colección CRECER 4
VÍCTOR MANUEL FERNÁNDEZ
Para que vivas mejor la misa
SAN PABLO
colección CRECER 4
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sta obra fue pensada para los que no se sienten cómodos en la celebración de la misa, pero también para los que asisten con gusto y quisieran crecer en una mejor participación. En la primera parte, se busca comprender mejor qué es la misa y para qué la celebramos. En la segunda parte, el autor se detiene en cada uno de los signos que se nos presentan, para encontrarles un sentido profundo. En la tercera parte, se recuerdan los gestos, posturas y movimientos que realizamos en la misa, para que podamos darles el valor que tienen y los vivamos mejor. En la última parte, se recorre paso por paso la misa, para que podamos aprovechar al máximo cada momento de la celebración. En síntesis, es un libro que explica el sentido teológico y espiritual de cada una de las partes y gestos de la misa, pero sobre todo ofrece sugerencias muy prácticas para poder vivir bien y gustosamente cada momento de la celebración.
SAN PABLO
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PARA QUE VIVAS MEJOR LA MISA
Colección Para Para Para Para Para Para Para
Crecer
mejorar tu relación con María mejorar tus confesiones mejorar tu comunicación con los demás mejorar tu relación con los que han muerto que vivas mejor la misa mejorar tu lectura de la Biblia mejorar tu amistad con Jesús
Víctor Manuel Fernández nació en Gigena (provincia de Córdoba). Estudió Filosofía y Teología en el Seminario de Córdoba y en la Facultad de Teología de la UCA (Bs. As.). Realizó la licenciatura con especialización bíblica en Roma y el doctorado en Teología en la UCA. Fue párroco, director de catequesis, asesor de movimientos laicales y fundador del Instituto de Formación laical en Río Cuarto. Es vicedecano de la Facultad de Teología de Buenos Aires y formador del Seminario de Río Cuarto. Enseña Teología Moral, Teología Espiritual, Nuevo Testamento y Hermenéutica.
Víctor Manuel Fernández
Para que vivas mejor la misa Dejar de aburrirte y de mirar la hora
SAN PABLO
Distribución San Pablo: Argentina Riobamba 230, CI025ABF BUENOS AIRES, Argentina. Teléfono (011) 5555-2416/17. Fax (01 I) 5555-2425. www.san-pablo.com.ar - E-mail:
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[email protected] Fernández. Víctor Manuel Para que vivas mejor la misa. Dejar de aburrirte y de mirar la hora - 1a ed. 1a reimp. - Buenos Aires: San Pablo. 2007. 228 p.: 17x11 cm.-(Crecer 5) ISBN: 978-950-861-785-9 I. Liturgia cristiana. I.Título CDD 264
Con las debidas licencias / Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723 / © SAN PABLO, Riobamba 230, C I 0 2 5 A B F BUENOS AIRES, Argentina. E-mail:
[email protected] / Impreso en la Argentina en el mes de mayo de 2007 / Industria argentina. ISBN: 978-950-861-785-9
Presentación En este libro haremos cuatro caminos diferentes para ayudarte a vivir con más gusto y profundidad la misa. Por eso el libro tiene cuatro partes. Eso permitirá que durante un tiempo te dediques a una de esas partes, otro tiempo te dediques a otra, y así, de diversas maneras, puedas encontrarle más sentido a cada detalle de la misa. En la primera parte, trataremos de entender mejor qué es la misa y para qué la celebramos. En la segunda parte, nos detendremos en cada uno de los signos que se nos presentan cuando estamos en misa, para encontrarles un sentido profundo. En la tercera parte, recordaremos los gestos, posturas y movimientos que realizamos en la misa, para que podamos darles el valor que tienen y los vivamos mejor. En la última parte, iremos recorriendo la misa paso por paso, para que podamos penetrar con todo nuestro ser y aprovechar al máximo cada momento de la celebración.
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La Iglesia pide insistentemente "que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada" (SC 48). Esa es la finalidad de este libro.
Primera parte: Darle sentido a la Eucaristía Hablaremos en primer lugar sobre el sentido de la presencia de Jesús en la Eucaristía, para concentrarnos luego en lo más importante, que es la "celebración de la Eucaristía", es decir, en el sentido de la misa. Porque no podremos comprender los detalles prácticos de la misa si primero no entendemos bien el sentido de la misa misma.
1. La Eucaristía como presencia de Jesús Jesús dijo: "Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Y él cumple su promesa. Pero él no está con nosotros sólo en una presencia invisible, porque nosotros somos cuerpo y alma. Por eso, nos dejó un signo maravilloso, para que no podamos olvidarlo: la Eucaristía. Jesús no nos dejó una foto o un objeto para que lo recordemos. Se quedó él presente
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en la Eucaristía. La Eucaristía no es sólo su cuerpo y su sangre, sino Jesús entero: allí está su cuerpo, sus pensamientos, sus sentimientos, su sangre, su poder divino, su ternura humana, todo su ser. Y Jesús está vivo en la Eucaristía, porque ha resucitado. La Eucaristía es el cuerpo de Cristo resucitado que está presente entre nosotros de una manera visible; pero está en la apariencia del pan. ¿Por qué? Porque todavía tenemos que seguir caminando en esta tierra, y si lo viéramos con toda claridad, estaríamos ya en el cielo, nos deslumhraría por completo. Ya que él está vivo en la Eucaristía, puedo dialogar con él, buscar su ayuda, contarle mis cosas, compartir con él mis preocupaciones más íntimas y mis alegrías. Para poder comprender bien lo que significa esta presencia, decimos que es real, sustancial y sacramental; y que está sobre todo para que lo comamos, pero también para que lo contemplemos y lo adoremos. Veamos. Presencia "real" El Hijo de Dios, cuando buscó una forma de quedarse entre nosotros con su humanidad, ¿qué podía elegir sino lo más simple, lo
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más cotidiano, lo más sencillo? ¿Qué podía elegir sino un pedazo de pan? Allí, en la apariencia del pan, me mira con sus ojos humanos, me ama con su corazón de hombre, comprende y comparte mis preocupaciones, se alegra conmigo, se conmueve con mis actos de amor. Ese Jesús que está en la Eucaristía, en la sencillez de la apariencia del pan, es realmente el que caminó por Galilea, que enseñaba junto al lago, que conversaba con María sentada a sus pies, que se entretenía con los niños, que tocaba los oídos del sordo con su propia saliva, que se dejaba lavar los pies con las lágrimas de la pecadora, que lloraba por su ciudad amada, que dejó clavar todo su amor en una cruz. No es otro; es el mismo. La diferencia es que ahora está resucitado, transfigurado, y por eso puede hacerse presente al mismo tiempo en todos los templos del mundo. No es sólo la presencia que Jesús tiene como Dios. Porque Jesús como Dios está en todas partes, no sólo en la Eucaristía. Lo especial de la Eucaristía es que allí también está la humanidad resucitada de Jesús. No es lo mismo cuando se produce alguna "aparición" de Jesús, porque en esos casos
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Jesús simplemente se hace visible a través de una imagen pasajera. En la Eucaristía, en cambio, está realmente él con toda su humanidad resucitada. Es cierto que las otras presencias de Jesús son también reales. Es real su presencia en cada hermano, es real su presencia en la comunidad, es real su presencia en la Palabra, es real su presencia en medio de las cosas que nos suceden. Pero cuando decimos que está realmente presente en la Eucaristía es para que no pensemos que está sólo "simbólicamente". La Eucaristía no simboliza a Jesús, sino que es Jesús realmente presente tras la apariencia del pan. Presencia "sustancial" Lo que nos permite distinguir esta presencia de Jesús por encima de cualquier otra presencia es decir que es una presencia "sustancial". ¿Qué significa esto? Hay que recordar que en la Eucaristía Jesús no está sólo por su poder, como creador; ni siquiera basta decir que está como santificador, porque así está en todos los sacramentos. En el Bautismo el agua sigue siendo agua, y Cristo está presente allí espiritual-
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mente, ejerciendo su poder Pero en la Eucaristía el pan deja de ser pan, y comienza a ser Cristo.1 Hay un verdadero cambio en la "sustancia" de las cosas, porque el pan ya no es pan y lo que era vino ya no es vino, aunque quede la apariencia del pan y del vino. La sustancia del pan y del vino se transforma en Jesús. A ese cambio, la Iglesia le llama "transustanciación". Es cierto que hay una presencia interior de Jesús en mi corazón en todo momento. Pero cuando Jesús está presente dentro de mí él no se identifica conmigo, yo sigo siendo yo; además, mi unión espiritual con él es imperfecta, debe ir creciendo cada vez más. En cambio en la Eucaristía el pan dejó de ser pan y la Eucaristía es Jesús. En la Eucaristía no decimos simplemente que Jesús está en el pan. No. El pan ya no está. La Eucaristía es Jesús; es él, él en plenitud. No puede estar más presente que allí en esta tierra, porque ése que parece pan es él, totalmente él. Es él. Un crucifijo es sólo un signo que me recuerda a Jesús, pero la Eucaristía es él. Cuando expresamos nuestro amor a un crucifijo o a una ima1
Recordemos que cuando decimos "cuerpo" de Cristo entendemos el Cristo total que se comunica, no solamente sus órganos físicos.
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gen religiosa, nuestro amor no se dirige a ese objeto, sino al Señor que está representado en esa imagen. En cambio, cuando adoramos la Eucaristía, estamos adorando directamente a Cristo, porque la Eucaristía es él mismo. Eso significa que es una presencia "sustancial" de Jesús. Entonces merece toda adoración y siempre nos quedamos cortos. Por eso en la consagración Jesús dice "esto es mi cuerpo", y no "aquí está mi cuerpo" En los demás sacramentos Jesús está presente por su poder, haciendo una obra, y allí puede decir "aquí estoy yo, perdonando tus pecados"; pero en la Eucaristía me dice "Este soy yo" Sólo quedan las apariencias de pan. ¿Para qué? Para que podamos verlo y sentirlo en nuestra boca. Las apariencias del pan quedan para decirnos silenciosamente que Cristo nos invita a comerlo. Presencia "sacramental" Para evitar confusiones, decimos también que la presencia de Jesús es "sacramental". No debemos decir que al morder la hostia estamos mordiendo a Jesús, como podríamos mordernos entre nosotros, porque ahora el cuerpo de Jesús está resucitado y completa-
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mente transfigurado. Es el mismo Jesús, pero ya no tiene un cuerpo que pueda ser lastimado, partido o afectado por nuestros dientes. Eso sería un canibalismo. El que está en la Eucaristía es el Resucitado, y está transfigurado, transformado. Su cuerpo ha perdido los límites que tenemos en la tierra, y entonces puede estar presente en todos los templos al mismo tiempo. Por eso mismo, para que podamos verlo, es necesario que permanezcan las apariencias del pan. Nosotros no podemos ver los ojos del resucitado ni escuchar su voz; pero él está bajo las apariencias del pan y del vino, y así podemos reconocerlo. Si él nos transformara para que pudiéramos verlo resucitado, nos deslumhraría de tal manera que estaríamos obligados a aceptarlo; pero él prefiere que lo aceptemos por la fe, y nos deja la posibilidad de rechazarlo. ¿Por qué lo hace? Porque le gusta que desde nuestra debilidad tengamos un crecimiento, que vayamos pasando de la incredulidad a la fe, y vayamos pasando de una fe débil a una fe cada vez más fuerte. Por eso prefiere que no lo veamos resucitado y que lo veamos en la apariencia sencilla de un pedazo de pan. Su presencia en la Eucaristía se llama "sacramental" porque está bajo esas aparien-
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cias del pan y del vino. Sin la fe, pensaríamos que allí hay solamente un pedazo de pan, pero gracias a la fe reconocemos que él realmente está allí para ser nuestro alimento. Para ser comido No basta adorarlo en el Sagrario y experimentar su presencia espiritual en nuestros corazones, porque a él no le interesa sólo transmitir desde allí una fuerza espiritual. Él en la Eucaristía es alimento que espera ser comido: En la Eucaristía Jesús lo da todo... Dios desea estar completamente unido a nosotros para que todo su ser y el nuestro puedan fundirse en un amor eterno. Toda la larga historia de la relación de Dios con los seres humanos es una historia de comunión cada vez más profunda... una historia en la que Dios busca modos siempre nuevos de unirse en íntima comunión con nosotros.2
Su presencia en la Eucaristía no es un fin en sí misma. Su presencia bajo las apariencias del pan es pasajera, no existirá en el cielo; es sólo una presencia necesaria para los caminantes, para los peregrinos en esta tie2
H. Nouwen, Con el corazón en ascuas, Santander 1996, 72-73.
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rra. Esa presencia en la Eucaristía tiene como objetivo que lo comamos para que él pueda estar cada vez más presente en nuestros corazones. Cuando alguien comulga con fe, Jesús transforma un poco más su corazón y puede estar más presente en él. Es cierto que esa presencia de Jesús en el corazón es imperfecta, y que nunca se igualará a su presencia en la Eucaristía, porque el pan se convierte totalmente en Cristo pero yo sigo siendo yo. Pero también es cierto que él está en la Eucaristía para ser alimento del corazón humano, porque desea ser comido y así hacerse más presente en nuestra intimidad, allí donde puede amar y ser amado. La presencia en la Eucaristía está al servicio de la comida en la comunión. La consagración está al servicio de la comunión. Entonces no estamos llamados a quedarnos en el templo, sino a lograr un encuentro tan personal con él que podamos encontrarlo en cualquier parte, llenándolo todo, dándole sentido a la vida cotidiana. En cualquier lugar, y no sólo en la misa, el Señor debe ser el sentido, la luz y la profundidad de lo que vivimos.3 3
Orígenes decía: "¿De qué me sirve si Cristo nació de la Virgen santa, pero no nace en mi intimidad?" (In
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Nuestra relación con él no debería reducirse a esos momentos en que podemos ir a un lugar sagrado y estar ante un sagrario. Porque el Señor quiere iluminar todos los momentos de la vida, él espera que yo aprenda a reconocerlo siempre conmigo. Por eso la Eucaristía está para ser comida. Si vamos a buscar a Jesús en la Eucaristía es para alimentar nuestro interior, de manera que podamos encontrarnos con él en cualquier circunstancia, sobre todo cuando más lo necesitamos. Hemos insistido tanto en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y hemos acentuado tanto que la Eucaristía es el centro, que a veces no queda claro que también es real la presencia de Jesús cuando estamos trabajando o compartiendo con nuestros seres queridos, aunque no estemos en un templo. A veces parece que Cristo solamente es el centro de nuestra vida si estamos delante de un sagrario, y no tanto cuando lo adoramos en medio de la vida cotidiana, en medio de nuestros cansancios y alegrías. Jer. hom. 9, 1). El mismo H. De Lubac reflexiona sobre esta frase de Orígenes diciendo: "La existencia cristiana es un engaño si no reproduce, a partir de su ritmo interior aquel Misterio de Cristo... * (Histoire et Ésprit, Paris 1950, 181).
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Lo importante es mi permanente amistad con él, también cuando no puedo comulgar y cuando no puedo ir a una iglesia, también cuando no estoy leyendo la Biblia. Su presencia en la Eucaristía está al servicio de esa amistad permanente. Pero para alimentar esa amistad permanente no me queda más que reconocer que tengo que buscar a Jesús allí donde él ha querido hacerse accesible como alimento interior: en la Eucaristía. No somos ángeles, y necesitamos de cosas que podamos ver o tocar para encontrarnos con el Señor. También nuestro cuerpo, nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra boca, participan de la relación con Dios. Por eso, necesitamos recibir la Eucaristía. En esta comida en realidad sucede lo contrario de lo que ocurre con las demás comidas. Porque Cristo no es asimilado por nosotros, su carne no se convierte en la nuestra. Nosotros, al comerlo, somos asimilados por él, somos incorporados, elevados a él, transformados en él, sin dejar de ser nosotros mismos: "No me transformarás en ti, haciéndome manjar de tu carne, sino que tú te transformarás en mí".4 4
S. Agustín, Confesiones, 7, 10, 16.
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Para estar con nosotros y ser adorado Dijimos que la presencia de Jesús en la Eucaristía es "sustancial", que el pan deja de ser pan. Entonces no decimos que Jesús está en la Eucaristía sólo durante la celebración de la misa y que después se va. Por eso, ya en el año 150, nos cuenta san Justino que después de la celebración se llevaba la comunión a los ausentes. Eso significa que su presencia sigue siendo real también después de la misa. Para poder llevarla a los enfermos, la Iglesia comenzó a hacer sagrarios donde se guardaban las hostias consagradas. Por eso, de manera espontánea, las personas comenzaban a detenerse ante los sagrarios y fue surgiendo la adoración a Jesús presente en la Eucaristía. ¿Acaso podría ignorarse esa presencia del Señor? ¿Sería comprensible que los cristianos se detuvieran ante la cruz o ante las imágenes de los santos e ignoraran esa presencia sustancial de Jesús? Por eso, la Iglesia enseña que Jesús está en la Eucaristía sobre todo para ser comido, pero que también estamos llamados a adorarlo en los templos, fuera de la celebración de la misa.
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Cuando nos quedamos un rato ante un sagrario conversando con Jesús, y logramos abandonar nuestras resistencias, podemos decir como dijo Pedro en la transfiguración: "Señor, qué bueno es estar aquí" (Mt 17, 4). Entonces nos damos cuenta que ése es un lugar maravilloso, donde el Maestro nos enseña todo lo que necesitamos saber: "Señor, a quién vamos a ir, si tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Jesús allí presente es compañía, consuelo, orientación, fuerza, paz, cariño, gozo, comprensión, alivio, esperanza. Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía y le abrimos a Jesús nuestro corazón sincero, Jesús nos repite la misma pregunta, con su infinita ternura: "¿qué quieres que haga por ti?" (Me 10, 51). Por eso podemos expresarle a Jesús todas nuestras preocupaciones, deseos y necesidades, hasta que el corazón se quede en paz, sabiendo que todo está en sus manos. Cuando nos quedamos un rato ante el sagrario nos damos cuenta que no estamos solos, no somos huérfanos, no estamos desamparados. Él no discrimina jamás, todos somos sagrados e importantes para él siempre, en cualquier situación en que nos encontremos.
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Él es el pastor, el maestro, el hermano, el amigo, el médico, el Señor infinito y todopoderoso, la fuente de vida divina. Allí, en el sagrario, nos dice: "Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso" (Mt 11, 28). Allí podemos pedirle que nos perdone y nos purifique, que nos ayude en nuestras dificultades; podemos contarle todo eso que a nadie más le diríamos. También es justo que le demos gracias por tantas cosas. Pero, sobre todo, él merece nuestra adoración. La adoración son actos de fe, esperanza y de amor. Sin embargo, eso no significa que no debamos pedirle lo que necesitamos. También manifestamos nuestra adoración compartiendo con él nuestras preocupaciones y suplicándole, porque así expresamos nuestra confianza en su amor y en su poder. Pero todo esto, si realmente es un encuentro con él y no un monólogo, no hace más que encender el deseo de recibirlo en la comunión, de participar de la misa, donde él se entrega como alimento. Por eso, pasemos a hablar de la celebración de la misa.
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2. La misa como banquete La misa es un verdadero banquete. Jesús mismo prepara la mesa y nos invita a reunirnos para compartir el pan que nos ofrece. Así se cumple lo que él propone a cada discípulo en la Palabra de Dios: "Cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3, 20). Pero no comemos solos los dos, porque es un banquete de la comunidad, con Jesús en medio. Es una comida comunitaria. En el Nuevo Testamento se llamaba "cena del Señor" o "fracción del pan". Cuando vayamos a misa, recordemos siempre que vamos porque Jesús nos ha convocado a esta cena de hermanos, y vayamos con la misma alegría que tenían los primeros cristianos cuando se reunían para partir el pan (Hech 2, 42.46). La Iglesia nos enseña: No hay duda de que el aspecto más evidente de la Eucaristía es el de banquete. La Eucaristía nació la noche del Jueves santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva en su estructura el aspecto del banquete... Este aspecto expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que debemos desarrollar recíprocamente entre nosotros (MND 15).5 5
Los documentos de la Iglesia se citan entre paréntesis con una sigla. Las siglas se indican al final.
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Pero esto debe ser entendido de tal manera que exprese también su contenido profundo. No es cualquier comida lo que se comparte, porque Jesús mismo se ofrece en sacrificio. Es cierto que Jesús está presente resucitado, pero "muestra las señales de su pasión, de la cual cada misa es su memoriar (MND 15). Esto supone que Jesús se hace realmente presente, y se ofrece a nosotros como se ofreció en la cruz. Pero ahora se ofrece para ser comido. Como dijimos, cuando decimos que es una "presencia real" no es porque no sean reales las demás presencias, sino porque está "sustancialmente presente en la realidad de su cuerpo y de su sangre" (MND 16). Por eso la Eucaristía es la presencia de Jesús por excelencia. Si la misa es un banquete, de ahí la importancia particular de la comunión dentro de ella, porque de otro modo no sería una comida. Jesús insistió en esto cuando dijo: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo" (Jn 6, 51), y "mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida" (Jn 6, 55). No debería llamarnos la atención que Jesús nos haya dejado la Eucaristía, si tenemos en cuenta dos cosas: a Jesús le gustaba compartir comidas con la gente, y el Reino de Dios que vendrá será también un banquete.
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1) Jesús comía y bebía con la gente.
El evangelio cuenta que Jesús era famoso por ir a comer con pecadores (ver Mc 2, 1517). Es más, era tan común esta costumbre de andar por ahí compartiendo la mesa, que lo acusaban de "comilón y borracho" (Mt 11, 19). En ese mismo texto Jesús reconoce que él no es austero o solitario como Juan el Bautista (11, 18), sino que "come y bebe" (11,19). Esto en aquella época tenía más fuerza que ahora, porque los que se sentaban a la mesa comían todos de un mismo plato; la comida tenía siempre un profundo sentido de amistad y comunión fraterna. Por eso, en la última cena Jesús dice: "el que ha mojado conmigo su pan en el plato, ése me entregará" (Mt 26, 3). Pero además, Jesús quiso sentarse a la mesa con sus discípulos también después de su resurrección. Por eso ellos decían: "nosotros comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos" (Hech 10, 41). Es reazonable, entonces, que nos haya dejado la comida de la misa. 2) El Reino de Dios será un banquete.
Dice el profeta Isaías que Dios prepara para todos los pueblos "un banquete de vinos añejados, manjares sabrosos, vinos generosos" (Is 25, 6). Y Jesús decía que "el Reino
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de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas con su hijo" (Mt 22, 2), y que habrá un banquete "en el Reino de los cielos" (Mt 8, 11; ver también Lc 14, 15; Mt 26, 29). Por todo esto, es comprensible que Jesús nos dejara el banquete de la Eucaristía, para compartir la mesa con nosotros. Él mismo no se hizo esperar y celebró la Eucaristía con los discípulos de Emaús después de su resurrección, y ellos lo reconocieron cuando partió el pan (Lc 24, 35). Esa fue la primera misa después de la cena del Jueves santo.
3. La misa como memorial del sacrificio de Jesús La misa no es un sacrificio nuestro, como si el sacrificio fuera tener que estar una hora en el templo, o aceptar el aburrimiento que nos provoca. No. La misa es una fiesta y un banquete para nosotros, es un regalo y un gozo. El sacrificio es el de Jesús, que se ofreció en la cruz y se hace presente en la misa. Porque "lo mismo que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, se ofreció allá en la cruz; sólo es distinto el modo de hacer el ofrecimiento".6 En la cruz Jesús sufría, era des-
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trozado, derramaba su sangre con dolor, pero eso no se repite en la misa. El sacrificio de Jesús se hace presente en la misa de un modo incruento. Por eso en la misa no tenemos que llorar con Jesús como si él estuviera sufriendo. El sacrificio de Jesús es uno solo, "de una vez para siempre" (Heb 7, 27; 9, 12), y entonces la misa no es una repetición de ese sacrificio. Lo que sucede en la misa es que allí se hace presente esa misma ofrenda total de Jesús en la cruz. En cada misa él ofrece su vida al Padre por nosotros, pero de otra manera, porque ahora está resucitado, "siempre vivo para interceder" por nosotros (Heb 7, 25). Y Cristo, "una vez resucitado, ya no muere más" (Rom 6, 9). Entonces no hay lugar para la tristeza o la amargura en la misa; la misa no es un velatorio, es una fiesta. Sin embargo, que esté resucitado, no quiere decir que su entrega en la cruz sea algo del pasado. Cuando decimos que la misa es un "Memorial" de la Pascua, no queremos decir que es un simple recuerdo, porque en la tradición judía y cristiana un memorial es una celebración donde lo que se celebra se hace realmente presente; o podemos decir que no6
Concilio de Trento, sesión XXIII, 2.
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sotros nos hacemos misteriosamente presentes en ese acontecimiento que recordamos. En cada misa los fieles toman "contacto vital con el sacrificio de la cruz, y así los méritos que de él se derivan, les son transmitidos y aplicados" (MD 50). La entrega de Jesús se hace verdaderamente presente en la misa. Quiere decir que aquel único sacrificio de Jesús en la cruz se prolonga y entra en cada celebración de la misa, hasta el
fin del mundo. Por eso, cada misa es la gran ofrenda de Cristo al Padre que la Iglesia celebra. En cada misa, nuestro amor puede decir como Pablo: "Estoy crucificado con Cristo" (Gal 2, 20). La misa no es fabricar algo; es dejarse tomar por Jesús y recibir la vida que brota de su cruz, como si nosotros estuviéramos presentes, con María y Juan, en el momento mismo de su pasión y su muerte. Decimos "como si estuviéramos" porque, aunque ese misterio se hace realmente presente en la misa, no se realiza como en la cruz, de modo cruento y doloroso, sino de otra forma. Este sacrificio de Jesús en la cruz que se hace presente en la misa debe entenderse junto con toda la vida de Jesús, entregada por nosotros. En realidad la muerte de Jesús es la
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consecuencia de su entrega total. Lo mataron porque no soportaban su mensaje y porque su testimonio contradecía a los poderosos. Por eso, al celebrar su sacrificio celebramos su permanente entrega de amor. Entonces vale la pena recordar que lo que más interesa en este sacrificio no es el sufrimiento, sino el ofrecimiento de su vida por amor hasta el fin: "Él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Es cierto que Jesús sufrió, pero también es cierto que él aceptaba dar la vida, él deseaba esa entrega más que cualquier mártir; él vivió apasionadamente esa entrega total sabiendo que no era una fatalidad inútil, sino que era para nuestra salvación. Leamos detenidamente estos textos: "He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!" (Lc 12, 49). "¡He deseado intensamente comer esta Pascua con ustedes antes de padecer!" (Lc 22, 14). "Entonces dije: ¡Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad!" (Heb 10, 7.9). "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy libremente" (Jn 10, 17-18). "Ha llegado la hora... Y ¿qué voy a decir: Padre líbrame de esta hora? ¡Pero si para esto he venido!" (Jn 12, 23.27). "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo" (Jn 17, 1). En la misa no celebra-
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mos una fatalidad, sino una entrega libre de amor, hasta el extremo. Esa entrega nos ha salvado, y esa salvación se derrama en cada misa.
