MIS MÚLTIPLES PERSONALIDADES "¿Qué diablos me está pasando? Me siento poseído. Hablo incoherencias delante del espejo y la voz, que sale de mi boca es la de otra persona."
Cuando pronunció estas palabras cameron West tenía más de treinta años y era un próspero hombre de negocios, felizmente casado y padre de un niño. La voz correspondía a Davy, la primera de las más de veinte personalidades diferentes que irían apareciendo a lo largo de varios meses, sacando a la luz los recuerdos de horribles sevicias sufridas por el mismo West sin que él tuviese conciencia de ellas. Así aparecieron Clay, de ocho años, tenso y tartamudo; Dusty, de doce años, simpática y amable pero algo contrariada por encontrarse en el cuerpo de un hombre de mediana edad; Bart, dicharachero y dispuesto a ayudar; Leif, con su increíble capacidad de concentración y su energía, que a veces abrumaba a West con sus exigencias… y otras muchas personalidades máa, todas con sus características, sus idiosincrasias y sus recuerdos propios. El autor aporta un testimonio conmovedor de sus esfuerzos por entender el functionamiento de su mente fragmentada y por sanar su espíritu dañado mientras se aferraba con desesperación al delgado hilo que le mantenía unido a su esposa Rikki, a su hijo Kyle y a una apariencia de vida normal. El trastorno de disociación de la personalidad as desmitificado aquí gracias a la asombrosa sinceridad del autor, quien nos conduce a través del proceso de gradual descubrimiento de las
partes de sí mismo lesionadas y encerradas fuera del alcance de la memoria. Traductor: J. A. Bravo Autor: Cameron West ISBN: 9788401377228
MIS MÚLTIPLES PERSONALIDADES CAMERON WEST Yo fui Bart, Hyle, Davy, Anna, Dusty y… dieciocho personas más Traducción de J. A. Bravo PLAZA & JANÉS EDITORES, S.A. Título original: First Person Plural Primera edición: enero, 2001 © 1999, Cameron West Editado originalmente por Hyperion, Nueva York © de la traducción: J. A. Bravo © 2000, Plaza & Janés Editores, S. A. Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona Publicado por Linda Michaels Limited, International Lite- rary Agency ISBN: 84-01-37722-6 Depósito legal: B. 48.681 - 2000 Fotocomposición: Comptex & Ass., S. L. Impreso en Domingraf, S. L. Pol. Ind. Can Magarola, Pasaje Autopista, nave 12 Mollet del Valles (Barcelona) A mi maravilloso hijo, para que lo sepas todo
Agradecimientos Quiero dar las gracias a todo el personal de Hyperion que ha intervenido en la elaboración de este relato de mi vida, en especial a Brian DiFiore, a Samantha Miller, a mi directora Laurie Abkemeier y a Mary Ellen O'Neill, que empuñó con gran entusiasmo el timón editorial después de la marcha de Laurie.
Mi agradecimiento muy especial a mi agente Laurie Fox, de la agencia literaria Linda Chester, por su visión, apoyo constante, profesio- nalidad y amistad. Y muchas gracias a Linda Chester por su sabiduría y guía, así como a su excelente personal, en particular Joanna Pulci- ni y Gary Jaffe. Gracias también a Linda Michaels, Teresa Cavanaugh y Anne Tente, de Linda Michaels Ltd. Me considero afortunado por contar con todos y todas ellas. También quiero expresar mi profunda gratitud a los doctores Linda Riebel y Frank Utchen por su amistad y apoyo, así como por leer las pruebas. No habría podido escribir este libro sin el apoyo de dos mujeres que me ayudaron a reconstruir los hechos ocurridos en mi ausencia física o emocional. Doy gracias a Janna Chase por su fe, habilidad y paciencia, y a Clay por el pañuelo y a Switch por la insignia de sheriff. Y naturalmente, a mi preciosa mujer que rió cuando escribí algo divertido, lloró cuando escribí algo triste y me apoyó cuando no podía escribir ni una sola palabra más. Me gustas más que un helado de vainilla en una noche de agosto. Pequeño Gran Hombre, tú has heredado un padre estropeado, abollado, con los parachoques chafados y las cuatro ruedas desinfladas. Lo lamento. Pero tu luz me ayuda a brillar, tu corazón me da impulso, tu ingenio y tu risa me mantienen dentro del carril. Por último, a todos los huéspedes del hotel Triste, donde siempre hallarán refugio en el salón de la Tranquilidad.
Mi gente Soul es un alter ego sin edad que apareció muy pronto y cuya función consistía en infundirme esperanza y así permitirme sobrevivir. Todavía se siente su presencia pero pocas veces aparece, ni siquiera durante las sesiones de terapia. Sharky es un alter ego tan primitivo que al principio no era capaz de articular palabras. Gruñía y meneaba la cabeza de un lado a otro, y lanzaba mordiscos a las mesas, la ropa y las plantas. Hay un dibujo hecho por otro alter ego que lo representa como un tronco sin miembros y con una bocaza llena de dientes. Ha aprendido a hablar y a comer con las manos o con tenedor. No sale muy a menudo pero le gusta compartir las golosinas con los demás. Davy tiene cuatro años. Es cariñoso y triste. Fue el primero en emerger pero ahora ya no sale mucho. Anna y Trudi son gemelas de cuatro años. Anna tiene ojos de tórtola y es alegre, con una sonrisa tan ancha que me duele la cara. Recuerda los abusos de que fue víctima pero no alberga rencor ni tristeza. Le gustan las galletas. Trudi es sombría y melancólica, de las que se apartan en un rincón. Ella también recuerda, pero sólo el dolor, la tristeza y el horror. Anna comparte sus galletas con ella. Anna forma parte del grupo esencial de los alter ego que aparecen con más frecuencia. Mozart tiene seis años. Es muy callado y frágil, y respira con dificultad. No sale muy a menudo. Clay, de ocho años, sale con frecuencia. Durante mucho tiempo solía tartamudear horrorosamente, tenía los músculos tensos y no se atrevía a mirar de frente. Ahora está mucho más relajado. La tartamudez casi ha desaparecido y está aprendiendo a mirar a la cara. Tiene un pañuelo que llevamos todos los días. También es miembro del círculo principal.
Switch tiene ocho años de edad. Se siente terriblemente furioso por los malos tratos, pero al mismo tiempo es incondicional de uno de nuestros verdugos, por lo que ha dirigido su rabia contra mí y algunos de los demás. Me ha hecho daño corporalmente más de una vez. En los últimos tiempos se le ve menos furioso, y consiguió hacerse admitir por todos los que forman el sistema. Tiene su propia placa de sheriff y le gusta lucirla. Es miembro del grupo esencial. Wyatt es un chico de diez años. Brillante, sale a menudo y le gusta hablar con la gente mientras pasea por la periferia de las cosas. Se mueve continuamente, se balancea, camina, echa cuentas o estudia las formas y las pautas. Le gustan las palabras y sabe describir las cosas de manera original. También forma parte del grupo esencial. Tracy, Kit, Nicky, Lake, Toy y Casey son «los Chicos». Todos aparecieron durante los primeros meses, y por algún motivo se hallan estancados en la época de la presidencia de Kennedy, cuando sólo se emitían en color los partidos de béisbol y Bonanza. Con el tiempo los Chicos se han ido confundiendo los unos con los otros y han acabado por desvanecerse y desaparecer. Ya no son accesibles. Dusty es una chica de doce años, servicial y amable. A menudo sale para ir a comprar y cocinar. Atiende a los más pequeños y de vez en cuando les lee libros de cuentos. La contraría existir en el cuerpo de un hombre de mediana edad. Es miembro del grupo esencial. Gail es la novata del sistema, no habiendo emergido por completo hasta la terminación de este libro. Al principio callaba pero ahora se ha hecho amiga de Dusty y lo hacen casi todo juntas. Dusty le enseñó a hacer pan. Probablemente acabarán por confundirse en algún momento. Gail también está en el círculo principal. Keith tiene quince años, es callado, modesto y se manifiesta pocas veces. Bart tiene veintiocho años. Es contemporizador y divertido. Su función en el sistema ha cambiado; antes intimidaba a todos para sonsacarles sus secretos, pero ahora es el protector de los pequeños y les levanta la moral. En colaboración con Per, interviene para hacerse cargo de todo cuando hay una crisis o cuando lo veo todo demasiado negro. Muchas veces su jovialidad nos ha ayudado a permanecer a flote. A él le gustaría ser más reflexivo y con frecuencia se refiere a mí, medio en broma, llamándome «el doctor» y en ocasiones «el estirado». Kyle apareció poco después de Bart. Tenía la misma edad que éste y era su íntimo amigo y compañero de correrías. Con el tiempo Kyle fue pareciéndose cada vez más a Bart hasta que se confundieron y se hicieron uno. Leif es un hombre de más de treinta años, dotado de una concentración y una energía increíbles. Se ha volcado por entero en la acción, la productividad y los resultados, sin concederse ni un minuto de placer, ni echarlo en falta. Solía colocarse detrás de mí e, incluso sin dominarme por completo, me empujaba constantemente a hacer más y más. Ahora colabora con Bart y Per para que yo me mantenga en actividad, aunque a un ritmo más humano y concediendo algún rato de recreo y tranquilidad. Pertenece al grupo principal. Sky tiene más de treinta años, y apareció muy pronto para ayudarme a regular el caudal de emociones y recuerdos evitando que yo y mis «otros» quedáramos desbordados. A medida que los del sistema aprendíamos a comunicamos y colaborar, fuimos necesitando menos a Sky y ahora no aparece nunca. Stroll tiene unos treinta. Es serpentino y una máquina sexual, que sólo vive para complacer a las
mujeres y aparece siempre que una mujer, cualquiera sea su edad, se muestra amable conmigo. Aunque todavía le excita la atención de las mujeres, ha asumido un rol diferente, el de protector de los alter ego más jóvenes, y ahora sólo aparece durante las sesiones de terapia y, aun así, con escasa frecuencia. Per es un alma gentil, un espiritual. Es poeta, artista, y se vincula a las fuerzas del equilibrio y la naturaleza. Es la paz y el descanso. Nos ciñe tiernamente con sus brazos y nos protege. Como miembro del grupo esencial, es la figura paterna para todos los demás.
Prólogo Desde el piso de arriba, miro por la ventana de mi habitación a través de una cortina de niebla. En la calle veo una vaga imagen debajo de una farola. Entrecerrando los párpados la figura cobra nitidez y puedo distinguir una silueta humana. Me acerco un paso como para asomarme, las manos sobre el alféizar, la frente apoyada en el frío cristal. ¿Quién es ése? Es un hombre delgado, moreno, en camiseta y vaqueros azules. Está haciendo algo pero no lo veo bien. Me froto los ojos y apoyo de nuevo la cara contra el vidrio, tratando de ver. El hombre moreno se inclina sobre un lavabo blanco dejado en la acera y provisto de un espejo. Parece que lleva algo en la izquierda, un objeto afilado. ¿Qué está haciendo? Entonces me doy cuenta de que lleva el antebrazo derecho ensangrentado. De los dedos le gotea sangre que va a parar al lavabo. Él mira al espejo y después se examina el brazo. Sigo la dirección de su mirada y descubro que la sangre brota de una incisión de unos doce centímetros en el antebrazo. También desprende goterones de sangre el cuchillo, ancho y corto. Ahora lo pasa otra vez sobre el antebrazo y otro brote de sangre inunda la herida, corre brazo abajo y cae en la pila del lavabo. De pronto una fuerza conocida se apodera de mí, una succión silenciosa que saca mi viscoso yo por la ventana y lo lleva a la otra acera. Ahora estoy detrás del hombre del brazo sanguinolento, inclinado sobre el lavabo. Él me ve por el espejo y, como un globo hinchable que se llena de melaza, me inflo poco a poco y voy rellenando su cuerpo. Ahora estoy dentro. Bajo los ojos y veo la mano izquierda que sostiene el cuchillo, y luego la carne abierta que rezuma color rojo. La mirada va al espejo y desde alguna isla de mi mente algo me dice que ésta es mi cara que me está mirando, que es mi mano la que sujeta un cuchillo, y que es mi brazo el que vierte sangre en el lavabo. ¡Oh, Dios mío! La luz se intensifica y me hiere los ojos. Tengo la cara congestionada, color púrpura. La realidad es un insecto que trepa por mi nuca y se mete en la oreja derecha para susurrar una sola palabra, estirando las sílabas: —Biennnvenidoooo. Oh, no. Otra vez, no. ¿Quién me ha cortado? ¿Quién está haciéndome esto? —Soy Switch —dice una voz. En el espejo veo un par de ojos que no me pertenecen. Switch me ha lastimado el cuerpo. Ha sido él otra vez. Contemplo mi mano izquierda, que deja el cuchillo sobre el borde de la pila, y una burbuja húmeda de tristeza resbala de la trastienda de la mente hacia los ojos. Y se convierte en una lagrimita que va creciendo, hasta que se desprende y baja por la mejilla izquierda. Switch es tan joven y está lastimado…
Con un sobresalto me doy cuenta de que toca arreglar el desaguisado. Abro el grifo del agua fría y me pongo a limpiar la sangre. Hago compresas de papel higiénico para restañar el tajo del antebrazo derecho. Le echo un vistazo. La herida es profunda, se ve el tejido graso y el músculo, aunque no duele. Es sólo una sensación leve, como un picor en el brazo. Sigo secando la herida hasta que sólo rezuma un poco y me pellizco la epidermis a fin de ver si será necesario acudir a urgencias para que le pongan unos puntos, o si se podrá arreglar con unas tiritas. Separo los bordes de la herida con los dedos. ¡Condenación! Habrá que suturarla. El caso es que no deseo ir a urgencias. Allí me conocen. Meneo la cabeza, contrariado. Será necesario inventar alguna mentira para explicar por qué me he cortado con un objeto afilado. Veamos… ¿Estaba cambiando el linóleo del suelo de la cocina y la cuchilla se me escapó de la mano? Floja. Procuraré ser convincente, pero ellos sabrán que es mentira. Y también sabrán que yo sé que ellos saben que es mentira. —¡Mierda! —grito, y el clamor de mi propia voz me sobresalta. Nadie se hace daño tantas veces en el mismo lugar, ¡por Dios!, y cuando digo esto me refiero a que podríais jugar al tres en raya sobre mi antebrazo. Ellos se quedarán mirándose los unos a los otros, arquearán las cejas y se preguntarán si no sería preferible Ingresarme, pero finalmente no lo harán. No me ingresarán para tenerme en observación porque me doy mucha maña en parecer normal. Son médicos y enfermeras del turno de guardia, no psiquiatras. No saben nada de personalidades múltiples y mi aspecto es demasiado civilizado para ser un navajero. Los tipos bien vestidos y de mediana edad no se presentan con el brazo rajado en los servicios de urgencias, a no ser por causa de un accidente. Así que me dejarán escapar. No obstante, me pregunto cómo le ocultaré esta herida a Kyle. En cuanto a Rikki, tendré que llamar a su despacho y contarle que me he cortado de nuevo. La última vez, cuando ella entró y me descubrió no tuve tiempo para limpiar toda la sangre. Estábamos a punto de salir para cenar en casa de unos vecinos y fue tan grande la frustración que se echó a llorar y me dijo con rabia que me largase solo al dispensario. Así que ahora le telefonearé para que sepa lo que va a encontrar en casa. Es lo mínimo que puedo hacer. Una tristeza me oprime el pecho mientras me envuelvo el antebrazo con gasa y limpio la sangre. En mi cabeza oigo un confuso rumor de voces de los «otros». Preguntan qué ha pasado. Conduzco hasta el hospital meditando cómo he de representar mi papel en urgencias para marcharme cuanto antes sin que me descubran. Más tarde, cuando esté de regreso, podré abandonarme a la extraña pero conocida indiferencia que suele invadirme cuando me he cortado. También me sobreviene una especie de fatiga, pero no mía… sino de Switch. —Cuando regresemos a casa nos acostaremos todos —digo en voz alta, procurando hablar con autoridad. Resonancia insólita de mi voz en el coche vacío. Una vez con el brazo vendado y de nuevo en casa, ha caído sobre mí esa suave oleada de serenidad que lo despeja todo. Pero incluso mientras está ocurriendo eso, pienso —pensamos todos— que éste no ha sido un buen día.
PRIMERA PARTE EL
HOTEL TRISTE
1 Yo estaba tumbado de espaldas sobre la alfombra beréber blanca de nuestra sala, y admiraba los autorretratos de una lujosa edición de arte titulada Rembrandt: la forma y el espíritu humanos. Era uno de los diversos libros de arte que Rikki y yo fuimos regalando a mi padre en el decurso de los años. Cuando él murió a la edad de cincuenta y nueve años recuperamos esos libros, de lo cual me alegré, aunque habría preferido que no retornasen a nuestra propiedad tan pronto. Cada vez que contemplo un autorretrato de Rembrandt siento algo muy íntimo y privado, y también triste como un tramo solitario de río visto por la noche. Entonces sé que estoy contemplando directamente el alma del autor. Y por alguna razón, cuando miro esos cuadros me siento un poco más cerca de papá, aunque probablemente hasta Rembrandt lo conocería mejor que yo. Era una tarde de mediados de octubre. Los días eftpezaban a acortarse y el frío condensaba la respiración. Alrededor de nuestra casita de piedra las hojas de los árboles habían cambiado el color y no tardarían en desprenderse. La casa difundía aquella sensación de nido caliente y acogedor, que fue lo primero que nos atrajo de ella. Pronto las ramas desnudas de los árboles nos dejarían ver la vivienda del vecino más próximo, enfrente y calle abajo, a unos doscientos metros de nuestra pequeña posesión de hectárea y media en la cima. Rikki estaba junto a la mesa blanca de fórmica de nuestra cocina, que es pequeña pero con mucha luz y comunicada con la sala de estar. Dicha mesa ofrecía el alegre espectáculo de los ingredientes para la elaboración de una pizza casera, ya picados y preparados, que es una de mis dos comidas favoritas. La otra son los raviolis hechos en casa con salsa al pesto. La masa acababa de leudar y estaba puesta sobre la bandeja perforada de hacer pizzas; en uno de los fogones iba llegando a término la cocción de una suculenta salsa, y se veía un gran trozo de mozzarella junto a un rallador de acero inoxidable con mango amarillo. Las aceitunas negras, las setas de Crimini y una tira de pimiento que brillaba de tan rojo estaban ya a punto, y la mano experta de Rikki cortaba en rodajas una cebolla de Vidalia con un cuchillo Henckels de veinte centímetros de hoja sobre una vieja tabla de picar redonda de teca, uno de los regalos de boda que tuvimos hacía doce años. Los nuevos mocasines L.L. Bean de ante que acababa de regalarme Rikki para mi trigesimoséptimo cumpleaños —nuestro cumpleaños en realidad, ya que ambos cumplimos el mismo día— estaban en el suelo, a mi lado, y también Kyle, de cinco años entonces, tumbado boca abajo en su pijama rojo y azul de Spiderman, capucha incluida. Ha convertido mis mocasines en barricada para sus soldaditos de juguete y la batalla está en curso, amenizada por Kyle con excelentes efectos de diálogo y sonido. Hasta que una explosión demasiado salivácea me salpicó la oreja. —¡Caray, Kylie! —exclamé poniendo cara de asco al tiempo que me enjugaba la oreja frotándola contra el hombro. —Lo siento, papá —se disculpó él con su voz más humilde. Nos miramos durante un segundo y luego soltamos una carcajada al unísono. Dejé a un lado el libro de Rembrandt, hice un rodillo a la derecha y me incorporé sobre el codo. —¡Bah! Esto no ese nada —continúe—. Una vez cuando eras pequeño de verdad… de unos tres
meses… y yo estaba tumbado de espaldas y te levantaba en el aire jugando a que tú eras Superman… Rikki me apuntó con el cuchillo y asintió sin desviar la mirada de su tabla de picar. —¡Vaya! Todavía me acuerdo —sonrió. —Bien —proseguí—, yo estaba de espaldas y tú dando tumbos por el aire mientras yo gritaba «Su… per… maaan». Y entonces, de repente… ¿a que no adivinas lo que pasó? Pues que vomitaste toda la comida (así, ¡puaaj!) ¡en mi oreja! Kyle se echó a reír y se le escurrió un moco, el cual quedó colgando sobre el labio. —¡Corre! —grité—. Ve con mamá para que te limpie. Él se incorporó de un brinco y corrió a la cocina al tiempo que intentaba sorberse las narices. Rikki dejó el cuchillo, tomó una servilleta de papel y le tapó la naricilla para que se sonase. —En mi oreja —insistí—. ¡Toda la papilla caliente en la oreja! Rikki arrojó la servilleta al cubo de la basura que estaba debajo del fregadero y cogió el cuchillo para trinchar otra cebolla. —Si eso te ha parecido divertido, Kyle, verás ahora —dijo inclinándose sobre la mesa—. Cuéntaselo, papá. Asentí recordando a qué se refería. La paternidad y doce años de convivencia nos proporcionaba esa compenetración y confortable entendimiento que no requieren palabras y que provienen de miles de experiencias compartidas. Meneé la cabeza sonriendo. —Ya lo creo que te va a gustar, pequeño gran hombre. —¿El qué, papá? —preguntó él mientras regresaba a tumbarse cerca de mí para reanudar la batalla contra los mocasines—. ¿Qué me va a gustar? —De acuerdo. Eras todavía más pequeño que cuando eructaste en mi oreja, y… —¿Que eructé? —se extrañó él—. Qué cosas más raras dices, papá. —¡Alto ahí! —dije poniendo la cara de Groucho, con las cejas y el cigarro imaginario—. El que diga que digo cosas raras tendrá que vérselas connggo. Rikki reía oyéndonos. Hice una pausa y me detuve a contemplarla mientras ella seguía picando hortalizas. Me gustaba verla reír, y me gustaba el sonido de su risa. Era una risa fácil, de buena persona, de buena compañera. Y seductora también, cómo no. Nunca me cansaba de mirarla. Treinta y siete años, uno sesenta y cinco de estatura. Piernas largas, bien torneadas, que nunca desfallecieron en ninguna excursión, cabello lacio color miel en melena suelta hasta los hombros, grandes y profundos ojos azules que enamoraban a todas las personas. Kyle me tocó con el dedo para sacarme de mi ensoñación y suplicó: —Anda, continúa, papá. —¿Eh? ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí…! Pues tú eras muy pequeño, de cuatro semanas quizá… — Me volví hacia Rikki arqueando las cejas con expresión interrogadora. —Ajá —dijo ella—. Cuatro semanas recién cumplidas. —Eso es —dije—. Y resulta que estábamos grabando un vídeo con esa cámara vieja y abollada, ¿te acuerdas? —Me volví de nuevo hacia Rikki, que asintió. —Vieja cámara —repetí—. Salía todo de color verde. Mamá sostenía la cámara y nosotros estábamos sentados en la sala de estar. La de nuestra casa de Nashville. Tú estabas sobre mis rodillas, desnudo… o tal vez llevabas una camisa, no me acuerdo.
—Llevaba una camiseta —apuntó Rikki. —Y ¿por qué no llevaba pañales? —No me acuerdo —se encogió de hombros ella—. A lo mejor estaban secándose. —En cualquier caso —continué—, tú estabas sentado sobre mis rodillas y mamá nos estaba grabando, y de pronto, preep, soltaste una caca sobre mis piernas. Rikki se mondaba de risa. Kyle se echó a reír histéricamente, sujetándose la barriga. —Todo ha quedado en el video —aseguré meneando la cabeza—. ¡Toda la escena grabada para la eternidad! ¡La primera vez que mi hijo se cagó en mí! —¡Y no fue la última! —rió Rikki; tenía los ojos llorosos y se sorbía la nariz, por el efecto de la cebolla—. Pero ésa fue la clásica —concluyó mientras se secaba los ojos con la manga de su jersey. Kyle sentó a uno de sus soldados sobre mi cabeza, sacó la lengua haciendo preep y rió un rato más, después de lo cual dijo: —Oye, papá. Quiero jugar a aventureros del espacio. Aventureros del espacio era un juego que consistía en tumbarme de espaldas en el suelo, con las rodillas dobladas y afirmando los pies en el suelo. Kyle montaba a horcajadas sobre mi estómago. Entonces yo, con las palmas de las manos lo sujetaba por la parte inferior de los muslos y las nalgas y lo mantenía en equilibrio. A lo que él, con su voz de pito, anunciaba con énfasis (y ésa era la parte que más me gustaba): «Damas y caballeros, niñas y niños… una vez más comienzaaaaa… ¡aventureros… del espacio!» Tan pronto como él hacía este anuncio yo lo sacudía muy fuerte, y lo alzaba en el aire al tiempo que imitaba el ruido de un lanzamiento espacial. En el momento de extensión total de los brazos yo gritaba: «¡Aprieta el botón para salir al hiperespacio!» Él obedecía apretando un imaginario botón en su rodilla izquierda. El rugido de los cohetes se intensificaba y yo lo sacudía y lo levantaba un poco más. Al cabo de unos segundos, lo inclinaba de un lado a otro mientras yo tosía y hacía ruidos entrecortados. «¡Oh, no! ¡Estamos perdiendo altitud! —gritaba yo, haciendo eses con él—. ¡Mira abajo!» Él reía como un loco y se agarraba a mis muñecas, totalmente agotado, y yo entonces lo derribaba al suelo y nos revolcábamos entre risas. Pero un segundo después él sé ponía en pie y exclamaba: «¡Otra vez, papá!» Y era menester repetirlo todo otra vez. Kyle y yo no jugábamos a aventuras del espacio hacía bastante tiempo, o por lo menos así me lo parecía. Por más que me costara admitirlo, yo no estaba ya en condiciones de lanzar al aire los dieciocho kilos que pesaba el angelito. Le dije a Kyle que lo sentía pero que no tenía ganas de jugar a ese juego. Él se encogió de hombros y retornó al suyo, y yo dediqué de nuevo mi atención a Rembrandt. Al poco Rikki nos llamó a la mesa. Después de cenar sentí necesidad de tumbarme, porque como de costumbre me encontraba mal. Me atormentaba una sinusitis cuyos síntomas parecían empeorar después de las comidas. De manera que, sin ayudar a quitar la mesa, fui a la sala de estar y me dejé caer en el sofá. Rikki se llevó a Kyle arriba para bañarlo. Me quedé a solas mirando el techo, muy fatigado y bastante contrariado. Observé una telaraña en un rincón de la librería empotrada de roble. Se veía incluso una mosca momificada, ya privada de sus jugos vitales. Me estoy muriendo. Aparté aquel pensamiento. ¡Qué caramba! ¡No voy a perderme ese baño! —¡Esperadme, chicos! —exclamé—. Ahora mismo voy. —Solté un gruñido e hice un primer esfuerzo por incorporarme. —¿Estás seguro? —preguntó mi esposa mirándome desde el rellano de arriba.
—Psé —con otro gruñido, me puse en pie y, procurando no agacharme demasiado para no desperdiciar energía, quise cazar al paso uno de los mocasines y fallé. Respiré hondo y me agaché otra vez. Los sacudí para sacarles los soldaditos de plástico y luego me los puse. Así me arrastré hasta la escalera en forma de L y me icé con ayuda del pasamanos para comenzar la ascensión. Rikki y Kyle estaban en el cuarto de baño, llenando la bañera. Rikki me apretó afectuosamente el brazo y me miró con cara de preocupación. La besé en la mejilla y me volví hacia Kyle. —Oye una cosa, pequeño gran hombre —dije con animación. —¿El qué? —¿Te gustaría tomar un baño con la crema de afeitar? —busqué el bote y lo sacudí un par de veces. Él lanzó los puñitos al aire: —¡Sííí! ¿Y podré disparar con ella? —Claro —contesté yo, aunque no sin mirar de reojo a Rikki. Ella me miró arqueando las cejas y se volvió hacia Kyle: —Pero procura no echarla fuera de la bañera, ¿quieres, cariño? —No te preocupes, mamá —respondió él con optimismo. Rikki probó la temperatura del agua con el dedo y cerró el grifo. —Anda, Spiderman, quítate la ropa y métete en el agua. Voy por tus soldados. Bajé la tapa del inodoro y me senté a contemplar el baño de Kyle. Apretando el difusor con las dos manos, disparó la primera andanada , de crema de afeitar contra la jabonera. —¡Fenomenal! —exclamó. Sonreí. Desde luego debía ser fenomenal para un crío que se le permitiese jugar a su antojo con la espuma de afeitar. Apoyé la espalda contra la cisterna y me dispuse a seguir mirando. Antes de un minuto regresó Rikki con un barreño de plástico transparente lleno de personajes de acción. Kyle eligió algunos sin soltar el bote de espuma, su nueva arma favorita. Eligió a Shredder, una especie de gladiador que lucía un casco decorado con varias filas de dientes de sierra, y le disparó una cantidad de espuma que habría bastado gara veinte afeitados, riendo diabólicamente. A mi lado, Rikki me daba un poco de masaje en la espalda con la derecha. El baño se llenó de ese aroma a sucedáneo de lima que tienen las cremas de afeitar y que supuestamente nos hace más viriles a los olfatos de las mujeres. Aparté la mirada de Kyle para volverla hacia el espejo y me fijé en el perfil de Rikki, que seguía a mi lado. Suave y radiante. Luego contemplé mi propio reflejo. La agria luz amarilla no resultaba tan favorable para mí, ni mucho menos. Dentro de dos días volverá a abrirme. Nada que hacer, soy hombre muerto. Una hora más tarde Spiderman dormía como un tronco en su cama. Las paredes y el suelo del cuarto de baño quedaban limpias de espuma, la mesa despejada, la casa cerrada con llave y el termostato apagado. Rikki se metió conmigo en la cama. Llevaba sólo una camiseta holgada con una serigrafía de la portada de Let It Be, de los Beatles. El retrato de Paul cubría el pecho derecho y el de John el izquierdo; George y Ringo quedaban debajo. Mejor para John y Paul. Estábamos tendidos mirándonos el uno al otro, con las manos unidas. La piel cálida y femenina olía como fruta fresca. Efecto de los jabones Caswell-Massey, mi regalo de cumpleaños.
Inhalé profundamente por la nariz. —¡Yummm! ¿El de fresa? —No, el de granada. Callamos un rato, mirándonos a los ojos, y Rikki fue la primera que rompió el silencio. —Sé que estás asustado por la operación —dijo, al tiempo que me apretaba la mano—. Todo saldrá bien, Cam. Pasaremos por esto y luego te encontrarás mucho mejor. Se refería a la doble sinusotomía maxilar y etmoides que me esperaba dentro de dos días: la cuarta operación de este tipo para mí, y la tercera en los últimos cuatro años. Seguí mirándola a los ojos pero no dije nada. —Llevas demasiado tiempo sintiéndote mal. Ya iba siendo hora de buscar una mejoría. —Me pasó la mano por el cabello y me besó—. Todo saldrá bien. Yo estaré a tu lado todo el rato, ya lo sabes. No te dejaré solo. —Estas operaciones no solucionan nada de manera definitiva, Kid —dije en voz baja—. No sé por qué. Es como si lo tuviera en los huesos. Como si estuviera enfermo hasta los huesos, y no hay nada que hacer. Mercer tampoco lo remediará. No es más que un hombre con un bisturí. —Meneé la cabeza—. Es algo más profundo, algo que no funciona bien.,, que no ha funcionado nunca. Seguimos mirándonos. —Has sido una excelente compañera y una buena madre. Rikki me dio otro apretón en la mano, y por la mejilla le resbaló una lágrima. —Te ha tocado un saldo de marido —dije, pero entonces me derrumbé y me puse a sollozar también—. Lo siento mucho, Rik. Ella me atrajo hacia sí apoyó mi cabeza sobre su hombro. Siguió acariciándome el cabello, y lloramos juntos. —Lo conseguiremos —susurró—. Ya lo verás. Todo saldrá bien. Pero en el fondo de mi corazón yo no lo creía.
2 Metí mi Mercedes 450 SLC azul metalizado en el aparcamiento frente a mi despacho y con esfuerzo salí de la carcasa metálica. Mi hermano Tom y yo éramos copropietarios de una empresa que producía material publicitario especial por encargo; las cifras de negocio eran altas, y la competencia tenía el colmillo afilado. Yo estaba a punto de cerrar un trato con los laboratorios Anson. Esta compañía, cliente nuestra, se disponía a lanzar un nuevo producto farmacéutico para el cual yo había desarrollado un artículo de promoción. Se trataba de una nueva cuchara dosificadora de plástico, de aspecto futurista, con que los visitadores de los laboratorios podrían obsequiar a los médicos, enfermeras y farmacéuticos que visitasen. La Anson empleaba unos tres mil representantes y tenía en estudio la compra de más de un millón de cucharas. Como aquel diseño me pertenecía, si el acuerdo llegaba a buen término estaríamos en condiciones de embolsarnos unos cientos de miles de dólares. En lo de las cucharas me quedaba un par de detalles por aclarar antes de entrar en el quirófano al día siguiente. Con tal que consiguiera fijar la atención durante una hora o poco más. No iba a resultarme fácil. Últimamente nada me resultaba fácil.
Traspuse la puerta de cristal dejando a mis espaldas una mañana luminosa, para entrar en la colmena de gente atareada y luz cenital fluorescente. La recepcionista y los técnicos del servicio de asistencia al cliente tecleaban en sus ordenadores y Diana, mi mano derecha, inclinada sobre el fax, sujetaba el teléfono entre la oreja y el hombro mientras tiraba con ambas manos del papel para ayudar a que saliera el mensaje. Diana tendría menos de treinta años y era bonita, con nariz pecosa y cabello castaño cortado a lo paje. Con aquella cara y aquella figura deportiva, cuando salía a correr sin duda cosechaba más de un silbido masculino. Volviéndose hacia mí, enarcó las cejas, sonrió, asintió con la cabeza y apuntó hacia el fax, todo al mismo tiempo. Correspondí con una débil sonrisa, mascullé un hola y me refugié rápidamente en mi despacho. Una vez cerrada la puerta, arrojé la americana sobre el sofá de cuero marrón y casi derribo el florero japonés de la mesita del centro. Con un suspiro me dejé caer en el sillón de respaldo alto. Del antedespacho me llegó la voz de Diana, que hablaba por teléfono: —El fax, está llegando ahora mismo, Harry, y Cam acaba de entrar. Enseguida se lo paso. ¿Quieres hablar con él ahora o que te llame dentro de un rato? De acuerdo… hasta luego. El interfono hizo bip y Diana dijo: —Es el fax de Harry. Tenía que hacer una llamada urgente, y le he dicho que usted le llamaría enseguida. ¿Puedo pasar? Cuatro segundos después entraba en mi despacho. Me entregó el fax y se sentó frente a mi mesa en uno de los dos sillones que tenemos para las visitas, con el bloc de notas y el bolígrafo ya preparados. El fax era una copia de los croquis de la cuchara dosificadora hechos por nuestro delineante, vista por arriba y en proyección lateral. Al pie de la página venía el presupuesto para un molde de dos piezas y una serigrafía a tres colores, con desgloses de precios y plazos de entrega para diferentes cantidades. Pulsé el botón del intercomunicador de Tom. —Buenos días. —¡Tú otra vez! —Es lo mismo que me digo cuando me contemplo en el espejo. Acaba de llegar el fax de Hairball. Diana está aquí. —Voy ahora mismo. Tom y yo éramos diferentes, y no sólo por la edad (él es mayor que yo), sino en otros muchos aspectos. Él era alto y gordo como mi padre, mientras que yo soy delgado y de estatura mediana. Él tenía una memoria fabulosa y yo siempre necesitaba anotarlo todo. Él era capaz de aguardar hasta el último momento sin perder la esperanza de que todas las piezas acabarían por encajar, y yo en cambio procuraba tener soluciones alternativas para cualquier eventualidad y no confiaba en radie. Excepto en Rikki. Al cabo de unos segundos entró Tom y pasó a ocupar el otro sillón. Le tendí el fax. —Deberías estar en la cama —dijo él sin mirarme. —Lo haré tan pronto solventemos esto —respondí mientras sacaba una calculadora y me ponía a teclear unos números—. ¡Vaya! Suculento… o eso parece. Tom sonrió y asintió sin dejar de mirar el fax: —Sí que lo parece.
Dejé la calculadora y procuré sentarme bien erguido. Diana esgrimió el bolígrafo. Yo respiré hondo y empecé. —Se tendrá que fabricar una preserie de muestra y los de Anson no correrán con ese gasto. Quiero que Harry vaya a medias con nosotros en cuanto a los 6.200 dólares de los moldes… lo cual aceptará, porque eso ha de ser como una propina para él, supongo… La preserie de homologación debe estar aquí dentro de una semana, serigrafía a res colores incluida, y no menos de veinticinco unidades. Tom dijo: —Que las envíen a mi atención, Diana, y por mensajero urgente. Deben presentarlas perfectas. —Handwerker querrá conseguir algunas fuera del circuito comercial —dije—, y le diré a todo el mundo que fue idea suya. Harry dice que si fabricamos un millón mantendrá la sobretirada en un tres por ciento. Le diremos a Handwerker que más o menos un cinco por ciento redondea el pedido, y que Harry haga una sobretirada del cuatro o el cuatro y medio, según la cantidad. Voy a rehacer los números, y llamamos a Handwerker, y luego tú le envías por fax el presupuesto definitivo. El negocio es nuestro. Es nuestra oportunidad para el pillaje. Cuando hayamos terminado con esto, Gengis Khan se afiliará a nuestro club de fans. Diana terminó de tomar notas y levantó la mirada. —Eso es todo, gracias —dije, arrellanándome en el sillón. —Queda anotado —replicó Diana con unos golpecitos del bolígrafo sobre el bloc. Se puso en pie y salió del despacho. Tom se puso en pie también. —Estuvo bien ese rugido, tigre —meneó la cabeza conteniendo la risa—. Conque Gengis Khan, ¿eh? —Se detuvo junto a la puerta y se volvió a mirarme—. Vete a casa. —Dentro de diez minutos —le aseguré, enjugándome la frente con la manga. Hice los cálculos de la oferta definitiva y luego llamé a Handwerker. Pareció satisfecho con el precio, aunque todavía refunfuñó un poco, tal como habíamos previsto. Le recordé que el diseño era mío, y me prometió no aventar la oferta. Colgamos, e hice que Diana le enviase el fax con las cifras. Para mí fue el remate. Podía irme a casa y tumbarme en el sofá. Antes de salir fui al servicio para remojarme la cara con agua fría. Luego busqué a tientas unas toallas de papel y me sequé la cara. Palpé en busca de mis gafas de montura metálica, que había dejado junto al grifo, y me las puse. Sólo entonces abrí los ojos para contemplarme en el espejo, y sucedió una cosa muy extraña. Un súbito escalofrío me recorrió como una corriente eléctrica e hizo temblar todo mi cuerpo durante un instante. Empecé a mascullar sílabas incomprensibles, como si tratase de decir algo habiendo perdido el control de los músculos faciales. Aterrorizado miré de nuevo al espejo y vi una imagen, la mía, pero ausente, mirando al vacío y balbuciendo incoherencias. No conseguía entender mis propias palabras. ¿Qué me está pasando? Y luego, con otro estremecimiento, todo volvió a la normalidad y el balbuceo cesó. Me dejé caer en el suelo, respirando con ansiedad, el corazón desbocado. Sentí en las manos el frío de las baldosas. Trascurrido un par de minutos me atreví a ponerme en pie. Menos mal que a nadie se le ocurrió entrar en ese momento. Estás muy enfermo. Vete a casa. Arrastrando los pies, regresé a mi despacho, me puse la americana como un autómata y salí sin despedirme de nadie. Conseguí llegar a casa sano y salvo, subí a la habitación casi a gatas me eché en la cama, donde perdí toda noción del mundo hasta la hora de cenar. A Rikki no le conté nada de lo ocurrido.
La mañana siguiente, a las nueve entré en el quirófano. Rikki estuvo a mi lado todo el día y toda la noche, tomándome de la mano y dándome trocitos de hielo para alivio de mi garganta reseca. Tumbado en la incómoda cama de la clínica, con la nariz llena de algodón y las encías suturadas, me notaba la cara como si me hubiese pasado por encima un camión. El doctor Mercer dijo que la operación había sido un éxito, pero pocos días después de ser dado de alta desarrollé una severa infección en el seno maxilar derecho. La presión de la infección rompió los puntos sobre la parte superior derecha de la dentadura, donde el bisturí había entrado en la cavidad ósea a través de la encía, y la herida quedó abierta. Mi sistema inmunológico estaba tan debilitado después de tantos años de antibióticos, de la enfermedad misma y la intervención quirúrgica, que la lucha contra la infección fue como querer combatir un maremoto con un paraguas. Y aunque durante mucho tiempo yo había caminado por la pedregosa senda de la enfermedad crónica, nunca había tenido un tropezón al borde del precipicio. En esta oportunidad, en cambio, tuve la sensación de estar resbalando hacia el abismo sin encontrar un punto de apoyo, y que desde sus fauces subía a mi encuentro una densa humareda negra y el calor de los rescoldos que ardían en el fondo. Una semana después de mi regreso a casa yo estaba en mi postura acostumbrada, tendido de espaldas bajo los cobertores y cerca de un difusor que zumbaba quedamente y me echaba a la cara una niebla fría y húmeda para facilitarme la respiración. Yo no podía respirar por la nariz, y tenía la sensación de que me habían cepillado la garganta con un desatascador. Un poco más allá el vídeo pasaba una cinta de viejos capítulos de MASH, mientras yo seguía mirando fijamente el techo blanco y me notaba la cabeza como una granada con el seguro quitado. Sonó el teléfono. Kyle estaba en la escuela y Rikki acababa de sal:: para la compra del día. Yo me hallaba a solas con mi desgracia. Cor. una mano pulsé el botón del mando para quitar el sonido del televise: mientras con la otra tanteaba en busca del teléfono. —Hola —grazné. Era Tom. —Hola, muchacho, ¿cómo estás? —repuso en ese tono de falso optimismo con que te hablan las personas cuando les consta que estas muy mal y no saben qué decir. —Mejor que nunca —contesté, aunque el sonido que me salió debió parecerse más a un maullido. Sentía la cara como si me hubiesen colocado una máscara de diez kilos revestida de alfileres por dentro. —Ya llegaron las piezas de la preserie —anunció Tom—. A Handwerker le han gustado. El trato se cierra hoy, pero considero que te corresponde a ti hacerlo. Tenías razón en cuanto al tal Handjob, es un tío auténticamente inescrutable. —Tom hizo una pausa y luego prosiguió—: Siento tener que molestarte con esto, Cam, pero tú eres el de la operación. Siempre mirando al techo, dejé escapar un suspiro. Ay, hermano —¿Sigues ahí? —Sí —balbucí. —¿Crees que podrás hacerlo? —Claro —mentí—. No cuelgues. Abandoné un instante el teléfono para desconectar el difusor. Ahora faltaba la parte más difícil. Como una vieja grúa oxidada fui irguiéndome poco a poco hasta quedar en posición sentada, los pies
metidos en los calcetines apoyados en la alfombrilla. Me sentía febril y mareado. Miré el ropero de Rikki, que estaba con la puerta abierta, y por un segunde pregunté qué se habría puesto. Poco a poco volví mi dolorida cabeza hacia el teléfono y levanté de nuevo el receptor, que me pareció más pesado que de costumbre. Con esfuerzo para articular con claridad, dije: —Bien, ¿cómo está el asunto? El asunto estaba formalizado a falta de una simple llamada - cerrar el trato, que es donde suelen fracasar muchas veces los negocios. —Está bien —gruñí—. Dile a Diana que llame a Handwerker y me pasáis la comunicación. Ahora no creo que pueda recordar el número, y además no veo ningún lápiz por aquí. Tom dijo que de acuerdo, que lo haría enseguida, y colgó. Yo colgué a mi vez y entonces vi un pequeño bloc y un lápiz al lado del teléfono. Pon atención. El teléfono volvió a sonar un minuto después. Era Diana. Cuando me anunció que iba a pasarme la llamada, contesté con un gruñido y entonces ocurrió una cosa muy rara. Sentí un breve estremecimiento, como un escalofrío, y al instante se me despejó la cabeza. Era como si yo siguiera tumbado en la cama con el agobio de mi enfermedad, mientras otro en mi lugar se mantenía erguido, lúcido y atento. Como si no estuviera a solas. Lo estaba pero no lo estaba. Un segundo después oí la voz astuta de Handwerker a través del auricular. —Louis Handwerker. —Hola, Louis. Cameron West. Lo siento si hablo un poco raro, todavía no tengo la boca completamente curada. Él hizo un chiste sobre mi costumbre de operarme cuando quería tomarme unas vacaciones extras. Fingí que me hacía gracia y pasamos a hablar del negocio. Tardé unos tres minutos en dejar atados los detalles del trato, y conseguí persuadirle de que se quedase más cucharas dosificadoras de las que iba a necesitar en toda su vida. Protestó un poco y prometí llevarlo a Rosie's Kitchen para comer unos tamales, y luego invitarle a un Baby Ruth. En realidad, con esto me comprometía a regalarle una pista estática de footing a instalar en su domicilio particular, cuyo deseo había insinuado en otra conversación. Al final quedamos convenidos en 1,2 millones de cucharas, y él me dictó el número de su orden de compra y me pidió que le pasara la documentación definitiva por fax. Luego me dijo que me cuidase y se despidió. Trato hecho. Llamé al despacho para comunicarle los detalles a Tom. Quedó maravillado y prometió encargarse de todo. Dijo que Handwerker era una «rata tramposa» y me aconsejó que me cuidase. Colgamos. Y entonces, tan repentinamente como había aparecido, el sentimiento de dominio de la situación desapareció. Estaba sudando, tembloroso. Puse otra vez en marcha el difusor y acerqué la cara a aquella neblina fría. Luego, con un gruñido, me dejé caer con cuidado sobre la almohada y tiré del cobertor para taparme hasta la barbilla. Me dolía la cara y la cabeza me ardía y daba vueltas como las luces de una ambulancia. Pulsé el botón del mando para recuperar el sonido de MASH y vi que el coronel Henry Blake estaba celebrando su inminente marcha de Corea para regresar a casa. Como ya había visto el mismo episodio otras veces, sabía que el avión en que Henry regresaría a Estados Unidos iba a ser derribado, y que a él sólo le faltaba una semana para estar muerto. Me pregunté si a mí me ocurriría lo mismo.
3 Durante el mes y medio siguiente Rikki me llevó siete veces al consultorio del doctor Mercer. Las primeras veces Mercer me lavó los senos maxilares con una solución salina. Estos enjuagues no son como los del dentista, cuando haces gárgaras con una cucharadita de líquido rosado que sabe a chicle de fresa y lo escupes. No. La maniobra consistía en posicionar la cara sobre una palangana grande de acero inoxidable mientras él metía por el agujero de mis encías un tubo conectado a una jeringa con la que disparaba la solución salina contra las paredes de los senos maxilares. Mercer fue dosificando el cóctel de antibióticos para reducir la infección, hasta que la serpiente de cascabel que estaba estrangulándome aflojó por fin la presa y se alejó. Conseguido esto, me suturó el agujero de las encías. Quedaba tan poco tejido gingival que fue preciso repetir la sutura tres veces, porque los puntos no prendían. Mi situación era grave. La medicina tradicional me había llevado a un punto en que la vida dejaba de merecer ese nombre y sólo podía compararse con un puesto avanzado en medio de un erial sobrevolado por buitres ávidos de reducir mis restos a un montón de huesos. Los amorosos cuidados de Rikki y las alegres risas de Kyle podían aliviar esa condición, pero no salvarme. Mi salvación sólo dependía de mí. Fue un martes por la mañana a las diez y veinte en punto, cuando tomé la decisión de sobrevivir. El ancho y pálido sol de diciembre asomaba por la ventana de nuestra habitación y la inundaba de luz lívida. Kyle estaba en la escuela, Rikki en el gimnasio y la casa en silencio, excepto el lejano murmullo de la caldera de la calefacción. Aparté las mantas, salí de la cama por el lado de Rikki y me puse en pie poco a poco. Al mirar por la ventana, el resplandor del jardín cubierto de nieve casi me obligó a cerrar los ojos. Sacudí un par de veces los brazos y ensayé dos pasos de marcha atlética. Suficiente para mí. Me puso unos vaqueros azules, un jersey grueso con un dibujo de cordones y mis zapatos deportivos de tacón plano Avia de ante verde y marrón. Fui al cuarto de baño pero no me molesté en peinarme ni afeitarme; habría sido demasiado gasto de energía. Bajé con precaución, arrastrando los pies, me acerqué al armario y saqué mi abrigo gris de lana y los guantes negros que Rikki me había comprado en Boston. Cuando me los hube puesto, no sin dificultades, abrí la puerta principal. Respiré hondo y di un paso hacia el porche. El frío me abofeteó. Fue como cuando el maestro descarga un golpe de regla sobre el pupitre. Al instante me di cuenta de que había olvidado las llaves. Regresé a la cocina y descolgué las llaves de nuestra furgoneta Volvo plateada. Si hubiese bajado a la cochera sin las llaves me habría visto en la imposibilidad de salir. La mitad de mis fuerzas me habían abandonado sólo con ponerme el abrigo. Salí de nuevo al frío y bajé los peldaños de piedra para continuar por el sendero, del que Rikki había despejado los escasos centímetros de nieve caídos durante la noche. Faltaban sólo otros diez peldaños de escalera metálica hasta la cochera. Hacía más de dos meses que no conducía y temía que tal vez me faltaran fuerzas para hacerlo. Puse el vehículo en marcha, rodé los sesenta metros hasta donde el sendero desembocaba en la carretera y me detuve. Bien. Encender el intermitente y mirar. Salí con un giro a la derecha y conduje los siete kilómetros hasta el centro de la ciudad. Justo antes de llegar a los Stop & Shop enfilé el aparcamiento de un pequeño centro comercial que constaba de una tienda de comidas preparadas, una peluquería, una inmobiliaria, una tienda de juguetes educativos, una bodega de vino y una tienda de alimentos de régimen. Conseguí aparcar frente a ésta sin abollar nada y me apeé poco a poco. Recorrí
el tramo de acera pisando con precaución y entré en el establecimiento. Era una tienda pequeña, de unos cuatro metros de ancho por diez de largo, totalmente abarrotada. La cantidad de productos dietéticos que contenía habría servido para aprovisionar todo un supermercado, pero se podía circular con comodidad si no entraba ningún cliente más. A la derecha, detrás de un mostrador, se sentaba una chica de unos dieciocho años, con largas greñas que sin duda no habían visto e agua muchas veces desde el año en que George Bush vomitó sobrt aquel japonés. Cuando entré, ella estaba comiendo un bocadillo italiano que supuse procedente del delikatessen. Al verme dejó de masticar y puso el bocadillo a un lado. Mirándome, se encogió de hombros a guisa de disculpa. —¿Seguro que es un bocadillo de régimen? —dije, tratando de sonreír con la mitad de la cara que todavía me funcionaba. Ella me dirigió una sonrisa tan falsa como una fruta de cera y dijo: —Mi novio trabaja en la hamburguesería. —Y volvió a masticar Contemplé el sándwich. Al lado tenía una bolsa de patatas y un cartón de mosto. ¡Menuda comida de régimen! Me sentí débil y deseé apoyarme en algo, pero temí que al tocar cualquier cosa de aquella tienda pudiera desencadenar un efecto dominó catastrófico. —¡Tienes direcciones de practicantes de medicina holística en esta zona? Necesito consultar a uno. —Me dolía la cara, y los puntos de sutura de la encía me irritaban la mejilla por dentro. Ella meneó la cabeza, tragó y dijo: —Aquí no tenemos, pero en Geneva Farm, junto a la comarcal 226, hay una señora que se llama Hanna y que los conoce a todos. Ella podrá indicárselos. —Agregó que estaba a sólo siete kilómetros de distancia y me explicó el camino. Le di las gracias, encogí los hombros y me volví hacia la salida confiando en no tropezar con nada. Las indicaciones de la chica resultaron exactas y me costó menos de diez minutos localizar el lugar. Geneva Farm era una casa rústica de una sola planta, a unos diez metros de otra casa rústica un poco más grande, ambas al fondo de un sendero de grava de unos treinta metros, que a su vez era una desviación de la comarcal, en un barrio un poco alejado de la ciudad. La cerca estaba abierta y ostentaba un cartel de plástico blanco con letras rojas que decía ABIERTO. Eran las once y media de la mañana y a aquella hora yo debía estar acostado, pero me había propuesto una misión, así que hice de tripas corazón y continué. Al abrir la puerta y al cerrarla repicó un carrillón. Enseguida asaltó mi olfato un agradable olor a azahar y otras especies que provenía de los vahos de una tetera sobre un hornillo eléctrico encima del mostrador. Detrás de éste vi una matrona de aspecto robusto. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, vestía jersey blanco y mono azul de trabajo, estaba pesando en una balanza hierbas medicinales. La cara sin maquillaje, el cabello castaño y largo recogido en una coleta, ojos azul claro, vibrantes, sonrisa afable, segura de sí misma y compasiva al mismo tiempo: aquella mujer debía de ser Hanna. —Hola —dijo. —Hola —correspondí. El cucharón que sostenía quedó suspendido en el aire mientras ella contemplaba al forastero que era yo. Luego ladeó la cabeza y la sonrisa desapareció. Dejó el cucharón sobre el mostrador. —Tú estás muy enfermo —dijo con gutural acento suizo.
Sus palabras me emocionaron y los ojos se me humedecieron. Sacudí la cabeza para rehacerme, respiré hondo, exhalé el aire despacio y me limité a asentir con la cabeza. Luego dije: —Una persona me dijo que usted podría recomendarme un buen médico holístico en esta zona. Usted es Hanna, ¿verdad? —Ella asintió—. Me han operado varias veces de los senos faciales y no he quedado bien. Si pudiese indicarme a alguien que me eche un vistazo… —¡Hum! —murmuró ella, al tiempo que asentía con la cabeza—. Tengo las direcciones en casa. Voy a buscar la libreta. Salió de detrás del mostrador con sorprendente agilidad y se encaminó hacia la puerta. De pronto se volvió como si hubiese olvidado algo y, señalando la tetera con un ademán, dijo: —Si te gusta el té, puedes tomar una taza. —Y se encaminó hacia su vivienda. —Gracias —dije, pero ella no me oyó. La infusión era buena, pero yo estaba medio desvanecido. Tuve la sensación de que si tardaba mucho en salir de allí, Hanna tendría que dejarme tumbar en la trastienda. En cuanto a pasar un rato de charla mientras tomábamos una taza de té, ni pensarlo. Paseé la mirada por el pequeño establecimiento. Tenía unas quince barricas de roble con infusiones y legumbres de distintas especies. En una alacena empotrada en la pared había no menos de un centenar de cajoncitos para hierbas medicinales; al otro lado, un expositor de alambre exhibía una docena de revistas de salud y medicina natural. Podía entretener la espera leyendo una de éstas, pero me faltaron fuerzas para dar los cuatro pasos necesarios. Hanna no tardó más de un minuto en regresar con la lista. Se detuvo a mi lado, volvió la primera página de la libreta y recorrió las direcciones con el índice hasta encontrar la que buscaba: Lloyd Kessler, doctor en medicina. Dando unos golpecitos con el dedo sobre la página, me miró y dijo: —Éste es un médico muy competente. Tiene una consulta espléndida en Cambridge. Era psiquiatra y se pasó a la medicina na turista por una enfermedad grave de su hija. Te apuntaré la dirección. —Se lo agradezco —dije, al tiempo que me apoyaba contra el mostrador para descansar. Hanna apuntó los datos en un bloc, arrancó la hoja y me la entregó. Mientras me miraba con aquellos ojos azules dijo: —Ve a casa ahora y descansa. Y no dejes de llamar a ese médico. —Lo haré —asentí, tratando de sonreír—. Gracias, Hanna. Empujé la puerta haciendo sonar de nuevo el canillón y salí al frío exterior. El aire invernal mordía los pulmones y la piel. Me sentí un poco mareado mientras me sentaba al volante con un quejido. Conduje con precaución. Una vez en casa, me dejé caer en la cama y dormí como una losa no sé cuántas horas. Durante todo el invierno postergué la visita al doctor Kessler. Me aferraba a la vida, pero con tan poca fuerza que no me atrevía a casi nada. Con los cuidados y la ayuda de Rikki pude retornar al trabajo, aunque ateniéndome a un horario sumamente breve. Pero en marzo volví a sentirme muy bajo, o mejor dicho a la altura del suelo, y el día que me agaché en el aeropuerto para sacar algo del maletín y no pude volver a incorporarme, decidí que ya era hora de hacer esa llamada. Quince días después fui a la consulta de Kessler. Hanna no me había engañado cuando dijo que el
doctor tenía una consulta próspera. Ocupaba media planta de un moderno edificio de oficinas, y con un especialista en dietética, un médico ayudante, un acupuntor, enfermeras y enfermeros, técnicos de laboratorio y otros empleados. Kessler estaba detrás de un gran escritorio de roble, en un despacho con parquet de lo mismo, sentado de cara a una gran puertaventana y bebiendo un vaso de algo que parecía agua de un albañal. Dejó el vaso sobre el escritorio, sacó un pañuelo blanco para secarse los labios y, tras estrecharme la mano con una sonrisa protocolaria, me indicó uno de los tres sillones que tenía para las visitas. Era un hombre alto y delgado, de unos cincuenta años, aunque los rasgos faciales algo fláccidos y el abundante cabello blanco le daban aspecto de tener más edad. Leyó el extenso historial médico que su ayudante me había sonsacado durante la primera hora de mi visita y me formuló algunas preguntas acerca de mis síntomas y hábitos alimentarios. Después, sin practicarme ninguna exploración, Kessler me aseguró que yo tenía muchas posibilidades de recobrar la salud. No sin sorpresa, y con un atisbo de esperanza, le contesté que haría lo que me aconsejase. Para empezar, Lloyd me puso a dieta severa durante varias semanas y me recetó una batería de complementos vitamínicos, enzimas, reforzantes del sistema inmunitario y antitoxinas. A continuación pasé un test de alergias alimentarias, de donde resultó que yo era alérgico a más de un centenar de sustancias, incluyendo la harina de trigo y todos sus derivados. Aunque costaba creerlo, por lo visto mi sinusitis crónica era debido a que yo mismo me había envenenado durante años comiendo cosas que me perjudicaban. Las reiteradas tandas de antibióticos que Mercer me había administrado habían dejado mi sistema inmunitario tan decaído, que cualquier resfriado común podía tumbarme. Por otra parte, Mercer nunca dijo que fuese necesario tomar acidophilus durante los tratamientos de antibióticos; en consecuencia, desarrollé una candidiasis tan grave que de no atajarla a tiempo incluso podía resultar letal. Para mi desesperación, resultó que estaba mucho peor de lo que imaginaba antes de entrar en la consulta de Kessler. Como si circulase veneno puro por mis venas. Él corroboró esta comparación, pero me ofreció la perspectiva de un pronto restablecimiento, siempre y cuando perseverase y no intentase quemar etapas. Lo cual hice (aunque todos los días sentí tres o cuatro veces el vehemente deseo de volver allí y estrangular al doctor), y al cabo de dos meses me convencí de que los buitres se alejaban por fin. Durante toda la primavera y el verano cumplí con mi nueva dieta, y no habría tocado una hamburguesa con queso ni aunque me hubiesen regalado cien dólares. En otoño me sentí casi como un ser vivo normal, e incluso lo aparentaba. Volví a trabajar jornadas normales y dejé de perder la orientación en mi propia ciudad. Incluso pude volver a jugar con Kyle a los aventureros del espacio. La primera vez que lo conseguí lloré de alegría, Rikki no estaba en casa cuando sucedió. Cuando se enteró, lo celebró con júbilo y me dio un gran abrazo, como si ya no temiera que yo fuese a hundirme. Rikki aparecía incluso más animada. Caminaba con paso elástico y respiraba con soltura, como si estuviéramos en el día de fin de curso de la escuela. De nuevo tenía un marido… o eso creía ella.
4 Una tarde de comienzos de octubre, a última hora, estábamos Rikki y yo en nuestra amplia
terraza, sentados en nuestras tumbonas verdes. Recordé los cereales Trix al contemplar los matices cromáticos de la vegetación otoñal. Kyle estaba jugando en casa de un amigo, lo cual nos permitió disfrutar de un raro intervalo de paz e intimidad. La jornada había sido muy calurosa para la estación, pero con el crepúsculo refrescaba rápidamente y Rikki entró en la casa en busca de un jersey y una manta. Cuando salió de nuevo cerró la puerta corrediza de cristal a su espalda y se acomodó en la tumbona tapándonos a ambos con la manta. Iba siendo hora de decírselo. Tomé su mano. Ella vio mi expresión y su despreocupación se esfumó. Se quedó mirándome, expectante. —¿Qué pasa? —preguntó, y me estremecí temiendo que hubiese querido decir en realidad «¿otra vez te pasa algo?». Meneé la cabeza. —Exactamente no lo sé, pero ocurre algo… como una gran barahúnda dentro de mi cabeza… Algo dentro de mi mente… se mueve constantemente. No sé cómo interpretarlo, pero estoy preocupado. Sin soltar mi mano, ella me contemplaba fijamente mientras yo le contaba la extraña pérdida de control que tuve en el lavabo de la oficina el año anterior y la anómala «posesión» experimentada mientras negociaba con Handwerker por teléfono desde mi cama de convaleciente. Su mirada se volvió todavía más atenta cuando le conté que después de recuperar la salud física venía notando sensaciones muy raras en mi cerebro, como si todo su contenido estuviese cambiando para reorganizarse en capas y círculos concéntricos diferentes. Cuando hube acabado, nos quedamos un rato en silencio, mirándonos mutuamente. Rikki es diplomada en psicología y antes de que naciera Kyle trabajó diez años con niños afectados por patologías emocionales. Una vez evitó que un chico de siete años se ahorcase, y en otra ocasión persuadió a una niña de diez años que había salido a la cornisa de un edificio de tres pisos. Ella sabía cuándo había que tomarse las cosas en serio, y por lo que le dije comprendió que yo tenía algo que no se curaría con un combinado de vitaminas. Me apretó la mano. —Quizá deberías hablar con un especialista —dijo con preocupación. Una ráfaga de viento le echó los cabellos a la cara. Los aparté suavemente con la mano; sonreí con tristeza y dije: —A lo mejor lo hago. Apenas se divisaba el contorno de la luna entre los nubarrones cada vez más espesos. La primera estrella no tardaría en asomar. Ojalá tuviese yo un deseo.
5 Al día siguiente me puse a buscar psicólogos en las páginas amarillas de la guía local. No eran pocos, y como no sabía a cuál escoger, elegí al azar a la doctora Arly Morelli porque insertaba un anuncio grande que me pareció indicativo de prosperidad y profesionalidad. Marqué el número y dejé un mensaje en el contestador. Ella me llamó más tarde, el mismo día, y lo primero que noté fue su marcado acento neoyorquino. Sopesaba sus expresiones y hablaba con tono enérgico, aunque no sin una nota de calor humano y |sensibilidad. En esta primera conversación me dedicó mucho más tiempo del que yo esperaba. Hizo preguntas lógicas y penetrantes, y me pareció que estaba sondeándome lo mismo que yo a ella. Parecía buscar la relación v el reto profesional, no una simple cuenta más para aumentar sus
ingresos, y me dio hora para la mañana siguiente. Tenía la consulta en un interesante edificio de ladrillo visto, en la calle principal de la ciudad vecina a la nuestra. Aquella construcción databa de comienzos del siglo, como casi todo el barrio céntrico de la ciudad. Los peldaños de madera crujieron mientras yo subía al segundo piso. En el recibidor había un banco de hierro con asiento de tablones de roble, y me senté a esperar. En la paied de enfrente se veía una biblioteca antigua con manchas de moho, repleta de libros de psicología, relaciones humanas, dinámica familiar, conflictos matrimoniales y dietética. En un rincón había seis libros de cuentos infantiles. Por encima del mueble colgaba un tablero de caoba con una antigua espada estropeada. Yo era el único paciente que esperaba en el recibidor. Afortunadamente. Nervioso y sin saber qué hacer, porque me faltaban diez minutos para la hora, miré distraídamente por una ventana cuyas cortinas tenían aspecto de no haberse cambiado desde el año de la pera. En la otra acera de la calle se alzaba un clásico cuartel de bomberos, en cuyo pequeño patio la copa de un arce alojaba a una bandada de gorriones. Pese a lo soleado y caluroso de aquel día otoñal yo tenía las manos heladas. Al poco rato oí voces procedentes de la consulta y luego salió al recibidor una atractiva mujer de mediana edad que lucía un sastre azul marino y llevaba un bolso de cuero marrón. Por un instante creí que era la doctora Morelli y sentí una punzada de temor. Pero ella bajó la mirada evitando cruzarla con la mía, y salió a paso rápido, de una manera casi furtiva. No por eso se tranquilizó mi corazón, porque ahora el siguiente era yo. Treinta segundos después salió al recibidor Arly Morelli. Su cara respondía exactamente a la impresión que causaba su voz por teléfono. Pero sus ojos eran más cortantes que la raya del pantalón de un crupier. Tenía cabello negro y nariz aguileña. De mediana estatura, delgada, de cuarenta y pocos años, usaba chaqueta negra de lino sobre una blusa Manca, chalina y vaqueros azules desteñidos. Iba descalza, con los pies enfundados en medias. Ella sonrió y dijo: —Hola, soy Arly Morelli. ¿Es usted Cameron West? —Cam —repuse con una sonrisa. Ella me tendió la mano. Al corresponder la noté cálida y firme. Supongo que la mía estaba fría y nada más. La consulta de Arly era pequeña, estrecha, de techo muy alto y paredes blancas con molduras, y un gran ventanal idéntico al del rellano de la escalera. El suelo entarimado, oscurecido por los años, estaba cubierto en su mayor parte por una alfombra oriental roja y dorada. Arrimados a la pared del lado derecho, dos butacas de cuero castaño separadas por una mesita de cristal con un gato de terracota y una caja de kleenex. En el rincón, un colgador con sombreros de la época en que se fumaba con boquilla larga y los automóviles tenían estribos. El sillón de Arly era de cuero marrón y estaba colocado frente a una otomana de cuero que por su diseño parecía hecha para ser compartida. Sobre el sillón había un portafolios marrón oscuro, del que asomaba el capuchón de una estilográfica Montblanc negra. Arly me indicó una de las butacas para las visitas, recogió su portafolios y cuando estuvimos sentados, apoyó los pies sobre la otomana. Yo me removí en el asiento tratando de encontrar una postura cómoda, pero no lo conseguí. Empezaba a arrepentirme de haber llamado. Arly abrió el portafolios, destapó la pluma, sonrió y dijo: —Confío en que no te moleste. Estoy acostumbrada a trabajar tomando notas.
