EL LEGADO DE LAS UTOPÍAS
Un viaje desde Buenos Aires al corazón la Selva Lacandona
Ivan Puig i Tost
EDICIONES CARENA
© IVAN PUIG I TOST © De esta edición Ediciones Carena C/ Sovelles 8, Local 7 08038 Barcelona Tel 93 223 37 37 - 93 331 82 82 Fax 93 223 04 88 Correo electrónico:
[email protected] Pág web: www.edicionescarena.org Diseño de portada: Luis León Acosta.
[email protected] Compaginación:Pilar Membrives Fotografía del autor: Josep Mª Puig Fotografía de la portada: Pablo Cesar Costagnino. ISBN: 978-84-96357-49-5 Depósito legal:
Gracias y mil disculpas por anticipado.
La excelente periodista y escritora María Seoane comentaba en el prólogo de su último trabajo de investigación que “en todos los casos, un libro es una experiencia colectiva”. Sin duda, si algún libro puede ser tildado de experiencia colectiva es El legado de las utopías. En primer lugar por su factura, donde han estado presentes los pensamientos de varios autores conocidos y de otros que no lo son tanto; y en segundo término, porque pretende ser el testimonio de los pueblos latinoamericanos que luchan por salir de la opresión. Y pretende serlo cediéndoles a ellos la palabra: a los verdaderos protagonistas de la historia. En cualquier caso, es mi viaje y mi experiencia, y no cometeré el error de ejercer como mero instrumento de comunicación, así que, parafraseando a Luis Bilbao, deseo proclamar que estas palabras toman partido. “Estas páginas están del lado de las víctimas de 500 años de saqueo, hoy otra vez en marcha por su emancipación”. De modo que, en insigne lugar, quiero dar las gracias a los que aportaron su testimonio para que El legado de las utopías sea el relato de todos. Asimismo quiero dar las gracias a Susana por su paciencia y espera; y por supuesto a Verónica, por leerse hasta la saciedad mis constantes cambios. Gracias Vero. Especial mención para los tres ángeles porteños que tanto me ayudaron a reconstruir la narración: a Pablo por su amistad y generosidad, a Nina por su conversación y a Fabio por sus conocimientos. Y a los tres por sus vivencias en las comunidades zapatistas. 5
El legado de las utopías plantea el constante debate interno de un viajero aplastado desde tiempos inmemoriales por el neoliberalismo, y su afán por destruir la idiosincrasia del Pensamiento Único. Por lo tanto, los libros de Manuel Vázquez Montalbán, quien me ayudó a vislumbrar las soluciones a un problema personal que al final del relato apreciarán, son fuente de inspiración. Imagino que el señor Montalbán debía de ser consciente de la enorme representatividad que ha alcanzado su persona para los Observadores españoles que pasamos por la selva Lacandona; sus libros y sus textos son muy estimados allí. Gracias a él también, porque las conversaciones nocturnas en Chiapas acerca de Panfleto desde el planeta de los simios y del propio Pepe Carvalho, a quien, y entono el mea culpa, no había leído con tanto detenimiento, fueron un aliento constante y grato eje de discusión literaria y filosófica. Espero que el señor Montalbán sienta, dondequiera que esté, que su trabajo ha sido tratado correctamente. Mi más ferviente agradecimiento a los textos del subcomandante Marcos, pues, además de descubrirlo como pensador, he intentado impregnarme del refinado humor que destilan sus escritos. Tal vez es la filosofía que procura abanderar a El legado de las utopías: sonreír incluso en las circunstancias más difíciles y