4. La misa como Memorial de la Pascua En la celebración de la Eucaristía no se hace presente sólo el misterio de Cristo crucificado, sino el misterio total de su Pascua, incluyendo la Resurrección. Prestemos atención a esta palabra "misterio". No significa algo raro, difícil de entender, complicado, oscuro. No. Significa que es algo maravilloso, inmensamente bello, tan precioso que nos desborda por todas partes; por eso no podemos compararlo con otras cosas de la vida, como si fueran iguales. La misa es un banquete, pero no cualquier banquete; es mucho más que cualquier otro banquete. Allí se hace presente algo que este mundo no puede contener. Y en cada misa se hace realmente presente el misterio de la cruz que se actualiza de un modo misterioso. Sin embargo, no es sólo una participación en su muerte, ya que "si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes, están to-
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davía en sus pecados" (1 Cor 15, 17). El Jesús que se hace presente en la Eucaristía es él Resucitado. El que ora con nosotros es el Resucitado. El que recibimos en la comunión es el Resucitado, está vivo, feliz y glorioso. Porque él "está siempre vivo para interceder" por nosotros (Heb 7, 25). Por eso el vino, como en cualquier banquete, simboliza también la alegría, la fiesta, el gozo y la plenitud vital del Señor resucitado que nos comunica su vida feliz. Y esto se acentúa más todavía en la celebración dominical, en el día en que Cristo venció a la muerte y comparte con su Iglesia amada el gozo de su triunfo. Entonces, nada de dolorismo en la misa. Pero no actúan la muerte y la resurrección separadamente. En la celebración de la Eucaristía actúan simultáneamente los dos misterios. Porque en cada Eucaristía se hace presente y se actualiza el "paso" de la muerte a la vida, o la muerte que da paso a la vida y comunica nueva vida. En el evangelio de Juan, el Cristo que muere en la cruz es el que derrama el Espíritu Santo, y al derramarlo sacia su propia sed de dar la vida (Jn 7, 39; 19, 28-30). Para este Evangelio Cristo reina en la cruz; allí está glorioso
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y potente comunicando vida. Y así el evangelio de Juan complementa la visión de los evangelios sinópticos, que destacan más la humillación de Jesús. La unidad de los dos misterios, muerte y resurrección, es algo que a nosotros nos cuesta percibir, pero eso es lo que se actualiza en la celebración de la Eucaristía. De hecho, el Cristo resucitado conserva las marcas de sus clavos, las señales de su entrega hasta el fin (Jn 20, 27; Apoc 1, 7; 5, 6-9). Además, san Pablo presenta la experiencia cristiana como una participación en la pasión de Cristo: "Estoy crucificado con Cristo... que me amó hasta entregarse a sí mismo por mí" (Gal 2, 1920; 6, 14.17; Corl 1, 24). Y si la presencia del resucitado en la vida del creyente es también una unión con Cristo crucificado, con mayor razón en la eucaristía se hace presente el misterio de la Pasión. De hecho san Pablo enseña que en la eucaristía "proclamamos la muerte del Señor" (1 Cor 11, 26). Podemos acercarnos "confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia", porque "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, ya que ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado" (Heb 4, 1516). Si recordamos que el Resucitado es el que
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soportó la Pasión, podemos pensar que es capaz de comprender nuestros dolores y angustias y compadecerse de nosotros cuando sufrimos. Además, también el cáliz habla de la Pasión del Señor. Recordemos que cuando Jesús se entregaba a la Pasión, oraba al Padre diciendo: "Padre, todo es posible para ti, aparta de mí este cáliz" (Mc 14, 36; 10, 38). Pensemos que el Cristo resucitado está siempre presente en la Iglesia, pero nosotros no hemos alcanzado plenamente en nuestras vidas ese misterio de su vida nueva, no hemos pasado del todo de la muerte a la vida. Y la eucaristía existe "para nosotros". Por eso, cuando participamos de la eucaristía, lo que nos sucede es que pasamos un poco más, con Cristo, de la muerte a la vida. En esa presencia única y suprema del misterio de la Pascua se derrama en nosotros esa vida de la gracia que llena el corazón rebosante del Resucitado. Así podemos alcanzar algo más de la vida divina que reina en el Resucitado y abandonar un poco más la muerte que nos domina todavía. Pero, por otra parte, si nuestra vida en la tierra es también, inevitablemente, una sucesión de muertes (renuncias, finales, entregas, pérdidas, etapas que culminan), la eucaristía nos permite asociarnos de un modo especia-
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lísimo al misterio del Cristo entregado, limitado, hecho sacrificio y ofrenda de amor en la cruz. Así, uniendo mis heridas a las suyas, y recordando que ése que recibo vivo en la eucaristía es el que "me amó hasta entregarse a sí mismo por mí" (Gál 2, 20), le doy un sentido místico y ardiente a mis propias muertes. Por eso, de esas mismas muertes pueda brotar vida nueva.
5. La misa como celebración de la nueva Alianza Así como la fiesta de la Pascua celebraba la Alianza de Dios con su pueblo elegido, los cristianos celebramos en cada misa la Alianza que Jesús selló con su Iglesia en la cruz. Dios quiso elegir un Pueblo pobre y pequeño, por puro y gratuito amor, y llegó a expresarle ese amor de un modo insólito: haciendo alianza con él. Esa alianza implicaba para el Pueblo pertenecerle sólo a él, dejarse amar por ese Dios, y simplemente depositar en él su confianza: "Ustedes serán mi propiedad personal entre todos los pueblos" (Ex 19, 5).
Los profetas explicaron esta alianza como una verdadera unión matrimonial, que exigía al Pueblo confiar plenamente en el amor
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de Dios y no en otros ídolos o poderes terrenos. Y la clave de la fidelidad del Pueblo estaba simplemente en su capacidad para dejarse amar, para dejarse poseer, renunciando a la desconfianza enfermiza y al deseo de autonomía. En el libro del profeta Oseas, Dios se presenta como un esposo locamente enamorado, y el Pueblo como una prostituta que a cada rato se extravía detrás de otros amores. Pero la respuesta del esposo enamorado no es la venganza, sino intentar seducirla por todos los medios posibles, hasta llevarla al desierto para hablarle al corazón (Os 2, 15-16). Y a pesar de todos los desprecios, él promete sanar su infidelidad, amarla gratuitamente (Os 2, 21) y ser como un rocío para ella (14, 5-6). También el libro de Ezequiel presenta la relación de Dios con su Pueblo como una dolorosa historia de amor engañado, traicionado, despreciado, donde Dios tuvo la iniciativa: "Hice alianza contigo, y tú fuiste mía"
(Ez 16, 7-8). A pesar de las infidelidades, Dios ofrece renovar la alianza y establecer una alianza nueva y eterna: Yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud y estableceré en tu favor una alianza eterna" (Ez 16,
60-62).
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El profeta Jeremías presenta a un Dios amante que añora los primeros tiempos del amor, cuando ella lo seguía llena de confianza, aceptando ser suya: "De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo, cuando tú me seguías por el desierto" (Jer 2, 2).
Sin embargo, Dios no se quedó en la nostalgia o en la queja. Él es fiel a su amor y vuelve a tomar la iniciativa, por encima y más allá de todos los desprecios y olvidos, pero esta vez encargándose él mismo de trabajar en su corazón para purificarla y para transformar su indiferencia en fidelidad amorosa: "Con amor eterno te he amado, por eso he reservado gracia para ti" (Jer 31, 3). "Sobre sus corazones escribiré mi Ley. Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo (Jer 31, 33). "Les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo" (Ez 36, 26).
Esa obra sublime de la nueva Alianza es la que realizó Jesús en la cruz, sellando con su propia sangre el pacto eterno. Y esa nueva Alianza se hace presente plenamente en la celebración de la eucaristía, el sacramento de la
nueva Alianza. Allí se actualiza la acción redentora de Cristo y él entra en el corazón de su Pueblo para renovarlo y hacerlo capaz de una amorosa fidelidad. Por eso Jesús en la última Cena dijo: "Esta copa es la nueva Alian-
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za en mi sangre, que es derramada por ustedes"
(Lc 22, 20). Recordemos que, cada vez que vamos a la misa, renovamos, junto con los hermanos, nuestra propia alianza con el Señor.
6. La misa como anticipo del Banquete de la Pascua eterna La eucaristía es el mejor anticipo del banquete eterno del Reino celestial. Jesús mismo relacionó la eucaristía con el Reino de los cielos (ver Mt 26, 28-29). Además, Jesús conectó muy claramente la eucaristía con la vida eterna cuando dijo: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 54). "El que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 57). La eucaristía siembra en nosotros un germen celestial, porque derrama en nosotros la vida de Jesús y así nos prepara para la eternidad feliz. Moriremos, sí, pero pasaremos a la felicidad que nunca se acaba. Por eso la eucaristía nos da esperanza, nos fortalece y nos alienta para seguir caminando, nos da paciencia y perseverancia en medio de las dificultades de la vida. También derrama en nosotros un gusto por las cosas del cielo, porque nos
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hace probar interiormente un anticipo de las maravillas que recibiremos en la eternidad. De esa manera, nos ayuda para que no absoluticemos las cosas de esta tierra y no nos obsesionemos tanto por las cosas que se acaban. Pero al mismo tiempo nos da fuerzas para mejorar este mundo, porque así colaboramos en la preparación del Reino celestial. Como la eucaristía nos proyecta al final de la historia, esto "da al sacramento eucarístico un dinamismo" hacia el futuro, un sentido de esperanza (MND 15). Este sentido de esperanza (que se llama "escatológico") aparece a lo largo de toda la misa. Veamos algunos ejemplos. Al final del acto penitencial el sacerdote dice:".. .y nos lleve a la vida eterna". En la aclamación después de la consagración los fieles dicen: "Ven Señor Jesús", o "hasta que vuelvas". En la oración después del Padrenuestro el sacerdote dice: "mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro Salvador, Jesucristo". Cuando el sacerdote muestra la hostia consagrada dice: "felices los invitados al banquete celestial". En la plegaria eucarística le pedimos al Señor que nos reciba también a nosotros en su Reino junto con María y los santos. En las oraciones variables que dice el sacerdote
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frecuentemente se pide a Dios que podamos alcanzar la vida eterna, etcétera Vemos entonces que toda la misa está atravesada por este insistencia en nuestro destino eterno, para que recordemos que no se acaba todo en esta vida y que hay algo más que este mundo limitado y pasajero. La eucaristía es alimento para la vida eterna y es el anticipo más perfecto del cielo: "La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí, en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo... De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y tierra nueva, no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía" (CCE 1404-
1405).
7. La misa como sacramento de la comunión fraterna La misa es también el gran sacramento (signo eficaz) de la unión entre los hermanos: "Siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque todos participamos de un solo pan" (1 Cor 10, 17). Por eso, usamos la palabra "comunión" para hablar de la euca-
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ristía, pero también la usamos para hablar del amor fraterno, de la unidad entre nosotros. Jesús expresó su profundo deseo de que seamos "perfectamente uno" (ver Jn 17, 20-23), y para eso nos dejó el banquete comunitario de la eucaristía, que expresa, celebra y alimenta nuestra comunión fraterna: "La unidad de los fieles, que forman un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico" (LG 3). Por eso, una de las súplicas que decimos en la misa es ésta: "Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y la sangre de Cristo" (Plegaria Eucarística II). El Papa Pablo VI decía que está muy bien que le demos a Jesús en la eucaristía toda nuestra adoración, pero que no podemos quedarnos allí. Jesús siempre nos lleva a vivir como hermanos. Por eso, cualquier celebración de la eucaristía quedaría incompleta y desaprovechada si no sacáramos fuerzas para unirnos más a los demás. Veamos cómo Pablo VI nos explica para qué Jesús se quedó en la eucaristía: "Es conveniente que al sacramento de la Presencia del Señor se le deba toda consideración, toda reverencia exterior e interior. Pero
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nuestra formación religiosa sería incompleta y dejaríamos nuestra conciencia social sin su mejor recurso, si olvidáramos que la eucaristía está destinada a nuestro trato humano, además de nuestra santificación cristiana. Ha sido instituida para que seamos hermanos. El sacerdote la celebra como ministro de la comunidad cristiana, para que de extraños, dispersos e indiferentes unos a otros, nos hagamos uno, iguales y amigos. Se nos ha dado para que, en lugar de una masa apática, egoísta, hecha de personas divididas y hostiles, nos convirtamos en un pueblo, creyente y amante, con un solo corazón y una sola alma..."? Pero la eucaristía nos llama a estar unidos no sólo con las personas bellas, poderosas y agradables, que pueden beneficiarnos, sino especialmente con los pobres y sufrientes. Recordemos lo que nos pedía Jesús con tanta claridad: "Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos" (Lc 14, 13). Porque así como en la eucaristía Cristo se presenta como anonadado, oculto en la pobreza de los signos, así también Cristo se identifica con el pobre y humillado: "Lo que le hicieron a uno de estos hermanos míos más 7
Pablo VI, Alocución de Corpus Christi, 17/06/1965.
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pequeños a mí me lo hicieron" (Mt. 25, 40). Por eso decía con tanta fuerza san Juan Crisóstomo: "¿ Quieren en verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consientan que esté desnudo. No lo honren en el templo con manteles de seda mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez'.6
De hecho, según san Justino, ya en el comienzo del Cristianismo se acostumbraba hacer una colecta para los pobres en la misma celebración eucarística. Hay una íntima unidad entre la eucaristía y el amor al pobre. Recordemos que en los profetas hay una dura crítica del culto a Dios sin misericordia con el pobre (Is 1, 11-17; Am 5, 21-24). Eso nos permite decir que "la celebración de una liturgia espléndida, separada de la sensibilidad para con el prójimo necesitado e indefenso, constituye para Dios una abominación y una blasfemia".9 Tanto la falta de generosidad como las divisiones que pueden verse muchas veces en las comunidades cristianas, muestran que la comunión no produce sus efectos automáticamente en el cristiano, sino "según la medi8
S. Juan Crisóstomo, Homilía 50 sobre Mateo. Comisión Episcopal de Fe y Cultura, Eucaristía: evangelizarían y misión, Buenos Aires 1993, 22. 9
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da de su devoción".10 Hay que cooperar con el propio empeño para que la eucaristía pueda producir todos sus frutos de unidad y fraternidad. La eucaristía es el sacramento de la unidad, pero también debe llegar a ser eso concretamente en nuestras vidas. En la misa se nos da el impulso y la gracia para lograrlo, pero nosotros podemos resistirnos y desaprovechar esa gracia, porque seguimos optando por el individualismo y la comodidad egoísta. De ese modo, la eucaristía deja de perder sentido para nosotros, ya que de ella se deben derivar todas las exigencias de construcción del mundo, de crecimiento en la fraternidad y la solidaridad. Por eso san Pablo exhortaba con fuerza a los que iban a la Cena del Señor pero estaban divididos y despreciaban a los pobres, y les decía que "eso ya no es comer la Cena del Señor" (1 Cor 11, 20).
8. Los distintos nombres Los primeros cristianos llamaban a la eucaristía "Cena del Señor" (1 Cor 11, 20). Este nombre destaca al Señor como centro: él congrega, él sirve, él se da como alimento. Así le llaman hoy los hermanos protestantes. 10
S. Tomás de Aquino, STIII, 76, 5.
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Los primeros cristianos también le llamaban "fracción del pan" (Hech 2, 42. 46; 20, 7.11), y esto destaca la comunión entre hermanos que comparten la eucaristía. De todos modos, los dos nombres expresan que es una comida fraterna y que no se trata de cualquier comida. Por eso los primeros cristianos usaban estos nombres especiales, que no eran los que se utilizaban para hablar de cualquier comida comunitaria. Nosotros le llamamos "eucaristía". ¿De dónde viene ese nombre? Vemos que en el año 150 san Justino ya le daba ese nombre. La palabra significa "agradecimiento". En realidad en los escritos del Nuevo Testamento no se le da ese nombre, pero en los relatos de la última Cena se usa el verbo agradecer (eujaristein), porque Jesús, al tomar el pan y el vino "agradeció". Esto tiene un sentido profundo, hasta cósmico: "La eucaristía es un sacrificio de agradecimiento al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación... Yes también un sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación" (CCE 1360-1361).
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Porque en esta acción de gracias se une todo el universo, que "nacido de las manos de Dios creador, retorna a él redimido por Cristo" (EdE 8). En este sentido, la misa se celebra "sobre el altar del mundo. Une el cielo y la tierra" (ibid) en la misma alabanza. Pero advirtamos que en la época del Nuevo Testamento la palabra eucaristía no significaba sólo agradecimiento, porque se trataba de una bendición, que santificaba al alimento y convertía esa comida en un acto sagrado. Era la bendición con que se daba comienzo al banquete. Por eso, en realidad el nombre "eucaristía" significaba algo más que agradecimiento; quería decir que esa celebración era un banquete "sagrado". De esa manera se distinguía del "ágape" que era simplemente una comida fraterna, que solía hacerse junto con la eucaristía. Finalmente, a la celebración de la eucaristía le llamamos "misa". En realidad es el nombre que menos contenido tiene. Cuando la misa se celebraba en latín, el saludo de despedida del sacerdote era: "ite, missa est". Significa: "vayan, ya fue mandada". Era como decir: "vayan, que la ofrenda ya fue elevada a Dios". Los fieles no entendían mucho, pero se quedaban en paz porque el sacerdote ya
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había enviado la oración a Dios. De ahí quedó la palabra misa como nombre de la celebración. Pero podemos rescatar algo valioso de este nombre: que la celebración de la misa es una ofrenda que elevamos al Padre, es Cristo mismo que la asamblea ofrece al Padre junto con el sacerdote.
9. Alabanza a la Trinidad La misa entera es una alabanza al Padre, al Hijo Jesús y al Espíritu Santo. Toda la misa se dirige al Padre, porque es la ofrenda de Jesús al Padre. Por otra parte, celebramos toda la misa en unión con el Hijo Jesús, y esa unión culmina en la comunión. A veces parece que el Espíritu Santo no está tan destacado, pero al Espíritu Santo lo tenemos presente en toda la misa, desde la señal de la cruz hasta la bendición final. Cada una de las oraciones que dirige el sacerdote, terminan recordando al Espíritu Santo: "en la unidad del Espíritu santo, por los siglos de los siglos". En realidad, toda la misa es obra del Espíritu Santo. Sin él no podríamos ni siquiera invocar al Padre. El Espíritu Santo convierte el pan en el cuerpo de Cristo; es el que realiza
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la unidad de la comunidad y el que hace que la eucaristía nos transforme a nosotros en Jesús. La humanidad de Jesús está repleta del Espíritu Santo. Por eso del corazón santo de Jesús, realmente presente en la eucaristía, brota para nosotros ese desborde luminoso de la presencia del Espíritu. Cuando comulgamos, de ese corazón humano de Jesús, realmente presente, se derrama, como agua pura y vivificante, el manantial del Espíritu que riega nuestra aridez y sacia nuestra sed interior. Vemos así que cuando comulgamos se realiza en nosotros este admirable misterio: la fiesta donde el Padre recibe la alabanza perfecta y donde se derrama el amor, el poder, el fuego del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo nos transforma, haciéndonos semejantes a Jesús, de manera que el Padre puede ver en nosotros el rostro amable de su Hijo.
10. Toda la riqueza de la misa Todos estos aspectos de la misa están entrelazados, y no se comprende uno sin los otros. Por eso hay que evitar las "reducciones" (EdE 10).
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Es verdad que a alguien le puede atraer más algún aspecto que otro; pero todos tenemos que dejarnos desinstalar para descubrir mejor eso que no nos atrae tanto, para comprender mejor eso que no nos dice nada. Tenemos que pensar que la causa de nuestra incomprensión está también en nosotros mismos, porque nuestra mente es reducida, nuestra experiencia de la vida es parcial, nuestros gustos son limitados. Que nosotros no veamos algo no significa que eso no sea valioso. Dice Juan Pablo II que "el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del misterio" (MND 14). Pero hay que recordar siempre que los sacramentos son para nosotros, los seres humanos, y no tienen sentido sin nosotros. La eucaristía es la forma que ha elegido él para entrar en nosotros, para entregarse a nuestras vidas, para alimentarnos. Por eso, no olvidemos, la eucaristía lleva el nombre popular de "comunión". Es nuestra comunión con Jesús en un banquete de hermanos. Desde ese centro hay que ubicar todos los demás aspectos de la misa.
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11. El origen de la misa Jesús en la última cena lo había pedido expresamente: "Hagan esto en memoria mía" (Lc 22, 19). Y después de la resurrección, los discípulos compartían la mesa con el resucitado (Hech 10,40-41). De esta manera el mismo Señor resucitado, que se hacía presente para partir el pan con sus discípulos, los fue acostumbrando a celebrar la eucaristía dominical, que era una tremenda novedad que los desbordaba. Los tres evangelios sinópticos nos cuentan cómo Jesús nos dejó la eucaristía (Mc 14, 17-21; Mt 26, 20-29; Lc 22, 14-23). Por otra parte, san Pablo explica claramente que la costumbre de celebrar la eucaristía se debe a un mandato recibido del Señor, que había pedido que se hiciera en memoria de él: "Porque yo recibí del Señor lo que les he transmitido; que el Señor la noche en que fue entregado tomó pan, y después de dar gracias lo partió y dijo: 'Este es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía'. Y después de cenar tomó también la copa diciendo: 'Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Todas las veces que la beban háganlo en memoria mía. Porque cada vez que comen este pan y beben esta copa, anun-
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dan la muerte del Señor hasta que él vuelva"
(1 Cor 11, 23-25). Pero además san Pablo muestra que se trataba de una verdadera presencia de Cristo. Por eso advierte que no se puede recibir el cuerpo de Cristo de cualquier manera, y que hay que examinarse a sí mismo antes de recibirlo (11, 27-29), teniendo cuidado de no recibirlo indignamente. Esto muestra claramente que existía la convicción de que no se recibía simplemente un pedazo de pan, o un símbolo sin contenido, sino al mismo Cristo. Era un banquete, pero donde el alimento era Cristo. De ahí que san Pablo indique que no es una comida como la que uno hace en su casa; hay que distinguir bien: "¿No tienen sus casas para comer y beber?" (1 Cor 11, 22). Por todo esto, sabemos que la eucaristía se celebra desde los comienzos del Cristianismo. De hecho, es interesante advertir que la eucaristía, tal como la celebramos ahora, existía ya en el año 150. En esa época, san Justino escribió contándonos cómo era la celebración. Veamos su narración: "El día del sol (el domingo) todos los que habitan en las ciudades o en el campo se reúnen en un mismo lugar.
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Se leen allí los relatos de los Apóstoles o los escritos de los Profetas, tanto como el tiempo lo permita. Cuando él lector ha terminado, toma la palabra el que preside y exhorta a vivir esas hermosas enseñanzas. Inmediatamente después nos levantamos todos juntos y elevamos nuestras preces. A continuación, una vez terminada la oración, se trae pan, vino y agua. El que preside recita oraciones y acciones de gracias. Y todo el Pueblo responde con la aclamación ¡Amén! Entonces se distribuyen y se reparten las eucaristías a cada uno. Y se envía a los diáconos para que se las lleven a los que están ausentes".11 Esto se escribió sólo cincuenta años después que se terminó de escribir el Nuevo Testamento. Vemos aquí que la estructura de la misa actual es básicamente la misma que en aquella época. Para destacar que no era una comida cualquiera, en la época de san Justino ya no se hacían otras comidas en esta reunión; sólo se llevaba pan, vino y agua. Y como sabían que 11
S. Justino, Apología I, 6.
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después de esa celebración ya no era un pan común, se acostumbraba llevar la eucaristía a los ausentes. En otros Padres de la Iglesia de los primeros siglos vemos la misma actitud de sumo respeto y delicadeza ante la eucaristía, porque estaban convencidos de que no era un pedazo de pan, sino Cristo mismo. La Didajé (siglo I) pedía que no se recibiera la eucaristía en pecado (cap. 14). Tertuliano (siglo II) cuenta que se ponía mucho cuidado para evitar que algo del cáliz o del pan cayera al suelo.12 Enseñaba también que por no tratarse de un alimento común la comunión no rompía el ayuno.13 San Cipriano (siglo III) pedía que no se admitiera rápidamente a comulgar a los que habían abandonado la fe, porque de ese modo podían "pecar contra el Señor con la mano y con la boca".14 Y porque era un banquete sagrado, san Justino nos cuenta que se acostumbraba preparar esta comida de la eucaristía con la lectura de las Sagradas Escrituras y con la oración. Seguramente incluía también una predicación. En Hech 20, 7 se cuenta: "El primer día de la 12
Tertuliano, De corona militum 3. Tertuliano, De oratione 19. 14 S. Cipriano, De lapsis 16.
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semana estábamos todos reunidos para la fracción del pan", y allí Pablo enseñaba. Entonces, no nos quedan dudas de que Jesús quiere que celebremos la misa. Él mismo lo pidió: "Hagan esto" (Le 22, 19). Es la mejor oración de los cristianos. Por lo tanto, aunque a veces no tengamos ganas, o aunque nos guste más hacer otro tipo de oración, Jesús nos llama a la misa y quiere bendecirnos especialmente en la misa. Tengamos en cuenta que los cristianos de los primeros siglos eran perseguidos precisamente porque se reunían a celebrar la eucaristía, y muchos murieron mártires porque no querían dejar de reunirse para la misa. En una carta del año 112, que envió Plinio el joven al emperador de Roma, cuenta que algunos cristianos habían abandonado la fe y que reconocían que "su mayor culpa o error" era haberse reunido con los demás para el culto. Las actas de los mártires de Abitinia, asesinados el año 304, cuentan que se les quitó la vida porque se reunían a celebrar los misterios del Señor, y ellos decían: "sin la celebración del Señor no podemos estar", y "el cristiano no puede dejar de celebrar el día del Señor". Los cristianos de hoy no podemos llevar una fe individualista y orar solos en nuestras
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casas. La misma Biblia nos exhorta a "no abandonar la asamblea" (Heb 10, 25).