—Adelante —asentí, cada vez más nervioso. Esto ha sido un error. Hay que largarse de aquí. —Está bien, Cam, dime por qué necesitas acudir a una terapeuta. Demasiado tarde. Con la primera pregunta acababa de poner el dedo en la llaga y de súbito me noté los ojos húmedos. Bajé la mirada para disimular, tragué saliva y dije: —Me parece que estoy muy mal, doctora. Creo… creo que he perdido mi alma. Y entonces mis hombros empezaron a agitarse con espasmos y rompí a sollozar. ¡Maldita sea! ¡Hace sólo medio minuto que estoy aquí y ya me he echado a llorar! Mi alma. ¡Qué tontería! Arly me ofreció un pañuelo de papel, que acepté sin atreverme a mirarla. •fila se arrellanó en su asiento sin dejar de observarme. —Con que has perdido tu alma —dijo al tiempo que hacía una anotación. Asentí mientras me tapaba los ojos con la mano y me enjugaba las lágrimas. Luego me sorbí la nariz, tomé otro pañuelo y me soné. A continuación pasé cincuenta minutos contestando a las preguntas de Arly, que así fue enterándose de mis antecedentes, de mi relación con Rikki, mis ocupaciones profesionales y mi enfermedad. Hacia el final de la sesión me preguntó si había visitado antes a algún psicólogo. —Acudí a varias sesiones cuando tenía unos quince años —reconocí. —¿Cómo fue eso? Carraspeé para aclararme la garganta, nervioso. —Intenté suicidarme tomándome un frasco de aspirinas. Arly arqueó una ceja y siguió escribiendo. —¿Tus padres te llevaron al psicólogo después de ese intento de suicidio? Me froté la nuca y miré por la ventana antes de contestar. —A los nueve o diez años deseaba ser psicólogo cuando fuese mayor. Para conocer lo que ocurre en el interior de la mente y todo eso… —¿Cam? —¿Qué? —Me volví hacia ella, y luego, cayendo en la cuenta, dije—: No. Ellos no me llevaron a ver a nadie. Fui yo solo a una clínica y hablé varias veces con una persona. Era como un secreto. Como si no hubiese ocurrido. ¡Si hasta yo mismo lo tenía prácticamente olvidado hasta este momento! —¿Un secreto? —repitió Arly. No fue una pregunta, así que no contesté. Ella dejó a un lado la pluma y entrelazó las manos. —¿Qué más recuerdas de tu infancia, Cam? Me removí una vez más en la silla y volví a mirar por la ventana. Ella aguardó con paciencia. —Me regalaron un cinturón de cuero con una hebilla muy grande cuando cumplí diez años — dije. —¿Y antes de eso? Tuve una súbita reacción de cólera. —¿Qué pretendes? No ocurrió nada de particular. Ella me sosegó con un ademán. —¿Recuerdas algo de las casas donde vivisteis? —Algo. Los muebles. La sala de estar con el televisor… —¿Nada más? ¿Las habitaciones? —No, no recuerdo nada de las habitaciones. Como si los pasillos no fuesen a ninguna parte. —A ninguna parte —repitió ella, tomando de nuevo la estilográfica y dándole vueltas entre los
dedos. —No recuerdo nada. ¿Vas a escribir algo o sólo estás dándole un masaje a la estilográfica?… Disculpa. —¿Cómo describirías la relación entre tus padres? —No discutían nunca. Supongo que ella le decía lo que tenía que hacer, y él iba y lo hacía. Eran de muy distinta procedencia. El padre de ella fue banquero, y él de él tenía una pollería. Se puso a escribir otra vez, y de vez en cuando levantaba los ojos de sus notas para mirarme. —¿Cómo era…? Me refiero a tu padre. —No lo sé. En realidad no he llegado a conocerlo. —¿Y tu madre? —¡Uff! ¡Mi madre! Pregúntame otra cosa. —Está bien, pues tu hermano. ¿Cómo resultó convivir con él? —No lo sé. Supongo que nos llevábamos bien. No lo recuerdo. Se parecía a mi padre, y yo me parecía a ella. Dejó de escribir. —¿Qué has querido decir? —No lo sé. —Dijiste que te parecías a ella. —Era su favorito. Yo era un niño bueno. Miré el reloj. La sesión había terminado. Arly me preguntó si quería hacer sesiones regulares. Lo pensé antes de aceptar. Le extendí un cheque, me despedí hasta la próxima y salí al recibidor. Una persona ocupaba el banco, y yo bajé instintivamente la vista, lo mismo que había hecho al salir la mujer del traje sastre. Me apresuré a salir, como ella. Fuera, el ambiente había refrescado y sentí un escalofrío. Para empezar, Arly y yo habíamos convenido una sesión por semana, pero no tardamos en aumentarlas a dos. Y no porque resultasen divertidas, todo lo contrario. Cuanto más iba, peor lo pasaba. Ella empezaba con una pregunta y luego se quedaba allí sentada con sus pies descalzos sobre la otomana, y venga escribir, y venga mirarme y preguntar, y escribir otra vez. Nunca me decía su opinión acerca de nada. Simplemente dejaba que me cociera en mi propio jugo, hasta que yo perdía los estribos. Pero siempre volvía otra vez. La zarabanda continuaba en mi mente. Era como si alguien cuchichease palabras incomprensibles a mi lado, o como rescoldos en una vieja chimenea. También se hacía más difícil conciliar el sueño, porque la oscuridad aumentaba el zumbido del cometa que se precipitaba hacia mí desde los confines de mi universo. Y entonces, en medio de una noche de diciembre fría y sin luna, desperté súbitamente de un sueño plomizo, los ojos abiertos de par en Dar a la negrura de la habitación. El silencio de la gélida noche lo rompían tres palabras que se repetían en mi mente: Seguro no seguro… seguro no seguro… seguro no seguro. ¿Qué demonios…? La alucinante frase continuaba retumbando: Seguro no seguro… serum no seguro. El corazón me galopaba desbocado y yo tiritaba como si hubiese caído en un agujero en el hielo de un estanque
mientras patinaba. Tenía los puños apretados y cuando los aflojé para tocar las sábanas me di cuenta de que estaban empapadas de sudor frío. Seguro no seguro… seguro no seguro… seguro no seguro. La extraña letanía continuaba en mi cabeza. ¡Basta! Me volví para mirar a Rikki. Estaba de espaldas a mí, durmiendo a pierna suelta. Seguro no seguro… seguro no seguro. Me cubrí los oídos con las manos en un desesperado intento de no escuchar aquel redoble. En el sótano, la caldera de la calefacción se puso en marcha. Movido por no sé qué fuerza extraña, me volví hacia la izquierda y busqué a tientas el rotulador y el bloc de notas sobre la mesita de noche. Las torturantes palabras seguían desfilando por mi cerebro. A oscuras me puse a escribir «seguro no seguro seguro no seguro» una y otra vez, hasta llenar la página. Pero no podía detenerme. «Seguro no seguro seguro no seguro.» Volví la hoja y Rikki se removió en sueños. Temí despertarla. Me levanté con sigilo, el bloc en una mano y el rotulador en la otra, a oscuras y temblando de frío. ¿Qué me está pasando? Bajé sin vestirme, sin ninguna luz excepto la del reloj digital del horno al pasar por la cocina y sin oír ningún ruido excepto la leve vibración de la caldera. Como un sonámbulo crucé la sala de estar y el pasillo de la entrada hacia el salón principal en la parte anterior de la casa, donde estaba nuestro piano de cola, arrastrando los pies desnudos sobre la suave alfombra mientras resonaban en mi mente las palabras seguro no seguro… seguro no seguro. Me senté maquinalmente en el suelo y me deslicé debajo del piano. Siempre a oscuras, seguí copiando el enigmático mensaje. El tiempo corría y noté calambres en la mano que sostenía el rotulador, pero no pude dejar de seguir escribiendo «seguro no seguro seguro no seguro», dos páginas, tres, cuatro, cinco, hasta que empezó a producirse un cambio y me salía «no seguro no seguro no seguro». Continúe escribiendo debajo del piano, ajeno a todo. Mi yo estaba en otro lugar, pero ¿dónde? Al cabo de un rato se interrumpió de súbito el flujo tal de aquellas palabras y mi mano se detuvo. Dejé el rotulador a un lado, aturdido. Por un instante me embargó una extraña paz. Luego retornó gradualmente la sensibilidad, como un leve cosquilleo o el lejano tintineo de un carillón a través de la mente y el cuerpo. Enseguida se convirtió en algo más que un tintineo. Hice una mueca de dolor mientras trataba de mover los dedos entumecidos; al mismo tiempo sentí miedo y confusión, como un caldero hirviente lleno de sustancias fétidas a punto de derramarse. ¿Qué demonios me ha pasado? Desnudo y aterido, seguí sentado a oscuras y procurando desentumecer la mano. Deseaba y no deseaba entender.
Al cabo de un rato me di por vencido y, sin hacer ruido, subí a la habitación para acostarme, pero antes me detuve en el cuarto de baño para recoger dos toallas secas y ponerlas entre mi cuerpo y las sábanas empapadas de sudor. Me tumbé, cerré los ojos y caí en un sopor espeso. A la mañana siguiente desperté a primera hora y tendí la mano hacia el bloc de notas de la mesita. A lo mejor no ocurrió nada. Pero sí había ocurrido. Ahí estaban las palabras repetidas una y otra vez: «seguro no seguro seguro no seguro». Hojeé seis páginas hasta llegar al «no seguro no seguro». Cuatro páginas más. Mal asunto. Desperté a Rikki, le enseñé el bloc y le conté lo que había pasado durante la noche. —¡Por Dios! ¿Qué te pasa? —exclamó con espanto, su bonito rostro todavía soñoliento. —No lo sé. —Meneé la cabeza. La rodeé con los brazos y así permanecimos, fuertemente abrazados y deseando que aquello no se repitiese jamás, fuera lo que fuese. El domingo transcurrió apaciblemente. Rikki y yo jugamos con Kyle y le leímos cuentos. Nos dedicamos a ver dibujos animados de Bugs Bunny, que divirtieron a Kyle y me distrajeron a mí. Nadie volvió a mencionar el asunto. Mientras tanto, yo notaba la lenta, insidiosa invasión de la mente consciente por extrañas sensaciones que provenían de ciertos rincones lóbregos de mi cerebro. Aquella noche, después de dejar a Kyle dormido y estando ambos ya en la cama, me volví hacia Rikki. —Temo que me ha pasado algo terrible… pero no sé qué es. Ella me abrazó y tuve la repentina impresión de que no sólo me abrazaba sino que trataba de aferrarse a mí como yo me aferraba a ella. Miré por la ventana de la habitación hacia la oscuridad de
la noche, y la luna se me antojó parecida a una bola gigante de algodón. Por un segundo deseé que bajase del cielo y viniese a secarme como a un bebé desnudo en su bañera. Por entonces yo ignoraba que se habría necesitado una bola de algodón mucho más grande que la luna para limpiarme a fondo.
6 Nevó durante toda la noche y por la mañana me despertó el conocido alboroto del todoterreno quitanieves que despejaba el largo y empinado sendero de acceso a nuestra casa: el choque metálico de la pala en el suelo, su roce contra el pavimento, los crujidos del cambio cuando el conductor metía la marcha atrás para iniciar otra pasada. La actividad en mi cabeza no era tan coordinada ni predecible, ni mucho menos. Las sinapsis normales parecían cubiertas de una gruesa capa de nieve; al mismo tiempo minúsculas excavadoras sin conductor abrían al azar caminos nuevos e insospechados. Pantalones. Necesito unos pantalones. Iré a comprar un par de pantalones. Me ducho. Me visto. La comida para el gato. Beso a Kyle. Beso a Rikki. Me voy. A la oficina no, a comprarme unos pantalones. Puse en marcha el Mercedes y emprendí el patinaje sendero abajo, esquivando la máquina quitanieves. ¿Por dónde? ¿A la izquierda, al despacho? No, a la derecha. ¿Adonde voy? Pantalones. El Lincoln Common era un centro comercial supermoderno que se encontraba a diez minutos de nuestra casa por la comarcal 128. Lo habían diseñado para que pareciese un caserío de Nueva Inglaterra con falsas aceras de madera pintadas de azul y crema, calles peatonales adoquinadas, falsas farolas de gas y anuncios de madera tallada con letreros pintados a mano. Los quitanieves habían despejado ya el espacioso aparcamiento. Estacioné el coche. ¿Qué estoy haciendo aquí? Ah, sí… pantalones. En el momento de salir del coche mis gafas de montura metálica se nublaron por efecto del frío y la humedad. Frunciendo el entrecejo, miré hacia la mancha clara del sol detrás de unas nubes grises que se espesaban. Hasta que los cristales se despejaron y pude ver que sólo había dos coches más en el aparcamiento. Los pantalones. Recorrí una calle adoquinada mirando escaparates hasta encontrar uno de pantalones. Pero la tienda estaba cerrada. Seguí adelante y volví a intentarlo en otro establecimiento. Luego en otro. Todos cerrados. ¡Mierda! Ellos se dedican.a vender pantalones, ¿no? ¿Por qué no puedo conseguir unos pantalones? De nuevo el cielo se puso a descargar nieve y recibí algunos copos en la nuca. ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué no encuentro unos pantalones? Tuve un instante de lucidez: El centro comercial no abre hasta más tarde. Consulté mi reloj: las ocho y media. Me senté en la acera, fría y cubierta de copos de nieve, y entonces vi que llevaba un solo calcetín. Y luego me quedé ausente… en alguna parte. Lo primero que se me ocurrió al regresar fue que tenía el trasero frío. Entonces me di cuenta de que estaba sentado en el suelo. ¿Dónde? Miré en derredor. ¿Un centro comercial? Sí, el Lincoln Common. ¡Vaya! ¿Qué hago aquí? ¡Ah, sí! Los pantalones. ¿Pantalones? Bah. Me largo. Me puse en pie, me sacudí la nieve del abrigo y corrí hacia el aparcamiento. Pero los coches eran ahora más de una quincena. ¿Cuál es el mío, el plateado o el azul? Me fijé en el Mercedes que estaba cerca de la entrada, aparcado sin respetar las líneas que delimitaban las plazas, la puerta del conductor abierta de par en par. Mientras caminaba hacia el
automóvil rebusqué en el bolsillo derecho del abrigo y palpé las llaves. Subí al coche y probé el contacto. El motor rugió al momento. Gracias a Dios. Sin rumbo fijo, salí a la comarcal 128 y enfilé hacia el norte. Al poco levanté la mirada y vi a un lado el letrero que anunciaba el acceso a una autopista. —Lexington a dos kilómetros —silabeó una voz desconocida para mí, hablando alto y despacio. ¿Qué diablos…? Me volví para comprobar que no viajaba nadie a mi lado. —Velocidad máxima: ciento diez —anunció la misma voz cuando pasamos ante el cartel correspondiente. La voz salía de mi boca pero no sonaba como la mía, sino titubeante e infantil. ¡Eh! ¡Yo no acostumbro leer en voz alta las señales de tráfico! Pero aquella voz sí lo hacía. Mi corazón latía a toda velocidad, me notaba la nuca rígida y la boca como anestesiad^. Bajé la vista hacia el velocímetro: cuarenta por hora. La voz juvenil leyó otro cartel, pronunciando lentamente: —Anteyeoch Road. Espera. Antioch Road. Poco tráfico. Perfecto. Salí de la autopista de cuatro carriles reduciendo todavía más. Dos carriles despejados. Bien. La voz leyó otro cartel lejano, frente a un edificio grande: —Harbinger Psiich… ¿Cómo? ¡Menuda coincidencia! ¡El hospital psiquiátrico Harbinger! Ahí podrían ayudarme. Voy a entrar ahí. Pero no lo conseguí. Me metí en un aparcamiento equivocado que no comunicaba con los terrenos del hospital y sin duda era del edificio vecino. Se veía el hospital en un alto a cien metros de distancia. ¡Está ahí! ¡Pediré ayuda aquí mismo! Salí del aparcamiento y enfilé hacia la izquierda, pero volví a pasarme y me metí otra vez en un aparcamiento equivocado. ¡Mierda! Detuve el coche y me quedé mirando el hospital psiquiátrico, esta vez desde el lado contrario. Veía la parte posterior del edificio, por lo que la entrada debía hallarse al otro lado. Puse el freno de mano y apoyé la cabeza sobre el volante, completamente desesperado. Entonces vi el teléfono móvil. Arly. No recordaba el número, así que me quité los guantes y hurgué en mi cartera hasta dar con la tarjeta. ¿Cómo dijo ella que debía hacer en caso de emergencia? Marcar el número y esperar ala primera señal de llamada, entonces colgar y volver a llamar. Recogí el móvil del asiento y lo puse en marcha. Me temblaban las manos. ¡Por favor, que esté en la consulta! Marqué el número, oí la primera señal, colgué, y la segunda vez que marqué Arly contestó después del primer tono. —Doctora Morelli —dijo. Una gota de sudor se descolgó por el labio y noté el sabor salado. Empecé a hablar a borbotones. —¿Arly? Soy Cam. No sé qué me está pasando. Estoy en el coche. Se oye una voz. Es la mía pero no lo es. Algo anda mal. Me quedé sentado en la nieve. Iba a comprarme unos pantalones. Dejé el coche abierto. Estoy intentando ir a un hospital —dije señalándolo con el dedo como si ella pudiera verlo. —Tranquilo, Cam —dijo Arly—. Espera un minuto y no te retires. —De acuerdo —dije respirando todavía aceleradamente—. De acuerdo. Esperé agazapado sobre el volante, el teléfono apretado contra la oreja derecha, mientras contemplaba los grandes copos de nieve que caían sobre el parabrisas y se fundían lentamente. Al cabo de un rato que me pareció interminable Arly regresó a la línea. —Estaba en una sesión —anunció—. Le he dicho al paciente que espere en el recibidor.
—Cuánto lo siento, Arly… —No importa, Cam. Está bien, ¿desde dónde me llamas? —Desde el coche. —¿Sabes dónde estás? —En Antioch Road… en algún lugar cerca del hospital Harbinger. Lo veo desde aquí. —Bien —continuó ella con tono tranquilizador—. No te preocupes por el hospital. ¿Te sientes capaz de regresar a casa? Necesito que me lo digas, Cam. —Sí, supongo que sí —dije débilmente—. Creo que podré volver a casa. —Pero entonces me derrumbé—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué me está pasando, Arly? —Tómalo con calma, Cam. Te pondrás mejor —aseguró—. Ahora lo que debes-hacer es volver a casa conduciendo con precaución. Te llamaré allí dentro de media hora. —Tengo miedo —murmuré, y lo repetí en voz alta—: Tengo miedo. —Mira, Cam. —Arly recurrió a su tono enérgico—. Lo que hace falta ahora es que te ocupes de volver a casa. —Y luego, con voz algo más dulce—: Hablaremos dentro de media hora. —Sí, Arly. Perdón. Lo siento. —Me sorbí la nariz—. ¿Te acordarás de llamarme? —Sí. —¿Qué hora es ahora? —Las diez menos cuarto. Hasta dentro de media hora, pues. Conduce con cuidado. Hasta luego. Apoyé la cabeza en el volante y contemplé los copos que se fundían sobre el cristal. —Estoy fundiéndome —dije. Rikki estaba sacando del maletero del Volvo dos grandes bolsas del supermercado cuando enfilé con mucho chirriar de neumáticos el resbaladizo sendero. Aparqué de cualquier manera y me apeé. Ella abandonó las bolsas y me dirigió una mirada de preocupación. —¿Dónde estuviste? —preguntó, emitiendo vaho al hablar—. Te marchaste sin decir nada. Llamé a tu despacho y Diana me dijo que no habías aparecido por allí. Y tu móvil no contesta. ¿Qué ha ocurrido? Rodeé el coche y apoyé las posaderas en el capó mojado y todavía caliente. Rikki ladeó la cabeza y me contempló con más atención a través de la leve cortina de nieve que caía, después de lo cual se acercó y me tocó la frente y la mejilla. —¿Tienes fiebre? ¿Qué ha pasado? La tomé por la muñeca. —Entremos en la casa. Recogimos las bolsas de la compra y anduvimos los doce metros de rampa que faltaban. La nieve que empezaba a cuajar crujió bajo nuestros pies. Una vez dentro Rikki puso a calentar agua para preparar té, mientras yo guardaba los alimentos y le contaba lo ocurrido sin omitir detalle. Aunque ella no dijo nada, su miedo y su preocupación eran evidentes. Arly llamó a las diez y cuarto, tal como había prometido. Me llevé el teléfono al salón del piano mientras Rikki se quedaba en la cocina. Cuando se lo hube contado todo a la psicóloga, esperé una explicación. Ella me la dio. Regresé a la sala de estar con el teléfono en la mano. Rikki estaba sentada a la mesa de la cocina tomando su té con limón, y me lanzó una mirada interrogante. —Dice que tengo una disociación.
—¡Hum! Recuerdo haber leído acerca de eso cuando estudiaba psicología. —Una parte de mi mente está desconectada del resto. —Entonces ¿la voz que leía las señales de tráfico…? —Eso es, y también mi mano cuando escribí «seguro no seguro». Ha dicho que no tengo por qué alarmarme cuando ocurra, pero… ¡Joder! ¿Cómo no voy a alarmarme, Rikki? ¿Qué diablos me está pasando? Me siento como poseído. Hablo incoherencias delante del espejo. Me levanto de madrugada y me meto debajo del piano. De mi boca sale la voz de otra persona que lee los carteles de la carretera… ¿Qué diablos está pasando aquí? ¡Y Arly dice que estoy desconectado! ¿Qué es eso? ¿Un sabotaje de la compañía telefónica? —Arrojé el teléfono contra la chimenea, en cuya base de piedra se hizo añicos. Me cubrí la cara con las manos. Rikki corrió a rodearme con sus brazos. Me sentí confundido y avergonzado. Al fin acudieron las lágrimas, pero abrasaban como ácido. —¿Qué me está pasando? —repetí en un susurro. Rikki me abrazó con más fuerza. —No lo sé, cariño. No lo sé —musitó.
7 Destello de una cámara. ¡Pop! Con los ojos entornados, deslumbrado por el fogonazo, sigo lentamente la caída de la bombilla quemada y oigo su ruido al rebotar y rodar por el suelo. Levanto los ojos y veo una imagen: vello púbico a la altura de mi cabeza, mi mano derecha sujeta por la mano huesuda de una mujer que empuja reticentes dedos infantiles hacia su vagina caliente y húmeda. Dejando el pulgar fuera. Olor extraño, penetrante, a sudor y… otra cosa. Terror que aturde, excitación, pene diminuto, duro, aprisionado en la ropa interior y los pantalones. Yerto de terror. Abuela sudorosa. Abuela mala, mala, mala. Luego termina todo, se afloja la tensión. Consiguió lo que buscaba. La garra huesuda suelta la delgada muñeca y su voz ronca murmura «Buen chico» mientras unas uñas pintadas acarician su mejilla izquierda. Lava la mano del niño, inclinada sobre él, cerca su aliento nauseabundo con hedor a tabaco. ¡Puaj! Le besa el diminuto pene endurecido a través de los pantalones, lo lleva de la mano hasta la cocina y le da dos galletas al chico. ¡Uy, galletas! El índice pe verso se posa sobre los labios pintados. —¡Chist! Desperté espantado, empapado en sudor, y sacudí la cabeza. ¿Qué ha ocurrido? ¿Vello púbico blanco? ¿Vagina? ¡Oh, Dios mío! Con la sensación d haberme tragado una docena de guijarros, horrorizado, los ojos mu abiertos mirando sin ver el techo y sin atreverme a cerrarlos ni siquier para parpadear, me armé de valor para abrir un poco mi oxidada mente dejar que entrasen gota a gota las espantosas imágenes. En una fracció~ de segundo el goteo se convirtió en un torrente y el torrente en una inun dación devastadora. Con la cara encendida y el cuerpo convulso, bajé de la cama y, doblado sobre mí mismo, me precipité al cuarto de baño. Dejé correr el agua de la ducha para que nadie pudiera oírme y ca de rodillas delante del váter donde vomité violentamente. Fatigado me pasé el dorso de la mano por la boca y la visión fugaz de los dedo produjo el regreso de las horribles imágenes, como una oleada de fan go. A la que siguió otra oleada de náuseas y vómitos, los ojos ardiendo y cerrados para ahuyentar las repugnantes visiones,
hasta que el estómago vacío y retorcido no dio más de sí excepto un líquido agrio. Por último todo pasó y quedé como desmadejado, medio de rodillas medio sentado delante del inodoro, la cara apoyada en la fría loza. Cuando conseguí levantarme, accioné la cisterna y me metí en la ducha. Gradué el agua a temperatura casi hirviente y me froté con desesperación, como si quisiera purificarme, hasta vaciar el calentador. Cerré el grifo y salí, encendido y casi despellejado, me envolví en una toalla y trastabillando me dirigí a la habitación para vestirme. Luego regresé arrastrando los pies al cuarto de baño para colgar la toalla. Al haberse disipado en parte el vapor, en el momento de volverme me vi fugazmente en el espejo. Me quedé paralizado, los ojos fijos en la imagen que de súbito me envió hacia atrás, hacia algún recóndito rincón de mi mente, y mientras yo iba disminuyendo alguien se cruzó conmigo en sentido contrario, una persona de poca estatura. Luego me hallé en una especie de cerro lejano, como espectador incapaz de controlar mi propio cuerpo. Rikki y Kyle estaban levantados y ya habían desayunado. Mientras mi cuerpo bajaba por la escalera tuve una vaga sensación de olor a beicon frito. Rikki alzó la mirada desde el fregadero y sonrió cordialmente a mi paso… a nuestro paso. —Buenos días, cariño —dijo—. Gracias por gastar toda el agua caliente. Ha dejado de nevar. Los niños van a la escuela, pero Hank aún no ha quitado la nieve del sendero, de modo que Kyle se queda. Está jugando en su habitación. No pude articular palabra. Caminando maquinalmente, me dirigí a la habitación de Kyle. Estaba sentado en el suelo construyendo un castillo con las piezas del Lego. Alzó la mirada y dijo: —Hola, papá. Yo, callado en mi lejana colina. Mi mano se hizo con un sarape mexicano, el cuaderno de dibujo de Kyle y una caja de lápices y rotuladores de colores, y siempre silencioso fui a sentarme dentro del armario de los juguetes del niño, que tenía iluminación interior, dejando la puerta entreabierta. Kyle regresó a su juego, feliz y contento de tenerme cerca. A él no le importaba que su papá se sentase dentro del armario. Mi mano izquierda eligió un rotulador rojo y, mientras yo miraba como un espectador, dibujó una línea alrededor de la derecha, pasando por encima de los nudillos. Luego la mano pintada se elevó hacia mi rostro y giró poco a poco, de aquí allá, mientras los ojos del pequeñín observaban la línea encarnada. Yo lo contemplaba todo en silencio, como si aquello no fuese conmigo. Entonces la mano tomó un lápiz y empezó a garabatear un dibujo en el cuaderno. Representaba una mujer desnuda vista de frente y un niño pequeño de espaldas, delante y un poco a la derecha de ella. La mujer llevaba la mano derecha del niño hacia su vagina. Al lado de este dibujo hizo otro del niño con la mano derecha levantada. Los dedos estaban representados como separados de la mano y unas tijeras abiertas aparecían cerca de ésta; evidentemente habían servido para cortar los «bocadillos» de los diálogos en las historietas infantiles, rotuló la palabra «¡¡No!!». De la boca de la mujer salía otro globo parecido con la onomatopeya: «¡Chist!» El pequeño personaje que controlaba mi cuerpo utilizó entonces el lápiz y una cera roja para dibujar la cara de un niño, con los ojos enormes y grandes lagrimones que caían por sus mejillas. Levantaba la mano derecha con los dedos rebanados y manando goterones de sangre. Un letrero a modo de título decía: «Davy triste.»
¿Qué es esto? Las uñas de mi mano izquierda se hincaron en la mejilla del mismo lado, cerca del pómulo. Sentí un vago dolor, pero no podía hacer nada por evitarlo. Y entonces se hizo el silencio en mi mente y mi cuerpo. El único sonido de la habitación era el monólogo de Kyle mientras construía su castillo.
Oí a Rikki entrar en la habitación y preguntar: —¿Dónde está papá? Kyle señaló el armario y dijo: —Ahí dentro. —Y retornó a su juego. Rikki abrió la puerta, me miró y emitió una exclamación de sorpresa. Sentí que mi cuerpo temblaba y de pronto advertí que el personaje pequeño pasaba junto a mí y desaparecía, permitiéndome ocupar otra vez el primer plano. Contemplé el semblante horrorizado de Rikki. Ella se inclinó y me tomó la cara con ambas manos para examinar el arañazo. Sentí dolor en la mejilla cuando ella tocó la herida y vi la sangre en sus dedos cuando apartó la mano. Miré alrededor. ¿Dónde estoy? Dentro del armario. ¡Mierda! Bajé la mirada hacia el cuaderno. Tres dibujos infantiles. ¿Davy triste? —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rikki, pero entonces vio el cuaderno y se quedó observando con aire de perplejidad. —¿Qué? ¿Qué ha hecho papá? —se entrometió Kyle. —Nada, cariño. No es nada —contestó ella sin dejar de contemplar los desmañados trazos. Él se dio por satisfecho y retornó a su construcción. —Pues… no lo sé —balbucí al tiempo que me llevaba la mano a la mejilla. Rikki me tomó de la mano, me ayudó a ponerme en pie y me llevó al cuarto de baño. Una vez allí me quedé contemplando con asombro mi cara en el espejo mientras ella abría el grifo de agua caliente
y empapaba una toalla para lavarme la herida. No era profunda, pero parecía que hubiese intentado una llegada a base con la mejilla izquierda en una cancha de béisbol. Débil y tembloroso, me senté en la tapa del inodoro. Rikki se fijó en el trazo rojo de mi mano y dijo: —¿Qué es eso? —No lo sé, Rik —murmuré, y me sorprendí al comprobar que acababa de recobrar mi propia voz —. No sé qué demonios está pasando conmigo. Es muy raro. Ha sido como un sueño… o la reaparición de un recuerdo, o algo así. No lo sé. Vello blanco. Mi abuela. Me figuro que… que a lo mejor ella… le hizo algo malo a Davy. Rikki se acercó a mí y susurró: —¿Qué has dicho? ¿Quién es Davy? Me estremecí. —Soy un buen muchacho. De nuevo me recorrió un escalofrío y quise decir algo, pero tenía un nudo en la garganta. Me miré las manos, demasiado avergonzado para sostenerle la mirada a Rikki. Ella tomó mis manos y dijo: —Voy a llamar a Arly. Asentí, mordiéndome el labio. Rikki me puso en la cara una crema desinfectante y luego se dirigió al salón para hacer la llamada. Temblando todavía, regresé a la habitación de Kyle y entré de nuevo en el armario, donde me tumbé hecho un ovillo y me tapé con una manta. Rikki dejó un mensaje en el contestador de Arly y retornó a la habitación con gesto de nerviosismo. Un golpe de viento sacudió las contraventanas y la caldera de la calefacción tosió. Al cabo de un rato sonó el teléfono y Rikki se puso en pie de un brinco. -¿Sí? —Hola, Rikki. Soy Arly Morelli. —¡Gracias a Dios que has llamado! —suspiró Rikki. —¿Qué ocurre? Rikki se dejó caer en el canapé blanco y azul junto al piano, cruzó un pie por debajo e inclinó el cuerpo para poder vigilar a Kyle. En voz baja, para que el niño no oyese el diálogo, contestó: —Las cosas no van bien por aquí, Arly. —¿Qué ocurre? —Cam se comporta de una manera muy extraña. Nada más levantarse fue a la habitación de Kyle y se metió en el armario. E hizo unos dibujos rarísimos de una mujer y un niño en una postura sexual, y se pintó los nudillos de la mano derecha con un rotulador rojo. —¿Ha dibujado sobre sus nudillos? —Sí, y se ha arañado la cara. —¿Con qué? —Con las uñas. Se hirió una mejilla. Tenía la cara sangrando. No es grave, pero se ha sacado sangre. Él parece completamente ido, como si estuviera en regresión total. Se recuperó de repente cuando lo encontré ahí dentro, y entonces me contó lo del sueño. —¿Qué sueño? —Dijo que había soñado que su abuela le hacía algo a un tal Davy.
—¿Davy? ¿Quién es? —No lo sé. Después puso una cara muy rara y dijo con voz extraña «soy un buen muchacho». Arly tardó varios segundos en contestar. —¿Ha pasado algo más desde que me dejaste el mensaje? —No. —Escucha, Arly. El caso es que Cam nunca me había contado nada de esto. Nunca. ¿No podría ser el recuerdo de algo que le sucedió y que ha tenido olvidado durante todos estos años? —No lo sé, Rikki. Aunque es posible. La memoria no es un registro exacto. Es más bien como una serie de impresiones. —Hizo una pausa y continuó—: Supongo que algo debió ocurrir, aunque no fuese tal como ahora lo recuerda. Algo que le causó una profunda impresión, tan grave que no pudo asimilarlo entonces. Por eso tuvo que disociarse de ello. De ahí la palabra «disociación». —¿Quieres decir…? —Que se disoció en una reacción defensiva, para evitar que aquello lo abrumase. Hay niños que tienen una facilidad innata para disociar, y son muy hipnotizables. —¿Y es posible que lo olviden durante años? —Desde luego —contestó Arly—. Podrías imaginarlo de esta manera. Tú tienes una fotografía de un accidente horrible, un accidente que presenciaste, o del que incluso fuiste víctima. Y fue tan horroroso que no soportas recordarlo. Pero no te desprendes de esa fotografía, sino que la guardas debajo de un montón de cosas, bien escondida, a fin de poder olvidar lo que sucedió. Sin embargo, en un memento dado, digamos al hacer limpieza de los cajones, o con motivo de una mudanza, resulta que la encuentras. Y entonces tu horror es tan grande como el día del accidente. Hubo un silencio. Arly le daba tiempo para asimilarlo. Al poco, Rikki dijo: —Una reconstrucción. Cam ha estado enfermo durante mucho tiempo. —Lo sé. —Y luego se restableció. Tal vez la convalecencia de Cam podría compararse a la reconstrucción de una casa después de un incendio… Está clasificando los elementos que encuentra en su mente para poder reconstruirla. —Tal vez. :—¿Y lo del rotulador rojo? —preguntó Rikki. —Me parece una manera muy imaginativa'de eludir la autolesión. Una simulación… una amputación simbólica. —¡Dios mío! —exclamó Rikki—. Yo he trabajado con niños maltratados. He visto cómo representaban las cosas que les habían hecho, ¡cosas horribles! —Meneó la cabeza—. Sospecho que tienes razón. —Es de suponer que le pasó algo cuando era muy niño —dijo Arly—. Algo que nunca pudo asimilar. Fuese lo que fuese, que no lo sabemos y quizá no lleguemos a averiguarlo nunca, hay que enfrentar los efectos que aquello produce sobre él. Él te necesita a su lado, Rikki. Miró a Kyle jugar despreocupadamente y suspiró. —¿Querrás ayudarle, Arly? ¿Y a mí? —dijo Rikki en voz baja. —Por supuesto. ¿Podrás traérmelo mañana a las diez? —Claro que sí. Kyle estará en la escuela. —De acuerdo, pues —concluyó Arly—. Hasta entonces. Hazle compañía. Que sepa que estás a su
lado y velas por él. Déjame un mensaje si me necesitas. Y ánimo. —Gracias. —Rikki hizo una breve pausa y luego dijo—: Gracias por todo. —Estoy a vuestra disposición —contestó ella y colgó. Rikki fue a la habitación del niño y recogió los cojines diseminados en el suelo. Tras amontonarlos al lado del armario, agarró un libro de cuentos infantiles de la estantería y afectando un tono festivo, propuso: —¡Eh, chicos! ¿Qué os parece un rato de lectura? ¡Pongámonos cómodos! —¡Hurra, mamá! —gorjeó Kyle y lanzó uno de sus puñitos al aire—. ¡Léenos Lo que hace la gente todo el dial —Claro —dijo Rikki mientras se acomodaba en los cojines, cerca de mí, y sentaba al niño delante de ella. Con el libro en su regazo, tomó con su mano libre una de las mías al tiempo que empezaba a leer disimulando la preocupación y la tristeza que la embargaban. Nada malo sucedió durante el resto de la jornada. Mi mente seguía recluida en un reducto oscuro en medio de un bosque laberíntico. Más tarde, por la noche, escuché a Rikki leerle un cuento breve a Kyle para acostarlo. Luego salió y fue al cuarto de baño. Entonces Kyle dijo las palabras acostumbradas: —Papá, ¿quieres ahuecarme la almohada? Su vocecita logró penetrar mis tinieblas y me despejó la mente por unos momentos. Me levanté y anduve pesadamente hasta la habitación ¿el niño, le mullí la almohada y le di las buenas noches con un abrazo un beso. Al regresar pasé por delante del cuarto de baño, que tenía la puerta entreabierta y proyectaba una luz amarillenta hacia el pasillo. Supuse _ue Rikki se habría acostado olvidando apagar la luz. Me equivocaba. Estaba sentada en el suelo, acurrucada y meciéndose mientras sofocaba los sollozos con la cara hundida en una toalla. Me quedé helado. ¡Dios mío! ¿Qué le he hecho a mi mujer? Sentí el desesperado impulso de abrazarla, de llorar con ella y asegurarle que todo saldría bien. Pero no pude. Si lo hubiese hecho, me habría derrumbado. Así que me retiré sin hacer ruido y me metí en la cama. Al poco oí correr el agua del cuarto de baño y luego los pasos de Rikki en el corredor. Cuando se metió en la cama olfateé el jabón perfumado. Yo estaba de espaldas, la luz de mi lado apagada, y fingí dormir. Ella apagó su lámpara, se volvió de espaldas a mí y así permanecimos, en silencio, cada uno a solas en los recovecos de su propia cueva del dolor.
8 Desperté animado, con la mente despejada, aunque con el lado izquierdo de la cara dolorido. Rikki me besó con afecto y luego hizo una mueca, al ver los feos arañazos en mi mejilla. Tenía las facciones un tanto desencajadas, como de no haber dormido mucho. Poco después de marcharse Kyle a la escuela fuimos a nuestra cita con Arly. Condujo Rikki. En el asiento iban los dibujos de Davy. Mi tranquilidad se disipó tan pronto los peldaños de madera rechinaron bajo nuestros pies. Sentí un hormigueo en toda la piel. Arly oyó nuestros pasos en el descansillo y nos esperó en el umbral. Tomó una mano de Rikki, la saludó con afecto y dijo que se alegraba de conocerla al fin personalmente. Me dejé caer con fatiga en la butaca frente al sillón de Arly, con desasosiego, como si no corriese
sangre suficiente por mis venas. Rikki se sentó aferrando con nerviosismo el bolso en una mano los garabatos de Davy en la otra. Le entregó los dibujos a la psicóloga, quien los estudió, sin decir nada. Yo me recliné en la butaca como si quisiera embutirme en ella y miraba sin ver, los ojos fijos en un punto de la pared por encima de Arly. Mi labio superior estaba perlado de sudor. Rikki miró a Arly con nerviosismo, como intuyendo que se avecinaba algo importante pero sin saber el qué. Arly me miró y observó los rasguños de la cara, luego la línea roja alrededor de mi mano derecha. Hubo un tenso silencio. Estábamos a un paso de la fiera dormida, y fue entonces cuando Arly pisó la rama seca. —¿Davy? —dijo. Mi cuerpo se estremeció y me sentí arrebatado de allí, muy lejos. Como si hubiesen pulsado un botón. Y se presentó Davy. La cabeza de Davy se inclinó hacia atrás, con los ojos desorbitados de pánico. Su mano izquierda sujetó la muñeca derecha y la alzó en el aire como si tratase de izarse de la silla a pulso, y exhaló tres gritos penetrantes. —¡Aaahhh! ¡Aaaahhh! ¡Aaahhh! La derecha intentaba soltarse de la izquierda, que tiraba hacia arriba hacia un blanco invisible. La derecha no podía con la mayor fuerza de la izquierda. —¡Aaahhh! Rikki se quedó boquiabierta, mirándome entre incrédula y asombrada. Arly dijo con firmeza: —¿Me oyes, Davy? Davy jadeaba, la cara bañada en sudor y lágrimas, y no contestó. —¡Davy! ¿Me oyes? —insistió Arly. Davy asintió con la cabeza. —Dime qué ves —ordenó Arly adelantándose en su asiento. —Pe… pelos blancos. Mojados. ¡Aagh! —Y se retorció en un espasmo, mientras la mano izquierda no dejaba de forcejear con la derecha arriba y abajo—. ¡Suéltame! —gritó. Rikki abrió los ojos en una mueca de espanto. —¿Qué le pasa a tu mano derecha? —preguntó Arly. —Ella la tiene —sollozó—. ¡Puaj! Arly se acercó todavía más. —¿Quién es ella? ¿Quién tiene tu mano derecha? —¡La abuela! —sollozó Davy, y volvió a gritar—. ¡Aaahhh! —¿Qué hace la abuela con tu mano? —Se pone los dedos en el… el… —Se interrumpió otra vez, sofocado, meciéndose y la mirada fija en algo visible sólo para él. Rikki rompió a llorar en silencio. —¿Dónde estás, Davy? —preguntó Arly. —En casa de la abuela—balbuceó él. —¿Está diciéndote algo la abuela? Davy jadeaba y se limitó a negar con la cabeza. —Escúchame bien, Davy —dijo Arly—. No estás con tu abuela. Ésta no es la casa de la abuela. Estás recordando algo que sucedió hace mucho tiempo. No está ocurriendo ahora. Ahora estás bien. Nadie te hace nada. Mira esta habitación. La abuela no está sujetando tu muñeca. Anda, suéltala. Davyjadeaba y tenia el cabello empapado de sudor. Apartó los ojos del espectáculo imaginario y
miró despacio a Arly y Rikki. La mano izquierda soltó la derecha, que cayó inerte en su regazo. Enseguida la llevó a la entrepierna para tratar de disimular la erección. Y luego sus hombros se estremecieron, se replegó sobre sí mismo y lanzó un lamento desesperado, como de bestia herida. La mirada de terror volvió de súbito y se sentó otra vez tieso, la mano derecha levantada mientras hacía tijeras con los dedos de la izquierda como si fuese a cortarse los dedos, con tanto realismo que incluso gruñía del esfuerzo. —¡Dios mío! —exclamó Rikki con un hilo de voz. —¡Davy! —terció la psicóloga con firmeza—. No tienes por qué cortarte los dedos. Mira tu mano. Todo está bien. No tienes que cortarte los dedos. Las manos de Davy cayeron hacia los costados y se hundió de nuevo en el asiento, sollozando con fatiga. Era apenas un jadeo entrecortado. Enseguida se puso a rascarse la mejilla lastimada. —No te rasques, Davy —dijo Arly, pero como él continuó haciéndolo, ella se puso en pie, le tomó la mano y se la puso al costado—. No te rasques —repitió—. Bastante daño te han hecho ya. — Regresó a su asiento y continuó—: Todo está bien, Davy. Nadie va a hacerte nada. Descansa y respira hondo. —Inhaló profundamente para darle ejemplo, que él siguió. Lo mismo hizo Rikki, y después de una docena de respiraciones lentas y regulares la de Davy empezó a tranquilizarse y los espasmos cesaron poco a poco. Arly volvió a hablar: —¿Por qué te rascas la mejilla, Davy? —Las uñas en mi mejilla… —dijo él con un hilo de voz. —No te entiendo. ¿Tus uñas en tu mejilla? —Las de la abuela. Así. —Se tocó la mejilla izquierda con las uñas. Arly cambió una mirada con Rikky y se volvió de nuevo hacia Davy. —¿Ella te arañó? —preguntó. —No. —Pero tú recuerdas que te rozaba la cara con las uñas, ¿no es así? Davy asintió con la cabeza. —No me gusta —susurró. —¿Sabes dónde estás ahora, Davy? —le preguntó Arly, a lo que él negó con la cabeza—. ¿Me conoces? ¿La conoces a ella? —Señaló a Rikki. Davy la miró. Tenía los ojos hinchados y rojos, y el maquillaje corrido. Meneó de nuevo la cabeza. —No. —¿Cuántos años tienes, Davy? Él alzó la mano mostrando cuatro dedos. Rikki le miraba con asombro e incredulidad. Arly alzó los dibujos para enseñárselos. —¿Hiciste tú estos dibujos, Davy? —Sí —musitó él, como si lo reconociera con miedo. —Mira tu mano derecha, Davy —dijo Arly—. Ya ves que todos los dedos están ahí. Intenta moverlos. Él agitó los dedos. Arly preguntó: —¿Alguien te obligó a hacer con la mano algo que no te gustaba? Davy asintió y dijo: —La abuela. Sudaba y se metía mi mano en el chocho.
—¿Te obligaba a meter los dedos en su vagina? —precisó Arly. Davy asintió y Rikki se estremeció. —Luego me llevó al cuarto de baño y me besó el pito y me regaló dos galletas. Arly dijo con tono afectuoso: —Lamento que te pasara eso, Davy. No debió hacerlo. Pero no volverá a ocurrir, te lo prometo. —Se volvió hacia Rikki—. ¿No es verdad, Rikki? —Sí —dijo Rikki con tristeza en la mirada—. No volverá a ocurrir nunca… Davy. Arly se arrellanó en su sillón y dijo: —Mírate, Davy. Mírate todo el cuerpo, hasta los pies, y dime qué ves. Davy bajó la mirada poco a poco y se miró la camisa, los muslos, las rodillas. Luego se inclinó y se contempló las piernas y los pies. —¡Oh! —exclamó con incredulidad, los ojos muy abiertos—. ¡Soy muy grande! ¡Soy un gigante! Arly sonrió. —No, Davy, no eres un gigante. Es que has crecido. Estuviste encerrado durante mucho tiempo, y mientras estabas encerrado pasaron muchas cosas. ¿Recuerdas que te pregunté si sabías quién es Cam? Davy asintió. —Cam eres tú, de adulto. Y Rikki es tu mujer. Davy miró a Arly y luego a Rikki. —No es broma —dijo Arly—. Viven en una casa y hasta tienen un chico que se llama Kyle y que tiene más o menos tu edad. Davy se inclinó para mirar a espaldas de Rikki, a ver dónde estaba Kyle. Rikki sonrió y dijo. —No, Kyle no ha venido. Está en la escuela. —¡Ah! —fue lo único que dijo Davy, y se hundió de nuevo en el asiento. —Cam viene aquí para hablar conmigo, Davy Y tú también puedes salir y venir a hablar siempre que quieras, ¿de acuerdo? —Sí —musitó Davy, y cerró los ojos. Arly respiró hondo y dijo: —¿Cam? Aguardó un instante y repitió: —¿Cam? Quiero que regreses ahora. Y así ocurrió. Como cuando se dispara el obturador de una cámara, clac, y ahí estaba yo otra vez. Abrí los ojos y vi una imagen borrosa de la habitación. Meneé la cabeza procurando despejar la mente. Miré a Arly, y luego a Rikki, y entonces me embargó una oleada de emoción y rompí a llorar. Rikki se acercó a mí para estrecharme con fuerza, como si me despidiese para ir a la guerra. Y los dos lloramos por Davy. Cuando nos soltamos, ella regresó a su asiento y tomó un kleenex. Nos quedamos mirando a Arly, expectantes. Ella me miró y dijo: —¿Qué recuerdas de lo que acaba de ocurrir? Hablé despacio, tratando de resumir los acontecimientos. —Que entramos en tu consulta… Yo me senté aquí mismo, donde estoy ahora. —Carraspeé para aclararme la garganta—. Observaste los dibujos y me preguntaste por Davy, y entonces yo me desvanecí en una especie de remolino que me llevó… no se adonde. Apenas me daba cuenta de lo que sucedía. Sentí el cuerpo en tensión y hubo gritos y…
Arly asintió para animarme a proseguir. Miré por la ventana. —Esto me da un poco de apuro. —No tiene importancia —me tranquilizó Arly. —Estaba excitado. Aún lo estoy, un poco. Luego alguien pronunció mi nombre y regresé a mi cuerpo como cuando un ave cae sobre su presa… y volví en mí. Arly permaneció unos momentos en silencio, con las manos unidas y los índices formando pico apoyados sobre los labios. A continuación bajó las manos. —¿Qué sabes acerca de Davy? Meneé la cabeza. —Apenas nada. Los dibujos, y que me arañé la cara… y que ha pasado algo raro. Lo sé porque estoy empapado de sudor, tengo la garganta irritada y me miráis como a un bicho raro. Traté de cambiar de postura para ponerme cómodo pero no lo conseguí. —Davy es una parte de ti —dijo Arly—. Al parecer, tu abuela abusó sexualmente de ti, si es cierto lo que contó Davy. En todo caso, Davy acaba de hacer una abreacción, es decir, ha revivido una experiencia, la de ser obligado a masturbar a una mujer con su mano derecha, o más exactamente con los cuatro dedos de la mano derecha. ¿Recuerdas que te ocurriese algo así? —No. Yo no conocí a mi abuela. Ella murió cuando yo tenía cuatro años y medio. —Sentí un nudo en el estómago—. No recuerdo que nadie abusara… sexualmente de mí. —Pues Davy sí lo recuerda —replicó Arly. Miré a Rikki y ésta asintió. Me mordí el labio inferior y sentí lágrimas en los ojos. —Eso es mala señal, ¿no? Algo va muy mal, ¿verdad? —Rikki se inclinó hacia mí y me tomó la mano apretándola con fuerza. Miré a Arly—. ¿Qué significa todo esto? —Davy es una parte disociada de ti —dijo ella—. Eres tú, cuando tenías probablemente cuatro años de edad. Pero no por entero. Eres el que sufrió algún trauma a manos de esa mujer. Entonces se desprendió ese aspecto de ti llamado Davy y se refugió en algún rincón de tu mente para que tú no supieras qué había ocurrido. Y ahora, por alguna razón, ha emergido. Guardamos un largo silencio. —Mira, Cam —continuó Arly—. Davy no te conocía, ni me conocía a mí, ni sabía que Rikki es tu esposa ni que tenéis un hijo. —¿Y qué? ¿Se lo dijisteis? ¿Lo sabe ahora? —pregunté—. ¡Dios mío! Pero… ¿de qué estoy hablando? —Sí se lo dije. —Hubo otro silencio y luego Arly preguntó—: ¿Te ha ocurrido con frecuencia el escuchar voces mentales, pero no de la propia conciencia, sino como si alguien estuviese comentando tus actos? —Sí, claro. Oigo voces. ¿No le ocurre a todo el mundo? Pero no son ajenas a mi conciencia. No es como si me sintiera vigilado por la CIA. No estoy esquizofrénico, si a eso vamos. —¿Te has sentido alguna vez separado de tu propio cuerpo, como hace un momento cuando apareció Davy? Asentí. —Algunas veces. En ocasiones he tenido la sensación de estar y no estar presente al mismo tiempo. Como entrar en una tienda y de pronto sentirme lejos de allí, como contemplándome desde la lejanía mientras camino por el pasillo o hablo con un dependiente. O como cuando estoy atándome los cordones de los zapatos y resulta que he olvidado cómo hacer el nudo y tengo que pensarlo.
Rikki me contemplaba con sorpresa. Me encogí de hombros. —¿Tienes la costumbre de llevar un diario personal? —preguntó Arly. —No. —Cuando salgas de aquí, ve y cómprate uno. —Está bien. —Procura anotar algo todos los días, y deja que las cosas ocurran si es que ocurren. No intentes impedirlo. —Arly —inquirí—, ¿tú crees de verdad que alguien abusó de mí sexualmente? —¿Qué crees tú? —replicó ella. Rikki me apretó la mano, y yo la miré, y luego a Arly. —No sé qué pensar. ¿Davy? ¿Quién demonios es Davy? ¿Qué diablos…? —Por lo presenciado aquí hoy —repuso Arly con calma—, me inclino a creer que fuiste víctima de algún abuso sexual. Me estremecí. —Pues a mí me cuesta admitirlo. Tú me hablas de algo que según dices me ocurrió a mí, pero resulta que yo no tengo ni la menor idea… no recuerdo nada. Excepto que Davy estuvo aquí, y él sí lo sabe todo. ¡Ah!, y además me arañó la cara y trató de cortarme los dedos y… —Cambié de postura en el incómodo asiento—. Y encima me excito con sólo hablar de mi abuela. —La primera reacción de quienes tienen esa clase de experiencia es tratar de negarla —dijo Arly. —Entonces al menos en eso estoy haciendo las cosas bien, ¿no? —¿Habías visto antes un caso así? —preguntó Rikki. —Sí —asintió Arly. —Entonces, ¿sabes lo que hay que hacer? —Ajá —asintió de nuevo. —¡Gracias a Dios! —replicó Rikki. —¿Y qué es? —pregunté yo. —De momento, procurarte ese diario y empezar a escribir en él. Seguiremos trabajando. Por cierto, compra un osito de peluche para Davy. Si vuelve a salir, eso le ayudará a sentirse protegido y cómodo. Rikki y yo asentimos no muy convencidos. Me arrellané en el asiento sin soltar la mano de mi mujer y miré por la ventana. En la calle unos quince crios escoltados por dos mujeres escuchaban a un bombero de uniforme que gesticulaba tratando de explicarles el funcionamiento de una boca de riego. Los niños parecían caramelos de Navidad con sus abrigos, gorras y guantes de vivos colores. Un breve destello de la mente me devolvió a Davy. Tan bueno que da ganas de comértelo. Miré el trazo rojo de mi mano y meneé la cabeza con incredulidad. —¡Pero si nunca conocí a la abuela! —protesté en voz baja.
9 Cuando salimos de la consulta de Arly fuimos a una librería, donde elegimos un diario pequeño de tapas azules y hojas rayadas. De allí fuimos a un Toys'R'Us. Yo había estado en un Toys'R'Us docenas de veces, pero ésta era la primera que íbamos a comprar algo para mí. ¿Un osito? ¿Para mí? Me sentí como el chico de quince años que entra en la
farmacia para pedir una caja de preservativos. Recorrí la sección de los juguetes de peluche afectando aire de indiferencia por si alguien se fijaba en mí. Por supuesto no se fijó nadie, puesto que no existía ningún motivo para ello. Rikki se dio cuenta de mis titubeos y tras acercarse al estante de los osos empezó a tocarlos. . —Yo también me compraré uno —dijo—. Quiero tener mi propio osito. El efecto fue mágico. Todo retornó al orden. ¡Qué demonios! Voy a comprarme un oso de peluche. Mis ojos y mis manos empezaron a recorrer las hileras de perros y osos blancos y marrones, los conejos color rosa y los diversos personajes de Barrio Sésamo. Por un momento me sentí auténticamente feliz. Estoy en la sección de los juguetes de peluche. ¡Qué lugar tan maravilloso! Los tocaba, los apretujaba y me frotaba la mejilla con los que me gustaban más, a ver cuál era el más suave y sin importarme lo que pensasen quienes me vieran. De pronto sentí una intensa atracción hacia uno grande, azul y esponjoso al que normalmente no habría dedicado ni siquiera una ojeada. ¡Ése! ¡Ése es el mío! Un fogonazo y me desvanecí, y fue Davy quien tomó el oso en sus manos. —Toby —dijo. Rikki se acercó llevando el oso polar blanco que había elegido para ella. Sabía que no era yo quien acababa de hablar, pero no le importó, o por lo menos lo fingió. Sonrió y me preguntó con tono cariñoso: —¿Has encontrado tu osito? —Toby —repitió Davy tendiéndole el juguete. —Toby —repitió ella—. Es muy bonito. Mira —alzó el suyo—, éste es el que he elegido para mí. Lo llamaré Puff. Rikki valía mucho. Después de pagar los osos nos fuimos a casa. Aquella noche, tumbados en la cama, hombro con hombro y abrazando nuestros respectivos ositos, mientras Kyle dormía en su habitación, permanecimos largo rato en silencio y contemplamos la luna llena colgada de las ramas desnudas de los árboles del patio, al otro lado de la ventana. El claro de luna proyectaba sombras espectrales en toda la estancia. Dos ardillas corrieron por el tejado recubierto de nieve y ése fue el único rumor que rompió el silencio de la noche invernal. —No puedo creer que esté ocurriendo de verdad —dije—. ¡Mi abuela! —¿Qué recuerdas de ella? —Nada que no te haya contado. Era de una familia muy numerosa y se casó con el abuelo siendo muy joven. Apenas sabía cuidar de los hijos… —¿Qué quieres decir? ¡Ah, sí! Tu madre me contó que ella tuvo que encargarse de tu tío cuando ella era todavía una niña, porque su propia madre era incapaz de hacerlo. Eso es lo único que me ha contado de ella. —Suspiró—. No sé. Tu abuelo, tus tíos, tu madre, ¡uf! ¿Recuerdas lo que te dijo tu abuelo cuando murió tu padre? «Olvídalo.» Tu padre apenas llevaba una semana muerto y el abuelo te aconsejaba que lo olvidases. En cuanto a tu madre, es la persona más narcisista que conozco. Todo el mundo tenía que girar alrededor de ella y complacerla en sus menores caprichos. ¡Menuda familia! — concluyó con acritud. —A mi madre no puedo comentarle nada de eso —dije—. Últimamente me inspira sentimientos bastante raros. Rikki y yo guardamos silencio un rato y contemplamos la luna. —Tal vez podría recurrir a la prima Abbey —dije—. Es una prima de mi madre y sabrá algo acerca de la familia de la abuela.
Me incorporé sobre un codo y me volví hacia Rikki, cuyo cabello tenía un brillo de seda a la luz de la luna. —¿No solía decir mi madre que ella y Abbey se habían criado en la misma calle?
—No lo sé —contestó ella—. Puede que dijese algo así. ¿Qué quie res que te cuente Abbey? Me dejé caer de espaldas. —Todavía no lo sé. Pero estaba allí, y debe saber algunas cosas. En la habitación contigua, Kyle exclamó: —Alejaos de mi tanque, ¡granujas! Rikki y yo nos miramos sonriendo. —Sueña —dijo ella, y retornó a la contemplación de la luna. Exhalé un largo respiro. —A lo mejor es lo mismo que me pasa a mí. Puede que todo sean imaginaciones mías. Rikki se incorporó a medias sobre un codo. —Eso es negar la realidad —dijo meneando lentamente la cabeza—. En la consulta Davy estaba con la mano levantada. Gritaba… Eso fue demasiado real, Cam. Me froté las sienes. —No estoy seguro de qué es la realidad. Empieza a escapárseme. Mi pasado, mi mente… todo se está haciendo pedazos. Ignoro qué ocurrió y, aún peor, ignoro qué va a ocurrir. Rikki se sorbió la nariz y movió la cabeza; una lágrima plateada cayó sobre la almohada, cerca de mí. Le enjugué la mejilla con la mano. Mientras la rodeaba entre mis brazos, ella apoyó la cabeza sobre mi hombro y musitó: —¿Qué será de esta familia? —Y se echó a sollozar en silencio.
Cerré los ojos y la abracé con fuerza.
10 La mañana siguiente desperté decidido a hacer esa llamada a Abbey. Tomé el rotulador y el bloc de notas que siempre tenía sobre la mesita de noche, bajé al salón del piano y, sentado sobre la gruesa alfombra azul, recapitulé lo que sabía de ella. Viuda, vive sola en Detroit, dos hijos aproximadamente de mi edad, pintora, diabética. Durante los últimos treinta años apenas habría hablado con ella tres veces. Llamé a información de Detroit. La tía Abbey figuraba en la lista de abonados. Anoté su número en el bloc. Actúa con serenidad. No la atosigues, limítate a averiguar lo que puedas acerca de la familia de tu abuela, y luego cuelgas. Marqué el número, respiré hondo y esperé. Abbey contestó a la tercera señal. —¿Sí? —Por la voz, parecía sorprendida de recibir una llamada. —Hola, Abbey, soy Cam West. —Hubo un breve silencio y luego su memoria funcionó. —¡Ca-am! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? —Muy bien… —¿Cómo están Rikki y Kyle? —Todos estamos bien, Abbey —mentí—. Kyle ha crecido mucho. Recordarás que nos mudamos a Massachusetts hace dos años. —¿De veras? —Sí. —¿Y qué? ¿Estáis contentos allí? —Sí, todo va muy bien, ¿y tú cómo te encuentras? —Más o menos —contestó ella—. Tengo diabetes, ya sabes. —Ya. El momento de las frases de cortesía había pasado. Después de un breve silencio Abbey dijo: —¿Cuál es el motivo de tu llamada? No lo eches a perder. Habla con naturalidad. —Pues mira, Abbey… —titubeé— últimamente he estado acordándome de la familia de mi madre. Mamá apenas me ha contado nada de vosotros, ¿sabes? Sólo sé que vivíais en el mismo vecindario cuando erais niñas. —Sí, en la otra acera y dos números más allá —precisó Abbey. Me ardía el estómago, y me noté sudor frío en las sienes. —¿Recuerdas cómo era la familia de mi abuela? Un silencio. Espera. No lo estropees. Nervioso, volví la vista hacia la ventana mientras oía el ruido de fondo de la línea. Una ardilla trepó corriendo por el tronco de un árbol. Al cabo de unos diez segundos Abbey habló. —No hubo ningún incesto, que yo sepa —dijo, y sus palabras quedaron suspendidas como el olor azufrado de un relámpago. Sentí la adrenalina inundar mi cuerpo y me ruboricé como un tomate. ¿Qué demonios…? Anoté sus palabras textualmente. «No hubo ningún incesto, que yo sepa.» Al lado añadí: «Lo primero que ha dicho. Respuesta no provocada.» Mi corazón palpitaba desbocado y sentí vértigo.
Desde luego no era una respuesta previsible a tenor de lo que yo había preguntado. Ahí tenía yo algo tangible. Meneé la cabeza procurando despejarla de pensamientos inoportunos. ¡Di algo, idiota! Tragué saliva. —¿Por qué has dicho eso, Abbey? —pregunté. Otro silencio, y más ruido de fondo. Por un instante creí que había colgado. Decidí esperar. Transcurridos quince segundos Abbey empezó a hablar, y tomé nota de todo. La familia de mi abuela era muy numerosa. Había muchos hermanos y hermanas. Cuando fueron mayores siguieron viviendo en el mismo barrio. Las mujeres iban a tiendas diferentes aunque ello les representase tener que dar un gran rodeo, porque ninguna quería que sus hermanas viesen lo que compraba para comer. La madre de Abbey y las tías, entre ellas mi abuela, eran muy glotonas pero luego lo devolvían todo provocándose vómitos; de esto se enteró Abbey por comentarios de los primos. Y cuando los pequeños hacían sus necesidades tenían prohibido tirar de la cadena. Tenían orden de mostrar las deposiciones a sus madres, o de lo contrario les ponían un enema. ¡Por Dios! —¿También a mi madre? —pregunté. Tenía las axilas empapadas y el estómago revuelto. —¿A tu madre? Sí, claro. También a ella. Yo le enseñé que podía librarse de que le pusieran un enema diciendo que había tirado de la cadena por descuido —me contó con orgullo. Abbey estaba lanzada y no necesité insistir para que siguiera hablando mientras yo escribía a toda velocidad. Según Abbey, en el vecindario los consideraban unos chiflados. Ella misma recordaba haber visto a una de sus tías dándole de coscorrones a un hijo suyo de corta edad, sin motivo aparente. El niño echó a correr pero un pie se le quedó atascado entre dos postes de la verja, y cuando la madre le dio alcance siguió atizáhdole sin compasión. Mi abuela había sido una mujer muy miedosa, y siempre vivió atemorizada por la idea de que su marido iba a abandonarla. Como si hablase con un desconocido en el autobús, o consigo misma, Abbey siguió desgranando los recuerdos de su infancia. Sólo que cuanto más hablaba, más recordaba cosas que no tenía ningún deseo de recordar. Y más vacilante iba haciéndose su voz. Hasta que se interrumpió, y hubo un largo silencio. —¿Abbey? —dije, por si había colgado. —¡Vaya nido de serpientes acabas de abrir, Cam! —rezongó ella—. En verdad te digo que has destapado un nido de serpientes. —Lo siento… —Preferiría que no me hubieras llamado. ¿Sabes qué? No me llames nunca más, ¿de acuerdo? ¡No me llames! Y colgó. Me quedé estupefacto, con el auricular pegado a la oreja. Sentí un reflujo de bilis; hice una mueca y tragué saliva para contenerla y colgué el teléfono. Luego me enjugué el sudor. Al incorporarme con brusquedad sufrí un mareo y me golpeé contra el piano. Fui al cuarto de baño y abrí el grifo hasta que el agua salió a punto de ebullición; amasé la pastilla de jabón hasta sacarle espuma y me restregué violentamente la cara y las manos. Me sequé con la toalla y me quedé contemplando mi imagen en el espejo. Las palabras de Abbey chapoteaban en mi mente como agua fangosa en el fondo de un viejo barreño. Procuré concentrarme. Abuela mala. Davy bueno. Disparador, toque de botón… No, resiste
ahora… ya está… vete… vete a tu sitio. Estoy despejado. Voy a echarme un rato. Aturdido, me encaminé hacia la escalera olvidando el bloc en el suelo del salón. Me metí en la cama, cerré los ojos y empezó el descenso de los fríos peldaños de piedra hacia las cavernas del sueño. —¿Cam? ¿Cariño? ¡Mmm! Una voz dulce como la miel… —¿Cam? ¿Cam? Un túnel. Al extremo de un largo y oscuro túnel… Rikki en el circulo blanco al extremo de un largo y oscuro túnel… ¿o es la boca de un arma de fuego?… Estoy dentro del cañón mirando hacia fuera… pero no, que eso sólo sale en las películas de James Bond. —¿Cameron? Es Rikki… Rikki que me llama… ¡Uum! ¡Me gusta el sonido de su voz! —¡Cam! ¿Eh? Luz brillante… abro los ojos… fijo la vista… —¡Cam! ha habitación… Rikki está en la habitación y me llama. —Te oigo —dije con lengua estropajosa. —Despierta, cariño —replicó ella con tono de preocupación—. Llevas seis horas durmiendo. Me aclaré la garganta. —De acuerdo —dije—. Ya he vuelto… estoy volviendo. —Abrí y cerré los párpados con fuerza varias veces, hasta que empecé a ver con claridad. Jersey blanco. Vaqueros azules. Rostro dulce. Mi Rikki. Ella se sentó en el borde de la cama y apoyó una mano en mi pecho. —¿Estás aquí? —preguntó. La veía con claridad. Sí lo estaba. —Ajá —articulé, aún con la boca entumecida—. Sí, estoy de vuelta. —Está bien. —Me palmeó el pecho—. Empezaba a preocuparme. —Lo siento. ¿Qué hora es? —Poco más de las tres. —¿De la tarde? —Sí. Flexioné los dedos de las manos y los pies y me froté la cara, cada vez más consciente de mi propio cuerpo. Al cabo de un minuto me incorporé hasta sentarme en la cama. Miré a Rikki. —He hablado con Abbey —dije. —Lo sé. He encontrado esto —dijo ella, y me mostró el bloc con las anotaciones. Visiblemente agitada, señaló una página. —¿Ella ha dicho esto? ¿«Ningún incesto, que yo sepa»? ¿Lo dijo tal cual? Asentí. —Sí. Y también todo lo demás. Rikki meneó la cabeza. —¡Dios mío! —exclamó—. ¿De veras dijo que no hubo ningún incesto? ¿Qué le preguntaste tú? —Sólo que cómo era la familia de la abuela, nada más. —Me encogí de hombros. —¿Y ella contestó esto? —Se masajeó en una sien—. ¡Es increíble! —Y me prohibió que volviese a llamarla.
—¿A qué te refieres? —A medida que hablábamos, ella iba montando en cólera y por último dijo que no quería volver a oírme nunca más, y colgó. —¡Caramba! —Rikki miró el bloc y meneó la cabeza—. No es de extrañar que tu madre nunca quiera hablar de la familia. —Sí —dije, irguiéndome un poco—. Voy a llamar a su hermano, el tío Dennis. Necesito saber más. Rikki agitó el bloc. —¿No te basta con esto? —No, no es suficiente. —¿Crees que va a contarte algo? —No sé —contesté—. Quizá no quiera decir nada. Pero estuvo allí, y tiene cuatro o cinco años más que mi madre. Debería saber más cosas que Abbey, ¿no crees? —Respiré hondo y lo solté al fin —: Me consta que estuvo en tratamiento durante años. Y su mujer es psicólo- ga. Estoy seguro de que conoció a la abuela. Ella y Dennis llevan muchos años casados. Rikki reflexionó. Al cabo se encogió de hombros y dijo: —De acuerdo. Dejó el rotulador y el bloc sobre la cama y se dirigió a la puerta. Pero antes de salir se volvió y dijo: —Estaré abajo. —Y cuando salió la oí repetir—: ¡Dios mío! Saqué de un cajón de la mesita de noche una agenda encuadernada en cuero marrón y busqué el teléfono de Dennis y Sandy en Michigan. Sentado en la cama en la postura del sastre, me puse el teléfono en el regazo y contemplé los grandes robles del patio a través de la ventana. La luz gris del crepúsculo vespertino les confería un aspecto triste. Sujeté el auricular entre el hombro y la oreja, tomé el rotulador y el bloc de notas y marqué el número. No puede ser que esté ocurriendo esto. Antes de oír la primera señal decidí decirles sin rodeos que había recordado algo importante acerca de la abuela, para ver cómo reaccionaban. Imposible explicar que ese recuerdo en realidad era de Davy; era demasiado complicado y ¿quién lo habría creído, si yo mismo no acababa de creérmelo? Después del tercer tono iba a colgar, cuando contestó Sandy. Sentí una pequeña subida de adrenalina al oír su voz. Dije quién era y en su voz me pareció advertir sorpresa y contento, después de los años transcurridos sin saber nada de mí. Tras los cumplidos de rigor fui al grano: —Oye, Sandy, el motivo de mi llamada es que tengo algunas ideas extrañas en cuanto a que quizá fui víctima de abusos sexuales por parte de mi abuela. —¿La abuela Lynn? —exclamó ella con asombro. —Sí. Después de una pausa que denotó su malestar, dijo con tono sorprendentemente tranquilo: —Era bastante sobona con los pequeños. ¿Sobona con los pequeños? Hubo un silencio, y luego Sandy dijo, lacónica: —No te retires, voy a llamar a Dennis. No pude discernir la conversación que tuvo lugar al otro extremo de la línea; sin duda Sandy cubría el micrófono con la mano. Enseguida se puso Dennis y no me pareció tan contento de hablar conmigo como Sandy, ni mucho menos. Y no se anduvo con preámbulos.
