MAESTROS DE CIENCIA FICCIÓN IV
A. Van Hageland (Recopilador)
Traductor: Carlos Peralta © 1980 Editorial A.T.E. ISBN: ...
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MAESTROS DE CIENCIA FICCIÓN IV
A. Van Hageland (Recopilador)
Traductor: Carlos Peralta © 1980 Editorial A.T.E. ISBN: 84-7442-185-3 Edición digital: Umbriel R5 11/02
ÍNDICE El diablo en Salvation Bluff (The devil on Salvation Bluff; 1954) Jack Vance Cuestión de instinto (A matter of Instinct; 1962) Eríc Frank Russell Artefacto (Artifact; 1955) Chad Oliver Gheto (Ghetto; 1954) Poul Anderson ¡Estás muerto, Foster! (Foster, you're dead; 1954) Philip K. Dick El ramión (The rhum; 1953) Arthur Porges Mi querido demonio (Dare devil; 1950) Eríc Frank Russell
EL DIABLO EN SALVATION BLUFF Jack Vance Faltaban pocos minutos para el mediodía cuando el sol dio un bandazo hacia el sur y se puso. La hermana Mary se quitó violentamente el casco solar y lo lanzó sobre el sofá. El alarde sorprendió y preocupó a su esposo, el hermano Raymond, quien estrechó sus hombros temblorosos. —Tranquila, querida. Tómatelo con calma y saldrá mejor. Un estallido de cólera no nos será de ninguna ayuda. Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de la hermana Mary. —¡Tan pronto como intentamos salir de casa desaparece el sol!—se quejó—. ¡Cada vez sucede lo mismo! —Bueno... hay que tener paciencia. Pronto tendremos un sol nuevo. —Puede que sea dentro de una hora. ¡O de diez! ¡Y nuestra tarea hay que llevarla a cabo! El hermano Raymond se acercó a la ventana, descorrió las cortinas de encaje almidonadas y miró hacia afuera. —Si salimos ahora, llegaremos a la cima del cerro antes de que se haga de noche. —¿Noche? —preguntó a gritos la hermana Mary—. ¿A qué llamas tú noche? El hermano Raymond habló convencido. —Me refiero a la noche de acuerdo con el reloj: la noche real. —El reloj... —la hermana Mary suspiró. Se dejó caer en una silla—. Si no fuera por el reloj, acabaríamos todos majaretas. El hermano Raymond, junto a la ventana, miraba hacia Salvation Bluff, pero el reloj, tan importante ahora, era invisible. Mary se acercó a él y juntos intentaron penetrar la oscuridad. Al cabo de unos segundos Mary suspiró. —Lo siento mucho, querido. Pero es que me altera tanto... Raymond le dio unas palmaditas en el hombro. —No es ninguna broma vivir en Glory. Mary sacudió la cabeza con decisión. —No debería dejarme dominar por los nervios. Tenemos la colonia y debemos pensar en ella. Los pioneros no podemos ser débiles. Se quedaron parados uno junto al otro, muy juntos. Consolándose mutuamente. —¡Mira! —exclamó Raymond. Señalaba a lo lejos—. Hay fuego, allá arriba, en el viejo Fleetville. Ambos observaron perplejos el lejano resplandor. —Pero todos ellos debieran estar abajo, en Villa-Nueva —murmuró la hermana Mary—. A menos que se trate de algún ritual... La sal que les dimos... Raymond sonrió con amargura y citó un postulado fundamental de la vida en Glory. —No hay nadie más imprevisible que los flits. Son propensos a hacer lo más inesperado. Mary expresó una verdad aún más fundamental. —¡Cualquier cosa es propensa a cualquier cosa! —Y los flits más que nadie... Incluso les ha dado por morirse sin contar con nuestro consuelo y ayuda. —Hicimos lo mejor que pudimos —aseguró Mary—. ¡La culpa no es nuestra! —las últimas palabras las dijo como si temiera que en realidad lo fuera. —Puedes dar por descontado que nadie puede echarnos nada en cara. —Excepto el inspector... Los flits prosperaban, antes de que se estableciera la colonia.
—En nada los hemos molestado. Ni nos hemos inmiscuido en sus asuntos, ni los hemos forzado para nada, ni nos hemos interferido con ellos. En realidad, más bien nos hemos desvivido por ayudarlos. Y como recompensa, destruyen nuestras vallas, revientan el canal y arrojan lodo sobre nuestras casas recién pintadas. La hermana Mary habló con voz queda. —Algunas veces odio a los flits... Y con frecuencia siento odio hacia Glory... Y muchas veces siento un odio inmenso por la colonia en su totalidad. El hermano Raymond se apretó contra ella y acarició con los dedos su cabellera rubia recogida en un moño perfecto. —Te sentirás mucho mejor cuando salga alguno de los soles. ¿Nos vamos? —Está muy oscuro —dijo Mary titubeando—. ¡Bastante mala es Glory incluso bajo la luz del sol...! Raymond sacó hacia adelante el maxilar y lanzó una mirada hacia el reloj. —Ya es de día. El reloj así lo indica. Ésa es la pura verdad y a ella debemos aferramos. ¡Es nuestro vínculo con la verdad y con nuestra salud mental! —¡Está bien! Vámonos —aceptó Mary. Raymond depositó un beso en su mejilla. —Eres valiente, querida. La colonia puede enorgullecerse de ti. —Nada de eso, amor mío —negó Mary con la cabeza—. Ni soy mejor ni más valiente que cualquiera de las otras. Vinimos aquí para establecer nuestros hogares y vivir en la Verdad. Sabíamos que la tarea sería ardua. Son demasiados los que dependen de cada uno. No podemos albergar debilidades. Raymond volvió a besarla, a pesar de sus protestas y sus risas, y giró la cabeza. —Sigo creyendo que eres muy valiente... y muy dulce. —Toma una linterna —le aconsejó Mary—. Mejor aún, tomemos varias. Nunca se sabe cuánto durarán esas oscuridades insufribles. Se pusieron en camino a pie, ya que en la colonia los vehículos a motor eran considerados como un mal social. Frente a ellos, invisible debido a la oscuridad, se levantaba la Gran Montaña que era donde tenían los flits su reserva. Raymond y Mary adivinaban la masa impresionante de los riscos así como los campos netamente trazados y las vallas y senderos de la colonia. Atravesaron el canal que llevaba las aguas de los meandros del río hasta una red de acequias de irrigación. Raymond dirigió el haz de la lámpara hacia el lecho de hormigón. Se quedaron paralizados, con un silencio que era más elocuente que cualquier maldición. —¡Está seco! ¡De nuevo rompieron los diques! —¿Por qué? —preguntó Mary—. ¿Por qué? ¡Si ellos ni siquiera utilizan el agua del río...! Raymond se encogió de hombros. —Simplemente, supongo que a los flits no les gustan los canales... En fin —suspiró—, lo único que cabe es averiguar el porqué. El camino serpenteaba por la ladera de la loma. Pasaron por delante del casco de una nave astral, cubierta de líquenes, que se había estrellado en Glory quinientos años atrás. —Parece imposible —manifestó Mary—. Los flits fueron, en algún tiempo, hombres y mujeres como nosotros, exactamente iguales a nosotros. —Exactamente igual no, querida —corrigió Raymond. La hermana Mary se estremeció. —¡Los flits y sus cabras! ¡Algunas veces sería difícil decir quiénes son ellos y quiénes las bestias! Pocos minutos después Raymond cayó en un hoyo rebosante de lodo, un cauce de cieno que rezumaba abundante agua y lo convertía en peligroso. Forcejeó, jadeó y, con la ayuda desesperada de Mary, logró poner pie en tierra firme. Se quedó plantado, temblando. Estaba irritado, sentía frío y estaba calado hasta los huesos. —¡Esta maldita excavación no estaba aquí anoche! —se quitó como pudo el lodo que le cubría la cara y la ropa—. Son esas miserias las que convierten la vida en dura prueba.
—Sacaremos de ella el mejor provecho, amor mío —y agregó, con fanatismo—: ¡Lucharemos y venceremos! ¡Impondremos el orden en Glory al precio que sea! Mientras discutían si proseguían o no su camino, el rojo Robundo asomó en el horizonte por el lado del noroeste y eso les permitió examinar mejor la situación. Desde luego, tanto las polainas caqui como la camisa blanca de Raymond estaban hechas un asco. Y no ofrecía mejor aspecto el vestido de Mary. Raymond dijo descorazonado. —Debemos regresar a casa y mudarnos de ropa. —Por favor, Raymond. ¿Tenemos tiempo? —Nos veremos ridículos si nos presentamos ante los flits en esas condiciones. —Ni siquiera se darán cuenta. —¿Cómo podrán evitarlo? —preguntó Raymond. —No disponemos de tiempo —insistió Mary para zanjar el asunto—. El inspector llegará de un momento a otro y los flits se están muriendo como moscas. Nos echará la culpa a nosotros... y eso será el fin de la colonia del Evangelio —tras una pausa agregó, con palabras mesuradas—: Aunque la verdad es que no podemos ayudar mucho a los flits... —Sigo con la idea de que causaríamos mucha mejor impresión si nos presentáramos ante ellos con ropas limpias —dijo Raymond indeciso. —¡Bah! A ellos les importa un comino la ropa limpia. Piensa en su absurda manera de vestir para corretear por allí. —Creo que tienes razón. En el horizonte, por el lado suroeste, asomó un sol, pequeño, amarillento y verdoso. —Ya tenemos aquí a Urbano... Estábamos sumidos en una oscuridad de alquitrán y luego, en un santiamén, disfrutamos de tres o cuatro soles al mismo tiempo. —La luz solar hace que maduren las cosechas —dijo Mary. Durante media hora treparon por la montaña y entonces se detuvieron unos instantes para recobrar el aliento. Se volvieron y contemplaron en el valle la colonia que tanto querían. Setenta y dos mil almas poblaban aquella verde llanura, con un cuadriculado perfecto trazado a cordel: hileras de casitas blancas bien pintadas y aseadas, con cortinitas blancas como la nieve tras los cristales deslumbrantes; céspedes y macizos de flores, con abundantes tulipanes; huertos en los que cultivaban coles (de las gigantes y de las rizadas), calabacines... Raymond levantó la vista hacia el cielo. —Creo que lloverá —afirmó. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Mary. —Recuerda el chaparrón que cayó la última vez que coincidieron por el oeste Urbano y Robundo. Mary insinuó una negativa con la cabeza. —Eso no indica nada. —Tiene que significar alguna cosa. Esta es la ley que rige nuestro universo... ¡La base de todo nuestro pensamiento! Desde las crestas llegó bramando una ráfaga de viento que llevaba consigo grandes remolinos de polvo. Giraban con tonalidades complicadas y adquirían matices peculiares bajo la luz contrapuesta amarilla y verde de Urano y el rojo encendido de Robundo. —Ahí tienes tu lluvia dijo Mary a gritos para imponerse al rugir del viento. Raymond ordenó con señas que se dieran prisa y al cabo de algunos minutos el viento amainó. —Aquí en Glory sólo creo en la lluvia o en cualquier otro fenómeno cuando se me viene encima —dijo Mary. —No contamos con bastantes datos —afirmó Raymond—. No existe ninguna magia en lo imprevisible.
—Ésta es exactamente la palabra —Mary recorrió con la vista toda la falda frontal de la Gran Montaña—. Demos gracias al reloj ya que al menos podemos confiar en él. El camino ascendía en zigzag por la ladera y atravesaba parcelas cercadas con estacas de espino y algunas zonas de maleza gris y de cardos purpúreos. A veces el camino desaparecía y entonces procedían como si fueran exploradores. En otras ocasiones el camino parecía terminar frente un talud o un muro de piedra seca para continuar a un nivel distinto, tres metros más arriba o tres metros más abajo. Esos inconvenientes carecían de importancia y los salvaban fácilmente movidos por la fuerza de la costumbre. En realidad sólo empezaron a abrigar preocupaciones cuando Robundo empezó a derivar hacia el sur y Urbano a esconderse por el norte. —Todo parece indicar que es totalmente inconcebible que un sol se ponga a las siete de la tarde —dijo Mary—. Sería demasiado normal, excesivamente lógico. A las siete y cuarto se habían puesto ambos soles. Ahora tendrían unos diez minutos de un magnífico ocaso, otros quince de crepúsculo y en seguida llegaría la noche de una duración indeterminada. Se perdieron la puesta de ambos soles debido a que se produjo un terremoto. Una cascada de piedras empezó a llover sobre el camino. Se refugiaron debajo de un saliente de granito mientras los cantos rodados chocaban con estrépito en el sendero y tras rebotar seguían su caída por la ladera de la montaña. De repente cesó la lluvia de piedras, excepto algunas chinas que cayeron de vez en cuando como una ocurrencia tardía. —¿Habrá terminado? —preguntó Mary con un ronco susurro. —Eso creo. —Tengo sed. Raymond le pasó la cantimplora y Mary tomó unos sorbos. —¿Falta mucho para que lleguemos a Fleetville? —¿La vieja Fleetville o Villa-Nueva? —Lo mismo da —dijo Mary con cansancio—. Cualquiera de las dos. Raymond titubeó. —En realidad, ignoro la distancia que haya tanto a la una como a la otra. —Está bien, pero no vamos a quedarnos aquí toda la noche. —Ya empieza a amanecer —informó Raymond, cuando el enano y blanquecino Maudio empezó a trazar lengüetadas de matices plateados por el lado noreste. —¡Es de noche! —se lamentó Mary, con una fatalista resignación—. El reloj indica que es de noche. Poco me importa si brillan todos los soles de la galaxia, incluido el Padre Sol. Mientras el reloj diga que es de noche, ¡es de noche! —Pero lo importante es que ya podemos ver de nuevo el camino... Villa-Nueva está del otro lado de la cresta. Recuerdo ese gran pilote. Aquí mismo estaba la última vez que vinimos. Raymond fue de ambos el que quedó más sorprendido al comprobar que Villa-Nueva se encontraba donde había supuesto. Andando con dificultad entraron en ella. —Todo está sorprendentemente tranquilo. Se levantaban unas tres docenas de barracones, construidos con hormigón y excelente cristal traslúcido, cada uno contaba con agua filtrada, ducha, bañera y retrete. Para ajustarse a los prejuicios de los Hits, los tejados estaban cubiertos con espino y no había ninguna división en el interior de la vivienda. Ahora estaban completamente desiertas. Mary asomó la cabeza al interior de uno de los barracones. —¡Puah! ¡Qué asco! —frunció la nariz y miró a Raymond—. ¡Qué fetidez! La siguiente barraca estaba huérfana de cristales. En la cara de Raymond apareció una expresión feroz e irritada. —¡Yo mismo acarreé en mis espaldas cubiertas de ampollas los cristales de esta ventana! Así es como nos dan las gracias...
—A mí no me importa si nos las dan o no —dijo Mary—. Lo que me preocupa es el inspector. Nos echará en cara... —trazó en el aire un ademán— esta suciedad. Al fin y al cabo se supone que la responsabilidad recae en nosotros. Bufando de cólera, Raymond inspeccionó el pueblo. Recordó aquel día que se celebró la inauguración de la ciudad: una villa modelo, con treinta y seis barracones impecables, casi de igual calidad a las viviendas de la colonia. La bendición estuvo a cargo del arcediano Burnette. En la construcción central se arrodillaron para orar los trabajadores voluntarios. De la cresta de la montaña bajaron cincuenta o sesenta flits para curiosear. Constituían un grupo de harapientos boquiabiertos. Los hombres espantosamente greñudos y las mujeres, rollizas y de mirada furtiva, predispuestas a la promiscuidad o eso era, por lo menos, lo que creían los colonos. Tras las preces, el arcediano Burnette presentó al jefe de la tribu la llave simbólica dé la ciudad. Era una llave enorme, de madera contrachapada pintada con purpurina dorada. —Jefe —dijo el arcediano—, en sus manos dejo el futuro y el bienestar de su pueblo. ¡Guarde esta llave! ¡Cuídela! El jefe medía por lo menos dos metros diez de estatura. Delgado como una pica, con un perfil de ángulos pronunciados, era fuerte y duro como una tortuga. Cubierto con unos harapos grasientos de color negro llevaba en la mano un báculo muy largo forrado con piel de cabra. Era el único de la tribu que conocía el idioma de los colonos y lo hablaba con un acento sorprendentemente bueno. —Esos no son asunto mío —dijo con indiferencia y en voz ronca—. Ellos hacen lo que quieren. Creemos que así es mejor. El arcediano Burnette ya había tropezado anteriormente con esta actitud, pero como era un hombre de amplio criterio, no demostró indignación sino que más bien trató de argüir que consideraba aquélla una actitud irracional. —¿No queréis ser civilizados? ¿No queréis adorar a Dios, vivir con higiene y disfrutar de una vida sana? —No —respondió el jefe, terminantemente. El arcediano se limitó a sonreír. —Bueno, da igual. De todos modos os ayudaremos tanto como podamos. Os podemos enseñar a leer, escribir, curar vuestras enfermedades. Claro está que deberéis manteneros aseados y adoptar hábitos regulares... porque eso es precisamente la civilización. El jefe gruñó. —Vosotros ni siquiera sabéis cómo apacentar cabras —espetó el jefe al arcediano. —No somos misioneros —prosiguió Burnette—, pero cuando decidáis aprender la Verdad nos encontraréis en la mejor disposición para ayudaros. —Huuumm... ¿Qué provecho pensáis sacar con eso? —Ninguno —el arcediano sonrió—. Sois seres humanos como nosotros y nuestra obligación es ayudaros. El jefe le dio la espalda y empezó a congregar a su tribu. Bajo su mandato huyeron juntos y revueltos, en el mayor de los desórdenes, peñas arriba. Parecían espectros desesperados con sus pelambres agitadas y sus pieles de cabra ondeando al viento. —¿Qué os pasa? ¡Regresad! —gritaba el arcediano dirigiéndose al jefe que corría como loco para unirse a los suyos. Cuando llegó a uno de los riscos, el jefe se volvió para replicar al arcediano y a los colonos. —¡Sois un hatajo de locos de remate! —¡No! ¡No! —gritaba el arcediano. Era un espectáculo magnífico dotado de la crudeza de un escenario teatral: el arcediano con sus cabellos blancos agitados gritando al jefe y a su tribu de salvajes. Un santo varón dando órdenes a los sátiros. Y toda la escena bajo la luz cambiante de tres soles.
Burnette con ciertas mañas engatusó al jefe para que regresara a Villa-Nueva. La vieja Fleetville quedaba un kilómetro más allá, exactamente en un puerto de montaña que canalizaba todos los vientos y nubes de la Gran Montaña, hasta tal punto que incluso las cabras tropezaban con dificultades para no perder pie y sostenerse sobre las rocas. Era un lugar frío, malsano, húmedo y desapacible. El arcediano insistía para meterles en la cabeza los inconvenientes de la vida en Fleetville. El jefe, por su parte, insistía en que la preferían a Villa-Nueva. Las diferencias fueron allanadas mediante veinticinco kilogramos de sal. El arcediano comprometió sus principios y se avino a usar el soborno. Alrededor de sesenta componentes de la tribu aceptaron instalarse en los nuevos barracones y adoptaron un aire de divertido desenfado, como si el arcediano les hubiera pedido tomar parte en un juego tonto. El arcediano Burnette bendijo por segunda vez el pueblo, los colonos volvieron a arrodillarse para rezar, mientras los flits observaban con curiosidad desde las ventanas y las puertas de sus nuevos hogares. Al cabo de unos días, otros veinte o treinta más descendieron del cerro con un rebaño de cabras y se instalaron en la capillita. El arcediano Burnette sonrió con dolor, pero debe decirse en su favor que nada hizo para impedirlo. Poco después los colonos regresaron a la parte inferior del valle. Actuaron lo mejor que supieron, aunque no estaban muy seguros de que aquello fuera lo adecuado. Dos meses después, Villa-Nueva estaba desierta. El hermano Raymond y la hermana Mary Dunton recorrieron el pueblo. Todos los barracones aparecían a oscuras y las puertas abiertas o desprendidas de los goznes. —¿Dónde se habrán metido? —preguntó Mary en voz baja. —Están completamente locos —dijo Raymond—. Rematadamente locos. Se dirigió a la capilla y asomó la cabeza al interior. Apretó con tal fuerza el marco de la puerta que los nudillos se le pusieron lívidos. —¿Qué pasa? —preguntó Mary ansiosamente. Raymond le impidió que se acercara. —Cadáveres... Aquí dentro hay diez, doce, tal vez quince muertos. ¡Qué horrible! —¡Raymond! —exclamó Mary. Se miraron mutuamente, sorprendidos—. ¿Cómo? ¿Por qué? Raymond sacudió la cabeza preocupado. Ambos pensaron lo mismo en aquel preciso instante y levantaron sus miradas a la parte más alta de la loma, a la vieja Fleetville. —Mucho me temo que a nosotros nos corresponda averiguarlo. —Pero, eso... ¡En un lugar tan hermoso! —Mary estalló—. ¡Son bestias! ¡Debían amar este lugar! —se volvió y miró hacia el valle a fin de que Raymond no viera sus ojos arrasados en lágrimas. ¡Villa-Nueva representaba tanto para ella! Con sus propias manos había enjalbegado las piedras y trazado linderos regulares alrededor de cada barracón. Las vallas habían sido derribadas a patadas y Mary se sintió profundamente disgustada— . ¡Dejemos que los flits vivan como les dé la gana: sucios y sin recursos! Son unos irresponsables —le dijo a Raymond—. Sencillamente unos irresponsables... —Sigamos hacia arriba, Mary. Tenemos deberes que cumplir. Mary se secó las lágrimas. —Supongo que son criaturas del Señor, pero no alcanzo a ver por qué deben serlo — dirigió una mirada a Raymond—. Y por favor, no me digas que los caminos del Señor son inescrutables. Raymond respondió con un gesto de indiferencia y volvieron a trepar por las rocas en dirección a la vieja Fleetville. Cada vez se iba empequeñeciendo el valle que se extendía a sus pies. Maudio, tras varias oscilaciones, alcanzó su cénit y por un momento pareció que iba a quedarse allí colgado. Se detuvieron un rato para descansar. Mary se frotó los ojos. —¿Me vuelvo loca o es que Maudio aumentó de tamaño?
—Tal vez se ha hinchado un poco —opinó Raymond tras dirigirle una mirada. —¡Se trata de una nova o estamos entrando en el interior de una! —Me imagino que en este sistema todo puede ocurrir —suspiró Raymond—. Si en la órbita de Glory hay alguna ley que la regule te aseguro que desafía cualquier análisis. —Incluso podría muy bien ocurrir que cayéramos en alguno de los soles —comentó pensativamente Mary. Raymond se encogió de hombros. —El sistema ha estado girando desde hace unos cuantos millones de años. Es ésa nuestra mejor garantía. —Nuestra única garantía, dirás... —Mary cerró los puños—. Si por lo menos tuviéramos alguna certidumbre en alguna parte, algo que pudiéramos observar y decir: «Esto es inmutable, esto es invariable, esto es algo con lo que se puede contar.» Pero no existe nada. ¡Es como para volver loco a cualquiera! En la cara de Raymond apareció una sonrisa helada. —No sigas, querida, La colonia ya tiene bastantes problemas entre manos. Mary se calmó en seguida. —Lo siento... Lo lamento mucho, Raymond. Te lo aseguro. —También a mí me ha preocupado —dijo Raymond—. Ayer estuve hablando con el director Birch en el Hogar del descanso. —¿Cuántos hay ahora? —Casi tres mil. Y cada día ingresan más —suspiró—. Algo hay en Glory que acaba con los nervios de cualquiera. Mary aspiró profundamente y estrujó la mano de Raymond. —¡Lucharemos y venceremos, querido! Todo volverá a la normalidad. Ya lo arreglaremos. Raymond inclinó la cabeza. —Con la ayuda del Señor. —Maudio ya está a punto de ponerse —dijo Mary—. Mejor será que lleguemos a Fleetville antes de que anochezca. Minutos después, encontraron alrededor de una docena de cabras que apacentaban otros tantos muchachos. Algunos vestían harapos, otros simplemente andaban desnudos y el viento soplaba contra su pecho en el que se podían contar las costillas. Al otro lado del sendero se encontraron con otro rebaño de cabras. Quizás había un centenar y sólo un rapaz para pastorearlas. —Ahí tienes el sistema flit —comentó Raymond—, doce muchachos pastorean doce cabras y aquí tenemos que uno solo se ocupa de un centenar. —Seguramente están afectados de alguna dolencia mental... ¿No es acaso hereditaria la locura? —Ése es un asunto polémico... —inmediatamente agregó—: Ya puedo oler Fleetville. Maudio abandonaba el firmamento en un ángulo que prometía un crepúsculo muy largo. A Raymond y Mary les dolían mucho las piernas y se abrieron camino trabajosamente hacia el interior del pueblo. Pisándoles los talones entraban también las cabras y los pastores, mezclados indiscriminadamente. Mary habló con un tono de disgusto. —Abandonan Villa-Nueva, la hermosa y limpia Villa-Nueva para venir a vivir aquí entre tanta porquería. —¡No pises esa cabra! —gritó Raymond y guió a Mary para que pasara al lado de una cabra muerta y roída, tirada en mitad del paso. Mary se mordió los labios. Encontraron al jefe sentado en una roca mirando fijamente al vacío, que los saludó. En su saludo no había ni sorpresa ni alegría. Un grupo de muchachos estaban amontonando leña seca y ramas de arbusto para levantar una pira. —¿Qué hay de nuevo? —preguntó Raymond, con forzado humor—. ¿Un festín? ¿Una danza típica? —Cuatro hombres y dos mujeres se volvieron locos y murieron. ¡Los quemaremos!
Mary dirigió una mirada a la pira. —Ignoraba que quemarais a vuestros muertos. —Esta vez los quemaremos —estiró el brazo y pasó la mano por el brillante pelo dorado de Mary—. ¿Quieres ser mi mujer por una temporada? Mary retrocedió y dijo con voz temblorosa: —¡No gracias! Estoy casada con Raymond. —¿Para siempre? —Para siempre. El jefe sacudió la cabeza. —Estáis bien locos. Muy pronto moriréis... Raymond habló severamente. —¿Por qué rompisteis el canal? Diez veces lo hemos reconstruido y diez veces los flits han bajado aprovechándose de la oscuridad y han roto los diques. El jefe reflexionó un rato. —El canal está loco. —No lo está. Es para regar y supone una gran ayuda para los granjeros. —Va demasiado trecho del mismo modo. —¿Qué quieres decir? ¿Qué es muy recto? —¿Recto? ¿Qué quiere decir recto? —En línea única, en una sola dirección. El jefe se balanceó sobre sus pies. —Ved la montaña. ¿Es recta? —No, claro que no. —Y el Sol... ¿También es recto? —Oye, jefe... —Mi pierna —el jefe extendió su pierna izquierda, nudosa y cubierta de pelo—, ¿es acaso recta? —No —suspiró Raymond—, tu pierna no es recta. —¿Por qué hacer entonces recto el canal? Es una locura —volvió a sentarse, dando el asunto por liquidado—. ¿Por qué vinisteis? —Porque son demasiados los flits que mueren. Queremos ayudaros. —Así estamos bien. —Nosotros no queremos que muráis. ¿Por qué no os mudáis a Villa-Nueva? —Los flits se vuelven locos y se tiran desde lo alto de los peñascos —el jefe se levantó—. Venid, vamos a comer. Dominando su repugnancia, Raymond y Mary mordisquearon trozos de cabra asada. Sin ninguna clase de ceremonia arrojaron cuatro cadáveres a la hoguera. Algunos flits empezaron a bailar. Mary dio disimuladamente un codazo a Raymond. —Una civilización puede interpretarse por su tipo de danzas. Observa. Así lo hizo Raymond. —No veo ningún patrón especial. Algunos dan un par de saltos y luego se sientan; otros dan vueltas en círculo, y unos cuantos agitan los brazos. —¡Están completamente locos! —dijo Mary en voz baja—. Están locos de atar... Empezó a llover. El rojo Robundo parecía incendiar el cielo por el este, pero no ES tomó la molestia de aparecer. La lluvia se convirtió en granizo. Mary y Raymond se refugiaron en una choza. Varios hombres y mujeres se les unieron y como no tenían otra cosa que hacer empezaron a hacerse el amor. Mary susurró con voz de repulsión. —¡Son capaces de hacerlo aquí, frente a nosotros! ¡Ni saben lo que es la vergüenza! Raymond dijo ceñudo: —Ño nos vamos a ir con esa lluvia. Que hagan lo que les dé la gana... Mary pegó una bofetada a uno de los hombres que trataba de quitarle la blusa y brincó hacia atrás.
—¡Como si fueran perros! —jadeó. —No tienen ninguna clase de represiones —dijo Raymond con apatía—. Las represiones significan psicosis. —Entonces, yo soy psicópata —refunfuñó Mary—, puesto que tengo represiones. —También yo las tengo —replicó Raymond. Dejó de granizar y el viento empujó las nubes a través del desfiladero. El cielo se aclaró. Raymond y Mary abandonaron la choza con una sensación de alivio. La pira estaba empapada y entre las cenizas se veían cuatro cadáveres chamuscados. Nadie les prestaba atención. Raymond habló pensativamente. —Lo tengo en la punta de la lengua... Se me ocurre una idea que aún no logro darle forma. —¿Cuál es? —La solución de la totalidad de este follón flit. —¿Qué piensas? —Que los flits son locos, irracionales, irresponsables. —Estoy totalmente de acuerdo. —El inspector está al llegar. Deberemos demostrarle que la colonia no representa ninguna amenaza para los aborígenes, es decir, para los flits, en el caso que nos ocupa. —No podemos obligar a los flits a cambiar su sistema de vida. —No. Pero si pudiéramos sanarlos de su locura, si pudiéramos por lo menos empezar a hacer algo contra esa psicosis de masa... Mary puso cara de sorpresa. —Me parece que es una tarea irrealizable. Raymond aseguró que no con la cabeza. —Piensa con rigor, querida. Es un problema real: un grupo de aborígenes demasiado psicópatas para mantenerse en vida a sí mismos. Pero debemos mantenerlos vivos. Solución: curar la psicosis. —Lo que dices parece muy sensato. Pero, ¡en nombre del Señor!, ¿debemos intentarlo? El jefe zanquilargo bajó de entre las rocas masticando un pedazo de tripa de cabra. —Deberemos empezar por el jefe —sugirió Raymond. —Eso es como quererle poner el cascabel al gato. —Sal —ordenó Raymond—. Sería capaz de despellejar a su abuela a cambio de sal. Raymond se acercó al jefe, quien pareció sorprenderse de que se encontrara aún en el pueblo. Mary observaba la escena desde un segundo término. Raymond argüía y el jefe al principio parecía sorprendido y después hosco. Raymond exponía, protestaba. Echó mano del argumento más contundente: la sal, tanta sal como el jefe pudiera cargar en sus espaldas, desde la colonia hasta el poblado. El jefe miró fijamente a Raymond desde su alta talla de más de dos metros, dejó caer los brazos y se alejó, para ir a sentarse sobre una roca mientras seguía mascando su pedazo de intestino de cabra. Raymond se reunió con Mary. —Vendrá con nosotros —le dijo. El director Birch empleó sus modales más cordiales para con el jefe de los flits. —¡Es un honor para mí! No es frecuente tener visitantes tan distinguidos. ¡Lo curaremos en menos de lo que canta un gallo! El jefe, con su báculo, trazaba curvas sin sentido en el suelo. Preguntó a Raymond suavemente: —¿Cuándo me darán la sal? —Se la entregaremos muy pronto. Primero debe hablar con el director Birch.
—Venga conmigo —dijo éste—. Será un viaje magnífico... Pero el jefe dio media vuelta y a grandes zancadas se encaminó hacia la Gran Montaña. —¡No, no! —gritó Raymond—. ¡Regrese en seguida! Pero el jefe aumentó la velocidad. Raymond echó a correr hacia él y lo atajó agarrándolo por sus nudosas rodillas. El jefe cayó al suelo como si fuera un saco de patatas. El doctor Birch le inyectó un sedante y al cabo de poco el jefe —arrastrando los pies y con la mirada turbia—, fue introducido y atado en el interior de la ambulancia. El hermano Raymond y la hermana Mary observaron cómo la ambulancia, dando tumbos, se alejaba por el camino. Una gran polvareda surgía al paso del vehículo y se quedaba suspendida en el aire bajo la verde luz del sol. Las sombras parecían tener un tinte azuloso y purpúreo. Mary habló con voz temblorosa. —¡Ojalá estemos haciendo lo más correcto...! ¡El pobre jefe se veía tan patético! Se me antojó igual que una de sus cabras atada para sacrificarla. —Sólo debemos hacer lo que creamos que es mejor —dijo Raymond. —Pero, ¿será eso, lo mejor? Ya no se veía la ambulancia y el polvo había vuelto a caer al suelo. Sobre la Gran Montaña parpadeaban los relámpagos que salían de una nubosidad negra y verde. Faro brillaba como un ojo de gato en el cénit. El reloj —el fiel, el bueno, el cuerdo reloj—, indicaba que era mediodía. —¡Lo mejor! —exclamó Mary pensativamente—. Es una palabra muy relativa... —Si acabamos con la psicosis de los flit —dijo Raymond—... si podemos enseñarles a ser aseados, a llevar vidas ordenadas... entonces podremos decir que fue lo mejor —tras unos segundos agregó—: Lo que sí es cierto es que será lo mejor para la colonia. —Eso espero —suspiró Mary—. ¡Pero el jefe tenía un aspecto tan afligido! —Mañana iremos a verle —propuso Raymond—. Y ahora vámonos a casa a descansar. Cuando Raymond y Mary despertaron se filtraba por las persianas corridas la luz rosada de Robundo, posiblemente acompañado por Maudio. —Mira el reloj —bostezó Mary—. ¿Es de noche o de día? Raymond se incorporó sobre un codo. Su reloj estaba incrustado en la pared: era una réplica del de Salvation Bluff, guiado por impulsos de radio desde el movimiento centralizado. —Son las seis y diez de la tarde. Se levantaron y se vistieron con polainas limpias y camisas blancas. Desayunaron en la cocinita meticulosamente instalada y después Raymond llamó al Hogar del Descanso. De la caja sonora salió clara la voz del director Birch. —¡Dios le ayude, hermano Raymond! —¡Dios le ayude, señor director! ¿Cómo está el jefe? El director Birch pareció titubear. —Hemos tenido que mantenerle bajo el efecto de fuertes sedantes. Tiene unas obsesiones fuertemente arraigadas. —¿Podrá ayudarle? ¡Es muy importante! —Probaremos todo lo que creamos necesario. Intentaremos algo nuevo esta noche. —Tal vez sería mejor que nosotros estuviéramos cerca —sugirió Mary. —Si quieren... ¿A las ocho? —De acuerdo. El Hogar del Descanso era una edificación muy larga y baja de techo, construida en las afueras de Glory. Recientemente se le habían agregado nuevas alas y en la parte de atrás podían verse una serie de barracones provisionales. El director Birch los saludó con una expresión preocupada.
—Disponemos de escaso espacio y de muy poco tiempo. ¿Es tan tremendamente importante este flit? Raymond le aseguró que la salud del jefe era un asunto de la mayor importancia para todo el mundo. El director Birch dejó caer los brazos con desaliento. —Los colonos claman que necesitan terapia. Me imagino que no les quedará más remedio que esperar... —¿Continúan los problemas? —preguntó Mary con voz tranquila. —El Hogar fue construido para quinientas camas —explicó el director Birch—. Actualmente tenemos tres mil seiscientos pacientes, sin mencionar los mil ochocientos colonos que ya hemos evacuado de regreso a la Tierra. —Seguramente, pronto irán mejor las cosas —sugirió Raymond—. La colonia ya ha vencido la principal dificultad: ya se curó la ansiedad que se experimentaba a la llegada. —Pero, ahora el problema no estriba en la ansiedad. —¿Cuál es entonces? —Supongo que la novedad del ambiente. Somos de tipo terrícola y el ambiente nos resulta extraño. —¡Pero en realidad no lo es! —adujo Mary—. Hemos convertido el lugar en una réplica exacta de una comunidad de la Tierra. Y de alguna de las mejores. Aquí tenemos casas, flores y árboles iguales que los de la Tierra. —¿Dónde está el jefe? —preguntó Raymond, cambiando de tema. —Bueno... exactamente ahora... lo tenemos en una habitación de máxima seguridad. —¿Se ha puesto furioso? —No, únicamente está poco cooperativo. Sólo piensa en irse. ¡Tiene un carácter destructivo! ¡Nunca había visto un caso parecido! —¿Tiene usted alguna idea, aunque sólo sea provisional? El director Birch meneó la cabeza y frunció el ceño. —Aún no hemos logrado clasificarlo. Mire —tendió a Raymond un informe preliminar—: ése es un primer estudio. —Inteligencia: cero —Raymond levantó la vista de la hoja—. Me consta que no es tan estúpido... —Me extraña que crea eso. En realidad es una apreciación vaga. Resulta que no podemos usar con él las pruebas acostumbradas: percepción temática y sistemas por el estilo. Todos ellos han sido pensados teniendo en cuenta nuestros antecedentes culturales. Pero las pruebas que aquí figuran —con la mano golpeó el informe— son básicas. Son las que usamos con los animales: encajar piezas en determinados huecos, casar colores, señalar modelos discordantes, etcétera. —¿Y cómo reaccionó el jefe? El doctor Birch sacudió la cabeza con pesar. —Si fuera posible dar menos que cero en inteligencia, se lo ganaría él. —¿Cómo es posible? —Voy a explicároslo. En vez de encajar un pequeño taco redondo en un agujerito también redondo, rompió primeramente el taquito que tiene forma de estrella, lo encajó a la fuerza en el agujero redondo y lo metió de lado. Cuando hubo terminado, rompió el tablero. —Pero, ¿por qué? —No ofrece peligro, ¿verdad? —preguntó Raymond. —Vamos a visitarlo... —dijo Mary. —¡Oh! Está completamente seguro. El jefe se hallaba confinado en una habitación de exactamente tres metros por lado. Contaba con una cama blanca, sábanas también blancas con un cubrecamas gris. El
techo estaba pintado de un color verde que descansaba la vista y el suelo de un gris discreto. —¡Madre mía! —exclamó Mary alegremente—. ¡Qué ocupado ha estado usted! —Sí —dijo el médico chirriando de dientes—. ¡Es él quien ha permanecido muy ocupado! La ropa de cama estaba hecha trizas, la cama volcada de lado en medio de la habitación, las paredes sucias. El jefe estaba sentado en el colchón. El doctor Birch dijo severamente: —¿Por qué hizo este estropicio? No ha sido muy sensato, que digamos... —Me tenéis aquí encerrado, ¿no? —rugió el jefe—. Usted en su casa arregla las cosas a su modo, que yo las arreglaré en la mía de la manera que a mí me gusta —miró a Raymond y a Mary—. ¿Hasta cuándo van a tenerme aquí? —Un poco más solamente —le dijo Mary—. Tratamos de ayudarle... —¡Sandeces, puras sandeces! ¡Todos están locos! —el jefe estaba perdiendo su excelente acento. Sus palabras lo tenían ahora áspero, llenas de tonos fricativos y glóticos—. ¿Por qué me trajeron aquí? —Sólo será por un día o un par de días cuando mucho —dijo Mary para apaciguarlo—. Y luego le daremos sal, muchísima sal. —¿Un día? Eso es mientras el sol está arriba. —No —dijo el hermano Raymond—. ¿Ve esto? —indicó el reloj colgado en la pared—. Cuando esta manecilla haya dado dos vueltas completas... habrá transcurrido un día. El jefe sonreía cínicamente. —Nosotros guiamos nuestras vidas por este aparato —dijo Raymond—. Nos ayuda mucho. —Igual que el gran reloj que hay en Salvation Bluff —precisó la hermana Mary. —¡El gran Diablo!—gritó el jefe con ira—. Vosotros sois buena gente, pero todos vosotros estáis locos. Venid a Fleetville y os ayudaré. Tenemos muchísimas cabras excelentes. Desde allí apedrearemos al gran Diablo. —No —dijo Mary en voz baja—. Eso nunca lo haríamos. Ahora haga todo lo posible para complacer al médico. Este follón que ha armado en este cuarto... ¡está muy mal! El jefe se tomó la cabeza entre las manos. —¡Dejadme ir! ¡Guardad vuestra sal, y dejad que yo me vaya para mi casa! —Tranquilo... —dijo el doctor Birch amablemente—. No vamos a hacerle ningún daño —consultó el reloj—. Es hora de la primera terapia. Llamó a dos enfermeros para que llevaran al jefe hasta el laboratorio. Lo sentaron en una butaca tapizada y se le pusieron los brazos y las piernas de tal forma que no pudiera lastimarse a sí mismo. Profirió un grito terrible y ronco. —¡Es el gran diablo que baja para observar mi vida...! El director Birch se dirigió a uno de los enfermeros. —Cubra toda la pared donde está colgado el reloj, distraiga al paciente. —Quédese tranquilo —le dijo Mary—. Tratamos de ayudarle... a usted y a toda la tribu. El enfermero le inyectó una dosis de D-beta hipnidina. El jefe se calmó, quedóse con los ojos abiertos mirando al vacío y su pecho huesudo palpitaba. El director Birch habló en voz baja para que lo oyeran sólo Mary y Raymond. —Es poco sugestionable... Por favor, permanezcan muy quietos, no hagan el menor ruido. Mary y Raymond se sentaron cómodamente en dos butacas que estaban a un lado del laboratorio. —¡Hola, jefe! —dijo el director Birch. —¡Hola! —¿Está cómodo?
—Esto brilla demasiado... Hay demasiada claridad... El enfermero bajó la intensidad de la iluminación. —¿Así está mejor? —Mejor. —¿Tiene trastornos? —Las cabras se hieren las patas paradas en las rocas. Los locos han ocupado el valle y no quieren irse. —¿Qué quiere decir «locos»? El jefe calló. El director Birch les dijo en un susurro a Mary y a Raymond: —Al analizar su concepción de locura obtendremos alguna pista acerca de su propio desequilibrio mental. El jefe permanecía quieto. El director Birch le dijo con voz tranquilizadora: —¿Qué le parece si me cuenta algo de su propia vida? El jefe habló con la mejor disposición. —¡Oh! Bueno. Soy el jefe. Comprendo todas las lenguas y nadie más en la tribu sabe nada de nada. —Vaya chollo, ¿verdad? —Ya lo creo, todo va de la mejor manera —siguió hablando, con frases sin sentido, con palabras a veces ininteligibles, pero aparecía claramente, de todos modos, un retrato de su vida—. Todo me va estupendamente, no tengo ningún problema y ningún trastorno. ¡Todo es magnífico! Cuando llueve, me encanta calentarme al fuego. Cuando el sol brilla y quema, y luego sopla el viento, me siento muy bien. Tenemos muchísimas cabras y hay comida para todo el mundo. —¿No tiene problemas... preocupaciones? —¡Oh, sí! La gente loca que vive en el valle. Edificaron la ciudad Villa-Nueva. Mala. Recto, recto... recto. Malo. Eso es malo. Conseguimos mucha sal, pero abandonamos Villa-Nueva y huimos montañas arriba hasta llegar al viejo lugar. —¿No le gusta la gente del valle? —Son buena gente, pero están completamente locos. El gran Diablo los condujo al valle y el gran Diablo los vigila constantemente. Pronto todos harán tic-tac... como el gran Diablo. El director Birch se volvió a Raymond y Mary, con el semblante fruncido por la perplejidad. —Esto no va bien. Tiene demasiada seguridad en sí mismo, es excesivamente rotundo. —¿Podrá curarle? —preguntó Raymond, con cautela. —Antes de poder curar una psicosis —explicó el director Birch—, necesito localizarla. Y, hasta el momento, creo estar muy lejos de su origen. —Es insensato que mueran como moscas —susurró Mary—. Y eso es lo que están haciendo los flits. El director se volvió hacia el jefe. —¿Por qué muere su pueblo? ¿Por qué mueren en Villa-Nueva? El jefe respondió con voz áspera y ronca. —Miran hacia abajo. El escenario no es bonito, pues todo está recortado de forma loca. No tenemos río. El agua corre en línea recta y duele a la vista. Reventamos el canal e hicimos un bonito río... Los barracones son todos iguales. La gente se vuelve loca, los mataremos... El director Birch llegó a una conclusión provisional. —Creo que por el momento es cuanto podemos saber, hasta que estudiemos el caso más a fondo. —En efecto —dijo Raymond con voz turbada—. Deberemos volver a pensarlo. Abandonaron el Hogar del Descanso por la puerta principal. Los bancos estaban atestados de pacientes que querían ser admitidos y que iban acompañados por sus
familiares. En el exterior el cielo estaba encapotado. Una luz poco intensa indicaba que Urbano se encontraba en alguna parte del espacio. El hermano Raymond y la hermana Mary esperaron el autobús junto a la curva donde el tráfico daba la vuelta alrededor de una plazoleta. —Algo está equivocado —dijo el hermano Raymond en voz triste—. Algo está muy, pero que muy equivocado. —Lo peor del caso es que no estoy segura de si la equivocación está en nosotros —la hermana Mary volvió la vista contemplando el paisaje, a través de los huertos, hacia la avenida Sarah Gulvin y en la lejanía el centro de Glory. —Un planeta extraño siempre significa una lucha —manifestó el hermano Raymond—. Debemos tener mucha confianza, confiar en Dios y, sobre todo, ¡luchar! Mary le estrujó el brazo. Raymond volvió la vista hacia ella. —¿Qué pasa? —He visto, o creo haber visto, a alguien corriendo a través de los arbustos. Raymond estiró el cuello. —No veo a nadie. —Me pareció que era alguien muy semejante al jefe. —¡Imaginaciones tuyas, querida! Subieron al autobús y poco después disfrutaban de la seguridad de su casita de blancas paredes, rodeada de césped y flores. Sonó el comunicador. Era el director Birch. Hablaba con voz muy alterada. —No quería preocuparos, pero el jefe se ha escapado. No aparece por parte alguna. Ignoramos dónde está. —¡Lo sabía, lo sabía! —exclamó Mary en voz baja. —¿Cree que ofrece algún peligro? —preguntó Raymond. —No. Su locura no es de tipo violento. Pero eché cerrojo a mi puerta por si las moscas. —Gracias por llamarnos, director. —No hay de qué, hermano Raymond. Reinó entre ambos un profundo silencio. —¿Qué haremos ahora? —preguntó Mary, rompiéndolo. —Cerraremos cuidadosamente las puertas y nos iremos a dormir. En algún momento, durante la noche, Mary se despertó sobresaltada. El hermano Raymond se volvió hacia ella. —¿Qué te pasa? —No sé, exactamente —dijo Mary—. ¿Qué hora es? Raymond echó una ojeada al reloj de pared. —La una menos cinco. La hermana Mary echada en cama permanecía inmóvil. —¿Oíste algo? —preguntó Raymond. —No. Simplemente tuve... sentí como una punzada. ¡Algo va mal, Raymond! El la atrajo hacia sí y apretó contra su pecho la rubia cabeza de Mary. —Todo lo que hicimos creyendo que era lo mejor. Debemos esperar que haya sido la voluntad de Dios. Cayeron en un sueño racheado, durante el cual se agitaron y cambiaron frecuentemente de posición. Raymond se levantó para ir al cuarto de baño. En el exterior reinaban las tinieblas. Contra un cielo oscurísimo, en el horizonte, por el norte se veía una tenue luz rosada. El rojo Robundo vagabundeaba por alguna parte. Raymond, soñoliento, regresó a la cama arrastrando los pies. —¿Qué hora es, amor mío? —volvió a preguntar Mary. Raymond de nuevo lanzó una mirada al reloj. —La una menos cinco. Raymond se metió en cama. El cuerpo de Mary estaba rígido. —¿Dijiste... la una menos cinco?
—Eso dije. ¿Por qué? —al cabo de unos segundos Raymond saltó de la cama y entró en la cocina. —También el de la cocina indica la misma hora. Llamaré al servicio horario y les pediré confirmación. Se dirigió al comunicador y pulsó unos botones. Nadie respondió. —No contestan. Mary se había incorporado y se apoyaba en un codo. —Vuelve a intentarlo. Raymond pulsó de nuevo los botones correspondientes. —¡Qué raro! —Llama a información —insistió Mary. Raymond marcó información. Antes de que pudiera formular ninguna pregunta una voz clara le comunicó. —El gran Reloj está averiado de momento. Por favor tenga paciencia. El gran Reloj está averiado... A Raymond le pareció que reconocía la voz. Apretó el botón de imagen. La voz dijo: —Dios le ayude, hermano Raymond. —Dios le ayude, hermano Ramsdell... ¿Qué pasa? ¿El mundo anda de cabeza? —Es culpa de uno de sus protegidos, Raymond. Uno de los flits. Le dio un ataque de locura. Ha roto el reloj a pedradas. —Que ha roto el reloj... ¿Cómo dice? —Sí, provocó un desprendimiento de tierras y los cantos rodados han acabado con nuestro Reloj. ¡Ya no tenemos Reloj! Cuando el inspector Coble aterrizó en el espaciopuerto de Glory, no encontró a nadie para recibirlo y darle la bienvenida. Miró de arriba abajo las pistas de despegue. ¡Estaba solo! Un trozo de papel volaba a través de la parte más alejada de la pista. Era lo único que se movía. «¡Qué raro!», pensó el inspector Coble. Siempre se encontró a su llegada con un comité que le daba la bienvenida y le anunciaba un programa que era halagador aunque generalmente le agotaba. Primero a la villa del arcediano para un banquete, discursos aduladores e informes sobre los progresos realizados, luego servicios religiosos en la capilla central y finalmente una visita ceremoniosa a la Gran Montaña. «Excelentes colonos», los conceptuaba el inspector Coble; pero eran excesivamente honestos y fanáticos para considerarlos interesantes. Dio instrucciones a los dos hombres que tripulaban la nave espacial oficial y empezó a caminar en dirección a Glory. El rojo Robundo aparecía muy alto pero empezaba su descenso hacia el este. El inspector miró hacia Salvation Bluff para ver cuál era la hora local. Pero un humo intenso y la niebla impedían la visión. El inspector Coble marchaba a paso vivo por la carretera y de repente pegó un salto y se detuvo. Estiró la cabeza, como si oliera el aire y dio una mirada perfectamente circular a su alrededor. Frunció el ceño y siguió caminando, pero ahora lentamente. «Al parecer los colonos han introducido muchos cambios», pensó el inspector. No podía determinar en seguida cuáles, ni cómo. Aquella valla, por ejemplo, estaba parcialmente arrancada. Las hierbas crecían con abundancia en los arcenes. Examinó el canal y entonces percibió unos movimientos entre los arbustos y el sonido de unas voces juveniles. Su curiosidad fue en aumento. Coble salvó el canal y con los brazos apartó unos arbustos. Un muchacho y una chica, de dieciséis años poco más o menos, chapoteaban en un charco poco profundo. La chica sostenía en las manos un mustio ramo de flores acuáticas mientras el muchacho la besaba. Sorprendidos, volvieron sus rostros hacia le inspector. Éste se batió en retirada.
