Roles de género y cambio social en la Literatura española del siglo XX
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Roles de género y cambio social en la Literatura española del siglo XX
FORO HISPÁNICO 34 COLECCIÓN HISPÁNICA DE FLANDES Y PAÍSES BAJOS Consejo de dirección: Nicole Delbecque, Katholieke Universiteit Leuven (Lovaina, Bélgica) Rita De Maeseneer, Universiteit Antwerpen (Amberes, Bélgica) Hub. Hermans, Rijksuniversiteit Groningen (Groninga, Países Bajos) Sonja Herpoel, Universiteit Utrecht (Países Bajos) Ilse Logie, Universiteit Gent (Gante, Bélgica) Luz Rodríguez Carranza, Universiteit Leiden (Países Bajos) Maarten Steenmeijer, Radboud Universiteit Nijmegen (Nimega, Países Bajos)
Secretaria de redacción: María Eugenia Ocampo y Vilas Toda correspondencia relacionada con la redacción de la colección debe dirigirse a: María Eugenia Ocampo y Vilas – Foro Hispánico Universiteit Antwerpen CST – Departement Letterkunde (Gebouw D – 113) Grote Kauwenberg 13 B – 2000 Antwerpen Bélgica
Administración: Editions Rodopi B.V. Toda correspondencia administrativa debe dirigirse a: Tijnmuiden 7 1046 AK Amsterdam Países Bajos Tel. +31-20-6114821 Fax +31-20-4472979
Diseño y maqueta: Editions Rodopi ISSN: 0925-8620
Roles de género y cambio social en la Literatura española del siglo XX
Coordinado y Editado por
Pilar Nieva-de la Paz
Amsterdam - New York, NY 2009
Cover photo: ©Harm Hollestelle, Diagonalen The paper on which this book is printed meets the requirements of “ISO 9706:1994, Information and documentation - Paper for documents Requirements for permanence”. ISBN: 978-90-420-2559-2 ©Editions Rodopi B.V., Amsterdam - New York, NY 2009 Printed in The Netherlands
Índice 1. Introducción - Pilar Nieva-de la Paz La evolución de los roles de género en las representaciones literarias: un camino abierto hacia el cambio social
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2. Cambios y permanencias en la definición de la identidad femenina - Roberta Johnson El concepto de la soledad en el pensamiento feminista español
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- Anne Charlon Cambios y permanencias del rol femenino en las relaciones de pareja
45
- Alda Blanco Maternidad, libertad y feminismo en el pensamiento de María Martínez Sierra
65
- Roberta Ann Quance Señas de la Virgen: los Trances de Nuestra Señora, de María Victoria Atencia
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3. Modelos femeninos de la ruptura - Pilar Nieva-de la Paz Modelos femeninos de ruptura en la literatura de las escritoras españolas del siglo XX: Concha Méndez (1898-1986), Carmen Martín Gaite (1925-2000) y Rosa Montero (1951- )
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- Janet Pérez La evolución de modelos de género femenino vistos a través de medio siglo de los escritos de Carmen Martín Gaite
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- Ángel Luis Hueso Montón Imágenes femeninas históricas en el cine del franquismo. Las adaptaciones cinematográficas y sus antecedentes literarios y teatrales
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4. Mujeres en el mundo profesional - Shirley Mangini El papel de la mujer intelectual según Margarita Nelken y Rosa Chacel
171
- Lucía Montejo Gurruchaga Escritoras españolas de posguerra. Reflexión y denuncia de roles de género
187
- Julio E. Checa Puerta María Martínez Sierra: una escritora en el exilio
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- Genaro J. Pérez Determinantes de género y feminismo durante el franquismo: Los Enanos (1962) y Rey de Gatos (1972), de Concha Alós
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- Marie-Soledad Rodríguez Las novelas policíacas de Alicia Giménez Bartlett: un nuevo enfoque sobre la identidad femenina
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5. Cruces e inversiones: de los roles subvertidos a los roles compartidos - Mariano Martín Rodríguez Géneros futuros: visiones de la mujer y las relaciones amorosas en Sentimental Club (1909), de Ramón Pérez de Ayala
263
- Raquel García-Pascual Travestismo y destape del tabú: el teatro de Luis Riaza
279
- Kathleen M. Glenn Transgresiones genéricas en unas narraciones de Carme Riera, Inma Monsó, Marina Mayoral y Cristina Fernández Cubas
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Roles de género y cambio social en la Literatura española del siglo XX Coordinación y Edición: Pilar Nieva-de la Paz Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Agradecimientos Deseo agradecer sinceramente a Francisca Vilches-de Frutos (CSIC) todo el apoyo prestado desde el inicio y durante el desarrollo de este proyecto. Mi gratitud también para Patrick Collard (U. Gent), que creyó en él cuando era sólo una aventurada propuesta. Ambos han sido cruciales para que pudiera ver la luz. No puedo dejar de reconocer a las autoras y autores que participan en el volumen, sin cuya confianza y colaboración no hubiera podido materializarse. Quiero dar las gracias también al Comité Científico formado por Alda Blanco (U. of Wisconsin, Madison), Carmen Bobes (U. de Oviedo), Anne Charlon (U. de Bourgogne), Beatriz Moncó (U. Complutense de Madrid), Lucía Montejo (U. Nacional de Educación a Distancia), Julio E. Checa Puerta (U. Carlos III de Madrid) y Francisca Vilches-de Frutos (CSIC). Todos ellos lo han enriquecido con sus detenidas lecturas y muchos conocimientos. Gracias también a Inmaculada Plaza Agudo (CSIC) y Laura Burgos Lejonagoitia (CSIC) por su atento trabajo de apoyo a la edición, así como a Javier San Juan por su imprescindible apoyo técnico. Es este, pues, un proyecto colectivo en el que se aúnan el esfuerzo, la ilusión y dedicación de varios colegas y amigos con los que quedo definitivamente en deuda.
1. Introducción
La evolución de los roles de género en las representaciones literarias: un camino abierto hacia el cambio social Pilar Nieva-de la Paz Los enormes cambios en la condición social femenina experimentados durante el siglo XX por las mujeres occidentales han permitido caracterizar la pasada centuria como “el siglo de las mujeres”. Desde sus primeras décadas, las jóvenes “mujeres modernas” empezaron a cuestionar y subvertir los modelos de género heredados, alterando permanencias seculares en los roles sociales desempeñados por ambos sexos. La consolidación progresiva de las mujeres en el ámbito laboral ha supuesto una considerable “revolución social”, de marcadas consecuencias en las relaciones con los varones, tanto en la esfera pública como en la privada. De hecho, resulta casi inevitable en la actualidad interrogarse acerca del nuevo lugar que las mujeres ocupan en las sociedades occidentales y también sobre sus relaciones con los hombres, después de medio siglo de enormes cambios en la condición femenina (Lipovetsky, Camps). Dado que la definición del género es esencialmente relacional, la identidad masculina se ha visto envuelta también durante las últimas décadas en un proceso de cuestionamiento y transformación cuyas consecuencias no han sido todavía convenientemente evaluadas (Badinter, Gil Calvo 1997 y 2006). Una de las fuentes más productivas para el análisis de estas cuestiones es, sin duda, la creación literaria y artística, con su recreación “intrahistórica” de la vida cotidiana, la gestión de expectativas y la construcción del imaginario colectivo por parte de diferentes generaciones. La creación cultural, como otras instituciones públicas, desempeña un relevante papel en la construcción social de la identidad sexual. Las imágenes transmitidas desde la literatura y el teatro reproducen las
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claves fundamentales por las que se reconoce hoy la masculinidad, la feminidad y sus múltiples variantes, así como sus diversas relaciones con el poder (Butler, Bourdieu). La producción literaria ha contribuido así a lo largo de nuestra historia reciente a consolidar en el imaginario colectivo estas elaboraciones socioculturales, tratando de promover o cuestionar los cambios (e intercambios) de los roles tradicionales. El análisis acerca de la visión que escritoras y escritores españoles contemporáneos arrojan en sus textos sobre esta cuestión contribuye, además, a profundizar en un aspecto de su ideología rara vez considerado hasta ahora. La reflexión sobre los roles de género transmitidos por la literatura parece, de hecho, especialmente recomendable en un espacio científico europeo que establece la necesidad de potenciar el desarrollo de un pensamiento igualitario, utilizando para ello materiales y metodologías que contribuyan a una educación para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. Además, resulta especialmente vigente la reflexión sobre la evolución de los roles de género en nuestra historia reciente en el contexto sociopolítico actual, cuando se están desarrollando políticas activas de igualdad de género en España y en el conjunto de la Unión Europea 1 . La reciente aprobación en España de la Ley Orgánica para la igualdad efectiva de mujeres y hombres (BOE, 23 marzo 2007), supone un nuevo impulso a las políticas de igualdad, al establecer la obligación legal de adoptar medidas de carácter transversal para alcanzar la igualdad de género en sectores tan diversos como el mundo del trabajo, la educación, la política, la cultura, la sanidad o la vivienda, por citar algunos de los más relevantes (Vilches-de Frutos). Como se establece ya en el preámbulo de la Ley, se trata de poner todos los medios necesarios para avanzar lo más rápidamente posible en la tarea de aprovechar al máximo el potencial de mujeres y hombres. Es cierto que todavía quedan muchos problemas por resolver hasta lograr que la igualdad legal se convierta en igualdad efectiva y real, pero no por ello dejamos de estar ante una realidad que puede resultar para muchos sorprendente, por su vertiginosidad y su gran calado. Sólo treinta años después del final de la dictadura franquista, que durante casi cuarenta años hizo todo lo posible por mantener a las españolas en la esfera privada, sometidas a los rigores de una estrecha moral social y determinadas por el ideal decimonónico de la “domesticidad”, las españolas aspiran a compartir su vida con los
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hombres en términos de total igualdad, tanto en la esfera pública como en el ámbito privado. La enorme relevancia que tiene actualmente en nuestras sociedades el avance de la igualdad de género explica el creciente interés por indagar en los procesos históricos y culturales que dan cuenta de cómo ha transcurrido el largo y costoso avance de las mujeres en su camino hacia la emancipación real. Sólo conociendo sus orígenes y evolución, será posible acometer de forma adecuada procesos de cambio social que aceleren el paso hacia la igualdad efectiva. Durante las primeras décadas del pasado siglo, la situación social de las mujeres españolas sufrió profundas transformaciones, entre ellas, el acceso a los niveles superiores de la educación (el debate sobre la coeducación resultó también muy relevante), la incipiente incorporación a las profesiones liberales, la integración paulatina en la vida política nacional (significativamente, el derecho a voto de las mujeres en las elecciones generales, establecido por la Segunda República en 1931), y, en general, una presencia creciente en la esfera pública, tras siglos de permanencia en el ámbito del hogar. La trascendencia de estos cambios propició el debate intelectual y político en torno a la definición de la identidad femenina. La reivindicación y progresiva asimilación de nuevos roles sociales planteaba la cuestión de cómo se entendía el ‘ser mujer’ en la España del período. Surgía entonces un concepto nuevo, la ‘feminidad’, que trataba de identificar la suma de rasgos considerados ‘esenciales’ para definir la identidad femenina. Como acertadamente denunciaron algunas protagonistas del período, ya no bastaba con ser mujer, había, además, que ser ‘femenina’. Al tiempo que algunas mujeres se incorporaban a ciertas profesiones cualificadas y comenzaban a acceder a la Universidad y a relevantes puestos políticos (Victoria Kent, Federica Montseny, Margarita Nelken, Clara Campoamor, etc.), se debatía intensamente sobre los rasgos que definían la identidad femenina. Se estaba cuestionando, en definitiva, el modelo decimonónico del ‘ángel del hogar’, transmitido de generación en generación y basado en la identificación de la mujer con el amor, el matrimonio y la maternidad, que conducía irremisiblemente a su confinamiento en la esfera privada. Frente a él, surgía entonces con fuerza el nuevo tipo de la ‘mujer moderna’, que pretendía incorporar otras realidades a la trayectoria vital de las españolas: la educación, el trabajo y la participación política. Para saber cómo vivían las
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españolas antes de la Guerra Civil, cuáles eran sus problemas, sus deseos y sus aspiraciones más urgentes, resulta de gran utilidad e interés un acercamiento a la producción ensayística de algunas destacadas intelectuales del momento, que reflexionaron de forma sistemática y constante sobre la cambiante condición social femenina de sus contemporáneas. Como antecedente inmediato de esta reflexión teórica destacan ensayos fundamentales de Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Concepción Gimeno de Flaquer, Carmen de Burgos, María y Gregorio Martínez Sierra, Margarita Nelken, José Francos Rodríguez y Carmen Díaz de Mendoza (condesa de San Luis), por recordar algunos de los nombres más destacados. Con el final de la Guerra Civil y la victoria de los sublevados se inicia un período de fuerte retroceso en el que las españolas pierden los nuevos derechos y libertades adquiridas durante el breve período republicano (1931-1936). Muchas de esas “mujeres modernas” que habían abierto camino durante los años 20 y 30 murieron durante la Guerra, fueron encarceladas y reprimidas en la posguerra o tuvieron que partir hacia el exilio. Escritoras, artistas e intelectuales como María de la O Lejárraga, Isabel Oyarzábal, Zenobia Camprubí, Rosa Chacel, Concha Méndez, Mª Teresa León, Margarita Nelken y Magda Donato (Carmen Eva Nelken), Carlota O’Neill, Mercè Rodoreda, y tantas otras, vivieron fuera de España durante décadas. Varias murieron en el destierro; otras, poco después de volver a España, ya en los años 70. Todas ellas fueron el “eslabón perdido”, que fue silenciado y negado a las jóvenes generaciones de posguerra. Las españolas nacidas a partir de los años treinta se educaron en plena Dictadura, ignorando los avances protagonizados por sus inmediatas antepasadas, y sometidas al férreo adoctrinamiento ideológico de la Iglesia católica y la Sección Femenina de Falange. Recobró entonces toda su fuerza y vigor el ideal femenino tradicional, el “ángel del hogar”, cuestionado durante la preguerra. Los cambios en los roles de género que habían empezado a producirse entonces se detuvieron en seco, para dejar un lugar de hegemonía total al modelo de la servicial ama de casa de la posguerra, una mujer que se parecía a la bella y alegre pin up norteamericana, pero con una nota diferencial de firme religiosidad, impuesta por el régimen nacional-católico. La educación de las jóvenes españolas se completaba con la lectura “ejemplar” de vidas de santos, las recomendaciones sobre “savoir faire” social y las
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lecturas de novela rosa (Carmen de Icaza, Concha Linares Becerra, Luisa Mª Linares, etc), entre otras (Martín Gaite). Durante los años finales de la Dictadura, paralelamente a la apertura creciente de España al exterior, el desarrollismo económico y la llegada masiva de turistas procedentes de otros países europeos, el contexto sociológico avanza hacia una progresiva liberalización de las costumbres y una tímida relajación de la moral social que sienta las bases para los grandes cambios en la condición social de las españolas acontecidos tras la muerte del general Franco. 1975, Año Internacional de la Mujer, será el año del resurgir de la “cuestión femenina” en los medios periodísticos y en el debate intelectual en todo el Estado. La aprobación de la Constitución de 1978, que reconoce el principio de no discriminación por razones de sexo, raza y religión, supuso un cambio fundamental, al sentar las bases de las reformas emprendidas posteriormente, de manera destacada, la modificación del Código Civil en 1981. Paralelamente, los cambios demográficos que protagonizaban las españolas más jóvenes (nacidas en los años 40 y 50) cobraron a partir de entonces un vertiginoso ritmo: la elevación de la edad media de nupcialidad femenina y el descenso en la tasa de natalidad (la despenalización del uso de anticonceptivos en 1978, y su creciente empleo resultaron fundamentales para este proceso), estuvieron en la raíz de cambios sociológicos fundamentales, como la creciente incorporación de las jóvenes al sistema universitario y al trabajo profesional cualificado o el aumento del asociacionismo y la participación política femenina. Son estos los años de la revitalización del feminismo, que se hacía cada vez más presente en la calle, una vez reconocido el derecho de asociación y manifestación 2 . Asentada la democracia, las políticas de igualdad han cumplido ya más de veinte años (Astelarra), tomando como arranque simbólico la creación en 1986 del Instituto de la Mujer, con Carlota Bustelo como primera Directora. Veinte años que no han pasado en vano, ya que las españolas son hoy mayoría en la Universidad (el 60% del alumnado que termina estudios universitarios); las trabajadoras sobrepasan a los hombres en el conjunto de las Administraciones públicas (50.9%) y el número de mujeres que cotizan a la Seguridad Social asciende ya al 41% del total de afiliados 3 . Los ensayos recopilados en este volumen muestran cómo la literatura y el teatro manifiestan la relevancia de los roles de género en
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la configuración de nuestra sociedad. El análisis de los cambios y permanencias en la definición de la identidad femenina resulta piedra de toque fundamental en los estudios recogidos en el primer apartado de este volumen. Parece ya difícilmente cuestionable que la identidad femenina se ha construido tradicionalmente desde una perspectiva social y relacional (las mujeres han sido sobre todo hijas, hermanas, esposas y madres). De ahí que Roberta Johnson dedique su ensayo, “El concepto de la soledad en el pensamiento feminista español”, a resaltar el particular sentido que ha tenido la soledad para las mujeres contemporáneas, cómo han luchado por conquistarla, por asumirla, por obtener de ella nuevas y mejores experiencias, nuevos saberes. La evolución conceptual de este proceso se perfila en el ensayismo de las intelectuales a comienzos del siglo XX (Arenal, Pardo Bazán, Carmen de Burgos, Rosa Chacel, etc.), pasando por los testimonios de las creadoras españolas desde la posguerra (Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Montserrat Roig…), hasta llegar a las actuales reflexiones de la escritora y política Carmen Alborch, que alcanzó con su libro Solas (1999), uno de los mayores super-ventas del mercado editorial español en los últimos años. Con todo, no puede sorprender la vigencia de la definición identitaria de la mujer como ser casi exclusivamente social, no individual, tal y como analiza Anne Charlon en “Cambios y permanencias del rol femenino en las relaciones de pareja”. No deja de resultar paradójico el que la literatura de las escritoras refleje la enorme evolución de las españolas en sus roles públicos, mientras que se mantiene a menudo una concepción de las relaciones amorosas fuertemente deudora de la educación sentimental heredada, como lúcidamente analiza la autora en su estudio comparativo de dos novelas de Carmen Martín Gaite: Entre visillos (1952) e Irse de casa (1998), separadas en el tiempo de su escritura por más de cuarenta años. La importancia de los espacios en la determinación de los roles de género resalta en estas novelas desde sus mismos títulos, y señalan la evolución en la relación de la mujer con el escenario doméstico como factor determinante en su proceso de “liberación” y equiparación con el hombre. Si las relaciones de pareja han marcado la definición social del rol femenino, la maternidad es otro de los pilares que ha permanecido prácticamente incólume en el trazado de la identidad femenina. En este sentido, el estudio de Alda Blanco “Maternidad, libertad y
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feminismo en el pensamiento de María Martínez Sierra”, aborda con precisión y rigor el desarrollo del concepto maternal en el ensayismo feminista de la escritora y su concreción práctica en sus obras teatrales, dedicando una atención especial a Canción de cuna (1911), el gran éxito comercial de los Martínez Sierra. Este análisis precisa con acierto el enorme poder del rol materno, que llega a impregnar la definición de la femineidad incluso en el caso de un colectivo de monjas de clausura. Nuevamente el encierro en un determinado espacio, prácticamente aislado del exterior, sirve como punto de referencia para construir imágenes que reflejan el escondido afán de libertad de sus protagonistas femeninas. El reconocido poder del rol materno en la definición de género no impide, sin embargo, vislumbrar en él los atisbos de modernidad y anhelos de cambio que esta obra propone: desvincular la maternidad de la atadura biológica, del cuerpo, y dotarla de un sentido más amplio que permitía rescatar del ostracismo y de la falta de “dignidad social” a todas aquellas mujeres que no podían (o no querían) ser madres. Roberta Ann Quance ofrece unas claves muy anteriores a la santificación máxima de la maternidad desligada de la sexualidad, en su análisis del poemario Trances de Nuestra Señora, de Mª Victoria Atencia, relacionando la fuerza de la imagen de la Virgen María con la definición identitaria femenina tradicional en países de cultura católica como España, y vinculando su trazado con la mítica configuración de las “diosas-madre”, desde las culturas prehistóricas hasta los estudios antropológicos sobre ciertas sociedades actuales, pasando por el peso de la tradición patriarcal occidental asentada en las raíces culturales greco-latinas y semíticas. Tal y como se argumenta en el segundo apartado del libro, “Modelos femeninos de la ruptura”, son muchas las escritoras españolas que han planteado en sus obras personajes femeninos que tratan de subvertir la férrea asignación de roles a mujeres y hombres establecida por la tradición a lo largo de todo el siglo. Tomando sus propias experiencias vitales y las de su generación como pauta para la reflexión sobre la necesidad de romper con los límites de género impuestos, escritoras de diferentes períodos han ofrecido en sus creaciones modelos femeninos que querían superar las insuficiencias de los modelos heredados: Concha Méndez, durante la preguerra; Carmen Martín Gaite, en su recreación de la primera posguerra, y Rosa Montero, durante los años de la Transición política, se apoyan en
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elementos autobiográficos para construir unos personajes femeninos que luchan por acelerar los cambios en los roles de género, como analizo en mi ensayo. Janet Pérez, por su parte, realiza un recorrido paralelo, centrado en esta ocasión en el eje cronológico proporcionado por la evolución de la escritura de Martín Gaite a lo largo de medio siglo de la vida de España. Su ensayo pone de manifiesto, una vez más, la enorme productividad e interés para el análisis sociológico que ofrecen las obras de esta escritora, que ha pasado ya a formar parte de nuestro canon literario más consolidado. El punto de partida de semejante evolución se corresponde con la negra década de los 40, cuando el “discurso oficial” del régimen franquista se plasmaba en un corpus de películas, realizadas por directores de prestigio que utilizaron como base para sus guiones los textos de autores teatrales de renombre, analizados en su ensayo por Ángel Luis Hueso Montón. Sus protagonistas femeninas exaltaban los rasgos del modelo tradicional. Para ello se escogía a figuras históricas emblemáticas, mujeres tan poco convencionales como reinas y emperatrices (Juana la Loca, Catalina de Inglaterra, Isabel de Portugal, la Emperatriz de Francia, Isabel la Católica, etc.), heroínas de la tradición popular (Agustina de Aragón, doña María de Padilla, Inés de Castro) o actrices famosas (Lola Montes, Eugenia de Montijo), que a pesar de sus evidentes dotes de liderazgo, paradójicamente eran presentadas al público femenino con el fin de adoctrinarle en la idea de la sumisión y la dependencia respecto del varón. En el tercer apartado, “Mujeres en el mundo profesional”, se aborda una cuestión sin duda fundamental en el proceso de reasignación de roles de género: el acceso a nuevas profesiones, uno de los aspectos cruciales de la evolución contemporánea de la identidad femenina. La incorporación creciente al trabajo profesional cualificado ha permitido a las mujeres asumir progresivamente nuevos papeles sociales e incorporarse a diferentes espacios públicos, que les eran hasta entonces totalmente ajenos. Un medio profesional que simboliza perfectamente este proceso durante el período de preguerra es el entorno intelectual, como analiza bien Shirley Mangini en su ensayo “El papel de la mujer intelectual según Rosa Chacel y Margarita Nelken”. Los fuertes obstáculos que estas dos escritoras encontraron para la plena incorporación a la sociedad literaria de su tiempo, plasmados en varios de sus ensayos y creaciones, explican por qué la tradición filosófica y cultural ha permanecido hasta hace poco
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exclusivamente en manos de los hombres. No fue más fácil el camino profesional de las escritoras españolas durante la posguerra, como demuestran el ensayo de Lucía Montejo acerca de la acción de la censura “de género” sobre la producción literaria de las escritoras del período (Carmen Kurtz, Dolores Medio, Elena Soriano…). Las creaciones literarias de estas escritoras sufrieron profundas amputaciones que llegaron a desvirtuar su verdadero ideario. Julio Checa Puerta incide a su vez en el estudio de la producción autobiográfica y teatral de María de la O Lejárraga (María Martínez Sierra) escrita también en la posguerra, durante su largo exilio, ofreciéndonos la imagen de una mujer que no se rindió ante la adversidad, sino que siguió trabajando y defendiendo sus convicciones a pesar de las numerosas dificultades materiales y de su avanzada edad. Escritoras como Concha Alós vivieron, por su parte, un particular “exilio interior”, luchando por sobrevivir a un régimen político que trataba de negarles “de facto” el derecho al pensamiento y a ejercer cualquier tipo de actividad creativa. Como analiza en su ensayo Genaro Pérez, las narraciones de Alós constituyen un destacado ejemplo de denuncia feminista de la situación social femenina en la España franquista. Dentro o fuera del país, las escritoras, inconformistas y luchadoras, tuvieron que superar tanto dificultades materiales como una durísima soledad intelectual y afectiva, emplearon todas sus energías en sostener una vocación intelectual en medios marcadamente hostiles. Tanto en la preguerra como en la posguerra, las mujeres tuvieron que enfrentarse a todo tipo de dificultades para incorporarse y permanecer activas en medios profesionales totalmente masculinizados. Claro que los obstáculos no han desaparecido del todo, aunque sí han variado de “forma”, como han podido comprobar, ya en el período democrático, aquellas que han querido abatir otras fortalezas: la cúpula empresarial, la milicia y los cuerpos de seguridad del Estado, territorios hasta hace poco sólo aptos para hombres. El ensayo de María Soledad Rodríguez, “Las novelas policíacas de Alicia Giménez Bartlett: un nuevo enfoque sobre la identidad femenina”, refleja muy bien la evolución de la detective protagonista, Petra Delicado, para lograr ser aceptada como una profesional más en un tipo de trabajo comúnmente asociado a valores “masculinos”. De hecho, la detective de Giménez Bartlett adopta paulatinamente los rasgos que han caracterizado al detective contemporáneo (la
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agresividad, el valor, el gusto por la violencia, la anulación de la afectividad, una cierta inclinación a romper los límites morales establecidos, la promiscuidad sexual…). Si bien es cierto que Petra Delicado parece haber logrado, finalmente, una plena integración en el marco profesional, ésta no va asociada al reconocimiento de ninguna aportación singular o diferencial como mujer. Sus compañeros acaban por quererla y aceptarla como a “uno” de los suyos. En el cuarto y último apartado de este volumen, “Cruces e inversiones: de los roles subvertidos a los roles compartidos”, tenemos buena muestra de cómo la oposición dicotómica entre los géneros queda disuelta en la definición compleja y multiforme que marcan las “otras” identidades sexuales. A menudo, el “miedo a la igualdad” de los varones (De Miguel) se ha plasmado literariamente en la creación de arquetipos en principio presentados como “negativos” en las antiutopías (distopías) de las creaciones de ciencia-ficción. Es el caso de figuras de corte claramente andrógino en textos de anticipación como el que estudia en su ensayo Mariano Martín Rodríguez. En su lucha por liberarse, las mujeres de este futuro de ciencia-ficción con el que Ramón Pérez de Ayala pretende “amenazarnos” en su obra teatral, Sentimental Club (1911), parecen dejar atrás el ideal femenino tradicional para avanzar, tanto en su atuendo como en su comportamiento, hacia la total indiferenciación con los hombres. La inversión total de roles cobra nuevas formas de caracterización escénica en un título mucho más reciente de otro autor teatral, Luis Riaza, quien construye en su Danzón de perras (1995) una negativa caracterización de personajes femeninos travestidos, que han asumido ya plenamente la peor parte del modelo masculino clásico, llegando a protagonizar continuas escenas de la violencia más cruel y extrema, como se deduce del ensayo de Raquel García Pascual sobre la obra. Las narradoras del período democrático, por su parte, avanzan también hacia el entrecruzamiento de roles de género: amplían el abanico de modelos femeninos en sus novelas, construyendo personajes que, según estudia Katleen Gleen, a menudo subvierten los roles asignados, alejándose de los rasgos idealizadores que las han vinculado en el imaginario colectivo con la defensa de determinados valores morales (sacrificio, bondad, fidelidad, pacifismo, etc.). Los ensayos que componen este volumen confirman la necesidad de continuar profundizando en el análisis de las imágenes transmitidas desde la literatura y el teatro a lo largo de nuestra historia, dado que es
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posible encontrar en ellas las claves fundamentales por las que se ha reconocido en cada tiempo la identidad de género. Es éste un beneficio más entre los que justifican la recuperación patrimonial de unos textos y la revisión de la composición del canon establecido por la tradición cultural: a veces para cuestionar sus “inmutables” valores; otras, para incorporar figuras y obras que han permanecido injustamente en los márgenes. Reflexionar sobre la configuración de los modelos femeninos y masculinos permite, en definitiva, establecer cómo ha evolucionado la asignación social de roles de género en nuestra cultura. El análisis acerca de la visión que escritoras y escritores españoles contemporáneos arrojan en sus textos sobre esta cuestión contribuye, además, a profundizar en un aspecto de su definición ideológica rara vez considerado hasta ahora: su contribución a la permanencia de los roles de género establecidos o, por el contrario, su aportación a la expansión del pensamiento igualitario a través de unos textos literarios que han tratado de promover los cambios (e intercambios) de los roles tradicionales. Notas 1
Las normativas comunitarias establecen claramente como uno de sus objetivos prioritarios la eliminación de las desigualdades entre el hombre y la mujer y la promoción de la igualdad, que se considera un derecho fundamental de todos sus ciudadanos y ciudadanas. En el Artículo 3 del Tratado de Amsterdam de 1997 se recoge explícitamente el objetivo de eliminar todas las desigualdades entre hombres y mujeres (97/C340/03). El derecho a la no discriminación por razones de sexo aparece de nuevo recogido en la Carta de Derechos Fundamentales firmada en el Tratado de Niza de 7 de diciembre de 2000. 2 Las manifestaciones para acabar con el delito de adulterio (1978), recuperar el derecho al divorcio (1982) y legalizar el aborto (admitido por la Ley, bajo ciertos supuestos, en 1985) dieron protagonismo e imagen pública al joven movimiento feminista español. 3 Barómetro Social. Instituto Nacional de Estadística. Abril 2008.
Bibliografía Astelarra, Judith. 2005. Veinte años de políticas de igualdad. Madrid: Cátedra. Badinter, Elisabeth. 1993. X/Y. La identidad masculina. Madrid: Alianza. Bourdieu, Pierre. 2000. La dominación masculina. Barcelona: Anagrama. Butler, Judith. 1990. Gender Trouble. New York/London: Routledge. Camps, Victoria. 1998. El siglo de las mujeres. Madrid: Cátedra. Gil Calvo, Enrique. 1997. El nuevo sexo débil. Madrid: Temas de Hoy. — 2006. Máscaras masculinas. Barcelona: Anagrama.
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Lipovetsky, Gilles. 1998. La tercera mujer. Barcelona: Anagrama. Martín Gaite, Carmen. 1988. Usos amorosos de la postguerra española. Barcelona: Anagrama. Miguel, Armando de. 1975. El miedo a la igualdad. Barcelona: Grijalbo. Vilches-de Frutos, Francisca. 2008 ‘Gender Mainstreaming (Transversalidad en medidas de género): un reto para el teatro español en el marco de la creación del espacio cultural europeo.’ Teatro Español. Autores clásicos y modernos. Homenaje a Ricardo Doménech. I. Amestoy y F. Doménech (eds.). Madrid: RESAD, 441-448.
2. Cambios y permanencias en la definición de la identidad femenina
El concepto de la soledad en el pensamiento feminista español Roberta Johnson Se rastrea el concepto de la soledad en el pensamiento feminista español desde finales del siglo XIX hasta nuestros días para destacar la importancia que ha tenido la soledad para muchas pensadoras que consideran el estado solitario una condición necesaria para que la mujer pueda formar su identidad propia y realizarse plenamente como ser individual e independiente. Se empieza con una consideración sobre Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, que inician un diálogo sobre la mujer en su relación con la familia y la sociedad. Se continúa con una discusión acerca de Rosa Chacel, representante del pensamiento feminista español de los años 20-30. Se estudian cartas de Carmen Laforet de la época franquista, y para el período de la Transición, comentarios y ensayos de Montserrat Roig y Carmen Martín Gaite. Como obra representativa de la actualidad se analiza Solas, de Carmen Alborch. Aunque cada autora tiene un acercamiento propio al tema, se nota que en las escritoras españolas (a diferencia de algunas anglo-americanas) lo social (y la importancia de las relaciones con otros) triunfa sobre lo exclusivamente individual.
Cuando pensamos en el concepto de la soledad en las letras españolas, casi siempre se nos ocurren escritores masculinos—Luis de Góngora, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Juan José Millás, entre muchos otros 1 . Quizás inconscientemente consideramos la soledad existencial territorio masculino, ya que tradicionalmente la mujer se ve como un ser relacional, un ser que por definición no está sola sino relacionada con otros, sobre todo con miembros de su familia. En palabras de Alda Blanco, “[a] la mujer se le articuló principalmente como un ser relacional subordinado al hombre—ser hija, esposa, y madre era su cometido—se le adscribió el hogar como espacio propio, el único ámbito para su existencia” (446). Siguiendo la pauta iniciada por Linda Chown, quien arguye por “a revitalized look at culturally influenced concepts such as ‘solitude’ and ‘self’ and/or ‘identity’ [in Spanish women’s writings]” (2000: 198), este ensayo pretende
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rastrear el concepto de la soledad en el pensamiento feminista español desde finales del siglo diecinueve hasta nuestros días para destacar la importancia que ha tenido para muchas escritoras. Se ha considerado la soledad una condición necesaria para que la mujer pudiera formar su identidad propia y realizarse plenamente como ser individual e independiente—trabajadora, intelectual, escritora, o artista y hasta compañera del hombre. Empiezo con una consideración sobre Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, que inician un diálogo sobre la mujer en su relación con la familia y la sociedad; luego salto a Rosa Chacel, representante del pensamiento feminista español de los años 20-30 durante el auge del movimiento feminista de antes de la Guerra Civil; sigo con Carmen Laforet, Montserrat Roig y Carmen Martín Gaite, que escribieron bajo las muy particulares condiciones del régimen franquista, y concluyo con Rosa Montero y Carmen Alborch, que también vivieron la dictadura, pero que presentan un nuevo acercamiento al tema de la soledad en la época de la transición y la democracia. La soledad tiene una gran variedad de sentidos para las escritoras que incluyo en este estudio, pero en casi todos los casos la soledad es un estado positivo, afirmador, lleno de posibilidades para el desarrollo del ser humano, exento de las connotaciones negativas—el aislamiento, la alienación, la melancolía, y hasta la desesperación— que los hombres suelen asociar con el estado solitario 2 . Como indica Linda Chown. “many Spanish writers consider solitude an unavoidable, inevitable condition of MIND for all people, a condition which, if developed, becomes a place of richness” (ibídem: 197). Aquí Chown no distingue entre escritores y escritoras, pero sus citas son de mujeres como Carmen Martín Gaite (“[la soledad no es] una condena, sino una gracia” [197]). En un artículo previo Chown anota que Martín Gaite habla repetidamente del encarcelamiento interior y de su capacidad de escaparse por vía interior y que Elena Quiroga se interesa por el viaje interior por detrás de la máscara (1983: 97): “Our vision of liberation for women very often presupposes work, creation, activity, and the right to change… Solitude has been a troublesome issue for American critics, who stress the fact that Spanish fiction reflects a preoccupation with the aloneness of people” (98). Chown cita una entrevista que tuvo con Ana María Matute (la traducción al inglés es de Chown): “It is a reflection of something personal but not
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exclusively because often I realize that many people are alone, terribly alone... I confess that solitude pleases me” (apud. Chown:99). El concepto de la soledad que manejan las escritoras españolas puede dividirse en dos tipos generales: 1) Una visión que arranca de la perspectiva social o exterior en que la mujer busca un espacio físico propio (en el sentido de Virginia Woolf), aunque las pensadoras españolas casi nunca se limitan a querer un lugar apartado donde leer, pensar y escribir. 2) Una exploración desde la perspectiva interior en que el lugar físico está vinculado con un espacio de la conciencia donde uno puede desarrollarse como persona, ser una misma y crearse su propia personalidad independiente. Ni en uno ni en otro de estos dos acercamientos se niega la importancia de estar relacionada con otros seres humanos. Con frecuencia, la soledad en el pensamiento feminista español se ve como un estado de ánimo. Aun cuando se adopta el concepto individualista anglo-sajón, como en el caso de Emilia Pardo Bazán, no se lleva en las mismas direcciones que el pensamiento inglés y norteamericano (por ejemplo, la soledad absoluta frente a la muerte en la interpretación de Elizabeth Cady Stanton que comento más adelante). Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, las dos grandes pensadoras feministas españolas del siglo diecinueve, marcan una diferencia importante en cómo se debe considerar a la mujer en su relación con el resto del mundo. La diferencia central en la filosofía feminista de las dos mujeres la articula Emilia Pardo Bazán en el discurso que pronunció en el Congreso Pedagógico de 1892: “Lo que doña Concepción Arenal pide principalmente en interés de la colectividad lo pedimos otros principalmente en interés del individuo…” (1999: 111). Concepción Arenal, seguidora de la ilustración dieciochesca y sobre todo del Padre Feijoo, entiende a la mujer y al hombre también en su relación con el resto de la sociedad, mientras que Emilia Pardo Bazán, lectora de Kant y Schelling y sobre todo, de John Stuart Mill, se enfoca más en la mujer como ser individual. Es revelador el que le gustara a doña Emilia la filosofía de Kant con su énfasis en la subjetividad individual y en el argumento puramente abstracto. La aplicación práctica de una filosofía a problemas concretos sociales, como hallamos en los escritos krausistas de Francisco Giner de los Ríos, no le interesaría tanto como a Arenal, quien considera la situación femenina española -la falta de educación y de vocación- dentro de una red que comprende toda una
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serie de problemas sociales como la pobreza, la prostitución y la delincuencia. La mujer en su ser social “al no tener un oficio, no puede auxiliar a sus padres ancianos; esposa, no puede ayudar al esposo; madre, se ve en el mayor desamparo, si la muerte la deja viuda o la perversidad de su marido la abandona” (1993: 85). Para Arenal no se puede comprender a la mujer de una forma aislada 3 : “La mujer sin ocupación ni educación para sus facultades superiores va por el mar de la vida sin timón y sin brújula; el sentimiento que puede salvarla, si no es muy puro, puede extraviarla también, y cuando se estrella hace víctimas, porque no va sola” (ibídem: 104). El énfasis en lo social continúa en La mujer de su casa (1883), ahora desde una perspectiva de la mujer en la sociedad más generalizada, no sólo como miembro de la familia. Sostiene que la mujer educada fomenta el bienestar social. La mujer de su casa ve las maldades sociales como si fueran un espectáculo y, por eso, no participa en su remedio. Aunque al discutir la situación de la mujer española la argumentación de Arenal va siempre desde y hacia lo social, en ciertos pasajes se ocupa de la mujer en sí como individuo. Por ejemplo, destaca la importancia de que la mujer afirme “su personalidad, independiente de su estado” (1974: 67), pero esta afirmación de una personalidad independiente sirve fines sociales: Dadme una mujer que tenga estas condiciones, y os daré una buena esposa y una buena madre, que no lo será sin ellas. ¡Cuánta falta le harán, y a sus hijos, si se queda viuda! Y si permanece soltera puede ser muy útil, mucho, a la sociedad, harto necesitada de personas que contribuyan a mejorarla aunque no contribuyan a la conservación de la especie. . . . Nada más propio para dar gravedad al carácter y consistencia a la personalidad que la contemplación compasiva de tantos dolores como entraña esa cuestión de cuestiones que se llama la cuestión social. (ibídem: 67-68, 70)
La versión corta de La mujer de su casa que Concepción Arenal mandó al Congreso Pedagógico de 1892 resalta aun más la formación de la personalidad de la mujer. Este hecho es interesante por ser justamente el Congreso Pedagógico el foro en que Emilia Pardo Bazán discrepa con Arenal sobre si el fin de la educación de la mujer es social o individual. Doña Emilia arguye fervorosamente en contra de los que consideran a la mujer como ser “relacional” y al final de su intervención menciona específicamente a Arenal: “El error fundamental que vicia el criterio común respecto de la criatura del sexo femenino… es el de atribuirle
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un destino de mera relación; de no considerarla en sí, ni por sí, ni para sí, sino en los otros, por los otros y para los otros… Siempre tropezamos en lo mismo, en el concepto relativo del destino de la mujer” (1999: 158, 160). Al definir su postura filosófica se afilia con John Stuart Mill en su muy conocido ensayo The Subjugation of Women y contra Jean Jacques Rousseau, sobre todo su concepto del contrato social 4 : ¿Y quién es Stuart Mill? -Un politico. Su opúsculo De la libertad es tan excelente, como detestable el Contrato social de su Rousseau de Uds. -Son palabras mayores. -Pues no exagero. Mill saca triunfante la independencia del individuo, mientras Rousseau implanta el despotismo del Estado. (ibídem: 114-115)
Emilia Pardo Bazán conocía bien The Subjugation of Women, que hizo traducir al español y que publicó en su serie Biblioteca de la Mujer en 1893. The Subjugation of Women termina con una sección que enfatiza la naturaleza individual de la mujer y la importancia de su felicidad como un bien en sí: “the most direct benefit of all, the unspeakable gain in private happiness to the liberated half of the species; the difference to them between a life of subjection to the will of others and a life of rational freedom” (211), punto que enfatiza Pardo Bazán. Doña Emilia toma como modelo femenino la señora Taylor que inspiró a John Stuart Mill a escribir su famoso libro feminista: “en nombre del individualismo Mill reclama la igualdad de los sexos… la señora Taylor… aunque esclava por la ley, como las demás de su sexo tenía alma independiente, digna de la libertad” (1999: 128). Curiosamente, por todo el énfasis que pone Pardo Bazán en la mujer individual, estructura su ensayo “La mujer española” (1889, versión inglesa, 1890, versión española) según la clase social de las mujeres de España. Observa, por ejemplo, que la mujer de la clase media es especialmente dada a salir a la calle (quizás una referencia a la mujer de su casa de Concepción Arenal) para ir de tiendas y de visita, a la iglesia o para ver espectáculos—cualquier distracción. Este comportamiento, según doña Emilia tiene sus orígenes en el horror a la soledad: No puede dudarse que este afán de callejear revela ciertas deficiencias en la vida de familia. No es que yo crea, como Luis Vives, que la mujer al salir frecuentemente pone en peligro su honra: solamente digo que la salida, ‘por huir
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Roberta Johnson de la casa’, indica falta de intimidad doméstica, y algo como aborrecimiento de la soledad, que es indicio claro de tener la cabeza mal amueblada. De todos modos, con el hermoso cielo y el radiante sol de España, el ‘echarse a la calle’ lo considero pecado venal. (1890: 127).
En ningún ensayo pardobazaniano encontramos el análisis de la interioridad femenina que pide Stuart Mill. Eso llegará con Rosa Chacel y las escritoras de postguerra. Claro, tenemos la gran labor novelística de Emilia Pardo Bazán donde encontramos abundantes indagaciones en la subjetividad femenina 5 . La interioridad de la mujer adquirida en la soledad quizás se expresa primero en la poesía de las Románticas (como las denomina Susan Kirkpatrick). En la edición de 1843 de sus Poesías, Carolina Coronado publica un himno ‘A la soledad’, donde bosqueja lo que será una constante en el pensamiento feminista español hasta nuestros días—la soledad, no como estado angustioso, sino como una condición necesaria para reponerse de los agobios del mundo: “Al fin hallo en tu calma,/Si no el que ya perdí contento mío,/ Si no entero del alma/El noble señorío,/Blando reposo a mi penar tardío./Al fin en tu sosiego,/Amiga soledad, tan suspirado,/El encendido fuego/De un pecho enamorado/Resplandece más dulce y más/ templado” (apud. Kirkpatrick: 308). La paz y la tranquilidad, necesarias condiciones para que la escritora logre expresar sus sentimientos interiores y proyectar una visión de sí misma como ser existencial, es un tema que resurge en el pensamiento español más reciente (por ejemplo, Carmen Laforet y Carmen Martín Gaite). Es interesante notar que Elizabeth Cady Stanton planteó tal actitud como central al feminismo norteamericano más de 100 años antes de que apareciera en el pensamiento feminista español 6 . En 1892, en el mismo año en que Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán intervinieron en el Congreso Pedagógico, Stanton habló delante del congreso de Estados Unidos sobre “The Solitude of the Self” (La soledad del ser). Su punto principal era que cada alma humana es individual y que cada persona, sea hombre o mujer, tiene el derecho a la conciencia individual y al juicio: “In discussing the rights of woman, we are to consider, first, what belongs to her as an individual, in a world of her own, the arbiter of her own destiny, an imaginary Robinson Crusoe, with her woman Friday on a solitary island” (372). Stanton relaciona el aislamiento de cada alma humana con el hecho de que ante la muerte tanto las mujeres como los
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hombres están solas(os) y vincula este modo de entender a la persona con el Protestantismo. Así, es posible que la tardía entrada del concepto de la soledad en el pensamiento español tenga que ver con la visión católica del alma mediada por la Iglesia. Al final de la poderosa conferencia de la señora Stanton, el ser individual de la mujer se queda solo ante Dios. La mujer católica nunca está sola ante Dios ni la muerte. Aunque, como hemos visto arriba, en 1892 Emilia Pardo Bazán defiende la importancia de educar a la mujer, no tanto para mejorar sus contribuciones al bien social, sino por su bien individual; no elabora, sin embargo, en qué consiste este bien individual como lo hace Stanton, quien afirma que “viewed as a woman, an equal factor in civilization, her rights and duties are still the same; individual happiness and development” (372). Es posible que Pardo Bazán conociera el discurso de Stanton ya que se pronunció en enero de 1892 (el discurso de doña Emilia es de octubre de este año), y se hizo una edición de 10000 ejemplares que fueron ampliamente divulgados. Pero lo más probable es que las dos pensadoras feministas tuvieron una fuente común en John Stuart Mill. Rosa Chacel sigue la línea marcada por Emilia Pardo Bazán en cuanto a la mujer como individuo, pero se acerca a la situación de la mujer española desde el punto de vista de su interioridad y la lleva al terreno existencial. Reintroduce directamente la situación relacional de la mujer, replanteándola como problema en cuanto a su relación con el hombre 7 . Chacel entendió su propia vida desde la radical soledad de su propia juventud—como prodigio que no cabía en la sociedad de las otras chicas de su edad y como niña enfermiza que tenía que pasar largas estancias recluida en su casa y en su cama (Ver Desde el amanecer). En su primer ensayo feminista, ‘Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor’, de 1931, postula una teoría, según la cual el cambio social se origina en el interior de las personas. Frente a la aseveración de Carl Jung de que los eventos políticos—las guerras y las revoluciones—de las primeras décadas del siglo veinte habían causado los cambios y tensiones entre hombres y mujeres, Chacel sostiene lo opuesto. Según ella, primero se efectuó un cambio interno en los seres humanos que luego dio lugar a los cambios sociales: No es que la acomodación a un medio con su gradual proceso de conquista vaya creando un reducto anímico resultante de determinada combinación de sensaciones y resistencias, labor primaria, elemental en lo psíquico, sino al
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Roberta Johnson contrario, que el alma saturada de su medio, tranquilamente vencedora de todas las hostilidades naturales, anula en sí toda vida de relación tradicional y se queda frente a frente con su soledad. El conflicto se crea de esta autocontemplación. (157)
El ensayo es un desafío directo a las teorías de la mujer que proponían eminentes hombres de la época, entre ellos José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, y Georg Simmel. Ortega insistió en la inferioridad intelectual de la mujer, y Marañón defendía la “igualdad” de hombres y mujeres, pero en esferas diferentes—la mujer en su maternidad y el hombre en su papel público. Frente a estos poderosos e influyentes pensadores, Chacel defiende la dimension espiritual e intelectual de la mujer. En ‘Esquema’ cita a Ortega al señalar que “el espíritu es siempre solidario de sí mismo; no puede en unos órdenes comportarse de una manera y en otros de otra” (1931: 140). Chacel responde que “[u]na de las cosas que con mayor evidencia pueden demostrarnos la adhesión de la mujer al mundo espiritual, a la cultura, es precisamente su primera manifestación de rebeldía a ella” (ibídem: 140). En otras palabras, la mujer rebelde se separa de la cultura que la rodea. Chacel arguye rigurosamente contra Simmel que niega una vida individual espiritual en la mujer: “Creer que lo esencialmente femenino psíquico no tiene un fundamento inexpugnable como lo fisiológico, es igual que temer la influencia de los cataclismos sociales en los fenómenos cósmicos, es ese complejo de temor y soberbia que hace a la pequeñez humana montar la guardia al tabernáculo de la eternidad por creerlo en el fondo eternal merced a su custodia” (ibídem: 153). Chacel se sirve del concepto del “individuo absoluto” de Max Scheler para formular su propia noción de la identidad del ser (tanto del hombre como de la mujer): “Mediante la posesión y reconocimiento de su yo íntimo, el hombre concibe la identidad y diferencia de otros orbes externos” 8 (ibídem: 163). También replanteó lo que Ortega, Marañón y Simmel entendieron como la ‘virilización’ de la mujer moderna en términos de su papel social (su salida de la casa, su entrada en el mundo del trabajo y de la calle). Como evidencia de que ha trasladado su concepto de la mujer “en relación” al terreno ontológico, rebate el énfasis anterior en la mujer como entidad social y la preocupación contemporánea por la ‘masculinización’ de la mujer en términos de la conciencia individual: … no es la galantería como expresión social, no es la idealización más o menos ilusionista de la mujer hecha por nuestros inmediatos antepasados, ni es tampoco
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la supervaloración dada por los feministas a la importancia social de la mujer lo que ha dificultado sus relaciones con el hombre. No es ni mucho menos la virilización de los valores de nuestra época, en cuanto esta expresión significa cerebralización, tecnicismo ni siquiera practicismo o finalismo… Es, sí, esa virilización en cuanto esto supone de vigorización espiritual, de exigencia, esfuerzo y autenticidad en los contenidos íntimos. (ibídem: 166)
En la época de la posguerra el pensamiento feminista conecta, más o menos, donde Emilia Pardo Bazán lo había dejado —defendiendo el derecho de la mujer a una identidad y espacio propios—. Bajo la dictadura franquista la mujer vuelve a concebirse como ser puramente relacional, ahora no sólo por la tradición y la costumbre social. A partir de 1939, las chicas estaban obligadas a estudiar el arte de ser esposa y madre por medio de dos años de servicio social en la Sección Femenina de Falange. Después del breve paréntesis que supuso la Segunda República (1931-1939), durante la cual Rosa Chacel pudo imaginar una subjetividad femenina completamente autónoma, durante el franquismo el concepto institucional de nuevo reduce a la mujer a un estado relacional. Este nuevo encerramiento dentro de la casa y de la domesticidad produce un renovado deseo de soledad en muchas mujeres intelectuales y creativas—una soledad que les libre de la labor de cuidar de la casa, del marido, y de los niños, un espacio propio en palabras de Virginia Woolf, cuyo famoso libro empieza a sonar por esta época en pequeños círculos españoles y a ser leído por escritoras como Carmen Martín Gaite. En las novelas de Carmen Laforet y otras escritoras aparece “la chica rara” (ver Desde la ventana, de Carmen Martín Gaite) y la imagen de la isla como refugio de la mujer intelectual y de dotes creativas. A Andrea, de Nada, le gusta vagabundear a solas por las calles de Barcelona, pequeñas escapadas de la casa claustrofóbica de sus familiares. Matia, de Primera Memoria, aunque recluida en la isla de Mallorca durante la Guerra Civil, encuentra mil maneras de escaparse de la vigilancia de su abuela. Y en El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite, la protagonista y una amiga inventan Bergai, una isla imaginaria adonde se escapan de la vida grisácea de la Guerra Civil y los primeros años de posguerra. Gloria Fuertes tituló su primer libro de poemas de 1950 Isla ignorada, en el que, según Sylvia Sherno, “Fuertes declared her identification with that island, ‘en el centro de un mar / que no me entiende, / rodeada de nada, / --sola sólo’ (OI, 21). These early words prefigure the poet’s reiterated theme of solitude and her insistence on self-definition” (312).
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Aunque Carmen Laforet hizo de la soledad un componente central en el desarrollo de todos sus protagonistas de novela, no teorizó sobre la soledad en las obras que publicó durante su vida. Pero ahora, gracias a su correspondencia recién recopilada por Israel Rolón Barada, he podido corroborar los comentarios que hizo sobre su búsqueda incesante de la soledad. En pleno franquismo con su énfasis en la familia y la mujer como madre y esposa, Laforet, casada desde 1946 y con cuatro hijos, ya para 1956 empieza a sentir el dilema de la mujer con vocación de escritora dentro de la ideología franquista. En una carta del 9 de julio de 1956 al padre Arrizabalaga, ante la instigación del cura de seguir “siempre fiel a su vocación de novelista”, responde que “Así termina usted su carta, y la he leído hoy de nuevo; un día en que me hacían falta estas líneas… porque cuando uno ve las cosas desde ‘lejos’, desde la paz de unos días que se consagran a vivir rezando en plena naturaleza y soledad maravillosa… Cuando sucede esto, uno siente que la vocación de novelista se esfuma…” (Carta 12). Al mismo corresponsal le revela cinco años más tarde que está en un momento de su vida y su trabajo “en que después de haber estado de espaldas a las cosas durante muchos años” quiere “ahora hacer uso de esta experiencia en soledad para opinar sobre ellas y ayudar—en lo que pueda hacer—todo lo que [le parece] justo, hermoso e interesante, todo sin limitación ninguna” (Carta 23, 15 de enero, 1961). Dice que se basa este concepto en “el derecho natural” (fundamento filosófico al que recurría también Elizabeth Cady Stanton sin nombrarlo como tal). Si esta sintonía con el mundo norteamericano feminista no es reconocida en esta carta, en otras instancias será consciente. Y de hecho, a lo largo de los años, Laforet llegó a apreciar los Estados Unidos como un paraíso donde se sentía más libre que en cualquier otro sitio, empezando con el viaje de dos meses que hizo en 1965 invitada por el Departamento de Estado y luego en las giras de conferencias que hizo a numerosas universidades norteamericanas en los años 80 9 . Su lucha tanto con sus condiciones interiores como con las exteriores (casa, marido, niños, falta de dinero) para poder escribir las novelas que tiene pensadas la lleva a comentar lo que ella ve como una pareja ideal, los Kennedy: Jacqueline Kennedy que a mí particularmente me parecía una especie de maniquí a través de las fotos y la propaganda ha resultado a través de esas otras fotos y telefotos sin más mínima preparación, una mujer de cuerpo entero, llena de valor.
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Y se comprende perfectamente su papel de trabajadora incansable junto al marido. Y alrededor de ella una serie de mujeres que, al parecer, son clave de lo mejor de la vida americana que gira alrededor de la confianza—y la importancia—de la pareja humana, como tal pareja. (Carta 43 al padre Arrizabalaga, 29 de noviembre, 1963)
Ésta es la pareja (vista desde fuera) que teorizaba Rosa Chacel desde dentro, desde la conciencia intersubjetiva. Las otras muchas referencias a la soledad que encontramos en las cartas de Laforet giran alrededor de la necesidad del estado solitario para la labor creativa, una soledad a que se refiere como “la más salvaje soledad” en una carta a Emilio Sanz de Soto (Rolón Barada, La obra epistolar, Carta 125, 17 de marzo, 1965) 10 . Cuando se separó de su esposo en 1970, inmediatamente buscó la soledad para encontrarse a sí misma. Reconoce en la soledad una condición esencial para ser ella misma, auténticamente quién es (al expresar esta condición necesaria, como Concepción Arenal, se sirve del concepto de la ‘personalidad’): “En cuatro meses últimos—y sobre todo los casi tres meses de soledad de aquí—han sido de aprendizaje (aún no terminado, la verdad) en la recuperación de la personalidad. Es como si hubiera vivido a otra luz durante 24 años, y con mis círculos mágicos de tiza alrededor… Así que estoy aprendiendo” (Carta 76 al padre [ahora “Bernardo”] Arrizabalaga y sus esposa Carmen, 1 de febrero, 1971). Siguiendo una línea de pensamiento que encontramos en todas las pensadoras españolas, vincula el estar sola con el estar acompañada: “Al principio me hizo mucha falta este silencio absoluto, este aislamiento. Ahora ya creo que es contraproduciente”. En una carta a su amigo Emilio Sanz de Soto, también escrita poco después de su separación matrimonial, expresa de otra manera lo difícil que es encontrar un balance entre el ser una misma y el ser por otros: “Ya sabes que mi vida ha cambiado, o mejor dicho por el momento lo que ha hecho es serenarse en una independencia de espíritu y una verdad que me hacían mucha falta. Encarar la verdad, es muy duro pero, al menos para mí, de un resultado bueno. La cara de la verdad para mí era ver que de nada sirve anular la propia personalidad en honor de lo que yo creía sagrado; la felicidad de mis hijos” (Carta 135, 14 de mayo, 1971). Se ve que una vez conseguida la posibilidad de una soledad perpetua, ya deja de añorarla; desgraciadamente, esta posibilidad no la dejó recuperar permanentemente su estado ontológico prematrimonial, y aunque trabajó algo en reformar Al
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volver la esquina, el segundo tomo de su trilogía que se publicó póstumamente, nunca pudo reencontrar a la Carmen Laforet que escribió Nada. Carmen Martín Gaite es quizás la primera escritora-pensadora española de posguerra en reconocer de una forma teórica y más extensa la importancia de la soledad para la formación de la mujer desde su propia conciencia, como ser socialmente independiente y autónomo, y sobre todo para la mujer escritora y creadora. Su teorización tiene sus raíces en una circunstancia particular de su propia vida (algo que tienen en común casi todas las teóricas feministas españolas). En 1980 al instalarse en un piso en Nueva York donde iba a enseñar unas clases en Barnard College, por primera vez en su vida se encontraba totalmente sola sin tener que “dar cuentas a nadie de [su] tiempo libre… ni sentir[se] interferida por requerimientos o problemas de seres humanos vinculados [a ella]” (1987: 10). Pero echaba de menos estas vinculaciones “porque la independencia siempre ha sido arma de dos filos para la mujer” (ibídem: 10). En tal situación se propuso conscientemente “resistir a pie quieto la soledad en aquella habitación recién estrenada y carente de todo recuerdo, de conquistarla para [sí misma] a base de tesón y de mimo” (ibídem: 10). (Este pasaje nos recuerda la observación de Emilia Pardo Bazán sobre el horror que siente la mujer española frente a la soledad.) Fue entonces cuando Martín Gaite leyó por primera vez Una habitación propia, de Virginia Woolf, texto fundacional para el pensamiento feminista español de los años 1980-90. Martín Gaite postula que “[n]o hay ninguna innovación posible en el campo del pensamiento que no se lleve a cabo desde dentro y enfrentándose a palo seco con la soledad. Porque solamente aceptándola, acabará dando fruto” (ibídem: 48). Reconoce que esta aseveración es igualmente verdad no sólo para la mujer sino también para el hombre que escribe, pero señala que hay una diferencia fundamental en la situación de los dos sexos. El hombre entra en el estado solitario desde el “bullicio mundanal”, mientras que la mujer, quién tiene “menos acceso a la vida pública” (ibídem: 48), sigue siendo tentada por el mundo que para ella representa la liberación. Aunque la soledad es más compleja para la mujer que para el hombre, en la última estancia es absolutamente necesaria para la mujer creativa. Los ejemplos de Martín Gaite no sólo recurren a Virginia Woolf y algunas teóricas norteamericanas; también se sirve de sus
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propias antepasadas. Se respalda en Rosalía de Castro a quién “la soledad nunca le pareció una condena, sino una gracia que le permitía de vez en cuando escaparse de su circunstancia personal [de madre y esposa] para entablar diálogos con la luna, condolerse de la miseria de sus paisanos o ponerse a soñar con el hombre-musa” (ibídem: 86). Según Martín Gaite, Rosalía de Castro creía que la soledad nos permite comprendernos mejor y facilita la creación de mundos que no existen. Martín Gaite añade a esta observación que “la espoleta de este empeño la dispara el deseo de escapar de la realidad y desobedecer sus leyes rigurosas, atreviéndose a sustituirlas por otras de cuño propio” (ibídem: 49). En un orden más concreto, Santa Teresa le sirve a Martín Gaite como ejemplo de escritora que ha aceptado la soledad para enfrentarse a los obstáculos sociales que tuvo que superar para escribir: “Santa Teresa ejemplifica ese camino emprendido audazmente partiendo de cero y cuya exploración pone en cuestión y en juego la propia vida” (ibídem: 49). Martín Gaite vuelve al tema de la soledad en algunas conferencias que se recopilan en Pido la palabra. Su teoría de la narración como un “contar una historia a alguien”, la necesidad fundamental de interlocutor, tiene su base en la radical soledad del escritor “Para vivir la vida como una novela, basta con que cuentes lo que te pasa o lo que desearías que te pasara. Si no tienes a quién contárselo, cuéntalo para ti; yo también estaba solo.” En este caso ‘sola’ (2002: 327). Según Martín Gaite, la soledad debe ser, y en esto se ve una importante sintonía con Carmen Laforet, “asumida voluntaria y orgullosamente” (ibídem: 327). Encuentra en la “tendencia al aislamiento, al ensimismamiento y a la ensoñación previa” (ibídem: 327) una condición esencial para la mujer que escribe. Por las mismas fechas que Martín Gaite, Montserrat Roig desde una perspectiva abiertamente feminista y política (son los primeros años de la transición a la democracia) denuncia la aseveración de un escritor masculino (innominado pero antifranquista) de que “la mujer no tiene, como el hombre, este poder—o este defecto—de quedar ‘alma sola’, de desprenderse, de salir de ella misma—como lo tiene el hombre. Y no hay nada de tan femenino como el alma, desnuda y sola. En la mujer, alma y cuerpo se involucran, se reclaman, no se pueden descompartir: su vida es unitaria” (151, cursiva en el original). Roig recurre a argumentos de gran número de escritores(as), incluso Martín Gaite y Rosa Chacel, para analizar la situación de la mujer frente a la
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soledad. Por ejemplo, señala, igual que muchos filósofos modernos, la absurdidad de la distinción escolástica entre alma y cuerpo e igual que Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán pregunta “por qué las mujeres no podemos quedarnos almas solas, salir de nosotras mismas. Cuáles son las causas de esa imposibilidad” (152). La respuesta es la misma de Carmen Laforet (y de Virginia Woolf a quien cita) que “[p]ara crear, hay que tener un cierto distanciamiento de la vida cotidiana, no estar atada a los problemas concretos de la organización doméstica” (153). A diferencia de todas las escritoras anteriores, Roig atribuye directamente al feminismo el hecho de que la mujer esté empezando a “desarrollar en el mundo de la imaginación sus propios aspectos de marginalidad y hoy ya es posible elaborar literariamente aquella necesidad oscura a la que se refería Sábato: su propio drama, la desdicha y la soledad” (159). Aquí la soledad tiene dos sentidos: 1) representa el espacio y el tiempo necesarios para la creación y 2) es un estado de ánimo que sirve de tema de esta creación. Igual que Emilia Pardo Bazán, Roig pregunta si las mujeres tienen miedo “a volar sólo como mujeres”, pero lleva el tema a un terreno más universalmente humano, “miedo a la muerte y el terror ante la soledad, ¿no son acaso tan fuertes como el miedo a ser una misma?” (162). Nos recuerda que Rosa Chacel afirma haber podido desarrollar sus habilidades artísticas y de pensadora precisamente porque su esposo “la protegía de la crueldad y del desorden del mundo” (165) y que Carmen Martín Gaite “afirma que la situación femenina de encierro, opresión y sosiego, es idónea para escribir” (165). El artículo de Roig se escribió en 1977 antes de la estancia solitaria de Martín Gaite en Nueva York, antes, por tanto, de los comentarios de Martín Gaite analizados arriba. Las nuevas generaciones de mujeres feministas que se han acercado al tema de la soledad, lo han hecho más bien desde la perspectiva de un estilo de vida que de una posición ontológica, aunque la soledad como una necesidad existencial no desaparece del todo. En esta nueva fase, la mujer como soltera, un tema ya establecido por Gloria Fuertes más bien por medio de la poesía que por la teoría 11 , llega a tener un lugar central en lo que escriben las escritoras españolas sobre la soledad. Rosa Montero, como Rosa Chacel, hace remontar su aprecio de la soledad a una larga enfermedad de joven: “Seguramente el haber tenido la suerte desde pequeña—producto de una enfermedad que la mantuvo cuatro años en
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casa—de haber leído como una descosida, fuese el motivo de sentirse no integrada en la sociedad de niñas de cocinitas y muñecos” (1985: 8). Montero nunca quería casarse; de niña no jugó con muñecos ni le gustaba jugar a ser mamá. Llegamos a una época en que la feminista española ya no titubea frente a la soledad (como lo hace Carmen Martín Gaite para quien la soledad es “arma de doble filo”); la abraza abiertamente como modo de vida saludable: La soledad es absolutamente necesaria. Yo creo que para las mujeres más. Hemos sido educadas de una manera más castrante que ellos, pero todos tenemos que aprender a estar solos. Sentirte adulto, tener una idea de lo que eres y un mínimo control de tu vida. La soledad es buena para llevarte bien contigo misma, para tratarte bien, para aguantarte, y luego… para no hipotecarte. Si no sabemos vivir con nosotras mismas vamos a pagar unos precios desorbitantes, vamos a tener unas relaciones antropofágicas solamente por el miedo a la soledad. Me parece que no se lo puede una permitir (y uno tampoco), el ir perdiendo el culo buscando unas relaciones baratas y a veces canallas, solamente por no estar sola. La solución no es saber resignarse, sino saber descubrirla. Es fundamental su aprendizaje, sobre todo para las mujeres. (9)
Montero no rechaza el estar en pareja, pero cree que sólo se debe entrar en una relación siendo una persona entera, y de esta manera afirma desde una postura social lo que sostenía Rosa Chacel desde una postura ontológica. Esta línea de pensamiento cuaja en Solas, de Carmen Alborch, publicado en 1999. Ya estamos frente a una mujer, totalmente segura de sí misma, habiendo tenido una carrera toda su vida adulta. Es doctora en Derecho y Profesora Titular de Derecho Mercantil. Ha sido Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, Directora General de Cultura de la Generalitat Valenciana y Directora del Instituto Valenciano de Arte Moderno. Fue Ministra de Cultura del Gobierno de España entre 1993 y 1996, y actualmente es Diputada del Grupo Socialista y Presidenta de la Comisión de Control de Radio Televisión Española del Congreso de los Diputados. Aunque ha estado casada y ha formado otras parejas, nunca ha perdido su identidad como mujer independiente. Para ella la soledad es una forma de vida y la única en cuanto a ella concierne, aunque subtitula Solas “Gozos y sombras de una manera de vivir” y llama a su generación “la cosecha del 68” que ha vivido inmersa en “serias contradicciones derivadas de la educación y del momento histórico que nos tocó vivir” (11). Al poner énfasis en el vivir sola en vez de en la soledad como estado existencial, translada las asociaciones negativas de angustia que puede
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tener el estado solitario a un terreno más afirmador. Anota que el “estar sola”, no quiere decir “ser una persona solitaria” y no estar acompañada. Reconoce la red de apoyo social y emotivo—la familia, los amigos—que le permite su autonomía. Alborch comienza Solas con una contemplación teórica de la soledad, pero de ahí pasa a una historia más bien social de la mujer en Occidente y a las razones por su falta de autonomía. Acaba su libro en la actualidad con una especie de guía para la mujer que o se encuentra sola por elección o por las circunstancias (el divorcio, por ejemplo). Aun en la primera parte donde repasa el estado solitario de forma filosófica, divide los acercamientos en filosóficos y sociológicos. Anota que “sociológicamente”, la soledad aparece como efecto del individualismo motor de las sociedades modernas occidentales, que establecen al individuo, con sus propios derechos y libertades, como objeto superior al grupo” (18) mientras que en las sociedades comunitarias [se supone que España se encuentra entre ellas]… el sentimiento de soledad sólo surge cuando el individuo—siempre subordinado en sus derechos a los del grupo, la familia, el clan, el pueblo o la tribu—se aleja y abandona la colectividad de la que forma parte, que rechaza cualquier iniciativa emanada de la libertad individual como intrínsecamente perversa. (18)
Alborch encuentra que muchas mujeres están solas por no estar conformes con la sociedad que las rodea y de ahí podemos relacionar su pensamiento con el de Rosa Chacel, que observó que la mujer empieza a adquirir autonomía e identidad propia precisamente cuando se rebela contra la cultura dominante. Aunque no cita a Chacel, sí menciona a la pensadora existencialista francesa Simone Weil “para quien la soledad absoluta significaba la posesión de la verdad del mundo” (15). Por un lado, Alborch considera la soledad una condición inherente al ser humano, un estado que surge cuando nacemos por la ruptura del contacto embrionario con la madre. Según Alborch, la soledad no es tanto un concepto como “un estado de ánimo, un sentimiento, además de una circunstancia personal determinada” (16). Para esta pensadora la soledad comprende dos características fundamentales: la incomunicación y la perdurabilidad, y esto “conduce a la ansiedad dolorosa de alguien que reclama infructuosamente el auxilio de quien alivie su sufrimiento” (16). Estos estados pueden conducir a “formas enfermizas de soledad” (18). Alborch pone énfasis a lo largo del libro en la importancia para el ser humano de estar relacionado(a) con otros, “por ser la persona un
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animal esencialmente social” (20). Para Alborch no hay “plenitud sin la relación con los otros, y de ellos buscamos el reconocimiento, la cooperación, la competencia, la imitación incluso, como antídotos contra la soledad. La existencia precisa de la mirada del otro. Nunca logramos gozar de nosotros mismos sin el concurso del otro, y hasta Crusoe precisó de la compañía de Viernes como testigo de su solitaria peripecia” (20). Alborch se sirve del ejemplo de Robinson Crusoe y Viernes de una manera totalmente diferente a Elizabeth Cady Stanton, quien recalca la soledad de Robinson Crusoe y disminuye el papel de su acompañante. Si Rousseau era anatema para Emilia Pardo Bazán por su teoría del pacto social, Alborch comparte con Rousseau la necesidad de “negociación permanente” con otros. Como Rosa Chacel, enfoca esta “negociación” en el amor, y también como Chacel opta por la reinvención del amor y busca un “nuevo equilibrio, el amor realmente recíproco, que . . . exige y crea la igualdad de los que se aman de manera que el hombre testimonie su amor a una mujer tratándola como a una persona humana total, no como si fuera una meta” (23). El matrimonio tal y como está constituido actualmente es un estorbo a esta reinvención, y tanto el hombre como la mujer huyen de la institución: “Los cambios sociales, demográficos y económicos han traído a las mujeres (y también a los hombres) una mayor libertad individual para vivir y actuar independientemente de la familia tradicional. Ahora ya no queremos sentirnos atrapados en el esquema familiar. Queremos espacio, queremos ser libres para lo que deseamos ser” (27-28). De ahí se puede derivar el sentirse solo(a). Y esta soledad puede encontrarse tanto en los casados(as) como en los solteros(as). Alborch anota que a lo largo de la historia occidental el modelo de la mujer sola ha cambiado. Mayoritariamente se ha visto a la soltera como una figura negativa, una persona que no cabe en ningún estrato de la sociedad (evidente en el término despectivo “solterona”): “La soltera es el antimodelo de la mujer ideal” (48). Pero Alborch no considera a las Santas—figuras femeninas solteras que actuaban de una forma solitaria. Ana Rossetti me ha contado la importancia que tenían las historias de las Santas para ella de joven. Estas mujeres valientes y activas llenaron su imaginación con posibilidades que no ofrecían otros aspectos de su vida en un pueblo rural andaluz durante la época franquista. Por su parte, Carmen Martín Gaite encuentra en la prosa de Santa Teresa a la “oscilante historia de la mujer ante la letra escrita… aceptación de la soledad, mirada cauta y concreta, búsqueda
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de interlocutor, pasión incomprendida y desobediencia a los modelos propuestos… [que] ejemplifica ese camino emprendido audazmente partiendo de cero y cuya exploración pone en cuestión y en juego la propia vida” (1987: 49). Pero es poco probable que la mayoría de las niñas que leían historias de Santas en el colegio pudieran superar su medio ambiente para pensar en las mártires como modelos a seguir 12 . En el capítulo “Solas y solos: Una nueva categoría social” de Solas, de Alborch, vamos de lo histórico a lo legal y sociológico de nuestros días en que conceptos “como autonomía, independencia, identidad, individualidad o emancipación se relacionan estrechamente con las mujeres solas, aunque no exclusivamente con ellas” (90). Señala Alborch que, aunque el estado civil ha cambiado, sigue habiendo un problema de terminología. Los anglosajones usan el término single, “término más amplio que el de soltera que no tiene una traducción precisa en español” (91). De ahí, Alborch prefiere “mujeres individuales” o “mujeres singulares” (91-92), términos que no denominan el estado civil de la mujer. Observa que la mayoría de las mujeres españolas no son como la tía Tula, personaje de Miguel de Unamuno, que defiende ferozmente su estatus de soltera: ni tampoco todas buscan persistentemente la libertad entendida como ausencia o rechazo a cualquier tipo de compromiso. Hay mujeres que viven inmersas en la renovación cultural y son partícipes de un fenómeno social que rompe esquemas. Mujeres que sin ‘glorificar’ su estado demuestran que vivir sin pareja es una alternativa legítima y positiva que, por otro lado, no necesariamente ha de ser definitivo. (92)
Divide a las mujeres singulares en varias subcategorías: “voluntarias temporales solas”, “involuntarias temporales solas”, “voluntarias estables solas”, “involuntarias estables solas” (95, 96). Aunque estas clasificaciones puedan parecer un poco pseudocientíficas, enfatizan de una manera importante la voluntad de la mujer; aun cuando su estado es de soltera involuntaria, se recalca que tiene voluntad. Para Alborch, y éste es el tema central del libro, “[l]a soledad es necesaria a la hora de construir un mundo interior rico e intenso y para mantener desde el propio equilibrio las relaciones interpersonales” (97), concepto que hace eco de la noción de ‘personalidad’ que elaboraron Concepción Arenal y Carmen Laforet. También el concepto que tiene Alborch de las relaciones entre los sexos tiene resonancias de la intersujetividad sexual postulada por Rosa Chacel. Por ejemplo, afirma Alborch que “en las mujeres habría
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que fomentar su independencia y en los hombres, su capacidad para asumir una interdependencia madura y equilibrada, sin anhelos de fusión permanente porque somos completos, si no más bien con la firme voluntad común de alcanzar la mayor plenitud posible” (104). Al elaborar su teoría de las relaciones interpersonales, Alborch no menciona las ideas de Rosa Chacel. Desgraciadamente, las escritoras de los años de la República y las escritoras exiliadas todavía no son muy conocidas por las actuales feministas españolas, que suelen recurrir a teóricos extranjeros, como Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, y sobre todo Betty Friedan y otras norteamericanas más recientes 13 . Alborch también nos recuerda a la Carmen Martín Gaite de Desde la ventana, que establece una diferencia fundamental en la situación del hombre y de la mujer cuando eligen la soledad. Refiriéndose a la soltería masculina, Alborch observa que al hombre “le son inherentes la responsabilidad y el ámbito de lo público, por lo que puede elegir deliberadamente la soledad, que se entiende como un noble sacrificio para cumplir con su vocación creadora” (107). Recurre de nuevo a Rousseau y la idea del contrato social: aun siendo conscientes de que el poder no se cede o se comparte sin resistencias, y de las nuevas argucias o estrategias que pueden inventar quienes lo detentan, a las mujeres nos gustaría poder hablar con posibilidades de éxito y verosimilitud de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres que llevara a compartir los derechos y las responsabilidades en las esferas públicas y privadas, a sabiendas también de las dificultades que un pacto así puede tener cuando una de las partes ocupa todavía posiciones de subordinación, lo que la lleva a rechazar y denunciar constantemente todo lo que sea un impedimento para la igualdad. (110)
Como hemos visto, lo social casi siempre triunfa sobre lo individual en el pensamiento feminista español quizás precisamente por ser la cultura española más relacional de por sí que las culturas anglo-sajonas que exaltan el ideal individualista protestante. De ahí la diferencia importante con el discurso de Elizabeth Cady Stanton, ‘The Solitude of the Self’, que destaca la igualdad de la mujer con el hombre en los trances más difíciles de la vida, sobre todo ante la muerte. Y posiblemente sea por la soledad inherente en la sociedad anglo-sajona que el tema de la soledad como tal no ha sido un enfoque sostenido en el pensamiento feminista anglo-americano como lo ha sido en la teoría feminista española. Las españolas han tenido que luchar por un concepto de la soledad y para ello se han servido de pensadores(as) anglo-americanos(as) como John Stuart Mill, Virginia
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Woolf, Betty Friedan, y un largo etcetera. Una vez que han dado con este concepto básico de la soledad, lo han adaptado a sus propios valores y circunstancias, que siempre incluyen una vision social y relacional del ser humano (no sólo de la mujer). Como he señalado, al defender Emilia Pardo Bazán a la mujer como individuo, recurre a categorías sociales. Rosa Chacel concibe a la mujer como individuo en su relación con el hombre. Carmen Laforet sólo busca la soledad cuando está íntimamente relacionada con una familia numerosa. Carmen Martín Gaite define la soledad como arma de doble filo, y Carmen Alborch afirma que vivir sola no es lo mismo que ser solitaria. Notas 1
Por ejemplo, los poemas más conocidos de Luis de Góngora se titulan Las soledades. Y Geoffrey Ribbans ha estudiado el tono melancólico de Soledades, de Antonio Machado. Es interesante notar que, en La soledad era eso, Juan José Millás crea una protagonista femenina que define la soledad de la siguiente manera: “Bueno, pues la soledad era esto: encontrarte de súbito en el mundo como si acabaras de llegar de otro planeta del que no sabes por qué has sido expulsada. Te han dejado traerte dos objetos (en mi caso, la butaca y el reloj) que tienes que llevar a cuestas como una maldición, hasta que encuentres un lugar en el que recompones tu vida a partir de esos objetos y de la confusa memoria del mundo del que procedes. La soledad es una amputación no visible, pero tan eficaz como si se te arrancaran la vista y el oído y así aislada de todas las sensaciones exteriores de todos los puntos de referencia, y sólo con el tacto y la memoria, tuvieras que rconstruir el mundo, el mundo que has de habitar y que te habita. ¿Qué había en esto de literario, qué había de divertido? ¿Por qué nos gustaba tanto?” (133-34). Con estas palabras la protagonista se hace eco de muchas aseveraciones de feministas españolas a lo largo del siglo veinte y sobre todo en los últimos 30 años. 2 Sólo hay una palabra en español para los conceptos que se expresan en inglés con ‘solitude’ (que puede ser un estado o positivo o negativo) y ‘loneliness’ (que es más bien negativo y significa una falta de alguien o algo). Así que ‘soledad’ en español es más ambigua y tiene que interpretarse en cada caso según el contexto en que se emplea. Anota Linda Chown que le sorprendió saber al preguntar a sus estudiantes en la Universidad del País Vasco si entendían la diferencia entre ‘loneliness’ y ‘solitude’ en inglés, y desconocían el sentido de ‘loneliness’: “in fact, the very idea of loneliness made no sense either conceptually or emotionally” (2000:197). 3 Al hablar del concepto que tiene Arenal de la mujer, prefiero el término ‘social’ en vez de ‘relacional’ que tiene más bien la conotación peyorativa que da Alda Blanco al término ‘relacional’. Según Blanco, “[f]eminismo relacional y feminismo individualista conviven en la Europa decimonónica y elaboran diferentes representaciones ontológicas de la mujer” (453). Lo ingenioso e innovador de Concepción Arenal es que se sirve de lo relacional (o social) para sacar a la mujer de
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su casa—la mujer puede hacer mucho bien a la sociedad visitando a los pobres y participando en otras actividades benéficas. 4 Concepción Arenal también leyó a Rousseau, pero no encuentro ninguna indicación de que no estuviera de acuerdo con el contrato social; al contrario, su filosofía parece acordarse con esta idea filosófica. 5 Se puede defender a la literatura como fuente del pensamiento feminista español, pero aquí me limito a obras no novelescas. 6 Carolina Coronado también se acerca a un aspecto de la soledad o individualidad femeninos—la libertad—desde el punto de vista político en su poema de 1846, ‘Libertad’. Las libertades políticas, tan celebradas por los hombres de la época, no se brindan a las mujeres: “Mas por nosotras,/las hembras,/ni lo aplaudo ni lo siento,/pues aunque leyes se muden,/para nosotras no hay fueros./¡Libertad! ¿qué nos importa?/¿qué ganamos, qué tendremos? . . . .¡Libertad! ¿de qué nos vale,/si son los tiranos nuestros/no el yugo de los monarcas,/el yugo de nuestro sexo?” (Poesías, edición de 1853, citado en Kirkpatrick 319). 7 Ver Shirley Mangini (130-132) para una discusión de posibles ambigüedades en el argumento de Chacel. 8 Al usar el término ‘hombre’ se refiere a toda la humanidad como era costumbre en la época: “… al decir el hombre, lo hago con sentido estrictamente humano. El problema, el pathos de esta lucha, lo llevan igualmente en su fondo íntimo el hombre y la mujer” (168, énfasis en el original). 9 Ver su correspondencia con Ramón Sender, publicado en Carmen Laforet y Ramón Sender y las cartas a Roberta Johnson en Rolón Barada . 10 Por ejemplo: “Yo estoy deseando quedarme sola, decir a todo el mundo que me he marchado o marcharme de verdad si fuera posible y terminar mi famoso libro” (Carta 45 al padre Arrizabalaga, 7 de febrero, 1964); “Las vacaciones de Semana Santa fueron un paréntesis muy bueno, lleno de descanso y lujo espiritual y material también porque tenía sol, soledad en el bosque cuando quería y compañía de viejas amigas al atardecer y decidí olvidar toda preocupación de todas clases en aquellos días” (Carta 46 al padre Arrizabalaga, 7 de abril, 1964); “He alquilado una casita en Cercedilla para que la familia pasemos todos los domingos y vacaciones posibles en el campo y yo los días a la semana o el tiempo seguido que necesito para escribir lejos del teléfono y las complicaciones. Mi idea es estar al menos tres días a la semana allí y aprovechar esos tres días de silencio para el trabajo intensivo” (Carta 47 al padre Arrizabalaga, 12 de noviembre, 1964). 11 Ver Arsova. 12 Por su parte, Montserrat Roig escribe que “Las ‘heroínas’ de la Sección Femenina eran en el orden religioso, ‘mártires, las vírgenes y, en general, todas las santas, cuya vida fue un total renunciamiento para llegar a Cristo’. En la pirámide de la santidad, del máximo valor, estaba la virginidad. Cuando era una niña, siempre me pareció más santa Lucía, sin ojos, o santa Eulalia, sin pechos, que no santa Francisca viuda. Esta última, por muy santa que fuese, no dejaban de estar ‘contaminada’” (66). 13 En Desde la ventana Carmen Martín Gaite cita a Judith Fetterley, Sandra Gilbert y Susan Gubar, Adrienne Rich, y Elaine Showalter, y en Solas Carmen Alborch hace mención de Helen Gurley Brown, Kate Millett, E. A. Kaplan, Susan Faludi, Toni Morrison, Gloria Steinem, Lillian B. Rubin, Naomi Wolf, Ann Kaplan, y Betty Friedan.
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Cambios y permanencias del rol femenino en las relaciones de pareja Anne Charlon Un análisis comparado de dos novelas de Carmen Martín Gaite separadas por cuatro décadas de distancia -Entre visillos (1957) e Irse de casa (1998)- muestra la evolución en los roles de las mujeres en las relaciones de pareja. La valoración que hace la escritora de cuarenta años de vida española es ambiguo. Testigo de cambios que, como otras autoras, juzga más aparentes que profundos, la novelista no parece convencida del carácter positivo de la evolución que, a pesar de todo, se produjo. Los papeles femeninos y masculinos que definía la sociedad franquista retratada en Entre visillos eran claramente distintos; las posibilidades ofrecidas a las mujeres eran pocas. En Irse de casa., las mujeres tienen más opciones, más posibilidades, pero los roles resultan más vagos, imprecisos, indefinidos, lo que parece provocar un malestar general. En diálogo con las mujeres del pasado, esta novela presenta una nueva realidad social que ha avanzado en unos aspectos, pero no en otros: ciertas conquistas sociales no han tenido su reflejo en el reconocimiento de su labor fuera del dominio doméstico o el rol maternal.