—¿Qué coño andas diciendo de mi madre? —ladró. Di un respingo y tragué saliva. Estábamos hablando de su madre. Ni por un momento había considerado que quizá se diese por ofendido. Respiré hondo y repetí lo que acababa de decirle a Sandy. —Pues mira, he tenido pensamientos extraños y sueños en los que me veo víctima de abusos sexuales por parte de tu madre. Lo siento, pero es la verdad. Tamborileé nerviosamente con el rotulador sobre el bloc de notas mientras oía el ruido de fondo del teléfono. Después de una eternidad, Dennis suspiró y habló de mala gana: —Solía bañar a tu tío Alan… cuando éste ya tenía edad sobrada para bañarse solito. ¿Cómo? Dennis hizo una pausa mientras yo escribía furiosamente. —Una vez vi desde el pasillo cómo lo bañaba —continuó él—. Estaba lavándolo pero además hizo otra cosa que no estuvo bien. ¡No debió hacerlo! —exclamó de repente—. ¡Me molestó mucho que hiciese eso! Un viento helado sopló a través de mi mente mientras mi mano transcribía con exactitud robótica las palabras de Dennis. Me noté el rostro entumecido y sentí una aguda jaqueca, como si alguien me clavase en el cerebro una aguja. La mujer a quien Davy acusaba de abusar de él había sido vista abusando de otro niño. Meneé la cabeza y pregunté, no muy seguro de que la pregunta fuese acertada: —¿Alguna vez… te hizo tocamientos a ti? —¡A ti qué te importa! —me espetó. Hice una mueca, apreté los dientes y el auricular por poco se me cae de las manos. Ojalá Rikki estuviera aquí. Su'spiré y decidí continuar intentándolo. —¿Sabes si alguna vez se lo hizo a mi madre? —Pregúntaselo a ella. Hubo otro silencio penoso y por último declaré sin ambages: —Estoy seguro de que hay algo más, Dennis. Algo que no quieres… —Pregúntale a tu madre. —Pero, Dennis, ¿qué estás…? —¿Qué demonios pretendes, capullo? ¡Apareces de buenas a primeras y te pones a remover la mierda de esta familia de chiflados como lo más normal del mundo! Todo el mundo lleva su cruz, ¿sabes? La línea telefónica zumbó como un fluorescente mientras yo aguardaba la continuación. Entonces Dennis masculló en voz baja en- fatizando las palabras: —Y te diré otra cosa: de tal palo tal astilla, chico. —¿Qué? ¿Qué quieres decir, Dennis? ¿Qué es eso…? —Ya lo averiguarás —me espetó. Sentí náuseas y contuve el vómito a duras penas. Tragué y dije: —Dennis, yo… —Voy a colgar —anunció él. —Den… —Se acabó. —Sonó como una cizalla al cortar una pletina de acero. —Está bien, adiós —dije, aturdido, y colgué. Me quedé sentado en el borde de la cama; la última claridad del día empezaba a desaparecer. Las
palabras de Dennis se arrastraban hacia mí como arañas negras. De tal palo tal astilla. Algo comenzaba a tomar mal cariz. Muy malo. Vi el temblor incontenible de mis manos. Y dentro de mí, muy adentro, una sustancia negra y pegajosa me inundaba y avanzaba hacia el centro de mí ser. Bajé a la sala de estar con las piernas temblando y me dejé caer en el suelo al lado de Kyle, que construía con su Lego una especie de vehículo. Rikki levantó la mirada del libro que estaba leyendo y arqueó las cejas. Le hice una seña con la cabeza para indicarle el salón. Sin apartar los ojos de mí, ella dijo: —Oye, Kylie, papá y yo nos vamos un minuto al salón para hablar. El niño asintió y continuó jugando con su nuevo vehículo, mientras emitía ruidos de motor a gran potencia. Fuimos al salón y nos sentamos en uno de los canapés, cerca del piano. —¿Qué pasó? —preguntó ella. Se lo conté todo y cuando terminé, Rikki tomó mi mano y la apretó. Vi miedo en sus ojos. —No sé qué está pasando —dije—. Es como si hubiese quemado las naves a mi espalda. Intento dominar la situación pero todo se está quemando detrás de mí. No me lo puedo creer. —No lo entiendo. Dennis vino a decir que la de los abusos era tu madre. ¿Cómo iba a saberlo él? —Yo tampoco lo entiendo. Permanecimos unos minutos en silencio, las manos unidas, mientras Kyle seguía haciendo brroom-brroom en la habitación contigua. Luego dije: —Esas voces… Rikki salió de su ensimismamiento y me miró. —Las voces —repetí. —¿Qué pasa? —Ese asunto con Davy y las otras voces no parece que vaya a acabar. —¿Qué otras voces? — insistió ella—. ¿Qué es lo que no va a acabar? —Davy no es el único, cariño. Ella alzó las cejas. —¿Quieres decir que hay más? ¿Más… personajes? Asentí con la cabeza. Ella se apartó el cabello de la cara. Desde la otra habitación se oyó la vocecita de Kyle. —Mamá, papá, ¿no venís a hacerme compañía? —Espera un minuto —contestó Rikki. —Tengo ganas de cenar las croquetas. —Está bien, no tardamos nada. —¿Estás ahí, papá? —insistió el pequeño. Carraspeé. —Claro que sí, Kyle. Vamos ahí dentro de un minuto, ¿de acuerdo? Rikki seguía mirándome. — ¿Quiénes son? —preguntó. Me armé de valor. —Bien —empecé, sin saber muy bien cómo explicarlo—. Hay un tipo adulto que está sentado a una mesa de dibujo. Lleva gafas a lo Ben Franklin y se llama Per. Rikki se quedó boquiabierta de sorpresa. —Pero ¿qué estás diciendo? Y además, ¿qué clase de nombre es ése? —Es como Peter —aclaré—. Sólo que se dice Per. La confusión de Rikki era total. —¿Y tú cómo sabes eso? Separé las manos en gesto de impotencia. —Ignoro cómo lo he sabido. La cuestión es que lo sé. Rikki se reclinó, recogió las piernas sobre la otomana y reflexionó, después de lo cual me miró y dijo:
—Si yo quiero hablar con él, con ese Per, ¿crees que él querrá hablar conmigo? —No lo sé. Yo mismo no lo he intentado nunca. Podrías probar. Supongo que bastaría con pedirle que salga. Para mí todo esto es increíble. Rikki respiró hondo y luego apoyó los pies de nuevo en el suelo. Se levantó diciendo: —De acuerdo. Esto es lo que haremos: vamos a cenar, acostamos al pequeño y después hablaré con Per. —Y agregó—: ¿Qué te apetece para cenar?
11 Apenas hablamos durante la cena, porque ambos teníamos presente lo que haríamos después de acostar a Kyle. A él no le importó, y no dejó de comportarse como si en el mundo no hubiese más normalidad y armonía. Después de cenar lo llevé arriba para bañarlo y leerle un cuento mientras chapoteaba en la bañera y se lo pasaba en grande. Mientras leía y de vez en cuando espiaba sus juegos, envidié su inocente alegría y deseé poder quitarme la manta de miedo y angustia que me envolvía, y ser capaz de flotar sin preocupaciones entre burbujas. Aunque sólo fuese un minuto, sentirme seguro y recuperar un entorno estable. Deseos tan inútiles como un clamor en el desierto. Aquella pesadilla siguió, y fue menester que transcurrieran tres largos años antes de poder desembarazarme siquiera un poco de ella. Al poco rato, Rikki acabó de fregar la cocina y Kyle, enfundado en su pijama, fue debidamente acostado. A los tres minutos estaba dormido, aunque se agitaba como un pequeño Elvis. Sin duda estaba soñando con caramelos de medio metro, feliz él. Apagamos las luces del rellano y bajamos, algo nerviosos y no muy seguros de lo que iba a pasar. Preparamos un poco de té y nos sentamos en la sala de estar, cerca de la chimenea de piedra. La calefacción ronroneaba apaciblemente y las lámparas de pie iluminaban la estancia con una claridad tamizada, crepuscular, confiriéndole un ambiente acogedor como el de un refugio de montaña. Si no hubiésemos sido conscientes de las cosas raras que ocurrían últimamente, podríamos haber imaginado que en cualquier momento Sven, el instructor de esquí, iba a llamar a la puerta para recordarnos que estaban dando una película de Warren Miller. Pero allí no iba a presentarse ningún Sven, ni íbamos a ver ninguna película. Allí sólo estábamos mi mujer y yo… y tal vez Per también. Rikki me miró fijamente a los ojos. —Per —llamó con incertidumbre en la voz—. ¿Puedo hablar con Per? Al instante funcionó el disparador y me desvanecí, y Per apareció en mi lugar. Una cálida tranquilidad hasta entonces desconocida se apoderó de mi cuerpo cuando él asumió el control. Per miró a Rikki y le sonrió con simpatía. —Hola. —Su voz era afable y curiosamente íamiliar, aunque era \a primera vez que yo oía esa voz fuera de mi cabeza. Rikki estudió a su interlocutor. —Hola —dijo con cierto recelo—. ¿Eres Per? —En efecto —replicó él con aquella voz aterciopelada. —¿Me conoces? —Tú eres Rikki —sonrió. —Sí. —Ésta es la casa de Cam y tú eres su mujer —dijo Per. —Cierto —asintió ella, dándose cuenta de que no hablaba con su marido ni, desde luego, con
Davy. Era otra persona diferente, una mente clara y dueña de sí misma. —Estoy nerviosa —reconoció Rikki—. No sé de qué podríamos hablar. —Lo pensó un instante —. ¿Hace mucho que andas por aquí? Per se frotó la barbilla con aire meditabundo y esbozó una leve sonrisa introspectiva. —Mmm… No estoy seguro —contestó—. Pero sí. Mucho tiempo, creo. —¿Cuántos años tienes? —preguntó ella, sintiéndose cómoda con el tono cortés y agradable de él. —Soy mayor que Cam —dij o. —Cam dice que usas gafas estilo Ben Franklin y estás sentado a una mesa de dibujante. Per tocó la montura de mis gafas. —Uso éstas—dijo. Rikki tomó un sorbo de té. —¿Conoces a Davy? —preguntó. Per frunció el ceño. —Sé quién es Davy —repuso despacio, meneando la cabeza—. Es una pena. Rikki lo miró con detenimiento, como queriendo escrutarlo a fondo. —¿Quién eres? Per no se inmutó. —No lo sé exactamente —dijo—. Sólo sé que estoy en este cuerpo, que pertenece a Cam, y sé que hay otros. —Paseó la mirada por la habitación hasta fijar de nuevo los ojos en Rikki—. Se me hace raro estar aquí fuera —continuó al tiempo que abarcaba la estancia con un vago ademán de la mano derecha—. Siempre he permanecido dentro. Rikki se mordió el labio inferior; se notaba que quería hacerle docenas de preguntas. Fue a decir algo pero se abstuvo. Dejó el té a un lado y apoyó los codos en las rodillas, inclinada hacia adelante, dándose masaje en las sienes, sin saber por dónde empezar. —Necesito saber algunas cosas, Per. Por ejemplo, ¿qué haces aquí? ¿Cuál es tu papel? ¿De dónde provienes? Per continuó plácidamente sentado, las manos enlazadas sobre el regazo, con la mirada amable y la expresión atenta. —No me extraña que estés enfadada —dijo con tono comprensivo—. No sé de dónde provengo. Yo soy el que vigila, Rikki… Cuido de Cam y de los demás. Vigilo a los pequeños. —¿Qué pequeños? —exclamó Rikki—. Disculpa. ¿Qué pequeños? —repitió con tono más cordial. —Han pasado cosas muy feas. —Per se puso serio. —¿Cosas feas? ¿Te refieres a Davy y a lo que pasó con su abuela? —Sí. Cosas muy feas. Pero no se debe hablar de eso ahora que nos acercamos a la noche y al sueño. —No te entiendo, Per —dijo Rikki. —Ya lo entenderás. Conocerás a los demás. Ellos querrán salir para verte. Ahora se ha abierto la puerta, podríamos decir. Me voy, pero puedes llamarme siempre que quieras. Debes ser valiente, Rikki. Él te necesita más que nunca. Todos ellos te necesitan. A continuación me sentí empujado al primer plano de mi mente. Per y yo nos cruzamos como dos desconocidos que pasan en direcciones opuestas por sendas escaleras mecánicas. Sacudí la cabeza para
despejarme y miré a Rikki, que estaba contemplándome boquiabierta y movía la cabeza con incredulidad. —Increíble —murmuró con voz ronca—. ¿Tienes noción de lo que acaba de ocurrir? ¿Has escuchado eso? —En cierto modo —contesté, y me masajeé la nuca—. Como escuchar una conversación desde dos mesas más allá en un restaurante. 'Miré los ojos azules de Rikki y adiviné su confusión. Un estremecimiento de angustia me recorrió. ¿Ysi me deja por chiflado? ¿Ysi se desentiende de mí? Me moriré sin ella. Solo no seré capaz de salir de esto. Rikki me miró. —Dice Per que hay más. Otras criaturas. Y que han ocurrido cosas muy feas —dijo—. ¿Lo oíste? ¿A qué crees que se refería? —No estoy seguro —contesté—. Oigo voces y veo algunas imágenes vagas. Sin nombres. Sólo contornos, sombras, rostros. No sé, cariño. —Me arrellané en el sofá y me cubrí los ojos con las manos—. Estoy muy cansado. Me duele hasta el cerebro. Ella me tocó el brazo. —Vamonos a la cama —dijo—. Basta por hoy. Apartó con suavidad mis manos y me acarició la mejilla. Sentí que mi ser empezaba a disolverse con el tacto de sus dedos. Se puso en pie y me ayudó a incorporarme. Ella misma se rodeó los hombros con mi brazo y enlazó a su vez mi cintura. Así, apoyándonos el uno en el otro, subimos con paso fatigado a nuestra habitación.
12 Sonó el teléfono. —¿Sí? —contestó Rikki. —Soy Arly. Ha pasado una cosa significativa con Cam en nuestra sesión de hoy. Apareció un nuevo personaje que hizo abreacción de un recuerdo, con actualización total. Cam no está en condiciones de conducir. Rikki suspiró. Sería preciso levantar de la cama a Kyle. Esto y la noticia de que yo había exteriorizado algún nuevo horror. —¿Y qué hacemos con el coche? —dijo—. ¿Se puede dejar el otro coche en la calle? —Si sólo es para un día —contestó Arly—. Puedes pasar mañana a recogerlo. —De acuerdo. Voy ahora mismo. Vistió a un soñoliento Kyle, le dijo algo en voz baja acerca de ir a buscar a papá, y después de ponerse el abrigo y envolver al niño en una manta salió al frío de la noche invernal. Cuando subió los peldaños de la consulta de Arly iba jadeando de cargar con más de quince kilos de niño dormido. Saludó a Arly y tomó asiento en una butaca, siempre procurando no despertar al niño, antes de dirigirme una mirada de preocupación. Correspondí con una mirada ausente; otra cosa no podía hacer. Experimentaba una mezcla de alivio y de confusión ante la aparición de mi mujer. ¿Qué pasa? ¿Acaso no he sabido conducir hasta aquí esta noche? ¿Por qué ha venido Rikki? Desde mi observatorio lejano la contemplé. Arly habló en voz baja para no despertar a Kyle.
—Durante la sesión hizo acto de presencia un tal Clay —dijo—, quien revivió con gran expresividad gestual una escena de abuso sexual ocurrido, por lo visto, en la habitación de un hotel de Ohio con ocasión de una mudanza de la familia. Cam y su madre se adelantaron en avión, mientras que su hermano y el padre hicieron el recorrido en coche. —Arly hizo una pausa—. Al parecer, la autora de los abusos fue la madre de Cam. Rikki sofocó una exclamación. —¡Dios mío! —Clay tiene ocho años. Ha pasado una velada fatal. —Se volvió hacia mí—. ¿Estás ahí, Clay? Disparador, fogonazo. Desaparecido. Sentí el cuerpo tenso como un cable de puente colgante. —S… sí —balbuceó Clay, los ojos fijos en la lámpara que estaba al lado del sillón de Arly. —Quiero presentarte a Rikki. Está sentada en la butaca a tu izquierda. ¿Quieres mirarla? La cabeza de Clay giró despacio, como una tuerca sobre un tornillo oxidado, y miró a Rikki. Desde mi observatorio pude ver la expresión de Rikki. Compasión y miedo. —Ella es la mujer de Cam —explicó Arly—. Y el niño que tiene en brazos es Kyle, el hijo de ambos. Clay bajó la mirada y no dijo nada. —Te recuerdo, Clay, que no estamos en ninguna habitación de hotel ni en Ohio. Eso ocurrió hace mucho tiempo. —Arly hizo una pausa para facilitar la asimilación de lo que decía, y luego continuó dando énfasis a cada palabra—: Ahora no te pasará nada, Clay. Aquí estás seguro. —So… soy un… un buen chico —tartamudeó Clay. Los ojos de Rikki se llenaron de lágrimas que resbalaron por sus mejillas. —Sí —dijo con ternura—. Eres un buen muchacho. Arly le ofreció la caja de kleenex y ella tomó dos para secarse los ojos. Kyle balbució en sueños una palabra ininteligible. Rikki le pasó la mano por la cabeza y él continuó pacíficamente dormido, su dulce y cálido aliento muy cerca de la mejilla de Rikki. Arly dijo: —Ahora debes descansar, Clay. Voy a pedirte que respires un par de veces profundamente. Llena tus pulmones a fondo y luego exhala poco a poco. Clay lo hizo. —Sigue respirando profundamente, Clay —dijo Arly con tono tranquilizador, hipnótico—, y nota cómo se relajan tus músculos… primero los de los pies… ahora las piernas… y el vientre. Relaja los músculos del pecho… y los brazos, y las manos. Sentirás cómo empiezan a aflojarse los músculos de la nuca y el cuello… Deja que se vaya la tensión de la frente… y de los ojos. Rikki contempló fascinada las reacciones de Clay a las sugestiones de Arly. Hubo un sutil cambio en el tono de Arly cuando ésta vio que Clay había entrado en un estado más relajado, una especie de trance. —Quiero pedir a todos los que estén ahí dentro y puedan oírme que se reúnan alrededor de Clay y lo consuelen, que lo lleven a un lugar cómodo y cuiden de él. —Después de lo cual dijo—: ¡Cam! ¿Me oyes? Contesté en voz monocorde, gelatinosa: —Te oigo, Arly. Mi cabeza colgaba inerte, los ojos mirando sin ver mis pantalones vaqueros. —¿Está Rikki aquí? —balbucí. —Aquí a tu lado, cariño —contestó ella con forzada sonrisa y enjugándose una lágrima con el
dorso de la mano. Ladeé Un poco la cabeza. —Arly, ¿estás aquí? —Estoy aquí, Cam —contestó ella, pues sabía que mi mente se hallaba confundida—. Ahora sólo quiero que te distiendas. Voy a hablar un minuto con Rikki y después ella te llevará a casa. Desconecté mentalmente y permanecí en un estado medio catató- nico, apenas consciente de lo que me rodeaba. Arly se volvió hacia mi mujer. —Ahora ya sabes que Cam es muy propenso a la disociación. Hasta aquí conocíamos dos partes disociadas de él: Davy y Per. Rikki asintió y Arly se arrellanó en su asiento. —Los trastornos disociativos se presentan en un amplio espectro y hasta ahora me he resistido a colocarle la etiqueta de un diagnóstico, pero creo que ya va siendo hora, de manera que tú y Cam podáis enfrentaros a lo que está experimentando en estos momentos. Rikki asintió de nuevo sin dejar de escuchar con atención. Arly continuó: —Creo que Cam padece un trastorno disociativo de la identidad. —Rikki arqueó las cejas—. Antes se llamaba trastorno de la personalidad múltiple. Rikki lanzó una exclamación involuntaria. —La cuestión es —dijo Arly— que todo el mundo disociamos. Vas conduciendo por la autopista y tienes momentos de ausencia, y de súbito adviertes que estás a punto de pasarte la salida que buscabas. Esta disociación es normal y todos tenemos incidencias de este tipo. —Ya. —El trastorno disociativo de la personalidad es lo mismo pero llevado al extremo. Podríamos ejemplificarlo así: un niño ha sido víctima de un abuso sexual por parte de su madre, la misma persona que le da de comer, lo viste y por la noche le lee libros de cuentos. El niño no tiene capacidad para comprender ni para admitir este comportamiento que le atemoriza y que incluso puede resultarle doloroso, aunque también le haya estimulado sexualmente. ¿Cómo asimilar tal experiencia? La mente consciente se ausenta, podría decirse, del presente, y otra parte recoge el recuerdo o el dolor o cualesquiera otros sentimientos causados por el abuso. De esta manera evita quedar abrumado y puede seguir llevando una vida normal, acudir a la escuela, salir a jugar… »Cuando se repite el abuso —continuó Arly—, el mecanismo de defensa funciona otra vez, y entonces interviene de nuevo aquella parte de la mente, o se crea otro elemento separado. Con el tiempo, esas partes adquieren características propias y se convierten en personalidades diferentes, en alter ego. Rikki miraba fijamente a Arly. —Pues bien —prosiguió ésta—. Por lo que se refiere a Clay… —Espera un momento. ¿De qué estamos hablando exactamente? ¿Es como el caso de Sybil? Arly asintió. —En cierto modo sí, sólo que en el caso de Sybil sus personalidades se hallaban tan separadas que ella desaparecía por completo cada vez que emergía una. No creo que Cam haya llegado a eso. Sus alter ego asumen el control en mayor o menor grado y en momentos diferentes, pero cuando aparecen él se da cuenta, y ellos incluso parecen conocer la existencia de los demás. A eso le llamamos coconsciencia.
Rikki asintió. —Es lo que sucede en su diario, cuando hablan entre sí. Y por eso él me oye mientras yo hablo con alguno de ellos. —Se volvió hacia mí—. Sin duda nos oye ahora mismo, aunque no esté aquí en realidad. Rikki meneó la cabeza. Trataba de poner orden en sus pensamientos. —¿No es muy raro eso? —No tanto como cree la mayoría de la gente. Los abusos sexuales abundan. Cierto que no todas las víctimas infantiles desarrollan una disociación. —Hizo una pausa—. Sólo algunos niños tienen la facultad de compartimentarse tan completamente. Quienes desarrollan personalidades múltiples son, por lo general, quienes han sufrido abusos repetidos desde una edad temprana. En todo caso las sevicias sexuales durante la infancia repercuten profundamente en la psique del adulto. Son pocos los que salen incólumes de una experiencia así. Evidentemente, y por lo que aquí vemos —concluyó con un ademán hacia mí—, Cam no lo consiguió. Hubo un silencio y luego Rikki se volvió hacia mí. —¿Por qué ahora? —preguntó a Arly—. ¿Por qué ha ocurrido ahora y no antes? —Es difícil decirlo. El trastorno de disociación suele diagnosticarse en la edad adulta, cuando sucede algo que suscita la aparición de los alter ego. Al morir el padre de Cam, él entró en el negocio familiar para ayudar a su hermano; entonces tuvo oportunidad de volver a tratar con su madre. O tal vez el factor desencadenante del recuerdo ha sido Kyle, quien tendrá ahora la misma edad que él tenía entonces. Por otra parte, Cam estuvo enfermo durante mucho tiempo y hasta hace poco carecía de fuerzas para enfrentarse a un conflicto así. Probablemente será debido a una combinación de varios factores. Sin embargo, ahora parece bastante claro que los abusos sufridos fueron obra de su madre, o por lo menos algunos de ellos. El abuso sexual por parte de la madre es uno de los más traumatizantes. En muchos sentidos viene a ser como la peor traición. —Bien, ¿y qué pronóstico tiene? —preguntó Rikki arqueando las cejas—. ¿Qué pasará ahora? Arly cruzó las manos. —Es un proceso largo, pero las personas se recuperan —aseguró—. En algunos casos se produce la recomposición de la personalidad, con la plena integración de todos los personajes en uno. Otras veces las personalidades prefieren permanecer separadas pero llegan a establecer una cooperación, de manera que el sistema en conjunto funciona bastante bien y llevan una vida relativamente estable. En cualquier caso, como decía antes, el proceso es largo. Arly se puso en pie y se acercó a una estantería. Sacó un libro encuadernado en rojo y lo dejó sobre el escritorio al lado de Rikki. —Éste es un buen libro —dijo—. Llévatelo. Rikki leyó el título: El trastorno de personalidad múltiple. Su diagnóstico, su cuadro clínico y su tratamiento, por el doctor Colin A. Ross. Kyle se agitó en sueños y Rikki le acarició la cabeza, después de lo cual le preguntó: —¿Qué le ha pasado esta noche exactamente… a Clay? Arly respiró hondo antes de iniciar la explicación. —Cam se puso envarado de pronto y luego empezó a moverse convulsivamente en el asiento. Cayó al suelo y empezó a gemir. Hacía movimientos sexuales con las caderas y hundió la nariz en un almohadón. Cuando le pregunté quién había salido tartamudeó «Clay». Le cedí que describiera lo que estaba ocurriéndole, y él me lo contó. Se hallaba con su madre en un hotel de Ohio con ocasión de la
mudanza de la familia, como te decía antes, y evidentemente realizó con ella actos orales y tal vez incluso el coito. Rikki contuvo otra exclamación. —Le pregunté su edad y contestó «ocho años». Cuando conseguí tranquilizarlo me reveló algunos detalles más. Para Clay lo que acababa de pasar fue real por completo. Buscó el cuarto de baño literalmente a gatas y una vez allí vomitó. Fue entonces cuando te llamé. Luego conseguí recuperar a Cam durante unos momentos. Apenas tenía noción de lo sucedido y me aseguró no recordar que hubiese pasado nada en Ohio. Cosa que creo, dicho sea de paso. Rikki estaba estupefacta, el niño dormido en brazos, los ojos fijos en el suelo. Soltó un profundo suspiro y meneó la cabeza con asombro. Arly continuó: —Mira, Rikki, esa parte de Cam que ha emergido bajo el nombre de Clay necesita un cuidado especial. Esta noche cuando salió creyó hallarse en esa habitación de hotel, allá por los años sesenta. Y aunque le expliqué quién eres tú, estoy segura de que será necesario repetírselo. Rikki seguía meneando la cabeza lentamente. —Es increíble. —Lo sé, pero no se adelanta nada con negarlo, ni para ti ni para él. —Y con un ademán agregó—: Especialmente para él. Es un trago muy amargo, y no me refiero sólo al diagnóstico. Aceptar que tu pasado no es lo que creías y que una persona en quien confiabas te ha hecho un daño terrible es un obstáculo enorme para muchos de los que padecen la disociación de la personalidad. La negación puede constituirse en una enemiga muy poderosa. Rikki se enjugó las lágrimas. Después de echar una mirada al monigote con pulso que era yo, se volvió otra vez hacia Arly y dijo muy seria: —Cuento contigo, Arly. Es mi marido, es toda mi vida… y estoy muy asustada. —Lo sé —asintió Arly.
13 A la mañana siguiente oí acercarse pasos. Era Rikki que volvía de llevar a Kyle hasta la parada del autobús escolar y subía los cuatro peldaños semicirculares de piedra rústica de nuestra casa. Una ráfaga de viento helado entró cuando ella abrió la pesada puerta de roble. Al entrar en la sala me encontró tumbado en el sofá, sujetando sobre el pecho un almohadón. La preocupación nubló su semblante y respiró hondo para tranquilizarse. —¿Estás bien? —Se acercó y se sentó a mi lado. A mí me castañeteaban los dientes y seguía aferrando el almohadón, pero intenté conservar un poco de compostura para no alarmarla demasiado. Sin embargo, cuando nuestras miradas se encontraron no pude evitar las lágrimas y me eché a temblar. Meneé la cabeza y susurré: —Temo que no. Rikki se derrumbó y rompió a llorar al tiempo que me rodeaba en sus brazos. —¡Ay Cam! —sollozó. Me abrazaba con tanta fuerza como yo a mi almohadón, su rostro suave cerca del mío, las lágrimas humedeciendo mi cuello mientras llorábamos juntos. Llevaba puesto el chaquetón de cuero verde aceituna, cuyo cuello rozaba mi barbilla. Estaba frío y cuando ella estrechó su abrazo, el roce de la prenda trajo a mi mente imágenes de vaqueros y caballos. —¡Sssh! —decía ella meciéndome entre sus brazos como para tranquilizar a una criatura—.
¡Sssh! Aunque el frío de enero se colaba por todas las grietas y costuras de nuestra vieja casa de piedra, la estancia estaba caldeada y empecé a sudar. Ella entró en calor también y mientras nos mecíamos noté la calidez de su cuerpo que salía por el cuello de la chaqueta. Cuando pasó el llanto seguimos abrazados en silencio. El leve rumoreo de la calefacción era el único sonido en la casa, pero dentro de mí se produjo un terremoto a pequeña escala y luego alguien apretó el disparador y desaparecí cediendo mi lugar a Clay. —¿Quie… quie… quieres leerme un cu… cuento? —tartamudeó Clay. Rikki se apartó con un respingo y se quedó estudiando unos momentos a Clay, que bajó la mirada al suelo. —¿Clay? —preguntó ella para asegurarse. Él asintió. Rikki le palmeó el hombro amablemente y dijo: —Oye, Clay, necesito hablar un momento con Cam. —De acu… erdo. —¿Cam? —me llamó—. Quiero hablar con Cam. Disparador, fogonazo. Me hice presente. —¿Sí? —dije con un hilo de voz. Miraba el dibujo de rayas azules del sofá. Sacudí la cabeza para despejarme. Sentí el estómago revuelto, pesado, como si me hubiese tragado una bolsa de aren'a, y la mandíbula entumecida parecía una bisagra oxidada. Poco a poco, y procurando articular bien, dije: —No veo que esté mejorando nada. Ella apoyó una mano en mi hombro y noté su mirada fija en mí. —Voy a llamar al despacho y le diré a tu hermano que hoy no irás —dijo—. Luego elegiremos un libro y le leeré un cuento a Clay. Me ha pedido que le lea un cuento. —Bien —contesté incapaz de pronunciar media palabra más, lo ojos siempre fijos en el sofá. Rikki se dirigió a paso rápido hacia el teléfono de pared de la cocí na y llamó al despacho. —Hola, Diana. Soy Rikki. ¿Todavía no se ha marchado Tom? Si por favor… Gracias. Esperó unos segundos mientras le pasaban la llamada a mi hermano y luego se volvió hacia mí, reclinada contra el tablero blanco de fórmica de la cocina, y empezó a hablar. —Hola, Tom… No del todo bien. Escucha, Cam se encuentra bastante mal y no sé cuándo podrá volver a trabajar. —Enrolló el cable de teléfono alrededor del índice y suspiró—. La verdad es que no sé si volverá… o por lo menos durante mucho tiempo. —Empezó a juguetear con un lápiz—. Oye, Tom. Ya sabes lo que le está pasando últimamente. Está enfermo de veras. Le han diagnosticado un trastorno de disociación de la identidad, que es como llaman ahora a la personalidad múltiple… Lo sé. Es increíble… A veces ni yo misma me lo puedo creer… Es como lo de Sybil, o algo parecido. Tú siempre dijiste que aparentaba ser dos personas distintas… Ajá… Sí, creo que la doctor Morelli conoce bien su trabajo, gracias a Dios… Sí, tenemos algunos ahorros… Supongo que si reducimos gastos… He pensado que yo podría ayudar en la oficina… tan pronto como me sea posible, aunque no será hoy mismo. No puedo dejarlo solo… —Se volvió hacia mí par mirarme con ceño. La leve arruga del entrecejo amenazaba con hacerse permanente—. Tengo muchas cosas que contarte, cosas que han ocurrido esta noche… Pero ahora te dejo, he de ocuparme de Cam… Gracias… Sí, te llamaré más tarde. Adiós. Rikki colgó y respiró hondo. Hizo un mohín y exhaló el aire con fuerza. Luego enfiló escalera arriba y al poco regresó provista de vario libros. También llevaba el edredón verde de Kyle y su
almohada debajo de un brazo. ¡Caramba! ¡Libros! Gracias a Dios que existe Rikki. Apoyé la cabeza en la almohada de Kyle y Rikki me tapó con la manta. Ella se sentó cerca de mi cabeza y dejó los libros a un lado de la lámpara de cerámica que estaba sobre la vieja mesa auxiliar de roble Buscó una postura cómoda, descansó los pies sobre la otomana e inició la lectura de Mickey aprende a volar. Hundí la cabeza en la esponjosa almohada y con la manta me cubrí hasta la barbilla, con una leve sonrisa en los labios… y en el corazón. Me desvanecí en la distancia mientras Clay escuchaba la voz tranquilizadora de Rikki, que leía las aventuras de Mickey y luego otros cuentos. De vez en cuando volvía en mí y escuchaba su voz, mientras me preguntaba dónde habría permanecido yo mientras tanto. ¿El cerdito Porky? Pero ¿no estábamos con el ratón Mickey? Volví la cabeza para contemplar las partículas de polvo que bailaban en un rayo de luz, indiferentes al paso del tiempo. A las once y media Rikki preguntó si alguien tenía ganas de almorzar. —Te… tengo mucha hambre —aseguró Clay; en cuanto a mí, nada podía serme más indiferente. Rikki dejó a un lado el libro y preguntó: —¿Te gustaría un emparedado de mantequilla de cacahuete y mermelada y un zumo? —¡Mmmm! Ne… necesito ir al cu… arto de baño. —Muy bien —dijo ella—. Al fondo, a la derecha. Rikki se puso en pie y se dirigió a la cocina, mientras Clay buscaba el cuarto de baño conmigo a remolque. —Qué raro. Pa… parezco muy alto —exclamó con asombro mientras contemplaba la estatura de su cuerpo de adulto. —¿Qué quieres decir? —Cre… crecido. He crecido una bar… barbaridad. —Ya —repuso Rikki al recordar lo que le había dicho Arly, que los alter ego necesitan algún tiempo para acostumbrarse cuando se dan cuenta de que habitan un cuerpo diferente—. Sí, estás muy crecido. Cuando Clay terminó de lavarse las manos se contempló en el espejo. Desde algún recóndito lugar interior contemplé mi imagen con sus ojos. Al ver mi cara en el espejo se puso tenso y emitió una especie de grito gutural. Apartó la mirada, presa de la confusión. Por mi parte no sentí nada, pero comprobé un hecho extraño: La persona que ha mirado al espejo no soy yo. Clay se secó las manos y regresó a la sala de estar. Rikki estaba preparando los emparedados. —¿Quieres unas patatas fritas con tu emparedado? —Sí, po… por favor. —¿Zumo de naranja o agua? —Na… naranja. —Está bien. Anda, ven a comer. Clay y Rikki comieron en silencio. Desde la distancia yo oía vagamente el ruido que hacía Clay al masticar. Era como estar tumbado en el campo por la noche, sumido en la contemplación del cielo tachonado de estrellas; imposible decir dónde termina uno mismo y dónde empieza el resto del universo. Mientras comía, Clay mantuvo casi todo el rato los ojos bajos, contemplando el tablero de arce
rojo de la mesa. Pero de vez en cuando levantaba la mirada y reparaba por primera vez en detalles de la estancia archiconocidos para mí, como los ramos de ñores secas de Rikki, uno en la pared de la cocina y otro en la repisa de la chimenea de piedra. O los marcos con retratos de Kyle sobre la leñera, la alfombra beréber blanca, el escritorio y su silla de roble de estilo colonial. Rikki estudiaba sus reacciones. —Pareces triste, Clay —le dijo. —Lo estoy —asintió él sin mirarla—. Estoy ca… cansado y triste. Rikki rodeó la mesa para acercarse a él y le acarició la espalda cariñosamente. —¿Querrás decirme por qué estás triste? —le incitó a hablar. Una especie de descarga eléctrica cruzó el cuerpo de Clay; sus manos aferraron los muslos y apretó los codos contra los costados. La garganta emitió un ronco quejido y empezó a balancearse adelante y atrás. Rikki retrocedió, espantada. —¿Qué te pasa? —Estuvo a punto de invocar mi presencia, pero se contuvo. Si me presentaba yo, dejaríamos a Clay sumido en su agonía. Por eso prefirió continuar con él. —Lo he vi… visto en el espejo —dijo con voz quejumbrosa. Entonces Rikki recordó. Antes de comer había escuchado, o creyó escuchar, un quejido gutural. Apoyó de nuevo la mano en el hombro de Clay y habló con cautela: —Te viste en el espejo del cuarto de baño, ¿no es así? —Síííí —se lamentó él. —No te preocupes, Clay. Tranquilo —intentó consolarlo Rikki, acercando su cara a la de él—. Todo está bien. Intenta distenderte y respira hondo, como hiciste en la consulta de Arly. Clay lo hizo y dejó escapar el aire poco a poco. —¡Muy bien! Ahora, otra vez —dijo Rikki al tiempo que le pasaba la mano por la espalda. Clay hizo otra respiración profunda. Seguía meciéndose pero su cuerpo empezaba a aflojarse. —Otra vez. Clay hizo otra inhalación y exhalación prolongadas. —Muy bien —repitió Rikki al tiempo que acercaba su silla a la de Clay y trataba de imaginar qué haría en aquella situación Arly —Escucha, Clay. La persona que has visto en el espejo es Cam. Eres tú mismo, sólo que adulto. Cuando te pasaron aquellas cosas malas… ¿te acuerdas? ¿Recuerdas lo que te dijo Arly? Clay dejó de mecerse y asintió. —Después de que ocurriese aquello tú te escondiste dentro, muy dentro de la mente de Cam. Y mientras permanecías allí pasó mucho tiempo. Cam se hizo mayor, se casó conmigo y tuvimos un hijo. Kyle es el hijo de Cam. —Hizo una pausa—. Escúchame, Clay. Cam eres tú mismo, de mayor. Por eso te sorprendió al verte en el espejo. Pensabas que ibas a ver un niño, ¿verdad? Clay asintió, melancólico. —Sí —susurró, y le resbaló una lágrima por la mejilla. Rikki la enjugó con el dorso de la mano. —Sí —repitió con suavidad, la mano sobre el hombro de él—. ¿Te gustaría que te diese un abrazo? Clay asintió, al mismo tiempo que se estremecía y las lágrimas afloraban. Rikki se inclinó y apoyó la cara de él en su hombro para acariciarle el cabello. Clay se abandonó a su llanto de niño
abandonado. Minutos después empezó a tranquilizarse. Rikki le dio una servilleta de papel para que se sonase la nariz, después de lo cual se puso en pie, le tendió la mano y con una sonrisa le dijo: —Anda, vamos a mirarnos juntos en el espejo. Clay tomó tímidamente la mano de Rikki y ella le condujo escaleras arriba hacia el dormitorio principal, que tenía un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta. Cuando llegaron al rellano se detuvieron para mirar por el ventanal hacia la colina que se alzaba detrás de la casa. A menos de seis metros de distancia una cierva y dos cervatillos mordisqueaban un matorral. Al intuir un movimiento cercano los animales se volvieron a mirar. Viendo que no había ningún peligro continuaron con su almuerzo, aunque la cierva pateó dos veces el suelo para que sus crías permaneciesen alerta. Clay los señaló con el dedo y exclamó muy excitado: —¡Pero si… son ci… ciervos! Los venados alzaron la cabeza y en un santiamén saltaron por encima del matorral y desaparecieron de la vista. —Hay muchos por aquí —sonrió Rikki. Le tiró levemente de la mano para llevarlo al fondo del pasillo, pasando por delante de la habitación de Kyle, al dormitorio conyugal. Entraron y ella hizo un amplio ademán, diciendo: —Aquí es donde dormimos Cam y yo, Clay. —Y agregó—: Es también tu habitación. Clay asintió después de mirar alrededor con nerviosismo. Rikki cerró la puerta de la habitación y se colocó detrás de él para tomarlo de los hombros y conducirlo delante de espejo. Él se puso tenso y ella le dijo con voz suave: —Tranquilo. Respira hondo y exhala poco a poco. —Lo hizo ella también para darle ejemplo—. Otra vez. Cuando notó que se distendía un poco, le dijo: —Mira, Clay. —Señaló el reflejo de ambos—. Así eres tú ahora. Miraron en silencio mientras él asimilaba la imagen. Un adulto. Más alto que Rikki. Una idea cruzó por su mente. —¿Do… dónde está mamá? Rikki buscó febrilmente una respuesta adecuada. Clay había cruzado los dedos, envarado, y empezó a mecerse. Rikki lo miró por el espejo, le rozó la mano y dijo: —Mientras tú estabas ahí dentro, en alguna parte, Cam creció. Pasaron muchos años y ahora él vive aquí con Kyle y conmigo. Ya no vive con mamá. Ella no está aquí, pero tú sí estás… y no te pasará nada malo. Clay contempló su propio reflejo y preguntó: —¿Nada… malo? —Eso es —asintió Rikki, sin dejar de sonreír—. No te ocurrirá nada. Como te prometió Arly… ¿Te acuerdas de Arly? —Ajá. —Creo que hace tiempo te ocurrió algo malo, pero de eso hace muchísimo tiempo. Aquí no puede pasarte nada. Nunca. —Le palmeó el hombro—. Aquí estás a salvo. Guardaron silencio. Ella rodeó los hombros de Clay mientras la mente de ocho años iba asimilando aquellos conceptos insólitos. Rikki dijo:
—Tardarás un poco en acostumbrarte, pero ya verás como todo sale bien, Clay. Eres bienvenido aquí. Clay continuó mirando el espejo, y luego ladeó la cabeza y asintió casi imperceptiblemente. —Soy bien… bienvenido.
14 En el vientre de la noche donde acechan y susurran los secretos, así fue como llegó el sueño. Una pala hidráulica dentada, como las que se usan en los aserraderos para mover los troncos, me desgarraba la columna vertebral mientras yo gritaba desesperadamente, sin emitir sonido alguno, los brazos alzados suplicando un socorro que no iba a acudir. Una vez, y otra, y otra, en un bucle de dolor y angustia sin principio ni fin; además se repetía todas las noches. Las primeras veces que apareció el sueño, obtuvo lo que buscaba: la presa acorralada, mares de sudor, el corazón desbocado. Al cabo de una semana me acostumbré. Lo tenía asumido. El terror disminuyó y la sudoración desapareció. Sin embargo, se cobraba su tributo. El reiterado combate nocturno me enviaba tambaleándome a través de las selvas de la locura, siempre pisando territorio hostil. El desorden interior desbordaba y se derramaba hacia el exterior. Dejé de cuidar mi aspecto y mis rasgos adoptaron la expresión salvaje del que vive entre sombras. Las fallas de mi mente se dilataban, el terreno se deformaba y lanzaba nubes de gases tóxicos. Per no bromeaba cuando dijo que había mucho más. Los alter ego asomaban uno tras otro y se manifestaban, y mi diario empezaba a estar más frecuentado que la plaza mayor a la hora en que se llena de turistas. Pronto me familiaricé con el espectáculo de mi mano escribiendo palabras de otro. ¿Tú quién eres? ¿Qué pasa aquí? Adiós a los momentos de serena felicidad, las risas en familia, los aventureros del espacio. Para Kyle, sin embargo, todo seguía en orden. La presencia de un progenitor atento y en sus cabales, por lo visto, bastaba para disipar cualquier temor o duda. Rikki se bastaba para compensar mis deficiencias. Si yo tenía la cara rasguñada era porque me había arañado con una rama espinosa. Si me encontraba mal y necesitado de descanso, Kyle estaba acostumbrado a tener un papá enfermo. Rikki dejó bien sentado que los alter ego nunca hablarían con Kyle. Lo tenían prohibido. Ningún alienígena de Marte invadiría su galaxia de los seis años. Así que el zombi del armario era papá, nadie más. Kyle no llegaría a conocer la existencia de esos alter ego\ ésa era una ley inmutable. Al fin y al cabo, todos tenían mi cara. Siempre y cuando no le dirigiesen la palabra al niño, tal vez lograríamos ocultarle que su papá estaba como un cencerro. Lo de afeitarse tenía su dificultad. El cabello presentaba un aspecto decididamente beethoveniano. En cuanto a trabajar, ni pensarlo. Rikki empezaba a sustituirme en el despacho, y ayudaba a Tom como podía en la dirección del negocio. Inscribió a Kyle en toda clase de cursillos y actividades para que yo no estuviese con él antes de que ella regresara a casa. También lo de conducir presentó complicaciones. Rikki estableció un acuerdo con todos nosotros. Yo, Cam, sería el único autorizado a conducir un coche. Pero no siempre se cumplía, y más de una vez ella recibió alguna llamada de algún alter ego que acababa de perder la orientación, o que después de ponerse al volante no sabía cómo encender el coche. Teléfono móvil… marcar memoria 11… preguntar por Rikki… Rikki llamará a Cam. Toque de botón, disparador, fogonazo. Estoy en casa dentro de diez minutos. No hay problema, querida.
En una de nuestras sesiones de terapia, Arly decidió investigar el origen de aquel sueño recurrente. Para ello no tuvo más que preguntar si alguna parte de mí conocía la procedencia del mismo. Toque de botón, disparador, fogonazo, aparición de Bart. Había visto ya su letra en mi diario pero no sabía quién era. Bart, veintiocho años, atrevido y simpático, le explicó a Arly que él era el autor del sueño. ¿Por qué? Porque en eso consistía su misión, en meter miedo a los que deseaban irse de la lengua. Para que mantuvieran la boca cerrada. ¿De qué deseaban irse de la lengua? De las cosas feas. Bart andaba por ahí desde los tiempos de Davy y la abuela. ¿Que un niño quiere hablar? Dale un susto y no lo hará. Sólo era una forma de protección. La primera vez que salió, Bart dijo que iba disfrazado de brujo. Cuando alguna criatura sentía la tentación de contar los secretos, él asomaba de entre los matorrales de mi mente y la espantaba. Arly le explicó a Bart que había transcurrido mucho tiempo, que ya no existía ningún peligro, que no sucedería nada aunque se descubriesen los secretos, de manera que su función ya no tenía sentido. Tan pronto Bart supo que ya no era necesario hacer callar a nadie, prescindió del disfraz brujeril. Lo que le gustaba en realidad eran las chaquetas de cuero negro, según dijo. Arly le asignó un nuevo trabajo: ayudar a Per en la vigilancia de los pequeños y consolar a los que tuvieran problemas. Además le ordenó que abandonase las pesadillas con efectos de casquería, y él obedeció. Así de sencillo. En un par de meses, Arly, Rikki y yo conocimos todo un desfile de personajes. Se presentaban como forasteros en el triste hotel de mi mente y echaban sus fardos en cuartuchos ya abarrotados por sus predecesores. Algunos acudieron para una estancia breve y luego se esfumaron. Otros establecieron residencia. Mi gente. Leif era astuto y duro como el acero. Tenía la misma edad que yo y hacía años que ejercía influencia sobre mí, aunque sin llegar a apoderarse por completo de mi persona. Era el que se encargaba de que las cosas se hicieran aunque resultasen difíciles o desagradables. Él siempre tiraba adelante sin miramientos, aunque fuese necesario pisotear a alguien. Yo me sentía arrastrado por el cuello, sin saber qué me causaba semejante frenesí o por qué no conseguía frenarme. Él me revestía con su armadura y me lanzaba adelante cualquiera fuese la tarea y sin importar si ofendía a algún ser querido, incluso a Rikki. Él fue el que consiguió el contrato de las cucharas. Stroll era el seductor sexual. Más o menos de mi edad, Stroll entornaba los ojos, adoptaba posturas serpentinas y sabía complacer a las mujeres. Durante años anduvo por el mundo pisándome los talones, dispuesto a tomar la delantera siempre que captase la más tenue sugerencia por parte de una mujer. Solía ejercer sus habilidades con desconocidas, dejándome confuso y avergonzado por haber traicionado, aun involuntariamente, a la mujer a quien yo adoraba. Stroll se detestaba a sí mismo y se consideraba poco mejor que una prostituta. En sus primeras sesiones con Arly, que tuvieron lugar de noche, se negó a mirarla a la cara y exigió que ella apartase los ojos o dejase la consulta en penumbra. Cuando apareció Stroll yo me sentía como una especie de pantera. En este caso, Arly también supo redirigir las energías de Stroll para que colaborase con Per en beneficio de los demás. Dusty era una niña de doce años, tímida y dulce. Le gustaban todas las cosas tradicionales de niña: cuidar de los bebés, hacer la compra, mirar a los chicos. Dusty le describió a Arly una experiencia de violación anal a manos de un adulto a quien dijo no conocer, o tal vez no quiso denunciarlo. Ella sabía que había sido creada para procesar ese incidente concreto, lo cual me
sorprendió, porque no recordaba haber experimentado abuso alguno, de ningún género. Switch era un chico de cuatro años, un resentido cuya voz yo había oído en mi cabeza desde que era niño, y que me atormentaba con sugerencias odiosas. Su aborrecimiento iba dirigido contra mí y las mujeres en general. Aún lo oigo decir: «Las chicas tienen todas las ventajas sólo porque son chicas. Y las mujeres hacen lo que quieren cuando se les antoja.» Rikki había sufrido algunas veces el resentimiento de Switch, cuando sus ácidas observaciones se exteriorizaban a través de mi voz. En esas ocasiones ella pensó que se trataba de algún extraño ramalazo misógino, extraño en el hombre amante de las mujeres que ella conocía y de quien estaba enamorada. ¡Ni siquiera yo mismo lo entendía! Las mujeres siempre han sido mi sexo favorito, tan sensibles, consideradas, bondadosas y bellas. Así pues, ¿de dónde salía Switch? ¿Qué tenía en contra de las mujeres? Algo malo le habrían hecho. No íbamos a tardar en saberlo. Anna y Trudi eran dos niñas de cuatro años de caracteres diametralmente opuestos. Anna era feliz y alegre, con una sonrisa de oreja a oreja tan exagerada que me dejaba con la mandíbula entumecida siempre que aparecía. Anna le contó a Arly que había sido violada oralmente en su propio domicilio por un hombre que tenía manos velludas y llevaba un cinturón de cuero marrón. Y cuando acabó con ella le limpió la cara con su pañuelo, la amenazó diciendo que no contase a nadie lo ocurrido y la envió a la calle a jugar. Esto sucedió en otoño, contó Anna, porque las hojas secas «crujían bajo los pies». Anna no estaba resentida por este abuso y no le había dejado ningún sentimiento especial, excepto que se alegraba de haber sido una niña obediente. No sentía ningún dolor. El dolor recayó por entero en Trudi, que estuvo presente en la misma experiencia con el hombre de las manos velludas. .Para ella fue el horror, la vergüenza, el remordimiento y la tristeza. Reservada y hosca, Trudi nunca hablaba. Pero en la consulta de Arly gritó y tuvo náuseas y escupió y se atragantó, la mandíbula casi desencajada por la intrusión, de un miembro de adulto, el estómago revuelto de repugnancia al recibir en la boca aquel fluido espeso y salino. Y cuando todo hubo terminado y Anna salió a la calle para regresar a sus juegos, Trudi se metió en algún lugar recóndito y oscuro, un lugar de dolor silencioso y angustia. Trudi es el dolor. Anna y Trudi: la niña feliz a la que no le importó lo sucedido, y la niña desgraciada a la que sí le importó. Lo mismo que Dusty, Anna y Trudi fueron creadas niñas porque hay cosas que supuestamente no se les hacen a los chicos. Hubo además otros muchos. Por ejemplo, un grupo al que acabé por llamar «los Chicos». Kit, Tracy, Toy, Nicky, Lake y Casey, que aparecieron muy pronto y en rápida sucesión, todos de unos diez años de edad, pero cada uno provisto de sus propios pensamientos, recuerdos y peculiaridades. Todos habían tocado la llama durante un breve instante y luego habían emprendido una veloz retirada, lejos de la luz ardiente de mi conciencia, hacia los estanques oscuros donde conspiran los sueños. Nunca llegué a distinguirlos bien. Los Chicos desaparecieron demasiado pronto.
Bart tuvo un compañero llamado Kyle, su Pepito Grillo. Al cabo de algún tiempo éste se confundió con Bart hasta que se convirtieron en uno solo. Sky tendría unos treinta años. Éste era el guardián del dique, un tipo de sentimientos propios. Sólo dos manos fuertes para maniobrar la gran rueda que daba paso al caudal de recuerdos dañinos. Podía cerrar las esclusas cuando amenazaba con inundación, o abrirlas si el flujo amenazaba con secarse. Eso era Sky. El que manejaba el timón. Keith tenía quince años, era alto, desgarbado y tímido. Con él hict mi paso por el instituto, al menos en parte. Y cuando sale ahora, lo que no es frecuente, siempre se sorprende al verse provisto de dinero en el bolsillo y sin tareas que hacer en casa. Sharky era un primitivo. La primera vez que salió mordió cortezas de árboles, platos, cajas de kleenex, la mesa de la cocina. Comía insectos. Volvía la cabeza de un lado a otro como el reflector de un establecimiento penitenciario, y gruñía. Pero luego aprendió a hablar un poco y le enseñamos a comer con cuchara y tenedor. ¿Por qué era un ser tar. primitivo, estancado en una fase oral? Porque Sharky estuvo allí cuando nos vimos obligados a practicar el sexo oral con nuestra madre. Protagonista silencioso, pero estuvo allí. Soul era amable, sereno, sin edad. Vivía en una cueva húmeda de las profundidades de mi cerebro, cubierta de musgo y polvo. Una antigüedad preciosa, escondida tal vez desde que comenzó la división de mi mente. Cuando salía Soul, sus palabras se extendían como la niebla sobre un prado y tranquilizaba a todos, incluso a Per. Sin embargo ya no suele salir mucho, a no ser que se le invoque expresamente. Junto con Per, Davy y Clay, y con Mozart, Wyatt y Gail, a quienes presentaré más adelante, éstos eran mis alter ego. Veinticuatro en total, habitantes de mi mente y adueñados de mi cuerpo. Yo había dejado de ser yo, era nosotros.
15 El Border era un restaurante pequeño y sencillo cuyos ventanales ofrecían una excelente vista sobre Little Lake, a escasos kilómetros de nuestra casa. Rikki estaba sentada, un poco rígida, en el reservado rincón. Llevaba unos vaqueros viejos, un jersey holgado y botas deportivas, y no se había molestado en arreglarse el cabello ni maquillarse. La clientela que llenaba a medias el establecimiento armaba bullicio mientras bebía cervezas y margaritas y comía suculentos platos de cocina mejicana. Tanya, la amiga de Rikki, bebía un margarita con hielo mientras contemplaba plácidamente el paisaje del lago helado. En contraste con el claro de luna casi llena, los cubitos de su copa semejaban trozos de cruce negro. Tanya era bonita, de larga y espesa melena negra, ojos pardos y risueños, y piel cetrina que proclamaba su descendencia latina. Lucía pantalón negro de seda, camiseta negra de algodón y un bolero rojo. Tanya y su marido Eddie eran nuestros vecinos más próximos desde que nos mudamos a la casa de piedra. Kyle era el mejor amigo de Jessie, la hija de aquéllos, y las dos mujeres se llevaban muy bien después de dos años de tomar café juntas y charlar mientras los pequeños jugaran. Se podía confiar en Tanya. En esa ocasión fue Rikki quien llamó diciendo que estaba atravesando una crisis y que necesitaba hablar con alguien. Tanya adivinó pronto que Rikki estaba luchando contra algo muy siniestro, porque desde su llegada al restaurante Rikki apenas había dicho palabra. Por lo cual aguardó hasta que le pareció el momento oportuno, tomó un sorbo de su margarita y observándola por encima del borde la copa, dijo: —Bien, Rikki, me has llamado y aquí estoy. —Gracias —dijo Rikki, y permitió que sus miradas se cruzasen un instante—. Seguramente habrás adivinado que tengo necesidad de desahogarme. Tanya asintió y bebió otro sorbo. —Sí, pero lo de la crisis… te confieso que me ha desconcertado. El camarero, un rubio bastante apuesto y acicalado con aros en las orejas y el pelo recogido en una coleta, dejó sobre la mesa una bandeja cargada de comida. Tanya abrió los ojos de par en par y se irguió en el asiento, como hacen muchas personas cuando ven llegar el plato que han encargado. —Dejémonos de crisis —dijo sonriendo y señaló los platos—. Éstos son unos nachos exquisitos y lo demás es cuento. A Rikki, que estaba tomando un sorbo de su margarita, le dio la risa y se atragantó. Dejó la copa sobre la mesa procurando no derramar su contenido y Tanya se inclinó para darle palmaditas en la espalda. Algunos comensales se volvieron hacia ellas y el camarero hizo ademán de acercarse a la mesa, pero Tanya le hizo seña de que no pasaba ñau Ri'kki consiguió recobrar el aliento. —, Jf! Perdón —dijo, tosiendo y limpiándose los labios con la servilleta. —No sabía que fuese tan ingeniosa —bromeó Tanya—. ¿Estás mejor? Rikki asintió al tiempo que se palmeaba el pecho y respiraba honc: —¡Caramba! Hace tanto tiempo que no reía que ni siquiera mí acuerdo —dijo—. Gracias. —La próxima vez te lanzaré por la escalera —rió Tanya. Rikki sonrió y tras apoderarse de un nacho bien recubierto de alubias refritas, pollo, pimiento
verde y queso, le dio el primer mordisc: Tanya la imitó. —¡Mmmm! Muy bueno —dijo con la boca llena. Rikki arqueó las cejas y asintió con la cabeza. Comieron durante varios minutos sin decir nada. Tanya hizo una seña al camarero y le pidió dos margaritas más. Él los sirvió y recogió las copas vacías. —Nadie se los termina nunca —comentó al tiempo que señalaba con la barbilla la bandeja de nachos—. Excepto los del club de bolos —Tú déjalos aquí de momento —replicó Tanya sin mirarlo— ¡Ah!, y podrías traernos dos servilletas más. Tanya le siguió con la mirada. —Bonito trasero —comentó, pero Rikki de pronto parecía nerviosa—. ¿Cómo has conseguido salir esta noche? —prosiguió Tanya, decidida a no permitir que nada le estropease su buen humor. Sin levantar los ojos de la copa, Rikki contestó: —He dejado a Kyle acostado y dormido, y… sin novedad en el frente, por ahora. —¿Qué quieres decir con «por ahora»? Rikki no contestó y miraba por la ventana. En la orilla opuesta del lago se encendió una luz, y luego otra y otra, hasta formar una hilera. —Alguien acaba de regresar a casa —dijo como hablando consigo misma. —¿Qué? —Que en la otra orilla del lago alguien acaba de regresar a casa y ha encendido las luces. Tanya echó una breve ojeada y luego regresó al tema. —¿Qué significa eso de «sin novedad en el frente»? Rikki titubeó. Por primera vez se daba cuenta de que Tanya y ella nunca habían tenido una charla que no girase en torno a los pequeños. Rikki era una persona muy reservada, y rara vez hacía confidencias a nadie. Esta vez se le hacía difícil. Hacía girar la copa entre las manos. —¿Me lo vas a contar o no? —insistió Tanya. Rikki dejó la copa. —Está bien —dijo—. Se trata de Cam. Tiene problemas graves. Tanya entrelazó las manos en actitud de escuchar con atención. Rikki se removió en su asiento. —Problemas mentales —dijo. Tanya alzó las cejas—. Hace un par de meses que visita a una psicóloga, y han ocurrido algunas cosas raras. —¿Cosas raras? —replicó Tanya mirándola fijamente. —Le han diagnosticado un trastorno de disociación de la personalidad. Antes lo llamaban trastorno de personalidad múltiple. —¡Oh, Dios mío! —exclamó llevándose la mano al pecho—. ¿Lo dices en serio? —Y al ver la mirada de Rikki—: Sí, lo has dicho en serio. Rikki asintió lentamente con la cabeza. Tanya miró alrededor, como si temiera que alguno de los presentes hubiese escuchado su conversación. Inclinándose, susurró: —¿Quieres decir como Sybil? —Sí. —Me dejas sin habla… —Se mesó el cabello—. ¡Dios mío! ¿Cam? —Sí, mi Cam —contestó Rikki mientras volvía la mirada hacia la ventana—. Lo conozco hace quince años y llevamos trece casados. —Miró a Tanya—. Siempre me pareció muy estable…
estábamos tan unidos… Tanya asintió. —Nunca me levantó la voz —continuó Rikki—. Ni me faltó al respeto. Nunca nos hemos peleado. Siempre ha sido dulce y amable… el mejor padre y mi mejor amigo. —Volvió la mirada hacia el lago—. Aunque, ¿sabes?, tiene una faceta extraña que sale a relucir siempre que se encuentra con alguna dificultad… Eso lo pone en tensión. Entonces se comporta como un obseso, con… con fiereza. Su hermano solía llamarle «matador». Tanya reflexionó. —¿Sabes? Creo que una vez lo vi así… un día que pasé por su despacho. Y me dio un poco de miedo. —A mí no me daba miedo. Pero me parecía extraño. No obstante, en cuanto lograba superar el obstáculo, cualquiera que fuese (un trabajo manual, atar un contrato importante), en un abrir y cerrar de ojos volvía a ser el Cam de siempre, amable y simpático, y todo retornaba al orden. Rikki bebió un sorbo de su combinado. —Tampoco entendía lo que Cam quería decir cuando afirmaba, como hizo más de una vez, que si la gente supiera cómo era él realmente lo harían encerrar. «Camino al filo del precipicio», decía. «Estoy loco.» A mí esto me parecía incomprensible, no tenía lógica, y ni siquiera él mismo era capaz de explicar lo que quería decir. Era sólo una sensación. Tanya apoyó los codos en la mesa y la barbilla sobre las manos. —¿Te das cuenta de que estás hablando de él como si perteneciese al pasado, Rik? —¡Dios mío! —gimió Rikki—. En cierto sentido, es como si así fuese. Y ahora le han reemplazado todos esos personajes. —¿Qué quieres decir? ¿Acaso visten de distinta manera? —No, no es eso. Y todos tienen sus rasgos, claro. Pero cada uno tiene sus propios modales. Y una manera de hablar. Todos son de edades diferentes, y hasta hay algunas chicas. —¿Chicas? ¡Vaya! Explícate, por favor. ¿En qué consiste exactamente el trastorno que padece? Rikki respiró hondo y luego fue desgranando toda la historia. Cuando mencionó el papel desempeñado por mi madre, Tanya exclamó escandalizada: —¿Su madre? ¡Ajj! Qué perversidad. —Encogió los hombros y se estremeció. —Sí, es terrible. —Pero ¿de dónde proceden esas personalidades? —preguntó Tanya. —Cam iba creándolas durante los diferentes episodios… —Hizo una pausa para meditar lo que iba a decir—. Como esto —dijo alzando una servilleta de papel—. De niños, cada vez que lo hacían víctima de una de esas vejaciones su mente no podía tolerarlo, no era capaz de asimilarlo. No podía concebir que una persona responsable de cuidarle hiciese algo tan horroroso. —Nadie podría. —Entonces —Rikki rasgó la servilleta y le arrancó una tira—, una parte de su mente se desprendía, llevándoselos recuerdos del abuso junto con las sensaciones que éste hubiese suscitado. De este modo Cam no necesitaba recordar lo sucedido, podía continuar siendo un niño pequeño. Eso le protegía del horror de la vejación. —¿Quieres decir que lo hacía a sabiendas? Rikki meneó la cabeza. —No; era una estrategia subconsciente, un mecanismo de defensa. Y bastante ingenioso, por
cierto. —Supongo que sí. —Tanya arqueó las cejas. —La próxima vez que sucedía algo horrible, aparecía de nuevo esa misma parte para enfrentarse a ello —Rikki levantó la tira de papel—, o se creaba otra nueva. —Arrancó otra tira de servilleta—. Y la vez siguiente, y la otra, y la otra. —Los trozos de papel se abrieron como pétalos y quedaron colgando de su mano. —Según creo entender, cuando alguna de estas partes aparecía con cierta frecuencia empezaba a creerse algo distinto y separado de Cam. —¿Y él mismo sabía que estaban ahí? —No, hasta hace poco. No tenía ningún recuerdo de haber sido víctima de abusos. Pero ahora, de repente, a todas esas personalidades les ha dado por salir y revivir lo que les pasó, a manera de ráfagas retrospectivas… incluso delante de mí. —Rikki empezaba a soliviantarse con sus propias palabras—. Ésta la recibió de su abuela. —Levantó una tira de papel—. Ésta de un hombre. —Levantó otra—. Y ésta de su madre. —La tercera—. Es increíble. Respiró hondo tratando de calmarse, y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Tanya la contemplaba con asombro. —Y lo de las chicas… —La mente de Cam no toleraba la idea de haber sido violado por un hombre. Esas cosas sólo les pasan a las chicas. —Cierto. Y esos personajes, ¿cómo son? ¿Tienen nombres propios? ¿Saben quién eres tú y quién es Kyle? ¿Qué sabe él de todo eso? Rikki iba a explicárselo cuando el camarero se acercó para preguntar si querían más combinados. Rikki meneó la cabeza y Tanya contestó: —No, gracias. Y puedes llevarte los nachos. El joven retiró la bandeja de la mesa. —No sois como los del club de bolos, ¿eh? —bromeó. —Pues ya ves que no —respondió Tanya con impaciencia. Cuando el camarero se alejó se inclinó de nuevo hacia su amiga y dijo—: Continúa. Rikki le contó los detalles de cada alter ego, los recuerdos que tenían y cómo se comunicaban entre sí y con ella. Y también que hasta entonces se las habían arreglado para ocultarle a Kyle lo que estaba ocurriendo, pero que el niño empezaba a darse cuenta de que pasaba algo raro. —¿Crees que Cam lo superará? —preguntó Tanya—. Quiero decir que si continúa así, habrá que darle alguna explicación a Kyle, ¿no? Ya sé que es muy pequeño, pero los niños no son tontos. Tarde o temprano tendrá que saberlo. —Lo sé. Pero se supone que un niño no ha de tener esa clase de problemas. Es muy pequeño. Todavía cree que si lo levanto en vilo muy alto podrá tocar la luna con los dedos. ¿Cómo podría enfrentarse a esto? Tendré que ponerlo al corriente poco a poco y con mucho tacto. —A medida que veas que él puede entender. —Eso es. —¿Y qué hay de la madre? —¡Esa bruja! —gruñó Rikki—, No volverá a poner los pies en mi casa. No verá más a Kyle, te lo aseguro. —¿No protestará?
