VIRIATO DÍAZ PÉREZ
LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY
VIRIATO DÍAZ PÉREZ por JOSÉ RODRÍGUEZ ALCALA
En esta época ev...
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VIRIATO DÍAZ PÉREZ
LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY
VIRIATO DÍAZ PÉREZ por JOSÉ RODRÍGUEZ ALCALA
En esta época evocada, en 1905, es que arribó a la Asunción un espíritu de noble alcurnia intelectual: VIRIATO DIAZ PEREZ. "Venía de España. Nacido en Madrid, en el año 1875, educóse en la misma ciudad. Descendía de Nicolás Díaz Pérez, autor del Diccionario Biográfico y Bibliográfico de Extremeños Ilustres. En la Universidad Central de la capital española obtuvo el grado académico de doctor en filosofía y letras. Desempeñó en Madrid el cargo de Cónsul General del Paraguay. Después, atraído por sus románticos efluvios, vino a nuestro país. Vino para conocerlo y regresar; empero, le ocurrió lo que a su egregio compatriota, Victorino Abente y Lago: no pudo ya desprenderse del embrujo de la Asunción. Tal vez estaba esa suerte inscrita en su destino; quizás él mismo la buscó. Lo cierto es que vinculóse al Paraguay por lazos de sangre y amistad, y, desde 1905, Viriato Díaz Pérez es ciudadano de esta tierra por imperativo del afecto que supo granjearse en el corazón de la sociedad paraguaya. Emparentado con Juan Silvano Godoi, hizo de la Biblioteca Americana y del Museo que lleva el nombre de aquel ilustre patricio, su refugio intelectual. Con Rolando A. Godoi, su hermano por afinidad, sustituyó al gran romántico, que dijera Manuel Domínguez, en la dirección de ese templo de la cultura nacional. Desde allí, en algo parecido por su función literaria, dentro de la sociedad en que actuaba, al Paul Groussac de las letras argentinas, ha irradiado conocimientos, con noble generosidad, hacia todos los vientos de la República. Profesor ilustrado, Viriato Díaz Pérez enseña el griego, la historia, la filosofía, con dominio de esas materias y con dedicación apostólica. Ninguna actividad de superación mental desarrollada en el Paraguay desde 1905, ha hallado ausente o indiferente a Viriato Díaz Pérez. Es que este castellano chapado a la antigua, es un espíritu lleno de armonías, un cerebro nutrido de erudición, un alma pura entregada totalmente al servicio de las artes y de las letras. El Colegio Nacional, la Escuela Normal, la Facultad de Derecho de la Asunción, han contado con sus enseñanzas. Teósofo y republicano, su mente sabe ahondar en los problemas de la vida y de la muerte, de lo visible y de lo invisible, de lo fugitivo y de lo eterno. Entre los trabajos de Díaz Pérez han de citarse La India, publicado en Madrid, en 1895; Algunos datos sobre la Antigua Literatura Hinda, traducida en Austria, Praga, 1898: Naturaleza y Evolución del lenguaje rítmico, tesis presentada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, 1900; Sobre el Misticismo Musulmán – Manuscritos árabes y aljamiados sobre ocultismo que existen en la Biblioteca Nacional –. Supernaturalismo – Karma – Madrid-Sophia, 1903-1904; El término "Anitos", la raíz y sus
significados, tesis presentada al Congreso orientalista, celebrado en Amsterdam e incluida en sus memorias, publicadas en dicha ciudad en el año 1904; Sobre Edgar Poe – Ensayo de una traducción literal de "El Cuervo", Madrid – Helios, 1904; A pie por la España desconocida. A través de la Sierra de Francia. En el desierto y valle de las Batuecas, Madrid, Barcelona, Burdeos, 1903-1904; inconcluso; Los Frailes de Filipinas, Madrid, 1904; El gran esteta inglés John Ruskin y "sus siete lámparas de la arquitectura", Asunción, 1908, conferencia dada en el Instituto Paraguayo, de cuya Revista fue director en su última etapa y colaborador asiduo. Civilidad y arte. Discurso de inauguración de la Academia de Bellas Artes, Asunción, 1909; Documentos de 1534 a 1600 que se conservan en el Archivo Nacional. Primer Ensayo de Indice, Asunción, 1909; Leyendo a Veressaief (algunas palabras sobre la medicina ortodoxa actual). Biblioteca de la revista "Natura", Montevideo, 1910; Santiago Rusiñol – Los antiguos impresionistas hispanos –, El impresionismo actual. Trabajo leído en el Museo de Bellas Artes, Revista del Paraguay, Asunción, 1913; Dogmatismo, Ciencia y Misterio – Conferencia dada en la Universidad de la Asunción, Revista del Paraguay–, Asunción, 1913; Guido Boggiani y el canto D’Annunzio en Isaudi – Estudio leído en el homenaje celebrado en el Museo de Bellas Artes, en memoria del malogrado artista. Revista del Paraguay –, Asunción, 1915; El sentimiento de la España moderna acerca del israelita – Conferencia leída en la Sociedad Italiana –, Asunción, 1916; Polibiblión paraguayo: conjunto de indicaciones bibliográficas sobre el Paraguay; relacionados con la Geografía y la Historia; las Ciencias y las Letras; La Política y los Progresos del País; dispuestas y clasificadas por orden de materias. Asunción, 1916. Son en total seis mil indicaciones bibliográficas. Este trabajo fue presentado al Congreso de Bibliografía e Historia, reunido en Buenos Aires en 1916; José María de Lara. – Noticia sobre un paraguayo desconocido. Conferencia dada en el Salón de la Societá Italiana, Asunción, 1919; Sobre la anacrónica virtud de la modestia, Asunción, 1926; Arte hispano-paraguayo misionero y guaranítico – Conferencia dada en el templo de Yaguarón – Revista de la Escuela de Comercio, Asunción 1924; Coronario de Guido Boggiani (Homenaje de la Revista del Paraguay). Asunción, 1926. Traducciones. A. Besant, Algunos problemas de la vida, original inglés. Biblioteca orientalista, Barcelona; M. Collins, Historia de una maga negra, original inglés. Biblioteca orientalista, Barcelona, y numerosas colaboraciones y conferencias. En 1930 publicó en la Asunción Las comunidades peninsulares en su relación con los levantamientos "comuneros" americanos y en especial con la Revolución Comunera del Paraguay. Se trata de conferencias que dio en el Instituto Paraguayo y presentadas, en
conjunto, al Segundo Congreso de Historia Americana, celebrado en la Asunción en el año 1926, de cuyo Comité organizador fue co-secretario con Juan Francisco Pérez Acosta. Pero, ¿qué piensan en España de este quijote venido al Paraguay? Nos lo dirá R. Cansinos Assens, en las líneas que siguen: "Hace algún tiempo, en un artículo publicado en La Voz a propósito de Rafael Barret, el noble y malogrado escritor que ha dejado una obra de vigoroso acento social, ignorada en nuestro país, citaba Luis Araquistain ocasionalmente a otro escritor del novecientos, que desapareció mucho tiempo hace ya de nuestro horizonte – Viriato Díaz Pérez de la Herrería –, y se preguntaba quién sería este colega, que él, de promoción más reciente no había llegado a conocer. No requerido personalmente, y para que no pensara nadie que yo me arrogaba el negociado de los escritores perdidos, me abstuve de contestar a la interrogación. Per lo demás, si Araquistain hubiera consultado mi Nueva Literatura, esa guía del modernismo, hubiera encontrado en ella esta ficha ilustrativa: "... En El País, de Ricardo Fuente, y en El Motín de Nakens, que por entonces (1900), se remoza con un nuevo furor iconoclasta para hacer la unión republicana. Allí, en aquella pintoresca redacción, que guarda toda la traza precaria de los antiguos tiempos revolucionarios, de la antigua bohemia conspiradora, y en la que se reúnen Viriato Díaz Pérez, el grande y largo Viriato, vegetariano (ya) y teósofo cabalista, que dirige Sophia y traduce a Madame Blavatsky (Don Viriato Díaz Pérez de la Herrería, hijo de D. Nicolás Díaz Pérez, el erudito investigador de las antigüedades extremeñas); que desde 1907, aproximadamente, reside en el Paraguay". "Viriato Díaz Pérez, que al entusiasmo regional de su erudito padre debe ese nombre heroico, era una figura familiar en los círculos literarios de comienzos del siglo, lo mismo que Rafael Barret, cuya barba asiria, florida y pulcra, decoraba nuestros cenáculos, no menos que su sonriente silencio. Viriato Díaz Pérez era el amigo discutidor y locuaz de Villaespesa, de Machado, de Pedro González Blanco, de todos cuantos entonces eran jóvenes y escribían. Yo veía al "grande y largo Viriato", que siempre vestía de negro, y daba, como Unamuno, cierto aire de protestante a su indumentaria, en la redacción de El Motín, las mañanas de los domingos, en aquellas como misas republicanas. Pero también lo veía algún día entre semana cuando, con Paco Villaespesa y Pedro González Blanco, en el tiempo de las acacias floridas, subía a su casa de la calle Marqués de Urquijo, donde había un Budha dorado imperando sobre un bargueño, muchos libros viejos y una
jovencita encantadora, Alicia, la hermana del escritor, toda espíritu y nervios y toda en flor bajo el luto flamante del padre... Era primavera, y llevando con nosotros a Alicia, nos encaminábamos a la Moncloa, que tenía entonces un aire más abandonado y romántico y esa melancolía de que lo llenaron todos los repatriados. Acabábamos de perder las Antillas y la juventud adoptaba ya ese gesto de desafío a los viejos que fue la esencia del modernismo. A veces, en las solitarias alamedas de la Moncloa, nos cruzábamos con el coche oficial de Sagarna, lento y sin ruido, como si pasease a un moribundo. Y Pedro González Blanco alzaba su bastón y apuntaba hacia la ventanilla, haciendo retroceder a aquel rostro pálido y fatigado. Fusilamiento simbólico de un régimen. Veía, finalmente, a Viriato Díaz Pérez en casa de unos amigos comunes, los Molano – Manuel, Pepe y Mario –, últimos vástagos de una prócer familia extremeña, y que por sus ideas y sus vidas, igualmente originales, están reclamando una gran pluma que los lleve a la novela, como la de Queiroz llevó a los Maia. ..."Viriato Díaz Pérez, teósofo, ocultista, poliglota, tenía una fama ya algo imponente de sabio, y empezaba a sentir la asfixia de la España monárquica cuando se le abrió impensadamente la amplitud de América. Un día vióse sorprendido con la visita de un joven paraguayo – Herib Campos Cervera, político, escritor, hijo de un padre que cayó fulminado por la violencia de las luchas políticas –, que le traía su admiración y el recuerdo de un parentesco no lejano, indudablemente. Meses después, el paraguayo tornaba a su país, casado con Alicia, toda espíritu y toda nervios. Y detrás de la nupcial pareja, Viriato, incapaz de resistir la nostalgia, liquida su Budha y sus libros y emprende la ruta de América, adonde, a su vez, le sigue todo el clan Molano. En Asunción del Paraguay, se encuentran todos. Campos Cervera tiene un periódico de combate, que se llama La Verdad. Por su parte, Viriato escribe artículos, da conferencias y llega a ser nombrado director de la Biblioteca Nacional. Por aquellos tiempos Rafael Barret, que como Beaumarchais, había hecho de su lance personal con un aristócrata, la razón de su arte demagógico y vindicativo, ya había aparecido en el Paraguay animado de un ardor y un dinamismo que no le habíamos conocido en España, y emprende allí la obra de redención del obrero, vilmente esquilmado en los "yerbales". Viriato Díaz Pérez secunda con su amistad al camarada, que sigue siendo el adonis de antes; pero de una escultura carnal más afilada por la tuberculosis, que ha de malograr su obra y su vida. (Rafael Barret ha muerto joven, dejando un hijo y un libro que no han cruzado el charco. España tarda en enterarse.) Luis Araquistain que supo en América de la brava obra de Barret, habló de ella en La Voz y refirió el lamentable episodio que le indujo a expatriarse,
huyendo, asqueado, de un país donde imperaba una aristocracia achulada y la belleza física en el hombre – motivo de culto en Atenas – era considerada un delito. (País que siente un odio tradicional a las melenas de los poetas, que quiso rapar las de Noel y acaba de querer rapar las del poeta catalán Ventura Gassol.) Araquistain conocía a Barret; pero ignoraba a Díaz Pérez. A él va dedicada, tardíamente, esta ficha. "Precisamente por estos días acaba de regresar del Paraguay, por décima vez quizás, un amigo de aquellos tiempos, un superviviente del clan Molano, cuyos miembros – excepto Mario, el hermano menor – se extinguieron todos de un modo prematuro y en un caso trágico. (Algún día habrá que hablar de Manuel Molano, filósofo y hombre de mundo, cuya silueta lorrainiana anda esparcida por más de una novela de comienzos del siglo – Isaac Muñoz quiso fijarla en Voluptuosidad –, y de Mariano Carmena, señorito madrileño que se reveló un gran periodista en el Paraguay, después de haber paseado aquí su inutilidad – y su bondad – durante treinta años por todas las verbenas.) Pues bien; ese viejo amigo, que se llama Carceller y que tiene una noble historia de colonizador en América y de luchador laico en todas partes, ha venido de allá esta vez portador de una carta y unos libros del "grande y largo Viriato". La carta es patética y tiene un aire epilogal "Le diré, en cifra, como síntesis de veintisiete años de vida totalmente americana (mis hijos hablan simultáneamente con nuestra lengua, el guaraní), esto: que es una cosa formidable poner el océano entre los amigos y uno..." "El amigo Carceller completa ese aire de epílogo con las nuevas que me da verbalmente, mientras las horas nocturnas ruedan sobre nuestras cabezas destocadas. Me escribe el doctor Viriato – en Asunción todos le llaman así –, padre de cuatro hijos y una hija, viudo, pero siempre erguido y fuerte, escribiendo rodeado de libros raros y de cuadros antiguos, en su "rancho" de Asunción, o cuidando su jardín, como Cándido, no por un sentido filosófico, sino por hacerse candidato a la longevidad. (El doctor Viriato lucha contra la vejez a golpe de almocafre, y así retarda el instante de visitar el "devachan"... ) "– ¿Y Alicia? "Mi amigo, que no es poeta, dice con sencillez, aunque con emoción: "Murió, hace unos años, en Rosario de Santa Fe (y en la fe del Señor). Se había divorciado de Herib Campos Cervera y entrado como misionera en el Adventismo. Mire usted qué casualidad. Ella, española, fue a morir a América, y Herib, paraguayo, vino a morir a España...
"Destinos cruzados, que en vano quisieron unirse. Murió Alicia, la linda muchachita en flor, cuyo recuerdo va enlazado en mí con aromas de acacias y versos juveniles, bajo la sonrisa en paz de un Budha dorado... "Amigo Carceller, estamos liquidando una época. Menos mal que nos quedan los libros. "Scripta manent".
"Dos libros de Viriato Díaz Pérez acompañan a su carta, y con ellos viene también una lista de sus obras, publicadas en su mayor parte en América, y que representan una verdadera labor de polígrafo. En esa lista abundan los temas teosóficos – no hay que olvidar que Díaz Pérez se anticipó a Roso de Luna en punto a introducir en España la Doctrina Secreta, de Madame Blavatsky, llevando al mago extremeño la ventaja de conocer el sánscrito y estar iniciado en las lenguas semíticas ("siempre tuve apego a mi "kabbalah" y a mi "talmud", me recuerda en su carta). Pero también se encuentran en ese repertorio de trabajos y esfuerzos, artículos que aluden a sondeos interesantes en la historia de América – como "Las comunidades españolas en relación con los levantamientos comuneros americanos, y en especial con la revolución comunera del Paraguay" y otros que nos hablan de las puras inquietudes estéticas del escritor, como los que son epónimos de estudios consagrados a grandes poetas finiseculares – José Asunción Silva, Santiago Rusiñol, Gabriel D’Annunzio – El Director de la Biblioteca Nacional del Paraguay se autoriza especialmente con un "Polibiblión paraguayo", cuya sola enunciación ha de dar dentera a los bibliófilos españoles. "Señalamos entre esta copiosa y variada producción una conferencia sobre "El sentimiento de la España moderna acerca del israelita", que le habrá abierto allí mil brazos sefardíes. "Viriato Díaz Pérez ha hecho casi toda su obra en ese Paraguay que ha sido para él una segunda patria. Pero ya antes de emprender la ruta argonáutica había publicado trabajos interesantes, como A pie por la España desconocida, A través de la sierra de Francia, En el desierto y valle de las Batuecas (Madrid, 1904), que le confiere derecho de proclamarse descubridor de esa extraña región española. Viriato Díaz Pérez, espíritu inquieto y diverso, lleno de ciencia y misticismo, llevando su título de doctor como un capirote de brujo entre la corte de los poetas modernistas, largo como un puntero que se hincó en el mapa de América, es una figura característica de nuestro complejo novecientos."
Fue denominada "La Colmena" una entidad de carácter literario fundada en la Asunción, en el año 1907, por Viriato Díaz Pérez. Era la primera en su género de las que se tiene noticia en el Paraguay. No existe acta de fundación ni estatutos escritos. Sólo nos ha quedado una amable crónica evocadora de su existencia. Hela aquí: "Viriato Díaz Pérez, el exquisito intelectual a cuyo nombre va unida toda una tradición literaria, ha conseguido en el pequeño mundo de los que en Asunción nos dedicamos a escribir, lo que muchos de nosotros habíamos intentado más de una vez sin resultado. Recordamos que Marrero Marengo, el unánimemente querido poeta a quien nos une una amistad fraternal, soñaba siempre con la fundación de un cenáculo formado por todos cuantos merodeamos por el campo de las letras. No pasaba noche sin que él y nosotros, paseando nuestra neurastenia, a la luz de la luna, por las calles solitarias de Asunción, no lamentáramos de la imposibilidad de llevar a cabo aquel proyecto. En cierta ocasión, después de mucho trabajar en la propagación de la idea, hubo de conseguir Ricardo ver realizado su pequeño ideal. Y tenemos bien presente el contento con que se entregó el poeta amigo a preparar reglamentos y programas para el cenáculo cuya existencia creía tener asegurada. Pero como todos los anteriores, este nuevo esfuerzo, que al optimismo de Marrero le pareció decisivo, fracasó también, y el anhelado centro literario continuó siendo un proyecto de dos espíritus desalentados. Hará unos dos meses, nos encontrábamos cierta noche sentados con Viriato Diaz Pérez a una mesa del Centro Español, tomando honestamente café, cuando se nos acercó Juan Casabianca, el autor de Ñandutíes Azules, que acababa de llegar de Areguá. Fue entonces cuando por primera vez nos habló aquél de un proyecto de fundación de un centro literario, del que momentos antes Casabianca había tratado con Rafael Barret. Precisamente, Díaz Pérez y nosotros habíamos estado deplorando los distanciamientos que separan a quienes deberían estar fraternalmente unidos, y recordando horas de inolvidables expansiones cerebrales cuya evocación le ponía triste, Viriato nos hablaba del Ateneo y de los cenáculos literarios de Madrid. No podía, pues, llegar en un momento más oportuno la proposición de Casabianca. Inmediatamente la acogimos, y aun creo que para festejarla bebimos los tres no recuerdo qué líquido espirituoso. "Esa misma noche quedó formulada la nómina de los socios obligados del nuevo centro. Díaz Pérez bautizó el cenáculo con el nombre de "La Colmena", y generosamente tomó a su cargo la parte más difícil del cometido. A partir del día siguiente, Barret, Díaz Pérez, O’Leary, Casabianca y nosotros nos dedicamos a una activa propaganda a favor
de "La Colmena" y tres días después contábamos con la adhesión de todos los que figuraban en la lista. Como siempre que de estas cosas de la mentalidad se trata, Manuel Domínguez, Arsenio López Decoud, O’Leary y Modesto Guggiari fueron los que con más entusiasmo acogieron la iniciativa y se convirtieron en sus propagandistas. "El milagro lo había realizado Viriato Díaz Pérez, alrededor de cuyo talento lleno de bondad nos sentíamos amigos y más que amigos, hermanos, después de olvidar por completo los resentimientos que antes acaso hayan erizado de preocupaciones y recelos a muchos de nosotros. Fue Díaz Pérez quien allanó las asperezas que antes habían hecho imposible la constitución de algo semejante a "La Colmena", y a él se debe, pues, el éxito de una iniciativa que sin el prestigio de su nombre no hubiéramos visto realizada hasta el presente. Ojalá se quede entre nosotros este intelectual en quien está representada la más alta cultura europea; pero aun cuando se marchara, la obra fundada por él subsistirá porque su recuerdo le serviría de escudo contra las veleidades disolventes. De la arena de nuestra incipiente intelectualidad, no se borrarán jamás las huellas que va dejando el paso de este digno heredero de ilustres blasones literarios. "Los estatutos de "La Colmena" no han sido ni serán escritos; pero no por eso dejan de cumplirse con toda religiosidad. El artículo primero dispone que los miembros de la asociación se reúnan a comer una vez cada mes, y el artículo segundo, que Viriato Díaz Pérez nos recuerda a cada instante, establece terminantemente la supresión del aguijón y la proscripción de los zánganos. "En cumplimiento del artículo gastronómico – así llama Casabianca al primero de los estatutos – en la noche del 17 de octubre nos reunimos en el hotel Continental los miembros de "La Colmena". Antes de sentarnos a la mesa, Arsenio López Decoud nos hizo observar que éramos trece comensales – ¡cifra fatal! – pero después de aguardar un momento a Modesto Guggiari, sin atrevernos a tomar asiento, Díaz Pérez hizo constar que si bien éramos trece podíamos considerarnos quince, porque Barret y Guggiari estaban presentes en espíritu. La reflexión no consiguió convencer del todo a don Arsenio, quien reclamaba a toda costa un comensal más; pero al fin nos sentamos todos y se inició la comida. "El espíritu de Salvador Rueda presidió la primera sesión de "La Colmena". Nuestra primera digestión se la hemos dedicado al egregio poeta andaluz para quien todos tuvimos palabras de admiración y de cariño. Durante la comida los comensales se dividieron en dos grupos a los efectos de la conversación. Fulgencio R. Moreno, quien
según su propia expresión estaba en la línea divisoria, afirmó que mientras en la izquierda se hablaba de cosas amenas, intentando un derroche de espiritualidad, en la extrema derecha, gravemente presidida por Domínguez, se discutían cuestiones trascendentales a las que Juan Silvano Godoi, López Decoud y O’Leary aportaban seriamente su vasta erudición. Entre tanto, Moreno seguía comiendo con un tesón digno de mejor causa, bajo las miradas desdeñosas de Pane, O’Leary y Casabianca, los tres poetas oficiales de "La Colmena", para quienes el comer era una ocupación indigna. "En un momento en que la extrema derecha abrió un paréntesis a la discusión en que estaba empeñada, Arsenio López Decoud propuso que en cada comida de "La Colmena" se designara un cronista "ad hoc". Unanimidad. El mocionante presentó la candidatura de Fulgencio R. Moreno que seguía comiendo con denuedo. Resistióse la víctima, y como el proponente no se apeara de su moción, prodújose un serio altercado entre don Arsenio y don Fulgencio. Para vengarse del desaire, López Decoud ha prometido leer en la próxima reunión de "La Colmena" ciertos versos inéditos de Moreno en los que éste hace amargas consideraciones sobre las crisis económicas porque pasaban sus bolsillos hace quince años. Si don Arsenio cumple su promesa, ha de ocurrir algo grave en "La Colmena", pues Moreno está dispuesto a escribir para el caso unos versos incendiarios. Díaz Pérez anda ya inquieto por esta causa y se dispone a tomar las precauciones debidas. "El doctor Domínguez intervino en el debate proponiendo la candidatura del autor de este libro, y Moreno, como quien se prende a un clavo ardiendo, la apoyó con un entusiasmo conmovedor. La apoyaron también Díaz Pérez y Brugada, mientras Pane y nosotros reclamábamos que fuera el mismo autor del proyecto el designado para escribir la crónica. Se citaron precedentes, se discutió, se alborotó un poco; pero don Arsenio se mostró insensible a las exhortaciones de Ignacio Pane. O’Leary propuso entonces que la designación fuera sometida al arbitraje de Juan Silvano Godoi, y éste falló irrevocablemente condenándonos a escribir la crónica de la primera comida de "La Colmena". "Entre tanto había llegado el momento de beber el champagne, y las incitaciones para discursar se cruzaban de parte a parte, Moreno que se mostró insubordinado durante toda la comida, protestó enérgicamente. ¡Nada de latas! – se permitió decir – olvidando que "La Colmena" es y tiene que ser forzosamente una latería en prosa y verso. Díaz Pérez se puso de pie: iba a leer una carta de Salvador Rueda. Silencio sepulcral en la asamblea: queríamos escuchar religiosamente la inspirada palabra del ilustre y querido poeta
andaluz. Con voz magnífica, Díaz Pérez lee la hermosa epístola. Cada párrafo es acogido con una salva de aplausos. "Apagado el rumor de éstos, Domínguez tomó una copa para brindar por el egregio poeta y por Díaz Pérez de quien dijo que servía de medio de comunicación entre los intelectuales del Paraguay y los de España. Después de haber sido aceptado en medio de grandes aplausos este brindis, el doctor Domínguez propuso otros en honor de Juan Silvano Godoi de quien dijo que, anticipándose a las exhortaciones de Rueda, había trabajado por construir una literatura nacional, consagrando su talento a la exaltación de las grandes figuras históricas del Paraguay. "Obra suya es – dijo – la glorificación de nuestros héroes de Curupayty." "O’Leary leyó admirablemente un hermoso soneto que dedicó a Salvador Rueda; Arsenio López Decoud brindó por la intelectualidad paraguaya; y accediendo a una petición de los comensales, Casabianca recitó en francés unos hermosos versos que tratan de su tema favorito: el amor. Aplausos, brindis y protestas de Moreno que declaró solemnemente (esto lo dijo en tren de buen humor) haberse quedado sin entender ni jota. Casabianca, siempre complaciente, contrajo el compromiso de traducir los preciosos versos. Un momento más de conversación, un brindis tentador del doctor Domínguez para el autor de esta crónica y se levantó la sesión. Creíamos que nada teníamos que hacer en el lugar de la comida y ya nos disponíamos a tomar la retirada cuando Díaz Pérez y O’Leary, el poeta O’Leary convertido en vulgar recolector de dinero, nos cierra el paso exigiéndonos el pago de la cuenta respectiva. Ante la bolsa abierta y el aspecto amenazador de O’Leary, nos despedimos de nuestros pesos y abandonamos en seguida aquel salón donde tan gratos momentos habíamos pasado. Antes de separarnos se convino en que la próxima comida sería dedicada a Arsemo López Decoud con motivo de su viaje a Buenos Aires. "Tal fue la primera comida dada por "La Colmena" en honor de Salvador Rueda. Asistieron a ella los siguientes comensales que mencionamos en el orden de su colocación arbitraria en torno de la bien adornada mesa: Manuel Domínguez, a su derecha, Arsenio López Decoud, Juan E. O’Leary, Ramón V. Caballero, Cipriano Ibáñez, Ignacio A. Pane, Juan Casabianca; a su izquierda, Juan Silvano Godoi, Silvano Mosqueira, Fulgencio R. Moreno, el autor de estas páginas, Viriato Díaz Pérez y Ricardo Brugada (h.).
"A moción de O’Leary se resolvió enviar a Salvador Rueda la cartulina del menú con la siguiente dedicatoria, escrita por el doctor Domínguez y firmada por todos los comensales: "A Salvador Rueda, el amante de la luz y del sonido".
VIRIATO DÍAZ PÉREZ
LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES HISPÁNICOS. DESARROLLO) PRIMERA PARTE
«y el más humilde de los paraguayos sabe mas que muchos que corren plaza de advertidos. Se pregunta Vuestra Ilustrísima, quién los dirigió desde que yo salí, quién los ha enseñado. Fue el Derecho Natural que a todos enseña, aún sin maestra, a huir de lo que está contra él, como la servidumbre tiránica y la sevicia de un gobernador». (Fragmento de una carta de Antequera al Obispo Palos) «...Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced indios, para los trabajos de las minas y para trabajos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho...». (Petitorio formulado al Rey por la Junta Santa de los Comuneros de Avila) «...de la bandera de la Germanía, figuraban, por curiosísima coincidencia, las bellas y típicas palabras de PAZ Y JUSTICIA que asimismo figuran en el escudo paraguayo». (De esta obra)
CAPITULO PRIMERO ESTADO CULTURAL DE ESPAÑA EN LOS DÍAS DE LAS COMUNIDADES Vinculaciones de la Historia de España y la de Hispanoamérica.– Estado de la cultura ibérica en el período de gestación de las Comunidades.– La sorprendente civilización de esta época y la «España Negra» de la leyenda.– Esplendor de la Ciencia española:
Astronomía: elementos propios y únicos, de investigación; la Casa de Contratación de Sevilla; los grandes matemáticos españoles de la época: Sánchez Ciruelo en la Sorbona; Núñez y el nonias.– La enseñanza: es obligatoria en España bajo sanción penal» en el siglo XV; implantación, por vez primera en Europa, de la enseñanza de defectuosos: Ponce de León inventa la de sordo-mudos. Las Academias.– La Imprenta y sus especiales privilegios en España.– El Ejército: el Gran Capitán y los orígenes de la ciencia militar moderna; la Guerra de Granada; el ejército español según Cantú.– El sentimiento de democracia y libertad en los días de las Comunidades.– La España de la tolerancia.– En la península «la libertad es lo antiguo y el despotismo lo moderno».– Remoto origen de las Cortes españolas.– El discutido juramento aragonés.– Palabras de las Siete Partidas.– En las Cortes está representado el pueblo en los días en que el siervo anglo-sajón llevaba al cuello las iniciales de su amo.– El menosprecio de las libertades hispanas por parte de los monarcas extranjeros como concausa de la decadencia española.– Las Cortes, el Municipio, y las Comunidades son instituciones de carácter ibérico.– El origen de las Comunidades.– Las Comunidades como pequeño organismo autónomo, foco de libertad administradora y representativa.– Comunidad equivalente a libertad.– Si hay temas de investigación difícil dentro del campo de la historia hispana e hispanoamericana, uno de ellos es el de las llamadas Comunidades peninsulares estudiadas en extenso por diversas autoridades nacionales y extranjeras, pero siempre aisladamente y no en sus relaciones con los movimientos Comuneros americanos. Pensando, empero, que los horizontes históricos suelen variar de aspecto con el tiempo, con el avance de la labor general, y aun nos atreveríamos a decir con las latitudes, abordamos la recordación de este gran momento del pasado, lleno de significativas y aprovechables enseñanzas para todos, hispanos e hispanoamericanos, que formamos en último análisis y lirismo aparte, un solo grupo, vinculado a través de siglos, – como actualmente sostienen ilustres pensadores – por una historia común. Un ejemplo de ello nos lo proporcionará la evocación que sirve de materia al presente trabajo, en el que al estudiar las Comunidades españolas encontraremos algo que podría servir de antecedente para la mejor comprensión de interesantes hechos del pasado americano, especialmente el paraguayo, ya que, como es sabido, cuenta éste entre sus páginas la célebre Revolución de los Comuneros, complejo y extraño movimiento que hizo sonar gloriosamente el nombre del Paraguay en todo el Continente y en Europa. Previamente, y en honor a la mejor exposición de los hechos, exige nuestro trabajo una rápida revisión del estado cultural de la época en que fueron gestándose estas célebres Comunidades. Tanta sombra hemos proyectado unos y otros sobre nuestro ayer étnico que ello se hace preciso si hemos de entendernos. No era la época de que vamos a ocuparnos la de la España llamada «negra», con tanta delectación y fantasía descrita por propios y extraños. La «España negra» apareció
más tarde. Vino de fuera con el Despotismo y el Absolutismo, que eran extranjeros y fueron injertados en Castilla a sangre y fuego; con la Inquisición, que era asimismo extranjera, contraria al libérrimo espíritu de los reinos españoles, y también a sangre y fuego aclimatada; con las guerras europeas de familia, que como deplorable legado, aportaron las extranjeras dinastías... De nada de esto vamos a ocuparnos. Sólo deseamos recordar que la España de las Comunidades no era aún la de la dolorosa y trágica decadencia. No era la Península, en aquellos tiempos, el país anticientífico que con relativa razón, pero con más encono que razón, vino describiendo una crítica parcial: era el solar todavía indiscutiblemente glorioso, emporio de cultura, donde en astronomía, por ejemplo, mientras en el resto de Europa aun se utilizaban las viejas Tablas insuficientes, se admitían de inmediato las teorías de Copérnico y Galileo; y es de recordar que éste, recibía en los calabozos de la Inquisición italiana cartas españolas de aliento y consuelo que más de una vez llevaron a su ánimo, es cosa sabida, la idea de trasladarse a Castilla en busca de libertad... ¡Glorioso y grato recuerdo para el pueblo que había de pasar a la historia como inquisitorial por antonomasia, el de este hecho honroso y significativo! Contaba entonces España con medios propios y únicos para la investigación científica. Uno de ellos, la Casa de contratación de Sevilla, ideada para satisfacer las nacientes necesidades culturales de una época asombrosa, en que se complicaban los estudios, con el resurgimiento por una parte de las viejas disciplinas soterradas en el medioevo; por otra con el advenimiento de la ciencia nueva. Participaba este gran mecanismo cultural, único en su tiempo, de establecimientos de enseñanza; de observatorio y taller de instrumental científico, y oficina cartográfica; y de cuerpo consultivo en materias de ciencias. Sabido es que los profesores de esta casa alcanzaron fama europea y fueron gloria de su estirpe como lo fueron las Academias viejas y nobiliarias de la época. En aquellos centros de investigación se registraron por vez primera los misterios de la brújula, desconcertada al señalar latitudes nunca antes concebidas; en ellos se consignaron los enigmas de la astronomía revolucionada; en ellos fue rehaciéndose la geografía que España estaba destinada a completar por vez primera, en un momento solemne de la Historia, con sus estupendos hallazgos; en ellos, fue ampliándose la botánica, ciencia hasta entonces semi-oriental, transmitida, por la España arabizada, al resto de Europa, como las sublimidades algebraicas de la matemática, los secretos de la química, y las maravillas de la física naciente y de la historia natural. La singular posición de España en el mundo de entonces le permitía realizar esta obra magna que pocas
veces ha sido reconocida. Sin poder puntualizar nombres y hechos en este breve relato, sin amplificar lo que la extensa bibliografía sobre la materia revela, que es asombroso, podemos afirmar apoyados en indiscutible documentación, que a la España de que hablamos, corresponde la gloria de haber amalgamado, en síntesis estupenda, el saber heredado de Oriente y transmitido por la ciencia árabe, con el de la Europa renacentista, añadiéndole el aporte insospechado en el mundo antiguo, de los descubrimientos realizados mediante el hallazgo del Nuevo Mundo. Extraño puede parecer esto hoy a quienes hemos sido educados en el menosprecio suicida del gran pasado de la estirpe; pero en realidad, estas palabras son exactas y aún parcas. Parece hoy forzado pero debemos recordarlo y repetirlo (tanto esto como otros innumerables hechos que cierta crítica se obstina en ignorar y soterrar) que fue, por ejemplo, en un lugar de La Coruña, donde en 1550 el español Rojete trabaja en la construcción de uno de los primeros telescopios; que fueron españoles de aquella época los que más se señalaron en la investigación matemática; que el famoso profesor Pedro Sánchez Ciruelo (1450-1550), catedrático de matemáticas en la Sorbona escribe el primer tratado de cálculo; y Pedro Núñez (1492-1567) inventa el nonius, instrumento de su nombre, para medir las fracciones de la unidad longitudinal, que tres siglos de progreso no ha podido superar; que el español Esquivel fue el verdadero propulsor de la triangulación geodésica; que la geografía americana, en general, y la oriental de los primeros tiempos, es obra marcadamente hispana, donde hay páginas como las del madrileño Ruy González del Clavijo, descriptor de sus viajes por Oriente, en 1405. Los maestros de primeras letras – y recordemos esto bien especialmente –, los maestros, decimos, gozaban de privilegios especiales en aquella España tan poco europeizada, en los días en que en Francia, por ejemplo, estaban considerados como «domésticos municipales». Y – ¡quién, lo dijera! – en el país donde – después de varios siglos de esplendorosas dinastías extranjeras – la ilustración había de caer tanto, en el lejano siglo XV, la enseñanza, con enorme anticipo cronológico, era obligatoria bajo sanción penal. Y fueron tales los progresos de la pedagogía española, que extendiendo sus beneficios a los alienados y defectuosos, crea y propaga los primeros reformatorios y manicomios y es un ilustre español, Pedro Ponce de León, quien recaba el honor de haber ideado por vez primera en Europa, en 1584, la enseñanza de los sordomudos. Sabido es, por lo demás, que en las Universidades extranjeras abundaban profesores
españoles. Y, hecho curioso: las grandes Academias, cuyas tradiciones se pierden posteriormente en la península (hasta el punto de que tienen que ser de nuevo instauradas por los Borbones) por singular paradoja tuvieron su origen en España, que en este sentido se anticipa en cierto modo a la misma Italia oficializando su Academia de Farmacia en el año de 1441. Asimismo, el sentimiento de Hogar y de Familia, viejo orgullo nuestro, era desde el punto de vista del recato, de la honestidad y de la moralidad, superior al del resto de Europa, de donde más tarde había de infiltrársenos la relajación de diversas cortes fastuosas y corrompidas. Es por entonces cuando florecen aquellas célebres escritoras españolas, como la genial Luisa Sigea, alabada por Hemsio; o la Sabuco de Nantes, y otras, que en días de tristísima servidumbre para la mujer, se anticipan en varios siglos al movimiento feminista, desempeñando cargos, luchando en las lides del pensamiento, y regentando cátedras, con asombro de Europa. La Imprenta, que andando el tiempo había de verse amordazada por el cesarismo, gozaba en la Península, en sus primeros tiempos, de libertad amplísima y alcanzaba prestigios y privilegios, precisamente cuando en la Sorbona era tachada de «arte peligroso» en una petición al rey, y el populacho parisién perseguía hasta la hoguera a los impresores de una Biblia donde se empleó para los versículos la numeración arábiga. Y con la Imprenta, las bibliotecas alcanzan un esplendor de todos conocido, comenzando entonces el libro hispano a difundir por Europa los acentos del habla de Castilla que empieza a adquirir flexibilidad y tiene hecha ya su cimentación en la Celestina, en la insuperable rítmica de Jorge Manrique, en el Romancero, y en el interesante y extraordinario Diálogo de las Lenguas, más tarde... En arte, no obstante no haberse producido aún la maravillosa efloración del siglo de oro con su genial Velázquez, nuncio de la pintura veintieval, ya se distingue España con sus ingenios; ya triunfa con sus blancos esmaltes y mayólicas, de Mallorca transmitidos a Italia; ya descuella por su orfebrería, forja, temple, adamasquinado, armería; ya por industrias peculiarísimas, algunas de las cuales, como las de lanas y tinte, eran tan genuinamente hispánicas que se habían hecho notar en la misma Roma. Mucho se ha hablado del Ejército español, que en Italia y Flandes deja leyenda de pujanza y heroísmo. Y bien, no formaban este ejército sino los restos del que produjera España, en un batallar de siglos contra la morisma.