12. Las dos mesas de la misa Aunque la misa entera se llama "eucaristía", sin embargo hay toda una parte dedicada a la Palabra. Sólo la segunda parte se dedica más directamente a la eucaristía. Por eso es importante recordar que la misa también es el banquete de la Palabra. Así fue desde el principio. Con la Palabra, el Señor nos ilumina, antes de alimentarnos con la eucaristía: "La eucaristía es luz, ante todo, porque en cada misa la Liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos mesas, la de la Palabra y la del Pan" (MND 12). La Palabra nos va preparando para poder reconocer después a Jesús en la eucaristía: "Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieron mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de Infracción del pan. Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los gestos hablan. La eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan
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consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente" (MND 14). En realidad, es la misma Palabra que es proclamada y escuchada en la Liturgia de la Palabra, la que luego se encarna y es comida en la Liturgia de la eucaristía. No hay que separar demasiado las dos cosas. Es el mismo Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, quien nos habla en la Palabra y después se nos entrega como alimento en la eucaristía. Se comunica con nosotros habiéndonos e iluminándonos en las lecturas, y luego nos alimenta en la comunión para que podamos vivir esa Palabra. En las lecturas hablan las palabras, pero en la comunión habla el signo del pan que dice: "Yo soy el pan de vida", "yo estoy con ustedes", "vengan a mí". Siempre está Jesús allí comunicándose con nosotros. Él es la Palabra que el Padre nos dirige a lo largo de toda la misa. Por todo esto las dos mesas forman una sola eucaristía, y están "tan estrechamente unidas entre sí que forman un solo acto de culto" (IGMR 8). Como vimos antes, así ha sido desde el comienzo de la Iglesia y durante los dos mil años del cristianismo.
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13. Los efectos de la eucaristía La eucaristía es manantial de vida sobrenatural: "Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes" (Jn 6, 53). La eucaristía es el alimento que hace crecer esa vida en nosotros, nos va santificando constantemente. Pero como esa vida sobrenatural es la vida de Jesús resucitado, gracias a la eucaristía compartimos la misma vida de Jesús y nos unimos más a él: "El que come mi sangre y bebe mi sangre vive en mí y yo en él" (Jn 6, 56). Por la eucaristía crecemos cada vez más en esa íntima comunión con Jesús. De este modo, también somos fortalecidos y protegidos para que no caigamos en pecados graves (CCE 1395). Asimismo, nos purifica y nos libera de los pecados veniales (CCE 1394), de manera que después de cada comunión de algún modo comenzamos de nuevo. Al mismo tiempo, la eucaristía sostiene y alimenta la comunión fraterna: "Siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque todos participamos de un solo pan" (1 Cor 10, 17). Jesús expresó su profundo deseo de que seamos "perfectamente uno" (ver Jn 17, 20-23), y en la eucaristía él alimenta y
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hace crecer esa unidad. La Iglesia enseña que la unidad de los fieles "se realiza por el sacramento del pan eucarístico" (LG 3). Especialmente, nos ayuda a reconocer a Jesús en los pobres y a crecer en la unión con ellos (CCE 1397). Pero este crecimiento no se produce mágicamente, sino según las disposiciones de cada uno. Podemos estar más o menos abiertos y dispuestos cuando recibimos la eucaristía, y de eso dependen sus efectos. Es cierto que el regalo de la gracia de Dios es siempre gratuito e inmerecido, pero la intensidad de sus efectos varía de acuerdo a nuestra preparación. La eucaristía es germen de transformación de toda la sociedad, pero para que pueda producir todos sus efectos de unidad fraterna, de justicia y de cambio de la sociedad, es necesario que nosotros intentemos dominar la apatía, la indiferencia, la comodidad, la insensibilidad, las discriminaciones, todo eso que nos hace sentir extraños unos a otros, y que nos lleva a escapar de los hermanos. La eucaristía es fuente de vida nueva para todo el universo, pero para que el mundo pueda beneficiarse con esa vida, es necesario que nosotros seamos sus instrumentos. Por eso, frente a la multitud hambrienta, Jesús
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dice a sus discípulos: "Denles ustedes mismos de comer" (Mc 6, 37), y espera que ellos le ofrezcan todo lo que tienen: sus cinco panes. Luego reparte los panes a través de sus discípulos.15 Esto nos recuerda que Dios normalmente actúa a través de los seres humanos, que deben ser instrumentos de justicia y de servicio. La injusticia, el hambre, la pobreza, sólo se explican por el pecado, por el egoísmo o la comodidad de muchos que no cumplen con su misión de distribuir, de compartir, de servir al hermano. Jesús en la eucaristía tiene la fuerza para cambiar el mundo, pero quiere hacerlo a través de los creyentes que lo reciben en la comunión. Por eso, en cada comunión, deberíamos escuchar interiormente la pregunta de Jesús: ¿Dónde está tu ofrenda; dónde están tus bienes, tus actitudes, tu entrega generosa? Si escucháramos esa pregunta, la eucaristía podría producir efectos maravillosos en este mundo.
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Para el comentario a este texto y para profundizar este tema, puede ser muy útil leer el documento de la Conferencia Episcopal Argentina, "Denles ustedes de comer", texto para la preparación pastoral del décimo Congreso Eucarístico Nacional de 2004, editado en Buenos Aires (2003).
Segunda parte: Vivir los signos Los cristianos de hoy tenemos un gran desafío: lograr unir nuestros profundos deseos espirituales con lo que hacemos en la misa. Es importante crecer para llegar a expresar en los signos, gestos y momentos de la misa eso que llevamos dentro. Para ello, hay que descubrir que en realidad una verdadera espiritualidad sólo puede vivirse en contacto con las cosas externas, y nunca puede encerrarse en la intimidad y en la soledad. De hecho, enseña la Palabra de Dios que "el que no ama al hermano que ve no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20). Dios eligió un camino "encarnatorio" para llegar al hombre -camino que llegó a su plenitud en la encarnación de su Hijo-. Eso implica también que Dios habitualmente llega a cada uno de nosotros a través de signos externos y sensibles. Hay muchas cosas en el mundo exterior que nos hablan de Dios y que son un llama-
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do suyo. En este sentido, san Buenaventura enseñaba que el ideal no es pasar de lo exterior a lo interior para descubrir la acción de Dios en el alma, sino lograr encontrar también a Dios en las criaturas exteriores: "El hombre perfecto no es el que sólo encuentra a Dios en la intimidad, sino el que también puede encontrarlo en el mundo exterior (II Sent., 23, 2, 3).
San Francisco era un buen modelo, porque "degustaba en los seres creados, como si fueran ríos, la misma Bondad de la fuente que los produce" (Legenda Maior 9, 1).
Recordemos que Jesús se detenía ante las personas y las cosas con toda su atención. No era sólo una atención intelectual, sino una mirada de amor: Jesús fijó en él su mirada y le amó (Mc 10, 21). Vio a una mujer que ponía dos pequeñas monedas de cobre (Lc 21, 2).
Además, Jesús invitaba a sus discípulos a prestar atención, a contemplar las cosas y la vida, a percibir el mensaje de la naturaleza: Fíjense en los pájaros... Miren los lirios (Lc
12,24.27). Alcen los ojos y miren los campos (Jn 4, 35).
Dios llega a nosotros a través de signos externos que nos hablan de él. Por eso la es-
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piritualidad no consiste en un recogimiento dentro de nosotros mismos, escapando de todo lo externo. Hay personas que desprecian las imágenes, las velas, y todo lo sensible, porque creen que tienen una espiritualidad superior. Pero tarde o temprano se quedan sin espiritualidad y terminan arrastrados por las cosas del mundo. El monje Anselm Grün ha explicado el valor de los "rituales" personales. Estos ritos son una necesaria expresión exterior, porque reflejan el amor a Dios y ayudan a recuperar el sentido profundo y gozoso de la actividad cotidiana; Reacciono alérgicamente cuando alguien sueña con amar mucho a Dios, pero en su vida concreta no se hace visible nada de ese amor a Dios... Si nuestra relación con Jesucristo es auténtica, se ve por la organización que se hace del día, y para ello las primeras horas de la mañana son decisivas. Los rituales matutinos deciden ... si lo que nos mueve son los plazos fijados para nuestras tareas o si ponemos todo cuanto hacemos bajo la bendición de Dios... Un ritual matutino que motive para el día de hoy despierta las energías que se encierran en cada uno de nosotros.16 16
A. Grün, El gozo de vivir. Rituales que Sanan, Estella 1998,56-57.
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La fe no puede sostenerse mucho tiempo en el aire, sólo con los pensamientos y los sentimientos. Necesita esos signos. De otra manera, terminan arrastrándonos los signos de la televisión y de la sociedad consumista y erotizada. Pero lo más importante es que podamos valorar y vivir los signos de la oración comunitaria, y sobre todo de la misa, que es la fuente, el centro y el culmen de toda la vida cristiana. ¿Por qué no descubrir a Dios en el templo, en el altar, en las flores, en los vestidos litúrgicos, en el incienso, en los gestos de la misa, en las ofrendas, en la lectura de la Palabra, en los hermanos que forman la asamblea, y sobre todo en la presencia eucarística? Ese es el gran desafío. Por eso es mejor no engañarme creyendo que yo sé donde encontrar a Dios o que yo sé cómo vivir la espiritualidad. Es mejor creerle al Señor que me habla del valor inmenso que tiene la oración comunitaria, y aceptar los signos que la Iglesia me ofrece. La oración más excelente es la misa, porque allí le ofrecemos al Padre Dios, como asamblea, lo más inmenso: su propio Hijo hecho hombre, presente sobre el altar.
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Hay que descubrir y gozar el sentido de la asamblea reunida, de la entrada, de las ofrendas, de los gestos (parado, sentado, arrodillado), de los colores; tratar de encontrar el mensaje del Señor en las lecturas, tratar de comprender lo que se dice en las oraciones que lee el sacerdote y hacerlo mío, etc. Allí está toda la riqueza del lenguaje de la misa.17 A continuación veremos cuáles son los principales signos de la misa, y en el capítulo siguiente cuáles son los gestos y las acciones que se realizan en la celebración. Este recorrido nos ayudará a encontrar el sentido profundo de todo esto, para que podamos gozarlo y vivirlo en cada misa.
1. El templo y sus imágenes El templo es como un monte santo y una casa de oración donde el Padre Dios quiere alegrarnos: "Yo los traeré a mi monte santo y los alegraré en mi casa de oración... Porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos" (Is 56, 7). Los templos cristianos están llenos de signos que nos ayudan a entrar en oración: la 17
Ver J. Aldazábal, Gestos y símbolos, Barcelona 1989, 9-16.
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cruz, la imagen de la Virgen o de los santos, los vitrales, las pinturas. Durante la misa no conviene quedarse en los detalles ni distraerse de lo más importante, que es la celebración de la eucaristía. Pero a veces, levantar los ojos por un instante y mirar la cúpula del templo, ayuda a despertar un sentido de Dios que permite vivir mejor la misa. También puede ayudarnos mirar la cruz, y así recordar el amor de Jesús, y llenarnos de deseos de recibirlo en la comunión. O mirar la imagen de un santo que nos motiva a la oración y a la entrega, etc. La Iglesia dice que cuando se colocan imágenes en las iglesias "debe hacerse en número moderado" (CIC 1188), para que no distraigan a los fieles de lo esencial. El Concilio Vaticano II enseña que además debe haber un "debido orden" (SC 125), para que no nos entretengamos demasiado con un santo olvidando a Cristo, sobre todo en misa. Dice también que esas imágenes deben llevarnos a Cristo (LG 50). Porque cuando recordamos a un santo, debemos recordar que ese santo entregó su vida a Cristo, y eso nos estimula a amar más al Señor. En Adviento y Navidad, las imágenes típicas nos llevan especialmente al Señor Jesús,
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tanto el Pesebre como el árbol de Navidad, que simboliza a Jesucristo. Pero hay que afinar la sensibilidad para no entretenerse tanto en los aspectos llamativos o coloridos sin elevar el corazón a Jesucristo. Esto vale sobre todo para la celebración de la misa, donde el centro lo debe ocupar completamente Jesucristo, a quien celebramos. Es cierto que los primeros cristianos no le daban tanta importancia al lugar de la celebración. Decían que "el Altísimo no habita en casas hechas por manos de hombre" (Hech 7, 48), y que el verdadero templo es Jesucristo resucitado que nos contiene (Col 2, 9). También la comunidad, congregada por Cristo, es un templo vivo, más importante que las paredes de material (Ef 2, 19-22; 1 Ped 2, 4-5). Sin embargo, a Jesús le preocupaba que el templo fuera una casa de oración, y se molestó cuando lo usaban para otros fines (Mt 21, 12-13). Jesús mismo cuidaba celosamente (Jn 2, 17; Sal 69, 10) el templo de Jerusalén, para que fuera verdaderamente lugar de alabanza y no de comercio: "No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado" (Jn 2, 16). Porque él dejó sin efecto los sacrificios que se realizaban en el templo, pero no rechazaba al templo como casa de oración.
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Le dijo a la samaritana que era lo mismo un lugar que otro, el templo de Jerusalén o el templo de Samaría (Jn 4, 20-21), pero eso no significaba un desprecio de los templos como lugares de oración. También para nosotros, al fin de cuentas, vale lo mismo un templo de Jerusalén que de Roma o de Bolivia, porque lo más importante es la presencia de Jesús en ellos y sobre todo la celebración de la misa, que tiene el mismo valor infinito en cualquier templo del mundo. Cuando Jesús dijo que hay que adorar "en Espíritu y en verdad" (Jn 4, 23-24) quiso decir que de nada sirve entrar en un templo si no nos dejamos impulsar a la oración por el Espíritu Santo, y si no conocemos al verdadero Dios que él nos ha revelado. Pero eso tampoco es un desprecio de los templos. Tengamos en cuenta que, cuando la eucaristía se celebraba en casas, se reservaba un lugar especial, que se preparaba también de una manera especial. Así lo vemos en Hech 20, 7-8, que dice que se reservaba "el piso superior, con abundantes lámparas". Más que un monumento a Dios, el templo es una casa de la comunidad, para alabar a Dios y celebrar la fraternidad. Por eso, lo mejor que podemos ofrecerle al Padre Dios
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es a su Hijo Jesús en la eucaristía, junto con nuestras alabanzas y nuestro deseo de vivir como hermanos. Pero si no tenemos un lugar digno para celebrar la eucaristía, eso puede indicar una falta de amor de la comunidad a la eucaristía que se celebra. La Iglesia también expresa su amor al Señor cuidando los templos, y es cierto que a veces los detalles del templo nos estimulan a orar.
2. El altar El altar representa a Jesucristo Jesucristo es el sacerdote (Heb 4, 14), el único sacerdote (Heb 7, 24) que celebra, a través del cura. Él es también la única víctima que se ofrece (Heb 9, 14) y que recibimos en la comunión. Pero además él es el verdadero altar. Por eso el altar es el centro del templo, y dentro de la celebración de la misa es el lugar más importante. ¿No es más importante el sagrario? En realidad, el sagrario no debería ocupar nuestra atención durante la misa, porque lo más importante es la celebración comunitaria, donde Jesús se hará presente para ser comido. Por eso es lamentable que algunas personas, durante la misa, se coloquen cerca del sagrario y
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se dediquen a hacer su oración personal, ignorando lo que sucede en la celebración. Si el altar representa a Jesucristo, eso explica por qué a veces el sacerdote o los demás ministros lo saludan con una reverencia cuando pasan al frente. Eso explica también por qué el sacerdote lo besa al comienzo y al final de la misa.
3. La asamblea La asamblea es el conjunto de los cristianos que se reúnen para celebrar al Señor. Es toda esa comunidad reunida la que celebra, no sólo el sacerdote. Por eso no conviene decir que el sacerdote que preside es "el celebrante" como si él fuera el único que celebra. En todo caso, habría que llamarle "el sacerdote celebrante", y si los sacerdotes son varios, "el sacerdote que preside". Porque la asamblea no es espectadora, no es un público para que el cura se luzca. La asamblea celebra la misa: "El pueblo de Dios se reúne para celebrar y Cristo está presente en la asamblea" (IGMR 7). Son todos los fieles reunidos los que hacen la Liturgia, y por eso se llaman "asamblea litúrgica" (CCE 1097 y 1144).
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Es cierto que sin el sacerdote no hay misa, porque sólo él tiene el orden sagrado que lo capacita para que pueda pronunciar las palabras de la consagración. Sin él no hay eucaristía. Pero también es cierto que los fieles lo acompañan y actúan también como celebrantes, ya que por el Bautismo tienen una forma distinta de sacerdocio que los capacita para eso: el sacerdocio común de los fieles. Ellos no realizan la consagración, pero sí pueden ofrecerle al Padre Dios ese Cristo que se hace presente por las manos del sacerdote: "Los fieles forman un sacerdocio real para ofrecer la víctima inmaculada", y también, junto con Cristo, se ofrecen a sí mismos (IGMR 62). Por eso la misa no es una reunión de personas que se sienten cómodas juntas: "Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales" (CCE 1097). Entonces no conviene que haya Misas para jóvenes, para viejos, para pobres, para ricos, para negros o para blancos, como si nos uniera la edad, la condición social o el color de la piel. De esa manera podemos llegar a alimentar los desprecios y divisiones que ya existen en esta sociedad, donde se trata de ignorar a los débiles, a los viejos y a los pobres. Lo que nos une es el Espíritu Santo "que reúne a los hijos de Dios en el único cuerpo de Cristo"
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(CCE 1097). Nos une una fuerza sobrenatural y unas razones espirituales, no la atracción afectiva o razones meramente humanas. Y creemos que en esa asamblea está verdaderamente presente Jesús en medio de nosotros, porque él lo prometió: "Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). La asamblea nos recuerda que en la Iglesia no estamos solos, porque "es la asamblea festiva la que nos hace caer en la cuenta de que somos y debemos ser Iglesia".18 En la misa también nos unimos al papa, a los obispos, y a todos los hermanos de la tierra. Más aún, participamos de la Liturgia del cielo, ya que en la misa nos unimos con los hermanos que están celebrando al Señor en esa fiesta sin fin del Reino celestial. Por eso, a lo largo de la misa recordamos a los santos, nos unimos con el coro de los ángeles para cantar el "Santo, Santo, Santo", tenemos presentes también a los difuntos y oramos por ellos. La misa es profundamente comunitaria. Por ello no tiene sentido ir a ensimismarse, tratando de ignorar a los demás o buscando sólo un "Jesús para mí". 18
Pablo VI, Alocución del Ángelus, 04/08/1974.
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Así reunidos, como asamblea litúrgica, celebramos la misa. Y lo hacemos con una serie de gestos comunes a todos: respondiendo, cantando, escuchando, deseándonos la paz, caminando juntos a recibir la comunión, etc. Hay algo importante que puede ayudarnos a tomar consciencia de que no estamos orando solos, sino que somos parte de una asamblea: que todas las oraciones se dicen en plural: "Escúchanos, ten piedad de nosotros, líbranos...". Los textos de 1 Cor 11, 20-23 y Mt 5, 2325 nos muestran algunas dificultades para formar asambleas verdaderamente fraternas: las discriminaciones y los conflictos. Estas incoherencias deberían dar lugar a la apertura, a la cercanía y al perdón, o quizás a la reparación del mal que hemos hecho. Así podremos favorecer una unidad más auténtica donde el Señor pueda estar presente con toda su gloria.
4. Las flores Las flores son signo de alegría y de vida, porque la misa no es una celebración de muertos. Se celebra el misterio de la Pascua, que es también resurrección. También en la misa de
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difuntos celebramos la Resurrección del Señor. Las flores nos recuerdan que estamos celebrando al Dios de la vida, que nos quiere y ama nuestra felicidad. Además, las flores son un gesto de delicadeza y cariño que tenemos con el Señor. Si en cualquier mesa importante se colocan unas flores, con más razón en la mesa más importante de todas, que es el altar donde se hace presente el Señor.
5. Las velas Las velas tienen el simbolismo de la luz. Ante todo nos recuerdan que Dios mismo es la luz que ilumina nuestras vidas: "Tú eres Yahvé mi lámpara, mi Dios que alumbra mi oscuridad" (Sal 18, 29). "Dios es luz y en él no hay oscuridad alguna"
(1 Jn 1,5) "Dios mío, que grande eres. Te vistes de grandeza y hermosura, te cubres con el manto de la
luz" (Sal 104, 2). Especialmente su Palabra es luz para nuestros pasos: "Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (Sal 119, 105)
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Pero ante todo la luz es Cristo mismo, el verdadero sol, o el lucero brillante de la mañana. "Luz para iluminar a las naciones" (Lc 2, 32). Él mismo dijo: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8, 12). El cirio pascual tiene un valor especial como símbolo de Cristo resucitado que ilumina nuestras vidas. Por otra parte, nosotros estamos llamados a dejarnos tomar por esa luz para iluminar a los demás; porque somos "hijos de la luz" (Ef 5, 8). Jesús nos dijo: "Ustedes son la luz del mundo" (Mt 5, 14). Estamos llamados a ser como la vela que se va consumiendo para iluminar. Pero no se trata de creer que uno es un iluminado y despreciar a los demás, porque para descubrir si estamos en esa luz, lo primero que hay que tener en cuenta es el amor al hermano, ya que "el que ama al hermano permanece en la luz" (1 Jn 2, 10). * Además de la luz, en las velas está el simbolismo del fuego. En la Biblia, el fuego se utiliza para indicar que Dios se ha hecho presente de una manera especial: "Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahvé había descendido sobre él en forma de fuego" (Éx 19, 18). Dios es "un fuego devorador" (Heb 12, 29) que nos purifica.
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Pero en el Nuevo Testamento, el fuego, su color y su calor, simbolizan al Espíritu Santo (Lc 3, 16; Hech 2, 3) que nos purifica con su presencia, nos da el calor del amor y nos llena de fuerza y de vida. El Espíritu Santo actúa durante toda la misa.
6. El sacerdote El sacerdote es un signo muy importante, no sólo porque es quien tiene la potestad para consagrar el pan y el vino, sino porque lo tenemos permanentemente presente ante los ojos. Por lo tanto, si tenemos prejuicios contra el sacerdote, la misa nos provocará una molestia permanente. El sacerdote hace las veces de Cristo (IGMR 60). Ciertamente no es Cristo, pero lo representa. Es un signo de Cristo sacerdote (CCE 1142), que en realidad es el único Sacerdote, representado por los ministros que llamamos "sacerdotes". Por eso, al cura no hay que darle más importancia de la que tiene, no hay que idealizarlo, o pensar que él es Jesucristo. No vale la pena pretender que tenga el rostro, la voz, la ternura o la sabiduría del Señor. Es sólo un humilde signo que Jesús resucitado utiliza para hacerse presente. Por lo
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tanto, no cabe mirar si es parecido a Jesús (por la barba, o por la mirada, etc.). Como en todo signo hay que usar siempre la "analogía": me refleja a Jesús porque es un ser humano, pero no es igual a Jesús; Jesús es mucho más, mucho más bello, mucho más sabio; sólo él es el Señor de mi vida, no el sacerdote. Aquí hay que distinguir el signo "instrumental" del sacerdote del signo "principal" que es la eucaristía. No podemos dar al sacerdote la misma importancia que a Cristo o a su presencia eucarística, porque en ese caso estaríamos cayendo en una idolatría que termina desengañando y perjudicando la fe de los cristianos. Jesús es quien preside la eucaristía, pero no lo vemos; es el sacerdote quien lo hace visible. Esto sucede sobre todo cuando el sacerdote se dirige a la asamblea diciendo: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo". En ese momento, como decía san Juan Crisóstomo, el sacerdote "presta a Cristo su lengua, le ofrece su mano".19 Pero hay que tratar de reconocer a Jesús mismo diciendo esas palabras, a través de la voz del sacerdote. Hay también otras oraciones donde el sacerdote representa a Cristo que se dirige al 19
4.
San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Juan, 86,
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Padre e invita a la asamblea a unirse a su oración. Y representa a Jesús que nos habla del Padre cada vez que nos dice: "El Señor (es decir, el Padre) esté con ustedes". También representa a Jesús cuando dice: "La paz esté con ustedes", como en Jn 20, 19-20. Pero en otras partes de la misa el sacerdote no representa a Cristo, sino que es uh signo de la unidad de la Iglesia. Esto sucede cuando él ora en plural junto con la asamblea, como un fiel más. O cuando dice, por ejemplo: "Señor, ten piedad", o "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa". La función del sacerdote en la misa, aunque es indispensable, no debe ser vista como una superioridad sobre la asamblea, ya que está al servicio de la asamblea que celebra.
7. Los vestidos Los vestidos que usa el sacerdote ayudan a mantener un sentido del misterio, recuerdan que la misa no es una reunión más. También dan a la misa un tono festivo. Así sucedía en el Antiguo Testamento: "Cuando se ponía la vestidura de gala y se colocaba sus elegantes ornamentos, cuando subía hacia el altar sagrado, llenaba de gloria el santuario"
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(Eclo 50, 11). La Iglesia prefiere que las vestiduras para la misa sean más sencillas y discretas, pero de todos modos quiere que se note la diferencia con la ropa común. En los primeros siglos de la Iglesia, cada una de estas vestiduras no tenía un simbolismo especial, sólo servían para lo que dijimos: dar un tono de fiesta. No indican un poder especial o una superioridad del sacerdote. Sólo tienen una función al servicio de la participación de los fieles. Recibamos entonces ese mensaje, y al ver los vestidos del sacerdote, recordemos que estamos en una fiesta de la fe, una fiesta especial, que hemos salido de lo común. Que al menos el sacerdote use unas vestiduras distintas a las que usa cuando anda por la calle, nos ayuda a descubrir que la misa es una celebración, pero que nos introduce en otro ámbito más profundo, que hay un misterio que se celebra y que nos supera, que no coincide completamente con lo rutinario de nuestra vida. Hay algo diferente y nunca podremos nivelarlo con el resto de los momentos de la vida. Es cierto que debería haber sencillez y naturalidad en la misa, y no gestos artificiosos. Pero también es necesario que haya algu-
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nas cosas que nos recuerden que hay algo diferente a la rutina de la vida en el mundo. Esto no debería llamar demasiado la atención, porque en realidad, en cualquier fiesta importante se usan vestidos espedales, diferentes, que uno no utilizaría para hacer las compras o para trabajar. En Cirta, norte de África, los guardias romanos tomaron una casa que se usaba para el culto. Era el año 303. Allí encontraron 98 túnicas que se utilizaban en las celebraciones, porque en esa época todos se vestían de una manera especial en la Liturgia. Cabe que los laicos para la misa de domingo usen lo mejor que tengan, para manifestar que la misa es realmente una fiesta para ellos, más que cualquier otra celebración; un descuido o dejadez puede ser un signo negativo de la escasa importancia que se le otorga a la celebración comunitaria.
8. Los colores Podríamos hablar simplemente de los colores de las flores, que ayudan a recordar que estamos en una celebración festiva. Pero hablemos particularmente de los colores de las vestiduras del sacerdote. Esos
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colores permiten descubrir el sentido de lo que se celebra (IGMR 307): * El blanco, que destaca la luz, es un color de fiesta y de triunfo. El Cristo transfigurado y glorioso, está vestido de una blancura deslumbrante (Mt 7, 12). El joven vestido de blanco anuncia la Resurreción (Mc 16, 5). Los fieles que han triunfado aparecen en el Apocalipsis vestidos de blanco (Apoc 7, 9; 19, 14). El jinete del caballo blanco "salió como vencedor y para seguir venciendo" (Apoc 6, 2). A veces, en lugar del blanco, se usan otros colores con significado parecido, como el dorado o el plateado (IGMR 309). También el amarillo puede servir para destacar un sentido de fiesta y de alegría. * El rojo recuerda la sangre o el fuego. Como recuerdo de la sangre, se usa para celebrar a los mártires y a Jesucristo que se entregó por nosotros (el Domingo de Ramos, el Viernes santo, la fiesta de la exaltación de la Cruz). Como recuerdo del fuego, se usa en Pentecostés y en las Misas del Espíritu Santo. Recordemos que en Pentecostés el Espíritu Santo se manifestó "como lenguas de fuego"(Hech 2, 3).