—No creo que le importe, excepto por los regalos. Siempre le trae algo. Como si quisiera comprar su cariño. ¡Qué desfachatez! —¿Y el padre de Cam? Dijiste que había fallecido. ¿Qué pintaba él mientras sucedían esas cosas? —Cam dice que era muy reservado. Su terapeuta nos dijo que en las familias donde se producen abusos suele formarse un triángulo, el agresor, la víctima y el que prefiere no ver nada. Ése era el padre de Cam. Supongo que se limitaba a mirar para otro lado. Rikki se reclinó y tomó un sorbo de su copa. Se llevó una mano al pecho. El corazón le palpitaba. —¿La madre lo sabe? —preguntó, y se contestó a sí misma—: ¡Caray! ¡Cómo no va a saberlo…! Quiero decir que… ¡vaya! ¡Ni yo misma sé lo que quiero decir! Rikki respiraba con angustia, sintiéndose cada vez más tensa. Tanya prosiguió. —¿Qué me dices de Kyle? Si esa mujer abusó de Cam, ¿no sería posible que…? Rikki estalló. —¡Maldita sea, Tanya! ¡Y yo qué demonios sé! Todos los comensales se volvieron hacia ella. Tanya estaba sorprendida. —Lo siento, chica. Perdona. Lo siento de veras. —No, por Dios. Perdona —se disculpó Rikki, avergonzada de haberle gritado y de dar el espectáculo. Contuvo sus emociones con un gran esfuerzo—. Es que este asunto me saca de quicio. Ella ha pasado con Kyle algunos fines de semana, es verdad. La psicóloga nos aconsejó que vigilemos al niño y que si observamos algo raro, cualquier tipo de conducta anómala, lo llevemos a la consulta… ¡Oh, Dios mío! Sien- : naberte gritado, de veras. —Tranquila, no pasa nada. —Contempló las tiras de servilleta que Rikki aún conservaba en la mano—. ¡Pobre Cam! —exclamó meneando la cabeza—. ¿Crees que se pondrá bien? Rikki tenía los ojos llenos de lágrimas. Las emociones volvían a desbordarse y nada podría detenerlas. Se mordió el labio inferior. —No lo sé —dijo en voz baja, y se cubrió el rostro con las manos, fus hombros empezaron a temblar y se echó a sollozar—. ¿Qué va i ser de mí? ¿Qué va a ser de Kyle y de mí? Los de la mesa contigua se volvieron con curiosidad, pero Tanya .es dirigió una mirada ceñuda para que se ocupasen de sus propios asuntos. El camarero hablaba con el barman y señalaban a Rikki. Tanya se sentó al lado de Rikki y le rodeó los hombros. Ésta apoyó la cara en el hombro de su amiga y por primera vez dio rienda suelta a su pena, su miedo y su rabia. Tanya le tomó una mano y Rikki lloró hasta desahogarse. Tanya guardaba silencio y miraba las luces de la otra orilla del lago. Al cabo de unos minuto Rikki empezó a calmarse y respiró con más regularidad. Levantó la cara, sorbiéndose la nariz y con los cabe- ios pegados a la cara surcada de lágrimas. —Perdona que te haya estropeado la chaqueta —dijo al tiempo que alisaba la humedecida solapa. Luego respiró hondo, tratando de recobrar la compostura. —Rikki —sonrió Tanya. —¿Qué? —¿Te importaría devolverme mi mano? Rikki la soltó con una sonrisa involuntaria. —¡Menuda garra tienes! —dijo Tanya, y ambas se echaron a reír. La tensión desaparecía poco a poco. Tanya regresó a su lado de la mesa y Rikki recogió el bolso. —Voy a arreglarme un poco —dijo, y se encaminó hacia los servicios.
Tanya pidió al camarero dos vasos de agua y más servilletas de papel. Al poco regresó Rikki, peinada y con una ligera aplicación de maquillaje, aunque aún tenía la cara enrojecida y los ojos congestionados. Se sentó y tomó un sorbo de agua. Durante unos momentos guardaron un silencio algo incómodo, evitando mirarse a la cara. Al cabo de un rato se miraron y Tanya habló. —Cam es un buen hombre, Rik. No importa lo que le haya pasad; o le esté pasando ahora, no lo abandones. Rikki sintió que las lágrimas acudían otra vez, pero las contuvo Recogió las tiras de servilleta y se puso a alisarlas como para recomponer el papel, mientras movía lentamente la cabeza. Luego miró a Tanya y dijo: —No lo haré. Rikki pidió la cuenta, pero Tanya se empeñó en pagar ella, incluyendo la propina del camarero. Las dos mujeres se pusieron los abrigos y salieron del restaurante. En el estacionamiento se detuvieron para despedirse con un abrazo. —Gracias —dijo Rikki. Tanya sonrió cordialmente. —Para eso están las amigas —contestó, y se encaminó hacia su coche. Rikki subió al Volvo y se quedó un rato pensativa. Encendió el motor y titubeó. Sorprendida por su propia vacilación, se arrellanó en el asiento y miró pensativamente el perfil de las casas de la otra orilla, todas a oscuras, mientras imaginaba a los maridos y mujeres durmiendo en sus camas, los pies rozándose, los problemas aplazados hasta la mañana. Exhaló un hondo suspiro y salió a la carretera en dirección a casa. —En la salud y en la enfermedad… —dijo para sí misma.
16 Un buen fuego chisporroteaba en la chimenea y el olor de la leña se mezclaba felizmente con el dulce aroma de la sidra de manzana con canela que rezumaba un cazo puesto sobre la encimera. Rikki acababa de meter en el horno una bandeja de tortitas de maíz y la planta baja olía como un poema de Whittier. Rikki removió los leños con el atizador, recogió una pluma y un portafolios marrón que había sobre la mesa auxiliar de roble y fue a sentarse en el sofá. Apoyó los pies en la otomana y arrancó una hoja del bloc amarillo para redactar el borrador de uná carta para mi madre. Se trataba de describir los acontecimientos de los últimos meses, incluyendo los recuerdos de abusos de los que se acusaba a mi madre y mi abuela, y se preveía una carta difícil, dada la necesidad de controlar pa- "_abra por palabra el alcance y exactitud de lo que se dijese. Aunque se sentía embargada por la intensidad de sus propias emociones, Rikki consideraba responsabilidad suya escribir la carta y afrontar el probable enfrentamiento que se derivaría de la misma. Mi madre no tardaría en anunciar su deseo de tener a Kyle en casa y eso no se podía consentir. Sobre todo, después de haber presenciado el acceso de Clay, de haber escuchado lo que daba a entender Denis y de lo que supimos por mediación de Switch. En el transcurso de varias sesiones bastante dolorosas, Switch le reveló a Arly que su primer recuerdo le situaba en la habitación de mi madre y viendo a un Cam muy joven y muy triste en el
pasillo, justo al otro lado del umbral. Mi madre estaba acostada y su mirada revelaba el deseo que no repara en nada. Cam no debe ver esto. Cam no debe hacer esto. No. Lo haré yo. Vete, muchacho. Despídete con la mano y cierra la puerta. Y yo lo hice: agité la mano y cerré la puerta, y el vejado fue Switch. Ella hizo lo que quiso, y cuando terminó y dijo «Eres un buen chico, Cam», fue Switch quien la odió, pero se regocijó de que ella no supiese siquiera su nombre. ¡Ah, sí! Había sido un buen chico, en efecto. Switch había sido un chico de lo más complaciente. Rikki escribió la carta y las palabras, en borbotones de cólera, fueron vertidas directamente del corazón al papel. El timbre del horno se disparó y la sacó de su intensa concentración. Se notó la mano agarrotada por haber sujetado la pluma con tanta fuerza, sin aflojar ni un instante. Rikki se dirigió hacia el horno, sacó la bandeja de tortitas y la dejó sobre un paño húmedo en el tablero de la cocina. El aroma dulce y caliente invadió la estancia y Rikki aspiró hondo para olfatearlo. En ese instante entraron corriendo en la sala de estar Kyle y su amigo Adam, provistos de capas, máscaras y espadas de plástico. Se detuvieron al llegar a la cocina. —¡Qué bien huele, mamá! —exclamó Kyle—. ¿Qué es? ¿Un pastel? —No; tortitas de maíz, ¿quieres una? —Itchy, ¿quieres una? —preguntó Kyle a su amigo, a quien había puesto el mote de «Itchy el Grande», de uno de los personajes de plástico de sus juegos. —¡Bieeen! —exclamó Itchy como si acabase de ver un mate magistral. —¡Bieeen! —le hizo eco Kyle. —Pues subid a lavaros las manos —dijo Rikki—. Tardarán un poco en enfriarse. ¿Queréis zumo de naranja? —Sí —dijo Itchy, y Kyle lo miró antes de hacerle eco: —Sííí. Enseguida chocaron las palmas y subieron corriendo al cuarto de baño. Media hora después llegué yo procedente de la consulta de Arly Encontré a Rikki en el sofá, ocupada todavía con la carta. Alzó la mirada y me sonrió. —¡Hola! —dijo—. ¡Bienvenido a casa! —¡Hum! Huele muy bien —dije al tiempo que olfateaba el aire. —Son tortitas de maíz y sidra de manzana. —Estupendo. —Dejé el periódico sobre la mesa. Colgué la chaqueta, le di un beso a Rikki y me encaminé a la cocina. Llené un vaso de sidra, puse una tortita en un plato y fui a sentarme en uno de los sillones de roble al lado de la chimenea. —¿Cómo te fue con Arly? —preguntó Rikki. —¡Uau! —exclamé contemplando el vaso, y después de tomar un sorbo—: Está delicioso. Me volví hacia Rikki, que seguía mirándome en espera de la respuesta: —Me ha ido bien. Ya ves que estoy vivo. Rikki frunció el entrecejo. Di un bocado a la tortita y me arrellané en el sillón. Era maravilloso hallarse en casa. Rikki siguió escribiendo. —¿Qué haces? —le pregunté. —Le escribo una carta a tu madre. Disparador, fogonazo, y salió Bart.
—Hola, Rikki. —Cruzó las piernas con desenvoltura. —¿Quién eres? —preguntó Rikki, consciente de que se había producido un cambio. Enseguida reconoció la sonrisa maliciosa de Bart. —¡Ah! Hola, Bart. Cam se ha puesto nervioso cuando mencioné a su madre, ¿verdad? —¡Uf! Es demasiado sensible. —Contempló mis mocasines y masculló en voz baja—: Deberías llevar botas beatle. —¿Qué dices? —Nada. Conque escribes una carta, ¿eh? —A su madre. Para que se entere de lo que ha ocurrido y de que las personas pueden recordar, ¿qué te parece? —Pues subid a lavaros las manos —dijo Rikki—. Tardarán un poco en enfriarse. ¿Queréis zumo de naranja? —Sí —dijo Itchy, y Kyle lo miró antes de hacerle eco: —Sííí. Enseguida chocaron las palmas y subieron corriendo al cuarto de baño. Media hora después llegué yo procedente de la consulta de Arly Encontré a Rikki en el sofá, ocupada todavía con la carta. Alzó la mirada y me sonrió. —¡Hola! —dijo—. ¡Bienvenido a casa! —¡Hum! Huele muy bien —dije al tiempo que olfateaba el aire. —Son tortitas de maíz y sidra de manzana. —Estupendo. —Dejé el periódico sobre la mesa. Colgué la chaqueta, le di un beso a Rikki y me encaminé a la cocina. Llené un vaso de sidra, puse una tortita en un plato y fui a sentarme en uno de los sillones de roble al lado de la chimenea. —¿Cómo te fue con Arly? —preguntó Rikki. —¡Uau! —exclamé contemplando el vaso, y después de tomar un sorbo—: Está delicioso. Me volví hacia Rikki, que seguía mirándome en espera de la respuesta: —Me ha ido bien. Ya ves que estoy vivo. Rikki frunció el entrecejo. Di un bocado a la tortita y me arrellané en el sillón. Era maravilloso hallarse en casa. Rikki siguió escribiendo. —¿Qué haces? —le pregunté. —Le escribo una carta a tu madre. Disparador, fogonazo, y salió Bart. —Hola, Rikki. —Cruzó las piernas con desenvoltura. —¿Quién eres? —preguntó Rikki, consciente de que se había producido un cambio. Enseguida reconoció la sonrisa maliciosa de Bart. —¡Ah! Hola, Bart. Cam se ha puesto nervioso cuando mencioné a su madre, ¿verdad? —¡Uf! Es demasiado sensible. —Contempló mis mocasines y masculló en voz baja—: Deberías llevar botas beatle. —¿Qué dices? —Nada. Conque escribes una carta, ¿eh? —A su madre. Para que se entere de lo que ha ocurrido y de que las personas pueden recordar, ¿qué te parece?
—Excelente —dijo Bart, y dio un bocado a la tortita—. Pero estoy seguro de que ni siquiera pestañeará. Rikki lo miró tragar el bocado y beber un sorbo de sidra. —No podemos permitir que vea a Kyle —dijo Rikki—. Eso al menos debe quedar bien claro. —Es cierto, no podemos —corroboró él con indiferencia. —Sé que esto preocupa a Cam —continuó ella—, y si está oyéndome ahora, quiero decirle que esté tranquilo, que no pasará nada. Bart se estremeció un poco y anunció: —¡Uf! Creo que es hora de que me largue. Muy buenas tus tortitas. Se estremeció de nuevo, y al punto funcionó el disparador y allí estaba otra vez yo, sacudiendo la cabeza para quitarme el aturdimiento. —¡Vaya! —exclamé. —¿Lo has oído? —preguntó Rikki. Bart no necesitó más de un segundo para ponerme al corriente. —Mi madre y Kyle. Que no debe verlo. —Eso es —replicó Rikki—. En eso no podemos transigir. No hay que dejarlo a solas con ella, y será menester explicárselo. —Lo sé —dije débilmente—. Sólo que yo, si nada de eso ocurrió en realidad, ¿cómo voy a justificar que…? Rikki hizo una mueca de contrariedad y yo noté la jaqueca que crecía. Estaba cayendo de nuevo en la zona oscura, en el remolino donde coceaban animales furiosos con los ojos desorbitados y amenazándome… Luego se oyó dentro de mí un susurro: hombre muerto, hombre muerto, hombre muerto… cada vez más fuerte: hombre muerto, ERES… HOMBRE… ¡MUERTO! Me incorporé de un brinco y'grité: —¡Basta! —Me tapé las orejas con las manos en un absurdo intento de acallar el 'ensordecedor estrépito interior. Rikki se levantó precipitadamente, dejando caer el bloc y la pluma, para correr a mi lado. —¡Cam! ¡Oh, Cam! —gimió mientras me agarraba por los hombros y me sacudía con fuerza. Kyle entró en la habitación gritando, su voz infantil vibrante de pánico: —¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué le pasa a papá? ¡Papá! —exclamó, y me tomó la mano. Al instante los ruidos se desvanecieron y mis ojos se encontraron con los de Kyle, muy abiertos y suplicantes. —¡Dios mío! —exclamé con voz sofocada—. Lo siento, Kyle. —Lo abracé y Rikki nos envolvió a ambos entre sus brazos—. Perdóname por haberte asustado. —¿Qué te ha pasado, papá? Rikki se arrodilló en el suelo y dijo: —No ha sido nada, cariño. Papá estaba pensando unas cosas que le enfadan. —Creí que estaba gritándote a ti. —Yo jamás le gritaría a mamá de esa manera —dije. —Tenemos que hablar, Kylie —dijo Rikki—. Entretanto, Itchy puede ver un vídeo en tu habitación. —Y con estas palabras salió de la estancia para acompañar a Itchy. Kyle y yo nos sentamos en el suelo y esperamos. Rikki regresó al minuto y se sentó con nosotros.
Respiró hondo y empezó: —¿Te has dado cuenta de que papá se comporta de manera diferente desde hace unos días? Como sentarse en tu armario y no contestar cuando lo llamas. —Sí. —Bien, pues eso es porque se acuerda de algunas cosas desagradables que le pasaron cuando era un niño. Esas cosas lo enfadaron mucho y se las hizo su mamá. —¿La abuela? —se extrañó Kyle—. ¿Qué cosas? —¿Te acuerdas de lo que te han enseñado en la escuela sobre dónde está bien tocar y dónde está mal tocar? —No hay que dejar que nadie te toque aquí —contestó señalándose la ingle—, ni que te obliguen a tocar. —Bien, pues la abuela no obligó a papá, pero sí le tocó ahí. —¡Oooh! —exclamó Kyle, y dentro de mi cabeza se encendió un fulgor rojo. Mientras Rikki seguía hablando mi presencia se desvaneció a tal punto que apenas escuché algunas frases inconexas que rebotaban en los muros de mi mente: «No debió hacerlo… Le ordenó que no lo contase para que nadie pudiese acusarla… Le hizo mucho daño psicológico… Lo escondió en su mente para no tener que recordarlo… Se va muy lejos… Como un niño, a veces… No puede evitarlo… Si alguna vez ella te tocase de esa manera, tú me lo dirías, ¿verdad?….Sí… No iremos más de visita a casa de la abuela.» —Bueno —dijo Kyle, y la palabra fue como cerrar una puerta de golpe. Volví en mí mientras Kyle me acariciaba las mejillas—. ¿Estás bien, papá? —Sí, descuida. —¿Y no volverás a gritar? —No lo haré. La preocupación desapareció del semblante infantil, que se iluminó con una sonrisa. Poniéndose en pie, nos miró y anunció: —Ahora me voy a jugar con Itchy. Rikki y yo quedamos un rato en silencio. Un leño crepitó en la chimenea y lanzó una cascada de chispas. Rikki se volvió a mirarlo y dijo: —Ahora ya lo sabe. Al menos en parte. Luego recogió el portafolios y buscó la pluma, que estaba debajo de la mesita. Regresó al sofá y reemprendió la redacción de la carta. Yo me dejé caer con fatiga en el sillón y vi que el plato sobre la mesita estaba vacío. —¿Me he acabado la tortita? —pregunté. —Bart lo hizo —contestó ella sin volverse, la mirada fija en la carta. Me mordí el labio. —Con tal que no haya olvidado pagar la cuenta. Rikki estaba escurriendo los espaguetis y yo cortaba una hogaza de pan italiano, dejando las rebanadas un poco unidas. Itchy se había ido a casa y Kyle estaba arriba cantando Y've Got You Under My Skin a dúo con Frank Sinatra. Él creía que el nombre del cantante era Franksin Atra y le llamaba familiarmente Franksin, cosa que nos hacía mucha gracia. —¿A qué se parece? —preguntó Rikki volviéndose hacia mí.
Comprendí a qué se refería. Corté las últimas dos rebanadas, levanté la hogaza y la sostuve en el aire con las dos manos. —A esto —dije—. Piezas separadas pero unidas por debajo. La información circula entre ellas de manera que todas pueden saber lo que ocurre si prestan atención. —Doblé la hogaza para separar las rebanadas—. Y todo se mueve constantemente de un lado £ otro, de manera que tan pronto estoy en el presente como en tiempos de Kennedy. Mientras realizaba esa demostración sentí cólera y frustración. Levanté el pan dispuesto a arrojarlo al suelo, pero me detuve a tiempo y lo dejé caer en la cesta. Me derrumbé en una silla, y hundí la cabeza entre las manos. Rikki me miró, seguía sujetando el escurridor, mientras yo balbucía: —¿Y si todo fuesen imaginaciones mías? ¿Si no hubiese ocurrido nada de eso? Si estoy chiflado… —¡Basta! —ordenó Rikki, descargando bruscamente el escurridor en el tablero. Me sobresalté y me quedé mirándola. Ella tenía la mirada fija en el fregadero. —No te equivoques, Cam. ¿De veras crees que Davy se inventó lo que dijo de tu abuela? ¿Y Clay? ¿Y Switch? ¿Todo eso imaginaciones tuyas? ¡Es imposible! —Se dio uña palmada en la frente —. No puedo creerlo —dijo casi como para sí misma—. Tienes la mente como una hogaza de pan hecha rebanadas, ¡y quieres creer que todo se debe a imaginaciones tuyas! Se volvió bruscamente, apoyándose contra el tablero. —Tú los has visto, al igual que yo. Todo eso no se puede fingir y aunque así fuese, ¿qué explicación encontraríamos para ello? —Sacudió la cabeza—. Es real, Cam. Y será mejor que lo admitas.
17 A la mañana siguiente, Rikki estaba sentada al escritorio de mi despacho cuando se presentó mi madre. —Hola, Rikki —dijo. Rikki alzó los ojos y tuvo un leve sobresalto de temor. La carta estaba en su bolso, lista para echarla al buzón. No esperaba aquella visita. Tragó saliva. —Eleanor, ¿qué haces aquí? —respondió fríamente. Eleanor exhibía un elegante conjunto azul cobalto, pañuelo de Guc- ci estampado con motivos florales, zapatos color coral y bolso a juego, pendientes de perlas y reloj Patek Philippe. Lucía media melena rubia teñida y perfectamente peinada, semblante anguloso de piel inarrugable, nariz rehecha quirúrgicamente y sujetadores de talla mediana. —He venido a ver a Tom, pero precisamente hoy se ha marchado a Boston. ¿Dónde está Cam? Rikki fingió no haber oído la pregunta. La actitud arrogante de Eleanor la ponía furiosa. —¿Y cómo está mi pequeño Kyle? —continuó Eleanor—. Hace tiempo que no lo veo y me gustaría… —Sacó una pequeña agenda del bolso, y la hojeó mientras decía con afectada indiferencia —: Da la casualidad que estoy relativamente libre después del 23. Me pasaré a recogerlo hacia las tres del día 24. —Alzó la mirada—. ¿Te parece bien? Rikki sintió crecer la rabia. —Ele… —He visto un trajecito y unos zapatos preciosos que…
—¡Eleanor! —espetó Rikki poniéndose en pie, y el genio escapó de la botella. Eleanor, sorprendida, retrocedió un paso. —¿Qué ocurre? —No permitiré que veas a Kyle. —¿Qué? —exclamó ella—. ¿Pero qué dices? Rikki sacó la carta de su bolso y la arrojó sobre el escritorio, mientras fulminaba a Eleanor con una mirada acusadora. —Cam está enterado de lo que le hiciste cuando era niño. Me ha contado los abusos sexuales que sufrió —le espetó al tiempo que señalaba la carta con el dedo—. ¡Está todo ahí! ¡Tú! ¡Su propia madre! ¡Y quién sabe cuántos más! ¿Tienes idea del daño que le hicisteis? Eleanor se quedó boquiabierta y el tiempo pareció detenerse, como en las películas del Oeste cuando el sheriff dispara al aire y todo movimiento cesa. Un tenso silencio descendió sobre el despacho. Nuera y suegra se miraron fijamente. Entonces Eleanor cerró la boca y, sin decir palabra, giró sobre los talones y salió en tromba. Rikki rodeó el escritorio y corrió tras ella. Eleanor llegó a la puerta principal y la abrió violentamente, y el rebote de la hoja estuvo a punto de golpear a Rikki. Pero la retuvo a tiempo y, saliendo a la calle, en dos zancadas dio alcance a Eleanor. La agarró del hombro y la obligó a volverse. —Lo hiciste, ¿no es cierto? ¡Admítelo! —gritó Rikki. —Quítame las manos de encima —chilló Eleanor al tiempo que trataba de zafarse—. ¡Tú no sabes nada de mí! Cuando se libró de Rikki corrió hacia su coche. Furiosa, Rikki la alcanzó de nuevo y la agarró por el codo. —¡Suéltame! —gritó Eleanor forcejeando. —¡Has matado a mi marido! —gritó Rikki, llorando de rabia—. ¡Lo has matado! ¿Cómo fuiste capaz? Eleanor dio un paso atrás, tambaleándose, y se .metió en el coche. Sola en medio del estacionamiento, jadeando y con las mejillas surcadas de lágrimas, Rikki contempló cómo su suegra huía al volante de su automóvil. —¡Te odio! —masculló. Tras lo cual regresó a la oficina. Su mente daba vueltas obnubilada. Los transeúntes con que se cruzó evitaron mirarla. Una vez en el despacho, guardó la carta en el bolso con una mueca de desprecio. Se disponía a salir cuando notó una repentina náusea. Corrió al servicio, donde vomitó hasta que el estómago no dio más de sí. Al cabo de un rato se puso en pie trabajosamente, se acercó a uno de los lavabos y abrió el grifo. Apoyando las manos en la cerámica se inclinó para mirarse en el espejo. —Cenizas, cenizas… todo se descompone… —murmuró, y sus palabras se confundieron con el ruido del chorro. Después de enjuagarse la boca y secarse la cara salió al pasillo. Abrió el bolso y sacó la carta. Al pasar por delante del escritorio de Diana, echó la carta en la bandeja de «salidas». Diana alzó la vista de la pantalla de su ordenador, con el teléfono pegado a la oreja, y asintió al tiempo que miraba a Rikki, que salió nuevamente a la luz del día. Condujo despacio, sin encender la radio, mientras reflexionaba acerca de lo ocurrido. Al entrar en
el sendero particular de su casa, todo le pareció gris y deprimente, y entonces tomó una decisión. Estacionó el coche y estuvo casi un minuto con el motor al ralentí, reflexionando. Por último apagó el contacto y dijo en voz alta: —No nos rendiremos. Una semana más tarde recibimos una carta de mi madre negando haber cometido jamás ningún abuso sexual conmigo. Con la misiva venía incluida mi partida de nacimiento.
18 Te gustaría que nos mudásemos a California? —preguntó Rikki sin alzar la vista del torno de alfarero instalado en nuestro solárium cubierto. Llevaba un largo delantal y un viejo y desteñido jersey rojo arremangado hasta los codos, raídos vaqueros azules y mocasines viejos. Se había recogido el pelo en una coleta que caía por la abertura posterior de la gorrita blanca de béisbol. El pie izquierdo rozaba el pedal que hacía girar el torno hipnóticamente. Con los pulgares unidos, los dedos tocaban el fondo de la vasija, aplicaban presión e iban subiendo poco a poco, llevándose un grueso cordón de arcilla gris que parecía un aro de huía hoop conforme se elevaba sobre la panza del recipiente. Una capa viscosa y blanquecina de arcilla mezclada con agua empapaba sus manos y goteaba sobre el lento girar del torno. Yo estaba a dos metros de ella, sentado en los peldaños de madera de secoya de nuestro solárium, con mi diario abierto sobre las rodillas, ya que me dedicaba a mantener conversación por escrito con Bart, Per y Dusty sobre lo que, según acababa de saber, había ocurrido entre Rikki y mi madre. «¿Quién ha dicho California?», escribí. «No he sido yo», escribió Dusty. «¿California?», escribió Bart. Dirigí a Rikki una mirada inquisitiva. Mediada la mañana, el sol entraba por el amplio ventanal situado a mi espalda y bañaba toda la estancia con luz dorada. Daba para una fotografía perfecta: «La artista en su taller.» Rikki se habría burlado de lo de artista, porque en toda su vida no había terminado más de media docena de piezas. No obstante, habría resultado una buena foto. Rikki detuvo el torno mientras me dirigía una mirada de reojo, como para cerciorarse de que yo había oído su pregunta. Pero seguía con la atención puesta en la simetría de su pieza. —¡Eh! Pues no ha quedado tan mal, ¿verdad? Casi parece un jarrón de verdad… a lo mejor llegará a serlo —se burló mientras apartaba la silla para que yo pudiese ver mejor su obra maestra—. Al menos no parece la torre de Pisa. —Está muy bien. Seguro que recuerdas el refrán: «Si no puedes ser un buen profesional procura parecerlo.» Rikki celebró la broma. Disparador, fogonazo. —¡Me encanta! —chilló Anna sonriendo de oreja a oreja. Rikki se volvió. —¿Quién eres? ¿Anna? Ella asintió con timidez.
—Pues muchas gracias, Anna —dijo Rikki con amabilidad—. ¿Cómo estás hoy? —Bien. Cuando le preguntas a una niña cómo está, siempre contesta «bien». Si es un poco más mayor dice «muy bien, gracias, ¿y usted?». En cualquier caso, te quedas igual que antes, sin saber cómo está. —Anna, ¿puedo hablar un minuto con Cam? Anna asintió. —¿Cam? —me llamó Rikki. En cuestión de segundos hice acto de presencia. —Sí —fruncí el entrecejo tratando de enfocar la vista. Rikki repitió la pregunta. —¿Te gustaría que nos mudáramos a California? He pensado que va siendo hora de cambiar de aires y poner tierra de por medio. Lejos de estos inviernos insufribles… y de todo lo demás. Dentro de mi cabeza se produjo el alboroto habitual de los alter ego que manifestaban sus opiniones. Y no sólo Per, Bart y Dusty. Casi todos estaban escuchando. Traté de no hacer caso. Transcurrieron unos segundos. —¿Y la empresa? —He hablado con Tom y dice que está dispuesto a comprarnos nuestra parte, —Tomó un pedazo de arcilla e hizo una bola—. Estuvimos charlando y ¿sabes lo que me dijo? Que estaba convencido de no haber sufrido ningún abuso porque él se parece a vuestro padre. Mientras que tú te pareces a tu madre. Sentí una punzada en el cráneo. —¿Eso dijo? —Exactamente. Y que su madre nunca lo quiso. El preferido eras tú. Tragué saliva. —Pues no me sirve de consuelo. —Ni a mí. Sus dedos convirtieron la bola de arcilla en una especie de gusano mientras ambos guardábamos silencio. —Así pues, ¿qué te parece? —insistió Rikki—. Lo de la mudanza, quiero decir. Esbocé una sonrisa. —De acuerdo. —El estrépito interior recrudeció. —Sería como empezar una nueva vida. —Sí, claro —asentí. La idea parecía acertada—. Ya sabes que aborrezco estos inviernos. —Lo sé —dijo ella mientras se volvía para lavarse las manos en el barreño y secárselas con un trapo. Las sacudió para acabar de secarlas al aire—. Y Kyle todavía es muy pequeño, por lo que no creo que el cambio le afecte demasiado. Si vamos a mudarnos, mejor ahora que más adelante. De todas maneras tocaba cambiarlo de escuela el curso próximo. —¿Y qué hacemos con Arly? —El alboroto interior creció hasta hacerse ensordecedor. Rikki arqueó las cejas y suspiró. —Es un punto a considerar —dijo—. Cómo os tomaréis la separación tú y tu gente. Sé que es nuestra mayor ayuda, y es preciso estar seguros de que todos aceptan dejar a Arly. Si hay alguien por ahí, me gustaría saber lo que opina. Disparador, fogonazo, aparición de Bart. —Hola, Rikki —sonrió malicioso—. Estás hecha un desastre. ¡Caramba!, qué jarrón tan bonito.
—Gracias. ¿Has escuchado lo que hablábamos Cam y yo? ¿Sobre lo de una posible mudanza? —A California, ¿no? —Sí. —Opino que es una idea fenomenal. ¡Playas paradisíacas, preparaos que allá vamos! Naturalmente, sería preciso discutirlo con el grupo. Ahora mismo hay una barahúnda que ni en Zabar's a la hora del almuerzo. Convendría dejar el asunto en manos de Per. —Por supuesto —dijo Rikki, y luego reacción con sorpresa a lo que él acababa de decir—. ¿Conoces Manhattan? Bart se encogió de hombros. Ella meneó la cabeza. —En cualquier caso, mudarse de aquí significa dejar a Arly y…. —¡Bah! No te preocupes —dijo Bart con un gesto despectivo—. Ella no os necesita. —Me parece que lo has entendido al revés. —¿Cómo? ¡Ah, sí! Quieres decir que nos entendíamos bien con ella. Pero ¿qué importancia tiene? División de opiniones en mi interior. —Con eso no he querido dar a entender que no sea buena profesional —se apresuró a rectificar —. No tengo nada en contra de Arly. —Se quitó una mota de polvo de mi camisa. Rikki estaba contrariada. —Éste es un asunto serio —dijo. —Disculpa. —Alzó una mano, algo incómodo—. Decididamente tienes razón. Lo comentaré con los demás —concluyó. —Muy bien —dijo Rikki, y volvió su atención al torno. Echó mano a la platina, un disco de plástico que tiene dos agujeros que encajan exactamente con los dos pernos de la rueda del torno. De manera que cuando has terminado una pieza, no tienes más que levantar la platina con la obra todavía húmeda; a continuación colocas otra platina sobre los pernos y le echas una nueva pella de arcilla. Eso fue lo que hizo Rikki. Luego se humedeció las manos en el barreño, accionó el pedal y empezó a trabajar en otro jarrón. Burt se dedicó a anotar la conversación en el diario. Leer las conversaciones de ese diario es como contemplar una impresora que cambiase de color cada tres o cuatro líneas. El mecanismo de impresión que bascula de margen a margen es uno solo, pero se producen breves pausas cada vez que la impresora cambia de color. Pues bien, lo que pasa con nosotros es bastante parecido. Mi mano sostiene el rotulador y escribe más o menos seguido, pero se producen breves interrupciones cada vez que un alter ego se apodera del control. He observado ligeras variaciones en el modo de sujetar el rotulador por parte de los diferentes alter ego, y es fácil ver que la caligrafía y el estilo cambian, a veces de modo espectacular y otras veces más sutilmente. Por lo general oigo las voces en mi cabeza a medida que escribo, más o menos lo mismo que cuando escribo por mi propia cuenta. Aunque cuando hay una conversación en curso se nota que algunas de las voces no me pertenecen a mí, sino a los inquilinos que se han instalado en los compartimientos giratorios de mi almacén mental. No hay nada tan fatigoso como transcribir en el diario uno de estos coloquios, y peor cuando se prolongan mucho. Y éste fue de los largos. Rikki trabajó en silencio pero al cabo de unos minutos el nuevo jarrón se le deshizo. Desconectó el torno, arrojó al cesto los. pedazos de la obra fracasada, pasó el trapo húmedo sobre la platina y la rueda y luego fue a lavarse.
Cuando regresó hacía un momento que habíamos terminado la tertulia interior. —Hola —dijo sentándose en el suelo con las piernas cruzadas—. Has escrito mucho, ¿verdad? —Estoy molido —suspiré con fatiga. Observé que se había cambiado de ropa—. ¿Terminaste de chapotear en*el barro? —Ya lo ves —sonrió—. Hace un cuarto de hora por lo menos. Llevaba el cabello suelto y lucía un jersey de cuello cisne color melocotón. Estaba fresca, vibrante y hermosísima. —Te quiero —dije, y me incliné para besarla. Cuando lo hice sentí en la espalda un fuerte tirón —. ¡Aaay! —me lamenté e intenté darme un masaje—. No he debido sentarme ahí tanto rato. —Vuélvete —dijo Rikki, buscando el punto. —¡Ay! Es ahí. —Échate —dijo ella, acuclillándose. Me tumbé en el suelo y empezó a masajearme. Pronto una sensación placentera reemplazó al dolor. —¿Mejor ahora? —preguntó ella. —Sí, gracias. —No me atreví a pedirle que continuase, aunque lo deseaba. Me parecía que ya era mucho tenerla a mi lado (a nuestro lado), de manera que no habría sido justo pedir más. Dar masaje excedía con mucho el cumplimiento del deber. Pero supongo que Rikki no opinaba lo mismo, porque subió las manos a mis hombros y continuó masajeando. —Así pues, ¿todos hablaban de la mudanza? —preguntó. —Sí, y hablaban mucho. Es una cuestión importante. A mí me parece una idea estupenda, sólo que me da miedo tener que dejar a Arly. —Te entiendo —asintió Rikki—. Es difícil hacerse a la idea. Tenía unas manos maravillosas. El masaje en los hombros me distendió y mi cerebro empezó a derivar hipnóticamente. —Bueno —dijo ella mientras sobaba los músculos de la nuca—, todavía estamos en invierno y no se puede sacar a Kyle de la escuela antes del fin de curso. Podríamos poner en venta la casa, y con un poco de suerte la tendríamos vendida en junio. Mientras tanto, tú y tus chicos podríais seguir trabajando con Arly, a fin de estar preparados para cuando llegue el momento. Pero yo me hallaba ya muy lejos. —Pues si estás de acuerdo, lo hacemos —continuó ella sin dejar de frotar—. Voy a llamar a Hillie Randall, por lo de la casa. Es capaz de vender frigoríficos a los esquimales. —Él también sabía de eso —dijo mi voz. —¿Él? ¿Quién es él? —¡Hum! —dijo la voz—. Cam. Rikki retiró las manos con brusquedad, como si se hubiese quemado. —¿Bart? —Ajá. Sorprendida, se echó atrás y quedó sentada en el suelo. Darme masaje era una cosa, pero dárselo a Bart era otra muy diferente. Bart se volvió de lado y apoyó la cabeza en una mano. —¿Qué ocurre? —dijo, dándose cuenta de que Rikki estaba enfadada. —Vamos a dejar esto muy claro, Bart —respondió ella con enfado—. Cuando vaya a salir uno
que no sea Cam, quiero saberlo. No me gustan las sorpresas —recalcó—. Y ahora quiero hablar con Per, por favor. —Sí, claro —dijo él, un poco ofendido. Hubo una pausa y Rikki esperó a que funcionase el disparador. Pero no sucedió nada. —¿Y yo qué hago, correr a esconderme en una cabina telefónica? —se quejó Bart. Rikki alzó una ceja—. Está bien, no te preocupes —se apresuró a añadir él—. Estaba bromeando. Sé hacerlo. Lo hemos practicado muchas veces en la consulta con Arly. Me limito a cerrar los ojos, me eclipso y dejo que asome Per. Cerró los ojos un par de segundos y volvió a abrirlos mirando a Rikki. —Es sólo que a veces, cuando estoy aquí, preferiría quedarme. Quiero decir que no me importa hacerme a un lado y dejar que salga otro, pero preferiría no tener que marcharme —dijo señalándose el pecho con el dedo pulgar. —Es lógico —repuso Rikki—. Puedo entenderlo, y además te hace bien. ¿No es lo que llamáis la co-consciencia? —Así es. —De manera que lo único que tienes que hacer es entrar un poco, digamos, para dejar que salga Per… o quienquiera que sea. ¿Cómo os lo pide Arly? —Llama a uno por su nombre, o le dice al que está presente que se aparte a un segundo plano. Por lo general hay mucha actividad y todos salen siempre que quieren decir algo. Son sesiones bastante desordenadas. Rikki le miró. —Está bien, pero aquí no quiero desorden, ¿de acuerdo? —dijo muy seria—. Quiero que todo siga con la mayor normalidad posible. Y lo de aparecer por las buenas mientras yo estoy dándole un masaje a Cam entra en la categoría de «desorden». Así que no lo hagas más, ¿entendido? -Sí. —Bien, ahora quiero hablar un minuto con Per. Conque pasa a segundo plano y deja que salga Per. —Muy bien, hasta la vista —replicó Bart, y cerrando los ojos inició la respiración lenta, profunda y rítmica. Al cabo de un par de segundos tuvo un leve estremecimiento, y entonces Per abrió los ojos y parpadeó como alguien que acaba de despertar. —¿Per? —Sí. Hola, Rikki, ¿cómo estás? —Regular. ¿Y tú? Bajó los ojos para contemplarse. —Pues… tumbado en el suelo, supongo. —Sí. Estaba dándole un masaje a Cam y… —Eso es muy amable de tu parte —se animó él. —…y Bart salió sin anunciarse. Lo cual me disgustó un poco, y estuvimos hablando de eso. Le he dicho que todos deben anunciarse cuando quieran aparecer. Per asintió y sonrió. —No digo que deban hacerlo los pequeños pues se les reconoce enseguida. Pero sí los adultos. —Es lógico. Supongo que así te sentirás más tranquila. Todo esto ha de ser muy difícil para ti. Ella asintió, aliviada al sentirse comprendida.
—Sí. Es un verdadero lío. —Y una molestia. Ella asintió de nuevo. —Sí, a veces también es una molestia. Rikki hizo una pausa y cerró los ojos, dejando que los rayos del débil sol de febrero bañasen su rostro. En la estancia reinaba un calorcillo confortable. Abrió los ojos y contempló a Per. —Así pues, ¿qué dice la gente sobre la posible mudanza y tener que dejar de ver a Arly? — preguntó. —Bien… los jóvenes están preocupados. Clay y Anna, sobre todo. Dusty también lo está. —Lo entiendo. —La primera preocupación tendrá que ser la de buscar a alguien capaz de reemplazar a Arly — dijo Per, mirando los suaves ojos azules de su interlocutora—. ¿De veras pensáis mudaros a California? Rikki asintió. —Sí, creo que seria bueno para nosotros. No sólo para vivir lejos de la madre de Cam, sino por lo benigno del clima. No más inviernos gélidos ni veranos húmedos y bochornosos. —Se mesó el cabello —. Creo que buscaremos casa por las inmediaciones de San Francisco. Allí vive desde hace muchos años un compañero de estudios de Cam, y dice que es fenomenal. —Estaréis muy bien, seguro. —Seguro. Y allí habrá muy buenos especialistas, y tal vez grupos de ayuda mutua. San Francisco es una ciudad muy activa. ¡Caramba! Si Cam fue capaz de encontrar a una Arly aquí… —Eso es verdad —corroboró Per. —¿Crees que deberíamos hacer una visita previa para echar un vistazo? —Buena idea. Sólo te pediré que nos concedas un poco de tiempo para que podamos discutir la cuestión con Arly, y también entre nosotros. De creer a Per, todo iba a resultar muy fácil. Pero no lo fue.
19 La receta para dejar a Arly era sencilla: tómese un bidón, añádase un hombre (favor de no doblar), colóquese todo sobre las cataratas del Niágara y déjese caer. Por dentro la cosa discurría más o menos así: Quiero ir. ¿Tú quieres ir? Sí, quiero ir. Y ellos, ¿qué? Pues yo no quiero. Arly me cae bien. A mí también. Que dejemos a Arly no significa que no nos caiga bien. ¿Quién se ocupará de nosotros? Bart, Per, Dusty, Rikki. No. Quiero decir ahí fuera. ¿Alguien que sea como Arly? Y yo qué sé. Y bien, habrá que buscarlo. Echaré en falta a Arly. Yo también. ¿Por qué? ¿Adónde va? Arly no va a ninguna parte. Los que nos vamos somos nosotros, se habla de mudarnos a California. ¿Y eso? Para apartarnos. ¿Apartarnos de quién?, ¿de los chicos malos? No digas eso. Aquí no hay chicos malos. Pues entonces, ¿por qué nos vamos? Parece que alguien lo ha dispuesto. Dicen que allí siempre hay buen tiempo. ¿Habrá helados, pues? Sí, tienen helados de todos los sabores. ¿Viene Rikki con nosotros? Claro que sí. Entonces, ¿por qué no viene Arly también? Nyr; Arly se queda. ¿Podremos venir a verla? No lo sé, tal vez. ¡A quién le importa Arly! ¡Alto, alto, alto! Ella se ha portado bien con nosotros. La echaré mucho de menos. Sí, yo también. Y yo. Todos la echaremos de menos, o la mayoría de nosotros. ¿Será prudente eso? Así lo
espero. ¿Qué quieres decir con que así lo esperas? Pues que será preciso tener mucho cuidado y mirar con quién hablamos. Saldrá bien, ¿no? Sí, siempre y cuando colaboremos todos. No va a ser fácil. En fin, ¡qué diablos!, no hay nada que sea fácil. Eso es verdad. Las cosas nunca son fáciles. Una noche soñé que yo era un ciervo herido a orillas de un arroyo adonde había ido para aliviarme en las frías aguas, lejos de la protección de la manada en nuestro territorio del altiplano. Desde la orilla opuesta me vigilaban los cocodrilos, monstruos primitivos con ojos sin brillo y filas de dientes codiciosos, en espera de que mis pezuñas tocasen la superficie, de que yo bajase la cabeza para saciar mi sed. Este peligro podía verlo, pero mucho peor era la amenaza de los cocodrilos sumergidos, los que acechaban al filo de la superficie, silenciosos, esperando arrastrarme a una danza letal en el fondo fangoso. De pronto captaba detrás de mí el olor almizclado de un tigre, acompañado del tenue rumor de pisadas cautelosas en el cañaveral mientras la fiera se acercaba con sigilo. Su sed no era de agua sino de sangre, de mi sangre. Los peligros me rodeaban por todas partes. Abandonar el altiplano… buscar una aguada… lavar las heridas abiertas… tal vez morir. ¡Oh! No hacía falta consultar a ningún Sam Spade para descubrir de qué trataba el sueño. Arly y yo lo comentamos y estuvimos de acuerdo en que una mudanza nunca deja de ser traumática, incluso para la gente normal, y que el traslado a California implicaba un riesgo. Mi sistema se vería forzado hasta el límite y tal vez más; pero por otra parte, quizá sería lo mejor para nosotros. Ella confiaba mucho en Rikki. Sabía que mis chicos y yo no bajaríamos desprotegidos a la orilla del río, y se mostró de acuerdo. Durante el regreso a casa me preguntaba si California quedaría suficientemente lejos. No fue así. En realidad, allá donde vayas tus cocodrilos van contigo.
20 A primeros de abril Rikki organizó una semana de vacaciones familiares que incluía una misión exploradora. Lo primero fue llamar a mi antiguo amigo Joe Gearhart, con quien apenas habíamos tenido contacto durante años pero seguíamos manteniendo una buena relación. Joe le contó cuanto sabía acerca de la zona de la Bahía, y propuso que visitáramos la ciudad de Leona como un posible lugar donde fijar nuestra residencia. La describió como una población agradable, a unos cincuenta kilómetros hacia el este de la metrópoli, y provista de buenas escuelas y de todo lo necesario para vivir. Rikki explicó a Joe que yo estaba muy cambiado de como él me recordaría de nuestros tiempos universitarios, y que recientemente se me había diagnosticado un serio trastorno psiquiátrico, de resultas de experiencias traumáticas de la infancia. Joe se mostró consternado y manifestó dudas en cuanto a cómo tendría que comportarse conmigo. Pero Rikki lo tranquilizó diciéndole que yo le recibiría bien, que no tenía por qué preocuparse. Joe prometió que me aceptaría tal como me presentase y se ofreció a acompañarnos y enseñarnos la comarca cuando decidiéramos realizar la visita. Así que fuimos para allá. La idea de hallarme toda una semana a miles de kilómetros de Arly me preocupaba bastante; en un momento dado no me quedó más remedio que levantarme con precipitación para refugiarme en el lavabo del avión y tener un diálogo con el espejo. Después de esto me sentí un poco mejor. Rikki me recordó que traía a Toby en la maleta. Que
podía ir a buscarlo si me parecía que no podía pasar sin él. Decidimos que Toby permaneciese guardado, pero reconozco que fue un consuelo para mí el saber que venía con nosotros. Rikki recuperó su sonrisa de mil vatios, que hacía mucho tiempo no se le veía, y eso me ayudó a salir de mi cueva oscura. También Per intervino con su influencia calmante, pues había convenido con Arly que él montaría guardia y cuidaría de toda la tribu. En cuanto a Bart, quería cerveza y cacahuetes y mirar los escotes de las azafatas. ¿Cerveza? ¡Vaya! Qué buena idea, Bart. Vamos a desahogarnos armando un poco de jaleo. Que el loco espante a todos esos pasajeros tan formalitos, ¿de acuerdo? No. Desde luego, lo de la cerveza quedaba descartado. Nuestra azafata de vuelo, que se llamaba Rocco, le sirvió a Ban sus cacahuetes, que él aceptó de no muy buena gana mientras se despedía de los escotes en su fuero interno. Bart volvió su atención a Kyle y le leyó varios cuentos con intención de hacerse pasar por mí. Mientras él hacía eso yo me retraí un poco en mi interior para descansar y conservar la energía mental, que iba a hacerme mucha falta. Lo cual resultó bien, y cuando aterrizamos en el aeropuerto de San Francisco me encontraba bastante bien. Incluso conduje el coche alquilado hasta Leona mientras Rikki actuaba d: copiloto. Previamente había reservado una suite en un hotel de la carretera a Santa Rita. Era un establecimiento limpio, hogareño, con una bonita cocina, un poco parecido al diminuto apartamento alquilado de Boston donde vivíamos de recién casados. Lo primero que hice fue sacar a Toby y acomodarlo entre los almohadones de la cama doble. Eso era un indicio de que todo iba bien. Compramos provisiones en un Safeway contiguo al hotel, llamamos a Joe para notificarle nuestra llegada e hicimos planes para un recorrido juntos el día siguiente. El resto del día lo pasamos en la piscina. A la mañana nos levantamos temprano y fuimos a dar una vuelta en coche por Leona. Todo lo que había dicho Joe era cierto. Era una población aseada, alegre, bonita y de un urbanismo razonable. La rodeaba un paisaje ondulado de bucólicas colinas y se disfrutaba una excelente vista sobre el monte Diablo, cuyos 1.200 metros de altitud se divisaban a unos quince kilómetros de distancia. Las escuelas parecían bien atendidas; y el parque central de la ciudad, limpio y bien cuidado. Las casas tenían todas un jardín frontal con césped y patio trasero con verja. Aunque hacía casi diez años que Rikki y yo no lo veíamos, Joe se presentó tan cordial, simpático y atento como siempre. Por su parte, a Kyle le pareció un tipo encantador. Tal como había prometido, Joe se dedicó a mostrarnos con orgullo las bellezas de los alrededores de Berkeley y San Francisco. Estábamos impresionados con la variopinta cultura y los diversos paisajes que ambas ciudades ofrecen. Nos gustó ej sabor europeo de muchos barrios de las colinas de Berkeley y la curiosa mezcolanza de población estudiantil, bohemios y hippies a lo largo de Telegraph Avenue. El Golden Gate Park nos pareció grande y fastuoso con su intrincada red de carriles para ciclistas y patinadores. Desde allí era fácil dejarse caer por el museo, el acuario o el jardín japonés, así como desandar camino para darse un chapuzón en la playa, o visitar el zoológico. La ciudad hervía de vida como el París de Toulouse-Lautrec, con un esplendor y un pulso que embriagaban. Se podía vivir allí, incuestionablemente. O mejor dicho, una cuestión sí que nos restaba: ¿podría vivir yo allí, o dondequiera que fuese? Imposible apartarse de Kyle, así que no hubo muchas apariciones- desapariciones durante la jornada. Los adultos sí salieron de vez en cuando, mientras paseábamos, siempre anunciando su presencia a Rikki, tal como ella había exigido. La única ocasión en que ocurrió algo fue al pasar por Fisherman's Wharf y la chocolatería Ghirardelli, lo cual produjo la salida de Clay. Mientras
curioseábamos, a Clay le gustó lo que vio y se presentó por las buenas. ¡Eh! ¡Chocolate! Kyle se dio cuenta de este cambio y le sobresaltó no poco, pero Joe se apresuró a distraer su atención mientras intervenía Rikki para reclamar mi presencia. Supongo que el propio Joe también se llevaría un buen susto. Por la noche y después de acostar a Kyle, los chicos recibieron permiso para salir y comentar con Rikki sus impresiones. A los pequeños, Rikki les leyó de los libros de Kyle e incluso los obsequió con un baño de espuma Tigger, que fue una sorpresa estupenda para todos. Pasamos el resto de la semana procurando formarnos una impresión general acerca de Leona. Paseamos a Kyle por el parque y descansamos a la orilla del estanque. Cierto día, mientras circulábamos por la comarca, Rikki y yo descubrimos el Wilderness, un maravilloso parque natural a las afueras de Leona. Un verde lozano que cubría las colinas (entonces aún no sabíamos que se vuelven pardas durante el estío), y halcones, vacas y lagartos, y pistas de montaña, y una tranquilidad pa- rangonable a la de nuestros bosques de Massachusetts. Ya no nos importaba tener que mudarnos a una casa de menos de trescientos metros cuadrados, puesto que podíamos ir al Wilderness cuando quisiéramos. Lo que marcó la diferencia, sin embargo, fue el descubrimiento de El Balazo, un local mejicano que servía los mejores burritos que Rikki y yo hubiésemos probado jamás: monstruosamente grandes, con frijoles, arroz al azafrán, pollo asado, guacamole, salsa y crema agria. En cambio, a Kyle no le llamó la atención El Balazo. Lo que él buscaba era un Chicken McNugget, y naturalmente Leona los tenía también. Así que fue fácil ganarlo para la causa de la mudanza. Leona no tenía lluvias incesantes desde mayo hasta octubre. Ni inviernos con nieve y hielo. Tampoco estaba mi madre. Ni Arly. Salvo esto último, lo demás me pareció de perlas. Si encontrábamos a alguien capaz de reemplazar a Arly, todo saldría bien. Cuando regresamos a Massachusetts abordamos los aspectos económicos con Tom, y Rikki llamó a Hillie Randall para que vendiese la casa. Hillie era un cuarentón alto y flaco, de cabello ensortijado, gruesas gafas de carey y poblada barba de poeta. Siempre que lo veía me daban ganas de arrastrarlo a la barbería de Vinnie para que lo rapasen. Se alegró mucho de que se le ofreciese la oportunidad de vender la casa una vez más. Él mismo nos la había vendido a nosotros, así como a nuestros antecesores y a los de éstos. Para Hillie aquella casa era una renta, y venderla su más agradable pasatiempo. Cuando se presentó para firmar los papeles, Hillie se sorprendió al ver lo descuidado de mi aspecto. Hacía medio año que no iba a la peluquería y mi cabello parecía el de un viejo hippie. No obstante, Hillie ya estaba enterado de que yo andaba un poco mal de la cabeza. Tiempo atrás él, su mujer Anne y sus dos chicos nos hicieron una visita (la primera que recibíamos desde que comenzaron mis chifladuras), y no resultó demasiado bien. Sobre todo cuando salió Dusty y no los reconoció, y se le ocurrió preguntar a Rikki quiénes eran, lo cual les extrañó bastante. Pero el colmo fue cuando, pocos minutos después, apareció Clay y se fue a la habitación de Kyle para sentarse en el suelo rodeado de juguetes y hablando solo. Por fortuna los chicos estaban todos arriba viendo un vídeo. La visita duró menos de una hora y los Randall se apresuraron a meterse en su Cadillac para largarse de allí. Desde entonces no habíamos tenido noticias de ellos. Pero ahora era diferente; no se trataba de una visita de cumplido sino de una reunión de negocios. Y donde se moviese dinero Hillie no podía faltar. Sin embargo, tardó tres meses en vender la casa. Lo decisivo, me parece, fue quitar la lona
dejando ver la piscina. Esto y el hecho de que el jardín volvía a estar en flor y los árboles revestidos de follaje no dejaban ver ninguna casa vecina. Pura naturaleza, nada más. Intimidad total. La Casa de Piedra, la llamábamos, e incluso recibíamos el correo bajo tales señas. Y también el paquete conteniendo todas mis fotos de niño, enviado por mi madre justo en vísperas del cumpleaños de Kyle.
21 La negación es un rastrillo de afiladas puntas que tallan un pentagrama torcido en tu espalda desnuda y repite su música púrpura y chillona una y otra vez, hasta que te mueres. La culpa es mía por decirlo. Toda la culpa es mía. ¿Cómo he sido capaz de hacerle eso a mi madre? No soy un múltiple, sólo soy un chiflado. ¡Pero qué dices! ¿Qué significa eso de que no eres un múltiple? ¿Es que nosotros no somos nadie, imbécil? ¡Intenta librarte de mí y eres hombre muerto! ¿Fueron imaginaciones mías nada más, o sucedió de verdad? Un poco de silencio, por favor, ¡que me pierdo! ¿Quién se pierde? ¿Tú quién eres, eh? ¡¡¡Un loco loco loco locoooou! Gracias a la carta de mi madre con la partida de nacimiento y las fotos de mi infancia, fue preciso visitar a Arly no sólo para despedirnos, sino para enfrentar lo del Rastrillo de la Negación. Condenado rastrillo. Todas las sesiones con Arly eran como la puerta giratoria de un hotel, por donde entraban y salían los alter ego en rápida sucesión, cada uno con sus penas, temores y dudas. Arly era como el malabarista de los platos chinos en el programa de Ed Sullivan, sólo que nadie aplaudía al final. Durante cada sesión Arly iba erosionando esa negación. Y lo hacía con la delicadeza de un bate de béisbol. —Admitamos que nada de eso ocurrió —decía—. Pero entonces, ¿qué hay de Davy? ¿O de Clay? ¿O de Dusty? ¿O de Switch? ¿Y cómo explicas la reacción de tu madre cuando Rikki la acusó? ¿Tú qué harías si alguien de tu propia familia te acusara de manosear a los niños? ¿Es normal largarse sin decir nada? ¿Admitirás que Davy fue vejado por su abuela? ¿Cómo se explican entonces las conversaciones con Abbey y Dennis? Está bien, supongamos que crees lo que dijo Davy. ¿Querrás creer a Clay? Admitamos lo de Clay. ¿Y Dusty? También. ¿Y Switch? De acuerdo. Pues si crees que todos ellos fueron víctimas de abusos, no tendrás otro remedio que recordar que todos ellos son parte de ti. ¡Son avatares tuyos! Si ellos fueron vejados, tú también lo fuiste. Me sentí acorralado. —Si ahora mismo entrase tu madre y admitiera que lo hizo, ¿crees que serviría de algo? — preguntó Arly. —¡Claro que serviría! ¡Sería la prueba! ¡Sería como la pistola echando humo! Arly se arrellanó en el sillón, riendo. —Sí, desde luego. Como la pistola echando humo… Pero eso no sucederá nunca. En todos los años que llevo ejerciendo no ha ocurrido jamás. Incluso es posible que tu madre ni siquiera recuerde lo que te hizo. Es indiscutible que ella también tendrá sus mecanismos de negación. De negación absoluta. Desengáñate. Tu madre nunca va a mostrar la pistola echando humo. Rechiné los dientes al oír aquellas palabras. —Recapitulemos. Por una parte, estás al tanto de esa evidencia irrefutable, tu condición de múltiple. Has visto la letra manuscrita de tu diario. Oyes las voces de tus alter ego mientras hablan conmigo… o con Rikki. Cuando ellos salen, tú pierdes la noción del tiempo.
Hizo una pausa y continuó. —Por otra parte, tienes un buen motivo para creer que sólo estás loco y nada más. Porque si sólo estás loco… es decir, si tu estado pudiese explicarse por alguna causa neurobiológica, entonces todo retorna al orden, nadie te hizo víctima de ninguna vejación y tu pasado queda intacto. —Arly se inclinó hacia mí para dar más énfasis a sus palabras—: La pistola humeante eres tú, Cam. Cuando se acercaba la fecha de la mudanza, Arly hizo lo que llamó «un repaso general» de las destrezas adquiridas durante los ocho meses transcurridos: la cooperación entre los alter ego, la relajación autógena, la aceptación de uno mismo, el ir sobre seguro. El atender a la estabilidad de todo cuanto fuese crítico para mí, así durante el traslado como después de él. Arly sugirió que crease en mi mente un espacio, una habitación donde cualquiera pudiese refugiarse, distenderse y sentirse a salvo. Así lo hice. Lo llamábamos el salón de la Tranquilidad. Es una sala grande, de techo alto y bellas proporciones, con el suelo cubierto de gruesa alfombra blanca. Tiene enormes sillones y un gran ventanal por donde se divisa una hermosa playa solitaria y la inmensidad del océano. Es nuestro lugar de reunión. Cuando alguna o alguno tiene dificultades, acude allí, pero nunca a solas sino haciéndose acompañar por otro que le ayude a sobrellevar su pena. Arly estaba segura de que no nos resultaría difícil encontrar en la región de la Bahía un profesional capacitado para tratar el trastorno de disociación de la personalidad. A este efecto me dio el número de la Fundación Sidran de Lutherville (Maryland), una organización internacional divulgativa sobre los trastornos disociativos. Llamé a la Sidran y una amable voz femenina me informó acerca de la International Society for the Study of Dissociation (ISSD), que poseía un listado de miembros por estados. También me dio el teléfono del hospital Del Amo de Torrance (California), donde tenían una unidad especializada en el tratamiento. Para mi asombro, me enteré de la existencia de un grupo de ayuda mutua entre múltiples, con sede en Oakland, en un lugar llamado Sedona House. Y Oakland estaba a sólo veinte minutos de Leona. Arly me recomendó que visitara ese grupo. —El conocer a otras personas en tu mismo estado te ayudará a superar esa negación. Eso es muy importante —afirmó.
Nuestra última sesión fue lacrimosa. Per le regaló a Arly un dibujo nuestro, una hoja llena de caras llorosas, manos que decían adiós, y frases de despedida, gracias, te echaré de menos, te quiero. Cada uno se despedía de Arly a su manera, con un abrazo, con un apretón de manos o con una simple inclinación de la cabeza desde la butaca del paciente. Cuando concluyó la sesión, salimos por la puerta hacia el futuro. La doctora Arly Morelli dejaba de ser nuestra terapeuta. Mientras conducía con prudencia camino a casa, me pregunté quién recogería aquel delicado testigo.
SEGUNDA PARTE EN EL REMOLINO DEL DESAGÜE
22 Nos mudamos a nuestra nueva casa de Blackhawk Court con tres maletas y una bolsa de patatas fritas. Era una casa bien aireada de dos pisos, de diseño californiano con habitaciones grandes, confortables, con techos de bovedilla. Nada de paredes de piedra, ni de ciervos, ni jacuzzi, ni piscina, ni béisbol en el jardín. Durante nuestro primer día en Leona conocimos a Linda y Peter Withington y sus hijos Jack y Taylor. Oriundos de Australia, vivían dos casas más allá. Jack y Kyle tenían la misma edad y se entendieron desde el primer momento. Linda nos prestó varias sábanas y almohadas, y algunos enseres domésticos, porque el camión con lo nuestro así como nuestros coches llegarían cinco días más tarde. En el ínterin inscribimos a Kyle en la Canyon Elementary School, al final de nuestra calle. Rikki y yo recorrimos la ciudad con cautela en nuestro Buick alquilado, tratando de parecer
californianos de toda la vida. Me corté el pelo para no asustar a los vecinos. Nos sacamos permisos de conducir californianos y leíamos la prensa californiana y compramos comida californiana en un Safeway californiano. El tercer día por la tarde me aventuré hasta Oakland para visitar el grupo de ayuda mutua. Cameron West, en medio del Salvaje Oeste. En camino hacia Sedona House me asaltó una sed incontenible y empecé a buscar algún supermercado. Al paso de la comarcal 580 por San Leandro descubrí uno y tomé el desvío para salir de la carretera. En mi cerebro reinaba un alboroto ensordecedor. Era demasiada ansiedad verme en un lugar nuevo para mí, salir solo, al anochecer, para asistir a una reunión donde no conocía a nadie. Una reunión de chiflados, además. Me hallaba en estado de fuerte disociación. Todo el mundo quería salir al mismo tiempo y nadie conseguía hacerse escuchar. Malo. Recorrí media manzana de un barrio visiblemente venido a menos y estacioné el coche en el reducido aparcamiento del comercio. Era un establecimiento de aspecto pobretón, aunque con muchos neones anunciando cervezas en la fachada. Entré y me detuve a metro y medio del mostrador porque no conseguía recordar para qué había entrado. Indeciso, me quedé mirando al dependiente, un muchacho musculoso. No tendría mucho más de veinte años y en su ceñida camiseta se leía ESTOY A PUNTO estampado en el pecho. Mordía una cucharilla de plástico. Estábamos solos en la tienda. Mientras él hurgaba detrás de su mostrador, esperando a que yo agarrase un paquete de gomas de mascar o le pidiese algo, me limité a contemplarlo con la típica mirada vacía de una persona mentalmente enferma. Mr. Músculos siguió jugueteando con la cucharilla entre los dientes y me miró de arriba abajo, como para tomarme las medidas. ¿Tal vez yo había entrado para atracarle? Desde luego no daba el tipo de un atracador de supermercados. Sin embargo conseguí ponerlo nervioso, me parece, porque después de un nuevo intercambio de miradas y otro intervalo de espera, se irguió en toda su estatura, frunció el entrecejo y me contempló con cara de duro, con la mirada de «yo soy más macho que tú» que seguramente utilizaba cuando entraba en los bares. —¿Busca algo? —masculló al fin al tiempo que me apuntaba con la barbilla. Su tono amenazador disparó la salida de Leif, quien se puso en primer plano para proteger a los demás. Mi mirada estúpida debió ser reemplazada por otra firme y desafiante. —Perdón, ¿cómo ha dicho? —articuló Leif con frialdad, y eso me bastó para sentirme más seguro de cuerpo y mente. Mr. Músculos rebajó humos y respondió: —Decía si se le ofrece algo. En semejante vecindario y trabajando el turno de noche se habría tropezado sin duda con más de un excéntrico. Se veía que su táctica consistía en intimidarlos de antemano con la musculatura y la mirada amenazadora. Tal vez le gustaba hacerlo. Seguro que lo practicaba delante del espejo. No sabía que Leif era tan capaz de retorcerle el pescuezo como de comprarle un juguete de peluche. Leif le sonrió como sonreiría una pantera (suponiendo que las panteras sonrían), y su mandíbula se aflojó. Luego dijo en voz baja, aunque no sin una nota amenazadora: —Pregúntame con educación si puedes servirme en algo… hijo. La velada fiereza de las miradas y el tono de Leif sorprendió a Mr. Músculos, quien empezó a perder aplomo y lanzó una mirada hacia la puerta, como si esperase la aparición de un sustituto.
Leif le clavó la mirada. Fuera ya era noche cerrada y las estrellas lucían indiferentes sobre el tráfico de la carretera. En el interior, en cambio, la temperatura alcanzaba cotas de pleno mediodía. Leif repitió: —Pregúntame con amabilidad si puedes servirme en algo. El acero de la mirada del musculitos se fundió como si hubiese advertido en Leif una fortaleza superior a la suya. Se le puso la cara colorada y parecía estar deseando refugiarse en algún regazo protector. —¿Puedo… ejem… servirle… en algo? —articuló. Leif dejó que transcurriese una larga pausa y dijo: —Un refresco. Con una expresión de sorpresa en sus poco agraciadas facciones, el joven extendió un grueso dedo hacia la vitrina frigorífica: —Ahí los tiene. Leif se acercó al frigorífico, agarró una gaseosa, regresó al mostrador y pagó con un dólar, siempre mirando fijamente al dependiente. Éste le dio el cambio con la mirada baja. Luego, Leif se detuvo en el estacionamiento y preguntó: —¿Dónde está el coche? ¿Dónde estamos? El conmutador funcionó al instante y salí al primer plano mientras él se retiraba. Me temblaban las piernas mientras subía al coche. La conversación interior se inició enseguida. —¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Bart. —Nada —contestó Leif—. Ese chico se puso un poco tonto y Cam estaba en babia. —Eso no está bien —protestó Clay. —Perdón, quiero decir que Cam estaba… no lo sé. Pero hacía falta que alguien echase una mano y por eso intervine. —De acuerdo —dijo Per—. Estamos todos muy tensos y nos conviene tranquilizarnos. Vamos a beber ese agua mineral y… —Gaseosa —le corrigió Switch. —Bebamos la gaseosa, pues, y soseguémonos. Nos conviene a todos. —Gracias, Leif, por ayudarnos —dijo Dusty. —De nada. —Muy bien —dijo Bart—. A respirar hondo. Lo hicimos y conseguimos distendernos un poco. Abrí la lata y tomé un sorbo. Las burbujas y el frescor de la gaseosa cosquillearon mi garganta y me ayudaron a fijarme en lo que tenía alrededor. Dedicamos un rato más a respirar hondo mientras apurábamos la gaseosa y hacíamos comentarios. En cierto momento vi a Mr. Músculos curioseando a través del escaparate, pero se apartó al notar que había sido descubierto. Era hora de marcharse de allí y acudir a la reunión. Por fortuna no resultó difícil localizar la Sedona House. Me presenté con casi diez minutos de adelanto sobre la hora anunciada, las ocho. Descubrí una plaza donde estacionar el coche, poniendo buen cuidado en orientar las ruedas delanteras hacia el bordillo como había visto que hacían los demás en las calles empinadas. Por si al coche se le ocurría largarse de allí rompiendo el freno que era justamente lo mismo que estaba deseando yo. Anímate. Serán personas como nosotros. Me pregunto qué pinta tendrán. ¿Quieres decir si parecerán niños crecidos? Valor, Cam. De acuerdo, pero no me dejéis ahora.