escaparle así al máximo enemigo de la literatura. El aburrimiento. Por eso, tras emular con absoluta humildad al maestro Cortázar y dado que releí Rayuela durante el viaje, les propongo que inicien la lectura por donde prefieran. La oferta es amplia y variada. Gracias a los “incansables” que nos acogen año tras año en la selva Lacandona y nos transmiten sus conocimientos milenarios para hacernos tan ricos y sabios. Gracias a los valientes “Anónimos” que ahora cito con mayúscula y a quienes usted, distinguido lector, encontrará hasta el hartazgo a lo largo del libro. Yo mismo me incluyo entre ellos y le invito a unirse a nosotros. 6
Gracias también a esos “locos encapuchados” y a su buen uso de la simbología política, para que sigan ametrallando al mundo con sus palabras durante muchas décadas más. Y por último, gracias a la persona sin la que El legado de las utopías no hubiera ni comenzado. Por sus cuentos, por sus fábulas reales, por cruzar el océano, sobrevolar el mar de las dudas y aterrizar en el afluente de la verdad. Quien me abrazó en el transcurso de la aventura, cuando estuvo de manera presencial y cuando no pudo estarlo, y a la que bien pronto, si empiezan por la Parte I, conocerán. Gracias. Y mil disculpas por anticipado, ya que este relato pertenece al viaje que cambió mi vida. Cuando lo inicié, acababa de terminar mis estudios y con inocente ternura me disponía a surcar los mares rumbo al conocimiento; en el trayecto, tuve la oportunidad de forjarme como escritor: comencé y finalicé mi primer libro que tiempo después vería la luz; tras concluir la travesía, trabajaba en un medio internacional que me permitió regresar a Buenos Aires en abril de 2003, con motivo de las elecciones acontecidas en Argentina. Ese breve período en el país, me brindó la posibilidad de disfrutar de varias tardes de conversación con mi amigo y sociólogo Fabio Steinzdhler, cuyo resultado podrán contemplar en un capítulo de la Parte IV. De aquellas charlas, recojo la principal advertencia de Fabio. Mientras yo divagaba obsesionado con el proceso de documentación que ha suscitado El legado de las utopías, mi amigo consideraba esencial proteger la inocencia que me sirvió para adentrarme en los grandes males que acechan a millones de latinoamericanos, y me pidió fidelidad al transmitir mis sensaciones. Por tanto, quiero pedir mil disculpas por anticipado a quienes vivieron conmigo la historia, por si no he sabido hacerlo o quizá haya endurecido demasiado mi mirada. 7
Este libro se orquestó en una guerra de baja intensidad, pero guerra al fin y al cabo, y concluyó cuando el mundo decía haber superado otra guerra. Por desgracia, en la selva aprendí que las guerras jamás se superan. Fabio me arrojó una segunda advertencia. Al leer un fragmento del viaje, me comentó que prestara atención a las generalizaciones, puesto que no todos los mexicanos venden efigies falsas, ni regatean dinero en las fronteras, ni…Ya me entenderán. Aprovecho también para anunciarles que he mantenido infinitud de modismos que a buen seguro no alterarán el relato ni darán pie a ningún equívoco o confusión. Espero haber realizado un digno uso de ellos. Dicho todo esto despegamos, pónganse cómodos y prepárense para iniciar la larga aventura que cambió mi vida, a pesar de que me pareció muy corta. Deseo que a ustedes les suceda lo mismo. Tengan una feliz estancia en El legado de las utopías.
8
A los presentes hoy y siempre.