En los días que preceden al levantamiento de las Comunidades, aún corrían de boca en boca las hazañas del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba que unió a su fortuna como general invencible, una tal genialidad estratégica, que a él hay que acudir para estudiar los orígenes de las artes militares. Asimismo, con razón se ha dicho que la evolución del arte militar como ciencia tiene lugar en la guerra de Granada, donde se pone en práctica, por vez primera, en actuación conjunta y sistematizada, la acción perseverante del ejército permanente, el empleo metódico de la artillería, y la utilización de la administración y sanidad militares, ya organizadas. Dice a este propósito el meritísimo historiador Picatoste: «Los asombrosos triunfos de Italia no fueron debidos al valor, sino a la ilustración y superioridad de nuestro ejército, compuesto de caballeros y hombres ilustrados, de poetas y de profesores, que no podían en manera alguna compararse a los soldados mercenarios suizos, ni a los franceses, etc.». En cuanto a éstos, es Brantôme, francés, quién al describir el ejército de aquella época, en el cual servía, dice, que abundaban en él los galeotes con las espaldas marcadas. En el hispano, por lo contrario, eran arcabuceros el duque de Pastrana o los hijos del duque del Alba, y Parma, y la nobleza de la sangre y de las letras... Y para que todo sea extraordinario ante nuestras actuales miradas humilladas por la contemplación deprimente del llamado mal pasado, señalaremos en esta ocasión, con orgullo legítimo y sano, que, en la España ibera y, valga la frase, repleta aún de sangre aborigénica y de instituciones autóctonas, en esta Hispania no contaminada aún con los odios de religión que vinieron de fuera, ni con los rencores de casta y jerarquía que enconó el absolutismo, ni amedrentada todavía con el horror de la Inquisición, no existía ni era concebible, ¡oh paradoja! aquel fanatismo religioso con el que para desdicha de la península había de hacérsele después pasar a la Historia. Desde antiguo les fuera dado a católicos y arrianos convivir en íbero suelo. Y los judíos con su Pentateuco y los árabes con su Corán convivieran largos siglos con los cristianos, en ciudades donde coexistían las iglesias, las sinagogas, y las mezquitas. En el Fuero Real de Castilla, del año 1250, se dan razones para que «los judíos se mantengan en nuestros sennorios... e puedan haber heredades... para sí... e para sus herederos». Este era el sentimiento de Castilla en el siglo XIII acerca del Grupo religioso que más se había de perseguir posteriormente en todo el mundo. Pero en aquello que la España de las Comunidades alcanza excelsitud inimaginable, es, sobre todo y ante todo, en el sentimiento de la Libertad y de la dignidad política.
Acredita la Historia que nunca fue nueva la Libertad en España, donde, vencida a veces pero nunca extinguida, supervivió desde los días de Viriato y la calumniada civilización ibérica, hasta los del Cid y de las Comunidades. Con más razón de lo que parece, y sin paradoja alguna, se ha dicho que, en España, la libertad, es lo antiguo, popular y autóctono; y el despotismo, lo moderno, importado y oficialista. Una vez más lo demostrará el recuerdo de lo que fueron las viejas Cortes. Puede afirmarse documentalmente que no sólo el sistema parlamentario era conocido en Castilla antes que en Inglaterra, sino que España tenía ya sus Cortes en una época en que los anglosajones, según frase del estudioso J. S. Bazan, «estaban aún como los iroqueses actuales, cubiertos de pieles, en las orillas del Támesis» (Las Instituciones Federales en los EE. UU.) . Por extraño que hoy parezca el hecho, es incontestable que, cuando entre los antecesores del libre pueblo inglés, creador del Habeas Corpus, los siervos llevaban al cuello collares de hierro con la marca del dueño, en España este mismo siervo poseía en cierto sentido su representación en las Cortes. Como los Cabildos, como los Municipios, y las Comunidades, las Cortes son una página de honor. No ha faltado quien ha querido mermar originalidad y autoctonismo a estas representaciones nacionales: es el caso de siempre: son los cultivadores más o menos interesados de la Leyenda Negra, ávidos de aminorar en lo posible el patrimonio moral e intelectivo de España. Es inevitable, en esta ocasión autocitarnos y repetir algo que antes de ahora sostuvimos sobre este tema. Bastaría examinar a la luz de los estudios modernos la historia de las primitivas Cortes castellanas para vislumbrar nuevos horizontes. Bastaría la simple lectura de la vieja literatura de Las Siete Partidas, por ejemplo, para poner de manifiesto cuán profundas raíces tuvieron ciertas ideas en el antiguo pueblo íbero. Ningún alma sincera podrá leer hoy sin emoción, ni estudiar sin asombro, aquellas toscas palabras con las que don Alfonso el Sabio habla de la libertad, del pueblo, del derecho... en pleno siglo XIII, cuando la más espantosa barbarie azotaba a Europa. Ya en aquellos lejanos días del medioevo, en que no existía siquiera idea de otro poder que el del monarca, las Cortes reales castellanas, eran verdaderas asambleas políticas. «Corte es llamado el lugar do el Rey et sus vasallos et sus Oficiales con él, que lo han cotidianamente de consejar... et los omes del Reino que se llegan hí, o por honra del, o por alcanzar derecho; o por facerlo, o por recabdar las otras cosas que han de ver con él».
«Otrosí es dicho Corte segun lenguaje de España, porque allí es la espada de la justicia... (Part. 2ª Ley 27)». Ideas que van muy en consonancia con las del famoso y discutido apóstrofe (no sin base) que dícese dirigían los «ricoshombres» de Aragón al Rey en el acto de la jura: Nos, que valemos tanto como vos e juntos más que vos, os hacemos nuestro Rey e Señor, con tal que guardéis nuestros fueros e si non, non; palabras sobre las que existe una bibliografía y que, aún discutibles en su relación, están virtualmente contenidas en el Fuero Juzgo. Desde la época visigoda, suena en nuestra historia política la expresión «Asambleas de senyeres». En tiempos anteriores, los mismos Concilios hispanos fueron asambleas civiles, verdaderos «estados generales» de la nación. Más tarde, a medida que la reconquista dibuja los horizontes de su misión homérica, y se entrevé la grandiosa obra del porvenir, señores, nobles y reyes, comprenden el papel del pueblo en sus empresas de vida o muerte contra las huestes orientales y le conceden una importancia de que careció en otras naciones. Cuando en toda Europa el pueblo vivía bajo el azote del feudalismo, en España, lanzándose de un salto a través de los siglos, penetra en las Cortes. Asiste a las de Toledo en 1135; y a las de Burgos en 1169 «acuden ciudadanos» y todos los Ayuntamientos de Castilla. Hay más: las Cortes de Castilla y León, se componían de «nobleza, clero y estado llano» llamados los tres brazos del reino. Y sin la asistencia de uno de los tres elementos no
eran
válidas.
Las
ciudades
designaban
sus
representantes
denominados
«procuradores» que tenían voz y voto. La historia de las Cortes peninsulares seria la historia de la libertad. Las Cortes de León de 1220, obtienen para el pueblo, mediante las Behetrias, el derecho de cambiar de asiento, de trasladar sus bienes y el de inviolabilidad del domicilio. Las de 1188, resuelven, «que sólo a las Cortes compete declarar !a paz y la guerra». Las de 1282, en Cataluña, «obtienen la facultad de hacer e interpretar las leyes, no pudiendo derogarlas ni el Rey». Las de 1258, en Valladolid, limitan los gastos reales. Las de 1314, en Zaragoza, suprimen el tormento. Las de 1397, en Briviesca, igualan la nobleza y el clero ante el presupuesto.
Las de 1388, en Palencia, nombran una comisión de diputados para fiscalizar las cuentas públicas. Las de 1390, en Guadalajara, rechazan un proyecto real sobre división de España en dos reinos. Y como la historia peninsular es una, acontece el mismo fenómeno en el pueblo lusitano donde, previamente, los municipios se dirigen enérgicamente a la realeza. Y en las Cortes de Lisboa, de 1372, se exige, entre otras cosas, «que el rey no haga guerra ni acuñe moneda sin consentimiento de los tres estados». ¿A qué quedaría, en suma, reducida la conquista de los tiempos constitucionales si examinásemos las libertades obtenidas y practicadas en las antiguas Cortes peninsulares? ¿Qué se obtuvo en los tiempos de las Cortes de Cádiz que no fuese una reconquista de lo que existía en los días de los Reyes Católicos? ¿Necesitaba España ir a solicitar allende fronteras lo que ella poseyó antes que nadie? Al encontrarse sin reyes y recurrir a congregarse en Cortes ¿necesitaba del ejemplo extranjero? ¿No sería más lógico y menos apasionado sostener que no hizo otra cosa que volver a sus antiguas tradiciones? La respuesta documentada a estas preguntas, no es de este lugar, ni por otra parte después de los datos rápidamente recordados, sería necesaria... ¿Cómo entonces – se preguntará – vino la decadencia de 1808? A consecuencia del absolutismo y cesarismo de los monarcas de la Casa de Austria, en primer término. Cuando Carlos V se encuentra con que las Cortes le niegan dinero para sus guerras, le reclaman la reducción del ejército, o la independencia del poder judicial, o la reducción de letrados, días de fiestas y conventos, las disuelve violentamente. Mata las libertades escritas, con la disolución de las Cortes, como mata las libertades vivientes en Villalar. ¡Qué obra la suya comparada con la de los monarcas castellanos! Así se inicia la decadencia. No la que el vulgo pseudo erudito conoce, sino la verdadera. Una original decadencia que, para mal de las teorías sociológicas, ¡coincide con el apogeo de la grandeza histórica! Decadencia moral, por debilitación del elemento autónomo, por aplastamiento de los gérmenes libertarios, por menosprecio de las hidalgas ideas democráticas regionales, por ultraje al antiguo derecho (a) regional; (b) municipal; (c) individual, genuinamente íbero. Fue un momento fatal, deplorable, aquél en el cual la dinastía de los Austrias ¡ahoga en sangre los sentimientos populares! De entonces en adelante, todo será posible. Desde el
cadalso de los Comuneros, la sangre de las Comunidades inundando los campos españoles, llevará con ella el terror y el absolutismo. *** Pues bien: como con las Cortes, sucede con el Municipio, el Concejo, el Ayuntamiento. Este Municipio que luego es Concejo, Comunidad, que también es la «Honrada» congregación de la Mesta pastoril, (singularísima asamblea rústica que tiene algo de las juntas arcaicas de los framontanos celtíberos) es netamente hispano. Aunque la palabra es latina y Roma la propaga en lo antiguo; aun cuando Roma decreta oficialmente el establecimiento del organismo en España, la institución en lo que tiene de esencial, desde los días de Indibil y Mandonio hasta los del Alcalde de Zalamea, o los de Don Andrés Torrejón, fue siempre íbera, como lo hace suponer la lectura de Estrabón, lo evidencian estudios modernos y lo afirma la crítica nueva. Roma no hizo sino dar nombre latino a una arcaica organización peninsular, de tan profunda raigambre que nunca desapareció de ella, superviviendo y transformándose a través de los siglos desde la nebulosa era prehistórica hasta nuestros días. Y como ella, y con ella asimismo entretejida, transmutándose a través de diversos aspectos políticos, podríamos estudiar el sentimiento de hermandad popular y autónoma que sirvió de base a las congregaciones denominadas Comunidades. Qué fueron éstas, en lo externo, es sabido de todos; y sólo ensayaremos concretar en algunas palabras sus caracteres en los primeros tiempos. Ante todo, conviene advertir, que las Comunidades no tuvieron su único momento en el doloroso episodio de los Comuneros de Castilla. Éste fue la obra trágica de ellas. Nada de común tuvieron, por otra parte con los modernos movimientos del comunismo o del comunalismo como alguien por el nombre pudo imaginar. El origen de las Comunidades de Castilla y Aragón, como tales, arranca de los primeros siglos de la Reconquista española, cuando el pueblo peninsular, desde las asperezas del Cantábrico, comienza a disputar palmo a palmo el suelo patrio al oriental invasor. Alcanzan notoriedad en el siglo XII. En esta época se denominaba Comunidad al régimen especial de un territorio cuyos habitantes, mancomunados en obligaciones y derechos, formaban una suerte de hermandad dependiente en lo político de una ciudad libre importante, que, a su vez, no dependía de otro señor fuera del mismo rey.
Era entonces lícito a los Monarcas, donar un territorio, bien a un noble, bien a una entidad religiosa, bien a una ciudad. Constituía lo primero, un feudalismo solariego; lo segundo, un feudalismo monástico o abacial. Pero lo tercero, engendraba algo muy diferente; originaba la Comunidad, que venía a ser una entidad popular y colectiva en la que se confundían los pobladores en una igualdad de derechos y deberes, constituyendo una especie de célula autónoma en la que convivían las energías todas del Municipio, del Concejo, del cual dependían y al que tenían obligación de defender por igual, nobles y pecheros, en caso de peligro y ofensa. En representación de este Concejo y en pos del pendón popular, que era el de la ciudad, acudían las Comunidades a la guerra. Así se vio durante la larga y cruenta epopeya de la Reconquista junto a las banderas de los magnates, o las mesnadas de los belicosos obispos y abades, las enseñas de las Comunidades, enarboladas, a la par que las de los nobles, contra el enemigo común. Así se les vio adquirir prerrogativas, prestigios y fuerza en largos años de lealtad, sacrificio y adhesión a la causa real, que era la de la liberación del territorio patrio, o bien el castigo de la nobleza ambiciosa, desordenada o rebelde. No falta (E. Martínez de Velasco: Comunidades, Germanías y Asonadas) quien asegure que en su origen, las Cortes españolas teniendo por base más o menos remota el Municipio, el Concejo, hallaron en las libertades locales recabadas por los fueros de cada Comunidad, de cada ciudad libre, la vitalidad, la energía y conciencia de propia fuerza, que les caracterizaron. En estas Comunidades españolas, en el siglo XII, cuando toda Europa era feudal, los honrados vecinos del Concejo se reunían cada tres años y elegían los cargos de Regidores, ¡nada menos que por el hoy tan decantado sufragio popular! Y en estas asambleas en las cuales había, pues, un Regidor (y hay que detenerse en la estructura de esta palabra. «Regidor», el que rige) en estas asambleas concejiles de las Comunidades, debatíanse desde los intereses de la administración local hasta las cuestiones más o menos elevadas, incluso algunas que rozaban con el mismo poder real. Porque, no otra cosa venían a ser las Comunidades que un pequeño estado popular en cierto sentido autónomo, en aquellos tiempos de opresión realenga, y abacial – descritos a lo vivo por Walter Scott, en Ivanhoe, por ejemplo –; ellas eran desde el punto de vista de la libertad así como el oasis sedante en las llanuras del desierto. Sí; fueron las Comunidades una extraordinaria creación democrática, gloriosa para nuestros antepasados, tanto, que no se daban, que no eran posibles sino en condiciones
especiales de libertad. Donde existía feudalismo no podía coexistir Comunidad. El noble o el abad, hacían imposible esta hermandad o fraternia [1] del pueblo. Las ciudades constituidas en Señorío, como Toro o Molina, carecían de Comunidad. Un poder excluía al otro... Esto fueron originalmente, en esquema, las primeras Comunidades españolas. Qué desarrollo alcanzaron, cuáles fueron sus anhelos, cómo se planteó la guerra que declararon al centralismo despótico y absolutista, cómo prende esta guerra en el continente americano, serán temas que estudiaremos en los capítulos siguientes.
CAPITULO II ESTRUCTURA DE LA COMUNIDAD La Comunidad en su relación con otras antiguas instituciones democráticas peninsulares.– Antecedentes remotos de ellas.– Palabras de Aparisi y de Bender, referentes al «pueblo» en España.– La Hermandad.– La Comunidad.– Las Cortes en los distintos reinos o estados peninsulares: Aragón; Cataluña; Navarra; Vizcaya.– El advenimiento del régimen absolutista y centralista hiere las véteras [2] tradiciones democráticas hispanas y engendra la Guerra de las Comunidades. En el estudio de la Comunidades peninsulares, recordaremos ante todo que no hay que confundir tal institución con otras más o menos entretejidas en la oscura organización política del medioevo durante la complicada gestación evolutiva de los antiguos reinos hispanos. Las distinciones que antes de ahora indicamos, no son las únicas; y conviene insistir sobre el punto, aunque no es fácil delimitar características netas, ya que dichas instituciones populares vienen a tener algo en común, heredado acaso, como hoy empieza a sospecharse, de antiquísimos organismos íberos. El historiador Lafuente, que tan extensamente estudia la contienda de las Comunidades, deja en la penumbra la estructura y organización de las mismas, y aún emplea en alguna ocasión los términos Hermandad y Comunidad indistintamente, cuando en realidad se trata de entidades diferentes. Martínez de Velazco, que estudia las Comunidades castellanas y las Germanías de Valencia, se apresura a diferenciarlas y, a la vez, a distinguir las antiguas Comunidades de lo que se denominó el levantamiento Comunero contra Carlos V. Ahora bien: diferentes son, en cierto modo tal vez, Comunidades, Germanías, Hermandades, agrupaciones de Gremios y otras entidades; pero, si entre estos términos,
como entre los de Concejo, Municipio, Ayuntamiento y otros, es conveniente y científico en un estudio detallado, establecer las distinciones que los separan, en una visión de conjunto, al examinar lo esencial de las instituciones, sólo en cierto sentido es posible determinar un cuadro de diferencias. Antes por lo contrario; sin perjuicio de especificar en lo imprescindible, nos atrevemos a sugerir previamente, que todas estas entidades estuvieron hermanadas más o menos visiblemente por un sentimiento común de agrupación popular, democrática, de núcleo colectivo más o menos autónomo, y revestido de autoridad, privilegios y derechos, recabados de los distintos poderes, de la nobleza, de los mismos monarcas. Sugeriremos asimismo, que a nuestro modesto modo de ver, esta cierta ideal semejanza que señalamos podría encontrar sus remotos, o mejor aún, atávicos orígenes, en la propia naturaleza del antiguo elemento popular español, diverso social y políticamente del de otros pueblos de Europa. En ninguna otra nación, en realidad, alcanzó el siervo la independencia y prerrogativas que en España, porque en ninguna parte fue tan absolutamente imprescindible su cooperación para la vida de la patria y de los monarcas. En la península, durante los siglos de la Reconquista, los reyes españoles necesitaban más que esclavos de la gleba para utilizarles en su feudos, soldados abnegados, aguerridos y leales, capaces de realizar la gesta romancesca de disputar, palmo a palmo, el suelo patrio y la vida, al ajeno invasor. La Reconquista hizo en España libre al hombre del terruño, y aún hizo nacer el hijodalgo en Castilla, el hombre de pariatge en Cataluña, verdaderos ciudadanos que en el tenebroso siglo XI, ya se acercan a las puertas de las Cortes reclamando representación para sus hermanos del estado llano. Y si la guerra de siglos revela al siervo español su valía y le redime, asimismo engendra en él, naturalmente, el sentimiento de las agrupaciones populares para reclamar y conseguir mayores libertades y derechos. De aquí la importancia, transcendencia y fuerza de los antiguos Municipios hispanos. De aquí aquel sentimiento de autónoma potestad, tan típicamente español, que se descubre en toda institución más o menos popular ibérica, en algunas de las cuales, el humilde labriego en tanto Alcalde no cede en sus derechos ni frente al Rey. Por eso dijo Aparisi (Obras, t. IV pag. 110): «El pueblo español fue el pueblo más Rey que hubo; en tanto que en Inglaterra para ascender a cualquier dignidad, y hasta para poder llevar la bandera de un Regimiento, era necesario ser noble, en España, los hijos
de los pecheros llegaban a ser Generales, a ser Prelados, a ser Consejeros, a ser Ministros». Por eso dice Pedro José Pidal (el primer Marqués de Pidal en sus Adiciones al Fuero Viejo de Castilla): «En España, primero que en ninguna otra nación, se desarrolló el antiguo germen municipal; se erigieron los primeros concejos; se les dio asiento antes que en los demás estados, en las Cortes o Asambleas nacionales; se desterró la esclavitud y servidumbre solariega y se desarrolló aquella enérgica y poderosa clase media en que rebosaban nuestras ciudades del siglo XV y que tanto contribuyó a extender por toda España y los confines más dilatados y remotos del globo nuestra fe, nuestra habla y nuestra civilización». Con razón observa el erudito Juderías Bender (en su originalísima y notable obra tantas veces citada La Leyenda Negra) que el principio dominante en la historia de España es el de la intervención del pueblo en los negocios públicos. Esta intervención, que toma mil aspectos a través de los tiempos y que se amolda y adapta, para supervivir, a las exigencias y necesidades del ambiente, quiere entreverla una escuela novísima, arrancando de la prehistoria misma española, en el clan de aquellos pueblos que según Estrabón poseían anales de 6000 años, los framontanos o pastores trashumantes, celtibéricos y lusos, que en interesante monografía, rarísima, estudia el extremeño Paredes y Guillén. Esta intervención del pueblo, de que hay huellas en España hasta en la prehistoria, la veremos en el Municipio de la dominación romana, en la que se da nombre latino a organismos autónomos; la hallaremos en el Fuero, en la Behetria; la encontraremos en las Hermandades, en las Merindades, en la curiosa congregación de la Mesta... Ciertamente, que no pertenecen todas estas afirmaciones a la historia oficial al uso, pero trabajos modernos las autorizan como tesis de estudio en las avanzadas de la investigación. El cualquier caso, el hecho incuestionable es que, en las viejas Cortes según vimos, interviene el estado llano, acudiendo ciudadanos, y representantes, de todos los Ayuntamientos de Castilla a las de Burgos, en 1169; y obteniendo en las de León, en 1020, el derecho de cambiar de asiento transportando sus bienes, y la inviolabilidad del domicilio, casi un siglo antes que el Rey Eduardo de Inglaterra convocara el Model Parliament en 1295. El más antiguo allende Pirineos.
Pues bien: independientemente de las garantías de las Cortes, magna representación de las diversas fuerzas nacionales, y del Municipio, símbolo de las energías locales, siempre el pueblo español gozó del beneficio de diversas agrupaciones democráticas dotadas de mayor o menor autoridad y autonomía y que le eran característicos. Fue una de ellas la Hermandad «rara institución peculiar a Castilla» según la llamó Prescott. Esta Hermandad o Santa Hermandad, como también se dijo, no fue primitivamente el cuerpo ya transformado en policial en 1476 por los Reyes Católicos, o sea el de aquellos maleantes cuadrilleros de que tan frecuente mención hace la literatura picaresca del llamado Siglo del Oro. Estos cuadrilleros fueron la degeneración de la Hermandad en los decadentes días de los siglos XVI y XVII. En su origen, la Hermandad, tal como la descubre Prescott, era, una «confederación de ciudades principales unidas entre sí en solemne liga y alianza para la defensa de sus libertades, en los tiempos de anarquía civil». «Sus actos eran dirigidos por diputados que se reunían en determinados períodos, y que despachaban sus asuntos bajo un sello común. Daba leyes que hacían transmitir a los nobles y aún al mismo soberano. Esta especie de justicia agreste, tan característica de un estado turbulento, obtuvo repetidas veces la sanción de los legisladores; y, por más formidable que semejante máquina popular pudiera parecer a los ojos del monarca, éste hubo de fomentarla muchas veces ante el sentimiento de su propia impotencia y para utilizarla frente al arrogante poder de los nobles contra los que iba dirigida principalmente». Se ve, por las descripciones existentes, que las Hermandades eran sociedades populares en las que, los ciudadanos, amenazados en lo externo por los agarenos [3], y en lo interno por los atropellos del clero y la nobleza, se ponían a cubierto de tantos enemigos organizándose en defensa de sus libertades, y armándose, y combatiendo hasta la muerte, a toque de campana, en asociaciones tan potentes que a veces recibieron el nombre exagerado de Cortes Extraordinarias. Si se recuerda la descripción primera que hicimos de las Comunidades se verá el por qué de las confusiones originadas y se descubrirá el típico sello hispano que en cierto modo unifica agrupaciones tan diferentes.
Las Comunidades tienen, en verdad, un origen distinto, que habría que ir a buscar, según Martínez de Velasco, en Castilla, hacia los días de Alfonso VI, el de la Jura de Santa Gadea, el del Cid (1073-1109); y en Aragón, por los tiempos de Don Alfonso el Batallador (1104-1134). Suele decirse comúnmente que existían por entonces en Castilla cuatro clases de Señoríos: el de realengo, en que los vecinos no dependían sino de la autoridad del rey; el abadengo, que era la dependencia de una entidad religiosa; el solariego, en el que los vecinos dependían de un señor; y el de behetria (bene-factoría) o privilegio, por el que los pueblos podían elegir o abandonar a voluntad un señor o una jurisdicción. Pero podríamos decir en esta ocasión que existió además otra especie de señorío de origen popular: el de las Comunidades, nacidas de las alianzas del pueblo con los reyes, para contrarrestar el poderío feudal, enemigo común. Eran pues las Comunidades, según ya dijimos, el régimen especial de un territorio cuyos habitantes mancomunados en obligaciones y derechos, formaban una especie de agrupación, dependiendo en lo político de una ciudad libre, que, a su vez, no dependía de otro Señor que del Rey. En esta entidad popular, verdaderamente democrática, nobles y pecheros convivían asociados en una especie de igualdad de deberes y derechos, y al amparo de los fueros y privilegios que todos por igual conquistaban para el Municipio, cuyo pendón, era la bandera común. Insistiremos en que en estas Comunidades, ya en el siglo XII, vale decir en pleno feudalismo, los vecinos elegían los cargos de Regidores por sufragio popular y que en sus asambleas se trataban desde las cuestiones locales hasta las relacionadas con el poder real. Mediante esta mancomunidad popular de un territorio acogido a los fueros de una ciudad, que venía a ser su capital, engendrábase no una especie de feudalismo, sino un régimen de relativa autonomía local. Era la pequeña célula, dotada de vida, dentro de organismos más complejos también vivientes. Era la pequeña libertad de la vida del Concejo, como los Fueros regionales eran las grandes libertades de los reinos. Eran una necesidad política dentro del autonomismo innato, estructural, del pueblo íbero. Comparad esta entidad política, en sus esenciales tendencias, con las restantes de los diversos reinos españoles, y, a pesar de sus diferencias, descubriréis un mismo sentimiento de Libertad, de Autonomía, que es el que hizo, y hace, de España, una nación de idiosincrasia regional y federativa como lo demuestra su historia y su geografía y como
sostuvo con más genialidad que fortuna política, el sereno y grande maestro don Francisco Pi y Margall de venerable memoria. Tan netamente fue del terruño la institución de las Comunidades que éstas existieron en larga y próspera vida en toda Castilla y Aragón; y, si admitimos su parentesco con otras asociaciones, tales, por ejemplo, como las Germanías de Valencia, podría hallárseles infiltradas en la vida general de la península. Las más antiguas de Castilla eran las de Avila, Salamanca, Segovia y Soria. La de Avila abrasaba 210 pueblos; la de Segovia 130 y sus limites llegaban hasta Alcobendas y Fuencarral en Madrid; la de Soria constaba de 151 pueblos. En Toledo no existía apenas Comunidad. En Madrid, sí. Lo que podría llevarnos a demostrar el espíritu aristocrático de la imperial ciudad toledana, y, a la inversa, el democrático y siempre chispero de la alegre Villa del Oso y el Madroño, sobre todo si recordamos la correlación que establecimos entre «ciudades» y «comunidades». Resumiendo: No es ésta, ocasión para discutir las conveniencias o los inconvenientes de un régimen histórico. Nuestra finalidad, por el momento, es otra. Lo que no podremos evitar es que nos encontremos en el transcurso de la ligera reseña que iremos trazando, con que la libertad fue característica de las antiguas instituciones peninsulares, y que España fue próspera mientras el destino le permitió evolucionar en un ambiente que parecía ser el suyo. Este ambiente era el de las Comunidades; el de las libertades políticas garantizadas por las Cortes; el de las franquicias de las ciudades y autonomías de los municipios... Coexistían en aquella época reinos poderosos unidos en lo fundamental, autónomos en lo accidental. Gobernábase Aragón dentro de sus leyes. Sus Cortes no podían ser disueltas por el rey. Los tribunales reales estaban sujetos a la suprema decisión del extraordinario y curiosísimo magistrado llamado el Gran Justicia, dignidad sin equivalente en Europa y acerca de la cual existe una extensa bibliografía jurídica. Todo aragonés que se creía agraviado podía apelar a este magistrado supremo que poseía potestad para hacer suspender cualquier sentencia si la estimaba contraria a los fueros del reino. El Gran Justicia no era responsable de sus decisiones sino ante las Cortes; y ya sabemos lo que
eran éstas si recordamos el célebre y discutido juramento terminado con el solemne: e si non, non. Cataluña gozaba asimismo de sus antiguas libertades. Se administraba con la autonomía que aún hoy añora el desde entonces herido pueblo catalán. Las Cortes catalanas, como las aragonesas y navarras, se diferenciaban de las de Castilla en el punto esencial de que compartían con el monarca la potestad legislativa; es decir que gozaban de las mismas facultades que las Asambleas modernas. Navarra se gobernaba de acuerdo con sus Fueros que databan de 1090. Su Consejo Real, era soberano y el rey no podía llevar a él sino un solo castellano. En cuanto a las Provincias Vascas, que formaban el señorío de Vizcaya, sus antiquísimos y famosos privilegios eran excepcionales. Todo vasco era noble de nacimiento y no podía ser juzgado fuera de su provincia. Gozaban los Vascos de absoluta libertad de comercio; el rey no podía establecer impuestos ni estancos en el Señorío; ni construir casas fuertes sin consentimiento de los habitantes. Poseían éstos finalmente, el curioso privilegio cuya fórmula era: «obedecer las órdenes del rey sin cumplirlas», cuando eran contrarias a los Fueros. Coexistían en suma en la España anterior a la dinastía llamada austríaca, gremios, germanías, comunidades: autonomismos; todos ellos en armonía con el etnos, la historia, la tradición, el habla, y las costumbres de la península, multiforme, varia, en su geografía y en sus pueblos. Todo ello había contribuido a hacer posible aquella España próspera y grande, a la que el destino de las naciones confiara el hallazgo y la civilización de un mundo nuevo. Pero este mismo destino, quien sabría por qué severo designio, quiso dejar amenazada dicha grandeza mediante un hecho que había de ser fatal al porvenir de la raza: el advenimiento de un régimen que había de destruir las antiguas libertades nacionales, injertando extraños brotes de una flora exótica en el roble autóctono y arruinado del bosque secular. Me refiero, al advenimiento de la Casa de Austria, con su genial y tan genial como fatal Emperador, el omnipotente e invicto César y Majestad, Carlos V, en cuyas manos veremos desvanecerse todo un mundo de ideales y de conquistas democráticas, a costa de tan generosos sacrificios obtenidas, dando lugar a la contienda cruenta que se llamó Guerra de las Comunidades.
