 76 Carlos de Sigüenza y Góngora: Teatro de las virtudes políticas, p. 172. 77 Apud Buxó: Arco y certamen, citado, p. 45. 78 Véase Tovar de Teresa: Bibliografía novohispana de arte, nº102, pp. 354 y ss. 79 Para este asunto, véase Inocencio V. Pérez Guillén: "El Viejo y el Nuevo Mundo: derivaciones al dualismo moral en la emblemática hispana", BMCA, XLVIII-IL (1992), pp. 229-285. 80 En ese sentido, y dedicado a la volateria, véase el excelente trabajo de José Julio Garcia Arranz, Ornitología Emblemática. Las aves en la literatura simbólica ilustrada en "Europa durante los Siglos XVI y XVII, Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Unex, 1996. 81 Véanse, por citar sólo algunos ejemplos especificos: El Fisiólogo atribuido a San Epifanio, ed. S. Sebastián, Madrid, Tuero, 1986, cap. XI, pp. 69 Y ss.; Horapolo: Hieroglyphica, ed. cit., pp. 224 ss.; Ripa: Iconología, ed. cit., I, p. 508. 82 D'Ávalos sigue clara y libremente el capítulo VI del libro XX de los Hieroglyphica de Pierio Valeriano (Basilea, 1556, fols. 145-146), pero después agrega: "y sant Hierónimo dize que los Pelicanos nuevos son muertos de su madre en el nido, de que arrepentida se está tres días con ellos plañendo, y que al cabo de este tiempo con sangre de su pecho les da vida". Hasta donde llego, San Jerónimo no dice nada parecido sobre el pelícano en sus obras (el lugar apropiado seria el comentario al cap. 2 de Isaias-Filios enutrivi-, pero no cuenta nada de esto; cfr. PL, XXIV, cols. 25-26). Era San Isidoro, en sus Etimologías (XII, 92), quien atribuía lo siguiente al pelícano: "Pellicanus: avis Aegyptia, habitans in solitudine Nili fluminis, unde et nomen sumpsit, nam Canopus Aegyptus dicitur. Fertur, si verum est, eam occidere natos suos, eosque per 61
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triduum lugere, deinde seipsam vulnerare, et aspersione suis sanguinis vivificare filios" (PL, LXXXII, col. 462). Hugo de San Victor decía lo mismo en "De pelicani natura" (PL, CLXXVII, col. 74) y añadía la tradicional identificación del pelícano con Cristo (col. 29), a la que luego hace referencia d' Ávalos. Es probable que, si no existe otra fuente intermedia, el perulero se esté sirviendo del de Sevilla. 83 "despuntaban también sobre los doze signos del Zodiaco, en una y otra señalando las seis letras del Augusto nombre del César su abuelo..." (s. f.). 84 Francisco de la Maza: op. cit., p. 21. 85 Toussaint, Manuel: Arte colonial en México, México, 1948. 86 Diego de León Pinelo: Hypomnema Apologeticum Pro Regali Academia Limensi in Lipsianam Periodum. Ad Limensem regium senatum, Limae, ex officina Iuliani de los Santos et Saldaña, MDCXLVIII, fol. IV. 87 Véase un estudio en la obra de Fernando Martínez Gil: Muerte y sociedad en la España de los Austrias, Madrid, Siglo XXI, 1994. 88 Basta ver las listas de libros que reporta Edmundo O'Gorman (op. cit.) en su inventario para ver la inmensa cantidad que de este tipo de obras pasaron a México, con la consiguiente influencia que se aprecia en estas obras funerarias. 89 Víctor Mínguez: "Los emblemas solares, la imagen del príncipe y los programas astrológicos en el arte efímero", en Actas del I Simposio Internacional de Emb1emática, Teruel, Inst. de Estudios Turolenses, 1994, pp. 209-253; y del mismo: "La muerte del príncipe: Reales exequias de los últimos austrias en México", Cuadernos de Arte Colonial, 6 (1990), pp. 20-25.
Marco Valerio Marcial, un insumiso en Roma Raúl Doval Salgado y Jesús Ricardo Martín Fernández Apuntes biográficos 1. Su vida antes de su llegada a Roma Si todo escritor es hijo de su época y su vida, literariamente hablando, es reflejo de ella, Marcial lo es mucho más. Pocos escritores han estado tan sujetos a los vaivenes sociopolíticos de su tiempo como lo estuvo él; por eso, aunque son pocas las referencias directas que poseemos de su vida, de sus escritos podemos sacar los datos necesarios para elaborar una biografía bastante fiable. Aunque no es éste, precisamente, nuestro propósito, estos datos nos ayudan a hacer un recorrido por la vida del poeta y entender mejor sus vicisitudes en Roma. En el epigrama I, 61 (11-12) dice que era natural de Bílbilis Auguta, en la tarraconense y que le pusieron el nombre de M.Valerius Martialis1. La fecha de nacimiento sería el 1 de marzo del año 39 ó 40 d.C2. Sus padres fueron Frontón y Flacilla, muertos unos veinte años después de la llegada de nuestro poeta a Roma. En un epigrama lleno de sensibilidad, les encomienda, como veteranos que son ya en los Campos Elíseos, a su esclava Erosión, que había muerto sin cumplir los seis años. Es un epigrama de una delicadeza por la inocencia de una niña a la que las Parcas llevaron tan pronto al reino de las sombras. Se trata, además, de un epitafio sumamente tierno, en el que, como hoy nosotros, el poeta muestra la esperanza de una futura reunión con los que nos precedieron. Vemos cómo un hombre, que presume en no pocas ocasiones de hirsuto de cuerpo y de alma, se conmueve ante la muerte de una niña que apenas sabía pronunciar su nombre. De Erotione puella Hanc tibi, Fronto pater, genitrixque Flacilla, puellam Oscula commendo deliciasque meas, Parvola ne nigras horrescat Erotion umbras Oraque Tarterei prodigiosa canis3.
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Se dedicó a las letras, influenciado por su padre, quien debió de educarlo y prepararlo no sólo con los gramáticos, sino también con los retóricos; ello nos hace pensar que la familia tenía medios económicos bastante buenos. Los retóricos cobraban muy caras sus enseñanzas y poca gente podía educar en la oratoria a sus hijos. Marcial se quejará después de que no le enseñaron a ganar dinero. In Sutorem At me litterulas stulti docuere parentes Quid cum grammaticis rhetoribusque mihi? Frange leves calamos et scinde, Thalia, libellos, Si dare sutori calceus ista potest4.
En este sentido entendemos su amargo lamento a Talía, porque un zapatero remendón consigue las riquezas que a él le ha negado su pluma: “tú, zapatero, acostumbrado a morder suelas, has heredado a tu amo y disfrutas hasta de su copero; yo, a quien unos padres necios educaron en las letras, me veo en la condición de cliente”5. En el foro de Roma hizo ciertos intentos como abogado, pero sin éxito y también se servirá de ellos, cuando, en su vejez, regrese a Bílbilis. En todo caso no era ésta la clase de vida que deseaba y así lo deja claro en los dos siguientes epigramas. Ad Titum Cogit me Titus actitare causas Et dicit mihi saepe “magna res est.” Res magna est, Tite, quam facit colonus. 6. In Sextum Egi, Sexte, tuam, pactus duo milia, causam. Misisti nummos quo mihi mille quid est? « Narrasti nihil – inquis – et a te perdita est causa ». Tanto plus debes, quod erubui. 7.
Como todos los niños de entonces, Marcial sufrió también los castigos de maestros despiadados que lo dejaron marcado durante su vida. Ello explica los epigramas contra estos verdugos, como el maestro mencionado en el IX, 68, al que llama “ludi scelerate magister, invisum pueris virginibusque caput". Aun no habían roto los gallos el silencio de la noche y él ya despertaba a los vecinos con sus gritos y con el sonido de los látigos en las carnes de los alumnos. Tres siglos más tarde, dirá Agustín de Hipona que los estudios y los castigos eran tan duros, que, si a un hombre de su época se le propusiese volver a la infancia o morir, sin duda elegiría la muerte. 8 En el X, 62, un epigrama que parece un cierto reconocimiento al trabajo de otro maestro, le recomienda que dé vacaciones a sus alumnos hasta los idus de octubre, y le desea que lo escuchen en verano frequentes capillati y que se vea rodeado de ellos durante su comida. A los niños en verano les basta con disfrutar de buena salud.
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Cuando Lupo le pregunta qué debe hacer con su hijo, le responde que evite a los gramáticos y retóricos, porque lo importante es ganar dinero. Que sea tocador de cítara o flautista acompañante o, si su cabeza no da para más, que se haga pregonero o arquitecto; nunca abogado ni poeta. In Lupum Cui tradas, Lupe, filium magistro Quaeris sollicitus diu rogasque. Omnes gammaticosque rhetorasque Devites moneo9…
En esta sátira al avaro Lupo deja entrever su resentimiento por lo poco reconocidas que estaban las clases intelectuales.
2. Su vida en Roma Ansioso de aventuras y seducido por la corte y la capital del Imperio, como tantos otros jóvenes provincianos de su época, se dirigió a Roma en el 64, cuando tenía 24 años; tal vez pretendía también perfeccionar y terminar sus estudios. Allí vivió durante casi treinta y cinco años, siendo un desarraigado, un inconformista y un insumiso. Esta situación se debió, en parte, a que las personas cuya protección buscaba, la influyente familia hispana de los Séneca, habían caído en desgracia de Nerón, acusados de participar en la conjura de Pisón, para asesinar al emperador. Es claro que no fue el mejor momento para llegar a Roma; fueron los tiempos en los que Nerón cometió las mayores barbaridades; también Marcial habría estado, de alguna forma, implicado en el torbellino moral de aquella época deplorable. No hemos de extrañarnos, pues, de que, como tantos otros poetas, también él tuviera que mendigar y adular, para buscar protección. Con los Séneca murieron todos los conjurados, entre ellos Petronio. Marcial se quedó sin protectores y, tal vez, perdió también la ilusión por seguir en Roma. Si, a pesar de todo, continuó en la urbe, fue, quizás, porque la familia Séneca podría haberlo puesto ya en contacto con otros hispanos influyentes, como el abogado Deciano, stoicus, Emeritae natus, de quien hace un magnífico y merecido elogio en el I,3910.. También habría tenido la protección de Quintiliano, rhetorum magister, y de Lucano, autor de la Farsalia, del que Córdoba se siente tan orgullosa, como Verona de Catulo, Mantua de Virgilio, Padua de Livio o Sulmona de Ovidio. I, 61. A la muerte de Lucano, seguirá su amistad con su viuda, Pola Argentaria, quien se convierte en una de sus protectoras. En VII, 21, 22 y 23 la felicita por el día en que los Hados dieron a Roma y a ella un poeta que ocupa el segundo plectro después de Virgilio. En X, 64 le pide que perdone sus bromas, porque también el cantor de las guerras de César y Pompeyo se permitió bromas un
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tanto procaces11. De Quintiliano, que además era paisano suyo y que, tal vez, le había aconsejado que cambiase de vida, dice que es la gloria de la oratoria de Roma y capaz de encauzar a la juventud descarriada: Ad Quintilianum Quintiliane, vagae moderator summe inventae, Gloria Romanae, Quintiliane, togae12.
Solicita del emperador el llamado ius trium liberum13 y Tito se lo concede14; Domiciano se lo renueva un año más tarde y le añade el título honorífico de tribunus militum semestris, que lo eleva al rango de eques romanus con los privilegios inherentes a ese rango: la exención de impuestos, vales para vino en los espectáculos y lugar en las catorce primeras filas del Anfiteatro. En un epigrama a Névolo, quien nunca se adelanta a saludarlo sino que espera a ser saludado, hace valer estos derechos, concedidos por los dos Césares, así como su fama de escritor reputado: In Naevolum Praemia laudato tribuit mihi Caesar uterque Natorumque dedit iura paterna trium. Ore legor multo notumque per oppida nomen Non expectato dat mihi fama rogo. Est et in hoc aliquid: vidit me Roma tribunum Et sedeo qua te suscitat Oceanus15.
Claro que, expuestas todas las razones por las que debe saludarlo primero, encuentra una que lo exime de esta cortesía, porque en esa faceta sí que es superior: Névolo camina por distinta acera Sed pedicaris, sed pulchre, Naevole, ceves. Iam iam tu prior es, Naevole, vincis: have16.
Con frecuencia recordará estos privilegios y se mostrará agradecido al emperador, pero, a partir del año 96, fecha del asesinato de Domiciano, no vuelve a mencionarlo: ello demuestra que las adulaciones eran fingidas y de conveniencia, a pesar de llamarle dominus et deus,17 títulos con los que Domiciano había ordenado que le llamasen18. A pesar de su condición de cliente, su fama literaria transcendió y voló por todo el Imperio; pudo verlo él mismo19, como habían visto la suya Cicerón, Virgilio y Horacio. Esto no debe extrañarnos, porque Marcial tuvo la chispa, la agudeza y el ingenio de transcribir a un papiro la vida diaria de los romanos, lo que les era común y podían tocar. Sus coetáneos ya no estaban para mitos y héroes; subsistir, amar, robar y, sobre todo, adular eran sus problemas vitales. Y fue Marcial, más que ningún otro, quien tuvo la capacidad de reflejarlo todo en sus escritos, dejándonos, como veremos, un retrato perfecto de la Roma de los Flavios e, incluso, de sí mismo.
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No aspiró, o al menos no siguió, al cursus hororum, como lo hicieron muchos otros jóvenes. Vivió alquilado en el tercer piso de una casa de adobe; parece que fue un hombre soltero y que le gustaban las mujeres, siempre que no fueran demasiado flacas, para no lastimarse con sus huesos en la cama; ni las muy gordas, ni las que son muy fáciles, ni las que son demasiado difíciles, ni las ásperas ni las empalagosas; tampoco le gustaban las tontas, ni las demasiado sabias. Para él la belleza, como la virtud para Aristóteles, está en el término medio. Ad Flaccum Qualem, Flace, velim quaeris nolimve puellam? Nolo nimis facilem difficilemque nimis. Illud quod medium est atque inter utrumque probamus: Nec volo quod cruciat nec volo quod satiat20.
Aquel santuario que creyó haber pisado cuando llegó a la ciudad se trocó en mísera hipocresía y su mano firme, orgullosa y altanera, con ese orgullo existencial del frustrado, nos deja una imagen de la Roma profunda como ningún otro autor contemporáneo suyo pudo contar. Habría que remontarse a las sátiras de Horacio y, aun así, la Roma de Marcial aparece con sus bajezas totalmente descarnadas, mientras que en Horacio se ve claramente la intención didactizante del autor, pese a la crudeza de los hechos que describe.
3. De regreso a Hispania En el año 98, cansado de Roma y ansiando la humilde vida que le esperaba en el campo, lejos ya de las mansiones de los poderosos, proyecta su regreso a Bílbilis. Contaba con muchos amigos, como Plinio el Joven, Terencio Prisco, Quintiliano, Juvenal, Silio Itálico, Flaco, Faustino o Flavo...; pero, como muy pocas veces escribe de forma inofensiva, aunque los nombres sean ficticios, también tiene muchos enemigos."Los epigramas ídiceí no pueden agradar, si no tienen sal y una gota de hiel, como no agrada la comida insípida y sin algo de vinagre. Los higos dulces y las manzanas son para los niños"21. Él, como Catulo, prefiere la fruta de Quios que tiene sabor más picante. Para preparar su retorno, envía delante, como mensajero de excepción, el libro X con dedicatoria especial en el 104 a su amigo a Flavo para que le prepare una morada y que no le resulte cara. I nostro comes, i, libelle, Flavo. Está viejo y sólo quiere la paz que buscó lejos de su casa, pero que no encontró. Su amigo Plinio el Joven, discípulo de Quintiliano y gran admirador de Cicerón, con cuya ayuda podrá regresar a Hispania, cuando se entera de que Marcial ha muerto, nos hace un precioso retrato del poeta en una epístola a Cornelio Prisco22. Confiesa que lo ayudó para que regresase a Hispania, en base a la amistad que tenían y en agradecimiento por los versos que había escrito elogiándolo. Así siguiendo una tradición antigua, también él quería honrar y, de
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alguna manera, pagar los poemas que le había dedicado. Y cita parte del epigrama, en el que Marcial recomienda a Talía que lleve su libellum a Plinio, pero que vaya con la máxima reverencia porque es un hombre culto y muy ocupado. Es un librito no muy sabio y, además, poco serio, pero no es inculto. No ha de presentarse ebria ni en un momento inoportuno; él prepara ídiceí durante días sus discursos, que pueden compararse con los de Cicerón23, para deleite de los centumviros y que pasarán a la posteridad.24 I, perfer, Thalia…. “Nec doctum satis et parum severum, sed non rusticulum tamen libellum, facundo mea Plinio Thalia i perfer25……………………… Sed ne tempore non tuo disertam Pulses ebria ianuam, videto: Totos dat tetricae dies Minervae, Dum centum studet auribus virorum Hoc quod saecula posterique possint Arpinis quoque comparare chartis (12-17)
Ha de llevarlo tarde, cuando Baco se ha apoderado de todos los comensales, cuando reina la rosa, cuando se derraman los perfumes; sólo entonces hasta los hombres más severos pueden leerlo sin molestarse. Obsérvese esta modestia del poeta, que aparece sólo cuando se dirige a amigos y benefactores. Seras tutior ibis ad lucernas: Haec hora est tua, cum furit Lyaeus, Cum regnat rosa, cum madent capilli: Tunc me vel rigidi legant Catones... (18-21).
Plinio se pregunta a continuación si lo llora con razón y reconoce que Marcial le había dado cuanto había podido. Y termina la carta con estas bellísimas palabras: “tametsi quid homini potest dari maius quam gloria et laus et aeternitas.? At non erunt aeterna, quae scripsit. Non erunt fortasse, ille tamem scripsit, tamquam essent futura26. Bien sabía Plinio que, como las obras de todos los Clásicos27, también la obra de Marcial soportaría el tiempo, el fuego y el agua y que las generaciones futuras lo leerían. De hecho así es y, gracias a su obra, conocemos los más mínimos detalles ímás adelante veremos algunosí de la Roma de los Flavios. Ya en Bílbilis, su amiga Marcela le proporciona la villa que necesitaba para seguir trabajando y que él describe en XII, 31 como un lugar ameno, lleno de bosques, fuentes, prados, huertas con hortalizas que verdeguean en enero; palomares, arroyos llenos de anguilas y jardines que compara con los de Pesto. Agradecido le dedica este bellísimo epigrama: Ad Marcellam Municipem rigidi quis te, Marcella, Salonis Et genita nostris quis putet esse locis?