Durante el arduo proceso de escritura de El legado de las utopías, pensé infinidad de veces a quién dedicaría este libro. Varios textos, humanos, sinceros y sencillos, se cruzaron en la factura de estas páginas que ahora comienzan y que pronto deseé que jamás hubieran comenzado. El camino de la inocencia se vio truncado cuando María Mercedes Arena se sentó a tomar mate con nosotros y nos contó, tanto a mí como a la escritora Patricia Iovine, qué sensaciones acecharon su devenir al enterarse de que su marido, Gastón Riva, caía abatido, el 20 de diciembre de 2001, por una bala perdida pero dirigida con satánica precisión mientras intentaba llegar a la plaza de Mayo, el día que miles de argentinos decidieron decir “Basta” y ponerle el pecho a la vida. A aquella entrevista, que supuso la experiencia más desgarradora de mi carrera periodística, en seguida se le sumaron la de Eduardo Nachman, a quien le arrebataron a su papá en la dictadura militar argentina, y la de un sinnúmero de anónimos que sufrió el atroz conflicto bélico acaecido en las mágicas e insurgentes montañas chiapanecas. No tardé en comprender que las muertes aquí descritas no podían desligarse del nuevo proceso de emancipación por el que apuesta la América Latina, y del que cada día, mediante campesinos que con piedras y azadas enfrentan al fusil, recibimos muestras más evidentes. Cuando El legado de las utopías descansaba un tiempo prudencial, observaron, tanto él como su autor, que poco a poco llegaba la justicia. En el capítulo trece, además del tremebundo drama de Mari Riva, conocerán el testimonio de Iván Clemenco, fotógrafo amena9
zado por aquel entonces y admirado ahora, desde que el presidente de Argentina, Néstor Kirchner, tomó cartas en el asunto y lo rodeó de sus ángeles de la guarda. Semanas después, dos de los literatos cuyos trabajos estuvieron presentes y fueron citados, Manuel Vázquez Montalbán y Miquel Martí i Pol, fenecían de forma natural, dejándonos con multitud de títulos sus legados de las utopías. Mari Riva me dijo una vez que mantuviéramos siempre viva la memoria de Gastón, y, como la suya, también he querido mantener intacta la memoria de tan celebérrimos referentes personales: luchadores, obreros y hermanos de las causas justas, a quienes encontrarán mencionados en presente durante el relato porque aún estaban entre nosotros y, porque para mí, lo estarán eternamente. De la misma manera lo estarán Gastón Riva, Gregorio Nachman, Joseba, Ana, y todos los libertarios, indígenas y no indígenas, que perecieron en el miserable genocidio ocurrido durante quinientos años en el legítimo territorio zapatista. Un genocidio silenciado con especial fervor, por los ojos cómplices del mundo, desde el 1 de enero de 1994, fecha que supuso la esperanza para millones de personas. De modo que, a Ellos va dedicado este libro, presentes hoy y siempre, para que nunca más haya utopías irrealizables y para que juntos sigamos impidiendo que nos privaticen los sueños.
Ivan Puig i Tost. Barcelona, a fines de 2003.
10
Alguien dijo una vez que las utopías son utopías hasta que se convierten en realidad. No recuerdo quién fue.. Fabio Steinzdhler. No es, como lo fuera alguna vez, el resultado natural de la escasez, sino de un conjunto de prioridades impuestas por los ricos al resto del mundo; para unos cuantos poderosos el planeta se abrió de par en par, para millones de personas el mundo no tiene lugar y vagan errantes de uno a otro lado. Subcomandante insurgente Marcos.
Ellos lanzan sus misiles de destructiva impotencia. Nosotros, nuestra palabra. Luis Bilbao
11
This page intentionally left blank
I
DE BUENOS AIRES A LA TIERRA OLVIDADA.