De regreso al centro de la carretera, miró de nuevo de arriba abajo. ¿Dónde diablos estaba todo el mundo? Los campos, se hallaban vacíos. Nadie trabajaba. El inspector Coble se encogió de hombros y siguió su camino. Pasó frente al Hogar del Descanso y miró con curiosidad. Le pareció mucho más grande de lo que él recordaba: le habían agregado un par de alas nuevas y algunos barracones provisionales. Se fijó en que la gravilla del camino de acceso no estaba tan cuidada como debiera. La ambulancia estacionada a un lado del camino aparecía oxidada. El lugar daba la vaga impresión de haber sido abandonado. El inspector, por segunda vez, se paró en seco. ¿Era música lo que se oía en el Hogar del Descanso? Entró en el sendero de acceso y se dirigió al Hogar. A medida que avanzaba oía la música con mayor intensidad. El inspector Coble empujó lentamente la puerta de entrada. En la sala de recepción había ocho o diez personas ataviados de modo estrafalario: plumas, manojos de hierba seca, corbatas fantásticas de cristal y metal. La música se oía estridentemente y procedía del auditorio. Era una especie de aullidos salvajes. —¡El inspector! —gritó una mujer guapa de cabellos rubios—. ¡Es el inspector Coble! ¡Ya ha llegado! El inspector estudió aquella cara. La mujer iba vestida con una chaqueta hecha con retales y cosida con cascabelitos metálicos. —¿Es... es... la hermana Mary Dunton? ¿Es... usted? —¡Claro que soy yo! Llega en un momento muy oportuno. Estamos celebrando un baile de carnaval. ¡Con disfraces y la tira! El hermano Raymond dio unas fuertes palmaditas amistosas en la espalda del inspector. —¡Qué gusto me da verle viejo! Venga, tomaremos un poco de sidra. ¡De primera fermentación! El inspector Coble no aceptó. —No, muchas gracias —se aclaró la garganta—. Voy a salir a inspeccionar por aquí... Tal vez más tarde volveré a darme una vuelta por la fiesta. El inspector Coble se encaminó a la Gran Montaña. Notó que gran número de los chalets habían sido repintados en los colores más variados: verde, azul, amarillo y que las vallas, en muchos casos, habían sido arrancadas. En cuanto al aspecto de los jardines era deplorable, cubiertos de herbajes y descuidados. Empezó a ascender por el camino que iba a la vieja Fleetville y al llegar entrevistó al jefe. Al parecer los flits no eran explotados, sobornados, engañados, ni estaban enfermos ni se sentían esclavizados. Tampoco se llevaba a cabo entre ellos el proselitismo forzoso ni eran irritados sistemáticamente. Y el jefe parecía de excelente buen humor. —Maté al gran Diablo —le contó al inspector Coble—. Ahora las cosas van mucho mejor. El inspector planeaba escabullirse sin hacerse notar, ir al espaciopuerto y largarse. Pero cuando pasaba frente al chalet del hermano Raymond, éste le vio y lo llamó. —¿Ha desayunado, inspector? —¡Querrás decir, si ha cenado amor mío! —se oyó la voz de la hermana Mary que llegaba del interior de la casa—. Urbano acaba de ponerse. —Pero es que Maudio acaba de asomar por el horizonte. —¡Da igual! ¿Huevos con jamón, inspector? Coble estaba cansado y olió el café recién hecho. —¡Gracias! —dijo—. Si no les importa aceptaré su invitación. Tras los huevos con jamón y cuando ya se tomaban la segunda taza de café, el inspector dijo cautelosamente: —Tienen muy buen aspecto, ambos. Sobre todo la hermana Mary lucía preciosa con su rubia cabellera suelta que le caía sobre los hombros.
—Nunca nos sentimos mejor —confesó el hermano Raymond—. Es simplemente una cuestión de ritmo, inspector. El inspector parpadeó. —¿Cómo dijo? ¿Ritmo? —preguntó sorprendido. —Para decirlo con palabras más precisas, inspector: falta de ritmo —precisó la hermana Mary. —Todo empezó —dijo el hermano Raymond— cuando perdimos el gran Reloj. El inspector Coble gradualmente fue reconstruyendo la historia. Tres semanas después, cuando ya estaba de regreso a la ciudad de Surge, se lo explicó con sus propias palabras al inspector Keefer. —Estaban perdiendo la mitad de sus energías aferrándose a... bueno, llámelo usted una falsa realidad. Todos estaban asustados del nuevo planeta. Pretendían que fuera la Tierra y, movidos por el entusiasmo, llegaron a mentalizarse hasta el punto de que aquel planeta era la misma Tierra. Naturalmente, se relamían de gusto incluso antes de haber empezado. Glory es posiblemente el planeta más desconcertante que cabe esperar. Los pobres diablos trataban de imponer un ritmo terrestre y la rutina de la Tierra sobre aquel descomunal desorden. Y resultó lo que no podía por menos que ocurrir: ¡un caos descomunal! —No es de extrañarse que todos se volvieran locos. El inspector Coble asintió. —Al principio, cuando se quedaron sin Reloj, todos creyeron que estaban perdidos. Encomendaron sus almas al Señor y se dieron por vencidos. Transcurrieron un par de días, creo yo... Y se quedaron sorprendidos al constatar que aún seguían con vida. Para decir verdad, incluso disfrutando de la vida. Se acostaban cuando oscurecía y trabajaban cuando brillaba el sol. —Pues, según parece, es un magnífico lugar donde retirarse —dijo el inspector Keefer—. ¿Qué tal anda la pesca allí, en Glory? —No es muy buena, la verdad. ¡Pero el pastoreo de las cabras es algo soberbio!
CUESTIÓN DE INSTINTO Eric Frank Russell Era el día de salida de su recepcionista y el doctor Blain debía atender por sí mismo el zumbador que comunicaba con la sala de espera. Mentalmente maldijo la prolongada ausencia de su ayudante, Tod Mercer. Puso el tapón en la bureta graduada, tomó la probeta de líquido neutralizante que tenía debajo y lo colocó todo en un estante. Introdujo una espátula plegable en el bolsillo de su chaleco, se restregó las manos y dirigió una breve mirada circular al pequeño laboratorio. Luego, alto y desgarbado, entreabrió la puerta que daba a la sala de espera. El visitante estaba tumbado en un cómodo butacón. Tras una primera mirada ausente, el doctor Blain le dirigió una segunda más atenta. Lo que vio fue a un sujeto de semblante cadavérico con ojos de besugo, la tez manchada y pálida y las manos hinchadas. La vestimenta que llevaba le caía al tipo peor que un saco vacío de patatas. Blain diagnosticó mentalmente que a buen seguro se trataba de un caso de úlceras perniciosas o tal vez de algún esperanzado vendedor de pólizas de seguro que el doctor no pensaba ni remotamente adquirir. En cualquier caso, decidió para sus adentros que la expresión de aquel hombre parecía extrañamente retorcida. Lo cierto es que le puso los pelos de punta. —¿Hablo con el doctor Blain, supongo? —preguntó el hombre del butacón. Hablaba lentamente con una voz que parecía estuviera haciendo gárgaras, con un tono extraño y su sonido producía un extraño estremecimiento en el interior del doctor Blain.
Sin esperar una respuesta y con aquellos ojos muertos fijos en el doctor Blain que seguía de pie, el visitante prosiguió: —Somos un individuo de semblante cadavérico con ojos de besugo, de tez manchada y pálida y con las manos hinchadas. El doctor Blain se sentó bruscamente y apretó con las manos los brazos del sillón, con tal fuerza que los nudillos quedaron exangües. Su visitante siguió gargarizando lenta e imperturbablemente. —Nuestro traje nos cae peor que un saco vacío de patatas. Podríamos padecer de úlceras perniciosas o tal vez somos un esperanzado vendedor de pólizas de seguros que usted no piensa ni remotamente adquirir. Nuestra expresión es extrañamente retorcida y le pone a usted los pelos de punta. El visitante dirigió una mirada de soslayo con unos ojos horriblemente opacos al atónito Blain. Y agregó: —Cuando hablamos parece que hacemos gárgaras y el sonido de nuestra voz produce un extraño estremecimiento en su interior. Miramos de soslayo con ojos horriblemente opacos. Sobreponiéndose, el doctor Blain se inclinó hacia adelante, con la cara sonrojada, todo el cuerpo tembloroso. Los pelos grises de su nuca estaban erizados. Antes de que pudiera abrir la boca, su visitante profirió por su cuenta las palabras que el doctor aún no había expresado. —¡Santo cielo! ¡Ha estado leyendo mis pensamientos! Los ojos fríos del tipo seguían fijos en la cara sorprendida de Blain mientras éste de un salto se puso de pie. En seguida dijo breve y simplemente: —Siéntese. Blain se quedó de pie. Pequeñas gotas de sudor surgieron en la piel de su frente y empezaron a resbalar por las arrugas de su cara estirada. Con mayor apremio, casi amenazante, el otro repitió: —¡Siéntese! El doctor Blain sintió una extraña flojedad en las piernas y se sentó. Miró las facciones cadavéricas de su visitante y preguntó titubeante: —¿Quién diablos es usted? —¡Ése! —el visitante lanzó frente al doctor un recorte de periódico. El doctor Blain le dirigió una mirada de indiferencia, pero inmediatamente la cambió por una de mayor intensidad e inmediatamente protestó: —Se trata de una información periodística acerca de un cuerpo sustraído al depósito de cadáveres. —Exactamente —reconoció el ser que estaba frente a él. —Sigo sin comprender... —las estiradas facciones del doctor Blain traicionaban su desconcierto. —Éste —dijo el otro, apuntando un dedo exangüe a su chaleco que le quedaba grande— es el cadáver de marras. —¿Cómo? —por segunda vez, el doctor Blain se puso de pie de un salto. De sus dedos que temblaban se escapó el recorte de periódico que cayó revoloteando sobre la alfombra. Bajó los ojos hacia el asiento de su butaca donde iba a sentarse, sacó poco a poco el aliento con un sonoro siseo y trató de encontrar en vano qué decir. —Éste es el cuerpo —repitió el tipo. Su voz sonaba como si fuera expelida a través de un aceite espeso. Señaló con el índice el recorte. —¿No se ha fijado en el retrato? Mírelo. Compare la cara con la nuestra. —¿Nuestra? —preguntó Blain a quien la cabeza empezaba a darle vueltas. —Sí. nuestra. Nosotros somos muchos. Nosotros dirigimos este cuerpo. Siéntese. —Pero... —¡Siéntese!
La criatura sentada frente al doctor Blain deslizó una mano fría y fláccida al interior del chaleco sucio que usaba y extrajo una gran pistola automática. Desmañadamente apuntó con ella al doctor. Desde el lugar donde Blain se encontraba la boca del arma parecía inmensa. Se sentó, recogió el recorte y miró fijamente la fotografía. Bajo la misma se leía: «El difunto James Winstanley Clegg, cuyo cuerpo ha desaparecido misteriosamente anoche del depósito de cadáveres de Simmstown.» Blain contempló el visitante, luego miró la fotografía y luego de nuevo al desconocido. Ambos parecían tan iguales, que indudablemente eran la misma persona. Y la sangre empezó a agolparse a sus sienes. El otro bajó el arma, e hizo que oscilara entre sus dedos hasta que nuevamente la levantó apuntando al doctor. —Sus preguntas son anticipadas —baboseó el difunto James Winstanley Clegg—. No, no se trata de un caso de resurrección espontánea de un cataléptico. Su idea es ingeniosa, pero no explicaría la lectura de sus pensamientos. —¿Entonces en qué consiste el caso? —preguntó Blain haciendo de repente acopio de valor. —En una confiscación —sus ojos saltaron de forma rara—. Hemos entrado en posesión de un cuerpo. Ante sus ojos está un hombre poseído —el desconocido se permitió una risita macabra—. Al parecer, cuando vivía, este cerebro que usamos estaba dotado de cierto sentido del humor. —Sin embargo, no puedo... —¡Cállese! —el arma se agitó como para dar mayor énfasis a la orden—. Debemos hablar y usted debe escucharnos. Debemos comprender sus pensamientos. —De acuerdo —el doctor Blain se retrepó en su butaca y con la mirada cansada vigilaba la puerta. Estaba convencido que se las entendía con un loco. Sí, exactamente, un maníaco... a pesar de su lectura del pensamiento, a pesar de esta fotografía que figuraba en el recorte de periódico. —Hace dos días —gorjeó Clegg o quien en otro tiempo había sido Clegg—, un llamado «meteorito» tomó tierra en las afueras de esta ciudad. —Algo leí en los periódicos —admitió el doctor Blain—. Lo estuvieron buscando, pero no lo encontraron. —Se trataba en realidad de una nave espacial —la automática colgaba de la mano fláccida. El que la empuñaba dejó que la misma descansara sobre sus rodillas—. Se trataba de una nave espacial que nos trajo desde nuestro mundo, Glantok. La nave era extraordinariamente diminuta de acuerdo con vuestros criterios... pero también nosotros somos muy pequeños, muy diminutos: somos submicroscópicos y constituimos una miríada. »No, no somos gérmenes inteligentes —su cadavérico interlocutor acababa de robarle el pensamiento que le rondaba por la mente—. Somos aún más pequeños —hizo una pausa mientras buscaba algunas expresiones más explícitas—. En masa, nos asemejamos a un líquido. Podría considerarnos como unos virus inteligentes, para decirlo en cierto modo. —¡Oh! —Blain luchaba en su interior calculando el número de saltos que necesitaría para llegar a la puerta y hacerlo sin revelarle al otro sus pensamientos. —Nosotros, los glantokianos, somos parásitos en el sentido de que moramos y controlamos los cuerpos de criaturas inferiores. Llegamos aquí, a vuestro mundo, mientras ocupábamos el cuerpo de un pequeño mamífero glantokiano —tosió con una viscosidad cavernosa que salía de lo más hondo de su garganta. En seguida continuó—: Un perro excitado persiguió a nuestra criatura hasta pescarla. Y nosotros nos apoderamos del perro. Nuestra criatura murió tan pronto la abandonamos. Y el perro no nos era útil para lo que pretendíamos, pero siquiera nos sirvió para transportarnos a vuestra ciudad
hasta encontrar este cuerpo. Y lo adquirimos. Cuando abandonamos el perro, éste se echó de espaldas y murió. Se oyó chirriar la verja de entrada con un ruido repentino que puso los tirantes nervios de Blain al borde de la ruptura. En el sendero de asfalto que iba hasta la puerta principal se oyeron unos pasos suaves. El doctor Blain esperó, conteniendo el aliento, aguzando los oídos y los ojos bien abiertos por la aprensión. —Tomamos este cuerpo, aflojamos las articulaciones ya rígidas, ablandamos los músculos muertos e hicimos que andará. Parece que su cerebro era notablemente inteligente en vida e incluso después de muerto no se han desvanecido los recuerdos almacenados en su memoria. Utilizamos este cerebro muerto y sus conocimientos para poder pensar en términos humanos y conversar con usted de acuerdo con vuestra propia manera de expresaros. Las pisadas se acercaban, se oían ya muy cerca. Blain movió sus pies para adquirir una posición más sólida sobre la alfombra, endureció su apretón en los brazos de la butaca y trató de mantener sus pensamientos bajo control. El otro no se dio cuenta ni remotamente, pero seguía con su cara macilenta vuelta hacia el doctor Blain y continuaba hablando. —Bajo nuestro control, el cuerpo robó esa vestimenta y esta arma. La mente de nuestro difunto recordaba el uso de las armas y nos contó cómo esgrimirlas. Y también nos habló acerca de usted. —¿De mí? —sorprendido, el doctor Blain se inclinó al frente, apuntaló sus brazos y calculó que su pretendido salto difícilmente aventajaría a la rapidez con que el otro levantaría su arma. Las pisadas que se oían en el exterior habían llegado a los peldaños de acceso al edificio. —No es sensato —le advirtió la extraña criatura que manifestaba ser un cadáver. Levantó el arma con una mano letárgica—. Sus pensamientos no son simplemente leídos sino que además son anticipadas sus conclusiones. Blain se relajó. Se oían las pisadas que subían por los peldaños y que pronto alcanzarían la puerta principal. —Un cadáver es un mero arreglo provisional —prosiguió el otro—. Nosotros necesitamos un cuerpo viviente con pocas o ninguna tara orgánica. A medida que vayamos aumentando necesitaremos más cuerpos. Desgraciadamente, la susceptibilidad de los sistemas nerviosos está en proporción directa con la inteligencia de sus propietarios —jadeó, luego pareció atragantarse con el mismo ruido líquido de antes. »No podemos garantizar que ocuparemos los cuerpos de los inteligentemente conscientes sin volverlos locos durante el tratamiento. Un cerebro desequilibrado nos sirve menos que el de un hombre muerto recientemente. Nos serviría menos de lo que serviría a usted una máquina que estuviera averiada. Los pasitos ligeros de antes cesaron, se abrió la puerta principal y alguien entró en el pasillo. Se oyó que la persona que acababa de entrar cerraba la puerta tras ella. Los pies sonaban ahora en la alfombra que se extendía hasta la sala de espera. —Por lo tanto —proseguía el humano que no era humano—, nosotros debemos ocupar un ser inteligente mientras esté profundamente inconsciente para que no se vea afectado por nuestra penetración y debemos haber completado nuestra posesión cuando despierte. Necesitamos del concurso de alguien capaz de tratar al ser inteligente en la forma por nosotros deseada y hacerlo de modo que no provoque sospechas. En otras palabras, necesitamos de la cooperación de un médico. Aquellos ojos espantosos se abultaron ligeramente. Su actual propietario agregó: —Teniendo en cuenta que está más allá de nuestro poder animar este cuerpo ineficiente por mucho más tiempo, necesitamos cuanto antes uno fresco, vivo, saludable.
Las pisadas que se oían en el pasillo titubearon hasta detenerse. Entonces se abrió la puerta. En ese instante, el difunto Clegg apuntó con un dedo a Blain y dijo con voz ahogada: —Usted nos ayudará —el mismo dedo apuntó ahora hacia la puerta— y esa persona que va a entrar será la primera que usaremos. La muchacha que apareció en el umbral era joven, de cabello rubio, agradablemente metidita en carnes. Hizo un alto, con una mano tapando el carmesí de su pequeña boca abierta. En sus ojos azules aparecía una asustada fascinación cuando vio la blanquecina máscara detrás del dedo que la apuntaba. Se produjo un momento de profundo silencio mientras el índice sostenía aquel ademán fatídico. Las facciones de su dueño se vieron sometidas a un acromatismo progresivo, se volvieron más descoloridas, más cenizas. Sus ojos —globos muertos en frígidas cuencas— brillaron de repente con diminutas chispas de una luz verdosa e infernal. Torpemente trató de levantarse. Cuando lo hubo logrado, empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás sobre sus talones. La muchacha jadeó. Bajó los ojos y vio la automática en una mano salida de ultratumba. Gritó con un chillido débil, debido a lo agudo. Chilló como si estuviera rindiendo su alma a lo desconocido. Luego, cuando el muerto viviente avanzó tambaleante hacia ella, cerró los ojos y se desplomó. Blain la recibió en sus brazos cuando ya casi llegaba al suelo. Salvó la distancia que lo separaba de ella en tres saltos frenéticos, y cogió suavemente su moldeado cuerpo, salvándolo del golpe. Depositó su cabeza sobre la moqueta y le dio unas palmadas vigorosas en las mejillas. —Se ha desmayado —gruñó encolerizado—. Puede tratarse de una paciente o de alguien que venía a buscarme para atender a algún enfermo. Seguramente se trata de algún caso urgente. —¡Basta ya! —la voz era tajante a pesar de su horripilante burbujeo. La pistola apuntaba directamente a la frente del doctor Blain—. Nos damos cuenta, por sus pensamientos, de que este desmayo es transitorio. Sin embargo, nos cae de perlas. Sacaremos ventaja de la oportunidad, pondremos el cuerpo bajo anestesia y lo podremos reclamar para nosotros. Blain estaba arrodillado junto a la muchacha. Miró hacia arriba y dijo lenta y deliberadamente: —¡Me gustaría verle en los infiernos! —No era necesario que hubiera expresado su pensamiento —manifestó la criatura. Hizo unas muecas horribles y avanzó dos pasos al frente—. Puede hacerlo por usted mismo o, si no quiere, podemos hacerlo nosotros con ayuda de sus propios conocimientos y de su propia carne. Con un balazo al corazón, tomaremos posesión de usted, repararemos la herida y lo haremos nuestro. «¡Maldita sea! —maldijo el desconocido, robando las palabras de los propios labios del doctor—. Podemos usarlo a usted en cualquier caso, pero preferimos un cuerpo viviente a uno muerto. Lanzó una mirada desesperanzada alrededor de la habitación. El doctor Blain musitó una oración mental en demanda de alguna ayuda... oración que quedó interrumpida al ver la risita de comprensión que se dibujaba en la cara del otro. El doctor Blain se levantó del suelo, cargó en brazos a la desmayada muchacha, la sacó a través de la puerta y siguió por el pasillo, hasta llegar al quirófano. Aquella cosa que fuera el cuerpo de Clegg le seguía, dando traspiés grotescos. Con mucho cuidado depositó el cuerpo de la muchacha en una silla, le masajeó un poco las manos y muñecas y le volvió a dar palmaditas en las mejillas. Poco a poco éstas volvieron a recobrar sus colores y sus ojos parpadearon. Blain se dirigió a un armarito,
hizo deslizar las puertecitas correderas de cristal y tomó una botella de sales. Entonces sintió la presión de la automática entre sus omoplatos. —Parece olvidar que los procesos de su mente son para nosotros como un libro abierto. Está tratando de reanimarla y ganar tiempo —el enfermizo semblante de quien empuñaba el arma forzaba a sus músculos para que adoptaran un gesto torcido —. Coloque el cuerpo encima de esa mesa y anestésielo. A disgusto, el doctor Blain retiró la mano del armarito. Tomó a la joven, la tendió en la mesa de exámenes y encendió la poderosa lámpara colgada directamente encima de aquélla. —¡No más demoras! —comentó el otro—. Apague esa lámpara... Hay de sobras con la que ya tiene encendida. Blain apagó la luz. La cara tirante por la agitación, pero con la cabeza erguida, los puños apretados, se enfrentó al arma que le amenazaba y dijo: —Escúcheme. Voy hacerle una proposición. —¡Sandeces! —el ex Clegg daba vueltas alrededor de la mesa lentamente, arrastrando los pies—. Como ya le indiqué antes, usted está tratando de ganar tiempo. Su propio cerebro lo dice a gritos —se interrumpió de repente cuando oyó que la muchacha recostada murmuraba palabras vagas y trataba de sentarse en la mesa—. ¡Rápido! ¡Aplíquele anestésico! Antes de que ninguno pudiera moverse, la joven se sentó. Enderezó la cabeza y miró directamente aquella cara cadavérica que hacía muecas a menos de un palmo de la suya. Se estremeció y gritó con voz que daba pena: —¡Dejadme ir de aquí! ¡Permitid que me vaya! ¡Por favor! Una mano hinchada avanzó hacia ella y la empujó. Ella se dejó caer en la mesa para evitar aquel contacto. Pretendiendo sacar ventaja de aquella breve distracción, Blain deslizó una mano a sus espaldas tratando de agarrar un atizador de adorno que colgaba en la pared. La pistola apuntó inmediatamente en su dirección incluso antes de que sus dedos pudieran entrar en contacto con el arma improvisada y doblarlos sobre el frío metal. —Usted se olvida de sí mismo— chispas de ira se encendieron en los apagados ojos del otro—. La comprensión mental no está limitada en determinada dirección. Nosotros vemos incluso cuando estamos mirando hacia otra parte —movió la pistola y con ella señaló a la muchacha—: Amárrela. Obediente, el doctor Blain encontró unas correas y sujetó a la joven en la mesa. Cuando se inclinó sobre ella para cerrar las hebillas notó que tenía húmedos sus grises cabellos y la cara sudorosa. Miró a la joven aparentando un valor y una fe que no sentía, y susurró: —Paciencia... no tema. Dirigió una mirada significativa al reloj de pared que marcaba la hora. Las manecillas indicaban que faltaban dos minutos para las ocho. —Por lo que vemos espera que de un momento a otro le llegue ayuda —los tonos de una miríada de corpúsculos efervescían—. Tod Mercer, su factótum, debería estar aquí desde hace buen rato. Usted cree que podría serle de ayuda a pesar de que tiene muy poca fe en sus pocas luces. En su opinión es un asno, incapaz de distinguir dónde tiene las manos y dónde los pies. —¡Maldito demonio! —exclamó el doctor Blain ante este recuento de sus propios pensamientos. —Dejemos que llegue este Mercer. ¡Puede sernos útiles... a nosotros! Somos demasiado numerosos para sólo dos cuerpos, e incluso un tonto viviente es mejor que un cadáver educado —sus labios anémicos se torcieron con un gruñido—. Entretanto, póngase a trabajar con este cuerpo. —Temo que no me queda nada de éter —rezongó Blain.
—Pero tiene algo con que reemplazarlo. ¡En este instante piensa en algo para sustituirlo! Y vaya rápido, a menos que quiera que nos apoderemos de su cuerpo aunque tengamos que matarle. Tragando saliva, Blain abrió un cajón y extrajo una careta nasal. Embutió dentro un poco de algodón hidrófilo y en seguida lo colocó encima de la nariz de la asustada muchacha. Se sintió más tranquilo cuando pudo hacerle un guiño para infundirle confianza. Un guiño no es un pensamiento. Abrió una vez más el armarito. Blain se quedó parado frente al mismo, se armó de todas sus facultades y obligó a su mente a recitar: «Éter, éter, éter.» Al mismo tiempo obligó a su mano a tomar una botella de ácido sulfúrico concentrado. Hizo un esfuerzo poderoso para lograr su doble propósito, forzando a sus dedos para que se aproximaran al frasco. Y lo tomó. Forzando cada fibra de su ser a fin de hacer una cosa distinta a aquella en que estaba concentrada su mente, dio vuelta en redondo y mientras lo hacía desenroscó el tapón del frasco. Luego se quedó inmóvil con la botella abierta en su mano derecha. El cadáver viviente se puso inmediatamente frente a él apuntándole con la pistola. —¡Éter! —proferían con sarcasmo las cuerdas vocales de Clegg—. Su mente consciente gritaba «¡Éter!» mientras su subconsciente susurraba «¡Ácido!». ¿Cree que su inteligencia inferior puede hacer frente a la nuestra? ¿Cree poder destruir lo que ya está muerto? ¡Loco! —la pistola avanzó unos centímetros—. ¡El anestésico! ¡Se acabaron las dilaciones! Sin responder, el doctor Blain volvió a tapar la botella y la dejó donde la había tomado. Con mayor deliberación, moviéndose con gran lentitud, atravesó la habitación hacia un armario aún más pequeño, lo abrió y tomó un pequeño frasco de éter. Lo colocó sobre el radiador y empezó a cerrar el armario. —¡Sáquelo de aquí! —gruñó el extraño con chillona voz de alarma. La pistola emitió un clic de aviso mientras Blain volvía a tapar la botella—. ¿Esperaba que el calor del radiador provocara la rápida evaporación del éter y que el fracaso estallara? El doctor Blain no respondió. Tomándose tanto tiempo como pudo, llevó el líquido volátil hasta la mesa. La joven observaba cómo se iba aproximando y en sus ojos se apreciaba la aprensión. Sollozaba en voz baja. Blain dirigió una mirada al reloj. Pero, aún con mayor rapidez que su mirada, su esclavizador captó su pensamiento y sonrió. —Ya ha llegado. —¿Quién? —preguntó Blain. —Su hombre, Mercer. Está afuera, a punto de entrar por la puerta principal. Percibimos los desvaríos de su mente torpe. De verdad que usted no ha subestimado su ínfima inteligencia. Se abrió la puerta principal en confirmación de la profecía del ex Clegg. La joven se agitó bajo las ataduras a fin de levantar la cabeza y apareció en sus ojos un asomo de esperanza. —Póngale algo en la boca para mantenérsela abierta —articuló la voz bajo control ajeno—. Debemos entrar a través de su boca —hizo una pausa mientras se percibían unos pies pesados que restregaban el felpudo de la puerta de entrada—. Y llame a ese bobo para que venga aquí. Deberemos usarlo también a él. Con las venas hinchándose en su frente, el doctor Blain llamó a su empleado. —¡Tod! ¡Ven acá! Una corriente de excitación recorrió sus nervios desde los pies a la cabeza. No existía ninguna pistola capaz de disparar a dos lugares opuestos simultáneamente. Si podía lograr que ese idiota de Mercer se pusiera en el lugar adecuado y hacer que por un momento pensara cuerdamente... si él pudiera estar en un lugar y Mercer en el opuesto...
—¡No lo intente! —le aconsejó Clegg repentinamente animado—. Nj siquiera se le ocurra pensarlo. Si lo hace lo único que logrará será que les poseamos a ambos. Tod Mercer entró pesadamente en la habitación y sus gruesas suelas aporrearon la alfombra. Era corpulento, con anchos hombros que sobresalían debajo de una cara de luna, rechoncha, que lucía una barba de un par de días. Se paró en seco cuando vio la mesa de operaciones y la chica. Sus ojos grandes, muy abiertos y estúpidos iban de la chica al doctor y regresaban a la primera. —¡Hola, doctor! —dijo con agitación nerviosa—. Tuve un pinchazo y tuve que cambiar un neumático en plena carretera. —No te preocupes por eso —dijo tras él una voz cavernosa y sardónica—. Llegas muy a punto. Tod dio media vuelta con lentitud retorciendo sus botas como si cada una pesara una tonelada. Fijó la vista en lo que había sido Clegg y dijo: —Perdone, caballero. No sabía que estaba usted aquí. Sus ojos bovinos recorrieron con desinterés el cadáver viviente, se detuvieron en la automática y luego giraron en dirección al apurado médico. Tod abrió la boca como para decir algo. Volvió a cerrarla. En sus gruesas y toscas facciones apareció una mirada de sorpresa. Sus ojos oscilantes volvieron a fijarse en la pistola. Esta vez la mirada no duró una décima de segundo. Con la vista solamente se dio perfecta cuenta de cuanto ocurría y, con una rapidez increíble, descargó un puño macizo como un jamón en la horrorosa jeta del ex Clegg. El golpe fue dinamita, pura dinamita. El cadáver cayó al suelo con un estruendo que hizo vibrar la habitación. —¡Rápido! —gritó el doctor Blain—. ¡Coge la pistola! Saltó por encima de la mesa que le separaba de Tod —muchacha incluida—, aterrizó pesadamente del otro lado y lanzó un puntapié salvaje al arma que aún empuñaba la fláccida mano. Tod Mercer estaba de pie avergonzado, volviendo la mirada de un lado para otro. La pistola disparó con estruendo y el proyectil melló el borde metálico de la mesa, rebotó con un ruido similar al de una sierra circular y arrancó un buen pedazo de yeso de la pared opuesta. Blain daba puntapiés frenéticamente. El arma volvió a disparar y el ruido atronó en el interior de la habitación. Se quebraron los cristales del armario más alejado. La joven, amarrada a la mesa, profería gritos agudísimos. Las gritos penetraron a través del obtuso cráneo de Mercer y éste entró en acción. Golpeando fuertemente con su pesada bota la muñeca de caucho hizo que ésta soltara la automática de entre sus dedos helados. Entonces se apoderó del arma y apuntó al ex Clegg. —No puedes matarlo de un balazo —gritó Blain. Dio un codazo a Mercer para poner mayor énfasis a sus palabras—. ¡Llévate la muchacha de aquí! ¡Hazlo en seguida, muchacho, por el amor de Dios! La voz tajante de Blain no daba pie a ninguna discusión. Mercer entregó la pistola al doctor, se acercó a la mesa, cortó las correas y dejó en libertad a la joven que lloraba. Con sus brazos inmensos la levantó en vilo y se la llevó de la habitación. Tirado en el suelo, el cuerpo robado se retorcía y bregaba para ponerse de pie. Sus ojos habían desaparecido. Sus cuencas estaban ahora inundadas con remolinos de luminosidad esmeralda. Boqueaba y por sus labios se escapaba lentamente una fosforescencia de un verde brillante. ¡Él engendro de Glantok abandonaba su huésped! El cuerpo estaba sentado con las espaldas apoyadas en la pared. Sus extremidades se sobresaltaban y retorcían en posturas de pesadilla. Era un espantoso travestí de un ser humano. Verde —brillante y vivo verde—, se arrastraba sinuosamente, abandonándolo por los ojos y por la boca, y formaba serpientes retorcidas y ondulantes y charcos sobre el suelo. Blain dio un salto fantástico hasta llegar a la puerta y destapó la botella de éter que estaba sobre la mesa en el momento de pasar. Se quedó un segundo en el umbral,
temblando. Luego lanzó la botella en el centro de aquella masa verde hormigueante. Encendió su mechero automático y lo arrojó tras la botella. Toda la habitación resplandeció con un poderoso estallido de llamas que pronto se convirtieron en un fuego infernal. La joven se aferró fuertemente al brazo del doctor Blain. Ambos estaban de pie junto a la carretera contemplando cómo la casa se convertía en pavesas. —Vine para pedirle que acudiera a visitar a un hermanito mío —explicó la joven—. Creo que tiene sarampión. —Pasaré a verlo en seguida —le prometió Blain. Una furgoneta venía rugiendo por la carretera y se detuvo cerca de ellos con el motor aún en marcha. Un policía asomó la cabeza por la ventanilla y gritó. —¡Qué hoguera! Vimos la llamarada desde la carretera a un par de kilómetros de distancia de aquí. Ya dimos aviso a los bomberos. —Mucho me temo que llegarán demasiado tarde —dijo Blain. —¿Estaba asegurada? —preguntó el policía con amabilidad. —Sí. —¿No quedó nadie en el interior de la casa? Blain movió la cabeza afirmativamente y el policía dijo: —Sucede que estábamos por esos alrededores buscando a un lunático que se ha escapado —la furgoneta empezó a ponerse en marcha. —¡Oiga! —gritó Blain. La furgoneta volvió a detenerse—. ¿Acaso este loco se llama James Winstanley Clegg? —¿Clegg? —era la voz del chófer procedente del otro lado de la camioneta—. Precisamente así se llamaba el tipo que se escapó del depósito de cadáveres aprovechando que uno de los empleados estuvo de espaldas un minuto. Lo divertido del caso es que encontraron un perro muerto exactamente donde debiera encontrarse el cadáver desaparecido. Los reporteros han empezado a llamarlo «hombre lobo», pero a mi entender se trata de un simple perro. —De todos modos, el tipo que buscamos no se llama Clegg —intervino el primer policía—. Se llama Wilson. Es chaparro y asqueroso. Vea cómo es —sacó una mano desde el interior del coche y mostró una fotografía a Blain. Blain estudió la foto a la luz de las llamas que se elevaban de la casa. No se parecía ni remotamente al visitante inesperado de esta noche. —Recordaré esa cara —aseguró el doctor Blain, devolviendo la fotografía al policía. —¿Sabe algo acerca de este misterio del tal Clegg? —inquirió el policía que conducía la furgoneta. —Lo único que sé es que está muerto —respondió Blain. Y ésa era la verdad. Pensativamente, el doctor Blain observaba las llamas que como lengüetadas se elevaban hacia el cielo de la que fue su morada. Se volvió hacia Mercer que aparecía boquiabierto. —Lo que me intriga a mí es cómo te las compusiste para dar vuelta en redondo y pegarle al tipo ése sin que él anticipara tu acción y te dejara seco de un balazo donde te encontrabas. —Vi el arma y le pegué de inmediato —dijo Mercer, extendiendo las manos como excusándose—. Vi que esgrimía la pistola y le pegué sin pensarlo. —¡Sin pensarlo! —repitió Blain en un murmullo. El doctor Blain se mordió el labio superior y se quedó absorto contemplando el fuego que iba en aumento. Las vigas del techo se derrumbaban estrepitosamente aumentando la intensidad de la hoguera. Subía hacia el cielo una corriente de chispas y pavesas. Con la mente, no con los oídos, oyó débiles cantos fúnebres de unos extraños lamentos que fueron debilitándose lentamente para finalmente dejar de oírse.
ARTEFACTO Chad Oliver Finales de agosto de 1991. Muy por encima de un campo de Nuevo México, por encima incluso del cielo azul, una nave disminuyó su velocidad y descendió, casi flotando, sobre la Tierra. El astro cercano, abrasador en la oscuridad, perdió su desnudez y se convirtió en el dorado sol. La nave procedente del vacío rozó las nubes blancas. A lo lejos, a cientos de kilómetros, a través de medio estado de Tejas, el doctor Dixon Sanders estaba sentado en su despacho de la Universidad y miraba por la ventana. La fresca brisa era agradable tras un verano caluroso y las lluvias de agosto habían puesto verdes pinceladas en la tierra. Ignoraba que el hombre hubiera descendido por primera vez en Marte. Ignoraba qué tipo de gente había encontrado allí. Tres días después llamaron a Sanders desde Washington. Al cabo de una hora de haber recibido la llamada subió a un jet que lo depositó en un campo de Nuevo México. No aparecía ninguna nave espacial a la vista. Vio solamente un blocao de gruesos muros de hormigón, dos estructuras parecidas a arañas y que tal vez eran torres de radio, misiles antiaéreos y cobertizos. Vio algunos jets que patrullaban los cielos. Un helicóptero lo llevó tres kilómetros más allá, hasta una nueva y limpia colonia en pleno desierto. Las casas eran blancas y compactas, y una red soterrada de canales de irrigación había convertido el área en un oasis de árboles verdes, hierba, vides y flores. En uno de los tejados aparecía en letras enormes, una inscripción: BIENVENIDOS AL SUMIDERO DEL MONSTRUO GILA. Un letrero más pequeño era más oficial: Área verde, Nuevo México. Propiedad del gobierno de los Estados Unidos. Prohibido aterrizar. Pero ellos aterrizaron. Un camino con un techo que le daba sombra los condujo por delante de seis casas y al llegar a la séptima encontraron tres policías militares que montaban guardia ante la puerta de entrada. Penetraron en el interior y por una escalera descendieron hasta una sala de recepción decorada rústicamente. Una pareja de policías militares les abrió una puerta lateral. Sanders entró en la habitación. Seguía reconociendo a un general cuando veía uno y su impulso a saludar militarmente fue casi incontrolable. —¿Es usted Sanders? —Para servirlo. —Mucho gusto en conocerle, señor. ¿Tiene la bondad de tomar asiento? Sanders se sentó, ligeramente sorprendido de que un general le tratara de señor. —Señor Sanders, soy el general Ransom, del Servicio de información. Quiero manifestarle lo mucho que le agradecemos que se haya tomado la molestia de venir aquí. —No ha sido ninguna molestia. Sanders experimentaba el deseo de fumar. El general era un tipo grandote, simpáticamente feo, de pelo gris y unos agudos ojos azules. A Sanders le cayó bien. —Naturalmente, comprenderá que cuanto vea y oiga en este lugar debe ser considerado como información absolutamente reservada. Contamos con su discreción. —Lo comprendo perfectamente, general Ransom. —Empecemos.
El general dio unos pasos para cruzar la habitación hasta sentarse detrás de su escritorio. Abrió uno de los cajones y sacó una cajita. Tenía forma cúbica y era de más o menos ocho centímetros de alto. Su apariencia era totalmente corriente. Era metálica. El general tamborileó con los dedos encima del escritorio. Luego, de repente, deslizó la tapa de la cajita y tendió ésta al doctor Sanders. —En su opinión, doctor, ¿qué es eso? Sanders tomó la cajita y miró a su interior. —¿Puedo sacarlo? —Desde luego. Extrajo el objeto y lo sostuvo en alto con la mano. Era un pedazo de piedra de color castaño de unos nueve centímetros de largo, por cinco de ancho. Lo examinó cuidadosamente. La parte superior de la piedra estaba pulida y parecía muy usada. La parte inferior había sido tallada netamente, al parecer desconchada a presión, hasta convertirla en un filo en forma de V. Las huellas del tallado aún eran claramente visibles. Visto de lado, el objeto era ligeramente cóncavo en su borde tallado. Sanders lo empuñó y lo sostuvo con la parte pulida superior en la palma de su mano cerrada. —¿Qué dice, doctor? —Presumo que se trata de algo muy importante, quién sabe por qué razón. —Sí, es muy importante. Sanders escogió cuidadosamente sus palabras. ——Fabricado con sílice o pedernal o algo sumamente parecido. El borde inferior evidentemente trabajado. Yo diría que por medio de tallado de presión indirecta. A mi parecer se trata de un artefacto, una herramienta hecha por el hombre. Podría ser un rascador. Es una herramienta corriente para despellejar u otro uso parecido. Sin embargo, difícil sería decir cómo fue usado. Es un utensilio hecho muy toscamente, pero bien hecho en lo que cabe. Mucho me temo decirle que no le veo nada de particular. El general se inclinó hacia adelante por encima de su mesa. —¿Qué edad tiene? Sanders se encogió de hombros. —Lo siento, pero sólo con el raspador no puedo decirlo. La mayoría se parecen mucho y se encuentran por todas partes del mundo y desde comienzos del Pleistoceno hasta nuestros días. Si lo hubieran encontrado junto con huesos, restos de carbón o cerámica, o puntas de lanza... ¡diablos, cerca de algo! O si lo hubieran encontrado en algún estrato geológico de fecha determinada, podría intentar fijarle una edad determinada. —Lo encontramos solo, sin nada alrededor. En la superficie del desierto —explicó el general Ransom, sonriente. —Entonces, en realidad, fijarle fecha sería asunto de mera conjetura. —¿Pero se trata de un utensilio? —Ya lo dije, sí. Ignoraba que el ejército estuviera tan interesado en las culturas primitivas. —Eso depende de dónde se encuentran tales primitivos. —¿De nuevo en guerra con los apaches? —No, aunque tenemos uno en este campo que es un ingeniero espacial de primera clase. Ojalá fuera de los apaches de quienes tuviéramos que ocuparnos... Dígame una cosa, doctor, si usted como arqueólogo tuviera que hallar más datos acerca de este pequeño utensilio —quién lo fabricó, qué edad tiene, informaciones de ese tipo—, ¿cómo y por dónde empezaría? Sanders frunció el cejo. —Regresaría al lugar donde fue hallado y trataría de encontrar alguno de similar en el mismo lugar. Si tras excavar encontrábamos alguno más junto con otros objetos, podríamos darle mayor información sobre él. —¿Estaría dispuesto a emprender una búsqueda, doctor, si el gobierno de nuestro país se lo pidiera?
—Claro, si fuera tan importante. Desde luego tengo clases que dar en el instituto... A propósito, ¿de dónde proviene? ¿De esos alrededores? —Depende de lo que se entienda por alrededores, doctor Sanders. Fue encontrado en Marte. Fue un poco lento de comprensión. Súbitamente se dio cuenta. —Pero eso quiere decir que... —Exactamente —interrumpió el general Ransom. Sanders estaba algo sorprendido ante su tranquila aceptación del hecho de que el hombre hubiera puesto pie en Marte, en realidad lo estuvo esperando como todo el mundo. Sabía que sucedería en cualquier momento. Pero hallar allí un utensilio era otra sorpresa. Un utensilio es una herramienta hecha por el hombre. ¿O por alguien parecido al hombre? —¿Por qué yo? —preguntó—. No soy astronauta. Y me gusta vivir aquí. —Voy a serle completamente sincero. Nuestra expedición ha sido organizada en el mayor de los secretos. No es precisamente la forma que hubiéramos preferido pero teniendo en cuenta la situación mundial ésa es la única manera de proceder. Tarde o temprano se darán las noticias. Se nos presenta por delante un espinoso asunto en la ONU. No tenemos ningún derecho de mantener el utensilio en secreto y cuando tengamos que hablar de él se formularán algunas preguntas que habrá que responder. ¿Comprende? —Bueno, comprendo que necesiten un arqueólogo. Pero de nuevo le pregunto, ¿por qué yo? —No podemos obligarle a ir... —Me doy cuenta de eso. Simplemente quisiera saber por qué razones me solicitan. Ransom empezó a enumerárselas. —Una, podemos confiar en usted. Dos, creemos que es el hombre indicado para el trabajo: bien preparado para él y además con una buena dosis de imaginación. Tres, está en buenas condiciones físicas; aunque, desde luego, lo someteríamos a un examen médico oficial. Finalmente... ¿Me permite que se lo diga con franqueza brutal? —Hable. —Tengo entendido que su esposa se divorció de usted. Sintió que le escocía la vieja herida, pero mantuvo cara inexpresiva. —Es verdad. —Sus padres ya murieron. Tiene un hijo trabajando en negocios petrolíferos. Precisamente, no se lleva muy bien con él. —Así es. —Decidió trabajar en una oscura institución de enseñanza y su ausencia puede ser fácilmente cubierta. —En otras palabras, nadie me echará de menos si no regreso. —Bueno, no llegaría a decirlo con estas palabras. Sanders dirigió una mirada z\ utensilio que tenía en la mano. Lo volvió a meter en el interior de la caja y se la alargó al general. —Haré lo que esté en mi mano. —Se lo agradeceremos mucho, Sanders. Si quiere una medalla ya puede empezar a escogerla. Y no se preocupe: iremos a recogerlo y lo devolveremos a la Tierra. Nuestra nave puede transportar tres hombres. Su piloto será el coronel Ben Cooper, él fue quien llevó a cabo el primer viaje, así que es el mejor de que disponemos. Usted escogerá el otro hombre. Ya sabe lo que queremos y usted sabe con quién puede trabajar mejor. Sanders no titubeó.
—Será Ralph Charteris, de Santa Fe. Tiene treinta y ocho años, conoce su profesión y es soltero. Como investigador que es, nadie encontrará raro si desaparece como por ensalmo. —Hable con él. El despegue será dentro de diez días. Queremos que todo vaya de la mejor manera. —De acuerdo. Ambos hombres se estrecharon la mano. Los diez días pasaron como una exhalación. Sanders hizo testamento, algo que había aplazado desde hacía años y aún se las compuso para pasar un día de pesca con dos amigos en la bahía de Matagorda. Telefoneó a su hijo Mark, en Houston. Como de costumbre la conversación no fue nada satisfactoria, rebosante de forzada cordialidad. No pudo decirle dónde iba y suspiró aliviado cuando terminaron de hablar. A Ellen ni la llamó. La nave espacial salió puntualmente. A la vuelta de una hora, el cielo ya no aparecía azul. Pensó brevemente acerca de él mismo: cuarenta y cuatro años, gafas de concha. Probablemente tenía un tremendo aspecto de profesor. Se sentía notablemente fuera de lugar en una nave espacial. Miró a la pantalla. Vio estrellas frías y un sol helado. Vio distancias oscuras; y largos, muy largos silencios. Vio su propia vida lejana y perdida: una vida que había sido demasiado solitaria y que había transcurrido demasiado aprisa. Dejó de mirar. La propulsión atómica era silenciosa excepto por una vibración aguda e irritante que al parecer era inseparable de la nave. Los imanes lo mantenían sujeto y tras un vértigo inicial la ingravidez se traducía en una molesta indigestión y poca cosa más. Disponían de un bourbon excelente y eso ayudaba. Nunca tuvieron frío. Ni calor. Ralph Charteris era un gigante de pelo rubio y Ben Cooper siempre se refería a él como «la mayor masa de la nave». —Hablemos de piedras, Sanders —decía—. Dime, ¿qué demonios hacía en Marte ese raspador? Trata de explicarlo de la manera más científica posible, y podremos girar en redondo y regresar a nuestras casas. Sanders sonreía y tomaba un sorbo de bourbon. Le gustaba la conversación, a pesar de que sólo se trataba de una estratagema para salir de su cáscara. —Voy a darte seis respuestas rápidas, Ralph. —¡Fuego! —exclamó éste que chupaba su pipa vacía. —Trato hecho. Una aeronave desciende en un planeta que se supone deshabitado. Está en su mayor parte desierto y vacío, según tengo entendido, y el aire es muy pobre en oxígeno. Todos nuestros colegas astrónomos nos han asegurado solemnemente que gente como nosotros no podrían sobrevivir en Marte. Tal vez lo haría algún extraño monstruo sin ninguna partícula de carbono en su cuerpo, pero no las personas. ¿Qué se encuentra de repente? Un artefacto. No es nada extraño o raro, nada que les haga darse una palmada en el casco y gritar: «¡Marcianos! ¡Caray!» Se trata pura y simplemente de un vulgar raspador. Un milagro al que cualquier botánico ni le habría prestado atención. Así que, ¿cuál es la mejor explicación? ¿La que menos abusa de la credulidad? —Es un engaño —dijo Ralph tranquilamente. —¿También a ti se te ocurrió? La manera más simple de que ese raspador llegara allí sería que uno de los astronautas lo hubiera llevado desde la tierra hasta Marte, arrojándolo en la arena para luego «descubrirlo». Un botánico podría haberlo hecho. —No creo de ningún modo que Schlicter sea un falsario, Sanders —dijo Ben Cooper.