La casa no era como yo esperaba. Pensaba encontrar una especie de clínica blanca con luces fluorescentes y expendedores de refrescos en los rincones. Lo que vi fue una casa normal de dos pisos, de las que se construían en los años cincuenta. Crucé la calle mientras jugueteaba nerviosamente con las llaves en el bolsillo. Vi otras personas que acudían puntuales a la reunión y me pregunté si todas serían múltiples también. La casa estaba encendida como un candelera y en lo que debió ser el salón en otros tiempos vi un grupo de unas diez o quince personas de pie. Por los peldaños del lado izquierdo accedí a un porche donde fumaban o charlaban otros asistentes. La puerta estaba abierta y entré sintiéndome nervioso y muy solo. Por dentro parecía lo que era, un centro de reunión en lo que antes había sido vivienda. Me coloqué el último a la cola de los que esperaban registrarse en una especie de mostrador, al lado derecho del vestíbulo. A mi derecha y junto a la puerta principal se veía un velador con muchas bandejas de las que se usan en los despachos para las entradas y salidas de correspondencia, cargadas de octavillas de distintos colores. Tomé una que era un prospecto sobre las actividades de Sedona House y me puse a leerlo mientras esperaba en la cola. En la lista de reuniones que se celebraban periódicamente figuraban las de víctimas de incesto (y sus cónyuges), las de adictos al amor y al sexo, la Asociación de Pacientes de Personalidad Múltiple (y sus cónyuges) y otras más, media docena en total. Cuando me tocó el turno de registrarme leí el formulario antes de firmar. Mis predecesores habían consignado, además de sus nombres, a cuál reunión pretendían asistir, y si era la primera vez que asistían (marcando con una cruz la casilla prevista al efecto). Busqué el casillero de Personalidad Múltiple y vi nueve nombres: ocho mujeres y un hombre. Al ir a añadir el mío noté que me temblaba la mano. Solté el bolígrafo, giré sobre los talones y prácticamente choqué con una voluminosa mujer morena que llevaba un gran abrigo púrpura y anaranjado. —¡Oh! Lo siento —dije. Ella sonrió y me tendió la mano. —No te preocupes. Es que desplazo mucho volumen. Yo me llamo Sally, ¿y tú? —Cam —le estreché la mano. —Gracias, Sally. —Tenía cierta dificultad para respirar y estaba deseando salir a tomar el aire. Por dentro oí la voz de Bart que decía: Tranquilo, Cam. —¿Es la primera vez que asistes? Me parece que no te he visto antes. —Sí —dije mientras me fijaba en sus ojos intensamente verdes. Me recuerdan algo—. Soy de Massachusetts y acabo de mudarme aquí con mi mujer y mi hijo. —¡Vaya! Estarás muy nervioso. —Sally escrutaba mi rostro con atención, como tratando de formarse una opinión acerca de mí. —Sí lo estoy. —Paseé la mirada por la estancia y luego me volví hacia ella—. Auténticamente nervioso. Ella sonrió para darme ánimos. —La primera vez siempre intimida un poco. ¿A qué reunión asistirás? —A la de los múltiples. —Me dio vergüenza decirlo en voz alta. —Me lo suponía. —¿De veras? —Sí. —¿En qué se nota? —Dirijo esa reunión desde hace dos años. ¿Habías visto antes a otro múltiple, Cam?
Negué con la cabeza. Ella asintió. —¿Diagnóstico reciente? —De hace menos de un año. —Bien. —Volvió a esbozar su afable sonrisa—. Vamos a empezar dentro de un momento. Si decides asistir serás bienvenido. —Y se encaminó hacia la escalera. Me quedé medio minuto en el vestíbulo mientras seguía con la mirada la lenta ascensión de la mujer a la primera planta. Mi mano metida en el bolsillo manoseaba todavía las llaves del coche. No huyas. De'c de hacer sonar las llaves, firmé la hoja y subí detrás de Sally. Una vez arriba enfilamos a la izquierda y entramos en lo que debió de ser la alcoba de matrimonio cuando la casa era vivienda: una habitación espaciosa, aireada y con dos ventanas. Al fondo, una puerta de doble batiente daba a lo que sería seguramente un pequeño estudio con ventana a la calle. Esta puerta estaba cerrada y con tres sillas plegables colocadas delante. Alrededor del suelo cubierto por una gran alfombra oriental había numerosos almohadones. A la izquierda, dos sillas de vinilo verde separadas por una mesita con una caja de kleenex. A la derecha, un sofá de terciopelo castaño. En los rincones de la habitación había varias lámparas, y un foco indirecto en el techo. En el suelo, en medio de la estancia, una caja de cartón llena de animales de felpa y otra más pequeña con cuadernos de dibujo y papeles de distintos colores, así como una cesta de mimbre llena de ceras, rotuladores y lápices de colores. También estaban allí las nueve personas cuyos nombres había leído yo en el formulario de inscripción, algunas charlando y las demás de pie y en silencio. Una mujer gorda que lucía anillos en todos los dedos de las manos andaba a gatas sobre la alfombra y sacaba los lápices de la cesta. Crucé la habitación y me senté en una silla delante de la puerta de doble hoja. Poco a poco todos fueron sentándose. Sally se dejó caer en una de las sillas verdes y abrió un archivador. Antes de empezar a leer me dirigió una breve mirada y una sonrisa. —Esto es una reunión de autoayuda para múltiples, quiero decir que no se trata de una sesión controlada por un terapeuta. Cada uno de los presentes debe respetar los sentimientos de los otros y no se permiten interrupciones mientras una persona tenga el uso de la palabra, salvo interpelación directa. Tampoco se permiten las descripciones detalladas de los abusos padecidos. Los alter ego son bienvenidos pero en lo que concierne a los de edad infantil no se toleran rabietas ni autolesiones. Además, el tercer martes de cada mes celebramos una reunión especial para alter ego niños. Se ruega limitar las intervenciones individuales a no más de cinco minutos para que todos tengan oportunidad de hablar. Luego se podrá iniciar un segundo turno de intervenciones. Miré con disimulo a los demás asistentes. Una muchacha alta y delgada, de ojos castaños y gafas de montura metálica; una mujer de aspecto viril, cabello muy corto, chaqueta de corte militar y botas de deporte; Sally; un tipo rubio de mediana edad, con mirada penetrante de maníaco, que abrazaba un raído conejo de felpa; una mujer que llevaba una boina con muchos imperdibles; otra de ojos cavernosos, larga melena ensortijada y tres animales disecados asomando de una voluminosa mochila; una joven que vestía un viejo mono de mecánico y gorrita negra, y provista de un cuaderno en el que dibujaba con frenética obstinación; otra mujer de aspecto desaseado, con un brazo vendado y un tic nervioso; y la gorda de los anillos, tumbada en el suelo y coloreando en un cuaderno los personajes de Barrio Sésamo. Clay estaba pendiente de esta última. La de los anillos habló con voz infantil sin levantar la mirada ni dejar de pintar:
—Yo soy Sarah. Hoy tenemos muy mal día, así que vamos a pasarlo coloreando monigotes un buen rato. Nuestro gato ha muerto y tuvimos que llevarlo al veterinario pero no teníamos dinero. Sin embargo, el hombre se lo llevó de todas maneras. Yo he salido porque no voy a llorar pero todos los demás tienen ganas de llorar, especialmente Margie. En una fracción de segundo el rostro de Sarah se volvió inexpresivo, con los ojos levantados al techo, y luego se contrajo en una mueca de angustia. Dejó caer los lápices de colores, sentada en el suelo, se rodeó las rodillas con los brazos y empezó a mecerse al tiempo que lloraba patéticamente. —¡Susaaaaan! ¡Me has dejadooooo!— gemía—. ¡Me has dejadoooo! Se interrumpió para respirar. —Estaba muerto estaba muerto estaba muerto —continuó en otro tono, hipnóticamente, mirando al frente y con la cara anegada en lágrimas. Y entonces, clic, cambió de canal otra vez y apareció Sarah, quien se enjugó la cara con la manga, se tumbó de bruces en el suelo, recogió los lápices y siguió coloreando. —¿Lo veis? —dijo como si tal cosa—. Ya os dije que Margie estaba triste. En la calle un automóvil ascendía por la cuesta, apurando la marcha. Dentro de la estancia se produjo un silencio. Sólo se oía el roce del carboncillo de la dibujante en mono de obrero sobre la hoja de dibujo. Yo no daba crédito a mis ojos. Acababa de ver a aquella mujer, Sarah o Margie, pasando de un personaje a otro… exactamente como nos ocurría a nosotros. Al cabo de un minuto la del brazo vendado alzó la mano y dijo: —Voy. Todos la miramos y ella, al tiempo que se pasaba el dedo por el labio inferior, dijo: —Yo soy Canela. —Hola, Canela —respondieron todos. Canela se quitó el dedo de la boca y me señaló—. Queremos saber qué hace aquí ese hombre. ¡Pum! Descarga de adrenalina en mi cuerpo, con respingo que fue imitado automáticamente por todos los presentes. Me puse en pie súbitamente, el corazón desbocado. Me largo. Sorprendida, Canela dijo: —¡Ay, lo siento! Disculpe, por Dios. No, por favor, no se vaya —agregó con tono suplicante y alargando hacia mí su brazo vendado—. No tenía intención de asustarlo. —Me sonrió con cordialidad —. Es sólo que no nos han presentado. —Por fávor, Cam, no te vayas —intervino Sally—. Ha sido un descuido mío. Por norma general siempre advertimos al grupo la presencia de un nuevo participante. —Miró a todos los presentes y anunció—: Os presento a Cam. Es oriundo de Massachusetts y acaba de mudarse aquí. —Hola, Cam —dijeron todos. Regresé a mi asiento no muy convencido. —Perdón por la interrupción, Canela —se disculpó Sally. La aludida se tapó la cara con las manos como una niña avergonzada. —No quiero molestar —balbució. —Tranquila —dijo Sally y luego, volviéndose hacia mí—: ¿Todo bien, Cam? Asentí, aunque no era mi impresión, en absoluto. Todo se volvieron hacia Canela, que miraba con disimulo a través de los dedos. —Eso es todo lo que tenía que decir —murmuró—. Sólo una pregunta y nada más. Todos se volvieron hacia mí, a ver qué decía. Sentí un cosquilleo en la piel. Quería quedarme.
Quería hablar. Quería esconderme en un rincón. Quería saltar por la ventana. Quería que estuviese allí Rikki, o Arly. En cuanto a Clay, quería rellenar un dibujo con los lápices de colores. Miré a Sally en busca de ayuda y abrí la boca para decir algo, pero no salió ningún sonido. Las lágrimas acudieron a mis ojos y procuré contenerlas. Miré a un lado y otro mientras un lagrimón corría por mi mejilla. De nuevo traté de hablar y esta vez lo conseguí. —No… nunca había visto a otro múltiple. Deseaba hablar aquí, pero tengo miedo de desconectarme y no saber regresar porque estoy demasiado nervioso. Sentí las manos frías. Las coloqué entre los muslos y froté las palmas al tiempo que procuraba dominar el impulso de salir corriendo. Incliné la cabeza. Mi nariz empezó a gotear. La mujer de las gafas me tendió los pañuelos de papel. Me soné la nariz y le di las gracias con un ademán, la vista baja, mirándome las manos. —Deseo quedarme. No quiero huir. No tenemos terapeuta… aún no conocemos a nadie. Estoy muy asustado. Las lágrimas pugnaban por salir. ¡Atrás! ¡Quietas! Demasiado tarde. Me incliné para ocultar la cara entre las manos, y lloré. Nadie habló. La de las gafas me pasó de nuevo los pañuelos y yo me enjugué los ojos y me soné otra vez. Al cabo de un minuto conseguí rehacerme. —Lo siento —dije. —No tiene importancia —respondió Sally. —No hay motivo para estar triste —intervino Sarah. Clic. Disparador, fogonazo, y salió Clay. —¿Qué… qué… estás pintando ahí? —le preguntó a Sarah. Ésta levantó el cuaderno con la hoja vuelta hacia él para mostrársela. —¿Tú quién eres? —So… soy Clay. —Hola, Clay. —Y los demás asistentes le hicieron eco. El aludido guardó silencio, consciente de que todo el mundo le miraba. —¿Sabes dónde estás, Clay? —preguntó Sally. —Pues… no. —Esto es un grupo de ayuda mutua para gente con personalidad múltiple. Personas que albergan a otras personas en su interior. Clay no contestó. —Le toca el turno de hablar a Cam —dijo Sally, a lo que Clay se quedó mirándola sin comprender—. ¿Tú sabes quién es Cam? —insistió ella. Clay asintió y señaló con el pulgar por encima del hombro, como si le hablasen de alguien colocado a su espalda. —Aquí no hablamos todos al mismo tiempo, ¿sabes? En nuestras reuniones mantenemos un turno, ¿entiendes? —De acuerdo. —¿Quieres hablar ahora, o que regrese Cam u otra persona? Clay no contestó. Sally dijo: —Está bien, voy a pedirle a Cam que salga. ¿Estás de acuerdo, Clay?
Él asintió. —¿Cam? —dijo Sally—. Queremos que salga Cam. Cambio y retorno. Las miradas de todos estaban fijas en mí, y yo miraba alrededor mientras trataba de entender qué había ocurrido. Ha conmutado a Clay… dibujos para colorear… reunión… California. De nuevo me cubrí la cara, mortificado porque todo el mundo lo había visto. La de las gafas se puso en pie y me dio una palmadita en el hombro. —Todo va bien —dijo. —Sí, todo va bien —repitió Sarah. Pero no era verdad.
23 La nueva maestra le cayó bien a Kyle y además tenía a Jack, su nuevo amiguito. Rikki consiguió hacer de la nueva casa un hogar, y exterior- mente todo era muy bonito. Pero por dentro… Los sueños de descuartizamiento volvieron, aunque esta vez Bart juró que él no era el causante. Y también retornaron los sudores nocturnos, el armario, los conejos húmedos, la carcajada ronca de la abuela y el letal silbido de mamá: «¡Sssh!» Oh, no. Esto no debería ocurrir. Todo va bien todo va bien todo va bien va mal va mal va mal ¡va maaal! ¡Todo va muy maaal! ¡¡Aaaaaahü La conmutación se aceleraba, se sustraía a todo control, y el viejo bidón oxidado de mi mente rodaba ladera abajo, hacia el abismo. Rikki no podía frenarlo. Arly no estaba allí. Una vez más me hallaba en caída libre hacia los engranajes imparables de la locura. Y luego Switch encontró la cuchilla de cortar moqueta y se hizo tres profundos cortes en el brazo derecho, como si tal cosa. Rikki me llevó a las urgencias del hospital, donde me cosieron el brazo y las enfermeras pusieron cara de preocupación y el médico no dijo nada y Rikki llamó a Arly y Arly llamó a Del Amo y, bang, dos días más tarde Rikki dejó al niño en la escuela y corrió conmigo a Los Ángeles para ingresarme en una clínica de paredes acolchadas. De pronto Cameron West y Cía. nos veíamos en la Unidad de Trastornos Disociativos. Y mi dulce y querida Rikki se marchó a Leona para llegar a tiempo de recoger a Kyle. Un psiquiatra con un grueso reloj de oro y pobladas cejas me evaluó en un cuartito de la unidad y luego me despachó a la celda de aislamiento durante veinticuatro horas, para estar seguro de que no volvería a autolesionarme. «Si apareciese difunto no podríamos curarle la cabeza, ¿verdad?» Risperidone para reducir el sudor. Serax para disminuir la ansiedad, y Ambien para conciliar el sueño durante la noche. Los tres surtieron efecto. La mañana siguiente disfruté el calorcillo del sol en la cara mientras el enfermero, un simpático latino llamado Ángel, me sacaba de la zona de confinamiento para retornar a la UTD llevando el petate negro de nailon que Rikki había llenado para mí. Al cruzar el patio vi dos mujeres sentadas, fumando, la una delgada como un alambre y la otra de proporciones titánicas, ambas bajo la vigilancia de otro auxiliar. La delgada llevaba el brazo derecho vendado. Como el mío, sólo que yo lo ocultaba en la manga. Todos me observaron hasta que entramos en el edificio. La enfermera de turno, una cuarentona pecosa y bastante guapa, de largo cabello castaño rojizo y manos grandes, aguardaba de pie en la puerta con un bloc de notas. Se presentó diciendo que se llamaba Sue y me dio una afable bienvenida tuteándome. Anunció que pasaría por mi habitación dentro de un par de minutos para ponerme en antecedentes. Ni lo intentes, pelirroja. Ángel me tomó
por el codo izquierdo, aunque sin brusquedad, y enfilamos un pasillo. A la izquierda había una habitación grande con sofás, sillones y almohadones por el suelo. Al otro lado, otra más pequeña. Cinco mujeres de diferentes edades y complexiones, sentadas a una mesa, dibujaban y recortaban papeles de diferentes colores. Todas levantaron la mirada para contemplar al nuevo inquilino. Contigua a aquella estancia se veía otra que me resultó vagamente familiar. Allí me habían hecho la evaluación de la víspera. Ángel y yo torcimos hacia la izquierda después del cuarto de la enfermera de noche y seguimos por otro pasillo hasta la habitación que me estaba destinada. Al hacerlo pasamos por delante de otra que estaba abierta dejando ver una televisión, una bicicleta estática y montones de juegos y libros infantiles. Justo antes de entrar en la mía me llegó aroma de comida caliente. Estaban sirviendo el almuerzo. —La número siete —comentó Ángel—. El número de la suerte. ¡Pero si hasta tienes una habitación para ti solo, hombre! Su voz me atronaba la cabeza. Dejó caer mi petate sobre la cama, que estaba al lado de la puerta, y dijo: —¿Te vas a portar bien, Cameron? —Sí —mentí. —Entonces, nos vemos luego. —Me guiñó un ojo y salió silbando una canción que no reconocí. Silbaba bastante bien. Miré en derredor. Nuestra habitación parecía el dormitorio de una residencia de estudiantes, excepto por la moqueta y el hecho de que todos los muebles se hallaban atornillados al suelo. Abrí la cremallera del petate y saqué a Toby, pues me preocupaba que hubiese permanecido encerrado y sin aire suficiente para respirar. Menudo idiota, ¿no ves que no es más que un peluche? ¡Eh! ¡Qué pasa! A ver si mantenemos los buenos modales aquí. Está bien, Per, disculpa. ¿Dónde estamos? En el hospital. ¿Por qué? Se ha cortado el brazo. ¡Ah! ¡Tengo miedo! Yo también. Respirad hondo. Todos. El salón de la Tranquilidad. Desempaca tus cosas, Cam. De acuerdo. Extraje la ropa y encontré cuatro libros de cuentos en el fondo del petate, dos de Winnie, uno de Grover y el de Richard Scarry, Lo que la gente hace todo el día. Los favoritos de todo el mundo. Bien hecho, Rik. Lo guardé todo en la cómoda que estaba atornillada a la pared y dejé el neceser de baño en la repisa de la bañera. Saqué el jabón, la crema de afeitar y busqué la maquinilla. Pero no había ninguna maquinilla, ¿La habrá olvidado Rikki? No, me la habrán quitado al ingresar aquí. Nada de objetos cortantes, por favor. Me lavé la cara y, sintiéndome asustado, eché una rápida ojeada al espejo. ¡Odio los espejos! ¡No quiero espejos! Cuando salía del cuarto de baño Sue llamó a la puerta, que estaba entreabierta, golpeando dos veces con los nudillos. Tenía buenos nudillos: la llamada resonó. Me informó brevemente acerca del régimen interior y el horario, que apenas dejaba nada al azar. Añadió que ese mismo día me visitaría el especialista. —El doctor Mandel es un terapeuta estupendo —aseveró—. Está usted de suerte. Contando a Ángel, era la segunda vez que me consideraban hombre afortunado en menos de diez minutos. Luego salimos y me acompañó hasta el aula de manualidades, que se utilizaba también como cantina, donde me dejó. Era la hora del almuerzo. Los internos, sentados alrededor de la mesa, comían
emparedados de carne con salsa. ¡Mmm! Cocina de gastrónomos para los chiflados. La encargada, una negra llamada Bea, madura y de ojos saltones, me presentó a todos en voz alta. Reconocí a las dos mujeres que fumaban en el patio. La del brazo vendado era Toni, y la otra Dawn. Toni y Dawn. Toni Orlando y Dawn. Ata una cinta amarilla alrededor del bla, bla, bla. Pero qué chalado estás. Paseé la mirada en torno, contemplando a las demás comensales: una mujer algo regordeta llamada Lucy, que me recordó un poco a Shelley Winters en La aventura del Poseidón; una joven, Debbie, rubia teñida y de ojos azul zafiro (o tal vez eran lentillas de color), que usaba demasiado maquillaje; una negra joven y obesa que según Debbie se llamaba Charlene, pero en aquellos momentos era un bebé llamado Bunny y no hablaba; una mujer de aspecto fatigado llamada Stephanie, de estatura media, con gafas y más o menos de mi edad; y Kris, una joven muy delgada, morena, que lucía botas negras y un jersey de manga corta dejando ver numerosas cicatrices en los brazos. —¡Soy Jody! —anunció Kris con voz más juvenil que la utilizada cinco segundos antes. Disparador, fogonazo, Clay. —Yo… yo soy Clay —dijo. —Hola, Clay —contestó Jody sonriendo mientras se ensuciaba la cara con la salsa de su emparedado, y continuó con la boca llena—: ¿Te gustan estos emparedados? —Sí. —Codazo interior de mi parte—. E… es decir, no. No le… le sienta bien. —¿A quién? ¿A Cam? —preguntó Stephanie, aunque ya no era Stephanie en aquel momento. Clay se volvió hacia ella. —Sí… sí. ¿Quién eres tú? —Yo soy Robbie y también soy un chico. La cosa empezaba a ponerse interesante. —¿Ti… tienes u… una mo… moto? —preguntó Clay—. ¿De color rojo? —¡Ufff! ¡Noooo! —negó Robbie con un ademán—. ¡Si ni siquier; sé conducir! ¿Quieres patatas fritas? Clay asintió. Robbie dijo: —¡Oh, muy bien! Lo siento. —Yo soy Daphne —intervino Lucy hablando con marcado acento sureño y con una leve inclinación de la cabeza, al tiempo que se señalaba a sí misma con el tenedor—. Robbie, me parece que ha querido decir una moto de las que se empujan con el pie. Clay se quedó con una patata frita camino de la boca y la miró. —Sí. Un pa… un patinete rojo. —fAh! Ahora lo entiendo —sonrió Robbie—. No, no tenemos de eso. Aunque nos gustaría. —A mí también —exclamó Jody palmoteando sobre la mesa—. ¡Quiero tener una moto! —se puso a cantar marcando el ritmo a cada palabra, con golpes cada vez más fuertes—. Quiero una moto. Quiere una moto. Todos excepto Bunny la imitaron con golpes en la mesa y un desafinado coro: —Quiero una moto. Quiero una moto. Bea entró precipitadamente en la cantina. —¿Qué demonios pasa aquí? ¡Basta de golpear la mesa! —vociferó—. ¿Qué demonios estáis diciendo de una moto? Debbie repuso casi sin aliento:
—Clay le preguntó a Robbie si tenía una moto y Robbie creyó que quería decir una motocicleta y Daphne dijo que no, que era un patinete, y Robbie dijo que quiere tener uno y… —Anda, Debbie, sé buena y cierra el pico —replicó Stephanie meneando la cabeza, desaparecido Robbie. Bea miró a Clay al tiempo que alzaba su bloc de notas y lo señalaba con gesto acusador. —¿Quién es Clay? ¿Eres tú? —Pero Clay estaba sin habla—. ¿Ves lo que has hecho, Clay? Entonces regresó Robbie. —¡Alto! Eso no es justo, Beatrice —dijo. —No ha sido culpa suya, Bea —dijo Kris con ecuanimidad. El semblante de Clay se descompuso y se echó a llorar. —¡Bah! No llores, Clay. —Daphne le dio una palmada en el brazo y le tendió su servilleta. Disparador, fogonazo y aparición de Bart. —¡Eh! —sonrió con simpatía. Fue como si hubiese cerrado un grifo, y se enjugó los ojos con la servilleta—. ¿Qué pasa aquí? —¿Tú quién eres? —preguntó Toni, a lo que él sonrió y contestó: —Yo soy Bart. Todos excepto Bunny, que tenía la boca llena, replicaron: —Hola, Bart. Él sonrió correspondiendo a los saludos. Luego bajó los ojos hacia su plato y exclamó: —¡Puaj! El rostro de Dawn se iluminó. —Si no lo quieres, lo terminaré yo. —Pues adelante. —Alzó el plato y ella pasó el contenido al suyo con el tenedor. —Déjame las patatas fritas —dijo él. —Como quieras. —Hola, Bart. Yo soy Bea, la enfermera de día. Siento haber ofendido a Clay —¿Con lo del patinete? —Sí. —No importa. Todos estamos un poco nerviosos aquí. En cuanto a Cam, ha desaparecido para un buen rato, eso es seguro. Yo soy nuevo en este pueblo. ¿Hay algún otro forastero? —Yo soy de Laguna —dijo Kris con jovialidad. —De Milwaukee —dijo Toni. —Salaam aleikum —dijo Dawn o algo similar, mascando un trozo de emparedado. —¿Qué? —preguntó Debbie—. No hables con la boca llena, por amor de Dios. —Y luego, con una sonrisa radiante dedicada a Bart—: Yo soy de Reno. Dawn se pasó el bocado al otro lado. Parecía el tercera base de los Yankees a punto de echar un escupitajo. Bart pensó que iba a vomitar. —De Salem, Oregon —dijo ella sin levantar la mirada. Seguro que no se depila los sobacos, pensó Bart. —Somos de Modesto —dijo Daphne con su acento sureño. —De aquí al lado —dijo Robbie. Bart se volvió hacia Charlene, pero ésta se hallaba en órbita alrededor de Saturno. Debbie la señaló con el pulgar.
—Son de San Luis —aclaró. Robbie se volvió de nuevo hacia Stephanie, quien preguntó: —¿Y tú de dónde eres, Bart? —Acabamos de llegar. Somos de Massachusetts. —Muy bien —replicó ella—. Bienvenido a Los Ángeles. Media hora más tarde se me acercó un tipo alto, cuarentón; de cabello ensortijado, barba pulcramente recortada y gafas de diseño. Lucía un elegante traje de gabardina, camisa blanca de algodón, corbata negra y lustrosa, y botas vaqueras negras de piel de lagarto. Sonrió con cordialidad. —Hola, Cameron. Soy Ed Mandel. ¿Supongo que es Cameron el que está presente? —preguntó con voz abaritonada. —Llámame Cam —contesté con nerviosismo, y me puse en pie. Ed llevaba mi historial en una mano y me tendió la otra. La estreché con cautela. —Vamos a alguna parte donde podamos hablar un rato, Cam. Después de la sala de guardia doblamos a la derecha. Ed abrió varias puertas dobles y cruzamos un corredor silencioso hasta una pequeña habitación con dos sillones, escritorio y lámpara. En mi estómago las patatas fritas se me revolvieron y noté la boca estropajosa. Ocupamos los sillones y Ed se inclinó con los codos apoyados en las rodillas para escrutarme. —Deseo ayudarte, Cam —anunció—. A todos vosotros. De pronto me perdí por las nubes. Ed se dio cuenta y dijo: —Cam, necesito que estés presente unos momentos. Con un esfuerzo regresé, aunque no muy compuesto. Estaba oyendo demasiadas voces interiores. —Bien —dijo Ed al ver que volvía en mí—. He consultado con la doctora Morelli, y… —Arly —le interrumpí. —Arly, sí. Ella me ha puesto en antecedentes. —Echó una breve ojeada al historial—. Tienes esposa y un hijo pequeño. —Rikki y Kyle —asentí. —Mientras permanezcas aquí voy a tratar de que mejores. Por el bien de Rikki y de Kyle — añadió—. Y por el tuyo propio, claro. Volvió la mirada hacia mi brazo vendado. —¿Es la primera vez que ocurre? Asentí. —No he sido yo. Ed me dedicó de nuevo una de sus miradas-sonda. —Entiendo. ¿Lo entiendes tú? Negué con la cabeza. —Cuando una persona se lesiona a sí misma ello puede obedecer a varios motivos. Por lo general tiene que ver con sus actitudes en cuanto al dolor. Se trata de desahogarlo, o de hacer demostración de él. En los sujetos con disociación de la personalidad, es un alter ego que necesita enviar una llamada de atención. Sus palabras me cosquilleaban los oídos.
—Arly dice que tienes dificultades a causa de tu negación. Me abstuve de contestar y Ed prosiguió: —Les pasa a casi todos los que ingresan aquí. Es uno de los principales obstáculos para la curación. —Consultó sus notas—. Arly me ha dado los nombres de los alter ego que llegó a conocer. Supongo que todos tiene curiosidad por conocerme y ahora mismo están observando y escuchando con el mayor interés. —Sonrió, seguro de no equivocarse. Entonces, súbitamente, ¡pum! Todos salieron en rápida sucesión, vocingleros, espantados, llorosos, sarcásticos, furiosos y quejumbrosos, arrojando toda la basura sobrante por la trasera de nuestro camión lanzado a toda velocidad, mientras Ed la esquivaba con hábiles volan- tazos de su coche, los neumáticos rechinando pero sin perder el control, disfrutando con el desafío, superando la prueba. Eddie es un artista. Eddie es el rey del mambo. Transcurrida la hora, Ed me devolvió a la forma humana y regresamos lentamente a la sala. Antes de despedirnos me anunció que íbamos a necesitar un terapeuta habitual y me aconsejó que lo eligiese antes de abandonar la clínica. Prometió ayudarme a encontrar uno, y yo le creí. Me dio una amable palmada en la espalda y se alejó para ocuparse de preparar la siguiente visita. Yo me quedé un momento en el pasillo. Una potente carcajada salió del salón contiguo y Kris asomó la cabeza y exclamó con sonsonete de coro infantil: —¡Cam ha vuelto de la visita con Mandy! —¡Que entre! —gritó Robbie. Kris salió al pasillo sonriendo, e intentó agarrarme del brazo vendado. Me solté con una mueca de dolor. —¡Oh, lo siento! ¿Te he hecho daño? —Palpó el vendaje a través de la manga. —No, Kris. No es nada. —¡Soy Jody! Disparador, fogonazo y salida de Clay. —Ho… hola, Jody—dijo Clay. Estaban frente a frente pero Clay evitaba la mirada de su interlo- cutora. —Anda, Clay, ¡vamos a jugar! —¿A qué? —Al parchís, ¿quieres? —¡Oh, sí! —Pues vamos. Robbie estaba sentado a la mesa, con el juego desplegado. —Hola, Clay —dijo—. Estábamos jugando al parchís. ¿Te ha gustado Mandy? —¿Qui… quién es Ma… Mandy? —El doctor Mandel. —Ah, sí —contestó, con la mirada baja—. Me cae bien. —Oye, Clay —dijo Robbie—, ¿por qué no miras nunca a los ojos? Aquí nadie quiere hacerte daño. Jody meneó la cabeza y afirmó: —Nunca haríamos eso. Clay se atrevió a mirarla a la cara, apartó los ojos, y luego se acercó poco a poco, aunque con escasa convicción.
—Muy bien —aprobó Jody con una sonrisa radiante. —Bueno —dijo él—. Yo jugaré con las verdes. —A mí dentro de un momento me toca visita con Mandy y tengo miedo. —¿Po… por qué? Es muy amable. —Porque hoy se empeñará en hacerme mayor. Stephanie dice que va siendo hora de que crezca. Clay puso cara de no entender nada. No sabía que en algunos casos los terapeutas intentan acelerar la evolución de algunos dobles para reducir las diferencias entre personalidades. Tampoco yo lo sabía. —Mandy nunca te hará daño, Robbie —intervino Jody—, y además no lo hace con todo el mundo, así que no hace falta que estés preocupado. No lo ha hecho con nosotros y hace tiempo que venimos aquí. —¿No… no irás a ma… marcharte? —le preguntó Clay a Robbie atreviéndose incluso a mirarle a la cara. —En realidad no, pero saldré diferente. Creo que quiere ponerme en los quince o algo así. ¡Ah, ah! Ya está aquí Mandy. Tendré que ir. Deseadme buena suerte. Ed sonrió desde la puerta y dijo adiós con la mano. Mientras se alejaban por el pasillo, Robbie le preguntó: —¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Y el resonante barítono de Ed contestó: —Ya lo creo. Aquel día se hallaban en la sala grande otros dos grupos, uno para control de la agresividad (todavía no estábamos preparados para que Switch participase en eso) y otro, dirigido por Ed, al que llamaban «el grupo de proceso». Yo estaba impaciente por participar en ese grupo y levanté la mano tan pronto Ed preguntó si alguien tenía algo que sugerir. Pero no fui el único. Esperé con impaciencia a que Dawn y luego Debbie hablasen. Luego Ed se volvió hacia mí y pronunció mi nombre. —No me gusta estar aquí —balbucí—. ¡Esto no es lo mío! —Ni mío —murmuró Dawn, riendo con disimulo. —¿Qué quieres decir con que no es lo tuyo? —me preguntó Ed. —Usted ya me entiende. Él esperó, mientras los demás guardaban silencio. —¿Qué pasa? ¿Esperas que lo diga? No quiero decirlo. —¿Decir qué? —insistió Ed. —¡Caray! ¡Qué pesado! Toni tironeaba la venda de su brazo lesionado. —Dale una oportunidad —propuso. Ed nos miraba alternativamente a ambos. —Así pues, ¿qué? —urgió. —Lo de ser múltiple. ¡Qué necedad! Yo no soy un múltiple. Mi lugar no está aquí. —Ja! —se burló Debbie, pero al punto se tapó la boca y dijo—: ¡Perdón! —Os he visto a la hora del almuerzo —objetó Daphne, y Toni imitó el sonido de una sirena: —¡Uaaah! ¡Uaaah! ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Una negación! No veía el momento de largarme por aquella puerta. Ed dijo: —Comprendo tu punto de vista, Cam, pero creo que sí es éste tu lugar. —Miró alrededor y sonrió —. ¿Alguien más tiene otra pregunta? Toni rompió a llorar.
—Perdí a mis hijos por esto. Mi marido se los ha llevado. —Y de pronto se puso a vociferar—; ¡Yo tampoco quiero estar aquí! Se cubrió la cara con las manos. Dawn le dio una palmadita en la rodilla. —Yo sí —terció Kris, y por su tono adiviné que era Jody—. Aquí al menos podemos venir y hablar con otros alter ego y tener un rato de distracción. ¡Me gusta estar aquí! Me saludó con un ademán y dijo: —Hola, Clay. A lo que Clay contestó: —Ho… hola, Jody. —¿Lo ves? —dijo Jody—. Es divertido. —Mu… muy divertido —repitió Clay. Después de la cena y una ducha salió a relucir el diario. La plum¿pesfl de una mente a otra como de costumbre, y me perdí entre los ir: -: sos ramajes de mi extraño árbol. Bart: No me gusta esto. ¿Tú te fías de ese fulano? Es el bastarde r _ obstinado que haya conocido nunca. Per: Respira con calma, Cam. No tendrás que pasar por esto r. solo. Respiré hondo y la tensión cedió ligeramente. Per: Bien. Esto va a ser difícil para todos. Bart: Mucho ruido y pocas nueces. Switch: ¡Te odio! Dusty: ¿Switch? Per: Tranquilo. No te alteres. ¿Cam? Cam: ¿Qué? Per: No nos eches fuera. Cam: No sé qué hacer, lo siento. Se oyeron voces en el pasillo: —¡Llamada telefónica para Cameron West! ¿Cómo? La voz del pasillo repitió: —Cameron West, que se ponga al teléfono. Alto ahí. ¿Teléfono? Llamada para Cameron West. Debe de ser Rikki. Sí, tu mujer. Tienes una mujer. ¿La tengo? Y un hijo. ¿De veras? Sí, claro. —Ya voy, gracias —grité a mi vez. Me endosé un par de prendas y eché a correr hacia el cuarto donde estaban los teléfonos destinados a los pacientes. —¿Sí? —dije en cuanto recobré el resuello. —¡Hola, Cam! —dijo la alegre voz de Rikki. Mi Rikki—. Kyle está aquí y quiere ser el primero en hablar contigo. Ahora se pone. Escuché el leve roce al cambiar de manos el auricular, y luego la voz de Kyle: —Hola, papá. Papá. Me ha llamado papá. Ya te decía yo que tienes un hijo. —Hola, ¿cómo está mi pequeño gran hombre? —Bien —contestó—. Papá, ¿puedo preguntarte una cosa?
—Claro. Concéntrate. Estás hablando con Kyle. Tu hijo. —¿Cuándo volverás a casa? —Kyle creía que yo estaba en viaje de negocios. —Pronto, cariño. En un par de semanas. —¿Estás en un hotel grande? Miré el pasillo, donde una de las enfermeras del turno de noche trataba de consolar a Charlene, que lloraba tumbada en el suelo delante de su habitación. Cubrí con la mano el micrófono para que Kyle no lo oyese. —Pues… sí. —¿Hay máquinas de refrescos y de caramelos? —Claro, pero ya sabes que yo nunca tomo nada de eso. Habla con naturalidad. —Bien, pero de todos modos tienes suerte —dijo—. Yo me sacaría una barra de chocolate y una limonada y me quedaría toda la noche viendo la televisión. Fingí reír. —Sí, apuesto a que lo harías. Kyle bajó la voz y dijo: —Papá, ¿me traerás un regalo? Ha salido un muñeco nuevo que se llama Roadblock. Oí la voz de Rikki en segundo término: —Dile a papá que le quieres. —Te quiero, papá —repitió la vocecita de Kyle—. ¿Me traerás el muñeco? —Por supuesto. Y yo también te quiero. A continuación se puso Rikki. —Hola. Lo he enviado a su habitación. No te preocupes por el juguete. Yo lo compraré y tú se lo das cuando regreses. ¿Crees que tardarás mucho en reponerte? —No lo sé. Quince días, tal vez. —La confusión se apoderó de mí—. Creía que ya estaba repuesto. —Tu lugar está aquí, con nosotros —replicó Rikki. Hubo un silencio y ella agregó—: Dime cómo te encuentras. ¿Te has lesionado otra vez? Rikki me pedía el parte médico oficial. —No. No he vuelto a hacerlo. —Bien. Tu terapeuta es bueno. ¿Hombre o mujer? —Hombre. Le conté mis impresiones acerca de Ed y Rikki se tranquilizó. Debió de pensar que el doctor sabía lo que se traía entre manos. —Creo que yo también necesito un poco de ayuda —dijo—. Mañana voy a visitar ese grupo de cónyuges de Sedona House. —Me parece bien. —Yo estaba derivando otra vez. Kyle. Habíale de Kyle—. ¿Qué harás con Kyle? —Lo dejaré en casa de los Withington. Será sólo un par de horas. —¿En casa de quién? —Los Withington —repitió ella—. Nuestros vecinos de Australia. —¡Ah!
No tenía ni la menor idea de a qué se refería. Los koalas parecen ositos de felpa. —Te quiero, Cam. Dile que lo sientes. —Lo siento, Rik. Perdón. —No digas eso. —Sorbió por la nariz—. Tú eres el que está en la clínica. Es sólo que esto resulta muy… Tengo un poco de miedo. —El débil zumbido de la línea me acarició el oído—. Bueno, tengo que colgar. Mañana te llamo otra vez. Te quiero. —Yo también —dije con lengua estropajosa. —Adiós, cariño. —Adiós. —Se desvaneció. Y yo también. Geraldine, la enfermera de noche, una mujer de voz ronca, me administró veinte miligramos de Ambien y me encaminé como un autómata a mi habitación para acostarme. Felices recuerdos de Winnie y Tigger, Kris y Jody, Stephanie y Robbie ocuparon mi mente hasta que el fármaco empezó a hacer efecto y me hundí en las dunas del sueño.
24 La mañana siguiente, en el patio se me acercó Stephanie, o por lo menos yo creí a primera vista que era Stephanie. —Hola. Soy Robbie. ¿Qué hay? —¿Robbie? —repetí con incertidumbre. Para mí el Robbie del día anterior era un muchacho alborotador que ceceaba. El nuevo Robbie meneaba las caderas. —Sí, soy yo. Ahora tengo dieciséis años. —¿Dieciséis? —Sí —contestó con las manos en los bolsillos, los hombros distendidos, balanceándose de un pie al otro mientras simulaba contemplar el sendero—. Dieciséis. Definitivamente, era Robbie. Un joven James Dean en el cuerpo de una cuarentona. En mi interior Dusty se agitó. Disparador, fogonazo, aparición. —Hola, Robbie. Yo soy Dusty. Robbie se apresuró a quitarse las gafas de Stephanie y se las guardó en el bolsillo. —Hola, Dusty. ¿Cuántos años tienes? —Catorce —mintió ella. Dusty sólo tenía doce. —Eres una chica, ¿verdad? —Sí, en efecto —replicó ella con aire de ofendida—. Ya sé que no parezco una chica. —Hizo un ademán hacia mi cuerpo—. Pero lo soy. Y sé que tú eres un chico. Robbie rascaba el suelo con la puntera del zapato. —¿Quieres que hablemos? —De acuerdo —acepto ella. Yo la contemplaba desde algún lugar interior, y lo mismo Bart, Stroll y Per. Aquello era extraordinario. Robbie y Dusty se sentaron sobre las frías baldosas. Dos adolescentes, o mejor dicho un adolescente y una quiero y no puedo. —¿Tienes novio? Dusty se encogió de hombros al tiempo que se ruborizaba.
—No —dijo con timidez, y añadió—: ¡Si ni siquiera salgo con nadie! —Yo tampoco. Hubo un silencio y Robbie dijo: —Stephanie quiso ponerse un vestido esta mañana, pero yo dije que de ninguna manera. Ni pensarlo. ¡Aborrezco este cuerpo! ¡Me da un aspecto tan absurdo! —A mí no me lo parece —sonrió Dusty—, Tienes el aspecto de un chico de dieciséis años. —Se interrumpió un momento y agregó, no sin ruborizarse de nuevo—: A mí me pareces guapo. —¿De veras? —dijo Robbie, y se acercó un poco más a Dusty—. Pues yo opino que eres muy bonita. ¡Vaya! —¿Lo crees en serio? Nunca me lo habían dicho antes. Espera… Arly Morelli sí lo dijo cuando le enseñé un autorretrato dibujado por mí. Pero ella era la psicóloga y sólo trataba de ser amable. En realidad no me veía. —Dusty miró a los ojos de Robbie—. ¿Tú me ves bonita de verdad? —Claro que sí. —Cubrió la mano de Dusty con la suya y entrelazaron los dedos—. ¿Querrías salir una tarde conmigo para ir al cine" —Sí, me gustaría. —Empezaba a notar el lejano cosquilleo nervioso de la excitación sexual. ¿Cómo demonios…? Robbie desplazó su pierna hasta rozar la de Dusty y se inclinó para besarla. Movimiento a cámara lenta, cerca, más cerca, labios entreabiertos, ojos cerrados, aliento cálido, más cerca y… ¡blam! Stephanie abrió los ojos de par en par, a un centímetro del rostro de Dusty, y retiró su mano como si Dusty fuese una serpiente. —Pero ¿qué pasa aquí? —exclamó Stephanie. Dusty estaba confusa, sorprendida y avergonzada. —No… nada —aseguró—. Yo no he hecho nada. Disparador, fogonazo y aparecí de nuevo. —Hola, Stephanie. —¡Cam! ¿Qué demonios estaba pasando? Robbie iba a besar : Dusty. —Lo sé. En cierto modo estuve presente. —Meneé la cabeza tratando de recobrar la compostura. —Mira, no puedo permitir que Robbie ande tonteando con Dusty. ¡Caray! —Stephanie se frotó las sienes y se puso las gafas—. ¡Si hasta se había quitado mis gafas tratando de parecer más guapo! ¡Oh, Señor! ¡Tengo la cabeza a punto de estallar! ¿Tú eres hombre casado? ¿Qué? ¿Qué tendrá esto que ver con Robbie y con Dusty? ¡Si yo ni siquiera estaba aquí, qué caramba! —Sí, Stephanie, estoy casado. Mi confusión era total. Que alguien me saque de este lío, por favor. —¡Muy bien! —replicó ella con indignación—. Si eres casado, entonces no está bien que Robbie bese a Dusty. Ella vive en tu cuerpo, ya sabes. Dusty vive en mi cuerpo. —Sí, es verdad. Dusty está en mi cuerpo. —Empezaba a verlo con más claridad—. Definitivamente, no está bien que bese a nadie —me mesé el cabello y sacudí la cabeza—. ¡Uf! ¡Qué extraño es todo esto! —¿Cuánto hace que te diagnosticaron el trastorno? —preguntó Stephanie. —Casi un año.
Ella asintió. —Ahí lo tienes. Eso de tener alojada en tu cuerpo una multitud de personas te resulta nuevo. Te diré que a nosotros nos lo diagnosticaron hace tres años y nuestro terapeuta (y también Mandy) nos han machacado hasta inculcarnos que todos vivimos en el mismo cuerpo. Todos en el mismo cuerpo —recalcó las palabras mientras marcaba el ritmo moviendo la mano—. Lo que hacen ellos, tú también lo haces. Quedamos un rato en silencio. Al fondo de un pasillo se oyó el bramido de Bea: —¡Grupoooo! Nos miramos a los ojos, cada uno consciente de la enormidad de la pena del otro. —Llevo una vida demasiado difícil para complicármela más, Cam. —Stephanie se puso en pie poco a poco—. No podemos seguir contigo. Con lo cual giró sobre los talones y se alejó. Dentro de mí, en el rincón más solitario del lugar más solitario, Dusty escribió con las uñas en el cemento húmedo: «Robbie.»
25 Rikki respiró hondo y balbució: —Me llamo Rikki y mi marido padece un trastorno de disociación de la personalidad. De los seis presentes en la reunión de esposos (los demás eran hombres), fue la última en hablar. Cuando fue a abrir la boca, le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes durante la hora en que le tocó escuchar las intervenciones anteriores. Hablar de uno mismo siempre es difícil, incluso en las circunstancias más favorables; pero después de un cambio de domicilio, en aquel lugar nuevo para ella, entre cinco desconocidos y teniendo a un múltiple por esposo, nadie diría que las circunstancias fuesen favorables en absoluto. Sin embargo, las verdades familiares compartidas entre aquellas personas, y la creciente certidumbre de que no conseguiría salir del apuro sin ayuda, la obligaron a superarse. —Hasta esta noche tuve la absurda idea de que lo ocurrido durante los últimos doce meses en mi familia no era real… que de alguna manera todo acabaría por desaparecer y se me devolvería mi vida acostumbrada. Pero después de escuchar lo que habéis contado sobre vuestras esposas o compañeras, pues… —Se le quebró la voz. Sacó un pañuelo de papel y se secó los ojos procurando no estropear el maquillaje. Luego se sonó la nariz y continuó: —¡Maldita sea! Yo sabía que era real… quiero decir que lo comprendía intelectualmente. He leído libros sobre el tema. He sido testigo de apariciones de los alter ego. Pude presenciar cómo revivían aquellas experiencias horribles y repugnantes. Miró alrededor, dándose cuenta de que monologaba casi hablando consigo misma. Todos la escuchaban con atención y aire comprensivo. Aspiró hondo y despacio antes de continuar: —Ahora mi marido está en una clínica de Los Ángeles, un centro especializado para múltiples. Uno de sus alter ego lo hirió en un brazo. Sólo puedo dar gracias a Dios de que no lo haya visto nuestro hijo. Algunos de los presentes asintieron, quizá recordando sus propios incidentes dolorosos. Rikki arrugó el entrecejo. —Estaba asustada y furiosa… y sentí remordimientos. Asustada por mi propio porvenir; furiosa
por lo que le hicieron su condenada madre y los demás y… —Se interrumpió. Las lágrimas se obstinaban en resbalar por sus mejillas y ella se las enjugó con impaciencia, olvidando su maquillaje —. Y culpable por permitir que todo esto me afecte, porque al fin y al cabo el que carga con la dolencia es él, ¿no? Él la sufre y yo qué derecho tengo a… Se mordió el labio y sollozó un poco. Al cabo de unos momentos suspiró, se sorbió la nariz y metió la mano en el bolso en busca de otro pañuelo. Uno de los presentes le pasó la caja y ella tomó un par, al tiempo que lo agradecía con una débil sonrisa. Después de sonarse miró los semblantes comprensivos que la rodeaban. —Perdón por montar el espectáculo. Necesitaría que me recomendaran un buen terapeuta, uno que tenga experiencia con esta clase de problemas… Preferiría que fuese mujer. —Hizo una pausa y agregó—: Gracias por escucharme. Su angustia quedó suspendida en el ambiente como la niebla en la bahía. El que dirigía el grupo, una especie de hippie cuarentón, ñaco como un faquir y bastante calvo, cerró la sesión con la lectura de varios párrafos de una página. Después todos se pusieron en pie, sonriendo a sus vecinos, y el monitor se acercó a Rikki. —Me llamo Ted —dijo—. Se necesita mucha valentía para lo que acabas de hacer hoy. Estas reuniones a veces resultan difíciles de soportar. —Y que lo digas —afirmó Rikki mientras se alisaba el cabello, dándose cuenta de que debía presentar un aspecto desaliñado. —¿Sabe tu marido que aquí también organizamos grupos de múltiples? —Sí, creo que sí. Estuvo aquí la semana pasada. —Esa actividad la dirige mi mujer Sally. Rikki asintió. Recordaba la descripción que Cam le había dado de Sally y trató de imaginar a aquella mujer corpulenta al lado de un hombre tan enjuto. —Entre los dos hemos recopilado una lista de los profesionales de la zona. Supongo que encontraremos a la persona indicada para vosotros. —Sería estupendo. —¿Dónde vivís? —En Leona. —En Walnut Creek tenemos una doctora de quién me han dado muy buenas referencias. No queda lejos de Leona. Se llama Nancy Hendrickson. Ted abrió su carpeta, sacó un rotulador de la solapa interior y escribió el nombre y la dirección en una hoja que entregó a Rikki. Ella se lo guardó en el bolso. —Si me llamas cuando llegues a tu casa te daré el teléfono también. Rikki sonrió agradecida. —Muchas gracias, Ted. Probablemente me llevará tres cuartos di hora el retorno, porque todavía no conozco mucho las carreteras… ] además he de pasar por casa de la vecina para recoger a mi hijo. ¿Puedo llamar dentro de una hora? —Desde luego. ¿Tu marido aún no tiene terapeuta? —No. Como dije, está en la clínica… —Del Amo, ¿no es así? —Sí. Allí su terapeuta es…
—¿Ed Mandel? —Sí —corroboró Rikki algo sorprendida. —Trabajó con Sally cuando la ingresaron allí el año pasado —aclaró Ted—. Es un gran profesional. Los asistentes empezaron a marcharse. Algunos saludaron a Rikk con la cabeza al pasar. Ella correspondió con sonrisas y luego se volvió de nuevo hacia Ted. —Mandel prometió buscar un terapeuta externo para mi marido —Sí —sonrió Ted—. Están obligados a hacerlo. —¿Cómo es eso? —El paciente ha de tener un especialista para proseguir el tratamiento, o no podrían darlo de alta. Utilizan la lista de la Sociedad Inter nacional… —… para el Estudio de la Disociación —terminó Rikki. —Eso es. Aunque no quiere decir que todos los que figuran en ese libro posean verdadera experiencia en el tratamiento de los múltiples Hay muchos que pretenden tenerla, pero sólo para darse importancia ya me entiendes. —Entonces ¿qué hacemos? ¿Cómo encontraremos el adecuado'—preguntó Rikki con angustia. —Sally conoce a los buenos de verdad. Cuando me llames tendré un par de direcciones para ti. Rikki le miró y dijo muy seria: —Creo que me has salvado la vida, Ted. Él cerró la carpeta y replicó sonriendo: —Descuida. Otros me la salvaron a mí docenas de veces. Rikki emprendió el retorno a casa muy fatigada, pero con optimismo. No importaba lo que ocurriese conmigo, ella lograría poner los pies en tierra firme. Al acudir a aquella reunión acababa de dar el primer paso para ello. Recogió a Kyle, lo acostó y antes de llamar a Ted abrió una lata de Heineken. El monitor le dio el teléfono de Nancy Hendrickson y dos nombres más. Rikki se lo agradeció efusivamente, y Ted le deseó buena suerte y antes de colgar agregó que las reuniones continuaban, por si ella deseaba volver alguna vez. Rikki marcó el número de Nancy y dejó un mensaje en el contestador. Por la mañana Nancy devolvió la llamada y tuvieron una conversación de unos veinte minutos, al principio para sondearse mutuamente, después de lo cual pasaron a los detalles de mi situación. Por último convinieron hora para el día siguiente.
26 Nancy tendría unos cuarenta y cinco años, y su ensortijado cabello rubio enmarcaba un rostro de facciones agradables, la cordialidad de cuyos ojos avellana tranquilizó un poco a Rikki. Llevaba indumentaria de colores atrevidos, brillantes, con sandalias de ante y medias a juego. Sus pulseras tintinearon cuando estrechó la mano de Rikki. Tenía la consulta en el segundo piso de un bloque de oficinas de Walnut Creek, a un cuarto de hora de nuestra casa. Era espaciosa, luminosa y agradable, con unos tulipanes recién cortados en un jarrón de alabastro sobre la mesita próxima al sillón de las visitas. Una pared se hallaba cubierta por una estantería cargada de libros de psicología. Rikki reconoció el lomo rojo del manual de Colin Reed sobre el trastorno de disociación de la personalidad, y se sintió en cierto modo aliviada. Sacó del bolso
una hoja y la desplegó. —Ayer por la noche tomé algunas notas, una especie de estado de cuentas emocional —anunció mientras le entregaba el papel a Nancy, quien lo leyó en silencio. Al cabo arqueó las cejas y sin dejar de mirar el papel dijo: —Tiene usted treinta y ocho años, y un hijo de siete. Acaba de mudarse a este estado. A su esposo, de quien sigue enamorada, le han diagnosticado recientemente una afección psiquiátrica grave por la cual ha tenido que ser hospitalizado después de autolesionarse, y están viviendo de sus ahorros. —Dejó el papel sobre la mesa y miró a Rikki—. Si permites que te hable con familiaridad, creo que te ha caído encima una buena cruz. Rikki rió sin poder contenerse y aquella risa traicionó sus lágrimas, que brotaron a borbotones con su amarga mezcla de miedo, tristeza, amor propio herido y cólera por la pérdida de su hombre, su estabilidad y su vida normal. Nancy calló intuyendo que lo único que necesitaba Rikki en ese momento era una presencia comprensiva. Le caía bien esa mujer que se presentaba con un papel en el que consignaba su balance emocional, y comprendía su pena. Llevaba catorce años trabajando con adultos víctimas de vejaciones en la infancia. Y sabía cuán devastadoras llegan a ser las repercusiones de los abusos, no sólo para la víctima sino también para su cónyuge e hijos. Rikki lloró hasta que los ojos se le enrojecieron y la cara se le congestionó. Gastó media docena de pañuelos de papel antes de controlar la respiración y sosegarse. —¡Uf! —sonrió un poco avergonzada—. Por lo visto necesitaba este desahogo. —Al parecer —dijo Nancy— estás bastante desesperada desde que el problema de tu marido fue diagnosticado. Debes saber que el trastorno de disociación de la personalidad a veces se cura. —Eso dicen. —Aunque puede tardar algún tiempo. —Cambió de postura en su asiento. —También lo he oído. —No conozco a tu marido, pero lo comprendo y sé lo que estará padeciendo. Pero quiero que sepas que si decides trabajar conmigo, la cliente serás tú, no él… y yo la defensora de tu causa. Rikki volvió la mirada hacia las delicadas flores del jarrón. —Es mi mejor amigo. Lo he querido durante quince años —rozó con los dedos uno de los sedosos pétalos, para volverse luego hacia la doctora—. ¿Qué voy a hacer? Tengo un hijo. Quiero vivir. Nancy cruzó las piernas. —Y quieres ser dueña de esa vida tuya. Hubo un silencio mientras Rikki lo pensaba. Por último meneó la cabeza. —No tienes ni idea de lo culpable que me siento por todo esto. —¿Culpable? —Porque él es quien lo sufre y yo lo siento mucho, pero al mismo tiempo estoy furiosa. Como si mi vida hubiese estallado y yo no tuviera más remedio que asistir a ello sin poder remediarlo. —Miró por la ventana—. Eso no es lo que teníamos previsto. Se suponía que íbamos a constituir una familia normal, ya sabes… Y me enfada mucho que no haya salido así. Por eso tengo rabia y sentimiento de culpa. —Entiendo —dijo Nancy sin comprometerse, mirándola con atención.
—Ni siquiera debería estar aquí. Cam está en el hospital. Yo debería… quedarme vigilando la fortaleza. —Pero ¿no es cierto que también debes hacer algo por ti misma? ¿Te parece que eso es egoísmo? Rikki tomó otro pañuelo de papel, lo arrugó y después lo alisó ma- quinalmente. —Mi vida siempre ha girado alrededor de Cam. Nunca he tenido nada exclusivamente mío. —Ser dueña de tu propia vida significa sentirse capaz de decidir, usar tu libre albedrío —dijo Nancy. —Yo no tengo albedrío de ninguna clase. —Aporreó el brazo del sillón con el puño—. Todo llueve sobre mí sin poder evitarlo. —Todavía tienes elección, Rikki. Por ejemplo, podrías volver a trabajar, buscarte un empleo. Eso te daría capacidad de decisión, independencia y más seguridad económica. Rikki estrujó el pañuelo y lo convirtió en una bola. Luego miró a Nancy. —Pero ¿y si le ocurre algo a Cam mientras estoy fuera de casa? Nancy descruzó las piernas y cambio de postura. —No puedes pasarte la vida haciendo de centinela, Rikki. ¿Qué clase de vida sería ésa? A veces no podemos evitar que los seres queridos se hagan daño… o incluso se suiciden. Rikki se estremeció. —Puedes ayudar a tu esposo y quererlo, y permanecer siempre a la distancia de una simple llamada telefónica… pero no vigilarlo minuto a minuto, a todas horas del día, sólo porque tienes miedo de lo que pueda ocurrirle si te distraes aunque sólo sea por un instante. Eso no sería bueno para ti… ni para él. Sólo serviría para llenarte de rencor y resentimiento. Rikki suspiró y asintió. —Ya lo estoy. ¡Caray! Nunca creía que llegaría a decir esto. No quiero estar resentida con él, pero es que ni siquiera me parece que sea él. Mi marido está desaparecido. Cuando lo miro, ya no sé quién es. Está ahí… con toda esa gente. Quiero decir que no es como si cada uno se vistiera de un modo distinto para salir a charlar con los amigos. Ocurre sin transición. —Entiendo. Es un caso de co-consciencia. —Exacto. Estás hablando con ese muchacho simpático y amable… pero no sabes lo que va a ser dentro de un momento. Pongo el postre en la mesa y sale una niña de cuatro años a comérselo. —Notó de nuevo el escozor de las lágrimas—. ¿Y cuando se hirió el brazo? Eso fue horrible. ¡Por Dios!, eso sí fue más de lo que podía soportar. No sé de qué sería capaz si volviese a ocurrir. También he de pensar en Kyle. ¿Cómo va a sobrellevar eso un niño? —Y volvió a llorar. Nancy, en su función.de testigo, se abstuvo de hablar. Cuando no le quedaron más lágrimas Rikki se quedó abatida en su sillón. Sin embargo, notaba la presencia y la comprensión de Nancy, y eso le sirvió de consuelo. En la calle, un autobús se alejaba de la acera. Con el rabillo del ojo Rikki vio que Nancy echaba una ojeada al pequeño reloj de alabastro que había sobre una repisa al lado de la ventana. Sus miradas se encontraron. Rikki se irguió en su asiento y se aclaró la garganta. —La hora, ¿no? —Casi. —Bien. —Metió la mano en el bolso en busca de la chequera—. Tendremos que hablar más veces. ¿Te parecería cinco veces a la semana?
27 Mi mutualista médica quería verme fuera de Del Amo cuanto antes. No entendían que una persona con trastorno de disociación de la personalidad necesitase una atención psiquiátrica especial. Estaban dispuestos a asumir los gastos de cualquier operación de sinusitis por inútil que fuese, o incluso los de un trasplante de corazón si se terciaba. Pero ¿disociación de la personalidad? Ni hablar. En todo caso, admitirían que se me ingresara en el frenopático local si intentaba suicidarme. Ed Mandel arguyó en mi favor que los psicólogos y psiquiatras de las clínicas corrientes no estaban familiarizados con ese tipo de trastorno y seguramente no acertarían con el tratamiento más indicado. Pero los de la mutualista no quisieron escuchar nada de eso y no esperaron más que seis días. El día de la despedida Mandel se apresuró a buscar las señas de un especialista llamado Scott Mosely, que tenía la consulta en Pleasanton, a dieciséis kilómetros de Leona. Este facultativo decía tener experiencia en el tratamiento de múltiples. Su voz sonaba agradable por teléfono cuando Ed me pasó el auricular y Mosely me dio hora para el día siguiente. Ed había hecho cuanto estaba en su mano, y anotó en su ficha que daba de alta al paciente y le dejaba asignado un terapeuta externo. La despedida de Kris y Jody fue llorosa, y Stephanie balbució un «cuidaos». Entonces apareció Robbie, quien me estrechó la mano con firmeza y me pidió que lo despidiera de Dusty. Ésta sintió su mano en la mía, para mí una mano pequeña de mujer, pero para ella la de un muchacho adolescente. Ella deseaba con desesperación hablarle por última vez pero temía la irrupción de Stephanie y así no pudo despedirse personalmente. Durante el vuelo de regreso mi mente chisporroteaba. ¿Cómo funciona el cerebro? ¿Cómo funciona mi cerebro? ¿En qué es diferente de otros estados psiquiátricos la disociación de la personalidad? ¿En qué consiste la psicofisiología del trastorno? ¿De qué manera afecta el trauma emocional a los mecanismos neurológicos? Durante muchos años barajé la idea de estudiar psicología. ¿Tal vez porque intuía mi propio problema? ¿Para sanarme a mí mismo? Miré por la ventanilla hacia el extremo del ala recordando a Arly Morelli y Ed Mandel. Profesionales competentes, perspicaces e inteligentes. Yo también soy inteligente… cuando mi cerebro quiere funcionar. A lo mejor no llegaré nunca a ayudar a otras personas como hacen ellos, pero puedo aprender todo lo que ellos sepan para dominar la mente. Mi propia mente. Y respetarme a mí mismo. ¡Ah! ¡Ésta sí que es buena! Cómo dejar de odiarme a mí mismo. ¡Sí! Podemos hacernos psicólogos. Ayudar a los demás. ¿Cómo? Ya encontraremos la manera. Los Kris, las Stephanies, los Cams. Leif puede ayudarnos a estudiar. Es capaz de conseguir lo que se proponga. Podemos lograrlo. Espera. No podemos asistir a una clase con otros alumnos. ¡Si ni siquiera sabríamos recordar el camino hasta la facultad! Seguro que existen buenos programas para estudiar en casa. En casa, a cubierto. Apostaría a que existen cursos de psicología para las personas que no pueden asistir a la facultad. Los adultos que trabajan, por ejemplo. Sí, podríamos buscar uno de ésos. Hace falta que sea un buen programa, un programa acreditado. Sí, podemos hacerlo. Si consigo mantenerme con vida el tiempo que haga falta. Pedí una pluma a la azafata y escribí sobre una servilleta de papel. «Meta: llegar a psicólogo. ¡Hazlo ya!»
El avión aterrizó en el aeropuerto de Oakland, donde Rikki y Kyle estaban esperándome. Me reconocen. Será que tengo el aspecto de siempre A mí también me hacía feliz el reunirme con mi familia. Rik me pase con disimulo el muñeco de juguete aprovechando una distracción de Kyle, y poco después se celebró la entrega con la debida ceremonia. ÉL abrió unos ojos como platos y saltó sobre mí para abrazarme como a un amigo del que hubiese estado separado muchos años. Rikki estaba espléndida con su vestido estampado malva y sus pendientes de turquesas. El encuentro con Nancy le había devuelto parte de sus fuerzas y no parecía vacilante ni asustada, sino auténticamente alegre de verme. También el beso que me dio me pareció de verdad, y cuando entreabrió un poco los labios mi cuerpo se encendió de deseo. Los tres nos detuvimos a almorzar en el Val's de Hayward, un restaurante donde desde 1958 un fulano tatuado, de prominente barriga, elabora batidos enormes y sabrosas hamburguesas que una camarera llamada Tina sirve en camiseta blanca y calzón negro Laura Petrie de ciclista, con el lápiz remetido en su pelo cardado en forma de panal. Creíamos que Kyle se lo pasaría en grande allí, pero nos equivocamos. Era un establecimiento con demasiado pintoresquismo para que él supiese apreciarlo, muy diferente de cualquier McDonald's. El pequeño dio dos bocados a su Baby Burger y después no quiso más. El batido sí le gustó, aunque le sorprendió el helado de crema auténtico, pero se acostumbró enseguida y además tenía a su muñeco Roadblock y eso bastaba para hacerlo feliz. Rikki y yo, con las manos unidas, hablamos acerca de volver ella a trabajar. Procuré no traslucir mi pánico, pues la noté muy decidida. Luego expuse mi proyecto de estudiar psicología, lo cual la sorprendió. No porque fuese algo demasiado ingente para mí; ella sabía que otras veces me propuse metas más difíciles y había triunfado. —Acabas de salir del… —Iba a decir hospital, pero se contuvo en presencia de Kyle, así que se limitó a señalar mi brazo con un gesto. —¿Cómo te las arreglarás para hacer el trabajo? —preguntó luego, queriendo decir «si en ocasiones no sabes ni en qué día vives, ¿cómo te las arreglarás para asistir a las clases?» Luego continuó en tono dubitativo—: ¿Visitarás pacientes? —No todos los psicólogos visitan pacientes, Rikki. —Jugueteé con la servilleta—. Necesito aprender. Necesito algo en que concentrarme, una meta. —Tu meta no puede ser otra que la de… —se interrumpió buscando las palabras— la de ponerte… de sentirte bien. —Me dirigió una mirada severa, aunque atenuada con una sonrisa, a la que correspondí. No dejaba de ser curioso y divertido aquello de tomar batidos de chocolate sentados en Val's y procurando hablar en clave delante de Kyle. Por más que el tema de la conversación fuese lamentablemente serio. A decir verdad, de momento mi recuperación se me antojaba una perspectiva mucho más lejana que la de obtener una licenciatura en psicología. —A lo mejor ese tipo, Mosely, sabrá encontrar la solución. —Embadurné de ketchup un aro de cebolla frita—. De lo contrario acudiremos a la lista de ese hombre… la que te dieron en la reunión… el marido de Sally. —Cam. —Me apretó la mano libre—. Los dos sabemos que tú siempre harás lo que te propongas. Así que si estás decidido a obtener ese título, puedes contar con mi apoyo. A lo mejor hay algún programa de universidad a distancia para poder estudiar en casa. —Exacto.
Así era Rikki. Siempre pensando por los dos. —¿Estarás bien… quiero decir, mientras yo salgo a trabajar? —preguntó sin sonreír. Era un tema, desde luego, muy poco divertido. ¿Y si todos los demonios se escapaban mientras ella no estuviese en casa? Ella necesitaba saberlo pero yo no podía asegurarle nada. Yo quería a mi hijo y Rikki lo sabía. Deseaba mantenerlo lejos de la pegajosa telaraña de mi locura. También esto lo sabíamos ambos, pero ¿lo conseguiría yo? Ninguno de los dos tenía la respuesta. —Siempre puedo llamarte a la oficina —dije—. Aunque vayas a trabajar estarás siempre localizable, ¿no? Rikki asintió. Kyle alzó la mirada, sorprendido, olvidando momentáneamente su juguete. Los niños lo oyen todo. Ella le dirigió una sonrisa luminosa. —Eso es —dijo—. Siempre cerca del teléfono.
