MEMPO GIARDINELLI EL CIELO CON LAS MANOS
LIBRO AMIGO SERIE LITERARIA
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MEMPO GIARDINELLI EL CIELO CON LAS MANOS
LIBRO AMIGO SERIE LITERARIA
1° a edición: mayo, 1987 La presente edición es propiedad de Ediciones B, S. A., calle Rocafort, 104 - 08015 Barcelona (España) © Mempo Giardinell, 1981 ISBN: 84-7735-102-3 Depósito Legal: B. 17.921-87 Impreso en NOVOPRINT, S. A. Sant Andreu de la Barca (Barcelona) Printed in Spain
DISEÑO DE PORTADA: DEPT. DE NUEVAS INICIATlVAS & IMAGEN CORPORATIVA. B ILUSTRACION: JOSEP RAMOS
A Jaime, protagonista involuntario de este libro.
«Es difícil escribir un paraíso cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar que debe describirse un apocalipsis.» EZRA POUND
I
Ah, no, usted no se imagina lo que fue aquello para mí. Yo tenía sólo trece años y estaba loco por Aurora. Ella tenía dieciocho pero a mí no me importaba. Sus pechos chiquitos, duros, firmes, y esos rulitos de la vagina, que se abrían hacia los lados, me volvían loco de remate. Y no me importaba lo demás. Ni sus ojos color miel, tan hermosos y expresivamente melancólicos, ni sus manos largas, finas, ni aún esas piernotas que uno suponía tan firmes como columnas griegas, como la resistencia francesa, como el mármol de las estatuas de la plaza principal de mi pueblo. Yo era un muchacho inquieto, ladino, quizá menos superficial de lo que creía pero también menos brillante de lo que aparentaba. Y ya por entonces me poseían algunas manías y delirios que, inexorablemente, me colocaban ante situaciones incómodas, desesperantes. Aquello a que me refiero fue lo que ustedes llamarían «una situación límite» y yo llamo un glorioso momento de mierda. Como cuando uno está por dar un jaque mate y viene un imbécil, tropieza, el tablero cae al suelo, no se puede reconstruir la partida y uno debe soportar que el rival asegure que estaba a punto de ganar. No, a mí eso me mata. Yo estaba loco por Aurora. Me fascinaba conocerla tanto, espiada siempre a través del ojo de la cerradura de la puerta del baño, amada en ese silencio pertinaz y testarudo que hoy llamaríamos adolescente pero que entonces era tan sagrado y tan real como que yo no sólo la miraba, la espiaba, sino que hasta la poseía imaginariamente.
Todas las mañanas, cuando estaba en el colegio, me lamentaba por perdérmela cada vez que iba a orinar, o acaso durante su baño matutino. Ay, Jaime, usted no sabe cómo me volvía loco, pensarlo. No, podría decirle que era la chica más linda de Resistencia, mi pueblo; no, era la mujer más hermosa del mundo. Vivía en mi casa desde hacía unos meses, desde que mi madre quedó viuda y decidió convertir a la vieja casona en una pensión de señoritas. Nosotros, a pesar de cierto opulento pasado y del reconocimiento social de Resistencia, nos habíamos vuelto pobres. La enfermedad, y luego la muerte, de papá, se llevaron su poca fortuna. A mamá eso la postró en la angustia de encontrarse menopáusica a los cincuenta y cinco años y sin el compañero de treinta de ellos. Y a mí me dejó con una madre adorable a la que usted sabe cuántas veces quise estrangular y con la obligación de estudiar por la mañana, trabajar por la tarde y martirizarme cada noche. Aurora llegó del interior de la provincia, de un pueblo llamado Machagai, donde su papá -un francés grandote que se había hartado de la guerra del catorce- era el único médico del hospital. Ella terminó la secundaria y empezó la universidad. Biología. Y tras andar de pensión en pensión, vino a vivir a mi casa. Y aunque no fue la primera huésped –antes llegaron una paraguayita pequeña y de ojos azules, dos gemelas morenas de Posadas, una gordita correntina y una robusta hija de búlgaros de otro pueblo del interior del Chaco, mi provincia-, para mí fue la única. Usted me entiende: la tenía clavada en el corazón. Sí, suena cursi, pero a los trece años todos somos cursis. Qué quiere. Debo confesarle que no me costó demasiado trabajo vencer algunos escrúpulos. Más me costó vencer el miedo a mamá, quien yo sabía que si me llegaba a encontrar espiando a través del ojo de la cerradura sencillamente se infartaba, pero luego de darme la más formidable paliza de que eran capaces su metro setenta y sus casi noventa kilos.
A la semana de llegar Aurora a la casa, una tarde en la que no había nadie, me metí en la habitación de mamá, que tenía una puerta que daba al baño y cuya cerradura miraba directamente al retrete, a un costado de la bañera. La otra puerta era común a los demás usuarios y daba a un pasillo al que desembocaban todas las habitaciones, el que llevaba, por el sur, al comedor y a la cocina, y por el norte a la sala de estar y a la puerta de calle. No corría riesgos. Me metí, le digo, y esperé a que Aurora entrara. Transpiré, me pareció que el tiempo se detenía, luché contra mi impaciencia y una prematura erección, y aguanté. Sabía que Aurora, en algún momento, tendría que ir al baño. Caray, la gente mea a cada rato, ¿no? Y más las mujeres, usted sabe cómo son: regaderitas, ché, tormentitas de verano: necesitan gotear a cada hora. Aguanté. Hasta que la escuché caminar por el pasillo, oí que abría la puerta, entraba al baño y encendía la luz mientras yo contenía la respiración, sumido en súbito pánico porque sólo nos separaba la puerta cerrada. (En ese instante recordé que no le había puesto llave. Ella hubiera podido abrirla por simple curiosidad, o para buscar algo, ni siquiera por sospecha, y me habría pescado in fraganti, como se dice.) Pero ella, sencillamente, se dirigió al retrete. Escuché sus pasos y, a la vez, acerqué mi ojo derecho, guiñando el izquierdo, a la cerradura, con la suficiente precaución como para que el vidrio de mi anteojo no chocara contra la llave (con el tiempo, naturalmente, perfeccioné mi estilo y todas las veces cerraba con llave para luego retirarla). Y miré. ¡Casi me desmayo! Ese pequeño horizonte era la visión más hermosa del universo. Era el monte frondoso más breve del mundo: ahí estaban los pelos más sugestivos, la carne más deseable; el color, el olor, el sexto sentido padre de todos los sentidos. Era el punto culminante del amor, el vértice superior de todos los triángulos, la cima del Everest, la Atlántida, el Aleph, el Koohinoor, la cueva de Alí Babá, el Cuco de todos los niños del mundo, el Duque de Alba, el Nekronomikon, «Lo que el viento se llevó», la decimosexta maravilla, el descubrimiento de Macchu-Picchu, Chichén-
Itzá en su esplendor, la traición de Juan Moreira, Sarmiento y Borges amando a Martín Fierro, el Nirvana, ¡su concha, Jaime, la concha de Aurora que me miraba, directo, a los ojos (a mi ojo, en realidad), en el instante en que terminaba de bajarse la bombacha, ese calzón minúsculo que también adoré, y yo sentía mi corazón tucutúntucutún-tucutún, instante que se hizo eterno y que fue, Jaime, la primera vez que conocí la eternidad!
II
Durante meses, la espié. Cada día, a cada hora, espiarla se fue convirtiendo en una rutina que, por cierto; sólo se rompió el día en que mamá me descubrió. Vino de atrás, artera, y me encajó una patada en pleno culo que me lanzó contra la puerta, estrepitosamente. El choque provocó la rotura del vidrio derecho de mis anteojos, lo que contribuyó a aumentar mi repentina ceguera, a pesar de lo cual no dije ni muy me aguanté en silencio, pero sintiendo que me ganaba el pánico porque Aurora se acercó a la puerta y trató de abrirla, cosa que no pudo hacer porque, por fortuna, estaba cerrada con llave. Pero empezó a preguntar «quién es, quién es», y mi vieja dijo «no querida, fui yo que tropecé», al tiempo que me pegaba un puñetazo en la espalda -yo estaba agazapado- y después decía con su misma voz dulce, monótona, «ay querida, tropecé de nuevo, qué torpe estoy esta mañana». Y seguía y seguía golpeándome, aunque yo me había dado vuelta para defenderme. Era inaguantable, pero yo sabía que debía aguantarlo. El bochorno que me esperaba era tangible como la densidad del silencio, Jaime, le juro, y por eso mismo me ganaba la desesperación a medida que mamá avanzaba sobre mí, como los Panzer de Rommel sobre los blindados de Montgomery, a los puntapiés y bufando, pero sin dejar de salmodiar «no te preocupes querida, no me pasa nada, no hay que alarmarse, es pura torpeza», y lo decía como si hubiera estado tejiendo un suéter, pero lanzándome yabs de izquierda y derechazos que yo evitaba a medias pero para encontrarme ora con un taconazo que me penetraba un riñón, ora con un directo a la mandíbula que me aturdía aún más, y todo en circuns-
tancias en que no veía un carajo, con el vidrio roto y una astilla clavada en la ceja que empezaba a manar sangre como si yo hubiera sido víctima de un accidente ferroviario. Pero el verdadero, el desesperante horror, fue el que sentí cuando Aurora ya no creyó en las palabras de mamá y salió del baño, por la otra puerta, y envuelta en una toalla desde los pechos hasta los muslos -qué visión, Jaime, mi dios- atravesó el pasillo para entrar al dormitorio justo en el momento en que mamá me lanzaba un ápercat de derecha que yo no pude esquivar porque la entrada de Aurora, apenas cubierta por tan estrecha y sensual indumentaria, me había distraído. -Este degenerado -dijo mamá, avanzando nuevamente sobre mí, agitada, violenta-. ¡Yo lo mato, ahora sí que lo mato! ¡Me muero de la vergüenza! Pero no se murió, Jaime. Todavía tuvo fuerzas para tirarme otra patada, en el paroxismo de su convulsión, que me hizo brincar contra la puerta, lo que literalmente me enterró el asa en la espalda, a la altura del pulmón izquierdo. De mí salió un sonidito débil, como un suspiro, y caí al suelo, mientras mamá se encargaba de ratificar lo ominoso de mis acciones: -Te estaba espiando, el cretino te estaba espiando. Aurora no dijo nada. Ni una sola palabra, Jaime, ¡ni una sola! Sencillamente me miró, a la vez que se reacomodaba la toalla a la altura de los pechos, lenta, acaso sensual, sugerentemente. No sé bien cómo me miró. Si usted me propone la ternura, le digo que me miró con ternura. Si me sugiere bronca, sí, en esa mirada había bronca. Pero es que también había deleite, halago, rabia, azoramiento, dulzura, gracia, rencor, de todo tenía. La mirada de Aurora siempre tenía de todo. Esos ojos eran amplios, gigantescos, podían mirar como cuando uno se sube a la Pirámide del Sol, en Teotihuacán, y abarca el horizonte más ancho que se puede imaginar; el horizonte no termina, no hay cuatro costados, la vista se pierde, vuela,
.libre. El mundo no tiene fin. Los ojos de Aurora eran ilimitados, fecundos. Y así, con esa formidable capacidad, me miraron. Sin pronunciar una sola palabra. Entonces se dio vuelta y se fue a encerrar en su habitación, mientras mamá dudaba entre dirigirse a ella para pedirle disculpas y expresarle su vergüenza, o volver a avanzar sobre mí con toda su potencia de Panzer. Duda que aproveché para escabullirme y salir a la calle.
No aparecí en todo el resto del día. Anduve por ahí, dando vueltas, escapando de mi angustia, del miedo ese que crecía en mí y que me estrujaba la garganta. Y a la noche me encontré en la vereda del bar España, que quedaba en pleno centro, sobre la calle principal de la ciudad, escuchando una orquesta típica que yo adoraba, la del maestro Torcuato Vérmut, y viendo cómo algunas parejas bailaban tangos en la semipenumbra, un ambiente que a mí, que miraba desde la vereda, a través de esos vidrios medio sucios, de esas cortinas semitransparentes, engañosas, se me figuraba como un símbolo de la madurez y de la hombría. Y recuerdo que escuché «Nostalgia» esa noche, una, dos, tres veces, no sé, se me quedó grabada la voz de ese gordo de patillas frondosas que era la estrella de la orquesta de Vérmut, quien imitaba a la perfección a Julio Sosa; se me quedó grabada la voz, le digo, entonando:
Nostalgia de escuchar tu risa loca de sentir junto a mi boca como un fuego tu respiración y yo cerraba los ojos, Jaime, y era la voz de Aurora, y carajo, qué tango, qué tango, mire, si la semana pasada estuve toda una tarde, en la oficina, mirando el Ajusco desde la ventana, tarareando «Nos-
talgia», subyugado, casi lloroso, porque leí la noticia en el unomásuno, de que murió Enrique Mario Francini. La dieron chiquita, ahí abajo, a quince líneas en la página de Espectáculos. Decía que el maestro Francini había muerto, a los sesenta y dos años, de un síncope, tocando el violín sobre el tablado de un cabaret porteño. ¡Y carajo, Jaime, me volvió loco esa noticia! ¡El maestro había muerto en su ley: tocando el violín; qué bárbaro! Y entonces yo me figuré que se murió tocando «Nostalgia», qué mierda, no pudo ser de otra manera. ¿Sabe cuánto me acordé de Aurora, entonces? Me angustié como un loco, le juro, la evoqué otra vez, viéndola tan hermosa como siempre, envuelta en un vestido de esa cosa así, medio blandengue, gasa creo que se llama, esa tela que le gusta tanto a las minas, ¿no?, y que parece que es tan elegante. Era un vestido largo, acampanado, que le cubría las piernas pero que arriba, sobre los pechos, dejaba ver sus nacimientos -qué nacimientos, qué belleza- y los hombros desnudos, tan redonditos, sin falta de carne, sin exceso, con la provisión justa. Ella estaba detrás de los cristales del bar España, sola en medio de la pista, y me llamaba para que fuera a bailar con ella «Nostalgia» y, puta madre, Jaime, era lindísimo. Estuve ahí, tratando de entrar, pero no podía, ya sin saber qué me pasaba, si era que dormía y soñaba, o si estaba despierto y también soñaba. Ya no me acuerdo, pero seguro que soñaba, claro. y era un sueño hermoso. Yo estaba consciente de que la noticia de la muerte del maestro Francini me había provocado todo, pero al mismo tiempo no lo creía. Pinche unomásuno, no había agregado nada, daba la noticia muy mal, tantas veces el periodismo mexicano ha macaneado, pensé, que a lo mejor era una broma de un exiliado argentino que trabajaba en el diario y que se había sentido muy jodón a la hora del cierre. Sí, me dije, capaz que es un albur, sí, seguro, y seguí soñando, viéndola a Aurora, maravillosa, divina, con esa sonrisa esplendente que siempre le salía, facilonga, de sus labios tan gruesos, carnosos, carnosos como esos duraznos de media estación, vio, que son pura pulpa y puro jugo, riquísimos.
Pero en eso se me acercó un viejito y me dijo, golpeándome suavemente la espalda, «oiga, ché, no empiece a joder». Hablaba con ese inconfundible centro de Buenos Aires. « ¿Y usted quién es?», le dije yo, belicoso, a punto de agredirlo porque me interrumpía la contemplación, porque me distraía en la lucha por entrar al bar España. -Francini -me dijo-, pero no diga nada porque me van a llamar de adentro. ¿No ve que están tocando «Nostalgia»? Creí que era joda, Jaime, pero no. ¡Era el maestro! Y ahí estaba, con el violín en el estuche, colgando de un brazo. -Maestro -le dije- tanto gusto. Qué emoción conocerlo. -Vamos, no se ponga pesado, todo el mundo dice lo mismo. -Decía -lo corregí-, porque usted se murió, ¿verdad? -Tiene razón. Si hasta leí esta mañana, en el Clarín, que un periodista ya me lapidó encajándome el mote de «El Gardel del violín». Mire qué idiotez: comparar a este humilde servidor con don Carlos. No hay derecho. -Vamos, maestro, no sea modesto que el papel no le cae. Usted sí que se ganó un lugar entre los grandes. -Parece mentira: dos tipos adultos y educados, déle decir lugares comunes. Cambiemos de tema. -¿Qué quiere saber? -le pregunté, con la intención de prolongar el encuentro. -¿Por qué me llamó? -replicó él. Miró- hacia adentro, con una sonrisa pícara, cómplice, que le achicó los ojitos, alrededor de los cuales se formaban bolitas de sebo. Y añadió sin esperar mi respuesta-: ¿Esa mina, la del vestido de gasa? Y cabeceó hacia Aurora, quien bailaba sola, mientras la orquesta del maestro Vérmut deslizaba suavemente los compases para que resaltara la voz del gordo de patillas:
Angustia
de sentirme abandonado de saber que otro a tu lado pronto pronto te hablará de amor -Sí -le respondí-, cómo se dio cuenta. -El amor siempre se delata solito. Como la sonrisa de los niños. -¡Maestro! -le dije-. ¡Usted es un filósofo; ha dicho una gran verdad! -No, fue otro lugar común -hizo un movimiento con la mano libre, como si hubiera espantado a una mosca.- y dígame, ché, esa mina... ¿lo tiene mal? -Desde hace años. La he amado toda la vida. Y la vida ha sido la nostalgia de quererla. Por eso me gusta ese tango. -Dígaselo a Enrique Cadícamo. El hizo la letra. -No sabía. -Pero se lo podía haber imaginado. Escribió «Garúa», «La casita de mis viejos», «Nunca tuvo novio», «Los mareados». Qué quiere. Cómo no iba a escribir «Nostalgia». -Bueno, pero no sea modesto, maestro. Usted fue un grande. La música de «Nostalgia» es maravillosa -y empecé a cantar-: Nostalgiaaaa... de sentiiir tu risa looocaaa... de sabeeer... -Pare, pare, suena horrible. Es un insulto. Y además, la música no la escribí yo. Fue Cobián. -Disculpe, maestro. No fue mi intención. -Otro lugar común. -Bueno, ché, acábela con ese asunto. -¡Qué! ¿Ahora se va a enojar? Encima que vengo a verlo para ayudarlo. Mejor me voy. Me desesperé, Jaime, sentí que me moría si Francini me abandonaba. Miré a Aurora, que seguía bailando, y me di cuenta de que estaba sola en el bar. No había nadie, ni los músicos, a pesar de que la orquesta seguía tocando. Ella estaba sola, bella, rítmica, armoniosa. Era otra orquesta, esa muchacha.
-Maestro -le dije a Francini-, cómo me va a ayudar. - Escuche bien y no sea gil: esa mina es eterna. Pero de una pasada eternidad. -No lo entiendo muy bien, maestro, disculpe... -Y ahora chau, ché, que le vaya lindo. -Maestro, maestro, espere...
Pero desapareció, Jaime y ya nada fue lo mismo. Yo me quedé un rato ahí, en la vereda, confuso, y vi cómo la gente caminaba, indiferente, y el ruido ciudadano me envolvía. Escuché unos bocinazos, la sirena de una ambulancia, voces y una música ranchera que se entremezclaba con «Nostalgia». No sé, creo que era Miguel Aceves Mejía, que cantaba «no tengo trono ni reino, pero sigo siendo el rey», algo así, y me sentí desesperar, no sabía dónde estaba, si en Resistencia hace veinte años, o si en México, ahora, la semana pasada. Pero, como fuera, Aurora no estaba detrás de los cristales. Y en algún lugar de la calle, de cualquier calle, había un vestido de gasa. Vaporoso, magnífico, bellísimo. Pero vacío.
III
Un domingo, semanas después, me levanté más temprano que de costumbre. Me preparé unos mates, que tomé en la cocina, mirando los colibríes que jugaban en el jardín. Sabía que hacer eso, más que un placer, era una manera de no pensar en los trabajos que me esperaban: curar dos rosales enfermos, fumigar la morena, trasplantar esos cuatro crotos nuevos que mamá había conseguido. Me importaba un pepino ese jardín. Los domingos, Aurora se levantaba apenas pasadas las once de la mañana. Yo estuve pensando en eso, y decidí llevarle el desayuno a la cama. Algunas veces lo hacía. Jamás habíamos hablado del asunto del baño, del escándalo provocado por mamá, pero creo que era obvio que yo evitaba su mirada, que me hacía el desentendido y que trataba: de estar el menor tiempo posible en la casa. Preparé un café con leche, tosté un poco de pan, coloqué todo en una bandeja con mantequilla y mermelada, y me dirigí a su habitación. Golpeé, me identifiqué, entré y le puse el desayuno sobre las piernas. Aurora estaba hermosa, como siempre que se despertaba, invariablemente con una semisonrisa asomándose a sus labios. Los ojos inmensos, sin pinturas, parecían más almendrados que nunca, y su piel amanecía tersa, descansada. El camisón dejaba al desnudo sus hombros y, al sentarse, uno podía adivinar sus pechos, liberados de corpiños, debajo de la tela. Era una visión alucinante, que mi fantasía desarrollaba con total eficacia, dado mi exacto conocimiento de esa topografía. Entonces me miró a los ojos y dijo algo así como que yo era «un amor» y me invitó a sentarme en el borde de la cama, palmo-
teando a un lado de su muslo izquierdo. Yo sentía que mi corazón latía acelerado, hecho al que contribuía el silencio de la habitación, esa intimidad matutina que nos rodeaba, como la de dos amantes veteranos y entusiastas. Ella sorbía su café, o preparaba sus panes, con mucha calma, con una casi estudiada actitud de seducción. Yo, sencillamente, la admiraba. Era una fiesta verla tan hermosa, tan exclusivamente para mí, tan íntimamente aniñada. -¿Fuiste al baile del club, anoche? -le pregunté. Yo sabía que había ido, naturalmente. No se me escapaban sus movimientos y la noche anterior la había observado arreglarse, pintarse y ponerse ese vestido largo, azul y blanco, que la hacía más alta y más esbelta. Y me había muerto de celos cuando la vinieron a buscar esos tres tipos, el Citroen, el Teléfono Público y el Cara 'e Vidrio. Jé, ésa era una costumbre típica de mi pueblo, Jaime: ponerle sobrenombres a la gente. Y a mí me encantaba, porque era una eficaz manera de odiar. Por ejemplo, vea, a Tito Junot le decían el Citroen porque era feo pero práctico; y también por una pequeña renguera al caminar, que lo hacía hamacarse como si estuviera muy bien amortiguado. A Pedrito Longobardi se le conocía como Teléfono Público porque era negro, cuadrado y estaba lleno de plata. Y a Felipe Antúnez le decían Cara' e Vidrio porque su piel era muy transparente y se le notaban las venitas y las raíces de sus granos y sus barbas. Aurora me sonrió y me dijo que sí, que había ido, pero que no había podido divertirse. «Nadie pudo -explicó-, todos estábamos pensando en el horror de la Mona. Ya pasó una semana, pero la impresión sigue en cada uno de nosotros.» La Mona Salomón. Ese muchacho sí que fue un personaje en Resistencia, le juro. Pertenecía a esa clase de tipos que uno no se explica cómo pueden ser tan apuestos. Una pinta que mataba. Un Adonis. Las mujeres lo veían y ya empezaban a moverse, a ir al taulé, a encender cigarrillos, a retocarse el pelo. Las volvía locas, la Mona. Tenía diecinueve años y era, sin duda, el Clark Gable del pue-
blo. Qué digo: el Omar Shariff, se orinaban por él, las chicas. Eso sí, era tan imbécil como uno puede suponerlo a un narcisista. Tan estúpido que no distinguía una torre de un alfil. Si uno lo llevaba al hipódromo era capaz de confundir a los caballos con los yoqueis. Seguro. Pero lindo como un amor de verano, ese tipo. El drama comenzó una tarde de sábado, durante un partido de rugby. La Mona jugaba de ala izquierdo y su velocidad era prodigiosa. Era corajudo y valiente, y debo confesar que se destacaba en su equipo no sólo por su aspecto, sino también por su juego. Y arrastraba, naturalmente, a gran número de espectadoras, para envidia de compañeros y rivales. Bueno; ese sábado estuvo colosal, la Mona: hizo lo que quiso con la pelota, finteó a cuanto adversario propuso, tacleó, marcó dos trais, convirtió un par de penales, qué sé yo, la cancha era un mar de suspiros femeninos. En eso, en determinado momento, se produjo un amontonamiento de gente, alguien escapó con la pelota y cuando todos se separaron un cuerpo quedó tendido en el suelo. No hace falta que lo diga: era la Mona. Se agarraba la cara y saltaba -literalmente, saltaba- del dolor. Enseguida lo auxiliaron y se supo: le habían roto la cara a rodillazos; le quebraron la nariz y un hueso del pómulo derecho, y le descolocaron la mandíbula. Fue la hospital. Todo no pasaba de ser algo relativamente sencillo: un accidente deportivo y listo. Ya. Lo operaron, le hicieron cirugía estética y un mes después la Mona andaba por la calle con toda la cara vendada. Pero tenía los ojos huidizos y una inseguridad ostensible que alegraba a sus rivales. Cuando le quitaron las vendas, se produjo el horror. El trabajo que le habían hecho era realmente de segunda categoría. Yo no lo vi, pero los que lo vieron decían -después- que la pobre Mona Salomón estaba para el carajo de feo: con la nariz hueca, un ojo que le había quedado más cerrado que el otro y esa mueca que se le dibujó en la boca, como de disgusto, porque tenía los cachetes como rellenos de plastilina. No era el mismo tipo, evidentemente. Y él no lo pudo so-
portar, como usted se habrá imaginado. Se encerró en el baño de su casa y se disparó un tiro en la sien. De modo que lo más terrible, parecía, era que la muerte de la Mona les había arruinado el baile del sábado a la noche, en el Club Social. Me mataban, esas cosas. Pero había que aguantarlas porque así eran. Así éramos. Se vivía del chisme, de la malicia, de la coquetería y la superficialidad. Se lo dije a Aurora. -Siempre igual -respondió, mirándome con reproche-. Siempre juzgando a los demás. ¿Porqué, eh? -Porque, siempre me siento juzgado, quizá. Aquí todos juzgan a todos. -Bueno -sonrió-, hay algunas buenas razones para que se te juzgue, ¿no? -hizo una pausa-. ¿Las hay? Me sentí mal. Yo sabía a qué se refería aunque, debo decirlo, no me parecía que me lo reprochara demasiado. No había en ella un enojo obvio. Más bien, yo sentía como que me censuraba una acción pícara, una broma no muy grave. Después de todo, qué joder, le gustaba saberme enamorado de ella. A toda mujer le gusta. No pueden resistirse a la sensación de poderío que les produce conocer el amor de un hombre. Por eso, ahora, les tengo desconfianza. Y no me dé consejos, que yo me peleo con los consejeros. El otro día, vino el alemán Schlauer, ese que trabaja conmigo en la revista, y se consideró asesor espiritual. -Oiga, usted está necesitando una mujer –me dijo-, una compañera. Lo estuve observando. Lo quise matar; me revienta ese tipo. -Quién quiere compañera -le dije, de mal humor, porque al viejo Schlauer hay que tratado así, pararlo en seco antes de que se lance a hablar. Es aburridísimo. Nunca tiene cosas que hacer. -Usted. La necesita -como si nada, ignorando mi advertencia. -¿Por qué no se mete en sus asuntos, Schlauer?