—Recordad el hombre de Piltdown —dijo Ralph. —Exactamente. No diré que Schlicter colocara ese raspador... digo simplemente que sería la más simple de las explicaciones. —Expongamos algunas ideas más. —Aquí tienes otra: el artefacto no es originario de Marte, pero fue dejado allí por un grupo de viajeros interplanetarios. En tal caso, la pega está en por qué dejaron tras ellos un raspador de sílex. No puedo imaginarme una cultura con naves espaciales y al mismo tiempo con raspadores. —Pudiera tratarse de un accidente —sugirió Ralph—. Tal vez dejaron tras sí a alguno de sus hombres para que se fiara sólo de sus propios recursos. —No puedo imaginarlo —intervino Ben Cooper—. ¿Qué suponéis que podía raspar con ese chisme? No descubrimos ningún tipo de vida animal, excepto esas cosillas parecidas a topos. —Sin embargo no podemos descartar esta posibilidad —dijo Sanders—. Veamos la que sigue: pudo existir alguna relación entre Marte y la Tierra de la que no sepamos nada. Llegó a Marte una nave hace medio millón de años, digamos, dejó el raspador por alguna razón y regresó a su base. —Este viaje espacial daría mucha tela que cortar a la imaginación —dijo Ralph agriamente. —Estoy tratando de enumerar posibilidades, aunque parezcan inverosímiles. Estoy pensando en la naturaleza mitológica de la Atlántida, de Mu, Lemuria y el continente perdido del lago Erie. Recordad el viejo dicho de Mr. Holmes: eliminad lo imposible y luego haceros fuertes en lo que queda. —¿Qué queda? —Número cuatro: exactamente igual a la anterior, sólo que la nave llegó de Marte, recogió el raspador en la tierra, regresó a su casa y lo dejó tirado. Tal vez sucedió hace un millón de años. Desde entonces, Marte ha perdido su civilización y sus ciudades han sido sepultadas por la arena. Y no me digáis que las civilizaciones no pueden desaparecer. —A mí me parece muy infundado. —Pero tuvieron que excavar para encontrar Troya. Tuvieron que hacerlo también para poner al descubierto ciertas ciudades bíblicas. Incluso en nuestros tiempos hay que excavar para encontrar algunos de los fuertes avanzados del Oeste americano... ¡y se trata de sólo unos cientos de años! —Es tu teoría, compañero. —Número cinco —prosiguió Sanders, pasándose la mano por el pelo rubio rojizo—: el hombre evolucionó en Marte y luego emigró a la Tierra, pongamos hace medio millón de años, cuando empezó a escasear el agua. En otras palabras, la evidencia de la evolución de los primates en la Tierra sería engañosa. Ralph Charteris mordió con fuerza el mango de la pipa y luego se acordó que debía relajarse. —Estás de broma. ¿Qué me dices de todos los materiales encontrados en África del Sur? El Australopitecus, el Sinantropus y el hombre de Neanderthal... ¿Cómo te explicas que viniendo de Marte y llegados a la Tierra hubieran retrocedido para vivir en cavernas y abrigos rocosos? ¡Maldita sea, Sanders! ¿Pretendes que me enfade? —De ningún modo. He aquí mi disparo de despedida: ese artefacto fue dejado en Marte por algunos representantes de una civilización galáctica. Lo dejaron adrede, para que nosotros lo encontráramos, como una especie de prueba de coeficiente mental. Quieren ver cómo nos ocupamos del asunto. ¿Qué te parece ésa? —Eres un tipo bárbaro cuando formulas una teoría, Sanders. —Oiga doctor —dijo Ben Cooper, lentamente—, ¿qué piensa usted en realidad? Sanders miró al piloto y meneó la cabeza.
—No sé, Ben —respondió—. Sencillamente, no sé. Tras estas palabras les quedaba bien poco para decir. Empezaron a jugar al póquer con unos naipes imantados. Y esperaron. Diecisiete días después, la nave espacial aterrizó. Se vistieron con sus trajes de astronauta y salieron al exterior. No soplaba ni un asomo de viento y se quedaron parados en el mayor de los silencios. La nave se había posado en un espacio llano en la cima de una lomita. Por el suelo se veían desperdigadas unas pequeñas plantas espinosas con diminutas flores verdes que parecían brotar de rocas de color castaño rojizo. La lomita era baja y a sus pies se extendía el desierto, un inmenso mar inmóvil de arena de un color tan claro que parecía blanco. El cielo era de un azul profundo, casi negro encima de sus cabezas, pero algo más claro en el horizonte cercano. Sobre el desierto, hacia el sur, colgaba una sucia nube amarilla. Sanders sintió un escalofrío al pesar que aún no hacía frío. Parpadeó y quedó agradecido a los cristales ahumados de que estaban provisto su traje espacial. El sol era más brillante que en la Tierra. Aquella era una brillantez salvaje, desnuda, que daba con fuerza en las lomitas y en el desierto. Aquí, perdido en la inmensidad de un mundo silente y extraño, sus teorías de días atrás no podían expresarse. Aquí había sólo la verdad desnuda y fundamental de la simplicidad. Como sin darle importancia, como si no le impresionara en lo más mínimo la trascendencia del momento, un animalito que se parecía muchísimo a una ardilla sacó la cabecita por detrás de una roca y los vigiló con evidente sospecha. Sanders miró a la ardilla del mismo modo. —Aquí estamos —dijo Sanders a través del micro montado en su traje mientras miraba fijamente la cegadora soledad—, tratando de encontrar una aguja en un pajar. «¡Un planeta inmenso! —pensó Sanders—. No nos podemos imaginar lo grande que es. Supongamos que una criatura llega a la tierra en búsqueda de artefactos y que todos los habitantes se han ido. ¿Por dónde empezará? ¿Cuánto tiempo le llevará? ¿Cuántos lugares desconocidos hay aún en la tierra en nuestros días?» —Ben —llamó—, ¿puedes ver desde aquí el lugar donde encontraron el raspador? El piloto sacudió la cabeza antes de responder. —Me posé tan cerca como pude del lugar donde tocamos Tierra la vez anterior, pero aquí es difícil orientarse. Estamos cerca, yo diría que con un margen más o menos de cien kilómetros. Podríamos sacar el pequeño helicóptero y echar una ojeada. La última vez dejamos sobre la arena un amplio círculo de piedras. Sanders miró hacia arriba. Era como encontrarse en la playa de un océano. En Marte había vientos y tormentas de arena. Cuando los vientos soplaban, las arenas mudaban de aspecto. Era un lugar malísimo para excavaciones arqueológicas. —¿Se te ocurre algo, Ralph? Ralph puso los brazos en jarras. Incluso él se veía como un enano por la vastedad que lo rodeaba. —Es absurdo excavar en el Sahara, supongo. El raspador fue encontrado en la superficie y Schlicter dijo que no encontró otra cosa debajo. Si encontró un artefacto en la superficie, es en ella donde debemos buscar otros. —Estoy de acuerdo contigo. ¿Qué te parece esta lomita? Ralph se encogió de hombros. —No sabemos lo que estamos haciendo. ¿Cómo saber dónde vivieron? Cualquier lugar es tan bueno como cualquier otro. Sanders examinó el suelo.
—Se nota mucha erosión. Pero esas rocas y esas plantas se han sostenido en su lugar bastante bien. Probablemente esas plantas cuentan con sistemas fenomenales de raíces. Considera que no hay agua por aquí. Por lo menos que la veamos. Como desierto le gana a los nuestros. Me da la impresión de un lugar... En el interior de Sanders aumentaba la excitación. —Echemos una mirada —dijo Ralph. Los tres hombres se separaron y empezaron a reseguir la lomita, moviéndose de una manera peculiar, arrastrando los pies e inclinando la vista al suelo, tratando de encontrar piedras talladas. La nave estaba parada, inmóvil, tras ellos. Descansaba encima de los cardos y aparecía minúscula contra un telón de fondo de inmenso vacío. El sol brillaba, blanco, y los hombres proyectaban sombras nítidas y oscuras. La temperatura era agradable: diez grados más o menos. No soplaba la menor brisa, no se oía el menor ruido. Sanders deseaba fumar, pero no se le ocurría cómo podría encender un cigarrillo metido en su traje. Se movía con rapidez, los ojos fijos en el suelo, buscando aglomeraciones de rocas, o piedras para hacer fuego, o huesos o esquirlas de piedra. Se dio cuenta de que la débil gravedad no le afectaba en absoluto excepto que se sentía más fuerte que de costumbre. Estaba contento. Ésta era la parte de la arqueología que más le gustaba: estar solo, alejado de las ciudades. La siguiente cima nunca la encontraba excesivamente alejada. Le llevó tres horas hallar lo que buscaba. Ya para entonces el sol estaba bajo y aumentaba el frío exterior. —¡Aquí! —dijo simplemente, a través del micro de su traje. No tocó nada. Ralph y Ben se acercaron dando largos saltos y los tres se arrodillaron en el suelo y miraron fijamente. No se trataba de gran cosa. El suelo aparecía ligeramente más oscuro que el área de su alrededor y se veían algunas rocas partidas. El suelo más oscuro formaba un círculo irregular de un diámetro de metro veinte más o menos. En el mismo centro del círculo aparecía una flor verde. Y desperdigadas algunas lasquitas de piedra. También un núcleo con evidentes señales de haber sido tallado. —Trae la cámara —ordenó Sanders. La noche era muy fría y el firmamento aparecía cuajado de estrellas. Veían a Pobos, pero el espectáculo no era impresionante. Los tres hombres durmieron inquietos. Al día siguiente continuaron su trabajo. Levantaron un mapa del lugar, delimitaron una zona recta norte-sur y usaron cordeles para cubrir el área con cuadrados de sesenta centímetros de lado. Tenían a punto sus bloques de apuntes y sus cintas de medir. Sanders y Ralph tomaron sus pequeñas palas triangulares y empezaron a escarbar cuidadosamente la superficie del lugar. Ben Cooper les observaba. Al principio casi contenía el aliento. Después de seis horas de trabajar sin obtener ningún resultado decayó su excitación. Habían escarbado por dos veces hasta cinco centímetros de profundidad cada vez y ahora tamizaban la tierra a través de un cedazo de malla muy fina. Trabajaron todo el día y sólo encontraron una lasquita de piedra. Y al día siguiente no encontraron absolutamente nada. Al otro día, cuando ya atardecía y habían ya excavado hasta veinticinco centímetros de profundidad, la pauta de Ralph tropezó con algo duro. Se metió la pala en el bolsillo de la
cadera de su traje espacial y sacó una escobilla. Con sumo cuidado fue barriendo el polvo. Sanders se le acercó para observar. Lo extraño era la total familiaridad de la escena. Ambos habían excavado lugares parecidos a éste centenares de veces y con los mismos resultados. Ralph descubrió una punta de lanza rota. Midieron con precisión la exacta posición en el lugar excavado y lo fotografiaron sobre el terreno. Luego Ralph la sacó del lugar y se la dio a Sanders. La base de la punta estaba intacta y dos de los lados aparecían netamente tallados. Ambos habían trabajado con mucho esmero. La punta estaba rota. El conjunto, sin la punta perdida, medía algo más de siete centímetros de largo por unos dos centímetros y medio de ancho. —¿Punta de flecha? —preguntó Ben. —Probablemente no —respondió Ralph—. Es demasiado grande. —A menos que... —Sanders sonrió—, quien la fabricara fuese un gigante... —¡Concreta, Sanders! —Está bien. Mi conclusión provisional es que se trata de una punía de espada o un cuchillo. Ésa es la impresión que a mí me da. —Guardémosla. Sanders metió aquella punta en un sobre y lo etiquetó. Luego tomó su pala y volvió a trabajar en su cuadrado. Cuando cayó la noche, no habían encontrado nada más. Se quedaron en el mismo lugar durante diez días. Antes de que terminaran, las ardillas se habían ya acostumbrado a ellos y se atrevían a salir de sus guaridas para observar cómo trabajaban. Ahora ya habían ahondado hasta un metro y medio más o menos. Habían encontrado cuatro raspadores, otra punta quebrada y un fragmento de hueso chamuscado. El hueso no era humano, era muy pequeño y parecía ser el fémur de algún animal. No encontraron ningún resto de utensilio de barro. —Podremos obtener la antigüedad de ese hueso por el carbono, cuando estemos de regreso a la Tierra, pero de momento no tenemos ni la menor idea. Por otra parte no sabemos ni jota de geología —si ésta es la palabra a emplear— y no tenemos medios de saber la antigüedad de esas capas. Sin embargo, no han dejado todo eso hace cuatro días, que digamos... —De momento no sabemos nada. —En efecto. Esos artefactos son indígenas: nadie los trajo aquí. Se diría que hemos encontrado los restos de una antigua cacería y no podemos generalizar desde otro punto de vista. —En otras palabras, se trataba de marcianos —dijo Ben. Sanders pasó por la parte superior de la loma a fin de dirigir una ojeada a través de los desiertos de arena con la mente llena de preguntas. El silencio pareció durar una eternidad. La desolación era vieja, paciente, abrumadora. —¡Vámonos! —dijo, por fin—. Tenemos mucho trabajo por delante que hacer. Los lugares donde excavar no eran difíciles de encontrar. La tierra evidentemente había sido abandonada hacía mucho y nadie la había tocado. Pasaron un mes haciendo perforaciones de prueba y coleccionando los objetos que encontraban en la superficie. Después, sacaron de la nave el helicóptero de alas más amplias e hicieron dos vuelos en direcciones opuestas. A cualquier parte que llegaran, se repetía la misma historia. Artefactos esparcidos en grandes áreas, cualquiera de los cuales podría atribuirse a un Paleolítico de la Tierra sin mucha dificultad. Nada que pudiera encajar en el Neolítico. Ni restos de cerámica, ni trazas de agricultura.
Ni esqueletos. Ni ciudades, pueblos o villorrios. Sanders pensó que aquella tierra fue siempre desesperadamente pobre. El suministro de comida completamente incierto y el agua escasa. La gente debió vivir en pequeñas tribus, ampliamente separadas unas de otras, dedicando cada minuto de sus vidas a intentar mantenerse vivos. Debió tratarse de una vida muy dura. La falta de esqueletos no era especialmente raro. Los restos de viejos esqueletos siempre han sido raros y un hombre tiraba durante su vida más artefactos que huesos. Vieron una serpiente grande que se escurrió entre las rocas antes de que pudieran capturarla. —Sólo nos queda hacer una pregunta —manifestó Sandres lentamente—: ¿Nos las entendemos con una forma de vida extinta o no? —Es lo que pensaba yo, precisamente —dijo Ben—. Volvamos por unos momentos a Nuevo México y Arizona. Encontraremos muchos lugares viejos como los que hemos excavado... algunos de ellos se remontan hasta diez mil años, según alguien me dijo. A pesar de todo, los indios siguen morando allí. Un silencio de siglos cubría aquella tierra. —Este planeta parece abandonado —dijo Ralph y se sentó en una roca—. Esa gente, a juzgar por sus utensilios, estaba muy lejos de los viajes espaciales. Así que, ¿dónde pudo haber ido? —Déjame que yo te haga a mi vez una pregunta, Ralph —dijo Sanders—: Si te encuentras en un país extraño y buscas un lugar en donde pueda haber vivido gente, ¿cuál sería, en la Tierra, la manera más rápida de encontrarlo? —Ir donde haya agua —respondió Ralph sin titubear. —Segunda pregunta: ¿dónde está el agua? —El lugar más verosímil es cerca de los polos —explicó Ben—. La última vez sobrevolamos este planeta y levantamos mapas de los campos de hielos. No aparece agua en otra parte. Sanders miró a lo lejos, a través de los desiertos, más allá del horizonte. Se sintió pequeño, perdido y viejo. —Vámonos —dijo. Dejaron a Ben Cooper junto a su nave quien se quedó muy a gusto. En el helicóptero había un potente aparato de radio receptor y transmisor y los tres creyeron que lo más sensato sería que se quedara uno de ellos de reserva. El helicóptero se levantó. Parecía un pájaro brillante bajo el sol de la mañana. El viaje duró tres días. En su mayor parte el paisaje fue muy monótono: inmensidades sin fin de arenas silentes, rota su superficie de vez en cuando por cerritos bajos y rocosos. Desde el aire no vieron ningún animal y sólo de vez en cuando veían plantas parecidas a cactos enraizadas en las arenas movedizas. Sobre el desierto vieron una imponente tormenta de polvo, pero volaban más alto que ella. No vieron ningún canal. Ni siquiera líneas que en algún tiempo pudieran haberlo sido. «Los canales —pensó Sanders—, son como el mar del oeste, el pasaje septentrional, las siete ciudades de Cíbola. Como todos los sueños, pueden verse mejor desde muy lejos.» A medida que se iban acercando a los hielos polares, los días se iban volviendo cada vez más fríos. El cielo aparecía casi negro y en el aire podían percibir tenues nieblas azules formadas por cristales de hielo. La arena del desierto bajo ellos tomó la apariencia de grandes manchones negruzcos, fríos y pantanosos. Bajo la luz del frío sol aparecían acumulaciones de nieve de color violáceo. El helicóptero se posó en el límite del hielo polar en una estrecha cresta cubierta de resbaladizo musgo. Aquella zona se parecía mucho a algunas partes de la tierra, donde uno trepa más arriba del límite de los bosques en las frías montañas. Bajaron del helicóptero.
Pudieron percibir el helado silencio. Eso fue todo. Sanders miró a su alrededor lentamente sintiendo que el frío calaba a través de sus vestimentas y le helaba los pies. A su izquierda aparecía un lago de hielo blanco violáceo y más hielo encima de la nieve y de las rocas. Se quedó mirando fijamente el paisaje durante un largo rato. —Ralph, ¿llevamos algún sedal en el helicóptero? —preguntó a través del micro de su traje. Le pareció raro no ver su aliento helado frente a su vista—. ¿Algo que pudiéramos usar como anzuelo? —Creo que algo podremos improvisar. Encontraron un poco de alambre y con una argolla retorcida improvisaron un anzuelo. Sanders se dirigió hacia el lago. Puso los pies con mucho cuidado sobre el suelo helado y crujiente. Con un soplete trazó en el hielo un agujero redondo y pequeño. Debajo del hielo apareció agua. De un color negro intenso. Colocó un pedacito de carne de lata en el anzuelo y lo hizo descender por el agujero. —Aquí no habrá nada —supuso. Esperaron y de vez en cuando agitaban el agua para evitar que volviera a helarse y cegara el agujero. Reinaba un enorme frío y el silencio era absoluto. Transcurrió una hora. Y otra. Algo mordió el anzuelo. El alambre se sacudió en las manos enguantadas de Sanders y seguramente se le habría escapado de no habérselo amarrado en la muñeca. El alambre se deslizó rápidamente dentro del agua con un ruidito silbante. —¿Puedes sostenerlo? —susurró Ralph. —Ceo que sí. Era fuerte y pesado y lleno de energía. Sanders tiraba de él sin cesar y sentía el tirón en la muñeca. Tenía la seguridad de haberlo enganchado. Empezó a cobrar el improvisado sedal, palmo a palmo. Sentía que su corazón le latía locamente y perdía el aliento. Si podía evitar que saliera disparado por debajo de la capa de hielo y no le rompiera el sedal... Finalmente lo vio. Un destello dorado en la fría agua negra. Tiró, sin excesiva rapidez. Empezó a agitarse sobre el hielo y ambos se precipitaron sobre él. Lo sostuvieron mientras el animal trataba de deslizarse entre sus guaníes. Rieron y gritaron de manera irracional. ¡Lo habían pescado finalmente! Le pasaron un alambre por debajo de las agallas y lo sostuvieron en alto. Seguía meneándose con fuerza. Era una preciosidad: sólido, alargado, de no menos de un par de kilogramos, dorado y lustroso, con aletas negras. A lo más que se parecía era a una trucha dorada de montaña y era el pescado más hermoso que Sanders había visto en su vida. —Guardémoslo en agua. No lo matemos. Lo bajaron al interior del agua helada colgado del sedal y luego amarraron éste a un saliente de roca cubierta de musgo. Se miraron mutuamente en silencio sonriendo felices. —Aquí tenemos ya comida segura —dijo Sanders. —¡Mira! Miró hacia donde apuntaba el índice de Ralph y vio una pequeña forma negra en el hielo. Mientras lo observaban, el animal se deslizó alejándose hacia el terreno pantanoso que se veía más allá. Parecía un cruce entre un otario y una ballena. —Aquí es donde se encuentra la vida, Ralph. Aquí es donde hemos de encontrarla. El vacío y el silencio los envolvía, pero el alambre dentro del agua aparecía tirante y, mientras lo observaron, se movió de un lado a otro cruzando el agujero en el hielo. Tres días más tarde lo encontraron.
Estaba a menos de trescientos metros del helicóptero. Parado tranquilamente sobre el hielo color violeta, los observaba. No podía ser confundido con ninguno de los tipos humanos que habían visto. Era un hombre y no hubiera podido ser otra cosa. —No lo asustemos. Pero el hombre no estaba asustado. Era pequeño, alean-zaría un metro veinte de alto e iba abrigado con pieles negras. Sostenía en equilibrio una espada con la mano derecha. Su cara era muy blanca y aparecían tinas grandes manchas rojas en su nariz y en ambas mejillas. Poseía unos ojos muy estrechos y no se observaba ni asomo de pelo en su cara. Se tocaba con una capucha de piel que cubría su cabeza, además del cuello y las orejas. Ni avanzó ni se echó hacia atrás. «Nunca ha visto a un terrícola anteriormente —pensó Sanders—, aún no ha aprendido lo que es el miedo.» —Recoge el pescado —ordenó Sanders. Ralph izó el dorado animal y se lo entregó a Sanders. —Déjame que jo empiece —dijo—. Seguramente se preocupará menos si se acerca uno solo de nosotros. Tomó el pescado y lo sostuvo en la mano de forma que el hombre pudiera verlo. Fue avanzando hacia él muy despacio. El hombre se quedó firme en su lugar. Sanders llegó tan cerca de él que hubiera podido tocarlo. Se dio cuenta de que sus ojos eran castaños. Sanders sostenía el pescado al extremo de su brazo estirado. Con la mano izquierda señaló el animal y luego al hombre, y sonrió. El hombre cogió el pescado, lo olió, le rompió el cuello de un tirón y lo metió en una bolsa que llevaba colgada de la cintura. Devolvió la sonrisa de Sanders y éste pudo ver que su dentadura era muy blanca y regular. Entonces se sacó del pelo negro y estirado un peine de hueso y se lo alargó a Sanders. Éste lo tomó. Se apuntó un dedo al pecho. —Sanders —dijo, lentamente—. San-ders. El hombre pescó instantáneamente la idea. —Narn —dijo, apretando uno de sus dedos en su esternón. La voz que le llegaba a través de los micros del traje espacial sonó distinta y musical a los oídos de Sanders. El hombre no dijo nada más. Sanders le indicó que le siguiera hasta donde estaba Ralph. Hizo las presentaciones y el hombre repitió el nombre «Ralph». Después repitió el de Sanders y señaló a éste, satisfecho. Los tres estaban de pie encima del hielo, completamente perplejos por el frustrador muro del lenguaje. «Tiene un lenguaje —pensó Sanders—. Indudablemente no vivirá solo puesto que es un hombre. Los suyos deben cazar, pescar y recoger cuantas plantas encuentran por aquí. No cuentan con agricultura ni ciudades ni nada. Esta tierra sólo permitiría vivir a unos pocos. ¿Cuántos? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Cien? Nunca tuvieron grandes oportunidades en este mundo. ¿Qué pasa con ellos ahora? ¿Qué pasará con ellos después... tras haber conocido hombres de la Tierra?» No soplaba ni una brisita. El frío, eso era todo lo que se notaba. Y a su alrededor remaba la mayor de las desolaciones. El hombre cubierto con pieles negras miraba curiosamente el brillante helicóptero. —Narn —dijo de nuevo y señaló. Sanders se volvió a Ralph. —Creo que se pregunta qué puede ser —dijo.
Ralph se señaló a sí mismo y en seguida al helicóptero. Después señaló al oscuro cielo y con el dedo trazó un arco que iba desde arriba hasta el suelo. Inmediatamente Narn fue presa de gran agitación. Trató de hablar rápidamente, pero en seguida abandonó la tentativa. Señaló al helicóptero y luego al aire. Sus ojos brillaban y aparecían excitados. —Cree que vinimos del cielo en el helicóptero —dijo Ralph. —¿No fue así? Narn volvió a señalar el helicóptero y dio un empujón al brazo de Sanders. —Quiere verlo desde más cerca, Ralph. —Por mi parte no hay ningún inconveniente. Narn corrió por encima del hielo, con gran facilidad, sin aparente esfuerzo. Sanders y Ralph no podían ir tan rápidos como él. Cuando llegaron al helicóptero, Narn ya estaba tocando el chasis del aparato y tratando de levantarlo del suelo. —¡Caray! —dijo Sanders, temblando por el frío—. Al tipo ese parece que nada le sorprende. —¿Querrá realmente subir con nosotros? Narn decidió por él mismo la respuesta. Señalaba insistentemente hacia arriba, hacia el aire transparente, con una sonrisa que iba de oreja a oreja. —Tendremos que ir con las ventanillas totalmente abiertas —dijo Sanders—. Volaremos sin quitarnos nuestros trajes espaciales. Ayudó al hombre a entrar en el helicóptero y le abrochó el cinturón de seguridad. Narn no parecía gustarle mucho que lo amarraran, pero al parecer no desconfiaba de ellos. Miraba a su alrededor con enorme curiosidad. Ralph elevó el helicóptero hasta unos ciento cincuenta metros y luego dio unas pasadas por encima de las rocas, los hielos y los musgos verdes y húmedos. Narn miraba desde el helicóptero al suelo y de nuevo al aparato. Ni siquiera trató de abrir la boca. Miraba intensamente a Ralph. Su mirada era tan intensa que casi parecía de unción religiosa. Sanders se mantenía a su lado. Ya llevaban diez minutos volando cuando Narn habló. —San-ders —repitió. Sanders se volvió hacía él y sonrió. Narn volvió a apuntarse a sí mismo y luego a los controles del aparato. —A eso temía que llegáramos —dijo Ralph lentamente. —Sanders. —¡Dios mío! —exclamó Ralph—. ¡No puede pilotar el aparato! Sanders se inclinó hacia adelanta. —¿Cómo sabes tú que él no puede pilotarlo? —preguntó. —¡Pero si ni siquiera había visto un helicóptero antes! —San-ders, San-ders. Sanders contempló a Narn maravillado. —Seguramente que es el último de los de su raza, Ralph —dijo—. Ha vivido en un mundo que es más duro de cuanto pudiera esperarse y su raza ha vivido en él quizá millones de años. Está acostumbrado a todo, ha llegado tan lejos como ha podido en una situación ecológica desesperada, y ha sobrevivido. —De acuerdo, lo acepto. Estoy totalmente de acuerdo: tiene una gran adaptabilidad y un alto cociente de inteligencia. Pero no existe un hombre que pueda pasar en diez minutos del hacha de pedernal a pilotar un helicóptero. —Es un hombre de tipo diferente, Ralph. Ralph se encogió de hombros. —Es tu vida la que te juegas. Tú subiste con él. Sanders desabrochó el cinturón que sostenía a Narn en su asiento. Lo condujo a los mandos del helicóptero deslizándose frente al semblante demudado de Ralph Charteris. Narn se sentó cautelosamente. Sanders se quedó muy cerca y detrás de él.
El hombre aparecía absurdamente pequeño sentado en el asiento de pilotaje. Miró a Sanders. Sanders inclinó la cabeza, sonrió y cruzó los dedos, rogando que todo saliera bien. Muy lentamente, duplicando los movimientos que había visto que Ralph hacía, el hombre empuñó el volante y estiró la pierna para llegar al pedal del suelo. El helicóptero se sacudió y perdió altitud. Sanders inició un movimiento para apoderarse de los mandos, pero Narn no se asustó. Cuidadosamente, con suma cautela, hizo la corrección adecuada para que no se desplomaran. El helicóptero inmediatamente obedeció a la maniobra. Sanders se derrumbó hacia atrás sobre su asiento. —¡Es incomprensible! —exclamó Ralph. El hombre pilotó el helicóptero durante un cuarto de hora cruzando por encima de campos de hielo de color violeta, volando con perfecta regularidad por el aire. Un viento helado penetraba en la nave, pero Sanders ni se daba cuenta. Estaba totalmente pasmado. También Narn había encontrado un artefacto. El helicóptero tocó tierra exactamente en el mismo lugar que ocupaba cuando él tomó los controles. Estaba tenso y corrían gotas de sudor por su rostro. En el helicóptero hacía para él un calor excesivo incluso estando todas las ventanillas abiertas. Narn se apresuró a salir al exterior y se sentó en el hielo para descansar. Al cabo de unos minutos se levantó y abrazó primero al uno y después al otro. —Narn —decía con orgullo—. Narn. El hombre cubierto con pieles negras señaló hacia los campos de hielo y les hizo señas. —Quiere que vayamos con él —dedujo Sanders. Ralph aún intentaba comprender cuanto había ocurrido. —Estaba pensando que... alguno de nosotros tendrá que quedarse cuidando la nave. —Quiero ir yo —dijo Sanders—. Tomaré la radio portátil y emitiré una onda a fin de que puedas seguirme. ¿Puedes darme veinticuatro horas y si no he regresado venir por mí? Ralph titubeaba. —De acuerdo, Sanders —asintió finalmente—. Cuídate. Esos chicos no son como para andar jugando con ellos. Sanders sonrió a Narn. —Nos llevaremos bien —dijo. Se dieron un apretón de manos y Sanders se alejó acompañado por Narn a través del hielo avioletado. Un frío intenso se posesionaba de él y parecía convertir sus huesos en témpanos de hielo. Caminaron durante un largo trecho a través del frío, de las rocas, del silencio. Sanders sentía que le caía encima su edad y le costaba seguir. Maldijo su incapacidad para poder hablar. Nunca había experimentado una soledad semejante. «Aquí —pensó Sanders—, ante mí, tengo al último superviviente de una cultura aislada. Aquí hay una cultura que tuvo que imaginárselo todo por sí misma sin ayuda de nadie. Aquí hay un hombre que manejó un helicóptero la primera vez que vio uno. Aquí hay un hombre muy simple al que algunos denominarían salvaje. ¿En qué puede convertirse... ahora? ¿Qué tan lejos podremos ir ambos?» Caminaron durante tres horas. Sanders se sentía mal y tenía los pies entumecidos por el frío antes de que llegaran a un valle de hielo y rocas. La excitación de lo que vio le reanimó bastante. El valle estaba perforado por cuevas: huecos negros contra la luz difusa del sol lejano.
Siguieron su camino por un sendero ligeramente inclinado y se detuvieron ante la entrada de una de las cavernas. Sanders no podía ver nada, pero Narn le tomó por el brazo y le guió hacia el interior. Alrededor de veinte pasos más allá del hueco exterior llegaron a lo que podría llamarse una puerta. Narn pulsó tres lugares de la misma con mucho cuidado y la puerta se abrió. Una suave luz verde salió del interior y bajo aquella luz agradable Sanders pudo apreciar que la puerta estaba bellamente fabricada con pieles estiradas sobre un marco de huesos. Luego caminaron bajo la penumbra y sus pisadas resonaban en la bóveda de las rocas. Gradualmente el resplandor verdoso se cambió en un amarillo cálido. Sanders se dio cuenta que la iluminación se originaba en el techo de la caverna, encima de sus cabezas: eran rocas brillantes que parecían formar parte de la misma caverna. Supuso que las rocas tenían un origen natural, pero su ingeniosa colocación denunciaban la colaboración de la mano del hombre. Sabía algo acerca de iluminación indirecta pero este sistema era tan eficiente como cualquiera que hubiera visto antes. Entraron en una habitación grande y bien iluminada. Un fuego minúsculo, tan pequeño que en él apenas podría asarse una patata, parpadeaba en el centro y cerca de él estaban sentados una mujer y un niño. Estrechos túneles salían de la caverna y se perdían entre las rocas. Sanders vio algo que lo dejó patidifuso. El niño tenía entre las manos un carrito de juguete. Y el carrito tenía ruedas. «¡Dios mío! —pensó—. Una cultura de la Edad de Piedra perdida en el hielo y un carrito de juguete con ruedas. Debe tratarse de un juguete, claro... ¿Y no disponen de animales domésticos para tirar de un carro real? La gente de Narn son pocos y viven aislados... Todos sus inventos deben provenir de ellos mismos sin ninguna ayuda exterior. Había un cerebro en ese cráneo...» Se fijó en un trineo ligero con patines de hueso apoyado contra la pared. Tras el carrito de ruedas se le antojó como una especie de anticlímax... aunque con toda seguridad que era más útil en la nieve y el hielo polares. —San-ders —dijo Narn. La mujer tomó el niño por la mano y se echó un poco hacia atrás, vergonzosa. Se quedó cerca de una jofaina de agua cristalina fijando sus ojos en el extranjero. No dijo nada. Sanders seguía de pie inseguro acerca de lo que debía hacer. Tenía la impresión de haber retrocedido un millón de años en el tiempo, hasta encontrarse en una caverna encantada escarbada en rocas sin edad, como si hubiese retrocedido a través de la historia hasta una Era en la cual el hombre era sólo un cuchicheo en el viento... Notó que le sudaban las palmas de las manos dentro del traje espacial. Narn meneó la cabeza. —No asustes —dijo con mucho cuidado el hombre que vestía con pieles negras cosidas—. No asustes tú, San-ders. Una mano le tocó el brazo. Se sobresaltó y la sorpresa lo llevó de vuelta a la realidad. El hijo de Narn sonreía gravemente tirándole de la manga. Sanders caminó lentamente hasta el centro de la habitación y se sentó delante del fuego diminuto. Vio que el fuego era en realidad una especie de lámpara: un disco de piedra con grasa y una mecha en el centro. La mujer de Narn se sentó frente a él. De sus ojos emanaba amistad. De algún modo, algo pasó entre ellos. Un poco de la soledad que Sanders siempre había experimentado se derritió hasta desaparecer. La lámpara proyectaba sombras inmóviles en las paredes de la caverna.
Narn se sentó a su lado. Sanders se dio cuenta de repente que se sentía exhausto, pero no podía relajarse. Le dolía el cuerpo, por el frío y por el cansancio, y su mente estaba tan saturada de emociones que sentía cierto vacío interior. Estaba cansado y tenía ojeras, pero no se sentía soñoliento. Curiosamente, se sentía como si estuviera en su hogar. Ahí estaba sentado, sonriente y satisfecho de que no fueran necesarias las palabras. Finalmente, se estiró junto a la llamita, miró a Narn y cerró los ojos. Tardó mucho en conciliar el sueño y cuando lo consiguió no soñó nada que pudiera contarse o escribirse. La roca sólida no es precisamente el último grito de la moda en colchones y estaba tan excitado que no podía abandonarse al descanso. Dormitó a rachas y sus propios ronquidos espasmódicos lo despertaron un par de veces. Su cuerpo rígido y dolorido consiguió dormir por tercera vez y al despertar comprendió que lo poco que había dormido sería el único descanso que tendría por aquel día. Se quedó muy quieto, tratando de contener sus pensamientos que saltaban de aquí para allá, entre huevos estrellados y bistecs pantagruélicos. Escuchó el silencio. —-¿San-ders? Miró hacia el techo. A su lado, en cuclillas, estaba Narn. —Estoy despierto —dijo Sanders, ignorando si el otro lo entendería o no—. ¿Tampoco tú tienes sueño? Narn frunció el ceño ante la segunda pregunta. Era evidente que la almacenaba para futura referencia. Señaló hacia uno de los túneles que arrancaban de la caverna central. —¿Vienes? Sanders se levantó. Le dolía todo el cuerpo, de pies a cabeza. Narn lo condujo a través de la habitación y entraron en uno de los túneles. El pasaje era estrecho y estaba pobremente iluminado al principio, pero a medida que iban avanzando se ensanchaba. Sanders se sintió un poco mejor. Suponía que Narn iba a mostrarle algo. Quizás otra familia, tal vez alguna corriente subterránea. El túnel se ensanchó de repente hasta desembocar en una caverna muy amplia que tendría más o menos cincuenta metros de diámetro. La iluminación era sorprendente. Verdes, amarillos y rosados suaves que caían como en cascada de rocas brillantes embutidas dentro del mismo techo de la caverna. Narn se detuvo y le indicó algo. Sanders olvidó de golpe sus dolores y su fatiga. Contuvo el aliento tanto rato que la sangre le martilleaba la frente antes de volver a acordarse de respirar. No dijo nada, pues lo que veía estaba más allá de las palabras. Las paredes vivían. Un hombre le sonreía y pudo ver sus dientes blancos y regulares, y un destello de humor en sus ojos castaños. Un paisaje de hielos violetas se perdía en heladas inmensidades. Un pez dorado, retorciéndose en aguas oscuras, se dirigía hacia un cebo. Una tormenta amarilla recorría un desierto desolado y en el grueso terciopelo de una noche ártica aparecían estrellas frías, serenas, espléndidas. Estaba más allá de la realidad, más allá de sus sueños más descabellados. Eran pinturas, evidentemente, pero uno debía recordarlo continuamente. Porque sus colores eran vividamente reales y realzados por el uso magistral de la luz procedente de las rocas luminosas. La perspectiva era perfecta y el estilo naturalista. Mas, eso no era todo. Percibió unas bandas debajo de las pinturas con unas marcas claras y geométricas. Eran trazos de escritura, indudablemente, que cubrían panel tras panel. Y había otras cavernas más allá. La historia escrita en las paredes de aquella caverna sería una historia que se remontaría a... ¿cuántos cientos de miles de años?
Se veían otras marcas que tenían un sospechoso aspecto de fórmulas matemáticas y unas series de triángulos que forzosamente debían ser representaciones geométricas. Sanders se sentó, exactamente en medio de la caverna. Estaba aturdido. Y algo más. El carrito de ruedas ya había sido bastante sorpresa incluso después de ver a Narn manejar el helicóptero. Al fin y al cabo, carritos de juguete han sido encontrados en excavaciones arqueológicas en México y la diferencia principal estribaba en las poblaciones relativas y en sus grados respectivos de aislamiento. Pero eso era harina de otro costal. ¡Esto casi era un milagro! Existe una caverna con unas pinturas naturalistas excelentes que corresponden al Paleolítico superior europeo, pero mediaba un gran abismo entre ésta y las pinturas de aquella caverna en particular. El hombre de Cro-Magnon estaba a milenios de distancia de la escritura, y no hablemos de las matemáticas. Sanders se sentó perdido en un torbellino de pensamientos encontrados. Incluso en la Tierra hay que ser muy cuidadoso cuando se reconstruye una cultura basándose solamente en lo que ha sobrevivido de su tecnología. El laberinto de los sistemas de parentesco australianos es para no ser olvidado. Los mayas inventaron el concepto del cero. Pero aquí había un pueblo bloqueado tecnológicamente por un ambiente sin esperanza, forzado a canalizar su cultura por medio de otros planteamientos... Un nuevo tipo de humanidad. —¿Gustas? —preguntó Narn. Observaba a Sanders y su satisfacción brillaba en sus ojos. —Mucho —dijo Sanders con fervor—. ¿Más? Narn sonrió y lo llevó a otra caverna perdida entre las rocas, debajo de los hielos. Sanders casi se olvidó de Charteris y del helicóptero. Cuando acompañado de Narn regresó a la caverna central para salir en seguida al valle, sólo disponían de unos cuantos minutos. Se quedaron parados en el valle largo con el cielo casi negro encima de ellos. El frío era intenso y no se movía nada. Una delgada neblina azul de cristales de hielo se sostenía quieta contra la nieve. Un mundo duro y frío. Sanders miró a Narn a los ojos y vio en ellos una esperanza que no tenía nombre. Sanders conocía esa esperanza. Cuando llegó el helicóptero, un punto en el cielo negro, ambos comprendieron que un capitulo había terminado y que uno nuevo acababa de comenzar. Ahora era su helicóptero. Uno al lado del otro esperaron su descenso. Muy por encima de ellos, brillando a través del pálido disco del sol, las estrellas quemaban en un océano de soledad.
GHETTO Poul Anderson El monorriel los dejó donde empezaba la gran ciudad de Kith Town. Su llamarada de luz, rojo, oro y verde, serpenteó entre las torres altas y delgadas, vibró en el cielo, pero aquí reinaba una gran oscuridad y quietud puesto que la noche había caído. Kenri Shaun
se quedó parado un momento con los otros, moviéndose torpemente y preguntándose qué decir. Los otros sabían que iba a renunciar, pero una de las reglas Kith era el respeto a la intimidad y ella les obligaba a guardar silencio. —Bueno —dijo finalmente—. Ya volveremos a vernos. —Desde luego —afirmó Graf Kishna—. No abandonaremos la Tierra hasta dentro de algunos meses —tras una pausa, agregó—: Te echaremos de menos cuando tengamos que irnos. Ojalá que para entonces hayas cambiado de idea, Kenri. —No. Me quedo. Gracias, de todos modos. —Ven a vernos —le invitó Graf—. Es preciso que un día nos reunamos todos y juguemos una memorable partida de póquer. —Claro, claro. Contad conmigo. Graf con la mano rozó el hombro de Kenri. Éste era uno de los gestos kith, más elocuentes que cualquier palabra. —Buenas noches —se despidió en voz alta. —Buenas noches. El murmullo de sus palabras resonó en la oscuridad. Allí se quedaron un rato media docena de hombres vestidos con ropa de calle: jubón azul holgado, pantalón que hace bolsas y zapatos blandos. Podía apreciarse en ellos una extraña similitud, todos eran de pequeña talla, delgados de tipo y tez oscura; pero lo que más los distinguía era su estilo de caminar y la expresión de sus rostros. Toda su vida habían contemplado la rareza, lejos, entre las estrellas. Luego el grupo se disolvió y cada uno emprendió su propio camino. Kenri se dirigió a casa de su padre. Hacía fresquito, el polo norte giraba hacia el otoño, y Kenri con la cabeza muy metida entre sus hombros, embutió sus manos en los bolsillos. Las calles de Kith eran estrechas franjas de concreto oscuro iluminadas por radiantes globos anticuados. Derramaban una vaga claridad sobre los céspedes, los árboles y sobre las casitas medio hundidas en el suelo que se elevaban bastante separadas del camino. Había poca gente fuera de sus casas: un agente de policía ya maduro, solemne con su capa de capucha; una joven pareja que paseaba lentamente, cogida de la mano; un grupo de chiquillos que daban volteretas en el césped, pequeñas formas flexibles que llenaban el aire con sus risas y a sí mismos con la belleza y el misterio. Podrían haber nacido cien años antes algunos de esos chicos y haber estado encerrados en mundos cuyos soles verdaderos eran invisibles aquí; pero siempre el planeta al final atraía a los hombres al hogar. Algún día podrían cruzar la Galaxia, pero siempre regresarían a los bosques rumorosos y a los mares galopantes, y a la lluvia y al viento y a las blandas nubes. A través de todo el espacio y el tiempo, regresarían a su madre Tierra. La mayoría de hemisferios frente a los que pasaba Kenri estaban a oscuras, atendidos sólo por máquinas mientras sus moradores revoloteaban por alguna parte, más allá del cielo. Pasó frente a la casa de su amigo Jong Errifrans y se preguntó cuándo volvería a verle. El Volador dorado, que venía desde Betelgeuse, no llegaría hasta dentro de un siglo terrestre y, para entonces, la nave de Kenri, Alavolante posiblemente se habría ido. «¡No, un momento, que yo me quedo aquí! Seré muy viejo para cuando Jong regrese. Él aún será joven y alegre, aún llevará una guitarra en bandolera y una sonrisa en los labios. Yo seré, para entonces, un terrícola.» La ciudad contaba sólo con unos cuantos miles de casas y la mayoría de sus habitantes estaban fuera algún tiempo u otro. Sólo el Sol estaban ahora el Alavolante, la Nube Voladora, el Alta Berbería, la Nuestra Señora y la Princesa Karen. Su tripulación rondaría en las mil doscientas personas, niños incluidos. Henri susurró aquellos nombres adorables y arcaicos, paladeándolos. Kith Town, como la sociedad kith, era inmutable. Y así debía ser. Se viaja casi a la velocidad de la luz, el tiempo se encoge hasta el punto que uno puede ausentarse una década y, al regresar, se encuentra con que en la Tierra ha transcurrido un siglo. Y aquí estaba su hogar, donde uno se encontraba entre sus
semejantes y ya no era un soldado raso que debía doblegarse para engatusar los grandes mercaderes de Sol. Aquí podía andar como un hombre. No era cierto lo que se decía en la Tierra acerca de que los soldados rasos eran desarraigados, sin planeta, historia o lealtad. Aquí había un sentido más profundo de pertenencia que el que nunca conoció el febril surgir, pelear y caer del Sol. —Buenas noches, Kenri Shaun. Se detuvo, arrancado de sus pensamientos, y miró a la joven. La luz pálida de un globo callejero bañaba sus largos cabellos negros y su figura menuda. —¡Oh! —exclamó, volviendo a la realidad. Se inclinó—. Buenas noches, Theye Barinn. Hacía mucho que no nos veíamos. ¿Dos años, verdad? —A mí no me ha parecido tanto —dijo ella—. El Alta Berbería salió para Vega en el último viaje. Hemos estado en órbita alrededor de un mes terrestre. El Alavolante, llegó hace un par de semanas, ¿no es eso? Con palabras encubiertas, sin osar decirlo claramente, Kenri estaba convencido de que ella sabía con toda precisión cuándo había llegado de Sirio la gran nave espacial y cuándo había entrado en órbita alrededor del planeta que constituía su hogar. —Así es —respondió él—, pero nuestra computadora de astrogación se fundió y tuve que quedarme a bordo con algunos compañeros hasta componerla. —Lo sabía —dijo ella—. Les pregunté a tus padres por qué no estabas en Kith. ¿No te sentías... impaciente? —Claro que sí —respondió, aunque había poco convencimiento en su voz. No habló de la fiebre que lo había abrasado para irse a otro lado y llegar a Dorthy donde ella le esperaba entre las rosas de la tierra—. Sí, desde luego, pero la nave llegó primero y yo era el hombre más indicado para el trabajo. Mi padre vendió por mi cuenta mi participación en el cargamento. De todas maneras nunca me han interesado los negocios. «¡Palabrería inane!», pensó, mordiéndose la lengua. «¡Palique que me roba parte del tiempo que podría pasar con Dorthy!» Pero no podía escaparse aún, Theye era una amiga. Tiempo atrás, pensó que podría ser algo más que eso; pero fue antes de conocer a Dorthy. —Las cosas no han cambiado mucho desde que nos fuimos —dijo ella—. Es poco tiempo veinticinco años terrestres... Sigue aquí el Imperio Estelar, con su lengua y su jerarquía genética. Tal vez un poco mayor, un poco más febril, un poco más cerca de la revuelta o de la invasión y de su fin. Recuerdo que los africanos se parecían mucho a esto, una o dos generaciones antes de su decadencia. —Así eran ellos —confirmó Kanri—. Así eran otros. Y aún otros lo serán. Pero oí decir que las Estrellas van a reprimirnos. —Sí —su voz era un susurro—. Ahora debemos comprar distintivos, a un precio escandaloso, y usarlos siempre cuando salimos de la ciudad. La cosa puede empeorar y creo que empeorará. Kenri vio que sus labios temblaban un poco bajo la curva pronunciada de su nariz y que volvía hacia él sus ojos que de repente se cubrían con un velo de lágrimas brillantes. —Kenri... ¿es verdad lo que dicen acerca de ti? —¿Qué dicen? —preguntó a su vez. —Que piensas renunciar. Abandonar el Kith... convertirte en un terrícola. —Hablaremos de eso más tarde —notaba una aspereza en su garganta—. No dispongo de tiempo, ahora. —Pero Kenri... —aspiró profundamente y retiró su mano. —Buenas noches, Theye. Nos veremos después. Tengo que apresurarme. La saludó con una inclinación y siguió su camino, rápidamente, sin volver la cabeza. Las luces y las sombras se deslizaban por su espalda trazando listas. Dorthy le esperaba y él la vería esta noche. Pero quién sabe por qué no podía, simplemente, experimentar felicidad al pensarlo.
Se sentía de un humor de todos los diablos. Ella estaba de pie junto al ojo de buey de babor mirando hacia afuera a la oscuridad y la luz blancuzca que despedían las paredes de la nave se veía fría en su pelo. Él llegó y se colocó sigilosamente tras ella y pensó nuevamente lo maravillosa que era. Incluso un milenio antes, rubias altas y esbeltas como ella -fueron raras en la tierra. Si los criadores humanos del Imperio Estelar no hubieran hecho nada más, debería recordárseles amorosamente por haber creado tal criatura. Ella giró la cabeza rápidamente notando su proximidad con una agudeza perceptiva que él nunca podría igualar. Sus ojos, de un intenso azul plateado, se fijaron en él, desmesuradamente abiertos y sus labios se entreabrieron levemente, cubiertos a medias con su fina mano. Él pensó en lo bella que era la mano de una mujer. —Me asustaste, Kenri Shaun. —Cuánto lo siento, Damalibre —dijo apenadamente. —No fue nada... —sonrió con un asomo de temblor—. Estoy demasiado nerviosa... no conozco el espacio interestelar en absoluto. —Me imagino que puede ser... trastornador, si uno no está acostumbrado. Damalibre —dijo Kenri—. Por lo que a mí respecta, nací entre las estrellas. Damalibre tembló ligeramente bajo la delgada túnica azul. —Es demasiado inmenso... —aseguró—. Demasiado inmenso, viejo y extraño para nosotros, Kenri Shaun. Creí que viajar entre los planetas era algo que estaba más allá de la comprensión humana, pero esto... —su mano rozó la suya y doblegó los dedos, casi contra su voluntad—: Esto no se parece a nada que hubiera podido imaginar. —Cuando se viaja a una velocidad rayana a la de la luz —explicó él, cubriendo con pedantería su timidez—, no pueden esperarse que las condiciones sean las mismas. El desvío aparente desplaza las estrellas y el efecto de Doppler produce cambios de color. Eso es todo, Damalibre. A su alrededor la nave espacial zumbaba como si hablara consigo misma. Dorthy en alguna oportunidad se había preguntado cómo pensaría el robot que era el cerebro de la nave... cómo sentía ser una nave del espacio, eterno vagabundo entre cielos extranjeros. Kenri le había explicado que el robot carecía de conciencia, pero desde entonces la idea se había posesionado de él. Tal vez por habérsele ocurrido primeramente a Dorthy. —Posiblemente lo que me asusta en mayor medida es el encogimiento del tiempo — confesó. Su mano seguía entre los dedos de Kenri y notaba cómo se contraía. Percibió el tenue y raro perfume que Dorthy usaba, un aroma embriagador que le llenaba el olfato—. Tú... casi me es imposible hacerme a la idea de que naciste hace mil años, Kenri Shaun, y que seguirás viajando entre las estrellas cuando yo ya me haya convertido en polvo. Era una sugerencia evidente para que le hiciera un cumplido, pero su lengua estaba trabada por su torpeza. Kenri era un hombre espacial, un kith, un sucio soldado raso asqueroso y ella una Estrella-Libre, un genio no especializado, la flor más fina de la jerarquía genética del Imperio. Kenri agregó: —No es ninguna paradoja, Damalibre. A medida que la velocidad relativa se acerca a la de la luz, el intervalo de tiempo medido decrece en proporción al aumento de la masa. Pero eso sólo reza para un observador estacionario. Una serie de cálculos es tan «real» como la otra. En el presente viaje estamos volando con un factor tau de treinta y tres, más o menos, lo que equivale a decir que nos llevará unos cuatro meses salvar la distancia de Sirio al Sol, pero para un observador de cualquiera de ambos astros el viaje llevará casi once años —sentía la boca seca, pero torció los labios y sonrió—. No es mucho, Damalibre. Habrás estado ausente... dos veces once, más un año en el sistema de Sirio... total veintitrés años. Aún encontrarás que te esperan todas tus propiedades. —¿No se lleva esto una enorme masa de reacción? —preguntó Dorhty. Una arruga finísima apareció en su ancha frente al fruncirla tratando de comprender.