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Tam rarum tam dulce sapis. Palatia dicent, Audierint si te vel semel, esse suam; Nulla nec in media certabit nata Subura Nec Capitolini collis alumna tibi; Nec cito ridebit peregrini gloria partus Romanam deceat quam magis esse nurum. Tu desiderium dominae mihi mitius urbis Esse iubes: Romam tu mihi sola facis28.
La vida en su tierra natal tampoco le satisface; no es lo que esperaba. De los amigos que había dejado en Bílbilis, unos ya habían desaparecido y los que vivían eran muy pocos y estaban muy cambiados; pronto sentirá nostalgia de Roma. Echa de menos la vida de la Urbe, llena de ruidos, y que ahora se le antoja amena comparada con la monotonía en que vive; le faltan los teatros, las diversiones en el anfiteatro, el juicio crítico de sus lectores, la bibliotecas, los lugares de reunión. A esto hay que añadir el “robigo dentium et iudici loco livor et unus aut alter mali, in pusillo loco multi”, o sea, las difamaciones y la envidia, en lugar de la sana crítica de uno que otro de sus convecinos, que son muchos, al menos eso parece, al tratarse de un lugar pequeño.29 De todas formas ya no saldrá de su ciudad natal y allí muere el año 104, durante el imperio de Trajano.
4. Sus obras Marcial escribió 15 libros de epigramas, el primero, el Liber de spectaculis, en el año 80, para celebrar la inauguración del Anfiteatro Flavio, conocido aun hoy con el nombre de Coliseo; desde ese año hasta su regreso a Hispania, el 98, publica otros once libros. Ya en Bílbilis, publica la colección completa de los doce en el invierno de 101. Los Xenia, L.XIII, son composiciones de versos que acompañaban los regalos para huéspedes y Apophoreta, XIV son etiquetillas para los regalos que el anfitrión sorteaba entre los comensales en los banquetes celebrados con ocasión de las Saturnales. Ambos libros fueron escritos entre el año 84 y el 85. En los años 87-88 viaja a la Galia Cisalpina y allí publica el libro tercero de epigramas. Aunque escritos la mayoría en Roma, advierte, sin embargo, al lector que, si los encuentra inferiores, es porque están hechos fuera de Roma. Ad librum suum Romam vade, Liber; si veneris unde requiret, Aemiliae dices de regione viae. Si, quibus in terris, qua simus in urbe, rogabit, Corneli referas me licet esse foro30.
Allí, por un tiempo, se ve libre de la toga y de su oficio de cliente. Éste es su gran deseo. Aunque su vida de cliente no debió de ser tan dura como la de otros poetas menos conocidos, Marcial tiene que seguir escribiendo, si quiere mejorar
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el nivel de vida, cosa que no puede hacer, siguiendo a su amo a todas partes y durante todo el día. Gracias a sus epigramas, Marcial acaba consiguiendo una situación económica que, si no lo sitúa entre los ricos, sí lo libera, al menos, de la necesidad. En un epigrama, dirigido a los epulones, a los que personifica en Calístrato, confiesa que es pauper, pero no un obscurus et male notus eques, que es leído por todo el orbe y que, como a Horacio31 y a Persio, también a él lo señalan con el dedo diciendo “hic est”. A partir de ahora desaparecen los años de miseria y ya puede comprar togas de buena lana sin ayuda de nadie; ya no tiene que cubrirse con una raída y agujereada, como antes, cuando se quejaba con cierta acritud ante quienes, considerándose sus amigos, permitían que anduviese cubierto con una toga que ni siquiera hubiera querido para sí el pelele lanzado para desbravar las fieras del Circo: Ad Candidum At me, quae passa est furias et cornua tauri noluerit dici quam pila prima suam .II,43.
Reconoce que la diversión del lector que lee sus poemas le cuesta dinero, porque, como hemos dicho, su profesión no era de las que él tenía como lucrativas, pero también sabe que sus poemas inmortalizarán su nombre y el de aquellos que mencione y, además, le proporcionan placer. Ad lectorem amicum Seria cum possim, quod delectantia malo Scribere, tu causa es, lector amice, mihi, Qui legis et tota cantas mea carmina Roma: Sed nescis quanti stet mihi talis amor32. Ad Augustum Principem Quid tamen haec prosunt quamvis venerantia multos? Non prosint sane, me tamen ista iuvant.33
En el año 94, puede abandonar el piso alquilado y vivir en una casa de su propiedad en la ciudad, próxima al Quirinal. Compra también una pequeña quinta en Nomento, a unas doce millas de Roma, a donde puede desplazarse en mulas no alquiladas. “Poseo, César, y espero disfrutar de ellas mucho tiempo, siempre bajo imperio, una casa sencilla en la ciudad y, en las afueras, una casita muy pequeña”. In Charinum Livet Charinus, rumpitur, furit, plorat Et quaerit altos unde pendeat ramos : Non iam quod orbe cantor et legor toto,… Sed quod sub urbe rus habemus aestivum Vehimurque mulis non, ut ante, conductis34.
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Siempre había deseado la vida tranquila del campo; poder cultivar uno propio y que no fuera grande, donde pudiera vestirse como quisiera, recoger los frutos, sin tener que comprarlos y cocinarlos, sin pagar la leña del mercado. Estos deseos son los que expresa en un epigrama dedicado a Frontón, a quien llama “clarum militiae togaeque decus”. “Quien no ama esta vida, termina diciendo, que tampoco me ame a mí y que siga disfrutando del trabajo en la ciudad”35. No hay duda de que conocía muy bien el Épodo II de Horacio y las Bucólicas y las Geórgicas de Virgilio. Quiere dejar la vida de cliente, porque ya es un hombre conocido y está cansado de humillarse ante los patronos y se siente viejo para escribir después de acompañar al amo durante todo el día, como se dijo arriba. A Galo le pide que le disculpe por no ir a saludarlo por la mañana; vive muy lejos y, además, sería uno más de sus muchos clientes; prefiere verlo a la hora décima; para el saludo de la mañana le envía su libro36. A Cándido le envía un liberto, para que lo represente y para que le sea de mayor utilidad, puesto que es joven y puede portar su litera, defenderlo, si es atacado, y gritar con fuerza a su favor en los juicios37. A Potito, que le reprocha su pereza en escribir, le responde que tiene muchas ocupaciones y que lo raro es que pueda escribir, aunque sólo sea un libro38. A lo largo de más de tres décadas, Marcial se arrastrará, pobre y humillado primero, luego con ciertas prebendas, pero siempre malviviendo y maldiciendo la negra suerte de no tener otros ingresos que los de su pluma, que se veían menguados, porque en Roma no existían los derechos a la propiedad intelectual, lo que hacía que muchos poetas, entre ellos Marcial, se viesen sometidos a la piratería de los escribanos, en muchos casos contratados por los mismos libreros. Los lectores, no pocas veces, atribuían los errores en los libros a los poetas. Por eso Marcial sigue advirtiendo al lector: “porque si crees que no fue él quien se equivocó, sino yo, debo pensar que tú no eres inteligente”39. Ad lectorem Si qua videbuntur chartis tibi, lector, in istis Sive obscura nimis sive latina parum, Non meus est error: nocuit librarius illis Dum properat versus adnumerare tibi40.
Aunque había conseguido en vida una fama que otros ni siquiera lograron después de muertos, no estaba libre de cierta escasez y de tener que depender de patronos. Ad lectorem Hic est quem legis ille, quem requiris, Toto notus in orbe Martialis Argutis epigrammaton libellis: cui, lector, studiose, quod dedisti viventi decus atque sentienti, rari post cineres habent poetae41.
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Muchos de sus epigramas, sobre todo dirigidos a Domiciano, a quien le dedica el libro V, dan muestras de su adulación y de su servilismo erga dominos regesque. Nuestras categorías mentales del s. XXI se resisten a aceptar esta esclavitud, especie de castración integral de nuestro poeta. Pero, si analizamos la época en que vivió, a Marcial no le quedaba otra solución. Pasados ya unos años en Roma, reconoce, ante su amigo Julio Marcial que, para ser feliz, no hay que complicarse la vida; más bien ésta ha de ser sencilla. Ad Iulium Martialem Vitam quae faciant beatiorem, Iucundissime Martialis, haec sunt: Res non parta labore, sed relicta; Non ingratus ager, focus perennis; Lis numquam, toga rara, mens quieta42…
5. El epigrama El epigrama es la principal "herramienta de trabajo" de sus escritos, pero no en el sentido original griego̓: "composición poética breve destinada a ser grabada en lápidas funerarias". Los romanos, herederos de los poetas griegos, disponían de una gran cantidad de composiciones de este tipo ya desde principios del s. I a. C., pero a partir de Marcial, será sinónimo de broma mordaz, de burla, de sátira o de adulaciones... Así dice Howson: “La forma literaria del epigrama latino culminó en la obra de Marcial, quien cultivó especialmente la broma mordaz, con final paradójico que fue imitado por escritores modernos de epigramas”43. Marcial deja una huella imborrable tanto en la poesía del s. I como en la universal. Nadie antes de él, y nadie después de él, ha sabido utilizar el epigrama con tanta perfección, pues lo eleva al rango de género literario, como la épica, la lírica y la didáctica. Hemos de considerarlo, por tanto, como el creador de un nuevo género literario: el epigrama. Respetuoso con los demás géneros literarios, reconoce que todo el mundo "los alaba, los admira y los adora, pero -diceleen mis epigramas". Ad Flacum “Illa tamen laudant omnes, mirantur, adorant”. Confiteor: laudant illa sed ista legunt44
De su pluma salió siempre ese detalle, físico o anímico, que caracteriza el epigrama y que caricaturiza a los personajes: pelo, ojos, nariz, boca, ternura, belleza caridad y amistad. El vicio en todas sus diversas facetas: fealdad, procacidad, perversión, avaricia, falsedad, fingimiento… Ancianos y adultos, jóvenes y niños, ricos y pobres, tacaños y avaros, generosos y espléndidos, poderosos y humildes; toda la sociedad romana, de arriba abajo, de dentro a fuera, lo bueno
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y lo malo, todo lo tenemos reflejado en las pinceladas maestras de una palabra, una frase, un epigrama. Pero nuestro autor pone un énfasis especial en las "adulationes ad reges". Presentan dos formas distintas: 1.- Cuando los poderosos son hombres que se prestan poco al halago. En este caso se muestra mesurado y comedido; como se es caso de Nerva y Trajano, por ejemplo, a quienes compara con hombres famosos de la leyenda o de la historia de Roma: Numa, Catón, César o Pompeyo y pide a los dioses que les concedan cuanto merecen, pero rehuye la adulación rastrera. Ad Caesarem Traianum Di tibi dent quidquid,Caesar Traiane, mereris Et rata perpetuo quae tribuere velint…45. Laus Nervae Tanta tibi est recti reverentia, Caesar, et aequi Quanta Numae fuerat: sed Numa pauper erat46…
2.- Cuando un hombre busca su adulación. Si, a cambio, ve que puede remediar en algo su vida, se muestra cínicamente rastrero ítal vez sea ésta una característica de su insumisióní porque sabe que el destinatario del epigrama es, entre otras cosas, corto de ingenio y, sin embargo, disfruta de un status vivendi que él no puede alcanzar. En este apartado están muchos de los dedicados al propio Domiciano. Bayet sostiene que “la única obligación del epigrama es desprender un rasgo mordaz al final para que nada debilite su efecto”47 ; lo mismo pensaba Marcial cuando decía que con sus bromas no hacía daño a nadie, porque no era su intención herir sensibilidades. Además, opinaba que los poemas monótonos, largos, oscuros, pedantes e insípidos eran aburridos. Por eso él, que conocía muy bien a los Clásicos Latinos y Griegos, pero también a poetas coetáneos suyos, escribe poemas no presuntuosos y libres de toda hinchazón, pero que agradan a todos. Quiere que se entienda que sus bromas no pretenden ofender a nadie y que, aunque parezcan lascivos sus escritos, en ellos no hay intenciones perversas. Responde al gusto de todos y a todos respeta48. Proclama su moderación, porque no quiere dar motivos de queja a quien lea sus poemas; respeta a todas las personas, incluso a las más humildes, cosa que no hicieron algunos escritores antiguos, quienes ridiculizaron con nombres propios a personas ilustres. Sin duda pensaba en un poema de Catulo, en el que ataca directamente a César por permitir que Mamurra robara con su consentimiento. Contra César, y no contra Mamurra, descarga Catulo el peso de sus iras: Quis hoc potest videre, quis potest pati, Nisi impudicus et vorax et aleo, Mamurram habere quod comata Gallia, habebat ante ultima Britannia ?. Cinaede Romule, haec videbis et feres49.
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6. La sociedad romana Si algo hay que agradecerle a Marcial es el que nos haya legado un retrato tan fidedigno de su época. Sus escritos son todo un reportaje periodístico de la sociedad en que vivió. Nadie se escapó de su pluma, nadie se escondió a su mirada, nadie se vio libre de su crítica. Veamos a modo de resumen algunos de los "temas recurrentes" de su obra: -Los avaros, los afeminados, los envidiosos, los delatores -Las adúlteras, las meretrices, las lesbianas -El erotismo y las aberraciones sexuales -Los buenos vinos, los borrachos, los glotones, los mendigos -La frugalidad de la mesa, el saber vivir la vida, las fiestas -La inocencia, la ingenuidad, la amistad -La añoranza de la vida rural y el elogio de la misma -Las alabanzas de la patria -La adulación, el desprecio, la deslealtad, la hipocresía -La burla de ciertas mujeres, los cazadores de herencias -Hombres y mujeres tan presuntuosos que caen en el ridículo A la luz de los 1554 epigramas que conservamos, podemos ver las alegrías y miserias de una ciudad y de una corte, pero, sobre todo, la frustración de un hombre que llegó a Roma joven y dispuesto a triunfar y a ser famoso y que, aunque en cierto modo lo consiguió, nunca estuvo conforme y siempre aspiró a una vida mejor50.
7. Epitafios La muerte de los seres inocentes conmovió siempre a los poetas y de ella sacaron bellísimos versos. Virgilio, por ejemplo, despide así a Niso y a Euríalo: “Fortunati ambo! Si quid mea carmina possunt, nulla dies unquam memori vos eximet aevo, dum domus Aeneae Capitoli immobile saxum accollet imperiumque pater romanus habebit”51.
Los epitafios son muy del agrado de un Marcial que se conmueve ante la muerte de una niña, de un joven, de un esclavo… Conservamos muchos de ellos, aunque es muy posible que no todos respondan a nombres reales. Veamos dos ejemplos. El primero se lo dedica a un pantomimo, de nombre Paris, que, por supuestas relaciones con la emperatriz, habría sido asesinado por orden de Domiciano y enterrado a orillas de la vía Flaminia. Sin duda es un epitafio inspirado en el lírico griego Simónides de Ceos (556-467 a.C.) en su “Encomio a los luchadores de las Termópilas”, en recuerdo de su amigo el adivino Megistias, que había caído en el combate:
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Siste, viator Quisquis Flaminiam teris, viator Noli nobile praeterire marmor. Urbis deliciae salesque Nili, Ars et gratia, lusus et voluptas, Romani decus et dolor theatri Atque omnes Veneres Cupidinesque, Hoc sunt condita, quo Paris, sepulcro52.
En el segundo, sorprende la desbordante sinceridad del dolor expresado por la muerte del niño Alcimo, pero es no menos sorprendente que aproveche la coyuntura para hacer, en los dos últimos versos, su propio epitafio y señalar el tipo de tumba en la que él mismo querría ser enterrado. De Alcimo puero Alcime, quem raptum domino crescentibus annis, Lavicana levi caespite velat humus, Accipe non Pario nutantia pondera saxo, Quae cineri vanus dat ruitura labor, Sed faciles buxos et opacas palmitis umbras Quaeque virent lacrimis roscida prata meis ; Accipe, care puer, nostri monimenta doloris : Hic tibi perpetuo tempore vivit honor. Cum mihi supremos Lachesis perneverit annos, Non aliter cineres mando iacere meos53.
8. Los heredípetas o cazadores de herencias Los romanos de final de la República debieron de conocer ya el refrán que dice: "quien hace la ley hace la trampa". A pesar de los esfuerzos de Augusto54, no se consiguió que a los hombres y a las mujeres les agradase el matrimonio íen esto, como en muchas otras cosas, nos llevaron dos siglos de adelantoí. Ya en la Roma de Augusto, aparecieron muchos pillos, que, con halagos y regalos, se arrimaban a personas viejas y que, por no haberse casado, no tenían herederos, buscando su herencia y, en muchas ocasiones, la conseguían. Estos personajes son también motivo de burla o envidia de nuestro poeta y a ellos dedica varios de sus epigramas: In Gaurum Munera qui tibi dat locupleti, Gaure, senique Si sapis et sentis, hoc tibi ait: « morere »55. De Maronilla. Petit gemellus nuptias Maronillae Et cupit et instat et precatur et donat. Adeone pulchra est? Immo foedius nihil est. Quid ergo in illa petitur et placet? Tussit56. De novis amicis. Orbus es et locuples et Bruto consule natus: Esse tibi veras credis amicitias ? Sunt verae, sed quas iuvenis, quas pauper habebas.
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Qui novus est, mortem diligit tuam57.
