HEIDEGGER Y ZUBIRI ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
Colección Nueva Mínima del CIV dirigida por José M. Sevilla
Esta publicación ha contado con una ayuda del Grupo de Investigación del P.A.I. Ontología, Racionalidad y Episteme (Cód. HUM 389)
HEIDEGGER Y ZUBIRI
ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
©Isabel Aísa Fernández, 2006 y © de la edición digital ©de las ilustraciones: Miguel Rodríguez Higuero, 2006 ©de la presente edición y de la edición digital: Centro de Investigaciones sobre Vico, 2006 ©de la presente edición: Fénix Editora, 2006 ISBN: 84-611-2309-3 Depósito Legal: SE-4197-06 Edita: CIV & ORP Fénix Editora Sevilla e-mail:
[email protected] Isabel Aísa Fernández
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Nueva Mínima del CIV 2006
ÍNDICE
A mis padres, Valentín y Rosa.
PRESENTACIÓN Prólogo I HIEDEGGER, ZUBIRI Y LA METAFÍSICA. APROXIMACIONES § 1. Planteamiento § 2. La influencia de Aristóteles § 3. Vuelta al planteamiento II. ¿HAY SÓLO UN PRIMER Y UN SEGUNDO HEIDEGGER? § 4. Etapa metafísico-católica § 5. Etapa metafísico-intramundana § 6. Etapa metafísico-política § 7. Etapa del pensar como superación de la metafísica III. LA FILOSOFÍA DE ZUBIRI COMO DIÁLOGO CRÍTICO CON HEIDEGGER § 8. Realidad antes que ser § 9. Impresión antes que comprensión § 10. Animal de realidades antes que Dasein FINAL Epílogo BIBLIOGRAFÍA
PRESENTACIÓN
Isabel Aísa Fernández
Xavier Zubiri (1898-1983) leyó y tradujo a Martín Heidegger, asistió a clases suyas en Friburgo, donde intercambió con él puntos de vista filosóficos, asimiló su influencia y la profundizó en críticas explícitas; todo lo cual contribuyó, sin duda, a la creación de su filosofía, auténtica y original, la cual admite ser interpretada como un poderoso y constante diálogo crítico con Heidegger. Martín Heidegger (1889-1976) probablemente no leyó a Zubiri y, ciertamente, ni lo tradujo ni asistió a sus Seminarios en Madrid. Sin embargo, sí nos consta que se mostró interesado por su pensamiento filosófico. Lamentablemente, ignoramos el contenido de la conversación que ambos mantuvieron en casa de Heidegger, cuando en 1930 Zubiri se despedía ya de Friburgo para viajar a Berlín. Sólo nos queda constancia de la queja de Heidegger: -“¿Por qué, H e rr K o l l e g e,no ha hablado usted antes?” (p. 86). Además, según recuerda también Carmen Castro, Zubiri le comentaría más tarde que esa conversación “tuvo consecuencias en la obra de ambos” (p. 86). ¿Qué consecuencias se derivaron de esa larga conversación? Este escrito aspira únicamente a ser un bosquejo de preguntas y hallazgos provisionales, encontrados en la investigación del filosofar de ambos pensadores. Como tal, está llamado a ser motivo de insistencia. Tanto en lo que se refiere a la inspiración que el pensamiento de Aristóteles ejerce en el de Heidegger y en el de Zubiri (Parte I), como a la posibilidad de reconocer cuatro etapas en la evolución filosófica de Heidegger (Parte II), como al diálogo críti-
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co que el pensar de Zubiri mantiene con el de Heidegger, explícita o implícitamente (Parte III). En el Final, reflexionamos sobre el qué y el para qué de la filosofía: un asunto que nos parece muy necesitado de atención, hoy y siempre. En dicho asunto se inscriben, en realidad, estas investigaciones sobre Heidegger y Zubiri. Por último, en el Prólogo y en el Epílogo, mostramos en imagen y en clave de humor parte de las diferencias existentes entre los filósofos protagonistas de este estudio: en aquél, un anticipo; en éste, un resumen o conclusión. Hemos suprimido la numeración, localización y comentarios a pie de página de las citas, al amparo del estilo ágil y esquemático, propio de un bosquejo. Sin embargo, indicamos al lado de los textos la página o páginas del libro al que pertenecen, cuyos datos podrán encontrarse en la Bibliografía. En el caso de Heidegger, además de la edición en castellano utilizada, se indica el volumen de la Gesamtausgabe que contiene el escrito correspondiente o está previsto que lo contenga. Los textos citados no están separados de la exposición general, con el propósito de que el discurso no se interrumpa innecesariamente. Con la excepción de algunos textos del Final, pertenecientes a Martín Heidegger, que hemos destacado del resto por considerarlos especialmente dignos de meditación para el tema que allí se expone. Agradezco a mi Grupo de Investigación y, en especial, a los Profesores José M. Sevilla y Miguel A. Pastor, que hayan hecho posible este libro. Me considero muy afortunada al contar con las ilustraciones de mi admirado amigo Miguel Rodríguez Higuero.
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I HEIDEGGER, ZUBIRI Y LA METAFÍSICA. APROXIMACIONES
“Mentor en la busca fue el Lutero joven; modelo, A r i s t ó t e l e s, a quien aquél odiaba. Impulsos me los dio Kierkegaard, y los ojos me los puso Husserl.” (M. HEIDEGGER, Ontología. Hermenéutica de la facticidad, p. 22)
Isabel Aísa Fernández
[1] PLANTEAMIENTO El filosofar de Heidegger tiene un norte: el ser; el de Zubiri tiene otro: la realidad. El pensamiento filosófico de ambos está orientado por una única idea, la cual constituye hallazgo y clave de su hacer filosófico, creativo y unitario. Uno y otro son auténticos pensadores, seducidos por una auténtica cuestión. Como Ortega diría, no es lo mismo proceder mediante una colección de teorías, que con una sola. Heidegger y Zubiri coinciden en este punto: les orienta una sola teoría. El tema al que se dedican uno y otro es peculiar: el ser, la realidad, no son esto ni aquello, no son ninguna entidad ni talidad, pero entidad y talidad tienen que ver intrínsecamente con los dos. En nuestra vida, contamos con el ser de las cosas y decimos sin problema que esto o aquello es tal o cual. El “es” nos resulta tan familiar como el suelo o el cielo, por lo que cotidianamente nos hacemos cuestión de los “tales” o “cuales”, pero no de su “es”. Y la ciencia, que sirve a esa cotidianidad, procede de la misma manera. Cuando algo nos impresiona, sea una temperatura extrema o un fuego que se declarase repentinamente, reparamos en lo que nos impresiona y acostumbramos a pasar de largo por la realidad de eso que impresiona realmente; con esa “realidad” también contamos. Por un lado, el ser y la realidad son cuestiones-raíces, por así decir: sin el “es”, los tales y cuales se desvanecerían; sin un grado de rea-
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lidad mayor o menor, nuestras impresiones no acontecerían. Por otro, el ser y la realidad son cuestiones enterradas en el ajetreo del vivir, en sus urgencias y necesidades, en el parloteo diario. En definitiva, son cuestiones peculiares porque con ellas se da una situación paradójica: su anonimato cotidiano, junto con su inexorable protagonismo. Ser y realidad protagonizan anónimamente el cada día. Según Karl Jaspers, la duda de Descartes, comparada con la duda del enfermo mental, resulta artificiosa. Después de observar cómo éstos patean el suelo con angustia para cerciorarse de su realidad, la duda metódica parece sólo una postura ingeniosa o un juego intelectual. Con su duda, Descartes va a alguna parte; con la suya, el enfermo no va a ninguna. Dudar del suelo bajo nuestros pies no tiene sentido. Espontáneamente, contamos con el ser y la realidad; es decir, no los ponemos en duda, sino todo lo contrario: dudamos a partir de esas certezas. Ser y realidad son tan cercanos como el suelo y el cielo, y Descartes no dudó hasta ese punto; incluso preservó a la moral, es decir, al “bien”. Luego, más que artificial, la duda en Descartes es metódica; es decir, viable. Podríamos afirmar que el anonimato y falta de cuestionamiento del “es” y de la “realidad” de los entes y talidades son un índice de buena salud. Firmemente asentados ambos, vivimos en ellos confiadamente y nos preguntamos a partir de su firmeza cercana. Ahora bien, desde hace siglos, los humanos preguntan por esas cuestiones-raíces. No se trata de dudar como los enfermos de Jaspers, sino de desvelar su discreta entraña. Porque el humano es a la manera de un contorsionista, capaz de volver sobre sus quicios sólo para aprehenderlos: “retorsión”, diría Zubiri. Porque el hombre cuida de lo que ve y también de aquello en lo que ve. Llegados aquí, asoma otra peculiaridad del ser y de la realidad: su cuestionamiento no sólo contraviene el modo de la cotidianidad y exige aquella retorsión, sino que ambos se resisten a la objetivación y reclaman, por ello, un trato especial. Heidegger afirma en la “Introducción” a Ser y tiempo, que en el desarrollo de la pregunta que interroga por el ser, no sólo faltan las palabras, sino también la
gramática. Por su parte, Zubiri se ve obligado a introducir numerosos neologismos en sus textos y, ante todo, el de “reidad” para describir la realidad como formalidad o mero “de suyo” de lo sentido, en contraste con cualquier otro significado del término, común o filosófico. Ser, realidad, bien y otros, son temas propios de la filosofía y –más concretamente– de la metafísica desde Aristóteles. De ahí, que otro punto de encuentro de Heidegger y Zubiri sea la metafísica. Ambos son filósofos metafísicos. El caso de Zubiri es patente; el de Heidegger podría contestarse, dada su crítica final a la metafísica. Sin embargo, sostenemos que, de una u otra manera, Heidegger fue siempre un metafísico.
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LA INFLUENCIA DE ARISTÓTELES Los escritos de Aristóteles fueron la ocasión del origen del término “metafísica”. ¡Del término, no del tratamiento, anterior a él!. Luego, la metafísica admite una doble consideración: extrínseca e intrínseca. Extrínsecamente, metafísica es la investigación que en Aristóteles sucede a su física, según la ordenación de Andrónico. Porque “metá” quiere decir, en griego, “allende” o “más allá”. Es una consideración meramente extrínseca, que nada dice de lo que sea la metafísica; únicamente advierte lo que no es: no es física. Sin embargo, la consideración extrínseca del término no es la única; no sólo porque puedan ocurrírsenos otras, sino porque lo tratado por Aristóteles en esas investigaciones post-físicas justifica otra, la cual define el “qué” de la metafísica. Intrínsecamente, ésta no es un saber particular, como la física o la matemática, sino el saber del “ente en cuanto ente” –no de una de sus partes–, y es por esto que constituye la sabiduría o filosofía “primera”, en lugar de un mero saber “segundo”. Hay que tener en cuenta que Aristóteles empieza su metafísica con la afirmación de que todos los hombres desean por natura-
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leza saber. El saber que tiene como término al “ente en cuanto ente” es “primero”. Entre las distintas formas de saber, la más elevada consiste en saber la entidad. La entidad, por su parte, se dice de varios modos, según Aristóteles, pero ante todo se dice como “sustancia”. De las sustancias se ocupa el filósofo. Hasta aquí, esta metafísica consistiría en lo que a partir del S. XVIII se denominará “ontología”. Pero Aristóteles sigue más allá, allende todavía, hasta la sustancia “inmóvil y separada”; en consecuencia, aquella sabiduría o filosofía, además de “primera” es también “divina” y, más que mera ontología, teología. Ya en el libro primero de su metafísica, Aristóteles advierte que divina es entre todas las ciencias aquélla que “tendría Dios principalmente, y la que verse sobre lo divino” (libro I,2). La constitución onto-teológica de la metafísica de Aristóteles ha marcado ‘a fuego’ todo el pensamiento occidental, y de ello tratará detenidamente el último Heidegger. ¿Cómo se sitúan Heidegger y Zubiri ante el Aristóteles metafísico? El pensamiento de Aristóteles es decisivo en el filosofar de Heidegger de principio a fin. Ningún otro pensar marcará su hacer con una huella tan honda; la metafísica de Aristóteles le acercó el que sería su norte desde 1907 hasta su muerte, en 1976. Conrad Gröber, profesor de Heidegger, le regala en 1907 la obra de Brentano: Del múltiple significado del ente según Aristóteles (1862), la cual se convertirá en “guía y criterio” de sus primeros pasos en filosofía. Desde ella, se activa el pensar de Heidegger: le inquieta la pregunta por la unidad que recorre aquella multiplicidad, busca respuestas en Husserl porque está influido por Brentano, encuentra que “la cosa misma” es el ser y no la conciencia ni la objetividad, hasta romper con el filosofar de Husserl. Si bien de forma indirecta –a través de Brentano y de la fenomenología–, Aristóteles conduce a Heidegger hasta el camino de la pregunta por el ser. Dicho camino es su filosofía. Pocas dudas puede haber acerca de que el ser y ningún otro asunto es el que centra y unifica la marcha filosófica de Heidegger. Únicamente el tema del Dasein o existente podría amenazar aquella prioridad; podemos
representarnos el pensamiento de Heidegger como una balanza en cuyos platillos se ponderaran una y otra cuestión, respectivamente: habría que dilucidar si dichos platillos están equilibrados y, si no lo están, cuál de ellos pesa más. Sin embargo, éste no es el verdadero problema, ya que el ser ‘vence’ siempre al Dasein, y más patentemente aún en el Heidegger del “giro” o “segundo Heidegger”. Lo que sí merece atención es el papel que realmente juega el existente o Dasein en este caminar filosófico. En uno de los tramos del camino, Heidegger sostiene que toda metafísica ha atendido al ente y no al ser. Por dedicarse a la verdad del ente, la metafísica es intrínsecamente teológica o, mejor aún, onto-teológica. Lo teológico de la metafísica no fue un logro de los pensadores medievales, sino de la pregunta por el ente en cuanto ente. Los filósofos cristianos no habrían hecho más que insistir en dicho logro. La metafísica occidental, nos dice Heidegger en su conferencia: “La constitución onto-teo-lógica de la metafísica” (1957), ya era ontología y teología “desde su principio en Grecia” (p. 121), antes de que en la Edad Moderna se la denominara ontosofía o ontología. Sin embargo, una filosofía cristiana es un “hierro de madera” (p. 17), afirma en su Curso de 1935: Introducción a la metafísica. La metafísica de Aristóteles no sólo proporciona a Heidegger el tema de su pensar, sino también el ‘enemigo’ de todo pensar: la metafísica. En la biografía de Zubiri, como en la de Heidegger, hay un acontecimiento filosófico relacionado con un precoz e indirecto encuentro con el pensamiento de Aristóteles. Según Carmen Castro, a los diez años Zubiri ya estaba familiarizado con la Summa Theologica de Tomás de Aquino, en la cual aprendió a “formular con claridad” los problemas filosóficos, si bien “X. No era tomista” (p. 65). No es muy aventurado conjeturar que este conocimiento, junto con la influencia de algunos maestros, como Ortega en Madrid, o Noël en Lovaina, sensibilizaron a Zubiri en dirección a la realidad. Pero el hallazgo de su “reidad” fue, sin duda, un proceso lento, que requirió no sólo asimilar distintas influencias, entre las que están las de Husserl y Heidegger, sino también profundizarlas críticamente. Hasta 1962, con sesenta y cuatro años, no aparece
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su primer libro de madurez, en el cual realidad y ser están articulados sin confusión: se trata de Sobre la esencia, la metafísica de Zubiri. En la estructuración de Sobre la esencia hay algo significativo. La obra tiene tres partes, de las cuales la última recoge lo que propiamente es el desarrollo del problema, que las dos primeras anuncian y preparan. Lo primero que encontramos en el libro es una frase de la Metafísica de Aristóteles: “Esta (es una) especulación sobre la sustancia”. Inmediatamente después, la “Introducción” a la parte primera está dedicada a precisar las nociones de “sustancia” y “esencia” desde Aristóteles y en un apretado recorrido histórico, hasta constatar que en el presente el pensamiento tiene que habérselas con el mismo problema: la investigación de la sustancia. La segunda parte expone algunos posicionamientos respecto de la esencia, desde Husserl hasta Aristóteles. Primera y segunda parte constituyen, en realidad, un prólogo de la tercera, en la cual Zubiri expone su postura haciendo pie en Aristóteles. En Aristóteles, y no en Husserl, Hegel o Descartes, porque aquél abordó primariamente esos problemas; porque en aquél la esencia es realidad y no mero concepto; porque, aunque real, la esencia se ha inclinado excesivamente en él hacia el lado del logos predicativo; porque hay que situar el problema en su lado “físico” antes que en el lógico, lo cual no acertó a hacer Aristóteles. Éste habría seguido “la doble vía de la predicación y de la naturaleza” en su concepción de la sustancia como “irreductible subjetualidad” (p. 85). Sobre la esencia está construida en diálogo crítico con Aristóteles, cuyo pensar radicalizará Zubiri mediante la insistencia en la vía física, frente a la del logos. Si tenemos presente la íntima unidad que hay entre esta metafísica y todo lo que Zubiri escribió después, fundamentalmente su noología o tratado de la intelección sentiente, nos percataremos de que también en Zubiri, como en Heidegger, Aristóteles fue permanente referencia y acicate; de él extraen ambos el núcleo de su pensar y a partir de él se separan sus caminos. Zubiri tomará el camino de la sustantividad, en lugar del de la sustancia-sujeto; Heidegger el del ser, en lugar del camino de
la entidad. Ambos, críticos de Aristóteles y Zubiri, además, crítico de Heidegger. Precisamente en Sobre la esencia encontramos la exposición y crítica más detenidas de Zubiri al filosofar de Heidegger.
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[3] VUELTA AL PLANTEAMIENTO Heidegger y Zubiri se posicionan frente a Aristóteles. De ese posicionamiento, en Zubiri surge una metafísica. ¿Y en Heidegger? En Heidegger surge lo que él denomina “pensar”. ¿Es metafísica ese pensar? Heidegger no lo admitiría. No, porque tiene por tal la onto-teología de Aristóteles. Sin embargo, entre la entidad, el ser y la realidad hay un estrecho parentesco: son transcendentales; es decir, transcienden toda particularidad, a todos los entes y a todo lo real, pero sin perder su íntima vinculación a ellos. La transcendentalidad está en lo particular sin ser particular, está en cada ente sin ser un ente, en cada realidad sin ser ella sola. La investigación a nivel transcendental –“primero”, que diría Aristóteles– es lo propio de la metafísica y, más aún, de lo filosófico sin más. Se denomine “metafísica”, “pensar” o “filosofar”. En su curso de 1969: “Los problemas fundamentales de la metafísica occidental”, Zubiri sostiene que “la metafísica no es formalmente una investigación acerca de Dios” (p. 23), sino “búsqueda de lo últimamente diáfano” (p. 29). Lo diáfano no sólo deja ver, sino que hace ver y, incluso, constituye lo visto como “momento mismo de las cosas” (p. 20). Últimamente diáfana es la realidad. En Heidegger, el ser hace ver los entes y constituye al hombre como Dasein; tenido en cuenta que el pensar “pertenece al ser, estando a su escucha” (Carta sobre el humanismo, p. 16), también éste busca (escucha) diafanidad. Ciertamente, ni realidad y ser son lo mismo, ni tampoco es idéntica la noción de “diafanidad” en ambos filósofos. Sin embargo, las semejanzas son evidentes. Tanto la metafísica de Zubiri como el pensar de Heidegger transcienden el orden
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científico; en Zubiri, porque “última” sólo es la diafanidad filosófica y en Heidegger, porque el pensar científico o no es pensar o es otro pensar. Recordemos los tratamientos que Heidegger hace, no únicamente del ser, sino del tiempo, de la historia o de la angustia; no son propios de la ciencia física, ni de la historia, ni de la psiquiatría porque están a otro nivel: a nivel transcendental, es decir, filosófico. El filósofo no tiene “coto de caza propio”; no porque sólo disponga de “una licencia de cazador furtivo”, como afirma Innerarity (p.152), sino porque la filosofía, a diferencia de las ciencias, no tiene coto. El tema del pensar o del filosofar no es objetivable, sino abierto, debido a su transcendentalidad. Lo cual no implica que no sea real: ahí están Heidegger y Zubiri para mostrarlo.
II ¿HAY SÓLO UN PRIMER Y UN SEGUNDO HEIDEGGER?
“Así es como me vi llevado al camino de la pregunta por el ser, iluminado por la actitud fenomenológica de una manera renovada y distinta a cuanto me inquietaban los problemas surgidos de la disertación de Brentano. Pero el camino del preguntar sería más largo de lo que yo sospechaba, y requirió de muchas paradas, de muchos rodeos y desvíos.” (M. HEIDEGGER, “Mi camino en la fenomenología”, p. 100)
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En 1980, Zubiri escribe un prólogo a la traducción al inglés de Naturaleza, Historia, Dios, en el cual se refiere a dos etapas de su pensamiento: la que no discierne entre ontología y metafísica, y la etapa “rigurosamente metafísica”. Sin embargo, las etapas de Zubiri son en realidad tres, pues a esas dos les precede otra, “objetivista”. En el prólogo, Zubiri deja un rastro de la misma en lo que nombra: “remota inspiración común”. Sin duda, la primera etapa ha quedado muy lejana; no sólo de la fecha de composición del prólogo, sino de la del libro: 1944. Es costumbre referirse a un “primer” y a un “segundo” Heidegger, separados por la segunda guerra mundial aproximadamente. El acento pasaría de estar colocado en el existente a estarlo en el ser, y el estilo sistemático dejaría paso a otro ensayístico. Sin embargo, esta división puede aún matizarse si atendemos a algunos sucesos importantes en la vida de Heidegger, que tuvieron innegable repercusión en su obra filosófica. Si nos centramos en Ser y tiempo (1927), máximo exponente del llamado “primer Heidegger”, y pasamos luego a considerar escritos de su segunda etapa, tales como la Carta sobre el humanis mo (1947) o Identidad y diferencia (1957), no parece arriesgado defender la existencia de una sólida unidad de fondo en el pensador. Las diferencias serían más de forma, acento o perspectiva, que sustancialmente relevantes. Ahora bien, hay una fecha que sí separa de forma tajante el antes del después: 1919, año de su renuncia explícita al catolicismo, en carta dirigida a Engelbert Krebs, el
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sacerdote amigo que administró su matrimonio dos años antes. De dicha carta, recogida por Safranski (p. 139), hay que destacar dos aspectos: el motivo de la renuncia y el posicionamiento metafísico. La renuncia está motivada por la “vocación interna para la filosofía”; es decir, Heidegger no puede ya conciliar su posición filosófica con el dogma católico, y elige aquélla. En cuanto a la metafísica, afirma su fidelidad a la misma, si bien “en un nuevo sentido”. Esto último es importantísimo en orden a destacar sus etapas; en la profunda escisión abierta a la altura de 1919, todavía queda una cierta continuidad: la metafísica. Cuando el último Heidegger proponga la superación de la misma en el pensar, quedará consumada definitivamente aquella escisión. De momento, cabe distinguir en él una “metafísica católica” y otra “intramundana”, incompatibles entre sí. El proyecto filosófico de Heidegger terminará trazado mediante las dos líneas paralelas de la metafísica y el pensar. Hasta ese momento, la metafísica (intramundana) y el ser (del ente) se van mostrando más y más imposibles de transitar, por así decir, hasta merecer su arrumbamiento en la metafísica de siempre y el ser que es el ente. Así nace todavía un nuevo lenguaje y una nueva ortografía en Heidegger. Mientras, sin embargo, hay otro suceso que marca su vida y su obra, el cual, junto con el anterior, constituirá un peso colosal para los hombros del filósofo hasta el final de sus días. Se trata de su adhesión al nacionalsocialismo; el tono de sus escritos cambia y aparecen nuevos temas y protagonistas, todo lo cual desaparecerá con esta etapa, a la que denominamos: “metafísico-política”. Comprende los años treinta. Las etapas, en el caso de Zubiri, culminan en la metafísica y en el de Heidegger, en el pensar. Ahora bien, ¿qué es pensar? ¿Es inmune el pensar de Heidegger a toda consideración metafísica? Además, ¿está condenada la metafísica a ser onto-teología? La cuestión de la metafísica experimenta una evolución en Heidegger; que aquélla está presente, incluso de manera ‘amistosa’, nos parece un hecho. Pensemos en su lección: ¿Qué es meta física? (1929). Que deja de estar así para hacerlo como crítica y
superación, también nos parece un hecho. Pensemos ahora en la Carta sobre el humanismo (1947). Entre ambos escritos, Introducción a la metafísica, el curso impartido por Heidegger en 1935, señala un momento de cambio o etapa intermedia entre aquellos dos textos. En dicho curso, aún no está el Heidegger de la Carta, pero tampoco ya el de ¿Qué es metafísica? Con todo, la evolución no es brusca; más que cortes abruptos, encontramos casi siempre desarrollos o cambios de acento, en ocasiones impulsados por torcidas interpretaciones. Recordemos que tanto Husserl como Sartre entendieron en algún momento que Heidegger pensaba como ellos, lo cual éste desmintió. En Ser y tiempo, por ejemplo, no son protagonistas ni la subjetividad ni el existente (Dasein), pero no era difícil una interpretación en ese sentido. Después de la Carta, tales interpretaciones quedarán definitivamente abortadas. Sólo hay un giro de ruptura en Heidegger, como ya dijimos, y es el de su separación de la metafísica católica. En cuanto a su postura política en la época del nacionalsocialismo, estimamos que está más al servicio de lo filosófico que de lo político; más que de una aplicación de lo político a lo filosófico, se trataría de hacer valer el filosofar en la política del momento. Que no pudiera lograrlo, acaso redima el filosofar de Heidegger de sospechosas contaminaciones. Heidegger estudió teología, pero la dejó después de unos tres semestres. No dejó, en cambio, la filosofía. Heidegger nació católico y se educó en el catolicismo. Sin embargo, lo abandonaría, sin abandonar la metafísica. Heidegger participó activamente en política, pero se retiró finalmente de ella, sin retirarse de la filosofía. Todo esto hace manifiesto a un Heidegger filósofo o pensador puro; su pasión fue el filosofar y en ella se absorbieron o perdieron otras pasiones, como la teológica y la política. Afirma Safranski, en el prólogo de su biografía, que en Heidegger está todavía “toda la maravillosa metafísica”, si bien justo en el instante de abrirse “a otra cosa”. Nos preguntamos, qué es “toda” o cómo “está toda”, y también qué es esa “otra cosa” a la que se refiere Safranski.