—No, Damalibre. Mejor dicho, sí. Pero nosotros no tenemos por qué despedir materia como debe hacerlo una nave ínter planetaria convencional. La derrota reacciona directamente contra las masas de las estrellas locales —teóricamente el universo entero— y convierte nuestro lastre de mercurio en energía cinética para el resto de la nave. Actúa en igual forma en toda su masa y debido a eso no experimentamos la presión de aceleración y podemos acercarnos a la velocidad de la luz en unos cuantos días. De hecho si no hiciéramos girar la nave, seriamos ingrávidos. Cuando llegamos al Sol, el agoratrón convertirá de nuevo en átomos de mercurio la energía, y de nuevo estaremos casi en posición estacionaria con respecto a la Tierra. —Siento mucho no haber sido nunca muy buena en física —Dorthy sonrió—. Dejemos eso en manos de los tipos de la Tierra especializados en Estrella-A y Norma-A. La sensación de rechazo parecía ahogarle. «Así es —pensó—, el trabajo muscular lo mismo que el cerebral siguen siendo simplemente trabajo. Dejemos que los inferiores suden, los Estrellas-libres necesitan de todo su tiempo para ser simple ornato.» Los dedos de Dorthy se habían distendido y Kenri retiró su mano. Ella parecía estar apenada al notar que Kenri se sentía lastimado. Reaccionó impulsivamente y con la mano le acarició la mejilla. —¡Lo siento mucho! —dijo en voz baja—. No tuve la intención de... No quise decir lo que estás pensando. —Olvídalo, Damalibre —dijo, distante, tratando de disimular su desconcierto. ¡Que una aristócrata pidiera excusas...! —No puedo olvidarlo —dijo ella, con ardor—. Sé que son muchos los que no quieren a los kith. Simplemente no encajáis en nuestra sociedad, debes darte cuenta. Nunca habéis pertenecido, en realidad, a la Tierra —lentamente el rubor -fue cubriendo sus pálidas mejillas y bajó la vista. Sus pestañas eran largas y de un negro intenso—. Pero conozco un poco a la gente, Kenri Shaun. Me doy cuenta de que un tipo es superior a los demás cuando me tropiezo con él. Tú mismo podrías ser un Estrellalibre, excepto que... podría aburrirte. —Nada de eso, Damalibre —dijo Kenri, con voz poco clara. Kenri se había alejado de ella. Una canción silente se elevaba en sus adentros. «Tres meses —pensó extasiado—, aún faltan tres meses-nave para llegar al Sol.» El resto susurraba secamente cuando llegó a la puerta de los Shaun. Encima de su cabeza, se oyó un arce que se agitaba, como si hablara a la brisa ligera y revoloteando cayó sobre él una hoja de color de sangre. Tendremos heladas tempranas este año, pensó. El sistema de control metereológico nunca había sido reconstruido desde que los mecanoclásticos lo destruyeron. Y tal vez en eso no anduvieron equivocados. Hizo un alto para inhalar el olor que traía el viento. Éste era frío y húmedo, saturado de aromas: del mantillo, de la tierra revuelta y de bayas maduras. Le sorprendió de momento la idea de que nunca antes estuvo aquí durante el invierno. Nunca había visto las montañas blancas y brillantes. Jamás había presenciado el tremendo silencio que acompañaba a la caída de la nieve. Una cálida luz amarilla que salía de la casa trazaba círculos en el césped. Puso la mano en la placa de la puerta y recorrió el grabado. La puerta se abrió. Cuando entró en la pequeña sala de estar, atestada de muebles y con media docena de niños, percibió el olorcillo persistente de la cena y lamentó haber llegado tan tarde. Cenó a bordo, pero no había en toda la Galaxia cocina que pudiera compararse a la de su madre. Saludó a sus padres en la forma prescrita por la tradición y su padre inclinó la cabeza con seriedad. Su madre se contuvo menos, lo abrazó y comentó que había adelgazado. Los niños se limitaron a un breve saludo y regresaron a sus libros, a sus juegos y a su cháchara. Habían visto frecuentemente a su hermano y eran demasiado jóvenes para comprender lo que representaba su decisión de renunciar.
—Ven, Kenri, déjame que te prepare por lo menos un bocadillo... —dijo su madre—. Está muy bien tenerte de nuevo entre nosotros. —No, no tengo tiempo —dijo Kenri. Desalentado agregó—: Me gustaría, pero... en fin, tengo que volver a salir. Su madre se volvió hacia él. —Theye Barinn ha preguntado por ti —dijo, esforzándose en quitar importancia a sus palabras—. El Alta Berbería regresó ya hace un mes-tierra. —¡Sí, ya sé! Nos encontramos en la calle. —Theye es una muchacha muy buena —dijo su madre—. Deberías ir a visitarla. Es bastante temprano esta noche... —Ya iré un día de esos. —El Alta Berbería saldrá de nuevo para Tau Cetí donde permanecerá un par de meses —explicó su madre—. Tendrás pocas oportunidades de ver a Theya a menos que... —su voz se apagó. A menos que te cases con ella. Es de tu misma clase, Kenri. Se encontrará a sus anchas en el Alavolante. Me dará nietos muy robustos. —Otra vez será... —repitió. Lamentó haber hablado con tono tan brusco, pero no pudo evitarlo. Se volvió hacia su padre: —Papá, ¿qué hay acerca de ese nuevo impuesto? Volden Shaun frunció el entrecejo. —¡Es un impuesto totalmente injusto! —tronó—. ¡Ojalá que todos sus malditos trajes espaciales se rajen! Ahora nos están obligando a llevar esos distintivos y pagar un dineral por ellos. —¿Podrías... prestarme el tuyo para usarlo esta noche? Necesito entrar en la ciudad. Lentamente, Volden fijó la vista en los ojos de su hijo. Luego suspiró y se puso de pie. —Lo encontrarás en mi estudio —dijo—. Ven conmigo y me ayudarás a buscarlo. Entraron juntos en la diminuta habitación. Estaba atestada con los libros de Volden quien leía acerca de todo lo imaginable como todos los kith. También guardaba allí sus instrumentos de astrogación cuidadosamente pulidos y sus recuerdos de otros viajes. Todo tenía para él su significación. Esa espada, de intrincado cincelado, se la había regalado un armero en Proción V, un monstruo armado hasta los dientes que había sido amigo suyo. Esa estereografía representaba una vista de las agudas montañas de Isis, gases helados parecidos a ámbar derretido, brillantes bajo la poderosa luz de Sirio. Ese juego de cornamenta era el recuerdo de una cacería en Loki, en sus años de juventud. Esa estatuilla saltarina y ligera representaba a un dios de Dagón. Volden, con su espesa y bien recortada barba gris, se inclinó sobre el escritorio y sus manos revolvieron entre los papeles. —¿Quieres realmente arrostrar tal humillación tan resignadamente? —preguntó en voz baja. Los colores subieron a la cara de Kenri. —Sí —dijo—. Lo siento mucho, pero... sí. —He visto a otros hacerlo —dijo Volden—. Incluso algunos en su mayoría prosperaron. Pero no creo que nunca se sintieran realmente felices. —Lo supongo —dijo Kenri. —El próximo viaje del Alavolante probablemente será a Rigel —anunció Volden—. No regresaremos hasta dentro de mil años. Aquí ya no quedará nada del Imperio Estelar. Incluso tu nombre se habrá olvidado. —He oído hablar de ese viaje —la voz de Kenri se volvió espesa—. Ésa es una de las razones por las que me quedo. Volden levantó la vista y le miró desafiante. —¿Qué es eso tan bueno que tienen las estrellas? —preguntó—. He presenciado mil doscientos años de historia del hombre y he vivido buenos y malos tiempos. El presente no es uno de los buenos, pero empeorará. Kenri guardó silencio.
—Esa joven no es de tu clase, hijo mío —dijo Volden—. Es una Estrellalibre. Tú sólo eres un maldito y sucio soldado raso. —El prejuicio que existe con nosotros no es racial —declaró Kenri, evitando la mirada de su padre—. Es cultural. Un hombre del espacio que se convierte en terrícola es, para ellos, perfectamente aceptable. —Así fue hasta ahora —convino Volden—. Pero ya está empezando a convertirse en racial. Posiblemente todos tendremos que abandonar la Tierra durante una temporada. —Entraré en la clase de ella —proclamó Kenri—. Dame esa insignia. —Tendremos que reacondicionar la nave para levantar su factor tau —dijo Volden—. Aún dispones de seis largos meses. No saldremos antes. Espero que recapacites. —Trataré —respondió Kenri, pero sabía que mentía y que sus palabras eran de boca para afuera. —¡Aquí está! —Volden sostenía en la mano un lacito amarillo de cordón trenzado—. Préndelo en tu chaqueta —extrajo del bolsillo una cartera—. Aquí tienes mil decartas de vuestra moneda. Tienes cincuenta mil más guardadas en el Banco, pero no dejes que te roben éstas. Kenri se prendió el símbolo en la solapa. Parecía que le pesara, como si llevara una piedra amarrada al cuello. Se ahorró una humillación más intensa por una reacción automática de su mente. Con cincuenta mil decartas..., ¿qué podría comprar? Un hombre del espacio necesariamente invertía en propiedades que fueran tangibles y que duraran mucho. Luego recordó que él se quedaría aquí. Aquel dinero no debería perder su valor por lo menos mientras viviera. ¡El dinero era un medio tan excelente para suavizar las aristas de los prejuicios! —Regresaré mañana... seguramente. ¡Gracias, papá! Buenas noches... La tétrica cara de Volden endureció las arrugas. Habló con voz carente de tonalidad. — Buenas noches, hijo mío. Kenri franqueó la puerta y se adentró en la oscuridad de la tierra. La primera vez no impresionó gran cosa a ninguno de los dos. El capitán Seralpin le dijo a Kenri. —Debemos tomar otro pasajero. Es una mujer. Está en Recalada, en Ishtar. ¿Quieres ir a por ella? —Dejemos que se quede allí hasta que estemos a punto de partir —dijo Kenri—. ¿Por qué hacer que se pase un mes en Marduk? —Me da igual y no me importa —Seralpin se encogió de hombros—. Pero ella pagará su transporte hasta aquí. Toma el bote cinco. Kenri abasteció de combustible la pequeña lanzadera interplanetaria y salió disparado del Alavolante, refunfuñando. En aquel momento Ishtar estaba al otro lado de Sirio e incluso viajando en órbita de aceleración le llevaría varios días llegar hasta allí. Pasó el tiempo estudiando el libro de cosmología general de Murinn, un manual que continuaba siendo de actualidad a pesar de haber sido publicado por primera vez dos mil quinientos años atrás. No había habido avances básicos en la ciencia desde la caída del Imperio Africano, reflexionó, y actualmente en la tierra tenían el convencimiento de que todas las preguntas esenciales habían sido ya respondidas. Al fin y al cabo, el universo era finito y en consecuencia también debía serlo el horizonte científico. Tras varios siglos durante los cuales la investigación no descubrió nuevos fenómenos que no hubieran ya sido anticipados por la teoría, habría naturalmente una pérdida de interés que en última instancia se convertiría en dogma. Kenri no estaba seguro de la infalibilidad del dogma. Había visto demasiado del cosmos para tener una fe excesiva en la capacidad del hombre para comprenderlo. Existían problemas en cientos de campos: física, química, biología, psicología, historia,
epistemología, a los que los Nueve Libros no daban respuesta satisfactoria. Pero cuando él intentaba hacérselo ver a un terrícola sólo obtenía una mirada inexpresiva o una sonrisa de superioridad... No, la ciencia era una empresa social y no podía existir cuando la sociedad no la quería. Pero ninguna civilización dura eternamente. Algún día volverían a formularse preguntas. La mayoría de pasajeros del Alavolante eran ingenieros en excedencia o colonos que regresaban al hogar. Muy pocas de las grandes naves habían transportado nunca, un aristócrata estelar. Cuando tomó tierra en Recalada caía una lluvia espumeante. Caminó por las calles cálidas y húmedas hasta llegar a las galerías arqueadas del parador. Para él fue una sorpresa ver que la pasajera que iba a recoger era una mujer joven y bellísima. Le hizo una profunda reverencia, cruzando sus brazos sobre el pecho tal como estaba ordenado, y se sintió presa de la rigidez de su incomodidad. Él era el extraño, el inferior, el vagabundo del espacio y ella era una de las poseedoras de la tierra. —Espero que el bote no sea demasiado incómodo para usted, Damalibre —murmuró, e inmediatamente se odió a sí mismo por tanta obsequiosidad. Debió haberle dicho: «Perra inútil y sin sesos, mi pueblo mantiene viva la Tierra y eres tú quien debería arrodillarse a mis pies y darme las gracias.» Pero en vez de decir esas palabras, volvió a inclinarse ante ella y luego la ayudó a que subiera la escalerilla hasta meterse dentro de la exigua cabina. —Me acostumbraré —rió ella. Kenri supuso que aún era demasiado joven para haber adquirido ya los modales pretenciosos de las de su clase. Veíanse en su pelo frías gotas de las nieblas de Ishtar que brillaban como joyas diminutas. Sus ojos azules aparecieron amistosos cuando los posó en la cara aguda y oscura de Kenri. Él computó una órbita que los llevara de regreso a Marduk. —El viaje nos tomará más de cuatro días, Damalibre —le dijo—. Espero que no tenga excesiva prisa. —¡Oh, no! —exclamó ella—. Simplemente quise ver también ese planeta antes de regresar. Kenri pensó en lo que debía costarle y sintió una vaga sensación de agravio que alguien pudiera despilfarrar tanto dinero haciendo turismo. Pero no dijo nada y se limitó a menear la cabeza. Ya llevaban mucho rato en el espacio. Kenri salió de su litera cerrada por unas cortinas tras unas cuantas horas de sueño. Encontró que ella ya estaba despierta y que hojeaba su Murinn. —No entiendo ni jota de lo que aquí dice —confesó—. ¿Siempre usa una palabra para decir lo que requiere por lo menos seis? —Le preocupa mucho la concisión, Damalibre —dijo Kenri, que empezaba a desayunar. Impulsivamente, agregó—: ¡Cuánto me habría gustado conocerle! Ella recorrió con la mirada los estantes de la biblioteca de a bordo. Estantes y más estantes de microlibros y de libros de tamaño normal. —Vosotros leéis muchísimo, ¿verdad? —¿Qué otra cosa podríamos hacer durante nuestros largos viajes? Desde luego que también manufacturamos artículos de artesanía y preparamos artículos para la venta y cosas por el estilo; pero siempre nos queda tiempo de sobras para leer. —Lo que me sorprende es que viajéis con tripulaciones tan numerosas —dijo ella—. Seguramente que no se necesita tanta gente para guiar una astronave. —Francamente no, Damalibre —replicó—. Una nave que viaja entre las estrellas, prácticamente vuela sola. Pero así que llegamos a algún planeta se necesita a mucha gente. —Y sirven de compañía, además, supongo —aventuró ella—. Irán esposas, hijos, amigos...
—Sí —afirmó con voz cada vez más fría. «¿Qué le importará a ella?», pensó. —Me gusta Kith —manifestó la joven—. Solía ir muy a menudo. Es tan... ¿pintoresca? Parece un fragmento del pasado, mantenido vivo durante siglos. «¡Claro —deseaba decir Kenri— claro! Os gusta venir a observarnos y quedaros con dos palmos de narices. Venís a visitarnos borrachos y a mirar dentro de nuestras casas; cuando os cruzáis con algún viejo comentáis que es un tipo divertido, sin siquiera tener el pudor de bajar la voz; y cuando regateáis con algún comerciante y éste trata de venderos a un precio justo sólo, os prueba a vosotros que todos los rasos piensan en lo mismo: dinero. ¡Oh, sí! Nos encanta su visita. ¡Faltaría más!» Pero no dijo nada de todo eso. Se limitó a decirle: —Es tal como usted dice, Damalibre. Pareció quedar resentida y dijo muy poca cosa durante varias horas. Más tarde, su mirada volvió a perderse en el espacio que él había tapado corriendo unas cortinas. Y entonces oyó que ella tocaba un violín. De él salía una viejísima melodía, más vieja que el deseo del hombre de viajar hacia las estrellas, increíblemente vieja. Sin embargo, seguía siendo tierna y de fiar, aún representaba todo lo que era bueno y caro al hombre. Le fue imposible situarla. ¿Qué era aquella melodía...? Al cabo de un rato ella cesó de tocar. Kenri sintió la necesidad de impresionarla. Los kith tenían sus propias tonadas. Sacó su guitarra y empezó a rasgarla y dejó que su mente se ausentara. De pronto rompió a cantar. Notó que ella abandonaba su lugar y lentamente se le acercaba por la espalda, pero Kenri pretendió no darse cuenta. Su voz se elevaba por encima del rasgueo de la guitarra mientras miraba afuera hacia los fríos astros y el rojizo creciente de Marduk. Terminó su canción en medio de una explosión de cuerdas, miró a su alrededor y se levantó para inclinarse haciendo una reverencia. —¡No... siéntate! —casi gritó ella—. Aquí no estamos en la Tierra. ¿De quién era esa canción? —De Jerry Clawson, Damalibre —replicó—. Es muy antigua... en realidad canté una versión actual de su inglés primitivo. Se remonta claramente a los primeros días de los viajes interplanetarios. Se daba por descontado que los Estrellaslibres eran al mismo tiempo intelectuales y estetas. Esperó que ella dijera que alguien debería recopilar en un libro las baladas kith. —Me gustó —dijo ella—. Me gustó muchísimo. Kenri desvió la mirada. —Muchas gracias, Damalibre —dijo—. ¿Puedo atreverme a preguntarle qué tocó anteriormente con el violín? —¡Oh! Lo mío era aún más antiguo. Un tema de la Sonata a Kreutzer. Estoy loca por ella —rió lentamente—; Creo que me habría gustado mucho conocer a Beethoven. Entonces sus miradas se cruzaron. Ya no miraron a otra parte y guardaron silencio por lo que pareció ser una eternidad. La Ciudad de Kith terminaba tan netamente que se habría dicho cortada a cuchillo. Presentaba el mismo aspecto desde hacía tres mil años: un santuario del tiempo. Algunas veces se levantó sola en medio de páramos abiertos a todos los vientos, sin ninguna obra del hombre a la vista excepto las ruinas de algunas paredes. Otras, era devorada en su totalidad por el rugiente monstruo de una gran ciudad. Finalmente, como era el caso ahora, se extendía en las afueras de una gran comuna pero siempre era la Ciudad, inmutable, no violada. No, no era exactamente así. Años atrás, la guerra la barrió, y sus muros aparecieron entonces como picados de viruelas, sus tejados hundidos, las calles atestadas de cadáveres. Repetidamente surgieron turbas asesinas buscando algún raso a quien linchar. También se habían presentado soldados fanfarrones y altaneros para imponer por la fuerza algún nuevo decreto. Podían regresar. En el curso del interminable tumulto de la
historia, tal vez regresarían. Kenri notó la brisa otoñal que azotaba su cuerpo y sintió un escalofrío. Empezó a dirigirse a la avenida más cercana. En la actualidad el vecindario lo formaba un apiñamiento de tugurios, lúgubres casas de vecindad en ruinas y callejas tristes. Las gentes, que parecían ir a la deriva sin propósito, vestían jubones y faldas grises de mala calidad y olían mal. La mayoría eran normas, nominalmente libres, es decir, libres de morirse de hambre cuando no tenían trabajo. La mayor parte de ellos eran norma-D, la clase más baja de obreros manuales con caras sombrías y toscas pero de vez en cuando podía verse brevemente bajo la tenue luz de las farolas algún rostro que mostraba un semblante más inteligente. Se trataba de algún norma-C o B, que se deslizaba entre las sombras que se entretejían con las fugaces luces. Cuando pasaba algún estándar vestido de librea, o el mismo amo a quien servía, aquellos ojos despedían un brillo especial. Existía el convencimiento y la sensación de que algo andaba mal cuando los esclavos eran más ricos que los hombres libres. Kenri había visto anteriormente esa mirada y sabía en qué podría convertirse: la cara ciega de la destrucción. En cualquier parte, los hombres de Marte, de Venus, y de las lunas de Júpiter tenían ambiciones. Y la Tierra era aún el más rico de los planetas... «No —pensó—, el Imperio Estelar no puede durar mucho más.» Pero era preciso que durara su vida y la de Dorthy, y que pudieran aprovisionarse pensando en sus hijos. Con eso bastaría. Un tipo le dio un codazo en las costillas. —¡Quítate de mi camino, raso! Apretó los puños y pensó en lo que habría hecho allá en los cielos, en lo que podría hacer aquí en la Tierra y... sin proferir palabra se apartó. Una mujer, gorda, asomada en una ventana, se mofó de él y escupió. Esquivó el salivazo, pero no pudo hacer lo mismo con la risotada que siguió. «Nos odian —pensó—. Aún no osan ofender a sus amos, así que se desquitan con nosotros. ¡Paciencia! No va a durar otros dos siglos...» Sin embargo, aquello le trastornó. Se dio cuenta de que se tensaban sus nervios y sus músculos abdominales, y que le dolía el cuello con el esfuerzo que hacía por mantener el rostro humildemente gacho. A pesar de que Dorthy le esperaba en un jardín de rosas, necesitaba tomarse un trago. Vio un anuncio de neón que representaba una botella, parpadeante, encima de una puerta. Entró. Unos cuantos tipos taciturnos aparecían medio desplomados sobre las mesas bajo la espasmódica obscenidad de un mural viviente que tendría no menos de un siglo. La taberna sólo poseía en propiedad media docena de chicas estándar-D e iban tan excesivamente maquilladas que seguramente habían sido adquiridas de segunda o tercera mano. Una de ellas dirigió a Kenri una sonrisa mecánica pero cuando vio su cara, su traje y la insignia que llevaba le volvió la espalda con gesto desdeñoso. Se abrió paso hasta la barra. Allí había una camarera auténtica y jovencita que le miró con ojos helados. —Vodzan —ordenó Kenri—. Doble. —Aquí no servimos a rasos —dijo la camarera de la barra. Kenri agarró fuertemente la barra hasta que se le pusieron lívidos los nudillos. Se disponía a dar media vuelta y marcharse, cuando una mano le tocó el brazo. —¡Un momento, hombre del espacio! —y volviéndose hacia la camarera ordenó—: Un vodzan doble. —Ya le dije... —empezó a protestar la chica. —Éste es para mí, Wikn —interrumpió el hombre—, y puedo dárselo a quien se me antoje. Incluso puedo derrámalo al suelo si me da la gana —en su voz apareció un tono que obligó a la camarera a volverse rápidamente hacia donde estaban las botellas. Kenri miró aquella cara blanquecina e imberbe que llevaba un aerodinámico encajado en el cráneo. Su cuerpo larguirucho, vestido de gris, se apoyaba con un codo en la barra y
en la otra mano agitaba distraídamente un cubilete de dados. Sus dedos carecían de huesos, en su lugar aparecían unos pequeños y delicados tentáculos. Y sus ojos eran del color encendido del rubí. —¡Muchas gracias! —dijo Kenri—. Déjeme que pague... —No. Soy yo quien invita —el desconocido tomó el vaso y se lo pasó a Kenri—. Aquí tiene. —A su salud, señor —Kenri levantó el vaso y bebió. El líquido ardía al abrirse camino hacia el interior de su cuerpo. —Tal como van las cosas... —dijo el tipo con indiferencia—. Para mí no es el caso... Probablemente era un pequeño delincuente de poca monta, tal vez un miembro de la Liga de asesinos recientemente declarada fuera de la ley. En cuanto al cuerpo del individuo, no era humano. Seguramente se trataba de un especial-X, creado en los laboratorios de genética para trabajos determinados, para ser estudiado o por diversión, simplemente. Era presumible que se le hubiera dejado en libertad tan pronto como su amo logró su propósito y el tipo se había agenciado un lugar en los barrios bajos. —¿Estuvo mucho tiempo fuera? —preguntó, mirando a los dados. —Alrededor de veintitrés años —respondió Kenri—, en Sirio. —¡Las cosas han cambiado! —dijo el X—. De nuevo cobra fuerza el antikithismo. Sea cuidadoso, no vayan a pegarle un porrazo o asaltarlo. Si eso ocurriera, de nada le serviría denunciar el hecho a la policía de la ciudad. —Es mucha amabilidad por su parte... —No vale la pena que me lo agradezca —los delgados tentáculos del tipo agarraron el cubilete y volvió a agitar los dados—. Me gusta encontrarme con alguien a quien aconsejar... —¡Oh! —Kenri dejó el vaso sobre la barra. Por unos instantes el salón saturado de humo se le presentó borroso—. Ya veo. Bueno... —¡No! Por favor, no se vaya —levantó hacia él sus ojos de rubí y quedó sorprendido al ver que asomaban a ellos unas lágrimas—. Lo siento mucho. No me eche en cara que me sienta amargado. En una oportunidad quise inscribirme, pero no me aceptaron. Kenri no dijo nada. —Desde luego, estaría dispuesto a dar mi pierna izquierda, hasta el esternón, para tener la oportunidad de un solo viaje —dijo X con torpeza—. ¿No cree que un terrícola tiene sus sueños, de vez en cuando... y nosotros también? Pero no les sería de mucha utilidad. Hay que haber crecido en el espacio, muy cerca de él, para saber suficiente y ser de utilidad en algún planeta del que nunca se haya oído hablar en la Tierra. Supongo que además me perjudica mi aspecto. Incluso a los desvalidos se nos impide unirnos. —Nunca se les permitió, señor —dijo Kenri. —Supongo que tiene razón. Usted ha visto mucho más espacio y tiempo del que yo veré en toda mi vida. En consecuencia aquí me quedo, sin pertenecer a nada y a nadie, y siguiendo con vida Dios sabe cómo. Pero me pregunto si vale la pena. Un hombre no puede considerarse realmente vivo hasta que tiene algo superior a él mismo, y su pequeña y propia felicidad. Por todo ello morirá satisfecho —el X volvió a agitar el cubilete y lanzó los dados—: ¡Nueve! Estoy perdiendo mi destreza —miró de nuevo a Kenri—: Conozco un lugar donde no les importa quién es uno, siempre y cuando cuente con dinero. —Muchas gracias, señor; pero tengo que hacer algo en otra parte —dijo Kenri incómodo. —Lo supuse. Siendo así, ¡hasta la vista! No quisiera que se demorara por mi culpa —el X miró a otra parte. —¡Gracias por el trago, señor!
—No hay de qué darlas. Venga siempre que quiera. Generalmente estoy por aquí. Pero no me cuente historias acerca de los planetas de por allí. No me gusta que me cuenten nada de ellos. —Buenas noches —se despidió Kenri. Cuando salía, oyó que los dados sonaban con estrépito encima del mostrador del bar. Dorthy le expresó su deseo de efectuar algunas excursiones en Marduk y para hacerse una idea del planeta. Hubiera podido escoger a algunos de los colonos como escoltas pero prefirió pedírselo a Kenri. Nadie puede negarse a una Estrella, así que renunció a algunas negociaciones prometedoras y vender algunas pieles a uno de los jefes nativos y en su lugar alquiló un vehículo y pasó a recoger a Dorthy a la hora -fijada. Circularon en silencio durante algún tiempo, hasta que la colonia desapareció en el horizonte. Estaban en un desierto pétreo, de color llamativo, riscos pelados y montañas de hierro. Desperdigados se veían cardos polvorientos que aparecían recortados en el aire raro y claro. Por encima de sus cabezas el cielo aparecía de un azul intenso con el encogido disco de Sirio A y el brillante resplandor de su compañero, los cuales derramaban una luz áspera sobre la inmensa soledad. —Éste es un mundo maravilloso —dijo ella finalmente. Sus palabras llegaban ahogadas a los oídos de Kenri, debido a la tenuidad de la atmósfera—. Me gusta más que Ishtar. —La mayoría piensa al revés, Damalibre —le informó Kenri—. Dicen que es insulso, frío y seco. —No saben lo que se dicen —replicó Dorthy. Kenri veía la parte posterior de su cabellera rubia. Ella miraba la silueta fantástica formada por un escarpado cercano, rocas erosionadas y arbustos dispersos, su color era de un leonado listado por el brillo rojo y azul de las veías minerales. —Le envidio, Kenri Shaun —dijo al cabo de un rato—. He visto unas cuantas fotografías y leí unos pocos libros... todo cuanto cayó en mis manos, pero no es bastante. Cuando pienso en todo lo que vosotros habéis visto de raro, hermoso, y maravilloso, siento una profunda envidia. Kenri se aventuró a formularle una pregunta. —¿Fue por eso por lo que vino a Sirio, Damalibre? —En parte, sí. Cuando murió mi padre, quisimos que alguien levantara un inventario de las propiedades familiares en Ishtar. Toda la -familia creyó que lo mejor era mandar a algún agente, pero yo insistí en ir yo misma y tomé reservas en el Temerario. Todos creyeron que estaba loca. Porque iba a encontrarme con nuevos estilos, nuevas formas de hablar, gentes nuevas; mis amigos serían de edad avanzada y me convertiría en un anacronismo andante... ¡Ya puede suponérselo! —suspiró—: ¡Pero valió la pena! Kenri pensó en su propia vida, el aburrimiento de sus viajes siempre iguales, semanas que se volvían meses y años en el interior de una concha metálica que vibraba. Sintió próxima la hostilidad salvaje de crueles planetas... Había visto amigos sepultados bajo corrimientos de tierras, escupiendo fragmentos de pulmón cuando sus cascos de seguridad se rajaban en el vacío, o pudriéndose en vida con alguna enfermedad desconocida. Él se había despedido de ellos y los había visto desaparecer en un silencio del que nunca se regresaba y se había preguntado cuáles habían sido los últimos instantes de su vida. En la Tierra él era un fantasma, sin apego, a la deriva en el gran río del tiempo. En la Tierra se sentía, en cierto modo, irreal. —¡No me extraña! —dijo Kenri. —¡Oh! Supe ajustarme a todo... —rió. El vehículo cruzó dunas altas y bajó a profundos barrancos, dejando tras sí unas huellas en el polvo que la suave brisa borraba lentamente tan pronto como habían pasado. Esa noche acamparon cerca de las ruinas de una ciudad olvidada, un lugar que
alguna vez fue con seguridad un maravilloso y adorable espectáculo. Kenri levantó dos tiendas y empezó a preparar comida mientras ella observaba. —Déjame que te ayude —se ofreció ella una vez. —No son tareas para usted, Damalibre —replicó. «De todos modos serías demasiado desmañada —pensó Kenri—. Lo convertirías todo en un revoltijo.» Las manos de Kenri eran muy hábiles con aquellas primitivas cacerolas. La luz rojiza del anafe luchaba contra la oscuridad que los envolvía y silueteaba en rojo sus caras en medio de las sombras que bailaban. Arriba las estrellas aparecían altísimas y frías. Ella miró la comida que burbujeaba. —Creía que vosotros... nunca comíais pescado —murmuró Dorthy. —Algunos comemos, y otros no —respondió él con aire ausente. Aquí, alejados de todos, era difícil sentir rencor por el abismo que los separaba—. En un principio el hábito lo convirtió en un tabú en Kith, cuando se contó con espacio y energía para producir alimentos en las aeronaves. Comprenda que sólo un rico podía permitirse el lujo de poseer un acuario, y un grupo de nómadas fuertemente unidos debían prohibir el consumo a fin de evitar resentimientos. En la actualidad, desaparecida la cuestión económica, sólo los ancianos siguen observando el tabú. Ella sonrió y aceptó el plato que le ofrecía. —¡Es divertido! —observó Dorthy—. Una no puede pensar en que vosotros tengáis historia. Siempre habéis estado presentes a nuestro alrededor... —Pero la tenemos, Damalibre. Tenemos tradiciones en abundancia... Tal vez más que el resto de la humanidad. De repente, se oyó en la noche un aullido aterrador. Dorthy se estremeció. —¿Qué fue eso? —preguntó. —Carnívoros locales, Damalibre. No se asuste por ellos —rápidamente esgrimió un arma compacta, oscuramente satisfecho de la posibilidad de demostrar... ¿Demostrar, qué: su hombría?— Nadie, si dispone de un arma, tiene por qué asustarse de cualquier animal, por grande que sea. Los peligros se esconden en otras partes: una enfermedad ocasional, y más frecuentemente el frío, el calor o los gases venenosos; otras veces, el vacío o cualquier truco endiablado que nos depara el universo —sonrió, apareció un destello luminoso en los dientes de su delgada cara oscura—. De todos modos, si nos devoraba, moriría rápidamente. Somos tan venenosos para él como él lo es para nosotros. —Claras diferencias bioquímicas y ecológicas —asintió ella—: un billón o más de años de evolución nos separan. Sería raro si sólo unos cuantos planetas tan próximos a Tierra hubieran desarrollado una vida que pudiera servirnos de alimentó. Supongo que ésa es la razón por la cual nunca existió en realidad una auténtica colonización extrasolar..., sino simplemente unas pocas colonias para dedicarse a la minería, comerciar o extraer productos químicos orgánicos. —Así es, en cierto modo, Damalibre. Pero también es asunto económico. Era mucho más fácil (en términos crematísticos, más barato) quedarse en su hogar. Ningún porcentaje apreciable de gente habría abandonado sus hogares por ninguna circunstancia... La cría humana habría elevado la población más rápidamente de lo que pudiera reducirla la emigración en masa. Dorthy le miró fijamente. Cuando habló lo hizo con voz suave. —Vosotros los kiths sois muy inteligentes, ¿verdad? Kenri sabía que era verdad, pero hizo la denegación esperada. —No, de ningún modo —dijo ella—. He leído algo de vuestra historia. Corrígeme si estoy equivocada pero, desde los primeros tiempos de los viajes espaciales, las exigencias fueron muy rígidas. Un hombre del espacio debía poseer simplemente una gran inteligencia, reflejos rapidísimos y al mismo tiempo una personalidad estable. No
podía ser excesivamente corpulento, pero debía ser robusto. Una tez oscura era de cierta ayuda, tanto entonces como ahora, contra la fuerte luz solar y las radiaciones... Sí, así iban las cosas y así es como siguen. Cuando también las mujeres empezaron a salir al espacio la profesión tendió a convertirse en familiar. Aquellos viajeros del espacio que no servían se les dejaba de lado. Los nuevos reclutas de Sol eran muy semejantes en cuerpo y mente a la gente con la que se unieron. Fue así como en definitiva os convertisteis en kiths... casi una raza humana separada que desarrolló sus propios sistemas de vida. Hasta que por fin tuvisteis el monopolio del tráfico aéreo. —No, Damalibre —protestó Kenri—. Nunca lo tuvimos. Cualquiera que desee puede construir una aeronave y conducirla por sí mismo. Pero representa una enorme inversión y cuando se ha apagado su entusiasmo inicial, el solano promedio no siente ya interés en una vida dura y solitaria. Así que hoy en día todos los hombres del espacio son kiths, pero nunca se planeó así expresamente. —Aquí era donde pretendía llegar... —dijo ella, apasionadamente—. El que vosotros fuerais diferentes originó la sospecha y la discriminación. ¡No! ¡No me interrumpas! Quiero explicarme hasta el final... Cualquier minoría que se destaca y que compite con la mayoría se busca forzosamente la enemistad de ésta. Los productos químicos que aportáis son frecuentemente de gran valor y vuestro comercio con artículos suntuosos, como pieles y joyas, es activo. En consecuencia sois imprescindibles para la sociedad, pero seguís sin pertenecer a ella. Sois demasiado orgullosos, a vuestro modo, para imitar a vuestros opresores. Siendo humanos, ganáis naturalmente con cuanto traficáis y con ello os hacéis acreedores a la -fama que tenéis de chupasangres. Como sois capaces de pensar mejor y más ágilmente que los solarlos promedio, normalmente les ganáis en cualquier operación comercial y se os odia por ello. Tenemos además la tradición que heredamos de los tiempos mecanoclásticos, cuando la tecnología era considerada maldad y sólo vosotros la manteníais en un alto nivel. En la era puritana de la conquista de Marte, teníais costumbre de comerciar con las mujeres... Desde luego sé que eso se debía simplemente al propósito de hacer más llevadera la monotonía de los largos viajes, y sé también que vosotros disfrutáis de una vida familiar más intensa que los demás... Pero esos tiempos pasaron aunque han dejado su legado. Me sorprende que aún os preocupéis por la Tierra. ¿Por qué no os pasáis el tiempo vagando por el espacio y nos dejáis a nosotros cocernos en nuestra propia salsa? —Es que Tierra es nuestro planeta, también —dijo suavemente. Tras una pausa agregó—: El hecho de que seamos imprescindibles nos otorga alguna protección. Nos las componemos. Por favor, no sienta lástima por nosotros. —Sois gente soberbia —reconoció Dorthy—. Ni siquiera queréis que se os tenga piedad. —¿Quién lo quiere, Damalibre? En los límites del barrio de tugurios, en una zona donde se levantaban grandes almacenes de depósito y edificios de oficinas de las grandes familias de mercaderes, Kenri tomó un ascensor que lo dejó en la carretera pública aérea que pasaba por la dirección a la que se dirigía. Cuando pisó el umbral del ascensor no vio un alma viviente a su alrededor. Encontró un asiento en la banda transportadora, se sentó y dejó que ésta lo llevara hasta el centro de la ciudad. La banda aérea se elevaba con rapidez hasta situarse muy por encima de todo, excepto las torres más altas. Apoyó un brazo en la barandilla y miró hacia abajo. Vio que la noche parecía viva y radiante. Las calles y las paredes brillaban, rosarios de farolas variopintas destellaban ininterrumpidamente contra una oscuridad aterciopelada. Fuentes y surtidores elevaban agua que brillaba en colores rojos, oro y blanco. Una gran llama oscilaba a la base de una estatua triunfal y ofrecía el aspecto de un arcoiris en fusión. La arquitectura estelar era a base de movimientos paralizados, de elevadas columnas,
grádenos y pináculos que desafiaban el ardiente cielo. Tan arriba, en esa selva aérea, el hombre espacial difícilmente podía distinguir la riada de vehículos y personas que circulaban a sus pies. Cuando se acercaba al centro de la ciudad, entraron más pasajeros en la banda aérea. Estándars que vestían deslumbrantes y fantásticas libreas; nosmas con sus túnicas y falditas; algún turista ocasional procedente de Marte, Venus o Júpiter, con uniformes resplandecientes y con ojos ardientes y codiciosos..., y finalmente entró un grupo de libertos, con sus delgadas vestiduras que formaban remolinos iridiscentes alrededor de su figura erecta y esbelta. Lucían joyas y tanto las barbas de los hombres como los peinados de las mujeres eran de un corte impecable. Muchos habían cambiado las modas en esos últimos veinte años. Kenri sintió agudamente que iba cubierto de andrajos y se encogió más en un rincón de la banda aérea. Dos jóvenes pasaron frente a su asiento. Alcanzó oír la voz de una mujer. —¡Oh, mira! ¡Un raso! —¡Qué desfachatez! —murmuró uno de los hombres—. ¡Me dan ganas de...! —¡No, Scanish! —intervino otra voz femenina, más amable que la primera—. Está en su perfecto derecho. —Pero no debiera ser así. Conozco a esos rasos: dales un dedo y te tomarán el brazo entero —los cuatro estaban sentados detrás de Kenri—. Mi tío está en el «Comercio transolar» y podría contarte... —¡Por favor, Scanish! Cállate. Nos está oyendo. —Pues sólo deseo que... —Olvídalo, querido. ¿Qué haremos ahora? ¿Vamos al Halgor? —es obvio que trataba de cambiar de tema. —¡No! Ya hemos estado más de cien veces. ¿Qué podríamos hacer? ¿Qué os parece si tomamos mi cohete y nos vamos hasta China? He oído hablar de un lugar donde han descubierto unas técnicas que vosotros nunca... —No. No estoy de humor. No sé siquiera lo que quiero. —Últimamente he tenido los nervios muy alterados. Compré un médico nuevo, pero me dice exactamente lo mismo que el anterior. Ninguno de ellos sabe lo que se trae entre manos. Quizá pruebe esta nueva religión: el beltanismo. Según parece, tiene algo. Por lo menos parece divertida. —Oíd, ¿os habéis enterado de lo último de María? ¿Sabéis a quién vieron salir de su dormitorio este último denario? Kenri trató de concentrarse en sus pensamientos y olvidar aquella cháchara. No quería oírla. No permitiría que lo invadiera el hastío y la enfermedad del espíritu que dominaba el viejo Imperio. «¡Dorthy! —pensó—. Dorthy Persis de Canda. ¡Qué bello nombre! Es musical. Y los De Canda siempre han sido sobresalientes. Ella no es como el resto de los Estelares. »Me quiere —y al pensarlo creyó que se elevaba una canción en su interior—. ¡Me quiere! Ante nosotros se extiende toda una vida. ¡Somos dos para vivir una sola vida y que el resto del Imperio se pudra si lo desea! Estaremos juntos...» Ahora vio enfrente un rascacielos: mancha de piedra, cristal y luz que se encaramaba hacia el cielo. La insignia de los De Canda brillaba en la fachada. Era un símbolo antiguo y orgulloso. Representaba trescientos años de progreso. «Pero eso es menos que mi propia vida —siguió pensando—. ¡No, no debo sentirme avergonzado ante su presencia! Procedo de la más vieja y mejor estirpe de toda la humanidad... Encajaré.» Le extrañaba no poderse sacudir de encima la depresión que le embargaba. Éste era un momento glorioso. Debería ir hacia ella como un conquistador. Sin embargo... Suspiró y se puso en pie cuando se dio cuenta de que llegaba al lugar de bajada.
Un fuerte dolor recorrió su cuerpo. Pegó un salto y trastabilló hasta caer apoyado en una rodilla. Lentamente giró la cabeza. El joven estelar se reía de él y blandía en la mano una cachiporra. Kenri se pasó la mano por la parte más dolorida y los cuatro compañeros se echaron a reír. Lo mismo hicieron todos los que se dieron cuenta de lo ocurrido. Las risotadas le seguían aún cuando abandonó la banda aérea para subir al ascensor. No había nadie más en el puente de mando. Un hombre bastaba para cubrir la guardia aquí en el inmenso vacío entre soles. El cuarto era una profunda caverna en penumbra. No se oía nada, excepto el incesante y amortiguado zumbido de la nave. Aquí y allá, se encendían, parpadeaban y se extinguían lucecitas multicolores. Era el tablero de instrumentos. La brillantez misteriosa de las estrellas se podía ver distorsionada por el cristal del ojo de buey. Aparte ésa, no había otra iluminación. Kenri había apagado todas las luces. Ella atravesó el umbral e hizo un breve alto. En la oscuridad destacaba su camisa blanca. Se endurecieron los músculos del cuello cuando Kenri la miró y cuando hizo la inclinación de rigor, su cabeza le daba vueltas. Oyó un susurro débil y agradable cuando ella se aproximó más. Andaba con el paso largo y oscilante de los libertos y su cabellera ingrávida flotaba a sus espaldas como si fuera de seda... —Nunca había estado en un puente de mando —fueron sus primeras palabras—. Creí que a los pasajeros no se les permitía verlo. —Es que yo la invité, Damalibre... —Kenri contuvo la voz. —Fue mucha amabilidad la tuya, Kenri Shaun —con los dedos recorrió el brazo de Kenri—. ¡Siempre has sido muy amable conmigo! —¿Podría alguien comportarse en forma distinta? Una tenue luz recorrió sus mejillas y luego sus ojos que se volvían hacia él. Sonreía y sus labios se curvaron en una forma extrañamente tímida. —Gracias —susurró. —Vea —trazó un ademán en dirección al ojo de buey que parecía colgar encima de sus cabezas—. Ése es precisamente el eje de rotación de la nave. A eso se debe el que la visión sea constante. Fíjese que los escritorios y los paneles están distribuidos en círculo alrededor de la pared interior a fin de sacarle ventaja a ese hecho —su propia voz le sonaba extraña y lejana a sus propios oídos—. Aquí tenemos la computadora de astrogación. Precisamente ahora, la nuestra necesita urgentemente una revisión a fondo. A eso se debe que tenga encima de mi escritorio tantos libros y tablas de cálculos... Dorthy pasó la mano por el respaldo de su asiento. —¿Éste es el tuyo, Kenri Shaun? Casi puedo imaginarte trabajando aquí sentado, con esta divertida mirada fruncida en tu cara, como si los problemas fueran enemigos personales tuyos. Luego suspiras, te pasas los dedos por entre los cabellos y pones tus pies encima del escritorio para pensar. ¿Acierto? —¿Cómo lo adivinó, Damalibre? —Lo sé. Estuve pensando mucho en ti, últimamente —desvió la mirada para contemplar los fríos enjambres estelares que se reflejaban en el ojo de buey. —Desearía que no me hicieras sentirme tan fútil —dijo ella. —Usted... —Aquí sí que hay vida... —hablaba con rapidez, atropellándose en las palabras en su afán de soltar todo—. Mantenéis viva la Tierra con vuestros transportes. Trabajáis, pensáis y lucháis por algo... real. No acerca de qué vestido ponerse para cenar, quién fue visto en alguna parte con alguien, o qué hacer esta noche cuando una se siente inquieta e infeliz y no puede soportar la idea de quedarse tranquilamente en casa. Dije que manteníais viva la Tierra, pero además mantenéis vivo un sueño. ¡Te envidio Kenri Shaun! ¡Ojalá hubiera nacido yo en Kith! —Damalibre... —se le hizo un nudo en la garganta.
—No tiene remedio —sonrió, sin apiadarse de sí misma—. Incluso si fuera aceptada en alguna nave, no podría ir. Carezco del entrenamiento, la fortaleza innata, la paciencia o... ¡No! ¡Olvídalo! —aparecieron lágrimas en sus ojos ardientes—. Cuando lleguemos a casa, sabiendo ahora lo que eres en Kith, ¿podría siquiera intentar ayudarte? Trabajaré para una mejor comprensión de tu pueblo. Lucharé para que se os trate más amablemente y con más decencia. ¡No! Me doy cuenta que incluso es inútil hacer el intento. Me faltaría valor... —Estuvo perdiendo el tiempo, Damalibre —dijo él—. Nadie puede cambiar toda una cultura. No se preocupe, no le dé pena. —Lo sé —replicó ella—. Tienes razón, claro. Siempre la tienes. ¿Pero si estuvieras en mi lugar lo intentarías? Se miraron fijamente durante un buen rato. Ésa fue la primera vez que él la besó. Los dos guardias de la imponente entrada principal eran un par de gigantes, inmóviles como estatuas en la gloria deslumbrante de sus uniformes. Kenri tuvo que estirar el cuello para mirar a la cara del que estaba más cerca. —La Damalibre Dorthy Persis me espera —le informó. —¿Cómo? —la sorpresa hizo que su maciza mandíbula quedara colgada. —Sí, señor —sonrió Kenri y le puso bajo las narices la tarjeta que le había dado—. Me dijo que subiera tan pronto como llegara. —Pero, es... que... están celebrando una fiesta... —Da igual. Llámela. El guardia se puso colorado, abrió la boca pero inmediatamente volvió a cerrarla. Dio la vuelta y entró en la cabina del visiófono. Kenri esperaba, lamentando su insolencia. Dales un dedo y te tomarán el brazo entero. ¿Pero de qué otra manera podría comportarse un kiths? Si se mostraba deferente decían que hacía la pelotilla; si se mostraba orgulloso lo acusaban de bastardo odioso que se abría paso a codazos; si tras un regateo se avenía a vender a un precio razonable era tenido por un exprimidor y un chupasangres; si hablaba en su propia lengua con sus camaradas lo acusaban de conspirar; si se preocupaba más por sus compañeros viajeros del espacio que por una nación efímera se le conceptuaba de traidor y cobarde, si... Regresó el guardia, meneando la cabeza, sorprendidísimo. —De acuerdo —dijo hoscamente—. ¡Suba! Primer ascensor a mano derecha, piso cincuentavo. Pero cuide sus modales; raso. «Cuando haya entrado en la sociedad de los señores —pensó Kenri rabiosamente—, les haré tragar esa palabra —luego sintió que de nuevo surgía en su ulterior una inquietud inexplicable—. No. ¿Por qué hacerlo? ¿Qué ganaría con ello? Pasó por debajo de la inmensa curva de la puerta y entró en un vestíbulo de plástico luminoso parecido a una gruta. Unos cuantos criados estándar pusieron ojos desorbitados al verle pero no iniciaron ningún movimiento para cerrarle el paso. Encontró el ascensor y pulsó el botón del piso 50. Se elevó con una inmovilidad que sólo rompía el repentino latir violento de su corazón. Salió para entrar en una antesala de terciopelo carmesí. Más allá del dintel arqueado percibió un revoloteo de colores, una masa humana roja, púrpura, dorada. El aire estaba lleno de música y de risas. El lacayo que estaba en la entrada le cerró el paso y no podía dar crédito a sus ojos. —¡No puede entrar aquí! —¡Faltaría más! ¡Claro que puedo! Kenri de un empujón lo echó a un lado y a grandes zancadas penetró en el salón. La intensa iluminación le pegó como un puñetazo y se quedó de pie, parpadeando ante la confusión de quienes bailaban, criados, mirones, músicos... Había por lo menos mil personas en aquel inmenso salón abovedado.