9. Las fiestas Los Romanos, como los Griegos, celebraban muchas fiestas con diversiones públicas: ludi circenses, scaenici, plebeii, apollinares, saeculares…, pero las Saturnales y las Florales tuvieron especial relevancia, sobre todo en el imperio. Las Saturnales. Tenían lugar en diciembre para celebrar las cosechas y el fin de año. Estaban dedicadas a Saturno, que, destronado por su hijo Júpiter, había perdido el dominio del Olimpo y se había refugiado en el Capitolio, en donde se emplazaría la futura Roma58; allí enseña a los hombres el arte de la agricultura. Fueron los tiempos de la Edad de Oro, que con tanta belleza nos canta Ovidio en el libro I de las Metamorfosis. En las Saturnales se hacían regalos a los hombres59. No se usaba la toga, sino la síntesis, que los demás días sólo se vestía para la cena, y todos, incluso el emperador, cubrían la cabeza con el pilleus, especie de gorro, que indicaba la condición de liberto. Al principio las celebraban el 17 de diciembre, después duraban varios días, de manera que con ellas quedaba cerrado el año. Catulo reprochaba a su amigo Licinio Calvo que le hubiese enviado por las Saturnales un horrible libro; para él tener que leerlo era como morir el primer día de esas fiestas. Los buenos poetas no soportaban tener que leer malas obras, pero los malos, para intentar dar a conocer sus poemas, los enviaban como regalo a otros autores reconocidos. Éstos, algunas veces, se veían en la obligación de leerlos y emitir un juicio favorable. Di magni, horribilem et sacrum libellum ! Quem tu scilicet ad tuum Catullum Misti, continuo ut die periret Saturnalibus, optimo dierum60. Días tan señalados no podían pasar desapercibidos a la pluma de Marcial quien también se hace eco de estas fiestas: Ad Lectorem Synthesibus dum gaudet eques dominusque senator Dumque decent nostrum pillea sumpta Iovem; Nec timet aedilem moto spectare fritillo, Cum videat gelidos tam prope verna lacus: Divitis alternas et pauperis accipe sortes: Praemia convivae dent sua quisque suo61.
Las Florales.
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Estaban destinadas a buscar la protección de la diosa Flora para la nueva floración; se celebraban entre finales de abril y el 2 de mayo. Flora era una divinidad de origen itálico; en torno al templo que se le había erigido en el Quirinal, sobre el año 238 a. C, para que pusiese fin a la hambruna que azotaba al pueblo, “se representaban mimos, que daban origen a exhibiciones licenciosas, en armonía con el culto de la diosa Flora, divinidad descuidada y sin escrúpulos, alegre numen que había de celebrarse alegremente”62 “Ovidio cuenta la historia de Cloris quien, acosada por Céfiro, se transformó en Flora y espiró flores que se esparcieron por los campos”63. Al final del prefacio del libro I de los Epigramas, Marcial aconseja a los puritanos que no lean sus versos, pues, como las danzarinas bailan desnudas en las Floralia, sus epigramas dedicados a estas fiestas pueden herir su sensibilidad. “Que no entre Catón en mi teatro o, si entra, que mire". Nosses iocosae dulce cum sacrum Florae Festosque lusus et licenciam volgi, Cur in theatrum, Cato severe, venisti?. An ideo tantum veneras, ut exires?64.
10. El erotismo “En Grecia, Hesíodo presenta a Eros como uno de los primeros dioses que se crearon y representa el poder del amor sobre los dioses y los hombres; en los poetas líricos es la personificación del deseo físico, cruel e impredecible, pero que encarna las cualidades que inspira el amor, es decir, la juventud y la belleza”65. La Roma republicana, por el contrario, presumió siempre de costumbres sanas y austeras, muy diferentes de las griegas; respondían al origen campesino, del que los romanos se sentían orgullosos; se respetaba, por ejemplo, la estabilidad y la fidelidad del matrimonio. Era corriente, sin embargo, y no estaba mal visto, que un hombre tuviese relaciones esporádicas con sus esclavas o con cortesanas. Así, miemtras Terencia Emilia disimulaba las relaciones que su esposo, el Africano,66 mantenía con una sierva, Cicerón67 justificaba las de Celio con meretrices, Horacio68 aprobaba las de un joven, "cuando se está en momentos de gran pasión" y, mucho más tarde, Juvenal69 incluía, dentro de las meretrices, a la propia Mesalina, esposa de Claudio, que se anunciaba en los burdeles como Lycisca. A partir de la segunda guerra púnica, Roma fue perdiendo la honestidad, el recato y la decencia; los romanos se contagian con las costumbres de los pueblos dominado íespecialmente el griegoí y se produce un relajamiento y una falta de moralidad que se extendió, sobre todo, a las capas más pudientes. Al
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final de la república y durante el principado, los ejemplos dados a la sociedad por estas clases dominantes y por los propios emperadores llevaron a Roma a la corrupción total de costumbres. Por esta misma razón, Augusto, que intentaba reinstaurar las buenas costumbres, envió al destierro a su hija, Iulia, y a su nieta, Iulia minor, y Claudio no duda en desterrar a Córcega al poderoso Séneca, al parecer, por presunto adulterio con Iulia Livilla, sobrina del emperador. No es, pues, de extrañar que sean tan abundantes los epigramas de tono erótico en la obra de Marcial, ya que le tocó vivir una de las épocas más aberrantes de la historia de Roma. Una simple lectura de la Vida de los doce Césares, de Suetonio Tranquilo, sobre todo desde Tiberio a Domiciano, nos da una idea clara de lo que estamos diciendo. A lo largo y ancho de sus versos desfila lo más granado del "hampa romana" y en sus epigramas se dan cita los personajes más variopintos de la sociedad, muchos de ellos con nombre ficticio, aunque es sintomático su preferencia por algunos, que podrían ser reales: Bácara, Caridemo, Diadumeno, Zoilo, Lupo, Vacerra, Tuca, Lesbia, Filenis, Gala, Cinna, Carino, Galo, Quione, Névolo, Lino, Teresina o Sabelo, Labieno, Fabulo… Curándose en salud, aprovecha cualquier circunstancia para defender la virilidad que él ha heredado de los Iberos y los Celtas, a pesar de que critica esta actitud en los demás, como veremos enseguida. ¿Acaso entonces, como hoy, la virilidad y la feminidad también se cotizaban a la baja y se valoraba sobre todo la homosexualidad? In Charmenionem Cum te municipem Corinthiorum Iactes, Charmenion, negante nullo, Cur frater tibi dicor, ex Hiberis Et Celtis genitus Tagique civis ? An voltu similes videamur esse ? Tu flexa nitidus coma vagaris, Hispanis ego contumax capillis ; Levis dropace tu cotidiano, Hirsutis ego cruribus genisque ; ……………………………….. Tam dispar aquilae columba non est Nec dorcas rigido fugax leoni. Quare desine me vocare fratrem Ne te, Charmenion, vocem sororem70.
Sobre las mujeres Aquí podemos aplicar el viejo refrán de que Marcial "no dejó títere con cabeza". Al conjuro de su pluma acudieron todo un elenco de mujeres cuyos vicios fustiga sin piedad: lesbianas, viejas sin escrúpulos, presumidas, excesivamente humildes, besuconas, adúlteras, histéricas, prostitutas…
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Iniciamos el catálogo con las meretrices, mulieres, quae corpore merent; y, entre éstas, las había de cuna patricia, a las que Persio llamaba patricia vulva71, que se prostituían por vicio, en oposición a prostituta vulgar o vago inguine, palam quae quaestum facit, llamada también scortum, lupa, mulier togata, en oposición a la stolata o vestida de estola, que era la mujer a la que hoy llamaríamos recatada. En una palabra, la matrona romana. Algunas pagan para que se les hiciese el amor: De Lesbia Lesbia se iurat gratis numquam esse fututam. Verum est. Cum futui vult, mumerare solet72.
Marcial también repara en las mujeres casadas que se prostituían, máxime si se trata de esposas jóvenes y maridos viejos, y, de forma especial, cuando habían ejercido esa profesión antes del matrimonio; las llama lascivi cunni. Llegan a convencer a sus viejos maridos de que su histeria las obliga a cohabitar con jóvenes bien dotados, de lo contrario morirán. O medicina gravis! Hystericam vetulo se dixerat esse marito Et queritur futui Leda necesse sibi73. In Aeschilum Lascivam tota possedi nocte puellam, Cuius nequitias vincere nulla potest. Fessus mile modis illud puerile poposci: Ante preces totas primaque verba dedit74.
Debían ser muchas las mujeres insaciables y viejas que buscaban los placeres de alcoba y se depilan el sexo, como si aun fuesen jovencitas; un sexo que ya no tiene fuego y al que Marcial llama “león muerto” (X, 90); “mi méntula -dice- no es tonta y tiene ojos” (IX, 37); sobre las mujeres ridículas "putidulae" ( VII,75). In Lesbiam Stare iubes semper nostrum tibi, Lesbia penem: Crede mihi, non est mentula quod digitus 75. Infandum scelus… Bis denos puerum numerantem perdidit annos, Mentula cui nondum sesquipedalis erat76.
También acuden a su cita las lesbianas, ninfómanas y tribadas, que en sus aberraciones llegan a confundir sus relaciones sexuales con las de los hombres y, como si fuesen un macho en pleno arrebato sexual, sodomizan a mancebos y doncellas: In Philaenin Pedicat pueros tribas Philaenis Et tentigine saevior mariti Undenas dolat in die puellas77. In Thaidan Non est in populo nec urbe tota
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A se Thaida qui probet esse fututam, Cum multi cupiant rogentque multi. Tam casta est, rogo, Thais? Immo fellat78.
Tampoco se olvida del nutrido grupo de mujeres ardientes que no son bellas y otras que son bellas y frías; las primeras podrían despertar la pasión en el viejo Príamo, mientras que las segundas parecen estatuas de mármol y sólo sirven como adorno. Lo bueno sería que todas fuesen bellas y ardientes. XI, 60 La justificación que hace de la sodomía de adolescentes y de las propias mujeres parece basada en la lujuria de los dioses, los héroes y los antepasados: “También el Tonante, a pesar de que Juno le ofrece su culo, se desahogaba con el de Ganímedes, Apolo con el de Hilas, Febo con el de Jacinto y Aquiles prefiere el de su amigo Patroclo al virginal de Briseida” (XI, 43). Los esclavos se masturbaban detrás de la puerta de la alcoba, cuando Andrómana cabalgaba sobre Héctor; Penélope siempre tenía la mano en el miembro de Ulises, aunque él estuviese dormido; Cornelia dejaba que Graco la sometiese a sodomía y lo mismo permitía Julia a Pompeyo y Porcia a Bruto. Ad uxorem Si te delectat gravitas, Lucretia toto Sis licet usque die, Laida nocte volo79.
Pero también advierte a las esposas que hay unos límites que una matrona no debe rebasar. Lo demás ha de dejarlo a los mancebos. Ad matronam Scire suos fines matrona et femina debet: Cede sua pueris, utere parte tua80.
Las mujeres que se burlan de Lex Julia, contrayendo multitud de matrimonios hasta tal punto, que pueden contar los años por el número de éstos (VI, 7). Ya Séneca lamentaba que algunas mujeres fechaban sus cartas, no con arreglo a los consulados, como era costumbre, sino por sus nupcias (Sén. De Benef. Libro III, capít, 16.). Y Juvenal: Sic crescit numerus, sic fiunt octo mariti Quinque per autumnos! titulo res digna sepulcri81.
En algunos de sus epigramas, también es cierto, alaba las virtudes de las fieles y amantes esposas, como las de la leyenda: Andrómana, Penélope o Lucrecia; y las de la historia de su época: Peregrina, esposa de su amigo Pudente, Arria, que clava en su pecho el puñal con el que su esposo, Peto, iba a quitarse la vida, Jántida, esposa fiel de su amigo y protector, Estela, a la que dedica casi una veintena de epigramas y de quien dice que la tierra de Apono se enorgullece, como de Livio; de la misma manera que Córdoba con los dos Sénecas y con Lucano, Verona con Catulo, Mérida con Deciano y Bílbilis con Liciniano y con él mismo (I, 8).
Sobre los hombres
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Después de leer los epigramas eróticos relativos a los hombres, creemos que se disipará cualquier idea de machismo y antifeminismo, que pudiésemos tener de Marcial. No es machista en absoluto; es un cantor socarrón de los vicios de finales del s. I. Contra ellos, en general, descarga las iras de su pluma hasta tal punto, que parece que la crueldad de sus críticas no tiene límites. Veamos algunos ejemplos: Sobre cornudos, adúlteros y maricones, muchos de los cuales intentan aparentar más seriedad que los presocráticos o los sofistas de la época de Aristófanes, pero sus filosofías se desvanecen, cuando ven el pene de un joven bien dotado. Los hay, incluso, que buscan mancebos con el pretexto de que son para complacer a sus mujeres, cuando, en realidad, sólo buscan el deleite anal. In Callistratum Tamquam simpliciter mecum, Callistrate, vivas, Dicere percisum te mihi saepe soles Non est tam simplex quam vis, Callistrate, credi. Nam quisquis narrat talia plura tacet82. In Papylum Percidi gaudes, percisus, Papyle, ploras. Cur, quae vis fieri, Papyle, facta doles ? Paenitet obscenae pruriginis ? an magis illud Fles, quod percidi, Papyle, desieris83. In Hylum puerum Uxorem armati futuis, puer Hylle, tribuni, Supplicium tantum dum puerile times. Vae tibi, dum ludis, castrabere. Iam mihi dices: “non licet hoc”. Quid? tu quod facis, Hylle, licet?84.
Los incestuosos, besucones, amantes o moechi, pederastas o cinaedi, sobre todos los que manosean a los mancebos, en lugar de penetrarlos, porque esto les acarrearía una virilidad prematura: “la naturaleza - dice- ha dado a los mancebos dos partes, una para servir a las mujeres y otra para los hombres. Usa la parte que te corresponde.”85 In Fabullum Quare non habeat, Fabulle, quaeris Uxorem Themison? Habet sosorem86. In Phoebum Ad cenam invitant omnes te, Phoebe, cinaedi. Mentula quem pascit, non, puto, homo purus est87. In crudelem maritum Foedasti miserum, marite, moechum Et se, qui fuerant prius, requirunt Trunci naribus auribusque voltus. Credis te satis esse vindicatum ? Erras: iste potest et irrumare88.
Los pervertidos y exhibicionistas, qui vel quae semper incustoditis et apertis pecant liminibus (I,35); contra irrumatores, fellatores, fellatrices, qui vel quae cunnos aut penes lingunt, quibusque os olere dicitur (I,77, XII,86); sobre eunu-
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cos, qui nec pedicones nec fututores sunt; algunos, como los sacerdotes de Cibeles, se castraban (II,45); sobre el desprecio sexual y los afeminados, qui molles dicuntur (II,84); sobre masoquistas que, por disfrutar de un amor prohibido, dejan a sus mujeres y después se hacen sus amantes: III,70; sobre epulones, que comen sin preocuparse de los invitados (III,82); sobre difamadores o de lengua prostituida (III,84); sobre maridos burlados (VI,39); sobre circuncisos (VII,82); de los que gastan su fortuna en amantes y dejan sin pan a sus hijos y no se preocupan de sus amigos y clientes (IX, 3); sobre prostíbulos, proxenetas: mangones y lenones (IX,7) y, en general, sobre todos los vendedores de sexo. Los impotentes (III, 79), quienes rodean a sus mujeres de eunucos, para tenerlas a salvo de lascivos penes. De ellos Marcial dice que empiezan “muchas cosas” pero no terminan ninguna; comienzan a joder y no llegan al orgasmo: rem peragunt nullam, inchoant omnes; futuere incipiunt, perficere non possunt, (III, 89); así el pene sólo les sirve para mear. In Maevium “iam, nisi per somnum arrigis et tibi, Maevi, Incipit in medios meiere verpa pedes"89.
Hombres tan degenerados, que hasta las prostitutas del Summemmio cierran las puertas cuando los ven llegar (XI,61); sobre delatores y calumniadores (XI,66); sobre los avaros que venden sus bellos mancebos para aumentar su fortuna, lo que supone un atentado contra el buen gusto (XI,70); que los mancebos aprendan con una prostituta el arte de bien joder (XI,78); sobre matrimonios de homosexuales (XII,42); contra los que venden la dote de su mujer que es rica, noble, erudita y casta, para encontrar otras muchachas que deleiten de su apetito. Están vendiendo un pene que ya estaba empeñado. In Bassum Sit tandem pudor aut eamus in ius. Non est haec tua, Basse: vendidisti90.
A todo este desfile de hombres y mujeres, que no ponen freno a sus vicios, Marcial contrapone constantemente el honor, la honestidad y el amor a la vida tranquila, lejos de los atrios de los poderosos, de los pleitos y de las efigies de los antepasados; cultivando las tertulias, los paseos y los libros. Ad Quintilianum Vivere quod propero pauper nec inutilis annis, Da veniam: properat vivere nemo satis. Differat hoc patrios optat qui vincere sensus Atriaque inmodicis artat imaginibus91.
Para él, como para Horacio, vivir el momento presente es de suma importancia, porque los días se van rápidamente. Siempre es demasiado tarde para empezar a vivir. Ad iulium suum O mihi post multos, Iuli, memorande sodales,
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Si quid longa fides canque iura valent, Bis iam paene tibi consul tricensimus instat, Et numerat paucos vix tua vita dies. Non bene distuleris videas quae posse negari, Et solum hoc ducas, quod fuit, esse tuum. Exspectant curaeque catenatique labores, Gaudia non remanent, sed fugitiva volant. Haec utraque manu complexuque adsere toto: Saepe fluunt imo sic quoque lapsa sinu. Non est, crede mihi, sapientis decere “Vivam”: Sera nimis vita est crastina: vive hodie92.
“Marcial es algo más que un cínico y un chismógrafo. Su realismo no pierde nunca el sabor de hombre, de humanidad, que él mismo explica en el maravilloso verso: “hominem pagina nostra sapit”93. Su obra sabe a hombre y el gusto procede de su alma y de su carácter. No fue un malvado ni un pendenciero y fue religioso en el sentido romano del vocablo”94. Fue un hombre sencillo y poeta reconocido a finales del s. I y hoy mismo es un personaje que sigue siendo objeto de numerosísimos estudios entre los maestros del Latín y cuya obra se lee con pasión. Su sátira siempre ingeniosa y sutil, su descarnada y descarada mordacidad y su inadaptación a una sociedad, que él siempre creyó hostil, mezcladas todas con una dulzura tierna y exquisita, con esa ironía de quien está por encima de las veleidades humanas, pero a quien no se le escapa detalle, son valores que siempre han caracterizado a Marco Valerio Marcial, el maestro hispano del epigrama en Roma. De todo nos da testimonio su obra.
