L A G R A N J A D E C H O Q U A R D V I C T O R C H E R B U L I E Z
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L A G R A N J A D E C H O Q U A R D V I C T O R C H E R B U L I E Z
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Editado por elaleph.com
Traducción: Jaime Brull 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LA GRANJA DE CHOQUARD
LA GRANJA DE CHOQUARD PRIMERA PARTE I Eran las tres o cuatro de la tarde cuando el doctor Larrazet llegó en su calesa, a un pequeño caserío perteneciente a la comarca de Mailly. El caballo se detuvo solo, delante de la puerta cochera de la granja de Choquard. Bien que el doctor fuera chico y grueso, y tuviera espesas cejas cenicientas que le caían en mechones sobre los ojos, dándole un aire grave, y los dijes de su reloj de repetición cargasen su vasto abdomen con un peso inútil, no dejaba de ser vivo y listo en todos sus movimientos. Saltó ligeramente a tierra y dijo: -Sultán, seamos prudentes. Estaré de vuelta dentro de un minuto. 3
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Habría podido ahorrarse la recomendación de prudencia a Sultán, un buen animal, buen trotador cuando era preciso y el caso era serio; pero le gustaba descansar. Dejaba a su dueño todo el tiempo necesario para escribir sus recetas. El doctor estaba seguro de encontrarlo en donde lo había, dejado, inmóvil sobre sus patas, la cabeza gacha, moviendo apenas las orejas y no sirviéndose sino de cuando en cuando de la mal provista cola, para espantar las moscas que atentaban contra su reposo. Sin pensar en defender su cráneo de los ardores de un sol de verano, el señor Larrazet entró al patio, llevando, como de costumbre, el sombrero en la mano y la mano a la espalda. Se dirigió a la vaquería, en donde, con razón, creía encontrar al enfermo para el cual había sido llamado, un hermoso vaquero suizo, rubio, de ojos azules, que desde hacía varias semanas no comía, ni dormía, parecía consumirse. Por inquietante que fuese su estado, ese pobre diablo se obstinaba en trabajar. En ese, mismo momento, sentado en un taburete de un solo pie, con un balde de fierro entre las rodillas, la cabeza inclinada, la mano en la ubre, se disponía a ordeñar una vaca. En cuanto vió al doctor, se levantó, se descubrió, arrugó entre sus dedos 4
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su gorro de algodón, mientras el taburete, atado a la cintura por una correa, le colgaba por detrás y le golpeaba las pantorrillas. El doctor lo interrogó; y respondió lo mejor que pudo, es decir, muy mal. Apenas chapurreaba algunas palabras de francés, que uso valientemente para explicar su mal, así como Sultán se servía de su corta cola para espantarse las moscas. Por suerte, el doctor se las daba de tener buen ojo clínico, y no era necesario explicarle mucho, pues pronto quedaba enterado del enfermo y de su enfermedad. Al salir de la vaquería, se encontró con una mujercita canosa, campesina o burguesa, según los casos, pero en general más burguesa que campesina, que, habiéndole visto llegar, lo esperaba, atisbándolo, en la cocina. Calzada con zuecos de madera, en la cabeza una cofia encarrujada, cuya irreprochable blancura hacía resaltar lo obscuro de su flaco pescuezo y de su nuca color de pan de centeno, llevaba encima del vestido de percal un gran delantal de tela gris, que, cerca de la cintura, inflaba un gran manojo de llaves que no abandonaba jamás. En el anular de la mano derecha, tan morena como el pescuezo, brillaba un anillo de oro macizo, del cual bien habrían podido sacarse cinco de los corrientes. 5
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Siempre alerta, siempre en movimiento, un poco angulosa en los hombros, la barbilla puntiaguda, el genio vivo, el humor adusto, pequeños ojos brillantes como brasas cuya mirada parecía destellar destellar voz seca, agria: que martillaba las palabras, hecha para mandar, tal era la señora Paluel, considerada por todos los cultivadores de los contornos como el modelo de las dueñas de casa impecables, por sus criados y obreros como persona dura con los pobres, por su cocinera Catalina como la mujer más averiguadora y que más detestaba el derroche. Pero si la señora Paluel detestaba el derroche, comprendía los deberes de la hospitalidad. Su primer cuidado fue proponer al doctor que entrara un momento al comedor para refrescar. El doctor se negó, alegando que había prometido a Sultán no hacerlo esperar. Inmediatamente, a una orden muda de su ama, Catalina, borgoñona gruesa y coloradota, salió de la cocina trayendo una bandeja con una botella de vino, una copa y un plato de mostachones. El señor Larrazet sabía por experiencia que el vino de Burdeos que en la granja de Choquard se bebía en los grandes días, era de excelente calidad. Se resignó a hacer esperar a Sultán, y mientras la señora Paluel destapaba la botella, se sentó a la sombra, en 6
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un banco de madera, cerca de unos rosales blancos que trepaban hasta las ventanas del primer piso. -¿Ese muchacho está seriamente enfermo? -preguntó la señora Paluel. -Tan seriamente, que no hay nada que hacer con él. Su vaquero suizo no se aclimatará jamás por aquí. Se ha dejado tontamente vencer por la enfermedad, Y, francamente, no le veo remedio. Apresúrese usted a mandarlo a sus montañas. -¡Qué desgracia! -exclamó la dueña de casa moviendo tristemente la cabeza. -¡Eh! No tiene usted sino que tomar otro vaquero. -Muy tranquilamente lo dice usted, doctor. ¿Se figura usted que cualquiera sabe ordeñar una vaca? Es un trabajo, que exige mucha dulzura, mucha paciencia, mucho cuidado y, sobre todo, mucho aseo. ¿Creerá usted que un día sorprendí al otro vaquero echando la leche en una vasija en que había puesto el agua con que había lavado las ubres? -Es un crimen y una infamia -respondió el doctor, saboreando el vino; -pero, ¿qué puede hacer?... No tome usted las cosas a lo trágico, señora Paluel. Usted tiene la manía de buscarse preocupaciones. 7
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El doctor decía la verdad. La señora Paluel era la más preocupada de las mujeres, aunque tenía mil razones para no serlo. Pero era necesario que siempre estuviera inquieta por alguien o por algo. Daba demasiada importancia a los detalles, las moscas se le convertían en elefantes. Llevando hasta el furor la pasión del orden y del detalle, una mancha de moho, una cacerola que no tenía todo su brillo, una escoba que no estaba en su sitio, un grano de polvo en una mesa, una tela de araña en la lechería, bastaban para ponerla de mal. humor durante la mitad del día. Cuando las cacerolas estaban irreprochables y las escobas en su sitio, y no tenía motivo alguno para molestarse, se los procuraba imaginarios. El criado que todas las tardes llevaba la leche a Brie, de donde era expedida por ferrocarril a París, no salía jamás sin que el ama dejara de anunciarle que iba a detenerse en una taberna y a perder el tren. A menudo, despertaba sobresaltada, a media noche, convencida de que la sirvienta a quien en el día había mandado a la cueva a sacar vino, había dejado la espita abierta y el barril se había vaciado completamente: o que sus quesos no habían sido dados vuelta, o que una vaca iba a enfermarse, o que el ternero que estaba por nacer se presentaría mal. Después de todo lo 8
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cual, se encontraba con que la leche había llegado a la estación veinte minutos antes de que saliera el tren, que sus quesos habían sido dados vuelta en el momento oportuno, que el barril no estaba vacío, la vaca estaba sana y el ternero ya mamaba. Pero había tenido el placer de prever cincuenta desastres que no se habían realizado. Los tormentos que le causaba su desgraciada imaginación, se revelaban en toda su persona, en sus gestos, en la impetuosidad de sus movimientos, en la flacura de su garganta, de tendones demasiado salientes, y en la rudeza de su palabra. Bien que apenas tuviera sesenta años, tenía la frente y las mejillas surcadas de arrugas grandes y pequeñas, que daban a su cara cierto parecido con las costas montañosas labradas por la lluvia. Después de todo, es posible que, si no se hubiera preocupado tanto de todo, su propiedad, llamada "El Choquard", no hubiera sido tan bien gobernada ni alcanzado tanta prosperidad. -Lo lamento, querida señora -siguió el doctor; -pero no siento ninguna simpatía por sus inquietudes. Porque, contándolo todo, ¿cuántas hectáreas de buena tierra tiene usted en cultivo? -Doscientas sesenta. -¿Y cuántos arados posee usted? 9
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-Doce. -¿Cuántos caballos? -Diez y nueve, todos normandos. -¿Cuántas vacas? -Treinta y tres, flamencas y bretonas, y treinta terneros. -Agreguemos cuatrocientos corderos. -Cuatrocientos cincuenta. -Razón de más... Le digo, señora Paluel, que cuando se posee todo eso, sin contar los bueyes de trabajo, debe dejarse las penas a los pobres diablos que no tienen sino un par de ojos para llorar. Y el doctor abarcó con la mirada el patio pavimentado que se extendía delante de él, y que antes había sido el claustro de una abadía, convertida en granja por la Revolución de 1789. Todavía lo dejaba ver una vieja capilla, convertida en granero, que conservaba sus ventanas ojivales, el campanario y la cruz, coronada por un gran pájaro que no era un gallo. Desde el banco en que estaba sentado, el doctor veía al frente una gruesa torre, redonda, convertida en palomar, que tenía delante la armazón de fierro de un pozo. Después de la capilla, seguían las cocheras; y a mano derecha los establos y la lechería. 10
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El patio, por un pasadizo abovedado, se comunicaba con otro, en que, bajo grandes galpones, se veían largas filas de carros. Al lado opuesto, una huerta inmensa, cercada por un muro, por encima del cual se veían las copas de los perales cargados de frutas. Una segunda huerta estaba destinada a los pavos y a los conejos, que vivían allí en libertad. Dos enormes carros, uno de avena, otro de pasto, acababan de entrar al patio, haciendo rechinar sus ejes. La avena tenía el color de la miel; el pasto embalsamaba el aire, y a su perfume se mezclaba un olor de vaca, de crema, de carne asada, de pan caliente, de frutas maduras, de vino generoso y de nutritiva abundancia. Los caballos, alegres, se agitaban entre las varas y querían morderse, y los carreteros jugaban. Seis gatos y tres perros, acostumbrados a esos espectáculos, dormían tranquilamente, tendidos al sol. Varias gallinas picoteaban el suelo, y otras, buscando el fresco, se habían amontonado a la sombra de un carro desenganchado. A su cloqueo, se unía el lejano balido de los corderos, cautivos y solitarios, que, sus madres habían abandonado para acompañar al campo el rebaño.
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-Digo y repito -exclamó el doctor- que hay muchos reinos que valen menos que éste, cuya reina madre es usted. Hacía mucho tiempo que el señor Larrazet llamaba a la señora Paluel la reina madre del Choquard, y en ese sobrenombre nada había que pudiera ofenderla. Le reprochaba con justicia que se creara preocupaciones; pero era falso el reproche de que no sintiera su felicidad. La señora Paluel la comprendía bien; sabía lo que vale la gloria de ser una de las reinas de los grandes cultivos en esa rica región; no hubiera cambiado su suerte por la de la emperatriz de las Indias. Hasta sus preocupaciones formaban parte de su orgullosa felicidad. Compadecía de todo corazón a las gentes que no tienen nada por qué inquietarse, a las mujeres que no tienen una gran casa que gobernar, siete u ocho criados que alimentar, cincuenta obreros que reprender, una lechería que dirigir. Se irguió, hinchando las ventanillas de la nariz, y dejó vagar en torno suyo su mirada brillante y altanera. Era una Isabel de Inglaterra, una Catalina de Rusia, en chanclos de madera. Pensaba, sin decirlo, que, gracias al orden que hacía reinar en su casa, gracias a la atención con que impedía todo derro12
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che, gracias al arte que tenía de proveerse en tiempo oportuno y de sacar partido de todo, se le debían en buena parte los buenos negocios que se hacían y los escudos que todos los años se ponían en el Banco. Se rendía a sí misma el homenaje de reconocer que sacaba de la mantequilla y de las aves una suma casi igual al alquiler de la granja, y se vanagloriaba de que, si la lechería daba, un año con otro, de quince a veinte mil francos, se debía a ciertas tortas de semilla de lino y de colza que sólo ella sabía preparar. Plegaba sus labios una semisonrisa que era la expresión suprema de su felicidad. Era muy raro que sonriera completamente, y nadie recordaba haberla visto reír nunca. -¡Ah! señor Larrazet -dijo, llenándole de nuevo la copa, -por más que usted diga, todo eso da mucho trabajo. No es oficio cómodo el nuestro. Es preciso hacer tantos adelantos a la tierra, que es una ruina. Y después, se depende de demasiadas cosas y de demasiadas personas: del sol, de la lluvia, del granizo y de un montón de imbéciles que no saben nada y estorban para el trabajo. ¡Ah! ¡el trabajador, señor Larrazet, es una miseria, es una cruz! El gran cultivo está muy enfermo. Sabe Dios si el año próximo podremos cosechar y guardar el trigo. 13
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Luego, alzando la voz, para hacerse oir de todos los pares de orejas, visibles e invisibles, que podían haber por allí, de modo que el patio entero, caballos, gallinas, perros y gatos, aprovecharan la lección: -¡Que Dios tenga piedad de nosotros -continuó. -Mucho lo necesitamos, porque ya no se puede contar con nada. Criados y trabajadores, todos son iguales. Tienen pretensiones grandes como camellos y fuerza de conejos. Por más que se busque, no se encuentran sino brazos flojos y cerebros al revés. No se hace bien sino lo que se arua, y ahora la juventud sólo ama el placer. Quieren ganar la vida sin trabajar, o irse a las ciudades, para hacer lo que quieran y vivir de lance. Su negocio es comprar nubes y vender viento. Y hasta los extranjeros empiezan a pedir salarios disparatados. Agregue usted que, al primer capricho, se mandan mudar y le dejan a una plantada. Ayer se me fueron doce sin avisar, ¡y Dios sabe si el trabajo apura!... En verdad, yo me pregunto a dónde vamos, qué va a ser del mundo. -¿Qué quiere usted? -respondió el doctor. -Vivimos en un siglo que ama el movimiento y las novedades. Antes, cada cual deseaba pasar su vida en la casa en que había nacido; ésa es una felicidad que ya no apreciamos, que huele un poco a moho. 14
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La tierra circula de mano en mano y el hombre circula como la tierra. Además, hay los ferrocarriles, que convidan a viajar. El hombre se mueve, se transplanta, según le empuja el viento o la esperanza. Los unos se encuentran bien; otros se muerden los dedos. Su vaquero suizo hubiera hecho bien en no dejar sus montañas. De diez hombres que se transplantan, hay, por lo menos, ocho que vegetan. Se echa de menos el campanario de la aldea; pero el amor propio se mete, vienen los caprichos, y se producen los hombres sin función fija, que son siempre desgraciados. La felicidad está en adaptarse a su medio, lo que exige cierta ductilidad natural, o una educación muy inteligente. Sí, señora Paluel, la adaptación al medio, ése es el secreto de la felicidad... Pero no se adapta quien quiere. No sólo el vaquero suizo se encuentra fuera de su centro en la granja del Choquard. Verdad es que aquel a quien me refiero es un caso diferente: no echa de menos su aldea; le han llamado, ha venido, y eso le fastidia. -¿De quién habla usted? -preguntó la anciana, con tono vivo, casi irritado. El doctor se divertía en hacerla rabiar y continuó: 15
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-Hablo, señora Paluel, de un hermoso muchacho que pasa aquí por tener el genio altivo y un poco brusco, de un hermoso muchacho que dio usted a luz hace treinta años. Me acuerdo, fue el primer parto que asistí cuando llegué a esta comarca. -¿Y lo piensa usted así, señor Larrazet? ¿A quién podrá usted hacer creer que Roberto se fastidia aquí? -No digo que se fastidie; no tiene tiempo. -¿A quién le hará usted creer, señor Larrazet, que ha vuelto contra su voluntad? -¡Ah! ésa es otra cuestión -replicó el doctor, sacudiendo su pañuelo para alejar una avispa que se obstinaba en zumbar en torno de su desnuda cabeza, con la loca idea de que su reluciente cráneo había sido creado para ella y podía servirle de algo. -Esa es otra cuestión. ¿Necesito contarle esa historia, para demostrarle que la sé? Héla aquí, punto por punto... Roberto tenía un padre, que salía por la mañana, que era muy vivo, y él lo era tanto como su padre. Le había enseñado a manejar el arado, el látigo del carretero, la hoz del segador, las tijeras del esquilador y a predicar con el ejemplo a todo el mundo. Pero no estaban hechos de la misma pasta el padre y el hijo. Aquél decía, con cualquier motivo, 16
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"Es la costumbre; es preciso seguirla"; y el hijo respondía con altivez: "El progreso es una linda cosa; y es menester marchar con el siglo." Y soñaba con labrar los campos con máquinas a vapor. Concluyeron por no entenderse; se pelearon; cambiaron palabras duras, y un buen día el hijo saltó de la casa para enrolarse en el ejército. Peleó contra los árabes, contra los prusianos; pero sus inclinaciones eran ser marino. Salió del ejército y se embarcó, como marinero, en un buque que iba para las Antillas. Durante la travesía, adquirió tan pronto la experiencia de las cosas del mar, se hizo tan útil y agradable al capitán, que éste le tomó cariño y le prometió que un día lo tendría como segundo a bordo. Roberto creyó haber encontrado su porvenir; pero un día, al desembarcar en el Havre, encontró una carta en que su madre le anunciaba que su padre había muerto hacía dos meses, de resultas de una caída, y le llamaba a su lado, pues tenía necesidad de él para que no marchara a la ruina la granja del Choquard. Gran conflicto, gran combate. De un lado, el Océano, el deseo, la esperanza, la profesión que se ama, la vocación imperiosa; del otro, una madre que ruega y suplica, que manda y llama. Cuando se tiene corazón y después de haber dado penas a su padre, se 17
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sabe que ha muerto sin haber podido abrazarlo, uno se cree, obligado a adorar a su madre, a no negarle nada. Se cree que hay una deuda que pagar y se la paga con usura. Esas consideraciones vencieron a Roberto, que volvió con la muerte en el alma. Y he aquí a un marino devuelto a sus bueyes, un futuro capitán de buque mercante, condenado al papel de agricultor a pesar suyo. Pero es razonable, ha tomado su partido, y me parece que, desde hace seis años que volvió, dirige bastante bien la granja. La señora Paluel no escuchó ese relato sino con un oído, dando señales de impaciencia, haciendo chocar de cuando en cuando sus chanclos de madera uno con otro. -¡El, marino! -exclamó. -Eso no tiene sentido común. Todos los Paluel han vivido dedicados a la agricultura. ¿El Choquard no les pertenece desde hace tres generaciones? ¡Irse a correr el mundo en un buque mercante! ¡Qué simpleza! Los Paluel no son gente que se van son gente que se quedan. La señora Paluel prefería las gentes que se quedan a las que se van. A decir verdad, sólo estimaba a las primeras; las otras le eran infinitamente sospechosas. 18
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-No digo lo contrario -siguió diciendo el doctor. -Pero, aunque uno se llame Paluel, puede tener sus gustos, sus preferencias. Hay hombres que no se complacen sino en las empresas peligrosas; les gusta confiar al azar algo en su vida; no sienten todo el precio de la vida sino cuando están en peligro de perderla, de ser muertos por la bala de un árabe o devorados por un tiburón... Pero no se enoje usted, buena, señora. ¿No le he dicho que Roberto es razonable? Si tiene penas, a nadie le habla de ellas. Creo, sin embargo, que, para retenerlo definitivamente, necesitaría una mujercita buena y bonita a quien amar mucho. Los años pasan, ¿qué espera usted, señora Paluel, para casar a ese buen mozo? La señora Paluel se puso colorada hasta el blanco de los ojos y se mordió los labios hasta sacarse sangre. Ese era el gran problema que de noche le quitaba el sueño, y que siempre tenía en la cabeza, sin saber cómo resolverlo. ¿Si su hijo se quedaba soltero, se había preguntado una y mil veces, a quién le correspondería la herencia? Los tronos y los imperios requieren herederos; ¡y qué imperio la granja del Choquard! Sí, era necesario un heredero; y muchas veces había visto en sueños ese niño que anhelaba, para el cual sería la más cariñosa de las 19
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abuelas. Pero para tener ese nieto, era preciso resignarse a tener una nuera; y si de antemano adoraba al nene, de antemano también detestaba a la nuera, rubia o morena, gorda o flaca, chica o grande. ¡Recibir en su casa a una extraña, que se mezclaría en sus cosas, daría órdenes, tendría ideas y voluntad propias, mandaría como en lo suyo en la huerta y el corral, en la cocina y en la lechería! Habría rozamientos, conflictos, dolorosas divisiones del poder. Decidida- mente, la nuera le daba horror. Pero, ¿iba a renunciar al nieto? ¿Por qué no caería del cielo, ya hecho, blanco y rosado, gordito, risueño? El niño y la nuera, la nuera y el niño, ¡qué problema! ¡Qué embarazo! ¿Qué escoger? ¿Qué resolver? Era la más grande de sus preocupaciones; pero no se la comunicó al señor Larrazet. Había cosas que no se las decía a nadie, que apenas se atrevía a decírselas a sí misma. En ese instante, vio a un mozo que acababa de dejar un balde en medio del patio y, las manos en las caderas, miraba al cochero ocupado en reparar un arnés. Dio algunos pasos hacia él, haciendo sonar sus chanclos en el piso, y le gritó con su más aguda voz : 20
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-¡Pedazo de ocioso! ¿Has plantado el balde para que crezca? No me gusta la gente que pierde el tiempo ni las cosas que no están en su sitio. El doctor se levantó como movido por un resorte, temeroso de que la señora Paluel le comprendiese en la categoría de las cosas que no están en su sitio. -A propósito -dijo, cómo está mi enfermita del año pasado? ¿La viruela le ha dejado señales? -Parece que no -contestó la señora. -Y aunque así fuera, ¿en dónde estaría el mal? No es coqueta, a Dios gracias, y sabe bien que, de cara, no tendría mucho que perder. -No es tan fea como todo eso... Y, señora Paluel, permítame que le diga que al recoger en su casa a la pobre Marieta Sorris, ha hecho usted a la vez una buena obra y un buen negocio. -Una buena obra, seguramente. Después, confieso que esa señorita no ha resultado mala; pero hemos jugado una partida gruesa. ¡Recoger en su casa la hija de un vagabundo, de un borracho! Roberto lo quiso... Maríeta Sorris era hija de un buhonero de los alrededores, que durante diez años había vendido su mercadería de aldea en aldea, de granja en granja; 21
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triste oficio en tiempo de ferrocarriles y de grandes bazares que mandan todo a domicilio. La chica había pasado varios años con las monjas, de quienes había sido a la vez alumna, obrera y criada. Cuando, a fuerza de caminar y de beber, el padre empezó a fatigarse, la tomó para que le acompañase en sus jiras y le ayudase a llevar las cajas que contenían los encajes, los carretes de hilo, los botones y cuellos, las agujas, algunas alhajas falsas que bien habría querido hacer pasar por verdaderas. Intentó iniciarla en el arte de hacer pagar caro; pero la muchacha tenía pudores desastrosos que echaban a perder el negocio y provocaban las reprensiones de ese amo exigente y un poco brutal. Una tarde, en el patio de la granja, fue atacado de delirium tremens. Pocos días después murió, y, gracias a Roberto, Marieta pasó a ser uno de los más preciosos instrumentos de la señora Paluel. -Esa muchacha me preocupa -dijo ésta. Su padre... -El peligro no es tan grande como piensa usted -observó el doctor -Creo, como usted, en el poder de la herencia; pero creo también que es corregida por la acción no menos fatal de la reflexión, y los niños son animales reflexivos. Rara vez heredan los 22
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vicios por cuya causa han sufrido. ¿Está aquí esa joven? Me gustaría verla antes de irme. -Sólo depende de usted, señor Larrazet. Está batiendo manteca. Cuando, precedido de la señora Paluel, el doctor entró en la lechería, una lechería modelo, una joven de veinte años, arremangados los brazos, se ocupaba en batir la manteca con una cuchara de. madera, bien impregnada de agua, para que el suero se escurriese. El doctor se acercó a ella, le acarició la barbilla, la condujo cerca de una ventana, y se convenció de que salvo dos o tres pequeños hoyitos en la raíz de la nariz, la viruela no había dejado huellas en su rostro. Frente baja, partida en partes iguales por crenchas de cabellos de color castaño claro, mejillas redondas, manos pequeñas un poco enrojecidas al extremo de dos brazos blancos, mucha frescura, una naricilla que parecía pico de gorrión: tal era Marieta Sorris, que, en verdad, no era ni fea ni bonita. Cuando se miraban de cerca sus ojos obscuros y su sonrisa, en que se revelaba la tranquilidad de un alma que no tenía gran cosa que reprocharse, parecía 23
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más que bonita; pero, para eso, era necesario ser un poco conocedor, y mirar muy de cerca. -He aquí una cara que hace honor a mis conocimientos -dijo el doctor. -Ni una señal. Cuando se quiera, puede mandarse a esta niña a la feria de los maridos. -Le ruego, doctor -repuso la señora Paluel frunciendo las cejas, -que no le meta en la cabeza ideas que no le convienen. ¿Quién se casaría con ella? -¡Cómo! Marieta -replicó el señor Larrazet, -¿todavía no tenemos novio? La joven volvió a batir la manteca, y por toda contestación sacudió la cabeza ruborizándose. -Bueno; yo declaro que el que se case con ella hará un buen negocio. Tendrá una mujercita, muy honrada, trabajadora, que no se queja nunca de nada, paciente cuando se enferma, llena de buen sentido, y, que, según se dice, no miente nunca. -Me la va usted a echar a perder con sus alabanzas- interrumpió la señora Paluel con creciente impaciencia. -¿Cree usted que no tiene defectos? Tiene muchos. -¿Cuáles? -Es horriblemente glotona. -¿Es cierto, Marieta? 24
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La joven contestó inclinando la cabeza. -La señora me reprocha que me gusten mucho las tortas. -¡Vaya por las tortas! Sostengo que quien ha visto a Marieta, ha visto la prudencia y la felicidad. -¡Bueno fuera que no! -exclamó la señora Paluel. -Aquí la hemos recogido y le damos todo. La joven sonrió y miró al doctor como diciendo: -Esa es una canción que Marieta Sorris ha oído muchas veces; pero es buena y todas las músicas le gustan. -Y ha sabido adaptarse al medio -siguió el doctor. -¡Bah! No te asustes, Marieta; eso quiere decir que tu manteca es excelente y que siempre estás de buen humor. Y diciendo esto, el doctor pellizcó en las mejillas a la joven; después miró el reloj. -¡Cómo pasa el tiempo en su casa, señora Paluel! Me voy. -¿A dónde va usted ahora, doctor? -le preguntó la señora, mientras le acompañaba a la salida. -A casa; pero, de pasada, me detendré en casa del venerable Ricardo Guepie, que ha ido a buscar25
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me dos veces sin encontrarme. Quizá, tenga algo que decirme. -O más bien algo que pedirle; porque esas gentes son muy pedigüeñas... ¡Ah! ¿Esos Guepie! La anciana pronunció este nombre con un acento que revelaba profundidades, abismos de menosprecio. Evidentemente, los Guepie representaban por excelencia la raza que aborrecía, la raza de los hombres que se dedican a comprar nubes y vender viento. Camino de su casa, el señor Larrazet, se puso a pensar en el vaquero suizo, en Roberto Paluel, en Marieta Sorris, lo que le llevó a recordar su propio pasado. Como todos, había tenido en su juventud ambiciones que la vida no había realizado. Había jurado formarse un nombre en la ciencia y no lo había conseguido, debiendo resignarse a ser médico de provincia, de pueblo, de campo. Se había casado con una viuda bastante fea, pero de carácter dulce y que poseía alguna fortuna.. Y las horas sucedieron a las horas. Era filósofo, y a su filosofía agregaba una multitud de pequeñas curiosidades, aficionado como era a entrar en los detalles menudos de la vida de su prójimo, lo que es un gran recurso contra el fastidio. Pero; con los años, le entraron escrúpulos; 26
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volvió a leer, a trabajar; empleó sus economías en rehacerse una biblioteca y en construirse un laboratorio; hacía experimentos sobre los venenos vegetales; soñaba con escribir un tratado de toxicología de que se hablase en la Academia de Medicina. Por eso, había abandonado una parte de su clientela a algunos colegas. Fuera de sus viejas relaciones, a las cuales había quedado fiel, escogía sus clientes, se reservaba los casos interesantes, y, calzado de pantuflas bordadas por su mujer, pasaba tardes enteras entre sus alambiques y probetas. Una holgura honesta, una casa confortable, buena comida y de cuando en cuando algo especial, conocido y respetado de todo el mundo, algunos amigos y ningún enemigo, mucho escepticismo templado por mucha benevolencia, un poco de charla, un poco de comadrería, un poco de ciencias, puercos y conejos de Italia que envenenar, un gran libro que se piensa escribir; que debe aparecer el año próximo y que, no aparecerá nunca... eso basta para la felicidad de un hombre. Con todo, el doctor Larrazet se decía de vez en cuando : -Es demasiado tarde para volver a empezar; nunca seré nada. Sin embargo, ¡si hubiera querido! 27
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II Nada se parecía menos a la granja de Choquard que la pequeña posada de La Fama de los Estofados, perteneciente a los Guepie, que, seguramente no eran de la misma madera que los Paluel. Pasaban en la comarca por gente de conciencia poco rígida, de poca palabra, dotados de esa clase de imaginación que toma un sueño por una solución, audaces en sus dificultades, seguros de encontrar un medio para salir de ellas, creyentes en el dios Quizá, en su sacra majestad el Azar, que, en el día preciso, hace que nos encontremos un billete de mil francos en un foso, o un tonto que nos los preste. Compradores de nubes, vendedores de viento: esa definición les venía muy bien. Habían circulado rumores alarmantes sobre Ricardo Guepie. Se decía que, hacía algún tiempo, ha29
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bía pedido prestados cinco mil francos a uno de sus tíos, que murió pocos meses después. No se encontró el pagaré; se sospechó que Ricardo lo había hecho desaparecer. Hubo proceso; por falta de pruebas, se desechó la acusación, pero el negocio pareció sucio. Lo cierto es que Ricardo había heredado de su padre una pequeña granja que iba mal, y que, en sus manos, marchó todavía peor. Carecía absolutamente de previsión, y su mujer no tenía orden. Se atrasó en los pagos, se endeudó, pidió prestado a Juan para pagar a Pedro, abría un agujero para tapar otro. Por fin, fue ejecutado; y entonces, dejando a sus hijos que se las arreglasen como pudieran, se fue a Africa. Lo que hizo allí, nadie lo supo nunca. Aparentemente, la providencia de los perezosos acudió en su ayuda. Algunos años más tarde, reapareció en Brie; había enviudado y traía algunos miles de francos en el bolsillo. Tuvo otra suerte: se conquistó una cocinera de buena casa, llamada Palmira, que había sisado mucho. Hacía tiempo que estaba al servicio de una rica inglesa, la señora Pommery, que se había casado en Francia y pasaba el invierno en París y la mitad del verano en Brie. La señora Pommery no quería deshacerse de Palmira, cuyos talentos apre30
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ciaba. Todo se arregló: Palmira se casó con Guepie y no abandonó su puesto. Con el dinero que había traído de Africa y algo que le prestó su mujer, Ricardo compró una casita y un campo. Primero, se dedicó al cultivo de las rosas; después, a la crianza de puercos, gansos y pavos. Hasta que un día se convenció de que había nacido para posadero; pero, para realizar su destino, necesitaba tener consigo a su mujer, que la señora Pommery consintió, por fin, en devolverle. El posadero de la Fama, que tenía sus economías, pensaba dejar el negocio; los esposos Guepie lo compraron. El matrimonio se entendía bien. Ricardo no era brutal; lejos de eso, tenía maneras amables. Cuando tomaba a alguien por un botón, para contarle sus desgracias o sus esperanzas, costaba un triunfo desprenderse de él. Los cabellos rubios y la barba colorada de ese astuto posadero, exhalaban un vago olor de resina, y, como la pez, era amarilloso, húmedo al tacto. El señor Larrazet decía de él que tenía las manos pegajosas y la sonrisa viscosa. Su mujer era una persona manoteadora y sentimental. A pesar de algunos excesos de la lengua o de las manos y de las vivacidades de una sangre tostada por los hornillos, las gentes que algo la 31
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conocían creían que tenía un corazón de oro. La verdad es que tenía los ojos tiernos, un poco enrojecidos, siempre húmedos. En cuanto se separó de la señora Pommery, Palmira abandonó el corsé, que le incomodaba, y su Manual de la perfecta cocinera, que no había podido mirar sin remordimientos, pues estaba bien resuelta a no cocinar en adelante sino como para posada. No hay peor envenenador que un buen cocinero, que no se preocupa de lo que cocina; no hay peor barbarie que la barbarie sabia. Los pensionistas de la Fama, lo comprobaban a costa suya. Sin embargo, habrían debido considerarlos, porque eran el mejor recurso de la casa. Como estaba situada en un bonito paraje, se veía frecuentada por pintores de París, y por burguesas anémicas deseosas de campo. Durante los primeros días, se les trataba bien, la comida era decente; pero, a poco, los huevos dejaban de ser frescos, el asado apestaba, los estofados eran mezclas sospechosas, las salsas se pegaban en el paladar. Si alguien se quejaba, Palmira protestaba y gemía; Ricardo se enojaba, se exaltaba, juraba por su honor que su carne no tenía otro defecto que ser demasiado fresca, lo que la ponía un poco dura. ¡ Plugiera al Cielo que lo fuera! 32
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Una noche, una pensionista notó y constató que había bichos en su cama. Era melindrosa; hizo gran alharaca con su descubrimiento; por más que ambos esposos razonaron o lagrimearon, al día siguiente se mudó. Eso perjudicó al establecimiento. En cuanto a los meses de invierno, no había otros clientes que algunos carreros de paso, algunos obreros de campo que iban a tomar una copa en el mesón o a jugar a las cartas. Un año con otro, las entradas apenas cubrían los gastos. Por eso, Ricardo empezaba a disgustarse de su posada. El viento había cambiado: se creía nacido para la molinería; pensaba adquirir uno de los molinos de Jéres. Pero, ¿con qué dinero? Ese era su secreto. Ricardo Guepie había tenido de su primera mujer cinco hijos: Irmos, Claudio, Felipe, Polidoro y Jeremías, todos tan poco dispuestos como él a trabajar y a sembrar. Les gustaban los oficios ambulantes, ir de una parte a otra. Irmos había entrado a trabajar en lo de un arrendador de coches en Brie, y, mientras azotaba los caballos, combinaba en su cabeza una multitud de sucesos inverosímiles, mediante los cuales su patrón le daría su hija en matrimonio, y le dejaría sus caballerizas, sus coches y todo lo que tenía. 33
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Claudio, se había hecho negociante en aves. Durante seis meses iba a ofrecer huevos y gallinas a los castillos y buenas casas de los alrededores, y empleaba concienzudamente el invierno en comerse los pesos que había juntado en el verano. Había tantas veces vendido gallinas viejas como nuevas, que su crédito estaba bastante quebrantado. Felipe se había hecho repartidor de diarios. Todos los días caminaba sus cinco leguas, con botas que le llegaban a la cintura, corriendo como una liebre, a veces medio borracho. De lejos se oían sus estruendosos gritos; sabía decir chistes; las mozas de las tabernas lo encontraban simpático. Para decirlo todo, una vez fue llevado a la policía por haber distribuido periódicos pornográficos; pero el juez, por un caso de indulgencia, resolvió que había procedido por ignorancia. Polidoro, rubio como su padre, después de haber sido soldado, era guardabosque del marqués de Montaillé, y tenía fama de hacer buenas migas con los cazadores furtivos. En cuanto a Jeremías, nacido en Africa, había obtenido, gracias a protecciones poderosas, un puesto en la aduana interna de París. Encantado con su uniforme verde, veía en el humo de las innume34
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rables pipas que todo el día fumaba, ascensos extraordinarios, un porvenir prodigioso, toda clase de felicidades que nunca, debía alcanzar. Seis años después de haber venido al mundo Jeremías, Guepie tuvo una, hija de su segunda mujer, a pesar de que a la señora Pommery se le había prometido no tenerla. Fue una sorpresa, desagradable, una verdadera pena; ambos esposos se reprocharon recíprocamente el enojoso accidente. Ocurrió que, por obra de misterioso atavismo, esa niña fue una rubia deliciosa, de cutis resplandeciente, de ojos color de esmeralda. A pesar de su disgusto, la señora, Pommery, que era una buena mujer, consintió en servirle de madrina. Fue ella quien pagó los meses de nodriza y más tarde los gastos de la escuela; debía pagar también otra cosa. Durante los primeros años Aleth no veía a su madre sino de cuando en cuando: vivía en casa de su padre y en compañía, sucesivamente, de las rosas y de los puercos. Ni su cutis florido ni sus ojos verdes hacían que le quisiera a ese padre rencoroso, que no le perdonaba haber nacido: la castigaba, no apreciaba el valor de ese prodigio de belleza, que empleaba en guardar pavos. Pero ocurrió que un pintor que pasó por allí, se detuvo delante de la pavera, como un perdiguero de35
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lante de una perdiz. La retrató al lápiz; y después pintó al óleo un retrato suyo, de pie, que llamó la atención en el Salón. Esa aventura cambió de la noche a la mañana las disposiciones y los sentimientos de Guepie. Jamás había podido sacarles un centavo a sus cinco hijos; pensó que esa hija era un capital que le produciría buenos intereses; que, gracias a su belleza maravillosa, no podía dejar de casarse algún día con un gran personaje, y que ese personaje sería la vaca lechera de su suegro, y le daría generosamente los cuarenta mil francos que necesitaba para comprar el molino de Rougeau. Todo ello le parecía claro y demostrado; su imaginación nunca le negaba nada. Desde ese día, la bella rubia, en cuyos ojos veía un molino, le fue particularmente querida, y la trató con atenciones que no había tenido para nadie. El incidente había ocurrido diez y ocho meses después de haber tomado posesión de su mujer, y cuando empezaba a disgustarse con la posada. Quien quiere el fin, quiere los medios; cuando se posee un diamante en bruto, es preciso tallarlo y engastarlo y cuando se ha dado al mundo una hermosa rubia destinada a casarse con un nabab, es necesario darle educación, convertirla en una señorita. A Palmira le 36
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costó algún trabajo coadyuvar a los planes de su ambicioso marido, a quien acusó de iluso. Después de tantos ensayos fracasados, dudaba de su genio, se reía de sus quimeras. Ricardo se creía con fuerza para alcanzar las estrellas; Palmira había aprendido de la señora Pommery que las estrellas suelen no venir cuando se las llama. Hubo discusiones al respecto, y se convino en recurrir al señor Larrazet. Había asistido a Palmira; quería mucho a los niños que había ayudado a venir al mundo. El doctor se burló de Guepie, y se rió en sus barbas. -Conozco -le dijo- un agricultor de la vecindad que necesita una lechera. Me encargo de recomendar a Aleth. Es hombre de buen sentido y de buena conducta; cuidará a la niña, que será un día su Marieta Sorris; pero, por el amor de Dios, no haga de ella una inútil. Después de la consulta al doctor, las discusiones continuaron vivas. Aleth, al principio, asistía a ellas con bastante indiferencia. Sabía que era muy bonita, sospechaba lo que valía, el pintor que la retrató no le había enseñado nada; pero, por otra parte, era perezosa, se preocupaba poco de ir al colegio. Todavía no comprendía; de repente comprendió. Su ima37
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ginación se exaltó; la ambición triunfó de su pereza. Cosa curiosa: Aleth no era coqueta. Había vivido hasta entonces en una especie de modorra, de soñolencia, haciendo bien o mal lo que le mandaban hacer, sin interesarse en nada. Se sentía admirada, y le era igual. Tiempo ha, había hecho su primera comunión, iba a cumplir quince años, y, sin embargo, sus ojos no le servían sino para buscar frutas en los árboles. Los elocuentes discursos de su padre le sacaron poco a poco de su torpe candor; las semillas que Guepie derramó a manos llenas en ese espíritu inculto, germinaron con sorprendente rapidez. Aleth reflexionó y resolvió. Su belleza era un capital del cual no sabía qué hacer. Cuando se convenció de que una muchacha bonita tiene más probabilidades que otra para salir de su condición mediante alguna conquista gloriosa, la vida, que le parecía insípida, le interesó súbitamente, como una partida que ganar. Fue una revolución; ese corazón dormido despertó sobresaltado, esa voluntad blanda que se abandonaba, se irguió como un gallo joven que siente que le salen las espuelas y entona el canto de los combates. Se acabó su inocencia: le mostraban el diablo, y el diablo le gustaba. Su madre la contó lo que había dicho el doctor, y se asombró al oír a esa 38
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muchacha que nunca había tenido opinión sobre nada ni sobre nadie, que el señor Larrazet era un imbécil. Poco tiempo después, la muchacha vio pasar por el camino, en un coche de lujo a la alcaldesa de Mailly, que se daba muchas ínfulas, y exclamó, rompiendo en dos la vara que tenía en la mano: -Un día yo iré en coche y ella guardará los pavos. El proverbio tiene razón: es preciso desconfiar de las aguas mansas. Guepie predicó, sermoneó a su mujer con tanto entusiasmo, que se rindió. Palmira fue a ver a la señora Pommery, le expuso el caso a su modo, le dijo que no sabía qué hacer de su hija, que tenía una inteligencia y una precocidad superiores a su edad y condición, y deseos de instruirse, furores de lectura casi inquietantes; y agregó que, si tuviera con qué, la pondría seguramente en un pensionado; pero, ¿y los recursos? La madrina de Aleth era una buena mujer, pero no exenta de contrastes, como ocurre a las inglesas. Se había convertido al catolicismo en Roma, pero eso no le impedía tener opiniones muy radicales: era partidaria de la abolición de los mayorazgos y de la Cámara de los Lores; le gustaba poner debajo lo que 39
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estaba encima y viceversa. Por otra parte, comprendía muy bien sus intereses; preveía con tiempo los accidentes y los prevenía. Su marido era hipocondríaco y lo cuidaba maravillosamente; pero sabía que no duraría mucho y sabía igualmente el número de meses y de semanas que su viuda necesitaría para consolarse. Había resuelto no volver a casarse, sino dedicarse a viajar, para lo cuál, en el momento oportuno, tendría necesidad de una señorita de compañía, y le pareció que Aleth Guepie podría desempeñar muy bien esas funciones. La hizo llevar a su casa, y nada de extraordinario encontró en su espíritu; pero confesó que era muy bonita y muy gentil. Autorizó, pues, a Palmira, para colocarla durante cuatro años en un pensionado, haciéndose cargo de todos los gastos. Sólo dijo que la muchacha aprendiese inglés y que el pensionado no fuese un convento. Era muy buena católica, pero no le gustaban las monjas. Durante los dos primeros años que la ahijada de la señora Pommery pasó en el afamado pensionado de la señorita Bardèche, cerca de Melún, manifestó verdadero fervor de novicia. Se aplicaba, hacía lo que podía. Tenía mucho amor propio; mayor que casi todas las otras novicias, se esforzaba en reparar 40
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el tiempo perdido. Sus cuadernos eran los mejor tenidos de la clase. Hizo notables y rápidos progresos en la ortografía; aprendió de inglés lo suficiente para escribir a su madrina cartitas poco correctas pero graciosas. No aprendió piano, que no le gustaba a la señora Pommery; y en cuanto a las otras ciencias humanas, trataba de aprender pero con mediocres resultados. Naturalmente benévola, la señorita Bardèche estaba dispuesta a reconocer que todas sus alumnas eran "naturalezas escogidas"; pero le gustaba particularmente Aleth, primero, a causa de la superioridad de su ortografía; después, porque era la más bonita, y, por último, porque la señora Pommery pagaba, sin hacer jamás la menor observación, las cuentas que le mandaba y en las cuales figuraban muchos extras. El tercer año todo se echó a perder. El primer ardor se había enfriado, y el colegio le parecía a Aleth una prisión. Habría deseado, por lo menos, pasar las vacaciones en casa de sus padres, pasear la gloria de su metamorfosis, mostrar a todos los que habían visto la crisálida, qué mariposa había salido de ella y echarles a los ojos el polvo de oro que brillaba en sus alas. Su padre no quiso saber nada, porque mientras estaba en el colegio no le costaba nada. 41
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Poco a poco, Aleth fue perdiendo el buen humor, poniéndose sombría, sensible a pequeñas contrariedades que antes la dejaban indiferente. Si continuaba bien con la directora, algunas de las pensionistas le causaban crueles disgustos. Algunas tomaban con ella aires protectores; otras la miraban por encima del hombro y la ponían en su sitio cuando intentaba familiarizar. Comprendía que la aislaban, y Aleth envidiaba y detestaba a esas princesas altaneras, bien vestidas, que llevaban alhajas. Alicia Cambois, la odiosa Alicia Cambois, tenía una sombrilla rosada, que llevaba a todoslos paseos, hubiera sol o no. Esa sombrilla respiraba insolencia. La pobre Aleth se confió a su madrina. Como el poco inglés que sabía no le proporcionaba palabras bastantes a su rencor, le escribió una larga carta en francés, en que derramó toda la abundancia de sus dolores. La señora Pommery hizo oídos de mercader, y le contestó en inglés que cada pájaro tiene su plumaje, que los pobres ruiseñores que se quejan de no estar bien vestidos deben consolarse cantando mejor que los pavos... Aleth encontró esa respuesta tan tonta, como desatenta, y escribió en una página blanca de uno de sus cuadernos: "Si yo soy un ruiseñor, mi madrina es una gansa." Y de día en día aumentaba 42
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su descontento de las otras y de sí misma. Por procedimientos insidiosos, consiguió en un gabinete de lectura una novela de capa y espada, que leía a escondidas. Esa novela no le satisfizo sino a medias: no encontró en ella ni su historia, ni sus penas, ni la figura de Aleth Guepie. Ocurrió un incidente que agravó el mal. Como todos los años, hubo una fiesta en el colegio, y un alumno de la Escuela de Aplicación de Fontainebleau apareció en ella con su uniforme de subteniente de artillería. Hizo sensación; y, con gran escándalo de las princesas, reservó todas sus amabilidades para Aleth: bailó con ella dos polkas, dos cuadrillas y un cotillón. Al día siguiente, Aleth supo por la directora que ese joven era de buena familia pero pobre. Eso resfrió súbitamente su entusiasmo: le gustaban las charreteras; pero lo brillante sin lo sólido le parecía poca cosa. Mas, a causa del subteniente, Aleth se peleó definitivamente con las princesas, las insultó, hasta golpeó a una; pero ellas respondieron con un mayor aislamiento, y, a pesar de que la directora continuaba siempre amable con ella, Aleth no pensó ya sino en salir del colegio. Escribió a su padre carta sobre carta, para decirle que estaba harta del pensionado, que allí nadie 43
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se casaba, que se moriría si continuaba un mes más en compañía de Alicia Cambois y de su sombrilla roja, que quería irse, que se iría, y una vez en libertad se encargaría de casarse, lo que no sería largo. Ricardo Guepie se conmovió muy poco con esas filípicas y jeremiadas, por considerar que, como de casta le viene al galgo, debía haber en ellas mucho que recortar. Pero al cabo de algunos meses recibió noticias que le inquietaron y le movieron a ir dos días seguidos en busca del señor Larrazet. Sólo que tuvo cuidado de no presentarse a la hora de las consultas, porque el doctor, para no tener muchas, las hacía pagar al contado a los que tenían con qué atendiendo gratis a los demás. En rigor, Ricardo tenía con qué pagar; pero le gustaban los plazos largos, y su médico, como su abogado, habían visto muy pocas veces el color de su dinero. Cuando llegó al camino real, frente a La Fama de los Estofados, el señor Larrazet vió un carrero que acababa de detenerse para dar de, beber a sus caballos. Le rogó que le previniera a Ricardo que estaba allí. Al instante acudió Guepie, muy apresurado, y saludó al doctor con esas frases respetuosas y familiares que eran uno de los caracteres distintivos de su raza. Le rogó que bajara del caballo, que fuera a 44
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tomar una copita de cassis. Pero cuando se acaba de tomar el Burdeos de la granja de Choquard, no se bebe grapa en la Fama; y, después, el doctor sabia que Guepie consideraba las amabilidades que tenía con sus acreedores corno una especie de cancelación de cuentas, y por eso no aceptaba nunca sus convites. -¿Qué tiene usted que decirme, Guepie? -preguntó con tono arisco a aquel bellaco, cuyo cutis pálido, mirada oblicua y melosa impudencia le gustaban poco. -Ha ido usted dos veces a verme. ¿No sabe usted la hora de mis consultas? -Perdone usted, señor Larrazet. Es a causa de la chica. -¿Se ha averiado ese tesoro de belleza? -No sé qué decirle, señor Larrazet. Nos inquieta a su madre y a mí. Desde hace ocho días guarda cama; está tan débil que no puede te- nerse en pie. La señorita Bardèche me ha hecho el honor de escribirme que los médicos no saben lo que es. ¡Hace dos noches que no duermo!... ¡Pobre hija mía! ¡Yo que la quiero tanto!... ¿Quiere usted ver su retrato? Y del bolsillo de su americana, sacó una cartera grasienta y presentó al doctor una fotografía iluminada, que siempre llevaba, consigo. Los agentes 45
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viajeros de las fábricas no se separan nunca de sus muestras. Aleth se había hecho retratar en Melún tocando la guitarra, con una rosa en los cabellos, mirando al cielo, la vista perdida en lo infinito, y vestida con un lindo traje de seda, que, a fuerza de ruegos, había obtenido de la intermitente generosidad de su madrina. A despecho de sus prevenciones, el señor Larrazet no pudo dejar de reconocer, sin decir nada, que esa ex pavera que tocaba la guitarra, era la muchacha más bonita de la comarca. -¡Linda muchacha! -exclamó Guepie, con los ojos obstinadamente fijos en los del doctor, con la vana esperanza de sorprender en ellos un relámpago de admiración. -Y -respondió secamente el señor Larrazet -¿qué piensa usted hacer de esta señorita? Y miraba alternativamente el vestido de seda de la fotografía y la triste fachada de la posada, con su muestra enmohecida, y su gran grieta, que atravesaba la pared de alto abajo. -¡Alh! -dijo Guepie, rascándose la oreja, eso es lo que me preocupa. En primer lugar, no me gusta que las gentes salgan de su clase; a menudo se lo he dicho a mi mujer. Pero, ¡qué diablo! Esa señora 46
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Pommery se empeñó en que la chica fuera al pensionado, y temimos enojarla si le decíamos que no... Ideas de inglesa... Felizmente, ha prometido hacerla su señorita de compañía, y a falta de algo mejor... -¿Cómo a falta de algo mejor? ¿Acaso pretende usted hacer de ella una emperatriz? -Tiene usted ganas de reírse, señor Larrazet -se apresuró a decir Guepie, que se reprochaba haberse traicionado. -Pero, podría encontrársele un puesto de institutriz en el extranjero, en una buena casa... -¡Valiente educadora de niños! -interrumpió el doctor, devolviéndole el retrato. -Bueno, ¿y para qué me quiere usted? Ligero, que estoy apurado. El señor Larrazet no hablaba con el mismo tono a los Paluel y a los Guepie. -¡Ah! Sí, señor Larrazet... Se me ha ocurrido una idea. No estoy muy seguro de que la chica está tan mal como dice. Se fastidia; está harta del colegio. Eso lo veo por sus cartas, y sospecho que se hace la enferma para que vaya a buscarla. Pero la señora Pommery desea que concluya sus estudios ¡y cuando a las inglesas se les mete algo en la cabeza! ... En fin, los médicos de Melún no la conocen, mientras que usted... ¿Si su bondad fuera tanta?... Algunas veces va usted a Melún. Supongamos que se da usted 47
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un brinco al colegio; yo le quedaría muy agradecido... Pero venga usted a tomar una copita de cassis, doctor; el de este año tiene una fuerza... Ya se acordará usted. -No me gusta el cassis -replicó secamente el señor Larrazet, -y en cuanto a ir a ver a su princesa, procuraremos, veremos... Al decir estas palabras, hizo castañetear la lengua y tocó con la punta del látigo a Sultán, que empezaba a dormirse. Pero Sultán no se puso en marcha tan rápidamente, como para que su dueño pudiera evitar uno de esos apretones de manos untuosas que Guepie distribuía liberalmente a sus acreedores. Era también una de sus maneras de cancelar sus cuentas. Por suerte, el doctor acababa de ponerse sus guantes de piel de Suecia. Algunos días después se presentaba en el colegio y solicitaba ver a la señorita Aleth Guepie. La directora le habló en tono de maternal solicitud de la querida niña, que no quería abandonar la cama y la inquietaba mucho, sin que el médico que la cuidaba entendiera nada de su estado. La señorita Bardèche aprovechó la ocasión para hacer el elogio de esa "naturaleza escogida", para alabar por igual su 48
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carácter y su ortografía. Luego condujo al doctor al cuarto de la enferma, y lo dejó a solas con ella. Cuando oyó que alguien se acercaba, Aleth se dio vuelta contra la pared y se hizo la dormida. Como no se movía, el señor Larrazet empezó a toser. Hizo como que despertaba, lo miró, lo reconoció, adivinó en el acto que iba mandado por su padre. La joven saludó dulcemente al doctor, con una sonrisa pálida, y sacando los brazos fuera de la cama, los dejó caer sobre la colcha como diciendo: -"¡Vea usted cómo estoy! Esto es todo lo, que queda de la pobre Aleth Guepie." El doctor no dijo nada. Grave, solemne, se acercó a la enferma, le examinó la cara, la lengua, la tomó el pulso y la temperatura. Su silencio asombraba a Aleth, que se puso a explicar su extraordinaria enfermedad, cómo había empezado, los primeros síntomas, las sensaciones extrañas que sufría, los calambres que le corrían por todo el cuerpo, y luego las debilidades en que caía. Había intentado levantarse varias veces; pero le era imposible tenerse en pie. Por fin, el doctor dijo con voz cavernosa: -¡Es grave, es muy grave! -¿Verdad, señor Larrazet? -dijo Aleth. -Es preciso que cambie de aire o me muero. 49
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-¡Oh! ¡oh! ¿cambiar de aire? ¡Qué idea! Lo que usted necesita es fierro, mucho fierro. Está usted anémica. Todas las mañanas debe tornarse cinco o seis litros do agua ferruginosa. La desgracia es que eso hace caer los dientes. Aleth se sentó bruscamente en la cama. -¿Que dice usted? -exclamó con energía. Pero yo no quiero que se me caigan los dientes. Ya le pareció sentirlos temblar en los alvéolos, esos bonitos dientes, puros como perlas, que todas las mañanas contemplaba en el espejo. -No se preocupe de eso. Le administraremos el fierro como médicamente externo. -¿Y cómo es eso? -Muy sencillo. Se toma un clavito, se calienta hasta el rojo, y con mano delicada... El doctor hablaba tan seriamente que Aleth le creyó. -No quiero que me quemen -interrumpió violentamente. -No quiero, ¿entiende usted? -¡Oh! Ya veremos quién manda aquí -dijo el doctor. -A grandes males, grandes remedios; y, si le parece, vamos a comenzar en seguida. Apenas tuvo el doctor tiempo para atravesar el dormitorio para ir a buscar el instrumento de supli50
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cio. La enferma, que no podía tenerse en pie, se había lanzado de un salto fuera de la cama, había atrapado a su verdugo en el momento en que iba a abrir la puerta, y, bien que no tuviera más fuerzas que una gallina, le tiraba con tanta fuerza de los faldones de la levita, que el doctor creyó que iban a descoserse. Se volvió, tomó una frazada de la cama, envolvió en ella a la encantadora muchacha, la sentó en un sillón y le dijo: -Sea; no la quemaremos; pero confiese usted que está tan enferma como yo. Aleth le lanzó una mirada airada, que le reprochaba su traición. Luego, bajó la cabeza y empezó a llorar amargamente. En medio de sollozos, confesó todo al doctor, y terminó diciendo que quería irse, y le pidió que se la llevara. Estaba tan linda en su desesperación, que el doctor le tuvo lástima. -Querida Aleth -le dijo, -ésos no son asuntos míos. Yo diré a la señorita Bardèche que está usted mejor y que desde mañana verá modo de levantarse. Confíe en mi discreción profesional. Y tenga un poco de paciencia: no se morirá usted en el colegio. Y se retiró. 51
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-Como bonita -pensaba mientras bajaba la escalera, -lo es; pero, ¿qué diablos van a hacer con esa muchacha fuera de su condición?