-Oiga, somos viejos amigos. Yo lo aprecio. Sé lo que le conviene. -Me revienta la gente que cree saber lo que le conviene a los demás. Prefiero que cada uno se ocupe de lo suyo. -Tiene razón. Pero también es bueno que usted acepte un consejo sano, desinteresado. -Cuál. -Cásese. O busque una muchacha que lo abrigue de noche, cuando hace frío. Debería procurarse una chica con una buena provisión de carne sobre la que sentarse, con lo que hay que tener en el pecho y una sonrisa siempre en la boca. Existen. -Lo dudo. Las pocas mujeres que valen la pena, son para los ricos, y generalmente resultan imbéciles. A mí siempre me toca la peor carne de caballo. Jamás un buen filete. -Usted parte de un punto de vista negativo. Yo conozco un lugar, en la colonia Cuauhtémoc, donde se puede encontrar una mercadería de primera. -Sí, pero con premio. No joda, Schlauer, usted mismo me contó cuántas blenorragias se agarró en los últimos dos años. -Insisto: usted es negativo. Cásese con una mujer de buen carácter y después me cuenta. Eso es lo que yo digo. -Las mujeres no saben tener buen carácter. Son amargas, por naturaleza. Son animales nefastos, ¿entiende? Si no son harpías, es porque están enfermas y por morirse. Vea: una mujer, si lo ve solo, se acerca para protegerlo; pero en cuanto lo ve contento, alegre, mejorado, se aleja. Si ella ve que usted es débil, lo azuza para que sea «más activo» y lo compara con el vecino, con cualquiera que sabe que usted considera un idiota. Pero si ella lo ve fuerte, activo, vital, se pone nerviosa, llora y dice que usted no la atiende lo suficiente, le echa la culpa de todo lo que le pasa porque la maltrata y no la comprende. Si un día ella se levanta y lo ve a usted tranquilo, desayunando y bien dispuesto para un día de trabajo, seguro que le dirá
que tuvo pesadillas, que usted la pateó mientras dormía, o que ronca mucho. -Oiga... -No, espere. Le dirá que ronca y que por qué no arregla el jardín. O le pedirá que clave un cuadro o que la ayude a limpiar no sé qué cosa, o que ordene algo en la cocina. Enseguida le buscará tareas, para arruinarle sus planes. Pero por más que usted trate de evitar la bronca, ella lo seguirá, hablando, hablando y hablando, porque nunca se callan la boca, hasta hartarlo. Jamás lo dejará en paz, hasta que usted le grite que es una vieja de mierda y amenace con romperle la cabeza. Entonces ella llorará y dirá que usted es un tipo violento, que así no se puede vivir (Les encanta esa frase: «así no se puede vivir») y se preguntará por qué se habrá casado, en voz alta, para que uno la escuche. Son todas iguales. . -¿Usted estuvo casado? -Una vez. Y será la única. -Quizá fue una mala experiencia. -El hombre que se casa una vez es inocente. No lo sabía. Pero el que reincide es un imbécil. Y luego le dije que no soporto a la gente metida. Hay demasiadas cosas que no soporto. Bueno, le contaba: mientras terminaba de desayunar, Aurora me habló de la fiesta. Ella había bailado con varios muchachos, aunque el que más la invitó fue Teléfono Público Longobardi. «Ese tipo es pesado como collar de melones», comenté, y ella se rió y me tomó una mano. Ese era uno de mis recursos: yo hacía bromas de esa índole, profería imágenes absurdas, metáforas ridículas, y a Aurora le encantaban. Era mi manera de seducirla. Y ella respondía, casi siempre, tomándome una mano, a veces las dos. Y su contacto me erizaba la piel. El chisme de la noche, dijo, fue la presencia del viejo Di Iácono con su familia, en la misma mesa que los Arribillaga. Todo el mun-
do sabía que el viejo Di Iácono se cogía a la señora de Arribillaga, esa petisa culona que enseñaba Educación Democrática en el Colegio Nacional. No había dudas al respecto, no eran habladurías. Un par de semanas atrás, durante el viaje que habían hecho a Buenos Aires -cada uno por su lado, claro- cometieron el error de ir a cenar una noche al Palacio de las Papas Fritas, un restaurante, Jaime, que es un verdadero templo para los burgueses provincianos que van a la capital. Y estos idiotas, muy acaramelados, fueron a cenar allí. Y los vio un abogado de la suprema corte provincial, que estaba con su esposa, una tal doña Juanita, que tenía fama de lavarse los dientes cada noche con desinfectante, de tan venenosa que era, quien al día siguiente mandó un telegrama a Resistencia adelantando la noticia. Y se produjo el escándalo, claro. A mí esas cosas me mataban, qué quiere que le diga. Ya sé, soy moralista, lo admito, pero nunca soporté la hipocresía. Y en Resistencia había mucha. Esto que le cuento sucedió pocos días después de lo que yo he dado en llamar mi «primera experiencia radiofónica». ¿No se lo conté todavía? Mire: resulta que algunas tardes, para ganarme unos pesos, yo hacía mandados para negocios y oficinas del barrio. Iba en mi bicicleta y dejaba sobres, recogía paquetes, esas cosas. Bueno, una tarde me encargaron que llevara a LT5 Radio Chaco, la emisora local, un sobre rotulado como «muy importante», dirigido a un conocido locutor del pueblo, un tal Chávez, creo. Como debía entregarlo en mano, llamé primero por teléfono, para saber exactamente a qué hora encontraría a ese hombre. Me informaron que ese día le tocaba la guardia nocturna y que estaría a partir de las nueve de la noche. De modo que después de cenar, a eso de las diez, tomé la bicicleta y me fui para la radio. En el camino me encontré con unos amigos, con los que me detuve a conversar en una esquina. Era verano y en el Chaco, por el calor que hace, es común que los muchachos -y también la gente grande- se instalen en las veredas, por la noche, o bajo los faroles de las
esquinas, donde se improvisan tertulias que duran hasta la madrugada y que invariablemente resultan deliciosas. Me quedé, digo, y se me hizo tardísimo. Aunque no me preocupé demasiado, porque la emisora trasmitía sus programas hasta las dos de la mañana. Debo haber llegado a la radio a eso de las doce y media. No había nadie más que un policía semidormido en la puerta, quien me dejó entrar en cuanto le dije que debía entregarle el sobre a Chávez, pero en mano. -Seguí por ese pasillo hasta el fondo, pibe –me ilustró el policía-, y lo vas a ver a través de una ventanita de vidrio. Esperá a que haya música para entrar. No lo hagas mientras él esté hablando. Así procedí. Sobre la ventanita de cristales dobles había una lamparita roja, encendida, y se escuchaba la voz de Chávez, quien pasaba una tanda de comerciales con su dicción abaritonada, vibrante, con un brillo y hasta un humor que resultaban sorprendentes para la hora que era. Me asomé. El tipo estaba sentado frente al micrófono, y mantenía sus manos debajo de la mesa, en actitud pasiva, como acariciando algo, un gato, me pareció, mientras hablaba. En un primer momento, no supe qué era lo que desencajaba. Miré a la cabina de trasmisión, pero allí no había nadie. Supuse que, justamente por la hora que era, la radio no debía tener un operador nocturno y, seguramente, los comerciales y los discos se dejaban grabados para que el locutor manipulara los controles desde la sala de locución. Entonces volví a mirar a Chávez, que seguía hablando, y un movimiento, entre sus piernas, me hizo comprender que él no estaba solo. Miré hacia abajo y, no me va a creer, Jaime, pero lo que había ahí no era un gato. ¡Era una mujer! ¡Y le estaba chupando la pija, silenciosa, suave, lascivamente! ¡Qué hijo de puta, ese Chávez, cómo no iba a tener la voz brillante, cómo no iba a estar de buen humor! ¡El muy cabrón tenía la pija como un palo de escoba y una rubia jugaba con ella, mientras él le acariciaba el pelo amarillo y salmodiaba
los anuncios con un éxtasis, una confianza y una convicción que daban ganas de ir a comprar inmediatamente cualquier cosa que él propusiera! Me quedé absorto en la contemplación, hasta que él terminó su tanda, anunció un tango interpretado por Ignacio Corsini y la lámpara roja, arriba mío, se apagó. Me alarmé por un instante, pensando «éste ahora sale y me mata», pero enseguida comprendí que Chávez no tenía la menor intención de salir, porque en ese momento estaba eyaculando, con los ojos cerrados, echado hacia atrás en la silla, moviendo el culo hacia adelante y luego hacia atrás, rítmicamente, mientras la rubia-gato entraba a dar cabezazos, desesperada, como si se estuviera ahogando, y él levantaba los brazos con los puños cerrados como aclamando a Corsini y abría la boca y mordía el aire y empezaba a gritar, entrecortadamente, conteniéndose con dificultad, mientras sus movimientos se aceleraban y la rubia dale y dale, estirando el fideo, la hija de puta, y cuando me di cuenta, Jaime, le juro, me estaba masturbando, frenético, como si yo también hubiera tenido un gato entre las piernas, un gato llamado Aurora, le juro, porque yo ,ahí estaba con Aurora, y ella me chupaba la pija en esa mi primera experiencia radiofónica. No le cante esto a nadie, claro, pero cuando supe lo del viejo Di Iácono con la mujer de Arribillaga (que, por otra parte, era la madre de un compañero mío, del colegio) sentí un profundo asco, pero también una lascivia que no podía controlar. Y esa tarde, después de comer -mamá y las chicas habían comentado el caso, tras de lo cual mamá se fue a jugar a la canasta a casa de unas amigas, como todos los domingos de tarde-, me encerré en mi habitación y me masturbé confusamente, es decir, recordando a Chávez y a la rubia, e imaginando a Di Iácono con su amante y, mezclándose con esas imágenes, la boca de Aurora, sus labios gruesos, sensuales, aduraznados, que eran, en definitiva, los que oprimían mi picho. Me sentí muy mal y creo que me dormí, exhausto, hasta que al anochecer escuché que alguien se dirigía al baño. Era Aurora, que
empezaba a prepararse para salir con Ataliva Lombarda -según había dicho-, que era su amigo más consistente -así decía ella, «más consistente»-, una especie de novio, no sé, en la provincia se lo llamaba «filito». Pero para mí era un reverendo e irrecuperable hijo de puta. Ataliva era un fulano que no le podía gustar a ninguna chica: feo, flaquísimo, de hombros encogidos, narigón y siempre ojeroso como patrón de quilombo. Además, era muy poco inteligente. Un muchacho mediocre, típico empleado bancario de provincia, de esos que a mi tío Raúl le hacían decir que eran como el surubí, porque lo único que se desperdicia es la cabeza., Y justo ese tipo le tenía que gustar a Aurora. Me puse de pie y me metí, sigiloso, en el dormitorio de mamá. Para entonces yo tenía el sistema tan perfeccionado que colocaba una mesita junto a la puerta. Sobre ésta, montada sobre el renvalso, había una ventana de tres goznes, que se abría jalando una cadenita de bronce. Yo siempre me ocupaba de que estuviera cerrada, para que cualquier posible ruido no me delatara. La ventanita estaba cubierta por una cortina de vaile y la visión era extraordinaria, amplia como en cinemascope, sugestivamente velada, pero lo suficientemente nítida si no se acercaba bien a la cortina. Incluso, en ocasiones, corría un poco la tela y miraba directamente a través del vidrio. ¡Y ay, Jaime, ahí estaba Aurora, desnuda, enjabonándose, de cuerpo entero, ofreciéndome una visión perfecta, bellísima, monumental, a la que sólo le faltaba captar los tobillos y los pies -tapados por el borde de la bañera- para que yo hubiera sabido que estaba ante la imagen más completa de dios! Pero ese domingo me había excitado más que de costumbre. Supongo que por todo lo que le llevo contado que había sucedido en esos días, o por la certeza de que Aurora iba a salir esa noche con el imbécil de Ataliva Lombarda, no sé. Esperé a que Aurara entrara, con una ansiedad renovada, con esa urgencia que lo invade a uno cuando sabe que está por asistir a eventos extraordinarios. Y cuan-
do ella empezó a desvestirse lentamente, absorta quién sabe en que pensamientos, con esa concentración que permite la intimidad de un baño, yo sentí que tanta belleza no podía ser. Se quedó durante un rato en bombacha y corpiño, mientras se quitaba la vieja pintura de un ojo y se revisaba el otro, recostando su vientre cálido y rubio contra el borde del lavabo. No me perdí detalle: entreví una sonrisa dictada por quién sabe qué recuerdo, compartí un par de distracciones y hasta me alteré cuando se rascó, suavemente, el pubis, no sé si en un fallido, reprimido intento de masturbación, y sentí que mi sangre se alborotaba cuando, exactamente de frente a la ventana donde yo estaba, llevó sus manos a la espalda y desprendió los sostenes de sus pechos, que explotaron como rosas que se abren al sol. Sus pechos me miraron, curiosos, y a mí me pareció que no eran pequeños, sino inmensos, y que sus pezones me hablaban lenguajes secretos, llenos de promesas. Ella se masajeó rítmicamente, tomando los pechos en sus palmas y jalando hacia arriba unas cuantas veces, con una sensualidad que no alcanzo a describir, y después cerró los ojos y alzó la barbilla, con una expresión de serenidad como la de la virgen de La Pietá, y se quitó el breve calzón, levantando con gracia primero una rodilla, luego la otra, para quedarse de pie, balanceándose, concentrada en sus pensamientos. Yo corrí la cortina y la miré, alelado, con la boca reseca, y los ojos abiertos como el dos de oro de la baraja española. Mi mirada traspasaba los cristales, la tocaba, la recorría entera, la veneraba en silencio, incapaz de un pestañeo, con una rigurosidad francamente brutal, dolorosa, que acompañó a Aurora en sus próximos movimientos, cuando abrió el grifo de la ducha, atemperó el agua y se empezó a bañar, a enjabonarse, a acariciarse toda. Una rigurosidad, una insistencia que me mareó un poco y me hizo perder momentáneamente el equilibrio, lo que motivó que mis anteojos chocaran contra el vidrio. Un pequeño chistido que llamó su atención.
Aurora levantó su mirada inmediata, directamente hacia la ventana y me vio. Así, sencillamente, como se lo digo: me vio. Y nos miramos. A los ojos. Yo me sentí aterrado, consciente de haber incurrido en un absurdo abuso de confianza. Ella podía haberse hecho la ignorante luego del escándalo provocado por mamá; podía darse por no enterada de que yo la había espiado una vez (porque ella debía suponer que sólo había sucedido una vez). Pero de ahí a admitir mi mirada directa, franca, develada, no, eso era demasiado. Me invadió un pánico paralizante. No pude huir. No pude dejar de contemplarla. Y ella también lo hizo, y me miró a los ojos, primero con una expresión de asombro en la que también habitaban el reproche, el pavor; luego se convirtió en una mirada temerosa, púdica, que se apoyó en sus manos, que cubrieron sus pechos enjabonados; finalmente, bajó la vista y, clavándola en sus pies, en el piso blanco de la bañera, me dejó hacer. Siguió bañándose, para mí. Le juro, Jaime, eyaculé con los ojos abiertos, gemebundo, emocionado, sintiendo que la había poseído por primera vez, ya olvidado de pudores, entregado a mis ruidos y convulsiones, que atrajeron otra vez su atención. Y entonces volvió a mirarme, como para ratificar que sí, que me había visto espiarla, como diciéndome yo sé que lo hacés, me gusta gustarte, y empezó a secarse, sin dejar de mirarme, como incitándome a que prosiguiera con esa violación, entreabriendo sus labios, pasando la toalla por sus pechos, por su pubis, por sus piernas, mirándome constantemente, directo, a los ojos, casi diría que desafiándome, «dale, por qué no entrás», y luego envolviéndose en la bata, a la que dejó el escote semicerrado como para que yo jamás pudiera olvidarme de sus pechos magníficos, para enseguida apagar la luz y salir del baño, por la otra puerta, lentamente, lentamente como había sucedido todo.
IV
Ayer, Jaime, tuve un ataque de nostalgia, de esos que me agarran cada tanto. Iba caminando por Reforma cuando de pronto me pareció escuchar el canto de una cigarra. Qué maravilla. De chico, en Resistencia, las cigarras me parecían el símbolo del verano, ese verano lento y largo del Chaco, que dura medio año, o más, y en el que en las tardes sofocantes de calor uno se entretiene viendo pasar las horas al compás de esa música estridente de las cigarras. De pronto, pensé que no podía ser; supuse que el smog no las dejaría vivir, o que el ruido del tránsito no permitiría oírlas. Y pensé que acá, en el hemisferio norte, quizá no existen las cigarras -mire qué pregunta me hice- y me entré a desesperar. Y me sentí muy lejos del Chaco. Incluso, se me ocurrió que en una de ésas ya no existen las cigarras en Resistencia. ¿Existen, Jaime, existirán; seguirán cantando en las tardes de sol, en los crepúsculos bermejos, las cigarras de mi pueblo? En fin, decidí que en una próxima carta voy a preguntarlo. Y no crea que es capricho, ché, sucede que las chicharras -como las llaman en mi tierra- están estrechamente ligadas a mi pasado, a mi historia, a mis angustias, de esas que uno va superando y de las otras, las que lo persiguen a uno como una mosca a la bosta. Al fin y al cabo, qué pedazo de la vida de uno ha sido gratuito, ¿eh? Todo se entrelaza, todo tiene que ver con todo. Uno se siente pequeño, un cretino desdichado, cuando se mete en estos pensamientos, cuando intenta develar estas incógnitas. Y es entonces cuando uno se convence de que todo es una mierda. Se está en un mal día.
Yo, de días malos, soy profesor diplomado. Dicto cursos para maestría, si quiere. Y no es que sea amargo, no, si tengo un sentido del humor estupendo. Hago mear de la risa a cualquiera, si me lo propongo. ¿No le conté el chiste ese, el que adopté como chiste de cabecera?: resulta que hay un tipo parado en una esquina, viendo pasar a la gente. De pronto, empieza a rascarse los ojos, ostensiblemente, como si le hubieran entrado basuritas, y le comenta al fulano que está a su lado: «No sé qué tengo en los ojos, hoy, que veo puros hijos de la chingada». Jé. No, si yo mismo me río cada vez que me lo cuento. No soy un amargo. Incluso, cada vez que voy a visitar amigos, o que salgo de noche, cuando me despido hago el chiste de Groucho Marx: "«Chau, hasta mañana, fue una noche inolvidable». Y enseguida agrego, muy serio: «No ésta, por supuesto». Y después me cago de risa. No, ché, mentira, sí que soy amargo. Estoy para el carajo, hoy, qué quiere que le diga. Uno disimula, ¿no?, hasta que la estantería se viene abajo. Ayer, cuando me acordé de las cigarras, sentí que me faltaban. ¡No tenía más cigarras, Jaime! ¡Y qué solo estaba! Rodeado de gente, pero solo como un puñetero pescadito en una pecera. Y todo porque me faltaba una cigarra chaqueña. Mire: sonará monotemático, pero ocurre que las cigarras me hacen acordar de Aurora. Sí, mi tema recurrente. Uno ha pasado un kilo y medio de años, cree que ya está todo cocinado y zas, una mañana se da cuenta de que todo ha sido un bluff, una pompa de jabón que reventó. Y se siente asaltado por los recuerdos, por una especie de cursilería pertinaz que tiene nombre propio, en este caso el de Aurora. Resulta que me acordé de una tarde de verano. Yo ya tenía catorce años y mi costumbre, a la hora de la siesta, era subirme a la morera que había en el fondo del patio. Me sentía medio Tarzán, allí, pero también medio imbécil. Contradictorio, como son los adolescentes.