This page intentionally left blank
1. Un océano de asfalto. Con mi “remera” de la selección Argentina y con el mate que me acompañaba desde la primera visita, hacía ya algunos años, a la tierra de Mafalda, volaba rumbo a Ciudad de México, sumido en recuerdos vivos y candentes en exceso. Esas horas de avión fueron las más eternas de mi vida, como si no existiera nada, como si la palabra “nada” hubiera adquirido un apabullante significado apocalíptico, invadido por la meliflua impresión de haber dejado atrás algo más que una embelesadora reminiscencia de mecedora. Miraba al frente con ilusión, pero me sentía condicionado a un deseo: el anhelo irracional de volver cuanto antes a Buenos Aires y perderme en sus tardes amparadas por el “Gabo” y el mate. Intentaba centrarme entonces en los sabios consejos de mi padre, acerca de la errónea obsesión que atesoramos los humanos por querer poseer perpetuamente los momentos de placer. De poco servía. Tenía instalada en el pecho una sensación de angustia crónica que, un hipocondríaco como yo, pronto comenzaría a confundir con una gastritis. Y mi padre decía: Es similar al señor que cruza en reiteradas ocasiones el detector de metales en un aeropuerto. No porta nada ilegal y el maldito aparato no deja de pitar. El hombre, inquieto y angustiado, no puede templar los nervios cada vez más patentes, cuando su tranquilidad residiría en saber que la sensación no perdurará para siempre y que pronto acabará. Sabias palabras las de mi papá. Hacía siete meses que había partido de Barcelona y estaba muy debilitado. Extrañaba la complicidad que los mediterráneos ostenta15
mos con nuestro mar y el olor indefinible que sólo se percibe cuando no se tiene. Pensaba en la primera vez que decidí cruzar el océano para adentrarme en Latinoamérica. Fue en un nefasto verano en Londres, a donde, como está mandado por decreto ley entre los universitarios españoles, me dirigí para aprender inglés mientras trabajaba de camarero. Iba a permanecer casi un año y sucumbí a la tercera semana. Las cosas no pintaban tan mal: conseguí un trabajito en un céntrico hotel en Gower Street, junto al British Museum; ganaba setenta pounds, gozaba de un día libre, habitación compartida y comida a mi disposición. No obstante, las setenta libras no me permitían más que comprar un par de lasañas congeladas extras, visitar un antro ilegal en el que cobraban la cerveza a precio de oro, y empezar a forjar mis imposibilidades para establecer relaciones sociales de forma óptima. En el día libre aprovechaba para ir a High Park a tirar un boomerang que me regaló Antonio y, si había suerte, fotografiar alguna ardilla que desplegaba su deferencia patriótica y engrandecía el misticismo de aquel inmenso espacio verde ubicado en el corazón de la gran ciudad. Antonio era mi madrileño y querido colega de habitación, con el que, por vagancia compartida, jamás practicaba inglés. Junto a él, Tom, Clarence y Jerome, dos sudafricanos y un francés del parisino Pigalle –barrio del Moulin Rouge, sito al lado del de Amelie Poulain—. Pretendía huir de mi adolescente y alocado proceder en Barcelona y en aquella improvisada Torre de Babel hacía de todo menos aprender inglés. Pronto me di cuenta de que mi viaje carecía de sentido. (Por cierto, que ningún intrépido lector crea que he olvidado comentar el tema de la comida que tenía a mi disposición. Ha sido un descuido intencionado. Y quien no entienda esta aclaración, que enumere las especialidades culinarias típicas de Inglaterra. ¿Cocido inglés?, ¿paella inglesa?, ¿pan untado con tomate inglés?). Bromas aparte, 16
estoy convencido de que Londres podía ser un paraíso, pero mi interés estaba enfocado hacia otro continente, como meses después confirmaría. La renaciente falta de motivación por mi estadía londinense se veía acrecentada y se retroalimentaba cada vez que tomaba el “subte”, cuando catorce millones de chillidos en todas las escalas musicales habidas y por haber me incriminaban por no subir las escaleras mecánicas por la derecha; por pararme de manera indebida a mirar los jeroglíficos incomprensibles llamados “mapas de situación”; por hacer preguntas a señores que en realidad no eran operarios de la empresa ferroviaria, etcétera. Con sinceridad: estaba incapacitado para la vida en “London”. Eso sí, me encantaba el Tower Bridge, sobre todo porque aún no me habían gritado en sus inmediaciones. A continuación del frustrado y fugaz viaje, resolví que el próximo destino sería un lugar donde, por lo menos, comprendiera lo que decía la gente. Comenzó entonces mi periplo por América Latina; periplo que me había conducido hasta el asiento de un confortable Boeing rumbo a Ciudad de México, embarcado en una travesía que finalizaría semanas más tarde en Chiapas. Seguía apretando con fuerza el mate, tan cansado y tan triste que había olvidado mi miedo a volar y la fobia generalizada a cualquier altura, ascensores acristalados de grandes almacenes incluidos. Me quedé dormido y un fuerte ruido me despertó cuando restaban dos horas para aterrizar en el DF. Aburrido, con las piernas encogidas y doloridas, agarré —y no “cogí”— la guía para distraerme un rato. Había que mantener este verbo porque en México, igual que en Argentina, no se puede “coger” un objeto. Quizá es una anécdota lingüística de dominio público, pero tras siete meses en Buenos Aires 17