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III Como todos los días de Dios, se habían sentado a la mesa al dar las siete. Era la regla, y en la granja de Choquard todo se hacía a tiempo y por medida. Como todos los días también, eran tres. Desde hacía un año, Marieta almorzaba y comía con los patronos. Roberto lo había deseado, lo había querido. Más de una vez había hecho presente a su madre que Marieta tenía maneras demasiado buenas, que era "de una pasta demasiado fina" para que comiese en la cocina. La señora Paluel no había querido entender; le costaba dar esa autorización, temía que sufriese por ella su autoridad. Por fin, se rindió y no se arrepentía. Consideraba a Marieta como una muchacha sin importancia. y, además, discreta, delante de la cual se podía decir todo. 53
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En el modo como desplegó su servilleta, la señora Paluel adivinó que Roberto no estaba de buen humor. El rostro de su hijo era un libro que leía tan fácilmente como su libro de misa, y, a decir verdad, no leía otros. Admiraba mucho a ese hijo, con quien no siempre se entendía. La intranquilizaba algunas veces lo que ella llamaba sus rarezas y sus arranques. Era un Paluel y no era bastante Paluel. El padre de su marido y su marido mismo, habían pertenecido a la raza de los rectilíneos, que, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, caminan siempre hacia adelante, como los bueyes por el surco. Su yugo les parecía ligero y nunca se habían sentido estrechos en la casa. Cuando se remontaba al origen de su propia familia, la señora Paluel no veía en ella sino agricultores acomodados, que habían pasado su vida haciendo lo que todo el mundo hace, tratando de hacerlo un poco mejor, y esa era para ella la última palabra de la sabiduría. Sin embargo, uno de sus tíos, Jorge Larget, había partido un buen día, sin avisar a nadie, y no se sabía a dónde había ido ni qué había sido de él. No le gustaba pensar en ese vagabundo, que era una mancha en la sacrosanta tribu de los Larget, gentes todas que se quedaban y no salían a correr aventuras. 54
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Quizás Roberto tenía algo de su tío abuelo pero ¡qué diferencia! El tío abuelo no había vuelto; Roberto se había rendido a la razón, no vagaba ya por el mundo, permanecía en su granja, bajo su techo. Al mirarlo, su madre se sentía orgullosa de su obra; pero habría deseado que se le permitiera hacerle dos o tres retoques, para que quedara perfecto; pero era demasiado tarde y sus arrepentimientos inútiles. Roberto se enojaba a menudo; pero sus iras duraban poco. Cuando lo había dicho todo, no insistía; se había desfogado, y esto le bastaba. Ese día, después de haber vaciado en frases cortas su ira contra uno de los carreros, bebió su café y se tendió en una mecedora de junco y preparó su pipa. Era la. época de los días largos, que permiten no encender la lámpara y acostarse a las nueve sin vela. La señora Paluel era présbita; empujó su silla hasta la abertura de una ventana, se puso sus anteojos de vidrios convexos y empezó a tejer, no dejando de vigilar lo que pudiera ocurrir en el patio, mientras, a dos pasos de ella, Marieta bordaba una carpeta. De las dos, la más contenta era Marieta. Después de la visita del señor Larrazet, la señora Paluel había dado y cavado en el gran problema que le quitaba el sueño, y a fuerza de pensar en él, su deber 55
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le parecía evidente. Se había resuelto a aconsejar a su hijo que se casara ; pero ese deber le parecía tan penoso que desde hacía quince días todas las mañanas se prometía hablarle en la noche, y todas las noches hablaba de otra cosa. Marieta, que no tenía ningún problema que resolver, era perfectamente feliz. Se sentía satisfecha de su bordado, y él estaba ahí. ¿Quién? El, su patrón y señor, el único hombre cuya aprobación buscase, el único a quien se preocupaba de gustar. ¿Cómo no lo hubiera querido? ¡Le debía tantas atenciones! ¿No había sido él quien, a despecho de las resistencias y prejuicios de la señora Paluel, le había abierto las puertas de la granja? ¿No era él quien, en todo caso, se ponía de su lado, la defendía contra reprensiones injustas, y cada dos años le aumentaba el. salario, diciéndole: "Guarda eso donde quieras; pero que mi madre no sepa nada." Y a su gratitud se juntaba otro sentimiento, una especie de admiración devota. Le parecía que ese buen mozo de treinta años, a quien su altivo continente, el ojo vivo, el bigote, la barba imperial, daban aires de militar en vacaciones, ese buen mozo que, después de haber visto tantas cosas, después de haber corrido el mundo y atravesado el 56
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Océano, había vuelto, por obediencia a los deseos de su madre, a trabajar en la granja, debía ser de otra arcilla que el común de los mortales. Estaba dispuesta a creerle infalible o impecable; era su emperador y su papa. Todo lo que hacía estaba bien hecho, todo lo que decía era admirable. Tenía las sumisiones del perro que contempla al amo; y vivía preocupada de que todas sus cosas estuvieran bien y en orden. Roberto Paluel estaba distante de sospechar lo que Marieta Sorris se preocupaba de serle agradable. Pero tenía con ella mucha benevolencia, hacía justicia a sus méritos, y algunas veces se divertía con embromarla amistosamente. Ella todo lo recibía con agrado, aun la brusquedad de sus maneras, sus ironías, las inclinaciones un poco burlonas de su espíritu, y se ruborizaba de gusto cuando le pellizcaba la mejilla o le tiraba de las orejas. Roberto estaba allí. Marieta gozaba silenciosamente de su presencia. Le echó una mirada de reojo; vio que ya no parecía enojado, que había olvidado al carrero, y que, meciéndose, parecía fumar su pipa con placer. Pero no hablaba. ¿En qué pensaría? El joven habría podido contestarle que no pensaba en nada. Pero cuando no se piensa en nada, se 57
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piensa algunas veces en muchas cosas, y ocurre, por ejemplo, ver, con el pensamiento, un puerto en que se alza una selva de mástiles, y en medio de ella un buque de tres palos, llevando en la proa una estatua de madera pintada y dorada que representa una a modo de ninfa con cola de pescado, que sopla en una trompeta. Ese buque está amarrado al dique, y es el Adelaida, 372 toneladas, capitán Barillet, que partirá el 25 para la Martinica. Roberto recordaba sus viajes, su vida de marino, porque, por más que se tomen tenazas para arrancar del alma una quimera, jamás se arranca la planta con todas sus raíces, y la raíz olvidada trabaja rudamente. Pasados seis años desde que Roberto había cambiado la vida que le gustaba por otra que no amaba, el Océano por el campo, sus añoranzas habían perdido en amargura, pero sus recuerdos habían conservado toda su vivacidad. La avena, cuando todavía no está madura, recuerda, en su verde glauco, el color de los mares profundos. Acariciada por el viento se forman ondas en su superficie, y los árboles frutales parecen bañarse en esas ondas que les suben hasta las ramas. Roberto no podía contemplar un campo de avena todavía verde, sin distinguir en las brumas del horizonte las velas blancas de una fragata, henchidas 58
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por el viento. Era la Adelaida y se decía: "¿En dónde está? Lo único que sé es que yo no estoy a bordo." Y el ingrato golpeaba la tierra con el pie, esa buena tierra fecunda, que trabajaba para él y sudaba para enriquecerlo. ¿En qué pensaba Roberto balanceándose en su mecedora? Quizá en todo eso. Ese balanceo que no concluía, impacientaba mucho a la señora Paluel. Por lo pronto, no estaba en sus principios aprobar los movimientos inútiles; y, después, probablemente sospechaba que ese insoportable movimiento recordaba otro a su hijo. Pero había observaciones, reproches, que no se atrevía a hacer abiertamente. En esos casos, los dirigía a la inocente Marieta, que servía de cabeza de turco. Aunque la pobre niña estuviese más quieta que una imagen: -Marieta -le dijo la señora Paluel, -no te balancees así, haces temblar todo el piso. Esa es una mala costumbre que tienes. -La inocente Marieta no pestañeó, ya estaba habituada; pero Roberto adivinó fácilmente a quién se dirigía el reproche y se molestó. Todos tenemos nuestros tics, y nos es muy desagradable que nos los hagan notar. Roberto no se balanceó más; pero se volvió hacia Marieta, que por segunda vez pagó culpas de otros. 59
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-Marieta -le dijo, -¿sabes cuántas clases de madera se necesitan para hacer un carro? -¿Por qué se lo preguntas? -exclamó la señora Paluel, -¿qué sabe de eso? -Marieta, si alguna vez quieres hacer un carro, necesitarás tres clases de madera. ¿Y sabes lo que se necesita para hacer un buen abono? Por lo menos, sal de amoníaco, fosfato de cal y sangre cocida. La señora Paluel colocó sus anteojos y la labor en las rodillas. -¿Qué quieres decir? -preguntó. -Marieta, quiero decir esto -continuó Roberto: Si se necesitan tantas cosas para hacer un carro y tantas otras para hacer un buen abono, son necesarias muchas más para hacer feliz a un hombre, y lo más sencillo es renunciar serlo. La señora Paluel sintió vivamente el golpe; pero como era tan severa consigo misma como con los demás, consideró que las duras palabras de su hijo eran un justo castigo del silencio que se obstinaba en guardar sobre la gran cuestión, después de haber reconocido que era su deber romperlo; y, sin pensar en lo que pudiera suceder, irguiendo el cuerpecillo, dijo con voz muy conmovida : -Yo sé, Roberto, lo que falta a tu felicidad. 60
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Cuando se ha hecho un gran sacrificio por alguien, es preciso tener una nobleza de alma casi sobrehumana para no recordárselo jamás. No había nada de sobrehumano en Roberto Paluel; pero, a pesar de los defectos que podrían reprochársele, tenía el corazón generoso, y se arrepentía inmediatamente, cuando había causado pena a su madre. -¿Qué tienes, madre? -preguntó alegremente. -¿Crees que pensaba en mí? Marieta es testigo de que soy el más feliz de los hombres. La señora Paluel había empezado y continuó: -Creo que deberías casarte, y ésa es también la opinión del señor Larrazet. -¿El señor Larrazat? Y bien, ¿por qué se mete ese querido señor?... -Nunca se ha visto que un Paluel no se casara. ¿Podrías citarme uno solo? Roberto respetaba mucho a su madre, hacía plena justicia a sus méritos; pero a veces le gustaba verla venir o hacerla irse. -Es cierto -dijo. -Nunca había hecho esa observación. No seguiremos solteros, nos casaremos. No notó que Marieta inclinaba la cabeza sobre el paño que bordaba y que respiraba anhelosamente. Por su parte, la señora Paluel estaba espantada de 61
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los efectos fulminantes de su elocuencia, de la facilidad con que su hijo se había dejado convencer. Encontró que las cosas iban muy de prisa, y se apresuró a detenerlas. -¡Ah! bueno -dijo; -pero eso requiere reflexión, porque se trata de escoger bien, de no hacer una locura. Las muchachas de ahora, que van al colegio, traen hábitos de lujo y de derroche, y nunca están contentas con lo que tienen. ¡Qué plaga es una mujer coqueta y gastadora! -Seguramente. Trataremos de escoger una que no sea coqueta ni gastadora. -¿La conoces, Roberto? -preguntó vivamente la anciana. -Con la mano en la conciencia, ¿la conoces? -No; y, bien pensado, creo que no me casaré. Marieta levantó la cabeza y respiró con más libertad. Pero la señora Paluel no estaba contenta, porque no era eso lo que quería. Se indignaba de que tan fácilmente se solucionara una cuestión en que tanto pensaba sin poder resolverla. Habría querido que se hablara mucho de ella sin resolverse nada, que el universo entero tomara parte en sus dudas, en sus tormentos, que el mundo emplease 62
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sus días y parte de sus noches en rumiar ese caso sin lograr darle una salida. -¿Y el niño? -preguntó con voz sorda y temblorosa. -¿Qué niño? -¿Acaso no te importaría nada no dejar un heredero? ¿No se te daría nada de haber trabajado toda tu vida para enriquecer a algunos primos? Yo quiero mucho a mis hermanos; pero los primos son los primos, y es muy duro dejarles la propia fortuna. -Después de mí, el diluvio- dijo Roberto negligentemente. -No hablas en serio -replicó la madre acalorándose. -¿No se te dará nada de ver la granja habitada por extranjeros? -No lo veré, puesto que estaré muerto. -¡La granja del Choquard, en donde nació tu padre!... Y quizá vendrían algunos perezosos deschavetados, a desordenarlo todo... ¡De sólo pensarlo, me hierve la sangre en las venas! Y con el dedo indicaba a su hijo, en un marco de terciopelo rojo, colgado en la pared, la medalla de primera clase que se había concedido a los dueños de la granja del Choquard, en un Concurso Agrícola. 63
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-A fe mía, tienes razón -dijo Roberto, como volviendo en sí. -Decididamente, me caso. Marieta sintió que las manos le temblaban y se picó los dedos con la aguja. -¡Ah! sí -continuó la señora Paluel, -pero es preciso encontrar con quién... ¡Oh ! Si la encontráramos, yo, la primera, haría por ella cualquier sacrificio, me eliminaría, le daría todas las llaves, hasta las del armario de la ropa blanca. Ya veo... Lo decía con tono tan patético como si hubiera ofrecido su cabeza, su corazón, la carne de su carne y la medula de sus huesos. -Pero es preciso encontrarla, y, tal como está el mundo, es más fácil encontrar una aguja en un pajar... ¿Tú tienes alguna idea? Si la tienes, dímelo. -No la tengo, y no me caso; es mi última palabra. Su voz tranquila y firme denunciaba una resolución definitivamente tomada, y Marieta exhaló un suspiro de alivio. -¿Suspiras, Marieta? -le dijo Roberto. -Eso se saca con hablar de matrimonio delante de las jóvenes... ¡Y bien! ¿sabes? encuentro más fácil arreglar los negocios de los otros que los míos, y tengo deseos de casarte. 64
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-¡Yo! ¡Yo! -exclamó la joven, dando un salto en la silla y clavando en él sus ojos asustados. -Sí, tú, Marieta Sorris. -Es absurdo -exclamó la señora Paluel. -¿Por qué? -Porque sí; porque es absurdo. Y lo repitió más de una vez, sin entrar en mayores explicaciones. Le habría costado algún trabajo explicar claramente lo que pensaba. Su creencia íntima era que el matrimonio debe ser considerado como una institución aristocrática y que los gobiernos harían bien en condenar a los pobres al celibato. Pensaba también que Marieta le era muy útil y que le habría sido difícil reemplazarla. Conclusión: era absurdo que Marieta pensase en casarse, o que alguien pensara en casarse con ella. -Es tan poco absurdo -replicó Roberto, -qué el novio existe. Sí, Marieta, hoy han venido a pedirme tu mano. -¿Quién? -preguntó la señora Paluel. -Es un muchacho muy razonable, muy sensato, que se llama... ¿Adivinas, Marieta?... Se llama Francisco Lesape. Marieta tomó la actitud de una Dolorosa y murmuró: 65
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-¡Oh! no, señor Paluel, se lo ruego... No quiero... no quiero... La señora Paluel agradeció mucho su contestación a Marieta; pero había en ella algo que le chocó. Le parecía mal que hubiera dicho "no quiero". Estimaba que la voluntad es un lujo; que es necesario tener rentas y cultivar, por lo menos, doscientas hectáreas para tener derecho a ella. -Contesta "no puedo" -le dijo dulcemente -las jóvenes no tienen derecho para decir "no quiero". -Toma tiempo para pensarlo -agregó Roberto. -Lesape es muy buen muchacho. -Y muy interesado -le interrumpió la señora Paluel. -¿Y quién no lo es? -preguntó el joven. Tenían razón los dos: Lesape era a la vez muy bueno, muy honrado y muy interesado, habiendo aprendido por la experiencia ajena que los bienes mal adquiridos no aprovechan a nadie. Roberto había adivinado lo que había en él de meritorio, de bueno, y, de mayordomo de su padre que había sido, lo elevó a su hombre de confianza, su cajero, encargado de fas ventas y de las compras, de la cuenta exacta de las entradas y de las salidas, cosas todas por las cuales tenía muy poco gusto. No 66
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siempre estaban de acuerdo: Francisco era conservador y económico; Roberto progresista y generoso; pero aquél tenía como norma de conducta no resistir francamente al patrón, y la granja nunca había estado tan próspera, no pensando nadie en negar que esa prosperidad se debía en parte al activo, al vigilante Lesape, que no economizaba trabajo ni tenía nunca los ojos ociosos. Marieta Sorris y Francisco Lesape eran dos instrumentos útiles y hasta necesarios; pero Roberto no veía inconveniente alguno para que se casasen. Sabía que Marieta quería mucho la casa, y si llegaba la ocasión, pensaba servirse de ella para retener a Lesape. -Antes de resolverte -continuó, -escucha un cuento, Marieta. Hace cerca de un año, hice una tontería mayúscula. Ese principio le pareció inverosímil a la joven. ¡Hacer Roberto una tontería! No lo creía. -¿Sabes lo que son las cartas anónimas? Bueno. Recibí dos, una tras otra, de algún bribón que quería el puesto de Lesape, y que, bajo pretexto de cuidar mis intereses, me advertía caritativamente que abusaba de mi confianza, que hacía ventas clandestinas y recibía propinas. Yo no habría debido creer; pero 67
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esas malditas cartas me mortificaban y un día quise sorprender a Lesape en alguna irregularidad; pero no lo conseguí: todo estaba bien. Me fastidié; y, en cuanto estuve solo con él, le mostré las cartas diciéndole: "Quería estar tranquilo." Si eso me lo hubieran hecho a mí, habría rogado a mi patrón que me buscase reemplazante en veinticuatro horas; pero cada cual tiene su carácter y Lesape se puso pálido, pero no se enojó. Yo agregué: "La primera vez que tengas algo que pedir, ya sabes que te debo una compensación: pide". Es hombre que tiene paciencia, que espera al tiempo. Me perdonó; pero no olvidó; y ha venido ahora a decirme que quería casarse con Marieta Sorris, que parece una mujer honrada, amable, trabajadora. No le encuentra sino un defecto: que tiene poco dinero; pero me ha insinuado que, a juzgar por las apariencias, yo la dotaré con algún pequeño capital. -¡Dotarla! -exclamó la señora Paluel, roja de indignación. Y repitió tres veces "¡dotarla!" mirando el techo como para estar segura de que no le caía encima de la cabeza. -Sí, dotarla -dijo Roberto. -Por cierto, no le daré el Perú. 68
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-Es usted demasiado bueno, señor Paluel -exclamó vivamente Marieta, -y se lo agradezco mucho; pero, no quiero casarme. -¿No te gusta Lesape? -¡Oh! Eso no. Es muy buen muchacho. -¿Entonces te gusta otro? Marieta se puso intensamente pálida. -¡Oh, señor Paluel! ¿Cómo puede usted creerlo? -¿O has jurado no casarte nunca? Marieta abrió la boca para responder, y la cerró sin haber podido articular palabra. Lo que pensaba era demasiado difícil de decir. Encontró más sencillo llorar, y gruesas lágrimas empezaron a humedecer sus ojos. -¡Ah! Si hay lágrimas de por medio, te dejo tranquila, no hablemos más -dijo Roberto. -Indemnizaré a Lesape aumentándole el sueldo. -En verdad -exclamó la señora Paluel, -es preocuparse mucho de una tontería. -No; ofendí su altivez, y yo nunca niego mis deudas. -¡Su altivez! -murmuró la señora con una mueca de desprecio, porque estimaba que la altivez es, como la voluntad, un lujo permitido sólo a les grandes 69
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propietarios, y que los pobres diablos deben aprender a digerir sus afrentas. Roberto se levantó y dijo con cierta impaciencia: -Cuando se rompe un vidrio hay que pagarlo; y cuando se ha ofendido a un hombre honrado, hay que poner un poco de ungüento en la herida. Lo he dicho y lo haré. La señora Paluel era omnipotente en el corral, en la lechería; fuera de ahí, mandaba Roberto, que salió un poco enojado por la estrechez de ideas de su madre, que nunca había querido comprender que una liberalidad bien empleada es a veces egoísmo inteligente. Admiraba la rectitud de su conciencia, sus virtudes activas, la seriedad de sus maneras, su vida de trabajo y de honor; pero no era generosa. Era el único reproche que le hacía. Según su costumbre, fue a dar una vuelta y a fumar su segunda pipa en la huerta. Paseando en la noche serena, contemplando las estrellas que le recordaban su vida de marino, pensaba: -No, no me casaré nunca. Primero, no me preocupo de ello; y, después, mi madre no se consolaría, por más que diga. Hablaba de dar sus llaves, ¡qué ilusión!, la pena la mataría en seguida. Quienquiera que fuese, su nuera, la oprimiría, o se quejaría de ser 70
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oprimida por ella. Habría reproches, acritudes, querellas. Cuando no se tiene la felicidad, es preciso tener, por lo menos, paz, y yo quiero guardar la mía. Además, si por algún funesto accidente, me encontrara libre, quiero que nada me retenga, quiero poder irme. Mientras tanto, Marieta se preparaba para acostarse y pensaba: ¿Con quién pensará la señora Paluel casar a su hijo? ¿Y para qué, para qué cambiar la felicidad de todos? ¡Y Roberto, que había querido casarla con Lesape! ¡Qué extraña y desgraciada idea! Ella no se sentía inclinada al matrimonio. Le parecía que si se casaba, sería el fin de algo. ¿ De qué? De un sufrimiento que le gustaba, de un sufrimiento lleno de delicias, que prefería a todo lo que se le pudiera ofrecer. Felizmente, no la obligarían; y como Roberto estaba dispuesto a no casarse, nada cambiaría. Pero, puesto que vivimos en un mundo en que los sucesos vienen de repente, ¿con qué se puede contar? Las cosas humanas acababan de hacer sentir a Marieta su temible incertidumbre. Todas las noches se dormía en la dulce confianza de que el día siguiente se parecería a la víspera. Siempre había estado segura de ello; ya no lo estaba. 71
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IV Si Aleth Guepie hubiera pasado un año más en el colegio, se habría muerto de fastidio. Pero la señora Pommery enviudó, y como había resuelto no volver a casarse, sino viajar, recorrer Italia y Egipto, se preparó para ello, pensando en Aleth como señorita de compañía. Mas, tuvo ocasión de volver a ver a un hermoso joven que había conocido antes en la Embajada de Inglaterra. Tenía él treinta años y ella cincuenta, ella era rica y él pobre. Se pusieron de acuerdo, y Ricardo Guepie, que no esperaba semejante contratiempo, tuvo el disgusto de recibir una carta en la cual se le anunciaba que, puesto que Aleth se fastidiaba mucho en el colegio, era necesario devolverle su libertad; que, además, la señora Pommery, convertida en señora Blackinore, había hecho mucho ya por la joven, e iba a partir para el 73
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Mediterráneo sin señorita de compañía. Ello no obstaba para que procurara conseguir a su ahijada, en sus relaciones en Inglaterra, un puesto de institutriz o de niñera. El golpe fue terrible para Ricardo. Durante toda un semana dijo pestes de la vieja perra inglesa, que, se enamoraba a la edad en que restaurar sus viejos huesos y cuidarlos de accidentes. -Estamos lucidos ahora -decía a Palmira. -El señor Larrazet tenía razón; ¿qué vamos a hacer con esa señorita? -Estaba seguro de que eso tenía que suceder -contestaba Palmira, cuyo buen sentido triunfaba y que se aprovechó de la ocasión para reprochar al soñador de su marido todas sus esperanzas desvanecidas, todos sus proyectos fracasados, todas las burbujas de jabón que había soplado con amor y que se le habían reventado. Pero ni los reproches ni las lamentaciones remedian nada. Lo más urgente era sacar a Aleth del colegio, pues en adelante estaría a cargo de sus padres; y a mediados de agosto la enmohecida muestra de la Fama tuvo la sorpresa de ver llegar una linda muchacha de diez y nueve años, con un sombrero, y con un montón de paquetes, libros, cuadernos y una 74
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guitarra. Fue un gran acontecimiento para los parroquianos de la posada, que, como el doctor, exclamaban en coro: -¿Qué viene a hacer aquí esta señorita? Ricardo la acogió muy fríamente, considerándola sólo como una boca inútil, un gasto, un estorbo. En cuanto a Aleth, feliz por haber recobrado su libertad, se prometía hacer buen uso de ella, sin preocuparse del presente, ni del porvenir. Sólo pidió a sus padres seis semanas para descansar y orientarse; después habría tiempo para escribirle a la señora Blackinore para pedirle un puesto. Su imperturbable aplomo impuso a su padre, que aceptó todo lo que quiso, por más deseoso que estuviera de librarse de ella. Aleth no se fastidiaba, porque tenía la cabeza llena de proyectos. Permanecía toda la mañana en su cuarto, en el segundo piso. A pesar de las recomendaciones de la señorita Bardèche, nunca repasaba sus cuadernos. Se cuidaba mucho las uñas. Era una de las partes de su persona que más le interesaba; y, mientras se las pulía, miraba por la ventana, que daba al camino, y desde la cual divisaba algunas de esas granjas de aspecto monumental, que le parecían fortalezas o castillos. 75
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Sus proyectos, al principio un poco vagos, no tardaron en concretarse; la materia química se precipitó. Razonaba bastante bien cuando no se dejaba llevar de su fantasía. Pronto resolvió no alejarse de la comarca; los placeres de París no le atraían. Deseaba ser feliz, y que su felicidad pareciese admirable y envidiable; para lo cual era menester permanecer en el país natal, imponerse a las gentes que le, habían visto nacer. Además, tenía vivos rencores que satisfacer: las altiveces de las princesas del colegio perduraban en su corazón; y le parecía que el colmo de la gloria y de la felicidad sería casarse con alguno de los ricos propietarios o arrendadores de la región. Contemplaba las granjas que veía desde su ventana como paraísos cuya entrada juraba franquear. Sería difícil; pero si lo conseguía, ¿qué diría Alicia Cambois? Un poco antes de mediodía, bajaba a la cocina, vestida modestamente, pues quería llamar la atención pero no inquietar, y almorzaba con sus padres, después de lo cual, iba a pasearse por alguno de los hermosos caminos del departamento, bordeado de una cuádruple fila de árboles. Su belleza le atraía las miradas de todo el mundo, y era amable y cortés con todos. De vuelta, conversaba con su madre, y 76
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distraídamente le pedía informes sobre las famillas de los alrededores, sobre los hombres solteros, sobre los más ricos. Un día, la conversación recayó sobre la granja del Choquard. -¡Ah! en cuanto a ésos -dijo su padre, que, a veces se mezclaba en las conversaciones, son los aristócratas más tercos. Si el sol fuese padre de un hijo de la luna, la señora Paluel creería que el suyo era de, mejor abolengo, y si ese famoso Roberto está todavía soltero, es porque hasta ahora no ha encontrado ninguna heredera bastante rica para él. En la tarde, Aleth comía en la mesa de las pensionistas, pobres burguesas, a las cuales contaba las pompas y tristezas del colegio. Después, se recogía a su cuarto, que, si no era bonito, ni limpio, tenía una ventaja: estaba adornado con un espejo, en el cual Aleth se contemplaba, en todas las posiciones, largos ratos. Era una coquetería sin ternura y sin voluptuosidad, que revelaba un corazoncito soberbio, duro, coriáceo, un verdadero corazón de ave de presa. Algunos días después de su llegada, se encontró, en uno de sus paseos, con algo que le dejó inmóvil, la mirada fija: delante de ella, a mano izquierda, se extendía en más de cincuenta hectáreas, un campo 77
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de trigo recientemente cosechado. Pero lo que sobre todo cautivó la atención de Aleth, fue un hombre, montado en una yegua blanca de larga cola, vestido de brin, llevando al cuello una corbata descuidadamente atada, cuyas puntas flotaban al viento. Reconoció en él al dueño de la granja del Choquard, que inspeccionaba el trabajo de sus labradores y les daba órdenes para el día siguiente. Iba y venía a través del campo, y su yegua parecía orgullosa de llevarle. Aleth cayó en una especie de éxtasis. Le pareció que si ese jinete, a quien pertenecía todo eso, se casara, su mujer sería una reina, y que casarse con Roberto Paluel sería la suerte más envidiable que pudiera soñar Aleth Guepie. El sol iba a desaparecer, sus rayos casi horizontales mezclaban su púrpura a los tintes violetas de la alfalfa y al oro de las espigas. Una nube inflamada se reflejaba en un pequeño pantano; a través de los matorrales de la orilla se la veía toda roja. El Angelus sonó a lo lejos; al sonar de las campanas respondieron gritos agudos de golondrinas, que volaban caracoleando y rozando el suelo. El hombre de la yegua blanca había llegado hasta el lindero del campo. Volvió lentamente, mirando a derecha y a izquierda, y tomó el camino de 78
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la granja. Aleth fue a colocarse a su paso: quería obtener una mirada de ese poderoso señor. No se preguntaba si le gustaba, ese punto no le importaba. Era el dueño de la granja del Choquard y era bastante. Lo que la mortificó algo fue que aparentemente tenía alguna preocupación que le impidió verla. Al pasar delante de ella, volvió la cabeza al otro lado, puso la yegua al trote y pronto desapareció. Felizmente, Aleth no era mujer de descorazonarse tan ligero y resignarse a una derrota. Desde ese día, se ocupó mucho de Roberto Paluel: cuando cerraba los ojos, creía verle montado en su yegua. Bien que aparentando indiferencia, hizo averiguaciones sobre su carácter, su pasado, del mismo modo que antes de cazar un pájaro raro, se informa uno de sus costumbres, de sus, hábitos, de lo que le gusta y de lo que no le gusta. Los unos hablando bien, los otros mal, todos estaban de acuerdo en que Roberto Paluel era un hombre de ideas propias, y no hacía sino lo que quería. Aleth pasó dos semanas sin volver a verle. Estaba fastidiada, nerviosa; pero creía firmemente que la deseada ocasión acabaría por llegar. Como todos los grandes diplomáticos, sí sabía atreverse, sabía también esperar. 79
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Hacia mediados de septiembre, volvió, por fin, a verle. Siempre montado en su yegua blanca, una mañana pasó rápidamente por el camino. Dos campesinas le informaron de que iba a los Rosales, un anexo de su propiedad situado a una hora de distancia, y que últimamente había redondeado con un campo en que se proponía realizar grandes trabajos. Aleth sabía que los Rosales lindaba con el parque del castillo de Montaillé, en donde su hermano Polidoro era guardabosque. Inmediatamente tomó su partido. Entró a la casa, se arregló un poco el pelo, adornó su modesta chaqueta con un nudo de cintas rosadas. Después dijo a su padre que iba a hacer una visita a su hermano, a quien todavía no había visto. Guepie, se sorprendió mucho de esa súbita ternura fraternal; sabía que se preocupaba tanto de sus hermanos como de las estrellas. Pero no tenía objeciones que hacer y no las hizo, cuando Aleth se dio cuenta de que se acercaba a los límites de los Rosales, avanzó con precaución, corno un oficial de Estado Mayor que hace un reconocimiento. Pronto llegó a un campo en que ardían grandes fogatas de hierbas, y un poco más lejos, una yegua blanca atada a un poste. El jinete no estaba allí; pero no debía estar lejos. Lo esperó, no habiendo pensado nunca 80
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en ir al castillo de Montaillé, que tenía muy pocos deseos de visitar. Cuando pensó en volver a su casa, el cielo empezaba a nublarse; pero había tenido la precaución de proveerse de un paraguas. Se veía venir la tempestad; se veía avanzar por encima del bosque una gran nube negra. El trueno rugía sordamente, y, aunque todavía era de día, se distinguía el claror pálido de los relámpagos entre los árboles. El cielo no tardó en abrir sus cataratas; Aleth se sintió mal protegida por la encina bajo cuyas ramas había buscado refugio. Su situación empezaba a hacerse desagradable. Iba quizá a resolverse a batirse en retirada, cuando oyó el paso de un caballo, y poco después la sonora voz de un jinete que decía a alguien: -Bueno, gracias. Puesto que usted lo quiere, lo tomo. Era Roberto que hablaba al mayordomo del marqués de Montaillé, que le ofrecía un paraguas. Inmediatamente, Aleth cerró el suyo y lo escondió en la espesura de los matorrales. Después, se apoyó en el tronco de la encina. El camino era malo, lleno de hoyos, y el jinete avanzaba con precaución. Al acercarse a la encina, creyó oír un suspiro; volvió 81
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la cabeza y vio una linda muchacha que nunca había visto. A pesar de la lluvia, a pesar de la tempestad, se detuvo para mirarla, preguntándose de dónde salía esa aparición. Siempre apoyada en el árbol, Aleth lo miraba también, con las mejillas encarnadas, los ojos muy abiertos, evidentemente confusa por haber sido sorprendida en su lastimosa situación por un desconocido a quien no sabía qué decir. -¿No tiene usted paraguas, señorita? -preguntó por fin Roberto. -Permítame ofrecerle el mío. -Lo agradezco con todo mi corazón -respondió Aleth. -Esperaré que pase la lluvia. -No pasará tan pronto...Y ¡qué caminos! -agregó el joven, echando una mirada de lástima a los botines de Aleth, no hechos para chapotear en el barro. ¿Adónde va usted? -A Mailly. -Está en mi camino. La llevaré en ancas. Aleth se negó. Esa proposición le parecía inconveniente, ¡y se preocupaba tanto de las conveniencias! Roberto se impacientó. -Suba usted -dijo en tono breve, casi imperioso. -¿Me atreveré? -murmuró ella. 82
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-Atrévase usted, es un caso de fuerza mayor... Pero, ¿cómo subirá usted? Voy a bajarme para ayudarla. -¡Oh! no hay necesidad -dijo Aleth como tomando una resolución heroica. Un poco más lejos había un gran montón de piedras que indicó con el dedo. Roberto hizo avanzar a la yegua. Ligera como un pájaro, Aleth había llegado antes que él. Parada en las piedras, puso un pie en el estribo, y, apoyándose en la mano que Roberto le tendía, montó en ancas, y se abrazó al talle de su caballero, temerosa de caerse. Un rayo cayó cerca. La yegua se encabritó, dio un salto y casi echó por tierra su doble carga. Aleth, espantada, se agarró a Roberto, con los ojos cerrados, la cabeza baja. La levantó diciendo: -Perdone usted, he tenido mucho miedo. -¡Bah! -respondió el joven -Todavía estamos vivos. Y la yegua continuó la marcha ; pero no tan ligera como antes. La lluvia arreciaba y el viento les azotaba la cara. Roberto sólo se preocupaba de cubrir a Aleth con el paraguas. -Temo no protegerla bien y que se moje mucho. 83
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-No se preocupe usted -dijo la joven con tono de buen humor. -No se preocupe usted de mi. A Roberto le era muy difícil no preocuparse de ella. Sentía alrededor de su cuerpo dos brazos que le apretaban estrechamente, y veía, cruzadas sobre su pecho, dos manos que le parecían muy blancas y que, en efecto, lo eran, y sentía una especie de temblor, que no había sentido desde su juventud, en la época en que había tenido aventuras amorosas. Pero de año en año, desde su regreso a la granja, la mujer había ido teniendo menos lugar en sus pensamientos. Creía haberla expulsado de su vida ; la miraba como un artículo de lujo, como el ornamento de la felicidad. Ahora, le parecía que llevaba una serpiente enlazada al cuerpo. A ratos, sentía en la nuca el roce de un sombrero de paja, y cuando volvía un poco la cabeza, un aliento fresco pasaba por su mejilla, y se emocionaba, aunque fingiera no estarlo. Caminaron durante algunos minutos sin decir palabra. A poco la lluvia se aplacó; luego cesó. El rugir del trueno se debilitaba; los relámpagos eran más raros. La nube negra se había ido más lejos; sobre sus cabezas se veía el cielo azul. Roberto reanudó la conversación diciendo: 84
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-Acabo de encontrar bajo una encina una linda muchacha, y la llevo en ancas quisiera saber cómo se llama. Había llegado el momento crítico era menester arriesgarlo todo. -Se llama Aleth -dijo la joven, muy bajo. -¿Aleth qué?... Con voz casi moribunda respondió: -Aleth Guepie. -¡Ah! -exclamó Roberto con voz glacial y apresuró la marcha de la yegua. El efecto que Aleth temía, se había producido: ese maldito nombre lo echaba a perder todo. Pero no se dio por vencida; acababa de descoser, se trataba de volver a coser. Previamente, por delicada atención, sus brazos dejaron de apretar tanto, como si hubiera comprendido que una Guepie no era una compañera agradable para un Paluel. Tenía todas las sutilezas del espíritu, con que reemplazaba todas las delicadezas del corazón. Después dijo con voz muy dulce: -Voy a contarle mi historia; no es muy divertida. Y, sin esperar que Roberto consintiese, contó con arte infinito los tres años del colegio, agregando que querían llevársela a Inglaterra, pero que se re85
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sistía a ir, porque amaba mucho su país, y su ideal era llegar a ser la modesta esposa de algún agricultor, ocupada sólo del manejo de su casa. Todo lo dijo con tono discreto, dulce, tranquilo, encantador. De cuando en cuando, interrumpía su relato para decir: "¡Pero qué loca soy! ¿Qué puede interesar todo esto?" Y todo eso interesaba a Roberto, aunque, no dijera nada. El mal efecto se disipaba poco a poco, como lo probaba el hecho de que de nuevo había moderado la marcha de la yegua. Cuando Aleth concluyó, le dijo: -Yo no amo esta tierra tanto como usted; pero tiene usted razón para no ir a Inglaterra... Y, no hay por qué desesperarse. Sus padres encontrarán con quien casarla. Aleth suspiró largamente y, con voz sorda, velada por la melancolía: -Me va usted a tener por orgullosa -dijo- pero no puedo casarme con un cualquiera... ¡Dios mío! ¡Para qué iría al colegio! Luego, como reaccionando sobre su emoción: -Más vale reír que llorar. Pero Roberto creyó oír un sollozo. Hubo un largo silencio, después del cual Aleth dijo con forzada alegría: 86
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-Pero ¿por qué le he contado a usted todo eso, a usted que no me conoce y a quien no conozco sino por haberlo visto pasar dos o tres veces por el camino?... Olvide usted todo lo que le he dicho, se lo ruego. Y con suprema habilidad, agregó: -If you please, sir -con lo cual probaba que sabía inglés, y hacía impresión en el ánimo de Roberto, pues ese idioma, que había aprendido, bien o mal, y que no tenía ya ocasión de hablar, ejercía, sobre su imaginación una influencia mágica, haciendo despertar en él mil y mil recuerdos adormecidos. Y no sólo quedaban ambos ligados por el hecho de saber inglés como él, ella temía haber desviado su vida como él, ella tenía penas que sufrir. Le parecía a Roberto que eran como dos náufragos que, sentados cada uno en su escollo, agitaban sus pañuelos para hacer señal. If you please, sir. Esas cuatro palabras querían decir todo eso. Roberto replicó con aire despreocupado: -No hay que echar la vaina después del sable, if you please, miss. Hay curas que pretenden que la Providencia lo ha arreglado todo para bien; hay grandes sabios que afirman, por el contrario, que todo va de mal en peor y que es el diablo quien nos gobierna. 87
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Por mi parte, creo que este mundo es lo que puede. Si el que lo ha hecho, no lo hizo mejor, fue porque no podía, y no hay por qué enojarse con él. Las cosas se desarreglan; pero también se arreglan. Hace poco, estaba usted afligida bajo la encina, echaba de menos su paraguas y renegaba de sus elegantes zapatos. Yo pasé... Así, hay felicidades que pasan ; la cuestión es atraparlas. Aleth puso inmediatamente en práctica esa moral; porque, aprovechó la ocasión de haber la yegua tropezado en una piedra para abrazar enérgicamente a Roberto contra su corazoncito, que latía apresuradamente. Jamás la linda serpiente que le retenía prisionero le había hecho sentir tanto el poder de sus apretones. -¡Oh! qué bueno es usted -dijo luego Aleth retirando una mano para enjugarse los ojos, ¡y cuanto bien me hace usted! Jamás olvidaré este encuentro. Cuando esté triste, recordaré todas las buenas palabras que me ha dicho usted, y me darán valor y fuerza. Habían tenido la suerte de no encontrar a nadie. Cuando iban a llegar al camino real, Aleth rogó a Roberto que detuviese un instante su cabalgadura. El sol se había puesto, el crepúsculo se hacía más 88
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espeso, pero todavía estaba bastante claro para que algún transeúnte pudiera reconocerlos. -Déjeme usted bajar -agregó la joven. -Mi padre me reprendería si supiera que he vuelto con usted. Roberto quería dejarla bajar, pero también quería mirarla, para convencerse de que era bonita. Se volvió y la miró fijamente; Aleth se dejó mirar. La turbación, la ansiedad, la alegría, la esperanza, animaban su rostro y aumentaban su gracia. Roberto reconoció que, a pesar de su nombre, era más bonita de lo que había imaginado, y que tenía ojos que perturbaban el corazón y el cuerpo de los hombres. Ya no fue dueño de sí mismo. -Es preciso darme algo por mi trabajo -dijo. -¿Qué? -preguntó Aleth con tono de virginal inocencia. -Esto -replicó Roberto bruscamente y le dio dos sonoros besos, uno en cada mejilla. Aleth se estremeció, lanzó un gritito, se deslizó a tierra, huyó y desapareció, mientras, inmóvil, el joven se preguntaba si estaba soñando. El sueño le parecía encantador; deseó repetirlo; y cuando siguió su marcha, le pareció que le faltaban los dos brazos que antes le oprimieran. 89
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Aleth entró como un huracán en la posada paterna, que estaba casi vacía a esa hora. Ricardo Guepie, apoyado, en la pared roncaba en un rincón de la sala de billar. Su gorda mujer lavaba la vajilla en la cocina, y lo primero que dijo a su hija fue : -¡Por fin, has vuelto!... ¿Qué has hecho de tu paraguas? La pregunta pareció a Aleth tan pueril como inoportuna. -¿Lo has perdido? -Tranquilízate, ya parecerá -respondió encogiéndose de hombros. -Pero, antes, necesito comer. Mientras comía, su madre le reprendía; primero, porque los paraguas son caros, y después, porque se necesita tener cabeza de chorlito para imaginarse que, cuando se pierden, aparecen alguna vez. -¿Has visto a Polidoro? -preguntó. -¡Qué me importa Polidoro! Después de decir estas palabras, Aleth se acercó a su madre, le quitó de las manos el plato, que secaba, la llevó a la sala de billar, sacudió a su padre para despertarle, y dijo: -¡Una noticia!... Si dicen que he empleado mal el día, son verdaderamente, muy difíciles de contentar. 90
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-¿Qué hay? -preguntó el padre frotándose los ojos. Aleth dio, a brincos, dos vueltas al billar después exclamó con voz áspera y mordaz que hubiera asombrado mucho a Roberto Paluel: -No es un cualquiera, no es un tipo: es un gran pez. Ricardo Guepie tenía, para esas cosas, muy viva inteligencia y comprendió en el acto. -¡Un príncipe! -exclamó, poniéndose de pie. -¡Qué tonto te pones con tus príncipes! -dijo la joven haciendo una mueca desdeñosa. -Príncipes no hay sino en los libros. -¿Quién, entonces? -Si quieres que te lo diga, empieza por darme una copita de cassis, pero no del que vendes sino del que bebes. Ricardo fue a buscar una botella al fondo de un aparador, y llenó una copita. Después de haber bebido, Aleth posó ambas manos en los hombros de su padre, y, fijando en él sus ojos centelleantes, le preguntó: -¿Qué dirías tú si un día me casara con el dueño de la granja del Choquard? 91
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Al oírla, Palmira abrió enormes ojos redondos, diciendo: "¡Está loca!" y se volvió a la cocina. Ricardo compartía la incredulidad de su mujer. Había admitido sin dificultad que su hija pudiera casarse con un príncipe; pero conocía a los Paluel, y dijo: -¡Imposible! -¡Cuando te digo que lo he atrapado! -exclamó Aleth impaciente. Hablaba con tal seguridad, qué su padre empezó a creer, o, por lo menos, a esperar. -Si es cierto, déjame besarte -dijo en un bello arranque de entusiasmo. -¡Oh! ¡nada de familiaridades! -replicó la joven, apartándose. Los dos besos de Roberto habían quedado en sus mejillas, y entendía guardarlos sin que nadie los tocara. Después trepó a su cuarto, diciendo: -Sería un golpe que haría reventar de rabia a Alicia Cambois.