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[4] ETAPA METAFÍSICO-CATÓLICA Heidegger nace en el seno de una familia católica (Messkirch, 1889) y su formación será también católica (escuela de Messkirch, instituto humanístico de Constanza, instituto Bertold de Friburgo, seminario teológico de Friburgo, etc.). En 1917, contrae matrimonio con una protestante; aunque prometen entonces educar a sus hijos en el catolicismo, llegado el momento no se sentirán capaces de hacerlo. En 1919, nace el primer hijo y en el mismo año se aleja Heidegger del catolicismo, según consta en la carta dirigida a Krebs, ya citada. El motivo explícito de la renuncia –la libertad y autenticidad que exige la dedicación a la filosofía– ha de considerarse como una especie de precipitado formal –consecuencia de motivos muy concretos y de variada índole– al que Heidegger habría arribado tras realizar una compleja travesía vital. También, la fecha de la carta (1919) no puede indicar un puro inicio, sino la consolidación de un alejamiento progresivo: el que acontece entre los años de 1916 y 1919. Más aún, ni siquiera a la altura de 1919, Heidegger se ha arrancado del todo de sus “orígenes”; lo metafísico estará presente hasta los años cuarenta, aunque sea “en un nuevo sentido”. Para arrancarse del todo, el filósofo tendrá que realizar aún otro giro. Los primeros escritos de Heidegger datan de 1910. De 1910 hasta 1916 hay un sorprendente primer Heidegger, cuya médula llegará a quedar definitivamente atrás: el de la etapa metafísico-cató lica. El que acostumbra a considerarse primero –en la órbita de Ser y tiempo– ha de verse salir de aquellos comienzos, en reacción y evolución, a una. Hemos utilizado el término “etapa” para caracterizar distintos momentos de la evolución intelectual de Heidegger. El término procede de Zubiri, que lo define como “acontecer cualificado por una inspiración común”. A su vez, “acontecer” es la cualidad que tiene el tiempo cuando es temporalidad humana en su conjunto, y no meramente, por ejemplo, temporalidad física o psíquica. La dis-
tinción de momentos o etapas en el acontecer humano tiene que ver, por consiguiente, con los cambios de inspiración. La inspiración común de la que denominamos “etapa metafísico-católica” es la teología. De ahí que, una vez abandonado el dogma, el momen to metafísico haya de entenderse –precisamente como momento de un todo estructural– “en un nuevo sentido”. En esta temprana primera etapa, la metafísica de Heidegger es, más que transcendental, transcendente; es decir, teológica. En ella, hay una vinculación a lo eterno y un intento de superar la temporalidad: Dios está más allá del tiempo y el pensamiento lógico es capaz, a su manera, de elevarse sobre el tiempo. En 1909, Heidegger es admitido en el seminario teológico de F r i b u rgo y empieza sus estudios de teología católica en la Universidad. Allí permanecerá hasta febrero de 1911, fecha en la que interrumpe los estudios por motivos de salud; primero de forma provisional y hacia finales de ese mismo año, de forma definitiva. Atrás quedaban para siempre sus proyectos de ordenación sacerdotal y carrera teológica. No así sus estudios de filosofía; en 1913, se doctora con la tesis: La doctrina del juicio en el psicologismo, dirigida por Arthur Schneider, catedrático de Filosofía Cristiana. En este marco, se publican los primeros escritos de un Heidegger teológico, poético y filosófico, los cuales Hugo Ott ha seguido atentamente. La crítica de una modernidad horizontal –frente a la verticalidad cristiana–, del individualismo y del culto a la personalidad; la filosofía como espejo de lo eterno –philosophia perennis–, en contraste con las cosmovisiones subjetivas y cambiantes; la objetividad de la lógica, etc.: todos ellos son temas de esos escritos, que miran siempre a la eternidad –celeste y del pensamiento lógico–, esquivando el tiempo. Desde que ingresa en el seminario de Friburgo (1909), Heidegger trabaja por su cuenta en las Investigaciones lógicas de Husserl. Busca su camino en la filosofía, y la lógica es central en sus tanteos. Al abandonar el seminario, sigue cursos de matemáticas, física y química en la Universidad y traza un plan de investigación, que comunica al teólogo Josef Sauer, catedrático en la
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Heidegger y Zubiri. Encuentros y desencuentros
Isabel Aísa Fernández
Universidad de Friburgo y editor de una publicación católica. El resultado es el artículo de 1912: “Nuevas investigaciones sobre lógica”. La tesis de 1913 –La doctrina del juicio en el psicologis mo– pertenece también a los tanteos lógico-filosóficos de un primerísimo Heidegger, vuelto hacia la lógica como hacia una especie de ultimidad terrenal. Y hubiera seguido con su plan de investigación, si el carácter de la beca obtenida para su habilitación no le hubiera exigido cercanía con el espíritu de la filosofía tomista. Sin embargo, será con ocasión de su trabajo sobre Duns Escoto, cuando Heidegger comience a dejar atrás lo transcendente y la inmovilidad lógica, a favor de lo transcendental y la vida; en definitiva, cuando Heidegger comience a ser Heidegger. En su trabajo de habilitación –La teoría de las categorías y de la significación en Duns Escoto–, Heidegger indaga en la actualidad de Escoto, al que afronta desde el pensamiento de Husserl. Por consiguiente, sigue todavía fiel a su proyecto filosófico. Sin embargo, Escoto es nominalista y con él, de alguna manera, la heterogeneidad, lo singular y lo vivo empiezan a ganar la batalla a la homogeneidad, lo universal y lo estático en el pensar de Heidegger, el cual empieza también a alejarse de Husserl. Cuando en la lección de 1919: La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo, Heidegger afirme: “(...) todo es mundano, <mundea>” (p. 88), se estará ya desmarcando del teorizar, del mundo objetivo y del Yo. El mundo vivido –no la transcendencia– y la actitud vital –no la teorizante– no son ahora meros tanteos, sino logros definitivos en el filosofar de Heidegger. De 1963 es un pequeño escrito autobiográfico, en el cual Heidegger se refiere a su evolución intelectual desde la influencia que Husserl tuvo en su maduración filosófica y, más concretamente, la obra de aquél: Investigaciones lógicas. Se trata de “Mi camino en la fenomenología”; Heidegger vuelve la mirada hacia sus primeros tanteos filosóficos en un momento en el que su pensar está ya configurado, de modo similar a lo que hará Zubiri en su prólogo de 1980, al recoger en él las etapas de su pensamiento. En su escrito autobiográfico, Heidegger relata cómo desde la lectura de la obra
de Brentano: Del múltiple significado del ente según Aristóteles (1862) le inquietaba la pregunta por “el significado fundamental y conductor” del ente, y lo que esperaba de las Investigaciones lógi cas de Husserl: “un impulso decisivo a las preguntas suscitadas por la disertación de Brentano” (p. 95). Dichas Investigaciones e s t u v i eron en su mesa de estudio desde que en 1909-1910 comenzara sus estudios en la Facultad de Teología de la Universidad de Friburgo. Sin embargo, pronto nos adelanta que fracasaría, ya que “no buscaba en la dirección correcta” (p. 95), aunque de esto sólo adquiriría conciencia “mucho más tarde”. Cuando deja los estudios teológicos, aún está interesado por la teología especulativa y, en concreto, por la que imparte Carl Braig, que le acerca por primera vez a Schelling y Hegel. En esta preocupación onto-teológica, inspirada en último término por Aristóteles, encontramos a un primerísimo Heidegger, del cual quedará finalmente su noción de metafísica como onto-teo-logía: en ella podemos reconocer el estrato de la más temprana etapa filosófica de Heidegger. La renuncia al catolicismo y la adhesión al nacionalsocialismo no serán las únicas cargas que Heidegger tendrá que sobrellevar en su vida. El forzado abandono de sus estudios de teología en 1911 es la primera gran prueba que habrá de soportar. Afirma Ott: “Esta interrupción, al principio provisional, pero que pronto desembocó en el abandono definitivo y total de la carrera teológica, en contra de los deseos de Heidegger, y por lo tanto en la imposibilidad de ordenarse sacerdote, ejerció una influencia inconmensurable sobre el futuro curso de la vida de Heidegger” (p. 76). Tras el fracaso, los problemas no sólo son de orientación académica, sino económicos. Heidegger se matricula en la Facultad de Ciencias de la Naturaleza y Matemáticas, pero no deja la filosofía ni los círculos católicos: asiste a las clases y seminarios del catedrático de Filosofía Cristiana, Arthur Schneider, y de Heinrich Rickert, catedrático de Filosofía; de sus contactos con el filósofo católico Clemens Baeumker y con el teólogo Josef Sauer, resultarán un par de publicaciones filosóficas en 1912; tampoco abandona el estudio de las Investigaciones lógicas. Heidegger ha optado por la filosofía, pero
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por una filosofía atenta a la lógica moderna o, como dice Ott, por “conectar la filosofía griega y medieval con la lógica moderna” (p. 84). En este afán han de inscribirse sus primeros escritos y incluso su trabajo de habilitación: un afán onto-teo-lógico. A partir de 1913, una serie de acontecimientos se van a cruzar en el camino del pensar de Heidegger y provocarán en él un auténtico giro, al terminar por apartar lo teo-lógico y dejar únicamente lo onto(lógico), con lo cual se abrirá una nueva etapa, presidida por una nueva inspiración. El interés de Heidegger por las Investigaciones lógicas no sólo está motivado por las respuestas que en ellas espera encontrar, sino por los enigmas que ve en la obra misma y las perplejidades que le suscita. En su escrito autobiográfico, Heidegger se refiere, por ejemplo, a “la ambigüedad que ya de primeras mostraba la obra de Husserl” (p. 97). Parte de esa ambigüedad conseguirá descifrarla cuando en 1913 aparezcan las “Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica” de Husserl, editada en el volumen primero del Anuario de Filosofía e Investigación Fenomenológica. Dos términos protagonistas llaman su atención: “subjetividad” y “trascendental”; la fenomenología de Husserl, por consiguiente, no rompía con lo anterior, sino que “se sumía consciente y decididamente en la tradición de la filosofía moderna” (p. 97), aunque fuera de un modo propio. Heidegger advierte que, a pesar de su “neutralidad” filosófica, las Investigaciones son parte constitutiva del sistema fenomenológico que investiga Husserl. Además, que en 1913 se publique una segunda edición de éstas con “profundas reelaboraciones” y sin la sexta Investigación, constituía todo un síntoma al respecto. Husserl había abierto un nuevo camino al filosofar, pero la novedad de ese camino debía matizarse; sobre todo al considerar lo publicado tras sus Investigaciones lógicas. Heidegger empieza a separarse del autor, pero no de su obra; las Investigaciones todavía ejercerán sobre él una “fascinación” e “inquietud”, que sólo el conocimiento personal de Husserl ayudará a encauzar. Carl Braig –admirado siempre por Heidegger– es un teólogo antimodernista, que se pronuncia contra la absolutización del suje-
to y sus consecuencias: fe desmedida en la ciencia y el progreso, pérdida de sensibilidad hacia el misterio, contaminación pragmática de la verdad, etc. Desde el bachillerato, Heidegger conoce su ontología y ‘comulga’ con este “maestro”, partidario de un realismo pre-kantiano. El que se considera primer trabajo filosófico de Heidegger: “El problema de la realidad en la filosofía moderna” (1912) y el publicado ese mismo año: “Nuevas investigaciones sobre lógica” argumentan a favor del conocimiento de la realidad y de la validez objetiva de la lógica. En ellos se anudan influencias de Braig y Husserl. Es significativo el siguiente párrafo del segundo escrito, citado por Safranski: “De cara al conocimiento del absurdo y de la esterilidad teórica del psicologismo sigue siendo fundamental la distinción entre acto psíquico y contenido lógico, entre el acontecer real del pensamiento, que transcurre en el tiempo, y el ideal sentido idéntico, que es extratemporal, en suma, la distinción entre lo que <es> y lo que ” (p. 51). Cuando la extratemporalidad –tanto lógica como teológica– se le muestre inviable a Heidegger, empezará su segunda etapa. A ello contribuirán decisivamente dos sucesos: la investigación de Duns Escoto para su habilitación (1915) y el nombramiento de Geyser (1916) como titular de la cátedra vacante en Friburgo, a la que Heidegger aspiraba, confiando en el apoyo de los círculos católicos influyentes. En 1916 conoce a Elfride Petri, una protestante con la que se casa en 1917, y desde 1918 cuenta con el favor y la amistad de Husserl, el cual ocupa desde 1916 la cátedra de Filosofía en Friburgo como sucesor de Rickert; 1916 marca, sin duda, el comienzo del final del catolicismo de Heidegger, aunque en 1911 podamos ver ahora un temprano anuncio del mismo. En el explícito rechazo de 1919, hay no solamente motivos personales –fracasos de 1911 y 1916– sino también intelectuales –encuentro con el pensamiento de Escoto–. De ahí que la ruptura abra una nueva etapa intelectual en el pensar de Heidegger: la del ser y el tiempo en íntima unión o la del ser –no la conciencia y su objetividad– como “la cosa misma”.
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[5] ETAPA METAFÍSICO-INTRAMUNDANA De metafísico de lo eterno, Heidegger pasa a ser metafísico intramundano; el “metá” no puede significar un allende el mundo y la temporalidad –irrenunciables–, aunque sí un allende la ciencia objetivante y las concepciones del mundo consoladoras. El problema del ser es, en realidad, el problema del ser en el tiempo; intentar rescatarlo del flujo y de la historia es no buscar “en la dirección correcta”. En 1919, se abre una nueva etapa en el pensar de Heidegger, que denominamos: “metafísico-intramundana”. Su inspiración es la ontología. El filósofo retomará el ser desde la órbita de la mundanalidad; la metafísica católica habría perdido el mundo, al pensarlo desde un trans-mundo, y la modernidad lo volvería a perder en el nuevo dualismo de sujeto y objeto. Además, todo ello podría verse ya desde Platón. Heidegger quiere recuperar la unidad perdida. Es una etapa fuertemente anti-teorizante; la filosofía como filosofar, el papel protagonista de los estados de ánimo, la abundante terminología verbal, etc., así lo muestran. En esta reacción, puede verse ya un primer anuncio de la siguiente etapa: la que, a partir de 1933 y hasta 1943, apuesta el ser en la ruleta de la política nacionalsocialista. Nunca la filosofía de Heidegger fue tan ‘mundana’ como en estos años. De ahí que, tras el fracaso y la decepción, siga otra etapa de retiro, desasimiento y serenidad: la del último Heidegger. Desde que en aquel 1907 realizara sus primeros tanteos en filosofía, ha caminado siempre de la mano del ser como problema. Ahora bien, en ese camino, que él mismo describió (1963) como “más largo de lo sospechado, con paradas, rodeos y desvíos”, el ser estuvo presente de diversas maneras, como también su pensador Heidegger. En el verano de 1916, Husserl ocupa en Friburgo la cátedra de Filosofía, que ha dejado vacante Heinrich Rickert. Heidegger aspira a ocupar la de Filosofía Cristiana, que antes ocupara Schneider, pero no recibe los apoyos necesarios y es nombrado Josef Geyser,
titular de Münster. Afirma Ott: “(...) el Privatdozent Heidegger había recibido una herida psíquica cuyos efectos traumáticos durarían toda la vida” (p.106). El 21 de marzo de 1917, se casa con la protestante: Thea Elfride Petri. En el invierno de ese mismo año, dan resultados sus intentos de acercarse a Husserl y Heidegger se convierte sucesivamente, en su colaborador en Friburgo hasta 1923, su protegido en Marburgo hasta 1928, y finalmente su sucesor en la cátedra de Friburgo hasta 1946. Atrás quedarán la confesión católica y también la órbita de la cátedra de Filosofía Cristiana, en la que girara hasta 1916. A partir de 1919, Heidegger se aplica a una nueva temática: la “vida fáctica”, es decir, la vida en el mundo. Así, en su curso del invierno de 1921-22 sobre la interpretación fenomenológica de Aristóteles. En realidad, la temática es la misma –Aristóteles, el ser–, pero mostrada desde otra orientación, con ayuda del modo de hacer fenomenológico, tan decisivo en la evolución filosófica del autor. En el escrito redactado en 1922, con el título de Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles leemos, por ejemplo: “La filosofía trata el problema del ser de la vida fáctica. Desde este punto de vista, la filosofía es ontología fundamental” (p. 46). Hay aquí un claro anuncio de lo que será Ser y tiempo. Además, Heidegger pretende que sea la propia vida la que se muestre, en lugar de filosofar sobre ella. Es el modo fenomenológico, la actitud de orientarse por las cosas mismas, que nunca le abandonará, sino que, por el contrario, cobrará aún más fuerza en el despliegue de su filosofar, en contraste con las tesis concretas del pensamiento de Husserl, que tras las Investigaciones lógicas apenas le interesaron. Las lecciones de Ontología, que pronuncia en 1923, durante el último semestre en Friburgo, antes de ser nombrado profesor extraordinario en Marburgo, son otro de los peldaños que conducen a Ser y tiempo, culminación de su metafísica intramundana. Desde 1913, Heidegger emprende su propia línea de investigación fenomenológica, fiel a las Investigaciones lógicas pero con independencia de los desarrollos de Husserl en los que la subjetividad cobra auge. En esto último ve Heidegger una recaída en la
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modernidad; en las Investigaciones, por el contrario, busca la auténtica fecundidad de la fenomenología, la cual no consistiría en la pretensión de un inicio puro, alejado de toda tradición y de toda autoridad, sino en una determinada manera de estar en ellas: un estar crítico, capaz de acceder hasta lo originario y de apropiarse del pasado, en lugar de dejar a éste que se apropie de la investigación. Dicho procedimiento constituye una rama crítica de la fenomenología, inaugurada por Heidegger: la hermenéutica. En las Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, que llevan como subtítulo: Indicación de la situación hermenéutica (1922), está inaugurada ya con vigor y autonomía la rama fenomenológico-hermenéutica, característica del Heidegger que ha encontrado y sigue sin vacilación su propio camino. En ellas, ya no está el lector de Brentano que se pregunta por “el significado fundamental y conductor” del ente, sino quien ha optado por el ser del ente y dejado atrás la conciencia y la objetividad husserlianas. La deuda con Husserl es indudable y siempre será reconocida: la fenomenología le permite a Heidegger dar un giro a su investigación de Aristóteles, el cual es el mismo giro que abre otra etapa de su pensamiento. En dicha obra, hay interpretaciones de la Física y de la Ética aristotélicas, además de la Metafísica. El texto tiene un aspecto bifronte: recoge un original tratamiento del ser de la vida humana y también una re-interpretación de Aristóteles; ésta es en realidad la excusa para aquél, pues el peso de la temática no está propiamente en dicha interpretación, sino en la vida fáctica, a la que sirve la re-apropiación del pensamiento aristotélico. Las lecciones de 1923 sólo se enuncian: Ontología. Hermenéutica de la facticidad; en ellas, el subtítulo ha pasado a ser título. Heidegger ha encontrado definitivamente el filón de su filosofar , respecto del cual Aristóteles, como Brentano y como Husserl, sólo significan un rodeo o un ‘desde’, sin que con ello haya de minimizarse en absoluto el papel de aquél y de éstos. En las Interpretaciones, encontramos lo que será una constante en toda esta etapa: la crítica a la actitud teorética y, por consiguiente, al objetivismo. Aquélla y éste son algo derivado, “un respiro” que se toma nuestra relación práctica con el mundo, que es la verdadera-
mente primordial: “(...) sólo después de producirse el encuentro fáctico con el mundo (del significado) se puede hablar del sentido meramente real y cósico que adquiere la objetualidad en función de un ejercicio de abstracción teorética que obedece a un tipo de orientación y de jerarquización muy concreta.” (p. 37). Ya en las lecciones de 1919: La idea de la filosofía y el problema de la concepción del m u n d o, Heidegger se debate contra el exceso de teorización de los objetivismos cognoscitivos y a favor de la inmediatez y singularidad de la vida. También estas lecciones muestran un doble frente: una parte primera, en la que Heidegger rastrea en pensamientos ajenos, como el de Rickert, lo propiamente originario de la filosofía y una parte segunda, dedicada a la filosofía en la vida (preteorética) antes que en el conocimiento (teorética). La “intuición hermenéutica” –una intuición comprensiva– es la única que puede apropiarse originariamente de lo vivido, asunto del filosofar y supuesto de todo conocimiento de objetos. Al principio de la segunda parte, Heidegger cita una frase del G é n e s i s, que articula a la perfección los dos frentes, mientras señala los derroteros por los que discurre su pensamiento: “Dios el Señor hizo brotar del suelo [...] en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (p. 79). La elección del “árbol de la vida” para el filosofar es la elección de los “útiles” frente a la de los objetos, que serían los frutos del “árbol de la ciencia”. La cátedra –el ejemplo en el que Heidegger se demora– es prioritariamente un sentido en nuestra vida: la intuimos comprensivamente o la comprendemos intuitivamente, con anterioridad a conocerla objetivamente. Así ocurre, no únicamente en el caso de los que frecuentan aulas y cátedras, sino también en el de “un labriego de la Selva Negra”, que vería en ella el “puesto del profesor” e, incluso, en el de un hombre perteneciente a otra cultura, como es el caso de un “negro senegalés”, el cual no sabría “qué hacer” con ella. Así llega Heidegger a una de sus frases más conocidas: “[...] todo es mundano, <mundea>”. En la cátedra –quiere decirnos– se agrupa todo un conjunto de significados, todo un “mundo”. Cada cosa empieza por pertenecer a un mundo y en él tiene su significado, el cual, a su vez, remite a ese mundo. Mundo
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no es primariamente materialidad (colores, pesos, formas...), sino sentido (cátedras, bancos, aulas...). De ahí que problematizarse acerca del “mundo exterior” sea un “contrasentido” –caso del llamado realismo crítico– y que preguntarse por el paso de la subjetividad a la objetividad sea una postura teorética y, por consiguiente, derivada –caso del idealismo transcendental–. Heidegger busca retrotraer el filosofar hasta un origen anterior a toda teorización, el cual sería “la intención originaria de la auténtica vida”, “la absoluta simpatía con la vida”. Así es como pretende mantenerse fiel al espíritu de la fenomenología y, sobre todo, liberar a la filosofía del estéril academicismo que la excluye del mundo y de la vida: “Nos hallamos ante la encrucijada metodológica que decide sobre la vida o la muerte de la filosofía en general. Nos hallamos ante un abismo en el que, o bien nos precipitamos en la nada –es decir, en la nada de la objetividad absoluta– o bien logramos saltar a otro mundo o, siendo más exactos, estamos por primera vez en condiciones de dar el salto al mundo en cuanto tal” (p. 77). La opción por la vida y la metodología fenomenológica proporcionará a la filosofía de Heidegger un vigor y un atractivo indudables, además de los hallazgos que dicha opción hizo posibles. Sin embargo, ocasionará también cierta rémora o lastre; el ‘forcejeo’ entre el ser sin más, en toda su apertura irrestricta, y el ser del viviente humano durará hasta el último Heidegger. Aunque el ser ocupa más y más terreno en la evolución de su pensar, no conseguirá ‘rebajar los humos’ de un Dasein privilegiado hasta constituir un salto en la entidad y que lo administra en cierta manera, como a la suya administran los sujetos la objetividad. Con ello, la apertura del ser –la transcendentalidad– se resiente. De otra manera: ¿no es todavía esta filosofía del ser demasiado antropocéntrica? Algo así le reprochará Zubiri: Heidegger no habría hecho todas las correcciones necesarias a la fenomenología de Husserl. La “auténtica vida”, que el filosofar atiende en “simpatía” con ella, gracias a la intuición comprensiva, empieza por ser un problema de interpretación, el cual ha de ser reconocido en toda su complejidad y tratado mediante la mostración de los elementos que pro-
piamente constituyen esa “auténtica vida”. Las Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles y la Ontología. Hermenéutica de la facticidad están dedicadas a despejar ese problema, liberándolo sobre todo de las cadenas de la religión y de la teorización. “Auténtica” no es la vida idealizada ni la vida convertida en objeto teórico, sino la vida tal y como se muestra en sí, por sí y a sí misma en el vivir cotidiano de cada uno. Hay una auto-interpretación de ella en el vivir, anterior a toda interpretación objetivante, que el filosofar debe aprehender si quiere ser fiel a su verdadero tema. A la “autenticidad” de la vida pertenecen, incluso, su ocultamiento en el “nadie” de la publicidad o su huída de sí ante el problema de la muerte. Pero, ante todo, vivir es “estar-referido-a”, es decir, lo que Heidegger denomina “cuidado”, el cual consiste en una aplicación propia de la intencionalidad husserliana: “El mundo está ahí como algo de lo que ya siempre y de alguna manera nos cuidamos” (p. 35). Aquella “intención originaria de la auténtica vida”, descrita en La idea de la filosofía, se convierte en las Interpretaciones en uno de los términos protagonistas de la etapa presente, que amplía la noción de intencionalidad desde la conciencia hasta el viviente en su conjunto: el viviente no es sin su mundo en este enfoque preobjetivo. “La vida es histórica”, afirma Heidegger al final de sus lecciones: La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo (p. 142). La complejidad del tema filosófico tiene que ver con su historicidad, pues ésta no permite separar elementos originarios ni acceder a puntos de partida absolutos, sino únicamente referirse a todos interconectados, los cuales empiezan por tener en sus manos –valga la expresión– a la vida. La vida está siempre en situación, en una “situación hermenéutica” (preteorética) en la que respiran tradiciones y se adelantan tendencias. Tener esto presente y apropiarse comprensivamente de su situación es lo que cabe al existente y al investigador, si bien dicha apropiación no puede alcanzar un punto final, por lo que ha de reiterarse siempre. Consecuentemente, el mundo es en cada caso un mundo siempre ya interpretado y familiar, en el que la vida tiende a deslizarse y queda
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absorbida: “[...] es el destino más íntimo que afecta a la vida fáctica” (p. 39). Con “íntimo”, entendamos “constitutivo”, propio del ser de la vida y, por consiguiente, algo que ningún “esquema de perfección” o empeño teorizante puede erradicar. Es lo que nombra Heidegger con el término “caída”. Con la caída tiene que ver el auto-ocultamiento del vivir. No hay “la” vida, como no hay “la” facticidad; toda vida fáctica es vida en situación, perteneciente a un tiempo histórico, “propia de una época y de una generación” (p. 48). “Situación hermenéutica” es el estado interpretativo en el que de antemano está ya siempre la facticidad histórica. Aquí adquiere todo su sentido la “destrucción” y el “desmontaje”, entendidos por Heidegger como medios para apropiarse de los prejuicios, asumirlos críticamente y poder, en consecuencia, retrotraerlos al origen del que proceden, si bien esta tarea siempre estará limitada por la radical historicidad inherente a la vida. Heidegger, que ha dejado atrás el dogma católico en su filosofar y recuperado el mundo intrínseco al viviente –un mundo temporal–, se debate en esta etapa contra las posturas filosóficas dominantes desde Descartes y el triunfo de la ciencia físico-matemática, que significan otra manera de perder el mundo inmediato del vivir. La intuición (hermenéutica) y la intencionalidad (ampliada) serán los “ojos” que aplique a esta segunda recuperación del único mundo, que los excesos teorizantes han conseguido, sin embargo, dividir. Es un empeño en la unidad: en la etapa dogmática, Heidegger perseguía “el significado fundamental y conductor” del ente que, según Aristóteles, se dice de muchas maneras; ahora persigue la unidad entre hombre y mundo, que las teorías del conocimiento convertidas en “filosofía primera” no pueden explicar. Incluso Husserl habría caído en las redes de la teorización. Por esto, el “modelo” de Heidegger es Aristóteles todavía: “filosofía primera” es ontología, esa metafísica “en un nuevo sentido” de su carta a Krebs del 9 de junio de 1919. Las lecciones: Ontología. Hermenéutica de la facticidad (1923) son una insistencia y continuación de las de 1919 y del escrito de 1922, comentados antes. Insisten en el error de quedar fijados en el esquema cognoscitivo de
sujeto y objeto: “Lo primero que hay que evitar es el esquema de que hay sujetos y objetos, conciencia y ser; de que el ser es objeto del conocimiento; que el ser verdadero es el ser de la naturaleza; que la conciencia es el esto es, yoica, la yoidad, el centro de los actos, la persona; que los yoes (personas) tienen frente a sí lo ente, objetos, cosas de la naturaleza, cosas de valor, bienes. En fin, que la relación entre sujeto y objeto es lo que se ha de determinar y que de ello se ha de ocupar la teoría del conocimiento” (p. 105). Insisten también en el peligro de no considerar la situación previa en la que está siempre toda investigación, incluso la “primera” (ontología): “También el ver sin ideas preconcebidas es un ver y tiene, en cuanto tal, su punto de vista, hasta el extremo que lo tiene de modo señalado precisamente al apropiarse explícitamente de él de manera acrítica” (p. 107). Insisten en el “mundo”, en el “cuidado” y en las “cosas” de ese mundo de que nos cuidamos, que no son originariamente cosas naturales ni de valor, sino cosas de la cotidianidad y temporalidad del trato, es decir, significados, útiles, posibilidades de nuestra vida: mesa que “hace tal función”, esquís “de aquella carrera temeraria”, libro “regalo de X”, etc. Especialmente relevante en las lecciones es el marcado protagonismo de la perspectiva ontológica en el afronte de las cuestiones, el cual queda patente ya en su título y en la “Introducción”: “[...] en lo que sigue se empleará el título de siempre en la acepción vacía, con la sola pretensión de mentar cualquier preguntar e investigar dirigido hacia el ser en cuanto tal. afecta, por lo tanto, a las cuestiones, explicaciones, conceptos, categorías que surjan, o no, de ese mirar a lo ente en cuanto ser” (p. 20). Heidegger camina con paso firme hacia Ser y tiempo, culminación de su filosofía fenomenológico-hermenéutica. Sin embargo, Ser y tiempo se interrumpirá antes de cumplir su programa; ¿es accidental dicha interrupción o Heidegger está ya metido en un camino que no tiene salida? ¿Ha acertado “la dirección correcta”? Carmen Castro recuerda en su biografía que Zubiri le comentó en 1931 que Heidegger “no publicaría nunca la prometida segunda parte de SEIN UND ZEIT” (p. 86), como así efectivamente sucedió. ¿Por qué pen-
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saba así Zubiri?, ¿en qué radicaría, según él, la imposibilidad de dar cumplimiento al programa que trazó Heidegger para Ser y tiempo? En Ser y tiempo, Heidegger lleva a cabo, de forma sistemática y mediante el género del tratado, una ontología sin teología. En consecuencia, el ser es investigado desde el tiempo como horizonte de su comprensión, con la fenomenología llevada al terreno del método, sin consideración a sus contenidos, y la meta puesta en el sentido del ser en general, es decir, en una ontología universal y no meramente del ser del existente o Dasein, cuya analítica sólo constituye un primer peldaño. Sin embargo, el atractivo de los temas del análisis existencial, junto con el carácter incompleto de la obra, favorecerá que se ‘hinche’ artificialmente la ontología fundamental. Con todo, ¿puede minimizarse ese peldaño del ser en la comprensión del individuo?, ¿no es , más bien, algo ineludible en este planteamiento, en el cual el “sujeto” se habría ampliado hasta el existente en su conjunto, pero seguiría ahí, como un resto aún de modernidad? De otra manera, ¿es autónomo el ser o necesita del Dasein? En definitiva, ¿quién manda realmente: el ser, el existente o ambos? En esta obra, Heidegger sistematiza y despliega desde los primeros capítulos temas y nociones ya tratados antes, los cuales alcanzan aquí su lugar y perfil definitivos. Lleva el ser-en-elmundo a lo intrínseco y fundamental del existente y despacha el protagonismo de las “metafísicas del conocimiento” o planteamientos cognoscitivos, en esta ocasión con terminología y expresiones del pensador realista Nicolai Hartmann. Esquiva el etiquetado ético, pero no la dureza del existir, entre un principio sin explicación y un inexorable ser hacia la muerte. Reúne en el “cuidado” el todo original de la estructura del Dasein, para seguidamente tratarlo desde la temporalidad, inherente al cuidado y al ser-en-elmundo, etc. El tratamiento de Heidegger se interrumpe en la temporalidad como fundamento del ser del existente, sin dejar del problema del ser en toda su amplitud más que algunas preguntas, con las que da por terminada la obra a las puertas de la tercera sección de su primera parte: “¿Hay algún camino que lleve desde el tiempo
originario hacia el sentido del ser? ¿Se revela el tiempo mismo como el horizonte del ser?” (p. 451). El ser es abordado mediante el preguntar. El preguntar ha de ser tal, que “permita ver”; no como se ve meramente un objeto, sino como se ve “la cosa misma”. Cosa misma es el ser porque nada esconde tras él, porque es “lo que se muestra” por sí mismo. Heidegger corta a la filosofía el camino de lo supra-temporal. Aquella lógica objetiva, universal y estática de su Tesis (1913) se transmuta en un logos apofántico, vehiculado en el preguntar. Las respuestas o llegadas han dado paso, en esta etapa, a las preguntas o caminos. Mucho antes de Ser y tiempo, Heidegger ha perseguido el logos de la vida. De esa persecución hay un rastro en sus lecciones sobre la idea de la filosofía (1919), que constituye una buena muestra de sus esfuerzos y tanteos. El vivir o la denominada “vivencia del mundo circundante” es lo que en ellas constituye el tema de la filosofía fenomenológica, en tanto ciencia preteorética y originaria. Sin embargo, hay otra cuestión que a la altura de estas lecciones Heidegger no tiene tan clara: la del método que corresponde aplicar a dicho tema o el “modo de abrir científicamente la esfera de la vivencia”. Apela a la intuición, de la mano de Husserl, frente a los sistemas conceptuales, que a diferencia de aquélla no pueden “simpatizar” con el vivir mismo. Ahora bien, Heidegger lleva por su cuenta esa intuición a “la intención originaria de la auténtica vida” (p. 133), con lo cual apunta ya a la aprehensión inmediata y preteorética que el vivir tiene de sí mismo; de momento, a la “intuición hermenéutica”. Desmarca de manera tajante este procedimiento de cualquier forma de “logicismo” o “filosofía de los sentimientos”. En la intuición que simpatiza con la vida hasta ser “idéntica con el vivir mismo” estribaría el “rigor” de la filosofía fenomenológica. Heidegger reconoce en estas lecciones que el problema del método es central en la fenomenología y que su propio curso gira en torno a un problema metodológico. Sin embargo, el texto termina abruptamente, con un insuficiente tratamiento del apartado que se refiere precisamente a la intuición hermenéutica. Y no sólo esto.