no había conseguido eliminar aquel término de mi vocabulario. Vaya, que los españoles no podemos vivir sin (el) coger. Después de cinco o seis líneas abandoné para siempre en el avión la guía que oficiaba de consejera. Tras declarar el boicot a Lonely Planet por no traducir todas las guías de los países sobre los que escribía, adquirí un título de otra editorial que se condenó solito, con frases como: La llegada al aeropuerto de Ciudad de México es un espectáculo surrealista o Ciudad de México ha sufrido uno de los mayores terremotos de la historia. Veamos: ¿puede ser un aeropuerto surrealista? Es decir, pienso en Autorretrato blando con beicon frito y no logro imaginar la similitud con un aeropuerto; y si existía, no quería ni pensar en ella. Y en cuanto a lo del terremoto... ¿Dónde quedaron aquellos publicitarios anuncios de las playas de Cancún o Acapulco? ¡Uf!. 8,2 en la escala Richter, eso debía de de ser mucho. Dados mis avances con el inglés, parecía el día de hacer las paces con Lonely Planet, además, la situación me hacía sentir muy idiota, en la línea del amigo de mi padre, el incansable Enric Romaguera, quien dictaminó boicotear la industria cinematográfica al completo cuando suprimieron la venta de entradas anticipadas, circunstancia que ni yo mismo recuerdo. Mi duda existencial era saber si, de una vez por todas, Enric se había enterado de que varias empresas españolas habían vuelto a instaurar esa modalidad de venta, pues a lo mejor el hombre continuaba con su particular activismo cuando ya había ganado la batalla. Antes de formular un tratado internacional sobre guías de viajes y cines, avisté un espectáculo digno de mención, al iniciar un recorrido, después de rebasar lo que creí identificar como el Golfo de México, por encima de una inmensa e interminable vastedad de edificios. Incrédulo y seguro de que no podía ser Ciudad de México, consulté con la afable viejecita que viajaba a mi lado. —Perdone, ¿es esto el DF?— pregunté con rostro perplejo. 18
La mujer me miró, sonrió y respondió con orgullo patriótico: —Sí chico, es que aquí vivimos muchos. Desde luego es impresionante la influencia que ejercían los audiovisuales en mí, puesto que hacía un par de años había estado en Guatemala y había conversado con varios mexicanos, pero, de nuevo, y entiéndase el comentario, con siete simpáticas palabras de mi vecina de asiento, me sentí transportado a un mítico spot televisivo de tomate. Incluso tuve la tentación de rogarle que me dijera: “guateeee, aquí hay...” Sobrevolado el inmenso océano de asfalto, recordé las explicaciones que me brindaron mis colegas argentinos para entender que el caso de Ciudad de México era idéntico al de Buenos Aires y al de todas las capitales latinoamericanas. En los períodos de grave crisis, los campesinos con mayores carencias emigraban, cargados de ilusión, a la periferia de las grandes urbes. Una vez aposentados, edificaban sus casas con más esperanza que materiales de construcción. Nacían así los enormes suburbios marginales. Parece una soberana frivolidad describir en tres líneas un fenómeno tan estudiado, tan complejo y tan analizado en el transcurso de la historia, aunque, por desgracia, mi experiencia estaba basada en el trabajo de campo realizado en los barrios pobres del Gran Buenos Aires. Allí, una serie de factores político-sociales añadidos a los ya descritos, convertía las denominadas “villas de emergencia” en auténticos cementerios vivientes, donde la miseria recobraba un cruel y tremebundo sinsentido. Al fin se produjo el último acto: el aterrizaje. Una bajada de telón que para mí solía coincidir con un terrible dolor de estómago, al que siempre maltrataba en los trayectos aéreos. Debido a los nervios acababa con el suministro de chocolatinas, bizcochitos de esos con pedacitos de frutas que en realidad no lo son, patatitas en bolsas tamaño “Pitufos” y todo lo que pudiera ser ingerido con la impunidad conce19