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V Al día siguiente, lo primero en que pensó Roberto al despertar, fue en Aleth, y se preguntó: "¿Cuándo volveré a verla?" La aventura le pareció divertida. Se desperezó, se burló de sí mismo, pronunció dos o tres exorcismos marinos para conjurar al demonio. Pero, la bonita imagen no se iba de su pensamiento; permaneció allí; y mientras se afeitaba, la veía claramente en su espejo. -A fe mía -exclamó colérico, -me ha atrapado. Así era, en efecto; pero ello no le impidió atender a todos sus quehaceres; porque tenía demasiada voluntad para estar a merced de sus distracciones. A las dos de la tarde, montó a caballo y se encaminó a los Rosales. Al atravesar el camino real, volvió la cabeza para echar una mirada a la Fama. No vio lo que buscaba. 93
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Siguió su camino, recordando lo ocurrido el día anterior con la hija de Ricardo Guepie. ¿Por qué se llamaba Aleth Guepie? Después de haber pasado algunas horas con sus trabajadores, emprendió el regreso, y, contra su costumbre, dejó sueltas las riendas a su yegua. A cada vuelta del camino, le halagaba la idea de ver aparecer a Aleth; pero llegó al camino real sin encontrarla. Los días se siguen y no se parecen. La víspera, en ese mismo sitio, había plantado dos sonoros besos en dos mejillas tiernas, frescas, tan suaves como la seda. El recuerdo de ese fruto delicioso que había mordido, le agitaba el corazón y la sangre. Pero el camino continuó desierto; y, en la granja, Marieta, a quien nada de Roberto se le escapaba, sospechó que había tenido algún disgusto. Al día siguiente, después de comer, no bajó como de costumbre al huerto a fumar su pipa. Se le ocurrió ir a pasear afuera; y se dirigió hacia donde nadie se lo habría imaginado: hacia la posada de Ricardo Guepie. El mismo comprendía lo que había de insólito, de sorprendente en su conducta. Se detuvo un momento bajo la muestra enmohecida, que un viento seco hacía crujir en su gancho. 94
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Un labriego de Mailly jugaba a las cartas con un carnicero. Ricardo Guepie estaba sentado al mostrador, al lado de su mujer, a quien dictaba una cuenta. Al ver aparecer a Roberto, Guepie golpeó vivamente el codo a Palmira, y murmuró: -¡Eh! La chica no había mentido. Hay algo. Y se levantó inmediatamente, y avanzó hacia Roberto, con la gorra en la mano y en los labios una de sus más melosas sonrisas: -No tenemos a menudo el honor de verle por aquí, señor Paluel. ¿En qué podemos servirle? Roberto demoró algún tiempo en responder. Al entrar, había creído distinguir una sombra que se proyectaba en la pared de la cocina. La sombra se había desvanecido, una escalera de madera había crujido bajo dos pies ágiles que subían precipitadamente los escalones, una puerta se había abierto y cerrado, y después nada. -Ha ido a arreglarse -pensó. -Va a volver. Luego, notando que el posadero, siempre inclinado delante de él, esperaba una respuesta, Roberto le dijo: -Creía encontrar aquí a Valin, el carpintero. Sé que viene a menudo y tengo que hablarle. 95
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-Acaba de salir. ¿Quiere usted que le alcance? -Es inútil; no se moleste. -¿Le ofrezco algo, señor Paluel?... ¡Qué frío hace! Me han dicho que las golondrinas se reúnen ya para partir. ¿Es cierto?... Vaya, señor Paluel, una copita de Kirsch! -Vaya por el Kirsch -dijo Roberto sentándose al extremo de una mesa. No tuvo sino que pasear la vista por la sala, para descubrir todos los indicios de una casa mal tenida y que va mal. Pero la cosa no perjudicó a la reina que la habitaba. Antes, Roberto tuvo lástima de la pensionista del colegio, condenada a vivir en tan mezquinas condiciones. El verdadero amor no teme recoger sus perlas en el lodo. La séñora Guepie le trajo el Kirsch, le miró atentamente con sus ojos húmedos y se alejó sin decir una palabra. Roberto pasó un cuarto de hora, diciéndose: "Tarda mucho en venir, ¿vendrá?" Se moría de ganas de preguntar a alguien; pero, ¿a quién? Guepie había desaparecido, la gorda Palmira hacía de nuevo sus cuentas. Habría hecho mejor en irse, y, sin embargo, se quedaba. Para disimular, fingió interesarse en la partida de cartas. 96
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Una puerta, de pronto, se entreabrió, y Roberto tembló. La sirvienta de la posada avanzó la cabeza y preguntó: -¿Se cambian mañana las sábanas a la segunda pensionista? -¡Qué esperanza! Se va dentro de ocho días -contestó la señora Guepie en voz baja. Aburrido ya, Roberto se levantó, se acercó al mostrador a pagar y sufrió por segunda vez una sentimental mirada de Palmira. Iba a salir, cuando Ricardo apareció de repente, y le tendió su mano viscosa, que fue preciso estrechar. El dueño de la granja del Choquard entró a su casa tan excitado, tan fastidiado como un cazador que ve escapársele la caza. Estaba resuelto a volver a verla; pero, por lo pronto, sus designios no iban más lejos. Antes de saber lo que entendía hacer de Aleth Guepie, sentía la necesidad de conversar con ella y besarla más de una vez todavía. El domingo siguiente, la señora Paluel tuvo una sorpresa. Cuando, acompañada por Marieta, salía para ir a misa, Roberto le ofreció acompañarla, y la anciana aceptó con gusto tan inesperada proposición. Roberto no tenía horror por la sotana, le pare97
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cía bien que hubiera curas para bautizar a los niños, casar a los hombres y enterrar a los muertos; pero, como muchos otros, estimaba que las prácticas religiosas son negocios de mujeres. Por su parte, se pasaba muy bien sin ellos, y cuando tenía algo que decir a "Aquel que está arriba", como lo llamaba, se lo decía sin etiqueta, solo a solo y frente a frente. A su madre le disgustaba eso un poco; pero nunca se había atrevido a decirle nada al respecto. No era beata; pero era partidaria del método en todo, y, sin darse clara cuenta de ello, consideraba la religión como una buena disciplina, tanto para los hombres como para las mujeres. Cuando llegaron a las primeras casas de la aldea, Roberto quiso regresar. -Ven con nosotras hasta la iglesia -le dijo su madre. -Todavía la sombra de un campanario no ha muerto a nadie. -Sea -contestó el joven; -pero no entraré. Y, en efecto, no entró a la iglesia. Se quedó en la plaza, conversando con dos consejeros municipales que tampoco entraban. Mientras conversaba, miraba a derecha e izquierda. De pronto, el corazón le latió más ligero: acababa de divisar a una joven que, la frente inclinada, la vista en tierra, el aire recogido y 98
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modesto, se dirigía, a pasitos menudos, hacia la casa del Señor. Poco después, Roberto dio esquinazo a los consejeros, uno de los cuales dijo al otro: -¡Ha entrado a la iglesia! Siempre sospeché que era un poco jesuita. -¡Vaya! -respondió el otro. -No cree en Dios ni en el diablo. Seguramente, tendrá algo que decir a alguien. No tenía nada que decir a nadie, pero tenía algo que mirar. Inmóvil, cerca de la puerta, no apartaba la vista de un sombrerito cuya ala arremangada le permitía ver un lindo pelo rizado y, una bonita nuca con reflejos de oro. - Esperaba que de un momento a otro, Aleth volviera la cabeza y lo mirara. Se equivocó; porque la joven no se distrajo un momento, pertenecía completamente a Dios. Cuando la misa concluyó, Roberto, salió primero y fue a apostarse bajo el pórtico. Luego vio pasar a la que tanto había mirado; pero ella no lo vio, y se alejó, con sus pasitos menudos. En ese instante, la señora Paluel se acercó a su hijo, y, señalando con el dedo a la bonita joven que se alejaba, le dijo : -Esa, seguramente, va a acabar mal. -¿Por qué? -preguntó Roberto vivamente. 99
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-¿No sabes acaso que es una Guepie? -replicó la anciana con acento de soberano menosprecio. A la señora Paluel no le habían gustado nunca la parábola del hijo pródigo ni la historia de la pecadora. Había, según ella, en el mundo dos razas de personas tan distintas, tan desemejantes, como el agua y el fuego: las gentes honradas que observan los diez mandamientos de la ley y los pícaros que los violan; y creía que el deber más sagrado de los primeros es despreciar y odiar a los otros con toda el alma. Era muy buena católica; pero su Dios era Jehová, el Dios celoso e inexorable, que castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación. No creía en la gracia, ni en otra justicia, que la ley del talión. Roberto abría la boca para responder a su madre, cuando Marieta, que se había quedado atrás, los alcanzó, y guardó silencio. Pero ese mismo día resolvió que no intentaría volver a ver a Aleth Guepie. No cumplió su palabra; su amorosa curiosidad triunfó sobre su resolución. Ocho días después, se celebraba en Mailly la fiesta del santo patrón del lugar. Roberto, que nunca había asistido antes, pasó en ella más de tres horas. Se le vio vagar como un alma en pena en torno del 100
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tabladillo en que músicos todavía novicios tocaban alternativamente la Marsellesa y la obertura del Trovador. Recorrió todos los sitios en que esperaba podía encontrar a Aleth; y él, que siempre había sido tan reservado, buscaba conversación a todo el mundo. Un rico agricultor, su conocido, exclamó al verlo: -¡Usted aquí, Paluel! ¡Seguramente busca usted a alguien! -Es cierto -contestó, -y no lo encuentro. Nunca había dicho una verdad mayor. -¡Qué tonto soy! -pensó cuando se retiraba. -¿Cómo he podido imaginarme que podía estar aquí? Cuando pasó por delante de la Fama, Ricardo Guepie estaba en la puerta de su posada. Roberto se resolvió a abordarle, a pesar de no serle agradables sus apretones de manos. Felizmente, las manos de Guepie no estaban libres: la una tenía un cuchillo, la otra una gallina que estaba desplumando. -Los días de fiesta, Guepie -le dijo Roberto, -no son para, usted días de descanso. -Ni para mi mujer -respondió el posadero. Roberto le miraba desplumar su gallina como si esa operación le interesara vivamente. Ardía en deseos de dirigirle una pregunta, una sola, y no se 101
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atrevía. Se sentía intimidado ante Guepie, y se estaba allí, retorciéndose el bigote, sin hablar. Por fin, apeló a todo su valor y con voz que la emoción hacía temblar: -Y su hija, ¿qué es de ella? -preguntó. Guepie se estremeció; pero inmediatamente se recobró. -¡Pobrecita! -dijo con voz dulzona. -En realidad, no sé lo que le pasa desde hace algún tiempo. No duerme, no come, no sale. Tendré que llamar al médico... Pero perdone usted, señor Paluel, me llama un cliente. Y entró a la posada. Su corta respuesta había hecho profunda impresión en Roberto, cambiando el curso de sus ideas. Sentía un asombro mezclado de inquietud y de alegría. -No hay más que hacer -pensaba mientras se dirigía a su granja, -es absolutamente necesario que vuelva a verla. ¿Pero, dónde y cómo? ¡Bah! Por más que me evite, acabaremos por encontrarnos, y será preciso que nos expliquemos. Cavilaba para encontrar un medio de verla, pero inútilmente. No sospechaba que Aleth estaba al tanto de todas sus idas y venidas, que siempre sabía, 102
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en dónde estaba, que conocía el empleo de todos sus días, y hasta sus proyectos. Un día supo que Roberto tenía que ir a Brie a buscar un carrero, y que aprovecharía la ocasión para asistir al entierro de la hija de un fabricante con el cual tenía negocios.
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VI Cuando Roberto llegó a Brie, el convoy fúnebre se había puesto ya en marcha, y se apresuró a alcanzarlo. Entró en la pequeña iglesia gótica, y, de pronto, creyó ver a Aleth a unos cincuenta pasos de distancia. ¿Se engañaba? No, por cierto; era ella, sus ojos y su corazón le habían reconocido, y bendijo ese encuentro casual; porque , si no creía en los ángeles, creía en el azar, lo que, a menudo, no es sino otra clase de superstición. Desde entonces, procuró no perderla de vista, porque se juró a sí mismo no dejarla escapar. Pero, cuando se dirigió a la nave central para estrechar la mano a los padres de la muerta, un pilar se la escondió, y, por más que la buscó después, no volvió a verla. Resolvió no ir al cementerio, y, sa104
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liendo a la calle, buscó con ojos de lince. Aleth no estaba por ninguna parte. Dejó que todos se fueran y, creyendo que la joven se había quedado en la iglesia, volvió a entrar. El pequeño templo estaba vacío; no había sino dos sacristanes que en el coro se ocupaban en apagar los cirios y en ponerlo todo en orden.. Empezó a recorrer altar por altar, hasta que, de repente, se encontró en presencia de Aleth, que la cara entre las manos oraba fervorosamente. No quiso perturbarla en sus oraciones. Por fin, la joven se levantó, y fue derechamente a él, sin parecer que sospechara que estuviera allí. Es preciso creer que había llorado; Roberto la vio enjugarse los ojos con el pañuelo. De pronto le reconoció. Llena de confusión, casi de espanto, se volvió súbitamente y quiso abrirse paso a través de las sillas para salir por otra puerta. Roberto la alcanzó, la detuvo por el brazo, y le dijo con su acostumbrada brusquedad: -¿Ha estado usted enferma, señorita Guepie? -¿Qué le interesa eso a usted, señor Paluel? -replicó Aleth con tono de indignada altivez. -Parece que me importa algo, puesto que me informo. 105
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La joven no contestó. -Le confieso francamente -continuó Robertoque, desde hace tres semanas, he hecho todo lo posible por volver a verla, he ido a todos los sitios en que creía poder encontrarla; pero me han dicho que estaba usted mala que no salía. Aleth pareció turbarse mucho al imponerse de que su secreto había sido traicionado. -No tenía para qué salir. ¿Y quién se ha permitido decirle?... -Su padre. Veo bien que se ha engañado y que no está usted enferma. Pero hace poco la he visto llorar. ¿Tiene usted alguna pena? Nuevo silencio. -Si alguien le ha causado pena, debería usted decírmelo. Quizás encontraría algún remedio. -No le creo -replicó la joven vivamente, -ya no me fío de usted. Cuando le encontré el otro día, me habló usted durante una hora como un hombre discreto, me dio usted buenos consejos, como un verdadero amigo, y, de repente, no sé qué locura le dio... No, ya no lo creo, no quiero tener nada con usted. Roberto respondió con una sonrisa que no expresaba sino una semicontrición: 106
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-Parece que no me ha perdonado usted todavía mis dos besos. -¡Oh! ¡cállese usted! La palabra beso, pronunciada ofendía el pudor y la religión de Aleth. Es preciso que nos expliquemos -continuó el joven, -y, puesto que estamos solos... Aleth levantó la manecita hacia la bóveda del templo y dijo muy bajo : -No estamos solos; hay alguien que nos oye. Roberto hizo un gesto que significaba: "Lo creo porque usted lo dice." Y agregó: -Con El conversaba usted hace poco. ¿Le ha dicho usted su secreto? -¿De dónde saca usted que yo tengo un secreto? -¡Le repito que la he visto llorar!...Y bien, puesto que hay alguien que la oye y eso le fastidia, démonos una cita en un sitio en que no esté. Sea usted buena, vaya usted esta tarde a pasear por el camino de los Rosales. -¡Nunca, nunca! -Estoy resuelto a saberlo todo y soy muy porfiado... ¿Qué tiene usted? Le juro que seré muy prudente, que no tendré accesos de locura. ¿Irá usted? 107
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-Nunca, nunca -repitió la joven con tono de reproche y de irritación. Esta vez, su cólera no era fingida. Encontraba que Roberto procedía muy lentamente, que tenía miedo de avanzar a fondo. ¿Por qué no le decía sencillamente: "Le amo y quiero casarme con usted"? Era eso lo que esperaba, y no venía, y se sentía despechada. -Le ruego que me deje marchar -dijo. E intentó alejarse; pero Roberto le cerró el paso. -No se irá usted sin haberme hecho una promesa. Desconfía usted de mí, y no quiere ir al camino; bueno; pero hay detrás de la posada de su padre, una terraza, al extremo de la terraza una pared, y al pie de esa pared una vereda. Baje esta noche a la terraza, yo estaré en la vereda y conversaremos a través de la pared sin que nadie vea nada. Aleth aprovechó la pasada de una anciana, que se dirigía a un altar, para encaminarse a la puerta; pero Roberto la siguió. -No me siga usted, se lo ruego -le dijo la joven. -Mi padre me espera, y no me perdonaría si me viera con usted. -Prométame que esta noche... 108
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Aleth no respondió ni sí ni no y desapareció. Roberto se puso en camino de regreso a su granja, y, en la noche, entre ocho y nueve, estaba al pie de la pared. Como lo había dicho, el sitio era muy solitario. Esperó largo rato y nadie apareció en la terraza. Se retiró fastidiado y entristecido. Las cosas tomaban un giro que no había previsto. Sin ser fatuo, era altivo, y había pensado que cuando un Paluel hace la corte a una Guepie, tiene el derecho de esperar ser bien recibido. Creía encontrar un padre indulgente y fácil, una muchacha liviana, que, halagada por sus pretensiones, se entregaría a medias antes de hablarle de matrimonio. Se había engañado. La muchacha era un dragón de virtud y el padre un hombre de principios rígidos, del cual era preciso esconderse cuidadosamente, para evitar sus anatemas y sus rayos. Los Guepie no eran lo que habían pensado: le tenían a distancia, no le concedían nada. Por su parte, se sentía más enamorado. Las dificultades irritaban su deseo. Aleth le parecía más encantadora que el primer día. No era ya dueño de su pasión, se sentía incapaz de resistir al encanto que le atraía, estaba como poseído; sentía que su alma no habitaba ya en su cuerpo. 109
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Seis días seguidos, con tiempo bueno o malo, fue a rondar, a la misma hora, ante una terraza en la cual nadie aparecía. Afirmado en un peral silvestre, contaba en vano los minutos. En su mortal impaciencia, rasguñaba al pobre árbol, lo arrancaba tiras de corteza que pulverizaba entro los dedos. El séptimo día fue más feliz; oyó el crujir de una puerta que giraba sobre goznes mohosos, y después el rumor de un vestido. Una cabeza apareció sobre la pared y oyó que le llamaban suavemente por su nombre. Avanzó precipitadamente. Fue recibido con reproches. Aleth le dijo que había ido para pedirle que no volviera más, que la comprometía, que temía que su padre, su terrible padre, sospechase algo. Luego, la joven quiso irse; pero el joven le suplicó que se quedara, tiernamente, suave como una fiera domesticada por el hambre. Si la noche hubiera sido más clara, habría podido distinguir las facciones de Aleth, y la expresión triunfante de su rostro le habría dado que pensar. Siguieron conversando. Ella confesó que tenía un secreto, que él creyó descubrir; pero temió engañarse. Conmovido, anhelante, estuvo a punto de traicionarse, de decir la palabra irreparable: "Aleth 110
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Guepie, quiero casarme con usted"; pero pensó en su madre y calló. Ese desenlace lo asustaba de antemano; y, en lugar de declararse, repitió a la joven que la encontraba encantadora, que, desde su primer encuentro, le había sido muy simpática, que era la única persona con quien le gustaba conversar, y que daría cualquier cosa por verla todos los días, pues tenía muchas cosas que decirle. Pero Aleth no quería que la amara, sino que se casara con ella. Maldecía interiormente a ese remolón incorregible, que siempre encontraba escapatorias. Se mordía los labios de despecho, acabó por no contestar sino con monosílabos, y de cuando en cuando lanzaba grandes suspiros. Roberto habló de escalar la pared. Aleth se indignó. -Ya ve cómo tenía razón para desconfiar de usted y de su palabra. El joven imploró perdón y le suplicó que le diera siquiera la mano, por encima de esa odiosa pared que le prohibía escalar. Aleth, después de algunos melindres, consintió, y le tendió una mano tímida que él apenas alcanzó a tocar con la punta de los dedos. 111
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Roberto, embriagado de pasión, no pudo contenerse, e intentó subir agarrándose a las piedras salientes de la pared. Aleth exclamó -¡Adiós, adiós para siempre! -¡Hasta mañana! -respondió Roberto, desistiendo de su intento. Y en el mismo instante, oyó la voz de Guepie que, desde el interior de la casa, gritaba: -¡Aleth! ¿En dónde estás? -¡Ah! ¡Dios mío! -murmuró la joven. -Ha sucedido lo que temía. Y desapareció. La indecisión es para las almas bien templadas tormento mortal. Con todo, dos días después, Roberto Paluel estaba todavía indeciso, incierto acerca de lo que debía hacer, y se sentía profundamente desgraciado por su incertidumbre, cuando, volviendo a caballo de los Rosales, a la caída de la tarde, advirtió en el camino alguien que se dirigía a su encuentro. No era Aleth, sino su venerable padre, que, al ver avanzar al hombre que buscaba, se detuvo y esperó. Roberto no temía las cóleras de Ricardo Guepie, pues con una sola mano le habría estrangulado; pero tenía la conciencia intranquila, comprendía que 112
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su conducta no era correcta, y tenía reproches que hacerse. Exponerse a oír lecciones de moral de boca de un Guepie, le parecía una penitencia tan dura como una azotaina; pero ¿qué hacer? Roberto continuó avanzando, y contestó con una inclinación de cabeza y un ademán la reverencia, que le hizo Guepie, cuyo aspecto le asombró. No era ya el posadero de la Fama, el Guepie de todos los días, sino un Guepie inventado expresamente para el caso, grave, solemne, augusto, majestuoso, un verdadero patriarca, Abraham, padre de Isaac, o Isaac, padre de Jacob. -Señor Paluel -dijo, -¿ me hará usted el favor de escucharme dos minutos? -Cuanto usted quiera -respondió Roberto. E inmóvil, tieso en la silla, sufrió su destino, con los ojos fijos en las orejas de la yegua, que aparentemente le parecían más agradables de mirar que el rostro del patriarca de cartón. -Señor Paluel -siguió Guepie, -yo no quisiera faltarle al respeto que le debo; pero tengo una pregunta que hacerle, una sola. Sé quién es usted y que su palabra es de oro. Lo que me diga usted, lo creeré. Anteanoche a través de la pared de la terraza, un 113
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hombre conversaba con mi hija; y no era la primera vez que iba. ¿Sabe usted el nombre de ese hombre? -Era yo -respondió Roberto sin alterarse. -Lo sospechaba, estaba casi seguro, a pesar de que mi hija se obstinaba en decir que no era usted. Me decía, cuando la interrogaba, que ese secreto no era suyo y que no podía revelarlo. Guepie se calló un momento para repasar de memoria su discurso, y estar seguro de que iba a empezar por el principio. -Señor Paluel -continuó, -hay aquí ojos que lo ven todo y lenguas que devoran sin piedad el honor de las niñas... Hace cerca de un mes, encontró usted, en este mismo camino, a Aleth, sorprendida por la tempestad. La tomó en ancas... Seguramente, no tenía usted malas intenciones. .. Pero, a poca distancia de aquí, se permitió usted... ¡Ah!, señor Paluel, ¡un hombre como usted! ¡No, no me atrevo a decir lo que usted se permitió! Se detuvo un momento, sofocado por la indignación. Luego, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo: -No sospechaba usted que había alguien que lo veía, alguien que no quiero nombrar, y que la misma noche fue a burlarse a mi posada y a decirme: "No 114
LA GRANJA DE CHOQUARD
se enoje usted, señor Guepie, su hija tiene un galán, que se parece mucho al señor Paluel." No quería creerlo; sé demasiado el respeto que le debo a usted. Y aun cuando lo hubiera creído, no me hubiera inquietado. Sé demasiado quién es mi hija. ¡Oh! ¡mi hija! Vea usted, la directora del colegio decía que era una naturaleza escogida, y no una sino cien veces lo dijo, y no necesitaba yo que me lo dijera. Si alguna vez consintiera en empañar su honor, señor Paluel, se lo declaro, no habría ya alondras en los campos ni estrellas en el cielo. Se calló un instante, para ver qué efecto hacía su audaz hipérbole. Juzgando por las apariencias, no hizo ninguno. Los ojos siempre fijos en las orejas de su yegua, Roberto no pestañeó. -Siempre he oído decir, señor Paluel -siguió Guepie, -que usted era bueno, generoso, que tenía usted un corazón de oro, y estoy seguro de que si hubiera podido sospechar las consecuencias de su conducta, habría hecho todo lo posible por repararlas. Pero la chica le gustaba; ha corrido tras ella sin preocuparse de las murmuraciones, y ya la tiene usted en boca de las gentes, comprometida, porque alguien lo habrá visto, seguramente, rondando mi casa... Yo no se lo reprocho, me remito a su con115
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ciencia, pero no sólo ha concluido usted con la reputación de m¡ hija, sino también con su felicidad... ¡Ah! ¡si supiera usted las escenas que hemos tenido ayer y hoy! Me he enojado y lo lamento; pero un padre es un padre, y cuando se ama a una hija como yo amo a la mía, no siempre se es dueño de sí mismo... ¡Ah! sí, esas escenas han sido muy penosas; mi pobre mujer se ha enfermado. Estaba tan conmovido que no pudo continuar; se pasó el revés de la manga por los ojos bañados en lágrimas. Esas lágrimas conmovían a Roberto, que tampoco se inquietaba por saber si la señora Palmira estaba o no enferma. Su cabeza describió un semicírculo y dijo dulcemente al orador: -Continúe usted, se lo ruego, y concluya. Estoy un poco apurado. Su impasibilidad incomodó a Guepie, que, acalorándose un poco, exclamó: -Sabemos quién es usted, señor Paluel, y también sabemos quiénes somos nosotros, y que no puede haber nada de común entre los dos. Pero, ¿tenía usted algún motivo de queja contra nosotros? ¿Le he hecho yo el menor daño? Mi hija era mi único bien, mi orgullo, la alegría de mi vida, y me, la quita usted, gracias a usted, está perdida para mí. 116
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Verdaderamente son felices, ustedes los ricos. Cuando tienen pena, miran sus campos, cuentan sus escudos y se consuelan. Pero a nosotros, cuando se nos destroza el corazón -porque tengo el corazón destrozado, señor Paluel- ¿quién se encarga de consolarnos? ¿Quién se interesa en nuestras penas? Y, sin embargo, tenemos un corazón como ustedes... Creo que sonríe usted, señor Paluel... -Se equivoca usted, no sonrío -respondió Roberto con tono glacial. -Ningún padre amará tanto a su hija como yo. ¿Es eso un crimen? Las bestias del campo aman a sus pequeños... ¡Y bien! No la veré más. ¡Antes de ocho días se irá a Inglaterra! -¿Se va? ¿Por qué? -preguntó Roberto con alguna viveza. -¿No pregunta usted? ¿No lo adivina usted?... ¡Ah! ¡Dios mío! Le he suplicado que se quede, me he enojado, he llorado... Me ha contestado: "Quiero irme; sería demasiado desgraciada si me quedase; amo a un hombre que no me quiere, y no puede casarse conmigo." Esta vez, Roberto se estremeció y perdió enteramente de vista las orejas de su yegua. 117
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-¡Guepie! -exclamó. -¿ Está usted seguro de que su hija me ama? ¿Puede usted contestarme? Guepie tuvo un movimiento oratorio verdaderamente sublime. Retrocedió dos pasos, levantó las manos al cielo, y exclamó con voz estrangulada por la emoción: -La he visto sufrir durante tres semanas. Para convencerse, ¿necesita usted que se muera ? La alegría que sintió Roberto compensó plenamente todo el fastidio que acababa de sufrir. Lo amaba tanto como él amaba. ¡Más bien morir que dejar partir a Aleth y condenarse a no volver a verla! Habían concluido sus dudas, sus vacilaciones. -Es bastante, Guepie -dijo. -He oído atentamente su discurso, y he aprovechado, de él, a la pasada, algunas verdades útiles. No le encuentro sino un defecto: me ha parecido demasiado largo. Bastaba una palabra y acaba usted de decirla. Le suplico que, de, mi parte, prometa a su hija que, si me quiere para marido, seré muy feliz casándome con ella. A esta declaración, que no se atrevía a esperar y que le pareció caída del cielo, Ricardo fue presa de tal temblor de alegría que casi se le interrumpió la respiración. Los ojos casi se le salían de las órbitas; no cabía en su pellejo. 118
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Roberto agregó: -No diviso sino un obstáculo a nuestra felicidad: temo que ese matrimonio contraríe a mi madre, y me costaría mucho casarme contra su voluntad. Pero triunfaremos de sus objeciones; será cuestión de tiempo. Guepie, tengamos paciencia unos y otros. Hablaré a mi madre esta. noche y mañana conversaré con usted. Y, fingiendo que no veía las toscas manos que Ricardo le tendía, en el transporte de su júbilo, espoleó su montura. y se alejó al trote. Cinco minutos después, Guepie llegaba a la Fama, con la frente inundada de un sudor de alegría, sin aliento, sin sentido, fuera de sí, fuera de todo. Apenas podía andar; casi no podía hablar. Trepó al cuarto de Aleth, y la abrazó, diciéndole: -¡Hija mía, eres una muchacha como no las hay!
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VII Esa noche, la señora Josefina Paluel estaba de buen humor. Una vaca había parido, y el ternerito estaba muy bien. Después de la comida, en cuanto Catalina hubo quitado los cubiertos, dijo a Marieta: -Pronto, hija mía. No hay que dormirse; es preciso repasar la ropa blanca del señor. Marieta no pensaba en dormirse. Esperaba, inmóvil y silenciosa, que se la diera una tarea. La que acababa de proponerlo la señora le agradaba mucho; hay trabajos que honran al trabajador. La señora Paluel fue a buscar, al fondo de un armario de encina, un montón de camisas, que colocó con precaución en la mesa. Después, de pie, los anteojos en la punta de la nariz, la examinó atentamente y pasó una a Marieta. 120
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Roberto se había instalado en su mecedora. Contra su costumbre, no se mecía, y, por singular distracción, se había olvidado de encender la pipa. -¿No fumas? -le preguntó su madre. -Dentro de un momento -contestó, mirándose alternativamente las palmas de las manos, como si en ellas hubiera buscado consejo o una manera de entrar en materia. Hablaron de cosas triviales: de las camisas, de las lavanderas, de las aguas. La madre censuró severamente a las gentes que compran su ropa blanca en París. -Encuentro humillante eso -dijo. -Gentes como nosotros no deberían comprar casi nada; deberíamos producir todo lo que necesitamos. -¿Los niños también? -se apresuró a preguntar Roberto, aprovechando la oportunidad. -Me parece, sin embargo, que preferirías comprarlos hechos y al contado. ¿Has tomado alguna resolución sobre ese delicado negocio? La anciana se sobresaltó, porque en el acto adivinó lo que preocupaba a su hijo. Dejó la ropa que estaba examinando, se quitó los anteojos, y miró a su alrededor en busca de, un asiento. Habitualmente, se contentaba con una silla de junco, cuyo espal121
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dar apenas rozaba con su erguido espinazo. Pero, esta vez, se sentó con toda gravedad, en un sillón de cuero que usaba sólo en las grandes ocasiones. En ese momento, su rostro, como su actitud, eran imponentes; tenía su aire de los grandes días, una majestad casi real, como si estuviera colocada, a pesar de sus manos callosas y de su cutis curtido, muy alto en la jerarquía de la especie humana. Tomando el toro por las astas, dijo a su hijo con voz solemne: -Apuesto que quieres casarte. Roberto respondió con un movimiento de cabeza, y su madre se calló para razonar consigo misma. Se decía: -Tenía que suceder y no tengo derecho para molestarme. Yo misma le he hecho pensar en el matrimonio. No sabía qué resolver y él ha resuelto por mí. Es preciso ser razonable. ¡Que se cumpla la voluntad del Cielo! Y, con una sonrisa forzada, preguntó en voz alta: -¿Y con quién te casas? Roberto no dijo nada. -¿Quieres, acaso, que adivine? Con la mano en la puntiaguda barbilla, la anciana pasó revista a todas las niñas casaderas, hijas 122
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de agricultores ricos, porque no admitía que su hijo escogiera mujer fuera de ellas. De otro modo, sería el fin del mundo. -¿Margarita Bergeret? ¿Verdad? ¡Oh! No me gusta mucho; si fuera su hermana Luisa, sería mejor; pero, por desgracia, es casada. Pero Margarita no te conviene, es muy voluntariosa, tiene accesos de tos... -Tranquilízate -le interrumpió Roberto, -no es Margarita Bergeret. -¿Sofía Santerneux, entonces? ¿No es ella? Es lástima, porque esa chica es muy buena... ¿Alicia Cambois? Roberto no dijo ni sí ni no, y su madre creyó haber acertado. -¡Dios me guarde de hablar mal de Alicia! pero me sorprende que te hayas enamorado de ella, porque no es bonita... Bien sé que la cara no es todo; pero me gustaría que tu mujer fuera agradable de mirar. No quiero ofenderte, pero Alicia Cambois es verdaderamente fea. ¿Estás seguro de que tiene la nariz en su sitio? -La niña con quien pienso casarme -dijo Roberto, -no es fea, tiene la nariz en su sitio, y no se 123
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llama Alicia Cambois. Es, sencillamente, la muchacha más bonita de todos estos contornos. -¡La más bonita! -exclamó la señora Paluel. -Es bueno que las mujeres no sean feas, pero no es preciso que sean extraordinariamente bonitas. De otro modo, hay que temer la coquetería, el gusto por el lujo y todo lo que viene detrás. Se calló un momento. -¿Y en dónde vive esa maravilla? -Muy cerca. -La granja más cercana es la del Gran Valle, y allí no hay sino hombres. -No vive en una granja. El rostro de la señora Paluel se puso sombrío, e hizo un gesto doloroso de disgusto. -¡Cómo! -dijo- ¿Acaso has ido a buscar mujer a la ciudad?... Haces mal, hijo mío. Esas mujeres no son para vivir en nuestras granjas... Pero, habla, que ya deseo saber... Roberto contestó con voz sorda y con mal disimulada emoción: -Ya te he dicho que vive cerca; agregaré que su padre es posadero. La señora Paluel hizo una mueca muy expresiva. Un rayo de luz atravesó su espíritu; saltó en el si124
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llón, que crujió y exclamó con acento de desprecio y de horror: -¡Dios santo! ¡No quiero creer que sea Aleth Guepie! Roberto se callaba; su silencio era una confesión. La anciana sintió que el rubor subía a sus mejillas y que la sangre le hervía. Dos relámpagos brillaron en sus negros ojillos, y dijo con voz terrible: -El día que esa muchacha entre aquí, yo saldré para no volver más. Roberto, se levantó: -Creía que íbamos a conversar razonablemente; pero, ya que te enojas, buenas noches; hablaremos después. Llegaba ya a la puerta, cuando su madre, le indicó con un gesto, que volviera y se sentase. Se sentó, mientras la anciana hacía un enérgico esfuerzo sobre sí misma para enterrar su cólera en las profundidades de sus entrañas. -Conversemos razonablemente, puesto que así lo quieres -dijo con tono más tranquilo. Pero debes comprender que la sorpresa, la emoción... me sofoqué, me pareció que me estrangulaban... ¡Sea! con125
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versemos. ¿Has visto a esa Aleth Guepie? ¿Has hablado con ella? -Más de una vez, y cada vez me ha gustado más. Es la única mujer con quien me han dado ganas de casarme. -Como bonita, convengamos en que es bonita. Cuando no se tiene medio, lo menos que se puede tener es la nariz bien conformada. ¿Pero es verdaderamente tan maravillosa? Yo; la encuentro demasiado gruesa y demasiado corta de talle... Ya ves que no me enojo... ¿Realmente, Roberto, te gusta ese color de pelo? La señora Paluel era sincera; estimaba en conciencia que los cabellos demasiado rubios son una inconveniencia en las mujeres de la clase agrícola de fortuna. -Pero habla.... ¿en dónde la has visto? -Nos encontramos por casualidad. -¡Oh! ¡Por casualidad! -exclamó la anciana, acalorándose de nuevo. -¡Como si los Guepie hicieran algo por casualidad! ¿Crees honradamente en las casualidades de los Guepie?... Han tendido sus redes y tú has caído. ¡Dios nos guarde! A su vez, Roberto se enojó un poco, y respondió en tono de amarga ironía: 126
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-Pronto tendré treinta y un años, he visto el mundo, he sido marino, he ido a la Martinica, me he topado con muchos hombres y muchas mujeres, y, sin embargo, ¡soy un imbécil! ¡Me dejo pescar en la primera red que se me tiende! -¡Esas muchachas son astutas embaucadoras! ¡ Cuando quieren echarle a un hombre polvo en los ojos!... Sobre todo ésa, que no tiene sino su belleza para vivir. ¿Se sabe, acaso, lo que es esa muchacha? Después de haberla hecho cuidar pavos, sus padres le han convertido en una señorita... Y necesita un marido que pague... Pero, dime, Roberto, ¿qué contestaré cuando los Bergeret, los Santerneux, los Cambois, me pregunten con quién te casas?... ¿Crees que no me moriría de vergüenza si tuviera que confesarles que mi hijo se casa con una muchacha cuyo padre es posadero de décima clase y cuya madre ha sido cocinera de una inglesa?... Preferiría decirles que te casas con Marieta... -agregó brutalmente la irritada señora. Y con el dedo por sobre el hombro, señalaba a la humilde Marieta, cuya turbación era tal que habría sido incapaz de decir si la camisa que estaba arreglando, o que fingía arreglar, tenía una manga o dos. 127
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-¿Qué quieres? -replicó Roberto. -Al atravesar el Océano, ahogué algunos de mis prejuicios. -¡Prejuicios! ¡Prejuicios! No cuesta nada decirlo... Pero yo pienso que en este mundo cada cual debe estar en su puesto, sin querer subir ni bajar, y que es bueno casarse sin salir de su clase. De otro modo, todo se mezcla y no hay orden en nada... Dios mismo no podría distinguir... -¡Ah! Hablemos de Dios -dijo Roberto. -Según se dice, no despreciaba a los pobres ni a los humildes. ¿Qué has hecho de tu religión? La señora Paluel no contestó ese argumento; pero se hizo varias otras reflexiones, respecto a la actitud de Dios con los pobres y los humildes. Y Dios, después de todo, puede hacer lo que quiera, situación en que no estaban los Paluel, que no tenían derecho para mandar a paseo a las gentes de su clase que se rieran de ellos, o les tuvieran lástima, por la condición de la mujer elegida por Roberto. Ya se veía confusa, turbada, avergonzada, delante de ellos, buscando disculpas, sudando de angustia. ¡Qué suplicio! La señora Paluel se estremecía con anticipación pensando en ello. Pero se guardó sus reflexiones y cambiando de tema: 128
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-Perdono a Ricardo Guepie que no tenga un centavo... Pero, a falta de dinero, tiene un saco de vergüenza. ¿Lo ha vaciado delante de ti?... El pagaré que había firmado a su hermano y que hizo desaparecer... -Ha sido declarado sin valor -interrumpió Roberto. -No me precio de ser más severo que los jueces. -Bueno, dejemos tranquilo ese pagaré. Pero ¿te atreverás a negar que Ricardo es un hombre sin honor, una especie de aventurero, un perezoso que quiere vivir sin trabajar?... Esas gentes siempre viven de los demás. Durante mucho tiempo tuvieron a la inglesa como vaca lechera... Los ha abandonado y necesitan otra vaca que ordeñar... te han escogido a ti... Dime, francamente, ¿tu futuro suegro no te ha pedido dinero prestado? -Sí -contestó Roberto, -doscientos o trescientos mil francos; no recuerdo bien la cantidad. -Si no te ha pedido todavía, ya te pedirá, antes de lo que te imaginas... Pero, verdaderamente, no sé qué pensar, no sé en dónde estoy... ¿No se te da nada de entrar a esa familia, de alternar con esas gentes, de poner tu mano en las sucias de ellos?... Respóndeme, te lo ruego, ¿qué diría tu padre? 129
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Roberto contestó: -Dejemos tranquilos a los muertos; ¡es tan fácil hacerles hablar! Al oír estas palabras, la cólera de la señora Paluel se encendió súbitamente, como esas hogueras de ramas secas que en el campo se creían extinguidas, y que de pronto echan una gran llamarada. -¡Y bien! Yo, que no estoy muerta -exclamó, -te declaro, Roberto, que todos esos Guepie son unos podridos, y, ¡Dios santo! Yo no quiero que su podredumbre entre aquí. Roberto se había resuelto a no enojarse, a ser infinitamente dulce y paciente. A pesar de ese violento insulto hecho a su amor, dijo "¡Paz!" a su sangre que hervía, y quedó dueño de sí mismo. -No me caso -respondió tranquilamente -con el padre, que es posadero; no me caso con la madre, que ha sido cocinera de una inglesa: me caso con una muchacha encantadora, que no es responsable de las culpas de sus padres; y tú la juzgarás de otra manera cuando la hayas hecho el honor de verla y conocerla. La señora Paluel desató bruscamente las cintas de su cofia, que la fastidiaban y ahogaban, y, pasando de la violencia al sarcasmo: 130
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-¡Pero es una hechicera esa criatura! Te ha echado un encanto... Cuéntame las astucias que ha empleado, o más bien, no me digas nada: lo sé todo, y veo sus halagos, sus sonrisas, sus ojos tiernos... ¡Dios mío! Cómo ha debido reírse de ti esa pícara, al verte picar el anzuelo. Roberto perdió la paciencia y exclamó: -Tienes razón, puede que sea una hechicera, una bruja, esa pícara, pero es mucho más astuta que lo que crees, porque no ha tenido necesidad de venir a buscarme, y soy yo quien ha corrido hacia ella... Oye, la primera vez que la vi, me gustó tanto que por la fuerza le di un beso en cada mejilla. Ella se enojó, me tenía miedo; durante tres semanas no salió de su casa, por temor de encontrarme, y yo estaba como loco porque no la veía. Pero ya todo se ha arreglado; nos hemos visto; hemos hablado; y he conseguido que su padre le ruegue que no se vaya a Inglaterra... Esa es toda la historia, y en esa historia no veo ninguna pícara; no veo sino un pícaro, que soy yo. Bien que la señora Paluel estuviera convencida de que en esa historia había una pícara bastante hábil para ocultar su juego, no podía dudar de los avances que había hecho su hijo, del ardor que ha131
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bía puesto en su empeño. Sintió por ello un sentimiento de indecible humillación, y por un momento la cólera cedió su puesto a la vergüenza. Forcejeando con ambas manos los brazos del sillón, en que dejó la huella de sus uñas, dijo con voz sombría que parecía salir de una caverna: -Basta, Roberto; ya sé bastante y ésta es mi última palabra: escoge entre, Aleth Guepie, y tu madre; en esta casa no hay aire bastante para esa muchacha y para mí. Roberto se levantó de nuevo, y tomando con los dedos crispados, la pipa de espuma de mar que había dejado en una consola, la hizo pedazos contra el suelo. Esa ejecución le alivió, y dijo con tono casi suave: -Madre, te doy seis meses para reflexionar. Si el primero de mayo próximo persistes en repetir lo que acabas de decir, no me casaré, me quedaré soltero hasta la muerte. Pero te ruego que no te enojes conmigo, si la pena me enferma, y si esta casa, a la cual no he vuelto sino por darte gusto y en la cual no hay aire para ella y para ti, se convierte para mí en una. prisión. Y salió. 132
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Por primera vez, Marieta acababa de asistir a una escena entre la madre y el hijo, ¡y qué escena! La pobre muchacha, aterrada, tenía los labios tan blancos como la camisa que en vano intentaba repasar. La brutal alusión que la señora Paluel había hecho de ella, no era lo que más la afectaba; se hacía justicia, comprendía su insignificancia. Pero, ¡cómo! ¿era posible que aquel que estaba tan alto en su pensamiento, ese ser aparte, superior, según le parecía, a todas las debilidades humanas, se hubiera enamorado locamente de Aleth Guepie y la hubiera besado dos veces? Este pensamiento era para ella un abismo en que se perdía, un océano, y el agua de ese océano le sabía amargamente. La señora Paluel subió a su cuarto, situado en el segundo piso. La escalera pareció estremecerse al acercarse a ella la anciana; los peldaños temblaron bajo sus pies: era una tempestad que pasaba.