Por esa época, Aurora me daba poca pelota. No me pelaba, como dicen acá. Yo andaba caliente como negra en baile. Vivía con la pija almidonada. Y le había echado el ojo a una muchachita que trabajaba en la casa de al lado, una tucumanita de unos dieciséis años que se llamaba Felipa Montes y que era niñera de los hijos de mi vecina. Felipa Montes era francamente fea. Flaquita, de piernas nudosas, una tabla. Pero tenía lindos ojos, así de grandes y de un color verde clarito, que me encantaban. Y yo necesitaba que cualquier cosa, de cualquier mujer, me encantara, para sacarme de la cabeza a Aurora, quien andaba muy de novia y como enamorada del estúpido de Ataliva Lombarda. Yo la veía, a la Felipa, desde la morera, cuando ella lavaba pañales en el patio de la casa vecina. Al terminar, todas las siestas, caminaba hacia el fondo y colgaba la ropa de un alambre que atravesaba el jardín, uno de cuyos extremos estaba clavado justo debajo de la morera, sobre el muro de ladrillos que dividía ambas propiedades. En un acto que para mí era de plano seductor, ella siempre empezaba por el extremo opuesto y, lentamente, se iba acercando, acercando, un pañalito allí, otro más acá, hasta donde yo estaba. Y siempre, al terminar, me miraba. Se imaginará: a la vigésima o trigésima vez que así lo hizo yo empecé a sentir los ratones en la cabeza. Nomás la veía venir y ya se me producía el cosquilleo entre las piernas, que inevitablemente estiraba la tela de mis pantalones, debajo del ombligo. Una tarde, después de comer, habíamos estado haciendo sobremesa con Aurora y con mamá. Las demás chicas se habían ido a la universidad y, luego de un rato, mamá se fue a dormir la siesta. Porque la siesta, en el Chaco, usted sabe que es un rito, casi una obligación, cuando los termómetros trepan hasta los cuarenta grados y el sol parece que calcina cualquier cerebro que se atreva a funcionar. Aurora repitió su café y se quedó mirándome. Estábamos el uno frente al otro, con la mesa de por medio. Me dijo:
-A vos te pasa algo, conmigo. -No, qué me va a pasar. Se puso de pie, se acercó a mí dando vuelta a la mesa y se detuvo detrás del respaldar de la silla en que yo estaba. Apoyó sus manos sobre mis hombros y los oprimió suavemente. Me quise morir. Sus manos eran firmes, pero tiernas. Cálidas .y reconfortables como un vino rojo bebido una noche de invierno. Hasta diría que eran solidarias, seguras. Me erguí apenas un milímetro. -Yo soy una cretina con vos. Soy mala. Deberías odiarme. Los músculos de mi nuca eran de piedra. Mi tensión crecía, crecía. Era tan alta que alguien hubiera podido poner una bandera allá arriba, y el viento la hubiese mecido. No podía hablar. Ella se acercó más y su cuerpo rozó mi espalda. Se imagina qué parte de su cuerpo. Yo cerré los ojos y me dije «no, no puede ser, si esto es verdad, mi culo es un malvón». Pero no, Jaime, era verdad. Llevé mis manos a mis hombros, mecánicamente, sin proponérmelo, y las deposité sobre las de ella. Las dejé ahí nomás, sin hacer presión, delicadamente, como al descuido. Aurora no retiró las suyas. -Decime qué te pasa; -insistió-, me siento culpable. Suspiré y abrí los ojos. -Aurora, me hacés mal, yo... Se retiró suavemente y acercó una silla que había junto a la que yo ocupaba. -Chiquito -dijo, y se sentó y me miró con ternura, entornando apenas los párpados-. Dame –y estiró sus manos y tomó las mías. No lo puedo explicar, Jaime, pero yo me quería morir. Dejé que apretara mis manos, que jugara con ellas, que las acariciara. Por qué no decirlo, si eran eso, caricias. Tuve que acercarme a ella, y ella a mí. Los dos, sentados, mirábamos nuestras manos, inocentes, abstraídos en la contemplación
de ese juego que parecía ajeno, de otros, de dos personas que no éramos nosotros, simples espectadores emocionados. -Chiquito -repitió-, esto es imposible. Es absurdo, yo debería negarme. -No entiendo -mentí- qué estás diciendo. -Esto -e hizo que sus manos se abrieran, para enseguida volver a acariciar las mías. -Aurora... -titubeé, y pensaba yo me juego, qué hago, me le voy
encima, no, me va a rechazar, le digo que la quiero, sí, eso, pero no, vaya arruinarlo todo, me quiero morir, y no sabía qué era todo, Jai-
me, me estaba volviendo loco. -Aurora -repetí, y levanté mis manos sin que se soltaran de las de ella. Se fueron solitas, las cuatro, y yo siguiéndolas con la mirada, hasta su cara. Ella se resistió casi imperceptiblemente, por una fracción de segundo, y yo creo que vi una pequeña alarma en sus ojos, que me alarmó también. Quise bajar mis manos pero fue ella la que no me dejó, reteniéndolas entre las suyas, y entonces empecé a acariciada. ¡A acariciarla, Jaime, a tocar su piel, la piel de Aurora! ¡De Aurora, se da cuenta! ¡Yola acariciaba! Le toqué los pómulos, primero, y eran también aduraznados, suaves, tiernos, y tenían una calidez que asombraba, la calidez de su piel, qué hermoso, Aurora, dije, acongojado, emocionado, con la voz quebrada como si hubiera estado por llorar en ese preciso instante, qué hermoso, repetía, y mis dedos le acariciaban los ojos, las cejas, la frente, el pelo, me volvía loco. Yo la miraba, miraba mis manos y no lo podía creer. Pero sucedía, y eso era lo grande. Sucedía como sucede que el mar moja las playas, como sucede que caen lágrimas cuando uno llora. ¿Me entiende, Jaime? Lo recuerdo clarito, lo estoy viendo ahora: me veo acariciándola y la veo dejándome hacer, con los ojos cerrados y ese pestañeo tenue, de concentración, mientras saboreaba mis caricias. No lo podía creer, le digo, ¡era yo el que la acariciaba, el que tocaba la cima del Everest, el que alcanzaba la gloria, el que verda-
deramente era, en ese momento único, sagrado, irrepetible, el ombligo del mundo! ¡Yo era el ombligo del mundo porque Aurora me dejaba amarla! -Aurora -repetí, y era un susurro, mi voz. O quizá no hablaba y sólo pensaba «Aurora, Aurora, Aurora...» Y entonces empecé a bajar mis manos y le acaricié las orejas, la nuca, el cuello, la mandíbula y otra vez los pómulos y luego la boca, sus labios carnosos, todo en un recorrido subyugante, en un reconocimiento mágico, porque eso era tocar el cielo con las manos, que no me jodan, eso era el cielo, y yo no sólo lo tocaba, sino que también lo acariciaba. Nuestras respiraciones se aceleraron. O sólo fue que las escuchábamos más claramente porque estábamos muy cerca el uno del otro, no sé, pero de pronto separé las manos de su boca y vi sus dientes ahí nomás, frente a los míos. Me quise morir, porque no me atrevía a besarla. Me grité cobarde, gallina, pendejo, imbécil, pero también sentí piedad y dije pobre de mí. Y entonces no sé cómo pero me acerqué y la besé. La besé, Jaime. La besé... Le juro que la besé y sentí que lloraba de la emoción, como ahora, mire si seré idiota, un tipo grande, por puros recuerdos, pero yo lloraba, qué quiere, yo la amaba a esa mina, y cómo la amaba. La besé y eso fue todo, qué más le voy a decir. Yo tocaba el cielo con las manos. La besé largo, sintiendo un nudo en la garganta, igual que siento ahora, con esta misma, idéntica emoción. Porque aquel beso fue un pájaro único, universalmente desconocido, que engendramos -Aurora y yo- en ese instante. Así que la besé y la besé, y la seguí besando, no sé cuánto tiempo, una eternidad, el momento más largo; el tiempo esa vez sí que se detuvo, cuando yo acariciaba su rostro, y los dos bebíamos nuestras salivas, nuestra emoción, incluso nuestras lágrimas, que se deslizaban no furtivas, francas, como leales, nobles lagrimitas de niño.
Pero fue inevitable que yo fuera bajando mis manos, Jaime. Dígame si no era inevitable. No sé cómo, yo no me lo propuse, no fue mi intención, como se dice, pero se bajaron solitas. Y tocaron sus hombros, sus brazos, y los dos supimos, en medio del beso, que se dirigían a sus pechos. Yo, justo entonces, hice un movimiento para acomodarme. Fui un poco torpe, creo, y tuve que interrumpir el beso. Y se rompió la magia. Y Aurora, de repente desesperada, despertó del sueño, se separó de mí y se fue, corriendo, a su habitación. Yo me quedé en la silla, sofocado como gorila en baño turco. Estuve un buen rato sin poder reaccionar, hasta que me puse de pie, salí al patio y me subí a la morera. No terminaba de serenarme, atontado como estaba, tratando de revivir lo que había sucedido, cuando la Felipa Montes empezó a colgar pañales en el alambre, del otro lado del muro. Yo tenía dos alternativas: odiar realidad tan fea, tan horrorosa; o imaginar que era Aurora, ver, obligarme a ver a Aurora en Felipa. Hice lo segundo.
V
A veces pienso, Jaime, qué bien viviría uno si algunas cosas dejaran de tener importancia. Si uno fuera capaz de abstraerse, de no remover historias antiguas, de esas que sacuden, adentro, algún lugar del cuerpo. Aunque quizá no, claro, quizás esas cosas importan menos de lo que pienso y sólo ocurre que las necesito como fantasmas. Uno no puede vivir sin fantasmas. Uno los necesita para relacionarse. En el trabajo, por ejemplo, uno se siente bien, hace lo que sabe, como le sale, lo mejor que puede, pero siempre hay un tipo que exige el cumplimiento de los horarios, que te pide que repitas un artículo que «no le parece», que de una manera u otra te caga la vida. En todo sucede igual, y no se diga de las mujeres. Yo he decidido no rendirme jamás, aunque sé que la batalla está perdida. Y podrán decirme que soy un machista acomplejado, que no me comprometo (los efectos, dicen, implican compromiso), que soy un egoísta, podrán decir lo que quieran. Yo seguiré cuidando mis fantasmas. Aunque, quizá, tuvo razón el alemán Schlauer la vez pasada, cuando me dijo «sí, tú te pasas la vida cuidando que no te rompan el culito, pero no te das cuenta que ya te lo rompieron y lo tienes a la miseria». Pero es que no es fácil desnudarse, Jaime. Yo sé que por ahí le cuento estas cosas con demagogia, para ganarme su simpatía. Pero qué quiere, a veces pienso que si no lo hago así, no lo hago. Que si me desnudo y me rajo y me agrieto, puedo desaparecer. Y me da miedo, ¿entiende? El otro día, le pregunté a Schlauer: «Decime, alemán, ¿yo soy cabrón o pendejo?». ¿Y sabe qué me contestó?: «Eres cabrón, pero debes saber que todos los cabrones son pende-
jos. De modo que eres las dos cosas». No me banco el abandono, Jaime, me emputa mi debilidad. Y entonces toda la bronca me la guardo. Es una forma de paralizarme. De seguir con los fantasmas. Hace muchos años que me ocurre eso de paralizarme. Como cuando la vi a la Felipa, aquella tarde. ¿Será que la omnipotencia es madre de la impotencia? Por la parálisis, digo. Aparecen los fantasmas y uno se sumerge en la confusión. Yo me acordé, entonces, del Marruco Valussi, un muchacho que vivía cerca de mi casa. Me había contado que por las noches saltaba el muro y se metía en lo del doctor Castillo, un cardiólogo viejito y bonachón que hacía muy poco se había casado con una solterona treintañera, puta como una gallina. Angelita Pessoa, se llamaba, y aunque estaba fascinada con su nuevo papel de «la señora del doctor», le ponía unos cuernos así de grandes. Marruco decía que había que comprenderla, sin embargo, porque el viejo no le movía las tripas ni una vez al mes. Y él se ofreció como voluntario, ella agarró viaje, y entonces se encontraban en el jardín, a la madrugada. Pero sucedió que una noche el viejo lo descubrió y, creyendo que era un ladrón, tomó una veintidós y llenó el jardín de balazos. «Esa mina es un peligro», concluyó el Marruco, y juró que nunca más cruzaría un muro. De modo que cuando vi a la Felipa, me acordé de él y ya vi que me disparaban escopetazos. Y me paralicé. Pero la Felipa también me miró. Se quedó observándome, como nunca antes. Y las caras delatan a la gente, usted sabe. Y si uno anda caliente, si acaba de pasar por un trance como el que yo había vivido minutos antes con Aurora, eso se delata en la cara. ¿No dicen que es el espejo del alma? La Felipa me miró y me miró. Yo estaba paralizado, con el Marruco en la cabeza. Hasta que ella sonrió y colgó otro pañal, haciendo un mohín seductor. Sentí que renacía un padrillo adentro mío. Mandé al carajo al Marruco.
-Ché, Felipa. Ella se tomó su tiempo. Terminó de abrochar la prenda en el alambre y volvió a mirarme, con esa media sonrisa que a mí se me antojó linda. Felipa es horrible, me dije, pero qué hermosa sonrisa...Jé, las cosas que uno piensa cuando anda caliente. -Qué pasa. -Estás linda, ¿sabés? -Bah, a todas les dirás lo mismo. -No, te juro que no. A vos, nomás. Yo vengo aquí, te miro y...ahora veo que me gustás. -Qué cosas decís. Estábamos cortados, los dos. No sabíamos proceder. Torpes, como niños. Y qué inocentes. -¿No podríamos vernos en algún lugar? -Nos estamos viendo. Yo te veo. -Sí, pero yo digo en otro lugar. Solos. -Usted es un mal pensado, qué se cree. -¿Y ahora por qué dejás de tutearme? -Todos quieren lo mismo. . -No, pero yo soy sincero. Dale, Felipa, ¿qué pasa si voy a tu pieza a visitarte esta noche? -No lo dejo entrar. -Tuteame, por favor. -No tengo por qué. -Bueno, qué pasa si voy. Esta noche, ¿sí? -Ni se le ocurra. Lo puede ver mi patrona. O el señor. Es malísimo. Es mejor que no se atreva. Sus sentimientos son solamente pasionales. -¿Y ahora por qué me hablás en ese idioma de fotonovelas? -Yo le digo, nomás: es mejor que no se atreva. Pero no se iba. Yo todavía no sabía que las mujeres se resisten por principio, por estilo, por tradición, por cabronas, vamos. Es una pose, porque íntimamente consideran que no deben ceder fácilmen-
te a sus propios deseos. No pueden más de las ganas, pero actúan diferente de como piensan. Se reprimen y parece que en el fondo esa frustración las divierte. Unas hijas de puta. Todo para hacer las cosas más difíciles. Extraño negocio, la seducción. Yo nunca voy a entender a las mujeres. -¿Y si voy ahora, ché? -Yo me quedo acá. Y si los señores lo ven, lo van a matar. Ahí me asusté. Si me encontraban con ella, iba a ser mi vieja la que me matara. Pero Felipa no terminaba de cerrar las puertas para la noche. -Después de las diez voy a cruzar el muro. ¿Vas a abrir? -Ni lo sueñe -dijo, y se dio vuelta y empezó a colgar otro pañal. Pero yo supe que me iba a esperar. Siempre lo hacen. Y me quedé con una ansiedad y un miedo atroz. Al anochecer me sentí afiebrado. Y no pude cenar. Ni estudié mis lecciones para el día siguiente.
Ya por entonces yo creía en la teoría del resistencialismo, o de la maldad de los objetos inanimados. Había leído un libro de un alquimista húngaro del siglo XVIII, en el que se explicaba el asunto. El autor, harto de su mala suerte y de su asombrosa torpeza -todas las cosas se le caían, se le rompían, sus planes fracasaban inevitablemente-, decidió medir los grados del azar. Preparó cien rodajas de panecillos sobre una mesa y les hizo una pequeña marca, nada más que para reconocer un mismo lado en cada rodaja. Entonces, se aplicó a lanzar los panes al aire, observando luego de qué lado caían, si del que tenía la marca o del otro. Repitió la operación varias veces. Y comprobó que caían de una cara o de la otra en proporciones parejas. Cincuenta y cincuenta, digamos. O cincuenta y dos y cuarenta y ocho, así... Una vez que no tuvo dudas de que las variaciones eran casi inatendibles, tomó los panes y, sobre los lados que tenían las marcas, untó grasa negra, de esa que se usaba para evitar chirridos en
las ruedas de los carros. Se paró sobre una alfombra persa, riquísima, valiosísima, bordada con hilos de oro, y repitió la operación de lanzar al aire los panes. Trece de ellos cayeron con la grasa hacia arriba, pero ochenta y siete se voltearon del otro lado y le dejaron la alfombra a la miseria, irrecuperablemente manchada. No hizo falta que siguiera su experimento. Mientras su mujer lo echaba de la casa, el húngaro éste meditaba acerca de sus comprobaciones; había descubierto la teoría de la maldad de los objetos inanimados. Cuando leí eso, me quedé francamente impresionado. Y esa noche, mientras esperaba la hora de cruzar el muro, me convencí de que algo malo, terrorífico, iba a sucederme. El muro, una cama, las puertas, cobrarían vida para castigarme. Y otra vez me acordé del Marruco. Esa noche iba a ser negra para mí. Pero eran pensamientos de adolescente, ¿no? Pesimistas, como para justificar después, ante uno mismo, que ya se había que todo iba a salir mal. Por otra parte, yo soy mandado a hacer para joderme solito. Me propongo maldades, me doy manija mentalmente, preparo el campo fértil para la tragedia, para lo negativo, y así me va. A la noche, crucé el muro, silencioso, subrepticio, aterrado. Y me dirigí a la habitación de Felipa, que daba al patio, del otro lado del jardín. Creo que aparecí en su dormitorio con una sonrisa estúpida, como esa que tienen los Papás Noel de las grandes tiendas, en Navidad. Como esos gordos que contrata Harrods en Buenos Aires, que se pasean por la calle Florida todo traspirados, hechos un mamarracho porque allá la Navidad es en pleno verano y a estos cuates los disfrazan como para ir de picnic a la Antártica. Ella me estaba esperando, en efecto. Inmediatamente, supe que no era Aurora, que sólo se trataba de una muchachita frágil, con tanto miedo y tantas ganas como yo, y que me esperaba cosiendo unos calzones raídos, así, casualmente,
seguro que por hacer algo, para tener en qué ocupar sus manos, sus ansias, su energía. No pienso describir lo fea que vi a Felipa. Pero a la vez, le juro, me resultó increíblemente excitante, sensual. Recuerdo que tenía una sonrisa abierta, ancha como toda su boca, y mire que tenía boca ancha esa chica: los muchachos del barrio hacían el chiste de que la Felipa debía comer las salchichas horizontales. Bueno, y me empezó a besar, ¿no?, justo cuando yo también me lanzaba sobre ella. Con unos deseos tremendos, con una sed inapagable, pero también, los dos, con una inexperiencia que hoy hasta me parece tierna, al recordarla. Todo sucedió lentamente, no sé, quizá fueron sólo unos minutos, pero que parecían horas, porque el nuestro era un andar pausado, con una conciencia íntima, mutua, de que el tiempo realmente se detenía y era como en esas películas en las que se narran sueños y de repente todo acontece en cámara lenta. Nos encajamos el uno en el otro, apretándonos como si hubiéramos tenido un tigre de bengala junto al culo de cada uno, y yo me acordé de Aurora. Y entonces me posesioné de un ladrillo sin revocar que había en la pared de enfrente, la que yo miraba. Creo que me quedé ahí, convertido súbitamente en un pequeño bichito que habitaba uno de los incontables poros del ladrillo. Tenía una cueva toda para mí, apenas más grande que mi cuerpo de bichito y sin embargo, al mismo tiempo, sentía que estaba en un búnker sólido, fortificado, un sitio inexpugnable, con una batería de cañones como los de Navarone apuntando al exterior, y yo era propietario, por si todo ello fuera poco, de una definitiva invencibilidad. Yo estaba ahí, abstraído, imaginando la cara de Aurora, cuando Felipa sofocó un grito y empezó a jadear, y a mí se me hizo que algo le dolía, pero procuré no conocer ese dolor, ni desentrañado ni compartido.
¡Qué momento carente de piedad el del amor, Jaime, qué dureza puede tener uno, y tiene, cuando se deja poseer por la inconsciencia, por el miedo! Ella se sacudía y blasfemaba y acezaba, mientras yo, como repentinamente sobrio después de una borrachera, simplemente la sentía vibrar, aletear como una mosca fliteada, saltar sobre mi regazo, agonizante, azorándose todavía, susurrando «tu pija, ay, tu pija, y es mía», sorprendida como Dante ante Dite, cuando en realidad me importaba un reverendo y celestial bledo todo lo que ella sentía. Yo vivía ahí, en ese ladrillo, aunque era consciente de que sólo se trataba de un recurso, de otro invento de eternidad forzada, detenida, como tantas veces me sucede. Porque uno lo que verdaderamente está deseando, siempre, es detenerse unos minutos, frenar la omnipotencia, negar la vivacidad de la vida, del mundo, del país que uno extraña y que te cuenta la prensa cada mañana, junto a noticias que nos importan un pito y que nos son presentadas como vitales para el interés humano y el desarrollo universal. Que la Jacqueline heredó al Onassis y ahora anda como gata en celo, o quiénes serán los candidatos al próximo Oscar de la Academia y todas esas chingaderas, noticias a las que les dan tanta trascendencia como a la caída de Phnom Phen y un formidable mayor espacio que a los muertos cotidianos, esa realidad tremebunda que se nos ha vuelto familiar como un canario en la cocina. Es eso: uno quiere detener la mierda, porque si no la mierda lo tapa a uno. Todo aquello, ahora, de repente se me hace difícil revivirlo ordenadamente. Quizá porque me llena de nostalgias, quizá porque sigo empecinado en detener el tiempo. O, por qué no pensado, sucede que llega un momento en el que uno se convence de que se ha incorporado al puterío, a pesar de sí mismo y de sus prevenciones, y entonces uno vive excitado, sobrecargado de tensiones que se vuelven mazazos sobre la cabeza. Se confunden los pensamientos, se anarquiza el cerebro. Y aparecen las tensiones con nombre y apelli-
do, como los de tantos compañeros que están presos, o reventados por las bandas que pulularán -uno supone, todavía- por esa selva siniestra que es Buenos Aires, o que debe ser el Chaco, ahora, mientras nosotros, aquí, contemplamos un pedazo del centro de la ciudad de México, excitados por tanto cigarrillo, por tanto café y tanto diario y tanta mierda junta, que nos enloquece, que nos evita repensar la vida y convivir tranquilos con nuestros recuerdos, con ese pasado todavía cercano pero ya irremediablemente perdido, que a veces me hace sentir deseos de mandar todo al carajo y volver al Chaco a pesar del miedo, volver a sentarme en un banco de la plaza, a escuchar las cigarras a la hora del crepúsculo, volver a escaparme una mañana ,de mi trabajo en Tribunales para ir a pescar al río Negro, o al arroyo Palometa. Aunque también sospecho, de pronto, que todo es falso, puras mentiras, hasta mi deseo de regresar a la tierra y entonces me levanto, como lo quiero hacer ahora, y medio borracho aseguro que me importan un pepino la Jacqueline, el Onassis, el Oscar, el artículo que debo escribir, y lo único que me interesa es hablar de Aurora, descubrir que la sigo amando para así empezar a vivir, a dejarme vivir, a amar y a dejarme amar, a tolerar mis confusiones y todo eso en el Chaco, qué maravilla, Jaime, en el Chaco entre cigarras, putas y violines, un Chaco, sin embargo, que sé que ha muerto con la muerte de mi adolescencia pero que mi memoria, caprichosa, se empeña en no sepultar. Todo eso, ahora, de repente, me hace pensar que qué más le voy a contar de la Felipa, si se me perdió, también ella. Si somos unos perdedores bárbaros, los seres humanos. Ya ve, hoy ni siquiera he podido describirla eficazmente. Sólo he dicho que me convertí en ladrillo y que me metí en una cuevita, abroquelado. Y no he dicho que estoy mal, al borde de la desesperación, o en franca angustia. Porque todo esto ha sido un prólogo, nomás, para decirle que ayer la vi. Aquí en México, sí, no estoy loco. La vi y era ella. Y sentí que se me caían los calzones, las medias, el corazón se me venía abajo como un pedo se va al viento, así de sencillo, así de irremediable. Por eso
le decía que uno viviría mejor si algunas cosas dejaran de tener importancia y no fueran como los fantasmas, tan necesarios, tan rigurosos y puntuales que uno no puede vivir sin ellos.
VI
Las calamidades me tienen podrido. Francamente podrido. Y la envidia también. Mire: el otro día el alemán me contó que estuvo en Cuernavaca todo el fin de semana con un par de viejas. Dos minas, tenía, y se mandaron un trío formidable durante cuarenta y ocho horas, bien rociado con brandy, cerveza y excelente comida. Después regresaron en el Mustang de una de las muchachas. Cuando terminó de platicar la historia, Schlauer dijo: «La vida es dura, a veces durísima; y dicen que en algunos lugares es insoportable». Luego eructó y siguió trabajando. A mí el pensar así me sirve de consuelo. A veces. Porque uno necesita encontrar fórmulas de placidez, para vencer la alteración, la ansiedad, estos nervios que me poseen y que no me dejan en paz. Como hacía el gordo Cárcamo, no sé si le conté. Era un arquitecto grandote como un Impala, gordo como Oliver Hardy, que todas las tardes, en el verano, se iba al Club de Regatas y se paseaba un rato al sol, como los lagartos, por la playa del río Negro. Después, como quien no quiere la cosa, se metía en el agua y empezaba a caminar despacio, despacito, por entre la gente, hasta que ya no podía estar parado. Entonces, con un limpio y gracioso movimiento, se acostaba a flotar sobre el agua sin mojarse la cara. Eso era fundamental en el gordo Cárcamo: no mojarse la cara, porque en la boca, siempre, mordía un librito, una novelita policial, de aquellas que se vendían de la colección Rastros. Entonces se dejaba flotar, haciendo la plancha, como se dice allá, y dejaba que la corriente lo arrastrara, lenta, imperceptiblemente, a la vez que ponía los brazos en cruz y sacaba las manos del
agua para que se secaran al sol, lo que le resultaba indispensable para, una vez iniciada la lectura, poder dar vuelta las páginas. ¡Qué estilo que tenía! En un par de horas, se leía una novelita, el gordo Cárcamo. Una por tarde. Y la gente lo miraba, desde la orilla, envidiando su capacidad de flotación, apenas con su panza sobresaliendo de la superficie del agua y, sobre el ombligo, apoyado, el librito de la Rastros. ¡Esa sí que era la imagen viviente de la placidez! Uno lo miraba y creía que en algún momento iba a cansarse, pero no. El gordo cada tanto giraba su cabeza y, como las ballenas, se hacía un buchecito y escupía un chorrito largo, finito y daba vuelta otra página, mientras la corriente se lo llevaba, con la misma calma que a un madero, o que a un soretito de esos que siempre andan flotando en los balnearios de provincia, donde la gente se apiña para escapar del rigor del verano. Y andaba así, el gordo, hasta que por ahí un remanso lo ponía de cara al sol, otro lo llevaba a la sombra del puente de la carretera y, finalmente, algún otro más lo varaba centenares de metros río abajo. Entonces, el gordo volvía a colocar el librito en su boca, nadaba suavemente hacia la orilla, o simplemente se erguía, según la profundidad a que estuviese, salía con paso seguro y se volvía caminando por la costa, secándose al sol, mirando el paisaje agreste del monte, esquivando algún lodazal, absolutamente ignorante de la envidia que todo el Club de Regatas le tenía. Cruzaba la playa, saludaba a un par de cuates y se metía en los vestuarios. Quince minutos después, reaparecía vistiendo bermudas –unas bermudas tan grandes que cualquiera hubiese podido hacerse un traje con esa tela- y una camisa floreada, bien tropical, que parecía una tienda siux pintada por un jipi fumado. Se montaba a su bicicleta y se iba para el centro de la ciudad, silbando, yo diría que sin alegría, simplemente porque no se le ocurría otra cosa. Y nos dejaba a todos ahí, el hijo de puta, como si su placidez hubiera sido irreprochable, como si su estilo de vida se hubiese podido soportar muy fácil, como si se pudiera ser propietario del don de actuar así impunemente.