—¡Kenri! ¡Oh, Kenri! Ella se echó entre sus brazos, apretando sus labios contra los de él, atrayendo hacia sí la cabeza de Kenri, con las manos temblorosas. Él la apretó más contra su cuerpo y la capa vaporosa que llevaba se enroscó con Kenri y pareció aislarlos de los que les rodeaban. Pasado un momento, ella se echó hacia atrás, sin aliento y riendo ligeramente. No era ni con mucho la alegría que había conocido, había cierta reserva en la de esa oportunidad y bajo sus grandes ojos aparecían unas sombras. Estaba muy cansada, le dijo y Kenri se sintió invadido por la ternura. —Queridísima mía —dijo en voz casi inaudible. —Kenri, aquí no... ¡Oh, amor mío! Suspiraba para que llegaras antes, pero... Ven conmigo ahora, quiero que todos vean al hombre que se ha apoderado de mi corazón. Le tomó de la mano y casi a rastras hizo que avanzara. Los que bailaban iban deteniéndose, pareja tras pareja cuando se daban cuenta del extraño, hasta que finalmente un millar de caras rígidas fijaron sus ojos en él. En la sala reinó un silencio impresionante aunque la música prosiguió. Sonaba metálica en aquel repentino silencio. Dorthy se estremeció. Luego echó su cabeza hacia atrás con el aire de desafío que tanto le gustaba a Kenri y sostuvo las miradas de todo el mundo. Levantó el brazo hasta que tuvo cerca de los labios su pulserófono y los altavoces instalados en el techo ampliaron su voz que llenó todo el salón. —Amigos míos, quiero anunciaros... Algunos de vosotros ya lo sabéis... En fin, ¡éste es el hombre con el que voy a casarme! Era la voz de una jovencita asustada. Resultaba cruel amplificarla como si fuera la de una diosa. Tras una pausa que pareció durar una eternidad, alguien ejecutó la reverencia ritual. Luego le siguió alguien más y, al poco rato, todos los imitaban, como si fueran muñecas mecánicas. Tan sólo unos pocos volvieron sus espaldas, despreciativamente. —¡Seguid! —el tono de voz de Dorthy se volvió estridente—. ¡Seguid bailando, por favor! El director de la orquesta poseía seguramente cierto grado de sensibilidad ya que ordenó tocar una tonada muy bulliciosa y una tras otra las parejas volvieron a deslizarse por la pista de baile. Dorthy dirigió una mirada vacía al hombre del espacio. —¡Qué alegría me da volver a verte! —exclamó. —Y a mí... —replicó Kenri. —Ven —se lo llevó siguiendo la pared del salón—. Sentémonos y hablemos. Encontraron un nicho discretamente aislado del salón por un emparrado de rosales trepadores. Era un lugar oscuro y ella se volvió hambrienta hacia él. Kenri notó que Dorthy estaba temblando. —No ha sido nada fácil para ti, ¿verdad? —preguntó Kenri con voz apagada. —No —confesó ella. —Si tú... —¡No digas nada! —se notaba temor en sus palabras. Le cerró la boca con sus labios—. Te quiero —dijo ella tras un momento—. Y eso es lo único que importa. Kenri no respondió. —¿No lo es? —gritó ella. Kenri asintió y dijo: —Tal vez. Pero, estoy casi seguro que ni tu familia ni tus amigos aprueban tu elección. —En efecto, algunos no. ¿Te importa, querido? Ya lo olvidarán, cuando seas uno de los nuestros. —¿Uno de los vuestros? ¡No he nacido para serlo! —dijo tristemente—. Siempre me destacaré como... Bueno, ¡olvídalo! Podré soportar lo que sea, si tú puedes.
Se sentó en el banco tapizado, abrazando a Dorthy muy estrechamente, y miró hacia afuera por entre los capullos de rosa. Colorido, movimiento, risas ásperas y estentóreas... ¡No, ése no era su mundo! Se extrañó que alguna vez pudiera habérsele ocurrido que podría serlo. Habían tratado del tema mientras la aeronave se precipitaba en la profundidad de la noche. Ella nunca podría ser una kith. Y no había espacio entre una tripulación para alguien que no pudiera soportar mundos que nunca fueron creados expresamente para el hombre. La única solución era que él se uniera con los de la clase de ella. Podría encajar. Poseía inteligencia y capacidad de adaptación sobradas para crearse un lugar para él mismo. «¿Qué tipo de lugar?», pensó Kenri, mientras ella se acurrucaba muy unida a él. Ahí tendría a Dorthy. Ambos estarían a solas en las noches de Tierra y no necesitaban nada más. ¿Sería suficiente? Un hombre no puede pasarse toda la vida haciendo el amor. Podría trabajar en las grandes empresas mercantiles. En alguna de ellas podría hacer carrera. (Cuatro mil barriles de jungóleo para su venta a comisión y las lluvias intensas y los relampagueos por todos los mares fosforescentes del planeta. Mil lingotes de torio refinado de Hathor y la luz de la luna que hace destellar la crujiente nieve y la calma invernal. Un fardo de pieles verdes procedente de un planeta recién descubierto y la nave que ha ido raudamente a través de las estrellas y del esplendor de los cielos que nunca antes vieron ojos humanos). O quizás emprender la carrera militar. (¡Firmes! ¡Marchen!, Uno, dos, uno, dos... Señor, ahí tiene el último informe secreto recibido de Marte... Señor, sé que necesitamos inmediatamente los cañones, pero no pudimos ponernos en contacto con el contratista. Su amo es un Estrellalibre... El General ruega su asistencia al banquete que será ofrecido a los oficiales del cuartel general... Por favor, coronel Shaun, dígame lo que realmente cree que ocurrirá, a ustedes los oficiales les asusta tanto dar vuestra opinión personal... ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Así mueren los traidores al Imperio Estelar!) O tal vez podría incorporarse en algún centro científico. (Desde luego, caballeros, de acuerdo con los textos la fórmula es...) El brazo de Kenri apretó desesperadamente la cintura de Dorthy. —¿Cómo te sientes al encontrarte de nuevo en casa? —preguntó—. Dicho de otro modo... —¡Oh! ¡Maravillosamente bien! —le interrumpió Dorthy y le dirigió una mirada indecisa—. Estaba muy asustada de parecer anticuada, poco al corriente; pero nada de eso, me siento perfectamente. Ésa es una multitud tremendamente divertida; en su mayoría son amigos de infancia. Los vas a querer, Kenri. Disfruto de mucha fama entre ellos porque voy a hacer ese viaje a Sirio. ¡Piensa en lo mucho que tendrás! —No, no lo tendré —refunfuñó—. Recuerda que soy simplemente un raso. —¡Kenri! —una llamarada de ira cruzó por sus ojos—. ¡Qué maneras de hablar! No lo eres y tú lo sabes. No lo serás a menos que insistas en pensar como un raso continuamente... —Dorthy calló a tiempo y agregó humildemente—: ¡Lo siento mucho, querido! Lo que dije fue terrible, ¿verdad? Él miró al frente, directamente frente a sí, desviando sus ojos de ella. —He sido... Bueno, me han contagiado —dijo Dorthy—. ¡Tanto que habíamos avanzado! Pero me curarás de nuevo, ¿verdad? Una gran ternura se apoderó de él y agachó la cabeza para besarle en los labios. —Huuumm... ¡Perdonad! Se separaron de un salto, casi con un sentimiento de culpabilidad y miraron a la pareja que acababa de entrar en el rinconcito donde ellos se encontraban. Él era un hombre de edad mediana, delgado, austeramente rígido y destellaban muchas condecoraciones en su túnica azul oscuro. Ella era más joven, con cara rechoncha y parecía estar un poco
ebria. Kenri se levantó. Los saludó con una reverencia: los brazos rectos, frente a si, como si saludara a personas de su misma condición. —¡Oh! Dejadme que os presente. Estoy segura que os sentiréis a gusto los unos con los otros... —Dorthy hablaba rápidamente en voz alta—. Os presento a Kenri Shaun. Os hablé bastante de él —soltó una risita nerviosa—. Kenri, te presento a mi tío, el coronel De Canda de la guardia imperial y a mi sobrino, el honorable lord Doms. ¡Qué divertido regresar y encontrarse que una tiene un sobrino de su misma edad! —Es un honor, señor —el coronel hablaba con voz seca. En cuanto a Doms se limitó a sonreír. —Debéis perdonar la interrupción —siguió De Canda—. Pero quería hablar con... Shaun cuanto antes. Comprenda, señor, que es para el bien de mi sobrina y el de toda la familia. Kenri notaba que las palmas de sus manos estaban frías y húmedas. —No faltaba más —dijo—. Siéntese, por favor. —Muchas gracias —De Canda dobló su anguloso cuerpo hasta tomar asiento junto a Kenri. Frente a ellos se sentaron Doms y Dorthy. El joven se había dejado caer pesadamente en una butaca. —¿Quieren que mande por un poco de vino? —sonrió. —Por mí no, muchas gracias —dijo Kenri con voz ronca. Los ojos fríos del coronel estaban exactamente al mismo nivel que los de Kenri. —En primer lugar —empezó De Canda—, quiero que comprenda que yo no comparto este absurdo prejuicio racial que se está desarrollando entre los de su pueblo. Puede demostrarse que los kith son biológicamente iguales a las familias estelares e indudablemente superiores a algunas —dirigió una rápida mirada de desprecio en dirección a su sobrino Doms—. Sin duda existe una ancha barrera cultural, pero si pudiera salvarse, yo sería el primero de apadrinarlo con mucho gusto para que se integrara en nuestras filas. —¡Muchas gracias, señor! —Kenri se sentía como mareado. Ningún kith, en toda la historia, había llegado tan arriba. ¡E iba a ser él! Percibió el leve suspiro de felicidad que salió de la garganta de Dorthy cuando le tomó el brazo y un poco del hielo que sentía en su interior empezó a derretirse—. Haré... lo mejor que pueda y sepa... —¿Pero podrá? Eso es lo que debe tratar de demostrar —De Canda se inclinó hacia adelante, y aprisionó entre las rodillas sus manos plegadas—. Hablemos sin rodeos. Usted sabe tan bien como yo que se avecinan días de gran peligro para el Imperio y que si éste debe sobrevivir los pocos hombres de acción que quedan deberán mantenerse muy unidos y devolver los golpes con dureza. Difícilmente podemos permitirnos las debilidades entre nosotros y al mismo tiempo, es indudable que no podemos tener en nuestro medio hombres fuertes que no estén de todo corazón con nuestra causa. —Seré... leal, señor —dijo Kenri—. ¿Qué más puedo hacer? —Mucho —dijo el coronel—. Y gran parte de su tarea puede repugnarle. Sus conocimientos especiales podrán ser de mucha ayuda. Por ejemplo, el último impuesto que grava a los kith no es simplemente un medio de humillarlos. Necesitamos el dinero. La hacienda del Imperio atraviesa malos momentos e incluso ese impuesto, por poco que sea, nos ayuda. Y habrá exigencias posteriores, tanto a los kith como a los demás. Usted puede ayudarnos en la política a seguir a fin de que no sientan el impulso de abandonar en bloque a Tierra. —Es que yo... —Kenri tragó saliva. Se sintió de repente enfermo—. Usted no puede pretender que yo... —Si usted no quiere, no puedo obligarle —dijo De Canda. En su voz chillona apareció un leve matiz de simpatía—. Me limito a indicarle lo que nos depara el porvenir. Usted podría mitigar la suerte de su pueblo... anterior, considerablemente, si nos ayuda.
—¿Por qué no? ¿Por qué no tratarlos como seres humanos? —preguntó Kenri—. Siempre estamos al lado de nuestros amigos. —Tres mil años de historia no pueden ser anulados por un simple decreto —afirmó De Canda—. Usted lo sabe tan bien como yo. Kenri asintió. Parecía que se endurecían los músculos del cuello. —Admiro su valor —dijo el aristócrata—. Sus comienzos han sido duros. ¿Puede seguir adelante? Kenri bajó los ojos. —Desde luego que sí puede —dijo Dorthy suavemente. —¡Nuevos impuestos! Decretad otro bien pronto —dijo lord Doms con una risita tonta— . Ya tengo a un raso con la soga al cuello. Mal viaje, deudas, ¡cuentos! —¡Cállate, Doms! —ordenó el coronel—. No te necesitamos para nada. Dorthy inclinó la cabeza hasta descansarla sobre el hombre de Kenri. —¡Gracias, tío! —su voz era melodiosa—. Si podemos con-tar con tu amistad, todo resultará bien. —Eso espero —dijo De Canda. El tenue olor dulzón del pelo de Dorthy llenaba el olfato de Kenri. Notó que los dorados rizos rozaban su mejilla, pero seguía con los ojos fijos en el suelo. Había truenos y oscuridad en su interior. —Quisiera hablaros sobre ese tipo del espacio —insistió Doms riendo—. Debe dinero a la empresa. Puedo apoderarme de su hija bajo contrato si no paga. Precisamente su tripulación ha abierto una suscripción para ayudarle. Trataré de detenerla de algún modo. Se dice que las muchachas kith son muy ardientes. ¿Es verdad, Kenri? Ahora tú eres uno de los nuestros. ¿Cómo son en realidad? ¿Es verdad que...? Kenri se levantó. Vio que el gran salón daba vueltas y pensó vagamente si era él mismo quien se tambaleaba. —i Doms! —chilló De Canda—. ¡Cierra el pico...! Kenri asió fuertemente a Doms por la túnica hasta obligarle a caer a sus pies. La otra mano doblegó los dedos y la cara de Doms encajó el fuerte puñetazo. De pie, junto al derrumbado cuerpo del joven, Kenri se tambaleaba, con los brazos colgando sueltos a los lados. Doms tirado en el suelo, gruñía. Dorthy soltó un grito. De Canda dio un salto y se llevó la mano a un arma. Kenri levantó la mirada. Sus palabras salieron espesas. —Haga lo que debe, arrésteme. ¡Vamos! ¿Qué espera? —Kenri... —Dorthy lo tocó con dedos temblorosos. De Canda sonrió y con la bota empujó el cuerpo de Doms. —Ha sido una insensatez de su parte, Kenri Shaun, pero sé que Doms lo tenía bien merecido. Trataré de que no le ocurra nada a usted. —Pero esa muchacha kith...—empezó Kenri. —A mi entender no va a pasarle nada, si su padre puede reunir el dinero —sus ojos duros recorrieron la cara de Kenri—. Pero recuerde eso, amigo: no puede vivir en dos mundos a la vez. Ya no es un kith. Kenri se enderezó. Notó una paz repentina como si todas las tempestades interiores hubieran amainado de pronto. Sentía algo vacía la cabeza, pero pensaba con claridad. Le vino a la memoria el recuerdo que había abierto su visión y le había mostrado qué debía hacer, el único camino a seguir. Era una cara humana a medias, con unos ojos sin esperanza y una voz la que había oído: «Un hombre no vive realmente hasta que tiene algo superior a él mismo y a su propia y pequeña felicidad por lo que estaría dispuesto a morir gustosamente.» —Muchas gracias, señor —dijo Kenri—. Pero yo soy un kith, y nunca dejaré de serlo. —Kenri... —a Dorthy se le quebró la voz. Estiró sus brazos y miró a Kenri con ojos extraviados. Kenri acarició el pelo de Dorthy. —Lo siento muchísimo, amor mío —dijo amablemente.
—Kenri, no puedes irte. No puedes... ¡no puedes! —Debo hacerlo —dijo él—. Bastante malo ha sido haber abandonado todo cuanto supone para mí la vida a cambio de una existencia que considero estúpida, espantosa, carente de sentido. Por ti hubiera sido capaz de aguantarla. Pero me pides que me convierta en un tirano o, por lo menos, que sea amigo de tiranos. Me pides que apruebe la maldad. No puedo hacerlo. Aunque pudiera no lo haría —la tomó por los hombros y miró el visible estupor que agrandaba sus ojos—. Porque eso haría que al final te odiara, a ti que tanto me cambiaste interiormente. Y yo quiero seguirte queriendo... ¡Siempre te querré! Dorthy se soltó de entre sus brazos. El pensó que existían tratamientos psíquicos para cambiar sus sentimientos y hacer que ella dejara de preocuparse por él. Tarde o temprano se casaría con alguien de los de su clase. Deseó darle un beso de despedida, pero no se atrevió. El coronel De Canda le tendió la mano. —Será mi enemigo, supongo. Pero, con todo, le respeto. Siento simpatía hacia usted y le deseo... buena suerte, Kenri Shaun. —También yo se la deseo a usted... ¡Adiós, Dorthy! Atravesó el salón de baile sin prestar atención a los ojos que se clavaban en él. Pisó el umbral y se dirigió hasta el ascensor. Se sentía aún demasiado atontado para experimentar nada. Eso vendría más tarde. «Theye Barinn es una chica adorable —pensó en alguna parte remota de su mente—. Deberé darme una vuelta por donde vive y verla cuanto antes. Seguramente que juntos seremos muy felices.» Pareció haber transcurrido mucho tiempo cuanto llegó de regreso a la Ciudad. Luego caminó a lo largo de calles desiertas, recogido en su interior, respirando el aire frío y húmedo de la Tierra.
¡ESTAS MUERTO, FOSTER! Philip K. Dick Como de costumbre la clase era una tortura. Sólo que hoy había sido peor. Mike Foster terminó de tejer sus dos cestas impermeables y se quedó sentado, muy erguido, mientras a su alrededor los otros chicos seguían con sus trabajos manuales. En el exterior de la construcción de hormigón y acero, brillaba sin calor un sol de atardecer. En el vivo aire otoñal, las colinas destellaban con matices castaño y verde. Arriba, en el cielo, sobrevolaban la ciudad unos cuantos nats que giraban cansadamente. La enorme e impresionante figura de Mrs. Cummings, la maestra, se acercó silenciosamente a su pupitre. —¿Ya terminaste, Foster? —Sí, señora —respondió cortésmente. Empujó frente a sí las cestas—: ¿Puedo irme ya? Mrs. Cummings examinó las cestas con mirada crítica. —¿Cómo tienes la construcción de la trampa? —preguntó. Foster rebuscó en el cajón de su pupitre hasta sacar una complicada trampa para cazar alimañas. —Está lista, Mrs. Cummings. Y también terminé la navaja. Le mostró el filo cortante del cuchillo de metal brillante que había construido con un pedazo de lámina de tambor de gasolina descartado. La maestra tomó la navaja y, dudando, pasó un dedo experto por el filo de la hoja.
—Es poco fuerte —dictaminó—. La vaciaste demasiado y perderá el filo la primera vez que lo uses. Baja al laboratorio principal de la armería y examina las navajas allí almacenadas. Después vuelve a afilarla de modo que la hoja quede más gruesa. —Mrs. Cummings —dijo Mike Foster con ojos implorantes—, ¿podría arreglarlo mañana? ¿Es preciso que lo haga ahora? Todos sus condiscípulos los observaban con interés. Mike Foster se ruborizó. Le horrorizaba que se fijaran en él y hacerse notar. Pero, necesitaba marcharse. No podía quedarse en la escuela ni un minuto más. Mrs. Cummings se mostró inflexible. —Mañana es día de excavaciones —murmuró—, y no te quedará tiempo para ocuparte de tu navaja. —Sí. Tendré tiempo —verificó Foster, rápidamente— después de excavar. —No, no eres bastante bueno excavando —la vieja maestra observaba los brazos y las piernas enclenques del muchacho—. Creo que lo mejor será que acabes tu navaja hoy mismo. Y que todo el día de mañana te lo pases en el campo. —¿Qué importancia tiene excavar? —preguntó Mike Foster, muy desanimado. —Todo el mundo debe saber excavar —respondió Mrs. Cummings, pacientemente. Sus alumnos rieron sin disimulo y ella los acalló con una mirada de enojo—. Todos sabéis la importancia que tiene excavar. Cuando empiece la guerra, el suelo quedará cubierto por escombros y cascotes. Si deseamos sobrevivir debemos excavar profundamente. ¿De acuerdo? ¿Alguno de vosotros ha observado cómo excavan las ardillas alrededor de las raíces de los arbustos? La ardilla sabe que encontrará algo valioso debajo de la superficie. Todos debemos convertirnos en ardillas. Todos deberemos aprender, a excavar debajo de los escombros y encontrar las buenas cosas, pues allí es donde las encontraremos. Mike Foster, muy fastidiado, cogió bruscamente su navaja mientras Mrs. Cummings se alejaba por el pasillo central. Unos cuantos muchachos sonrieron con desprecio, pero sus risitas ya no podían afectar más su profundo pesar. De bien poco le serviría a él excavar. Cuando cayeran las primeras bombas lo matarían instantáneamente. De nada iban a servirle todas las inyecciones que le habían puesto en brazos y piernas, en pantorrillas y trasero. Había malgastado su dinero: Mike Foster no estaría vivo para pillar cualquiera de las epidemias bacteriales. A menos que... Se levantó de un salto y siguió a Mrs. Cummings hasta la tarima. En una explosión de desespero gritó: —¡Por favor! ¡Debo salir! Tengo algo urgente que hacer. Las cansadas comisuras de los labios de Mrs. Cummings se fruncieron con enojo. Pero los ojos llenos de terror de Mike Foster le impidieron detenerle. —¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Te encuentras mal? El muchacho se quedó paralizado incapaz de responder. Encantada por el espectáculo, toda la clase murmuró y sonrió hasta que Mrs. Cummings dio un golpe seco con el puntero en su escritorio. —¡Silencio! —gritó. En seguida su voz bajó de tono—. Michael, si consideras que no estás funcionando debidamente baja a la clínica psíquica. No tiene objeto que sigas trabajando, si tus reacciones son conflictivas. Miss Groves estará encantada de ponerte en óptimas condiciones... —No, no es eso —aseguró Foster. —¿Qué pasa, entonces? Los alumnos se agitaban en sus asientos. Algunas voces respondieron por Foster cuya lengua ataba su desdicha y su humillación. «Su padre es un anti-P», explicaban algunas voces. «En su casa no tienen refugio ni están registrados en la defensa civil.» «Su padre ni siquiera ha contribuido a los nats.» «Su familia no ha hecho nada.»
Mrs. Cummings miró directamente, presa del mayor desconcierto, al muchacho que seguía callado. —¿No tenéis refugio? —preguntó asombrada. Mike Foster negó con la cabeza. Una extraña sensación se apoderó de la mujer. —Pero... —de muy poco vino que no dijera: Os moriréis todos. Pero se mordió la lengua a tiempo y en vez de eso preguntó—: ¿Dónde pensáis refugiaros? —En ninguna parte —respondieron por él sus compañeros—. Todo el mundo estará metido en su refugio excepto él y su familia que se quedarán en la superficie. ¡Ni siquiera tiene permiso para utilizar el refugio de la escuela! Mrs. Cummings iba de sorpresa en sorpresa. A su manera, como profesora aburrida y rutinaria, había dado por descontado que todos los chicos de la escuela poseían permiso para entrar en las cámaras subterráneas construidas debajo del edificio escolar. No era así, por lo que ahora veía. Sólo los muchachos cuyos padres estuvieran encuadrados en la DC (defensa civil) y contribuyeran al rearme de la comunidad tenían acceso a las cámaras. Si además el padre de Foster era un anti-P... —Está asustado de quedarse sentado entre nosotros —intervinieron los muchachos—. Teme que la guerra estalle mientras esté aquí y sólo nosotros estaremos a salvo en el refugio del colegio. Erró lentamente, las manos profundamente embutidas en los bolsillos, dando puntapiés a las piedras oscuras de la acera. Se estaba poniendo el sol. Cohetes de cercanías, con sus narices achatadas, transportaban viajeros cansados pero felices de estar de regreso a sus casas tras su viaje desde la fábrica situada a más de ciento cincuenta kilómetros al oeste. Algo destellaba en las colinas distantes. Era una torre de radar que daba vueltas lentamente y cuya silueta se recortaba contra el resplandor del ocaso. Había aumentado el número de nats que sobrevolaban la ciudad. Las horas del crepúsculo eran las de mayor peligro: los observadores visuales no podían detectar los misiles de alta velocidad que pudieran acercarse. En el supuesto de que llegaran tales misiles. Una máquina mecánica de transmisión de noticias chillaba cuando pasó Mike. Guerra, muerte, descubrimiento de nuevas y sorprendentes armas tanto en el país como en el extranjero. Continuó caminando con la cabeza muy metida entre los hombros y pasó frente a las conchas de hormigón que servían de casas, todas exactamente iguales, que en realidad eran fortines poderosamente reforzados. Al frente brillaban por encima de los últimos resplandores del ocaso los intermitentes anuncios de neón: pasaba por el distrito comercial bullicioso por el gentío y el tráfico. Se detuvo media manzana antes de alcanzar el enjambre de luces de neón. A su derecha se abría un refugio público, una entrada oscura parecida a un túnel con un torniquete metálico que se destacaba con un brillo opaco. Entrada: cincuenta centavos. Si se encontrara aquí, en este mismo lugar, y dispusiera de cincuenta centavos, sería magnífico. Había entrado varias veces en los refugios colectivos y públicos durante los simulacros de bombardeo. Pero en otras oportunidades —ocasiones horribles y de pesadilla que nunca abandonaban su mente— no dispuso de los cincuenta centavos. Se había quedado mudo y petrificado mientras la gente pasaba empujando a su lado. Y por doquier se oía el estrepitoso ulular de las sirenas. Prosiguió lentamente su caminata hasta que llegó a la mancha más brillante de luces, las salas de exhibición, inmensas y deslumbrantes, de la General Electronics. Éstas cubrían dos manzanas enteras, iluminadas por todas partes, formando un enorme rectángulo de puro color y radiación. Se detuvo y examinó por enésima vez las formas fascinantes, la exhibición que siempre lo atraía y le obligaba a hacer un alto cada vez que pasaba por el lugar, hipnotizado.
En el centro de aquel vasto salón sólo se exhibía una pieza única. Era un conjunto de maquinaria impresionante, muy sofisticada y que parecía latir. Estaba montada sobre un andamiaje, caballetes y riostras. Todas las luces del local enfocaban aquella pieza única. Y letreros inmensos anunciaban sus ventajas incontables... como si alguien pudiera dudar de las mismas. ¡YA LLEGÓ! ¡AQUÍ ESTA! EL NUEVO REFUGIO SUBTERRÁNEO A PRUEBA DE BOMBAS Y DE RADIACIONES. COMPROBAD SUS CARACTERÍSTICAS ESTELARES: —Ascensor de descenso automático, a prueba de atasco, autopropulsado, cerraduras e-z. —Casco de triple envoltura garantizado para soportar presiones de hasta 5 gremios sin pandearse. —Sistema de aire acondicionado accionado por fuerza A. —Red autónoma para purificación del aire. —Tres procesos sucesivos para descontaminar el agua y los alimentos. —Cuatro fases higiénicas para exposición prebronceadora. —Proceso completo antibiótico. —Sistema de pago a plazos e-z. Se quedó con la vista clavada en el refugio durante mucho rato. A grandes rasgos se trataba de un enorme tanque, con una entrada en un extremo que era la de descenso, y en el otro una compuerta de salida. Era totalmente autosuficiente: un mundo en miniatura que producía su propia corriente eléctrica, calefacción, aire, agua, medicinas y un surtido prácticamente inagotable de comida. Una vez totalmente aprovisionado tendría cintas de video y audio, espectáculos, juegos, camas, butacas, videopantalla, en fin una réplica exacta del hogar de la superficie. Se trataba en realidad de un hogar subterráneo. Contaba con todo cuanto fuera necesario para vivir o entretenerse. Una familia podía vivir segura, incluso cómodamente, bajo el más severo ataque de bombas H o de fumigaciones bacteriológicas. Su coste: veinte mil dólares. Mientras contemplaba boquiabierto y en silencio la impresionante exhibición, uno de los empleados salió en dirección a la cafetería. —¡Hola, chico! —saludó automáticamente cuando pasó al lado de Mike Foster—. Maravilloso, ¿verdad? —¿Podría entrar? —suplicó inmediatamente—. ¿Me permite meterme en su interior? El dependiente reconoció al muchacho y se detuvo. —Tú eres el muchacho —dijo lentamente—, el condenado muchacho que siempre vienes a importunarnos... —¡Me gustaría tanto meterme dentro! Sólo un par de minutos. No estropearé nada... se lo juro. Ni siquiera tocaré nada. El vendedor era bien parecido, joven, rubio y tendría a lo sumo veinticuatro años. Titubeó. Sus reacciones se dividían. Por una parte el chico era una lata. Pero por otra debía considerar que tenía una familia y eso representaba un posible cliente. Los negocios andaban mal, estaban a finales de septiembre y seguía mala la temporada de ventas. De nada le serviría decirle al muchacho que se fuera a vender de puerta en puerta diarios magnéticos. Por otra parte era mala práctica comercial alentar a gente menuda a dar vueltas a las mercancías. Hacían perder el tiempo, rompían cosas, sisaban artículos pequeños cuando nadie les veía... —¡Ni hablar! —dijo el vendedor tajante—. Oye, muchacho, dile a tu padre que se dé una vuelta por aquí. ¿Lo ha visto, él, este portento? —Claro —dijo Mike.
—¿Qué espera entonces? —el vendedor trazó con la mano un amplio ademán en dirección al artilugio—. Le pagaremos un precio razonable por su viejo refugio, teniendo en cuenta, claro está, la antigüedad del modelo y el estado en que se encuentre. ¿Qué modelo tenéis? —No tenemos ninguno —confesó Mike Foster. El vendedor parpadeó con incredulidad. —¿Cómo dijiste? —Mi padre dice que es un despilfarro. Dice que sólo pretenden asustar a la gente para que compre aparatos que no necesitan. Dice... —¿Tu padre es un anti-P? —interrumpió el vendedor. —Sí —Mike Foster bajó los ojos, avergonzado. El dependiente se quedó sin aliento. —¡Cuánto lo siento, chico! No podremos hacer negocio. No es culpa tuya, desde luego —el joven rubio parecía no tener prisa—. Pero, ¿qué diablos le pasa a tu padre? ¿Contribuye por lo menos a la compra de nats? —No. El vendedor soltó unos tacos en voz baja. Un agarrado, que se desentendía de todo, que se sentía a salvo gracias a que el resto de la comunidad contribuía con un treinta por ciento de sus ingresos a mantener siempre en estado de alerta un complejo sistema de defensa. Seguían existiendo unos cuantos tipos parecidos, en todas las ciudades. —¿Qué dice tu madre? —le preguntó—. ¿Está de acuerdo con él? —Mi madre dice... —la voz de Mike Foster se quebró—. ¿No podría dejarme que bajara un rato al interior mientras tanto? Le juro que no romperé nada. ¡Solamente una vez! —¿Cómo iríamos a venderlos si dejáramos que los chicos andarán metiéndose dentro? No lo tenemos como aparato de demostración sino para venderlo... ¡Estamos ya muy escarmentados! —la curiosidad del vendedor iba en aumento—. ¿Cómo se las compone un tipo para convertirse en un anti-P? ¿Siempre ha pensado igual o le ha ocurrido algo extraordinario? —Mi padre dice que se vende a la gente tantos coches, lavadoras, y televisores como pueden usar. Dice que los nats y los refugios antiaéreos no sirven para nada y en consecuencia la gente nunca compra todos los que podría usar. Dice que las fábricas pueden seguir produciendo eternamente armas y máscaras antigás, y que mientras la gente siga estando asustada seguirán pagando su producción porque creen que, de no hacerlo así, pueden morir. Quizás un hombre puede cansarse de pagar cada año por un coche nuevo y deje un día de pagar, pero dice que nunca dejarían de adquirir refugios para proteger a sus hijos. —¿Y tú te crees ese rollo? —preguntó el vendedor. —Desearía con toda el alma poseer ese refugio —respondió Mike Foster—. Si tuviéramos un refugio como éste, todas las noches bajaría a su interior y ahí dormiría. Me encontraría en el lugar adecuado cuando se presentara el momento. —Tal vez no haya guerra en definitiva —el vendedor era hombre de buen corazón y sonrió al muchacho con ánimo de tranquilizarlo, pues lo veía muy asustado—. ¡No te preocupes excesivamente! Seguramente ves demasiados videos. ¿Por qué no sales y juegas un poco aunque sólo sea para variar? —Nadie puede considerarse seguro en la superficie —manifestó Mike Foster—. Debemos escondernos debajo de la tierra. Y no tengo ningún lugar donde meterme. —Mándame a tu padre —insinuó el vendedor que ya empezaba a sentirse incómodo—. Tal vez podré convencerle. Tenemos muchas modalidades de pago a plazos. Dile que cuando venga pregunte por mí, por Bill O'Neill. ¿De acuerdo? Mike Foster se alejó y se perdió en la oscuridad de la calle. Sabía que a esta hora ya debiera de estar en casa, pero caminaba arrastrando los pies y sentía su cuerpo pesado y torpe. Y su fatiga hizo que recordara lo que el entrenador había dicho el día antes durante los ejercicios. Estaban haciendo prácticas de contener la respiración a base de llenarse
de aire los pulmones y echar a correr. Él lo había hecho mal. Los otros seguían con la cara enrojecida y corriendo cuando él tuvo que detenerse. Soltó el aire y se quedó de pie jadeando frenéticamente por falta de aliento. —Foster —había dicho el entrenador, muy irritado—. ¡Estás muerto! ¿Lo sabías? Si esto hubiera sido un ataque real de gases... —había meneado cansadamente la cabeza— : Ve allá, al fondo, y haz prácticas tú solo. Debes mejorar mucho si esperas sobrevivir. Pero él no confiaba en sobrevivir. Cuando llegó al porche de su casa notó que las luces de la sala de estar seguían encendidas. Oyó la voz de su padre y muy débilmente la de su madre que hablaba desde la cocina. Cerró la puerta y empezó a quitarse la chaqueta. —¿Eres tú? —preguntó su padre. Bob Foster estaba tumbado en su sillón y encima de las rodillas se amontonaban cintas magnéticas y tarjetas perforadas de su tienda de mobiliario y accesorios—. ¿Dónde estuviste? Ya hace más de media hora que la cena está servida —se había quitado la chaqueta y llevaba la camisa arremangada. Sus brazos parecían pálidos y delgados, pero musculosos. Se le veía cansado, tenía ojos grandes y oscuros y su pelo empezaba a escasear. Nerviosamente revolvía las cintas magnéticas y las tarjetas de un montón al otro. —¡Perdón, papá! —dijo Mike Foster. Su padre consultó su reloj de bolsillo. Seguramente era el único en la ciudad que seguía usando reloj de bolsillo. —Ve a lavarte las manos. ¿Qué estuviste haciendo? —miró atentamente a su hijo—. Te veo muy raro. ¿Te encuentras bien? —Estuve en el centro comercial —dijo Mike Foster. —¿Haciendo qué? —Contemplando los refugios. Sin proferir palabra, su padre se apoderó de un puñado de informes del negocio y los metió en una carpeta. Frunció sus delgados labios y aparecieron unas profundas arrugas en su frente. Bufó de rabia cuando un montón de rollos de cinta se le escapó de entre las manos. Se dobló con dificultad para recogerlos del suelo. Mike Foster ni simuló querer ayudarle. Se dirigió a un armario y colgó la chaqueta. Cuando regresó, su madre estaba dirigiendo la mesa de la comida hacia el comedor. Comieron en silencio, concentrados en la comida y sin que ninguno mirara al otro. Finalmente su padre rompió el silencio. —¿Qué viste? Supongo que los mismos perros con distintos collares, ¿verdad? —Están exhibiendo los modelos del 1993 —respondió Mike. —Iguales a los modelos del 1992 —su padre tiró con furia sobre la mesa el tenedor. La mesa se abrió y lo absorbió—. Unas cuantas virguerías nuevas, unos cuantos niquelados más. Pero en el fondo, son los mismos —de repente miró de hito en hito a su hijo, desafiante—. ¿Es como digo? Mike Foster, muy abatido, jugueteaba con su pollo a la crema. —Los nuevos modelos tienen un ascensor de descenso a prueba de atasco. No hay peligro de que uno se quede parado a medio camino de descenso. Es muy simple, se entra en el refugio y éste se encarga de todo lo demás. —El modelo del próximo año te recogerá y te introducirá automáticamente al interior. El modelo de este año estará pasado de moda tan pronto como la gente lo haya adquirido. Es eso lo que pretenden... que la gente siga comprando. Pondrán nuevos modelos a la venta con tanta rapidez como puedan. No estamos en 1993, aún no hemos acabado el 1992. ¿Por qué ya salió el modelo de un año que aún no hemos empezado? ¿No pueden esperar acaso? Mike Foster no dijo esta boca es mía. Ya conocía la tonada puesto que la había oído muchas veces. Nunca había nada que fuera nuevo, sólo un poco más de cromo, un poco más de extras. Y sin embargo, los modelos antiguos se convertían en anticuados. Su
padre explicaba sus argumentos en voz alta, con pasión, casi con frenesí, pero carecían de sentido. —Compremos entonces uno viejo —dijo bruscamente—. A mí me da igual, cualquiera servirá. Incluso uno de segunda mano. —No, el que tú quieres es el más moderno, brillante y reluciente para impresionar a los vecinos. Con muchos botones y palancas y máquinas adicionales. ¿Cuánto piden por él? —Veinte mil dólares. Su padre respiró ruidosamente. —Así de simple. ¡Veinte mil dólares! —repitió. —Ofrecen facilidades de pago. —Claro, faltaría más. Y pagas durante el resto de tu vida. Intereses, comisión de cobro, etcétera. ¿Y qué duración tiene la garantía? —Tres meses. —¿Qué pasa cuando se avería? Pues que deja de descontaminar y purificar. Empezará a fallar por todas partes tan pronto como hayan transcurrido los tres meses. Mike Foster meneó la cabeza, negando. —No. ¡Es enorme y muy resistente! Su padre se sonrojó. Era un hombre pequeño, delgado, de poca osamenta. De repente pensó en su vida de batallas perdidas, luchando a brazo partido para abrirse camino, coleccionando cuidadosamente y aferrándose a algo, un empleo, dinero, su tienda de menudeo, de tenedor de libros a gerente y finalmente propietario. —Nos atosigan para que mantengamos las ruedas girando —gritó desesperado a su hijo y a su mujer—. ¡No quieren otra depresión! —Bob —dijo su mujer, lenta y pacíficamente—, termina de una vez. No puedo más... Bob Foster parpadeó. —¿De qué diablos estás hablando? —murmuró—. ¡Soy yo quien está cansado! ¡Malditos impuestos! Ya no le es posible a un comercio pequeño seguir luchando con todas esas grandes cadenas comerciales. Debería haber una ley —arrastró la voz—: Creo que ya no voy a comer nada más —se levantó de la mesa y se puso de pie—: Voy a echar una siesta en el sofá. La cara delgada de su mujer estaba encendida de ira. —¡Necesitamos uno! No puedo soportar la forma como hablan de nosotros. Todos los vecinos, todos los clientes, todos los que lo saben. No puedo ir a ninguna parte ni hacer nada sin oír siempre la misma canción, desde el día ese que izaron la bandera. ¡Anti-P! Eres el último en toda la ciudad. Esos trastos están dando vueltas por encima de nuestras cabezas y todo el mundo contribuyendo a su sostenimiento, excepto nosotros. —¡No! —insistió Bob Foster—. No puedo comprarlo. —¿Por qué no? —Porque —respondió lisa y llanamente—, no podemos permitírnoslo. Sobre el comedor se abatió un profundo silencio. Finalmente fue Ruth quien lo rompió. —Lo pusiste todo en ese comercio. Y de todos modos el negocio se va a la porra. Eres exactamente como una urraca almacenando cuanto encuentras, en ese cuchitril. Ya nadie compra muebles ni objetos de madera: son una reliquia... una curiosidad. Dio un fuerte golpe sobre la mesa y pegando un salto empezó a recoger los platos vacíos, como si fuera un animal sorprendido. Corría furiosamente como una lanzadera del comedor a la cocina y regresó mientras los platos se agitaban en el lavavajillas. Bob Foster suspiró con cansancio. —No nos peleemos... Me voy a la sala de estar. Déjame echar una siesta de una hora más o menos. Tal vez podamos volver a hablar del asunto después. —Siempre después —dijo Ruth, con amargura. Su esposo desapareció en la sala de estar. Era una figura menuda, cargada de espaldas, desaseada y opaca y sus omoplatos semejaban alas quebradas.
También Mike se levantó de la mesa. —Voy a hacer mis deberes escolares —dijo, y siguió a su padre. En su cara aparecía una extraña sonrisa. La sala de estar estaba tranquila: apagada la videopantalla y atenuada la intensidad de las lámparas. Ruth se encontraba en la cocina fijando los controles del horno para que se cocieran todos los platos del mes siguiente. Bob Foster estaba echado en el sofá, la cabeza apoyada en un cojín y se había quitado los zapatos. Su cara traicionaba su cansancio. Mike titubeó unos segundos antes de hablar. —¿Puedo pedirte algo, papá? Su padre gruñó, se desesperezó y abrió los ojos. —¿Qué quieres? Mike se sentó frente a él. —Cuéntame de nuevo cómo le diste consejo al presidente. Su padre se incorporó y luego se sentó erguido en el sofá. —No le di ningún consejo al presidente. Me limité a hablar con él. —Cuéntamelo. —Te lo conté más de mil veces, con mucha frecuencia, desde que eras niño. Además tú estabas conmigo —su voz se suavizó al recordarlo—. Eras aún un niño que empezaba a andar... Recuerdo que aún te llevábamos en brazos. —¿Qué aspecto tenía el presidente? —A decir verdad... —empezó a decir su padre, dejándose llevar por una rutina que se había traducido en exactamente las mismas palabras con el transcurso de los años—, tenía el mismo aspecto que vemos en la videopantalla. Tal vez un poco más pequeño de como aparece en ella. —¿Por qué vino a nuestra ciudad? —preguntó Mike sumamente interesado, a pesar de que conocía lo sucedido en sus mínimos detalles. El presidente era su héroe, el hombre que admiraba más en todo el mundo—. ¿Por qué hizo tan largo viaje para visitar nuestra ciudad? —Estaba de gira —en la voz del padre se incrementó un deje de amargura—. Simplemente, su paso por nuestra ciudad estaba previsto en su itinerario. —¿Qué objeto tenía la gira? —El de visitar muchas ciudades de todo el país —la aspereza de su voz iba en aumento—. Quería apreciar de primera mano cómo nos comportábamos: ver si habíamos comprado bastantes nats, refugios antiaéreos, inyectables contra las epidemias, caretas antigás y redes de radar para repeler cualquier ataque. La General Electronics acababa de instalar sus grandes exhibiciones y escaparates... todo muy brillante, reluciente, costoso. Eran los primeros equipos de defensa al alcance de todos los bolsillos... — frunció los labios con desprecio—. Y todo con facilidades de pago. Habría muchos letreros, carteles, proyectores. A las damas se les obsequió con gardenias y bocadillos. Mike Foster contenía el aliento, admirado. —Ése fue el día que el presidente nos entregó nuestra bandera de «Preparados» —dijo Mike con orgullo—. Ése fue el día que vino para dárnosla, confiarla en nuestras manos. Y la izaron en el asta que hay en el centro de la ciudad y todo el mundo gritaba y prorrumpía en vítores... —¿Lo recuerdas? —le preguntó su padre. —Claro que lo recuerdo... Recuerdo el gentío y los gritos, y que era un día muy caluroso. ¿Era en junio verdad? —En efecto, el diez de junio de 1985. ¡Una gran festividad! En aquel entonces eran pocas las ciudades que contaban con la gran bandera verde. La gente aún compraba coches y televisores. No se habían dado cuenta de que aquellos días tocaban a su fin.
Los televisores y los coches tienen cierta utilidad... sólo pueden manufacturarse y venderse cantidades determinadas. —Te dio la bandera a ti, ¿verdad? —Bueno, en realidad la entregó a todos los comerciantes. La cámara de comercio lo había arreglado de ese modo. Una competencia entre ciudades: ver quién podría comprar más y cuanto antes. Mejorar la propia ciudad y al mismo tiempo estimular los negocios. Claro está, la idea era que si teníamos que comprar por nuestra cuenta las caretas antigás y los refugios cuidaríamos de ambos con mayor esmero. Como si alguna vez se nos hubiera ocurrido estropear los teléfonos o las aceras de las calles... O las carreteras, si vamos a ver, ya que también éstas las construye el estado. O los ejércitos. ¿No ha habido por ventura ejércitos desde siempre? ¿Acaso no es desde siempre que el gobierno organiza la defensa civil antiaérea? Supongo que los gastos para la defensa son astronómicos. Y me imagino que pensaron que de esta forma rebajarían muchísimo la deuda nacional. —Cuéntame lo que dijo —susurró Mike Foster. Su padre buscó a tientas su pipa y la encendió con las manos temblorosas. —Dijo, textualmente: ¡Aquí os entrego vuestra bandera, amigos! ¡Habéis hecho un buen trabajo! —Bob Foster empezó a toser mientras el humo acre de la pipa entraba en sus pulmones—. El presidente presentaba un semblante rubicundo, bronceado, y hablaba con mucha desenvoltura. Sudaba y sonreía. Sabía cómo comportarse. Sabía el nombre de pila de muchos de los presentes. Hasta contó una historia divertida. El muchacho le escuchaba boquiabierto y con admiración. —Y vino hasta aquí y tú le hablaste... —En efecto —confirmó su padre—. Hablé con él. Todo el mundo le ovacionaba y lanzaba vítores. Izaron la bandera, la gran bandera verde de «Preparados». —Y tú dijiste... —Le dije al presidente: ¿Eso es todo lo que nos trajo? ¿Un retal de tela verde? —Bob Foster aspiró profundamente la pipa—. Fue en aquel momento que me convertí en un anti-P. Sólo que entonces no me di cuenta cabal. Cuanto comprendí es que nos dejaban solos con nuestro retal de tela verde. Deberíamos haber sido un país, una nación unida, ciento setenta millones de ciudadanos trabajando al unísono para defendernos. En vez de eso nos encontramos con un montón de ciudades separadas, pequeños fuertes amurallados. Deslizándose y yendo hacia atrás, retrocediendo a una nueva Edad Media. Cada ciudad alistando sus propias tropas... —¿Crees que el presidente regresará? —preguntó Mike. —Lo dudo... Simplemente vino de paso. —En caso de que regresara... —susurró Mike, tenso y sin osar esperarlo—: ¿Podremos verlo? ¿Podremos mirarle a la cara? Bob Foster cambió de posición. Ahora se sentó en el sofá. Sus brazos desnudos se veían pálidos y huesudos, y su semblante aparecía gris por el cansancio. Preguntó resignado: —¿Cuánto dijiste que valía ese maldito trasto que viste? —su voz enronqueció—. Me refiero al refugio que exhiben... El corazón de Mike pareció dejar de latir. —Veinte mil dólares. —Estamos a jueves. El próximo sábado nos daremos una vuelta por allí tu madre y yo —Bob Foster sacudió la ceniza de su pipa—. Lo compraremos para pagarlo a plazos. Pronto empezarán las ventas de otoño y generalmente en esa época el negocio me va bien... la gente compra muebles de madera como regalos de Navidad —se levantó de repente del sofá—. ¿Estás contento? Mike no podía hablar, y se limitó a asentir con la cabeza. —De acuerdo —dijo su padre con forzada alegría—. Ahora ya no tendrás que darte más vueltas por la tienda para contemplarlo en el escaparate.