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Además de abrupto, el final podría considerarse también críptico, pues su autor hace una distinción entre lo “formalmente objetivo” y lo “específicamente objetivo” (p.141), con el fin de mostrar cómo aquél es capaz de apropiarse la vivencia sin teorizarla, que ni se entiende fácilmente ni convence. El problema con el que se debate Heidegger es el de cómo apresar las vivencias sin teorizarlas; es decir, cómo hacerse con ellas inmediatamente. La descripción utiliza palabras y las palabras generalizan o conceptualizan. ¿Hay un vivir en significados (“cátedra”, por ejemplo), que no sea un vivir en conceptos?, ¿hay un lenguaje no objetivante? La intuición es aprehensión inmediata y no equivale a descripción, sino que ésta seguiría a aquélla. Entonces, ¿cómo intuimos las vivencias (por ejemplo, de la “cátedra”) sin convertirlas en objetos? Aquí es donde Heidegger se refiere a lo “vivenciable” –que expresa también como “algo” y como lo “premundano de la vida”– y a lo “formalmente objetivo”, que “se retrotrae [...] a un estrato fundamental de la vida en y para sí” (p. 141). Podría parecer incluso, que quiere apuntar a una especie de condición última de posibilidad de la vivencia misma y del objeto-vivencia. La terminología resulta desafortunada, la explicación no convence. En cualquier caso, esa terminología no perdurará, y esto ya dice algo. Pero el interés de este asunto estriba en la comparación que cabe hacer con el tratamiento de este mismo problema –el método de la investigación– en Ser y tiempo. Ante todo, lo que en 1919 se consideraba el tema del filosofar –la vivencia del mundo circundante– ya no es tal en 1927. Ahora el “qué” de la investigación es “el sentido del ser en general”; la temática se ha abierto hasta adquirir finalmente el nivel ontológico que caracteriza la etapa. Aquella “vivencia del mundo circundante” se inscribe en la amplitud del análisis ontológico del Dasein, como preámbulo de la investigación del ser en general. El cambio operado en el tema de la investigación afecta a su “cómo” o método. En Ser y tiempo, Heidegger se refiere a la “comprensión preontológica del ser” como constitutiva del ser del Dasein; la intuición hermenéutica de 1919 queda desdibujada en tanto “intuición” y potenciada en tanto “hermenéutica”. Su carácter preontológico subraya,
a un tiempo, su inmediatez y la apertura de su ámbito. El capítulo segundo de la “Introducción” anuda lo expuesto en el capítulo anterior en un método “fenomenológico”, que concede al ser el estricto carácter de “fenómeno” –mostrarse en sí mismo– y que interpreta el “logos” como habla o “permitir ver”, de manera que todo otro significado –concepto, definición, juicio, razón, etc.- resulta derivado. Aquellos términos de 1919 –“vivenciable”, “algo”, “formalmente objetivo”– con los que Heidegger pretendía vaciar de contenido objetivo los significados de las vivencias, adquieren ahora una formalización y ontologización culminantes. ¿Cómo llega Heidegger a esta cima? De la mano de Aristóteles, en el que encuentra un logos fundamentalmente apofántico, es decir, manifestativo de aquello de lo que habla, con anterioridad a su manifestación concreta y a su enunciación. En sus lecciones de lógica de 1925-1926 en Marburgo, Heidegger distingue tres momentos estructurales del logos: mostración, determinación, comunicación; la mostración es primaria y hace posible, en consecuencia, los otros dos momentos. Esta interpretación permitirá a Heidegger afirmar que “la verdad es el lugar de la proposición”, en lugar de la tesis inversa –la proposición como lugar de la verdad– apoyada, según él, en una “interpretación insuficiente” de Aristóteles (pp. 108 y ss.). Ser y tiempo abre a Heidegger las puertas de la cátedra que ocupara Husserl en Friburgo. En su lección inaugural: ¿Qué es metafí sica? (1929), está presente el nuevo sentido metafísico y, acorde con él, un nuevo estilo de exposición filosófica, que perdurará hasta el último Heidegger. Hay el empeño de hacer vivir al oyente o lector aquello mismo que allí se expone; de ofrecerlo, no como un material “ante los ojos”, susceptible de manejo objetivante, sino como un problema o enigma vivo, que exige ser revivido en cada oyente y en cada lector. Lo que Heidegger quiere hacer manifiesto ya no es algo meramente teórico, sino “la cosa misma”, el ‘dentro’, por así decir, lo cual hace que el auditorio o lector quede implicado. Tenemos un testimonio del éxito de este propósito, pues Safranski recoge las declaraciones del estudiante Heinrich Wiegand Petzet, que asistió a la lección: sintió que en “una claridad casi dolorosa se
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presentaban allí abiertas las cosas del mundo” y “como si hubiese mirado por un momento al fundamento del mundo” (p. 216). Heidegger es a partir de ahora el “mago de Messkirch”. ¿Qué es metafísica? es una obra maestra en su género; tan cuidada está su expresión, como la estructura, los contenidos y la elaboración. Muy cercana a Ser y tiempo, repite incluso la estructura de su “Introducción” en el primer párrafo, si bien de forma comprimidísima: qué se trata, cómo, y finalmente el plan del tratado. Constituye, por consiguiente, un micro-tratado que, dado su carácter de lección –escrita para ser leída en público–, no desdeña el recurso del impacto emocional ni los golpes de efecto, los cuales le confieren un cierto aspecto teatral y magnífico. Como si Heidegger, que no acertó a terminar esa ‘catedral’ que es el proyecto de Ser y tiempo, se empleara a fondo en la realización de esta genial ‘capilla’. Lo que se investiga es la metafísica desde dentro de la metafísica y mediante el preguntar. El primer paso consiste en plantear “un interrogante metafísico”: ¿Qué pasa con la nada? Es metafísico porque es meta-científico, ya que, según Heidegger, la ciencia se ocupa del ente y de “nada más”. Dado que siempre se interroga desde una situación y, ante todo, desde una situación “esencial”, y como ésta es el monopolio científico, que atiende siempre a entida des, queda un resto sin considerar: el del no-ente. Preguntar por él es preguntar meta-físicamente, meta-científicamente. El segundo paso consiste en la “elaboración de la cuestión”, que finaliza, sorprendentemente, con la misma pregunta: “¿Qué pasa con la nada?”. La ganancia respecto de lo logrado en el paso anterior parece nula; sin embargo, si bien no hay progreso en la cuestión metafísica, ya encontrada, sí lo hay en el modo de su tratamiento: la angustia nos sumerge en el dentro del no-ente o nada y, de esta manera, los patentiza. La angustia muestra cercanamente, en inmersión y no en relación o distancia, lo que ni es subjetivo ni objetivo: la cuestión metafísica, el ser. La nada, el no-ente, el ser, no pueden decirse (definirse), sino que desde el ser se dicen los entes. Nada y ser acaecen como “silencio”; en la angustia enmudece todo decir “es”, nos dice Heidegger. El tercer paso es la “respuesta a la pregunta”,
el cual termina con un interrogante también, pero distinto de los anteriores: “¿Por qué hay ente y no más bien nada?”. Heidegger nos vuelve a sorprender; en esta ocasión, con la paradoja de responder con otra pregunta. En primer lugar, Heidegger ha planteado como interrogante metafísico la pregunta por la nada. Imposible confundir dicho interrogante con otro, más o menos retórico o teórico. “Qué pasa con la nada” está, intelectualmente considerado, cerca de la provocación, pues no parece que podamos hacer mucho con una pregunta así. De hecho, la ciencia no la pregunta. A continuación, la elaboración de la cuestión no consiste en razonamientos, deducciones ni inducciones, como podría esperarse, sino en señalar el temple de la angustia como el lugar de la nada: de la vivencia-nada, no del objeto-nada. Luego, elaborar una cuestión aquí es experienciarla y no meramente tematizarla. De ahí el andamiaje teatral de todo este escrito. El último ‘golpe de efecto’ es ese interrogante final, que no parece propiamente una respuesta y que, además, produce cierta perplejidad, por no estar demasiado claro lo que significa o lo que con él quiere significar el autor. La angustia, y sólo ella, patentiza la nada; por ello es el temple radical. Ni el aburrimiento ni la alegría, por ejemplo, pueden patentizarla; en el aburrimiento todo se uniformiza, nada destaca, todo parece gris, y en la alegría todo parece de color de rosa, por decirlo gráficamente. Aburrimiento y alegría patentizan “el ente en total” sin transcenderlo. La angustia, en cambio, manifiesta la nada a una con el ente en total, “en tanto que éste nos escapa en total”. Este escapársenos, que incluye al ente que somos nosotros, nos deja sin los asideros habituales, como sin gravedad y en “fascinada quietud”; en definitiva, en “anonadamiento”, porque el ente “se hunde”. En realidad, lo que la angustia desoculta es la nada del ente: el abismo, el claro, el fondo. Justamente, lo que la ciencia desatiende: el no-ente. Éste podría entenderse como un “motor inmóvil” separado, como un Dios transcendente y creador o como el resultado de la negación lógica. Sin embargo, no-ente es nada en el Heidegger de esta etapa. Lo que sostiene al ente es... nada; “nada” significa el misterio insondable del que emergen sostenidos los
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entes, “nada” significa el no-rostro de todos los rostros, “nada” significa ser, ultimidad filosófica imposible de transcender, decirse o escaparse. Por esto, esquivarla en el día a día no impide que ella “caiga” sobre nosotros en la impremeditada angustia e, incluso, llevarla de incógnito continuamente. Transcender el ente es lo que acontece en nuestra existencia; en el temple de la angustia sobre todo. Este transcender es justamente la metafísica, la cual pertenece por ello a la “naturaleza del hombre”, afirma Heidegger. Resuena aquí el planteamiento de Kant; metafísica no es la pregunta por los incondicionados: mundo, alma, Dios, como en Kant, aunque sí es una pregunta transcendedora y que nos pertenece constitutivamente, como en aquél. Es la pregunta por la nada. Puede ya calibrarse bien el desfondamiento de entidades, teorías y “consuelos”, llevado a cabo por este Heidegger intramundano, en reacción contra el teólogo y el lógico y como consecuencia también de una evolución intelectual, que ahonda en “la cosa misma”, desde que Husserl la propusiera como lema filosófico. Finalmente, ¿cómo ha de entenderse el interrogante último: “Por qué hay ente y no más bien nada”? Sin duda, como “la completa extrañeza del ente” en la experiencia de la metafísica transcendedora. Pero no sólo. Sin duda, como la pregunta por la nada, como ese “preguntarnos por los fundamentos y fundamentar”. Pero no sólo. Sin duda, como reivindicación de la metafísica, frente a la prepotencia científica. Nos parecería prematuro que Heidegger criticara en ese interrogar a la metafísica, en tanto que se pierde en el ente. Pensamos, con Zubiri, que este Heidegger utiliza indiscernidamente metafísica y ontología (filosofía).
En 1920, Heidegger –Privatdozent y colaborador de Husserl en Friburgo– inicia su amistad con Jaspers. Les une un común afán
de lucha por la mejora de la universidad y la “revitalización de la filosofía”, como expresa Heidegger en su carta del 21 de abril de 1920: “[...] tuve, sobre todo, el <sentimiento> de que nosotros dos trabajamos, a partir de la misma situación fundamental, en la revitalización de la filosofía” (p.15). Sin embargo, será más lo que les separe: no llegarán a entenderse filosóficamente ni tampoco, tras la experiencia política de Heidegger, existencialmente. En la correspondencia que ambos mantuvieron, puede verse agonizar su relación, a pesar de la lucha de uno y otro por un reencuentro, que no se producirá. En dicha correspondencia, encontramos también una clave digna de consideración: el vivo interés de Heidegger por el tema de la libertad. En las cartas del 24 de abril de 1926, 27 de septiembre de 1927 y 16 de mayo de 1936, Heidegger se refiere a las Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad de Schelling con frases tales como las siguientes: “[...]demasiado valioso para que haya podido conocerlo en una lectura somera” (p. 51), “[...]no me abandona ya el Tratado sobre la libertad” (p. 65), y “[...]he vuelto al trabajo cotidiano –siempre sólo interpretar–; esta vez únicamente el tratado de Schelling sobre la libertad” (pp.131132). Es ‘clave’ su interés por la libertad, porque la experiencia de la nada, a la que se refiere en ¿Qué es metafísica?, tiene que ver con ella. Por una determinada necesidad de libertad, aconteció la renuncia de 1919; dicha necesidad queda plasmada filosóficamente en el vacío entitativo del nuevo fundamento: “Sin la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad” (p. 49). Es ‘clave’ también, porque en su conferencia de 1930: “De la esencia de la verdad”, juega un importante papel como esencia de la verdad y como dejar ser al ente que es “en sí, simultáneamente, ocultar” (p. 123). Si reparamos en que dicha conferencia se publicó reelaborada en 1943, y en que esta publicación está considerada como el primero de los escritos del último Heidegger, comprobaremos que la libertad fue un tema permanente en su investigación. Heidegger dedicó a Schelling y la libertad humana sus lecciones del semestre de verano de 1936, y volvería a dedicar al mismo tema un semina-
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[6] ETAPA METAFÍSICO-POLÍTICA
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rio en el semestre de verano de 1941. Por consiguiente, el problema de la libertad preocupa y ocupa a Heidegger en la etapa metafísico-política; ¿muestran sus interpretaciones de dicho problema la evolución de su pensar?, ¿podrían estar presentes en De la esencia de la verdad algunas de las “consecuencias” que –según Carmen Castro– tuvo su larga conversación con Zubiri? La fecha de la conferencia y el despegue hasta otro Heidegger de su texto retocado y sólo publicado trece años más tarde, justifican la pregunta. Las lecciones sobre Platón de 1931-1932 marcan el paso hacia la metafísica política. El texto: La doctrina platónica de la verdad hunde sus raíces en dichas lecciones. Sin embargo, al redactarse en 1940 para su publicación, está más bien a caballo entre esta etapa y la siguiente: la metafísica como caída en lo ente, el comienzo del “humanismo” (o antropología) en Platón y, con él, de la postura “moral”, están vistos como lo que arrastra el cambio en la determinación esencial de la verdad, desde el des-ocultamiento originario hacia “el correcto mirar” o corrección de la aprehensión. Ahora bien, la demora en el mito de la caverna y en un pensador como Platón, sensible a la práctica política por parte del filósofo, resultan significativas. Si, ciertamente, en las cartas a Jaspers de estos años se muestra un Heidegger abrumado y crítico con el éxito de 1927 y sus consecuencias, el cual vive voluntariamente el modesto “papel de vigilante de un museo” (p.118) de grandes obras filosóficas, contento de volver “al pleno anonimato benefactor anterior a 1927” (p. 122), el final de la carta del 8 de diciembre de 1932 tiene un matiz heroico y romántico, preludio del próximo compromiso político: “¿Lograremos, en los decenios próximos, crear un suelo y un espacio para la filosofía? ¿Vendrán hombres que traigan con ellos un mandato lejano?” (p. 122). El liberado de la apacible y segura caverna, que ha experimentado la libre visión fuera de la misma, en el “espacio libre”, regresa para conducir a los otros como liberta dor, con riesgo incluso de su propia vida. Es una lucha a vida o muerte: “[...] en el relato de Platón la narración no termina, como se quiere creer, con la descripción de la adquisición del grado supremo, cuando se sale fuera de la caverna. Por el contrario, tam-
bién forma parte del <símil> el relato del retorno del liberado a las profundidades de la caverna junto a los prisioneros. El liberado debe conducir también a estos otros fuera de lo que para ellos no está oculto para mostrarles arriba lo más desocultado. Pero ocurre que el libertador ya no se orienta bien en la caverna. Corre el peligro de caer bajo el poder superior de la verdad allí reinante, esto es, de quedar sometido a la pretensión de la común de prevalecer como la única. El libertador corre incluso el riesgo de que lo maten, una posibilidad que se hizo realidad en el caso del destino de Sócrates, el <maestro> de Platón” (pp.186-187). Aunque Platón pudiera haber errado en las maneras, Heidegger –y acaso Hitler– podría ‘adueñarse’ de ese error y reconducirlo hasta el momento presente, como quien trae ese “mandato lejano” del que habla en su carta. En la apacible guarda de la monumental historia de la filosofía, empieza a adueñarse un entusiasmo político del guardián. Es importante reparar en que el interés político de Heidegger está supeditado al filosofar: a la creación del suelo, espacio o lugar “para la filosofía”, para “que la filosofía pueda aplicarse”, como dice en su carta del 3 de abril de 1933 (pp.123-124). Heidegger creyó en Hitler y el nacionalsocialismo como posibilitadores de una nueva realidad, de una realidad impulsora del pensar. El 21 de abril de 1933 es elegido rector de la universidad de Friburgo, el 1 de mayo se adhiere al Partido y el 27 pronuncia el discurso del rectorado: La autoafirmación de la universidad alemana. En él, exalta la ciencia, pero la considera “ligada” inexorablemente a la filosofía. Lo que Heidegger reivindica en realidad, tanto para la universidad como para Alemania y Occidente, es el filosofar. La ciencia, en tanto que “ligada a ese inicio de la filosofía” y “estando a la altura de ese inicio”, en tanto que ella “es filosofía” por encima de saberlo o quererlo, es la que ha de llegar al poder, en aceptación de la “misión espiritual histórica del pueblo alemán” y de su Estado. En consecuencia, la ciencia y el Estado alemán están vistos aquí desde el filosofar. Hay, sin embargo, un protagonismo de la voluntad en su estilo, que sí resulta muy novedoso. Jaspers lo captó, sin
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duda, cuando leyó el ejemplar que Heidegger le dedicara, pues en su carta del 23 de agosto de 1933 se refiere al discurso como “documento hasta ahora único de una voluntad académica de la época actual”. En la misma carta, sólo deja asomar algunas débiles críticas, como el aspecto “un poco forzado” y el “sonido vacío” de algunas de sus frases”. Sin embargo, en sus Notas sobre Heidegger es más explícito: “[...] intentaba interpretar del mejor lado posible su discurso del rectorado”, “[...] No se había perdido la categoría intelectual, aunque el contenido de su discurso y de su acción había descendido a un nivel insoportablemente bajo y extraño” (pp. 119120). Heidegger había dado ya muestras de poseer una notable fuerza de voluntad; pensemos en su arrancarse del catolicismo para mantenerse fiel a su propio pensar, en la decidida y temprana separación de los contenidos filosóficos de su maestro Husserl, en la desvinculación del filosofar de utilidades y consuelos. Ahora bien, esa fuerza de la voluntad mira en esta ocasión a lo público y a la acción política como nunca ocurriera en el pasado. Tal consideración permite matizar esta etapa intelectual como ‘política’ en su inspiración. Quizás Nietzsche y Hölderlin influyeran también a este Heidegger, que se aventura en territorios socio-políticos con maneras voluntaristas y románticas. Los cursos sobre el Nietzsche que está inmerso en la modernidad y que es preciso superar como última voz de la metafísica, no se iniciarán hasta 1936. En cuanto a Hölderlin, las palabras del discurso que hacen referencia al “lejano mandato” del inicio para recobrar nuevamente su grandeza, recuerdan el propósito en Hiperión de liberar Grecia. En 1934-1935, Heidegger impartirá su primer curso sobre el poeta. Por lo demás, en la Autoafirmación persiste el despegamiento teológico-cristiano, junto con el técnico-matemático. A partir de aquí, la amistad con Jaspers iniciaría un lento pero constante declive. Hubo titánicos esfuerzos por ambas partes para salvarla; más en el caso de Heidegger, el cual revela en su modo de hacer una personalidad muy poco dada a confesiones, a diferencia de la del psiquiatra, psicólogo y filósofo Jaspers –no hay que olvi-
dar que la “comunicación existencial” forma parte de su sistema filosófico–. Heidegger parece preferir el rodeo o la sugerencia antes que las explicaciones directas y detalladas. Sus cartas del 1 de julio de 1935 y del 16 de mayo de 1936 pueden interpretarse como un síntoma al respecto; en ambas declara su soledad y se muestra extremadamente amable con el amigo pero, sobre todo, en la primera se refiere a la fe de sus orígenes y al fracaso del rectorado como “dos hitos” que “hay que superar realmente”, a la vez que considera su trabajo intelectual en esos momentos “un penoso ir a ciegas” y “un exiguo balbucir” (pp. 128-129). Heidegger parece atravesar una crisis. Sólo ha empezado a despertar de su desafortunada ensoñación, pero el Heráclito solitario y hogareño de la Carta sobre el humanismo ocupará más y más, sin prisa pero sin pausa, el lugar del visionario Hiperión. Mientras, Jaspers contesta a la primera carta con una breve nota de agradecimiento casi un año más tarde (14 de mayo de 1936), y con una carta autocensurada en su párrafo más personal –el que se refiere a su estado de salud y condiciones de trabajo– a la segunda (16 de mayo de 1936). Sin duda, ha perdido finalmente la confianza en el ‘amigo’. Sigue un silencio, que dura más de diez años; Jaspers lo había solicitado para poder encontrarse ambos, en todo caso, “en el obrar silencioso” (pp. 132-133). El curso del semestre de verano de 1935: Introducción a la meta física es un texto central de esta etapa. El afán político-filosófico, junto con la confianza en la verdad del nacionalsocialismo, están muy presentes. Una vez más, Heidegger se ratifica en el rechazo de la metafísica católica y en la defensa de una filosofía intramundana. En ésta, ahora reserva un lugar a lo político, junto al pensar y al poetizar. También, hay una referencia explícita al final de la filosofía griega en el comienzo de la metafísica occidental. Por consiguiente, este curso recoge prácticamente todo el pensar de Heidegger en los matices que nosotros hemos distinguido: desde el posicionamiento intramundano, frente al del catolicismo, hasta la necesidad de superar la metafísica. Todo ello, en la confianza –aún intacta– en el hacer político del momento. Sin embargo, el texto
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pertenece a ese “penoso ir a ciegas” y “exiguo balbucir” que confiesa en su carta a Jaspers, antes citada. Introducción a la metafísica recoge, junto a la “pregunta fundamental de la metafísica”, una pregunta “previa”, que interroga por el ser y no por el ente; Heidegger ha retomado el final de ¿Qué es metafísica? para desplegarlo en línea de radicalización. Aquella primera pregunta se enuncia: “¿Por qué es el ente y no más bien la nada?”. La previa, en cambio: “¿Qué pasa con el ser?”. Ésta se incluye en aquélla y juntas constituyen la pregunta metafísica. Aquí, “metafísica” significa olvido del ser y, incluso, olvido de ese olvido. Indudablemente, olvidar sólo es posible si antes lo olvidado ha estado presente; Heidegger quiere preguntar ante todo por “lo abierto del ser”, que ha llegado a encubrirse y ocultarse en el citado olvido. Con esto, pretende iluminar, a una, la esencia oculta de la metafísica, es decir, lo que la hace ser. La pregunta fundamental apunta al fundamento del ente, pero no resuelve si ese fondo es en realidad fundante, un abismo (Ab-grund) o un pseudo fundamento (Un-grund). Dicha pregunta no puede formularla el creyente: la respuesta estaría ya adelantada. De ahí que Heidegger sancione a la filosofía cristiana como “un hierro de madera y un malentendido” (p. 17). Fe y filosofar se excluyen. Heidegger, que ha despedido a la fe de su filosofar, avanza ahora hacia la despedida de la metafísica como onto-teo-logía. También dejará atrás la consideración central del político, pero no así la del poeta. El poeta y el pensador caminan de la mano, aunque sin con fusión, en su última etapa. Sin embargo, en el curso de 1935 considera todavía la importancia de la política: si bien es un error pedir demasiado a la filosofía, ésta puede “de manera mediata y por rodeos” (p. 19) repercutir ampliamente. Es inevitable interpretar que la acción política tiene que ver con esa “manera” y ese “rodeo”. Los políticos serían las manos del filosofar; cuando en el verano de 1933, se refiere a las manos de Hitler, tal y como lo relata Jaspers en su Autobiografía filosófica y lo menciona en sus Notas sobre Heidegger, quiere significar la acción política, su necesidad y capacidad creadora. Difícilmente podría tratarse de una simple observa-