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VIII Al día siguiente, por la mañana, Roberto tuvo, en presencia de Aleth, una entrevista con Ricardo Guepie, a quien contó la escena de la víspera. Confesó que la resistencia de su madre era más viva y prometía ser más tenaz de lo que se había imaginado; pero agregó que la situación no era desesperada, que encontraría medio de convencer a su madre, y pidió que se le acordara un plazo de seis meses. Ricardo puso mala cara a esa proposición. que le contrariaba mucho. Movía la cabeza, protestaba; el plazo le parecía demasiado largo, temía accidentes que lo comprometieran todo. Aleth por su parte, dio muestras de una sensibilidad verdaderamente conmovedora y de un desinterés absoluto. Hizo presente a Roberto todas las incomodidades a que se exponía por ella y le pidió que la abandonara. Al 134
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mismo tiempo le miraba con ternura, haciéndole comprender que el sacrificio sería cien veces más duro para ella que para él. Lo mejor sería, en definitiva, que la dejara irse a Inglaterra. Roberto replicó que prefería morir a renunciar a ella, y la suplicó que tuviera un poco de paciencia, mezclando a sus súplicas señales de indignación por las resistencias que encontraba en todas partes. Por fin, el plazo fue concedido. Transcurrió la última semana de octubre, llegó noviembre, con muchas lluvias, y después diciembre, con sus nieves. En enero, heló mucho; pero a mediados de febrero los narcisos florecían en los bosques y había violetas al pie de las grandes encinas, ataviadas todavía de hojas amarillas. Pero ni la lluvia, ni la nieve, ni el hielo, ni las brisas tibias, ni los narcisos y las violetas, cambiaron nada de lo que pasaba en los corazones. Cada una de las partes esperaba que la otra cediese y parecía confiar en algún milagro, que no se realizó, pues en estos tiempos de incredulidad, la Providencia es avara de ellos. La señora Paluel y su hijo vivían, comían, bebían juntos, como de costumbre; todas las mañanas se daban los buenos días y todas las noches se des135
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pedían antes de ir a acostarse. Sus diálogos eran breves; las voces secas. Por lo demás, no conversaban sino en caso de urgente necesidad, y la una y el otro evitaban el tema peligroso, comprendiendo bien que bastaría una palabra para desencadenar la tempestad. Bajo las frases que cambiaban, se sentían las profundidades del silencio. Marieta veía, con espanto, acercarse las horas de las comidas. De su asiento, levantando furtivamente los ojos, consideraba los dos rostros, en que se le revelaban dos voluntades enemigas. Le parecía que el choque de esas dos rocas iba a aplastarla. Desde hacía tiempo tenía una idea que no le salía de la cabeza: nunca había visto de cerca a Aleth Guepie y quería verla. Una, noche que la señora Paluel la mandó apresuradamente a Mailly, al volver, con su linterna en la mano, notó que había luz en la posada de la Fama y que la puerta estaba entreabierta. Se le ocurrió un ardid: apagó la linterna y entró a la posada para prenderla. Aleth estaba sentada al mostrador, escribiendo una carta por indicación de su padre, que, esperando utilizar su belleza, quería sacar partido de su ortografía. La frente inclinada, los cabellos un poco desordenados, estaba redondeando una a cuando, al 136
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sentir acercarse a Marieta, levantó la cabeza y le pasó, con un gesto de reina, un fósforo. Su humilde rival le contemplaba maravillada y consternada. El monstruo le parecía a Marieta más hermoso de lo que se lo había figurado; le parecía que, cuando un hombre tuviera la locura de amar sus ojos verdes, quedaría encadenado hasta su último suspiro. Salió Marieta de la posada tan conmovida y turbada, que, al salir, tropezó y la linterna se le cayó de las manos, y se le rompió el vidrio,lo que le valió una fuerte reprimenda de la señora Paluel, que tenía toda la cólera del mundo que gastar sobre cualquiera y por cualquier cosa. Si en el comedor de la granja se hablaba poco, en la cocina de la posada de la Fama se hablaba mucho; pero no siempre se entendían. La pesimista Palmira declaraba que el negocio había fracasado, y se burlaba de las eternas y absurdas esperanzas de su marido, de sus fantasías, de sus castillos en el aire. Bajo la impresión de esas burlas, Ricardo empezaba a inquietarse, a perder ánimos, y en su desaliento había llegado a concebir otro proyecto que Palmira se dignaba aprobar: casar a Aleth con Lesape, el empleado de Roberto; pero Lesape no mordía. 137
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La imperturbable tranquilidad de su hija devolvía a Ricardo, un poco de la suya, quebrantada por las persistentes dudas de su mujer. Por lo demás, no se descuidaba en vigilar a Aleth, y no dejaba nunca solos a los enamorados, con gran desesperación de Roberto. Desde hacía tiempo, el rumor de su casamiento había empezado a difundirse. Las opiniones se dividieron. Los unos decían que los Guepie eran unos intrigantes, que sus pretensiones eran ridículas, que perderían sus esperanzas y sus mañas. Los otros declaraban que, la señora Paluel era una orgullosa que llevaba la frente demasiado alta, criticaban sus insolencias de gran propietaria, y aprovechaban la ocasión para proclamar los principios más radicalmente igualitarios. Pero todo el mundo estaba de acuerdo en que el matrimonio era imposible. ¡Una Guepie casarse con un Paluel! Era contrario a todas las leyes de la naturaleza y de la historia de la región. En los primeros días de marzo, pareció que Roberto empezaba a enfermarse. La prolongación de la incertidumbre, había afectado su salud, a pesar de su robustez. No descuidaba la granja ni los campos; tenía una voluntad de fierro; pero estaba nervioso, 138
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irascible, se exaltaba por bagatelas, y se ponía flaco y pálido. La señora Paluel comprendía, que la salud de su hijo estaba mal, y ella misma sufría por el largo silencio que se había impuesto: los males de que no se habla, le parecían los más insoportables. Una mañana, que tuvo que ir al mercado, aprovechó la oportunidad para pasar a casa del doctor Larrazet, a la hora de la consulta. Se consoló llorando sobre el pecho del doctor; lo hacía juez, le decía: -En mi lugar, ¿no procedería usted como yo? -Lo confieso, señora Paluel -respondió el doctor, -que si tuviera un hijo, no lo vería sin temor casarse con Aleth Guepie. Me gustan poco las gentes de esa clase; estoy convencido de que, por uno que sale bueno, hay diez que acaban mal. Es posible que tenga razón; pero también es posible que. me engañe. -¿No está usted seguro, señor Larrazet? -preguntó indignada la señora Paluel. -Estoy absolutamente seguro de que la cicuta es un veneno activo; no lo estoy tanto de que la señorita Guepie esté destinada a envenenar la vida de su marido. 139
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La señora Paluel no aceptaba esos distingos ni esas reservas. -Yo, creo que esa muchacha acabará mal; estoy tan segura de ello como de quo estoy viva. El otro día la vi en la iglesia: tiene el diablo en los ojos. -¿Qué quiere usted, señora Paluel? No so tan hábil como usted para reconocer al diablo en los ojos de mi prójimo. Si ese matrimonio se hiciera... -No se hará -interrumpió la anciana vivamente. -...Si se hiciera, podría suceder que mediante mucha afección y bajo la vigilancia de una suegra como usted... -No se trata de mí -interrumpió de nuevo la señora Paluel. No tenía necesidad de consejos. ¿No sabía, acaso, lo que tenía que hacer? -Si no se trata de usted -preguntó el doctor, -¿de quién se trata? -De mi hijo; de la locura que quiere hacer y que es necesario impedir. -Roberto, que tiene más de treinta años, puede casarse sin su consentimiento. -¿Qué dice usted, doctor? -exclamó la anciana -No ha habido un solo Paluel que se haya casado sin el consentimiento de su madre. 140
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-Puede ser; pero sé de un tío materno de Roberto que se fue y nunca se ha sabido de él. La anciana sonrió desdeñosamente: -¿Y lo cree usted capaz de irse? -Bueno, señora Paluel -agregó el doctor, cambiando de tono, --lamento sus sufrimientos; pero creo que una mujer razonable y, sobre todo, una buena. madre como usted... -¡Otra vez! No se trata de mí, sino de mi hijo y de esa muchacha que, si se casa con él, lo hará desgraciado... ¿Y no ve usted que es sólo un capricho, una locura?... Es un amor carnal y demoníaco y esos amores no duran. -¡Oh! ¡oh! Dejemos al demonio tranquilo... Pero los amores carnales, como usted dice, son los más tenaces, y a veces duran toda la vida. -No lo creo -exclamó la señora Paluel. -¿Y a quién hará usted creer que mi hijo pueda estimar a esa muchacha? Se calló un instante; se rascaba la mejilla parecía confundida. Después, clavando sobre el doctor una mirada escrutadora, le dijo con acento misterioso: -Ustedes los sabios, los médicos... ¿ No tienen nada para curar esas cosas? 141
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El doctor se echó a reír, y le dijo que el único remedio para curar a los enamorados que empiezan a ponerse pálidos, es darles lo que desean. La señora Paluel se retiró muy descontenta, pensando que la medicina es una pobre ciencia, o que el señor Larrazet no era sino un mediquillo sin importancia. Pero al día siguiente ocurrió un suceso que apartó a la señora Paluel de sus pensamientos. Al atravesar el patio, Roberto vio a Marieta, arrodillada delante de un ganso que sostenía con un brazo, mientras con la otra mano le metía maíz en el buche. -¡Qué idea! -dijo el joven. -Los gansos no se engordan en primavera. -Es para comerlo en Pascua -respondió Marieta. -¡Oh! -replicó Roberto. -Entonces, no comeré de tu ganso. Y como Marieta lo mirara con ojos inquietos: -¿Quieres saber -agregó- cuáles son los polvos que lo curan todo? Los polvos de Villadiego. Y se alejó, dejando a la joven sumida en dolorosas meditaciones. A poco, dejó el ganso Y fue a ver a la señora que, de pie en una silla, revisaba las conservas que tenía guardadas en un armario. 142
LA GRANJA DE CHOQUARD
-¡Señora! ¡Señora! -¿Qué hay? ¿Se quema la casa? -Peor que eso... dígame usted, señora, ¿qué son los polvos de Villadiego? Bien lo sabía; pero, en semejantes casos siempre halaga la idea de equivocarse. -Los polvos de Villadiego -contestó la señora, -te los voy a hacer tomar si sigues mirándome tontamente sin explicarte. -Figúrese usted, señora -repuso Marieta, recobrando el aliento y el espíritu, -que quiere irse... Acaba de decirme que para Pascua no estará ya aquí. La señora Paluel recordó lo que el doctor le había dicho. -¿Es, entonces, un complot? -dijo. -Todos han jurado decirme la misma cosa. Y bien, si quiere irse, ¡que se vaya! -¡Ah! señora, ¿qué dice usted? -exclamó Marieta, estupefacta de que tan tranquilamente se resolviera a esa catástrofe. ¡Irse Roberto! ¿Qué sería de la casa sin él? Parecería un desierto, una soledad, sería tan triste, tan fría, como un mundo sin sol. ¿Y qué sería de Marieta, condenada a no ver más al hombre que amaba? Agregó: 143
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-¡Qué desgracia, señora! ¿Qué va a ser de nosotras? -¡Bah! El viento seguirá soplando y la lluvia cayendo -replicó secamente la señora Paluel. -¿Consentirá usted?... -No se irá, tonta; son cosas que dice para que me las repitas. -Se engaña usted, señora; está resuelto. ¡Lo ha dicho con tanta, tranquilidad!... Lo conozco, y estoy segura de que si usted insiste... ¡Ah! señora, hay que dejarlo hacer lo que quiera. La señora Paluel se irritó. -¿Y a ti qué te importa? -gritó. -¿Son asuntos tuyos? Vete y déjame tranquila. Y Marieta volvió a su ganso, pensando que el mundo está muy mal hecho, puesto que frecuentemente no hay más remedio que escoger entre dos males, y a menudo no se sabe cuál es el peor. Pero, en este caso, lo peor sería que Roberto se fuera. Vivir sin verlo, no sería vivir. Bien que la señora Paluel hubiera fingido recibir sin emoción la inquietante noticia que le había dado Marieta, lo cierto es que se había conmovido mucho, pues conocía demasiado a su hijo, para no creerlo capaz de cualquiera resolución. 144
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Desde ese día, la ansiedad le atormentó. Estuvo diez veces a punto de, interrogar a su hijo, pero no se atrevió. Necesitaba mucho valor para hablarle de repente de un asunto peligroso, que ambos evitaban hacía cinco meses. Pero ocurrió que una semana más tarde, después de la comida, Roberto le pasó una carta que acababa de recibir, diciéndole a quema ropa: -La pícara me ha escrito eso. Esa palabra era una de esas injurias inolvidables que quedan para siempre en el corazón. Durante, cinco meses, en todas sus comidas, Roberto la había bebido en el vino que ingería, la había tragado y vuelto a tragar a cada bocado que llevaba a sus labios. Sin decir nada, su madre desplegó la carta, de hermosa caligrafía inglesa, y leyó lo siguiente: "Mi querido Roberto: esto no puede durar más; soy demasiado desgraciada. Seamos razonables, renunciemos el uno al otro. Su madre es muy dura, muy cruel con nosotros; pisotea nuestros pobres corazones como el barro del camino. Pero yo no la censuro y le suplico a usted que la perdone. Es preciso someternos a su voluntad, decirnos adiós para 145
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siempre. Le había prometido esperar hasta el primero de mayo; pero le ruego que me devuelva mi palabra. Le repito, esto no puede durar. Tengo una ocupación en Inglaterra y es preciso que me vaya. Así quedará contenta la persona que no me ama y a quien no he hecho otro daño que amarle mucho a usted. Adiós, Roberto. ¡Que Dios sea con nosotros! Su ALETH, que le ama y le ruega olvidarla." La señora Paluel había tenido estremecimientos nerviosos mientras leía la carta, cuya elegante caligrafía la horrorizaba. Se la devolvió a Roberto, diciéndole: -¿Qué has contestado? -He contestado que nunca devuelvo su palabra a nadie y que le exijo que espere hasta el primero de mayo... Pero no me quedaré aquí sino hasta mediados de abril.. -No estoy bien, necesito cambiar de aire. -¿A dónde piensas ir? -preguntó la anciana con temblorosa voz. -Iré a ver el mar. 146
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Era el primer amor, tan temido como el segundo, igualmente aborrecido por la señora Paluel. -¡Ah! -exclamó. -¿Irás a ver el mar? -Sí; eso me hará cambiar de ideas. Me gustará volver a ver el Havre; estaré allí hasta el primero de mayo. Ese día, devolveré su libertad a alguien, y también recobraré la mía. En seguida, Roberto salió, y poco faltó para que Marieta gritase: "¿Lo oye usted, señora? ¿No tenía yo razón? ¡Ah! Se lo suplico, impida que se vaya, porque no volverá." Pero la señora, que había adivinado su deseo de hablar, le impuso silencio con una mirada. Esa noche, la señora Paluel no durmió, y al día, siguiente sintió que no estaba ya, perfectamente segura de su voluntad, que se había abierto una brecha en la roca, que la fortaleza sitiada pedía rendición. Sin embargo, se irritaba por su derrota, y buscaba armas nuevas, nuevos argumentos para no ceder. Sin decir nada a nadie, fue al colegio de la señorita Bardéche, a pedir datos sobre una tal Aleth Guepie. La señorita Bardèche, empeñada en prestigiar la educación que daba, informó muy favorablemente, a pesar de la insistencia con que la señora Paluel que147
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ría hacerle decir algo en contra de la señorita Guepie. Se acercaba la Pascua. La señora Paluel fue a confesarse y expuso sin reticencias al cura de Mailly sus combates interiores, sus dolores, sus escrúpulos. Después de escucharla atentamente, el cura le dijo que, por loable que fuera su resistencia, podría explicarse tanto por orgullo como por solicitud material, que haría mal en encapricharse, que aparentemente Dios la había escogido para hacer una buena acción sacando a una joven todavía inocente de un ambiente sospechoso en que no tardaría mucho en inficionarse. Hablaba bien, el cura de Mailly; pero ella, no le comprendía, y el le pedía lo imposible. Vencida en toda la línea, la señora Paluel no pensó ya sino en rendirse; pero, ¡cuánto le costaba! Al día siguiente, en la tarde, estaba sola en su cuarto, cuando su hijo entró para pedirle algo que necesitaba. No le contestó; miraba atentamente sus mejillas flácidas y su cutis pálido. Después, preguntó con voz ronca: -Entonces, ¿estás enfermo?... ¿Esa muchacha enferma a los hombres? Roberto adivinó. 148
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-Sí; es una enfermedad -respondió; -y no sanaré. -Cásate, pues, ya que es necesario para impedir que te mueras o que te vayas; pero, déjame irme; serán felices sin mí. -¡Jamás! ¡Jamás! -exclamó Roberto. -Si abandonaras la granja, te, morirías. La anciana se dejó caer en una silla, murmurando: -¡Que Dios nos bendiga! Suceda lo que quiera, yo me lavo las manos. Roberto se sentó cerca de ella, la abrazó, le dijo y repitió que era una buena madre, la mejor de todas las madres, que la quería, cien veces más que nunca, que la adoraba, que haría todo por verla feliz. Ella se desprendió de sus brazos, desató el cordón del cual pendían las llaves, y le pasó el manojo llorando: -Llévaselas -dijo, -y que venga a mandar aquí. Yo ya no soy nada. Roberto la reprendió, la obligó a tomar de nuevo las llaves, que serían siempre de ella, como toda la casa y lo que había dentro. Luego, inclinándose al oído de su madre: -¿Quieres que vaya a buscarla? -preguntó. La anciana tuvo un sobresalto. 149
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-¡Todavía no! -exclamó; pero luego comprendió que estaba condenada a beber el cáliz hasta las heces, y agregó: Haz lo que quieras; yo ya no quiero nada. Pocos minutos después, Aleth caía de rodillas a los pies de su futura suegra, le besaba las manos, y entre sollozos le protestaba su amor, su respeto, su gratitud. Le pidió que le diera un beso. Era demasiado, era el suplicio de los suplicios. La señora Paluel dudó un instante, repitió una vez más: "¡Que se haga tu voluntad y no la mía!" e inclinándose sobre el rostro que habría querido fulminar con la mirada, lo rozó con sus labios secos, con tanta repugnancia como si los hubiera puesto sobre la fría piel de una serpiente. El sacrificio supremo estaba cumplido.
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IX Cuando se tiene carácter, una vez que uno se ha resignado a lo inevitable, en vez de diferir, de pedir plazos, se siente el deseo de apresurar el desenlace, de concluir lo más pronto posible. Lo peor, en ciertas desgracias, son los detalles, y a la señora Paluel le fastidiaban los accesorios a veces más que lo principal. Quería que su desgracia se consumase pronto, que no se hablase más de ese odioso matrimonio y de sus preliminares. No ignoraba que hasta a dos leguas a la redonda, se hablaba mucho de ello, y estimaba, según el proverbio turco, que cuanto más se machaca el ajo más huele. Habría querido desaparecer durante algunas semanas en un agujero de ratón, dormirse allí, despertar a la noticia de que el matrimonio estaba hecho, y volver a la granja con la resignación melancólica del hecho cumplido. 151
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Su hijo extremaba sus cariños con ella, no sabía qué inventar para serle agradable, para recompensarle por un sacrificio cuya extensión y crueldad conocía. A pesar de todo, la anciana no perdía su aire de desesperante mansedumbre, que parecía ofrecer al Cielo sus mudos dolores. Roberto la consultaba sobre todo; ella contestaba: "¿Qué importa? Haz lo que quieras." Y su mirada decía: "Desde el momento que se hace algo enorme, ¿qué importa una enormidad más o menos?" La señora Paluel había habitado siempre, en comunidad con su hijo, un pequeño departamento en el primer piso, sin prevenirle, empezó a mudarse al piso bajo, a una pieza que se llamaba el cuarto de los amigos y que comunicaba con la de Marieta. Concluida la mudanza, contempló por última vez las que habían sido sus piezas durante tan largo tiempo, y dijo a su hijo: -Las amoblarás cómo te parezca; sabes lo que le gusta. Ya no decía: esa muchacha o esa criatura, y mucho menos esa pícara; pero no podía llamarla por su nombre. Nada le fue más duro que tener que anunciar su desgracia a los grandes propietarios de la vecindad. 152
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Una tarde, armándose de todo su valor, subió en coche y se fue de granja en granja. Estaba muy conmovida; tenía la garganta apretada. Entraba, se sentaba en el borde do una silla, como un acusado en el banquillo, y, con dudosa sonrisa, pasándose el pañuelo por las comisuras de los labios, decía: -Y bien, ¿sabe usted lo que nos sucede? Y miraba en torno suyo para leer en los ojos de sus oyentes. Luego empezaba su relato con voz anhelante, hablando bajo, como en el cuarto de un enfermo, alegando que su hijo no era un hombre como los demás, que en todo tenía gustos especiales e ideas propias. Después, exaltándose por grados, exponía circunstancias atenuantes, la perfecta belleza de Aleth Guepie, los excelentes informes de la señorita Bardèche, su educación; hasta de sus padres decía que valían más que su fama, que eran buenas personas que habían tenido contratiempos. Y miraba de nuevo en torno suyo para ver si le creían. Pero la gran propiedad es una gran escuela de diplomacia, en que se aprende a hablar y a callarse. Ni la señora Bourgeret, ni la señora Cambois, ni siguiera Alicia Cambois, por consternada que estuviese, dejaron escapar una sola palabra de burla, de ironía o de censura; no dijeron nada que pudiera 153
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tomarse por un aliento ni por un consuelo. Escuchaban con extrema cortesía, en profundo silencio, con agradables sonrisas que significaban: "¡Ah! ¡Si dijéramos lo que pensamos! Pero bien nos cuidamos de ello; ¡para lo que nos importa! ¡Quien quiera casarse mal, que, se case!" La señora Paluel regresó de su jira con el corazón afligido, y quiso hacer tragar a su hijo las culebras que le habían hecho tragar. Le dijo sin parecer dar importancia a sus palabras: -He trabajado mucho esta tarde... He visto a los Bourgeret, a los Lanterneux, a los Cambois. -¿Sí? ¿Están bien? -Tranquilízate, esas señoras son muy corteses, muy discretas. Luego, dejando caer gota a gota el vinagre en la llaga: -Si quieres creerme, no las invites a la boda. -¿Por qué? -Encontrarán cualquier pretexto para no venir. No querrán comprometerse ni encontrarse con ciertas personas. Roberto no se enojó; se sentía tan feliz que no se enojaba nunca. 154
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-¿Pero acaso son hechos de otra pasta que nosotros esas señoras? -dijo riendo. -Ya quisiera yo que alguien me dijera que se comprometía viniendo a mi casa... Pues los invitaré a todos, y verás como se mostrarán encantados... Después intentó desviar la conversación, explicando a su madre ciertas disposiciones que había concertado con su notario, para que, cualquier cosa que ocurriese, pudiera concluir sus días en la granja. Lo había previsto todo, aun el caso de que muriera joven y sin hijos, y le consultó también sobre, las medidas que pensaba tomar para proteger a Aleth contra la codicia y las maniobras de sus padres, así como sobre la pensión vitalicia que pensaba asegurarle para el caso en que quedara viuda. A poco, la señora Paluel volvió a su tema: -¿Has escogido tus testigos? -Uno será el doctor Larrazet, que ha aceptado con mucho gusto. -¿Estás seguro?... ¿Y el otro? -No costará mucho encontrarlo tengo tíos, primos... -No cuentes con ellos; conozco el modo de pensar de mis hermanos; los dos me han escrito. ¡Dios me libre de mostrarte sus cartas! Pero ten la 155
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seguridad de que ni ellas, ni sus maridos, ni sus hijos, vendrán a tu boda. -¡Que les aproveche! La haremos sin ellos. -Si; pero, ¿tu segundo testigo? -replicó la señora Paluel. Y, rascándose ligeramente la cabeza con una aguja para tejer medias: -Yo que tú, me contentaría con Lesape. Roberto comprendió la intención y todo lo que había de negra profundidad en la malicia de ese epigrama. Respondió tranquilamente: -Verdad, tienes razón. Tanto vale uno como otro. Dos días después, al atravesar e1 bosque de los Rosales, alguien lo llamó por su nombre, y Roberto vió acercarse a él, jinete en un lindo alazán, a un joven a quien conocía desde su infancia, pero que sólo veía de cuando en cuando. Era el Marqués Raúl de Montaillé, que había venido a echar un vistazo a su castillo, para ver si su nuevo guardabosque, Polidoro cuidaba convenientemente sus faisanes. El Marqués no tenía sino veinticinco años; pero representaba más. Tenía la mirada fatigada, su sonrisa era pálida; y el pelo empezaba a caérsele. La vida no tenía ya nada que enseñarle. Y, en todo caso, no te156
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nía en cuenta sino su placer o su provecho, sin que las pequeñas vanidades, que cuestan tan caras, lo indujeran jamás a gastar: era prudente en su desorden. No se hablaba de él ni bien ni mal; y jamás había hecho mal ni bien a nadie. Era perfectamente personal y siempre cortés; le gustaba practicar las virtudes que no cuestan nada. Adoraba el dinero; sabía adquirirlo y conservarlo. Es justo decir en su abono que su primera juventud había sido muy desgraciada, y que, al trabajar resueltamente por su felicidad, no hacía sino desquitarse. Su padre, un vividor que había acabado en un misticismo exigente y meticuloso, lo había hecho educar en los jesuítas, y en las vacaciones lo llevaba a la Saleth, pues había prometido consagrar su hijo a Dios. Mientras, el joven, que se sentía con muy poca vocación religiosa, se divertía como podía, en la sombra de un profundo misterio. Por suerte, su padre, lo ignoraba todo; y cuando murió, se pudo notar que el hijo se le parecía muy poco. Raúl de Montaillé y Roberto Paluel se habían visto mucho en su. infancia. El castillo, y la granja no distaban entre sí más de una legua, y, burlando la más celosa de las supervigilancias, el futuro Marqués buscaba al hijo del rico agricultor, a quien iniciaba 157
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en todos los secretos de su precoz experiencia y le enseñaba más de un ejercicio agradable. Juntos cazaban cuervos, pescaban ranas, perseguían zorros. Durante algunos años se perdieron de vista; luego Roberto se fue. Poco tiempo después de su regreso, tuvo la sorpresa de recibir la visita de su antiguo compañero de juegos, que nunca descuidaba una amistad útil y que por instinto había descubierto que a veces se necesita a los más pequeños que uno, Por la intercesión de un director de conciencia, Raúl había obtenido permiso de su padre para ir a París a estudiar derecho y procurarse así un poco de libertad; y en París había caído víctima de la usura, que siempre está al aguaite de los hijos de familia, a quienes caritativamente presta quinientos francos haciéndoles firmar pagarés por mil quinientos. Su prestamista, inquieto por su dinero, perdió la paciencia y le amenazó con escribir a su padre. En su angustia, Raúl se había, acordado de Roberto, que se brindó a prestarle el dinero, que le fue devuelto el mismo día en que el viejo Marqués partió de este mundo. Poco tiempo después, Raúl cayó en la cuenta de que Roberto podía servirle para otra cosa. Convencido de que así prosperarían sus negocios, aspiraba 158
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secretamente a ser diputado. Roberto era hombre de prestigio, estimado, influyente; más de una vez se le habían ofrecido los honores de la alcaldía y los había rehusado. El Marqués esperaba hacer de él un agente electoral ; era una buena carta para su juego. En cuanto a, sus opiniones, no las tenía, se reservaba para adoptar las que mejor convinieran a sus electores, y esperaba que Roberto le daría buenos consejos al respecto. A la verdad, no había apuro; pero entendía debía preparar con tiempo el terreno para su candidatura; y empezaba ya la siembra. Tendió el Marqués la mano a Roberto, diciendo: -Tendría derecho para estar enojado con usted. Va usted a casarse y yo no sé nada. -Sin embargo, parece que lo sabe usted, señor Marqués. -Me lo acaba de decir mi guardacaza, Polídoro Guepie, que, si no me equivoco, es hermano uterino, de su novia. Roberto no respondió. Encontraba que en ese momento el señor Raúl de Montaillé no tenía todo el tacto que se debe esperar de un Marqués. Raúl tenía, sin embargo, la intención de ser amable, porque agregó: 159
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-Nunca he visto a la señorita Guepie; pero he oído decir que es encantadora... Y, ¿qué dice su madre de usted de ese matrimonio? -No está, sino medio contenta. -Lo sospechaba; pero es igual; usted se casa, parece, con un niña muy bonita, y eso es algo. Y cuando un hombre se casa, no debe consultar sino su propio gusto. Esto dió al Marqués pie para protestar contra los prejuicios y contra la tonta tiranía de la opinión. -¿Y cuándo se casa usted? -preguntó. -Dentro de quince días: el 26 de mayo. -Vendré expresamente de París... Si no me invita usted, me invito yo. -Me hace usted demasiado honor -replicó fríamente Roberto, a quien importaba poco que en su boda hubiera un Marqués más o menos. -Pero me parece que somos viejos amigos repuso Raúl con tanta vivacidad como le permitía su absoluta, indiferencia... -El hecho es -continuó- que si lo hubiera sabido antes, habría solicitado el favor de ser su testigo. Roberto le miró para ver si hablaba en serio, pensando en la casualidad que le proporcionaba el 160
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medio de tapar la boca a su madre, que le creía reducido a Lesape para su segundo testigo. -Sólo depende usted, señor Marqués -dijo ;el puesto está todavía vacante. El Marqués se encontró atrapado y se resignó con la mejor gracia del mundo. Agradeció a Roberto el placer que le proporcionaba, y estrechándole de nuevo la mano: -El 26 de mayo, seré su hombre. Y se alejó rabiando consigo mismo. "Esto se gana con ser amable -pensaba. -Es una verdadera teja que me cae en la cabeza. Pero, en cambio, le devolveré su atención y quedamos en paz." En la noche del mismo día, Roberto dijo descuidadamente a su madre: -Si no te empeñas mucho por Lesape, podremos hacer abstracción de él. He encontrado un segundo testigo, que espontáneamente se me ha ofrecido. -¿Quién ? -El señor marqués Raúl de Montaillé. -Se ha burlado de ti -exclamó la anciana. -Lo conozco mucho -replicó Roberto, -y creo que tiene muy buenas razones para no burlarse de mí. 161
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Y dejó a su madre asombrada. ¡Casarse con una Guepie, y tener por testigo a un Marqués! Eso contradecía todas sus ideas; seguramente había algún resorte malo en el universo. En la posada de la Fama también se habían preocupado del próximo casamiento. Al día siguiente de resolverse su matrimonio, Aleth había escrito a la señora Blackinore para anunciarle el suceso; y su antigua protectora le contestó enviándole un cheque por dos mil francos, no sin hacerle entender que ésa era su última liberalidad. Desde entonces, todo fue idas y venidas. La madre y la hija iban a lo menos tres veces por semana a París. Y volvían en triunfo a la posada con sus compras, que maravillaban a las comadres de los contornos. Aleth afectaba desdeñar tanto sus éxtasis como sus envidias, bien que las bebiera como si fuera leche dulce. Pero el asombro general fue indescriptible cuando llegó la canastilla de bodas. El novio, esta vez, no había consultado a su madre vestidos, chales, reloj, alhajas, nada le había parecido demasiado hermoso para adornar a su ídolo. Como él, Aleth había pensado en escoger bien sus testigos, y no tuvo sino la dificultad de la elección. Los hombres, son cobardes; y todo les sale 162
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bien a los felices. Los que más habían menospreciado a los Guepie, deseaban vivamente figurar en ese matrimonio tan curioso, tan imprevisto, que metía tanta bulla. No se pudo resistir a las exigencias del panadero de Mailly, importante personaje de quien los Guepie eran medio primos, sin contar con que le debían algún dinero. Pero Aleth rechazó a los demás. Había sabido que la señora Blackmore, que había llegado hacía poco a París, pensaba antes de irse a Inglaterra, pasar dos o tres semanas en París. Tomó su mejor pluma, y escribió a la señora Blackmore para suplicarle que consiguiera de su esposo que le acompañara, como testigo, en la interesante y solemne ceremonia que se preparaba. La señora Blackmore accedió al pedido de Aleth, que no le costaba dinero. Parecía, pues, que en ese matrimonio todo debía ser prodigioso. Como testigos, un médico, un panadero, un Marqués y un inglés, del cual, además, se decía que era tísico. Había habido muchos matrimonios en Mailly; pero nadie recordaba haber visto en ninguno un inglés. Era una decoración completamente nueva. Aleth, aturdida por su felicidad, vivía en el aire, en los espacios, fuera de sí misma; sus pies no tocaban ya la tierra. En las entrevistas que tenía con su 163
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novio, éste le dirigía hasta tres veces la misma pregunta, sin que ella echase de ver que le interrogaba. Lo advertía, por fin, y salía del paso inclinando su radiosa frente hacia él, que la besaba con pasión. En todo amor, ha dicho el Apóstol, hay uno que ama más, y uno que es el más amado. Por fin, llegó el 26 de mayo; deseados o temidos, los días, cualesquiera que sean, acaban por llegar. Esa mañana el cielo era de un azul puro y profundo; no había ni una nube, lo que pareció absurdo a la señora Paluel. Lanzó un suspiro que valía por diez, porque se había resuelto a no suspirar más hasta la noche, a aparecer tranquila, de suerte que nadie pudiera leer en sus ojos su desesperación. ¡Qué pesado y cruel fue ese día para ella! Sin embargo, tuvo una satisfacción. Después de la alcaldía, fueron a la iglesia. Concluida la ceremonia, Ricardo Guepie, que esperaba el momento, se precipitó hacia la suegra de su hija, para ofrecerle el brazo. La anciana fingió haber descubierto una manchita en su chaqueta de terciopelo, y, bajando la vista, no se preocupó ya sino de rasparla, dirigiéndose a la puerta, lo más ligero que le fue posible. Guepie, el brazo tendido, los ojos tiernos, el corazón en la boca, le seguía diciendo: 164
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-Permítame usted, señora Paluel, permítame usted... Su consuegra no veía nada, no oía nada, raspaba la mancha con la uña; hasta que le dijo sin mirarlo: -Es inútil, señor Guepie, tengo que regresar a la granja a ocuparme de mi comida. Todos los asistentes, con excepción de la señora Paluel, se dirigieron a la Fama, en donde les esperaba el almuerzo. Después, subieron en coche, para dar un gran paseo, y a las seis de la tarde, llegaban a la puerta de la granja de Choquard. Los coches entraban uno a uno en el patio dejaban su gente y salían por el pasaje abovedado. Las señoras de los grandes agricultores se dirigían al cuarto de la señora Paluel, santuario accesible sólo a ellas. Después, pasaban al comedor, en donde la mesa espléndida esperaba. La comida fue suculenta, exquisita; los vinos de primera calidad; las bodegas de los Paluel eran célebres. El marqués Raúl de Montaillé se había retirado temprano. Había llegado a la hora precisa, en las mejores disposiciones, resuelto a cumplir su deber, a mostrarse buen príncipe hasta el fin. Pero, desde la alcaldía empezó a sentirse mal. ¿Era una jaqueca? Era, más bien, esa melancolía sorda que se apodera 165
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de repente de un Marqués, o de cualquiera que, invitado a un matrimonio, encuentra que la desconocida novia es demasiado bonita, demasiado para el novio y empieza a tener pensamientos afligentes y a envidiar la suerte del marido. ¿Por que no habría conocido antes a la que ahora era la esposa de Roberto Paluel? Quizá habrían podido entenderse... Estas reflexiones amargaron tanto a Raúl, que al salir de la iglesia se acercó a los novios para decirles que un negocio urgente lo llamaba a París. Roberto no hizo ningún esfuerzo para detenerlo, y Aleth se limitó a contestar con una sonrisa fugitiva y superficial. No le molestaba que un Marqués hubiera sido testigo de su matrimonio, pero su gloria y su felicidad se bastaban a sí mismas, y ese día los detalles le importaban poco. Como el marqués de Montaillé, las señoras Bourgeret y Cambois, habían encontrado también demasiado bonita a la novia. Pensaban en sus lujos y hacían comparaciones enojosas. De otra parte, habían esperado que ese matrimonio tan extraño tuviese algún lado cómico, que la recién casada olvidara las lecciones de la señorita Bardèche y dijera o hiciera algo inconveniente; pero Aleth estuvo irreprochable de maneras y de lenguaje, seria y dig166
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na sin afectación, o afable sin familiaridad, en una palabra, tan señora de la cabeza a los pies, como la que más lo fuera en la región. Durante el banquete, no supo lo que bebía ni lo que comía; y, a decir verdad, comió poco y sólo bebió vino muy aguado. Al sentarse, había puesto sus guantes en su copa para, champaña. Una noche, había visto hacer otro tanto a la señorita Bardèche, y le había parecido muy distinguido. Se daba cuenta, confusamente, de que la señora Cambois la miraba mucho, y que algún despecho se mezclaba a su admiración. Un momento, Aleth despertó completamente para recorrer con la vista esa gran mesa en forma de herradura, y su mirada se detuvo en el grupo de los Guepie. Le pareció que sus cinco hermanos eran imposibles, que su padre, con la servilleta anudada al cuello, era muy vulgar, que su madre, que a cada momento cambiaba de mano el tenedor, era terriblemente ordinaria. Previó que, cuando se levantara de la mesa, esa madre sentimental querría abrazarla y besarla, para que la vieran todos. En el momento crítico, Aleth se apresuró a impedirlo, y tendió a su madre ambas manos, al mismo tiempo que con los brazos estirados, rígidos como barras de hierro, la mantenía distante. 167
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Algunos minutos después, todavía vestida de blanco, se encontraba sola en un gran dormitorio blanco, alumbrado por una lámpara. En ese cuarto, había una hermosa cama de nogal, con cortinas de Persia, cuyas flores admiró. Era su cama. Hurgó un poco por todas partes; después se acercó a una ventana, y, la frente apoyada en un vidrio, veía ir y venir luces amarillas o rojas; eran los faroles de los coches que venían a buscar a sus dueños. Oía rumor de voces, y el piafar de los caballos. A poco, chasquearon los látigos, las luces desaparecieron una a una, el silencio se hizo, y de repente, sintió dos manos que enlazaban su talle, alguien la levantó en peso, la echó en sus brazos, y la paseaba así, para el dormitorio, diciendo con voz emocionada: -¡Por fin! ¡Qué largo me ha parecido esté día! Inclinándose sobre ella, Roberto continuó diciendo: -Este pelo, estas mejillas, esta boquita, y todo, me pertenece. Y, mirándola en el fondo de los ojos, agregaba: -No hay que hablar, eres mía, mía, toda entera. Y la cubría de besos. Al mismo tiempo, una pobre muchacha entraba a su cuarto solitario. Como la señora Paluel, Marieta 168
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se había resuelto, en la mañana, a aparecer tranquila. Al levantarse, sus labios se contrajeron en una sonrisa, que quedó clavada en ellos todo el día. Es verdad que, al llegar la noche, no era ya sino la sombra de una sonrisa. Felizmente, Marieta ya no la necesitaba, la fiesta había concluido. La tristeza se pintó pronto en su semblante. Se dejó caer en la cama, y hundió la cara en la almohada, para ahogar el rumor de sus sollozos, que no pudo contener por más tiempo. ¿Se había hecho ilusiones? ¿había acariciado quimeras? No. ¿Se había figurado?... ¡Oh! no; sospecharlo sería ofenderle; era demasiado razonable para eso. Y, sin embargo, sus sollozos demostraban que se puede dejar de creer sin haber creído, que se puede despertar sin haber dormido, que se puede desesperar sin haber tenido esperanza. Pensaba en una hermosa mujer coronada de azahares, en un hombre con corbata blanca, en la belleza de la una, en la felicidad del otro, y lloraba como una Magdalena. El cansancio venció a su deseperación, y acabó por dormirse. Al amanecer, oyó tres golpes secos en la pared de su cuarto, que colindaba con el de la señora Paluel, y una voz le gritó: 169
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-No quiero despertar a catalina, que debe estar muerta de cansancio; ven pronto, Marieta, te necesito. Confusa y avergonzada por el estado en que se encontraba, la joven se apresuró a levantarse, se lavó con agua fresca, y bajó al comedor, de donde la enorme mesa había ya desaparecido. Armada de una gran escoba, la señora Paluel la esgrimía furiosamente. -¡Por fin, ya estás aquí! -exclamó, y entregándole una esponja humedecida, agregó: -ayúdame a barrer toda la mugre de esos Guepie. Cuando todo estuvo perfectamente limpio, la señora Paluel avanzó al centro del patio para respirar aire puro; y maquinalmente levantó la vista a una ventana del primer piso, cuyas persianas estaban herméticamente cerradas. Lanzó un profundo suspiro. ¡Ay! Detras de esas persianas había una Guepie que no podía barrer.
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X Es falso que en este mundo no haya felicidad completa. Aleth y Roberto eran perfectamente felices. Saboreaban, cada uno a su manera, las alegrías del propietario en toda su intensidad, con transportes que no se aplacaban, y el uno y la otra estaban convencidos de que su luna de miel no concluiría nunca. El se decía a cada instante: "Es mía, toda mía." Ella pensaba que todo lo que veía, la granja, los muebles, el campo que divisaba desde su ventana, los carros, los graneros, todo era de ella; y, además, un hombre que siempre le dejaría hacer lo que quisiera. A los pocos días, estaba impuesta de todo, hasta del dinero que Roberto tenía en el campo. Todo quedó inscrito en su memoria como en un inventario comercial. 171
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En privado, Aleth se abandonaba a la impetuosidad de sus impresiones. En presencia de extraños, se moderaba, se ponía seria, decente, y, para no parecer una parvenue, se daba aires de estar acostumbrada a su felicidad, bien que su imaginación no pudiese habituarse a ella. Pero la vivacidad de sus ademanes la traicionaba; no andaba: corría, bailaba, volaba. La idea de su gloria y de su felicidad no la abandonaba. Cuando paseaba por el camino, pensando que, a la derecha y a la izquierda, los campos aledaños eran de ella, le parecía que la que no se llamaba ya Aleth Guepie llevaba en la frente una aureola que debía verse de los cuatro puntos cardinales. Durante varios meses, los goces que le procuraba la posesión de su reino, parecieron bastar a su alegría, y se figuraba que siempre sería así. Se mantenía en su puesto, no se ocupaba de nada, no entraba en la lechería o en los establos sino para mirar y admirar, no decía su opinión sobre nada sino en el caso de que se la preguntaran. Roberto le agradecía mucho esa reserva, esa abstención voluntaria, que atribuía a su modestia, al loable deseo de no cambiar nada en el orden establecido, de no invadir los derechos de nadie, de 172
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evitar cuidadosamente esos conflictos de poderes, esas competencias enojosas que tanto había temido. El hecho es que esa reina constitucional se contentaba con reinar, y no se preocupaba de gobernar. Semejante situación halagaba el orgullo de Aleth. Dejaba que los demás se agitaran y trabajaran para ella: a su marido, a su suegra, a Lesape, a Marieta, los consideraba como obreros buenos y útiles, que trabajaban y sudaban para asegurar su existencia y su porvenir, para procurarle una vida holgada, cómoda y fácil. Les sonreía con aire benévolo, alentaba con la mirada sus esfuerzos, se dignaba encontrar que cumplían bastante bien sus deberes. El único trabajo que se imponía voluntariamente, era acompañar a menudo a Roberto cuando iba a inspeccionar a sus labradores. Los transeuntes se detenían para mirarla, para contemplar la gentil silueta de esa mujer elegante que, bien vestida y bien calzada, caminaba bravamente por los surcos abiertos. Los labradores la consideraban con asombro y observaban que jamás se quitaba los guantes, cuidadosa de la blancura y suavidad de sus manos. Si le gustaba ver, le gustaba más todavía que la vieran. Con este motivo se le ocurrió una idea que su marido no aprobó y que dio lugar a su primera 173
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diferencia, por no decir a su primera querella: quiso tener un caballo para acompañar a Roberto cuando, en su yegua blanca, iba a los Rosales. Quizá sueños de amazona, de sombreros con penacho, habían pasado por su mente. Su idea fue mal recibida. Roberto le contestó que nunca se había visto a una señora de su condición a caballo, que haría mal efecto, que los vecinos hablarían. Ella insistió; por primera vez, esa voz encantadora, de la cual Roberto no conocía sino las notas amables, le hizo oír una música algo menos suave: eran como los primeros gruñidos de una voluntad áspera e irritable a la cual indignaba toda resistencia. Pero Roberto persistió en la suya, y la avispa guardó su dardo, esperando mejor ocasión para sacarlo. Fue bien recompensada por haber cedido. Una semana después, vio en el patio, un coche de los llamados cesta, al cual estaba enganchado un pequeño poney, orgulloso de su arnés, perfectamente nuevo: era un regalo que le hacía su marido. Fue un encanto, una embriaguez. Pronto aprendió a guiar, y, por poco que el tiempo fuese propicio, salía a pasear en su cesta, a mostrar a los curiosos su poney, que había engalanado con pompones rosados. Las 174
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gentes salían a la puerta para verle pasar; y sus miradas le cosquilleaban el alma triunfalmente. Era verdaderamente una diosa y quería ser adoarada. A Roberto le gustaba llevarla después de comer al huerto que tan a menudo había recorrido antes de ser feliz. Ya no pensaba en mirar las estrellas. Sin embargó, una noche le mostró una y le preguntó cómo se llamaba. Aleth confesó su ignorancia. -¿Qué malvada astronomía les enseñan en el colegio? -le preguntó Roberto. E intentó describirle el mapa del cielo. Ella escuchaba distraídamente y bostezando. Por fin, le dijo: -Me fastidias con tu Corona boreal y tus Peces. Esta noche no me has dicho ni una sola vez que soy bonita. Roberto abandonó las estrellas para no preocuparse sino de reparar su falta. Le declaró que tenía los más hermosos ojos del mundo, la nariz más linda del universo, y todas las gracias junto con todas las perfecciones. Quizá la adoraba más que la amaba, y aunque su ídolo se prestase a sus caricias sin devolvérselas, aunque permaneciese fría y como acostumbrada a 175
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recibir sin dar nada, Roberto creía que su cuerpo y su alma eran igualmente suyos, y se halagaba con la idea de ser tiernamente amado por ese animalito ingrato, por ese adorable y pequeño monstruo apasionadamente personal que no conocía otra ley, que su propia voluntad y la tiranía de su capricho. Para la señora Paluel, su nuera, esa forastera que había penetrado a viva fuerza en su casa y un su vida, instalándose tan cómodamente, era como una espina en la yema de un dedo, como un carbón en el ojo, y le causaba irritaciones nerviosas absolutamente desagradables. Su nuera, siempre perfumada, la ofendía en todos sus hábitos y en todos sus principios. La pasta de almendra que se ponía en la cara, los guantes que nunca se quitaba, los pompones con que adornaba al poney, la exasperaban; nunca había visto nada semejante. La primera vez que oyó a Aleth rascar la guitarra, le pareció que un habitante de la luna acababa de caer inopinadamente en la granja. Pero se había jurado a sí misma no decir nada; y sus rabias eran sordas y concentradas. Jamás se cambió, entre ella y Aleth, una palabra más alta que otra. La señora Paluel trataba a su nuera de señora, y 176
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Aleth le devolvía el tratamiento. Por lo demás, no se veían sino en la mesa, y se ponían siempre buena cara. Sin tener con ella ninguna gentileza, Aleth trataba a su suegra con ciertas consideraciones y tenía con ella ciertas condescendencias que parecían costarle poco. Por su parte, la suegra, nunca hacía observación alguna a su nuera, a quien consideraba como una de esas desgracias consumadas, que no se pueden evitar. Y Roberto, feliz, se decía: -¡Quién esperaba escenas desagradables? Todo marcha como sobre ruedas. La señora Paluel se hubiera ahogado si, como el barbero del rey Midas, no hubiera encontrado una caña a la cual confiar sus asombros y sus escándalos. La caña era Marieta, que, en ese caso de necesidad mayor, se había convertido en su perpetua y única confidente. Marieta desempeñaba ese papel con ciertos escrúpulos, pues le parecía que al escuchar las quejas y acusaciones de la señora Paluel, faltaba al respeto al que, a pesar de todo, amaba siempre en silencio. ¿Pero cómo evitarlo? La señora Paluel le decía, a propósito del poney y de sus pompones: -¿Cómo, le gusta, piafar? -Y a propósito de la guitarra: 177
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¡Dios mío! ¡Cómo me fastidia esa loca con su eterna canción! Y también decía, lo que era más grave: -No comprendo que un hombre que se respeta, se ponga así bajo las pantuflas de su mujer. Eso era, sobre todo, lo que indignaba y repugnaba a la madre de Roberto. Consideraba a su nuera como una de esas hechiceras, de esas magas que dominan a los hombres, con recursos indignos. Esa mujer, que tenía el mal de ojo, había echado un encanto funesto sobre Roberto, rompiendo su orgullo, envileciendo su valor. Le había enseñado todas las sumisiones, todas las obediencias; le había puesto un freno en la boca y lo manejaba con riendas; y la señora Paluel maldecía, en Aleth, a las mujeres que hacen conocer a los hombres, para dominarlos, los misterios del demonio. A Marieta le hacían daño esas confidencias, porque a su pena no se mezclaba ningún conato de rebelión. Respetaba demasiado al hombre que tan profundamente amaba, para condenar sus aparentes locuras. Pensaba que Roberto había sabido lo que hacía; que le era fácil encontrar razones para justificar su elección. Amaba de modo distinto de los demás, había encontrado una mujer que no se parecía 178
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a las otras, se había casado con ella, la adoraba, era feliz. Marieta veía en todo ello un encadenamiento natural de causas y efectos, y se sometía a su destino sin acusar a nadie. Cuando se espera lo peor, es fácil engañarse, porque lo peor, como dicen los españoles, no es siempre lo seguro. La señora Paluel había dicho más de una vez a Marieta: -Mi hijo ha entrado en una familia de pedigüeños y de parásitos, y ya verás que después de haber tragado a la hija, tendremos que tragar al padre, la madre, y los cinco medio hermanos, o más bien, serán ellos los que nos traguen a nosotros. Esa predicción no se realizó; y fue la misma Aleth la que se encargó de que no se realizara. A su madre le había manifestado, con elocuencia un poco viva, que, sus visitas a la granja no eran agradables a todo el mundo, que la señora Paluel era una persona con la cual era menester usar muchas reservas y mucha circunspección, y a quien no todas las caras le gustaban. También manifestó a su padre que, antes de sacar provecho de su yerno, como quería, convenía salvar las apariencias afectando, por lo menos durante algunos meses, un desinterés absoluto. A Ricardo Guepie le costó trabajo comprender; pero 179
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tenía tanta confianza en las buenas intenciones de su hija a su respecto, y le había dado Aleth tantas pruebas de su habilidad, que, aceptó o hizo lo que ella quiso, esperando la oportunidad para comprar el molino de Rageau, que, por lo pronto, se contentó con alquilar, yéndose a vivir a él después de abandonar la Fama. Pero, a poco de estar instalado en el molino, Ricardo, se avivaron sus deseos de poseerlo, y a mediados de octubre, no pudiendo ya dominar su impaciencia, fue a ver a su yerno, a quien encontró en el campo. Fue bien acogido por Roberto quien, al fin, después de oírle hablar largo rato de Aleth y del tesoro que con ella le había dado, le dijo: -Basta de cháchara, Guepie. Usted tiene algo que pedirme; desembuche. Ricardo desembuchó y pidió, a título de préstamo, los cuarenta mil francos necesarios para comprar el molino, ofreciendo pagar buen interés y dando toda clase de garantías. Roberto, que le oía fríamente, concluyó por decirle: -Ni niego, ni prometo. Cuarenta mil francos son mucha plata. Le contestaré dentro de ocho días. 180
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Y Guepie se fue optimista, jactándose de su triunfo, y confiando en Aleth, en último caso. Por su parte, Roberto comprendió que tendría que tratar el negocio con Aleth, a quien le costaba mucho negarle algo, y la noche de ese mismo día, después de haber conversado del asunto con Lesape, que opinó que el molino no valía gran cosa, le dijo a su mujer: -Tu padre ha venido a verme. -¿Para un préstamo? -¿Lo sabías? -Lo adivino; no hay necesidad de ser bruja para eso. ¿Y cuánto te ha pedido? -Cuarenta mil francos. -¡Caramba! No se queda corto -exclamó Aleth, sentándose al lado de su esposo. -Sí, es una suma gruesa, y creo que podría emplear mi dinero. Con todo; si me diera garantías serias, y, sobre todo, si eso ha de complacerte... -¿Quieres callarte? -interrumpió Aleth. Eres muy amable; pero ¿sabes? no quiero que le prestes ni un centavo. -¡Oh! -exclamó Roberto. -¡Qué buen perro guardián he dado a mi dinero!... Pero, de todos modos, habrá que ver. 181
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-No hay nada que ver. Ya está todo visto.. y yo no quiero que hagas ningún negocio con mi padre, que te engañará. Y con encantadora y cándida ingenuidad, Aleth agregó: -Eres demasiado bueno, Roberto. Crees lo que te dicen y te dejas engañar. Había subido y quitaba la escalera; no quería que nadie subiese tras, de ella. Como Roberto no se manifestase muy convencido, Aleth quiso remachar el clavo en esa cabeza rebelde, y haciendo con la mano un expresivo gesto, exclamó: -Roberto, mi familia, ¿sabes? son todos unos canallas. El encontró un poco vivas las palabras de su esposa; pero, encontrándola, como siempre, muy linda, la atrajo hacia sí y la quiso besar. Aleth se esquivó graciosamente, se irguió: "¡Cuarenta mil francos! ¡Ni lo pienses!" Después apoyó las manos en las caderas, y con aire y tono misteriosos, dijo: -El que está aquí, no entiende dejarse robar. -¡Qué -exclamó Roberto, transportado de júbilo. -¿Hay?... ¿Lo crees?... 182
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-Estoy segura. El doctor Larrazet me lo ha dicho. -¡Ah! ¡Entonces esta vez no me impedirás que te dé un beso! Aleth no se opuso. Pero la noche no cambió el curso de sus ideas. Al amanecer, alzando sobre la almohada su cabeza en desorden, dijo a Roberto: -¿Duermes? Yo, no; pero he descubierto lo que hay que hacer. Le propondrás a mi padre prestarle veinte mil francos, con tal que él encuentre el resto. No lo encontrará, y no perderemos nada... Y yo misma voy a encargarme de este asunto. Yo sé lo que tengo que decir. Iré en mi cesta al molino. -Consiento -dijo Robert dado en volear. Es preciso cuidarlo, al otro, al que todavía no existe.