¡Cómo no me iba a morir de envidia! Una vez estuve observándolo toda una tarde -como tres horas, mientras él flotaba- y yo sólo deseaba que una piraña, de esas que en mi tierra abundan como moscas y que tienen cuatro hileras de dientes, se le clavara en el orto. Eso deseaba: «Gordo de mierda –me decía-, uno anda alterado como rengo en tiroteo, y vos, cabrón, tranquilo como una abuela». Por supuesto, ninguna piraña se acercó siquiera para darle un susto. Y el gordo salió, como todos los días, y yo me quedé pensando que a lo mejor era cosa de imitarlo, es decir, de imitar su actitud. Me dije que todo consistía en no hacerse problemas, en darse tiempo para las cosas, en no andar con apuro ni autoexigiéndose. Ahí estaba la clave del gordo Cárcamo: uno, no tener problemas; dos, si se los tiene, afrontarlos con calma; tres, utilizar el cerebro positivamente y con la serena confianza en que todo saldrá bien; cuatro, poner atención y concentración en lo que se hace, a efectos de no desperdigar energías y sortear las dificultades. Y todo eso, con el mejor ingrediente que uno tiene a mano en la vida: tiempo. Sonreí, canchero, casi torvamente, y me dije que a partir de ese descubrimiento el mundo sería mío. Esa noche hubo una fiesta en la casa de las mellizas Torti, que vivían a dos cuadras de mi casa. Fuimos. Digo «fuimos», ¿no?, porque también fueron Aurora, la paraguayita, la misionera, en fin, las chicas que vivían en casa. Eran los tiempos en que nos fascinaban los «Teen Tops», vea qué casualidad, ché, y uno que viene a terminar en México, viendo ahora cómo el Enrique Guzmán cuya voz uno adoraba, allá en el sur, ahora se hace el payaso en la tele. Ironías de la vida, digo yo. O quizá no, quizá sucede que la gente vive con más coherencia de la que uno cree. Bueno, Aurora estaba hermosa como nunca, como no podía ser de otra manera. Yo me la pasé mirándola, mientras bailaba con uno y con otro, y cada dos por tres envuelta en los brazos del repugnante de Ataliva Lombarda. Yo era muy pibe para invitarla, claro, así que me instalé a un costado y me puse a fantasear con la tranquilidad, con esa calma
envidiable del gordo Cárcamo. Ya no me importaba que las pirañas no se le acercaran. Yo trataba de emular su estilo. Y me repetía, a cada momento, las consignas de su actitud. Así estuve, hasta que empecé a sentir dolor de barriga. Transitorio, claro, de esos dolorcitos que uno dice «bah, una caquita de cinco minutos y chau». Aguanté un poquito, sin gran esfuerzo, y me dije que había que darse tiempo, que debía pensar positivamente, que a mi regreso del baño Aurora seguiría hermosa, que bailaría para mí, que algún día nos amaríamos como Romeo y Julieta. Sin embargo, como usted ya lo previó, seguro, fui al baño y empezaron las calamidades. Disculpe que el relato se convierta en una narración escatológica, pero el caso es que mi «regalito» a la casa de las mellizas Torti empezó siendo mucho más grande y líquido de lo que yo había supuesto. E, inmediatamente, la bomba del inodoro se rompió en cuanto jalé de la cadena, cuyos eslabones estaban oxidados, parece, y yo me quedé con un pedacito de cadena en la mano. Quise arreglado, sonriendo ante ese pequeño detalle, pero en un esfuerzo que hice se me zafó la mano y la metí en la taza, en medio de mi propia mierda. Aún con calma, busqué el papel higiénico para limpiarme. No había. Ahí sí, debo confesarlo, me puse un poquitín nervioso, sobre todo porque estaba sucio, incómodo y con los calzoncillos y el pantalón hechos una pelota de tela alrededor de mis tobillos. Me recomendé serenidad y me pregunté qué "hubiera hecho en tal situación el gordo Cárcamo. «Tranquilo, tranquilo», me dije. Me puse de pie y me lavé las manos. Entonces me di vuelta y me senté en el lavatorio, para enjuagarme. Pero yo ya era grandote, casi tanto como ahora y -previsible- el lavabo se zafó de la pared, rompiéndose, y al caer también se quebró el caño de plomo, que empezó a chorrear agua a borbotones, inundando velozmente el baño, y mojándome los pantalones y los calzoncillos. En ese momento, golpearon la puerta, cuando yo entraba en un estado de franca deses-
peración y mandaba al mismísimo carajo la calma, la concetración y todas las claves de mierda del gordo Cárcamo. -¿Qué pasa que sale agua de ahí adentro? –preguntó una voz femenina-. ¿Quién está ahí? No me lo va a creer, pero tenía que ser: era la voz de Aurora. Me quise morir. Yo estaba en pelotas, todo mojado, con el culo todavía sucio, envuelto en el olor a mierda que despedía el inodoro, sin saber qué hacer, y Aurora golpeando la puerta, con creciente urgencia, perentoria, casi alarmada. -Un momento, un momento, no pasa nada -dije. -Ah, sos vos, abrí a ver qué pasa. -Te digo que no pasa nada. -Cómo que no pasa nada. Sale muchísima agua. Casi le grité, entonces, que no era posible que a uno no lo dejaran estar tranquilo en el baño, que se había caído un poquito de agua, que se fuera. -Pero es que no es un poquito –argumentó ella-, sale agua en cantidades. Se está inundando el pasillo. Voy a llamar al señor Torti. Casi me infarto. Pero enseguida me dije que por lo menos ella se alejaba, aunque fuese momentáneamente. Entonces, me subí los pantalones como pude, enchastrándome todo, sintiendo la viscosidad de mis propios excrementos contra la piel, envuelto en un olor fétido, y me asomé al pasillo, que efectivamente estaba inundándose. No vi a nadie y, diciéndome «no hay moros en la costa», atravesé la casa hasta la puerta de la calle, donde había alguna gente que me saludó y a la que ignoré adrede. Me fui a mi casa, corriendo, traspirado y furioso, pensando que el gordo Cárcamo era uno de los sujetos más repudiables de Resistencia. La cosa no pasó a mayores, por supuesto. Al día siguiente, me llamó el señor Torti para recriminarme que me hubiera escapado. Le pedí disculpas y le dije que nunca más sucedería algo igual (nunca sucedió, en efecto, porque desde entonces ya no puedo hacer nada si no estoy en el baño de mi casa, lo que por cierto me ha traído
otro tipo de problemas, que yo llamo de contención), y ahí quedó todo. Aurora, por su parte, sospechó que mi actitud tenía que ver con algo más grave que una simple fuga. Pero yo le dije que me había sentido súbitamente descompuesto y que por eso me fui. Así nomás.
Estoy mal, Jaime. La placidez no existe, parece. Y ya estoy hastiado de calamidades. Ando como esos viejos caballos de noria, esos percheros ciegos y chuecos, sigue y sigue, dando vueltas. Pero eso harta. Y no me sirve pensar en fórmulas como las del alemán Schlauer o las del gordo Cárcamo. La autocompasión tampoco me sirve. Ni la conciencia de haber perdido tanto. Esta convicción de ser un perdedor, un frustrado, un caro amigo de la derrota, me resulta ya insoportable. Sólo los recuerdos tienen alguna consistencia. Como mi país, como Buenos Aires, o mi provincia, que ya son puro recuerdo. Sucede como con el idioma, que de tanto mexicanismo se nos va diluyendo, a pesar de los esfuerzos por mantener la identidad argentina. De modo que hablamos una híbrida mezcla de argenmex o algo así. Pero no pronunciamos bien ni el argentino, ya, ni el mexicano. Eso tampoco sirve. Ni siquiera sirve decir todas estas cosas. Casi diría que a todos nos sucede lo mismo, como si conformáramos una generación perdida. Somos jóvenes todavía, y sin embargo aquí nos tienen, desperdigados por el mundo como si proviniéramos de un hormiguero al que alguien pateó. Y salimos todos, los que nos salvamos, los que no pudimos soportar la temperatura ambiental del país, salimos para impregnar de nostalgia, todo, cualquier cosa que se nos pone enfrente, sobre cualquier tierra. Y esa nostalgia no es sólo una palabreja traicionera, lacrimógena. Es una sensación concreta. A veces los mismos argentinos nos resistimos a reconocerla, porque no queremos darnos cuenta de cuántas pérdidas estamos pagando, quizá porque en ocasiones es legítimo que uno se haga el tonto ante la perspectiva de recuentos
que inexorablemente arrojan saldo negativo. ¡Cuántos muertos, cuántos desaparecidos, puede evocar cada uno de nosotros! Es una lista que nadie se atreve a memorar todos los días. Hemos perdido un país, Jaime, hemos perdido amigos, costumbres, olor, encanto. Y los rostros de los muertos se aparecen, algunas noches, en los sueños de los compatriotas. Y debe ser por eso que por las mañanas nos encontramos, algunos con esas caras de culo que espantan. Y estamos llenos de miedo. Nos han apaleado hasta nuestro cansancio. Nos deben muchas lágrimas, demasiadas, esos hijos de puta, los milicos. No me quiero poner en sensiblero, vea, en trágico. No me gusta el denuncismo, ni el gritoneo de exiliados, como si fuéramos un hato de viudas mal cogidas. Pero no se puede negar que somos -que venimos siendo- una generación lastimada, de puras nostalgias, con demasiados muertos para los pocos años que tenemos, con mucho sufrimiento acumulado en las alforjas. Y sabemos que no se trata de llorar lo perdido. Nada de tango, ahora. Ni se trata de caer en derrotismos. Ya la van a pagar, no hay dudas. El mundo no sería éste en que vivimos, si uno no supiera que las cosas van a cambiar. Esos cabrones no van a durar cien años, lo sabemos. Pero nosotros tampoco vamos a durar cien años. Y si seguimos así, con tantas calamidades, vamos a terminar dando asco. Pero todo esto no sirve de nada. Es la gran oscuridad, en la que buscamos a solas y en la que cada uno procura ver alguna luz, un horizonte más o menos perfilado, acaso luminoso. Y no se ve nada. Discúlpeme la confusión, la desesperación, Jaime. ¿Le dije que la vi a Aurora?
VII
Y yo aquí, sentado frente a usted, mirando cada tanto un pedazo de ciudad que cada día se me hace más desconocida, con la secreta esperanza de que dentro de un rato, cuando nos despidamos, empezaré a olvidar la noche de anoche, la recepción de la noticia, el azoramiento, las lágrimas que contuve y la presencia, forzada, hiriente, del Sordo Chiche, otra vez protagonizando mis memorias. Igual que hace años, cuando la adolescencia era un divertimento, una práctica de insolencia cotidiana que se expresaba en anécdotas que enseguida olvidábamos, negligentes, como se deja un paraguas en un ómnibus; hace años, digo, cuando el Sordo Chiche nos juraba que algún día sería el abogado más famoso del Chaco (cuando hubiese juicios orales y él pudiera deslumbrar a los jurados con su oratoria) y soñaba con ser diputado nacional, o ministro, o canciller, y nosotros sabíamos que, aunque no lo decía, hasta aspiraba a la presidencia de la República. Ahora puedo decirle, Jaime, que tengo la certeza de que fuimos engañados. Como si algo –alguien nos hubiera prometido una recompensa por alcanzar una propagandizada madurez que, ahora que creemos haberla logrado, no nos sirve para nada y sólo, en cierto modo, nos abochorna como al Sordo la insolvencia absoluta que no le perdonaba la colectividad judía. Pienso, de pronto, que sus sueños fueron vanos, estériles; que su optimismo y su grandilocuencia fueron, acaso, una advertencia, un anuncio que no entendimos o, por qué no pensarlo, un pedido de auxilio que no escuchamos, o que no comprendimos.
Fíjese, Jaime, qué puros que éramos, qué naturalmente absueltos vivíamos en la casona de Necochea uno tres cuatro, en Resistencia, cada uno envuelto en su soledad de diverso origen, cada uno haciendo el aprendizaje de su propio egoísmo, en plena carrera hacia su propia necesidad y al mismo tiempo practicando una solidaridad sin teoría que era tan gratificante como el final feliz de una pesadilla. Porque después que murió mamá, cuando las chicas se fueron de casa porque no era bien visto que vivieran solas conmigo, quiero decir cuando Aurora, la única que me importaba, se fue a vivir a una pensión a tres cuadras de distancia, yo me convertí, a los diecisite años, en patrón de hospedaje, y albergué a seis atorrantes no tanto como pensionistas sino más bien como socios para mantener la casa y subsistir. A los pocos meses empecé a estudiar Derecho y entonces, todos los mediodías, nos íbamos los siete al comedor universitario, donde nos repartíamos el sustento de modo que si a uno le faltaban los diecisiete pesos que costaba el tíquet los demás contribuíamos para que comiera igual: Raulito aportaba sus salchichas porque sufría del hígado, Roberto regalaba las frutas que le producían diarrea, Leo ofrecía su sopa o un plato de tallarines, yo mis panes porque no quería engordar, Miguelito las albóndigas porque decía que le daban asco, quién sabe con qué se hacen, Alejandro donaba la carne porque era vegetariano y el Sordo Chiche era capaz de ceder su bandeja entera, por no sé qué complejo de su niñez. Esa solidaridad, qué maravilla, Jaime. A veces íbamos a vender ropa vieja a lo del ruso don Pedro, quien pagaba cinco pesos por un par de medias y hasta una gamba por un pantalón en buen estado. Entonces cada uno preparaba con tiempo su atadito, previa prolija revisión de los roperos, y atravesábamos la ciudad con la pequeña ilusión de que las miserables prendas seducirían al ropavejero así esa noche tendríamos para el tíquet y, eventualmente, para ir a un baile sin sentimos tan desgraciados. Claro que corríamos el riesgo de excedemos, como aquella vez que don Pedro me dio doscientos mangos por un saco usado y entonces el Sordo le preguntó cuánto le
pagaría por el traje que llevaba puesto, uno a rayas, nuevito, que le había mandado la vieja desde Posadas, considerando que era el único que tenía; el ruso lo miró y le dijo, medio solemne y en voz alta como hablan los judíos viejos a los judíos jóvenes, que por tratarse de un paisano en apuros le daría ochocientos pesos, y a Chiche se le empezó a mover la nuez como un corcho en un río picado porque acababa de escuchar una oferta récord, más allá de que el traje valía ese precio y mucho más. Entonces tuvimos que retirar de la venta Miguelito una camisa y yo un pantalón para que no volviera en pelotas. Y esa misma noche fuimos todos al Club Hindú a tirar unos pases de ferrocarril y siete bancas que se echó el Eugenesia Piatti (un gordo ignorante al que llamábamos así porque aseguraba que la eugenesia debía ser la ciencia que estudiaba a las minas llamadas Eugenia) terminaron por llevarse la guita del Sordo y hasta cuarenta pesos míos, mientras Leo Finn, que tenía el culo de un elefante, levantó dos gambas porque se dio vuelta del punto y apostó a banca sin importarle nuestras miradas de reproche. Esa fue una época feliz, Jaime, que yo suelo evocar con alegría. Éramos totalmente irresponsables, aunque ninguno lo empataba al Sordo Chiche. El no vacilaba en desdeñar su realidad económica confiando en el futuro, sin advertir que la fortuna lo ignoraba, persuadido de que la abogacía, la diputación y la presidencia le permitirían superar cualquier adversidad como se supera el calor del verano con una ducha de agua helada. Y mire que intentamos corregirlo infinidad de veces, inútilmente. Como el día en que se le ocurrió regalarle aquel anillo de platino y brillantes a la novia y todos estuvimos horas enteras tratando de disuadirlo. -Vos estás loco, Chiche. -Pero me fían, hermano. -No tiene nada que ver; igual tendrás que pagarlo algún día. -Algún día está lejos -sonreía, imposibilitado de ver más allá de su narizota, mientras los ojitos negros le brillaban, ardorosos,
arrojándonos un fulgor envidiable, un optimismo que nos producía una mezcla de bronca, lástima y admiración y que nos resultaba francamente insoportable. Logró que el joyero Aizenberg le vendiera el anillo mediante un crédito a sola firma y sin anticipo, a pesar de que costaba como ochenta lucas de aquella época, una cantidad que ni siquiera alcanzábamos a imaginar cabalmente, y después, muy orondo, aseguró que encontraría el modo de hacerse de ese dinero porque él era un triunfador en potencia, y entonces, fue a visitar a su tío Moishe y nadie supo cómo fue que se trajo una máquina de afeitar eléctrica, una Philips nuevita, impecable, a la que llamó «la base de mi fortuna» y con la que nos rasuramos todos como cinco veces seguidas, antes de que se la llevara a don Pedro, quien le pagó cuatrocientos pesos que esa misma noche desaparecieron en la mesa verde del Hindú en un solo pase, luego de dos ancar de ocho, y al Sordo tuvimos que sacarlo alzado y a punto de sufrir un síncope. Pero, Jaime, qué poco le importaban esos reveses, sin embargo, qué inauditamente despreocupado era y qué asombrosa capacidad de recuperación tenía; luego de cada gran traspié decía que uno vive despidiéndose de todo; que igual que sucede con las mujeres, uno se encariña, ama a cada paso, y al siguiente comprende que todo empieza a perderse, y ése es el momento en que uno debe descubrir el modo de no irse al carajo. Entonces se ponía a estudiar con un entusiasmo que no sabíamos de dónde sacaba, hasta que aprobaba una materia y volvía de la facultad asegurando que la diputación, por lo menos, estaba más cercana que nunca, aunque mientras tanto vivía enfermo de hambre y de sueño y siempre llegaba tarde al Banco porque le resultaba imposible levantarse temprano, y nosotros, cuando lo despertábamos al mediodía, nos reíamos porque lo considerábamos perdido para cualquier causa, perdido desde el momento de comenzar cualquier juego, porque su vida misma lo ponía en desventaja, con esos pulmones pinchados, el hígado a la miseria y una neurosis que asustaba.
Y para qué le cuento, Jaime, cómo nos sentíamos nosotros, los demás, cuando otra vez su optimismo se convertía en una afrenta a nuestra indigencia mientras él nos miraba con esa expresión desafiante y como de Robert Mitchum diciéndonos «pobres de ustedes» y que nos hacía temer que, acaso, el Sordo nos ganaría esa tácita apuesta. Esa mirada, Jaime, esa mirada que se tornaba cruel y elíptica cada vez que alguno entraba una mina a la casa y él se quejaba porque no podía dormir escuchando los orgasmos ajenos, así decía, ni ir al baño ni a la cocina ya que nadie permitía pasar a nadie cuando ocupaba el matadero, esa habitación pequeña, vacía y con olor a semen que era algo así como nuestro prostíbulo particular. Y sin embargo, qué radiante lucía cuando era él quien se encamaba con alguna muchacha; después se acercaba a la pieza donde los demás jugábamos un poquercito por amor al arte y nos contaba, fervoroso, todo lo que había hecho y la ropa que se llevaban las chicas para lavar y planchar. Cómo lo querían esas mujeres, Jaime. Pero qué nervioso, también, cómo se ponía cuando estallaba, las veces que yo, luego de coger, me olvidaba los condones usados en el lavatorio y él juraba que se lo hacía a propósito y me corría por toda la casa gritándome «¡le voy a contar a Aurora, hijo de puta, merecerías que tu amor imposible te tirara un pedo en la cara!» y después se ocupaba de que con el café con leche de la mañana siguiente me bebiera mis propios espermas, acción que inmediatamente lo hacía sentir culpable y, por la tarde, arrepentido, me decía «perdoname, hermanito, te hice tragar tu leche pero te juro que no le digo ni una palabra a la Aurora» y durante dos días no sabía cómo gratificarme y para lograrlo me regalaba una corbata, un chocolate gigante o el tíquet para la cena. Hasta que se enfurecía nuevamente cuando yo insistía en entrar al baño mientras estaba ocupado o me instalaba en el guáter con la puerta abierta y, a veces, con la guitarra sobre las piernas para desgranar una zambita o un chamamé. Cuánto costó que se
acostumbrara a mi impudor, Jaime, cómo le costó a todos, hasta que terminamos por socializar el baño y convertirlo en una tierra de nadie, o de todos, en la que mientras uno se duchaba otro cagaba, un tercero se afeitaba y alguno más se limpiaba los dientes o se peinaba en el espejo, todos en amena tertulia, lo que ocurría, invariablemente, los sábados a la noche, cuando nos alistábamos para ir a bailar al Club Social. Aquellos bailes eran un rito y nada había capaz de lograr que alguno faltara, sobre todo Chiche, lo que fue probado una noche en la que yo, torpemente afectivo, lo abracé para festejarle un chiste y le rompí los dos dientes de adelante y le quedó como el culo. El no supo qué hacer además de putearme y ya eran las diez de la noche cuando fuimos a lo de Pocho Frías, un dentista amigo, quien le arregló la boca como pudo, y a eso de las doce el Sordo llegó al club luciendo una sonrisa como la de Tony Curtis en «La carrera del siglo». Los bailes siempre terminaban mal para nosotros. Rara vez alguno se ligaba una compañía que valiera la pena. Yo siempre estaba condenado, aunque pescara minas solitarias, a contemplar, furtivo, cómo Aurora desplegaba su belleza sobre la pista de baile, del brazo de sus galanes, tantas veces el estúpido de Ataliva Lombardo. y el Sordo, cuando su novia se retiraba con sus padres, era el que proponía «seguir la joda», lo que consistía en encerrarnos a las tres o cuatro de la mañana en una pieza del Hotel Colón, para jugar al póquer, y ahí amanecíamos, desayunábamos, dormitábamos, comíamos y seguíamos timbeando todo el domingo, hasta que en la madrugada del lunes claudicaban algunos, más vencidos por el agotamiento que por la falta de dinero, porque la insolvencia no era el principal problema. Y al Sordo, fíjese, jamás lo vimos ganar. El jugaba junto a una silla repleta de efectos personales (desde sus perfumes hasta sus mejores ropas) y poco a poco le ganábamos una camisa, un pantalón, un pañuelo y hasta los zapatos; y lo peor era que nos burlábamos, con esa crueldad medio ingenua de la
adolescencia, colgándonos las prendas del cuello para que él las viera y se mortificara. Pero tampoco eso le importaba demasiado. Siempre se las ingeniaba para conseguir la ropa que quería, total jamás pagaba las cuentas (nosotros no lo hacíamos, no era nuestro estilo). Y cuando venían los cobradores, tesoneros, vehementes, a tocar el timbre, siempre los recibíamos con sonrisas y si preguntaban por Leo, Roberto decía que no estaba; y si me buscaban a mí, Leo negaba; y si lo requerían a Raulito, Miguel se encargaba de desalentarlos. Hasta que una vez varios comisionistas se pusieron de acuerdo y se presentaron juntos y salió Chiche a atenderlos y negó sistemáticamente la presencia de cada uno, incluso la de él mismo, hasta que uno de los tipos, harto, le gritó «y entonces quién carajo es usted» y el Sordo, poniendo cara de monaguillo, le respondió «un primo del campo, estoy de paso» mientras nosotros, del otro lado de la puerta, nos meábamos de la risa. Casi como ahora, cuando en medio de la tristeza que me produce contarle todo esto, voy rescatando estos recuerdos con la oculta convicción de que le rindo un homenaje al Sordo. O, quién sabe, con la secreta sospecha de que acaso lo único que estoy haciendo es tiempo, o abrir el paraguas antes de que llueva porque mis propios sueños pueden tener el mismo final y en una de ésas me va peor que al Sordo Chiche porque, quizá, ni siquiera tengo talento para morir dejando detrás una pila de incógnitas. Y acaso por eso estoy así, Jaime, diciéndome que sólo la vida es irrecuperable, consciente de que suena a frase hecha, apropiada para un velorio. Pero es así y es legítimo que me lo repita. Porque quién hubiera dicho hace quince o veinte años que el Sordo Chiche, que quería ser un triunfador, un abogado exitoso cuando hubiese juicios orales en el Chaco, un diputado nacional de oratoria florida y agresiva y que también soñaba -aunque inconfesablemente- con llegar a la presidencia de la República; quién hubiera dicho, entonces, que una tarde de septiembre sería encontrado en un basural de las
afueras de Córdoba, con siete balazos en el cuerpo y dos, de gracia, en pleno rostro, y que los diarios harían especulaciones -como leí ayer en el Clarín, que me llega semanalmente de Buenos Aires- sobre si estaba vinculado a la subversión, o si se trata de un crimen pasional, o sólo de un acto de rapiña ya que le robaron el reloj, anillo y la guita. Y quién hubiera pensado que yo, tantos años después, le contaría a usted esto, compungido, recordando que con las palabras «susodicho» y «occiso» la prensa ha reemplazado el nombre y el apellido del Sordo, para después, seguro, retirarme, atontado, todavía incrédulo, como queriendo abrazarme a un árbol en señal de duelo, un duelo que a todo el mundo parece importarle tres carajos, un valor idéntico al que en este momento tienen los extraviados, delirantes y ya olvidados sueños del Sordo Chiche.