ción racial, como en sus Notas (p. 105) parece sugerir Jaspers:“En 1932 los nazis exhibían en sus carteles electorales retratos de sus gentes y de sus adversarios con la pretensión de hacer directamente visible la diferencia racial y, por tanto, la diferencia de calidad. En realidad no se trataba en ninguna parte de diferencias raciales, sino de diferencias fisonómicas que para la mirada clara muestran sin más el carácter de los hombres individuales, que no son científicamente constatables, pero que curiosamente convencen. Aquí radicaba lo increíble, que los carteles revelaban de forma tan drástica y sin excepción la inferioridad fisonómica de los nazis, mientras que algunos de los adversarios mostraban el rango de su carácter. Los nazis no tenían ninguna vista fisonómica. Se podía percibir con horror su total ceguera, y más aún cuando uno de ellos decía: vean las manos de Hitler y verán enseguida lo extraordinario (eso dijo Heidegger en 1933)”. El curso centra su atención en la pregunta por “lo abierto del ser”, la cual difiere tanto de la pregunta metafísica como lo descubierto difiere de lo oculto. La pregunta metafísica pregunta en realidad por el ente; al desplegarla, topamos con el preguntar previo por el ser. Heidegger ve en el ser “el destino espiritual de Occidente”; de un Occidente cuya actualidad describe en términos catastrofistas, es decir, movido únicamente por lo óntico-técnico. Atender al ser no es una rareza o capricho intelectual, sino el mismo atender al hombre, a la tierra que habita, a la historia como obra suya, etc. Heidegger traza un perfil ideológico y maniqueo de la situación. Alemania sería la nación que podría liberar a Occidente de la “tenaza” que forman Rusia y Estados Unidos. En definitiva, el “destino espiritual de Occidente” estaría en manos de Alemania, de sus filósofos y poetas, mediante el rodeo de la acción política (pp. 43 y ss.). En su carta del 19 de marzo de 1950, Jaspers confiesa a Heidegger que su comportamiento respecto del fenómeno nacionalsocialista le pareció el propio de un “niño que sueña” (p. 159). En su respuesta del 8 de abril de 1950, Heidegger admite que la imagen es “completamente” acertada y realiza el último gran
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esfuerzo para explicarse: “[...] no vi más allá de la universidad ni me di cuenta de lo que pasaba realmente”, “[...] soñaba y pensaba en lo fundamental sólo en la universidad en la que tenía las miras puestas. Pero al mismo tiempo me encontré atrapado en la mecánica del cargo”, “[...] estaba perdido y atrapado, aunque sólo durante unos pocos meses, como mi esposa dice, en una <embriaguez de poder>. Sólo después de la Navidad de 1933 comencé a ver con más claridad, de manera que en febrero, como protesta, abandoné mi cargo.” (pp.161-163). El fracaso de Heidegger con Jaspers llega con la respuesta de éste, después de más de dos años (24 de julio de 1952), desde Basilea; Jaspers no cree que Heidegger haya despertado del todo o, mejor aún, que haya dejado de filosofar en forma de ensoñaciones: “¿No es una filosofía que adivina y poetiza en frases como las de su carta, que efectúa la visión de lo tremendo, una nueva preparación de la victoria de los totalitarismos al separarse de la realidad? [...]¿Puede lo político, que usted considera superado, desaparecer? [...] ¿Está usted a punto de hacer de profeta que muestra lo suprasensible a partir de un arte oculto, de hacer de filósofo que huye de la realidad?” (pp. 167-170). Es el final; la felicitación a Jaspers del 19 de febrero de 1953, con ocasión de su septuagésimo cumpleaños, significa un sentido reconocimiento y aceptación de sus insalvables diferencias: “Y al lado habrá una persona que tratará de seguir el camino de usted y a la vez poner a prueba el suyo propio [...] y aceptará el destino de intentar diferentes maneras de pensar” (pp. 170-171). Heidegger se despide en su vida una vez más –en esta ocasión del amigo– para seguir fiel a su filosofar. En sus Notas sobre Heidegger, escribe Jaspers: “Heidegger no sabe lo que es la libertad” (p. 40). Seguramente, a Heidegger se le ocultaban aspectos de la misma, transparentes a Jaspers. Con todo, es innegable que el problema de la libertad le preocupó de manera constante y profunda, muy especialmente en la etapa metafísicopolítica, en la que unas determinadas circunstancias socio-políticas contribuyeron, sin duda, a darle un resalte y perfil característicos. Heidegger no acertó a ‘proveer’ en muchas de sus decisiones y interpretaciones, pero sí fue lúcido en otras, al ‘prever’ situaciones
en las que aún hoy podemos reconocernos: el desenfreno y la agresividad del móvil técnico –que entonces él veía más que como una realidad ya efectiva e irreversible, como una seria amenaza– están hoy muy presentes en nuestro mundo. También, el tiempo como velocidad, la explotación económica del planeta –siempre en crecimiento–, la cercanía como mostrenca accesibilidad, el protagonismo de las cifras y lo que todo ello implica: “destrucción de la Tierra”, “huida de los dioses”, desconfianza hacia el “acto creador y libre”. Todo esto lo encontramos actualmente en nuestras sociedades ‘desarrolladas’. Heidegger quiso descartar “la vía de la destrucción” en la realización de aquel “destino espiritual”; en lugar de destrucción, “despliegue de nuevas fuerzas históricas y espiritua l e s” (Introducción a la metafísica, p. 43). Ciertamente, este Heidegger no convence; ha sustituido la fe teológica por la fe política, la cual se adelanta también a cualquier posible argumento. Como Platón, quiso inspirar el politizar en el filosofar y, como él, fracasó. ¿Acaso puede no ser “un hierro de madera y un malentendido” una política romántica?
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[7] ETAPA DEL PENSAR COMO SUPERACIÓN DE LA METAFÍSICA En los años 30, Heidegger lleva a cabo una depuración de su filosofar. La metafísica, la ontología y la filosofía dejarán paso al pensar. El término “ser”, escrito con i griega o con unas líneas que lo cruzan, no podrá ya despistar ni confundir al intérprete. También, madurará una noción que, junto con la de ser, será protagonista en el Heidegger del pensar: la de evento (Ereignis). En realidad, todo esto no significa ruptura alguna, sino la normal consecuencia de un constante empeño de radicalización. Hay también reacción; así como la metafísica intramundana reacciona contra la católica, esta última etapa se desmarca de lo político –y del dogma católico todavía–, aunque sus maneras sean menos explícitas y más sutiles que en el caso anterior.
Heidegger y Zubiri. Encuentros y desencuentros
Isabel Aísa Fernández
El rectorado de Heidegger dura un año aproximadamente, su fe en el nacionalsocialismo duraría algo más; a partir de 1936 empieza a resquebrajarse, hasta llegar a considerar a aquél, lo mismo que al pensamiento de Nietzsche, expresión de la modernidad, en lugar de superación de la misma. El filosofar de Heidegger pierde la inspiración socio-política y concentra su esfuerzo en superar una metafísica que ha culminado en la influyente técnica y en el pensar calculador. Aquella metafísica “en un nuevo sentido” de la carta de renuncia al catolicismo (1919) está ahora, en otra vuelta de tuerca, como “superación de la metafísica”. Dicha superación ha de entenderse a modo de camino y no de logro. Además, lo que Heidegger pretende realizar no es demoler la tradición –metafísica, filosófica, ontoteológica–, sino estar en ella de otra manera: en crítica radical. Esto exige hacer pie en un origen resistente a la crítica –el pensar de Parménides, sobre todo– y, a una, girar la mirada hacia atrás o mirar desde el origen –al ser desde el Ereignis, en lugar de hacerlo desde la diferencia ontológica–. Consecuentemente, su hacer, así despegado de ciencias y filosofías, sólo puede arribar a una especie de mítica, la cual resulta subrayada por la atención al poetizar junto al pensar. Podemos ver una aplicación concreta de esa consecuencia general en el término “Cuaternidad”. Con él se da juego a dioses, mortales, cielo y tierra, en íntima unidad. No parece forzado interpretar que Heidegger denomina ahora así a lo que antes fueron los entes en su conjunto, los cuales han pasado a estar vistos y descritos de manera mítica o desde los ‘nuevos’ ser y Ereignis. Si interpretáramos el pensar de Heidegger como un hacer destructivo-crítico y otro constructivo-afirmativo, habría que cargar el peso del afortunado hallazgo en lo primero antes que en lo segundo. Cuando aquél se plasma, por ejemplo, en la crítica al subjetivismo o a la prepotencia y limitación de la técnica, alcanza un nivel de verdad, cuya poderosa iluminación llega hasta nuestro tiempo y muy previsiblemente hasta un futuro a medio plazo, como mínimo. Son estos inmediatos logros de la interpretación los que impulsan y animan a desentrañar o, mejor aún, orientarse en el misterioso ori-
gen que el hacer de Heidegger medita, sin que pueda aplicarle más que unos términos vacíos: Seyn, Ereignis. Pensar es en realidad escuchar. Lejos de él quedan los subjetivismos y objetivismos, las imágenes del mundo tranquilizadoras y el calcular de cualquier tipo. Cerca están la serenidad y el desasimiento. Pensar no es una escucha cualquiera; es la escucha al Seyn retrotraído a su plena apertura o Lichtung. Ser como “dar”, antes de su flexión tempórea en la entidad: el ser se da. Ser sin “dador”, como mero acontecer o evento: el ser se da. Ser y tiempo mirados desde el misterio y, por tanto, desde el silencio. Pensar que escucha a la manera de los primeros poetas –maestros de verdad– inspirados por las Musas. La inspiración es en esta etapa, tanto el pensar, como el escuchar, como el ser: una inspiración pre-ontológica y pre-metafísica. El tema del pensar es el ser, pero un ser que se da a una activa escucha en apertura. De ahí la unidad de pensar y ser de Parménides, revisitada por Heidegger. En una nota añadida al texto de la Carta sobre el humanismo (1947) por el propio Heidegger, éste deja constancia de que Ereignis (evento) es “la palabra conductora” de su pensar “desde 1936” (6a.). Justo en 1936, había iniciado una especie de diario intelectual, que llega hasta 1938 y que se publicará póstumamente –1989– con el título: Aportes a la filosofía. Acerca del evento. En los Aportes, Heidegger afirma que evento “es el título esencial para el intento del pensar inicial”, si bien “el título público sólo puede rezar: Aportes a la filosofía” (p. 79). Por consiguiente, el que figura como subtítulo es en realidad título, y así queda mostrada la importancia del Ereignis a partir de 1936, tal y como quedara dicho en la Carta. Los A p o rt e s sorprenden por la terminología, por el estilo conciso y deshilvanado, y también por el tono; en ocasiones, parece que escribiera un iluminado, o quizás sólo alguien que tantea en búsqueda, con la libertad de quien escribe únicamente para sí mismo, sin pensar en una publicación. Heidegger habría dejado volar su entusiasmo sin ataduras, en el empeño de un encuentro afortunado. La comparación de estos Aportes con la Carta –dirigi-
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da a otro– podría arrojar interesantes resultados: acaso en ésta puedan encontrarse aquéllos, pero como ‘pasados a limpio’; acaso también, todo el último Heidegger sean los Aportes pasados a limpio. Sería una de las maneras de ver al evento como conductor del pensar. De 1930 es la conferencia pronunciada en Bremen con el título: De la esencia de la verdad, publicada en 1943 y considerada la primera presentación pública del llamado segundo Heidegger. En el escrito de 1943, hay una forma de hacer similar a la ya practicada en Ser y tiempo con ocasión del mismo asunto: hay un retrotraer el problema de la verdad desde su solución tradicional hasta la condición de posibilidad de dicha solución. Lo que no es similar es el acento, por así decir; Heidegger evita ahora cuidadosamente colocarlo sobre el Dasein para ponerlo sobre el ser (Seyn). Aquella ontología fundamental quiere radicalizarse en el pensar; en lugar de mirar al ser desde el Dasein, es preciso mirar al Dasein desde el ser. Sin embargo, poner la base de asentamiento en el Seyn tiene sus dificultades; la descarnada pero todavía amena descripción del seren-el-mundo tiene que dejar paso a un total descarnamiento, que ahora Heidegger nombra con el término “misterio”. La concordancia o adecuación tradicionales remiten a la libertad y finalmente al ocultamiento o misterio: “El ocultamiento del ente en su totalidad, la auténtica no-verdad, es más antigua que cualquier revelación de este o aquel ente. Es más antigua aún que el mismo dejar-ser que desvelando mantiene ya lo oculto y se relaciona con la ocultación” (p. 123). En la breve introducción, Heidegger señala con ironía los dos frentes contra los que combatirá su pregunta por la esencia de la verdad: el del entendimiento común y el de la “filosofía”. El primero se impacienta cuando los interrogantes son abstractos, en lugar de reales; lo que se demanda es “verdad real”, no esencias evanescentes. En cuanto a la filosofía, tiene una asignatura pendiente: la pregunta por la verdad de la “esencia”. Quizás al sano entendimiento común le irriten las demandas del filosofar porque éste no ha sabido pensar la esencia, sino sólo un sucedáneo, incapaz de con-
vencer. Heidegger, que quiere rebasar esa “filosofía”, sí va a hacer la pregunta: “El ensayo presentado aquí, lleva la pregunta por la esencia de la verdad más allá del recinto de la habitual delimitación del concepto usual de esencia, y ayuda a meditar acerca de si la pregunta por la esencia de la verdad no debe ser al mismo tiempo y en primer término la pregunta por la verdad de la esencia” (p. 129). El escrito alcanza su cima en la solución final: “La pregunta por la esencia de la verdad encuentra su respuesta en la proposición: la esencia de la verdad es la verdad de la esencia” (p. 130). Frases como ésta son las que hacen recordar las graves sospechas de Jaspers en sus Notas sobre Heidegger: este filosofar nos despediría vacíos, no tendría nada que decir, prometería constantemente sin jamás cumplir. ¿Acaso no es una frase vacía aquella respuesta? Si Jaspers tiene razón, Heidegger podría ser considerado mago antes que filósofo; los que asisten a una sesión de magia están encantados, pero saben que allí hay truco. Si Jaspers no tiene razón, significaría que no ha entendido nada en este caso. Insistamos todavía, ¿no es una proposición vacía: “la esencia de la verdad es la verdad de la esencia”? Sí y no. Es vacía en el sentido de no-óntica, de puramente formal o ausente de contenido. No es vacía en el sentido de meramente ingeniosa o sólo frase literaria que buscara impactar y nada más que impactar. Realmente, Heidegger quiere decir mucho en esa proposición; tanto, que no puede permitirse acotar en ella ningún ‘esto’ o ‘aquello’ común o familiar, sino únicamente apuntar a lo que hace-ser (esencia) cualquier ‘esto’ o ‘aquello’, a lo que hace-ser incluso lo que acostumbra a entenderse por esencia (quidditas), a lo que hace-ser, en definitiva, la verdad. La “verdad de la esencia” se refiere a la esencia como hacerser (no como quidditas) y, al mismo tiempo, al Seyn como “la esencia de la verdad”; es decir, al Seyn (no al conocimiento) como última condición de la misma. He aquí la dificultad con la que tiene que batirse este Heidegger, que acentúa el ser y no ya el existente. El existente es un ente, aunque tenga todas las primacías, pero el Seyn no; hacerlo protagonista del pensar significa tener que optar por una expresión transcendental (formal, no-óntica), que paradóji-
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camente es pre-lingüística. En esto puede estribar la perplejidad que provoca el discurso de Heidegger. El ser no puede decirse (acotarse) lingüísticamente porque es la condición de todo decir. Únicamente admite la sugerencia, la indicación, el señalar... siempre abierto y formal. Por consiguiente, que este filosofar nos despida “vacíos” podría satisfacer a Heidegger, iconoclasta-filósofo. No podría satisfacer a quienes, desde otras posiciones, esperasen resultados ónticos. Llegados a este punto, urge preguntar: ¿no es esto metafísica –y de la mejor– más que superación de ella? ¿Qué “metafísica” quiere superar Heidegger? La verdad radica en el Seyn –“verdad de la esencia”–, no en el conocimiento, ni en el sujeto, ni en la conciencia; aquél hace-ser la verdad del conocimiento –“la esencia de la verdad”–, en la que coinciden intelecto y ente. Esta coincidencia es un des-ocultamiento (verdad), que oculta un misterio insondable (ser), difícil de ver y mostrar, fácil de pasar por alto y de tergiversar. Esta coincidencia es también un desvelamiento del ente y, al mismo tiempo, un dejar-ser al ente: verdad es libertad. Ahora bien, una libertad que posee al hombre: “La verdad no es una nota de la proposición adecuada, que se enuncia de un por un <sujeto> humano y que luego en alguna parte (no se sabe en qué ámbito); la verdad es el desvelamiento del ente por el cual cobra presencia (w e s t) una apertura. En lo así abierto, se expone todo comportamiento humano y su actitud. Por eso, el hombre es en el modo de la ex-sistencia” (p. 121). De 1943 es el “Epílogo” a ¿Qué es metafísica? y de 1949 la “Introducción”. Heidegger no podía dejar sin retocar e incluso, más aún, deconstruir, esa especie de capilla en honor a la metafísica que fue en su momento aquella lección. Ambos escritos insisten en el pensar esencial: “atento a la verdad del ser”, “todo oídos”, buscador de “la palabra desde la que la verdad del ser llega al lenguaje”, pensar que “ha abandonado ya desde su primer paso el ámbito de toda ontología”. Ambos insisten también en la superación de la metafísica, porque ha olvidado el ser y sigue siendo “lo primero de la filosofía”, pero nunca “lo primero del pensar”. Heidegger había
abordado la metafísica con la pregunta trans-científica por el ser que no es el ente. A su vez, el tratamiento lo llevaba a cabo mediante el rodeo de la nada y de su correspondiente temple: la angustia. Ahora, sin embargo, reconoce que dicho rodeo hace recaer al ser en la entidad, según patentiza la pregunta en la que desemboca la lección: ¿por qué hay ente y no más bien nada? Ante todo, ese “por qué” no piensa el ser; en su presencia, la nada se retira y pierde su protagonismo, quedando encubierta. Es el olvido metafísico de la verdad del ser. Este fracaso final impone “repensar a fondo” el texto, lo cual implica dejar en segundos lugares, tanto a la ciencia como a la metafísica, para realizar la travesía descendente del premetafísico pensar. Es el mismo Heidegger de otra manera; algunos cambios podríamos verlos ‘anunciados’ a la altura de 1927. Por ejemplo, el abandono de la ontología; ya en la “Introducción” a Ser y tiempo, se pronuncia sobre la prioridad del asunto o cuestión del ser, respecto de la disciplina de la ontología. Indudablemente, en la brújula del filosofar de Heidegger, el norte lo marca siempre el ser. Entre el “Epílogo” y la “Introducción” a ¿Qué es metafísica?, es editada la Carta sobre el humanismo (1947), la cual tiene su origen en una carta-respuesta de 1946 al francés Jean Beeaufret, revisada y ampliada para su publicación. A finales de los años veinte, triunfa en Francia el existencialismo, circunstancia que contribuiría a la difusión del pensamiento de Heidegger entre la intelectualidad francesa, por encima de políticas e incluso del propio Heidegger, que no se sintió bien entendido, como muestra la Carta. Los años cuarenta no fueron buenos para él en lo personal; al entusiasmo político siguió la decepción, el recogimiento solitario y también un “derrumbamiento espiritual y psíquico” en 1946, relatado por Safranski (p. 407). En el trabajo intelectual, Heidegger encontraría un ‘centro’ para esos tiempos de penuria, y su pensar no perdió maestría ni lucidez, como podemos comprobar en la Carta, uno de sus escritos más logrados. Humanismo viene a significar en Heidegger subjetivismo; algo del todo inesencial, por pertenecer al dominio de la opinión y no de la verdad, del ente y no del ser, del filosofar y no del pensar. La
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cosa misma del pensar es la verdad del ser, no los “–ismos” ni las disciplinas –ontología, ética, física–. Sin embargo, de dicha verdad se han apoderado aquéllos y éstas, y de ahí las preguntas y requerimientos de humanismos y éticas para la ocasión. Desde el pensar, el hombre no es existencia sin más, sino ex-sistencia (Ek-sistenz), es decir: “morar ex-stático en la proximidad al ser”. Como ex-sistencia, el hombre es el “pastor del ser”, “llamado por el propio ser para la guarda de su verdad” (p. 57). En esto reside, según Heidegger, la auténtica dignidad de lo humano, la “ética originaria” y la posibilidad de pensar lo sagrado, la divinidad y a “dios”. Por consiguiente, este pensar no es ningún rechazo –ni siquiera del “Dios divino”, según terminología de “La constitución onto-teológica de la metafísica” en Identidad y diferencia–, sino el descenso a lo originario. Ahora bien, por ello mismo está muy lejos de demorarse en existencias entitativas a la búsqueda de riqueza esencial; todo lo contrario, pues su meta es la “`pobreza esencial”. Se diría que Heidegger ha llevado a cabo, desde aquél ya lejano 1907 en el que sucedieran sus “torpes primeros intentos” filosóficos, un proceso ascético de despojamiento. Lo transmundano, la atención al Dasein, los ideales políticos de bandera filosófica, ya no son más lo originario. El nacionalismo es tachado de “antropologismo” y “subjetivismo”, al igual que el humanismo existencialista. Hay una ponderación de lo “alemán” –como también del tema de dios–, que declara un talante bien distinto del manifestado en Introducción a la metafísica: “Todo nacionalismo es, metafísicamente, un antropologismo y, como tal, un subjetivismo: El nacionalismo no es superado por el mero internacionalismo, sino que simplemente se amplía y se eleva a sistema” (p. 56). Heidegger no vive sólo un despojamiento intelectual o teórico; en 1946, se le retira el permiso docente y pierde su puesto de trabajo. El informe de Jaspers, propuesto por el mismo Heidegger, fue decisivo al respecto. Jaspers afirma en él que la filosofía de Heidegger no es una buena influencia para el momento de reconstrucción política y moral que afronta Alemania después de la guerra. Este juicio determinará que las autoridades políticas y militares
le retiren el permiso de dar clases, cuando él ha aceptado ya su jubilación y únicamente pide conservar el permiso para la docencia y una pensión. Sólo obtiene la pensión de retiro. Hasta 1951, no se incorporará de nuevo a la actividad docente. Según consta en una nota de la Carta, a la cual ya nos hemos referido, el Ereignis es la palabra conductora del pensar desde 1936. Ese Ereignis constituiría la “pobreza esencial” que persigue el último Heidegger y vendría a ocupar el lugar del abandonado “ser del ente”. Desde este último, el ser tiene un cierto respaldo en el Dasein como comprensor del ser: ser-del Dasein. Esto, sin embargo, es una torcida interpretación del asunto. Porque no es ningún ente, ni siquiera el que tiene todas las primacías, el que respalda al ser, sino todo lo contrario: Dasein-del ser. Con lo cual, para pensar el ser ya no procede empezar por referirnos a los entes o a lo que tiene que ver con ellos –a la experiencia de la angustia, por ejemplo–, sino al ser mismo desde un respaldo (“asiento y origen”) que verdaderamente esté a su altura, por así decir. Aquí es donde entra el Ereignis, el se impersonal del darse del ser, o lo que viene a ser lo mismo: el misterio. De “misterio” están llenos los Aportes: “El evento es el centro que se busca y media a sí mismo, en el que todo esenciarse de la verdad del ser [Seyn] tiene previamente que ser repensado” (p. 73). El misterio respalda al ser, el ser da su verdad, y pensar es la escucha de esa verdad. En el misterio, el ser y el pensar –en su íntima mismidad– queda acogida la Cuaternidad; es decir, la entidad en su conjunto. El procedimiento: al ser a través del Dasein, ha sido sustituido así: al Dasein a través del Ereignis. El centro del pensar de Heidegger sigue el mismo: el ser. Pero una vez comprobada la deficiencia de la primera vía, Heidegger necesita probar otra, que no aterrice finalmente en lo óntico: la vía pre-metafísica del Ereignis. Ereignis es el mismo ser (“da”) en tanto que “se” (da). Leemos en la Carta: “Porque el <es> impersonal alemán que <se da> aquí es el propio ser. El nombra sin embargo la esencia del ser que da, y de ese modo otorga, su verdad. El darse en lo abierto, con lo abierto mismo, es el propio ser” (p. 44).