28 Tenía un pánico horrible pero así y todo conseguí llegar a la consulta del doctor Mosely. Era hombre canoso, bien parecido, más o menos de mi estatura, delgado y atlético. Su elegante despacho tenía entarimado de nogal. Mi mente estaba hecha un lío. Otro terapeuta. Ni siquiera nos conoce. ¿Y si tiene malas intenciones? No parece hombre de malas intenciones. Vaya, vaya. Demasiadas filtraciones por aquí. Hablamos un rato. Yo procuraba pasear la mirada de un lado a otro para no fijarme en ningún objeto que sirviera de puente a una de aquellas escapadas a ninguna parte. Sentí que el rostro empezaba a entumecérseme. Vaya, vaya. Lo estoy perdiendo. Disparador, fogonazo y aparición de Clay. —Yo soy Cía… Clay —dijo, el cuerpo tenso. Mosely dio un respingo en el asiento como un personaje de dibujos animados. —¿Qué ocurre? ¿Quién es Clay? ¿Por qué habla usted como un niño? —dijo con voz áspera y un punto de miedo. /Caramba! No es más que Clay. Veamos cómo reacciona éste. —Te… tengo ocho años. —Clay levantó las manos para mostrar ocho dedos. —¿Cómo? —Mi edad. —Pues es necesario que crezcas, Clay. Disparador, fogonazo y regreso. En el interior, Per cursaba instrucciones a Stroll y Bart para que retirasen a Clay y se lo llevasen al salón de la Tranquilidad. Mis cuerdas vocales trataban de articular palabras pero lo único que salió fue «jjjbbbsss». De improviso apareció Leif. Se incorporó de un salto, furioso. Estaba muy enfadado y el doctor Mosely se hundió en su asiento con los ojos como platos. —Oiga, Mosely. No es correcto hablarle a Clay de esa manera —espetó Leif, subrayando las palabras con el índice extendido—. ¿Que es necesario que crezca? ¡Lo habrá dicho en broma! ¿O es que no tiene ni idea de lo que es el trastorno de disociación de la personalidad? Se paseaba de arriba abajo por el despacho, seguido por los angustiados ojos de Mosely, quien se apresuró a rectificar:
—He querido decir que aprenda a comportarse como un adulto y que no hable como un niño. Supongo que no debí decirlo. Leif se quedó mirándole cara a cara, ceñudo. —¡Puede apostar que no! —Lo siento. No tenía intención de ofender a Cal. Leif ni siquiera se molestó en corregir el error. Sacó mi chequera, extendió un cheque por cien dólares, lo firmó «Leif», tachó la firma, lo firmó «Cameron West» y se lo tendió a Mosely, quien no tuvo más remedio que aceptarlo, sin saber qué decir. —Gracias por dedicarme su tiempo, doctor —silabeó Leif, y abandonó el despacho llevándonos a remolque a los demás. Sentados en el coche, esperamos unos minutos mientras devolvíamos la cacharrería a los estantes, mirando si se había roto algo. Todo en orden. Bien. Leif se guardó a sí mismo y aparecí yo, agitado y nervioso. Mierda. Puse en marcha el coche y salí del estacionamiento mientras me preguntaba si Mosely estaría mirando con disimulo a través de su persiana. Arrieros somos y en el camino nos veremos, Eddie. Nos has fastidiado. Nota mental: no confíes en nadie… El regreso a casa fue dificultoso. Leí las instrucciones al revés, pero conseguí salir a la local 680 Norte y una vez ahí el alboroto interior se sosegó bastante. Mi decisión era cada vez más firme. Seré psicólogo. Pero antes sería preciso leer la lista de Ted.
29 Mi regreso prematuro sorprendió a Rikki. Cuando le expliqué lo ocurrido en la consulta de Mosely me tomó la cara entre las manos, me besó y me abrazó con fuerza. Leif salió un momento para completar los detalles, hablando en voz baja para no ser escuchados por Kyle, y Rikki le palmeó la mano y le agradeció su protección sobre mí. Mi Rikki. Un cálido refugio donde cobijarse. —¡Eh, Kylie! —alzó la voz para hacerse oír en la sala de estar—. ¿Quieres que hagamos unos dulces? —¡Síííí! —gritó él, excitado, y echó a correr hacia la cocina. Dentro de mí alguien repitió: Dulces. Rikki sacó los ingredientes: la harina, los huevos, la mantequilla, el chocolate rallado, el azúcar, la levadura, la sal y la vainilla. Encendió el horno, sacó una bandeja y un bol de vidrio y se puso a medir las cantidades. Kyle ayudó a preparar la masa y echó el chocolate. A mí me habría gustado participar, ayudar, pero no me sentía en óptimas condiciones. La clínica, el avión, el aeropuerto, el beso, Val's, Mosely, Clay, Kyle corriendo feliz, jugando, el chapoteo de la masa batida con huevo, el chocolate rallado, ¡mmm! Disparador, fogonazo y salida de Clay. —Me… me gustan los du… dulces. Rikki y Kyle se sorprendieron. —Pero… —dijo éste no muy seguro de haber oído bien. Rikki fue a decir «Cam», pero Clay se adelantó a contestar: —Me… me gustan los du… dulces. —¿Papá? —Kyle, asustado, se volvió hacia Rikki—. ¿Mamá? ¿Por qué papá habla así? —Esto es chocolate ra… liado —dijo Clay mientras abría y cerraba los puños.
—¿Papá? —Kyle estaba mirándome, pero veía en realidad a Clay: el cuerpo tenso, los ojos bajos —. ¡Mamá! —gritó, y rompió a llorar. —¡Cam! —exclamó Rikki al tiempo que se agachaba para rodear a Kyle con los brazos. Disparador, fogonazo, regreso. —¿Qué… qué? —dije aturdido, no muy seguro de lo que había ocurrido en el ínterin. Vi que el niño lloraba—. ¿Qué te pasa, Kylie? Kyle corrió hacia mí para abrazarse a mi pierna. Me arrodillé y lo estreché entre mi brazos. —¿Qué ha pasado, papá? —dijo, todavía lloroso—. ¿Por qué hablabas así? —Papá está bien, cariño —quiso tranquilizarlo Rikki. Le acaricié los cabellos y dejó de llorar. —Sí, papá está bien —le aseguré. Rikki se sentó en el suelo y yo hice lo mismo. —¿Recuerdas aquella vez que papá gritó «basta» en la otra casa? Kyle asintió. —Sí, el día que vine con Itchy. —Sí. ¿Y que hablamos de lo que le pasó cuando era pequeño? Kyle asintió de nuevo. Reclinado contra mí, apoyó una mano en mi hombro y me dio una palmadita, sin dejar de mirar a Rikki. —Mira. A veces, cuando papá piensa en esas cosas malas que le pasaron se distrae, como si estuviera lejos de aquí, y dice cosas raras como hace un momento. —¿Y no puede dejar de pensar? —preguntó Kyle. Rikki meneó la cabeza. —Pues no lo sé, cariño. —Me dirigió una mirada sombría—. Por lo visto… no puede. —A mí no me gusta. Me da miedo —dijo él. —Siento haberte dado miedo —dije, mientras me esforzaba por permanecer en sintonía. Yo no he que… querido meterle miedo. No te preocupes, Clay. No es culpa tuya. Al salón de la Tranquilidad. ¿Y los dulces? Le daremos uno cuando Kyle haya salido de la habitación. ¡Bah! ¡Tonterías! No digas eso, Bart. Vamonos todos al salón de la Tranquilidad. Kyle me miró fijamente, acercando su pequeño rostro al mío. —No lo hagas más, papá, por favor. Reprimí una lágrima. —Lo intentaré. —Si vuelve a ocurrir, cariño, no tienes más que llamar a papá por su nombre. Dile «papá» o «Cam», y él volverá en sí. —Me dirigió una severa mirada—. ¿Verdad que sí, papá? —Sí —corroboré forzando una sonrisa para Kyle. Él me abrazó y acercó de nuevo la cara. —¿Cam? —dijo mientras trataba de chasquear los dedos un par de veces—. Te quedarás aquí conmigo. ¿De acuerdo? Suspiré y dije lentamente: —Me quedaré aquí contigo, Kyle. —Muy bien —respondió, dándose por satisfecho de momento, y se volvió hacia Rikki con una amplia sonrisa—: ¿Continuamos con los dulces? Ella le sonrió y se puso en pie.
—Claro —dijo alborotándole el cabello—. Empieza a echar cucharadas de masa en la bandeja. —¿Dejarás que limpie el bol con la lengua? —Está bien. Interiormente me sentí como un montón de guijarros en el fondo de un desfiladero. Me incorporé y fingí una sonrisa. —Lo de lamer el bol es la mejor parte —bromeé.
30 Más tarde, aquella misma noche, echado en la cama rememoraba el beso del aeropuerto, seguro de que el incidente de la cocina habría acabado con todas las posibilidades de hacer el amor. Pero me equivocaba. Rikki salió de la ducha envuelta en la toalla de baño y con una sonrisa insinuante, se deslizó desnuda entre las sábanas y se pegó a mí. Colocó el muslo sobre mis caderas, me mordisqueó la oreja y se puso a juguetear con mis patillas de una semana. —Estás muy excitante con esa barba —susurró—. Pareces más… viril. —Hablaba con un jadeo en la voz, como Marilyn Monroe. —No creí que fuese a interesarte —dijo con voz ronca, mientras me volvía hacia ella. Rocé suavemente sus erectos pezones con el dorso de la mano y ella profirió un leve gemido. Movía las caderas, la humedad caliente rozando mi muslo. Mis dedos recorrieron el suave perfil del hombro y la grácil pendiente de la espalda. Al llegar a las curvas peligrosas mi mano se detuvo y apreté. Rikki gimió más fuerte y se estrechó aún más contra mí. —¡Mmm! Me has faltado demasiados días —dijo, y su lengua acarició mi labio. Luego me besó a fondo. Luego se montó a horcajadas sobre mí, acariciándome, y enseguida su mano me guió dentro de ella y las cosas empezaron a ponerse bien de verdad. En lo exterior. En el interior reinaba una algarabía de película. Está caliente, ¿eh? A ti qué te importa. ¿Qué están haciendo? ¡Ooohl ¡Es repugnante! Pues no mires, Dusty. Déjalos que hagan. ¿Quién es ésa? No es mamá. So… soy un buen muchacho. Sí, eres un buen muchacho. Está bien eso de ser muchacho. Soy malo. Soy malo. Soy malo. ¡Basta ya! Todos al salón de la Tranquilidad. ¡Andando! Traté de ignorar aquel bullicio. Porque ahora todo era Rikki y proximidad y calor y consuelo y amor, y la trémula sensación de desear y ser deseado. Nos movíamos acompasadamente, en silencio, cuerpos ondulantes al ritmo nocturno de la pasión, sudando, el pulso latiendo cada vez más. Y las embestidas más frenéticas, hasta que Rikki arqueó la espalda mientras yo me inmovilizaba en lo más profundo de ella. Entonces ella gimió y ya no pude contenerme un segundo más. Nos derrumbamos el uno contra el otro, los corazones desbocados, jadeando con el cabello empapado, abandonados al cosquilleo final de la satisfacción completa. Pero en mi cabeza las chispas anaranjadas de la locura bailaban como polillas alrededor de una hoguera. Y los ojos de los demás relucían mientras me observaban desde rincones muy tenebrosos. Rikki no llegó a saber lo cerca que estuvieron los chicos, mientras hacíamos el amor, de aparecer en primer plano. Mis chicos y yo todavía no teníamos reglas acerca de cómo enfrentar el sexo. Ése fue un problema que a punto cayó sobre nosotros como una losa.
31 El nombre de la doctora Janna Chase era el primero de la lista de Ted. Dejé un mensaje en su contestador: «Me llamo Cameron West y padezco disociación de la personalidad. Necesito un especialista con mucha experiencia. Acabo de mudarme de Massachusetts y estuve una semana ingresado en la clínica Del Amo. Usted le fue recomendada a mi esposa por el monitor de un grupo de ayuda para múltiples. Tengo necesidad urgente de un terapeuta.» Y terminé dejando nuestro número de teléfono. Janna llamó ese mismo día y hubo un diálogo con muchas preguntas y cautelas, de sondeo mutuo. Por lo visto, no es corriente que uno llame al doctor anunciando su propio diagnóstico. Lo normal es entrar en la terapia sin saber, no-señalarse el dedo del pie diciendo «Doctor, me duele aquí». Janria quiso asegurarse de que yo fuese un múltiple. ¡Caray!,.si ni siquiera yo mismo estaba seguro de serlo. Arly dijo que lo era. Mandel lo dijo también. El personal de Del Amo no lo dudó ni por un momento. ¿Yo un múltiple? ¿Nosotros unos múltiples? En esa duna se escondía una víbora y yó no tenía ganas de pisarla. Al cabo de unos minutos Janna me dio hora en su consulta para dentro de un par de días. Hecho esto decidí buscar un instituto de psicología. Nos echamos a la calle sintiéndonos bastante lúcidos y cabales. Después de pasar una hora consultando guías en la biblioteca pública de Leona salí con las señas de más de una docena de institutos que ofrecían diplomatu- ras en psicología. Me decidí por el Saybrook de San Francisco, la prestigiosa institución fundada en 19 71 por Rollo May y otros representantes de la que fue gran escuela humanista de la psicología. Su método de enseñanza programada me permitiría realizar casi todo el trabajo por cuenta propia y a mi propio ritmo, que era lo que yo necesitaba. Y no seria poco trabajo, porque eran dieciocho asignaturas repartidas en tres cursos, al término de cada uno de los cuales se debía presentar una tesina de setenta páginas como mínimo, además de la tesis final. ¿Sería capaz de conseguirlo? Con la ayuda de Leif, me parecía que sí, si llegaba a vivir lo suficiente. Una vez en casa, consulté mis anotaciones y cursé la petición el mismo día, después de lo cual me fui a la cama con Toby y Winnie-the-Pooh. La consulta de Janna Chase era uno de los tres despachos que ocupaban la planta superior de una vivienda reformada en Shattuck Avenue. La sala de espera era pequeña y sin más asiento que un incómodo banco de madera estilo rústico americano. Aunque la ventana de cristales de colores con vista a la calle y la hermosa barandilla forjada de la escalera de caracol compensaban sobradamente la dureza del asiento. A las nueve en punto apareció Janna por la escalera y me invitó a subir. De pie en el pasillo, me obligó a precederla pasando por una puerta de doble batiente al interior de su pequeño gabinete. Eché una rápida ojeada en derredor. Todos lo hicimos. En el suelo, una alfombra oriental azul y blanca. El sofá para el cliente en cuero ocre claro y el sillón de Janna, también de cuero, azul claro. El escritorio, antiguo y con un sillón de mimbre arrimados a la ventana, y contra una pared una gran estantería con diversos objetos de cerámica y libros de psicología, incluyendo dos sobre el trastorno de disociación de la personalidad. Buena señal. En la pared detrás del sillón había un cuadro grande que representaba peces, de Wallace Tang, y en la pared opuesta dos más pequeños, unos de ellos un zigzag de colores abstractos y la otra una reproducción de Monet que me recordó a Huck Finn a la orilla del río en verano, lo cual me gustó. Nos sentamos y nos miramos. Aunque por mi parte sería más exacto decir que fue un escrutinio
de arriba abajo: yo en primer plano y todos los demás con las narices pegadas a la ventana, como los turistas que contemplan el panorama desde el Empire State. Janna tenía aproximadamente mi misma edad. Delgada, cabello castaño ondulado hasta los hombros, sin maquillar, y con unos ojos brillantes y vivaces de color arándano. Los pensamientos rodaban por mi cerebro como canicas sobre un entarimado. Los pájaros comen arándanos y a mí me gustan los pájaros que comen arándanos y ella tiene ojos como arándanos así que ella me gusta. Me cae bien Janna, que rima con Anna, con sana, con colorada y malvarrosa hermosa con botas vaqueras. En efecto las botas vaqueras malva y negro asomaban por debajo de la falda azul de Janna. Que le gustaron a Anna. Si Janna no lo estropeaba todo quizá tendríamos una oportunidad con ella. Allá vamos. Disparador, fogonazo y aparición de Anna. Sonrisa conejil, ojillos rientes, manos sobre las rodillas. —Mi nombre rima con el tuyo —anunció con vocecita infantil. Janna correspondió a la sonrisa. —¿De veras? ¿Cómo te llamas? —Anna. —Estupendo. Es verdad, Anna rima con Janna. —¿Eres la señorita? —No, soy psicóloga. Como Arly Morelli, según me ha contado Cameron. —¿Quién es Cameron? —Uno de los de dentro se lo aclaró—: ¿Cam? —apuntó con el pulgar hacia atrás. —¿Cam? ¿Es así como hay que llamarle? Asintió con timidez, sin mirar a la cara. Anna casi siempre rehuía el contacto visual. —¿Está detrás de ti? ¿Por eso señalas con el pulgar? Asentimiento. Janna se irguió en su asiento y anunció: —Lo repito ahora por si alguno estaba ausente el otro día, cuando Cam y yo hablamos por teléfono. Me llamo Janna Chase, soy psicóloga y tengo nueve años de experiencia con pacientes disociativos. Quiero que sepáis que, en caso de que decidamos trabajar juntos, no os tocaré nunca si no lo deseáis y en todo caso nunca será más que un apretón de manos o una palmada en la espalda, ¿de acuerdo? Apareció Bart. Cruzó las piernas, se arrellanó en el asiento y estiró el cuello para observar toda la estancia. Janna se dio cuenta del cambio. Hasta Ray Charles se habría dado cuenta. —Hola —dijo Janna. —¡Eh! ¿Cómo estás, Janna? —Se inclinó y le tendió la mano—. Soy Bart. Ella le estrechó la mano y sonrió. —Hola, Bart. —Bonitas botas. —Gracias. —¿Te ha contado Cam que el otro día estuvimos con un matasanos que tenía menos cerebro que un mosquito? Cuando apareció Clay se llevó tal susto que se largó. ¡Y le dijo que debía procurar hacerse adulto! —Meneo la cabeza. —Lo sé —respondió Janna—. Me lo contó Cam por teléfono. Lo siento. —Parecía sinceramente apenada—. ¿Cómo es Clay, Bart?
Bart se encogió de hombros. Sabía ppr qué se lo preguntaban. —No te preocupes. No es peligroso. Es un buen muchacho, sólo que un poco tartamudo. Fue muy maltratado en su infancia. —¡Hum! Así que todos están en guardia ahora, ¿no? —Más o menos. —Se quedó mirándola—. Pero nos caes bien. —Gracias. Oye una cosa, Bart. -¿Sí? —¿Sale mucho Cam? —¿Ése? —apuntó, lo mismo que Anna, con el pulgar—. Todo el tiempo. A ése le pasa algo. —¿A qué te refieres? —¿Oíste alguna vez la palabra «negación»? —Algunas veces. —Bien, pues… —Bart resopló con desdén y volvió a señalar con el pulgar por encima del hombro. —Cam, ¿eh? Bart cruzó los dedos y se llevó las manos a la nuca para ponerse más cómodo. —¡Caray! Guapa y también lista. Janna correspondió al cumplido con una leve sonrisa. —¿Tú crees que él desea salir? —preguntó. —Supongo que sí. Él es el pagano del convite. Hasta luego. Oí a Janna contestar «hasta luego» y luego sentí el conocido chapoteo de la inmersión de Bart en las turbias aguas del pantano de mi mente. Mis ojos miraban sin ver el rostro de Janna. Ella me observaba en silencio. —¿Cam? —insistió. ¡Eh! ¡Que alguien le dé a la manivela de este coche! Estertores del motor de arranque, batería que se agota, mano enguantada que gira la llave más de lo necesario, como si sólo hiciese falta un poco de habilidad para poner en marcha esa gran maquinaria oxidada. Eres real. Eres real. Eres real. ¡Eh! ¡ERES REAAAL! —¿Cam? —La… oigo… a… usted —dije, notándome las facciones entumecidas. —Escucha mi voz. Pisa el suelo con los pies. Mueve los dedos. Adelante, inténtalo. Noté que uno de mis dedos se movía al extremo de mi brazo. —La oigo —dije esta vez con más soltura. —Muy bien. Lo estás haciendo bien. Recuerda que estás demasiado estresado. Es lógico. Sé que acabas de salir de la clínica y que la entrevista con el otro terapeuta no salió bien. Empecé a fijar la mirada mientras tenía la sensación de caer a través del espacio, el suelo cada vez más cerca, hasta encajarme de nuevo en mi cuerpo. ¡Plaf! —Cam —repitió mientras yo trataba de orientarme y averiguar qué estaba pasando. Mis ojos se fijaron en ella. La mujer del pasillo. Los cuadros. Las botas vaqueras. —¿Hola! —dijo ella mirándome a los ojos. Exhibía seguridad en sí misma e interés—. ¿Eras tú en el primer momento de entrar aquí? —Creo que sí. —Me dolía el brazo donde empezaban a cicatrizar la herida. Tengo brazos. Buena señal. —¿Eres tú el que habló conmigo por teléfono?
—Sí, fui yo. Janna sonrió. —Bien, pues hola. —Hola. —Acabo de conocer a Bart y Anna. —Lo sé —contesté al tiempo que movía los dedos, ya un poco más centrado. —Estupendo. Así que hay cierto grado de co-consciencia. —Ajá. Entre todos. Ella sonrió. —Buen indicio. Una idea se abrió paso en mi cerebro dolorido. Hice una mueca y me froté la sien. —Tenemos diarios. Hay muchas cosas que debe usted saber y que yo no sería capaz de explicarle. Pero está todo en los diarios. Debe leerlos. —Desde luego. Los leeré tan pronto los traigas. Apoyé la cabeza en el respaldo del sofá y cerré los ojos, notando un sabor amargo en la boca.
—¿Qué ocurre? —preguntó Janna. —Soy un loco. Ella no contestó. Abrí los ojos y la miré. —Ayúdeme. No quiero acabar así. Janna se inclinó hacia mí sin dejar de mirarme fijamente, considerando a quiénes se dirigía antes de decir con serenidad: —No estás loco, y yo tampoco quiero que acabes así.
32 Admitido en el instituto Saybrook, empecé mis estudios mientras Rikki encontraba un empleo de secretaria del director comercial de una importante empresa de Oakland. Así que súbitamente me vi solo en casa desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde.
Durante la semana Kyle y yo establecimos una ratina. Lo primero que hacíamos por la mañana era quedarnos media hora juntos en la cama de él, yo leyéndole los cuentos de misterio de Gertrade Chandler Warner antes de vestirlo para llevarlo a la escuela. Yo hacía las diversas voces de los divertidos diálogos, y Kyle reía como un loco. A los dos nos encantaba. Por lo general podíamos contar con esa diversión para que nos ayudase a pasar amenamente el rato del desayuno y el resto de la rutina matutina. Y eso también era buena cosa, porque hacia la tarde sólo se podía contar con que el papá que recogía a Kyle en la escuela no sería el mismo papá que lo había dejado allí. Para hacer frente al ingente estudio que requería la licenciatura forcé a mi gente. Debían permanecer en un segundo plano mientras Kyle se hallase en la escuela. No les permitía manifestarse, excepto durante las dos horas a la semana cuando acudíamos, los lunes y los martes, a las sesiones con Janna. El resto del tiempo yo trabajaba sin darme descanso y sin hacer caso de la incesante cacofonía interior. Lo mismo si tocaba leer que escribir, cada palabra era como una página y cada página un libro entero para mí. Para cuando llegaba la hora de ir a recoger a Kyle, estaba con el entendimiento hecho puré y un montón de alter ego furiosos pugnando por salir. Kyle lo sabía. Acábó por acostumbrarse, y llamaba a Cam para provocar el retorno tal como le habíamos enseñado. Era inevitable. No importaba cómo hubiese pasado Kyle su jornada en la escuela, siempre tropezaba conmigo, aunque no era culpa suya. Y ya estábamos otra vez, yo intentando emerger con uñas y dientes, y él sorprendido y preguntándose qué diablos le habría ocurrido esta vez a papá. Por lo general yo no lo conseguía; me fallaban las fuerzas. Comprar un bocadillo para Kyle ya era mucho, pero ayudarle con las matemáticas de segundo, prácticamente imposible. ¿Paciencia? ¡Bah! ¿Tomárselo con buen humor? ¡Bah!
Kyle y yo contábamos los minutos hasta el regreso de Rikki. Por lo general, yo ni siquiera conseguía tener la cena preparada. Pero ella no se quejaba. Se limitaba a cocinar y charlaba con Kyle, él sentado y jugando en el suelo. Mientras tanto yo me recluía en mi sórdida y oxidada jaula hasta la hora de cenar. Una vez reunidos alrededor de la mesa, la maravillosa jovialidad de Rikki lograba disipar la tensión entre Kyle y yo. Después de la cena, las veladas solían ser apacibles. Rikki ayudaba a Kyle con sus deberes, lo bañaba, le leía un cuento y lo acostaba. Entonces subía yo para darle el beso de buenas noches, tal vez leerle un poco más y finalmente apagar la luz. Por lo general Rikki y yo no tardábamos mucho en hacer lo mismo. En otros tiempos solíamos decir que nuestras mejores conversaciones eran las que manteníamos a oscuras, en ese lugar fértil donde acaba el mundo y comienzan los sueños. Pero ahora ese mismo lugar parecía una inmensa cochera desierta, donde estacionábamos cada noche un poco más lejos el uno del otro. Yo vaciaba todas mis energías en el estudio y en mantener la compostura durante la jornada. A la hora de apoyar la cabeza en la almohada caía exhausto. Rikki se mostraba paciente y comprensiva, pero se quedaba sola. Y la soledad es muy mala, como siempre nos han asegurado que era.
33 A los seis meses Rikki ascendió a un cargo directivo y le adjudicaron un elegante despacho con
vistas sobre todo San Francisco y ocho personas a sus órdenes, incluyendo su secretaria Janine Barnes. Ésta tenía un metro sesenta y cinco de estatura, grandes ojos castaños de mirada maliciosa, cuerpo despampanante y caudalosa melena ondulada castaño oscuro. Era la clásica imagen de la joven de veintidós años que todavía vive con sus padres y que desempeña su primer trabajo en serio: deportivo Toyota último modelo, teléfono móvil, buscapersonas, vestuario a la última moda, largas uñas pintadas y nada que la preocupase excepto la caída de unos pantalones o la conservación de su bronceado. Rikki la apreciaba porque era eficaz y brillante, y además tenía sentido del humor; incluso era capaz de reírse de sí misma, cualidad prácticamente inexistente entre los muy jóvenes. Además, a Janine (del todo semejante en esto a la mayoría de los de su edad) sólo le interesaba su propia vida y no prestaba atención a la de los demás, incluyendo la de Rikki. Para Janine, Rikki era una especie de chica alegre que fuera del trabajo se dedicaba a lo que suelen dedicarse las chicas, ocupaciones que ella ignoraba y le traían sin cuidado. Lo cual era muy tranquilizador para Rikki, que no tenía el menor deseo de andar contando su vida a nadie. —Hola, jefa. —Janine empujó con la cadera la puerta del despacho, llevando una taza de café en cada mano. Dejó una de ellas sobre el escritorio de Rikki y se dejó caer en un sillón. Rikki dejó a un lado su bloc de notas y recogió la taza de café. —Gracias —dijo, y después de tomar el primer sorbo—: ¡Mmm! ¡Nuez moscada! ¿Se te ha ocurrido a ti? —Ajá. —Buen detalle. Rikki dejó el café y volvió a tomar su bloc. —Está bien. Volvamos al trabajo. Esta feria comercial nos dará mucho que hacer. Llama a Dave y le dices que necesitamos esos aparatos revisados para el martes. También habrá que desplazar allí un técnico y otro para toda la jornada del jueves, así que hablarás con Ed y con Greg. Y que los vendedores nos pasen las listas definitivas de visitantes hoy mismo, para imprimir los pases y calcular las consumiciones. Que Cheryl hable con los de márketing para saber cuándo es el reparto. Y llama a Diane y pregúntale quiénes irán enviados para ocuparse de la recepción. —Tomó un sorbo de café—. Creo que por ahora eso es todo. —Muy bien —dijo Janine poniéndose en pie. Iba a salir cuando dijo—: ¡Ah, Rikki! Se me olvidó el viernes pasado. Me ha dicho Teri que esta noche todos, o casi, se reúnen en Chevy's para la despedida de Andy Grumman. —¡Vaya! Lo olvidaba. El que nos ha dejado por la Oracle. No faltaré. —Se arrellanó en su sillón —. Lástima que se vaya. No lo he tratado mucho pero parecía simpático. —Sí —dijo Janine tamborileando con las uñas sobre el marco de la puerta—. A mí siempre me ha parecido… interesante —sonrió—. Para ser un viejo. —¿Un viejo? No creo que Andy tenga más de cuarenta años. Si eso es ser viejo… ¿yo qué soy? —Lo dije en broma, abuelita —se burló Janine—. Pero insisto en que es un tipo interesante. Rikki se quedó pensativa mientras Janine salía. Conque Andy Grumman es un tipo interesante… Después del almuerzo Rikki llamó para anunciar que llegaría a casa ur. poco más tarde que de costumbre. Pésima noticia para mí, porque la sesión había sido brutal y no me encontraba nada bien. Ese día hicieron su aparición dos alter ego nuevos.
Casi tan pronto entré en la consulta de Janna noté un violento temblor y caí al abismo. Apareció Wyatt, que se puso en pie con brusquedad y empezó a pasearse por el contorno de la alfombra. Jaima permaneció sentada y lo observó con paciencia. Había adivinado que se trataba de un nuevo protagonista. —Ésta es una alfombra cuadrada —dijo él con la voz de un escolar sabihondo de unos diez años —. Quiero decir, rectangular. —¿Cómo te llamas? —Wyatt. —Hola, Wyatt. ¿Por qué caminas por el borde de la alfombra? —Me tranquiliza caminar por los bordes y bordillos. —¿Estás nervioso? Se te ve bastante ansioso. —Sí lo estoy. —¿Y cuando contemplas la alfombra y caminas pisando el contorno te sientes menos ansioso? —Eso es. —Y ¿sabes por qué te sientes así? —Porque no te conozco a ti ni a este lugar —contestó sin apartar la mirada de la orla que remataba el dibujo de la alfombra—. Comer cereales y caminar sobre gravilla es lo mismo… uno se harta enseguida. —¡Ummm! —dijo Janna mientras consideraba tal afirmación—. Así pues, ¿no sabes quién soy? —No la sorprendió demasiado. Ocurre a menudo que los alter ego nuevos lo desconocen casi todo. —No. —Intenta obtener esa información en tu interior, Wyatt, a ver si alguien te dice quién soy. Calló durante unos momentos, aunque sin dejar de pasearse por el borde de la alfombra. —No lo sé. Los de dentro tratábamos de hablarle, pero Wyatt no nos escuchaba o no nos oía. —¿Sabes dónde estás? —preguntó ella. —En una habitación de una casa. —En eso aciertas. Estás en un despacho instalado en un edificio que antes fue una casa vivienda. Me llamo Janna Chase. Y soy psicóloga. La psicóloga de Cam. Oye, Wyatt, ¿sabes en qué año estamos? —En 1964 —contestó sin vacilar—. ¿Cómo me he hecho tan alto? Debo de estar andando sobre zancos, o estás engañándome con algún truco. —No es ningún truco, Wyatt. ¿No sabes quién es Cam? Wyatt continuó su paseo, atento al intrincado dibujo de la alfombra, y contestó: —Hombre grande con grandes zapatos. —Tienes razón. ¿Puedes dejar de pasearte y sentarte un momento? Se detuvo. —De acuerdo. ¿Quieres que me siente en el suelo? —Si lo prefieres; también podrías sentarte en el sofá. —Muy bien. Wyatt se sentó en el sofá y se puso a reseguir el dibujo del friso de escayola del techo sin mover los ojos, desplazando la cabeza para mirar el perímetro. Cuando llegó a contemplar las dos ventanas bajó la mirada y trazó una y otra vez sus contornos rectangulares.
—Tienes el techo torcido —dijo—. La habitación está torcida. Y tus cuadros también están torcidos. Janna rió. —Sí, es posible. Éste es un edificio viejo. —Contempló el rostro inexpresivo que seguía pendiente del recuadro de las ventanas—. ¿Te importaría dejar un rato lo que estás haciendo? —De acuerdo. —La cabeza de Wyatt dejó de moverse y sus ojos se volvieron hacia el cuadro detrás del escritorio de Janna. —¿Wyatt? -¿Sí? —No estamos en 1964. —¿De veras? —Escucha dentro de ti a ver si puedes averiguar en qué año estamos. Él calló. Su semblante reflejaba una intensa concentración. —No oigo nada —dijo. De súbito el cuerpo de Wyatt se arqueó y la nuca golpeó contra el respaldo del sofá. Se derrumbó un poco ladeado, los pies apoyados en el suelo, y se llevó los puños al pecho. Y entonces, ¡bang!, apareció otrc personaje, los ojos aterrorizados vueltos hacia arriba y jadeando como si le hubiese caído encima una viga de hierro. Janna se incorporó en el asiento, atenta a cualquier pista o indicio orientador. —Dime qué te pasa. No hubo respuesta. Sólo aquella mirada de terror y la respiración entrecortada. —¿Qué te pasa? —repitió ella con énfasis. Él boqueaba como si le faltase el aire: —Aaag… aaag… no puedo… aaag…, respirar. —¿Por qué? ¿Por qué no puedes respirar? —Déjame… aaag… por favor… aaag… déjame… Janna no perdió la calma. Sabía que aquello era una abreacción. que el paciente estaba reviviendo un suceso del pasado. No era un ataque de epilepsia, como podía parecer le a un observador menos avezado. Ella sabía que no estaba ahogándome, pero no era tan fácil para quien estaba echado en el sofá, quienquiera que fuese: él o ella vivía en aquellos momentos el pasado… mi pasado. —¿Estoy hablando con Wyatt? —preguntó Janna. Negó dos veces con la cabeza. —¿Quién eres? —Mo… aaag… zart—jadeó él. —¿Mozart? ¿Te llamas Mozart? —Sí..…, aaag… —Parecía atragantado con algo que no lograba expulsar. —Escucha, Mozart. No estás en peligro. Me llamo Janna Chase y estoy aquí para ayudarte. Escucha e intenta centrarte. —Vestido… ag… azul. —¿Vestido azul? ¿Quién lleva un vestido azul? No hubo respuesta, sólo el jadeo de su respiración. —Escucha, Mozart, nadie va a hacerte daño. —Bragas… en… aaag…, mi… cara… aaag —balbució con un hilo de voz ahogada por el pánico. —Mozart —repitió Janna—, mira hacia adelante. Fija la mirada en lo que tienes delante. No hay
ninguna prenda interior tapándote la cara. No hay nada en tu cara. Levanta las manos y tócate la boca. No tienes nada en la boca. Levanta las manos y te convencerás. —No puedo… aaag… mover las manos… aaag —replicó él sin despegar los brazos del pecho. Janna decidió esperar unos minutos antes de intentar el rescate. —¿Por qué no puedes mover las manos? —Aaag… no puedo. —¿Por qué no puedes? —insistió ella. —Aaag… Ella me tiene sujeto. —¿Quién? —Ella… aaag. Esa… mujer. —¿Qué mujer? El jadeo se intensificó y la respiración era cada vez más angustiosa. Janna siguió insistiendo. —¿Sabes quién es la mujer? —Aaaaag —jadeó él, la cara anegada en lágrimas, el cuerpo sacudido por convulsiones. Profirió un grito sofocado, ahogado por el fantasma de la mujer del vestido azul que le tapaba la cara con sus bragas. Janna suavizó la voz: —Oye, Mozart. Escucha mi voz. Concéntrate en el sonido de mi voz. Voy a ayudarte. Puedes mover las manos. No están sujetas. Baja la mirada y fíjate en tus manos. Mozart bajó los ojos poco a poco hasta verse las manos. —¿Lo ves? —dijo Janna—. No hay nadie que te sujete las manos. Ahora sigue escuchando mi voz. Intenta abrir las manos y luego levanta los brazos y llévate las manos a la boca. Él obedeció lentamente, jadeando todavía, y se tocó los labios con los dedos. —¿Lo ves? No tienes nada en la cara. El terror que reflejaban sus ojos de niño disminuyó un poco, y Janna siguió hablándole con calma. —Ahora controla la respiración. Lo que no te dejaba respirar ya no está aquí. Poco a poco el cuerpo empezó a distenderse y la respiración se normalizó un poco. Janna esperó unos momentos y luego dijo: —Mozart, mira hacia aquí. Él volvió la cabeza y los ojos se fijaron en ella un segundo y luego empezaron a cerrarse, como si le venciese el sueño. —¿Quieres escucharme un momento? Intenta quedarte aquí un poco más. Los ojos se entreabrieron con una fatiga inmensa. —A partir de ahora te encontrarás bien, Mozart —dijo ella—. Eso sucedió hace mucho tiempo. Estabas reviviendo un suceso de hace mucho tiempo. Ahora ya no corres ningún peligro. —Le sonrió y agregó con tono tranquilizador—: Estás a salvo. Los ojos de Mozart se cerraron y cayó en un sopor. Janna se arrellanó en el sillón, observando mi cuerpo inerte. —¿Cam? Un remolino recorrió en espiral el largo y serpenteante túnel hasta la habitación donde yo dormía pacíficamente en una cama grande y blanca, con mullidos almohadones. —¿Cam?
Mis ojos se abrieron poco a poco reaccionando a la suave voz. Traté de fijar la mirada para ver de quién era aquella voz, pero no pude. —Te oigo —dije, y mi propia voz sonó muy lejana—. ¿Quién me llama? —Soy Janna. —La voz pasó sobre un pastel de arándanos puesto a enfriar en la ventana de una casa de campo. —Janna —dije con voz gruesa, el olfato embriagado por el dulce aroma del pastel. Aquel nombre me sonó vagamente conocido. —¡Cam! —repitió con más firmeza, y mi semblante se ensombreció mientras el pastel se elevaba y salía flotando por la ventana hacia un prado en la linde de un bosque oscuro. —¡Cam! Cam. Mi nombre. Está repitiendo mi nombre. —Te oigo —dije, y noté la vibración de mi laringe al paso del aire que formaba las palabras—. Estoy tratando de abrir los ojos. —Los tienes abiertos, Cam. Trata de fijarlos en mi cara. Esta vez la voz se oyó mucho más cerca. Los mullidos almohadones se encogieron y desaparecieron y me encontré con la cara apoyada en el sofá de Janna. Mira, mira, mira. Por fin vi el rostro de Janna, tumbada delante de mí. No es ella la que está tumbada… eres tú. Cierto. Pero ¿qué estoy haciendo aquí tumbado? —¿Qué estoy haciendo aquí tumbado? —¿Puedes sentarte? Poco a poco fui incorporándome hasta quedar sentado. Ante mis ojos, la imagen de Janna empezó a girar en el sentido de las agujas del reloj saliendo de la horizontal y acercándose cada vez más a la vertical, hasta que me hallé completamente erguido. —Los dos estamos verticales —constaté, y sacudí la cabeza un par de veces—. ¿Qué ha pasado? —A ver si encuentras esa información dentro de ti. Fruncí el entrecejo. —¿Por qué no te limitas a explicarme qué diablos ha pasado? Ella sonrió con paciencia. —Han pasado muchas cosas. Trata de encontrar esa información… —Dentro de mí —concluí con fastidio—. Ya lo sé. De acuerdo, espera un minuto… Caminando alrededor de una alfombra. Aturdido. —Ajá —asintió ella—. ¿Qué más? —Wyatt. —Bien. Wyatt, un nuevo alter ego… Caminaba alrededor de la alfombra. Fruncí el entrecejo y me llevé la mano al pecho. —Respiración angustiosa, como si me hallase atrapado debajo de algo… algo que me oprimía el pecho. —Empezaba a experimentar una sensación muy desagradable—. Un vestido azul de algodón. Unas bragas… —Bien… —¡No! No me gusta eso. —¿Qué más? ¿Quién era la mujer del vestido azul? Cerré los ojos y un destello de ira me partió el cerebro en dos. Abrí los ojos de par en par y la miré, furioso.
—¿Quién crees tú? —espeté. —No lo sé. —Pues, ¡a quién le importa! Sólo porque alguien haya dicho algo no significa forzosamente que sea verdad. . —Cierto, pero… —¿Pero qué? —¿Quién fue? Escucha dentro de ti. Hubo un minuto de silencio. —Pelo blanco. Eso es. Es lo único que se escucha. Pelo blanco. Ni siquiera puedo distinguir quién lo ha dicho. ¡Cuánto aborrezco todo esto! —La abuela —murmuró Janna. —¡No sé por qué dices eso! —Escucha dentro de ti. Ya sé que te resulta difícil, pero sigue escuchando. Cuando dijo «escuchando» arrastró la «s» y el sonido sibilante se deslizó de sus labios y me envolvió como un chai de seda. Y mi rabia se evaporó. Volví a cerrar los ojos. —Mozart. ¿Música? No. Es un nombre. Hay un niño… que se llama Mozart. Un alter ego llamado Mozart. —La miré, perplejo—. ¿Es posible que exista un alter ego que se llame Mozart? Janna asintió. —Así dijo él que se llamaba. Creo que es un niño. Y está en un apuro muy grave. Hay que llevarlo al salón de la Tranquilidad. Tú y los demás deberíais tratar de localizarlo y llevarlo allí. Y también a Wyatt. Intentadlo ahora. Per y Bart, Dusty, Stroll… buscad a Wyatt y a Mozart. Necesitan descansar en el salón de la Tranquilidad. Hubo otro silencio y luego: —Ya está. Los hemos encontrado. —¿Podéis conducirlos al salón de la Tranquilidad? —Ahora vamos para allá. —Bien. De nuevo permanecimos un rato callados. Parpadeé y noté que los ojos me escocían. Janna se acercó al sofá para sentarse en el otro extremo. Me volví a mirarla y entonces comprobé que también me dolía el cuello. —La sesión ha sido muy dura —comentó ella—. ¿Cómo te encuentras? —En la cuerda ñoja… comó un funambulista solo y sin red. Janna alargó la mano con intención de darme una palmada en el hombro, pero finalmente la apoyó en el asiento del sofá, cerca de mí. —No estás solo, Cam —dijo en voz baja—. Yo soy tu red salvavidas.
34 Entre los reunidos en el Chevys, un restaurante mejicano de Alameda, había ocho del despacho de Rikki. Cuando llegó (con una hora de retraso) tomaban margaritas, comían canapés y reían alrededor de dos mesas que habían juntado para lá despedida de Andy. Un tipo delgado y musculoso de unos treinta años levantó su copa y exclamó: —¡Eh! ¡Mira quién ha decidido unirse a nosotros! —Y se lanzó a cantar Helio, Dolly tratando de
emular a Louis Armstrong, aunque le salió más parecida a la del Grover de Barrio Sésamo. «Desocupad un par de rodillas para ella, amigos.» Janine, que se sentaba al lado de Andy, corrió la silla para hacer sitio y Andy acercó una silla de otra mesa mientras todos entonaban a coro: —¡Rikki no te va-yas, Rikki no te va-yas, Rikki no te va-yas nunca máaaas! El coro 'se disolvió en risas y todos los presentes aplaudieron y brindaron. Rikki se sentó con una sonrisa radiante. —Yo no me voy —dijo al tiempo que sostenía una copa vacía y apoyaba una mano en el hombro de Andy—. Éste es el que se va. Que alguien me sirva un margarita, por favor. Andy le llenó la copa. Tenía cabello negro y lacio, con las sienes entrecanas, ojos azules y facciones atezadas de expresión risueña, con patas de gallo y arrugas de hombre muy curtido, como si se ganase la vida vendiendo cabañas en la montaña y además disfrutara con ello. Excepto que usaba zapatos italianos y un traje de mil dólares. Y no vendía cabañas. Era un experto en márketing. Se volvió hacia Rikki sonriendo. —Celebro que hayas podido asistir, y gracias por el detalle. —No me lo hubiese perdido por nada del mundo. Perdona el retraso. En el último minuto se nos acumuló el trabajo de organización de la feria. —Y mirando hacia el resto de la concurrencia le dijo al cantante—: ¡Oye, Satchmo! ¡Si mañana a primera hora no me traes la lista de clientes para la inauguración tendrás que empeñar la trompeta! Todos rieron. —¿Es una advertencia? —rió el supuesto Satchmo. —Lo digo en serio, Jimmy. Necesito esa lista. —De acuerdo, Rikki. Me he retrasado porque intentaba pescar algún capullo más. —A mí también me gustaría pescar uno —sonrió Rikki, y vació su copa de un trago. Un tipo grandullón en camisa blanca, pajarita roja y tirantes levantó la voz desde el fondo. —Perdón, Rikki… —Levantó el mantel, sonriendo, e hizo como que se miraba la entrepierna—. Creo que acabo de encontrar uno para ti. Todos festejaron la chanza. —Gracias, Brian. No lo olvidaré —replicó Rikki riendo. Andy le llenó de nuevo la copa y sus manos se rozaron ligeramente. Sus miradas se encontraron y ella le sonrió. —¡Bueno! Debo irme —anunció Janine mientras apartaba la silla y se ponía en pie. Arrojó un billete de diez sobre la mesa—. Tengo ligue esta noche. Una mujer madura muy elegante que tomaba los canapés con la servilleta dijo: —Oye, Janine, apostaría a que no es ningún campesino. Janine hizo una mueca y replicó: —No; es un italiaaano. Lo cual fue celebrado con nuevas risotadas, sin exceptuar a la misma Janine. Ésta se volvió hacia Andy. —Buena suerte, Andy. —Se inclinó para rozarle la mejilla con un beso—. Te echaremos de menos. Andy quiso ponerse en pie pero Janine lo retuvo. —No es necesario. —Y mirando en derredor agregó—: ¡Éste si es un caballero! —Gracias por venir, Janine. Pórtate bien —sonrió él.
—¿Yo? ¡Ja! Adiós.a todos. —Y salió hecha un torbellino, saludando con la mano. Brian se puso en pie y con cara de circunstancias anunció: —Es tarde. Me voy a casa, que mañana la tortura empieza otra vez a las siete. —Dejó sobre la mesa un billete de veinte, se puso la chaqueta y se acercó a estrechar la mano de Andy. —Yo también —dijo Jimmy—. Hasta mañana. ¿Partida de póquer el jueves, Andy? —¡Claro! Me hace falta tu dinero. Los demás fueron apurando las bebidas, dejaron su contribución y le manifestaron a Andy los buenos augurios de despedida. En pocos momentos Rikki y Andy se quedaron a solas. —Bueno, pues aquí estamos —dijo él. —Sí, ya lo veo —se encogió de hombros ella. Se hizo un silencio un poco incómodo, como suele ocurrir cuando dos personas que no se conocen mucho se quedan solas. Andy fue el primero en romperlo. —Tú también querrás marcharte, Rikki… —No hace tanto que he llegado. Pero no te sientas obligado a quedarte por mí. —Descuida. Iba a terminarme la copa. Es sólo que no quiero que te sientas obligada a hacerme compañía. Ya sabes. El homenajeado debe ser el último en abandonar la fiesta. Rikki asintió. —Sí, el cumplimiento del deber es lo primero —contempló los billetes que habían quedado en la mesa—. Aunque me parece que vas a resarcirte. —Supongo que sí —rió Andy—. Todavía voy a salir ganando. Podríamos pagar la cuenta con esto y todavía nos sobraría para tomar la última copa en Tahoe —propuso. Rikki'sintió una leve excitación y súbitamente se dio cuenta de que estaban sentados muy cerca el uno del otro. Miró a Andy con los párpados entornados y fingiendo ser la Bacall dijo: —¡Hum! Tahoe… tienen un estanque ahí. Andy se inclinó hacia ella e hizo un par de veces la mueca de Bogard con los labios antes de decir: —Sí, muñeca, y muy mojado. —Y luego hizo el ademán de Bogard. Ambos se quedaron mirándose un segundo y luego rompieron a reír. Una camarera de unos veinte años, morena de cabello corto y cejas espesas, se acercó a la mesa y preguntó: —¿Quieren algo más? Andy le dirigió a Rikki una mirada de interrogación. Ella consultó su reloj y luego dijo: —Tomaría un café con Kahlua. —Estupendo, yo también. Dos cafés con Kahlua, por favor. —Sí, señor. Enseguida le envío a alguien que limpie la mesa. —Gracias. Cuando se hubo alejado la camarera, Andy meneó la cabeza y dijo: —Me ha llamado «señor». Seguramente piensa que soy un viejo. Ambos rieron y Rikki notó que sus rodillas se rozaban debajo de la mesa. Carraspeó y dijo: —Janine me llama abuelita. —¡No me digas! ¿En serio? —En serio. Él se alisó la corbata de seda. —Tengo una hija de catorce.
—Y yo un hijo de siete. —¿Cómo se llama? —Kyle. ¿Y tu hija? —Katie. Les sirvieron cafés y ellos tomaron el primer sorbo. Rikki dio ur. respingo, se abanicó la boca y dijo: —¡Uf! Está demasiado caliente. —¿Te ha quemado la lengua? —Sí —dijo ella, y se refrescó tomando un sorbo de agua. —Es molesto quemarse la lengua al primer sorbo —comento Andy. —O el paladar con el primer bocado de pizza —asintió Rikki. —Eso también —corroboró él tomando una cucharada de crema batida—. Prueba. La crema no está caliente —dijo, ofreciéndosela. Territorio peligroso. Ella titubeó un segundo y luego tomó un lengüetazo del final, mirándole fijamente. Hubo un silencio. Rikki se fijó en la mano izquierda de Andy. —No veo ningún anillo. Andy bebió un sorbo de café para ganar tiempo y luego colocó la taza parsimoniosamente sobre el platillo. —Mi mujer me dejó cuando Katie tenía dos años. —Lo siento. —Se volvió a casa de sus padres, en Wyoming, y no reclamó la custodia de la niña cuando nos divorciamos. —Sonrió con tristeza—. Ellen tenía problemas con el alcohol. Estuvo en media docena de clínicas. Incluso intentó suicidarse una vez. —Se encogió de hombros— Ahora nos vemos dos veces al año, y el día del cumpleaños de Katie le envía un regalo… —Habrá sido muy difícil para ti. —Lo fue al principio. Es que yo no tenía ni la menor idea, ¿sabes? Y luego la vorágine se la llevó de repente. —Ensimismado, Andy jugueteaba con la cucharilla—. Pero Katie y yo nos llevamos muy bien. —¿Nunca hubo otra mujer? —¡Ah! —suspiró Andy—. Un par de veces, sí. Hace tres años empecé a salir con una mujer en serio, pero luego resultó que ella quería tener familia propia, no ser una madrastra. Así que, ¡pfff! — Ilustró con las manos algo que se desinfla. Andy se irguió en el asiento y puso su expresión de jovialidad para alejar pensamientos tristes. —¿Y tú? ¿Qué me cuentas de tu vida? Rikki tomó la taza entre las manos y la giró. Durante unos segundos contempló el remolino del café mientras consideraba qué parte le convenía contar. Cuando se decidió, lo soltó todo. Andy la escuchó con atención y contempló el azul intenso de sus ojos y los delicados movimientos de las manos con que iba subrayando el relato. Anochecía ya cuando Rikki terminó, y el personal del servicio andaba entre las mesas encendiendo velas. Andy cubrió con su mano las de ella y las apretó un poco. —Lamento que hayas tenido que pasar por todo eso. Rikki correspondió al apretón.
—Gracias. Enseguida consultó el reloj. Eran las siete y media. —¡Dios mío! Se me ha hecho tarde. Cam asiste a una sesión esta noche y empieza a las ocho y media. Andy pidió la cuenta a la camarera, reunió los billetes de la colecta, pagó y dejó una generosa propina. Al ponerse en pie dijo: —Te acompaño hasta tu coche, Rikki. Ella sonrió y se encaminaron hacia la salida. Junto al coche, él le dijo: —¿Querrías salir a cenar alguna noche? Como amigos. Rikki sintió un cosquilleo, seguido de una oleada de temor. Frunció el entrecejo,.confundida por aquellas sensaciones contradictorias. Pero luego sonrió y contestó: —De acuerdo. Un amigo.
35 Cuando Rikki, ya de noche, entró en el sendero, yo estaba en el garaje paseándome de arriba abajo, quisquilloso y malhumorado por llegar tarde a mi reunión en Sedona House. Rikki me iluminó con los faros del coche y advirtió mi enfado. Dijo que lo sentía y yo murmuré «no tiene importancia». Cambiamos unos rápidos y rutinarios besos y, a los quince segundos de la llegada de ella, me hallé sentado al volante y saliendo a la calle. La aparición de Wyatt y Mozart en el consultorio de Janna había puesto en marcha la batidora de mi cerebro, y el retraso de Rikki acabó por reducirlo todo a papilla. Procuré concentrarme en la conducción pero sentía el volante como escurridizo, mientras los faros proyectaban millones de partículas de pigmento amarillo sobre las calles. En la carretera de Alta Vista, a poco más de un kilómetro de casa, oí la sirena y vi los destellos rojos. A la derecha, a la derecha. Pisa el freno. Pon las luces de emergencia. ¿Qué pasa? Callaos. ¿Qué pasa? ¡Callaos! ¿Qué pasa? ¡¡¡SILENCIO!!! Un cono de luz blanca, apuntándome. —Por favor, baje el cristal, señor. ¿Eh? ¿De dónde ha salido esa voz? Otra vez, ahora más fuerte: —Baje el cristal, señor. ¡Que nadie abra la boca! Aprieta el botón. Nada. Pero ¿no es este botón? Nada. —Ponga las manos sobre el volante. Obedecimos y el policía abrió la puerta y me alumbró la cara con su linterna. —¿Por qué no ha bajado el cristal? —No lo sé. He apretado el botón pero no funciona… —Tiene el contacto apagado. ¿Qué ha bebido usted? —Agua. Un vaso de agua. —Salga del vehículo, por favor. Piernas como gelatina, pies que chapotean en el suelo. Qué alto soy. Un golpe de viento me azota el rostro y un mechón de pelo se introduce en mi boca abierta. ¿Qué ha sido eso? ¿Una cuerda? Cada vez me hundía más en aquellas aguas turbias.
—Enséñeme su permiso de conducir, por favor. —¿Cómo? Lo repitió, esta vez con tono más desabrido: —Le he dicho que me enseñe su permiso de conducir. Su acompañante, que se había quedado en el coche patrulla para pasar los datos de mi matrícula, se apeó entonces. Era una mujer policía. —No le entiendo… —Su permiso de conducir. En la cartera. ¿No lleva usted una cartera? La mujer policía lanzó una mirada inquisitiva a su compañero. —Bolsillo —balbucí. El naufragio era total. Nadie salía en mi auxilio. ¿Dónde está Leif? No lo sé. ¿Y Per? No lo sé—. En mi bolsillo. De los pantalones. Está en el bolsillo de los pantalones. El policía miró a su compañera y después otra vez a mí. —Lleve la mano muy despacio al bolsillo y saque el permiso de conducir, señor. —De acuerdo. —Saqué la cartera haciendo pico con los dedos y se la ofrecí cuidando bien de no abrirla. A veces muerden, ¿sabes? —No quiero que me dé su cartera, señor. Ábrala y saque el permiso. —No… no puedo. No sé qué quiere que saque. La mujer policía me introdujo un objeto de plástico en la boca y dijo: —Sople aquí. Lo hice. Ella lo retiró de mi boca, lo miró y dijo a su compañero: —Nada. Él tomó la cartera y sacó el permiso de conducir. De nuevo recibí el haz de una linterna. La mujer policía llevaba también la suya. —Díganos su nombre y apellido, señor —dijo ella. —Cameron West —dijo mi voz. Yo estaba a gran profundidad, muy lejos de la realidad—. Él es Cameron West. El policía leyó el documento y dijo: —Coincide. La mujer dijo: —El coche es suyo y vive muy cerca de aquí. El policía nos devolvió la cartera y dijo: —Cuando ha dicho «él es Cameron West», ¿a qué se refería? No contesté. Es difícil hablar cuando uno está sumergido. —¿Sabe usted dónde está, señor West? —En California. Entre los policías hubo un intercambio de palabras que no conseguí entender. —¿Sabe que estaba conduciendo a más de cincuenta en una zona restringida a cuarenta? ¡Bang! Aparición de Wyatt. —Noventa. Cincuenta y cuarenta suman noventa. —¿Qué dice? —preguntó el policía, pero Wyatt ya estaba desaparecido. Se volvió hacia su pareja. No sabían qué hacer. Oí más palabras. La mujer me preguntó: —¿Tiene esposa, señor West, o alguien de su casa con quien podamos hablar? —Rikki West —contesté.
—¿Es su esposa? —¿Cómo? —Que si Rikki West es el nombre de su esposa. —Sí, Rikki West es la esposa. —¿Recuerda su número de teléfono? El número emergió de algún lugar y mi boca lo pronunció. ¿De dónde ha salido eso? Entonces Wyatt se asomó de nuevo durante un segundo, lo justo para decir: —No hay bichos ahí. Ni uno. Pero la brisa le llevó una cuerda a la boca y ése fue el sabor que noté. La mujer dijo a su compañero: —Voy a llamarla. —Y se encaminó hacia el coche patrulla. El policía dijo: —A este lado, por favor —indicándome que me colocase a la derecha de mi automóvil a fin de alejarme de la carretera. Algunas personas habían visto las luces del coche patrulla y salían a los porches para curiosear. Sentí la brisa cálida sobre la piel. La mujer se apeó del coche y se acercó para decirle a su compañero: —He hablado con su mujer. Ahora mismo van a traerla aquí. No tardará. Dice que él a veces padece de ausencias mentales y confusión. Que precisamente iba a una reunión de un grupo de autoayuda. El hombre dijo en voz baja: —No sé. Quizá deberíamos retenerlo. A mí me parece bastante más que una simple confusión. —A ver lo que dice su mujer cuando llegue —contestó la policía. Sumergido en las cálidas aguas tropicales. El resplandor de la luna trazaba un dibujo a rayas de cebra en el fondo arenoso. Yo sin zapatos, sólo una camisa y unos bombachos color caqui. ¿Por qué estoy en el agua con los pantalones puestos? No preguntes en voz alta. A la cárcel. Te llevarán a la cárcel. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho mal? Salí un segundo a la superficie para preguntar: —¿Qué he hecho mal? El policía dijo: —Conducía usted con exceso de velocidad, señor West. Ahora viene un coche patrulla con su esposa. Aquí llegan. No se ponga nervioso. La mujer se acercó al segundo coche patrulla, del que se apearon dos policías. Uno de ellos abrió la puerta de atrás y salió Rikki. Los coches que pasaban reducían la marcha para curiosear. Rikki habló un momento con la mujer policía mientras su compañero me vigilaba. Yo permanecía quieto y callado, aunque por dentro era una raya que se deslizaba cerca del fondo del océano. Luego todo el grupo se acercó a mí. Rikki apoyó su mano en mi brazo. —¿Cam? ¿Estás bien? —dijo con preocupación. Sus palabras penetraron a través del agua tropical y me rozaron ligeramente el hombro. Yo me agarré a ellas y ascendí poco a poco hacia la superficie. Adiós, peces. Adiós, algas. Volveremos. Mis neuronas volvieron a su alineación y las aguas retrocedieron. Luego hubo una rápida conmutación y volví en mí con presencia total. La policía, las luces, los coches, la noche en la carretera, Rikki.
—¿Qué pasa, Rikki? —pregunté, confuso. —Te han detenido por exceso de velocidad —respondió ella sin soltar mi brazo. —Me han detenido —repetí tratando de comprender. Contemplé el semblante de Rikki y luego a los cuatro policías, consternado por la súbita irrupción de la realidad—. ¡Vaya! ¿Me he metido en problemas? Rikki, dime que no es así —supliqué muerto de miedo. Ella miró a la mujer policía, que por lo visto le inspiraba más confianza, y ésta dijo: —Lo del exceso de velocidad no es tan grave, señor West. Pero quizá deberíamos llevarle a un hospital para someterlo a observación. Su esposa nos ha dicho que sufre ausencias mentales algunas veces. Meneé la cabeza. —¡Ah, sí! Algunas veces… Pero no he tomado nada —dije, temiendo que sospecharan que era aficionado al LSD o algo por el estilo—. Nunca tomo ninguna droga. —Eso ya lo sabemos —replicó ella, hablando despacio y con énfasis, como si yo fuese duro de oído—. ¿Cree que podrá regresar a casa si su esposa conduce el coche? La miré tratando de parecer normal. —Sí, agente. Lamento haber causado tanta molestia. —Es nuestro trabajo —replicó el policía que estaba a mi lado—. Tenga más cuidado la próxima vez que se ponga al volante. O mejor dicho, en su estado no debería conducir. Asentí. Él se volvió hacia Rikki y dijo: —Pueden irse, señora West. —Gracias —contestó Rikki, y abrió la puerta del coche. Subí y ella cerró para dar la vuelta y ponerse al volante. Arrancó y emprendió el camino de regreso, al tiempo que apoyaba una mano en mi muslo. —¿Estás bien? Meneé la cabeza sin dejar de mirar por la ventanilla. —No muy bien. Lo he pasado muy mal en la sesión con Janna. Ella me dio un par de palmadas y yo preferí cambiar de conversación. —¿Dónde está Kyle? —He tenido que dejarlo con los Withington. —¿Qué les has contado? —¿A quiénes? ¿A los policías? —No, a los Withington. —Que fuiste víctima de abusos en la infancia y que cuando surgen los malos recuerdos pasas por algunas fases de desorientación. Ellos dijeron que lo sentían pero no preguntaron nada más. —Esto no funciona, Rik. —Meneé la cabeza—. Soy un chiflado. Ella me palmeó el muslo de nuevo y durante el resto del trayecto no volvimos a hablar. Una vez en casa, subí a tomar un baño de espuma, mientras Rikki iba a casa de los Withington a recoger a Kyle. Cuando regresaron yo seguía en la bañera. Ellos entraron en el baño mientras yo seguía en el país de las burbujas, confiando en que el agua caliente se llevase lo que acababa de suceder. Pero no podía lavar la pez negra que llevaba adherida por dentro, el asfalto de las carreteras del infierno. Eso no había manera de desprenderlo. —¿Papá? —dijo Kyle—. ¿Te encuentras bien? Un coche patrulla se llevó a mamá y yo estaba preocupado.
Conseguí sonreír. —Sí, estoy bien. Ha sido sólo un rato de despiste, nada más. —Me habría gustado ir en ese coche patrulla —contempló el montón de espuma—. ¿Puedo meterme? —¡Claro! —dije. Para mis adentros deseaba que el agua contaminada por mí no ensuciase a mi pequeño. —Voy a buscar unos juguetes —anunció él y salió hacia su habitación. Al levantar la mirada me encontré con los ojos de Rikki y aparté los míos, avergonzado. —¿Estás bien? —dijo ella. Asentí. —Sí, estoy bien —mentí. Después del baño, Rikki le leyó un rato al niño y yo le di el beso de buenas noches. Nos acostamos y Rikki se tumbó sobre mí para darme un largo y profundo beso apasionado. Luego se montó a horcajadas, me cabalgó y se sacó la camiseta por la cabeza, echándome los pechos a la cara. Tomé uno de los endurecidos pezones y lo chupé provocándole un gemido de placer. Ella me manipuló el miembro, para trazar a continuación un sendero de besos por el pecho y vientre abajo, hasta tomarme con su boca húmeda y caliente. Acaricié su espalda, mojada de sudor, sentí el ritmo de su cabeza, arriba y abajo, labios suaves y succionadores, y mi cuerpo se tensó y la habitación empezó a dar vueltas, a desvanecerse en torno a mí y… ¡oh, no…! Disparador, fogonazo y… —¿Ma… mamá? —Era Clay. Rikki alzó la cabeza bruscamente y se quedó mirando a Clay, sólo que estábamos a oscuras. —No… no hagas eso, mamá —suplicó él. Rikki reaccionó saltando de la cama. Se puso su albornoz y encendió la luz. —¡Clay! —exclamó sin aliento, al tiempo que se envolvía en la prenda. —¿Qué… qué? —Yo no soy tu mamá, y tú no deberías estar aquí. Él quiso decir algo pero sólo le salió un balbuceo inarticulado. —Necesito hablar con Cam ahora mismo —exigió Rikki. Al momento me vi de nuevo en la habitación. —¿Qué diablos ha pasado? —pregunté mientras intentaba ponerme en pie mentalmente. Ella se quedó.mirándome con expresión ofendida. —¿Y tú me lo preguntas? ¡Si realmente ha pasado lo que imagino que ha pasado, Cam…! —Se apartó el cabello con la mano. —Ha salido Clay, ¿verdad? —¡Vaya si ha salido! ¡Mientras yo estaba…! —Se tapó la boca con la mano—. ¡Ay! ¡Mierda! Todo esto es horrible, Cam. —No… no es tan grave, Rikki —balbucí. —¿Cómo que no es tan grave? —rompió a gritar ella, pero se contuvo para no despertar a Kyle, y continuó en voz baja—: ¡Es un asco! ¡Lo ha estropeado todo! Bajé los ojos para contemplar mi erección menguante y traté de sonreír. —No del todo todavía —quise bromear, pero no salió bien. —Mira, Cam, esto no tiene ninguna gracia. Quiero decir, si ni siquiera podemos hacer el amor sin que asome cualquier intruso, pues… ¡mierda!
—Lo siento, Rik. Lo siento de veras. Trabajaremos sobre esto con Janna en la sesión de terapia. Los meteremos a todos anticipadamente en el salón de la Tranquilidad. Tienes razón, esto no debe volver a ocurrir. Lo siento mucho, te lo aseguro. Vuelve a la cama, ¿quieres? Todo saldrá bien. Pero Rikki no se movió; se quedó mirándome y dijo, mortalmente sería: —De pronto tuve la sensación de estar haciendo algo horrible. Como si estuviera abusando de una criatura. —Se echó a sollozar—. No quiero sentirme así, Cam… Quiero hacer el amor con mi marido, ¡maldita sea!, no con Clay ni con ningún otro. Qué podía decir yo. Tiré del cobertor para tapar mi desnudez, súbitamente avergonzado y deseando esconderme entre las nieblas del rincón más lejano y miserable del universo. Que alguien me ayude. Que chasquee los dedos y me haga desaparecer. Pero no sucedió nada. Ni hallé donde refugiarme. Por fin Rikki volvió a acostarse, pero no sin antes ponerse un pijama. Y no volvió a tocarme, sino que se acurrucó en su lado y se dispuso a dormir. Yo encendí la luz de mi lado, abrí mi diario y tuve una discusión muy seria con Bart, Per, Stroll y Leif. Nadie debe salir cuando Rikki y yo estamos haciendo el amor, y mucho menos los menores. Todos admitieron que sería lo mejor y se fueron a atender a Clay. Cerré el diario y apagué la luz, pensando que tal vez el acuerdo llegaba demasiado tarde y que quizá Rikki no querría hacerlo nunca más conmigo.
36 Como decía un personaje llamado Joe, «se aprende a vivir casi con cualquier cosa». Pero no dijo lo difícil que podía resultar. El incidente con Clay fue más que un temblor de tierra, fue un terremoto en toda regla y cuando acabó nos encontramos en los lados opuestos del despeñadero. Ella culpaba a mis inquilinos y yo me culpaba a mí mismo. A partir de entonces tuvimos un trato exquisito, y andábamos como de puntillas el uno alrededor del otro sobre la tierra estremecida todavía por las réplicas. Rikki empezó a quedarse a comer con Andy, y algunas veces a cenar, lo cual en principio no importaba. Siempre tuvo amistades masculinas, y yo confiaba plenamente en ella. Yo no fui el primer amigo de su vida, ¿por qué había de ser el último? Siempre es bueno tener amigos. No era que no confiase en Rikki. Era que no me ofrecía ninguna seguridad la tierra que pisábamos. Ni el cielo. El azul ya no era azul. Me quedaban los estudios, y me refugié en ellos. Me desentendí de mi gente pero cuanto más los ignoraba peor iban las cosas. En el salón de la Tranquilidad dejó de haber tranquilidad. Todos andaban cubriéndose, agachados, escondidos detrás de los muebles mientras las balas perdidas silbaban por doquier. Esa bala era Switch. Hasta el día que volvió a cortarme el brazo derecho. Yo estaba escribiendo una tesina cuando de pronto me vi en el baño con un objeto cortante en la mano y la sangre de una herida reciente. ¿Y Bart? ¿Y Leif? ¿Dónde estaban? A cubierto, sin duda. La culpa era mía por tratar de excluirlos. Y yo, a la clínica para que me pusieran unos puntos. Rikki escondió los cuchillos, pero daba igual. Switch encontraría otras cosas, la tapa de una lata de atún, la cuchilla del sacapuntas de Kyle, un viejo clavo oxidado… Leí mensajes en mi diario escritos con sangre. «Ven por mí.» «Qué quieres.» «Aún estoy aquí.»
Yo también escribí el mío: «Socorro.» Al lado pinté con sangre un autorretrato. Desde entonces, cada vez que tomaba el diario se abría por la página del autorretrato y aquellos ojos de alucinado me contemplaban pidiendo socorro. Las ruedas giraban, los neumáticos echaban humo y los tubos de escape rugían. Yo iba montado en un bólido con el acelerador encallado, camino del infierno. Un jueves, nueve meses después de aquella noche del episodio con los policías, tras dejar a Kyle en la escuela regresé a casa, pero no pude sentarme al ordenador. Notaba un hormigueo en todo el cuerpo y todo me pareció más nítido y brillante de lo normal. El interior de mi cráneo parecía una tienda de relojes: tictac, tictac, tictac, con muchos objetos extraños en los estantes, todos haciendo tictac. Faltaban dos minutos para la medianoche. Mis pies pisaron las baldosas de la cocina y la alfombra de la sala de estar, mi mano hizo girar el picaporte de la puerta del garaje, y bajé los dos peldaños. El suelo de cemento estaba frío y resbaladizo. Mis ojos recorrieron la pared del garaje tomando nota de los cubos de basura, la lavadora, la secadora, la mesa de las herramientas. ¿Qué pasa aquí? No lo sé, pero no tiene buena pinta. ¡Oh, mierda! ¿Qué es todo esto? Rastrillos, azadas, serruchos, un pico, unas podaderas, una horquilla, un martillo. ¡Dios mío! ¿Qué pasa? Mi cuerpo avanzó hacia el martillo. Oh, no. Oh, no.