Si la victoria franquista y la instalación de un sistema dictatorial supusieron para las mujeres de España un cambio brutal y un retroceso en lo que se refiere al acceso al espacio público y a la autonomía, la reconquista de lo perdido en 1939 fue lenta y progresiva. Desde luego, sólo la Constitución de 1978 y la ley de divorcio y los cambios introducidos en el Código Civil, es decir las medidas ligadas al restablecimiento de la democracia, permitieron restaurar una verdadera igualdad entre los géneros. Pero, por lo que hace al acceso al trabajo asalariado o a un menor control moral, muchas cosas habían cambiado antes de 1975. Es decir, durante casi 40 años coexistieron aspectos que mantenían a la mujer en un estado de dependencia y sumisión y otros de signo relativamente contrario. La literatura de ficción y, en especial, la escrita por mujeres, expresa directa o indirectamente tales cambios y permanencias; así al leerla, podemos comprobar la evolución en la condición femenina, sentir las dificultades generadas por la moral oficial, vivir la opresión o los albores de la libertad que vivieron las mujeres.
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Lo que llama la atención al leer la gran mayoría de los relatos de ficción escritos por mujeres desde los años 40 hasta ahora es que sí se notan cambios importantes durante este periodo en el acceso a la vida profesional, la realización personal fuera del hogar o la libertad de movimiento; por el contrario, las relaciones de pareja no parecen haber evolucionado tanto, sino que permanecen más bien iguales, como si la evolución femenina no se manifestara en los roles sexuales y lo que esperan hombres y mujeres en el plano sexual y afectivo no hubiera conocido el más leve cambio. Uno de los ejemplos más esclarecedores lo brinda Carmen Martín Gaite a través de dos novelas que parecen hacerse eco y responderse: la primera, la que la dio a conocer, que fue galardonada con el Nadal de 1957, Entre visillos (en adelante E.V.), y la última en ser publicada en vida de la autora, Irse de casa (1998, en adelante I.C.). La comparación entre estas dos novelas servirá de base a nuestro estudio que completaremos con referencias a otras novelas escritas por mujeres en los últimos 60 años. Los ecos que podemos hallar entre E.V. y I.C. no pueden ser fortuitos, pues manifiestan la voluntad de una autora que invita al lector a oscilar y hacer comparaciones. Los títulos elegidos por Martín Gaite constituyen el primer punto de contacto ya que parecen sugerir un cambio enorme acontecido en la vida femenina entre los años 50, en los que se sitúa Entre visillos, y el final de la década de los 90, presente de la ficción en Irse de casa. En efecto, el título de la primera novela sugiere perfectamente el mundo interior, cerrado, doméstico en el que había de transcurrir la vida de las mujeres que sólo tenían contacto con el mundo exterior mediante la mirada, una mirada que podía espiar desde la protección brindada por los visillos. El título resume el horizonte femenino del primer franquismo y la separación entre espacios masculinos y femeninos, definiendo así el universo reservado a la mujer cuya única aspiración ha de ser conquistar un marido que le dé hijos y un hogar a los que dedicarse. En cambio, Irse de casa supone romper con el esquema, la tradición, coger el vuelo, asumir la libertad. El título de la novela publicada en 1998 sugiere el abandono del mundo reducido propio de la mujer tradicional. La novela se anuncia así como el/los relato(s) de un (o varios) irse de casa. Más allá de los títulos, los relatos se corresponden con el horizonte que ésos habían dibujado para el lector. El mundo de E.V., mundo de
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cuchicheos –y chismorreo-, constituye un elemento esencial de la novela: cada chica sabe que, detrás de todos los visillos de todas las casas de la ciudad, hay ojos femeninos que la espían, bocas femeninas que comentan y critican sus gestos, que, por lo tanto, su libertad de movimiento es limitada si otorga importancia a los comentarios de los demás; pero cada chica lo sabe tanto más cuanto que ella misma se dedica al chismorreo cuando, en vez de ser espiada, es ella quien espía. El logro del título elegido por Martín Gaite para su primera novela estriba en el carácter de reciprocidad y complicidad que establece entre los miembros de la micro-sociedad que constituyen los personajes (y sobre todo los personajes femeninos) de la novela, dándoles entonces el doble papel de víctimas y verdugos. El título Irse de casa tiene las mismas virtudes: provocar en el lector una espera que el relato cumple. En efecto los personajes femeninos de la novela tienen en común el irse o haberse ido de casa. Al contrario de las protagonistas de la primera novela, las de Irse de casa han conseguido la independencia económica; trabajan, incluso en ciertos casos tienen fama, éxito y fortuna; han abierto considerablemente sus horizontes; viajan por el mundo; tienen experiencias variadas y la mayoría de ellas no ha limitado su vida sentimental a un único amor. El sistema narrativo adoptado en ambas novelas constituye otro vínculo: ya sea mediante una única instancia narrativa (I.C.) o tres instancias distintas (Natalia, Pablo Klein y el narrador exterior en E.V.), el lector tiene acceso a diversas conciencias y diversos puntos de vista lo que le permite construir una imagen bastante completa y compleja de los personajes; además la cantidad de personajes que circulan, se cruzan, se encuentran y se relacionan, le da la ilusión de conocer un amplio panel de la sociedad. El personaje del ‘retornado’, común a las dos novelas, es esencial en la economía del texto: su posición marginal con respecto a la ciudad así como los recuerdos con los que puede confrontar lo que ve y vive en el presente introducen una distancia crítica a la vez que amplían la perspectiva. Finalmente, la elección, como espacio privilegiado de la narración, de una ciudad sin nombre de Castilla, ciudad que el lector de las dos novelas tiende fácilmente a identificar como Salamanca, ciudad cuya evolución en el transcurso de cuarenta años es claramente notificada en I.C., constituye otro vínculo evidente.
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En efecto, a primera vista, la ciudad castellana a la que vuelve Amparo Miranda (I.C.) después de un exilio voluntario de cuarenta años ha cambiado enormemente. Y, como Martín Gaite hace todo lo posible para que el lector piense que se trata de la misma ciudad que la de E.V., los cambios urbanísticos adquieren una dimensión muy especial ya que evidencian otros cambios, los que remiten a costumbres, hábitos, maneras de vivir y de comportarse. El centro de la ciudad se ha desplazado, ya no es el casco antiguo, adormecido a la sombra de la catedral, sino un ensanche moderno, escaparate de nuevas actividades económicas. En esta ciudad moderna, las mujeres circulan libremente, salen, van a trabajar o a tomar copas. Así, la evolución que anunciaba los títulos es evidente: el horizonte femenino se ha ensanchado, las mujeres ya no están encerradas en casa, ya no miran el mundo “entre visillos”, como lo hacían antes. Uno de los espacios privilegiados en E.V. era el piso donde vivían tres hermanas, Natalia, Julia y Mercedes, piso que disponía de “la habitación del mirador”: “De aquel mirador verde decían las visitas que era un coche parado, que allí sabía mejor que en ninguna parte del mundo el chocolate con picatostes” (Martín Gaite 1975: 76). El mirador constituía, en efecto, un lugar ideal para espiar lo que pasaba fuera, lo que hacían los (y sobre todo las) demás, para ver sin ser vista (y aquí el femenino se impone ya que sólo a los personajes femeninos se les ocurre contemplar la vida “desde la ventana” y “entre visillos”). La definición del espacio propiamente femenino implicaba, en E.V., un destino femenino que la novelista criticaba implícitamente. En efecto, si las protagonistas de Entre visillos salían de casa para efectuar una serie de recorridos dentro de la ciudad, el mundillo en el que actuaban era tan reducido y cerrado como el que se adivina desde una ventana detrás de visillos: el cine, las vueltas por la plaza Mayor, las fiestas del Casino, las visitas a otra casa igual. Aventurarse hacia otros espacios era un peligro, como mínimo para la reputación de una chica “decente”. Parecía impensable que una chica entrase sola, o sola con un chico, en un bar: Natalia, al hallarse en esta situación tan “anormal”, imaginaba la reacción de su padre “como viniera y nos viera aquí […] Encima de verme en el café con una persona que él no conoce. Menuda se forma en casa con mis hermanas mayores, por si van con gente conocida o no conocida” (ibídem: 217). Tal escena es del todo impensable en I.C.: Alicia, una adolescente, charla con Agustín, su médico, en el bar Oriente, lleno de jóvenes de
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ambos sexos, “los chicos y las chicas con vaqueros rotos y letreros en la camiseta” (Martín Gaite 1998: 221) y queda claro que ni se le ocurre a Alicia que alguien pueda criticar su presencia con un hombre mayor en un bar de moda. Tanto las chicas jóvenes como las señoras entradas en años frecuentan con toda naturalidad estos lugares públicos: “Venir a tomar el té o el aperitivo a la cafetería del Excelsior se había convertido en costumbre para algunas señoras de toda la vida, incluso las que seguían viviendo en el casco antiguo, que ya no eran tantas” (ibídem: 46-47). Este cambio no es anecdótico, supone relaciones del todo distintas entre los dos sexos, supone también el acceso femenino a múltiples espacios y posibilidades. La sociedad burguesa y provincial de la posguerra, tal como la retrataba Carmen Martín Gaite en E.V., preparaba a las chicas en la perspectiva única, y obsesiva, del matrimonio. El grupo de amigas que veíamos evolucionar en torno a Julia y Mercedes no tenía otra ocupación (ni posibilidad de ocupación) que pescar un novio, mientras la mayoría de los chicos soñaba sobre todo con escapar del matrimonio. Lo que evidenciaba Carmen Martín Gaite en su primera novela era el carácter negativo, destructor del sistema de roles estereotipados impuestos a los dos sexos así como la imposible comunicación o comprensión entre chicos y chicas que provocaba. La novelista evidenciaba con cierta crueldad el abismo que podía existir entre las esperanzas femeninas y masculinas. También sugería que la necesidad vital de pescar a un novio que les permitiera acceder al estado de señora y justificar su existencia suponía, para las chicas, una tensión permanente que, añadida a la poca cultura, hacía de ellas compañeras poco agradables para los chicos. El momento clave se situaba, en la novela, durante “las fiestas” ya que los bailes del Casino brindaban la oportunidad de ligar. Pero la competencia era terrible: […] hay demasiadas niñas, y muchas de fuera. Pero sobre todo las nuevas, que vienen pegando, no te dejan un chico. Isabel, al decir esto, volvió a mirar a Natalia y le sonrió. -Sí, vosotras, vosotras, las de quince años sois las peores. (Martín Gaite1975: 2223)
Pablo Klein, que se ha hecho amigo de Rosa, la animadora de la orquesta, asiste a las fiestas. Su mirada distanciada es especialmente aguda y nota, al entrar en el Casino:
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Anne Charlon Muchachas esparcidas registraron mi entrada y siguieron el rumbo de mi indecisa mirada alrededor. […] Había mesas por todas partes, totalmente ocupadas, un silencio ondulado de cuchicheos y redondeles de luz en el centro de la pista vacía. Comprendí que tenía que andar en cualquier dirección afectando desenvoltura. Vasos, botellas, adornos, largas faldas pálidas fueron quedando atrás en una habitación amarilla. Al fondo había una puerta con cortinas recogidas. La traspuse: era el bar. Me asaltó un rumor de voces masculinas. No habría más de tres mujeres entre los hombres que fumaban en grupos ocultando el mostrador, y una de ellas era Rosa (ibídem: 98)
En pocas líneas, todo queda dicho: las chicas que esperaban bailar y tener novio al final de las fiestas se quedan solas al acecho de cualquier presa posible, los chicos se reúnen entre sí con pocas chicas, entre las cuales Rosa, quien, por su estatuto social y profesional, no puede pretender casarse con ninguno de los chicos “bien”. Las otras dos o tres que menciona Pablo Klein son “las casadas” o separadas que aparecen en otras escenas de la novela (las que transcurren en el taller del pintor Yoni) y llevan un vida relativamente libre, por lo cual, precisamente, están muy mal consideradas. El diálogo que presencia Pablo Klein evidencia más aún el divorcio entre chicos y chicas: -Para mí las niñas esta noche están de más. Ya me doy por cumplido. Hay que hacerse desear. -Sí, oye, se empalaga un poco. Vienen demasiado bien puestas, te dan complejo de que las vas a arrugar. -Niñas de celofán. -Niñas de las narices. Para su padre. Las que están de miedo este año son las casadas. […] - Además que vengan ellas aquí. Se acostumbran mal. No se hacen cargo de que uno necesita alguna vez servicio a domicilio. (ibídem: 99-100)
El balance de las fiestas era desesperanzador para el elemento femenino: “Que al Casino ya no se podía ir con la plaga de las nuevas porque ellas se acaparaban a todos los chicos solteros. Andaban a la caza ¡y con un descaro!” (ibídem: 114). Isabel, precisamente la que, antes, se quejaba de las quinceañeras, reaccionaba con humor y realismo: “Andan como andamos todas. […] Lo que pasa es que están menos vistas y que no hay compromiso porque cuando se acaban las ferias se van. Ellas hacen bien en aprovecharse” (ibídem: 114). Pocas protagonistas de E.V. lograban pescar marido en el transcurso o al final de la novela: Isabel, que ya tenía novio, conseguía reunirse con él en Madrid, abandonando la ciudad de provincias; Elvira se prometía con Emilio, el partido ideal según los criterios
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locales ya que preparaba oposiciones a notario, pero lo hacía por despecho, por no haber conseguido lo que quería de Pablo Klein. La única que triunfaba (también según los criterios locales) era Gertru, la amiga de Natalia: ya sabíamos desde las primeras líneas de la novela que tenía novio (aunque no pasara de los 16 años) y habíamos podido averiguar que su próxima boda era lo peor que le podía pasar. La situación de los personajes femeninos de I.C. parece indicar una evolución radical de los roles femeninos; en efecto, las mujeres ejercen un trabajo remunerado, salen de casa como les da la gana, discuten con los chicos en plan de igualdad: Los del grupo más cercano a la puerta estaban hablando de literatura. Eran tres chicos y dos chicas. Discutían si servía para algo o no asistir a una escuela de letras y parecían de acuerdo en afirmar que las de Madrid ofrecían más garantías porque los profesores son escritores que ya han publicado libros, gente de prestigio. -Yo eso no lo veo una garantía –dijo una chica alta y desgarbada con gafas gruesas-. (Martín Gaite 1998: 227).
Se nota claramente el cambio de actitud de la chica tanto en el vestir como en la seguridad con que da su opinión y en su interés por la literatura. Pero el cambio más notable entre las dos novelas es que el personaje del retornado no sea un hombre sino una mujer. En 1957, Martín Gaite eligió, como testigo externo, un hombre aún joven que había pasado, cuando niño, los años de la guerra en la ciudad; no quiso repetir, quizá, el esquema narrativo de Dolores Medio ya que en Nosotros los Rivero era una mujer, Lena, quien volvía, mayor, rica y famosa, a la ciudad de su juventud; quizá le parecía inverosímil a Martín Gaite tal personaje en la España de los 50. En cambio, en I.C., es Amparo Miranda la que vuelve a su ciudad, como Lena Rivero, después de triunfar lejos. Lo primero que podemos notar es que Amparo, aunque se vincula con ciertos personajes de la novela, pasa mucho más desapercibida que Pablo Klein, lo que deja suponer que la ciudad ha crecido y que la gente ya no vive tan pendiente de los demás como antes (aunque el grupo de señoras que toman el té en el Excelsior van comentando las apariciones de Amparo que les debe de recordar vagamente a la hija de la modista, es evidente que no siguen lo que hace como era el caso con Pablo Klein). La sensación agobiadora de control permanente ejercido sobre cada uno (y más aún sobre cada una) ha desaparecido y el círculo de las posibles relaciones
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parece haberse ensanchado. Pero lo más importante es que Amparo Miranda da la sensación de surgir de E.V.; sus recuerdos de juventud son de la época de E.V., y el mundillo mezquino que evoca es el que creaba la primera novela de Martín Gaite. Sin embargo la personalidad de la protagonista de I.C. no coincide con la de ningún personaje femenino de E.V.. Mientras las chicas de E.V., con excepción de Natalia, no estudiaban ni se preparaban un porvenir profesional, Amparo, en la misma época, estudiaba sin cesar y organizaba su huida ya que esperaba ser traductora en algún organismo internacional. Personaje incongruente, impensable en la novela escrita a fines de los 50, Amparo es la chica que no miraba el mundo desde su ventana ni entre visillos, la que se fue, y no sólo de casa, sino de su ciudad y de su país. Por lo tanto, es la única que realizó lo que parecía aconsejar implícitamente la novelista a las chicas de provincias en 1957: “¡Váyanse! ¡Trabajen! ¡Conquisten su autonomía!”, lo que ninguna entonces parecía capaz de hacer. (Al final de la novela, Julia se va a Madrid pero el lector puede suponer que pasará de la autoridad paterna a la del novio; en cuanto a Natalia, el lector ignora si estudiará o no una carrera). Cuarenta años después, Amparo parece demostrar que era posible irse de casa, conseguir la autonomía y ganar la libertad en plena dictadura cuando los roles femeninos impuestos eran todo lo contrario. De hecho, el cambio que impone I.C. desde las primeras páginas, es decir el personaje de una mujer que se fue a vivir a Nueva York, que se hizo un nombre y ganó millones, o sea el de una mujer española libre y autónoma, no es el fruto del cambio histórico de España, posterior a la muerte de Franco 1975, sino de una decisión individual nacida en las años 50 y realizada a fuerza de voluntad. Así, el personaje de Amparo constituye la primera brecha en los cambios acontecidos en el transcurso de cuarenta años, pero hay muchas más. El sistema de ecos que Martín Gaite establece entre las dos novelas es muy eficaz cuando se trata de matizar, por no decir negar, las conquistas realizadas por las mujeres. Con respecto a ‘las señoras de toda la vida’ que toman el té en el Excelsior, el ‘coro griego’ como las llama el camarero, tienen una función ejemplar. Cierto que estas mujeres salen cuando les da la gana, que se reúnen entre sí y no tienen, según parece, que dar cuenta a nadie de lo que hacen. Pero las charlas que tienen son tan intrascendentes como las que tenían cuarenta años antes las jóvenes de E. V. y el lector piensa que, a lo
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mejor, las mujeres del ‘coro griego’ son las Isabel, Mercedes, Goyita, Elvira y compañía de la novela anterior; los detalles proporcionados sobre su estado civil sugieren tal interpretación: “A veces venían los maridos a buscarlas o se sentaban en una tertulia cerca. Pero muchas no tenían marido. O lo habían perdido o no lo habían tenido nunca. Separadas de esa edad había pocas, pero relataban las separaciones de los hijos con cierto morbo” (ibídem: 47). Además es obvio que estas mujeres no han cambiado y su mundillo sigue tan mezquino, insulso y represivo como en tiempos de la dictadura. El chismorreo sigue siendo lo esencial de sus conversaciones, y el control sobre los conocidos su principal ocupación: A tu nieta la vi, la otra tarde, sí, la rubita, se parece a la madre una barbaridad, y es verdad que la encontré muy desmejorada, no la conocía, bueno, ella a mí tampoco me conoció, me miró raro. Esperaba por lo menos una sonrisa, cuando le pregunté por la familia, o como está usted, qué menos, me quedé cortadísima, porque no dijo nada.” (ibídem: 51).
Por otra parte, si nos fijamos en los personajes femeninos de I.C., vemos que, en realidad, pocos trabajan y que las profesiones que ejercen son muy “femeninas”; además, ciertas ejercen en la misma casa donde viven. Tal es el caso de Társila que regenta “La Favorita, peluquería situada en el casco antiguo. […] El verano anterior, Társila había ampliado el negocio […] Había aumentado su clientela, cada día más selecta después de la reforma, porque puso también cabinas de masaje y aumentó a cinco el número de empleadas a su cargo […] La vivienda, aunque con entrada independiente, comunicaba con la peluquería” (ibídem:72-73). Si bien Társila ha triunfado económicamente, su situación recuerda la de la madre de Alicia Sampelayo, compañera de Natalia en E.V., así como la de la madre de Amparo, que tenía en los años 50 su taller de costura junto a las habitaciones donde vivían ambas. Entre los personajes femeninos que se ganan la vida está también Valeria que trabaja en una radio y dirige una revista, viviendo de su propio sueldo. Si nos referimos a la opinión de su tía Manuela, Valeria es un modelo de emancipación femenina: Ahora, con treinta [años], era una periodista atrevida y brillante, en perpetua huida de la mediocridad. Dirigía un programa muy famoso en la radio local y también llevaba con otros jóvenes una revista de poesía, Tamiz, editada con mucho esmero y destacada en los suplementos culturales de Madrid y Barcelona” (ibídem: 99).
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Desde la perspectiva de la propia Valeria, la realidad no parece tan brillante. Otro personaje femenino, Rita Bores, dirige una tienda muy de moda, montada con el dinero de la familia; Rita representa entonces el caso típico de niña bien que se ocupa de manera fina en algo que no implica una formación seria. En cuanto a Manuela, “terminó la carrera de Derecho justo cuando Rosa cumplía dos años y […] habría llegado a abrir bufete si un cáncer de la matriz no se hubiera llevado a la madre pocos meses después” (ibídem: 65). Manuela no ejerció nunca su profesión, se limitó a colaborar con su padre, abogado también, pero sólo cuando éste le pedía su opinión sobre ciertos casos. Ninguna de las mujeres que tiene un papel bastante importante en la novela ejerce, entonces, una profesión que manifieste una novedad respecto a lo que tradicionalmente se ha considerado como compatible con la feminidad. El caso de Amparo es ejemplar. Si bien consiguió marcharse primero a Suiza, luego a Nueva York como traductora, es decir ejerciendo una profesión que implicaba el exilio y responsabilidades importantes, en el presente de la novela ha retomado el oficio materno ya que es directora de una casa de modas. Desde luego, ya no se trata de un taller de provincias sino de una casa de alta costura y de prestigio internacional; sin embargo, en la trayectoria profesional de Amparo aparece como una vuelta a la tradición. Un detalle es importante: en su piso modernísimo de Nueva York, Amparo ha montado un cuarto a la española, ‘el cuartito de la costura’: “En contraste con la estricta simetría de rombos y mármoles a que obedecían las demás estancias de aquel apartamento amplio y elegante donde ningún objeto desentonaba, el desorden y la aglomeración del cuartito lo convertían en recodo clandestino de subversión, en escondite y nido” (ibídem: 23). Si pensamos que este “cuartito de la costura” que es a veces el ‘cuarto de atrás’ constituye un espacio femenino recurrente a lo largo de la obra de Martín Gaite, vemos hasta qué punto su presencia en el piso neoyorquino de Amparo simboliza la permanencia necesaria de ciertos espacios femeninos. Este mismo cuarto, o parte de cuarto, reservado a “sus labores”, que simbolizaba la reclusión y la opresión femeninas en E.V. se carga, a lo largo de las novelas de otro signo, positivo. Otra permanencia, más significativa aún aparece en I.C.: las relaciones sentimentales, y, en especial las que tienen lugar entre hombres y mujeres, no parecen haber mejorado, haberse simplificado.
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Las diferentes situaciones ficticias presentes en la novela sugieren que, de un lado, la inestabilidad afectiva ha sido la consecuencia directa del derecho al divorcio y, de otro, del hecho de que la independencia económica y la libertad sexual conquistadas por las mujeres no se han acompañado de una evolución sensible en sus aspiraciones. Dicho de otro modo, a pesar de sus estudios, de su trabajo asalariado, de los contraceptivos etc., la mujer ha conservado su alma de ‘midinette’ (modistilla). Valeria, que en la novela simboliza esta generación de chicas “libres”, tiene con Pedro una relación de dependencia afectiva y sumisión que evoca la de Gertru con su novio en E.V. Celos, miedo a perderlo, inseguridad permanente caracterizan la vida de Valeria. El lector que recuerda con precisión la primera novela de Martín Gaite se da cuenta de que la joven emancipada repite además, de manera casi idéntica, una frase de Isabel: Te pongas como te pongas, una vez cruzado el ecuador de los treinta años, empiezan a crecer como la mala hierba las chicas de diecisiete […], salen de debajo de las piedras, y qué prisa por crecer, consumidas de impaciencia, devorando nuestras migajas, pisándonos los talones; antes no había tantas. (ibídem: 150)
El único cambio, entre las dos novelas, es que además es Valeria la que mantiene a Pedro. El chico no trabaja de verdad y los ingresos regulares los trae la chica. Por lo tanto, el balance de la emancipación es extraño: antes, la mujer casada no tenía derechos ni seguridad ya que dependía por completo de su marido; ahora, la mujer libre tiene derechos e, incluso, mantiene a su compañero, pero éste no vive una situación de dependencia y puede abandonarla con tanta facilidad como era el caso con las generaciones anteriores. O, dicho de otro modo, si el hombre dejó de ser el tutor de una mujer eternamente menor de edad, fue para convertirse en chulo, sin que la evolución respecto a la situación económica haya introducido un cambio en las conductas. Y el de Valeria no es un caso aislado en la novela: a la lista de mujeres separadas y deprimidas, podemos añadir a Manuela, a la madre de Alicia, y a la propia Alicia en la de las chicas deprimidas. En este último caso, podemos ver las consecuencias en una adolescente de los problemas conyugales de los padres; en efecto, la anorexia que padece Alicia, tal como la presenta el relato, parece debida en gran parte al trauma provocado por el divorcio de los progenitores. La sociedad que retrata Martín Gaite en I.C. es una sociedad desquiciada
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que propicia el malestar de los jóvenes (anorexia en el caso de Valeria, drogadicción en el de Pedro), como si el acceso de todos a todos los espacios y todas las libertades hubiera generado el caos. Lo que también llama la atención es que a la lista de las mujeres que no han sabido sacar provecho de la emancipación, hay que añadir a María, la hija de Amparo, es decir una chica nacida y educada en los Estados Unidos. En efecto, María está separada de su marido: “Pero la última vez que se vieron para arreglar los papeles del divorcio, la dejó embarazada por segunda vez y ahora las cosas se ponían difíciles” (ibídem: 25). La dependencia y la fragilidad afectivas de las mujeres no parecen tener fronteras ni épocas. Lo que nos sugiere entonces la novelista es que, a pesar de sus conquistas en numerosos campos, la mujer no ha logrado superar lo que Colette Dowling llamó ‘el complejo de Cenicienta’ o sea convencerse de que su felicidad, su equilibrio personal, no pasan exclusivamente por la llegada del príncipe azul que llenará su existencia y le dará sentido. Martín Gaite no es la única novelista en sugerir que la mujer no ha logrado deshacerse de sus sueños sentimentales y que sigue enfrentándose con una realidad defraudadora. Ya en 1980, Montserrat Roig ponía en boca de Norma unas consideraciones semejantes: “Fins ara, la idea de la recerca de l’home ens havia protegit. I ara hem de dir que ja no volem el príncep blau quan el nostre subconscient encara el reclama .” (Roig: 63). “Es cert [..] hem rebutjat les armes tradicionals de la submissió, de la resignació, de la idealització d’això que han dit el nostre “esperit”, hem estat Penèlopes, hem passat per l’etapa de Circe […], i no tenim, qui sap, prou innocència per a fer de Calipso… (ibídem: 50). Se podría objetar que la novela de Montserrat Roig fue publicada por primera vez pocos años después de la muerte de Franco y que, por lo tanto, no se podía esperar un cambio tan rápido en las mentalidades. Pero curiosamente siguen siendo muy numerosas las novelistas que crean personajes femeninos víctimas del ‘complejo de Cenicienta’, incluso entre las nuevas generaciones. La novela de Ángela Vallvey, Los estados carenciales, parecía ser la excepción a la regla; en efecto, al principio todas las situaciones clásicas están invertidas: las mujeres son autoritarias, dominadoras, independientes en el plano económico, tienen una vida profesional muy activa, viajan al extranjero, triunfan mientras los maridos se quedan en casa deprimidos, cargan con los hijos y son perfectos fracasados en el terreno profesional. Tal es el
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caso de los protagonistas: Penélope, una superwooman de la moda y del diseño, ha abandonado a su hijo Telémaco, y al padre, Ulises, un pintor sin éxito. La elección de los nombres da una dimensión especialmente irónica a la novela que multiplica las situaciones análogas: Fran, que ganaba mucho dinero y mantenía a su familia, perdió su empleo: Desde entonces se limitaba a cobrar su subsidio de desempleo y a observar detenida y fríamente cómo se acababa su matrimonio mientras Laura se veía obligada a trabajar diez horas diarias en la recepción de una hotel del centro, para ayudar con su sueldo a pagar las factura que no podrían cancelar valiéndose solamente del dinero del paro que Fran cobraba mensualmente. Veía a Laura trabajar y alejarse de él. (Vallvey: 95)
Sin embargo, la novelista restablece el orden tradicional de las cosas en el desenlace: Penélope vuelve con su marido, quien por fin tiene éxito y vende cuadros: “¿Quieres quedarte? –pregunta Penélope. –Sí, quiero –dices-. Sí.” (ibídem: 351). Se podría alargar la lista de las novelistas que, aunque no manifiestan siempre un pesimismo total en cuanto a las relaciones afectivas y sexuales, sugieren también que los roles no han cambiado tanto ya que los hombres, como las mujeres, no han querido –o logrado- cambiar sus aspiraciones. (Carme Riera, Maria Mercè Roca, entre las catalanas, Almudena Grandes, Luisa Castro o incluso Lucía Etxebarria, entre otras muchas, observan y deploran la permanencia de las conductas). Si nos referimos ahora a la ruptura decisiva que deja esperar el título “irse de casa”, lo primero que notamos es que casi todos los personajes se van, o se han ido de casa. Con la muerte del dictador, parece que se derrumbaron los muros que delimitaban el espacio femenino y que las mujeres han asumido el cometido de E.V.; son tantos los personajes de I.C. que dejan o han dejado su domicilio que Olimpia exclama: “¡Chica, qué manía tenéis todos con irse de casa!” (Martín Gaite 1998: 316). Notemos el ‘todos’ de Olimpia ya que, en efecto, el fenómeno alcanza también al sexo masculino: se van o se han ido de casa Amparo, su hija María, Manuela, Valeria pero también Agustín, Marcelo y Pedro, sin contar los personajes que sueñan con irse, como el camarero del Excelsior. Sin embargo, la novela invita a matizar el alcance de tal ruptura. Valeria fue “una de las primeras chicas de su generación que se largó de casa a los diecisiete años, determinada a no volver a pedir un duro a su familia, porque no los aguantaba. Había vivido un par de años en Ibiza” (ibídem: 98-99). Sin embargo, Valeria ha vuelto a la ciudad de su
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familia y de su infancia, aunque no a casa de sus padres. Además, cuando se da cuenta de que Pedro la ha abandonado, busca refugio en casa de su amiga Rita Bores, quien sigue viviendo con su padre, como si necesitara compartir una relación familiar armoniosa, introducirse en un núcleo familiar capaz de sustituir a su propia familia. Manuela huye de su propio piso, se va, después de muchas vacilaciones, para reunirse con su familia en la casa de veraneo; lo que puede interpretarse como un retroceso hacia la infancia y la dependencia. Manuela, al morir en un inexplicado accidente de coche, simboliza el fracaso. Alicia, la joven anoréxica, no se ha ido todavía pero sueña con hacerlo, incluso pensaba acompañar a Pedro. Pero, lo que cabe subrayar es que también se van de casa los personajes masculinos: Agustín, después de su separación, no tiene casa, vive primero con su hermana Társila pero se refugia en otra casa, la de su amiga Olimpia. Pedro, como lo vimos, abandona a Valeria, se va de casa, lo que ha hecho Marcelo Ponte que ha dejado Madrid para cambiar de vida. Por lo tanto, el ‘irse de casa’ no aparece en la novela como un acto necesario de liberación que ha de cumplir la mujer sino más bien como la manifestación de un malestar existencial más general y de una insatisfacción que no se resuelven ni curan cambiando de casa, de ciudad o de país. Al contrario, los personajes que no se han ido, Társila, Olimpia, Abel Bores, Rita, no parecen más fracasados o descontentos. Los hijos de Amparo merecen una mención especial: ni el uno, ni el otro logran cortar el cordón umbilical con Amparo y vuelven continuamente al piso materno, en el cual ya no viven oficialmente, y donde los encontramos en el capítulo inicial de la novela. Como lo vimos, su vida sentimental es caótica y ambos parecen instalados en la provisionalidad. Jeremy analiza su situación con gran lucidez: Desde que se fue de casa de su madre, había vivido en tantos sitios que se le confundían unos con otros; su incapacidad para dejar huellas en ninguno los pulverizaba y reducía en el recuerdo a una serie de paredes idénticas […] Hubo un tiempo en que atribuirse a sí mismo el calificativo de nómada le contagiaba una ilusión de perpetua disponibilidad, siempre en camino hacia algo inesperado, libre de esclavitudes domésticas. Pero con el pasar de los años había empezado a surgir […] una pregunta aparentemente ingrávida, aunque llevaba plomo en las alas: ¿Por qué era tan difícil aprender a “hacer casa”? (ibídem: 346)
Esta disponibilidad de nómada caracterizaba a Pablo Klein en E.V. y parecía del todo envidiable, casi un ideal de vida. De cierta manera fue lo que eligió Amparo Miranda en su juventud. Su caso, desde
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luego, es el más emblemático de la novela ya que, para sus hijos, se ha ido de casa, mientras que, para el lector y para ella misma, en realidad vuelve a casa, sugiriendo que largos años de vida en otras casas, otras ciudades y otros países no han logrado borrar el recuerdo de la casa de origen. Mucho más que Pablo Klein, para Amparo la vuelta a la ciudad de la juventud es una búsqueda de identidad, de reencuentro consigo misma. Tal como lo vive Amparo a lo largo del relato, el retorno significa poner en tela de juicio las decisiones y las elecciones de cuarenta años atrás; y la apreciación que va haciendo la protagonista de la manera como construyó su vida es cada vez más negativa. Detrás de la reflexión del personaje, se puede leer una relectura crítica de la propia autora sobre lo que pensaba y defendía en tiempos de E.V. Amparo dista de los personajes femeninos de la primera época por su voluntad de construirse, gracias al propio esfuerzo, una vida independiente; parece libre de sus decisiones y mucho más moderna que las chicas de su generación, como lo subraya una de las mujeres del ‘coro griego’: “Amparo y su madre se adelantaron a su tiempo” (ibídem: 42); y como lo pensaba en los años 50 su amiga Olimpia, quien la había presentado a Abel Bores en unos términos que evocan las escenas de E.V.: “Nada que ver, te lo advierto, con las cursis de mírame y no me toques que te ponen ojos de carnero a medio morir en los bailes del Casino” (ibídem: 232). Pero el texto narrativo construye otra realidad, la de una Amparo tan recelosa y miedosa ante el amor y los hombres como las chicas de E.V., víctima también de una educación represiva impartida por una madre que tenía motivos por desconfiar de los hombres. Al final de la novela, mediante el reencuentro de Amparo con su amor de juventud, Martín Gaite sugiere que, tal vez, elegir el amor, sacrificar la independencia y la libertad, eran opciones tan o más válidas; que se equivocaron las mujeres al querer asumir los roles masculinos. Así parece que lo que cambió de verdad es la autora, la mirada que llevaba sobre la sociedad, lo que no significa una reivindicación nostálgica de los “usos amorosos en la posguerra”. En efecto, por su forma misma, I.C. conlleva una reflexión metanovelesca que también remite a una redefinición de los roles masculinos y femeninos. En cierta manera, al organizar en I.C. el reencuentro de Amparo y Abel, al hacerles confesar además su emoción y su amor, al dejar suponer una posible relación entre ambos, Martín Gaite reactiva el mito de Cenicienta. No sólo sugiere que mejor vale, para la mujer,
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elegir el amor y conformarse con el rol sentimental tradicional, sino que deja suponer que el príncipe azul existe y que cada mujer puede dar con él. Tal desenlace podría aparecer como sumamente retrógrado e ingenuo si no supusiera una afirmación literaria que viene desarrollada a lo largo de la novela. El capítulo prologal de la novela introduce la reflexión metaficcional con el guión escrito por Jeremy, vagamente inspirado por la historia de Amparo; introduce además, en boca de Jeremy, la idea de que Amparo “está copiando [su] argumento”. Como lo repite el joven: “No me ha querido financiar la película, pero la está copiando” (ibídem: 31). Si bien en el primer capítulo (Uno), en que aparece Amparo retornada, el lector no ve claramente posibles relaciones con el guión descubierto en el prólogo, en el segundo (Tres) descubre ya el papel que ha tenido este texto sobre la protagonista que teme “convertirse en un ser abstracto, en el personaje de la película de Jeremy” (ibídem: 58). En adelante cada alusión de Amparo al guión de Jeremy implica un deseo de corrección y sirve, indirectamente a la autora, para afirmar una visión del relato de ficción. Así, Amparo no copia el argumento de su hijo sino que lo modifica y lo reescribe. “Ya empezaba a haber argumento” (ibídem: 187) piensa Amparo después de descubrir que Társila es la hija de la mujer que trabajaba con su madre. O, dicho de otro modo, no había “argumento” en el “argumento” de Jeremy, lo que el lector había podido comprobar ya en el capítulo prologal: Esa voz de mujer madura que se oye en off funciona como una banda sonora, a veces interrumpida por otros ruidos, pero la cámara irá siguiendo tu figura por los suburbios de una ciudad rara que tratas de reconocer sin conseguirlo, exteriores en plan mutante, estética cubista… (ibídem: 15)
A medida que va saliendo del guión (ibídem: 207), Amparo logra formular los defectos que hallaba en él: “Tenía hambre y sed, pero sobre todo muchas cosas que apuntar para inyectarle vida al guión de Jeremy” (ibídem: 219). Al final de la novela, cuando Amparo llama a su hijo y le anuncia que piensa producir su película, el diálogo remata las afirmaciones estéticas: -Tenemos que hacer juntos mucho trabajo de mesa. Porque he decidido meterme a productor de cine. Nos estrenaremos con La calle del olvido. […] - ¿La calle del olvido? ¿Mi guión? ¿Es que de repente te gusta? -Me encanta, porque ha sido el germen de todo. Pero, eso sí, hay que meterle más cosas. Muchas más cosas.
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-¿Cosas de qué tipo? -De las de verdad. (ibídem: 349)
Es poco probable que los añadidos de Amparo entusiasmen a Jeremy porque madre e hijo tienen concepciones opuestas de la creación de ficción; lo que defienden los dos personajes se refiere al cine pero se podría aplicar perfectamente a la novela. El guión de Jeremy simboliza entonces un relato sin historia, sin personajes, sin referentes extraliteratios, es decir novela (o película) deshumanizada, mientras que Amparo apuesta por una ficción llena de personajes, de argumento, de vida y de “cosas de las de verdad”. El debate podría aparecer como generacional pero, al principio de la novela, Florita, la joven a quien Jeremy trata de convencer para que desempeñe el papel principal de la película, manifestaba una opinión muy parecida a la de Amparo: “Gente –se dijo-, lo que hay que añadir a ese argumento es gente. Y descargarlo todo de obsesión. La vida no es así, chico, somos muchos. Gente que vaya contando también sus historias, aunque queden a medias, eso da igual, un choque de historias” (ibídem: 34). Así la línea divisoria parece remitir más bien a los géneros: al género masculino le gustan los relatos conceptuales, abstractos, alejados de la vida y de la realidad; al femenino, los relatos llenos de personajes, sentimientos y vida. Cuesta imaginar que Martín Gaite no presta a sus personajes femeninos (Florita y Amparo) sus propias opiniones en materia de ficción, ya que el sistema narrativo de I.C. corresponde perfectamente con la definición de Florita al introducir continuamente personajes que van “contando también sus historias, aunque queden a medias”. Podemos afirmar entonces que I.C. constituye un programa narrativo, una teoría de la ficción, un alegato a favor de la novela rehumanizada, un ataque en regla contra la novela deshumanizada, que incluye además la reivindicación de la novela rosa. Así, del mismo modo que rechaza, mediante la historia de Amparo, una feminidad calcada sobre los valores masculinos, un rol femenino dibujado según el modelo masculino, Martín Gaite parece redefinir un rol femenino en la creación ficcional o sea una “escritura” femenina capaz de asumir y ostentar, si cabe, todo lo que ha sido denigrado precisamente por ser femenino. Introduciendo en I.C. personajes de creadores, o de creadores en ciernes (con Jeremy, con Ricardo el camarero y con Amparo), Martín Gaite da forma a sus reflexiones estéticas, lo que no constituye una
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novedad ya que era también el caso en E.V. pero con modalidades diferentes. En la primera novela, los creadores en ciernes eran sobre todo masculinos, con excepción de Elvira; las discusiones giraban tanto en torno a la pintura (con Yoni y Elvira) como a la poesía con Emilio y Pablo Klein. Ya aparecían los dogmatismos, las definiciones dictatoriales sobre el arte, en general proferidos por personajes masculinos. Elvira evidenciaba las dificultades que implicaba para una chica tal tipo de ambición, pero la “mala fe” (en el sentido sartriano) del personaje, incapaz de asumir realmente sus deseos, de elegir un camino conforme con sus aspiraciones, no dejaba adivinar las opciones artísticas de la autora. Sólo se podía atribuir a Pablo Klein el papel de portavoz de Martín Gaite en cuanto a ideas estéticas. Cuarenta años más tarde, la autora parece seguir creyendo que la teoría es asunto masculino, pero da también la impresión de afirmar que las novelas no se escriben siguiendo teorías o dogmas; que, al contrario, es la forma misma de la novela la que produce la teoría. Así, el lector de I.C. tiene entre manos lo que parece ser el resultado escrito de una aventura en la que la realidad interviene para modificar la ficción, en la que una mujer corrige a la vez su propio destino y la ficcionalización del mismo emprendida por una instancia masculina. Del mismo modo que Nubosidad variable construía la ilusión de ser el resultado del ‘collage’ de textos redactados por Sofía y Mariana, dos mujeres que se habían ido de casa para reconstruirse y alcanzar la creación, I.C. parece corresponder perfectamente con la definición que Amparo da de la creación a Abel Bores: “saber coser los elementos dispersos” (ibídem: 320), es decir una novela-labor manual de costura. El balance que hace Carmen Martín Gaite de cuarenta años de vida y de literatura es ambiguo. Testigo de cambios que, como otras autoras, juzga más aparentes que profundos, la novelista no parece convencida del carácter positivo de la evolución que, a pesar de todo, se produjo. Los papeles femeninos y masculinos que definía la sociedad franquista retratada en E.V. eran claramente distintos; las posibilidades ofrecidas a las mujeres eran pocas; en I.C., las mujeres tienen más opciones, más posibilidades pero los roles resultan más vagos, imprecisos, indefinidos, lo que parece provocar un malestar general. La única salvación reside en el acto creativo que, como lo defiende Martín Gaite desde E.V. hasta I.C., ha de ser libre, ha de situarse encima de las modas, de los dogmas y de las teorías. De novela en novela, Carmen Martín Gaite afirma que en este acto
Cambios y permanencias del rol femenino en las relaciones de pareja
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creativo alcanza la mujer su verdadera libertad, su plena autonomía; que en este acto creativo deja la mujer el sello de su género. Parece entonces tomar implícitamente partido en el viejo debate sobre la escritura femenina, para dejar pensar que sí, la escritura tiene sexo, o como mínimo género, que las mujeres no deben adoptar por superiores los modelos masculinos. Bibliografía Dowling, Colette. 1996. El complejo de Cenicienta. Barcelona: Grijalbo-Mondadori. Martín Gaite, Carmen. 1975. Entre visillos. Barcelona: Destino. -- 1987. Desde la ventana. Madrid: Espasa Calpe. -- 1987. Usos amorosos de las postguerra española. Barcelona: Anagrama. -- 1996. Nubosidad variable. Barcelona: Anagrama. -- 1997. Irse de casa. Barcelona: Anagrama. Medio, Dolores. 1979. Nosotros, los Rivero. Barcelona: Destino. Roig, Montserrat. 1980. L’hora violeta. Barcelona: 62. Vallvey, Ángela. 2003. Los estados carenciales. Barcelona: Destino.
Maternidad, libertad y feminismo en el pensamiento de María Martínez Sierra Alda Blanco Se exploran las diversas representaciones de los tropos de la maternidad y de la libertad, figuras que esta autora liga inextricablemente a la problemática de la mujer, para analizar la manera en que, como importante teórica feminista de principios del siglo XX, negocia y dialoga con el discurso dominante de género. La trayectoria del pensamiento feminista de Martínez Sierra muestra el modo en que una de las más importantes teóricas del feminismo español se propuso reconceptualizar la figura clave del discurso de la domesticidad, la madre, y bregó con la compleja noción de la libertad para la mujer.
Para este volumen de ensayos se nos ha pedido una reflexión sobre la manera en que los papeles de género representados en la producción literaria contribuyen a la elaboración del discurso de género. El objetivo de dicha reflexión es el de “potenciar el desarrollo del pensamiento igualitario, utilizando para ello materiales y metodologías que contribuyan a una educación para la igualdad efectiva entre hombres y mujeres”. Para esta formidable tarea me propongo analizar varios aspectos de la obra de María Martínez Sierra, importante voz feminista de principios del siglo XX, que raramente se tratan en los escasos estudios sobre su práctica literaria: su concepto de la maternidad y de la libertad. Para ello exploraré las diversas representaciones de los tropos de la maternidad y de la libertad, figuras que María Martínez Sierra liga inextricablemente a la problemática de la mujer para analizar la manera en que, como teórica feminista, negocia y dialoga con el discurso dominante de género. La trayectoria del pensamiento feminista de Martínez Sierra que presentaré en las páginas siguientes muestra el modo como una de las más importantes teóricas del feminismo español se propuso reconceptualizar la figura pilar del discurso de la domesticidad, la madre, y bregó con la compleja noción de la libertad para la mujer.
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También quisiera por medio de mi reflexión recuperar las ricas metodologías que nos han proporcionado las diversas criticas literarias feministas para la interpretación textual y que parecen haber ido perdiendo fuerza con el eclipse del feminismo como proyecto político y vivencial, a la vez que con la supuesta superación de estos modelos de análisis por el llamado postfeminismo. No cabe la menor duda de que la incorporación de la categoría analítica ‘género’ a los paradigmas teóricos que ha desarrollado el campo de los estudios acerca las mujeres ha supuesto una importante transformación de esta disciplina al ampliar sus parámetros para incluir a los hombres, el importante tema de la masculinidad, y para explorar las múltiples y complejas identidades sexuales. Sin embargo, en lo que sigue quisiera mostrar que para revelar las sutilezas, paradojas y contradicciones del pensamiento feminista y de la práctica literaria feminista de las intelectuales que irrumpieron en el campo de las letras a principios del siglo XX, entre las cuales se encontraba María Martínez Sierra, hace falta entrelazar el análisis de género como estudio de la marca discursiva de lo masculino y lo femenino con la crítica literaria feminista, que busca en los textos el cuestionamiento de la ideología patriarcal. Hace ya algunos años que María Martínez Sierra ha empezado a ser reconocida como una importante figura intelectual en la España del primer tercio del siglo pasado (Mangini; Kirkpatrick; O’Connor; Checa Puerta; Ciallela; Blanco 2003, 2006; Rodrigo; Johnson). Pero si bien este justo reconocimiento la ha situado en su merecido lugar, habría que tener presente a lo largo de la lectura de este ensayo que María Martínez Sierra intervino en la polémica feminista española desde un lugar en el mundo de las letras que compartía con muy pocas otras autoras: la de ser una figura consagrada en el terreno literario, particularmente en el mundo del teatro comercial, ya que publicaba y estrenaba con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra (Blanco 2006) 1 . El que ocupara ‘Gregorio Martínez Sierra’ un puesto de gran relieve y visibilidad en el ámbito literario de la época le confirió a esta firma lo que Bourdieu ha llamado ‘capital simbólico’ –prestigio, honor, el derecho a ser escuchada–, que, según el sociólogo francés, es una importante fuente de poder, en este caso poder cultural. Y fue precisamente este poder cultural el que María Martínez Sierra tomaría para sí misma con el fin de iniciar y desarrollar su lúcida y prolongada
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intervención en el mundo de la cultura dominante en defensa de la igualdad para las mujeres por medio de sus comedias y ensayos feministas. I. Planteamiento Empiezo con una generalización: que el teatro de Martínez Sierra explora la manera en que el género sexual construye la vida psíquica y social de sus personajes. En el centro de sus comedias encontramos a un joven e independiente personaje femenino, es decir la ‘mujer moderna’, para quien una carrera, el matrimonio y la maternidad son los tres aspectos deseables y necesarios de la vida de la mujer que pueden y deben ser combinados sin mayores dificultades o contradicciones. Nuestra autora crea personajes femeninos cuya lucha por la autodeterminación y la autonomía no impide que sean, también, la representación de la virtud femenina, una combinación que de hecho estaba reñida con las nociones ontológicas de la época acerca de la mujer, ya que la independencia estaba singularmente asociada con lo masculino, y la pasividad con lo femenino. Los conflictos y tensiones narrativas surgen en sus comedias cuando la protagonista se enfrenta a una tradición profundamente masculinista, generalmente representada por una madre severa y tradicional que intenta impedir el deseo y la actividad independentista del personaje. La resolución de las obras siempre es feliz; la heroína moderna triunfa sobre la tradición y los obstáculos. Si en muchas obras María Martínez Sierra representa la madre como la figura que imposibilita la independencia y autonomía de la mujer moderna, no ocurre lo mismo en Canción de cuna, en la cual los personajes maternos no son obstáculos para la libertad de la mujer, sino que más bien la potencian. Lo que se propone esta comedia es escenificar la maternidad como una importante problemática para la mujer, que debe someterse a una profunda reflexión. Canción de cuna se estrena en Madrid en 1911 y es la obra que dentro del amplio repertorio de los Martínez Sierra será su más famosa y exitosa pieza teatral, nacional e internacionalmente. Obra en dos actos con un intermedio en verso, Canción de cuna cuenta una sencilla historia por medio de la puesta en escena de dos momentos en la vida de un convento de monjas dominicas. En el primer acto se escenifica la aparición en el torno del convento de la recién nacida Teresa, que ha sido abandonada ahí por su madre, y la decisión de las
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monjas de acogerla y arroparla en su seno, que, si bien no la pueden adoptar legalmente al no tener los derechos civiles para hacerlo, están dispuestas a criarla entre ellas. El segundo acto, que tiene lugar pasados ya 18 años, pone en escena la despedida de la joven Teresa de la comunidad de monjas para salir al mundo en tanto que va a contraer matrimonio con su novio Antonio, un buen chico que no sabemos ni quién es ni cómo la ha conocido, que la llevará consigo a América para empezar una nueva vida. Escena agridulce pero significativamente poco sentimental, a pesar de que Teresa tiene que separarse de la comunidad de monjas que ha ocupado el lugar de su ausente madre. Éstas han cumplido claramente con el papel de ser no solamente madres, sino buenas madres en tanto que la han educado bien e instruido para entrar en el mundo y, también, le han dado el cariño que su madre biológica había sido incapaz de proporcionarle. El que Canción de cuna des-dramatice la escena de la despedida funciona para establecer una distancia emotiva entre este difícil acontecimiento vivido por las monjas y el público, que sin duda habría experimentado en mayor o menor grado el desgarro que supone la separación de los hijos cuando salen de sus casas para emprender sus vidas. Aunque las monjas le esconden a Teresa su profunda tristeza durante la despedida, no ocurre lo mismo cuando ya sola sor Juana de la Cruz, la que más cercana había estado a Teresa, según la acotación, “se deja caer en un sillón, llorando acongojada” (Gregorio Martínez Sierra: 64). La trama minimalista, la ausencia de conflictos y un final feliz –por lo menos para Teresa– quizás nos llevaría a interpretar Canción de cuna como obra facilona, superficial, y algo cursi que poco merece ser objeto de estudio o de nuestra reflexión crítica. Y, si además hacemos una lectura que atiende a los roles de la mujer que se representan en ella, vemos que la obra exalta la maternidad, uno de los escasos papeles que el estrecho repertorio de la ideología tradicional de la domesticidad permitía a las mujeres, ya que les adscribía únicamente tres posibles papeles en la sociedad: los de ser hijas, esposas y madres. Por lo tanto, el que las monjas sientan gran satisfacción, felicidad y plenitud desempeñando un papel que dada su identidad social como mujeres no-reproductoras jamás pensaron tener, nos podría llevar a concluir que Canción de cuna se adhiere y promueve la imagen de la mujer propia del ideario de género cuyo objetivo era el de mantener a las mujeres dentro de la esfera privada como “ángeles del hogar”.
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Dicho de otra manera, se podría decir que esta obra escenifica una tradicional representación de la mujer tradicional figurada por medio de la maternidad. Dicho esto, sin embargo, la lectura de esta obra dramática 2 resulta ser a su vez desconcertante aún para los/as lectores/as de hoy en tanto que no sigue las convenciones dramáticas de la época, las cuales incluían el desarrollo de los personajes y sus relaciones interpersonales, la tensión y conflictos dramáticos, y una conceptualización de los personajes bien como protagonistas o antagonistas. Desconcierta también que salvo las brevísimas apariciones en escena de dos personajes masculinos, el resto de los personajes son mujeres. Es decir, que estamos ante una obra que se podría caracterizar como ‘feminocéntrica’, cosa poco frecuente en el teatro de principios del siglo XX. A su vez la temática de Canción de cuna poco tiene que ver con el teatro comercial de esos años (entre el cual se ubica el teatro satírico de la flaquezas humanas de Benavente, las “astracanadas” de Muñoz Seca y el costumbrismo andaluz de los hermanos Álvarez Quintero), ya que esta comedia gira principalmente en torno a dos temas entrelazados que están vinculados a la problemática de las mujeres como seres subalternos y relacionales: su libertad –o carencia de ella– y, como ya hemos visto, la maternidad. Sin embargo, la peculiar estructura formal de la obra adquiere sentido al situarla en la historia del teatro ya que, como ha demostrado convincentemente Julio Checa Puerta, Canción de cuna entra en la escena española como propuesta de renovación del teatro desde estrategias dramáticas modernas (Checa Puerta). De ahí que, por lo tanto, solamente tenga dos actos, sea un texto híbrido –mezcla de prosa y verso–, predominen los silencios sobre la acción dramática y no se escenifique el desarrollo de los personajes. Y, también, que, aunque el desenlace de la obra –la salida de Teresa del convento para casarse con Antonio– es un final feliz, típico de la comedia burguesa, éste, sin embargo, no supone la resolución de grandes –ni pequeños– conflictos, sino que es más bien un momento más –aunque significativo– en la vida de Teresa y de las madres del convento. En cuanto al aspecto tropológico de la obra, sus elementos simbólicos (el convento, el canario enjaulado, la melancolía de ciertas monjas, la tímida rebelión de sor Marcela de poseer un espejo), aunque de sencilla interpretación, pertenecen a un registro que poco tiene que ver con el imaginario de la burguesía y pequeña burguesía
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cosmopolita que habitualmente frecuentaba los teatros de estreno de esos años, ya que nos inserta en un discurso que articula a la mujer como carente de derechos, supeditada legalmente al poder del hombre que sí los tiene y en el cual se destella un deseo de libertad para la mujer 3 . A su vez el que la obra no solamente se estructure a través del tropo de “la maternidad”, y de las figuras, “madre” y “mujer”, sino que textualmente éstos se marquen, resalten y exalten nos remite a un discurso concreto y específico, el discurso de género, que genera la trama, la simbología y la figuración de los personajes. El que nos desconcierte la manera en que Canción de cuna elabora una visión del mundo en la cual todos sus elementos textuales se filtran por medio de una perspectiva de género nos lleva a plantear la posibilidad de que requiera una estrategia interpretativa diferente de la que nos ha proporcionado la tradicional crítica literaria, que, por lo general, no reconoce e incluso obvia las inscripciones y marcas de género en los textos. Es decir, una forma de aproximarnos al texto, desde la cual los elementos desconcertantes mismos nos sirvan como puntos de entrada para hacer una lectura que revele el modo como funciona este texto. Volvamos, pues, a dos aspectos que hacen de Canción de cuna una obra singular con respecto a la producción dramática de su época: el que es feminocéntrica y que es una obra principalmente conceptual, que escenifica una reflexión sobre la maternidad y la figura de la madre, figuras emblemáticas de la mujer que circulaban en el imaginario cultural. El feminocentrismo de la comedia es una estrategia que funciona para poner en escena una representación de ciertos temas que son propios de las mujeres y que le permite a nuestra autora zanjar problemáticas y tramas asociadas con las relaciones entre los sexos para centrarse principalmente en el tema de la maternidad y la figura de la madre.Y así vemos, por ejemplo, que el cortejo entre Teresa y Antonio, que podría haber sido una tierna historia de amor, ocurre, sin embargo, fuera del escenario. También, el personaje del médico, al que no se le individualiza en tanto que no tiene nombre a pesar de ser el único hombre con permiso de entrar en el recinto del convento, funciona para hacer hincapié en el hecho de que las mujeres no tienen el derecho legal de adoptar a la niña en tanto que es él el que la adopta legalmente convirtiéndose en su “padre”. No obstante, el médico entrega a su hija a las monjas para que éstas la eduquen, gesto
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simbólico que representa el papel que juega la madre en la educación de sus hijos. II. Maternidad La problemática teórico-analítica que nos plantea esta obra es que, por un lado, como he apuntado arriba, las figuras femeninas y los papeles que actúan parecen apuntalar los roles tradicionales para las mujeres dentro del ideario de la domesticidad. Se podría argumentar, por ejemplo, que el gesto de las monjas de “adoptar” a Teresa añade a su identidad de ser “esposas” de Cristo una nueva identidad, las de ser madres de la niña. Es decir, que ahora se combinan en las figuras de la monjas dos de los permitidos roles para la mujer, ser esposas y madres. Sin embargo, por otro lado, están inscritas en el texto una serie de paradojas que sirven para entablar un diálogo con los fundamentos del discurso de género de la ideología doméstica. Así vemos, por ejemplo, que si la maternidad, como la principal y sagrada misión de la mujer, al comenzar la obra no es un papel que las monjas pueden desempeñar por ser solteras, al convertirlas en madres encontramos que la maternidad deja de estar vinculada a la biología de las mujeres y a la reproducción. Esta escenificación de la maternidad resultaría ser, sin duda, paradójica para un público acostumbrado a pensar en la maternidad como la natural función biológica del cuerpo sexuado de la mujer y no como una identidad contingente. Y, si bien Teresa sale del convento, símbolo del cerrado ámbito que habitaban las mujeres –no solamente de las monjas de clausura–, es decir que adquiere su libertad, significativamente, lo hace del brazo del que será su marido y no por cuenta propia. También, la rebelión de sor Marcela de poseer un espejo, contraviniendo así las reglas del convento que prohibían su posesión para reprimir lo que se pensaba era la natural vanidad femenina, y el que lo utilizara no para verse a sí misma, sino para ver el mundo del otro lado de las tapias del convento, resulta ser un tímido acto de rebeldía ya que nunca intenta salir de su confinamiento. La incapacidad de salir del convento de sor Marcela encuentra su paralelo simbólico cuando las monjas le abren la puerta de la jaula al canario para darle su libertad y éste se queda dentro de ella. El que el canario no quiera salir de su encierro sorprende a las monjas que asumen que ante la posibilidad de verse libre, éste no quiere –o no puede– asumir la libertad . La compleja paradoja que se presenta en estos dos momentos de la obra es que ambos, sor Marcela
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y el canario, no parecen desear la libertad, sino que, mas bien, parecen haber interiorizado y aceptado su papel de vivir enclaustrados y enjaulados. Las paradojas en las que hace hincapié Canción de cuna difícilmente pueden ser exploradas por medio de un análisis de género desvinculado de las teorías feministas acerca de la literatura ya que, a mi modo de ver, éste no tiene ni la capacidad teórica ni, posiblemente, el deseo de cuestionar los discursos que han forjado y establecido las identidades sexuadas ni tampoco se plantea resistirlos aún a nivel discursivo. Es sumamente significativo que la filósofa Judith Butler, cuyo libro Gender Trouble (1990) [El género en disputa] se ha convertido indudablemente en el texto teórico emblemático del feminismo postestructuralista cuya secuela teórica ha sido la de privilegiar el análisis de género sobre la teorización feminista, en Undoing Gender (2004) reflexiona acerca de la manera en que el término ‘género’ ha “viajado” por la cultura pública norteamericana. En un momento de este libro, en el cual entre otras cosas repasa su propia trayectoria teórica, se lamenta de que el término ‘género’ haya llegado a ser utilizado como “una manera de quitarle el peligro a la dimensión política del feminismo”, es decir, la de luchar por la igualdad de las mujeres, habiéndose convertido “meramente en una marca discursiva de lo masculino y lo femenino, entendidos éstos como construcciones que pueden ser estudiadas fuera de un marco feminista, como simples auto-producciones o tipos de efectos culturales manufacturados” (Butler: 184) 4 . ¿Qué aportarían, por lo tanto, las críticas literarias feministas a la lectura de un texto como Canción de cuna que, como hemos visto, escenifica no solamente una clara problemática de género, sino que también introduce temas que son propios de la teorización feminista como, por ejemplo, la carencia de libertad de la mujer y la ausencia de sus derechos civiles? Destilando lo que ha sido un largo y fructífero proceso de teorización y polémica dentro del campo de la crítica literaria feminista, y con ánimo no de simplificar sino más bien de resumir, encontramos la coexistencia de por lo menos tres aproximaciones críticas cuyos presupuestos teóricos abren interrogaciones y problemáticas diversas, pero que confluyen en el proyecto feminista de identificar una oposicionalidad en los textos principalmente escritos por mujeres. Es decir que la búsqueda de prácticas
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oposicionales ha configurado, en gran medida, el objeto y el campo de análisis de las diversas críticas literarias feministas. Una tendencia buscó y encontró en la texutalidad misma estrategias narrativas que subvertían la narrativa dominante o que disentían críticamente de ella. Inspirada por las feministas francesas, una segunda aproximación intentó establecer la diferencia inherente y esencial entre la escritura “femenina” y “masculina” y se apoyó en una teorización de ‘lo femenino’ como contrario de ‘lo masculino’. Partiendo del psicoanálisis, principalmente en su versión lacaniana, la crítica feminista abrió otra línea de planteamientos y tomó como piedra angular para su aproximación a la literatura la construcción de la identidad femenina articulada como ambivalente y contradictoria en su intersección con el lenguaje 5 . Sin embargo, en una obra como Canción de cuna no encontramos ni una subversión de la ideología de la domesticidad, ni identidades ambivalentes femeninas, ni la presencia de una escritura “femenina” según las normas provenientes del feminismo francés. Habrá, entonces, que plantear una lectura feminista que sea capaz de matizar el proyecto feminista de buscar momentos textuales de completa subversión, una que abra la posibilidad de hacer una lectura que atienda a la contradicción, la paradoja o la inquietud textual. Como hemos ya visto, Canción de cuna privilegia la figura de la madre y pone en escena el tropo de la maternidad con el fin de incitar al público a que reflexione sobre el tradicional nexo entre la reproducción biológica y la maternidad. También escenifica una versión alternativa de la maternidad al proponer que ésta es ante todo una relación afectiva que no está ligada a la procreación y cuya función social es la de educar, instruir y dar el cariño necesario para que los hijos, en este caso una hija, puedan independizarse de las madres. Dicho de otra manera, esta obra dialoga con el ideario doméstico por medio de personajes que revelan una reconceptualización de lo que es ser madre. Si, como he sugerido, la maternidad y la madre son figuras claves en el ideario de la domesticidad, también lo son para el pensamiento feminista español. La razón por la que ocupan un lugar privilegiado en el discurso doméstico y en el contra-discurso feminista dedicado a cuestionar los fundamentos teóricos del ideario de la domesticidad es porque la maternidad estaba inextricable y discursivamente ligada a la identidad de la mujer y al atributo que se consideraba fundamental en
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ella: la feminidad. Es decir, que la mujer que no era madre no era mujer. El efecto de esta vinculación era –y posiblemente continúa siendo– que se le negaba la identidad “mujer” a todas aquellas que por las razones que fueran no habían sido madres biológicas. Para las teóricas del feminismo, por lo tanto, era importante poner en entredicho y, es mas, des-naturalizar la que era para ellas una perniciosa asociación entre mujer y maternidad. Así, por ejemplo, la formidable Concepción Arenal, en La mujer del porvenir [1869] en el capítulo dedicado a la mujer soltera, refuta el discurso doméstico cuando afirma contundentemente que “[l]a mujer es mujer aunque no sea madre, es decir, que es compasiva, paciente, afectuosa y dispuesta a la abnegación” (Arenal:77). Ante el discurso dominante de género que intentaba arrebatarle a la mujer su identidad como mujer si no era madre, Arenal propone que los supuestos naturales atributos de las madres se encuentran también en la mujer soltera. A diferencia de la mayoría de las feministas de su época, Margarita Nelken en La condición social de la mujer en España (1919) dedica muy poco espacio a la maternidad o a la figura de la madre en su lúcida exposición de la situación de la mujer española y la manera en que el feminismo como teoría y práctica podría remediar la falta de igualdad de las mujeres. Sin embargo en el capítulo dedicado a la maternología y puericultura, y a modo de resumen, escribe: Precisamente, considerando como están aquí las cuestiones de maternología y de puericultura es cuando más se anhela el advenimiento de un nuevo espíritu en la mujer española, un espíritu que la haga, en todas las clases sociales, desechar hipocresías; que la haga tener conciencia plena de sí misma, de su ser físico y moral y sentirse orgullosa de su preparación natural y sabia para sus deberes de mujer y de madre. (Nelken: 127)
Años más tarde, Carmen de Burgos en La mujer moderna y sus derechos (1927) propondrá que: En la teoría todo es elevar la maternidad de una manera lírica, llegando a hacer una cosa semidivina de una función meramente animal, pues el hecho de dar a luz no constituye un mérito ni una excelsitud. La verdadera maternidad, digna de toda loa, se adquiere después con el trabajo de criar y educar con los sacrificios que por amor al niño se impone la mujer. En ese concepto se puede decir que hasta las vírgenes son madres y muchas mujeres que tienen hijos no merecen ese nombre. (Burgos: 217)
Algunos años después del éxito de Canción de cuna, María Martínez Sierra comenzará lo que será su extendida polémica con el
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ideario patriarcal por medio de una serie de ensayos en los cuales se dedica a teorizar el feminismo para las mujeres de España. En estos ensayos les explica los beneficios que aportará a las mujeres la lucha por la igualdad legal, social y civil. A diferencia de sus coetáneas feministas como, por ejemplo, Carmen de Burgos y Margarita Nelken, el esfuerzo ensayístico de nuestra autora es prolongado en tanto que publica cinco libros acerca de la mujer y el feminismo: Cartas a las mujeres de España (1916), Feminismo, feminidad, españolismo (1917), La mujer moderna (1920), Nuevas cartas a las mujeres de España (1932) y La mujer española ante la República (1932). En ellos encontramos una de las más importantes características de su pensamiento feminista: la redefinición de la función de la mujer y de sus atributos que habían sido elaborados por medio de la ideología y el discurso de la domesticidad. Rechaza categóricamente casi todos los conceptos pilares de este discurso y, a través de sus inteligentes y persuasivos argumentos, va llevando al absurdo la glorificación del silencio de la mujer, de su resignación y del sacrificio femenino (Blanco 2003: 11-35). Al igual que Arenal, Nelken y Burgos, nuestra autora se enfrenta con la problemática de la maternidad y cuestiona la manera de entenderla e interpretarla. Reelaborará esta intocable figura explicando la manera en que las reivindicaciones del feminismo están íntimamente ligadas a lo que son las verdaderas necesidades de la madre que contrapone a lo que para ella son los vacíos gestos de la maternidad inconsciente a la que llamará ‘maternidad ignorante’. La proposición de María Martínez Sierra es tajante: para ser madre la mujer necesita "tener la plena conciencia y el pleno goce de sus derechos humanos" (ibídem: 101). El tener una cultura completa e independencia son las condiciones imprescindibles para que una mujer pueda ser madre puesto que para nuestra autora la maternidad no radica en el hecho biológico de la procreación. El que desligue la maternidad de la naturaleza y a la figura de la madre de la de la mujer, al manifestar que "[l]a mujer ignorante y esclava… aunque la maternidad pese sobre ella… habrá sido madre; ¡no habrá sido mujer!”, supone la desestabilización —y finalmente— el desplazamiento del concepto y la figura sobre la cual se fundamentaba el ideario doméstico (ibídem: 79). Al fin y al cabo, el discurso de la diferencia sexual se erige sobre la idea de que la principal diferencia entre los sexos es la de la procreación: el hombre produce, la mujer
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reproduce. María Martínez Sierra postula que la biología no tiene por que ser el destino de la mujer, axioma que muchos años después sería recogido por las feministas de nuestro tiempo. En sus ensayos, por lo tanto, vuelve a plantear, ahora por medio del discurso feminista y en el género del ensayo, una consideración sobre la maternidad que había escenificado hacía ya años en Canción de cuna. Durante los años 20 María Martínez Sierra deja de lado su labor como teórica feminista pero la reemprenderá en 1931 cuando la proclamación de la República le motiva a intervenir en la esfera política. Sin embargo, no lo hace únicamente como intelectual feminista, sino que también como activista y diputada 6 . Habiendo pasado escasamente tres semanas desde la proclamación de la República, el 4 de mayo de 1931 inicia un ciclo de cinco conferencias en el Ateneo de Madrid dirigido específicamente a las mujeres con un objetivo doble: el de explicarles las razones por las cuales habían de apoyar a la República y a la vez aplacar aquellos temores que pudieran tener acerca del nuevo gobierno 7 . En las ponencias que versan sobre la mujer y la República plantea una nueva y sugerente perspectiva acerca de la difícil relación que las mujeres, como seres subalternos carentes de derechos civiles y jurídicos, tenían con el estado liberal que no las consideraba ciudadanas de pleno derecho. En ellas hace hincapié en la identidad de las mujeres como ciudadanas ampliando de este modo sus tradicionales roles vinculados a la esfera doméstica y privada de ser meramente hijas, esposas y madres. El que re-formule el papel de las mujeres para incluir la ciudadanía de la mujer es lógico y consecuente, si interpretamos la reivindicación feminista por adquirir los derechos civiles, jurídicos y políticos enarbolada por el ideario feminista de clase media desde el paradigma de la filosofía política. Se podría argumentar que la lucha feminista está inextricablemente vinculada a la noción de ciudadanía que surge en la época moderna, en la cual ser ciudadano de una nación se define a través de tener y poder ejercer los derechos elementales del voto, y la representación e igualdad ante la ley. A su vez esta noción de ciudadanía, una especie de contrato social entre el estado liberal y el ciudadano, incluye la necesidad de asumir una responsabilidad cívica. La novedad en el pensamiento feminista de nuestra conferenciante en el Ateneo es que resalta la identidad de la mujer como ciudadana y plantea la necesidad de que las mujeres asuman esta nueva identidad. María Martínez Sierra propone que las mujeres, ahora como
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ciudadanas, deben establecer una nueva y diferente relación con el estado, ya que desde el 14 de abril éste se ha transformado en lo que ella llamará en el transcurso de sus conferencias ‘Gobierno de la Buena Voluntad’. En el epígrafe que incluye en el texto escrito de la conferencia ‘Realidad’ vemos claramente su propuesta: “La patria que para los hombres es LA MADRE, para las mujeres es EL HIJO” (María Martínez Sierra 2006:129). De hecho lo que está proponiendo María Martínez Sierra aquí para las mujeres es una noción de ciudadanía que surge de su muy elaborado ideario feminista, que a su vez es el sustento sobre el cual se erige la conceptualización de una ciudadanía republicana en la cual las mujeres pueden –y deben– participar en el quehacer político sin abandonar su maternidad metafórica y real, ya que su deber es “cuidar de la patria” (ibídem:146). Es decir, entrelaza la maternidad con la ciudadanía. Su propuesta en estas conferencias redefine la ciudadanía y la maternidad conforme a los preceptos de lo que se ha llamado la ‘maternidad republicana’, una conceptualización proveniente principalmente del feminismo anglosajón decimonónico, en el cual la mujer articulada como ciudadana cumplía un singular papel social ya que era la única capaz de crear un puente que uniera la esfera pública, el espacio propio de los hombres, con la esfera privada, el ámbito de las mujeres, por medio de un quehacer cívico en el cual vertiera sus conocimientos y aptitudes como mujer y madre para el beneficio de la nación. A diferencia de la ideología doméstica que excluía a la mujer de la esfera pública y, por lo tanto, de la ciudadanía, esta noción de ciudadanía incorpora las múltiples identidades de la mujeres y las convierte en figuras indispensables de la nación. En la conferencia ‘Libertad’, podemos constatar esta reconceptualización de la ciudadanía que hace María Martínez Sierra: “La nación está formada por hembras y varones. No somos iguales, sino equivalentes, y es menester que ambos valores, iguales en derecho, distintos en esencia, estén representados dentro de la Ley que voluntariamente unos y otros hemos de acatar” (ibídem: 162). La trayectoria del concepto de la maternidad que he trazado desde Canción de cuna hasta las conferencias en el Ateneo muestra que María Martínez Sierra cuestiona la tradicional vinculación discursiva entre la maternidad y la procreación, cuyo efecto ideológico será el de resquebrajar la definición misma de lo que es ser madre. Pero no le basta con poner en entredicho los fundamentos ontológicos de la
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maternidad, sino que también elabora una contrafigura que espera sirva como alternativa para las mujeres: en Canción de cuna son las monjas maternales las que representan esta figura que contraviene la ideología patriarcal y, en La mujer española ante la República, es la madre ciudadana. III. Libertad Volvamos, ahora, a retomar lo que podríamos llamar la ‘paradoja de la libertad’ empezando una vez más con los planteamientos que se escenifican en Canción de cuna. Si el replanteamiento de todo aquello relacionado con la maternidad supone una representación de nueva manera de vivir la maternidad y ser madre, ante los temas de la opresión y la libertad de las mujeres esta comedia resuelve estas difíciles problemáticas de varias maneras y por medio de dos personajes: Teresa y sor Marcela. El que Teresa salga del convento para convertirse en esposa reafirma, pienso, la ideología de la domesticidad en tanto que en ningún momento de la obra se plantea la posibilidad de que salga al mundo como ser autónomo e independiente. Sin embargo, el que sor Marcela no busque la libertad, sino que se conforme con observar el mundo exterior en su espejo da pie a dos posibles lecturas. Por un lado, muestra la conformidad de la mujer que acepta su papel de vivir dentro de los espacios materiales y psíquicos acotados para ella y también refleja su capacidad para acoplarse a ellos. Sin embargo, a su vez muestra la inquietud de la mujer que busca espacios de libertad pero que una vez encontrados es incapaz de hacerlos suyos. La ambivalencia de sor Marcela ante la libertad articula la interiorización que hace la mujer de la ideología patriarcal doméstica que la encierra en su casa [el espacio del convento] y dentro del rol adscrito a la mujer doméstica. El que en un mismo personaje se entrelacen la conformidad de género, la interiorización del discurso de género y la inquietud proto-feminista convierten al personaje de sor Marcela en una compleja representación de la mujer que está atrapada dentro de un denso sistema ideológico que aún no puede eludir. La ambigüedad interpretativa que crea María Martínez Sierra para este personaje apunta a una importante problemática que a menudo se ha planteado la teoría feminista. Es decir, de cómo se reproduce la ideología de género en las mujeres mismas, no ya como una imposición de la ideología patriarcal, sino como una complicidad de la mujer misma con ella. Dicho de otra
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manera, ¿cómo establece la ideología y el discurso patriarcal su hegemonía en las mujeres? María Martínez Sierra vuelve sobre este fundamental problema de la reproducción ideológica del género muchos años después de la publicación y representación de Canción de cuna en Nuevas cartas a las mujeres de España (Blanco 2003: 127-129). En este texto la reproducción ideológica del discurso acerca de la mujer y de las relaciones de género ocupan un lugar significativo en su meditación teórica, ya que para ella representa, a la vez que asegura, la continuidad de una perjudicial ideología sexual que el feminismo pretende poner al descubierto, resquebrajar y, finalmente, deslegitimar. En su ensayo ‘El amor infiel’ (ibídem), que se encuentra en esta colección de ensayos argumenta que: Circundando a la hembra de una aureola de castidad inverosímil, y no sé si decir heroica o contra naturaleza, el varón ha creado, a través de los siglos y de resmas de papel impreso, un tipo ideal de mujer, doncella sin sexo, enamorada sin deseos, esposa sin placer y amante sin fiebre… Los hombres han podido crear, una tras otra, las imposibles, purísimas, castísimas figuras de mujer que decoran, adornan, iluminan, aroman e idealizan sus novelas, cuentos, dramas y comedias, porque las han soñado, y el sueño es, en cierto modo, una realidad para la mente que le forja. (ibídem: 128)
De entrada propone que han sido los escritores los que han desempeñado un papel significativo en el desarrollo de la figuración de la mujer, al haber estado históricamente en sus manos el poder de representarla. Aunque en un ensayo de 1905 sobre Emilia Pardo Bazán (ibídem: 133-140) había ya intuido la importancia del escritor en la configuración de la diferencia sexual, es en este ensayo donde ampliará plenamente su teoría (ibídem: 127-129). Vemos que para nuestra autora los escritores no han reflejado los tipos “reales” de mujeres que existían a su alrededor, sino que más bien han “creado” modelos de perfección, figuras a las cuales se les ha borrado significativamente el deseo y el placer. El que María Martínez Sierra subraye la eliminación de la sexualidad de las imágenes femeninas soñadas por los escritores significa que desde su mirada como escritora y mujer es la sexualidad un aspecto intrínseco y fundamental de la mujer. No solamente son “imposibles” estas figuras asexuadas, sino que a su vez propone que éstas funcionan en las novelas, comedias y dramas como objetos que meramente sirven para embellecer los mundos creados por la imaginación masculina. Pero
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habría que hacer hincapié, también, en que no le basta postular el fenómeno de la falsa imagen de la mujer, sino que culpabiliza a los hombres de haber falseado lo que para ella es la verdadera imagen y realidad de la misma. Pero, si han sido los escritores los que han imaginado y establecido estas figuras, han sido las mujeres mismas quienes las han interiorizado, es decir, las han hecho suyas: Y lo más curioso de la historia es que la mujer misma ha tomado en serio esta especie de vestiglo o quimera, y trata por todos los medios que están a su alcance de parecerse a este prototipo, monstruoso y, sobre todo, de hacer creer al hombre que se le parece. (ibídem: 128)
Propone que esta complicidad de la mujer es el mecanismo reproductor del ideario que sustenta la subordinación en las mujeres mismas. Sin embargo, en ‘El amor infiel’ también propone la manera de romper con el imaginario literario de los escritores cuando sugiere que: Mas una mujer, que se ve “por dentro”, que, íntima, personal e implacablemente, “se sabe de memoria”, no se puede soñar a sí misma absurdamente fuera de lo real. Y, en efecto, las escritoras nuestras contemporáneas, empiezan a poner en el papel una realidad femenina harto en desacuerdo con el tipo ideal de ‘ángel de candor’ o ‘pajarillo caído del nido’ (todo tiene alas) consagrado por siglos de fantasía masculina. (ibídem)
Aquí nuestra autora reconoce el importante papel que juegan –y han de jugar– las escritoras para contrarrestar y, en definitiva, subvertir el discurso de género por medio de una escritura que ponga en “en el papel una realidad femenina”. El que sean las escritoras contemporáneas las únicas capaces de cuestionar y trastocar los modelos ideales lleva a María Martínez Sierra a evaluar el papel histórico que habían tenido las escritoras con respecto al discurso de género: Las que novelaron y dramatizaron –escribe– durante el difunto siglo XIX y las dos primeras décadas del veinte, no se atrevieron a apartarse, salvo en muy contadas excepciones, de la psicología convencional, no sólo admitida, sino “codificada”, y aun “canonizada” por tantas excelsas mentes masculinas. (ibídem)
Las propuestas de este ensayo no podrían ser más claras: los escritores producen fantasiosas imágenes femeninas que las mujeres
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interiorizan y reproducen para desempeñar el papel de ser mujeres conforme al imaginario masculino; y, son las escritoras contemporáneas las que subvertirán este discurso de género fantástico. Perfecto y lúcido argumento que, aparte de ser convincente desde una perspectiva feminista, prefigura el modo en que las teorías literarias feministas y de género explorarán la literatura escrita por hombres en nuestros días, analizando las representaciones de la mujer y los discursos de género que las sustentan. Ahora bien, hemos de recordar que este ensayo, si bien fue probablemente escrito por María, sin embargo se publicó con la firma ‘Gregorio Martínez Sierra’. La estrategia de usar la firma masculina, por un lado, le sirve para legitimar –y quizás atenuar– la feroz crítica que se hace de los escritores ya que es un hombre mismo el que la elabora. Por otro lado, funciona a modo de autocrítica de su propia obra en tanto que la acusación incluye a todos los escritores. Sin embargo, en lo que resulta ser una angustiosa ironía, es también la pluma de una escritora la que había contribuido a la elaboración de las perniciosas representaciones de la mujer en la obra de ‘Gregorio Martínez Sierra’ 8 . Y, en lo que es seguramente otra vuelta de tuerca a esta ironía autorial, el que ‘Gregorio Martínez Sierra’ en este ensayo critique a las escritoras por no haberse atrevido a “apartarse” de la “psicología tradicional” podría interpretarse como la autocrítica que hace María de sí misma como escritora. No ha de sorprendernos que ‘Gregorio Martínez Sierra’ juzgue tan severamente a los escritores y escritoras en tanto que, habiéndose ya enfrentado y polemizado durante tantos años con una ideología de género que había hecho de la mujer un ser subalterno, carente de derechos, y que la había excluido del quehacer cívico al no considerarla ciudadana del estado, ahora, en 1932, su prolongada reflexión feminista le había llevado finalmente a entender y poder conceptualizar el mecanismo por el cual se reproducía el ideario patriarcal en las mujeres. Hombres y mujeres, escritores y escritoras, todos habían colaborado en que las mujeres mismas se acoplaran a una vivencia subyugada al hombre y a sus leyes. En Canción de cuna el personaje de sor Marcela y su ambivalente relación con la libertad habían apuntado hacia la compleja problemática de la reproducción ideológica. Es en ‘El amor infiel’ en donde encontramos la plena elaboración de los mecanismos psíquicos y culturales que llevan a las mujeres a conformarse con una existencia vivida en la desigualdad.
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Esta importante trayectoria de su pensamiento muestra la inteligencia y la lucidez teórica de María Martínez Sierra. También nos revela lo implacable que fue no solamente con la ideología patriarcal que tanto daño había hecho a las mujeres, sino consigo misma como cómplice de ella. Fue una intelectual feminista consecuente con sus ideas y, por lo tanto, pienso que aun tenemos mucho que aprender de su pensamiento en nuestra labor como críticas feministas. Notas 1
Para la importante cuestión de la autoría, veánse Blanco (1989), O’Connor y Checa Puerta. 2 No se puede hacer de ella una interpretación como espectáculo teatral en tanto que faltan datos de su escenificación. 3 En María Francisca Vilches y Dru Dougherty, se encuentra un completísimo estudio del teatro de estos años. 4 La traducción es mía. 5 Un buen resumen de esta polémica se encuentra en Toril Moi. 6 María Martínez Sierra participa en la fundación del importante club para mujeres, Lyceum Club. Al abandonar el Lyceum Club funda en 1932 otro grupo para mujeres, la Asociación Femenina para la Educación Cívica (AFEC) y en las elecciones de 1933 es elegida diputada por Granada en las listas del Partido Socialista Obrero Español. 7 Las cinco conferencias serían recogidas casi de inmediato en forma de libro con el título de La mujer española ante la República, publicado (1932) por la editorial Renacimiento. 8 Después de la muerte de Gregorio en 1947, María en su libro de memorias, Gregorio y yo: Medio siglo de colaboración (2000), establece que toda su producción literaria había sido producto de la colaboración entre ellos.