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Propiamente, Heidegger es siempre el mismo; desde que en 1907 se iniciara en la meditación del ser, su fidelidad a dicho asun to fue una constante. Ahora bien, esa meditación aconteció en un determinado lapso de tiempo, en el que fue adquiriendo distintas inspiraciones, lo cual hizo que Heidegger no fuera nunca lo mismo. Aquí es donde cabe interpretar que en él hay cuatro etapas: católica, intramundana, filosófico-política y pre-metafísica. Las dos últimas son también intramundanas, por lo que el paso de la primera a la segunda significa, en términos comparativos, casi una ruptura. ‘Casi’, porque Heidegger sigue con la metafísica y la pregunta del ser. En la última etapa hay un cambio de orientación, pero dentro de un pensar en acción y reacción muy coherentes con lo anterior. Más espinosa es la cuestión de si Heidegger fue siempre, mal gré lui, un metafísico. Si metafísica es onto-teo-logía, como aquél interpreta en “La constitución onto-teo-lógica de la metafísica”, la respuesta debería ser negativa: sólo el Heidegger de la primera etapa entraría en esa denominación. Sin embargo, si, como sostiene Zubiri, la metafísica no es una investigación acerca de Dios, sino que tiene que ver con la transcendentalidad –no con la transcendencia– y con una transcendentalidad que comunica todas las diferencias, precisamente por no ser ningún contenido óntico ni real determinado, en tal caso, las etapas de Heidegger significarían un proceso de radicalización metafísica, si bien marcado por la reacción contra la etapa transmundana y también contra la ciencia como pensar hegemónico desde la modernidad. Estas reacciones harían de Heidegger un metafísico de maneras míticas, falto de suelo real. No es una mera casualidad que en el discurso : “Serenidad” (1955), Heidegger cite en dos ocasiones –en la segunda para cerrar su discurso– las palabras de Johann Peter Hebel: “Somos plantas –nos guste o no admitirlo– que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto” (p. 20 y p. 31).
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III LA FILOSOFÍA DE ZUBIRI COMO DIÁLOGO CRÍTICO CON HEIDEGGER
“Toda refutación en el campo del pensar esencial es absurda. La disputa entre pensadores es la de la cosa misma. Es la que les ayuda alternantemente a entrar a formar parte de la sencilla pertenencia a la cosa misma, a partir de la cual encuentran en el destino del ser el destino adecuado.” (M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, p. 47)
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Heidegger fue una de las influencias de Zubiri, no la única. Sin embargo, tuvo un lugar visiblemente importante en el despegue definitivo de su pensamiento filosófico. Tanto aquél como éste admiraron la fenomenología, sin encontrar asiento en ella. Heidegger abandonaría su núcleo temático, alumbrando la hermenéutica filosófica, que nació de aquélla pero con alteridad y caracteres propios. Con Heidegger, Zubiri abandonaría los contenidos fenomenológicos, pero enseguida también la ontología de Heidegger, en el arranque de su propio pensar: una metafísica de la realidad, nítidamente diferenciada de toda ontología, que asimila y profundiza el pensamiento occidental, sin dejar de tener muy presentes los resultados de la investigación científica, como rama irrenunciable del único árbol del saber. Cuando Heidegger adoptó la manera filosófica de mirar propia de la fenomenología, ya tenía un pensador-modelo, que no era Husserl, sino Aristóteles, como podemos comprobar en el “Prólogo” a las lecciones de 1923 sobre ontología y hermenéutica de la facticidad: “Mentor en la busca fue el Lutero joven; modelo, A r i s t ó t e l e s,aquien aquél odiaba. Impulsos me los dio Kierkegaard, y los ojos me los puso Husserl” (p. 22). Ciertamente, las Investigaciones lógicas se convirtieron en su libro de cabecera desde su juventud (1909), y las constantes referencias a dicha obra muestran el fiel y sincero homenaje que Heidegger les dedicó en su vida. Sin embargo, lo que él buscaba en ellas tenía que ver con Aristóteles más que con Husserl: “Lo que yo esperaba de las Investigaciones lógicas de Husserl era un impulso decisivo a las
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preguntas suscitadas por la disertación de Brentano”, afirma en “Mi camino en la fenomenología” (p. 95). Además, la publicación en 1913 del tratado de Husserl: Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica, apartó definitivamente a Heidegger del contenido doctrinal de la fenomenología, aunque conservara la devoción por las Investigaciones y la práctica del método fenomenológico hasta el final: “[...] la se sumía consciente y decididamente en la tradición de la filosofía moderna, aunque de un modo tal, ciertamente, que la <subjetividad transcendental> accedía a una determinabilidad más original, universal. La fenomenología conservaba las como su ámbito temático, sólo que ahora lo hacía sondeando sistemáticamente, proyectando y consolidando la estructura de los actos vivenciales, junto con el sondeo de los objetos –vivenciados en los actos– en vistas de su objetualidad” (pp. 97-98). Cuando Husserl llega a Friburgo (1916) y contacta poco después con Heidegger (invierno de 1917-1918), encuentra a alguien y a o r i e n t ado filosóficamente, y no precisamente en la dirección de una subjetividad transcendental moderna. Todo Heidegger respiraba desde hacía tiempo anti-modernidad, algo que declaran sin tapujos sus lecciones de 1919: “[...] todo es mundano, <mundea>” (p. 88). Lo que le aleja de los contenidos de la fenomenología es, sobre todo, el exceso de teorización, la absolutización de la actitud teórica, que es una forma más de desatender la vida o desvivimiento: “En el comportamiento teorético me dirijo hacia algo, pero yo no vivo (en cuanto yo histórico) en contacto con este o aquel elemento mundano” (p. 89). La primaria actitud consiste en el inmediato vivir en el mundo de un yo individual y histórico, el cual no empieza por tener frente a sí objetividades, sino significados: una cátedra, un libro, una pizarra, un cuaderno de apuntes, una estilográfica, etc. Por consiguiente, la transcendencia, que fenomenológicamente está puesta entre paréntesis por su problematicidad o carácter de no-dato de intuición, no es tal problema desde aquella actitud, ya que el viviente empieza por estar inmerso –“en contacto”– en el mundo y no por enfrentarse a él. La transcedencia es sólo un problema teórico o pos-
terior: llega tarde. Antes que el sujeto o la conciencia, la vida misma es intencional, sin ser por ello objetivante. Además, un yo histórico, como el del vivir, no puede pretender despojarse de la tradición, sino sólo desmontarla críticamente y, en cualquier caso, siempre de manera limitada, dada su intrínseca historicidad: apropiación, en lugar de rechazo. En definitiva, vivir no consiste en conocer, sino en ser: ser en un mundo. Realmente, esa “actitud” primaria no es tal, porque siempre ya nos encontramos en ella, antes de cualquier decisión al respecto. Se trata, más bien, de cercanía, inmersión, contacto, que el filosofar tiene que analizar o explicitar sin sustituir. Dicha explicitación urge, no únicamente por la dificultad inherente a lo cercano, que en su familiaridad se retrae, sino por la distorsión propia del mismo ejercicio de la vida, a la que Heidegger denomina “inautenticidad” o “caída”. Hay una auto-interpretación en el vivir, a la cual le es constitutivo el encubrimiento. La filosofía tiene que apropiarse de ese encubrimiento, ayudada por el mismo vivir en sus temples de ánimo –como la angustia–, los cuales transparentan aquella inautenticidad. Temples, que son la misma vida –no un objeto de conocimiento– y que c a e n sobre nosotros y nos ponen así en situación de poder interpretar el encubrimiento y poder apropiarnos de lo original que hay detrás. Finalmente, ese ser del vivir no es lo último; lo más hondo es el ser, el S e y n, el Ere i g n i s. A partir de 1919, el método fenomenológico –“los ojos de Husserl”– están puestos en la comprensión de Aristóteles; a partir de 1922, Heidegger estudia aún las Investigaciones lógicas en seminarios con alumnos avanzados, y es entonces cuando se le revela que ese mostrarse los fenómenos a sí mismos es lo que desde Aristóteles se piensa como verdad o desocultamiento: “Lo que las investigaciones fenomenológicas habían encontrado de manera nueva como sustentación del pensar se probaba como el rasgo fundamental del pensamiento griego, si es que no de la filosofía en cuanto tal” (“Mi camino en la fenomenología”, p. 100). Así es como Heidegger arriba al ser, en su desocultarse (verdad) y en su ocultarse (misterio), como “la cosa misma”, antes que ninguna conciencia y su objetividad correspondiente. Sin duda, Husserl fue uno de esos gigantes cuyos
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hombros ayudaron a hacer un maestro de Heidegger. Con todo, hay que preguntarse también si ese descubrimiento que iluminó el hacer de Husserl no conllevaba su propia limitación: una filosofía del ser, que arrastra la verdad como rémora, al situarla en un lugar de máximo privilegio. Situar así la verdad significa girar aún alrededor del hombre, en detrimento de la autonomía del ser. ¿Necesita “pastores” el ser o es el “pastor” –y sólo él– quien necesita al ser? En nuestra opinión, la crítica de Zubiri a Heidegger tiene su centro de gravedad en esa rémora, a la vez que el filosofar de Zubiri acontece, en parte, como superación de la misma. En el “Prólogo” (1980) a la traducción inglesa de Naturaleza, Historia, Dios, primer libro publicado por Zubiri (1944), éste sitúa dicha obra –la cual comprende escritos redactados entre 1932 y 1944– dentro de una etapa “difícil de definir, pero fácil de percibir”. Desglosa la inspiración común de la etapa en una “remota”, que describe como “la filosofía de las cosas”, y otra “concreta”, que es la “ontología o metafísica”. Pues bien, en la primera está la influencia de la fenomenología de Husserl y en la segunda la de Heidegger. Que Zubiri haga este desglose, indica que no ha despedido del todo a la fenomenología, sino que, de alguna manera, ella está presente todavía en la concreta inspiración común. En el mismo “Prólogo”, se refiere a la labor filosófica de Husserl antes de 1932: abrió “un campo propio al filosofar” en un momento en el que éste aparecía desdibujado en una mezcla de positivismo, historismo, pragmatismo y, sobre todo, psicologismo. El lema de Husserl devolvió las cosas mismas a la filosofía, al despegarla de su fijación a las teorías del conocimiento. Aquel abrir “un campo propio” al filosofar y liberarlo, de esta manera, de “toda servidumbre psicológica o científica” fue lo que inspiró definitivamente a Zubiri. En segundo lugar quedaban los contenidos fenomenológicos. Por consiguiente, Zubiri está aquí con Heidegger, el Heidegger que, por ejemplo, en la “Introducción” a Ser y tiempo declara: “[...] hacer ver desde sí mismo aquello que se muestra, y hacerlo ver tal como se muestra desde sí mismo. Éste es el sentido formal de la investigación que se autodenomina fenomenología. Pero de este
modo no se expresa sino la máxima formulada más arriba: .” Ni Heidegger ni Zubiri consideran la investigación filosófica como teoría del conocimiento, sino como descripción –no especulación– de lo que funda dichas teorías: ambos, críticos de la modernidad y de los subjetivismos y ambos también, críticos de las filosofías adjetivas (serviles). En su “Prólogo”, Zubiri no se refiere a la etapa correspondiente a sus primeros escritos: los comprendidos entre 1921 y 1926. De 1921 (febrero) es su memoria de licenciatura: El problema de la objetividad según Husserl. I: La lógica pura, y del mismo año (mayo) su tesis doctoral: Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio. Aquél permanece inédito (hasta 1999), éste se publicó en 1923. De 1925 es su primer artículo: Crisis de la conciencia moderna, y de 1926 una recensión de la Psicología de Brentano traducida por J. Gaos. Esta etapa ha sido descrita por A. Pintor-Ramos como “fenomenológico-objetivista” (pp. 36 y ss.) en su inspiración, y fijada en el lapso de tiempo que va de 1921 a 1928, año en el que Zubiri –ya catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad Central de Madrid desde 1926– viaja a Friburgo y a Berlín. En la etapa fenomenológico-objetivista, encontramos a un Zubiri sorprendente, si lo enfocamos desde su pensamiento de madurez y hasta incluso primero (el de Naturaleza, Historia, Dios). Ocurre como en la etapa metafísico-católica de Heidegger; ni éste ni aquél han empezado siquiera a ser ellos mismos en esas primerísimas etapas que, con todo, les pertenecen a la manera de peldaños de sus escalas intelectuales respectivas. Así, por ejemplo, en su tesis doctoral, publicada en Primeros escritos (1921-1926), Zubiri utiliza expresiones tales como “Filosofía objetivista” o “Filosofía de la Objetividad pura”, y hace afirmaciones como la siguiente: “Todo ser existente supone una esencia individual y toda esencia individual supone una idea. El ser existente es, pues, el ser más condicionado e hipotético; en cambio, las ideas son el único verdadero, absoluto y suficiente ser” (p. 320). Pero es, sobre todo, en el artículo: La crisis de la conciencia moderna (1925) donde puede comprobarse el objetivismo primerizo de Zubiri. Dejaremos nada más que
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apuntado que en estos tempranos escritos pueden, sin embargo, rastrearse ya muchos de los términos y contenidos del último Zubiri, y también leerse críticas a Husserl, en las que insistirá todo Zubiri, como la de idealismo o “profundas huellas de subjetivismo.” Brentano, Husserl, el problema del juicio, interesaron tanto a Heidegger como a Zubiri. Ambos cultivaron hasta el final la mirada fenomenológica, pero también ambos abandonaron la filosofía de Husserl de camino a la suya propia; en este abandonar, acontece el encuentro en Friburgo (1928), precedido por el conocimiento previo, por parte de Zubiri, de Ser y tiempo (1927), hecho posible por Ortega. En 1928, Heidegger es ya Heidegger, en tanto que Zubiri entra en la etapa “difícil de definir, pero fácil de percibir”: la de inspiración indiscernidamente ontológica o metafísica. En el “Prólogo” de 1980, el propio Zubiri indica qué la separa de la anterior: “Para la fenomenología las cosas eran el correlato objetivo y ideal de la conciencia. Pero esto, aunque oscuramente, siempre me pareció insuficiente. Las cosas no son meras objetividades, sino cosas dotadas de una propia estructura entitativa.” Así pensaba el mismo Heidegger –según Zubiri– en su ontología o metafísica: Ser y tiem po. Zubiri está ahora filosóficamente con Heidegger, si bien no de manera incondicional; la intensa conversación que mantiene con él en Friburgo (1930), antes de salir hacia Berlín, así lo atestigua. Aunque no sepamos qué se dijeron en ella, sí sabemos –gracias a la Biografía de Carmen Castro– que “tuvo consecuencias en la obra de ambos” y que “Heidegger no había convencido a X.” (pp. 86 y 87). Pero todavía hay más: que durante el curso 1930-1931, Zubiri estudiara en Berlín “Física Teórica con Planck y Schrödinger” y que –siempre según Carmen Castro– “Einstein le llevase a su casa [...] en más de una ocasión, y sobre su encerado le aclarase cuanto le quiso preguntar X.” (p. 89), da cuenta de la autonomía de su filosofar frente al de Heidegger, tan desvinculado de la ciencia, en una crítica constante y hasta agria en ocasiones. Sin duda, los buenos discípulos llegan a maestros cuando saben rebelarse. Las etapas metafísico-católica (Heidegger) y fenomenológico–objetivista (Zubiri) tienen en común un carácter,
que denominaremos ‘primerizo’. La metafísico-intramundana (Heidegger) y la ontológico-metafísica (Zubiri) se caracterizan, en cambio, por constituir vigorosos arranques de juventud abriéndose ya a una lograda y brillante madurez. Ninguno de ellos renunció a estas últimas, ambos las consideraron parte integrante de su profundización siguiente: el pensar heideggeriano y la realidad (“reidad”) zubiriana. En Zubiri, por lo demás, no hay una etapa política; Carmen Castro, al referirse a la guerra civil española, constata: “No habíamos pertenecido a ningún bando, ni con disgusto de muy buenos amigos a . La política no fue nunca nuestro haber” (p. 105). A partir de 1944, Zubiri ya será Z u b i r i; Sobre la esencia, publicado en 1962, es el primer libro de la etapa “rigurosamente metafísica”, cuya inspiración es “lo real en cuanto real”. El ser –de la ontología– no es lo último, pues se funda en la realidad –de la metafísica–. Zubiri ha considerado aquí lo que nosotros hemos descrito antes como el abandono, por parte de Heidegger, de lo teo-lógico de la metafísica onto-teo-lógica para quedarse con lo onto(lógico) de ella: metafísica al fin, pero “en un nuevo sentido”, el cual abre su etapa intramundana. En ésta, lo metafísico es llevado a lo ontológico; es decir, al ser. Zubiri invertirá esa dirección: el ser se funda en lo últimamente metafísico, que es la realidad. Importa tener esto muy en cuenta, con miras a situar debidamente la crítica de Zubiri a Heidegger o, mejor, la filosofía de Zubiri como crítica al filosofar de Heidegger, ya que está centrada en el momento metafísico-intramundano, y no en el del abandono de la onto-teo-logía en su conjunto, de la metafísica y hasta de la filosofía: la etapa del pensar. Pero también importa tener presente que este último Heidegger no desmiente al intramundano, sino que lo precisa en su radicalidad; de otra manera, en Heidegger hay unidad de fondo desde 1919 hasta el final. Ambas consideraciones ayudan a orientarse en la crítica de Zubiri: tanto en su limitación, como en el acierto de su enfoque. Heidegger es la pista que recorre Zubiri inmediatamente antes de alcanzar su propio filosofar, al dejar atrás el de aquél por
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vía de radicalización. Esto conlleva que Zubiri esté especialmente atento al pensar de Heidegger; sea de manera explícita o implícita. De ahí que nada tenga de extraño el hallazgo del traductor al castellano del curso: Introducción a la filosofía –Manuel Jiménez Redondo–, el cual afirma en su “Epílogo del traductor” (pp. 437469), que en El hombre y la verdad (1966) Zubiri “estaba siguiendo y replicando” a la Introducción a la filosofía (1928-29) de Heidegger. Mucho antes de 1966, Zubiri ya había “replicado” a Heidegger en su conferencia: “Hegel y el problema metafísico” (1931), que forma parte del libro: Naturaleza, Historia, Dios (1944). Casi al final del texto, Zubiri se refiere primero a las dos metáforas de las que, según Ortega, habría vivido la filosofía: la griega y la moderna. En la metáfora griega, el hombre es una parte del universo y aprehende por impresión; en la moderna, el hombre –frente al universo– consiste en saber. A continuación, Zubiri desemboca en la postura de Heidegger, tras una rápida crítica a Husserl: “No son las cosas las que existirían fuera del pensamiento, sino el pensamiento quien existiría fuera de las cosas (Heidegger)”. Dicha postura es interpretada como una “tercera metáfora”: el hombre no consiste en ser parte del universo, ni tampoco su envolvente, sino en ser “la verdadera luz de las cosas”. Finalmente, Zubiri señala la insuficiencia de esta solución: “Pero lo grave del caso está en que toda luz necesita un foco luminoso” (p. 286). Al hacer esta observación, Zubiri ha salido ya del universo filosófico de Heidegger, en el cual manda la “luminosidad” y no, como en el de Zubiri, la “luminaria”. En Sobre la esencia (1962), Zubiri vuelve a utilizar la metáfora de la luz de Heidegger para mostrar una vez más, pero en esta ocasión muy detenidamente, que no hay luz sin luminaria que extienda a su alrededor, justamente esa claridad o luz. Por consiguiente, esta última remite al brillo intrínseco de la luminaria –brillante “de suyo”– como origen del que dimana. A su vez, el extender, el alrededor, el dimanar que parte del foco brillante en forma de “entorno” luminoso es el mismo brillo pero “en respectividad”, es decir, como iluminador o luz. Lo brillante extiende su brillo en
entorno luminoso; ahora bien, dicho entorno no es lo brillante sin más, sino un momento de él, cosa distinta. Zubiri advierte que no es más que una metáfora, aunque ayuda a comprender y situar debidamente el posicionamiento de Heidesgger –y el del propio Zubiri–. Mediante la articulación de luz y luminaria, Zubiri enfoca el asunto filosófico central en este caso: ser (luz, en Heidegger) y realidad (luminaria). Se trata del tema protagonista en el diálogo crítico de Zubiri con Heidegger. ¿Podría hablarse de una “cuarta metáfora”en Zubiri? Sin duda: el hombre no consiste en ser mera parte del universo, ni su envolvente, ni tampoco la verdadera luz de las cosas, sino que consiste en ser luminaria inteligente. A Sobre la esencia le sigue la publicación de la trilogía sobre la intelección sentiente: Inteligencia sen tiente (1980), Inteligencia y Logos (1982), Inteligencia y Razón (1983). La intelección humana arranca con las estructuras del sentir, por lo que consiste en intelección-sentiente y no en mera intelección. Este momento sentiente, funcionando en unidad con el inteligente, hace que la primaria forma de aprehensión sea la impresión (por sentiente) de realidad (por inteligente). Sólo ulte riormente hay comprensión y pensamiento, fundados en aquella primaria impresión de realidad. La realidad y el ser son comprendidos porque antes nos afectan impresivamente y en su alteridad se nos imponen. Heidegger habría desatendido la base del comprender. Éste es otro de los problemas que protagonizan el diálogo crítico de Zubiri con Heidegger. Concentraremos la crítica de Zubiri en torno a la realidad, la aprehensión y el hombre.
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[8] REALIDAD ANTES QUE SER La realidad es el tema clave del filosofar de Zubiri; todos los demás remiten a ella como, por ejemplo, el aprehender –impresión de realidad–, el hombre –animal de realidades–, el ser –actualidad
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de lo real–, el mundo –unidad de respectividad de lo real como real–, etc. Sin embargo, lo que Zubiri entiende por realidad necesita ser explicado, ya que no es lo que otros filósofos han entendido. Ante todo, realidad no es cosa ni zona de cosas: “[...] realidad no designa formalmente una zona o clase de cosas, sino tan sólo una formalidad, la reidad. Es aquella formalidad según la cual lo aprehendido sentientemente se me presenta no como efecto de algo que estuviera allende lo aprehendido, sino que se nos presenta como siendo en sí mismo algo <en propio>, algo <de suyo>. [...]Esta formalidad es el carácter físico y real de la alteridad de lo sentientemente aprehendido en mi intelección sentiente. [...]Es decir, la formalidad de realidad en lo percibido mismo es un prius respecto de su percepción efectiva. Y esto no es inferencia sino dato” (pp. 172173). En el presente texto de Zubiri, tomado de Inteligencia sen tiente, el tratamiento de la realidad manifiesta la influencia fenomenológica en dos aspectos: en la atención al ‘dato’ y en el afronte de la misma desde la aprehensión. Ambos contestan la postura de Kant, en la que a partir del hecho de la ciencia se infieren sus condiciones de posibilidad, las cuales trazarán una frontera insalvable para el conocimiento entre lo conocido (el fenómeno) y lo que hay detrás (la cosa en sí). A su vez, describir la realidad desde la aprehensión y en ella es, sin duda, una concesión a la modernidad filosófica. Pero a partir de aquí empieza el redescubrimiento de esta antigua noción, hasta mostrarla otra y reclamar, en consecuencia, un nuevo término, que evite la posible confusión: “reidad”. Realidad no es cosa, sino formalidad de alteridad o “de suyo”; es decir, autonomía, despegamiento máximo del acto aprehensivo, alteridad –en definitiva– respecto de actos, subjetividades y conciencias. Por consiguiente, Zubiri describe la realidad en la aprehensión –no como cosa transcendente– y, sin embargo, en tanto de suyo –no como mero fenómeno–. Si como formalidad, contrasta con cosa (transcendente), como formalidad de autonomía contrasta con objeto: Realidad no es objeto ni fenómeno, sino “algo abismáticamente diferente de toda objetividad” (p. 178). Que sea formalidad, indica que consiste en un modo de quedar los contenidos
en la aprehensión: la forma descrita como “de suyo” o “en propio”. Y es preciso reparar aquí en la elección de estos términos para describirla: expresiones formales (sin contenido) para un asunto formal (reidad). Luego, realidad no es talidad ni cualidad alguna, sino una única forma de estar en la aprehensión los más variados tales o cuales. Ahora bien, unidad que comunica o se abre a la multiplicidad talitativa es justamente lo constitutivo de la transcendentalidad: Realidad es un transcendental, es decir, apertura a las diferencias y comunicación de las mismas. La reidad, el fenómeno de Husserl y el ser de Heidegger coinciden en no tener ningún ‘en sí’ detrás, a diferencia del objeto kantiano. Los tres salvan la escisión entre hombre y mundo, que se inicia con Descartes y alcanza madurez en Kant; los tres muestran la falta de sentido de trazar puentes entre orillas que no existen. Sin embargo, la realidad no es correlato alguno, sino todo lo contrario: autonomía, “un prius respecto de su percepción efectiva”, si bien un prius “en lo percibido mismo.” Además, el tratamiento que Zubiri hace de ella no atiende sobre todo a la realidad verdadera, es decir, a la que no permanece oculta, sino a la realidad independiente de la verdad y, por consiguiente, del hombre –“prius respecto de su percepción efectiva”–. En dicho tratamiento, lo humano se minimiza a favor de lo transcendental “per se” y, con ello, de la irrestricta apertura y comunicación transcendentales. Porque, si bien no hay verdad sin que el hombre intervenga de una o otra manera, realidad la hay “per se”, sin necesidad de intervención humana, como muestra el prius en la aprehensión: Realidad es lo por sí mismo transcendental. En la estructura transcendental, todos sus momentos no valen igual –no son convertibles–, ya que algunos –verdad, bien, etc.– no lo son por sí. Afirma Zubiri en Sobre la esencia: “Sólo porque la cosa real inteligente y volente está en el mundo de las demás cosas reales, sólo por esto es posible que haya intelección y volición y, por tanto, verum y bonum transcendentales” (p. 430). Esta jerarquización en el orden transcendental, por la cual hay, por ejemplo, más realidad que verdad, es consecuencia del afronte mundanal y no teológico –desde un Dios transcendente y creador– de lo real. Aquél “más” es
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la constitutiva apertura irrestricta de la realidad, que ni siquiera el modo de realidad inteligente puede acaparar ni acotar, ya que en él –aprehensivamente– también la realidad transciende más allá, en tanto de suyo inobjetivable. Realidad no es propiamente término, sino principio: lo primeramente, además de lo por sí transcenden tal. Aquí es precisamente donde hay que situar la respuesta crítica de Zubiri a Heidegger: ser es transcendental per se, pero no primo, según Zubiri. “Ser es algo fundado en la realidad, en la actuidad de lo real. Y este estar fundado es justo la ulterioridad. [...]El término formal de la intelección sentiente es siempre y sólo realidad [...]. Ahora bien, esta realidad así aprehendida en impresión, <es> ulteriormente. Esta ulterioridad está, pues al sentir la realidad” (pp. 222223). Así se expresa Zubiri en Inteligencia sentiente (1980). Aquella “luminaria” de Naturaleza, Historia, Dios (1944), que contraponía a la “luz” de Heidegger, encuentra finalmente su transcripción filosófica en la “realidad” como transcendental primero y por sí, constituyente del acto de intelección sentiente, gracias a su apertura y “verdadear” (dar verdad). Entre 1944 y 1980, Zubiri ha investigado la radicalidad filosófica (Sobre la esencia, 1962); en esta investigación, tuvo muy en cuenta el pensamiento de Heidegger. La detenida exposición y crítica que Zubiri dedica a Heidegger en Sobre la esencia, discurre en torno a la afirmación: “Para Heidegger, el hombre es el ente a cuyo ser pertenece la de sí mismo y de lo que no es él” (p. 438). Es decir, en torno a tres temas: el hombre, la comprensión y el ser. A la tesis de que al ser del hombre le pertenece la comprensión del ser, Zubiri opondrá: “El hombre no es , no es morada y pastor del ser, sino que es ” (p. 452). A la tesis de que el ser se da en la comprensión, que pertenece al ser mismo del Da-sein, Zubiri replica: “Apertura no es comprensión, sino impresión” (p. 452). A la tesis de que el ser se da como condición de todo ente en el “dejar-que” se muestre libremente, opone Zubiri: “[...] <ser> es algo fundado en la realidad: el ser se da al dejar a la cosa real en su realidad, pero no es la realidad misma” (p.