CAPITULO III EL CONFLICTO ENTRE LA LIBERTAD Y EL AUTOCRATlSMO El democratismo en las páginas de Las Partidas y en las del Fuero Juzgo.– La libertad religiosa en la España anterior a los Austrias.– La Pragmática de Arévalo, de 1443, documento único en la historia del siglo XV.– La sorprendente tolerancia religiosa hispana de la época.– La Intolerancia, como la Inquisición y el Absolutismo, penetran en España desde el extranjero venciendo enormes resistencias internas.– Carlos V y el extranjerismo. Una contemplación inusual del grande y fatal Emperador.– La dinastía austriaca.– Carlos V aunque representativo de la casa Austria-Borgoña, no es un austríaco sino un francés.– El afrancesamiento hispano debido a la casa de Borgoña, según Antón del Olmet.– Incompatibilidad de las tradiciones liberales peninsulares y el autocratismo de Carlos V.– Incomprensión del pueblo español por parte del Emperador.– Torpeza de los primeros actos de éste.– Aristocracia y favoritismo.– La protesta castellana.– El burgalés doctor Juan Zumel, símbolo del descontento.– En Burgos se repite el Juramento del Cid. Hemos entrevisto resplandores de libertad, gestada en las viejas asambleas populares de Castilla y León, iluminando las tinieblas del siglo XII. Hemos oído hablar de fueros y derechos y comprobado la entereza y tenacidad con que los recabaron, el pueblo y las distintas instituciones organizadas frente al señor feudal, omnipotente e inaccesible en otras naciones. Y hemos especialmente señalado, – literatura y lirismo aparte – cómo dicho sentimiento de sana y honesta libertad venía entretejido fuertemente y bien de antiguo en el alma íbera trasuntándose en sus costumbres, leyes e instituciones. Le hemos encontrado en las pergaminosas páginas de Las Partidas, como pudimos hallarle en los vetustos folios del Fuero Juzgo visigodo, el código venerando, donde el curioso de nuestros días podría descubrir entre la torpeza y balbuceo de la ruda y tosca fabla [4] romanceada, antiquísima, anticipaciones de un democratismo desconcertante. «La Ley govierna la cibdad – dicen aquellos remotos legisladores de los Concilios de Toledo – e gobierna a omne en toda su vida, e así es dada a los barones cuemo a las mugieres; e a los grandes cuemo a los pequennos; e así a los sabios cuemo a los non sabios; e así a los fijodalgo cuemo a los villanos e que es dada sobre todas las otras cosas por la salud del principe e del pueblo, e reluce cuemo el sol en defendiendo a todos» (Ley 3; t, 2; lib. I). Y dicen también, (en la Ley 2, t. 1º «fecha en no octavo concello de Toledo», vale decir en el año 653) estas palabras estupendas: «Faciendo derecho el rey, debe aver nomme de rey: et faciendo torto, pierde nomme de rey. Onde los antiguos dicen tal proverbio: rey serás, si fecieres derecho, et si non fecieres derecho, non serás rey...».
¡Y hay quienes se obstinan en dudar – autenticidad aparte – hasta de la posibilidad del famoso y discutido juramento aragonés, existiendo antecedentes como los de estas indubitables palabras! Pero aun hemos visto más; a saber: cómo hasta la misma libertad religiosa que algún día llegaría poco menos que a extinguirse en la Península – cuando los Felipes hicieron de ella la ciudadela del catolicismo contra la heterodoxia – cómo hasta la misma tolerancia, aún hacia los credos exóticos y entonces aborrecibles de los grupos orientales perseguidos, tuvo en España su honroso momento de gloriosa realidad del que hay tan interesantes vestigios en las leyes, en las costumbres, en la literatura. Existe, por ejemplo, aunque casi nunca sea mencionada, la célebre Pragmática dada en Arévalo, en 1443, por Don Juan II de Castilla. «Es un documento único en la historia del siglo XV», según dice Nido y Segalerva (y nosotros diríamos único en la historia antigua) en el cual el rey castellano toma bajo su guarda «como cosa suya e de la sua cámara – tales son sus palabras – el amparo del pueblo judío». ¡Qué distancia entre los sentimientos hispanos de esta famosa Pragmática, y los romanistas y ultrapirenaicos [5], que ya desde los Reyes Católicos, se infiltran en el ambiente nacional, hasta adueñarse de él, transformarle y hacerle propicio a la persecución, la intolerancia y el Santo Oficio! Pues bien, y una vez más quede ello consignado: merced a aquella antigua tolerancia, y al calor de aquella prístina libertad, defendidas con energía y tesón por reyes y súbditos, fue creándose, aun entre los obstáculos gigantescos de la Reconquista, la grandeza hispana y hasta fue posible que se destacasen los reinos españoles entre los demás de su tiempo. Sin macular, sin menoscabar en nada su piadoso y sincero cristianismo, supieron los antiguos reyes hispanos convivir humanamente con propios y extraños. Y supieron algo mas, que posteriormente vino a ser cosa inconcebible: ser hospitalarios con aquellos sabios emigrados de Oriente que en sus libros de ciencia importaban los secretos, ignorados en Europa, de las viejas civilizaciones índica y egipcia, caldea y helénica, árabe y hebrea, haciendo de Sevilla, Toledo y Córdoba, emporios sorprendentes de cultura, y de España puerta por donde penetra el saber oriental en Europa. Venían entonces a las hispanas Academias, célebres en la cristiandad, los estudiosos de otras naciones y de ellas salían hombres que, como Silvestre II, el Pontífice, habían sido educados en España por moros y judíos, los cuales podían ser españoles en una
patria aun tolerante, amplia y común. (Nido y Segalerva. La libertad Religiosa, Madrid, 1906). Era entonces proverbial la hispana tolerancia, de la que – entre otras autoridades – hablan extensa y calurosamente Renan y Michelet, en varias de sus obras (El porvenir de la Ciencia, Averrores y el Averrorismo, La Bruja), cómo eran proverbiales sus libertades; porque ¡oh ironía de los tiempos! todavía el Santo Oficio, no había penetrado en tierra española, ni aún se había encendido en ella el odio a los judíos, ni a la «herejía», odio, que – observemos y registremos el hecho curioso y significativo –, se introduce en la península, infiltrándose por Aragón, con el rey Don Fernando, y transmitido desde el Mediodía de Francia, donde ya se había ensañado con los Albigenses y otros creyentes desgraciados. Vino, pues, de afuera a Castilla, el virus de la intolerancia, como el mal del absolutismo, como las tendencias antidemocráticas, contra las cuales se levanta en movimiento de protesta nacional la cruenta guerra de las Comunidades. Y penetró no sin resistencia este mal del despotismo anti-íbero, transmitido por la extranjería y por el romanismo primero por una debilidad lamentable que constituye la única sombra del reinado de los Reyes Católicos y, finalmente, por designio del destino que, al extinguir la vida y la razón de los que habían de ser nuestros gobernantes, hace posible el advenimiento de monarcas extraños a nuestro suelo, tradiciones y anhelos históricos. Del primero y más grande de ellos, el Emperador Carlos Quinto, vamos a ocuparnos en esta ocasión, sino extensamente, tampoco al modo usual – permítasenos decirlo, ya veremos en razón de qué –; hay un aspecto de su personalidad que es para nosotros de imprescindible necesidad estudiar, si hemos de pretender explicarnos algunas características del momento histórico que venimos investigando. En cuanto a la originalidad a que aludimos, claro está, que no será nuestra, sino de la escuela, por así decirlo en que vamos a apoyarnos. Maestro inimitable, en ella es el brillante escritor don Fernando Antón de Almet, Marques de Dos Fuentes, en cuya obra Proceso de los Orígenes de la Decadencia española, vamos por un momento a inspirarnos. De los hechos que sostiene el culto investigador Antón de Olmet – con más bríos y también con más arte y modernidad que otros émulos suyos – podría deducirse y afirmarse que un torpe e intempestivo extranjerismo vino siempre en España a interrumpir, a desviar, el curso natural de la verdadera historia nativa; extranjerismo que
más de una vez reaparece en nuestro pasado, ya en los días de Alfonso VI con la introducción del Rito Romano que altera la estructura íbera de la Iglesia española e inicia instantáneamente las persecuciones religiosas; ya en el reinado mismo de Isabel y Fernando, a quienes acusa Olmet de haber contribuido a introducir en España el absolutismo, (con el Santo Oficio, el Monarquismo absorbente y la expulsión de los judíos), y el espíritu romanista y cesáreo. Claro está, que aun hubiera sido excusable en homenaje a indiscutibles virtudes y elevados anhelos que todos conocemos, el atenuado autoritarismo de estos reyes españoles; o, de los que en lo sucesivo hubieran podido ir armonizando – al modo hispano – las tradicionales libertades y la especial organización de los estados españoles, con las nacientes tendencias de aquella época en Europa, encaminadas, como es sabido, hacia el monarquismo absoluto, hacia la constitución de grandes imperios, el primero y más extenso de los cuales había de ser el del mismo Carlos V. Pero, es curioso y digno de ser mencionado, el hecho de que, España tuviera la desdicha de ver contrariados sus más íntimos y arraigados anhelos históricos y étnicos por mano extraña que en holocausto a intereses nebulosos y ventajas no pocas veces quiméricas y más bien de índole externa, que fundamental e íntima, vinieron a deshacer de golpe y sin compensación positiva la penosa y sabia labor de la raza a través de los siglos, desviándola de sus ideales y torciendo el curso claro y natural de la Historia. Sería de una vulgaridad imperdonable, y de un simplismo unilateral, anacrónico en nuestros días de historia y critica con pretensiones cienticistas, el incurrir en la defensa de figuras históricas, o en ataques a personalidades excelsas, por lo demás definitivamente consagradas por el inapelable tribunal de los siglos. Grande y genial fue Carlos V. Su figura en la historia universal es única: no cabe acerca de ella ni el líbelo ni el panegírico; pudiera decirse acerca de este genuino héroe carlilano que la grandeza de su gesta integral le colocó más allá de la censura y de la loa, pues fue la de un verdadero hombre representativo y simbólico. Los hechos de sus días son grandiosos cuando no decisivos; las hazañas de sus súbditos, estupendas, fantásticas, rayanas en lo maravilloso de los libros de Caballería; las que el César acomete y gloriosamente remata, brillantes y transcendentes... Grande este monarca, en suma, en su vida hazañosa, que supera en lo rutilante mismo, la de un clásico Imperator pagano, lo es también en su muerte en el retiro monacal del caserío extremeño de Yuste, donde el que fuera Majestad Cesárea quiere contemplar sus funerales en vida, y se desprende, no ya de todo poder terreno sino de
esta vida misma, con la grandeza alegórica de una parábola cristiana, evocando en los espíritus a través de los siglos, la meditación, como una página de Kempis... Pero, en realidad, por encima de todo, por sobre la grandeza histórica y estética de este Emperador, padre de Felipe II, está, desde el relativo pero también respetable punto de vista hispano, el hecho incuestionable de que, para España, su misma grandeza fue fatal. Ha dicho, con razón, el erudito historiador y crítico, Picatoste, en su Estudio sobre la grandeza y decadencia de España en el Siglo XVII (Parte II) que: «En los hechos históricos como en los físicos, hay que tener en cuenta el impulso primitivo, y, la velocidad adquirida. Una pequeña variación de la aguja lanza un tren por un nuevo camino, precipitándolo tal vez un pequeño impulso: una pendiente llega a ser, al final, una fuerza enorme. Carlos V fue el primer impulso: su política fue la aguja que varió la dirección de nuestra patria, equivocadamente». Nada más cierto. En realidad y desde un punto de vista elevado no fueron malos ni mediocres gobernantes los Austrias. Grandes fueron Carlos V y Felipe II; Felipe III y Felipe IV fueron reyes caballerescos, cultos, artistas, laboriosos, y no exentos de bondad... Pero aquella desviación inicial de que hablamos, les fue conduciendo por rumbos, peligrosos por lo menos, y desde luego contrarios a los que se diría la historia tenía reservados al pueblo español. Y como pequeñas causas engendran grandes efectos, ocurre pensar en esta ocasión, si no podría incluirse entre estas pequeñas concausas que habían de producir los tristes efectos de nuestra decadencia, la violenta aniquilación de las Comunidades; la separación del pueblo español de la causa, sagrada otrora para él, de las empresas nacionales y de los negocios públicos; su alejamiento – forzoso en un monarquismo absoluto – de los ideales que dejan entonces de ser populares para devenir políticos y de Estado, y pierden así, en lo sucesivo, para el pueblo de las Cortes y de los Fueros – enemigo del gubernamentismo rígido y teocrático – aquel interés que le prestó otrora la coparticipación democrática en las empresas y luchas de sus reyes. Carlos V, a manos del cual vamos a ver cómo caen aniquiladas las Comunidades y con ellas las antiguas libertades españolas, aun con todo su genio, hay que atreverse a decirlo, no era, no podía ser el hombre que reclamaba en aquella hora grandiosa y solemne – henchida de anhelos gestados desde el misterio del pasado –, el pueblo español, que nada tenía que resolver en Europa, y al que, por lo contrario, el destino le
emplazaba frente al Africa, que le había invadido ( ¡Testamento de Isabel la Católica! ) y le colocaba entre las manos el dilatado imperio del mundo Americano... Carlos V era un monarca obsesionado con la idea del predominio en Europa: la idea más opuesta a las del testamento de Isabel la Católica; y a ella lo sacrificó todo. Dice a este propósito Weis (España desde el reinaldo de Felipe II. Madrid, 1843): que consumió su vida persiguiendo la quimera de la monarquía universal; y es cierto. En realidad todos sabemos que, en vez de hacer único y verdadero centro de su sistema imperialista, España, que por el Atlántico comunicaba con América, por el Mediterráneo con Africa, y por los Pirineos con Europa, gobernó, pudiera decirse, con los ojos puestos en Flandes, verdadero eje de su política. Ésta le obliga a trasladarse de los Países Bajos a España, de España a Italia, de Italia a Francia, de Francia a Alemania, reuniendo asambleas, presentando batallas cercenando, si era preciso, libertades en toda la Europa, una gran parte de la cual dependía de sus órdenes. Y esta obsesión del predominio en Europa, que viene a la península, evidente es, con la casa de Austria-Borgoña, y que había de contribuir tan poderosamente a la ruina de España, es a la vez concausa que influye necesariamente en el descuido, ya que no en el atraso, de nuestra obra civilizadora en América; porque los problemas del Nuevo Mundo para los monarcas extranjeros en España, fueron por lo general y en cierto sentido, cosa secundaria. Hechas estas aclaraciones en conjunto, veamos ahora, finalmente, los antecedentes necesarios para comprender cuál fue y cuál tenía que ser, en España, la actitud del primer Austria-Borgoña, y cómo esta actitud tenía que provocar el levantamiento Comunero y la ruina de las Comunidades, señalándose ya bien visiblemente en el polarismo de la Historia de España, aquella desviación inicial que tan lamentables resultados había de producir en el porvenir patrio. Carlos I de España y V Emperador de Alemania, hijo de Doña Juana llamada la Loca y de Felipe el Hermoso, y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos y de Maximiliano de Austria y María de Borgoña, no era español, sino nacido en Gante (1500) y allí criado sin jamás haber puesto los pies en España donde su abuelo Don Fernando, en carta célebre, se lamentaba de no haberle nunca visto. Se le denominó a este monarca, de Austria, a causa de su ascendencia paterna, pero en realidad, estudiando sus orígenes se ve que bien poco habría en Don Carlos que justificase el apellido. Antón de Olmet, le denomina en virtud de esto, Borgoña,
apoyándose en razones indiscutibles. Felipe el Hermoso padre de Carlos V, ya había sido criado en los estados de Doña María de Borgoña, su madre, sin apenas conocer a su padre el Emperador Maximiliano. Era su idioma el francés; francesa su guardia y franceses el oficio y etiqueta de su Casa, dicha de Borgoña, así como era borgoñona la orden del Vellocino, llamado «Toison» en Francia. Como en casi todas las casas reales, se dio en esta de Borgoña una tónica histórica: la tendencia al predominio y a la intervención, a la ambición y al despotismo. Esta Casa, que no obstante denominarse de Austria, es francesa por su espíritu y tendencia, por su habla y tradiciónes, es la que en realidad se sentará en el trono de los Alfonsos y de los Fernandos, en España. La influencia de ella lejos de germanizar, por así decirlo y como podría suponerse a la península, la afrancesa. Como el idioma de la Casa de Borgoña es el francés, con él – dice Antón de Olmet –, en párrafos que extracto y sobre los que ruego especial atención –, vendrán a España ya desde Felipe el Hermoso, «todos esos barbarismos o por mejor decir galicismos cuyos orígenes se desconocen hoy, hasta el extremo de que algunos de ellos son empleados por alarde de estilismo. De entonces provienen el bureo, que es el bureau; como el chapeo, (que es el chapeau), manteo (manteau) y el meson. De aquí el Sumiller de Corps, el Contralor y el Grefier. De aquí el cadete, como el fruitier, el busier el potaier, el furrier, el guarda manguier, y en fin, el castiller y el acroi... De aquí el gentilhombre, por camarero, de aquí la Guardia de Corps, llamada borgoñona, para ingresar en la cual se exigía ser borgoñón, siendo forzoso hablar la lengua walona, con cuyo cuerpo fueron reemplazados los Continuos, así llamados por su servicio permanente, al lado siempre de la persona del Rey. «El francés pasa a ser en cierto modo lengua oficial de los monarcas de España. No solamente es la lengua de la guardia personal, Guardia de Corps, sino que en francés se escriben, y esto aun perdura, los nombramientos oficiales de Caballeros de la Orden del Vellocino, esto es, de la Toison. En francés son redactados los decretos que se dirigen al gobierno de Flandes...». «De esta manera será la cruz de Borgoña, esto es, las aspas de San Andrés, la que lleven, en lugar de los castillos y las barras, las banderas del Ejército español de mar y tierra, como será el Vellocino de Borgoña «la Toison d’or» la que colgará del cuello de los monarcas de España, desde entonces, preteriendo y humillando la Orden gloriosa de Santiago de la Espada, creada, en memoria del Apóstol nacional, a cuyo grito heroico e invencible reconquistaron los españoles la patria íbera, en ocho siglos de cruzada».
«En vano el pueblo español se quejará a Carlos I, que prefiere apellidarse V, de mantener y acrecentar en nuestra patria esa Casa de Borgoña, fastuosa y costosísima, sobreponiéndola a la Casa de Castilla». «El espíritu francés de la llamarla Casa de Austria... se impondrá a todo y saltará por todo. Franceses, llamados aquí flamencos, son los Lannoy, son los Croy, de Carlos V, son los señores de Chievres... Esta turba asoladora será la Corte que traerá Carlos I, cuando venga como a país conquistado a recoger la herencia del Rey Católico. El Rey de España no habla el español... El espíritu del nuevo soberano no está en España, ni lo estará jamás. Su abuelo Maximiliano ha muerto, y él ha sido elegido: todo su afán está en marchar a coronarse. En vano es que las Comunidades castellanas le supliquen que no se ausente de sus reinos. El «Imperator», el «César», el «Augusto» y «Rey de Romanos» no conoce más leyes ni más fuente de derecho que el capricho, según los cánones del Derecho Romano» «Las relaciones entre el Rey y las Cortes quedan rotas, violados todos los preceptos que regulaban la función legislativa de Castilla. El rey de España sale para Alemania. Carlos I no será más que Carlos V». «Pero no será por eso un alemán; Carlos I no será sino un francés antifrancés... La Casa de Borgoña, esto es Carlos I, que continúa atribuyéndose el Ducado... vuelve en el César a rivalizar audaz, pretendiendo con el Ducado la intervención en los negocios franceses». «De esta manera, Francia entrará en nosotros. El despotismo francés será implantado». «A la protesta de las Comunidades, al alzamiento de Castilla pisoteada, al grito unánime de las libertades patrias, responderá el César declarándoles la guerra, ahogando en sangre el movimiento, estrangulándolo, decapitando a Padilla, a Bravo y a Maldonado, ejecutando a aquel obispo rebelde, último representante del clero íbero, de la Iglesia nacional, de los Prelados feudales españoles, no los de Corte, sino los de Diócesis, que cabalgaban al frente de sus tropas, sembrando el pánico en las huestes agarenas, peleando por su Patria». «Es que la Casa de Borgoña, conoce ya cómo se hacen estas cosas; tiene ya hecha la mano a estas andanzas. Ella ya sabe cómo se huellan los Fueros, y lo que vale la ley ante la fuerza; ha practicado durante dos centurias, la humillación de todos los privilegios, y sabe cómo Brujas y Amberes y Bruselas, ciudades libres, Repúblicas insignes, han
inclinado sus potentes cervices y han soportado el dogal del tirano. Y así hará Carlos de Borgoña en España». «Cuando las Cortes de Castilla, las más rebeldes, las únicas audaces contra los desafueros del déspota francés se opongan a la prevaricación de los Ministros extranjeros, a las impúdicas depredaciones de los Chievres; y alcen su voz arrogante los Grandes y los Prelados (haciendo causa común con la nación y triunfando entre éstos la Iglesia Nacional sobre el influjo del clero romanista) ambos serán, los Prelados y los Grandes, arrojados para siempre de las Cortes, violando así, como dijo Jovellanos, el precepto más antiguo de la Constitución nacional...». *** Ahora bien; ¿cuándo y cómo se produce el inevitable conflicto que había de degenerar en la sangrienta Guerra de las Comunidades y Germanías? Teniendo presente lo que entre líneas revela el cuadro que acabamos de trazar, y siguiendo a de Olmet, puede decirse que el conflicto se plantea desde los primeros momentos de la llegada de Carlos a España y en la forma que era de esperar dada la incompatibilidad absoluta entre el modo de ser y regímenes políticos hispanos y del nuevo gobernante. El gran hispanista irlandés Martin Hume (Historia del pueblo Español) estudiando esta época ve en Carlos V, el flamenco, el extranjero, que ignora no sólo el español, idioma de sus súbditos, y las leyes del suelo que va a gobernar, sino hasta el carácter, cualidades y virtudes de sus habitantes. «No cabe duda – dice – que Carlos vino a España, en un principio, con una idea muy falsa del país y del pueblo, a quien le habían inducido a mirar como una nación de semisalvajes, que podía ser gobernada mejor por flamencos... ». Nada tan exacto como estas palabras. No había sido el primero, ni había de ser el último gran mandatario absoluto que se equivocase ante nuestro extraño pueblo. Como Carlos V, siglos más tarde, otro genial e invicto emperador, el gran Napoleón, había de fracasar por la misma incomprensión y el mismo prejuicio. Nacido, criado y educado, Carlos V, en Flandes, joven inexperto, rodeado de una corte orgullosa y fastuosa, y en poder del noble Guillermo de Croy, señor de Chievres, su ayo, que despreciaba las letras y detestaba a España (contra la que peleó en Italia al servicio de reyes franceses) no era de esperar de su parte otra cosa que las torpezas que acompañaron sus primeros actos de gobierno en España, que fueron enormes.
No bien noticioso de la muerte del Rey Católico, su abuelo, se hace proclamar en Bruselas y contra toda norma en España, Rey de Castilla y Aragón, y obrando como tal se dirige al Rey de Francia, Francisco I, al que denomina «Padre y Señor» contrariando espinosísimas cláusulas de documentos españoles. Por otra parte, sin moverse de Flandes, y dilatando indefinidamente su ida a España ya comienza a disponer en unión del ambicioso ayo Guillermo de Croy, de los cargos y destinos de Castilla, como si tratase de privado patrimonio... Un año tarda en venir a España, entrando en Valladolid el 18 de noviembre de 1517, y a los 18 años de edad, rodeado de una numerosa corte de consejeros y palaciegos flamencos, orgullosos e insolentes. Aquel joven monarca, que como tal se presentaba y titulaba, no sabía que para ser admitido en su regia autoridad en España, necesitaba el imprescindible reconocimiento formal y solemne de las Cortes, y el juramento aquel – uno de aquellos juramentos íberos – que se acostumbraba a prestar al iniciar cada reinado. Procuraron – aunque sin conseguirlo – los nobles flamencos, esquivar la antigua y venerada costumbre que para ellos no era sino vana «formalidad embarazosa e impertinente» según gráfica frase de Lafuente. Por fin, en enero de 1518, se celebraba una sesión preparatoria en el Convento de San Pablo de Valladolid (que aun hoy existe) a la que concurrieron los Procuradores y diversos representantes del Reino. Grande fue la sorpresa y más grande la indignación que produjo entre estos representantes, encontrarse tan augusta Asamblea invadida por el funcionarismo flamenco. Carlos V, en efecto, había continuado repartiendo prebendas entre sus amigos de Flandes y así resultaban monstruosidades tales como la de venir a ser sucesor del gran Jiménez de Cisneros en la dignidad de Arzobispo de Toledo, primado de las Españas, el joven de veintitrés años Guillermo de Croy, sobrino de Chievres; otro flamenco, Sauvage, el más odiado de la comitiva, Canciller mayor de Castilla; y así los demás agregados a la camarilla extranjera. Fue entonces cuando surgió la figura netamente castellana, más aún, típicamente burgalesa de aquel famoso Doctor Juan Zumel, símbolo y voz del general descontento. Era Zumel, diputado por Burgos «hombre enérgico, vigoroso y firme» y no vaciló en exponer claramente la queja contra la intromisión de aquellos ambiciosos en la nacional asamblea, a la que agraviaban. Las amenazas – incluso la muerte – que de los poderosos flamencos partieron, fueran bastantes a disminuir los bríos de cualquier espíritu que no fuese el de Juan Zumel. Este respondió afirmándose con entereza en sus palabras. Los
demás procuradores hicieron causa común con él y decidióse formular una petición al Rey. Los consejeros de éste se manifestaron sorprendidos de que se presentaran peticiones antes de tener conocimiento de lo que el Rey pensaba ordenar. A ello contestó Zumel estas palabras: Bueno será, que S. A. esté advertido de lo que el reino quiere y desea, para que haciéndolo y observándolo, se eviten contiendas y alteraciones. Aquellas enérgicas palabras eran la voz de Castilla, voz que, de haber sido escuchada, quién sabe si no hubiese cambiado el destino de España. Para Carlos V no aparecieron sino como la presión de una insólita y punible osadía... Por fin se celebró la sesión regia, el 3 de febrero de 1518. En ella, Carlos de AustriaBorgoña juró explícita y terminantemente guardar y mantener los fueros, usos y libertades de Castilla; los mismos y las mismas, que ¡oh vergüenza e ignominia! habían de ser aniquiladas por sus propias manos de déspota y perjuro... Y he aquí un hecho asombroso, algo inesperado, que aparece un incidente de romance y que fue empero una realidad. En aquel juramento había de producirse un verdadero caso de avatar – valga la palabra –, de revivencia, de atavismo, o mejor de ancestrismo misterioso y simbólico. ¿Recordáis cuando en la misma legendaria ciudad de Burgos don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, tomara su triple juramento al Rey, en Santa Gadea? Bien. En esta misma sede de la vieja Castilla, solar de España, otro burgalés se levanta en igual ocasión, como en aquella ceremonia solemne, y ante Carlos V, como Rodrigo Díaz, ante Alfonso VI, con la grandeza de una figura de leyenda manifiesta que, se esquivan algunas cláusulas. Este burgalés, es el diputado don Juan Zumel, que insiste en que jure el monarca todo, en términos explícitos: A ello contesta el rey «un tanto demudado»: Esto juro. Observad que estamos ante el segundo juramento de un monarca y que este monarca es Carlos V. Pues bien: esta frase no llega aún a aquietar a los procuradores castellanos que la califican de ambigua, y sólo es aceptada, teniendo en cuenta que el nuevo rey no puede expresarse en castellano. En la entereza de los hombres que así procedían hay quienes no han visto grandeza, y sus anhelos hay quien los reputara secundarios. Así se escribe la historia.
CAPITULO IV LOS COMUNEROS Y CARLOS V Las grandes figuras guerreras y los pueblos.– La política del Imperio y España.– Las razones de Estado y las de la Libertad.– Clarividencia de los Comuneros.– Lo que representa la derrota de éstos según el hispanista Hume.– Las peticiones de los representantes castellanos exteriorizan una vez más el sentimiento democrático peninsular.– Reclaman contra los procedimientos de la Inquisición; el abuso de las Bulas; la cesión de bienes al clero y la provisión de cargos desde Roma. Débil atención concedida por el Rey a los asuntos españoles.– Nuevas dificultades de Carlos V en Aragón.– Descontento general.– La lucha para obtener subsidios.– Sumas ingentes extraídas de España.– Carlos es proclamado emperador de Alemania.– Nuevas arbitrariedades.– Menosprecio hacia los emisarios de Toledo y Salamanca.– Cortes galaicas.– Carlos parte para Alemania.– Indignación popular.– El ideal Comunero según las peticiones de la Junta Santa de Avila.– Un programa de liberalismo: puntos de vista sobre economía nacional, garantías ciudadanas, moralidad política, libertad de creencias, humanidad para con los indios, autonomía nacional en lo religioso, igualdad de derechos, etc. Ante los hechos extraordinarios que llenan de gloria el transcendente reinado del Emperador Carlos V, sus admiradores experimentan el natural deslumbramiento que en el impresionable espíritu humano producen esas figuras esplendorosas, que imprimen sobre los pueblos huella potente, dominándoles o transformándoles. Y acontece, que dicha explicable admiración se presta en ocasiones a disculpar y aún a justificar los momentáneos eclipses de lucidez y las desviaciones accidentales, en homenaje a la grandeza del esfuerzo integral realizado. No por otra razón, historiadores de nota, tratan por ejemplo como en un plano secundario y penumbroso, del nefasto influjo que ejerció sobre España la dirección desorbitada, errónea y peligrosa, que a pesar de la oposición por parte del pueblo, imprimió la política europeísta, de Carlos V, adversa totalmente al antiguo espíritu patrio. Por elevados que fueran los anhelos internacionales del César y por brillantes que pudieran aparecer sus empresas de superdominio en el viejo mundo, no fue cosa secundaria como algunos creen, ni excusable frente a razón alguna, el aniquilamiento del antiguo y glorioso régimen tradicional español. No lo fue para la Europa misma, donde pudo cooperar o influir en los acontecimientos generales más beneficiosamente una España a la antigua usanza, que la sometida al régimen de los Felipes. No lo fue, sobre todo, para la nación española hasta entonces grande y respetada pero no aborrecida, y que en breve desviada de su verdadera ruta, comenzó a decaer. Y no lo fue tampoco – según veremos en los últimos capítulos – para el naciente mundo americano que, hallado
y poblado mediante el esfuerzo y, aunque se afirme lo contrario, el idealismo hispano, debiera haber sido ante todo y sobre todo el sagrado primordial objetivo de la labor civilizadora española, en el aporte general humano. Por otra parte, ante ninguna razón de las llamadas de estado – tenebrosas y ominosas no pocas veces – ni ante ninguna conveniencia de momento, puede ser jamás secundaria cosa alguna que contraríe los fecundales beneficios de una sana libertad, o que engendre la violencia y el dolor, o que afecte la libre evolución de un pueblo, sino, por lo contrario, cosa esencial y principalísima. Entenebrecer los claros y nobles sentimientos de autónoma y libre existencia de una nación es siempre peligroso; entorpecerlos es dañino; pretender extirparlos es fatal. Ellos son fuente de vitalidad para el total organismo. Así, antes que primar sobre Italia o Francia, o sobre los Países Bajos o Alemania; antes que hacer predominar en Europa un dogmatismo religioso sobre otro, o una política frente a su contraria, la nación española necesitaba para el desarrollo ulterior de sus grandes ideales y el acertado cumplimiento de su misión de pueblo transmisor de cultura, el pleno goce de sus propias íntimas libertades, de su autonomía espiritual ideal y política, conquistada a costa de tan nobles y sostenidos esfuerzos a través de los tiempos. Y pocas veces más claramente que en los días de la protesta comunera, se transparentó en la vox populi, la extraña y divina intuición que tan a menudo se menciona. A modo de interesante presentimiento, y con la fuerza de un verdadero fenómeno de conciencia de las cosas, algo y aún mucho de esto entrevieron y adivinaron aquellos hombres que desde sus agrupaciones populares, sus Comunidades y sus Germanías, lanzaron la voz de alerta primero, formularon con clarividencia sus reclamaciones y burlados por último se armaron contra el amenazante despotismo que había de aniquilarles para su desgracia y la de su patria. Ya vimos en el acto de la jura de Carlos V en las Cortes, cómo la voz del diputado Zumel se levanta en la solemne asamblea exigiendo por dos veces al monarca el juramento de que serían respetadas las véteras libertades patrias. Es que se sabía lo que ellas habían costado y lo que representaban para el porvenir y se dudaba de que ellas no hubiesen de ser violadas. Es que se había visto con sorpresa y disgusto la prisa y precipitación del joven mandatario por declararse rey sin contar con la voluntad de sus súbditos y sin detenerse ante la consideración de que aún vivía la recluida reina madre Doña Juana, aquejada de dudosa dolencia, que aún hoy es un misterio. Que una turba de rapaces y ambiciosos flamencos se repartían, como en tierra conquistada, los dineros y
dignidades de la nación, hollándolo todo: respetos, tradiciones y normas. Es en suma, que se veía amenazado por doquier, el viejo y sabio equilibrio hasta entonces existente en España, entre el poderío de la realeza y los derechos de las ciudades y los ciudadanos. Y se temía, en suma, con razón, la catástrofe que representaría el atropello de las antiguas instituciones, de los viejos fueros y libertades tan heroica y noblemente recabados; el retroceso que ello implicaría, que representaría mucho más desde el punto de vista patrio y de la verdadera vida íntima nacional, que un predominio nebuloso y un imperialismo brillante pero aleatorio sobre los demás pueblos de la tierra. Los que al historiar el período de Carlos V, no han querido o no han sabido ver en el movimiento de las Comunidades otra cosa que un levantamiento local de relativa transcendencia, tal vez puedan conocer la historia del resto de Europa, pero están incapacitados por su ceguedad para comprender la de España. Para ésta, con la derrota de los Comuneros, según afirma el gran hispanista Martín Mume «queda muerta por más de 290 años la esperanza de un gobierno representativo».– ¡Y esto es algo grave en la historia de un pueblo! Tanto, que al pueblo hispano, este algo, a manera de un mal que corroe y no mata, fue sumiéndole en la decadencia de todos conocida. No había empero de llevarse a cabo fácilmente la tarea de cercenar ten nobles y antiguos derechos. Las sostenidas pretensiones de los llamados Comuneros, y la trágica defensa de ellas, nos lo demostrará, como nos lo evidenciará la nobleza esencial de los designios y la justicia de la causa de estos Comuneros el examen de las quejas que formularan, más significativas en su desnuda sencillez que si hubieran sido ataviadas con la elocuencia de doctos comentaristas. Apartándonos por un momento de críticos e historiadores podemos saber qué eran realmente estos Comuneros y cuáles fueron sus anhelos, porque poseemos sus exposiciones al monarca. Por ellas nos es dado comprender, sin interpolaciones de criterios extraños, cómo pensaban acerca de la cosa pública aquellos luchadores. Por estas sorprendentes peticiones se nos revelará, de una parte, cuáles eran los abusos contra los que se protestaba; y de otra hasta dónde se elevaban en aquellos obscuros ciudadanos la capacidad ideológica y moral y la comprensión transcendente de las cosas. Tales peticiones nos revelarán asimismo, una vez más, la existencia de una tradición liberal ibérica que se exterioriza siempre que le es posible, y que late lo mismo en las
toscas frases del Fuero Juzgo, o Las Partidas, que en los acuerdos de las diversas instituciones hispanas, más o menos populares, y que irán superviviendo hasta los días epopéyicos de las mismas Cortes de Cádiz... Antes de que se redactaran las peticiones de que vamos a ocuparnos ya habían formulado otras los procuradores o representantes de las ciudades en las Cortes de ValladoIid que jurara Carlos V. En ellas se solicitaba en primer término, que la ilustre madre del monarca firmase todas las provisiones juntamente con el Rey, y en primer lugar, como propietaria que era de la corona, y exigiéndose, según sus propias frases de los representantes, que «fuese tratada como correspondía a quien era señora de estos reinos». Y como es lógico suponer que no se pide lo que se posee, hay que admitir que si los representantes tal dijeron fue necesario. No insistiremos sobre el punto, que revela oscuras facetas en la brillante personalidad del joven rey. Otras significativas reclamaciones, de entre las ochenta y ocho que se le dirigieron al monarca, sí exigirán, por nuestra parte, alguna atención. Eran éstas principalmente: «...4ª.– Que confirmara el Rey las leyes, pragmáticas, libertades y franquicias de Castilla, y jurara no consentir que se estableciesen nuevos tributos; 6ª.– Que los embajadores de estos reinos fuesen naturales de ellos; 8ª.– Que no se enajenase cosa alguna de la corona y patrimonio real; – Que mandase conservar a los Monteros de Espinosa sus privilegios acerca de la guardia de su real persona; 16ª.– Que no permitiese sacar de estos reinos, oro, plata ni moneda, ni diese cédulas para ello; 39ª.– Que mandara proveer de manera que en el Oficio de la Santa Inquisición hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los Obispos fuesen los jueces conforme a la justicia; 42ª.– Que mandara plantar montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había; 48ª.– Que tuviese consulta ordinaria para el buen despacho de los negocios, y diese personalmente audiencia, a lo menos dos días por semana;
49ª.– Que no se obligase a tomar bulas, ni para ello se hiciere estorsión, sino que se dejara a cada uno en libertad de tomarlas; 53ª.– Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital, ni cofradía, ni ellos lo puedan heredar ni comprar, porque si se permitiese, en breve tiempo todo sería suyo; 57ª.– Que los Obispados, dignidades y beneficios que vacaren en Roma volviesen a proveerse por el Rey, «como patrón y presentero de ellos» y no quedasen en Roma; 60ª.– Que mantuviera y conservara el reino de Navarra en la Corona de Castilla, para lo cual le ofrecían sus personas y haciendas...». *** De este articulado se desprenden conclusiones honrosísimas para aquellos viriles representantes que en breve habían de convertirse en airados Comuneros. Por lo pronto amparaban los derechos de una mujer: la propia madre del rey. Querían conservar su régimen tradicional, prefiriéndolo como resguardador de derechos nacionales. Se oponían a las dilapidaciones del tesoro. Exigían, nada menos, que el Tribunal de la Inquisición hiciese justicia no a la manera tenebrosa que le era peculiar, sino de acuerdo con los cánones y el derecho común; y se oponían a que la autoridad inquisitorial romanista primase sobre la nacional de los Obispos. En verdad que estas palabras y este criterio vendrán a resultar sorprendentes para los numerosos escritores más o menos hispanófobos que nunca han querido ver en España otra cosa que el país del Santo Oficio. Pero fueron, sin embargo, palabras y criterio netamente hispanos; es más: de la antigua y gloriosa iglesia española, la iglesia ibérica de los Concilios y de la Reconquista, liberal y patriota, suplantada por la romanista, y por la espeluznante Inquisición, contraria al espíritu peninsular. Pretendían también aquellos representantes amparar cierta libertad de creencias, protegiendo al ciudadano contra las bulas abusivas. Y atajábanle el camino a la Iglesia en su tendencia poco evangélica de acumular bienes, afirmando que si se le permitiera – observad la expresión castellana y cruda – «en breve tiempo todo sería suyo». No olvidemos, cuando oigamos hablar de la España «frailuna» que estas palabras fueron
posibles en unas Cortes del año 1518, en la nación que había de pasar a la historia con la triste característica de ser el «antro monacal» de Felipe II, y de Carlos el Hechizado. Querían asimismo aquellos procuradores del año 1518, que las dignidades eclesiásticas fuesen provistas por el Rey, volviendo así por los derechos de la iglesia nacional. Solicitaban, finalmente, que el regio mandatario concediese audiencia personal a la usanza hispana; y, que conserve el reino de Navarra, para la cual le ofrecían sus vidas y haciendas... Y es de observar que los mismos que con tanto trabajo acordarán después subsidios al Rey, para sus contiendas europeas, y que hasta los negarán en ocasiones, ofrecen cuando es preciso su propio peculio, y su vida, para el logro de una empresa que estiman nacional. Fueron algunas de estas medidas aceptadas, por lo menos aparentemente, por parte del Rey. Y cabe hoy creer, que de haberlas puesto en práctica consagrándose primordialmente al gobierno de los reinos peninsulares inspirándose en el célebre testamento de la Reina Isabel y los prudentes consejos de Cisneros, hubiera salvado a España, fundamentando el natural Imperio Ibérico, y no el artificioso europeo, y acaso hubiera encauzado más beneficiosamente el curso de la Historia. No estaba en su genio el hacerlo. Su obsedante preocupación de dominio en Europa, en perjuicio evidente de España y del Nuevo Mundo, le desvió de tan magnífico destino que sacrificó – como suele acontecer entre los héroes de su temperamento – al estruendo de una gloria estéril y a los sinsabores de una ambición superhumana insaciable. Así, pues, celebradas las Cortes castellanas, necesitó el monarca presentarse aun ante los aragoneses para el reconocimiento por parte de ellos. Y también, – no lo olvidemos – para recabar subsidios. Pero, solamente después de vencer nuevas resistencias los obtuvo. También allí le fue preciso jurar como en Castilla, que respetaría y guardaría los fueros y privilegios del reino. De Aragón pasó a Cataluña donde la oposición fue aun más violenta, negándose los catalanes a reconocerle en tanto viviese Doña Juana, la madre. Aceptado, al fin, aunque «de mala gana» según dice Lafuente, de allá hubiera regresado dispuesto a inaugurar verdaderamente su gobierno, ya reconocido en los diversos estados, si un acontecimiento que a él le pareciera fausto, aunque para los españoles, en realidad fue funesto, no hubiese venido a reagravar todavía la ya penosa marcha de los sucesos.