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XI El día de otoño en que Aleth se puso en camino para el molino en que vivían sus padres, los árboles habían perdido ya muchas hojas, y las que les quedaban, parecían, en el gris plateado de la neblina, manchas de moho o de sepia. No perdió tiempo en admirarlas. Era poco sensible a lo pintoresco; lo era mucho más a las miradas de los transeuntes. Sentía que la admiraban, que su sombrero de plumas y su cuello de pieles le sentaban muy bien, y que una mujer encantadora que conduce con sus manos enguantadas un bonito poney, cuya marcha apresura de cuando en cuando con un leve latigazo, es más interesante de considerar que las bellas manchas rojas o amarillas. En tres cuartos de hora llegó al molino, un molino medio ruinoso pero agradablemente ubicado en 184
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un recodo del río, entre una pequeña isla boscosa y una colina de rápida pendiente, plantada de manzanos que parecían retenerse con esfuerzo para no caer. Entró al patio, cuya ancha puerta estaba abierta de par en par, y lo primero que vio le disgustó. El molino paterno, comparado con la granja, le hizo el efecto de un labriego mal vestido, sucio y con barba de ocho días. Le bastó una mirada para darse cuenta de que en ese gran patio nada estaba en su sitio, nada había en buen estado. Su padre, ocupado en el jardín, asomó la cabeza por encima de una barrera muy destruida y levantó los brazos al cielo. Luego corrió a la cocina, para buscar a su mujer, a la cual gritó alegremente: -¡Ahí está! Viene a traernos la buena noticia. ¿No te lo había dicho? Ambos acudieron al encuentro de su querida hija, de su alegría y de su fortuna, que acariciaron a porfía. El dogo del molino, que tenía mal carácter, quiso lanzarse sobre Aleth; Palmira lo alejó con un puntapié: -¡Perro bruto! ¿No ves que es de la casa, que es nuestra hija? 185
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Aleth detuvo las efusiones cariñosas de sus padres, diciéndoles: -No perdamos el tiempo; vamos a conversar. La llevaron al comedor, que olía a humedad; pero lo que más le desagradó, fue el aspecto grasoso de la silla que le ofrecieron; temió manchar su vestido, y al volver la cabeza para buscar otra, vió a su hermano Polidoro, sentado en un rincón, sin preocuparse de saludarla. -Buenos días, Polidoro -le dijo Aleth, tendiéndole majestuosa- mente la mano. -¡Buenos días, linda! -contestó sin levantarse, y rozando con la. punta de un dedo la mano que ella le tendía. Mucho tiempo que no tenía el honor de verte. Noto que te conservas bien. Y le miraba, de pies a cabeza, con irónica admiración. -Aleth, te quedarás a almorzar con nosotros -le dijo su madre. Aleth contestó que no tenía tiempo; se había hartado antes con los guisos de Palmira para querer probarlos de nuevo. Le ofrecieron una galleta, que rechazó por temor de quebrarse los dientes.
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-Conversemos, pues -le dijo su padre. -Llegas como un rayo de sol, y apuesto que traes buenas noticias. -Así, así, según; pero no son malas. Mi marido me ha encargado decirte que te prestará veinte mil francos el día en que consigas los otros veinte mil. La cara de Ricardo se descompuso; estaba consternado. -¿En dónde los encontraré? -respondió. Eso es como decirme que no quiere hacer nada por mí. -No es posible -agregó Palmira. -Tu padre habló con tu marido y su conversación le dejó la mejor impresión. -Nunca consentirá Roberto en dar más; y es inútil volver a hablarle del asunto. -¡Qué miserable es tu marido! -dijo Ricardo con amargura. -¡Teniendo tanto dinero!… Me lo ha dicho su notario. -A fe mía -replicó Aleth con tono indiferente, -ustedes son muy exigentes. Ayúdate y Dios te ayudará. Reinó un momento de silencio. Ambos se sentían aterrados y aun anonadados bajo el peso de sus esperanzas desvanecidas, de que Polidoro se burla187
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ba, como de todas las desgracias que no le pasaban a él mismo. Fue la señora Guepie la que reanudó la conversación, diciendo con voz enternecida,: -Aleth, hija mía, es imposible que tu marido nos niegue ese pequeño favor, porque ¿qué puede negarte a ti? Está tan enamorado... -Ya lo creo -dijo Polidoro. -En pleno campo como en la granja, pasa siempre colgado de sus polleras. -No habrás estado oportuna -repuso Ricardo, cuyas esperanzas renacían. -No le habrás hablado en el buen momento... Escoge una ocasión en que estés hermosa... -Y en corsé -interrumpió Polidoro, con una carcajada. -Tus bromas son fastidiosas -le dijo su padre. -Y hay cosas que no se prestan a la broma. -Vaya, rica -agregó Palmira lagrimeando, -ésa no puede ser la última palabra de tu marido. Tú lo conoces, sabes cómo tratarle, y nosotros confiamos en tus buenos sentimientos. ¿Y con quién podríamos contar sino contigo? Sé que tienes buen corazón y éste es el caso de probarlo. 188
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-Será difícil- respondió Aleth con tono doctoral. -¿A quién le harán creer que este molino ruinoso vale cuarenta mil francos? -¿Y el terreno, no lo cuentas? -replicó su padre. -Son como dos hectáreas. -Sin contar los pantanos -repuso Aleth. -Bueno, si ustedes me piden consejo, no tengo sino uno que darles. Trabajen, reparen el molino, háganlo funcionar, y cuando todo marche bien, puede ser que Roberto piense otra cosa; pero para eso es preciso orden, mucho orden y ustedes no lo tienen. -¿Saben que parece u cura esta chica? -exclamó Polidoro. Sin desconcertarse por esa interrupción irreverente, Aleth continuó: -Sí, orden y trabajo, sólo así se triunfa; pero cuando se confía en el azar y se va a buscar el dinero al bolsillo del prójimo... En casa, todo el mundo trabaja, y Dios sabe cómo. Mi marido trabaja, mi suegra trabaja, Lesape, Marieta, trabajan. -¿Y tú, trabajas? -preguntó el impertinente Polidoro. -¡Oh! yo -contestó Aleth con un gesto soberbio, -yo, es otra cosa. 189
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Y dio esa respuesta con perfecta seguridad de convicción. No admitía que hubiera nada de común entre ella y los demás. Era un ser excepcional, y ninguna regla general podía ser aplicable a ella. Polidoro murmuró burlescamente: -¡Marquesa, princesa de sangre, emperatriz! -¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros? -dijo Palmira, enjugándose los ojos. -Parece que no hubiese modo de vivir sin ser propietario. -Estoy resuelto a serlo -repuso Ricardo con acento de rabia concentrada. -Hace mucho tiempo que vivo en casa ajena y quiero vivir en la mía. -Antes la tenías -replicó Aleth brutalmente. -¿Qué has hecho de ella? Te, la has comido. Ricardo estuvo a punto de enojarse; pero conservaba todavía un fondo de esperanza, y dijo: -Vaya, hijita, prométeme... -No prometo nada -dijo Aleth firmemente. -No puedo prometer nada. -¡Ingrata! -exclamó su padre exasperado. Cuando se piensa en todos los cuidados, en todas las ternuras que he tenido contigo, en los sacrificios que me he impuesto, en la educación que te he hecho dar... 190
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-¿Qué te ha costado mi educación? Si la señorita Bardeche hubiera tenido que cobrarte a ti... -¿Y te imaginas que te habrías casado, si yo no hubiera intervenido? -Va a resultar que Roberto se ha casado con ustedes y no conmigo -replicó Aleth con insolente ironía, contemplando su divina belleza en un espejo roto. -¡Qué sonsos son! -dijo Polidoro, a quien la discusión divertía soberanamente. -Aunque Aleth lo hubiera querido, no habría traído los cuarenta mil francos. Padres, desengáñense. En la granja de Choquard, ella es una muñeca elegante; pero quien manda es la señora Josefina Paluel. Esa es la que ordena y cuando dice: "Esto quiero" tenemos que aceptarlo, ¿verdad, chiquilla? Hasta entonces, Aleth había permanecido insensible a los epigramas de su hermano; pero ése, en que había alguna parte de verdad, le llegó al corazón, y midiendo a Polidoro con una mirada de desprecio, le dijo: -¡Imbécil! Luego, venciendo el orgullo a la prudencia, exclamó sin respirar: 191
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-Van a saber la verdad: mi marido quería darles los cuarenta mil francos; Pero yo me opuse porque sé que nunca nos devolverán nuestro dinero. Esa altanera declaración produjo un efecto desastroso, un verdadero escándalo. Palmira quedó corno petrificada, no pudiendo creer en tamaña maldad ni en la audaz tranquilidad con que esa hija desnaturalizada se jactaba de su crimen. -¡Cómo! ¡Tú has hecho!...-gritó con aire espantado. -Es una acción que no te llevará al paraíso. En cuanto a Ricardo, había dado en la mesa un formidable puñetazo que hizo temblar los vidrios, y exclamó: -¡Qué infamia! ¿Quién habría podido suponer semejante cosa? Una vez que Ricardo Guepie entraba en cólera, no había cómo detenerlo; y estalló en insultos contra su hija. Cuando agotó su vocabulario, reposó un instante, se volvió hacia su bija, le mostró la puerta con el dedo, y le dijo: -¿Ves esa puerta? Te mira y espera. -No me esperará mucho tiempo -respondió Aleth. 192
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Y aunque su madre, que no desesperaba todavía de volverla a mejores sentimientos, trataba de detenerla, salió al patio, a donde su padre no la siguió. Ricardo permaneció en el umbral de la cocina, y tomándose la cabeza con ambas manos, como si quisiera arrancarse los cabellos en desorden, profirió con cavernosa voz estas temibles palabras : -¡Escúchame bien, mala hija! Deseo que un día seas la más desgraciada de las mujeres, que tu marido te arroje de su casa, que te encuentres sin dinero, sin hogar, y sin afectos, y que vengas a pedirme asilo y mendigar mi ayuda. Ese día será el más bello de mi vida y verás cómo te he de pisotear. Aleth no se conmovió por esa amenazante maldición. Subió a su cesta, tomó las riendas, tocó al poney con el látigo, y partió. Cuando estuvo en el camino, volvió la cara y sólo vio a Polidoro, que le decía algo que no oyó bien. Le contestó con una graciosa inclinación de cabeza y siguió su camino. Después del almuerzo, Roberto le pidió que le contara lo que había pasado. Aleth no hizo gracia de detalles inútiles, y que le habrían agradado poco, y se contentó con responderle: -La discusión ha sido viva; pero hablé tan bien que concluyeron por darme la razón. 193
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SEGUNDA PARTE I Los hechos parecían complacerse en desmentir una tras otra las previsiones de la señora Paluel. Había dicho a Marieta: "Verás que mi nuera no sirve para nada, y que, ni siquiera tendrá un hijo." Sin embargo, el niño venía, y venía en buen camino. La señora Paluel tuvo que rendirse a la evidencia; y aunque algo despechada, por haberse equivocado, las alegrías de la esperanza prevalecieron pronto sobre el despecho. Se imaginaba que ese niño sería un estorbo para su madre, que se lo confiaría a la abuela, que de antemano le perdonaba la mezcla de sus orígenes, la fuente un poco turbia, un poco fangosa, en que había venido a la vida. 195
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Todas las noches, mientras cosía, fraguaba en su cabeza el croquis de un drama que le prometía íntimas satisfacciones. Había tres papeles que creía ver muy claramente: un niño, parecido a su padre como una gota do agua a otra; una madre que continuaba como antes, paseándose en su cesta, y tocando la guitarra; una abuela, en fin, que recogía al niño abandonado y lo arrullaba, lo alimentaba desde su más tierna edad con la leche sagrada de los antiguos, y le hacia mamar con esa leche todas las opiniones, todas las doctrinas, todos los principios de los Paluel y de los Larget. Mientras tanto, Aleth había traído de su visita a sus padres el recuerdo de lo que le había dicho Polidoro, cuyas palabras se habían elevado en su corazón como una flecha envenenada. Pensaba en ellas siempre, reconocía su cruel verdad, porque, cómo ya lo hemos dicho, tenía muy buen juicio cuando no estaba loca. "Sí, Polidoro tiene razón -se decía. -Si yo soy el más bello ornamento de la granja, no tengo, en cambio, ningún poder efectivo, ninguna autoridad real. Cada cual tiene aquí su función, su departamento en que es amo, menos yo. Yo soy la única que no tiene el placer de querer y mandar. Parece que soy todo y no soy nada... Pero todo esto va a 196
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cambiar -agregaba con ardiente alegría. -El hijo, el heredero, será mi departamento, y será el primero de todos, y yo prevaleceré, haré lo que quiera." Porque la señora Paluel se engañaba extraordinariamente. De antemano, su nuera, adoraba al niño, porque el niño era una solución. Se prometía consagrarse enteramente a él, no dejarlo tocar por nadie, y mucho menos por su suegra. Así, desde que sintió agitarse en su seno el pequeño ser, Aleth se recogió enteramente en su ternura y en sus sueños. Su enfermedad fue penosa pero soportó todos los disgustos, las fatigas, los dolores con el valor de una ambiciosa que sacrifica, sin esfuerzo a sus designios, sus comodidades y sus placeres favoritos. El doctor Larrazet, que iba a verla a menudo, le ordenó que se cuidara un poco. Aleth se conformó a todas sus prescripciones con una docilidad que maravillaba al doctor. Renunció sin quejarse a sus paseos, a su poney. Así lo quería el niño. Bien es cierto que tenía su recompensa, porque sentía crecer su importancia, saboreaba ya sus futuras grandezas. Preguntaban por su salud, le tenían más consideración. Se había, convertido en un objeto interesante, en el centro de todas las preocupaciones; sus gracias coquetas habían sido 197
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reemplazadas por una belleza conmovedora, que le ganaba los corazones. Salía poco de su cuarto, permanecía horas enteras tendida en un canapé, sumida en sus ensueños, avara de sus movimientos, temerosa de comprometer el porvenir de ese heredero cuya esclava era, mientras hiciera de ella la verdadera soberana de la granja. Cosa asombrosa de decir: un día la señora Paluel entró al cuarto de Aleth, y, en presencia de dos testigos estupefactos, preguntó a su nuera en voz casi dulce; -¡Y bien, querida! ¿cómo nos sentimos hoy? En verdad, la señora Paluel hacía sus reservas; decía a Marieta: -Mucho temo que sea una niña. Se engañaba; era un muchacho. Pero, ¡ay! después de meses de laboriosa espera, a pesar de todas las precauciones, a pesar de la cautividad que se había impuesto, Aleth dio a luz antes de tiempo. Su enfermedad fue muy dolorosa, y, ¡vanidad de los sueños! el niño no vivió sino pocas horas. Fue una desolación general, de la cual la señora Paluel tomó la mayor parte. ¡Sin niño, y con la nuera! No pudo dejar de decir a su hijo que jamás ninguna Paluel ni ninguna Larget habían dado a luz un niño muerto, que eso era una mancha para la familia. Después de 198
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semejante escándalo, ¿qué hacer? ¿Qué dirían los Cambois? Pero, ¿cuando un Paluel se casa con una Guepie no debe esperarlo todo? Ese cruel suceso, esa deplorable decepción, alteraron el humor de Aleth, la ensombrecieron el alma. Vio derrumbados sus esperanzas y sus proyectos. En vano, su marido procuraba consolarla; un vago presentimiento le anunciaba que no volvería a ser madre. A la pena, se mezclaba, la humillación; pero, como verdadera Guepie que era, se enojaba con los otros: con el doctor, con su suegra, con su marido, con todo el mundo. Un día, que Roberto le pellizcaba el lóbulo de la oreja, con enamorada delicadeza, le dijo con tono seco: -¡Ten cuidado! Eres brusco y me haces daño. El verano llegó sin que sacudiese su melancolía, y su languidez. Roberto empezaba a inquietarse. Para distraerla, la llevó a pasear tres días a París. Aleth se fastidió, porque no amaba los placeres por sí mismos: todo lo que no halagaba su amor propio, le parecía insípido e insignificante. Un pensamiento fijo la distraía de todo. Roberto se asombraba de verle fruncir el ceño a propósito de todo, y de sorprenderla mirando en el vacío. No sabía que tenía 199
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un proyecto, cuya realización esperaba que sería feliz. Meditaba una resolución, qué le diera el poder en la granja, y esperaba una ocasión para empeñar la lucha, que debía empezar por despedir a Catalina, hacer salir a Marieta de la casa y desposeer a la señora Paluel. Una mañana estaba Catalina en la cocina desplumando un ave, cuando entró Aleth. Los buenos cocineros estiman que su cocina les pertenece, soportan de mala gana la presencia en ella hasta de la propia ama. Catalina miró un instante a Aleth y le preguntó, no sin cierta impaciencia: -¿La señora busca algo? -¡No! -respondió fríamente Aleth.- Examino, inspecciono. Catalina creyó ofendidos sus derechos. -¿Qué querrá está loca? -murmuró, dirigiéndose a su ayudanta, Anais, que sacaba las escamas a una merluza. Aleth se acercó a Anais, examinó el pescado, y dijo: -¿Es una trucha?
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-¿La señora no sabe distinguir una trucha de una merluza? -exclamó Catalina con acento de desdeñosa ironía. Aleth se volvió con aire altivo hacia la cocinera: -¿Qué comida nos dará usted hoy? -Por el momento, me preocupo del almuerzo -replicó Catalina, a la vez confundida e indignada. -Yo le pregunto por la comida -insistió Aleth. -¡Eh! ¡Señora, haré la comida que me han dispuesto, caramba! -Caramba es una palabra que yo no acepto -replicó Aleth con altanería, -y le ruego que no la emplee cuando hable conmigo. -Tengo el honor de decir a la señora -dijo Catalina, cuya sangre hervía, -que yo hago las comidas que la señora Paluel me manda hacer. -¿De qué señora Paluel habla usted? Hay dos. -¡Eh! Yo me entiendo -repuso Catalina,- y aquí nadie puede equivocarse. Y si usted está descontenta de mi cocina, no es a mí a quien debe decírselo. Catalina se enojaba; era lo que quería Aleth; pero, para no aparecer provocando, bajó la voz y dijo con afectada dulzura: 201
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-Yo no estoy descontenta de su cocina, aunque encuentro que desde hace algún tiempo abusa usted del conejo... Y en cuanto a la merluza, que nos servirá usted para el almuerzo, le aconsejo que cuide la salsa verde. La última que hizo no estaba buena. Catalina estalló. La afrenta que le hacía aquella ignorante que se atrevía a criticar sus salsas verdes, era más de lo que podía sufrir; su amor propio de cocinera había sido herido en lo vivo. Replicó en tono sarcástico: -La señora es exigente, lo comprendo, tiene derecho a serlo. Educada por una madre que podría enseñarme mi oficio... -¡Es usted una insolente! -exclamó airada Aleth. La exclamación fue oída por la señora Paluel que estaba en el comedor. Apareció en la puerta y dijo a su nuera: -Señora, ¿a quién trata usted de insolente? Aleth la miró, y en la expresión de su mirada, la señora Paluel comprendió en el acto que se maquinaba algo, que estaba en camino una revolución, una especie de golpe de Estado. La culebra no era ya culebra; era una verdadera víbora, de puntiagudos dientes, que animada por su veneno, se erguía, silbando. Pero Aleth no quería descubrir su juego 202
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demasiado pronto; extinguió la llama de su mirada, y respondió a su suegra con humilde deferencia: -¡Oh! señora, son pequeñeces que no vale la pena contar. Hablaré de ellas con mi marido. Y salió de la cocina. En cuanto Roberto volvió a la casa, su esposa le contó lo ocurrido, y, después de hablar mal durante largo rato de Catalina, concluyó por decir que no quería saber nada de ella, y que deseaba que Anais arreglara en adelante su cuarto. Roberto procuró disculpar a Catalina, y después habló con su madre, a quien alabó la meritoria dulzura que su mujer había demostrado en esas circunstancias. La señora Paluel contestó secamente que Catalina estaba en su derecho, que Aleth no tenía nada que ver con la cocina, y que lo que pedía era absurdo, pues nunca, una ayudanta de cocina como Anais había arreglado cuartos. Roberto se fastidió un poco; pero pensando que su mujer sería más condescendiente que su madre, volvió a hablar con Aleth. Con viva satisfacción, Roberto oyó decir a su esposa: -Retiro mi petición; no hablemos más de ello. Soy capaz de todo por darte gusto. 203
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-Eres un ángel -le dijo su esposo abrazandóla, -y los que no lo ven son ciegos. Algúnos días después sobrevino otro incidente, cuyas consecuencias fueron más graves. Roberto estaba en París. Por la mañana, Aleth tomó una crucecita de coral que le había regalado su madrina, y la arrojó a un pozo que había en el huerto y que nunca se había agotado. En la tarde, llegó un telegrama de Roberto, que decía que volvería en la noche, que no le esperaran a comer, y que Lesape no se fuera antes de que llegara, porque tenía que hablarle. En la comida, Lesape notó algo extraño en Aleth, y su fina perspicacia lo hizo comprender que algo grave iba a pasar. La tempestad estalló a los postres. De pronto, Aleth, se echó atrás en su silla, y lanzando a su suegra una mirada que parecía una bofetada. -Verdaderamente, señora -le dijo, -pasan cosas extrañas en esta casa. -¿Y qué pasa, señora, en esta casa? -contestó la señora Paluel, haciendo frente al enemigo. -Se cometen robos. -¿Qué se roba señora? 204
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-Se roban bonitas crucecitas de coral. ¡Dios mío! No es que la mía, me hubiera costado muy cara; pero era un recuerdo y la apreciaba como tal. Y Aleth agregó, dirigiéndose graciosamente a Lesape: -¿No es cierto que las cosas valen a menudo más de lo que cuestan? -Seguramente -contestó Lesape. -A mí me ha pasado perder un cuchillo de a veinte centavos que cortaba mejor que los caros. -Y suponiendo -siguió Aleth, -que ese cuchillo le hubiera sido regalado por una persona que usted amara, por nada en el mundo habría usted consentido en deshacerse de él. Es el sentimiento lo que da valor a esas bagatelas. -¡Ah! sí, el sentimiento -repitió Lesape con tono convencional. -¿Se le ha perdido alguna crucecita de coral, señora? -preguntó la señora Paluel. -Sí, señora. Estaba colgada en un clavo, cerca de la chimenea de mi cuarto. Ya no está, ha desaparecido... Es extraño, ¿verdad, señor Lesape? -Muy extraño -replicó Lesape, ya inquieto. -Es seguro que las cosas desaparecen a veces sin que se sepa cómo. Y también aparecen. El cuchillito de que 205
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le hablaba, lo creí perdido tres años, y luego lo encontré en un bolsillo de mi saco. Aleth vio que Lesape no la ayudaba francamente, y le dijo con tono agridulce: -Puede ser; pero yo no encontraré mi crucecita. Esa es la diferencia. -¡Ah! Sí -repuso Lesape, -ésa es la diferencia, y es grande. -Lesape -intervino la señora Paluel, -hace doce años que está usted en esta casa; ¿durante esos doce años, se ha cometido aquí algún robo? -No lo creo señora. Pudiera ser... pero no lo creo. -¡No lo cree usted! -exclamó la señora Paluel con tono solemne. -Lesape, no me gustan las gentes que creen sino las gentes que saben, y usted debería saber que jamás ha habido ladrones en esta casa. -Pero es precisamente lo que yo decía, señora... En ese instante, Lesape hubiera querido estar a mil leguas de la granja. -¿Pero, está usted bien segura, señora, de no haber perdido su crucecita? -insistió la señora Paluel, dirigiéndose a Aleth. -Cuando no se tiene orden, se pierden fácilmente las cosas. 206
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-No sé, señora, si no tengo orden; pero si quiere, puede ir a mi cuarto a buscar mi cruz... Mis llaves están en el armario, porque no acostumbro, como ciertas personas, llevarlas a todas partes conmigo. -¡Dios me libre de ir a su cuarto, señora! No es mi hábito, y si el otro día entré fue a pesar mío... ¿Y se puede, saber de quién sospecha usted que le ha robado su cruz? ¿Seré yo, por casualidad? -¿Me perdonará usted que la conteste que ésa es una pregunta muy impertinente, y se enojará usted si agrego que tengo motivos para sospechar del quienes entran habitualmente a mi cuarto? Hasta entonces, la pacífica Marieta, había escuchado sin decir una palabra; pero el amor a la justicia fue más fuerte que la prudencia, y exclamó: ¡Oh, señora! ¡Sospechar de Catalina! ¡Qué mal hecho! Catalina es incapaz de tomar nada. -¿Quién le pregunta a usted su opinión? -le replicó agriamente Aleth. -Pero veo que todos están en contra mía, con excepción de Lesape, a quien sólo le reprocho que no se atreva a decir lo que piensa. -¡Yo no decir lo que pienso! -exclamó Lesape. -¡Oh! Pero si todos lo saben, y si hay que declarar ante la justicia, lo repetiré. 207
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Fue interrumpido. Catalina había escuchado a través de la puerta y entró bruscamente. Apareció en jarras, roja de cólera y apostrofó a Aleth diciéndola: -Veo lo que es: la señora ha jurado echarme a la calle. Lo tiene preparado, y apuesto cualquier cosa, que ha tirado su cruz de coral en alguna parte, para hacer creer que la he tomado. Sólo la verdad lastima. Aleth, que hasta entonces había conservado la calma, exclamó en un transporte de furor: -¿Qué viene usted a hacer aquí? Yo no hablo con usted; ¡salga usted! -¡Tratarme de ladrona! -siguió Catalina, olvidándose de todo.- Yo, no soy de familia de ladrones, y mi padre nunca hizo desaparecer pagarés de mil francos. A este nuevo insulto, Aleth no pudo contenerse; se lanzaba iracunda a abofetear a la insolente cocinera, cuando la puerta se abrió y apareció Roberto. Todo el mundo quedó en silencio. Catalina se apoyó en la pared, enjugándose los ojos con el delantal. Aleth, pálida de rabia, se dejó caer en una silla, mientras la señora Paluel, volvía a sentarse en su sillón, la mirada seca y llameante. Roberto paseó en torno una mirada de asombro y preguntó: 208
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-¿Qué pasa? Y como nadie contestara -Vaya, Lesape, infórmeme. Era una tarea, que Lesape hubiera evitado gustoso. -¡Dios mío! señor Paluel, -empezó a decir, arrollando las puntas de su corbata en sus callosos dedos, -se trata de poca cosa, una insignificancia... Notó que Aleth lo miraba fijamente y cambió de rumbo. -Cuando digo que es poca cosa, no es porque el asunto no tenga importancia. Porque, en fin, cuando se trata de un robo... A una exclamación de la señora Paluel, se detuvo; y después continuó: -Pero el robo no está probado, lo que no impide que un recuerdo querido, una crucecita de coral... Una de dos: o la han tomado o no la han tomado. Si no la han tomado, aparecerá; si la han tomado, quizá se trata de una broma, y habrá que devolverla. No sé si mi idea es buena; pero es mi idea y yo digo siempre lo que pienso. -Ahora, veo menos claro que antes -dijo Roberto,- y pido más explicaciones. 209
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Entonces, las tres mujeres se levantaron y se pusieron a hablar todas a la vez, lo que impacientó a Roberto, que golpeó el suelo con el pie. La señora Paluel, Aleth, Catalina y hasta Lesape, al verle impaciente, se escurrieron del comedor como ratones que ven al gato. Sólo quedó Marieta, y de ella obtuvo Roberto las explicaciones que deseaba. Roberto subió a ver a su mujer, quien le manifestó que entendía que Catalina, no quedaría un día más en la casa. Luego, fue a ver a su madre, que le reprochó haberse dejado dominar, y le dijo que si Catalina salía de la casa, ella también se iría. No sabía Roberto qué partido tomar, cuando la propia Catalina le proporcionó la solución, diciéndole que no quería quedar al servicio de la hija de un ladrón, que sospechaba de las gentes honradas. Roberto entró en tan violenta cólera, que Catalina tuvo miedo y le pidió disculpa; pero no quiso perdonarla, y la despidió inmediatamente. Lo comunicó en seguida a su madre, que ya no habló de irse; pero planteó la cuestión de gabinete, pues tomó el manojo de llaves y lo arrojó sobre la mesa, diciéndole: ¡Llévaselas! Roberto quiso vencer a su madre con la dulzura; y estuvo tan tierno, tan elocuente, tan persuasivo, 210
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que de todo el conflicto resultó que Aleth tomaría a su cargo la dirección de la cocina, y Anais reemplazaría, a la irascible Catalina. Resultó también que la suegra y la nuera no se hablaron más, sino en caso de urgente necesidad. La una parecía una reina destronada; la otra tenía en los labios las sonrisas triunfantes de una usurpadora feliz. En cuanto a Roberto, se armaba de paciencia, acordándose de la felicidad perfecta que había gozado durante quince meses y halagándose con la idea de que todo concluiría por arreglarse.
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II Aleth no se durmió sobre su laureles; estimaba que nada se había hecho mientras quedaba algo por hacer. Alentada y un poco embriagada por su primer éxito, no dudaba ya de nada. Había alejado a la insoportable Catalina. A Marieta debía llegarle su turno. Desde hacía tiempo, sentía por ella, una aversión particular, a pesar de que Marieta nunca le había faltado al respeto. Sólo de ella había dependido, ganarse el corazón de Marieta, que, desde el día siguiente de aquel matrimonio que le había destrozado el corazón, había resuelto admirar lo que él admiraba y procuraba amar lo que él amaba. Pero Aleth la había sorprendido más de una vez en conversaciones íntimas con la señora Paluel, y como al acercarse ella se callaban, había deducido que se re212
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unían en la sombra, para criticarla y tramar contra ella negros complots. Tampoco perdonaba Aleth, a Marieta la benevolencia, la amistad que la manifestaba Ricardo, y la consideraba como una intrigante que ocultaba sus artificios detrás de sus aires modestos. -La granja no será verdaderamente mía pensaba, Aleth, -sino cuando esta hipócrita haya salido de aquí. Esta proposición tenía para ella, la evidencia de un axioma. Una circunstancia imprevista, sirvió sus designios. La señora Paluel, que desde hacía veinte años por lo menos, no había dormido una sola noche fuera de la granja, se vio obligada a ausentarse por varios días, llevando a su hijo en su compañía, para acudir al llamado de un tío, que se moría en Vermis y quería verla antes de morir. Antes de partir, la anciana tuvo una larga conferencia con Ma- rieta, en la cual pasó revista a todos los accidentes funestos que podían acaecer en su ausencia, incluso el incendio y la peste bovina, indicando a la joven lo que había que hacer en cada caso. Le declaró que la confiaba la granja, que la ha213
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cía responsable de ella, y, dándole las llaves, le encargó que las sacara lo menos posible, y que bajo ningún pretexto se las confiara a una tercera persona. Esta orden alarmó a Marieta, que previó las consecuencias. -Sin embargo, señora -le dijo, -si la señora Aleth me pidiera... -Cualquier cosa que te pida -interrumpió la anciana, -irás tú misma a buscarla y se la darás; pero no quiero que registre mis armarios, para ponerlos en desorden. Mi voluntad expresa es que las llaves no salgan de tus manos, y si no me obedeces, te las verás conmigo. A estas palabras, Aleth entró; notó que Marieta estaba muy colorada, y la señora Paluel muy exaltada; y las llaves no se hicieron desaparecer tan pronto, que no adivinase más o menos de qué se trataba. Algunos instantes después, su marido la decía: -Espero que serás muy prudente, durante mi ausencia. -Como una santa -respondió Aleth. -Si depende sólo de mí, encontrarás la casa como la dejas, con lo que hay adentro, incluso tu mujercita, que te quiere mucho. 214
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Y le abrazó y le dio un beso. Roberto quedó tan asombrado como encantado, porque de ordinario, era ella la que se dejaba abrazar y besar. Durante los primeros cuatro días, todo parecía marchar a maravilla. La máquina tenía aceite: nada de fricciones ni tropiezos. Aleth se manifestaba asequible, afable, graciosa. De cuando en cuando tenía alguna amabilidad con Marieta, le pasaba la mano por la barbilla, diciéndole "querida". Marieta estaba como encantada y no sabía qué inventar para hacerse agradable a la esposa de Roberto. Sus cartas a la señora Paluel, que le había hecho prometer que le escribiría todos los días, eran completamente tranquilizadoras. El quinto día, Aleth recibió unas letras de su marido, que le anunciaba que el tío había muerto la víspera, después de haber testado en su favor, dejándole unos veinte mil francos, y la avisaba que él y su madre llegarían al día subsiguiente a la granja. El otro día empezó tan bien como los anteriores; pero al fin de la comida, el rayo estalló súbitamente, cayendo sobre Marieta. Aleth la dijo: -Querida, le ruego que me dé la llave del armario de la ropa blanca. Tengo que sacar algo. 215
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Marieta, se encendió como una brasa y se quedó con la boca abierta. -¿No ha oído usted, querida? Le pido la llave del armario de la ropa blanca, porque sé que usted la tiene. Marieta, no dijo que no, porque no sabía mentir. Respondió balbuceando: -Si tuviera la bondad de decirme, señora, lo que necesita, yo lo iría a buscar. -No; me gusta hacer yo misma mis cosas, y le pido la llave. Marieta se armó de todo su valor, y replicó. -Le suplico, señora, que no insista; la señora Paluel me ha prohibido severamente... -Concluya usted, señorita, -interrumpió Aleth cambiando de tono. -¿La señora Paluel le ha prohibido darme las llaves?... ¡Ah! Bueno; ésa es una ofensa que colma la medida, y que no esperaba... Pero creo soñar. ¿No sabe usted, acaso, quién es usted aquí y quién soy yo? -¡Basta, señora! -exclamó Marieta. -Ya se lo había dicho a la señora Paluel, que no me hizo caso. Espere usted un momento; voy a traerle la llave. Pero Aleth no entendía que la querella concluyera con un arreglo, y cada vez más altanera: 216
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-Ya no la quiero -dijo. -Me la ha negado usted insolentemente, pues guárdesela... No se moleste usted, señorita. Quédese con su llave, que ya vendrá quien sabrá castigarla. Y salió, dejando a Marieta más muerta que viva. No había cometido otra falta que ejecutar demasiado dócilmente las órdenes de su imperiosa señora; pero sentía que ese crimen no le sería perdonado jamás. -La ama tanto -pensaba, -que, no puede negarle nada; quiere que me vaya y él me despedirá como a Catalina. Y se despedía ya de aquella casa que después de haber sido su paraíso, se había convertido en su purgatorio; pero, irse de ella, sería el infierno. Pasó en su cuarto horas enteras, sentada en una silla, los ojos secos y ardientes, sin poder llorar, los brazos caídos, las manos juntas. Por primera vez, se mezclaba a sus penas, un sentimiento de amarga rebelión contra su destino. Le parecía que el mundo estaba mal hecho, que pasaban muchas cosas injustas, que las muchachas prudentes y discretas tenían muchas menos esperanzas que las otras, de realizar sus deseos, que ser hermosa y mala era la suerte más 217
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envidiable, que eso llevaba seguramente a la felicidad. Pensaba en su porvenir y todo le parecía sombrío, repugnante; no veía ante sí sino tristes disgustos y fastidios de esos que matan. Poco a poco su desesperación se embotó y un extraño sopor se apoderó de todo su ser; le parecía, ver que abandonaba a una potencia invisible, que disponía de su voluntad y de su propia causa. Apenas acababa de apuntar el día, cuando Marieta oyó que llamaban a la puerta de la casa. Corrió a abrir y se encontró de manos a boca con la señora Paluel, que impaciente por regresar a su casa y volver a tomar las riendas del gobierno, había viajado de noche, y adelantadose doce horas al regreso de Roberto. Al ver el semblante entristecido de Marieta, le preguntó: -¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? -Hay, señora -respondió la joven, -que dentro de veinticuatro horas ya no estaré en esta casa. Fue preciso contarlo todo. Al fin del relato, se oyó en el primer piso el ruido de una ventana que se abría, y Aleth asomó por ella su encantadora cabeza 218
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-Buenas noticias he sabido, señora -le gritó su suegra, desde el patio, blandiendo su paraguas. Aleth apoyó ambos codos en el alféizar y contestó con mucha calma: -No culpe sino a usted misma, señora. Cuando me hace usted insultar por sus subalternas, yo las castigo a ellas. -¿Y cree usted que esta niña se irá? -Sí, señora, lo creo. -Cuándo un hombre se casa con la hija de un pájaro de mal agüero -vociferó la señora Paluel, -las desgracias entran en su casa una tras otra. - Marieta -repuso Aleth sin alterarse, -ya que está usted ahí, dígale a Anais que me suba el desayuno. No saldré de mi pieza hasta que llegue el único que tiene derecho a mandar aquí y el único que puede defenderme contra los malos procedimientos y las ofensas. Cerró la ventana, y cumplió su palabra, pues en todo el día no se dejó ver. Roberto llegó cuando su madre y Marieta, solas concluían de comer. Sus primeras palabras fueron: -¿Y Aleth? ¿Está enferma? -Peor que eso -dijo la señora Paluel; -se ha vuelto completamente loca. 219
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Las explicaciones que le dieron, le parecieron poco satisfactorias a Roberto, que reprochó a su madre con vehemencia las instrucciones que había dejado a Marieta, y declaró que consideraba las ofensas que se hacían a su mujer, como hechas a él mismo. Luego, salió, cerrando violentamente la puerta, y Marieta le dijo a la señora Paluel: -Ya lo ve usted; estoy perdida. -¡Ah! Esta vez, lo juro -exclamó la anciana, -he tomado mi partido, y si tú te vas, yo también me iré. Pero eso, ¿qué le importaba a Marieta ni cómo remediaba su desgracia? En cuanto Aleth tuvo en sus brazos a Roberto, desplegó todas sus astucias y empleó todas sus gracias, para arrancarle la sentencia condenatoria de Marieta. Roberto rehusaba; y ella, fingía enojarse, para que de rodillas le pidiera perdón. Pero cuando Aleth se puso seria y dijo en tono terminante: "Deseo que Marieta se vaya para que no vuelva más", Roberto se estremeció; empezaba ya a ver el juego de su mujer, a comprenderla y quizá a juzgarla. -¡Arrojar esa pobre niña! -dijo. -Más le gustaría que la ahorcaran. -Me dicen que soy exagerada -repuso Aleth, -pero, ¿quién es ahora el que exagera?... No se diría 220
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que en el mundo, no hay sino la granja de Choquard. Ayudaremos a esa señorita a buscar otra ocupación; yo misma lo haré, porque soy demasiado buena, y si no hubiera sufrido en silencio ciertas cosas, no estaríamos ahora en esta situación. Y viendo que Roberto, todavía dudaba: -¿Te interesa mucho, entonces, esa muchacha? ¿Qué le encuentras de maravilloso? ¿Es un genio? -Hace muy bien todo lo que hace, y eso es algo. -Hacer mantequilla, engordar patos, dar vuelta a los quesos. ¡Gran cosa! Cualquiera lo hace tan bien como ella. -¡Oh! ¡qué manía! Atenta, concienzuda, diestra, Marieta sería muy difícil de reemplazar... Y luego, ¡era tan desgraciada cuando la traje a casa! Es la mejor acción que he hecho en mi vida, y es agradable ver un rostro que recuerda una buena acción. -Más bien -replicó Aleth con acritud, -di que estás enamorado de su nariz de pájaro y de sus ojos de sapo. -¿De dónde sacas que tiene ojos de sapo? Verdaderamente, eres injusta; sus ojos negros no son feos. Hay en ellos mucho corazón y muchas buenas intenciones. 221
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-¿Pero sabes que empiezo a estar celosa?... Me es igual; adórala cuanto quieras; pero deseo que se vaya, ¿me has oído? ¡Lo deseo! Roberto se recogió un instante antes de responder. Comprendía, que las palabras que iba a pronunciar, serían de grandes consecuencias, que iba a comprometer su felicidad quizá por mucho tiempo. Por fin, resolviéndose: -Pídeme otra cosa -dijo con tono firme y grave; -pero eso no es posible. Aleth retiró sus manos de las de su esposo, y le rechazó con los brazos, diciéndole: -¡Ah! ¡Eso no es posible! Parece, que todo lo que yo pido es imposible. Déjame, pues, déjame... Ofensas e insultos, ésa es mi suerte en esta casa, que ya no es posible para mí. Luego, irguiéndose y dando rienda suelta a su cólera: -Por más que digas, ya no soy nada para ti nada. Hace tiempo que lo vengo notando. Antes, cariños, adoraciones; me encontrabas bonita, encantadora, y me lo decías a cada instante; pero ya tus entusiasmos se han enfríado... No soy nada para tí; si no tomarías mi defensa. Aquí todo el mundo me detesta, y tú te has puesto de su parte. Dices que has 222
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reprochado su conducta a tu madre; pero no te creo, mientes: le tienes miedo, te maneja como a un chiquillo. ¡Oh! Tu madre... ¿quieres que te diga lo que es tu madre? Tu madre es una... -¡Calla, desgraciada! -le gritó Roberto poniéndole la mano en la boca -¿Quieres, acaso, que no pueda amarte más? Estaba, en pie delante de ella: los ojos ardientes, las cejas fruncidas, los labios blancos y temblorosos: una cara que nunca la había visto Aleth, ¡que le dio miedo! Se imaginó locamente que la iba a estrangular, y se dejó caer en su silla, alzando hacia él sus ojos espantados. Pero luego notó que Roberto se arrepentía, que su cólera se desvanecía, y, fingiendo llanto, le reprochó haberle hecho daño. Y Roberto, cayó de nuevo de rodillas a sus pies. Pero Aleth, viéndose triunfante, ya se arrancó del cuello un medallón que le había regalado, lo arrojó violentamente al suelo, y rechazándole, huyó a su cuarto, en donde se encerró con llave. Roberto miraba tristemente la puerta cerrada, y un gran combate se libraba en su ánimo. Estuvo a punto de suplicar, de pedir perdón pero triunfó su dignidad y se calló. 223
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La noche no le hizo cambiar de resolución. Le parecía que no podía despedir a Marieta sin deshonrarse y en las cuestiones de honor no transigía. Cuando vio a la joven en el comedor, le dijo: -Tranquilízate, Marieta; cualquier cosa que suceda, no te irás. Me parece que sin ti, esta casa, no sería ya la misma. Marieta creía soñar. ¡Qué gloria y qué alegría! La granja, el mundo, la vida, todo le parecía nuevo; y durante el día entero rogó a Dios que le diese una ocasión para dar, al hombre que amaba, una gran prueba de su gratitud, de hacer por él algo muy difícil y muy penoso, una de esas cosas que no se hacen sin destrozarse el corazón, a fin de manifestarle una vez siquiera, lo que había en el suyo, en ese corazón silencioso que se había entregado para toda la vida.