Instalaron el refugio... a cambio de doscientos dólares adicionales. Se ocupó de hacerlo un equipo muy diligente de operarios que vestían chaquetas color castaño con las palabras GENERAL ELECTRONICS bordadas en la espalda. Rápidamente el patio trasero adquirió su fisonomía de costumbre. Con rápidas paletadas colocaron de nuevo en su lugar la tierra, las flores y los arbustos, alisaron la superficie y discretamente deslizaron la factura por debajo de la puerta de entrada. El enorme camión de entregas, vacío de su carga, se alejó calle abajo y de nuevo reinó el silencio en el barrio. Mike Foster estaba parado en el porche trasero de su casa con su madre, acompañados por un grupo de vecinos admirados. —¡Por fin! —exclamó Mrs. Carlyle—. Ahora también tenéis vuestro refugio. Y es el mejor modelo que se fabrica. —En efecto —aprobó Mrs. Foster. Era muy consciente de los vecinos que la rodeaban. Hacía mucho tiempo que no había recibido la visita de tantos de una sola vez. Una satisfacción feroz apareció en su cara demacrada que casi parecía de resentimiento—. ¡Se nota la diferencia! —dijo con sarcasmo. —Claro —asintió Mr. Douglas camino de la calle—. Ahora contáis con un lugar donde ir —tenía entre sus manos el gran manual de instrucciones que habían dejado los operarios de la empresa—. Según dice aquí, podéis almacenar provisiones por un año completo. Se puede vivir ahí dentro todo un año sin necesidad de salir a la superficie —meneó la cabeza con admiración—: El mío es de un tipo anticuado. Es modelo 1992. Sólo se puede almacenar por seis meses. Pienso que tal vez... —No pienses nada —le interrumpió su mujer—. Aún es bastante bueno para nosotros —aparecía de todos modos un matiz de deseo en sus palabras—. ¿Nos dejarías bajar a echarle una ojeada, Ruth? Ya está en funcionamiento y listo para ser usado, ¿verdad? Mike carraspeó. Parecía que se atragantaba. Dio unas cuantas zancadas rápidas hacia el refugio. Su madre sonrió, comprensiva. —Él es quien debe bajar antes que nadie. Será quien le dé la primera ojeada... En realidad lo compramos para él, ¿comprendéis? Con los brazos plegados para protegerse del glacial viento de septiembre, el grupo de hombres y mujeres se quedó de pie observando y esperando mientras el muchacho se acercaba a la boca de entrada del refugio y se detenía unos pocos pasos antes de llegar. Luego penetró con sumo cuidado en el refugio, casi asustado de tocar nada. La boca de entrada era muy amplia para él, había sido calculada para que pudiera entrar cualquiera, por fornido que fuera. Así que el ascensor notó su peso inició el descenso al interior. Con un suave zumbido el ascensor se deslizó por el tubo, oscuro como la pez, que llegaba hasta el cuerpo del refugio. Mike notó cómo el ascensor daba contra los muelles amortiguadores y salió de la cabina. El ascensor emprendió de inmediato él camino de regreso hasta la entrada, y simultáneamente quedó sellado el refugio subterráneo. El ascensor se convertía en un tapón, de plástico y acero, en la parte superior del tubo de acceso. Automáticamente se encendieron todas las luces a su alrededor. El refugio estaba ahora desnudo y desprovisto de todo ya que aún no había sido aprovisionado. Olía a barniz y a grasa de motores. Bajo sus pies los generadores zumbaban sordamente. Su sola presencia activaba los sistemas purificadores y descontaminadores. En la lisa pared de hormigón se veían varios diales y manómetros que de repente se pusieron en actividad. Se sentó en el suelo con las rodillas encogidas, los ojos bien abiertos y con semblante solemne. No se oía otro ruido que el de los generadores. Estaba en el interior de un cosmos pequeño y autosuficiente completamente aislado del mundo exterior. Ahí tenía cualquier cosa que quisiera... o pronto la tendría: comida, agua, aire, juegos y aparatos
con los que pasar el tiempo. No necesitaba nada más. Sólo con levantarse tendría al alcance de la mano cuanto precisara. Podría quedarse encerrado para siempre sin preocuparse en lo más mínimo. Sin echar nada de menos, sin temores, con sólo el ruido de los generadores ronroneando bajo el suelo y las paredes ascéticas y lisas a su alrededor, cálidas, totalmente amigas, como si fuera un contenedor viviente. Repentinamente prorrumpió en un grito, un grito fuerte de júbilo que reverberó y produjo ecos de pared a pared. El rebote de su voz casi le ensordeció. Cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. La alegría le embargaba. Volvió a gritar y dejó que el eco de su grito lo envolviera, su propia voz, ampliada por las paredes cercanas, tan increíblemente resistentes. Sus compañeros de escuela ya lo sabían aún antes de que él llegara. Lo saludaron cuando vieron que se acercaba, todos sonrientes y dándose codazos unos a otros. —¿Es verdad que tus viejos compraron el nuevo modelo 83-S de la General Electronics? —preguntó Earl Peters. —Sí —respondió Mike. Su corazón se hinchaba con una confianza que nunca había experimentado antes—. Venid por mi casa —agregó, simulando no darle importancia—. Os lo enseñaré. Pasó frente a sus condiscípulos, consciente de sus caras de envidia. —¡Adiós, Mike! —lo saludó Mrs. Cummings, cuando abandonaba la clase al final de la jornada—. ¿Cómo te sientes? Se detuvo junto a la tarima, tímido pero rebosante de un orgullo que disimulaba. —¡Maravillosamente! —admitió. —¿Ya contribuye tu padre a los nats? —Sí. —¿Ya te dieron permiso para poder entrar en el refugio de esta escuela? Mike, con la cara radiante, adelantó un brazo para que la profesora viera el pequeño sello azul que colgaba de una cadenita en su muñeca. —Mandó un talón al ayuntamiento pagando todo. Mi padre dijo: «Puesto que ya llegamos hasta aquí, ¿por qué no recorrer lo que resta de camino?» —Ahora ya tienes todo cuanto tienen los demás —la vieja maestra le sonrió—. ¡No sabes cuánto me alegro! Ahora te has convertido en un pro-P, excepto que tal expresión no existe. Eres, simplemente... como todo el mundo. Al día siguiente, los periódicos automáticos chillaban la noticia. Se trataba de la exclusiva de la nueva arma soviética: las postas perforadoras. Bob Foster, parado en medio de la sala de estar, llevaba entre sus dedos la cinta que contenía las noticias. Su cara delgada estaba sofocada por la furia y el desespero. —¡Malditos sean! ¡Es un complot! —su voz se elevaba con desconcertado frenesí—. Acabamos de comprar el trasto ese y ¡mira! ¡Mira! —mostró la cinta magnética a su mujer—. ¿Lo ves? ¡Te lo dije! —¡Ya lo vi! —respondió su mujer con malos modos—. A buen seguro que estás convencido de que esperaban a dar la noticia pensando en ti. Mira, Bob, continuamente mejoran los armamentos. La semana pasada dieron cuenta de esos copos impregnadores. Esta semana tocó su turno a las postas perforadoras. Supongo que no pretenderás que detengan las ruedas del progreso simplemente porque cediste finalmente y compraste el refugio. El hombre y su mujer estaban frente a frente. —¿Qué diablos vamos a hacer? —preguntó Bob Foster, con tristeza. Ruth se metió en la cocina. Mientras se iba, dijo: —Oí decir que pronto fabricarían adaptadores... —¡Adaptadores! ¿Qué quieres decir?
—Unos adaptadores para que la gente no tenga que comprar nuevos refugios. Ya salió un anuncio comercial sobre eso en la videopan talla. Según parece van a poner una especie de red metálica a la venta tan pronto como el gobierno apruebe el modelo. Se extiende sobre el suelo, encima del refugio, e intercepta las postas perforadoras. Las mantiene a raya y hace que exploten en la superficie y así no pueden taladrar el suelo y penetrar en el refugio. —¿Cuánto cuestan? —No lo dijeron. Mike Foster estaba sentado, hecho un ovillo, en el sofá y escuchaba. Ya había oído las noticias en el colegio. Tenían examen de identificación de bayas, observaban muestras de bayas silvestres encerradas en estuches de plástico y debían distinguir las útiles de las tóxicas. En eso estaban, cuando la campana de la escuela sonó convocando a una asamblea general. El director les leyó las noticias referentes a las postas perforadoras y luego les dio una explicación rutinaria acerca de los tratamientos de primeros auxilios para una nueva variedad de tifus que recientemente se había desarrollado. Sus padres seguían arguyendo. —No nos quedará más remedio que comprarla —dijo Ruth Foster muy tranquila—, de otro modo no significará ninguna diferencia el que hayamos adquirido el refugio. Las postas perforadoras han sido inventadas específicamente para penetrar la superficie y buscar el calor. Así que los rusos las produzcan en gran escala... —Compraré una —dijo Bob Foster—. Compraré una red antipostas y cualquier otra cosa que me ofrezcan. Compraré todo lo que pongan en el mercado... ¡Nunca dejaré de comprar! —No es tan grave la cosa. —¿Sabes algo? —preguntó Bob Foster—. Este juego tiene una enorme ventaja sobre venderle a la gente coches y televisores. Con algo como eso, debemos comprar. No se trata de un lujo, algo grande y ostentoso para deslumbrar a los vecinos, algo de lo que podamos prescindir. Es algo que si no lo compramos podemos morir. Siempre dijeron que el mejor medio para vender era crear deseo en la gente. Crear un sentimiento de inseguridad... decirles que huelen mal o que se les ve ridículos... Pero este asunto convierte en un chiste los desodorantes y las cremas para el cabello. De este asunto sí que no puedes escaparte. Si no lo compras, te matarán. El no va más, como argumento comercial. Ahí tienes el nuevo eslogan: Compra o muere. Coloca un refugio nuevo y brillante de la General Electronics en el patio de tu casa o morirás. —¡No sigas hablando en este tono! —espetó Ruth. Bob Foster se dejó caer desalentado en una silla junto a la mesa de la cocina. —¡Está bien, está bien! ¡Me rindo! Lo que vosotros digáis. —¿Comprarás una red? Creo que las pondrán a la venta en Navidad. —¡Claro! —exclamó Foster—. Muy adecuado como regalo de Navidad —apareció un raro brillo en su semblante—. Compraré una de esas malditas redes para Navidad... y lo mismo hará todo el mundo. Los adaptadores «pantalla GEC», fueron una sensación. Mike Foster caminaba lentamente entre el gentío que atestaba las aceras. Era el mes de diciembre, a la hora del crepúsculo. En todos los escaparates se veían deslumbrantes los adaptadores. De todas formas, de todos los tamaños, adaptables a cualquier tipo de refugio. De todos los precios, al alcance de todos los bolsillos. La multitud reía y estaba excitada, era la típica aglomeración de todas las Navidades. Todo el mundo parecía del mejor humor. Quien más quien menos cargado de paquetes y todos enfundados en gruesos abrigos. El aire era blanco por los copos que caían. Los coches avanzaban con cautela a lo largo de las calles en las que parecía no caber un coche más. Y por todos
lados las inmensas lunas de los establecimientos inundados de luz y reflejando los abundantes rótulos de neón. Pero su hogar estaba a oscuras. Sus padres aún no habían regresado. Ambos estaban en la tienda, trabajando. Los negocios no iban como esperaban y su madre reemplazaba a un empleado que tuvieron que despedir. Mike sostuvo en alto la mano frente a la cerradura codificada e inmediatamente la puerta se abrió. La calefacción automática mantenía la casa a una agradable temperatura. Se quitó el abrigo y echó a un lado los libros de la escuela. Se quedó muy poco rato en el interior de la casa. Su corazón palpitaba excitado. Se encaminó en seguida hacia la puerta trasera y entró en el porche. Se esforzó para hacer un alto, giró en redondo y volvió a entrar en la casa. Era mucho mejor no precipitar las cosas. En su imaginación había elaborado cada instante del procedimiento, desde el momento que viera la pequeña elevación de la boca de entrada que se siluetaba reforzada y firme contra el cielo del atardecer. Lo había convertido en todo un arte, ni el menor despilfarro de movimientos. El procedimiento había sido perfilado y planeado hasta el menor de los detalles para convertirse en algo maravilloso. La primera sensación abrumadora de presencia cuando la boca de entrada al refugio se aparecía ante sus ojos. Luego aquella corriente de aire que le alegraba las pajarillas cuando el ascensor se sumía en el interior hasta llegar al piso del refugio. Y la misma magnificencia del habitáculo, Cada tarde, así que llegaba a su hogar, se colaba en el refugio debajo de la superficie, escondido y protegido en su silencio de acero. Es lo que había hecho desde el primer día. Pero ahora la cámara estaba llena, no vacía como cuando la instalaron. Llena con incontables latas de conserva, cojines, filtros, cintas de video y de audio. Colgaban grabados de las paredes y cortinas de colores brillantes, de todo tipo y color. Incluso algunos jarrones con flores. El refugio era su rincón, donde él se sentaba acurrucado, rodeado por todo cuanto pudiera necesitar o desear. Retrasó el momento tanto como pudo y apresuradamente buscó en el interior de la casa algunas cintas de audio. Se sentaría en el refugio hasta la hora de la cena para oír Viento en los sauces. Sus padres sabían dónde buscarlo: siempre bajo tierra. Se avecinaban dos horas de felicidad ininterrumpida, solo consigo mismo en la intimidad del refugio. Y luego, cuando terminaran de cenar, regresaría para quedarse allí hasta la hora de acostarse. Algunas veces, ya muy avanzada la noche y cuando sus padres dormían profundamente, salía silenciosamente de la casa, llegaba hasta la boca de entrada y se adentraba en la profundidad silenciosa. ¡Escondido hasta la mañana! Cuando hubo encontrado la cinta de audio atravesó corriendo la casa y el porche posterior hasta llegar al patio. El cielo era de un gris triste atravesado por columnas de humo y cubierto de negros nubarrones. Las luces de la ciudad iban encendiéndose unas tras otras. El patio aparecía frío y hostil. Caminó con cuidado al bajar los peldaños... y se quedó helado. Surgía amenazadora una profunda cavidad. Una monstruosa boca abierta, vacía y sin dientes, que parecía bostezar al infinito. Y no se veía nada más. El refugio había desaparecido. Se quedó parado allí un tiempo indeterminado. Una mano apretando la cinta de audio y la otra aferrada fuertemente a la barandilla del porche. Cayó la noche y el negro agujero se confundió con las tinieblas. El mundo en su totalidad se hundía en el silencio y en un abismo amedrentador. Pronto titilaron unas estrellas débiles y se encendieron asimismo las luces de las casas del vecindario. Pero el muchacho no veía nada. Se quedó parado sin moverse, el cuerpo duro como petrificado, con la vista fija en la gran sima donde estuvo instalado el refugio. Al cabo de un rato era su padre quien estaba de pie a su lado. —¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —le preguntó su padre—. ¿Cuánto hace, Mike? ¡Responde!
Haciendo un vigoroso esfuerzo, Mike logró arrancarse del lugar. —Habéis llegado temprano hoy —murmuró. —Dejé la tienda más temprano a propósito. Quería estar aquí cuando... tú llegaras. —¡Se fue! —exclamó Mike con un hilo de voz. —Sí —la voz de su padre era fría, carente de emoción—. El refugio se fue. ¡Lo siento, Mike! Les llamé y les dije que vinieran a recogerlo. —¿Por qué? —No podía pagarles. Mucho menos esta Navidad, cuando nadie piensa en otra cosa que en la compra de redes antipostas y yo no puedo competir contra eso —se le quebró la voz y luego prosiguió con el mayor de los desalientos—: Fueron muy correctos conmigo. Tuvieron la bondad de devolverme la mitad del dinero que les había pagado — su voz se torció en un gesto de ironía—: Sabía que si llegaba a un acuerdo con ellos antes de Navidad saldría mejor librado. Ahora podrán revenderlo a alguien. Mike se quedó callado. —Trata de comprenderlo —prosiguió su padre con voz ronca—, tuve que meter cuanto dinero tenía en el negocio. Debo mantenerlo en funcionamiento. Se trataba del refugio o del comercio. Y si renunciaba al establecimiento... —Entonces, nos habríamos quedado sin nada —concluyó Mike. Su padre lo tomó por el brazo. —¡Claro está! Habríamos tenido que renunciar de todos modos al refugio —sus finos pero fuertes dedos, se clavaban en el brazo de su hijo—. Estás creciendo, y eres bastante mayor para comprenderlo. Ya compraremos otro más adelante, quizá no será de los más grandes, de los más caros; pero será un refugio de todos modos. Me equivoqué, Mike. Está más allá de nuestras posibilidades, y más ahora con ese maldito adaptador que debíamos comprar. Sin embargo seguiré contribuyendo a los nats. Y seguiré asimismo pagando para que puedas usar el refugio escolar. No se trata de una cuestión de principios —terminó con desespero—. Era inevitable. ¿Lo comprendes, Mike? No me tocó más remedio que hacerlo. Mike se apartó de su padre. —¿Dónde vas? —preguntó el viejo corriendo tras él—. ¡Vuelve aquí! Frenéticamente extendió los brazos para agarrar a su hijo, pero en la penumbra tropezó y cayó. Se dio de cabeza contra la pared de la casa y vio las estrellas. Se levantó con dificultad y tanteando buscó dónde sostenerse. Cuando miró de nuevo a su alrededor, vio que el patio estaba vacío. Su hijo había desaparecido. —¡Mike! —gritó—. ¿Dónde estás? No obtuvo respuesta. El viento nocturno le echaba encima copos de nieve, soplaba un desagradable viento frío. Viento y oscuridad: eso era todo lo que percibía. Bill O'Neill estaba ya cansado y miraba el reloj de la pared. Eran las nueve y media: finalmente podría cerrar el establecimiento y los escaparates enormes y deslumbrantes. Y salir para unirse a las multitudes del exterior y reintegrarse a su hogar. —¡Gracias a Dios! —suspiró mientras sostenía abierta la puerta para que saliera una vieja cliente rezagada, cargada de paquetes y de regalos navideños. Colocó en su lugar el pestillo codificado y bajó la persiana. —¡Cuánta gente! Nunca había visto tanta gente junta. —Ya terminamos —dijo Al Connors que estaba tras la caja registradora—. Voy a contar el dinero y mientras tanto tú puedes darte una vuelta por el establecimiento y comprobar que todo esté en orden. Asegúrate que no ha quedado nadie aquí dentro. O'Neill se alisó el cabello y se aflojó el nudo de la corbata. Satisfecho encendió un cigarrillo y luego empezó a recorrer el almacén, comprobando que los interruptores de la luz estuvieran todos cerrados y apagando los focos que iluminaban las exhibiciones y los
artículos en venta de la GEC. Finalmente se acercó al imponente refugio antiaéreo que ocupaba el centro de la exhibición. Bajó la escalerilla hasta llegar a la boca de entrada y entró en el ascensor. Este bajó con un suave zumbido y un segundo más tarde entraba en el cavernoso interior del refugio. En un rincón Mike Foster aparecía sentado, encogido formando un apretado ovillo, con las rodillas dobladas contra el mentón y sus brazos delgados enlazados en los tobillos. La cabeza gacha sólo dejaba ver sus cabellos castaños alborotados. Cuando el vendedor sorprendido se acercó a él, Mike ni siquiera se movió. —¡Cristo! —exclamó—. Ese chico... Mike no dijo nada. Apretó más sus piernas y metió más aún la cabeza entre sus hombros. —¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le increpó O'Neill, sorprendido y enojado. Su cólera fue en aumento—: Según tenía entendido tus padres compraron uno como éste — luego pareció recordar—: ¡Ah, sí! Tuvimos que recogerlo. En ese momento Al Connors salió del ascensor. —¿En qué estás perdiendo el tiempo? Vámonos de una vez que... —al ver a Mike se quedó callado un momento—. ¿Qué hace éste aquí? Sácalo a la calle y vámonos de una vez. —Ven, muchacho —dijo O'Neill amablemente—. Ya es hora de que regreses a tu casa... Mike no hizo el menor movimiento. Los dos hombres se miraron uno al otro. —Mucho me temo que nos veremos obligados a sacarlo a rastras —dijo Connors de mal talante. Se quitó la chaqueta y la echó encima del aparato descontaminante—. Vamos. ¡Afuera con él! Necesitaron las fuerzas combinadas de ambos para lograrlo. El muchacho luchaba desesperadamente, sin decir nada, pero les clavaba los dedos, los arañaba, les daba de puntapiés y no dejaba de morderlos en cuanto se presentaba la oportunidad. Medio a rastras, medio en volandas, lo llevaron hasta el ascensor y lograron sostenerlo dentro el tiempo preciso para ponerlo en marcha. O'Neill lo acompañó en el ascenso. Inmediatamente tras ellos subió Connors. Enojados, dieron empujones al muchacho hasta que alcanzaron la puerta de salida del establecimiento. Lo lanzaron a la calle y, tras él, corrieron los cerrojos. —¡Uf! —Connors cansado se apoyó contra un mostrador. Tenía rota una manga de la camisa y sentía arañada y magullada una mejilla. De una de las orejas colgaban sus gafas, tenía todo el pelo alborotado y estaba exhausto—. ¿Creerás que por un momento creí que deberíamos llamar a los polis? Algo malo le pasa a ese chico... O'Neill estaba parado junto a la puerta, recobrando el aliento y con la vista fija en la oscuridad de la calle. Pudo distinguir al muchacho sentado en la acera. —Aún está aquí —murmuró. La gente empujaba al muchacho de un lado para otro. Finalmente uno de los viandantes se detuvo y lo levantó del suelo. El muchacho se deshizo de sus brazos y desapareció en la noche. El tipo que quiso ayudarle recogió sus paquetes del suelo, titubeó unos segundos y luego prosiguió su camino. O'Neill dejó de mirar a la calle—. ¡Qué pelea más endiablada! —se pasó un pañuelo por el rostro para quitarse el sudor—. ¡Fue una pelea en toda regla! —Pero, ¿qué le pasaba a ese chico? No llegó a proferir ni una condenada palabra... —Navidad es muy mala época para recoger artículos a gente que no los paga — comentó O'Neill. Temblando alargó el brazo para recoger su chaqueta—. Mal asunto. ¡Ojalá hubieran podido seguir teniéndolo! Connors se encogió de hombros. —No díñelo, no lopa lavada —dijo, remedando al chino de la lavandería.
—¿Por qué diablos no podríamos estudiar una mejor proposición? Tal vez... —O'Neill hizo un esfuerzo para expresar su idea—: Tal vez vender los refugios al público a precio de mayorista. Connors le atravesó con una mirada de enojo. —¿Al por mayor? Ofrécele el precio del mayor a uno y entonces todos lo exigirán. No sería justo... ¿Cuánto tiempo crees que podríamos seguir en el negocio? ¿Cuánto tiempo duraría la GEC si trabajáramos bajo esas condiciones? —Me figuro que poco —admitió O'Neill, con tristeza. —Usa la cabeza —Connors se rió socarronamente—. Lo que necesitas es tomarte un buen trago. Vamos a mi armario... tengo ahí una botella de Haig & Haig. Necesitas algo que te haga entrar en calor, antes de que regreses a tu casa. ¡Eso, eso es cuanto necesitas! Mike Foster erraba sin intenciones precisas por las calles medio a oscuras, moviéndose entre las multitudes de compradores que a toda prisa se dirigían a sus hogares. Él no veía nada. La gente le empujaba, pero él apenas se daba cuenta. Luces, gente que reía, el estruendo de las bocinas de los coches, el apagarse y encenderse de los semáforos. Tenía la mente en blanco, vacía, muerta. Caminaba automáticamente, sin conciencia ni sentimiento de lo que hacía. A su derecha un neón llamativo pestañeaba y brillaba en las sombras nocturnas cada vez más densas. Un letrero enorme, brillante y de varios colores. PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD REFUGIO PUBLICO. ENTRADA: CINCUENTA CENTAVOS.
EL RAMIÓN Arthur Porges El crucero Ilkor acababa de entrar en su superdirecta interestelar más allá de la órbita de Plutón, cuando un oficial preocupado se presentó ante el comandante. —Excelencia —empezó cohibido—, siento mucho tenerle que informar que, debido al error humano de uno de los técnicos, nos hemos olvidado atrás a un ramión del tipo H-9. Se ha quedado en el tercer planeta junto con todos los materiales que haya podido acopiar. Los ojos triangulares del comandante se cerraron unos instantes, pero cuando rompió a hablar su voz era muy tranquila. —¿Cómo estaba regulado el ramión? —Para un radio máximo de cincuenta kilómetros y para cargar ochenta kilogramos, con una tolerancia de ocho en más o en menos. Se produjo un silencio que duró unos segundos. Lo rompió el comandante, quien dijo: —Ahora es imposible cambiar nuestro rumbo. Regresaremos dentro de unas semanas y entonces podremos recoger el ramión. Me importa mucho que no carguen en la cuenta de nuestra nave uno de esos modelos tan costosos de propulsión autónoma. Ocúpese — ordenó con voz fría— que el responsable del incidente sea castigado severamente. Pero al llegar al final de su travesía, en las cercanías de Rigel, el crucero se tropezó con una nave corsaria, plana y en forma anular y cuando terminó el inevitable intercambio de descargas, ambas naves, medio fundidas, cargadas de radioactividad y muerte, iniciaron una órbita que duraría un billón de años alrededor de la estrella Rigel. Y en la Tierra empezaría la era de los reptiles.
Cuando ambos hombres hubieron descargado los últimos suministros, Jim Irwin observó a su compañero montar en el pequeño hidroavión. Agitó la mano para despedir a Walt. —No te olvides de echar esa carta para mi mujer —gritó Jimu. —Inmediatamente que americe —respondió a gritos Walt Leonard, mientras empezaba a acelerar el motor—. Y tú encontrarás un poco de uranio. Una sola veta es cuanto necesita Cele. Una verdadera fortuna para tu hijo y para tu mujer, ¿eh? —sus dientes blancos deslumbraron con una sonrisa—. No te restriegues la nariz con ningún oso pardo. Si te tropiezas con uno tira a matar, pues ya sabes lo peligroso que es uno de herido. Jim le hizo un palmo de narices a medida que el hidro se alejaba dejando una estela de espuma. Sintió un raro escalofrío cuando el aparato se remontó encima del agua. Durante tres semanas permanecería totalmente aislado en este remoto valle de las montañas canadienses. Si por cualquier razón el hidro no regresara a este lago helado y azul, con toda seguridad podría darse por muerto. Incluso disponiendo de abundantes suministros nadie podría escalar los helados picachos y abrirse camino a pie durante cientos de kilómetros de selva casi virgen. Pero, claro está, Walt Leonard regresaría para la fecha prevista y era asunto de Jim ver si habían perdido o no su apuesta. Si en aquel valle existía alguna veta de uranio debería encontrarla en el plazo de veintiún días. Así que debía ponerse en seguida a trabajar y olvidarse de presentimientos pesimistas. Moviéndose con la pausada precisión de un leñador experimentado se construyó un cobertizo al abrigo de un saliente rocoso. Para estas tres semanas estivales no necesitaba nada de carácter duradero. Bajo el fuerte sol de la mañana, sudaba. Apiló los suministros debajo del saliente y los cubrió con cuidado con una lona alquitranada, al abrigo de los animales merodeadores. Todo lo guardó, excepto la dinamita, que depositó bien escondida y cuidadosamente envuelta contra la humedad, unos doscientos metros más allá. Sólo a un loco se le ocurriría compartir su morada con una caja de explosivos de alta potencia. Las dos primeras semanas transcurrieron demasiado rápidamente sin hacer ningún hallazgo alentador. Quedaba sólo una buena posibilidad y exactamente el tiempo justo para explorarla. Así que, muy temprano por la mañana, hacia el final de la tercera semana, Jim Irwin se preparó para realizar una nueva incursión y excavar una última zanja en la parte nordeste del valle. Se trataba de una zona que aún no había visitado. Tomó el contador Geiger, se caló los auriculares, bajó su volumen para que el repiqueteo normal no embotara sus oídos, echó mano del rifle y partió. Se dijo para sus adentros que debía emprender esta expedición ahora o nunca. El voluminoso 30-06 era incómodo y no le entusiasmaba su peso excesivo, pero los enormes osos pardos canadienses no son partidarios de que los intrusos resulten impunes en la invasión de sus zonas y suelen atacar con ferocidad. Ya había liquidado a dos, en una faena muy odiosa puesto que los enormes osos se estaban extinguiendo rápidamente. El rifle había resultado un espléndido compañero en varias ocasiones peliagudas cuando pudo evitar dispararlo. Había salido del paso con la pistola del 22, pero ahora la había dejado en su funda de piel de cordero, en el refugio. Al principio silbó saludando al aire fresco y frío, al sol brillante que destellaba sobre los campos de hielo azulosos y al embriagador aroma del verano. Todo llenaba su corazón de regocijo a pesar de su mala suerte como prospector. Pretendía dedicar más de un día en la nueva zona. Pasaría treinta y seis horas por lo menos explorándola intensamente y regresaría a tiempo para encontrar el hidro al mediodía siguiente. Excepto su paquete de suministros más urgentes, no llevaba ni comida ni agua. Sería sumamente fácil cazar algún conejo y en las corrientes pululaban sabrosas truchas arco iris, de carne consistente, de una especie que ya empezaba a escasear en los Estados Unidos.
Jim caminó durante toda la mañana experimentando algún arranque ocasional de esperanza cuando el contador Geiger hacía tictac. Pero en seguida éste cesaba. El valle no tenía ningún mineral reactivo de valor, excepto algunas que otras trazas. Aparentemente habían elegido mal el lugar. Su alegría se desvaneció. Necesitaban de mala manera encontrar una veta, especialmente Walt. Y en cierto modo también su propia esposa, Cele, que estaba esperando un hijo. Pero ahí tenía aún una oportunidad. Esas últimas treinta y seis horas —se pasaría la noche en blanco si era preciso— podría darle su recompensa. Se dibujó en sus labios una sonrisa torcida y abandonó sus pensamientos para concentrarse en sus planes para el almuerzo. El sol, así como su estómago, le decían que ya era hora. Acababa de decidir echar el sedal y lanzarlo en un espumoso arroyo, cuando dio vuelta a un montículo cubierto de hierba y apareció ante sus ojos una vista que le dejó paralizado y boquiabierto. Parecía el escaparate de un titán carnicero y emprendedor: un enorme surtido de animales muertos, colocados ordenadamente en una triple hilera, que se extendían casi tan lejos como podía alcanzar la vista. ¡Y qué animales! Desde luego, los que estaban más cercanos eran corrientes: ciervos, osos, pumas, corderos montañeses. Al parecer había uno de cada, pero más allá se veían bestias extrañas, toscas, a medio formar y peludas y aún más allá de éstas aparecía una aglomeración de reptiles de pesadilla. A uno de esos últimos, al extremo de la notable exhibición, lo reconoció de inmediato. En su ciudad natal lo había visto en el museo. Pero se trataba de un ejemplar mucho mayor reconstruido a base de un esqueleto incompleto. No le cupo la menor duda. Se trataba de un pequeño estegosauro, más pequeño que un poney. Fascinado, Jim recorrió la hilera evaluando las dimensiones de aquella inmensa colección. Se fijó con mayor precisión en un lagarto de color amarillo sucio y cubierto de escamas, y le pareció que uno de los párpados temblaba. Inmediatamente después de darse cuenta de la verdad, empezaron a formarse gotas de sudor en su frente. ¿Cuánto tiempo hacía que los estegosauros merodeaban por este valle? Simultáneamente se dio cuenta de otra curiosa circunstancia: todas las víctimas eran más o menos del mismo tamaño. Por ninguna parte, por ejemplo, podía verse un saurio realmente grande. No descubrió ningún tiranosaurio, e indudablemente ningún mamut. Cada ejemplar era más o menos del tamaño de un carnero grande. Estaba considerando este hecho peregrino, cuando la maleza que quedaba a sus espaldas susurró amenazadoramente. Jim Irwin había trabajado en alguna oportunidad con mercurio y durante un segundo le pareció que un saco de cuero medio lleno del líquido metal había rodado hasta el claro del bosque, ya que el objeto, casi esférico, se movía con una pesadez fluida tal como lo haría el mercurio. Pero no se trataba de cuero y lo que pareció de momento una grande y desagradable verruga resultó ser —contemplada con mayor atención—, la proyección funcional de algún mecanismo extraordinario. Fuera lo que fuese el objeto, disponía de poco tiempo para estudiarlo puesto que después de que el esferoide se proyectó al exterior y volvió a contraer cierta cantidad de antenas que tenían en el extremo unas estructuras bulbosas y con aspecto de lentes, avanzó hacia Jim a. una velocidad de más o menos ocho kilómetros por hora. Y en vista de su avance intencionado no le quedó ninguna duda a Jim de que su pretensión era agregarlo al patético montón de especímenes muerto-vivientes. Profiriendo una expresión incoherente, Jim retrocedió tantos pasos como pudo y descolgó el rifle. El ramión que había sido olvidado estaba aún a unos treinta metros pero se acercaba a aquella moderada, aunque invariable, velocidad. Su avance era más terrorífico, debido a su regularidad, que la carga impetuosa de cualquier bestia bruta.
Jim llevó rápidamente la mano al cerrojo y con la destreza que le diera la larga práctica deslizó un cartucho en la recámara del arma. Arrimó la usada culata a su mejilla y, utilizando el visor, apuntó directamente a aquella masa semejante al cuero. Parecía un blanco perfecto bajo la fuerte luz del sol de la tarde. Una feroz sonrisa apareció en su cara al apretar el gatillo. Sabía lo que podía hacer uno de aquellos cartuchos de ciento ochenta gramos, de camisa metálica, que salían a una velocidad inicial de ochocientos metros por segundo. Probablemente a esta distancia mínima convertiría aquella cosa absurda en pura mermelada. ¡A fe de Dios! ¡Pum! Sintió el retroceso familiar contra el hombro. Y en seguida el chirriante quejido del rebote del proyectil. Se quedó sin aliento. No le quedaba la menor duda. A sólo veinte metros un disparo de su rifle de alto poder había rebotado con efecto en la piel del ramión. Frenéticamente Jim volvió a poner sus dedos en el cerrojo. Disparó dos veces consecutivas y en seguida se dio cuenta de la futilidad de su proceder. Cuando tuvo el ramión a menos de dos metros de distancia vio que de él salían unos brillantes dedosgarfios verrugosos que sostenían una sonda poco profunda parecida a un aguijón de la que goteaba un líquido verdoso que, en forma serpentina, se sostenía en equilibrio entre él y el ramión. Jim dio vuelta en redondo y huyó. Jim Irwin pesaba exactamente sesenta y nueve kilogramos. Era fácil la huida. Eso por lo menos era lo que él creía. El ramión parecía incapaz de aumentar su velocidad. Pero en seguida Jim dejó de abrigar ilusiones. Ninguna persona en la tierra podía correr y mantener durante mucho tiempo una marcha regular de ocho kilómetros por hora. A lo sumo correría unas cuantas horas. Jim calculaba que los animales cazados no habían tardado en rendirse a su cazador implacable o, en el caso de criaturas más tímidas, habían corrido hasta quedar exhaustas dando círculos y presas de total pánico. Sólo los animales alados quedaban a salvo. Pero para cualquier ser viviente que corriera o se arrastrara por el suelo el resultado era inevitable: otro ejemplar para la impresionante exhibición. ¿Para quién sería aquella colección? ¿Para qué? ¿Por qué? Fríamente, mientras corría, Jim fue abandonando toda su carga. Dirigió una rápida mirada al sol que enrojecía, preguntándose qué sucedería en la noche que se avecinaba. Titubeó acerca del rifle, puesto que le había resultado ineficaz contra el ramión; pero su entrenamiento adquirido en el ejército le ordenaba que guardara el arma hasta última hora. Sin embargo, cada kilogramo adicional aumentaba los riesgos de aquella carrera, cuyo agotador final anticipaba con toda claridad. La lógica le decía que su razonamiento castrense no podía aplicarse a una pelea como la presente. No significaba ninguna calamidad abandonar el rifle que de nada le servía. Cuando el peso se convirtiera realmente en cuestión de vida o muerte tendría que desprenderse de su 30-60. Pero, mientras tanto, seguía colgado de su hombro. Colocó con tanto cuidado como pudo, encima de una roca, el contador Geiger y al hacerlo apenas perdió unos pocos pasos en su carrera. Algo había condenadamente cierto. No sería él un conejo que corriese ciegamente, presa del pánico, hasta quedar exhausto para terminar chillando y sumiso. La suya sería una retirada combativa y para sobrevivir usaría cuantos trucos se le ocurrieran de los muchos que había aprendido en el curso de su azarosa vida. Respiraba profunda y calculadamente mientras corría a largas zancadas, mirando de reojo por si veía algo que pudiera serle de utilidad en ventaja propia en aquella competición sobrehumana. Afortunadamente en el valle no abundaban los árboles. Entre las malezas o en un bosque su carrera en línea recta no hubiera sido de ninguna utilidad. De repente, apareció algo ante sus ojos que hizo que se detuviera brevemente. Era un punto donde una enorme roca movediza sobresalía sobre el sendero y Jim creyó que podría sacarle alguna ventaja a la situación. Sonrió cuando recordó una trampa en Malaya, que en una oportunidad le salvó la vida. Se encaramó de un salto a un pequeño montículo y vio a sus espaldas una llanura cubierta de hierba. El sol del atardecer trazaba
sombras largas, pero era sumamente fácil distinguir el ramión que le perseguía, que aún seguía deslizándose en el camino por el que corría Jim. Miró al objeto con dolorosa ansiedad. Todo dependía de este breve examen. ¡Estaba en lo cierto! Sí. A pesar de que en muchas partes el camino por él seguido no era ni el único ni el mejor, el ramión seguía los pasos de su presunta víctima. El alcance de ese hecho era sorprendente, pero Irwin sólo disponía de doce minutos para poner en práctica su descubrimiento. Arrastrando deliberadamente los pies, Irwin trazó un sendero perfecto directamente en la parte inferior de la gran roca. Avanzó otros diez metros e inmediatamente retrocedió sobre sus propias huellas hasta llegar exactamente al pie del montículo y entonces pegó un salto desde el sendero hasta un lugar detrás de la roca en equilibrio. Se sacó con rapidez la navaja que colgaba de su cinturón y empezó a excavar científicamente, pero con prisa furiosa, alrededor de la base del enorme canto rodado. Sudando de aprensión y por el esfuerzo, trataba de balancear la roca a intervalos, empujándola con el hombro. Finalmente notó que cedía un poco. Acababa de enfundar otra vez la navaja y estaba allí de cuclillas, jadeante, cuando el ramión apareció ante su vista, pasando por una pequeña ondulación que había en el camino que instantes antes atravesara Jim. Observó la masa esferoide gris que se acercaba y se esforzó para contener los latidos de su corazón alocado. No tenía ninguna idea de con qué otros sentidos podía contar el ramión, a pesar de que al parecer se limitaba simplemente a seguirle las huellas. Pero indudablemente que contaba con un arsenal de instrumentos a su disposición. Se encogió cuanto pudo detrás de la roca. Cada uno de sus nervios parecía un alambre electrizado. No observó ningún cambio en la técnica del ramión, el cual —según se deducía— se limitó a seguir las huellas de su víctima. Así que la extraña esfera iba a pasar de largo, debajo de la roca... Cuando pasó, Jim no pudo evitar lanzar un grito salvaje y — apoyándose con toda su fuerza en la roca en equilibrio inestable— hizo que se cayera de lleno en el ramión. Una roca de cinco toneladas cayó sobre el monstruo, desde una altura de cuatro metros. Jim saltó. Se quedó allí, de pie, mirando fijamente a la inmensa roca y sacudiendo la cabeza con aire atontado. —¡Maldito ingenio maligno! ¡Se llevó su merecido! —dijo con voz espesa, y pegó un puntapié a la roca—. ¡Menos mal! Walt y yo ganaremos algunos pavos con tu pequeño mercado de carne. Tal vez esta expedición no represente en definitiva una pérdida total. ¡Disfruta del infierno maldito aparato o criatura, que de allí es de donde saliste! Luego pegó un salto hacia atrás con los ojos desorbitados. ¡La roca gigantesca se movía! Lentamente su masa que pesaba más de cinco toneladas se deslizó fuera del camino trazando una huella en el suelo a medida que se movía. Estaba aún observándola, cuando la masa se movió y apareció una protuberancia gris debajo del borde más cercano. Profiriendo un grito salvaje, Jim Irwin echó a correr, tambaleante. Corrió quizá más de dos kilómetros antes de detenerse y mirar hacia atrás. Solamente podía distinguir una mancha os cura alejándose de la roca caída. Avanzaba tan lentamente, con tanta regularidad y de manera tan inexorable como antes y lo hacía en su dirección. Jim se sentó pesadamente en el suelo y escondió la cara entre sus manos sucias y rasguñadas. Pero ese talante desesperado no duró mucho. Al fin y al cabo le llevaba una ventaja de unos veinte minutos. Se tendió en el suelo y trató de relajarse lo máximo que pudo. Sacó del bolsillo de su chaqueta el paquete de raciones de emergencia y comió rápidamente (aunque sin engullir) un poco de pemicán, galletas y chocolate. Bebió unos sorbos de agua helada de un arroyuelo y se dispuso a proseguir su fantástica carrera. Pero, antes de emprenderla, se tomó tres pastillas de bencedrina que siempre llevaba consigo para el caso de crisis físicas. Cuando el ramión se encontraba aún a una distancia estimada de diez minutos, Jim empezó a correr. Ya había recobrado gran parte de sus energías y
renovado su valor para contrarrestar el cansancio que le calaba hasta los huesos. Tras correr durante quince minutos, llegó ante la lisa pared de una roca de unos diez metros de altura. El terreno a ambos lados de la misma era de difícil acceso. Consistía en hondonadas obstruidas, malezas espinosas y piedras con cantos afilados como navajas. Si Jim lograba llegar a la parte superior de este pequeño peñasco, con toda seguridad el ramión tendrá que desviarse y tal circunstancia le daría a Jim algunos minutos más de ventaja. Miró hacia arriba, al sol que enorme y carmesí ya estaba llegando al horizonte. Debería actuar rápidamente. Irwin no era escalador, pero conocía los rudimentos de la escalada. Sacando provecho de cada grieta, de cada protuberancia y de todo saliente, por pequeño que fuera, luchó hasta llegar a la cumbre del peñasco. De alguna manera, tal vez inconscientemente, emprendió el ascenso en zig-zag, cual montañero avezado que usa cada pisada muy brevemente como un punto de arranque apenas insinuado en una serie de avances rítmicos. Acababa de llegar a la cima de la roca cuando el ramión alcanzó la base arrastrándose. Jim sabía perfectamente bien que debía largarse cuanto antes aprovechando los breves y preciosos momentos que quedaban de luz solar. Cada segundo que ganara era de un valor incalculable, pero la curiosidad y la esperanza le empujaban a esperar. Se decía a sí mismo que así que su perseguidor se desviara él saltaría y echaría a correr lo más velozmente que pudiera. Además, cabía la posibilidad de que aquel objeto fenomenal abandonara la persecución, y el lugar donde se encontraba era tan bueno como cualquier otro para dormir. ¡Dormir! ¡Cómo suspiraba su cuerpo por un sueñecito! Pero el ramión no se desvió. Titubeó sólo unos segundos ante el peñasco que le cerraba el paso. En seguida se abrieron cierto número de pequeñas protuberancias y de las mismas salieron unas varillas metálicas. Una de ellas tenía unos lentes en su extremo y empezó a oscilar en el aire. Jim se escondió demasiado tarde: la extraña mirada lo había pillado cuando estaba tendido en la cima del peñasco y ahora lo observaba. Jim se maldijo a sí mismo. Inmediatamente todas las varillas regresaron a sus puestos y desde una protuberancia distinta emergió una varilla aún más delgada que aparecía de un rojo encendido bajo el sol del ocaso y que empezó a desplegarse hacia arriba en dirección al hombre. Mientras Jim observaba paralizado, su punta provista de una especie de anzuelo se aferró al borde superior de la peña casi bajo las narices de Jim. Éste de un brinco se puso en pie. Ya la varilla empezaba a acortarse a medida que el ramión cobraba su largo para reabsorberlo. Pero simultáneamente la esfera se elevaba sobre el terreno. Jurando en voz alta, Jim clavó sus ojos en el tenaz garfio echando hacia atrás un pie a fin de propinarle una fuerte patada. Pero la experiencia lo retuvo. Y el poderoso puntapié no llegó a ser disparado. Había visto demasiadas peleas perdidas por un mal calculado puntapié a una parte no vital. Y de nada iba a servirle permitir que una parte cualquiera de su cuerpo quedara al alcance de alguno de los instrumentos soberbios de que estaba provisto el ramión. Tras pensarlo dos veces, agarró un pedazo de rama seca e insertándolo debajo del garfio metálico empezó a palanquear. Se produjo un resplandor y un chisporroteo, blanco y ondulado, y aun a través de la seca rama sintió la poderosa corriente que partió el extremo de aquélla. Tiró el palo ardiente con una mueca de dolor (estirando y encogiendo sus dedos doloridos) se echó hacia atrás algunos pasos presa de una rabia impotente. De momento se detuvo, medio inclinado a correr de nuevo; pero —gruñendo— volvió a echar mano del rifle. ¡Santo Dios! Comprendía que había acertado en cargar el pesado trasto durante toda su loca carrera, a pesar de que le había grabado un extenso tatuaje en las costillas. ¡Ahora tenía el ramión exactamente donde él quería!
Se arrodilló a fin de afirmar la puntería y bajo la luz crepuscular Jim apuntó al garfio y disparó. Se oyó un ruido sordo cuando el ramión cayó. ¡Jim profirió un grito de triunfo! La bala de alta potencia había hecho mucho más de lo por él esperado. No sólo había logrado que el garfio soltara la presa sino que al retirarse había trazado una profunda hendidura en el borde de la peña. ¡Le sería bien difícil al ramión usar de nuevo esa parte de la roca! Miró a sus pies. Desde luego, el ramión estaba de nuevo en la base de la roca. Jim Irwin rió. Cada vez que intentara largar un garfio para que se aferrara a la peña, de un disparo haría que se soltara. En sus bolsillos llevaba municiones en abundancia y hasta que saliera la luna, que aportaría una buena luz para poder hacer buena puntería, se abstendría de disparar. Además la cosa —cualquiera que fuera— era evidentemente demasiado inteligente para sostener una pelea sin esperanzas. Tarde o temprano aceptaría tomar el desvío. Y llegado el momento sería posible que la oscuridad de la noche le permitiera disimular su recorrido. Luego... Casi se ahogó de sorpresa y durante unos breves momentos las lágrimas acudieron a sus ojos. Allá abajo, en la penumbra, el esferoide rechoncho y flemático sacaba simultáneamente tres nuevas antenas provistas de garfios que se extendían en abanico. Con movimientos perfectamente coordinados, los garfios se aferraron al borde de la roca a una distancia de alrededor de metro y medio uno del otro. Jim Irwin volvió a empuñar el rifle. ¡Está bien! Esto iba a ser como la competición de tiro rápido en el concurso de la academia militar. ¡Sólo que en la academia nadie esperaba que uno hiciera blancos perfectos en la oscuridad! Pero el primer disparo fue una diana perfecta, dando de lleno en el garfio de la izquierda que se desprendió en medio de una polvareda que soltó la peña. Su segundo disparo fue casi tan bueno como el primero y, del golpetazo, el garfio central soltó presa. Pero, cuando se disponía a apuntar a la tercera y última antena, Jim comprendió que era una lucha perdida. El primer garfio estaba de nuevo en su primitivo asidero. A pesar de lo excelente que fuera su puntería, siempre estaría por lo menos una antena en posición, izando al ramión hasta la cumbre. Jim colgó de un árbol el inútil rifle, con la boca hacia el suelo, y echó a correr en la oscuridad cada vez más intensa. El endurecimiento de su cuerpo, logrado a través de los años, ahora pagaba sus dividendos. ¿Y qué? ¿Dónde podía ir? ¿Qué podía hacer ahora? ¿Había algo en el mundo que pudiera evitar que el condenado artilugio lo siguiera? De repente, se acordó de la dinamita. Cambió gradualmente su rumbo y su cuerpo cansado emprendió el camino de regreso a su campamento junto al lago. Por encima de su cabeza brillaban las estrellas que le señalaban el camino. Jim perdió la sensación de tiempo. Debería comer algo sin dejar de correr puesto que se moría de hambre. Tal vez podría esperar a hacerlo así que llegara al improvisado cobertizo... No, no tendría tiempo... Sería mejor tomarse una pastilla de bencedrina. Pero, ya no le quedaba ninguna. La luna estaba ya muy alta y podía oír el ramión que se acercaba, cerca, muy cerca... Con harta frecuencia, unos ojos fosforescentes le observaban desde la maleza y en una ocasión, precisamente momentos antes de la aurora, un oso pardo gruñó con enojo cuando él pasaba. Varias veces, en el curso de la noche, se le apareció su mujer. Cele, con los brazos extendidos. «¡Vete!—decía con voz áspera—. ¡Corre! ¡Te saldrás con la tuya! ¡No puede acosarnos a ambos a la vez!» Entonces él corría más ligeramente un trecho al lado de su mujer. Pero cuando Irwin jadeó al atravesar un diminuto claro, Cele se desvaneció bajo la luz de la luna y Jim se dio cuenta de que nunca estuvo corriendo a su. lado. Poco después de la salida del sol, Jim llegó al lago. El ramión estaba tan cerca que podía oír perfectamente los sonidos amortiguados de su rodar. Jim se tambaleó y cerró los ojos. Se pellizcó ligeramente en la nariz y abrió los ojos de repente. Lo primero que vio
fue el explosivo. La vista de los grasientos cartuchos de dinamita hicieron que Irwin despertara totalmente. Se esforzó por conservar la calma y estudió cuidadosamente el siguiente paso a dar. ¿Mecha? No. Sería imposible dejarla prendida en el sendero y sincronizar la explosión con la absoluta precisión requerida. Todo el cuerpo lo tenía empapado en sudor y sus ropas estaban también completamente mojadas. ¡Qué difícil era pensar! La explosión debía ser accionada a distancia para que tuviera lugar en el preciso instante que el ramión pasara por encima. Pero Irwin no se atrevía a usar una mecha muy larga. La velocidad con que una mecha se enciende no es demasiado precisa. Era imposible ajustaría con absoluta precisión para el momento exacto en que pasara el ramión. El cuerpo de Jim se sacudía de pies a cabeza y su mentón cayó contra su pecho que palpitaba espasmódicamente. De repente levantó la cabeza, se echó hacia atrás... y vio la pistola del 22 en el lugar donde la dejó colgada en el cobertizo cuando salió por la mañana. Sus ojos hundidos se iluminaron con un resplandor repentino. Moviéndose con prisa frenética, tomó la caja que estaba llena a medias, metió dentro los pistones que quedaban con los cartuchos de dinamita, convirtiendo el conjunto en una mezcla de todos los diablos. Se dirigió en zigzag hacia el sendero, colocó cuidadosamente la caja y su contenido en sus pisadas anteriores a unos veinte metros del saliente rocoso. Corría un gran riesgo puesto que la mezcla podía estallar inesperadamente, pero a estas alturas poco importaba. Era cien veces mejor morir despedazado que terminar la vida paralizado en el mostrador de carnicero al aire libre del ramión. El exhausto Irwin apenas se había agachado detrás del delgado saliente de roca cuando ya su inexorable perseguido! apareció en la cima de una pequeña pendiente a menos de quinientos metros. Jim se encogió más aún en la pequeña hondonada y luego vio una brecha vertical, un angosto paso entre las rocas. «¡Aquí!», pensó vagamente. Podría apuntar a la dinamita a través de la grieta y quedaría a cubierto de los estragos de la explosión, cuando volara por los aires aquel descastado a unos veinte metros de donde él se encontraba. Se tendió de bruces contemplando el avance del ramión. Estaba exhausto y sentía en el interior del cráneo un martilleo. ¡Cristo! ¿Cuánto hacía que no dormía? Ésta era la primera vez que se había tendido, aunque no fuera para dormir, desde hacía muchas horas. ¿Horas? ¡Ja, ja! ¡Días hacía! Se pusieron rígidos sus músculos, como agarrotados en nudos que latían y quemaban. Luego sintió el sol mañanero que le daba en la espalda, tranquilizante, tibio, calmante... ¡No! Si fuera a abandonarse, si se durmiera ahora, entraría a formar parte de la macabra colección. Sus dedos sin tacto se doblaron en la pistola. ¡Debía mantenerse despierto! Si perdía, si el ramión sobrevivía al estallido... aún le quedaría tiempo suficiente para levantarse la tapa de los sesos. Miró la pistola brillante y luego la aparentemente inocente trampa. Si procedía cronométricamente —y lo haría— el ramión no sobreviviría. ¡No! Se relajó un tanto, entregándose sólo unos instantes al amable e insistente sol. Oyó por alguna parte un pájaro que gorjeaba suavemente y un pez brincó en el agua. De repente algo le volvió a una completa conciencia. ¡Maldición! ¡Vaya momento escogido por un oso pardo para venir a curiosear! Y pensar que tenía a mano todas las provisiones de Irwin que éste había dejado en su cobertizo y ahora se le ocurría a ese loco oso venir a olisquear alrededor de la dinamita... El monstruo peludo husmeó con cautela la caja, levantó la cabeza y pareció que a sus narices le llegó el extraño y odioso olor humano. Irwin contuvo el aliento. Un simple toque y estallaría uno de los pistones. Un simple pistón significaba... El oso pardo levantó la cabeza desde la caja de explosivos y lanzó un ronco gruñido. Se olvidó de la caja, y también del odioso olor humano. Sus pequeños ojos feroces enfocaban un esferoide que avanzaba y que ahora estaba solamente a unos cuarenta
metros de distancia. A Jim Irwin, muy a su pesar, se le escapó una sonrisa. Hasta que se topó con el ramión, nada en el mundo le había asustado tanto como el oso pardo del continente norteamericano. Y ahora... ¿por qué se sentía tan tranquilo teniendo el oso tan cerca? Los dos mayores terrores de su existencia estaban frene a frente y no podía evitar sonreír. Meneó la cabeza y los músculos del cuello le dolieron horrorosamente. Miró la pistola que esgrimía y en seguida a la dinamita. Ambas cosas eran las únicas que contaban ahora en su mundo. Cuando estuvo aproximadamente a un par de metros del oso, el ramión hizo un alto. El oso pardo se enderezó sobre sus cuartos traseros. Era la viva representación de la mayor de las ferocidades. Contra sus morros rojos se destacaban sus blanquísimos dientes y colmillos. El ramión iba a lo suyo y prosiguió su ruta. El oso pardo se le acercó más, rugiendo, y pegó un manotazo al ramión con su garra poderosa, armada con uñas negras más cortantes y agudas que hoces. ¡Un zarpazo como aquel habría destripado a un rinoceronte! Irwin se encogió al notar que el tremendo zarpazo no había hecho la menor mella en el monstruo. Simplemente hizo que retrocediera unos pocos centímetros, hizo una pausa, se recobró y con tremenda indiferencia, trazando un amplio círculo, ignoró por completo a la fiera. Pero el señor de los bosques no se iba a conformar con aquel empate. Se movió con aquella increíble agilidad que, desde que lo vieran por primera vez, pasmó a indios, españoles, franceses y sajones... El oso dio un elegante salto cerrando el paso al ramión, tratando de impedir su avance. Los peludos y terribles bazos del animal se endurecieron y cerró sus poderosas fauces sobre aquella superficie gris del monstruo mecánico. Irwin se enderezó a medias. «¡Agárralo!», gritó, sin poderlo evitar. Pero inmediatamente Irwin se dio cuenta que aquél era un espectáculo insensato: el idiota del pueblo peleando contra una pelota playera. De repente, del monstruo gris se desprendieron destellos metálicos plateados. Se produjo un destello rápido y letal. En unos segundos el rugido del oso se convirtió en un débil gañido, luego se oyó como un borboteo y cerca de una tonelada de carne, presa del terror, se tambaleó hasta desplomarse abierto en canal. Jim Irwin vio la hoja ensangrentada encogerse hasta desaparecer dentro del cuerpo del esferoide dejando sobre su polvorienta superficie gris una gran mancha de un rojo brillante. Y el ramión siguió su curso junto al gigantesco animal muerto. Implacablemente persistía en seguir las huellas del hombre, las huellas de las pisadas de Jim, por el sendero que éste había recorrido. «¡Está bien, cariño! —sonrió Jim para sus adentros, contemplando el oso gris tendido muerto en el camino—. Este disparo es para ti, y para Cele, y para tantos y tantos animales pobres y tontos como nosotros... ¡Ya, maldito loco!» —se increpó a sí mismo. Apuntó a la dinamita, y con mucha calma, con infinito cuidado, Jim Irwin apretó el gatillo. Transcurrió apenas una fracción de segundo. Primero llegó el fuerte estampido y casi de inmediato unas manos invisibles de titán levantaron del suelo a Jim para en seguida volverlo a soltar. Cayó violentamente de bruces. Su cara fue a estrellarse contra unas ortigas. Pero se sentía tan mal que ya nada le importaba. Más tarde recordó que los pájaros dejaron de gorjear. Luego se oyó el ruido sordo de algo macizo que se estrellaba contra la hierba a unos cuantos metros de distancia. Luego un gran silencio. Irwin levantó la cabeza... Cualquiera hubiera hecho lo mismo en su caso. Tenía todo el cuerpo dolorido... Levantó penosamente unos hombros que dolían y vio... un enorme cráter en el suelo del que salía una gran humareda. También vio, a una docena escasa de pasos, el ramión blanco y gris porque la polvareda resultante de la explosión lo había cubierto totalmente. Estaba debajo de un alto y esbelto pino. Y mientras Jim lo observaba, preguntándose si aquel zumbido inaguantable en los oídos desaparecería algún día, el ramión prosiguió su avance hacia él...