Y fue, que estando el Rey en Barcelona, se recibió la noticia, sensacional en Europa, del fallecimiento de Maximiliano de Austria, Rey de Romanos, Emperador de Alemania y abuelo del Rey. Por este fallecimiento podía la corona imperial de Alemania pasar a poder de Carlos que resultaría así el Primero de este nombre en España y el Quinto en Alemania. Vencidas grandes y complicadas intrigas y poderosas rivalidades – entre ellas la de Francisco I, de Francia, que tan perjudicial había de ser posteriormente a España – fue, en efecto, Carlos reconocido Emperador. Indudablemente había en tan extraordinario acontecimiento motivos más que suficientes para hacer perder la fría y reposada visión de las cosas. Pocas veces habría de presentarse caso semejante en la historia. Y comprensible es, el influjo que el excepcional evento ejerció en nuestro gobernante. Quien no debiera haber sido otra cosa que Rey de las Españas comenzó de inmediato y sin contar con la opinión de sus súbditos peninsulares, a denominarse Majestad. Era ya el Emperador: la «Sacra, Católica, Cesárea, Majestad» que había de guerrear más tarde hasta con el Papa. Ni los estados españoles, ni los dilatados y fabulosos dominios del Nuevo Mundo, le interesarán en lo sucesivo gran cosa, a no ser – ¡oh fuerza prosaica del oro! – para obtener urgentes recursos que recabará en Castilla, Aragón y Cataluña y que destinará inmediatamente a sus negociaciones en Europa, engendrando en España desconfianzas, que no se extinguirán. Así – observa acertadamente el hispanista Hume – durante el resto de su vida, la tribulación principal del Emperador será obtener dinero de España... Sabe ya bien, ésta, que sus doblones serán arrojados por mano del César al lago sin fondo de las inacabables contiendas europeas... Y es curioso observar, cómo mediante una de esas paradojas que suele brindar el azar, cuando el Rey Carlos era solemnemente reconocido como sucesor de Maximiliano en el legendario solio que le proporcionaba preeminencia sobre los demás príncipes de la cristiandad, los Estados de España le aceptaban trabajosamente, previos sendos juramentos, escatimándole su auxilio las Cortes... Es que el estado de cosas engendrado en España no podía ser más deplorable a consecuencia de las numerosas torpezas cometidas desde los primeros momentos. Reinaba el descontento por doquier. Los favorecidos flamencos eran insaciables, habiendo acaparado las dignidades y el dinero. En corto espacio de tiempo, dos millones y quinientos cuentos de maravedies de oro – suma entonces fabulosa – habían sido
extraídos de la península. Los célebres doblones de los Reyes Católicos llamados de «a dos» – por tener dos caras emigraban de España. Por entonces, se origina la irónica coplilla con que se saludaba la posesión de aquellas monedas acuñadas con el oro más puro de Europa y que decía:
Salveos Dios ducado de a dos, que rnonsieur de Xevres non topó con vos... Pues bien; en tan difíciles momentos Carlos V colma la medida anunciando que necesitaba partir para Alemania, reclamando nuevas sumas para los gastos de su coronación y comunicando que reuniría Cortes en Santiago de Galicia, lugar desusado y excéntrico. Es por estos momentos cuando estalla la sangrienta revolución de las Germanías, que estudiaremos a su tiempo, y cuando fermenta la agitación de las Comunidades. Tanta es la anormalidad, que estando el Rey en Valladolid, el Ayuntamiento le pide ante la general efervescencia, desista de su viaje a Alemania. Por toda respuesta, el Rey acelera obstinadamente su salida sin querer escuchar a los emisarios de ciudades tan importantes como Toledo y Salamanca. Les hace decir dará audiencia en Tordesillas, pueblo a seis leguas de la Capital. Entonces se produce un motín en ésta, que es sofocado con tremendos castigos. Todo ello al inaugurar un reinado, y contra las quejas de un pueblo que lo que pedía era no le abandonase su soberano. ¡Qué palabras podrían describir, entre otras anormalidades del momento, la de la humillante peregrinación de los tenaces emisarios castellanos que desoídos por el Rey y malamente recibidos ante el maléfico favorito Chievres, el de los doblones, no desisten de su comisión y atraviesan España, jadeando hasta Santiago! ¡Vientos de orgullo y absolutismo comienzan a marchitar a la sazón las viejas tradiciones señoriales ibéricas! Las Cortes en Santiago (Marzo de 1520) trasladadas por temores de la camarilla a La Coruña (25 Abril), terminan sin otros resultados que la obtención de los consabidos nuevos subsidios. Y clausurada la asamblea, el Rey embárcase para Alemania. Y es, entonces, cuando estalla el general alzamiento, la lucha cruenta que en la Historia de España se denomina Guerra de las Comunidades.
Los partidarios, héroes y mártires de este movimiento, denominados Comuneros, serán los esforzados defensores beneméritos de los derechos populares, que las Comunidades fueran gestando siglo tras siglo. Estos Comuneros, voz del Municipio, del Concejo, escribirán una página de gloria, que aun ocultada por unos, oscurecida por otros, y en parte, ignorada por muchos, siempre representará un título de honor en la historia de la democracia universal, a la vez que una mancha en el blasón de los AustriasBorgoña, creadores en España del despotismo organizado. Y ahora ya, antes de describir el aspecto dramático de la lucha y el desesperado esfuerzo que en pro de nobilísimos ideales se realizara, interrumpiendo por un momento el orden cronológico de los hechos, examinemos el ideario social, moral, y político de estos luchadores. Y para deducir cual fuera éste, consultemos las propias palabras de ellos, para lo cual ningún documento será más revelador que las peticiones formuladas por la Junta Santa, de Avila. Eran las principales, éstas. «Que el rey volviera pronto al Reino para residir en él como sus antecesores, y que procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado; Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera, ni para los Oficios de la Real Casa, ni la guarda de su persona, ni para la defensa de los Reinos; Que se suprimieran los gastos excesivos y no se diera a los grandes los empleos de hacienda ni el patrimonio Real; Que no se cobrara el servicio votado por las Cortes de La Coruña contra el tenor de los poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias; Que a las Cortes se enviasen tres procuradores por cada ciudad; uno por el clero, otro por la nobleza, y otro por la Comunidad o estado llano; Que los procuradores que fuesen enviados a las Cortes, en el tiempo que en ellas estuvieran, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de sus Altezas, ni de los reyes sus sucesores que fuesen en estos reinos, de cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes. Y deseando recalcar bien el espíritu de esta petición; añadíasele la explicación que sigue: ...Porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir
merced alguna, entenderán mejor lo que fuese servicio de Dios, de su Rey, y el bien público... Que no se sacara de estos Reinos oro ni plata labrada ni por labrar; Que separara los consejeros que hasta allí había tenido y que tan mal le habían aconsejado, para no poderlo ser más en ningún tiempo y que tomara a naturales del Reino, leales y celosos, que no antepusieran sus intereses a los del pueblo; Que se proveyeran las magistraturas en sujetos maduros experimentados, y no en los recién salidos de los estudios; Que a los contadores y oficiales de las Ordenes y Maestrazgos se tomara también residencia para saber cómo habían usado de sus empleos y para castigarlos si lo mereciesen; Que no consintiera predicar Bulas de Cruzada ni composición, sino con causa verdadera y necesaria, vista y determinada en Cortes y que los párrocos y sus tenientes amonesten, pero no obliguen a tomarlas; Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced, indios, para los trabajos de las minas y para tratarlos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho; Que se revocaran igualmente cualquiera mercedes de ciudades, villas, vasallos, jurisdicciones, minas, hidalguías, etc., que se hubiesen dado desde la muerte de la reina Católica, y más las que habían sido logradas por dinero y sin verdaderos méritos y servicios; Que no se vendieran los empleos y dignidades; Que se despidiera a los Oficiales de la Real Casa y Hacienda que hubieran abusado de sus empleos, enriqueciendo con ellos más de lo justo, con daño de la República o del Patrimonio. Que todos los obispados, y dignidades eclesiásticas se dieran a naturales de estos Reinos, hombres de virtud y ciencia, teólogos y juristas, y que residan en la diócesis. » Que anulara la provisión del Arzobispado de Toledo; hecha en un extranjero sin ciencia ni edad; Que los señores pecharan y contribuyeran en los repartimientos y en las cargas reinales, como cualquiera otros vecinos.
Que tuviera cumplido efecto todo lo acordado al Reino en las Cortes de Valladolid y La Coruña. Que se procediera contra Alonso de Fonseca, el Licenciado Ronquillo... y los demás que habían destruido y quemado la villa de Medina. Que aprobara lo que las Comunidades hacían para el remedio y la reparación de los abusos...». *** A la simple exposición de las anteriores peticiones se comprenderá que no debieron ser redactadas sin que verdaderas exigencias del alterado ambiente, les diese carácter de necesidad nacional; y que no pudieron ser concebidas al mero impulso de un vulgar interés utilitarista de obtener ventajas. Se observará por lo contrario, en cierto modo, en ellas algún contorno de lo que hoy se denominaría un programa político; programa, por desgracia, de una política que se deseaba ver realizada, ya que les estaba vedado el implantarla a quienes la proponían. Venía a ser el articulado un tanto inconexo de un plan de gobierno que se desea, en el cual, sin la literatura por lo general mendaz, de los documentos de la política de oficio, se reclamaban clara y rústicamente, pero también clarividente, medidas, reformas, y leyes convenientísimas, relacionadas con la administración pública y la hacienda, la moralidad política, el problema religioso y canónico, el ejercicio de la justicia, el trato de los nuevos súbditos de América, la igualdad de derechos entre las clases sociales, etc., etc. Y justo es reconocer que en estas peticiones, formuladas por los Comuneros en momentos de pasión y de lucha, predominó un espíritu de cordura y de serenidad tal, y un criterio tan humanitario, que distingue honrosamente al célebre documento, entre otros más o menos parecidos, ya que no son precisamente característicos en los días de reclamaciones populares, gratos a la demagogia, ni el comedimiento ni la cordura. Se protestaba en este documento de los gastos excesivos; exigíase se estableciese la responsabilidad a los funcionarios de cualquier categoría; se proponía no confiar las magistraturas sino a personas experimentadas y respetables. Pedían los Comuneros en punto a sus libertades políticas la persistencia, en las Cortes, de los tres clásicos representantes: del Clero, la Nobleza y la Comunidad o estado llano. Y exigían para los representantes la prohibición de recibir mercedes por su oficio, deseando que éste fuere libre en lo posible «en servicio... del bien público».
Proponían por otra parte una suerte de igualdad social reclamando «que los señores pecharan y contribuyan... como cualesquiera vecinos». Con humanitarismo superior a la época, e inspirándose en el antiguo criterio hispano exteriorizado tan gallardamente por los Reyes Católicos, extendían sus manos compasivas hacia los indios del Nuevo Mundo, súbditos del Rey al igual de ellos y tan hombres libres como ellos, y reclamaban en beneficio de tan lejanos hermanos, el que no pudiesen ser utilizados en las minas entregados como esclavos... ¡Qué interesante problema evocan estas nobles y avanzadas palabras, este «abolicionismo» tan espontáneo, de la España de los Comuneros! ¡Qué duda aporta a la vieja y apasionada controversia que dejó para siempre establecida como verdad inconcusa, la ferocidad y crueldad españolas para con el aborigen! Precisamente, de la España de esta época salieron los más discutidos conquistadores; y mal se compadece lo de que en Castilla, reclamasen piedad para con los indios y en América no la conociesen, hasta el punto de proceder como fieras, según afirmó el lamentable y fanático Las Casas...
CAPITULO V EL MOVIMIENTO COMUNERO Grandeza del movimiento Comunero en su aspecto ideal e interno.– La indiferencia de los tratadistas.– Los abusos y el abandono de Carlos V provocan desórdenes.– Toledo y Segovia.– El «individualismo» íbero y la «unidad nacional> en los días de las Comunidades, como en los de la Independencia.– El pueblo y la plebe. Cunde la revolución: Zamora, Madrid, Avila.– Ferocidad aristócrata en Cuenca.– Burgos.– El ingenuo sentimiento monárquico español.– El tristemente célebre Alcalde Ronquillo.– Segovia pide auxilio.– El epopéyico episodio de Medina del Campo.– Incendio y ruina de Medina.– Dos cartas impresionantes.– La lealtad Comunera y el antiguo espíritu íbero. Se agrava el encono popular.– Qué fue la «Junta Santa», de Avila.– Declara caduca a la Regencia.– El momento brillante de la Revolución.– La ingenuidad y nobleza de los Comuneros fue su pérdida.– Carlos V y los emisarios de la «Junta Santa».– Las órdenes cesáreas, – Los «Grandes» de España abandonan a los pequeños. Tornamos a los hechos extraordinarios y dramáticos que ejercieron tanto influjo sobre el destino íbero. Registrará después de ellos tal marasmo la historia hispana, que precisa dejar esclarecido – a modo de saludosa despedida a la grandeza pretérita – todo lo levantado del espíritu de las instituciones por las que se luchara, lo liberal del mancomún en que ellas se produjeron, lo amplio del ambiente ideológico en que se gestó la cruzada
comunera, de la cual el aspecto episódico y externo, ha sido mejor comprendido, generalmente, que el contenido ideal al que venimos concediendo preferente atención. Produce sorpresa, en efecto, constatar cómo a investigadores de renombre les pasó poco menos que inadvertido este momento de la historia hispana, hasta el punto de que Guizot, por ejemplo, al estudiar en su Civilización en Europa, las comunas en la Edad Media, apenas si cita las Comunidades que, como todo lo español fueron terra incógnita para los tratadistas extranjeros, no especializados. Ya recordamos cuanto daño nos infirieron, empero con sus juicios afectados de ignorancia censurable. Lamentábase el gran Plutarco – según recuerda en cierta ocasión la extraordinaria escritora Blavatsky – de que los geógrafos de la época al trazar sobre sus mapas infantiles las líneas de los países que no conocían, acompañabanlas de notas en las que generalmente estos países resultaban poblados de monstruos o de hombres salvajes... Algo parecido a esto que aconteció con la geografía primitiva ha venido produciéndose, dentro de los estudios históricos peninsulares hasta casi nuestros días. Sólo así se explica la ignorancia que subsiste aun respecto a aquellos momentos en que nuestros antepasados llenaban con abnegación páginas tan honrosas como ésta en que venimos inspirándonos. Sólo habiendo sido poco menos que ignoradas aquellas estupendas «Peticiones» – por ejemplo – que formula la Junta Santa de Avila, articulado liberal reformista y atrevido que presenta el pueblo español frente al absolutismo, ensayo glorioso en los anales del liberalismo universal, noble anhelo de autonomía opuesto al retardatario centralismo; o, habiéndose perdido nuestra gesta en el caos de mistificaciones que vino a ser el haber histórico español, se explica, decimos, que no haya sido ella por lo menos reconocida, ya que no cantada como debiera, por los que loaron los ensayos liberadores de los pueblos. Son empero bien dignas de recordación las primeras luchas del pueblo español ante la visión inminente de la ruina de sus tradiciones. Se recordará el descontento que siguió a aquellas Cortes excéntricamente celebradas por Carlos V en La Coruña, antes de partir a coronarse Emperador, descuidando los intereses positivos del Reino español, a cambio de los quiméricos del Imperio Alemán, con su forzosa secuela de guerras europeas, sepultura de la grandeza española. El disgusto de castellanos, galaicos, aragoneses, catalanes y valencianos era justificado. Consideróse aquel abandono como mal presagio. No era la primera vez que un Rey de España postergaba los primordiales intereses del Estado a causa de
vinculaciones con una corona extranjera, que – ¡coincidencia curiosa! – era esta misma de Alemania. Ya el gran Alfonso el Sabio – tan ilustre realmente por su inmensa cultura como desdichado en sus empresas políticas – acarreó profundos perjuicios a la causa patria con sus pretensiones al trono alemán. Pedían pues, los súbditos españoles, que no se abandonara el reino. No fueron atendidos. Partió el Monarca dejando, según frase del prelado Sandoval, «a la triste España, cargada de duelos y desventuras». El país quedaba en manos de Adriano de Utrech, aquel débil regente extranjero que luego fuera Pontífice, y que no tuvo otra preocupación en su gobierno sino impedir la entrada en España de los libros de Lutero. Quedaban las arcas nacionales saqueadas; esquilmado el tesoro por el propio monarca, que no reunió Cortes ni recorrió la nación sino para extraer caudales; y además herido el sentimiento nacional por los favoritos extranjeros que no deseaban ya sino abandonar cuanto antes las playas españolas cargados de botín. Navegaba Don Carlos hacia las costas de Flandes con sus caros flamencos, cuando estalló en Castilla el incendio de cuyas primeras chispas llegaron vislumbres al mismo Rey, en La Coruña, como le llegaron también ecos de las Germanías, estando en Barcelona. La primera ciudad que se levantó contra los desafueros reinantes fue Toledo, el legendario emporio de cultura hispana, la ciudad señorial y sabia que con la famosa Córdoba dio justo renombre en la cristiandad a la ciencia española. Era por el momento Toledo la ciudad más ofendida, pues lo fuera en las personas de sus emisarios, que rechazados en Valladolid, peregrinaron media España, hasta La Coruña, implorando inútilmente la audiencia real. Eran regidores, populares en la ciudad, el después célebre Juan de Padilla, y Hernando Dávalos. Con motivo de una procesión celebrada en rogativa – se dijo – de que la Providencia iluminara al obcecado monarca, éste hizo comunicar a dichos regidores que compareciesen inmediatamente en Santiago. Y ya salían ambos del terruño cuando el pueblo se opuso, tomándoles bajo su custodia y poniendo en armas siete mil hombres... Se habla frecuentemente de lo que algunos han denominado el feroz individualismo español, que separa los hombres, aísla las regiones y antagoniza las ciudades.
Probablemente este individualismo es cierto; tal vez, por lo contrario, no lo sea tanto, según también se dice; pero lo que resulta indudable es que en determinados momentos este individualismo desaparece. ¿Recordáis cómo las aisladas regiones españolas de los días de Napoleón, después de la tragedia del 2 de Mayo, van levantándose por doquier sin previo acuerdo, espontáneamente, como si mediara secreta consigna – que sin embargo no existió – hasta transformar la nación de un confín al otro en formidable organismo de protesta? Pues este mismo curioso fenómeno se produce entre los hombres de las Comunidades, lo que podría demostrar a nuestro juicio que entraban en juego sentimientos profundamente nacionales. Así, al levantamiento de Toledo siguió, el de Segovia la ciudad del bello alcázar doresco, para nosotros; el importante centro fabril castellano de entonces. Y en ella, ya el pueblo comenzó a macular la causa con torpes represalias ahorcando a dos pobres corchetes y victimando al procurador Tordesillas, que fue arrastrado y colgado sin que bastara a contener la ira de las turbas la presencia de un hermano de la víctima, franciscano austero, que con la Sagrada Forma en la mano imploró inútilmente la salvación del perseguido... No será ésta la última vez que la plebe ensombrezca la causa de la Comunidad. Es acaso uno de los castigos más graves que lleva en sí el delito del despotismo: el de engendrar esas repelentes represalias que suelen acompañar a las reacciones de la plebe, la que como todos sabemos, no es el pueblo. Este es justiciero, aquélla es vil y no representa sino la virulencia que efervesce en las alteraciones populares, como el despotismo y la tiranía no son a su vez sino una morbosidad que por desgracia, suele producirse frecuentemente en el ejercicio del poder... La agitación en marcha plegóse a la causa, juntamente con la ciudad de Toro, la famosa Zamora, tantas veces cantada en las rimas de los viejos romances. Y con ello comienzan a sonar los nombres novelescos del levantisco Obispo de Acuña, prelado y capitán, y el del sanguinario imperialista Alcalde Ronquillo que había de llegar a ser después símbolo del golilla despótico, opuesto al noble Crespo, el héroe calderoniano, el alcalde de Zalamea. Dando nota interesante plegóse también Madrid, donde Juan Zapata erigido en Justicia supremo, puso cerco al Alcázar «famoso» como diría Moratin; le tomó, y gobernó la ciudad en régimen netamente comunero...
Extendióse el pronunciamiento de las Comunidades por Guadalajara, Alcalá, Soria, Avila y Cuenca. Y si hay que convenir con quienes sostienen que no siempre fue espontánea la causa del pueblo, fue quedando, sin embargo, triunfante por doquier. En el transcurso de esta propagación no ocultaremos que hubo de registrarse más de un exceso por parte de las turbas; pero también se entremezclaron más de una vez las represalias. Cuenca, por ejemplo (que durante la guerra carlista había de alcanzar tan triste renombre, cual si fuera lugar predestinado a ello), fue teatro de horrores en el período de las Comunidades. Allí fue donde la esposa del aristócrata Carrillo, dio la nota vergonzosa de simular amistad con los cabecillas comuneros, invitarles a comer y a pernoctar, y después asesinarles exponiendo los cuerpos en los ventanales de su palacio, demostrando así, que el salvajismo no siempre es patrimonio de las clases inferiores. Citamos estos casos porque ellos revelan el estado de encono que ya por doquier dominaba los ánimos. Aunque tardíamente, sublevóse también Burgos, cabeza y solar de Castilla, y terruño del Cid. La prisión de dos artesanos por el corregidor, sublevó allí al pueblo que allanó y arrasó las viviendas de varias autoridades imperialistas. Y nos apresuraremos a consignar la nota honrosa, en medio de tan deplorables desmanes, que nunca éstos fueron agravados con el pillaje; a la inversa de lo que solía acontecer con las tropas imperiales, en las que junto al elemento español, existían numerosos mercenarios extranjeros habituados al botín y al saqueo, usuales entonces fuera de España. Dice Lafuente a este propósito: «Vengábanse los revoltosos en demolerles (a las autoridades) las casas, quemando antes las alhajas y muebles, en lo que demostraban más ira y encono que deseo de pillaje y de enriquecerse con lo ajeno, cosa extraña en tales desbordamientos y más mezclándose en ellos gente plebeya y pobre». La razón de semejante estado de cosas estaba en que el pueblo, herido por el menosprecio real y traicionado ahora en sus anhelos, por su malos representantes, entreveía lo difícil de la cruzada reivindicadora [6]. Su causa, en lo que tenía de justo, era compartida empero por no pocos nobles, elementos religiosos y diversos organismos políticos; porque este pueblo que atropellaba las malas autoridades no era sin embargo, como no había de serlo nunca a través de la Historia, enemigo del Rey, al que sólo pedía libertad y justicia. Su grito era el de Libertad, y el de «¡abajo los malos ministros!» que
apenas nacido por así decirlo, tórnase por la fuerza de las circunstancias grito de rebeldía, y que – dando la razón a quienes entonces le proferían – vendría a ser con el tiempo algo así como cosa típica y propia de España. Monárquico por sentimiento y gloriosa tradición, el pueblo español será víctima a partir de esta época de una política que le vence pero que él no acepta. Desde los días tan brillantes de Carlos V hasta los deplorables de Fernando VII e Isabel II «la de los tristes destinos», este pueblo protestará y clamará incesantemente contra el favoritismo de los Chevres y de los Adrianos innumerables, que en ininterrumpida sucesión se interpondrán entre él y el monarca, ¡entronizándose para siempre en la política! Y, he aquí cómo las antiguas instituciones de vida democrática que eran las Comunidades, nexo otrora entre el Rey y el pueblo, vienen a transformarse en núcleos de protesta y de ellas surge con timbre de guerra el nombre de Comunero, que no es el representante de las clásicas Hermandades, de las agrupaciones nacidas al calor de los viejos municipios, sino el reivindicador airado de los derechos populares, de los fueros comunales, de la vida autónoma, de las antiguas instituciones amenazadas... Hubiera sido aun tiempo de evitar males mayores si en el Regente y sus consejeros no hubiese primado el régimen del rigor, con el que quisieron reprimir el estado general de protesta. Pero al regresar de la sede vallisoletana terminadas las Cortes de La Coruña, nombraron para el sometimiento de Segovia, al inexorable y odiado alcalde Rodrigo Ronquillo, cuyo nombre era ya una provocación, y que, ora manejando la vara, ora la lanza, no hizo sino aumentar el encono, declarando rebelde a la ciudad, ahorcando a cuanto infeliz hallaba en los caminos, talando campos y pregonando odios. Segovia nombra entonces capitán de la Comunidad al después heroico mártir Juan Bravo, y pide auxilio a las demás poblaciones castellanas. De ellas, acuden Toledo con Juan de Padilla al frente de dos mil trescientos hombres; y Madrid con Juan Zapata caudillo de cuatrocientos comuneros; que dispersan las fuerzas imperiales. Ante el peligro de Segovia, solidarízanse con ella ciudades como Salamanca, en la que se pronuncia Pedro Maldonado, el digno compañero de Bravo y Padilla; o bien León; y propágase el alzamiento por el sur hasta Murcia. Es en estos momentos cuando se inicia el aspecto epopéyico de la lucha con el episodio de Medina del Campo.
Era esta gloriosa población, cuya grandeza pasada aún revelan al viajero los restos imponentes de sus murallas y la mole majestuosa del evocador Castillo de la Mota, el emporio comercial más notable de Castilla y uno de los más importantes de la época, con sus ferias famosas y sus enormes depósitos de mercaderías nacionales y exóticas. Unía a su importancia comercial, grande y singular nombradía tradicional ya que en el célebre castillo de la Mota había fallecido la Reina Católica y habitado su hija la desventurada Doña Juana, y en él estuvo preso el malvado César Borgia, modelo de Maquiavelo para su Príncipe siniestro. Poseía esta ciudad fuerte artillería, y el Regente la reclamó para utilizarla contra Segovia, enviando a incautarse de ella al general Alfonso de Fonseca y al sanguinario Ronquillo. Pero los habitantes de Medina anunciaron que no entregarían sus cañones para emplearlos contra sus hermanos de Segovia. Y se fortificaron, dispuestos a la resistencia. Las tropas de Fonseca atacaron la ciudad, en tanto los moradores se juramentaban dispuestos a perecer, antes de permitir saliese un cañón de la plaza. Los soldados imperiales irritados ante la tenaz resistencia deciden – ya sabemos lo que es una guerra civil – incendiar la ciudad. Y lanzan sobre los edificios alcancías de alquitrán y fuego hasta que las llamas se apoderan de la población. «Y los medineses – dice Lafuente describiendo el suceso – como otros saguntinos (g), vieron impávidos arder sus moradas, devorar las llamas sus riquezas, perecer sus haciendas y sus hijos, antes que rendirse al incendiario Fonseca y al feroz Ronquillo, que al fin se vieron precisados a retirarse con afrenta, sin otro fruto que la rapiña de la soldadesca y el baldón de haber sido rechazados después de haber destruido la ciudad más opulenta de Castilla». «Como otros saguntinos» dice la frase; y a fe que no pudo ser más gráfica y evocadora de tan estoica abnegación. Exactamente como aquellos íberos primitivos que por lealtad hacia su aliada Roma se arrojaron en la hoguera iliádica de Sagunto [7], éstos sus descendientes de Medina del Campo, por lealtad también – que es virtud fundamental de la estirpe – por adhesión a otra ciudad amiga, ven arder sus tesoros y haciendas. He aquí, una vez más uno de esos casos típicos de sacrificio y resistencia a lo numantino [8], a lo zaragozano [9], que suele ofrecer la historia hispana como supervivencia del aborigenismo arcaico, que tantas veces hemos citado.