Conclusión Con este trabajo queremos sumarnos al libro homenaje, que, con motivo de su jubilación, dedica la Universidad de A Coruña al Profesor Dr. Sergio Vences Fernández, amigo desde la escuela. También Sergio poseyó y cultivó valores de nuestro autor; él, como Marcial, ha sido y es, ingenioso y satírico, pero dulce; como Marcial, está rodeado de amigos desde la infancia, y, como el poeta, es y ha sido siempre un insumiso, un hombre fuera de su ambiente y así seguirá siendo. Si Marcial llegó a la fama, a pesar la época en que le tocó vivir y, sobre todo, de los detractores, Sergio ha llegado a conseguir por méritos propios la cátedra de la Universidad, el mayor honor que, en el plano académico, se puede conseguir. Su mérito se agranda, si tenemos en cuenta que es hijo de campesinos, el señor Feliciano la señora Amancia, de una aldea, Villarino de Lamamá, en la comarca orensana de la vega del Arnoia. Allí, sin otra luz que la que salía del candil de gas, acudió a la escuela unitaria de dos grandes maestros, primero D. José Núñez y después D. Ramón, ayudando al mismo tiempo a sus padres en las tareas del campo y del ganado, sin sentirse, por eso, un niño explotado.
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D. Arturo Iglesias, cura párroco, hombre abnegado, que estaba decidido a sacar de la miseria a los niños por todos los medios a su alcance, recorría, una vez a la semana, las dos escuelas de la parroquia y a cuantos muchachos veía capacitados para el estudio los preparaba por su cuenta para hacer el ingreso; por los medios que fuese, conseguía arrancarlos del arado y llevarlos a un colegio u otro, según las posibilidades, escasísimas todas ellas, que tuviesen sus padres. Rendimos aquí el homenaje más sincero a este hombre querido, desprendido y filántropo, donde los haya. ¡Qué pena que haya tan pocos hombres no forzosamente sacerdotes- como él y que, además, los maten quienes dicen que defienden la justicia de los pueblos! Con estos apoyos Sergio pudo ingresar en los Paúles y hacer su bachillerato. Todo lo demás ha tenido que construirlo él solo, sin más ayudas que las escasas que podía darle su familia. Podemos considerarlo como un autodidacta además de inadaptado y un tanto ácrata; nadó contra corriente, pero, a juzgar por su currículum, no lo hizo nada mal. Es un hombre dedicado, sobre todo, a la Filosofía, pero además cultiva la poesía, el ensayo y el teatro. En sus libros y en las demás publicaciones puede adivinarse, sin mucho esfuerzo, que hay varias ideas que constantemente dan vueltas en su cabeza: –Un gran humanismo y entrega a los demás y cierto anticlericalismo, pero referido a la Iglesia de los ricos, muy amante, en cambio, de la Iglesia que predica la Teología de Liberación, la Iglesia de los pobres, la de Monseñor Oscar Romero, el mártir de la Justicia. –Una entrega total a las ideas de izquierda, y siempre intolerante con las derechas, tal vez sea en él algo genético.
Notas 1
Te, Liciniane, gloriabitur nostra nec me tacebit Bilbilis I, 61, 11-12: "Nuestra tierra de Bílbilis se siente orgullosa de ti, Liciniano y tampoco se va a olvidar de mi". 2 Natales mihi Martiae Kalendae, lux formosior omnibus Kalendis. X, 24, 1-2: "Kalendas de marzo, en las que he nacido, para mí sois las Kalendas más bellas de todas las Kalendas”. 3 V, 34: A ti, padre Frontón y a ti, madre Facila, encomiendo esta niña, besos y delicias mías, para que la pequeña Erotión no tema las negras sombras, ni las terribles fauces del tartáreo can. 4 IX, 73, 7-10: Pero a mí unos necios padres me han enseñado miserables letras; ¿qué me importan a mí los gramáticos y los retóricos? Rompe tu inútil pluma, Thalía, y rasga los libros, si un zapato puede dar tales regalos a un zapatero remendón. 5 IX, 73.
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I ,17: Tito me obliga a defender pleitos y a menudo me dice: "es una gran empresa". Cosa grande es, Tito, la que hace un colono. 7 VIII, 17: He defendido tu pleito, Sexto, después de haber pactado dos mil sestercios. ¿Qué quiere decir el hecho de que me hayas enviado sólo mil sestercios?. "Tú no has expuesto nada, dices y mi pleito lo has perdido tú". Tanto más me debes, Sexto, porque me enrojecí de vergüenza. 8 Civ. Dei, I , 9, 14-15 9 V, 56: Tiempo ha que me preguntas solícito y me pides que te responda, Lupo, a qué maestro has de entregar a tu hijo,: te recomiendo que evites a todos los gramáticos y retóricos. 10 Si quis erit raros inter numerandus amicos quales prisca fides famaque novit anus, si quis Cecropiae madidus Latiaeque Minervae [ ………………………..] dispeream si non hic Decianus erit... Si alguien hay que deba contarse entre los pocos amigos, como los que conoció la vieja fidelidad y la antigua fama… que me muera si éste no es Deciano… 11 “ Si nec pedicor, Cotta, quid hic facio” ( No se conserva este verso en Lucano). 12 II, 90: Quintiliano, rector sumo de la turbulenta juventud, Quintiliano, gloria de la toga de Roma. 13 II, 91. 14 El ius trium liberum mana de la Lex Iulia Papia Popaea, del 9, a.C. 15 III, 95,5-10: Ambos Césares me han concedido premios, después de haberme elogiado, y me dieron el derecho de triple paternidad. Muchos son mis lectores y me da nombre conocido en muchas ciudades la fama, sin tener que esperar la pira funeraria. También en esto hay algo: Roma me vio como tribuno militar y tomo asiento en el lugar de donde a ti te echa Océano. 16 III, 95, 13-14: Pero te dejas dar por el culo, guaperas, y te mueves con andares de marica, Névolo. Mira, en eso sí que me ganas, Névolo: ¡salve, campeón! 17 V, 5; V, 8. 18 Pari arrogantia, cum procuratorum suorum nomine formalem dictaret epistulam sic coepit: “Dominus et deus noster hoc fieri iubet” Suez. Dom. 13. 19 I, 1; VI, 60; VII, 88... 20 I, 57: ¿No me preguntas, Flaco, cuál muchacha me gusta y cuál no? No me gusta la que es demasiado fácil ni la demasiado difícil; me gusta un término medio entre lo uno y lo otro. No quiero ni algo que me atormente ni algo que me empalague. 21 VII, 25. 22 Plin. Ep. III, 2: Audio Valerium Martialem decessisse et molete fero. Erat homo ingeniosus, acutus, hacer, et qui plurimum in scribendo et salis haberet et fellis nec candoris minus. Me he enterado de la muerte de Valerio Marcial, y ello me ha sumido en un profundo dolor. Era un hombre ingenioso y agudo de ingenio, que, en sus epigramas, derramaba sal y hiel, pero no menor candor. 23 “Est enim - inquam – mihi cum Cicerone aemulatio nec sum contentus eloquentia saeculi nostri nam stultissimum credo ad imitandum non optima quaeque proponere….”. Plin. Ep. I, 5, 12. 24 Los discursos de Plinio se han perdido. 25 X, 20, 1-4: Este pequeño volumen, no excesivamente docto, y poco serio, pero tampoco del todo rústico, ve, Thalía mía, y llévaselo al elocuente Plinio: pequeña es la fatiga de atravesar la Subura…. X, 20, 12-17.- Pero cuídate de golpear a deshora o estando ebria su puerta elocuente; él entrega sus días enteros a la austera Minerva, mientras dedica a los oídos de los cetunviros aquello que los siglos y la posteridad podrán comparar incluso con las obras del de Arpino.
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18-21: Irás más segura a la hora en que se encienden las lámparas: ésta es tu hora, cuando Baco está en pleno delirio, cuando triunfa la rosa, cuando los cabellos se impregnan de perfumes: entonces hasta los más severos Catones podrían leerme. 26 Aunque, ¿qué puede dársele a un hombre más grande que la gloria, la alabanza y la eternidad? No serán eternos sus escritos; quizá no lo serán, pero él los escribió para que lo fueran. 27 Horatii Testamentum, Hor. O.III, 30 y Ov. Met. XV, 871-9. 28 XII ,21: ¿Quién podría tomarte, Marcela, por vecina del helado Jalón y quién podría creer que has nacido en mi propia tierra? Tan exquisito, tan suave es tu sabor. El Palatino, si te oyera, aunque sólo fuese una vez, diría que eres suya; ninguna mujer, nacida en la Subura, y ninguna muchacha, educada en la colina del Capitolio, podrá competir contigo; y no sonreirá pronto una belleza extranjera, a la que más convenga ser nuera romana. Tú haces que sea más llevadero mi deseo de Roma, señora del Universo: tú sola haces para mí Roma. 29 XII, epist. ad Priscum. 30 III, 4, 1-4: Ve a Roma, libro: si alguien te pregunta de dónde has venido, le dirás que de la región de la vía Emilia. Si te preguntan en qué tierras o en qué ciudad estoy, conviene que digas que estoy en el foro de Cornelio. 31 I, 1; VI, 60; VII, 88... 32 XV, 16, 1-5: Si prefiero escribir poemas divertidos, pudiendo escribir poemas serios, para mí, lector amigo, tú eres la causa, tú que lees y cantas por toda Roma mis versos, pero no sabes cuánto me cuesta tal admiración. 33 V, 5,5-6: "¿Pero qué provecho te producen a ti, aunque honren a muchos?. Ningún provecho obtengo, es cierto, pero estos poemas me deleitan”. 34 VIII, 61: Palidece de envidia Carino, se rompe, entra en furor, llora y busca un árbol donde colgarse, pero no es porque yo sea famoso y leído en todo el orbe, sino porque tengo un campo en las afueras de la ciudad y puedo trasladarme a él en un carro tirado por mulas de mi propiedad... 35 I ,55. 36 I, 108. 37 III, 46. 38 X, 70. 39 II, 8, 5-6. 40 II , 8, 1-4: Si en estas páginas, lector, te parece que hay algunas palabras demasiado oscuras o poco latinas, no es error que deba atribuírseme; el copista las perjudicó al apresurarse en tu provecho a enumerar mis versos. 41 I, 1: Éste es el famoso Marcial a quien buscas y conocido en todo el orbe por los picarescos libros de sus epigramas; la gloria que le diste, lector benévolo, en vida y mientras tenía sentimiento, pocos poetas la tienen después de muertos. 42 X, 47,1-5: Éstas son, mi queridísimo Marcial, las cosas que hacen la vida más feliz: una fortuna no adquirida por el trabajo, sino heredada; un campo no ingrato; un hogar siempre encendido; no tener pleitos nunca, usar pocas veces la toga y tener paz de espíritu. 43 Howatson,M.C.- Dic.de la Literatura Latina. Alianza Editorial. Madrid, 1991. 44 IV, 49, 9-10:"… Sin embargo estas cosas las alaban todos, las admiran, las veneran". Estoy de acuerdo: alaban esas cosas pero leen éstas. 45 X, 34,1-2: Que los dioses te den, César Trajano, todo lo que tú mereces y que quieran ratificarte a perpetuidad lo que te han cncedido. 46 XI, 5,1-2: Tu respeto, César, por el derecho y la justicia es tan grande como había sido el de Numa: pero Numa era pobre. 47 Bayet, J. Literatura Latina. Ed. Ariel. Barcelona. 1975. 48 I, 4. 49 Cat: XXIX: ¿Quién puede ver, quién puede sufrir, si no es un impúdico, un glotón y un jugador, que Mamurra posea cuanto poseían antes la Gallia cabelluda y la Britania? ¿Podrás verlo y aguantarlo, Rómulo maricón?
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Para la traducción de los textos seguiremos, en lo posible, la que, en su día, hicimos en Marcial. Epigramas. Traducción y Notas, A Coruña, 1991, aunque algunas veces haremos sólo la paráfrasis. En otros casos, jugando con las palabras del mismo Marcial, explicamos en latín el contenido de los personajes y de las situaciones que queremos presentar; de esta manera evitamos expresiones ciertamente duras y no caemos en eufemismos. 51 VERG. AEN IX, 446-48: ¡Afortunados ambos! Si mis versos tienen algún poder, viviréis en la memora de los hombres, mientras el linaje de Eneas pueble la roca inmóvil del Capitolio y el padre Romano domine al mundo 52 XI, 13: Quienquiera que seas, viandante, que recorres la vía Flaminia, no pases sin prestar atención a este noble mármol. Las delicias de Roma y las sales del Nilo, el arte y la gracia, el juego y el placer, el honor y el llanto de Roma y todas las Gracias y los Amores están enterrados en este sepulcro, en el que yace Paris 53 I, 88: Alcimo, a quien, arrebatado a su señor en la flor de la adolescencia, cubre la tierra lavicana con suave césped, recibe no los vacilantes bloques de mármol de Paros, que la vanidad humana ofrece a las cenizas y que un día han de derrumbarse, sino sencillo boj y opacas sombras de emparrado y césped que se mantiene verde, rociado con mis lágrimas. Recíbelas, querido niño, como recuerdo de mi dolor: aquí el honor se mantendrá para ti vivo eternamente. Cuando Laquesis haya hilado para mí los últimos años, no de otra manera encomiendo que yazcan mis cenizas. 54 Sobre todo con la lex Iulia de adulteriis coercendis y la lex Iulia de martandis ordinibus entre el 18 a. C. y el 9 a. C. y modificadas con la lex Papia Poppaea de 9 a. C. 55 VIII, 27: Si eres listo y tienes un poco de talento, Gauro, has de pensar que quien te hace un regalo a ti, que eres rico y viejo, te está diciendo: “muérete”. 56 I, 10. Gemelo pide nupcias a Maronila; la desea, la acosa, le ruega y le ofrece regalos. ¿Tan bella es? Todo lo contrario, nada es más horroroso. ¿Qué busca, pues, en ella y qué le agrada? Tose. 57 XI, 44. No tienes hijos y eres viejo: no creas que tus amistades recientes son verdaderas; sólo son tales las que se tienen de joven, las otras son amistades propias de un cazador de herencias. 58 Hes. Los Trabajos y Los Días 111.-Verg. G. II, 538, En. VI, 792-4 y VIII, 319. “Durante estas fiestas se subvertían las clases sociales: los esclavos mandaban a los amos y éstos servían a la mesa. En la época imperial, con el desarrollo de la romanización en África, Saturno no sólo encarnó al ó s griego, sino también al dios cartaginés Baal”. 59 Grimal, P. Diccionario de la Mitología griega y romana, s. v. Ed. Labor, Barcelona, 1965. 60 14,12-15: "¡Dioses magnos!, qué horrible y condenado librejo. Seguro que se lo enviaste a tu amigo Catulo, para hacerlo morir de golpe, el día de las Saturnales, el más hermoso de los días". 61 XIV, 1, 1-6: Mientras caballeros, señores y senadores disfrutan de la síntesis y hasta le queda bien el píleo al emperador; mientras el esclavo nacido en casa disfruta de los dados sin miedo a los ediles, recibe, lector, estos envíos alternos del rico y de los ricos y de los pobres y que cada uno dé sus premios a los invitados. 62 Paoli,U. Urbs.Pág. 332. Ed. Iberia, Barcelona, 1981. 63 Howatson, op. Cit. s.v. Florales. 64 I, Prae: Catón que conoces las deliciosas fiestas de Flora y las libertades que en ellas se permite el pueblo, ¿por qué te empeñas en acudir a mi teatro? ¿O acaso viniste sólo para salir escandalizado? Se contaba que, estando Catón de Útica en un teatro un tanto libertino y viendo que tanto los actores como los espectadores no se encontraban cómodos con su presencia, se levantó y salió del teatro. Actores y espectadores lo despidieron con un nutrido aplauso. 65 Howason, M. Op.cit. pág. 319. 66 Val Max. 6, 7, 1. 67 Cael. 48-49. 68 Sat. I,2,31.