447). Los tres temas –hombre, comprensión, ser– se reclaman entre sí, por lo que cada uno cuenta con los demás en la exposición y crítica. En consecuencia, separarlos no resulta fácil. Con todo, en este apartado intentaremos acentuar el del ser y centrarnos todo lo posible en él; los otros dos quedan para los epígrafes siguientes. Que el ser tenga que ver con la posibilidad de los entes en lo que respecta al “dejar-que” se muestren, encuentra explicación en lo que metafóricamente interpreta Heidegger del mismo: ser como “luz”, “claridad”, “luminosidad” en la cual los entes “son” (lo que son). Heidegger aquí habría errado el tiro doblemente: en primer lugar, no hay luz sin luminaria. Zubiri asume en esta crítica la que ya hiciera a la altura de 1944 (Naturaleza, Historia, Dios) a propósito de la misma cuestión: “Pero lo grave del caso está en que toda luz necesita un foco luminoso” (p. 286). Pero hay más: en segundo lugar, el ser no es luz, no es “lo que Heidegger pretende” (p. 448). Para explicarse, Zubiri se mantiene en la metáfora: del foco luminoso o luminaria procede la claridad o luz, que lejos de ser la luminaria misma, se funda en ésta, en tanto brillante “de suyo”; es decir, que la luminaria tiene “brillo” como “momento de su realidad propia”. Ahora bien, este brillo constitutivo de la luminaria no queda encerrado en ella, sino que se expande o desborda en claridad o luz. Esta expansión en derredor o “entorno” es lo que hace que el brillo “de suyo” adquiera carácter de luz o claridad. Dicho carácter tiene su condición de posibilidad, por así decir, en el foco brillante, al cual remite como fuente o fundamento. Sin dejar de brillar, el foco tiene una función iluminadora sostenida en él y, a una, también iluminadora del mismo foco-brillante. A ese brillo en expansión Zubiri lo denomina “mundo”: “El mundo es el brillo en función de entorno luminoso, de claridad, de luz” (p. 449). Luego, ser no es metafóricamente luz, sino que mundo es metafóricamente luz. Recordemos: “[...]ser no es lo que Heidegger pretende”. En tanto expansión –luz– desde y en todo lo real –luminaria– hasta todo lo real como real, mundo es un transcendental y además primero y por sí, como el transcendental realidad, pero a diferencia de éste, “complejo” y no “simple”, ya que remite de la realidad de cada cosa a la
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de todas las demás. También, cada sustantividad real –luminaria– es constitutivamente, a una, real y mundanal en y por sí misma: realidad es apertura a su de suyo propio o “suidad”, mundanidad es el mero quedar abierta aún o no agotar la apertura en su propia suidad. Sólo tras la realidad y el mundo vendría el ser, transcendental por sí pero no primero. Todo lo real “es”; como transcendental por sí, nada tiene que ver con el hombre, a diferencia de la verdad, el bien o la belleza, por ejemplo. Todo lo real “es”... aunque no hubiera hombre. Lo mismo pasa con la realidad y el mundo. Ahora hay que preguntar qué significa ser en Zubiri. En Sobre la esencia, leemos: “[...] la actualidad de lo real en el mundo es lo que formalmente es el <ser>. Aquí ser no significa existir, ni tampoco es el mero quid de lo existente, sino que <ser> recae sobre la sin más, sobre lo <de suyo>, que es, indistintamente, algo esencial y existencial, y previo a esta distinción” (p. 433). Es preciso advertir que “actualidad” no es un carácter sustantivo, sino respectivo, el cual depende de la realidad: estar presente desde sí mismo por ser real. “Ser” no sería brillo (realidad) ni luz (mundo), sino el estar en la luz. Que el hierro sea, según un ejemplo de Zubiri, no significa que éste consista en ser, sino que el hierro (ya) real está presente desde sí mismo en el mundo por ser (ya) real. Advertimos una cierta redundancia y ciertamente la hay: en el “ser” está presente la misma realidad. Ahora bien, la misma pero en tanto que “siendo”; es decir, en tanto que “estando” y no en tanto que realidad sin más o <de suyo>. Que realidad y ser sean inseparables –“realidad siendo”– no implica que sean idénticos. Algo similar ocurre con la verdad: la realidad estan do presente en la intelección constituye la verdad (real); sin embargo, realidad no consiste en estar presente en la aprehensión. Verdad y ser consisten en actualidad, pero con dos importantes diferencias: verdad es actualidad en la intelección sentiente y no en el mundo y, a diferencia de lo que ocurre con el ser, la realidad no es verdadera inexorablemente. La actualidad suprema o primaria es la del ser, no la de la verdad. Ahora que nos hemos referido a la verdad, insistamos en aquella redundancia que decíamos, con un ejemplo: mi
estar presente en una fiesta no puedo identificarlo con mi propia realidad, pero en aquel estar presente, ciertamente es mi propia realidad la que se está haciendo presente. Obviamente, antes del estar presente en la fiesta del ejemplo, ‘está’ mi propia realidad como actuidad (realidad) y no mera actualidad (estar), por lo que en ningún caso –ser, verdad– son idénticos ni funcionan en pie de igualdad el estar y la realidad que está: “Por donde quiera que se tome la cuestión (por el lado de las cosas mismas o por el lado de su intelección) la realidad es anterior al ser, y el ser es una actualidad de lo ya real en y por sí mismo” (p. 410). Al afrontar el ser desde el desocultar –luz–, Heidegger lo ha girado hacia la verdad –verdad del ser– y, consecuentemente, hacia el hombre –dasein, pastor del ser, etc.–. Con ello, el ser pierde autonomía o, como mínimo, su autonomía queda desdibujada; no podría decirse en Heidegger, como en Zubiri, que el ser “nada tiene que ver” con el hombre. La verdad sí tiene que ver con el hombre, pero no el ser –ni la realidad, ni el mundo–. No se trata de que el ser sea algo subjetivo, no es cuestión de subjetivismo ni de idealismo alguno, sino de que “Heidegger sitúa el problema del ser en la línea de la comprensión” (p. 441), como dice Zubiri, el cual interpreta este proceder como una influencia de la fenomenología: “Heidegger ha partido de la Fenomenología, y pese a las hondas, radicales, transformaciones que en ella introduce, sin embargo, permanece en el ámbito fenomenológico” (p. 452). Nos preguntamos si no hay aquí también una considerable influencia de Parménides. El ser es el asunto del filosofar en Heidegger; ser que el hombre no pone, que no es subjetivo ni objetivo, pero que necesita al hombre porque “se da”. Ser es un asunto o cuestión, pero “nada ente”, de manera que no cabe decir que “el ser es”, sino que “se da”. Se da a los entes, que sí son; se da a ellos como “desocultar del estar presente”. Pero, ante todo. se da al ente-hombre; sin este don, “no sólo permanecería el ser oculto”, sino que, según entiende Heidegger, el hombre “no sería hombre” (Tiempo y ser, p. 32). Heidegger pone el acento en el desocultar y, por consiguiente, en la verdad y en el hombre como mediador entre ser –desocultar que se
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oculta– y entes –desocultados–: “[...]el ser hace acontecer al hombre en cuanto ex-sistente en la verdad del ser a fin de que sea la guarda de dicha verdad” (p. 61). Estas citas, tomadas del último Heidegger –en concreto, de la Carta y de Tiempo y ser–, muestran cómo el tema del filosofar es el ser: no interesa el ser que “permanecería oculto”, sino el ser como “desocultar” de los entes y hacedor del hombre en tanto ex-sistente pastor de la verdad del ser. Dejemos abierta aquí una cuestión: qué quiere decir realmente aquel: “permanecería el ser oculto”. Zubiri remite el ser a la realidad y la verdad al ser como mero estar en el mundo –en la luz–, de manera que el último suelo del desocultar o verdad sería la “realidad siendo” y el penúltimo el acto aprehensor de la ‘luminaria inteligente’: “Evidentemente sin inteligencia no existiría verdad. En este respecto el fundamento en cuestión sería la propia inteligencia, y la búsqueda de este fundamento sería una teoría de la inteligencia. Pero aquí no nos proponemos una teoría de la verdad en este sentido, sino en otro. En este otro sentido, el fundamento de la verdad significa aquello que hace que haya verdad en la inteligencia. Sin inteligencia, lo que este fundamento no sería verdad, pero sin ese fundamento no habría en la inteligencia lo que llamamos verdad. A este fundamento en tanto que tal, es decir, como fundamento de la verdad de la intelección, le llamamos . Aquí significa, pues, que verdad; si se me permite la expresión, lo que en la intelección” (p. 112). En el epígrafe primero –“Realidad y ver dad”– del capítulo octavo de Sobre la esencia, encontramos este importantísimo texto de Zubiri sobre el ser y el haber de la verdad; con la distinción –subrayada por el autor– entre ser y haber, Zubiri lleva el último suelo de la verdad hasta la realidad –“lo verdadero”, lo que “da” verdad o “verdadea”–. Ante todo, no es el ser ni la intelección quien esencia –da, hace ser– verdad, sino la realidad: ser y verdad responden a meras actualizaciones, realidad a la actuidad actualizada o actualizable. Sin realidad no habría ser ni verdad, sin verdad aún habría realidad y ser, sin ser aún habría realidad: la “absolutamente absoluta” o transcendente, que la dimensión “teo-
logal” –no teológica– del hombre advierte en él mismo “como problema”. No trataremos aquí esta cuestión, sino que únicamente la dejaremos así apuntada.
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[9] IMPRESIÓN ANTES QUE COMPRENSIÓN La realidad como de suyo autónomo y la intelección sentiente como aprehensión de realidad en impresión expresan aquella vía física, que Zubiri quiere seguir en su investigación filosófica, intentada ya por Aristóteles pero sin completa fidelidad a la misma, tal y como decíamos al comienzo de este libro. Realidad y intelección sentiente son, según afirma Zubiri en el “Prólogo” de Inteligencia sentiente, “congéneres en su raíz” (p.10): el término del acto intelectivo es aquella realidad y no un mero objeto correlativo. Ahora bien, el acto no es puramente intelectivo sino, a una, intelectivosentiente, de manera que la realidad que aprehende es impresiva y no primariamente conceptiva o comprensiva. Entre inteligir y sentir no hay separación ni oposición, sino unidad estructural: “El sentir humano y el inteligir no sólo no se oponen sino que constituyen en su intrínseca y formal unidad un solo y único acto de aprehensión. Este acto, en cuanto sentiente es impresión; en cuanto intelectivo es aprehensión de realidad. Por tanto el acto único y unitario de intelección sentiente es impresión de realidad. Inteligir es un modo de sentir, y sentir es en el hombre un modo de inteligir” (p. 13). Por consiguiente, la impresión está unida al momento sentiente de la aprehensión humana. Lo formalmente constitutivo del sentir es la impresión. Ésta, a su vez, consiste en la unidad indisoluble de tres momentos: afección, alteridad y fuerza de imposición. Impresión no es únicamente padecer o ser afectado, tal y como, por ejemplo, en Kant el fenómeno sensible no es más que la espacio temporalidad de lo que afecta, sino también y sobre todo, ser afectado por algo otro en tanto que
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otro: impresión es alteridad en afección. La alteridad propia del sentir humano, el cual no es puro sentir, sino sentir intrínsecamente intelectivo, consiste en alteridad de realidad y alcanza, en consecuencia, un otro “de suyo” que, a diferencia de la mera alteridad objetiva, impresiona como algo anterior a su estar aprehensivo: en la aprehensión, la realidad no es, sin embargo, por la aprehensión –caso del objeto– sino de suyo. Con razón, Zubiri subraya en Inteligencia sentiente el momento de alteridad, pues le permite llevar lo aprehendido hasta una auténtica realidad autónoma, sin caer en teorizaciones sobre lo transcendente, la cosa en sí o el noúmeno. En la alteridad impresiva radica sobre todo la diferencia entre objetividad –“alteridad signitiva”– y realidad –“alteridad de realidad”–. En Zubiri, la objetividad es el límite fijo del mero animal, incapaz de alcanzar el distanciamiento humano respecto de lo aprehendido: un distanciamiento re a l. Finalmente, la fuerza de imposición no puede separarse de la alteridad en afección; lo aprehendido se impone al aprehensor al afectarle realmente en tanto que real. Dicha fuerza de imposición es también de realidad. Además, desde ésta se abre el dinamismo sentiente, el cual no sólo contempla lo aprehensivo, sino lo sentimental –sentimiento afectante– y lo volitivo –voluntad tendente–: “Sólo porque hay aprehensión sentiente de lo real, es decir, sólo porque hay impresión de realidad hay sentimiento y volición. La intelección es así el determinante de las estructuras específicamente humanas” (p. 283). El sentir, dinámicamente considerado, no sólo comprende un momento aprehensivo sino, con él, otro tónico y otro de respuesta, que en el hombre, por su versión a la realidad, constituyen el sentimiento y la voluntad, respectivamente. Si bien, es preciso advertir que lo impresivo del sentir, inseparable del momento intelectivo en el caso humano, hace “afectante” al sentimiento y “tendente” a la voluntad, de manera similar a lo que ocurre con el inteligir, el cual tampoco es puro, sino “sentiente”. En consecuencia, este protagonismo del sentir en Zubiri, aleja su filosofar del de Heidegger, centrado en la comprensión –del ser– y en el pensar –del ser–. En Inteligencia sentiente, Zubiri critica a Heidegger a la vez que a Husserl o inmediatamente después, con lo
cual parece ratificar su tesis de Sobre la esencia respecto a la insuficiente revisión de la fenomenología por parte de Heidegger: “Para la Fenomenología, lo primario y fundante es sólo la conciencia, como ente en el cual y sólo en el cual se dan las cosas en lo que ellas verdaderamente son. Heidegger supera la idea de conciencia mediante la idea de comprensión” (p. 452). Además, también desmarca así su etapa primera (fenomenológico-objetivista) junto con la segunda (indiscernidamente ontológica o metafísica) de la tercera (rigurosamente metafísica). Sin embargo, al reproducir en el “Apéndice 8” un texto de Naturaleza, Historia, Dios sobre la verdad como a-létheia en los griegos, reúne sus dos etapas últimas en un único proceso de maduración, ya explícito en 1944: no sólo mediante la metáfora de la luminaria, sino con un estudio lingüístico del término “verdad”, que desborda y radicaliza el llevado a cabo por Heidegger. Con la impresión, Zubiri contesta la comprensión de Heidegger, dentro de la contestación más amplia que opone realidad a ser. Podrían rastrearse las fuentes de este diálogo crítico en los primeros trabajos de investigación de Zubiri, como ya hemos sugerido antes, pero es en Sobre la esencia donde Zubiri se emplea a fondo en el filosofar de Heidegger para desmontar sus pilares: hombrecomprensión-ser. En lo que se refiere a la comprensión, Zubiri constata que “Heidegger sitúa el problema del ser en la línea de la comprensión” (p. 441), si bien en una comprensión entendida de manera ontológica y no meramente gnoseológica. Comprensión del ser es un “modo de ser”: del ser, que se da en ella y también del hombre en tanto Da-sein. La comprensión anuda ser y hombre, por así decir. Sin ser no habría hombre y sin hombre el ser no sería, pues el ser “se da” a los entes y, ante todo, al ente que es en el modo de ser de la comprensión del ser; es decir, al hombre. Que el ser no sea sin la comprensión humana, no lo admite Zubiri: “[...] el ser no es algo que sólo <es> en el Da de la comprensión, en el Da del darse, sino que es un momento de la realidad aunque no hubiera ni comprensión ni Da” (p. 449). Zubiri entiende que el ser es un momento de la realidad y, por tanto, algo autónomo también, aun-
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que se distinga de la realidad y tenga su fundamento en ella, como toda actualidad –ser, verdad, etc.– lo tiene en la primaria actuidad. Lo real inexorablemente “es” y es “per se”, sin necesidad de comprensión. El suelo del hombre no es la comprensión ni el ser, sino la impresión y la realidad: “El hombre se mueve en el ser no porque aquél sea Da-sein, sino porque el Da-sein está sentientemente abierto a las cosas reales, las cuales, como reales, son de por sí. El primum cognitum, el primer inteligible [...]no es el ser, sino la realidad, y la realidad sentida en impresión de realidad. Apertura no es comprensión, sino impresión” (p. 452). El ser, según Heidegger, no sólo se muestra, sino que se da: se da en la comprensión, aunque no en primer lugar en la comprensión cognoscitiva, sino en el ser de la comprensión que es el Da-sein, lugar y “pastor” del ser por ello mismo. Heidegger da prioridad a lo ontológico, en lugar de dársela a lo gnoseológico, como hiciera la modernidad. Sin embargo, al afrontar lo ontológico desde el desocultar, recae de otra manera en las formas modernas: la autonomía del ser queda desatendida y también su momento impresivo, a favor del ser como sentido. En Heidegger, el sentido es anterior al objeto. Sin embargo, ‘descender’ así al objeto no resuelve los problemas heredados de la modernidad filosófica: todo sentido reclama, como mínimo, un acto que lo constituya. Habría que llevar el sentido a un origen autónomo pero abierto a él, a un origen que se diera en impresión antes que en comprensión. Sólo así parece caber una real “escucha” y un real “dejar ser”, a los que Heidegger apunta finalmente. Como afirma Zubiri en Sobre la esencia, el dejar o hacerse cargo de la cosa misma está fundado en la anterioridad de la realidad aprehendida respecto de su estar en la aprehensión. Sólo ese “estar” o quedar con formalidad de realidad posibilita –e incluso exige– el dejar ser a lo real en su realidad propia. Un mero estímulo –signo objetivo de respuesta– no lo posibilitaría, por ejemplo, pues en tal caso, el sentiente sólo “se adapta a ello” o “cuenta con ello” (pp. 446-447). Con la estructura: “ser en el mundo”, Heidegger abre el mundo al hombre. Sin embargo, lo entiende como relaciones de sentido;
por consiguiente, como mundo interpretado. No se trata de que el mundo no admita interpretación, sino de si interpretar es lo originario. Encontrarse siempre ya en un mundo interpretado y precomprendido no significa que la interpretación y precomprensión sean mundo. No es sólo que Heidegger haya seguido la ‘vía de la verdad’ en su filosofar, sino el nivel al que está esa verdad que desoculta desde el sentido. En el primer volumen de Inteligencia sentiente, afirma Zubiri: “Se nos dice (Husserl, Heidegger, etc.) que lo que formalmente aprehendemos en la percepción son, por ejemplo, paredes, mesas, puentes, etc. Ahora bien, esto es radicalmente falso. En una aprehensión impresiva yo no intelijo jamás, no aprehendo sentientemente jamás, una mesa. Lo que aprehendo es una constelación de notas que en mi vida funciona como mesa [...] La mesa es mesa tan sólo en cuanto la cosa real así llamada forma parte de la vida humana” (p. 59). Según Zubiri, la intelección es intrínsecamente sentiente y consiste en aprehensión de realidad en impresión. Sólo desde esta impresión puede abrirse el sentido. A diferencia de Heidegger, Zubiri sigue en su investigación una vía física, en la cual la realidad es autónoma respecto de la verdad que ella abre, y en la cual dicha verdad es primordialmente “verdad real”; es decir, mera ratificación de lo real –actualizado aprehensivamente– como real –como “de suyo”– en intelección sentiente. Como todo lo real “es”, el ser está co-aprehendido en la impresión de realidad. Conceptos, interpretaciones, sentidos de realidad y de ser no son lo primero, sino lo ulterior. De esta manera, realidad y ser muestran una autonomía, a la vez que una íntima unidad con el aprehender, que consigue abrir el mundo al hombre en un momento anterior, no únicamente a la comprensión y al sentido, sino a la verdad y al hombre. Mundo no es unidad de sentido, sino unidad de “realidad siendo”. En Sobre la esencia, Zubiri reconoce que el “incuestionable mérito” de Heidegger no es propiamente la distinción entre ser y ente, sino “haberse hecho cuestión del ser mismo aparte del ente” (p. 441). Ciertamente, con este proceder consigue llevar el tema del filosofar al nivel de transcendentalidad que le es propio. Sin embar-
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go, quizás habría que añadir que su máximo yerro no está en concentrarse en el ser en lugar de hacerlo en la realidad, sino en afrontar aquél como algo completamente aparte de la entidad para no descender, por ejemplo, hasta supuestos “biologismos”. De otra manera: en afrontar la cuestión del filosofar completamente aparte de la cuestión de la ciencia. Aquí podría radicar el empeño en superar lo físico y, por consiguiente, la impresión, en “salir con la raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.” Aquí podría reconocerse también una vena romántico-platonizante en Heidegger, además de la fenomenológica. Por el contrario, el gran mérito de Zubiri estribaría, aún más que en priorizar la realidad frente al ser, en devolver esa realidad a la tierra –a lo real sustantivo– para que tanto la filosofía como la ciencia puedan florecer y dar frutos: aquélla, desde el enfoque transcendental, ésta desde el talitativo. Aquélla y ésta, dos ramas de una única investigación: sin confusión, pero en colaboración. En definitiva, con la impresión como momento ineludible y básico de nuestro aprehender, Zubiri retoma la autonomía real desde el enfoque aprehensivo, autonomía que no cesa en los actos humanos, sino que en ellos queda ratificada. A su vez, la realidad en impresión “da de sí” sentidos, gracias a su apertura. El filosofar o pensar de Heidegger no queda así necesariamente abolido, sino profundizado en tanto filosofar o pensar.