Y no nos parece inoportuno recordar en esta ocasión, hasta qué punto ni aún tratándose de memorables instantes de sacrificio, fueron generosos en sus juicios acerca de la historia peninsular, sus enconados enemigos. Lo que se llamara virtud o heroísmo respecto de otros pueblos fue no pocas veces considerado ferocidad tratándose de lo ibérico. ¡Osadía le pareció a los secuaces de Carlos V la digna altivez española! Salvajismo fue la defensa de la existencia nacional para los cómplices de Napoleón. Simples salteadores fueron para los romanos los compañeros de Viriato y bárbaros extraños, cuya moral choca a funcionarios como Galba y produce sorpresa a Estrabón. Tiene éste un párrafo (en el Libro III de su Geografía) que delata una falla frecuente en el espíritu y en el corazón humano, cuando vencedores hablan de vencidos... Refiriéndose a los cántabros (astures y vascos: de lo más noble que existe en la progenie terrícola) dice estas palabras: «... un hecho muestra bien hasta dónde llegan estos bárbaros en su exaltación feroz: cuéntase que los prisioneros de esta nación, clavados y supliciados en las cruces, entonan sus cantos de guerra». Y añade reflexivamente: «Hechos como éstos revelan con certeza algo de salvaje en las costumbres. Para compensar, sigue diciendo, vamos a presentar otros que, sin alcanzar aún el carácter de la civilización, no son empero propios de fieras...». Y menciona el hecho de que los íberos solían llevar habitualmente consigo un veneno que mataba sin dolor, como último recurso «ante los males inesperados»; y además que, ningún pueblo como ellos, (observad bien esta frase, que, por así decirlo, se le escapa a Estrabón). dedicaba mayor adhesión a sus amigos y superiores, hasta el punto de sacrificar la vida por ellos... A Estrabón, como se ve, le sorprendía la lealtad de los bárbaros íberos. Y habiéndoles declarado salteadores la civilizada Roma y clavándoles en cruces, por centenares, en las montañas y encrucijadas hispanas, le extrañaba a Estrabón que aquellos mártires llevasen consigo a la guerra un veneno «para los males inesperados». Aplicamos algo que se desprende de estas ideas que nos evoca el episodio de Medina, a quienes no han sabido o querido comprender su grandeza, entre ellos, propios y extraños expositores. A nuestro parecer hay en el drama de Medina del Campo rasgos que rayan ea lo shakesperiano si no prefiriésemos acordarnos del sin igual caballero, el gran Hidalgo... Y tenemos la suerte, los hombres actuales, de que aún existan interesantes testimonios que pueden revelarnos como era el temple moral de los personajes que intervinieron en aquellos sucesos y que justifican las evocaciones que acabamos de
hacer. Son estos testimonios las cartas que los Comuneros de una y otra ciudad se enviaron después de la catástrofe. Estas cartas impresionantes, que podrían figurar en una antología y que tienen acentos de una entereza senequiana, en medio de su sencillez, revelan una vez más, la verdad clásica del si vis me flere... pues resultan hoy un verdadero fragmento literario de la grave y noble habla castellana, cuando no fueron sino la expresión natural de un sincero y acendrado dolor. Vamos a leerlas. Dicen así, comenzando por la de los medineses: «Después que no hemos visto vuestras letras, ni vosotros, señores, habéis visto las nuestras, han pasado por esta desdichada villa, tantas y tan grandes cosas, que no sabemos por do comenzar a contarlas. Porque aunque gracias a Nuestro Señor, tuvimos corazón para sufrirlas, no tenemos lengua para decirlas. Muchas cosas desastradas leemos haber acontecido en tierras extrañas, muchas hemos visto en nuestras tierras propias, pero cosa como la que aquí ha acontecido a la desdichada Medina, ni los pasados ni los presentes la vieron acontecer en toda España...». Aquí refieren los medineses los atropellos de Fonseca y el go..lla [borroso] y continúan de este modo: «... Por cierto, señores, el hierro de nuestros enemigos, en un mismo punto hería en nuestras carnes y por otra parte el fuego quemaba nuestras haciendas. Y sobre todo, veíamos delante nuestros ojos que los soldados despojaban a nuestras mujeres e hijos». Y en seguida añaden estas frases que son elocuente evocación de ese algo innegable que forma el sedimento hidalgo del alma castellana: «Y de todo esto no teníamos tanta pena como de pensar que con nuestra artillería querían ir a destruir a la ciudad de Segovia; porque de corazones valerosos es, los muchos trabajos propios tenerlos en poco, y, los pocos agenos tenerlos en mucho... » «No os maravilléis, señores, de lo que os decimos, pero maravillaos de lo que os dejamos de decir. Ya tenemos nuestros cuerpos fatigados de las armas, las casas de todos quemadas, las haciendas todas robadas, los hijos y las mujeres sin tener do abrigarlos, nuestros templos de Dios hechos polvo, y sobre todo, tenemos nuestros corazones tan turbados, que pensamos tornarnos locos... » «El daño que en la triste Medina ha hecho el fuego, conviene a saber: el oro, la plata, y los brocados, las sedas, las joyas, las perlas, las tapicerías y riquezas que han quemado,
no hay lengua que lo pueda decir, ni pluma que lo pueda escribir, ni hay corazón que lo pueda pensar, ni seso que lo pueda tasar, ni ojos que sin lágrimas lo puedan mirar... no menos daño hicieron estos tiranos en quemar a la desdichada Medina, que hicieron los griegos en incendiar la poderosa Troya... » «Entre las cosas que quemaron estos tiranos fue el monasterio del Señor San Francisco, en el que ardió toda la sacristía, infinito tesoro, y ahora los frailes moran en la huerta, y salvaron el Santísimo Sacramento, cabe la noria, en el hueco de un olmo...». Y terminan, después de enumerar otras desventuras, despidiéndose de sus hermanos de causa, los segovianos, con estas palabras: «Nuestro señor guarde sus muy magníficas personas. De la desdichada Medina, a 22 de Agosto, año de mil quinientos y veinte». El sentimiento de noble indignación, con que fueron recibidas las tristes nuevas que esta carta transmitía a los habitantes de Segovia, está admirablemente reflejado en la contestación que a ella dieron. Podría suponerse que las frases delicadas de la sentida epístola medinense, no habrían de encontrar términos adecuados para la correspondiente respuesta. Los hallaron empero. Como todas las grandes épocas de un pueblo, fue aquélla, rica en nobles emulaciones, como muy especialmente tendremos ocasión de comprobarlo en los capítulos posteriores, referentes a la tragedia castellana. Hombres y ciudades rivalizaron en sentimientos y en palabras que rememoran en ocasiones las que nos ha transmitido la historia clásica al narrar los actos de sus héroes. Ved qué respondieron los segovianos, a sus hermanos de la incendiada Medina, y aquilatad la gallarda y decidida actitud de compañerismo reflejada en las frases siguientes que se diría arrancadas del Romancero si no constase fueron escritas en aquellos momentos: «Nuestro Señor – dicen – nos sea testigo, que si quemaron de esa villa las casas, a nosotros abrasaron las entrañas, y, que quisiéramos más perder las nuestras vidas, que no se perdieran tantas vuestras haciendas. Pero tened, señores, por cierto que, pues Medina se perdió por Segovia, o de Segovia no quedará memoria o Segovia vengará la injuria a Medina. Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recibido, muy pocas fuerzas hay en nosotros para castigarlo. Pero desde aquí decimos, y a la ley
de cristianos juramos y por esta escritura prometemos, que todos nosotros por cada uno de vosotros ponemos las haciendas e aventuraremos las vidas, y lo que menos es que todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia cortándoles para hacer sus casas... Porque no puede ser cosa más justa que, pues Medina fue ocasión que no se destruyese con la artillería Segovia, Segovia dé sus pinares con que se repare Medina». La ruina de esta población conmovió a las ciudades hasta entonces indiferentes, incluso Valladolid, sede de la Regencia, donde la agitación pública inquietó tanto a Fonseca y a su cómplice, que se vieron forzados a huir, no parando hasta Flandes, donde notificaron a Carlos V el estado de Reino. La revolución que ya alcanza a Extremadura y Andalucía comienza ahora a organizarse. Las ciudades, por iniciativa de Toledo, alma del movimiento, acuerdan nombrar representantes y congregarse en un punto céntrico, siendo designado como tal la ciudad de Avila. Acuden entonces a este centro, Comuneros representantes de todas las clases sociales: nobles, religiosos, profesores, artesanos, entre éstos un lencero de Madrid, un frenero vallisoletano y un pelaire o cardador, de la misma Avila, constituyéndose una asamblea con el nombre de Junta Santa, que venía a ser el Directorio, como hoy diríamos, del movimiento revolucionario. Fue designado Presidente de ella el caballero toledano Pedro Laso de la Vega, aquel regidor que rechazaron los flamencos en las Cortes de Santiago; y nombrado caudillo de las tropas Juan de Padilla. Curioso es observar el hecho de que al calificativo de «Santa» de la Junta abulense, se uniesen otras particularidades también de vago tinte religioso cual si sus componentes – que nada tenían sin embargo de clericales – se sintiesen hermanados en un ideal de cruzados. Sobre que ya se reunían en la monástica Avila, en una carta que suele citarse, llegaron a manifestar que «siete eran los pecados que padecía España» entre ellos falta de paz, agravios, desafueros, impuestos y tiranía; a los cuales la Junta Santa, tendría que oponer correspondientes virtudes... Esto era el aspecto rústico, si se me permite la palabra, de la cuestión. Mas el primer acto de esta Junta Santa fue uno de anticipación cronológica; fue una decisión insólita entonces, y semejante a otra que tanta nombradía había de proporcionar a revolucionarios posteriores; o sea la de declarar caduca la jurisdicción del Regente Adriano y del Concejo Real, y constituirse en autoridad superior.
Y para oponer una personalidad real a otra, volvieron los ojos a la enferma reina Doña Juana, que hacía quince años vivía recluida en Tordesillas, acudiendo a ella Bravo y Padilla; y fue caso extraño el de que la noble anciana, ante tan estupendo acontecimiento recobrase parte de su débil razón y con ella un rescoldo de energías, que, desgraciadamente, no fueron duraderas. Este fue el momento brillante de la revolución Comunera. No había de durar mucho, por desgracia. La misma nobleza de la tonalidad general de los designios llevaba en germen la pérdida de la causa. Eran arrojados, eran heroicos los Comuneros y representaban una causa justa que, además, era la nacional; pero carecían de esa cualidad que – aun reñida generalmente con la moral –, es necesaria para ciertos triunfos: carecían de habilidad política. Dueños del poder no quisieron adentrarse definitivamente en las arbitrariedades del mando. Quisieron proceder ordenada y legítimamente en el ejercicio de sus determinaciones. Su ideal elevado querían que fuese también legal. Redactaron y enviaron en consonancia con su ingenua buena fe las famosas 118 Peticiones de su Representación ante el Monarca, en las que, como se recordará, se hablaba de libertad, de mejoras populares, de garantías ciudadanas, de responsabilidades administrativas, de tolerancia y de autonomía religiosa, y de economía nacional, todo ello con criterio avanzadísimo para la época. Quisieron, en suma, aquellos hijos de las Comunidades, reformar el reino, aliviar la suerte de los humildes, reafirmar sus liberales tradiciones... Mas en vez de proceder como poder superior que en realidad eran, quisieron contar con el Rey-Emperador, sin concebir hasta donde era capaz de llegar éste en su natural despotismo. Y sucedió algo que era inconcebible para la mentalidad española. Y fue, que cuando el primer emisario de aquellos inexpertos hidalgos, hijos de la acaso tosca pero caballeresca España se presenta en Flandes ante Carlos V, con la misión de la Junta Santa, la Sacra y Cesárea Majestad de Carlos V se apodera de este enviado, le prende y le encierra en la fortaleza de Worms. Los otros emisarios no llegaron ya. Y como ante el absolutismo de Carlos V, aquella entereza hispana no era sino delictuosa osadía antimayestática, decidió castigarla mediante toda su fuerza y astucia.
Fulminó órdenes terminantes tendentes ante todo a impedir «se menoscabara un átomo de autoridad real». Y buscó para ello el apoyo de la nobleza a la que había protegido, asociando a la Regencia del flamenco Adriano, los nobles españoles, el Almirante Don Fadrique Enríquez, y el Contestable Don Iñigo de Velasco. Y dictó la disolución de la Junta Santa y la regresión al estado de cosas anterior a ésta... Todo dependía en aquellos momentos de la Nobleza. En manos de ella estaba no ya la suerte de las pretensiones Comuneras sino realmente el destino de España. La nobleza empero no hizo en tan memorable ocasión gran honor al conocido lema de «nobleza obliga». En vez de amparar al débil se plegó al poderoso. Los Nájera, los Benavente, los Lemos, los Infantado, los Oñate, en suma, los «Grandes» de España, fueron en aquella ocasión «pequeños». Y en vez de abrazar la causa de los desvalidos y acaso salvar la vieja patria, enderezando las extraviadas corrientes por su natural cauce ibérico, permitieron que el turbión del absolutismo extranjero devastase los campos, llevándose entre las ensangrentada aguas, las tradiciones, el esplendor y las energías populares.
Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer (Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid. La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre Naturaleza y evolución del lenguaje rítmico. Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y sudamericanas: Revista del Paraguay, Revista del Instituto Paraguayo, Revista del Ateneo Paraguayo, Alcor, etc., etc. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, etc. El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un
segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías... Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.
1] fraternia: No hallamos este término en el Diccionario Larousse Ilustrado ni en el Diccionario Enciclopédico Espasa Calpe. Madrid : Espasa Calpe, 1993. Se trataría de un neologismo o "personalismo" de fraternidad. 2] véteras: No fue hallada. Ibídem. Ibid. veteranas. 3] agarenos: moros, de "agar", personaje bíblico, esclava egipcia, segunda esposa de Abraham y madre de Ismael, el cual originó la raza árabe (ismaelitas). 4] fabla: Imitación del lenguaje antiguo. 5] ultrapirenaicos: Pirenaicos: adj. Relativo a los Pirineos. Allende los Pirineos. 6] reivindicadora: Ibídem nota 1]. reivindicatoria. 7] Sagunto: Célebre por su heroica resistencia a Aníbal que se apoderó de ella después de un terrible sitio en 219 a. de J.C. 8] Numancia: Ciudad de la antigua España cerca de Soria, destruida por Escipión Emiliano después de un sitio memorable en 133 a. de J.C. Sus habitantes prefirieron perecer en las llamas antes que rendirse. 9] Zaragoza: Ciudad de España capital de la provincia del mismo nombre. En 1808 y 1809 resistió heroicamente el sitio de las tropas francesas.
SEGUNDA PARTE
CAPITULO PRIMERO (VI) (1) LAS GERMANÍAS DE VALENCIA
Indiferencia de Carlos ante la gesta grandiosa de sus súbditos.– Lamentable estado del pueblo valenciano.– Los célebres y característicos Gremios.– Qué eran las Germanías.– Agermanados y Comuneros.– Diferencias con la Jaquería francesa, o el semicomunismo alemán de los partidarios de Münser.– La Junta de los Trece.– Ingenuo misticismo inicial.– Desórdenes y batallas.– El apóstol Juan Lorenzo.– El caudillo hugesco Vicente Peris.– Un solo rebelde sitiado por un ejército.– El enigmático apóstol «El Encubierto». Antes de esbozar el cuadro final del histórico drama que fueron las Comunidades y su lejana repercusión las revoluciones Comuneras americanas, interrumpimos aun la evocación de los acontecimientos castellanos, para no dejar como aislado e inconexo uno de los momentos más interesantes del período que estudiamos: el de la revolución de las Germanías de Valencia. Menos analizado este movimiento que el castellano, aparece erróneamente ante ciertos investigadores como incidental dentro de la lucha peninsular. El encono y violencia que revistió la Germanía, ocasionó que no pocos tratadistas se detuvieran sobre ella lo menos posible; que otros la juzgasen severa o sumariamente; y que algunos, más radicales, suprimieran este capítulo de los anales de la historia hispana. Parécenos, sin embargo, que el ideal en este punto debiera ser estudiar sincrónicamente el movimiento de Comuneros y Agermanados, ya que así se produjo. La revolución de la Germanía no fue un hecho aislado, ni totalmente distinto, como se ha dicho, de la Comunera. Anterior a ésta y de más larga duración que ella, se inicia en 1519 y termina en 1522 inquietando durante unos tres años a un enemigo común: el régimen
centralizador. La cruzada de las Comunidades comienza si se quiere en la protesta de Toledo en 1520 y tiene su fin en Villalar en 1521. Ahora bien: ¿qué fue aquella sostenida contienda? ¿Qué representó? ¿Cuáles fueron los ideales en pro de los que se entablara? ¿Fue una de tantas luchas entre nobles y plebeyos? ¿Fue una simple insurrección a modo de la Jaquería francesa? ¿Qué papel desempeñaron en ella las agrupaciones gremiales? ¿Fue una reivindicación extremista? ¿Hubo semejanza entre ella y las rebeliones campesinas alemanas de 1525 a las que precedió? ¿Fue, en suma la Germanía, una forma levantina, por así decirlo, de la protesta peninsular general? A estas preguntas que no todas armonizan entre sí, pero que no son caprichosas, pues surgen ante aspectos parciales de aquel acontecimiento, procuraremos responder en alguna forma en esta rápida revisión de hechos. Se produjo el movimiento de las Germanías en momentos memorables según sabemos. Se recordará que después de aquellas Cortes de Valladolid en que dos veces jurara Carlos I respecto a las libertades de Castilla pasó éste a prestar la respectiva promesa ante Aragón y Cataluña, permaneciendo un año en la gran ciudad condal. Y los acontecimientos que se precipitaron en torno al Monarca en tan corto espacio de tiempo fueron tales y tantos, que su sola producción, teatral si se nos permite la palabra, hubiera bastado a revelar a cualquier espíritu no obsesionado, que su destino le hermanaba con el de una grande nación, llamada a magnas empresas. Es cierto que, estando el Rey en Barcelona le llegó la importante noticia del fallecimiento de Maximiliano de Austria, deceso que le daba derecho al imperio alemán. Pero ¿qué representaba este hecho ante otros netamente hispanos que también cristalizaban en torno suyo en aquellos momentos? Allí, en la ciudad condal recibía el Rey Carlos la noticia similar, podría decirse, a las que narraban los libros de caballería – de que el argonáutico Hernán Cortés acababa de descubrir un fabuloso estado: el enorme imperio azteca de México; allí también recibía la nueva trascendente de que Magallanes realizaba la odiseica empresa de atravesar, por vez primera, el estrecho de su nombre; allí asimismo, se le comunicaba que iba a completarse con nuevos horizontes la secular cruzada del pueblo español contra la Media Luna, pues que el Rey de Túnez acudía a presentar homenaje al de España solicitando auxilio contra el corsario Barbarroja; hasta allí llegábale al monarca, el eco de los triunfos de Hugo de Moncada contra los berberiscos... Y, como ante los príncipes de leyenda, un día, arribaba hasta él, desde
Oriente, la embajada suntuaria y exótica del Gran Turco, para arreglar los negocios de Tierra Santa... ¡Eran los hechos y las cosas de la España aún grande, que alentaban a su alrededor con sus hombres capaces de la proeza gigantesca! Mas entre estos hechos de esplendor y de gloria, también llegaban lamentos. Eran por ejemplo las quejas del reino valenciano mezcladas a los anuncios de las Germanías... No creemos incurrir en apasionamiento si afirmamos que Carlos de Austria estaba incapacitado para escuchar estas voces del pueblo que le rodeaba al que jamás había de llegar a comprender. Todo fue, como antes de ahora vimos, postergado ante el señuelo de la corona imperial. Veamos, si la situación del pueblo valenciano era como para dejarle abandonado en aquellos momentos. Importante es, ante todo, recordar la circunstancia no tan divulgada como debiera, de que en Valencia, como en Cataluña, con un elevado espíritu de democratismo que hoy nos parecería excesivo, los nobles de alta categoría, los poderosos, estaban excluidos de los cargos municipales que en vano intentaron usufructuar. Estaba reservado a los hombres de Carlos I alterar ordenanza tan sabia. Fue, pues, el nuevo Rey quien, contra leyes y fueros del Reino, concedió a los nobles derecho a formar parte del Concejo de la ciudad y a desempeñar funciones en el Municipio. No nos parece insignificante este detalle aunque no le hallemos consignado generalmente. Este menosprecio de las tradiciones del Reino puso en alarma a los hijos del Común, que enviaron emisarios al Rey. Tenemos por tanto, que en uno de sus motivos de queja, casi nunca recordado, las Germanías, como las Comunidades, lamentaban el atropello de las leyes y usanzas regionales. El hecho es, que por ésta y otras circunstancias, intolerables dentro de las generales tradiciones peninsulares, en el reino de Valencia, hallábanse entonces las clases humildes maltratadas por la nobleza, que en sus abusos llegaban a los límites de la tiranía. Pesaban sobre el pueblo tales desdichas que éste, como en el medioevo, llegó a creerse amenazado por fatídico milenio. Lluvias e inundaciones que duraron cuarenta días, hundimientos, y hasta presagios extraños, vinieron además a castigar la comarca, en la que fermentaba por doquier la rebelión y la protesta. La aristocracia relajada se excedía en sus escándalos, haciendo ostentación de contubernio y amistad con moras y
moros, enemigos seculares y temibles de España. Llegó a tanto el menosprecio de los poderosos hacia los humildes, que durante una epidemia que sobrevino a los demás desastres, las autoridades, y las clases privilegiadas, huyendo de la peste, abandonaron la ciudad dejándola desamparada. Los irritados menestrales decidieron entonces tomar las armas, haciendo correr la voz de que los piratas argelinos amenazaban las costas. Desde 1503 en que, efectivamente los moros corsarios de Argel saquearon la ciudad de Cullera llevándose cautivos a varios moradores, poseían los del Común valenciano autorización para armarse, elegir jefes y defenderse, ya que, según acertada expresión de Sandoval, «el Común se daba a las armas y los caballeros a los deleites». Y aconteció que hallándose el pueblo armado y dueño de la ciudad, un fraile en prédica imprudente, desde el púlpito de la catedral, achacó las aflicciones del país a la cólera divina, irritada por el vicio y la impiedad dominantes. Las turbas que no deseaban sino un pretexto para su vindicta, echáronse a la calle buscando culpables, y como se señalase a cierto artesano tonsurado afecto a un vicio nefando, cayeron sobre él – incendiando antes el palacio del Nuncio donde se guarecía – y arrastraron a la víctima a la hoguera, con la vesania propia de estos ciegos arrebatos. Afortunadamente, al atropello de la plebe siguió el levantamiento menos desordenado del pueblo, que comenzó a organizarse, constituyéndose en autoridad. Era en 1519. En estos momentos es cuando intervienen las instituciones gremiales. Poseían aún éstas, como nos lo enseña la historia, especial importancia social. Y ya derivadas de las corporaciones romanas, ya de las guildas germánicas, tales cofradías o masonerías de obreros consagrados a un mismo arte u oficio, habían adquirido singular representación en España, donde algunas conservaban como hereditario patrimonio los tradicionales secretos de los artífices orientales. Todas aquellas curiosas relaciones entre «aprendices» y «maestros», el discipulado, las «pruebas», las ordenanzas, y la cooperación de las corporaciones extranjeras – conservadas y perpetuadas después algunas de ellas en el simbolismo masónico – existían en la Península asimismo, beneficiando a la artesanía y a la potente industria nacional. La antigua Iberia que ya fuera célebre en Roma por sus trabajos en lanas y tintes, tejidos y espartería, espadas y cueros, continuaba su tradición, reforzada por el contacto con la cultura arábiga. Justa nombradía alcanzaron en Europa, sus obreros del hierro y del acero, sus gremios de forjadores, así como sus artífices de la madera. Las
espadas de Toledo y las tallas religiosas y mobiliarias desde el artesanado y el retablo, hasta el bargueño, eran famosas. Y agremiados eran los artífices que idearon en Mallorca, los trabajos aun hoy denominados de mayólica por su origen. Y también los sederos y terciopeleros, y los orfebres, y, sobre todo los incrustadores al modo de Damasco, únicos en Europa, creadores de la industria que actualmente se dice de joyas de Eibar y Toledo. Pues bien: al frente del pueblo valenciano vino a figurar un hombre de aquellos gremios: Juan Lorenzo, anciano pelaire o cardador, prudente, instruido y prestigioso que supo encauzar la desordenada agitación de la plebe. Él fue quien propuso la creación de un Directorio o Junta de Trece personas, a cargo de las cuales, según propias palabras del organizador, debía quedar «la dirección del Bien Común y particular y la administración de justicia con igualdad» debiendo ser exclusivamente estos Trece representantes, artesanos, labradores y mecánicos, y sólo elegibles por un año. Conferíasele a este Directorio el carácter de una Junta de defensa contra los moros, del pueblo contra los nobles, y de gobierno para la ciudad. ¿Qué más podría exigirse en el año 1521, de aquellos modestos hijos del Común dueños del poder por deserción de las clases dirigentes? Surge entonces entre ellos lo que se llamó Germanía, expresión significativa, simbólica, formada del término germa, que en lemosin y catalán significa hermano, por donde Germanía, venía a significar lo mismo que Hermandad. Se trataba pues de una a modo de resonancia de las Hermandades de otros reinos, y ya se recordará las conexiones que entre los conceptos de Hermandades y Comunidades, indicamos antes de ahora. Denominóse a los componentes de esta Hermandad, agermanados, o sea hermanados, y ellos como los comuneros, eran también unos hijos de la Comunidad que se organizaban ante el peligro, como los de otras regiones. Era en esta de Valencia, más visible la influencia de los gremios por ser más populares en ella. Había en la Germanía, representantes de estas corporaciones, estando estatuido que primasen los pelaires o cardadores, velluteros o terciopeleros y los tejedores y labradores, que eran los más importantes en la región. No sería justo, por tanto, confundir el movimiento de los agermanados, que antes de desmoralizarse procuró mantenerse dentro de una relativa organización, con los saqueos
de las desordenadas hordas del campo, o con la llamada Jaquería francesa, o los asaltos de las turbas embravecidas, según una vez se ha sostenido. Sabemos por ejemplo, que la Reforma de Lutero, habiendo ejercido inesperada influencia sobre los campesinos alemanes, entre los que se prostituyó haciéndose política, produjo, después de las Germanías, en 1525, aquellas interesantes rebeliones, semicomunistas, acaso no bien estudiadas ni comprendidas, pero en las que desde luego se vio a la masa campesina transformarse en horda de fanáticos, cegada por las predicaciones utópicas del reformador Münser... Conocido es asimismo el carácter de la Jaquería francesa, de la que el nombre se ha generalizado. Fue ésta la desesperada insurrección de los aldeanos franceses vejados y torturados cruelmente por los señores feudales. Estos, que denominaban al pueblo «Jacques Bonhomme», con cínica irrisión, y trataban a los humildes como a parias, vieron en 1348, levantarse en masa al campesino harto de su infortunio, y transformarse en el monstruo de las vindictas populares. Tres mil humillados se lanzaron en aquella ocasión armados con la tea, la hoz y el hacha, sobre los castillos, de los que incendiaron más de trescientos masacrando y aún quemando a sus defensores, violando a las mujeres y saqueando cuanto hallaron a mano. La Germanía no fue esto; a pesar de la ferocidad que en ocasiones caracterizó a la lucha. Bastaría a demostrarlo, el hecho de que estando el Rey en Barcelona, la Germanía le envió representantes con sus reclamaciones; como lo habían hecho los nobles alarmados... Desgraciadamente, el Rey, en vez de acudir a Valencia, partió de Barcelona y atravesando Castilla se dirigió a Santiago a reunir las Cortes que antes de ahora mencionamos, y de allí a Alemania, hiriendo al reino valenciano con el menosprecio de sus fueros que no quiso acatar. Así como no había de atender a las peticiones de las Comunidades, no se inquietó de las Germanías, contrario como era por sistema a los regímenes regionales peninsulares. En esta ocasión, al menos, autorizó que los gremios continuasen agermanados en defensa de la ciudad, convocó Cortes, aunque presididas por el Regente Adriano. No era esto suficiente para calmar los ánimos. Ni los nobles estaban satisfechos, pues que se toleraba la Germanía, ni lo estaba el pueblo, que veía organizarse a los poderosos en contra de su causa. Unos y otros enviaron al Rey sus emisarios. Pero éste ya en La Coruña, y a punto de abandonar España, se limitó a dictar órdenes igualmente ambiguas
para ambas facciones. De una parte, por ejemplo, nombraba Virrey con plenos poderes al Conde de Mélito (Don Diego Hurtado de Mendoza); por otra, daba alientos a la Junta de los Trece. En este estado de cosas, los agermanados organizaron un desfile de fuerzas al que concurrieron ocho mil hombres con cuarenta banderas. Y es detalle sobre el que deseamos llamar la atención el que, como lema de la bandera de la Germanía, figurasen, por curiosísima coincidencia, las bellas y típicas palabras de «Paz y justicia» que asimismo figuran en el escudo paraguayo. Pues aunque el historiador Fernández Herrero, afirma que el lema de los agermanados era: «Paz y Justicia y Germanía», ellos en su contestación de Játiva, dicen textualmente que, «Paz y Justicia» era el lema de su bandera. *** La lucha, inevitable ya, se produjo, no bien tomó posesión el Virrey, cuando el elemento popular quiso recabar el nombramiento de sus representantes. Los Trece, que resultaron electos, eran los que patrocinaba el pueblo, pero fueron rechazados por el Virrey. Días después la condena de un artesano a quien no se le concediera defensa, contraviniendo una vez más los fueros del Reino, proporcionó la ocasión esperada. Guillén Soralla el elemento más popular de la Junta, y que, en unión de Juan Lorenzo, era el alma de la Germanía, se puso a la cabeza de tres mil entusiastas, rescató la víctima y con astucia de caudillo hizo creer que había perecido, a cuya noticia el pueblo se exaltó en tal forma que el Virrey huyó, abandonando la ciudad. Y he aquí a Valencia de nuevo sin Gobierno y en poder de la Junta de los Trece, que adquiere ahora el carácter de un Directorio revolucionario extremista, con tonalidades que podríamos considerar como anticipo del moderno sovietismo. Una de sus primeras disposiciones fue, por ejemplo, la de que no se ahorcase en lo sucesivo a ningún plebeyo sin que fuese a la vez condenado a igual pena un noble, asimismo delincuente. Por lo que, recordando el hecho, exclama el hispanista Hume «La Junta dictó multitud de disposiciones inspiradas en un democratismo imposible». Y añade: «Pero debe advertirse que hoy mismo el antagonismo en las clases sociales es más acentuado en el reino de Valencia y en Barcelona que en otras partes de España; allí es donde tuvo más fuerza la insurrección cantonal de 1879». Y aun tiene esta frase intuitiva; «Graves disturbios futuros es probable que encuentren su foco en esa parte de España, y su raíz, en el descontento social».
Todos hemos visto en efecto que los disturbios futuros de que hablara Hume, son actuales, y que, en verdad, como el gran historiador vaticinó, tienen su raíz en el descontento social, por lo visto, tan antiguo como irremediable en el levante hispano. Como el Comunerismo se propagara en Castilla, la Germanía fue extendiéndose en Valencia. Las ciudades se declaraban agermanadas constituyendo sus Juntas de Trece como en la capital. Desgraciadamente, como suele acontecer en los movimientos revolucionarios cuando empiezan a intervenir en ellos las turbas, pronto las demasías de éstas fueron imposibles de refrenar por la autoridad popular. Aquellos varones que con cierto ribete de religiosidad, como el que también señalamos al tratar de la Junta Santa, de Avila, habían elegido este número trece, en recuerdo de los discípulos del Redentor estimando su obra como un apostolado, vieron manchada su causa con excesos propios de fanáticos. En Játiva, por ejemplo, la multitud atropelló y vejó a los sacerdotes deshaciendo una solemne procesión religiosa. En Valencia, un imprudente que amenazó a la Germanía, fue arrastrado; y defendido por un sacerdote que le amparara con su estola y ostentaba en defensa de ambos la Sacra Forma, fue arrollado y ensangrentado éste, en tanto se victimaba al infeliz protegido. Esta escena que no pudo impedir el anciano Juan Lorenzo, iniciador de la Germanía, que la presenciara, afectó tanto al apóstol popular que le ocasionó en pocas horas la muerte. «Nunca – dicen que exclamó – para esto se inventó la Germanía», Juan Lorenzo fue un bello espécimen del tipo, por desgracia frecuente, del propiciador idealista de los anhelos populares que ve su obra noblemente concebida, deformarse en las manos inexpertas y torpes de la masa, que ajan lo que tocan, y cuyos actos hacen recordar las palabras del gran sacrificado cristiano: «Perdonadles Señor, que no saben lo que hacen» Figura que pasó de !a historia a la literatura, ella inspiró el «Juan Lorenzo» de García Gutiérrez, de menos fama, pero de más valor estético que el popular Trovador. *** Hay, sin embargo, que reconocer que no se mostraron en las emergencias de esta época, menos irreverentes y torpes los elementos de la nobleza. Como en otras revoluciones posteriores, disminuida la autoridad de los primeros dirigentes, ya no se trató sólo de una defensa del común o del pueblo oprimido, sino de la vindicta característica de los días de autoritarismo popular.
Y así se vio, que los agermanados, anticipándose al sovietismo, comenzaron por declarar a los nobles fuera de la ley, y terminaron por suprimir los impuestos, desconocer otra autoridad que la popular y dictar irreflexivamente, medidas «de un democratismo imposible». Comenzaron por confiar los cargos públicos a los mejores hijos de la Germanía y terminaron en lo arbitrario. Si el tejedor Sorolla, fue gobernador de Paterna, y caudillo el carpintero Estellés, y el dulcero Juan Caro, general, en virtud de excepcionales méritos, no se encontraban en el mismo caso otros representantes de la Germanía. No es de extrañar que fueran, por tanto vencidos en la lucha. De las variadas peripecias de ésta – detalladas en diversas obras de todos conocidas – no hemos de ocuparnos en este esquema, deteniéndonos tan sólo – en homenaje a lo extraordinario de sus hechos – en dos figuras que llenan de leyenda estos momentos turbulentos. Una de ellas es la de Vicente Peris, héroe que de haber actuado en otra contienda, ocuparía merecido lugar en la historia. *** Muerto el apostólico Juan Lorenzo; vencidos otros jefes de la Germanía como el caudillo Estellés en Oropesa; y Jaime Ros con sus siete mil hombres en la batalla de Almenara – en la que quedaron dos mil hombres en el campo – surge la figura de Peris, el audaz artesano que de simple terciopelero o vellutero había de pasar, como Viriato, a caudillo famoso, terror de los partidarios de la nobleza. Advertimos, que en demérito de ésta, buena parte de sus secuaces eran los moros, detestados, enemigos tradicionales del reino. Por donde resulta que la clase elevada, estaba defendida en aquella emergencia, por adversarios más o menos velados de España, en tanto que el elemento hispano estaba del lado de la Germanía. Sirva ello de explicación al encono de aquellas parcialidades. Este fue tal, que cuesta hoy trabajo comprender cómo se pudieron librar batallas como la de Orihuela en la que figuraron siete mil agermanados contra equivalentes fuerzas contrarias, quedando sobre el campo el fatal día 20 de agosto de 1521 cuatro mil caídos, sobre cuyos cuerpos, que llenaron una acequia, pudo pasar la caballería vencedora... (Esta página que pertenece a los anales del sentimiento liberal español, debiera ser recordada alguna vez por quienes no ven en España otra cosa que el pueblo de las caenas). Desmoralizada la Germanía ante la derrota, anarquizada la capital valenciana, y amenazada por el expulso Virrey con siete mil ochocientos hombres, capituló. Y hubiese terminado la guerra a no mediar Peris.