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Sat.6,116-132. X, 65: Si te jactas, Carmenio, de ser habitante de Corinto - y nadie va a negártelo- ¿por qué me llamas hermano a mí, que he nacido entre los Iberos y los Celtas, casi a orillas del Tajo? Tú andas atildado y perfumado, mientras yo presumo de desgreñado; tú te depilas, mientras mis mejillas y mis piernas están llenas de pelos como saetas. No son tan diferentes el águila y la paloma, el león y la gacela; por favor, no me llames hermano, si no tendré que llamarte hermana. 71 Motero Cartelle, E. El latín erótico. Universidad de Sevilla, 1991. 72 XI, 62: Lesbia jura que ella nunca ha jodido gratis. Tiene razón. Cuando quiere joder tiene que pagar. 73 XI, 71: Leda dice a su viejo marido que padece furor uterino y que necesita que la penetren. 74 IX ,67: Durante toda una noche poseí a una muchacha lasciva, cuyos retozos ninguna otra puede superar. Agotado ya, le pedí de mil formas que me dejase hacer con ella lo que se hace con los mancebos. Ante mis súplicas me lo concedió. 75 VI, 23: Quieres, Lesbia, que mi pene esté siempre dispuesto; créeme, un pene no es un dedo. 76 VII,14, Mi amiga ha perdido a su mancebo, que, con veinte años, aun no tenía un pene de pie y medio. 77 VII, 67,1-3: La ninfómana Filenis da por el culo a los muchachos y, más furiosa que un marido en pleno arrebato sexual, se cepilla a once chicas cada día. 78 IV, 84: Ni en el pueblo, ni en la ciudad entera hay nadie que pruebe que ha jodido con Tais, aunque son muchos los que la desean y muchos los que la solicitan. ¿Tan casta es Tais, me pregunto? Al contrario: hace felaciones. 79 . XI, 104,21-22: Si te deleita la austeridad, puedes ser Lucrecia durante todo el día, de noche yo quiero una Lais. 80 XII, 96, 11-12: Una matrona debe conocer sus límites y una mujer también: deja su parte a los muchachos y tú conténtate con la tuya. 81 Sat.VI ,229-30: Así crece el número de sus maridos, ocho en cinco años ¡Buena inscripción para su lápida! 82 .XII ,35 Como si vivieses conmigo, me confías, Calístrato, que has sido penetrado con cierta frecuencia. No eres tan franco como pretendes, porque quien hace esas confidencias, se está callando cosas peores83 IV, 48 Te gusta que te den por el culo y después te quejas, Papilo. Pregunto yo ¿te escuece o es que tus lamentos se deben a que esperabas más? 84 II, 60 Estás, jodiendo, joven Hilo, a la mujer de un tribuno militar y no temes más que el castigo adecuado a un muchacho. ¡Ay de ti!; mientras juegas serás castrado. Ya me dirás: "eso no está permitido" ¿Qué? ¿Está permitido, Hilo, lo que tú haces? 85 Divisit natura marem: pars una puellis una viris genita est. Utere parte tua. XI, 22, 9-10. 86 XII, 20.: Me preguntas, Fabulo, por qué Temisón no tiene esposa? Porque tiene hermana. 87 IX ,63 Todos los maricones te invitan a cenar, Febo. Aquel, a quien alimenta su méntula, no es un hombre, al menos como yo entiendo a los hombres. 88 II, 83 Has desfigurado, marido cruel, al amante de tu esposa y su rostro mutilado reclama su nariz y sus orejas. ¿Crees que tu venganza ha sido completa? Estás equivocado. Aun puede lamer. 89 XI,46 , 1-2: Ya no se te levante, Mevio, si no es en sueños y tu pene empieza a mearte los pies. 90 . XII, 97,10-11: Ten, finamente, vergüenza o vayamos a los tribunales. Este pene no es tuyo, Baso, lo has vendido. 91 II, 90, 3-6: Perdóname si vivo intensamente, en mi pobreza, los años en que debía ser de alguna utilidad. Nadie vive demasiado pronto. Que espere a disfrutar de la vida el codicioso y el que ansía superar en riquezas a su padre. 92 I, 15: Julio, el más digno de recuerdo entre todos mis amigos, si algún valor tiene una larga amistad y unos derechos encanecidos por los años, ya se acerca tu sesenta cumpleaños y tu vi70
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da tiene ya pocos días. Serás un necio si aplazas lo que puede serte negado y piensa que sólo es tuyo lo que ha pasado. Te esperan preocupaciones y trabajos sin fin; las alegrías no se detienen y vuelan como el viento. Atrápalas y sujétalas con fuerza, aun así, se escapan. No es de sabios decir: “viviré”. La vida de mañana es ya demasiado tardía. Vive hoy. 93 X, 4 y VIII, 3, 20: “agnoscat mores vita legatque suos”. 94 Dolç, Marcial Epigramas Selectos. Ed. Bosch, Barcelona, 1964.
Bibliografía: • Bayet, J. Literatura Latina. Ed. Ariel. Barcelona, 1975. • Dolç, M. Marcial. Epigramas Selectos. Ed. Bosch. Barcelona, 1964. • Doval, R. y Martín, B. y J. R. Marcial. Traducción y Notas. La Coruña, 1991. • Guillén. J. Marco Valerio Marcial. Ed. Instituto. F. el Católico. Zaragoza, 1986. • Howatson, M. Dicc. de la Literatura Clásica. Alianza Editorial. Madrid, 1991. • Montero, E. El Latín erótico de Marcial. Public. de la Universidad de Sevilla, 1991. • Nisard, M. Auteurs Latins. Ed. Duche et Compagnie. París, 1843. • Paoli, U. Urbs. Ed. Iberia. Madrid, 1981. • Ramírez de Varger, A. Marcial. Epigramas. Ed. Gredos. Madrid, 2001.
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El goce del dolor Lucía Fraga Universidade da Coruña
Para comprender, me destruí (Fernando Pessoa).
He llegado al fondo del dolor; a esa habitación oscura donde tiritan los enfermos con uniforme blanco. Busco por las paredes, con el tacto estúpido del muñón, una grieta de la que salga un poco de luz. Ya no sé vivir conmigo, sino fuera de mí, vertida como agua sucia sobre las flores de una tumba. La flor, esa felicidad cortada para adornar lo que, por el contrario, dura siempre.
1. Una virgen de Buñuel He cogido el autobús temprano, dispuesta a ir a cualquier sitio lejos de mí. Subida al bus, me idiotizo y me convierto en una fotografía mal recortada de aquéllas que se les hacía a los muertos en el siglo pasado. Me quedo hueca, contemplando, sobre la ventana, el reflejo de mis propias manos angulosas que me recuerdan a las de Nosferatu. Me deslizo, por las falanges pálidas, como una hormiga sobre una montaña de carne humana. Con las manos entrelazadas tengo aspecto de madre, de mística esquizofrénica, de virgen hecha de pan de oro y hasta debo reprimir el instinto de beatitud para no juntarlas haciendo un racimo de pecados. Me dejo abatir por la circulación y las bocinas. Los conductores escupen por las ventanillas, los revisores siempre quieren echar a alguien a la calle. Nadie se da cuenta de que, en el asiento de la derecha, está la virgen de los podridos. Soy una iluminada de tubos de neón, fabricada en tiempos de ceguera. Pero, de pronto, alguien parece arrodillarse para pedir clemencia de mi mano incorrupta y, sin embargo, el milagro se desvanece, en el momento en que el desprotegido
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se ata los zapatos. Aunque, casi sin querer, cuando pasa a mi lado, le susurro un lánguido “Ego te absolvo”, porque sólo el mayor pecador tiene derecho a perdonar, porque únicamente el asesino es el verdadero sacerdote del delito. Qué dios es ése que puede limpiar de una culpa que desconoce. Sólo la depravación es sabedora de su alcance. Sólo ella puede borrar las manchas del espíritu, porque sólo ella es capaz de autorrectificarse, de inmolarse en nombre del Pecado. Y, mientras sigue entrando gente, ya que nunca salen -aunque así lo crean-, sigo degustando mi potencia cadavérica y apuntando condenas en la memoria. Me pegan codazos, empujan con las bolsas –reconozco que las viejas gordas son mi perdición, porque cargan con el féretro de mañana y no con las patatas de hoy-. Y un niño me sonríe, desde una silla, con una cesta y un oso blanco. Casi puedo escuchar el tintineo de unas campanillas que me devuelven a una época inmaculada y feliz, pero me horrorizo al comprobar que él también es muerte futurible y siento cómo su cuerpo pequeño se me deshace entre los brazos, putrefacto, tratando de unir, a dentelladas, la cabecita y los brazos, pero nunca hay misericordia. No hay contemplaciones ni siquiera para los que aun no se han embarrado.
2. La reeducación de las sensaciones No he tenido madre, aunque supongo que ella sí tuvo un padre para mí. Desconozco el amor, como desconozco el odio, pero me consuelo con la indiferencia y el mecanismo repetitivo de los días. No tengo sentimientos, sólo sensaciones y reconozco que el asco preside todas mis reacciones humanas. Una sensación jamás se puede conjurar o guardar como una flor marchita entre las páginas de un libro, porque “yo” ya no soy la misma cuando regreso al estado de la percepción. Los recuerdos de las sensaciones son más falaces que los de los sentimientos, porque lo sensible es etéreo, carece de arquetipos. En cambio, hasta para el amor hay emblemas o recetas mágicas. Se engañan; un sentimiento es un consuelo; una mera intelectuación de lo efímero para no sentir que morimos cada día, con cada sentido. La caricia de hoy, tal vez, sea la bofetada del mañana o el beso o el mordisco sangriento al que alguien quiso poner el vago título de pasión. Los sentidos nos reconcilian con nuestra animalidad, los sentimientos nos educan y nos convierten, “milagrosamente”, en esas bestias llamadas racionales. Dios se avergonzó de su criatura e hizo de su mundo un reformatorio para instintos.
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3. La nada me delimita, me contiene No soy Fernando ni Soares, pero algo me dice que un cordón umbilical invisible nos une, porque, a través de él, me llega esa náusea universal e íntima que se inicia en una taza de café cualquier mañana. Figura sobre fondo, aunque nada tenga sabor, porque cómo se puede reconocer una imagen que no tiene límites, ni contornos, ni perfiles. La nada se contiene en mí como yo me contengo en ella. Sin olor, sin sabor, sin tacto...sin nada. Presiento sus pasos de alma en pena a mis espaldas cuando salgo a pasear por las afueras del infierno. Me doy la vuelta, pero no hay nadie. Recorro los cementerios buscando una tumba familiar con su nombre y solamente salgo con la derrota de un niño que ha llegado tarde a su cumpleaños. Me invaden nuestras soledades compartidas, quimeras de un petulante que olvidó –o quiso olvidar- las reglas de la ficción. Mi asco y el tuyo se unen y me doblan como una patada en el estómago que me deja sin respiración. Nadie pregunta por el cuerpo que se queda tirado en la calle, porque no lo ven, porque, ciertamente, no hay nada.
4. No heredarás la tierra He sido muchos. Tantos, que a veces mezclo manos de verdugo en cuerpos de ajusticiados. Del príncipe guardo el aristocratismo de ser el mejor en nada por nada, como de la lombriz –existe el hombre-lombriz, no lo dudéis-, el deseo de arrastrarme por la tierra para ser devorado por un pájaro de redondos y carnívoros ojos negros. Pero, ante todo, he sido –soy- un hombre muerto que no ha dejado de soñarse más allá de las puertas de los inertes. Mi “yo” y mi “otro”, hermano desaparecido, llevamos vidas temporalmente paralelas y nos reunimos en el ocaso del espacio sintético y común de vivos y muertos; pedazos de ruina mórbida, por la que tantos vivos transitan, sin saberlo, en comunión con cadáveres que esperan un taxi que cogieron hace veinte años en esta misma esquina. El frío familiar de la muerte se me ha vuelto un nuevo sentido, más allá del tacto y más próximo al olfato. Ese olor sabe a oxigeno dos veces inspirado, robado, compartido, aunque más bien, devuelto -incluso, me atrevería a decirvomitado. A veces caminamos por calles paralelas, sin saber cuál de los dos es la sombra del vivo. En este espacio el sol ya no sirve para crear contrastes sin luz, sino que todo se vuelve una analgésica atmósfera de reiteración. “Esto ya lo he vivido”. Cuántas veces y cuántas mentiras: “esto ya lo han vivido por mí, pero antes que yo”. Ovillo de existencias que carece de extremos.
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5. La cama dolorida Me acuesto con Satán, porque por las Noches, Dios es demasiado frío. El cielo está hecho de licuadas flores de agua, de pis de ángeles buenos, de estalactitas virginales que ni siquiera parecen de hielo cuando se tocan. Todo está prohibido en el Cielo de los Cristianos, por eso necesito arder por las noches y saber que sigo viva.
6. El goce de la autodestrucción No acabo de entender, porque no se asume que el dolor es la base de todo placer. De nuevo, contornos; figura sobre sombra. ¿De qué sirve una felicidad permanente, si desconozco la infelicidad? ¿Cómo valorar el placer en una constante orgía del ego indoloro? Sin dolor, sin autodestrucción, no existe una identificación del “yo”. Nos desconocemos, porque somos como guiñoles en un teatrillo que actúan según el argumento o, quizá, bebés que se murieron sin bautizar y están en el limbo. Hay que saber del infierno, para comprender el cielo. Yo soy yo, porque siento el cuchillo clavado en mis muñecas y veo la sangre que es mía, como el sufrimiento que es también mío. La risa es una droga perniciosa que lleva a la locura o al anonimato de la felicidad inútilmente compartida, puesto que jamás mi sonrisa estará en tu cara, aunque no lo sepamos o no lo queramos saber, ebrios de esa quimera que desaparece cuando uno está ya a solas. ¿Qué soy yo, si necesito de ti para saber que existo? Dadme el autoconocimiento del dolor, antes que perder mi identidad en una risa de bacanales sin rostro.
7. Mi juego favorito: el existencialismo cristiano Mi juego favorito empieza en un hueco que nadie conoce, entre la tapia del cementerio y el zócalo por el que corre el agua de la lluvia. De niña, me habían dicho que el agua era negra, porque arrastraba las cenizas de los muertos. También me dijeron que moriría ahorcada, porque se me notan demasiado las venas del cuello. Allí hay un nido de arañas, con su araña madre y su arañazo padre. A mí me gusta arrodillarme, aunque penetre hasta el alma el olor a podrido, y acercar a mis víctimas una salvación tramposa con forma de varita verde. Primero suben las hijitas confiadas, que hasta se permiten pasear por mi mano. Cuando yacen ya en el fondo de mi palma, hecha arrullo de asesinos, las atravieso con la ramita, hasta que el extremo roza mi piel. Qué angustia más estúpida la de las arañas empaladas. Abren y cierran las ocho patas, como señal de lucha, pero con una tripa fuera y un grito tan pequeño que ni la lluvia tendría oídos para escuchar . Y todas, como idiotas, se acercan a la mano. Algunas tardan en morir, cuanto
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más gordas, más resistentes. A ésas me gusta arrancarles las patas hasta convertirlas en pelonas cabezas de alfiler. Algo tengo de araña o de Dios, porque el goce se inicia en la autodestrucción y culmina con la risa de los hijos imbéciles que vemos morir después de tenderles la mano.
8. El mundo está lleno de miserables La diferencia entre el mediocre y el cretino está en la ignorancia, por eso puedo amar a las mediocres y desoir a los cretinos. Hemos concebido el daño causado por terceros como un merecido castigo a una falta desconocida y originaria, como si nunca se pudiese borrar de nuestra frente el Pecado Original. Nadie matará a los cainitas, porque, de la misma manera que para el placer existe el dolor, el mal es preciso para el bien. Sin embargo, es necesario acabar con el sacrificio humano que nos practican los idólatras con el árbol satánico dibujado en la frente. Si yo no he muerto, es porque he hecho de sus voces barniz para Santas Estatuas de bronce. Imbéciles del mundo, sabed que sobre vuestro desprecio duermo cada noche, plácidamente, porque he hecho de vuestra palabra impura las cuatro patas de mi cama. Solamente, necesitáis saber una cosa: si la cama se rompe, yo daré en el suelo. Pero todos vosotros moriréis aplastados.
9. Autómatas y acuarios: ataraxia, ansiolíticos y amor de tinta china Cuando me pregunto por ese otro "yo", que ya ha muerto miles de veces por mí y que es una constante reencarnación de las soledades compartidas, la pregunta que me aterra es la validez de mis sensaciones. Vivimos en función de nuestras sensaciones, porque, a través de ellas, percibimos el mundo, mas qué son las sensaciones sino juegos malabares de orejas, narices, ojos, lengua y manos. Todos ellos nos pueden engañar. Por eso ni siquiera tengo la garantía, la legitimidad del sentido hacia la sensación. Cuál es el comprobante que me da la vida de sí misma. Ninguno. Nos movemos como autómatas por pulsiones vitales de orden rítmico -para qué llamarle vida- y, en ese orden, nos integramos, como soldaditos de plomo en una caja donde un niño nos guarda después de jugar. Algunos tratan de clavarnos las bayonetas, nos empujan con las culatas, nos acarician el cogote con el cañón y la fortuna del asesino de ruleta. Efectivamente, somos como peces que saltamos de un acuario a otro. El cristal nos contiene y nos mantiene a salvo de la Realidad. ¿Seríamos capaces de enfrentarnos a un verdadero vivir, con plena consciencia, donde no
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existiesen mecanismos de defensa y el dolor fuera tan brutal como nunca lo llegamos a conocer ? Nos contienen felices en nuestro muestrario de vidirio. Algunos son de agua fría y otros de agua caliente. Pero todos tienen unos repugnantes ojos saltones, indicadores de la basura que ya no se contiene dentro de nuestros cuerpos y se siente despedida desde nuestras órbitas. Sé que sueño, porque siento la analgesia de una vida ansiolítica y automedicada como en un gran hospital en el que todos estamos enfermos y nos saludamos, pero sin darnos cuenta de nuestras patologías. A veces, no preguntamos por educación, para que el otro no se sienta aun más imbécil y más loco que nosotros. Me rijo por los impulsos de lo cotidiano, pero sufro silenciosamente cuando percibo el sueño soñado y me rodea el genio maligno. Caigo hasta la cama desmadejada, hecha mujer de trapos con la que alguien ha estado haciendo piruetas con tijeras, "me siento". Y "me siento" porque emergen los impulsos que van más allá del calendario lunático: lloro desesperadamente, me emociono hasta casi darle la mano a la muerte, siento el frío de los suicidas marchar sobre mi cabeza y todas las caricias heladas de mis muertes en paralelo. El amor es un asesinato con una muerte lenta y alevosa, porque necesitamos sentir que devoramos al “otro”, que, de alguna manera, es nuestro, en carne, en alma, en sueños. Los que aman son los parásitos de las buenas intenciones, por eso yo nunca he amado. Puedo apreciar o tener cariño. Amar es una palabra que ha caído en desuso a fuerza de la moda de los tiempos. Nadie puede amar, querer en absoluto, porque eso sería abrazar el infinito. Engañados y estúpidos enamorados, que no amantes de noches esporádicas, a dónde creéis que vais paseando vuestro amor con la vanidad de la innovación que cae en tótem. Cuando caigáis rendidos y el otro duerma, descubriréis que necesitáis a vuestro amado sólo para saber que existís. Asumid la soledad. Cuando se suben las mantas y se apaga la luz, ni el beso de buenas noches de una madre nos salva del obsesivo silencio de la soledad. TÚ, QUE TAMPOCO ERES.