VIII
A mí se me hace cuento que la vida, el amor, las mujeres, puedan ser definidos en unas pocas palabras. Son asuntos demasiado trascendentes -y demasiado transitados- como para que uno acepte que dos o tres sustantivos, adjetivos y verbos sean capaces de delimitar los conceptos. Y aunque frecuentemente los incluimos en nuestros diálogos, en nuestra espontaneidad, no siempre reparamos en su verdadero, profundo significado. Y uno dice que la vida es una porquería, que el amor es una palabra inaprehensible, un lugar común, y que las mujeres son animales peculiares. Y se queda tan campante. Como si nada. Hemingway decía que la cualidad más esencial para un buen escritor es la de poseer un detector de mierda, innato y a prueba de golpes. Yo tengo para mí que tal cualidad es indispensable para vivir. Y acaso la gente se divida entre los que sí tienen tal detector y los que no, porque la existencia misma se les ha ido convirtiendo en una carga insoportable, en una especie de enorme piano que encorva la espalda porque, sencillamente, no se lo puede sostener. Yo soy de esta segunda categoría. De los que creemos que el amor puede ser una callecita de pueblo que añoramos y que tenemos idealizada como un lugar donde confluyen todos los horizontes, como potencia dormida y eventualmente salvadora. Soy de los que creen que las mujeres son un limbo en el que se guardan todos los antídotos antidepresivos. Uno va y mete el pito en un agujero, toca el limbo y se salva. Así parece. Pero no es así. Sucede como con el vino. La gente piensa que es un líquido rojo, que contiene alcohol y se bebe con las comidas o en los momen-
tos de desesperación. Qué error. Hemingway tenía razón: el vino no se bebe, se saborea. Y aún más, con el vino se dialoga. Uno se pone un sorbito en la boca, lo hace recorrer el interior y le va conversando. Ese recorrido por el paladar es una verdadera búsqueda, la búsqueda de un código común, de un entendimiento: es el encuentro con el espíritu. Y el vino -que es sabio- se va dando cuenta de las penas, de las alegrías, de los estados de ánimo. Y responde en consecuencia: con nobleza, con hidalguía, demostrando su prosapia, su alcurnia, o simplemente repudiando con franqueza. Es la bebida más noble del mundo, el vino. Así pasa con las mujeres. Responden como el vino, de acuerdo a la calidad de su estirpe. Ellas son la salvación o la sepultura. Por ellas los hombres batallamos en la mediocridad, en la desesperación. Son un asunto jodido, las mujeres. Pero un asunto necesario. Ahí tiene usted la historia de la Veterana Marchetti, una que portaba unas tetas así de grandes, cuarentona, viuda de tres maridos y con la moral de un gato. Un buen día, cuando nadie lo esperaba, atrapó al Bartolito Meneghini, un tano que tenía plata hasta en la mugre de los pies, catolicón, virgo, asesor del obispo local. Como en el tango, la Veterana le fundió el mercadito y no le dio tiempo a rajar. Al cabo de tres años, lo largó a Meneghini sin un peso, cargado de deudas, cornudo y, para colmo, enemistado con la curia, con Dios y María santísima. Y vea otro caso, otra de las caprichosas maneras de la desgracia: el gordo Angulo, Angulito para los amigos, puso una pizzería en la calle principal de Resistencia y se llenó de oro en pocos años. Oro que dedicó a obras de beneficiencia como el asilo de ancianos, la casa cuna, el patronato de leprosos. Dechado de virtudes sólo aparentes, mantenía tres prostíbulos en el puerto, oficiaba de proxeneta y procuraba infartar de envidia a cuanto cabrón se le cruzaba en el camino. Se compró un Cadillac, allá por el cincuenta y seis, y se paseaba por la ciudad, todas las tardes, despacito, para que todos lo vieran, y a la hora del crepúsculo estacionaba en una esquina cual-
quiera, de las más concurridas, y se ponía a leer el diario bajo la luz interior del Cadillac. Pronto lo hicieron socio del Club Social, lo convirtieron en invitado frecuente al palco de los gobernantes en los actos públicos, se hizo amigo de la policía y de los militares de la guarnición local y, en fin, se transformó en uno de esos tipos que se sienten hermanados con Dios, autoconvencidos de ser su interlocutor más fiel y que aparecen ante la población como una especie de paradigma de virtudes de segunda, envidiado y temido. Y tan odiado, que circulaba el chiste de que Angulito era como la diarrea estival, que si te agarra te consume y te liquida. Ese tipo, poco antes de cumplir sesenta años ya iba siendo demasiado solterón. Se hacían apuestas, incluso, para ver en qué año se casaba. Pero él no cedía. Hasta que una noche, durante una fiesta de gala en el Club Social, imprevistamente anunció su casamiento con la Rebequita Guinzberg. Era increíble, eso. Ella sólo tenía diecisiete años, era hija única de una familia de judíos ortodoxos, de esos que no pueden ver a los goím ni en figuritas y que se la pasan de la casa al trabajo y del trabajo a la sinagoga. Y por si todo ello no bastara, encima la Rebequita podía figurar entre las cinco chicas más lindas de Resistencia. De sólo pensar en ella, en pelotas, soportando la panza del gordo Angulo encima, uno podía empezar a odiar a la vida. Se casaron inmediatamente. Sólo por civil, pues se trataba de que ninguna colectividad triunfara sobre la otra, pero ella toda de blanco y él hecho un duque, ché, lo hubiera visto, si hasta la panza se le disimulaba. Pero lo terrible sucedió poco tiempo más tarde. Fue penoso ver a la Rebequita convertida en estrella de «La cigüeña negra», el burdel más lujoso del puerto, cuatro meses después. Ahí la puso a trabajar, el muy cabrón. Es que el mal es rico para expresarse, Jaime. Vence siempre el vino rancio, el sin alcurnia, el desprovisto de nobleza. Por eso digo que no hay palabras para definir al amor, a las mujeres. Los verbos son escasos, los adjetivos pobres. Qué pauperización soportando,
qué incongruencia. y siempre, inexorable como la muerte, triunfa el vicio. Y no me diga que me pongo moralista. Yo soy moralista. Porque no hay derecho a que las historias que valen la pena sean sólo excepciones. Como el caso de la Tibia Roldán, una muchacha abnegada y leal como ella sola, que se enganchó con un correntino maula, un tipo que había sido contrabandista en la frontera con el Paraguay, estafador, timbero, que también manejaba el abigeato en gran escala en la provincia de Formosa, un fulano de esos que más vale perderlo que encontrado. La Tibia -fíjese que le decían así porque era de esa clase de personas que nunca se calienta por nada, pero siempre conserva calidez para todo- se enamoró perdidamente de este hombre. Y él, a su manera, también la amó. Se cuenta que aparecía muy de vez en cuando, pero le traía regalos, la llevaba a comer a los mejores restaurantes, la atendía como a una princesa, la vestía y -era fama- le hacía el amor de la manera más delicada, como un jardinero se afana con sus rosales. La Tibia Roldán lo debe haber pensado: «Este tipo no me conviene, pero es el hombre más fascinante del mundo». Y se entregó. Y aunque se veían muy pocas veces, él siempre se hacía presente, desde donde fuera, con flores y cartas encendidas que portaban sus emisarios. Hasta que un día, a finales de los cincuenta, el correntino cayó en cana. Lo agarraron en una celada en medio del río Paraná, con cuatro lanchas artilladas de la Prefectura Naval, que por boca de algún alcahuete sabía del último operativo que había planeado el fulano. Un asunto menor, claro, pero también así caen los grandes: creo que lo agarraron transportando un par de toneladas de cigarrillos yanquis en una barcaza aceitera. Y lo mandaron a Devoto, en Buenos Aires, donde le dieron tanta biaba que el correntino parece que cantó hasta La Cumparsita en inglés. Le encajaron catorce años. Y la Tibia Roldán, convertida en súbita viuda supérstite, sin derramar una sola lágrima, sin el más mínimo escándalo y desprovis-
ta de flaquezas, pobre y solitaria, sencillamente le ofreció casamiento para que él pudiera recibir visitas una vez a la semana en la cárcel. Y se fue para Buenos Aires, la Tibia, apenas con un atadito de ropa y unos pesos que le prestó una pitonisa de Makallé, que supo ser amiga del correntino y cuya casa había sido aguantadero de la banda. Circularon muchas versiones sobre el final que le tocó a esa historia, todas encontradas: que se convirtió en fichera de un piringundín del puerto de Buenos Aires, que se hizo monja carmelita, que tenía un quiosquito de venta de periódicos en el barrio del Once, que ahora andaba en amores con uno de los lugartenientes del correntino, un fulano al que llamaban El Opaco, porque no tenía ningún brillo personal, en fin, habladurías. Cosas de pueblo. Pero vea qué curioso: una tarde de sábado andaba yo caminando por Palermo, antes de venirme, y en la puerta del zoológico una señora me chista y me mira, sonriente, cuando me vuelvo para responder. No la reconocí. Hasta que ella me dijo: -Pero ché, ¿ya no te acordás de mí? ¿Qué clase de chaqueño sos? Soy la Tibia Roldán, y cuando me fui de Resistencia vos eras chiquito así -hizo un gesto hacia abajo, como para palmear a un perro, y ensanchó su sonrisa-. Estás idéntico a tu padre. Me quise morir, Jaime. -Tibia -dije-, qué hacés. -Traje los chicos a ver los animalitos. Y señaló a un par de criaturas, dos niñas espléndidas, morenas como la noche, propietarias de unos ojos y de una personalidad que coincidían casi exactamente con los del hombre que estaba con ellas. -Mi marido -dijo la Tibia. Y yo supe que era el correntino. Un tipazo, ché, de esos que uno ve y dice qué carajo, yo a este cuate lo quiero de cumpa, Dios me libre si me toca de enemigo. Nos dimos la mano y, sin que yo preguntara nada, ella me contó -se justificaba, me parece- que a él lo habían largado exactamente a los catorce años de estar en gale-
ra. Ni un día le perdonaron. Cada uno de los dos se bancó la bronca, la tristeza, la miseria (porque la banda se hizo perdiz, claro) y cuando los encontré aquella tarde en Palermo, ya estaban veteranos, perdidas las lozanías, pero felices. ¿Ve lo que le digo, Jaime? Estaban felices. Pero ésas son excepciones, como para pensar que, después de todo, algunos sí dialogan con el vino. Porque la nobleza también resurge, como el diablo, donde uno menos la espera.
Y así apareció Aurora. Como el diablo. Que te agarra débil y confuso, que te da vuelta y te pone patas arriba. Está claro que me vengo resistiendo a hablar de ella, pero sí, volví a encontrarla. Quiero decir, volví a cruzarme con ella, en la esquina de Reforma y Niza. Sentí como si una especie de vibrador electrónico empezara a menearme las nalgas. Del miedo, literalmente era capaz de cortar alambre con el culo, en ese momento. En cuanto la reconocí, me acerqué lentamente, como sospechando de la realidad. Ella estaba vestida de verde, de un falso verde esperanza, y miraba una vidriera. Al principio no me vio, pero yo me preguntaba qué hacía, yo, ahí, en esa esquina no prevista en itinerario alguno, no apuntada en mi agenda, qué cuernos hacía yo ahí. Me dije «casualidad», enseguida me dije «un carajo, casualidad» y me confesé que había ido a buscarla. Que toda mi vida la pasé buscándola. Y ahí estaba, Aurora, más madura, con su belleza más serena, yo diría que era una cauta belleza. Pero igualmente hermosa que en mis recuerdos, con el pelo cortado sobre los hombros, los ojos astutos y tan brillantes, la boca entreabierta mostrando dos hileras parejitas de dientes blanquísimos, su figura amada siempre. -Todo en su lugar -dije, como en un chiste para mí mismo, chiste que fue una burda manera de contener el pánico, cuando ella me miró.
-Parece mentira -dijo, hablando despacito, como en secreto, como si fuéramos los dos únicos habitantes de México, en ese momento. -Pero es verdad -comenté-; qué hacés aquí. -Y vos -replicó Aurora. Yo pensé pinche México, y pensé México lindo y querido, y pensé qué increíble, qué cosas tiene este país. Pero no quería pensar, Jaime, me resistía, como me resisto ahora, a rebobinar esta película. Necesitaba alejarme de tanta cercanía súbita, de esa repentina invasión de recuerdos. Y fíjese qué tonto, ché, qué curioso: me aferré a pensar en México, observé el tránsito enloquecido de las seis de la tarde, el smog que no permitía ver más allá de Insurgentes, el paso presuroso de tanto peatón ignorado, ignorante de todo lo que estaba sucediendo en ese momento. Qué idiota: yo preferí abstraerme, como en un jueguecito infantil, y empecé a pensar en la generosidad de México, y en lo inhóspito que nos resulta este país, tan capaz de brindamos esta tangible seguridad de estar vivos, enteritos, esta sensación de que todo tiene arreglo, esta afirmación cotidiana de sentimos más o menos libres, pero también, vea, contradictoriamente, tan certero para hacernos sentir foráneos, tan preciso y eficaz para quebrar cualquier integración duradera, más o menos absoluta, y tan concreto y hasta riguroso en su modo chovinista de aceptarnos pero invitándonos a irnos cuanto antes, o si quiere, tan hospitalario pero a la vez con tantos límites. Pensé en México, mire si no es para matarme, con Aurora, ahí, enfrente de mí, preguntándome: -Pero ché, hablame, decí algo. Han pasado mil años. Y me chingó de nuevo. Mil años. Lo dijo así, como si nada, y yo sentí que me embriagaban el ruido de la ciudad, el ritmo alucinante de la calle, diciendo que sí, que eran mil años, qué cosa, fíjense ustedes, y a mí qué, me vale madre, cuando en realidad no, no me vale, me importa y me importa mucho. Yo no quiero mil años, quiero llorar
un poco, me cago en Ceuta, qué desesperación, Jaime, qué desesperación y qué mudez. Y dentro mío, como independiente de la vibración que yo sentía, mi cabeza meta darle vueltas al asunto: qué fantástico, México, qué sería de tantos latinoamericanos sin tu albergue -fíjese, ché, tuteaba al país, inconsciente total-, sin tu benevolencia y aún sin tu hostilidad. Quiero decir, este país, que no es ni será nuestro, es una manera de que cada uno afirme su origen, su nacionalidad, aunque en el fondo también es una forma de reconocer los orígenes comunes. ¡Concha de Dios! ¿Es que me estaba volviendo loco, pensando pendejadas que no venían al caso? Pero no, no se alarme, no voy a entrar en esta temática, no, si es evidente que éste es un recurso facilongo de la memoria, una artimaña ingenua contra el olvido. Una especie de sociología de entrecasa, ineficaz y futil como tantas cosas de entrecasa. Porque estoy eludiendo referirme a Aurora, claro. Y cómo no, ¿acaso no le estoy contando que ayer, con ella enfrente, estaba como un perfecto boludo, sin poder rebelarme a mi incapacidad de decirle lo que verdaderamente sentía? Hubiera querido hablarle de estas ganas de amarla, casi mágicas, que me poseen desde hace veinte años. Hubiera querido explicarle que todavía ardo de calentura a pesar de que ahora apenas alcanzo a imaginar sus pechos, su cintura levemente engrosada, y su pubis tan conocido, tan familiar y tan amado en otros tiempos. Pero no pude decirle nada. Entiéndame, Jaime, lo que estoy procurando describir es cómo se me movió el piso, porque sentí un terremoto particular que fue capaz de sacudir ese cielo extraordinario que alguna vez toqué con las manos. Porque el cimbronazo de encontrarla en esa esquina de Reforma y Niza no es una lenteja que se come cruda. Yo tenía dieciocho años cuando me fui del Chaco, Jaime, cuando abandoné mi pueblo. Y ella tenía veintitrés. Desde entonces ha pasado un chingo de años, que dejaron huella, qué caray, que no fueron gratis. Uno anduvo fracasando, meta llenar los bolsillos con una
experiencia que no sirve para nada, incapacitado de reconocer que es imposible retener la adolescencia. Uno anduvo huyendo del diablo, hasta que el diablo aparece y zas, te paraliza. Ella tenía veintitrés, le digo, y ya había mandado al carajo al imbécil de Ataliva Lombardo, y por entonces estaba enamorada de Alberto Venturi, un buen tipo, un flor de tipo, para qué negarlo. No vale hacerme el pendejo. Era un tipazo. Igual tenía celos de él, naturalmente. Y así se lo dije a ella, el día de la despedida, en aquella carta adolescente, o adolemadura, si vale la transición de la etapa, quiero decir del pendejo al cabrón. Aquella carta que le dejé la última noche. Ella la leyó inmediatamente, como era de prever, y vino a mi casa, a mi habitación, donde a las cuatro de la mañana yo terminaba de empacar mis ropas, porque el ómnibus partía para Buenos Aires a las seis en punto, y me dijo: -Por qué. Eso nomás: me preguntó por qué. -Porque me voy, Aurora, porque te quiero demasiado y ya empiezo a ser grande y me inicio en ciertas comprensiones, como la de saber que no hay futuro con vos. -El futuro es muy largo -dijo ella-. No sabés. -Sí que es -repliqué, empecinado, aunque sospechaba que ella tenía razón, como ahora sé que la tuvo. Y nos quedamos un rato en silencio, mientras yo terminaba de guardar unos discos, unas medias, creo que un suéter para el viaje, por si hacía frío en el ómnibus. Fue entonces cuando me abrazó, llorando, y me dijo: -Yo también te quiero mucho. Lástima que sólo seamos capaces de abarcar el futuro inmediato. Pero algún día... -Sí -respondí-, sí, algún día. Quién sabe –y me libré de su abrazo y metí unas zapatillas en el último bolso. Nos quedamos otra vez en silencio, casi sepulcrales, conscientes de que asistíamos al final de una etapa, cuya culminación debía haber sido previsible. Los dos nos sentíamos, se me hace, como fa-
miliares de un enfermo de cáncer. Se lo llora igual, pero uno ya estaba preparado. Así, la muerte, aunque siempre duele, duele menos. Y esa etapa no había sido verdurita. Mi madre había muerto un año antes, Aurora terminado su carrera en la universidad, yo acabado la secundaria, coño, eran demasiados cambios, el final de una lucha, el inicio de otras, la vida. Un cementerio, quizá, nuestras caras. Un ataúd pesado cada cosa, cada recuerdo, cada instante. Y cuando me acompañó hasta la puerta de calle, donde me esperaba el taxi de Chirola Gómez –combinado desde la tarde anterior- ella me tomó una mano, la apretó muy fuerte, y musitó: -Sin adiós, ¿eh? Mejor decimos hasta luego, hasta un día de éstos. Y yo no supe qué decirle. Como un idiota, me largué a llorar, ocupando mi espacio, aprovechando mi turno para la desesperación, y entonces ella se plegó, y dábamos pena ahí, los dos, abrazados como hermanos, inundados por ese amor impoluto, en el momento de ese patético adiós filial, hasta que Chirola nos separó como un réferi ordena un bréq a dos boxeadores que han caído en un clinch antirreglamentario, sólo que tiernamente, y me dijo: -Ché, pibe, vamos que perdés el micro. Y eso fue todo. Y todo quiere decir todo, si uno soslaya los años de recordarla, de empeñarse en este olvido imposible que le he venido contando y que, ahora, se ha convertido en este miedo, este terror insólito porque la encontré, como le decía, aquí nomás, en la esquina de Reforma y Niza, y no supe qué decirle.
IX
Uno no debe desaprovechar los momentos, Jaime. Así dicen: no dejes para mañana, etcétera. Uno, de pronto, se siente cargado de culpas porque ha fracasado y cree que cualquier amor es el amor. No es fácil este negocio de amar inexpresivamente, en abstracto. Es vivir sin amar. Hay como un silencio inmenso, vastísimo, un misterio parece envolverlo todo y, acaso, uno llega hasta a pensar que no hay salida. Uno puede no desaprovechar los momentos; lo que no puede es estar seguro de acertar. Le digo esto, porque estuve pensando que el estar lejos del país tiene pautas propias, peculiares reglas de juego que van desde enfrentamos a la cruda realidad del olvido, hasta topamos en una esquina con la mujer del recuerdo más vigoroso. Con Aurora. Que me dijo «pero ché, hablame, decí algo, han pasado mil años». Mil años. Uno debe darse tiempo para colocar a cada cosa en su lugar, en su momento, en esos mil años. Uno no puede encarar cada asunto con la misma frontalidad. El amor es el amor, el trabajo es el trabajo, el exilio es el exilio. Se dice fácil. Pero después igual uno se hace bolas. Ya no sé manejar esto con claridad. Quizás el tembladeral empieza con el solo hecho de no tener patria, de haberla perdido. Ni la tienen nuestros hijos y por eso, entre otras causas, es que uno se siente mal. Me revienta reconocer esto. Pero los hijos dibujan dos banderas, se aferran a dos geografías, aprenden dos historias, se contagian de las añoranzas por partida doble y hasta asumen una nostalgia impropia. Todo por duplicado. Y uno siente culpas. Cómo no sentirlas, si uno se ha venido con la muerte
en la memoria, con el odio en el bolsillo, con el horror dibujado en la piel. Y estas criaturas, digo yo: ¿cómo harán para perdonamos tanta tristeza? ¿Cómo, de qué recóndito sitio sacarán la indulgencia suficiente para disculpamos el trasplante, la confusión? ¿De qué manera se expresará, cuán grande será, su clemencia, su generosidad, el día de mañana, aquí o allá, cuando juzguen este exilio involuntario? ¿Cuando nos juzguen porque les quitamos los rostros de los seres queridos, porque les impusimos un arraigo forzado, un desarraigo prematuro, y porque les endosamos, quién sabe, un odio y un resentimiento que no serán de ellos? No son tonterías. Por eso digo que uno no debe desaprovechar los momentos para efectuar los balances, para anticipar el juicio seguro, inevitable. Por eso cuando mis hijas me dicen «estoy triste, papi», no puedo dejar de remitirme a las condenas de antemano. Por eso estas certezas de andar siempre desacertando se tornan implacables, desesperantes. Van siendo demasiadas las cosas que no tengo claras. Como cuando imagino que caminamos, Aurora y yo, por una callecita de esas que se acomodaron en la memoria y se quedaron, quietecitas, sin mucha luminosidad pero con una persistencia digna de un amor adolescente. La imagino a mi lado, Jaime, y pareciera que el porvenir es muy largo, cargado de promesas sospechosas, pero al final hay algo que da miedo. Uno se llena de ansiedad, que es una especie de nostalgia, pero al revés. Son como pájaros mañeros, aves de rapiña disparadas de los libros de cuentos infantiles que aparecen y luego desaparecen, impune, arteramente. Aves que hoy, en especial, me hacen sentir extrañamente alertado, pasible de ser víctima de malas jugadas. Descubro, de pronto, que no quepo en mi cuerpo, que esta figura que soy no es un continente adecuado, eficaz, para albergar tanta desesperación y tanto amor inútil. Por eso prefiero no hurgar más en profundidades que no comprendo y que me producen esta angustia tan nítida como el sabor
grueso del tabaco negro. Prefiero distraerme para no asumir mi cobardía, mi debilidad. Ya son demasiadas las mujeres que me lo dicen, algunas con cariño, otras con lástima, otras con temor, la mayoría con rabia, indignadas, usted sabe cómo son las mujeres, qué mal reaccionan cuando las cosas no resultan como imaginaron, cuando un hombre no tiene las virtudes que quisieron ver en él. El Marruco Valussi decía que a las mujeres hay que medirles el aceite por dos razones: porque si uno las clava no se las lleva el viento, y porque, además, dejándolas clavadas es más fácil huir luego de ellas. Nunca voy a olvidar a ciertos personajes de mi pueblo, como el Marruco, por esa sabiduría de sus sentencias que más tarde puede comprobar. Como cuando afirmaba que un hombre puede nunca estar solo, si se lo propone, porque la variedad de mujeres que uno puede hallar es infinita; el asunto está en paciencia que se posea y en la capacidad de búsqueda. El Marruco aseguraba que había inventado un método infalible, que consistía en contar, cada vez que una mina le gustaba, que en el patio de su casa tenía dos rinocerontitos que acababan de enviarle de África. «Ninguna mujer se resiste a la mentira -juzgaba, doctoral-; son tan mentirosas que terminan por no saber distinguir lo verdadero de lo imposible.» Era la gente pesada. Una vez, poco antes de que yo me fuera de Resistencia, el Marruco organizó una fiesta con no sé qué motivo en «El Tiburón Rojo», que era otro de los prostíbulos que regentaba el gordo Angulo. Alquiló el local, un sábado, y lo cerró para sus amigos. Contrató a una orquesta de jazz y a nada y a un conjunto que hacía furor en el interior de la provincia: «Los Elegantes del Chamamé». Y prometió una «joda de película», que sería conducida por el gordo Angula, improvisado maestro de ceremonias. Los cincuenta invitados bebieron y bailaron toda la noche con las dieciséis pupilas de «El Tiburón Rojo», con una docena de amigas que el Marruco reclutó en los arrabales de la ciudad, y hasta con dos mellizas correntinas que estaban de moda en aquella época, conocidas como «las comehombres».