Irwin buscó afanosamente la pistola. Había volado. Estaba quién sabe dónde, de todos modos fuera de su alcance. Entonces quiso rezar pero ni sabía cómo empezar, ni recordaba ninguna oración. En vez de rezar empezó a pensar de manera idiota. «Mi hermana Ethel no puede deletrear Nabucodonosor y nunca podrá. Mi hermana Ethel...» Ahora el ramión ya sólo estaba a unos treinta centímetros de distancia y Jim cerró los ojos. Sintió que unos dedos metálicos y fríos le tocaban, lo agarraban, y le levantaban del suelo. Su cuerpo no ofrecía resistencia alguna y ahora se encontraba en el aire. El ramión parecía hacer con él malabarismos. Estremecido y tembloroso esperaba sentir de un momento a otro la terrible punzada de la jeringa con su líquido verde y por su mente pasó el recuerdo de la cara de aquel lagarto, encogida y amarilla, que creyó que le guiñaba un ojo... En seguida, displicentemente, sin rudeza ni solicitud, el ramión volvió a depositarlo en el suelo. Cuando Jim abrió los ojos, al cabo de unos segundos, el esferoide se iba alejando. Al verlo Jim, empezó a llorar, aunque las lágrimas no acudían a sus ojos. Le pareció que sólo habían transcurrido unos segundos cuando oyó el zumbido del hidroavión y casi seguidamente vio la cara de Walt Leonard que se inclinaba sobre él. Más tarde, en el hidro, a mil quinientos metros por encima del valle, Walt se rió de repente, le dio una palmada en la espalda y gritó por encima del zumbido del motor: —¡Jim! ¡Me ofrecen un helicóptero de cuatro plazas! ¿Te imaginas si pudiéramos apoderarnos aunque sólo fuera de unos cuantos ejemplares de esos lagartos prehistóricos y de algunos animales más aprovechando que el guardián del «museo» esté ausente? Como tú dices, los museos y los científicos nos pagarían un dineral... Apareció una lucecita en los ojos hundidos de Jim. —¡Es una gran idea! —convino. Luego agregó con amargura—: Me hubiera podido quedar perfectamente tumbado durmiendo. Es evidente que el maldito artilugio no deseaba nada de mí en particular. ¡Quién sabe si sólo quería saber cuánto me costaron esos pantalones! Apenas me tocó, puesto que en seguida me soltó. ¡Cuando pienso en la terrible carrera que di! —¡Y tal! —dijo Walt—. Su abandono es tremendamente raro, tras aquel maratón. ¡Admiro tus agallas, muchacho! —miró de soslayo la cara ojerosa y macilenta de Jim Irwin—. Después de esa noche de correr, tengo la impresión de que has bajado por lo menos cuatro o cinco kilogramos de peso.
MI QUERIDO DEMONIO Eric Frank Russell He aquí una historia que puede o no parecerás que encaja en una antología de narraciones acerca de las tentativas del hombre para la conquista del espacio. En ésa, la gente que en él se han aventurado no son hombres en absoluto, sino otra raza de mortales, que de primera intención puede parecer más horrible que la humana. No obstante, si los seres humanos van a trasladarse a las estrellas y se encuentran con seres tan raros para ellos (como ellos mismos lo parecerán a los habitantes de otros mundos), deben prepararse para creer que los extraños también forman parte de la vida. Fander, el marciano de la presente historia, es una criatura que en nada se parece a cualquier ser que los terrícolas jamás hayan visto o experimentado. Es un poeta y un artista, no se trata de ningún científico. Un marciano tan ajeno a las habilidades técnicas de sus semejantes que ni siquiera sabe por qué -funcionan los instrumentos de su propio pueblo. Y cómo lo descubrió forma parte de la presente historia.
Detrás de esta historia se encuentra una idea de primordial importancia. Se trata del concepto de lo que en realidad une conjuntamente toda la vida pensante. Mr. Russell sabe que este común denominador no es el conocimiento científico sino la habilidad en compartir la experiencia de los seres vivientes. A pesar de que Fander no se parece en absoluto a nadie de la Tierra, no duda de que los niños y los adultos del nuevo planeta en el que vino a probar fortuna acabarán descubriendo que siente, muy en su interior, de manera semejante a ellos. La bueno que tiene la ciencia ficción es que no todo su material es científico. Nuestra ciencia ha sido creada por nosotros y nuestra ficción en realidad no es más que las historias que nos contamos a propósito de nosotros mismos. Asi que tal vez el marciano de esta historia sea sólo un ser humano disfrazado. Si fuera así, debemos admitir que es muy lisio. Sabe que hay algo maravilloso en casi todo, si uno se molesta en aprenderlo. Y cuando se aprende a observar hay que creer aquello que se ha visto. Sabe, además, que cuando uno se siente realmente seguro de que lo que ha visto es importante, debe sostenerlo contra viento y marea. Este tipo de comprensión no se deriva ni de ecuaciones ni de gráficas. Proviene del interior de aquellos que lo poseen. Cuando los seres humanos pisen los peldaños de la escalera que lleva a las estrellas emprenderán una aventura más importante y esperanzadora si se llevaran consigo a alguien como Fander. La primera nave marciana descendió a la Tierra con la caída lenta y majestuosa de un globo cautivo. En realidad se parecía a un enorme globo en el sentido de que era esférica y tenía una extraña y sorprendente fuerza de sustentación teniendo en cuenta su construcción metálica. Más allá de esta apariencia terrícola cesaba cualquier similitud con cualquier artilugio terrestre. En ella no se veían cohetes, ni escapes de gases, ni otras proyecciones exteriores excepto varias rejillas solradiantes distorsionadoras que impulsaban la nave en cualquier dirección escogida a través del campo cósmico. No se apreciaban ventanillas para la observación. La visibilidad se obtenía a través de una banda transparente que corría alrededor del amplio vientre de la esfera. La tripulación, azulosa, de pesadilla, estaba reunida tras esa banda inspeccionando el mundo con grandes ojos polifacéticos. Miraban fijamente a través de la banda envueltos en el mayor de los silencios mientras examinaban este mundo denominado Tierra. Incluso si hubieran sido capaces de hablar no habrían dicho nada. Pero ninguno de ellos tenía la capacidad de hablar en el sentido sónico de la palabra. Y, en este momento tranquilo, ninguno tenía necesidad de hacerlo. La escena exterior era de una desolación ilimitada. La hierba azul-verdosa aparecía fija a una tierra cansada que se extendía hasta el horizonte quebrado de vez en cuando por escarpadas montañas. Aquí y allá unos arbustos tristes luchaban por sobrevivir, algunos con el aspecto patético de la lucha por convertirse en árboles como lo fueron alguna vez sus antecesores. A la derecha, una cicatriz larga y recta que atravesaba la hierba revelaba estériles protuberancias pétreas en los lugares más inesperados. Demasiado accidentada y estrecha para haber sido en algún tiempo una carretera sugería más bien las ruinas resecas de alguna muralla desaparecida hacía mucho. Y, sobre todo este paisaje, se cernía amenazador un cielo pálido. El capitán Skhiva miró a su tripulación y habló con ella mediante su tentáculo signoparlante. La alternativa consistía en el contacto telepático que requería el toque físico. —Es evidente que estamos de mala suerte. No habría sido peor desembarcar en su vacío satélite. Sin embargo, es más seguro salir aquí. Quien desee explorar un poco puede hacerlo. Uno de ellos gesticuló en respuesta al capitán. —Capitán, ¿no quiere ser usted el primero de poner el pie en este mundo?
—No tiene importancia. Si alguno lo considera un honor, se lo cedo gustosamente — tiró de la palanca que abría ambas puertas neumáticas. Un aire pesado y espeso penetró en el interior, y la presión subió un poco—. Tened cuidado en no excederos en vuestro esfuerzo —les advirtió a medida que salían. El poeta Fander le tocó, juntas las puntas de sus tentáculos mientras una corriente de pensármenos se precipitaban por sus terminales nerviosos. —Esto confirma cuanto hemos visto al acercarnos. Un planeta destrozado y muerto desde hace mucho entre angustias mortales. ¿Qué cree que ocurrió? —No tengo ni la más remota idea. Y me gustaría tenerla. Si ha sido destruido por fuerzas naturales, ¿qué podrían hacerle a nuestro Marte? —su mente preocupada mandó su latido de preocupación a través del tentáculo contactante—. ¡Lástima que este planeta no hubiera estado menos alejado de nosotros! De haber sido así, hubiéramos podido estudiar el fenómeno desde la superficie de Marte. ¡Es tan difícil observar adecuadamente este planeta contra la luz del sol! —Y eso es aún de mayor aplicación al próximo mundo, el brumoso —observó el poeta Fander. —Ya lo sé. Empiezo a asustarme de lo que vayamos a encontrar allí. Si resulta que está tan muerto como éste, nos encontraremos perdiendo velocidad hasta que podamos ejecutar el gran salto hacia el exterior. —Lo que no ocurriría durante nuestra vida. —Es posible —convino el capitán Skhiva—. Podemos movernos rápidamente con ayuda de nuestros amigos. Pero solos... avanzaríamos lentamente —se volvió para observar a su tripulación retorciéndose en varias direcciones a través del paisaje siniestro—. Se sienten a gusto pisando tierra firme. Pero, ¿qué es un mundo sin vida y sin belleza? En poco tiempo se sentirán cansados de él. Fander dijo pensativamente. —Sin embargo, me gustaría ver algo más de él. ¿Me permite que use el bote salvavidas? —Eres un pájaro cantor, no un piloto —dijo el capitán Skhiva con aire reprobador—. Tu función es mantener nuestra moral, entreteniéndonos en vez de rondar por ahí en un bote. —Pero sé cómo usarlo. Todos fuimos entrenados en su manejo. Déjeme que lo tome para que pueda ver un poco más. —¿No vimos bastante aún antes de aterrizar? ¿Qué más queda por ver? Caminos y carreteras pedregosos y destruidos a punto de convertirse en nada. Ciudades muertas desde quién sabe cuándo, destruidas y en ruinas que se deshacen en polvo. Montañas destrozadas y bosques medio carbonizados y cráteres más pequeños que los que vimos en la Luna. Parece que no ha sobrevivido ni el menor signo de vida superior. Sólo hierbas, arbustos y algunos animales, bípedos o cuadrúpedos, que huyen cuando nos acercamos. ¿Por qué pretendes encontrar algo más? —Hay poesía incluso en la muerte —dijo Fander. —A pesar de todo sigue siendo repulsivo —Skhiva se estremeció—. Está bien. ¡Toma el bote! ¿Quién soy yo para indagar los extraños pensamientos de una mente no técnica? —Gracias, capitán. —No hay de qué. Trata de estar de regreso antes de que oscurezca. Rompieron el contacto y Skhiva se fue hasta la abierta puerta neumática, serpenteo hacia el borde exterior y siguió dando vueltas al asunto, desinteresado de entrar en contacto con aquel nuevo mundo. ¡Tan gran esfuerzo, tan brillante logro, tanto como habían hecho... para tan pobre recompensa! Seguía aún con sus consideraciones cuando el bote de Fander pasó zumbando hasta perderse de vista. Sus ojos polifacéticos, inexpresivos, observaron cómo las rejillas
energizantes cambiaban de ángulo y el bote flotaba a lo lejos como una burbuja. Skhiva era sensible a la futilidad. La tripulación regresó a bordo mucho antes del atardecer. Les bastaron pocas horas. Simplemente habían visto hierba, matorrales, árboles enanos que trataban de crecer. Uno de los tripulantes descubrió un área oblonga donde no crecía la hierba y que en alguna oportunidad fue quizás el lugar que ocupaba una morada. Trajo consigo un fragmento de sus cimientos: un trozo de hormigón que se deshacía, el cual Skhiva guardó para analizarlo después. Otro encontró un insecto pequeño y castaño, de seis patas, pero cuando lo recogió sus terminales nerviosos percibieron sus chillidos y, sin reflexionar, lo puso inmediatamente en libertad. Habían visto a cierta distancia animalitos que se movían desmayadamente o que saltaban; pero todos se escondían en sus madrigueras antes de que algún marciano pudiera agarrarlo. Todos los tripulantes estuvieron de acuerdo en un punto: el silencio y la solemnidad de un pueblo que moría, era insoportable. Fander llegó media unidad de tiempo antes del ocaso. Su burbuja derivó bajo una nube negra e inmensa, bajó a nivel de crucero y entró en la nave. Poco después empezó a llover, el agua caía fragorósamente en torrentes frenéticos, mientras todos ya a cubierto se mantenían de pie tras la banda transparente y se maravillaban ante tan enorme exhibición pluvial. Tras unos momentos de reflexión, el capitán Skhiva habló. —Debemos aceptar lo que hemos encontrado. Nos hemos llevado un chasco. La causa de la condición actual de este mundo es un misterio que otros tendrán que desvelar, con mayor tiempo y con mejores instrumentos. A nosotros sólo nos queda abandonar esta inmensa tumba y tratar de llegar al planeta brumoso. Saldremos mañana por la mañana a primera hora. Nadie formuló ningún comentario, pero Fander siguió al capitán hasta su camarote e hizo contacto con él mediante sus tentáculos. —Capitán, creo que aquí se puede vivir. —No estoy tan seguro... —Skhiva se hizo un ovillo en su litera, dejando que sus tentáculos colgaran en los diversos brazos destinados a tal uso. Su brillo azuloso se reflejaba en la pared a sus espaldas—. En algunos lugares aparecen rocas que emiten rayos alfa. ¡Son peligrosos! —Desde luego, capitán. Pero yo puedo percibirlos y en consecuencia evitarlos. —¿Tú? —el capitán se quedó mirándole de hito en hito. —Sí, capitán. Desearía quedarme aquí. —¿Cómo? ¿En este lugar tan horrorosamente repulsivo? —Tiene un aire que todo lo impregna de fealdad y desesperanza —admitió el poeta Fander—. Todo tipo de destrucción es feísimo. Pero da la casualidad que le encontré cierta belleza. Me gustaría averiguar su origen. —¿A qué belleza te refieres? —preguntó Skhiva. Fander trató de explicárselo en términos que no le fueran extraños. —Dibújamelo —ordenó Skhiva. Fander obedeció y le dio el dibujo. —¡Aquí está! El capitán estuvo contemplándolo durante un buen rato y luego se lo devolvió, meditó unos minutos y luego habló a través de sus terminales en contacto con los de Fander. —Somos individuos con todos los derechos inherentes. Y, como individuo que soy, no me parece bastante hermosa esta representación para que valga siquiera la punta del rabo de un arlan indígena. Admito que no es tan horrible, incluso que es aceptable. —Pero, capitán... —Como individuo —prosiguió Skhiva—, tienes el mismo derecho que cualquiera a tus propias opiniones, por raras que parezcan. Si realmente quieres quedarte aquí, no puedo
negarte tu derecho. Pero creo que a mí me queda el derecho a creer que estás algo loco. —Volvió a mirar a Fander—. ¿Cuándo quieres que pasemos a recogerte? —Este año, o mejor el próximo... Algún día, o nunca... —Posiblemente sea nunca —le recordó Skhiva—. ¿Estás preparado para enfrentarte con esa perspectiva? —Uno debe estar siempre preparado para enfrentarse con las consecuencias de sus propias acciones —le recordó Fander. —Es verdad —Skhiva se mostraba reacio a rendirse—. ¿Pero has pensado el asunto seriamente? —Soy un elemento de la tripulación no técnico. No me guío por el pensamiento. —¿Cómo te guías, entonces? —Por mis deseos, emociones e instintos. Y por mis sentimientos interiores. Skhiva exclamó con fervor. —¡Que las lunas gemelas te guarden del mal! —Capitán, cánteme una canción hogareña y toque para mí el arpa tintineante. —No seas bobalicón. Ya sabes que carezco de esas habilidades. —Capitán, ¿si sólo se necesitara pensarlo cuidadosamente sería capaz de hacerlo? —Indudablemente —convino Skhiva, viendo la trampa pero incapaz de evitarla. —¡Ya le pesqué! —señaló alborozado Fander. —Me rindo. No puedo discutir con alguien que deja a un lado las reglas aceptadas de la lógica e inventa las suyas pro-pías. A ti te gobiernan nociones que a mí me derrotan. —No se trata de un asunto de lógica o de falta de lógica —le dijo Fander—. Es simplemente un asunto de puntos de vista. Usted ve ciertos ángulos y yo veo otros. —¿Por ejemplo? —Usted quiere pillarme hablando así. No puedo encontrar ejemplos. Vamos a ver, ¿recuerda la fórmula para determinar la fase de un circuito sintonizado en series? —La recuerdo perfectamente. —Tengo la impresión de que así es. Es un técnico. Usted, capitán, lo ha registrado para toda la vida como asunto de utilidad técnica —hizo una pausa. Miraba fijamente a Skhiva—. También yo conozco la fórmula. Me la explicaron, por azar, hace muchos años. A mí no me es de ninguna utilidad... sin embargo, no he podido olvidarla. —¿Por qué? —Porque contiene la belleza del ritmo. Es un poema. Skhiva suspiró y dijo: —No puedo entenderlo. —Uno sobre R, paréntesis L menos uno sobre omega C... —recitó Fander—. ¡Un hexámetro perfecto! —hizo alarde de su alegría mientras el otro se balanceaba en su litera. Tras unos segundos, Skhiva comentó: —Podría ponérsele música. Podría convertírsela en un ballet. —Lo mismo ocurre con esto —Fander volvió a mostrarle su bosquejo—. Esto contiene cierta belleza. Donde hay belleza, hubo alguna vez talento... puede haberlo aún. Donde queda talento también puede encontrarse grandeza. En el reino de la grandeza podemos encontrar a amigos poderosos. Necesitamos de tales amigos. —Ganaste —Skhiva esbozó un gesto de vencido—. Aquí te dejaremos por la mañana, librado a tu propia suerte, la misma que tú eliges. —¡Muchas gracias, capitán! La misma veta de testarudez que hacía de Skhiva un valioso comandante le indujo a sostener una conversación final con Fander poco antes de la partida. Mandó que se presentara a su camarote y observó al poeta con mirada especulativa. —¿Sigues con la misma idea? —Sí, capitán.
—¿No se te ocurre pensar que es muy raro que yo esté tan contento de abandonar este planeta si contiene en realidad algunos restos de grandeza? —No. —¿Por qué, no? —Skhiva se puso ligeramente rígido. —Capitán, creo que está un poco asustado debido a que sospecha lo mismo que yo: que aquí no se produjo ningún desastre natural. Ellos mismos lo hicieron... contra ellos mismos. —No contamos con ninguna prueba de eso —dijo Skhiva con cierta incomodidad. —No, capitán —Fander pretendió callarse, no deseando agregar nada más. —Si ésta es su propia obra desgraciada —comentó Skhiva finalmente—, ¿qué oportunidades tenemos de encontrar amigos entre gente a la que tanto deberíamos temer? —Pocas —admitió Fander—. Pero eso, siendo el fruto de un pensamiento frío, poco significa para mí. Estoy animado de cálidas esperanzas. —Ahí empiezas de nuevo, descartando con estridencia la razón en favor de un sueño vano. Esperar, esperar, no dejar de esperar... para dar cima a lo imposible. —Lo difícil puede hacerse de inmediato —dijo Fander—, y lo imposible toma algún tiempo más. —Tus pensamientos hacen que mi mente ordenada parezca trastornarse. Cada uno de tus comentarios significa un desmentido rotundo de algo que para mí tiene sentido. — Skhiva transmitió la sensación de una risita lúgubre—. ¡Vaya! Vivir para aprender... — avanzó un poco acercándose más a Fander—. Afuera he mandado que reunieran todos tus suministros. Ya no nos queda más que despedirnos. Se abrazaron a la manera marciana. El poeta Fander abandonó la puerta neumática, descendió al suelo y observó cómo la gran esfera se estremecía y se deslizaba hacia la altura. Ascendía sin hacer ningún ruido y se volvió cada vez más pequeña, de forma regular hasta convertirse en un punto diminuto que se perdió en el interior de una nube. Poco después no vio nada. Se quedó ahí, mirando la nube mucho, muchísimo tiempo. Luego volvió sus ojos al aereotrineo cargado con sus suministros. Se encaramó al diminuto asiento descubierto del rejillas de flotación y dejó que el aparato se elevara unos pocos metros. Cuanto más ascendiera mayor sería el consumo de energía. Deseaba conservar la máxima fuerza puesto que ignoraba por cuánto tiempo la necesitaría. Así que volando a baja altitud y velocidad reducida dejó que el aereotrineo se deslizara en dirección al lugar donde creía encontrar belleza. Más tarde, encontró una caverna seca en una loma en la que se encontraba su objetivo. Le llevó dos días de cuidadosas y cautelosas radiaciones para recorrer sus paredes, suelo y techo, y además medio día de quitar con un abanico autónomo todo el polvo de silicato. Cuando terminó, almacenó sus vituallas y suministros en el fondo, aparcó el vehículo en la parte exterior y montó una cortina en la entrada que era una pantalla de energía. El hueco en la colina se había convertido en su hogar. Esa primera noche le costó bastante conciliar el sueño. Se tendió al fondo de la cueva. Parecía algo nudoso, una especie de cuerda enroscada, con un brillo azul. Tenía unos ojos enormes, polifacéticos como los de una abeja y se despertó escuchando arpas que tocaban a seis millones de kilómetros lejos. Las puntas de sus tentáculos se entrelazaban en una involuntaria búsqueda de canciones telepáticas que seguramente acompañaban a las arpas, pero no logró sintonizarlas. Aumentó la oscuridad y todo pareció convertirse en un monstruoso silencio. Sus órganos auditivos ansiaban sentir el croar regular de las ranas, pero allí no había ranas. Deseaba percibir el zumbar de los escarabajos nocturnos de su planeta, pero aquí no se oía ningún zumbido. Excepto una vez, cuando alguien (muy lejos) ladró a la luna, no había oído nada más. ¡Nada más!
Por la mañana se lavó, comió, sacó el trineo y exploró el lugar donde alguna vez se levantó una pequeña ciudad. Encontró muy poca cosa que satisfaciera su curiosidad, sólo montículos de escombros informes sobre cimientos al parecer oblongos. Era la tumba de viviendas muertas hacía mucho, pudriéndose, cubiertas de hierbas, a punto de desaparecer en la nada. Viéndolo desde una altura de ciento cincuenta metros sólo logró una pequeña información: la disposición de las ruinas indicaba que aquella gente había sido muy metódica y ordenada. Pero el orden por sí mismo no es belleza. Regresó a la parte más próxima de la cima de su colina y encontró solaz en la idea de que a pesar de todo había cierta belleza. Prosiguieron sus exploraciones, claro que no las hacía tan metódicamente como las habría llevado a cabo Skhiva, pero sí de acuerdo con sus antojos cambiadizos. Algunas veces vio muchos animales, solos o agrupados, y ninguno se parecía a los de Marte. Algunos se dispersaban a galope tendido cuando su aereotrineo descendía hacia ellos. Otros se escondían de prisa y corriendo en agujeros del suelo, dejando ver por un instante unos rabos blancos y absurdos. Otros eran cuadrúpedos, de cara larga y afilados dientes, cazaban en grupo y prorrumpían en un coro de ladridos, la cabeza erguida, mirando al trineo, con aullidos roncos y desafiantes. El séptimo día, en un claro de bosque, profundo y sombreado, en dirección norte, columbró un pequeño grupo de formas para él inéditas que caminaban furtivamente en fila india. Los reconoció a primera vista, los conocía tanto que sus ojos escrutadores mandaron una inmediata sensación de triunfo a su mente. Iban harapientos, sucios y sólo habían crecido a medias, pero la belleza le había indicado de qué se trataba. Ciñéndose a un vuelo bajo trazó una amplia curva que lo llevó al extremo más alejado del calvero. Su trineo se inclinó ligeramente como si fuera a descender en el claro. Ahora podía verlos mejor, incluso el sucio rosado de sus piernas enclenques. Se alejaban de donde él estaba, con temerosa cautela, pero el silencio de su vuelo no les previno su proximidad. El que cerraba la marcha de la sigilosa fila lo engañó en el último momento. Fander se colgaba de un lado de su aparato con los tentáculos extendidos y a punto de coger al último de la fila, que tenía la cabeza cubierta con una mata de cabellos rubios cuando, respondiendo tal vez a un sexto sentido, su presunta víctima se tiró de bruces al suelo. Por menos de un metro, su tentáculo no pudo hacer presa en él y percibió una aterrorizada mirada de unos ojos grises, dos segundos antes de que gracias a una hábil maniobra del trineo se recuperase de su pérdida agarrando al que le precedía que demostró ser menos precavido. Éste era de cabello oscuro, algo mayor y más robusto que el anterior. Bregó alocadamente agitando sus extremidades mientras el trineo cobraba altura. Luego, de repente, dándose cuenta de la extraña naturaleza de sus ataduras, se retorció y miró directamente a Fander. El resultado fue totalmente inesperado: cerró los ojos y se quedó totalmente flácido al extremo de un tentáculo. Seguía en su estado de flaccidez cuando lo metió en la cueva pero el corazón seguía latiendo y sus pulmones funcionaban. Lo tendió cuidadosamente sobre su cama blanda, se fue hasta la entrada de la cueva y lo observó esperando que se recuperara. Finalmente se agitó, se sentó en la cama y miró de forma confusa a la pared que tenía enfrente. Sus ojos negros fueron moviéndose lentamente a su alrededor para darse cuenta de su entorno. Entonces vio finalmente a Fander. Sus ojos casi se desorbitaron y su dueño empezó a proferir gritos agudísimos, ruidos desagradables mientras intentaba hacerse hacia atrás a pesar de que la pared sólida se lo impedía. Gritaba tanto, en un alarido tras otro, que Fander se deslizó fuera de la cueva, quitándose de su vista y se sentó bajo el viento frío esperando que cesaran los ruidos. Un par de horas después y con toda clase de precauciones, volvió a entrar a fin de ofrecerle comida, pero su reacción fue tan rápida, histérica y desgarradora que a Fander
sólo se le ocurrió lanzar la comida al suelo y volverse a esconder, como si el miedo fuera suyo y no del otro. Nadie tocó la comida durante dos días completos. Cuando llegó el tercero y tras darse cuenta Fander de que el muchacho había comido un poco, se aventuró a volver a entrar. A pesar de que el marciano no se le acercó mucho, el muchacho se encogió de miedo y se alejó al punto más retirado de la cueva, mientras murmuraba. —¡El demonio! ¡El demonio! Tenía los ojos enrojecidos y tras ellos aparecía su semblante demudado. —¿Demonio? —pensaba Fander. Le era totalmente imposible pronunciar aquella palabra extranjera, pero se preguntaba qué significaría. Usó su tentáculo de hablar por señas en un esfuerzo valeroso para comunicar algo que tranquilizara al muchacho. Pero fue en vano. El otro observaba sus retorcimientos, medio asustado, medio con desagrado, y demostraba una completa falta de comprensión. Dejó que un tentáculo se deslizara suavemente hacia adelante por encima del suelo, con la esperanza de hacer contacto psíquico. Pero el otro se encogió más aún, como ante una serpiente a punto de atacar. «Paciencia —se repitió a sí mismo—. Lo imposible requiere algún tiempo más.» Periódicamente se presentaba ante el muchacho con comida y bebida, y por la noche dormía a rachas en el suelo áspero del exterior de la cueva. La hierba estaba húmeda bajo el cielo encapotado mientras que el prisionero que era su huésped disfrutaba de su cama blanda, del calor de la cueva, de la seguridad que daba la pantalla de energía. Llegó un momento que Fander demostró una perspicacia poco poética reaccionando como si fuera el muchacho para estimar si había llegado el momento. Cuando, al llegar al octavo día, se dio cuenta de que sus comidas eran aceptadas con regularidad, comió también él por su parte en el umbral de la cueva, a la vista del chico y observó que no por ello éste perdía el apetito. Esa noche Fander durmió en la cueva, pero permaneció junto a la entrada, pegado a la pantalla de energía y tan lejos como pudo del muchacho. Éste se quedó desvelado hasta muy tarde, observando al marciano, vigilándolo sin cesar; pero finalmente no pudo vencer el sueño cuando ya apuntaba el día. Una nueva tentativa de hablar por señas no dio mejores resultados que la primera y el muchacho seguía negándose a tocar el tentáculo que el otro le ofrecía. De todos modos se daba cuenta que, aunque muy lentamente, iba ganando terreno. Seguía rechazando sus insinuaciones pero con menor repulsión. Gradualmente, pero muy gradualmente, la forma del marciano se convertía en familiar, casi se volvía aceptable. Fander disfrutaba del dulce sabor del éxito cuando mediaba el día siguiente. El muchacho había manifestado varios accesos de enfermedad emocional durante los cuales yacía, la frente al suelo, el cuerpo estremecido y emitiendo ruidos bajitos mientras de sus ojos salía agua en abundancia. Cuando eso ocurría el marciano se sentía extrañamente impotente e inadecuado. En esta ocasión, durante otro de los ataques, sacó partido de la falta de atención del chico y se deslizó lo bastante cerca para arrancar al muchacho de la cama. De una caja sacó su diminuta arpa electrónica, enchufó los cordoncillos, la puso en marcha y empezó a tañer las cuerdas con delicada afición. Lentamente empezó a tocar, cantando muy para sus adentros, puesto que no tenía voz con la que poder cantar en voz alta, pero el arpa cantaba por él. El muchacho dejó de estremecerse, se sentó y puso toda su atención en los hábiles movimientos de los tentáculos y en la música que éstos arrancaban al instrumento. Y cuando juzgó que finalmente había cautivado la mente de su oyente, Fander terminó con unos suaves acordes finales y amablemente ofreció el arpa al muchacho. Éste demostró interés y al mismo tiempo se mostraba reacio. Con mucho cuidado, tratando de no acercarse demasiado a él, ni siquiera un centímetro de más, Fander le ofreció el aparato al extremo de un tentáculo que estiró cuanto pudo. El muchacho sólo debía avanzar cuatro pasos para tomarlo. Y los dio.
Ése fue el principio. Tocaron juntos, día tras día y algunas veces hasta durante la noche mientras que, imperceptiblemente, se iba acortando la distancia entre ellos. Finalmente se sentaron juntos, uno al lado del otro. El muchacho aún no se había decidido a reír, pero por lo menos no demostraba sentirse incómodo. Ahora ya podía sacar una pequeña tonadilla del instrumento, estaba satisfecho de su propia habilidad y adoptaba un aire solemne. Una noche, a medida que aumentaba la oscuridad, y las cosas que aullaban a la luna volvieron a hacerlo una vez más, Fander le tendió el extremo de uno de los tentáculos por enésima vez. Siempre el gesto había sido inequívoco aunque su motivo no apareciera claro y sin embargo siempre había sido rechazado. Pero ahora, ahora... cinco deditos se cerraban alrededor del tentáculo con un tímido deseo de complacer. Con una oración ferviente para que los nervios humanos funcionaran como los de un marciano, Fander puso a circular por el tentáculo sus pensamientos, rápidamente, no fuera el caso que el cálido apretón se aflojase antes de tiempo. —No me tengas miedo. Ni yo puedo cambiar mi forma ni tú puedes cambiar la tuya. Soy tu amigo, tu padre, tu madre... Te necesito tanto a ti como tú me necesitas a mí. El muchacho se dejó ir y empezó a gimotear con quejidos ahogados y calmosos. Fander le echó un tentáculo al hombro, le dio unos ligeros golpecitos que imaginó eran perfectamente marcianos. Por alguna razón inexplicable este gesto lo echó todo a rodar. No sabiendo qué otra cosa hacer para mejorar la situación, qué acción emprender, comprensible en términos terrícolas, se dio de momento por vencido. Rindiéndose a su instinto, extendió un largo tentáculo y con él rodeó al chico y lo sostuvo fuertemente contra sí hasta que dejó de gimotear para quedarse dormido. Entonces comprendió que el muchacho del que se había apoderado era mucho más joven de lo que al principio había creído. Y lo estuvo cuidando toda la noche. Era necesaria mucha práctica para poder conversar. El muchacho debía aprender a concentrar una gran fuerza mental tras cada pensamiento, puesto que estaba más allá del poder de Fander succionárselos de su mente. —¿Cómo te llamas? —preguntó. En la pantalla de la mente de Fander apareció una imagen de unas piernas enclenques que corrían. Convirtió la imagen en impulsos inquisitivos. —¿Veloz? El chico reaccionó afirmativamente. —¿Cómo me llamas tú a mí? Se le apareció una representación poco halagadora de una colección de monstruos. —¿Demonio? La imagen empezó a girar y se volvió confusa. Notó un asomo de incomodidad en el muchacho. —Pues que así sea, demonio —aseguró Fander. Y prosiguió—: ¿Dónde están tus padres? —observó mucha confusión en la imagen—. Es forzoso que los hayas tenido. Todos tenemos un padre y una madre. ¿No los tenéis vosotros? ¿No te acuerdas de los tuyos? Se produjo un revoltijo de representaciones fantasmales. Personas mayores abandonaban niños, como si les tuvieran miedo. —¿Qué es lo primero que recuerdas? —Un hombre grande caminaba conmigo. Me acompañó un trecho y luego prosiguió su camino. —¿Qué le ocurrió? —Se alejó. Dijo que estaba enfermo y que, además, podría enfermarme a mí. —¿Cuánto hace de eso? Una gran confusión reinó en la mente del muchacho.
Fander cambió de tema. —¿Tampoco tienen padres esos otros muchachos? —Ninguno tiene a nadie. —Pero tú tienes ahora a alguien, ¿verdad Veloz? —Sí —titubeó un poco. Fander quiso avanzar un poco más. —¿Qué prefieres, tenerme a mí o a esos otros chicos? —hizo una pausa y siguió—: ¿O a ellos y a mí también? —A todos —respondió Veloz sin titubear. Sus dedos jugaban con el arpa. —¿Te gustaría ayudarme mañana a encontrarlos y traerlos aquí? ¿Y si se asustan de mí ayudarme para que no tengan miedo? —¡Encantado! —exclamó Veloz, pasándose la lengua por los labios y sacando el pecho hacia afuera. —Entonces —explicó Fander—, ¿por qué no salimos ahora a dar un paseo? Hace demasiados días que no te mueves de esta cueva. ¿Quieres que ambos vayamos a dar un paseo? —¡Ya lo creo! Uno al lado del otro salieron a dar un corto paseo. Uno trotaba rápidamente mientras el otro se deslizaba. La perspectiva de un paseo al aire libre le levantó el ánimo. Era como si la vista del cielo y sentir la hierba bajo sus pies hicieran que se diera cuenta de que no era precisamente un prisionero. Sus facciones, que hasta ahora habían aparecido solemnes, se animaron, lanzaba exclamaciones que Fander no comprendía y en una ocasión rió por nada sólo por el placer de hacerlo. En dos oportunidades agarró la punta de un tentáculo de Fander para comunicarle algo y llevó a cabo el ademán como si fuera lo más corriente y natural, como si fuera su propia manera de hablar. Sacaron el trineo por la mañana. Fander se acomodó en el asiento delantero y tomó los controles. Veloz se puso tras él en cuclillas y con las manos se aferraba al cinturón de seguridad. Con un opaco silbido el vehículo se dirigió hacia el calvero. A medida que sobrevolaban el terreno, muchos animales de cola blanca corrían a precipitarse a sus madrigueras. —Son buenos para comer —comentó Veloz, tocando al marciano y hablándole por contacto. Fander experimentó náuseas. ¡Carnívoros! Después de que una extraña sensación de vergüenza y de pesar se apoderase de él, comprendió que el joven se había dado cuenta de su repulsión. Se lamentó profundamente de no haber sido más rápido para bloquear esa reacción antes de que el chico la notara, pero nada podía echarse en cara ya que el efecto de una afirmación tan descarnada lo había cogido completamente por sorpresa. Sin embargo, se había traducido en otro paso adelante en su relación mutua: Veloz tenía en mucha estima su opinión. Al cabo de quince minutos tuvieron suerte. En un punto situado más o menos a un kilómetro al sur del claro, Veloz profirió un chillido y señaló hacia abajo. Una figura pequeña, de cabellos dorados, estaba parada en un montículo y miraba fascinada hacia arriba aquel fenómeno que surcaba los cielos. Una segunda forma más pequeña, con cabellos también largos pero rojizos, estaba en la parte baja de la prominencia mirando también maravillada. Ambas recobraron el aliento y se lanzaron a correr cuando vieron que la nave se inclinaba hacia ellas. Sin hacer caso de los gritos de emoción que oía a sus espaldas y de los tirones que daba a su cinturón, Fander aminoró la velocidad y se apoderó de una y después de la otra. Esto le dejó con un solo tentáculo con el que conducir el vehículo y valiéndose de él enderezó rápidamente el curso del vuelo y cobró altura. Si las víctimas se hubieran debatido se, habría encontrado ante la imposibilidad de hacer la maniobra. Pero no
lucharon. Gritaron cuando se apoderó de ellas pero en seguida se desmayaron y cerraron los ojos. El trineo fue ascendiendo y se deslizó durante dos kilómetros a una altura de ciento cincuenta metros. La atención de Fander parecía dividida entre sus nacidas capturas, los controles y el horizonte cuando, de repente, un atronador ruido metálico sonó en la base del aparato. Todo el fuselaje se estremeció, una tira de metal se desprendió de la parte delantera y pasaron silbando unos objetos ruidosos en dirección a las nubes. —El viejo Pelogrís —gritó Veloz, sin poder quedarse quieto pero tratando de mantenerse alejado del borde de la nave—. Está disparando contra nosotros. Las palabras pronunciadas en voz alta no tenían ningún sentido para el marciano y no disponía de ningún tentáculo adicional para ponerse en contacto con Veloz, a menos que a éste se le ocurriera establecerlo por su cuenta. Enojado, enderezó el aparato y empezó a ganar velocidad. Cualquier daño que el aparato hubiera sufrido en nada había afectado su eficiencia. Salió disparado hacia arriba a una velocidad que provocó que los cabellos rojos y dorados de las cautivas se agitaran en el aire. Forzosamente su aterrizaje junto a la cueva fue accidentado. El trineo dio unos cuantos brincos y dio bandazos a través de cuarenta metros de pasto. Ante todo lo primero. Llevó la desmayada pareja al interior de la caverna, las depositó en la cama para que estuvieran cómodas y salió a examinar el trineo. Apreció media docena de profundas mellas en su lisa parte inferior y dos surcos en ángulo a través de uno de los bordes. Se puso en contacto con Veloz. —¿Qué era lo que querías decirme? —Que el viejo Pelogrís nos disparó. La representación mental se le apareció de inmediato, vivida y con un efecto electrizante: La visión de un tipo alto, con el pelo blanco, viejo y severo semblante con un arma tubular apoyada en el hombro que vomitaba fuego hacia arriba. ¡Un hombre viejo con cabello cano! ¡Un adulto! Apretó más su tentáculo en el brazo del chico. —¿Qué tiene que ver ese anciano contigo? —Nada. Vive cerca de nosotros en los refugios. Una nueva representación mental. Madrigueras de hormigón polvorientas, medio derruidas con el techo surcado con cicatrices que en algún tiempo fue el sistema eléctrico ahora desaparecido. El viejo viviendo como un ermitaño en un extremo y los chicos en otro. El viejo era taciturno, aspecto amargado y mantenía a los chicos a distancia. Les hablaba raramente pero estaba siempre dispuesto a defenderlos si se veían amenazados. Tenía armas. Una vez mató a varios perros salvajes que se habían comido a dos de los niños. —Los mayores nos dejaron cerca de los refugios porque el viejo Pelón estaba ahí y tenía armas —informó Veloz. —¿Pero por qué se mantiene alejado de los niños? ¿Acaso no quiere a las criaturas? —No lo sé —meditó unos instantes—. Una vez nos contó que los mayores podían enfermarse gravemente y hacer que los pequeños también enfermaran... y que entonces todos nos moriríamos. Tal vez le asuste que nos muramos —Veloz no estaba muy seguro acerca de ese particular. Por lo visto se había declarado una epidemia pavorosa, alguna enfermedad contagiosa, a la cual los adultos eran particularmente susceptibles. Sin titubear abandonaron a sus hijos al primer ataque de la epidemia en la esperanza de que siquiera los pequeños sobrevivirían. Sacrificio tras sacrificio para que los restantes de la especie sobrevivieran. Angustia tras angustia a medida que los viejos se decidían a morir solos en vez de morir todos juntos. Sin embargo, el propio viejo Pelogrís era descrito como muy anciano. ¿Se trataría de alguna exageración de la mente infantil?
—Debo ver al viejo Pelogrís. —Te recibirá a tiros —declaró Veloz, convencido—. A esas alturas ya sabe que estoy en tu poder. Y vio también que te llevabas a las chicas. Te acechará hasta poderte disparar. —Ya encontraremos algún medio de evitarlo. —¿Cómo? —Cuando ese par de chicas se hayan convertido en amigas mías del mismo modo que tú eres ahora mi amigo, os llevaré a los tres a los refugios. Buscaréis al viejo Pelogrís y le explicaréis que no soy tan horrible como parezco. —Yo no creo que seas horrible —negó Veloz. La representación que se apareció a Fander le dio la más extraordinaria sensación de júbilo. Representaba un cuerpo vago y retorcido pero provisto de un rostro inequívocamente humano. Los nuevos prisioneros eran hembras. Fander lo supo sin que se lo dijera nadie debido a que eran más delicadas que Veloz y despedían el cálido y dulzón olor de las hembras. Eso podría acarrear complicaciones. En consecuencia excavó otra caverna, más pequeña, donde se alojaría con Veloz. Ninguna de las chicas vio a Fander durante dos días. Manteniéndose bien alejado de ellas, dejó que fuera Veloz quien les llevara la comida, les hablara, y les preparara para la forma extraña que pronto verían. El tercer día se presentó para que le vieran desde cierta distancia. A pesar de todas las prevenciones la cara de las chicas se puso blanca como el papel, se abrazaron con fuerza aunque no profirieron gritos de angustia. Fander tocó el arpa durante un rato, luego se fue. Regresó por la noche y volvió a tocar su instrumento. Alentada por la corriente constante y tranquilizadora de Veloz una de las muchachas se atrevió al día siguiente a agarrarle la punta de un tentáculo. Lo que recorrió sus nervios más que una representación o imagen era un dolor, un deseo, un ansia infantil. Fander salió de la cueva, buscó maderas j pasó buen parte de la noche usando a Veloz como modelo, mientras dormía, y convirtió un leño en una pequeña representación muy lograda de un ser humano. Fander no era escultor ni tallador pero poseía muy buen tacto y el poeta que había en su interior recorrió sus extremidades y se plasmó en aquel modelo. Para completar la obra, vistió la figura al estilo terrícola, puso unos toques de color en el rostro y dibujó en sus facciones la mueca de placer que los humanos llaman sonrisa. Le regaló la muñeca tan pronto como la chica se despertó por la mañana. La tomó con ansia, con sed, con los ojos muy abiertos y rebosantes de alegría. Apretó la muñeca contra su pecho, le cantó una tonadilla... y Fander comprendió que había colmado aquel extraño vacío que había en el interior de la criatura. A pesar de que Veloz se mostraba algo desdeñoso ante semejante pérdida de tiempo y esfuerzos, Fander se puso a confeccionar un segundo muñeco. Ese segundo no le llevó tanto tiempo. La práctica adquirida con el primero le habían dado más rapidez y mayor habilidad. Pudo regalarla a la otra niña a mediodía. La aceptó con una gracia tímida y sostuvo contra sí la muñeca como si fuera lo único que tuviera en su triste mundo. Estaba tan emocionada y concentrada en el regalo que no se percató de la proximidad de Fander y cuando éste le alargó un tentáculo lo tomó en su manita. —¡Te quiero! —dijo simplemente Fander. La mente de la chica estaba completamente ineducada para transmitir una respuesta, pero sus grandes ojos manaban afecto. Fander aterrizó y dejó el trineo posado en el suelo a dos kilómetros al oeste del calvero y observó a los tres chicos, Veloz y las dos niñas, que cogidos de la mano se dirigían hacia los refugios que no podía ver desde donde se encontraba. Evidentemente, el jefe del grupo parecía ser Veloz: daba prisa a las chiquillas para que avanzaran y las
mandaba con el ruidoso aplomo de alguien que ha viajado y que está de vuelta de todo. A pesar de esto, las chiquillas hacían breves altos de vez en cuando y se volvían para saludar con la mano a aquella cosa con ojos de abeja que habían dejado atrás. Y Fander correspondía a sus saludos haciendo uso siempre de su tentáculo de señales puesto que no se le había ocurrido que cualquiera de los que estaba provisto serviría para el mismo menester. Desaparecieron de su vista tras una elevación de terreno. Se quedó junto al aparato y con sus ojos polifacéticos miró a su alrededor o al enojado cielo que ahora amenazaba lluvia. El suelo era de un gris verde muerto que se extendía hasta perderse de vista. Nada rompía aquella triste monotonía, ni siquiera una mancha de color o de blanco como los que moteaban los páramos de Marte. Sólo el eterno gris verde del paisaje, destacaba el propio azul brillante de su cuerpo. Al poco rato, algo de cara aguda, cuadrúpedo, se destacó sobre la hierba, levantó la cabeza y empezó a ladrar. El sonido era un misterioso lamento que corrió por encima de las hierbas y rebotó en la distancia. Pronto llegaron otros parecidos, dos, diez, una docena. A medida que aumentaban en número se acrecentaba su aire de desafío hasta que pronto se les fueron agregando otros en cantidad abundante y que se le iban aproximando babeantes y enseñando los dientes. Luego llegó una orden repentina e indetectable y como si aquel rebaño fuera un solo animal se detuvo repentinamente y cesaron en su avance. Lo hicieron con frenesí hambriento, los ojos sanguinolentos como motivados por algo cercano a la locura. Por muy repulsivo que pareciera, la vista de criaturas ansiando comer —aunque se tratara de extraña carne de color azul— no preocupó excesivamente a Fander. Apretó un botón de los controles, las rejillas de flotación empezaron a radiar y el trineo se elevó unos seis metros. Una huida tan tranquila y fácil, llevada a cabo de una manera tan inesperada, enfureció a los perros salvajes más allá de lo indecible. Llegaron corriendo hasta debajo del trineo, empezaron a brincar futílmente hacia arriba, fueron cayendo uno tras otro de espaldas, mordiéndose y arañándose mutuamente, para reanudar sus saltos infructuosos. El jaleo que armaron era una combinación de ladridos, gruñidos, lamentos, gañidos y feroces expresiones de extremado odio. Despedían un acre olor de pelo y sudor. Reclinado en el trineo en una postura de desdén, Fander dejó que aquella jauría se encolerizara bajo sus ojos. Empezaron a girar en apretados círculos lanzándole insultos y mordiéndose mutuamente. Esto duró un buen rato y terminó con un chorro de detonaciones ultrarrápidas procedentes del calvero. Ocho de los perros cayeron muertos. Dos caminaron un breve trecho hasta desplomarse. Diez profirieron gañidos de agonía mientras se escabullían trotando sobre tres patas y los que habían resultado ilesos huyeron precipitadamente hacia algún lugar donde podrían darse un festín con los compañeros heridos. Entonces Fander bajó el trineo hasta el suelo. En la pequeña elevación del terreno apareció Veloz en compañía del viejo Pelogrís. Éste descansó el arma en la doblez del codo, se restregó el mentón pensativamente y avanzó hacia Fander. Se detuvo a cinco metros del marciano. El viejo terrícola volvió a restregarse la barba. —¡Es la cosa más recondenada! ¡La cosa más recondenada! —Es inútil que le hable —le advirtió Veloz—. Para hablarle debe tocarle en la forma que le expliqué. —¡Ya sé, ya sé! —el viejo Pelogrís traicionaba su impaciencia—. Todo se hará a su debido tiempo... Le tocaré cuando yo esté a punto —se quedó plantado, mirando fijamente a Fander con sus ojos claros y agudos—. ¡Está bien! ¡Ahí va! —y extendió la mano. Fander puso encima la punta de un tentáculo. —¡Cristo! —exclamó Pelogrís cerrando el apretón—. Está más frío que una serpiente. —Él no es una serpiente —protestó Veloz irritadamente.