Switch deslizó una mano por el mango de madera, hacia el hierro, y lo levantó. La otra mano estaba con la palma apoyada en la mesa, los dedos separados, esperando. Tictac tictac… ¡Oh, Dios mío! No quiero ver esto. No quiero. No quiero… ¡Cucú! ¡Blam! El martillo aplastó mi mano y me hizo ver las estrellas. ¡Aaaah! ¡Cómo duele! ¿Qué demonios…? Ya sabía yo que ése estaba tramando algo. Mira, los dedos se están hinchando como
globos… ya sabes, de los que cuando están inflados se convierten en cisnes. La mano se está poniendo morada. Cam… ¡eh, Cam! ¡Ven a ver lo que ha pasado aquí!
Me acerqué pasando a caballo sobre el filo del abismo. Mi cabalgadura relinchó y resopló por los ollares. Me dispuse a desmontar. ¡Aaay! ¡Maldita sea! ¡Cómo me duele la mano! Aterricé en el suelo, la cabalgadura se desvaneció en el aire y de súbito me encontré en el garaje. —¡Oh! ¡Tengo la mano hecha papilla! ¡Oh, no! ¡Otra vez a la clínica! Mal asunto. Definitivamente, muy mal asunto. Estaba en lo cierto. Era mal asunto. La enfermera de urgencias preguntó: —¡Vaya! ¿Qué le ha pasado en la mano? —Se me cayó encima una caja muy pesada —contesté, y me envió a rayos X para que me hicieran unas placas. Resultó menos grave de lo que imaginábamos. La superficie del martillo, ancha y plana, debió repartir la fuerza del golpe, y aunque tenía la mano muy inflamada, asombrosamente no apareció ningún hueso roto. El médico me entablilló los dedos y me puso un vendaje que parecía un guante de béisbol blanco. Después de lo cual me enviaron a casa. Por empeño de Rikki, y con la aprobación de Janna, ingresé otra vez en la clínica Del Amo. Esto sucedió el sábado a mediodía y de nuevo me vi navegando de cara a un viento furioso. Todo estaba cambiado. Debido a unas reformas habían trasladado la unidad de disociativos a otro lugar del edificio. Bea aún seguía allí, y también Sue. Vi a Stephanie, pero ella evitó encontrarse conmigo. En cuanto a Kris, acababan de llevársela de allí después de dos meses de estancia. Se quemó medio cuerpo con ácido. Pobre Kris. Pobre Jody. Nos asignaron a otro terapeuta, porque el doctor Mandy estaba sobrecargado de trabajo, y eso también fue una lástima. El doctor Alan Beecham, un tipo corpulento de edad madura, daba una mano
fofa que me recordó las gachas de maíz. Tenía una voz aguda y era cejijunto. Inteligente supongo que sí sería. Al menos tenía su título. Pero yo estaba estudiando para obtener el mío y había aprendido mucho, sobre todo en lo concerniente a mi propia condición. No lo tendría fácil el doctor Beecham para deslumhrarme con su sapiencia. No estábamos hechos el uno para el otro y eso fue todo. Él no tuvo la culpa. En cambio a Dusty le caía muy bien. La escuchaba con simpatía cuando ella se quejaba de Robbie. Incluso daba la impresión de apreciarla, quizá porque ella no trataba de ser más lista que él ni pretendía demostrar que supiese más. Yo sí lo hacía. Y también Leif. Entre los dos le zarandeamos bastante. Yo estaba enfadado por haber tenido que ingresar otra vez en la clínica. Y porque no me habían asignado a Ed Mandel. Y porque Beecham era un poco lerdo de entendimiento. Y porque Kris no estaba allí. Y porque Stephanie se mostraba fría y distante. Y porque Rikki se alejaba de mí sin que yo pudiese evitarlo. En conjunto, se podía decir que estaba bastante enfadado, ¡vaya si lo estaba! Por fortuna, Janna nos llamaba todos los días en un intento por ayudar a quitarme los kilos mentales que me sobraban: la Jenny Craig del chiflado. Le di una tarjeta telefónica e insistí en que tuviéramos sesiones de pago, no como las llamadas discrecionales del terapeuta, que te llama de vez en cuando para preguntar cómo estás y la familia qué tal, para que veas lo bellísimas personas que son. Nada de eso. Y tampoco era cuestión de permitir que Janna Chase se ocupara de nosotros sin cobrar ni un céntimo. En el fondo, yo me negaba a admitir que pudiese albergar un interés sincero por nosotros; al fin y al cabo, ¿por qué diablos iba a interesarse nadie por nosotros? El trabajo con Janna a través del teléfono nos parecía muy provechoso y, además, queríamos salir de la clínica cuanto antes. En esto no tardamos en vernos complacidos. Cuando Switch salió al pasillo con un corte de cinco centímetros en el brazo, hecho con el extremo de un clip y la palabra «muerto» escrita con sangre en la frente, me dieron a elegir entre trasladarme al pabellón de aislamiento o ponerme de patitas en la calle. Adiós, Del Amo, hasta siempre… lo que fuere. Todos colgados en el aquelarre de los zombis.
37 Necesito hablar con Switch—dijo Janna—, pero preferiría que ce quedaras por aquí cerca, por si haces falta. Tenemos mucho trabajo pendiente. Se arrellanó en su sillón azul y tomó un sorbo de café. Yo me mecía rítmicamente, procurando no perderme en el cuadro de los peces. Con esfuerzo aparté los ojos y miré a Janna. —De acuerdo. Me quedaré tan cerca como pueda. Pero no te olvides de mí. Hoy yo también necesitaré mi tiempo. Ella asintió. —Lo sé. De momento quiero hablar con Switch. Pero que los demás permanezcan cerca y presten mucha atención. En mi interior todos ocuparon sus posiciones. La calefacción central se puso en marcha con un clic y empecé a notar el calorcillo que difundía a partir del suelo. Mi cuerpo se estremeció, emitió un quejido y salió Switch al puesto del bateador. Yo me metí en mi puesto de observación.
—¿Qué pasa? —espetó, pero Janna no se dejó impresionar. —Estás enfadado, ¿eh? -¡Sí! —Lo has pasado muy mal, ¿verdad? Ya me lo dijiste por teléfono. —¡Sí! ¡Muy mal! —Muy mal, muy mal —repuso Janna mientras contemplaba el brazo derecho arremangado y su vendaje. En los dedos todavía llevaba las férulas, y la mano estaba envuelta. Switch bajó los ojos al suelo, arrugando el entrecejo. —Le machaqué la mano y escribí «muerto» en su cabeza —dijo en voz baja. Parecía a punto de llorar. —Para demostrarle lo enfadado que estabas, ¿verdad? Pero no creas que eres tú solo. Escucha dentro de ti y verás que los demás también están muy enfadados. Switch puso cara de intensa concentración. Miró a Janna y luego el brazo del sillón antes de contestar: —Algunos de ellos también lo están. —¿Contigo? Vuelve a escuchar. Él apretó los labios y escuchó. —Per dice que nadie me guarda rencor, pero no quieren que siga en este cuerpo. Dice que es perjudicial para todos. Creí que sólo le había hecho daño a Cam. —Recuerda lo que te dije. Cuando le haces daño a Cam, también se lo haces a todos los demás: Anna, Trudi, Wyatt, Clay, Mozart, Davy, Bart, Stroll, Leif, Per, Dusty. A todos. Y también a ti mismo. Switch se hundió en el asiento. Se ruborizó y se le formó una lágrima en cada ojo. —No quería hacer daño a nadie. No lo volveré a hacer. Cerró los ojos con fuerza y su rostro se demudó en un extraño rictus agónico y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Las manos colgaban inertes a los lados y todo su cuerpo se estremeció mientras sollozaba: —Lo siento… de veras… —Y luego gritó—: Pero… no… quiero… estar… ¡encerrado! Janna se sobresaltó y Switch señaló con el pulgar de la mano herida por encima de su propio hombro. Luego, como el silbato de una locomotora que se acerca rápidamente hasta dejarnos los tímpanos ensordecidos, volvió a chillar: —¡Nos tiene encerrados a TODOOOOS!
La intensidad del furor de Switch reverberó en el aire de la estancia, yjanna se aferró al brazo de su sillón. —¿Quién? —dijo al cabo de un momento—. ¿Cam? ¿Es él quien os tiene encerrados? —Sí —lloriqueó él enjugándose los ojos con la manga. Janna se puso en pie y le ofreció pañuelos de papel. Él se sonó la nariz y luego buscó dónde tirarlo. —¿Dónde echo esto? Janna le indicó la pequeña papelera de mimbre que había al lado del sofá. —Siempre os ha tratado bien a todos. —No quiere que estemos aquí. Especialmente yo. Me odia. —Y gritó otra vez—: ¡Eso es odiosooo! ¡Lo odiooo! —No te gusta que te ignoren, ¿verdad? —¡No! —Meneó la cabeza y se sorbió la nariz. —No —asintió Janna—. A nadie le gusta. Me asomé a mi madriguera interior. Todos estaban observándome. Mierda. Janna se inclinó con los antebrazos apoyados en las rodillas. —Switch, voy a pedirte que cierres los ojos y mires dentro de ti. Averigua si Cam ha escuchado todo esto. Switch lo hizo, al tiempo que se limpiaba la nariz con la manga. Sin abrir los ojos, asintió con la cabeza y dijo en voz baja: —Lo ha oído todo. Él mismo me lo ha dicho. —Bien. Ahora, que todos hagan corro alrededor de Switch y le digan que ha sido muy valiente al
hacer que Cam sepa que ninguno quiere ser ignorado. —Esperó unos momentos—. ¿Están todos a tu alrededor, Switch? —Sí lo están, y están siendo amables conmigo. —Quiero que todos sepan que Switch ha prometido no dañar más ese cuerpo. —Sí —asintió Switch—. No lo haré. —Y yo te daré una medalla especial por haber sido tan valiente. —¿Lo harás? —Sí. Eres muy importante para todos los del sistema. Y muy valiente. En su rostro despuntó una débil sonrisa, y dijo en voz alta, no a Janna sino a los demás: —¡Vaya! ¡Va a darme una medalla! Janna continuó: —Ahora, que alguien se lleve a Switch al salón de la Tranquilidad con los demás menores. Dusty puede encargarse de eso. Los adultos, que se queden. Tenemos trabajo que hacer. ¿Cam? ¡Oh, mierda! Me ha tocado. Disparador, fogonazo y reaparición. Las ondas de tristeza se convirtieron en oleadas y rompí a llorar. —Oh, Janna, Rikki va a dejarme —gemí, meciéndome y envolviéndome en mis propios brazos. La mano derecha me dolía, pero no importaba—. Rikki va a dejarme. Lo presiento. Esto sorprendió a Janna. —¿Por qué lo crees? —¡Porque soy un chiflado! —grité—. ¡Porque estoy loco de atar! Lo sé. Estoy loco. ¿Acaso no oyes las tonterías que se han dicho aquí! ¿No has escuchado a Switch y Bart y Per y Mozart y Dusty y Clay? Todo el enjambre anda suelto, Janna. ¡Maldita sea! ¿Piensas que soy normal? ¿Qué sólo estoy un poco deprimido porque nunca me regalaron una bicicleta en Navidad? No, lo que pasa es que mi jodido cerebro es una hogaza de pan mojado y apenas conecta con el resto. Estoy completamente loco y no lo puedo evitar. Hay sangre en mi diario y en mi frente se lee «muerto», y me duele la mano y no sé cómo recuperar a Rikki. Y además tengo un hijo, tengo un… —¡Basta, Cam! —ordenó Janna con tanta firmeza que la sorpresa me tumbó contra el respaldo del sofá—. Sí, tuviste serios problemas y por eso tu cerebro no funciona como el de la mayoría. Por eso tienes una disociación de la identidad, y será mejor que vayas acostumbrándote a ello, Cameron. Debes aceptarlo. Has intentado confinar a tus alter ego porque no querías admitirlo. Estás forzando al máximo tus estudios porque quieres olvidarlo. ¡Pero eso no llevará a nada bueno! —Janna, por favor… —supliqué alzando las manos—. Por favor, tócame el dedo… como Dios y Adán en la capilla Sixtina… Hazlo, Janna. Estoy muerto. ¡Devuélveme a la vida! Ella se levantó y empezó a pasearse por la estancia. Luego me señaló con el dedo índice. —Tú mismo eres el único que puede devolverte la vida, Cam. Y no servirá de nada tratar de excluir a los demás. Además, aunque Rikki te dejase, sigues siendo el padre de Kyle. Y él te necesita. —Me cubrí la cara con las manos, pero ella prosiguió—. Cuando uno se suicida dejando hijos éstos se convierten en suicidas en potencia. ¿Crees que Kyle desea la muerte de su padre? Dime, ¿lo crees? —No… —sollocé. —¡Bien! Pues entonces tendrás que asumir que eres un múltiple, así como las causas que te llevaron a ello, y admitirás a tus alter ego. Debes permitir que salgan y no sólo estando aquí. Tendrás que dedicar unas horas al día para dejarles salir… aunque tardes un poco más en obtener tu diploma.
—Estoy hecho una piltrafa, Janna —lloriqueé. —¿Acaso es una piltrafa Per? ¿Lo es Clay? —No. —¿Lo es Mozart? ¿Lo son Dusty, Bart, Anna, Trudi? —No, no lo son. Son buenas personas. Janna fue a sentarse y me repitió por enésima vez:
—Todos son parte de ti, Cam. Y son buenas personas —respiró hondo para sosegarse—. Y tú también lo eres. Agarró la taza de café y la sostuvo sobre el regazo. Me soné con un pañuelo de papel. Parte de mí. Parte de mí. —Ellos son parte de mí —repetí en voz alta—, y son buenas personas. Ella tomó un sorbo, hizo una mueca y dejó la taza a un lado. —Tú no puedes ser una piltrafa si hay partes de ti que son buenü Repetí: —No puedo ser una piltrafa si hay partes de mí buenas. Ellos soparte de mí. Ellos son buenos. Yo soy bueno. —Sí —asintió Janna—. Tú eres bueno. Y eres el padre de Kyle, y é. te necesita. —Me necesita —murmuré. Empezaba a tranquilizarme. El llanto cesó y me sequé los ojos con la manga—. ¿Y qué pasa con Rikki? Nc quiero perderla. —¿Crees que el recluir a tus alter ego, herirte el brazo o aplastarte la mano te servirá para retenerla? —Tengo miedo de que se la lleve ese fulano… Andy. Charlan, salen juntos… —¿Las cosas que haces te servirán para que no ocurra? —me interrumpió Janna. Reflexioné un instante y meneé la cabeza. —No. —¿Serviría un comportamiento más estable? —Creo que sí. Guardamos silencio unos momentos. —Deja que salgan, Cam —dijo Janna—. Necesitan un tiempo de presencia. —Rikki no los acepta. —¿Cómo lo sabes? —Se nota. Ya no sé qué excusa darle. Ella dice que no soy el hombre con quien ella se casó. —Tú eres el que eres, Cam. —¿Y eso que significa? —repliqué con amargura. —Una buena persona. Una persona cuya mente funciona de manera diferente, pero aun así buena persona. Un tipo simpático, imaginativo, interesante, inteligente. Un padre afectuoso y un amante esposo. —Hizo una pausa—. Ya sé que todavía no es posible que tus alter ego salgan en presencia de Kyle, y sé que eso los incomoda tanto a ellos como a ti. —Y mucho —murmuré. —Sí, mucho. Pero puedes dejar que salgan un rato al día, todos los días, por ejemplo a primera hora de la mañana. —Se inclinó para dar más énfasis a sus palabras—. Y no sólo para permitir que Dusty haga la compra, sino para leer libros, tomar un baño de espuma o salir a dar un paseo. Incluso pueden ayudarte a estudiar. —Pero Leif es demasiado exigente. Janna me miró a los ojos y dijo: —Quiero hablar con Leif, si está oyéndome. —Sí. —Debe tomárselo con calma. El trabajo saldrá de todos modos. Aunque también Leif necesita
que le concedas un rato de expresión, simplemente para existir. Disparador, fogonazo y aparición de Leif. Cruzó las piernas y bajó la mirada contemplando la pechera de mi camisa empapada de lágrimas. —Fíjate —dijo—. Estoy hecho un desastre. —Sé que estabas escuchando —dijo Janna. Leif asintió. —Eres increíble, Leif. tienes una fuerza de voluntad increíble. —Eso ya me lo dijiste por teléfono, en la clínica. Lo haces muy bien por teléfono. —Gracias —respondió Janna al tiempo que se arrellanaba en el sillón—. Mira, Leif, va siendo hora de que lo dejes tranquilo y te ocupes de controlar un poco a los demás. Todo marchará mejor si lo haces, y tú también podrás descansar. Leif se frotó la barbilla e hizo una mueca cuando los dedos lastimados tocaron su cara. Enseguida apoyó la mano en el brazo del sofá. —De acuerdo —suspiró—. Los ayudaré. —Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas invirtiendo la postura—. ¿Y qué hacemos con su mujer? Janna se encogió de hombros. —No lo sé. Pero hace tiempo que os conoce a todos, y estoy segura de que las cosas no resultan fáciles para ella. Tú ó Per podríais hablar con ella si Cam no se ve capaz. Explicadle la situación. Que estáis dispuestos a permitir un cambio favorable. Leif asintió.
—Eso parece razonable, si Cam… —hizo una mueca— si Cam colabora en el programa. Miró a Janna. —Nos vemos otro día, doctora. —Su intensa mirada se volvió fugazmente vidriosa—. Un último detalle. Per ha dicho que también acepta. Volví en mí con un estremecimiento y me encontré con la mirada escrutadora de Janna. —¿Has oído eso? Leif se ha comprometido a ser más indulgente con tus estudios, siempre y cuando tú empieces a aceptarlos y les concedas una hora al día para hacer lo que quieran. Leif o Per hablarán con Rikki si te parece que eso puede ser útil. —Sí —dije—, estaría bien. Nos quedamos mirándonos y finalmente dije:
—Como sabes, yo había entrado en el remolino del desagüe. Bien, pues eso ya no va a suceder. Miré por la ventana. Empezaba a lloviznar. Las gotas se deslizaban sobre el cristal formando pequeños arroyos que confluían hacia el marco. Primero una a una, luego todas juntas.
38 Un año luz es una medida de distancia, una distancia muy grande. Para calcularla hay que multiplicar 300.000 kilómetros que la luz recorre en un segundo, por 60 segundos que tiene un minuto, por 60 minutos que tiene una hora, por 24 horas que tiene el día, por 365 días que tiene el año. De donde resulta la enorme distancia que la luz recorre en un año. Y nuestro humilde planeta se encuentra a unos 30.000 años luz del centro de nuestra galaxia, que es la Vía Láctea. Pues bien, ésa es aproximadamente la distancia que hay entre los raviolis italianos envasados y los hechos en casa. Aquella tarde despejada de febrero yo andaba ocupado, no en hervir raviolis envasados, sino en prepararlos por mi cuenta: dos tazas de harina refinada, tres huevos, un chorrito de aceite de oliva, una pizca de sal y agua caliente. Todo lo cual mezclé en nuestro robot de cocina Moulinex. Luego llevé la dorada masa al tablero de la cocina, la corté en porciones con un cuchillo y acto seguido formé conellas unas láminas largas y delgadas utilizando nuestra desvencijada máquina de rodillos con propulsión a manubrio. Esta máquina funciona pasando repetidamente las porciones de masa entre dos rodillos de acero, uno de los cuales puede ajustarse a una distancia fija del otro mediante una escala de seis topes, donde el seis es el que produce las láminas más delgadas. Yo la tenía graduada al cinco. Pasé las láminas a una bandeja grande previamente espolvoreada de harina y recorte numerosos discos de pasta empleando como troquel una lata de atún vacía, sin tapadera ni fondo. Con una cuchara, amontoné sobre cada disco una especie de picadura sabrosísima preparado por Rikki a base de ricotta, parmesano, perejil, pimienta y una pizca de nuez moscada. Después de esto era menester doblar los discos, pegarlos por el borde y pasar los raviolis en figura de media luna resultante a otra bandeja espolvoreada de harina. Aquella mañana me había quitado la venda y las férulas de la mano lastimada para trabajar con más comodidad, aun sabiendo que me dolería. La idea de preparar raviolis fue mía, tratando de evocar los viejos tiempos. Por entonces Rikki y yo pasábamos mucho tiempo en la cocina y ella me llamaba Giuseppe il Pizzaiolo; pero eso fue antes de mi desventura y mi locura, cuando tenía el consuelo del entendimiento con Rikki. Y esa noche yo iba a necesitar todo el consuelo del mundo. Mientras yo elaboraba los raviolis Rikki, de pie junto a la mesa, preparaba la salsa al pesto consistente en albahaca fresca, ajo, aceite de oliva, parmesano, piñones, una pizca de sal y otra de pimienta. La olla grande de acero inoxidable, medio llena de agua con un chorrito de aceite y sal, hervía apaciblemente sobre la encimera. Arriba, en la habitación del niño, Kyle jugaba como de costumbre con su amiguito Jack y de vez en cuando yo oía el alegre parloteo de sus voces. En cuanto al parloteo que se escuchaba dentro de mí, no era alegre ni mucho menos. Todos estaban enterados de lo convenido con Janna y sabían que yo tendría que afrontar una conversación con Rikki sobre temas que podían resultar desagradables. Y que algunas de esas cosas desagradables tenían que ver con ellos. En mi cerebro se producía un estado de conflicto larvado y calma tensa, como suelen decir los periodistas. Aunque ambos, Rikki y yo, estábamos dedicados a algo que nos gustaba mucho, no hubo
demasiada conversación mientras preparábamos la comida. Pese a los maravillosos aromas que anticipaban el disfrute de uno de mis platos preferidos, tenía un nudo en el estómago. Se acercaba el momento de hablar y yo contaba con que Per saliera a ayudarme, según había prometido. Solté la cuchara, tuve un leve estremecimiento y pasé a un segundo plano mental dejando que Per ocupase el proscenio. Rikki no advirtió el cambio porque estaba inspeccionando la masa que había quedado en la máquina. —¡Ejem! —carraspeó Per. Ella se volvió. Con su delantal azul cobalto adornado con medias lunas amarillas sobre la camiseta blanca y el colán rojo, el suave cabello castaño recogido en una coleta, estaba hermosísima. Enseguida se dio cuenta de que había aparecido otro personaje. —¿Bart? —No; soy Per. —Sonrió con simpatía, a lo que Rikki correspondió. —Hola. ¿Has sido tú el que ha hecho los raviolis? Per rió y mi estómago (y todo mi organismo) se distendió un poco. —No —dijo—. Ha sido Cam. Aunque tienen muy buen aspecto. —Y luego, admirando la plateada máquina de hacer pasta—. Tenéis un buen instrumental ahí. —¿Ese trasto? Lo tenemos desde hace… ya ni me acuerdo. Mucho tiempo. Per cerró los ojos y aspiró hondo. —¡Qué bien huele! ¿Qué estás haciendo? —Salsa al pesto. Sí huele bien. Deberías probarla a la hora de la cena —dijo Rikki y luego, frunciendo el ceño al ver la mano enrojecida, preguntó—: ¿Cómo va esa mano? ¿Duele? Per se miró la mano un segundo. —Está mejor de lo que parece. —Y agregó—: Celebro que lo hayas preguntado. Me da pie para lo que tengo que hablar contigo. —¿Ah, sí? —dijo Rikki apoyándose contra la mesa. —Ajá. Hicimos un buen trabajo con Janna, por teléfono desde la clínica y sobre todo ayer con Switch, Leif y Cam. La situación está mucho más controlada. De ahora en adelante no habrá más lesiones como… —Levantó la mano dañada. Rikki arqueó las cejas. —¿Seguro? Eso sería estupendo —replicó, no muy convencida. —¿Acaso tienes dudas? —dijo Per. En vez de contestar enseguida, Rikki se acercó a la cocina para apagar el fuego, y luego fue a sentarse enfrente de Per. Apoyó los codos en la mesa, entrelazó los dedos, apoyó la barbilla en los pulgares y suspiró. —No sé, Per —dijo—. ¿En qué sentido va a ser diferente? Dentro de mí sentí que se me aceleraba el pulso, pero Per siguió tranquilo, y mirando a Rikki contestó: —Para empezar, Switch se ha comprometido a no causar más daños corporales. Lo hizo principalmente porque estaba resentido con Cam, por no dejar salir a nadie mientras forzaba el ritmo de sus estudios. Ahora todo eso ya se ha comentado y vuelve a existir comunicación entre todos. Leif ha aceptado rebajar la presión sobre Cam, y éste ha aceptado que todos tengan un rato de presencia corporal. Rikki se puso en pie, sobresaltada.
—¡Alto ahí! ¿Presencia corporal? ¿Como cuándo, por ejemplo? —Durante la jornada… Rikki descargó las manos con fuerza sobre la mesa. —¡Pero si yo no estoy aquí en todo el día! ¡No puedo! Durante la jornada estoy en Oakland. —Comprendo. —Lo siento, Per. Me parece que no lo has comprendido. Estaría preocupada todo el día pensando en lo que pueda ocurrir. ¿Se hará daño Cam? ¿Saldrán Clay, o Wyatt, o Anna, estando Kyle por aquí? —argumentó Rikki con agitados ademanes—. ¿Se acordará Cam de ir a la escuela a recoger al niño? Desde el rellano de la escalera Kyle llamó: —Mamá, papá, ¿por qué estáis peleando? Sin apartar la mirada de Per, Rikki contestó: —No estamos peleando, cariño. Sólo discutimos. Al fondo se oyó la voz de Jack: —Ven, Kyle. Tráete las armas aquí. —Y el ruido de pies infantiles corriendo por el pasillo. Per repuso con calma: —¿Es que se le ha olvidado alguna vez a Cam? —Pues… no —admitió Rikki, y acercándose a Per continuó en voz baja—: Pero eso de herirse y… —hizo un gesto con la mano— y machacarse la mano. ¡Por Dios! Per asintió. —Comprendo que estés preocupada, Rikki. Yo también me reprocho el no haber sido capaz de mantener el orden aquí dentro. Lo mismo piensan algunos de los demás. —Se miró la mano y meneó la cabeza—. A decir verdad, perdimos el control de la situación. —¡Y que lo digas! —replicó Rikki levantando un poco la voz, pero luego se inclinó y volvió a bajarla, mientras apuntaba con el índice al techo—. Debo pensar en Kyle, ¿verdad que lo entiendes? ¿Qué pensaría si se diese cuenta de que su padre no hace más que autolesionarse? ¿Y si aparece Clay o algún otro antes de que yo haya regresado, y él lo ve? Me muero de miedo de sólo pensarlo, Per. Rikki agarró el cuchillo, cortó un trozo de masa y se puso a juguetear con él. —No lo sé. Estoy harta de vivir preocupada. —No te lo reprocho, Rikki. Debes saber, sin embargo, que hemos convenido dejar que salgan todos durante una hora, digamos, todas las mañanas, después de dejar a Kyle en la escuela. De esta manera nadie se sentirá encerrado mientras Cam estudia. No habrá más tensiones. Volveremos a comunicarnos… y Switch no sentirá la necesidad de perpetrar ninguna barbaridad para hacerse notar. Rikki siguió amasando la masa, mirando fijamente a Per. —No,está mal —dijo. Bajó los ojos y contempló la bola amarillenta de masa, al tiempo que se mordía el labio inferior—. No es que no los acepte, Per… a los alter ego, quiero decir. En mi interior, todos aguzaron los oídos. Per no dijo nada. —Si quieren hablar conmigo, son bienvenidos en cualquier momento. —Lo sé —asintió Per. Dentro hubo murmullos y desacuerdo. A mí no me da la impresión de ser bienvenido. A mí no me aprecia. Me odia. Eso no es cierto, Switch. No me encuentro a gusto con ella. Lo sé, Dusty. ¿Dónde estamos? Mírala bien. Está buenísima. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios, Bart! ¿Qué has dicho? Que está muy buena. Ya lo veo. Y entonces mi lanzadera interestelar entró en la estación frenando como hace el Coyote cuando
se acerca al precipicio, los talones clavados en el suelo, inclinado hacia atrás, entre aspavientos. Excepto que lo mío no tenía ninguna gracia. Y, ¡bang!, Per desapareció y yo volví en mí. Rikki vio el cambio y dijo: —¿Cam? —Hola —dije. —Hola. Estaba hablando con Per. —Lo sé. —Dice que todos dispondrán de un tiempo para salir durante la mañana. Parece buena idea, ¿crees que servirá de algo? Asentí sonriendo, esperanzado. —Sí, Rik. No más lesiones ni accidentes. Sé que súena como si estuviera vendiendo collares de cuentas, pero creo en ello. No volverá a ocurrir. Rikki dejó la bola de masa. —Pues sí, estaría bien —dijo con una débil sonrisa. Tamborileó con los dedos sobre la mesa y luego se puso en pie. Yo no la perdía de vista. —Rik. —¿Qué? —¿Querrías sentarte un minuto más? —Está bien —dijo ella y volvió a sentarse—. ¿Qué ocurre? De súbito me sentí bastante peor. —Es por lo de Andy… Ella frunció el entrecejo. —¿Qué pasa con Andy? —replicó con tono desabrido. —¿Tú y él…? —Yo y él, ¿qué? —replicó—. ¿Si nos metemos juntos en la cama? Ya te he dicho que no, Cam. Sólo somos amigos. No es más que una persona con quien puedo hablar. —Por favor, Rikki, no te enfades. Es sólo que no quiero perderte a causa de Andy… ni de nadie. No quiero perderte. —Intenté que me mirase cara a cara, pero ella no quería. Respiró hondo y exhaló despacio antes de contestar con énfasis: —Mira, Cam… Andy no es más que un buen amigo. —Tomó di nuevo la bola de masa—. Sabe escuchar. Salimos a comer juntos. Hablamos. El mejor amigo que yo tenía lo perdí hace tiempo, ¿recuerdas" ¿El de los aventureros del espacio? Si por casualidad lo ves un día de éstos, dile que lo echo de menos. Los ojos empezaban a llenársele de lágrimas y se las enjugó con ur. dedo, procurando no estropearse el maquillaje. En mi interior el alboroto empezaba a ser considerable. —Todo será diferente a partir de ahora. Nos portaremos mejor. Habrá paz. En el piso de arriba se oyeron unas carreras de pies diminutos pasando de una habitación a otra. —Han sido unos meses de locura… no, espera un momento… No es la palabra adecuada. —Sí que lo es. —Sé que no ha sido culpa tuya, Cam. —Estoy tratando de controlarlo. Entre todos conseguiremos controlarlo. —Alargué la mano por encima de la mesa para tocar las de Rikki—. No voy a rendirme, Rik. Ella me miró parpadeando para combatir una lágrima.
—No quiero que lo hagas, Cam. No te rindas. —Sal con Andy si quieres. Acuéstate con él si quieres… No me importa, de veras. Acostarte o no con él no nos arregla a nosotros, Rik. —Cam… Le apreté la mano. —Lo digo en serio. Sé que tengo problemas graves. Pero yo te quiero, Rik. Y quiero que estés donde desees estar… y que hagas lo que quieras. Pero no nos dejes. Por favor, no nos abandones. Kyle y tü sois todo lo que tengo. Haz lo que desees, pero no nos dejes. Los caballos cimarrones coceaban enloquecidos, y a mí me costaba un gran esfuerzo no conmutar. No era el momento más oportuno para desaparecer. Rikki meneó la cabeza. —Lo siento, Cam. No estoy en condiciones de prescindir de esa amistad ahora. —Apoyó la mano libre en su pecho—. Es algo mío. —Está bien —contesté—. No digo que me parezca bien, sino que necesariamente va a tener que parecérmelo. Acaba. Acaba de una vez. —No es necesario discutir esto eternamente, Rikki—dije—. Dejemos que se calmen las cosas. —De acuerdo —dijo ella—. Tú y tus chicos… dejad que se calmen las cosas. Tal como le he dicho a Per, estoy aquí para escucharos, siempre y cuando no ande cerca Kyle. Sentí una punzada de dolor sobre el ojo derecho. Dentro de mi mente todos estaban arrojándose las sartenes y los platos. —Pero no se sienten bienvenidos —dije. Rikki retiró su mano y replicó: —Eso es cosa tuya y de ellos, no mía. Yo nunca les he dado motivo para sentirse incómodos. — Retiró la silla y se puso en pie con un brusco movimiento—. ¡Ésta es nuestra casa! ¡Y nuestra vida! ¡Lo hago lo mejor que puedo! Desde arriba se oyó de nuevo la voz de Kyle: —¿Qué pasa, mamá? —¡Ocúpate de tus asuntos! —exclamó Rikki—. Vete a jugar. Papá y yo estamos hablando, no te preocupes. —¿Cuándo cenamos? —Dentro de diez minutos. —Bien. —Yo sólo trato de seguir viviendo, Cam, de tener un hogar normal y de ser una esposa y madre normal. Pero este jaleo es demasiado extravagante. Así es difícil convivir. —Empezó a pasearse de un lado a otro—. Como lo del secretismo que nos traemos entre manos. Resulta que ni siquiera podemos invitar a unos amigos, porque no conviene que nadie se entere. Y todas las cosas que antes eran sencillas ahora resultan muy complicadas para ti, porque se dispara el cambio, te excitas demasiado, te da miedo o se producen situaciones surrealistas. Ni siquiera puedes acompañar a Kyle al cine ni al centro comercial. Y una simple excursión hay que prepararla como una expedición a Marte. —Lo siento —dije sin levantar los ojos. Se apoyó en la mesita donde solía hacer los deberes Kyle. —Siempre he deseado vivir de una manera sencilla, Cam… y esto… es cualquier cosa menos
sencillo. Lo siento, pero así es. Aunque eso no significa que no vaya a estar aquí para todos, ni que no los aprecie, ni que hayan dejado de ser bienvenidos. Sólo intento ser una persona normal. —Todo esto ha caído sobre ti por mi culpa. —No te acuses tú mismo. —Está bien —sentí la lengua entorpecida. Todo era un lío. Miré a Rikki y traté de centrarme nuevamente—. Espera. Dame un segundo. Sólo quiero que quede claro: ésta es nuestra vida y nuestro hogar. Y todos somos bienvenidos, ¿sí? Ella me miró en silencio. —De acuerdo —musitó—. Todos sois bienvenidos. —Todos bienvenidos —repetí. Por fin las cosas empezaban a arreglarse. Rikki suspiró y esbozó una sonrisa. Inclinándose, me besó en la frente, me echó un brazo al cuello y me dio un apretón. —¿Qué te parece si volvemos a los raviolis, Giuseppe? Aquella misma noche, a la hora de cenar, Kyle hizo una observación sorprendente. Se volvió súbitamente hacia mí y dijo: —Oye, papá, ¿tú tienes un trastorno de personalidad múltiple? Desconcertado, miré a Rikki, puesto que ella era la autoridad en cuanto a qué se le podía decir o no a Kyle. Pero ella se limitó a mirarme, estupefacta. Kyle masticaba y esperaba la contestación. Tragué saliva. —¿De dónde has sacado eso, pequeño? —le pregunté. —No me acuerdo —se encogió él de hombros. Los ojos de Rikki me arrojaban flechas y venablos. Le devolví la mirada con mi mejor expresión de «te juro que yo no he sido» y al cabo de unos segundos que parecieron eternos ella dijo: —Sí. Papá tiene personalidad múltiple. En realidad se llama trastorno de disociación de identidad y… —No hace falta que me lo expliques, mamá. Sólo quería saber si era eso. Y no se habló más del asunto. El niño siguió comiendo raviolis como si nada, y se lanzó a describirnos una historieta de Calvin y Hobbes que acababa de leer, y cómo Calvin iba pilotando un caza y por la radio una voz decía: «Atención, cazas enemigos a las dos en punto.» Y entonces Calvin contestaba: «Roger, ¿y qué hago mientras tanto?» Lo cual era un juego de palabras divertido, pero no fui capaz de apreciar el chiste. Estaba conmocionado. Mi hijo acababa de decirme que lo sabía todo. Sentí alivio y terror al mismo tiempo. Las cartas sobre la mesa, al fin, o por lo menos nominalmente. Pero si él sabía que yo tenía eso, tal vez significaba que era verdad. No. Ni hablar de aceptar eso. Era sólo que yo estaba un poco chiflado. No soy más que un miserable inútil con el brazo estropeado y un cerebro que funciona a tropezones. ¡Caray! Qué daño hacían las puntas de esa rastra. Más tarde, esa noche, le juré a Rikki que yo no le había dicho ni media palabra a Kyle, y ella me creyó. Era posible que lo hubiese deducido, o simplemente lo leyó en alguno de los muchos libros y recortes de revistas psiquiátricas que yo tenía por todas partes. Seguramente el niño sólo pedía un nombre para lo que le pasaba a papá cuando se quedaba «colgado». ¡Cuánto deseaban mis chicos salir para darse a conocer ante Kyle! Todos los habitantes de mi
sistema querían hacer amistad con el crío. Pero eso no podía permitírselos. Imaginé a Rikki meneando el dedo. De ninguna manera. En la vida real acababa de decir esto: —No quiero que tus chicos salgan y se le presenten a Kyle. No está preparado. Todavía no tiene edad suficiente.
39 En esa primavera, verano y otoño de mi tránsito hacia una vida mejor pasé sobre muchas hileras de clavos gigantes, pero no con precaución y lentamente, sino sacando el brazo por la ventanilla al grito de «¡Abran paso! ¡Abran paso!», a ciento cincuenta por hora en una vieja bañera llena de mierda, perdiendo los embellecedores y las tuercas por el camino, perdiendo líquidos, el culo rebotando en el asiento y la cabeza dando golpes en el techo. ¡Aplastad a ese imbécil! ¡CHAF! Mueca de sorpresa en la mofletuda cara de un hombre. Uno menos en la cuenta de la Carretera de los Múltiples. No tiene importancia. Sonríe… sé feliz. No, no me corté más, ni me machaqué la mano. Leif dejó de empujarme con ferocidad. Todos tuvimos nuestro turno de garabatear en el diario y nuestro rato de presencia matutina mientras Kyle estaba en la escuela. Incluso nos agenciamos un cachorro de dos años, llamado Baylie, en la sociedad protectora Golden Retriever Rescue Foundation. Me acostumbré a sacarlo todos los días para correr con él seis kilómetros, y me lo llevaba de excursión por los montes del Diablo. En apariencia las cosas presentaban buen cariz. Sí, eso de correr y salir de excursión estuvo bien. Me conservaba delgado y en buena forma física. Y fue magnífico tener a Baylie. A él no le importaba que yo fuese un chiflado. Yo era el fulano que lo había salvado de pasarse toda la vida en una jaula y comiendo desperdicios. Comparado conmigo, la suerte de Baylie había mejorado mucho. A mí nadie me salvó. Aunque dejara salir a los alter ego, con eso no adelantábamos nada. Más bien eran una molestia que retrasaba mis estudios. ¿De qué me servía tenerlos alrededor, cuando yo era el Unico qué empollaba las asignaturas? Fueron quedándose rezagados mientras yo trepaba poco a
poco, conquistando la empinada cuesta de la licenciatura. Me hallaba ya cerca de la cima y eso también estaba bien. Pero empezaba a preocuparme lo que pasaría cuando llegase allí. Janna sabía, Rikki sabía, y yo también sabía que ser el licenciado West no serviría para que me sintiera mejor que el ciudadano West. Ciudadano West, Ciudadano Ka-ne, kane-caña, de azücar, de Sugar Ray Robinson, de Robinson Crusoe, Robinson de miso, sopa de miso, sopa de frijoles, caldo negro lacedomonio, espeso puré negro, negro y pegajoso como yo. Eso. Por dentro yo era una cadáver fétido y putrefacto, reducido a una grasa negra y viscosa, aunque empapado todavía de vergüenza y aborrecimiento de mí mismo. Era capaz de escribir un trabajo de 86 páginas explicando las diferencias entre el trastorno marginal de personalidad y el de disociación de identidad, pero apenas sabía en qué día estábamos, ni siquiera en qué mes, ni recordaba dónde había estacionado el coche cuando Dusty quería regresar a casa después de hacer la compra. Y no me atrevía a mirarme en el espejo, por temor a lo que (o a quién) viese reflejado en él. Rikki, Kyle y yo salimos varias veces de vacaciones, incluyendo un viaje a Disneylandia y otro al zoológico de San Diego, y todas las veces me esforcé cuanto pude, pero nunca acababa de quedar bien, con Anna y Trudi y Clay y Wyatt y Mozart asomando todo el rato. Lo cual ponía nervioso a Kyle, que decía: «Mira, mamá, papá está "colgado" otra vez.» Entonces Rikki le explicaba que era a causa del gentío y la agitación, y luego me daba un codazo y decía «¡Cam!» con una mirada severa, que por lo general daba el resultado apetecido… hasta que me quedaba otra vez traspuesto. Rikki seguía saliendo con Andy, aunque no con tanta frecuencia, lo cual fue como la bendición de un ángel. De eso no hablábamos nunca, el hielo todavía estaba demasiado delgado. Nos limitábamos a patinar con precaución. En cuanto al sexo, no fue fácil. Eso no mejoró mi autoestima, como tampoco la mejoraba el tener que poner a Kyle en la cola del videoclub porque me veía incapaz de contar las monedas, o tener una cola de gente detrás y al cajero contemplándome con desconfianza mientras Clay tardaba dos minutos en estampar una imitación aceptable de mi firma en un cheque. . En cuanto a las sesiones con Janna, cada una consistía en cuarenta minutos para arrugarme y diez para planchar las arrugas, sólo que yo quedaba siempre demasiado arrugado. Yo era una camisa de las que nunca quedan bien planchadas. Empecé a tropezarme con los postes de la luz y los buzones cuando Baylie y yo salíamos a correr, como si un fuerte viento me empujase contra aquellos obstáculos. Sólo que no había viento y tampoco era que Baylie tirase de mí para obligarme a tropezar. Cuando me ponía al volante me temblaban las manos y tenía el pie demasiado torpe. Los que me adelantaban me daban vértigo y en mi mente el mapa de carreteras se convertía en un laberinto. Me faltaba un respiro. Iba a necesitarlo muy pronto. En River City tuvimos un mal asunto. Que rima con difunto, que quiere decir que estás muerto.
TERCERA PARTE EL PESO DE LA NEGACION
40 Ya era hora de internarme otra vez. La clínica Del Amo quedaba fuera de discusión, después de mi última experiencia. Como dije, no estábamos hechos la una para el otro. Janna arregló las cosas con el Instituto Ross de Traumas Psicológicos en el hospital Charter de Dallas. Rikki, Kyle y yo celebramos una pequeña fiesta de despedida la noche antes de marchar a «trabajar» en un hospital psiquiátrico de Texas, para que el niño creyera que iba como estudiante en prácticas o algo así. Comimos en Tony Roma's y al regreso hicimos parada en un TCBY, donde Kyle quiso su postre favorito: frutas en almíbar con helado cubierto de caramelo líquido, un yogur de vainilla helado y espolvoreado de trozos de chocolate. ¡Ah, muchacho! Algunos de los míos pugnaban por salir y pedir otro para ellos. Rikki pidió un batido caliente de chocolate y yo, el comandante Cam, me conformé con una copa pequeña de helado de vainilla. Pensaréis que en vísperas de ingresar en una clínica para vencer la negación yo les concedería a mis alter ego algo de lo que deseaban. Ni hablar. Estas golosinas no te convienen. ¡Anda, por favor! Un día es un día. Nada. El organismo necesita toda su energía. Qué necedad. Cuidado que te estoy oyendo. Perdón. Qué necedad. Muchas gracias, Bart. Vamos, Cam. Que esto es una fiesta. ¡Dejadme en paz! Yo soy el que ingresa en el hospital, ¿no? Podrías compadecerte de nosotros. Basta, basta, ¡por Dios! Supongo que hasta Teddy Roosevelt debió conceder un cucurucho de helado a sus tropas antes de enviarlas al combate. A pesar de la insurrección interior lo pasé bien con Rik y Kyle. De regreso en casa jugamos al Monopoly y luego leí en voz alta varios capítulos de Huck Finn mientras Kyle se bañaba con sus soldados y con la crema de afeitar, y Rikki se acurrucaba a mi lado sobre unos almohadones. Me comporté bastante bien esa noche y pasé un rato feliz con mi amante familia. Kyle lloriqueó un poco cuando le di el abrazo de buenas noches, ya que dos semanas le parecían una eternidad, pero se animó cuando prometí traerle un regalo. Como en anteriores ausencias mías, él habría preferido acompañarme para ver las máquinas expendedoras de golosinas, la televisión por cable y la suite de un hotel importante. ¡Imaginadlo! Antes de dormir Rikki y yo, tumbados en la cama, nos tomamos un rato de las manos y eso fue bastante para mí. Sin embargo, aquella noche tuve una pesadilla. Soñé que estaba preso dentro de un tubo de pasta dentífrica y que un gigante de pijama a rayas y pelo revuelto se disponía a estrujar el tubo para cepillarse los dientes. Yo estaba atrapado dentro de aquella masa gelatinosa, las manos sobre la cabeza en inútil prevención del pellizco aplastante puesto que no sabía cuándo ni dónde iba a ocurrir. La mañana siguiente me despedí de mi familia con un beso y tomé el tren de las ocho y cuarto para Dallas. Un par de horas más tarde aterricé en Texas sin problemas, ni pasta dentífrica ni ogro. La chófer del Elite Limo Service que me recogió tenía una verruga al lado de la nariz. Se llamaba Flo y tendría por lo menos sesenta años; pero verruga o no verruga, sentí gran alivio al verla en la salida del aeropuerto exhibiendo un cartel con mi nombre. Flo monopolizó la conversación durante los cuarenta y cinco minutos del trayecto hasta el hospital Charter, mientras yo me esforzaba por aparentar normalidad. Me despidió en la sala de espera y allí quedé tirado tres horas y media hasta que alguien se dignó formalizar el ingreso. Una de dos, o allí regalaban dinero, o todos los locos del estado andaban sueltos y pidiendo ingresar en el Charter. Y puesto que no se acercó nadie para ofrecerme dinero, supuse que serían los locos. Y yo era uno de
ellos. Por fin un psiquiatra que no aparentaba más de veinte años me pasó el- cuestionario oficial y quedé consignado al departamento de múltiples. Mientras seguía a la enfermera que me precedía por un pasillo, un diminuto aeroplano zumbaba en mi cabeza trazando palabras con su estela de un color verde enfermizo. ¡Mierda! ¿En qué estaría pensando cuando nos metimos en este fregado? ¿Qué hacemos unos chicos como nosotros en un sitio como éste? ¿No podríamos tomar el último tren de regreso y marcharnos a casa? Todavía no es demasiado tarde, ¡si LO ES! Unas ocho mujeres y un hombre andaban por la pequeña sala contigua al cuarto de la enfermera de guardia, algunos viendo la televisión y otros esperando a que una enfermera llamada Alice los sacara al por che para fumar. Todos me dirigieron ojeadas furtivas o miradas de curiosidad, como esperando que no fuésemos a comportarnos como el proverbial elefante en una cacharrería. Me senté en un sillón contiguo al cuarto de guardia y me sometí a la inspección colectiva mientras otra enfermera, Lucinda, me tomaba las constantes vitales. Una mujer alta y flaca, se sentó frente a mí y con una amplia sonrisa se presentó a sí misma como Leslie. Correspondí mencionando mi nombre y procedencia. Ella me tendió la mano, yo se la estreché, y ella dijo: —Bienvenido, Cam. Verás que la primera noche es espantosa, pero luego va a peor. —Soltó una carcajada y añadió, al tiempo que me daba una palmada en la espalda—: Es broma. —Dicho lo cual salió a fumar. La siguiente en acercarse fue una mujer bajita, cabello muy corto y cara arrugada, que se presentó como Edie. Parecía nerviosa y me contó que acababa de ingresar la víspera y que ella y su marido habían ahorrado la paga de jubilación para poder pagarse el tratamiento, conque en caso de no resultar bien seguramente no le quedaría otra salida que el depósito de cadáveres. Esto del depósito me pareció demasiado cruel; sin embargo, Edie tenía una presencia curiosamente tranquilizadora, algo así como un viejo almacén de pueblo con una sólida escalera de madera, de peldaños desgastados en la parte central por el roce de medio millón de pisadas. Me alegré de que Edie siguiera por allí cuando Lucinda acabó de tomarme la tensión y me quitó el brazalete de velero. El ruido de tela que se rasga funcionó como una serie de pulsaciones de botón y mis chicos emprendieron una especie de rápido desfile, entrando y saliendo como las siluetas de los patos en una barraca de tiro al blanco. Edie me tomó de la mano y noté la suya callosa y rugosa, como cabía esperar, mientras me miraba con los ojos verdes más melancólicos y más llenos de comprensión que yo hubiese visto nunca. Y yo, sentado en aquel sillón mientras desfilaban todavía las evocaciones del ogro, del viaje en ferrocarril y de la verruga de Fio, y pese a la presencia de media docena de chiflados que me miraban como si yo fuese una mercancía expuesta en un escaparate, me sentí algo reconfortado. Lo cual era de agradecer. Después de tomarme la temperatura Lucinda llamó a un hombretón llamado Lonnie para que me mostrase nuestra habitación. Edie se despidió y salió a fumar, mientras Lonnie y yo nos encaminábamos a deshacer el equipaje. La habitación era igual que la de la clínica, con los muebles atornillados al suelo y las paredes, y la moqueta lavable a prueba de vómitos. Ni máquina expendedora de golosinas ni televisión por cable. A Kyle no le habría gustado. El gigantón Lonnie nos dejó a solas y salió silbando una cancioncilla, lo cual hizo que recordase a Ángel y me preguntase si estaría otra vez en la clínica Del Amo. Me acerqué a la ventana y retiré la cortina, a ver si daba al patio. Pero no. Sólo se veía un campo, con un par de postes de madera muy
altos y una especie de trapecio. A lo lejos, unos bloques de viviendas. Solté la cortina. Bien, no estábamos en la clínica. ¿Dónde estamos? En Texas. ¡Condenado Lonnie! ¡Qué mal silba! El otro lo hacía considerablemente mejor. Me dirigí hacia los teléfonos para uso de los pacientes, que se hallaban en el pasillo, y llamé a Rikki. Descolgó a la segunda señal. —Hola, Rik. —¡Cam! Me tenías preocupada. —He tenido que esperar casi cuatro horas en la recepción. —Es increíble. ¿Te han ingresado ya? ¿Qué impresión tienes? —Mucho miedo, Rik. Aquí todo el mundo anda espantado. —Lo sé. Ha sido una decisión difícil para ti. Pero lo conseguirás. Quiero que trabajes, que aproveches tu estancia. En ese sitio podrán ayudarte. Me humedecí los labios resecos. —No sé si podré soportarlo. —Sí podrás. Tú lo conseguirás. Yo escuchaba con atención, mejor dicho bebía sus palabras. —Tienes razón. Lo conseguiré. —Eso es. Tú eres fuerte, Cam. Puedes conseguir cualquier cosa que te propongas. —Puedo conseguir cualquier cosa —repetí, no muy convencido. —Sé que lo estás pasando mal. —¡Um! —Ahora te hablará Kyle. Te quiero, Cam. —¿De veras? Gracias, Rikki. No te preocupes. Sé lo que quiere oír Kyle. —Estupendo. Ahora te lo paso. Kyle no tardó en exclamar: —¡Pappiiii! ¿Estás en Texas? —Pues sí —contesté—. ¿Cómo está mi hombrecito? —Bien. —Y luego bajó la voz como si fuéramos dos conspiradores—: ¿Me has comprado el regalo, papá? Contuve la risa. Aquel niño era un encanto. —Todavía no, hijo. —¿Estás en tu hotel? —Sí. —¿Es bonito? —Aceptable. —¡Uau! Te quiero, papá. Adiós. —Adiós, hijo. Rikki volvió a ponerse y dijo: —Me gusta cuando conspira de ese modo. —A mí también —dije—. Oye, Rikki. He de terminar. Estoy empezando a quedarme traspuesto. —Como quieras. —¿Rik?
-¿Sí? —Gracias por decir que me quieres. —Pero si es verdad —contestó ella—. Procura descansar esta noche. Habrás visto que puse a Toby y unos cuantos libros para todos. —Sí. Gracias. —Hablaremos mañana, cariño. . —Sí. Adiós —dije, y me quedé esperando a que ella colgase. Cuando oí el clic colgué a mi vez y me fui en busca de la enfermera de guardia, para pedirle un Ambien que me ayudase a pasar la noche. Una enfermera pelirroja, joven y muy formal me dio el deseado billete de ida para el planeta Plutón. Desanduve el pasillo en sentido inverso con intención de encerrarme en mi habitación, pero me tropecé con Edie, Leslie y una muchacha llamada Tina, de unos veinticinco años y con marcado acento neoyorquino, todos sentados en el suelo. Me invitaron a participar en la tertulia y yo me senté y dije hola a todos. Había olvidado la llamada de Janna y me tragué la pildora, lo cual me daba un cuarto de hora antes de cerrar escotillas. Diez minutos más tarde sonó el teléfono y atendió uno de los pacientes, quien voceó mi nombre, no sin cierta sorpresa por mi parte. Me puse en pie y me acerqué salvando obstáculos, mientras todo empezaba a confundirse en derredor. La mujer que había atendido la llamada llevaba una bata rosa y zapatillas a juego. Era de mi edad aproximadamente, con el cabello negro recogido en una coleta. Sonrió y dijo «Hola, soy Andy» con una vocecilla chillona, por lo que supe que me hablaba un alter ego infantil de la paciente. Forcé una sonrisa y agarré el auricular. Andy. Qué casualidad. El mismo nombre que el del bastardo que estaba intentando quitarme a mi Rikki. Me llevé el auricular a la oreja y tuve la sensación de haberme aplicado una esponja. -¿Sí? —Hola, Cam —dijo Janna. Su voz abrió un agujero en mi compostura y la inundación fue incontenible, como si se hubiese pinchado un globo lleno de agua. —Janna! ¡Sácame de aquí! ¡Quiero salir enseguida! Prefiero trabajar contigo, en tu consulta. ¡Aborrezco estar internado! No trago a esta gente. Estamos en Texas, ¡por Dios! ¡Si aquí todavía ahorcan a la gente! ¡Quiero irme a casa! —Cálmate, Cam —dijo Janna—. Allí saben lo que se hacen, y estás en buenas manos. Hablaré con tu terapeuta en cuanto te hayan asignado uno, y te llamaré todas las noches a las nueve para que me cuentes cómo te ha ido. Estás en un buen lugar, Cam. Tienen un programa muy bueno. —De acuerdo, de acuerdo —dije—, pues me quedo, ¡qué remedio! Pero no te aseguro que lo haga por mucho tiempo. —Y después de esto hubo otra conmutación y salió Clay. —Ja… Janna. —Hola, Clay. —¿Do… dónde estoy? —En una clínica. —¿Estoy enfermo? —No. No es una clínica de ésas. Es un lugar donde los pacientes pueden hablar con los terapeutas y con otras personas que tienen problemas parecidos.
—¡Ah! ¿Está aquí Jody? —No, ésa es otra clínica… Estás en Texas. —¿Te… Texas? —Sí. —A… adiós —dijo él, y conmutamos otra vez. —¡Holaaa… Janna Chase! —Hola, Bart. El fármaco empezaba a hacerme efecto y me noté flojas las rodillas. —¿Qué diablos pasa aquí? Tengo el cuerpo de goma. —Con lo cual se eclipsó él y volví en mí. —Janna, soy Cam… —¿Qué ha dicho Bart? ¿Qué pasa? —El Ambien —me notaba los labios estropajosos—. Me… me voy a… —Dejé caer el auricular y empecé a tambalearme. Alguna enfermera o algún paciente de los del pasillo me sostuvo a tiempo y me llevó a mi habitación. Estábamos aterrizando en la terminal internacional de Plutón cuando oí una voz que decía con grueso acento sureño: —Esto del Ambien nunca falla.
41 Desde el primer día me esforcé por adaptarme e ir conociendo los grupos; al mismo tiempo pisaba el freno en espera de hablar con nuestro terapeuta. Sí conseguí ver a un psiquiatra, un tipo alto con una cara que parecía una sábana arrugada y una voz áspera como la de Kissinger, sólo que sin acento alemán. Le pedí un ansiolítico, aunque el Serax que me recetó apenas incidió en la epidermis de mi angustia. Casi todos estos grupos eran similares a los de la clínica Del Amo, excepto dos. Uno de ellos, llamado Sogas, sólo se reunía dos veces por semana; sus miembros pasaban el resto de los días recuperándose con vistas a la próxima sesión. Sogas era la actividad exterior de elección para los múltiples, y la dirigía un tipo canoso y de suaves modales llamado Jeff, con su ayudante Samantha, una mujer joven y enérgica con el pelo cortado a la Wayne Newton que se empeñó en que la llamáramos Sam. La primera vez que salimos de Sogas, Jeff y Sam formaron el grupo, nos pusieron unos arneses de escaladores y fuimos invitados de uno en uno a trepar por una especie de poste del teléfono. Los demás gritábamos dándole ánimos al que lo intentaba. Mientras uno trepaba Jeff y Sam sujetaban la cuerda enganchada a lo que parecía el bastidor de un columpio más alto que el poste, de modo que si el tipo saltaba o se caía no se diese el batacazo en el suelo. Cuando uno llegaba arriba, si es que lo conseguía, debía permanecer allí mientras Jeff y Sam le planteaban una serie de preguntas sobre su voluntad de ir mejorando, y lo jaleaban por haber sido tan valiente como para ingresar en esa clínica y ser capaz de trepar a ese poste. Y mientras tanto uno procuraba mantener el equilibrio y que no se moviese el condenado poste y no saltar antes de tiempo. Al cabo de un rato te decían que saltases hacia el trapecio, que colgaba a unos tres metros de distancia, y uno lo hacía y era como trabajar en el circo, sólo que sin música. Si uno fallaba, lo bajaban poco a
poco y no pasaba nada. Pero si conseguía aferrarse a la barra, debía quedarse colgando mientras todos le aplaudían y elogiaban su hazaña. Y al cabo de un rato uno se soltaba y lo bajaban al suelo. Podrá parecer fácil eso de trepar por un poste del teléfono, encaramarse en la punta y saltar después hacia un trapecio, pero no para mí. Ni para nadie del grupo. No es que fuese difícil, era prácticamente imposible. De los que me precedieron ninguno logró sujetarse a la barra del trapecio, aunque Edie llegó a rozarla. Lo cual sí fue impresionante considerando que la mujer tenía la estatura de Mickey Rooney. A continuación me tocó a mí. Por dentro la cosa fue más o menos así: ¿Qué demonios pasa aquí? ¿En qué lío nos has metido? ¡Eh! ¿Por qué tenemos que hacer esto? ¿Acaso no somos pacientes de hospital? ¡Y yo qué sé! Está bien, pues jódete. Tejodes tú. Vámonos de aquí. Tengo miedo. Éste dice que tiene miedo. Que alguien lo vigile. Yo también tengo miedo. Vigila a la chica, y también a los jóvenes. ¿Qué diablos estás haciendo, Cam? Cierra el pico y vete al carajo. ¡Eh! Dejad de pelear y poned atención en lo que vais a hacer. ¡Santo cielo! Estoy en la punta. ¡Ay, ay! Que esto se mueve. Quiero saltar Corta la cuerda y salta. ¡Quiero morirme! ¡Alto! Que alguno lleve a Switch al salón de la Tranquilidad, ¡pronto! No miréis abajo. ¡Ay, mierda! Ha mirado abajo. ¿No te dije que no lo hicieses? ¿De veras? ¿Quieres saltar tú? ¿Yo? ¡Si estoy temblando! Escucha lo que dicen los de abajo. Contéstale lo que quiere escuchar y acabemos de una vez. Cállate. Muy bien, pues salta a ver si atrapas lajodida barra. No, espera un momento. Todavía no te han dicho que saltes. Anda, ¡salta y no falles! Tengo el corazón desbocado. Me voy a morir ahora mismo. ¡Salta ya, maldita sea! ¡Allá voooy! ¡Vaya! ¡La ha atrapado! Estamos colgados. ¿Lo estamos? No mires abajo. ¡Mierda, ha mirado abajo! Voy a tener un infarto. ¡Uf, qué alto está esto! Sí, muy alto. Estamos bien colgados. Calla, que este tío nos ha hecho una pregunta. Escúchale, Cam. Dile lo que él quiere que digas. No, escucha lo que dice. Que lo hemos conseguido. Que somos unos valientes. Que lo logramos. ¿Lo logramos? Sí. Ahora dice que soltemos la barra. ¿Cómo? Estás colgado de una barra. Mira hacia arriba. ¡Jesús! ¡Pues es verdad! ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿No te habías dado cuenta? No. Ahora nos soltamos y veremos lo que pasa. ¿De verdad? ¿Vamos a morir? No; hay una cuerda de seguridad. ¿Qué dices? Mírala. Ahí está la cuerda. ¡Uf! ¿Estamos enganchados? Sí. Menos mal. Vamos, suelta. No puedo. ¡No seas burro! ¡Suelta te digo! Bien, ¡allá voooy! Después de jugar a Sogas me puse el primero a la cola del Serax pero no me sentí mejor ni siquiera cuando el fármaco surtió su efecto. Quedé como estupefacto durante una hora, poco más o menos. Cuando fui a darme cuenta, Bart estaba al fondo del pasillo hablando con una psiquiatra llamada Denise, muy agraciada y dotada de un acento sureño de los más melosos, ambos sentados en sendas sillas. Yo flotaba en algún lugar del espacio roncando como un bombardero sobre Bremen. Denise tenía en el regazo un bloc de notas y ahí estaba mi historial. Sonrió y dijo: —¿Qué tal en Sogas? —Fácil —fanfarroneó Bart, y agregó—: ¿A qué viene, dicho sea de paso? —¿Qué quieres decir? —Arrastraba tanto las eses que uno podría apagar un cirio con ellas. —Quiero decir que para qué sirven esos ejercicios de trepar y gritar y pasar miedo. Denise preguntó: —Tú no eres Cameron, ¿verdad? —Yo soy Bart —contestó él. —¿Sabes dónde estás, Bart? —En Texas, ¿no? —¿Y sabes en qué lugar de Texas? —Ajá. En un psiquiátrico próximo a Dallas. — Cierto, pero yo no he preguntado dónde está el psiquiátrico, ¿verdad? Sino dónde estás tú.
—¿Qué es esto, una pregunta de concurso? ¿Dais una tostadora eléctrica de premio? —No —replicó ella, muy seria—. Sólo que me parece que no estás muy conectado con este ambiente, por la manera de hablar que tienes. Bart sonrió con malicia. —No lo estoy. El chiflado es él. Yo no soy más que una parte de su cáscara rota, como Per, Dusty, Leif y todos los demás. —Hizo un ademán despectivo—. ¿Crees que me gusta estar aquí? —No, ya se ve que no. A casi nadie le gusta —Denise hizo una pausa—. ¿Eres consciente de que Cameron es un paciente de una clínica psiquiátrica? —Sí, lo sé —contestó él con hastío. —Pues entonces, Bart —continuó al tiempo que le apuntaba con el índice—, ¿entiendes que tú también eres un paciente de una clínica psiquiátrica? Bart meneó la cabeza. —No, yo no soy ningún paciente de una clínica psiquiátrica —dijo, al tiempo que hacía el gesto con el pulgar—. Él lo es. —Bart —insistió Denise—, si Cameron es un paciente de esta clínica psiquiátrica, tú también lo eres. Tú eres un paciente de esta clínica. Bart se retrepó en el asiento. —Ya te he dicho, Denise, que sólo soy un acompañante. No soy el paciente. —Sí, sí lo eres también —dijo Denise asintiendo para dar más énfasis, y volvió a señalarle con el dedo—. Entérate. Tú eres un paciente del hospital Charter en Plano, Texas, un centro especializado en el tratamiento del trastorno de disociación de la personalidad. Bart se arrellanó y rebulló con nerviosismo. Durante unos momentos ninguno de los dos dijo nada. Alguien llamaba a un doctor a través de la megafonía. Entonces Denise dijo con tono conciliador: —Oye, Bart, ¿te has dado cuenta de que él sufre? —¡Ah, sí! —dijo él poniéndose serio—. Sí, sufre mucho. Es un cagón. Denise consultó el historial. —En su cuestionario dice que su objetivo principal es superar la negación. —Alzó la mirada hacia Bart y después de una pausa continuó—: Te lo digo porque me parece que tú tienes otras intenciones. Hubo un silencio incómodo mientras Bart meditaba la respuesta. Por último sonrió maliciosamente y dijo: —Lo sabes todo, Denise. Eres una chica lista. Pero ella no mordió el anzuelo y siguió insistiendo. —Mira, Bart, tendréis que empezar a colaborar si queréis mejoraros. Déjame preguntarte una cosa: ¿sabes si Cameron piensa que está aquí solo? Bart meneó la cabeza. —No, él sabe que todos estamos aquí… aunque seguramente cree que él es el único que hace algo. Miró hacia la puerta y preguntó: —¿Así que soy un paciente de una clínica psiquiátrica, eh? —Sí —asintió Denise. —Entonces soy un mierda —murmuró como para sí mismo—. Quiero decir que soy un cobarde. Por supuesto, pacientes lo somos todos. Me gustaría que Per oyese esto.
—¿Per? —Sí, es uno de los principales del sistema. Qué manera de hablar. Un sistema. Como si se tratase de una cadena estéreo. —Bart se removió en su asiento, se frotó la barbilla y luego apoyó las manos en el regazo, con los dedos cruzados—. ¿Sabes, Denise? A ninguno le gusta esto. Estamos muy asustados. Yo también. Por eso me escondí dejando a Cam en la estacada. —Meneó la cabeza y repitió—: Sí, reconozco que soy un mierda. —No seas tan severo contigo mismo, Bart. Todos se ponen nerviosos cuando entran en un lugar como éste. Os estáis portando bastante bien. —Hizo una pausa—. Creo que el grupo de videoterapia del jueves próximo será lo indicado para todos vosotros. Éste era el otro grupo que no existía en la clínica Del Amo. Mi avión salió de entre las nubes y se vio frente a la ladera de una montaña cada vez más cercana. —Viene a ser como una entrevista televisada, Bart. Y grabamos a los distintos alter ego. Creo que te resultará útil verte entre ellos. Él asintió y volvió a sonreír con picardía. —Sí, siempre quise trabajar en el cine. Tengo talento innato. El jueves, ¿eh? —Sí, el jueves —corroboró Denise—. Así pues, ¿tomo nota de que os interesa a todos participar en eso? —Por supuesto.. Si estamos todos en ello, lo haremos como grupo, ¿no? Quiero decir que somos muchos. —Ya lo suponía. ¿Estás seguro de que Cam querrá hacerlo? Tal vez está escuchando ahora. Todavía no estoy familiarizada con vuestro sistema. Bart asintió. —Sí, está escuchando. Seguro que lo ha oído. ¡Colisión inminente! ¡Yap! ¡Yap! ¡Yap! ¡Altímetro a cero! ¡Nos van a grabar a todos! ¡Yap! ¡Yap! ¡Yap! —De acuerdo, pues —dijo Denise dando una palmada sobre su bloc—. Voy a anotar que os presentáis voluntarios. Pero, ¡ojo!, que no queda esculpido en piedra. No os consideréis obligados si alguno cree que no podrá soportarlo. Discutidlo entre vosotros. Y con vuestro terapeuta, cuando habléis con él. —¿Cuándo va a ser eso? Llevamos aquí tres días y todavía no hemos visto a ninguno. Denise consultó de nuevo el expediente. —Aquí dice que mañana por la mañana tenéis hora con el doctor Sawyer. Os caerá bien. —Y se puso en pie—. Debo irme. Ha sido un placer hablar contigo, Bart. Adiós. Echó a caminar por el pasillo. Bart siguió mirando el patio desierto a través de la ventana. Yo, por dentro, yacía destrozado entre pedazos de metal retorcido e incandescente. ¡Camillero!