La fiesta se prolongó hasta la madrugada, hasta que los borrachos empezaron a confundir sombras con luces, hasta que las profesionales terminaron arrumbándose en cojines y sillones y las aficionadas se pusieron agresivas, violentas, con los fulanos que se sobrepasan. A eso de las cuatro de la mañana, el entusiasmo había disminuido y eran pocos los que se mantenían de pie. Uno de ellos era el Turco Benasaun quien aseguraba que las mujeres no debían quejarse de nada, al menos en América Latina, porque, decía, «siendo minas, han tenido la suerte de no nacer árabes, así que mejor se callan la boca». De tan pedo que estaba, y luego de repetir veinte veces su chiste, que ya nadie festejaba, empezó a gritar que la joda no podía terminar bien si el Marruco y Angulo no concursaban en un insólito campeonato de paja que pretendió organizar. Se paró en medio de la pista de baile, hizo callar a los músicos («Los Elegantes del Chamamé», que eran los únicos que se conservaban más o menos sobrios, aunque de elegantes no tenían nada y a esa altura desafinaban rancheras y pasodobles) y anunció que los concursantes debían sacar sus sexos «para ponerlos a consideración de la concurrencia, a efectos de que se hicieran las apuestas correspondientes por parte del respetable público». «¡Al gordo ya no se le para!», gritó uno, en medio de las carcajadas de los que todavía estaban conscientes, comentario que picó el orgullo de Angulo, quien aseguró que «estando en pedo se me para hasta el corazón» y se lanzó al centro del escenario y empezó a bailar una tarantela mientras se desabrochaba la bragueta. El Marruco estaba acostado en tres sillas, y era apantallado por una negra de Curitiba que se llamaba Omayra y era la última estrella contratada por «El Tiburón Rojo». Azuzado por el público para que demostrara que la juventud también sabía bailar la tarantela y para que dejara en libertad su mercadería, fue obligado a pararse y, haciendo ochos y con los ojos bizcos, sostenidos por la negra, llegó a la pista de baile. Entonces, imprevistamente, ronco de furia y sin bajarse el pantalón, declaró que siempre había sabido el odio que le guardaba An-
gula, por lo que, enarbolando un cuchillo que quién sabe de dónde había sacado, prometió que le cortaría el «sucio pito a ese gordo de mierda». Se abalanzó sobre Angula, ante el horror de los presentes, y se armó una batahola en la que nadie pudo permanecer neutral. En medio de botellazos, trompadas, puntapiés, la fiesta terminó cuando llegó la policía, llamada por el bandoneonista de la orquesta. Al Marruco le quitaron el. cuchillo entre cuatro uniformados, y Angulo apareció detrás del piano, en medio de sus vómitos y con los pantalones encastrados en su propia mierda, producto del susto que se pegó. Tuvieron que encerrarlos en diferentes camiones, porque el Marruco gritaba que «aunque sea con las manos te vaya cortar esa pija que tenés, gordo, para lo que te sirve, cretino, yo estaba enamorado de la Rebequita y mirá lo que le hiciste», y ahí fue que todos se dieron cuenta del drama, porque alguno reparó en que era cierto que el Marruco se ponía furioso ante la sola mención de «La Cigüeña Negra», burdel que desde hacía mucho tiempo no pisaba. -Estaba escrito -sentenció el Sordo Chiche, al día siguiente, cuando contaba a los muchachos del barrio lo sucedido-. Estaba escrito que esa fiesta iba a terminar mal. -Sí, estaba escrito -ratificó Benasayag, mirándolo de reojo y bebiendo su cerveza-. Y habría que cortarle la mano al hijo de puta que escribió eso. Pobre Marruco.
Aurora pintaba, no sé si se lo dije. Dibujaba trazos que a veces me resultaban imposibles de entender, creaba colores firmes casi siempre el azul, el marrón, el rojo- que luego degradaba en torsos y caderas de innumerables decapitados. Generalmente, pintaba pedazos de cuerpos de mujeres gordas, viejas, que pretendían ser horribles pero que, no sé cómo, mantenían una cierta belleza, una armonía fascinante pero a la vez repudiable. Yo no sé cómo hacía, Aurora, para congeniar la pintura con la biología. Pero tenía talento.
Ahora no sé por qué le digo todo esto. Quizá recurro a las palabras para distraer mi propia atención de lo principal. Es una manera de no pensar, una forma de olvido. Y el olvido es cruel, despiadado, sobre todo cuando se trata de olvidar al que nos condenan los demás. Aquellas cosas que le vengo contando, aunque sucedieron hace mucho, siguen vivas en mí. Aurora no ha muerto, jamás murió en mi memoria, y por eso ahora recobra tanta vida, genera tanto pánico. Yo no sé si la he seguido amando, si la amo todavía, pero sé que el amor que le profesé me marcó todos estos años. Y eso no es poquita cosa. Me quedé recordándola en silencio, queriéndola acaso, de manera impotente, concreta y tangiblemente inútil, sin atreverme a decírselo, a buscarla, a obligarla a ser partícipe, responsable de lo que hizo. Porque un amor nunca es producto de una sola persona; no hay práctica unilateral en el amor. Ella fue responsable de que yo la quisiera. Y por eso tengo tanta bronca, también. Ahora me siento doblegado. Ha de ser por eso que insisto en esta sensación de culpa, que seguramente no es sino la expresión de culpas viejas, de una rabia sólida como un dintel de madera de lapacho. Porque uno es tramposo, no hay caso: en vez de largarse a llorar, en lugar de reconocer que uno está hecho pelotas, opta por digresiones como ésta para retener su atención, para que no me deje solo, Jaime. No hay nada peor que el miedo a estar solo. Lo cual es una soberana estupidez, porque siempre estamos solos, porque a todos nos faltan las Auroras, porque todos alguna vez amamos a una Aurora que nos cagó la vida. Y uno, entonces, se queda así. Aferrado a una oreja como la suya, pero para descubrir a cada momento que no tiene rumbo, que los rumbos no existen y sólo hay caminos que conducen a ninguna parte, escenarios que se cree recordar, caras que aparecen para luego esfumarse. Y hay, también, un amor y un odio así de grande, como éstos, que ya no sé cómo hacer para explicarlos, para raciona-
lizarlos a fin de que duelan menos, porque la racionalización, usted sabe, es una manera de enfriar las cosas.
X
Pero no desaproveché el momento. Me sobrepuse al impacto y dejé paso a una legítima, auténtica alegría, aunque en un tono más bien sereno. La tomé del brazo, confianzudo, y con el aplomo recobrado, le dije: -Vení, Aurora, tomemos un café. Cruzamos la calle y nos sentamos en esos horribles butacones del Vips, con una mesa enorme entre medio de los dos. Como si tantos años no hubieran significado, ya, suficiente distancia. Nos sentamos, le digo, y se produjo un silencio denso, que me volvió a incomodar. Yo buscaba símbolos, ¿sabe?, y no veía el modo de encontrarlos, mientras ella, con las manos cruzadas delante de su pecho, sobre la mesa, simplemente me miraba, con un dejo de extrañeza, con un aire medio pícaro. No sabíamos qué hacer, ésa es la verdad. Entonces, mientras una mesera nos traía los cafés, empecé a contarle la historia de la guitarra de Betinotti. De José Betinotti, el Pepe Betinotti, que supo ser uno de los más grandes payadores, autor de letras y músicas, juglar proletario de Buenos Aires. ¿La conoce, ché? La historia, digo. Yo la leí hace mucho tiempo, en Buenos Aires, creo que en el suplemento literario de La Opinión. Se trataba del relato del amor que unió al Pepe y a María, quien supo ser su compañera desde muy joven, a fines del siglo pasado, cuando Betinotti estaba en la malaria más absoluta, cuando trabajaba como hojalatero en el barrio de Almagro.
Contaba ella cómo se habían conocido; en un baile efectuado en un conventillo, exactamente en un patio de glicinas, alrededor de un aljibe y bajo la luz de faroles de querosene. De ahí salió un noviazgo, producto del impacto que significó para ellos haber bailado valses, habaneras, polkas y mazurcas. Un año después se casaron, tuvieron un hijo que se llamó Josecito y que murió antes de cumplir diez meses, y él cambió de oficio -se hizo zapatero- mientras seguía cantando en reuniones de amigos, en los arrabales, y se resistía a que su fama creciera, aunque había ya quienes lo comparaban con el mismísimo Gabino Ezeiza. Lo cierto es que ganó unos pesos, siguió componiendo y al cabo aceptó, con modestia, claro, presentarse en público, en teatros y circos. En fin, no se trata ahora de que yo me convierta en biógrafo de Betinotti (eso ya lo hizo Hornero Manzi, caray, que escribió aquella milonga inolvidable) sino de contarle, Jaime, lo que le conté a Aurora en el Vips. Porque acaso, lo pienso ahora, de pronto ése era el símbolo estaba buscando. Y vea, me salió solito, casualmente, como suceden las grandes cosas. Y es que la guitarra de Betinotti lloró su muerte, vea. No, no es un chiste, no es un cuento. Allá por el año dieciséis o el diecisiete, no sé, Betinotti enfermó gravemente, de un día para el otro. Un dolor de cabeza muy agudo, un desmayo, el coma. María y el resto de la familia lo velaron varias noches, mientras Pepe se consumía devorado por una fiebre atroz, pertinaz, incesante. Se murió, claro, al cabo de una semana amarga, que yo imagino de lluvia sobre los adoquines de Buenos Aires, con los nubarrones de un otoño atascado e indiferente. Y contaba la viuda que en el preciso, exacto momento en que el payador ya no tuvo pulso, los que lo velaban escucharon un quejido agudo, metálico, retumbante. Se miraron sin saber de qué se trataba, súbitamente desprevenidos, desarmados ante la tragedia, hasta que un amigo de la casa se dirigió, resuelto, a la caja donde se guardaba la guitarra de Betinotti. La abrió y mostró el instrumento a los presentes: a la altura de la bo-
ca, la prima se había cortado. Y colgaba, como un hilo triste y solidario, como un condón viejo, usado, inservible. Ese era el símbolo, Jaime. Le dije a Aurora, cuando terminé la evocación: -… y en nuestra historia común, yo soy la cuerda rota. Me corté cuando nos despedimos, aquella madrugada en que Chirola Gómez me urgía para que no perdiera el ómnibus. -Qué cursi -dijo ella-, no habrá sido para tanto. Y sonrió. -Sí, cursi, cursi -desdeñé-, pero el que se aguantó tanta pérdida fui yo. -Pérdidas -repitió ella, y su cara se ensombreció-, todos perdemos. Somos una generación que viene perdiendo desde hace tiempo. Bajó la cabeza, sorbió su café y encendió otro cigarrillo. Me di cuenta de que ése no era el camino correcto para reconocemos. El drama era que no sabía encontrar uno mejor. -¿Vos cómo estás? -le pregunté, buscando cambiar de tema. -Mal. Me dejó desconcertado. Silencio. -¿Y vos? -preguntó ella. -Y… acá ando. Y entonces nos miramos y sonreímos. Y empezamos a hablar de los viejos tiempos, ese recurso magnífico, pero a la vez desdichado, de los que se reencuentran luego de veinte años y no son capaces de reconocer que el tiempo ha transcurrido. Se sabe que todo es distinto, pero de alguna manera uno se aferra al pasado. Después de todo, el pasado es lo único que se tiene. Y además, ¿cómo encerrar veinte años en una hora de conversación? Pero igual hicimos un esfuerzo, que sabíamos inútil. En todo caso, nos unieron las anécdotas, las citas comunes. Creo que nos reconciliamos con mi madre; que en ese momento quisimos a las otras chicas que vivían en nuestra casa como nunca antes; que Resistencia
nos pareció un sitio ideal al que nunca dejaríamos de añorar y al que, seguramente, jamás retornaríamos aunque viviéramos jurándonos volver. Así pasa, Jaime, creo, cuando uno empieza a darse cuenta de la distancia. Y nada ratifica tanto una distancia como un encuentro con alguien tan cercano. En un momento, ella lo dijo citando a Neruda: «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». Y ahí vimos que era cierto. No nos sorprendía, lo sabíamos. Sólo que no es lo mismo saber algo que reconocerlo, verbalizarlo. Uno vive mintiéndose mucho; pero el problema con las mentiras es que después hay que andar huyendo de ellas, y como uno finalmente no puede, ni quiere, huir de las propias mentiras, uno termina por hacerse cómplice. Y los libretos aparecen cambiados. Y uno se equivoca. Y cuando aparece una Aurora, todo se cae a pedazos. Yo no sabía si ése era el camino correcto para reconocernos, pero era, evidentemente, el único que podíamos intentar. Las anécdotas de la adolescencia suelen ser un recurso eficaz para sortear la incomunicación. Aurora me preguntó qué había pasado aquella noche en lo de las mellizas Torti. Le conté la verdad y se rió a carcajadas. Era una risa fresca, linda; la misma que yo retenía en mi memoria. Fue como una clave para que yo sintiera que de todos modos, efectivamente, éramos nosotros dos. Después le pregunté si ella realmente sabía de mi odio al Ataliva Lombardo. Me dijo que sí, que por supuesto, y me contó que se había recibido de abogado y que creía que ahora era juez federal. Le di mi opinión sobre los jueces federales de la junta militar, como tanteándola, tratando de ver su reacción, pero ella bajó los ojos y dijo algo así como que después de todo en aquella época no era un mal tipo. Quizá, dije yo, en aquella época no existían los malos tipos, la adolescencia acaso es una etapa de la vida en la que se inventan los odios, como se inventan los amores. Es la adultez la que confirma aquellas invenciones. Cada tanto, producíamos silencios que resultaban pesados, silencios que se hacían sentir, porque eran como cortes de luz, breves
oscuridades en las que no sabíamos reencontrarnos. Yo, entonces, recurría a mis tonteras, a evocaciones de personajes, y llevaba a la mesa del Vips a sujetos como el Marruco Valussi, como el Sordo Chiche, como la Tibia Roldán, e incluso al alemán Schlauer, cuya mención me permitió atrancarle a Aurora una que otra sonrisa, a pesar de lo cual cada silencio posterior nos permitía verificar una constante, ineludible caída en cierta forma de solemnidad, ya superada la sorpresa del encuentro, como es lógico, porque siempre sucede que a las sorpresas sigue un cierto relajamiento y la Cosa se pone seria. Sobre todo si se trata de una sorpresa esperada veinte años. Los dos mencionamos reiteradamente semejante distancia. Recordamos los versos de Alfredo Lepera: «Que veinte años no es nada», y yo dije «qué no van a ser nada», y ella dijo que muchas veces se había acordado de mí, y yo me olvidé de Lepera y le confesé que todas las veces, durante veinte años, me había acordado de ella. En un acceso verborrágico, le conté de mi viaje a Buenos Aires, de mi salida del Chaco, de la militancia política, de mi casamiento, de mis hijas, de mi arribo a México, de mi divorcio, de centenas de sueños, y de su propia presencia, constante, empecinada, en mi vida durante veinte años de no verla y esperarla. Entonces se produjo otro silencio. Más largo, más denso, un silencio de esos que solemos necesitar para asimilar las evidencias, para darnos cuenta de que ya no somos tan jóvenes, porque tenemos historia, y la historia es larga, y pesa mucho. Esos silencios que necesitamos para reflexionar que, sin embargo, seguimos siendo jóvenes, porque uno es joven mientras sigue pensando que nada es inmutable, así como empieza a ser adulto cuando deja de creer en su propia inmortalidad porque ya tiene alguna idea clara, cierta, sobre la muerte, y sabe entonces que la muerte es una conclusión también atribuible a uno mismo. Borges tiene razón cuando dice que sólo los animales son inmortales, porque ellos no saben que han de morir.
El silencio fue largo y yo lo rompí hablando de Asdelavir Oviedo, un fulano que vivía frente a nuestra casa, en Resistencia, y al que todo el barrio quería. -¿Sabés que se murió? -Sí, sabía -respondió ella. Y a mí no se me ocurrió otra cosa que tomar en broma la muerte de Asdelavir Oviedo. Aunque en realidad, no era a la muerte a la que invocaba, sino al personaje. Se llamaba así porque sus padres, campesinos, habían recurrido a un almanaque, como se acostumbra en las provincias, para bautizar a los hijos con nombres de santos. Y resultó que este tipo nació un 15 de agosto, que en los almanaques figura como feriado y tiene, al pie del número, la indicación de que es el día de la Ascensión de la Virgen. Y vino a ser que en el almanaque consultado por la familia Oviedo tal mención se había abreviado: As. de la Vir. Pertenecía a esa clase de tipos que siempre se están riendo, y por eso muchos piensan que es el idiota del barrio, pero resulta que es imprescindible en las fiestas, en la ayuda a la gente, en el ánimo que siempre tiene disponible para los demás. Cuando yo era chico, Asdelavir nos contaba que, en su juventud, una tarde que andaba muy caliente se había cogido un pedazo de hígado de vaca adquirido en una carnicería. Ante nuestro espanto, filosofaba: «Sí, les parecerá asqueroso, pero era un hígado no congelado y estaba calentito. Y además, me ahorré una paja, chamizo». Y se reía, mostrando sus dientes picados, sin importarle que le creyéramos o no. Era un tipo habilidoso y gentil, solidario, que jamás decía que no si se trataba de ayudar a la gente del vecindario. Con un martillo, un destornillador y una pinza, no había objeto que no fuera capaz de componer. Y jamás aceptaba un peso en pago. Era uno de esos tipos opacos, más bien incultos, que siempre existen en los barrios provincianos y que, aunque acaso menospreciados, se van haciendo indispensables no sólo por sus habilidades sino incluso por el afecto que despiertan. Y la gente, Jaime, usted sabe, siempre necesita
sentir afectos inocuos, que no son otra cosa que modos de la pedantería. Era muy católico, pero no solemne, sino más bien un creyente pragmático, capaz de gozar con su fe, un hombre que sabía disfrutar de sus creencias y que jamás aceptaba debatirlas con nadie. -Para qué discutir de teología -afirmaba-, a mí Dios me sirve y punto. Si alguno de ustedes me llega a demostrar que Dios no existe, me caga la vida. Y se ponía a arreglar una cañería, un tomacorriente, un enchufe, una plancha, conservando siempre un humor envidiable, de aristas deliciosas, de una ternura que a mí aún me regocija. Recuerdo que cuando se estaba por casar con la Rosa Machuca, sus amigos le organizaron una despedida de soltero que, como todas las que se celebraban en Resistencia, se sabía que iba a ser terrible, peligrosa. Lo citaron a una cena en la casa del gordo Schneider, un sujeto rubicundo capaz de las bromas más pesadas, pero Asdelavir no apareció, aunque había prometido asistir. Nadie le dijo una palabra, no existieron reproches al día siguiente. Asdelavir, por si acaso, se anduvo con cuidado esa semana, hasta la noche de la boda. Y una hora antes de ir a la iglesia, se retiró a vestirse. Había alquilado un chaqué precioso, con colita atrás y todo. Pero cuando lo descolgó de la percha descubrió, horrorizado, que alguien le había cortado la colita, las mangas y hasta las perneras del pantalón, que quedó convertido en un ridículo calzón que apenas llegaba hasta sus rodillas. Sólo faltaba media hora para la ceremonia, de modo que tuvo que ir en traje de calle, uno gris gastado que era el único que tenía, lo que le costó su primera trifulca matrimonial con la Rosa, quien estaba hecha un primor con su vestido blanco y argumentó que no tenía el más mínimo interés en casarse con un tipo capaz de hacerla pasar semejante bochorno, estás hecho un mamarracho, decía, usted sabe cómo son las mujeres. Asdelavir, sin decir una sola palabra, tomó a la Rosa del brazo, escupió a un costado, furioso, y la obligó a marchar hacia el altar.
Una vez allí, en el momento de aceptar ante la requisitoria del cura, afirmó: -Sí, padre, acepto, pero a condición de que excomulgue a toda esta manga de cabrones -y señaló a un costado, donde estaban sus amigotes, codeándose de gozo. Y bueno, Jaime, qué quiere, yo siempre me voy por las ramas. Y en el Vips, no sabía manejar esa situación. Tantos años aguardando verla, soñando con encuentros casuales y, de pronto, todo eso se producía. No, claro que no me agarraba desprevenido, pero sí me encontraba superado por las circunstancias. Creo que se lo dije a Aurora, también, cuando le hablaba de Asdelavir como si ella y yo nos hubiéramos visto el día anterior. Ahora, concédame que Asdelavir Oviedo fue un sujeto cuya memoria vale la pena invocar. Contaba mi padre que Asdelavir, cuando era muy joven, había sido boxeador. Se presentaba los sábados de noche en el Anfiteatro Todaro, que era una especie de club, de pista de baile, de centro de convenciones, de estrado para asambleas políticas, en fin, un lugar para lo que fuera, todo al aire libre porque no tenía techo, y que sólo funcionaba cuando no llovía. Los sábados a la noche había box, y Asdelavir lentamente se convirtió en una especie de ídolo local, un habilidoso peso medio que ya no tenía rivales en el Chaco. Entonces, al promotor del Todaro se le ocurrió organizar un combate contra el campeón paraguayo, un negro que parecía un ropero. Se organizó la pelea y allá por el sexto round Asdelavir estaba a la miseria. Tenía la cara llena de dedos, un ojo medio cerrado y la oreja izquierda parecía un repollo pisoteado. Estaba grogui y todo el mundo se daba cuenta de que en cualquier momento se caía, derrotado. Entonces, al empezar el séptimo asalto, y luego de un enésimo clinch, el Asdelavir pareció despertar, asombrado, abriendo los ojos todo lo que podía. Escupió el protector bucal -en verdad, un pedazo de goma de automóvil, recortada- y gritó: «Mirá ahí, ché, qué horror» y señaló al piso, a un costado del pie izquierdo del campeón
paraguayo. Este se detuvo, sorprendido, y miró a donde señalaba su rival, bajando momentáneamente la guardia, ocasión que aprovechó el Asdelavir para encajarle un derechazo al mentón que lo dejó dormido por quince minutos. Claro, la policía tuvo que intervenir, luego, porque toda la colectividad paraguaya lo quería linchar. Pero esto no se lo conté a Aurora. Simplemente, dije: -Pobre Asdelavir. Me escribió Rosa, el mes pasado. Y ella mostró un súbito interés. Y me chingó de nuevo, porque me embalé en el tratamiento de esa desviación. Le conté que, en efecto, Rosa me había escrito contándome sobre la muerte de su marido, quien «murió delirando y sólo mencionaba a tres personas, una de las cuales era vos». Que vengo a ser yo. Y terminó Rosa su carta con esta frase: «Como te darás cuenta, el panorama de las personas que quería estaba muy claro. A mí no me llamó ni una sola vez». Y volvimos a reímos, y Aurora miró su reloj y yo reparé en que ya era de noche sobre la ciudad. Le pregunté si tenía que irse y simplemente me dijo: -Seguí hablando, Chiquito -y sonrió-, que han pasado veinte años que me parecen mil. Era evidente, Jaime: había que llenar el encuentro de palabras, de todas las palabras que no se habían dicho y aún de las que no se conocían. Porque las palabras, después de todo, son el único recurso que se tiene para llenar un vacío de veinte años.