Bibliografía Arenal, Concepción. 1989. La mujer del porvenir. La mujer de su casa. Barcelona: Ediciones Orbis. Blanco, Alda. 1989. “Introducción”. María Martínez Sierra. Una mujer por caminos de España. Madrid: Castalia-Instituto de la Mujer, 7-46. — 2003. A las mujeres: Ensayos feministas de María Martínez Sierra. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos. — 2006. ‘María Martínez Sierra: Hacia una lectura de su vida y obra.’ En: Arbor 182, 719: 337-345. Burgos, Carmen de. 2007. La mujer moderna y sus derechos. Madrid: Biblioteca Nueva. Ed. Pilar Ballarín. Butler, Judith. 1990. Gender Trouble. Nueva York/Londres: Routledge. — 2004. Undoing Gender. Nueva York/Londres: Routledge. Ciallela, Louise. 2007. Quixotic Modernists: Reading Gender in Tristana, Trigo and Martínez Sierra. Lewisburg: Bucknell University Press.
Maternidad, libertad y feminismo en el pensamiento de María Martínez Sierra 83 Checa Puerta, Julio. 1998. Los teatros de Gregorio Martínez Sierra. Madrid: Fundación Universitaria Española. Jagoe, Catherine, Alda Blanco y Cristina Enríquez de Salamanca. 1998. La mujer en los discursos de género: Textos y contextos en el siglo XIX. Barcelona: Icaria. Johnson, Roberta. 2003. Gender and Nation in the Spanish Modernist Novel. Nashville: Vanderbilt University Press. Kirkpatrick, Susan. 2003. Mujer, modernismo y vanguardia en España (1898-1931). Madrid: Cátedra. Mangini, Shirley. 2001. Las modernas de Madrid. Las grandes intelectuales de la vanguardia. Barcelona: Ediciones Península. Martínez Sierra, Gregorio. 1921. Canción de cuna. Boston: D.C. Heath and Co. Martínez Sierra, María. 2000. Gregorio y yo: Medio siglo de colaboración. Valencia: Pre-textos. Ed. de Alda Blanco. — 2006. Ante la República: Conferencias y entrevistas. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos. Estudio introductorio, edición y notas de Juan Aguilera Sastre. Moi, Toril. 1998. Teoría literaria feminista. Madrid: Cátedra. Nelken, Margarita. 1974. La condición social de la mujer en España. Madrid: CVS Ediciones. O’Connor, Patricia W. 2003. Mito y realidad de una dramaturga española. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos. Rodrigo, Antonina. 1992. María Lejárraga, una mujer en la sombra. Barcelona: Círculo de Lectores. Vilches, María Francisca y Dru Dougherty. 1997. La escena madrileña entre 1926 y 1931: un lustro de transición. Madrid: Fundamentos.
Señas de la Virgen: los Trances de Nuestra Señora, de María Victoria Atencia Roberta Ann Quance Se estudia la identificación que se produce entre la figura de la Virgen María y el sujeto lírico en el poemario Trances de Nuestra Señora (1986), de María Victoria Atencia (Málaga, 1931). Mediante una lectura atenta del texto se pretende mostrar que Atencia contempla a María como a una mística avant la lettre y que esta visión de la Virgen es la que destaca sobre otras posibles lecturas de su personaje y experiencia. De esta manera la autora navega entre los dos extremos a los que tiende el discurso tradicional sobre la figura de la Virgen María, que en su versión doctrinal, aparece como una figura humilde y en su versión pagana, en exceso grande. No se trata de resolver cuál es el verdadero rostro de la Virgen o de la poeta, sino de ir descubriendo la riqueza del discurso poético al que ha dado pie esta identificación con una figura mítica, nada habitual por parte de las escritoras, ni mucho menos las modernas.
La identificación de las mujeres con la Virgen ha sido, hasta hace muy poco, uno de los tópicos de la cultura hispana. En este artículo se estudia la representación de la Virgen María en el poemario Trances de Nuestra Señora (1986), de María Victoria Atencia (Málaga, 1931), atendiendo especialmente a la insólita identificación que en él se produce entre el sujeto lírico y la figura de la Madre de Dios. ¿Hasta qué punto puede considerarse la propuesta de Atencia subversiva con respecto a las enseñanzas de la Iglesia? ¿Se produce semejante identificación en detrimento de la subjetividad de la mujer moderna que se halla tras la máscara poética? ¿O se ve así realzada la mujer que desea identificarse en cuanto madre con la Virgen? Mediante una lectura atenta del texto, procuro mostrar que Atencia contempla a María como a una mística avant la lettre (según está ya implícito en San Agustín) y que esta visión de la Virgen es la que prima sobre otras posibles lecturas de su personaje y experiencia. En última instancia, sin embargo, el texto alude a otras tradiciones, arcaicas, que se salen del marco estrecho de lo ortodoxo. Vemos que poéticamente la
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protagonista del libro va descubriendo las raíces paganas de su genealogía. De esta manera la obra de Atencia se beneficia de la tensión que se encuentra siempre que se examina el atractivo de la figura mariana a lo largo de los siglos: la tensión entre una versión que es en todo punto compatible con la devoción ortodoxa y otra, siempre al acecho, que participa de los mecanismos compensatorios de toda identificación con las diosas Madre. Los orígenes de la literatura mariana, de la cual los Trances de Nuestra Señora, de María Victoria Atencia, son ejemplo reciente1, se remontan al ‘Magnificat’ (Lucas 1), versos cuya autoría el folklore católico atribuye a la propia María: Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada...
No obstante, los teólogos no han enseñado que María escribiera estos versos ni siquiera que meditara sus palabras2. En la tradición María no escribe ni compone ni manda componer. Y aunque los siglos que median entre el "Magnificat" y la poesía de nuestro tiempo abundan en canciones sobre ella o que le van dirigidas, son rarísimas las que proceden de la mano de una mujer o que se atribuyen siquiera un punto de vista femenino3. Para Marina Warner está claro que por más que la Iglesia haya fomentado el culto a la Virgen entre las niñas ésta resulta un modelo imposible. ¿Cómo identificarse con una mujer sin cuerpo y sexualidad sin sacrificar esa misma dimensión de lo humano? Michael Carroll (5) señala que el caso de la Virgen es único entre las mitologías porque su maternidad se ha producido sin ningún contacto sexual. En España, incluso bajo el franquismo, cuando varias escritoras empezaron a indagar en la interiorización de arquetipos femeninos religiosos, se ha pasado de puntillas por delante de la imagen de María. En el siglo XX, ha dicho Román Gubern, las escritoras se inspiran más en la Magdalena, la pecadora4. ¿Cómo hemos de entender, pues, la inusual propuesta de María Victoria Atencia, que ha ido componiendo un ciclo de poemas dedicados a la maternidad gozosa de María, y que ha afirmado que en aquellos poemas "estoy yo" pero que también en ese yo "está" la Virgen (Ugalde 1990: 14-15)? ¿Se trata de una audacia, o de un
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ejercicio de devoción? La tradición da a entender que María no reveló nunca cómo vivió los acontecimientos que rodeaban su elección como madre de Dios, ni mucho menos lo que experimentaba durante esa maternidad excepcional. Se dice tan sólo que ella “meditaba muchas cosas” y que las “guardaba” en su corazón (Lucas 2: 18-19). ¿Acaso era prudente que María no hablara? Un tabú apócrifo Existe al menos un texto -poco conocido- que sugiere que hay algo escandaloso en la idea de que la Virgen hablara de su maternidad. En el evangelio apócrifo de Bartolomé, del siglo IV, se presenta a una María bastante menos recatada que la canónica. Aparece después de la Resurrección en compañía de los apóstoles, que desean preguntar al “tabernáculo del Altísimo” qué sucedió durante la Encarnación. Quieren saber cómo concibió y cómo consiguió llevar en su seno a "Aquel que no puede ser gestado", cómo dio a luz "a tanta grandeza". María, al principio, rehúye contestar, objetando que las consecuencias podrían ser funestas (“saldrá fuego de mi boca y consumirá toda la tierra”), pero al final se rinde. Llega en su relato, que corresponde al de Lucas, al momento en que el ángel la abandona: Mas, al terminar ella de hablar, empezó a salir fuego de su boca. Y, cuando el mundo estaba ya para ser destruido, se apareció el Señor y dijo a María: "No reveles este misterio, porque, si lo haces, va a sufrir en el día de hoy un cataclismo la creación entera". (Santos Otero: 553-54)
Y María, ante tamaña amenaza, por supuesto que calla, se diría que para siempre. No he citado este texto porque participe de un tópico de la misoginia (la lengua "suelta" de las mujeres) sino porque contiene una ambigüedad que acompaña siempre a la figura de la Virgen: siendo la madre de Dios, es decir, figura que precede al hijo en el tiempo y en la que tiene su origen, disfruta en potencia de un rango tan alto como él, o más. De ahí, quizá, que en el relato apócrifo sus palabras revistan temibles poderes. Pero de ahí también el interés especial que tiene el autor por indicar que esto no supone cambio alguno en su condición de mujer de carne y hueso, y cómo está ansiosa María por ceder el puesto de honor a la cabeza del grupo a un varón (Bartolomé), dejando claro que no desea usurpar su autoridad.
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Desde el punto de vista de lo que iba a convertirse en ortodoxia, el texto acaba cumpliendo con un requisito importante: el de subrayar que María no es en absoluto una diosa. O, al menos, una diosa en ejercicio. Y esto se hace de un modo brutal, quitándole el uso de la palabra, cuya fuerza, por lo demás, es destructiva y la sobrepasa. En la lógica del texto apócrifo no hay término medio: para que quede claro que María no es más que un ser mortal -los Padres de la Iglesia cerrarán filas en torno a este punto- la figura es rebajada, hasta el punto de quedar despojada del derecho a hablar sobre el momento que es, sin embargo, definitorio de su existencia. La disyuntiva que se plantea en esta historia, en apariencia tan distinta de lo transmitido por los Evangelios canónicos pero en el fondo consecuente con ello, es sencilla: o bien María es en realidad una diosa, dueña de los secretos últimos del universo, o es una esclava, privada del derecho de pronunciarse sobre sus propias experiencias. O bien es una diosa mala, lenguaraz e irresponsable, o bien una mujer mortal buena, pura y silenciosa, como es propio de las vírgenes. En la Edad Media no iba a faltar quien dijera de María que había dado algún tipo de instrucción a los apóstoles, sobre todo en lo tocante a la Encarnación (Schreiner: 24-25), pero en general los Padres de la Iglesia han sido reacios a conceder a la Virgen la capacidad de dar enseñanza o de asumir autoridad espiritual alguna. Sin duda -como se ha comentado (Benko, Warner)-, lo que temían los primeros Padres de la Iglesia era que María empezara a inspirar su propio culto. En el Concilio de Éfeso de 431 se intentó zanjar la cuestión sentando como doctrina la idea de que María no había aportado más que la carne, el traje humano, a la gestación de Cristo; en ningún momento, se subrayaba, aportó nada que no fuera humano, es decir, nada que pudiese afectar a la naturaleza divina de su Hijo. No ceñirse estrictamente a esa doctrina suponía atacar de base uno de los pilares de la doctrina católica, el misterio central: la idea misma de que Cristo era humano al nacer de mujer. Si, como se recuerda desde el feminismo (Walker:136; Newton: 93-94), el cuerpo maternal ya se encuentra situado en el orden simbólico fuera o más allá del discurso -como un objeto del que se habla, excluida la posibilidad de que la madre sea sujeto hablante-, sobre el cuerpo maternal de María pendería una doble sentencia, como madre mortal y como madre de Dios. El relato apócrifo, pues, no hace sino llamar la atención sobre cómo la tradición cristiana ha
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consagrado, acaso excesivamente, esta reclusión de la voz de la Virgen, hasta el punto de poner en entredicho, por lo arquetípico de la imagen, la subjetividad de la mujer que es madre. Sirvan estas consideraciones de preámbulo a nuestra lectura de Trances de Nuestra Señora (1986), un libro que sí pretende dar voz a María. Esta plaquette, editada en un principio como libro navideño y luego sometida a sucesivas ampliaciones, destaca en primer lugar por tratarse de una confesión por parte de María de cómo vivió los hechos asociados a su noviazgo y maternidad. Pero la autora ha sostenido al mismo tiempo que el sujeto lírico del poemario no es sólo María sino ella misma "trascendida" (Ugalde 1990: 14- 15). En cuanto autora, ella estaría habitando la piel de la Virgen, asumiendo su punto de vista, brindándonos, pues, un discurso en primera persona absolutamente nuevo. No obstante, surgen dos dudas, que apuntan a la dificultad que encierra semejante identificación con la Virgen por parte de una mujer moderna. ¿Se puede dar voz a la Virgen y convertirla en protagonista sin hacer tambalearse el alto puesto en que se halla colocado el Hijo? Y, dado que en alguna medida la autora adopta la identidad de María tal y como viene configurada por la tradición, ¿sin presentar una imagen excesivamente humilde de sí misma? El libro oscila entre dos polos. Por un lado se corre el riesgo -percibido desde antiguo- de insinuar que la Virgen está en la línea de la Gran Madre (Benko) y de caer en la heterodoxia, al insistir en su protagonismo; por otro, existe el peligro específicamente moderno de hacer la apología del rango secundario que la Iglesia reservó a María y, por extensión, a las mujeres en general. Al navegar entre estos extremos, evitando los escollos que surgen por un lado y otro, el libro adquiere un carácter paradójico irreductible. Es innovador pero es también tradicional. Una voz que no se oye Consideremos primero que los Trances son poesía lírica, un género que, según la famosa definición de John Stuart Mill (apud. Tucker: 226), "no pretende ser oída sino entreoída (overheard)"; es la representación de una voz que no se hace pública ni se exterioriza, necesariamente. Si en los Trances, pues, podría decirse que María está hablando (rompiendo el silencio que la ha acompañado casi siempre en la tradición), hay que añadir que sólo está hablando consigo misma
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o con Dios. Esto hace que los lectores de María Victoria Atencia quedemos, por así decir, fuera, a la escucha, con el oído pegado a la puerta de la cámara, embebiéndonos de algo íntimo que no nos concierne. (Bajo esta perspectiva somos los lectores los transgresores y no la autora.) Sin embargo -y este es el otro lado de la paradójica identidad de la Virgen que se nos ofrece en el libro-, también estamos ahí porque de repente parece que María tiene secretos que guardar; al acceder a la intimidad de su diálogo descubriremos que María tiene un interior tan rico como su exterior, oculto desde hace siglos bajo los encomios proferidos por sus "hijos"-aunque la poeta se guarda de insinuar que podría revelar el último misterio5. Encuentro místico avant la lettre María Victoria Atencia se ha acercado a la imagen de la Virgen como una mujer que contempla a otra mujer -es decir, como virgen en un primer momento y luego como madre, no como hija que buscara ampararse en una figura materna protectora (que hubiera sido mucho más tradicional). Esto implica una interpretación de lo sucedido como acto que puede, en principio, repetirse. Mientras que la Iglesia contempla los hechos asociados a la Encarnación como un misterio, a partir del cual no cabe ningún traslado de sentido (Lorenz), existe una tradición subterránea, relegada normalmente al ámbito de la devoción, en donde los mismos hechos se abren a una dimensión metafórica, mística. Veamos cómo se produce. En ‘La visita’ (T 1986: 19), por ejemplo, el sujeto lírico es la propia Virgen, que vive la Anunciación desde dentro: Así de natural: me recogí en mi rezo y un jarro de azucenas me retuvo en el sitio. Y vino una paloma y una cinta de oro me alcanzó desde ella y encendió mis sentidos. Me oreó con su vuelo, y quedó todo el cuarto suspenso en una paz que hizo crujir los quicios.
La experiencia, tal y como se presenta aquí, guarda un fuerte parecido con el clásico encuentro místico, que tiene lugar entre el alma y la deidad; es una especie de éxtasis en que la hablante se encuentra sustraída momentáneamente al flujo normal del acontecer. San Agustín anticipaba esta interpretación, al afirmar que la Virgen ya
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había concebido a Cristo en su mente, antes de darle a luz físicamente (Vanita: 24). A lo largo de los seis alejandrinos que conforman el poema, el acento recae en el recogimiento interior que experimenta la Virgen tras recibir al mensajero y producirse el milagro. Ella recuerda un instante de inmovilidad y de iluminación de los sentidos al hallarse estos rozados por la presencia del Espíritu Santo. El tiempo se había quedado en vilo. Para la concepción general del poema Atencia pudo valerse de una larga tradición iconográfica de origen renacentista, que vino a desembocar en obras tan conocidas como las de Fra Angelico o Luis Morales, por mencionar sólo dos ejemplos cercanos. No faltan, por tanto, ni la blanca paloma del Espíritu Santo ni la cinta de oro que se extiende hacia donde está María, rodeada de los lirios blancos que son el símbolo de su pureza. Pero, curiosamente, no se menciona al ángel ni se pronuncia en voz alta una sola palabra en el poema -la escena no es en absoluto dramática. Faltan, por tanto, las famosas palabras de asentimiento que marcan al ‘Magnificat’, el ‘Fiat mihi’ que tanto impresionó a los Padres de la Iglesia y que hoy ha suscitado tantas controversias. El énfasis ha recaído más bien en la interioridad. En el poema que sigue a este, titulado ‘Annunziata’ (T 1986: 21), la hablante ruega que Dios la favorezca con una visita, al igual que una joven que anhela la presencia de su amado. De nuevo el modelo para esta experiencia es el de un encuentro místico, como deja patente la alusión que se hace al ‘Cántico espiritual’ de San Juan de la Cruz. El encuentro deseado es, implícitamente, con el "ciervo vulnerado" del que hablaba San Juan: "Por el otero asoma tu ternura impaciente. / Te conozco a su luz. Date prisa. Te aguardo". Con ‘Trance’ (T 1986: 23) se completa la secuencia dedicada a la Anunciación. Aquí se representa a la joven María en un momento de reflexión; reconoce que está embarazada de un saber que la aparta de las demás muchachas de su edad, y se pregunta si sabrá "sobrellevar este trance [de exaltación] en silencio". Significativamente, Atencia ha elegido presentar la humildad de María como una resolución por parte de ésta de no vanagloriarse del hecho de que fuera eligida sobre otras mujeres de alcurnia. En realidad, a causa de las presuposiciones que cobija esta pregunta retórica, el silencio de María, que se ha tomado tradicionalmente como señal de sumisión o anonadamiento, es presentado más bien como una elección por su parte, o incluso un reto que se ha planteado a sí misma6. Se trata, a mi modo de ver, de un
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intento de contrarrestar la impresión de que la unión se ha producido en menoscabo de la Virgen en cuanto sujeto. Es más, se reduce la distancia entre la criatura mortal y el Creador, al describirse el proceso efectivo de la gestación como un intercambio simétrico, un escucharse mutuamente los pensamientos más íntimos de cada uno: “Ahora que sé el misterio y prosigo doncella / en tanto que en mi vientre se cumple su palabra, / escucho a mi Señor y mi Señor me escucha" (T 1986: 23). Semejante diálogo nos recuerda al que sostiene el alma con la deidad, según afirman los místicos, al tiempo que difumina cualquier parecido que pudiera haber entre esta unión y el acoplamiento de dioses y mortales tan frecuente en la mitología de otros pueblos. (Piénsese, por ejemplo, en el mito de Leda y el cisne, que es más bien una violación). Fijémonos ahora en las palabras que aluden al crecimiento del niño en su vientre: "se cumple su palabra". Podrían interpretarse de varias maneras. Se cumple la palabra de Dios, como la promesa que fue, en el momento de elegir a la Virgen como esposa; o bien, la palabra en el sentido de Logos, espíritu creador, está siendo colmada de presencia, está siendo encarnada, dotada de carne, de realidad material, por María. De ahí que los estudiosos de la mística se complazcan en decir que la palabra de Dios desciende hasta la tierra; metafóricamente, esa tierra, como vieron muy pronto los primeros Padres de la Iglesia, no era otra que el cuerpo de una virgen. Siendo virgen, el cuerpo de María ya es de por sí puro; ella no tendrá, por tanto, que hacer ningún esfuerzo especial para acomodar en sí a un dios. Pero los místicos que vienen después tendrán que "mortificar" su carne para lograr lo que María ya poseía naturalmente. Como ha explicado Michel de Certeau (en otro contexto) al caracterizar el camino de ascetismo emprendido por los místicos: “Lo que se formula como rechazo del ‘cuerpo’ o del ‘mundo’, lucha ascética, o ruptura profética, no es sino el esclarecimiento necesario y preliminar de una circunstancia a partir de la cual comienza la tarea de ofrecer un cuerpo al espíritu, de ‘encarnar’ el discurso y de dar lugar a una verdad" (trad. mía; Certeau:108)7. Endiosarse María Zambrano comenta en su prólogo a los Trances que la Virgen María "es la única criatura perfecta, salvada desde el origen de la creación" (T 1986: 10). Como se sabe, según la doctrina católica, ella
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es virgen absolutamente, desde hace siempre y para siempre -ante partum, in partu, y post partum-. Se trata de una figura milagrosamente intacta e íntegra que, además, fue concebida sin pecado. Identificarse con ella supone ensalzarse hasta niveles sobrehumanos. Desde el ámbito del psicoanálisis se ha dicho que se trata de una fantasía de identificación que no hace sino encubrir una carencia que las mujeres sufren por partida doble. Porque la pareja Madre e hijo funcionaría como una imagen fálica, como algo que permite a las mujeres no tener que enfrentarse al "hecho” de su castración, ni en cuanto mujer (según Freud) ni en cuanto sujeto deseante (según Lacan). No obstante, han existido elementos en la leyenda de la Virgen que desde el principio han apuntado a que hombres y mujeres, por igual, vieran en María una diosa. Según Stephen Benko, “hay una línea directa, nítida y sin romper, que va desde los cultos a las diosas de la antigüedad a la reverencia por la Virgen y, a la larga, al culto que ha crecido en torno suyo”(Benko: 4)8. Epifanio (m. 403) llamó la atención, preocupado, sobre la existencia en la parte oriental del Imperio Romano de una secta -los coliridianos- en que las mujeres preparaban sacrificios de pan a la Virgen en una suerte de Eucaristía (Benko: 170, Graef: 79). Al igual que otros Padres que reflexionaron sobre el papel de la Virgen en la Encarnación, temía que se confundiera a María con la Magna Mater (Cibeles). Y el problema iba a persistir. En la España del siglo XIII, Alfonso el Sabio razonaba en la Partida 43 del Setenario que existía una analogía entre el culto a la Virgen y el de los paganos (literalmente, "los del campo") a una diosa de la tierra: "De cómo los que adoraban la tierra, a Santa María querían adorar si bien lo entendieran", reza este apartado del texto. Pues María como madre de Cristo, cuando el Espíritu Santo "la labró", dice, se puede comparar con la tierra que entrega sus frutos a la humanidad (Vanderford: 73-74; apud. Christian: 21). Esta última es una imagen a la que el sujeto lírico de ‘Candelaria’ se siente afín, puesto que afirma: "yo su valla, él mi hacienda; y era yo responsable/ de su creciente espiga...” (T 1986: 41). El autor del Setenario empleaba una imagen muy querida de los Padres de la Iglesia, quienes comparaban el parto virginal de Cristo con la formación del primer hombre -Adán- de la tierra todavía virgen, creada ex nihilo en el Génesis9. A esa idea, acaso, se alude ya en el primer trance, ‘Los desposorios’, cuando se dice: “el paso de una
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virgen predispone la tierra” (T 1986:17). Pero el milagro de la virginidad, que gana a María el famoso epíteto de porta clausa (Ezequiel 44: 1-2) también aludido en el primer poema (situado en una “estancia sellada”) tiene otro interés para la madre mortal moderna. Al identificarse con la Virgen, una mujer puede imaginar que no ha intervenido hombre alguno en el alumbramiento de su hijo. Puede imaginarse como creadora autónoma, o insistir en el papel que en esa gestación desempeña la voluntad humana de crear algo. Esto es efectivamente lo que sugiere el sujeto poético en ‘Victoria’ respecto del hijo que sostiene en brazos: "lo sentí una obra sola mía, victoria / de un cuerpo paso a paso ofrecido a su cuerpo" (T 1986: 37). Y en ese mismo sentido se pronuncia la mujer mayor que nos habla desde ‘Memoria’, al recordar que uno de sus nombres es ‘Nuestra Señora de la Buena Esperanza’: "Tiempo atrás, vida atrás, me recogí en mi sangre / y aniñé una esperanza para crear un fruto" (T 1986: 33)10. El vínculo que siente María con la tierra, que ella representa repitámoslo- como si fuese una diosa pagana, es tan estrecho que en este último poema expresa el convencimiento de que han sido los ritmos de la tierra lo que ha mecido a madre e hijo: "nos mecía a los dos el giro de la tierra". A la hora de dar a luz (‘Sicut cervos’ T 1986: 31) ella busca, significativamente, algún lugar en el suelo -que tuviera "la ternura de un lecho de musgo"- donde llevarlo a cabo. Cuando el Concilio de Éfeso proclamó a María Theotokos ("portadora de Dios") -título que algunos le quisieron denegar por parecerles demasiado pagano- su intención no era, como se podría pensar, honrar a Maria, sino definir de una vez por todas la naturaleza de un Dios que era a la vez humano y divino. Los Padres de la Iglesia optaron finalmente por una doctrina sutil, la de la "unión hipostática" entre los dos, por la que se entendía que el Logos divino, es decir, el principio activo generador (masculino), se había unido a la carne humana (femenina). De este modo, aparece resumido en el Nuevo Diccionario de Mariología. Pero María, ser de carne y hueso, contempla el proceso de otra manera. Ella siente la plenitud de su cuerpo como evidencia de que ha sido ella quien ha dotado de forma humana al niño. De hecho se logra algo parecido al presentarse la Encarnación desde el punto de vista de María, como un encuentro místico, en una especie de silepsis (figura que desafía los deslindes entre lo literal y lo figurado). Es pertinente recordar que los místicos hablan de cómo Cristo continúa en ellos Su Encarnación, de cómo toman su cuerpo por el Suyo (Johnston: 154).
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Es ese hecho lo que hace posible plantearse la posibilidad de la experiencia unitiva del alma con Dios. No obstante, bajo un punto de vista femenino, tendríamos que decir que es un embarazo lo que posibilita conceptualmente el encuentro místico. Es más, se podría decir incluso que proporciona un modelo (aunque necesariamente imposible) para este último. Porque ¿desear la unión con Dios no es como se ha atrevido a decir Meister Eckhart, entre otros- desear que Dios nazca dentro de nosotros?11 ¿O estar embarazada/o de Dios? Para María Victoria Atencia, como hemos visto, el sujeto de los trances no es una mujer-receptáculo (la ‘vasija’ de la Biblia) que esté esperando a que la llene la palabra de Dios, para verse convertida en su ‘tabernáculo’, sino un ser mortal que desea activamente ser transfigurado mediante el contacto con la deidad. Sin embargo, como puede apreciarse en otros poemas, que aluden de manera sutil pero persistente a los aspectos físicos de la experiencia de la Virgen, aquí no se hace hincapié en la espiritualización de la persona, como en el clásico encuentro místico entre Dios y el alma, sino en una carnalidad que ha sido exaltada por el contacto con la deidad. No se trata tanto de lo divino que se hace carne como de la carne que se hace divina12. Tras el paréntesis de dos poemas –‘Nuestra Señora Encinta’ y ‘El sol’, en que se celebra el Advenimiento en una voz que no es la de María, sino la de un devoto (o devota)- se vuelve al punto de vista de la Virgen, a poemas que contienen elementos de la experiencia de una madre mortal. Aquí parece que la autora, al tiempo que se ciñe a la tradición escritural, según la cual la Virgen se mostraba dispuesta a servir, intenta modificar la impresión de que dar a luz a un niño es un acto biológico pasivo. Reparemos en las palabras de ‘Plenitud’: Y aunque ya me doblega el reproche del tiempo, su cumplido solsticio de plenitud herida, que sigan aguardando, por mí, que te retengo; por mí, que en esta noche he de darte yo misma. (T 1986: 29)
En términos simbólicos, el nacimiento del Redentor coincidiría con las fiestas paganas en torno al solsticio de invierno, el punto en que el sol había de ser "resucitado" de cara a otro año, pero en realidad ocurre unos días después en el calendario litúrgico. María misma se responsabiliza del retraso, al decir que ha sido ella quien ha elegido quedarse el niño unos días más, dando a entender, por tanto, que el alumbramiento está en sus manos.
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Con ‘Sicut cervus’ vuelve Atencia a un texto bíblico (Salmos 42) cuyo ciervo se ha traducido tradicionalmente en castellano como cierva (León: 124, n. 24)13, de acuerdo con el planteamiento de la mística según el cual el alma femenina busca ansiosamente a un Dios masculino. (Explota además el hecho de que en el español de Andalucía cierva y sierva, son homónimos, para atenuar, quizá, las connotaciones negativas que conlleva el último epíteto). La futura madre ha emprendido una búsqueda difícil y solitaria parecida al camino áspero de los místicos: "Pero yo era su cierva que buscaba en las ramblas /la ternura de un lecho de musgo en que alumbrarlo" (T 1986: 31). Varios poemas de este libro han subrayado, además, la idea de una quietud o un apaciguamiento cósmicos esenciales a la comprensión del sentido de la Encarnación. Cuando la Virgen da a luz a su hijo se impone un silencio absoluto en el mundo: "Después vino un silencio que lo aquietaba todo" (T 1986: 31), como si todo estuviese en vilo o, como dice la poeta en ‘Memoria’, la tierra hubiese dejado de girar: "La tierra se detuvo" (T 1986: 33). En el momento preciso de la Encarnación, dice Aldous Huxley, irrumpe la eternidad de una manera singular en el transcurso del tiempo (Huxley: 82). Se trata de un momento excepcional dentro del cristianismo, que no se volverá a repetir jamás, pero es, al mismo tiempo, sospechamos, un momento que están intentando reproducir los grandes místicos. Apoteosis La antropología estructuralista ha resaltado en la doctrina de la Encarnación el “escandaloso” hecho de que Cristo sea al mismo tiempo hijo y esposo de la Virgen e incluso padre y hermano (Goux: 9-29). ¿Puede el personaje presentarse solo, dejando de lado, como quien se despoja de un ropaje que le sobra, la intrincada red de parentesco en que se implicaba al aceptar ser la "esclava del Señor"? Hay un poema en el libro excepcional en este sentido. Es también el único que roza la cuestión de la genealogía pagana de la figura de la Virgen. Si me apresuro a decir esto es porque no es, en definitiva, la lectura más evidente de lo que tiene lugar en ‘Árbol de Navidad’, el poema que cierra la colección de 1986: Por el terror de vuestra descompuesta hermosura, pinsapares de Ronda, enloquecen los pájaros y hunden en migraciones invisibles su vuelo, venas adentro mías, encendiendo mi sangre. (T 1986: 43)
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A simple vista parece que el poema no tiene nada que ver con el nacimiento de Cristo o la maternidad de la Virgen. Sin embargo, como la misma Atencia ha señalado, se podría buscar un vínculo entre éste y los demás ‘trances’ en una voz poética compartida. Esto es, el yo lírico es a la vez, igual que sucede en otras composiciones, el de la Virgen María y el de la poeta. La Virgen está ahora a solas y no en relación con el Otro -ya no es la novia, la esposa o la madre que reflexiona sobre el hijo-. Al contrario, la mirada del sujeto se dirige hacia afuera para enfocar exclusivamente una experiencia interior. Nos movemos de nuevo en terrenos de la mística, aunque, evidentemente, se trata esta vez de una mística de otra estirpe. Se efectúa mediante metáfora una identificación del yo poético con el paisaje que el sujeto tiene delante: la Virgen es un árbol, con las venas de su cuerpo, por las que corre cual savia la sangre, encendidas y radiantes como las ramas del antiguo símbolo del Arbol de Luz, presente en la tradición sagrada de la menorá de los judíos. Contemplar la escena que compone el bosque de pinsapos es sentir una especie de mística comunión con ella, hasta el punto de que la poeta se imagina a sí misma como uno de los árboles. Una Señora -Nuestra Señora- simultáneamente la poeta y la Virgen, que se imagina o, mejor dicho, que experimenta la arboreidad. Sin duda, un fenómeno extraño. A decir verdad, uno no sabría muy bien cómo interpretarlo si no fuera por el hecho de que el poema despierta asociaciones latentes entre lo sobrenatural y los árboles, incluso en contextos cristianos. Caroline Walker Bynum sostiene que las místicas de la Edad Media, a diferencia de los místicos (varones), "son 'encendidas’ por 'el otro,' ” exaltadas hasta una afectividad o sensualidad que sobrepasa tanto los sentidos como las palabras para describirlos"(Bynum: 192)14. Considera que donde el fenómeno se aprecia mejor es en el caso de una oscura monja del siglo XIII -Marguerite de Oignt -que llegó a imaginar que ella, un árbol 'marchito', había echado flores cuando la inundó un río de agua que representaba a Cristo. "Es difícil imaginarse una manera más adecuada de indicar que el efecto de experimentar la presencia de Cristo es el de 'encender' los sentidos corporales del receptor místico" (ibídem). Aunque Bynum no lo comenta, quizá quepa concluir que la monja se estaba imaginando en el papel de María.
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La asociación entre árboles y mujeres santas viene consagrada incluso por la patrística. En las representaciones plásticas medievales y renacentistas del árbol de Jesé -el árbol genealógico de Cristo- es bastante frecuente encontrar a la Virgen sentada en la cima del mismo o en su centro (Watson). De ahí, que en el Cancionero de Nuestra Señora (21, 37-39, 75-76) merezca ser llamada ‘rayz de Iessé’. Todavía más curiosa resulta otra figura de la Virgen recogida en el ‘Laberinto de Nuestra Señora de Montserrat’, la de la "çarça de Moyse" (ibídem: 88), por referencia al rubus igneus que presenció Moisés (Exodo 3: 1-6) y que se tomó por símbolo del parto virginal. La imagen del árbol no representaba ya aquí la fertilidad o el poder genésico sino algo más “puro”. En un sermón sobre el nacimiento de Cristo escribe Gregorio de Nisa : “así como allí la zarza ardía, pero no se quemaba, así también aquí la Virgen da a luz la Luz sin corromperse"(Graef: 72 -73). La experiencia que tuvo la monja del siglo XIII se mantenía dentro de la inmanencia que se ha tenido una y otra vez por característica de las diosas creadoras (según Gimbutas), y lo mismo sucede en otro trance de la Virgen posterior al libro navideño. En ‘Árbol de Judea’ la leche que fluye en los pechos de la madre -el sujeto poético- se identifica implícitamente con la savia que nutre a las flores del árbol: Me daba el ciclamor su cobijo y su asombro, con mi gozo en suspenso por la flor en sus ramas Y mi leche fluyendo y su peso en mis brazos. No me miréis aún: mirad cómo sonríe. Espesadme este árbol del amor que le tengo y dejadme dormir bajo su sombra púrpura. (T 1997: 34)
Con la imagen de la zarza ardiente, en cambio, se entra en otra esfera. Se trata de un símbolo de la trascendencia, es decir, de la trascendencia del mundo natural y de la suspensión de sus leyes, incluida la de la ciclicidad del tiempo. Pero aun así queda un recuerdo del subsuelo fértil del que surgía el símbolo. El vínculo entre el árbol florecido y el árbol de Navidad estriba, posiblemente, en la asociación originaria del Árbol de la Vida, y del mágico poder vivificador que se ha atribuido a su savia, con los árboles frutales. Pues, por la ley de las correspondencias, tan presente en las creencias mágico-religiosas, existiría un vínculo entre la fruta del árbol y las luces del cosmos (en la lírica ibérica tradicional, por ejemplo, los limones se asocian a la luna y las naranjas al sol [Reckert: 27]). Yarden ha aludido a este
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proceso en su explicación del origen de la menorá -el candelabro sagrado de los judíos-, que no es sino un Árbol de la Vida estilizado: Lo más probable es que esto se produjese en conexión con la noción de que las deidades -en particular, las diosas de la fertilidad- tienen su morada en árboles sagrados o descienden de ellos, junto al culto de ídolos arbóreos o árboles ardientes que por consiguiente estas creencias suscitarían. [...] Las luces del fuego reemplazan a la Fruta Vital y el mismo árbol divino se convierte específicamente en un árbol ardiente -un Árbol de la Luz- y un árbol cósmico. (Yarden: 39)
Si leemos el poema de Atencia a la luz de esta peculiar asociación entre mujeres, árboles y lo sagrado, nos enfrentamos a un hecho muy curioso: por un lado, la poeta ha dado con una manera sensorial muy vívida de representar lo que es una identificación mística con María, de clara raigambre medieval; por otro, se ha producido una suerte de epifanía a la inversa. Porque, en este caso al menos, y teniendo en cuenta el desdoblamiento del sujeto lírico (fluctuante entre el yo de la poeta y el de la Virgen), el yo poético puede ser la Virgen misma, ya transfigurada. Se trata entonces de un momento de confirmación silenciosa por parte de la Virgen de su unión con algún principio de otredad que es peculiarmente suyo: ni más ni menos que la arboreidad que la acompaña en sus apariciones (Seppilli) y que acompaña asimismo a otras muchas manifestaciones de las diosas madres, quienes son inmanentes a la naturaleza. Donde se aprecia la innovación que introduce Atencia con respecto a la tradición patrística es en la restauración del simbolismo místico a la realidad empírica del sujeto, esto es, en el puente que tiende entre lo interior y lo exterior, bajo la bóveda de lo cósmico. En cierto modo este es, sin duda, un impulso que anima a toda su poesía, ya que en ella se busca una y otra vez la íntima compenetración del yo con los objetos de su entorno. María Victoria Atencia afirma en su poemario navideño la idea cardinal de la Iglesia de que la Virgen es un ser mortal. Pero también ha visto en María (al igual que San Agustín) un ser excepcional que busca recibir en su seno a Dios, como una mística avant la lettre. De ahí que Atencia haya interpretado la concepción y el nacimiento de Cristo como un encuentro místico entre el yo y el Otro, explotando un vocabulario y una exégesis tradicionales, de origen medieval, para los que el discurso amoroso entre hombre y mujer representa la unión del alma con Dios. Pero si esto ya de por sí supone una revisión de cómo se ha de ver la Encarnación -como un embarazo sagrado, haciendo
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inclinarse la balanza hacia lo carnal-, otros poemas van más lejos. María no adquiere una subjetividad o un discurso reflexivo sin adquirir a la vez un cierto grado de autonomía en cuanto figura, llena de orgullo por lo que aportó a la gestación de su hijo. Y, aunque esta idea no afecta a la doctrina de la humanidad de Cristo -al contrario, la realza-, sí la afecta, en cambio, la posibilidad de que María sea a su vez encumbrada. Las alusiones que hay en los Trances de Nuestra Señora a la genealogía pagana de la figura de la Virgen (y hay que reconocer que son inevitables porque vienen implícitas en el discurso metafórico tradicional sobre ella) apuntan a que María es un avatar de las diosas madres paganas. Cierto, al principio esta genealogía no queda patente, o sólo se adivina, pero a la larga vemos que María misma se descubre bajo este aspecto. Acaba adquiriendo, o quizá recuperando, el brillo de lo divino que perdió ya en tiempos con la cristalización de la doctrina católica sobre su extrema humildad, y se convierte, de acuerdo con una lógica bíblica subterránea, en "la mujer vestida del sol" del Apocalipsis (12:1), la que fue anunciada, a su vez, en Exodo (3:2-4) bajo la figura de la zarza ardiendo15. Es decir, se convierte, singularmente, en el principio y el fin del relato cristiano (Geary: 76-77). Para concluir: de lo divino y lo femenino En una entrevista que se le hizo a María Victoria Atencia hace unos años la poeta sostenía que su libro no era poesía religiosa propiamente dicha (Ugalde 1990: 14) "o no sólo eso", sino una confesión de cómo ella vivió los hechos asociados a su noviazgo y maternidad, interpretados a la luz de la experiencia de la Virgen. No obstante, me he centrado precisamente en la vertiente religiosa de su libro, por entender que presentaba un reto para el feminismo. He hecho hincapié en el carácter oscilante, ambiguo del texto, que abarca desde la experiencia mortal de María hasta su apoteosis como Árbol de Navidad. Y he insistido en cómo esa misma ambigüedad viene implícita en la larga y compleja leyenda que se ha tejido en torno a María. Pero no me he propuesto resolver el carácter fluctuante que se atribuye a la figura. Cabe pensar que es eso precisamente lo que la hace tan atractiva para muchas lectoras. Y que la convierte en un mito propiamente dicho (Quance). Porque es posible, desde las enseñanzas de la Iglesia, ver en ella una mujer progresivamente engrandecida por el contacto con Dios,
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como es igual de posible, y así se ha hecho desde los primeros siglos del cristianismo, insistir en su prioridad como madre de un ser divino. La Iglesia sostiene que María accede al cielo como Reina dando luz a Cristo; pero para otros María no hace más que volver a su alto sitio una vez cumplido su papel en la tierra. No parece pesar mucho en este esquema el silencio que se ha impuesto a la Virgen como tampoco su carácter asexuado: María pertenece a otra realidad, superior a ésta y capaz de compensar sus faltas. Cabe pensar que mientras las mujeres sigan siendo identificadas primordialmente con la tarea de la maternidad, sin alcanzar una perfecta igualdad social con el “primer sexo”, les seguirá fascinando la historia que ha perdurado a lo largo de los siglos sobre la Madre que, o bien ha sido diosa, o un día lo será. Notas 1 Desde la publicación de los Trances en 1986, se han ido ampliando las recopilaciones que llevan este título, hasta culminar en la edición de 1997. 2 Es sólo en el Renacimiento, en un famoso cuadro de Botticelli, la Madonna del Magnificat (hacia 1483), cuando se va a ver a la Virgen con pluma en la mano convertida en mujer de letras (Schibanoff 1994). 3 En la posguerra, cuando surgen voces de protesta existencialistas, Carmen Conde pone dos poemas de su libro Mujer sin Edén (1947) en boca de María. Luego Angela Figuera (‘Destino’, Los días duros, 1953) y Pilar Paz Pasamar (Mara 1951) asumen el punto de vista de una María, aunque no de una manera sostenida. 4 Aunque este ensayo no abarca la producción artística de las mujeres, quisiera dejar apuntado un curioso fenómeno que se podría llamar “la virginidad como máscara”. La fotógrafa Ouka Lele (‘El niño la estaba mirando’, 1996) se ha autorretratado con su hijo vestida como la Virgen, tal y como la encontramos representada en numerosas imágenes policromadas del arte románico. Se trata de una parodia posmoderna, de signo muy distinto a la propuesta de Atencia. 5 Véase ‘Los días’ (T 1997: 41) donde la hablante dice ser "sólo una gente más perpleja- en el misterio”. 6 Atencia se acoge, quizá, a la doctrina más reciente de la Iglesia, que hace hincapié en la libertad de la Virgen para aceptar o rechazar el destino que se le encomendaba. 7 Certeau se refiere a la pérdida del cuerpo que subyace al cristianismo: "En efecto el cristianismo se ha instituido sobre la pérdida de un cuerpo, pérdida del cuerpo de Jesús, duplicado por la pérdida del ‘cuerpo’ de Israel, de una nación y de su genealogía" (trad. mía: Certeau: 109). 8 Carroll resalta el carácter masculino del culto, mediante el cual los varones de determinado tipo de familia mediterránea resolverían el complejo de Edipo. Sobre la confusión popular de la Virgen con una diosa de la tierra véase Warner 1990: 273-84. 9 Imagen extendidísima. Sobre esta y otras enseñanzas de los Padres de la Iglesia, me remito a Graef. Aquí la referencia es a Ireneo (Graef: 47). 10 Se ha observado con motivo de este poema (Escaja: 153) que se literaliza la experiencia mística.
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En un sermón sobre la Natividad Eckhart escribe: “estamos celebrando la fiesta del Eterno Nacimiento [..] Pero si no tiene lugar en mí ¿qué objeto tiene? En eso está todo, en que tenga lugar en mí”. Traduzco de Underhill 1974: 122. 12 Bynum (148) mantiene que la doctrina del nacimiento de Cristo por una mujer ha hecho posible argüir que la humanidad de Cristo provenía exclusivamente de María y que la humanidad que así se aportaba al Logos era femenina. 13 Según V. León (124), el título se refiere a las primeras palabras del Salmo en la traducción de San Jerónimo, cuyo ciervo fue luego sustituido por cierva: "Como la cierva que gime en [los secos arenales de] las ramblas [a causa de su sed], así gime mi alma [barruntándote pero sin hallarte], Dios mío". 14 Bynum (146, 173, 187) ha analizado el fenómeno del embarazo místico -en que el cuerpo se hincha con la expectativa de recibir la Eucaristía o de resultas de haberla recibido-como tendencia por parte de las místicas medievales a somatizar las experiencias religiosas. 15 En la edición de 1997 este final tan propio de una libro navideño desaparece, al terminarse la recopilación con ‘Imagen de la Victoria’, cuya hablante rinde homenaje a la Virgen de la Victoria, su tocaya: “Y estábamos pendientes, yo y tu hijo, de ti” (47).
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3. Modelos femeninos de la ruptura
Modelos femeninos de ruptura en la literatura de las escritoras españolas del siglo XX: Concha Méndez (1898-1986), Carmen Martín Gaite (1925-2000) y Rosa Montero (1951- ) Pilar Nieva-de la Paz Se plantea un recorrido panorámico a lo largo del siglo XX analizando cómo se configuran los modelos femeninos de la ruptura en las obras de tres escritoras que resultan claves para conocer la realidad sociológica y los roles de género de las españolas de su generación: Concha Méndez, en la preguerra; Carmen Martín Gaite, en la posguerra, y Rosa Montero, en los primeros años democráticos. Las protagonistas de sus textos, creadas a partir de un marcado componente autobiográfico, transmiten modelos positivos de mujer. En la indagación de la propia identidad, se enfrentan con los modelos femeninos establecidos. De ahí el interés de analizar de qué modo se oponen sus autoras a la habitual creación de prototipos femeninos negativos, asociados a la transgresión de los rasgos de identidad considerados adecuados para las mujeres que ha sido predominante en nuestra tradición cultural.
Las profundas transformaciones sociales acontecidas en nuestro país durante el período democrático han tenido su reflejo en la configuración de nuevos modelos femeninos y en la creciente actualidad del debate sobre ciertos temas ligados a la cambiante identidad genérica de las mujeres. Así, la consolidación progresiva de estas últimas en el ámbito laboral, y la consiguiente compatibilización de roles públicos y privados que una gran mayoría de españolas está llevando a cabo, ha supuesto una considerable “revolución social”, de marcadas consecuencias en sus relaciones con el entorno, muy especialmente en las relaciones de pareja y en las materno-filiales. Resulta hoy casi inevitable interrogarse acerca del nuevo lugar que las mujeres ocupan en las sociedades occidentales y también sobre sus relaciones con los hombres, después de medio siglo de enormes cambios en la condición femenina, como ha analizado Lipovetsky en
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su ensayo La tercera mujer. Permanencia y revolución de lo femenino (1999). La literatura española contemporánea ha contribuido a la transmisión y reproducción en el imaginario colectivo de una serie de modelos e imágenes femeninas generalmente determinadas por una concepción masculina de la realidad social. Puesto que el sujeto de la creación que ha formado habitualmente parte de nuestro canon literario es un sujeto masculino, es la óptica del varón la que ha contribuido fundamentalmente a la propagación desde la narrativa, el teatro y la poesía de unas ciertas visiones y opiniones sobre lo que ha significado en nuestra sociedad el “ser mujer”. No en vano las imágenes transmitidas desde la literatura y el arte en general reproducen las claves fundamentales por las que se ha reconocido en cada uno de los periodos la identidad de cada género sexual, y contribuyen así a consolidar estas construcciones identitarias colectivas (Miller, Zavala, Vilches-de Frutos 2006 y 2008, Nieva-de la Paz 2008). De ahí el interés de analizar las formas, los motivos y las perspectivas que han utilizado los escritores en la configuración de los citados modelos femeninos. En esta ocasión, sin embargo, me va a interesar especialmente centrar la reflexión en la transmisión de imágenes de mujer en las obras de un conjunto de escritoras que transmitieron imágenes positivas de mujer, reaccionando así contra otras visiones. Las protagonistas de sus textos, creadas a partir de un marcado componente autobiográfico, buscan una nueva identidad y se enfrentan para ello con los modelos femeninos establecidos. Sus autoras las conciben como figuras que se apartan de las expectativas generales sobre lo que en su entorno social se consideraba “aceptable” para una mujer. Conviene, por tanto, analizar de qué modo se oponen estas creadoras a la habitual creación de prototipos femeninos negativos, asociados a la transgresión de los rasgos de identidad considerados adecuados para las mujeres que ha sido predominante en nuestra tradición cultural. Cada vez que las mujeres han roto con los límites que social y culturalmente se les han impuesto, saliendo de los espacios domésticos y subvirtiendo los roles establecidos (la mujer pasiva, obediente, respetuosa y sumisa, fiel y abnegada, entregada hasta el sacrificio al cuidado de los suyos), aunque haya alcanzado el éxito en sus metas y haya logrado destacar en el mundo público, logrando una cierta visibilidad y/o un cierto acceso a la influencia y el
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poder, han sido estigmatizadas como antiheroinas, marcadas por la transgresión prohibida de su estatus social. La literatura de las escritoras se muestra como un filón inagotable para perseguir las trazas de la visión de la mujer sobre esta cuestión. Nada mejor que las mujeres escritoras, que han roto ellas mismas con las expectativas sociales sobre su identidad al no conformarse con su destino de “musas” inspiradoras de la creación masculina y adoptar en cambio el rol de sujetos de la creación artística, para ofrecernos una nítida visión, en primera persona, de las voces de la ruptura femenina en la literatura. Estas escritoras españolas del siglo XX se han mirado en el espejo, es decir, han dedicado su atención a la reflexión sobre sí mismas, sobre su identidad, sobre su realidad, y la han volcado con destacada frecuencia en su creación. A lo largo de la pasada centuria, estas escritoras han pasado de ser rara avis, tímidas pioneras apenas reconocidas por su medio y casi totalmente olvidadas por las generaciones posteriores, a ir ganando cuotas de lectores, éxitos editoriales y premios narrativos, hasta haberse asentado por derecho propio en el difícil mercado literario español. Los cambios no se han limitado sólo a su inserción en el mercado literario, sino que han sido todavía más importantes las profundas transformaciones que han vivido como mujeres en una sociedad que ha evolucionado tremendamente desde esos comienzos de siglo, en los que se daban unas tasas elevadísimas de analfabetismo femenino y la marginación legal de las españolas, tratadas como eternas menores de edad, hasta la consecución durante la Segunda República de derechos fundamentales, como el derecho a voto en las elecciones nacionales, el derecho a la administración del propio patrimonio, la patria potestad compartida y el derecho al divorcio. Se pasó después al enorme retroceso que supuso el régimen franquista, que volvió a situar a la mujer frente al ideal femenino del XIX, el ángel del hogar. La llegada de la Democracia a nuestro país, con la promulgación de una nueva Constitución democrática, la de 1978, supuso la recuperación de los derechos civiles que brevemente se había otorgado a las mujeres de la República, el acceso legal y masivo a los métodos de control de natalidad y la consiguiente incorporación mayoritaria a la educación superior y al mundo profesional. Todos estos cambios han supuesto para las mujeres españolas barreras y obstáculos que saltar, retos nuevos que asumir, duras luchas que han llevado a cabo personal y colectivamente, y que se han
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reflejado, sin duda, en los personajes, temas y situaciones que han creado en sus ficciones. Como ya analizaron Sandra Gilbert y Susan Gubar en relación con la imaginación literaria de las escritoras anglosajonas del XIX, las escritoras se han visto a menudo como mujeres situadas fuera de la norma. Sus experiencias al respecto se reflejan a menudo en unos textos que plasman incomunicación, soledad, frustración y, en definitiva, la intensa vivencia de una singularidad problemática. Las dificultades para ser aceptadas como mujeres activas en la esfera pública, como profesionales de la creación, se reflejan en muchas de sus protagonistas femeninas, mujeres que también se sienten distintas, que se enfrentan a la necesidad de romper con un destino que les ha sido asignado en función de su sexo biológico. De ahí que nos propongamos en esta ocasión llevar a cabo un recorrido panorámico a lo largo del siglo analizando cómo se configuran los modelos femeninos de la ruptura en las obras de tres escritoras que resultan claves para conocer la realidad sociológica y los roles de género de las españolas de su generación: Concha Méndez, en la preguerra; Carmen Martín Gaite, en la posguerra, y Rosa Montero, en los primeros años de la Democracia. En el período de preguerra, los años 20 y 30 del pasado siglo fueron testigos de transformaciones fundamentales en el horizonte vital femenino y del surgimiento de un tipo específico, la mujer moderna, versión española de esa new woman que tanto se distinguió por la lucha por el sufragio femenino. Numerosas mujeres protagonizaron entonces un proliferante movimiento asociativo, desde el que reivindicaron, muy destacadamente, el acceso a los niveles superiores de la educación y la incorporación a las profesiones cualificadas. El trabajo femenino, que no constituía una realidad nueva entre las mujeres de la clase baja, acostumbradas desde siempre a contribuir a la precaria economía familiar con salarios obtenidos en el servicio doméstico, el campo, el taller y la fábrica, pasó a ser el auténtico “caballo de Troya” de las crecientes demandas de emancipación por parte de las españolas de las clases medias, que desde finales del siglo XIX se incorporaban, venciendo múltiples dificultades, a las “nuevas profesiones” del sector terciario (Nash 1983, Capel 1986). El análisis histórico sobre la “cuestión femenina” en las décadas de preguerra ha partido a menudo del manejo de la prensa periódica, los
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archivos, los ensayos coetáneos (Díaz de Mendoza, Francos Rodríguez, Martínez Sierra, Nelken), etc. Es necesario recurrir también al testimonio de las escritoras españolas, protagonistas de las profundas transformaciones en la identidad femenina acontecidos entonces. La lectura y análisis comparado de las autobiografías, memorias, diarios y epistolarios de aquellas mujeres que destacaron en la vida política, cultural y artística de los años 20 y 30 permite comprender mejor cuál fue su experiencia de los cambios sociológicos que se estaban produciendo entonces en relación con los roles tradicionales femeninos en el noviazgo, el matrimonio y la maternidad, y cómo empezaron a encarnar los nuevos valores identitarios asociados con la “Eva moderna”: la educación, el trabajo y la participación política (Mangini, Kirkpatrick). Este debate se relacionaba con una cuestión ampliamente discutida en los medios intelectuales y periodísticos de mayor actualidad en el período: la oposición entre el emergente tipo de la “mujer moderna” y el tradicional modelo decimonónico del “ángel del hogar”. Las opiniones coetáneas oscilaban entre la visión tradicional de la fémina sacrificada, religiosa, entregada plenamente al cuidado y satisfacción de los suyos, débil, sensible, “femenina”, y un entendimiento a menudo superficial de lo que significaba el modelo de la “Eva actual”: la mujer activa, moderna, deportista, frívola y divertida, que anteponía la defensa de sus derechos al bienestar familiar y ofrecía en lo externo una imagen nueva, alejada del alambicado aspecto femenino decimonónico. Un ejemplo representativo de lo que en la época se entendió como la “Eva moderna” lo encontramos en la figura de Concha Méndez Cuesta (Madrid, 1898-México, 1986), escritora de la Generación del 27, editora y cineasta, con más de una veintena de libros en su haber, entre poesía, teatro y autobiografía. Resulta de especial interés en este sentido el testimonio que ella misma ofrece en su libro de memorias, Memorias habladas, memorias armadas (1990), escrito en la ancianidad con la ayuda de su nieta, Paloma Ulacia. Durante su vejez recordaba vivamente cómo sufrió al ser apartada de la escuela, a los 14 años, edad en que las “familias bien” de la época daban por concluida la formación de las señoritas. El acceso a los libros y a los periódicos estaba mal visto en las jóvenes de buena familia. Méndez tenía que esconderse para leer. A pesar de ello, intentó a toda costa acceder por su cuenta a lecturas y estímulos artísticos. Cuando siendo
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ya mayor de edad –las mujeres alcanzaban entonces la mayoría de edad a los 25 años- trató de entrar en contacto con la Universidad, recibió un claro mensaje de oposición en su familia 1 . Atrapada en una estrecha red familiar que le impedía cualquier libertad de movimiento mientras esperaba la inevitable boda, esta excéntrica “hija de familia” decidió romper el cerco y buscar activamente el contacto con los jóvenes poetas de la Residencia de Estudiantes, de los que tenía lejana noticia a través de un primer novio “residente”, Luis Buñuel. Poco después de conocer en persona a Rafael Alberti y a Federico García Lorca, se dedicó ella misma a la poesía 2 . Esta joven poeta encontró posteriormente en sus amigas creadoras de los años 20 y 30, la pintora Maruja Mallo y, en Argentina, Consuelo Berges y Alfonsina Storni, apoyo insustituible en su difícil comienzo literario. Méndez se fugó de casa para embarcar en un carguero hacia Inglaterra (1929); después, fue a vivir y trabajar en Buenos Aires (1929-1931), luchando por salvar su vocación literaria de un entorno familiar y social claramente hostil: “Viajar era viajar, pero era también liberarme de mi medio ambiente, que no me dejaba crear un mundo propio, propicio para la poesía” (ibídem: 83). Para ello, trabajó como profesora, traductora y periodista, logrando insertarse en la vida cultural de los países de acogida y ser totalmente autosuficiente en términos económicos. Tras su regreso a España y su posterior matrimonio con Manuel Altolaguirre en 1932, el medio cultural pasó a considerarla, por lo general, como esposa del conocido poeta y editor, dando escasas muestras de apreciar sus propias realizaciones artísticas, como autora de poesía, teatro, ensayo, y guiones cinematográficos. Merece la pena destacar de modo especial la reivindicación que Méndez realiza en sus memorias de su labor editorial junto a Manuel Altolaguirre. Al poco de conocerle, con el dinero que ella había ahorrado durante su trabajo en Argentina, ambos fundaron en el hotel en que vivían una modesta pero muy prestigiosa imprenta que llevó el nombre conjunto (Imprenta C. Méndez. M. Altolaguirre), donde publicaron la revista Héroe (cuyo título tomaron de Juan Ramón Jiménez) y muchas de las más relevantes publicaciones líricas de la generación del 27. No menos importante fue su papel como promotora de la identidad de grupo de los poetas del 27, quienes se reunieron asiduamente bajo la hospitalidad de Altolaguirre y Méndez 3 .
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El paso de los años vio como esta española emprendedora y vital, valiente y rupturista, tuvo que renunciar a su vocación de cineasta. No consiguió tampoco asentarse en el difícil medio teatral. En el exilio americano pudo mantener, en cambio, su dedicación a la escritura literaria, sobre todo en su faceta poética, esencialmente solitaria e individual, aunque con una repercusión pública muy limitada. Poco antes de su separación matrimonial, ya en México, Altolaguirre intentó convencerla de que se alejaba de ella para no “darle sombra” en su trayectoria literaria 4 . Su trabajo creativo fue siempre para ella un orgullo y un estímulo vital. La publicación de su Antología poética (1976) en España le dio nuevos ánimos para vivir después de una etapa de gran desilusión, llegando a publicar todavía, siendo octogenaria, un último libro de poemas en México, Entre el soñar y el vivir (1981). De hecho, en el final de su existencia, su propia nieta, editora de este texto memorialístico, concretaba la voluntad de la autora a la hora de emprender su relato aludiendo a esa necesidad de reivindicar su larga y firme vocación literaria: Si al final de su vida se animó a dejarnos este testimonio, no fue para lograr una fama efímera como cronista de una época. Estaba interesada en resaltar lo importante que había sido a lo largo de toda su vida su vocación de poeta. A través de estas memorias, quería regresar a España y encontrar el lugar que le correspondía dentro de la historia literaria de su país. [...] finalmente [...], lo que ofrece este libro es, sobre todo, la historia de una carrera poética, de una vocación, más que asumida, conquistada, con paciencia, fe y amor. (Ulacia: 22)
¿Cómo se plasma en su obra literaria la representación del modelo femenino de la “mujer moderna” que ella misma encarnó en su vida? Especialmente representativo en este sentido es el personaje femenino de Sonia, la joven protagonista de su pieza teatral El personaje presentido (1931), que vio la luz de la imprenta coincidiendo con el nacimiento de la República española. Obra de carácter central, discurre en torno a la búsqueda de su propia identidad de esta joven que decide emprender un largo viaje a Nueva York para encontrarse a sí misma. El ansia de libertad, de aventura, caracteriza a esta insólita protagonista, que viaja sola y busca mientras tanto a su pareja ideal, a ese personaje presentido al que el título alude. Los motivos de la modernidad se repiten en la ambientación de la obra y tiene un importante papel en la caracterización del personaje: el automóvil y el nuevo amor por la velocidad, los bailes americanos de moda suenan en el gramófono (el shimmy, el two-steps, el charleston), el barman
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sirve cock-tails, el cinematógrafo, los deportes… la joven Sonia es aficionada a todo lo nuevo, sin aparecer caracterizada por ello como la mujer frívola y superficial que a menudo los sectores más conservadores veían en “las jóvenes modernas”. Pero en el texto de Méndez el modelo femenino de la “Eva moderna” fue algo más que la innovación de la falda corta, que el peinado también corto, a lo “garçonne”, bastante más que el gusto por los deportes o por fumar y beber con los hombres en los espacios públicos de relación social. El modelo representó sobre todo un intento de ruptura con los límites fijados por la identidad tradicionalmente asociada a las mujeres. Sonia aparece caracterizada en la obra como una mujer joven, idealista, ilusionada, alegre y valiente, capaz de acometer grandes cambios y aventuras en su vida. El fondo autobiográfico del personaje se muestra una y otra vez muy evidente en la obra (Nieva de la Paz 1993). Concha Méndez se rebeló contra las limitaciones de un destino socialmente impuesto. Quería ser algo más que una niña bien, preparada para un matrimonio sensato y conveniente, para el cuidado de una casa y de unos hijos. No deja de ser reveladora en este sentido, la abierta declaración de su protagonista, que ante la interrogación de su nuevo amigo americano, Guillermo, “¿Qué sientes en ti?, responde: “Una audacia sin límites. Y un afán loco de quedar, de quedar en el mundo en la forma que sea, en recuerdo, en espíritu, como queda el artista y el héroe. ¿Por qué no nacería yo con esa predestinación?” (Méndez 1931: 82-83). Tras su primera aparición en escena, después de haber dejado plantado a sus acompañantes masculinos para salir corriendo hacia la noche tras la salida de la ópera, Sonia dialoga ya en casa con su padre y uno de los acompañantes abandonados, y les expresa ese afán de libertad que, como veremos, impulsa desde el comienzo el conjunto de sus acciones: “Un irresistible impulso de volar a la noche fue más fuerte que yo. Y como volar no podía, corrí a la calle a mojarme con agua del cielo, a encenderme de luz de relámpagos, a dar rienda suelta al corazón que se me venía ahogando…” (Méndez 1931: 20). Pero una vez a solas lamenta su sujeción a esa condición social femenina que la condena, como joven soltera, a estar siempre sujeta al control de los demás, un sentimiento que Méndez, que apenas alcanzaba la treintena cuando escribe este texto, expresó reiteradas veces en relación con sus recuerdos de juventud: “¡Este no poder hacer cuanto a uno se le
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antoje, sin dar explicaciones, sin preocupar o disgustar a alguien!...” (ibídem: 22). En su búsqueda de la felicidad, imagina, sueña, su encuentro con varios posibles compañeros: marinos, viajeros, filósofos, conquistadores... Pero ella es exigente, no se conforma con una relación cualquiera. La educación sentimental de la mujer, programada para anhelar por encima de todo el encuentro con el amor ideal, se demuestra a lo largo de la obra como una búsqueda imposible, fallida. Aunque todavía joven, la autora refleja en su drama una lúcida comprensión de los peligros para la mujer del idealismo romántico. Antes de emprender su aventura trasatlántica la protagonista expresa con claridad su íntima queja por la revolución sentimental que vive en medio de sus altísimas expectativas amorosas: “¡Ay, este eterno pensar!... ¡Esta constante preocupación! ¡Esta agitada marcha al encuentro de otro ser, complemento y justificación del propio ser!” (ibídem: 52). Una vez arribada en la capital neoyorquina, la protagonista experimenta la soledad, reflejando la entonces poco frecuente experiencia de su joven autora, que cuando publica esta obra había ya salido de España para vivir sola en un par de ocasiones, como ya comentamos. Allí conoce a Guillermo, y cree hallar en él al amor de su vida (ibídem: 96). Tras años de soñar con el amor, ahora llega la realidad, el matrimonio. Después de un año de vida en común, él empieza a anhelar un cambio, otra relación, otra persona. La unión dura apenas dos años, luego vienen la separación y un próximo divorcio (ibídem: 111). Como Sonia explica desengañada a su amigo Javier, el amor se le ha rebelado como un ideal imposible de alcanzar 5 . Con su abierto desenlace, lleno de malos presagios para la protagonista, la autora parece denunciar los peligros y sinsabores de una equivocada educación sentimental femenina, que a menudo abocaba a la mujer hacia la destrucción psicológica e incluso física. Paralelamente, nos presenta el modelo de una joven de su tiempo, dispuesta a volar, a buscar, a vivir… y a no someterse a las limitaciones de género a las que sin duda estaba destinada. Si la Transición política fue en general un tiempo de búsqueda y redefinición colectiva de nuevas identidades sociales, políticas y culturales, un tiempo de transformación y, en ciertos aspectos, de ruptura con décadas anteriores en las que parecía predominar la aceptación pasiva de las identidades y los roles heredados, esta necesidad se manifestó especialmente urgente en el caso de las
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mujeres, obligadas tras la Guerra Civil y durante todo el franquismo a una forzosa vuelta a los viejos patrones decimonónicos del modelo femenino tradicional (la entrega absoluta a la familia, la exaltación del sacrificio individual y la idealización del amor, el matrimonio y la maternidad, planteados como únicos pilares de la existencia femenina). El acceso y progresiva consolidación de un significativo número de mujeres en la profesión literaria trajo a la palestra cultural la indagación sobre los procesos de construcción de su identidad. La vida de las españolas contemporáneas en el contexto general de la Historia del país aparece así plasmada en varias de las novelas de este corpus como trasfondo de unas tramas narrativas en las que el ejercicio de la memoria y la recuperación testimonial de las experiencias personales femeninas resultan fundamentales (Nieva de la Paz 2004). La experiencia vital de la escritora Carmen Martín Gaite como joven española en la década de los cuarenta aparece rememorada en su novela de corte autobiográfico El cuarto de atrás (1978), por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura de 1979. Determinada como mujer educada en la moral nacional-católica del franquismo, Martín Gaite había vivido su vocación literaria como una forma de evasión frente a una realidad hostil, que destinaba a las mujeres al papel tradicional, al encierro doméstico (Campo Alange). En el recuerdo se define a sí misma como una “chica rara”, con gustos y ambiciones diferentes, aunque a menudo demasiado “sensata” como para romper frontalmente con los límites y tabúes imperantes. Fue la suya, como en seguida veremos, una transgresión oblicua, ejercida en un primer momento, durante su infancia y primera juventud, a partir del vuelo de la imaginación, como cuando creó con su amiga de Instituto la isla imaginaria de Bergai, un refugio compartido que las aislaba del miedo y del frío, dos realidades omnipresentes durante los años de guerra. Ya en la edad adulta, la protagonista confiesa su huida a través de la imaginación creadora, a través de la escritura literaria. Su situación como mujer frente a los modelos femeninos imperantes resulta así central en esta novela, como lo sería poco después en un ensayo de amplio éxito, que la escritora estaba ya fraguando cuando escribía esta novela, los Usos amorosos de la posguerra española. Los rasgos vitales que caracterizan a la protagonista de El cuarto de atrás coinciden en todo con los de la propia autora. Sabemos que también es escritora, nacida como ella en la Salamanca de 1925, hija
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de una familia de la burguesía acomodada y liberal (su padre era notario), que cursó sus mismos estudios (Bachillerato en un Instituto público salmantino, y después Filosofía y Letras en la Universidad de esta misma ciudad). La protagonista rememora en primera persona, ante un misterioso entrevistador nocturno, su infancia en el cuarto de juegos de su casa salmantina, sus recuerdos de los bombardeos, el frío y el miedo durante la Guerra, el tránsito hacia la adolescencia y la juventud en los oscuros tiempos de la primera posguerra, hasta llegar a ese presente en el que, coincidiendo con la muerte del general Franco, recién cumplidos los cincuenta y con una hija ya en la Universidad, vuelve atrás la vista para entender su vida en el marco de la evolución de la sociedad española de su época, ofreciéndonos un perfecto retrato de la educación sentimental de las mujeres de posguerra. La novela se escribe ante nuestros ojos, en un juego metaliterario de conseguida factura. La narradora y protagonista se entrevista con un misterioso visitante nocturno, de dudosa existencia real, al que hace partícipe de sus sueños, preocupaciones y anhelos. Por su conversación sabemos que la idea de escribir esta novela surgió cuando, recién cumplidos los cincuenta años, contemplaba el entierro del Dictador en la televisión. Entonces se dio cuenta de que toda su vida consciente había transcurrido bajo su égida, en tiempos de la Dictadura. De las mujeres modernas de la preguerra, sólo le llegan vagas imágenes entrevistas durante su niñez, apariencias de una superficial transgresión que no van acompañadas de contenidos concretos 6 . Del ambiente liberal de su educación en la casa familiar durante la primera infancia, en la preguerra, se pasó a la oscura vida provinciana del primer franquismo, con toda su grisura y su falta de horizontes. Ella soñaba entonces con la libertad que sólo las estrellas del cine hollywoodiense parecían disfrutar. Eran los años en los que el NO-DO presentaba como modelo para las niñas españolas la imagen de la hija única del dictador 7 . Por el contrario, las muchachas del cine americano le ofrecían una imagen alternativa. Diana Durbin, por ejemplo, “suministraba modelos americanos de comportamiento” (Martín Gaite 1978: 64), o lo que es lo mismo, era traviesa, audaz, ingeniosa, constituía a su juicio la encarnación de la libertad. Entre las grandes actrices, Greta Garbo, Veronica Lake e Ingrid Bergman eran sus otros referentes cinematográficos. Todas ellas coincidían en ofrecer una imagen sofisticada y ajena a la inevitable presión de las costumbres y modas españolas, que sintonizaba mejor con su
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sentimiento personal de ser una “chica rara”, poco inclinada a seguir las pautas establecidas. Al hilo de los recuerdos y divagaciones de la escritora, se describe la vida de las jóvenes burguesas en las ciudades españolas de los años cuarenta y cincuenta, cuyos intereses fundamentales parecían concretarse en los vestidos, los peinados, los posibles noviazgos, y cuya conducta se concretaba en el ideal de modestia y decencia tan preconizado por la Sección Femenina. El medio social en el que vivían estaba condicionado por la represión y la censura, represión de ideas y también de sentimientos, siendo impensable la espontaneidad o la discrepancia. La falta de libertad y la imposibilidad de un tiempo y un espacio propios son los sentimientos que más claramente asocia la autora con esta época de su pasado. Controladas férreamente por el medio familiar, estas chicas no podían salir solas, tenían horarios inamovibles y conocían a la perfección el itinerario que un destino fijado marcaba para su futuro. Testigo directo de una forma de vida, heredera de los hábitos de la burguesía decimonónica, todavía vigente entre las clases acomodadas de la posguerra, la narradora-protagonista rememora en la novela su temprana rebeldía frente a la dinámica doméstica. Martín Gaite recuerda esa obsesión, tan de época, por el orden y la limpieza del hogar, responsabilidad única de la mujer (ibídem: 75). La madre de la escritora sentía pena por no haber podido estudiar y alentaba a su hija para que tuviera una vida propia, más allá del hogar. Intentó además que ella no se viera afectada en lo posible por la presión social general, tan contraria entonces a la educación y al trabajo de la mujer: “’Hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista que una tonta’ le contestó un día [mi madre] a una señora que había dicho de mí, moviendo la cabeza con reprobación: ‘Mujer que sabe latín no puede tener buen fin’” (ibídem: 93). Y añadía la escritora: Por aquel tiempo, ya tenía yo el criterio suficiente para entender que el ‘mal fin’ contra el que ponía en guardia aquel refrán aludía a la negra amenaza de quedarse soltera, implícita en todos los quehaceres, enseñanzas y prédicas de la Sección Femenina. La retórica de la posguerra se aplicaba a desprestigiar los conatos de feminismo que tomaron auge en los años de la República y volvía a poner el acento en el heroísmo abnegado de madres y esposas, en la importancia de su silenciosa y oscura labor como pilares del hogar cristiano. (ibídem: 93)
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El mero hecho de querer seguir con los estudios en lugar de abandonar tras el Instituto y dedicarse a preparar el ajuar y esperar novio y boda, era ya algo diferencial en su entorno. Las pautas vitales femeninas estaban perfectamente trazadas en el discurso ideológico de la Sección Femenina de Falange Española, propagadora de un ideal de mujer de firme moralidad y firmes convicciones religiosas, alegre y activa, que debía estar siempre dispuesta a sacrificarse por los demás: Todas las arengas que monitores y camaradas nos lanzaban en aquellos locales inhóspitos [...] donde cumplí a regañadientes el Servicio Social, cosiendo dobladillos, haciendo gimnasia y jugando al baloncesto, se encaminaban, en definitiva, al mismo objetivo: a que aceptásemos con alegría y orgullo, [...] mediante una conducta sobria que ni la más mínima sombra de maledicencia fuera capaz de enturbiar, nuestra condición de mujeres fuertes, complemento y espejo del varón. Las dos virtudes más importantes eran la laboriosidad y la alegría, y ambas iban indisolublemente mezcladas en aquellos consejos prácticos, que tenían mucho de infalible receta casera. (ibídem: 94)
Otro de los iconos que la Sección Femenina proponía como modelo a imitar a las jovencitas españolas en los años cuarenta era precisamente la idealizada figura de la reina Isabel la Católica, caracterizada por su firmeza, su abnegación, su “santa intransigencia” y su inconmovible fe religiosa 8 . El programa formativo para las jovencitas de la primera posguerra incluía el ejercicio de virtudes morales y prácticas, gracias a las cuales se lograría un fructífero noviazgo, largo y casto, tras el cual serían nuevamente premiadas alcanzando la realización efectiva del “sueño nupcial”. Después de la boda, la maternidad ineludible. Su destino sería a partir de entonces entregarse por entero al marido y a los hijos, con alegría y laboriosidad. Frente a este modelo ideal se situaban los tipos femeninos denostados, como el de la fresca, la loca o la mujer ligera de cascos, denominaciones que se utilizaban para descalificar a todas aquellas féminas que infringían, o parecían infringir, el severo código de conducta moral impuesto, en el que era tan importante el ser honrada (en un sentido exclusivamente sexual) como el aparentarlo. Seguía, pues, muy vigente la tradicional voz dramática del qué dirán, es decir, la preponderancia en la valoración social de la mujer de la imagen de intachable conducta que debía ofrecer ante una colectividad siempre dispuesta a enjuiciar el comportamiento, público y privado, de las mujeres 9 .