Difícilmente aceptaría Heidegger una descripción del hombre en los términos: “animal de realidades”. Seguramente, la tacharía de “biologismo”. Las descripciones que nos da en su Carta sobre el humanismo son del tipo: “El hombre es el pastor del ser” (p. 39, p. 57), “La ex-sistencia es algo que sólo se puede decir de la esencia del hombre, esto es, sólo del modo humano de <ser>” (p. 28), “En cuanto ex-sistente, el hombre soporta el ser-aquí en la medida en que toma a su <cuidado> el aquí en cuanto claro del ser” (p. 33),
“Si a las plantas y a los animales les falta el lenguaje es porque están siempre atados a su entorno, porque nunca se hallan libremente dispuestos en el claro del ser, el mismo que es <mundo>” (p. 31). En Heidegger, el hombre tiene mundo y tiene lenguaje gracias al “ser”: el hombre viene del ser. Lo esencial no es el hombre, sino el ser, aunque éste necesite el cuidado de aquél, como las ovejas necesitan el de su pastor, según la metáfora de Heidegger: pastor es el que cuida ovejas, de tal forma que en esa tarea deviene “pastor”. El hombre viene del ser como el pastor del apacentar. Sólo el hombre ex-siste; existir, como por ejemplo el de los existencialismos, puede decirse de muchos entes, pero ex-sistir sólo puede decirse del hombre, porque sólo al hombre otorga el ser ese modo de ser según el cual aquél le está constitutivamente vertido: el hombre viene de su extroversión al ser. Por consiguiente, entre él y los demás entes hay que estimar un verdadero salto; en él ve Heidegger la auténtica dignidad de lo humano, y no en los humanismos, los cuales sólo acertarían a rebajarlo. En Zubiri, sin embargo, el hombre está abierto al mundo y tiene lenguaje gracias a la realidad: el hombre viene de la realidad. Lo esencial no es el hombre, sino la realidad, la cual es autónoma respecto de él; es suya hasta el punto de no requerir el cuidado humano. Ciertamente, la realidad da de sí verdad –“verdadea”– y da de sí sentidos o posibilidades de vida; pero realidad no es verdad ni sentido, sino lo fundante de ambos: autonomía transcendental. No es una teoría, sino un hecho que se deja describir gracias a nuestro modo aprehensivo: el sentir intelectivo o intelección sentiente. En él, hay una mismidad de actualidad o de “estar”: un mismo estar es el del acto –en la realidad aprehendida– y el del término –en el acto aprehensivo–. Ahora bien, los momentos implicados no se confunden ni tampoco funcionan en pie de igualdad: el acto no es su término ni tiene autonomía, porque si bien aquél necesita de éste para constituirse, éste queda actualizado como “de suyo” o “prius” respecto del acto aprehensor. Esta autonomía en impresión está en la base de las estructuras humanas y de sus actos correspondientes, no sólo de aprehensión, sino también de sentimiento y volición. Sin versión a la realidad no
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podría haber sentimiento –“afecto de lo real”– ni voluntad –“tendencia determinante en lo real”–. Esta versión es la que justamente hace del hombre un “animal de realidades”. Sólo el hombre intelige: aprehende realidades y no meros estímulos ni objetos, concibe en realidad, juzga en realidad, piensa en la realidad, conoce en la realidad, etc. En consecuencia, también en Zubiri está registrada la diferencia esencial entre lo humano y lo no humano. Sin embargo, en Zubiri hay un factor al respecto que no está presente en Heidegger: las diferencias están vistas sin rupturas con lo inferior, sino todo lo contrario. De ahí, por ejemplo, el carácter intrínsecamente impresivo de la intelección, el carácter intrínse camente afectivo del sentimiento o el carácter intrínsecamente tendente de la volición: “[...] la unidad de lo inteligido como real es una unidad que no elimina la unidad sentiente, ni se superpone a ella como se ha dicho desde la inteligencia concipiente, a lo largo de la filosofía usual, sino que es una unidad que absorbe y contiene formalmente la estructura misma del sentir animal. Vertido a la realidad, el hombre es por esto animal de realidades: su intelección es sentiente, su sentimiento es afectante y su volición es tendente” (Inteligencia sentiente, p. 284). De esta manera, la diferencia esencial acoge lo inferior o anterior, sin dejar de constituir auténtica diferencia; por consiguiente, entre cosas, realidades o entidades, lo que hay es evolución, desarrollo o maduración, con lo cual queda preservada una unidad, a la vez ‘de fondo’ y ‘en proceso’, por así decir. Esta unidad comunicativa es, en último término, la transcendentalidad real. En la C a rt a, Heidegger afirma que el existencialismo y el cristianismo son humanismos. Todo humanismo es metafísico, y la metafísica “no pregunta por la verdad del ser mismo” (p. 25), sino sólo por el ser de lo ente. Como humanismos, la definición que dan de la esencia del hombre es “una consideración bien menguada” (p. 27), ya que “no llegan a experimentar la auténtica dignidad del hombre” (p. 37). El hombre entendido como “animal racional” es el hombre de la metafísica, la cual no ha encontrado su verdadera esencia. Añadir al cuerpo o animalidad el alma, el espíritu o la exis-
tencia no supera, según Heidegger, la “confusión del biologismo” (p. 28). Podemos estar seguros de que la calificación que merecería a Heidegger el “animal de realidades” de Zubiri sería la de “biologismo”. Ciertamente, aquél pregunta algo que Zubiri subscribiría: “¿De verdad estamos en el buen camino para llegar a la esencia del hombre cuando y mientras lo definimos como un ser vivo entre otros, diferente de las plantas, los animales y dios?” (p. 26). Casi podría asegurarse que Zubiri ha considerado esta pregunta como si fuera dirigida a él, cuando en su ciclo de conferencias de 1968, titulado E s t ructura dinámica de la realidad, argumenta: “Se dirá que esto es una Antropología. Sí. Pero yo tendría que decir que esto no es una Antropología simpliciter por una razón bien clara. Y es que la Antropología, en tanto que Antropología, es decir, en tanto que estructura del hombre, concierne justamente a la talidad del hombre. A que el hombre es tal, a diferencia del chimpancé o de una ameba. Sí. Aquí he tomado al hombre, pero al hombre como forma de realidad, que es cosa distinta” (p. 243). De todas maneras, con ese “forma de realidad”, Zubiri se refiere aquí al carácter personal –“personeidad”– propio únicamente del animal de realidades, el cual Heidegger probablemente también rechazaría como ese añadido que nada remedia, lo mismo que el de alma, espíritu o existencialidad. Todo ello no sería más que humanismo, metafísica y, en definitiva, caída en lo meramente óntico. Sin embargo, en la arg umentación de Zubiri hay algo más significativo que la mera ‘respuesta’: el hombre no es planta ni chimpancé, sino persona. Lo verdaderamente significativo está en el nivel de la respuesta; las “formas de realidad” –junto con los “modos de realidad”– son un nivel transcendental, a diferencia del nivel talitativo propio de lo científico y, por tanto, de esa Antropología a la que se refiere Zubiri. Aquél nivel abortaría cualquier posible acusación de biologismo, porque éste sólo podría acontecer en el de talidades científicas. Persona o –como dice Zubiri– personeidad no es contenido alguno, sino la misma formalidad de realidad pero en tanto que “suya”: “De suyo son todas las cosas reales; en eso consiste el ser real. Pero solamente la realidad abierta a su propia realidad es la que reduplicativa y
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formalmente no solamente es de suyo sino que además es suya” (p. 222). Personeidad es, por consiguiente, apertura al propio de suyo; no basta con ser una realidad viviente, pues sólo el animal de realidades es en la forma de realidad de la personeidad, y lo es de tal manera que en la persona no se añaden ni sintetizan animalidad y personeidad, sino que ella misma constituye una unidad transcendental con momentos talitativos distinguibles: vivir, sentir, inteligir. Propiamente, tal y como lo expone Zubiri en la primera parte de El hombre y Dios, vida, sentir y inteligencia son el sistema de notas de la sustantividad humana, que hacen de ella un animal de realidades, en una consideración meramente talitativa, En ésta, tal y como ha quedado ya dicho, la animalidad ha de entenderse como “un momento intrínseco y formalmente de la unidad humana”, de manera que “lo humano en cuanto tal es en sí mismo formal y constitutivamente animal” (p. 46). Ahora bien, es muy importante advertir que dicha consideración talitativa no es indiferente respecto de la transcendentalidad, pues es gracias a su talidad propia que el hombre tiene un propio carácter transcendental, el cual desglosa Zubiri en “forma” y “modo” de la realidad humana. Forma y modo de la realidad humana se inscriben en el más amplio asunto: formas y modos de la realidad. La realidad es única, tal y como corresponde a su transcendentalidad, y consiste en pura formalidad de alteridad, si bien admite formas y modos distintos, según las distintas estructuras talitativas de lo real. No tiene la misma forma ni modo un trozo de granito, por ejemplo, que un manzano; las notas que constituyen el granito como tal hacen de él una determinada forma y un determinado modo de realidad. A dicho hacer, Zubiri lo denomina “función transcendental”. Comprobamos así la íntima unidad existente entre lo talitativo y lo transcendental y, en consecuencia, aquella no indiferencia, que decíamos, de la consideración talitativa respecto de la transcendental. El problema de la realidad es un auténtico problema; en cada cuestión matemática, física, biológica, antropológica, etc., hay tam bién otra de forma y modo de realidad, que compete a la investigación filosófica. Aquí se imponen dos preguntas: qué es forma y qué
es modo, y cómo ambos constituyen el aspecto transcendental de las cosas mismas, que el filosofar atiende. Zubiri no aplica siempre de la misma manera la terminología: forma y modo de realidad; en algunos escritos, la personeidad es nombrada como forma, y en otros como modo, sin que varíe el significado intrínseco de lo nombrado. Como modo está, por ejemplo, en Inteligencia sentiente. Advertidos sobre esta ‘indecisión’ terminológica de Zubiri, nos atendremos al “Apéndice 7” de la obra citada para distinguir ambas nociones. Cada nota o sistema de notas de algo real constituye una forma de realidad. Así, verde, hierro, manzano, hombre, etc., se distinguen entre sí por su constitución, es decir, por sus notas o sistemas de notas que hacen de cada uno de ellos una forma concreta de realidad. Pero, según afirma Zubiri, hay todavía una diferencia más honda: la debida al modo como dichas notas son en cada caso “suyas” o de su sustantividad. Verde, astro, hierro y cobre tienen entre sí distinta constitución y, en consecuencia, distinta forma de realidad, pero, sin embargo, su modo es el mismo: “mero tener en propio” sus notas. Porque las notas de cada uno son suyas de una misma manera: tenerlas, meramente. Los animales, en cambio, pese a sus formas propias y distintas entre sí, tienen otro modo de realidad, que es el mismo en todos ellos: “auto-posesión” o vida. Porque el animal no tiene meramente sus notas, sino también una independencia y un control sobre su medio, que hacen de él un autós en mayor o menor medida, según la escala zoológica. El hombre, por otra parte, es persona en tanto modo de realidad. Porque no tiene únicamente independencia, sino autonomía; es decir, no sólo tiene sus notas y a sí mismo en ellas, sino a sí mismo como realidad. El hombre es de suyo o real, lo mismo que en los casos anteriores, pero un de suyo suyo, a diferencia de lo que ocurre en aquéllos. En éste, la realidad está dos veces: como de suyo y como suya: “Persona es formal y reduplicativa suidad real” (p. 212), afirma Zubiri. ¿Cómo las formas y los modos de realidad constituyen el aspecto transcendental de las cosas mismas? La respuesta puede enfocar-
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se desde la realidad o desde la intelección sentiente; este enfoque atendería al estar en la aprehensión o actualidad de aquellas formas y modos, en tanto que aquél atendería a la actuidad o de suyo siendo de las formas y los modos. Se trata de dos enfoques que, sin embargo, se reclaman entre sí, dado que lo actualizado en la aprehensión nos sumerge en la actuidad misma. Lo que ocurre es que si nos fijamos en el momento de actualidad, procede referirse a los concretos actos intelectivos que aprehenden las formas y modos, y si nos fijamos en el momento de actuidad, a los términos que aprehenden dichos actos de intelección. Éste es un enfoque metafísico y aquél, en cambio, aprehensivo. Pero recordemos: realidad y intelección son “congéneres en su raíz.” No hay realidad sin más, sino en cada caso realidad ésta o aquélla. Sin embargo, lo esto o aquello no es el asunto que interesa filosóficamente, sino la realidad que los comunica por ser única y transcender así las diferencias de contenido. Esa realidad única es el término de la intelección sentiente en su modalidad primordial: aprehensión de lo real solamente como real. El acto primordial de intelección sentiente no aprehende formas ni modos de realidad, sino algo más básico: realidad, o –podríamos decir– formas y modos de realidad pero solamente en tanto realidad. Lo que no es real, como por ejemplo, una silla –en tanto silla– o un ordenador –en tanto ordenador–, no es término de intelección primordial, sino ulterior; la silla y el ordenador son conceptos, no realidades, y en primordialidad no se actualizan conceptos, sino mera realidad en impresión. Decir modo primordial es decir lo que en último término constituye el acto intelectivo humano, que por ello mismo está en todos –primordiales o no–, como última raíz que la filosofía investiga. Con una precisión: la primordialidad llega hasta el sola mente, la ulterioridad aprehende también lo real como real, pero desbordando el “solamente” de uno u otro modo. La realidad admite formas y modos, en función de lo que en cada caso sea, es decir, del sistema de notas con suficiencia constitucional que constituyan su sustantividad propia en cada caso. Estas notas en función transcendental hacen de cada cosa real una forma
y un modo de realidad, los cuales son el término de la modalidad aprehensiva ulterior, que Zubiri denomina “logos”. Éste aprehende sustantividades talitativas y formas y modos transcendentales. Zubiri considera todavía una tercera modalidad aprehensiva: la razón, cuyo término es el porqué último o esencia de las sustantividades. La esencia no es la sustantividad, sino un momento de la misma; ahora bien, un momento determinante, tanto de la sustantividad propia, como de la concreta forma y modo de realidad. El tema de las formas y modos de realidad hay que inscribirlo en el de las sustantividades reales, las cuales determinan aquellas formas y modos en función transscendental, como ya dijimos. Además, formas y modos de realidad son el término transcendental del logos, modalidad ulterior de la intelección sentiente. No entraremos en detalles intelectivos, pero sí hemos de advertir algo a propósito de la sustantividad. Ésta consiste, según Zubiri, en suficiencia constitucional. Un componente químico de un organismo vivo, por ejemplo, no tiene sustantividad, sino que es el organismo en cuestión el que la tiene. Pues bien, Zubiri advierte que acaso sólo haya una sustantividad en sentido estricto: el cosmos; es decir, el conjunto de todas las sustantividades reales. Dicho cosmos en función transcendental es lo que constituye el mundo. Las nociones de cosmos –talitativo– y de mundo –transcendental– son importantísimas en el tema que nos ocupa, pues en el mundo puede verse una cierta culminación de la transcendentalidad y, con ello, de la unidad y de la comunicación, sin que ‘sufran’ la apertura ni la autonomía transcendentales. Afirma Zubiri en Sobre la esencia: “La filosofía actual (Heidegger) suele entender por mundo aquello en lo cual y desde lo cual el existir humano se entiende a sí mismo y se encuentra (entendiendo) con las demás cosas; esto es, lo que llamamos mundo y <mi> mundo. Pero el mundo en este sentido se funda en el mundo como respectividad de lo real qua real. [...]Mundanidad no es sino respectividad de lo real en tanto que realidad; no tiene nada que ver con el hombre” (p. 428). En Heidegger, el ser “se da”; dicho ser tiene un carácter comprensivo o pensante, el cual traduce Heidegger metafóricamente
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como luz. En Zubiri, por el contrario, la realidad “da de sí”; dicha realidad tiene un carácter físico, que Zubiri traduce metafóricamente como luminaria. En el “dar de sí” entran las formas y los modos de realidad, y con ellos la sustantividad humana en su forma y modo transcendentales. Es decir, la realidad es unidad física, dinámica y siempre abierta. El hombre es un momento de dicho dinamismo o “dar de sí”, que sigue abierto: un momento del mundo, algo realmente mundanal. Quizás lo más completo, además de último, que ha escrito Zubiri sobre la realidad humana esté en la primera parte de El hombre y Dios (1984). A ella remitimos, pues consideramos suficiente lo dicho para nuestro propósito. Hay una susceptibilidad hacia lo científico-técnico en Heidegger, que no encontramos en Zubiri. La esencia humana considerada en términos de animalidad sería la esencia humana fagocitada finalmente por la ciencia; por esa ciencia que atiende sólo al ente y que no piensa. Aunque ambos filósofos han admitido y investigado las diferencias entre ciencia y filosofía, sus actitudes son muy distintas. Heidegger parece empeñado en distanciar tanto a una de la otra, que termina en un pensar cercano a lo mítico y, por consiguiente, anterior a la filosofía, con ayuda de la poderosa influencia –entre otras– de Parménides. Aristóteles queda en él más y más relegado, más y más “desmontado”, junto con Platón, con el cual se iniciaría propiamente lo filosófico; es decir, el olvido del ser. Quizás en todo ello radiquen, a una, la entronización del ser, el alejamiento de la impresión y ese “salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter”, tan querido a Heidegger. La actitud de Zubiri es muy distinta: ciencia y filosofía son dos ramas de una única investigación, que se reclaman entre sí. Aristóteles es, casi con seguridad, la influencia más poderosa en Zubiri, empeñado en conseguir esa “vía física”, que aquél estuvo cerca de recorrer sin conseguirlo, al mezclarla con la “vía de la predicación”. En este empeño filosófico, metafísico y transcendental, el pensar de Heidegger fue, sin duda, presencia constante, piedra de toque y fecunda ocasión de diálogo, hasta el punto de contribuir esencial mente al filosofar de Zubiri.
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FINAL
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Tanto Heidegger como Zubiri dedicaron cursos y escritos al tema del filosofar. Quizás lo más hondo que quepa ver en ambos maestros no sean sus respectivos contenidos filosóficos, sino la idea de filosofía –o pensar– que dichos contenidos hacen visible, en la cual sus desencuentros devienen un fundamental encuentro. No es cuestión de elaborar a toda costa un final feliz, sino de esclarecer el acuciante problema del qué y el para qué del filosofar; de liberar a la filosofía de ajenas adherencias, provocadas en ocasiones por complejos o intereses extrínsecos; de contribuir con el específico carácter de la investigación filosófica a mostrar sin reduccionismos la riqueza y complejidad de las cosas mismas y del mundo; de posibilitar el que dicha investigación se aplique de forma que el progreso no acontezca ni se mida únicamente en términos cuantitativos, materiales o económicos, sino también cualitativos, espirituales o éticos, en consonancia con aquella riqueza propia de lo que hay; de permitir una sincera atención y diálogo entre las distintas áreas de investigación, de manera que, en la consideración y el respeto a la alteridad de cada una, pueda surgir un intercambio fecundo, que apunte a unidades antes que a identidades. En las aulas, en la literatura científica o artística, por ejemplo, encontramos reacciones y posicionamientos muy reveladores respecto de la dificultad que entraña situarse ante lo filosófico. ¿Podemos imaginar que un estudiante de física rechazara el estudio de Werner Heisenberg, Richard Feynman o Max Planck, simplemente por difícil?, ¿que eligiera dedicarse a éste o aquél por
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razones de amenidad o inmediata sintonía? Parece difícil; imaginamos más bien, en este caso, que el alumno parte de que dichos físicos son autoridades en la materia, que saben de lo que hablan y, por tanto, se refieren a realidades y no a meras ocurrencias, por lo que una elección o rechazo por motivos de espontáneo gusto o disgusto no es fácil que se plantee, por improcedente. ¿Qué pedimos realmente a la filosofía, que no pedimos a la física, ni a la matemática, ni a la medicina, etc.? ¿No le estaremos pidiendo que nos cuente un cuento de inmediata comprensión, para proporcionarnos barniz cultural, a la vez que consuelo y guía para la vida? Es lo que piensa Heidegger, el cual empieza su conferencia Tiempo y ser (1962) con un “breve prólogo”, que por su interés reproducimos casi íntegramente: “Si en este momento nos fuesen mostrados en su original dos cuadros: la acuarela <Santos desde una ventana> y la témpera sobre arpillera <Muerte y fuego>, que Paul Klee pintó el año de su muerte, nos gustaría quedar mirándolos un rato largo... abandonando toda pretensión de entenderlos de inmediato. Si en este momento pudiese sernos recitado, y por el propio poeta Georg Tr a c k l,su poema <Séptuple cántico de la muerte>, nos gustaría volver a escucharlo una y otra vez, abandonando toda pretensión de entenderlo de inmediato. Si en este momento quisiera Werner H e i s e n b e rg exponernos un resumen de sus pensamientos de física teórica en torno a la fórmula del mundo por él buscada, a lo mejor pudieran seguirle, tal vez, dos o tres de los oyentes, pero los demás abandonaríamos sin rechistar toda pretensión de entenderlo de inmediato. No es ése el caso del pensar llamado filosofía. Pues éste debe proporcionar <sabiduría mundana>, cuando no, incluso, una . Pero bien pudiera haber venido a parar hoy un pensar semejante a una situación en la que fuesen menester reflexiones largamente distantes de una útil sabiduría de la vida. Puede que haya llegado a ser perentorio un pensar que se halle forzado a cavilar sobre aquello de donde reciben su deter-
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minación incluso las pinturas y la poesía y la teoría físico-matemática recién mentadas. También aquí tendríamos que abandonar, entonces, toda pretensión de entender el asunto de inmediato. Mas en este caso, sin embargo, sería ineludible que nos aprestásemos a escuchar, pues se impone la tarea de un pensar que se adelante a recorrer lo que se resiste a ser explorado” (p. 19). Tres ideas vertebran el texto: la imposición de un pensar, que se adelanta a nuestra decisión de llevarlo a cabo; el hondo calado del mismo, más allá del que alcanzan arte y ciencia, en tanto últi ma raíz de las que éstas obtienen sus determinaciones propias; la lentitud y la atenta escucha que éstas y aquél se conceden, frente a la prisa del “pensar llamado filosofía” por obtener resultados prácticos de fácil aplicación en el vivir. Esta prisa con la que la filosofía se despacha, en orden a una sabiduría de salón o a una receta contra la infelicidad, podría tener que ver con esa impaciencia que en ocasiones se advierte en las aulas, ante la dificultad o el poco decirnos de este o aquel pensador. ¡Como si el pensador pensara para nosotros!. ¿Acaso no lo hace obligado por la fuerza de las cosas mismas y para ellas mismas, antes que para nadie, tanto en arte y ciencia, como en filosofía? Es lo que defiende Heidegger. Sin embargo, la dificultad de posicionarse en filosofía no está sólo ahí. Está en la ciencia también, tal y como podemos comprobar, cuando los científicos se detienen en consideraciones filosóficas. Los físicos Georges Charpak y Roland Omnès han escrito un libro divulgativo y de tono desenfadado, que titulan: Sed sabios, convertíos en profetas (2004). En él, se refieren a tres mutaciones ocurridas en la sociedad humana: la del neolítico, hace unos doce mil años; la moderna, en el siglo XVII, y la actual. La primera tuvo que ver con el descubrimiento de la agricultura, la segunda con el nacimiento de la ciencia moderna y la tercera está presidida por el descubrimiento de las leyes cuánticas en el siglo XX: “Los fenómenos del mundo cuántico no son continuos, sino abruptos. Precisamente por eso se les llama <cuánticos>, que es una palabra que se opone a . Ciertos fenómenos ocurren de pronto,
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sin transición, como, por ejemplo, la emisión de un fotón de luz por un átomo” (p. 68). Estas leyes han acabado con el protagonismo de la imaginación, han sustituido la causa y el efecto por una combinación de posibles, y la necesidad mecanicista por la libertad de los posibles, con el natural desconcierto de una mente hecha a la segunda mutación, pero aún no lo bastante a la tercera: “Los dos niveles del palacio de las leyes tan sólo están comunicados por unas escaleras secretas, lo que crea algunos riesgos de confusión. Hay, recordémoslo, un nivel , en el que se encuentra perfectamente descrito todo cuanto tenemos ante nuestros ojos, todo lo que se ofrece a nuestros sentidos y todo aquello a lo que nuestra especie está adaptada desde siempre. Nuestro cerebro lleva su marca: se ha formado al contacto con objetos palpables, visibles, de un tamaño enorme con relación al átomo. El segundo nivel del palacio incluye, en cambio, una torre cuántica en la que todo parece extraño para el cerebro humano. Las cosas que se encuentran allí serían increíbles si no estuvieran confirmadas por innumerables experimentos que las confirman a diario, cada día más” (p.116). La imaginación, la causalidad, la necesidad, siguen siendo válidas, pero sólo en el nivel “clásico” y no universalmente, ya que en la “torre cuántica” no significan nada. Llegados aquí, los autores miran hacia Descartes y proponen para esta tercera mutación una filosofía que no se fundamente más en principios ya caducos, como el de la causalidad, sino “sobre las leyes descubiertas por la ciencia”, es decir, sobre las leyes cuánticas. Esta propuesta tiene su acierto, pero también contiene un posible desliz: la filosofía ha de prestar atención a la ciencia, tal y como, por ejemplo, hemos comprobado que Xavier Zubiri hizo, e incluso Heidegger, a su peculiar manera; ahora bien, los principios desde los que investiga la ciencia no son los principios desde los que investiga la filosofía. En esto coinciden Heidegger y Zubiri, y no podría ser de otro modo. Por lo demás, que la causalidad tenga un lugar destacado en algunas filosofías, como en la de Kant, no equivale a que la causalidad sea su principio o fundamento; puede significar, simplemente, que el filósofo en cuestión ha atendido a la ciencia de su momento, de manera que su
filosofar, sin ser en absoluto ciencia, ni tampoco un mero adjetivo de ella, está, sin embargo, a la altura de su tiempo. Es sintomático el poco interés que Zubiri muestra por la causalidad, a la que considera tan sólo un tipo de respectividad entre otros. Esto manifiesta que aquélla no alcanza a explicar actualmente toda la complejidad de los acontecimientos reales, por lo que es preciso incluirla en otra noción más amplia, que permita una aplicación ajustada al estado actual de las investigaciones sobre lo real y su realidad. Esa noción más amplia es, según Zubiri, la de “respectividad”. Ahora bien, la respectividad no es propiamente un concepto científico, sino un término filosófico, lo cual no excluye que, desde su máxima apertura, pueda aplicarse a lo científico, si bien desde una perspectiva filosófica, que transciende los niveles en los que discurre la ciencia, al tratarse de una perspectiva trans cendental. En cuanto a esa “nueva filosofía del conocimiento”, que Charpak y Omnès reclaman para la tercera mutación, también es sintomático el tratamiento que Zubiri hace del conocimiento en el tercer volumen de su Inteligencia sentiente, dedicado a la razón y al conocimiento propiamente dicho. Conocer es aprehender algo en profundidad; es decir, es el modo “fundamental” de aprehensión humana. Zubiri pone un ejemplo: “Conocer el verde no consiste sólo en verlo, ni en inteligir que es en realidad un color muy bien determinado entre otros, sino que es inteligir el fundamento mismo del verdor en la realidad, inteligir, por ejemplo, que es una ondulación electromagnética o un fotón de determinada frecuencia. Sólo al haberlo inteligido así conocemos realmente lo que es el verde real: tenemos intelección del verdor, pero en razón. La razón del verde es su fundamento real”. Las leyes cuánticas son leyes que se descubren a nivel de conocimiento. Ahora bien, son precisas aquí dos observaciones: la ciencia no monopoliza el conocimiento –Zubiri se refiere también al conocimiento profundo de un amigo– y además, el conocimiento no reposa sobre sí mismo, pues es una expansión de otras aprehensiones, que lo hacen posible y hasta lo reclaman o exigen: en el ejemplo, esa intelección del verde como “un color muy bien determinado entre otros”. Acertadamente,