XI
Punto. Digo punto, Jaime. No quiero hablar más de Aurora. Se decreta formalmente que nunca más se hablará de ella. Ni yo me lo creo, pero este asunto me abate; me tiene mal. Ahora prefiero hablarle de Carlitos Sosa. ¿Nunca le conté, Jaime, de él? Qué tipo. Un fulano sensacional, de esos ángeles de carne y huesos, veteranos, que tienen soplos al corazón cada tanto, porque los cuarenta y pico de años ya les pesan, y que de puro intuitivos se convierten en sabios de la noche, en camaradas del vino, en representantes de la ternura de la vida. Un sujeto formidable, de esos que generan amores y odios, pero a los que cuando se ama, se ama intensamente. Un cuate del alma. Ayer recibí carta de él. Me emocionó, aunque sus líneas fueron breves, porque ahí está, luchando contra la inflación, el peligro del desempleo, el corazón que cada dos por tres le da un susto, y así y todo sigue con su optimismo incorregible, enhiesto, incólume. Carlitos la conoció a Aurora. Creo que fue el único de mis amigos de Buenos Aires que la conoció. No personalmente, pero sí en certezas y adivinaciones, a través de mis relatos, de esa especie de terapia de café que desarrollamos él y yo, en Buenos Aires, durante las infinitas caminatas por la ciudad, cuando salíamos de las redacciones donde trabajábamos, unos meses en un semanario de actualidad, otros en un pasquín sensacionalista, algún año en la quinta edición de un vespertino pretenciosamente culto. Carlitos la conoció mejor que nadie, acaso mejor que yo.
Una noche, caminando por Corrientes, escuchó cómo yo penaba por el recuerdo, ya imposible, ya borroso, de Aurora, y de pronto se detuvo, en medio de la acera, y me dijo: -Basta, pibe, esto no puede ser. Vamos a arreglar este asunto. Yo sé cómo. Le pedí explicaciones y él me dijo, sencillamente, que no pensaba dármelas, que sólo necesitaba que yo le dijera dónde vivía Aurora, y que si no lo sabía que lo averiguase. Yo afirmé que, en efecto, desconocía dónde estaba ella, que podía vivir en Buenos Aires como podía seguir en el Chaco, en la Patagonia o en Manchuria. Me dijo que bueno, que lo averiguara, después yo me arreglo, así dijo. No hablamos más del asunto, ni esa noche ni las siguientes. Yo no hice ningún esfuerzo por conseguir la dirección de Aurora, y él, un par de semanas más tarde, me volvió a preguntar si la había obtenido. Le respondí que no, y eso fue todo. Una tarde, creo que en el verano del setenta y tres, nos encontramos a tomar un café en un bar de la zona de Tribunales. Hacía un calor que parecía a punto de derretir el pavimento. Carlitos encendió un cigarrillo y me dijo: -Te juro que jamás pensé que entre el Gordo y Olga pudiera pasar algo. Pero yo los mandé a la cama. Me sentí como si hubiera inventado el amor. Suspiró profundamente, pidió más café y se tragó una pastilla con la resignada actitud del que sabe que su corazón puede dejarlo tieso en cualquier vereda, en cualquier momento; me obsequió una sonrisa y comenzó su relato, hablando como para sí mismo: -Mirá, pibe, resulta que desde hace un año que le vengo diciendo al Gordo Benvenutti que así no puede seguir. Que andando solo podrá sentirse muy poeta y estará muy actualizado en materia cinematográfica, pero que hay que coger. Que en la vida hay que coger. Aunque sea de vez en cuando. »El Gordo es un tipo fulero y, hay que reconocerlo -me dijo-, no tiene éxito. Es tan sexy como el monumento a la bandera. De mo-
do que su resistencia era obvia: él sabe que está perdido de antemano frente a cualquier mujer. Así que empecé a hacerle un trabajito fino, medio sin querer, te diría que sin darme cuenta porque todo comenzó una noche que estuvimos tomando vino hasta muy tarde, como siempre, y el Gordo terminó en pedo mientras yo le hablaba de Olguita. »La verdad es que no sabía muy bien por qué lo hacía, pero me pareció divertido, vos sabés que Olga es una buena chica, aunque fea como pocas; tiene esa cara tan machuna, esa nariz que parece que se la hicieron de favor, y en una carpintería de barrio, y los ojos chiquitos. Además, del cuerpo ni hablar: tiene el culo de un peso pluma con el lomo de un medio pesado. Pero al Gordo no le oculté nada; le dije la verdad, sólo que exagerando que, sin embargo, me habían asegurado que no había mujer más excitante que ella en la cama. Le dije que sabe y quiere hacer de todo, que estira el fideo como ninguna, que se mueve como si tuviera un avispero en el orto y que es capaz de sacarle a uno hasta la última miguita de una carie. »En realidad -continuó Carlitos-, yo no tengo la más mínima idea de si todo eso es cierto. Jamás intenté nada, ni sé de nadie que lo haya hecho. Si no era virgen, la pobre, le pasaba raspando. Pero yo estaba medio lujurioso esa noche, de manera que le atribuí a la Olguita todo lo que me gustaría que supiera hacer mi mujer; era como si yo cerrara los ojos y me imaginara el más formidable coito del universo. Y vos sabés cómo son estas cosas: uno empieza a pensar nomás, y ya se excita. La imaginación es capaz de derretir un hielo. Y el Gordo estaba haciendo una dieta ya demasiado larga. »Cuando terminé de hablarle de alga, el Gordo traspiraba. Al separamos, me dijo, con los ojos mojados y rojos como los de un perro con parásitos y una voz pastosa, de borracho, algo así como ché, qué mina bárbara debe ser ésa, ¿no? »Al día siguiente, por casualidad, me encontré con Olguita en el subte. Iba para Chacarita, como yo, de modo que nos detuvimos a
tomar un café en un barcito frente al cementerio. La vi medio caída, tristona, como están las mujeres cuando les falta alguien que las mueva y se empiezan a resignar. Le hablé del Gordo. »No sé cómo hice, pero luego del segundo café ella ya estaba caliente. Le conté que el Gordo era un verdadero padrillo, y que los amigos estábamos preocupados porque su potencia sexual podía llevarlo al infarto. Le dije que más de una mina lo había largado por su lascivia, por degenerado, por inagotable, porque, le dije, las mujeres no podían estar con un tipo capaz de hacer el amor seis veces en una sola noche. »Tejuro -me dijo, sonriendo mientras terminaba una copita de ginebra- que la pobre alga casi se acaba en seco. Me explicó que se tenía que ir, que se le hacía tarde. ¡Se había agarrado tal calentura que si uno le tiraba con un huevo, lo freía! »Imagínate el resto: durante semanas, meses, cada vez que me encontraba con uno o con otra, les hablaba de lo mismo. A veces nos veíamos de casualidad, pero creo que me empezaron a buscar; ninguno de los dos se animaba a pedirme que los presentara, pero era evidente que querían conocerse, así que me encargué de convencerlos definitivamente de que no había mujer tan fogosa en la cama -a pesar de lo fea- como Olga, ni hombre tan macho -a pesar de los kilos de más- como el Gordo Benvenutti. Y hace algunas semanas, en La Paz, lo vi al Gordo y le dije que Olga había inventado un striptís en cuatro patas que era digno de verse. A ella, entretanto, la convencí de que él llevaba veinte días sin hacer el amor porque buscaba erotizarse más para desesperar a la próxima mina que encontrara en su camino. »Así llegamos a un punto en que los dos, por separado, me llamaban a la redacción para invitarme a vernos. Y por la noche, inexorablemente, me preguntaban el uno por el otro. Se hacían los desentendidos, los superados, los satisfechos, pero cada vez que yo a Olguita el Gordo empezaba a guiñar el ojo y no podía contener ese tic que le agarra cuando se pone nervioso, o cuando está en pedo. Olga,
pobre, traspiraba y me miraba como un cura viendo a Susana Giménez en bolas. »Hasta que consideré que ya estaban a punto. Antenoche la cité a Olga en El Foro a las diez, y al Gordo le pedí que estuviera en el París a las diez y media. »A las once menos veinte le dije a Olga: »-Me voy a comprar cigarrillos. Ya vuelvo »Fui a la París, ahí, a media cuadra, y me senté con el Gordo, que ya iba por la segunda ginebra. »-Hola -lo saludé-. ¿Sabés que hace un ratito me encontré con Olga acá en la esquina? Está en El Foro. »El Gordo empezó a temblar instantáneamente, mientras me miraba, azorado, y a mí me costaba sostenerle la mirada. Así estuvimos un rato, un largo minuto, hasta que se alisó el pelo y dijo: »-Me gustaría conocerla, Carlitos. Me gustaría mucho conocerla. »-No, Gordo -le dije-, disculpame pero te puede hacer mal. Vos andás muy solo últimamente y Olga es una mina muy pesada. Te puede complicar la vida. »-No seas cabrón. Te pedí, te pido, que la traigas. Quiero conocerla, carajo, necesito conocerla, presetámela. »-No sé... -le dije, y me levanté sin dejar que agregara nada más. »Volvía donde estaba Olga y me disculpé: »-Mirá qué casualidad -le dije-, pero me encontré con Benvenutti en el kiosco donde compré los cigarrillos. Está acá al lado, en la París. »La cara de ella perdió los colores como si de repente le, hubieran tirado un baldazo de lavandina. Me miro fijo, con las pupilas súbitamente dilatadas, como si hubiese acabado de fumarse un pucho de mariguana. Yo pedí un café, encendí un cigarrillo y contemplé, a través de la ventana, la noche calurosa y húmeda, con esa
brisa suave que presagia las sudestadas, hasta que sentí que su mirada seguía clavada en mí. Me hice el sorprendido. »-¿Te pasa algo, Olguita? ¿Te sentís mal? »-Sí. Quiero conocerlo. »-¿Conocerlo? ¿A quién? »-Andate a la mierda, Carlitos. Vos sabés que estoy caliente por este tipo. Quiero conocerlo. »Sonreí de costado, a lo Clark Gable, y le dije suavemente: »-Tranquila, ché, mirá que el Gordo es una fiera y vos andás fuera de tréinin. Te puede hacer mal. »-Hijo de puta. »-Está bien. Vos lo quisiste. »Sin poder contener la risa, me puse de pie y fui a la París a llamar al Gordo, quien tiritaba de los nervios. La papada se le movía como si latiera. »Cuando los presenté, se dieron la mano y yo hubiera jurado que en medio de esas palmas se podía derretir una moneda de oro. Inventé una excusa rápidamente y me despedí de ellos, pero creo que ni siquiera se dieron cuenta; se miraban fijamente, mientras yo me alejaba. Crucé la calle y esperé. Cinco minutos después, salieron tan apurados que parecía que tenían diarrea. Subieron a un taxi. Yo tomé otro y le pedí al chofer que los siguiera. Cuando llegaron al hotel que está en Alsina y Rincón se detuvieron, yo le pedí a mi chofer que los pasara lentamente, sonreí y le dije: »-Bueno, siga, jefe, misión cumplida. Terminó su relato, me sonrió y se quedó mirando, distraídamente, la placita de Tribunales. Yo pensé un momento y dije: -Vos pretendías hacer más o menos lo mismo conmigo, ¿verdad, Carlitos? -Más o menos. La idea era hacerme amigo de Aurora, descubrir casualmente que vos eras un amigo común, y hablarle de tus virtudes sexuales. Total, a vos no tenía que hacerte el trabajo que le hice al Gordo Benvenutti.
Vos ya tenés una calentura histórica por esa mina. Y eso no es bueno.
XII
-Veinte años que parecen mil -dijo Aurora, y yo sentí, una vez más, que la ratificación me chingaba. Mil años. Veinte. Se dice fácil, pero uno se queda pensando un rato, Jaime, y al cabo se da cuenta de que está nocáut, grogui. El tiempo es no sólo inaprehensible; es inenarrable. Mil años. Veinte. Yo dije: -Estoy mal, Aurora. Muy confundido. Te esperé demasiado y ahora que te veo, no sé...me siento emocionado y confuso. Ella sonrió. Una sonrisa tenue. -Yo también estoy contenta de verte. -No dije que estuviera contento; dije emocionado y confundido. No es lo mismo. -¿No estás contento? -Sí, también. Pero tengo miedo. -¿De qué? -Los reencuentros siempre dan miedo. Uno no sabe qué va a pasar. -Uno nunca sabe lo que va a pasar. ¿Por qué anticiparse? -No sé. Quizá tengamos vocación por el futuro. -Estás más delgado. Enflacaste y se te ve guapo, como dicen los mexicanos. -Y vos seguís hermosa. -Jé, ése fue un cebollazo, como dicen los mexicanos. -Bueno, contame de vos. -No sé qué decirte. Te extrañé mucho, ¿sabés? Quizá por eso no sé qué decir. Me pasa como cuando uno tiene demasiada sed y decide autotorturarse: uno se desespera frente a un vaso de agua,
pero no la toma, no se atreve a beberla, no puede hacerlo. Sencillamente, no puede. Mejor hablá vos. -¿Y qué querés que te diga? Mi vida no ha sido fácil. -La vida nunca es fácil. Pero contame, dijiste que estabas mal. Hizo silencio. Pasó un camión haciendo un ruido espantoso, un camión cómplice, Jaime, que aumentó el smog, el aire turbo de la ciudad. Yo me quedé mirando hacia afuera. Alguien tosió fuerte. Pensé que ese tipo se iba a morir tuberculoso. El smog. Aurora encendió otro cigarrillo. -Estoy condenada, ¿sabés? Pasé dos años presa; me trataron muy mal. Y ahora salí y todavía no termino de entender la libertad. Es como un constante balde de agua fría que alguien te está tirando: Vos querés secarte, necesitás que alguien te, abrigue y te cobije. Y nadie te ayuda. -Yo puedo ayudarte. -No entendés. Me tomó la mano, estirando sus brazos sobre la mesa. Me estremecí. Le devolví el apretón. Ella se soltó, suavemente, como un gatito cariñoso que salta de nuestra falda pero sin querer ofendernos. Nunca más supe de Alberto. Y ya ni sé si lo extraño, si lo necesito. A veces sueño que él también, en algún lado, recibe un baldazo de agua fría. Sueño con su libertad. -¿Tuviste hijos? -Sí, tuvimos. Dos, uno es igualito a él; la nena salió a mí. Siempre sucede así, ¿no? Nosotros no fuimos demasiado originales. -¿Cuándo llegaste? -Hace tres semanas. -¿Sabías que yo estaba acá? -Sí. -No me llamaste. -No, no quise hacerlo. Sabía que tarde o temprano nos encontraríamos. Preferí que sucediera casualmente. México es grande,
pero los modos de la casualidad son infinitos. No hubiera sabido qué decirte, si te llamaba por teléfono. -¿Y ahora sabés; tenés algo que decirme? -Simplemente estoy con vos. Me resulta grato. Aunque sospecho que puedo decir lo que quizás estás esperando. -Vos sabés lo que espero. -Esperás demasiado, y eso no es bueno. Cuando uno espera demasiado se torna exigente. Y la exigencia lo dificulta todo. Además, las mujeres nos resistimos, por naturaleza, a las exigencias, del mismo modo que siempre necesitamos que nos exijan un poquito. Somos bichos raros. Nos alarma el tiempo, pero necesitamos tiempo. Requerimos afecto, pero solemos dejar pasar el afecto. Nos desespera la indiferencia, pero también nos atrae, si está bien dosificada. Nos vence el miedo, pero la cobardía es nuestra arma más eficaz -suspiró-; somos bichos raros. Se quedó mirando hacia la calle, a través de la ventana, y durante un rato evitamos cruzar nuestras miradas. Al cabo, no sé, o ella me preguntó algo o yo simplemente empecé a hablar. Le dije que no había cambiado, que seguía siendo el mismo de siempre, lo cual no sabía si era bueno o malo. Le dije que, como podía apreciar, sigo tan miope como siempre –para todas las cosas-, que de vez en cuando juego al ajedrez, que sigo en la profesión y que no me va tan mal, pero que vivo atrapado por la nostalgia. Le conté de mi costumbre de escuchar siempre Radio Globo porque pasa mucha música sudamericana, mientras tomo mate y miro por la ventana cómo transcurre el tiempo, con esa lentitud exasperante que sólo advierten los solitarios. Le confesé que sueño con volver, que veo bastante a mis hijas, que algunas noches recalo en camas que jamás son lo tibias que uno necesita, que la desesperación y la rabia son constantes, fieles y precisas. Y también reconocí que me revienta la autocompasión que entrañan mis palabras; esta puta forma de hacerme el tierno para que nadie advierta mi resentimiento.
Creo que hablé con mesura. La voz me salía franca, no como, un río desbordado, sino más bien como un arroyo que se desliza, que se remansa cada tanto. Admití que la había recordado mucho, que tantas veces, como un fuego alentado parejamente por el viento, recuperaba sus gestos, su voz, su figura, y se los contaba a usted, Jaime, a quien describí como una especie de gran oreja omnicomprensiva. Y le hablé de mis evocaciones del delicioso y execrable pueblo que era Resistencia. Ella dijo algo sobre los idiomas secretos de los afectos, y concordamos en que la vida es misteriosa e inaprehensible, y que justamente ahí reside su encanto. También convinimos en que así como existe la luz, existe la oscuridad, una suerte de dialéctica, de claroscuro de la vida que, no se alarme, ninguno de los dos pretendió explicar. Y después dijimos que definitivamente parecía que vivir era estar a prueba, constantemente, como rindiendo exámenes uno tras otro, para acaso terminar liquidado para toda la cosecha o con alguna claridad como para desandar otro trecho rumbo a ese horizonte que nunca se alcanza y que, como decía Américo Fracchia, el septuagenario oculista de mi pueblo, «no es sino una manera de aprender, de ir aprendiendo, hasta que uno piensa que ya lo aprendió todo, y entonces se muere». Y cuando terminamos de alcanzar tantos acuerdos, yo me dije que era totalmente estúpido continuar esa charla. Me sentía inquieto, urgido por no sé qué, con una creciente ansiedad que no atinaba a explicarme y que me desesperaba. Hasta tuve ganas, en un determinado momento, de mandar a Aurora al carajo. Pero seguimos hablando. Y se produjeron nuevos silencios, luego de cada uno de los cuales emergimos con nuevos bríos, para considerar el pasado, para retomar viejas amistades, para recordar momentos como un viaje al interior de la provincia, en plena selva, una noche de tormenta en que nos lanzamos por un camino absurdo, convertido en un fangal apocalíptico, diluviano, en busca de un cardiólogo que asistiera a su padre, el viejo médico francés que atendía
el pequeño hospital de una colonia indígena. Recorrimos, en fin, un cierto retorno al terruño, confesándonos la envidia y el alerta que nos producía imaginar a los amigos comunes que todavía estarán, seguramente, en el Chaco. Pedimos más café. Se produjo otro silencio. Yo me sentía mal, Jaime. Me levanté, fui al baño, tardé como diez minutos en orinar, me miré en el espejo, no entendía nada de nada. Me pregunté si todo eso era verdad, si acaso no era un invento mío, quizá yo estaba con una desconocida, qué cuernos me pasaba. Y volví a la mesa diciéndome que el desconocido era yo mismo, para mí mismo. Entonces ella la remató evocando una poesía, unos versos de Alfredo Veiravé que hablaban del quebracho, el algodón y el viento norte en las siestas del verano, de templos sacramentales y lluvias interminables, de los lapachos florecidos y de una cierta nostalgia becqueriana. Me contó que en la cárcel, en la frialdad del silencio, solía recitar esos versos con la voz semiapagada pero lo suficientemente sonora como para vencer la tristeza. Y luego volvió a hablar de nuestras adolescencias, cuando nada era eficaz para conectamos, dificultades de la inmadurez, dijo, qué pena que el crecimiento requiera tiempo, qué lástima que el oficio de ser adultos exija tantos desencuentros, y ahí fue que yo sencillamente me desesperé porque mientras ella hablaba yo me preguntaba qué adultez, qué madurez, esta mina para mí habla en chino. Y ella se dio cuenta. -Estás mal. Qué te pasa. -Nada, nada -le dije-, me duele un poco la cabeza. Pero ella no me creyó, y yo me sentí peor. Suspiré e intenté explicarle mi turbación, lo confundido que estaba, quizá porque la había querido siempre, porque te tuve en mi memoria, Aurora, le dije, como un ancla (la memoria es obstinada), como una tozuda golondrina que siempre me llevaba a una etapa perdida, pero extraordinariamente bella, hermosa de recordar, sin suplicios, simplemente con nostalgia, aunque como dice Benedetti la nostalgia es también un suplicio, pero suave.
Y ella me dijo que no me entendía. Y yo le dije que yo tampoco, que lo dejáramos ahí, que saliéramos a caminar, a tomar aire.
XIII
Pedí la cuenta, pagué, miré hacia la calle, pensé «afuera ya es de noche» y me distraje contemplando a una turista gringa tan vistosa como un chimpancé andando en un triciclo. Luego tomé a Aurora del brazo (lo que me permitió apreciar la misma, conocida calidez que atravesaba la tela y se impregnaba en mi mano) y la impulsé hacia la vereda, donde respiramos el aire impuro de la noche, ese smog criminal que forma parte del paisaje de esta ciudad. -¿Tenés apuro? -No, tengo todo el tiempo que haga falta. Me pregunté para qué, que haga falta para qué, pero no dije nada. Nos dirigimos hacia Reforma, los dos conservando ese silencio que habíamos parido un rato antes, y a mí se me antojó que hubiera sido agradable escuchar una cigarra chaqueña, trasplantada a los jacarandáes de la avenida. Fue entonces cuando comprendí la ruptura del ambiente. Estábamos en México, Jaime. Yo había reestructurado mi vida. La había desestructurado; vuelto a estructurar. Era poseedor de una cotidianeidad nueva, diferente; de proyectos distintos, como miedos renovados (los miedos, como los sueños, siempre se renuevan). Y sentía un olor mexicano en las calles, un ruido y un ritmo ciudadano muy particulares, desprovistos del afecto fundamental a la ciudad que nos caracteriza a los argentinos. Era noche cerrada, pero igualmente uno podía imaginar la forma de las montañas rumbo a Toluca; uno sabía que hacia el sur el Ajusco hacía guardia, dominando el valle, acaso preguntándose qué había sido de las fogatas zapatistas, de los cascos de los caballos revolucionarios del Atila del Sur,
uno tenía cuatro o cinco certezas nuevas, que alentaban augurios, que aquietaban temores. Comprendí que el nuevo país, la nueva ciudad, también sabían despertar sentimientos de cariño, mezclados con la bronca por la incomprensión; era un afecto sutil, casi imperceptible, resistido, no fundamental pero ya bastante sólido, un afecto de esos que no se publicitan, de esos que simplemente se practican, de un modo sencillo, sin pretensiones ni agradecimientos. Y, lo más hermoso, descubrí que yo era un poco dueño de ese aire de mierda, de ese ruido citadino, de ese caos ambiental en el que nos movemos en este México que será lindo y querido, sí, pero en el que inexorablemente moriremos reventados como ratas. Y fue la primera vez que pude conciliar los afectos, sintiéndome ya no desterrado, ya no enloquecido por la pérdida de un terruño, sino curiosamente rico, súbitamente millonario por tener dos terruños. Y México, la Nueva España, el cuerno de la abundancia, de la indiferencia, del no te rajes, del hermetismo, del rechazo y de la cordialidad tantas veces sospechosa, pareció endurecer su suelo. Yo lo pisaba, Jaime. Me sentí mucho mejor. Caminamos lentamente hacia Chapultepec, y yo empecé a contarle alguna historia del exilio, no importa cuál. De ahí, no sé cómo, pasé a narrarle un sueño que tuve, semanas atrás. Con ella, naturalmente. Se me aparecía Carlitos Sosa, de pronto, y me decía «ché, pibe, esa mina no te conviene». Y Aurora andaba por ahí, envuelta en un tapado de piel blanco, de esos bien finolis. Se acercaba a mí y la figura de Carlitos se esfumaba. lnmediatamente, reaparecía Carlitos, como si viniera caminando desde muy lejos y era Aurora la que se esfumaba. También se escuchaba una risa, y era la risa de Francini, ¿no?, y una guitarra, que para mí era la guitarra de Betinotti, pero ejecutando un allegro de Haendel en vez de una milonga. Entonces volvía Aurora y se iba Carlitos, y así, hasta que yo empezaba a desesperarme y me largaba a manotear el aire como para retenerlos a los dos, que parecía que se peleaban -yo me desconsolaba aún más- y al cabo se iban y me dejaban solo. Me largaba a
llorar y todo se tornaba amarillo. Un color resplandeciente, como si el sol hubiese estado a tres metros de altura, enceguecedor, del que de repente emergían el Marruco Valussi y la Tibia Roldán, bailando un tango, aunque la música que se escuchaba seguía siendo la del maestro Haendel. Yo estaba al borde de la locura, clamando por Aurora, por mi amigo Carlitos, cuando el amarillo se esfumaba, como en un corte de escena cinematográfica, y enfrente de mí apareció ella, envuelta en una túnica incolora, acaso blanca, transparente. Se silenciaba la música, el escenario se transformaba en la avenida Patriotismo y yo andaba por ahí montado en una vaca, y a los costados no había gente ni edificios, sólo trigales y un lago en el que bebíamos la vaca y yo pero era Patriotismo- y luego nos tendíamos a descansar y a mí me agarraba una calentura magnífica porque sospechaba que la vaca se parecía a vos, Aurora, le dije a Aurora, entendeme, no lo tomes a mal, y el caso era que empezábamos un juego erótico, un manoseo más sugerido que concreto que me asombraba porque Aurora tenía cuatro tetas, y yo era consciente de que soñaba, sabía la imposibilidad de la escena, pero al mismo tiempo escuchaba una voz que lo cuestionaba todo, que dudaba del sueño y proponía una realidad metafísica. Entonces, repentinamente, yo me levantaba de sobre la vaca, que para mí eras vos, Aurora, le dije a Aurora, y me defendía del traicionero ataque de Ataliva Lombardo, quien irrumpía en el sueño para matarme con un enorme cuchillo porque, me acusaba, yo no sabía un carajo de la concepción de la estética; de Hegel, y lo menos grosero que profería era que yo siempre había sido un hijo de la grandísima puta. Y en ese momento se encendían miles de reflectores, todos los vatios del mundo, y el mundo volvía a ser amarillo, una amarillez que me encandilaba primero, luego me enceguecía, hasta que el escenario nuevamente se mutaba para transformarse en un horizonte interminable, infinito, desprovisto de objetos, de mobiliarios, de distractores, y el que no existía otro personaje que vos, Aurora, le
dije a Aurora, Jaime, y apenas soplaba una brisa de esas que, en silencio, mecen las cabelleras rubias en las propagandas televisivas de nuevos champúes. El viento meneaba también, aunque muy suavemente, la túnica de Aurora. -Entonces -le dije, cuando cruzamos Reforma para sentamos en la escalinata del monumento a la independencia- nos acercábamos, nos abrazábamos y creo que íbamos a hacer el amor, cuando me desperté. Me ruboricé un poquito, creo, y no la miré. Esperé que me preguntara cuántos habitantes tiene México, o cosa por el estilo. Necesité, súbitamente sofocado, que alguien cambiara de tema. Pero ella no habló. -Jé, los sueños siempre se interrumpen en lo más lindo -dije. Ella musitó algo, en voz muy baja, moviendo la cabeza en una especie de negativa débil. Yo sentí que me enojaba. . -Lo que pasa -discutí- es que vos siempre te manejaste con los exclusivos criterios de la realidad. Lo que existe, es. Lo que se sueña, lo que se fantasea, no puede, no debe ser. Somos tan diferentes. Enseguida me arrepentí, claro, porque ella me miró con el ceño un poco fruncido, como diciendo «éste está loco», y porque además me di cuenta de que con esas palabras yo mismo ponía distancias, cuando lo que quería era provocar un acercamiento mayor, una fusión qué compensara tantos años de desencuentro. Le tendí la mano y volvimos a caminar por la avenida. Llegamos a Chapultepec y estuve a punto de invitarla a tomar otro café, en el Sanborn's. Pero pensé que una de las cosas que más me revienta en México es la abundancia de esos lugares agringados donde sólo te sirven ese café americano que parece jugo de paraguas y pura comida de plástico. Necesité un bar como los Suárez de Buenos Aires, como la confitería Mignon, como La Giralda. Pero no había. Cruzamos el circuito interior y anduvimos por la acera del Museo de Arte Moderno. Ya era noche y los fresnos de Reforma
estaban demasiado silenciosos. Se me ocurrió que algunos murciélagos sobrevolaban nuestras cabezas. Me acordé de un poema de Prévert. Traté de imaginar cómo hubiera descrito Carpentier esa caminata, porque el ambiente se prestaba para un ensayo barroco, con el castillo ahí arriba, iluminado a giorno, y adentro, acaso, el fantasma de Maximiliano disponiéndose a ir al encuentro del fantasma de Carlota. Chupame las pelotas, dije, rimando, jocoso, para mí mismo. Y entonces me di cuenta de que ese juego era estúpido. -Aurora... -Hummmm... Caminábamos, los dos, separados por unas cuantas baldosas, ensimismados, como dos felinos a la expectativa, pero paradójicamente indefensos. - No, tenía ganas de decir tu nombre... Mentira, qué ganas de
hacerte el amor.