—Tranquilo, tranquilo... que yo no dije que lo fuera —al parecer, a Pelogrís le encantaba repetir las frases. —Ni tampoco siente como una —insistió Veloz, que nunca había visto ni sentido una serpiente, ni ganas tenía de verla. Fander transmitió un pensamiento. —Vengo del cuarto planeta. ¿Comprende lo que esto significa? —No soy ningún ignorante —le espetó Pelogrís en voz alta. —No es necesario que me hable con la voz. Recibo sus pensamientos exactamente de la misma forma como usted percibe los míos. Sus respuestas son mucho más intensas que las del muchacho, así que puedo comprenderlo fácilmente. —¡Vaya! —exclamó el viejo sin dirigirse a nadie en particular. —Estaba deseando encontrar un adulto debido a que los niños tienen poco para contar. Quisiera hacerle algunas preguntas. ¿Está dispuesto a responderme? —Depende —respondió Pelogrís, suspicaz. —Como quiera. Respóndame las que guste. Mi único deseo es ayudarles. —¿Por qué? —preguntó Pelogrís, mirando a su alrededor. —Necesitamos amigos inteligentes. —¿Por qué? —Nosotros somos pocos y nuestros recursos son escasos. Al visitar vuestro mundo y el planeta de las brumas, hemos llegado al límite de nuestra capacidad. Pero con ayudas podríamos llegar más lejos. Creo que si podemos ayudarles durante una temporada llegará un momento que ustedes nos podrán ayudar a nosotros. Pelogrís consideró el asunto cautelosamente, olvidándose que sus pensamientos eran como un libro abierto para el otro. La suspicacia crónica era el punto fundamental de su pensamiento, basado en las experiencias de la vida y en la historia reciente. Pero los pensamientos interiores iban en dos direcciones y su propia mente se daba cuenta de la evidente sinceridad de Fander. —Me parece muy justo. Siga hablando —transmitió Pelo-gris. —¿Qué fue lo que provocó este desastre? —preguntó Fander trazando un amplio semicírculo con un tentáculo. —La guerra —respondió Pelogris—. La última guerra que tuvimos. Todo el mundo se volvió loco. —¿A qué se debió? —¡A eso sí que no puedo responder! —Pelogris consideró el asunto gravemente—. Yo diría que no se debió a un solo asunto. Fueron muchas causas juntas las que provocaron todo. —¿Cómo cuáles? —Diferencias entre la gente... Unos tenían la piel de distinto color que los otros. Unos pensaban de un modo y otros de otro. Total que no se entendían. Algunos comían más y mejor que otros y querían casas más amplias y más comida. Y tanto la comida como las casas iban escaseando. El mundo estaba lleno a reventar y nadie quería andar como no fuera para apartar a otro de su camino. Mi viejo me contó muchos detalles antes de morir y siempre sostenía que si la gente hubiera tenido un poco de sentido común tal vez... —¿Su viejo? —interrumpió Fander—. ¿Su padre? ¿No ocurrió todo esto en vida de usted? —¡Oh, no! No vi nada de todo eso. Soy el nieto de un superviviente. —Volvamos a la cueva —dijo Veloz, aburrido con aquel diálogo que él no oía, puesto que era de contacto—. Quiero enseñarle al viejo nuestra arpa. Nadie le prestó atención y Fander prosiguió. —¿Cree usted que pueda haber en alguna parte más supervivientes? —¡Quién sabe! —a Pelogris le ponía de malhumor la idea—. No hay forma de poder decir cuántos andan vagando al otro extremo del globo, tal vez matándose aún mutuamente o muñéndose de hambre o cayendo víctimas de la peste.
—¿De qué peste se trata? —No sé como la llaman —Pelogris se rascó la cabeza, sin saber explicarse—. Mi viejo me lo dijo algunas veces pero ya me olvidé hace mucho. De todos modos, ¿qué importancia tiene recordar el nombre? El viejo me dijo que su padre le había dicho que era consecuencia de la guerra, que era una enfermedad inventada y que la esparcieron con toda intención... y aún existe entre nosotros. —¿Cuáles son los síntomas? —Fiebre y mareo. Salen inflamaciones en los sobacos. Y en cuarenta y ocho horas llega la muerte. Los viejos la contraen antes. Los niños también pueden contagiarse a menos que uno se aleje de ellos cuanto antes mejor. —Todo eso a mí no me suena a nada —confesó Fander, incapaz de reconocer por tales síntomas la peste bubónica de cultivo—. De todos modos hay que considerar que no soy ningún experto en medicina —miró a Pelogrís—: Pero según deduzco, usted escapó del contagio. —Pura suerte —opinó Pelogrís—. O quizá es que yo no puedo contraerla. Durante la guerra circuló una historia según la cual ciertas personas desarrollaban inmunidad contra ella. ¡Que me cuelguen si sé por qué! Podría ser que yo fuera inmune, pero no se fíe demasiado. —¿En consecuencia usted se mantiene alejado de los niños? —¡Claro! —miró a Veloz—. No debí haber venido aquí acompañado por este chico. Ha corrido un riesgo ya que lejos de mí sus posibilidades de enfermar son menores. —Eso representa una gran bondad por parte suya —insinuó Fander dulcemente—. Especialmente teniendo en cuenta que usted debe sentirse muy solitario. Pelogrís se erizó y su corriente de pensamientos se volvió agresiva. —No suspiro por compañía. Puedo cuidarme perfectamente bien sólito. Es lo que he hecho desde que mi padre me dejó para también ocuparse de él mismo. Me sostengo en mis propios pies. —Lo veo —dijo Fander—. Por favor perdóneme... yo mismo soy un extranjero aquí. Lo juzgué a usted de acuerdo con mis propios sentimientos. Porque yo, de vez en cuando, me siento muy solo. —¿Cómo es posible? —preguntó Pelogrís mirándole fijamente—. ¿No me dijo que lo habían abandonado y dejado para que se arreglara con sus propios medios? —Así fue. —¡Amigo! ¡Amigo! Era una imagen que se parecía a la representación de Veloz, una visión imprecisa en cuanto a la forma pero firme y humana por lo que hacía a la cara. El viejo estaba reaccionando ante lo que él consideraba una desgracia más que una elección hecha libremente por él y su reacción le llegaba en una ola de simpatía. Fander respondió en seguida y duramente. —¡Ya ve cómo me dejaron plantado! La compañía de los animales salvajes, ¿de qué me sirve? Necesito alguien inteligente, bastante inteligente que disfrute con mi música y olvide mi aspecto, alguien lo bastante inteligente... —No estoy seguro de serlo bastante —interrumpió Pelogris. Recorrió el paisaje con una prolongada mirada—. No cuando veo esta inmensa tumba y pienso en cómo se veía en tiempos de mi padre. —Cada flor brota del polen de cien flores aun muertas —respondió el marciano. —¿Qué son flores? El marciano quedó sorprendido. Había proyectado una representación de un lirio de agua, albo y brillante y la mente de Pelogrís había hecho malabarismos con ella, sin saber si se trataba de un pez, de un animal terrestre o de un ave. —Son vegetales como eso —Fander cogió media docena de briznas de hierba e hizo con ellas una especie de ramillete—. Pero con mucho más color, con un aroma agradable
—transmitió una visión brillante de un campo de más de una hectárea lleno de lirios, tulipanes y toda clase de flores, de brillantes colores. —¡Santo Dios! —exclamó Pelogrís—. No tenemos nada parecido. —Aquí no —convino Fander—. Aquí no —alargó un tentáculo en dirección al horizonte—. Pero en alguna otra parte puede haberlas en abundancia. Si nos unimos nos haremos mutua compañía y podremos aprender unos de los otros. Podemos aunar nuestras ideas y nuestros esfuerzos y buscar flores lejos de aquí... y también más personas. —La gente ya no suele reunirse. Se mantienen unidos unos a los otros en grupos familiares hasta que los azota la plaga. Entonces abandonan a los niños. Cuanto mayor es el grupo, mayores son los riesgos de contaminarse —se apoyó en su arma y miró fijamente a Fander mientras se iban formando sus pensamientos con apagada solemnidad—. Cuando un tipo piílla la enfermedad se va y se ocupa de sí mismo. El final es un contrato personal entre él y su dios, sin testigos. La muerte en nuestros días es un asunto absolutamente privado. —¿Pero qué pasa, después de tantos años? ¿No cree que a esas alturas la enfermedad se ha extinguido? —Nadie lo sabe... y nadie quiere arriesgarse. —Yo probaría suerte —dijo Fander. —Usted no es como nosotros... ¡Usted no podría contagiarse! —O quizá me daría más fuerte aún y moriría más dolorosamente. —Tal vez —admitió Pelogrís, dubitativo—. De todos modos, ve el asunto desde otro ángulo. Lo arrojaron de su nave y lo dejaron que se espabilara por sí mismo. ¿Qué puede perder? —La vida —dijo Fander. El viejo se balanceó sobre sus pies y luego dijo: —En efecto, es un juego. Un tipo no puede jugarse nada mayor que la propia vida. — Volvió a restregarse la barbilla—. De acuerdo, de acuerdo, acepto lo que dice. Venga aquí y viva con nosotros, —apretó más el puño sobre el arma y sus nudillos se pusieron blancos—. Bajo esta condición: Inmediatamente que se sienta enfermo váyase cuanto antes. Y para siempre. Si no lo hace, le doy una golpiza y lo arrastra lejos con mis propias manos aunque por culpa de ello también me enferme yo. Primero son los niños, ¿comprende? Los refugios eran mucho más amplios que las cavernas. En ellos vivían dieciocho muchachos, todos delgaduchos debido a su dieta prolongada a base de raíces, hierbas comestibles y algún conejo de vez en cuando. El más joven y más sensible del grupo dejó de aterrorizarse a la vista de Fander al cabo de diez días. Al cabo de cuatro meses su resbaladiza forma azul se había convertido en un anexo normal de su mundo pequeño y limitado. Seis de los jóvenes eran chicos mayores que Veloz, uno de ellos mucho mayor, pero aún no era adulto. Se lo atrajo gracias a su arpa, le enseñó cómo tocarla y de vez en cuando montado en su trineo le hacía volar diez o doce minutos como un trato de preferencia. Fander confeccionaba muñecas para las niñas y extrañas casitas en forma cónica donde guardarlas. Ninguno de esos juguetes era en diseño ni realmente marciano ni terrícola. Representaban un patético compromiso dentro de su imaginación: la noción marciana de cómo los modelos terrícolas se verían si los hubiera en existencia. Pero de manera subrepticia, sin dejar de mostrar menos interés en los menores, enderezó sus máximos esfuerzos hacia los mayores y a Veloz. A su parecer ellos constituían la esperanza del mundo... y de Marte. Nunca se le ocurrió considerar que una de sus virtudes no era poseer una mente técnica o que se presentan momentos y ocasiones que es bueno echar a un lado el estrecho punto de mira de lo que es factible por mor de un punto de vista futuro de lo que es remotamente posible. Así que del mejor
modo que pudo se concentró en los siete muchachos mayores y durante meses y meses les educó, estimuló sus mentes, alentó su curiosidad y continuamente trató de inculcarles la idea de que el temor de la peste y su contagio puede convertirse en un dogma que separe a unos de los otros a menos que ellos lograran convencerse en su interior de la falsedad del dogma. Les enseñó que la muerte era muerte, un proceso natural que debía aceptarse filosóficamente y enfrentarse a él con dignidad. Pero en algunas ocasiones creía que en realidad no les enseñaba nada, que simplemente les recordaba que muy profundamente en sus mentes terrícolas había la veta ancestral eme había rumiado las mismas conclusiones diez o veinte mil años antes. A pesar de todo trataba de quitar de la corriente ese dique de la enfermedad y llevaba la lógica de los menores a un punto de vista adulto. En ese aspecto se daba por satisfecho. Poco más podría hacer. Con el tiempo organizaron conjuntos musicales, silbando o cantando con el acompañamiento del arpa, una y otra vez improvisando versos para acompañar las tonadas de Fander, arguyendo los méritos respectivos de las palabras escogidas hasta que, por proceso de eliminación, lograban una canción completa. Pronto las canciones constituyeron un repertorio. Cada vez los coros contaron con más aficionados y el repertorio se volvía más refinado. El viejo Pelogrís demostró interés y asistió a una representación y después a otra hasta que por fuerza de la costumbre quedó establecida su condición de audiencia de una sola persona. Un día, el mayor de los muchachos, conocido por el Pelirrojo, se acercó a Fander y lo agarró por la punta del tentáculo. —Demonio, ¿me dejas que ponga a funcionar tu máquina de alimentos? —¿Querrás decir que deseas que te enseñe su funcionamiento? —¡Oh, no, Demonio! Lo conozco de sobras —el muchacho miraba con aire de suficiencia directamente a los ojos de abeja de Fander. —¿Entonces quieres saber cómo funciona? ^—Lo sé, también. Se llena el recipiente con las briznas más tiernas de hierba teniendo mucho cuidado de no meter raíces. Igualmente hay que tener mucho cuidado en no ponerlo en marcha hasta que el recipiente esté bien lleno y la portezuela bien cerrada. Entonces se pulsa el botón rojo y se cuenta hasta doscientos ochenta, se invierte el recipiente, se pulsa el botón verde hasta contar cuarenta y siete. Entonces se apagan ambos interruptores y la pulpa caliente del recipiente se vacía en los moldes y se someten a presión hasta que los bizcochos están sólidos y secos. —¿Cómo descubriste todo esto? —Observé cómo hacías bizcochos varias veces. Esta mañana, mientras estabas ocupado, probé de hacerlos yo mismo. Pelirrojo tendió la mano a Fander. Sostenía un bizcocho entre los dedos. Fander lo tomó y lo examinó. Compacto, crujiente, bien moldeado. Lo probó. Perfecto. El Pelirrojo se convirtió en el primer mecánico que operó y se ocupó del primer premasticador del bote marciano salvavidas. Siete años más tarde, mucho después de que la máquina dejara de funcionar, se las compuso para volver a darle fuerza, débil pero efectiva, a base de polvo que despedía rayos alfa. Tras cinco años la había mejorado obteniendo de ella mejor rendimiento. Al cabo de veinte años había duplicado el modelo y tenía todos los conocimientos necesarios para dedicarse a la promoción en serie de premasticadores. Fander no habría podido igualar este logro ya que, como no era un técnico, sus conocimientos a propósito de cómo la máquina funcionaba no eran superiores que los del terrícola promedio. Tampoco entendía ni jota acerca del significado de términos tales como digestión radiante y enriquecimiento proteínico. Lo único que podía hacer era alentar a Pelirrojo y dejar el resto al genio innato que el muchacho seguramente poseía. Que era mucho, además.
De forma parecida, Veloz junto con dos muchachos llamados Prieto y Orejudo, se ocuparon, por cuenta de Fander, de la conducción del aerotrineo. En raras ocasiones, y como un privilegio muy especial, Fander les había autorizado a conducirlo pero en vuelos de una hora de duración como máximo. Pero aquella hora inicial, un día, sin autorización de Fander, se convirtió en un vuelo que duró desde el amanecer hasta que ya oscurecía. Pelogrís se dio una vuelta, con su rifle en un brazo y una pistola colgando del cinturón como de costumbre, y subió a un altozano desde el cual pudo otear el horizonte en todas direcciones. Los pillastres tocaron tierra cuando el sol ya se había puesto y traían consigo un muchacho desconocido. Fander los mandó llamar. Se cogieron de las manos a fin de que su toque estableciera contacto simultáneo entre los tres. —Estoy algo preocupado —explicó Fander—. El trineo tiene una carga determinada y cuando ésta se haya agotado no contaremos con más. Se miraron uno al otro horrorizados. —Desgraciadamente, no tengo ni los conocimientos ni la habilidad para dar nueva energía al trineo una vez la que tiene se haya agotado. Carezco del saber de los amigos que me dejaron aquí... y me avergüenzo de ello —hizo una pausa y les observó con pesar. En seguida prosiguió—: Sólo sé que su fuerza no se pierde. Si no lo utilizamos con exceso, la energía en reserva nos puede durar aún muchos años —tras otra pausa, terminó—: Y dentro de unos cuantos años ya os habréis convertido en hombres. —Pero, Demonio, cuando seamos hombres pesaremos mucho más que ahora y el trineo gastará mucha más energía. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Fander, incisivamente. —A mayor peso, mayor cantidad de energía para sostenerlo —siguió Prieto, asumiendo el aire del que posee una lógica incontrovertible—. Ni siquiera es necesario pensarlo. Es evidente. Muy lentamente y con amabilidad, Fander le dijo: —Tú los construirás. Ojalá que las lunas mellizas te iluminen algún día, pues tengo la certidumbre de que los construirás. —¿Construir qué, Demonio? —Construir un millar de trineos como éste, o mejores... y explorar todo el mundo. A partir de aquel día, limitaron sus vuelos a una duración máxima de una hora con menor frecuencia que anteriormente y pasaron más tiempo fisgoneando y estudiando los secretos del interior del mecanismo del trineo. Pelogrís cambió su carácter lentamente y a regañadientes, como todos los ancianos. Salió de su concha, se volvió algo menos taciturno, mejor dispuesto a relacionarse con aquellos chicos que rápidamente crecían para alcanzarle en estatura. Sin darse cuenta cabal de ello, unió sus fuerzas con las de Fander y entregó a los muchachos los restos de la sabiduría terrícola que su abuelo había legado a su padre y que éste a su vez le había comunicado a él. Enseñó a los muchachos cómo usar las armas de las que tenía exactamente once, algunas de las cuales las guardaba para tener piezas de repuesto cuando se le averiaban otras. Los llevó a excursiones en busca de cartuchos. Excavaban profundamente en las podridas cimentaciones para introducirse en sótanos que olían a moho en busca de municiones que no estuvieran demasiado dañadas y que se pudieran usar. —Las armas de nada sirven si no tienes municiones y los cartuchos no son inagotables. Pero al parecer, sí se habían agotado. Puesto que no encontraron ni uno. A través del transcurso de la historia, lo mismo da que sea la marciana, la venusiana o la terrestre, algunos años son más notables que otros. El que hacía veintidós de la llegada de Fander fue notable por una serie de acontecimientos cada uno de los cuales era
individualmente insignificante de acuerdo con las normas cósmicas, pero cobraron enorme importancia en la pequeña vida comunitaria. Para empezar, y en base a las mejoras introducidas por Pelirrojo en la premasticadora, los siete mayores —que ahora ya eran hombres con toda su barba— consiguieron energizar el trineo exhausto y volar de nuevo por primera vez en cuarenta meses. Los experimentos pusieron de manifiesto que el vehículo marciano ahora era más lento, pero podía soportar más peso y tenía un radio de acción mucho mayor. Lo utilizaron para visitar las ruinas de ciudades remotas en busca de chatarra que pudieran utilizar en la construcción de nuevos trineos y, a principios de verano, ya habían construido otro, mayor que el original, chabacano y casi peligroso; pero era un trineo aéreo al fin y a la postre. En varias oportunidades no encontraban metales pero en su lugar encontraban gente, familias extrañas que vivían en refugios subterráneos, aferrándose ferozmente a la vida y que les suministraron fragmentos de conocimientos. Dado que esos nuevos contactos eran estrictamente de hombre a hombre, sin que hubiera entre ellos ninguna forma rara provista de tentáculos que pudiera asustar a los desconocidos y dado que fueron muchos los que encontraron que el miedo a la peste era más fácil de sobrellevar que la soledad, fueron muchos los que regresaron con los exploradores, se establecieron en sus refugios, aceptaron a Fander y las habilidades que les fueron legadas las pusieron al servicio de la comunidad. De ese modo, la población de la localidad aumentó hasta setenta adultos y cuatrocientos niños. Se las arreglaron con su temor a la plaga, esparciéndose en diversos refugios y en áreas a cubierto que hasta entonces no se habían usado y se instalaron de manera que formaron no menos de veinte o treinta comunidades menores cada una de las cuales podía aislarse en caso de un nuevo brote de la plaga. La creciente moral nacida de nuevas fuerzas y confianzas aunadas se tradujo en la construcción de cuatro nuevos trineos que aún dejaban mucho que desear, pero eran algo menos peligrosos de conducir. Apareció asimismo, encima del suelo, la primera casa de piedra que se levantaba sólidamente construida. Era un testigo desafiante de que la humanidad aún se consideraba por encima de las ratas y los conejos. La comunidad regaló la casa a Prieto y Dulcevoz, que habían manifestado su deseo de asociarse. Un adulto que manifestó saber el ritual convencional de tales celebraciones pronunció un solemne discurso dirigido a la joven pareja, delante de muchos testigos, mientras Fander apadrinaba al novio en el mejor estilo marciano. A finales de verano, Veloz regresó de un viaje en solitario en uno de los trineos, que duró varios días. Trajo consigo a un viejo, un muchacho y cuatro chicas, todos ellos de aspecto extranjero. Eran de piel amarilla, cabello negro, ojos negros de forma almendrada y hablaban en un idioma que ninguno comprendía. Hasta que esos recién llegados pudieron entender el idioma local, Fander tuvo que actuar como intérprete ya que sus representaciones mentales y las de los extranjeros nada tenían que ver con los sonidos bucales. Las cuatro muchachas eran tranquilas, modositas y muy bellas. Al cabo de un mes, Veloz se casó con una de ellas cuyo nombre era grato al oído y sonaba a gloria: en lenguaje local quería decir Joya Preciosa Ling. Tras esta boda, Fander fue en busca de Pelogrís y depositó la punta de un tentáculo en su mano derecha. —Hay diferencias entre el muchacho y la chica, facciones distintas, mucho más notables de cualquiera de las que conocemos en Marte. ¿Son esas algunas de las diferencias que provocaron la guerra? —Lo ignoro. Nunca antes había visto ninguna persona amarilla. Deben vivir muy, pero que muy lejos de aquí —se restregó la barba para ayudar a que le fluyeran los pensamientos—. Yo sólo sé lo que mi viejo me contó a mí, que era lo mismo que mi abuelo le había contado a él. Había demasiada gente de demasiadas clases. —No pueden ser tan notables las diferencias cuando aún es posible enamorarse...
—Tal vez no —aceptó Pelogrís. —Supongamos que la mayor parte de gente que aún vive en este globo pudiera congregarse aquí, criarse juntos y tener hijos que fueran menos diferentes los unos de los otros; esos hijos criarían otros que aún presentarían menos diferencias entre sí. ¿No resultaría en definitiva que casi todos serían más o menos iguales..., que todos ellos serian simplemente hijos de la Tierra? —Tal vez sí —convino Pelogris. —Todos hablarían la misma lengua, compartirían la misma cultura. Si ellos se propagaran lentamente, procedentes de la misma fuente, siempre en contacto por medio de los aerotrineos, compartiendo continuamente los mismos conocimientos, los mismos progresos, ¿cree que cabría la posibilidad de que surgieran nuevas diferencias? —No sabría decir —respondió Pelogrís evasivamente—. Ya no soy joven como era y ya no puedo soñar en el futuro como solía hacer. —Poco importa con tal de que los jóvenes puedan soñarlo... —Fander reflexionó unos segundos—. Si está considerándose un número atrasado, se encuentra en buena compañía. Las cosas, en cierto modo se escapan de mis manos, por lo que a mí se refiere. Los mirones pueden ver todas las manos del juego y, quizás por eso, yo soy más sensible que usted a cierto sentimiento peculiar. —¿Qué sentimiento? —inquirió Pelogrís, mirándole. —Que de nuevo la Tierra está marchando. Ahora hay mucha gente donde antes había muy poca. Ya se levantó una casa y muchas más se construirán. Ya están hablando de edificar otras seis. Tras las seis hablarán de sesenta, luego de seiscientas, más tarde de seis mil... Algunos ya proyectan izar viejas tuberías y usarlas para traer agua desde el lago que está hacia el norte. Se construyen cada vez más trineos volantes. Pronto se fabricarán premasticadores en serie y en cuanto a las pantallas de energía tres cuartos de lo mismo. Se enseña a los niños. Cada vez se habla menos de vuestra plaga y que se sepa nadie se ha muerto de la misma en mucho tiempo. Noto un empuje de energía, de ambición y de genio que puede aumentar con asombrosa rapidez hasta convertirse en una corriente poderosa. También yo, me siento un número atrasado. —¡Tonterías! —exclamó Pelogrís—. Si sueña demasiado a menudo un día de esos va a tener una pesadilla. —Tal vez se deba a que muchas de mis tareas las hacen otros y mejor aún que yo. He fracasado en la búsqueda de nuevas tareas. Si yo hubiera sido un técnico, a esas horas ya habría inventado una docena de aparatos. Creo que éste es tan buen momento como cualquier otro para ocuparme de un trabajo en el cual puede ayudarme. —¿Cuál es? —Hace mucho, muchísimo tiempo, escribí un poema. Era dedicado a la belleza que me impelió, en primer lugar, a quedarme aquí. No sé exactamente qué tenía en su mente el que la creó ni cómo la vieron mis ojos cegados por el deseo de cómo quería verla, pero he escrito un poema para expresar lo que siento cuando miro la obra que aquella belleza ha llevado a término. —¡Uf! —exclamó Pelogrís, poco interesado. —Hay aquí debajo un afloramiento de roca sólida que podría tallar y pulir y usarla como un plinto en el que inscribir mis palabras. Quisiera grabarlas dos veces: una en la escritura de Marte y la otra en la de la Tierra —Fander titubeó un momento, en seguida prosiguió— : Quizá sea una presunción de mi parte pero hace muchos años que no escribo nada para que los demás lo lean... y tal vez nunca más se me presentará otra oportunidad. —Comprendo su intención —dijo el viejo—. Quiere que escriba sus ideas en nuestro alfabeto a fin de poder copiarlas. —Así es. —Deme su estilo y su bloc —el viejo tomó lo que el marciano le ofrecía. Se sentó en una roca, lo que hizo muy lentamente puesto que los años ya empezaban a pesarle.
Colocó el bloc en su rodilla, sosteniendo la estilo con su mano derecha, mientras que con la izquierda seguía estableciendo contacto con el marciano—: Empiece. Empezó a trazar marcas gruesas y laboriosas a medida que le iban llegando las representaciones mentales de Fander. Trazaba las letras muy grandes y muy separadas. Cuando terminó, devolvió el bloc a Fander. —Asimétricas —decidió Fander, mirando fijamente las extrañas letras y por primera vez lamentó no haberse dedicado al estudio de la escritura terrícola—. ¿No podría hacer que esta parte quedara mejor equilibrada con respecto a esta otra? ¿Y ésta con la de aquí? —Pero esto es lo que me dijo. —Ésa es su interpretación de lo que dije yo. Pero a mí me gustaría que estuviera más equilibrada. ¿No podríamos intentarlo de nuevo? Volvieron a probar. Y lo repitieron catorce veces hasta que Fander quedó satisfecho con la apariencia somera de letras y palabras que no podía entender. Tomó el papel y su pistola radial y se encaminó a la roca de base de la Cosa Bella y talló toda la parte frontal hasta dejarla una superficie lisa y pulida. Ajustó el rayo de su pistola para tallar un corte de dos centímetros de profundidad en forma de V, e inscribió su poema en la roca en claras líneas sin puntear, de adornadas letras marcianas. Con menor confianza (pero con mucho mayor cuidado) repitió el verso en los grafismos terrícolas desmañados y angulosos. Su trabajo le llevó bastante tiempo y cuando terminó, había por lo menos cincuenta personas contemplándole. No dijeron nada. En el mayor de los silencios miraron el poema. Seguían parados ahí, dándole vueltas al asunto, cuando Fander se largó. Al día siguiente, uno tras otro, todos los miembros de la comunidad visitaron el lugar. Con sus idas y venidas parecían unos peregrinos visitando un santuario antiguo. Todos se paraban durante un largo rato y abandonaban el lugar sin expresar ningún comentario. Nadie alabó el trabajo de Fander, nadie lo condenó ni nadie le reprochó el que alienara algo totalmente terrestre. El único efecto, demasiado sutil para ser señalado, fue una mayor testarudez y determinación que dio mayor empuje a la dinámica de los terrícolas. En este aspecto, Fander había hecho mucho más de lo que creía. Durante el catorceavo año se presentó un nuevo efecto temible de la plaga. Dos trineos habían transportado unas familias desde un lugar muy remoto y al cabo de un mes de su llegada los niños enfermaron y aparecieron unas manchas rojizas en sus cuerpos. Las sirenas metálicas tintinearon la alerta, pararon todos los trabajos, la sección afectada fue aislada y vigilada, y la mayoría se aprestó a huir. Era una amenazadora inversión de todo aquello por lo que tan duramente habían trabajado, una herida destructora para las tiernas raíces de una nueva civilización. Fander encontró a Pelogris, Veloz y Prieto, armados hasta los dientes, enfrentados a una masa inquieta y de aspecto ceñudo. —Hay más de cien personas aisladas en ese lugar —les explicaba el viejo—. No todos han enfermado, ni enfermarán posiblemente. Si no os contagia es casi seguro que ninguno de vosotros enferme. Debemos esperar y ver. Quedaos unos días. —¡Mira quién habla! —se oyó una voz de entre la multitud—. Si no fuera porque eres inmune, ya te habrían enterrado hace cuarenta años. —Lo mismo podría decirse de otros —le espetó Pelogris. Miró fijamente alrededor, con el arma colgando del brazo, la mirada belicosa—. No soy orador, así que me limitaré a aconsejar con palabras llanas que nadie se vaya hasta saber si realmente se trata de una epidemia —levantó el arma en una mano y la sostuvo al frente—: ¿Alguno tiene ilusión de ganarle en velocidad a una bala? El que antes le había interrumpido se abrió paso a codazos hasta ponerse en primera fila. Era un tipo atezado y musculoso, y miraba con ojos beligerantes al viejo orador.
—Mientras hay vida hay esperanza —dijo—. Si huimos, posiblemente viviremos para poder regresar cuando nos consideremos seguros de nuevo. Si alguna vez vuelve a haber tal seguridad... y tú lo sabes. Así que te digo una cosa: ¡faroleas! —y, sacando el pecho, inició la retirada. El arma de Pelogris aún estaba en el aire cuando sintió el toque del tentáculo de Fander. Bajó el arma y llamó al que huía. —Me voy a esa sección aislada y en cuarentena, y el Demonio viene conmigo. Nos vamos a enfrentar con el problema. No pienso huir de él. Nunca me gustó huir de nada... —varios de los concurrentes se impacientaban y daban signos de aprobación. El viejo prosiguió—: Queremos ver con nuestros propios ojos qué ocurre de malo, y entonces podremos tal vez enderezar las cosas o por lo menos nos enteraremos exactamente de cuál es el problema. El que se iba hizo un alto y se volvió; miró al viejo, después al marciano y dijo: —No podéis hacerlo. —¿Por qué no? —Porque os contagiaréis... y de muy poca utilidad seréis una vez muertos. —¿No dijiste que yo era inmune? —rió el viejo. —Pero el Demonio se contagiará —se salió el otro por la tangente. Pelogrís estuvo a punto de replicarle «¿Qué te importa a ti?», pero respondiendo a los pensamientos que Fander le transmitía por contacto lo que dijo fue más moderado: —¿Te preocupa? Tomó al otro desprevenido. De momento quedó confundido sin saber qué responder y evitando mirar al marciano, dijo: —No veo ninguna razón para que alguien corra riesgos. —Él quiere correrlos porque siente la preocupación —replicó el viejo Pelogrís—. En cuanto a mí, los asumo porque ya soy muy viejo y me importa todo un ardite. Con esas palabras, bajó de donde se había subido y se dirigió decidido hacia el área aislada. Fander se deslizó a su lado tomándole de la mano con su tentáculo. El tipo que trataba de huir se quedó paralizado mientras observaba cómo se iban. La multitud empezó a dispersarse con embarazo y parecían estar divididos en cuanto a aceptar la situación y mantenerse en sus puestos o correr tras del viejo y del marciano e impedirles que entraran a la zona peligrosa. Veloz y Prieto querían seguirlos, pero les ordenaron quedarse. No se enfermó ningún adulto y ningún niño murió. Los niños enfermos del sector afectado siguieron todos el mismo proceso: se les puso amarillo el blanco del ojo, les subió la fiebre y les salieron unas manchas hasta que la epidemia de sarampión se extinguió por si sola. Pelogrís y Fander se quedaron en la zona hasta un mes después de que hubiera sanado el último de los casos. La poca gravedad y la desaparición final de esta sospechosa plaga dio un gran empuje al péndulo de la confianza. La moral se elevó hasta casi bordear la arrogancia. Aparecieron nuevos trineos, más mecánicos para repararlos, más pilotos para conducirlos. Y con la llegada de nuevos pobladores se aumentaron con nuevas aportaciones los viejos conocimientos casi olvidados. La humanidad estaba en marcha con un rápido empuje inicial, con las semillas que pudieron salvarse de los antiguos conocimientos y por las prisas de avanzar. Las personas atormentadas de la Tierra ya no eran salvajes primitivos sino organismos supervivientes de una grandeza destruida en un noventa por ciento pero aún recordada. Cada quien aportó su grano de arena de conocimientos para restaurar por lo menos algunas de aquellas cosas que no habían sido destruidas por los incendios atómicos. Cuando Pelirrojo, al vigésimo año, construyó una réplica del premasticador ya se levantaban ocho mil casas de mampostería en los alrededores de la colina. Entre ellas una albergaba una sala de reunión para la comunidad y de una superficie setenta veces
mayor que la mayor de las casas. Por el norte con un dique se embalsaba el pantano y por el oeste se estaba edificando un hospital. Los matices, las energías y los esfuerzos de cincuenta razas diferentes, habían levantado aquella ciudad y seguían edificando. Entre ellos había diez polinesios y cuatro islandeses y un muchacho delgado de tez cobriza, que era el último de los semínolas. Se construyeron más y más granjas. De un abrigado valle en los Andes se habían rescatado mil mazorcas de maíz que una vez plantadas se convirtieron en dos mil hectáreas de maizales. Desde muy lejos se habían traído búfalos de agua y cabras para reemplazar a los caballos y a las ovejas que habían desaparecido por completo... y nadie podía decir por qué ciertas especies se habían extinguido y otras no. Los caballos habían desaparecido y en cambio los búfalos de agua, no. Los canes cazaban en furiosas manadas y en cambio los felinos habían desaparecido. Hierbecitas, algunas tuberosas y algunas gramíneas pudieron ser rescatadas y sembradas para estómagos hambrientos. Pero no quedó ni una flor para la mente hambrienta. La humanidad seguía adelante en su camino y se las componía con aquello de que podía disponer. No podía hacerse más. Fander resultaba un número atrasado, un anticuado. No le quedaba nada que justificara su vida excepto sus cantos y la estimación de los demás. En todos los campos, excepto en tañer el arpa y componer tonadas, los terrícolas lo aventajaban. Lo único que podía hacer era corresponder a su afecto brindándoles el suyo y esperar con la paciencia de aquel que ya considera terminada su labor. A fines de aquel año enterraron al viejo Pelogrís. Murió mientras dormía y lo hizo de manera tan desapercibida como la de una persona que había confesado a la multitud que no era orador. Lo enterraron en un montículo detrás de la sala de reunión de la comunidad. Fander tocó al arpa una música fúnebre y Joya Preciosa, que era la mujer de Veloz, adornó la tumba con hierbas de agradable aroma. En la primavera del año siguiente, Fander llamó a Veloz, Prieto y Pelirrojo. Estaba enroscado en un colchón, azul como siempre pero presa de escalofríos. Se tomaron de las manos a fin de que pudieran hablar con él de forma simultánea. —Estoy a punto de sufrir mi amafa. Le costaba mucho poderse expresar inteligiblemente en formas de pensamiento puesto que se trataba de algo que estaba más allá de la experiencia terrícola. —Es un cambio de edad inevitable durante el cual los de mi país debemos dormir sin que nadie nos moleste. —Ante la mención que hacía de su país reaccionaron de forma extraña, como si se tratara de una nueva revelación, de algo en lo que nunca hubieran caído antes. Fander prosiguió—: Debéis dejarme solo hasta que esta hibernación haya seguido su curso natural. —¿Cuánto tiempo durará, Demonio? —preguntó Veloz, con mucha ansiedad. —Puede durar desde cuatro de vuestros meses hasta un año completo, o... —¿O qué? —Veloz no podía esperar una respuesta tranquilizadora. Su mente ágil fue rápida para percibir el atisbo de peligro que se escondía muy lejos en los pensamientos del marciano—. ¿Puede que nunca cese? —Así es —admitió Fander, a regañadientes. Volvió a estremecerse, recogió sus tentáculos contra su cuerpo. El brillo de su azul se iba debilitando a ojos vistas—. Es pequeña la posibilidad, pero existe. Veloz abrió los ojos desmesuradamente y perdió el aliento. Su mente luchaba para ajustarse y aceptar la horrorosa idea de que Fander pudiera dejar de ser lo que creyeron algo permanente, establecido entre ellos para siempre. También Prieto y Pelirrojo estaban atónitos. —Nosotros los marcianos no somos eternos —señaló Fander, suavemente—. Todos somos mortales, tanto aquí como allá. Aquel que sobrevive a su prueba sigue viviendo muchos y felices años, pero algunos no la superamos. Es una prueba que debemos afrontar, como cualquier otra, desde el principio hasta el final.
—Pero... —Los marcianos somos pocos —prosiguió Fander—. Nos criamos lentamente y muchos mueren antes de que hayan vivido la derivación promedio de sus vidas. De acuerdo con las normas cósmicas, somos un pueblo débil y loco que necesita mucho la ayuda de los que son más listos y más fuertes. Vosotros lo sois. En el supuesto de que mi pueblo volviera a visitaros, o cualquier otro pueblo más extraño aún, recordad siempre que vosotros sois más listos y más fuertes. —Somos fuertes —dijo Veloz como un eco, como soñando. Recorrió con la mirada los millares de tejados, el domo de cobre, la Cosa Bella de la loma...—. Somos fuertes — repitió. Un estremecimiento prolongado sacudió aquella criatura que parecía un revoltijo de cuerdas, de un azul pálido, con ojos de abeja. —No quisiera que me dejarais aquí, cual durmiente perezoso en medio del ajetreo de la vida, exhibiéndome como un mal ejemplo para la juventud. Preferiría descansar en la cueva donde hice mis primeros amigos y crecí hasta conocer y comprender a unos y otros. Emparedadme allí dentro y colocad una puerta de salida. Prohibid que nadie me toque y no permitáis que me dé la luz diurna hasta el momento que salga por mi propia cuenta —Fander se agitó lentamente y sus tentáculos se desenroscaban con evidente falta de elasticidad—: Siento mucho tener que pediros que me llevéis hasta allí. Por favor, perdonadme. Lo fui retrasando para más tarde, y ahora... Ahora, no puedo ir por mí mismo. En sus caras se dibujaba la alarma y en sus mentes doblaban las campanas del pesar. Corrieron en busca de unos palos e improvisaron rápidamente una camilla, lo cargaron en ella y fueron a encerrarlo en la cueva. Una larga procesión les seguía que iba engrosando a medida que se acercaban. Entraron en el interior de la cueva y lo colocaron con cuidado y cómodamente, e inmediatamente empezaron a levantar una pared clausurando la entrada. La multitud observaba con el mismo silencio solemne con que había considerado sus versos. Cuando colocaron la puerta, el marciano ya se había convertido en una bola como de cuerdas fuertemente enrolladas. Aparecía de un azuloso opaco y una especie de velo recubría sus ojos. Allí lo dejaron, durmiendo y en la oscuridad. Al día siguiente un hombre pequeñito y moreno, acompañado de ocho hijas todas abrazadas a sus muñecas, llegaron a la puerta. Mientras las niñas miraban boquiabiertas la puertecita, su padre colocó encima un nombre compuesto de tres palabras grabadas en letras de metal. Se tomó muchas molestias para dar cumplimiento a aquella tarea que se había impuesto a sí mismo, pero el trabajo que llevó a cabo era perfecto. La nave marciana descendió de la estratosfera con la caída lenta y majestuosa de un globo cautivo. Detrás de su banda transparente la tripulación, azulosa y de pesadilla, se encontraba reunida e inspeccionaba con sus grandes ojos polifacéticos la superficie superior de las nubes. La escena parecía un campo nevado con tintes rosáceos. Debajo el planeta se escondía aún a sus miradas. El capitán Rdina sentía aquel momento tenso y emocionado a pesar de que su nave no era la primera que llevaba a cabo aquella hazaña. Un cierto capitán Skhiva, jubilado desde hacía muchos años, había sido el primero mucho tiempo atrás. Sin embargo, esta segunda aventura tenía su propia emoción exploradora. Alguien que estaba de pie, más o menos a la tercera parte de la banda transparente, se acercó al capitán con la mayor rapidez que pudo en el preciso instante que la nave picaba hacia las rosadas nubes. El tentáculo del recién llegado se agitaba a un ritmo raramente usado. —¡Capitán! Acabamos de ver un objeto volante que cruzaba el horizonte. —¿Qué tipo de objeto? —Parecía un enorme trineo aéreo.
—Imposible. —Claro, capitán, imposible... pero eso era exactamente lo que parecía. —¿Dónde se encuentra ahora? —preguntó el capitán Rdina, mirando hacia el lugar de donde el otro venía. —Se zambulló entre las nubes de allí abajo. —Seguramente se ha confundido. Una anticipación tan larga puede provocar las más raras de las visiones. —Se detuvo un momento cuando la banda de observación quedaba envuelta en los vapores de una nube. Pensativamente observó la pared gris de niebla desaparecer a sus espaldas mientras la gran nave proseguía su descenso—. El viejo informe de que disponemos dice muy claramente que ahí abajo no hay nada, salvo desolación y animales salvajes. No hay vida inteligente, excepto un poeta menor chalado que el capitán Skhiva dejó tras sí. Y apostaría cien contra uno que a esas alturas ya está muerto. Seguramente lo devoraron los animales. —¿Devoraron? ¿Que se lo comieron? ¿Como carne? —exclamó el otro, horrorizado. —Cualquier cosa es posible —le aseguró Rdina, complacido por el extremo hasta el que podía alcanzar su imaginación—. Excepto un trineo aéreo. ¡Eso sería una simple sandez! Llegado a ese punto no le quedó más que abandonar aquel tema de conversación por la simple y evidente razón de que la nave marciana salió de la parte inferior de la nube y se dio de manos a boca con el trineo en cuestión que ahora flotaba siguiendo su mismo curso. Pudieron verlo con todo detalle e incluso sus propios instrumentos respondían al poderoso empuje de sus rejillas de energía. Los veinte marcianos que habían a bordo de la esfera se quedaron boquiabiertos y con sus múltiples ojos desorbitados viendo aquel enorme aparato que era por lo menos de la mitad de tamaño de su propia nave y los cuarenta humanos del trineo devolvieron sus miradas con no menor intensidad. Nave y trineo siguieron bajando una junto al otro mientras ambas tripulaciones se estudiaban mutuamente con mucha fascinación hasta que simultáneamente ambos vehículos llegaron al suelo. No fue hasta que sintió el ligero rebotar del aterrizaje que el capitán Rdina se recobró lo suficiente para mirar a otra parte. Vio las casas, el edificio con domo de cobre, la Cosa Bella colocada en la cima de una colina y a los centenares de terrícolas que salían como un torrente de su ciudad para dirigirse a la nave marciana. El capitán se percató que ninguna de aquellas formas vivientes, bípedas y extrañas, demostraba el menor miedo ni la menor de las repulsiones. Se acercaron corriendo al punto de cita con una presuntuosa confianza en ellos mismos que incluso podría apreciarse de haberse producido en cualquier otra parte del cosmos. Le sorprendió mucho y se decía a sí mismo repetidamente: «No están asustados... ¿por qué estarlo tú? No están asustados... ¿por qué estarlo tú?» Quiso saludar antes que nadie al primero de ellos, dejando a un lado sus propias aprensiones e ignorando el hecho de que muchos de ellos lucían armas. El que parecía ser el jefe de los terrícolas, un tipo fornido, con dos piernas derechas como espadas, lo agarró por el tentáculo como si la acción fuera para él la más natural del mundo. Al capitán se le presentó de inmediato una representación de unas extremidades que se movían con gran rapidez. —Mi nombre es Veloz. En menos de diez minutos la nave marciana quedó desierta. Ningún marciano quería quedarse en su interior ante la perspectiva de respirar aires nuevos. Su primera visita, en un grupo que se deslizaba, fue a la Cosa Bella. Rdina se quedó firme contemplándola tranquilamente. Su tripulación estaba tras él formando un semicírculo e inmediatamente tras ellos una gran multitud silenciosa de terrícolas. Era una gran figura femenina terrícola, tallada en piedra. De anchos hombros, abundantes senos, anchas caderas y vestía unas faldas ampulosas que llegaban hasta los pies calzados con unos zapatos de gruesa suela. Estaba ligeramente inclinada y la
cabeza un tanto agachada y escondía el rostro entre sus manos estropeadas por el trabajo. Rdina trató infructuosamente de echar un vistazo a las cansadas facciones que se escondían tras aquellas manos. La estuvo contemplando un largo rato antes de que bajara la vista para leer las inscripción que figuraba al pie. Ignoró la inscripción terrícola para leer con rapidez las sueltas fiorituras de la escritura marciana. Llora, patria mía, por tus hijos que duermen. Las cenizas de tus hogares, tus encumbradas torres. Llora patria mía, ¡Oh, mi patria! ¡Llora! Por los pájaros que no pueden cantar, Por las flores desaparecidas, Por el fin de todo, Por las horas silenciadas. ¡Llora, patria mía! No estaba firmado. Rdina estuvo meditando varios minutos mientras los otros permanecían quietos. Luego se volvió a Veloz y señaló la inscripción marciana. —¿Quién la escribió? —Uno de tu pueblo. Ha muerto. —¡Ah! —exclamó Rdina—. Esa nave canora de Skhiva. Me olvidé cómo se llamaba. Y dudo que sean muchos los que lo recuerden. ¿Cómo murió? —Nos ordenó que lo encerráramos una temporada y que le urgía dormir y que... —El amafa —interrumpió Rdina comprendiendo—. ¿Y qué más? —Hicimos lo que nos pidió. Nos advirtió que quizá nunca regresaría. —Veloz dejó que su mirada vagara en el cielo inconsciente de que Rdina se daba cuenta de sus tristes pensamientos—. Lo encerramos hace cerca de dos años y no ha salido aún. —Veloz volvió a bajar los ojos para mirar a Rdina—. No sé si puedes comprenderme, pero era uno de nosotros. —Creo comprenderte —Rdina estaba pensativo. Preguntó—: ¿Qué extensión tiene este período que tú llamas dos años? Trataron entre los dos de hacer la conversión en términos de tiempo, entre períodos marcianos y terrícolas. —Hace mucho —indicó Rdina—. Mucho más largo que un amafa normal, pero no es un caso único. De vez en cuando y sin que se sepa el porqué, el amafa de algunos dura mucho más. Además, Marte es Marte y la Tierra es la Tierra. —De repente tomó una rápida decisión y ordenó con energía—: Doctor Traith, nos encontramos ante un caso de amafa prolongado. Tome sus óleos y productos químicos y venga conmigo. —Cuando el médico estuvo de vuelta, le dijo a Veloz—: Llévanos donde duerme. Cuando llegaron a la puerta que cerraba la cueva emparedada, Rdina hizo un alto para mirar los nombres inscritos encima del dintel. Pero los caracteres claramente grabados eran incomprensibles para él. Decían: NUESTRO QUERIDO DEMONIO. —¿Qué significan? —preguntó el doctor Traith. —No molestar —dijo a la tuntún Rdina, sin prestarle mayor atención. Una vez abierta la puerta, dejó que el médico entrara primero para seguirle a su vez y la cerró tras él dejando los demás al exterior. Reaparecieron una hora después. La ciudad en pleno se había congregado al exterior de la cueva para ver a los marcianos. Rdina se preguntó por qué no habría dejado que la tripulación satisfaciera su curiosidad natural dado que no era verosímil que estuviera interesada en otros asuntos... tales como el destino de un poeta menor. Diez mil ojos estaban clavados en ellos cuando salieron a la luz del sol y echaron cerrojo a la puerta. Rdina estableció contacto con Veloz y le transmitió las novedades.
Estirándose, como si quisiera alcanzar el sol, Veloz gritó con una voz estentórea de alegría que todos pudieron oír. —Estará de nuevo entre nosotros dentro de veinte días. Al oír esas palabras pareció que una oleada de locura se apoderara de los bípedos. Hicieron muecas de placer, gritaron con agudos chillidos y algunos llegaron al extremo de darse fuertes golpes mutuamente. Veinte marcianos se sintieron inclinados a unirse con Fander esa misma noche. La constitución marciana es particularmente liberal y susceptible ante la emoción. FIN