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* El morado es el color que se utiliza en Cuaresma y en Adviento, porque es un color discreto que invita al recogimiento y a la vez tiene un sentido de penitencia que invita a la conversión. También por su discreción se utiliza en las misas de difuntos, para no utilizar el negro, que suele tener un sentido de fatalidad. * El verde es un color que nos dice que no estamos celebrando nada en especial, sino simplemente al Señor, tratando de profundizar lo que la Palabra de Dios nos ofrezca en cada celebración. Se usa en las treinta y cuatro semanas del tiempo ordinario, donde se va recorriendo la historia de la salvación y la vida pública de Jesús, con sus enseñanzas y obras. Por ser el color más utilizado, tiene la ventaja de ser un color de serenidad que reposa la vista. Suele tener un sentido de esperanza y de vida. El Año Litúrgico Además de estos significados, la variedad de colores que se va utilizando a lo largo del año tiene otro sentido pedagógico: ayuda a recordar que el año litúrgico cristiano es un camino con varias etapas que debemos recorrer juntos (IGMR 307). Eso se ve muy claro
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especialmente cuando se pasa del verde al morado, y así se recuerda que iniciamos un camino de preparación (el Adviento o la Cuaresma). Lo mismo luego cuando se pasa del morado al blanco, se destaca que ha terminado ese camino de preparación y ha comenzado una festividad especial (el tiempo de Pascua o de Navidad).
9. El incienso El incienso hoy se utiliza poco, porque a muchos fieles les molesta, les parece algo muy extraño y lejano a la sencillez del evangelio, o les da una idea de demasiada solemnidad. Sin embargo, ese humo perfumado tiene un simbolismo interesante. El humo que se eleva al cielo simboliza la oración y la ofrenda que sube hasta Dios, y también sirve para indicar que algo está consagrado a Dios. Así aparece en la Biblia: "Suba mi oración como incienso en tu presencia" (Sal 140). El Apocalipsis habla de las oraciones de los santos como perfumes que suben hasta Dios(Apoc 5, 8; 8, 3-4). Pero el verdadero perfume que sube hasta Dios somos nosotros mismos cuando nos
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ofrendamos a él unidos a Jesús: "Nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo" (2 Cor 2, 15). Porque Cristo es la ofrenda y víctima de suave aroma" (Ef 5, 2). Nosotros lo somos cuando nos unimos a él y damos frutos de generosidad. Como decía san Pablo, nuestras limosnas son "suave aroma, sacrificio que Dios acepta con agrado" (Flp 4, 18). Por eso el incienso nos recuerda que en la misa tenemos que ofrecer nuestras vidas junto con Cristo, procurando tener un corazón generoso como el suyo. Cuando se inciensan las ofrendas, allí también entregamos a Dios los actos de generosidad y de servicio fraterno que pudimos hacer, y pedimos la gracia de amar más. Cuando nos inciensan a nosotros, procuramos ofrecernos nosotros mismos a Dios (Rom 12, 1), pidiéndole que podamos darle gloria con toda nuestra vida. El perfume del incienso tiene también el valor de incorporar también el olfato en nuestro culto a Dios, para que todos los sentidos se integren en la adoración. La virgen Egeria, aproximadamente en el año 350, contaba con gusto que los domingos en Jerusalén entraban con incienso en la gruta de la Resurrección para que "toda la basílica se llene de perfumes" (Itinerario de Egeria 24, 10).
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Es verdad que una iglesia con un suave perfume a incienso invita particularmente a la oración.
10. La campanilla No es un invento cristiano. Ya en el Antiguo Testamento se utilizaban campanillas en el culto del Templo (Éx 28, 33-35). Así se llamaba la atención al pueblo para que se concentrara cuando llegaba un momento importante de la celebración, para que recordara lo que se estaba haciendo: "como memorial y recordatorio para los hijos del pueblo" (Eclo 45, 9). En la misa se utiliza sólo en el momento de la consagración, para que los fieles tomen consciencia de la presencia de Cristo en el santísimo Sacramento. En realidad, debería tomarse como una invitación a la alabanza. La campanilla representa también a toda la creación que de alguna manera se une en la adoración a Jesucristo presente en el altar
11. El pan El pan es alimento, y un pedazo de pan es simplemente el símbolo de la comida. Por
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eso muchas veces, cuando decimos "pan", sólo queremos decir la comida. Por ejemplo, nos preocupa que a algunos "les falte el pan", o decimos que trabajamos "para ganarnos el pan", etc. El pan siempre se usó para simbolizar el alimento espiritual que Dios nos da. En el Antiguo Testamento la Sabiduría invitaba: "Vengan a comer mi pan, beban del vino que he preparado" (Pr 9, 5). Pero en Jn 6, 35 Jesús dice: "Yo soy el pan de vida". En el pan de la eucaristía no se simboliza a Jesús, porque la eucaristía es Jesús mismo. Hasta el versículo 51 de ese capítulo 6 de san Juan, el pan es la Palabra de Jesús que recibimos por la fe. Pero a partir del versículo 51 el pan no es su Palabra, sino su carne, y la respuesta del hombre ya no es simplemente creer, sino comer. Los judíos, de hecho, reaccionaron inmediatamente contra esto (6, 52), porque les resultaba inconcebible tener que comer a Jesús. Esto no hace más que recordamos que la presencia de Jesús en la eucaristía no es "física", sino "sacramental". Tras las apariencias del pan, su blancura y su delicadeza que a nadie impresiona mal, recibimos verdaderamente al mismo Cristo. No
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obstante, la insistencia que hay en este discurso en "comer la carne" indica que realmente, al recibir la eucaristía, entra en nuestra vida Cristo entero: Dios y hombre, espíritu y cuerpo resucitado. De hecho, carne y sangre en la Biblia indican la totalidad del hombre. Por otra parte, para la Iglesia el pan siempre simbolizó también la unidad de los hermanos. ''Como este pan estaba disperso por los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra".10 "Así como el pan está formado por muchos granos que intercambian su contenido y se compenetran unos con otros, así muchos fieles unidos por el afecto y comulgando con Cristo, forman místicamente el único cuerpo de Cristo... Y por eso este sacramento nos lleva a realizar la comunión de todos nuestros bienes... Porque Cristo une a todos con él, también los une entre ellos, porque si varias cosas están unidas a una tercera, entonces también están unidas entre sí".21
Esta convicción en realidad parte de una enseñanza de san Pablo, cuando dice que "aún 20
Didajé, 9. S. Alberto Magno, In Jo 6, 64; De Eccl. Ierarch. 3, 2; IV Sent. 8, 11; De Euch. 3, 2; 2, 7. 21
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siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque todos participamos de un solo pan" (1 Cor 10, 17). Por eso reprocha a los cristianos las divisiones entre ricos y pobres que hay en la comunidad (1 Cor 11, 17-22), ya que eso deja sin sentido la celebración de la eucaristía: "Eso ya no es comer la cena del Señor" (1 Cor 11, 20). Por ser el resultado de muchos granos de trigo que se parten, el pan nos habla de una unidad conquistada con muchas entregas,22 muchas renuncias, como fruto de muchos corazones que han aceptado romper sus paredes para unirse unos con otros. El pan manifiesta que esas rupturas, esas donaciones, esas oblaciones, terminan produciendo belleza, salud, perfección. En cambio, aquellos que prefieren permanecer intocables, encerrados en sí mismos, terminan enfermándose y destruyéndose a sí mismos, como granos secos. La hostia redonda Que ese pan tenga la forma de una hostia redonda también tiene su significado. A veces desearíamos que la eucaristía se celebrara 22
S. Agustín, In Jo 6, 56; S. Tomás de Aquino, ST III, 79, 1.
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con trozos de pan como los que usó Jesús en la última cena, y nos da la impresión de que la hostia no se parece mucho a un pedazo de pan de nuestras mesas. Pero esa forma de la hostia también tiene un significado. Por una parte, puede ayudarnos a descubrir que lo que vamos a recibir no es una comida cualquiera, y que no vamos a recibir simplemente un pan para alimentar el cuerpo. Por otra parte, la hostia simboliza muy bien que la eucaristía representa el sueño de unidad que está en la marcha misteriosa del mundo hacia su plenitud; representa la utopía de la unidad, que nos ayuda a creer todavía que es posible un mundo unido. Ese círculo intacto, limpio y blanco, con un fondo infinito, representa la unidad sin fisuras. La eucaristía es el símbolo perfecto y la fuente viva de este misterio de unidad a la que está llamado todo el universo. En ella se sintetiza todo el universo, en unidad y armonía; en ella ya se ha realizado la unidad a la que tiende toda la creación. Pero en ella está también el poder que puede acelerar esa marcha deslumbrante y oculta, para que nos vayamos llenando "hasta la total plenitud de Dios" (Ef 3, 19), hasta alcanzar "la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 14), porque
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de él todo "recibe trabazón y unión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo que se construye en el amor" (Ef 4, 16). Hay que evitar una confusión: es cierto que el pan tiene estos simbolismos, pero después de la consagración, lo que vemos no es sólo un símbolo, es Jesús mismo que se ha hecho presente. No está allí simbólicamente; está realmente presente. Las apariencias del pan sirven sobre todo para indicarnos que allí está Jesús.
12. El vino Igual que con la hostia, en el vino hay que distinguir dos momentos, antes y después de la consagración. Porque después de la consagración sólo quedan las apariencias del vino, y lo que hay en el cáliz es Jesús. Ya no es simple vino, sino Jesucristo mismo. En la Biblia, el vino recuerda la sangre, por su color rojo, y por eso se le llamaba "la roja sangre de la uva" (Dt 32, 14). Pero recordemos que lo que hay en el cáliz no es sólo su sangre, porque en una sola gotita del cáliz consagrado esta Jesucristo entero. Por eso, si no recibiéramos la hostia y
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recibiéramos únicamente una gotita del cáliz, igualmente recibiríamos a Jesús entero, no sólo su sangre. Pero el hecho de consagrar por separado el pan y el vino, que siguen separados después de la consagración, es un simbolismo que nos está diciendo algo. Podemos preguntarnos por qué, además de invitamos a recibirlo cuando nos llama a "comer su carne", Jesús nos habla también de "beber su sangre", si todo está contenido en la misma eucaristía. De hecho, la expresión "carne" para los judíos, solía usarse para indicar la persona entera. ¿Entonces qué nos agrega hablar también de "beber su sangre"? La presentación de carne y sangre como dos cosas separadas recuerda la muerte. Así sucedía en la muerte de los animales que se ofrecían en sacrificio a Yahvé por los pecados (Lev 1,5.15). Por eso, el cuerpo y la sangre separados, aunque Jesús está resucitado, recuerdan el sacrificio de Cristo que nos salvó con su muerte: "Así como los hijos participan de la misma sangre y de la misma carne, así también participó él de ellas para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte" (Heb 2, 14). Es cierto que en cada gota del vino consagrado está Jesús entero y vivo, así como en
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cada trozo de la hostia consagrada está Jesús entero, resucitado con nosotros. Pero al ver el cuerpo y la sangre separados, recordamos la muerte de Jesús que se ofreció en la cruz. Los judíos tenían la idea de que "sin derramamiento de sangre no hay salvación" (Heb 9, 22). Pero también para nosotros es así, ya que la sangre derramada de Cristo nos consiguió la salvación. Penetró en el santuario de una vez para siempre, no con sangre de cabrones ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna (Heb 9, 12). Por todo esto, podemos decir que la sangre nos recuerda lo que le costó a Cristo nuestra salvación. De su costado herido brotó la sangre (Jn 19, 34); y el vino que en la eucaristía se convierte en su sangre (Mc 14, 23-25) nos recuerda que recibimos a alguien que se entregó por nosotros hasta la muerte, hasta el último sacrificio: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2, 20). Por eso, dice san Pablo que en la eucaristía "anunciamos la muerte del Señor" (1 Cor 11, 26). La sangre también nos recuerda que la eucaristía es el sacramento de la nueva Alianza, porque los judíos rubricaban las alianzas con sangre de animales, y así se había sellado
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la antigua alianza en el Sinaí (ver Éx 24). En cada eucaristía Jesús renueva la Alianza con su Iglesia. Y eso es una alegría. El vino también representa la vida, la alegría y la plenitud. Tomamos una copa juntos para festejar un momento importante y feliz en la vida. Pero el vino nos habla especialmente de la plenitud que nos trae el Mesías. Ese es el significado de la abundancia de vino en las bodas de Caná (Jn 2). El color rojo del vino simboliza al mismo tiempo la vida y la muerte, la alegría y el sacrificio. Ambas cosas se unen en el profundo sentido de "intensidad" que tiene el vino. La misa debe ser una experiencia fuerte, vigorosa, ardiente como el calor de la sangre y el color del vino. Este doble significado, de sacrificio y de fiesta puede estar unido, porque en la misa celebramos al mismo tiempo la muerte de Cristo y su resurrección. El cáliz A veces nos gustaría que en la misa se usara una copa como las que usamos nosotros en nuestras mesas. Pero el cáliz no es lo mismo que una simple copa, y por eso mismo para la misa no se usa una copa exactamente igual a las de uso común.
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Un cáliz era una copa que se utilizaba en el culto para recoger la sangre de los sacrificios. Así nos recuerda que, después de la consagración, lo que hay dentro de él no es simple vino, sino la sangre que Jesús derramó en la cruz. Por eso Jesús, anunciando su muerte, preguntaba: ¿Ustedes podrán beber el cáliz que yo voy a beber" (Mt 20, 22), y en su pasión decía: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz" (Lc 22, 42).
Tercera parte: Acciones, gestos y actitudes Para las acciones y gestos que hacemos en la misa vale también lo que decíamos antes: la clave está en lograr unir nuestros profundos deseos espirituales con lo que hacemos en la misa. Es importante crecer para llegar a expresar en los signos, gestos y momentos de la misa lo que llevamos dentro. Hoy muchas personas insisten en lo distintivo, en lo que los destaca de los demás. Necesitan ser "diferentes"; por eso les molesta que en la misa tengamos que hacer tantas cosas juntos y todos lo mismo. Cuando todos están de pie ellos se arrodillan, o cuando todos cantan, ellos cierran los ojos y no mueven la boca. Olvidan que la misa es una oración de toda la asamblea, y que "la postura uniforme, seguida por todos los que forman parte en la celebración, es un signo de comunidad y unidad en la asamblea, ya que expresa al mismo tiempo la unanimidad de todos los participantes" (IGMR 20).
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Algunos presos de los campos de concentración nazis contaron que a veces tratar de mantener una postura erguida y caminar derechos sin arrastrar los pies, era precisamente lo único que les ayudaba a no abandonarse por completo y perder su dignidad. También muchas terapias hoy en día insisten en la importancia de ayudarse con ciertas posturas del cuerpo. Por consiguiente, no se puede decir que las posturas no tienen importancia. Sin duda, una persona que en la misa no quiere estar en la misma postura que los demás, parece expresar que se siente más que los otros, o que no le interesa demasiado unirse a ellos. Una persona que se sienta cruzando las rodillas y mirando para cualquier lado, suele expresar que no le da demasiada importancia a lo que se está celebrando. Si intentáramos gozar con los gestos que realizamos juntos en la misa, eso podría ayudarnos a que no caigamos demasiado en el individualismo. Hay algo llamativo: algunos cristianos suelen disfrutar mucho cuando ven por televisión los rituales budistas o de otras religiones, donde los monjes realizan todos unánimemente los mismos gestos y hacen los mismos sonidos. Pero luego les molesta que en
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la misa tengamos que hacer todos lo mismo. Es una incapacidad de reconocer el sentido y el valor de los gestos comunitarios cristianos. Por eso nos detendremos un poco en esos gestos y acciones que realizamos en la misa.
1. Ubicarse. Estar ahí Antes que cualquier gesto o acción, para poder celebrar bien la misa tengo que disponerme a estar un tiempo en ese lugar, dejando de lado todos los demás proyectos. Vivimos en un mundo agitado, pero no deberíamos ceder a esa incapacidad de estar un rato tranquilos en un mismo lugar. Es difícil estar mucho tiempo quietos mirando un paisaje. Hay una ansiedad que nos domina y no nos permite disfrutar con profundidad. Somos esclavos de una prisa interior que a veces produce cosquillas en el cuerpo. Hoy nada se disfruta a fondo ni se profundiza. Estamos en un tiempo de demasiada velocidad, necesitamos todo rápido, no soportamos esperar algo. Todo tiene que ser inmediato, y pasamos de una cosa a otra en una permanente aceleración. Por eso se nos hace tan difícil estar una hora en la misa serenos, aceptando que va-
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yan llegando los distintos momentos, y que todo suceda a su tiempo. El problema no es la misa, el problema somos nosotros. La clave para superar esta enfermedad está en aprender a vivir el presente, entregarse a cada cosa como si fuera lo único en el mundo, aceptar vivir todo a su tiempo. Si ahora toca esto, se vive esto y nada más. Pero también hay que aprender a reconocer esa ansiedad precisamente cuando nos está acosando, para no permitir que nos domine. Cuando sentimos la tentación de decir las oraciones a toda prisa, como para terminar rápido, tenemos que darnos cuenta y detenernos un poco, tratando de vivir esas oraciones. Seamos señores de nosotros mismos y no nos dejemos esclavizar por el descontrol desenfrenado del mundo. Por otra parte, la sociedad consumista de hoy nos invita siempre a buscar cosas que agraden a los sentidos; pero en la misa eso no es posible, porque nunca tendremos tantas cosas atractivas como en un supermercado o en un shopping. Tenemos que aceptar que la misa es otra cosa, y que en ella sí podemos encontrar un placer, pero de otro nivel. No hay que pretender que estar en la misa sea placentero y relajante como estar tirado
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en un sofá en mi casa, mirando televisión con unas papas fritas mientras me hacen masajes en los pies. La misa nunca podrá brindarme eso, porque es otra cosa, mucho más necesaria para mi realización y mi felicidad, aunque no me brinde ese tipo de placeres. Si yo espero tener esas sensaciones, la misa siempre me parecerá poco gratificante y estaré siempre esperando algo más, cuando en realidad en la misa me dan lo más grande: Jesucristo que viene a mi vida. Además, si a veces no sentimos agrado en la celebración, recordemos también que la misa es un misterio purificador y liberador. Más allá de la consciencia que tengamos, más allá de lo que sintamos, el Espíritu Santo hace su obra secretamente en nosotros (ver Rm 8, 26). Por eso no deberíamos prestar mucha atención a nuestros estados de ánimo. La misa tiene un valor infinito más allá de todo eso; y aunque yo no me sienta cómodo, el Espíritu Santo me purifica, me limpia por dentro, me libera de muchas cosas, me sana, me prepara para vivir mejor, me fortalece. La misa debería ser también una forma de descansar en la presencia de Dios, sobre todo el domingo. Porque la misa no es algo que hay que fabricar; es un don que celebramos.
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Como en el monte Sinaí, al entrar al templo para celebrar la misa, Dios me dice: "Quítate las sandalias, porque estás en un lugar santo" (Éx 3). No se trata de descalzarme, sino de tomar consciencia del misterio sagrado que voy a celebrar, y no entrar como si entrara a un supemercado o a un salón de té. Es necesario un profundo respeto y veneración, porque lo que va a suceder tiene un valor infinito. Hay que afinar el sentido religioso.
Por todo esto, el primer gesto, la primera acción que yo realizo cuando voy a misa, es tratar de entraren la presencia de Dios. Él me ha
llamado, él me ha invitado (Apoc 3, 20). Es importante tomar consciencia de que estoy allí porque el Señor me ha convocado, y entonces le digo "aquí estoy". A veces no estoy de buen ánimo, pero mi cuerpo que se hace presente en el templo también expresa mi intención, y es como si mi cuerpo allí presente dijera: "aquí estoy". Dios me ha invitado y me ha tocado interiormente para que yo participe de la misa. Por eso, estoy aquí respondiendo a su llamado de amor. Y estoy dispuesto a "perder el tiempo", a dedicar una hora sólo para Dios, sin esperar nada más. ¡Fuera la ansiedad que no me sirve de nada! Ya que tengo que estar aquí una hora, pues bien, aquí estoy.
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Si yo hago de entrada esa ofrenda de mi tiempo, no necesitaré estar mirando el reloj o pensando en las otras cosas que podría hacer si no hubiera venido al templo. Como la misa es un regalo, no es algo que yo pueda construir a mi gusto. Por eso a veces me cuesta descubrir la grandeza de lo que sucede en la misa detrás de los ritos. Pero que yo no lo pueda experimentar del todo no significa que no sea verdad. Es verdad que la misa es la oración más perfecta, que Jesús realmente se hace presente con toda su gloria, que allí el cielo se une con la tierra. Todo eso es verdad. Si yo no lo siento sigue siendo verdad, eso realmente sucede y yo estoy siendo parte. Tampoco
tengo consciencia del universo infinito, pero aunque yo no lo pueda percibir ahora, es cierto que existe ese universo infinito. Yo me olvido del aire que respiro, pero el aire sigue siendo real y sin él me moriría. Por eso, si a veces yo no siento nada, no tengo que concluir que la misa no sirve y comenzar a divagar con la mente. Al contrario, trato de estar solamente ahí y de realizar todo con atención, porque aunque yo no sienta nada, eso es lo más importante que puedo hacer, y seguramente dará sus frutos más allá de lo que yo pueda percibir.
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Hay un gesto valioso que yo puedo hacer una vez que me siento en el banco: es cerrar un instante los ojos, sentir mi cuerpo, respirar profundo, relajarme, y decirle al Señor: "Aquí estoy para ti Señor, este tiempo es tuyo".
Si hay algo que me preocupa o me distrae mucho, lo ideal es hacer un instante de súplica: Primero invocar la ayuda del Espíritu Santo, y luego decirle al Señor qué es lo que me preocupa, pedirle ayuda, dejarlo en sus manos. Finalmente, ofrecerle por esa intención la misa que se va a celebrar. Entonces podré estar realmente allí con todo mi ser, y no solamente con mi cuerpo.
2. Estar con los demás En realidad, lo primero que hacemos para poder celebrar la misa es reunimos, juntarnos, formar una asamblea. Porque es la comunidad la que celebra. La eucaristía es un banquete y una fiesta, que celebra a Jesús que triunfa sobre el mal y nos regala su vida. Pero para celebrar una fiesta hay que reunirse. Recordemos que las oraciones de la misa están en plural, porque la misa es una celebración comunitaria. No es fácil pasar del "yo" al "nosotros" Cada uno va a la misa con sus
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preocupaciones, sus recuerdos, sus súplicas, y no le resulta fácil pensar en los demás y orar en plural. Pero la misa no es una suma de oraciones privadas, sino una oración comunitaria; por lo tanto, no es el momento para desentenderse de los demás. Hay que ir creando una consciencia afectiva de la comunidad que celebra, hasta sentirse parte de ella, de manera que uno pueda usar el plural "sin mentir".23 Recordemos que Jesús ama la oración comunitaria, porque él nos dijo: "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). Porque Dios habita en mí, pero también "habita en la alabanza de su pueblo" (Sal 22, 4). ¡Qué maravilla! ¡Dios habita en la alabanza de su pueblo! Hay personas que van a misa, pero van a hacer "su" misa. Si los demás están o no están no les importa; "que ellos hagan su oración que yo hago la mía". Van a misa pero la viven en un total aislamiento. Hasta les molesta el saludo de la paz, o tener que rozarse con los otros cuando van a comulgar. Lo que más les gusta de la misa son los momentos de silencio, para poder estar a solas con Jesús. 23
Centre De Pastoral Litúrgica, Vademecum. Actitudes espirituales para la celebración, Barcelona 2001, 27.
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Pero eso no es la misa, porque la misa es una fiesta, un banquete comunitario. Entonces no se trata sólo de vivir en profundidad los silencios, sino más bien de unirme a los demás para celebrar con cada uno de los gestos y oraciones que realizamos todos juntos. Ejercicio Es muy recomendable, antes de comenzar la misa, mirar un poco alrededor. Pero se trata de mirar con fe, para reconocer a esas personas como mis hermanos, aunque no los conozca o aunque seamos muy distintos. Es mirarlos para descubrir con los ojos del corazón la presencia de Jesús entre nosotros. Esa es la asamblea a la cual me uno para formar un solo cuerpo y celebrar al Señor que nos ama. Esas personas que forman la asamblea son un signo para mí, porque me permiten descubrir que la misa no es una cuestión individual, no es un acto piadoso personal, sino la fiesta de la Iglesia reunida que celebra al Señor. Por eso, la presencia de los demás me invita a abrir el corazón, a crear otra disposición interior para unirme a ellos con cariño y profundidad. También puede
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ayudar mucho saludar brevemente al menos a dos o tres personas en el atrio. Si es en el templo, antes de sentarme, puedo hacer un gesto, sonreír o dar la mano en silencio. Ese saludo distiende, rompe barreras, nos saca de nuestro ensimismamiento, nos ayuda a reconocer a los demás para poder celebrar la misa realmente con ellos.
3. Estar de pie Las distintas posturas durante la misa tienen también un sentido, pero es necesario comprenderlo e intentar vivirlo así, para que no se convierta en algo mecánico. Sin embargo, no se trata tampoco de pensar que lo único que interesa es la actitud interior y que cada uno se coloque como le guste, porque las posturas del cuerpo influyen en la oración. Somos cuerpo y alma, y por eso es necesario que el cuerpo exprese lo mismo que vivimos en nuestro interior, para que esa actitud tome todo nuestro ser. No podemos negar que el hecho de ponernos de rodillas en la consagración nos ayuda a recordar la importancia de ese momento. Por otra parte, al tener todos, como asamblea unida, la misma postu-
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ra, eso nos ayuda a recordar que somos un solo cuerpo, y que la misa es de la comunidad y no de un montón de individuos que se resignan a juntarse en un lugar. Veamos en primer lugar la postura más frecuente: estar de pie. La gente se pone de pie para recibir a alguien importante, también para brindar, y en general para momentos especiales. Estar de pie muestra que uno quiere participar, quiere formar parte de lo que se está haciendo, le da importancia, lo valora. Comenzamos la misa de pie, no tanto por respeto al sacerdote, sino para expresar: "aquí estoy, dispuesto a participar, estoy disponible". Es la postura litúrgica fundamental. Además, si escuchamos las lecturas sentados, cuando llega el evangelio nos ponemos de pie, como para recibir algo que tiene una importancia especial. Durante la plegaria eucarística, salvo en el momento de la consagración, todos estamos de pie, para expresar que no es una lectura que hace el sacerdote, sino una oración de toda la asamblea que participa, celebrando al
Señor resucitado. Esta plegaria es de todos; por eso se reza en plural y todos la confirmamos con el amén que se dice al final. Por eso mis-
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mo no está de pie sólo el sacerdote, sino la asamblea entera. Después de la comunión, luego de un instante de silencio, todos nos ponemos de pie. Allí expresamos que estamos dispuestos a completar la celebración para salir a cumplir nuestra misión. La cena de la Pascua del Antiguo Testamento, se había hecho de pie, porque había que partir, emprender un camino hacia la libertad. Los que comemos la cena del Señor somos una comunidad que está en camino, y debe seguir caminando. En la Biblia aparece frecuentemente esta postura de pie para la oración comunitaria y el encuentro con Dios (ver 1 Rey 8; Neh 8, 45; 9, 9, 2; Ez 2, l; Apoc 7, 9). En realidad esta postura es la más importante para expresar que somos una asamblea litúrgica, sobre todo el domingo, que es el día del Señor resucitado. Es la postura de los resucitados. Pero no deberíamos estar de pie porque no hay más remedio, sino con consciencia, con firmeza y dignidad, para que nuestro cuerpo verdaderamente exprese lo que significa esta postura.