Éste buscó amparo en Alcira, donde se hizo fuerte contra el ejército del Virrey que contaba con ocho mil hombres. Pero Alcira, sede momentánea de la Germanía, tuvo también que rendirse... Es, en tan desesperado momento, cuando el caudillo Vicente Peris realiza uno de esos actos que en las novelas parecen antinaturales y en la realidad increíbles. Burlando la vigilancia de las autoridades y con osadía, y heroísmo asombrosos, se introduce en la propia Valencia, se instala en su misma casa y se entrevista con los agermanados que juran perecer antes que abandonarle. Mas a la simple noticia del arrojado acto de Peris, el Gobernador pone sobre las armas cinco mil hombres y ordena la captura del caudillo. «La suerte de la Germanía iba a decidirse – dice refiriéndose a esta ocasión, Lafuente – pero tenía que ser aquél un día de horror para Valencia». Tres cuerpos de ejército avanzaron por diversas calles hacia la de Gracia donde se guarecía el heroico agermanado y sus amigos. ¡Sólo la pluma del gran Hugo podría describir este insólito episodio del sitio de un hombre por un ejército de cinco mil! Tres horas de combate fueron necesarias para arrasar aquellos lugares. Por fin la casa de Peris fue incendiada. Por entre las llamas vióse escapar a la familia. ¡Él permaneció, hasta que el fuego le abrasaba, irreductible como un héroe iliádico; hasta perecer poco después entre el salvajismo de la soldadesca! La impresión que causó la muerte de Peris hubiera sido suficiente a terminar la campaña. Más aún tenía que producirse en la epopeya la súbita aparición del más interesante personaje que pudiera imaginarse. *** Se trataba de un hombre misterioso y extraño que impresionó a las gentes presentándose como vengador de Peris el caudillo. Era un joven de veinticuatro años, de rostro delgado y aguileño, ojos zarcos y cabello castaño, que apareció en la huerta valenciana haciendo vida de ermitaño. Hablaba varias lenguas y con delicadeza la castellana. Se expresaba en lenguaje enigmático, diciéndose enviado de Dios para vengar la tiranía de los poderosos. Dijera también en cierta ocasión, que él era un nieto de los Reyes Católicos, hijo del Príncipe Juan de Castilla... Pero en realidad cuando los agermanados preguntábanle su nombre, este personaje respondía que se llamaba el Hermano de todos...
El pueblo comenzó a denominarle El Encubierto. Y nunca ha podido poner en claro la historia, quien fue realmente este Encubierto en el que tal vez hubo más de iluminado que de otra cosa. Lafuente le trata de embajador, otros de embaucador y de farsante. Pero lo cierto es que las noticias a él referentes son proporcionadas por sus enemigos. Sobre ser agermanado, fue encausado por la Inquisición, que entrevió herejía en sus prédicas; y los datos que poseemos derivan del proceso inquisitorial por lo que nos parecen sospechosos. Según este proceso, El Encubierto resultaría un farsante, judío, un comerciante, pecaminoso en Orán, de donde fuera expulsado, etc. Su figura pasó – como la de Juan Lorenzo – al teatro, merced al genio dramático del mismo García Gutiérrez que hizo sobre ella su tragedia «El Encubierto de Valencia». El hecho es, que él se plegó a la causa decaída de la Germanía a la que prestó inesperada vitalidad, con su valor y condiciones de organizador. Supo este Encubierto, imprimir dirección militar a la revolución expirante, cualidad extraña en una persona que, a la vez, desde el púlpito, en Játiva, había dirigido la palabra a las gentes, enalteciendo la humildad cristiana y predicando contra los que atesoraban riqueza engendrando la miseria del pueblo... La popularidad del Encubierto favoreció en sus postrimerías los anhelos de la Germanía, que no obstante estaba herida de muerte... Perseguido el raro apóstol por el Virrey y la Inquisición, y puesta a precio su cabeza murió asesinado... Y nosotros, suprimiendo escenas y peripecias, damos con esta muerte por terminado el drama de las Germanías; drama que representó la cantidad de catorce mil víctimas al pueblo valenciano, y que tuvo una secuela en Mallorca, donde la Germanía repercutió trascendentalmente, produciendo las Asonadas sangrientas estudiadas por Martínez de Velasco. Al terminar la rápida revisión de los hechos más significativos de esta complicada lucha, nos parece estar autorizados a no admitir las parciales acusaciones formuladas por el reaccionarismo contra la Germanía. Rebajando considerablemente la tonalidad de los críticos liberalizantes nos parece más justo su veredicto.
CAPITULO II (VII) CONTINUACIÓN DEL MOVIMIENTO COMUNERO, HASTA VILLALAR
(23 de abril de 1521)
Nobleza e ingenuidad de los luchadores del Comunerismo.– Justicia y nobleza de la Causa.– Errores, rencillas y rivalidades fatales.– Adversidades.– Intervienen las Merindades de Castilla y la Montaña.– La antigua entidad de la Merindad y su carácter íbero. El prelado-caudillo Acuña.– Juan de Padilla; Juan Bravo; Francisco Maldonado.– El momento culminante de la contienda.– Torrelobatón. La derrota de Villalar.– El 23 de abril de 1521 «día funesto a la libertad» cierra un ciclo de la historia. Suplicio de los héroes y mártires Padilla, Bravo y Maldonado.– Un párrafo de Lafuente. Las célebres frases senequianas. Indicados los antecedentes imprescindibles para comprender el alcance del movimiento que realizaron en la Península, en el primer tercio del siglo XVI, los defensores de la causa tradicional; bosquejada la estructura de las instituciones populares ibéricas opuestas en su sentido democrático, según vimos, al nuevo orden de cosas impuesto; evidenciando el avanzado espíritu de sabio autonomismo y de libertad, del régimen peninsular: expuestas en su tonalidad general las pretensiones históricas, sociales, políticas y espirituales de los representantes del sentir hispano de la época (revelado entre otros testimonios, en las Peticiones de la Junta Santa de Avila); y comparadas las tendencias del comunerismo castellano con las de la germanía levantina; nos resta al finalizar el ligero examen que venimos haciendo, indicar algunas de las concausas que imposibilitaron el triunfo de los anhelos populares, y diseñar el desenlace de este ensayo liberador, que fue la guerra de las Comunidades, no ajeno como veremos a otros movimientos que a modo de inesperadas y lejanas repercusiones habían de producirse en América, posteriormente. *** Se recordará la despótica actitud asumida por el cesáreo Carlos ante las sabias y, en último análisis, respetuosas peticiones, que le hicieran llegar a Flandes aquellos idealistas castellanos, reformadores ingenuos y liberales que constituían la Junta Santa. La respuesta fue, según se sabe, la prisión del emisario. Y, como complemento de este acto, las rígidas disposiciones tendientes a impedir la merma en lo más mínimo, de la autoridad absoluta; así como la astuta concesión de que, dos representantes de la nobleza española compartirían la Regencia con el extranjero Adriano que gobernaba la península.
Aquel repentino pacto del monarca con la nobleza patria, a la que hasta entonces había preterido, era – bien lo comprendieron en el reino – anuncio de graves amenazas para la causa popular. Desertando de ella numerosos nobles engendráronse peligrosos antagonismos. Y ya veremos cómo, por desgracia, aunque era de esperar el triunfo de los Comuneros ya que ellos poseían fuerzas suficientes, representaban la razón, tenían en su apoyo la historia y tradición ibérica, y su victoria implicaría un desenvolvimiento natural de los destinos nacionales, lo que aconteció, por la conflagración de diversas circunstancias adversas, fue, empero, lo contrario: que los representantes de las viejas libertades perecieron, triunfando el cesarismo absolutista. Hecho tan lamentable ha sido explicado generalmente exagerando las torpezas cometidas por los representantes populares, entre ellas la de haber carecido de una dirección atinada; el no haber sabido aprovechar la victoria; el distanciamiento con la nobleza motivado por las disposiciones extremistas; la debilidad de la Junta que «habiendo podido ser ejecutora se limitó a ser suplicante»; la rivalidad entre los jefes Comuneros; y las demasías cometidas, especialmente por las huestes del obispo-caudillo Acuña... Mas sí, en realidad, muchas de estas circunstancias existieron, lo que se olvida generalmente, es que las más graves torpezas antes bien derivaron de la propia ingenuidad, nobleza e hidalguía de aquellos caudillos y reformadores. Por triste que el hecho pueda aparecer para la historia de los acontecimientos políticos, lo evidente es que, en éstos, casi nunca logra triunfar la razón o la justicia si no están suficientemente reforzadas con la astucia, la ductilidad, la osadía, el ventajismo... Y ninguna de estas cualidades eran características de los Comuneros, que se limitaron a pelear como héroes en defensa de las libertades conquistadas por sus mayores, y creyendo que serían alguna vez atendidos en sus pretensiones. Éstas no podían ser más justas. «Sobradamente ciertos eran – dice en afortunada revisión el historiador Lafuente – los desafueros y agravios de que los castellanos se quejaban; asaltado habían visto su reino, esquilmado y empobrecido por una turba de extranjeros, sedientos de oro y codiciosos de mando, que les arrebataron voraces sus riquezas y sus empleos: el rey del que esperaban la reparación, desoyó sus quejas, menospreció sus costumbres, holló sus fueros y atropelló sus libertades; y al poco tiempo, los abandonó para ir a ceñir sus sienes con una corona imperial en apartadas regiones, dejando a Castilla, a cambio de los agasajos que había recibido, un exorbitante impuesto extraordinario, un gobernador
extranjero y débil y unos procuradores corrompidos. Si alguna vez hay razón y justicia para estos sacudimientos populares, tal vez ninguna resolución podía justificarse tanto como la de las ciudades castellanas, puesto que ellas habían apurado, en demanda de la reparación de las ofensas, todos los medios legales que la razón y el derecho natural y divino, conceden a los oprimido contra los opresores, y todos habían sido desatendidos y menospreciados. El levantamiento no fue resultado de una conjuración clandestina, ni plan hábil maliciosamente preparado... la explosión de la ira popular por mucho tiempo provocada... y el movimiento fue tan espontáneo que se acercó a la simultaneidad... el grito era el mismo en todas partes: castigos de los procuradores que se habían prestado al soborno y habían sobrecargado al pueblo faltando a los poderes e instrucciones recibidas de sus ciudades; que no gobernaran extranjeros; que cesara la extracción del dinero para Flandes, que tenía agotado el tesoro y empobrecido el reino; que se guardaran las leyes, costumbres, fueros y libertades de Castilla; que el rey otorgara y cumpliera los capítulos presentados en las Cortes por las ciudades; que volvieran las cosas al estado en que las dejó la reina Católica; y que el monarca residiera en el reino...».
Ante la evidente justicia de tales reclamaciones, desoída, se recurrió a las armas. Ciertamente que los desmanes y torpezas fueron inevitables; pero en ambas facciones existieron. Y en cambio no descendieron los Comuneros al nivel de otros revolucionarios, manchando su cruzada libertadora; no revistió ésta los caracteres de ferocidad desplegados en posteriores luchas, en agitaciones de nuestros días, en el seno de pueblos evolucionados... Acaso intuitivamente entrevieron que libraban no ya la contienda de los viejos derechos del hogar patrio, sino la más trascendente entre el poder democrático y temperado, tradicional en la península, y el autoritarismo absolutista dominante en el resto de Europa. Lo cierto es que revolucionarios pero no anárquicos y liberales aunque afectos al rey, los hombres de la Junta Santa, constituidos en autoridad y poseedores de fuerza y prestigio, no quisieron romper sus vínculos de lealtad con el monarca; y en vez de ejecutar como soberanos – y ésta sí que fue torpeza – las reformas y reivindicaciones que tan acertadamente concibieron, debilitaron su potenciabilidad en idealismos, consultas y transacciones que nada obtuvieron de la autoridad imperial.
Y en esta situación, se lanzaron a la lucha decidida pero tardía, de sus derechos, cuando ya los imperialistas habían organizado sus elementos. No habremos de seguir en su accidentada marcha esta guerra cruenta, entablada más bien que entre dos facciones entre dos regímenes opuestos. Fue su momento culminante el de 1520 a 1521, o sea el comprendido entre los torpes comienzos de Girón en Rioseco y el desastre de Villalar. Los hechos que informan este período han sido descritos y comentados detalladamente y sus resplandores de gloria y heroísmo sirvieron de tema al narrador, al poeta y al artista. Si alguna sombra encontramos en la cruzada es la de que sus hombres no supieran sustraerse a la peligrosa flaqueza de las rivalidades. Así, Pedro Laso de la Vega, Presidente de la Junta, celoso del prestigio de Juan de Padilla, propició el nombramiento de Don Pedro de Girón primogénito de los Condes de Ureña como jefe de las Comunidades, motivando el retiro del popular caudillo toledano. En realidad, Girón, que era un noble desairado por el rey, se plegó por descontento a la causa popular, a la que fue fatal. No menos de diez y ocho mil hombres eran las fuerzas de los Comuneros, cuando éstos, halagados por la adhesión del aristócrata Girón, se pusieron a sus órdenes creyendo atraerse así a la nobleza. Y, con tan considerable ejército, Girón no se animó a tomar la ciudad de Rioseco donde se guarecían los magnates imperiales, que lograron reunir unos doce mil hombres, sin ser hostilizados, excepto por el formidable Obispo Acuña; y que, mandado por el Conde de Haro, llegaron a dar el golpe magno de apoderarse de Tordesillas, sede de la Junta Santa y de la reina Doña Juana, de la cual se incautaron llevando el desconcierto a las filas de la Comunidad... Fue este desastre obra del malhadado Girón – que huyó hundido en el descrédito –, más que de los propios Comuneros. Tamaña adversidad hubiera bastado a deshacer cualquier partido que no fuera el de las Comunidades, pero como observa Martínez de la Rosa «eran castellanos los que le sostenían y era la libertad lo que les alentaba». Y un fausto suceso vino además, por entonces, a levantar los ánimos: Juan de Padilla se reincorporaba a la lucha acudiendo con dos mil toledanos, si bien dando origen de nuevo al pecado de las rivalidades. Renacieron éstas ante el prestigio de Padilla, aclamado por el pueblo como caudillo supremo, frente al celoso jefe Laso de la Vega que comienza entonces a desviarse de sus antiguos compañeros.
¡Amarga enseñanza la de aquellas sordas emulaciones y rencillas en momentos tan decisivos! Padilla retraído ante el encumbramiento de Girón... Laso ante el de Padilla... Por suerte las fuerzas de éste, recibieron curioso e inesperado incremento con la incorporación de las antiguas Merindades castellanas y vascas. Eran, como es sabido, estas Merindades, antiquísimas instituciones establecidas en la alta Castilla y las provincias vascas, en determinadas jurisdicciones o comarcas que aún en nuestros días conservan este nombre. Venían a constituir un régimen especial de gobierno ejercido por las autoridades denominadas Merinos, término derivado del antiguo Mayorino, especie de Señor que representaba en aquellas comarca el lejano poder real y gozaba de popular y tradicional prestigio. De origen oscuro como el de otros véteros organismos hispanos, una vez más encuéntrase el investigador, ante esta entidad, que citan las Partidas y otras compilaciones vetustas, frente a nuevas ramificaciones del secular y multiforme tronco de las arcaicas instituciones regionales hispanas. Como las Hermandades, como la Mesta, como las agrupaciones mismas de las Comunidades y como las Germanías levantinas, las viejas Merindades altoburgalesas, eran algo típicamente íbero. De aquí que aun siendo de origen y estructura nobiliaria, pudieran sentirse hermanadas en aquellos momentos con las Comunidades, en una lucha en defensa de las antiguas libertades y fueros amenazados. Era el jefe de estas Merindades, el Conde de Salvatierra, que si bien operaba movido por personales desavenencias con la corona, venía a resultar auxiliar poderoso. Fue éste el momento brillante de la Guerra de las Comunidades. El singular prelado y caudillo Acuña – aunque manchando su gloria de guerrero con los atropellos de sus huestes – perseguía a los imperiales por tierras de Toledo; Salvatierra, combatíales en tierras de Campos; y Padilla, dominaba la región vallisoletana. Aprovechando tal estado de cosas, Padilla tomó algunas fortalezas y decidió apoderarse de la histórica villa de Torrelobatón. No debemos olvidar este nombre que simboliza una victoria, precursora de la ruina de los Comuneros. A 16 de febrero de 1521, partía el noble Juan de Padilla, desde Valladolid, sede ahora de la Comunidad y amparo de la Junta Santa, contra la amurallada y bien defendida villa de Torrelobatón, distante de la capital unas leguas al oeste. Llevaba siete mil hombres de infantería, quinientas lanzas, y artillería. Eran los Comuneros de Toledo, que con él vinieran; eran los de Segovia, capitaneados por Juan Bravo; los de Madrid, a las órdenes de Juan de Zapata; y los de Avila y Salamanca, mandados por Francisco Maldonado...
Tres de estos hombres, que juntos se vieron en esta ocasión Padilla, Bravo y Maldonado, estaban predestinados a verse juntos en Villalar y también sobre el cadalso... Pero ahora triunfaron y con triunfo meritísimo. A los ocho días de asedio, los imperiales eran vencidos y tomada la villa y castillo de Torrelobatón, hecho que si bien trascendente, nadie hubiera podido prever que iba a resultar nada menos que culminante, en la marcha de los acontecimientos. Evidentemente, venía a ser, aquél, el instante decisivo que el destino suele presentar ante los hombres, y del cual pende la gloria o la catástrofe. Si a la toma de Torrelobatón hubiese seguido inmediatamente la de Tordesillas, triunfa la Comunidad; Carlos V no logra imponer su régimen retardatario, y el destino de España hubiese cambiado totalmente. No sucedió así. Se interpuso una vez más la ingenua hidalguía de los amigos de Padilla, en forma de dilación, de tregua. Se opuso una tregua engañosa y fatal para la Comunidad, transacción fracasada, en la que medió Laso de la Vega, traidor acaso y desertor mas tarde. Si se trataba de malograr el fruto de la victoria y permitir organizarse a las fuerzas imperiales, logróse el objeto. Las inútiles negociaciones entre la Junta Santa, que estaba en Valladolid, y el gobierno de los regentes que se hallaba en Tordesillas, no sirvieron en realidad sino para preparar el golpe de Villalar. Padilla, que permanecía inactivo, y «como encantado», al decir de algún historiador, en Torrelobatón, o ignoraba el peligro que le amenazaba o esperaba refuerzos... El hecho es que sólo salió de tal estado, cuando los imperiales unidos y organizados se aproximaban. Antes del alba del 23 de abril de 1521, «día funesto a la libertad española», según dice Martínez de la Rosa, movilizaba sus tropas el caudillo toledano. Proponíase desviarse hasta Toro en busca de elementos. Y hacia la histórica ciudad marchaba el Comunero, al frente de ocho mil hombres de infantería, quinientos jinetes y algunas piezas de la artillería de Medina, cuando los imperiales, mandados por el Conde de Haro (seis mil peones y dos mil cuatrocientos jinetes) alcanzáronle en Villalar, a unos quince kilómetros del pueblo abandonado por los Comuneros, Torrelobatón. *** Villalar es un pueblecito que no suele figurar en los mapas. Enclavado en terreno arenoso, hay en él unas lomas o cuestas areniscas que se extienden hacia la parte norte...
Aquel día, 23 de abril, era lluvioso y sombrío. Las tropas imperiales rodearon las lomas y hallaron a las fuerzas de Padilla algo desordenadas por la lluvia que ahora les azotaba de frente. Emplazaron la artillería y dispararon sobre la masa desordenándola. La artillería Comunera, pesada, atascábase en los lodazales. La infantería hundíase en el fango. La lluvia azotaba los rostros. No se obedecían las órdenes. Sobrevino el pánico. En un puentecillo llamado del Fierro finalizó el desastre. Éste, que exterminaba a los defensores de las Comunidades, cerraba a la vez un ciclo de la historia española. Con él terminaba el período netamente hispano, ibérico, aborigénico, del pueblo español: el pueblo de Viriato y de Pelayo; el del poema del Cid y el Romancero; el de los Concilios y las Cortes; el de la Reconquista y las Tablas Alfonsinas; el del Descubrimiento de América... A este pueblo de glorias inmarcesibles y útiles a la humanidad, iba a suceder el de las guerras de Flandes, el de las contiendas europeas estériles, el del monarquismo absoluto, el de predominio romano e inquisitorial; el de la Casa de Austria-Borgoña que finaliza en Carlos el Hechizado; o el de los Borbones, entre quienes el mérito de un Carlos III, no contrapesa la vesania de un Fernando VII... En la derrota de Villalar podría decirse que termina la antigua historia grande, netamente ibérica. Si ésta hubiera de escribirse a la manera que lo hacía aquel curioso personaje de los Episodios de Galdós, que narraba los hechos como debieran haberse producido, y no como realmente acontecieron, se describirían los destinos del pueblo español, encauzados por rutas venturosas de esplendor positivo, y no por la extraviada y arbitraria que trazó el imperialismo europeizante, origen de nuestra decadencia... *** La batalla de Villalar, en su aspecto externo y dramático, pertenece como todo lo episódico de la guerra de la Comunidades, a la historia popular, a la literatura y al arte. No es el aspecto que nos interesa en esta ocasión, aunque hay en él resplandores simbólicos que revelan cual era el temple anímico de los hombres que España perdió en aquella catástrofe. Difícilmente causa nacional alguna habrá sacrificado espíritus más nobles y caballerosos, ni más altamente heroicos que los que el absolutismo inmoló en Villalar. Era el grito comunero; ¡Santiago y libertad! era el imperialista ¡Santa María y Carlos! Los populares invocaban la tradicional figura blanca del Apóstol que figurara en la Reconquista; y la sagrada palabra por la que lucharan tan denodadamente sus mayores.
¡Fueron desoídos! Los últimos momentos de la tragedia, alcanzaron aquella grandeza característica del extraño tronco castellano, pundonoroso, estoico y místico! Cuando Padilla exasperado ante la derrota de sus huestes se lanza a la muerte con cinco jinetes de su ilustre casa, pronuncia estas palabras espartanas: No permita Dios – exclama – que digan en Toledo ni en Villalar, las mujeres, que truxe sus hijos y esposos a la matanza, y que después me salvé huyendo. No hallaron, empero, la muerte en el campo, ni él ni sus compañeros de mando, que prisioneros y juzgados en la lúgubre noche del 23, expiaban al día siguiente en el cadalso su amor a la libertad. Estos nobles hijos de Castilla, que rivalizaron en valor en los campos de batalla, superáronse en sublimidad moral ante el suplicio. Padilla escribió aquellas dos conocidas cartas a la ciudad de Toledo una, y a doña María de Pacheco, su esposa, otra, que jamás alma liberal y española podrá leer sin emoción. Epístolas célebres en la historia, y que como las de los habitantes de Medina y Segovia, revelan en los espíritus de la época, una profundidad moral y estética que raya en lo sublime bíblico, en el refinamiento de la lírica más elevada. Así fueron también las últimas palabras de aquellos varones que se diría inspiradas en nuestro teatro calderoniano, cuando, por lo contrario, éste no hizo sino inspirarse – ya en días de decadencia moral – en los recuerdos, sentimientos, hombres y cosas de antaño. Son conocidísimas, pero siempre dignas de recordación, aquellas frases romancescas y trágicas: Camino del suplicio aquellos mártires oyen la voz siniestra del pregonero: «Esta es la justicia – decía el lúgubre son – que manda hacer S. M. y los gobernadores en su nombre, a estos caballeros: Mándales degollar por traidores...». – Mientes tú, y aun, quien te lo mandó decir, – interrumpe dignamente el segoviano Juan Bravo – traidores no, mas celosos del bien público y defensores de la libertad del reino. Pero a estas palabras solemnes y justas contesta con estoicismo senequiano, Juan de Padilla: – Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como cristianos.
Calló el capitán segoviano, y ya ante el tablado, adelántase al ejecutor y le dice viendo que iba a perecer primero Padilla: – A mi primero; porque no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla... Y sucumbe; antes que Padilla, y que Maldonado... Creemos que no ha sido todavía aquilatada psicológicamente toda la simbólica y tocante sugerencia de estos postreros momentos de los sacrificados en Villalar, en las que late algo que no ha sido aún estudiado... Al terminar esta oscura evocación, que la nobilísima gesta nos ha venido inspirando, no hemos de olvidar las reflexiones del gran historiador Lafuente, que acaso parecieron atrevidas en su época, pero que son luminosas, justas y serenas, simplemente: «Así acabaron – dice – los tres más bravos caudillos de las Comunidades. Su suplicio fue también la muerte de las libertades de Castilla. La jornada de Villalar en el primer tercio del siglo XVI, no fue de menos transcendencia para la suerte y porvenir del reino castellano que la de Epila para el aragonés al mediar el siglo XIV. En ésta, quedó vencida la confederación de las ciudades, como en aquélla quedó vencida la Unión; con la diferencia, que allí, el vencedor en Epila, Pedro IV de Aragón, si bien rasgó con el puñal el Privilegio de la Unión, fue bastante político y prudente para conservar y confirmar al reino aragonés sus antiguos fueros y libertades. Aquí, un monarca que ni corrió los riesgos de la guerra, ni se halló presente al triunfo de los realistas en Villalar, despojó, como veremos, al pueblo castellano de todas sus franquicias que a costa de tanta sangre por espacio de tantos siglos había conquistado. Por siglos enteros quedaron también sepultadas en los campos y en la plaza de Villalar las libertades de Castilla, hasta que el tiempo vino a resucitarlas y a hacer justicia a los campeones de las Comunidades». Y más adelante (cuando el mismo Lafuente describe la revolución de las Germanías) corona su estudio con este juicio basado en observaciones irrebatibles, y que reproducimos en apoyo de la tesis general que hemos venido desenvolviendo: «Así sucumbió – dice el distinguido historiador – casi a un tiempo y de un modo igualmente trágico, la clase popular en Castilla y en Valencia, y en uno y otro reino quedó victoriosa y pujante la clase nobiliaria. Diversas en su origen y en sus tendencias las dos revoluciones, sobrábanles a los populares de ambos reinos motivos de queja, y aun de irritación, a los unos por las injusticias y las tiranías con que los oprimían los nobles, a los otros por la violación de sus fueros y franquicias que sufrían de parte de la corona. Para
sacudir la opresión o reivindicar sus derechos acudieron unos y otros a medios violentos, cometieron los excesos que acompañan a los sacudimientos populares, fueron en sus pretensiones más allá de lo que consentía el espíritu de la época y de lo que les convenía a ellos mismos; les sobró valor e intrepidez y les faltó dirección y tino; ambos movimientos fueron mal conducidos, y, entre sus muchos errores, el mayor fue haber obrado aisladamente y sin concierto los de Valencia y los de Castilla. Aun así, estuvo Carlos de Gante en peligro de perder su corona de España, mientras ceñía en sus sienes la del Imperio alemán. Pero una y otra revolución sucumbieron, y las guerras
de
las
Comunidades
y
de
las
Germanías
dieron
por
resultado
el
engrandecimiento de la autoridad real y la preponderancia de la nobleza». *** Y ahora veremos, cómo, una vez más, se encargó de comprobar la historia, la verdad – promulgada pero no respetada – de que puede exterminarse a los hombres, aunque sean símbolo o mejor dicho vehículo de las ideas, pero no a éstas. En los dos siguientes capítulos, con los que terminará esta exposición – consagrado uno a los Comuneros americanos y otro a los Comuneros en el Paraguay – tendremos ocasión de comprobar con nuevos testimonios el mencionado aserto.
CAPITULO III (VIII) VILLALAR EN LA HISTORIA DE LA LIBERTAD
Lo que representa Villalar en la historia de la libertad en España y América.– Aún, la incomprensión de Carlos V.– Villalar influye en el destino de los pueblos hispanoamericanos. Centralismo, federalismo y autonomía en la Península.– Centralismo y autonomismo en América. Paralelo del escritor Gelpi, referente a los conquistadores hispanos (de la «Reconquista» peninsular y de la gesta en el Nuevo Mundo). El Ayuntamiento, el Común, el Municipio, proceden en América como en España. Santa (1590); Cuzco (1548); Quito (1592); México (1623); Asunción (1723); Santiago de Chile (1794); Colombia (1780).– Paralelismo evidente entre «El Común» colombiano y el Comunerismo castellano.
Examinado debidamente el espíritu le las Comunidades españolas, así corno el desesperado esfuerzo realizado por sus partidarios para defender las antiguas libertades frente a la prepotencia cesarista, mucho de lo que ha venido afirmándose sobre la jornada de Villalar deja de ser retórico resultando trascendente y exacto, desde el punto de vista hispano y aún nos atrevemos a sostener que desde el hispanoamericano mismo. Creemos que la derrota de Villalar aparecerá siempre que se estudie la historia de las ideas liberales ibéricas, más que como el triste epílogo de una enconada lucha entre dos facciones, como símbolo de la inmolación ominosa de un gran sistema político; como recuerdo de una época y una tradición gloriosas, y como evocación del lamentable desenlace de una epopeya brillante aunque infortunada que separa en la Historia de España, el ciclo netamente nacional y honroso del decadente de las dinastías extranjeras. Los historiadores de Carlos V que exteriorizaron tanta tolerancia crítica hacia la página negra de las Comunidades, o bien carecieron de elevación espiritual para comprender el sentido del sacrificio español en aquellos momentos decisivos; o bien, retrógrados, no quisieron comprenderlos; o acaso extraños al problema ideológico político español como el gran Robertson, sólo supieron admirar al héroe brillante, al árbitro hazañoso de las proezas sin precedentes, olvidando ante la magnitud del César las desdichas del pueblo sacrificado. Con el triunfo de las ideas de Carlos V, repitámoslo, con Hume, la esperanza de un gobierno representativo se retrasa en la península doscientos noventa años y en cambio se introduce el virus del «predominio universal» que engendra la animosidad de Francia, Inglaterra, Holanda, Italia, Portugal, América... y con ello la decadencia. Estaba, empero, así decretado en los inexorables designios supremos. Cuando el Emperador vuelve a España en 16 de julio de 1522, a raíz del suplicio de los jefes comuneros, ahogado ya el sentimiento nacional, que representaban las Comunidades y debilitados en la lucha del pueblo y la aristocracia, Carlos de Austria puede imponerse fácilmente. La aureola de sus triunfos allende fronteras le rodea de prestigio. No pocas circunstancias han cambiado ahora favorablemente. Ya el rey de España conoce el español; su funesto favorito De Croy ha muerto y el Cardenal Adriano, Regente que él impusiera en España, es el Papa de la Cristiandad. Algo también impresionará al monarca: la heroica resistencia del pueblo español, al que procura ilusionar con tardías y débiles concesiones. Es así como en primero de noviembre hace levantar en Valladolid excelso trono al aire libre y desde aquel solio
proclama astutamente un perdón general, del que, no obstante, excluye trescientas víctimas – que son posteriormente perseguidas con saña –. Pero en la teatral ceremonia, tiene el monarca cuidado de no presentarse ante el pueblo con los impopulares distintivos imperiales, sino tocado a la usanza de príncipe, llevando corona cerrada y manto de terciopelo carmesí forrado de armiño, en vez de la corona abierta y el manto de púrpura y oro imperiales. Empieza a comprender a costa del inmenso dolor de su pueblo, que no es éste lo que él creyera inicialmente sugestionado por sus interesados favoritos. Es tarde, sin embargo, para remediar los males realizados que extenderán inevitablemente sus proyecciones a través de los siglos afectando corrosivamente los destinos nacionales. Carlos de Gante, que no comprendió al inaugurar su reinado la grandiosidad de estos destinos, desaparecerá de la tierra sin haberse dado cuenta de la inmensa responsabilidad que contaría ante la historia, ignorándoles. La repetida anécdota de Hernán Cortés es significativa en este sentido. Refiérese que viejo, pobre y desoído, el vencedor de Otumba acercóse cierto día al coche del Emperador, quien no le reconoció... ¿Quién sois? – dicen que preguntó extrañado el monarca ante aquel anciano, que era el héroe de «la Noche triste»... – Soy señor – respondió éste– un hombre que os ganó más provincias que ciudades os legaron vuestros antecesores... Probablemente era necesaria al César esta lección de geografía y de senequismo por parte del vencedor de los aztecas. Ni Carlos, ni sus descendientes, absorbidos en sus nefastas guerras europeas de religión y de familia, comprendieron la trascendencia de los ideales que tan clarividentemente entreviera la Reina Católica. Menospreciando el sentir hispano, desinteresaron el corazón de los pueblos peninsulares de las empresas patrias. Y éstas desde aquella época dejan de ser nacionales para devenir monárquicas dentro del régimen absoluto que transforman al pueblo de las Cortes y de la Reconquista en la nación rígida y formalista y cristalizada de los Felipes. No es pues retórico afirmar que Villalar influye en nuestros destinos y en América. Con la derrota comunera desaparecen el autonomismo regional español y el americano. La Comunidad, el Municipio, la Provincia, la Región, el Reino, todo lo individual, lo energético y vital, es absorbido, aplastado, por abstracta y yerta administración palatina centralista que restringe los múltiples focos de savia popular que deben su singular lozanía a la vieja España de los Fueros, de los Concejos, de las Libertades. Transmitidas éstas con sus
organismos al Nuevo Mundo cuando la Conquista, con hispanas energías e hispana sangre, las veremos decaer también bajo la administración papelista de las Audiencias, los Oidores, y los Golillas del Virreinato. Y es este hecho en extremo sensible; porque el característico autonomismo hispano, extendido y amplificado en América, hubiese sido glorioso para el renombre de Iberia. Pero lo impidió el absolutismo, preparando con ello los enconos de la Independencia. En ultimo
análisis,
lo
que
perseguían
mediante
su
emancipación
los
pueblos
hispanoamericanos, era gobernarse autonómicamente; lo mismo que anhelaban a su vez los reinos, las entidades, las instituciones peninsulares. Y como lo que impedía precisamente el régimen de las dinastías foráneas, igualmente letal para España que para América, era gobernarse, la protesta vino a ser inevitable tanto en los estados españoles como en los lejanos de allende los mares. En la Península, infortunadamente, el desastre de Villalar permitió el triunfo del absolutismo, que se impuso, aunque sin lograr restringir definitivamente el fuego sacro de las viejas libertades que, acá y allá, continuaron manifestándose más o menos visiblemente, inextinguibles, reviviscentes, a través de los tiempos con esa persistencia vital que poseen las células fundamentales y primigenias de un organismo. En América fue posible que los anhelos de libertad resultasen coronados con el triunfo de la Emancipación, llamada Independencia, que no fue una ruptura con España, como in illo tempore se pregonara, sino con el monarquismo absolutista, fardo oprimente que del mismo modo pesaba sobre América que sobre la Península. De aquí, que la verdadera fraternización hispanoamericana, sólo adquiriese caracteres positivos después de la ruptura emancipadora. Ésta destruye los obstáculos políticos, deleznables y materiales, las «cadenas» en la terminología de la época, pero crea, en cambio, los lazos espirituales preparando el advenimiento de esa concepción honrosa para nuestra estirpe, concepción futurista pero no imposible, de una vasta confederación de pueblos hermanados en un ideal grandioso basado en la igualdad de tradiciones liberales. Ahora bien: aunque la ruina de los campeones de Castilla, dificultaba la evolución de las ideas liberales peninsulares, condenadas a no exteriorizarse durante largo espacio de tiempo sino trabajosa y subrepticiante, es circunstancia que mucho honra a nuestros antepasados la de que tan venerables tradiciones no desapareciesen, ni se corrompieran en su lucha contra las adversidades y los siglos, y que, por lo contrario, aún pudiesen cristalizar en manifestaciones tan gloriosas como las epopéyicas Cortes de Cádiz.