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La narradora protagonista evoca a una de estas chicas frescas al relatar una escena que presenció en un café de Salamanca: “es la primera vez que vi a una chica de familia conocida haciendo manitas con un soldado italiano, a los ojos de todo el mundo, sacó un pitillo y se puso a fumar descaradamente, era rubia, se reía muy alto con su vermut en la mano, la miraban todos, seguramente pensando que no era trigo limpio” (ibídem: 181). Ella, en cambio, aprendió a fugarse con la imaginación, saltando a otro tiempo y a otro espacio y dando después forma literaria a su evasión, sin valor para enfrentarse del todo, para “dar la campanada”, influida por ese generalizado miedo al escándalo, tan de la época. Como le indica casi al final de la novela su misterioso visitante nocturno: “se ha pasado usted la vida sin salir del refugio, soñando sola. Y, al final, ya no necesita de nadie…” (ibídem: 196). Pese a sus indefinidos ensueños de rebelión, ella se recuerda a sí misma como una típica muchacha insegura, recatada y pasiva en el proceso de la conquista amorosa. La idealización del antiprototipo femenino de la “mala mujer” de la copla fue casi la única heterodoxia que le estuvo permitida 10 . Su admiración por las chicas frescas y por las mujeres de mala vida, con sus terribles historias de loco amor, se presenta así como una forma silenciosa de oposición a un modelo de identidad impuesto que le resultó siempre incómodo y ajeno. Muy distinta era ya la España de los setenta, en la que entraban en la edad adulta las jóvenes escritoras nacidas en la posguerra. La importante transición sociológica vivida en España desde finales de los sesenta, acelerada de forma significativa con la muerte de Franco y el consiguiente inicio de los cambios políticos hacia la Democracia, resultaba ser un marco esencialmente problemático y heterogéneo en el que pasaron a cohabitar mentalidades, modos de vida y modelos genéricos marcadamente encontrados. La ruptura con una tradición de siglos fue posible gracias a la silenciosa revolución en las costumbres desde los últimos años de la Dictadura y en los albores del nuevo sistema político. En 1975 se iniciaba, sin ir más lejos, un claro descenso estadístico en la tasa de nupcialidad, al tiempo que se acentuaba la tendencia regresiva de la tasa de natalidad, debido al creciente acceso de las mujeres a nuevos métodos anticonceptivos. La reducción significativa en el número de hijos por mujer fue un hecho determinante para su progresiva salida del ámbito doméstico. Cada vez fue más frecuente su acceso a una mejor formación y a empleos cualificados que permitían su progresiva independencia económica,
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fundamento de cualquier proyecto emancipador. La expansión clandestina del uso de anticonceptivos contribuyó sin duda también a la progresiva liberalización moral, perceptible externamente en la creciente libertad de los comportamientos públicos de las mujeres (actitudes corporales, ropa, vocabulario, etc.). Se puede concluir, por tanto, que fueron determinantes las transformaciones producidas por los cambios de la familia española (Alberdi), tanto en su estructura demográfica como en su esquema de relaciones internas, poco a poco más democratizadas; la paulatina apertura de los códigos de la moral sexual vigente, y la creciente incorporación de las mujeres a la educación superior y al mercado de trabajo. De este modo, se multiplicaban los limitados itinerarios vitales accesibles para la mujer, condicionada tradicionalmente bien a su doble rol de esposa y madre, o bien a una soltería considerada de manera negativa, que durante siglos había desembocado con frecuencia en el convento. Pero los cambios evidentes que se estaban produciendo en la sociedad española de estos años no habían acabado, como es lógico, con el significativo retraso que la larga Dictadura había supuesto en este sentido frente a la situación de otros países de nuestro entorno occidental más próximo. Así, continuaba siendo una realidad palpable la presencia desigual de hombres y mujeres en las esferas pública y privada, siendo absolutamente predominante la asignación de roles profesionales o familiares en función de la pertenencia a uno u otro sexo. Las mujeres llevaban aún sobre sus hombros el peso de las tareas domésticas y padecían en cambio un desigual reparto del poder de decisión y de representación jurídica dentro del hogar (Miguel 1974, 1975, 1976; Borbón Parma 1979; Ferrándiz-Verdú: 202; Informe Foessa: 408). El modelo tradicional femenino, la mujer destinada al matrimonio y la maternidad continuaba configurando de modo preponderante las señas de identidad de género que se les asignaban a las españolas. Pero las cosas estaban cambiando deprisa. De ahí la frecuencia con que una buena parte de la juventud femenina española cuestionaba ya la pragmática revisión del modelo tradicional femenino en la posguerra: la versión hispana del arquetipo americano de la pin-up, bella, amable y perfecta ama de casa y madre de familia (Durán 1988: 144; Folguera: 115-116). ¿Cómo se ocupó la producción narrativa de las escritoras de reflejar esa sociedad en proceso de profunda transformación? Desde un enfoque claramente testimonial, las jóvenes narradoras nacidas en
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la posguerra plasmaron la nueva realidad familiar, educativa, laboral y política de las mujeres españolas, así como buena parte de las contradicciones generadas por el ritmo acelerado de algunos de estos cambios. De ahí que el análisis de la situación social de las españolas y la reivindicación de nuevas y mejores alternativas constituya la base intencional del edificio narrativo de muchos de sus textos. La creación novelesca de las autoras de este período ofrece un amplio abanico de críticas que ponen de manifiesto las incoherencias del modelo tradicional femenino, el sufrimiento que su general imposición había generado históricamente en muchas mujeres y su contribución fundamental al mantenimiento de un orden social injusto. Las autoras ejercieron también su capacidad autocrítica al reflejar también las potenciales contradicciones y las luchas internas que las mujeres afrontaban para avanzar en el camino de una progresiva autonomía en todos los terrenos. Los nuevos estilos y formas de vida se presentan con frecuencia como síntomas superficiales de unas transformaciones que todavía son más apariencia que realidad esencial. La soledad, la incomunicación, la inmolación en aras del hombre amado, la entrega incondicional a los hijos... aparecen una y otra vez reflejados como algunos de los rasgos heredados de la clásica definición de la identidad femenina que todavía resultaban determinantes en las vidas de muchas españolas. Rosa Montero (1951), una periodista que iniciaba por aquel entonces su carrera literaria, resulta prototípica de esas escritoras que plantean en sus textos la cuestión social femenina desde una perspectiva ya abiertamente crítica, denunciando las desigualdades y las marginaciones sufridas por sus coetáneas. Desde un decidido compromiso feminista, Montero da cabida en su primera novela Crónica del desamor (1979), auténtico best-seller del momento, a modelos de género alternativos que pretenden cambiar de algún modo la realidad existente. La autora plantea en un texto próximo a las técnicas del New Journalism americano aspectos tan diversos como la precaria formación recibida por las mujeres, cargada de prejuicios limitadores; la falta de libertad en que habían desarrollado sus vidas, por el sucesivo sometimiento a la autoridad paterna, primero, y a la marital, después; el habitual encierro dentro del hogar, causa del aburrimiento y la frustración de muchas mujeres; el negativo influjo de una educación sentimental errónea, que deificaba el amor pasional, único y total, al que se suponía que la mujer debía supeditarlo todo; la
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influencia de una larga cadena tradicional de modelos femeninos, propuestos desde diferentes ámbitos (la religión, el arte, la cultura, los mitos literarios, el folclore popular), etc. Crónica del desamor (1979) es una verdadera “novela-reportaje”, que se caracteriza por su estructura fragmentaria y construcción coral. Su protagonista femenina, Ana, se enfrenta en primera persona a una realidad compleja y desbordante, de la que sus numerosas amistades femeninas son parte fundamental. Periodista y escritora, de la misma edad y procedencia social de Montero, también ella, como el personaje de la anterior novela de Martín Gaite, escribe la novela que leemos, en un nuevo juego metaficcional que reafirma el componente autobiográfico de esta historia 11 . A través de la vida de Ana y de sus amigas se traslucen toda una serie de temas candentes, de preocupaciones de época, plasmadas mediante un registro coloquial, conversacional que acentúa su adscripción a un renovado “realismo social” literario. Ella y sus amigas viven en el Madrid coetáneo a la escritura, el de los albores de la Democracia. Han sido protagonistas y testigos de varias de las experiencias clave de los últimos años de la Dictadura: las movilizaciones antifranquistas, el movimiento vecinal, el creciente protagonismo de las reivindicaciones nacionalistas vascas, la repetida acción terrorista de ETA, etc., de modo que a través de su experiencia personal, de sus recuerdos, se ven recogidos algunos de los temas palpitantes de la actualidad política y social de esos años cruciales. Rompiendo con las señas de la identidad tradicional femenina, estas jóvenes de la Transición entran en la vida política para luchar primero por la Democracia y, después, por sus derechos como mujeres. Ellas representan a todo ese sector de la juventud femenina de los setenta enfrentado en la Universidad, en el trabajo y en la calle al régimen de Franco, implicadas activamente en la lucha política, afiliadas a los partidos, para comprobar con desencanto el lugar secundario que en ellos se les tenía reservado. El mundo de las profesiones liberales, al que esta generación femenina estaba empezando a acceder en mayor número por primera vez durante la década de los setenta, plantea igualmente todo un cúmulo de nuevas realidades y problemas que Rosa Montero lleva a su novela. Ana es una periodista que, tras varios años de actividad profesional, cree estar topando con los límites que le impone su condición de mujer. De ahí que reitere a lo largo de la novela sus quejas por las desigualdades salariales entre hombres y mujeres, la
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precariedad en el empleo, el acoso sexual en el trabajo, la penalización por el rupturismo de su vida privada, etc. Ana recuerda haber sufrido en varias ocasiones el acoso sexual del jefe, la discriminación por ser madre soltera y el retraso injustificado en la promoción profesional, adelantada siempre por sus compañeros varones. Entre las otras protagonistas de la novela encontramos a Elena, profesora universitaria, mujer independiente y liberada que vive el ocaso de una relación de pareja que no logra ser igualitaria; Ana María, la vecina de Ana, que alterna su trabajo como médica con el cuidado en solitario de su único hijo; Candela, psiquiatra de profesión, que es madre soltera de dos hijos con dos padres diferentes; la Pulga, separada sin hijos, que trabaja como relaciones públicas, y Julieta, ama de casa y madre de familia, abandonada casi en la cuarentena por un marido en plena crisis de madurez que la sustituye por una mujer más joven. A esta lista hay que sumar los nombres de aquellas otras mujeres que han sucumbido a los esquemas caducos de la moralidad de posguerra: unas administrativas que Ana conoció en su primer trabajo; unas mujeres mayores que ella, solteras o casadas, cuyas vidas han permanecido ancladas en el más absoluto respeto a la convención 12 . En el marco del debate sobre la nueva identidad femenina, que enfrentaba en abierta dicotomía a las mujeres “tradicionales” con las mujeres “liberadas”, Ana y sus amigas Elena, Ana María, la Pulga… representan esta última opción, al rechazar los modelos femeninos tradicionales, mientras luchan por subvertirlos y reinventan así su identidad como mujeres. Las jóvenes que son como Ana y sus amigas, trabajan y viven de forma independiente. Salen de noche, beben mucho, toman drogas, viajan a la India, cambian de pareja, crían a sus hijos como madres separadas o como madres solteras. No idealizan ni subliman la maternidad, aunque se vislumbra ya levemente un giro hacia una visión más positiva. Por otra parte se aprecia un cuestionamiento de la igualdad a favor de la diferencia 13 . Las existencias de estas jóvenes apenas se parecen ya a las de sus madres. Carecen por ello de referentes, de modelos. De ahí que se intensifique su necesidad de comunicación y apoyo mutuo, fraguando un tejido de solidaridad femenina que les permite sobrellevar el profundo desconcierto generado por el ritmo vertiginoso de los cambios sociales a los que se enfrentan. Los problemas de pareja, la caducidad de la pasión sexual y el fin del amor, la difícil y nueva
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relación con los hijos, el sentimiento de soledad o el canto a la amistad son sólo algunos de los asuntos personales sobre los que estas mujeres se interrogan, en función de su propia experiencia vital. Cuestiones tales como la liberación sexual femenina y la dificultad de acceder a unos buenos métodos de control de natalidad se abordan también ampliamente 14 . Esta última cuestión, de especial relevancia en la sociedad española de estos años, aparece ilustrada en varias ocasiones, destacando el interés testimonial y sociológico de los diálogos sobre anticoncepción que tienen lugar durante la consulta con el ginecólogo. Se da cuenta así de la ausencia de información y de la falta de un adecuado control médico sobre esta cuestión, al tiempo que se alude a una de las peores consecuencias de la legalización tardía de los anticonceptivos en España: la práctica frecuente de abortos clandestinos 15 . Toda una casuística de problemas candentes que no habían recibido aún respuesta adecuada por parte de la sociedad y de su sistema jurídico. La situación de las mujeres en medio de todos estos cambios seguía siendo, tal y como muestra la novela de Montero, de clara desventaja. Por otra parte, la denuncia feminista de esta situación de desigualdad va acompañada de una reflexión sobre la forma en que las mujeres estaban viviendo estas transformaciones en su fuero interno, sobre el esfuerzo en solitario que tenían que realizar para avanzar por senderos de mayor libertad personal y creciente permisividad moral. Estos personajes femeninos se plantean a menudo las frecuentes contradicciones generadas por la nueva construcción de los roles sexuales y por las transformaciones en las relaciones entre mujeres y hombres en la sociedad coetánea. Estas jóvenes protagonistas viven como mujeres liberadas, independientes, solas. Sus frustrantes experiencias amorosas les han llevado a perder la fe en la pareja como fórmula perfecta para el equilibrio vital 16 . Fruto de esta reflexión, surge la señalación de la educación represora y sexista recibida por los niños y niñas de posguerra como una de las causas fundamentales de sus actuales desajustes y padecimientos, de su soledad afectiva. (ibídem: 96). Como una y otra vez se expone en la novela, los hombres que las rodean, incluidos los que se consideran a sí mismos hombres “progresistas”, están educados para vivir siempre en función de sus propios deseos y necesidades, para ser continuamente servidos, por lo cual tienden a repetir relaciones basadas en la instrumentalización de la mujer. De hecho, a partir de los diferentes
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casos presentados, se ofrece el variado muestrario del fracaso amoroso de toda una generación de mujeres, que parece estar así pagando un alto precio por su “liberación”. Desde una perspectiva claramente feminista, se denuncia en este sentido la imposibilidad de una comunicación profunda y veraz entre ambos sexos, la preferencia masculina por la libertad sexual, en detrimento del compromiso afectivo, y las dificultades encontradas para una convivencia doméstica más equilibrada, más justa. Tomando sus propias experiencias vitales y las de su generación como pauta para la reflexión sobre la necesidad de romper con los límites de género impuestos, las escritoras de tres períodos históricos distintos han ofrecido en sus creaciones personajes femeninos que han tratado de superar las insuficiencias de los modelos heredados. Concha Méndez, durante la preguerra; Carmen Martín Gaite, en su recreación de la primera posguerra, y Rosa Montero, durante los años de la Transición política, se apoyan en elementos autobiográficos para presentar a unas protagonistas que luchan por acelerar los cambios en los roles de género, de acuerdo con los retos y posibilidades de cada período de nuestra historia reciente. Las protagonistas de Concha Méndez (en la autobiografía, Memorias habladas, memorias armadas, y la pieza teatral El personaje presentido), tratan de romper con su destino como “hijas de familia”, educadas en un medio acomodado y destinadas al matrimonio, y defender en cambio un nuevo modelo de mujer que les permita viajar, emanciparse de la familia de origen y mantener la propia vocación. Aunque ambas reflejan las enormes dificultades todavía existentes para que una mujer recorriera ese camino de libertad, comparten una visión positiva y optimista de su itinerario vital, una misma fe en las nuevas posibilidades que se abrían a la “mujer moderna” de la preguerra española. La protagonista y narradora de la novela de Martín Gaite, El cuarto de atrás, representa bien a la española nacida y educada en una pequeña ciudad española de la primera posguerra. El entorno social de la época, marcado por el nacionalcatolicismo ideológico del régimen franquista, definía un horizonte preciso y cerrado para las mujeres, idealizadas en los discursos públicos, pero conminadas al encierro doméstico, la vida de familia y el sacrificio constante en favor del cuidado de los otros. Claro que, incluso en un medio como aquel, una joven perteneciente a una familia liberal, que facilitó su acceso a la Universidad, era capaz de concebir y desear otra vida como posible: la vida de una escritora,
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de una mujer con una dimensión pública. Su enfrentamiento, todavía “oblicuo”, con el horizonte vital de expectativas establecido para una mujer de su clase y de su tiempo, le permitió, sin embargo, lograr una vida plena, rica en experiencias humanas y logros profesionales que contribuyó, sin duda, a abrir el camino de las nuevas generaciones de españolas. La escritora y periodista Rosa Montero, por su parte, logra plasmar en su novela Crónica del desamor la compleja y cambiante realidad de las jóvenes de la Transición política, enfrentadas a nuevos problemas y a menudo desorientadas en medio de una lucha totalmente abierta por alcanzar mayores cotas de libertad y control de sus propias vidas. Su protagonista es ya una mujer profesional que vive sola y cría a su descendencia como madre soltera, reclama para sí misma todos los derechos que tienen los hombres y se muestra abiertamente rupturista respecto de los códigos morales establecidos. Símbolo de toda una generación, encarna las múltiples “batallas” diarias para alcanzar el cumplimento progresivo 17 de sus reivindicaciones de igualdad entre mujeres y hombres; unas batallas que han abierto nuevas y mejores posibilidades para ellas y para sus descendientes, las jóvenes españolas de hoy. Notas 1
“Me hubiera gustado ir a la universidad. Un día acudí de oyente a un curso de literatura geográfica; entonces me enteré de que la poesía se daba en Galicia y en Andalucía, de que el teatro en Madrid, y la novela en el Norte de España y en las Canarias. Volví muy contenta a casa. Entré. Mi madre hablaba por teléfono y me llamó: ‘Venga usted aquí’. Al acercarme, me dio con la bocina en la cabeza. Me dio porque se había enterado por un hermano de mi presencia en la universidad. Me abrió la sién y me salío un chorro de sangre; del golpe sentí que se me había ido Dios a quién sabe dónde. Tuvieron que vendarme la cabeza y aún guardo la cicatriz. Ya era mayor de edad y pisar la universidad era imposible” (Méndez 1990: 45). 2 Tal y como ella recuerda en sus Memorias habladas, los primeros libros aparecidos con su firma provocaron en su padre una viva reacción: “Uno de los últimos veraneos que pasé en San Sebastián gané el concurso de natación de Vascongadas. Tenía ya publicados mis primeros libros: Inquietudes, Surtidor y El ángel cartero y acababa de vender un guión de cine. Las crónicas señalaron que la campeona de natación era poeta y cineasta y publicaron mi fotografía ; mi padre, al verme en los periódicos, me comentó: ‘Apareces retratada como cualquier criminal’” (ibídem: 55). 3 “Ya dije que alrededor de nuestro trabajo estaban nuestros amigos, que venían a ver las impresiones todos los días. Y estoy segura que, para que el grupo de amigos llegara a formarse como generación del 27, fue fundamental el trabajo que Altolaguirre empezó con Emilio Prados y la revista Litoral, y que después continuó conmigo. Sin aquellas publicaciones (Poesía, Héroe, 1616, Caballo verde para la
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poesía, más todas las colecciones poéticas que editamos), no se hubiese podido crear una unidad de grupo” (ibídem: 92). 4 “Me lo dijo para justificar algo que me haría después, que no me gustó nada. Le expliqué que entre nosotros no había ninguna rivalidad, que él no me daba sombra, porque hombres que hubiesen escrito, había muchísimos en el mundo, y que mujeres escritoras, muy pocas, entre las que me encontraba yo” (ibídem: 181). 5 “Sonia. -Todos en la vida buscamos un amor, el amor nuestro. Como lo buscamos con afán, llegamos a encontrarlo. Pero suele ocurrir que ese ser que nuestro corazón elige, no es a nosotros a quien busca, sino a otro ser que es el amor suyo. Así, la vida es una larga cadena de desacuerdos, de inadaptaciones” (ibídem: 112). 6 Son las ilustraciones de las revistas de la época, como Lecturas, en las que aparecían “mujeres, inexistentes de puro lejanas […], mujeres de mirada soñadora, pelo a lo garçon y piernas estilizadas, que hablaban por teléfono, sostenían entre los dedos un vaso largo o fumaban cigarrillos turcos sobre la cama turca de su garçonnière, lo turco era modernidad; otras veces aparecían en pijama, con perneras de amplio vuelo, pero aunque fuera de noche, siempre estaban despiertas, esperando algo” (Martín Gaite 1978: 13). 7 “Carmencita Franco miraba alrededor con unos ojos absolutamente tediosos y tristes, [...] llevaba unos calcetines de perlé calados y unos zapatos de charol con trabilla, pensé que a qué jugaría y con quién, se me quedó grabada su imagen para siempre, era más o menos de mi edad, decían que se parecía algo a mí” (ibídem: 63). 8 “Orgullosas de su legado, cumpliríamos nuestra misión de españolas, aprenderíamos a hacer la señal de la cruz sobre la frente de nuestros hijos, a ventilar un cuarto, a aprovechar los recortes de cartulina y de carne, a quitar manchas, tejer bufandas y lavar visillos, a sonreír al esposo cuando llega disgustado, [...], aprenderíamos a poner un vendaje, a decorar una cocina con aire coquetón, a prevenir las grietas del cutis y a preparar con nuestras propias manos la canastilla del bebé destinado a venir al mundo para enorgullecerse de la Reina Católica, defenderla de calumnias y engendrar hijos que, a su vez, la alabaran por los siglos de los siglos” (ibídem: 96). 9 La rotunda inversión de valores, consolidada ya en la sociedad española de los setenta, época en la que se escribe la novela, es también tema de reflexión para la protagonista: “Me parecía horrible que alguien pudiera llegar a decir alguna vez de mí que era una fresca, hoy la frescura es sinónimo de naturalidad, se exhibe para garantizar la falta de prejuicios y de represión, sobre la mujer reprimida pesa un sarcasmo equivalente a la antigua condena de la mujer fresca, la frescura era un atributo tentador y ambiguo de libertad, igual que su pariente la locura.” (ibídem: 124-125). 10 “En el mundo de anestesia de la posguerra, entre aquella compota de sones y palabras –manejados al alimón por los letristas de boleros y las camaradas de Sección Femenina- para merecer noviazgos abocados a un matrimonio sin problemas, para apuntalar creencias y hacer brotar sonrisas, irrumpía a veces, inesperadamente, un viento sombrío en la voz de Conchita Piquer, en las historias que contaba. Historias de chicas que no se parecían en nada a las que conocíamos, que nunca iban a gustar las dulzuras del hogar apacible con que nos hacían soñar a las señoritas, gente marginada, a la deriva, desprotegida por la ley” (ibídem: 152). 11 Al comienzo de la novela, la protagonista plantea ya este deseo, definiendo su proyecto narrativo en unas líneas reveladoras del concepto que la propia Montero tenía del libro que realmente estaba escribiendo: “Piensa Ana que estaría bien escribir
Modelos femeninos de ruptura en la literatura de las escritoras españolas 129 un día algo. Sobre la vida de cada día, claro está. Sobre Juan y ella. Sobre Curro y ella. Sobre la Pulga y Elena. Sobre Ana María, que ha perdido el tren en alguna estación y ahora se consume calladamente en la agonía de saberse vieja [...]. Sobre Julita, muñeca rota tras separarse del marido. Sobre manos babosas, platos para lavar, reducciones de plantilla, orgasmos fingidos, llamadas de teléfono que nunca llegan, paternalismos laborales, diafragmas, caricaturas y ansiedades. Sería el libro de las Anas, de todas y ella misma, tan distinta y tan una” (Montero: 10). 12 “Piensa Ana ahora si seguirán igual, si Antonia, Blanquita y Lola cumplirán hoy el viejo ritual de las tortitas con nata y caramelo. O si en cambio se habrán dado cuenta de su absurdo y masticarán el dolor del tiempo que se ha ido. Como todas esas mujeres entre treinta y cuarenta años que se saben perdedoras, que han comprendido que el tren ha salido dejándolas en tierra, todas esas mujeres inteligentes, sensibles, amables, que han renunciado a vivir porque el cambio les ha llegado demasiado tarde, porque se sienten incapaces” (ibídem: 191-192). 13 “Piensa Elena que sí, que parir es un privilegio. O al menos empieza a pensarlo. Es curioso: durante años se rebeló a la posibilidad de ser madre; el sentimiento maternal, bah, bobadas, deformaciones culturales. Ahora, en cambio, cercana a la treintena, comienza a ver las cosas diferentes. No es que quiera tener un hijo, no. No siente ningún deseo de ser madre. Pero ahora, y esto sí que es nuevo, ha empezado a considerar el embarazo como una opción real y propia. Quizá es que durante mucho tiempo ha confundido la liberación de la mujer con el desprecio hacia la mujer misma: la liberación pasaba por la mimetización con el sexo del poder, había que adoptar los valores masculinos, copiar al hombre, repudiar la identidad de hembra. Elena, ahora, ha descubierto en su cuerpo el orgullo de saber que puede parir, si quiere, y que esto no es una servidumbre. Ha descubierto el orgullo de reencontrarse como sexo” (ibídem: 207). 14 “La píldora, el DIU, son problemas de mujer. Es ella quien las toma, quien lo sufre. El diafragma, sin embargo, es algo más cercano a la pareja: ¿ha de interrumpir el varón sus acaloramientos previos para que ella pueda colocarse el disco de caucho? Qué horror. ¿Ha de utilizarse a veces una crema espermicida? Qué desastre. Son tan cómodas las píldoras o el DIU, esos métodos que el hombre no padece...” (ibídem: 29). 15 Tras la durísima experiencia de un aborto clandestino, una de las protagonistas, Candela, se plantea su posición como mujer en medio de la permisividad sexual en auge: “Tuvo Candela mucho tiempo para reflexionar, allá en el hospital. Pensó en la liberación de la mujer, o mejor dicho, en esa supuesta liberación que a ojos de muchos hombres sólo se concretaba en lo sexual, en tener hembras más dispuestas, en olvidar el odiado condón, el coito interrumpido” (ibídem: 27). 16 “Cuando terminó con Juan terminó también su fe en la pareja. Ana creyó su desencanto eterno y vivió alborozada unos primeros meses de recuperación, de reconquista del entorno. Su cama volvía a ser suya, suyo era su tiempo, esas horas de las que ya no tenía que rendir cuentas a nadie. Suya la individualidad, sus amigos, sus gustos, sus decisiones, todo ese mundo que durante tres años fue plural. […] fueron aquéllos sus meses más plenos, una época dorada en la que se sintió autosuficiente y libre, fue por entonces cuando comenzó a trabajar en prensa y se sabía poderosa, marcó sus relaciones sentimentales con distanciamiento tópicamente varonil. Pero hace ya casi cuatro años de la ruptura y Ana asiste ahora al despertar en ella de los viejos anhelos. […] Y así, añora el torpe y tierno abrazo de un amante dormido” (ibídem: 32).
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La evolución de modelos de género femenino vistos a través de medio siglo en los escritos de Carmen Martín Gaite Janet Pérez La preocupación de Carmen Martín Gaite por el papel de los géneros en España y sus efectos para la vida de las mujeres aparece mucho antes que los “Estudios de género”, constituyendo una constante en su obra. Durante medio siglo, sus escritos ofrecen una galería de tipos femeninos de todas las edades y clases sociales que constituyen posibles modelos y alternativas de papeles de género, desde niñas hasta mujeres maduras y ancianas, incluyendo campesinas y ciudadanas. En sus novelas, cuentos y ensayos, expresa su inquietud por la condición de las españolas, con especial énfasis sobre las limitaciones de oportunidades e independencia, y la dificultad de acceso a la educación superior. De ahí que, aunque la escritora nunca utiliza el vocablo “género” con el significado que en este volumen nos interesa, el presente ensayo investigue cómo Martín Gaite presenta los papeles de género, su influencia, evolución e importancia.
La preocupación de Martín Gaite por el papel de los géneros en España y sus efectos para la vida de las mujeres aparece mucho antes que los llamados “estudios de género”, constituyendo una constante en su obra. Durante medio siglo, sus escritos ofrecen una galería de tipos femeninos de todas las edades y clases sociales—posibles modelos y alternativas de papeles de género—, desde niñas a mujeres maduras y hasta viejas, incluyendo las de campo y ciudad. Tanto en sus ensayos (y más notablemente en Usos amorosos de la postguerra española) como en sus novelas y cuentos, Martín Gaite expresa su inquietud por la condición de las españolas, con énfasis sobre las limitaciones de sus oportunidades e independencia y la dificultad de acceso a la educación superior, especialmente a carreras, dada la propaganda negativa gubernamental, que desanimaba a las mujeres respecto a estudios universitarios, y las costumbres que desincentivaban el trabajo de mujeres casadas, excepto aquellas empleadas en el servicio doméstico. Conste que ella no utiliza la etiqueta “estudios de género” ni emplea el
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vocablo “género’ en el contexto o significado empleado en este trabajo—lo que hace es crear una extensa y variada gama de mujeres, ofreciendo muchos y variados modelos aptos para el género femenino. Tampoco aparece el término ‘género’, con esta última acepción, en la edición de 2001 del Diccionario de la Real Academia Española. Expresándolo de la forma más breve posible, ‘género’, se refiere a una construcción social que resulta de los tratos diferenciados para varones y hembras en su socialización, educación y división de trabajo, los papeles convencionalmente asignados a individuos sin otra razón que haber nacido con o sin el cromosoma Y. El género es determinante respecto al concepto de identidad y el comportamiento exigido de un individuo simplemente por ser niño o niña, hombre o mujer—sentido en que el uso del vocablo “género” no aparece en escritos de Martín Gaite. Escasean los ensayos críticos que lo hayan empleado en relación con Martín Gaite1 al igual que los que emplean ‘feminista’ o sus variantes. Un repaso cronológico de lo escrito sobre la obra de Martín Gaite refleja claramente la preocupación crítica con las modas literarias en boga en el momento, sean éstas el existencialismo, la novela social y el neorrealismo o la “nueva novela” y la popularidad de diferentes teóricos de la crítica. Como Martín Gaite siempre mantenía orgullosamente su independencia, los intentos críticos de asignarle a varias tendencias sólo acertaban parcialmente. Martín Gaite demuestra desde temprano una marcada preferencia por lo que luego se llamará la chica rara, la muchacha algo rebelde (cuyo modelo es ella misma), la joven que simplemente quiere vivir su vida sin que el gobierno, las instituciones sociales o la tradición le pongan trabas o le digan que no, porque “eso no se hace”. En un ensayo que resucita mucho de la historia formativa de los escritores de la “Generación de Medio Siglo”, Martín Gaite refiere al ambiente asfixiante de la época y su propia reacción inconformista y desafiante: hay que tener en cuenta un elemento siempre considerado bajo su aspecto negativo de represión: me refiero a la censura. He mantenido muchas veces que la aventura de burlarla dio lugar a una serie de estrategias e innovaciones literarias que no siempre redundaron negativamente en la calidad del resultado, de la misma manera que la Inquisición jamás logró alicortar el vuelo poético ni la eficacia narrativa de Teresa de Jesús, Fray Luis de León o Cervantes. Mantenerse en vela afila el ingenio y acendra muchas veces la enjundia expresiva. (Martín Gaite 1995: 56)
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Aunque de forma fragmentaria, la escritora recuerda emblemáticos detalles que (frente al modelo oficial del encierro femenino y la “mujercita de su casa”) ejemplifican su rebeldía: su decisión de ser escritora, su interés por el teatro, su afición al campo y preferencia por vestirse en verano como campesina: incluye una foto de sí misma y una amiga, descalzas y con las piernas desnudas –en una época en que la sociedad vigilaba cuidadosamente la vestimenta femenina– y ha escrito al pie del retrato, “la autora de este libro ayudaba a trepar a los árboles a una amiga” (ibídem: 121). Dichos detalles representan un rechazo consciente y sostenido a los modelos de conducta para el género femenino promulgados e impuestos por el régimen dictatorial. En un alarde que apoya las afirmaciones de Flynn y Schweickart respecto a la importancia de las lecturas en la formación de identidad y papeles de género, Martín Gaite recuerda su lectura de libros prohibidos, y subraya que el régimen y la “buena sociedad” veían con malos ojos (al igual que en siglos pasados) que una mujer escribiera: “Escribir era entonces, en efecto, un atributo muy desnudo de prestigio. Yo recuerdo que tardé muchos años en atreverme a poner ‘escritora’ en mi pasaporte; fui ‘Licenciada en Filosofía y Letras’ hasta bien entrados los sesenta [. . .]” (Martín Gaite 1987: 38). Martín Gaite se identifica plenamente con “el grupo que Josefina Rodríguez de Aldecoa ha llamado ‘niños de la guerra’, a quienes aquel catecismo oficial del entusiasmo nos había empachado hasta la náusea” (Martín Gaite: 49); indicando un rechazo general por parte de los ‘niños de la guerra’ de todo lo asociado con los roles oficialmente impuestos a ambos géneros, cita, entre normas dictadas por el nuevo régimen, “la obediencia, el cuidado de no murmurar, de no concedernos la licencia de apostillar... La fórmula es ésta: la obediencia entusiasta”2. Dicha exigencia regía para todos; los mandatos represivos no incumbían sólo a mujeres: “Que el niño perciba que la vida es milicia, o sea, disciplina, sacrificio, lucha y austeridad” (Martín Gaite 1987: 21). Martín Gaite evoca con satisfacción su trabajo voluntario con enfermos entre los chabolistas de los suburbios -entonces las peores partes de Madrid donde no iba nunca “la gente de bien” (ibídem: 120125)- , actitud en la cual influye no sólo el género sino los parámetros de clase. Observa respecto a su deseo de ser actriz o directora de teatro que “al finales de los cuarenta, al menos para una joven, dedicarse al teatro llevaba aparejada cierta connotación peyorativa. ‘Quien mal anda mal acaba: es una cómica’ decían las señoras, arrugando la nariz.
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Y tal vez por eso [...] nos tentaba el contacto con esas gentes: frecuentarlas suponía una especie de desafío a las normas” (ibídem: 153). Se verá más de su fascinación con el teatro en La hermana pequeña. Nuria Pompeya en Mujercitas ofrece una genial síntesis del proceso mediante el cual la sociedad patriarcal moldea -y deformauna niña normal, saludable y espontánea, convirtiéndola en una joven cohibida, tímida, sosa, que se conforma con ser esa cosa triste que la dictadura llamaba una “mujercita de su casa” (un certero análisis sociológico de la modelación del género femenino bajo el franquismo). Una definición de género, que distingue claramente entre este concepto y el del sexo biológico, define género como una construcción social que determina las conductas respectivas de hombres y mujeres: una serie de mandatos y prohibiciones socialmente determinados que efectivamente hacían que “biología fuera destino.” De la misma manera que los dibujos de Pompeya ilustran el proceso [de] formativo de convertir a la niña llena de posibilidades en mujercita condenada a conformarse con el encierro doméstico y a cuidar a la numerosa prole, las narraciones de Martín Gaite van haciendo la radiografía subjetiva, llena de frustraciones y añoranzas, de las españolas contemporáneas al momento de escribir. Varios de los cuentos tempranos de Martín Gaite subrayan las pocas y limitadas opciones existentes en la postguerra para mujeres: “La oficina” (1954), “Los informes” (1954), “La conciencia tranquila” (1956), “La tata” (1957), y “Un alto en el camino” (1958) presentan mujeres atrapadas por su falta de educación e incapacidad de progresar o conseguir la independencia. De forma persistente, Martín Gaite pinta a la mujer que “progresa” de una reificación a otra, sea al cambiar la “protección” paterna por la del marido o (peor todavía) desde virgen a madre soltera, o de señorita casadera a solterona. Obras de los años noventa, incluyendo El castillo de las tres murallas, La Reina de las Nieves, Lo raro es vivir, Caperucita en Manhattan e Irse de casa, presentan modelos de género femenino más progresistas o “liberados”, pero trascienden los parámetros del período examinado (verbigracia, la postguerra). No existe acuerdo general respecto a la definición de género: existen varias definiciones de diferentes grupos con actitudes divergentes, con enormes diferencias entre las experiencias y perspectivas de los individuos, sean masculinos o femeninos. Conviene mencionar brevemente unos principios generales respecto a
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los conceptos de género empleados. El proceso de interiorización de esquemas de género es diverso, complejo y profundamente asimilado, comenzando muy pronto, a los tres años, y llegando a formar parte del concepto individual de identidad propia. Dichos esquemas y el sentido de masculinidad o femineidad que inducen, no resultan de ninguna determinación biológica sino que son construcciones sociales cuya internalización les hace difíciles de cambiar, aunque no imposibles (Flynn y Schweickart: xiii). El proceso de adquisición de los esquemas de roles de género comienza al mismo tiempo que la adquisición del lenguaje (xii-xiii). El impacto de dicha internalización tampoco es uniforme. Martín Gaite sería una excepción respecto de la media en relación con la internalización de los principios de género reinantes bajo el franquismo, debido a la cultura y tolerancia de sus padres, que trataron de mantenerla al margen del sistema educativo de la dictadura todo lo que pudieron. Sus padres les pusieron a la futura escritora y su hermana unos tutores particulares en casa y las enviaron al Instituto Femenino de Salamanca donde se mezclaban muchachas de todas las clases sociales -experiencia reflejada en sus escritos que no se limitan a una parte de la escala social. Sus escritos exteriorizan su conciencia de las injusticias de las estructuras históricas de la sociedad española, como también su participación (con otros miembros de la “Generación de Medio Siglo”) en la llamada novela social-. Tan importantes son las mujeres de todas las clases y edades que Martín Gaite al escribir el prólogo para la edición de sus Cuentos completos observó que debía haber titulado el volumen “Cuentos de mujeres”. La escritora ha revelado muy poco respecto a su hermana mayor (quien le llevaba dos años); sí ha indicado que la hermana mayor nunca se casó3, lo cual tiene que haber aumentado el respeto con que Martín Gaite trata el tipo -generalmente negativo y desgraciado- de la soltera. Aparecen en su obra varias mujeres no casadas, sean viudas, divorciadas o solteras, tres de ellas en la familia de Natalia (Entre visillos): la tía Concha, una soltera estereotipada cuya vida se ha limitado al hogar, quien ha cuidado de las tres hermanas después de la muerte de su madre, al parecer en el nacimiento de Natalia. Aparte de la casa, la vida de Concha consiste en ir a misa y recibir de vez en cuando visitas de señoras de su edad. Mercedes, que tiene varios rasgos arquetípicos de la solterona, está por cumplir los treinta, con lo cual la sociedad da por muerta cualquier posibilidad de que se case: es llorona, a veces casi histérica, con algo de complejo de mártir. Por
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otra parte, es una persona totalmente convencional, cohibida, sin “liberar.” La hermana menor, Julia, es un poco menos convencional, por haberse enamorado y estar decidida a luchar por no perder la relación con su novio. Otra soltera es Rosa, la animadora del casino de 35 años, quien vive de cantante y es condenada al ostracismo por la sociedad provinciana. Su limitada independencia económica le permite fumar y beber y aparenta cierta “liberación” cuando invita al profesor a su cuarto; por otra parte, es bastante convencional en sus actos y ambiciones, amén de sentimental y maternal en su intimidad. Un aspecto curioso de Entre visillos son varias mujeres que viven separadas de sus maridos. No existía el divorcio, pero para los que tenían el dinero para mantener dos casas, la separación legal permitía relativa autonomía a los cónyuges. Ejemplo de esta situación en la novela es Teresa, la hermana de Yoni que vive sola: se le considera frívola, exagerada y de virtud cuestionable, pues gasta unos escotes “exageradísimos” pero depende totalmente de su familia rica, se asocia solamente con la clase alta, y no demuestra la más mínima independencia u originalidad de pensamiento. El trato a la “mujer sola” como posible modelo para el género femenino es convencional, aunque sin la crueldad vista en algunos retratos de solteronas, especialmente en esa época. Entre visillos ofrece un muestrario de arquetípicos modelos de género femenino vistos en la intersección de clase, género y edades, que luego se examinarán: la solterona, la adolescente, la casada infeliz, la mujer relativamente independiente. La mujer legalmente separada del marido reaparece en Eulalia (Retahilas), universitaria que ha vivido en París y ha viajado por el mundo; hasta era algo rebelde en su juventud. No se parece en nada al estereotipo que existía en España, y ha ido dejando de ser quien era de joven: le fue difícil aprender a vivir sola después de romper con el marido. Le era casi imposible cenar sola (67) y pasó por un período de depresión e insomnio, bebiendo y fumando demasiado, hasta que su médico le aconsejara cambiar de vida. Como los estereotipos de solteronas, a los 45 años le angustia la visión de la vejez, la soledad, y es incapaz de aceptar el abandono (aunque acaso fuera ella quien lo iniciara). Sigue viendo al marido como aburrido pero se sorprende pensando que le gustaría recuperarlo (133). Se sugiere que el feminismo juvenil de Eulalia pudo haberle llevado al error, deshaciendo su matrimonio en nombre de la libertad para descubrir que le importa más la continuidad y el compañerismo. Había roto sus
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“ataduras” en nombre de la independencia para después darse cuenta de que sigue atada al tiempo, especialmente al pasado, y que “la soledad… me duele como los hijos que me negué a tener y que ahora desearía” (189-90). La novelista la trata con suma comprensión, y con una profundidad que sugiere un conocimiento íntimo. Fragmentos de interior, su cuarta novela, presenta varias mujeres no casadas o solas, incluyendo la que acaso sea su protagonista más anciana. Ambientada en el Madrid de los años setenta, refleja la atmósfera de la transición y los valores nuevos, las drogas y la contracultura, un mundo distinto del de las obras anteriores de Martín Gaite (y que aparecerá, aumentado, en su segunda época). Las mujeres proceden de dos clases sociales, la burguesía privilegiada, rica, y el servicio. Las reacciones de las mujeres a los rápidos cambios sociales del momento dependen de su edad, como se ve en las criadas, Luisa y Pura. La joven Luisa considera su trabajo un interludio necesario, camino para encontrar algo más satisfactorio, para lo cual está estudiando. Pura, ya mayor, acepta su condición de inferioridad y sus preocupaciones se limitan al ámbito familiar. Entre las mujeres de la clase alta, salen mejor paradas las jóvenes. Isabel, muy competente pero cínica y agriada a sus veinte años, es incapaz del compromiso emotivo (aunque no perciba esto como problema). Muy inteligente, se ha beneficiado del progreso de la generación anterior en las relaciones entre géneros, pero el amor lo considera “mentira, literatura, veneno, que esclaviza a las mujeres [...] incapaces de reaccionar a tiempo” (186). Su contemporánea, Gloria –amante del padre de Isabel–, está convencida de haber tomado el camino “moderno” al éxito, sin darse cuenta de que está siendo explotada por sus atractivos y su complacencia en posar desnuda; no percibe que es vista como mercancía de utilidad limitada que pronto destruirá el tiempo. Infiel al hombre con quien vive, se define como liberada, pero los hombres con los cuales se relaciona la consideran “fácil.” Isabel no cree que sea justo el servicio doméstico, y así informa a Luisa que le sería mejor dejar su empleo aunque ésta sigue con su plan de estudios. De todas las mujeres de esta novela verdaderamente fragmentaria, la más patética es la poeta Agustina Sousa, quien sigue enamorada del marido a pesar de su joven concubina. De joven había sido increíblemente bella; ya después de los cincuenta, sabe que es imposible competir con mujeres a quienes dobla la edad. Su carrera artística sufrió con su matrimonio –nunca volvió a ser reconocido su
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talento–. Vive deprimida y aislada, tomando ginebra y leyendo las viejas cartas del marido; al final, se suicida. Representa el ejemplo más claro en Martín Gaite de cómo la sociedad tiende a devaluar a la mujer mayor, e indirectamente la autora critica el culto de la juventud, como también demuestra los efectos nocivos de los ideales de belleza perpetua externamente impuestos a las mujeres (ya vistos en Usos amorosos). Debe notarse que Jaffe (173) recoge la anécdota de que Martín Gaite escribió esta novela en el breve lapso de tres meses como consecuencia de una apuesta con un amigo y nota que la novela luego fue base de una miniserie televisiva. En obras de su “segunda época,” sobre todo las novelas de la década de los noventa, Martín Gaite presenta mujeres mayores -frecuentemente sin maridos- en papeles protagonistas, aunque éstas sean por lo general menos afectadas por el paso de los años, casi inmunes a las preocupaciones relacionadas con la edad y su condición civil. Aunque no aparece en los escritos autobiográficos de Martín Gaite, hay un tributo muy revelador a su padre, don José Martín López (Martín Gaite 1991: 49-52), donde evoca la cultura, tolerancia y el humor de su padre, su incansable avidez de lecturas, mencionando algo muy significativo para el interés profundo y duradero que Martín Gaite desarrolló por la condición femenina. Señala: dos aspectos que le diferenciaban de casi todos los señores de su edad que yo conocía: me refiero a su feminismo y a un peculiar sentido del humor [. . .]. En cuanto al respeto por la mujer y la íntima convicción de su superioridad como ser humano, no sólo contribuyó a la concordia en un hogar donde no hubo varones, sino que se plasmó en su propio trabajo. Cuando ya era notario de Madrid, en los años cincuenta, pronunció en la Academia de Jurisprudencia una conferencia que tuvo mucha resonancia, defendiendo el derecho de las mujeres al trabajo y a la independencia económica. (ibídem: 50)
Aquí se ve el origen de dos temas decisivos en los escritos de Martín Gaite, el derecho de las mujeres al trabajo (no precisamente las “labores de su casa”) y a la independencia económica; derechos sumamente arraigados en una concepción basada en la igualdad entre mujeres y hombres. Siendo tan constante en su vida y obra, sorprende la escasez de trabajos dedicados a la importancia del género en la obra de Martín Gaite4. Se teoriza con que la existencia de libros especializados para niños y otros para niñas –fenómeno generalizado a partir de mediados del siglo XIX– ha contribuido a reforzar la subordinación femenina a
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estructuras sociales patriarcales dentro y fuera de la familia, y que cuanto más pronto comience la niña a leer, más extensa será su interiorización de escritos que promueven la hegemonía del patriarcado, el silencio y la sumisión de las mujeres, y una separación intrínseca en los trabajos y papeles de género. Al recordar que la generalización de libros infantiles especializados por género sucede en la misma época que el reinado de la Reina Victoria y la extensión de valores “victorianos” a buena parte de Europa y América, se entiende que muchos rasgos estereotipados, tradicionales y reaccionarios que se exigían de las mujeres bajo la dictadura franquista, estaban ya presentes en España desde la época victoriana. Entre los pocos análisis de textos de Martín Gaite hechos desde la óptica del género, Elizabeth Ordóñez lee Retahilas como un proceso de auto-definición en el cual cada hablante se enfrenta con las expectativas culturales respecto a los papeles de género (79). Lo interpreta como una lectura de la cultura, de ciertos textos influyentes en la formación de cada interlocutor. Afirman Flynn y Schweickart respecto al impacto de lecturas en el género: “gender identity is acquired hand-in-hand with literacy” (xxi). Una preocupación fundamental de Martín Gaite es la educación femenina, incluyendo las lecturas impuestas o promulgadas por los mecanismos oficiales de prensa, la Sección Femenina de Falange, y el sistema educativo. Especialmente en El cuarto de atrás y Usos amorosos de la postguerra española, ha atestiguado los estrechos criterios en la selección de lecturas apropiadas para menores, sobre todo aquéllas que reflejaban los papeles de género. Se promulgaban lecturas “femeninas” de las llamadas “novelas rosa” que presentaban la vida en términos del cuento de hadas, donde a cada Cenicienta o Bella Durmiente le esperaba su Príncipe Azul: sólo había que esperar paciente, casta y sumisamente a que se presentara, para luego seguir los pasos estipulados con el fin de terminar en el altar y vivir felices “por los siglos de los siglos”. Pero Martín Gaite no fue la única escritora de la época en criticar las lecturas insulsas, convencionales e insípidas: lo repite Ana María Matute, fundamentalmente en Historias de la Artámila (1961); otra que ha criticado dichas novelas es Teresa Barbero, en El último verano en el espejo (1967), cuya protagonista y su amiga de décadas evocan –y ridiculizan– sus lecturas de adolescentes.
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Con Usos amorosos de la postguerra española, Martín Gaite rindió un servicio histórico enorme a las generaciones futuras, pues ha historiado lo efímero, cosas que (como las lecturas dadas a las jóvenes) no eran sucesos sino detalles comparables al decorado del escenario en el “teatro de la vida” bajo Franco. Martín Gaite, a través de sus lecturas en la prensa periódica y las experiencias propias, ha preservado para las generaciones futuras la intrahistoria de los géneros bajo el franquismo. Presta más atención al género femenino, que sufre mayores desventajas e injusticias, sin olvidarse del género masculino y señala con frecuencia los impactos negativos de la opresión para ambos. Hasta durante la Guerra Civil, en las partes ocupadas por el ejército rebelde capitaneado por Franco y secundado por la Falange, se comenzaron a borrar los avances conseguidos por la República, aboliendo tan pronto como fue factible el divorcio (declaraban ilegítimos los niños nacidos de matrimonios basados en el divorcio). Las españolas se quedaron cuatro décadas sin poder ejercer el sufragio femenino obtenido legalmente bajo la República, y se declararon inválidos los títulos universitarios concedidos en el período del 31 al 36, con lo cual mujeres como Carmen Conde y Dolores Medio se quedaron sin poder ejercer el magisterio. La mera idea de educar a las mujeres para una carrera o un trabajo quedaba supeditada a la posibilidad de que la desdichada fracasara en la caza de marido y “de ahí la necesidad de educar técnica y profesionalmente a las jóvenes para que honradamente puedan tener una independencia económica, en caso de que las vicisitudes de la vida les nieguen la formación de un hogar familiar” (Carmen Bueu, apud. Martín Gaite 1987: 46). La población masculina resultaba numéricamente muy inferior a la femenina debido a las muertes en la guerra, los encarcelados, exiliados, y muchos más, sin mencionar centenares de miles de mutilados y tullidos. La campaña nacional que instaba a todas las mujeres a casarse como deber patriótico, religioso y moral, suponía el fracaso inevitable para un porcentaje estimado por algunos en un cuarenta por ciento, destinando a muchas a la frustración vital y la vergüenza asociada al “quedarse para vestir santos.” Un énfasis particular del régimen franquista destacaba el matrimonio como el deber y destino de la mujer: para eso Dios la había puesto en la tierra. Su deber era producir una familia numerosa, ayudando a la patria diezmada por la guerra. Los posibles roles del género femenino se iban limitando radicalmente, quedando dos arquetipos aprobados por
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la sociedad, la dictadura y la Iglesia –o esposa o monja–: “Mucho antes de que a una jovencita le llegara la edad de ‘echarse novio’ ya había anidado en su mente una noción muy clara, aunque también algo inquietante [...]: si no tenía vocación de monja, quedarse soltera suponía una perspectiva más bien desagradable, ‘desairada’” (ibídem: 36). En la prensa popular, como en la sociedad en general abundaban retratos negativos de la solterona, como mujer agria, frustrada, fea y desagradable. Martín Gaite enumera las características esenciales para encontrar novio: “Se les pedía ingenuidad, credulidad, fe ciega. [...] De las chicas poco sociables o displicentes, que no se ponían a dar saltos de alegría cuando las invitaban a un ‘guateque’, descuidaban su arreglo personal [. . .] se decía que eran ‘raras’, que tenían ‘un carácter raro’” (ibídem: 38). Martín Gaite, que se incluía a sí misma entre las “chicas raras”, observa que “la que ‘iba para solterona’ solía ser detectada por cierta intemperancia de carácter, por su intransigencia o por su inconformismo” (ibídem: 38), otro rasgo del cual se enorgullecía. El que su hermana mayor nunca se casara acaso ayude a explicar el trato comprensivo dado por Martín Gaite a numerosas solteras y solteronas en potencia vistas en Entre visillos y obras posteriores suyas. Cita en Usos amorosos un artículo publicado en el New York Times durante los años cuarenta: La posición de la mujer española está hoy como en la Edad Media. Franco le arrebató los derechos civiles y la mujer española no puede poseer propiedades ni incluso, cuando muere el marido, heredarle, ya que la herencia pasa a los hijos varones o al pariente varón más próximo. No puede frecuentar los sitios públicos en compañía de un hombre, si no es su marido, y después, cuando está casada, el marido la saca raramente del hogar. Tampoco puede tener empleos públicos y, aunque no sé si existe alguna ley contra ello, yo todavía no he visto a ninguna mujer en España conduciendo automóviles. (ibídem: 30)
Este pasaje refleja desde una mirada exterior algunas de las restricciones impuestas al género femenino simplemente por serlo, describiendo condiciones retratadas en Entre visillos y varios cuentos de Martín Gaite. Joan Lipman Brown ve esta novela como una historia social de los años cincuenta, identificando el conflicto principal como las presiones del conformismo contra los impulsos de inconformismo. A la vez que promulgaba el matrimonio y las familias numerosas, el régimen también promulgaba el modelo de la “sagrada familia,” la familia nuclear con padre, madre e hijo[s], produciendo leyes para “proteger a la familia” (prohibición del trabajo de las casadas fuera de
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casa, abolición del divorcio, prohibición del uso de contraceptivos, y fuertes penas contra la adúltera en el Código Civil que contrastaban con el modelo masculino, cuyo adulterio no se consideraba delito). Muchos escritores, y especialmente escritoras, evitaban retratar la “sagrada familia,” siendo notoria la ausencia de familias intactas (aunque esto podría ser realismo, dado los miles de hogares donde faltaba el padre, la madre o ambos, a consecuencias de la guerra, el exilio, el encarcelamiento, etcétera). Aparecen numerosas familias incompletas en Entre visillos, Retahilas, Fragmentos de interior, El cuarto de atrás, El castillo de las tres murallas, Nubosidad variable, La Reina de las Nieves e Irse de casa. El modelo más frecuente es la familia encabezada por una mujer, sea madre soltera, viuda, divorciada o abandonada por el marido; también aparece un modelo más positivo, de mujer independiente y fuerte, que ha rechazado el matrimonio por varias razones, y en tal caso el simbolismo de la familia incompleta es otro. Afirma Martín Gaite que “A la chica casadera de postguerra no se le permitía tener una visión complicada de la vida; tenía la obligación de ofrecer una imagen dulce, estable y sonriente” (ibídem: 40). “Sonreír era ‘airoso’”, adjetivo “con claras connotaciones triunfalistas” que significaba “vencer, merecer el aplauso” pero además, “a los hombres no les gustaban las mujeres tristes” (ibídem: 31). En los espacios femeninos, todo se condicionaba al matrimonio, como posibilidad o realidad, y deber ineludible. Tales expectativas, sin embargo, estaban reñidas con la realidad social –y de la proporción de hombres y mujeres en el país, como se ve cuando la autora cita un texto de 1951–: “Como el ideal y el lógico destino de la mujer es el matrimonio, resulta desolador presentar a las mujeres el panorama de unos cientos de miles que no podrán casarse por la sencilla razón de que no hay hombres” (ibídem: 46). Pero no se estimulaba la educación técnica y profesional de las mujeres porque “en la España de postguerra, había mucho paro, y si se estimulaba a las mujeres a trabajar fuera de casa y no dentro de ella, podrían llegar a estar capacitadas para disputarle al hombre sus puestos laborales” (ibídem: 47). Entre visillos ofrece un muestrario bastante completo de las posibilidades asequibles para la española de provincias en la década de los cincuenta. Hay dos perspectivas narradoras importantes, una de Pablo Stein, maestro de alemán recién llegado (el régimen fascista había tenido alianza con los alemanes hasta muy recientemente, lo cual hacía más “aceptable” al forastero para la censura). No por
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casualidad, la primera persona a que ve el nuevo es una mujer –de rodillas y en la oscuridad–: “Apareció una escalera blanca y una mujer que la estaba fregando, arrodillada en los primeros peldaños, de espaldas a mí. Me asusté un poco al vislumbrar, inesperadamente, el bulto de su cuerpo, porque todo aquello estaba bastante oscuro” (Martín Gaite 1967: 34). La otra perspectiva se comunica a través del diario de Natalia, adolescente inteligente y algo rebelde de dieciséis años cuya ambición es ir a la universidad. Sus hermanas mayores andan obsesionadas con la busca de maridos, aunque la única que tiene posibilidades es Julia, de 27 años, deprimida y neurótica porque ha peleado con el novio que ha ido a Madrid a buscar futuro. Las hermanas, huérfanas de madre, viven con una tía soltera y su padre; éste, comerciante rico, benévolo y conservador, deja su cuidado a la tía. Es predominantemente una casa de mujeres, incluyendo las criadas: una familia de la burguesía provinciana acomodada y conservadora, muy observadora de los ritos religiosos, pendientes de todo lo que pasa fuera (condición que la autora luego bautizara en Desde la ventana de “ventanera”). Dicho adjetivo y el título, Entre visillos, subrayan sutilmente el encierro femenino, marcando la división entre espacio interior, doméstico, y exterior, público, o separando el territorio principalmente femenino del principalmente masculino. A la “mujercita de su casa” se le obligaba a una pasividad vital que significaba literalmente ver la vida desde dentro. Otra opción aparece en la amiga íntima de Natalia, Gertru, quien acaba de comenzar un noviazgo. A Natalia y Gertru, estudiantes de Instituto, les falta un curso para terminar el bachillerato, pero decide Ángel, el novio de Gertru, que no le permitirá terminar: “Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra” (ibídem: 191). Queda claro que el futuro marido ya manda, campea por sus anchas, decide la vida de Gertru, y ella carece de su atención hasta cuando salen. El Instituto Femenino, que sólo utiliza una parte mínima del edificio y no tiene calefacción, pertenece a los jesuitas. Han terminado aislando a las mujeres en un rincón, “por el verano desalojaron el tercero de tableros y pupitres, y cuando empezó el curso nos encontramos con ese piso de menos, que lo han habilitado para ellos, con derecho preferente de escalera” (ibídem: 208), lo cual indica la poca importancia concedida a la educación femenina. Natalia tiene trazas de alter ego de Martín Gaite a su edad –su inteligencia, sus intereses e inconformismo–. Sus
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protagonistas femeninas suelen compartir características con la autora, aunque tengan entre unos diez y veinte años menos en general. Una de las peores opciones en Entre visillos para el género femenino se ve en Josefina, hermana casada de Gertru que casó a disgusto de su familia, estando ya embarazada. Se la ve desarreglada, “tenía mucho desorden en la casa, y el niño estaba con la tosferina. Todas estas cosas se las contó a Gertru con un tono de voz opaco y uniforme [. . .] También le dijo que no se encontraba bien porque esperaba el segundo niño para abril” (ibídem: 222-23). Josefina se queda pensando en cómo arreglar un traje viejo para ir a la pedida de mano de Gertru, y se pregunta si irá su marido, “a lo mejor no quería, estos últimos tiempos estaba tan agrio. Decía siempre: ‘Me aburres‘; y daba portazos. Ya nunca traía amigos a tomar café como a lo primero” (ibídem: 234). Dicho modelo de género no escasea, desgraciadamente. Fácilmente previsible es el futuro de Josefina, que por falta de recursos para cuidarse irá envejeciendo antes de tiempo, probablemente abandonada por el marido y ya con más hijos en un país sin divorcio. Previsible resulta también el resto de la vida de Gertru, con lo cual no resulta un modelo de género que muchas quisieran adoptar. Después de la fiesta, Ángel la acompañó y “En el portal de casa la estuvo besando y besando y metiéndole achuchones a lo bruto pero no hablaban nada, aunque ella se desprendía a cada momento. –Ángel, vamos a hablar. No hablo nunca contigo. –Pero de qué vamos a hablar, tonta [...]. Llegó el día de la pedida y casi no había hablado ni media hora con él” (ibídem: 237). Otro modelo de género y de clase distintos aparece en ‘Las ataduras’, relato o cuento titular de la colección del mismo nombre, con ciertos puntos de contacto con la historia de Josefina. Alina, la protagonista, es hija única del viejo maestro del pueblo de San Lorenzo cerca de Orense (identificado por Martín Gaite como el pueblo de una abuela suya, donde pasaba los veranos). Como la muchacha en ‘El pastel del diablo’, importa el deseo de las jóvenes de seguir estudiando más allá de la escuela del pueblo. Eloy, amigo de su infancia, le dice que se marcha para América, y antes de irse, le corta una simbólica flor de enredadera, un gesto que contrasta la libertad concedida al género masculino en tales situaciones con las trabas impuestas al género femenino. Nótese el simbolismo de la enredadera, porque la reacción de Alina contrasta con su carácter generalmente intrépido:
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Por el balcón de madera carcomida, subía una enredadera de pasionarias, extrañas flores como de carne pintarrajeada de mueca grotesca y mortecina, que parecían rostros de payasa vieja. A Alina, que no tenía miedo de nada, le daban miedo estas flores, y nunca las había visto en otro sitio. Eloy se paró y arrancó una. –“Toma”. –“¿Que tome yo? ¿Por qué?” Se sobrecogió ella sin coger la flor que le alargaba su amigo. –“Por nada, hija. Porque me voy; un regalo. Me miras de una manera rara, como con miedo. ¿Por qué me miras así?”. (Martín Gaite 1960: 50)
A lo largo del relato se ha hecho hincapié en la ausencia de miedo en ella, que hasta preocupaba a sus padres, y su reacción debe atraer la atención del lector(a) hacia el suceso. Alina asocia las flores con estancamiento (madera carcomida) y vejez, especialmente la vejez femenina: “carne pintarrajeada”, “mueca grotesca y mortecina”, “rostros de payasa vieja”. El que la escritora yuxtaponga este incidente con la muerte del abuelo de Alina (que viene inmediatamente después) aumenta el simbolismo5, pues el abuelo siempre significaba para ella la libertad, siendo portavoz de su poder de decisión y autodeterminación (como se ve en la página 51). Martín Gaite escribía bajo el control estricto de la censura, y no expresa más claramente la rebeldía de Alina y su reacción negativa al enterarse de que Eloy se marcha mientras ella se queda, provocándole miedo de tener que envejecerse allí, atrapada por su condición femenina, el temor de que la “biología fuera destino”. Joan Lipman Brown ve la obra como una novela corta y la entiende como meditación sobre el compromiso emotivo, las “ataduras” que uno escoge libremente y las que no se han elegido, y señala una conversación profética entre Alina y el abuelo respecto a las ataduras. Desde luego, la atadura ligando a Alina y su padre no corresponde a ninguno de los roles de género normales. Ella se enamora de Philippe y para Navidad se descubre el embarazo de la joven, se celebra con prisa la boda, y Alina se va a vivir a París con Philippe, quien decide ser artista. Cuando les visitan los padres, después del nacimiento del segundo nieto, ya se llevan mal. Philippe bebe demasiado y no llegan a poder hablar. El título sugiere que algunas de las ataduras que ella había temido la tienen cogida a pesar de la huida. Se encuentra menos segura en París que las muchachas de su pueblo cuya suerte quiso evitar, lejos de la protección y el cariño de los padres que se desviven por ella. Constituye otro modelo de roles de género. La hermana pequeña (1999), pieza teatral de Martín Gaite escrita varias décadas atrás y estrenada poco antes de su muerte, retrata la vida española principalmente en Madrid, a través de los ojos de una joven recién llegada de provincias. Presenta una relación ambivalente
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entre dos hermanas de padre; la mayor no soportaba el ambiente opresivo provinciano como tampoco la vigilancia implacable de su madrastra y huyó a Madrid resuelta a buscar fortuna como actriz (recuérdese que Martín Gaite en sus años universitarios soñaba con ser actriz y hasta representó varios papeles). La atmósfera sofocante de la pieza se parece bastante a la de Entre visillos, sugiriendo que sucede en época parecida, aunque Martín Gaite no ha dado fecha de composición (mencionó que estuvo muchos años olvidada en un cajón). Alabó la elección del director de situarla cronológicamente en los cincuenta. La hermana pequeña expresa la batalla entre el deseo femenino de libertad o de labrar el propio destino, y las dificultades inherentes a la construcción tradicional de género, imperantes bajo el régimen opresivo del franquismo. Los temas de la búsqueda adolescente de la libertad, el deseo de viajar y la lucha por la autonomía aparecen con la misma intensidad como en novelas que van desde Entre visillos hasta Irse de casa. La adolescente rebelde bien podría ser el personaje más ubicuo de la autora, y mientras sigue madurando, persevera en la búsqueda de independencia propia, luchando por defender su limitado derecho a la privacidad y resistir las imposiciones de conceptos de género no acordes con la visión propia de la identidad. Con la marcha de la hermana mayor, la menor queda atrapada en el hogar asfixiante, conservador, hasta que la muerte de la madre la libera. Pese a su producción tardía, varias décadas después de ser escrita, los personajes de la pieza teatral pertenecen al mismo contexto espaciotemporal que las adolescentes rebeldes de Entre visillos, Las ataduras, y otros personajes femeninos de cuentos de Martín Gaite con sus vidas y aspiraciones frustradas, sus sueños de libertad. Estas ficciones pueden asignarse a la tradición del Bildungsroman femenino o literatura de la maduración y el tránsito de la adolescencia a la edad adulta, incluya o no la iniciación sexual. En otro estudio, he demostrado que la mayoría de las ficciones de Martín Gaite pueden leerse como quest romances, a veces truncadas o frustradas pero que sin embargo giran en torno al viaje –el acto de irse de casa– o acaso la imposibilidad de hacerlo, debido a restricciones de género6. Es el mismo mundo de 1939 a 1953 recreado en el estudio antropológico y académico publicado como Usos amorosos de la postguerra. Las evocaciones magistrales del mundo victoriano de entonces con su atmósfera opresiva constituye el trasfondo para una reconstrucción metaficcional de los peligros de la maduración femenina bajo Franco
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que aparece en El cuarto de atrás. Carbayo Abengózar nota con mucha razón que el contexto de la obra literaria de Martín Gaite ha cambiado enormemente en el medio siglo de su producción, y que sus obras de los cincuenta y sesenta presentan un mundo totalmente diferente para la mujer que el mundo de sus últimas obras. Carbayo subraya elementos existencialistas en las obras tempranas, observando que “las personas que sufren esa angustia, esa soledad e insatisfacción son siempre mujeres” (22), y así aplica el término “existencialismo feminista” al primer periodo. En La hermana pequeña, como en Entre visillos, se presenta a la adolescente ante diferentes modelos de género mientras lucha por encontrar un modelo apropiado. Martinelli atribuye a Martín Gaite “constancia en su producción” (17), subrayando su contribución a la comprensión del universo femenino mediante su trato reiterado del “espacio privado” y “la ventana” (19), notando que en las narraciones de Martín Gaite, “abundan, si no predominan, escenas que se desarrollan en un recinto interior, el doméstico, por lo general” (2021), observación igualmente aplicable a la obra teatral, que evoca poderosamente el encierro. Son las construcciones de género, y la resistencia muda a ellas, lo que constituyen el fundamento de la acción y la tensión de la obra a través de una sucesión de modelos paradigmáticos femeninos. En su esencia más sencilla, La hermana pequeña retrata la necesidad de escoger entre modelos contrarios de género, entre modelos patriarcalmente inscritos y construcciones alternativas. Carbayo comenta que las mujeres que habían sufrido restricciones bajo la ideología franquista no podían expresarse libremente, pero aprendieron que “la subversión sólo puede hacerse desde la pretensión de seguir las normas para pasar desapercibidas”. Vivían su rebelión “desde el interior, pero nunca en voz alta” (41) -la situación de Inés durante buena parte de la obra. Laura ha vivido su rebelión abiertamente, pero Carbayo evoca la afirmación de Martín Gaite en El cuarto de atrás de que “a pesar de considerarse a sí misma como mujer rebelde, nunca se atrevió a fugarse a la luz del día” (23)-. Varios personajes de Martín Gaite deben enfrentarse a esa decisión, parte de una búsqueda femenina de la identidad auténtica en la cual intentan evadirse de la reificación. La rebelión femenina puede tomar varias formas en su obra, pero suele obligar a la protagonista a decidir entre aceptar la “solución” del matrimonio y la maternidad (presentada por el régimen como la
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principal justificación de la existencia de la mujer) o atreverse a desafiar los valores sociales y rechazar el modelo patriarcal, tradicional. Son las mismas coyunturas que se presentan en La hermana pequeña. Las consecuencias del inconformismo las describe Martín Gaite en Usos amorosos. Como sucedía con la chica rara, Martín Gaite misma proveía el modelo básico utilizado para la mujer independiente e inconformista, siempre asociada con las artes o la literatura, que aparece en obras desde Retahilas y El cuarto de atrás hasta La Reina de las Nieves, Lo raro es vivir e Irse de casa. Varios autorretratos suyos incluyen detalles presentes en su descripción de Laura (la hermana mayor): desarreglada, vestida con pijama, fuma, bebe y duerme durante la mayor parte del día, acomodándose a la descripción de la chica rara con la cual la autora se ha identificado y cuya descripción aparece en Esperando el porvenir, Desde la ventana, y Agua pasada, además de otros títulos arriba citados. Las construcciones de género proporcionan una lente para enfocar mejor el mundo literario de Martín Gaite, y permiten revelar conexiones insospechadas entre obras antes percibidas como desconectadas. Sus numerosos personajes femeninos presentan variaciones idiosincrásicas sobre la mayoría de los modelos de género representados en España. Sus ficciones breves o extensas representan un mundo marcado por el género, al igual que muchos de sus ensayos, incluyendo la investigación histórica (Usos amorosos del dieciocho en España, Usos amorosos de la postguerra española,) y aquellas obras donde se presenta la chica rara como Esperando el porvenir, Desde la ventana, y Agua pasada, entre otros. Tampoco deben olvidarse obras de base autobiográfica, como El cuarto de atrás. Implícitamente, la obra de Martín Gaite siempre cuestiona –y protesta– la asociación establecida por la sociedad entre la mujer y sus órganos reproductivos o sexuales, la evaluación de la fémina en relación a su belleza. La gran mayoría de los escritos de Martín Gaite denuncian de alguna manera el hecho de que la falta de educación suficiente y de autonomía, frente a los valores reaccionarios y patriarcales, habían hecho de la mujer una esclava o una prisionera en el país de Franco. Este hecho se aprecia claramente a través del estudio de sus modelos de género.
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Notas 1 La excepción principal es un artículo de Phyllis Zatlin Boring, ‘Carmen Martín Gaite, Feminist Author’ en Revista de Estudios Hispánicos (1977), que analiza la presencia de preocupaciones feministas en su ficción hasta 1976 o sea, El balneario, Las ataduras y sus primeras tres novelas. La otra excepción -que no emplea ni el término “feminista” ni el de “género” en la acepción de interés- es sin embargo muy relevante porque estudia un aspecto de los papeles de género. Se trata del ensayo de Elizabeth Ordóñez, ‘The Decoding and Encoding of Sex Roles in Carmen Martín Gaite’s Retahilas’ (Kentucky Romance Quarterly 1979), en el cual analiza aspectos discursivos, el uso del lenguaje como vehículo de la autodefinición de identidad por los protagonistas y como se evalúan a sí mismos en relación a los tradicionales papeles masculino y femenino. 2 Destino, 9 de septiembre de 1939, citado en Usos amorosos... (18). 3 Un dato interesante del esbozo autobiográfico escrito por Martín Gaite para el libro de Joan Lipman Brown, Secrets from the Back Room, es que la hermana mayor de la escritora, Ana María, nunca se casó (aparece en el Apéndice de Secrets from the Back Room [192-206] fechado en junio de 1980). Esto tiene que haber influido en su desacato hacia la insistencia cultural y política oficial sobre la idea de que la mujer había nacido para ser esposa y madre, lo cual conllevaba una frecuente ridiculización de la soltera. Allí consta otro dato también significativo: “Nunca tuvimos criada, nos repartíamos las tareas domésticas y trabajábamos con total independencia uno del otro [refiere a su marido, Rafael Sánchez Ferlosio]. La misma independencia que manteníamos en todo, sin interferir nunca uno en las amistades ni en las manías del otro” [. . .] (202). Tal plan de vida tampoco se conforma a la visión de la vida familiar promulgada por la dictadura. 4 Los primeros estudios extensos (a nivel monográfico) de la obra de Martín Gaite son tesis doctorales defendidas en el mismo año: Joan Lipman Brown, Nonconformity in the Fiction of Carmen Martín Gaite (University of Pennsylvania, 1976) y Luis Gómez Caldú, La obra narrativa de Carmen Martín Gaite (Universidad de Barcelona, 1976). No se refieren abiertamente a los modelos alternativos de género presentados en la ficción de Martín Gaite, ni mencionan el posible feminismo de la autora ni la cuestión de géneros, patrón que sigue a través del resto del libro. Algo parecido sucede con el libro dirigido por Servodidio y Welles, colección de ensayos diversos que pasa por alto las relaciones con lo histórico, la realidad circundante, la condición femenina o los papeles de género. Glenn y Rolón Collazo (eds), Carmen Martín Gaite: Cuento de nunca acabar, incluyen ensayos bastante más variados, tres de los cuales enfocan lo histórico-social o aspectos feministas o de género. 5 Hace tiempo, estudié el simbolismo de las flores e imágenes florales como indicadores de la dependencia femenina en varias escritoras, incluyendo a Josefina Rodríguez Aldecoa, Martín Gaite, y la catalana María Antònia Oliver (ver ‘Plant Imagery, Subversion and Feminine Dependency…’). Las escritoras emplean las plantas para comunicar la dependencia impuesta a la mujer. 6 La forma de quest romance femenina utiliza una adaptación del mito solar en la cual el héroe (Apolo o el dios solar) sale por la mañana a recorrer el cielo, metiéndose bajo la tierra durante la noche y terminando su viaje circular con una vuelta al comienzo al nacer el día siguiente. En novelas de este tipo, el héroe o heroína a veces no puede hacer el trayecto completo, pero gira en torno al salir de casa y hacer el viaje iniciático.
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Imágenes femeninas históricas en el cine del franquismo. Las adaptaciones cinematográficas y sus antecedentes literarios y teatrales Ángel Luis Hueso Montón El uso de las biografías en el cine del franquismo (de manera similar a otros regímenes totalitarios) reviste una cierta singularidad; ello adquiere un relieve especial en los años cuarenta y cincuenta, sobre todo si tenemos en cuenta dos factores que son estudiados en este trabajo. Por una parte, la referencia literaria a determinados autores cuyas obras teatrales o novelescas sirven de punto de partida para los filmes, a lo que se une la contribución de algunos de estos literatos en la configuración de los guiones previos a los rodajes. Pero, por otra, se recurre de una manera muy especial a ciertos personajes históricos femeninos, de forma que subyacen algunas claves ideológicas del régimen en la concepción del rol de la mujer tanto dentro de la familia como de un ámbito social más amplio y su participación en los acontecimientos que se viven en diferentes momentos del pasado de España.
La importancia que ha tenido el cine en los diferentes contextos políticos desarrollados a lo largo del siglo XX es uno de los campos de estudio más fecundo cuando nos referimos a la vinculación de la imagen animada con la sociedad que la ve surgir; nadie puede ignorar los estudios de Ferro, Courtade y Cadars o Bergman, sólo por citar algunos clásicos que pusieron de manifiesto los engranajes con que los regímenes políticos utilizaron los recursos del mundo cinematográfico. Una perspectiva similar puede aplicarse cuando nos referimos al franquismo y su larga permanencia en el poder durante casi cuarenta años; la presión que se ejerció sobre todos los aspectos del cine, responde claramente a las fórmulas consagradas por los regímenes totalitarios cuando se trataba de controlar la imagen y sus diferentes facetas (industriales, técnicas, comerciales, temáticas, etc.). Pero, en esta ocasión, nos interesa detenernos en un aspecto muy concreto de este sometimiento del cine a los planteamientos ideológicos: su incidencia sobre el cine de reconstrucción histórica y,
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en concreto, sobre determinadas películas biográficas surgidas en la época de la autarquía dedicadas a ensalzar figuras femeninas. El cine histórico y las biografías Todos los regímenes políticos, pero de una manera más explícita los totalitarios, han encontrado un vehículo de reafirmación ideológica, y a la vez de difusión, muy importante en las películas que trasmitían una visión del pasado; la reinterpretación de los tiempos pretéritos desde los intereses del presente se convirtió, en muchas ocasiones, en una de las fórmulas cinematográficas más usuales y de mayor repercusión en la sociedad, recurriendo para ello tanto al impacto de las propias imágenes como a la sutil trasmisión de ideas y principios que se puede producir con las mismas. Un aspecto altamente interesante cuando se estudia este tipo de cine histórico es considerar las claves historiográficas que subyacen tras las imágenes; es indudable, y fácil de constatar, la presencia de los criterios propios del historicismo, aquella corriente que adquirió un predominio casi total en gran parte del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo pasado. Dentro de sus planteamientos destaca de manera especial la importancia concedida a aquellos personajes que se singularizaban en el conjunto de la sociedad y que con sus decisiones marcaban el devenir de un pueblo. Este carácter profundamente individualizador de los hechos históricos y esta concepción de los acontecimientos impulsados de manera radical (y casi podríamos decir que única) por esos grandes protagonistas condujo a una visión de la propia historia que todos hemos conocido y que en determinados ambientes perdura hasta la actualidad. Estos modelos históricos se reiteraron continuamente, llegando a convertirse en paradigmáticos de una manera de entender la historia (y podríamos decir que vinieron a ser auténticos tópicos de esa visión del pasado), pero a ellos se unió la fuerte tradición aportada por el romanticismo (Pasamar: 20), que cargaba las tintas sobre una visión novelesca de la vida de estos seres que llegaban a ser los auténticos protagonistas de la historia. Es fácil de comprender que esta perspectiva de la historia encontró un soporte muy idóneo en las imágenes cinematográficas, puesto que en ellas se contaba con un elemento de aproximación a los espectadores nada desdeñable: la importancia de los protagonistas de los filmes y su repercusión social. El denominado ‘star system’, que fue uno de los elementos básicos para la consolidación de fórmulas
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como el sistema de producción de las grandes compañías o la configuración de los géneros cinematográficos, utilizó la importancia de esas actrices y actores que movilizaban a las masas para prestar el apoyo imprescindible a la imagen de los grandes personajes del pasado (recuérdese la contribución de un actor como Charlton Heston y sus interpretaciones de Moisés, Ben Hur, Miguel Ángel o El Cid). Pero intentando ir más allá de estos aspectos, no podemos olvidar que las biografías cinematográficas soportan los mismos condicionantes que sus homólogas literarias, las cuales han sido estudiadas con especial detenimiento por algunos especialistas (Madelénat); de entre todos ellos nos parece especialmente interesante incidir en el equilibrio, a veces difícil de alcanzar, entre el profundo individualismo del estudio de los personajes (puesto que su singularidad les lleva a ser diferentes del resto de sus coetáneos) y su clara vertiente social y aún pedagógica (Romano: 113) que les hace ser vistos como modelos para el entorno social al que van dirigidos. Las visiones históricas del franquismo El franquismo recurrió, con la misma presteza que otros regímenes totalitarios, a la utilización de las imágenes, exaltando aquellos momentos del pasado que podían ser interpretados de un modo interesado desde el propio planteamiento ideológico. Es necesario recordar, aunque sea muy obvio, que el hecho de que perdurara en el poder durante casi cuatro décadas tuvo como consecuencia lógica una serie de cambios tanto a nivel de sus estructuras internas como de su aplicación a la vida cotidiana, sin olvidar la repercusión que en mayor o menor grado tuvieron los acontecimientos que el contexto mundial experimentó a lo largo de ese dilatado período de tiempo. Nosotros centraremos este trabajo en la época de la autarquía, aquélla en la que el franquismo vivió con mayor rotundidad sus claves ideológicas iniciales y estuvo más encerrado en sí mismo. Si a principios de los años cuarenta encontramos una serie de películas de tema castrense y de encumbramiento de los militares “africanistas”, a finales de la misma década se presta una atención especial a determinados momentos históricos, de tal manera que las obras se concentran en torno a una serie de bloques, sobre todo dos; la época llamada ‘imperial’ y los reinados que la conforman, junto con el descubrimiento de América (la tantas veces encumbrada Hispanidad), mientras que por otra parte la guerra de la Independencia se presenta como una fase de clara exaltación de lucha contra el invasor (Hueso 1998: 156).
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Así constatamos un respeto casi canónico por los criterios empleados en regímenes similares (exaltación de las hazañas militares del pasado, trasmisión de criterios religiosos o políticos propios a otros pueblos, defensa de la patria ante los ataques enemigos), si bien se produce una curiosa paradoja: aunque el número de películas centradas en estas tipologías es ciertamente limitado, su trascendencia y repercusión a nivel social es tan grande que su cantidad parece mayor en el conjunto de esta cinematografía (recuérdese que en la catalogación del cine español de los años cuarenta figuran 12 películas de tema militar y 25 de tema histórico sobre un total de 405 filmes) (Hueso 1998b). Pero dentro de todo este contexto vamos a detenernos en una serie de películas que poseen dos rasgos muy significativos: por una parte se trata de biografías y, por otro, abordan la vida de personajes femeninos que con perspectivas diferentes tuvieron una cierta repercusión en su momento histórico. En relación con el primer aspecto, percibimos que responde a un criterio que ya fue puesto de manifiesto en un trabajo clásico, cuando se apuntó que “el individualismo, con su devoción por el héroe como motor de los hechos históricos” (Egido: 23) era una de las premisas que sustentaba este tipo de cine. Los grandes personajes se contemplarán, y ofrecerán a los espectadores, como modelos de vida en facetas muy diferentes, puesto que si Forja de almas (1943, Eusebio Fernández Ardavín) presentaba la labor del padre Manjón en Granada y su lucha por la enseñanza de los marginados con sus Escuelas del Ave María, una obra como Jeromín (1953, Luis Lucía) ofrecía la entrega del individuo a las grandes decisiones del país por encima de los problemas personales y familiares. Pero hemos apuntado, como segundo rasgo, la atención a una serie de personajes femeninos de la historia; no podemos pensar que se trate de películas en las que se produzca una reivindicación de la contribución de la mujer en el contexto del pasado, sino que como señala “su presencia sólo se asocia a la hábil recurrencia a las capacidades y cualidades ancestrales de las mujeres, asociadas a la preservación de los valores tradicionales (transferencia instrumental de su capacidad reproductora) o consideradas como espoletas que activan el deseo de conquista de los varones” (Selva: 183). Según esto, debemos interpretar estos modelos como vehículos que sirven para reafirmar concepciones de vida e ideología que de otra manera tendrían una repercusión menor (o al menos más difícil) en el gran
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público. De esta manera podemos constatar como en películas que aparentemente no tienen una especial vinculación ideológica (como es el caso de La Lola se va a los puertos dirigida por Juan de Orduña en 1947) se alteran los planteamientos de la obra teatral originaria debida a Manuel y Antonio Machado para reforzar elementos ideológicos que en aquel momento eran propugnados por el régimen (Utrera: 160 y ss). De acuerdo con lo que apuntábamos anteriormente, no se trata de un número considerable de películas (diez en total), pero sí que poseen una serie de rasgos significativos: se encuentran distribuidas a lo largo de casi una década (de 1944 a 1951) especialmente importante para nuestro cine, se marca una cadencia de desarrollo muy significativa y casi constante y en ellas participan algunos de los directores más prestigiosos del momento (destaca de manera significativa Juan de Orduña con tres filmes). Las películas en las que vamos a centrar nuestro estudio son las siguientes: en el año 1944 tenemos Lola Montes, de Antonio Román, Eugenia de Montijo, dirigida por José López Rubio, e Inés de Castro, de Leitão de Barros; en años sucesivos nos encontramos con Reina Santa (1946, Rafael Gil), La princesa de los Ursinos, dirigida por Luis Lucía en 1947 y dos filmes en 1948, Doña María la Brava, de Luis Marquina, y la tantas veces estudiada Locura de amor, de Juan de Orduña. El ciclo se cierra con Agustina de Aragón, debida en 1950 al mismo Juan de Orduña, y dos obras que se estrenan en 1951: Catalina de Inglaterra, de Arturo Ruiz Castillo, y La Leona de Castilla, del infatigable Orduña. Es fácil de comprender que no todas tienen la misma importancia en el contexto del cine español y que su repercusión ha sido muy diferente con el paso de los años. Podríamos resaltar el hecho, a nuestro modo de ver muy significativo, de que frente a la tantas veces destacada defensa de los rasgos nacionales, nos encontramos con algunos filmes que tienen como base una historia que trascurre fuera de nuestras fronteras, si bien sus protagonistas poseen raíces españolas; se trata, curiosamente, de las tres obras realizadas en 1944 (un momento en el que España soporta un importante aislamiento exterior que se verá recrudecido en los años siguientes) y que están ambientadas en países europeos diferentes; a mayor abundamiento, las protagonistas son mujeres que sería difícil incluir dentro de los parámetros generales que se aplicaban en la época presentándolas como ‘defensoras de la familia y el hogar en peligro, siempre por la vía de la abnegación y la renuncia’ (Monterde: 236).
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A fin de poder profundizar en sus rasgos más interesantes, utilizaremos una serie de criterios diferentes, de tal manera que si, en una ocasión, resaltamos la importante vinculación con ciertas bases literarias, en otra destacaremos el punto de partida original de su guión o la singularidad e importancia que adquirieron desde el mismo momento en que fueron estrenadas y que ha hecho que sigan siendo consideradas como paradigmas de las películas españolas de la época. Los antecedentes literarios Nos encontramos con tres películas en las que la referencia literaria es altamente significativa. La primera, y quizás hasta cierto punto de vista menos convencional, es Inés de Castro, dirigida en 1944 por Leitão de Barros; responde claramente a la política de coproducciones con Portugal que se desarrolló en aquellos años, buscando la colaboración entre compañías de ambos países y la distribución en circuitos comerciales complementarios. El punto de arranque es la obra de Afonso Lopes Vieira A paixão de Pedro o Cru (1943), que recoge muchas de las tradiciones literarias y míticas que sobre este tema se habían desarrollado en los siglos anteriores en diversos países como España y Francia, pero de manera muy especial en el propio Portugal donde había perdurado con especial arraigo (Folgar de la Calle: 188-189). Como se apunta en el trabajo citado, en aquel momento se ofrecieron dos versiones diferentes de los mismos acontecimientos a los públicos de los respectivos países coproductores, de tal manera que dejando clara la repercusión de los amores escandalosos entre D. Pedro y Doña Inés, tanto para el desarrollo de su vida en común por encima de las presiones cortesanas como en la venganza llevada a cabo contra sus asesinos, se ofrecían matices distintos que eran significativos. Así, en la versión portuguesa se hablaba de guerra civil y de la unión entre Portugal y España a través de los dos personajes, mientras la voz en off de la película española era más grandilocuente y contemplaba las dramáticas situaciones vividas desde una perspectiva mucho más indefinida. En este momento, nos interesa destacar que la imagen que se ofrece de Inés de Castro es la de una mujer extranjera que ha seducido al heredero llevándole a vivir en adulterio y escandalizando a la corte y al pueblo; la repercusión de estos amores sobre las relaciones internacionales queda muy mitigada a los ojos de Barros, de forma
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que lleva adelante un difícil equilibrio entre el melodrama y los hechos históricos, entre la leyenda y los intereses nacionales de la época, con lo que podríamos decir que Inés de Castro es una mera excusa para incidir en la necesidad de profundizar en las relaciones hispano-portuguesas. El año 1948 vio el estreno de dos obras en las que la base literaria era un referente bien conocido; se trata de Doña María la Brava, de Luis Marquina, y Locura de amor, de Juan de Orduña. En el caso de la primera su punto de partida es la conocida obra de Eduardo Marquina situada como eje central de su trilogía histórica formada por Las hijas del Cid (1908), Doña María la Brava (1909) y En Flandes se ha puesto el sol (1910) y que, en su conjunto, han sido consideradas como el momento álgido de su producción teatral (De la Nuez: 38). Se ha resaltado que Marquina hace suyas varias de las claves del teatro español de su época, de manera especial el no adoptar una postura crítica frente a los hechos del pasado y la pervivencia de claves románticas de gran éxito en los escenarios (ibídem: 35); pero, sin embargo, en Doña María la Brava convierte a la protagonista en representación de los rasgos definidores del alma castellana en su faceta de defensora de la justicia y el patriotismo. No deja de ser significativo (y así ha sido apuntado por Beceiro: 448) que un autor catalán como Marquina, al igual que hicieron otros procedentes de la periferia, muestre en sus obras una gran admiración por Castilla, su pueblo y su carácter de raíz unificadora de España. La obra cinematográfica, llevada a la pantalla por Luis Marquina, hijo del dramaturgo, contó con un guión confeccionado por el propio director y Francisco de Cossío. A pesar de las reflexiones teóricas sobre las similitudes y diferencias entre teatro y cine expuestas por el realizador en alguna ocasión, y en las que defendió el carácter autónomo de la imagen animada frente a los rasgos teatrales (Pérez Perucha 1983: 140) y el dominio literario de su colaborador, nos encontramos con una obra en la que perduran los rasgos de una interpretación grandilocuente y ampulosa (no podemos olvidar la fuerte vinculación que el dramaturgo tuvo con María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza para los cuales escribió esta obra y que ellos estrenaron), a la vez que se incide de manera decisiva en la exaltación de los valores patrióticos. Mayor repercusión, tanto en el momento de su estreno como a lo largo del paso de los años, ha tenido Locura de amor, dirigida por
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Juan de Orduña. Siempre que se ha estudiado esta película se ha hecho hincapié en que se trata de una adaptación de la obra de Manuel Tamayo y Baus y que, curiosamente, no se denomina exactamente igual pues al haberla titulado La locura de amor (1855) resalta el carácter puntual y determinado del tema que plantea frente a lo que serían reflexiones generalistas. En su guión, realizado por Carlos Blanco, participaron, en mayor o menor grado y con responsabilidades que han sido muy controvertidas y difíciles de determinar (Cobos: 38), Manuel Tamayo, Alfredo Echegaray, el propio Orduña y José María Pemán; el mismo autor del guión resalta la vinculación con las claves planteadas en la obra de Tamayo y Baus. Esto lo considera como uno de los factores determinantes del éxito de la película, a lo que se une el que se trata de un filme en el que se superponen diversos niveles de lectura con lo que ello conlleva de riqueza interpretativa y profundidad de intereses diferentes. Nos parece interesante destacar uno de los análisis más recientes (Seguin: 232) en el que se resalta el carácter sutil de la obra, puesto que en ella coexisten un factor de tipo político-ideológico, como es la defensa de los valores españoles frente a las presiones, y aún “injerencias”, de los extranjeros, con una riqueza plástica que va más allá de la tantas veces citada mera recurrencia a las conocidas obras de Eduardo Rosales (El testamento de Isabel la Católica, 1864) o de Francisco Padilla (Doña Juana la loca ante el féretro de su esposo, 1874). Éstas son vistas como ‘tableaux vivants’ para envolver la película en una cantidad importante y significativa de elementos iconográficos de gran riqueza que convierten a Locura de amor en un auténtico exponente de las posibilidades de relación entre el cine y el mundo pictórico. Uno de los factores más determinantes, y al que con más frecuencia se ha recurrido cuando se estudia esta obra, es la interpretación; nadie puede ignorar las claves melodramáticas del personaje teatral originario y la forma en que fue llevado a la pantalla por Aurora Bautista (ella misma habla de la complejidad de aquella mujer, Castillejo: 17). Este personaje ha venido a convertirse en modelo de las claves de las mujeres cinematográficas de la época, dado que con su deseo permanente y a todos los niveles vitales (se nos presenta como un ser que reclama una atención constante de sus oponentes masculinos) adquiere una singularidad que contrasta con la
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mujer sumisa, ama de casa ante todo y recatada que preconizaba el régimen y, sobre todo, determinados sectores del mismo como la Sección Femenina. Como señala Téllez, “pues la mujer de Orduña es siempre un ser deseante, está actuando narrativamente en razón de una demanda insistente, sostenida sin igual vehemencia (lo cual contradice escandalosamente el concepto de feminidad preconizado por la convención sexual dominante en la época) cuya posibilidad de gratificación se frustra de modo irremisible, que deberá sublimar en el estrépito bélico, la renuncia o el anonadamiento necrofílico (Téllez: 55). Junto a estas obras en las que la deuda (o vinculación) con las raíces literarias es directa y profunda, encontramos otros filmes en que es más dudosa y, a pesar del paso del tiempo, no está suficientemente esclarecida. Si anteriormente hemos comentado la discutible participación de algunos literatos en el guión de Locura de amor, y en concreto de José María Pemán, algo similar ha sucedido en relación a Lola Montes (1944, Antonio Román). El complejo proceso de guionización de esta película (algo bastante frecuente en las obras de esta época) vuelve a presentarnos la inclusión del autor gaditano, si bien todo apunta (Coira: 95) a que se recurrió a él por el prestigio de su nombre y las buenas relaciones con el régimen. En una línea similar, aunque con un índice mayor de responsabilidad, se sitúa la presencia de un guionista como Francisco Bonmatí de Codecido que, junto a la conocida amistad y colaboración con el director del filme (con el que trabajará en obras venideras), incorpora su firma en una serie de obras en las que se planteaban ideas vinculadas a los dictados del franquismo. La “difícil” personalidad del personaje biografiado se salvó merced a que el director (y coguionista) hizo constante hincapié en que no se trataba de una obra meramente histórica, sino que se incorporaban un número importante de criterios ficcionales. De esta forma se pudo presentar a una mujer que en ambientes muy complejos y diferentes (Sevilla, París y Munich) reafirmaba su carácter individual por encima de los avatares en que se veía envuelta y los amores que marcaban su agitada vida. Hay que destacar, además, que se trata, como apuntábamos anteriormente, de una más de las biografías centradas en personajes internacionales (y no podemos olvidar la ajetreada vida de Lola Montes en la Europa de los años centrales del siglo XIX), por lo que no es posible considerar el filme como un simple exponente directo de las premisas ideológicas del régimen, sino ver en él una
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muestra de ciertos deseos de apertura hacia el exterior o de establecer vínculos foráneos (ejemplo de ello sería la búsqueda de coproducciones con otros paises como Portugal que ya hemos citado) que rompiera el carácter autárquico en el que se movía en ese momento España, algo que en esas circunstancias le estaba vedado al franquismo o, por lo menos, en lo que encontraba grandes dificultades. Los guiones originales Junto a las obras con fuerte impronta literaria nos referimos ahora a otras películas en las que la guionización fue no sólo original, sino que en ocasiones estuvo vinculada a profesionales de indudable solvencia. En La Princesa de los Ursinos (1947, Luis Lucia) encontramos de nuevo la participación de Carlos Blanco. Algún autor (Gómez Mesa: 88) ha planteado la inspiracion inicial en la obra de Alfonso Dánvila, si bien no aporta ningún dato ni constan elementos que defiendan esa autoría; sin embargo, en su momento lo que se resaltó fue la calidad del guión que mereció los premios anuales el Sindicato Nacional del Espectáculo y del Círculo de Escritores Cinematográficos. Se trata de un personaje femenino de indudable atractivo, sobre todo porque su actuación durante el reinado de Felipe V se debate entre los intereses españoles y los franceses, con lo que ello representa de concepciones nacionales divergentes. Además se puede hacer una lectura, vinculada a la fecha de su realización, en la que se plantee la defensa de los intereses españoles frente a las injerencias de países extranjeros que quiere incidir tanto en los aspectos de índole interna como en su posicionamiento internacional. Todos estos rasgos se reafirman al encontrar como vehículo de expresión la interpretación de Ana Mariscal, presentándonos una mujer luchadora y determinante en medio de un ambiente masculino. La participación de esta actriz, que se encontraba en el arranque de su magnífica carrera profesional tras su participación en Raza (1941, José Luis Sáenz de Heredia), será determinante en el éxito del filme, puesto que dará vida a Ana María de la Trémouille con un equilibrio y contención de los que haría gala en bastantes obras posteriores. Una base literaria difusa también se plantea en relación con La Leona de Castilla (1951, Juan de Orduña); la obra en verso de Francisco Villaespesa podría ser el punto de partida utilizado por Vicente Escrivá para la trama argumental desarrollada en el guión
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(ibídem: 279), aunque no se encuentra acreditado. Lo que no podemos obviar es que en esta ocasión nos encontramos ante uno de los guionistas más sólidos del cine español del momento y que posteriormente va a tener una trayectoria dilatada y fructífera. La proverbial fuerza que concede Escrivá a sus personajes encontrará un campo idóneo en la figura de Doña María de Padilla; interesa resaltar que, como sucedía en otras películas del ciclo que estamos estudiando, el personaje femenino tiene que reafirmarse en medio de un mundo de hombres en el que sus posibilidades, no sólo de sobrevivir sino de sacar adelante sus ideas, son mínimas. Llamábamos la atención anteriormente sobre el hecho, que no puede desdeñarse, de que las protagonistas de varias de estas películas, aunque posean sus raíces españolas, desarrollan toda su actividad pública en otros países. Este el caso de filmes que cuentan, también, con guiones originales; nos referimos a Eugenia de Montijo (1944, José López Rubio), Reina Santa (1946, Rafael Gil) y Catalina de Inglaterra (1951, Arturo Ruiz Castillo). Son tres películas en las que encontramos ambientes cronológicos, nacionales y sociales muy diferentes, a lo que se une el que las claves femeninas que se presentan son muy opuestas entre sí. Todas ellas se estructuran como una dialéctica de oposición entre los aspectos individuales (y en el caso de las dos últimas su defensa de valores positivos) y los criterios del contexto en el que desarrollan su actividad. De esta manera, en la primera obra el deseo de éxito y la ambición por ocupar un puesto tan importante como es el de Emperatriz de Francia marca la vida de la protagonista; en el caso de la película de Rafael Gil, doña Isabel de Portugal se nos ofrece como un modelo de virtud cristiana, de resignación ante los desprecios de su marido y esfuerzo continuado por conseguir la paz en Portugal, su país de adopción, mientras que la hija de los Reyes Católicos es presentada como catalizador de la defensa de los principios patrióticos y religiosos, utilizando como punto de crítica la postura de Enrique VIII frente al poder español y sus pasos para la configuración del anglicanismo. Tampoco podemos ignorar el hecho de que en estas interpretaciones se cuenta con dos de las actrices más importantes del momento, como son Amparo Rivelles en el papel de la sevillana trasladada al mundo francés, y Maruchi Fresno dando vida a las reinas
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portuguesa e inglesa. Ambas protagonistas se caracterizan por su contención en muchos momentos de la acción, de tal manera que podríamos contrastar su puesta en situación con la de otras intérpretes que estamos estudiando. Una obra paradigmática Situada casi al final del período que estudiamos, se encuentra Agustina de Aragón (1950, Juan de Orduña). La importancia de este filme y de su personaje protagonista está fuera de toda duda y ha llevado a que sea contemplado como resumen de gran parte de las características que venimos apuntando, por lo que creemos conveniente estudiarlo de manera individualizada. Recurriendo una vez más a la estructura de “flash back” (como se había hecho en Locura de amor), nos encontramos con una película de fuerte y evidente exaltación patriótica. El marco general de la guerra de la Independencia se va concretando paulatinamente en una serie de microtemas: las partidas rurales, la presencia de los afrancesados colaboracionistas, la fusión entre el ejército y el pueblo, la importancia de la impronta religiosa y, sobre todo, la defensa de Zaragoza como símbolo de toda España. Como hilo conductor en medio de todos estos núcleos nos encontramos con la figura de Agustina; se nos ofrece como una mujer sencilla que va asumiendo una serie de responsabilidades ante la evolución de los acontecimientos (sean personales o públicos). Tal vez sea éste uno de los rasgos más interesantes de la obra, puesto que si en otras películas hemos visto a mujeres que adquirían un protagonismo en circunstancias muy difíciles y aún adversas, lo hacían asumiendo su rol en el momento histórico que vivían (en unos casos por ambición y en otros por generosidad); en esta ocasión, por el contrario, la protagonista no aspira a ocupar ningún papel determinante en los acontecimientos históricos, pero de forma lenta, inexorable, se ve abocada a ocupar un papel para el que ella no se consideraba preparada. En esta estructuración debemos destacar la construcción del guión, en el que Vicente Escrivá consigue, una vez más, un indudable y difícil equilibrio entre todos sus elementos, desde aquellos referenciales del contexto social y político hasta los individuales a través de la definición de personajes de indudable riqueza. Quizás uno de los rasgos que sería más interesante destacar es la visión de la
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mujer en todos estos contextos. Bien es verdad que cuando se habla de este filme se concede una atención casi exclusiva a la interpretación desmesurada, y casi histriónica, de Aurora Bautista en los momentos finales de la epopeya zaragozana. Sin embargo, creemos que sería conveniente contemplar esa situación en relación con algunas circunstancias anteriores en las que se plantea, por ejemplo, la marginación de la mujer en la vida pública, la fortaleza de la estructura patriarcal en la familia, la impronta de las convicciones religiosas y su incidencia en el mundo femenino, el papel de la mujer en la sociedad rural, etc. Estos elementos confieren a este filme un interés de tipo social que muchas veces se ha pasado por alto; junto a la imagen de la protagonista se nos presenta a la mujer recluída en el ámbito doméstico, en el que el poder masculino es total y omnímodo, con unas formas de vida y unas limitaciones de perspectivas en su realización personal, como también ha sido vista en los modelos presentados por otros autores teatrales como Alejandro Casona (Nieva de la Paz: 76), si bien no deberíamos olvidar que en estos ámbitos rurales lo femenino adquiere un cierto, aunque limitado, grado de protagonismo debido al arraigo de claves matriarcales vinculadas al trabajo agrícola. Por otra parte, la mujer aparece como soporte fundamental de las creencias religiosas, algo muy frecuente en la representación de sociedades católicas, de lo que es buen ejemplo la secuencia en la basílica del Pilar de Zaragoza. Todo ello nos lleva a ver Agustina de Aragón como una especie de obra resumen, en la que confluyen aspectos del mundo femenino que en obras anteriores han sido presentados desde perspectivas diferentes y con mayor o menor profundidad. De esta manera, el filme se nos ofrece un abundante abanico de perspectivas y visiones sobre la mujer y su incardinación en los hechos sociales del pasado histórico, respondiendo de manera global a los planteamientos socio-políticos de la España del momento. *** A través de estas páginas ha quedado evidenciada la importancia de las imágenes cinematográficas como trasmisoras de planteamientos ideológicos, algo que en el contexto de un régimen político férreo como el franquismo de los años cuarenta adquiere una especial singularidad.