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4. Mirar Es bueno detenerse a mirar. Porque así evitamos divagar con la mente por otras partes. Si detenemos la mirada donde debe estar, podemos tomar mayor consciencia del lugar en donde estamos y volver a descubrir qué estamos haciendo. Podemos mirar el templo, las imágenes, la cruz, la luz de las velas, las flores, el altar, los ornamentos litúrgicos y sus colores. La misa no es para estar recluidos en nosotros mismos, como si estuviéramos encerrados solos en una habitación. Dios nos habla a través de las cosas exteriores. Pero no es mirar para distraernos un poco, sino para descubrir el sentido de los signos y dejar que nos eleven de nuevo hacia Dios. También es importante mirar los gestos del sacerdote cuando ora. Veamos algunos ejemplos: Los brazos abiertos y elevados son sig-
no de adoración, de invocación y de ofrenda: "Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote" (Sal 62, 5). "Suban mis manos alzadas como ofrenda de la tarde" (Sal 140, 2). Las manos juntas son signo de recogimiento, de serenidad, de piedad concentrada.
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Cuando el sacerdote impone las manos con las palmas hacia abajo, es para invocar al Espíritu Santo, para que convierta las ofrendas en el cuerpo y la sangre de Jesús. Las manos hacia adelante, cuando saluda, son un gesto de cercanía que nos recuerda que formamos una sola asamblea. Cuando las manos trazan el signo de la cruz son instrumento de bendición divina. Quizás llamen la atención algunas inclinaciones que hacen el sacerdote o los otros ministros, cada vez que pasan delante del altar. Parecen gestos un poco antiguos o demasiado formales. Pero en lugar de despreciarlos, podríamos aprovechar su significado. Cada vez que se haga una inclinación ante el altar recordemos que el altar representa a Cristo, y por lo tanto es una inclinación delante del Señor, que es el centro de la celebración. Por ejemplo, se hace una inclinación antes de proclamar el evangelio. Después de la consagración, en cambio, se hace una genuflexión, porque el Señor se ha hecho presente de una manera especial sobre el altar. El Viernes santo, al comenzar la celebración, el sacerdote se postra un momento, como signo de humildad y de profunda adoración. Sobre este gesto podemos leer Apoc 4, 10.
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Al analizar las distintas partes de la misa veremos el sentido de varios gestos más. Pero no se trata de mirar como si la celebración fuera un espectáculo, como si no tuviera nada que ver conmigo. Es mirar para poder introducirme mejor en la celebración, para dejarme motivar por esas cosas que veo. Para ello, evidentemente, no sirve de mucho mirar cómo está vestida la gente o controlar quién entra y quién sale del templo, o enternecerse mirando los rostros de los niños y olvidándose de la celebración.
5. Reconocer al que me mira Además de mirar, es muy importante dejarse mirar por Dios, descubrir que nuestras palabras no son vacías porque él de verdad está atento a nosotros y escucha nuestras plegarias. Toda la misa transcurre bajo la mirada amorosa de Dios. En una de las oraciones de la misa le decimos: "Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia". Podemos recorrer el evangelio y descubrir las miradas de Jesús: a Natanael, que era contemplado por el Señor mientras estaba debajo de la higuera (Jn 1, 48); o aquella mirada de amor al joven rico, a quien Jesús invitaba a
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una entrega mayor (Mc 10, 21); o la mirada de Jesús a la viuda pobre, dejándose admirar por su generosidad (Lc 21, 2-4); o la mirada de compasión y perdón a la mujer adúltera (Jn 8, 10-11). Es hermoso dejarse mirar por el Señor durante la misa, perderle el miedo a su mirada, y estar en calma y con confianza ante él. Porque la suya es siempre una mirada de amor, de comprensión y de ternura.
6. Levantar las manos El sacerdote suele tener las manos levantadas, o las palmas abiertas, elevadas hacia el cielo. También los fieles podrían hacerlo en algunos momentos de la misa, como en el Padrenuestro. Así lo hacía el pueblo judío en las asambleas: "Y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: Amén, amén" (Neh 8, 6). La Biblia exhorta a que "los hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos piadosas" (1 Tim 2, 8). Así lo hacían los primeros cristianos en las celebraciones. Pero conviene adaptarse a las costumbres de cada lugar para no distraer a los demás con nuestros gestos; porque estamos en una celebración litúrgica comunitaria, donde la uni-
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dad en los gestos nos recuerda que somos una sola asamblea. Por otra parte, los gestos ampulosos pueden ser algo artificiales o meramente externos. Puede llegar a suceder que una persona no lleve una vida cristiana coherente y luego pretenda declamar su fe con gestos llamativos. Vale la pena recordar aquella queja bíblica: "Cuando ustedes levantan sus palmas, me tapo los ojos para no verlos... Lávense, limpíense, quiten sus maldades de delante de mi vista" (Is 1, 15-16).
7. Hablar La misa no es una oración del sacerdote, sino de todos los bautizados que estamos presentes. Por eso hay varios momentos en que se produce un diálogo entre el sacerdote y los fieles, y hay varias partes de la misa que deben recitar los fieles. Si realmente hemos ido a alabar a Dios y a celebrar a Jesús resucitado, nuestras voces deberían escucharse con fuerza, con firmeza, con convicción.
Hay que evitar a toda costa la pasividad que se expresa en esas respuestas débiles y sin firmeza. Todos somos responsables de la asamblea, y podemos contagiar abulia y apa-
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tía, o podemos contagiar entusiasmo y fervor. Nuestra respuesta firme debería estimular a los demás a introducirse mejor en la celebración. Estamos en la misa para orar con todo lo que somos, con el corazón y con todo el cuerpo. Pero es sumamente importante nuestra voz. Si una persona está un poco apática, tiene que responder con ganas para sacudirse ese desinterés; porque si responde desganado o apenas mueve los labios, más triste y aburrida será la celebración. Si uno va a la misa adormecido y casi no responde, más sueño tendrá. Usar nuestra voz con toda su potencia y firmeza, nos ayuda a descubrir que realmente somos parte activa en la celebración. Si vamos a misa distraídos y sin fervor, intentemos responder con ganas, con todas nuestras fuerzas, y veremos cómo cambian las cosas. Esta es una colaboración clave de nuestra parte, y también es una ofrenda a Dios.
8. Cantar El canto es una hermosa oración, que también requiere la participación de todos. Recordemos que la misa no es un espectáculo, sino una celebración hecha por toda la asam-
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blea. Por eso no sirve que haya un grupo que cante; lo importante es que cantemos todos, que el canto nos ayude a todos a participar activamente. Tampoco interesa si hay instrumentos o no, porque lo que más le agrada a Dios son las voces de sus hijos. La guitarra o el órgano son cosas muertas, y sólo valen en la misa si sirven para estimular las voces de los hijos de Dios. Pero no se trata de cantar sólo para gustar de los sonidos, sino para expresar la oración; por eso la Palabra de Dios nos invita a cantar a Dios "en los corazones" (Ef 5, 9). El canto de la asamblea, más que del coro, debe ser capaz de convertir a una persona que pase por allí y escuche los cantos de la misa, como le sucedía a san Agustín cuando no era cristiano y escuchaba los cantos de los fieles en los templos de Milán. No hay que pretender que los cantos de la misa sean algo tan entretenido y adaptado, como si fuera cualquier fiesta. Además, es imposible encontrar cantos que gusten a todos por igual y que agraden a todas las sensibilidades. Por eso, más allá de que los cantos me gusten o no, siempre me sirven para unirme a los demás y alabar a Dios junto con ellos.
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9. Sentarse Es la postura del que se dispone a escuchar con atención, y se pone cómodo para prestar atención al que habla. Cuenta el evangelio que la multitud escuchaba a Jesús "sentada en torno a él" (Mc 3, 32). Esta postura expresa la actitud de María, que se sentó a los pies de Jesús para escucharlo (Lc 10, 39). Cuando en la misa nos sentamos para escuchar la Palabra, esa debería ser nuestra actitud. Pero no se trata de ponerse cómodo como cuando uno llega a su casa después del trabajo y se arroja en un sillón. En la celebración de la misa no hay que perder una actitud de delicado respeto. Por eso no es lo más adecuado cruzar las piernas o estirarse. Si estuviéramos delante del Papa, escuchándolo, no cruzaríamos las piernas; por lo tanto tampoco corresponde hacerlo cuando Dios nos está dirigiendo la Palabra en la celebración litúrgica. Aun sin mala intención, los descuidos en este sentido pueden llevarnos a quitarle importancia a lo que estamos celebrando, porque las posturas no son inocentes, como bien podría explicarnos cualquier psicólogo.
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10. Callar. Hacer silencio La Iglesia nos pide: "Guárdese a su debido tiempo un silencio sagrado" (SC 30). Los momentos de silencio alimentan el recogimiento y la consciencia de lo que se eptá haciendo. No son para evadirse un momento, sino todo lo contrario, para tratar de penetrar mejor en la celebración. Un espacio de silencio me da la posibilidad de hacer mío lo que está pasando, y de introducirme un poco más en la celebración. Puede ser bueno preguntarme: ¿Qué estoy haciendo? ¿Para qué estoy aquí? Entonces, puedo volver a elevar el corazón al Señor, reconocer que no estoy solo, que es la fiesta del Señor, que él quiere transformar mi vida y que a él lo estamos adorando. Porque la misa es comunitaria, pero eso no significa que no sea también personal Es cierto que casi todo lo que hacemos es uniforme, y eso destaca el sentido comunitario; pero los momentos de silencio, donde cada uno entra un poco más en su intimidad, ayudan a que la misa no sea un acto meramente masivo, sin nada personal, donde hacemos las cosas mecánicamente. Si Dios nos ha regalado la intimidad del corazón y la posibilidad de encontrarlo en el silencio, eso también tiene un lugar en la misa.
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El verdadero silencio interior provoca un efecto de apertura, porque al que sabe hacer silencio todo le habla, todo le enseña algo, todo lo motiva y nada le molesta, nada le parece inútil, superficial o vacío. Sólo en el silencio puede resonar la palabra. En ese sentido, la verdadera participación en la misa es una adecuada combinación de expresiones comunitarias (que hacemos todos juntos) y espacios de intimidad.24 Pero lo importante no es que haya muchos momentos de silencio, porque la misa no está para eso. No sería correcto que sólo valoremos los momentos de silencio de la misa y nos moleste todo lo demás. Lo importante es procurar que todo lo que hagamos y digamos en la misa brote de un silencio interior, nos salga de adentro, sea bien personal Si los silencios de la misa no nos bastan para lograrlo, será necesario que nos preparemos mejor "antes" de la misa. No podemos olvidar que los efectos de la gracia también dependen de nuestra disposición, y para prepararnos mejor suele ser necesario un momento de soledad con el Señor antes de la celebra24
No es un intimismo antisacramental, pero tampoco es un ritualismo sacramental sin experiencia ni profundidad personal.
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ción, al menos mientras vamos caminando hacia el templo.
11. Escuchar Lo más importante en el silencio es escuchar. Por eso, en el silencio podemos decirle al Señor: "habla Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3,10), o como Isaías: "Señor, despierta mi oído para escuchar como un discípulo" (Is 50,4). Pero sería un error pensar que sólo escuchamos a Dios en los momentos de silencio. Ni siquiera deberíamos pensar que Dios habla sólo en las lecturas. Durante toda la misa Dios está hablándonos, y por eso durante toda la misa deberíamos tener una actitud receptiva, la actitud del que quiere escuchar a Dios. Otro error sería pensar que cada uno tiene que estar atento a lo que Dios le dice en su interior al margen de lo que está sucediendo en la misa. Porque en la misa Dios nos habla principalmente a través de la celebración misma, en los signos, los gestos, las acciones que se realizan. Es necesario afinar nuestra sensibilidad espiritual para reconocer y escuchar interiormente el mensaje de Dios a lo largo de cada misa.
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12. Arrodillarse La oración de rodillas suele tener tres sentidos: a) Penitencia y arrepentimiento, reconociéndo-
se muy pequeños, limitados y débiles ante la grandeza del Santo (ver Éx 34, 8) b) Adoración (ver Mt 14, 33; 28, 9; Ef 3, 14). Este es el sentido de ponerse de rodillas en la misa en el momento de la consagración. c) Expresar nuestra súplica en una situación muy
difícil, cuando necesitamos una especial ayuda de Dios. En realidad es este tercer sentido el que más aparece en la Biblia (ver Lc 22, 41; Hech 9, 40; 20, 26).
13. Caminar En la misa no se camina mucho, pero el sacerdote y los demás ministros suelen hacer una procesión de entrada, que todos podemos acompañar con una actitud interior de "éxodo": salimos de la comodidad de nuestra casa y de nuestros planes y trabajos, para ir al encuentro del Señor y de los hermanos en la misa. Cuando vamos a comulgar hacemos todos una especie de peregrinación para recibir
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al Señor. Sería importante que tomemos ese momento como una verdadera peregrinación. Así no nos molestará tener que trasladarnos hasta que nos toque el turno de recibir la comunión. Hay que recordar que estamos en una comida comunitaria, y debe ser importante para mí que los demás también comulguen. Caminamos juntos, así como caminamos juntos por la vida, hacia el encuentro pleno con el Señor. Pero también es importante que, en ese corto tiempo en que voy caminando para recibir la comunión, vaya abriendo mi corazón a Jesús, vaya despertando mi deseo de recibirlo, vaya invocando al Espíritu Santo para que prepare mi interior, y sobre todo vaya cantando con fuerza y con ganas, porque el canto nos une a todos en una misma oración, en una misma peregrinación. A lo largo del año, se agregan otras peregrinaciones dentro de la Liturgia: el Viernes Santo, cuando vamos a besar la cruz; o la procesión con ramos de olivo del Domingo de Ramos; o la procesión con las velas en la Presentación del señor (2 de febrero).
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14. Tocar En realidad, en la misa no hay muchas oportunidades de tocar, pero este es un gesto necesario, porque nos permite tomar contacto con la realidad y nos ayuda a "estar aquí" sin divagar con la mente por otras partes. Hay un primer contacto que sería muy sano si nos habituáramos a hacerlo: dar la mano a las personas que estén más cerca cuando nos sentamos en el templo para la misa. Este saludo nos ayuda a salir de nuestro ensimismamiento. Tocar a los demás ayuda a no ser indiferente ante ellos, a no convertir la misa en "mi" oración. Tocarlos me ayuda a unirme a ellos de corazón. Este contacto se repetirá en el momento del saludo de la paz, muy importante antes de recibir la comunión; porque la eucaristía es el sacramento de la unidad, y si la recibimos con el corazón abierto a los demás, producirá mayores frutos en nuestra vida. En algunas celebraciones se nos permite también acercarnos a tocar una imagen. El Viernes santo, por ejemplo, nos acercamos a besar la cruz. Pero hay un contacto de particular importancia, cuando nos acercamos a recibir la co-
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munión. Ya que este contacto es una comida, nos detenemos en esto a continuación.
15. Comer Este es el gesto que completa el banquete de la eucaristía. Esto es tan grande que es verdaderamente secundario si la comunión se recibe con la mano o en la boca. Es más, se corre el riesgo de darle excesiva importancia al gesto de recibir la comunión en la mano, olvidando que lo que interesa no es tomar la hostia consagrada, sino "comer" a Jesucristo. La costumbre de recibir la comunión en la mano es muy antigua. San Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV, decía a los fieles que no había que acercarse con las manos extendidas, sino haciendo un hueco en la mano izquierda para que sea como un trono que recibe a Jesús. Pero no habría que poner el acento en la dignidad del fiel, como si por recibir a Jesús con su mano fuera más digno. Lo que manifiesta su dignidad es el amor de Jesucristo que se le ofrece como comida. Recibirlo en la mano no vale más que esa inmensa posibilidad de comerlo.
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Por otra parte, recibirlo en la mano debe ser más bien un gesto de humilde acogida, de agradecida receptividad; como si fuera la súplica del pobre, que no se siente dueño ni merecedor de la eucaristía. Esa actitud receptiva se expresa muy bien al recibirlo en la boca; pero si lo hacemos con las manos, tendríamos que alimentar esa misma actitud. Ir a comulgar no es "atrapar" la comunión, sino recibirla.
Recordamos la importancia que tiene comer, en el evangelio. En Jn 6, entre el versículo 51 y el versículo 58 aparece 6 veces la palabra "carne" y siete veces la palabra "comer". Esto nos permite decir que en la eucaristía se produce la unión con Cristo más plena que puede haber en esta vida, porque es verdaderamente comerlo a él para que se quede con nosotros: "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (6, 56). Aquí se nos pide algo más que escuchar a Jesús y hablarle. Se nos pide que hagamos el gesto de comerlo. Ese gesto sensible indica que entra en nuestra vida Cristo entero, y que se realiza así la unión más íntima que podamos esperar. Con él, lo más profundo de nuestra vida queda saciado; no el hambre del cuerpo, sino
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la necesidad de amor, de seguridad, de paz, de fortaleza, de esperanza, de verdad. Pero no hay olvidar que la misa es un banquete, es decir, una comida comunitaria. No soy yo individualmente quien voy a comer, sino que estamos comiendo juntos: Jesús se entrega a la comunidad. Por eso, aunque es bueno que haya momentos de especial recogimiento, nunca deben convertirse en un aislamiento. Para que la misa tenga su verdadero sentido, siempre es necesario alimentar el sentido comunitario, el espíritu de comunidad que celebra, la alegría de los hermanos que comen juntos. Las siguientes palabras pueden ayudarnos a descubrir este sentido fraterno de la comunión eucarística: "Jesús Eucaristía, con su sola existencia, puede decirnos así hasta donde tiene que llegar nuestro amor, abriéndonos a la fraternidad universal... ¿Qué significa amar? Quiere decir hacerse uno con todos. Hacerse uno en todo lo que los otros desean, aun en las cosas más pequeñas e insignificantes, en las que uno tal vez ni pone atención, pero que para los otros son importantes. Jesús ejemplificó este modo de actuar precisamente instituyendo la eucaristía... ¡Hacerse uno hasta el punto de dejarse comer! Eso es el amor. Hacerse uno de manera que los demás se sientan nutridos
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por nuestro amor, confortados, aliviados, comprendidos".25 Cuando comemos a Jesús, él no se comporta pasivamente. Es algo mutuo. Al comer a Jesús él de algún modo nos come a nosotros. Por eso, en cada comunión tenemos que dejar que Jesús nos transforme en él. Así, nos brota el deseo de actuar como él y de alimentar a los demás con nuestra vida.
25
Ch. Lubich, La Eucaristía hace la Iglesia, en ¿Qué significa la Eucaristía para nuestro tiempo?, Buenos Aires 1984, 17ss.
Cuarta parte: Vivir los momentos de la misa La misa tiene dos grandes partes, en torno a dos mesas: La Liturgia de la Palabra, en torno al ambón donde se nos ofrece la Palabra del Señor, y la Liturgia de la eucaristía, en torno al altar donde se nos ofrece la Comunión. Pero estas dos grandes partes tienen una introducción (los ritos iniciales) y una conclusión al final de la misa. Seguiremos paso a paso todos los momentos de la celebración para comprender su significado y poder participar más conscientemente.
1. RITOS INICIALES Los ritos del comienzo nos ayudan a ir entrando en la celebración, a descubrir que salimos de lo ordinario y entramos en algo diferente. Van creando un clima distinto. También, si sabemos aprovecharlos, nos serenan, ayudan a reducir el estrés, para que nuestros
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nerviosismos y ansiedades no perjudiquen nuestra atención cuando escuchemos la Palabra. Por otra parte, estos ritos nos ayudan a unirnos en la oración, para que comencemos a sentirnos una sola comunidad de oración (IGMR 24). Pero no hay que tomarlos simplemente como una preparación, porque ya son parte de la misa, igual que la entrada de una casa o el comienzo de un concierto. No son algo que hay que pasar rápido, como quien despacha un trámite innecesario, sino algo que hay que vivir con todo el corazón para poder seguir el ritmo profundo de la celebración.26
El canto de entrada Dentro de estos ritos está el canto de entrada. No es una introducción, sino que ya es parte de la celebración, la abre y fomenta la unión de los que se han reunido (IGMR 25). Porque no es lo mismo estar ocupando un mismo lugar en el mismo templo, que estar realmente unidos. El canto tiene un poder especial para producir ese sentimiento de uni26
Ver L. Maldonado, Cómo animar y revisar las Eucaristías dominicales, Madrid 1980, 15-16.
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dad. Yo ofrezco mi voz y la uno a los demás, los escucho, disfruto de la comunión que se produce entre las voces y así siento que estamos unidos en una misma celebración. Cuando compartimos un canto con los demás, nos da gusto estar con ellos, experimentamos que estamos en lo mismo. Por eso es importante hacer el esfuerzo de cantar, aunque no lo hagamos bien, aunque nos cueste, aunque tengamos poca voz. También, si está bien elegido, el canto ya nos ayuda a descubrir lo que se celebra en cada misa. Debería notarse la diferencia si es un canto de Adviento, de Navidad, de Cuaresma o de Pascua. Pero sobre todo, los domingos, debe expresar la alegría de estar juntos para celebrar al Señor resucitado entre nosotros. Si con el canto hay una procesión de entrada, aunque sólo sean algunos los que caminen hacia el altar, eso nos recuerda que somos una Iglesia que peregrina en este mundo hacia el encuentro definitivo con el Señor.
El beso del sacerdote al altar Cuando el sacerdote llega al altar lo besa, porque la Iglesia siempre consideró que ese altar es un signo de Jesucristo. En la antigüe-
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dad los altares eran un pedazo de roca, y lo ideal es que siempre sean de piedra, porque "la roca es Cristo" (1 Cor 10, 4). Esta es una práctica muy antigua en todo el mundo. Es hermoso descubrir cómo al comienzo de la misa hay un beso, que no se dirige tanto al altar, sino al mismo Cristo simbolizado por el altar. Este beso debería transmitirnos desde el principio la ternura hacia Cristo, a quien celebramos en la misa.
La señal de la Cruz Una vez que el sacerdote se ha ubicado, todos hacemos junto con él la señal de la Cruz, porque todos somos celebrantes en la misa. Por nuestro Bautismo estamos consagrados a Dios y capacitados para celebrar el culto; y la señal de la Cruz nos recuerda esa dignidad que tenemos. Pero al mismo tiempo nos recuerda que el gran protagonista en la misa es Jesucristo. Al hacer la señal de la Cruz sobre el propio cuerpo, tenemos que dejar que Cristo nos abrace, nos tome con su amor, nos una a él mismo, porque toda la misa se celebra y se ofrece en unión con Jesús. Mientras trazamos la señal de la Cruz, decimos: "En el nombre del Padre, y del Hijo,
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y del Espíritu Santo". Eso significa que la misa es una alabanza a la Trinidad y que ya desde el comienzo tenemos presentes a las tres Personas para alabarlas. Al final de la señal de la Cruz se dice "amén". En diversos momentos de la misa decimos amén, y esa repetición puede hacer que se nos vuelva una costumbre mecánica, que lo digamos sin darnos cuenta. Pero si lo pronunciamos con firmeza y potencia, el amén puede ser más consciente. Recordemos que la palabra "amén" significa "así sea" o "así es". Es como decir que realmente estamos de acuerdo con eso, que estamos convencidos. Por eso, al decirlo, si hemos estado distraídos, podemos despertar y tomar consciencia de lo que estamos haciendo. Después de hacer la señal de la Cruz nombrando a la Trinidad, el amén quiere decir que es verdad, que realmente queremos dedicar ese tiempo unidos a Jesús y que lo ofrecemos a la Trinidad.
El saludo del sacerdote al pueblo El sacerdote dice: "El Señor esté con ustedes". Los fieles responden: "Y con tu espíritu". La misa tiene varios momentos de diálogo entre el sacerdote y los fieles. Este es el primero.
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Las palabras del sacerdote expresan un deseo (que el Señor "esté"), pero sobre todo recuerdan que el Señor resucitado realmente está allí, porque donde dos o tres se reúnen en su nombre, él se hace presente (Mt 18, 20). En realidad, el deseo que expresa el sacerdote es que nosotros nos abramos a esa presencia de Jesús para que él pueda habitar en nosotros cada vez con más intensidad. No hay que tomar este saludo nada más que como una bienvenida del sacerdote a los fieles, porque en realidad la casa de Dios es de todos. Es un saludo espiritual, que nos recuerda la presencia de Dios que nos convoca. De hecho, cuando nosotros respondemos al sacerdote decimos "y con tu espíritu", que no son palabras que usamos para saludarnos por la calle. Con esa respuesta le deseamos al sacerdote que el Señor habite en su interior para que pueda celebrar la misa con fervor espiritual. De hecho, la comunidad puede optar también por otras respuestas que tienen profundo sentido religioso; por ejemplo, por ésta: "Bendito seas por siempre Señor". A lo largo de la misa, se dirige cuatro veces este saludo a los fieles, que debería ayudarles a volver a tomar consciencia de la pre-
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sencia del Señor Jesús, que realmente está con ellos en ese momento.