No me hables de fracasos en una noche como la de hoy. Estoy sola en un Tryp de cuatro estrellas, fumando y tratando de dormir. Ni siquiera me he vestido para escribirte y todavía intento congraciarme con esta desnudez hipersaturada. La habitación está llena de espejos, como si algún mirón estuviese deseando que me masturbara, reflejada en cada una de las esquinas de cristal tallado. No puede ser. Ahora sí que ya empieza a ser preocupante. He tenido que esconder(me) la llave del mini-bar, pero hace un ratazo que jugueteo con una botellita de Bombay. Mírala, en el fondo no es más que una broma, un souvenir para huéspedes cutres que se llevan los jabones y las toallas. Te juro que no lo entiendo. Nunca me había pasado esto antes: yo era una moderada bebedora de ocasión –
EL GOCE DEL DOLOR
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social-, ya sabes, bodas, bautizos y congresos, ahora los niños prefieren que le den la hostia a otro. Tú te ríes o te sonríes, pero no te haces una idea del miedo que dan las mantas cuando están tan frías. Apenas me diferencio de un cadáver; tan sólo en que me levanto por las mañanas de la caja, pero más muerta que el día anterior. Las cosas van bien, relativamente bien, o bien, a secas. Ya no distingo realidades. Me pierdo y me descentro a cada paso, ya ni reprimo la cara de asco, de hastío, de cansancio. He mandado al Patrón Vásques a tomar por el culo. Ríete, ¿no lo ves? Heredé todos los pecados de mis Hermanos, pero, como buena hereje, jamás dejo el Catecismo. Hoy, como quien abre el Kempis, me revela que la peor obra es la que no se escribe y, si recuerdas, éstos son los exactos melindres de niña pequeña de los que te he hablado tantas veces. Pero no me apetece volver a la cama, a las camas, tengo dos a falta de una, y, esta vez, hasta me pagan por hablar. Mañana me vestiré de puta transgresora, de Twiggy de cartón piedra, modularé la voz y me acordaré de ti. No, no creo que se trate de amor. Tan sólo eres obsesión que sustituye a otras, como otras ya lo han hecho antes. Y, sin embargo, qué extraña necesidad la de no volver a la cama y morirme de frío una noche más. Aquí, al menos, hay persianas, pero no podré dormir ni conmigo ni dentro de ti: tengo que trabajar. Siempre tiene que trabajar. Ella siempre tiene que estar por encima. Ella siempre tiene que pedir perdón, cuando no permiso o “por favor”. Y, en el fondo, te echo de menos, pero supongo que echo de menos al personaje fantasma que tantas noches se cuela en el jergón con somier de 80. Se desliza por las patas, atraviesa los muelles y me abraza en silencio. Algunas veces, ese cariño me hace llorar, porque me recuerda que soy la desgraciada que le dice “hola” a los muebles y se despide de las tazas sucias que quedan en el fregadero. Me sentiría tan hueca, tan vaciada, si me acostara contigo. Con qué iba a rellenar el vacío, ¿con manojos de ortigas?, ¿con rosas punzantes y decapitadas? No, porque hasta el dolor me recordaría que puedo sentir. Ellos están contentos, porque las cosas van bastante bien, yo no me puedo quejar, sería una ingrata, si lo hiciese; la casada infiel de los dos. A veces, no hay necesidad de que entiendas, simplemente, porque no tengo ganas de explicarme. ¿Qué más me da que te confundas o que leas mal o , acaso, malinterpretes? Es que me da lo mismo... Soy una masa de carne que lucha a oscuras contra el frío. Casi puedo oír el zumbido del viento, perfilándome los tímpanos con un cuchillo bien afilado. Soy como tu Pascual, una fiera aterrorizada que se agazapa entre los harapos de la memoria. La tela no me tapa, no me cubre, se me ve todo y siento el miedo al espectáculo de lo deforme. Todos ríen y no me llega la ropa. Me hacen desfilar entre cabrones que me tiran tierra o monedas, según abominen de la mujerelefante.
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Ya no hay nada, sólo un bosque que traga, y que traga y yo busco suelo donde poner los pies, pero me voy a caer sin remedio. A mí también me enseñaron el Salmo del Buen Pastor cuando era pequeña: “por verdes praderas caminaré”. Antes me querían. Ahora correrían a tirarme piedras, al no reconocer la carne entrañable del monstruo familiar. Ya me da igual que me atravieses, aunque del golpe tenga que sujetarme las caderas y me manche las piernas de sangre. Soy tu perra fiel, que corre sin necesidad de cebo ni caricia. Te daría las gracias por una paliza, aunque sólo fuera por hacerme sentir.
V ETHOS
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Lectura de los Derechos Humanos a la luz de la phýsis según Aristóteles en Física B I Jesús Avelino de la Pienda Universidad de Oviedo
Este trabajo es sólo una pequeña parte de una investigación más amplia en la que intento sacar a la luz cómo la idea de "hombre natural" se ha ido fraguando en la mentalidad del hombre occidental hasta convertirse en un verdadero mito filosófico, que se aplica, entre otras muchas cosas, para valorar el alcance antropológico de los llamados "derechos humanos", tal como vienen recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Son muchos los que defienden el carácter de "naturales" y, por tanto, de universales de esos derechos. Otros niegan que sean "naturales" y también su validez universal; defienden su relatividad cultural, sin que por ello minusvaloren su importancia para la vida del hombre occidental. No se puede entender qué significa "hombre natural" ni "derecho natural", sin acudir al concepto de "naturaleza". Tal concepto tiene una larga historia en la filosofía, en la teología y en la ciencia occidentales. Constituye un concepto nuclear de nuestra cultura, como lo es el concepto de darma en la cultura hindú o el de muntu en la cultura bantú. Remonta sus orígenes a la filosofía griega más antigua, la de los llamados "presocráticos". Pero es Aristóteles el que convierte la palabra "naturaleza" (Phýsis) en término científico. Él hace una recopilación de las teorías anteriores a él sobre el problema fundamental de la "naturaleza" (Phýsis) y añade su propia teoría, que ejercerá una influencia determinante en el pensamiento occidental. Para un acercamiento a lo que Aristóteles entendió como “naturaleza” (Phýsis) haré una lectura directa de sus textos principales sobre el tema recogidos en su Física B I. También tendré en cuenta la lectura que hizo Heidegger
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sobre esos textos en su artículo Von Wesen und Begriff der Phýsis Aristóteles, Physik BI1. 1. El binomio "naturaleza-técnica" (Phýsis-téchne) en Aristóteles (Fis. B 1) Aristóteles empieza su principal texto sobre la "naturaleza" haciendo una distinción genérica entre las cosas que existen "por naturaleza" (Phýsis) y las que existen por otras causas (aitías). De entre todas las cosas que existen, unas existen por naturaleza, otras por otras causas. Existen por naturaleza los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples, como la tierra, el fuego, el aire y el agua. Todas estas cosas, en efecto, y las que son análogas a éstas, decimos que existen por naturaleza. Pero todas estas cosas que hemos dicho, parecen diferir de aquéllas que por naturaleza no existen2.
Del primer grupo de cosas pone estos ejemplos concretos: los animales y sus partes, las plantas y los cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua, de los que, según varios filósofos griegos, están constituidas todas las cosas. De todas esas cosas, añade, "decimos que existen por naturaleza" (phýsei). Todas esas cosas difieren de las que no existen por naturaleza (me phýsei). Quiero subrayar este "decimos que" (phamén) porque habrá que ver si de esa manera Aristóteles trata de un "decir", un "poner de manifiesto" o un "traer a la luz", que no excluye otros. Si se trata de una forma de ver las cosas, de una perspectiva, o si más bien quiere establecer un saber "científicamente" sólido y de valor universal. Esperaremos a ver qué dice más adelante. No pasemos tampoco por alto el hecho de que ponga como ejemplo seres vivos. Aristóteles era un biólogo y el concepto de naturaleza que propone aparece con especial claridad en las cosas que tienen vida: nacen, crecen, se transforman y mueren por sí mismas. Por eso, seguidamente establece como principal elemento, que distingue a las cosas que existen por naturaleza de las demás, la capacidad de moverse por sí mismas. Las que existen por naturaleza "parecen poseer" (phaínetai échonta) en sí mismas el principio (archén) tanto de su movimiento (kineseos) como de su reposo (stáseos). Aclara que el movimiento puede ser de lugar (traslación), de aumento (crecimiento) o disminución, y de transformación o alteración. Pues todas las cosas que existen naturalmente parecen poseer en sí mismas un principio de movimiento y de reposo, las unas bajo la relación de lugar, otras en el aspecto del aumento o la disminución, otras bajo el aspecto de la alteración3.
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Podríamos ya preguntar si los Derechos Humanos pertenecen a ese tipo de cosas que tienen en sí mismas el principio de su movimiento y de su reposo. De momento parece difícil incluirlos en esa categoría, la de los seres que son por naturaleza (phýsei ónta). Ni existen por sí mismos ni se mueven por sí mismos ni surgieron por sí mismos ni cambian por sí mismos. Para uno y para otro necesitan del trabajo positivo del hombre. A continuación entra Aristóteles a definir las demás cosas que no son por naturaleza. En cambio, el lecho y el vestido, y cualquier otra cosa posible de este mismo género, en cuanto vienen significadas por estas denominaciones individuales o particulares, y en cuanto son producto de un arte, no poseen ninguna fuerza interna, que los impela al cambio o al movimiento, mientras que sí la poseen en cuanto accidentalmente son de piedra, de tierra o de una mezcla de estos elementos4;
Pone como ejemplos cosas materiales (subrayo) fabricadas por el hombre: el lecho y el vestido y "cualquier otra cosa posible de este mismo género". Todas esas cosas, en cuanto son tales cosas, son "producto de un arte" (apo’ téchnes). Es decir, son fabricadas por el hombre. No poseen una "fuerza interna" (ormen) que las empuje al cambio o al movimiento. La mesa no es capaz de cambiarse a sí misma en una silla, ni siquiera en otro tipo de mesa. Puede cambiar la materia de la que está hecha: la madera, por ejemplo, pero cambia en cuanto es madera no en cuanto es mesa. Además el cambio tiene que ser hecho por el "técnico", no lo hace la mesa por sí misma. Preguntémonos si los Derechos Humanos pueden cambiar por sí mismos en cuanto tales o si más bien, en caso de cambiar en algo, necesitan ser cambiados. Claro que los derechos humanos no son cosas materiales como las que Aristóteles pone en el grupo de las que son fabricadas por el hombre. Como veremos más adelante, la distinción aristotélica entre cosas naturales y cosas fabricadas resulta un tanto incompleta para aplicarla al caso de los Derechos Humanos. De momento sigamos con la lectura de Aristóteles. Seguidamente atribuye a la naturaleza la función de ser el "principio" (arché) y la "causa" (aitía) de que lo que ella constituye se mueva o esté en reposo por sí mismo y no de "forma accidental" (symbebekós). Y sólo en la medida en que la naturaleza es un principio, la causa de que aquello que ella constituye primeramente se mueva y repose, por sí mismo y no de forma accidental, es ella misma5.
Insiste en que la cosa que es naturaleza debe poseer en sí misma el principio de su movimiento y de su reposo por sí misma y no de forma accidental. Para
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aclarar más esto pone el ejemplo del médico que se cura a sí mismo. Él es la causa de su salud. ¿Pero lo es por naturaleza? Si lo fuera, todos seríamos médicos de nosotros mismos. Pero Aristóteles deja bien claro que no es así. Que la coincidencia entre estar enfermo, ser médico y curarse a sí mismo es sólo accidental, sólo de hecho, no por naturaleza. Ponerse enfermo puede considerarse como algo natural. Necesitar de una ayuda externa para curarse también se puede considerar como natural. Pero la ayuda externa no es natural al enfermo, es algo exterior a él mismo, algo accidental en él. Por otra parte, quiero añadir, la ayuda externa puede ser plural. Supongamos que tengo fiebre y quiero bajarla. Para ello puedo tomar distintas medicinas o aplicar otros remedios como el baño en agua fría. Hagamos un paralelismo con los Derechos Humanos. El ser humano necesita vivir en sociedad. Eso es algo natural. Pero esa necesidad la puede satisfacer en muchos tipos de sociedad. Cada tipo de sociedad se distingue precisamente por su forma de establecer los derechos y deberes de sus miembros, basados a su vez en distintas formas de concebir el ser del hombre y también en distintas formas de concebir el poder, el matrimonio, la vida y la muerte, la justicia, etc., etc. Las cosas naturales, continúa Aristóteles, son las que tienen en sí mismas el principio eficiente de su propia producción (poceseos) y no lo tienen sólo de forma accidental; sino de manera esencial y por sí mismas. La cosas artificiales, producto de la "técnica" (téchne), son, por el contrario, aquéllas que no tienen en sí mismas la causa de su propia producción, sino en otro, es decir, en el "técnico" (architékton) Ninguna de ellas tienen en sí mismas el principio eficiente de su propia producción, sino que lo tienen en otros y fuera de sí mismas, como, por ejemplo, la casa y cualquier otro ser de los que son fruto de una manufactura o una fabricación6.
Aristóteles da un paso más en su definición de lo que él entiende por naturaleza. Ahora identifica naturaleza (phýsis) con "esencia" (ousía) y con "substancia" o "sujeto" (hypokeímenon). Ahora bien, poseen una naturaleza todas las cosas que tienen un principio de esta clase. Y todas estas cosas son esencias. Porque la naturaleza es siempre una especie de sujeto y radica en este7.
La esencia es aquello por lo que una cosa es lo que es y se distingue de todas las demás. Substancia es lo que existe por sí mismo y no en otra cosa. La naturaleza es la esencia de aquello que existe por sí mismo. Resumiendo: Aristóteles define lo que entiende por "naturaleza" recurriendo a otros conceptos genéricos que necesitan ser matizados. La naturaleza es "causa" (aitía), pero no cualquier tipo de causa. Es una causa productora de movi-
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miento, una causa eficiente. Tampoco es cualquier causa eficiente, sino sólo aquella causa que existe en el mismo ser que se mueve. Es una causa interna al móvil, en virtud de la cual ese móvil es auto-móvil; se mueve a sí mismo. La naturaleza es "fundamento" (arché), pero no cualquier tipo de fundamento, sino sólo aquél que fundamenta desde dentro de la cosa misma; la cosa fundamentada es poseedora de su propio fundamento. Lo fundamentado no existe fuera del fundamento, sino que es continuación y manifestación del fundamento mismo. El fundamento existe y permanece en lo fundamentado. La naturaleza es "esencia" (ousía), pero no cualquier tipo de esencia, sino sólo aquélla que a la vez es "substancia" o "sujeto", que existe por sí mismo y no en otra cosa. Todas esas características juntas constituyen lo que Aristóteles entiende por "naturaleza" en contraposición a las que pertenecen al universo de cosas "fabricadas" o producto de la técnica (téchne). En un nuevo paso hacia adelante Aristóteles establece el universo de las "cosas naturales". Para ello utiliza un texto bastante confuso. Por otra parte, se llaman naturales o según la naturaleza todas las cosas dichas y todas aquéllas que por sí mismas las constituyen o integran; por ejemplo, es natural que el fuego tienda a subir. Esto, en efecto, no es una naturaleza, ni la posee; pero se da naturalmente y conforme a la naturaleza8.
Por un lado dice que son cosas "conforme a la naturaleza" (katá phýsin) todas las cosas antes dichas, es decir las que definió como esencias o como naturalezas propiamente tales. Pero acto seguido incluye en ese mismo grupo "los atributos esenciales" de esas mismas cosas. El ejemplo que pone: es natural (katá phýsin) que el fuego tienda a subir, parece claro. Por otra parte, también deja claro que esa tendencia del fuego no es ni tiene una naturaleza; sin embargo, se da "por naturaleza" (phýsei) y es "conforme a la naturaleza" (katá phýsin). Pero hay una cierta incongruencia en su texto. Antes incluyó las cosas que son naturaleza entre las que son “conforme a la naturaleza” (katá phýsin). Ahora, sin embargo parece excluirlas de ese grupo. El tender hacia lo alto es conforme a la naturaleza del fuego, pero no es naturaleza. Y el no ser ni tener una naturaleza lo sitúa en el grupo de las cosas que son “conforme a la naturaleza”. Seguidamente añade una nueva matización: “el tender hacia lo alto” del fuego no es naturaleza, pero es “por naturaleza” (phýsei) y es “conforme a la naturaleza” (katá phýsin). Mi pregunta es: ¿establece Aristóteles alguna diferencia entre ser “por naturaleza” y ser “conforme a la naturaleza”? Por otra parte, decir que la naturaleza es "conforme a la naturaleza" no deja de ser una tautología. Ello no quiere decir que se trate de algo absolutamente
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inútil, y menos si se trata de fundamentos del saber humano. A es igual a A es una tautología que expresa el principio de identidad y que es clave tanto en matemáticas como en filosofía e incluso en teología (Dios es Dios, o Dios es igual a sí mismo y no se puede explicar por medio de ninguna otra cosa). Aristóteles da la razón última de su tautología fundante y es que la naturaleza, tal como él la intentó definir, es algo que es evidente por sí misma y que resulta absurdo intentar explicar por medio de otras cosas menos evidentes9. La traducción-interpretación que hace Heidegger10 de este texto concreto profundiza en el significado griego de lo que es la phýsis como tal. Sin embargo, no termina de aclarar la distinción que hace Aristóteles entre lo que es simplemente phýsis, lo que es phýsei y lo que es katá phýsin. Destaca que Aristóteles fue el primero en acuñar la palabra phýsis como “término” filosófico y que es un término fundamental de la filosofía. Destaca también la importancia de este texto para delimitar el concepto de phýsis. Aristóteles dice que todas las cosas que son phýsis son ousía. Ordinariamente se traduce ousía11 por “substancia” o “esencia”. Heidegger evita intencionadamente esa traducción. La traduce por “entidad” (Seienheit) o “lo que tiene ser”, expresión que es más genérica, pero que, a mi entender sólo añade más confusión. La igualdad entre idiomas queda entonces así: phýsis=ousía =Seienheit=entidad o “lo que tiene el ser”. Heidegger también le da el significado de “la presencia”, “lo yacente”, “lo que yace ahí de antemano”. Ése es, dice, el significado más griego de la palabra hypokéimenon, que ordinariamente se traduce por “sujeto”. Hypokéimenon es, según Heidegger, “lo que yace y > o >”. De esta manera, la igualdad anterior se completa ahora con un nuevo matiz y queda como sigue: phýsis=ousía =hypokéimenon= und liegen= “lo que yace ahí delante de antemano”. Según Heidegger, los griegos entienden el ser tan pronto en el sentido de “mantenerse en pie”, hypóstasis, substancia (In-sich-stehen), como en el sentido de “yacer delante”, hypokéimenon, subjectum (Vorliegen), porque para ellos ambas cosas tienen el mismo significado: “el estar presente por sí mismo” o “la venida a la presencia” (Das von sich her Anwesen o die Anwesung). En resumen, la traducción quedaría así: Son “naturaleza” las cosas que se hacen presentes por sí mismas. Son “por naturaleza” (phýsei) las propiedades que brotan de la naturaleza y no las que simplemente están “junto a ella” (nicht nach den an Seiendem).