42 Rikki y Andy estaban sentados a la larga barra del Isobune, un restaurante japonés de College Avenue, en el barrio Rockridge de Oakland. La originalidad del local consiste en que el cocinero, colocado en el centro de un estanque en forma de anillo, va preparando los sushi, los pone en unas bandejas rectangulares y éstas van dando vueltas sobre unas barquitas de madera. Cuando un cliente
de la barra ve algo que le gusta, lo desembarca. Y a la hora de pagar, una camarera hace el recuento de los platillos vacíos y establece el importe. —Me han premiado con tres días de estancia en una casa de playa de la empresa —anunció Andy mientras se secaba las manos con la servilleta caliente que le ofreció la camarera. Rikki hizo lo mismo. —¡Menuda suerte! ¿Cuándo? Ambos dejaron las servilletas sobre la barra y la camarera les sirvió sendos tés. Cuando se hubo alejado, Andy sonrió y dijo: —La semana que viene, del dos al cuatro. —Pescó una bandeja de rollitos californianos y se metió uno en la boca—. ¡Hum! ¡Exquisito! —Y sin dejar de masticar agregó—: ¿Por qué no vienes a visitarme cualquier día? Lo pasaremos bien. Rikki pescó una bandeja con dos porciones de salmón ahumado y un poco de arroz. Tomó una porción con los palillos y la remojó en la salsa de soja y wasabi. —¡Hum! Esta gente prepara el mejor sushi de East Bay. Andy la miraba fijamente. —En serio, Rik. ¿Por qué no te vienes? Rikki se tragó el bocado y bebió un sorbo de té. —¿Viene alguien más de tu oficina? —No. Sólo yo. —¿Y dónde dejas a Katie? —En casa de una amiga. —Andy bebió de su traza y, mirando a Rikki por encima del borde, agregó—: Podrías hacer lo mismo con Kyle para esa noche, ¿no? Rikki lo miró fijamente. —¿Estamos hablando de lo que me figuro que estamos hablando? Andy dejó la taza a un lado. —No sé —sonrió—. ¿Tú qué crees? Se quedaron un momento en silencio, mirándose. Alrededor se escuchaba el bullicio de los numerosos comensales del establecimiento, pero ellos estaban completamente solos. La pierna de Andy rozó la de Rikki y ella sintió el mismo sobresalto y excitación que aquella tarde en Chevy's, un año antes. Rikki levantó una botella que había junto a su pequeño montón de platos y se la enseñó a Andy. —¿Un poco de sake?
43 La inminencia de un suceso nefasto nos afecta como un ejército de hormigas rojas a un cuerpo atado de pies y manos y rebozado de mermelada. Ni te agrada, ni te acostumbras, ni puedes evitarlo. Y no importa lo mucho que te esfuerces por pensar en otra cosa, como imaginar que echas una siesta a la sombra de un sauce a la orilla de un arroyo, no puedes aguantarlo más de ocho segundos seguidos sin volver a pensar en esas hormigas rojas. Ni siquiera es indispensable que sea un suceso nefasto. La espera de algo bueno también puede atacarnos los nervios. Como casarse o conocer al presidente. Si no tuvieras tiempo para preverlo, digamos si te lo tropezaras de repente en el supermercado, le preguntarías con naturalidad si sabe cuál
es la oferta del día. Pero si te dieran uno o dos días para pensarlo, las hormigas acabarían devorándote y cuando se produjese el acontecimiento no acertarías a decir nada y tendrías que morderte el labio. Pues bien, desde que Bart habló con aquella belleza meridional yo me había mordido el labio más de quinientas veces, de modo que la mañana siguiente, cuando Steve Sawyer me sacó del grupo ya estaba a punto para entendérmelas con él, o eso creía yo. Era un hombre de mi edad, con el cabello castaño, rostro agradable de facciones acusadas y ojos que expresaban la fuerza y la serenidad de una secoya gigante. Llevaba una chaqueta de pelo de camello, una elegante camisa blanca, pantalón negro impecablemente planchado y zapatos relucientes. Su corbata de seda me recordó la Noche estrellada de Van Gogh. Sonreía y se alegró de conocerme. Recorrimos el pasillo y entramos en un pequeño despacho con dos sillones, un escritorio con lámpara y teléfono, y una mesita con televisor y vídeo. Steve ocupó el sillón más próximo al vídeo y yo el otro, con las hormigas. Rechinaba ya los dientes, tamborileaba con los pies en el suelo y manoseaba con nerviosismo los brazos del sillón. —Esta mañana hablé con la doctora Chase, y también con Denise —anunció—. Parece usted bastante nervioso. —¿Le gustaría ponerse en mi lugar? Todo el mundo lo hace. Alargué la mano y rocé con los dedos la corbata de Steve. —Una bonita corbata —añadí al borde de la histeria. Le dirigí una mirada fulminante y me recosté en el sillón para seguir sobando los brazos—. No estoy nervioso, estoy muerto. —Dígame… —empezó Steve. —Los muertos no hablan. —Usted no está muerto, sólo asustado —replicó él con calma. —No estoy asustado. No estoy asustado de… —¿Qué le da miedo? ¿Teme verlos en la televisión? —dijo dando unas palmadas sobre el aparato. Yo me removí con nerviosismo. —Eso no es más que una caja tonta. Soy hombre muerto. —Usted es hombre vivo —replicó él—. En todo caso, muerto de ganas de ver lo que saldrá de esa caja tonta. Meneé la cabeza rítmicamente e insistí: —No es verdad. No estoy… —Ha viajado dos mil kilómetros para ver lo que va a salir en la pantalla de esta caja tonta. Negué otra vez con la cabeza y señalé el televisor. —Es que no quiero… —Dime, Cam, ¿qué te preocupa? —De qué diablos está usted habí… —Dímelo. —¡Hijo de perra! —¡Dilo de una vez! Salté de mi asiento y Steve dio un respingo, y una maquinaria al rojo vivo rugió en mis ingles, mi estómago, mis pulmones, mi garganta y mi boca, y grité: —¡¡No quiero saberlo!! Un silencio tenso cayó sobre nosotros. Yo seguía removiéndome, la cabeza baja, la barbilla caída
sobre el pecho. Adiviné que Steve me miraba fijamente cuando dijo: —En realidad lo sabes ya, Cam. Más silencio. Un minuto entero, tal vez. Y luego me derrumbé. Steve habló con suavidad: —¿Qué va a pasar cuando veas a tus alter ego en la grabación? Con un gran esfuerzo conseguí levantar la cabeza y mirarle con lágrimas en los ojos. —Entonces sabré que es cierto —lloriqueé. Steve calló un momento y luego se inclinó y me dio un apretón en el hombro. —Sí, y eso será un alivio, ¿verdad? —dijo. Mi cuerpo se estremeció y lloré un poco más: por Dusty, por Clay, por Davy, Anna, Trudi, Switch, Mozart, Wyatt, Bart, Per, Leif, Stroll y todos los demás que permaneciesen todavía encerrados dentro de mi mente. Y también por Rikki y Kyle. Pero no por mí. No por mí. Aquella noche cuando llamé a Rikki le conté que habíamos decidido proceder a la sesión de videograbación. La encontré un poco ausente, aunque no pude precisar si era ella la que estaba preocupada, o yo. No se me ocurrió pensar que acababa de hablar por teléfono con Andy. Nos deseó buena suerte a todos y luego llamó a Kyle para que yo le diese las buenas noches. Lo siguiente antes del Ambien fue la llamada de Janna. Leif la aprovechó para decirle que Per, Bart y él habían establecido con el doctor Sawyer una lista de los que serían entrevistados durante la grabación y en qué orden. Sacó de mi bolsillo una hoja de papel amarillo (de la que yo no tenía noticia) y comentaron el programa. Clay sería el primero en salir, seguido de Bart, y después les tocaría a Leif, a Per y finalmente a Dusty. Lo cual pareció bien a Janna, quien me obligó a comparecer para discutirlo. Teníamos un buen plan y por una vez pareció que todos colaborábamos en un mismo objetivo. Las hormigas desaparecieron, o casi, pero ahora me agobiaba el remordimiento. Al fin y al cabo, yo era el causante de que estuvieran todos allí, el origen de todos los problemas. El gerente de aquel hotel triste, el bobo que había atrancado la puerta y ponía a todo volumen la música discordante cuando le llamaba la clientela. Janna me fustigó un poco por hablar así, y me sugirió que callase un rato para escuchar a los demás. Lo hice, y lo que dijeron fue adelante y que todo saldría bien. Algo estaba ocurriendo en efecto, y no era del todo malo. Pero eso no significaba que fuese agradable. Cuando llegó el momento de proceder a la grabación, mi estómago se convirtió en un nudo. Por fortuna no fue necesario esperar mucho, porque todos los pacientes que iban a participar en la sesión de videograbación desistieron en el último momento. Un tipo simpático llamado John se sentó detrás de una cámara de vídeo puesta sobre un trípode y leyó la lista de mis alter ego mientras yo, tembloroso, me sentaba en un sillón delante del objetivo. Al leer el nombre de Per preguntó cómo se pronunciaba, detalle que Per y yo agradecimos. Luego John puso en marcha la cámara y dio comienzo la entrevista. Me hizo algunas preguntas sobre quién era yo, dónde vivía, mi familia y si entendía lo que estábamos haciendo y su finalidad. A continuación pidió que apareciese Clay. Instantáneamente me desvanecí y él pasó a primer plano. Clay creyó que lo estaban filmando para una película o Un episodio de Lassie, y se mostró algo decepcionado cuando John le explicó que era una grabación centrada en nuestra tribu. John le preguntó la edad y lo que sabía acerca de mí y de los demás alter ego. Por último le preguntó si tenía algo que decirme en especial, a lo que Clay se encogió de hombros y manifestó:
—Dile que me gustaría que Ky… Kyle no tuviese miedo de mí y no tener que esconderme cuando esté presente el niño. John señaló el objetivo de la cámara y dijo: —Mira aquí y díselo tú mismo.
—Di… dile a Kyle que yo no doy miedo a nadie. Soy un bu… buen muchacho. Que no tenga miedo de mí. Edie, que estaba de espectadora, dijo: —Claro que sí, Clay Eres un buen muchacho. Debbie conmutó a Andy, quien dijo con su voz chillona: —Tú me gustas, Clay —A lo que Clay sonrió y dijo: —Tú también me gustas, Andy. Luego John pidió que apareciese Bart, y Clay se despidió. Hubo un leve estremecimiento y apareció Bart. Bart siempre era el mismo: parlanchín, divertido, optimista. En menos de quince segundos hizo reír a todas las chicas y charlaron con tan ta soltura como si fuesen un grupo de bañistas tomando refrescos en la playa. John le interrogó acerca de su propia persona y cómo se encontraba en la clínica. Bart se puso serio y dijo estar al corriente de que todos eran pacientes del Charter y aseguró que hacían un gran esfuerzo por superar la tendencia a la negación. Cuando John le preguntó si tenía algo que decirme, Bart miró a la cámara y contestó: —No te rindas, Cam. La multiplicidad es un deporte de equipo. Estoy contigo. Entre todos lo conseguiremos. —Y terminó con una broma acerca de esconderse en una cabina de teléfono para ponerse el traje de SuperLeif. Todos rieron, pero era verdad y ¡paf!, en un instante apareció Leif y el ambiente cambió por completo. Ya no era Los vigilantes de la playa sino 60 minutos. Leif no perdía el tiempo. Cruzó las piernas, se arremangó, miró a la cámara y yo, como espectador en segundo plano, pude notar que todos los presentes estaban sorprendidos por el acusado contraste entre él y Bart. John le preguntó cuál era su misión en el sistema y él replicó: —Conseguir que Cam haga las cosas. Bien, ¿qué más quieres saber? —Juntó las manos y luego las abrió con las palmas hacia arriba —. Dispara. John dijo que no tenía nada concreto que preguntarle, que sólo se trataba de que hablara un poco delante de la cámara. Leif descruzó las piernas y miró a la cámara.
—Muy bien, pues tengo algo que decirle a Cam. —Se inclinó y apuntó con el dedo—. No olvides esto. Yo pongo la iniciativa pero tú pones el trabajo. Todo eso eres tú. —Se arrellanó en el asiento y se cruzó de brazos, y todos pudieron ver sus músculos tensos. Se hizo un silencio en la habitación—. Ahora le toca a Per —concluyó, y se retiró. Per se mostró fiel a sí mismo, tranquilo y de hablar sosegado. Expresó su confianza en nuestra capacidad como sistema para superar los problemas comunes, pero se lamentó de que algunos alter ego se sintieran rechazados y excluidos en casa, y me pidió que colaborásemos en buscar una solución a tal dificultad. Uno de los pacientes preguntó si Kyle conocía a alguno de los alter ego, y se le explicó que éstos no estaban autorizados a salir en presencia del niño. Eso causó bastantes comentarios, a tal punto que John se vio obligado a poner un poco de orden para poder continuar con la grabación. El último número del espectáculo fue el de Dusty. Estaba tímida y nerviosa, y no quiso decir nada, hasta que John insistió. Entonces contó cómo salía a hacer la compra, y que se sentía sola porque después de Robbie no había tenido ocasión de hacer amistad con nadie. Su mensaje para mí fue que deseaba tener una habitación para ella sola. Y eso fue todo. Se acabó la sesión. John sacó la cinta y me la dio. Yo me quedé allí tratando de entender lo que acababa de ocurrir mientras John guardaba la cámara y los espectadores abandonaban la habitación. Edie se acercó, me dio una palmada en la espalda, sonrió y dijo: —Desde luego, Cam, está claro que eres un múltiple. —¿De veras lo crees? —repuse. Ella soltó una carcajada. —¿Bromeas? Espera a ver la grabación. Enseguida se acercó Debbie. —Es indudable, indiscutible y evidente que eres el típico múltiple —dijo—. Pero ésa no es la dificultad, sino que tus alter ego no se sienten bien acogidos. Notan que se les rechaza y si eso no se corrige, amigo mío, estás perdido. —Entonces conmutó en un abrir y cerrar de ojos y por un instante apareció de nuevo Andy para decir con su voz infantil—: Sí, perdido. ¡Ya lo creo! Al punto retornó Debbie, quien se encogió de hombros y se alejó en compañía de Edie. Tiene razón, pensé. Es preciso que hagamos algo al respecto. Quedé a solas en la habitación, mirando al otro lado de la ventana el llano de Texas cubierto de hierba. Fue entonces cuando reparé en lo que habíamos hecho. ¡Hemos grabado en vídeo los alter
ego\, pensé. ¡Caramba, pues no ha sido tan difícil! Espera un minuto. Mierda. Ahora viene la parte más difícil. Falta verlo, ¡uf! Regresé a la habitación y arrojé la cinta sobre la cama.
44 A las siete de la tarde Steve me sacó de un grupo y fuimos a la consulta, yo cinta en mano. Cuando abrió la puerta vi que tenía el televisor y el vídeo ya conectados. Nos sentamos. —¿Qué? —preguntó—. ¿Cómo ha ido? Tragué saliva. —¿Te parece que la veamos ya? —Le entregué la cinta. Él la metió en la máquina y pulsó el play. Mis manos aferraban los brazos del sillón como si tuviese una bomba de relojería debajo del asiento. Tenía el cuerpo sudoroso y sentí un escalofrío. Enseguida aparecí yo en la pantalla, delgado, con cara de susto y ojos vidriosos. Oí la voz de John haciendo las preguntas, y me sorprendí al verme tan aturdido y escuchar mis respuestas titubeantes y poco coherentes. Seguí atento a la pantalla y vi cómo cerraba los ojos y mi cuerpo se estremecía. Al abrir de nuevo los ojos el que estaba allí era Clay. Procuré fijarme bien porque dentro de mí eran varios los que se disputaban el control. Desde algún lugar la voz de Steve dijo: —Quédate aquí conmigo, Cam. Pero era demasiado tarde. Elvis acababa de abandonar el edificio y apareció Clay. —¿Po… por qué estás viendo esta pe… película? —¿Clay? —preguntó Steve. —Sí. Clay tenía los ojos bajos, mirando sus zapatos del cuarenta y dos. Estaba ensimismado, con la nuca rígida. Steve dijo: —Es la grabación que hicisteis esta mañana, ¿recuerdas? —¡Ah, sí! —Tú eres el que está ahora en pantalla. Clay alzó los ojos y contempló la pantalla durante unos segundos. Escuchó su propia voz hablando con John. —¿Có… cómo? —preguntó con lágrimas en los ojos. Steve congeló la imagen y preguntó, solícito: —¿Qué te pasa, Clay? —Esto —dijo señalando el televisor con un dedo tembloroso. —¿Lo que has visto en el televisor? —Sí. —Se echó a llorar. —¿Qué ocurre? ¿Por qué te entristece lo que ves en el televisor? —So… soy un niño, no un adulto —sollozó Clay. —Per comparte el mismo cuerpo con Cam —dijo Steve mientras le pasaba un pañuelo de papel —. Dusty, Bart y Per también parecerán el mismo cuando salgan, ya lo verás, llevan la misma ropa y todos se parecen a Cam… y a ti.
—¿A mí también? —Se secó las lágrimas. —Ajá —dijo Steve, y volvió a poner en marcha el vídeo…. Durante un rato Clay contempló la grabación en silencio. —So… soy yo en la televisión. He crecido. Steve sonrió. —Sí, pero eres tú, Clay. Has crecido de cuerpo, aunque todavía seas un niño. Clay asintió. —Sí, pero soy yo. Todavía soy un niño. —Sí, tienes razón. Eres tú el que está ahí —sonrió Steve. Clay se limpió la nariz con la manga y concluyó: —Bien. Adiós. Con lo cual desapareció y me vi otra vez al mando del bólido. Steve detuvo otra vez el aparato. —¿Quién ha salido? —Yo —dije con una mueca mientras me frotaba la nuca dolorida—. Estoy aquí otra vez. —¿Has visto a Clay? ¿Te has enterado de lo que acaba de ocurrir? —Sí, lo he visto, y sé que salió para verse a sí mismo —me froté las sienes. La cabeza también me dolía—. ¿Cómo ha ido eso? —Pregúntalo en tu interior —dijo Steve. Escuché unos momentos, a ver lo que decía Clay. —Está bien —dije—. Sólo que un poco extrañado de su aspecto. Steve rió. —A mí también me pasa cuando me veo. —Y me preguntó si estaba dispuesto a seguir. Me mordí el labio, asentí, y él volvió a pulsar el play. Contemplé la grabación. Como un cebo al extremo del sedal, flotaba derivando poco a poco dentro de las frías aguas de la comprensión, hasta que vi el pasaje en que Clay miraba a la cámara y decía «Dile a Kyle que yo no doy miedo a nadie. Soy un buen muchacho». En ese momento, ¡plaf!, tropecé con el fangoso fondo y al levantar la mirada pasó un pez llevando una banda con un letrero que decía: CÓMO VAS A ACEPTARTE TÚ MISMO CUANDO NI SIQUIERA TE ACEPTA TU PROPIA FAMILIA. Traté de tragar saliva pero tenía la boca seca, lo cual era extraño, teniendo en cuenta que me hallaba en el fondo del estanque. Steve sabía que la declaración de Clay era importante, pero en ese momento no estábamos allí para tratar de sanar esa llaga, sino para contemplar las imágenes de la pantalla. Las detuvo un instante. —¡Cam! —dijo con énfasis, y fue como si hubiese tirado del sedal. Steve puso la máquina otra vez en marcha y salió Bart, tan diferente de Clay. Era un espectáculo muy extraño. Un segundo antes Clay estaba allí tenso y hablando como un niño; y ahora estaba Bart, relajado y contento como si acabase de comprarse un Corvette nuevo. ¡Y los dos tenían mi cara! Contemplé con fascinación a Bart y cómo engatusaba a todos con su charla y sus bromas, muy diferente del individuo que estaba allí sentado con Steve, o sea yo. Incluso Steve rió algunos de los chistes, hasta que Bart dijo haber entendido que todos eran pacientes de una clínica y que yo no debía rendirme. Steve detuvo otra vez la reproducción. —¿Lo has oído, Cam? ¿Has oído lo que dice Bart? Eso es cooperación. Eso es progreso. Aquellas palabras me impresionaron. Tenía razón. Era un progreso. Por un instante me vi
envuelto en una aureola de plata, como si el hada madrina de Pinocho me hubiese tocado la frente con su varita mágica. Luego seguí contemplando la imagen de Bart congelada en la pantalla. Mi mente era un remolino. Yo estoy aquí. Ése es Bart. Yo estoy aquí. Ése es Bart. Estoy haciendo progresos. Progresos. Progresos. Ése era yo, luego Clay, luego Bart. Míralo. Míralo. Ése es Bart. Muí… muí… múltiple. Sí. Sí. Sí. Múltiple. —Continúa, Steve —dije. Él pulsó el botón y Bahama Bart se convirtió en Superleif ante mis propios ojos. El mismo cuerpo, pero otra persona y, ¡cáspita!, Leif entró como un vendaval con rayos y truenos. Sus ojos despedían chispas y su voz era como un sable desenvainado. Ése no era Bart, y desde luego no era yo. Quedé estupefacto, contemplando cómo Leif se arremangaba y ñexionaba y relajaba las manos mientras hablaba a la cámara. Exhibía bíceps robustos, mirada franca y aire decidido. Este tío es increíble. Este tío es un barril de pólvora. Este tío vale un imperio. Conseguí apartar los ojos de la pantalla y me volví hacia Steve. —Ese tío es capaz de conseguir cualquier cosa —susurré. Steve dejó que la grabación siguiera rodando la máquina hasta que acabó la intervención de Leif y luego la detuvo. —Sí, Leif es un ganador. Habrás oído lo que dijo. Ése eres tú. —Pero él… él… —balbucí señalando la pantalla—. Él no está loco. —Empezaba a notarme la lengua estropajosa—. Yo sí. —Cam —me interrumpió Steve—. Quédate. Quiero que te quedes aquí conmigo. Parpadeé, procurando centrarme, y él prosiguió: —Eso es, Cam. Escucha: tú no estás loco. Eres un múltiple. —Señaló la pantalla—. Y ahí tienes la prueba que necesitabas. Las palabras surtieron efecto. Steve pulsó el play y permanecí atento a la pantalla, y el hada madrina volvió a tocarme con su varita. ¡Ding! Después de Leif salió Per, y otra vez tuve ocasión de presenciar un cambio increíble. Como si la tormenta se hubiese despejado de repente. Una agradable brisa acarició mi mente y una sensación de paz invadió toda la estancia. Per parecía un hombre mayor, o en todo caso mayor que Leif y Bart… o yo. Tenía más pronunciadas las arrugas del rostro, y su mirada serena irradiaba la sabiduría de la edad. Per se llevó el dedo a los labios antes de hablar y me sorprendió la naturalidad del gesto y lo esbelto de sus manos. Un padre, o un gran hombre, por lo que a mí concernía. Parpadeé tratando de despejarme la vista, y de nuevo sentí sudor en la espalda, lo que me puso la piel de gallina. Per también es una parte de mí. ¡Ding! Hubo otra conmutación, con eclipse de Per y salida de Dusty, y el contraste fue de los que cortan el aliento. Desaparecido el hombre maduro, lo reemplazaba una joven, tímida. Me notaba las manos sudorosas y doloridas de tanto apretar los brazos del sillón, así que me froté las palmas en los pantalones. Luego me toqué las mejillas. ¿Soy yo éste?, pensé. ¿Quién soy yo? ¿Soy ella también? Entonces mi mente empezó a fundirse y a girar. Flotaba en el cielo como un ángel aquejado de nostalgia, y así salió Dusty. Mientras tanto Steve me observaba con atención y había detenido otra vez la cinta. —Hola —dijo. Dusty se frotó las manos con angustia, los ojos mirando el suelo, hasta que Steve preguntó:
—¿Dusty? Ella asintió una vez, con esfuerzo; las emociones que la embargaban rompieron el dique, de modo que tras señalar la pantalla con el dedo y gemir «Ésa no soy yo», ocultó la cara entre las manos y rompió en sollozos. —Sí eres tú, Dusty. Eres tú —dijo Steve, comprensivo. Ella gimió: —Te odio por enseñarme esto, ¡te odio! —Y luego levantó la cara y los brazos al techo, y suplicó —: ¡Por favor! ¡Ayúdame, Dios mío, por favor! Que no sea verdad. ¡No quiero tener ese aspecto! ¡No quiero! Dejó caer los brazos, y se hundió en el asiento, cabizbaja y sollozando. Tú eres ella también. Lo eres. No te rindas. No aflojes. —Tú, Dusty, ya sabías que vives en el cuerpo de Cam —continuó Steve con paciencia, y tras una pausa preguntó—: ¿Has visto a Clay, Bart, Leif y Per? Ella asintió débilmente con la cabeza. —Ellos también tenían el aspecto de Cam, ¿no es así? Y el tuyo… sólo que diferentes. Cada uno diferente e igual a sí mismo, ¿no? Ella asintió. Steve le dio un pañuelo de papel. —Debes aceptarte tal como eres, Dusty. Eres uno de los alter ego de Cam… aunque él sea un hombre y tú una muchacha. Pero no eres distinta de lo que eras hace un minuto, antes de ver la grabación. Sigues siendo tú. Y Clay sigue siendo Clay. Y todos los demás siguen siendo lo que eran antes de ver la grabación. Todos sois partes de Cam. Dusty continuó con la cara oculta entre las manos hasta que poco a poco fue dejando de llorar. Steve le pasó otro pañuelo de papel y ella se enjugó los ojos. En el trasfondo, desde el silencio, yo escuchaba… y sentía… y pensaba. Yo soy ella. Todos ellos son yo. Entonces Dusty se reclinó en el sillón, y miró a Steve. Él le sonrió. —¿Todo bien? —Todo bien. —Asintió una vez más, y cerrándolos ojos se desva necio y me vi empujado al primer plano cuando aún no estaba preparado. Me noté la cara húmeda y ardiente. Tomé un pañuelo de papel y me soné. Me sequé la cara con el dorso de la mano. —Hola —dijo Steve. —Hola —contesté, y mi propia voz me pareció hueca y distante. —¿Qué te ha parecido? Yo me miraba las rodillas, algo aturdido todavía. —¡Pobre Dusty! —meneé la cabeza. Steve asintió. —Es difícil para todos. Para Dusty tal vez más que para los demás. ¿Qué te ha parecido? — repitió. Volví los ojos hacia él pero me costó fijar la vista con nitidez. Aspiré hondo y suspiré despacio: —Creo que tengo un trastorno de disociación de la personalidad. —¿Sólo lo crees. Nos mirábamos fijamente. —Sé que tengo un trastorno de disociación de la personalidad —dije. Hubo unos momentos de silencio. Steve se dio cuenta de que caminaba por el borde del
precipicio de la aceptación. —Algo ha pasado conmigo —dije. —Sí. Lo siento de veras. Los muros de mi pena temblaron y se estremecieron, y las viejas reliquias de la angustia se tambalearon y cayeron de sus clavos y estantes, haciéndose añicos en el suelo. El suelo cedió, los cimientos se resquebrajaron, el cemento se agrietó y la tierra se abrió dando paso a los borbotones de lava que envolvieron y calcinaron las ruinas de mi corazón y mi mente. Me puse en pie de un salto y solté un grito de consternación y empecé a derrumbarme. Steve se incorporó prestamente y me sostuvo. Mis brazos colgaban inertes y apoyé la cabeza en su hombro. Las lágrimas brotaron y al colisionar con el calor volcánico se volatilizaron desprendiendo vaharadas de indescriptible tristeza. Por Dusty, por Clay y todos los demás. Y también, al fin, por mí mismo.
45 Estaba ansioso por llamar a Rikki, y estuve pendiente del reloj hasta que marcó las nueve, en el Oeste las siete, cuando ella y Kyle estaban terminando de cenar. Tuve la sorpresa de que contestara Kyle, no porque no lo hiciese a menudo, sino porque estaba nervioso e impaciente por contárselo todo a Rikki. —¿Pequeño gran hombre? —dije. —¡Papiiiiii! ¡Hola! ¿Qué haces? —Nada —contesté—. He terminado de trabajar y quise llamarte para decirte lo mucho que te quiero. —Yo también te quiero, papá. —Y gritó—: ¡Mamá, es papá, pero antes quiero decirle una cosa! —Y entonces bajó la voz para susurrar—:¿Papá? —¿Sí? —Adiviné lo que iba a decirme. —¿Me lo has comprado ya? —Todavía no. Pero será pronto. —De acuerdo. ¿Sabes una cosa? —¿Qué? —¡Que el viernes me traigo los ratones a casa para el fin de semana? —¿Ratones? —Sí —explicó él con emoción—. Del colegio. Son dos, Lucy y Ethel. ¡Oh, oh! Te dejo ahora, mamá quiere hablar contigo. —De acuerdo, hijo. Te quiero mucho. —Yo también. Adiós. Oí que Rikki lo enviaba al cuarto de baño y sentí un estremecimiento. —Hola —dijo ella con incertidumbre. Respiré hondo. —Hola, Rik. Lo hicimos y la hemos visto con el doctor Sawyer. —¿La grabación en vídeo? —Sí. —¿Y qué? —Ahí estaban. Fue increíble. Quiero decir, ya sé que tú los has visto muchas veces, de modo que
seguramente no te habría… —Cam —me interrumpió Rikki—. Sé que era una prueba importante para ti. ¿Cómo ha salido? —Cariño —dije con emoción—, soy un… múltiple. Ella suspiró con alivio. —Lo sé, cariño, lo sé. —Hizo una breve pausa—. ¿Lo crees ahora? Me tragué las lágrimas. No quería llorar en ese momento. —Sí, lo creo. Y ellos también. —¿Qué quieres decir? —Que también fue duro para ellos. Sobre todo para Dusty. —¡Ah! —dijo ella, y agregó—: No se me había ocurrido. —Rik… —Estaba impaciente por soltarlo—. Rik, tendremos que introducir algunos cambios. —¿Cambios? —preguntó ella con cautela. —Sí. Es necesario. Para que yo los acepte de verdad sería preciso que ellos se sintiesen aceptados en casa y… —¡Pero si lo están, Cam! —exclamó ella, y luego dijo normal—: Espera un minuto. Dejó el auricular y fue a cerrar la puerta de la habitación. Durante aquellos segundos mi valor se desmoronó. Recogió el auricular y dijo un poco más fuerte: —¡Te digo que están aceptados! —Pero ellos no lo sienten así —argumenté—. A Kyle le entra el pánico cuando ve una de esas conmutaciones, y eso hace que noten un rechazo. ¡Si hubieras oído a Clay, ahí mismo en la cinta, cómo se quejaba porque Kyle tiene miedo de él! Quiere conocerlo. Todos lo desean, a fin de sentirse aceptados… —Ya hemos hablado de esto otras veces, Cam. E insisto en que Kyle no los verá. —Remachó cada palabra como si descargase martillazos sobre un yunque. Pude notar su férrea determinación a través del teléfono y me dejó helado de miedo. —Pero si ya tiene… —No y no —remachó ella de nuevo—. No permitiré un encuentro con tus alter ego, y punto. ¡Es demasiado pequeño! Tú mismo has dicho que le da pánico. Aún no está preparado. Lo siento. Hubo un silencio tenso. Y los dos mil kilómetros que nos separaban se alargaron hasta convertirse en la longitud de la circunferencia terrestre. Yo estaba conmocionado, y por un segundo me pregunté si cabía la posibilidad de que me quedase en la clínica para siempre. —No tenemos más tiempo, Rikki —dije con voz débil. —Muy bien, Cam. Adiós —repuso ella, y su adiós relució letalmente como una bala saliendo a cámara lenta por el cañón de una pistola. Colgué y, apoyándome contra la pared para no caerme, doblé las rodillas poco a poco para resbalar hasta el suelo hecho un ovillo, y empecé a mecerme. Mis ojos miraban sin parpadear el dibujo ondulado del papel de la pared del pasillo, y empecé a desvanecerme en él. Lucinda salió del cuarto de guardia, me tocó el hombro y preguntó con meloso acento sureño: —¿Estás bien, Cam? Volví la mirada hacia ella y contesté: —No. Kyle estaba acostado y Rikki a su lado le leía un cuento de misterio procurando aparentar el
mayor interés después de la horrible llamada telefónica. —Mamá —interrumpió Kyle—, ¿pasa algo entre tú y papá? Para ella fue un golpe bajo. Rikki dejó el libro a un lado mientras su mente buscaba la respuesta. —Mira —respondió con tono tranquilizador—, papá y yo hemos tenido algunos desacuerdos acerca de ciertos asuntos. Eso es todo. —¿Acerca de Andy? —¿Por qué íbamos a discutir acerca de Andy? —replicó Rikki, sorprendida. —Porque tú sales con él. —Yo no estoy saliendo con Andy. ¿Eso te ha dicho papá? —No, no. Sólo que me parece que sales con él como si fueras su novia. Pero deberías ser la novia de papá… quiero decir, su mujer. —¿Eso crees? —dijo Rikki, sorprendida por su preocupación—. ¿Crees que soy la novia de Andy? —Sí. —Pues no lo soy, cariño. Andy no es más que un amigo. Aunque se trate de un hombre, eso no quiere decir que no podamos ser amigos, ¿entiendes? —Pero no es como papá. Ninguno puede compararse a papá… ¿Tú quieres a papá? —Claro que sí, cariño. Es mi esposo y mi mejor amigo. —¿Y a mí? ¿A mí también me quieres? —Sí, amor —contestó ella con cariño—. Tú ¿res mi hombrecito. Te quiero más que a nada en el mundo. —Apretó su pequeña mano y le dio un beso en la frente. Tenía el cabello un poco húmedo y olía a champú con aromas florales. —Está bien —dijo Kyle—. Oye, mamá. —¿Qué? —Eso de la personalidad múltiple no es tan malo. Por un momento Rikki se quedó sin habla, mientras las inocentes palabras de Kyle luchaban con los fantasmas de su propio corazón. Luego se incorporó a medias apoyándose en un codo, se volvió hacia él y le acarició la cara. Sus ojos se encontraron y ella dijo suavemente, mientras procuraba contener las lágrimas: —No, cariño. No es tan malo. Fuera, en el frío de la noche, el perro de un vecino ladró una vez, y luego se hizo de nuevo el silencio. —Mamá, ¿quieres terminar el cuento? Rikki miró a su precioso hombrecito y le dio un abrazo. —Claro que sí.
46 La mañana siguiente tuve un despertar plomizo y envuelto en los andrajos de la confusión y la desesperación. Aceptación y pérdida. La familia interior y la familia exterior. Ni siquiera me vi en condiciones de discutirlo con los demás a través del diario. Había vuelto a encerrarlos otra vez y me veía atrapado en una trampa tendida por mí mismo, o preparada por Dios para mí. De una cosa estaba
seguro: me había metido en un buen lío y no lograría salir solo. Steve tal vez podría remediarlo. Sí, le pediremos ayuda a Steve. Que llame a Rikki para tratar de arreglarlo. Solté todo el discurso que traía preparado tan pronto Steve cerró la puerta, entre copiosas lágrimas, mocos y aspavientos. Le rogué que lla- mase a Rikki y que lo arreglase todo. —Bien —replicó él con calma—. Por supuesto que llamaré si crees que puede servir de algo. —¡Gracias a Dios! Gracias a ti, Steve. Gracias. —Pero… —Pero ¿qué? —inquirí con pánico. —Pero… sería conveniente que me pusieras en antecedentes acerca de Rikki. —¡Ah, sí, claro! —respondí, jadeando de aprensión—. ¿Qué necesitas saber? —En primer lugar, si ella ha admitido que eres un múltiple y si está entregada a tu causa y a tu curación. Me tranquilicé un poco. —Rikki es maravillosa —contesté—. Es la mejor persona que conozco. Siempre ha estado a mi lado y ha sido amable con mis chicos. —Eso está muy bien, porque… —¡Oh, maldita sea! —La desesperación me agarrotó la garganta y me eché a llorar otra vez—. Temo que nos va a dejar por ese Andy. Lo he estropeado todo y se va a marchar con otro. Está… —Pero ¿no acabas de decir que está entregada a ti en cuerpo y alma? —me interrumpió Steve. —Sí, pero está ese Andy. Es un amigo. Me temo qué se irá con él. Nos dejará… —¿Quieres decir dejaros a ti y Kyle, o…? —¡No! —exclamé al tiempo que me señalaba el pecho con el pulgar—. ¡A nosotros! ¡A Kyle nunca lo dejaría! ¡Es la mejor madre del mundo! —¿Por qué crees que te dejaría a cambio de Andy? Me sorbí la nariz y me la limpié con la manga. —No lo sé. Sale a cenar con él. Ella jura que no son más que amigos, pero… —¿Tú la crees? Eludí la cuestión. —No quiero perderla, Steve. ¿Adonde iríamos sin ella? No podemos quedarnos aquí para siempre. ¿Qué vamos a hacer? Steve apoyó una mano en mi antebrazo. —Cam, respira hondo un par de veces y escucha lo que voy a decirte. Obedecí. Los pensamientos zumbaban en mi mente como moscas en un tarro, revoloteando inútilmente de un lado a otro. —A mi modo de ver, anoche pusiste a Rikki en un aprieto muy difícil —empezó Steve. Meneé la cabeza como si quisiera espantar las moscas. —¿Por qué? ¿Qué quieres decir? —Kyle todavía no ha cumplido los nueve años, ¿verdad? Asentí. —Ella tiene razón, Cam. El niño aún es demasiado pequeño para entenderlo. Esto me sorprendió. —¿Tú crees? Yo pensaba que…
—Debimos haber comentado ayer lo que dijeron Clay y Per en la grabación —continuó—. A lo mejor fue un error por mi parte el dejarlo para otro día. —Me miró cara a cara—. Oye, Cam, tú pusiste a Rikki en un dilema cuando le diste a escoger entre consolarte a ti o proteger a Kyle. Ella hizo lo que cabía esperar, lo que haría cualquier madre solícita. —Pero ¿qué vamos a hacer ahora? —dije. Steve se arrellanó en su asiento. —Trataremos de encontrar un término medio. Todas las moscas refulgían ahora como candelas. —¡Dios mío! Llámala, Steve —supliqué—. Por favor, llámala y veremos si hay algún término medio. Hazlo enseguida, por favor. —De acuerdo. ¿Está en casa ahora? —No; en el despacho, pero me sé el número. Steve descolgó, titubeó y volvió a colgar. —Oye, yo no sé qué hay entre Rikki y Andy, y además no me corresponde preguntarlo. Si ella tiene decidido dejarte para irse con él, nadie podrá evitarlo. Lo que puedo hacer es hablar con ella de ti y tus chicos. Explicarle algunos aspectos. —Volvió a descolgar el auricular—. Dime el número. Se lo dicté mientras lo marcaba. Sentado en aquel sillón y mientras aferraba los brazos de vinilo color verde que tan bien conocía, deposité toda mi esperanza en que Rikki estuviese localizable y Steve Sawyer consiguiera cambiar de alguna manera el dictado del destino. —Despacho de Rikki West —anunció la voz de Janine—. ¿En qué puedo servirle? Steve se presentó y preguntó por Rikki. En cuestión de segundos que me parecieron una eternidad ella contestó: —¿Doctor Sawyer? —preguntó con preocupación—. ¿Ha ocurrido algo? —No se preocupe —dijo él—. Tengo a Cam aquí conmigo, y me ha pedido que hablase con usted para aclarar algunas cosas. —Doctor Sawyer… —Llámeme Steve. —Steve —dijo con voz gélida—. Estoy con Cam al ciento por ciento, pero no voy a consentir que mi hijo de ocho años se vea obligado a asumir el estado en que se halla su padre. Apenas si consigo entenderlo yo, que soy adulta. Lo siento pero nada de lo que me diga me hará cambiar. He tenido buen cuidado en darle a Kyle la información que necesitaba cuando él la ha solicitado, basándome en lo que según mi criterio podía entender de acuerdo a su edad y nivel de desarrollo. Y no creo que en este momento de su vida le convenga ponerse a jugar al Monopoly con Clay… —Rikki —dijo Steve—, estoy de acuerdo contigo. —¿Cómo? —He dicho que estoy de acuerdo contigo. Hubo una pausa y luego ella dijo con tono algo más conciliador: —¿De veras? —Sí. Estoy de acuerdo en que Kyle es demasiado pequeño. —No lo entiendo. Entonces ¿el motivo de tu llamada…? —Cam se ha dado cuenta de que te puso en una situación difícil anoche… —Horrorosa. —Sí, y en parte fue por mi culpa. —¿Cómo?
—Verás. En la grabación que hicimos de sus alter ego, Clay dijo que le disgustaba que Kyle le tuviese miedo, y Per le recomendó a Cam que hiciese algo al respecto. En la sesión de ayer yo decidí aplazar la discusión de ese punto, porque me parecía más urgente tratar de eliminar la negatividad de Cam. No previ que él establecería por su cuenta la conclusión de que Kyle debía tratar con sus alter ego. Cam está debatiéndose en una situación muy difícil, puedes creerme, y… —Lo sé. —Y yo comprendo por qué te dijo eso, y por qué sus alter ego quieren que Kyle los conozca y los acepte. —Yo también lo comprendo. Y desde luego Kyle los conocerá, pero a su debido tiempo. Ahora es demasiado pequeño. Ni siquiera soporta ver esas conmutaciones de Cam, y eso que todavía no conoce a los alter ego. Me parece que sería exigirle demasiado. —Coincido contigo —aseguró Steve—. Entiendo que los alter ego se ocultan cuando ven el espanto de Kyle y llaman a Cam para que reaparezca. —Hasta ahora ha sido así. —Pues eso es magnífico, Rikki —continuó Steve—. Indica una disposición de postergar sus propios deseos, una abnegación y una voluntad de colaborar que pocas veces se encuentran en los casos de múltiples. Es sorprendente, de verdad. —Nunca se me había ocurrido considerarlo desde ese punto de vista —dijo Rikki—. Yo sólo veo el susto de Kyle. —Es natural. Pero debes considerar y entender también la dificultad que eso significa para los alter ego de Cam… y la tensión que él soporta al verse obligado a defraudarlos de esa manera, todo lo cual aumenta su dificultad para aceptarlos y aceptar el hecho de que él es un múltiple. Steve y Rikki guardaron silencio durante un momento, mientras yo me balanceaba ansioso por adivinar lo que ella estaba pensando. El sudor me escocía en los ojos. Parpadeé, pero no me sirvió de remedio. Nada podía hacer yo, excepto mecerme y agradecerle a Steve que escalase por mí los peñascos donde se ocultaban las boas gigantes. Rikki continuó: —Ni siquiera había pensado lo duro que debe ser para ellos el tener que retroceder y ocultarse cuando Kyle llama a su padre. Cam nunca me lo dijo. Ahora acabo de darme cuenta de lo mucho que le habrá afectado. —Hizo una pausa—. Daría cualquier cosa con tal que mejorase un poco. —Creo que puede, Rikki —dijo Steve. —¿Seguro? —Sí, así lo creo. Con tu ayuda y la de sus alter ego, con el tiempo sanará y podrá llevar una vida bastante normal. —¿De veras? —De veras. Hubo otro silencio y luego Rikki dijo con la voz cargada de emoción: —¿Sabes una cosa, Steve? Hace mucho tiempo que nadie me hablaba de que la curación de Cam fuese posible. ¿Realmente crees que lo es? —Lo creo —repitió él—. Y tú tienes una manera de ayudarle, si quieres. Esperé febrilmente la respuesta a esa proposición. . —Dime cuál es —dijo Rikki. —Qué te parecería permitir que los alter ego de Cam salgan un rato, digamos durante las veladas
después de acostar a Kyle. Concédeles algún tiempo para andar por casa. Ayúdales a sentirse aceptados ha ciéndoles compañía. A cambio les pediríamos que esperen un poco para conocer a Kyle, hasta que éste sea mayor y pueda aceptarlos también. Yo estaba que me salía de mi piel, pero continué mutis. —Rikki —continuó Steve—, me gustaría hablar con los alter ego de Cam, en particular con Clay y los demás menores, y proponerles que cuiden de Kyle… que sean como sus ángeles de la guarda, y que sepan que tú serás su amiga y protectora cuando el niño esté acostado. —Ésa es una idea excelente —dijo ella con excitación—. No me importa pasar un rato con los chicos de Cam. Lo haría todas las noches. Haría cualquier cosa, con tal de tener la seguridad de que no le puede pasar nada a Kyle mientras yo no estoy en casa. ¿Aceptarán eso también? —Creo que sí. —Steve, no imaginas el peso que me has quitado de encima con tu llamada. Te voy a postular para la beatificación —bromeó Rikki. Él soltó una carcajada. Buena señal. Muy buena señal. De pronto volví a ver el mundo en colores. Por dentro, Clay estaba diciéndole a Per que sí, que lo haría, que sería el ángel de la guarda de Kyle, y Switch dijo lo mismo, y Wyatt se sumó también, todos hinchando el pecho como si fuesen los nuevos sheriffs del pueblo. E incluso Dusty dijo que le gustaría hablar con Rikki. Oí a Bart decir «Sí, por la noche es la mejor hora», a lo que Leif replicaba «No te pases ni un pelo, tío», y Bart se defendía diciendo «Tranquilo, hombre, que no lo he dicho con segunda intención». Rikki dijo: —Gracias, Steve. Quedo en deuda contigo. Él sonrió, complacido. —Bienvenida, Rikki, y que tengas suerte. ¿Quieres hablar con Cam ahora? —Sí. —Muy bien, ahora te lo paso. —Me tendió el auricular—. Rikki quiere hablar contigo. Noté una descarga de adrenalina y faltó poco para que me desmayase. Steve lo advirtió y me aconsejó que respirase hondo varias veces. Lo hice y me calmé un poco. Agarré el teléfono. —Hola —dije. —Hola, Cam —dijo Rikki con voz dulce. Mi Rikki—, ¿Has oído lo que ha dicho Steve? —Sí. —¿Crees que tú y tus chicos podréis cumplirlo? —Sí lo creo. —Pues bien, prometo que hablaré con todos cada noche después de acostar a Kyle. —¡Oh, Rik! ¡Eso sería maravilloso! —exclamé con lágrimas en los ojos. Ella continuó: —Quiero que todos sepan que lo agradeceré mucho si están atentos a Kyle y se abstienen de salir cuando él esté presente, al menos hasta que tenga edad suficiente para comprenderlo mejor. Y seré su amiga y hablaré con ellos cuando él no esté, a cualquier hora del día, ¿de acuerdo? Entonces apareció Clay y dijo con su voz de niño: —De acuerdo. ¿Como un sheriff, eh, Rikki? Yo cuidaré de Kyle. —Sí, Clay. Como un sheriff—rió ella. Clay se eclipsó y volví en mí. Callamos unos segundos mientras yo me armaba de valor para la gran pregunta. Tragué saliva.
—¿Vas a dejarnos por Andy, Rikki? —dije procurando sonar ecuánime. Hubo un silencio desesperante mientras yo contenía la respiración. Y luego Rikki dijo con naturalidad: —No, Cam. No lo haré. Te quiero. Os quiero a todos. Y entonces resonaron los arpegios y asomó el sol y los pájaros cantaron y Julie Andrews pasó volando y las colinas bailaban, y yo también. Respiré de nuevo. Creí en sus palabras. —Rikki. —¿Qué, Cam? —Tu aventurero del espacio regresa a casa. Andy descolgó a la primera señal. —Andy Grumman. —Hola, ¿qué tal? Andy lo adivinó enseguida. —No vienes:—dijo. —No —dijo Rikki tras una pausa. Andy suspiró. —¿Le quieres, verdad? —dijo con tono triste. —Sí, siempre lo he querido. Ambos callaron un momento y luego ella dijo: —Creo que Cam va a recuperarse, Andy. Mejor dicho, estoy convencida de que se va a curar. —¿De veras? —Sí. He hablado con un terapeuta de la clínica y dice que con el tiempo Cam podrá llevar una vida normal. Todos llevaremos una vida normal. —Me alegro —dijo Andy. Callaron de nuevo, sintiendo la atracción que existía entre ellos. Andy fue el primero en romper el silencio. —No quieres destrozar tu familia. —No. Soy incapaz de hacerlo. Demasiado tiempo ha estado destrozada. —Sí —asintió Andy, melancólico—. Realmente nunca tuve una oportunidad contigo. Rikki no contestó. No tenía nada más que decir. Hubo un silencio opresivo en la línea mientras cada uno seguía sus propios pensamientos. Después Andy dijo: , —En fin… supongo que no nos veremos mucho en adelante, ¿no? —Claro que sí, Andy. Somos amigos —dijo ella, sabiendo que ya no tenía importancia. —Amigos —repitió él con un suspiro que hinchó las velas de una barca destinada a no retornar. —¿Andy? —¿Sí, Rik? Rikki fue a hablar pero no le salió ni una palabra. Durante el silencio que se hizo entonces la barca se alejó y se desvaneció en el horizonte. —No lo digas, Rik —dijo Andy—. Dime adiós, nada más. —Adiós, Andy —dijo ella con el temblor de una lágrima en la voz.
47 En el TCBY todavía servían helados combinados cuando regresamos a California. Poco después de nuestro regreso y aprovechando el primer día soleado nos dejamos caer por allí. Hubo un poco de discusión acerca de lo que íbamos a tomar, hasta que nos pusimos de acuerdo: un fondo de chocolate picado para un yogur de chocolate helado, recubierto de crema, con otra capa de yogur de vainilla helado recubierta de nueces tostadas. ¡Ah!, y una docena de cucharillas… para llevar.
Todo esto lo puse en una nevera portátil con un paquete de cubitos de hielo y continuamos viaje hasta las montañas del Diablo. Allí estacioné el coche, saqué la nevera y una manta de cuadros, y caminé el kilómetro y medio que faltaba hasta la cima. Una vez allí, busqué un lugar abrigado y con vista a la bahía, extendí la manta en el suelo y alineé las cucharas, la una al lado de la otra. Escribí los nombres de cada uno de mis chicos en los mangos utilizando un rotulador de punta fina, y consumimos el helado por turnos. Solos en el mundo, contemplando el panorama de la bahía. Cuando regresé a casa y le conté a Rikki lo que acabábamos de hacer, ella lloró y nos abrazó. Y dijo que habíamos hecho muy bien, y eso me hizo llorar a mí también. Poco después de esto, uno de mis entrevistados para la tesina de licenciatura me pidió que diese una conferencia para un grupo de ex víctimas de malos tratos en la infancia. El tema principal iba a ser la «conectividad». Acepté sin saber muy bien por qué, pero pronto me arrepentí. Conforme se acercaba la fecha de la conferencia me habría dado de bofetadas a mí mismo por meterme en semejante jaleo cuando teníamos tantas otras cosas mejores que hacer, como los temas del curso, la asistencia a las sesiones de terapia, ser un buen padre y comer helados combinados. Pero Leif no permitió que me desdijera, y quedamos en que ninguno de ellos saldría mientras yo estuviera pronunciando mi alocución. Cuando llegó por fin el día no quise profundizar más allá de la epidermis. Mi dulce Rikki me acompañó para darme ánimo, y desde luego eso me alegró. Incluso se burló
un poco de mí mientras íbamos rumbo a Oakland, conduciendo yo a sesenta por hora: —Oye, Cam, que por aquí puedes conducir a ciento diez si quieres. La conferencia se celebraba en un caserón de estilo Victoriano bellamente restaurado. Reunió unas doscientas personas, la mayoría múltiples, aunque también asistieron algunos terapeutas. Cuando entramos y vi aquel público, pensé que preferiría lanzarme desde lo alto del edificio Sears antes que dar aquella conferencia. Rikki me apretó la mano hasta que me llamaron al estrado. Me volvi a mirarla durante un largo segundo, como si fuese la última vez que nos veíamos, y ella me apretó la mano otra vez, sonrió y dijo: —Cariño, estoy contigo… Eso me reconfortó y subí llevando mis anotaciones en la mano, confiando en no tropezar con ningún peldaño. Esto fue lo que dije: —Se me ha invitado a dirigiros la palabra sobre el tema de la conectividad, y he aceptado por dos razones. La primera, que para mí como persona afectada por un trastorno de disociación de la personalidad, el alcanzar lo que a mi entender se acerca a la verdadera conectividad ha sido y sigue siendo la empresa más difícil de mi vida, en la que deseo salir airoso más de lo que deseo cualquier otra cosa del mundo. La segunda, contaros algo de mi esposa Rikki y mi hijo Kyle. Ellos me han transmitido fuerzas y esperanza, y literalmente me han salvado la vida. »Tengo la sensación de haber vivido siempre sin un contacto sólido con el mundo. La mayor parte del tiempo me he sentido como un fragmento de ser humano, como un trozo de porcelana de un jarrón roto sobre una alfombra. Contemplo los demás trozos y algunos se me parecen, pero otros no. Sin embargo, todos somos trozos de porcelana sobre la misma alfombra. Y entonces me digo a mí mismo: "¿No deberíamos estar juntos? Podríamos pasar por ser un jarrón si estuviéramos unidos, si pegáramos los pedazos, y estaríamos menos expuestos a ser barridos cualquier día y acabar en el cubo de la basura." »Yo tengo veinticuatro alter ego o personalidades diferentes. Los llamo "mis chicos" aunque algunos son del género femenino, y todos convivimos en este cuerpo. Intentamos comunicarnos los unos con los otros, llevarnos bien y prestar atención a los problemas de los demás. En ocasiones ello requiere demasiada energía, así que cuando uno tiene un verdadero conflicto sale a dar la cara por sí mismo. Y cuando esto sucede… si no respondemos de la manera adecuada y si prevalece la desunión, entonces acabamos metiéndonos en líos. O enferma este cuerpo, o se lesiona, o me hallo incapacitado para cumplir mis obligaciones como esposo y como padre. Cuando mis chicos y yo no estamos conectados, todo se pone oscuro y viscoso, y suena a vacío como una caverna húmeda en un bosque tenebroso. A mí no me gustan las cavernas, y tampoco los árboles con ojos que te espían ni las ramas que se convierten en manos cuando te vuelves de espaldas. Nada de eso me gusta. Por eso es mejor permanecer conectados, ya que nos permite encontrarnos en una playa con sol y palmeras que se mecen suavemente, lo cual es infinitamente mejor. »Anoche tuve un sueño en el que aparecíamos yo y mis chicos. Estábamos todos juntos y descalzos en una playa desierta, a la hora del amanecer, cuando el sol envía sus primeros rayos a través de la neblina. Algunos juntábamos las manos y de vez en cuando nos mirábamos a los ojos, mientras que otros se limitaban a mirarse los pies desnudos hundidos en la arena: Todos escuchábamos el oleaje que bañaba la orilla y olfateábamos el salitre del mar y sentíamos la humedad en nuestras caras. Algunos esperaban que las frías aguas nos lamiesen los pies a medida que avanzaba el flujo; otros las esquivaban de un salto para no mojarse. Estábamos todos en esa playa pero no
sabíamos por qué. Algunos estaban convencidos de vivir en el presente, otros creían estar en el pasado y algunos pensaron que contemplaban el porvenir. Algunos esperaban que se levantase la niebla, y para otros la niebla era maravillosa. Y en eso consistió todo mi sueño. Veinticuatro seres unidos por la arena, el mar y el paisaje. »Y no se trata sólo de pelear por mantener la conexión con mis chicos, los habitantes de este cuerpo. Toda mi vida me he sentido desconectado de la mayoría de las personas. Desde siempre, que yo recuerde, he evitado mirar demasiado fijamente a los ojos de los demás, porque era de temer que, si ellos me miraban a mí, si miraban con profundidad suficiente, verían mi alma y descubrirían que estaba vacía. »Sin embargo, deseo desesperadamente formar parte de este mundo y tener algún tipo de conexión con las demás personas. Por eso estoy aquí hoy. Como si confiara en que alguien me mire a los ojos y luego diga que ha visto a alguien ahí, que han visto a Cameron West. Y aunque hubiesen visto a otro, lo aceptaré también. Así debe ser, porque ya estoy cansando de desconectarme de mí mismo. Soy quienes somos y así debe ser, o nunca tendré posibilidad de alcanzar una vida mejor. »Durante los últimos años he conocido a muchas personas que, como yo, habían sufrido en su infancia experiencias horribles. Yo sé lo perjudicial que llega a ser eso, y lo mucho que duele y cómo te incapacita en muchos aspectos de tu vida. Las vejaciones infantiles son como una chaqueta sucia y empapada de aceite. Te resulta casi imposible quitártela y te ves obligado a llevarla en todas tus relaciones. Y cada vez que tocas algo, o abrazas a alguien, o ves unas sábanas limpias en una cama recién hecha, tú sabes que aquella porquería lo va a ensuciar todo. Así suele ocurrir. Podéis estar seguros. Y es una lástima, porque impide que muchas relaciones incipientes lleguen a convertirse en relaciones sólidas. Perecen tempranamente y tarde o temprano se reducen a la mancha de una lágrima en una página del diario de alguien. »Por alguna razón, sin embargo, he conseguido ser uno de los afortunados, y mi relación con mi esposa Rikki no se estropeó, sino que viene durando desde hace dieciséis años, aunque se ha necesitado mucha fe y sentido del deber, y mucho kleenex también. Sé que ella ha tenido que pasar muchas dificultades durante los últimos años, y mucha confusión también porque no es fácil convivir con un montón de personas parecidas a mí. Podríamos decir que nuestra vida en común ha sido como una manta hecha de remiendos, y hay que seguir remendándola para que continúe sirviendo. »Rikki ha vivido las tempestades de una guerra terrible entre las fuerzas contrapuestas de la voluntad y el dolor, la esperanza y la incertidumbre. Las mías y también las suyas. En ocasiones la humareda se ha espesado tanto qué estuvimos a punto de perder la preciosa conexión que existe entre nosotros. »Pero nunca nos ha faltado un chico capaz de despejar el aire con un soplo, aunque ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Se llama Kyle y tiene nueve años. »En mi opinión nunca es fácil ser padres, ni siquiera para la gente corriente. Y me consta que serlo cuando uno es un múltiple, es muy duro. Para mí ha sido fuente de alegrías increíbles y de penas indecibles. Sé que Kyle necesita y merece tener normalidad y consistencia en su vida, para convertirse en un adulto bien adaptado. Y que yo soy una de las dos personas responsables de suministrarle todo eso. Lo cual, en mi caso, resulta broma pesada, cuando lo único normal y consistente de mí es que soy consistentemente anormal.
»De todo corazón querría que Kyle tuviese un padre corriente. Y deseo que se sienta conectado con él, que éste sea alguien con quien pueda contar y a quien pueda mirar como ejemplo, no un padre que se pase la mayor parte del tiempo traspuesto y sin enterarse de lo que ocurre. Deseo desesperadamente sentirme conectado con mi hijo, mi pequeño gran hombre. »Así que todos los días procuro mirarle a los ojos y al corazón, y ser siempre el mismo para Kyle. En la repetición de las tareas cotidianas (leerle un cuento, prepararle el almuerzo, comentar las cosas con él) es donde Kyle y yo conectamos. Y esa conexión lleva en sí su propia recompensa. Kyle recibe la atención paterna que necesita, y a mí me ayuda a sentirme más entero. »La parte más difícil, la que me hiere como el súbito reflejo del sol en una carrocería brillante, es que mientras me dedico a esas tareas cotidianas, procurando ser un padre corriente, a veces miro a Kyle y me relaciono con él desde alguno de los islotes de mi mente. Y él lo sabe también. Se da cuenta. »Cuando sale alguno de mis alter ego o se produce una querella entre ellos, Kyle dice: "¿Papá? ¿Cam? ¿Me oyes? ¡Vuelve aquí!" Y esa voz de niño es como el mensaje en una botella que llega hasta mí flotando por el océano, y me digo: ¡Caray! ¡He de volver! ¡He de regresar ahora mismo! Entonces me encaramo a esa botella y me pongo a remar con todas mis fuerzas hasta que me veo de nuevo al lado de esa personilla que me necesita. El saber que Kyle está al otro lado de esa voz me ayuda a volver, pero al mismo tiempo, el saber que he estado tan lejos la mayor parte del tiempo… que nunca estoy ahí en realidad… es casi más de lo que puedo soportar. No quiero que mi hijo crezca pensando que soy un loco que aulla en el desván. »Pero ¿sabéis qué es lo peor para mí? No el temor de que Kyle llegue a pensar que soy un loco, o que Rikki deje de quererme, o verme otra vez ingresado en un psiquiátrico. Lo peor es la negación, que pasa sobre mi cuerpo desgarrándolo con un sonido horrible prácticamente a toda hora del día y la noche desde que tenía cuatro años. La negación de lo ocurrido, la negación de lo que debía pensar de las personas que estaban haciéndome daño, y la negación del hecho de ser un múltiple. »He pasado demasiado tiempo tapándome los oídos y gritando para ahogar el horrible sonido de la negación. Hasta hace muy poco, no comprendí que era mi propia mano la que la manejaba y mi propia voz la que entonaba esa música infernal. »Bien, pues al fin he conseguido dejarla, y eso también me resulta extraño porque estaba acostumbrado a llevarla. Pero la he dejado y estoy decidido a no tocarla nunca más. Poco a poco he empezado a aceptar y entender quién soy y cómo he llegado a esto. Estoy conectando con mi yo, o quizá sería mejor decir con mis múltiples yos. »Y aunque mi vida no es fácil, tampoco es un padecimiento eterno, e incluso últimamente parece ir mejor. Causalmente, esta misma mañana le he dicho a Rikki que no he tenido un mal día desde hace semanas. »¿Y sabéis una cosa? Es verdad.
UN AÑO DESPUÉS
Epílogo Muchas cosas han ocurrido desde que pronuncié esa conferencia. Kyle creció… o más
exactamente, está demasiado crecido para jugar a los aventureros del espacio, lo cual es una lástima para mí. El año que viene irá al instituto y empiezan a interesarle las chicas. Eso no impide que siga poniendo a sus soldados en formación para unas batallas que serían la envidia del general Patton. Ahora sabe que tengo alter ego y que éstos tienen distintos nombres, aunque nunca ha hablado con ellos. Y la última vez que estuve en Texas, hará de esto un par de meses, se le dijo a Kyle que yo iba a fin de participar en un programa de tratamiento para personas con trastorno de disociación de la personalidad. Todavía se pone nervioso cuando asoma uno de mi chicos, aunque no tanto como la principio. La semana pasada incluso aseguró que cuando yo me quedase «colgado» y no quisiera regresar enseguida, que por él no había inconveniente. Prometió armarse de valor aunque se asustase, sabiendo que tarde o temprano yo regresaba siempre. Me lo dijo como enorgulleciéndose de su decisión, y yo me sentí orgulloso de él. Rikki ha dejado su trabajo para quedarse en casa y cuidarnos, y para ayudarme a escribir este libro. Salimos de excursión tomándonos de la mano y charlamos sobre Leonardo y Lautrec, Huck y Holmes, Beethoven y los Beatles. En la cocina prepara tamales con Dusty, y también con Gail, a quien no he citado en este libro porque es de reciente aparición. Cuando cae la noche, a veces Rikki le lee un cuento a quien quiera escucharlo. Pero cuando apagamos la luz volvemos a ser Rikki y yo, y eso es maravilloso. Desde que he abandonado la negación tengo las manos libres para usar otras herramientas de mayor utilidad para la curación: estar presente, expresar mi cólera o mi tristeza. Mis chicos y yo visitamos a Janna dos veces por semana para aprender a usar esas nuevas herramientas. Somos aprendices; el oficio de ser una persona entera hay que aprenderlo. Y como cualquier otro oficio, requiere tiempo y paciencia. Por fin acabé la tesina y ahora soy licenciado en psicología, título del que me envanezco bastante. Ahora tengo la responsabilidad de ayudar a otras personas afectadas por el trastorno disociativo. Para muchos, el padecer ese trastorno es una experiencia muy solitaria. Si este libro llega a manos de personas cuyas experiencias guarden alguna semejanza con las mías, y estas páginas pueden transmitirles la impresión de que no están solas, de que hay esperanza, habré cumplido con uno de mis objetivos. Una de las tristes realidades es que los afectados por este trastorno sobrellevan una larga marcha a través de las instituciones mentales (casi siete años de promedio) antes de ser correctamente diagnosticados y recibir el tratamiento específico que necesitan. En ese intervalo se dan repetidos diagnósticos falsos y tratamientos erróneos, simplemente porque el facultativo no ha sabido reconocer los síntomas. Si este libro puede servir para que los especialistas tengan una idea más aproximada acerca del trastorno de disociación de la personalidad, habré cumplido con otro de mis objetivos. Es menester que el médico y las demás personas cuyas vidas entran en contacto con el trastorno disociativo comprendan la naturaleza fundamentalmente ilusoria de la memoria. Porque los recuerdos o la falta de ellos son un elemento integrante de dicho estado. Nuestras mentes son como despensas a las que muchos cocineros aportan ingredientes, y ello de una manera continua: los progenitores, los hermanos, los demás parientes, los vecinos, los maestros, los compañeros de colegio, los conocidos, las amistades, la radio, la televisión, las películas, los libros. Ésos son los componentes del aprendizaje y la memoria, y los va removiendo una cuchara que cambia de forma con el tiempo, en razón de nuestras vivencias. En este potaje neurológico increíblemente amorfo es imposible que todos los recuerdos sean exactos.
No obstante, e incluso habiendo aceptado la naturaleza compleja e impresionista de la memoria, no es menos esencial darse cuenta de que en los casos de persistentes remembranzas, perjudiciales para el bienestar y las aptitudes vitales de la persona, debe existir alguna base real con independencia de la claridad y la verosimilitud de los contenidos evocados. Debemos comprender que quienes han sufrido malos tratos en la infancia, y en particular las víctimas de incesto, casi invariablemente padecen sensaciones de vergüenza y remordimiento que no se resuelven por el mero procedimiento de desenterrar esos recuerdos o analizar el contenido del material traumático. Echando la culpa a otros, no se recupera el sentido de la integración ni la paz de espíritu, ni perdonando a quienes consideramos autores de la vejación. Sólo se consigue mediante la comprensión, la aceptación y la reinvención del yo. No faltan actualmente quienes cuestionan la validez del diagnóstico de disociación de la personalidad. Pero el hecho es que este trastorno tiene su categoría propia en el manual de diagnóstico de nuestra profesión porque, lo mismo que otros estados psiquiátricos, muchas personas presentan síntomas reconocibles y que ningún otro diagnóstico logra interpretar con más exactitud. Es posible inducir los síntomas del trastorno de disociación de la personalidad, y lamentablemente algunas personas han sufrido esa experiencia a manos de terapeutas ineptos o poco avezados. También es posible fingir esos síntomas, y se han dado casos de quienes lo han hecho a efectos de lucro personal. Dejemos que aquella experiencia sea como un aviso, como una señal de alarma que apunta a lo que es cierto para todos los tratamientos, incluso los que nos dispensa nuestro médico de familia: siempre se corre un riesgo cuando abrimos la boca para decir algo. En cuanto a los casos mencionados en segundo lugar, recordemos lo del muchacho que avisaba que venía el lobo. Que las alarmas fuesen falsas no quitaba que existieran lobos verdaderos. Recordad que existían… y todavía existen. El desenlace de la historia habría sido más feliz si los vecinos hubiesen prestado atención al hecho más importante: el chico que gritaba «viene el lobo» pedía socorro a su manera. También seguirán existiendo los que dicen que el trastorno de disociación de la personalidad no existe, y sus palabras servirán de estímulo para aquellos que necesitan el fuego del debate a fin de caldear sus espíritus. Por lo que a mí concierne, fue el debate lo que me sirvió, a fin de cuentas, para atrapar la presa. Esto me recuerda otra cosa y es lo último que voy a decir. ¿Os acordáis de aquellos piratas cuyas historias leíais de niños, aquellos Barbanegra y John Silver el Largo y demás? Pues bien, en una cosa se equivocaban: los muertos sí hablan. Yo soy la prueba viviente de ello.
Recursos Existen actualmente dos organizaciones radicadas en Estados Unidos que promueven la investigación y la enseñanza en materia de identificación y tratamiento de trastornos de origen traumático y disociativos, proporcionan información a profesionales y opinión pública, fomentan la comunicación internacional y la colaboración entre clínicos e investigadores que trabajan en el campo de la disociación, y promueven el desarrollo de grupos locales de iniciativa para el estudio, la formación y la orientación. Son las siguientes: The International Society for the Study of Dissociation (ISSD)
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