El acto penitencial Dice el evangelio: "Si en el momento de presentar tu ofrenda recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda" (Mt 5, 23-24). Por eso, es bueno que ya al comienzo de la misa nos reconozcamos pecadores y pidamos perdón. Pero no hay que convertirlo en un profundo examen de conciencia privado. No tengo que esperar que haya un largo silencio, o que me dé tiempo para revisar toda mi vida. En todo caso eso debería hacerlo cada uno antes de la misa. Tampoco hay que confundirlo con el sacramento de la Confesión, porque este rito no está para el perdón de los pecados graves. Es cierto que si uno tiene pecados graves, en este momento puede hacer un acto de profundo arrepentimiento, dolido por sus pecados, y por esa "contricción perfecta" Dios perdona sus pecados graves. Pero de todos modos no podrá recibir la comunión porque le
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falta el sacramento de la reconciliación, que lo reconcilia también con la Iglesia a la que ha dañado con sus pecados. El acto penitencial de la misa es sólo una manifestación comunitaria de que todos somos pequeños, necesitados, pecadores, y de que necesitamos convertirnos, para que así podamos abrir mejor el corazón a Dios. Pero para que este acto realmente nos libere de la autosuficiencia y nos purifique, debe ser sincero. Por eso normalmente en este acto penitencial hay un momento de silencio, para que cada uno pueda reconocer brevemente sus propios pecados, para que pida perdón concretamente por sus propias faltas. Ya san Pablo pedía que cada uno se examinara antes de recibir el cuerpo de Jesús (1 Cor 11, 2730). Porque es cierto que la misa es una oración comunitaria y que este es un acto penitencial comunitario; pero eso no quita que también sea algo profundamente personal, donde cada uno lleve su persona concreta y su propia historia. No podemos ser comunitarios si dejamos de ser nosotros mismos. El momento de silencio que suele hacerse aquí, ayuda a esta personalización.
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Normalmente, cuando expresamos este espíritu penitencial, decimos: "Señor ten piedad", que es lo mismo que decir: "ten misericordia". Es una expresión muy breve pero que tiene una gran profundidad. Más allá de la gravedad que tengan los pecados que cometimos, con esas palabras reconocemos que necesitamos a Jesús, que solos no podemos, que somos frágiles, que sólo él es el Salvador y que nosotros buscamos su ayuda para poder salir adelante. Por eso, es también una confesión de la misericordia de Dios, de su amor cercano y siempre dispuesto a auxiliarnos. En los Salmos aparece mucho esa expresión: "Ten piedad, Señor, que desfallezco" (Sal 6, 3). "Señor, ten piedad, sáname porque he pecado contra ti" (Sal 40, 5). "Ten piedad de mí, Dios, por tu bondad" (Sal 51, 3). "Ten piedad, Señor, ten piedad, que estamos cansados de desprecios" (Sal 122, 3). En los evangelios es la súplica de los enfermos y necesitados, que confían en el auxilio de Jesús (Mc 10, 47; Mt 15, 22; 17, 15; 20, 30; Lc 17, 30). Al final del acto penitencial, el sacerdote dice: "Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna". Y los fieles cierran el acto penitencial asintiendo con su "amén".
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La oración de la asamblea (oración colecta) Luego, "el sacerdote invita al pueblo a orar. Y todos, a una con el sacerdote, permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular insistentemente sus súplicas" (IGMR 32). Comienza con una invitación a orar ("oremos"), luego hay un silencio en el cual los fieles oran íntimamente, y finalmente una breve oración del sacerdote que así "recoge" (de allí el nombre "colecta") las oraciones de los fieles y la presenta a Dios. Por eso se dice en plural, y por eso mismo se llama oración "de la asamblea". El contenido de esta oración es muy general, para que pueda abarcar a todos los fieles con sus necesidades. Se pide, por ejemplo, que Dios escuche a su pueblo, o que lo auxilie, o que nos ayude a cumplir su voluntad, o que podamos alcanzar sus promesas, o que perseveremos en el amor, o que podamos caminar sin tropiezos, etc. Al final, la oración siempre se dirige a la Trinidad. Generalmente se dirige al Padre en nombre de Jesucristo, porque Jesucristo está
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unido a la asamblea de los fieles formando un solo cuerpo con ellos, y presidiendo su oración al Padre. Pero siempre termina diciendo: "en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos". Esta expresión "por los siglos de los siglos" se repite a lo largo de toda la misa después de nombrar a la Trinidad. Así se quiere expresar que Dios es siempre digno de nuestra alabanza, no sólo en este momento, sino siempre. Él es glorioso, infinito y santo siempre; lo era antes de nuestra existencia y lo será eternamente, porque él es Dios. Así recordamos que Dios es un misterio mucho más grande que nuestra pequeña vida, que nuestras palabras y que nuestros sentimientos. Los fieles se unen a la oración que hizo el sacerdote diciendo "amén", que es como decir que realmente están de acuerdo con la oración que acaba de decir el sacerdote, que la hacen propia. Para poder orar con gusto en la misa, yo tengo que asumir esas palabras que la Iglesia me propone, aunque a veces no las comprenda del todo. En mi oración individual yo puedo usar las palabras que quiera, pero la misa es una oración bien comunitaria, donde se usan palabras y gestos comunes. No vale la
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pena querer cambiar lo que dicen las oraciones de la misa o buscar palabras que me parecen más espirituales o más claras. Estas palabras que ha elegido la Iglesia me unen con los cristianos de todo el mundo. Más que quejarme porque no me convencen esas oraciones, lo mejor es salir de mí mismo, liberarme de mis esquemas mentales o espirituales, y hacer mío lo que la Iglesia me propone. No sirve de nada creerme más sabio y pensar que yo podría inventar una misa mejor. Tengo que recordar que muchas veces, estando muy convencido de algunas cosas, me equivoqué, y que hay cosas que en otras épocas no entendía y ahora entiendo. En las cosas de Dios hay mucho más de lo que mi sensibilidad puede valorar o de lo que mi mente puede entender. Lo que se celebra en la misa es un "misterio" que nunca llegaremos a comprender del todo. Si todo en la misa fuera sumamente claro y sencillo, quizás creeríamos que nosotros entendemos y abarcamos el misterio de Dios. Pero en la misa sucede algo tan grande que nosotros nunca lo podremos abarcar con nuestras palabras, ni con nuestra mente, ni con nuestros sentimientos.
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El Gloria Hemos recordado que el Señor resucitado está con nosotros, y hemos dejado todo en sus manos recordando su misericordia. Por eso podemos dar curso a nuestra alegría diciendo: "Gloria a Dios en el cielo..." Es un himno muy antiguo (alrededor del año 300) que tiene sobre todo un sentido de alabanza. Algunas personas no son capaces de descubrir que la misa está llena de alabanzas, o se reúnen antes o después de la misa "para alabar a Dios". Pero ese deseo de alabanza debería expresarse dentro de la misa, donde hay una permanente alabanza a Dios. En este himno, por ejemplo, decimos estas palabras: "Gloria a Dios... Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias". Si esto no es alabanza ¿qué es? El problema es que no siempre descubrimos el sentido profundo de las palabras y no las decimos desde el corazón. Dirigimos la alabanza al Padre: "Señor Dios, Rey celestial", y luego nos concentramos en el Hijo, de varias maneras: "Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre" Y le decimos: "Porque sólo
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tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú altísimo Jesucristo". ¿Queremos más alabanza? Debería ser recitado o cantado con alegría, elevando el corazón. Vale la pena alabar, porque así nos centramos en Dios por un instante y sacamos un poco la mente de nuestras preocupaciones y pensamientos de siempre. Dios merece nuestra alabanza; merece que por un momento dejemos de pensar en nosotros y proclamemos su gloria. El comienzo de esta oración retoma el canto de los ángeles cuando nació Jesús (Le 2, 14). Allí mucha gente se confunde y dice: "y en la tierra paz a los hombres que aman al Señor". En realidad dice: "paz a los hombres que ama el Señor". Lo que estamos recordando es que Dios nos ama, y por eso nos ha entregado a su Hijo Jesús. Es un canto de reconocimiento por el amor inmenso que Dios tiene por cada uno de nosotros. Se dice los domingos y las solemnidades y fiestas. Pero no se usa en Adviento y Cuaresma, para destacar que son tiempos de preparación y purificación. De esa manera, cuando llegan la Navidad o la Pascua, el canto del Gloria nos ayuda a descubrir la alegría y la grandeza de lo que se celebra en esas festividades.
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2. LITURGIA DE LA PALABRA Aquí se produce un movimiento importante. Todos nos sentamos y nos concentramos en el ambón, donde está el libro de la Palabra de Dios. Y un lector se dirige al ambón. Estos movimientos nos indican que comienza una de las grandes partes de la misa: la Liturgia de la Palabra. Se nos va a servir la mesa del pan de la Palabra. Es la Palabra más importante que podemos escuchar, la que no miente, la que no engaña, la que ciertamente ilumina nuestros pasos como una lámpara. Es alimento que necesitamos, porque "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Dt 8, 3; Mt 4, 4). En este momento de la misa Dios está diciéndonos: "¡Escucha Israel!" (Dt 6, 4), y nosotros le respondemos: "Habla Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3, 10). Aunque sentimos la tentación de dejarnos convencer por otros mensajes, volvemos siempre a escuchar al Señor y le decimos: "¿A dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68).
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Las lecturas La Iglesia nos recuerda que "las lecturas de la Palabra de Dios deben ser escuchadas por todos con veneración", porque "Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra, anuncia el evangelio" (IGMR 9). Eso es lo que sucede en cada misa. A través de las lecturas Dios mismo viene "a conversar" con nosotros (DV 21). Y nosotros nos colocamos a los pies del Señor para escucharlo, como María de Betania (Lc 10, 38-42). Porque el Dios verdadero no es como los ídolos mudos (1 Cor 12, 2). Él le dirigió la palabra a su Pueblo y sigue hablando. La Iglesia, que es "comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer" (EN 15). Los domingos, antes del evangelio, normalmente se hace una lectura tomada del Antiguo Testamento y otra del Nuevo Testamento, porque "en muchas ocasiones y de diversas maneras habló Dios en el tiempo pasado a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo" (Heb 1, 15).
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Puede ser edificante recordar cómo escuchaba la Ley de Dios el pueblo judío en Jerusalén, cuando pudo reunirse por primera vez a celebrar a Dios después del exilio. Cuenta la Biblia que "los oídos del pueblo estaban atentos al libro de la Ley" (Neh 8, 3), y que todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley" (Neh 8, 9). Ojalá todos los fieles escucháramos de esa manera la Palabra de Dios en la misa. Hace falta una apertura del corazón que favorezca la contemplación y la meditación, sabiendo que Dios tiene un mensaje personalísimo para cada uno. Que la misa sea una celebración comunitaria no significa que sea una masificación, donde no hay nada personal y distintivo de cada uno. También en la misa se realiza una unidad en la diversidad, y la Palabra de Dios debe llegar a las situaciones concretas e internas de cada uno de los fieles. Escuchar la Palabra no es ser un espectador. Es estar activo con la mente y el corazón, tratando de hacer propio lo que se está leyendo. Para que la Palabra pueda ser escuchada y meditada en la misa, es necesario un silencio sagrado (SC 30). Es un silencio exterior que expresa que hemos hecho silencio en el cora-
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zón, que nos hemos vaciado de tantas palabras inútiles y estamos verdaderamente abiertos, atentos y deseosos de recibir lo que el Señor quiera decirnos. Pero si estamos distraídos o indiferentes, puede ayudar que durante las lecturas nos preguntemos: "¿Qué quiere decirme el Señor en estas lecturas? ¿Qué quiere tocar de mi vida? ¿A qué me está invitando?". Ojalá podamos decir como los discípulos de Emaús que "nos ardía el corazón cuando nos hablaba" (Lc 24, 32). Celebrar la Palabra En la misa hay un culto a la Palabra de Dios, una veneración mucho más importante que la que puede realizar una persona solitaria. Porque en la misa no se trata simplemente de leer y de escuchar, sino de celebrar la Palabra. Por eso después de cada lectura respondemos con una alabanza, que deberíamos decir con el corazón. El lector dice "Palabra de Dios", pero no porque nosotros no lo sepamos, sino para que elevemos nuestra alabanza. Por eso nosotros respondemos "te alabamos Señor". Ojalá esa alabanza esté realmente dirigida a Dios que nos ha hablado, y no sean palabras dichas por costumbre. La
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Liturgia es un diálogo entre el Señor y su pueblo. El Señor ha hablado y su pueblo le responde alabándolo. Si en la misa no escucháramos la Palabra de Dios, el culto "no sería un encuentro vivo y eficaz entre Dios y su pueblo, sino un monólogo".27 En Lc 4, 21 se cuenta que Jesús, después de leer la Palabra de Dios dijo: "Esta Escritura que acaban de escuchar se ha cumplido hoy". Esto sucede cada vez que abrimos el corazón a la Palabra de Dios, que es siempre actual y siempre tiene algo para decirle a nuestras vidas. Pero esto sucede sobre todo en la celebración de la misa, porque en la misa la Palabra de Dios tiene una eficacia especial, ya que estamos reunidos en el nombre de Jesús, y la Iglesia está elevando la oración más excelente. La lectura de la Palabra en la misa es un verdadero acontecimiento de salvación. El pan de la Palabra que nos prepara para el pan de la Eucaristía Orígenes decía que así como no se descuida la hostia, tampoco hay que descuidar la Palabra. ¿Sería menos culpable cualquier 27
J. J. Von Allmen, El culto cristiano, Salamanca, 1968, 134.
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descuido en guardar su Palabra que en guardar su Cuerpo?".28 Por eso la Iglesia "ha venerado siempre las Sagradas Escrituras tanto como el Cuerpo mismo del Señor" (DV 21). En la misa Jesús nos alimenta en las dos mesas: el ambón y el altar. Son las dos maneras que tiene Jesús de alimentarnos. Cuando Jesús nos dice que él es el pan de vida, se refiere tanto a la Palabra como a la eucaristía. El discurso del pan de vida, que leemos en Jn 6, se refiere a la Palabra hasta el versículo 51, y a partir del versículo 51 se refiere a la eucaristía. Ya en el Antiguo Testamento se presentaba la Palabra de Dios como alimento que nos sostiene: "Es tu Palabra la que mantiene a los que creen
en ti" (Sab l6, 26). "Yo mandaré hambre a la tierra. No hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra de Yahvé" (Am 8, 11).
A veces tenemos la tentación de pensar que la presencia de Jesús en la eucaristía es tan grande, que la Palabra del Señor no puede valer tanto. Pero recordemos que en la eucaristía está la misma Palabra que alcanza su Orígenes, Homil. s. el Éxodo 13, 3.
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máxima eficacia, porque es la Palabra de Jesús ("Esto es mi cuerpo") la que convierte el pan en su Cuerpo. La Palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4, 12), pero alcanza su máxima eficacia cuando se pronuncian las palabras del Señor en la consagración y así las ofrendas se convierten en Jesús. En las lecturas Jesús es la Palabra que se hace escuchar, y en la eucaristía Jesús es la Palabra que se hace visible, que podemos tocar y podemos comer. Jesús deja de hablarnos a los oídos, pero se comunica con nosotros a través de la vista y del tacto. Es la misma Palabra con distinto lenguaje.
Entonces, no hay que pensar que las lecturas tienen menos importancia que la comunión. Son dos modos diferentes que tiene Jesús de alimentarnos, y los dos son necesarios. Si abriéramos más el corazón a la Palabra, eso nos prepararía para que la comunión pueda producir mejores frutos en nuestra vida, ya que "la mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarístico" (DD 42). Porque la eucaristía es el sacramento de nuestra fe, pero la fe necesita de la Palabra de Dios: "¿Cómo creerán si nadie les anuncia?" (Rom 10, 14).
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El Salmo Después de la primera lectura se canta o se proclama un Salmo, repitiendo un estribillo entre las estrofas. Sabemos que desde los comienzos los cristianos usaban los Salmos en la oración litúrgica, como una herencia del pueblo judío. En el siglo IV san Agustín predicaba muchas veces sobre los Salmos o sobre el estribillo que se cantaba en la misa entre las estrofas del Salmo. Una vez san Juan Crisóstomo se detuvo a predicar sobre ese estribillo. Dijo algo muy interesante: "No cantemos la respuesta con rutina; mejor tomémosla como bastón de viaje... Recuérdala con interés y entonces será para ti de gran consuelo. Yo los exhorto a no salir de aquí con las manos vacías, sino a recoger esas respuestas como perlas, para que las guarden siempre, las mediten, y las canten a sus amigos".29
Es importante recordar que el Salmo no es cualquier poesía, sino que es Palabra de Dios, con el mismo valor de las demás lecturas bíblicas. El estribillo que repiten los fieles 29
S. Juán Crisóstomo, Comentario al salmo 41: PG 55, 156-166.
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es como una respuesta a la Palabra de Dios, y así se establece un diálogo entre Dios y su pueblo en oración.
El Aleluya "Aleluya" es una palabra hebrea que significa: " ¡Alaben a Yahvé!". Es una aclamación para alabar a Dios con gozo porque Jesús nos va a dirigir la Palabra. Por ser una alabanza, nos ayuda a tomar consciencia de que celebramos el evangelio y no simplemente lo leemos y lo escuchamos. En Apoc 19, 1-4 vemos que el Aleluya es una alabanza celestial. Se omite durante la Cuaresma.
La proclamación del Evangelio Es importante advertir que al evangelio se le da mayor importancia que a las demás lecturas, porque Dios nos ha hablado sobre todo a través de su Hijo Jesús (Heb 1, 15), y en el evangelio está lo que Jesús hizo y enseñó. Por eso, antes de leer el evangelio hay un rito especial: nos ponemos de pie, cantamos el Aleluya, se hace un saludo, la señal de la cruz, y algunas veces se le echa incienso. Lo
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proclama el sacerdote o el diácono pidiendo la bendición antes de dirigirse al ambón. Al terminar la proclamación del evangelio se dice: "Palabra del Señor", y todos respondemos con una hermosa alabanza dirigida a Jesús: "Gloria a ti Señor Jesús". Quiere decir que tenemos consciencia de que es Jesús el que nos ha dirigido la Palabra, y por eso lo alabamos.
El beso al Evangelio Cuando se termina de leer el evangelio, se le da un beso. Es un gesto de cariño hacia Jesús, que nos ha dirigido la Palabra. Tengamos en cuenta que no es una simple formalidad. Tiene el mismo sentido de afecto que el beso que le damos a un amigo del alma o a cualquier ser querido. Es un beso a Jesús que nos ha regalado su Palabra.
La homilía Dice san Pablo que "la fe viene de la predicación, y la predicación por la Palabra de Cristo" (Rom 10, 17). Es cierto que la homilía no es lo más importante. El centro de esta parte de la misa
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son las lecturas, y sobre todo la proclamación del evangelio. La homilía está el servicio de esa Palabra de Dios, para ayudarnos a actualizar su mensaje y aplicarlo a nuestras vidas. Es cierto que hay sacerdotes con más carisma y capacidad para predicar. Pero también es cierto que los efectos de la homilía dependen en parte de nuestra disposición. Si escuchamos con prejuicios contra el sacerdote, esa homilía sólo será un mal momento y no sacaremos nada bueno para nuestras vidas. No olvidemos que la homilía no es una charla espiritual, sino una parte de la celebración litúrgica. Por eso también es un misterio, como toda la Liturgia. Más allá de lo que entendamos, más allá de nuestros gustos, más allá de nuestra sensibilidad, más allá de las ideas que podamos compartir o no, el Espíritu Santo quiere tocar nuestros corazones en medio de la homilía. Por eso a veces sucede que el sacerdote dice algo que a él mismo le parece secundario, pero eso puede llegar a cambiarnos la vida. Hay que vivir con fe este momento de la celebración, e intentar abrir el corazón. Dios obra más allá de la inteligencia, la capacidad, la profundidad, la habilidad o la simpatía del sacerdote que predica.
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El Credo No se dice todos los días, sino los domingos y las solemnidades. Es la confesión pública de la fe, que hacemos como cristianos. Son las grandes verdades de nuestra fe. Porque la fe cristiana también contiene otras verdades secundarias, pero el corazón de lo que creemos está en el Credo. Es una confesión solemne, pública, comunitaria. Deberíamos hacerla con el gozo de sentir que no estamos solos en nuestra fe, que los demás hermanos presentes comparten las mismas convicciones profundas. Eso que proclamamos es parte de nuestra identidad, es la verdad que hemos aceptado. Si otros no comparten nuestra fe los respetamos, pero nosotros estamos felices y orgullosos de tener esta fe. Proclamar el Credo no es dar una lección para mostrar que recordamos las verdades de fe; no es un ejercicio intelectual para recordar la doctrina. Al decirlo dentro de la misa, el Credo es también una celebración de nuestra fe. No es decir que aceptamos esas verdades, sino disfrutarlas, apoyamos en ellas. Por ejemplo, cuando decimos que creemos en el Espíritu Santo estamos expresando que confiamos en él, que esperamos su ayuda, que él nos da
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seguridad, paz y gozo. Cuando decimos que creemos en la vida eterna nos alegramos por ese destino feliz que nos espera. Por otra parte, esta confesión pública expresa la fe que la Palabra de Dios ha despertado (Rm 10, 17). Es una respuesta a la Palabra de Dios. Todo eso que creemos está en la Palabra de Dios. No todo está en las lecturas que acabamos de hacer en la misa, pero al decir el Credo expresamos también que aceptamos todo lo que esa Palabra contiene.
Las preces La "oración de los fieles" es una expresión que puede confundir, como si dijéramos: "hasta ahora habló el cura, ahora nos toca a nosotros. Sería muy breve la oración de los fieles si se redujera a eso. Porque toda la misa es también "oración de los fieles". En realidad las preces son una reacción de los fieles luego de alimentarse con la Palabra, sintiendo que es necesario tener presentes también a los hermanos que necesitan de nuestra oración. Abrimos el corazón para tener en cuenta a la Iglesia entera. El contenido de estas preces, más que intenciones son personas, grupos de personas.
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Entonces el "para" es más importante que el "por". Pedimos por personas que no están en la celebración, y también por los que no son cristianos. Las preces unen a la comunidad que celebra con toda la humanidad; por eso también se llaman "oración universal". No significa que la comunidad no pueda pedir por ella misma, pero lo más importante es la intercesión, que hace que la asamblea se abra a los demás: a la sociedad, a las otras comunidades, a la Iglesia universal. En la oración de los fieles se une la Iglesia local con la Iglesia universal. Alguien dijo algo muy hermoso sobre este punto: "En esta Iglesia particular, aunque esté reducida a algunos fieles, descansa el porvenir de la Iglesia, la suerte de la humanidad entera. Ella intercede ante Dios por millones de seres humanos. Dios coloca entre él y las naciones a esta comunidad cristiana. Entre él y el mundo, Dios ha colocado la intercesión de esta comunidad local".30 En las normas del libro de la misa se sugiere que el orden de las intenciones sea el siguiente: Por las necesidades de la Iglesia (el 30
L. Deiss, La celebración de la Palabra, Madrid 1992, 122.
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Papa, las misiones, los obispos, las vocaciones, etc.), por los gobernantes y la salvación de
todo el mundo (la justicia, los problemas sociales, los países que estén pasando por dificultades especiales, las autoridades del propio país, las organizaciones que trabajan por el bien común, etc.), por los oprimidos por cual-
quier necesidad (los pobres, los enfermos, los moribundos, los presos, etc.), y finalmente por la comunidad local (por los proyectos, las necesidades, las dificultades de la comunidad cristiana y del lugar donde está inserta). Debe ser siempre una oración "universal". Eso no significa que no se pueda pedir por algunas personas de la comunidad que están celebrando algo o que están pasando por dificultades. Pero lo ideal es hacerlo de tal manera que la oración no pierda su apertura universal. Por ejemplo, si se pide por un problema de la familia Pérez, conviene agregar "y por todas las familias que están pasando por dificultades". Si se pide por la salud del párroco, se agrega "y por todos los enfermos". Así respondemos a este pedido de la Palabra de Dios: "Recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por los gobernantes..." (1 Tim 2, 1-2).
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De este modo, en lugar de encerrarnos en nuestras propias necesidades, asumimos nuestra responsabilidad en la construcción del mundo y de la Iglesia. Cuando por amor nos olvidamos de nuestras propias necesidades para pedir por los demás, Dios nos bendice también a nosotros y a nuestras familias, porque Dios bendice a los que aceptan ser sus instrumentos de bendición. En estas preces, como en toda la misa, los fieles ejercen su sacerdocio. Más que en cualquier oración que hagan fuera de la misa, porque en la misa se convierten en una oración litúrgica, una oración de toda la Iglesia junto con Jesucristo. Este sacerdocio de los fieles no es el sacerdocio del ministro ordenado, que preside la eucaristía; pero es un sacerdocio real recibido en el bautismo. Por ese sacerdocio nosotros somos instrumentos de bendición para los demás, le presentamos nuestra ofrenda a Dios y rogamos por los hermanos. De hecho en la antigüedad no se permitía que participaran de esta oración los que todavía no estaban bautizados, y en este momento de la misa tenían que retirarse. Era la oración de los consagrados en el bautismo. Las preces son una oración de intercesión, porque pedimos más por los demás que por
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nosotros mismos. Por eso tienen un gran valor. Son un acto de fe, porque expresamos la confianza en Dios, que puede hacer algo por el mundo. Pero al mismo tiempo son un acto de amor al prójimo. Para que de verdad sea así, tendríamos que tratar de abrir el corazón a los demás y dejar que se despierte el cariño y la compasión por las necesidades ajenas. Al terminar las preces, los fieles cierran la Liturgia de la Palabra con un "amén".
3. LITURGIA DE LA EUCARISTÍA Aquí se produce otro movimiento importante. La atención ya no se concentra en el ambón sino en el altar. El sacerdote se dirige al altar y se acercan las ofrendas. Todo este movimiento indica que comenzamos la Liturgia de la eucaristía, la segunda de las dos grandes partes de la misa.