dida por un estado que, a sabiendas de mi glotonería, llegaba a pensar que era un tanto psicológico. En cualquier caso, el descomunal atracón afloraba de manera fulminante al levantarme del asiento. Cuando pisé tierra firme, sin más referencia que un frío corredor del aeropuerto, me invadió la primera sensación de transferencia ideológica. Frente a tantas dudas vividas en las semanas anteriores y con el temor presente que me producía ese extraño lugar llamado México, reafirmé la importancia y el leit motiv de mi viaje: ser consecuente y abandonar el calor de Buenos Aires para conocer el legado zapatista que meses atrás se había empezado a manisfestar en mí como una necesidad urgente a descubrir. Recogí el equipaje y me dirigí a inmigración. El control estaba muy abarrotado y, después de esperar cuarenta minutos, un señor muy risueño me preguntó por el motivo de mi estadía. “Turismo”, respondí sin vacilar. Superé sin contratiempos el habitáculo que unía los dos edificios del aeropuerto, y enfatizo habitáculo ya que cualquier calificativo más específico comportaría magnificar un espacio indefinible en el que distintos utensilios de limpieza componían un pintoresco paisaje. No sé por qué me vino a la cabeza Hristo, en pleno happening, transformando sus paragüas en escobas y fregonas. Al llegar a la zona de acceso no restringido me asusté y el pánico me envolvió. Aquello era un espectáculo surrealista. ¡Dios mío! ¿Sería el momento de recuperar la guía abandonada en el avión? ¿En qué año decía que había sucedido el terremoto? Fabio, uno de mis amigos porteños, me había facilitado unas normas de uso y desuso para mis primeros minutos en México: canjeá pesos; agarrá el taxi y no el subte. Asimismo me había comentado que el funcionamiento del aeropuerto se asimilaba al de Buenos Aires, aunque éste parecía un auténtico caos, con miles de vendedores ambulantes, gente tirándote de los brazos para reclamar tu presencia en su empresa de taxis, y un sinfín de etcéteras que por unos 20
segundos me hicieron olvidar de las horas de sueño acumulado. En un lugar así Tarantino se hubiera puesto las botas, dado que, si prestabas un poco de atención, podías ver más historias paralelas que en la mismísima Pulp Fiction. Me aparté de la jauría, cambié algunos pesos argentinos y, dueño ya de la situación, me marché al emplazamiento oficial de taxis. De camino al zócalo (la Plaza Mayor), en cuyos alrededores debería buscar cama, charlé largo y tendido con el señor conductor, que reconoció mi camiseta de la albiceleste y se interesó por mi nacionalidad. Estuve a punto de probar mis dotes artísticas y hacerme pasar por argentino. Desistí, y consideré más tentador ver de qué lado se posicionaría con nuestros equipos de fútbol: ¿Barça? o ¿Madrid?. En un alarde de diplomacia e inteligencia, su discurso se basó en ensalzar las virtudes de ambos sin caer en el análisis de sus defectos. Gracias al carácter dialogante y amable de aquel tipo, actitud que fue una constante en los tres meses que pasé en México, extraje información muy valiosa para localizar hospedaje, eventualidad que, al parecer, implicaría escaso esfuerzo. Al cabo de una hora, convertido en un fanático hincha del Cruz Azul, arribamos al zócalo. A un lado, el palacio presidencial que ocupaba Vicente Fox desde hacía poco tiempo; frente a mí, la majestuosa catedral. (Lo lamento queridos amigos argentinos, pero en este caso: Ciudad de México 1 – Buenos Aires 0). Me orienté para ubicar la Avenida 5 de Mayo, donde un par de hotelitos con habitaciones libres aguardaban y aunque me dominaba el cansancio, en treinta minutos estaba tumbado en una vieja pero muy confortable cama. Superado el shock estomacal tras el atracón compulsivo del avión, me embarqué en la primera aventura por los afluentes del océano que vislumbré desde el cielo, en busca de un comestible típico del país. Era el instante perfecto para recordar las instrucciones 21
anexas recibidas por Fabio: tené cuidado por la noche en Ciudad de México; toda la comida es picante. Y si algo comprobé durante la “temible” noche, fue precisamente eso: en México la comida pica una barbaridad. La ciudad estaba plagada de pequeños “‘barcitos”’, en los que por poquito dinero ofrecían tacos, empanadas y una cerveza. De refrescos había Mirinda y sufrí otro ataque de incomprensible alegría porque de niño esa bebida me cautivó. Es una sencilla naranjada con gas, pero mucho más rica que el resto de las marcas. Segunda duda existencial del día: ¿A quién se le había ocurrido amargar mi infancia retirando la Mirinda del mercado? ¿Sería aquello una señal? Desde luego que en España investigaría a fondo la cuestión. Por cierto, de robos nada.