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La utilización de autores y obras de la tradición teatral española (con autores como Tamayo y Baus, Marquina, Villaespesa y otros) se convirtió en un soporte nada desdeñable para las películas en las que se pretendía una reinterpretación de la historia. Ello, sin embargo, dio origen a una latente paradoja que en determinados momentos de los filmes aflora de manera explícita; y es que los personajes femeninos que se convierten en hilo conductor de estas obras son presentados con unos rasgos individualizadores (fortaleza, decisión, participación en la vida pública) que entran en contradicción con muchas de las premisas conceptuales con las que el propio franquismo, y sobre todo algunas de sus corrientes ideológicas como es la Sección Femenina, pretendían definir el papel de la mujer en la sociedad del momento. Este mundo de contradicciones se reafirma en las películas, cuyas protagonistas son mujeres ubicadas en contextos extranjeros; en un momento en que el régimen quiere presentar a España como representante y adalid de los valores del catolicismo, de la familia, de la defensa de la patria y de lo castizo, llama la atención la presencia de mujeres que tuvieron una intervención nada desdeñable en determinados acontecimientos de otros países a través de unas actitudes vitales alejadas de las propugnadas por el franquismo. Con todo ello, se nos hace explícita una conclusión que en las últimas décadas hemos defendido algunos historiadores de nuestro cine, como es el hecho de que el monolitismo ideológico del régimen no fue tal o al menos no tan rígido como podría parecer, lo cual quedó ejemplificado en las imágenes animadas, puesto que podemos constatar cómo afloran tendencias, digresiones o peculiaridades que es necesario identificar y estudiar para comprender un cine mucho más variado y rico del que nos había sido presentado por el propio franquismo. Bibliografía Beceiro Pita, Isabel. 1998 .‘Los mitos medievales y su revisión en el tránsito entre los siglos XIX y XX’. En: Estudios de literatura española de los siglos XIX y XX. Homenaje a Juan María Díez Taboada. Madrid: CSIC: 443-450. Bergman, Andrew. 1971. We’re in the Money. Depression, America and its Films. New York: New York University Press. Castillejo, Jorge. 1998. Las películas de Aurora Bautista. Valencia: Fundació Municipal de Cine. Mostra de Valencia. Cobos, Juan. 2001. Conversaciones con Carlos Blanco. Valladolid: 46 Semana Internacional de Cine.
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4. Mujeres en el mundo profesional
El papel de la mujer intelectual según Margarita Nelken y Rosa Chacel Shirley Mangini De las españolas que más cuestionaron el papel de la mujer en los años veinte, Margarita Nelken y Rosa Chacel se destacan por su incisivo tratamiento del tema. En su obra ensayística La condición social de la mujer en España, en su novela La trampa del arenal y en su ensayo dialógico, Entre nosotras, Nelken demuestra la evolución de sus ideas sobre la situación de la mujer. Chacel, unos sesenta años después, recrea el mundo intelectual de su juventud en su trilogía novelística, empezando con Barrio de Maravillas. Sobre todo revela cómo unas mujeres jóvenes luchan por insertarse en ese mundo en la segunda novela, Acrópolis, a pesar de estar excluidas por los hombres.
En este ensayo propongo examinar el papel de las mujeres en Madrid durante los años veinte, una época de cambios radicales para la población femenina en el sector público. Me interesa para este objetivo analizar algunos escritos de dos de las intelectuales más controvertidas y brillantes: la crítica y congresista Margarita Nelken, que en varias de sus obras analiza la sociología de la vida de la mujer urbana con una perspectiva revisionista, aunque muy personal; y la novelista Rosa Chacel, cuya retrospectiva visión de unas jóvenes intelectuales en Madrid es ontológicamente autobiográfica. Estas dos mujeres tendrían un papel importante como desmitificadoras de la inexorabilidad con que el patriarcado concebía el papel de hombres y mujeres, visible sobre todo en los años veinte en los medios de comunicación. Aunque Madrid era una capital donde todavía había notables vestigios de provincianismo, surgió un aire internacional y “erotizado” cuando empezaron a llegar aristócratas e intelectuales extranjeros con la Gran Guerra. Las relaciones entre hombres y mujeres comenzaron a cambiar y, según la novelista Rosa Chacel, se forjaron amistades entre los dos sexos, algo insólito en España; y también se empezó a hablar
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de temas anteriormente tabúes en España: “amores” y “amoríos” (Chacel 1993: 288). Y el feminismo que surgió en el mundo anglosajón comenzó a suscitar una reacción en España, como refleja María Martínez Sierra al describir sus razones por hacer su libro de encuestas, La mujer moderna, de 1920: Apuntaban entonces las gloriosas victorias del feminismo militante; empezaban los pueblos a reconocer el valor eficaz del factor “mujer” para la gobernación de los Estados y el arreglo total de la vida; yo, pensando que la corriente de progreso no podía menos de llegar a España más tarde o más temprano, pregunté a los intelectuales españoles: ¿Qué piensan ustedes acerca del problema feminista? (Martínez Sierra: 9)
Pero como he notado en otros lugares, el patriarcado hizo un esfuerzo por detener el progreso de la mujer que se estaba integrando en organizaciones femeninas, en las escuelas profesionales, y en las universidades 1 . La mujer estaba cambiando de indumentaria y de actitud; aparecía en el sector público, en la calle y en el metro; algunas participaban en los deportes. La mujer moderna estaba naciendo en España y esto lo podemos percibir en todos los aspectos de la sociedad. Margarita Nelken es la mujer española que más vigorosamente refutó las “teorías” de los misóginos de los años veinte. Una mujer de enorme talento, fue primero pintora, luego crítica de arte, literatura y sociedad, así como congresista en la Segunda República. Nelken era políglota, una mujer cosmopolita, visionaria, irónica, y subversiva. Vivió como quiso; tuvo una hija con el magnífico, aunque malogrado escultor Julio Antonio (1889-1919); luego convivió con su futuro marido -que estaba todavía casado- antes de casarse con él; fruto de esas relaciones fue su segundo hijo. Su atrevimiento produjo gran consternación; y sus escritos más 2 . Nelken fue, por su propia condición de madre soltera, una feroz defensora de la madre y, según Paul Preston, hábilmente compaginó su feminismo con el tema de la maternidad (272). Sin embargo, en sus polémicas indagaciones sobre la naturaleza de la mujer, no la defendía como ser innatamente puro, sino como un ser cuya defectuosa “segunda naturaleza” fue impuesta por tradiciones sociales a través de los siglos. (Nelken, ca. 1930: 21) Por eso, para algunos críticos, sus observaciones parecen antifeministas, incluso misóginas. En La condición social de la mujer en España (1919), Nelken expone muchos de los problemas que afligían a la mujer española en
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aquella época, entre ellos: la pobreza económica y espiritual de la mujer burguesa, el trabajo femenino mal remunerado, el matrimonio como la esclavitud de la mujer, y el degradante efecto de la Iglesia sobre ella. Pero, como señalan los subtítulos de la obra: Su estado actual: Su posible desarrollo, la autora no sólo denuncia los males, sino también propone la creación de una nueva infraestructura social que mejorara no sólo la situación de la mujer, sino la de la sociedad en general. Como dice Mary Lee Bretz: “Nelken’s essay seeks to break down tradicional barriers, to cross over established divisions to create new communities and forge new alliances between groups that have been traditionally Antagonistic…” [El ensayo de Nelken busca derrumbar barreras tradicionales, atravesar las divisiones establecidas para crear nuevas comunidades y para forjar nuevas alianzas entre grupos que han sido tradicionalmente antagonistas.] (Bretz: 105) La reacción ante su atrevido e inteligente libro fue fulminante; por un lado, la autora fue muy solicitada y, por otro, muy calumniada. Su novela, La trampa del arenal (1923), es uno de los pocos casos de literatura “feminista” donde el hombre es destacado como víctima de las leyes “matriarcales”, podríamos decir. La trama denuncia la costumbre al uso para atrapar a un joven burgués en un matrimonio con alguien de la clase proletaria. Es una obra muy madrileña y costumbrista; el lenguaje, la toponimia, y los hábitos son específicamente de los barrios castizos de la corte. El protagonista, Luis, es un ingenuo estudiante de la alta burguesía rural que va a Madrid para hacer la carrera; el joven se encapricha de una guapa dependienta de una papelería, Salud, que vive en un ambiente de chulería y vulgaridad 3 . Cuando Salud se queda embarazada por los artilugios de ella y su madre, Luis pierde la posibilidad de terminar los estudios y lograr una carrera digna de su clase. En un principio la pareja parece estar feliz; ella por haber trepado en la sociedad y él, por sentirse orgulloso de su hermosa familia. Pero pronto Luis se da cuenta de que ha sido víctima de una seducción, y Salud revela la verdadera mezquindad de su carácter. Lo que ha motivado mucha de la discusión crítica sobre el libro es la aparición de Libertad, una joven traductora sumamente moderna e independiente. Libertad servirá para que Luis, sumido en la pobreza espiritual de su mujer y la familia de ella, pueda respirar el aire de honradez e integridad de la joven. Pero más importante que su función en la trama es el papel de Libertad como el alter ego de Margarita
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Nelken 4 . Libertad no sólo refleja algunos de los mismos postulados que la autora expone en La condición social…, sino también defiende la postura vital de Nelken. Libertad es la desmitificadora de los mitos patriarcales y eclesiásticos; no es una “zorra” por tener amante, tal como la ve Luis en un principio. Al conocerla mejor, ella le confiesa a Luis su tristeza por no haber concebido un hijo cuando tenía novio. Cuando Luis se muestra escandalizado por “el que dirán”, Libertad responde que eso no le importa en lo más mínimo (Nelken 1923: 16869). Luis se queda admirado de su valentía, y Libertad responde con la misma energía que demostraba Nelken en su vida: “Valor no me ha faltado nunca para nada, es verdad, y, sobre todo, para ser sincera conmigo misma. Pero si tuviera un hijo, un hijo que fuese sólo mío, me parece que tendría fuerzas para arrostrarlo todo en el mundo” (ibídem: 169). Pero pronto Libertad se va a trabajar a París, sabiendo que el amor que se han confesado no puede ser 5 . Y Luis se queda desolado al darse cuenta de que ha caído en “la trampa del arenal” y que su vida ya no tiene arreglo. Esta obra ha suscitado algunas reacciones negativas sobre el supuesto feminismo de Nelken, ya que trata a Salud y a las mujeres de su entorno con dureza e ironía 6 . Toda la novela es una subversión del ideal matrimonio burgués y una dura crítica de la farsa que Salud hace de su matrimonio y la maternidad. Pero Nelken no es una misógina, sino una crítica social que denuncia los falsos valores que unen a las parejas. Tal como hizo en La condición social…, Nelken demuestra que el matrimonio como solución económica para la mujer es un acto desesperado que resulta en un sino degradante y traicionero. En su libro menos tratado por la crítica hasta hoy día, Entre nosotras, publicado en 1927, Nelken retoma algunos de los temas de La condición social… y De la trampa del arenal, aunque con mayor ambigüedad, porque hay dos voces que opinan sobre la situación de las mujeres. Como en La trampa del arenal, hay un tono irónico 7 . En Entre nosotras la autora emplea un diálogo platónico –aunque Nelken calificó el libro de “ensayos” 8 (Martínez Gutiérrez 2000: 16)–. Las protagonistas son dos mujeres muy cultas. Elena es una joven feminista y su hermana mayor, Isabel, es de ideas más tradicionales, a pesar de que ella también se califica de feminista. La ambigüedad procede del hecho de que, aunque Elena parezca representar la ardiente voz de la autora, a veces Isabel, más conservadora y articulada que su hermana idealista, matiza las ideas de Elena, y presta
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una visión más realista de la situación de la mujer. Incluso la autora nota que Isabel es “más flexible” que su hermana, porque conoce el mundo mejor y ha sufrido mucho (Nelken 1927: 7). De modo que, con otro formato que el de La condición social…, pero con parecidas intenciones -aunque atenuadas por las experiencias que Nelken ha tenido entre tanto-, la autora contrasta la actitud de una mujer práctica con la actitud de otra que espera cosas excepcionales para la mujer. He aquí entonces a la Nelken realista que ha sufrido los golpes del patriarcado por sus atrevidas ideas, y que ve los límites que le han impuesto, y la otra Nelken que espera todavía revolver el mundo con sus avanzadas ideas para cambiar la lamentable situación de la mujer española. También aquí, tal y como señala Martínez Gutiérrez de La condición social…, Nelken “Establece la articulación entre lo natural y lo social, entre la biología y la cultura . . .” (2005: 260). O sea, reiterando la importancia que tiene la maternidad para Nelken, asimismo en Entre nosotras el tema de la maternidad mediatiza y determina irrevocablemente “la condición social” de la mujer. Es un libro dialógico y filosófico y, por ende, elusivo y provocador. Aquí se ve muy bien lo que Martínez Gutiérrez describe como el “desafío e innovación” en la obra de la autora, su capacidad para revelar “la controversia sobre el consensuado origen natural de las atribuciones sociales de la mujer” (2000: 19). Nelken, con sus posturas siempre provocativas por aparentemente contradictorias, hace buen uso de las dos protagonistas que a veces convergen en su deseo de establecer la integridad de la mujer española. La introducción de varias amigas en la casa –no hay mas acción que el diálogo entre las hermanas y el lugar es siempre su casa– provocan ardientes discusiones sobre el tema de la mujer, siempre llenas de alusiones literarias e históricas. Entre nosotras revela, a través de Elena, temas que ella cree que conciernen urgentemente a la mujer. Declara en la primera frase del prólogo: “La mujer es igual al hombre” (Nelken 1927: 5). Y sigue discurriendo, hablando irónicamente del doble estándar sobre “el honor” de la mujer y “el libertinaje” del hombre (ibídem: 9). El tema de la maternidad surge por primera vez cuando llega una amiga profesora que vive en el extranjero. Ella sirve de vehículo para contrastar su vida con la de la madre de Elena e Isabel, una mujer con ocho hijos que está contenta de estar en casa, placenteramente haciendo encaje. Aquí se trasluce que Elena tiene una lucha interior. Aunque respeta a su adorada
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madre, cree que ser profesional es más importante que ser madre; la vida profesional es “vivir”, mientras que el ángel del hogar no hace más que “vegetar” (ibídem: 21). Isabel defiende a la ama de casa porque su trabajo es también respetable si lo hace bien (ibídem: 27). El narrador omnisciente describe a la madre: “Ella admira por igual a su marido y a sus hijos, y los quiere a todos –casi por igual– maternalmente” (ibídem: 20). Sorprende la postura de Isabel porque defiende, de acuerdo con Unamuno, el amor de la mujer por el hombre como un amor maternal; considera a éste como el ‘amor noble’, mientras que el amor por el hijo es puro ‘instinto’ (ibídem: 164). Dice: “La mujer que en el hombre vea, además del compañero, a un hijo, será desinteresada en todo cuanto ataña a su capacidad de sacrificio y de renunciamiento” (ibídem: 165). Nada idealista, Isabel sugiere que el otro sexo es débil; y la mujer, más fuerte por su capacidad de abnegación, debe cuidarlo desinteresadamente 9 . En otro de los episodios o ejemplos, Elena lamenta que una amiga inteligente opte por casarse y dejar la carrera (ibídem: 61-62). Y aquí se complica el tema de las relaciones de género cuando hablan del matrimonio y la posibilidad del divorcio. Surge lo equívoco de las voces: Isabel defiende la inexorable necesidad del matrimonio para que la mujer tenga la protección y el apoyo económico de un hombre (ibídem: 70); al mismo tiempo, condena la institución, cosa que había evidenciado Nelken en el desastroso matrimonio de Salud y Luis en La trampa del arenal. Como ha dicho Nelken en otros lugares, Isabel reitera la idea de que el matrimonio “por mera conveniencia” es igual que la prostitución (ibídem: 126). En cuanto al tema del divorcio, casi convergen las voces de las hermanas. Elena cree firmemente en el divorcio, e Isabel lo ve como una posibilidad de liberación para la mujer, puesto que opina que el hombre siempre está libre, aunque esté casado (ibídem: 139-41) 10 . Pero en algunos momentos, Isabel se convierte en la voz inequívoca del patriarcado español de los años veinte, sobre todo cuando habla de la mujer como ente pasivo en la producción cultural. Elena insiste en que la mujer es una participante activa en la cultura tema que también trata Chacel en varias de sus obras- pero Isabel cree que sólo participa de la cultura; o sea, la mujer no puede ir en busca de la verdad abstracta o crear algo original. Dice: “El conocimiento en sí, la busca del conocimiento sin aplicación práctica inmediata, parece estarle vedada a la mujer” 11 (ibídem: 173). Para Isabel, y los
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misóginos de su tiempo, la mujer es “metafísicamente impotente” (ibídem: 177); la mujer puede, por ejemplo, “sentir” el arte, pero no “crearlo” (ibídem: 194-97). Isabel insiste en que Elena es demasiado idealista en su fervor ante la mujer profesional independiente y en que la mujer que quiere igualdad con el hombre y que tiene ambiciones, va a sufrir; cree que hay que aceptar las diferencias fisiológicas entre el hombre y la mujer y que la mujer tiene que feminizarse. Comenta que las solteras independientes son “insatisfechas” e “histéricas” (ibídem: 79-80). Estas observaciones revelan muy bien la actitud de médicos como Marañón y sus seguidores 12 . Isabel insiste en que el cuerpo, la intuición y el espíritu están intrínsicamente relacionados en la mujer, mientras que el hombre puede “divorciar” su cuerpo de su espíritu (ibídem: 94). Aquí tenemos a la Nelken más irónica, ya que Isabel dice que las mujeres no pueden crear un “sistema filosófico” porque “Sería un sistema tan influido por contingencias físicas, que muy poca filosofía pura habría de encerrar” (ibídem: 98). Justamente lo que pretende aquí Nelken es crear una epistemología del género sexual con el debate entre Elena e Isabel, y su lucidez ante el tema confirma que las “contingencias físicas” no parecen haber intervenido 13 . Pero como en el caso de Chacel, Nelken no se consideraba a sí misma como una típica mujer de la burguesía, sino una mujer excepcional, y estaba segura de su capacidad teórica. A través de todo el libro, hay un cuestionamiento filosófico sobre la nobleza del ser humano y sus instintos animales; Nelken indaga constantemente en cómo esta dialéctica mediatiza las relaciones de género. ¿Quiénes son más crueles? ¿Las mujeres o los hombres? ¿Quiénes son más honestos en el amor? ¿Quiénes más pacíficos? Por ejemplo, cuando habla de una madre soltera abandonada por su pareja, Isabel concluye que la mujer no es noble por defender a su hijo; como hemos observado antes, ese amor maternal es producto del instinto. La madre defiende a su hijo porque es de su carne, pero es el amor “más puro” (ibídem: 159-66). Sin embargo, Isabel dice que el hombre no tiene instinto paternal, así que podemos concluir que le falta la pureza del amor hacia sus hijos porque no es un ser abnegado, sino egoísta, o simplemente porque el hijo no ha salido de sus entrañas. También dice Isabel que el hombre es más mentiroso en el amor para poder conquistar a la mujer, mientras que la mujer miente para mantener las apariencias y para evitar que su hombre la abandone (ibídem: 217220). Elena mantiene su ardiente fe en la posibilidad de que algún día
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habrá “mutua compenetración” entre mujeres y hombres (ibídem: 221). O sea, según Elena, ‘la batalla de los sexos’ se irá esfumando y todos serán más nobles en su trato amistoso y amoroso. Pero hay que señalar que Isabel tiene la última palabra al final de este texto dialógico, como la ha tenido en todo el libro. Para Isabel, la soltera es una “fracasada” y la libertad no constituye la “superioridad” (ibídem: 236-37). El hombre siempre será el que apoya económicamente a la mujer y la mujer siempre estará “presa” (ibídem: 239). De hecho, la conclusión de Isabel al final del libro parece ser bastante derrotista y ambigua: “bastante hacemos ya con ser mujeres” (ibídem: 240). Con este determinismo de Isabel, nos hace pensar que Nelken, en 1927, no había visto mucho progreso en “la condición social” de la mujer desde 1919; que el realismo, pragmatismo, y conservadurismo de Isabel hace contrapunto al idealismo y ambición de Elena. Aunque convergen a veces en sus indagaciones sobre género sexual y en las capacidades intelectuales de la mujer, al final está claro que Nelken pone en duda el posible éxito de las aspiraciones de Elena por saber que ni el patriarcado ni la mujer burguesa habían cambiado mucho en los años que transcurren entre la publicación de La condición social y Entre nosotras. El caso personal y profesional de Rosa Chacel se distingue mucho del de Nelken. Chacel rechazó la etiqueta de feminista por su temor a entrar en el ghetto de las escritoras. Pero sí fue una mujer preocupada por el destino de la mujer intelectual, lo que es notable tanto en su prosa ensayística, como en algunos de sus cuentos y novelas. Como Nelken, también fue una mujer atrevida por, entre otras razones, contradecir y enfrentarse al incontestable “maestro” Ortega 14 . Chacel empezó estudiando escultura en Bellas Artes, aunque pronto abandonó su afán por el arte clásico por la bandera de la vanguardia literaria 15 . Chacel también conoció mundo; viajó por Europa en los años veinte, cuando estuvo en Roma con su marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio, y continuó viajando a través de su larga vida errante. Rosa Chacel nunca habló del feminismo, ni de la necesidad de la independencia económica de la mujer; lo suyo no era una visión pragmática como la de Nelken, sino metáfisica. Pero Chacel, a compás con Nelken, creó una filosofía propia, aunque en su caso no era una filosofía sociológica sobre la mujer, sino una filosofía estética, basada en la importancia de su auto-realización en el mundo del arte y las letras.
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Chacel, en forma novelesca, y sesenta años después de los acontecimientos, refleja algunos de los mismos problemas de género sexual que Nelken expone en Entre nosotras, utilizando, curiosamente algunos de los mismos recursos, aunque con el estilo “deshumanizado” que empleó desde sus primeras novelas. En la trilogía escrita a su vuelta a España después del exilio –Barrio de Maravillas (l976), Acrópolis (l984) y Ciencias naturales (l988)–, Chacel narra la odisea de dos estudiantes en los años veinte – coincidentemente, se llaman Elena e Isabel– que van navegando por las “peligrosas” aguas del mundo intelectual, patrimonio de los hombres. Esto lo vemos especialmente en la novela Acrópolis, que empieza con el siguiente epígrafe de Dámaso Alonso, que al hablar de su generación escribió: “...los recuerdo a todos en bloque formando conjunto como un sistema que el amor presidía...”. Nuestra autora aclara el uso de este epígrafe más abajo: “El párrafo de Dámaso Alonso que señalo, me pareció decisivo para la proyectada trilogía que pensaba biografiar a los chicos de mi generación...”. Es una reflexión, entre otras cosas, sobre “aquel altozano [que] llegaría a tener de colina sagrada” (Chacel 1984: 7), refiriéndose a la Residencia de Estudiantes que, como bien se sabe, fue el foro más importante para la creación de una vanguardia nítidamente española en los años veinte. En Acrópolis, la búsqueda de lo inefable y de la verdad en el arte se compagina con las meditaciones sobre el Eros para darnos el mundo juvenil intelectual de nuestra autora en su plenitud y para introducirnos en el peliagudo tema de las relaciones de género 16 . En Acrópolis los diálogos intelectuales de Elena e Isabel se entremezclan con monólogos que crean una red de pensamientos diversos y difusos, sugiriendo así la frenética actividad intelectual en el Madrid de los años veinte. Como en Entre nosotras, más que actuar, los personajes reaccionan ante el arte y la literatura, ante el amor y el Eros 17 . En Barrio de Maravillas, Chacel analiza su vida estética en la “vetusta”, según ella, Academia de Bellas Artes de San Fernando -donde estudió entre 1916 y 1918- a través de Elena e Isabel 18 . Pero en la segunda entrega de la trilogía, Acrópolis, las jóvenes ya no andan “a gatas por los campos del Arte” como en Barrio (ibídem: 305). Son más maduras, y su naciente conciencia de ser artistas se complica por su conciencia de vivir a extramuros de la cultura legítima: la de los hombres. Como en Entre nosotras, Elena e Isabel son la configuración a dúo de la autora, dentro de la cual se
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revela el discurso platónico que entablan desde sus años de novatas en el mundo de la creación artística, una “ensoñación reflexiva de sus propias vidas mediante los monólogos-diálogos” (Foncea Hierro: 160). Estas jóvenes son aprendices en el mundo urbano madrileño. Pero su educación contrasta profundamente con la de los hombres, que estudian en la universidad, frecuentan la Residencia de Estudiantes y las tertulias consagradas, hacen carreras “serias”, y tienen la última palabra patriarcal y condescendiente para ellas 19 . Por ejemplo, Martín, que está enamorado de Elena, dice de sus amigas: Creéis que ser modernas es vestirse a la moda, pero no os dáis cuenta de lo que la moda lleva debajo, no sabéis lo que es la moda en camisa o sin camisa. Es eso, estáis al tanto de todo lo que hay por ahí, pero no tenéis antenas, no tenéis olfato más que para lo que guisan en el piso de al lado, y lo que hace falta es oler lo que 20 no se guisa... (Chacel 1984: 242)
Como la de Chacel misma, la “universidad” de Elena/Isabel es la Academia de Bellas Artes de San Fernando y el Museo del Prado (sobre todo en Barrio de Maravillas), las exposiciones de arte, las conferencias y las tertulias en el Ateneo, y la calle, donde ellas actuan como los flâneurs que describe Walter Benjamín 21 . Ellas deambulan por la ciudad observando la nueva, igual que la antigua, arquitectura madrileña. Ya en Barrio, las chicas son denominadas por su lugar excéntrico en la cultura madrileña; los hombres las llaman “es-tetas”, señal de su condición inferior por ser hembras. Cuando las jóvenes hablan de sus coetáneos masculinos, dicen: “-Bueno, y ¿qué te parece lo que piensan de nosotras? -Y lo que nosotras pensamos de nosotras, ¿qué te parece? -Lo que me parece es que vamos a tener que ponernos a pensar en la teoría” (Chacel 1985: 280). Elena e Isabel contemplan cómo van a negociar su vida artística frente al patriarcado. “La teoría” sería su “armadura” para hacer frente a las legiones de hombres que pondrían en duda su validez intelectual 22 . Acrópolis me parece un excelente ejemplo de cómo Chacel conservó su creencia en la vanguardia a través de su vida y cómo, a la hora de novelizar su aprendizaje en el mundo del arte, logró conjurar ese ambiente madrileño de la primera posguerra y de la vanguardia. La obra es atemporal por el hecho de que todo es recuerdo. Pero se puede percibir que el hilo va desde el final de la primera guerra mundial -trata especialmente la pandemia llamada la ‘gripe española’ de 1918- hasta el año 27, cuando los jóvenes de la Residencia de Estudiantes hacen un homenaje al poeta Góngora, que Chacel cita en
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el texto 23 (Chacel 1984: 230-34). Podríamos especular que para Chacel lo bueno llega a fines de la década de los años diez: a nivel microcósmico, la madurez y sabiduría artística de ‘Elena/Isabel’ (la autora tenía unos veinte años entonces) y, en general, el inicio de la época vanguardista en Madrid. El conocimiento estético de estas jóvenes produce unas revelaciones sobre los hombres de su grupo, especialmente sobre Martín; como hemos comentado, siempre menosprecia a las chicas, riéndose de la “Escuela” (San Fernando), del "querido" profesor, y de la pasión y la dedicación que Elena e Isabel demuestran ante el arte. Las jóvenes se dan cuenta de que las humillaciones sufridas a manos de sus coetáneos masculinos vienen, no por la superioridad de estos, sino por su inseguridad ante las mujeres inteligentes 24 . En Acrópolis, sin embargo, algo han aprendido de cómo pueden sobrevivir entre el patriarcado. Como ya se ha comentado, para la autora la madurez estética está íntimamente ligada al conocimiento erótico. La epifanía para estas chicas es el darse cuenta de sus posibilidades creativas plenamente y eso conlleva el descubrimiento de su íntima conexión con la realización sexual. Esta síntesis produce un ser completo, según las ideas que Chacel expone en algunos de sus ensayos. Elena, la escultora, es la más enamoradiza de las dos. Como contrapartida, Isabel -la pintora- critica estos amores inocentes y novelescos que no llegan al verdadero amor, que para Chacel es el amor erótico: La diferencia está ahí porque todos los que andan en amoríos hasta Elena -que no pasa de enamoramientos y en eso se pasa la vida-, todos, principalmente todas porque son las chicas las que no piensan en otra cosa, todas imaginan los preliminares de sus amoríos, casi siempre como en el cine, miradas, besos... Nunca se da el caso de que, sin preámbulo, de pronto, sin saber cómo ni por qué se encuentren desnudas, oprimidas por un hombre desnudo... (Chacel 1984: 107)
Aquí encontramos la voz de Rosa Chacel, cuyo pensamiento sobre lo esencial del Eros siempre fue muy claro; de este tema ha dicho: “he dedicado más de cuarenta años en meditación” (1972: 16) 25 . En Acrópolis, Rosa Chacel utiliza la ciudad de Madrid para explorar sus experiencias como una joven mujer en una sociedad patriarcal. Al mismo tiempo que analiza su historia personal, desarrolla una epistemología de las implicaciones sicológicas y políticas del género sexual y de la clase social en la capital. Madrid, en cierto modo, es representada como una ciudad ontológica, con destellos de descripciones de barrios, donde también Chacel dibuja
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sutilmente la situación histórica y, a veces, socio-económica de estas zonas. Por ejemplo, cuando habla del barrio Maravillas -donde Chacel pasó sus primeros años en Madrid-, enfatiza primero su naturaleza popular con pinceladas impresionistas, o quiza, más modernamente, minimalistas. Es una zona de "míseros prostíbulos" y sobre todo, de mercado, con sus olores y sonidos, descritos a veces con un aire carnavalesco: "comercio, ultramarinos, pescaderías, casquerías, puestos callejeros de mercado de verduras, de San Ildefonso. Toda la calle un gran mercado-olor de olores (...) derrotero de disonancias que al disgregarse se intensifican" (ibídem: 37). Su descripción se convierte en una contemplación poético-filosófica hasta llegar a meditaciones históricas sobre la Plaza Dos de Mayo, eje de la sublevación popular contra los franceses en 1808. También habla de la zona moderna: el elegante barrio de Salamanca, el Paseo del Prado, Cibeles, Neptuno, el Palace y el Ritz, la zona “parisina” de Madrid. Contrasta el casco antiguo -sobre todo la Cava Baja, hoy día rehabilitada y de moda- con el centro moderno, resaltando lo positivo de lo nuevo sobre lo viejo, reflejando, así, la estética vanguardista. Pero aquí lo que más importa es ‘Acrópolis’, ese monte de sabiduría donde se encuentra la Residencia de Estudiantes, el sagrado recinto de intelectuales masculinos y la cuna de la vanguardia del ‘27’. Chacel da claras muestras de lo social en la obra. Entremezcla referencias al proletariado de los poblados del extrarradio debido a la industrialización finisecular -que crecieron desaforadamente a principios de siglo-, al manifiesto de Engels y otros comentarios marxistas, con alusiones a la cultura de élite: helenismo, gongorismo, filosofías diversas, y por supuesto, la estética "deshumanizada". Hay varias muestras específicas del problema de “las dos Españas” en el libro, tal como el desequilibrio socio-económico. Y cuando los jóvenes vanguardistas tornan sus ojos hacia la política, y uno del grupo los critica, Chacel está señalando la intensiva politización de los intelectuales republicanos y marxistas que empiezan a organizarse a fines de los veinte, y principios de los treinta. A través de Martín, Chacel sugiere su propia resistencia a entregarse totalmente a la política, como hicieron muchos de sus coetáneos a finales de los veinte y en los años treinta. En resumen, en Acrópolis hay muchas referencias a Madrid, a su gente, sus hábitos, su situación socio-económica y política. Chacel celebra lo urbano, al mismo tiempo que lamenta la rapidez del
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crecimiento y la monstruosidad que resulta de la modernidad. Las jóvenes protagonistas observan sus contornos; son “modernas”: abusan del teléfono y del gramófono y frecuentan el cine. Van a las tertulias de los cafés, aunque sean para hombres 26 . A pesar de que estas jóvenes no viven en el epicentro de la cultura del Madrid de la naciente vanguardia, Acrópolis pronostica la llegada de la República, no la helenística, sino la española. Y como señala Janés, también presagia la inminente y violenta división de España en dos, que resultará en la Guerra Civil. Con lo que yo denominaría una ‘mirada futurista hacia el pasado’, Chacel visualiza un mundo intelectual en que las mujeres participarían plenamente –sueño que se iba realizando hasta que el triunfo del franquismo aplastara todo progreso–. Como una de las vanguardistas que más perduró en su filosofía ante el mundo y la estética, Rosa Chacel en Acrópolis –y en los otros libros de la trilogía– es una especie de prodigiosa cronista ontológica de su época y de las peculiaridades y preocupaciones del naciente modernismo. Al mismo tiempo, Chacel, como su coetánea Nelken, se revela como un testigo y una voz crítica, desmitificadora, ante la situación de la mujer intelectual y las relaciones de género en los años veinte. Notas 1
Véase Mangini 2007, 2006. Conviene recordar que Nelken no fue admitida como socia en el Lyceum Club, por causa de su “escandalosa” vida. 3 La Calle Juanelo, donde vive Salud, está situada en la zona del Rastro, cerca de donde nació Nelken, el barrio de Lavapiés; esta zona popular se contrasta con el barrio pequeño-burgués de Argüelles, donde va a vivir la pareja, y con el elegante barrio de los tíos de Luis, el de Salamanca. 4 Luis solía buscar a Libertad a la salida del Ateneo de Madrid, en la calle del Prado. Es uno de los lugares donde en aquellos tiempos iban los intelectuales más importantes de Madrid; Nelken misma frecuentaba –como también lo hacía Chacel– el Ateneo y su tertulia, “La Cacharrería”. 5 Asimismo es de interés que Nelken decide mandar a este personaje a París, no sólo porque ella misma había estudiado pintura allí de joven, sino también porque sugiere que París era el lugar propicio para esta joven que no quiere seguir las leyes establecidas para la mujer burguesa española. 6 Sobre este tema, véase la edición de Ángela Ena Bordonada de La trampa del arenal, 63-67. 2
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Esto es muy característico de Nelken, sobre todo visible en sus entrevistas y en sus artículos sobre moda, mujer y sociedad en la revista Blanco y Negro. 8 También es un texto novelesco, aunque sólo en la medida en que Elena dramatice con sus argumentos- su lucha por competir y triunfar en el mundo de los hombres, una lucha que Nelken harto conocía. 9 Nelken admiraba profundamente a Unamuno; en su retrato del filósofo, titulado ‘¡Y siempre y por siempre Unamuno!’, cuenta la siguiente historia: Unamuno le había invitado a dar una conferencia en Salamanca, pero ella estaba en estado, y como era de costumbre entonces esconder los embarazos (y podemos imaginar que como madre soltera, Nelken era aun más cautelosa), no quiso hablar en público. Cuando aceptó la invitación en otro momento, Unamuno—con su acostumbrado furor—le riñó por evitar la primera ocasión, ya que, según Nelken, el filósofo le dijo que “la maternidad era cosa natural” (Nelken, s.f.: 19-20). 10 Dicho sea de paso, esta convicción y otras discutidas en este ensayo, se reflejan también en un libro posterior, La mujer ante las Cortes Constituyentes, de 1931. 11 Hay que recordar que justamente el año de la publicación de Entre nosotras, 1927, fue también el año de la consolidación del grupo de jóvenes más tarde llamado ‘la Generación del 27’ –muchos de los cuales vivían en la Residencia de Estudiantes–. Ellos excluían, con pocas excepciones, a las mujeres de sus happenings y sus manifiestos, aunque podían asistir a los actos y las conferencias en las salas de la ‘Resi’. (Había excepciones: entre ellas, Maruja Mallo, Concha Méndez, María Teresa León, y Ernestina de Champourcin participaron a veces.) Vale la pena mencionar también que las mujeres que pretendían crear teorías—como lo hicieron, especialmente, la filósofa María Zambrano, y también Chacel, eran tachadas de ‘muy intelectuales’, o sea, demasiado intelectuales. Véase Rosa Chacel 1993: 279. Esto lo refleja también Raul Ianes sobre Nelken: “…la imagen de Nelken parece ser siempre percibida en función de una serie de ‘excesos’: demasiado intelectual, demasiado atractiva, demasiado extranjera, demasiado radical” (1995: 516). Esta noción, de que las mujeres eran incapaces de crear arte, estaba apoyada por Ortega y Gasset, cuando, por ejemplo, habló de la poeta Anna de Noailles en el primer número de la Revista de Occidente en 1923, dando a entender que la mujer no tenía ni la capacidad espiritual ni la originalidad para escribir por causa de la “monotonía del eterno femenino y la exigüidad de sus ingredientes” (apud. Mangini 2001: 161). 12 Veáse Mangini, Las modernas de Madrid y “The Female as Battleground”. Estas observaciones incluso podrían verse como una parodia de Marañón y compañía. 13 Aunque aquí se podría debatir si la epistemología nelkiana está en tierra firme cuando habla de la maternidad, donde sus argumentos están comprometidos por su propia autobiografía. 14 Chacel tuvo un enfrentamiento violento con Ortega, que ella misma describe en su artículo ‘Ortega’. Aunque Chacel se casó y tuvo un hijo bajo las leyes sociales al uso, durante sus largos años en el exilio se convirtió en un personaje más bohemio de acuerdo con sus convicciones bisexuales. Véase, por ejemplo, su diario Alcancía. Ida, donde describe la temporada que pasó en Nueva York entre, digamos, el “círculo sáfico” de Victoria Kent y su compañera, Louise Crane. 15 Nelken, aunque se relaciona con algunos de los pintores vanguardistas, sobre los cuales escribió, no empleó procedimientos vanguardistas en su prosa.
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La poeta Clara Janés especifica que “el nudo de la historia” es “un amor imposible debido a la diferencia de clases sociales de sus protagonistas, que a su vez simboliza lo inconciliable de las dos Españas” (IX). 17 Como hemos visto, Nelken no habla específicamente del Eros en su sentido estético; por su interés en la ética y sobre todo en la sociología del género sexual, discurre sobre las situaciones lamentables que crean la atracción física y la necesidad económica. 18 San Fernando fue el último baluarte del arte clásico en una época en que los pintores españoles y extranjeros modernos iban a y venían de París con mucha frecuencia. De modo que los “ismos” comenzaron a influir en los jóvenes pintores que estudiaron en San Fernando –como Dalí, Mallo, Gregorio Prieto, y Remedios Varo, entre ellos–, convenciéndolos de que el único camino estético era el de la vanguardia. 19 Es de notar que en aquella época Chacel se sentía muy incómoda entre sus coetáneos, aunque atribuye su “torpeza” a sus estrecheces económicas y el ser “una paletilla castellana”. Sin embargo, es evidente que su conciencia de la misoginia de sus colegas literarios también influía en su reacción. Véase Mangini 1987: 10-11. 20 Notemos que Chacel pone en boca de Martín un insulto que se refiere al lugar apropiado para la mujer, entre trapos y comida. 21 Vease Janet Wolff, “The Invisible Flâneuse: Women and the Literature of Modernity”. 22 Como se ha visto en Entre nosotras, estaba mal visto que las mujeres tuvieran teorías sobre arte, literatura, ciencia, etc. En España la teoría siempre fue de dominio masculino por ser puramente abstracta; y la creencia general era que la mujer no podía manejar conceptos abstractos. Interesante es que fue en el exilio donde Chacel y Zambrano lograron crear sus teorías más coherentes y originales; visible en, por ejemplo, el ensayo Saturnal, de Chacel, y los muchos libros de Zambrano que tratan de su teoría sobre “la razón poética”. 23 También dentro de la obra hay un debate estético sobre el arte clásico y el arte moderno. Esto se ve, por ejemplo, en las referencias al pintor fauvista barcelonés, Anglada Camarasa, que se estableció en Paris entre 1894 y 1914, y a las Galerías Dalmau en Barcelona, donde se hizo la primera exhibición cubista en España en 1912. 24 Es de interés notar que incluso el maestro Ortega y Gasset manifestaba esta misma inseguridad. Su hija, Soledad Ortega, recuerda que a su padre le producía "cierta desazón" la mujer intelectual. Entrevista con Soledad Ortega Spottorno en el documental titulado “Las mujeres de la herencia del 98”. Incluso en los años 40 y 50, Ortega todavía se demostraba su nostalgia por la mujer sin capacidades intelectuales. Véase Ortega 1961: 167-8. 25 En particular, Chacel ha estudiado –especialmente en Saturnal– el tema de la homosexualidad. Varias de las relaciones entre los personajes femeninos en las novelas chacelianas sugieren el homoerotismo. Y este tema está muy presente en las obras de otras famosas modernas, especialmente en las de Woolf, Djuna Barnes, Gertrude Stein, Colette y Natalie Barney. Véase Shari Benstock, Mujeres de la “rive gauche”. 26 En los años diez, las mujeres no habían tenido acceso a las tertulias literarias con pocas y muy contadas excepciones, pero en los años veinte, algunas de las modernas más adelantadas iban al Pombo y otros cafés de tertulia vanguardista. Véase Mangini 2001.
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Escritoras españolas de posguerra. Reflexión y denuncia de roles de género Lucía Montejo Gurruchaga En esa línea de disconformidad y enfrentamiento a los modelos de género impuestos que las escritoras protagonizan durante las casi cuatro décadas del franquismo, este artículo pretende ahondar en las conflictivas relaciones de pareja que algunas muestran en novelas publicadas en torno a 1960. La ideología machista del régimen franquista nutre la acción de la censura que pone toda clase de trabas a la actividad creadora de las mujeres. Los informes de los expedientes de censura nos revelan el orden social y el horizonte de expectativas bajo el que escribían. Sin embargo, ellas seguirán denunciando, de forma más o menos explícita, la desigualdad institucionalizada a la que se enfrentan en especial en las relaciones matrimoniales, que presentan como el origen de muchas de sus frustraciones y angustias.
La narrativa de posguerra ha sido estudiada, durante décadas, por críticos –varones- doctos y sus juicios, con pocas variaciones, han sido el punto de partida para análisis posteriores. Hay generaciones de novelistas, como la de los cincuenta, que han merecido una pormenorizada atención con una extensa bibliografía que aún hoy sigue produciendo nuevos títulos 1 . Sin embargo, desde los años ochenta, se está revisando la literatura de posguerra, y la narrativa en particular, a fin de rectificar la perspectiva limitada, el discurso unívoco y hegemónico de los varones, tanto en España como fuera de nuestras fronteras, de la mano de mujeres especialistas en este periodo atendiendo también a la producción de las escritoras. Un movimiento social, ético y cultural –el feminismo- está sacudiendo radicalmente nuestros estudios científicos, filosóficos y humanísticos, abriendo una línea discrepante unas veces, complementaria otras, del modelo masculino y demostrando que periodos, como el de la narrativa de posguerra, que parecían consolidados y sólidamente estudiados, se manifiesten ahora ensombrecidos porque sus resultados son producto
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de una única lectura –la masculina-, que ha marginado, menospreciado o silenciado la producción de autora 2 . Esta revisión alcanza no solo a las consideradas las figuras más significativas, sino también a otras valoradas como menores. Se han revisado asimismo las tendencias narrativas relevantes de las que participan –el tremendismo, la novela existencial, el realismo social, en sus variantes de neorrealismo y realismo crítico-, algunos productos casi exclusivamente de autoría femenina, como la novela rosa –y la transgresión del canon que algunas escritoras llevan a cabo-, y se han estudiado otras apenas apuntadas por la crítica hasta los años ochenta y que les son propias, como su predilección por las figuras femeninas, la concienciación de su identidad, su discurso autobiográfico. Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Apenas se han apuntado las relaciones de pareja avocadas a la incomunicación que muchas novelas presentan, las vivencias amorosas, a menudo frustrantes para la mujer, la prostitución ligada a las necesidades vitales; experiencias particulares que transforman en asuntos ficcionales y reflejan su conciencia de las desigualdades entre los sexos en todos los terrenos, en el económico, en el legal, en el familiar, en el sexual, y que manifiestan en ocasiones con consciente beligerancia. En un artículo reciente he analizado la difícil incorporación de la mujer a la novela en los primeros años de la década de los cuarenta a causa de la censura y la crítica machistas y cómo, a pesar del modelo femenino basado en los principios de sumisión y dependencia del varón que la nueva sociedad les impone desde las instituciones –sean de carácter político o religioso-, desde la educación, desde los medios de comunicación, algunas escritoras consiguen transgredirlo en sus obras en una época de rigidez y severidad extremas en materia de censura (Montejo Gurruchaga 2006: 107-122). En esta ocasión pretendo ahondar en algunos aspectos que entonces traté y me centraré en las conflictivas relaciones de pareja, en las frustrantes relaciones amorosas, vistas desde la perspectiva de la mujer, que algunas de nuestras escritoras presentan en novelas publicadas en torno a 1960. Muchas de las novelas de autoría femenina se alejan del discurso dominante del hogar feliz, de los roles femeninos más convencionales de esposa sumisa y madre entregada, y presentan la desigualdad institucionalizada a la que la mujer se
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enfrenta, una desigualdad a la que es especialmente vulnerable en las relaciones matrimoniales, en el terreno de la sexualidad. Para tal fin he seleccionado, junto a novelas de escritoras de renombre, otras de autoras muy poco estudiadas y casi desconocidas para la mayoría de los lectores y los críticos. Son obras que gozaron de cierta difusión, de tiradas importantes para la época, y con las que nuestras autoras pretenden responder a las restricciones que el contexto histórico -la sociedad franquista, la Iglesia Católica y otras instituciones- ejerce sobre aspectos relacionados con la sexualidad femenina y cuestionar los principios articulados en torno al matrimonio, que el régimen ensalza como institución perpetuadora de la obediencia femenina. La posguerra representa la continuidad del pensamiento conservador decimonónico y una ruptura con los principios de la época republicana y van a ser las mujeres las que sufran más crudamente sus efectos, aunque no cabe duda de que los varones estaban también expuestos a la acción represiva del régimen, porque el sistema de géneros construido descansará principalmente en la redefinición del papel de la mujer en relación al que había llegado a desarrollarse durante la Segunda República 3 . La ideología franquista se nutre del mensaje católico de signo más tradicional y el papel hegemónico del catolicismo en la formulación del discurso dominante de la posguerra penetra en la maquinaria legislativa y represiva de la autoridad política y consigue tal simbiosis entre la Iglesia y el Estado que la ideología religiosa es también la base de los mecanismos políticos; se otorga un carácter sagrado a los principios normativos 4 . Así pues, hay dos Instituciones que deben ser respetadas: la Iglesia católica y el Estado franquista. El gran poder del primero le permite condenar –durante todo el periodo de la Dictadura- cualquier referencia que considere lesiva para sí misma y no sólo en el terreno religioso sino también en el moral, verdadera bestia negra del régimen, y cuyas normas establece la Iglesia. La actitud fundamentalmente antifeminista del franquismo se ve reforzada por corrientes europeas decimonónicas que reclaman un repliegue social frente al avance de las mujeres tras el fin de la guerra mundial, y esa vuelta a la tradición de sometimiento femenino será más fuerte y duradera en España por la fuerza del tradicionalismo católico. El Estado franquista, como los demás fascismos europeos, va a legislar y hacer suyo un discurso legal basado en la incompatibilidad
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biológica y natural de la mujer con su independencia laboral o jurídica, y va a actuar en consecuencia. Esta acción del Estado se reafirmará en todos los planos mediante la limitación jurídica de su capacidad y mediante el control de su cuerpo y actitudes, actuación que va a focalizarse en el ámbito sexual, reprimiendo cualquier atisbo de libertad en el cuerpo de la mujer, persiguiendo activamente el aborto, eliminando el divorcio y manteniendo una política fatalista que será el pilar básico del discurso dirigido hacia la mujer (Borrachina: 61). Estas convicciones serán también el fundamento de la censura. Durante las cuatro décadas de la dictadura franquista algunos criterios en su aplicación permanecieron invariables. Los estudios ya clásicos sobre la práctica censoria en las cuatro décadas en las que sus normas estuvieron vigentes hablan de la severidad con que sus principios se aplicaron en la inmediata posguerra, poniendo el énfasis en el anticomunismo del sistema y en la defensa de los valores de la civilización cristiana. Algunos estudiosos suelen señalar que en torno a los años sesenta, con los cambios que se están produciendo en el país, se nota una flexibilidad en materia de censura. Sin embargo, tras el estudio de muchos expedientes de la época, se puede afirmar que, entre los años 1956-1962 en que Gabriel Arias Salgado fue Ministro de Información y Turismo –ministerio del que en esos momentos dependía la Inspección de Libros-, se arremetió contra muchos escritores y escritoras con gran severidad de juicio 5 . Abellán califica esta etapa como momento de rigidez total en materia de censura, de un cariz integrista fuera de lo común (Abellán 1980: 151) 6 . La ideología machista del régimen franquista nutre la acción de la censura que pone toda clase de barreras a la actividad creadora de las mujeres. Muchas sufrirán su acoso de forma sistemática, verán sus obras mutiladas o sufrirán denegaciones y pasarán a engrosar la lista de obras inéditas, lo que contribuirá a su marginación. Los historiadores suelen señalar que la situación de la mujer a partir de la segunda mitad de la dictadura mejora; empieza a tener alguna presencia en la vida pública y goza de cierta autonomía en algunos ámbitos. (Gracia García y Ruiz Carnicer 2001: 292). Sin embargo, la misma imagen de la mujer, agudamente reaccionaria y de un sexismo de raíces fascistas es la que se sigue trasluciendo cuando se enjuicia la obra de nuestras escritoras entrados los años sesenta. No es difícil encontrar opiniones como la siguiente:
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Atribuyo la aparición de las novelistas actuales al triunfo, una vez más, de la española como mujer de hogar y ama de casa que aquí, sea de la clase que sea, es cargo que pesa sobre ella íntegramente por la psicología moruna de los españoles porque la española se dijo: ¿De manera, que sin salir de casa, escribiendo unas cuartillas cada día, puedo ganar honradamente –como la española suele ganar todo- esas pesetazas que tanta falta nos están haciendo? Pues a ello (…) Y hela novelista, porque el talento, la imaginación y la inventiva lo da la raza. (Entrambasaguas: 286-294)
Otro juicio tan sexista como el anterior, pero en tono menos jocoso, lo encontramos en el texto siguiente: ¿Puede un señor llegado a la cuarentena –la pregunta surge angustiada- solicitado por libros infinitos hirvientes de sugerencias, de ideas, de cuestiones, que apuntan hacia todos los ángulos de la historia, la economía, la política, la filosofía o el arte, gastar su tiempo en desentrañar lo que les sucede –y valga si lo averigua al fin- a estas Tadea, Julia, Concha o Francisca de tan escasa talla? (Alborg: 20)
Sin embargo, y aunque sea de forma excepcional, podemos leer juicios, como el siguiente, en que la autora es ya portadora de palabra autorizada: No se dedican las españolas de hoy al folletín sentimental o a la novela rosa, que durante muchos años dijérase terreno acotado por plumas femeninas, incapaces de mayores arrestos. Las novelistas españolas no se pierden en dulzonerías: su creación es amarga y apasionada, recia, sin que este vigor proceda de una masculinidad postiza, capaz de anular la consistencia de una obra. (…) Y cuanto tenían que exclamar las narradoras nos lo han dicho, con serenidad, con osadía, con penetración, con ternura o con indignación, porque no están los tiempos para sonrisas reposadas; y con talento, desde luego. (Rodríguez Alcalde: 6)
La hostilidad del régimen franquista a cualquier conato de liberación de las mujeres le llevó a no bajar la guardia ante cualquier ataque, en especial si viene de ellas, contra la moral establecida. A la sexualidad, uno de los tabúes del franquismo, se alude siempre, y con más razón las escritoras, con términos poco transparentes, por intrincados caminos perifrásticos, con un lenguaje turbio hecho de perífrasis, con tropos de carácter semántico, con formas eufemísticas, sinécdoques, metonimias o ironías, con el objetivo de pasar el tamiz de la censura. En una sociedad patriarcal, que restringe el acceso de la mujer a la educación, que la priva de independencia económica y de responsabilidad legal, que mutila y distorsiona sus capacidades y le niega el derecho a la realización, son claras las formas normativas de entender su cuerpo y su sexualidad; debe asumir un papel de pasividad
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y subordinación frente al hombre, sujeto activo y dominante. El ideal de mujer del franquismo lo representa la virginidad y su actividad sexual tiene como único marco el matrimonio con un objetivo claro, la fertilidad, la obligación de la maternidad. El placer, por tanto, monopolizado por el hombre, le será prohibido a la mujer y aparecerá en la ficción como motivo de angustia y de frustración. Por eso, no es extraño que muchas escritoras utilicen estos asuntos – la sexualidad, las relaciones de pareja, el matrimonio y la maternidad, el abortocomo preocupaciones sobre las que reflexionar en la ficción. Entre los criterios que aplicaba el servicio de Inspección de Libros, destaca la defensa de la moral, lo que los censores entendían por una conducta moderada, sin excesos, que abarcaba la prohibición de todo lo relativo a la sexualidad: las relaciones sexuales, las descripciones del cuerpo humano, las referencias a la homosexualidad, el aborto, el adulterio7 . Son muy frecuentes las alusiones a la moral cuando se emite un informe sobre las novelas de las escritoras 8 . En algunos de los informes realizados a las obras de las escritoras, leemos que “por la inmoralidad de su asunto se ha estimado como no recomendable su publicación”, o que la “narración ocupa unas brevísimas páginas y todas ellas deshonestas e inmorales”, o que estamos ante una “novela realmente cruda y hosca, con frecuentes escenas inmorales y de un realismo hiriente y toda ella con un fondo morboso de un naturalismo sensual”, o que “la protagonista es inmoral en su vida privada y hay escenas escabrosas muy subidas” o se destacan “párrafos desagradables, indecentes y positivamente inmorales que deben ser completamente tachados”9 . Algunas de nuestras escritoras van a cuestionar asuntos que había que callar aunque eran vox populi, como el aborto. Las leyes represivas del aborto se promulgan el 24 de enero de 1941, y se defiende “una política demográfica de base psicológica, domando los instintos extraviados y pervertidos, estimulando el deseo de tener hijos” (Gallego 1949: 26) 10 . El régimen franquista recoge las medidas legales contra el aborto en el Código Penal de 1944, lo califica de crimen social que hay que condenar y reprimir con la máxima ejemplaridad, y prevé condenas de prisión para quien lo practique. Por tanto, toda práctica abortiva no sólo se juzgará pecaminosa y resultado de la degeneración moral, sino como un acto criminal. Si la mujer accedía al control de la natalidad podía situarse en una posición de avance hacia la emancipación del rol asignado y esto podía trastocar su situación de dependencia.
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Mercedes Ballesteros, que se interesa muy especialmente por los problemas femeninos y que algunos críticos han adscrito, con visión miope, al género rosa, va a tocar en Taller (1960) temas próximos al realismo social, y va a sacar a la luz un tema tan silenciado como el aborto. El argumento de la novela podría resumirse con estas breves palabras. Un narrador omnisciente se adentra en el taller de doña Concha, en el que cosen distintas chicas de difíciles vidas mientras esperan que sus sueños se hagan realidad. La dueña, una humilde modista que ha progresado a fuerza de trabajo, tiene un taller de alta costura del que se siente tan orgullosa como de su único hijo, Pepe. En él trabajan: Encarna, la oficiala de toda la vida; Lucía, una huérfana que tras una infancia miserable vive con su hermana que la maltrata y la consume; Ada, que junto a su padre, tullido, vive con su hermano y su cuñada que les hacen la vida imposible; Cruz, de familia acomodada en otro tiempo, que tras la muerte del padre debe ponerse a trabajar; Pepe, del que todas las chicas del taller suponen que es homosexual; Trini, que se ha quedado embarazada de su novio y ha decidido abortar. La novela se presenta a censura, como era preceptivo, para obtener la tarjeta de autorización previa a la publicación, y el lector redacta el siguiente informe: Rosa. En el taller de doña Concha Puebla las chicas se cuentan sus respectivos amoríos casi siempre honestos y mezclados a veces con flaquezas inconfesables. Casi siempre las muchachas acaban casándose como Dios manda y solo se registra el desagradable incidente de los fingidos amores con su hijo. Puede autorizarse con las tachaduras marcadas en las páginas 15, 24, 26, 39, 58, 61, 76 11 .
Las páginas en las que el censor centra sus inconvenientes tocan todas ellas temas morales y se centran en el aborto, una realidad insoslayable. La autora nos coloca ante esta jovencita acorralada, llevando su estado sola y en secreto, que se atreve a pedir ayuda a una compañera, en la que no va a encontrar entendimiento ni mucho menos complicidad. Así aparece su conversación en el manuscrito original: Trini insistió. Era cosa de nada. Apenas dos meses. - Que ni pecado será¡ Porque tú dime qué conocimiento puede tener una cosa así.. Ya ves, sin faja voy. - Quítate esa idea de la cabeza 12 .
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Según avanza el relato sabemos que Trini ha tomado la decisión de interrumpir su embarazo y va a ponerse en manos de doña Vicenta, que los practica de forma clandestina. Mercedes Ballesteros se proponía poner de manifiesto el alto índice de abortos de adolescentes, las condiciones penosas en las que se practicaban y los graves riesgos que sufrían las mujeres. Este hecho, que se narrará en el capítulo XV, fue muy mutilado y se imprimió poniendo en el lugar de los párrafos suprimidos, largas líneas de puntos suspensivos, señal inequívoca para los lectores, a lo largo de toda la dictadura, de que había habido supresiones por orden de censura (Ballesteros: 96 y 97). Las costureras, chicas jóvenes que tan pronto mantienen una animada charla insustancial, como murmuran unas de otras o se hacen confidencias, sostienen en un momento esta conversación en la que, entre bromas, presentan fantasías femeninas de libertad sexual. Mediante la insinuación y las medias palabras, o incluso las palabras no adecuadas a su medio, la autora denuncia el doble rasero que la sociedad aplica al comportamiento sexual masculino y femenino, y los mitos de pureza y pasividad femeninos. Estas mujeres jóvenes incluso acuden a la idea de la violación para poder acoger su deseo sin culpa. El diálogo fue suprimido en su totalidad. - ¿Sabéis vosotras lo que es un estupro? - ¡Calla, mujer! - Pues a la que se lo hacen sin ella querer; porque si es a buenas eres una p…, (pero si te revuelves, te sacan estampitas y todo.) - ¡Qué sabrás tú! (ibídem: 24)
Hay muchas novelas que indagan en la complejidad de las relaciones matrimoniales, que no se presentan, precisamente, como fuente de felicidad para la mujer sino más bien como el origen de sus frustraciones, angustias y descontentos. Carmen Barberá, novelista de corta y desconocida obra pero de resultados interesantes, plantea un tema que es preocupación de otras muchas escritoras, la violencia ejercida por el hombre sobre la mujer en el ámbito doméstico. En su novela Al final de la ría (1958), un narrador omnisciente relata la historia de dos seres desgraciados. María es una joven de dieciocho años que acaba de dar a luz y ha sido expulsada de casa por sus padres. Abandonada también por el padre de la criatura, María vaga por la ciudad una madrugada de invierno, desesperada, sola, muerta de miedo y de frío, con su hija en brazos, que morirá helada. En este deambular encuentra a José, un niño solo
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que busca cobijo. Su terrible situación familiar le ha llevado a huir de casa. Su padre es un hombre bronco, violento, con el insulto siempre en los labios, y su madre, sensible, está tan sometida al padre y angustiada siempre que no puede soportar la situación y decide ahorcarse. El padre pronto se casa con otra mujer y la situación parece repetirse. En José, un niño observador, el lector advierte una brutal desmitificación del matrimonio, pero sin presentar alternativas. Rechaza esta santa institución como solución a la existencia de la mujer, la autoridad patriarcal asumida por su madre sin resistencia, y no entiende las razones profundas que la han llevado a soportar la violencia, la brutalidad. Así formula José su incomprensión: He creído volverme loco tratando de hallar un punto de contacto entre mis padres, algo que me diera aunque sólo fuese una sencilla razón para su boda. Nunca encontré nada que les uniera y eso me ha desconcertado. ¿Qué pasaría, qué debió pasar entre ambos para que papá se convirtiese en el dueño de una criatura como su esposa? (Barberá: 101)
Sin embargo, la autora quiere dejar claro que su denuncia no atañe a todos los hombres, que hay muchos distintos de su padre, capaces de sentir ternura y mostrar afecto. Así se lo dice a José: Pase lo que pase, siempre serás más mío que de él, quizá lo único que no me podrá robar. Hijo, no hagas caso, no te lamentes, demuéstrale que se puede ser hombre sin ser bestia. Que también se puede ser hombre y tener sentimientos delicados. (ibídem: 120)
La novela fue presentada a censura y el lector redactó este insustancial informe: Sobre la noticia de un crimen aparecido en la prensa diaria, la autora monta su relato sobre la vida de las tres personas que coincidieron por puro azar en el lugar del crimen. Nada que oponer. Puede autorizarse 13 .
Me atrevería a decir que la novela se aprobó porque no fue leída. Se trataba de la primera novela de una autora desconocida y no se consideró como potencialmente peligrosa. Concha Castroviejo, que ha reflejado en sus obras su experiencia en la Guerra Civil y en el exilio, va a transgredir, entre otros, en Víspera del odio (1958), el mito propagado por la ideología franquista de que el dolor ennoblece. En esta novela ofrece una perspectiva aterradora de los horrores vividos por los que perdieron la guerra y, en especial, por Teresa Nova, la protagonista, una mujer que se verá
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envuelta en crueles y dramáticos sucesos y sufrirá la ira y la ofensa de su marido. No podrá aplacar su odio ni con la venganza. Aunque el relato es sórdido, está tratado con sobriedad. Un censor minucioso detalla hasta los aspectos más insignificantes del argumento. Este es el informe que emite: Novela en extremo desagradable, de penosa lectura. Una joven casada por su madre con un ser repugnante de avaricia y lujuria, vive martirizada por él y sus hermanas en un ambiente sórdido insoportable hasta el año 1936 que por fin huye, encontrando casualmente al hombre de su vida (dechado de perfecciones metido en un uniforme de capitán rojo). Divorciada y casada con su amor, vive feliz con él y su hijo. Terminada la guerra el marido se venga cruelmente, haciendo ejecutar al calumniado capitán; el niño muere y ella dedica el resto de sus días a cultivar el odio a su marido. Paralítico y en sus manos es sometido a todo género de torturas físicas, morales y hasta espirituales ya que no solo carece de médicos y calmantes sino hasta del sacerdote en su agonía. Más tarde ella muere sin que un compasivo religioso logre traerla al camino del arrepentimiento y la penitencia. No obstante, ateniéndonos al cuestionario adjunto, PUEDE PUBLICARSE 14 .
Aunque el censor no pone trabas a la publicación, hay un segundo informe que ratifica la validez del primero con estas palabras: Con un argumento muy complejo se sitúa la acción de la novela en los años de la campaña de Liberación Nacional. Teresa antes de morir escribe a una amiga la historia de su amor con el hombre que eligió su corazón, y la vida que llevó con el hombre que la casó su madre. Este, por una denuncia, es culpable de la muerte del primero. Y el odio de Teresa no se apagará ni con la venganza, únicamente parece aplacarse con las palabras del sacerdote a la hora de su transito. Puede autorizarse 15 .
La autora se enfrenta, entre otros temas, a la dominación “legítima” del varón, a la indisolubilidad del matrimonio y sus consecuencias aunque se alcancen límites angustiosos e insostenibles, no sólo como realidad legal sino como exigencia religiosa y social. Teresa, tras la guerra, pasará de ser la esposa legal de José a su amante; así lo murmura y se lo grita la gente por las calles. No tendrá más remedio que volver con Braulio, el que legalmente es ahora su marido. Teresa es una víctima más de la sociedad del momento, pero la autora salva la novela de la censura al introducir el personaje del sacerdote, que recuerda a Teresa la capacidad de perdón de la Iglesia Católica y establece la separación entre los imperativos de ésta y de la sociedad. El principio de autoridad en el matrimonio es un tema nuclear. En el incuestionable desequilibrio social estipulado, la mujer es siempre
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la perjudicada y Teresa aparece siempre callada y sumisa, mientras Braulio grita e impone su autoridad. Veamos un ejemplo: El vino hacia mí y plantado delante de mí me dijo que no tenía que salir sin su permiso, que estaba servida y atendida, que no me sucedía como a otras mujeres que se veían obligadas a salir a la compra o a ganarse la vida, y que para recreo ya salía con él. (Castroviejo: 113)
Una vez más las escritoras muestran su rechazo contra los hombres que son los únicos dueños de su libertad, mientras la mujer debe regirse por el estricto canon de la obediencia y ser dominada, o si se rebela, su única salida es huir y convertirse, como Teresa, en la víctima social de su propia iniciativa; incapaz de decir no a las normas, acumulará un rencor que acabará con su vida. Así vive Teresa su tortura junto a Braulio: No usaba violencia; ordenaba con su dominio y con su frialdad, advertía lo que no iba a tolerar, y con el mismo gesto y con la misma ofensa dentro, con la misma desconfianza, llegaba a su mujer para buscar en ella lo que su ansia le llevaba a buscar. Lo malo para mí no era eso: no que me quisiese, porque no era aquello cariño ni amor, sino que le gustase como le gustaba, que le apasionase y despertase en él lo único que él era capaz de sentir. Para él casarse fue tomar un derecho sobre mi piel. Este era su límite: hasta ahí llegaba y esto le bastaba. No tenía nada más de mí. Pero ese derecho yo lo sufría. (ibídem: 114)
Muchas novelas de autoría femenina son testimonio de la injusticia sufrida por las mujeres y prueba fehaciente de esta experiencia. Si leemos desde esta perspectiva pronto salta, como hemos visto, la denuncia; denuncia de las diferencias legales, sociales, culturales, económicas que la sociedad franquista estipula por razones de sexo, y Carmen Kurtz manifiesta en este sentido una gran audacia en el tratamiento de temas como el divorcio, el aborto, el suicidio, la falta de libertad, de independencia, de formación, que anulan sus perspectivas futuras. Por estos motivos sufre los efectos de la censura de forma sistemática. En su novela Detrás de la piedra (1958), se atreve a atentar contra la institución matrimonial exponiendo justificaciones para el divorcio y el adulterio. Julio ha sido falsamente acusado de un delito menor e ingresa en prisión. Su mujer, Cecilia, recatada, metida siempre en la iglesia y pendiente del qué dirán, continúa con su vida como si nada ocurriera. Aunque, al principio, a Julio se le hace dura la vida en la prisión, poco a poco se acostumbra a sus miserias. Las cartas de Carmela, amante de Julio desde hace años, una mujer casada con un hombre al que no quiere, acompañan su
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soledad. Pasará tres meses encerrado que le servirán para tomar una decisión: se irá lejos. La autora presenta dos modelos femeninos antagónicos, de ostensible disparidad. Por un lado, el modelo convencional, la transmisora del modelo ortodoxo, de los mitos prevalentes, que encarna Cecilia; por otro, Carmela, una mujer insumisa que anuncia nuevas perspectivas para la mujer y que se enfrenta con valentía a su situación, aunque sabe que tomar las riendas de su vida resultará una tarea complicada. Ante la creciente incomunicación con su marido, le propone el divorcio al que él no sólo se niega por conveniencias sociales, sino que, como tiene su responsabilidad legal, le niega el acceso a la independencia económica, a sus derechos individuales. Carmela se queja de la falta de información que las jóvenes de la época tienen en los asuntos relacionados con el matrimonio, de las instituciones y prácticas patriarcales que son violentas, destructivas y dominantes; está atrapada, no ve la forma de liberarse de las opresivas estructuras de la época aunque desmiente con claridad el mito de la necesidad femenina de dependencia. Así vive Carmela su situación y así se la cuenta a Julio: Pedí la separación cuando nada en mi conducta era reprochable. Cuando supe que no le amaba y consideré más limpio ponerle al corriente y recuperar mi libertad. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo que mi caso era frecuente y que de ningún modo accedería a un divorcio. “Haz lo que quieras –me dijo-. Con tal de cubrir las apariencias y de que estés en casa antes de las diez de la noche, no me inmiscuiré en tu vida”. No comprendí al pronto. Le insinué: “¿Y qué pasará si amo a otro hombre? ¿Qué sucederá si, ligada a esta vida que me disgusta, busco una relativa compensación en la aventura? Se alzó de hombros. “Haz lo que quieras menos el divorcio. Eso no se ha hecho nunca en mi familia y me perjudicaría notablemente”. Le grité entonces y le dije que cuando me casé no sabía nada de los hombres ni podía sospechar que los había negados para el amor, para la mínima ilusión que necesita la mujer normal. Maldije mi integridad, mi falsa idea del matrimonio. Terminé reclamándole mi dote. “¿Tu dote? Legalmente el marido es el tutor de su mujer. ¿Quién mejor para administrar tu fortuna? Hoy día tienes diez veces más de lo que aportaste”. “Razón de más”, dije. Sí. Pero no puedo entregártela. Está invertida en mis negocios. (Kurtz 1958: 193 y 194)
La novela pasó a manos de un censor eclesiástico –M. de la Pinta Lorente-, que sólo vio “ideas y pensamientos particulares del encarcelado sobre motivos familiares, morales”, anotó algunas frases “que unas veces rozan la grosería y otras la inmoralidad” y dio el visto bueno a su publicación 16 .
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Posiblemente es Elena Soriano, entre nuestras escritoras de los cincuenta, la primera que abiertamente elabora un discurso que tiene por objetivo desenmascarar algunos de los mitos de más profunda huella en la experiencia femenina del momento 17 . En Medea (1955), última novela de la trilogía Mujer y hombre, va a servirse de este personaje de la mitología clásica para proponer nuevos modelos de comportamiento para la mujer y como estrategia para burlar la censura. Estamos ante un personaje que ha roto con la imagen de la mujer como objeto de intercambio difundida por la antigüedad clásica y que “supera la tradicional imagen de la madre parricida, el escándalo ante el terrible asesinato de sus hijos, para subrayar en cambio la fuerza de la pasión amorosa y la desesperación femenina ante el abandono y la traición amorosa” (Nieva de la Paz: 32). Daniela del Valle es una mujer que, como Medea, por amor a Miguel Darguelos, un moderno Jasón, abandona familia y país, y marcha al extranjero sacrificándolo todo por él. Daniela, como Medea, sufre el dolor y el abandono y no sólo toma conciencia de haber actuado en el papel de mujer dependiente, sumisa y sacrificada, sino que se rebelará y cuestionará la autoridad y validez de las normas y tabúes en los que ha sido educada. Así nos lo dice: Mi sino es seguirle a él, marchar siempre a su zaga, como esas pobres mujeres que van tras un ejército, sin comprender sus maniobras ni la razón de sus batallas, ni sus avatares, ni sus derrotas, ni sus victorias. He participado en las empresas de Miguel como un mero instrumento, para fines que nunca comprendía claramente. Porque él se mueve en un círculo donde el valor y la cobardía, la generosidad y el latrocinio, la moral y la impiedad, el honor y la abyección se confunden constantemente y tienen significados muy distintos a los que me inculcaron. (Soriano 1955: 206)
Daniela, como Medea, carece de instinto maternal y defiende que “los hijos no unen, sino encadenan, y todo amor encadenado se destruye en la lucha por liberarse” (ibídem: 215 ); Daniela, como Medea, reclama el papel de amante, “ser de nuevo mujer únicamente, ser para él sólo la amante, como antes” (ibídem: 217), y se queja porque “acepté –dice- mi papel de instrumento, el papel único de tantas mujeres (ibídem: 220). Miguel aparece como la encarnación del sistema social marcado por el dominio masculino y así confronta las distintas identidades de los sexos: Miguel Dargelos tenía sobre las mujeres un concepto peyorativo implacable, que en parte, no era imputable a él mismo, sino a la mala educación sentimental que
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Lucía Montejo Gurruchaga ellas mismas le habían dado: jamás, en su vida, tuvo que solicitarlas y mucho menos perseguirlas, y supo demasiado pronto, de modo incontestable, que ellas buscaban, provocaban, perseguían, se arrastraban, eran capaces de las mayores abyecciones, por algo que para él, siendo también grato, siempre fue secundario, incluso humillante para su espíritu y en lucha con cierta suprema aspiración ascética. Por ello, aunque poseía normal instinto viril y hasta, en alguna ocasión, se creyó enamorado, su mismo sentimiento era tibio, inerte y turbio, mezclado de compasión, menosprecio y sobre todo de rencor hacia el ser inferior que le obligaba a claudicar físicamente. Y aunque siempre la habían ayudado y aun salvado mujeres, jamás pensó que lo hicieran por inteligencia ni comprensión, sino por los oscuros intereses de su impura naturaleza. (ibídem: 231)
Miguel, como Jasón, no duda en abandonar a su mujer para volver a casarse con otra, mucho más joven y bella, cuyo padre le será muy útil en su carrera de político sin escrúpulos. Daniela, como Medea, no aceptará resignadamente el desamor y el abandono y se vengará enviando a la nueva esposa de Miguel, el día de la boda, recortes de prensa, fotografías y documentos que destapen su verdadera personalidad. En unas horas perderá la ingenuidad y la confianza. Elena Soriano se sirve del personaje de la tragedia de Eurípides para sublevarse contra las normas establecidas, reflexionar sobre la discriminación e instrumentalización a la que las mujeres están sometidas y ofrecer otras imágenes femeninas. Esta estrategia le permite pasar la censura sin tropiezos. La novela, con el título de Medea 55, se presentó en censura el 22 de abril de 1955. Se le asigna el número 2292-55 y un lector poco avezado observa que “tiene páginas fuertes, pero puede permitirse su publicación”. ¿Qué fue lo que la salvó de la denegación o la mutilación sufrida por las otras dos novelas de la serie que le precedieron en el trámite? Posiblemente el carácter simbólico del lenguaje, el código cultista que Soriano utiliza entorpecieron la lectura de un censor poco entrenado en este tipo de novela. La mejora en la situación económica del país no supone un cambio de mentalidades. Aunque los historiadores afirmen que la situación de la mujer en la segunda mitad de la dictadura mejora, seguimos encontrando las mismas opiniones machistas cuando se enjuicia la obra de nuestras escritoras. La ideología profundamente antifeminista que los censores vierten en sus informes nos revela el orden social y el horizonte de expectativas bajo el que escribían estas narradoras. Sin embargo, ellas siguen mostrando su disconformidad de forma más o menos explícita y enfrentándose y oponiéndose a los modelos de
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género impuestos. Denuncian la desigualdad institucionalizada a la que se enfrentan en especial en las relaciones matrimoniales que presentan como origen de muchas de sus frustraciones y angustias.