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III El golpe fue cruel para Aleth; su orgullo sangraba y gritaba. Durante dos o tres días se halagó con la esperanza de que su marido se arrepentiría, de que, sus rigores le vencerían, de que le vería caer a sus pies implorando perdón. Cuando vio que Roberto se mantenía en su resolución, que no despedía a Marieta, lo echó de su propio corazón, le prohibió volver a él, le cerró la puerta para siempre. A decir verdad, Aleth nunca había amado a Roberto Paluel, amaba sólo al dueño de una gran granja y al humilde servidor de sus fantasías. En adelante, tuvo por ese cordero rebelde un sentimiento cercano al odio. Roberto había cometido dos crímenes irremisibles: le había negado una cosa, y se había permitido, durante un minuto, hablarle en un tono que le había asustado. Estaba en la natura225
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leza de Aleth odiar todo lo que le resistía, y más aún lo que daba miedo. Se preguntó lo que podría hacer para castigar a su marido. Su primer pensamiento fue irse; el segundo, dejarse morir de hambre. Esos dos proyectos, el segundo sobre todo, le parecieron ofrecer, para su ejecución, serias dificultades e inconvenientes todavía más serios. Atentar contra ese cuerpo encantador, infligirle sufrimientos inmerecidos, exigía un esfuerzo a que no alcanzaba su valor. Su persona le era querida y sagrada; era, en realidad, su única religión, y se había prometido cumplir todos sus deberes para con ella con inviolable fidelidad. Pensó en algo más fácil y menos peligroso. Resolvió hacer en adelante el papel de víctima, coronada de espinas y de humillación, arrostrando sin cesar sus miserias, y hacerse insoportable por el exceso de sus humillaciones voluntarias. Una cara impasible, largos silencios, actitudes lánguidas, miradas apagadas, ojos muertos, ningún deseo, ninguna muestra de impaciencia ni de interés por nada, profunda indiferencia por todo, mantenimiento absoluto a la voluntad de los demás, el sentimiento continuo de su insignificancia, a veces una sonrisa en que se revelaba la conmovedora resignación de 226
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un corazón destrozado, aires de rama tronchada por la tempestad, de flor arrancada de su tallo, y que se deja llevar por el viento, -eso era lo que los habitantes de la granja tenían el agrado de contemplar y admirar todos los días. Aleth les servía ese plato en cada una de sus comidas y el apetito de todos sufría. Se desinteresó de la cocina, devolvió a su suegra la llave de la despensa, pidiéndola humildemente perdón por haberse atrevido a conservarla en su poder durante algunas semanas. A la señora Paluel y a Marieta les manifestaba una deferencia inaudita, el más profundo respeto. Roberto se sentía profundamente desgraciado; pero no pensó en ceder. Se acusaba de haber sido demasiado dócil, demasiado complaciente; la había echado a perder con su sumisión; y se decía, que una debilidad más comprometería para siempre su porvenir común, que de derrota en derrota, su envilecimiento llegaría a no tener remedio. No se engañaba ya respecto de su mujer; había abierto súbitamente, los ojos; la veía tal como era, dura, ingrata, orgullosa, ásperamente personal. A veces Aleth le hacía el efecto de una ser227
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piente: tenía el brillo, las gracias seductoras, la mirada que fascina y el frío, que hiela de las serpientes. Pero no dejaba de adorarla: las mujeres serpientes son las que más adoran los hombres. Cuando pasaba cerca de él, rozándole con su vestido, y afectando no verle, Roberto habría querido maldecirla, y acariciarla, besarla y ahogarla, estrangularla en un abrazo frenético. En la noche, mirando la puerta del cuarto de su mujer eternamente cerrada, tenía ganas de llorar y rabias feroces; si se hubiera dejado llevar de sus deseos, habría echado abajo la puerta. Pero una voz interior le gritaba: "Si no dominas tus pasiones y tus cobardías, eres un hombre perdido para siempre." Todo se concluye y todo cansa. El encanto de la tragicomedia que representaba Aleth, empezaba a gastarse, y no bastaba ya a su consuelo. Sintió la necesidad de buscar otros pasatiempos fuera de la maldita granja, a la que había tomado horror desde que perdió la esperanza de gobernarla como soberana absoluta. Le pareció también que la mejor manera de endulzar sus penas era contárselas a alguien; se acordó de la señorita Bardéche, y fue a visitarla al colegio. La señorita Bardéche la consoló, y la entrevista fue considerada 228
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tan agradable por una y otra, que resolvieron que Aleth iría todos los sábados a almorzar al colegio. Aleth había tenido el doble placer de ser oída y de ser compadecida; y para repetirlo, antes de que llegara el próximo sábado, se le ocurrió ir a confiar sus penas al doctor Larrazet. Después de ser enemigos jurados, se habían hecho buenos amigos. El doctor estaba en su laboratorio, entregado a delicadas experiencias químicas, la mañana que el poney de Aleth se detuvo a la puerta de su casa. El doctor no quiso hacerla entrar al santuario, entre los desgraciados chanchos de la India, que le servían para sus experimentos. La recibió en una pequeña pieza que precedía al laboratorio, y cuyo mobiliario, se componía de dos sillones, algunas repisas cargadas de libros, y una mesa de pino, llena de frasquitos de apariencia inofensiva. Le ofreció uno de los sillones, se sentó en el otro, y empezaron a conversar. -¿Y a qué debo, querida señora, el honor de su visita? -preguntó el doctor. -¿Está usted, acaso, enferma? Aleth lanzó un largo suspiro y contestó: -Algo peor, señor Larrazet: soy horriblemente desgraciada. 229
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El doctor era curioso, y no le disgustaba que las mujeres bonitas le tomaran de confesor. -¿Horriblemente desgraciada? ¿Y desde cuándo? Alentada por el aire de recogimiento simpático, con que el doctor se disponía a oirla, Aleth empezó su relato, un poco diferente del que había hecho a la señorita Bardéche, pues a cada cual es menester servirle a su gusto. La entrevista, a pesar de todo, tomó un sesgo incómodo para Aleth. El doctor empezó a censurarla, a darle consejos, sin conmoverse. Furiosa, por no haber logrado conmoverlo con su relato, Aleth quiso recurrir a los grandes medios. Se levantó de repente, y exclamó con acento trágico: -Señor Larrazet, puesto que sabe usted ayudar a las gentes a vivir, ayúdelas usted por lo menos a morir. -¡Eh! ¿De veras? ¿A ese extremo hemos llegado? -preguntó el doctor, levantándose también. -No lo dude usted... Le suplico, doctor, deme usted un veneno. -Permítame, señora; pero entre los asesinos y los médicos hay la diferencia, de que éstos matan únicamente sin saberlo y sin quererlo. 230
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Pero luego, queriendo ponerla a prueba, dijo: -Y, después de todo, ¿por qué no? Vea usted: en esta mesa, en esos frasquitos, hay muchos venenos: belladona, atropina, veratrina, acónito, nuez vómica... Y también conicina o cicutina, de la cual bastan veinte gotas para matar a un hombre. Aleth estaba pálida; y sólo por fanfarronería tenía el pequeño frasco de conicina que destapado le pasaba el doctor. Haciendo un esfuerzo, y mientras él no le quitaba la vista pronto para arrancarle el frasco de las manos, le tomó el olor que pareció acre y desagradable. Lo levantó contra la luz, para verlo mejor, y fingió contemplar con ternura el líquido incoloro y aceitoso. Después empezó a decir: -¡Querido frasquito, cuanto te amo! Tú eres el reposo, la liberación. ¡No poder vaciarte de un sólo trago e irme de este mundo a otro en que no haya maridos veleidosos e ingratos, ni suegras tercas y envidiosas, ni señoritas insolentes, ni odios, insultos, ni miseria! Después de ese hermoso arranque lírico, se apresuró a devolver el frasquito al doctor, que lo puso en la mesa. Se reía para sus adentros y se decía: -¡Qué cómica! Si alguna vez se mata, habré de reconocer que no existe lo imposible. 231
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Pero, apenas se lo hubo devuelto al doctor, se le ocurrió a Aleth que el frasquito podía ser un accesorio muy útil en un drama que le gustaría representar: -Si el señor Larrazet -pensaba- cuenta a Roberto, como lo hará, nuestra conversación, y el mismo día Roberto entrara a mi cuarto y encontrara el veneno, bien podría suceder que el espanto que le produjera ese descubrimiento inesperado, fuera causa de una reacción saludable en él. La idea le pareció buena; pero, ¿cómo apoderarse del frasquito? Dejó caer al suelo su pañuelo, y mientras el doctor hacía la lenta operación de inclinarse, para recogerlo, Aleth tomó al azar un frasquito, y se lo echó al bolsillo. Poco después, el coche de Aleth llegaba a la granja, y al entrar al patio fue sorprendida por un concierto de furiosos ladridos. Perros extraños querían pelear con los de la casa, y eran contenidos por un joven alto, en traje de cazador. Vestido de terciopelo obscuro, un sombrero blando en la cabeza, la escopeta en banderola, el pantalón perdido en las polainas, decía con voz tranquila a los perros: -Quietos, quietos, hijos míos; ¿cómo habiéndose visto el año pasado, no se reconocen ahora? 232
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Esa fría elocuencia no producía efecto alguno. Fue preciso para calmar a los perros, que Roberto interviniese. Acariciando a los unos, riñendo a los otros, los apaciguó a todos. En ese mismo instante, vio a Aleth, que acababa de bajar del coche. Se volvió hacia el cazador y le dijo: -Señor Marqués, no necesito presentarle a mi mujer. El Marqués se inclinó respetuosamente, y Aleth lo saludó con una inclinación de cabeza. No lo reconocía. El marqués Raúl de Montaillé, había ido a la granja a hablar de negocios con Roberto y a invitarlo a cazar. Roberto, muy ocupado, no aceptó la invitación del Marqués; pero, para devolverle la cortesía, le convidó a almorzar. El almuerzo fue exquisito, y durante él, Raúl, bien que sin dejar de conversar, no cesó un momento de fijarse en la silenciosa Aleth, completamente ausente de la conversación, y que por momentos parecía convertida en estatua. Observaba su poco apetito, sus maneras acompasadas, la nube de melancolía que pasaba sobre su frente, las visibles frialdades que tenía con su marido. 233
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-¡Oh! ¡oh! -pensaba Raúl, -parece que no se entienden bien; deben de haber tenido algún disgusto, y, sin embargo, sólo hace año y medio que se casaron. Concluída la comida, y después de una breve charla política, el Marqués se levantó para irse. Todos, menos la indiferente Aleth, le acompañaron hasta la puerta del patio. Cuando ésta se disponía a salir a su vez del comedor para irse a su cuarto, Raúl reapareció de repente, venía a buscar el morral, que había olvidado. Ella saliendo, él entrando se encontraron frente a frente, cara a cara. Raúl se inclinó ligeramente y clavó en Aleth una de esas miradas que parecen desnudar a una mujer y significar. "¿Cuánto vale? ¿Será fácil de obtener?" La grosería de esa mirada repugnó a Aleth, y la hizo ruborizarse de cólera. Retrocedió dos pasos, frunció el ceño; la expresión de su cara decía francamente que Aleth Guepie no admitía que un marqués le faltase al respeto. Raúl comprendió, y se cortó. Aleth le dio paso para que fuera a tomar su morral. Cuando él volvió la cabeza, ya no estaba ella en el comedor. 234
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IV Cuando el marqués Raúl, preocupado, pero no cansado, regresó en la tarde a Montaillé, llevaba, un morral lleno y un caso de conciencia, o, si la expresión parece demasiado fuerte, una cuestión de conducta que resolver. Comió con su madre, a quien le gustaba, conversar, y lo encontró distraído. Al levantarse de la mesa, le propuso una partida de naipes. Raúl se olvidó más de una vez de anotar sus puntos; pero su madre se los apropiaba. Se retiró temprano a su gabinete de trabajo en donde le esperaba su correspondencia. Se apresuró a abrirla. Entre varias cartas sin importancia, encontró dos cartas de negocios que reclamaban su atención. Recobrando inmediatamente toda la lucidez de su espíritu, las leyó y meditó. Después escribió las contestaciones en un estilo tan claro como 236
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conciso. Cuando una mujer bonita y un buen negocio se disputaban su atención, daba siempre preferencia al buen negocio, y aún en el más dulce transporte, no se había equivocado al hacer una suma. Es ésa una muy preciosa facultad. Cuando hubo concluido, el Marqués encendió un cigarrillo, se instaló cómodamente en un sillón, y se entregó al siguiente soliloquio: -Es una lástima que sea un poco baja. ¡Si tuviera dos pulgadas más! Sería perfecta. Me parece, también que, desde que se casó, ha engordado un poco; pero, a pesar de todo, es preciso reconocer que es diabólicamente hermosa. ¡Qué cabellos, qué ojos, qué boca! ¡Qué cutis tan puro y tan fino! El cigarrillo ardía mal; el Marqués se levantó para encenderlo, y después de volver a sentarse, continuó : -En verdad, por tres meses o cuatro, sería una verdadera felicidad. ¿Habrá que trabajar mucho? No lo creo, a pesar de las apariencias. El hecho es que yo llego en el momento psicológico. Durante todo el almuerzo, tenía el aire de una hija de Jefté llorando su pureza en la montaña, con la diferencia de; que la otra la conservaba todavía, y se irritaba, al paso que ésta, la ha perdido y siente haberse casado 237
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con Paluel. Ese matrimonio va mal. El imbécil de Roberto no ha sabido tratarla. Mucho me engaño o le ha llegado la hora... Volvió a levantarse: el Marqués y empezó a pasearse, desarrollando con el pensamiento el plan que ya se había apoderado de su espíritu. De pronto, sus ideas tomaron otro giro. -Raúl -se dijo a sí mismo, -ten cuidado, no hagas tonterías. ¿Qué pasaría si la mujer que quieres conquistar llegara a amarte verdaderamente? ¿Cómo te librarías de ella? Habría escenas penosas, quizá tragedias... Raúl, en la duda, abstente. Jura no poner más los pies en la granja. de Choquard. Caza tus faisanes ; pero deja tranquilas las perdices del prójimo, y no tomes su gallina, a quien la está engordando. Créeme, ocúpate más bien de la señorita de Sirmoise. Es muy fea, parece, pero su padre es muy rico. Conviene prepararse con tiempo a los austeros deberes del matrimonio. El Cielo recompensará tu virtud. Dominado por esos loables sentimientos, Raúl se fue a la cama y se durmió con tan buena resolución. A decir verdad, no durmió mucho tiempo. A las nueve de la mañana estaba ya en los campos de Choquard, cuya caza, había arrendado a Roberto, 238
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corriendo tras las, perdices del prójimo, quizá tras su gallina. Iba, venía, miraba acá y allá, sin matar nada, ni cazar nada. Una hermosa liebre le pasó casi por entre las piernas; el tiro le falló vergonzosamente. Su perro Velax, le miraba con ojos de menosprecio, y nada es más sensible para un cazador, que el menosprecio de su perro. Pero Raúl no se preocupaba de eso; su espíritu estaba en otra parte. De pronto, vio que Velax se lanzaba a escape hacia un gran macizo de plantas, y, llegado allá, empezaba a ladrar furiosamente. Sin duda había descubierto algo bueno. Raúl avanzó, la escopeta al hombro, el dedo en el gatillo, listo para disparar, cuando vio aparecer por entre las matas un capuchón blanco y la bonita cabeza de una mujer que tenía un libro en la mano. A ella ladraba Velax. Al ver a Raúl, con la escopeta lista, hizo un gesto como de susto, y dijo sonriendo: -Señor Marqués, no soy una liebre, no me mate usted. Desde el almuerzo de la víspera, Aleth había pensado más de una vez en el marqués Raúl de Montaillé. Su figura no le decía gran cosa. Le había encontrado aspecto de hombre un poco envejecido, la fisonomía de un pájaro desplumado. Pero ella no 239
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juzgaba a los hombres por sus caras; poco le importaba que tuvieran la nariz bien modelada o las piernas bien hechas; no miraba sino la estirpe, la situación que ocupaban en el mundo, la importancia de su persona. Había sabido reconocer que, a pesar de su aspecto envejecido, Raúl tenía maneras distinguidas, una noble desenvoltura, que revelaban al noble, uno de esos hombres que han nacido con penacho de plumas en el sombrero. El príncipe imaginario, con quien su padre había imaginado casarla, cuando estaba en el colegio, y que no se había presentado nunca, había hecho que Aleth sintiera disgusto por los grandes de la tierra. Se había dicho, que no tenían papel alguno que desempeñar en su existencia, que, no habían sido creados para su uso, y los dejaba en su empíreo, sin preocuparse más de ellos que de la estrella de la mañana. No formaban parte del mundo que habitaban sus pensamientos; le parecía probado que nunca pasaría nada, entre ella y un marqués. Penetrar en la aristocracia de los ricos agricultores había sido el supremo esfuerzo de su ambición y de su genio. Se había halagado con la idea de ser la noble soberana de una gran hacienda; eso era para ella el colmo de la humana, grandeza y de la humana felicidad; no 240
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deseó, no vio nada más allá. ¡Ay! ¿Qué había pasado con esa soberanía, objeto de sus ardientes codicias? Su cetro y su corona yacían en el polvo, a sus pies. Los marqueses le interesaban tan poco a Aleth, y Raúl en particular le gustaba tan escasamente, que durante todo el almuerzo no se había ocupado de él sino en sus ratos perdidos. Pero cierta, mirada, que Raúl le había dirigido, había triunfado de su indiferencia. Si la indolencia brutal de esa mirada la había indignado, la intensidad, la violencia del anhelo que denunciaba le había causado alguna emoción, revelándola que podía pasar algo entre ella y un marqués. No sabía qué pensar; todavía no tenía opiniones concretas sobre el señor marqués de Montaillé; se interrogaba; y en el estado de espíritu en que se encontraba, esa distracción le fue agradable. En suma, estaba, muy inquieta, muy deseosa de volver a ver al Marqués, para aclarar el misterio que hacía trabajar su cerebro. Varias veces se había preguntado: "¿Volverá?" Había vuelto, lo había divisado desde su ventana, porque el Marqués había tenido cuidado de hacerse ver. 241
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Aleth se echó a la cabeza un capuchón decachemira, y viendo en la mesa un lindo ejemplar de Josebyn, que la señorita Bardéche le había prestado para que se consolara, pensó que podía servirle de algo. Se puso el libro bajo el brazo, y bajó al jardín, de donde salió por una puertecilla que daba sobre un sendero. Pronto se encontró en pleno campo, incierta acerca de lo que iba a hacer, espiando, detrás del matorral, todos los movimientos de Raúl, hasta que fue descubierta por Velax. Perdone: usted, señora -le dijo el Marqués con solicitud, -por haberla molestado; pero no tema usted nada. Aunque estoy tan distraído que no acierto un solo disparo, no lo estoy tanto que confunda a una mujer encantadora con una liebre. Lo que me divierte, es la sonsera de mi perro, que ha creído vengarse de mis torpezas conduciéndome por una pista falsa. Ese estúpido animal no sospecha, que yo daría todas las liebres del mundo por el placer de tener, de vez en cuando, encuentros como éste. Esos cumplimientos, dichos en tono respetuoso, le parecieron bien a Aleth, no le disgustaron, pero los oyó con bastante frialdad. Se sentía en terreno desconocido y estaba resuelta a no avanzar sino con muchas precauciones. 242
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-¿Qué libro lee usted, señora? -Josellyn. -¿Le gustan los versos? -Mucho. Mi maestra me decía siempre que no hay nada como la poesía para hacernos olvidar las penas. Esta respuesta inquietó a Raúl. Las mujeres aficionadas a los versos le gustaban poco, y no era una literata lo que había ido a buscar. -¿Se puede saber -preguntó, - cuál es su poeta favorito? -Ya lo ve usted, Joselyn. Un peso se apartó del pecho de Raúl; se, tranquilizó; y, de nuevo, se sintió violentamente atraído hacia esa personita, que confundía, el título de los libros y el nombre de los autores. -Yo también -repuso, -adoro la poesía y encuentro como usted, que es la gran consoladora. -¿Tiene usted, acaso, necesidad de consuelo? -preguntó Aleth, asombrada. Aprovechando la ocasión, el Marqués pronunció un largo discurso sobre la vanidad de los placeres y de los negocios, sobre el vacío de la existencia, los disgustos, las sequedades de este desierto que se llama el mundo. 243
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Pero ese discurso no tuvo el éxito esperado; Aleth encontró que había en él un poco de galimatías. Como no se conocían bien, ambos habían equivocado el camino. Parecían, en ese momento, dos violines que quieren acordarse ponerse en el la, y no lo logran. El más seguro medio de entenderse, es a veces, proceder con sinceridad. Por un deplorable error, esos dos espíritus tan positivos, uno de los cuales no se interesaba sino en sus apetitos, y el otro sólo era sensible a las derrotas o a los triunfos de su orgullo, se daban cita en el mundo de los ideales; seguramente, no se encontrarían nunca. -No comprendo que tenga usted penas -respondió Aleth un poco bruscamente. -Es usted hombre, rico, marqués, hace lo que quiere, no tiene sino el trabajo de mandar y es obedecido. Persistiendo en su error, Raúl agregó en tono sentimental: -Crea usted, querida señora, que lo más triste de las soledades, es a menudo, un gran castillo. Felizmente, la última palabra de su frase, salvó las demás, haciendo vibrar una gran cuerda. En su infancia, Añeth había oído hablar a menudo de ese famoso castillo de Montaillé y de las 244
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sumas enormes empleadas en su reparación. Pero Montaillé era un sitio absolutamente cerrado; nadie entraba allí. El inmenso parque estaba rodeado, por todas partes, por una pared muy elevada. La verja de honor no dejaba ver sino un trozo de avenida, bordeada de negros pinos. Era el misterio; y le vinieron a Aleth deseos de visitar ese castillo tan herméticamente cerrado. Pensaba que para saber con seguridad lo que debía pensar del castellano, era preciso empezar por conocer el castillo. En todo, procedía del exterior para el interior. -Se asegura, señor Marqués, que su parque es soberbio -dijo, después de un breve silencio. Raúl se apresuró a empalmar el camino. -Si tiene usted deseos de visitarlo -dijo, -me sentiré encantado de hacerle los honores de mis grandes encinas, y le garantizo que no recordarán haber visto jamás pasar al pie de sus viejos troncos, un rostro de mujer más fresco y más gracioso,. Aleth resistió. -Gracias -respondió; -pero Montaillé está como a una legua de aquí. -¿No va usted nunca a Melún? -insistió Raúl. -De regreso, al pasar al pie de la cuesta, mire a la derecha. Verá usted un caminito entre dos muros de 245
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piedra; ese caminito conduce a una verja, y esa verja es una de las entradas de mi parque. -¿Y el coche? -preguntó Aleth -Por ahí cerca, hay donde dejarlo, en una taberna. -Los taberneros son muy indiscretos -repuso Aleth, arrugando entre sus dedos una página de Joselyn. -¡Oh! Los taberneros reciben muchos beneficios del castillo de Montaillé. Raúl veía acercarse su triunfo. Aleth cerró resueltamente su libro y dijo: -No digo que no. Es posible que un sábado, de regreso de Melún, a eso de las tres... -¿Por qué no el sábado próximo? -interrumpió Raúl vivamente emocionado y fogoso. -No espere usted a que los árboles pierdan las hojas... Prométame que el sábado... Tomo nota de su promesa... Me parece que nuestras penas tienen confidencias que hacerse, y que, siquiera por algunos instantes olvidaré mi soledad, mi fastidio... Después, cometió una nueva torpeza. En tono lírico dijo, mirando en torno suyo: -He aquí un sitio cuyo recuerdo me será siempre querido. Aquí ha pasado algo. 246
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Aleth se dio cuenta de que Raúl iba demasiado ligero, y sobre todo demasiado lejos; y se batió en retirada, diciendo secamente: -Señor Marqués, no cuente usted conmigo. No le he prometido nada. El Marqués no tuvo tiempo para contestar. Se oyó ruido de pasos, volvió la cabeza, y se encontró con el marido de quien sospechaba que negaba halagos a su mujer. Esa brusca aparición causó desagradable sorpresa a Raúl; pero los hombres como él están siempre a la altura de las circunstancias. -Llega usted a tiempo para recibir mis excusas, querido Roberto -le dijo, tendiéndole la mano. -Figúrese usted que he estado a punto de causar una desgracia, y todavía estoy emocionado. Si hubiese disparado y herido a su esposa, ¿qué habría dicho usted? -Habría dicho -replicó fríamente Roberto, -que es una imprudencia que uno se pasee por el campo, cuando andan cazadores; y, además, que las desgracias no se remedian con otras desgracias. Luego, echando una mirada al morral vacío de Raúl: -Me parece, señor Marqués, que no ha cazado usted nada. 247
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-Estoy tan avergonzado que no volveré más. Mal año; la caza es rara. Los tres se pusieron en camino a la granja y no se habló ya, sino de la lluvia y del buen tiempo, de los accidentes que ahuyentan y concluyen la caza. Aleth caminaba delante, balanceando la mano en que tenía el libro. Raúl no tardó en despedirse, y apenas hubo desaparecido, Roberto dijo a su mujer: -Acabo de mentir. Si te hubiera herido, le habría apaleado. -El mal no habría sido grande -replicó Aleth encogiéndose de hombros; -pero no tienes para qué hacer frases. En el mismo instante, Raúl se decía: -Vendrá, vendrá. Apostaría cualquier cosa que vendrá.
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V Al día, siguiente, Raúl fue a París, a donde le llamaban sus negocios; no regresó sino el sábado temprano, y tuvo el disgusto de encontrar instalados en Montaillé, al duque de Sirmoise, la Duquesa, sus hijos y sus dos hijas. El Duque, quiso salir a cazar el mismo sábado; pero Raúl consiguió, con mil argucias, postergar la partida para el domingo. No aceptaba que le echaran a perder su tarde; esperaba una visita, contaba con ella. Hacía mal en confiar demasiado. Cuando Aleth se puso en marcha para Melún no sabía absolutamente lo que haría a la vuelta. Cuando regresaba, puso su poney al trote, después al paso. Deliberaba consigo misma; y mientras más avanzaba, más se sentía dudosa entre la viva curiosidad que la arras249
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traba a Montaillé, y una sorda y dolorosa inquietud que le aconsejaba seguir su camino sin detenerse. Su indecisión la asombraba a ella misma. Casi siempre, no había seguido como regla de su conducta, sino las repentinas intuiciones de su genio; había procedido por obra de una especie de impetuosidad natural; y su temperamento la había servido bien. Ahora, no era así. Vacilaba, calculaba, pesaba el pro y el contra razonaba y disparataba. Es que, hasta entonces, los sueños y los cálculos más audaces de su ambición se habían fundado sobre un terreno sólido, sobre premisas ciertas, arrancadas a la experiencia. Sin salir de la posada de su padre, había podido figurarse, más o menos, lo que era una gran granja y lo que era un agricultor rico; pero, desde hacía tres días, se encontraba fuera de su elemento, ante una gran incógnita. Los marqueses y los castillos eran para ella, un mundo nuevo, en que su imaginación no se aventuraba, sino a tientas, y temía perderse. Temía, que en ese mundo lleno de misterios, las cosas pasaran de distinto modo que en el otro, que su voluntad flaqueara, que no pudiese dominar los acontecimientos. Al llegar a la taberna de que Raúl le había hablado, Aleth estuvo a punto de seguir adelante. Pronto 250
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cambió de opinión, y se dijo: "¡Bah! ver no cuesta nada." Quería decir que vería el parque desde afuera, y se iría. Descendió de su coche. Un mozo de cuadra, le ofreció sus servicios, y Aleth le rogó que le diera algo de cebada a su poney, que mucho lo necesitaba. Un instante después, procurando no ser vista, penetraba furtivamente en un camino encerrado, entre dos muros de piedras secas, que la llevó en menos de tres minutos a la verja del parque. Allí, se detuvo repentinamente; aquella verja le dio miedo, bien que no tuviera nada de espantable. No era la puerta del infierno; no se leía en ella, la famosa inscripción: "Dejad toda esperanza los que entréis." No era tampoco la puerta trágica descrita por un poeta español, en cuyo dintel un marido celoso había dejado a modo de enseña, la marca de su mano enrojecida con la sangre de una esposa infiel. Era una bonita verja de hierro forjado. A través de ella se veía una alameda estrecha, bien enarenada, y en el fondo, se divisaba un pabellón de piedra y ladrillo. Y, sin embargo, la verja le daba miedo a Aleth. Le parecía que era peligroso abrirla, que no se sabía bien a dónde conducía, que no había seguridad de 251
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salir como se había entrado. Le parecía, sobre todo, que si entraba, la verían. Volvió precipitadamente sobre sus pasos; pero luego se serenó, y su miedo le pareció ridículo y le dio vergüenza. Miró su reloj; eran las dos y cuarto. La hora la decidió. -No me espera sino a las tres -pensó. -Tengo tiempo para satisfacer mi curiosidad antes que venga. En definitiva, no era el castillo, era el castellano, el cicerone, el que la asustaba. -Si alguna vez lo vuelvo a ver -pensaba, -le diré que me he paseado en su parque sin necesidad de su compañía. Entremos, echemos una mirada y vámonos. Abrió la verja cuyos goznes rechinaron lastimeramente. Luego, sin mirar a los lados, siguió corriendo por la avenida, en busca, de un sitio desde el cual ver el misterioso castillo, del que quería poder decir que lo había visto. El castillo de Montaillé ocupaba una gran terraza rodeada de balaustradas y sostenida por contrafuertes, y se apareció a Aleth en toda su majestad, con su cuerpo central, de amplias galerías, sus pabellones de techos agudos, sus torres redondas aguje252
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readas por ventanas con barrotes de piedra, la elegante flecha de la capilla, cuyos vidrios de colores resplandecían al sol. No podía distinguir ningún detalle; pero el imponente efecto del conjunto, la deslumbró. Una resolución repentina se operaba en sus pensamientos; en medio de las cosas y de lo posible cambiaba súbitamente. Lo que antes le había parecido grande, le parecía ahora mezquino, lo que le había parecido maravilloso, le parecía miserable. ¿Qué es una gran granja comparada con un gran castillo? ¿Qué vale, ese mundo estrecho en que se agitan obscuramente los Lautemeux y los Cambois? Sólo es admirable un gran castillo y un gran marqués. Pensó en Roberto Paluel, y Roberto Paluel le hizo el efecto de un hombre insignificante, de un enano. ¿Cómo había podido engañarse hasta ese punto? Figuraos un habitante de nuestro humilde planeta transportado de repente a Sirio, y que se ruboriza de confusión pensando en la pelotilla que su espíritu había tenido la debilidad de encontrar grande. Al despertar de su sueño, Aleth creyó divisar en la terraza formas vagas que se movían. Debían ser marqueses y marquesas, y habría deseado verlas de más cerca, sobre todo a las marquesas. Se las imagi253
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naba bellas, nobles, imponentes, majestuosas, llenas de pompa, diciendo cosas asombrosas con grandes movimientos de cabeza y gestos solemnes. Después de haberlas contemplado humildemente y de abajo, empezó a mirarlas con los ojos verdes de envidia: ya las odiaba. Una serpiente acababa de morderle el corazón. Se decía que el hombre que la había invitado a dar una vuelta por su parque, estaba seguramente allá, en esa terraza, cerca de esas bellas damas, que coqueteaba con ellas, sonreía a sus palabras, les hacía la corte, olvidando la cita que le había dado, preocupándose muy poco de que Aleth Guepie se fastidiara, esperándolo. Quiso convencerse, estar segura de si Raúl la había olvidado o sacrificado. Resolvió emboscarse en alguna parte y escaparse furtivamente en cuanto supiera a qué atenerse. Sacó el reloj para mirar la hora. En ese instante, oyó que el reloj del castillo daba tres fuertes campanadas, cuyo eco hizo estremecer sus nervios, por sólidos que fueran. El tiempo había pasado y no tenía, un momento que perder. Se puso inmediatamente en camino para realizar su proyecto; pero ya era demasiado tarde. Vio de pronto aparecer delante de ella al hombre de quien sospechaba haberla olvidado, Raúl, que avan254
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zaba a su encuentro, altivo, con aires de vencedor, feliz de haber triunfado, encantado al ver que el pájaro había caído en la trampa. La saludó, la tomó de las manos, que conservó en las suyas, y le dijo: -¿La he hecho esperar? No me consolaría. Aleth retiró las manos y contestó con voz un poco trémula: -Señor Marqués, he visto lo que quería ver, y me voy. -No lo entiendo así -replicó Raúl en tono casi imperioso. -Por lo menos, eche usted un vistazo al pabellón de caza. Sus decorados son bastante curiosos. A estas palabras, le ofreció el brazo, un brazo de marqués, que Aleth no se atrevió a rehusar. Al llegar a la puerta del pabellón, la hizo pasar primero. Se habían hecho preparativos para recibirla, porque en la chimenea, de la sala ardían enormes troncos de encina. Aleth miraba sorprendida la extraña colección de trofeos de caza, que cubrían las paredes, cuando de pronto sintió que dos brazos enlazaban su talle y una voz que le murmuraba al oído: -¡Qué buena ha sido usted al venir! 255
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Sus músculos, entonces, se distendieron como resortes de acero, se desprendió violentamente, dio un salto hacia atrás, y, pálida de indignación, lanzó a Raúl una mirada altanera de desafío. -¡Señor Marqués! -exclamó, -¿por quién me toma usted? Raúl, que vio burladas sus previsiones por la actitud de Aleth, tomó súbitamente otro camino, y cayendo do rodillas ante ella, le dijo: -¡No se irá usted antes de haberme perdonado, y me perdonaría usted si supiera cuánto la amo! Había estado bien inspirado. Su contrición desarmó a Aleth, su actitud la conmovió. Lo miró con ojos que no eran ya feroces, y Raúl volvió a creer en su triunfo. Era la primera vez que Aleth Guepie veía un marqués a sus pies; era un suceso capital en su existencia. Se decía: -Si esas bellas damas que están allá, en la terraza, y que ha dejado por mí, le vieran en esta postura, ¿qué pensarían? Pero ya Raúl se había levantado, y se mantenía a alguna distancia para no inquietarla. 256
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Empezó un largo discurso, que decía con voz dulce y penetrante. Hacía la historia de su pasión, que databa desde el primer día que la había visto. Le comunicaba sus sombrías melancolías, sus feroces celos que le, habían puesto enfermo. Se había jurado huir de ella, tratar de olvidarla; pero a poco había sucumbido a la tentación de volver a verla, y al volver a verla, la había encontrado todavía más encantadora. Pero, no debía Aleth ser demasiado cruel: ¿no deben las mujeres tener un poco de piedad por, los males que causan, un poco de indulgencia por las pasiones que provocan? Viendo que el peligro inmediato había pasado, Aleth oyó hasta el fin el discurso de Raúl, que le gustó bastante. Cuando el Marqués concluyó, Aleth se apoyó en el brazo de un sillón y dijo: -Yo no puedo enojarme porque, usted me ame, ni tampoco puedo impedirlo. Pero yo no le amo a usted. ¿Por qué habría de amarle? Raúl creyó haberse engañado, que Aleth amaba a Roberto, y estuvo a punto de abandonar la partida. Contestó con acento de resignación y mirando con fatuidad: -Llego demasiado temprano o demasiado tarde. Su corazón de usted no es libre. 257
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-Se equivoca usted -replicó Aleth vivamente. -Yo no amo a nadie. La precisión de esa declaración, tan sincera como categórica, llenó de alegría a Raúl y le devolvió todo su valor. Se acercó un poco, pero no demasiado, y dijo: -¡Loado sea el Cielo! No tengo rival; pero ese corazón no puede permanecer vacío. ¿Cómo hacer para entrar en él? ¿Qué puedo imaginar para gustarle? Y siguieron, oídos con creciente placer, nuevos largos discursos, elocuentes, pero respetuosos al principio, fogosos, vehementes, después, sembrados de juramentos, de todos los juramentos que los hombres como el Marqués prodigan en esas circunstancias. En el momento oportuno, Raúl habló de que ante el amor, nada valían las diferencias sociales; y declaró que por la distinción de su belleza, por sus maneras y por todo, Aleth era una verdadera gran dama, tan marquesa como cualquier marquesa; que la bastaría un pequeño aprendizaje para hacer gran figura en un salón; y que, si alguna vez se encontraba, por milagro, transportada a la costa de Rusia o de Inglaterra, no habría hombre que no la 258
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encontrara encantadora, ni mujer que no envidiara su éxito. Por fin, Raúl había pronunciado las palabras de mágica virtud que domestican los corazones rebeldes. Aleth había bebido a largos sorbos ese néctar; oyendo esas deliciosas alabanzas, le parecía absorber felicidad por todos sus poros, sentía circular en su sangre un dulce calor, y como una espuma de alegría y de orgullosa beatitud. En su embriaguez, se decidió a soltar la gran palabra. Con voz anhelante. -Vea usted, señor Marqués -dijo, -me sería imposible amar a un hombre que se avergonzara de tomarme por esposa... júreme usted, que si yo fuera libre, usted se sentiría feliz de tomarme por mujer. Esta vez, no fue asombro lo que sintió Raúl, sino una verdadera estupefacción. No creía a sus oídos; había encontrado en su vida más de un loco o loca que le habían hecho proposiciones absurdas; pero ninguna, como aquélla. Se quedó confuso, sofocado, como un hombre que acaba de recibir un puntapié en el estómago. Su confusión fue tal, que le costó trabajo serenarse, y su silencio, que se prolongaba, estuvo a punto de perderlo. 259
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-Veo -dijo Aleth con amargo despecho, que no seré para usted sino una mujer más... quiero irme, déjeme usted salir. A esta amenaza Raúl volvió súbitamente a ser dueño de sí mismo, comprendió que no le costaba nada someterse a las fantasías de aquella loca, y pensando que Roberto Paluel era hombre joven y vigoroso, que seguramente viviría mucho, dijo: -¿No ha comprendido, usted, entonces, que era la emoción lo que me impedía hablar?... Al pensar en la felicidad que me prometía usted, me sentí dominado alternativamente por alegría loca y por la más cruel de las penas. Aleth consintió en creerle, su frente se serenó, su rostro se iluminó con una sonrisa. Luego bajó la cabeza; la invadía cierta languidez, soñaba, y cuando se sueña no se piensa en la defensa. Raúl cayó de nuevo a sus pies, le tomó ambas manos, se las besó. Aleth se inclinó hacia él diciéndole: -¿De veras, señor Marqués, se casaría usted conmigo? -Sí. -¿Lo jura usted? -Lo juro... 260
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Cuando se separaron, no lo hicieron sin prometerse verse el sábado siguiente. Durante todo el resto del día, la actitud y las maneras de Aleth sorprendieron a los habitantes de la granja de Choquard. El hielo se había fundido, el mármol se había animado, la estatua hablaba y sonreía. En la mesa, estuvo graciosa, conversadora, afable con todo el mundo. Roberto estaba encantado de esta metamorfosis; transportado de alegría, miraba a Aleth, cuando quedaron solos, con ojos llenos de lágrimas; pero ella le miraba con ojos secos, que él creyó tiernos. No sospechaba, que la felicidad de que su esposa le hacía ahora la limosna, era el rescate de una falta que ella tenía, algo que expiar y que salvar, que él era el obligado del adulterio. Mucho menos sospechaba que al mirarlo, Aleth murmuraba para sí misma: -Y pensar que si este hombre no existiera, yo podría ser marquesa...
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VI Las semanas sucedían a las semanas y cada sábado era para Aleth un día de fiesta. No conocía obstáculos. Ni el frío, ni la nieve, ni ninguna intemperie habría podido impedirle salir; pero todo le favoreció, el cielo fue su cómplice y el invierno clemente. Envuelta en pieles, partía temprano en coche, diciendo que iba a ver a la señorita Bardèche, la directora del colegio. En el colegio almorzaba; y al regreso, hacía trotar fuerte al poney para llegar pronto a la taberna, en donde lo dejaba al cuidado del muchacho de la cuadra. Había hecho creer a las gentes de la taberna, casi vacía a esa hora, que era inglesa, y para convencerles imitaba el modo de hablar de su madrina, y que se dedicaba a la pintura. Le habían alabado las encinas 262
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del parque de Montaillé, y deseaba tomar en su cuaderno, croquis que debían servirle para un gran paisaje que tenía en obra. Sólo pedía discreción, no fuera que el marqués de Montaillé lo supiera, y encontrara malo que alguien penetrara en su casa sin permiso; es cierto que podía haberlo pedido, pero a las inglesas no les gusta pedir nada, sobre todo a personas a quienes no han sido presentadas. Aleth había contado esa historia, con su aplomo habitual. ¡Su bonita boca mentía tan bien! Apenas el muchacho había empezado a quitar el freno al poney para darle un pienso, la linda señora de los sábados, así la llamaban, se dirigía al parque, entraba, y en cierto sitio, siempre el mismo, veía aparecer un hombre que esperaba y la saludaba de lejos con el gesto de un beso. Pronto estaban el uno al lado del otro. Antes de decirse nada se abrazaban y se miraban en los ojos. Los unos eran grises, los otros eran verdes. Los grises, encendiéndose, esperaban con la impaciencia brutal del deseo, los verdes con el desorden de una imaginación enferma. Una vez en el pabellón, Aleth arrojaba su sombrero sobre un mueble su abrigo sobre otro, sus guantes al suelo, y corría a calentarse al chisporreante fuego de la chimenea, y miraba en torno su263
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yo para asegurarse de que su tapiz de Persia, sus muebles, sus objetos de arte, estaban en buen estado, porque se había apoderado de todo lo que había en el pabellón: todo le pertenecía, y si no podía decir mi castillo, decía mi pabellón de caza. Habría podido creerse que era ella quien recibía a Raúl. Pero éste la interrumpía en sus contemplaciones, y la tomaba en sus brazos como una pluma, y la pluma se iba a donde la llevaba el viento. Algunas veces Aleth era complaciente; más a menudo se defendía, disputaba el terreno palmo a palmo. Cuando decía que no, Raúl se sometía. Ya a su segunda entrevista, ella había tomado cierto tono de autoridad, de mando, y mitad por broma, mitad por temor, él se plegaba a sus caprichos. Raúl fingía siempre, tomarlo muy a lo serio, y cuando Aleth estaba de mal humor, lo que le ocurría algunas veces, la hacía sonreír llamándola su querida marquesa, y a veces, la señora marquesa. Por su parte, Aleth, que se pagaba de esas cosas, le llamaba señor marqués y le tuteaba, dejando así a la vez constancia de la grandeza del personaje, y de la familiaridad de sus relaciones. Un día, Aleth dijo a Raúl: 264
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-Señor Marqués, hace ya dos meses que soy tu querida marquesa. Los hombres no lo saben pero Dios lo sabe. Y mostraba el cielo con el dedo. Agregó : -¡Y bien! Hasta hoy no me has dado nada. Raúl se inquietó. ¿Qué iría a pedirle? Lo que Aleth le pidió, no era lo que él pensaba; pero no por eso lo la petición le disgustó menos. Aleth le hizo presente que, en todos los matrimonios serios el marido da a la mujer un anillo de compromiso. Quería tener su anillo, y que ese anillo estuviera adornado con una corona de marquesa, que se grabaran en él sus iniciales entrelazadas, y encima estas palabras: Forever, pues el inglés le parecía un idioma más serio que el francés. Raúl empleó todos los recursos de su retórica para hacerla abandonar esa idea, multiplicó las objeciones de enojo; pero Aleth se enojó, y declaró que no pondría más los pies en el pabellón, que todo concluiría. De mala gana, el Marqués tuvo que ceder y quince días después, Aleth tenía su anillo, que contempló largo tiempo con aire pensativo, llevándolo varias veces a sus labios. Luego se lo puso en 265
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el dedo; no se cansaba de mirarlo. Le parecía que ya el asunto estaba arreglado, que la cosa estaba escrita en el libro en que se registran los sucesos irrevocables, que lo que acababa de pasar, ni los hombres, ni Dios mismo, ni ninguna voluntad, ni ningún cataclismo podría deshacerlo. Al partir, tomó la precaución de sacarse el anillo del dedo y guardarlo en el portamonedas. Durante el camino, tuvo visiones beatíficas; nunca se había sentido tan marquesa; se hablaba a sí misma con respeto, se ponía de hinojos ante su propia gloria. Lo que la fastidiaba, era la discreción que le imponía la prudencia. Estaba condenada a no decir a nadie lo que le ocurría, a guardar para sí misma su felicidad, a enterrarla. Esa situación le parecía tan dura, que se le ocurrió la idea de escribirle a su madrina, para informarla de que el matrimonio que había juzgado tan brillante, era muy poca cosa al lado del que habría podido hacer, pues sólo de ella habría dependido casarse con un marqués. Pero, naturalmente, agregaría que sólo se trataba de un amor platónico, que ese marqués nunca le había tocado ni jamás le tocaría la, punta de los dedos.
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Daba vueltas en su cabeza, a los términos de esa carta, cuando un incidente imprevisto la arrancó de repente a sus meditaciones. Distinguió un hombre, que avanzaba a su encuentro y que al verla acercarse, hizo un gran gesto y se apostó en medio del camino para esperarla. Era su hermano Polidoro, a quien Raúl tenía todos los sábados algún pretexto para alejarlo del parque, para que no sorprendiera a Aleth. Polidoro hizo un gran saludo. Aleth no se sentía inquieta, sino fastidiada, humillada. ¡Polidoro era su medio hermano y ella se sentía tan marquesa! -Buenas tardes, Polidoro -le dijo, de lo alto de sus nubes. Y azotó al poney, para alejarse; pero Polidoro lo detuvo por la, brida. -Estás muy apurada, hermanita -le dijo, en son de burla. -¡Qué diablos! Te veo tan rara vez, que quiero aprovechar la ocasión. ¿De dónde vienes? -De Melún, de ir a ver a la señorita Bardèche. -¡Ah! La señorita Bardèche, tu maestra... ¿Y cuando regresas, te vas derecho a la granja de Choquard o te detienes algunas veces en el camino? 267
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-No tengo tiempo para conversar -dijo Aleth impaciente. -Hace frío y la noche se acerca. -Sí, mejor sería estar en un sitio abrigado, en algún pabellón de caza... No lejos de aquí hay uno. ¿Es lindo, verdad? Aleth se había echado el velo a la cara; si no, Polidoro habría visto que estaba roja como una brasa. -No sé lo que quieres decir -replicó audazmente. -Déjame pasar. Polidoro soltó la brida, diciendo. -Eres dueña de hacer lo que quieras; vete pero tenía cosas interesantes que decirte, y después te arrepentirás de no haberme querido oír. Su voz y su tono eran tan amenazantes, que Aleth detuvo al poney. Polidoro se acercó. Su discurso fue cínico y largo. Lo sabía todo. Había esperado el momento oportuno para decírselo a Aleth y se decía: La tenía a su disposición. Cuando concluyó, su hermana le miró con aire de desprecio que disimulaba mal su ansiedad. -Si hablas -le dijo, -el Marqués te quitará el puesto, y no permitirá que nadie te dé otro. -Es posible; pero antes iré a ver a alguien que conoces mucho... y que es muy celoso de su honor... 268
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Si no te estrangula en el acto, tendrás que alabar tu buena suerte. Aleth tuvo miedo. Se inclinó hacia su hermano y le preguntó en tono breve: -¿Cuánto quieres? E hizo un ademán como para sacar dinero. Polidoro la detuvo con un gesto: -Veo que no eres tan inteligente como bonita... Ocasiones como ésta no se pueden perder... necesito dos mil francos. ¿Los llevas en el portamonedas? -¡Dos mil francos! -exclamó Aleth espantada. -Tú estás loco. ¿De dónde quieres que los saque? -¡Vaya! No, no me harás creer que por avaro que sea, no le habrás sacado ya unos diez mil francos al Marqués. Aleth estuvo a punto de cruzar el rostro a su hermano, de un latigazo. -¿Me tomas, acaso -exclamó, -por una?... -Entonces, no entiendo nada -respondió Polidoro sinceramente asombrado. -No lo entiendo... pero eso no me importa; saca de donde puedas los dos mil francos, porque he jurado tenerlos.
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Como Aleth repitiera de nuevo que no podía dárselos, Polidoro se alejó algunos pasos, y mirándola de través, le dijo: -Ingéniate. El sábado próximo, cuando vayas a Melún, entre diez y once, me encontrarás en este mismo sitio. Sí no me traes eso, iré a la granja de Choquard... Sería una lástima... Estaba demasiado lejos para que Aleth le escupiera la cara. Lo abofeteó con la mirada, diciéndole. -¡Bien sabía, que eras un pícaro! -¿Y tú, querida? -replicó Polidoro, riendo feroz y sarcásticamente. Saludó de nuevo profundamente y siguió su camino. Aleth quedó muy emocionada a causa del incidente, muy perpleja, muy atormentada; pero la advertencia que acababa de recibir no la hizo volver a la cordura; la considera como una impertinencia gratuita de su destino, y sacaba de ella la conclusión de que la suerte más humillante y cruel es tener por padre un triste posadero, que por maldición del Cielo, ha tenido cinco hijos de su primera mujer. Era la única moraleja que sacaba de su aventura con Polidoro. 270
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Otro punto le parecía claro: debía procurarse a toda costa y sin demora los dos mil francos. ¿Cómo hacer? Su orgullo la prohibía recurrir al Marqués. ¿A quién dirigirse entonces? ¿Al doctor Larrazet? Era muy comprometido; el doctor era muy curioso. ¿A la señorita Bardéche? ¿A su madrina? Esta se encontraba en Inglaterra y al regalarle la canastilla de boda, había declarado terminantemente que no daría un centavo más. Cuando Aleth llegó a la granja, no sabía a qué santo encomendarse. Felizmente para ella, la primera persona que le salió al encuentro fue Francisco Lesape, que atravesaba el patio. -¿Cómo no lo había pensado? -se dijo. -Lesape será mi salvación. Al día siguiente, al bajar de su cuarto, encontró en la escalera a Lesape que subía. Tenía que hablar con el patrón. -Acaba de salir -le dijo Aleth; -pero suba usted no más; tengo una palabra que decirle. Le condujo al cuarto de Roberto y, después de haber cerrado la puerta con precaución, lo hizo sentarse.
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-Querido señor Lesape -le dijo con misterioso tono, -sé que me estima usted, que es usted un hombre leal, que puedo contar con usted. Lesape contestó que era su muy humilde servidor, pronto para hacer lo que le mandase. -No lo dudo -siguió Aleth, -y eso me alienta a pedirle un servicio importante, que le agradeceré mucho. Pero antes, va usted a prometerme que el asunto, quedará entre nosotros, que no se lo dirá a nadie, que mi marido, sobre todo, no sabrá nada. ¿Me lo jura usted, verdad? Lesape juró solemnemente, aunque sin entusiasmo y visiblemente inquieto. -Se trata de esto -dijo Aleth. -Uno de mis hermanos, cuyo nombre es inútil decirle, se encuentra en un gran apuro. Debe dos mil francos y su acreedor le amenaza con la justicia. Se ha dirigido a mí. Hace tiempo, yo le prohibí a mi marido que le prestara nada a mi padre. Es que mi padre pedía, demasiado, mientras que en el caso actual... Y después, el hermano de que hablo es mi preferido... Me es muy duro decirle que no... Usted sabe lo fuertes que son los lazos de familia, señor Lesape, y es usted un buen hijo. Y su mamá, ¿está bien? 272
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Lesape, agradeció mucho a su interlocutora el atajo que le indicaba para salir de un mal camino. -¡Oh! En cuanto a la salud, señora -respondió con interés, -va bien. Se conserva muy sana, a pesar de sus setenta y seis años. Tiene todos sus dientes. Figúrese usted... Aleth lo trajo a la cuestión. -Ya ve usted que necesito dos mil francos, y me atrevo a esperar... -Nada más sencillo -interrumpió Lesape. No tiene usted sino que pedírselos al señor Paluel. No hay marido que ame tanto a su mujer, y tendrá mucho gusto en satisfacer sus deseos. -Le repito -dijo Aleth vivamente, -que me guardaré muy bien de decirle una palabra a Roberto. Quizá sabe usted que ha habido entre nosotros algunas diferencias con motivo de ciertos asuntos de la casa que no entendemos de la misma manera. Gracias a Dios, todo se ha olvidado, le he perdonado algunas vivacidades de lenguaje que me habían ofendido; pero no escogeré este momento para pedirle algo. Estoy segura de que usted comprenderá mi delicadeza, Lesape. Este se inclinó en señal de adhesión; pero se rascaba la oreja, señal de su inquietud. 273
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-Por lo demás, no se trata -siguió Aleth, -sino de un préstamo a corto plazo; mi hermano estará pronto en situación de pagar. Sé que usted es un hombre prudente, económico, y espero, que me prestará usted los dos mil francos que le serán devueltos hasta el último centavo. Lesape saltó en la silla, tan exorbitante, tan enorme le parecía la proposición que acababan de hacerle. Entre las cosas que le parecían ciertas, había dos de que estaba absolutamente seguro: tenía por demostrado que los Guepie no devolvían nunca lo que se les prestaba, y sabía por experiencia, que el menos prestamista de los hombres era Francisco Lesape. -¡Yo, economías! -exclamó, con tanta indignación como si le hubieran acusado del más negro de los crímenes. -¿Quién le ha dicho eso? No hay que creer a las malas lenguas. Apenas tengo para vivir y si cayese enfermo... -Tranquilícese usted, yo le cuidaría -dijo Aleth, con suave tono. -Sobre todo -repuso Lesape, -me imagino que no tiene usted sino que decir una palabra a su esposo para tener esos dos mil francos. 274
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-Ya le he advertido que mi marido no debe saber nada; y me he dado el trabajo de explicarle la razón. Esperaba que la hubiera comprendido. -¡Sí, la he comprendido señora! No hay hombre como yo para comprender esas cosas; y nadie tendría tanto gusto como yo en serle agradable; pero... -Pero yo necesito dos mil francos, y bien podría usted si no los tiene, para prestármelos, tomarlos de la caja sin decir nada. Cuando mi marido le avise que va a hacer balance, me lo dice usted y le serán devueltos los dos mil francos. -¡Oh, señora! Muy bien; puede decirse que el negocio está ya arreglado; sólo que... -¿Va usted a ponerme nuevas dificultades? -¡Cuando le digo, señora, que es negocio arreglado! Sólo que yo necesitaría... -¿Qué? -Poca cosa... un recibo... Aleth, ardía en deseos de estrangularlo. -¿No confía usted en mi palabra, señor Lesape? -¡Oh! ¡Cómo no!... Pero, señora, si le pido un recibo es porque mañana puedo morirme... Se olvidan tantas cosas... mientras que con un recibo... -Si no es más que eso, tendrá usted el recibo -exclamó Aleth, chispeante de cólera. 275
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Y arrancando una hoja de su cuaderno, tomó una pluma y escribió: "Tomado en préstamo de la caja, dos mil francos, para ayudar a una persona de mi familia." Cuando hubo firmado, con todas las letras de su nombre: -¿Es bastante? -preguntó a Lesape, quien, después de haber leído el recibo, bajó a la caja, de donde volvió trayendo dos f ajos de billetes de cien francos, que contó y volvió a contar lenta- mente, en presencia de Aleth. Esos fajos eran dos poemas, cuyas bellezas quiso hacerle gustar en detalle; y para dar vuelta a cada página, se llevaba el pulgar a la boca, y lo impregnaba de saliva. Sin duda, Lesape encontraba que los billetes de Banco, no sólo son bonitos a la vista, sino que tienen un sabor agradable. -¡Qué casa! ¡Qué miseria! -dijo Aleth a media voz, en cuanto Lesape salió. Y paseaba sobre todo lo que la rodeaba, una mirada de despreciativa cólera; como una reina prisionera, que contempla las murallas que la guardan y la ahogan. -Por lo menos -pensó, -Polidoro tendrá el dinero; pero para devolvérselo a ese imbécil de Lesape, 276
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será preciso que me dirija a Raúl. ¡Bah! Hay tiempo para prepararse. Algunos días después, Polidoro recibió el dinero. Aleth lo encontró en el sitio que le había dicho. En cuanto lo vio, sacó del bolsillo un sobre cerrado que a la pasada le arrojó a plena cara, mientras azotaba furiosamente al poney. -Gracias linda -le gritó su hermano riendo. -Todo lo que viene de ti me gusta, hasta los insultos; y cuando quieras repetir, yo seré tu hombre.