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Cuando tanto Aristóteles como Heidegger dicen que son naturaleza aquellas cosas que se hacen presentes por sí mismas, sin una intervención exterior a ellas mismas, están pensando en la intervención del ser humano. No piensan en la intervención o influencia de unas cosas sobre otras o de unos seres vivos sobre otros seres vivos y sobre otras cosas. Si el hombre es el que interviene y transforma, entonces se habla de “técnica” (téchne). Si el que interviene, produciendo también una transformación, es un animal, esto no se tiene en cuenta. Esa transformación no es considerada como técnica. Por otra parte , el ejemplo del fuego, que tiende por naturaleza a ascender, deja de ser claro y evidente, si analizamos más en profundidad el universo de la concausalidad. El ascender del fuego se debe a su naturaleza. Eso no quiere decir que se deba exclusivamente a su naturaleza particular. Puede haber, y siempre es así, otras concausas. El fuego no ascendería, si no existieran junto a él otras naturalezas o cuerpos más pesados, como el aire, por ejemplo. Pero la concausalidad no acaba ahí. Ni el fuego ascendería ni el aire pesaría más que él, si no se diera la actividad de esa otra fuerza misteriosa que se llama “gravedad”. Ella es la que hace que los cuerpos más densos tiendan a caer lo más hacia abajo posible, y los menos densos tiendan a subir lo más hacia arriba posible. La gravedad, a su vez, parece que no existe por sí misma. No es considerada como una naturaleza en sí misma, sino como una propiedad de la materia. Es decir, no es phýsis, sino phýsei o katá phýsin. Sin embargo, la Astrofísica dice, por un lado, que las grandes masas (estrellas, sistemas solares, galaxias, racimos de galaxias), se forman en virtud de la fuerza de la gravedad. Según esto, la gravedad, que es una cualidad de la naturaleza, sería la causa de nuevas naturalezas. Lo que es secundario en el ser: la gravedad como cualidad, se volvería originario; lo que es derivado, se volvería principio. De hecho, cuando se trata de explicar el origen de una masa estelar, se dice que se va formando en torno a un centro de gravedad. Sin gravedad no se formaría el cuerpo, y sin cuerpo no hay gravedad. Mi pregunta es: ¿de dónde sale ese centro de gravedad que va formando en torno a sí un nuevo cuerpo estelar? ¿Qué es primero, el cuerpo o la gravedad? El cuerpo se forma porque hay gravedad y la gravedad se define como una propiedad del cuerpo. Las dos cosas no pueden ser verdaderas a la vez. ¿En qué quedamos, entonces? Apliquemos ahora esas distinciones a los Derechos Humanos. Y veamos si éstos son naturaleza (phýsis), si son “por naturaleza” (phýsei) o si son “conforme a la naturaleza” (katá phýsin). Parece claro que los Derechos Humanos no son “naturaleza”, porque no subsisten por sí mismos, no tienen en sí mismos el principio de su movimiento y de
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sus cambios, no son substancias ni sujetos en sí mismos. Sin embargo, podrían ser “por naturaleza” (phýsei) o naturales en el sentido de que son cualidades esenciales de la naturaleza humana. O podrían ser más bien conforme a la naturaleza (katá phýsin). Es decir, podrían corresponder a distintos tipos de necesidades de la naturaleza humana. Entre esas necesidades podemos distinguir aquéllas que son básicas para la sobrevivencia del individuo y de las especie. Tales son, por ejemplo, en el orden más bien material las de comer y beber, las de defecar y orinar, la de protegerse del frío y del calor (necesidad de abrigo), la de procrear, la de defenderse frente a depredadores y otros enemigos, etc.; y en el orden espiritual la de conocer, las necesidades religiosas, las artísticas, las políticas y de convivencia social, etc. Todas éstas son necesidades por naturaleza. Hay otras muchas que son más bien artificiales o creadas por el hombre mismo: las necesidades de la moda, por ejemplo, y tantas otras que apuntan no a la sobrevivencia, sino a una vida mejor. Las necesidades básicas son por naturaleza (phýsei). Las artificiales se puede decir que son conforme a la naturaleza (katà fúsin). Las básicas son idénticas en todas las culturas. Las artificiales cambian en cada cultura. En cuanto a los Derechos Humanos el problema está en saber si pertenecen a las necesidades básicas o más bien a las artificiales. Los iusnaturalistas sostienen que son necesidades básicas y, por tanto, son por naturaleza. Otros muchos sostienen que son artificiales y dependen de las circunstancias de lugar, tiempo y cultura. La salida que me parece más razonable y sólida sería la de que el ser humano por naturaleza (phýsei) tiene el derecho a tener derechos, pero éstos los ha de concretar cada sociedad y su cultura. Es decir, los derechos y deberes concretos con los que ha de convivir en cada sociedad no son por naturaleza, aunque sí son conforme a la naturaleza (katá phýsin). Toda creación humana, (todas las culturas) son conforme a la naturaleza humana. 2. La "naturaleza" como "materia" (hýle) En los párrafos siguientes12 Aristóteles, citando a pensadores anteriores, describe un nuevo sentido de “naturaleza”: la naturaleza entendida como aquella “materia última” (hýle), de la que están hechas las cosas, que existen “naturalmente”. “Es en principio lo que constituye cada cosa y que es en esencia por sí mismo informe”. La madera es la phýsis o materia (hýle) de la que está hecha la cama; el mármol es la phýsis o materia de la que está hecha la estatua, etc. Pone el ejem-
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plo del sofista Antifón: si uno entierra la madera de la que está hecha la cama de manera que se pudra y brote, jamás brotará una cama, sino madera. Seguidamente utiliza tres expresiones que parecen sinónimas. En ellas distingue lo que significa “ser hecho” y existir por sí mismo, es decir, ser phýsis y existir phýsei, por un lado, y ser katá téchnen, por otro. Aquí el ser katá technen se equipara a ser “accidentalmente” (katá symbebekós) y a ser “por convención” (katá nómon). La madera es phýsis y existe phýsei. Por el contrario, la cama es una forma que adquiere la madera katá symbebekón, katá nómon y katá technen. Los ejemplos que pone confunden. Dice: “así la naturaleza de la cama sería la madera, y la de la estatua, el bronce”. Digo que confunden estos ejemplos porque antes había dicho que “la naturaleza y la esencia de los seres que existen naturalmente es aquello que en principio constituye cada cosa...”13. Ahora bien, ni la cama ni la estatua existen naturalmente. La naturaleza de la cama es, en este caso, la madera, pero la cama no es una cosa natural, ni la estatua. Recuerda también cómo otros filósofos identificaban la naturaleza última de la que están hechas las cosas con elementos como el agua o la tierra o el aire o el fuego, o los cuatro elementos a la vez; y suponían que el elemento más originario debería ser eterno. Resume este nuevo sentido de “naturaleza” con estas palabras: En un sentido, por consiguiente, la naturaleza se entiende así, a saber, la primera materia sujeto de cada ser, que posee en sí misma el principio del movimiento y del cambio14.
Quiero resaltar que aquí Aristóteles entiende la naturaleza como una materia física a la que se atribuyen funciones metafísicas, como ya se hacía en los presocráticos. Si aplicamos este sentido al hombre, habría que decir que su cuerpo está hecho de esa materia a la vez física y metafísica. Según Aristóteles, su alma individual (psyche) también es de ese orden material y es, por tanto, mortal como el resto del su cuerpo. En otro nivel está su “alma impersonal” (nous), que sí es inmortal y trasciende la existencia de cada ser humano en el que se encarna. Existe antes de nacer cada ser humano concreto y sigue existiendo después de su muertePero los Derechos Humanos no se pueden entender como derechos de un ser impersonal, por muy espiritual e inmortal que sea. Son, por principio, derechos personales, al menos los de la Declaración de 1948. Por eso, es muy difícil salvar el sentido personal de los Derechos Humanos y, por tanto, uno de sus principales fundamentos, en la concepción aristotélica de la “naturaleza” humana. Si la persona humana en cuanto persona individual no es inmortal; si el alma personal no es inmortal, entonces eso que en la Decla-
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ración se llama “dignidad personal” se queda, cuando menos, muy descafeinado. Por eso, cuando se califica de "naturales" a los Derechos Humanos, al menos se introduce un término que puede resultar contradictorio con esos mismos derechos. No se puede utilizar la palabra "natural" sin precisar su sentido. Y es que no podemos olvidar el origen teológico cristiano del concepto de “persona”, aunque no queramos saber nada con el cristianismo en el nivel de nuestra conciencia15. Veamos ahora la interpretación que hace Heidegger de este nuevo sentido de la phýsis aristotélica, pero sólo en aquello que interesa para el tema de los Derechos Humanos. Heidegger parte del supuesto de que los griegos entienden la “esencia” (ousía) como “la permanente venida a la presencia” (der beständigend Anwesung) y que toma ésta como algo evidente16. El carácter de permanencia en el ser es lo que marca los grados de la phýsis o “naturaleza”. Heidegger destaca, por otra parte, como muy esclarecedora la distinción que hace Aristóteles entre lo que es “eterno” (aidíon) y lo que “se engendra sin límite” (ginómenon apeirakis)17. Según él, esta distinción no equivale a la que el pensamiento cristiano hace entre “lo eterno”, como duración sin límite, y “lo temporal”, como duración limitada. Para el griego, lo temporal es lo que nace y perece sin límite (apeirakis). La distinción griega equivale más bien a la que más tardíamente se hizo entre aeternitas y sempiternitas; es decir, entro lo que es nunc stans y lo que es nunc fluens, pero ambos entendidos como permanencia sin límite ya sea como lo inmutable (primer caso) ya sea como lo cambiante (segundo caso)18. Apoyándose en su análisis etimológico de aéi y de péras concluye que aeidion es lo que se hace presente por sí mismo, y lo ginómenon apeirákis es lo que se presenta y ausenta ilimitadamente. La oposición entre uno y otro no está, por tanto, en la duración, ambos pueden durar ilimitadamente o limitadamente. La diferencia está en la permanencia o no en su hacerse presente. La ousía es aeidion, es lo que permanece en su hacerse presente, aunque esté oculto tras las apariencias, que cambian. Para aclarar esto, Heidegger resalta la importancia de la distinción griega entre “des-encubrimiento” (Unverborgenheit) y “apariencia” (Schein). La considera clave para comprender el sentido que Aristóteles da a la phýsis. Ésta es lo que es permanente de por sí. La permanencia y la estabilidad son notas esenciales a su modo de ser. Pero falta otra nota que, según Heidegger, es fundamental: la “venida a la presencia” (die Anwesung) en el sentido de “establecerse en lo abierto”, es decir, en lo evidente por sí mismo19. Los Derechos Humanos podemos considerarlos como “lo que permanece permanentemente” o como “lo que cambia permanentemente”, como lo nunc stans o como lo nunc fluens. Según estas aclaraciones, si decimos que los Dere-
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chos Humanos son "naturales" o que pertenecen a la naturaleza humana, habría que decir que son "evidentes por sí mismos", "permanentes" y "estables". Sin embargo, la historia de la humanidad presenta los derechos atribuidos al individuo humano como un cambio permanente, cambio de una época a otra de una población a otra, de una cultura a otra. La historia del Derecho es simplemente un hecho evidente y verificable por cualquiera, que pone en evidencia la historicidad del Derecho en general y de los derechos concretos atribuidos al ser humano. 3. La "naturaleza" como "forma" (morphe)20 La "naturaleza" también se puede entender como la "forma y la figura" (morphe kai to éidos) que forman parte de la definición (katá ton lógon) de una cosa. Es decir, lo que empleamos para definir qué es cada cosa. Se trata de un concepto universal dentro del cual se coloca cada cosa para decir lo que es. Lo que sólo existe en potencia no es naturaleza alguna hasta que reciba la forma correspondiente: lo que sólo es carne en potencia aun no es carne en realidad hasta que reciba la forma de carne. "Carne" es la forma universal que aplicamos a aquellas cosas que cumplan las características de la carne. Por eso, concluye Aristóteles: en este otro sentido, la naturaleza sería la forma y la figura de aquellos seres, que tienen en sí mismos el principio del movimiento y del cambio21.
Ahora bien, esa "forma y figura" no existen separadas ni son separables de manera real en cada cosa. Sólo son separables racionalmente o mediante la definición (katá ton lógon). En este caso, lo que está compuesto por los dos sentidos de "naturaleza", es decir, la "materia" (hýle) y la "forma" (morphe), no es una "naturaleza", sino un ser que existe "naturalmente" o por naturaleza (phýsei), por ejemplo, el hombre. Mi pregunta es si este nuevo significado de la phýsis como forma nos puede ayudar algo para esclarecer si los Derechos Humanos son o no naturales. Para ello habría que ver si pertenecen o no a la forma del hombre o son más bien una de sus potencialidades; es decir, si son más bien materia. Aplicando el sentido de naturaleza como "forma", que es la parte principal de la definición de una cosa, cabe preguntar si los Derechos Humanos como tales derechos concretos pertenecen o no a la definición misma del hombre. Si pertenecen a ella, entonces hay que decir que son naturales. Y como la forma es común a todas las cosas particulares a las que se aplica, entonces son universales. Pero la dificultad sigue: ¿pertenecen a la forma del hombre los Derechos Humanos tal como están en la Declaración del 48? ¿O se podría decir que lo
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que realmente pertenece a la forma no son tales derechos, sino el derecho a tener derechos? En este segundo caso, los Derechos Humanos de esa Declaración pertenecen sólo a la materia o potencialidad del ser humano concreto y tienen sólo un valor para la cultura occidental. El derecho a tener derechos sería universal, pero esos derechos podrían tomar formas concretas muy diferentes en cada cultura o tradición. En el siguiente texto, Aristóteles matiza que la "forma" (morphe) es naturaleza en un sentido más fuerte que la "materia" (hýle). Además, esta forma es naturaleza con mayor razón que la materia, porque todos y cada uno de los seres se afirman con mayor razón cuando existen en acto (ótan entelécheia) que cuando sólo existen en potencia (ótan dynámei)22.
La forma es aquello con lo que definimos o establecemos la esencia de una cosa. Definir es fijar el concepto de una cosa. Según este texto de Aristóteles, el concepto (lógos) de la phýsis de una cosa lo sacamos más bien de lo que la cosa ya es en acto (ótan entelécheia) que de lo que sólo es en potencia (ótan dynámei). Quiero resaltar que esta forma de construir el concepto nace, por tanto, con limitaciones desde su mismo origen al fijarse más bien en lo que la cosa ya es en acto y al prescindir de lo que es en potencia. Tal vez no pueda ser de otra manera, porque precisamente deducimos lo que una cosa puede ser de lo que ya es. Pero no debiéramos cerrar nunca el concepto, porque la cosa puede contener potencialidades no realizadas que algún día salgan a la luz y tengamos que modificar el concepto primero que construimos de ella. Pongámonos en el caso del concepto de hombre. Si lo construimos a partir de lo que es el hombre occidental, de su ser en acto como hombre occidental, construiremos un concepto válido, pero limitado y, por tanto, no universalizable. De hecho, la historia de nuestra filosofía ha construido distintos conceptos del ser humano y esa diversidad se multiplica, si tenemos en cuenta otras tradiciones culturales. Para construir el concepto puro del hombre puro tendríamos que partir de la observación del hombre puro. Pero ese hombre puro no existe. Sólo existe el hombre en algunas realizaciones concretas de entre las muchas posibilidades biológicas y espirituales que tiene. Eso que llamamos “ser del hombre” tuvo y sigue teniendo muchas realizaciones diferentes: como hombre blanco, como hombre negro, como esquimal, como hombre del desierto, etc. La realización (entelécheia) total y completa de sus posibilidades genéticas nunca se dio. Y la realización completa de sus posibilidades espirituales y culturales tampoco se dio jamás.
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Por tanto, querer definir lo que es el hombre a partir sólo de la realización de algunas de sus potencialidades es una tarea cargada de limitaciones. Será siempre una definición parcial. Las potencialidades de un ente forman también parte de su ser y, al menos muchas de ellas, no las podemos conocer a priori, sino sólo si las vemos realizadas. Si, a pesar de esas limitaciones de principio, se quiere establecer una definición completa, en este caso del ser humano, y se la quiere universalizar, se cae en la actitud típica del etnocentrista, por muy filosófica y científica que quiera ser tal definición. Y es precisamente el supuesto de que se posee esa definición completa el que subyace en la doctrina que defiende el carácter natural de los Derechos Humanos. Tanto Aristóteles como Heidegger dan a entender que se puede definir de manera completa lo que es cada cosa. A partir de su ser-en-acto (entelécheia). Entiendo que de esa manera sientan las bases de un dogmatismo filosófico que lógicamente conduce a un etnocentrismo del mismo género, raíz última de otros etnocentrismos. Ambos creen que se puede prescindir totalmente de las caracterizaciones individuales de la cosa observada para establecer su naturaleza o esencia. Ambos creen que, consecuentemente, se puede establecer el concepto puro correspondiente a la misma. Sin embargo, eso no parece posible. Para establecer el concepto completo habría que ver realizada toda la materialidad (hýle) y toda la potencialidad (dýnamis) de la cosa a definir. Para construir el concepto de naturaleza humana habría que tener en cuenta no sólo sus realizaciones concretas en todas las poblaciones (“razas”) y en todas las culturas, sino también en todas las que aun puede tener. Pero eso es imposible. Es una tarea siempre inacabada. De ahí que el concepto (lógos) de la naturaleza humana no dejará de ser una utopía filosófica y científica. Sin embargo, muchas de nuestras filosofías y también filosofías de otras culturas están convencidas de haberla alcanzado definitivamente. Podemos hacer también la pregunta de si los Derechos Humanos existieron siempre en acto a través de la historia humana, o sólo en potencia. En este caso la respuesta parece clara. Su declaración oficial, pública y con carácter internacional no se da hasta 1948 y en unas circunstancias históricas muy concretas. Otra cosa es el derecho del hombre a tener derechos. Ese sí que parece tan antiguo como el hombre mismo, desde que vive en sociedad. Pero durante miles de años no conoció ni sospechó siquiera que ese derecho radical a tener derechos se pudiera plasmar en los Derechos Humanos de la Declaración del 48. Aristóteles, para iluminar un poco más su distinción entre "naturaleza" y "técnica" (phýsis y téchne) continúa el ejemplo de Antifón23 y dice: Por lo demás, el hombre se hace a partir del hombre; pero no el lecho a partir del lecho. Por esta razón dicen que
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no es la figura del lecho su naturaleza, sino la madera, ya que, si el lecho rebrotara sus yemas y retoños, no se produciría con ello otro lecho, sino madera y leños; pero si el lecho es una forma artificial, el ejemplo prueba que la forma de la madera es la naturaleza; en cualquier caso, el hombre nace del hombre 24.