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Notas 1
Basta recordar algunos de los volúmenes, tantas veces citados, de Alborg 1962, Marra López 1963, G. de Nora, Torrente Ballester, García-Viñó, Gil Casado 1968, Iglesias Laguna, Ferreras, Sobejano 1975, Corrales Egea, Sanz Villanueva 1972 , Martínez Cachero, Soldevila Durante, Sanz Villanueva 1980, Fernández Fernández. 2 En este sentido son estudios relevantes los de Pérez (ed.), Galerstein, Forneas Fernández, Nichols 1989 y 1992, Mayans Natal, Alborg 1993, López, Riddel, Davies 1998, Galdona Pérez, Perrian, Thompson, Frenk y Knights, Conde Peñalosa 2004. 3 En el riguroso estudio de Mary Nash, se repasa la historia del primer tercio del siglo XX y se muestran documentos que reflejan la situación socio-política de la mujer, la equiparación legal entre hijos legítimos e ilegítimos, la concesión del derecho a voto en 1931, la promulgación de la Ley del Divorcio en marzo de 1932, la coeducación. 4 El libro de Jordi Roca i Girona es un estudio riguroso y profundo sobre la manera como se construye el género femenino y los contenidos principales que caracterizan la imagen normativa, ideal o dominante de la mujer durante el periodo de posguerra española. 5 Hombre caracterizado por su ortodoxia doctrinal y política y su inquebrantable lealtad a Franco, en su tiempo la censura se aplicó con dureza. Aludiendo a su celo por la salvaguarda de la moralidad, se comentaba en ciertos círculos: “Con AriasSalgado todo tapado”. El inmovilismo fue la nota dominante de su política informativa. Nombró como director general de Información, del que dependerá la censura de libros, a Florentino Pérez Embid. En los círculos de algunos intelectuales era conocido como ‘Floropus’, en tanto que supuso una nueva agravación de la censura por la fuerte influencia clerical y, en especial, del Opus Dei (Cano: 29). 6 Durante las décadas cincuenta y sesenta sufrieron el acoso del órgano censor, entre otros, los hermanos Goytisolo, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas, Antonio Ferres, Dolores Medio, Ana María Matute, Alfonso Grosso y algunas de sus obras fueron, en el mejor de los casos, mutiladas y en otros, suspendida o denegada su publicación. Hay testimonios que avalan este acoso, además de en Abellán 1980, en Martínez Cachero 1985: 243, 299, 395, Abellán (ed) 1987, Champeau, Montejo Gurruchaga 2000, 2002, 2003, 2004, 2006. 7 Toda solicitud presentada desembocaba en la apertura de un expediente, identificado mediante un número de orden de entrada seguido del año en curso. Además, se añadía un impreso, en el que el censor debía redactar el informe, que contenía las siguientes preguntas: “1/ ¿Ataca al dogma?, 2) ¿A la moral?, 3) ¿A la Iglesia o a sus ministros?, 4) ¿Al régimen y a sus instituciones?, 5) ¿A las personas que colaboran o han colaborado con el régimen?, 6) Los pasajes censurables ¿califican el contenido total de la obra?, 7) Informe y otras observaciones”. 8 En los informes de obras de escritores del mismo periodo, los censores ponen especial énfasis en su carácter político, en el compromiso social e ideológico que muestran, en sus posibles ataques al Régimen franquista y a sus instituciones y pocas veces se detienen a revisar la posible inmoralidad de la obra y cuando lo hacen, no es su primera preocupación. 9 Son frases que he entresacado de los informes de censura de las siguientes novelas: La vieja ley –expte. 3633/55- y Al lado del hombre –expte. 4327/59-, de Carmen Kurtz, La sangre –expte. 3683/52-, de Elena Quiroga, Diario de una maestra –expte.
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5465/60-, de Dolores Medio y La sinfonía de las moscas –expte. 1125/59-, de Mercedes Salisachs. 10 Recojo este dato de Roca i Girona: 248. 11 Se trata del expte. núm. 5815-60 que firma con toda claridad Moreno de Murguía el 5 de diciembre de 1960. 12 Así figura en el manuscrito que está en el AGA y forma parte del expediente. Las frases tachadas fueron mutiladas y no pudieron imprimirse. Nunca se han repuesto. 13 Es el expte. nº 503-58. Se solicita una tirada de 3000 ejemplares, el número habitual cuando se hablaba de novelas de autoría femenina. 14 La novela se presentó en la Sección de Inspección el 17-1-1959 y se le asignó el número 318-59. En el impreso, escrito a máquina y firmado por A. Sobejano el 23 de enero de 1959, dice al margen: “Premio Elisenda de Montcada”. La Estafeta Literaria 159 (20 de diciembre de 1958) da noticia de la concesión del premio –discernido por un Jurado femenino-, al que se han presentado 107 novelas de escritores y escritoras de toda España, a Concha Castroviejo, redactora del diario Informaciones de Madrid. 15 Firma el informe, el 31 de enero de 1959, E. Conde. Informes muy distintos. El segundo no tiene la menor idea de lo que ha leído. Copio todos los informes tal y como aparecen en los documentos originales sin poner ni quitar un acento o una coma. 16 Es el expediente 1804/58. 17 Véase en Montejo Gurruchaga 2002 el análisis de La playa de los locos, primer título de la trilogía, el expediente de censura y el proceso que acabó en la denegación para su publicación. En 2006 estudié la segunda novela de la trilogía, Espejismos, su discurso y su tono marcadamente feministas.
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María Martínez Sierra, una escritora en el exilio Julio E. Checa Puerta La obra literaria y la vida de María Martínez Sierra, casi centenaria, presentan una serie de líneas maestras que atraviesan de manera coherente toda su producción, como pone de manifiesto su producción autobiográfica. María escribió y tradujo teatro, ensayo y memorias, se ocupó de tareas empresariales y tuvo militancia política, además de su destacada labor como dramaturga en colaboración con su marido, Gregorio Martínez Sierra, en el Teatro de Arte, en lo que fue una relación profesional que también la llevó a los ámbitos de la traducción, de la empresa teatral y editorial y del ensayo. No menos importante fue su incorporación a la vida política de primera línea en defensa de la República. A lo largo de su trayectoria vital y profesional prevalecen algunos rasgos de carácter que se manifiestan en su concepción del Magisterio, en el sentido de su producción dramática y en la teorización que ofrecen sus ensayos feministas y sus intervenciones parlamentarias. El análisis de su obra teatral del exilio, Fiesta en el Olimpo, permite afirmar su complementariedad autobiográfica con sus dos libros de memorias.
A lo largo de su dilatada y compleja vida, María Martínez Sierra (1874-1974) se convirtió en protagonista y testigo de la escena cultural y política españolas del primer tercio del siglo XX y en una de las personalidades más relevantes del exilio republicano de 1939. No debe sorprender, no obstante, que dadas las circunstancias que intervinieron a lo largo de varias décadas en la configuración del canon cultural español, su nombre quedara práctica y sistemáticamente excluido de cualquier relación que recogiera o recuperase a distintos creadores cuya obra artística se hubiera consolidado con anterioridad a 1936. Me parece pertinente incidir, sin embargo, en el hecho de que la ‘invisibilidad’ de esta autora se vio considerablemente reforzada por su condición de mujer escritora y que, además, el hecho de que pudiera ser identificada, o no, mediante tres nombres diferentes, a saber, María de la O Lejárraga, María Martínez Sierra y Gregorio Martínez Sierra, contribuyó a ocultarla aún más, si cabe. Como se sabe, la casi totalidad de su producción artística apareció con la firma de su esposo, con quien colaboró en
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numerosas empresas teatrales y editoriales. Ciertamente, el trabajo en colaboración, declarada o no, fue una práctica muy habitual en la escena española de preguerra (Dougherty y Vilches de Frutos; Vilches de Frutos y Dougherty); pero no lo fue tanto la circunstancia de que existiera un vínculo matrimonial entre los colaboradores y menos aún que los lazos profesionales, y aun los sentimentales, permanecieran con relativa solidez tras las ruptura de la pareja. Esta decisión, tan alejada de la creación de heterónimos como del empleo habitual de los pseudónimos, sí que supone un caso peculiar en el panorama de las letras españolas y ha sido una de las razones de estudio, no la única, para que quienes se han acercado a la obra firmada por Gregorio Martínez Sierra lo hayan hecho de forma recurrente desde la perspectiva de la autoría (O’Connor 1987 y 2003; Rodrigo). Dado que la propia autora siempre sostuvo la existencia real del trabajo en colaboración (Martínez Sierra 1953), y que el principal soporte para las especulaciones de todo tipo ha partido del epistolario dirigido por Gregorio a María entre 1915 y 1947, que transcribí y publiqué completo hace algunos años (Checa Puerta 1997), y al que dediqué algún trabajo posterior (Checa Puerta 2006), no voy a detenerme en esta cuestión y remito a la relación de obras citadas al final de este trabajo. Sin embargo, me parece oportuno reconocer el interés que en cada momento han tenido la mayoría de los trabajos relacionados directa o indirectamente con María Martínez Sierra para profundizar en el conocimiento de esta intelectual, dentro de un proceso en el que cada momento ha ido determinando tanto los enfoques y las prioridades como la posibilidad de disponer de los materiales necesarios que han ido permitiendo llevar a cabo este trabajo de recuperación. Por otro lado, y a pesar de la paradójica desatención que recibió durante muchos años la obra dramática firmada por María Martínez Sierra, tal y como subrayaba Pérez-Rasilla en su edición de las Obras escogidas (Martínez Sierra 1996), parece confirmarse el hecho de que, desde hace algunos años, cada vez son más los ensayos que abordan diferentes perfiles de una autora tan polifacética como María Martínez Sierra y que tendrían en los trabajos de Alda Blanco, junto con alguna iniciativa del Instituto de Estudios Riojanos (Aguilera 2002), su más destacada expresión (Blanco 1989, 2001, 2002, 2006 y 2007). La obra literaria y la vida de María Martínez Sierra, casi centenaria, presentan una serie de líneas maestras que atraviesan de
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manera coherente toda su producción y que hacen poco apropiada la segmentación de la misma en facetas o caras independientes que permitan los diferentes acercamientos. Además, no basta con señalar que María escribió y tradujo teatro, ensayo y memorias, que se ocupó de tareas empresariales o que tuvo militancia política, sino que conviene subrayar la importancia de su labor como dramaturga en colaboración con su marido en el Teatro de Arte, Gregorio Martínez Sierra, en lo que fue una relación profesional que también la llevó a los ámbitos de la traducción, de la empresa teatral y editorial y del ensayo; y que no menos importante fue su incorporación a la vida política de primera línea en defensa de la República. Sin embargo, y a pesar incluso de las quiebras que marcaron de forma muy importante su existencia –la separación de Gregorio, la Guerra Civil y el exilio-, me parece que a lo largo de su trayectoria vital y profesional prevalecen algunos rasgos de carácter que se manifiestan en su concepción del Magisterio, en el sentido de su producción dramática, en la teorización que ofrecen sus ensayos feministas, en el mensaje que despliega desde la tribuna parlamentaria e incluso en la selección de acontecimientos, técnicas y tonos mediante los que construye sus tres libros de memorias, ya septuagenaria. Estos rasgos a los que me refería arriba parten de un triple vértice. Por un lado, la voluntad regeneracionista y la preocupación por la realidad española tan características del pensamiento noventayochista, y que María también asumiría bajo el lema “Escuela y Despensa”, sobre el que tanto reflexionó y que tanto reclamó en sus textos y conferencias. Por otro, en todos sus trabajos, en los que se dirige siempre a la mujer como interlocutora natural, quedan patentes su feminismo, el interés por hacer explícito y extender su concepto de ‘Mujer Moderna’, así como su progresiva aceptación del compromiso político explícito, que la llevaría a ser elegida diputada socialista por Granada en las Cortes de 1933 y a asumir diversos cargos oficiales durante la Guerra Civil. Por último, el tercer vértice tiene que ver con una mirada generalmente amable y, a la vez de profundo compromiso, con los asuntos que trata, tanto si son de índole social como si pertenecen a la esfera de lo íntimo. Así, será otro lema, “Nisi serenas”, el que prevalezca prácticamente de forma constante en su escritura, desde 1899 hasta 1960. Un breve recorrido por su biografía nos la presenta como maestra y también como escritora desde su encuentro con Gregorio Martínez
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Sierra, con quien se casa en noviembre del año 1900. Participan juntos en diversos proyectos editoriales como Vida moderna, Helios y Renacimiento, al tiempo que continúan con la producción de textos narrativos y de manera más decidida, dramáticos. Consiguen su primer estreno, La sombra del padre (1909), que vendría seguido de otros como Canción de cuna, Primavera en otoño o Lirio entre espinas (1911), hasta llegar a Las golondrinas (1914) y El amor brujo (1915). Será entonces cuando se constituya la compañía ‘CómicoDramática Gregorio Martínez Sierra’, uno de los hitos de la renovación dentro de la escena comercial madrileña anterior a la Guerra Civil. En la sede de la compañía, el teatro Eslava de Madrid, se darán a conocer junto con los estrenos de las piezas dramáticas, las conferencias que constituyen la obra ensayística de María Martínez Sierra, ciclo que se abre con la publicación de Cartas a las mujeres de España (1916), Feminismo, feminidad, españolismo (1917), y La mujer moderna (1920), y que se cierra con Nuevas cartas a las mujeres de España (1932). Como es sabido, todos estos textos, que presentan un narrador varón, llevaron la firma Gregorio Martínez Sierra y en muchos casos recogieron colaboraciones periodísticas firmadas con el mismo nombre, como es el caso de la sección “La mujer moderna”, publicada entre enero de 1915 y octubre de 1916 en Blanco y Negro (Blanco 1999: 28). Como señala Alda Blanco, el primer grupo de ensayos presenta una serie de rasgos generales que podrían resumirse en la voluntad de educar a la mujer para ser feminista, en la consideración del carácter innato de la diferencia entre sexos, en el rechazo del matrimonio como institución esclavista, en replantear el concepto de maternidad o en reclamar para las mujeres el derecho a la ambición. Sin embargo, en Nuevas cartas a las mujeres (1932), defiende el divorcio, propone para la mujer la soledad antes que el matrimonio fundamentado en la humillación, reclama la independencia legal y económica de las mujeres y, tal vez lo más significativo, sostiene que “el género es una construcción cultural hecha por los hombres” (Blanco 1999: 43-44). Sin duda, uno de los hechos determinantes dentro de su biografía fue la separación efectiva de Gregorio a partir de 1922, cuando nació la hija de éste con Catalina Bárcena, actriz con la que mantenía una relación sentimental desde hacía varios años y con la que viviría hasta su muerte, en el año 1947. No cabe duda de que este hecho debió de influir de manera decisiva en el ámbito de lo personal y, también, claro, en el profesional. No
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obstante, siguieron estrenando piezas dramáticas de notable relieve, como Mujer (1924), Seamos felices (1929), Triángulo (1929), y Sortilegio (1930). Toda esta producción dramática, generalmente muy bien recibida por el público y, a menudo, también por la crítica, guarda una estrecha relación ideológica con el modelo teórico expuesto en los ensayos, hace de la mujer el foco de atención y la convierte en auténtico protagonista de sus éxitos. Todavía en 1915, le escribía Gregorio a María acerca de la conveniencia de ocuparse de manera explícita de la creación de caracteres protagonistas femeninos: El repertorio de nuestra compañía le hemos de escribir nosotros: yo estoy loco recordando todo el repertorio, y no encuentro obras que valgan la pena, sobre todo de los modernos, y lo poco bueno que hay está demasiado hecho. Papeles de mujer no hablemos, porque ya sabes que ningún autor español se ha ocupado de la mujer. (Checa Puerta 1997)
Sin embargo, a medida que nos adentramos en los años veinte, se pueden observar una serie de síntomas que cabría atribuir a la crisis abierta en la pareja de colaboradores, al menos entre 1922 y 1925; pero también a la evolución de sus ideas y a un cierto agotamiento de los modelos propuestos en su teatro anterior, circunstancias que tendrían como consecuencia el mayor espaciamiento en la producción de obras, la disolución de la compañía y sus giras por América y la búsqueda de una cierta renovación de los temas y técnicas empleados, lo que explica en parte el juicio de Patricia O’Connor cuando valora la producción del periodo comprendido entre 1925 y 1930 como el de las obras “más feministas, más experimentales y menos conocidas”, para referirse a Mujer (1925), La hora del diablo (1926), Triángulo (1929), y Sortilegio (1930) (O’Connor 2002: 18). Llegados al año 1930, podemos decir que se abre una nueva etapa en la vida de María Martínez Sierra que comenzaría con un documento firmado por Gregorio en el que la reconoce como ‘colaboradora’ en todas las obras firmadas por él -nuevamente elegido presidente de la Sociedad de Autores, pero ya decidido a emprender una nueva vida profesional en el cine de Hollywood- y que continuaría con una notable intensificación del activismo político de María, culminado con su ingreso en las filas del Partido Socialista Obrero Español en 1931, coincidiendo con la proclamación de la Segunda República. Sin embargo, es cierto que, desde muy pronto, María había formado parte en primera línea de diversas asociaciones feministas, como la Unión de Mujeres de España (1918), el Lyceum Club (1926), o la Asociación
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Femenina de Educación Cívica (1931), en cuyo seno se formaría el Club Anfistora (1933). Sin duda, el trabajo que mejor describe esta parte de la actividad de María Martínez Sierra es el realizado por María Jesús Matilla, quien resume: María Lejárraga, cuya actividad política fue muy importante durante la etapa republicana, en campaña y como diputada, no abandonó su compromiso social intenso. Presidió el Patronato para la Protección de la Mujer, que se ocupaba del problema de la trata de blancas, problema que le había preocupado desde 1922, a través de la Sociedad Española de Abolicionismo […] También fundó y participó en la dirección del Comité Nacional de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo, que estaba presidido por Dolores Ibarruri […] Fue, asimismo, una de las fundadoras del Comité Pro-presos del PSOE, la UGT y las Juventudes Socialistas para organizar la solidaridad con los presos de Asturias, para mantener la protesta internacional contra la represión, los malos tratos y las torturas a las que estaban sometidos los detenidos y para socorrer a las familias más necesitadas. Participó en la Alianza de amigos de América Latina, para promover la solidaridad internacional contra las dictaduras. (Matilla: 100-101)
Todas estas actividades, además de su labor parlamentaria, abrieron un camino irreversible que desembocaría en su exilio político una vez acabada la Guerra Civil y que la llevaría primero a Bélgica (1937), donde se ocuparía de los niños refugiados españoles, a Niza (1938-1949) y, finalmente, a América (1950-174), en un periplo que se inició en los Estados Unidos y que, tras una breve estancia en México, concluyó con una residencia definitiva en Buenos Aires, ciudad donde habría de morir, casi un cuarto de siglo más tarde, en el año 1974. La actividad parlamentaria de María Martínez Sierra y su compromiso con la República, ya reconocido en un importante ensayo de hace varias décadas (García), han sido oportunamente revisados hace poco tiempo (Aguilera y Lizarraga), como también lo ha sido la dureza de su exilio que, como el de tanta gente, ha quedado muy bien documentada en diversos trabajos a los que remitimos (Blanco 2001 y 2007; O’Connor 2000). A pesar de este hecho, no queremos pasar por alto en estas páginas la publicación de una serie de conferencias recogidas bajo el título La mujer española ante la República (Martínez Sierra 1931), porque constituye la recuperación de su nombre como autora y, además da cuenta sobre la actualidad de muchas de sus reflexiones con relación a los conceptos de patria, justicia o libertad y de su lúcido análisis acerca de la situación de España durante aquellos años, con asuntos tan importantes como la
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organización federalista o la conveniencia de separar la Iglesia del Estado: Permitidme opinar que a la Iglesia Católica española le ha faltado, para su desarrollo espiritual, precisamente la persecución. Ella ha estado siempre del lado del que manda, a veces por encima del que manda; por eso, a pesar de la pompa exterior de sus triunfos, se ha entibiado su espíritu y ha dejado olvidar la doctrina. Su clero es perezoso y sus fieles no saben lo que creen […] ¿Por qué ha de entregar la Iglesia la predicación del Evangelio a un elemento secular? ¿Es que no pueden, no saben o no quieren enseñar sus ministros la buena nueva? ¿Qué falta les hacen para la propaganda de la fe las escuelas nacionales, donde la Religión no puede ser más que una asignatura, enseñada, tal vez, por un hombre que no cree en ella? ¿Qué falta les hacen en país como España, donde hay una iglesia en cada esquina y donde no se pueden dar dos pasos sin encontrarse cuatro sacerdotes? ¿Por qué no enseñan ellos, infatigablemente, en vez de pasear tomando el sol? ¿Quién impide a los párrocos organizar, en cerrada falange catequista, todos los sacerdotes no adscritos a la parroquia, que acuden a ella diariamente en busca de una misa para ganarse el pan? ¿Quién impide a los cabildos establecer en catedrales y colegiatas, Catecismos de instrucción para niños, de perseverancia para niños y adultos, bibliotecas parroquiales, como en otros países no oficialmente católicos existen, para la difusión de la fe? ¿Quién les impide a todos congregar a los niños en las horas en que la escuela les deja libres? ¿Por qué están casi todas las iglesias cerradas la mayor parte del día y toda la noche, mientras duermen al raso los pobres que no tienen hogar? […] ¡Apasionadas católicas de España, seguidlo siendo, enhorabuena! Pero poned vuestra pasión en donde debe estar: en la defensa del tesoro espiritual de la Iglesia del que participáis, militantes, con los que ya han triunfado y con los que aún están padeciendo para purificarse, del que participáis, no se os olvide, como miembros de un mismo cuerpo y no como soldados de un mismo ejército. Defended, sí, el tesoro de la Iglesia con todo el heroísmo que sea menester, pero dejad en paz las ollas de Egipto. Para alcanzar la tierra prometida, más vale, os lo aseguro, caminar sobre la áspera arena del desierto en busca del maná. (Martínez Sierra 1931: 117-131)
Como puede suponerse, éstas y otras afirmaciones bastarían por sí solas para haber hecho inviable su regreso a España y, cómo no, para silenciar o manchar su nombre en las pocas ocasiones en que apareció impreso (Martínez Olmedilla: 249), lo que no supuso, en modo alguno, que María hubiera cesado su actividad intelectual. De hecho, vivió hasta su muerte dedicada a escribir traducciones de textos dramáticos, relatos, colaboraciones periodísticas y, muy especialmente, tres libros sobre los que quisiéramos destacar quizás el menos reconocido, Fiesta en el Olimpo, por razones que explicaremos algo más adelante. De los dos primeros, citados con toda justicia de manera recurrente al establecer el catálogo de la escritura memorialística del exilio español, contamos con ediciones recientes
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bien documentadas por Alda Blanco (Blanco 1989 y 2000), por lo que apenas señalaremos algunos rasgos que nos parecen especialmente significativos. El primero de los volúmenes, Una mujer por caminos de España (Martínez Sierra 1952), recoge el testimonio de la actividad propagandística de la autora durante los primeros años de la Segunda República. Como puede apreciarse desde los párrafos iniciales del libro, María acude ya a estrategias narrativas –diminutivos afectivos, referentes culturales, figuras patéticas…-, que no abandonará a lo largo de toda la obra y que explican muy bien, pensamos, la mirada nostálgica, personal y emocional desde la que escribe, pero que pretende contener por la distancia física, geográfica y sentimental que guarda con buena parte de lo narrado. No debemos perder de vista el hecho de que este libro de memorias, aparentemente fragmentario, que se ocupará fundamentalmente de reconstruir su activismo político durante el periodo republicano, lo escribió ya en el exilio, después de perder una guerra, casi al tiempo que conoció el fallecimiento de su esposo, Gregorio, y cuando ya contaba setenta y cinco años de edad. Un notable sentido de la dignidad y una honradez intelectual difícil de encontrar a menudo, la llevaron a abrir este libro reconociendo con vehemencia su condición de feminista –“he sido, soy y seré feminista” (Martínez Sierra 1898: 55)-, pero a declarar al tiempo que gran parte de culpa en el fracaso, que puede entenderse en varias direcciones, se debió también a las mujeres. Así, escribe: Hemos faltado a nuestras promesas. Hemos doblado la actividad de los hombres, pero no la hemos mejorado. Nos hemos alistado en los partidos, nos hemos dejado apasionar por el juego político, por el ardor de las propagandas; hemos sido apasionadamente socialistas, inflexiblemente comunistas, despiadadamente conservadoras, frenéticamente dictatoriales […] Hemos repetido palabras elocuentes y necias de los hombres, literaturas más o menos vacías de sentido real, de sentimiento humano. (Martínez Sierra 1989: 56-57)
Diez años después del final de la Guerra Civil y con la más que probable convicción de que nunca habría de volver a España, María reconoce que “Nuestra República, ¿cómo negarlo?, tuvo grandes y funestos errores, pero hizo algo luminoso y feliz, enseñó a leer a los niños”, y ahí deposita María su esperanza: Un pacífico ejército pasa los montes; una hueste sin armas entra en mi patria. Sin armas, no. Todos llevan un libro en la mano, y todos van diciendo: ¡Acercaos rapaces! […] Con estas letras, por estas letras, a través de estas letras, se
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comprende y se ama el claro nombre de la libertad. Con estas letras, por estas letras, a través de estas letras, se siembran y arraigan en la voluntad las ideas de razón y justicia. (ibídem: 67)
En el primer capítulo, que titula ‘Humildemente’, María confiesa su ‘vocación de propagandista’ y esa vocación fue, sin duda, la que la llevó, entre otras cosas, a aceptar su militancia política durante la República. En un primer momento, participó activamente en Seminarios, Congresos y Ateneos; pero ya en 1932 se lanzó “por caminos de España” e inició por los pueblos de la Mancha un recorrido que la llevaría más tarde a recorrer intensamente la provincia de Granada. El contacto con las gentes humildes del campo la llevó a perfilar, consciente, su propio sello propagandístico en el que se declaraba alejada de cualquier forma de utopía: No hablaré nunca ni de doctrina, ni de odio, ni de lucha, ni siquiera de victoria final: jamás prometeré paraísos para un más lejos tan ilusorio como los que prometen otros para un más allá […] hablaré a las mujeres, siempre a las mujeres, que son las que hacen el alma de los pueblos, del crimen de la resignación. (ibídem: 88-89)
A lo largo de las páginas del libro, María va recordando un recorrido en el año 1932 difícil y, a menudo hostil, por lugares como Almansa, Cartagena, Ceuta o Madrid. Ya en 1933 es propuesta para ocupar un puesto como candidata a las Cortes por la demarcación de Granada, responsabilidad que aceptaría y que la obligaría a desplegar una extraordinaria actividad por los pueblos de la provincia marcada por dos ideas que, como ya hemos señalado, son recurrentes en María: “el pueblo de Granada tiene hambre y no sabe leer” (ibídem: 123), más una circunstancia novedosa que, sin duda, contribuyó de forma decisiva a animarla en esta empresa: “en las elecciones que se preparan, por primera vez van a ser electoras las mujeres” (ibídem: 123). Sin embargo, aunque María obtuvo su escaño junto a Fernando de los Ríos y a Ramón Lamoneda, perdieron las elecciones de 1933. Su empeñó no disminuyó, y en 1934 realizó un nuevo recorrido por la provincia que la lleva a una de las pocas prolepsis del libro -“la tragedia granadina es de las más espeluznantes de la guerra civil. Más de treinta mil fusilados” (ibídem: 167)-, y a detenerse en el recuerdo de Federico García Lorca. También emplea la analepsis cada vez con más profusión a lo largo de este libro de memorias. Por ejemplo, nada
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más narrar su viaje como propagandista en la ciudad de El Ferrol, en 1934, recuerda su viaje a Bélgica en 1905: “Fui con una beca como antigua alumna de la Escuela Normal de Madrid a estudiar los métodos de educación física en las escuelas primarias de Francia, Bélgica, Inglaterra y Suiza” (ibídem: 195). Como recuerda, este viaje la puso en conocimiento por primera vez con las Casas del Pueblo y el socialismo. De este relato pasa a la Casa del Pueblo de Madrid y la importancia de estos ámbitos de encuentro para el proceso de concienciación colectiva. Como sabemos, desde 1933 María militó en el Comité Nacional de las Mujeres Contra la Guerra y el Fascismo, presidido por Dolores Ibárruri. Según declara, la Guerra Civil se inició en 1934 con la represión de Asturias y este hecho motivó el encuentro estrecho con otras dos ‘propagandistas’ muy singulares: Matilde de la Torre y Dolores Ibarruri (Pasionaria). A pesar de la evidente distancia ideológica y estratégica que la separaba de la representante comunista, escribió: Aquella tarde, tres mujeres, por encima de toda doctrina, estábamos unidas en una sola voluntad. Queríamos que las izquierdas ganasen las elecciones para que se abriesen las cárceles y cesase el sufrir de los atormentados. Y lo clamábamos cada una en su estilo, con la misma sinceridad apasionada […] Así fue. Al domingo siguiente, las elecciones se ganaron […] Las prisiones se abrieron, en efecto; en Oviedo y Gijón, las dos principales ciudades asturianas, las abrió el pueblo la misma noche sin esperar a que se hubiese constituido nuevo Gobierno […] Sospecho –no lo sé- que Pasionaria tal vez aplaudiera en lo íntimo de su conciencia aquella demostración de voluntad apasionada […] yo pensaba entonces y sigo pensando: ‘No conviene nunca, en buena política, faltar a la ley’. (ibídem: 223-24)
El siguiente salto en el relato la lleva a Suiza, a Berna, hacia donde partió el 17 de octubre de 1936 -“nunca pude pensar que tal vez no habría de volver a mi patria”-, y de allí, unos meses más tarde, a Bélgica. Su relato, sin embargo, salta nuevamente hasta Niza, ya en 1945; ha finalizado la Guerra Civil y Francia ya ha sido liberada por los aliados. Sin embargo, únicamente se detiene en un encuentro casi accidental con un joven soldado norteamericano en quien ella vio la esperanza de una liberación de más amplio alcance que, obviamente, nunca se produciría. Y nuevamente la analepsis y la recuperación de la infancia y, después, de Gregorio, el marido perdido:
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He querido contar [En Gregorio y Yo] la aventura de dos espíritus gemelos que han ido buscando a través de las nieblas del ensueño adolescente, de la luz cegadora de los años meridianos, del gris luminosamente plateado del atardecer, una forma especial, una expresión peculiar de la belleza. (ibídem: 253)
Tras unas páginas, obligada por los editores, dedicadas a su propia infancia, recupera el pulso del principio y cierra el libro de manera brillante y emotiva al tiempo: Azares del vivir y el morir hanme traído a tal soledad espiritual que apenas puedo, y muy de tarde en tarde, permitirme el lujo de cruzar con alguien palabra que no haga referencia al problema diario y corporal de seguir viviendo; la idea más “inmaterial” que me es dable cambiar con los que tengo cerca es acaso un concepto político, triste pan para el alma fatigada, harina amarga, agua de fuente revuelta y turbia […] Y acaso sea ésta la única ligazón que pueda hallarse entre su infancia luminosa y las actividades políticas de su vejez. De no haber vivido toda su adolescencia en la lamentable zona suburbana sobre la cual rebosa como escoria de fundición toda la miseria de la existencia ciudadana, de no haber pasado con mal disimulado miedo tantos anocheceres de sábados ante la puerta de las fementidas tabernas donde los obreros que entonces trabajaban doce horas diarias iban a gastarse el mísero jornal buscando en el alcohol el único bálsamo posible para su cansancio y su embrutecimiento, de no haber oído tantas y tantas veces el desolado clamor de las mujeres que intentaban arrancarles del “antro” para salvar al menos algunas monedas con que comprar pan para los hijos, de no haber visto a diario la caridad luchando inútilmente con la miseria, con la enfermedad, con la invalidez, con el desamparo y con la infamia, acaso nunca hubiera comprendido como tantas otras inteligentes y buenísimas mujeres de las clases acomodadas no comprenden aún, que había “algo podrido en el reino de Dinamarca” y que era necesario buscar modo eficaz para hacer saltar de sus goznes —o al menos intentarlo— las puertas del infierno. Niza, 1949. (ibídem: 287-296).
El segundo libro de memorias, Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración (Martínez Sierra 1953), iba a titularse inicialmente Horas serenas, y constituye, junto con el anterior, uno de los testimonios más lúcidos y emocionantes de los primeros cuarenta años de la España del siglo XX. Ambos fueron escritos, como ya señalamos, por una mujer septuagenaria, exiliada, y en medio de otras circunstancias personales que hacen difícil justificar tanto la selección de los materiales como el tono y las estrategias narrativas que los ofrecen. Desde un primer momento, la autora pretende situarse como observadora de la vida de otros y establece varias premisas de extraordinario valor para el desarrollo posterior de la obra, como son su carácter fragmentario, que le permite libremente seleccionar de
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forma consciente las ‘lagunas’, su atención al panorama cultural español del que tuvo noticia directa, y la recuperación de la figura de Gregorio, como inequívoco compañero de viaje: Es el fragmentario relato de la aventura de dos inteligencias gemelas que han ido, a través de las nieblas del ensueño adolescente, de la luz cegadora de los años meridianos, del gris luminosamente plateado del atardecer, buscando una forma especial, una expresión peculiar de belleza”. (Martínez Sierra 1953: 9)
Todavía en las primeras páginas del libro, María se considera integrante de la Generación del 98 y pronto manifiesta su compromiso con los desfavorecidos. También desde muy pronto rememora su primer acercamiento a Gregorio, su afición por el teatro y su condición de hombre nada religioso. Según confiesa, fue la comunión intelectual la que contribuyó de manera decisiva a la celebración de su matrimonio: “No hemos colaborado, es decir, trabajado en nuestra obra común, sin interrupción por haber sido marido y mujer: hemos llegado al santo estado de matrimonio a fuerza de colaborar” (ibídem: 27). Según María, la indiferencia de su familia ante el hecho de que ella firmase su obra literaria la determinó, entre otras ‘poderosas’ razones, para no volver a hacerlo y ocultar su nombre bajo la firma Gregorio Martínez Sierra: Esta es una de las poderosas razones por las cuales decidí que los hijos de nuestra unión intelectual no llevaran más que el nombre del padre. Otra, que, siendo maestra de escuela, es decir, desempeñando un cargo público, no quería empañar la limpieza de mi nombre con la dudosa fama que en aquella época caía como sambenito casi deshonroso sobre toda mujer ‘literata’… Sobre todo literata incipiente. ¡Si se hubiera podido ser célebre desde el primer libro! La fama todo lo justifica. La razón tercera, tal vez la más fuerte, fue romanticismo de enamorada… Casada, joven y feliz, acometióme ese orgullo de humildad que domina a toda mujer cuando quiere de veras a un hombre. ‘Puesto que nuestras obras son hijas de legítimo matrimonio, con el nombre de padre tienen honra bastante’. Ahora, anciana y viuda, véome obligada a proclamar mi maternidad para poder cobrar mis derechos de autora. La vejez, por mucho fuego interior que conserve, está obligada a renunciar a sus romanticismos si ha de seguir viviendo…, aunque ya sea por poco tiempo. (ibídem: 29-30)
De todas las piezas escritas hasta ese momento, María considera Diálogos fantásticos el germen de toda su producción dramática, y sería continuada por Saltimbanquis, pieza incluida en el volumen Teatro de ensueño, aparecido en 1905. En estos primeros años, reconoce el interés que la pareja sentía por autores como Benito Pérez Galdós –“el primer escritor español que ha tenido piedad de las
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mujeres”- y, en particular, por Jacinto Benavente, a quien imagina al corriente de la colaboración de la pareja y autor que firmaría, siempre según María, textos escritos por los Martínez Sierra. A partir de aquí se abrió un camino que facilitó el estreno de la pieza dramática El ama de la casa, el 1 de abril de 1910: Después del estreno afortunado de El ama de la casa, convencida de que éramos tan autores dramáticos como otro cualquiera y de que aunque tal vez no alcanzáramos nunca las cumbres de la inmortalidad, podíamos ganarnos la vida honradamente, escribiendo comedias, renuncié a mi puesto de maestra de escuela, y me dediqué exclusivamente a la literatura. (ibídem: 67-68)
El capítulo dedicado a las obras preferidas establece una de las constantes en la vida de María, la importancia de la maternidad, y cómo fue realmente Gregorio, ‘ambicioso y emprendedor’, quien la animó a desarrollar la tarea de escritora. Así, produjeron piezas que María considera destacadas, como El reino de Dios, Don Juan de España, Sueño de una noche de agosto y Rosina es frágil. Curiosamente, apenas se ocupa de otras que les dieron un enorme reconocimiento, como Canción de cuna o El amor brujo. Más adelante, en el capítulo dedicado a los músicos con los que colaboraron, presenta una corrosiva descripción de la zarzuela como género que resulta, a su vez, toda una poética. En este sentido, parece oportuno destacar dos aspectos más: el notable conocimiento del hecho musical y la valoración positiva de los compositores ‘renovadores’ del momento: Stravinsky, Mussorgsky, RimskyKorsakov, Debussy, Ravel… y claro, Manuel de Falla. No es desdeñable el hecho de que los Martínez Sierra contaron con excelentes músicos como colaboradores y, además de Manuel de Falla, trabajaron con Joaquín Turina, Conrado del Campo o José María Usandizaga. En su deseo de ofrecer de forma compacta las parcelas que María vivió, son frecuentes los saltos temporales y el sentido de la fragmentación. Por ejemplo, recupera el año 1902 cuando Gregorio, María, Juan Ramón, González Blanco y Pérez de Ayala fundaron la revista Helios, cuyos catorce números comprendieron el periodo 1902-1904; pero rápidamente vuelve al presente, en el que salvo Gregorio ya fallecido, todos parecen estar al borde la muerte, y rememora:
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Julio E. Checa Puerta A mí, los fantasmas no me empavorecen; estoy acostumbrada a ellos. He vivido casi ciega años enteros, y, entonces, lo poco que alcanzaba a vislumbrar del mundo exterior se esfumaba en nieblas de fantasmagoría. Pasé hambre, en un rincón de Francia, durante los cinco años de guerra, y me quedé en los puros huesos. He vuelto a ver […] ¡Sí, amigos, vivamos, aunque el mundo nos tenga por muertos! Esta persistencia en el existir, a pesar de tantísimos pesares, tiene ya como un leve regusto de inmortalidad. (ibídem: 165)
En 1905 emprendió un viaje por Europa con el pretexto de formarse, si bien la verdadera razón para la marcha era la preocupación que María sentía por la salud de Gregorio. En este periplo, visitaron ciudades como Gante, París, Bruselas, La Haya, Amberes, Colonia, Londres…; sin embargo, buena parte del viaje lo realizó María sola, pues Gregorio había decidido quedarse en París haciendo negocios. Este momento provocó una tentativa de suicidio bellamente narrada por María en su libro: Sucedióme en la tarde una aventura: como faltasen aún tres horas para salir el tren, no teniendo cosa mejor en que emplearlas, dime a vagar y fui a parar a una playa que desconocía, que no he vuelto a ver nunca ni sé qué nombre tiene. Surgió de repente, como si perteneciese a otro mundo, detrás de una aglomeración de casuchas viejas y medio derruidas. Era pequeña y me atrevería a decir que fea, si tierra limitada por el mar pudiera nunca serlo […] sentía yo, escuchando el ruido manso de las olas, incomparable tedio de vivir, como si se hubiese perdido toda esperanza, no ya para mí, sino para el Universo entero; iban diciendo ellas al deshacerse en la sucia orilla: ¿para qué? ¿para qué? ¡No hay para qué! Fascinada por la monotonía de su casi imperceptible movimiento, íbame acercando a ellas paso a paso. Cuando llegué a pisar el agua, una piedra cayó a mis pies. Miré en derredor por ver de dónde venía; habíalas tirado un hombre que estaba también en la orilla, al otro extremo de la playa… (ibídem: 257-78)
Al igual que sucediera con el final de Una mujer por caminos de España, el final de este libro de memorias resulta estremecedor: Me detengo. Este repasar de viejas memorias se va transformando de gozo en angustia. A fuerza de evocar sombras –casi todo lo que fue mi vida ha desaparecido- antójaseme que soy una sombra también. No seguiré. No puedo seguir. No quiero seguir. Cierto, la memoria es arca sellada y mágica: una vez entreabierta, deja escapar recuerdos inagotables, pero ¿vale la pena? Cuando se intenta hablar de seres que ya no existen, parece que se fuera escribiendo con sangre. Y luego, se cansa uno de recordar. ¿Es ello tal vez la forma alquitarada del cansancio de vivir? Porque, indudablemente, a ratos, se cansa uno de vivir… y, sin embargo, quiere seguir viviendo. No en la memoria de los hombres ni en el juicio acaso lisonjero de la posteridad: esas son engañifas que a nadie engañan […] No ando lejos de
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pensar que la muerte es sólo un descanso temporal del espíritu. Pero ahí está el enigma: ¿Cuánto tiempo necesitará el alma para descansar de una vida? Niza, Tempe (Arizona), México D.F., Buenos Aires 1949-1952. (ibídem: 311-13)
Tras este breve recorrido por su dos primeros libros de memorias, quiero ocuparme ahora finalmente de un tercero, Fiesta en el Olimpo, aparecido en Argentina en 1960, que se compone de cuatro piezas dramáticas que revelan, con nitidez, una extraordinaria conexión temática, genérica y estética con el teatro producido por la pareja hasta el año 1930, en que se estrenó Sortilegio. Éstas son Tragedia de la perra vida, El amor vuela, Es así y Sueños en la venta, a las que habría que unir una miscelánea, Televisión sin pantalla, que recoge doce piezas más de desigual sentido y construcción, pero entre las que encontramos alguna a la que me voy a referir más adelante. No obstante, y antes de continuar, me gustaría proponer la idea de que este volumen constituye un tercer libro de memorias que se soportan como tales no sólo en la construcción y elaboración de los textos dramáticos sino, fundamentalmente, en los prólogos, notas al lector y demás paratextos que incluye. Podría verse en ello un ejemplo singular que daría cuenta de qué modo lo autobiográfico y lo ficcional aparecieron a menudo entrelazados en las obras de escritores y escritoras del exilio (Nieva de la Paz 2004). El prólogo que sitúa al frente del volumen me parece verdaderamente esclarecedor, pues la autora es consciente de resultar una perfecta desconocida para los lectores y su insistencia acerca de la variedad de registros que ofrece puede interpretarse como el resultado de una gran inseguridad e incertidumbre sobre los gustos de un público muy distinto del que conoció en su época de éxito como dramaturga. No podemos olvidar que cuando este libro salió de la imprenta, su autora contaba ochenta y seis años de edad. Sin embargo, ya en las palabras que abren Tragedia de la perra vida, vuelve a la recurrente imagen que identifica la producción literaria con la maternidad y al hecho literario como una parte del hecho teatral, por lo que escribe: La fortuna de una obra concebida como espectáculo consiste en alcanzar los honores de la representación. Y ésta es una obra muy difícil de poner en escena. El libro está hecho, mas para que llegase al público por vías normales habría que encontrar: un músico entusiasta que quisiera correr el riesgo de trabajar mucho acaso para nada, un director de escena casi excepcional, un empresario dispuesto a arriesgar su dinero en una aventura. Si el autor fuera un hombre joven, a fuerza de paciencia y saliva, como la hormiga de la fábula, vendría a cabo de tanta
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Julio E. Checa Puerta dificultad, lo mismo que la hormiga acabó por tragarse al elefante… mas yo, madre infeliz, soy mujer, y he alcanzado hace ya mucho tiempo la edad canónica, dicho de otra manera, inofensiva. (Martínez Sierra 1960: 14)
En otro orden de cosas, en esta pieza se aprecia bien la reminiscencia de la base simbolista de su primer teatro en la caracterización de las figuras alegóricas que compondrían un moderno ‘auto sacramental’, marcado por el barroquismo de la pantomima, el juego metaliterario y la dimensión grotesca de algunos personajes, así como la dimensión alegórica con que se estructura la pieza. No obstante, nos parece un texto bastante débil tanto en lo formal como en lo conceptual. Tal vez, el esfuerzo por conseguir un espectáculo más que un texto dramático resultaría lo más destacado. Sin duda, la incorporación de lenguajes corporales –danza, ballet, pantomima-, recuerda mucho a propuestas escénicas que María conoció y puso en práctica durante la exitosa andadura del Teatro de Arte. La segunda pieza, El amor vuela, es una farsa que evoca igualmente piezas del repertorio clásico de los Martínez Sierra, como La mujer del héroe. Sin embargo, al igual que ocurre con la anterior, algunos de sus rasgos merecen una llamada de atención. Por ejemplo, en la nota introductoria destaca el carácter de confesión personal desesperanzada y el peso que todavía tienen la Guerra Civil y el exilio posterior: ¿Comedia? ¿Zarzuela? ¿Sainete? ¿Pantomima? ¿Cuál había de ser su tesis, su problema? Al oír las presuntuosas palabras, todos los ángeles de la Historia se echaron a reír. ¿Qué problema, qué tesis podía interesar a un habitante de la Tierra que aún estaba sintiendo en todo el cuerpo la trepidación y el fragor de las bombas que estallaban, el extraño vacío del hambre, la mordiente tristeza del frío, únicas realidades de cinco largos años? ¿Qué interés había de alcanzarle que no fuera el asombro de seguir viviendo, de llevarse las manos a la cabeza y encontrarla en su sitio?... ¿Qué esperanza o qué solución pudieran ofrecérsele que el cambiar incesante en el vertiginoso mundo de la postguerra no hiciese envejecer y disiparse en humo durante el tiempo en que la obra dramática se estuviera escribiendo?. (ibídem: 33)
Luego, ya en la acción de los diálogos, podemos observar cómo todavía María Martínez Sierra sigue fundamentalmente ocupada y preocupada en reivindicar el modelo de ‘mujer moderna’ tal como lo había perfilado en sus ensayos feministas publicados entre 1916 y 1932. Del mismo modo, también prevalece su visión de ‘empresaria’ a la hora de construir el texto y las acotaciones. Sirva como ejemplo la siguiente acotación del segundo cuadro: “estarán vestidos de blanco
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para disminuir el gasto”. Con todo, la obra ofrece un excesivo apego al teatro del pasado, muy alejado, incluso, de lo que pudiera tener interés en los años cincuenta. Las situaciones, la construcción de los diálogos, el sistema de valores, etc., permanecen anclados en las formas teatrales de la comedia y del sainete de los años 20. Tras esta pieza, la autora situó la comedia dramática ‘a la antigua’ titulada Es así, de la que declara que llevaba escrita veinte años. El diálogo que sitúa a modo de preámbulo de esta comedia no tiene desperdicio: A.- ¡Ay de nosotros, pobres dramaturgos, cómo ha cambiado la orientación de nuestro humilde oficio la bomba de Hiroshima! L.- ¿Y por qué, ya que escribió la obra cinco años después de la tremenda explosión, siguió vuestra merced aferrándose a los antiguos métodos? A.- Por dos razones, inquisidor amigo. La primera es que cinco años escasos son muy corto plazo para que un ingenio se percate de que las esferas del alma se han lanzado a girar en sentido distinto de aquel en que durante siglos se movieran, y la segunda que un personaje no es una ficción ni un fantoche sino un ser que existe con vida propia e independiente y que un día cualquiera viene a hacer una visita o por lo menos se pone ante la vista del que ha de ser su autor, es decir “se le aparece”. En eso precisamente se diferencia la creación divina de la humana: Dios sabe y puede crear de la nada: los dramaturgos damos palabra y movimiento a seres que existían fuera de nosotros. Por eso cuando algunos gacetilleros teatrales llevados de la buena voluntad de halagarnos, dicen de un dramaturgo o de un comediante que creó un personaje, cometen un error y no deben llamarnos creador a uno ni a otro, sino autor y actor, respectivamente. Y una obra teatral en la cual los personajes viven dentro de un tiempo determinado, es decir histórico, no puede adoptar para exteriorizarlos e interpretarlos formas que aún no existían cuando ellos vivieran. L.- Siendo así, los personajes de esta obra debieran vestir de acuerdo con los figurines de 1931 en el primer acto y de 1950 en los otros dos. A.- Debieran, sí, señor. Gregorio Martínez Sierra, siendo director del teatro Eslava, de Madrid, vistió con trajes a la moda del Segundo Imperio a los personajes de la deliciosa comedia de Emile Augier Le gendre de Monsieur Pirier, traducida con el título La felicidad de Antonieta, con lo cual sentimientos, palabras y juego escénico perdieron todo anacronismo y el público pasó a ser por arte de magia, contemporáneo de los personajes... Si, cuando acaso llegue a representarse Es Así, el director que se encargue de ponerla en escena se decide a repetir la hazaña, tanto los personajes como yo se lo agradeceremos infinitamente. (ibídem: 102-103)
Por si no bastaran las referencias explícitas al tiempo transcurrido y la admiración declarada por el talento de Gregorio como director de escena ideal para sus textos, el asunto de la comedia tiene que ver con
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el apoyo que una esposa presta a su marido, un hombre de éxito que luego la abandona, y dice: Isabel.- … le esperé más de un año […] Seguí escribiendo… como si él me dictara, mandando original a los editores firmando con su nombre. ¿No decía en su carta: ‘Todo lo nuestro es tuyo’? […] Triunfar sola, ¡qué cosa miserable! Y ¿con quién repartir la victoria? ¿Qué hombre será capaz de alegrarse en el fondo del alma por un triunfo de mujer? (ibídem: 141-142)
Ciertamente, los ejemplos que podemos poner a lo largo de todo el volumen confirmarían la hipótesis que quisiéramos plantear aquí y que se concreta en la idea de que María, durante su exilio, publicaría no dos, sino tres libros de memorias llenos de referencias cruzadas y elaborados a partir de una serie de elementos comunes que ya hemos ido señalando más arriba. Por ello, pasamos de largo por la siguiente pieza, Sueños en la venta, próxima en técnica y estilo a un espacio teatral evocador de piezas como El amor brujo, y quisiéramos detenernos en dos de las piezas que constituyen la última parte del volumen, Televisión sin pantalla. La primera de ellas sería Muerte de la matriarca, en la que asistimos a la agonía y muerte de este personaje, de 85 años –los mismos que María-, ante cuyo lecho se arrodillan dos de sus hijos supervivientes, Juan, capaz de “complicarse la vida en infinitas marañas especulativas y sentimentales, negocios fracasados, amores…”; y Emilia, modelo de mujer moderna, “fuerte, eficaz, dueña del éxito y de la fortuna, que nunca que casara por no rendir a nadie su voluntad” (Martínez Sierra 1960: 184). De alguna manera, estos dos modelos de hijos constituyen la esencia de dos tipos de personaje característicos del juego escénico tan habitual en las piezas de los Martínez Sierra. Podríamos decir, así, que en cierto modo esta pieza es una especie de compendio testamentario de lo que había sido su producción dramática y finaliza con las propias palabras del personaje, trasunto unamuniano de la propia María: “La Matriarca.- ¡Si me lanzas otra vez a vivir… hazme hombre!... ¡hombre… para ser yo, sin ataduras… para perderme si me quiero perder, para salvarme si me puedo salvar!” (ibídem: 188). La segunda pieza a que nos referimos es La abuela vuelve en sí, en la que nuevamente se produce la identificación entre el propio personaje y María, quien, esta vez, no se dirige a Dios, sino al propio Gregorio. La lectura de estas páginas, así entendidas, nos parece en verdad emocionante:
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En verdad, desde que no soy hembra creo que he comenzado a ser persona completa: pienso más claro, comprendo más de prisa, me interesa la marcha del mundo... aunque no tenga nada que ver en ella. . - A ratos, a fuerza de pensar, se me antoja que estoy en lo alto de una loma, como un general a caballo, pasando revista a la Humanidad… (Se ríe, y entra en la casa sin encender la luz.) ¡Qué bien está el saloncito iluminado por la luna! Parece más pequeño, más íntimo, más mío. ¡Qué simpleza! más mío... Como que lo es..., Mío el salón… mía la casa... Nosotros la soñamos, nosotros la ganamos, nosotros la hicimos... nosotros... Andrés. ¡Uy, no quiero ponerme sentimental que a ti no te gustaban los sentimentalismos!... ¡No lloro, te juro que no lloro! (Sonríe entre lágrimas.) Bueno… un poquitillo. Pero no estoy triste... ¿Que encienda la luz?... Ya voy... no te impacientes… déjame pensar… ¿Recuerdas cómo me decías: “¡No pienses!”, siempre que me veías preocupada? (Sonríe.) Si supieras qué atracones me doy de pensar ahora que ya no tengo nada por qué preocuparme... Andrés... dime una cosa: ¿Por qué los hombres le tenéis tanto miedo a las emociones, por qué os avergüenzan, por qué procuráis siempre disimularlas?... Te advierto que, a fuerza de disimularlas, bien puede uno llegar a no sentirlas... ¡Ya voy, ya voy! (Da vuelta al interruptor, y la luz de las lámparas ahoga el claro de luna.) ¿Te gusta más así? (Sonríe.) Siempre has sido un hombre prosaico... ¿Que no te agradan las fantasmagorías? ¡Andrés, no digas eso! ¿Qué sería de mí si no hubiese fantasmas? ¡No lloro, no te enojes, no lloro! ¿No ves que están todas las luces encendidas? (Se acerca al piano, y se queda mirándolo con expresión de enojo.) ¡Qué afán de poner trastajos encima! (Con brusco ademán, va quitando todos los muñecos de porcelana y trapo que hay sobre el instrumento y los deja en montón sobre la chimenea. Se sienta en el taburete, abre la tapa del piano, arroja al suelo el cubreteclado y rompe a tocar con brío juvenil una tumultuosa rapsodia húngara. Todo el salón vibra con la bravía música que sale huyendo por la ventana abierta y va a inquietar la calma del jardín bañado en luna. Toca, en verdad, prodigiosamente, como si un demonio interior la inspirase. Toca, toca “in crescendo”. (De pronto, deja caer brazos y cabeza sobre el teclado, y solloza convulsa.) ¡Andrés, Andrés!... (Los sollozos se calman poco a poco. Levanta la cabeza.) Andrés... ¿estás ahí?... No te vayas. No lloro… ya no lloro... háblame, Andrés. (Parece escuchar la voz que le habla dentro del corazón.) ¡No es posible!... No me puedo marchar… […]¡No te vayas, Andrés! Tienes razón. . - En esta casa. . . nuestra, que planeaste tú, que hiciste tú, donde vivimos juntos, se van borrando ya todas nuestras memorias…sí…dices bien…hasta en los espejos. (Se ríe suavemente.) […] ¡Ay! pienso en aquel viaje nuestro a Italia... ¡Qué pobres éramos y qué bien lo pasamos! ¿Recuerdas en Florencia aquella mañana de la Ascensión? Me compraste un grillo en su jaulita, a la puerta de la Catedral... Todo se me antojaba, y tú decías: “Espera a que volvamos con dinero.”... Andrés... ¿por qué te fuiste y me dejaste en lo mejor, mejor… con los hijos criados, con la vida vencida, cuando estábamos otra vez los dos solos? Juntos subimos, y me dejaste sola para bajar la cuesta... No está bien. —Si no te echo la culpa... ¡No estoy loca! De sobra sé que te gustaba la vida aún más que a mí. Pero no es justo. - Andrés, cuando dijiste: “Ea, vamos a descansar... Nos llegó la hora. Volveremos a hacer el viaje de novios.”... ¡Italia! Sí, allí está... naturalmente... Flandes... No, no se me olvida... Brujas... Gante... Amberes... ¡Qué frío aquella noche en La Haya! Los hoteles con calefacción central costaban entonces tan caros… y aquel día, había-
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Julio E. Checa Puerta mos cenado ostras con Sauternes en aquel restaurante tan elegante, todo de cristal... Amberes... […] No me atrevo a llorar pensando en ti, delante de nadie, no me arriesgo a pronunciar tu nombre por miedo a que me tiemble la voz…. Ya siete años sin ti… Todos piensan que soy una persona razonable y que ya debo haberme acostumbrado... ¡Soy cobarde, cobarde! […] ¡Llegaré cuando sobre el Mediterráneo empiece a despuntar la primavera! Andrés ¿vendrás conmigo? (ibídem: 214-217)
Cualquier lector que se haya acercado a los dos libros de memorias escritos por María encontrará, pensamos, una absoluta sintonía temática y formal con la extensa cita que acabamos de transcribir y que recoge el final de la pieza propuesta. En su gusto por los nombres simbólicos de sus personajes, Andrés, el hombre, sería el propio Gregorio a quien se dirige la abuela para rememorar sus “horas serenas”, su viaje de juventud en compañía de su esposo, a quien nuevamente invita a emprender juntos el camino. En mi opinión, María nunca perdió la esperanza de ‘recuperar’ a Gregorio y la publicación de este libro, Fiesta en el Olimpo, esconde más claves personales que artísticas, seguramente consciente de que todas las circunstancias que concurrían hubieran hecho absolutamente inviable la puesta en escena de unos textos asimilables con dificultad por el público de los años sesenta, más allá de la censura política que pesaba sobre la autora, pero que le permitía abordar, en la voz en primera persona de sus criaturas –la matriarca, la abuela-, aquellos materiales más íntimos que habían quedado fuera de sus otros dos libros autobiográficos. Su autora, María Martínez Sierra, completaría con este libro, su tercer libro de memorias escrito en el exilio, la mirada más personal sobre sí misma. La lectura que proponemos del mismo no pretende únicamente insistir en la extraordinaria significación que María Martínez Sierra tuvo dentro de la vida intelectual y política de la España del siglo XX, y que tras un largo periodo de invisibilidad ha sido progresivamente rescatada gracias a las aportaciones de un destacado grupo de investigadoras e investigadores. A estas alturas, pocas dudas deberían quedar acerca de sus múltiples aportaciones a la escena española, del notable esfuerzo mental y físico que derrochó en defensa de la II República, o de la coherencia y dignidad con las que vivió su exilio, tan penoso como el de muchas otras personas. Para mí, además de lo ya recogido, resultaba muy estimulante la idea de que la relectura de su obra, Fiesta en el Olimpo en este caso, podía seguir aportando nuevas claves para conocer y comprender mejor la significación y las
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aportaciones del complejo triángulo formado por María Martínez Sierra, María de la O Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra. Cerrar su escritura con un volumen tan peculiar es un guiño entre melancólico y divertido que nos invita a no dar todavía por cerrado el estudio de la obra de María Martínez Sierra. Bibliografía Aguilera Sastre, Juan (coord.). 2002. María Martínez Sierra y la República: Ilusión y compromiso. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos. Bergmann, Emilie y Richard Herr (eds.). 2007. Mirrors and Echoes: Women’s Writing in Twentieth-Century Spain. Berkeley, University Press. Blanco, Alda. 2001. ‘María Martínez Sierra: figura política y literaria’. En: Estreno, 29.1: 4-9. — 2001. ‘María Martínez Sierra: feminismo y exilio’. En: El exilio literario de 1939. Actas del Congreso Internacional celebrado en la Universidad de la Rioja. María T. González de Garay y J. Aguilera (eds.): 359-74. —1999. María Martínez Sierra (1874-1974). Madrid: Ediciones del Orto. —2006. ‘María Martínez Sierra: hacia una lectura de su vida y obra’. En: Arbor, 182.719: 337-345. —2007. “Desde la pared de vidrio a la otra orilla. El exilio de María Martínez Sierra”. En Bergmann y Herr (eds.): 79-92. Checa Puerta, Julio E. 1997. Los teatros de Gregorio Martínez Sierra. Madrid: FUE. — 2006. ‘Gregorio Martínez Sierra y los epistolarios: algunas apostillas’. En: ALEC, 31. 2: 119-144. Dougherty, Dru y Francisca Vilches de Frutos. 1990. La escena madrileña entre 1918 y 1926. Análisis y documentación. Madrid: Fundamentos. García Méndez, Esperanza. 1979. La actuación de la mujer en las Cortes de la II República. Madrid: Ministerio de Cultura. Lizárraga Vizcarra, I. 2002 ‘Libertad (1931), de María Martínez Sierra: la mujer española frente al código civil’. En: Aguilera 2002: 35-81. Martínez Olmedilla, A. 1961. Arriba el telón. Madrid: Aguilar. Martínez Sierra, Gregorio. 1910. El ama de la casa. Madrid: Sucesores de Hernando. — 1910. Canción de cuna. Madrid: R. Velasco. — 1911. Lirio entre espinas. Madrid: Velasco. — 1913. Mamá. Madrid: Renacimiento. — 1914. La mujer del héroe. Madrid: R. Velasco. — 1915. El amor brujo. Madrid: Velasco. — 1916. El reino de Dios. Madrid: Pueyo. — 1916. Cartas a las mujeres de España. Madrid: Renacimiento. — 1917. Feminismo, feminidad, españolismo. Madrid: Renacimiento. — 1918. Sueño de una noche de agosto. Madrid: Renacimiento. — 1920. La mujer moderna. Madrid: Estrella. — 1921. El ideal. Madrid: Estrella. — 1921. Don Juan de España. Madrid: Estrella. — 1925. Mujer. Madrid: Estrella.
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Julio E. Checa Puerta
— 1930. Triángulo. Madrid: Estrella. — 1932. Nuevas cartas a las mujeres de España. Madrid: Ibero Americana de Publicaciones. Martínez Sierra, María. 1899. Cuentos breves. Madrid: Imprenta de Enrique Rojas. — 1931. La mujer española ante la República. Madrid: Tipografía Artística. — 1952. Una mujer por caminos de España. Buenos Aires: Losada. — 1953. Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración. México: Gandesa. — 1954. Viajes de una gota de agua. Buenos Aires: Librería Hachette. — 1960. Fiesta en el Olimpo y otras diversiones menos olímpicas. Buenos Aires: Aguilar. — 1989. Una mujer por caminos de España. Alda Blanco (ed.). Madrid: Castalia. — 1996. Teatro escogido. E. Pérez-Rasilla (ed.). Madrid: ADE. Matilla Quiza, María Jesús. 2002 ‘María Lejárraga y el asociacionismo femenino. (1900-1936)’ En: Aguilera 2002: 103-142. Nieva de la Paz, Pilar. 1993. Autoras dramáticas españolas entre 1918 y 1936. Madrid: CSIC. — 2004. ‘La memoria del teatro en la narrativa de las escritoras españolas exiliadas.’ Anales de la Literatura Española Contemporánea/ Annals of Contemporary Spanish Literature, 29.2: 433-461. O’Connor, Patricia. 1987. Gregorio y María Martínez Sierra. Crónica de una colaboración. Madrid: La Avispa. — 2000. ‘Los exilios de María Martínez Sierra’. En: Sesenta años después. El exilio literario asturiano de 1939. Actas del Congreso Internacional celebrado en la Universidad de Oviedo. A. Fdez. Insuela (ed.): 277-87. — 2002 ‘Sortilegio de amor y los trágicos triángulos en la vida y obra de María Martínez Sierra’. En: Aguilera 2002: 15-35. — 2003. Mito y realidad de una dramaturga española: María Martínez Sierra. Logroño: Instituto de Estudios Riojanos. Rodrigo, Antonina. 1992. María Lejárraga, una mujer en la sombra. Barcelona: Círculo de Lectores. Vilches de Frutos, Francisca y Dru Dougherty. 1997. La escena madrileña entre 1926 y 1931. Un lustro de transición. Madrid: Fundamentos.
Determinantes de género y feminismo durante el franquismo: Los Enanos (1962) y Rey de gatos (1972), de Concha Alós Genaro J. Pérez Se analiza cómo describe Concha Alós, en sus títulos narrativos Los enanos y Rey de gatos, la lucha cruel entre los dos géneros. En ella la mujer es generalmente derrotada por hallarse inmersa en un medio ambiente falocéntrico y machista. Por medio del buceo en el inconsciente de sus personajes femeninos, Alós ofrece a los lectores un retablo de mujeres doloridas e infelices a causa del frecuente maltrato que padecen. El abuso más patente que ellas experimentan es el sentimiento general de que la mujer es tratada como un juguete sexual. El ejemplo paradigmático se encuentra en el cuento “La coraza” (posible alusión a la defensa que la mujer necesita), donde un psiquiatra le sugiere incluso a la mujer abandonada por el marido que “hay que trivializar el sexo” (132) si quiere encontrar a otro hombre.
En una historia de la novela femenina/feminista de la posguerra, la aportación y figura de Concha Alós podría calificarse como transicional: se sitúa entre las escritoras de las décadas de los cuarenta y cincuenta (Laforet, Matute, Quiroga, Medio), y las escritoras del postfranquismo como Tusquets. Debido a su comienzo tardío, sus novelas de la década de los sesenta representan una continuación de la novela social y neonaturalista de los cincuenta, con la diferencia de que su narrativa puede expresar o tratar ciertas ideas y conceptos que anteriormente eran considerados anatema por la censura del régimen fascista (aun cuando la libertad relativa de los sesenta no se acerca al punto logrado después de la muerte de Franco). Durante los años 60 se produce una cierta apertura en el sistema censor que ofrece la oportunidad de lidiar con temas más liberales y, por consiguiente, Alós encuentra mayores posibilidades de criticar al régimen y la sociedad, y desarrollar temas como la mujer independiente del varón (un motivo contrario a la imagen ideal de la familia del franquismo), o sugerir temas como el aborto en relación con el control de la
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natalidad. La presencia en la narrativa de Alós de heroínas que se destacan por su ataque al régimen patriarcal es mucho más abierta que en novelas de las escritoras que la preceden. En el presente ensayo pretendo examinar dos obras de esta escritora valenciana, acerca de quien se ha escrito muy poco. Sólo hay dos monografías hasta la fecha: la mía, en la que ofrezco un primer análisis de los textos que aquí abordo, y Mujer y sociedad: La novelística de Concha Alós, de Fermín Rodríguez, que examina las primeras cinco novelas y los cuentos titulados Rey de gatos, limitándose a un estudio biográfico-impresionista del estilo tradicional de "vida y obra" con muy poco examen textual de las obras. Janet Pérez, en su estudio Contemporary Women Writers of Spain, le dedica cuatro páginas en una sección titulada "Lesser-Known Writers" y Biruté Ciplijauskaité en La novela femenina contemporánea la menciona seis veces. El número de artículos publicados en los Estados Unidos es ínfimo (dos de Elizabeth Ordoñez y uno de Lynn K. Talbot) y las reseñas de sus novelas en la Península fueron por lo general negativas, puesto que se consideraba infradignatum que una mujer utilizara términos y expresiones soeces, muy poco femeninas, en su narrativa. Tal recepción de la obra de Alós recuerda el estudio de Robin Lakoff, Language and Woman's Place, donde se sugiere el estereotipo del vocabulario restringido y tradicional que la sociedad patriarcal espera que la mujer utilice. Así pues, sobre Concha Alós no se han escrito estudios cuidadosos que resalten su narrativa femenina/feminista en la novela española de la posguerra. Se debe subrayar también que Pablo Gil Casado, en la primera edición de su celebrado estudio de la novela social, ni siquiera incluye a Alós en su bibliografía (y dicho de paso, apenas insinúa la presencia de mujeres en el escenario literario). Debe recordarse, que a muy pocas mujeres se las incluye en estudios globales o genéricos sobre ficción en España. El presente estudio analiza un puñado de temas y motivos constantes en las obras de la escritora valenciana. Entre ellos se encuentran la proverbial guerra entre los sexos; la mujer tratada como objeto sexual por una sociedad machista; la enajenación de la mujer por encontrarse sumergida en un entorno opresor; la mujer como predadora, araña, mantis religiosa; la Guerra Civil española; la aparición de cierto número de heroínas que consiguen independizarse del control machista y la tragedia y alienación resultante; un frecuente
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buceo en el inconsciente de los personajes femeninos; el hambre como ente avasallador; el uso simbólico de los colores rojo y verde; y una crítica pionera de la contaminación y destrucción del medio ambiente. Otros elementos repetitivos sumamente importantes para la estructura de las narraciones son ciertas dicotomías, dualidades, polaridades que surgen y resurgen por todo el texto: dentro/fuera; realidad-/fantasía; realidad-/alucinación; pasado-/presente; mujer-/hombre. Numerosos intertextos recalcan y dan énfasis a los temas y motivos de la narración y, a la vez, estratifican el texto al establecer un diálogo entre los diferentes textos que contribuyen a convertir la narración en una especie de palimpsesto, donde se revela y se oculta una crítica amarga del patriarcado. Aunque este estudio no profundiza en ciertos aspectos de la crítica feminista de las últimas décadas, es de esperar que provoque exámenes más amplios de algunos aspectos aludidos. Verbigracia, el hecho de que la narrativa de Alós puede considerarse un buen ejemplo de écriture féminine; que las heroínas de algunas de las narraciones podrían considerarse antiheroínas, personajes viles, infames y bastante desagradables, lo cual trae a la mente el importante estudio de Gilbert y Gubar, The Madwoman in the Attic. El estilo múltiple e indirecto de Alós recuerda el ensayo de Luce Irigaray, This Sex Which Is Not One, donde sugiere que el carácter de los géneros es el resultado directo de los genitales: el varón, como el pene, es duro, simple, directo (autoritario, añadiría Freud), mientras que la mujer, como los labios de la vulva, es suave, indirecta, múltiple, difusa. La presencia de oposiciones binarias, dualidades, polaridades, trae reminiscencias del ensayo de Hélène Cixous, The Laugh of the Medusa, donde, bajo el influjo de Derrida, establece una jerarquía entre los pares donde por lo general el binomio masculino es positivo y el femenino es negativo. Tales aspectos de la crítica feminista son aludidos en passant y el lector deberá tenerlos en mente a lo largo del presente análisis. Es asimismo particularmente importante para este estudio la observación de Simone de Beauvoir (The Second Sex), quien escribe que la persona no nace mujer sino que se convierte en mujer. En la narrativa de Concha Alós, se observa el reflejo de una especie de construcción/ creación/ formación de los personajes por el ambiente cultural y social y que tiene como producto la construcción de lo que se denomina género masculino y género femenino. Por lo tanto, no se trata de una
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diferencia biológica, sino más bien la consecuencia de la influencia cultural y social en el individuo. Así pues, en este ensayo analizo la novela Los enanos [1962]) y varios cuentos de la colección Rey de gatos (1972), en los que se observa que Concha Alós ha conseguido pintar y denunciar, a través de su narrativa, cómo la formación social, el substrato cultural de los españoles durante las décadas que siguen a la Guerra Civil y prácticamente hasta la muerte de Franco, estaba dominada, subvertida, por el tradicional patriarcado burgués, católico y fascista. Como consecuencia de este (in)consciente político-social-histórico y falogocéntrico imperante, frecuentemente el sentido de una palabra, el comportamiento del individuo, no existía en o por sí mismo, sino que estaba determinado, formado o deformado, por las posturas políticosociales de los años de la postguerra, que eran dictadas, por lo general, por el campo victorioso y triunfalista. Para esclarecer las presiones del contexto sobre los textos de Alós, se han utlizado, así mismo, las aportaciones de los estudios feministas mencionados arriba y de Edmond Cros, Literatura, ideología y sociedad (1986), Michel Pêcheux, Les vérités de la Palice (1975), y Fredric Jameson, Marxism and Form (1971). Los enanos (1962), primera novela de Concha Alós, retrata el vivir arracimado, como en una colmena, de un grupo de inquilinos en una pensión vieja y destartalada. Con pinceladas expresionistas y toques frecuentemente neonaturalistas y tremendistas, Alós dibuja una fascinante perspectiva de la sociedad española en los años cincuenta por medio del microcosmo de la pensión. Las (prot)agonistas se alejan del ideal de la mujer española promulgado por la burguesía fascista de la época. El contrapunto narrativo recuerda técnicas aparecidas en Manhattan Transfer y La colmena y, a la par que dichas novelas, retrata la miserable existencia y creciente desolación de los personajes. A diferencia de las obras mencionadas, además del narrador omnisciente que cuenta lo sucedido en la pensión y por las calles de Barcelona, se intercala el diario de la semi-anónima María. Poco se sabe de dicha joven ya que el narrador no le informa al lector sobre este personaje. Ciertos datos limitados proceden del diario donde ella evoca el pasado en un pueblecito isleño (posiblemente en Mallorca), donde vivía con su familia primero, luego con el hermano sacerdote, y finalmente su salida de la isla y residencia en Barcelona con un amante que probablemente era casado. Escribe también sobre
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la felicidad de estar embarazada y la subsiguiente pérdida del niño que parece haber provocado la separación del amado. La novela termina con una carta del dueño de la pensión a los parientes de María informándoles de la muerte de ésta debido a una peritonitis complicada por la malnutrición. Esta carta se presenta en contrapunto con la captura, tortura y muerte lenta que los inquilinos le dan a una de las muchas ratas que pululan en el edificio. Lo narrado o, más bien, la escritura de la carta, se interrumpe varias veces mientras las voces de los inquilinos describen cómo torturan a la rata y los chillidos que el animal lanza. La crueldad con ésta constituye una metáfora que se erige en paralelo/contrapunto a la vida penosa de María en particular, y en general de los pensionistas y realquilados de la ‘Pensión Eloísa’, descritos todos con pinceladas naturalistas. El vaivén temporal, en contrapunto, es paralelo al que ofrecen las escenas y los personajes. Los huéspedes, a los cuales el título de la novela alude, son en su mayoría fracasados de la vida, hombres y mujeres que no han logrado triunfar debido a un determinismo biológico, a la par del social. La implícita crítica de una sociedad osificada y decadente, fue el pretexto ofrecido por Tomás Salvador de la editorial Plaza y Janés para no cumplir con su contrato inicial de publicar la novela (aunque luego, cuando la novela recibe el premio Planeta, Plaza y Janés decide publicarla). Irónicamente, el único personaje que sale triunfalmente de la pensión (algo que todos los pensionistas añoran y acerca de lo cual fantasean frecuentemente) es una prostituta, Sabina, quien se casa con un anciano viudo. Queda claro que la autora va a contracorriente, que criticaba abiertamente los valores del régimen franquista: la mujer buena, abnegada y sufrida, el ideal promulgado por el establecimiento, resulta una víctima sacrificada en el altar del egoísmo masculino, una alternativa no viable fuera del álbum familiar del siglo pasado. El tema principal de la novela consiste en el abuso psicológico y físico sufrido por las mujeres a manos de los hombres y una sofocante sociedad machista y reaccionaria. Como resultado del medio ambiente y los valores sociales tradicionales redivivos, con la tradición de siglos que proclamaba la inferioridad del sexo femenino, las mujeres inconformistas se encuentran enajenadas. En el mundo novelesco de Alós, las mujeres son infelices por lo regular y casi siempre experimentan dificultades en sus relaciones con el sexo masculino. Su mentalidad guerrera como resultado de la pugna entre los sexos se
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aprecia cuando un amigo de Sabina le comenta: "tienes un complejo de mantis religiosa’ (157). Adicionalmente, se encuentran a través de las páginas constantes alusiones a una felicidad destruida por la guerra y la añoranza por una lejana niñez e inocencia pretérita, una especie de paraíso perdido. Muchos de los motivos obsesivos de Alós que se repiten en sus siguientes novelas se insinúan aquí apoyando y desarrollando los temas principales de Los enanos. Un motivo recurrente es la utilización de los sueños, a veces alucinados, de algunos personajes, cuyo propósito es ilustrar su estado psicológico y físico, o profundizar en algún aspecto del personaje que necesita elaboración. Las casas abandonadas aparecen repetidamente en sueños (como también en la realidad novelesca) para insinuar irónicamente cómo las cosas que más se desean son tan difíciles de conseguir. Otra ironía de implicaciones "sociales" reside en el hecho de que frecuentemente los dueños de tales viviendas no las aprecian tanto como los individuos que las admiran y/o sueñan con ellas. La deshumanización de los personajes es motivo constante en Los enanos, ya sugerido por el título. También se sugiere que los personajes son como hidras: Tenía hambre. Notaba el estómago vacío. Había leído en un libro que existían unos animales muy primarios que se llamaban hidras -un paso entre el animal y el vegetal-. Esos animales, decía el libro, eran como un tubo que empezaba en la boca y terminaba en el ano. Él se sentía así ahora. (ibídem: 145)
Por otra parte, tal énfasis sobre el hambre es un recurso tradicional de la literatura de protesta en España, tan antiguo por lo menos como el siglo XVI y el Lazarillo de Tormes. El color verde, asociado tradicional y simbólicamente con la sensualidad/sexualidad, constituye un motivo reiterado a través de la narración. Se observa en la tinta de las cartas citadas por María en su diario, y en el florero que se rompe, por sólo mencionar dos ejemplos. El primero trae el recuerdo de las cartas escritas por el amante amado y perdido (su lujuria reducida a tinta seca), mientras que el segundo ejemplo simboliza la pérdida de la sensualidad como resultado de sufrimientos y desengaños no totalmente explicados en la novela. Consistentemente los personajes sugieren que la vida -sus vidas- es una novela, que hay instantes en que se sienten entes de ficción. Tales meditaciones o conversaciones proveen a la novela de cierta
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autorreflexividad, muy en boga en las décadas siguientes, pero algo fuera de lo ordinario, todavía experimental o innovador cuando la presente novela fue publicada: "Sabina ríe torciendo la boca, burlona./ -- La vida es una novela!" (ibídem: 171). En este aspecto, como en varios más que se notarán a continuación, se aprecia el papel de precursora de Alós. El feminismo testimonial de esta novelista subyace en su retrato de las relaciones sexuales. Por ejemplo, debido a abusos padecidos a manos de una sociedad machista, las mujeres frecuentemente repudian el coito, entregándose sólo por necesidad, como es el caso de Sabina al prostituirse. También se observa lo que un personaje llama ‘el complejo de mantis’. Ejemplo relacionado es su enajenamiento cuando Sabina se prostituye en la playa: "de pronto, le entró una gran rabia por estar allí. Hubiera empujado al hombre, se hubiera levantado, le hubiera arañado hasta cansarse... Consiguió serenarse y pensó que si aquello duraba mucho cogería una pulmonía" (ibídem: 200). Dista mucho de la perspectiva de muchos escritores masculinos de la época, aunque podría citarse como paralelo el hastío y enajenamiento de "la señorita Elvira", la prostituta explotada que ejerce su oficio por el café de doña Rosa en La colmena. Las islas, o alusiones a islas, como los personajes que califican su estado enajenado como el de una isla, se multiplican en Los enanos, constituyendo otro paralelo implícito a la soledad radical femenina en una cultura machista. Continúan los procedimientos paralelísticos en los siguientes renglones del diario de María que evocan trazos de su pasado feliz en contraste irónico con el presente doloroso y un futuro incierto: "El pasado, a veces, está para mí condensado en nombres: 'Cala Llamp', 'La Rodona', 'Na Foradada', 'El Pantaleu ... ' Nombres de la toponimia isleña que me queman porque son tus ojos, tus labios y tu buen calor cerca de mí" (ibídem: 293). Su felicidad y esperanza, como las islas, quedan lejos, en un pasado ya inalcanzable. Otro aspecto pionero de la novelística de Alós es la intertextualidad. Los intertextos abundan, sirviendo a propósitos variados, como muestra el gran número de citas bíblicas y refranes intercalados en el texto para subrayar aspectos de la condición humana en general y del personaje relacionado con la cita en particular. La citas de la Biblia se centran en torno a un judío, vendedor ambulante venido a menos, quien en su desesperación recurre al robo para mantener a su familia y es capturado por la policía. En su caso, las
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alusiones intertextuales se refieren a los padecimientos de la raza y los castigos que padecerán por los pecados de los antepasados. El primer intertexto encontrado, sacado de una canción popular, habla cínicamente del matrimonio: "Si la vida del casado/fuera como el primer día,/si la vida del casado,/yo también me casaría... "(ibídem: 12). La ironía del intertexto reside en el hecho de que todas las solteras de la pensión añoran encontrar marido aunque hablen despectivamente de los hombres. Con esta copla, Alós sugiere que la vida de la mujer española desemboca en un callejón ciego, sin salida: o el matrimonio condenado de antemano al fracaso, o la prostitución o mancebía en una mayoría de los casos, o una soltería amargada por la imposibilidad de verdadera independencia económica y el desprecio de la sociedad patriarcal. Con su alusión a la fugacidad de la felicidad matrimonial, la canción exterioriza uno de los temas latentes de la novela: la falta de amor consistente/perdurable entre los sexos. El siguiente intertexto cita una zarzuela cantada por el hermano de uno de los inquilinos, el Señor Peña, un anciano que muere cuando tropieza con un banquillo y se estrella escalera abajo. La descripción del suceso es crudamente neo-naturalista por los detalles de la sangre que corre y se desparrama por el suelo y los gemidos del moribundo. Igualmente chocante es la yuxtaposición del anciano agonizante con la criada que canturrea la acostumbrada canción sobre el matrimonio en contrapunto con el griterío de los huéspedes. Las técnicas de yuxtaponer lo "sublime" y lo ridículo (Cela), como la yuxtaposición de lo lírico y lo grotesco (Matute), coinciden con este procedimiento de Alós (lo patético se contrapone a lo risible), y sirven todos el mismo fin: obligar al lector a reflexionar sobre lo absurdo e injusto de la vida -sobre todo de la España franquista. Amén del trasfondo naturalista que subraya el poco valor concedido por la estructura social española a la vida humana, se describe la falta de sensibilidad del hermano del finado Señor Peña. Este, durante el velorio, para impresionar a los pensionistas, tiene el mal gusto de cantar y recordar sus tiempos de actor de zarzuelas: También contó que, en sus buenos tiempos, se le daba muy bien la zarzuela. En "La del soto del parral" hizo de galán y en "La dolorosa" de hermano Rafael. Les cantó unos fragmentos: La roca fría del Calvario/se oculta en negra nube..., con muy buena entonación. (ibídem: 125)
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Irónicamente, las palabras se aplican a la situación más que a la actitud del cantante, y tanto pueden aludir al calvario del muerto, ya terminado, como al calvario de la vida, sin esperanza, de los oyentes. Los pensionistas tienen una sola ducha a su disposición, que provoca constantes batallas por el cuarto de baño, otra alusión a la falta de vivienda adecuada en la España de Franco. La mayoría de los inquilinos trabaja durante la semana y descansa los domingos, aunque por falta de dinero no pueden salir de la ciudad. El siguiente intertexto probablemente sugiera esa dicotomía que la autora utiliza frecuentemente en su narrativa, dentro/fuera, o sea, la vida de los pensionistas dentro de la pensión vis-à-vis la naturaleza, el resto del mundo fuera del edificio. Resulta una ironía de la vida que en su único día libre hasta la naturaleza parece conspirar contra ellos. En vista de lo difícil que es ducharse, irónica es también la presencia de mucha agua, de una ducha natural y gigantesca de la cual no se pueden valer: Que llueva, que llueva la virgen de la cueva, los pajaritos cantan .... -¡Ya llueve! ¡Ya llueve! Sabina se acaba de espabilar. -¿Llueve? -Sí-bosteza Rosa-, siempre llueve en domingo. (ibídem: 152)
Otra técnica digna de mencionarse es el humor con que Alós recalca la dislocación social, las ironías e injusticias de la vida sufridas por los inquilinos de la pensión. Un buen ejemplo se encuentra en la escena en que Don Benito, un viudo entrado en años que pretende a Sabina, se arrodilla en el suelo para pedirle la mano en matrimonio a la joven. Sabina ha logrado darle la impresión a Don Benito de que es casta y honrada, aunque el lector sabe que ella se ha dedicado a la prostitución. Ella sueña con ser ama de su propia casa y tener el bienestar y el respeto social que le proporcionaría el matrimonio con un hombre pudiente y respetado. La verdad es que a ella le repugna el anciano y sus besos le saben a "porquería”, pero decide sobreponerse para lograr salir de la cloaca social en que se encuentra sumergida. Por ello la escena que sigue le causa risa y no pesadumbre y es obvia la ausencia de cariño y respeto por el hombre a sus pies: Se había arrodillado en el suelo y se puso a besarle el borde del vestido. Sabina se acordó de las películas de Charlot y los celuloides rancios, que ponían a veces en el cine como complemento. Lo malo fue levantarlo. Se quedó doblado allí en el
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Genaro J. Pérez suelo sin poder ir ni adelante ni atrás. Sabina le ayudó a levantarse haciendo esfuerzos para estar seria. El viejo tenía la cara congestionada. (ibídem: 99)
No deja de tener cierta trágica ironía que el venderse para tal casamiento le resulte más repulsivo que la misma prostitución. Los enanos no puede considerarse una obra totalmente original y, sin embargo, teniendo en cuenta la fecha de publicación con respecto al régimen totalitario en España, Alós emerge como precursora del feminismo español entre las pocas escritoras del período fascista en la península. Presenta la guerra entre los sexos destacando la miríada de injusticias sufridas por el sexo femenino a manos del hombre en particular, y la sociedad patriarcal y machista en general, durante una época en que era muy difícil, amén de arriesgado, clamar por justicia, o remedio a tales males. Es un verdadero acierto cómo la novela se ha estructurado: el punto de vista omnisciente contrapuntea la descripción de los personajes, el medio ambiente de la pensión con la vida de afuera de la ciudad de Barcelona y las residencias pudientes. Igualmente conseguida es la manera de yuxtaponer los tiempos en la cronología de la narración para producir la impresión de un oleaje, de un vaivén temporal. En muchas ocasiones el futuro se narra antes que el pasado y el presente, proveyéndole al lector de una perspectiva fascinante que la típica narrativa convencionalmente cronológica no ofrece. El mayor logro estructural es la yuxtaposición del narrador omnisciente con la perspectiva limitada del diario de María, quien sufre mucho más que todas las otras mujeres de la pensión. Asimismo notable es la ironía de su muerte al final: María se condena a sí misma a pena de muerte al dejar de comer, por pobreza pero sobre todo por expiar un pecado de amor que ella considera mortal. Su muerte contrasta sardónicamente con el "triunfo" de la prostituta Sabina, quien consigue la respetabilidad y el bienestar social aceptando un "matrimonio" sin amor posible. Anuncia de esta manera una constante de la novelística de Alós, la guerra de los sexos, en combinación con otras características perdurables, la preocupación social, la ironía, las técnicas entre neo-naturalistas e innovadoras, y su compromiso con el porvenir de la mujer española. Rey de gatos (1972), que tiene como subtítulo, ‘Narraciones antropófagas’, es una colección de cuentos que continúa los temas abordados en Los enanos. Al terminar de leer Rey de gatos, el lector se preguntará si hay un texto determinado en tales narraciones. La respuesta inmediata ha de ser negativa. A pesar de su obvia carga
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feminista, los cuentos de Alós no constituyen "un texto" en el sentido que Stanley Fish 1 emplea el concepto: no se trata de un discurso de lectura única ni unívoca. Son numerosos los posibles textos que habitan en Rey de gatos, y el propósito del presente estudio es explicar algunos, evitando dentro de lo posible las relatividades textuales y examinando aquellos motivos que conectan una lectura de dicho texto con otras lecturas factibles y con la narrativa de la escritora en general. Se debe recordar que una de las características notables de la nueva novela española es el epígrafe que funciona para poner al lector sobre alerta respecto a una particularidad clave de la obra, capítulo o sección a continuación. Tal es el caso del conjunto de narraciones que Concha Alós ha agrupado bajo el título de Rey de gatos. Utiliza como ‘prefacio’ a la colección una cita de Lactancio: "Los demonios hacen que lo que no es, se presente, sin embargo, a los ojos de los hombres como si existiera" (Alós 1972). El epígrafe subraya las dos caras del tema más importante desarrollado a través del conjunto de cuentos, (prot)agonizados o narrados casi todos por mujeres. La primera cara es obvia, ya que las protagonistas/narradoras subsisten sumergidas en estados alucinantes, resultado al parecer del ambiente machista y chauvinista al que su existencia se limita. La segunda cara, posible reflejo del inconsciente de la autora (o, si se quiere, del inconsciente colectivo femenino), se percibe en el nombre del filósofo y teólogo latino citado, Lactancio -apelativo que en un nivel evoca la maternidad, período de lactancia, estado femenino casi paradigmático. Ambas caras del epígrafe, como la máscara de Janus, miran por su lado, una hacia fuera al posible lector/a, y otra hacia dentro del texto, sugiriendo al futuro lector/a algo de lo que le espera a la vez que indica a los hombres, en particular, que lo que no es/está en el texto, se presenta a los ojos del lector masculino como si existiera. No se trata del contrario del ‘lector hembra’, como dijera Cortázar, sino algo subversivo que rompe con los moldes de la institución patriarcal que sutilmente determinaba no sólo lo que se publicaba, sino que también cómo debía leerse. Una lectura cuidadosa descubre como principal tema estructurante lo que denomina el desconstruccionismo ‘oposiciones binarias’ y se debe utilizar como punto de partida para un análisis de tales dicotomías las teorías de Paul de Man y Mikhail Bakhtin 2 . Las dualidades que me propongo analizar predominan a través de los nueve cuentos que contiene Rey de gatos, y pueden considerarse como
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variaciones de una realidad patológica de los personajes femeninos dentro del texto. Las oposiciones sobre las cuales haré hincapié en el desarrollo de este ensayo son cuatro: dentro/fuera; realidad/ alucinación; verdad/mentira; y, particularmente, mujer/hombre. Rey de gatos contiene nueve cuentos, siete narrados desde una perspectiva femenina -casi todos en primera persona- y dos cuya perspectiva es prácticamente omnisciente. De éstos, uno de los narrados desde un punto de vista omnisciente, trata de un protagonista masculino, único de la colección, el llamado ‘Rey de gatos’. Hay detalles, sin embargo, que delatan la presencia de una voz narradora de mujer oculta tras la perspectiva omnisciente y el personaje masculino. Como ejemplo, la siguiente metáfora: "Y en aquel momento lo invadió una evidencia turbadora, igual que si él fuera una vasija y alguien lo estuviera llenando de líquido cálido y transparente" (ibídem: 30). Una lectura freudiana explicaría la vasija como la vagina y el líquido cálido como esperma. Es una imagen que difícilmente sería utilizada por un escritor masculino, heterosexual, para describir un personaje varón. El joven protagonista del cuento es un individuo débil y enajenado que termina devorado por los animales con quien vivía en un caserón en el bosque fuera del pueblo. Él representa la típica víctima de una sociedad indiferente y cruel. Los nueve cuentos de Rey de gatos revelan el estado patológico de las protagonistas que viven un ambiente de pesadilla donde lo normal y diario se convierte en algo extraordinario, mientras que lo anormal y hasta sobrenatural es observado/narrado como si fuera corriente y típico 3 . La presencia de imágenes surrealistas, situaciones absurdas o irreales y sensaciones alucinatorias, el vaivén entre realidad exterior e inconsciente que transforma estas narraciones en incursiones/ excursiones guiadas por el narrador a las galerías subterráneas del sub/inconsciente femenino, se evidencian en los textos. Acaso todas las protagonistas sean la misma mujer-mujeres frustradas que fantasean con el sexo, en particular, aunque también con liberarse e igualarse al macho envidiado al que no pueden superar, ya sea por la cultura en que viven, el medio ambiente en que se encuentran, o la relativa debilidad física. Son relatos que tienen en común las oposiciónes binarias ya anotadas, y cuyo núcleo dramático lo constituye la guerra de los sexos en sus aspectos más violentos, sombríos y patológicos. A continuación me limitaré a analizar varios cuentos de la colección.