La presentación de las ofrendas La presentación del pan y del vino no es la gran ofrenda de la misa. La gran ofrenda de la misa es Jesús que se ofrece al Padre, y nosotros junto con él, a partir de la consagración. Pero esta presentación del pan y del vino nos
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sirve como símbolo de la ofrenda a Dios y nos estimula a prepararnos para ofrecernos junto con Cristo cuando él se haga presente en el altar. En esta presentación, al entregar el pan y el vino le damos a Dios algo nuestro, algo que es don suyo pero también es fruto de nuestro trabajo. Porque Dios, cuando toma la iniciativa de llamarnos, espera que respondamos ofreciéndole algo, aportando algo, como el niño que ofreció cinco panes para alimentar a la multitud (Jn 6, 9). Ya en esta presentación de las ofrendas los fieles le dicen a Dios que están dispuestos a ofrecer todo de su parte para crear un mundo mejor, para ayudar a los pobres, para construir una sociedad más justa. Esta ofrenda de nosotros mismos ya es una primera cooperación para que la eucaristía pueda cambiar el mundo a través de nosotros. Por eso el pueblo se ofrece a sí mismo (ver Rom 6, 13; 12, 1) junto con el pan y el vino para ser convertido en instrumento de unidad y de servicio: "El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que la asamblea encarística presenta por sí misma como ofrenda a Dios"
(EM II, 9b) . Conviene recordar que la gran ofrenda será a partir de la consagración, cuando Jesús
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mismo, presente en el altar, se ofrecerá al Padre. Pero no conviene aislar esta ofrenda de la vida de los fieles, porque en el sacramento todo es para los fieles y no tiene sentido sin ellos, sin su vida. Entonces, el sacerdote presenta los dones del pan y el vino, con ellos presenta también el amor, los trabajos, las esperanzas, los cansancios, los sueños y alegrías, la vida de la gente. Y luego, a partir de la consagración, esa vida con toda su riqueza se llenará de la presencia de Cristo que la iluminará y la hará fecunda. Entonces la eucaristía no sólo será el culmen, sino también la fuente de donde brota nuestra vida cristiana. Pero en esta presentación lo más importante es que se prepara la mesa del banquete. El altar se prepara colocando sobre el mantel el corporal (un trozo de tela donde luego se colocarán las ofrendas). Al lado se coloca el purificador (un paño blanco más pequeño que se utiliza para limpiar los vasos sagrados). Adelante se coloca el misal (donde están las oraciones de la misa), y al costado el cáliz, la bandejita de la hostia (patena) y las jarras con el vino y el agua. También suele haber otro copón con las hostias pequeñas para los fieles. A veces las hostias, el vino y el agua se acercan en procesión, para significar que tam-
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bien los fieles entregan las ofrendas al Señor a través del sacerdote que las recibe. Cuando no hay un canto, el sacerdote presenta las ofrendas diciendo una oración de gratitud a Dios por el pan y por el vino: "Bendito seas, Señor, Dios del universo...". El canto también debería expresar esta gratitud a Dios porque él mismo nos ha regalado esos dones que estamos presentando, que son fruto precioso de la tierra. También se expresa la gratitud por el trabajo del hombre, que cooperó para producir esos dones. Aunque el sacerdote presenta las ofrendas a Dios sobre el altar, los fieles participan de una manera muy directa cuando el sacerdote los invita a orar para que el sacrificio sea agradable a Dios. Les dice: "oren hermanos, para que este sacrificio mío y de ustedes sea agradable a Dios...". Así queda claro que los fieles realmente se unen al sacrificio de Cristo que se va a celebrar. Esta invitación también puede decir: "Oren hermanos, para que llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso". En estas palabras queda claro que los fieles llevan su vida al altar, pero que la gran ofrenda será después.
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Allí todos los fieles responden: "El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia". Con estas palabras nosotros hacemos nuestras las oraciones que el sacerdote pronuncia, y lo hacemos con una alabanza ("para alabanza y gloria de su nombre"), pidiendo que la misa nos aproveche a nosotros ("para nuestro bien") e intercediendo por los demás ("y el de toda su santa Iglesia"). ¡Cuánto decimos en unas pocas palabras! Por eso, el problema no es que las oraciones de la misa no digan cosas importantes, sino que a veces no estamos atentos o no las descubrimos. Finalmente, el sacerdote lee una breve oración, que varía en cada misa, donde se pide a Dios, por ejemplo, que reciba esa ofrenda como homenaje nuestro, o que la santifique, o que a través de ella nos purifique, o que nos fortalezca, o que nos haga más santos, etc. Los fieles responden "amén". La gotita de agua en el cáliz En la época de Jesús el vino siempre se mezclaba con un poco de agua, porque ese vino era muy fuerte. Los fabricantes no acos-
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tumbraban echarle agua, y si lo hacían eran despreciados por la gente. San Justino, ya en el siglo II, habla de "una copa de agua y vino mezclado". Y san Cipriano explicaba así el significado de este gesto: "El agua representa al pueblo y el vino a la sangre de Cristo. Cuando en el cáliz se mezcla el agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo" (Carta 63, 13). La oración que hace el sacerdote en secreto contiene un significado parecido: que así como el agua se une al vino, nuestra humanidad se una a la Divinidad de Jesús, ya que él se unió a nuestra humanidad. También simboliza la pasión de Cristo, cuando de su costado brotó sangre y agua (Jn 19, 34). Pero es mejor mantener el sentido comunitario que le daba Cipriano y decir que todos juntos, como pueblo, nos unimos a Jesús en su pasión. Después, en la consagración y en la comunión, esta unión se hará realidad más perfectamente.
La colecta Ya en los comienzos, san Justino cuenta que, en la misa, cada uno daba la cantidad de
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dinero que le parecía, "y lo recogido se entrega al presidente, y él con eso socorre a huérfanos y viudas...". Esta colecta se integra en el culto a Dios, porque expresa concretamente un signo de que queremos compartir lo que tenemos, y que estamos dispuestos a entregar lo nuestro para construir un mundo más justo: "Junto con él pan y él vino para la eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta, siempre actual se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos" (CCE 1351). A veces la fraternidad no es más que un deseo fugaz, porque después de la misa, cuando se presenta alguien pidiéndonos ayuda, es posible que nos resistamos y defendamos nuestra comodidad y nuestros bienes. La generosidad nos dura poco. Pero si ni siquiera dentro de la misa somos capaces de entregar algo de lo que tenemos, menos podremos esperar que eso suceda fuera de la misa. Es muy bueno leer detenidamente algunos textos bíblicos donde Pablo presenta muchos argumentos y motivaciones para lograr que los cristianos sean generosos en las colectas (2 Cor 8, 1-24; 9, 1-15).
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El dinero que se entrega en la colecta expresa el gesto de compartir, con el deseo de parecerse un poco a la primera comunidad cristiana, donde "no había pobres entre ellos" (Hech 4, 34).
Lavado de las manos Es un gesto muy antiguo, que ya existía en Oriente en el siglo IV. No se trata de una mera cuestión práctica, para asegurar la higiene de las manos antes de la consagración. Tiene sobre todo un sentido simbólico. En las normas para la misa se explica que "el sacerdote se lava las manos y con este rito se expresa el deseo de purificación interior" (IGMR 52). Él no preside la eucaristía porque sea una persona perfecta, sino porque es un ministro consagrado para eso; pero está sometido a la misma debilidad que todos los fieles. Con este gesto de humildad, él manifiesta que necesita de purificación como todos, y que nunca pone su confianza en su propia pureza. Mientras se lava las manos, el sacerdote dice en secreto un versículo del Salmo 50: "Lá-
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vame totalmente de mi culpa, limpia mi pecado". Es importante tener en cuenta que el sacerdote lo dice en secreto. Así evita que sea un gesto ampuloso o muy llamativo, porque es muy fácil lavarse los dedos, pero no es tan fácil reconocer un pecado concreto. Así, con este secreto, evitamos prestar demasiada atención a la persona del sacerdote, que no tiene por qué captar el interés de la asamblea. Está por comenzar la gran plegaria eucarística y es Jesús el que debe ocupar el centro. Pero ni siquiera en este momento deberíamos estar completamente pasivos. Podemos, por ejemplo, orar interiormente por el sacerdote, para que el Señor lo purifique. ¿Por qué no? De todos modos, tenemos que recordar que la misa tiene valor igualmente, aunque el sacerdote que la preside esté en pecado grave, porque Jesús va más allá de la santidad de su ministro. Algo semejante a este gesto del sacerdote es lo que hacen los fieles cuando entran al templo y se hacen la señal de la cruz en la frente con agua bendita.
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La plegaria cucarística Es la gran oración de bendición (también se llama "anáfora"). Es el centro de toda la celebración. Hay distintas plegarias eucarísticas, y el sacerdote no siempre usa la misma; por eso podemos encontrar algunas diferencias entre una misa y otra. Una de estas plegarias es del siglo III, hecha por san Hipólito. Otras fueron hechas hace pocos años. Pero todas estas plegarias están formadas por seis partes: a) El prefacio, que es una acción de gracias y alabanza que comienza con el saludo del sacerdote ("el Señor esté con ustedes") y termina con el "Santo, Santo, Santo". b) La epíclesis, que es la invocación del Espíritu Santo sobre el pan y el vino. c) El relato de la institución de la eucaristía, donde se consagran el pan y el vino. d) La anamnesis (memoria), donde se recuerda la Pascua de Jesús. e) Las oraciones de intercesión: por el papa, los obispos, los difuntos. f) La alabanza final y el gran amén de la asamblea.
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Casi toda esta plegaria -menos el momento de la consagración- se hace de pie, ya que esa es la postura más importante de las celebraciones litúrgicas. Expresa que la oración que se está haciendo no es sólo del sacerdote, sino de todos. Si el sacerdote la leyera de pie y todos los demás estuvieran sentados, parecería que sólo el cura está haciendo la oración y los demás somos espectadores. Estamos todos de pie porque es nuestra plegaria, para celebrar al Señor resucitado. Puede suceder que esta plegaria se me haga un poco larga, o que me distraiga un poco. Pero es importante que intente escucharla y hacerla mía, tratando de captar el sentido de las palabras y de valorar lo que dice. Ya que tengo que estar una hora en el templo, hasta que acabe la misa, lo mejor será que no pierda esa hora inútilmente, sino que trate de introducirme profundamente en la misa para unirme a los demás en la súplica, alabar a Dios, y recibir las bendiciones que el Señor quiere derramar en mi vida. Dentro de las grandes partes de la plegaria eucarística hay diversas oraciones, que veremos a continuación. El orden entre esas oraciones tiene pequeñas variantes entre las distintas plegarias eucarísticas, pero básicamente es el que presentamos a continuación.
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El diálogo entre el sacerdote y el pueblo Al comienzo de esta gran plegaria hay un diálogo entre el sacerdote y los fieles, que representa el diálogo de Jesús con su Iglesia. Empieza con el saludo: "El Señor esté con ustedes". Luego hay dos invitaciones, a levantar el corazón y a dar gracias a Dios. Allí es muy importante que las respuestas de los fieles sean sentidas y sinceras, y no una repetición mecánica, porque ese diálogo tiene la finalidad de que nos preparemos y le demos una especial importancia a la plegaria que comienza. Cuando se nos invita a levantar el corazón y respondemos que "lo tenemos levantado hacia el Señor", al menos deberíamos intentar que eso sea cierto, tratar de salir de nuestras distracciones, de nuestros recuerdos y pensamientos, para elevar nuestro corazón al Señor. Y cuando se nos invita a dar gracias al Señor respondemos que "es justo y necesario"; pero para decir eso tenemos que estar convencidos de que vale la pena dar gracias al Señor, de que eso realmente es justo, de que Dios merece que nos detengamos un momento a darle gracias porque todo lo que somos y tenemos es un regalo de su amor.
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Ya que en todas las Misas se repite este diálogo, es bueno que intentemos descubrir su sentido y dejemos de repetirlo como los loros.
El prefacio Inmediatamente el sacerdote dice una oración que termina con el "Santo". En esta oración, al comienzo se insiste que es justo y necesario alabar y dar gracias a Dios Padre "siempre y en todo lugar". De este modo se nos da a entender que esta acción de gracias de la misa debe continuar en toda nuestra vida. Dios merece que le demos gracias constantemente, y no sólo en el templo. Porque, en realidad, a alguien que no está habituada a darle gracias a Dios permanentemente, le costará ser espontáneo y sincero cuando se da gracias a Dios en la misa. Luego de estas palabras, hay un párrafo que nos recuerda alguna verdad de nuestra fe o algo que estamos celebrando. Veamos algunos ejemplos: "El cual (Jesús) después de subir al cielo, donde está sentado a tu derecha, derramó en tus hijos adoptivos el Espíritu Santo prometido" (prefacio
del Espíritu Santo).
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"Por medio de tu Hijo muy amado creaste al hombre, y también por él, con inmensa bondad, lo redimiste" (prefacio común III). "Él es la salvación del mundo, la Vida de los hombres y la Resurrección de los muertos" (prefa-
cio de difuntos III). Esto varía de acuerdo a la misa que se celebra, si es en Cuaresma, o si es en Navidad, o si hay una fiesta especial, etc. Además, este prefacio es algo variable, y el sacerdote puede usar en cada misa uno diferente. Finalmente hay una introducción al "Santo", que nos invita a adorar a Dios junto con los ángeles del cielo.
El Santo El himno celestial, que cantan eternamente los ángeles y los santos en la felicidad y la luz de la gloria de Dios, es el mismo himno que cantamos juntos en la misa. Nos unimos al mismo canto celestial de los ángeles, que es como "el ruido de una muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos" (Apoc 19, 6). Más allá de nuestro estado de ánimo o de la perfección del canto, aunque no haya una guitarra ni un órgano, verdaderamente nos
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unimos al canto del cielo, entramos en otro nivel. Realmente se abre para nosotros el cielo, porque se hará presente el mismo Jesús sobre el altar y habrá "ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre" (Jn 1,51). En el altar se une la tierra con el cielo, y nosotros estamos allí. La comunidad es como la esposa que canta, abriendo el corazón al esposo que llega al altar con toda su gloria. Aunque lo que ven nuestros ojos es muy simple y discreto, verdaderamente sucede algo sobrenatural. Pero más que pensar en los ángeles tenemos que adorar profundamente a Dios, porque sólo él es el "Santo, Santo, Santo". Y "el que viene en el nombre del Señor" es Jesús que está por hacerse presente en el altar. La primera parte del "Santo" está tomada de Is 6, 3. La segunda parte está tomada de Mt 21,9.
Epíclesis El Espíritu Santo está presente durante toda la misa. Las oraciones de la misa normalmente terminan diciendo: "en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos".
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Pero hay un momento de la misa donde se destaca la acción del Espíritu Santo. Es en la consagración, donde la acción del Espíritu Santo transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Por eso, antes de la consagración hay una oración donde se invoca al Espíritu Santo, para que venga a realizar su obra. Esa oración se llama "epíclesis". Más allá de las explicaciones que se puedan dar de esta acción del Espíritu Santo, la Iglesia siempre creyó, y así lo expresa en la Liturgia, que la consagración es especialmente obra del Espíritu Santo. Vemos entonces que no son sólo las palabras de la consagración las que realizan la transformación del pan en Jesús. Allí se realiza la transformación porque la Iglesia le ha pedido al Espíritu Santo que la realice. Él da a las palabras de Jesús toda su eficacia. Nadie más que el Espíritu Santo puede hacer la obra sublime que se va a realizar: transformar los dones terrenos en la presencia del mismo Jesús resucitado. En esta parte de la celebración nos ponemos de rodillas como gesto de adoración y de humildad.
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Los gestos del relato de la institución Hay gestos que Jesús realiza a través del sacerdote y que hay que seguir con mucha atención: toma el pan, lo bendice, lo parte, lo entrega invitando a comerlo. Luego toma la copa, la bendice, y la pasa a sus discípulos invitando a bebería. En las palabras de la consagración el sacerdote es tomado por Cristo de un modo especial. Si en otras partes de la misa el sacerdote representa a la comunidad ante Dios, ahora representa muy especialmente a Jesús ante la comunidad, de manera que Jesús mismo se ofrece a sus fieles: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo". Este es el centro de la eucaristía. Nosotros nos integraremos luego con el gesto de acercamos a recibir la comunión que Jesús nos ha ofrecido. Nos acercaremos porque él nos ha invitado: "Tomen y coman".
Aclamación después de la consagración Apenas termina la consagración, el sacerdote dice: "Este es el misterio de nuestra fe".
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Todos respondemos: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús". Así reconocemos el misterio que se hace presente: la muerte y resurrección del Señor; pero al mismo tiempo nos abrimos al futuro de la esperanza pidiendo a Jesús que venga a traer plenamente su Reino, porque reconocemos que este mundo es imperfecto, lleno de miseria, y necesita ser plenamente restaurado. De hecho, en el relato de la institución de la eucaristía que nos presenta Lucas, Jesús dice que volverá a beber el vino "cuando venga el Reino de Dios" (Lc 22, 18). La eucaristía no debe perder esa tensión hacia el futuro que se nos ha prometido. Lo que hizo Jesús en la Pascua todavía no ha transformado el universo, pero su presencia en la eucaristía nos trae la fuerza para que construyamos un mundo mejor y preparemos el Reino que debe venir. Solos no podemos cambiar este mundo; por eso le decimos: "¡Ven Señor Jesús!", como clamaban los primeros cristianos (Apoc 22, 17-20; 1 Cor 16, 22). Es como si dijéramos: "Ven, que te necesitamos, que sin ti este mundo se desarma, que sin ti todo es débil y vacío en esta tierra" Por eso, inevitablemente, esta invocación se
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convierte en un deseo de recibir la comunión, como diciéndole a ese Jesús que está sobre el altar: "¡Ven Señor Jesús!". Luego iremos caminando a recibirlo, pero en realidad es él quien viene a nosotros respondiendo a nuestra súplica. Lo hará en cada misa hasta que regrese glorioso al fin del mundo. Esta oración también puede decirse con otras palabras semejantes; por ejemplo: "Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte Señor, hasta que vuelvas". Vemos que también en esas palabras hablamos de la muerte y del retorno de Jesús al mismo tiempo.
Anamnesis y ofrenda Después que el pueblo realiza esta aclamación, el sacerdote también hace una breve oración que se llama "memoria" (anamnesis), que recuerda lo que el Señor ha hecho por nosotros. Como las grandes bendiciones judías de la comida, además de la alabanza a Dios y la súplica, en la plegaria eucarística se incluye necesariamente una memoria de las maravillas del Señor. Aquí se recuerda la muerte y la resurrección de Jesús y se le ofrece al Padre el cuerpo
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y la sangre del Señor. De este modo se recuerda nuevamente que en la misa se hace presente ese misterio de la Pascua. Esta insistencia debe invitarnos a tomar consciencia de lo que estamos celebrando, para que no sean palabras vacías y descubramos la inmensidad del momento que estamos viviendo. Realmente nos estamos uniendo a la muerte y a la resurrección de Jesús, estamos pasando con él de la muerte a la vida. No estamos recordando hechos del pasado, sino que, de una manera que nosotros no podemos entender, Jesús nos hace participar de su muerte y su resurrección. Por eso todos, junto con el sacerdote, ofrecemos al Padre a Jesús que se entrega en la muerte y que resucita glorioso. Esa es la mejor ofrenda que podemos entregar al Padre Dios. Es una ofrenda de valor infinito, porque estamos entregando al mismo Hijo de Dios muerto y resucitado. Por eso la misa es el acto de culto más perfecto, y la adoración más valiosa que podemos dirigir a Dios. En realidad, esta oración de ofrenda es mucho más importante que el pan y el vino que se presentan antes de la consagración, porque ahora está Cristo realmente presente sobre el altar, y nosotros ofrecemos al Padre Dios algo más que pan y vivo; le ofrecemos a
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su propio Hijo hecho hombre y resucitado, y nosotros nos ofrecemos con él, íntimamente unidos (ver Rom 6, 13; 12, 1). Es cierto que en el momento de la consagración sólo el sacerdote representa a Cristo; pero después de la consagración no es sólo el sacerdote quien ofrece a Jesús al Padre, sino que todos junto con él realizamos este culto maravilloso. El Papa Pío XII explicaba que los fieles "ofrecen el sacrificio no sólo por las manos del sacerdote, sino también juntamente con él, y con esta participación también esta ofrenda hecha por el pueblo cae dentro del culto litúrgico" (MD II, 2, a).
Invocación del Espíritu Santo sobre la asamblea Si antes de la consagración suele haber una invocación del Espíritu Santo para que convierta el pan y el vino en Jesús, después de la consagración se lo vuelve a invocar, pero para que realice otra obra muy importante: la unidad de los hermanos. Porque la eucaristía es el sacramento de la unidad. Esta segunda epíclesis se realiza con distintas palabras en las diversas plegarias. Por ejemplo:
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"Te rogamos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo" (plegaria ii). "...llenos de su Espíritu lleguemos a ser en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu" (plegaria
ni). ".. .que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo..." (plegaria IV).
Esta invocación al Espíritu completa la epíclesis que se realizó antes de la consagración, porque "la transformación de los dones se ordena a la transformación de la asamblea".31 Es muy comprensible que exista esta invocación, porque así se destaca que el efecto principal de la eucaristía es la comunión fraterna, y esta oración expresa el deseo de la Iglesia de que realmente la eucaristía pueda producir ese efecto de unidad.
Oraciones de intercesión Nos unimos a toda la Iglesia, universal y local, pidiendo por el Papa, por el Obispo 31
M. Expósito, Conocer y celebrar la Eucaristía, Barcelona 2001, 304.
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local y sus sacerdotes. Luego nos unimos a todos los hermanos que ya murieron y pedimos por los difuntos. Al pedir por los difuntos rogamos que también nosotros, algún día, podamos alcanzar la vida eterna. Pero hay que descubrir que esta súplica también tiene un sentido comunitario: pedimos "compartir la vida eterna" con María, los apóstoles y todos los santos, porque el cielo también es una fiesta comunitaria. Todas estas súplicas deben ser una expresión de amor fraterno y de comunión; por eso deberíamos escucharlas tratando de despertar sentimientos de afecto hacia el Papa y la Iglesia en toda la tierra, y también hacia la propia diócesis, representada en el Obispo local. Este sentido universal y local al mismo tiempo debe caracterizar a todo cristiano. Porque todo creyente tiene el corazón abierto al mundo entero, pero sin ser un resentido con su propia tierra.
Alabanza final Una vez terminadas las oraciones de intercesión, el sacerdote toma el Cuerpo y la Sangre de Jesús y los eleva para completar esta ofrenda de Jesús para alabanza del Padre. Esta es la máxima elevación que se realiza en la
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misa. Por lo tanto, no corresponde mirar al piso, sino contemplar lo que estamos ofreciendo: el mismo Jesús que se entrega. En esta elevación, el sacerdote dice: "Por él, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos". Es importante reconocer que el sacerdote dice "con él", y así expresa que todos nos ofrecemos al Padre Dios junto con Cristo. Al ofrecernos con él, le ofrecemos al Padre toda nuestra vida. Esto nos ayuda a descubrir que la eucaristía es el culmen de la vida cristiana, como si fuera la cima de la montaña donde vamos a llevar toda nuestra existencia para ofrecerla a Dios.
El gran amén Aquí los fieles dicen un "amén" que es muy importante, porque cierra la plegaria eucarística. Debería ser como un trueno que resuena, un acto de fe concentrado. San Jerónimo decía que este amén retumbaba como un trueno en los templos.32 Y con este amén el pueblo completa la ofrenda que se está haciendo al Padre Dios. 32
S. Jerónimo, In Gal 1, 2,
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Decíamos atrás que todo el pueblo, junto con el sacerdote, ofrece al Padre a su Hijo presente en el altar. Y al ofrecer a Cristo, el pueblo también se ofrece a sí mismo. Decía san Agustín que "en la ofrenda que presenta a Dios, la Iglesia se ofrece a sí misma".33
De hecho, el sacerdote acaba de decir "por Cristo, con él y en él". Esa ofrenda culmina aquí, con este amén rotundo, firme, consciente, como diciendo: "Sí Padre Dios, nosotros te ofrecemos a tu Hijo Jesús, y junto con él nos ofrecemos a ti". El otro amén muy importante será el que cada uno dirá en el momento de la comunión. Pero aunque después yo no comulgue, mi participación en este primer amén justifica mi participación en la misa. Decía san Agustín: "El amén es la firma de ustedes, el consentimiento y el compromiso que asumen".34 Con este amén termina la plegaria eucarística.
Preparación para la comunión En la antigüedad, una vez terminada esta plegaria, la gente iba directamente a comul33 34
S. Agustín, La ciudad de Dios X, 6. S. Agustín, Contra Pelag, 3.
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gar. Ahora hay varios ritos preparatorios que nos ayudan a recibir la comunión mejor dispuestos. Pero si se hacen mecánicamente, estos ritos no sirven demasiado como preparación. Por eso nos detendremos en ellos a continuación, para comprender mejor cuál es su función y vivirlos más profundamente. Rezar juntos el Padrenuestro, darnos el saludo de la paz, y contemplar el pan que se parte para todos, son tres gestos que ayudan a abrir el corazón a los hermanos, a sentirse comunidad, a recordar que Dios no nos hizo para estar solos y separados. De esta manera la Iglesia nos ayuda a reconocer que no podemos recibir la eucaristía con el corazón cerrado a los hermanos, si queremos que realmente produzca frutos en nuestra vida. Si el gran mandamiento del Señor es el amor fraterno, entonces la mejor manera de prepararse para recibirlo a él, es abrirse a los hermanos. Cuando la Palabra de Dios dice que si uno no ama al prójimo que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve (cf. Juan 4, 20) establece una ley fundamental del camino cristiano. En el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para nosotros: "Lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hicieron a mí" (Mt 25, 40).
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Recordemos que en Mt 25, 31-46 el único criterio que se presenta para saber si uno está o no en el camino de la salvación son las actitudes concretas ante el hermano necesitado; es esto lo que decide si somos "benditos" o "malditos" del Padre. En la Biblia resuenan también estas preguntas y respuestas: ¿quién es el que está en la luz?: "el que ama a su hermano"; ¿quién no tropieza?: "el que ama a su hermano"(l Jn 2, 10); ¿quién ha pasado de la muerte a la vida?: "el que ama a su hermano" (1 Jn 3,14). Es evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, lo que Dios nos pide, nos presentan la ley del amor al prójimo: "Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley... De modo que amar es cumplir la ley entera (Rom 13, 8-10). "Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5, 14). Podemos considerar todavía otros textos que no siempre son tomados en serio: "Con la misma medida con la que traten a los otros los tratará Dios" (Mt 7, 2). "Sean compasivos como el Padre de ustedes es compasivo. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados; den y se les dará; recibirán una medida buena... desbordante. Con la
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misma medida que usen para los demás los medirá Dios" (Le 6, 36-38). "Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia" (Mt 5, 7). La misericordia con los hermanos sale triunfante en el juicio divino: "Hablen y actúen como corresponde a quienes serán juzgados por la ley de libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa en el juicio" (Sant 2,12-13). "Tengan ardiente caridad unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados" (1 Pe 4, 8). El Catecismo recoge esta convicción diciendo que "toda la ley evangélica está contenida en el mandamiento nuevo de Jesús (Jn 15, 34): amarnos los unos a los otros como él nos ha amado" (CCE 1970b). Por eso, la mejor preparación para recibir la comunión es intentar abrir el corazón a los hermanos. A eso nos ayuda especialmente rezar juntos el Padrenuestro (la oración de los hermanos) y darnos el saludo de la paz.
El Padrenuestro Cuando decimos Padre "nuestro" nos vemos obligados a reconocer a los hermanos.