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VII El odio tiene ojos terribles, que ven en la noche como las lechuzas. Lo que no se deja ver lo huele; lo que no tiene olor lo adivina por una especie de percepción confusa; hay verdades que le entran por la piel. Desde hacía tiempo, la señora Paluel tenía dudas, sospechas vagas y tenebrosas que no se atrevía a comunicar a nadie, ni a Marieta. Es preciso reconocerle el mérito de que procuraba disiparlas; pero las sospechas son como las golondrinas, vuelven a su nido. Una semana después, le ocurrió atravesar el patio en el momento en que Roberto, según su costumbre y en fuerza de esa fatalidad a que no escapa ningún marido, enganchaba con sus propias manos el poney que iba a llevar a Aleth a Melún. Al ver lo 278
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que hacía, su madre sintió encendérsele el cerebro; los labios empezaron a comerle. Apenas vió alejarse a su nuera, se acercó a su hijo y le dijo: -No sé qué tiene tu mujer desde hace algún tiempo; pero tiene algo. -Tiene, -respondió Roberto, -una suegra que no la quiere bien. Sin contestar ese reproche: -Por más que digas -prosiguió la anciana, -le encuentro un aire raro. -Explícate -dijo Roberto bruscamente. La señora Paluel miró a un lado y masculló entre dientes: -¿Estás bien seguro de que es a Melún, al colegio, a donde va todos los sábados? Roberto sintió tal sacudida, que estuvo a punto de perder el equilibrio, y se puso tan pálido, que su madre se arrepintió de haber hablado. Roberto no contestó nada. Media hora después, su madre supo por Marieta que acababa de salir a pie, diciendo que no le esperaran a comer. Nada era más cierto. Asimismo, Aleth tuvo la sorpresa de verle aparecer en el colegio, mientras conversaba confiden279
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cialmente con la señorita Bardèche. Roberto le explicó que había recibido un telegrama en que le llamaban apresuradamente a Melún para un negocio urgente, y que iba a suplicarle que pasara a buscarle al hotel, si quería darle un asiento en su coche. Estaba tan feliz, tan contento, que estuvo a punto de abrazar a la señorita Bardèche, poco acostumbrada a inspirar transportes tan vivos. Aleth estaba menos contenta; pero no lo demostraba. Dos horas después, se ponían en camino para la granja, y, por excepción, la señora de los sábados no se detuvo en la taberna. Apenas llegaron a la casa, Roberto llamó aparte a su madre, y con amargo tono le dijo. -Cuando uno se divierte en sospechar infamias, debe guardar para sí misma las alucinaciones. Tras de esta feliz aventura, Aleth tuvo un disgusto. Algunos días después, Lesape se le acercó, y le dijo que Roberto iba a hacer balance a fin de semana, y que era necesario que le devolviera los dos mil francos que había sacado de la caja. Aleth respondió secamente que estaba bien, que procuraría devolverle el dinero; y venciendo sus repugnancias, resolvió recurrir al Marqués, que, por 280
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esos días se encontraba en París. Aleth tomó una pluma y le escribió apresuradamente: "Mi querido Marqués: Tu pobre marquesita se ve perseguida por la mala suerte. Se trata de un negocio de vida o muerte. Por razones que después te explicaré detalladamente, tuve que pedir prestados dos mil francos, que debo devolver el sábado próximo, so pena de que ocurra alguna desgracia. Mucho me duele pedírtelos; pero me obliga la necesidad. Mi tirano debe ir a París mañana y pasará allí la noche. ¡Dios sea loado! Será la primera noche de libertad que tenga desde hace siglos. Ven mañana, y a las diez de la noche, cuando todo el mundo duerma, bajaré al huerto que tiene una puerta que da al camino. Abriré esa puerta y te esperaré. ¡Qué delicia!" El odio no sólo tiene buena vista, tiene el oído fino, el sueño ligero. A la noche siguiente, la señora Paluel acababa de dormirse, cuando fue bruscamente despertada, por un rumor de pasos casi imperceptible. Se sentó en la cama y se dijo: -O estoy soñando o alguien ha bajado la escalera, atravesado el vestíbulo, descorrido los cerrojos y abierto una puerta. 281
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No era mujer de dormirse con una duda. Se levantó en silencio, encendió una gran linterna, se puso pantuflas de suela de tela, y emprendió su jira de exploración. No había soñado los cerrojos estaban abiertos. Dejando la linterna en el primer peldaño, avanzó al patio, en donde no encontró nada sospechoso. Pero, al cabo de algunos instantes, notó que la barrera que daba al huerto estaba abierta. Avanzó hacia allá, aguzó el oído, y creyó oír al extremo de la avenida que conducía al camino, el murmullo de una voz de mujer, a la cual respondía en sordina la voz de un hombre. Le pareció que a ese murmullo se mezclaba de vez en cuando rumor de besos, y pronto sus ojos de lince distinguieron un punto negro y un punto blanco, ambos en forma humana. Había adivinado quién era la mujer; quiso saber quién era el hombre, e hizo mal. Se dirigió hacia los bultos a pasos de lobo; pero, a pesar de sus precauciones, la arena crujió bajo sus pies. Inmediatamente, una puerta se cerró. Uno de los delincuentes había emprendido el vuelo; el otro se escondió detrás de un árbol. La señora Paluel apresuró el paso; en su precipitación, tropezó en una rama de peral, vaciló y perdió una de sus pantuflas. El tiempo que empleó en buscarla, lo aprovechó la presa que per282
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seguía. Era una liebre ágil, que se dirigió a la casa como un relámpago, siendo imposible a la anciana salirle al paso; pero a la viva claridad de la linterna que había dejado al pie de la escalera, reconoció el capuchón de cachemira blanca de su nuera. La señora, Paluel permaneció algunos minutos inmóvil, combatida por dos pasiones contrarias, ora, pensando con horror que había en el mundo un hombre bastante audaz para haber puesto los ojos en la mujer de su hijo, y una mancha de lodo en el inmaculado honor de los Paluel, ora estremeciéndose de alegría, al pensar que por fin tenía a su nuera a su merced, y que, dentro de algunas horas, desengañaría a su hijo para siempre y daría satisfacción a su odio. Roberto, como lo había dicho, estuvo de vuelta a la mañana, siguiente, y, apenas llegado, se encerró con Lesape. Aleth se había ido a Melún, de donde regresó temprano. La señora Paluel tenía su cara de siempre, y nada en su voz ni en sus maneras, traicionaba la emoción de dolor y de alegría que la devoraba. Siguiendo viejas tradiciones de familia, no quería hablar sino después de la comida. 283
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Cuando Anais hubo levantado la mesa, la anciana, encontró un pretexto para alejar a Marieta, a quien no quería iniciar en tan horribles misterios. En cuanto Marieta salió, la señora se volvió a su hijo y le dijo: -Que te agrade o no, me divierto en sospechar infamias y quiero hacerte partícipe de mis alucinaciones. Roberto se tomó la cabeza con las manos, y exclamó: -¿Quieres matarme acaso? Después, irguiéndose : -Vamos, habla, no me atormentes más. -Pregunta -siguió la inexorable anciana, pregunta, te ruego, a la señora que está presente, en dónde estaba anoche, a las diez. Aleth, que había tenido todo el día para prepararse a esa escena, y que estaba resuelta a no perder la sangre fría, respondió tranquilamente: -Pero, señora, su pregunta me asombra. Anoche, a las diez, estaba en mi cama, y hasta creo que dormía. -Roberto -repuso la señora Paluel, -anoche, la señora estaba en la puerta del huerto con un hombre que le hablaba y la besaba. 284
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Roberto exclamó con voz de trueno: -¿Quién era ese hombre? -Escapó antes de que pudiera reconocerlo pero a la mujer la vi. Roberto miró a Aleth y su mirada era tan amenazante que ella dejó escapar un grito de espanto. El se contuvo y dijo: -No temas nada, nunca castigo a nadie sin estar seguro. Entonces Aleth se puso a llorar, y en medio de sus gemidos, decía que las sospechas que se tenían de ella eran infames, que el odio de su suegra no se detenía ante nada; pero que nunca habría creído que su Roberto de antes hubiera dado oído a tan injuriosas y monstruosas calumnias. -¡Ah! veo -decía, -si crees a tu madre, no podré amarte más. Roberto la escuchaba en silencio. Le pareció que se defendía mal, que sus lágrimas eran de mala ley, y su cólera se cambió en espantosa desesperación. Dijo con voz entrecortada. -Les pido que tengan lástima de mí, que no hagan frases, que se expliquen tan tranquilamente como si se tratara de otras personas. Luego, mirando a su madre: 285
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-¿La has visto? ¿Estás segura de haberla visto? Si no estás segura, no te perdonaré nunca. -La he visto -contestó la anciana. La actitud de Roberto devolvió la confianza a Aleth, que recobró su aplomo y dijo. -En verdad, Roberto, no sé qué decirte. Respeto demasiado a tu madre para dudar de su sinceridad; ¿pero estás seguro de que no está mala de la cabeza? -Confieso dudar de su afecto por mí -contestó Roberto, -porque, no me tiene lástima; pero no puedo dudar de sus ojos. -¿Y qué señora, usted me ha visto? -replicó Aleth exaltándose. -¿Dice usted que yo estaba en el huerto? ¿Y cómo me reconoció usted? ¿Tenía usted alguna luz? -No, señora ;había dejado la linterna en la escalera, y cuando pasó usted por allí, la reconocí a usted y su capuchón blanco. -¡Ah! ¡Reconoció usted mi capuchón blanco! ¿Pues en la casa hay sólo un capuchón blanco? Yo conozco dos. Es cierto que uno es de cachemira y el otro del lana tejida; ¿pero tiene usted la vista tan fina que pudo distinguirlos? -¡Cómo! -exclamó la señora Paluel, dejando caer los brazos. -¿Se atreve usted a acusar a Marieta? 286
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-No acuso a nadie; pero digo que si anoche había en el huerto una mujer con capuchón blanco, podía ser tanto Marieta como yo. ¡Se veía reducida a acusar a Marieta! Roberto la condenó en su corazón, su convicción acababa de asentarse. Estaba a punto de arrancar a Aleth la confesión de su falta, cuando Marieta entró. Roberto le preguntó en alta voz: -Marieta, anoche había en la puerta del huerto una mujer a quien besaba un hombre. Mi madre se atreve a decir que esa mujer era la mía, sí, la mía; pero Aleth insinúa... -Roberto -interrumpió vivamente Aleth, yo no he insinuado nada; sólo he dicho... -¡Silencio! -gritó Roberto, golpeando la mesa con el puño; -no creo sino en la palabra de Marieta. Había allí tres personas; pero Marieta no veía sino una. Tenía la mirada fija en Roberto, cuyo rostro la espantaba. No podía dudar de que era presa de la más atroz tortura y capaz de cometer un crimen y quizá matarse después. Marieta recordó todas las bondades que debía a Roberto Paluel, y quiso demostrarle una vez en la vida su reconocimiento y su amor, haciendo un doloroso sacrificio. No escuchó sino a su corazón, y mientras Aleth, sintiéndose 287
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ya vencida por la fulminante réplica de la inocencia indignada, inclinaba la cabeza y temblaba, Marieta respondió con voz sorda, pero clara: -Señor, era yo. Roberto, temeroso de haber oído mal, la miraba con ojos de loco. Aleth no creía a sus oídos. ¡Ser salvada por la que tenía tan buenas razones para perderla! Como un ciervo escapado por milagro a los dientes de los perros, sondeaba el misterio de su inesperada salvación y respiraba, ruidosamente. Pero la señora Paluel se levantó, terrible y amenazando a Marieta con los puños cerrados, le dijo: -¡Mientes! ¡Dios mío! Mientes. No eras tú. -Le pido perdón, señora; era yo -respondió Marieta, con dulce obstinación. -¡Mientes! te digo. Al volver a mi dormitorio, pasé por el tuyo y dormías. -Me hacía la dormida. Perdóneme, señora, y crea... Marieta no concluyó; las fuerzas se le acababan. Roberto, por su parte, el alma inundada de alegría, decía a su madre: -¿Por qué quieres que mienta Marieta, que nunca ha mentido? ¿Y qué interés tendría en acusarse? 288
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¡Ingrato y cruel! ¡Preguntaba qué interés la hacía mentir! -Mañana saldrás de aquí -gritó la señora Paluel a Marieta. -¡Oh! no -dijo Roberto. -La perdonaremos en homenaje a su sinceridad. Pero la anciana ya no estaba; se había precipitado como una furia a su cuarto, cerrando de golpe la puerta. -No, Roberto, que no se vaya; permíteme defenderla -suspiró dulcemente Aleth, que parecía una Santísima Virgen, con el corazón destrozado, rica en misericordia para con los pecadores. El hecho era que en adelante tenía que conservar a Marieta cerca de ella. -¡Cuando yo te decía, Marieta, que mi mujer es una mala cabeza, pero que tiene buen corazón! -dijo Roberto. -Estas son las consecuencias de querer cargarle las faltas de los otros. ¡Qué escena! Creí morirme. Se enjugó la frente, bañada en sudor. Luego, cambiando de tono: -¡Marieta! ¡Que el Cielo te bendiga, a ti y tus amores! Pero en adelante!, ¿de quién fiarse? Esta niña tan prudente, a quien se habría podido dar la 289
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comunión sin confesión, sale en la noche a conversar con un hombre. ¿Tienes entonces un novio? ¿Lo amas mucho? ¿Cómo se llama? Marieta no respondió nada. ¡No! No había en el mundo nadie que la amase; pero había en el mundo un hombre, a quien ella amaba mucho, y ese hombre lo sospechaba tan poco, que la preguntaba el nombre de su novio. -¡Ah! Será preciso que lo nombres, porque te ha comprometido, y quiero que se case pronto contigo. Marieta movió tristemente la cabeza. No podía casarse con el hombre que amaba. -¿Será acaso un hombre casado? -preguntó Roberto, aparentando severidad. -¡Ah, señor Paluel! -exclamó la joven, juntando las manos como para suplicarle que no revolviera el puñal en su corazón. -Estaba seguro de que no. Pero es demasiado joven, no tiene nada, no está en situación de mantener una mujer... Hija mía, será preciso esperar... Confío, por lo menos, en que no habrá pasado nada grave, entre ustedes. Era la primera vez, ¿verdad? Pero me vas a prometer no volver a ver a ese hombre, porque de otro modo no podrías quedarte en la casa. 290
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Siempre de pie, la vista clavada en el suelo, arrollando entre sus dedos la punta de su delantal blanco, Marieta sentía correr gruesas lagrimas por sus mejillas; pero estaba resuelta a no decir una palabra. De su boca no habían salido sino sollozos. -Y ahora, Aleth -continuó Roberto, acariciando a su mujer, -perdóname y perdona a mi madre. -Trataré de perdonar -dijo Aleth, -pero me será más difícil olvidar. A su vez, salió del comedor. Las diversas emociones que acababa de sufrir, la habían turbado tan profundamente, que deseaba estar a solas consigo misma. Pero apenas hubo salido, reapareció la señora Paluel, que cayó furiosa sobre Marieta, la tomó por los hombros, y feroz como un tigre que siente la presa entre las garras, la gritó: -Ahora que no esta la que te daba miedo, confiesa que has mentido. -No, no, señora -murmuró Marieta más muerta que viva; -he dicho la verdad; era yo. -¡Desgraciada! -siguió la señora Paluel, sacudiéndola como si hubiera querido dislocarla. -Te han dado dinero. ¿Cuánto te han dado?
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Roberto quitó a su madre su víctima de las manos, y exclamó: -¡Mil truenos! ¿Has concluido? ¿Quieres aplicarle el tormento para hacerla mentir? Y agregó con tono más sereno, pero mirando fijamente a la anciana: -¿No sabías, acaso, el juego infernal que estabas jugando? Por más que hagas y digas la mujer que odias ha penetrado tan hondo en mi corazón, que te desafío a que la arranques y si tus ojos no te hubieran engañado, te lo juro, a ella, al otro, o a mí, a alguien habría muerto yo. Por tercera vez desde que vivía en aquella casa, en donde había pasado días tan felices, Marieta pasó la noche llorando; pero no se arrepentía de nada. Al día siguiente Aleth supo procurarse un momento a solas con ella. Con aire de reina, que se digna reconocer los servicios de sus súbditos, le dijo: -Eres una buena muchacha, Marieta; te había hecho mal, perdóname. En verdad, no había nada grave en lo que pasó la otra noche. Había ido a conversar con uno de mis hermanos, que tenía algo que pedirme. No me he atrevido a decirlo, porque mi suegra tiene tanto veneno en el corazón, que ve 292
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crímenes por todas partes... Algún día te recompensaré; mientras tanto, toma esto. Y le tendió dos monedas de oro. Las almas dulces tienen sus santas cóleras; el Dios que se enoja y truena, visita á veces a los humildes, que son sus elegidos. Marieta rechazó con tanta violencia la mano que se le tendía, que las monedas rodaron por tierra y no fue ella quien las recogió. Luego contestó con tono casi altanero: -No me debe usted nada, señora. ¿Cree usted que he mentido para congraciarme con usted?
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VIII Por absorbido que estuviera por sus negocios, a los cuales se había agregado una operación muy importante que le quitaba tiempo, el marqués Raúl de Montaillé no dejó una sola vez de encontrarse en el pabellón de caza a la hora de las citas. Sin embargo, su ardor se había enfríado un poco; empezaba a discutir su placer, a hacer sus cuentas, y le parecía que, bien pesado todo, las cargas, las obligaciones, las molestias eran más que sus placeres. No estaba ya contento; su yugo, le era menos dulce, su fardo menos liviano. Había pagado los cien luises con buena voluntad, pero sin gusto. Contra su costumbre, Aleth le había dicho toda la verdad de lo ocurrido entre ella y su hermano. Raúl había tenido que jurar que Polidoro no sabría nada 294
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y que, por prudencia, lo tendría algún tiempo más a su servicio. Tenía además el Marqués otros motivos de descontento o de inquietud. Después de haberle divertido realmente con sus quimeras, con su manía de grandezas, Aleth le divertía ya mucho menos. Por más que se diga, el buen sentido es el compañero más agradable que se puede desear en la vida, y nunca ha hecho daño a las gracias de una mujer bonita. Raúl encontraba que su fantaseadora amante abusaba del derecho de ser extravagante; y más de una vez estuvo a punto de decirle que había tenido excesiva complacencia para sus locas imaginaciones, que el mundo es el mundo, y que el primer deber de una, mujer es tener sentido común y, quedarse en su sitio. No se atrevió, temió que su amante, le promoviese una de esas escenas violentas que hacían temblar las puertas y los vidrios. Sin embargo, un día que Aleth le habló con demasiada altanería, tomó un latiguillo y mostrándoselo le dijo. -Este es un instrumento que sirve para domesticar las bestiecillas salvajes que muerden y embisten. 295
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Aleth lo desarmó con su audacia, se precipitó sobre él, logró quitarle el latiguillo, lo amenazó a su vez con él, y luego serenándose y acompañando su arrepentimiento con un noble gesto a lo Luis XIV lo arrojó a la chimenea. La reconciliación fue exquisita. Una nueva fantasía de su amante, desoló al Marqués. No le bastaba a Aleth su anillo de marquesa; quería tener otra prenda, celebrando una pequeña ceremonia en que Dios tendría parte: instaba a Raúl para que un día la llevara a la capilla del castillo y le diese su corazón para siempre, delante de un altar, con diez cirios encendidos. A Raúl le costó mucho convencerla de que, desde la muerte de su padre, no había cirios en la capilla, y que además había perdido las llaves. Le prometía buscarlas; pero se guardaba bien de encontrarlas. Poco a poco, Aleth se convertía para él en el pasado que se lamenta; no era ya el pasado que asombra o que se olvida. Y, de sábado en sábado, se inclinaba más a pensar que era tiempo de concluir de desatar o de romper. Más de una vez, si Aleth hubiera tenido la cabeza menos turbia u ojos más penetrantes, le habría encontrado aspecto de hom296
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bre que busca su sombrero diciendo: "Aquí se está bien pero, ¿por dónde se sale?" Algún tiempo después, el Marqués vio que la puerta se abría por sí misma, y salió, se escapó cobardemente, sin atreverse a confesar que no volvería, que era para siempre. Después de la terrible noche que había estado a punto de serle fatal y cuyo cruel recuerdo conservaba, Aleth no cesaba de estallar en invectivas, en imprecaciones, contra todos los habitantes de la granja de Choquard, particularmente contra su marido, al que trataba de imbécil, o de hombre vil, o de tirano odioso. Impaciente por esos arrebatos, Raúl la hizo presente que exageraba, que ese marido, a quien tan mal quería, no era ni odioso ni despreciable, que, tenía sus cualidades y que, por su parte, nunca había tenido quejas de él. Aleth lo hizo callar diciendo: -Entonces, si es tan bueno, ¿por qué le has quitado su mujer? Una semana después, hacia mediados de marzo, la vió entrar en el pabellón como una tormenta. Era presa de la más viva agitación; parecía una mujer que hubiera perdido la cabeza. Corrió a él y tomándole las manos exclamó: 297
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-Figúrate que está enfermo, gravemente enfermo. Se trata de una gastritis complicada no sé con qué. El doctor Larrazet empieza a inquietarse y ha pedido una consulta. Al ver la expresión de la cara de Raúl, creyó que la encontraba feroz. -¿Qué quieres? -continuó. -No es culpa mía; yo me lavo las manos; y si se muriera... La emoción le impidió continuar. Empezó a pasearse por la pieza, agitada, nerviosa, sin ver nada, como si tuviera una idea fija. De pronto, se volvió a Raúl, fijando en él ojos de deseos de esperanza y de fiebre. -¡Y bien! Sí -le dijo, -puede ser que antes de poco me veas entrar aquí diciéndote: Ya no hay obstáculo entre nosotros, soy libre. A Dios gracias, estaba abstraída por su idea; de otro modo la cara de Raúl le habría causado alguna inquietud. El también tenía una noticia que darle, y estaba resuelto a hablar. Pero, decididamente, las tragedias le fastidiaban, y, a fin de cuentas, prefirió callarse, con tanta más razón cuanto que Aleth agregó: -Lo que me apena, querido Raúl, es que tendremos que pasar algún tiempo sin vernos. Me desqui298
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taré escribiéndote a menudo; pero parecería mal que saliese estando él en peligro. Por otra parte, conoces los términos de nuestro contrato matrimonial: tengo derecho a una pensión si enviudo, razón de más para guardar las conveniencias. Media hora después, el Marqués acompañaba a su amante hasta la pequeña verja. En el momento de abrir, ella le dijo: -No tomes ese aire tan triste: yo tengo veintidós años y tu veintiséis; la vida nos espera. Y partió. Raúl la siguió algunos momentos con la vista, y volvió a pasos lentos, la frente baja, el corazón mordido por la melancolía que siempre nos invade cuando hacemos algo por última vez. Después de haber languidecido, sufrido durante algún tiempo, Roberto tuvo que echarse a la cama. El doctor Larrazet hizo pronto el diagnóstico de su enfermedad, que era una gastritis aguda, y le bastó mirar un poco en torno suyo, para convencerse de que esa gastritis había sido causada por grandes sufrimientos morales. A las muchas emociones que Roberto había sufrido, habían seguido penas menos agudas, pero muy amargas que le quitaban, decía, las ganas de comer. Su casa, no era ya habitable; la paz 299
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y la felicidad parecían desterradas de ella para siempre; no veía sino caras sombrías, tristes o irritadas. Su madre parecía haberle envuelto, y a Marieta también, en el odio que sentía por su nuera. Le había anunciado que estaba firmemente resuelta a irse, que una de sus hermanas le ofrecía su casa, en donde pasaría los pocos años que le quedaban de vida. -Podrás jactarte de haberme muerto -agregó la anciana. Mientras tanto, no era ella, era él quien parecía dispuesto a abandonar este valle de lágrimas. Su estado, que se agravaba de semana en semana y aun de día en día, inspiraba al doctor Larrazet vivas inquietudes que no ocultaba. Una mañana reunió a las tres mujeres para declararles que el caso era grave, que temía que la gastritis se complicara con un absceso al intestino o un flemón difuso. Sus palabras hicieron mucha impresión a las tres, provocando en una serio arrepentimiento, mortal angustia en la otra, y en la tercera palpitaciones de corazón y de loca esperanza cuyo eco había oído el parque de Montaillé. El doctor no se contentó con eso; suplicó a las tres que dieran tregua a sus odios, cuya causa decía, quería ignorar, pero cuyos efectos veía. Les 300
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aconsejó que pactaran por lo menos una suspensión de hostilidades, en bien del enfermo. -Procuren salvarlo -les dijo, -y después tienen tiempo para sacarse los ojos. El enfermo sentía la gravedad de su estado, y se abandonaba blandamente, sin defenderse, a la corriente que lo llevaba. En los intervalos de sus sufrimientos y de sus angustias, consideraba su gastritis como una amiga bienhechora, que lo sacaba de una situación irremediable. Quizá la tierra, nuestra buena madre, le preparaba ya uno de esos lechos sin colchones que, sin embargo, son los únicos en que se reposa completamente. Esa sería la solución. De día en día, el campo de sus ideas se estrechaba más; no tenía sino la vida de la sensación; estaba convertido en una máquina; el mundo comenzaba para él en su almohada y concluía en las cortinas, cuyas flores se entretenía en contar. Sin embargo, tenía pesadillas, accesos de delirio, y entonces su imaginación, despierta de repente, se iba, dejaba la granja tras de sí y volaba hasta las Antillas. Pero más frecuentemente tenía el pulso deprimido, y caía en largos sopores, durante los cuales conservaba la conciencia precisa para sentirse como desprendido de si mismo. Con los ojos abiertos o 301
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cerrados, se sumía gradualmente en esa profunda y sombría indiferencia, que acompaña a las grandes enfermedades y que parece prepararnos de antemano a las dulzuras del no ser. Una noche, al salir de la pieza del enfermo a quien había dejado al cuidado de su madre, el doctor Larrazet se encontró a Aleth al pie de la escalera. Lo esperaba para pedirle noticias. No contestó el doctor a sus preguntas sino con un ligero movimiento de hombros acompañado de estas palabras: -Volveré mañana temprano, a menos que usted me haga decir que no venga. Aleth comprendió lo que el doctor quería decir, y fue a su cuarto a escribir a Raúl una de esas largas cartas que él no contestaba jamás. Cuando concluyó, se acostó; pero no pudo dormir. Estaba segura de que de un momento a otro la llamarían para decirle que todo había concluido. A intervalos, se levantaba, iba a pie desnudo hasta la puerta del cuarto del enfermo, y escuchaba; pero no oía nada, sino el silencio, y volvía a acostarse. En la cama no perdía el tiempo; pensaba. Considerándose ya viuda, redactaba con el pensamiento una serie de frases bien hechas con las cuales se proponía contestar a las preguntas, a las condolencias que se le dirigieran. 302
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Sin embargo, el sueño concluyó por venir, y era ya de día cuando despertó. Era la primera vez que le ocurría, retrasarse para relevar a su suegra, a la cabecera del enfermo. Se levantó precipitadamente, se arregló un poco el pelo y se dirigió al cuarto de Roberto, en donde lo primero que vio, fue al doctor, que decía a la señora Paluel: -Vaya usted, pues, a descansar un poco, puesto que ya no hay necesidad de. usted. -¡Ha muerto! -pensó Aleth. Y ese pensamiento le produjo tan violenta emoción que se sintió como sacudida de la cabeza a los pies. Pero, en el mismo instante, miró hacia la cama, y vio que el enfermo le miraba, mientras oía que el doctor le decía: -Sí, querida señora, como le decía a la señora Paluel, ya han concluido sus fatigas. El absceso se ha resuelto solo, y antes de una semana, nuestro hombre estará en pie. Durante todo el día, Aleth pareció una de esas almas dolorosas que Dante nos representa en uno de los círculos de su infierno, eternamente batidas y arrebatadas por un viento de tempestad que las azota con sus negros torbellinos. Erraba sin cesar de la casa al patio, del patio al jardín, sin encontrar 303
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reposo en ninguna parte, llevando a donde iba la inquietud de su corazón tempestuoso. Le quedaba, sin embargo, alguna esperanza: no creía en la ciencia del doctor Larrazet, y podía haberse equivocado. Pero, al día siguiente, tuvo que rendirse a la evidencia. Roberto, mejoraba visiblemente. El mismo declaraba que su convalecencia seria corta, que dentro de poco se levantaría; y para comenzar, no quiso que le velaran el sueño. Aleth no pudo dormir esa noche; ni siquiera se acostó. Se dejó caer en un sillón, y permaneció largo tiempo con la cabeza inclinada, los ojos medio cerrados, los brazos caídos. No estaba ya perpleja, ni anhelante, ni agitada; estaba poseída de sorda y fría cólera. ¡Qué decepción, qué horrible contratiempo acababa de sufrir! ¡Después de tan hermosos sueños, qué despertar, qué bancarrota de todas sus esperanzas! Había creído ver el cielo abierto, y el cielo había vuelto a cerrarse bruscamente, y se sentía como precipitada de esa felicidad de que iba a apoderarse. No sería ya marquesa. Pensó en la carta que la víspera había escrito a Raúl y que felizmente no había mandado. Esa carta terminada con estas palabras: "Mañana te avisaré que ya nada nos separa." ¡Ay! El obstáculo existía 304
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siempre, y era necesario desdecirse, volverse a ver en secreto, ocultar sus amores como un crimen, temblando siempre bajo la amenaza del castigo. -Por lo menos, quiero ver el sábado a Raúl -se dijo Aleth; -sólo su pena puede consolar la mía. Resolvió escribirlo en el acto; pero había escrito tanto esos días, que, no le quedaba ni una hoja de papel en la carpeta. Abrió uno de los cajones de su secretaire para buscar algunos pliegos; no encontró; abrió otro y otro, y en uno de ellos, su mano tropezó con un frasquito que había olvidado completamente, no habiendo tenido ninguna ocasión para usarlo, desde el día en que había dado su corazón a un marqués, o por lo menos, lo que ella tomaba por su corazón. Palideció, se estremeció: en el acto recordó que el líquido que había en el frasquito era un veneno mortal y que tenía un color blanquecino, como el nuevo remedio que el doctor había recetado a su marido. No es una fábula la fascinación ejercida por la serpiente sobre su presa. Mil casos lo comprueban. Aleth miraba a la serpiente, en forma de frasquito con veneno, y la serpiente la miraba. No hubo nadie que rompiera ese funesto encantamiento. 305
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Pasó toda la noche pesando el pro y el contra de la diabólica idea que le había hecho su presa. Quería leer el porvenir, arrancarle su secreto; maldecía su incertidumbre, que le causaba agudos sufrimientos; pensaba jugar a cara o cruz el crimen que meditaba, que se resolvió a cometer para librarse de su marido. Entreabrió la ventana. Una luz vaga penetró en su cuarto, anunciándola que el alba se aproximaba. Comprendió que era preciso no demorar más, que si las indiscretas curiosidades del sol la sorprendían aún vacilante, perdería el poco valor que le quedaba. Apagó bruscamente la lámpara, como para suprimir un testigo. Poco después, penetraba sin hacer ruido en el cuarto de su marido. Reinaba en él un gran silencio y una profunda obscuridad; algunas horas antes, Roberto había apagado la vela que no lo dejaba dormir. Aleth conocía el camino. Caminando en puntillas y reteniendo el aliento, avanzó hacia una mesita de pino que había a la cabecera de la cama. Encontró a tientas el vaso que buscaba, lleno a medias. Echó en él lo que juzgó ser la mitad del contenido del frasquito, que se apresuró a tapar y guardar en el seno; pero poco faltó para que lo deja306
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ra caer, tan viva fue su emoción al oír que alguien decía: -¿Quién está ahí? Durante algunos segundos, Aleth creyó que su corazón iba a dejar de latir, sus piernas temblaron, y si no se hubiera apoyado en el respaldo de una silla, se habría caído. Aleth, ¿eres tú? -preguntó Roberto. -Sí, soy yo -contestó ella, esforzándose por sacudir el terror que la helaba. -Has venido a saber si te necesitaba; has tenido razón. No puedo verte; pero quisiera sentirte cerca de mí. Siéntate en mí cama. Aleth lo hizo; y una mano ardiente oprimió la suya. -No te pido que me des un beso -siguió Roberto. -Debo oler a fiebre. ¡Qué mala cosa es estar enfermo! Pero, dime algo. -¿Sufres todavía?-preguntó Aleth, con voz ronca. -No; pero me siento muy débil. -¡Ah! Es que vienes de muy lejos… -De muy lejos. Figúrate que he pasado días enteros sin pensar en ti. Habías salido de mi corazón y de mi espíritu, y, para decirte la verdad, ello me ali307
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viaba. Por fin, he vuelto y te tengo aquí. Tenemos que conocernos de nuevo... ¿No te da pena lo que te digo? Lo que decía no le daba pena ni placer a Aleth, que no había oído. -¡Oh! Yo te amo mucho, Aleth, por la felicidad que me has dado y por las penas que me has causado, porque tú eres de las que hacen sufrir a quienes las aman. Eres una vardadera gata, y cuando sacas la garra... Pero hoy tienes patas de terciopelo... En fin, te amo a pesar de todo, y creo que los hombres que no aman a pesar de todo, no han amado nunca. Tenía razón; pero perdía sus palabras: Aleth no oía. -Es igual -continuó Roberto animándose; -es preciso que la paz vuelva a esta casa, y que todos contribuyan a ella. Mi enfermedad ha sido una felicidad para todos, y estoy seguro de que mi madre no piensa ya en irse. ¿Quieres darme gusto? Dale la mano hoy; te aseguro que la aceptará, que se olvidará de todo, que todos seremos felices. Aleth oyó esas últimas palabras. Olvidando sus temores y sus remordimientos, sintió que su corazón se revelaba al pensamiento del porvenir que Roberto le prometía, de los placeres que le proponía 308
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de la hez de amargura que la condenaba a beber hasta la última gota. Nunca comprendió mejor que entonces que la granja de Choquard era un infierno, y que afuera había un paraíso que la esperaba. -Te fatigas -le dijo, -hablas demasiado. -Es cierto, conversaremos más tarde... Pero... es más fuerte que yo... quiero darte un beso... Y, atrayéndola hacia sí, la besó en los cabellos, en la frente, en ambas mejillas; pero no en la boca, que se apartaba horrorizada, como para preservar de todo contacto otros besos que eran su gloria. Aleth se escapó de los brazos de su marido, que la tenían como presa, y preguntó con voz estrangulada, casi ininteligible: -¿No tienes sed? -No -contestó Roberto, dejando caer la cabeza en la almohada. -¡Hasta luego! Aleth no se atrevió a insistir; sus labios no la hubieran obedecido; ¡aquella, aprendiza de Tofona, tenía sólo veintidós años y pudores de novicia! Apenas se encontró en su cuarto, volvieron sus perplejidades. Roberto no había bebido, ella, todavía podía optar, y esa libertad de elección le pesaba sobre los hombros y sobre el pecho como una montaña, impidiéndola respirar. Abrió la ventana y 309
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se apoyó de codos en el alféizar. A la luz del alba, ya avanzada, miraba el camino que lleva a Mailly, y en su turbación se preguntaba si sabía a dónde iba, si no la llevaba a un abismo. De repente oyó pisadas de caballos y cerró bruscamente la ventana. Acababa de distinguir dos tricornios, dos carabinas. Esa aparición la trastornó; creyó reconocer en ella una advertencia decisiva de su destino: el porvenir acacaba de decirle su secreto. Dios sabe, sin embargo, que esos gendarmes a caballo, que conversaban tranquilamente, no intentaban hacerle daño alguno. Uno de ellos, que había matado el gusano en la posada de la Fama, dijo al otro: "¡Mira, la hija de Guepie!" Presa de repentino pánico, Aleth resolvió inmediatamente deshacer la obra que había comenzado, abandonar un juego en que predominan siniestros azares, dejar para siempre una aventura en que se tropieza con gendarmes. Pero los hombres no somos dueños sino de nuestros pensamientos; nuestras acciones no nos pertenecen; pertenecen al Destino, que hace lo que quiere. Los segundos le parecían horas, tan impaciente se sentía Aleth. Quiso penetrar de nuevo en el cuarto de su marido, para escamotear el vaso con 310
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veneno; pero era demasiado tarde. Marieta acababa de entrar, y había abierto las cortinas. Y Aleth oyó estas palabras de Roberto: -Aunque no tengo sed, voy a beber para darte gusto. Huyó; se sentía incapaz de asistir a lo que iba a pasar sin que sus fuerzas y sus nervios la traicionasen. Se echó rápidamente a la cabeza un capuchón de cachemira, y bajó precipitadamente la escalera. En el patio, se encontró con Lesape que le pidió noticias de Roberto. -Estoy intranquila -contestó, -siempre temo una recaída. Y agregó: -Voy a dar una vuelta para estirar las piernas. Caminaré ligero, muy ligero. Lesape la acompañó hasta la puerta. Aleth encontraba que caminaba despacio. Le parecía, cada segundo, que oía un gemido o un grito, que una ventana iba a abrirse, que alguien iba a gritar: "¡No la dejen salir; ha envenenado a Roberto!" Cuando estuvieron en el camino, Aleth dio las gracias a Lesape, con una sonrisa encantadora, sin sospechar que esa sonrisa le parecía tan extraña como su traje al joven, que se preguntaba sorprendido: 311
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-¿Qué le habrá pasado?
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IX En cuanto estuvo en pleno campo, Aleth empezó a caminar rápidamente. No se dirigió a Mailly sino al Yeres, para arrojar en él el frasquito que llevaba en el seno. Cuando hubo perdido de vista la granja de Choquard, sintió un gran alivio, y a medida que avanzaba, la garra de acero que le oprimía el corazón se hacía más floja. Esa, mañana de abril le parecía igual a otras. El día naciente, lo miraba con sus ojos grises que no le hacían ningún reproche. Los campos, los cercos, las barreras, los árboles en brote, tenían el aspecto acostumbrado. Humos azulados salían de las chimeneas y se mecían graciosamente en el aire. Gallos cantaban; evidentemente, no sabían nada. Apenas se tranquilizó, apenas se sintió segura, se preocupó de absolverse. Resolvió que la fatalidad 313
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lo había hecho todo. ¿Tenía ella la culpa de haber encontrado sin buscarlo, el frasquito con veneno? ¿Había pensado hasta entonces en servirse de él? ¿Tenía la culpa de que ese veneno y el remedio que tomaba su marido tuviesen mas o menos el mismo color? El azar lo había querido, y si Marieta interponiéndose a su arrepentimiento, había dado de beber a un hombre que no tenía sed, era siempre el azar el que lo había dispuesto así, y a ella no le cabía ninguna responsabilidad. En realidad, su voluntad había tenido muy poca parte en el suceso. El gran culpable no es él que sucumbe, sino el que tienta. ¿Habría alguna mujer, aun la más virtuosa, que hubiera resistido a semejante tentación? ¿Tenía ella la culpa de que un marqués la adorara y quisiera casarse con ella? Y Aleth recordaba todo lo que había habido de extraordinario en su vida, la serie de etapas por las cuales se había encaminado, paso a paso y como empujada por un dedo invisible, hacia las grandezas que la esperaban. Era un misterio que era necesario adorar. Al llegar cerca del río, oyó un canto que no era el del los gallos, y distinguió un hombre que caminaba a su encuentro armado de un gran garrote, con que hacía molinetes en el aire. Con voz ronca y de314
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sentonada cantaba una canción contra los aristócratas. Estaba medio ebrio, y cuando hubo pasado el puente, Aleth reconoció en él a su hermano Polidoro. En otras circunstancias, habría renegado del encuentro y procurado evitarlo. Pero, en las disposiciones en que se encontraba, parecía que quería conversar con todo el mundo, no tener sino amigos en toda la creación. Polidoro, a pesar de no tener las piernas muy sólidas, no había perdido la cabeza; y en el acto reconoció a su hermana. -¡Toma! -exclamó, -¿qué haces a estas horas en el camino? -He salido a calentarme los pies -contestó Aleth graciosamente. -He, oído decir que tu marido está muy enfermo. ¿Te has enfriado velándolo? -Sí; y después, la preocupación, la inquietud... El doctor cree que sanará; ¡pero los médicos son tan brutos! Mucho temo que se muera -Entonces, no harías mal negocio. ¿No tienes derecho a una pensión de viudez? -¡Cállate! -exclamó Aleth vivamente. -Bien sabes que no me importa el dinero. 315
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-Entonces, haces mal negocio. Te vas a encontrar sin marido... y el otro, por las conveniencias, tendrá que esperar un poco para volver a verte. -¿De quién hablas? ¿Del Marqués? ¿Está enfermo? -preguntó Aleth acercándose a su hermano. -¡Enfermo! ¡Nunca lo está!... ¡Ah! ¿No sabes? -¿Qué? -¡Caramba! Lo que todo el mundo sabe desde ayer, excepto tú. Aleth tuvo el presentimiento de una catástrofe; no se atrevía a moverse ni a hablar. Los oídos le zumbaban. Polidoro había sacado del bolsillo su bolsa de tabaco, y liaba tranquilamente un cigarro, que encendió. Aleth esperaba. -¿Qué decíamos? -continuó Polidoro. --¡Ah! ya me acuerdo. Te iba a preguntar si el Marqués te ha avisado que se va a casar. Aleth creyó que la tierra huía y ondulaba bajó sus pies. Se afirmó en las piernas, como para resistir a las ondas que la empujaban y cuyo ronco rumor creía oir. -El mal no es grande -continuó Polidoro. No demolerá el pabellón, y dentro de algunos meses podrán volverse a ver. 316
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Reuniendo todas las energías que le quedaban, Aleth se impuso un supremo esfuerzo de voluntad. Tomó del brazo a su hermano, y lo dijo: -¡Estás borracho o mientes! Raul no se casa. -¡Qué porfiada eres! Pero no aprietes tan fuerte que me rompes el hueso. En el morral tengo los partes, que voy a distribuir. Aleth buscó en el morral y sacó un parte, dirigido al cura de Mailly. Las manos le temblaban tanto que lo dejó caer. Polidoro, no sin trabajo, lo recogió, lo, desplegó y se lo pasó abierto, diciéndole: -Lee. Bastó a Aleth una mirada para convencerse de que la marquesa de Montaillé tenía el honor de participar el casamiento de su hijo Raúl con la señorita Luisa de Sirmoise, y anunciar que la bendición religiosa se daría a los novios el 18 de abril en la iglesia de Santa Clotilde. Ciertas verdades son como relámpagos devoradores que deslumbran y ciegan. Aleth cerró los ojos; cuando volvió a abrirlos, ya no sabía lo que significaba el papel que su hermano le mostraba. Polidoro guardó el parte, y observó que su hermana tenía un aspecto raro. 317
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-No te preocupes -le dijo. -¿Qué te pasa? ¿Creías, acaso, casarte con el Marqués cuando tu marido se muriera? No eres tan tonta como todo eso. Aleth fijaba en su hermano sus grandes ojos sin expresión y él la miraba con tanta atención que le dio miedo. Le dijo con tono suplicante: -Polidoro, te lo ruego, no me hagas nada... -¿Qué quieres que te haga? Consuélate; ya encontrarás otro marqués; si quieres, yo te ayudaré a buscarlo. Luego, se encogió de hombros, y continuó su camino, sin pensar más en su hermana, que le había distraído. Como Polidoro, Aleth también empezó a caminar, sin saber a dónde iba; pero cuando llegó al puente, se detuvo. De codos en la balaustrada, la mejilla en la mano, miraba correr el agua, y procuraba volver a su anterior estado, encontrar el hilo de su historia, que una funesta aventura había roto bruscamente. Su niñez, su juventud, el colegio, bien los recordaba; pero en cuanto a los últimos capítulos de su historia, todo no era sino confusión, tinieblas, misterio. Creía recordar solamente que le había ocurrido algo, una de esas cosas que no se dicen a 318
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nadie. ¿De qué se trataba? Lo preguntaba a las verdes aguas del río, que continuaban corriendo descuidadamente sin contestarle. Concluyó por impacientarse. Se irguió, levantó la cabeza. Creyó, de pronto, que en el camino debía haber gentes que la buscaban. Ganó rápidamente el otro extremo del puente, bajó por un sendero hasta la orilla del agua, y empezó a caminar, resuelta a no apartarse del río, que era el único, pensaba, que podía revelarle el secreto que quería saber. Marchaba a paso regular, siempre igual, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, como si el Destino le indicara el camino, o como si hubiera apostado que probaría, al más ruidoso de los ríos que sus caprichos no habían de cansar la obstinación de una loca. Pero a poco el sendero se perdió. Tomó a campo traviesa. Cuando oía algún ruido que la inquietaba, procuraba esconderse como una perdiz que huye del cazador, en los accidentes del suelo. Después continuaba su marcha, aligerando el paso para recobrar el tiempo perdido. Después de cuatro horas de camino, llegó a un puente, que estaba en reparación. Lo pasó sin dificultad y sin miedo. Cuando estuvo al otro lado, creyó reconocer el sitio en que se encontraba: era el 319
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molino de sus padres. Sintió un gran alivio; al fin, sabía a dónde iba; ese molino era su casa. Ricardo y Palmira, petrificados por el asombro, miraban en silencio a Aleth que se acercaba, casi mostrándose, roto el peinador, el rubio cabello mal envuelto en el blanco capuchón. Cuando se detuvo, es esforzó por sonreír, como persona que se sabe culpable y trata de desarmar a sus jueces con sus buenas maneras. -¿Qué te pasa? ¿de dónde vienes? ¿de dónde sales? -le gritó su padre con voz dura. -De allá -respondió ella dulcemente; -pero no lo digan. -¿Has huido de tu casa? ¿Tu marido se ha enojado y te ha mandado, a respirar el aire fresco ? Aleth no respondió. Intentaba reunir y aclarar sus recuerdos, para saber bien lo que le había sucedido; pero el esfuerzo le era penoso. Concretó sobre algo más real su pensamiento y refiriéndose al desgarrón del peinador, dijo: -No es casi nada; María le dará dos puntadas; si quieren lo haré yo. -¡Dios santo! Se ha vuelto loca, -gritó Ricardo, mientras Palmira hacía una gran señal de la cruz como para arrojar al demonio. 320
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Ricardo no miraba con ternura a la loca. Al asombro, había sucedido la cólera. Recordó los malos negocios que había hecho su bancarrota próxima, y la causa de todo, era esa hija indigna que había impedido a su marido hacer algo en su favor. Esa gran criminal parecía haber perdido la razón; y en todo caso era muy desgraciada. El Cielo se había encargado de vengar a Ricardo Guepie. Aleth quiso entrar al patio del molino. Su padre se plantó delante de ella y le dijo: -¡Alto, no se entra! Y como intentara forzar el paso, la rechazó brutalmente, gritándole: -¿Te acuerdas que hace diez y ocho meses te anuncié que algún día no tendrías hogar, ni dinero, ni nada, y que te verías reducida a pedirme asilo? Te dije también que te pisotearía; ahora no te pisoteo; pero vete, vete... -¡Oh! no -dijo Aleth, -no me voy; hay gentes que me buscan. Quiero quedarme. Y, volviéndose hacia su madre, la imploró con la mirada. Palmira no había vuelto del todo de su estupor, y prevaleciendo su curiosidad sobre sus rencores, dijo a su marido: 321
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-Déjala entrar; cuando esté más tranquila, nos dirá lo que ha pasado. -¿Y a mí qué me importan esos cuentos? -repuso Ricardo. -¡Que vaya a buscar a otro punto quien la compadezca? Aunque Palmira estaba convencida de que su hija estaba mala de la cabeza, se figuró que a los locos como a los sordos hay que, hablarles en voz alta, y le dijo con voz estridente: : -Soy de la opinión de tu padre. Vuelve a la granja de tu marido, que tendrá compasión de ti al verte en ese estado. Pero, ya ves lo que les pasa a las malas hijas, a las hijas ingratas que no ayudan a sus padres. Si tú nos hubieras ayudado, estaríamos contentos, no estaríamos arruinados. Es preciso que esta lección te aproveche, y hagas algo por nosotros cuando te reconcilies con tu marido. ¿Has entendido? -¡Oh! sí -dijo Aleth; -hablas muy alto. Luego, recordando algunos detalles de la escena a que sus padres se habían referido, agregó : -Déjenme entrar. Prometo comprarles el molino. Y a ti, mamá, te daré todos mis vestidos viejos. Tengo un armario lleno. 322
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Por insensible que fuese Palmira, tenía el corazón menos duro que su marido. -Déjala entrar -le dijo. -Mandaremos avisar que está aquí, y vendrán a buscarla. -No los conoces -replicó Ricardo. Sin duda quieren librarse de ella, y la mandan a casa de sus padres. Y tendremos que alimentar con nuestro pan a esta pícara que renegó de su padre. -No tengo hambre -dijo Aleth, -tengo sed. -Dale pronto un vaso del agua -dijo Ricardo a su mujer, -y que se vaya. Palmira obedeció. Al tomar el vaso que su madre le presentaba, Aleth se estremeció. Lo examinó con mirada inquieta, temiendo que, contuviese algún brebaje sospechoso, y lo acercaba, y alejaba alternativamente de sus labios. Acabó por beber, como si hiciera un acto de valor. -Y ahora, lárgate -le dijo su padre. Pero ella respondió: -¡Oh! no; quiero quedarme. Y se puso a llorar, diciendo entre sollozos -Te lo suplico, no me eches; seré muy buena, muy cariñosa; haré todo lo que quieras… Luego: les diré lo que me ha sucedido... No me echen... me buscan; pero cerraremos la puerta y no me encontrarán... No 323
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quiero irme. Estoy bien aquí, es mi casa, puesto que es la de usted es... ¡Mamá, mamá! ¡Dile que no me eche! ... Y se enjugaba las lágrimas con los cabellos. Palmira se enternecía; pero Ricardo no. Pensaba en su situación, en sus deudas, en que tendría que abandonar el molino. Quizá arrojar a su hija por la fuerza; pero Aleth se agarró con tal fuerza a uno de los montantes de la puerta, que sus uñas se clavaron en la madera y Ricardo no pudo desprenderla. -¡Ah! no quieres irte -exclamó sofocado por la ira. -Vamis a verlo ahora mismo. -Se dirigió a una perrera, en que había un doga enorme, que mal alimentado, se había puesto feroz. Ricardo desató la cadena, del anillo clavado en el suelo, y sujetando al perro, que quería soltarse. -Si no te vas -exclamó, -te echo el perro. Desde su infancia, Aleth había tenido poco gusto por los perros; sintió miedo, y, espantada, huyó corriendo a lo largo del camino. El dogo furioso, al ver correr una mujer, tiró de la cadena con tal fuerza, que Ricardo la soltó y el animal partió como una flecha detrás de Aleth. -Llámalo -suplicó Palmira a su marido, -por amor de Dios, llámalo. 324
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Ricardo lo llamó; pero arrastrado por la impetuosidad de su carrera, el perro no volvió. Pronto oyeron un grito desgarrador, y a poco el ruido de un cuerpo que caía al agua. Cuando llegaron, asustados, a la puerta no vieron sino un perro que ladraba al aire, y, en medio del río, debatiéndose, entre la corriente que la arrastraba, distinguieron la forma confusa de una mujer que con esfuerzos angustiosos, intentaba agarrarse a las largas plantas, que doblegándose al peso se escapaban de sus manos, como las esperanzas y las quimeras con que había acariciado su orgullo.