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El primer relato de la colección, “La otra bestia”, puede recuperarse fácilmente desde un punto de vista psicoanalítico si se considera a la protagonista como esquizofrénica. El desdoblamiento es patente en el comienzo del cuento: "Es extraña. Resulta imprevisible. Nadie sabe cómo puede imponerse, mandarme. Anoche me hizo vestir de negro, toda de negro: el traje largo, topacios en las orejas, dedos, escote... me hizo tomar un taxi. La dirección estaba en el papel arrugado del anónimo" (ibídem: 13). La narradora descubre como resultado de la siguiente aventura nocturna que el marido le es infiel. La "otra", la "bestia", como ella llama a la parte oculta, suprimida de su propia personalidad que la impulsa a hacer la investigación, insiste en que ella debe vengarse (en otras ocasiones, se alude a una hermana gemela, estrangulada por el cordón umbilical en el momento de nacer). A través del cuento se escucha un diálogo entre las dos personalidades de la protagonista: la una, la "buena" y pasiva, paralizada de amor, no puede aceptar la posibilidad de vivir sin Nico. La otra, su "diablo", insiste en la venganza: "ojo por ojo" (ibídem: 24). Nótese la correlación entre lo diabólico y lo "siniestro": hacia el final del cuento la protagonista cree reconocer la letra del anónimo: es la caligrafía que hace cuando escribe con la mano izquierda, o siniestra, la letra de la "bestia", la de su doble conocida por el nombre de Ofelia. Como resultado de tal revelación, la narradora cree descubrir la verdad: "Ofelia quiere la vida de Nico para reencarnarse. Tomará su sangre. El cordón se habrá roto a tiempo y ella crecerá... será ingeniero. Se enamorará de Nico y volarán por los aires..." (ibídem: 25). La sugerencia inicial parece ser la de querer superar al marido. Pero, si el lector se aproxima al texto con una visión del mundo totalmente diferente, la interpretación sería que la narradora/ protagonista está especulando sobre su propia independencia y libertad. Por otra parte, una lectura que descarte la interpretación psicoanalítica sugeriría que la "otra" podría ser también su rival, la amante del marido. Cuando por fin ella decide abandonar su escondite donde ha estado espiando a Nico, llega a la esquina, donde escucha un enigmático disparo. Las polaridades en el cuento se entremezclan y se combinan como resultado de la perspectiva alucinada de la narradora/protagonista. Fuera del texto las razones o posibles explicaciones racionales son varias: alucinación, esquizofrenia, o la existencia de una hermana gemela -las interpretaciones factibles son múltiples-. Dentro de la mente, en el plano de la personalidad oculta
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de la narradora, existe un ente criminal, bestial (reflejo de la sociedad machista, visto al revés, a través del espejo), que cree que la infidelidad del marido debe ser cobrada con sangre. Cabe pensar también que la personalidad oculta no hace otra cosa que asumir los valores tradicionales de la sociedad -el código de honor calderonianoy proyectarlos sobre el marido infiel. Pero, como su nivel consciente sabe que la sociedad no castiga al hombre en tales enredos, sólo su sub/inconsciente puede ejecutarlo. Una especie de castigo sin venganza es llevado a cabo por una persona ajena a la personalidad consciente de la protagonista. Dentro del texto, por lo tanto, todo es verdad y nada es mentira y, a la misma vez, nada es verdad y todo es mentira. Enmarcando dichas polaridades -dentro/fuera; realidad/alucinación; verdad/mentira-, se encuentra la oposición binaria mujer/hombre con la lucha proverbial que el habla coloquial denomina la guerra de los sexos. El final del cuento subraya que la mujer ha logrado una victoria pírrica -no sólo en cuanto a las ramificaciones legales de haber matado a un ser humano, sino porque, a pesar de todo, la desdichada esposa sigue adorando al hermoso marido infiel. “El leproso” desarrolla aún más ese ambiente alucinante patente en todos los cuentos. Se utiliza el punto de vista de una joven, probablemente adolescente, perseguida por seres fantasmales que identifica como leprosos: "Siempre estaba encontrando a los leprosos. Eran tres, a veces más, y de noche se instalaban junto a mi cama envueltos en un sudario, me miraban inmóviles. Mis hermanas, que dormían en el mismo cuarto que yo, nunca se dieron cuenta" (ibídem: 61). Tal comienzo alerta inmediatamente al lector sobre la presencia de esas dicotomías ya mencionadas: realidad/alucinación; dentro del texto y fuera del texto y, particularmente, como se demostrará más adelante, mujer/hombre. Dentro del mismo texto se puede observar que la realidad de la protagonista no coincide con la de los demás, así que no sólo existe una polaridad entre la realidad fuera y dentro del texto, sino también una realidad bipolar dentro de la ficción. Hay un gran contraste entre lo que sucede dentro de la mente de la narradora y la perspectiva que tienen, o parecen tener, los demás personajes aludidos por la protagonista-narradora. Se observa también una dicotomía entre hombre/mujer, ya que todos los leprosos que la persiguen parecen pertenecer al sexo masculino. De regreso a su casa, después de llevarle la cena a su padre, se le aparece un leproso que la
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viola, o así se lo imagina. La muchacha ya lo había presagiado o soñado: "Más tarde, mientras me apretara contra la pared, iría descubriendo su cara blanquísima e increíblemente hinchada, sin cejas ni labios. En vez de orejas el horror de aquellos racimos sanguinolentos, bulbosos, como asquerosos tubérculos" (ibídem: 69). Acaso se trate de una fobia, una obsesión, pero es posible que esta vez no sea alucinación y la joven ha sido asaltada. Como los otros de la colección, este cuento termina abierto, prestándose a múltiples lecturas. “Los pavos reales”, probablemente el cuento menos alucinado del grupo, presenta una protagonista-narradora relativamente normal. Sin embargo, la singular voz narradora y los incidentes descritos ponen en tela de juicio su veracidad y demuestran que su realidad no coincide con la de los otros personajes en el cuento, y tampoco se ajusta a las normas exteriores. El cuento comienza con la narradora dirigiéndose directamente a un oyente/interlocutor desconocido por el lector o, si se quiere, la narración va dirigida al lector mismo: "No te imagines a los pavos reales paseando por la plaza. Ni por el jardín. Los pavos reales desaparecieron. No dejaron rastro. Aún no he preguntado por qué no están. Lo haré para contártelo pero ahora no lo sé... Quizá murieron el año de la nieve" (ibídem: 73). Los pavos reales desaparecidos simbolizan una época pasada, idealizada pero perdida, muy apreciada por la protagonista/consciencia narradora, a quien le es difícil aceptar el presente por varias experiencias traumáticas, entre ellas la muerte del hermano, Víctor, en un accidente automovilístico y la del amante, Eduardo, sobre quien no se dan muchos detalles. Tal vez Eduardo sea una ficción de la narradora, o un doble de Víctor. La escena en el cementerio, mientras enterraban a Victor, sugiere cierto amor incestuoso por el hermano: "Eduardo, sus músculos hermosos, sus caricias y el vello de su pecho bajo las yemas de mis dedos. Su lengua, sus manos... La lujuria, potestad caliente como el sol… Quiero huir de ella, porque me horroriza estar pensando precisamente esto delante del cadáver de mi hermano…" (ibídem: 80-81). La narración está intercalada con múltiples escenas retrospectivas, dificultando el decidir cuál es el tiempo presente de la acción. Pasado, presente y futuro son amalgamados estrechamente, revelando el desequilibrio emotivo o psíquico de la narradora. Como resultado el lector advierte, en particular, la dicotomía realidad/alucinación. El cuento termina ambiguamente: "'Natalia, hija', dice, ‘la materia no se crea ni se
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destruye.’ Y el presente y el futuro, el sueño y la realidad se mezclan en su voz que ahora es pequeñita y dulce" (ibídem: 82). Así, la gama de interpretaciones posibles abren el texto a lecturas razonables y recuperadoras. “Las mariposas” describe un parto doloroso y mortal desde de un punto de vista omnisciente. Pompeia Llorens se desangra en la cama de sobreparto mientras la criada negra ve al demonio en el aposento, encarnado bajo forma de mariposas negras. No hay una explicación en cuanto al porqué Pompeia no está en el hospital y se encuentra sin el marido. Pompeia ha tenido complicaciones en partos previos que han terminado en el aborto, además de un hijo muerto a los cuatro años, y el marido parece estar desesperado por tener hijos. En el cuento predominan metáforas e imágenes grotescas, absurdas, alucinadas o repugnantes: "correr el sarnoso jardín y contemplar como volaban las mariposas" (ibídem: 86). "La cara de la negra parecía que iba a derretirse en gotas" (ibídem: 87); "sólo se oía el tremolar convulso de la mandíbula de la negra. La mandíbula y el tintín de las gotas de sangre que habrían empapado el colchón y debían caer al suelo" (ibídem: 91). El cuento subraya que la maternidad, estado femenino casi paradigmático, no es siempre feliz y muchas veces es fatal para la hembra. Para el macho, en contraste, es cuestión de orgullo, masculinidad, sin tener en cuenta los sacrificios de la mujer. La dualidad de hombre/mujer es exacerbada por ese parto doloroso y fatal donde la mujer muere lentamente (el marido ausente), sumergida en un ambiente de pesadilla. La perspectiva alucinada de Pompeia es acentuada por el comportamiento histérico de la criada negra quien ve a Satanás reiteradamente. Fuera del texto esa realidad espantosa se puede recuperar teniendo presente que Pompeia está agonizando. La realidad de la negra se recupera debido a su obvia ignorancia y superstición. A pesar de las numerosas diferencias entre un cuento y otro, coinciden todos en las oposiciones binarias, en la dicotomía esencial de un mundo dividido entre verdugos y víctimas, en la polaridad ya mencionada como factor estructurante. El tema/motivo de la guerra entre los sexos se reitera a la par que el de la mujer abandonada, sea física o emotivamente. La mujer desequilibrada y sufriente, víctima aún cuando trata de vengarse o de obrar por su cuenta, es el resultado de una sociedad machista e insensible a las necesidades femeninas. Por medio de una prosa psicodélica, esquizofrénica y alucinante,
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Concha Alós logra pintar el fascinante espectáculo de la realidad interior de cierto segmento del género femenino español. Desgraciadamente, los pocos artículos sobre Concha Alós en periódicos y revistas españoles han sido adversos o poco comprensivos y, desde luego, escritos con poco rigor académico. La crítica peninsular tradicional -que arrastraba el lastre ideológico del franquismo en el momento de publicarse la mayoría de las obras de Alós- consideró sus escenas e imágenes demasiado escabrosas y atrevidas, opinando que una mujer decente no debía usar términos soeces e indecorosos, que una dama no debe "revolcarse" en lo licencioso y escatológico. Irónicamente, pues, la lucha entre los sexos continúa, desplazada al nivel de la crítica literaria, y una vez más, la escritora pierde el reconocimiento y la fama literaria más fácilmente concedidos a escritores masculinos 4 . Para concluir, el cuestionamiento constante de las madres por las hijas que aparece en las narraciones recalca el cambio social y conflictos de perspectiva e ideología entre las generaciones a pesar del tradicionalismo conservador. Alós parece recrearse en la evidencia de que las jóvenes ya no serán el ideal de la mujer española promulgado por el franquismo. Pero ante todo, la importancia vital de Concha Alós es que su texto tiene como substrato la ideología subversiva del feminismo en una época fascista durante la cual muy pocas escritoras se atrevían a abogar por los ideales del libre comportamiento femenino tan abiertamente. Las protagonistas de Alós rehúsan convertirse en “mujercitas de su casa” según lo prescrito por el franquismo. Se ve en particular el uso de un vocabulario que había sido reservado hasta entonces para escritores masculinos y por lo cual Alós fue severamente amonestada por los reseñadores de Los enanos durante el franquismo. La descripción del erotismo patente y latente de las protagonistas, abre otra área narrativa antes reservada exclusivamente para los narradores, un campo vedado y restringido por el régimen fascista. Para la moralidad reaccionaria y victoriana de la época, tales características femeninas no pertenecían a mujeres decentes, dentro y fuera del texto: la libido femenina sólo se consideraba aceptable en las prostitutas. Las heroínas de Concha Alós, evadiéndose de tan estrecha cárcel, tienden a aceptar su sexualidad/sensualidad y no la consideran desagradable, malsana o prohibida; no se percibe como un sentimiento que hay que ocultar hasta de sí mismas. Tanta es la naturalidad con
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que Alós trata el apetito sexual femenino que frecuentemente aquellas que repelen el libido se sienten desventuradas y son muy infelices. En su narrativa, Alós mezcla su historia personal, como diría Cixous, con la de todas las mujeres, como también con la historia nacional y universal. Una écriture féminine es por ello patente en la narrativa de Alós, particularmente en Rey de gatos, donde la mujer se rebela contra el control patriarcal, asume su agresividad como ha hecho la hembra de muchas especies, y al ingerir al hombre, establece su superioridad y su independencia. El concepto machista de que la mujer debe ser virgen la noche de bodas es totalmente arrasado en toda la narrativa de Alós. Aunque no predica ni escribe obras de tesis, su narración a través de los ejemplos o hechos narrados establece que debe existir una paridad sexual entre los géneros. Reconociendo que no constituye una novedad en el siglo pasado (pues ya los hombres de Unamuno y otros escritores eran inferiores a las mujeres), se debe señalar también que los personajes masculinos de Alós son reiteradamente débiles, algunos sin características redimibles y antipáticos en su mayoría. Pero funcionan como recuperables exponentes/representantes de una sociedad reaccionaria y patriarcal. Este estudio ha intentado demostrar cómo describe Concha Alós en Los enanos y Rey de gatos una lucha cruel entre los dos géneros durante la cual la mujer es generalmente derrotada por encontrarse en un medio ambiente falocéntrico y machista. Por medio de un buceo en el inconsciente de sus personajes femeninos, Alós ofrece a los lectores un retablo de mujeres adoloridas e infelices por el frecuente maltrato que padecen. El abuso más patente que reflejan los inconscientes femeninos es el sentimiento general de que la mujer es tratada como un juguete sexual. El ejemplo paradigmático se encuentra en el cuento “La coraza” (posible alusión a la defensa que la mujer necesita), donde un psiquiatra le sugiere a la mujer abandonada por el marido que “hay que trivializar el sexo” (132) si quiere encontrar a otro hombre. Se aprecian numerosas denuncias del patriarcado en la colección de cuentos Rey de gatos. “Mariposas” presenta una joven madre cuya vida ha sido tan opresiva y falta de verdadero cariño que el morir de parto es para ella una liberación bienvenida, como el narrador comunica transmitiendo los pensamientos de la moribunda. En “Cosmo,” otro cuento de la colección, la narradora-protagonista está a punto de suicidarse por el abandono y la traición del amante o marido,
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como trasluce en sus pensamientos: “La otra noche estaba tan desesperada que salté de la cama para buscar una hoja de afeitar: me cortaría las venas” (43). Típicamente, las mujeres llevan las de perder en la batalla de los sexos. Una posible excepción en Rey de gatos, “La otra bestia,” revela un caso más complejo donde pierde también el hombre –pues aquí hay dos perdedores–. La consciencia narradora, inicialmente anónima, se ha vuelto loca por celos, por infinidad de traiciones, decepciones y tratos crueles, y en el tiempo presente del relato lectoras y lectores escuchan su mono-diálogo con su alter ego esquizofrénico que le ayuda a planear el asesinato del marido infiel, que la ha abandonado por otra. Aunque ella lo mata, sigue siendo el amor de su vida, y su locura y desesperación la llevarán al suicidio, como trasluce en sus palabras finales. Así pues, Concha Alós ha conseguido denunciar, a través de su narrativa, cómo la formación social, la internalización de modelos de género y el substrato cultural de los españoles durante las décadas que siguen a la Guerra Civil y prácticamente hasta la muerte de Franco, estaba dominada, subvertida, por el tradicional patriarcado burgués, católico y fascista. Como los modelos de género femeninos existentes bajo el franquismo se limitaban a los promulgados por el régimen (incluyendo la Sección Femenina de Falange), la mujer española retratada por Concha Alós en las obras examinadas tiene pocas opciones, estereotipadas, opresivas y poco satisfactorias, casi todas basadas en la abnegación, el silencioso acato; la mayoría de los personajes femeninos terminan auto-sacrificándose, encontrando así soluciones aceptables para el patriarcado a la vez que se evaden de situaciones intolerables. Los casos presentados por Alós, como también sus desenlaces, constituyen un grito mudo, sofocado, contra el patriarcado. Conclusiones más generales revelan el atrevimiento, la originalidad y el interés de una escritora muy superior a muchos escritores de su generación que han logrado obtener cierto grado de reconocimiento académico e internacional.
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Notas 1
Me refiero en particular a Is There a Text in This Class? The Authority of Interpretive Communities; de importancia también es Iser 1974 y 1978. 2 Véanse especialmente Bakhtin 1981 y 1985 y de Man. También puede ser de interés Magnarelli: 186-92. 3 Los formalistas rusos designan tal recurso estilístico como singularización y hacer extraño. Véase particularmente Shklovski: 55-70. Tal recurso coincide con un aspecto de lo real maravilloso también. 4 Entre los contados estudios sobre estas narraciones se encuentra el de Talbot: 105115.
Bibliografía Alós, Concha. 1962. Los enanos. Barcelona: Plaza & Janés. — 1972. Rey de gatos. Barcelona: Barral Editores. De Beauvoir, Simone. 1989. The Second Sex. New York: Random House. Bakhtin, Mikhail M. 1981. The Dialogic Imagination: Four Essays. Ed. por Michael Holquist. Austin: U of Texas P. — 1985. The Formal Method in Literary Scholarship. Trad. por Wehrle. Cambridge: Harvard UP. — 1986. Speech Genres and Other Late Essays. Trad. por McGee. Austin: U of Texas Press. Cross, Edmond. 1986. Literatura, ideología y sociedad. Trad. por Soledad García Mouton. Madrid: Gredos. Fish, Stanley. Is There a Text in This Class? The Authority of Interpretive Communities. Cambridge: Harvard UP. Iser, Wolfgang. The Implied Reader: Patterns of Communication in Prose Fiction from Bunyan to Beckett. Baltimore: Johns Hopkins University Press. — 1978. Act of Reading: A Theory of Aesthetic Response. Baltimore: Johns Hopkins University Press. Jameson, Fredric. 1971. Marxism and Form. Princeton: Princeton UP. Man, Paul de. 1986. The Resistance to Theory. Minneapolis: University of Minnesota Press. Magnarelli, Sharon. 1985. The Lost Rib: Female Characters in the Spanish- American Novel. Lewisburg: Bucknell University Press. Pêcheux, Michel. 1975. Les vérités de la Palice. Paris: Maspero. Pérez, Genaro J. 1993. La narrativa de Concha Alós: Texto, pretexto y contexto. Madrid y Londrés: Tamesis. Scott, Joan W. 1986. ‘Gender: A Useful Category of Historical Analysis’. En: Gender and the Politics of History. New York: Columbia UP. Shklovski, Victor. 1978. ‘El arte como artificio’. En: Todorov, Tzvetan. Teoría de la literatura. Barcelona: Siglo Veintiuno Editores: 55- 70. Spector, Judith A. (ed.). 1986. Gender Studies: New Directions in Feminist Criticism, Madison: U of Wisconsin P. Talbot, Lynn K. 1988. ‘La mujer y lo fantástico: Rey de gatos de Concha Alós’. En: Hispanic Journal 10.1: 105- 115.
Las novelas policíacas de Alicia Giménez Bartlett: un nuevo enfoque sobre la identidad femenina Marie-Soledad Rodríguez Con Ritos de muerte (1996), Giménez Bartlett crea una figura nueva en el panorama de la novela policíaca española: una inspectora, Petra Delicado, que tiene que afirmarse dentro de un ámbito profesional esencialmente masculino. Nuestro estudio se propone examinar de qué manera, en esta primera novela del ciclo así como en Un barco cargado de arroz (2004), este personaje ofrece nuevos modelos de conducta, tanto en su universo profesional como en su vida privada. Así, se llega a la conclusión de que Petra se apodera de los signos pretendidamente masculinos (poder, violencia, inteligencia, lenguaje soez, libertad sexual) para reivindicarlos como trans-genéricos.
Cuando se edita Ritos de muerte en 1996, la producción de novelas policíacas por parte de escritoras españolas sigue siendo escasa. Existen algunas incursiones en el género como las de Lourdes Ortiz con Picadura mortal (1979) o Blanca Álvarez con La soledad del monstruo (1992); las novelas de Marina Mayoral, Cándida, otra vez (1979) y Contra muerte y amor (1985), ofrecen también un “cierto hilo investigativo” (Colmeiro: 225) mientras que Te trataré como a una reina (1983), de Rosa Montero, se centra en personajes que evolucionan en ambientes turbios y se construye con una “mezcla de violencia y sentimentalidad característica de la serie negra” (ibídem). Sin embargo, estas escritoras no han perseverado en el intento de modo que Alicia Giménez Bartlett puede aparecer como la primera autora que no sólo acepta las reglas que impone el género sino que crea una referencia ya insoslayable dentro de una producción que, en España, a menudo es considerada como mayoritariamente masculina 1 . En efecto, las seis novelas policíacas 2 que ha publicado constituyen un ciclo por la presencia recurrente de los dos personajes principales, Petra Delicado y Fermín Garzón, y aparecen como un intento de arraigar en España una nueva modalidad dentro del género policíaco.
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El rasgo fundamental de estas novelas estriba en el hecho de haber escogido como protagonista una mujer que, en vez de ser uno de los personajes habituales de la novela negra - víctima o mujer fatal, secretaria o detective “amateur”-, es una inspectora de policía. Además, ella es también la narradora de los casos que se exponen. Esta doble faceta de Petra Delicado como partícipe de las “aventuras” que narra y dueña de la palabra permite precisamente que la narración se ofrezca como un discurso reflexivo. La narración en primera persona se utiliza aquí como un recurso para redoblar una de las características esenciales de las novelas con enigma. No sólo se trata para la narradora-inspectora de esclarecer el caso del que se ocupa, de llevar a cabo una investigación policial, sino que como narradoramujer se convierte en su propio caso. El relato recoge entonces uno de los principios de la novela moderna, su vertiente indagadora, que consiste en “descubrir las motivaciones interiores de toda acción individual” (Ciplijauskaité: 34). Buena parte de la narración se dedica en efecto a la indagación psicológica: Petra Delicado se interroga acerca de sus acciones y reacciones, intenta desentrañar los motivos de sus decisiones y aclarar cuáles son sus sentimientos. Se podría considerar que, al mismo tiempo que toma conciencia de los motivos que han conducido al crimen y descubre la identidad del criminal, conoce un proceso de concienciación que la lleva a revelarse a sí misma. Las novelas de A. Giménez Bartlett, al escoger esta focalización interna constante, al dejar la palabra a una única narradora preocupada tanto por su trabajo como por su vida personal, se presentan a la vez como relatos policíacos y como novelas que desarrollan un punto de vista entre femenino y feminista. Este aspecto las relaciona con las creaciones de otras autoras de novelas policíacas, en particular americanas y europeas (Löwy: 48-49), que pueden utilizar un cuadro literario tan popular como la novela negra para cuestionar los roles de género y presentar los cambios que se están produciendo en las identidades femeninas. Es precisamente este cuestionamiento de los roles tradicionales lo que se lleva a cabo en la serie protagonizada por Petra Delicado, dentro de un doble marco: la vida profesional y la vida personal. Nuestro ensayo se propone analizar de qué manera la protagonista-narradora dinamita los tópicos al uso, al construir un nuevo modelo femenino, y cómo se sitúa claramente fuera de los esquemas tradicionales al ser caracterizada con los rasgos de
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comportamiento tradicionalmente asignados a los hombres en las novelas policíacas (lenguaje directo, ejercicio del poder, violencia). Para ello, nos centraremos en el estudio de las dos novelas que abren y cierran (de momento) este ciclo: Ritos de muerte (1996) y Un barco cargado de arroz (2004). Esta elección se debe al carácter esencialmente diferente de las dos novelas. La primera ofrece al lector un conjunto de informaciones que permiten situar al personaje dentro de su trayectoria vital, recordando parte de su pasado, presentando también los inicios de su carrera policial. Se trata también para la inspectora de hacerse un hueco dentro de un mundo esencialmente masculino y de justificar el ejercicio de su poder. Al contrario, la sexta novela se abstiene de las referencias a un tiempo anterior a la entrada de Petra Delicado en el cuerpo policial y privilegia los planteamientos existenciales del personaje en una temporalidad que es la del caso investigado. Además, en vez de tener que afirmarse como jefa, goza ahora en su trabajo del reconocimiento que le ha otorgado la resolución de los casos anteriores. Evolución vital de la protagonista Las dos primeras páginas de Ritos de muerte muy bien podrían constituir el principio de una novela psicológica que no tuviera nada que ver con el género policíaco. La narradora evoca su segundo divorcio y su decisión de irse a vivir a una casa independiente, que parece simbolizar su deseo de vivir sola, sin más lazos amorosos. La evocación de su pasado desastroso se precisa poco a poco a través de una narración que no esconde el carácter estereotipado de sus matrimonios. En el primero, se dejó dominar por un hombre que siempre conseguía hacerle sentir que era ella quien se equivocaba y él quien tenía razón. Además, aunque llevan ya varios años separados, el tipo de relación que se había instaurado sigue funcionando como lo revelan las impresiones del personaje cuando tiene que volverlo a ver: “Hugo, con su sola presencia, ponía ante mis ojos las nefastas secuelas de mi inconsciencia haciendo que parecieran un montón informe de errores. Sin duda lo eran” (Giménez Bartlett 2005: 24). El divorcio, que se realizó a petición de la narradora, ha sido vivido por el marido como una deslealtad de modo que parte de las conversaciones que siguen manteniendo no tienen otra finalidad que hacerla sentirse culpable, puesto que él no le perdona su actitud. Como lo analiza la propia Petra, el honor herido de Hugo requiere el pago interminable de
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una deuda puesto que es ella quien decidió separarse en vez de acatar la voluntad masculina: “Yo me fui, y en los anales del mundo civilizado la mujer nunca se va” (ibídem: 45). El retrato que hace la narradora de esta relación que duró catorce años no deja de ser a veces irónico aunque construye la imagen de un matrimonio particularmente convencional, en el que el marido domina a su mujer, le impone su manera de ver el mundo. Finalmente la pareja reproduce, en parte, una relación padre-hija puesto que la voluntad de la mujer queda anulada por la del hombre. No es de extrañar que su segundo matrimonio haya correspondido a un modelo completamente opuesto. En vez de un hombre seguro de sí mismo y dominador, Pepe era un chico más joven que ella, “desvalido” (ibídem: 8), que necesitaba alguien que cuidara de él, o sea más o menos una madre. Tampoco funcionó este segundo matrimonio que implicaba ser responsable de alguien en vez de establecer una relación de igualdad. De estas dos experiencias fallidas, el personaje ha sacado por lo menos una idea clara de lo que no quiere: ni imponer su ley ni que el otro se la imponga. Su deseo de libertad encuentra en la soledad un estado ideal puesto que Petra no la ve como un aislamiento misantrópico sino como la única posibilidad de disfrutar de su propia compañía y de los placeres que ofrece la vida: “trabajo, comida, veladas de música y lectura” (ibídem: 9). Las referencias a los platos que prepara sola o en compañía, al placer de beber una copa de buen vino o de wisky añejo son abundantes y demuestran que la mujer no tiene como primer papel alimentar a los demás, sino que es muy capaz de apreciar una buena comida aunque esté sola. También aparece una diferencia esencial entre hombres y mujeres cuando a la vuelta a casa no hay nadie que les espere. La narradora hace resaltar que si algunos colegas masculinos “huían de la triste realidad que los aguardaba al llegar a sus casas”, al contrario ella “siempre tenía cosas que hacer, cosas gratificantes, formativas, placenteras” (Giménez Bartlett 2007: 74). Finalemente, la sexualidad constituye el otro campo en el que Petra demuestra ya su total autonomía. Así, no vacila en tener una aventura con el estrafalario psiquiatra que la ayuda en el caso de los mendigos asesinados (Un barco cargado de arroz) y es ella quien lo invita a su casa para la primera cena. Aunque no las tiene todas consigo para este primer encuentro en terreno privado, sus dudas y las respuestas que les da dejan bien claro que los acontecimientos no podrán decidir por ella:
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“¿Desde cuándo era yo una mujer timorata de las que toman precauciones para que los hombres ‘no piensen mal’? […] En caso de que el encartado se pusiera pesado, no tenía más que largarlo y en paz” (ibídem: 75). No se trata pues de aceptar una relación impuesta, al contrario es ella quien manifiesta sus deseos y por consiguiente suele “tomar la iniciativa sexual” (ibídem: 80). Mujer moderna y liberada, Petra invierte el modelo tradicional al situarse en el lugar habitual del hombre como elemento desencadenante de la relación sexual. Si las relaciones sexuales son para ella un modo agradable de relacionarse con el otro y representan un “corte de mangas a la tristeza y a la muerte” (ibídem: 227), esto no significa que esté dispuesta a vivir de nuevo con alguien, incluso un hombre atractivo como Ricard, el psiquiatra. Mientras que éste le pide continuamente que vayan a vivir juntos, ella se resiste, intentando aclarar sus sentimientos y los de su compañero. Para ella, sería mucho más cómodo seguir con una relación informal que abandonar todo lo que representa el vivir sola sin tener que rendir cuentas acerca de lo que hace. Aunque consciente de que la sociedad tiende a construir modelos de conducta y presionar a los individuos, se niega a aceptar una convivencia que no responde a un estado pasional. Así rompe otra vez con un hombre a pesar de que sabe que su actitud no corresponde a lo que espera la sociedad: “A las mujeres nos han inculcado la idea de que o tienes un gran amor o te falta algo” (ibídem: 332). Las experiencias pasadas, su capacidad para indagar en sus propios sentimientos le han permitido distanciarse de un esquema impuesto desde fuera. En vez de considerar esta ruptura como un fracaso, la decisión tomada refuerza su autoestima puesto que es el resultado de una toma de conciencia de su propio valor. Si para Ricard la convivencia representa sobre todo un “atenuante de su soledad” (ibídem: 295), la narradora considera como evidente que esta situación sería para ella insoportable. Petra, a fin de cuentas, no busca la pasión sino una relación a tiempo parcial que no limite su libertad. La encontrará en el novio abandonado por una joven colega, al que propone un pacto muy claro: verse diez veces y nada más. Esta solución final parece de momento la más adecuada para el personaje y demuestra que un hombre, presentado como dominante y posesivo con su antigua novia, puede evolucionar si se encuentra con una mujer que es capaz de cambiar las reglas del juego.
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Petra ha evolucionado hacia un nuevo modelo femenino alejado del tradicional: no se muestra pasiva y a la espera de las iniciativas masculinas, no rehusa tener relaciones sexuales con un hombre al que apenas conoce. Además, es muy consciente de todos los prejuicios impuestos por la sociedad en torno a las relaciones entre hombres y mujeres. Sin embargo, ella demuestra que no se rige por las reglas al uso, sino que puede actuar como lo suelen hacer los hombres, considerando que una relación puede ser únicamente sexual y libre de todo compromiso. Si reivindica una libertad de acción total para con ellos, su postura feminista no significa que los vea como enemigos o que desconfíe en especial de ellos. Al contrario, aunque es consciente de sus defectos y del hecho de que a veces se comportan de manera primaria, tiene también muy presentes sus cualidades: “Los hombres son extraños -pensé-, territoriales y olfativos como las alimañas, pero capaces de una gran ternura y afectividad’. […] la verdad era que me resultaban más fascinantes que cualquier otro ser vivo, excepción hecha del colibrí” (ibídem: 215). Nada de guerra de los sexos entonces, sino la búsqueda de una comprensión del otro que refleja su propia labor de autoconcienciación. En efecto, como lo aclara cuando Ricard le reprocha su egoísmo, la atención contínua que presta a sus pensamientos, actos y sentimientos, sólo procede del deseo de conocerse a sí misma. Así se lo explica: “Si pienso tanto en mí es porque me gustaría entender mi vida” (ibídem: 228). Siendo la narradora de su propia historia, el personaje puede examinar detenidamente sus razones, encontrar los motivos de sus acciones y así estar más de acuerdo con sus decisiones. La narración en primera persona es, por consiguiente, el modo adecuado para llevar a cabo esta introspección, puesto que, por una parte, recoge sus palabras y hechos y, por otra, los somete a un proceso reflexivo de análisis constante. El retrato que se dibuja de Petra Delicado acaba siendo el de una mujer compleja, segura de sí misma pero examinando constantemente todas sus decisiones, decidida y reticente a comprometerse, irónica y liberada sexualmente pero también muy apegada a una vida tranquila sin demasiados sobresaltos. Como se lo explica a la forense que veía en ella una mujer dura por haber “abierto camino” (ibídem: 46), la dificultad de la vida reside precisamente en saber escoger el camino que se quiere abrir. Así en vez de saber de antemano qué vida quiere vivir como esta joven forense que ya tiene trazado su camino (“estar
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en la cúspide profesional”, sin hijos y casada únicamente si su matrimonio no “hace peligrar [su] carrera”, ibídem: 45), Petra Delicado es una mujer que está dispuesta a cambiar de rumbo en cuanto piense que su vida está estancada. El último punto que nos queda por comentar es su decisión de no haber tenido hijos. Aunque no se explaya mucho acerca de esta ausencia de hijos, el primer caso al que se enfrenta, la violación de varias muchachas por un joven psicópata (Ritos de muerte), le hace enunciar un juicio bastante duro en lo que concierne a las madres de los delincuentes sexuales: Por fortuna, me había librado de fabricar uno de aquellos monstruos privándome conscientemente de los placeres de la maternidad. Un par de ellos debían su desequilibrio a desengaños amorosos o disturbios sexuales adultos, pero en general las madres se llevaban la parte del león. (Giménez Bartlett 2005: 54-55)
Esta diatriba contra las madres como causas de las perversiones de sus hijos y los delitos que cometen no suena a muy feminista. El retrato que se hace de la madre del violador como mujer autoritaria e insensible, ciega frente al odio que ha hecho nacer en su hijo, es además sumamente negativo y parace justificar cierto tipo de prejuicios sobre las mujeres como seres posesivos y maléficos (Bourdieu: 38). La visión que tiene Petra Delicado de las muchachas violadas tampoco es muy halagadora: jóvenes humildes y apocadas, que intentan sacar algún beneficio financiero de su desgracia al intervenir en un programa de telerealidad. Sobre todo es la pertenencia de todas estas mujeres a las clases desfavorecidas lo que parece entrañar en sí un destino desdichado como lo subraya el comentario de la narradora a propósito de la primera chica violada: “Todo desde su nacimiento había formado parte de una máquina atenazante. Estaba coartada en su libertad, en sus posibilidades de realización, fregaba suelos, cosía sóstenes, aguantaba a una familia que no veía en ella más que dos manos trabajadoras” (Giménez Bartlett 2005: 192). La denuncia social, muchas veces presente en la novela policíaca (Buschmann: 251-253), aparece aquí de manera oblicua. No se trata esencialmente de denunciar una sociedad que no ofrece a todos sus miembros una igual posibilidad de desarrollo personal, sino de constatar los estragos que produce el crecer dentro de un entorno familiar desfavorecido (Tyras: 40). Así ser mujer en España, en los años noventa, puede ser muy diferente según la clase social a la que se
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pertenece. La actitud autoconsciente de Petra Delicado es un privilegio que no está al alcance de unas muchachas que casi no tienen tiempo para pensar ni para dedicarse a las actividades culturales del personaje principal (leer, escuchar a Chopin o Beethoven, ir al cine). Aunque, la condición de la mujer se ve reflejada en varios estratos sociales, el punto de vista hegemónico es el de la narradora, una mujer de las clases acomodadas que ha podido y sabido sacar provecho de la evolución de las mentalidades. La modernidad y excentricidad del personaje, su posición fuera de las normas es quizás más patente en el ámbito del trabajo, dado que ocupa un puesto de poder dentro de un cuerpo esencialmente masculino y, como ha apuntado Bourdieu, esto constituye una rareza : “elles restent pratiquement exclues des postes d’autorité et de responsabilité, notamment dans l’économie, les finances et la politique” (96) [ellas quedan prácticamente excluidas de los puestos con autoridad y responsabilidad, sobre todo en el sector económico, financiero y político]. Experimentar las relaciones de poder La primera ocupación de Petra Delicado cuando se integra en el cuerpo policial es trabajar en una oficina de documentación. No se trata pues para ella, aunque tiene el grado de inspectora, de ser considerada como una igual de los hombres. Al contrario, es fácil ver que el puesto que le han dado es considerado como típicamente femenino puesto que ahí sólo trabaja con mujeres; esto refleja claramente el modo de pensar en el cuerpo policial en este momento: el terreno (acción) para los hombres, los papeles (actividad vista como pasiva) para las mujeres. Este trabajo que le produce un “sentimiento inevitable de frustración” (Giménez Bartlett 2005: 10) se acaba, sin embargo, cuando la escasez de hombres le permite salir de la oficina para ocuparse de su primer caso: la violación de una chica. Se puede considerar que el verdadero retrato del personaje como policía arranca precisamente a partir del momento en que se dedica a este caso y recibe la ayuda del subinspector Fermín Garzón. La narradora se fija entonces en los problemas que supone ser mujer y ejercer cierto poder, sobre todo si se tiene como subordinado a un hombre. Las relaciones entre Petra Delicado y Fermín Garzón van a cuestionar constantemente los roles de género, puesto que el simple hecho de que sea una mujer sin experiencia en el terreno quien sea el
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jefe de un policía curtido como Garzón aparece ya como una manera de invertir los esquemas habituales. Además, los dos personajes reflejan, en su discurso y en su modo de ser, la imagen que cada uno tiene de la mujer a partir de los modelos transmitidos por la sociedad. La actuación de Petra como inspectora presenta rasgos considerados como masculinos, pero tiende también a desvincularla de la imagen tradicional de la mujer que defiende Garzón. Así, podemos notar que Petra Delicado, encontrándose en el terreno de los hombres, decide usar la misma lengua que ellos y demostrar que una mujer es capaz de referirse a la realidad de manera tan cruda como un hombre. Cuando Garzón le explica, por ejemplo, que durante la violación hubo “succiones mamarias”, ella le hace aclarar inmediatamente si eso significa que el violador “estuvo magreándole las tetas” a la víctima (ibídem: 37). El problema léxico revela forzosamente por parte del subinspector una reticencia a considerar a su jefa como una igual que puede oír y enunciar descripciones de actos sexuales o palabras soeces. El personaje de Garzón viene a ser como el reflector de la sociedad tradicional que todavía considera que las mujeres son seres frágiles, a los que hay que proteger. Así lo explicita cuando declara: “Yo a la mujer la tengo considerada en lo más alto, literalmente la subo a un pedestal. Creo que es un ser maravilloso, lleno de espiritualidad, bello y perfecto como una flor” (ibídem: 49). Esta visión supuestamente idealizada de la mujer se ve sometida a un análisis crítico por parte de la narradora, quien nota de manera irónica que “las flores no son más que material fungible” y que unas mujeres etéreas finalmente “ni cuentan ni ocupan lugar” (ibídem). Idealizar a la mujer es finalmente otra manera de aislarla de la vida social. Si consideramos el placer que manifiesta la inspectora al usar de manera recurrente tacos y palabras malsonantes que se refieren al sexo, como “tecnócrata de picha corta” (ibídem: 229), “hasta los cojones” (ibídem: 187), “ni serial killer ni pollas en vinagre” (Giménez Bartlett 2007: 177), notamos que es también revelador de su deseo de invertir los usos tradicionales del lenguaje. No son sólo los hombres los que pueden mostrarse groseros u obscenos, las mujeres también son capaces de apoderarse de un vocabulario que les ha sido negado por las reglas del buen gusto al que tenían que atenerse. Pero el vocabulario no es sino el reflejo de un nuevo modo de considerar al otro, al hombre como ser sexuado. Así, durante un interrogatorio,
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Petra Delicado obliga a un sospechoso a desnudarse, para humillarlo, y se deleita en contemplar su sexo: “Tenía un sexo hermoso, una bolsa escrotal plena y ubérrima como la vid. […] Yo no levantaba la vista del hombre, miraba directamente hacia su sexo con total desfachatez” (Giménez Bartlett 2005: 63-64). El proceder de la inspectora tiene algo de desafiante; se trata para ella de utilizar las mismas técnicas vejatorias que sus colegas masculinos para obtener confesiones; sin embargo, lo que es visto como corriente cuando se trata de policías masculinos, aparece chocante cuando lo hace una mujer como se lo señala Garzón. Petra Delicado subraya entonces las diferencias todavía vigentes entre lo que está autorizado para los hombres y lo que tienen derecho a hacer las mujeres, aunque ocupen los mismos puestos y realicen el mismo trabajo. Además, lo que reivindica también es la mirada, el derecho de mirar precisamente lo que normalmente está vedado. Así la inspectora, convirtiendo al otro en objeto, viene otra vez a subvertir las normas habituales según las cuales es la mujer el objeto de la mirada. Pero la posición de la mujer es siempre precaria puesto que tiene que justificarse constantemente mientras que el poder masculino no necesita nada más que ejercerse. Incluso, Garzón llega a reprocharle que se aproveche de “ser mujer” (ibídem: 66), es decir que actúe sabiendo que no le reprocharán nada por no oír el argumento de la discriminación de la mujer. La minusvaloración de la mujer se convierte, pues, en un arma que se puede esgrimir para impugnar decisiones. Así lo hace Petra cuando el comisario quiere retirarle el caso que tarda en resolver: “estoy convencida de que este trato injusto se me dispensa por el solo hecho de ser mujer, un colectivo sin relevancia en el cuerpo, al que minimizar o vejar resulta sencillo y sin consecuencias” (ibídem: 94). Sin embargo, bien sabe que esto no tiene nada que ver con la decisión del comisario, que sólo quiere evitar las críticas de los periodistas. Esta actitud decidida le confiere cierto prestigio a los ojos de su subordinado, quien se lo enuncia de una manera harto primaria: “estuvo […] francamente huevuda, si me permite la expresión” (ibídem: 95). Repetirá, en Un barco cargado de arroz, el mismo tipo de elogio, “tiene usted más cojones que el caballo de Espartero” (197), como si finalmente la admiración no dependiera tanto del género al que pertenece la inspectora como de los valores “masculinos” (el valor, la osadía) que es capaz de ostentar.
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La verdad es, en efecto, que siendo una mujer no se distingue en su trabajo de los hombres. Aprende a ser violenta, a ejercer cierta presión sobre los sospechosos, a dominarlos como lo podría hacer cualquier varón. Notemos, sin embargo, que existe una clara evolución a este respecto. Así, en la primera novela, no tiene que ejercer ninguna violencia física. Es en las novelas siguientes cuando tiende a equipararse a los hombres y describir con qué dominio intimida, por ejemplo, a un joven skin: Me abalancé sobre él y seguí pegándole en la cara, en la boca, en las orejas. No era una reacción histérica; los golpes eran certeros, concienzudos, secos. […] Rebusqué en el bolso deprisa, saqué la pistola. Le atenacé la nuca con una mano y le metí el cañón en la boca, chocando abruptamente con sus dientes. (Giménez Bartlett 2007: 58)
Aunque existe cierta evolución del personaje hacia una actitud más dura, y quizás más profesional, una faceta esencial de la inspectora está ya presente en la primera novela : la desaparición de su identidad esencialmente femenina para su compañero de trabajo. Mientras que al principio Garzón estaba molesto por tener que trabajar con una mujer, poco a poco se olvida de la diferencia de género y acaba considerando que Petra Delicado no es ante todo una mujer sino su jefe, un jefe tan válido como cualquier hombre. Este cambio de enfoque deriva también de un hecho esencial: la inspectora ha sabido hacer suyos los códigos masculinos habituales en el ejercicio de la profesión. El recorrido que han hecho juntos ha permitido no sólo un entendimiento sino una aceptación del otro. Se puede aun considerar que, conociendo sus diferencias genéricas, los dos personajes acaban viéndose como iguales, demostrando así que se pueden crear nuevos tipos de relaciones, incluso entre un cincuentón tradicional y una cuarentona feminista y atípica. Difuminar las diferencias Es bastante probable que, al escoger el género policíaco, Alicia Giménez Bartlett ha intentado acercarse a un público mucho más amplio que el conseguido por sus novelas anteriores. Estas novelas interrogaban a menudo la identidad femenina, trataban de la condición de la mujer, de sus relaciones con los hombres y de la evolución que han conocido estas relaciones (Encinar 2006: 291). En cierto modo, Giménez Bartlett se apropia del marco policíaco pero, al igual que
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otros muchos escritores, lo adapta a sus propios intereses e inserta numerosos fragmentos que poco tienen que ver con “el argumento estrictamente policíaco” (Resina: 213). Así desarrolla, a través del personaje de Petra Delicado, una reflexión sobre la condición de la mujer dentro de un mundo inicialmente reservado a los hombres. Ya con el nombre de su personaje, símbolo de imposibles que consiguen amoldarse, enuncia una de las reglas que dominan sus relatos: proponer el retrato de una mujer contradictoria que reivindica posiciones feministas pero hace suyos, en su vida privada o en su trabajo, valores reconocidos como esencialmente masculinos. Uno de los problemas a los que se enfrenta el personaje en su trabajo es quizás el hecho de “se laisser définir uniquement et en priorité par son appartenance de sexe” [dejarse definir únicamente y en prioridad por el hecho de pertenecer a su sexo] (Heinich 2001: 216). Al luchar contra esa manera de encontrarse encasillada, decide apoderarse de los signos masculinos para difuminar las barreras entre los géneros: lenguaje, violencia, poder, inteligencia son reivindicados como valores transgenéricos. Aunque para ciertas feministas utilizar las armas del otro es pasarse al otro bando, no se han definido hasta ahora cuáles podrían ser los valores alternativos que permitirían abandonar el marco femenino desvalorizado como el hogar, la sensibilidad, la pasividad, la intuición (Bourdieu: 21 y 37). Finalmente, al deshacerse de una feminidad demasiado afirmada, al adoptar ciertos valores supuestamente masculinos, Petra Delicado asume plenamente el poder que le ha sido otorgado, puesto que como lo nota Bourdieu “dire d’une femme de pouvoir qu’elle est ‘très féminine’ n’est qu’une manière particulièrement subtile de lui dénier le droit à cet attribut proprement masculin qu’est le pouvoir” (106) [decir de una mujer con poder que es ‘muy femenina’ es otra manera particularmente sutil de denegarle el derecho de poseer este atributo propiamente masculino que es el poder]. En su vida privada también define un nuevo modelo de conducta al reivindicar una libertad sexual desinhibida que rechaza todo sentimiento de culpa. La sexualidad vivida como una fiesta es un regalo que se ofrecen dos personas libres que no pretenden por tanto obtener un compromiso del otro. Como lo apuntaba Ángeles Encinar, Petra Delicado es un personaje que al “subvertir el orden establecido […] ha conseguido un nivel de igualdad en derechos y deberes con sus homólogos masculinos” (2004: 26).
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Proponiendo, dentro de un género considerado como popular o consumista, un personaje que no deja de hacerse preguntas acerca de su vida privada o profesional, que no se rige por las pautas tradicionales, Giménez Bartlett ofrece a un amplio sector de lectoras la posibilidad de reconsiderar también sus propios valores. Finalmente, el humor y la ironía, muy presentes en estas novelas y, en general, en las novelas policíacas (Resina 1997: 213), permiten abordar de manera grata y divertida reflexiones sobre los roles de género que podrían parecer demasiado serias dentro de otro contexto. Notas 1
Así podemos notar que Santos Alonso (294- 295), para el período 1991-2001, sólo cita escritores masculinos en su apartado sobre “la novela de acción” que abarca la novela policíaca. 2 Acaba de salir la última en octubre de 2007, Nido vacío, que no puedo incluir en este trabajo. Las seis primeras son Ritos de muerte (1996), Día de perros (1997), Mensajeros en la oscuridad (1999), Muertos de papel (2000), Serpientes en el paraíso (2002) y Un barco cargado de arroz (2004).
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5. Cruces e inversiones: de los roles subvertidos a los roles compartidos
Géneros futuros: visiones de la mujer y las relaciones amorosas en Sentimental Club (1909), de Ramón Pérez de Ayala Mariano Martín Rodríguez Los estudios feministas han reevaluado la ciencia-ficción por la nitidez programática de sus experimentos mentales, que suelen revelar con claridad los supuestos ideológicos subyacentes. Así ocurre, por ejemplo, en la anti-utopía en forma dramática Sentimental Club (1909), de Ramón Pérez de Ayala, que pinta un futuro totalitario para advertir contra un colectivismo que, en su persecución de la igualdad absoluta, no tenga en cuenta el valor de lo individual y, sobre todo, de la dimensión sentimental del ser humano. Frente a este mundo “totalizante”, los personajes se rebelan mediante el redescubrimiento del sentimiento amoroso, lo que se traduce en una exaltación de la pareja romántica tradicional que revela más bien la nostalgia patriarcal y pequeñoburguesa de un pasado presuntamente natural e invariable, con una distinción de roles bien definida, al igual que en otras distopías del siglo XX.
La literatura de anticipación, también conocida por el nombre popular de ciencia-ficción, desde su consagración equívoca como un subgénero paralelo a la literatura general 1 , es uno de los vehículos privilegiados de la reflexión sociológica gracias a la limpidez con que las tendencias de la sociedad coetánea del escritor pueden enjuiciarse mediante una extrapolación razonada que coloca al receptor ante las consecuencias de una serie de elecciones más o menos implícitas de la época coetánea a la creación de la obra, cuyo resultado se describe con más o menos detalle, con el regocijo del deseo satisfecho en las utopías o con el horror de la pesadilla hecha realidad, como en las numerosas distopías escritas en el atormentado siglo XX, sin excluir una actitud que se quiere más objetiva y atenta a los matices sociológicos, tal como ocurre en la llamada ciencia-ficción blanda (soft science fiction en inglés), basada en la aportación de las ciencias humanas, de las que las novelas magistrales de Ursula K. Le Guin pueden citarse como ejemplo sobresaliente. Al igual que el modo
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histórico de la escritura, a la que la literatura de anticipación corresponde como una especie de universo simétrico, el futuro puede servir para extraer lecciones válidas en el presente, unas lecciones que el ropaje ficticio pretende hacer placenteras y, en consecuencia, más eficaces. Las enseñanzas del futuro son incluso más claras que las del pasado, pues éste no se puede cambiar ni ser objeto de experimentos mentales, con la salvedad de las ucronías, cuya boga actual incluso en los estudios históricos de pretensiones científicas (historia contrafactual) no es sino otra muestra de la atracción y utilidad intelectual del método de la extrapolación racional ficticia, de la literatura especulativa, de la que las anticipaciones han constituido la manifestación predominante al menos desde finales del siglo XIX, desde H.G. Wells hasta los autores actuales de este género de ficción. Así pues, no es de extrañar que la literatura de anticipación haya tratado, desde diversas perspectivas ideológicas, los grandes temas que han preocupado a las sociedades coetáneas en cada momento. Por ejemplo, la cuestión social protagoniza la especulación sociológica en torno a 1900, con novelas como The Time Machine (1895), de Wells, o The Iron Heel (1908), de Jack London. A continuación hubo un auge de las distopías políticas, coincidiendo con el ascenso y decadencia de los totalitarismos, mientras que la mutación de costumbres perseguida por los movimientos de lucha contra las discriminaciones y, en primer lugar, las basadas en el sexo, se tradujo en una cierta boga de la ciencia ficción feminista, especialmente en las décadas de 1960 y 1970, flanqueada luego por numerosos estudios sobre el tema, especialmente en Norteamérica y Gran Bretaña, países en los que se daba, y sigue dando, tanto una atención especial a los estudios de género como un amplio cultivo de la ficción especulativa, incluida la ciencia-ficción. Ésta no se suele considerar allí una paraliteratura, a diferencia de los países en los que se conserva la vieja superstición de la jerarquía de géneros, literarios o de otro tipo. La crítica anglosajona sobre el asunto es, de hecho, muy rica y de gran valor, y la bibliografía citada solo es una pálida muestra de ello, aunque pueda servir como introducción necesaria. De hecho, el destacado interés de los estudios feministas por la ciencia-ficción tiene unos motivos muy comprensibles, los cuales se resumen como sigue en una reciente enciclopedia del subgénero (Helford: 291): Science fiction and fantasy serve as important vehicles for feminist thought, particularly as bridges between theory and practice. No other genres so actively
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invite representations of the ultimate goals of feminism: worlds free of sexism, worlds in which women’s contributions (to science) are recognized and valued, worlds that explore the diversity of women’s desire and sexuality, and worlds that move beyond gender. Whether in the form of superheroines, escapist or struggling utopias, cautionary distopias, or alien-gendered cultures, feminism in science fiction and fantasy offers textual exploration of theoretical activist ideas for progressive social change 2 .
La entrada complementaria sobre el género (gender) en la misma obra reconoce la utilidad de la extrapolación especulativa no solo por su valor de vehículo del pensamiento feminista, sino también por servir de testimonio de la evolución de las mentalidades respecto a la cuestión crucial, por ineludible, de los roles respectivos de la mujer y el hombre en la sociedad (Pearson: 332): All science fiction and fantasy works take some position on gender, if only by reproducing dominant cultural assumptions in the author's society. Much early science fiction targeted young male readers, providing a male homosocial world where women's role were limited or non-existent. Such works assume certain norms of gender, particularly those separating men's and women's work and social lives. However, much science fiction also engages in thought experiments to determine wether gendered behavior is genetically or culturally determined and to imagine alternative ways of living.
Así pues, aunque mucha ficción científica se limita a reproducir mecánicamente los patrones de género heredados, con todo el sexismo de una sociedad patriarcal que no se cuestiona por estar los intereses del autor en otra parte (en la aventura espacial, en el juego intelectual a que dan pie las ciencias duras, etc.) 3 , no han faltado desde los mismos albores de la anticipación moderna especulaciones, con un carácter más o menos central en la representación del futuro propuesta por el autor, sobre cuáles podrían ser las relaciones entre ambos géneros en la sociedad hipotética descrita, sobre la función del sexo y su relación con la reproducción de la especie o sobre el equilibrio de poderes que la emancipación laboral y política de la mujer había empezado a cuestionar radicalmente, al menos en los países occidentales y occidentalizados. Fueran o no contrarios los autores a esa emancipación, la misma pintura de alternativas posibles confería una fuerza crítica a las obras que el receptor difícilmente podía tratar como mera anécdota por la misma carga conceptual inherente a la especulación. En cambio, esa misma conceptualización corría el riesgo de restar a las obras un interés humano, la identificación con lo conocido y semejante que ha facilitado tradicionalmente la recepción
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de una literatura más mimética como la realista, especialmente tras el triunfo de la novela y el teatro de costumbres en el siglo XIX y su prolongación en la centuria pasada. El experimento intelectual va con demasiada frecuencia en detrimento de la profundización en los sentimientos y caracteres, y, aunque esto no le reste valor estético (pues el valor estético es multiforme), quizá explique la escasa viabilidad histórica de la anticipación en un medio que suele requerir la empatía directa del receptor, como es el caso del teatro. Por ello, el teatro de ciencia-ficción no ha tenido demasiada presencia en los escenarios, lo que explicará seguramente su correspondiente falta de visibilidad en los estudios tanto teatrales como sobre la cienciaficción, pese al hecho de que las exigencias de síntesis del género dramático facilitan a menudo la limpidez de la empresa especulativa, la pureza de una extrapolación despojada de las servidumbres descriptivas de la novela. Por su dificultad de encajar en las expectativas de la mayoría de los espectadores, numerosas muestras de este teatro de anticipación no han salido de las páginas del libro y, cuando lo han hecho, no han recabado demasiado éxito de público, salvo contadas excepciones 4 . Sin embargo, esto no ha disuadido a diversos escritores de la llamada literatura general a adoptar la escritura dramática para algunas de sus incursiones, o todas, en la anticipación. Entre los autores del siglo pasado que han escrito especulaciones dramáticas pueden citarse nombres tan conocidos como George Bernard Shaw (Back to Methuselah, 1921) o Elias Canetti (Komödie der Eitelkeit, 1934), pero tampoco faltan autores españoles y, entre otros 5 , Ramón Pérez de Ayala, una de cuyas obras vamos a examinar desde el punto de vista de las visiones de género por haberse tratado el tema en ella con algún detenimiento. Aunque a Ramón Pérez de Ayala se le conozca sobre todo por su obra narrativa, escribió también un par de textos dramáticos destinados en primer lugar a la lectura, aunque no por ello menos teatrales 6 , el muy simbolista La dama negra (1903) y, sobre todo, Sentimental Club (1909), luego llamado La revolución sentimental en una versión refundida, tras el triunfo aparente del comunismo con la revolución bolchevique, publicada en 1929 7 y reimpresa varias veces en vida del autor y después en sus obras completas, así como en una valiosa antología de protoficción española (Santiáñez-Tió). Estas reediciones en vida del autor, muy raras en el subgénero en España, son un indicio claro de la importancia que Pérez de Ayala daba a esta
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obrita, en la que expresa de manera programática su liberalismo, entendido éste como una garantía de la autonomía individual frente a una uniformización impuesta desde arriba, ya en la época en que la boga creciente del colectivismo, todavía solo ideológica, hacía presagiar derivas totalitarias luego hechas realidad. La polémica entre partidarios del socialismo y contrarios a esta ideología tuvo numerosas manifestaciones tanto en la literatura utópica como en la naciente literatura de anticipación 8 , especialmente en la literatura en lengua inglesa que Pérez de Ayala conocía muy bien, incluyendo la producción de H. G. Wells, sin que faltaran algunas, como el relato The New Utopia (1891), de Jerome K. Jerome, en un registro humorístico afín al utilizado en parte en Sentimental Club, cuyo subtítulo, “patraña burlesca”, es elocuente al respecto. En la distopía irónica de Jerome, como en la de Pérez de Ayala, la búsqueda de la igualdad se traduce en una sociedad en que cualquier distinción se castiga sin piedad y se persigue cualquier sentimiento ajeno al control de la colectividad, sea éste centralizado, sea espontáneo por acción de las masas. Sin embargo, la descripción de la sociedad de Sentimental Club, situada en un futuro tan lejano que casi se ha perdido hasta el recuerdo de que hubo alguna vez alguna diferencia entre los individuos, es más detallada y la extrapolación hace mayor hincapié en la pérdida de la subjetividad, y con ello de humanidad, que conllevaría la plena aplicación del principio de igualdad subyacente a las ideologías socialistas totalizantes que se critican. A diferencia del procedimiento común en las utopías socialistas más célebres en tiempos de Pérez de Ayala como Looking Backward (1888), de Edward Bellamy, o News from Nowhere (1890), de William Morris, satirizado también por Jerome K. Jerome, Pérez de Ayala no pone en escena a un personaje contemporáneo con el que el lector puede identificarse y que, al encontrarse proyectado en un futuro, vaya descubriendo poco a poco las diferencias entre su sociedad y la utópica (o distópica, como en When the Sleeper Wakes [1899], de Wells). El autor excluye cualquier interferencia del presente, y el tenor de la sociedad del futuro se presenta con los recursos propios del teatro, esto es, mediante la indicación de una escenografía significante 9 y el intercambio progresivo de antecedentes en el diálogo de los personajes. Así, la acción se desarrolla en una “estancia austera”, con mobiliario reducido a su más simple expresión y en la que no parece haber otro color que el gris, al igual que en la
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ropa de todos los personajes sin distinción alguna entre la apariencia masculina y la femenina: Todos los personajes que intervienen en esta patraña van vestidos por el mismo patrón y del propio color gris, lo mismo varones que hembras: blusa holgada, que no embarace los movimientos; pantalón bombacho hasta el gozne de la rodilla; medias de lana; todo gris. Zapato bajo de cuero marrón. El cráneo rapado y dos aladares a los lados del rostro, como los antiguos siervos de la gleba. Los hombres 10 con el rostro rasurado. (Pérez de Ayala 1909)
Se trata de una vestimenta ajena a la moda, que busca sobre todo la comodidad y que elimina radicalmente cualquier signo externo de diferencias entre las personas, no sólo las sociales sino también las de sexo, al evitar cualquier estrechez que denuncie las diferencias anatómicas. De ahí también que los varones se rasuren y que todos, hombres y mujeres, vayan rapados, salvo los dos pequeños mechones supervivientes cuya función de símbolo de servidumbre señala expresamente el autor. De esta forma, el ideal de igualdad se traduce en su dimensión genérica en una androginia común que, lejos de ser el resultado de la fusión más o menos perturbadora del hombre y la mujer en una única figura que representaría la primigenia unidad de la especie tan cara a la estética simbolista 11 , representa más bien en Sentimental Club una especie de grado cero del género, al que se le ha restado todo lo susceptible de diferenciación. Si ésta existe en el ámbito laboral, por ejemplo, no se puede deducir con claridad de la obra, aunque es de suponer que no 12 . La única estratificación social a la que se alude expresamente es la que hay entre la masa uniforme de la población y un Directorio todopoderoso que regula la totalidad de la vida en el mundo pintado por Pérez de Ayala y que monopoliza todos los conocimientos necesarios para mantener a las personas en la ignorancia del pasado, de todo lo “peligroso para el mantenimiento de la organización actual de los hijos del planeta” (Pérez de Ayala 1909: 10). Asimismo, es el Directorio el que organiza el espionaje continuo por el “todo lo penetra, de todo se informa” (5) y el que castiga sin piedad cualquier manifestación disidente, que en el futuro así extrapolado no es de carácter político, sino religioso, pues la colectividad, que coincide con la humanidad entera, se ha erigido como único dios, llamado gran Fetiche, lo que parece haber facilitado el adoctrinamiento en pro de la igualdad. En los catecismos se enseña desde la infancia que “los hijos de la tierra deben estimarse sin
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diferencias de grado y que el delito de preferencia es el más abominable de cuantos se puede cometer contra las leyes naturales” (6). De esta manera, el amor está fuera de la ley e incluso se ha depurado el lenguaje para que, borrando la palabra, se borre también la idea, en el intento de hacer inconcebible cualquier pensamiento que no encaje en la corrección política impuesta. Sin embargo, la incapacidad de expresar algo no lo hace desaparecer como por arte de magia, y el Directorio sigue castigando con severidad (con la electrocución), como “delitos religiosos”, todo lo que el “Estado terráqueo” califica de “proclividades del sentimiento” (4). Pérez de Ayala presenta esa tendencia a sentir como algo natural, que se manifiesta pese a todos los obstáculos y la ignorancia fomentada por la autoridad central. Desde la primera escena, el ejemplo vivo de los gorriones, que unen sus picos, se aprietan uno contra otro y comparten la comida de forma un tanto antropomorfizada, no lo puede comprender el primer personaje que aparece sobre las tablas, Agatocles, pero éste lo ve como cosa grata y digna de imitación. En la segunda escena, un personaje femenino declara tener “sensaciones que no sabría explicar” (4) por otro personaje, Ulises, así como por los niños que hacen su paseo cotidiano, aunque no sepa qué significa la maternidad, pues la procreación depende de un “departamento de propagación específica” (4). Más adelante, el carácter impulsor del sentimiento se precisa y se centra en el que parece más subversivo, el amoroso. En la escena tercera, la última de exposición antes de que Ulises desvele las claves de esa sociedad frente a las del pasado, aparecen un hombre, Parménides, y una mujer, Columnaria, que se encierran para recrearse en algo mutuo que sienten, que no pueden expresar por carecer de los términos apropiados y que sería “criminal”, pero a lo que no piensan renunciar ni aun a riesgo de la pena de muerte con que se castiga. Ese algo que no se define lo puede descodificar fácilmente cualquiera que sepa lo que es el amor romántico, especialmente en sus manifestaciones decimonónicas. El varón toma la iniciativa de la declaración y afirma en primer lugar que piensa en la mujer continuamente, haciendo hincapié en la belleza física, a pesar de que no sería esto lo que más puede resaltar dada la uniformidad de la apariencia. Los ojos de la mujer son azules como el cielo, los labios son rojos como el crepúsculo, las manos son blancas y suaves, etc. La mujer responde con timidez, le manda blandamente callar por el
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peligro que corren, mientras que Parménides se exalta aún más al recordar el éxtasis del primer beso que intercambiaron apenas un día antes. Y Parménides es también el que redescubre la poesía, y en metro, aunque con la tosquedad del arte no aprendido. Al escuchar los versos del hombre, Columnaria siente como cuando ve el sol por la mañana; la poesía de amor, aun mala, ha cumplido su función de ganar la aceptación sentimental de la mujer. El dulce coloquio amoroso de Parménides y Columnaria es interrumpido por la llegada del sabio Ulises, junto con los demás miembros del club sentimental que ha formado como núcleo de una revolución inminente. La reunión parece ser de preparación. Ulises va exponiendo lo que ha indagado sobre el pasado para que los demás personajes vayan descubriendo por sí mismos las sensaciones dormidas y aprendan a nombrarlas, como una especie de mayéutica platónica en la que Pérez de Ayala introduce elementos cómicos que persiguen una mayor agilidad dramática, además de evitar un didactismo unidimensional gracias a la ironía sobre las realidades coetáneas del autor, frente a las cuales la fría sociedad del futuro también parece tener sus ventajas. El razonamiento de Ulises empieza con una descripción de la sociedad que sintetiza su ideología, ya sugerida a grandes rasgos en las primeras escenas: Se nos dice: nacemos para propagar la especie de los hijos de la Tierra; vivimos para mantener la igualdad y la fraternidad universales; nuestro fin es el acrecentamiento de la felicidad humana; el plan de la sociedad es perfecto e inmejorable, como obra que es de la Naturaleza, y ha sido siempre así, y así será siempre, por los siglos de los siglos. (8)
Así pues, la consecución de una sociedad estable, en nombre de la igualdad y la fraternidad, ha impuesto el sacrificio no sólo de la libertad, sino también del pasado, porque la Naturaleza no tiene historia. La labor de Ulises consiste en recuperar esa historia escamoteada y hacerla consciente en cada uno, convertirla en materia afectiva que mueva a obrar para poner fin a una uniformidad esterilizante. Para proceder a esa resurrección, procede a rellenar de significado las palabras que designan lo perdido, como condición previa a la comprensión. Unos terrones de azúcar sirven para explicar la palabra “dulce” a la vez que su sensación, con lo que los miembros del club adquieren al paso una nueva capacidad de expresar lo que sólo podían sentir confusamente. Las parejas en ciernes se van diciendo por lo bajo “¡cuán dulce sois!” (15). Con esta demostración
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práctica, Ulises ha preparado a su auditorio para admitir que la presunta eternidad del sistema político sólo era propaganda. Antes, “la vida estaba llena de variedad” (11), de indumentaria, de rostros, de lenguas, leyes y costumbres. Había naciones diversas, el poder estaba repartido escalonadamente, con un monarca en la cúspide por razones incomprensibles, y las naciones se hacían la guerra. Pero ésta era “la parte sombría de las civilizaciones antiguas” (12), que Ulises, como portavoz presunto del autor, no podía ocultar por honestidad intelectual, pero que resuelve con fácil ironía antes de volver a la educación por los sentidos. Tras el azúcar, es una manzana lo que da a comer a los miembros del club, pese al temor de éstos, acostumbrados a la alimentación gaseosa y sabedores de que el Directorio había envenenado los frutos de la tierra, salvo en un único lugar, en su combate contra el placer y la variedad, de la alimentación en este caso. La educación continúa con la música, también prohibida por favorecer el desarrollo del sentimiento, “pues habiendo superalimentación y música, ¿qué extraño que hubiera besos, amor?” (14). Ha llegado el momento de definir ambos conceptos: El beso es una reacción por donde necesariamente se muestra el amor, y el amor es la energía que, a consecuencia de la superalimentación y bajo el influjo de otros agentes -tales son la música, la poesía, el dinero-, arrastran de un modo irresistible a dos individuos de diferente sexo, esto es, compañeros y compañeras, de modo que les fuerza a juntarse durante toda la vida y a constituir la familia. (14).
Y el resultado de la familia difería radicalmente de la fraternidad indistinta de la sociedad del futuro: La familia simplemente era el germen de la sociedad antigua. Como os he dicho[,] dos personas unidas por una inclinación sentimental prometían, por medio de ciertas formalidades, no separarse mientras vivieran. Y de esta suerte buscaban su celda o habitación propia en donde apartarse de los demás hombres, siempre que les viniera en ganas, y no como ahora que todos vivimos en los grandes falansterios sociales, sin conexión continua, como las hojas del árbol que solo viven del tronco común (14).
Esta descripción recuerda a Agatocles su visión del amor entre los gorriones, de forma que a la afirmación de la colectividad como algo natural se contrapone implícitamente a la idea de que la vida en pareja, en el marco de la familia, era lo verdaderamente natural, no por imposición ideológica, sino siguiendo el socorrido ejemplo de los animales. Y como entre los animales, la pareja sirve para la procreación, con el amor como cimiento, frente al eugenismo
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planificado por el Estado colectivo. Esta exaltación de la familia nuclear y heterosexual 13 pasa completamente por alto la posición subordinada de la mujer en ella. El amor se percibe como elemento nivelador a la manera tradicional, sin que ningún personaje femenino pregunte por los roles que correspondían a cada género. Tampoco Ulises evoca la cuestión, como si no fuera problemática, como sí lo debían de ser en su opinión las guerras o la organización no democrática del poder político. Por ello, no extrañará que los personajes femeninos respondan con conmovedora ingenuidad, llorando incluso 14 , a la llamada a favor del viejo amor romántico, con la lírica como expresión privilegiada: “Todos los enamorados fueron poetas” (15). Será precisamente la recitación de un poema de Théophile Gautier, “Afinidades secretas” (16) (“Affinités secrètes”, de la colección Émaux et camées, 1852) lo que acabará de concienciar a los miembros del club. Ulises explica el origen de la sociedad colectiva como el resultado de una revolución social para eliminar las desigualdades materiales de los hombres, pero que entonces “tales vicisitudes sobrevinieron, que los directores del estado llegaron a comprender que mientras existieran música, poesía, y las llamadas hermosas artes, junto con los excesos de nutrición, esto es, el origen y las consecuencias del sentimiento, los hombres eran ingobernables”, por lo que “determinaron suprimir todo aquello que hermoseaba la vida” (17). Contra esta falta de estética, para liberar el sentimiento reprimido, Ulises proclama la necesidad de una “contrarrevolución”, que secundan entusiasmados todos los miembros del club. Deciden conquistar los “depósitos de energía” (19), pero antes disfrutan de la libertad sentimental reconquistada y, con ella, dan también rienda suelta a unas pasiones que adoptan la forma de los siete pecados capitales, con una distribución por sexos prototípica: en los hombres, el ansia de poder o la soberbia, el gusto por la acumulación de riquezas o la avaricia, el deseo de tener las mujeres que se quieran o la lujuria (“supongo que las compañeras que uno elija no podrán rechazarlo, aunque elija varias”, 19) y la obligación contradictoria de preservar con violencia la propia para uno solo o la ira; mientras que a las mujeres corresponden la gula, la pereza y la envidia: “Por supuesto, las compañeras no tendrán derecho a llevar figurines más hermosos una que otras. Eso sería horrible” (19). Que este último pecado capital se ejerza en algo tan preterido en la sociedad futura como la indumentaria sugiere que, para el autor, la
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preocupación por la apariencia, especialmente el vestido, es algo intrínseco a la mujer de todas las épocas. De todas las cosas que se podrían preguntar sobre la sociedad del pasado que Ulises desea restaurar, por lo menos en lo que respecta a la libertad de sentimiento, Cornucopia pregunta si “las compañeras vistiéronse siempre como ahora” (17), a lo que Ulises contesta mostrando unos figurines ante los que las mujeres se quedan prendadas, exclamando al unísono “¡Qué hermoso! ¡qué agradable! ¡qué charmante!” (17), y prometiendo que se vestirán así y se dejarán crecer los cabellos después de la revolución. Que lo hagan o no los varones, no parece ser una cuestión pertinente, pero el resultado será de todos modos la desaparición de la androginia inicial que simbolizaba en el exterior la absoluta igualdad genérica. La belleza volverá a ser el principal desvelo de la mujer y la característica que importa para el hombre, que acaparará el poder, el dinero y la mujer como objeto a poseer, todo ello convenientemente envuelto en poesía. A estas alturas, está ya claro qué clase de contrarrevolución se avecina. Frente a la pesadilla del colectivismo, que Pérez de Ayala pinta con colores que lo hacen escasamente apetecible, se propugna una libertad que no parece que vaya a servir para encontrar un nuevo equilibrio, mediante la desaparición de las medidas extremas contra el sentimiento, las cuales pueden considerarse opuestas con razón a tendencias muy enraizadas en el ser humano, por no hablar de la aberración que supone la ocultación del pasado, a la manera de la distopía clásica de George Orwell, 1984 (1948), y la concentración del poder en manos de una élite rectora que no duda en aplicar una represión violenta por meros delitos de opinión. Frente a este estado inaceptable de cosas, la sociedad que van a (re)construir Ulises y los miembros de su club podría ser más humana, pero no por ello deja de representar una vuelta a los patrones de una sociedad patriarcal idealizada, con las mujeres interesadas poco más que en su ropa y aspecto y objeto de cortejos románticos para ganar su corazón y fundar una familia tradicional, sin aparente derecho a divorcio. ¿Dónde quedaría así la igualdad entre hombres y las mujeres realizada sin concesiones por el Estado terráqueo que se persigue destruir? Como la patraña acaba antes de que esto ocurra, tampoco se puede afirmar de plano que la sociedad patriarcal volverá a imponerse, pero la escena final en la que Parménides recita a Columnaria su poema un tanto cursi, mientras se cogen de las manos y escuchan una
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sonata de Mozart, es indicio de que, por lo menos, el sentimentalismo tradicional ha triunfado en el espacio protegido del Sentimental Club. Y con ello tenemos una nueva muestra de la tendencia conservadora de algunas distopías escritas por varones en lo que respecta a las relaciones entre géneros, como Nosotros (1927), de Yevgueni Zamiatin, y la citada 1984. Como en éstas, “for the most part, resistance manifests itself more in the sexual than in the political realm –and then most often in the form of the reassertion of more traditional values” (Ferns: 121). Aunque en la patraña de Pérez de Ayala, el sexo se reduzca aún al beso, y sea el sentimiento lo que se tilda de incontrolable por el Estado, se le puede aplicar la afirmación de que “any form of sexual activity other than that sanctioned by authority is seen as inherently subversive. (…) It is the instinctual, spontaneous, uncontrollable quality of sexual desire that makes it a threat to officially imposed conformity” (ibídem: 122). Pero “in the end, what is opposed to the massive tyranny of state is little more than a bourgeois domestic idyll, a brief, fragile dream of quasi-marital bliss” (ibídem: 124). Desde este punto de vista, Sentimental Club es indudablemente una obra precursora de las grandes distopías literarias del siglo XX, en alguna de las cuales pudo influir 15 , pues su valoración de la familia tradicional como resultado práctico de una relación caracterizada por una sentimentalidad pequeñoburguesa expresada por unos medios de un romanticismo bastante convencional, si no cursi, no sólo coincide con esas conocidas distopías posteriores, sino que incluso las sobrepasa en la exaltación de ese sentimentalismo que, al fin y al cabo, parece servir sobre todo de coartada a un desmontaje de la igualdad anterior del varón y la mujer en nombre de unos supuestos valores eternos. En Pérez de Ayala, el amor, que se pinta al modo occidental decimonónico, saca a la luz unas características genéricas que prolongan las distinciones apriorísticas entre los intereses del varón y los de la mujer. Los seres que antes eran exactamente iguales, con intereses o desintereses análogos, recuperan los roles predominantes en la época del autor, como si fueran tan naturales como la biología. El eterno femenino de la mujer débil, llorosa, frívola (como sugiere el gusto por los viejos figurines de moda), que no toma la iniciativa en el amor, sino que espera a que el varón se le declare, reaparece y destierra la igualdad extrema que, aun con sus excesos inaceptables de represión, había equiparado completamente a la mujer
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con el varón. El ejercicio de especulación emprendido por Pérez de Ayala incide en una pretendida invariabilidad de la identidad de la mujer que conforta una visión patriarcal cuyo cuestionamiento en la época empezaba a ser flagrante, como demuestra el movimiento sufragista coetáneo, y que el autor no podía ignorar por sus estrechos lazos con la cultura inglesa. La revolución antitotalitaria del club imaginado por Pérez de Ayala es más bien una reacción sentimental cuyo mensaje implícito de distinción entre la esfera femenina del sentimiento y la masculina de la acción coincide, además de con las distopías masculinas señaladas, con buena parte de la ciencia-ficción entonces naciente e ilustra la visión de género predominante en la ficción especulativa escrita por varones en estos albores del siglo XX, aun por intelectuales tan cultos como Pérez de Ayala. Aunque Sentimental Club persiga sobre todo advertir contra un colectivismo que no tenga en cuenta la irreductibilidad de lo individual y, sobre todo, de la dimensión sentimental del ser humano, del tratamiento de la fábula se desprenden unas perspectivas de la mujer y de sus relaciones con el varón que, por no depender estrechamente de una reproducción verosímil de la actualidad representada, adquieren una nitidez programática que no tendría quizá una visión mimética de la realidad, que debía ser forzosamente más matizada, y que realza su valor de síntoma histórico de la ideología en cuanto al género de una época determinada, tal como ocurre con muchas otras muestras de la ficción científica, teatrales o no, cuando la mirada al futuro nos revela una nostalgia patriarcal de un pasado idealizado y presuntamente natural e invariable, lleno de poesía y caballerosidad, frente a la exigencia creciente de igualdad entre las clases sociales y entre las personas de ambos sexos. Notas 1
No obstante, el concepto de ciencia-ficción, tal como se suele entender hoy en día, es algo más amplio que el de la literatura de anticipación, pues no necesariamente la fábula ha de transcurrir en un futuro. Algunos subgéneros de la ficción científica transcurren en el presente, alternativo o no, como las ucronías y las xenoficciones (esto es, las obras cuyos protagonistas son muy distintos de los humanos, pero que no están humanizados, a diferencia de lo que ocurre en las fábulas, por ejemplo), o incluso en un pasado remoto explorado con herramientas científicas, como la paleoficción (textos ambientados en la prehistoria). Por otra parte, algunas anticipaciones de índole mítica o religiosa, como las profecías o los Apocalipsis, tampoco entran en el ámbito de la literatura de anticipación razonada que nos ocupa,
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si bien las posibilidades de confusión son mínimas desde que esa literatura profética desapareció como género vivo coincidiendo con el avance de la secularización. En aras de la sencillez, utilizo indistintamente los conceptos de anticipación, ficción especulativa y ciencia-ficción, como un conjunto único de manifestaciones culturales que se puede caracterizar globalmente por el protagonismo de lo que Jorge Luis Borges denomina ‘imaginación razonada’ en su prólogo a La invención de Morel (1945), de Adolfo Bioy Casares. 2 Por otra parte, la ventaja de la ciencia ficción sobre la narrativa histórica o de costumbres contemporáneas a efectos de un discurso ficcional feminista puede explicar también su amplio cultivo por las mujeres a lo largo de toda su historia (Frank, Stine y Ackermann: vii): “Only science fiction, of all forms of literature, gives women the freedom to completely reinvent themselves. Contemporary novels can only show women as oppressed or as rebelling against oppression. Accurate historical fiction might paint an even dimmer picture. But in science fiction, women have always been at liberty to postulate any kind of society, and to imagine women fulfilling every possible kind of role within it”. 3 Science fiction and fantasy have historically reflected sexism, favoring men and denigrating women. This occurs by ignoring women; representing female symbols as evil; portraying women only as objects to be rescued; and limiting them to roles as assistants and subordinates (Weinbaum: 709). 4 Una de estas excepciones es española. Se trata de Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), de Enrique Jardiel Poncela, cuyo tema especulativo (el control del paso del tiempo) se conjuga con una comicidad paródica en la que habrá que buscar seguramente el secreto de su aceptación popular. 5 Además de Cuatro corazones con freno y marcha atrás, de Jardiel Poncela, al mismo período de entreguerras pertenece una obra teatral, situada entre la anticipación científica y la alegoría, que merecería mayor atención tanto por su novedad formal como por su interés ideológico, Orestes I (1930), de Felipe Ximénez de Sandoval y Pedro Sánchez de Neyra, pero ni ésta ni Cuatro corazones… especulan prácticamente sobre las relaciones entre mujeres y hombres, fuera del tradicional interés sentimental. Ricardo Baroja sí trató la cuestión por extenso y con una actitud iconoclasta acorde con el género teatral adoptado, el esperpento, en El pedigree (1924), por desgracia no representado. Sin embargo, su planteamiento eminentemente negativo hace más difícil deducir cuál podría ser su punto de vista sobre las relaciones de género, aparte de la condena radical del machismo ibérico mediante su irrupción atávica en una sociedad del futuro en la que la distopía adopta la forma de un eugenismo que también queda ridiculizado. Así, la búsqueda eugénica del superhombre nietzscheano fracasa y el superhombre no será sino el descendiente del cruce entre el macho ibérico y una hembra de gorila… 6 La publicación de Sentimental Club en una colección titulada El Cuento Semanal (en su número 147, de 22 de octubre de 1909) ha llevado a negar su adscripción en el género dramático, calificándolo de cuento filosófico, por ejemplo, pese a que Pérez de Ayala había afirmado su carácter teatral en una entrevista de 1928 en el diario El Sol: “Ya hice teatro. Tengo publicado en El Cuento Semanal una obra que por ahí llamarían ahora de Vanguardia. Se titula Sentimental Club, y se desarrolla a base de la organización comunista del Universo”. Cito el texto reproducido en Coletes Blanco: 13 (nota 5).