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Charpak y Omnès se refieren a la “torre” cuántica: a ella se ha accedido a través del nivel “clásico”, en el cual nuestros sentidos se manejan bien, a diferencia de lo que ocurre en la torre, donde las leyes que rigen, aunque son universales, tienen que ver con “el nivel de los átomos y de lo aún más pequeño” (p. 77), ante lo cual de nada nos sirven los sentidos ni la imaginación. Pero lo que nos interesa resaltar es aquel “sólo en verlo”, que empieza por considerar Zubiri en su ejemplo, antes de llegar a lo constitutivo del conocimiento propiamente dicho del verde. Aprehender algo –sea el verde, el árbol o el paisaje– sólo como real –antes de aprehenderlo como verde, árbol o paisaje– es lo constitutivo de toda aprehensión humana: sea aprehensión judicativa o aprehensión cognoscitiva. El conocimiento aprehende realidad, pero a su modo: fundamental. Pues bien, de aquella aprehensión de algo sólo como real se ocupa la filosofía, y únicamente la filosofía, cuya investigación persigue el fundamento último de todo lo que sea aprehensión humana, a cualquier nivel. De ahí que el filosofar se distinga de la ciencia, aunque esté en la ciencia; en la metáfora de Charpak y Omnès, estaría como la discreta pero decisiva cimentación del palacio y su torre. Así hay que interpretar la frase de Heidegger antes citada, sobre un pensar “de donde reciben su determinación incluso [...] la teoría físico-matemática”. En definitiva, podríamos afirmar de la filosofía y de la ciencia, a la manera de Kant: ciencia sin filosofía significaría ruina, filosofía sin ciencia significaría vacío. La investigación filosófica también es conocimiento: aprehensión en profundidad o fundamental. La filosofía de la intelección de Zubiri, que no es sólo una filosofía del conocimiento, ni mucho menos sólo una filosofía del conocimiento científico, se fundamenta en la aprehensión de lo real como real. Una de las modalizaciones ulteriores de esa aprehensión fundamental es el conocimiento, nivel en el que la ciencia procede, aunque obviamente no es el único nivel de aprehensión humana. En la investigación filosófica del conocimiento, Zubiri critica a Aristóteles porque entendió que conocer algo era conocer su causa, y también porque para Aristóteles el objeto de la ciencia era un objeto sujeto a la necesi-
dad. Por lo demás, junto con la fundamentalidad, la libertad y la historicidad pertenecen intrínsecamente al conocer, según Zubiri. Notemos simplemente, el ‘juego’ que esas libertad y historicidad pueden dar a la hora de aprehender una realidad que, en lo infinitamente pequeño y en lo inmensamente grande, hoy sabemos no regida por la necesidad, tampoco por la arbitrariedad, sino por “combinación de posibles” o “una suma de todo lo que puede ocurrir sin impedimento” (p. 68), según Charpak y Omnès ponen de relieve. La filosofía tiene, por añadidura, una intrínseca dificultad: el lenguaje. Los lenguajes filosóficos de Heidegger y de Zubiri son muy distintos entre sí, pero ambos coinciden en alejarse de lo que espera el lector medio y hasta, incluso, el lector especializado, en ocasiones. La lectura de Heidegger o de Zubiri puede provocar irritación, tanto desde fuera como desde dentro del filosofar. No nos referimos aquí a los que se acercan a ellos como a autores literarios, sino a los que por auténtico interés o profesionalidad acometen la lectura de sus obras. Ambos filósofos han puesto de manifiesto, y también lo han mostrado en su hacer, la penuria de las palabras y de la gramática para expresarse filosóficamente. Heidegger recurrirá frecuentemente a la poesía para explicarse, Zubiri a los neologismos y tecnicismos. No se trata de que el filosofar de Heidegger sea poético, sino, más bien, de que la poesía es el rodeo que lleva a cabo para alcanzar el asunto del filosofar. Esta manera de proceder recuerda a la de los místicos; San Juan de la Cruz, por ejemplo, sólo nos acerca realmente su tema –la transcendencia divina– cuando poetiza, no cuando explica su experiencia en forma de tratado. La filosofía no se dedica a lo transcendente que, por definición, elude la descripción objetiva, pero sí a lo transcendental, cuyo carácter formal y máximamente abierto se resiste también a la expresión usual y reclama, en consecuencia, la sugerencia poética o la sequedad formal. En ésta, podemos llegar a experimentar desaliento, en aquélla es fácil perderse o ‘andarse por las ramas’ de la cuestión, hipnotizados por la belleza, sin llevarla interpretativamente hasta el problema que ahí se medita. Los recursos poéticos de Heidegger y
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la terminología extremadamente formal de Zubiri transparentan la dificultad del tema filosófico, y no una mera voluntad de estilo; es decir, se deben a algo intrínseco, y no a algo únicamente opcional. El poeta José Ángel Valente (1929-2000) dedica unas breves pero notables páginas a Zubiri en La experiencia abisal (2004), obra póstuma, que recoge distintos ensayos literarios, en los que se vierten reflexiones sobre temas que siempre estuvieron en la preocupación del autor. El dedicado a Zubiri lleva por título: “Z, como Zubiri” (pp.13-16), y comienza con estas palabras: “Decir que Z. no se entiende es un convencionalismo grosero”. Ciertamente, la opinión de que la filosofía de Zubiri es difícil, constituye un tópico, el cual hoy goza todavía de excelente salud. Pero, según Valente, lo que ocurre con Zubiri es que se entiende demasiado, que en su fatigosa claridad nos ciega con una luminosidad sin sombras: “La claridad muy extremada, más que el trueque de luces y de sombras, pide paciencia a la pupila”. Valente tiene razón; Zubiri caracteriza como “diafanidad última” el tema del filosofar, y su decir es un esfuerzo constante por adaptarse a esa última transparencia, por lo cual también resulta diáfano, a fuerza de eliminar del mismo los contenidos que pudieran sombrearlo. Escribe Zubiri en Los problemas funda mentales de la metafísica occidental: “[...] no se trata de una visión clara, sino de algo mucho más difícil: de tener una visión de la claridad. No es la clarividencia, sino la videncia de la claridad. Esto es precisamente lo que constituye la dificultad de la metafísica: la videncia de la claridad misma [...] la claridad misma que tienen las cosas” (p. 21). Valente vuelve a tener razón cando traza la disyuntiva del lector de Zubiri ante sus descarnadas descripciones: “[...] o abandona el libro para circular tranquilo por la vida con alguna de las muchas convencionalidades que sobre Z. se dicen o recomienza la lectura con la paciencia y la humildad que ésta requiere”. No es en lo que trata donde Valente ve el problema con Zubiri, sino en el cómo lo trata: “vértigo de la clasificación”, “lógica especular” que sólo a sí se refleja, y un uso del lenguaje, que nos situaría “ante un problema de ética y aún de estética terminológicas”. Zubiri habría sido víctima, por así decir, de su intento de colmar el vacío del len-
guaje filosófico en castellano. En este juicio de Valente, advertimos la ponderación propia de un poeta y un crítico literario; la filosofía puede juzgarse desde el punto de vista de la literatura, pero dicho juicio lo que no puede ser es filosófico, sino sólo literario y, por consiguiente, extrínseco. ¿Qué pensaríamos de la valoración literaria de un libro de entomología?; ¿consideraríamos que sus clasificaciones constituyen un vértigo tal, que la obra padece un problema de estética terminológica? ¿Acaso no supondríamos espontáneamente que dichas clasificaciones tienen que ver con la cuestión misma que en él se investiga, a la cual se supeditan? ¿Por qué esperamos, entonces, de la investigación filosófica lo que no esperamos de la entomología? Afirma Heidegger al final de su “Introducción” a Ser y t i e m p o, antes de referirse al plan de lo tratado:
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“Con respecto a la pesadez y de la expresión en los análisis que habrán de seguir, permítaseme añadir la siguiente observación: una cosa es hablar en forma narrativa sobre el ente y otra, captar el ente en su ser. Para este último cometido, con frecuencia faltan no sólo las palabras, sino sobre todo la . Si se me permite una referencia a anteriores investigaciones analíticas acerca del ser, por cierto de un nivel incomparablemente superior, póngase en parangón algunos pasajes ontológicos del Parménides de Platón o el cuarto capítulo del libro séptimo de la Metafísica de Aristóteles con un trozo narrativo de Tucídides, y se verá las exigencias inauditas que en sus formulaciones hicieron a los griegos sus filósofos. Y donde las fuerzas son esencialmente menores y el dominio de ser que se intenta abrir, ontológicamente mucho más arduo que el propuesto a los griegos, se acrecentará también la complejidad en la formación de los conceptos y la dureza de la expresión” (p. 61). Filosofar no es contar cuentos, que diría Heidegger; no es voluntad de ideas, sino voluntad de realidad, que diría Zubiri. El vértigo que sí experimenta el filósofo, y revive el lector, es el de la ‘nada’;
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es decir, el de encontrar y encontrarse con una expresión que, a la manera del hueso sin carne o de la luz sin sombras, alcanza a nombrar el ser o la realidad transcendentales, sin traicionarlos. Frente al científico, frente al literato, al filósofo parece no quedarle nada, tras dejarle a ellos la dedicación a entidades y contenidos reales. Parece no quedarle nada “porque lo que queda es diáfano”, afirma Zubiri. De ahí que el filosofar sea una investigación esforzada, que reclama profesión y que necesita un lenguaje diáfano, es decir, que esté en consonancia con la claridad última o transcendentalidad, que es su tema. Dicha transcendentalidad es lo que persigue mostrar la terminología filosófica, bien desde la poesía, bien desde la terminología formal, o de cualquier otro modo posible. Hoy, quizás más que nunca, nos preguntamos aún si la filosofía sirve para algo o para qué filosofar. Tras el triunfo de las ciencias y sus aplicaciones, tan magníficas que todavía nos asombran y admiran con toda razón; tras el triunfo de las revoluciones industriales y sus consecuencias beneficiosas para la sociedad, en orden a un mayor bienestar material y a cotas más amplias de derechos y libertades; tras el éxito y consiguiente protagonismo de todo ello, que parece encaminado a convertir el cosmos en su conjunto en una especie de macro-ser a la mano; a la vista de tanto progreso, ¿para qué todavía filosofar? ¿O es que la filosofía también puede servir para alguna cosa? En La fe filosófica (1947), Karl Jaspers responde así a este último interrogante: “[...] ¿sirve la filosofía en los momentos difíciles? Plantea la cuestión quien busca un asidero objetivo, comprensible también para el sentido. Más en el filosofar no hay tal asidero” (p. 24). Ciertamente, nos consta que todavía en el siglo veinte la filosofía fue útil para algunos: en Conversaciones (1995), el libro que recoge distintas entrevistas concedidas por E. M. Ciorán (1911-1995), publicado por el editor Gallimard poco después de la muerte del filósofo, como homenaje, Ciorán confiesa a Fernando Savater lo siguiente: “Verá, yo no tengo demasiados lectores, pero podría citarle casos y casos de personas que han confesado a algún conocido mío:
[...]. La primera persona que leyó el Breviario de podredumbre, aún en manuscrito, fue el poeta Jules de Supervielle. Era un hombre ya muy mayor, profundamente sujeto a depresiones, y me dijo: <Es increíble lo mucho que me ha estimulado su libro>” (p. 20). Ahora bien, aquí hemos de preguntarnos si los posibles efectos terapéuticos de la filosofía son algo intrínseco a ella misma o, por el contrario, una posible derivación o aplicación extrínseca. En nuestra opinión, una filosofía que tenga sus miras puestas en la utilidad, sirve ante todo a esa utilidad y no a su propio asunto, con lo cual se traiciona o desvirtúa. Cosa diferente es que, en la fidelidad a su propia temática, contenga también posibilidades pragmáticas. ¿Acaso la ciencia investiga exclusivamente de cara a su aplicación o, antes que nada, de cara a su propio tema real? Recordemos a Zubiri: la realidad da de sí sentidos o posibilidades de vida, pero éstos dependen, en último término, de aquélla, que los da de sí. Sin embargo, el hombre no es dueño de la realidad, sino que está instalado en ella, y de ella y por ella vive, en tanto “animal de realidades”. La escucha de esa realidad –dicho heideggerianamente– es la que permite al hombre encontrarse con las posibilidades de la misma. Y si hoy escuchamos a la realidad –hoy que tanto hemos progresado, pero hoy también que tanto no hemos progresado–, las guerras, las injusticias, las esclavitudes más o menos sutiles, los desequilibrios de todo tipo, parecen mostrarnos cuánto nos queda por hacer en la citada escucha, hasta ver, asimilar y ahondar en esa realidad que no es nuestra, para poder así encontrarnos también con otras posibilidades, que mejoren y completen las actuales, en un empeño constante y compartido, sin punto final. Recordemos ahora ese párrafo de la Introducción a la metafísi ca (1935) de Heidegger, en el que éste acierta a sugerir la falta de sentido de un hacer orientado únicamente en una sola dirección:
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“Cuando se haya conquistado técnicamente y explotado económicamente hasta el último rincón del planeta, cuando cualquier acontecimiento en cualquier lugar se haya vuelto accesible con la rapidez que se desee, cuando se pueda
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simultáneamente a un atentado contra el rey de Francia y a un concierto sinfónico en Tokio, cuando el tiempo ya sólo equivalga a velocidad, instantaneidad y simultaneidad y el tiempo en tanto historia haya desaparecido de cualquier ex-sistencia de todos los pueblos, cuando al boxeador se le tenga por el gran hombre de un pueblo, cuando las cifras de millones en asambleas populares se tengan por un triunfo... entonces, sí, todavía entonces, como un fantasma que se proyecta más allá de todas estas quimeras, se extenderá la pregunta: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y luego qué?” (pp. 42-43). El progreso científico, industrial, cibernético, aunque sea real, necesario y admirable, no puede conseguir poner techo a los humanos ni al mundo: las preguntas últimas filosóficas, se abrirán paso una y otra vez; no tanto por nuestro empeño, como por imposición de la cosa misma –de la realidad, del ser– que, tal y como advierte Zubiri, es la que nos obliga a vivir pensando. La amplitud de horizonte, la serenidad, la comunicación de todo y todos, no puede recetarlas un terapeuta con una sala de espera saturada. Sólo puede acercarnos a ellas la lentitud; es decir, la dedicación esforzada y abierta de todos los que investigan en lo mismo, aunque de distintas maneras. Sólo el concierto de sus diferentes voces podrá encaminarse a un estado de cosas en el que las prepotencias, los dogmatismos, las unilateralidades, lleguen a ser más y más improbables. Con todo esto tiene que ver la noción filosófica de “serenidad” que, por ejemplo, en un discurso de 1955 emplea Heidegger: “Podemos decir <sí> al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles <no> en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia. [...]Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente <sí> y <no> al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Gelassenheit) para con las cosas” (p. 28).
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Nociones y expresiones tan sugerentes y, a la vez, ‘escarpadas’ como las que en Heidegger apuntan al qué y al c ó m o del filosofar, tales como las de “evento”, “Cuaternidad”, “apertura al misterio” o “serenidad”, encuentran una cierta traducción en otras de Zubiri, muy distintas en apariencia, pero muy similares en el fondo, al pertenecer como aquéllas al ámbito del filosofar: “reidad”, “respectividad”, “poder de lo real”, etc. Sin embargo, la forma sistemática de hacer, que Heidegger interrumpió tras Ser y tiempo, fue siempre la de Zubiri. Esto nos permite acercarnos más y mejor al casi invisible pero fundamental tema de la investigación filosófica, mientras comprobamos cómo dicho tema es auténtico y, por ello mismo, i rrenunciable. En el primer volumen de su trilogía sobre la intelección sentiente, por ejemplo, Zubiri hace una descripción transcendental del sentir. Los sentidos, afirma, sienten realidad antes que cualidades; cada sentido aprehende realidad a su modo, de manera que “hay diversos modos de impresión de realidad” (p.100). No se trata de que la vista no aprehenda colores, el oído sonidos, el gusto sabores, etc.; se trata de que el término y la diferencia radical de los sentidos no estriban en las cualidades y sus diferencias respectivas, según el órgano receptor correspondiente, sino en una misma realidad modalizada, de acuerdo a cada órgano. Así, la vista aprehende realidad al modo “ante mí”, el oído la aprehende como “noticia”, el gusto como “fruible”, el tacto como “nuda”, el olfato como “rastro”, etc. Dejemos sólo apuntado, que Zubiri reconoce “unos once” receptores, si bien no entra en la discutible especificidad de algunos de ellos, por considerarlo un problema de psicofisiología. Con esto último, nos deja constancia de la debida atención que el filosofar debe prestar a la ciencia. A la vez, con el tratamiento transcendental del sentir, deja también constancia del específico carácter de la investigación filosófica, que no se aplica, en este caso, a receptores ni a cualidades sensibles, sino a la impresión de realidad modalizada, en tanto última raíz del sentir, que sólo el filosofar investiga. Es decir, Zubiri se refiere al sentir humano desde un enfoque estrictamente filosófico, pero que tiene, sin embarg o ,
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muy en cuenta a la investigación científica, sin pretender con ello sustituirla de ningún modo. El afronte transcendental del sentir le permite a Zubiri mostrar la primaria unidad o comunicación existente, antes de las diferencias de contenidos sensibles. Ante todo, dicha unidad consiste en la impresión de realidad, respecto de la cual cada modo, considerado por sí mismo, “no es sino un modo reducido y deficiente de la primaria impresión de realidad, cuya plenitud es la unidad primaria de todos los once modos” (p.110). De ahí, que éstos no puedan entenderse como una síntesis, de la cual resultara su unidad, sino todo lo contrario: ellos no son más que un análisis –“analizadores”, dice Zubiri– de la aprehensión de realidad. Pero hay otra unidad, fundada en la transcendental impresión de realidad: la unidad que Zubiri denomina “recubrimiento”. La describe así: “Aunque no aprehendamos la cualidad propia de un sentido en una cosa determinada, sin embargo aprehendemos el modo de presentación propio de este sentido al aprehender lo real por otros sentidos” (p. 107). Según un ejemplo del propio autor, podemos tener una aprehensión fruitiva de la estrella polar; en este caso, gusto y vista se habrían recubierto. Comprobamos cómo esta unidad de recubrimiento explica filosóficamente mucho de nuestro sentir más cotidiano, como el ‘quedarnos helados’ ante una mala noticia, el ‘estar para comérselo’ de un bebé en su cochecito, o las ‘palabras hirientes’ que podemos escuchar. Los colores no son los sabores; sin embargo, unos y otros están comunicados a nivel formal, a nivel transcendental. Justamente, el nivel que atiende la investigación filosófica, el cual no sólo está presente en la ciencia, aunque obviamente sin destacar, sino en nuestra vida diaria, tal y como hemos intentado poner de relieve. Además, el afronte transcendental del sentir le permite también a Zubiri mostrar la realidad de lo aprehendido mediante los sentidos: las cualidades sensibles no son impresiones subjetivas, como han defendido la ciencia y también la filosofía, en ocasiones. Que el verde, por ejemplo, sea real sólo en la percepción y no fuera de ella, no contradice la realidad del verde, dado que realidad no es
“cosa en sí” o transcendencia, sino formalidad de autonomía o “de suyo”, descriptivamente. Es cierto que sin el sentido de la vista desaparecerían los colores, pues el cosmos no es por sí coloreado; sin embargo, realidad no es independencia de la percepción, sino “de suyo”, bien al modo de sólo en la percepción –caso de las cualidades sensibles–, o bien al modo de allende la percepción –caso de los fotones–. Cuando en ciencia o en filosofía se afirma que las cualidades sensibles no son reales, es porque por realidad se entiende algo que no es “ni primario ni suficiente”: realidad como zona de cosas fuera de la percepción. Pero, cada uno puede comprobar que en la percepción misma, lo sentido queda como real: “[...]la formalidad de realidad en lo percibido mismo es un prius respecto de su percepción efectiva. Y esto no es inferencia sino dato” (p. 173). Zubiri constata que la ciencia ni tan siquiera ha llegado a plantearse el problema de la realidad como formalidad. Más grave es la crítica que le dirige por haber desatendido la investigación de las cualidades sensibles en la percepción: “La ciencia tiene que explicar no sólo lo que sea cósmicamente esto que en la percepción es color, sonido, olor, etc., sino que la ciencia tiene que explicar también el color en tanto cualidad real percibida. [...] Es una situación que muchas veces he calificado de escandalosa el que se soslaye lo que al fin y al cabo es el fundamento de todo saber real” (pp. 176-177). Con Zubiri, podemos comprobar –como afirmábamos–, tanto el específico asunto y necesidad de la investigación filosófica –algo que respecto de las ciencias no acostumbra a contestarse–, como el irrenunciable diálogo que ha de existir entre ciencia y filosofía, el cual tiene que establecerse en ambas direcciones, tal y como patentiza el tema escogido al efecto. Filosofía es filosofar, según afirma Heidegger en su curso de 1928-29: Introducción a la filosofía. Heidegger se mostró siempre alérgico a la filosofía como cosmovisión consoladora o recetario histórico. Filosofía no es mera divulgación de autores y corrientes de pensamiento, sino “filosofar vivo” (p. 237), que otros pueden despertar y, de esta manera, quedar repetido original y autónomamente en cada uno. Filosofar es algo anterior a todo pesimismo o
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optimismo, a toda estrategia encaminada a evitar lo que pueda sonar “duro y fúnebre a los oídos de hoy” (p. 342) y a potenciar lo placentero. A la pregunta de qué puede darnos o qué hace la filosofía, Heidegger responde: “La filosofía simplemente filosofa; lo cual quiere decir: la filosofía sólo puede (y tiene que) entenderse y ser entendida a partir de la filosofía misma; sólo en el filosofar puede ser entendida la filosofía” (p. 42). Finalmente, no hay que olvidar que donde hay filosofía también hay sofística; hoy y siempre, según advierte Heidegger en el citado curso de 1928-29. El sofista “desarrolla su negocio bajo la apariencia de filósofo” (p. 38). No quiere decirnos sólo que haya auténticos filósofos, además de pseudo-filósofos, sino algo más profundo: que “se esconde en cada filósofo un sofista”, puesto que la filosofía no es más que una posibilidad humana y, por ello mismo, finita. También Zubiri constata en su “Prólogo” a Inteligencia sentien te (1980) que “estamos innegablemente envueltos en todo el mundo por una oleada de sofística”, que “nos arrastran inundatoriamente el discurso y la propaganda”. Por esto, no ha de extrañarnos que hoy y siempre debamos reiterar la pregunta por el qué y el cómo del filosofar.
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–“La doctrina platónica de la verdad”, en Hitos. Trad. de H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza Editorial, 2001, pp.173-198. “Platons Lehre von der Wahrheit”, en Wegmarken (GA9). –La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo. Trad. de J. A. Escudero, Barcelona, Editorial Herder, 2005. Die Idee der Philosophie und das Weltanschauungsproblem (GA56,57). –Lógica. La pregunta por la verdad. Trad. de J. A. Ciria, Madrid, Alianza Editorial, 2004. Logik. Die Frage nach der Wahrheit (GA21). –“Mi camino en la fenomenología”, en Tiempo y ser. Trad. de F. Duque, Madrid, Editorial Tecnos, 1999, pp. 95-103. “Mein Weg in die Phänomenologie”, en Zur Sache des Denkens (prevista su publicación en GA14). –Ontología. Hermenéutica de la facticidad. Trad. de J. Aspiunza, Madrid, Alianza Editorial, 1999. Ontologie. Hermeneutik der Faktizität (GA63). –“¿Qué es metafísica?”, en ¿Qué es metafísica? Y otros ensayos. Trad. de X. Zubiri, B. Aires, Ediciones Siglo veinte, 1984, pp. 37-56. “Was ist Metaphysik?, en Wegmarken (GA9). –Ser y tiempo. Trad. de J. E. Rivera, Madrid, Editorial Trotta, 2003. Sein und Zeit (GA2). –Serenidad. Trad. De I. Zimmermann, Barcelona, Ediciones del Serbal, 2002. “Gelassenheit”, en Reden und andere Zeugnisse eines Lebensweges (GA16). –Tiempo y ser. Trad. de M. Garrido, Madrid, Editorial Tecnos, 1999, pp.19-44. “Zeit und Sein”, en Zur Sache des Denkens (prevista su publicación en GA14).
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–ARISTÓTELES, Metafísica. Ed. trilingüe de V. García Yebra, Madrid, Editorial Gredos, 1970, 2 vols. –CASTRO de ZUBIRI, C., Biografía de Xavier Zubiri. Málaga, Edinford, 1992. –CIORÁN, E.M., Conversaciones. Trad. de C. Manzano, Barcelona, Editorial Tusquets, 1996. –CHARPAK, G. Y OMNÈS, R., Sed sabios, convertíos en profetas. Trad. de J. Calzada, Barcelona, Anagrama, 2005. –HEIDEGGER, M. / JASPERS, K., Correspondencia (11920-1963). Trad. De J.J. García Norro, Madrid, Editorial Síntesis, 2003. –INNERARITY, D., La filosofía como una de las bellas artes. Barcelona, Ariel, 1995. –JASPERS, K., Autobiografía filosófica. Trad. de P. Simón, Buenos Aires, Editorial Sur, 1964. –– Descartes y la filosofía. Trad. de O. Bayer, B. Aires, Ed. La Pléyade, 1973. –– Filosofía. Trad. de F. Vela, Madrid, Revista de Occidente, 1959, 2 vols. –– La fe filosófica. Trad. de J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Editorial Losada, 1968. –– Notas sobre Heidegger. Trad. de V. Romano García, Madrid, Editorial Mondadori, 1980. –ORTEGGA y GASSET, J., “Amor en Stendhal”, en STENDHAL, Del amor. Madrid, Alianza Editorial, 1990, pp. 9-52. –OTT, H., Martín Heidegger. Trad. De H. Cortés Gabaudan, Madrid, Alianza Editorial, 1992. –PINTOR-RAMOS, A., Realidad y verdad. Las bases de la filosofía de Zubiri. Salamanca, Universidad Pontificia/Caja de Salamanca y Soria, 1994. –SAFRANSKI, R., Un maestro de Alemania. Martín Heidegger y su tiem po. Trad. de R. Gabás, Barcelona, Editorial Tusquets, 2000. –VALENTE, J.A., “Z, como Zubiri”, en La experiencia abisal. Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2004, pp. 13-16.
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BIBLIOGRAFÍA DE X. ZUBIRI
Isabel Aísa Fernández
Colección Mínima del CIV Dirigida por José M. Sevilla
Volúmenes editados en la colección por Editorial Kronos (Sevilla):
COLECCIONES MÍNIMA DEL CIV y NUEVA MÍNIMA DEL CIV Edición digital autorizada para el Centro de Investigaciones sobre Vico (http://www.institucional.us.es/civico). Esta versión digital se provee únicamente para fines académicos y educativos, restringidos a consulta y lectura. Al amparo de la Ley y por derecho del autor, esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada o transmitida por ningún medio, sea electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético, electro-óptico, o de cualquier otro tipo. Cualquier reproducción (fotocopias, reproducción electrónica, etc.; incluyendo la reedición impresa y/o en libro, revista, etc., en soporte electrónico, CD, o cualquier otro medio) destinada a otros fines distintos de los indicados (o sea, consulta y lectura) deberá obtener por escrito el permiso correspondiente del autor o del titular del © o en su defecto del director de la colección. Edición digital reproducción de la edición original en papel: ISABEL AÍSA FERNÁNDEZ,, Heidegger y Zubiri. Encuentros y desencuentro s, Fénix Editora (Colecc. Nueva Mínima del Civ), Sevilla, 2006. ISBN 84-611-2309-3. Todos los derechos reservados. © del autor: Isabel Aísa Fernández, 2007. e-mail:
[email protected] © de esta edición-e Centro de Investigaciones sobre Vico, 2007.
MIGUEL A. PASTOR PÉREZ, Fragmentos de filosofía civil. (Ensayos y estudios bibliográficos). Ed. Kronos, Sevilla, 2002. Págs. 114. I.S.B.N.: 84-86273-41-2. MARÍA DEL ÁGUILA SOLA DÍAZ, La idea de lo trascendental en Heidegger. Ed. Kronos, Sevilla, 2002. Págs. 126. I.S.B.N.: 8486273-61-7. JOSÉ M. SEVILLA, Tramos de Filosofía. Ed. Kronos, Sevilla, 2002. Págs. 119. I.S.B.N.: 84-86273-62-5. PABLO BADILLO O’FARRELL, De repúblicas y libertades. Ed. Kronos, Sevilla, 2003. Págs. 102. I.S.B.N.: 84-86273-69-2. P. BADILLO, J.M. SEVILLA, J. VILLALOBOS (EDS.), Simulación y disimu lación. Aspectos constitutivos del pensamiento europeo. Ed. Kronos, Sevilla, 2003. Págs. 120. I.S.B.N.: 84-86273-78-1. MARCEL DANESI, Metáfora, pensamiento y lenguaje.Ed. Kronos, Sevilla, 2004. Págs. 118. I.S.B.N. 84-86273-94-3. JOSÉ M. PANEA, Arthur Schopenhauer: Del dolor de la existencia al cansancio de vivir. Ed. Kronos, Sevilla, 2004. Págs. 100. I.S.B.N.: 84-86273-93-5. Colección Nueva Mínima del CIV Dirigida por José M. Sevilla
Volúmenes editados en la colección por Fénix Editora (Sevilla): JOSÉ VILLALOBOS, De la belleza de la filosofía / De pulchritudine phi losophiae. Fénix Editora, Sevilla, 2005. Págs. 88. I.S.B.N. 84-6097871-0. ISABEL AÍSA FERNÁNDEZ, Heidegger y Zubiri. Encuentros y desen cuentros. Fénix Editora, Sevilla, 2006. Págs. 135.
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