Más aún; no lograron siglos enteros de monarquía absoluta extinguir los naturales e imperecederos núcleos autonomistas de la Península. La historia moderna evidenció el ingénito federalismo hispano que surgió no bien le fue posible, a la voz del apóstol Pi Margall (evangelista de la independencia del individuo dentro del municipio, de éste dentro de la provincia y de ésta dentro de la región, remontándose hasta el estado) en su admirable sistema, superior a su época. Siglos enteros de centralismo no lograron disolver en la gran entidad ibérica esos núcleos que fueron, son y serán irreductibles, y que hermanados y a la vez separados, vemos resurgir hoy mismo, más añorosos que nunca de personería, y más saudosos que nunca de autonomía. Ellos engendran hoy el insoluble problema del regionalismo español, que no sólo afecta a los pueblos catalaúnicos y a los vascos y galaicos, sino a las varias Castillas, Andalucía, Extremadura, la Montaña, el viejo páramo Leonés, el archipiélago Canario... Por no haber querido comprender esta idiosincrasia los reyes de las casas extranjeras, tuvieron que ir creando a sangre y fuego el artificioso conglomerado que todos conocemos, aquejado de desunión y descontento. Felipe II, tuvo que aplastar las instituciones del antiguo reino de Aragón que ensayaba recuperar su libertad foral. Y como la violencia produce violencia, medio siglo después, en 1640, no ya uno sino dos estados peninsulares se alzan al grito de libertad: son Portugal y Cataluña; estados hermanos nuestros, tan íberos como Castilla y de los cuales, uno, Portugal, había de separársenos para siempre; y el otro, Cataluña, herido en lo más profundo de sus sentimientos había de llegar en su desesperanza, a las extravasaciones que simbolizan las estrofas sangrientas de Els Segadors... Éstas, como las del Gernikako arbolá, vasco, hoy por desgracia verdaderos himnos de distanciamiento, hubieran sido inconcebibles antes del régimen que triunfó en Villalar... Hubiérase respetado la natural estructura política y espiritual de los pueblos íberos y estos ritmos amenazantes no habrían sido posibles... Y bien: conclusiones en cierto modo similares sugiere el examen del pasado americano, que no es otra cosa, desde un punto de vista elevado y moderno, que el pasado de la España de allende los mares. ¿Pertenece el estudio que hemos venido realizando a la Historia de España exclusivamente? Según los manuales escolares, sí. Según el concepto moderno de la Historia, no, pues que hombres, hechos e ideas, que pertenecieren a la península o a América, se mutuinfluencian tan íntimamente, que la génesis de determinados acontecimientos continentales es inexplicable si no se arranca del solar originario y común. Así lo entiende la escuela novísima que tiene su más valiente
maestro en el ilustre y cultísimo José León Suárez quien considera la historia española y la americana como la de un solo, inmenso, pueblo enclavado en dos continentes y separado por el océano. Y porque esto es una realidad, se explica la repetición de los hechos, hombres e ideas en ambos mundos. Así – como observara el benemérito español Gil Gelpi, en sus Estudios sobre la América –, los españoles en el Nuevo Mundo procedieron en ocasiones a impulsos de sentimientos idénticos a los de sus antecesores los guerreros de la Reconquista íbera. Viéronse forzados a ser simultáneamente soldados, colonos, y legisladores. Como en España, gobernantes y gobernados, soldados y jefes, unidos e igualados por las comunes contingencias de la dura obra de la guerra, iban conquistando palmo a palmo su nueva patria, que necesariamente tenían que fundamentar sobre la libertad. Eran como aquellos castellanos de la lucha con los árabes que iban a la vez rechazando a la morisma y recabando sus fueros y privilegios que los monarcas se veían obligados a reconocer. Y señores después en sus municipios, cuando los demás pueblos de Europa gemían en la gleba, creaban el tipo del alcalde íbero, que se las ha en ocasiones con el mismo rey, al que a veces representa. Con estos españoles, el Ayuntamiento, el Común, el Municipio, los organismos populares de redención, pasan al Nuevo Mundo, donde la institución del Cabildo ha sido reconocida por escritores extranjeros como un título de honor para la colonización española. Y ¿por qué esto? Porque municipios y cabildo eran autónomos, eran una creación de democratismo, de gobierno ejercido por el pueblo en representación de la voluntad popular. El de Salta, por ejemplo, a principios del siglo XVI, destituye a un Gobernador: el Marqués de Haro. En el cabildo de Buenos Aires, en 1590, el Alcalde Ibarra se niega a entregar su vara a la autoridad militar sin previa Cédula Real, porque estas instituciones ejercitaban derechos que, aunque no codificados, eran respetados, apoyados por el pueblo. Oponíanse como en Castilla, siempre que era preciso, a los avances del absolutismo. Algunos Ayuntamientos, como los de México y Lima, gozaban de los mismos privilegios que el de Burgos, capital de Castilla, reino el más liberal democrático de Europa en el medioevo. Las prerrogativas y fueros, por tanto, que dignificaban a aquellos castellanos que llenan con su gesta el Romancero caballeresco y llaman la atención de la
investigación moderna, pasan a América importadas con la acción energética y hazañosa de sus descendientes, los desbrozadores de la selva indiana. Y
siendo
para
España
las
dilatadas
comarcas
ultramarinas,
no
factorías
comercialmente, ni colonias, como lo eran las posesiones de los demás pueblos de Europa, sino pedazos apartados del mismo Reino español, concedíaseles el usufructo de las mismas leyes hispanas; y eran en las nuevas patrias, ciudadanos dotados de derechos tanto los blancos, como los hijos de blanco e india y los indios puros, declarados, como es sabido, hombres libres, por las leyes de Castilla. Existía en consecuencia más igualdad en la calumniada América Hispana que en la mayoría de las naciones europeas de la época. No por otra razón la historia virreinal está llena de alzamientos populares que tenían su razón de ser en hechos estimados por los criollos como atentatorio a sus derechos y a los privilegios de sus organismos de gobierno. De aquí que las palabras comuna, comunidad, comunidad de indios (que también existían) y comunero, maticen, como en España, la historia del continente desde la Florida hasta el Río de la Plata. No es pues de extrañar, teniendo presentes esta circunstancias, que movimiento tan impresionante como el de la Guerra de las Comunidades, hallase repercusiones aunque lejanas y, a veces, deformadas en América. Muchos de los conquistadores pertenecían a la época «comunera» española... Algunos fueron testigos, otros actuantes, en aquella contienda. Es natural que trajesen viva a América la tradición de la protesta candente; los recuerdos trágicos de la lucha; el eco de los anhelos sofocados en Villalar... Tal vez cuando sea investigado este sugestivo aspecto del pasado, que apenas nos es permitido en nuestro rápido boceto indicar, vengan a comprenderse mejor, determinadas agitaciones de la historia americana, que acá y allá fueron reproduciéndose a manera de lejanas inesperadas resonancias de la cruzada comunera española. El hecho es que cuando más el burocratismo absolutista deja sentir su influencia en el Continente, más visiblemente la protesta de carácter comunal se produce y cunde. Es que el mal que aqueja a la patria originaria se extiende a través de sus apartados dominios. La creación de las Audiencias, los impuestos, la venta de cargos públicos, y tantas otras novedades monstruosas, del régimen centralista, provocan estas agitaciones que no terminarán ya sino en la Emancipación, por donde resultarían tal vez prodómicos estos movimientos comuneros, dignos de una investigación revisora que todavía no ha sido
realizada. Para quienes la emprendan en lo futuro, señalaremos algunos jalones que aparecen como esporádicos a causa del carácter esquemático de este ensayo. En 1548 estalla en el Perú un formidable movimiento popular. El Consejo de Indias, presidido por Felipe II (príncipe aún) acababa de dictar complejísimas disposiciones que si por una parte parecían humanitarias pues suprimían las discutidas encomiendas, contra las que existía toda una literatura adversa interesada y discutible, por otra resultaban liberticidas puesto que atacaban los gobiernos populares. El Ayuntamiento de Cuzco protestó. Sería imposible en unas líneas exponer los caracteres de aquella sublevación, pero el hecho es que en ella del lado del Ayuntamiento estaban los defensores de los fueros comunales, quienes organizaron un ejército que se denominó de la Libertad contra otro llamado Realista. Sabido es que el célebre y en verdad notable clérigo La Gasca, representante del poder real, sofocó esta rebelión en la batalla de Xaquixaguana, a la que siguieron los inevitables suplicios. Más tarde, en 1592, la ciudad de Quito, es también teatro de populares convulsiones. Una cédula real ordenaba a la Audiencia que estableciera unas nuevas alcabalas del dos por ciento sobre toda venta. Era uno de los tantos expedientes odiosos a que se veía obligada a recurrir la exhausta Hacienda Real, agotada por las incesantes y absurdas guerras de religión y de familia. El Ayuntamiento de Quito se opuso, defendiendo los intereses municipales. El pueblo le secundó acudiendo a las armas. Una vez más una ciudad de origen ibérico iba al sacrificio en defensa de sus derechos comunales; una vez más, éstos eran sacrificados con el consiguiente tributo de víctimas en holocausto al poder central. En México, el sentimiento de la autoridad comunal, era tan poderoso, que una Junta de carácter municipal congregada, en 1623, llega a deponer al Virrey, siendo tal disposición acatada en la Metrópoli. Un siglo después, en 1723, es conmovido el continente americano ante los acontecimientos sorprendentes acaecidos en nuestra ciudad de Asunción, en la que estalla la compleja rebelión conocida en la historia del Nuevo Mundo con el nombre de Revolución de los Comuneros del Paraguay, que estudiaremos con el mayor detenimiento posible dentro de los límites de este ensayo, en el próximo capítulo. En 1794, el Cabildo de Santiago de Chile, libra también su batalla comunal. En esta ocasión el levantamiento se produce contra el Tribunal Superior de Cuentas y su jefe don Gregorio González Blanco, que elevará, apremiado por exigencias de la Real Hacienda,
las contribuciones de almojarifazgo y alcabala. Como en las otras ocasiones mencionadas, el Cabildo chileno defendía en ésta los intereses comunales, base de los que algún día serían «nacionales», chilenos; y el pueblo hizo causa común con el cabildo. Y es digna de ser tenida en cuenta esta circunstancia realmente significativa y simbólica, de la constante, uniforme y espontánea armonía entre pueblo y cabildo, lo mismo en México y Perú, que en Ecuador y Chile o que en Colombia y el Paraguay... Es hecho que se presta a meditaciones el de que estos elementos populares, que en ocasiones
se
denominaron
ellos
mismos
Comuneros,
amparasen
decidida
y
unánimemente a los Cabildos en América, como en España a la Comunidad; que secundasen en suma indefectiblemente la causa capitular que era la local y había de ser más tarde la «nacional», anticipándose a la actitud, que, andando el tiempo, habían de asumir los revolucionarios de la Independencia. Siendo así, y teniendo en cuenta el hecho poco conocido de que algunos agentes de estos «comuneros»; los de Colombia, en 1784 estuvieron en Inglaterra gestionando el apoyo de ésta, según ha sido afirmado (2) vendría a resultar que éstos, fueron en cierto sentido unos precursores de la Revolución emancipadora dignos de estudio detenido que no sabemos haya sido realizado. En España, alguien, describiendo las Germanías valencianas, señaló conexiones entre ellas y el levantamiento republicano del 69. Ahora bien: de cuantos movimientos se produjeran en América en el sentido que venimos estudiando, el que por su índole de especial afinidad con los hispanos, más nos interesa, es el denominado Revolución Comunera de la Nueva Granada, que con la lucha del mismo nombre en el Paraguay, constituye interesante apoyo documental de la doctrina e ideas que en este estudios hemos venido sosteniendo.
Era el año 1780, el mismo en que Tupac Amarú pretendió restaurar en el Perú el trono de los Incas. Reinaba en España el ilustre y nobilísimo monarca Carlos III rodeado de preclaros ministros, entre ellos el genial Conde de Aranda, que veían con dolor avecinarse la inevitable catástrofe engendrada por la errónea política absolutista. Ellos mismos, en el plano inclinado de un régimen absurdo, necesitaron crear el cargo de Visitador general de Rentas de Nueva Granada, que recayó en don Juan G. de Piñérez. Este Visitador, como era de temer, gravó la ya ingente masa de alcabalas, sisas, estancos, anatas, guías y tornaguías que formaban la intrincada red tributaria del deplorable sistema. El pueblo de lo que había de ser Colombia se levantó indignado.
Se constituyó en colectividad de defensa, que tomó el nombre de El Común, congregó representaciones de las ciudades, como otrora los partidarios del Común castellano, y rompió con las autoridades reales. No nos es posible detenernos en las incidencias de la lucha que vino a establecerse, y que ha sido descrita como una simple rebelión contra el abuso de los impuestos. A nosotros nos interesa especialmente indicar algo que no sabemos haya sido señalado hasta ahora, y es, el aspecto por el cual esta insurrección revela curiosísimas vinculaciones no ya formularias sino ideológicas con el comunerismo español. Abarcó el movimiento la provincia del Socorro, propagándose a toda la parte norte del Virreinato. Aquellos revolucionarios de El Común, colombiano, como los comuneros castellanos, destituyeron a los representantes de la autoridad real; redujeron los tributos y procedieron con caballerosidad ya que dueños absolutos del poder no mancharon su causa con un solo crimen. Como sus antecesores en Castilla manifestaron que no rompían con el Rey, sino con sus malas autoridades. Llegaron a reunir diez y ocho mil adictos, al frente de los cuales colocaron con la denominación de Generalísimo de los Comuneros a don Juan Francisco Berbeo. Y tal pánico provocaron que las autoridades reales se vieron obligadas a pactar haciéndose necesaria la presencia del prestigioso arzobispo que se personó ante la ciudad de Zipaquirá (a ocho leguas de Bogotá) sitiada por las fuerzas de «El Común». Allí se celebró el Convenio, que lleva el nombre de la ciudad, por el cual cedían los Comuneros colombianos en su actitud, reconocidas sus pretensiones. Y el articulado de éstas, es el que no puede menos de sugerirnos la hipótesis de que a sus redactores habían llegado reminiscencias de aquellas famosas «Peticiones» que los comuneros castellanos de la Junta Santa de Avila formularan ante el Emperador y que estudiamos en anterior ocasión. Estimulaban, en efecto, los comuneros colombianos la expulsión del Regente Piñérez, como los castellanos la de los altos dignatarios flamencos que gobernaban en el reino. Pedían la abolición del citado empleo como los castellanos la de otros cargos onerosos. Exigían la supresión de determinados tributos y la reducción de algunos, como los hombres de la Junta Santa de Avila. Pedían se suprimiera la obligatoriedad de la limosna de las Bulas de Cruzada; exactamente como los comuneros castellanos. Asimismo pedían estos revolucionarios
colombianos (y en estas palabras sí que ya nos parece estar escuchando como un eco del articulado de la Junta Santa) que no se obligase a los indígenas a celebrar fiestas contra su voluntad; que no hubiese jueces de residencia; y que los cargos se confiriesen a los americanos... ¡Como los hombres de la Junta Santa pedían que los empleos se confiasen a los españoles y no a los flamencos! Solicitaban finalmente, que los cargos fuesen elegidos por el Común de los pueblos; y la amnistía general. Triunfantes los Comuneros colombianos, como en cierto modo los castellanos, terminaron su cruzada y engañados en su buena fe expiaron, como éstos, en el patíbulo su anhelo de libertad. Era el segundo ensayo comunero en América. El primero fue el del Paraguay, que estudiaremos en breve. Y he aquí porqué decíamos que pueden inmolarse cruentamente las vidas humanas, pero no las ideas, que renacen y transmigran de unas a otras generaciones, y en tenaz metempsicosis, hasta hacerse cuerpo, sin que puedan aniquilarlas los errores ni las tiranías humanas.
CAPÍTULO IV (IX) LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES)
La anécdota de los psicólogos del Congreso de Gottinga y la verdad histórica.– El estudio de la Revolución Comunera del Paraguay exige una revisión de numerosos problemas históricos que no ha sido hecha.– Los jesuitas en el Paraguay.– El caos bibliográfico y documental referente al tema.– La Encomienda y la Reducción.– El Paraguay, teatro de la Revolución.– La Asunción comunera, según Fariña Núñez.– La ciudad levantisca.– Asonadas de 1572, de 1645, de 1671.– Paralelismo con la historia peninsular según una frase sugestiva de Estrada.– La llamada «Jesuit Land» fue implacable con los jesuitas.– El comunerismo halla campo favorable en el Paraguay.– La revolución comunera de Colombia y la del Paraguay.– El movimiento de protesta del Paraguay es una de las páginas más interesantes de la historia hispanoamericana.– Los precursores del democratismo europeo, en el Paraguay del siglo XVIII. Refiere el meritísimo escritor español Juderías Bender en su original obra La Leyenda Negra un hecho extraño más de una vez citado, que nos parece oportuno recordar en la ocasión presente. Es éste: En un congreso de psicología que en cierta ocasión se reunió en la universitaria ciudad de Gottinga, los congresales hicieron a costa de ellos mismos un peregrino experimento.
Una fiesta popular celebrábase a corta distancia de donde se hallaba reunido el congreso. Y sucedió, que repentinamente, se abrieron las puertas del severo recinto, y penetró en el salón de sesiones, nada menos que un payaso, seguido de un negro que le amenazaba con un revólver. Y en medio de aquel cónclave de psicólogos, el payaso cayó en tierra y el negro le disparó un tiro. Inmediatamente perseguidor y perseguido, ilesos, huyeron. Cuando el docto concurso – nos dice el narrador – se repuso del asombro que tan anómala escena le produjera, el Presidente rogó a los congresales que allí mismo redactasen algunos de ellos una relación del insólito hecho para esclarecer lo acaecido si intervenía la justicia. Cuarenta fueron los relatos. Pero de ellos, diez eran totalmente falsos; veinticuatro contenían detalles completamente fantásticos; y sólo seis, estaban de acuerdo con la realidad. Ocurrió esto, dice irónicamente Bender, en un congreso de psicólogos; y aquellos profesores que tan descaradamente acababan de faltar a la verdad, eran hombres honestos, consagrados al estudio, y que no tenían el menor interés en desfigurar un suceso que acababan de presenciar. ¡«Hecho profundamente desconsolador para los aficionados a la Historia»! – exclamaba – porque si esto acontecía entre personas cultas, de absoluta buena fe «¡qué no habrá sucedido con los relatos de los grandes acontecimientos históricos, de las grandes empresas, que transformaron el mundo, con los retratos de insignes personajes, que han llegado hasta nosotros a través de los documentos más diversos y de los libros más distintos por su tendencia, y por el carácter de sus autores! !Cuántas no serán las falsedades que contengan, los errores de que se hagan eco! Razones más que suficientes, hay, en efecto, para poner en tela de juicio las afirmaciones de los historiadores que parecen más imparciales y sensatos. La historia es, de todas las ciencias, la que más expuesta se halla a padecer el pernicioso influjo del prejuicio religioso y político, y el historiador que debiera escribir imparcialmente, despojándose de toda idea preconcebida y sin más propósito que el de descubrir la verdad, se muestra casi siempre apasionado en sus juicios, parcial en la exposición de los hechos, y hábil en omitir los detalles que destruyen su tesis y en acentuar los que favorecen su finalidad». Conociendo éste y otros peligros, hemos venido realizando, no obstante, la investigación que ahora toca a su término, deseosos, ya que no de apoderarnos de la verdad (cosa que vemos apenas fue posible en el Congreso de Gottinga, tratándose de un acto presenciado por cuarenta testigos) deseosos, decimos, de facilitar la tarea de los que algún día se animen a internarse mejor preparados que nosotros, en los arriscados
senderos que hemos procurado recorrer, en pos de los inciertos indicios y las veladas enseñanzas, que tan dificultosamente proporciona el pasado. Complejo en su esencia el tema general de las Comunidades peninsulares, así como el subsecuente de sus ramificaciones americanas, se diría que tal complejidad se acentuara al concretarnos al aspecto especialísimo del movimiento comunero paraguayo que apenas nos va a ser permitido reseñar. Porque para una exacta comprensión de los hechos que integran el caótico período durante el cual se produce la célebre Revolución Comunera del Paraguay, sería preciso realizar una revisión de los numerosos problemas no resueltos y de las emergencias no suficientemente estudiadas, que rodean al interesante momento histórico. No ya para decidirse en pro o en contra de unas u otras personalidades, o en apoyo de éstas y otras tendencias – actitud que puede ser más o menos cómoda, pero no siempre plausible en el investigador – sino para exponer con relativa exactitud los acontecimientos – tan deformados por numerosos historiadores, en su mayoría respetables – sería preciso poner a contribución buena parte de la historia colonial del continente en sus más intrincados aspectos. Se relaciona íntimamente, por ejemplo, el estudio de esta Revolución Comunera con el problema laberíntico y espinoso de las Misiones Jesuíticas del Paraguay. Y este problema, cómodamente resuelto por la crítica simplista y sectarista de unos y otros bandos, es, sin embargo, uno de los más complicados y difíciles de investigar, dentro del pasado paraguayo, científicamente concebido. Con monótona unanimidad, que, lejos de resultar convincente, nos aparece sospechosa, una extensa pléyade de escritores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, presenta – sabido es – a estas Misiones como uno de los cargos más condenatorios y aun más siniestros de la Compañía de Jesús, desde el punto de vista humano. Conocemos por razón profesional algunos cientos de indicaciones bibliográficas referentes a los jesuitas en el Paraguay. En su mayoría son adversas a la Compañía, quien sabe si con razón. Y sin embargo, Voltaire, que no podría en forma alguna sernos sospechoso, y que además demostró siempre especial interés hacia cuanto se relacionara con los ignacianos, tiene estas extrañas palabras, en su Ensayo sobre las costumbres: «La civilización en el Paraguay, alcanzada exclusivamente por los jesuitas, puede considerarse, en cierto modo, como el triunfo de la humanidad». No atenuamos en esta ocasión cargos, ni condenaciones, como tampoco acentuaremos defensas.
Señalamos un ejemplo, que evidencia cuán aleatorios pueden ser los juicios en materia, por lo visto, no suficientemente estudiada. Meditando sobre ello se comprende que habría que laborar hondo, y sobre todo laborar serenamente, antes de aceptar como incuestionable cuanto respecto a ese punto tan esencial para el perfecto conocimiento del período histórico comunero amontonó una crítica manifiestamente interesada o apriorística. Entremezclados más o menos directamente los intereses de los jesuitas en el Paraguay con los de otros elementos que intervinieron en la contienda comunera, recayó sobre algunos aspectos de ésta, la desconcertante confusión nacida de la ingente masa de literatura tendenciosa de los liberalistas, de los anónimos, de los sectarios, que tomaron parte en la lucha material originaria y en la polémica subsiguiente. Muchas fuentes de información quedaron a causa de ello contaminadas con el detritus de la parcialidad y aún del odio. Se recurrió a la publicación, no ya anónima, sino apócrifa, a la aderezada como perteneciendo a un partido ) contraria en el fondo al mismo; a la mixtificación documental y bibliográfica... Es conocida, por ejemplo, la importancia que los historiadores contrarios a las Misiones, conceden al célebre Memorial de Anglés y Gortari favorable al héroe comunero Antequera y contrario al régimen misionero. Y, sin embargo, no es tan conocida la afirmación de los defensores de las Misiones del Paraguay, en contra del conocido Memorial, al que denominan pseudo Gortari, y del que afirman, fue aderezado o amañado por una mano encomendera. El antagonismo existente entre jesuitas por uno parte y franciscanos por otra; o, también, entre los representantes del régimen misionero y los de las autoridades civiles, fue base también, de abundante información apasionada. A ella habrá que añadir, asimismo, la engendrada con motivo de los pleitos territoriales planteados entre las naciones española y portuguesa, en el Río de la Plata, así como las novelescas exposiciones y narraciones que, en diversos sentidos, enmarañaron los problemas históricos de este agitado período del pasado hispanoamericano. Establecido, durante los primeros tiempos de fa Conquista, el régimen de trabajo denominado de las Encomiendas, que era el civil, el de los creadores de la ciudad y de la familia coloniales, el de los desbrozadores de la selva, el de los «blanqueadores» de razas, es sabido que tal sistema fue atacado más tarde (dando origen a la literatura más tendenciosa, apasionada y cruel que existe contra España) por quienes, de buena fe, lo tacharon de inhumano; y por los que interesados en favorecer la llamada «Conquista
espiritual», propiciaron el régimen de la Reducción: el mecanismo de dominio y de trabajo patrocinado por los misioneros, que al fin triunfaron. La lucha que manifiesta o subterráneamente se entabló entre los defensores de la Encomienda y los de la Reducción, produjo asimismo su correspondiente documentación conexionada con los sucesos de los Comuneros. Y a ella habría aún que añadir, la derivada de los inevitables conflictos entre las diversas instituciones político o administrativas de la era virreinal; la de los antagonismos entre las naturales entidades de la región o de la provincia (animadas de explicables anhelos de autonomía) y las artificiosas de las jurisdicciones políticas; o, reduciendo el escenario: entre los inmediatos y a veces vitales intereses locales, germinados al calor de la comunidad o el Cabildo, de la Región, de la Provincia, y los lejanos intereses políticos – por desgracia no siempre claros – de las Audiencias y los Virreyes. De semejante caos informativo – en el que hemos visto naufragar a meritorios historiadores – vamos a entresacar algunas indicaciones que nos permitan conocer, siquiera esquemáticamente, los hechos salientes mediante los cuales la célebre Revolución de los Comuneros del Paraguay, se eslabona en la luenga y honrosa serie de ensayos libertadores realizados por la estirpe hispana antes de los días de la Emancipación. Por un curioso paralelismo con el pasado peninsular (en el que ya vimos de qué modo España pasara a la historia como la nación absolutista y de los Felipes y no como el pueblo de las libertades forales, de las Comunidades y de las Cortes) el Paraguay, que algún día había de describirse como naturalmente dominado por Francia y los López, fue, empero, en su era histórica antigua, altiva provincia, señalada más bien como levantisca, como foco de inextinguibles agitaciones, como teatro de incesantes y extraordinarias rebeldías, y aun cuna, como alguien afirmara, del liberalismo en América. No es retórico lirismo el de la evocación que, de la legendaria sede asuncena, hiciera el poeta, nuestro amigo y hermano espiritual, Eloy Fariña Núñez, en las páginas clásicas, serenas de su virgiliano Canto Secular. En ella, no hizo el vate otra cosa que dar forma imperecedera, en verbo de artista, a una verdad histórica. Y ved como surge ante el aeda la visión de la antigua ciudad hispanoamericana: Dice el poeta:
¡Asunción, la muy noble y muy ilustre,
la ciudad comunera de Las Indias, madre de la segunda Buenos Aires, y cuna de la libertad de América! Prolongación americana un tiempo de las villas forales de Castilla en las que floreció la democracia, de que se enorgullece nuestro siglo, en pleno absolutismo de Fernandos... En tus calles libróse la primera batalla por la libertad; el grande y trunco movimiento comunero te tuvo por teatro; el verbo libre de Mompó, anticipó la voz vibrante del cálido Moreno; el sol de mayo salió por Antequera. ¡Arrodillaos, opresores todos! ¡Compatriotas, entonad el himno!
Y aun añade después de una sentida estrofa dedicada a la libertad:
Sea execrada la memoria infame de todos los tiranos y opresores, y bendecida siempre la memoria de los infortunados Comuneros. Un bello monumento perpetúe aquel soberbio y trágico episodio...
Fue, en efecto, altiva, la antigua sede paraguaya, cuando no revolucionaria. Durante el Virreinato, «las agitaciones del Paraguay – dice el Deán Funes – (Ensayo de la Historia Civil del Paraguay, en Buenos Aires. 1816, T. Il) sólo cesaba lo que era necesario para tomar aliento. Su teatro – añade – no podía estar vacío mucho tiempo de esos dramas revolucionarios que lo habían ocupado tantas veces». Y el Contralmirante español Miguel Lobo dice: (Historia General de las Colonias Hispanoamericanas, Madrid, 1875, T. I). «Esta colonia vio con frecuencia interrumpida la tranquilidad, presenciando más de una vez la prisión de sus Prelados, la destitución de sus primeras autoridades y otros trastornos infalibles en república que – puede decirse –, no tuvo por asiento el respeto a la justicia, y mucho menos a los encargados de administrarla». Así fue realmente. Ya, desde los primeros momentos de la conquista, se observa esta característica. En los lejanos días de Felipe de Cáceres, en los albores de la indecisa vida colonial, en 1572, ya Martín Suárez de Toledo, lánzase a las contadas calles de la incipiente Asunción al grito de protesta. Cuenta el caso, el glorioso cronista Ruy Díaz de Guzmán, ilustre hijo del pueblo hispano-paraguayo y primer historiador del Río de la Plata: «... Al tiempo – dice – que sacaban de la iglesia a Felipe de Cáceres para ponerle en prisión, salió la plaza Martín Suárez de Toledo, rodeado de mucha gente armada, con una vara de justicia en las manos apellidando libertad; y, juntando así muchos arcabuceros, usurpó la real jurisdicción... Y al cabo de cuatro días, mandó juntar a cabildo para que le recibiera por Capitán y Justicia Mayor de la provincia... con que usó el oficio de la real justicia, proveyendo tenientes, despachando conductas y haciendo encomiendas y mercedes...». Hemos indicado antes de ahora el papel que correspondiera a los Cabildos en la historia de lo diversos movimientos liberadores del Continente como centros de autonomismo y como encarnación del sentimiento netamente ibérico, democrático, de los distintos pueblos del Nuevo Mundo. El cabildo asunceno – que ya veremos hasta qué punto llevó la exteriorización de dichos sentimientos – se había señalado, como queda dicho, desde sus momentos iniciales, en este sentido. Entre otros hechos, dos, especialmente, nos lo recuerdan.
En 1645, el Cabildo, contra los derechos del Virrey del Perú, de la Audiencia de Charcas, elige coma gobernador, nada menos que al célebre levantisco Obispo Fray Bernardino de Cárdenas, quien, en unión del pueblo y sin detenerse en detalles, expulsa a los jesuitas promoviendo uno de los más ruidosos alborotos políticos que registra el pasado rioplatense. En 1671, siendo Gobernador del Paraguay don Felipe Rege Corvalán, como fuera acusado de negligencia en el desempeño de sus funciones, el Cabildo acordó la destitución del mandatario, que fue depuesto, apresado y remitido a la Audiencia de Charcas, haciéndose la Comunidad cargo del mando político y militar de la Provincia, con este motivo. La enumeración de casos similares sería interminable. Las lucha, asimismo, del Cabildo contra la Compañía de Jesús no fueron menos enérgicas, llegando a veces a la violencia, y en más de una ocasión, a la expulsión de la Compañía, con asombro y sobresalto general de las autoridades virreinales a las que, incesantemente, inquietaban las estupendas convulsiones de la Comuna asuncena. Hemos hablado de paralelismo con la historia peninsular. Ved aún un ejemplo, referente al punto que tratamos. Como España viene a ser, ante sus enemigos, representación de la nación inquisitorial por antonomasia (aunque, repitámoslo siempre, ni la Inquisición fue obra española ni en España entró sino violentamente) el Paraguay, del cual el nombre tantas veces fue vinculado al de los jesuitas (hasta el punto de que el escritor Koebel titula una obra In Jesuit Land) registra en su historia la más constante, ruidosa y violenta lucha que pueblo alguno sostuvo contra la Compañía. «En el Paraguay dice a este propósito el Deán Funes eran mirados estos religiosos como enemigos». La aversión a ellos añade «crecía como crecen las plantas ponzoñosas a la sombra de los árboles» (Ensayo etc., T. Il). Ya veremos cómo se exterioriza esta aversión cuando la Comunidad ejerza el mando supremo en el período de la Revolución Comunera. El investigador argentino José Manuel Estrada, a quien debemos el interesante Ensayo sobre la Revolución de los Comuneros del Paraguay (¡única obra existente sobre el tema, dejando aparte la de Lozano!), ya observará en cierta ocasión este amor a su autonomismo por parte de los antiguos hijos de la Colonia. «Los paraguayos eran, dice, celosos de su derecho, y en repetidas ocasiones probaron que sabían buscar con energía el ideal en que fundada o ilusoriamente cifraban la ventura común y resistir con vigor a
todos los avances de las doctrinas, o de los poderes opuestos. Así se mantenía el nervio popular... ( «Ensayo... » ) . Y como estas afirmaciones contradirían en algún modo las conclusiones que constituyen la tesis de la obra que a su debido tiempo estudiaremos, añade el culto escritor: «Mas o renunciamos a explicarnos el fenómeno extraordinario, que encierre su historia (la historia del Paraguay), o convenimos en que la altivez y la actividad apasionada de los partidos, se conservaban o se producían durante el coloniaje, merced al elemento puramente español, que predominaba en las altas regiones y que estimulaba perseverantemente el ánimo de la multitud». El mismo Estrada, censurando ciertos aspectos de la Revolución Comunera, tiene en otra ocasión esta frase sugerente a la que él mismo no concede el valor que realmente posee: «Pareciera – dice – que el corazón de Irala latiera en todos los pechos (paraguayos), reproduciendo exagerado en el nuevo pueblo el orgullo de los Fueros vascongados». He aquí, una pequeña alusión interesante: en el nuevo pueblo latiera el orgullo de los fueros vascongados...! Esta verdad, empero, a Estrada, que no era federalista ni partidario de las Comunas y de los antiguos fueros municipales hispanos ni hispanoamericanos, nada le dice; porque nada dice en realidad a quien estudie aisladamente el derecho de estos o aquellos fueros peninsulares, sin ver en el vasto y típico sistema íbero, la expresión del tenaz sentimiento la libertad exteriorizada sistemática y característicamente en la contienda secular del pueblo español, que halla su culminación en el sacrificio heroico de la Guerra de las Comunidades y sus ramificaciones en el Nuevo Mundo. *** No es pues de extrañar, dados estos antecedentes, que un movimiento como el de los Comuneros españoles, que hemos visto repercutir más o menos remotamente en América, encontrarse campo especialmente favorable en el Paraguay. Lo halló a su hora, cuando los problemas de la Comunidad y del autonomismo regional, en pugna en una u otra forma con las rigideces del centralismo, revelaron al pueblo su vinculación inmediata, tradicional, y natural, con la entidad popular democrática y netamente hispana del Cabildo, en oposición a la arbitraria de las jurisdicciones políticas absolutistas
representadas en cierto modo por la Audiencia y el virreinalismo. Y nos hemos detenido en estos antecedentes porque ellos explicarán, más tarde, como un credo que aparentemente, viene de allende fronteras, produce tan rápidos y violentos efectos en el ambiente paraguayo, descrito no pocas veces como una especie de mar muerto, inmovilizado por el influjo de la Compañía de Jesús y la férula de las sucesivas dictaduras. *** La Revolución Comunera del Paraguay fue anterior a la de la Nueva Granada, e indudablemente, podría verse en ella la primera agitación americana liberadora: como la continuada de las Comunidades españolas fue anticipo de célebres luchas posteriores, más afortunadas, ya que su sacrificio culminó en el triunfo de la libertad. Acaeció el movimiento comunero colombiano en 1780. El del Paraguay, puede decirse comienza en los días del Gobernador Don Diego de los Reyes Balmaseda, teniendo, a nuestro parecer, su primer momento de exteriorización en el Cabildo abierto de 1723. Fue de breve duración el movimiento de la Nueva Granada. Perduró a través de luengo período de tiempo el del Paraguay, que, desde 1723, persiste en ininterrumpida actividad, hasta la derrota de los Comuneros por Bruno Mauricio de Zabala en 1735; enorme interregno si se medita que la lucha se inicia henchida de violencia, como no se registran, acaso, otras en el pasado rioplatense. En este período, desde 1717, en que toma posesión Reyes Balmaseda, hasta la derrota de 1735, desfilaron por el gobierno del Paraguay quince mandatarios. Durante este período, hubo batallas en las calles y en los campos, entre Comuneros y Virreinalistas; vienen de luengas tierras héroes y tribunos populares que levantan en masa el país; se predica ruidosamente en las calles asuncenas (que algún día, silenciosas, verían la figura claustral del Dictador Francia deslizarse solitaria), se predica, decimos, la doctrina de la prioridad de El Común sobre toda otra autoridad; el pueblo y el Cabildo gobernarán autónomamente; se creará, con asombro de los tiempos, nada menos que una Junta Gubernativa, en pleno siglo XVIII, cuando aún no se había producido la Revolución francesa. Y esta Junta Gubernativa elegirá un Presidente de la Provincia del Paraguay; y aún hará algo más: expulsará violentamente a los jesuitas anticipándose al temerario acto de Carlos III, que tanto sorprendió a Voltaire. Y tales serán las proporciones que asumirá el movimiento, que, representantes del Virrey, vendrán a sofocarlo. Y serán derrotados. Y todo resultará excepcional, anarquizante y
extraordinario. Un obispo, como en tiempo de Fray Bernardino de Cárdenas, ejercerá funciones de gobernador asumiendo el mando por decisión del pueblo. Durante esta revolución, en suma, como dice Estrada, «van a levantarse a la mirada del historiador partidarios fanáticos, vaciados en el molde de Clodio; tribunos revolucionarios a manera de Dantón; políticos hábiles y víctimas ilustres dignas de vivir en la memoria de las presentes y venideras generaciones de América». Tal será la conflagración que conmoverá los cimientos del gigantesco edificio de la Compañía de Jesús preparando su caída en los días de Carlos III, por donde el Paraguay vendrá a vincularse a la gran historia universal. Y perseguidos y expulsados los jesuitas, se verán obligados a tomar parte en la lucha. Y entonces, como dice con gráfica frase el Dr. Cecilio Báez (¡en el único estudio paraguayo que existe sobre los Comuneros, aparte del capítulo de Garay en su Historia!) entonces, arderá Troya. Los jesuitas tocarán todos los resortes para imponerse. «El Papa, el Rey, el Virrey, la Audiencia de Charcas, todas las potestades soberanas» entrarán en juego hasta que la causa de la Comunidad, desmayada y agotada, en lucha contra innúmeras adversidades, venga a ser ahogada en sangre, como lo fueran las Comunidades castellanas, o las Germanías de Valencia, o El Común colombiano; permitiendo el triunfo del absolutismo centralista, que en España se afianza luengo tiempo y en América caduca en los días nemesiacos de la Emancipación.