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X La gran dificultad era contestar a las pregunta, había causado sensación en la granja, y los comentarios no cesaban. ¿Qué se había hecho? ¿Qué le había sucedido? Lesape, el último que la había visto en las primeras horas de la mañana, no podía decir sino lo que había visto, que le había encontrado un aire muy extraño y que había salido en traje de casa, a pasearse por el camino para calentarse los pies. Marieta era la única que en sus suposiciones, se acercaba a la verdad. Había visto con sus propios ojos algo que le había aterrorizado y que había comunicado confidencialmente al doctor Larrazet; pero guardaba sus pensamientos para ella, y todo el día estuvo sombría y taciturna. La gran dificultad era contestar a las preguntas de un enfermo que no había muerto y que se asom326
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braba de no ver a su mujer. Se hizo creer a Roberto que una fuerte jaqueca retenía a Aleth en la cama, y como se le había prohibido abandonar la suya, estaba reducido a creer lo que le decían. A eso de las tres de la tarde, la señora Paluel recibió una carta que le causó una de las más vivas sorpresas que nunca hubiera tenido. Al leerla, se puso pálida y se puso roja sucesivamente, y sus ojos lanzaron tal llama, que se volvió bruscamente, temerosa de que Lesape, que la miraba, se formarse algún juicio temerario. La carta decía así: "Señora Paluel: Como he sabido que su hijo está enfermo, tengo el honor y el dolor de escribir a usted esta carta, para anunciarle, que mi pobre y querida hija, se ha ahogado esta mañana en el río. Antes de matarse, quiso volver a ver a sus padres, que la amaban tanto, y abrazarlos por última vez. Hemos creído notar que estaba un poco mala de la cabeza, y nos dijo que la trataban tan mal en casa de su marido, que ya estaba cansada de la vida. Le dimos buenos consejos, como siempre, incitándola a tranquilizarse y a tener paciencia. Estábamos muy lejos de esperar lo que iba a hacer. 327
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En el momento en que pasábamos con ella el puente, se arrojó al río, y cuando pudimos socorrerla, ya estaba muerta. Vino el médico, pero no pudo hacer nada. Piense usted un poco, señora Paluel, lo que se diría de usted, si se supiera que Aleth se ha suicidado a causa del mal trato que usted la daba. Sería una protesta general contra usted. Por esta razón, aunque nada tengo que agradecer a su familia, y particularmente, a mi yerno, he hecho creer a todos que no se había suicidado, sino, que se había caído, que se ha tratado de un accidente. Y para que nadie desconfiara les he dicho a todos, incluso al alcalde, que mi pobre hija había venido al molino, a traerme seis mil francos que necesitaba urgentemente, y que usted me mandaba. Debo también decirle, señora Paluel, que si Aleth ha venido a ahogarse, al lado de nuestro molino, es que quería, la pobrecita, que fuesen su padre y su madre, quienes se ocupasen de su entierro. Bien sé que eso hará que la critiquen a usted; pero no se puede dejar de cumplir la última voluntad de los moribundos, y por eso guardaremos su querido cuerpo, que Dios sabe el trabajo que nos ha dado. 328
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Créame, señora Paluel, su muy obsecuente servidor. RICARDO GUEPIE, "Molinero" En cuanto pudo dominar su turbación y componer su rostro, la señora Paluel llamó a Lesape, le pasó la carta, y cuando hubo concluido de leerla, ambos quedaron algunos segundos mirándose en silencio. -Quieren dinero -dijo por fin la anciana. -Me parece tan claro como a usted -respondió Lesape, -y hasta fijan la suma. -No pudieron sacarnos nada mientras vivía -agregó la señora Paluel, -y quieren ganar plata con su cadáver... Perderán su tiempo; nuestro dinero no irá a sus sucias manos. Lesape era un árbitro poco valeroso; pero daba excelentes consejos. Aconsejó pues, a la señora Paluel, que diera los seis mil francos para evitar un escándalo; lo más que podía hacerse, sería conseguir una rebaja. Por fin, la señora Paluel se inclinó a las razones de Lesape, bien que con gran violencia y disgusto. 329
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Luego, ordenó a Lesape que se vistiera, tomara el dinero, y lo llevara en coche al molino de los Guepie. Ricardo y Palmira esperaban contestación a la carta con igual impaciencia; pero, por razones muy diversas su estado de ánimo no era el mismo. El suceso había conmovido muy vivamente a Palmira, y, aunque, no fuese responsable de él, sentía algún remordimiento. Recordando lo que había pasado, la asaltaban temores supersticiosos; le parecía, que hay cosas que se pagan y que causan desgracias. Apenas el cuerpo fue sacado del agua, se apresuró a envolverlo en una sábana para no verlo, y, a pesar de eso, le parecía, cuando se acercaba, ver moverse, bajo el sudario, una boca de la cual salían quejas y acusaciones. Y no veía la hora de que se llevaran el cadáver para siempre. Habría querido entregarlo gratuitamente; y Ricardo tuvo que gastar muchas palabras para que se prestase a su ingeniosa operación comercial. Sin embargo, los que juzgan por las apariencias, habrían creído a Palmira mucho menos afligida que su marido que, buen cómico, llevaba a todas partes su duelo, se arrancaba el pelo, sollozaba, mientras 330
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Palmira tenía los ojos secos y la garganta tan apretada que no podía decir una palabra. La señora Paluel y Lesape fueron conducidos al lado de la muerta, precedidos por Ricardo, que les mostraba el camino con grandes gestos de melodrama, y seguidos por Palmira, que los acompañaba contra su voluntad y resuelta a mantenerse lejos de esa boca, que había creído ver agitarse. En cuanto entraron a la pieza, Ricardo, acercándose al cadáver, exclamó: -¡He aquí todo lo que me queda de mi pobre hija! ¡Ah! señora, Paluel, ¿no se arrepiente usted? ¿No es acaso usted quien la ha muerto? Hirviendo de cólera, la anciana, le respondió con su aire más imperial: -Cállese usted. ¿Sabe usted quién la ha muerto? ¡Usted! Palmira no pudo contener un grito; se imaginó que algún espíritu se lo había contado todo a la señora Paluel; pero la continuación del discurso de ésta, la tranquilizó: -Sí -siguió la señora Paluel, -es usted quien la ha muerto poniéndole en el corazón todos los malos deseos, enseñándole a aborrecer el trabajo, a creer que la felicidad consiste en la pereza, y en el desor331
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den... ¡Ah, se atreve usted a decir que hemos tratado mal a su hija! ¿Qué diría usted si supiera todas las maldades que nos ha hecho? Dios es testigo que tuve horror de ese matrimonio. Adivinaba lo que iba a suceder. ¿Qué podía una Guepie llevar a la granja de Choquard, sino ociosidad, mentira, mala conducta, todos los vicios, en fin? ¡Dios mío! ¿Por qué mi hijo se dejó vencer? Y, volviéndose hacia la muerta: -Sí, señora; usted hizo algún maleficio a mi hijo, y lo declaro... Se detuvo de repente, dándose cuenta, de que hablaba a alguien que no podía contestarla, y avergonzada de sí misma. Se había prometido respetar a la muerte; su nuera le había hecho la gracia de irse de este mundo, y se había resuelto no decir ninguna palabra dura respecto a ella. Arrepentida, la señora Paluel cambió de tono y dijo: -Pero ya no existe; no nos queda, sino enterrarla y hemos venido a buscar su cuerpo. -Llévenselo pronto -murmuró Palmira, que había permanecido en el fondo del cuarto. Pero Ricardo, se plantó delante del cadáver, y con los brazos extendidos como para proteger su bien contra toda violencia, gritó: 332
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-Este cuerpo es mío! La señora Paluel se encogió de hombros y dijo a Lesape: -Hable usted con ellos; ya la paciencia se me ha acabado. Después bajó al patio, y empezó a pasearse de un lado a otro. Lesape era buen comerciante, y ayudado por los temores de Palmira, que amenazaba con contar el incidente del perro: obtuvo que Ricardo redujera sus pretensiones a tres mil francos, por los cuales le hizo firmar un recibo concebido en estos términos: "Recibí del señor Paluel tres mil francos por mercaderías entregadas a su satisfacción." Pero Lesape no se dio por satisfecho e hizo firmar a Ricardo otro recibo que decía: "Recibí tres mil francos del señor Paluel por haberle entregado el cuerpo de mi hija, que se cayó al río, al pasar un puente que yo había olvidado reparar." -Le juro -dijo solemnemente Lesape, que este papel no saldrá de nuestras manos, a menos que usted pretenda hacer creer en el suicidio de su hija, por malos tratamientos en la granja. Ricardo no había conseguido seis mil francos; pero si tres mil, y en su corazón, la alegría acabó por 333
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triunfar de la pena. Tornó a ponerse meloso, y después de haber ayudado a Lesape a colocar en el coche lo que le quedaba de su hija, tuvo la cortesía de ofrecer humildemente: un refresco a la señora Paluel, antes de partir. -¡Fuera de mi vista, canalla! -le gritó la anciana, olímpicamente. -Ya le devolveremos la sábana. El coche se puso en marcha. Sentada en el pescante al lado de Lesape, que llevaba las riendas, la señora Paluel volvía a ratos la cabeza, como para tomar posesión de la muerta. Parecía, acariciarla, con la mirada, y sentía en el corazón algo de lo que sintió el hijo de Peleo cuando paseó alrededor de Troya el cadáver de su enemigo, Pero la anciana se arrepentía de su alegría, y para arreglarlo todo, decía a Dios: "¿Qué tenéis que reprocharme? ¿No sois vos quien la ha muerto? Para daros gusto, la trataré como si la hubiera amado." Una vez en la granja, cumplió su palabra. Había resuelto dejar a su hijo ignorante de todo, tan largo tiempo como fuera posible. Hizo llevar el cuerpo a su propio dormitorio, lo hizo acostar en su propia cama, y ella misma lo vistió y adornó convenientemente. Marieta, la ayudaba mal; sabía demasiado; tenía la imaginación inquieta. Aquella gran criminal 334
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cuyo secreto había descubierto, le inspiraba horror mezclado de espanto; no podía acercarse a ella sin un estremecimiento de inquietud, como si el crimen fuera una enfermedad contagiosa, un miasma pútrido, y tuviera miedo a la infección. Fue la señora Paluel quien lo hizo todo, y todo fue bien hecho. Cuando hubo concluido su ingrata tarea, y puesto un crucifijo en el velador, entre dos cirios, se inclinó sobre el rostro de Aleth, que no había perdido nada de su belleza, y dos sentimientos lucharon en su espíritu. Allí estaba, bajo sus ojos, una pecadora que se había hecho justicia a sí misma, y si se sentía tentada a maldecir a la pecadora, el juez, el ejecutor, le imponía una especie de respeto. Contemplando fijamente ese rostro inmóvil, sobre el cual la muerte apoyaba su mano de hierro, la señora Paluel empezó a decir muy bajo: -Eras impúdica y perversa, no tenías fe ni ley, no respetabas nada, mentías todo el día. Hiciste salir de casa a Catalina, y Dios sabe que no te había robado tu cruz de coral; habrías querido hacer arrojar a Marieta, porque es honrada y tú no lo eras; tuviste un amante, y yo lo vi besarte, en la puerta del huerto. Pero tus maldades concluyeron por pesarte a ti misma, te juzgaste, y no esperaste que la muerte viniera 335
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a buscarte. Ahora, estás acostada en mi cama, tu cabeza reposa, en mi almohada, te he vestido y adornado como si fueras mi hija y te hubiera, amado. ¡Ojalá Dios te perdone, y tu suerte no sea demasiado miserable en el otro mundo! Sin embargo, como es preciso ser prudente, tomar toda clase de precauciones, y saber lo que se dice, la anciana agregó: -¡Y que Dios me haga la gracia de no encontrarte nunca! -En el preciso instante en que su madre terminaba su apóstrofe, la puerta se abrió y Roberto entró. Cansado de preguntar y pareciéndole sospechosas las respuestas evasivas que se le daban, había aprovechado un momento en que nadie lo vigilaba, para abandonar la cama y salir furtivamente de su pieza. Envuelto en una colcha, fue al cuarto de su mujer, y lo encontró vacío. Más y más alarmado, había, a pesar de su extrema debilidad, bajado la escalera, atravesado el comedor y llegado al dormitorio de su madre. El crucifijo y los dos cirios le hicieron temblar; pero no podía creer en su desgracia, y dijo a su madre: 336
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-Es preciso que esté muy enferma, para que le hayas cedido tu cuarto. Luego, avanzando dos pasos: -¡Aleth! -dijo, -soy yo. De pronto, la realidad se le apareció en todo su horror, y fue presa de esa desesperación que duda de lo que ve, de lo que oye y de lo que palpa; lanzó un grito espantoso, y hubiera caído si su madre y Marieta, no hubieránle recibido en sus brazos. Conducido a su cama, apenas volvió en sí, declaró que quería estar al lado del cadáver, y costó mucho trabajo mantenerle en la cama. A todo lo que le decían, contestaba: -Quiero volver a verla, quiero velarla, no quiero dejarla en manos de ustedes... Ustedes la detestaban, y yo no la defendí bastante... Si se ha suicidado, como dicen, es que ustedes han aprovechado de mi enfermedad para inferirla alguna ofensa que ignoro... ¿Creen que después de haberla perdido, he de quedarme en esta casa? Prefiero sufrir por ella que ser feliz por los demás. La quiero, la necesito... ¡Díganme que no está muerta! De pronto, en medio de sus convulsiones, Roberto oyó la voz del doctor Larrazet, que decía: 337
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-¡Que todo el mundo salga! Yo me encargo de tranquilizarlo. Una vez solo con Roberto, el doctor se sentó en la cama, y le tomó las manos. Después, con tono firme, casi duro: -Verdaderamente, pobre amigo mío -le dijo, llora usted demasiado a una mujer que, la noche pasada quiso envenenarle. Roberto, miró fijamente al médico durante algunos instantes, como para estar seguro de que quien le hablaba era el doctor Larrazet, que pasaba por hombre de buen sentido. Después de un largo silencio, le dijo]: -Creo, señor Larrazet, que es usted incapaz de calumniar a una muerta. -Seguramente; -replicó el doctor; -y por eso no le diré sino lo que he sabido por una persona muy discreta, que, no se lo ha contado a nadie sino a mí. Pobre amigo, en los colegios de señoritas se enseñan muchas cosas, hasta química; pero a la mujer que usted lamenta haber perdido, olvidaron enseñarle que, cuando se echan algunas gotas de un veneno mortal, llamado conicina, en un remedio que contiene ácido clorhídrico, de blanco que ese remedio es, se vuelve, según la dosis, o colorado o azul. 338
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Ahora bien, ocurre que Marieta desconfía de los remedios, de las tisanas azules, y dejó a un lado ésta, para mostrármela, y yo la he analizado. Si le quedara alguna duda, sepa usted que se ha encontrado en un bolsillo del su esposa este frasquito, que me había sido robado no sé cómo. ¡Ah! querido Roberto, hubiera sido muy duro para mí, saber que había sido usted envenenado por mi propia conicina. Roberto había cerrado los ojos y no decía una palabra; pero, había oído todas las palabras del doctor. Recogía su espíritu, avivaba sus recuerdos, se acordaba de la visita nocturna que le había hecho su mujer, y que le había preguntado, si tenía sed. Como su imaginación nunca se detenía a medio camino, llegó a la conclusión de que su madre había visto claro, que había un hombre de por medio, y resolvió buscarlo y matarlo. Se decía todo eso a sí mismo, bien resuelto a no hablar de ello a nadie, y ya pensaba en la manera de descubrir el nombre que buscaba, de saber quién era el miserable que había tenido la insolencia de invadir su propiedad, de arrebatarle su tesoro, lo que amaba hasta la locura, lo que le era más precioso que la vida. Pero ante todo era preciso sanar, recobrar las fuerzas, y se prometía, para lograrlo pronto, ser prudente, y 339
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conformarse en todo a las prescripciones del señor de Larrazet. Cuando el doctor le dejó, Roberto estaba sereno, tranquilo; sólo sus ojos expresaban la ardiente curiosidad de un juez y el apetito feroz de la venganza. El señor Larrazet no se fue sin haber conversado unos momentos con la señora Paluel. -¿Es posible -le decía ésta, -que un hombre ame hasta ese extremo a una criatura, abandonada y maldita por Dios? -¿Qué quiere usted, querida señora? -contestaba el doctor. -Vivimos en un siglo en que los hombres tienen más que nunca, el alma cerca de la piel... Vaya, no se enoje usted, y vele a la muerta. Le garantizo que su hijo no volverá a molestarla. Efectivamente, Roberto no manifestó más deseos de abandonar la cama; pero, durante las horas que siguieron, sus miradas, atravesando las murallas, iban a buscar abajo un rostro pálido, de facciones rígidas, y trataban de arrancar su secreto a una boca, que ya no hablaba. La noticia del trágico suceso se había difundido y era muy comentada en toda la región. No se hablaba de otra cosa, y en las casas como en las tabernas, cada cual contaba el suceso a su manera, y las 340
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lenguas no se daban paz, se discutía, se disputaba. Todo el mundo interrogaba a Lesape; pero de las revelaciones de éste, no se sacaba otra conclusión, sino la de que nada hay en el mundo más peligroso, que un puente, sólo o medias reparado. La Iglesia fue indulgente; a pesar de los rumores que circulaban, no creyó en el suicidio. Después del servicio fúnebre en el templo, el cura aconsejó a la señora Paluel que regresara a la granja y no fuera al cementerio; pero la anciana no aceptó esos consejos: quería cumplir su deber hasta el fin. Cuando oyó el crujir de las cuerdas que bajaban el ataúd a la fosa, sintió un estremecimiento de emoción que apenas pudo disimular. Aunque se había convenido en que no hubiera discurso, el alcalde de Maffly, cediendo a la intemperancia de su lengua, derramó todas las flores de su retórica sobre esa mujer joven, tan cruelmente arrebatada al afecto de los suyos; alabó sus gracias y sus virtudes; no escatimó los consuelos a los que la perdían. Mientras el alcalde pronunciaba su discurso, la señora Paluel estaba como sobre espinas, y cuando lo terminó diciendo: "¡Aleth Guepie de Paluel, hasta luego!" se estremeció de pies a cabeza. 341
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Cuando todo hubo concluido, la anciana tomó gravemente el camino de la granja, sola con Marieta, a quien agitaban mil sentimientos contrarios y que no estaba en situación de ordenarlos. Apenas llegada a la granja, la señora Paluel subió a ver a su hijo. La cabeza hundida en la almohada, Roberto había pasado tres horas en un éxtasis sombrío, como ausente de sí mismo, presa de ese estupor que se apodera de un hombre cuando ha tomado una máscara por un rostro y la vida le muestra su verdadera cara, que lo espanta. Oyó abrir la puerta, miró, y vio acercarse a su madre, que le contempló algunos instantes en silencio. De pronto, cansada de la larga tensión que acababa de imponerse, vuelta súbitamente a ser ella misma, la anciana se echó sobre su hijo, le tomó la cabeza con ambas manos, lo estrechó contra su pecho, y exclamó en un arrebato de alegría salvaje: -¡Que Dios y el cielo sean benditos! ¡Al fin, mi hijo es mío!
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XI El marqués Raúl no compareció sino seis meses más tarde en Montaillé, a donde fue a pasar una temporada de soltero, mientras su mujer pasaba algunas semanas en Borgoña, en casa de sus padres. Fácilmente, se resignaba el Marqués a no verla durante algún tiempo. El lucido matrimonio que había hecho, era una brillante operación que respondía a todas sus esperanzas. No siendo ingrato, tenía por la nueva marquesa de Montaillé todas las consideraciones que merecía. Desgraciadamente, esa señora se parecía mucho a esas ciudades triviales que no ofrecen a los viajeros sino muy pocas curiosidades; se las visita en un día y pronto dan deseos de irse, y Raúl se prometía irse a menudo. 343
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Poco después de su llegada, su guarda caza, que ya no era Polidero Guepie, le dio noticias que lo pusieron de mal humor: había descubierto en varias partes, trampas que no vacilaba en atribuir a su predecesor. Raúl tenía razón para enojarse. Polidoro que en verdad abusaba, le había escrito una carta, en que le hacía responsable de la muerte de su hermana, e insinuaba que, si se deseaba que fuera discreto, era preciso comprar su silencio. -Es preciso que esto concluya -pensaba el Marqués, mientras seguía una de las avenidas del parque. -Ese pícaro se permite creer y decir que le tengo miedo; le haré tragar sus palabras. El azar de su paseo lo llevó a la puerta del pabellón de caza, cuya llave encontró en uno de los bolsillos del traje de campo que vestía. Entró, recordó, se conmovió. El santuario en donde había dominado durante algunos meses un ídolo demasiado frágil, había quedado como impregnado de su presencia. Como nadie había entrado después, la silla en que Aleth se sentó por última vez, estaba en el sitio en que la había dejado. En una mesita se veían los restos de una galleta que había mordido, para beber un dedo de vino de Madera: esa galleta 344
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conservaba la huella de sus bonitos dientes de ratón. Se hubiera dicho que el espejo de Venecia que la había visto peinarse apresuradamente conservaba todavía su imagen, y Raúl creyó ver en él dos grandes ojos que le miraban. ¿Era cierto, que, en sus últimas entrevistas con Aleth, había, sentido algún cansancio, acompañado de un poco de miedo? Se arrepentía, seriamente. ¡No poder reparar sus faltas! Se reprochaba sus movimientos de impaciencia como un error, como una odiosa injusticia. Reconoció, como filósofo profundo, que hay en el alma humana algo de malo que la hace desconocer los beneficios del Cielo, que la provoca a revelarse contra su felicidad. Tocado por la gracia, lamentaba amargamente la pérdida del delicioso juguete que el Destino había roto en sus manos. Encendió un cigarrillo, y apoyándose de espaldas en la chimenea, hizo una melancólica excursión al pasado. Cuando recibió en Pisa, la carta de Polidoro Guepie, había sufrido mucho, y no pensó un instante en defenderse de la acusación de un hermano irritado que le imputaba la muerte de su hermana. Se persuadió sin esfuerzo de que su matrimonio había 345
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desesperado a Aleth, que no pudo sobrevivir a tal desgracia, y su amor propio se sentía halagado. ¡ Con qué solicitud habría corrido hacia ella, ahora, si viviera! ¡Con qué efusión le habría probado su ternura! Las mujeres eran su literatura, no había leído su libro hasta el fin. ¡Con qué alegría lo habría hojeado de nuevo, página por página, sin apurarse por llegar a la última! -Pobre loca, -pensaba, -¿qué has hecho? Una mujer no debe, matarse cuando es bonita. No, no te perdonaré jamás. Si hubieras tenido la migaja de buen sentido que te faltaba, nada habría sucedido, y estarías aquí; te vería, y te tendría. ¡Qué horas deliciosas habíamos pasado juntos! Me has robado felicidad. -¡Ay! Tú no eras sino una muchacha arisca, mal enseñada; y te civilizaron mucho, o no bastante; creías saber y no sabías, no veías el mundo como es, las quimeras te trastornaron la cabeza, y te echaste al río. ¡He ahí los frutos de una educación incompleta! Al concluir esa oración fúnebre, Raúl vió algo sobre un mueble. Era, un bonito pañuelo de seda color de rosa, sobre el cual se precipitó como sobre una presa. Lo tomó, lo estrujó entre sus dedos; aspiró su perfume, mucho tiempo ha desvanecido; creía aspirar a la propia Aleth. La emoción lo vencía. No 346
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lloró, porque la Naturaleza le había negado el don de la palabra como el de los versos. Pero se resolvió a dejar pasar algunas semanas sin volver a ese pabellón tan lleno de recuerdos demasiado agradables y demasiado penosos. Y resolvió también dar un paseo a caballo para disipar sus penas. Mientras en el castillo, ensillaban su alazán, se le ocurrió una idea poco burguesa, completamente romántica, que probaba hasta qué punto se sentía conmovido. Pensó que tenía una deuda que pagar a la que había muerto por él; pasó al invernadero, y cortó una soberbia camelia doble, empenachada de blanco, que se puso en el ojal, para llevarla y depositarla en la tumba de Aleth. Le pareció que ésa era la mejor manera de demostrar su dolor. ¿Qué más podía pedírsele? Cuando llegó al cementerio, ató las riendas a una argolla que había en la pared, y se puso a buscar la tumba, que quería adornar con su camelia. Le costó trabajo encontrarla, porque el cementerio era muy grande. Iba a abandonar su propósito, cuando notó de pronto una gran lápida blanca, con esta inscripción: "Aquí reposa Aleth Guepie, esposa de Roberto Paluel, muerta a los veintitrés años. Rogad por ella." 347
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Más abajo se leían estas palabras: "Estás muerta; pero no olvidada." -¡Eh! -pensó Raúl. -He ahí un marido de buena pasta, un alma generosa y despreocupada. ¡Que su raza se perpetúe para siempre! Notó desde el primer momento, que la tumba estaba muy cuidada. Se habían plantado a su alrededor, rosales que florecían. El Marqués sacó su camelia del ojal, la rozó con los labios y la depositó piadosamente sobre la tumba, sin preocuparse de lo que podrían pensar las personas que la vieran. En ese mismo instante, oyó una voz que le decía con extraño acento: -¿Era usted, entonces, señor Marqués? Se volvió vivamente, y se encontró cara a cara con un marido despreocupado y generoso que, con los brazos cruzados, los ojos llameantes, lo miraba. Ese encuentro inesperado le pareció a Raúl muy desagradable; y llegó a la conclusión que las ideas románticas son muy peligrosas, prometiéndose no tenerlas más hasta el fin de sus días. Hacía seis meses que Roberto Paluel estaba al corriente de todo lo que hacía el Marqués, a quien deseaba con impaciencia volver a ver. La casualidad 348
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acababa de servir sus designios. Pasaba por delante del cementerio, a donde había hecho voto de no entrar nunca, cuando vió el alazán del Marqués, lo reconoció , y, a pesar de su voto, entró. Por fin, lograba la venganza que sin que nadie lo sospechara, meditaba desde hacía seis meses. Había encerrado su cólera en lo más profundo de las entrañas, en donde había crecido en silencio. Acababa de hacer explosión; la sentía subir a sus ojos, a sus labios, correr en largos estremecimientos por su cuerpo. Clavaba sus ojos de horror y de odio, sobre el hombre que le había quitado lo suyo, que había muerto su felicidad. Habría querido tomarlo con sus robustas manos, acostarlo sobre la tumba, pisotearlo, aplastarle la cabeza con los tacones de sus botas. No hizo nada; se dominó, y, sin descruzar los brazos, dijo: -Las buenas cuentas hacen los buenos amigos, señor. La mujer que usted ha muerto, se ha conmovido tanto con la limosna de una flor que acaba usted de hacerle, que no quiere quedar en deuda con usted. Sírvase aceptar lo que me encarga devolverle. A estas palabras, sacó del bolsillo una sortija de oro que había encontrado en un portamonedas de Aleth, y en la cual había grabada una corona de 349
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marquesa. Raúl la recibió en plena cara. Pero había tenido tiempo de reponerse de su sorpresa; se irguió, y respondió con aire altanero: -Ha escogido usted mal la hora y el sitio; en un cementerio no se pelea. Mañana no saldré de mi casa en todo el día. Si tiene usted explicaciones que pedirme, sólo de usted depende ir a buscarlas. Roberto había vuelto a entrar en posesión de sí mismo. Se inclinó con irónica cortesía, y replicó: -Le agradezco, señor Marqués, la lección de buenas maneras que ha querido usted darme, es verdad que el cementerio es un sitio mal escogido para ventilar una querella. ¿Pero qué iré a hacer a su casa? Sé todo lo que deseo saber. Su amante, señor, tenía una madrina, que a veces la escribía en inglés. He encontrado sus cartas, y, en la de última fecha hay un pasaje que se refiere a usted, y cuya traducción exacta es así: "Me dice usted que la felicito demasiado por su matrimonio, que sólo de usted habría dependido casarse mejor, que cierto marqués que usted conoce, no desearía sino casarse, con usted. ¡Puras locuras, necias visiones! No hay que creer lo que dicen los marqueses, y hará usted bien en desconfiar de ése, sonsa criatura." La sonsa criatura, señor, no desconfió, y ha muerto; pero yo no la ol350
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vido; esta escrito así en esa piedra. Y resulta ahora que su presencia, señor Marqués, me disgusta profundamente, y estoy resuelto a no verle más. Es un consejo que le doy en recuerdo de nuestras antiguas relaciones. Si vuelvo a encontrarlo en mi camino, no responderé de mí; cuando una persona me disgusta, soy capaz de todo, hasta de matarla a palos. Cuando regrese usted a Montaillé tome, pues, otro camino que, el que pasa al lado de mi campo, por donde yo he de andar esta tarde. -Señor Roberto Paluel -dijo Raúl con tono muy insolente; -me aflige mucho que mi presencia le disguste, y le agradezco el caritativo consejo que ha querido darme; pero tengo la costumbre de regresar a mi casa por ese camino. Roberto no oía ya; se marchaba. Raúl quiso dejarlo todo el tiempo necesario para alejarse, y salió poco después. Montó en su alazán y empezó a recorrer los campos sin rumbo fijo. No se hacía ninguna ilusión, no dudaba que se encontraría con Roberto, y qué el choque sería recio, sangriento, peligroso para el vencido. Conocía las fuerzas hercúleas de su adversario; pero sabía también que era leal y no lo atacaría a traición. 351
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Por lo demás, también él era fuerte, y ágil, y como la cólera le quemaba la sangre, el Marqués no veía la hora de encontrarse con Roberto. No le gustaban las peleas; pero, si era preciso pelear, haría buen papel. Dos horas después, llegaba a la entrada del camino por el cual Roberto le había aconsejado que no regresara a su casa. Raúl miró adelante y no vio a Roberto,. Puso su caballo al paso, pensando: -Pudiera ser que mi matamoros hubiera cambiado de idea. Nada hay mejor que hablar fuerte a esas gentes. Al acercarse a un pantano llamado de los Grillos, vio desembocar, por un atajo, a un hombre que parecía tener algunas copas en la cabeza y cantaba una copla revolucionaria. El Marqués reconoció inmediatamente a Polidoro Guepie, su antiguo guardacaza, y se alegró del encuentro. Puesto que Roberto le dejaba el campo libre, el cielo lo enviaba a ese pícaro, para que descargara sobre él su bilis. -¡Cómo! ¿Es usted, Polidoro? -le gritó. Me alegro de verlo. He tenido noticias suyas por sus malditas trampas. 352
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Polidoro, avanzó, miró al Marqués de arriba abajo, y le dijo con un ligero encogimiento de hombros: -¿Quién puede probar que yo he puesto esas trampas? Es su nuevo guarda, el que no quiere convencerse de que usted tiene motivos para no ser malo conmigo. -¡Pedazo de bandido! Mi paciencia se acaba ya. He hecho mal en darte dinero, porque es la cárcel lo que mereces, y la tendrás. -¡Vaya, señor Marqués! Y si yo contara ciertas cosas a Roberto Paluel... -Me importan un comino todos los Robertos del mundo. Cuenta lo que quieras; pero, si vuelves a tener la desvergüenza de volver por aquí, te prevengo que te irá mal. -¿Y a usted, señor Marqués? ¡Vaya ! Mejor es reírse. Durante este coloquio, el alazán había dado señales de inquietud y de rebelión. Empezaba a brincar, a corcovear, a pararse en las patas delanteras. Polidoro creyó divertido animarlo con chasquidos de dedos, con gritos. Raúl, que rugía de rabia, le cruzó la cara de un latigazo. -Necesitabas un castigo, ahí lo tienes -gritó. 353
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Pero en ese mismo instante, el alazán dio un salto tan brusco, que el jinete, a pesar de su destreza, fue lanzado al camino, en donde quedó tendido cuan largo era. El golpe fue serio, y durante algunos segundos, Raúl perdió el conocimiento. La opresión de una rodilla sobre el pecho le sacó de su aturdimiento; abrió los ojos, y vio encima de él un rostro ensangrentado y la hoja de un puñal. A pesar de que Polidoro estaba más dispuesto a sacarle dinero al Marqués que a matarlo, el furor había triunfado de sus propósitos, y la violencia del golpe que había recibido, le había producido uno de esos desórdenes de espíritu en que el hombre más circunspecto olvida las consecuencias, los peligros, la policía, los tribunales. Al ver a su enemigo en tierra y a su discreción, se lanzó sobre él, y, sin saber lo que hacía, buscaba el mejor sitio para herirlo. Raúl quiso tomarlo por la garganta; pero no pudo mover el brazo. Se sentía perdido, cuando, por milagro, una mano vigorosa apartó de repente a Polidoro y le arrancó el cuchillo que tiró lejos. El Marqués reconoció en su salvador a Roberto Paluel, que, desde el sitio en que se había emboscado para esperarlo, había visto toda la escena. Una 354
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revolución repentina se hizo entonces en los pensamientos de Roberto: le pareció que por segunda vez lo servía la casualidad ese día. Vuelto a la normalidad, espantado de lo que había estado a punto de hacer, Polidoro se alejaba, enjugándose la sangre de la cara. Por su parte, Raúl había logrado levantarse, y, aunque tenía un hombro dislocado, aparecía bastante resuelto y sereno. -Señor Marqués -le dijo Roberto en tono muy suave, -no olvide usted que debe la vida a un hombre que le odia y le menosprecia desde lo más profundo de su alma, y que ha tenido así, la mejor venganza. Deseo que esta idea no le sea demasiado amarga, y le permito ponerse en mi camino. Me parece que en adelante su presencia me complacerá muchísimo.
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XII Durante seis meses, Roberto había vivido febrilmente, en una continua excitación que le ayudaba a matar las horas. Desde que dejó de estar atormentado por la preocupación de la venganza, a la tempestad sucedió la calma chicha; su dolor agitado y roedor fue reemplazado por el más tedioso, el más sombrío fastidio. No tenía ya nada que hacer en el mundo; no se interesaba por nada; ningún objetivo le parecía digno de ningún esfuerzo, la menor acción le costaba trabajo. ¿Para qué le servía vivir ni hacer algo? ¿Qué provecho podía reportarle? Se decía sin cesar: ¿Para qué? Pero, a pesar de sus disgustos y de sus repugnancias, no dejaba de ocuparse en sus negocios, de trabajar mucho, casi como se practican, por hábito, 356
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ciertos pecados. Era a la vez el más activo, el más indiferente y el más silencioso de todos los propietarios de la región. Como antes, también empleaba parte de sus noches en fumar en el huerto, y cuando el cielo estaba claro, miraba las estrellas, que eran su único consuelo; e invocando el testimonio del cielo, se conformaba, en la idea de que el mundo no es bueno ni malo, que es lo que es, y que el hombre debe resignarse a todo. Cuando pensaba en eso, sentía la insanidad de su ser, la triste figura que hace un hombre que sufre en presencia de un sol que se mueve; y le parecía que sus penas se hundían en un abismo. Ese naufragio le era dulce, saboreaba la felicidad de no ser nada, se embriagaba en su pequeñez. Una noche de otoño del año siguiente, diez y ocho meses después del la muerte de Aleth, se produjo un pequeño incidente que tuvo grandes consecuencias. Roberto se paseaba, después de la comida, en el jardín, y como la señora Paluel temiera que se resfriara, mandó a Marieta que le llevara una bufanda para abrigarse el cuello. María, no tenía la costumbre de discutir las órdenes que recibía; sin embargo, la comisión que acababan de encargarle la confun357
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día mucho. Una larga experiencia, le había enseñado que su augusto y silencioso patrón no admitía que lo perturbasen cuando conversaba consigo mismo y con las estrellas. Lo que él pudiera decirles y lo que ellas le contestaran, Marieta no lo sabía; pero distraerlo de sus paseos solitarios le parecía un acto tan inconveniente como hacer ruido o hablar a un vecino durante la misa. Lo encontró paseándose a lo largo de una avenida. Roberto tomó la bufanda que Marieta le ofrecía, y le dio las gracias con un movimiento de labios. La joven iba a retirarse cuando se le ocurrió una audacia: los tímidos que se resuelven a atreverse, se atreven a todo. Vio hacia el Oriente un astro más pequeño que los otros; pero que arrojaba el más vivo brillo. Señalándolo con el dedo, Marieta se atrevió hasta preguntar con voz conmovida: -Señor Paluel, ¿cómo se llama esa estrella que se ve allá? Roberto la miró con aire de lástima, y respondió en tono breve y altivo: -Vas a ganar mucho cuando sepas que es Júpiter, y que no es una estrella sino un planeta. Y le volvió la espalda. 358
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Marieta se retiró toda confusa, avergonzada de su ignorancia, de su tontería y de su loca presunción, y estuvo a punto de llorar. Esa pobre Marieta, que no sabía distinguir las estrellas de los planetas era, sin embargo desde hacía algún tiempo, objeto de todas las atenciones de Francisco Lesape, que había vuelto a pensar en casarse con ella, y creía que Marieta no resistiría al primer asalto, en fuerza de las buenas razones que le daría. Una tarde, aprovechando un momento en que Marieta estaba sola en la lechería, Lesape entró, y sin detenerse en vanos y largos preámbulos, dijo a la joven que la encontraba atrayente y gentil, que le convenía casarse con él, que era un hombre honrado, sin vicios, y que le daría gusto en todo siempre que sus deseos fueran razonables, muy razonables. Y el buen Lesape se sorprendió muchísimo, cuando Marieta, le respondió que le agradecía su proposición y el honor que le hacía; pero que el matrimonio no significaba nada para ella, que prefería quedarse soltera, que estaba resuelta a ello y le rogaba que no insistiera. Pero Lesape insistió, bien que sin éxito. Por más que razonaba, Marieta se obstinaba en su rechazo. 359
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Por fin, recurrió a un argumento que creía irresistible. Después de haberla hecho jurar que sería discreta. Lesape, confesó a Marieta, en tono misterioso, que tenía algunas economías, que había hecho buenas colocaciones de dinero. No llevó la confianza hasta decirle cuánto tenía; pero le prometió que, si era razonable, quizá le daría mayores explicaciones en su tiempo y lugar. El argumento irresistible produjo tan poca impresión como los demás, y, desesperando de tomar esa plaza inexpugnable, Lesape se retiró, las orejas gachas, confuso y triste. Lo hubiera estado mucho más si hubiera sabido que la señora Paluel había oído sus íntimas confidencias. Hacía tiempo que la madre de Roberto venía notando las atenciones de Lesape con Marieta, y lo había visto entrar en la lechería. Como dueña de casa, con jurisdicción universal, no tuvo escrúpulo para ir a la pieza vecina a oír la conversación, y lo oyó todo, porque aun conservaba un oído muy fino. Después, fue a contárselo todo a su hijo, en la esperanza de que como ella, se indignaría ante las pretensiones de Lesape; pero Roberto la escuchó muy tranquilamente, le dijo que hacía mal en enojarse con Lesape, el cual daba una prueba de muy buen 360
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sentido al querer casarse con Marieta, quien, quizá, al fin se resolvería a un matrimonio para el cual él no veía inconveniente alguno. Pero en la noche de ese mismo día, Roberto cambió bruscamente de opinión. Acababa de acostarse, cuando le despertó de su primer sueño una ráfaga de viento y el ruido que hacían las persianas de su ventana al golpearse contra la pared. Se levantó para sujetarlas; y al abrir la ventana le pareció que la de Marieta estaba entreabierta, y que había luz en su cuarto, a pesar de que ya eran más de las once. ¿Qué le había ocurrido? Resolvió averiguarlo; se vistió y para amortiguar el ruido de sus pasos se puso zapatillas. Poco después, estaba al pie de la ventana del cuarto de Marieta, y observando con precaución, pudo ver a la joven sentada delante de una mesita redonda, en la cual había un libro abierto. Se sorprendió, porque Marieta no era muy lectora. Pero lo que lo asombró más, fue reconocer que ese libro era un manual de astronomía que había comprado poco antes, y que tenía un mapa del cielo, que Marieta había desplegado sobre la mesa y estudiaba con prodigiosa atención. Los codos en la mesa, la frente en las manos, Marieta procuraba en vano orientarse. 361
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Aquel gran mapa le parecía muy embrollado, los nombres estaban en caracteres muy pequeños, le costaba mucho leerlos, sin contar con que temerosa de ser sorprendida en tan extraña ocupación, al menor rumor que creía oír, se estremecía, y plegaba el mapa. De repente, se levantó, se acercó a la ventana y miró al cielo. ¡Ay! tampoco podía entenderlo. Volvió a su asiento, siguió hojeando el libro, paseando por el mapa la mirada y el dedo. De cuando en cuando, sacudía tristemente la cabeza; la luz no se hacía. Concluyó por rendirse, se echó atrás en la silla, y, los ojos inflamados, pálida, por la tensión de espíritu que se había impuesto, permaneció inmóvil, en actitud de sombría desesperación. Roberto no la perdía de vista. Por primera vez desde que había entrado a la granja, la veía tal como era, y se sentía profundamente conmovido. Le pareció que esa llama sombría, que Marieta tenía en los ojos, era más valiosa que la claridad de un sol, que esa joven humilde, que estudiaba la astronomía porque amaba a alguien, era en el universo un ser más importante, más considerable, más sagrado que la más enorme de las estrellas dobles que ruedan eternamente en el espacio, sin amar nada, y sin saber lo que hacen. 362
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Los hombres de imaginación se conmueven más a veces, con las pequeñas cosas que con las grandes. Lo que Roberto acababa de ver le tuvo despierto toda la noche. Esta vez no se había engañado: tenía por cierto que Marieta lo amaba, y la prueba que acababa de darle le había revelado todas las demás. Recordó el pasado, rememoró numerosos incidentes que había olvidado, adivinó el sentido oculto de ciertas palabras y de ciertas acciones que no había comprendido. La primera consecuencia del descubrimiento de Roberto, fue que al día siguiente llamó a Lesape, a quien ofreció dinero para que se estableciera y trabajara por su cuenta, arrendando la granja de Joson. Y Lesape quedó asombrado, mortificado y contento de tan extraña aventura, que no llegaba a explicarse,. Mientras tanto, la señora Paluel había vuelto a pensar en el porvenir; a pensar que sólo un segundo matrimonio y un hijo impedirían que la granja de Choquard pasara a manos indignas, por falta de herederos legítimos. En la primera visita que le hizo a poco el doctor Larrazet, la señora Paluel le confió sus cuitas. Le declaró que todo estaba perdido si su hijo no volvía a casarse, y le rogó que hiciera al respecto a Roberto, algunas insinuaciones que ella 363
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misma no se atrevía a hacerle. Y la anciana aprovechó la ocasión para preguntarle al doctor si no tenía alguna nuera que indicarle, una nuera tal como la necesitaba, una joven razonable, pero no demasiado grave, una muchacha seria, pero capaz de hacer reír a su marido, bonita, pero no coqueta, que tuviera carácter, voluntad y supiera conducirse, pero resuelta a seguir en todo las opiniones y consejos de su suegra. El doctor contestó que su profesión no era la de buscar nueras; que tenía esa clase algunas responsabilidades; pero que encontraba buena la idea y estaba dispuesto a hacer lo que pudiera. Poco después, el doctor se encontró con Roberto, quien, a las primeras palabras que le dijo, se encogió de hombros y replicó: -Si mi madre supiera cómo se llama la única mujer con quien desearía casarme, se enojaría. ¿Se atreverá usted a decirle que esa mujer se llama Marieta Sorris? -¡Oh! ¡oh! -dijo el doctor, -ésa es una negociación difícil; pero, vamos a ver. Algunas horas más tarde, el doctor Larrazet anunciaba a la señora Paluel que había dado con la nuera ideal que le había pedido indicarle, una joven sin igual, dotada de todas las perfecciones, seria sin 364
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ser grave; agradable sin ser coqueta, y todo lo demás. Cuando la señora Paluel, muy intrigada por ese exordio, descubrió que se trataba de Marieta, no se enojó, como había esperado Roberto; pero quedó estupefacta y murmuró: -¡Dios santo! ¡Es peor todavía que la otra vez! El doctor protestó vivamente de esa frase, que la reprochó. La anciana alegó en su descargo, que la otra había sido una mujer de rara belleza, que las bellezas raras encienden grandes pasiones, que las grandes pasiones explican y justifican en cierto grado las grandes 1ocuras; pero que, en el caso de Marieta, no había nada de extraordinario, y la degradación del nombre de Paluel no tenía excusa. Esta declaración fue seguida de amargos reproches contra los médicos sin juicio que alternativamente, aprueban o desaprueban los malos matrimonios, y, contra los hijos que no saben qué inventar para contrariar a su madre, y contra las muchachas hipócritas que mientras baten la mantequilla, hacen el amor a su patrón. El doctor se irritó; protestó; defendió a Roberto y a Marieta y concluyó diciendo: 365
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-Señora Paluel, decídase usted pronto. Diga sí o diga no; pero sin Marieta no hay nieto. Los argumentos del doctor conmovían poco a la anciana, que no los encontraba fuertes ni sólidos. Algunos que se hacía a sí misma, produjeron más efecto y quebrantaron su resistencia. Pensó que Marieta, tenía buena salud; era robusta, bien constituida, que tenía hábitos de orden, lo hacía todo a su tiempo, y, por lo tanto, no daría a luz prematuramente; que, además, no tenía padre, ni madre, ni hermanos, que era dócil y que más valía lo conocido que lo desconocido. Por último, todo continuaría igual en la granja; cada cual conservaría sus atribuciones. Después de un largo silencio, la señora Paluel lanzó un profundo suspiro, e interrumpiendo al doctor, que continuaba defendiendo a Roberto y a Marieta, le dijo: -Señor Larrazet, vaya y diga a mi hijo que va a hacer una locura imperdonable; pero me resigno a todo, con tal de tener un nieto. Al día siguiente, por la tarde, Roberto se encontró con Marieta en el jardín. La detuvo y le dijo que tenía que hablarle. Su aspecto era tan severo, tan frío, que Marieta presintió una desgracia. Roberto la 366
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llevó a un extremo del jardín y la hizo sentarse en un banco, detrás de un macizo de enredaderas que los protegían contra los indiscretos. -Marieta -dijo Roberto con brusco tono, -siento mucho darte pena; pero no puedes quedar más tiempo a mi servicio. La joven sintió que toda su sangre le refluía al corazón; era peor que todo lo que había podido imaginar. -Me había equivocado respecto de ti -continuó Roberto. -Cuesta mucho trabajo conocer a las mujeres. Marieta guardaba silencio, buscaba en sus recuerdos qué falta había podido cometer. -Señor -dijo, -¿tiene usted algo que reprocharme? -¿Qué dices? Tú tienes defectos graves, muy graves, que yo desearía haber descubierto antes. Mira, hay una cosa que nunca he podido perdonarte. Creía que decías siempre la verdad, te había llamado Marieta la Verídica. Y bien, ¿te acuerdas? Una noche dijiste una gran mentira. -Perdóneme señor. ¡Pero parecía usted tan desgraciado! 367
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-Eso no es todo: no respetas los bienes ajenos. He descubierto que has sacado un libro ajeno y te has pasado una noche leyéndolo, gastando inútilmente la vela. Marieta se puso colorada como una cereza, y bajando la cabeza: -¡Oh! sí, señor, hice mal; y en cuanto a la vela, la señora lo notó y me reprendió. Pero he puesto el libro en su sitio, y le prometo no volver a tomarlo más. -¿Querías, acaso, hacerte una sabia? ¿Tienes ambiciones y pretensiones?... No he concluido. Parece que eres coqueta, porque el pobre Lesape está loco por ti, y te va a buscar a la lechería, en donde charlan horas enteras. Marieta alzó la cabeza y se indignó. -¡Ah! señor Paluel, ¿cómo puede usted creer?... Le aseguro que nunca he hecho nada por atraer al señor Lesape ni por gustarle; y, por otra parte, él mismo me ha dicho que va a irse. -Es igual; mientras permanezcas soltera, siempre habrá hombres que te cortejen. Siempre van tras las mujeres bonitas, como moscas a la miel. -¿Pero no ve usted, señor, que no soy bonita? 368
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-Digo que lo eres, y no me gusta que me contradigan. Así, pues, por tu propio interés, he resuelto casarte. Marieta se atrevió a mirarlo de frente, y le respondió con dulce firmeza: -Señor Paluel, si quiere usted que me vaya, me iré; pero en cuanto a casarme, no lo piense; quiero quedarme soltera. -¡Qué carácter! Pero te casaré a pesar tuyo, por más que hagas y digas... Porque, mira la situación. Primero, es convenido que tú no puedes seguir a mi servicio; y, por otra parte, debes por prudencia casarte. En tercer lugar, deseas concluir tus días aquí. ¿Cómo arreglas todo eso? -No sé -dijo Marieta, con profundo desaliento. -¡Oh! Pero yo soy más sabio que tú. El medio de arreglarlo todo, es, sencillamente, que te cases conmigo. Marieta no dudó un momento de que Roberto se burlaba. Su ironía le pareció cruel, hasta feroz, y respondió llorando: ¡Ah! ¡señor Paluel! Usted, que siempre ha sido tan bueno conmigo, ¿por qué se burla de mí? Roberto se acercó a ella, la enlazó el talle con el brazo y le dijo cambiando de tono: 369
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-Quieras o no, te digo que serás mi esposa. Marieta le miró de nuevo. Ya no se burlaba; tenía en los labios una sonrisa que nunca había tenido cuando la hablaba, que había reservado para la otra, para la que ya no existía. El corazón le saltaba tan fuerte dentro del pecho, que creyó volverse loca, y murmuró con voz trémula: -¡Oh, señor, eso no es posible! ¡Verdaderamente, no es posible! -Posible o no, yo haré lo que quiero. -¿Y la señora? ¿Qué dirá la señora? No consentirá nunca. -Me ha dicho ya todo lo que tenía que decirme, y su segundo impulso ha sido el bueno. Marieta conservaba todavía un escrúpulo, un temor. Dijo muy bajo: -Recuerde usted, señor, que ha hecho escribir en una tumba: "Estás muerta; pero no olvidada." Roberto volvió a tomar su aire rudo para contestar: -En verdad, Marieta, me parece que aquella de quien hablas se dio algún trabajo para no ser olvidada, y que bien merece que siempre la recuerde. Ve, le he perdonado el veneno; pero nunca le perdonaré el amante. Y te confieso que la amé de otro 370
LA GRANJA DE CHOQUARD
modo que te amo a ti, que me acordaré siempre de ella como se recuerdan por la mañana los sueños que se han tenido en la noche. Pero, te repito que te amo y que tú eres mi felicidad. Y después, atrayéndola más todavía hacia sí: -Marieta, ven sobre mi corazón... es tuyo... déjame ver tus ojos, quiero mirarlos... Ábrelos... Veo claro en ellos que tú has venido al mundo expresamente para mí, y que soy un gran imbécil por haber pasado tanto tiempo sin advertirlo. Diciendo esto, besó dulcemente los húmedos ojos que a Marieta tanto le había costado mostrarle, y que volvió a cerrar inmediatamente. Cuando los volvió a abrir, Roberto se había alejado. Fuera de sí, no sabiendo en dónde estaba, en dónde concluía la tierra, en dónde empezaba el cielo, asombrada de ver en el suelo hojas secas cuando en su alma había una primavera en flor, Marieta se quedó aturdida, como animada por su alegría, y no se atrevía ni a moverse, ni a respirar, de miedo de que se desvaneciera su ensueño. El matrimonio se realizó tres meses después. El marqués Raúl de Montaillé no figuró como testigo. No se le ve ya por la región; y corre el rumor de que quería vender la mitad de su parque, que encuentra 371
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demasiado grande. El comprador se hará de una buena propiedad, en la cual hay un pabellón de caza de piedra y ladrillo, y, de yapa, un bonito pañuelo rosado de seda, olvidado en un cajón. Pero puede ser que antes se lo haya comido la polilla: todo acaba así.
FIN
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