El hombre nace del hombre, no de una estatua humana. El lecho surge de la madera, pero de la madera sólo surge madera de forma natural, nunca surge un lecho de otro lecho de forma natural. Aunque la estatua y el lecho tengan sus propias formas artificiales, de ellas nunca surgirán otras formas similares de manera natural o espontánea. Sin embargo, eso sí sucede con las formas naturales. Podríamos aplicar este argumento a los Derechos Humanos. Hemos dicho ya que el hombre tiene de forma natural al menos el derecho a tener derechos. ¿Pero se puede decir que de ese derecho radical y trascendental surgen de forma natural los derechos concretos para vivir en cada sociedad? La respuesta afirmativa no me parece sostenible. Si fuera cierto, toda la humanidad en todas sus épocas históricas, en todas sus culturas, habría tenido siempre los mismos derechos, pero es demasiado evidente que no fue así. Y tengo la impresión de que hay importantes razones por las que no lo será en el futuro, a pesar de que la actual mundialización pueda hacer creer que caminamos hacia una única cultura universal y, consecuentemente, a una ética universal y unos derechos humanos idénticos para todos los pueblos y lugares. Aristóteles continúa con un nuevo argumento para distinguir entre naturaleza y técnica. En realidad se trata de otra forma de exponer el argumento anterior: La naturaleza, recibida a manera de generación, es un camino hacia la naturaleza25.
Una semilla de roble conduce hacia el nacimiento del roble, y el roble, a su vez, conduce o es el camino hacia otra semilla de roble, y así sucesivamente. Es la relación que en la versión francesa del texto aristotélico se traduce como nature naturante y nature naturée, traducción de la vieja expresión filosófica latina natura naturans y natura naturata. Esto no sucede con las cosas artificiales. La Medicina produce un medicamento que, a su vez, no produce otra Medicina, sino que es camino o medio para la salud. En el proceso natural se da un especie de eterno retorno sobre sí mismo, cosa que no se da en los productos de la técnica; cada producto de la técnica termina en sí mismo. Ningún producto de la técnica es capaz por sí sólo de producir otro de su misma naturaleza. Son siempre productos terminales en cuanto son productos fabricados, aunque puedan ser medio o camino para otros
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productos técnicos, incluso para otros productos semejantes. Puedo fabricar un martillo y usarlo para fabricar otros, pero el martillo por sí solo nunca producirá otro martillo. Esto parece bastante claro cuando se trata de productos materiales. Los Derechos Humanos son más bien de orden espiritual. No se ven, no se tocan, no tienen una forma ni una figura perceptible por nuestros sentidos. En cualquier caso, parece claro que no pueden ser entendidos como natura naturans, naturaleza que engendra por sí misma otra naturaleza. El derecho a la libertad de reunión, por ejemplo, no engendra por sí mismo otros derechos o libertades, que, a su vez, vuelvan a engendrar la libertad de reunión. Aquí no se da el circulo natural. Los derechos concretos son más bien productos terminales de la mente humana. Son respuestas concretas a sus necesidades de convivencia social. Si ampliamos el universo semántico de la técnica en Aristóteles a todos los productos espirituales del hombre, los Derechos Humanos parecen encajar mucho mejor en ese universo semántico de la técnica que en el de la palabra naturaleza. Hasta aquí, las características que, según Aristóteles, definen la naturaleza y lo que es por naturaleza, no parecen cumplirse en el ser propio de los Derechos Humanos. Sin embargo, sí se cumplen las notas definitorias de la palabra técnica. 5. La phýsis en el binomio génesis-póiesis Aristóteles pone un ejemplo que intenta aclarar todo lo dicho anteriormente: Además, un hombre nace de un hombre, Pero una mesa no nace de una mesa26.
La génesis es distinta en el caso de los seres naturales (ta phýsei ónta) y en el caso de los seres fabricados (ta téchne onta). Aquí la génesis es la caracterización de la esencia de la naturaleza en cuanto forma (morphe). La phýsis es un producirse a sí mismo, mientras que el ente fabricado es producido por otro. Por eso, Heidegger distingue entre “producir “ y “hacer” en contra de la opinión corriente que los identifica. El “hacer”, la póiesis, es un modo del producir y el “crecer” (el re-tornar-sobre-sí y abrirse-desde-sí), esto es, la phýsis, es otro modo de producir. De esta manera, la oposición génesis-póiesis nos lleva a la oposición génesis-póiesis, que viene a añadir una nueva matización a la distinción y oposición phýsis-téchne. El hacer la mesa (póiesis) consiste en realizar la disponibilidad de la madera para adquirir la forma de mesa conforme a una idea previa (éidos) y modelo (parádeigma) de la misma. El éidos dirige la acción, pero no la lleva a cabo. En este caso, dice Heidegger, la acción de producir es “hacer” o póiesis; es una acción que le viene a la mesa desde fuera de ella misma27.
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Por el contrario, en la génesis propia de la phýsis la disponibilidad está dentro del mismo agente. La forma surge desde dentro del mismo agente. Tampoco se necesita una preparación previa como sucede con la madera de la mesa. Al contrario. Dice Heidegger: En la génesis como establecerse y desde cualquier lado que se la mire, el producir es venida a la presencia del propio aspecto sin ninguna de esas aportaciones y ayudas exteriores que caracterizan precisamente a todo “hacer”28.
De todo esto concluye Hiedegger: Con esto se está anunciando que la morphe no sólo es más phýsis que la hýle, sino incluso que es la única y además de modo absoluto29.
Ahora cabe preguntar si los Derechos Humanos pertenecen a la génesis o más bien son producto de la póiesis. De hecho no se han generado por sí mismos. Han sido formulados por unos hombres muy concretos, en una época muy concreta y en un lugar concreto, dentro de una cultura concreta. La humanidad lleva existiendo miles de años y esos derechos sólo afloran en su conciencia en el siglo XX d. C. Y esa afloración sólo tiene lugar dentro de la cultura occidental y en dependencia de unos acontecimientos históricos especialmente crueles: las dos Guerras Mundiales y las dictaduras nazi, fascista y marxista. Por otra parte, su formulación se hizo conforme a un determinado éidos o saber previo de la phýsis humana. Tal como han sido formulados no pueden surgir de cualesquiera circunstancias culturales. No se formularían nunca en una sociedad de monarquía absoluta, ni en una teocracia ni en una sociedad gerontocrática, ni bajo un régimen nazi, fascista o comunista. Requieren, por tanto, una preparación sociocultural previa, una disponibilidad de la sociedad que tiene que darse previamente. Requieren un éidos previo sobre el ser del hombre tanto individual como en cuanto sociedad y en cuanto especie. Requieren también una voluntad y una decisión por parte del hombre mismo para formularlos y aplicarlos. Por tanto, según el binomio génesis-póiesis, los Derechos Humanos no son “naturales”, sino “culturales”. No son katà génesin, sino katà póiesin. 6. La phýsis en el binómio stéresis-morphe En un último intento por aclarar la Phycis Aristóteles explica la materia (hýle) como “privación (stéresis), que también tiene algo así como su propia forma, o “aspecto”, como traduce Heidegger. Es decir, la forma (morphe) tiene dos sentidos: uno el que se aplica a la materia y otro el que se identifica con uno de los sentidos de la phýsis.
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Ahora la palabra clave que hemos de explicar es la “privación” (stéresis). Como dice Heidegger, es a la vez “palabra”, “concepto” y “cosa”. Se trata de otro término fundamental en el pensamiento de Aristóteles. Éste lo introduce como algo de por sí evidente, como ya había hecho con el término entelécheia, y sin explicarlo30. Heidegger intenta una explicación con las siguientes preguntas. En primer lugar, pregunta qué significa stéresis en el ámbito de la interpretación griega del ser. En latín se traduce esa plabra griega por privatio, que es un modo de negatio. Es decir, es un modo de “decir no”, de “des-decir” o negar. Pertenece, por tanto, al mundo del “decir”, “llamar”, “apelar”. Heidegger, basándose en otros textos de Aristóteles31, destaca el carácter positivo y activo de la “privación”. Pone ejemplos como: el frío es ausencia de calor y ese frío lo “sentimos”, nos afecta. La privación es ausencia de algo, la acusación de que algo falta. Por eso, es “aspecto”, es éidos. Pero es un éidos pos, es decir, un cierto tipo de éidos entendido como la “presencia o aspecto de la ausencia de algo”. Por eso Aristóteles afirma: Kai gar e stéresis éidós pos éstin. “También la privación es algo así como un aspecto”32.
En segundo lugar, pregunta Heidegger cómo se comporta la “privación” con la forma (morphe) de manera que se pueda entrever a través de aquélla la doble esencia de ésta. Pone este ejemplo: Cuando el vinagre se genera a partir del vino, desaparece el vino. El aparecer del vinagre conlleva el desaparecer (stéresis) del vino. Cuando aparece el fruto, desaparece la flor, etc. Es decir, el aparecer de una forma conlleva el desaparer de otra forma De esto deduce Heidegger que la forma es doble en sí misma. Es un “presentarse del ausentarse”. Es un presentarse de algo que conlleva el ausentarse de otro algo distinto33. En tercer lugar, pregunta en qué sentido es doble la esencia de la phýsis. La phýsis es un camino hacia la phýsis: odós eis phýsin. Es así un tipo de enérgeia ("estar-en-obra"). Ese estar-en-obra es un proceso de abandonar unas formas e ir tomando otras. La semilla deja su forma para dar paso a la de la planta; ésta deja la suya para que aparezca la de la flor; ésta abandona la suya para que de nuevo aparezca la de la semilla. Cada presentarse de una forma conlleva el ausentarse de otra. Así la phýsis, en cada uno de sus momentos, es a la vez forma y privación (morphe y stéresis). Ése es su doble sentido. En cuarto lugar, Heidegger pregunta qué se deriva de este doble carácter de la phýsis a la hora de determinar su esencia. Su respuesta es: “La simplicidad de la esencia”. Heidegger intenta aquí hacer una síntesis de todo lo expuesto hasta ahora para establecer la distinción entre la phýisis y la téchne. La phýsis es: El presentarse del ausentarse de ella misma Que está en camino a partir de sí misma y hacia sí misma34.
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En la evolución del concepto de phýsis en Aristóteles, Heidegger distingue dos significados. Uno el que tiene en la Física B I y en la Metafísica G IV. En estos textos significa la “entidad” (ousía) de un ámbito propio del ente: el de los seres naturales, a diferencia de los productos fabricados. Aquí la phýsis es un género entre otros que tienen el ser; es un tipo de ousía. El otro significado aparece en el capítulo I de la Metafísica. Aquí se dice lo contrario: la ou1sía o el ser de lo ente en su totalidad es un tipo de phýsis: es phýsis tis. Bajo este significado Aristóteles recoge el sentido que tenía la phýsis en los inicios de la filosofía griega. Se refiere al ser en general. En ese sentido se habla, por ejemplo, de la “naturaleza” del Estado en el sentido del ser del Estado; y así de muchas otras cosas. Heidegger concluye su traducción-interpretación del texto aristotélico con la referencia al famoso texto atribuido a Heráclito: Phýsis kríptesthai phílei. Al ser le gusta encubrirse.
Heidegger lo traduce así: La phýsis, que de por sí es presencia, des-ocultamiento (a1etheia), tiene el gusto de ocultarse. Pero sólo puede tener el gusto de ocultarse lo que ya está desocultado. No se trata de arrancar a la phýsis del ocultamiento, sino de aceptar ese ocultarse como parte integrante de su esencia. Según Heidegger, aquí la phýsis tiene el sentido inicial del ser en general35. En lo que a los Derechos Humanos se refiere es interesante esta última reflexión de Heidegger. Apliquemos la frase de Heráclito a la “naturalea” del ser humano. Ésta se manifiesta y, por eso mismo, ama también el ocultarse. Le gusta jugar al escondite. Sin embargo, la tradición aristotélica escolástica quiso fijar la naturaleza del hombre, privándola de su esencial “estar-en-obra” (enérgeia) y poniéndola de manera definitiva en “su-estado-final” (entelécheia). Esta fijación tuvo lugar principalmente mediante un nuevo binomio creado por la teología cristiana: el binomio natural-sobrenatural, que trato en otro apartado de esta investigación. 7. La incompletud del binomio natural-artificial (phýsis-téchne) de Aristóteles Aristóteles quiere hacer ver que las cosas fabricadas no sólo tienen un fundamento distinto a las naturales, sino que también tienen una relación distinta con su propio fundamento. Su explicación del binomio natural-artificial y el comentario que le hace Heidegger resultan incompletos, al menos a la luz del
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binomio natural-cultural de la Antropología Cultural actual. Pero antes de explicar esta insuficiencia del binomio aristotélico veamos cómo explica Heidegger el ser propio del ente fabricado. El fundamento del ente fabricado es la técnica (téchne). Heidegger precisa que la téchne de Aristóteles no significa “técnica” en el sentido de producción y modo de producción. Téchne significa propiamente “entender de eso en lo que se basa toda fabricación y producción”. El que entiende de cómo se hace un lecho es el técnico, conocedor de la técnica. Es decir, la técnica no es el producto, sino el conocimiento del proceso de producción36. Heidegger descifra los elementos constitutivos de la técnica en dos: Por un lado, el fin de la acción productiva, fin que se identifica con el producto acabado; en este caso, el lecho. Télos no se toma como meta ni como fin, sino como final, en el sentido de completud de la determinación de la esencia37. Por otro lado, está el éidos o idea, que existe de antemano en la mente del técnico. Es un éidos proairetón, algo “previamente visto” por el técnico, una idea previa. El que fabrica un lecho previamente desarrolla en su mente la idea o imagen del mismo, o el “proyecto”. Esa imagen o proyecto es lo que dirige la actividad por la que se construye el lecho. Ella es el fundamento (arche) de todo el movimiento tecnológico, de todas las manipulaciones del material del que se fabrica el lecho. Esta idea “pre-vista” o éidos proairetón tiene a la vez el carácter de fin intencional (télos) del proceso técnico. En toda esta explicación aristotélica y heideggeriana noto la ausencia de dos elementos importantes para el objetivo final de este trabajo, que es aclarar si los Derechos Humanos son naturales o culturales. En primer lugar, no está presente o, al menos, no está suficientemente destacada la idea de fin-finalidad como distinta del fin-término. El carpintero o técnico que se decide a hacer un lecho es movido por una finalidad que es anterior y abarca todo el proceso técnico y su conocimiento. Es anterior incluso al éidos o idea-prevista del lecho. No crea el lecho por él mismo, sino para satisfacer una necesidad humana: la de descansar y dormir. Por otra parte, esa necesidad no queda satisfecha de una vez por todas. Es una necesidad que dura toda la vida. Si el lecho se acaba, hay que hacer otro. El fin-finalidad, que es satisfacer esa necesidad humana, trasciende a todo el proceso técnico y su producto. Además, esa necesidad se puede satisfacer de distintas maneras. Hay muchos tipos de lecho. El técnico (architékton) tiene que elegir entre hacer un tipo u otro. Tiene que escoger un éidos concreto en función de obtener la satisfacción más adecuada de la necesidad en cuestión. También tiene que elegir el material del que lo va a hacer y los utensilios que va a utilizar.
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Según esto, el proceso técnico y la téchne misma están cargados de voluntariedad, distinta al mero acto cognoscitivo previo, que Aristóteles llama éidos y en el que Heidegger destaca su carácter previo y también su carácter de fin inmediato a realizar. Pero ni uno ni otro presta atención a esa voluntariedad que engloba todo el proceso. Es una voluntariedad que conlleva libertad, porque implica un acto (o más bien muchos actos) de elección y de preferencia. Esa voluntariedad no se da en los procesos y productos meramente naturales ( a no ser en el acto mismo de la voluntad considerado como acto de la naturaleza humana). Esa voluntariedad es un importante elemento distintivo del universo de las cosas “artificiales” humanas, entre las que podrían estar los Derechos Humanos. El hombre crea o produce cosas para satisfacer sus necesidades. Ahora bien, la necesidades humanas son unas básicas o naturales y otras artificiales, como ya expliqué anteriormente. Esta distinción complica aun más la oposición aristotélica “naturaleza-técnica” (phýsis-téchne). Cuando el hombre fabrica utensilios para satisfacer necesidades naturales, entonces hay que decir que lo natural (phýsei) se constituye en fin-finalidad de lo fabricado y de su técnica. Pero quede claro que lo natural es la necesidad como tal. El modo concreto de satisfacerla ya es casi siempre artificial en el caso del ser humano. Digo “casi siempre” porque ciertas necesidades naturales las puede satisfacer también de modo natural: por ejemplo, orinar, defecar, procrear. No obstante, el modo concreto de hacerlo suele estar culturalmente regulado. Aun se puede dar un paso más. El carpintero puede proyectar el lecho para satisfacer una necesidad natural, no suya, sino de otros y, a la vez, para ganarse un dinero y con él satisfacer sus propias necesidades, ya sean naturales o artificiales. En la actualidad, el proceso técnico se complica bastante. Una persona es la que tiene la necesidad, por ejemplo, de una vivienda. Otra persona es la que se dedica a la construcción de viviendas. Otra es la que se dedica a la elaboración de proyectos de vivienda. Otra es la que fabrica los materiales a emplear. Otra (el Estado o el Ayuntamiento) es la que impone las condiciones marco de edificación. El éidos o idea-previa de cómo va a ser la vivienda viene constituido por todos esos participantes en la obra. En su realización todavía intervienen otras personas, como el práctic