CAPITULO V (X) LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (DESARROLLO)
El grito de «Libertad» en los primeros momentos de la vida asuncena.– Irala (1544); Martín Suárez de Toledo (1572); Antecedentes de la rebelión.– Don Diego de los Reyes Balmaseda.– Impopularidad.– El Informe de Anglés y Gortari y otros elementos de juicio.– Necesidad de una revisión crítica de hechos y de testimonios. Don José de Antequera y Castro, arriba al Paraguay.– Diversos juicios emitidos sobre el Jefe Comunero.– El conflicto entre la autoridad virreinal y la comunal.– El Común asunceno se declara soberano.– Expulsión de los jesuitas en 1724.– Antequera, remitido a Lima. El encuentro con Fernando de Mompós.– El extraño apóstol-tribuno, deviene el nuevo Jefe Comunero.– Comuneros y Contrabandos.– El Común, autoridad suprema del
Paraguay. Una «Junta Gubernativa» y un «Presidente» en 1730.– José Luis Bareiro.– La primera traición.– Suplicio de Antequera.– Nueva expulsión de los jesuitas. Se extingue la Revolución; que fue un eco trágico y significativo, honroso para la historia del Paraguay, de la enconada lucha por rechazar el absolutismo monárquico (centralista y foráneo), opuesto al antiguo régimen hispano de los Fueros, de las Autonomías regionales. Indicamos en el anterior capítulo, algunos antecedentes que precedieron, en la interesante historia hispano-paraguaya, al movimiento – que vamos a reseñar finalizando este ensayo sobre el Comunerismo –, a la vez que señalábamos algunas de las dificultades existentes para su estudio. Vimos también de qué manera desde los primeros días de la Conquista, la naciente ciudad de la Asunción, fue teatro de turbulencias promovidas más o menos casuísticamente al grito de Libertad, tan caro a aquello inquietos conquistadores que acababan de abandonar la agitada patria hispana cuna de las Comunidades. Es curioso constatar que este grito peligroso, tantas veces antaño y hogaño transformado en disfraz y señuelo de deplorables ambiciones, resuena ya en las rudimentarias calles asuncenas apenas fundada la ciudad colonial. En 1544, a la voz de «¡Libertad!» los partidarios de Martínez de Irala prenden al gran Álvar Núñez. No eran dueños aún del suelo que pisaban aquellos osados argonautas y ardía ya en ellos, como observa Zinny, el fuego de los antagonismos. Nosotros nos permitimos sugerir que si algún día se ahondase en el estudio de estos antagonismos, se vería que ellos arrancaban de las luchas castellanas, de las divergencias de los partidos y regímenes peninsulares entonces en pugna. Irala, el cofundador, el coiniciador del núcleo hispano paraguayo deponiendo a Álvar Núñez, el Adelantado, el «enviado», podría resultar el primer insurgente de la historia paraguaya, el cual aunque en forma poco simpática, ya representa en cierto modo, y de ahí su grito de «Libertad», un precoz sentimiento de autoridad local, de vida autónoma en el núcleo originario, que ensaya oponerse al mandatario del exterior. Podría representar el vasco Irala, en el reducidísimo escenario, un aspecto del característico antagonismo íbero entre las pequeñas entidades autónomas, del terruño, locales, y los representantes del poder absoluto centralista, contrario a todo fuero. Después de Irala, veremos a Martín Suárez de Toledo, lanzándose a su vez a las calles al grito igualmente de «Libertad», cuando la caída de Felipe de Cáceres. Y los ecos de estos gritos continuarán repitiéndose en la historia paraguaya, hasta los días de los Comuneros en que alcanzarán culminante resonancia transponiendo clamorosos y
amenazantes los limitados ámbitos de la región y llegando a inquietar las Audiencias y los Virreyes lejanos. Son antecedentes, éstos, dignos de ser tenidos en cuenta, puesto que ellos explicarán cómo ideas que al parecer vinieron de fuera, importadas, según se ha sostenido generalmente, por el revolucionario Antequera y el tribuno Mompó, prenden rápida y violentamente
en
el
ambiente
hispano-paraguayo
produciendo
la
conflagración
Comunera.
Procuraremos, ahora, bosquejar una rápida exposición de los hechos que motivaron y constituyeron el luengo y complicado capítulo paraguayo en la gran epopeya de nuestros antepasados, los grandes varones de la estirpe común extendida a uno y otro lado del océano.
Sabido es que, en 1717, tomaba posesión del cargo de Alcalde Provincial de la Asunción don Diego de los Reyes Balmaseda, contraviniendo una Ley de Indias que prohibía proveer cargos en vecinos de la ciudad donde habían de ser desempeñados, ley que por lo visto, no existía o no fue tenida en cuenta en los días del asunceno Hernandarias, primer criollo que ejerció el mando en América. Contravención aparte, Reyes no supo hacerse grato en el gobierno. No es posible – advirtámoslo ya – detenernos a juzgar aquí a Reyes ni a los innumerables personajes que irán interviniendo en los acontecimientos. Ya indicamos cuán contaminada de parcialismo es la documentación a ellos referente. Reyes, según los partidarios de los Comuneros, resultaría un gobernante arbitrario y odioso. Pero versiones opuestas le presentan como una víctima de intrigas locales que terminaron por perderle. Asimismo, Antequera, héroe y mártir de la jornada, fue pintado como un usurpador ambicioso y rapaz o ensalzado a la altura de las figuras epopéyicas. Tal acontecerá con las demás personalidades de la época. No nos proponemos en esta ocasión hacer crítica sobre los complejos incidentes de este período en el que intervinieron según la gráfica frase de un crítico, «todas las potestades soberanas» con sus respectivos representantes. No podríamos, por lo demás en esta sinopsis, juzgar hechos que en su mayoría permanecen aún en el proceloso mar de la documentación no depurada. Evitaremos así en lo posible la actitud poco científica,
de quienes conviniendo en que los testimonios existentes son contradictorios, no vacilaron, empero, en juzgar, ya con acritud, ya con entusiasmo, los hechos. Consigna por ejemplo, Estrada, en su Ensayo, que Charlevoix en su célebre Historia como enemigo de los Comuneros, no armoniza en la narración de los acontecimientos con las versiones de los partidarios de Antequera. Y que las cartas del Obispo Palos al Rey, y a Antequera, así como las de éste; o, el citadísimo Informe de Anglés y Gortari, son piezas todas ellas «que se contradicen terminantemente». Pudo haber añadido el erudito argentino a estas piezas otras tantas de su género y la contradicción no hubiera desaparecido. Porque para ello sería imprescindible, repetimos, un previo análisis crítico de la documentación existente. Sobre la base de estas previas advertencias, afirmamos que don Diego de los Reyes no supo captarse la simpatía de sus gobernados. Prescindió del consejo de los principales del país y, como observase la existencia de un núcleo de enemigos, persiguió a sus representantes, entre ellos al Regidor General José de Avalos y Mendoza, personaje prestigioso a quien antes había procurado atraerse sin resultado. Ya por entonces – consignemos el hecho – apareció una Memoria anónima agraviante para Reyes. Esta Memoria – primera de una deplorable serie que caracterizará a la época – fue atribuida a Avalos o por lo menos a sus amigos, los magnates, habituados por tradición encomendera, a obrar ex super et contra jus siempre que les convenía. Reyes, que produce la impresión de los mandatarios bien intencionados pero impopulares, procuró contener los avances de la animosidad creciente, pero no logró realizarlo. Se vio obligado a perseguir duramente a los amigos y la familia de Avalos. De ésta, Don Antonio Ruiz de Arellano, yerno del Regidor, huyó de la Asunción y se refugió en Charcas. Las acusaciones llegadas a la Audiencia contra Reyes obligaron a que ésta dictase dos autos. Por uno de ellos, en enero de 1720, el juez Don José de García Miranda, residente en la Asunción, intimaba a Reyes en nombre de la Audiencia, a libertar a sus perseguidos y le exigía la aclaración de los cargos formulados. A la intimación del juez, Reyes, respondió haberse ya dirigido a Charcas; y persistió en su actitud. Pero las acusaciones de tantos enemigos resultaban graves. Aparecía Reyes como promotor de una guerra a los indios, contra disposiciones reales y en perjuicio de la tranquilidad de la Provincia; se le acusaba de haber tomado militarmente los caminos para impedir llegasen quejas a Charcas, interceptando la correspondencia; se le recordaba estar incapacitado para el mando sin dispensa; etc. De aquí el otro auto, por el cual, se le
ordenaba al Cabildo exigiera a Reyes la inmediata presentación de la dispensa de naturaleza y que, en caso de no existir ésta, fuese depuesto. Reyes desacató también al Cabildo arruinando su causa definitivamente. Con torpeza suma transformó una lucha poco menos que personal en política, proporcionándole caracteres
transcendentes.
Menospreciando
al
Cabildo
hiere
la
representación
típicamente popular, que como el Municipio hispano, luchará por hacer respetar sus fueros; y ya veremos como ese sentimiento característico de autoridad comunal hollada, se complica, alimentando una revolución que no termina sino después de formidables esfuerzos. En esta ocasión, ante el desacato de Reyes, es cuando la Audiencia de Charcas, resuelve enviar (20 de noviembre de 1721) un representante a la Asunción para que informe sobre tan anómalo estado de cosas, y nombra, como tal Juez inquisidor, a Don José de Antequera y Castro, que estaba llamado a ser el famoso Antequera, héroe de La Revolución Comunera en el Paraguay, mártir de ella más tarde, expiando en el cadalso de Lima su gesta enigmática y ruidosa. Arribó Don José de Antequera y Castro a la Asunción el 23 de julio de 1721 (27, según Garay, 15 de setiembre según Zinny) fecha memorable en los anales hispano-paraguayos ya que marca el comienzo de un período de inauditas emergencias que no terminará hasta 1735, catorce anos después. Portaba el héroe un pliego cerrado, que debía abrirse en presencia del Cabildo. Eran las instrucciones de la Audiencia para el caso de que resultase demostrada la culpabilidad de Reyes. Según estas instrucciones, en el caso mencionado, Antequera debía asumir el mando. Reunido el Cabildo, Reyes resultó culpable siéndole probadas las acusaciones mediante numerosos testigos (¡Honi soit qui mal q pense!). Y don José de Antequera tomó, en consecuencia, posesión del mando (14 de setiembre 1721) iniciando el juicio contra Reyes, al que dio su casa por cárcel y amplia libertad para su defensa. (Se dice que ésta vino a formar un monstruoso conjunto de setenta y seis expedientes con unas catorce mil páginas). Pero que temeroso el depuesto Gobernador de alguna violencia, huyó a Buenos Aires. Mas aconteció que en esta ciudad, Reyes vino a encontrar nuevos despachos por los que resultaba repuesto. Y que en virtud de ello tornó a su cargo. Ésta es la versión de los hechos transmitida por los partidarios de Antequera. No así la de los adversarios, quienes describen al Juez peruano, llegando a la ciudad cuando el
Gobernador Reyes estaba recorriendo las Misiones y aprovechando tal ausencia para preparar el proceso más capcioso de que existe memoria. Nada podemos afirmar en esta ocasión, en uno u otro sentido. La figura de Antequera, está pendiente, como otras de la historia hispanoamericana, de un estudio científico que no ha sido hecho. Acerca de ella existen ditirambos o acusaciones, loas, libelos, pero falta un estudio crítico. Y tan enigmática aparece su verdadera personalidad, que el investigador Cortés llega al colmo de la confusión imaginable, al error que casi tiene algo de simbólico, de creer que hubo dos Antequeras diferentes; el mártir de la libertad, al cual ensalza; y «José Antequera y Castro» que el bueno de Cortés creyó otro personaje, ¡al que describe como un usurpador ambicioso! Y nos explicamos la confusión del biógrafo Cortés, pues parece inconcebible que sobre una misma persona hayan podido emitirse juicios tan divergentes. José de Antequera y Castro (Enriques y Castro, dice Zinny) era peruano, natural de Lima y de noble estirpe. Había recibido exquisita educación. Poseía singular inteligencia realzada por el estudio. Sus Cartas al Obispo Palos, y otros documentos que de él hemos leído, son producto de un espíritu culto. Y no es de extrañar que por sus méritos fuese nombrado ya Procurador fiscal, ya Protector de Indios en la Real Audiencia, ya Caballero de la Orden de Alcántara y, finalmente, Juez pesquisidor en el Paraguay. Pero, según frase de Estrada, admirador del Jefe Comunero, «solo un tizne» hallaríamos en él: «su avaricia que corría parejas con su ambición». ¡Y fueron éstos los defectos más tolerables que le conocieron adversarios e indiferentes! Veamos nosotros su acción al frente de los destinos paraguayos, en lo que se relaciona con nuestro ensayo. A las nuevas del regreso de Reyes, el Cabildo asunceno decide contrarrestar los efectos de la reposición del impopular gobernante, suplicando al Virrey contra ella, y a la vez ratifica solamente el reconocimiento de la autoridad de Antequera. Reyes – dícese – se detiene en Candelaria; allí es reconocido Gobernador y con auxilio de los jesuitas forma un ejército de indios al frente del cual coloca a su hijo Don Carlos, y avanza hasta Tobatí. Retírase después a Corrientes y allí permanece embargando las mercaderías paraguayas, hasta que emisarios de Antequera se apoderan violentamente de él, y le conducen a la ciudad donde lo encarcelan.
Ante las protestas de Reyes y sus partidarios, el Virrey ordena a Baltasar García Ros, Teniente Real en Buenos Aires, que acuda al Paraguay a reponer a Reyes e intimidar a Antequera que se presente en Lima. Es en este momento cuando el Cabildo asunceno acuerda solemnemente no acatar ni a Reyes como Gobernador, ni a García Ros como enviado del Virrey; y ratificar una vez más en el mando a Don José de Antequera. Y es, a nuestro parecer, éste el momento en que reafirmándose el Cabildo en su soberanía, inicia realmente la Revolución. *** La comunidad asuncena es, a partir de este hecho, árbitro de los destinos del país. Así lo comprenden las autoridades reales que conminan al Gobernador de Buenos Aires, Don Bruno Mauricio de Zabala, a que se dirija a Asunción. Delega éste en García Ros que parte con dos mil hombres auxiliado por los jesuitas. Son todos los poderes reales: el Virrey, el Gobernador, la Compañia, el Ejército, los que ahora amenazan al Paraguay. Pero el Cabildo (julio, 1724) ha resuelto resistir; y más aún: reunido de nuevo en 7 de agosto de 1724, decreta nada menos que la expulsión de los jesuitas en el perentorio término de tres horas... Y lo que el monarca Carlos III había de hacer, no sin sigilosos y arduos preparativos, el 31 de marzo de 1767 (con estupefacción de la cristiandad y asombro de Voltaire), lo realiza instantáneamente el Cabildo Asunceno en aquellos angustiosos momentos. «Puesta la tropa sobre las armas – dice el Deán Funes – atravesaron la ciudad estos religiosos, de dos en dos, por entre una multitud que corrió a ver el espectáculo». Consumado aquel acto, Antequera marcha al encuentro del ejército invasor que acampaba en el paso del Tebicuarí. La suerte le es favorable y merced a una estratagema de guerrillero logra desbaratar las fuerzas de García Ros y derrota al ejército real, regresando triunfante a la Asunción. Mas, por desgracia para su causa, el nuevo Virrey del Perú, el enérgico Marqués de Castelfuerte, ordena terminantemente a Zabala que se dirija personalmente al Paraguay, prenda a Antequera y le remita a Lima. Y el Gobernador de Buenos Aires, al frente de un ejército reforzado con seis mil guaraníes misioneros se dirige, en enero de 1725, contra los revolucionarios.
Ante esta amenaza, Antequera tiene que abandonar la ciudad para reclutar elementos, dejando en ella como delegado a don Ramón de las Llanas. Zabala entra en la Asunción (29 abril, 1725) liberta a Reyes y nombra Gobernador interino a don Martín de Barúa. Y he aquí que, en la imposibilidad de resistir Antequera, se ve obligado a refugiarse en Córdoba. El destino ahora le será adverso; ya no se volverá al Paraguay. Su obra será continuada. Los vientos por él agitados engendrarán tempestades, pero él ya no las presenciará. Esperanzado en la Audiencia, se dirigirá a Charcas donde será preso y remitido a Lima. *** Nos encontraremos ahora ante un caso extraordinario y novelesco. Y es el de que, ya en la cárcel de Lima, Antequera, fuertemente engrillado y su vida amenazada, por singular ironía del destino, en los momentos en que su poderío humano decae, sus ideas en cambio vienen a recibir inesperado nuevo impulso. Es que en la soledad de la prisión, Antequera ha encontrado la amistad de un espíritu entusiasta y raro: el de Don Fernando de Mompós, como él también privado de libertad. Este extraño Mompós, era un espíritu vehemente y exaltado, animado por nobles impulsos de apostolado y proselitismo. Las prédicas comuneras de Antequera, habían hecho nacer en su corazón la quijotesca empresa de continuar la obra de Antequera en el Paraguay, luchando en él por la libertad. Obsesionado por esta noble idea, no sabemos cómo, sale de su prisión, ni qué instrucciones recibiera. Sólo sabemos que abandonando a Antequera, logra encaminarse al Paraguay. No poseemos datos sobre esta singular figura. El historiador Miguel Lobo confiesa que le fue imposible conocer su origen. Estrada dice que era abogado de la Real Audiencia. No sabemos, ciertamente, de dónde era. Alguien le hace panameño. Su apellido, escrito Mompo, Mompó, y Mompox, debió ser Mompós, denominación geográfica colombiana y española. El P. Lozano dice que «se intitulaba» Fernando Mompó de Zayas el enigmático agitador, al cual llama «mal hombre» y «monstruo abortado en el suelo valenciano», en su Historia de las Revoluciones del Paraguay, obra notable, tesoro de datos importantes, aunque, como es comprensible, en ocasiones apasionada y parcial. ***
Mompós era elocuente. En Asunción declaróse valientemente Comunero; es decir comenzó a predicar públicamente la doctrina de que la autoridad de la Comunidad no debía reconocer superior. Tribuno entusiasta, explicaba en las calles asuncenas, en 1729, que la voluntad del Monarca y todos los poderes que de ella derivan estaban subordinados a la del Común; que la autoridad de la Comunidad era permanente e inalienable y que ella preexistía a todas las modificaciones de la Monarquía, viniendo a ser forma y molde del Estado... Estas palabras, en opinión de Estrada, condensaban el fondo de las doctrinas de Mompós. El paso de este tribuno por el Paraguay produjo una honda conmoción política. Asunción quedó dividida en dos bandos: El de los que se denominaban ellos mismos Comuneros y el partidario de las autoridades reales, que fue denominado irónicamente Contrabandos. Y la revolución latente estalló cuando el Gobernador Barúa, que había sabido hacerse grato al Común fue sustituido en 1730 para nombrar a Don Ignacio Soroeta, pariente del Virrey. Los Comuneros declararon que no reconocían otra autoridad que la de Barúa y el Cabildo intimó a Soroeta a salir inmediatamente de la Provincia. Soroeta partió y, como Barúa se negase a continuar en el mando, el Común vino a quedar como autoridad suprema del Paraguay. La revolución comunera había triunfado. Dueños del mando, los Comuneros depositaron la autoridad en una Junta Gubernativa. Recordemos que estamos en 1730; que aún no se ha producido la Revolución Francesa. Y detengámonos un instante, respetuosamente, ante aquellos nuestros antepasados comuneros, que aquí en el Paraguay, como antes en las ciudades castellanas, constituían estas Juntas de Gobierno que si no pudieron triunfar fue porque anticipándose a los tiempos advinieron a la historia antes de la hora propicia. Llega el momento en que esta Junta Gubernativa, con intuición democrática, elige un Presidente y éste recibe el título de Presidente de la Provincia del Paraguay, siendo designado para ejercerle don José Luis Bareiro. Por desgracia, éste – ¡amargo triste presagio! – siendo el primer Presidente de la Primera Junta Gubernativa del Paraguay, estaba destinado a traicionarla. Bareiro, en quien acaba de depositar su confianza la representación popular, ¡traiciona, en efecto, la causa de ésta! Tiende una celada a Mompós, le prende y le entrega a las
autoridades argentinas. Más humanas éstas, dejan escapar al tribuno que huye al Brasil donde se sume de nuevo en el misterio de donde surgiera... El traidor Bareiro tuvo que luchar en las calles con las fuerzas que le depusieron. Sucedióle en el mando Miguel de Garay y Ant. Ruiz de Arellano, que envía a Charcas diputados para legalizar los procedimientos del Común. Desgraciadamente la Revolución desmayaba, entrando ya en el deplorable período de la anarquía. En 1721 veremos a un franciscano, Fray Juan de Arregui, ocupando el poder. Es en estos momentos cuando el repudiado Gobernador Soroeta llega a Lima y denuncia el estado del Paraguay. A sus palabras precipitan la condena de José de Antequera. Éste, muere, como es sabido, camino del suplicio. Todos recordaréis el lúgubre episodio. El pueblo limeño impresionado ante la figura legendaria del caudillo, imploraba el perdón de la víctima. Ésta fue muerta de un balazo antes de llegar al cadalso, en el que no obstante se consumó el feroz formulismo de la decapitación de un cadáver. Cosas del tiempo fueron... Con el peruano Antequera, perece ajusticiado el paraguayo Juan de Mena, Alguacil Mayor, acusado como cómplice. La indignación que estos trágicos hechos produjeron en el Paraguay ocasionó sangrientas agitaciones. El pueblo se dirigió al Colegio Jesuítico que fue asaltado y profanado, siendo masacrados algunos padres que inmolaran las turbas en represalia de las víctimas limeñas. Y se produjo una nueva expulsión de la Compañía; era la tercera. Del furor popular participaron las mujeres, entre las cuales, la hija del ajusticiado Juan de Mena, de luto por su esposo, el comunero Ramón de las Llamas; cuando recibió la impresionante nueva del suplicio de su padre, arrojó las negras vestiduras, presentándose vestida de blanco en homenaje a los sacrificados por la Libertad. Exhaustas ya las fuerzas populares, sin tribunos como Mompós, traicionadas por lo Bareiros, y sin cabeza dirigente, fueron extinguiéndose lentamente, hasta que Zabala, en 1735, invade de nuevo el Paraguay con seis mil veteranos y vence en Tabapy a los restos de las fuerzas comuneras. Tabapy es el Villalar de estas luchas comuneras paraguayas. *** Salvando épocas y ambientes y examinando en conjunto los hechos, en Castilla las Comunidades, en Valencia las Germanías, en Nueva Granada la Revolución Comunera,
en el Paraguay la de los Comuneros Paraguayos, aparécennos como formas diversas de una protesta similar formulada por un mismo pueblo herido por parecidos males. La Revolución de los Comuneros Paraguayos fue, en cierto sentido, una protesta más, un lejano eco trágico de la secular, cruenta lucha entablada entre el absolutismo monárquico centralista y el antiguo régimen hispano de las autonomías locales; entre el poder absorbente y cesáreo implantado a sangre y fuego – repitámoslo siempre, por Carlos de Borgoña –, y el legendario autonomismo peninsular, ibérico; entre la voluntad omnímoda del Imperator augustus extranjero y la de las véteras instituciones populares hispanas, no resignadas a desaparecer, y que, si en el Nuevo Mundo revivieron mediante la Emancipación, en la Madre Patria tal vez resurjan cuando suene la hora. FIN
POSTFACIO
El presente ensayo histórico ha visto la luz pública por manera fortuita. No fue concebido, ni escrito, para afrontar la publicidad en forma de libro. Los capítulos que lo integran fueron otras tantas conferencias dadas en el Instituto Paraguayo en un a modo de cursillo de Extensión Universitaria, que denominó la Casa – generosamente – «Cátedra libre de Historia y Literatura Hispánicas). Tal circunstancia excusará ante el lector avisado, el tono y otras particularidades de la exposición, amén de la ausencia de aparato bibliográfico y documental, impuesta por la índole de las lecturas. La fecha de éstas – mayo a octubre de 1921 – tiene importancia para el autor y aun para la crítica sobre el tema, en el país, teatro famoso y ruidoso, otrora, de la REVOLUCION COMUNERA, pero donde la bibliografía nacional no había registrado, hasta el presente, una sola producción referente al extraordinario y sonado episodio. (Las obras del jesuita español Lozano y del historiador argentino Estrada – únicas especiales que existen – fueron publicadas en el extranjero y no se reimprimieron en el Paraguay). No es de extrañar que – según reveló la prensa – alguna curiosidad despertaran, en su momento, las anteriores conferencias, que, inéditas desde 1921 al presente, no habían permanecido empero ni del todo ignoradas, ni olvidadas, debiéndose a ello, se nos dice, el revival en el país de los estudios consagrados al interesante momento histórico que las
inspiró. Presentadas en 1926 al «II Congreso de Historia Americana», celebrado en Asunción, donde fueron premiadas, y publicado alguno de sus capítulos en la interrumpida «Revista Paraguaya», existían para el público como esquema de teorías expuestas por el autor en la cátedra – llamémosla así – del Instituto. Un núcleo de generosos intelectuales ha creído útil, hoy, actualizar este ensayo, honrándole con una publicidad inesperada. No hay en él hallazgos realizados por el autor, quien tampoco hubiera podido superar notables trabajos de todos conocidos. En lo externo, en lo episódico – anecdótico, que diría D'Ors –, y en los estudios aislados, la historia de las Comunidades peninsulares, así como la del Comunerismo americano, han sido extensa y aun concienzudamente estudiadas. Pero en su contenido ideológico, espiritual, tal vez no. Y en su aspecto integral, comprensor de similares anhelos comunes a una misma estirpe, nunca, que sepamos. Ni en la numerosa y notable bibliografía existente en España sobre las Comunidades, ni en los meritísimos trabajos aparecidos en América sobre las agitaciones comuneras, el autor no ha encontrado ni aun alusión a las significativas e importantes conexiones ideológicas y políticas hermanadoras de los ideales comuneros ibéricos y los americanos. Y estas conexiones trascendentes son las que sorprende no hayan sido ante apreciadas, ya que iluminan con nueva luz algunos puntos de la historia americana. Ellas son las que el autor cree le ha sido dado indicar y estudiar – esquemáticamente – por vez primera. Si el hecho no es mencionable por la insignificante gloriola que pudiera representar, debe serlo para subrayar su valor como comprobante de la tesis – nacida en el Río de la Plata – de que en lo venidero, la Historia de España, y la de América, no podrán ser estudiadas aisladamente, y mucho menos, antagónicamente, sino como la de una misma grande estirpe, ubicada a uno y otro lado del Atlántico. V.D.P. Asunción, 1, 1930.
BIBLIOGRAFÍA. NOTAS
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religiosos, políticos, discursos parlamentarios, forenses, artículos varios y poesías. Aparisi fue jefe del Partido Tradicionalista; enviado español ante el Vaticano fue recibido por el Papa Pío IX en 1870. Falleció en Madrid en 1872. La opinión de Aparisi es altamente respetada y su voz tiene peso y autoridad en lo referente a la Historia de España). AZARA, Félix de: Descripción e Historia del Paraguay y Río de la Plata. Madrid, 1847. AZARA, Félix de: Voyage dans l'Amérique Meridionale. París, Dentu Imprimeur, 1809, 4 Vol. et Atlas. BAEZ, Cecilio: Cuadros Históricos y Descriptivos. Asunción. H. Kraus, 1906. (989-2 BAE C. Bibliot. Nac. Méx.). BAREIRO SAGUIER, Rubén: Le Paraguay. París 1972. De la Serie Collection Etudes, Bordas, (París-Bruxelles-Montréal) Volumen de 128 páginas, traducido al francés por Jean-Paul Duviols. BENITEZ, Justo Pastor: Los Comuneros del Paraguay. (Comunicación al II Congreso de Historia Americana, Buenos Aires, 1952). BIBLIOTECA NACIONAL DE ASUNCION: Memorial ajustado de Antequera y defensorio. Pleitos de los Jesuitas. III Tomos. BRANTOME, Pierre de Bourdeilles, (Abbé and Seigneur de...) Les vies des hommes illustres et grand capitaines étrangers. Edición de Ludovic Lalanne, Societé de l'Histoire de France. 11 volúmenes, 1864-1882. CANTU, César: Storia Universale Torino, 1836-47. Obra ulteriormente traducida a numerosos idiomas. La edición en castellano fue publicada en Barcelona en 1911. Existen otras versiones menos completas. CARDOZO, Efraím. Historiografía poraguaya, México, 1959. CARDOZO, Efraím: El Paraguay Colonial, Asunción, Ed. Niza, 1959. CARDOZO, Efraím: Breve Historia del Paraguay, Buenos Aires, Eudeba, 1965. DIAZ de GUZMAN, Ruy: La Argentina (Nombre utilizado en Paraguay: Anales del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata.) DOMINGUEZ, Manuel: La ejecución de Antequera. «Patria», Asunción, febrero 21, 1918. ESTRABON, (de Amasya): Geografía. La mejor edición existente es probablemente la de I. Casaubon, 1587, revisada en 1620. Existe una edición de H. L. Jones (Loeb), publicada en 1917-32, que posee una excelente bibliografía. ESTRADA, José Manuel: Ensayo sobre la Revolución Comunera del Paraguay, 1870-73. Bs. As. FUNES, Deán Gregorio: Ensayo sobre la Historia Civil del Paraguay, Buenos Aires, 1816. GARAY, Blas: Compendio Elemental de Historia del Paraguay, Madrid, 1897. GARAY, Blas: El Comunismo de la Compañía de Jesús en el Paraguay, Conferencia en la Sociedad Geográfica de Madrid, 23 de febrero de 1897, 86 páginas, Madrid 1897. (Col. Sociedad Geográfica. Madrid). GARAY, Blas: Tres ensayos sobre Historia del Paraguay. Bs. As., 1942. GELPI, Gil: Estudios sobre la América, conquista, colonización, gobiernos coloniales y gobiernos independientes. La Habana, 1864. HUME, Martin Andrew Sharp: The Spanish People, their Origin, Growth, and Influence. London, W. Heinemann, 1901. Libro con ocho páginas bibliográficas. (Hume es uno de los más venerables hispanófilos). JUDERIAS BENDER: La Leyenda Negra. Fecha no obtenible para esta edición.
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ÍNDICE Capítulo primero Las Germanías de Valencia Capítulo II Continuación del Movimiento Comunero basta Villalar (23 de abril de 1521) Capítulo III Villalar en la Historia de la Libertad Capítulo IV La Revolución Comunera del Paraguay (Antecedentes) Capítulo V La Revolución Comunera del Paraguay (Desarrollo) Postfacio Bibliografía. Notas
Este libro, cuarto de la serie destinada a reunir la obra de Viriato Díaz-Pérez, se acabó de imprimir en los talleres Mossen Alcover de Palma de Mallorca, España, el
diez de noviembre de mil novecientos setenta y tres.
SOLAPA: EL AUTOR Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer (Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid. La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre Naturaleza y evolución del lenguaje rítmico. Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y sudamericanas: Revista del Paraguay, Revista del Instituto Paraguayo, Revista del Ateneo Paraguayo, Alcor, etc., etc. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, etc. El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías... Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.
NOTAS
1- Este y los demás ordinales que figuran entre paréntesis, encabezando los capítulos, corresponden a los de la primera edición de esta obra, publicada en un solo volumen. 2- Kirpatrick «Los dominios de España en América – Historia del Mundo en la Edad Moderna T. XXIlI pág. 352.