-A mí nunca me gustó mi nombre. -A mí sí. Ay, mamila, cómo hago para invitarte ¿Querés venir a
mi departamento? Vivo solo, está aquí cerca.
-En cambio, tu nombre sí me gusta. ¿Alguna vez te lo dije? -No, nunca, es un nombre vulgar. Cómo serán tus tetas, Auro-
ra, quiero verte desnuda.
-¿Cuál es el nombre de mujer que más te gusta? -¿Cuál? Aurora, claro. ¿Cómo harás el amor? -No seas zalamero. Te lo pregunto en serio. -Y yo te contesto en serio. Me gusta tu nombre, porque es el
tuyo. ¿No te das cuenta de que en vos me gusta todo? ¿Cómo serán
el calor, la humedad de tu sexo?
-Sos un seductor. -Jé, un seductor, un seductor... que no seduce ni a una bicicleta. El día que yo me proponga enamorar a Farrah Fawcett, me voy a ligar a Cantinflas. No jodas. Qué conversación más idiota, Aurora,
por el cielo, necesito acariciarte, besarte. -Sin embargo, estás guapo.
-Vos estás guapa. Estás bellísima. Me muero por verte en pe-
lotas, carajo, necesito hacerte el amor.
-¿Sabés una cosa? Siempre me gustó gustarte. Las mujeres somos más vanidosas de lo que solemos confesar. -Bueno, regresemos -y me detuve. Estaba nervioso, Jaime, muy nervioso. Me sentía como un gato panza arriba. -¿Regresar? ¿A dónde? -A la adolescencia -me reí-, a cuando vos tenías dieciocho años, yo trece, y te amaba con locura. Dimos la vuelta y volvimos a caminar hacia Reforma, hacia la luz, hacia el ruido de los coches. -Entonces vos me espiabas -dijo ella, pero sin reprochármelo. -Sí, fue mi condena. Primero te espiaba, después te imaginé durante años... -¿Y ahora? -Ahora... Ahora necesito saltar la borda. Han pasado muchos años y ya somos grandes, Aurora. Vos sabés lo que necesito, lo que quiero en este preciso instante. Creo que me miró, pero yo no a ella. En ese momento se apagaron las luces del castillo de Chapultepec. Mentalmente me detuve a escuchar el canto, acaso imaginado, de los grillos del bosque, unas cuantas parejas de chapulines que, de súbito, me pareció que se morían de la risa, mientras otras, menos estridentes, lloraban por nosotros.
XIV
No sé si han pasado veinte años; o si fue ayer. No consigo saber si fue un sueño, o si de veras ocurrió lo que ocurrió. Mi dormitorio me parecía inmenso, como un universo prohibido en cuyos cuatro costados había velos azules, azul de Prusia, bien fuerte, que .se confundía con el negro, quizá porque en el más allá todo era negro, como siempre del más allá. Los velos se movían, arrítmicamente, mecidos por un viento que no sé de dónde venía, y en la única ventana -que no conducía a paisaje alguno- un canario amarillo silbaba La Cumparsita, en el estilo de la última versión de Osvaldo Pugliese. -Ahora vas a poder verme como nunca, mejor que nunca -me decía Aurora, parándose en el medio de la habitación. Yo no podía contener mis temblores; sentía la boca reseca, la lengua áspera. La presencia de Aurora me hacía nacer una erección instantánea, casi dolorosa por la súbita tensión de mis músculos, que se expandían, incontenibles, como capaces de abarcar toda la habitación, de penetrar el universo, mientras ella se desvestía lentamente y se quedaba frente a mí, totalmente desnuda, y me decía «tócame, siempre quisiste tocarme», con voz insegura, nerviosa, quebrada por su propia excitación, «quiero que me toques », y entonces yo me erguí y la toqué, azorado por la calidez de su piel, por su tersura, por la firmeza de sus carnes. Y después me senté en el borde de la cama, porque me temblaban las piernas, y ella se quedó de pie mientras yo la acariciaba, mirándome fijamente con una expresión extasiada, de madonna renacentista, que ciertamente contrastaba con la opulencia de su cuerpo, que de pronto me parecía más bien rubensiano. Luego cerró
los ojos y apoyó sus manos en mis hombros como para asegurarse de que yo no escaparía, como para retenerme, y abrió la boca y empezó a respirar con una sonoridad animal, y musitó «tocame, tocame, acariciame toda, por favor, acariciame», y yo le miraba los labios, abiertos como un durazno herido. Y miré su cuello, y sus pechos, y acerqué mi boca y se los besé, mojándolos, escupiéndolos, sorbiendo mi propia saliva, mientras mis manos se aferraban a sus nalgas como si yo también hubiera temido que ella se escapara. Entonces abrí los ojos y me separé unos centímetros para aspirar una bocanada de aire que me faltaba, y me encontré con su sexo frente a mi nariz, y solté un gemido ronco, grotesco, y sentí que enloquecía. Su pubis era un triángulo isósceles invertido cuya punta se perdía entre las piernas, sugerente como una guitarra enmudecida. Era un triángulo que excitaba brutalmente, que incitaba a rebeliones, que movilizaba a los muertos, que engendraba el valor de los cobardes, que sofocaba tempestades, qué carajo, era una concha de la madre que la parió, que sabía leer y escribir, que entendía todos los idiomas del mundo, una maravilla. Ella se acostó lentamente, sin dejar de acariciar mis hombros, con una suavidad pecaminosa que más bien parecía pretender que yo no dejara de tocarla. Se acostó, tomó mis manos y empezó a dirigirlas con las suyas en un lento, exasperante recorrido por la topografía de su cuerpo, mientras yo me quedaba viendo su pubis y luego sus piernas, que semejaban dos columnas arrumbadas con cuidado descuido, como dioses de Tula, Hidalgo, vencidos no por el tiempo, ni por las circunstancias, ni por penas cotidianas, sino más bien por la fuerza del placer, por el puro gusto de sentirse libres, libres como pájaros ciegos, locos, como marionetas manejadas por un niño espástico. Yo me senté junto a ella y la acaricié toda, como dijo García Larca de la gitana que seguro que jamás se llevó al río, porque jugaba en el equipo equivocado, pero que versó tan bellamente, porque
era poeta. La acaricié y le susurré palabras no al oído, sino a los brazos, a los pechos, a su vientre cálido y terso y trémulo que se me antojaba un culito de bebé, un trigal de antología, a su triángulo isósceles invertido en el que bebí sus jugos, a los dioses de Tula, Hidalgo, tumbados. Le dije mi amor, le declaré mi pasión, le salmodié mi espera, mis olvidos, mis recuperaciones, y ella me gritó sus ganas, sus frustraciones, su desesperación, reclamó mi potencia, me ofreció la suya, me prometió el cielo y el infierno y me acomodó sobre su cuerpo e hizo que la penetrara, urgente, enloquecida, y yo la penetré sintiendo que era capaz de amarla para toda la vida, de odiarla sin intermitencias, como si la vida fuera e! sueño realizado de concretar la más justa, completa y merecida revancha contra cualquier frustración, contra todas las frustraciones. La penetré y sentí que me iba de este mundo, que entraba en un sueño loco en e! que de pronto se escuchaba un galope y aparecía e! general San Martín montado en blanco corcel, para violar la intimidad de mi habitación, petrificándose en estatuaria actitud, con e! animal recargado sobre las patas traseras, mientras e! general apuntaba al norte con su sable corvo, en el preciso instante en que el murmullo de una multitud, que no se veía pero cuyos gritos eran atronadores, aclamaba un discurso de Perón en Plaza de Mayo, y luego a aquel galope lo seguía otro, igualmente decidido, y el que entonces llegaba era Zapata, que en realidad era Marlon Brando, bueno, no se sabía bien, en todo caso la caracterización de uno y de otro era tan perfecta que eran uno solo, aunque yo sospecho que más bien se trataba de Brando porque venía acompañado de Anthony Quinn, vestido de campesino zaparrastroso y hablando un espanglés llamativo del que yo rescataba palabras como mamacita y chingáos, mezcladas con sanofebich, faquiú, y otras groserías gringas. Cada personaje llegaba y ocupaba su lugar, en la misma medida en que mi sexo ocupaba lugares, abarcaba espacios, se metía en lo recóndito de Aurora; y así entraron, también, Henry Kissinger estirándole los bigotes a Katy Jurado, un Nikita Kruschev asombrosa-
mente joven que tomaba el té con el Marruco Valussi, Carlos Monzón que incursionaba haciendo sombra con la sombra de Manolo Martínez, el gordo Angulo y el gordo Cárcamo, en pelotas, corriendo detrás de una mina en cueros que a lo mejor también era Aurora, o Lucía Méndez, quién sabe, igual estaban las dos, claro, y hasta Mao Tsé-tung en camisón, que huía de las severas amonestaciones de la mamá de Borges, y todo sucedía vertiginosamente mientras yo amaba a Aurora. Entonces me pregunté, interrumpiendo mi éxtasis, si yo la amaba de veras, o si todo era un espejismo, una fantasía, un sueño; y me dije que no, que no soñaba, que era cierto, que efectivamente ella era la que estaba conmigo en esa cama, en mi departamento. Pero no supe contestarme si realmente la amaba, o qué onda, qué carajo sentía, exactamente qué carajo además de esa calentura extraordinaria que me mantenía el pene como un mástil, como un cohete Saturno, descontrolado. La penetré, digo, y le hice el amor penetrativo, posesivo, suspensivo, sustantivo, objetivo y subjetivo, imaginativo, reactivo, creativo, la poseí incursionando en su vientre, removiendo sus vísceras, platicando con su trompa de Falopio, sus cornetas, sus clarines, sus timbales, recorriendo los senderos que recorrían sus óvulos, sus hospitalarios y receptivos óvulos, que parecía que hablaban en francés, si es cierto que el francés es el idioma más dulce de este mundo. La poseí, quiero decir, me apropié de ella, mientras ella me poseía, jadeante, vulgar y delicada, como indicándome cada pieza de su repertorio de prostituta, como una meretriz que era a la vez la dama más distinguida y codiciable de la Tierra. Nos poseímos con ternura y con violencia, acezantes los dos, envueltos en una vorágine de temblores de escala nueve de Richter, perdida ya toda conciencia de la realidad, y yo me azoraba constatando el descubrimiento, émulo argentino y provinciano de Cristóbal Colón, y los dos apresurándonos a medida que alcanzábamos el orgasmo, un clímax que sin
embargo deseábamos retener, que nunca llegara, que encontrara todas las fronteras cerradas, las represiones fascistas más eficaces de la galaxia, que jamás pudiera nacer, como el bebé de Rosemary, como las horribles criaturas del Cthulu de Lovecraft, que por Dios- fuera inconcretable como el infierno de Dante. Un orgasmo, digo, que fue un verdadero terremoto, cuando llegó, porque todo llega, a su tiempo pero llega, un cimbronazo que duró una eternidad, pasada, presente y futura, y que nos fundió como a metales calientes, como a dos distintos chocolates que se cocinan en una misma cazuela, un cimbronazo que nos dejó exhaustos, rendidos, dispuestos para la muerte más gloriosa. Y para la resurrección, también, porque al cabo empecé a recuperarme, a normalizar mi respiración, a reordenar mis pensamientos, casi sin darme cuenta de que Aurora estaba a mi lado, todavía agonizante, con sus piernas entrelazadas con las mías, pero imprevistamente lejana, buceando quién sabe en qué conjeturas, en qué sentimientos, que de todos modos debí confesarme que me importaban un carajo. Creo que fue en ese momento que sonreí, irónicamente, amargamente, diciéndome que sí, que había arribado al puerto más pretendido después de tantos mares, y me dije bueno, y con eso qué. Y encendí un cigarrillo, pensando que ya no era un niño, pero tampoco un adulto, que quizá la vida era una eterna transición hacia ninguna parte, que sencillamente había tocado el cielo con las manos -sí, ese convencimiento necesario, buscado toda mi vida- pero que en ese cielo no encontraba las respuestas, ahí no se cerraban los enigmas, no se concluía nada ni se iniciaba nada. Miré a esa mujer, me pareció bellísima, de veras, y entonces fue que comprendí que elegir es también desechar, que acaso la madurez es saber elegir, sabiamente, pero también gozar con lo elegido, sin llorar lo desechado, con serenidad, con mesura. Y reconocí una cierta tristeza, admití mi cansancio, el placer, una pizca de bronca, y hasta una ambigüedad que no sabía si era por haber alcan-
zado una victoria con sabor a derrota o un fracaso que no descartaba el triunfo. Y me dormí profundamente, diciéndome que sí, que había tocado el cielo con las manos, sí, lo había tocado, y con eso qué.
XV
No podía ser de otra manera. No he vuelto a ver a Aurora y es seguro que ya no volveremos a vemos. O, para decirlo de modo menos fatalista, acaso alguna vez nos reencontremos, cuando seamos dos viejos insensibles, cuando estemos mustios como una rosa antigua, cuando nuestros colores hayan empalidecido y las lozanías sean, apenas, una serena envidia que casi no advertiremos. Ahora siento que no hay remordimientos. Cierro los ojos e imagino un cielo gigantesco, un horizonte infinito que me llena de miedo, que está preñado de incertidumbres, signado por mis broncas y mis debilidades. Hay una pampa inmensa en la que corren ñandúes, liebres y vizcachas, bajo los vuelos raudos de las cotorras, de las torcazas, de una que otra golondrina traspapelada por un Viento que, se me hace, tendrá que soplar desde el mar del sur. Yo debo estar en esa pampa, bajo ese cielo, serena, sobriamente panza arriba, con un mechón de pelo acariciando mis cejas, con los ojos cerrados, contemplando estrellitas blancas que conforman una especie de galaxia íntima adherida al lado interior de mis párpados, con la extraña, novedosa convicción de que todos los terrores pertenecen al pasado, de que todos los porvenires son inútiles, de que sólo es válido el presente. Y sobre mí, la conciencia de que todo es mentira. De todos modos, me siento como instalado en un búnker, abroquelado en una atalaya imaginaria desde la que observo cuanto ocurre, resguardado del ataque maula de las angustias, de las ansiedades, de las urgencias tiránicas que a uno le estropean la vida, que confunden y alborotan los sentidos. Y afuera del búnker, otra vez la conciencia de que todo es mentira.
Y es que uno sabe que, con su puntería habitual, en cualquier momento apuntará para el lado de los conflictos, de los errores, de la confusión y el miedo, y seguramente volverá a corromper la realidad con las fantasías a las que uno es tan afecto. Pero uno seguirá resistiéndose a ser un burócrata calificado, un tecnócrata de la sociedad consumista; continuará empecinado en ganarle la batalla a las evidencias, sencillamente porque uno necesita aferrarse a las últimas esperanzas de no ser un pedazo de carne insensible. Uno seguirá en esa tarea inútil; uno está condenado a continuarla porque de lo contrario caerá en los engranajes de la máquina de picar carne y será castrado, evangelizado, anulado, amortajado y triturado sin piedad, sin explicaciones, con un suplicio lento, tortuosamente eficaz. Uno sabrá en todo momento que la única salida es la resistencia, y resistirá, aunque sea para arribar a la conclusión de que uno fue derrotado, pero peleando, quizá porque la condición del hombre puede resumirse en el simple y concreto hecho de que se tiene el deber de elegir siempre las formas más elegantes, menos estúpidas, de ser derrotado. Y uno seguirá en el vacío, condenado a la vecindad de los imbéciles, de los necios, a la amistad con el desamor, nada más que porque ésta es la sociedad del cartón pintado, de los espejitos de colores, de los culitos rosados, de la pura palabra, la pura puñeta, la incoherencia y la futilidad. Siempre se perderá la batalla. Y eso también es una mentira. Lo único cierto, en este momento, es que Aurora se va. Me llamó por teléfono y me dijo que se va a Madrid, no sabe bien, acaso a Suecia. Hay tantos lugares para la gente, el mundo es todavía tan ancho y sobre todo tan ajeno. Me llamó y me dijo «quiero despedirme; pensé no hacerlo para que doliera menos, pero no puedo irme así». -Cómo, así -pregunté. -Sin palabras. -Las palabras se las lleva el viento. -No es momento para cursilerías, por favor. Te dije que me voy, y eso me pone triste. No seas duro.
-No soy duro. Cursi, puede ser. Pero la melancolía por anticipado me mata. Y que te vayas, bueno... me produce cosas. -Qué cosas. Y yo hice silencio. El tubo del teléfono me parecía el pito de un negro, al que yo me aferraba, súbitamente pederastizado, caliente como la pavita de mis mates, pero también, qué curioso, tan sereno como una noche estrellada que se contempla desde el Popo. -No sé, cosas -le dije. -Bueno, pero qué cosas. -Te repito que no sé. ¿Me lo preguntás por vanidad? -No, por necesidad. -Necesidad de qué. -Me resulta imprescindible que no me olvides, que me sigas queriendo. -Ahora sos vos la que se pone cursi. ¿Qué vas a hacer a España? -Seguir pintando. Seguir buscando. -Es una condena, carajo. -Qué cosa. -Seguir buscando. Me pregunto cómo podemos ser tan testarudos como para no habernos dado cuenta de que jamás encontraremos. -Depende de que lo que se busque. -No, depende de cómo quiere cada uno ser condenado. -Estás pesimista. -Jamás estuve tan optimista. -No te entiendo. -Ni yo a vos. Y era hora. -De qué. -De que yo tocara la tierra con los pies. Me pasé demasiado tiempo queriendo tocar el cielo con las manos. -¿Y no lo tocaste? -Sí, y fue hermoso.
-¿Y entonces? -La belleza es fugaz, como el vuelo de los pájaros. Eso es lo que yo no entendí durante tantos años de esperarte, de añorarte, de necesitarte, Aurora. Una vez me lo dijo Francini, pero yo no lo entendí. Y ahora sí lo entiendo. Eso es todo. -¿Te lo dijo quién? -Francini. Enrique Mario Francini, el autor de «Nostalgia». -Pero él murió. -No importa, me lo dijo igual. Y además no fue el autor; sólo tocaba, y tampoco estoy seguro. -Qué te dijo. -Que vos eras eterna, pero de una pasada eternidad. -No entiendo. -El cielo se toca con las manos una sola vez: en el mundo de las fantasías. Entonces, la eternidad es un tiempo pretérito. Y eso significa que uno ha crecido. Que uno puede quedarse donde está, sin fantasmas, entendiendo, por primera vez en su vida, que la realidad es muchas veces más ensoñable, más fantástica, que los propios sueños. La belleza es fugaz; eso es todo. Y la eternidad no existe; es un momento muy breve que aconteció alguna vez. Es un tiempo pasado contra lo que todo el mundo cree. Pero ella no me entendió. A cada palabra, se agrandaba nuestra distancia, se producía una despedida, letal, imperceptible pero cierta, que me despertaba sentimientos contradictorios, como siempre sucede en las despedidas. Creo que los dos sentimos el alejamiento, la soledad que volvería a invadimos. Pero a mí me sirvió para entender que la Aurora de carne y huesos que había reencontrado en la esquina de Reforma y Niza, era un ser inexistente. Que yo me había inventado su memoria, como ella, seguro, me había inventado a mí. Que todo lo sucedido alguna vez, hacía tantos años, no era sino una magia necesaria para vivir, una circunstancia anómala que los dos habíamos pergeñado simplemente para cumplir con esa necesidad de inventar el futu-
ro que tenemos los seres humanos, acaso para no advertir cuánto nos duele el presente, cada presente. Comprendí, a pesar de su voz, de su presencia en México, del anuncio de su partida, que todo había sido una trampa necesaria. Que tocar el cielo con las manos había sido una jugada imprevista, un jaque perpetuo que conducía a tablas. Y cuando ella me dijo adiós, y yo le dije adiós, sentí que concluía una etapa, que me sacaba un peso de encima, y sin remordimientos. Yo había amado. Pero sólo entonces, desde entonces, supe que si el amor es tener ganas de todo, es también la posibilidad de no tener ganas de nada. Me puse de pie luego de colgar el tubo sobre el aparato, suspiré y me preparé unos mates, tranquilamente, mientras fumaba. Me sentía vacío, sereno, no sé si satisfecho pero sí agobiado. Entonces observé que el humo del cigarrillo, caprichoso, pareció dibujar el rostro, la figura de Aurora. Nervioso, soplé el humo. La imagen se esfumó, pero yo me sentí súbitamente inquieto. Me pregunté si realmente el amor es un animal perecedero, si será cierto que no hay mejor cielo que la tierra. Apagué el cigarrillo y cebé mi primer mate. Lo bebí lentamente. Me supo tan amargo como de costumbre, aunque acaso un poco menos.
Bruselas, julio 1978. México, D.F., noviembre 1979.
Mempo Giardinelli nació en Resistencia, Argentina, en 1947. En 1976 se trasladó a Méjico donde colaboró en el diario «Excelsior» y ejerció como profesor de la Universidad Iberoamericana. Su primera novela Toña tuerto, rey de ciegos fue editada en Argentina en 1976, pero nunca llegó al público. El autor se dio a conocer con La revolución en bicicleta (1980) y, sobre todo, con Luna
caliente (1984).Recientemente ha publicado Qué solos se quedan los muertos (1986) y el ensayo titulado El género negro.