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En La Novela de Hoy, 373 (1929). Los cambios introducidos no alteran la visión de género de Sentimental Club, que he preferido utilizar en su primera versión para ilustrar una imagen sincrónica localizada en el arranque del siglo XX. Además, es la primera vez que se utiliza en un estudio el texto de esta edición, más libre quizá de elementos puramente ideológicos que las posteriores. Queda pendiente una edición crítica de la obra que recoja todas las variantes y les busque una explicación. 8 En Trousson: 201-221, se abordan varias obras de esta literatura de anticipación de polémica en torno a la organización colectiva de la sociedad. 9 En la edición de El Cuento Semanal, once ilustraciones en blanco y negro de F. Montagut, bastante logradas, hacen las veces de puesta en escena. 10 De ahora en adelante indicaré únicamente la página de donde procede la cita, entendiéndose siempre que se trata de la edición de El Cuento Semanal. La numeración es propia, pues esta edición no tiene indicadas las páginas. 11 En España, el tema de la androginia original tuvo una manifestación literaria muy curiosa en el poema alegórico en prosa Andrógino (1904), de José Antich, cuya editora moderna, Loretta Frattale, sitúa en el contexto del cultivo europeo de este mito en el movimiento romántico y, sobre todo, simbolista. La ciencia-ficción recurriría a menudo a la figura del andrógino para cuestionar las visiones de género en un sentido progresista: “Efforts to imagine a more equal gendered system may posit male and female as complementary halves which together equal ‘humanity’; alternatively, the attempt to disrupt gendered binaries have taken the form of a number of ‘androgynous’ solutions: merging the binary into a singular ‘gender’ (the hermaphrodite); collapsing the binary by refusing gender categorization altogether; or positing a multiciplity of genders which subverts dualistic oppositions” (Merrick: 242). Ya veremos cómo Pérez de Ayala recupera el dualismo de género frente a la androginia inicial. 12 En la escena II, Cornucopia dice venir de las “oficinas centrales del algodón” (Pérez de Ayala 1909: 4) y al final de la misma escena Agatocles le pide que le enseñe “las láminas de la filatura del algodón” (ibídem: 5), de lo que se puede desprender que por lo menos se comparte un interés centrado en la producción, conforme a la omnipresencia del trabajo en las ideologías comunistas. 13 Podríamos preguntarnos por qué todas las relaciones de pareja que aparecen en la obra son exclusivamente heterosexuales, a pesar de que la semejanza extrema de los sexos debía de favorecer la indistinción del deseo, pero tal vez sería anacrónico echar de menos en una obra española de 1909 la presencia de unas prácticas sexuales minoritarias y tan perseguidas que eran de hecho invisibles para la mayoría heterosexual (pese a los atisbos de la literatura decadente, que solo se hicieron más claros en España en el período de entreguerras, con la obra de Álvaro Retana, por ejemplo), aunque su silenciamiento podía deberse también a su falta de encaje en el patrón tradicional de la familia, caro aparentemente a Pérez de Ayala. 14 Dice Columnaria: “Ved, los ojos se me humedecen, sin que yo sepa cómo” (14), lo que Ulises define como “llanto, lágrimas, la más tierna manifestación del sentimiento” (14). Pero ninguno de los personajes masculinos llora, pese a que se supone que sienten lo mismo que los femeninos… 15 Concretamente, en Brave New World (1932), de Aldous Huxley, que conocía la lengua española y era amigo de Pérez de Ayala, según el testimonio de Luis Calvo, colaborador del autor de Sentimental Club (Coletes Blanco: 22).
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Mariano Martín Rodríguez
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Travestismo y destape del tabú: el teatro de Luis Riaza 1 Raquel García-Pascual Las airadas protagonistas del Danzón de perras, de Luis Riaza, rechazan la imposición de un rol que las lleva al mutismo, las obliga a convivir con pretendientes no deseados y a ser consentidoras de sus maltratos. Si se da el caso, ellas también podrían ser –como se expone en esta obra, y no para defenderlo– adúlteras o violentas con el hombre. El autor plantea que este comportamiento vejatorio es igualmente sancionable lo ejerza quien lo ejerza, pero para hacerlo visible opta por invertir el modelo de dominación masculina. Con objeto de llevar a cabo esta sustitución, Riaza recurre a un travestismo físico, actancial y verbal. Reinventa el aspecto, los hábitos y el código lingüístico que los tres personajes de la obra mantienen con su pretendiente, chivo expiatorio en su campaña de purificación de estereotipos de género.
La dramaturgia corrosiva de Riaza Nacido en Madrid en 1925, Luis Riaza ha situado su teatro en un régimen de oposición a las carencias derivadas de la Dictadura, pero abierto a muchos otros temas de actualidad, como la delincuencia juvenil, el desempleo, la financiación de los servicios sociales, la conservación del medio ambiente, la lucha por la igualdad. Para dar forma a este imaginario corrosivo, su obra dramática refleja un amplio espectro de argumentos combativos, proyectados a través de un ácido humor negro. Desde el estudio de los roles de género y el cambio social, ha sido determinante que haya resuelto que las protagonistas de sus títulos no guarden silencio ante temas tenidos por tabúes, tengan capacidad de liderazgo, defiendan que no es una frustración la elección de la vida en pareja sin hijos, como tampoco la maternidad es presentada como un impedimento para la valoración de unas aptitudes que a sus compañeros no se les cuestionarían. A la vista de este sentido reivindicativo, propongo una lectura de Danzón de perras (1995) desde la perspectiva de un rol actancial femenino violento; sus mujeres son el sujeto de una actitud airada que tiene como objeto
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sancionar la intimidación de la que han sido víctimas tantas otras compañeras cuya voz fue silenciada. Desde la posible mirada cruel del niño –con una focalización alusiva al proceso de formación de identidades–, son ellas las que asientan su rechazo a la mojigatería y la mansedumbre que les atribuyen las teorías esencialistas (Butler), pero además Riaza protesta en las acotaciones contra el maltrato de género. Por esta unidad de voces –de los personajes y del autor, de aquéllas y de un varón– a favor de un mismo fin, considero esta pieza un material de estudio representativo de una forma de insumisión escénica que por otra parte han compartido otros compañeros de promoción del dramaturgo (Vilches de Frutos 1988; 2001); plantean todos ellos una contraprogramación al arquetipo femenino proyectado por el teatro comercial 2 . En un momento en el que los programas a favor de una representación igualitaria son una de las líneas directrices de los nuevos planes de estudio, en el que se ha aprobado la Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva y en el que se cumplen setenta años de la concesión de derechos civiles a las mujeres, según el planteamiento que me dispongo a desarrollar, pueden aunar aquí sus objetivos la ideología presente en la estética carnavalesca, central en la obra elegida, y el estudio del teatro partidario de la causa femenina. La unión de ambos parámetros reclama la independencia de los criterios de decoro impuestos y da cabida a procedimientos formales que contribuyen a definir su protesta, entre muchos otros, la metateatralidad –similar a la de Medea es un buen chico (1981)–, la dinámica lúdica en torno a los motivos de la opresión –como en El palacio de los monos (1978)– o las alegorías de corte sexual –lo son también las de Revolución de trapo (1980)–. Junto a estos recursos, la construcción de las protagonistas de las obras de Riaza viene condicionada por una poética basada en el disfraz o la destrucción de su componente psicológico: el autor se refiere a sus personajes como ‘premuertos’ (1998: 10-11), con arreglo a una desintegración que busca erigir nuevos paradigmas de conducta. Queriendo dar una posible interpretación de su teatro teniendo en cuenta estos presupuestos, este ensayo se acerca, por este orden, al programa de representación de las mujeres airadas en Danzón de perras; a su propuesta ceremonial a base del motivo de la falsa coronación; a las técnicas de filtración de sus tabúes de género; a la metodología de construcción de los caracteres femeninos en las
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acotaciones, voz autorial del dramaturgo; a las alegorías temporales, espaciales y del atrezzo que da cobertura a este propósito; a una recopilación de los temas de la pieza relacionados con el fenómeno del travestismo; a la disposición de los cara-a-cara entre los personajes, para concluir con una mención a su atmósfera lúbrica, lúdica, malhablada, etílica, paródica y pantomímica. Orgía de marionetas fúnebres: Danzón de perras (1995) La presentación de mujeres en escena puede tener objetivos muy diversos. Uno podría ser el ensañamiento que las presenta como amenazas de las que protegerse. Otro sería la parodia, con similar objetivo al punto de vista negativo anterior, pero con notas cómicas que aspiran a convertir a sus protagonistas en el hazmerreír de los demás personajes. La tercera posibilidad vendría a ser el reflejo, dentro de los límites convencionales, de la tenida por ‘conducta de la domesticidad’. Frente a ellos, tal vez el únicamente progresista se puede encontrar en la defensa de imágenes femeninas que subvierten este discurso contando con la aprobación de un autor que celebra su determinación. Danzón de perras toma partido por este último presupuesto, sin marcar un desvío respecto de otros títulos del autor 3 . Documenta una reformulación del mito de las jóvenes airadas sin causa aparente. Riaza explica que sí la tienen, y, por ella, aunque no comparte su actitud revanchista –son llamadas “perras”, término cargado de connotaciones negativas–, sí entiende su afán justiciero. Como forma de encararse a que el mutismo se considere uno de sus atributos esenciales, les da una voz fuerte y, en lugar de destacar la ternura o la actitud conmiserativa, las hace insensibles. Es la figura masculina, el Músico, la que aparece en torno a ellas, catalizadoras de los juicios que vienen demarcados en diálogos y acotaciones. Es él el indigente; ellas las que lo acogen, inversión de la tendencia reflejada en el cuento Cenicienta, presente en la pieza sólo que invertido, ya que Riaza reclama que la pobreza o la necesidad de protección no han de aparecer únicamente con rostro de mujer. Para examinar esta dimensión transgresora desde la perspectiva de la dinámica textual, el prólogo que precede a la pieza tiene una importancia sustancial. Se incluye en él toda una teoría del simulacro, escrita en seguimiento de las teorías de René Girard (1972) acerca del peligro que entraña el mimetismo de actitudes impuestas –también en las relaciones entre los sexos–, sobre cómo para salir de ellas se puede
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optar por una catarsis que purifique de opiniones categóricas, lo que justifica que tenga lugar el sacrificio de un chivo expiatorio 4 . Tras esta declaración, básica para la comprensión del teatro riacesco, otro de los índices semióticos más destacados desde el punto de vista del travestismo y de las imágenes de mujer en la obra son las dos notas que la encabezan. La primera de ellas, ‘Ritual’, contiene citas de Shakespeare, del citado Girard y de un ‘anónimo feminista’, precisa declaración de intenciones de Danzón de perras. En este ceremonial son muchos los indicios de que los papeles cumplidos en la convivencia tienen un patrón conductista más que biológico (Firestone). En este ritual de máscaras cada participante puede disfrazarse sin dejar de ser él; sólo al ponerse literalmente en el lugar del otro –y qué mejor momento que el Carnaval–, puede aprender a respetarlo. Obra de un iconoclasta, Danzón de perras hace una profunda crítica de los malos tratos físicos y psicológicos. Para reprobarlos, Riaza escoge la tradición del Carnaval violento 5 , de ahí que en la pieza todo sea simulación, un “transmutar su mundo descolorido en literatura coloreada, aunque sea con chillones chafarrinones” (Riaza 1998c: 8). Por estar asociado, de este modo, al debate sobre los cauces insuficientes del realismo –y léase entre líneas, de lo tenido por ortodoxo moralmente (García Pascual: 23)–, la disposición de personas dramáticas se divide en ‘naturales’ para el género femenino (Amelia, Amalia, Amilia y un Músico callejero) y ‘artificiales’ para el masculino (Niño, Hombre de armas, Padre respetable, Niño moscovita, Mussolini, Rey Agamenón, Príncipe), pero en otras ocasiones son nombrados con siglas propias del teatro expresionista: A (Amalia), E (Amelia), I (Amilia), M (Músico), X, Y, Z. Se une a ello el que, con objeto de subrayar su “artificiosidad”, la obra reciba el calificativo de ‘danzadora muñequería’, al que viene a añadírsele un aporte inquietante 6 . Sus maniquíes parecen sacados de los cuadros de Ángeles Santos o Tadeusz Kantor, como muestra de confianza en el poder regenerador de la marioneta a nivel estético y sociológico. No está muy lejano el paradigma de las figuras totémicas y mecanizadas de la Bauhaus. Como se adelanta en la introducción de este ensayo, toda la obra contiene un motivo eminentemente carnavalesco con objeto de reivindicar una vuelta al matriarcado: la falsa coronación. Una de las hermanas es entronizada y las otras dos se disfrazan para recibir a unos supuestos invitados 7 . Tras el jolgorio nocturno, las sádicas
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jóvenes matan a la única víctima que ha asistido a su fiesta con un protocolo sacrifical. El personaje con el que se ensañan las anfitrionas es un Músico, al que torturan hasta la muerte: le cortan el miembro viril; después, con lo que fingían era el inocente zapato del cuento popularizado por Perrault con el título Cenicienta, le abren una concavidad entre las piernas para que personifique la violación de tantas mujeres; para rematar su estocada –la mención al toreo no está ausente–, le introducen el tacón en la entrepierna. Finalmente, con una escena de sexo oral, terminan ahogándolo. Se muestran sin censuras escenas de marcada obscenidad y desnudos gratuitos. Más que destape por el destape, parece ser una nueva proyección de imágenes femeninas que se enfrenta a la tradición que aseguraba que eran víctimas o devorahombres, ángeles o seres diabólicos, pasivas o asesinas. Aunque aparentemente las tres hermanas se inclinen por el segundo de estos tópicos, acaso el autor sugiere que lo hacen para que los tabúes tengan la posibilidad de ser contrastados al ser leídos con esta mirada compensatoria. Al incidir precisamente en el aspecto performativo, el dramaturgo tiende a introducir juegos de teatro dentro de teatro y, frente a la concepción tradicional de lo teatral –personajes con psicologías definidas, acción verosímil, marco espacio-temporal coherente–, Danzón de perras opta por una concepción inversora. Porque en el sistema grotesco la fiesta es el reverso de la tragedia, esta obra es una “plataforma idónea para la indagación y la reflexión en torno a los mecanismos de instauración y conservación del poder” (Reck: 240), jerarquía que Riaza aspira a erradicar, tanto a nivel ideológico como formal. De hecho, el trío femenino de la obra considera que el varón sacrificado es un ser “celestial” y “fúlgido”, en una intertextualidad paródica con Danzón de exequias, de Michael de Ghelderode, y con el argumento de Las criadas, de Jean Genet, referentes de un teatro grotesco en el que no hay espacios ni tiempos realistas, sino un aire fantasmal. De forma correlativa a esta ambientación, a las hermanas se les atribuye una conducta cruel y sanguinaria desde niñas. Son animalizadas, con lo que damos paso a las técnicas de ruptura de algunos tabúes de género que anunciábamos: de ser ‘ovejas desperdigadas’ llegan a ser un ‘bloque lobuno’. Con elementos del drama grotesco, en el que coexisten elementos contradictorios, la obra retrata el límite de una continua duplicidad. A ello contribuye la escenografía. Estamos en el simbólico sótano –las imágenes de
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cerrazón aluden al ámbito privado, asociado a un régimen psicocrítico de repliegue (Durand)– de una casa señorial, de la que se han apoderado la suciedad y la humedad. Esta gruta abismal remite a la gran matriz universal, a la morada íntima, la oquedad que para Jung simboliza los miedos anatomizados 8 . Esta elección espacial no es casual: “Viviríamos, si no fuera por mí, como en un lóbrego y oscuro sótano, lo más parecido a un sucio agujero lleno de ratas y de cucarachas” (Riaza 1988a: 23). En esta declaración se hace patente la denuncia de la exclusión de las tres adolescentes de la esfera pública 9 . Uno de los temas que salen a colación en estas escenas de interiores hace mención al encierro, la locura y el disfraz, ya que el único contacto que se tiene con el exterior es una televisión que, de espaldas al público, aparece en escena emitiendo programas en diferentes idiomas, dando pie a una lectura que supere el localismo. La violencia de género acaba con el cuento En lo que se refiere a la caracterización de los personajes, el autor propone que conozcamos en primer lugar a Amelia –con una peluca pelirroja, elemento de ocultación– ordenando las ropas de un viejo baúl, mientras Amalia lee una revista de moda y Amilia hojea un libro, situación que da pie a que las tres hermanas se comparen con los modelos ofrecidos en estas publicaciones –entre éstas, la conservadora Le Journal des dames et des modes–, aludan al cambio de tendencias en el estilismo con el tiempo –“los vestidos de las tatarabuelas”– o discutan sobre quién debe fregar –“hoy viernes le toca faire la vaiselle a nuestra buena hermanita, la artista”. Mientras tienen lugar estas conversaciones alusivas al rol que tradicionalmente ha desempeñado la mujer, desde la calle llegan las melodías del Músico 10 . Como el Pierrot callejero del théâtre de la foire, que provocaba risa y pánico, este solista vagabundo toca Las hojas muertas, son que Amelia critica –lo llama ‘oficio de tinieblas’– por su tristeza. Se respira ya un aire de desquite en sus parlamentos. Planea vengar en él tanto tiempo de ser relegadas a proveedoras de servicios. Parece conveniente no pasar por alto que la programación incipiente de este castigo viene presintiéndose desde el mismo comienzo de la obra, ya que, como en los cuentos de terror, es sugerida la desconocida identidad de los muertos del jardín. Conocemos enseguida que las tres adolescentes perpetraron un crimen 11 . De este modo, estamos prevenidos de que su registro infantil
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esconde un sadismo pasado por el tamiz de la huella del cine gore y las películas de serie negra. Aquéllas encauzan la conversación hacia la confesión del asesinato del pretendiente de Amilia, para desquitarse en nombre de otros casos de maltrato: “Contra una hermana no podíamos hacerlo. / Pero sí con aquel miserable” (Riaza 1998a: 26). Otro de los puntos clave en este decorado de reprobaciones presente en Danzón de perras es el sabotaje a las pautas de vestido, forma de evidenciar los límites indiferenciados de lo masculino y lo femenino. Muestra también que la manipulación del factor sexual entendido en clave del físico es una de las formas de crear estereotipos de subyugación. Puede leerse entre líneas que en la obra la máscara es un modo de denunciar lo dogmático del atuendo. El histrionismo puede ser eficaz coartada para el opresor, pero también una estrategia de fuga para el oprimido. En este sentido, el tributo a la figura del travestido, ‘máscara fustigadora’ (Caro Baroja: 355), ha sido asociado al cuestionamiento del orden social establecido (Schulz) 12 . En un sistema denigrante, la mujer vestida de hombre, frente a los valores de reconciliación, hace primar los de insatisfacción. Pero el transformismo de Riaza es una forma de subrayar, por un lado, el escepticismo en que la definición de los géneros esté construida por un sistema impuesto; por el otro, es posiblemente la celebración del cambio de ideología. La sexualidad travestida le permite al dramaturgo mostrar el proceso de descubrimiento de una nueva identidad. Se espera con este cuestionamiento una evolución en el cambio de las mentalidades, convocado en la secuencia siguiente a través de un régimen de verticalidad –la escalera– que las hermanas aspiran a sustituir por otro de horizontal mirada de igual a igual, a sugerencia del Calixto de La Celestina: “Se le cayó la escalera mientras subía. Y todo ‘él’ se vino abajo, aplastando los pobres gusanitos” (Riaza 1998a: 27). Se hace patente que estos personajes intercambian papeles para, más que atentar en sí contra el Músico, hacerlo en contra de los juicios descalificadores. Dentro de esta misma perspectiva, pueden ser entendidos los contrastes pasado-presente –y nos desplazamos ahora al marco temporal de la obra–, lo que nos da a ver que no se olvidan de los ninguneos que se mofan del lesbianismo: “A.- Nuestros muñequitos igualitos a pesar de que, para cada una, significaban una cosa diferente...” (ibídem: 29). Quizá la mejor forma de dar énfasis a este componente denigrante es la animalización y la muñequización que marcan el desapego, lo que justificaría que la casa
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esté llena de cucarachas, indicativo de la intertextualidad kafkiana, y de una gran rata –“hocicuda alimaña”– que se alimenta de las cartas de amor remitidas a Amilia. En cuanto al gato que perseguía a estos roedores, lo mataron siendo tan sólo unas niñas, por lo que Riaza recuerda que pueden darse conductas violentas desde la más tierna infancia, que la crueldad no es territorio vetado a la mirada infantil si está sujeta a malas influencias. Además de la violencia de género, está enunciando otras modalidades de maltrato. El atrezzo contribuye a poner énfasis en esta protesta, ya que en otros pasajes se parodia que a las mujeres se les haya adjudicado la etiqueta de ‘marionetas’, y para ello encontramos a las protagonistas acicalándose para bailar con maniquíes movidos por ellas. En este proceso de deshumanización, los bailarines inventados son manejados por unos hilos que cuelgan del techo, y hasta pueden ser cortados por las jóvenes con una alusión mitológica a las Moiras. Porque la marioneta es, de este modo, la gran protagonista de las piezas de Riaza, transgrede su sentido clásico para lograr un efecto de extrañamiento. Sus fantoches, que Craig llenó de animismo y Gutiérrez Solana de entraña siniestra, dan a conocer nuevos estragos de intolerancia. Tras esta ronda de disfraces con los autómatas sacados del sótano en el que viven, las hermanas nos hacen partícipes de que se están preparando para una gran fiesta, no privada de un tono pueril –“que no nos cojan desnuditas”; “en pielecitas vivas”–, alejada de la atmósfera de coerción atribuida a “los mayores”: “¡Color pardo estameña, como la que llevan esos monjes recluidos en sus claustros, alrededor de un centenario ciprés, enhiesto surtidor de sombra y...!” (Riaza 1998a: 29). Haciendo gala de su exhibicionismo, una de las hermanas “se quita las bragas y el sostén” y “[muestra] estas interioridades de dama respetable”. Están preparadas para lo que Amelia llama ‘zarabanda’, para ‘el baile de máscaras’ en boca de Amalia. Las referencias a la dinámica del travestismo clownesco son explícitas: se da un “grotesco intercambio de elementos hasta quedar exageradamente maquilladas” (Riaza 1998a: 33). El autor ha elegido que se preparen para una mascarada. Se destaca la libertad de las mujeres cuando se disfrazan, cuando se ocultan tras el maquillaje exagerado, lo que les permite gozar de diversas prerrogativas o privilegios, como en el Carnaval más primitivo. Remitiendo a la originaria danza de Baco, que era un baile sexual, en la escena hay una glorificación de la acción erótica, ya
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que miman la danza con compañeros inexistentes, como sucede en la obra Calcetines, máscaras, pelucas y paraguas (1998), del propio Riaza. Es el momento metateatral en el que Amilia explica que están protagonizando un “danzón de perras”: “Y si se hubiera sazonado la cosa, a mayor inri, con la musiquilla que ese mirón del violín habría considerado propia de la operación estriptisera” (Riaza 1998a: 31). Su arenga es especialmente mordaz cuando se oponen al decoro gestual, alusivo a los prejuicios sobre su inferioridad. En consecuencia, este “despojamiento” es condenado en las secuencias siguientes, junto al tema de la venganza por quienes han muerto a manos de sus compañeros sentimentales. Este mensaje toma cuerpo cuando entra un gran “moscardón”, al que Amelia mata de un golpe con una braga, grotesca manera de acabar con este insecto que encarna el símbolo animal del mirón 13 . Similar teoría “voyeurística” habían desarrollado Los ojos (1968), de José Rubial, o El habitáculo (1969), de Luis Matilla, aunque referidas en su caso al acoso vigilante de la censura. Hemos llegado así a un tema central en la obra: el striptease que, privado de erotismo, se convierte en un espectáculo irrisorio. Las desvestidas de Danzón de perras, en cuanto escuchan que el Músico está tocando Ramona, se ponen su ropa interior color verde, azul y rojo –cromatismo emblemático en la Commedia dell’Arte–, unos sostenes y ligueros de colores eléctricos, y, espejo en mano – fundamental en la crítica de imágenes de mujer–, se perfuman y maquillan las partes íntimas, no sin antes animalizar sus propios senos, con una alusión a las aves enjauladas 14 . Hay en ello una denuncia de la objetualización del cuerpo de la mujer, a la que ellas mismas se prestan. El autor imagina para nosotros esta ambivalencia cuando hace que sus extremidades abracen al aire con una coreografía guiñolesca. Las tres protagonistas recurren a pelucas color plata para ponerse en el lugar de mujeres de más edad, y Amalia recita, “burlonamente shakespeariana”, “I am fire and air; my other elements I give to baser life” (Riaza 1998a: 34). Al son de la música, representan un nuevo capítulo de esta fiesta de inversión de papeles 15 . Después del desnudo y del número carnavalesco, estos tres personajes comienzan un delirio homoerótico marcando una variación con las hermanastras de Cenicienta: “I.- (Interrumpe, alarmada.) ¡Hermana...! ¿No sería eso como caer en un lesbianismo fraternal, del todo censurable?” (Riaza 1998a: 34). Con la visión homoerótica de la identidad de género se logra convertir al andrógino en la solución
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ideal que difumina los contornos de lo masculino y lo femenino. Riaza se adentra así en el marco de la revalorización de las identidades desacreditadas, en el que han trabajado los teóricos queer para deconstruir la diferencia homo-hetero (Fraser: 48). Este danzón sigue marcando las pautas de su utopía de ocultación, que enlaza con códigos modernistas, un imaginario erótico entregado a la algolagnia o relación entre placer y dolor (Litvak: 125). Ofrece un catálogo de patologías (onanismo, necrofilia, incesto, sadismo, sodomía, zoofilia) para expresar que, cuanto mayor sea el acoso a las libertades, mayor dosis de brutalidad se necesita para transgredirlo. Si Un bal masqué, de Alexandre Dumas, tenía lugar en un salón romántico, Danzón de perras se ha dado en un cuartucho destartalado. Su papel y su propuesta escenográfica se han degradado. Castración en la casa de muñecas En recuerdo de El desván de los machos y el sótano de las hembras (1970) y El palacio de los monos (1977), de Riaza, la verticalidad es también una de las enseñas de su propuesta de régimen jerárquico que aspira a derribar las pirámides sociales, con menciones a un autor con el que el dramaturgo tiene especial afinidad: “[…] los maniquíes empleados por Kantor en ‘Wielopole, Wielopole’. Desde luego, tendrán sus partes sexuales reproducidas con total realidad. Dos de ellos, más pequeños, carecen, sin embargo, de vello púbico” (Riaza 1998a: 37) 16 . Después de las burlas blasfemas, una nueva desacreditación atañe a la monarquía, otra institución que ha hecho primar el sistema de sucesión de reyes, y no de reinas. La atmósfera lúdica impregna también a un Muñeco-príncipe, que se convierte en objeto de su deseo en este escenario de violencia lasciva. En él no falta la bebida: traen champán en finas copas de cristal, según ellas “de Bohemia”, nota inverosímil en una buhardilla desvencijada. Creyéndose la misma mentira, Amalia coloca un disco en el gramófono y, acercándose al maniquí X, que es “del tamaño de un niño de diez años y con un falito infantil y lampiño entre las piernas” (ibídem: 39), baila con él un vals. Sus hermanas fingen también un toqueteo con sus respectivas parejas, y se alían para condenar la pederastia. A través de este asociacionismo –no lo hubieran conseguido solas–, Riaza puede reclamar posteriormente temas tan controvertidos como la defensa de medios anticonceptivos o uno de los asuntos más conflictivos en clave de género: el aborto. En otros momentos de la
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pieza defiende a las madres solteras cuyas parejas han ido a luchar al frente, asunto del que se ocupa la siguiente secuencia, en la que el compañero de Amelia es un soldado de la Guardia de Su Majestad Imperial. Bajo los efectos del alcohol (“medio piripi”; “mamada perdida”, “el morapio”, “vaya curda”), Riaza se permite una nueva crítica sobre la conciliación de la vida familiar y profesional, a la que se suman alusiones a los matrimonios pactados con un rico pretendiente 17 . Amelia llega a creer que se va a casar con el “marinerito” que ha creado, jaleada por las coplas de sus hermanas. Además de un apropiado juego de luces y sombras, los índices acústicos son decisivos al delimitar el mapa simbólico de la obra: el Músico toca Soldadito español, soldadito valiente. A las hermanas la poca luz y la melodía marcial les es propicia para sus tocamientos impúdicos. Son escenas oscuras, en función de las “brumas de la irrealidad” (Riaza 1998a: 91) que, con el mismo juego a medio camino entre el histrionismo y el disimulo, permiten que Amelia se acerque a Z (llamado el padre respetable) y le ponga un bombín. En un juego de imitación, Amilia le cambia el gorro de almirante de Y (el hombre de armas) y le pone la gorra de las S.S. nazis. En pantomima, la misma Amilia le pone máscara y guantes a Z. En este punto, a la parodia del registro feérico se suma la simulación burlesca del filme Dirty dancing, de Emile Ardolino, nombrado en la pieza. Como en The Great God Brown, de O’Neill, la obra está estratificada echando mano de intertextos literarios, pictóricos y cinematográficos. Reproducen éstos el destronamiento del usurpador, la transformación grotesca de uno en su contrario, una forma de traspasar el monologismo. Riaza no es sólo un dramaturgo muy plástico, de visión pictórica, sino también de minucioso análisis psicológico. En una posición de lucha frontal contra los abusos sexuales –son una constante en la obra–, Amilia y Amalia pasan a discutir en términos digestivos: “¡Te has creído que esto es como con la perola del rancho, donde lo de meter la cuchara en la sopa va por turnos?” (ibídem: 44). La puerilidad –combinada con crueldad– del pasaje sirve de parapeto a las obscenidades en boca de Amelia 18 . Contamos con una nueva provocación cuando Amalia desflora a X (el Niño), alegrándose de que sea tan joven, preparándose para explícitas alusiones al sexo oral 19 . En una artimaña que es la denuncia riacesca de un acto de estupro, Amalia cuelga del cuello del muñeco un bañador como el de Tadzio, de la Muerte en Venecia, de Thomas
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Mann. Con objeto de interrumpir este acto de prostitución infantil, Amelia solicita un “cambio de pareja” y le aconseja, maternal, a X: “No sólo, ángel mío, tienes que bailar siete veces al día para ganarte la dolce vita. También te tienes que dejar bañar siete veces” (Riaza 1998a: 46). Seguidamente alude de forma eufemística a una masturbación: “Ahora es llegada la ocasión de que sea una la que le saque el jugo a lo que le cuelga, donde debe colgarle, a su particular invitado” (ibídem: 47). Incesto y masoquismo se dan la mano en nuevos diálogos 20 . El código conversacional violento contra los hombres se lleva a cabo también a nivel verbal en Danzón de perras. Sus protagonistas no recurren a eufemismos, ni a fórmulas de cortesía, ni a partículas moderadas o descaifeinadas, ni tampoco afectivas. Cuando no insultan, sus palabras aniñadas y los diminutivos –cuyo uso estandarizado en voces femeninas se ha denominado despectivamente ‘ginegrafesis’ (Sifuentes: 254)– son irónicos. No hablan en plural para debilitar su imagen de mando, sino en singular, marcando los ‘yoes’. No se alteran, buscando desmontar que la histeria sea atributo femenino. Cuando dicen tacos o recurren a vulgarismos, su estado de lengua desvela que el remilgo en el hablar ha condicionado su imagen. En esta encrucijada de voces se escucha la herencia de innumerables prejuicios. Se muestra la aceptación de un rol transmitido y el rechazo al mismo a través del sarcasmo. Incluso, en un cambio de roles, Amalia dice ser Marilyn Monroe, pretexto por el que le ponen a Y una gorra de marine norteamericano. El juego de niños no oculta, pues, un claro antibelicismo. Con la misma hostilidad, Amalia lava las partes íntimas de X con un estropajo, cuando, en un vaivén de vocablos de otras lenguas, sean francés, inglés o alemán, y también la arrogación de voces ajenas, surge la conversación de un supuesto padre. Está corroborando un código de violenta pantomima, alusiva a una castración 21 , en el sentido de un reordenamiento fálico. Sigue, frenético, el ritmo de las trasformaciones físicas, cuando, con una estructura especular por la que reproducen acciones, Amilia le quita la gorra al sargento y se la cambia por una pamela rosa para cambiarle de sexo. Con harto descaro, Amalia se dirige al público con un guiño a la Nora de Casa de muñecas, de Ibsen: “Aquel ángel radiante en el que el amor se depositara deviene, fatalmente, un paupérrimo diablo, cada vez más hundido en el infierno del diario desamor” (Riaza 1998a: 57).
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Los careos, intercambios de ropas y disfraces continúan. Interactuando la fuerza dionisíaca de los pasajes neonaturalistas – sangre, vino, ocultación y disfraz– y la apolínea, por la que sus parlamentos siguen una sólida argumentación, Amelia también se dirige al público, con una intertextualidad con el Fin de partida, de Beckett 22 : “El amor, ese pájaro que sale de un reloj para cantar y repetir las eternas horas y la eterna y repetida mentira del ‘Te amo, te amo, te amo...’ (...) Hay un tiempo de jugar al amor y otro tiempo de perder la partida” (ibídem: 58). No es difícil comprobar que hay una serie de elementos fisiológicos carnavalescos que constantemente aparecen en el mundo dramático de Riaza: el cuerpo destrozado, el acoplamiento, la tortura combinada con insinuaciones culinarias. Pero esta yuxtaposición artificiosa de signos textuales, visuales –decorado, accesorios, gestualidad– y auditivos no deja que nos distanciemos. Riaza vuelve a sacar provecho de las posibilidades verbales y no verbales del disfraz como protesta de otra forma de ofensa: difundir la falacia de que la mujer, en lo que es un nuevo estereotipo machista, no sabe disfrutar del sexo. A la luz de muestras como la citada, el análisis de la focalización viene a ser esencial para el estudio de la transgresión del tabú de género en Danzón de perras. Debe tener relevancia que, para dar cierre a esta farsa, intervenga Amilia con objeto de explicar que muchas mujeres han llegado a ser esclavas de su físico llevadas por una educación androcéntrica 23 . Cuando el reloj da las doce, hora clave en el cuento de la Cenicienta, que llevan parodiando, se respira una desilusión por la llegada de un invitado respetuoso que nunca acude, del mismo modo que en Esperando a Godot, pero con una mención a las parejas de conveniencia. Finalmente, para que sepan lo que puede sentir una mujer violada, al músico lo visten de mujer. Al considerarlo culpable, Amilia araña el pecho de Z, alter ego de su padre –“¡Mira lo que hago con tu corazón de amoroso padre!”–, y simula arrancarle el corazón para luego aplastarlo a golpe de pintalabios, objeto-fetiche como antes lo eran los zapatos de tacón mencionados. Las escenas vuelven a estar cuajadas de un lenguaje desinhibido cuando se corrobora que se está tomando revancha contra el paso de la autoridad paternal a la marital: “I.- ¿Qué es eso de emascularlo? / A.- ¡Qué enternecedora resulta la ingenuidad de esas niñas de ahora! Quiere decir caparlo. / E.- Desalojarle el pijo” (Riaza 1998a: 74). Pero no sólo es destronado este ‘falocentrismo’ (Badinter); pagará también con
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su vida el Músico, al que se refieren como ‘Pepe el Romano’, de La casa de Bernarda Alba, al que le clavan unas tijeras, en una discusión en la que llegan a las manos incluso entre ellas, dando lugar al fantasma masculino sobre una rivalidad por celos supuestamente más desarrollada entre mujeres. Presas de furia, agreden al invitado y, en clave despectiva, lo animalizan (“maldito marrano”) y cosifican (“piltrafa”). Por haber hecho de príncipe azul, el instrumento sacrificial convocado es el calzado del cuento 24 . La estructura, como deducimos, es inductiva en el Danzón de perras; la tesis, como la moraleja de las fábulas, está al final. Una vez que las hermanas han exorcizado las trayectorias frustradas de tantas generaciones víctimas de un trato como el que le dan al Músico, al final de la obra, los verdugos, como tantos maltratadores, se escudan en la bebida. Amalia, Amelia y Amilia han huido de la realidad decadente de su sótano, poblado de telarañas y ratas, y han vivido la fantasía de que pueden resarcirse de tantas injusticias. Pero, como en los relatos feéricos de las doncellas ingenuas –motivo que va y viene a lo largo de toda la obra–, con la llegada de un nuevo visitante, el carruaje y los zapatos de oro se transforman en la calabaza y trapos sin lustre del principio. Vuelve a aparecer otro músico detrás del cristal de la puerta. Porque no es un hecho aislado, la historia va a repetirse. La obra se presenta como un relato de terror –como son los incluidos en La emperatriz de los helados (1987), del mismo Riaza– que pueda oponerse al sadismo que hemos presenciado. Conclusiones Con la primera fechada en los años 20 y 30, la segunda ola del feminismo español se desarrolló en los 70-80 con el fin de denunciar que la mujer había sido un sujeto excluido de la memoria colectiva de la España franquista, durante una dictadura que interrumpió el desarrollo del movimiento de liberación de la mujer. El compromiso adoptado por Riaza en Danzón de perras, escrita en 1995, lleva a las tres hermanas protagonistas a hacer una imitación paródica y cruenta de los principios tenidos por ‘femeninos’. Su travestismo es en esta obra una forma de oposición a la polarización de los roles de género.
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Notas 1
He realizado este trabajo gracias a un contrato I3P Doctores, en el marco del Proyecto Bases documentales para la Historia del Teatro Español del siglo XX (HUM2004-00706). 2 En La tejedora de sueños (1952), de Antonio Buero Vallejo, Penélope se rebela contra el rol pasivo asignado. Las ancianas del teatro de Lauro Olmo, en obras como Mare Vostrum (1966) o Cronicón del Medievo (1967), hacen una denuncia de la doble moral y de los libretos que eran excusas para el desnudo. En El último gallinero (1968), de Manuel Martínez Mediero, las gallinas se rebelan contra la dictadura de sus compañeros. José Martín Recuerda plantea en Caballos desbocaos (1978) modelos de pareja más allá de todo prejuicio de edad. El maltrato físico contra las religiosas de Las alumbradas de la Encarnación Benita (1979), de Domingo Miras, muestra otra cara de la violencia de género. La protagonista de Jenofa Juncal, la roja gitana del monte Jaizkibel (1983), de Alfonso Sastre, venga la tolerancia ante el maltratador, y lo hace recurriendo a una rebelde por antonomasia: la serrana. 3 Los estudios Aragonés y Ruiz Pérez coinciden en anotar que Riaza muestra un interés recurrente por la estructura sacramental y la ceremonia grotesca construida a base de humor negro. En Medea es un buen chico (1981), un hombre juega, cada noche, a disfrazarse de mujer –no es ella la que quiere masculinizarse e imitar al hombre– junto a su nodriza. Asistimos a todas sus ceremonias de transformismo, y el personaje mítico llega a acuchillar a un peluche que simula ser su vástago, pero “supera el escándalo ante el terrible asesinato de sus hijos, para subrayar en cambio la fuerza de la pasión sensual y la desesperación femenina ante el abandono y la traición amorosa” (Nieva de la Paz 2005: 32). Travestismo y lubricidad son asociados también en Mazurka (1983), en la que el Narrador es un bufón, gran parodiador de las imágenes sucedáneas de la realidad. En Retrato de Gran Almirante con perros (1991) el escenario está vacío, a excepción de unos taburetes y una percha con vestidos, que los personajes irán incorporando a su atuendo durante la representación, a medida que cambien sus roles. Todos conviven en el espacio escénico, de forma que cuando algunos actores no estén interpretando, se convertirán en espectadores, y a la inversa. 4 “Compagináranse, a punta de rito, / masacre y purificación, casquería y catarsis, / purga y porquería, sublimación y escabechina, / salvación y mierda, redención y sangre / y, en suma, se reasumirá el enjuague original, / el primigenio juego, la liturgia anejísima, / según la cual un chivo quitamanchas, / un carnero lustrante, un buco expiatorio, / un cabrón exonerador, un ovejo elegido, / un borrego propiciatorio, un cordero emisario / es acuchillado, con religioso amor, / por la turbia, trémula y turbulenta tribu, / entre trapacería, simulacro, bofes chorreantes, / serpentinas, churros, tambores y retemblores / de diáconos y de catecúmenos, sacerdotes y público, / victimarios y fieles, matarifes y pueblo, / todos con todos, cómplices de corazón y unánimes” (Riaza 1998c: 10-11). 5 Con antecedentes como Valle-Inclán, en España; Antonelli, Chiarelli y Pirandello, en Italia; Meyerhold, en Rusia, junto con Wedekind y Maiakovski; Alfred Jarry, en Francia; Kandinsky, Schönberg y Goll, en Alemania; Gordon Craig, en Gran Bretaña; o Appia, en Suiza, se enlaza con una línea dramática en la que lo infantil y aparentemente inofensivo puede servir a la sátira. Todos estos autores repensaron el
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carnaval en función de formas como la barraca de feria, el teatro de títeres, el circo, la pantomima, el Romancero, el cantar de ciego o el guiñol con una finalidad crítica. 6 La principal enseña de su teatro es el “barroquismo desesperanzado”, según Herrero (107). Podol explica que la utilización consciente de la distorsión de la liturgia se da en su obra con fines subversivos conectados con el aguafuerte y el teatro de muñecos (7). 7 En Epílogo, protagonizada sólo por una actriz que se arregla para una fiesta que no existe, se da el mismo procedimiento ante los invitados imaginarios: al poner una pamela y un chaleco sobre unas fregonas, sanciona que la mujer sea reducida al espacio doméstico. Pero tiene también un mensaje ritual porque tradicionalmente, en culturas ancestrales, los travestidos de mujer eran los chamanes o jefes visionarios de la tribu. “Entre los aztecas, incas y mayas los sacerdotes travestidos eran muy respetados por su grupo” (Schulz: 217). Asociados a los mitos de creación, que evocaban un estado original que encarnaba el orden comunal de la Madre Naturaleza (Acroyd), no estaban expuestos a que su reputación pudiera ser puesta en entredicho por portar ropas de mujer, frente a la discriminación de género que no tolera que ésta se sirva de un atuendo masculino sin recibir críticas. 8 Además de remitir a obras como The Madwoman in the Attic, de Gilbert y Gubar, análisis sobre la mujer loca de la tradición del gótico anglosajón, el sótano tiene una lectura psicocrítica: “En el desván la experiencia del día puede siempre borrar los miedos de la noche. En el sótano las tinieblas subsisten noche y día” (Bachelard: 50). 9 Declaran sobre el permiso parental y sobre la adopción: “I.- Desde que la mamá pagó con su vida el darme a mí la mía es la que la ocupó su plaza. Ella la que nos quitaba los excrementitos de encima, ella la que nos regalaba con los postres de los domingos con sus huesecitos de santo escarchados, con sus arroces con leche coloreados de canela, con... / E.- (Interrumpe.) Bueno, digamos, para abreviar, que la segunda mamaíta nos preparaba las mil y un comiditas” (Riaza 1998a: 23). 10 Se da la misma sátira en Dioses, reyes, perros y estampas (1996), en la que también hay críticas a este lugar suplementario: “un hombre, al fin y al cabo, es un hombre, pero su costilla, que no era otra que una servidora” (1996: 4). 11 Se demuestra que Danzón de perras gira en torno al problema de la mimesis entendida también como reproducción de esquemas mentales, para lo cual retomamos su prólogo, en el que Riaza incluye un poema relativo a la necesidad de que un personaje situado en los márgenes sea portavoz de la furia general: “Mono mimético e imitador es el hombre / [...] / Y tal será la causa de la implacable Apocalipsis / que acabará con los cacofónicos macacos / A menos que un personaje marginal y ajeno / (judío, brujo, brujarrón, hereje, rojo, / majara, gitana, mujerzuela, tiapelleja, / o simple hijo de puta) / enjaretado quede por las ojerizas del enzarzado revoltijo / y despellejado sea por la jauría gemelar” (1998a: 10). 12 Resultan sugerentes en este sentido las palabras de Santana, que plantea que este despojamiento permite explicar el proceso de transformación en la España de la Transición, en forma de “temas (el cambio de chaqueta, el travestismo político), figuras (el tránsfuga del sistema franquista, el político deshonesto y corrupto) y actitudes (la desconfianza hacia la política democrática)” (27). 13 La utilización de conceptos sacrificiales que aluden a su condición de mártir, se subvierte aquí con su conversión en verdugo: “¡Pobre bichirrín...! (…) Se hubiera pensado que iba vestido como para acudir a un estreno. ¡Pues ya tuvo su merecido por mirarme lo que no debía desde la fila doble cero del patio de butacas!” (Riaza 1998a: 31).
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Da aquí la clave de una segregación a base de incidir en la concentración de mujeres en las actividades más superficiales: “E.- Esperad un momento. Todavía no hemos terminado. Nos falta llevar a cabo ciertos trámites antes de meter en sus jaulitas de seda a nuestras avecicas. / A.- ¿Y qué hay que hacer con ellas? / I.- Lo de siempre. Pintarles los piquitos. / Se pintan unas a otras las puntas de los senos con un tubo de labios. Luego se ponen los sostenes. Ya podemos ornamentar lo de arribita del todo” (ibídem: 32-33). 15 Riaza alude así al daño emocional que, a base de un entorno humillante, falta al respeto a las mujeres maduras obsesionadas con aparentar menos edad: “A.- Si quieres ir de núbil doncella de hoy por hoy más te valiera ponerte unos rebeldes andrajos. Siempre que sean de marca conocida y comprados a millón, con un cheque de papá, en una boutique de la Rue du Faubourg Saint Honoré... / E.- Desde luego yo no tengo necesidad de ocultar pellejos decrépitos ni, tampoco, de disfrazarme de primera comunión con su punto de ingenuo erotismo infantil” (Riaza 1998a: 36). 16 Participando de este infantilismo grotesco, las hermanas les sacan parecidos a los monigotes: Amelia lo ve como Clark Gable en The charge of the Light Brigade y como Gregory Peck, y Amilia habla de un ‘beato’ invitado a un desfile de modas: “Este santo padre, invitado a medias por Amelia y Amilia, este padre reverendísimo, decía, como Nuncio Castrense de su Santidad, vestía sotana de gran gala entre frambuesa y lila” (ibídem: 37), demostrando que la burla a un sector del clero es otra de las claves del sistema de esta mascarada cruel. 17 “A.- Si quieres ir de núbil doncella de hoy por hoy más te valiera ponerte unos rebeldes andrajos. Siempre que sean de marca conocida y comprados a millón, con un cheque de papá, en una boutique de la Rue du Faubourg Saint Honoré...” (ibídem: 36). 18 “E.- ¿Y cómo va a llamar ahora la insinuante musiquilla de fondo que utilices mientras soplas el pitito de tu angelito? [...] Le llamarás La flauta mágica...? A no ser que haya que decir Die Zauberflöte, como lo harías tú con esa pedantería que te adorna, el doble de gorda, por lo menos, que tus tetas...” (Riaza 1998a: 45). 19 “Todavía no tiene esos pelos, pinchudos como púas, que acaban por salirse a todos esos zafios adultos que se creen muy hombres... Le llenaría a una la boca como de hilarachas de estropajo” (Ibídem: 45); “A.- Un mimito de la boquita de su angelito le quitaría a la mamaíta el escocorcito... / E.- Está claro que si dejamos seguir a esa cerda con lo suyo nos estampana en público lo de los recíprocos besos bajeros. A falta de autoridades moralizadoras cortaremos nosotras la indecente escenita con nuestra casta canción” (ibídem: 50). 20 “A.- Te haré conocer las maravillosas Bierbraur del norte. / I.- Me harás conocer las maravillosas cervecerías del sur. / A.- Te haré conocer los maravillosos Backofen del este. / I.- Me harás conocer los maravillosos crematorios del oeste” (Riaza 1998a: 47); “E.- (Coge la botella por el gollete.) Te voy a meter la botella donde más te gusta metértela. Pero, a lo mejor, no tanto después de lo que hago con ella...” (ibídem: 71). 21 La pantomima no se hace esperar en esta representación circense: “(Mima darle un tajo en el cuello con la navaja. Luego intenta cortar con ella el falito del muñeco. [...] Puesta de rodillas, muerde insistentemente el falo. Luego lo arranca y, a continuación, vacía la botella de vino sobre el cuello y la parte delantera de los muslos de X.) ¡Como una barrica se vacía de vino al quitarle su tapón, así te vacías tú de sangre!” (Riaza 1998a: 58). 22 Recordemos, de esta obra, la ceremonia fúnebre, la existencia de un rey grotesco, eternamente sentado en un trono absurdo en el que se regocija de su miseria.
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“I. Hay una cara iluminada del amor que no es otra que la de una muchacha bella como un vaso de vino con sol. Y una cara oculta del amor en la que sólo se vería, si pudiera verse, una calavera de muchacha. (Se dirige a Z.) Ni vitriolo, ni arsénico, ni puñal, ni botella. Sólo un tubito para pintar unos labios de muchacha y hacer que su rostro parezca un soleado vino y frasquito para pintar sus uñas de un color como el del sol que se pone, de un color como de sangre...” (ibídem: 58-59). 24 “E.- ¿Y en dónde le clavamos el tacón...? ¿En los sesos? / I.- (…) Se lo clavaremos en el mismo centro de su culpabilidad. (Abre la bragueta de M. y manipula dentro.) ¿En esto consistía el célebre misterio de la masculinidad?” (Riaza 1998a: 73-74).
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Transgresiones genéricas en unas narraciones de Carme Riera, Inma Monsó, Marina Mayoral y Cristina Fernández Cubas* Kathleen M. Glenn La crítica norteamericana Annette Kolodny insiste en que las estrategias interpretativas utilizadas cuando uno lee un texto son forzosamente influidas por el sexo del lector y que leemos bien sólo lo que ya sabemos leer. Estas ideas son punto de partida para un análisis de “Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda” de Riera, Nunca se sabe de Monsó, “En los parques, al anochecer” de Mayoral y “El provocador de imágenes” de Fernández Cubas. Estas cuatro autoras subvierten conceptos tradicionales, o sea masculinos, en cuanto a los roles que son apropiados para los dos sexos y la conducta que es “correcta” para cada uno. Por medio del uso de transgresiones de normas sexuales y textuales ponen en ridículo y desestabilizan estereotipos genéricos, valores anticuados y relaciones de poder que son nocivas para las mujeres.
En dos ensayos de la crítica literaria feminista norteamericana que ya son clásicos, Annette Kolodny destaca la importancia del género tanto en el acto de escribir como en el de leer. En ‘A Map for Rereading’, título que es una respuesta al libro tan controvertido de Harold Bloom, A Map of Misreading, Kolodny insiste en que las estrategias interpretativas utilizadas cuando uno lee un texto son forzosamente influidas por el sexo del lector o sea, son “gender-inflected” (Kolodny 1985b: 47). En apoyo de su tesis, Kolodny hace referencia a ‘The Yellow Wallpaper’, de Charlotte Perkins Gilman (1890), y a ‘A Jury of Her Peers’ (1917), de Susan Keating Glaspell, cuentos que dramatizan el hecho de que sus personajes masculinos no consiguen comprender a las mujeres; el mundo de ellas les es inaccesible (ibídem: 58). En el segundo ensayo, ‘Dancing Through the Minefield’, Kolodny nos recuerda que la literatura difunde y depende de sistemas de valores culturales que constituyen la base sobre la que construimos una interpretación de un texto, al que nos acercamos con ideas
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preconcebidas, sean éstas conscientes o no. Hay que dar por descontado que no es posible una lectura inocente de una obra. Además, nuestra habilidad interpretativa como lectores es producto de nuestra experiencia con textos anteriores: “[W]e read well, and with pleasure, what we already know how to read; and what we know how to read is to a large extent dependent upon what we have already read (…) Radical breaks are tiring, demanding, uncomfortable, and sometimes wholly beyond our comprehension” (Kolodny 1985a: 154155) [Leemos bien, y con placer, lo que ya sabemos leer; y lo que sabemos leer depende en gran parte de lo que ya hemos leído (…) Las rupturas radicales cansan, exigen mucho, son incómodas y a veces totalmente fuera de nuestra comprensión]. Las ideas de Kolodny, innovadoras en 1980 cuando se publicaron por primera vez, ya son familiares a todos y si las recuerdo aquí es porque son punto de partida para mi lectura de varios textos. Después de comentar brevemente el cuento ‘Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda’ (1980), de Carme Riera, Nunca se sabe, de Imma Monsó (1997), y ‘En los parques, al anochecer’ (1990), de Marina Mayoral, he de analizar con más detalle ‘El provocador de imágenes’ (1988), de Cristina Fernández Cubas 1 . Ha habido grandes transformaciones sociales en España durante los últimos veinticinco años del siglo veinte y se les han abierto a las mujeres muchas puertas que antes les estaban cerradas en el mundo de la enseñanza, el trabajo y la política. A pesar de los avances notables persisten, al menos en algunos ámbitos, ideas anticuadas con respecto a las aptitudes y capacidades de las mujeres y los roles que pueden y deben desempeñar en la sociedad. Los cambios legales, desgraciadamente, siempre van delante de los cambios mentales y el promulgar leyes que prohiben la discriminación no elimina automáticamente la manera discriminatoria de pensar de algunas personas. En este ensayo exploro cómo Riera, Monsó, Mayoral y Fernández Cubas, plenamente conscientes de que los supuestos sociales de los lectores no pueden menos que influir en su interpretación de un texto, han aprovechado estos supuestos para conseguir ciertos efectos. Riera ha subrayado la importancia de la sorpresa en la literatura y ha llegado a aseverar que “lo que no puede ser objeto de sorpresa o de misterio, lo que es obvio, no tiene interés” (Nichols: 216). Monsó, Mayoral y Fernández Cubas podrían suscribir lo afirmado por ella. Que conste que ninguna de las cuatro se
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considera autora feminista. Mayoral ha dicho que no es una escritora feminista pero sí una mujer feminista (Mayoral 1986) y en términos parecidos Riera se ha descrito como ciudadana pero no escritora feminista (Glenn 1999: 55); Monsó ha asegurado que se siente contenta de no haber estado considerada nunca ni una escritora femenina ni una escritora feminista (Lunati 2005: 12-13), y Fernández Cubas ha insistido en que “literatura y feminismo no tienen nada que ver” (Carmona, Lamb, Velasco y Zecchi: 158). A ninguna de las cuatro les gustan las etiquetas -que empobrecen- ni que se las meta en el gueto de literatura por y para mujeres. A pesar de sus declaraciones, estas autoras se interesan por temas que pueden denominarse (pos)feministas y juegan con imágenes estereotipadas de las mujeres y lo que es apropiado para ellas. No se limitan a estudiarlas como esposas, amas de casa, madres, hijas y novias, sino que las representan en roles y espacios nuevos donde no se respetan convenciones y valores tradicionales. Así Riera, Monsó, Mayoral y Fernández Cubas cuestionan y transgreden normas textuales y socioculturales. Buena conocedora del recurso barroco del engaño a los ojos, Riera (Palma de Mallorca 1948) distingue entre engañar a los lectores y no mostrarles todas sus cartas (Glenn 1999: 41). En ‘Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda’ da un giro inesperado al final de la partida. El cuento consta de una carta escrita por una joven casada unos días antes de que dé a luz; carta en la que se despide de su primer amor, una persona mayor que ella que le daba clases de matemáticas en el instituto y de quien se enamoró a los quince años. Al leer el último párrafo nos enteramos de que el destinatario de la carta no es hombre sino mujer, María, nombre que Riera ha silenciado hasta el final. Escrito en 1974 –y la fecha de composición es significativa-, Riera ha contado con las expectativas de los lectores y la probabilidad de que den por sentado que los profesores de matemáticas, especialmente si participan en congresos internacionales y se distinguen en la investigación, son masculinos, amén de suponer que las chicas siempre se enamoran de los chicos. Realmente curioso, y descorazonador, es el hecho de que en 1991 un crítico que reseñó la traducción del cuento al castellano por Luisa Cotoner, lo describió como “una historia apasionada de amor entre una alumna y un profesor” (Alonso: 3l, énfasis mío). Por lo visto supuso que el nombre ‘María’ tenía que ser errata y que lo correcto, en más de un sentido, era ‘Mario’; un amor lésbico le era inconcebible y por eso ilegible. Es
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de esperar que antes de que pase mucho más tiempo haya tantas profesoras de matemáticas que el campo de especialización del ser amado ya no despiste a los lectores. Irónicamente, tal avance social resultaría en detrimento desde el punto de vista literario porque disminuiría el impacto final del cuento 2 . Tanto en la sociedad como en la literatura ha sido costumbre que los hombres definan a las mujeres y no al revés. En The Madwoman in the Attic. The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination, Sandra M. Gilbert y Susan Gubar recalcaron que en las sociedades patriarcales históricamente las mujeres han sido reducidas al estatus de posesiones, a personajes e imágenes “encarcelados” en textos escritos por hombres (Gilbert y Gubar: 12). Al ser “encarceladas” también han sido silenciadas: en vez de hablar con su propia voz, sus autores, masculinos, hablan por ellas. Les faltan voz, autonomía y autodeterminación. Ellos las describen según las categorías que ellos han inventado, pintándolas como ángeles o monstruos, imposiblemente puras o demoniacamente perversas, dignas de ser subidas encima de un pedestal o cubiertas de fango. Es decir, se les imponen ciertos papeles y cualidades positivos (esposas y madres, obedientes y sacrificadas) o negativos (vampiresas y putas, agresivas, egoístas, irracionales e independientes). Según estas visiones polarizadas, son seres sin sexo o seres espantosamente sexuales, y el cuerpo de ellas debe existir para satisfacer los deseos de los hombres porque el deseo es prerrogativa de ellos. Hoy en día afortunadamente la mayoría de la gente rechazaría como anticuadas estas imágenes tan exageradas, por lo menos en el mundo occidental3 ; no obstante, siguen existiendo ideas estereotipadas en cuanto a los papeles de los dos sexos y lo que se cree característico y correcto para cada uno. Hemos visto que en ‘Te entrego’ Riera invierte el código literario y cultural según el cual una adolescente se enamora de uno de sus profesores. Consideremos ahora cómo Monsó (Lérida 1959) practica otras inversiones en su primera novela, Premio Tigre Juan 1998. Un triángulo amoroso ha sido elemento central de muchas narraciones, como lo es en Nunca se sabe, que relata las relaciones entre Franz Hoozenberger, su amiga y después esposa Marie, y Uwe Deinhardt, pero Monsó trata el tema de manera original. En el sótano de la casa familiar Franz encuentra una botella de Gewurztraminer cuya etiqueta ofrece la posibilidad de una experiencia extraordinaria: que dos bebedores se instalen recíprocamente el uno en la mente del otro.
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Terminado el experimento, los dos no recordarán nada de lo sucedido y se aconseja que no intenten recordar porque los que no han obedecido esta consigna han sufrido grandes desdichas. Puede parecer en un primer momento que Monsó va a contar una historia fantástica o de ciencia ficción pero no es así; más bien esto del vino mágico y la transmigración transitoria es un recurso para explorar el tema de la identidad, uno de sus predilectos. Franz logra convencer a su amigo Uwe, a quien admira mucho, de participar en la aventura. Quince años después, cuando Franz ya está casado con Marie, descubre que ella lleva años engañándole con Uwe y que éste y no Franz es el padre de los dos hijos del matrimonio. Las últimas páginas de la novela constan de una carta en que Marie le comunica a Franz sin ambages que ella nunca ha tenido principios ni remordimientos y anuncia que ha decidido contar desde el punto de vista de él la historia de lo que pasó entre los tres. Se deja intuir entonces que Marie, y no Franz, es el narrador de Nunca se sabe, título que ahora cobra más sentido. Montserrat Lunati, que es quien más ha estudiado la obra de Monsó, afirma que Marie controla tanto la historia como el discurso de la novela y que, a diferencia de tantas adúlteras literarias -Emma Bovary, Anna Karenina y Ana Ozores-, no es castigada sino que sale como la triunfadora absoluta de la novela (Lunati 2005: 19-20) 4 . Hay otra vuelta de tuerca que queda por comentar. Como Franz parece ser el narrador de la novela, en una primera lectura vemos, o creemos ver, a los otros personajes a través de sus ojos. Define a Marie como muy exigente con los demás y “una superdotada para captar el comportamiento de la gente de un simple vistazo (…) Era una bruja con espíritu científico. Una bruja deliciosa. Una bruja (…) [T]ras una celestial sonrisa escondía sus peligrosas actividades de disección de algún cadáver viviente” (Monsó: 16). Llamar “bruja” a una mujer, aunque se añada el calificativo de “deliciosa”, describir sus actividades como “peligrosas” y decir que vivisecciona a los demás crea la imagen de una persona fría y calculadora que considera a los otros como conejillos de Indias para sus experimentos. La descripción abunda en cualidades negativas y hasta hace pensar en una científica loca femenina o en un hombre sin principios que engaña a su pareja sin contemplaciones. Parece que una vez más un hombre define a una mujer. Pero si es Marie quien narra la novela y se describe a sí misma, la situación cambia y ella ya no es objeto del discurso de Franz. Veamos parte del penúltimo párrafo de su carta:
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Kathleen M. Glenn He decidido, hoy mismo, empezar a contar nuestra historia tal como pasó; pero desde tu punto de vista. Eso me permitirá examinar mi actitud en nuestra relación desde tu perspectiva, que me imagino sumida en la perplejidad desde el día en que me conociste. Sin embargo, no te creas: mi perplejidad no es menor. Sea como sea, éste es un excelente estado para comenzar cualquier investigación provechosa. Desde tu perplejidad, podré explorar mi perplejidad y explicarle a él, que ahora duda de mí, lo que descubra. Estas cosas me entretienen bastante, ya sabes. (ibídem: 250-25l)
Las frases “desde tu punto de vista” y “desde tu perspectiva” dan a entender en un primer momento que Marie se ha pintado a sí misma como cree que Franz la ve. ¿Y si se ha pintado a sí misma como es? La declaración-confesión de que “Estas cosas me entretienen bastante, ya sabes”, unida a su afirmación anterior de no haber tenido nunca ni principios ni remordimientos, dejan traslucir que ella es fría, calculadora y ve a los otros como animales de experimentación, lo sabe y se acepta cómo es sin complejos ni sentido de culpabilidad. En un simposio celebrado en 1991, Fernández Cubas, Soledad Puértolas y Mercedes Abad, invitadas de honor, rechazaron terminantemente la idea de que tuvieran el deber de presentar imágenes positivas de las mujeres 5 . Abad insistió en que no se siente obligada a actuar como portavoz de su sexo y Puértolas recalcó que cuando escribe no es ni mujer ni hombre sino “de todo”, libre de escribir de cualquier cosa y de asumir una voz masculina si así lo quiere (Carmona, Lamb, Velasco y Zecchi: 158 y 159). Estas escritoras no admiten traba alguna. Una de las características de la época postfeminista es precisamente la libertad. Charlotte Brunsdon señala que la mujer postfeminista no está atrapada en la feminidad ni la rechaza sino que puede usarla. A propósito de la película Pretty Woman, observa que la protagonista quiere tenerlo todo y lo llega a tener (Brunsdon: 86). De manera parecida, Marie consigue esposo, amante, dos hijos y también voz. Un sinfín de hombres han sido ventrílocuos y hablado por las mujeres, pero Marie ha asumido la voz de Franz, ha hablado por él y controlado la narración. Ann Brooks concuerda con Anna Yeatman en que con el postfeminismo el feminismo ha alcanzado su mayoría de edad (Brooks: 1). Esta madurez es evidente en los textos que examino aquí; textos en los que sus autoras presentan una variedad de mujeres, mujeres no siempre “modélicas” en el sentido tradicional. El poder representar una rica gama de personajes, seres humanos femeninos o masculinos, es un
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derecho que los hombres siempre han ejercido y que ahora las mujeres también ejercen. Como Riera, Catedrática de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Barcelona, y Monsó, Catedrática de Instituto en un pueblo cercano a Barcelona, Mayoral (Mondoñedo 1942) se dedica a la enseñanza, siendo Profesora Titular de la Universidad Complutense de Madrid. Desde sus primeras novelas ha creado personajes femeninos fuertes e independientes, como las tías abuelas de Etelvina, narradora y protagonista de La única libertad (1982), las cuales son seres poco convencionales que siempre han hecho lo que querían y hecho caso omiso de presiones familiares y sociales. Etelvina escribe de una de ellas que “va siempre por delante de lo que en cada momento se considera oportuno o conveniente para ser realizado por una mujer o por una señora de su clase social” (Mayoral 1982: 39). Roberta Johnson ha señalado “una tendencia a invertir papeles y situaciones tradicionales entre las clases sociales y los hombres y las mujeres” tanto en los cuentos de Mayoral como en sus novelas (Johnson: 62). Las inversiones son centrales en “En los parques, al anochecer”. El título podría llevar a pensar, equivocadamente, en un relato romántico teñido de cierta melancolía o en una descripción poética de la naturaleza, pero la inclusión del cuento en un libro titulado Relatos eróticos hace intuir otras posibilidades. La voz narrativa es la de una maestra de escuela a quien la Presidenta de las señoras de Acción Católica ha pedido que escriba su autobiografía “para que sirva de ejemplo a sus hijas en estos tiempos tan libres que vivimos” (Mayoral 1990: 87). La maestra se muestra remisa, hace notar las dificultades del proyecto y los elevados gastos de publicación y se pregunta “¿A quién va a interesarle hoy la vida de una oscura maestra de escuela? Y, sobre todo, ¿a quién le será útil?” (ibídem). Sin embargo decide cumplir con lo pedido y cuenta que a los treinta y tres años hizo su primer viaje al extranjero para mejorar sus conocimientos lingüísticos y tuvo su primer encuentro sexual, que fue una violación. Siguen más viajes en los que siempre busca al mismo tipo de hombre: “fornido, bien musculado, de barba cerrada y abundante vello corporal, olor fuerte y, sobre todo, de impulsos violentos” (ibídem: 90). Estos viajes, según ella, no sólo le proporcionan placer sino que benefician a los demás porque puede enseñar idiomas a los niños de su escuela. Reconoce que, a diferencia de otras mujeres, no busca ternura sino la satisfacción del “deseo puro y mutuo, encuentro de dos cuerpos
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anónimos, lucha y posesión completa, total” (ibídem: 93). Como se teme que las damas de Acción Católica no entiendan todo esto, termina por decidir que en vez de publicar sus papeles será preferible que le den una comida y una bandeja de plata. Este relato de una mujer que no es tan ejemplar como se cree nos guarda otra sorpresa y es que la maestra menciona de paso que en una ocasión no quiso seguir adelante: “Guardé la navaja en el bolsillo de la falda y lo rechacé [al hombre]” (ibídem: 92). Así nos enteramos de que ella se parece a la araña negra o la mantis religiosa que después de la cópula suele matar al macho. Al hablar de “aquella necesidad mía de poseer de vez en cuando a un hombre” (ibídem: 91), pone de relieve que en vez de ser poseída ella, ella posee al otro; no es objeto pasivo sino sujeto activo. Mayoral da la vuelta al tema del asesino de los parques (Bellver: 386) y parodia ciertos estereotipos, como el de la tímida maestra de escuela, hija fiel, solterona virginal. Como antes Riera y Monsó, Mayoral subvierte expectativas y convenciones, invierte papeles y relaciones de poder tradicionales, y resalta que el deseo no es privativo de los hombres. En ‘En los parques, al anochecer’, como también en ‘Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda’ y en Nunca se sabe, se ilustran las ideas de Wolfgang Iser sobre la importancia de la relación entre un texto literario y los lectores. El texto emite señales que éstos tienen que procesar, y los espacios en blanco –y hay muchos en los textos de Mayoral, Riera y Monsó- tienen un papel primordial porque estimulan la participación de los lectores y guían su interacción con el texto. El juego entre lo escrito y lo no escrito, lo explícito y lo implícito, lo revelado y lo ocultado, es constante y cada elemento modifica al otro (Iser 1978). El no mostrar todas las cartas hasta el final de la obra, como es el caso de Riera y de Monsó, o el mencionar de paso información esencial, pero sin darle ninguna importancia, típico de Mayoral, crean un elemento de sorpresa, tan importante en estos textos. La narración que queda por analizar, ‘El provocador de imágenes’ (el último cuento de Mi hermana Elba), no se ajusta a ninguna de las etiquetas –literatura fantástica, literatura gótica- que suelen aplicarse a los primeros libros de Fernández Cubas (Arenys de Mar 1945) y ha sido menos estudiado que muchos otros relatos suyos. Los pocos comentarios que hay sobre él examinan relaciones de poder. Jessica Folkart, quien se inspira en los trabajos de Foucault, declara que las luchas por el poder son centrales en los cuatro cuentos de Mi hermana
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Elba y subraya la importancia de la mirada (“gaze”) en ‘El provocador’ (Folkart: 31 y 61). Phyllis Zatlin observa que no se sabe quién domina a quién en este relato (114). Hasta ahora no se ha prestado suficiente atención a la figura del narrador, quien es nuestra única fuente de información, y por eso me centro en él, en su superficialidad, sus prejuicios y su falta de perspicacia, los cuales son fundamentales para una mejor comprensión del texto. La incomprensión es el leitmotiv del segundo cuento de Mi hermana Elba, ‘La ventana del jardín’. Su narrador lucha con problemas de lengua y de lógica, se esfuerza por explicar sucesos y comportamientos, hace conjeturas y formula hipótesis, y una y otra vez se equivoca. Sus repetidos errores interpretativos y su manifiesta confusión ponen en cuestión su credibilidad como narrador 7 . La falta de agudeza mental es más pronunciada en el narrador de ‘El provocador de imágenes’. Identificado sólo por sus iniciciales, H. J. K., empieza por presumir de una memoria excelente para a renglón seguido hablar de sus fallos: [H]ay ciertos datos que escapan ahora a mis intentos de ordenación y emergen del pasado envueltos en una nube de sombras y murmullos. No consigo recordar, por ejemplo, la primera vez que me crucé por los pasillos con mi amigo José Eduardo E. ni, tan siquiera, si este encuentro original tuvo lugar algún día. (Fernández Cubas 1988a: 83)
La próxima oración aumenta nuestra duda en cuanto al grado de confianza que merezca el narrador: “Pero lo cierto es que su voz, extrañamente parecida a la de un famoso doblador de entonces, me produjo, aquella mañana, una incómoda sensación de familiaridad” (ibídem). La introducción del motivo del doble, recurrente en la obra de Fernández Cubas, y la referencia a una sensación de familiaridad nos alertan del hecho de que José Eduardo E. es el alter ego del narrador y por eso todo lo que le pasa a aquél afecta íntimamente a éste, quien por estar implicado en lo que ocurre no puede ser testigo objetivo e imparcial de ello. Los párrafos que siguen demuestran que en ciertos aspectos el uno es “el reverso de la medalla” (ibídem: 86) del otro. El narrador, muy pagado de sí mismo, es rico, bien vestido y pasa más tiempo en el bar de la Facultad que en las aulas, mientras que Eduardo es becario, mal vestido y estudiante aplicado. La variedad de formas que el narrador emplea para referirse a quien es su mejor amigo –José Eduardo Expedito, José Eduardo E., José Eduardo, J. Eduardo E., J. Eduardo, Eduardo- destaca el carácter camaleónico
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de éste y la fluidez de su identidad. Con el paso del tiempo, el narrador se da cuenta de que Eduardo siente una gran curiosidad por las reacciones de los demás y satisface sus deseos de experimentación sometiéndolos a diversas pruebas y provocando “imágenes”. Es como un titiritero que maneja y manipula a los otros o un actor que esconde su propio rostro tras una serie de máscaras. Su conducta en los restaurantes es especialmente insoportable y su cara suele adoptar “[u]na canallesca expresión de malignidad infantil” (ibídem: 88) cuando logra humillar a camareros y cocineros. La descripción de Ulla Goldberg, la mujer que tendrá un papel importante en la vida de los dos hombres, revela los prejuicios del narrador y sus ideas en cuanto a cómo deben ser las mujeres. Ulla, según él, no es físicamente atractiva y por eso no ofrece ningún interés: Su duro acento sueco me resultaba grotesco y sus enfermizos cabellos pálidos, cortados al estilo de cualquier institutriz de pesadilla, me parecieron de una total falta de respeto a las posibles ideas estéticas del prójimo. Reparé en los enormes zapatones que ahora movía nerviosa y mi mirada cambió al instante de dirección. (ibídem: 91)
La proliferación de calificativos negativos y la actitud tan condescendiente del narrador revelan tanto el carácter de él como el de ella. Una vez más, un hombre define a una mujer –o mejor dicho, lo que él despectivamente llama “aquel proyecto de mujer” (ibídem: 93)y la critica por no cumplir con sus ideas sobre la feminidad ni esforzarse por hacerse atractiva a los hombres como es el deber de las mujeres. El que Ulla no tenga ninguna sensibilidad para la moda –algo que le importa mucho al narrador- e insista en combinar lo incombinable (“[z]apatos beige, jersey rosado y falda celeste” [ibídem: 95]) le horroriza. Para su sorpresa, Ulla se convierte en la inseparable compañera de Eduardo y “el cobaya perfecto” (ibídem: 93) para sus experimentos sadopornográficos. Si Eduardo resulta cada vez más despreciable como personaje, el narrador no le va a la zaga 8 . Después de haber bebido demasiado una noche, no sólo vomita sobre el “irritante flequillo” de Ulla, despreciándola metafóricamente, sino que al día siguiente ríe “de buena gana” al recordar el incidente (ibídem: 95). El tono de superioridad que emplea H. J. K. hace resaltar la superficialidad de sus juicios, y sus referencias al conde Drácula, a la criatura creada por Victor Frankenstein, y al señor Hyde hacen
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hincapié en la idea de la monstruosidad de Ulla y la repulsión que ella le inspira. Algún tiempo después, un Eduardo borracho 9 cuenta que Ulla le ha engañado a él, que estaba experimentando con él, pobre ingenuo cobaya, que él ha sido víctima de ella y no al revés. Para colmo de perversiones e inversiones, ella anotó sus impresiones en lo que Eduardo creía ser inocente cuaderno de recetas y menús macrobióticos. Ahora el narrador emprende la búsqueda de Ulla y, cuando logra localizarla, ella le cuenta, “radiante” según él (ibídem: 105), que Eduardo se ha convertido en alcohólico y ha sufrido despidos, detenciones y humillaciones. La reacción del narrador es que “en aquel momento, los recientes y nefastos experimentos de Eduardo me parecieron un inocente juego de niños (…) Sentí una inmensa ternura por aquel entrañable ser” (ibídem: 105 y 106). No puede permitir que la insoportable Ulla venza a su mejor amigo y así inventa la patraña de que Eduardo no es alcohólico, sino que ha estado llevando a cabo un estudio serio y profundo de la cerveza. Según H. J. K., desaparece la euforia de Ulla y es sustituida por un profundo abatimiento. Como es de esperar, él tiene la última palabra 10 , pero los prejuicios, engreimiento y sensibilidad roma que ha demostrado durante el curso de la historia, amén de su identificación con su alter ego y la simpatía que siente por él, ponen en tela de juicio su visión de las cosas, visión que los lectores no pueden menos de cuestionar. Fernández Cubas astuta y hábilmente socava la credibilidad de este hombre que presenta una historia tan parcial y una imagen tan caricaturesca de una mujer perversa, manipuladora y monstruosa. Si por la boca muere el pez, las propias palabras del narrador le delatan y ponen en primer plano sus defectos. Molly Hite nos recuerda que las historias suponen siempre un punto de vista y se ponen de parte de alguien. La coherencia de una línea narrativa depende de la supresión de versiones alternativas que darían a los mismos hechos otros valores y énfasis (Hite: 4). Hite llama la atención sobre una estrategia empleada por muchas escritoras contemporáneas, la de presentar “the other side of the story”, es decir, la otra cara de la moneda o de la historia. Fernández Cubas modifica esta estrategia y hace evidente en ‘El provocador de imágenes’ que “the other side of the story” ha sido suprimida, que una vez más un hombre ha silenciado a una mujer o, notando la semejanza entre el nombre Ulla y Ella, se puede decir que ha silenciado a la mujer.
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Hace años Judith Fetterley formuló el concepto de “resisting reader” (Fetterley) o sea la lectora que resiste las intenciones de los textos que traten de dominarla y obligarla a aceptar una visión masculinista, como ocurre en muchas de las obras de Hemingway. Uno de los cuentos estudiados por Fetterley es un clásico de la literatura norteamericana: ‘Rip Van Winkle’. Fetterley demuestra que su autor, Washington Irving, presenta a la esposa de Rip como la mala de la pieza porque ella quiere que su esposo trabaje, sea responsable y mantenga a su familia en vez de holgazanear. Es obvio con quien simpatiza el narrador, y si una lectora traga la moraleja antifeminista que éste quiere endilgarle, se encontrará en la situación insostenible de identificarse con el “buenazo” de Rip y criticar a la “arpía” de su mujer. En ‘El provocador de imágenes’ Fernández Cubas fomenta nuestra resistencia contra la versión de los hechos que H. J. K. intenta imponer. Aunque Eduardo acusa a Ulla de ser “la más grande provocadora de imágenes que ser alguno pudiera concebir” (ibídem: 99), no queda claro si es verdad o no; el título del cuento, el cual señala a un hombre y no a una mujer, da a pensar que no. Si Ulla de hecho ha estado controlando y engañando a Eduardo, lo tiene bien merecido 11 . En ‘Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda,’ Nunca se sabe, ‘En los parques, al anochecer’ y ‘El provocador de imágenes’, Riera, Monsó, Mayoral y Fernández Cubas enfocan las relaciones entre las mujeres y los hombres, los papeles que les adjudica la sociedad y las ideas en cuanto a la identidad femenina y masculina 12 . Subvierten conceptos tradicionales, o sea masculinos, en cuanto a los roles que son apropiados para los dos sexos y la conducta que es “correcta” para cada uno. Por medio del uso de transgresiones de normas sexuales y textuales, las cuatro autoras ponen en ridículo y desestabilizan estereotipos genéricos, valores anticuados y relaciones de poder que son nocivas para las mujeres. Su crítica es indirecta y por ende más eficaz.
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Notas *
Manifiesto mi sincero agradecimiento a Mecedes Mazquiarán de Rodríguez por su atenta lectura de este ensayo y sus valiosas sugerencias. 1 Te entrego, amor, la mar, como una ofrenda [‘Te deix, amor, la mar com a penyora’] fue publicado originalmente en catalán en 1975 y Nunca se sabe [No se sap mai] en 1996. “El provocador de imágenes” se publicó por primera vez en Mi hermana Elba (1980). 2 El cuento ha sido muy estudiado. Véase la bibliografía incluida en Cotoner. 3 En A Thousand Splendid Suns, que tiene lugar en Afganistán, una madre le advierte a su hija que “Like a compass needle that points north, a man’s accusing finger always finds a woman. Always” (Hosseini: 7) [Como la aguja de una brújula que señala el norte, el dedo acusador de un hombre siempre encuentra una mujer. Siempre]. Fuera de Kabul, como apunta Hosseini, las tradiciones patriarcales están arraigadas y no será fácil extirparlas. 4 Sobre la novela véase también Lunati 2002. 5 Conviene preguntar a quién corresponde determinar qué es positivo y qué no lo es. 6 Para un análisis más detenido de este cuento y otros dos de Mayoral (‘Sólo pienso en ti’ y ‘El buen camino’), véase ‘¿Feminismo postfeminista?’, donde Rosalía CornejoParriego estudia cómo Mayoral parodia códigos patriarcales y feministas, alejándose de los postulados del feminismo tradicional (2003: 596). Véanse también ‘Conversando con Marina Mayoral’, donde la escritora habla de su gusto por “las historias irregulares” (Cornejo-Parriego 2000-2001: 817), y Eunice Myers, quien lee ‘En los parques’ en función de las ideas de Julia Kristeva (Myers). 7 Sobre este cuento véanse Folkart: 45-56, Valls: 18-19, y Glenn 1992: 126-129. A diferencia de Riera, Monsó y Mayoral, Fernández Cubas estudió Derecho y Periodismo. Dejó esta última carrera para dedicarse plenamente a la narrativa. Su obra ha sido objeto de muchos estudios; véanse las bibliografías incluidas en Folkart y en Glenn y Pérez. 8 Recordemos la expresión informal “Dios los cría y ellos se juntan”. 9 Son notables los excesos alcohólicos de los dos hombres. 10 Casi siempre tiene la palabra él. Las poquísimas intervenciones de Ulla suman sólo 48 palabras en un relato de 27 páginas. 11 Acabado este ensayo, me llegó el estudio de Rebeca Martín sobre la figura del narrador no “fiable” en la obra de Fernández Cubas. Martín comenta brevemente ‘El provocador de imágenes’ (140), pero su lectura del cuento difiere de la mía. 12 Queda para otra ocasión un estudio comparativo del cuento de Fernández Cubas y la novela No se sap mai, de Monsó, publicado dieciséis años más tarde.
Bibliografía Alonso, Santos. 1991. ‘Te dejo el mar. Elogio del sentimiento.’ En: Reseña, 222: 31. Bellver, Catherine G. 1993-1994. ‘Entrevista con Marina Mayoral.’ En: Letras Peninsulares, 6, 2-3: 383-389. Bloom, Harold. 1975. A Map of Misreading. New York: Oxford University Press. Brooks, Ann. 1997. Postfeminisms. Feminism, Cultural Theory and Cultural Forms. London: Routledge.
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