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Somos los hijos del mismo Padre que rezamos juntos, y el Padre ama ver a sus hijos unidos. Pero además le pedimos que nos perdone así como nosotros perdonamos a los demás,
y de esta manera nos sentimos comprometidos a buscar el perdón. Además de este sentido fraterno, el Padrenuestro tiene un profundo sentido religioso, porque expresamos nuestra fe común llena de amor y de confianza en el mismo Padre Dios. Le pedimos que su Nombre sea santificado, es decir, que el mundo se abra a su amor, que lo respeten, que lo alaben, porque ese es nuestro deseo. También le pedimos que venga su Reino, porque queremos que este mundo sea completamente transformado en la segunda venida de Jesús; pero esperamos que ese Reino se vaya anticipando cada día entre nosotros. Luego le pedimos que en esta tierra se cumpla su voluntad así como sucede en el cielo, donde nadie hace nada que desagrade al Padre. Después le pedimos el pan "de cada día". No le pedimos aquí la abundancia, ni pretendemos muchas cosas; sólo el pan de cada día, necesario para sobrevivir. Después le decimos que esperamos que nos perdone así como nosotros perdonamos a los demás, para que se despierte el deseo de perdonar a todos. Además le rogamos que nos auxilie para no caer
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en la tentación, porque reconocemos humildemente que solos no podemos vencerla. Finalmente, le decimos que nos libre del mal, y
aquí la Iglesia interpreta que nos referimos a todo tipo de males. Así se expresa en la oración que hace el sacerdote a continuación.
Líbranos Señor Apenas termina el Padrenuestro, el sacerdote dice la siguiente oración: "Líbranos de todos los males Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo".
Esta oración retoma el final del Padrenuestro: "líbranos del mal". Hacemos esta súplica porque somos débiles, inseguros, temerosos, y muchas veces perdemos la paz por tantas preocupaciones. Una de las cosas que nos quitan la felicidad es el temor a lo que nos pueda suceder a nosotros o a nuestros seres queridos. Pero en esta oración comunitaria pedimos por todos los presentes. Le rogamos que nos libre a todos los presentes de todo tipo de males.
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La asamblea, confiada en la protección de Dios, responde con una alabanza: "Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor".
El saludo de la paz Este saludo se repite en cada misa, y eso no es mera rutina, ya que permanentemente tenemos que recordar el llamado a la fraternidad, especialmente antes de comulgar. Porque la preparación para la comunión no consiste sólo en pensamientos o reflexiones íntimas, sino también en gestos fraternos. Dice la Palabra de Dios que "quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve""(l Jn 4, 20). Por eso, si el hermano que está a mi lado me resulta indiferente, y prefiero que no me moleste, tengo que preguntarme si mi corazón está realmente abierto a Dios. ¿No será que mis oraciones no son más que un modo de contemplarme a mí mismo? ¿No estoy cayendo en un retraimiento hosco y antisocial? En esta época, donde las personas cuidan demasiado su privacidad, y no quieren que los demás molesten o perturben su descanso, es posible que tomemos la misa como un "momento de
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paz", y nos moleste tener que salir de nuestra comodidad para saludar a otros. Ya en el siglo II existía este saludo en la misa, y siempre existió de una o de otra manera. Pero desde el siglo XI en adelante se fue reduciendo a los sacerdotes, que se saludaban entre ellos, o sólo se hacía en algunas fiestas más importantes. Gracias a Dios, la Iglesia ha recuperado este gesto. En la antigüedad se llamaba "el beso de la paz", respondiendo al pedido de san Pablo: "Salúdense los unos a los otros con el beso santo" (Rom 16, 16; 1 Cor 16, 20; 2 Cor 13, 12). También lo pide otro texto: "Salúdense unos a otros con el beso de amor" (1 Pe 5, 14). San Justino, cuando explica la misa en el año 150, dice que este no era un saludo cualquiera, sino un beso: "Nos damos mutuamente el beso de la paz". Es cierto que puede ser sólo un apretón de manos, pero el beso es mejor signo de cercanía, de afecto fraterno, y puede expresar esa capacidad de superar las barreras de la indiferencia para ser un solo cuerpo. Quizás nos cueste dar un beso por timidez, pero también puede ser porque creemos que los demás no son dignos de nuestro afecto y de nuestro cariño, porque en el fondo no aceptamos el ideal fraterno que nos propone Jesús. Puede
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ser una forma de individualismo y desprecio de los demás, como diciendo: ¿quiénes son ellos para que yo tenga que sonreírles o darles afecto? En el mundo consumista de hoy es fácil que sólo nos guste besar a las personas bellas y atractivas, y es común el desprecio a los viejos y a los feos. Pero todos somos hermanos y nadie es indigno de mi saludo; todo ser humano tiene una inmensa nobleza que yo puedo reconocer con un beso. Valdría la pena, algunas veces, recordar el beso que dio san Francisco de Asís al leproso. Este saludo tiene mucho sentido allí donde se hace, después del Padrenuestro, ya que después de dirigirnos al Padre común nos reconocemos hermanos. ¿Por qué se le llama saludo "de la paz"? Esta paz implica perdón y reconciliación. Pero también nos recuerda aquellas palabras de Jesús: "Mi paz les dejo, mi paz les doy" (Jn 14, 27). De hecho, antes de darnos el saludo de la paz, el sacerdote dice una oración que une esas palabras de Jesús con este saludo de paz y de unidad: "Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: la paz les dejo, mi paz les doy, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y
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conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad". Esa paz no es entonces un estado interior de calma, sino la paz entre nosotros, la comunión fraterna. Pero es una paz que no podemos lograr sin Jesús. Ese Jesús que está sobre el altar es la fuente de la paz. Por eso él dijo: "Mi paz les dejo, mi paz les doy". Si antes de comulgar descubrimos la necesidad de reconciliarnos con alguien, para poder comulgar deberíamos tener al menos algún propósito de reconciliación. Así intentaremos ser fieles al pedido de Jesús en el evangelio, de reconciliarnos antes de acercarnos al altar (Mt 5, 23-24). También escucharemos la advertencia de san Pablo de no recibir indignamente el cuerpo del Señor por no formar un solo cuerpo con los demás (ver 1 Cor 11, 18.27-29). No podemos comulgar con el Señor si al menos no deseamos comulgar con todos los hermanos. Pues bien, en el saludo de la paz yo expreso ese deseo sincero de buscar la reconciliación. Esa persona que está a mi lado representa a todos los hermanos con los que tengo que reconciliarme, y al darle el beso de la paz es como si se lo diera a esos hermanos.
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Sin embargo, esa persona que está a mi lado no es sólo eso, no es una excusa para que yo arregle mis asuntos. Esa persona que está a mi lado es muy importante, y merece que yo le desee lo mejor. Es más, si yo no soy capaz de salir de mí mismo para prestarle atención a esa persona concreta, tampoco podré cumplir mis buenos propósitos de fraternidad. Por eso es importante recordar que el saludo de la paz, en la época de Jesús, era como una bendición, era desearle al otro todo lo que necesita. La palabra paz (shalóm) incluía todo lo que a una persona le hace falta para pasarla bien. Por eso, este saludo era como decirle: "Que todo te vaya muy bien". Eso también debo pensar y sentir yo cuando le digo al hermano: "La paz esté contigo".
Partir el pan Sabemos que los primeros cristianos le llamaban "fracción del pan" o "partición del pan" a la eucaristía. Los creyentes se reunían para "partir el pan" (Hech 2, 42. 46; 20, 7.11). El sacerdote parte la hostia grande antes de comulgar, y así repite el gesto de Jesús que partió el pan para repartirlo a sus discípulos.
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Este signo también tiene un profundo sentido fraterno. Nos recuerda el sentido comunitario de la eucaristía: todos compartimos el mismo pan. Así lo explican de hecho las normas para la misa: "Por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles" (IGMR 48), porque se parte el pan y todos comeremos de ese mismo pan (ver 1 Cor 10, 17). Es "el signo de unidad de todos en un solo pan y de la caridad, por el hecho de que un solo pan se distribuye entre hermanos" IGMR 283). La misa está impregnada por este sentido de unidad fraterna. Sin embargo, es muy común que cada uno vaya a "hacer su misa", olvidándose de los hermanos. Por eso siempre se dio mucha importancia a este pequeño rito, y al verlo, deberíamos recordar una vez más el sentido comunitario del banquete que estamos celebrando. El trozo de pan que se coloca en el cáliz Este gesto de colocar un trocito de pan en el cáliz simboliza nuestra unión con las demás comunidades que hacen lo mismo. Es como si en el cáliz nos uniéramos todos. Nos recuerda que con esta celebración nos unimos
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a todos los hermanos de la tierra que celebran la misma misa. Por eso, este gesto está unido a la fracción del pan, recibiendo de ella ese significado de comunión: no nos unimos sólo entre nosotros, que estamos aquí presentes, sino también con las demás comunidades de toda la Iglesia. Este gesto tiene también otro significado: Nos recuerda que Jesús es uno sólo. Por un lado vemos su cuerpo y por otro su sangre; y eso nos recuerda su sacrificio, su sangre derramada por nosotros. Pero al unir un pedazo de la hostia con la sangre del cáliz recordamos que Jesús está entero y vivo.
Cordero de Dios Mientras se parte la hostia, todos miramos hacia el altar y le decimos a Jesús: "Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros..." Así lo había presentado Juan el Bautista a Jesús: "Este es el Cordero de Dios" (Jn 1, 29. 36). Y así lo contempla el Apocalipsis (Apoc 5,6.8.12). Esta oración también nos recuerda el sentido de sacrificio de la misa, para que descubramos que vamos a comer al mismo que se
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entregó por nosotros en la cruz: "Me amó y se entregó por mí" (Gal 2, ¿0). Pero esto debe ser una fiesta, porque nosotros somos "los invitados al banquete de las bodas del Cordero" (Apoc 19, 9).
Exposición de la hostia y oración humilde Después de un instante para orar en silencio, Jesús es elevado, es mostrado a los fieles. Si al final de la plegaria eucarística fue elevado para ofrecerlo al Padre, ahora es elevado para ofrecerlo a los fieles, de manera que pongan los ojos sólo en él. Ese es realmente Jesús, no un pedazo de pan. El sacerdote dice al final: "dichosos los invitados a la cena del Señor". Verdaderamente deberíamos sentirnos dichosos porque vamos a recibir la fuente misma de la felicidad. Al decir "la cena del Señor" nos lleva a desear la vida eterna, el banquete del cielo, pero al mismo tiempo nos invita a recordar que el cielo se anticipa en la misa que estamos celebrando y en la comunión que vamos a recibir. Esta invitación debería despertar el gozo, la dicha, la alegría interior por lo que vamos a recibir.
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Cuando el sacerdote presenta a Jesús, al contemplarlo se despierta todavía más el deseo de recibirlo. Los fíeles, contemplándolo, reconocen que ellos no han comprado el derecho de recibirlo, que es un regalo demasiado grande como para sentirse dignos. Por eso todos, desde el Papa hasta el más simple cristiano, dicen: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa". Si nos creyéramos dignos es porque todavía no somos capaces de reconocer el valor infinito de lo que vamos a recibir. Advirtamos que esta oración se hace en singular: "yo no soy digno", mientras en el resto de la misa siempre oramos en plural: "nosotros". Esto nos invita a descubrir que el momento de la comunión, que completa el banquete, es profundamente personal. La misa es esencialmente comunitaria, pero eso no significa que no debamos tener un encuentro personalísimo con el Señor en la comunión.
Comunión Finalmente llega el momento de la comunión, donde se completa el banquete eucarístico.
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Jesús va a entrar en mí y así yo voy a entrar en él. El verdadero santuario donde yo quiero entrar, más que el templo, es Jesús mismo (Jn 2, 21), es su corazón amante realmente presente en la eucaristía. Voy a recibir a alguien que me ama, y frente a mí está ese horno ardiente rebosante de amor infinito, que me atrae y me invita a más, me invita a entrar, a quemarme dulcemente en su fuego que da vida. Por eso, la adoración a Jesús en la eucaristía no puede ser un fin en sí misma. Si esa adoración es auténtica debe llevarme al deseo irresistible de la comunión, al anhelo de la unión plena que sólo puede producirse en la comunión, para asociarme a Cristo con todo lo que soy y pasar con él de la muerte a la vida. De hecho la Iglesia enseña esto con una tremenda claridad cuando explica que Jesús instituyó la eucaristía "para que se tomara como alimento espiritual".35 Y con esa misma claridad enseña que "la celebración de la eucaristía en el sacrificio de la misa es sin duda el origen y el fin del culto que se le rinde fuera de la misa" (EM 3e). Por eso pide "que los fieles, cuando veneren a Cristo presente en el 35
Concilio de Trento, Sesión 13, cap. 2.
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sacramento, recuerden que esa presencia deriva del sacrificio y tiende hacia la comunión" (EM50). Decía Santa Teresita que "Jesús baja todos los días del cielo, no para permanecer en un copón de oro, sino para encontrar otro cielo que él ama infinitamente más: el cielo de nuestra alma, hecha a imagen suya, templo de la adorable Trinidad".36 En la misa todos participamos del sacrificio que se celebra. Todos, no sólo el sacerdote. Por eso todos los que estamos bien dispuestos nos acercamos a comer la víctima viva y santa que se ofrece. Cuando hacemos la comunión en la misa, nos unimos íntimamente con Jesús, en la unión más profunda y más hermosa que puede existir. Jesús nos amó hasta el fin no sólo cuando se entregó en la cruz. Nos amó hasta el fin cuando llegó a ese extremo de hacerse comer por nosotros. Una locura que sólo a él se le podría ocurrir. En la eucaristía nos unimos con Jesús entero, con su fuerza, con su cariño, con su belleza divina, con su corazón humano y con su gloria infinita. S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, V, 9.
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A medida que lo recibimos en la eucaristía con el corazón abierto, nos vamos transformando en Jesús y nuestra unión se va haciendo más intensa y más profunda. Así, llegará un momento en que no me sentiré más solo, porque viviré siempre en esa íntima unidad con Jesús. Podré sentir que Jesús camina conmigo, respira conmigo, vive conmigo. Cada misa es la alianza con Jesús que se renueva. Ojalá cuando digamos nuestro "Amén" en la próxima comunión podamos vivir esto: Amén significa "así sea". Al decirlo, estamos expresando algo de esto: "Sí Jesús, estás aquí, te creo, y quiero unirme un poco más a tu persona. Acepto que me trasformes en ti, para que mi vida sea tuya, para que tu vida sea mía, para que estemos más unidos y nada nos separe. Amén, Señor".
Advirtamos que este amén antes de la comunión es sumamente personal; por eso lo dice cada uno, y no todos juntos, como las demás veces que se dice en la misa. En realidad, las veces que lo decimos todos juntos también es muy personal, porque la oración comunitaria no deja de ser algo personal. Pero también es necesario que cada uno diga su "amén" por separado, cuando recibe la comu-
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nión, para recordar que Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre, conoce íntimamente a cada uno, y se dirige directamente a cada uno. De ese modo, sin dejar de ser nosotros mismos, nos unimos para formar comunidad. Es importante recibir a Jesús de otro que nos da la comunión, sea en la boca o en la mano, porque así queda claro que la eucaristía no es nuestra, no es algo que nosotros fabricamos, sino que es un don que se nos entrega gratuitamente. Eso no debe hacernos sentir menos; al contrario, debe hacernos sentir amados, tenidos en cuenta, valorados. El mismo Dios viene a nosotros y se deja comer. Pero el amor infinito de Dios no se compra, no se merece, sino que se recibe como un regalo gratuito, con humildad, alegría y gratitud. Recordemos siempre que esta es una comida comunitaria, es comer con los otros. Y además en la misa comemos exactamente lo mismo: a Jesús que nos une. Por eso es importante tratar de percibir que no sólo somos tomados por Jesús en la comunión, sino que somos unidos más profundamente a los demás. Si no existe ese gusto interior de unirse a los otros, difícilmente existirá el deseo de unirse a ellos fuera de la misa.
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Por eso, deberíamos sentirnos felices de caminar junto con los demás a recibir la comunión. Hay personas que desearían que la misa fuera sólo para ellos, y no tener que hacer esta cola para comulgar. Olvidan que esa "cola" es una marcha comunitaria en un banquete de hermanos. La comunión espiritual Los bautizados que por distintas razones no puedan acercarse a recibir la comunión, participan también del sacrificio y del banquete. Por eso es importante que en el momento de la comunión se unan espiritualmente a los hermanos que comulgan. ¿Cómo?. Haciendo un acto de amor a Jesús y recibiéndolo interiormente. Es lo que se llama "comunión espiritual" Allí, frente a él, deseándolo, aunque no podamos comerlo, él ya comienza a manifestar su poder redentor: "Este sacramento tiene poder para conferir la gracia... Y es tal la eficacia de su poder, que sólo deseándolo ya recibimos la gracia que nos vivifica espiritualmente".37
Por eso, los que no reciben la comunión, con su deseo sincero pueden recibir los mis37
S. Tomás de Aquino, ST, III, 79, 1, ad 1.
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mos efectos que los hermanos que comulgan. Decía Santa Teresa de Ávila que esta comunión espiritual "es de grandísimo provecho".38
Después de la comunión Después de comulgar debería haber un profundo silencio sagrado, para que cada uno pueda dar gracias a Jesús, reconocer su presencia, descubrir su amor tan cercano, pedirle fuerzas para vivir mejor. Este es un momento personalísimo en medio de tantos signos comunitarios que tiene la misa. No significa olvidar a los demás o escapar de ellos. Estamos cómodos juntos, compartiendo ese silencio sagrado; pero dejando que el Señor se encuentre muy personalmente con cada uno. Porque lo comunitario no destruye esa identidad personal única de cada uno, esa intimidad que el Señor ha creado y donde sólo él puede llegar. Tratemos de gustarlo en el silencio. Es demasiado grande lo que recibimos como para dejar que pase desapercibido. Es bueno estar en su presencia, es dulce, es precioso descansar con él, y dejar que se S. Teresa de Ávila, Camino de Perfección, 35, 1.
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aplaquen nuestros nerviosismos, dejar que él pase su mano resucitada y llena de luz y nos devuelva la calma, y serene nuestros miedos, y nos llene de vida. Es la mejor ocasión para tener con Jesús un trato de amigos y para reclinar la cabeza sobre su pecho. Si no estamos muy despiertos ni muy fervorosos, recordemos lo que decía Santa Teresita sobre este momento: "En vez de alegrarme de mi sequedad debería atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad, debería causarme pena el dormirme desde hace siete años durante la oración y la acción de gracias. Y sin embargo, nada de eso me da pena. Pienso que los niños pequeños agradan lo mismo a sus padres dormidos que despiertos. Y pienso que los médicos, para hacer sus operaciones, duermen a los enfermos".39
No hay que distraerse con la purificación de los vasos sagrados, que no tiene ningún significado especial, ni con los movimientos de los que están junto al altar. Es mejor cerrar los ojos. Suele haber un canto; pero en este momento tan personal puedo cantarlo si lo conozco y si realmente me sirve para este encuentro con el Señor. El canto en la misa tie39
S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, VIII, 1-2.
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ne una gran fuerza comunitaria, pero en este momento cada uno tiene derecho a un breve diálogo personal con el Señor. Algunos acostumbran decir en este momento la famosa oración de san Ignacio de Loyola: "Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh buen Jesús, óyeme! Dentro de tus llagas escóndeme. No permitas que me separe de ti. Del maligno enemigo defiéndeme. En la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a ti para que con tus santos te alabe, por los siglos de los siglos. Amén".
Después del momento de silencio, el sacerdote dice "oremos". Allí todos nos ponemos de pie y oramos en silencio; y el sacerdote concluye con una oración donde generalmente se le pide a Dios que eso que acabamos de celebrar nos haga crecer y produzca muchos frutos en nuestra vida. Por ejemplo: "Señor, colmados con tan grandes dones, te pedimos que obtengamos de ellos frutos de salvación" (domingo XVI). "Señor, después de recibir los dones del santo sacramento, te pedimos humildemente que acreciente nuestra caridad" (domingo XXXIII).
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"Señor, la comunión que hemos recibido acreciente nuestra fortaleza, para que podamos salir con nuestras buenas obras al encuentro de nuestro
Salvador" (22/12). "Señor, que este sagrado alimento nos ayude a vivir más santamente y nos alcance el amparo
de tu misericordia" (Martes II de Cuaresma). Así, esta oración nos orienta ya a salir a la calle para llevar a Jesús a los demás y dar frutos de conversión. Todos los fieles responden "amén", y así cierran la Liturgia de la eucaristía.
4. CONCLUSIÓN La bendición final Al final de la misa el sacerdote bendice a los fieles. Algunos se preguntan: ¿Otra bendición más? ¿No es suficiente bendición lo que hemos recibido en la misa? Pero esta bendición tiene sentido porque al final de la misa hay un envío. Somos enviados a llevar a Jesús a los demás, a transformar el mundo, a dar testimonio en la sociedad. A eso se dirige la bendición.
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Antes de la bendición, el sacerdote también expresa a los fieles el deseo de que el Señor esté con ellos ("El Señor esté con ustedes"). Es igual al saludo del comienzo de la misa, pero aquí tiene otro sentido: es desearles que Jesús esté con ellos fuera de la misa, en la vida cotidiana, en su hogar, en su trabajo, en su compromiso social. Si hemos participado de la eucaristía, nuestra vida afuera no puede seguir igual. La eucaristía nos exige encontrar a Jesús en cada cosa y hacerlo presente en todo lo que hagamos. Nos exige otra manera de vivir, con entrega, alegría, generosidad y gratitud. Estamos llamados a prolongar ese sacrificio de Jesús en la vida cotidiana y en el mundo donde nos movemos. Los que comulgamos tenemos que llevar los efectos de la comunión a todas partes. Jesús necesita tus manos, tus gestos, tus palabras, tu creatividad, tu trabajo; te necesita para construir un mundo mejor. En ese sentido, yo "completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo en bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Es cierto que el sacrificio de Cristo es completo y no hay nada que agregarle, pero sus efectos deben llegar a todas partes, y cada uno de
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nosotros es un instrumento de Jesús eucaristía para que eso suceda.
El diálogo final Para terminar la misa, el sacerdote invita a los fieles a irse en paz. ¿De qué paz se trata? No es la serenidad psicológica de los que no tienen problemas y compromisos, ni la calma de los que están adormecidos. Es otra cosa. Por eso Jesús dijo que él nos da la paz, pero no como la da el mundo (Jn 14, 27). Esta es la paz que brota de la seguridad de ser amados por él, de tenerlo a él con nosotros, y por eso es una paz que puede vivirse en medio del trabajo, de la lucha, del compromiso cotidiano. Esta despedida que nos invita a irnos, es un envío misionero, como cuando Jesús dice: "Vayan, y hagan discípulos a todos los hombres" (Mt 28, 19). Cuando el sacerdote los invita a irse en paz, los fieles responden: "Demos gracias a Dios". Pero no significa dar gracias a Dios porque terminó la misa, como diciendo "por fin terminó". Es dar gracias porque Dios nos ha llenado de sus dones y podemos continuar nues-
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tra vida mejor preparados, más protegidos, más pacificados, profundamente alimentados y fortalecidos. Además, damos gracias a Dios para expresar que la misa no es algo que hemos fabricado nosotros, ni una obra del sacerdote, sino un regalo de Dios en su infinito amor. Para expresar mejor este reconocimiento a Dios, podría ayudarnos levantar los ojos al cielo o alzar una mano mientras decimos estas palabras. Toda la misa es una acción de gracias; por eso es bueno concluirla dando gracias.
El beso al altar Antes de retirarse, el sacerdote da un beso al altar. Este es también su modo de dar gracias a Dios por lo que hemos celebrado. Por eso, este beso no es como el beso del comienzo de la misa. Ahora es un beso de gratitud a Jesús, que nos ha permitido compartir el banquete sagrado.
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Siglas CCE CIC DD DV EdE EM IGMR LG MD MND SC
Catecismo de la Iglesia Católica Código de Derecho Canónico Dies Domini Dei Verbum Ecclesia de Eucharistia Eucharisticum Mysterium Institución General del Misal Romano Lumen Gentium Mediator Dei Mane Nobiscum Domine Sacrosanctum Concilium
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Índice Presentación
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Primera parte: Darle sentido a la Eucaristía 7 1. La Eucaristía como Presencia de Jesús 7 Presencia real 8 Presencia sustancial 10 Presencia sacramental 12 Para ser comido 14 Para estar con nosotros y ser adorado 18 2. La misa como banquete 21 3. La misa como Memorial del sacrificio de Jesús 24 4. La misa como Memorial de la Pascua 28 5. La misa como Celebración de la nueva Alianza 32 6. La misa como anticipo del Banquete de la Pascua eterna 35 7. La misa como sacramento de la comunión fraterna 37 8. Los distintos nombres 41 9. Alabanza a la Trinidad 44 10. Toda la riqueza de la misa 45 11. El origen de la misa 47 12. Las dos mesas de la misa 52 13. Los efectos de la Eucaristía 54 Segunda parte: Vivir los signos 57 1. El templo y sus imágenes 61
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2. El altar 3. La asamblea 4. Las flores 5. Las velas 6. El sacerdote 7. Los vestidos 8. Los colores 9. El incienso 10. La campanilla 11. El pan 12. El vino Tercera parte: Acciones, gestos y actitudes 1. Ubicarse. Estar ahí 2. Estar con los demás 3. Estarce pie 4. Mirar 5. Reconocer al que me mira 6. Levantar las manos 7. Hablar 8. Cantar 9. Sentarse 10. Callar. Hacer silencio 11. Escuchar 12. Arrodillarse 13. Caminar 14. Tocar 15. Comer Cuarta parte: Vivir los momentos de la misa
65 66 69 70 72 74 76 79 81 81 86 91 93 98 101 104 106 107 108 109 111 112 114 115 115 117 118 123
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1. RITOS INICIALES 123 El canto de entrada 124 El beso del sacerdote al altar 125 La señal de la Cruz 126 El saludo del sacerdote al pueblo 127 El acto penitencial 129 La oración de la asamblea (oración colecta) 132 El Gloria 135 2. LITURGIA DE LA PALABRA 137 Las lecturas 138 Celebrar la Palabra 140 El pan de la Palabra que nos prepara para el pan de la Eucaristía 141 El Salmo 144 El Aleluya 145 La proclamación del Evangelio 145 El beso al Evangelio 146 La homilía 146 El Credo 148 Las preces 149 3. LITURGIA DE LA EUCARISTÍA 153 La presentación de las ofrendas 153 La gotita de agua en el cáliz 157 La colecta 158 Lavado de las manos 160 La plegaria eucarística 162 El diálogo entre el sacerdote y el pueblo... 164 El prefacio 165 El Santo 166 Epíclesis 167
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Para que vivas mejor la misa
Los gestos del relato de la institución 169 Aclamación después de la consagración 169 Anamnesis y ofrenda 171 Invocación del Espíritu Santo sobre la asamblea 173 Oraciones de intercesión 174 Alabanza final 175 El gran amén 176 Preparación para la comunión 177 El Padrenuestro 180 Líbranos Señor 182 El saludo de la paz 183 Partir el pan 187 El trozo de pan que se coloca en el cáliz .... 188 Cordero de Dios 189 Exposición de la hostia y oración humilde 190 Comunión 191 La comunión espiritual 196 Después de la comunión 197 4. CONCLUSIÓN 201 La bendición final 201 El diálogo final 202 El beso al altar 204 Siglas 205
Este libro se terminó de imprimir en D'Aversa, Vicente López 318 (1879) Buenos Aires, República Argentina.