22
2. HIJOS y Eduardo Nachman: secuencia de una desaparición. Me desperté invadido por una paz inusual. Durante los cinco maravillosos segundos en los que, consciente pero no demasiado lúcido, cuesta recordar quién eres y dónde estás, me imaginé en una cama inmensa, de unos cuatro metros, rodeado de un dulce aroma a jazmín del país. Una seguridad inusual me dominaba. Estaba tumbado en la habitación de un hotel de la capital mexicana, solo aunque no en soledad; me protegían miles de recuerdos y la ilusión de percibir Chiapas cada vez más cerca. Me levanté de un salto. Había pasado por alto que me encontraba en una urbe situada por encima de los dos mil metros, y, debido a tal nimiedad, pensé que me sentiría de alguna forma especial. En realidad nada de nada. Bajé a hablar con el dueño y a pedirle un poco de agua caliente. Don Matías, así se llamaba el señor, me ofreció un té y, a pesar de que no me apetecía y de que quería el agua para tomar mate, me senté un rato a conversar con él. Hablamos de fútbol, cómo no. Al cabo de unos minutos, me indicó con precisión de reloj suizo el itinerario para desplazarme a la Terminal Oriente de autocares, conocida como Tapo y lugar donde tendría que comprar mi billete rumbo a San Cristóbal de las Casas. Acto seguido, volví a la habitación para iniciar el ritual del mate con un poco de ‘yerba’’ “made in” Buenos Aires que me quedaba. Mientras lo cebaba, ordené un poquito mi mochila e hice lo propio con mis ideas. Después de siete meses lejos de Barcelona y sin renunciar a todo lo mío, había adquirido costumbres muy argentinas que nunca abandonaría. Cuando salí de mi ciudad natal rumbo al país del Cono Sur, atraí23
do por la amistad de una escritora de un pueblecito colindante a Buenos Aires, era una especie de director de cine desempleado, o, para no echar piedras encima de mi tejado, convengamos que era un realizador de audiovisuales recién licenciado. Sin embargo, aquel emergente vínculo transoceánico abrió mis perspectivas hasta límites insospechados. Antes de empezar el viaje, y tras largas conversaciones a través de unas magníficas tarjetas telefónicas que rebajaban mucho el coste del contacto, habíamos acordado intercambiar clases, de modo que. aprendería a perfeccionar mi estilo literario, mi gran pasión, y ejercería de profesor de lenguaje audiovisual y técnicas de realización. Aunque en el guión no entraba alargar tanto la estadía, calculada en seis semanas, ni prolongar mi eterno y desenfrenado fervor por el nuevo horizonte que descubrí. No conocía a fondo la literatura sudamericana cuando llegué a Buenos Aires, había trabajado varios libros de Gabriel García Márquez durante la etapa de instituto, pero en mi aprendizaje me adentré en un mundo fascinante; profundicé en Borges y en Cortázar y me maravilló desgranar Rayuela por enésima vez desde una perspectiva tan distinta. No obstante, el colofón de mi viaje intelectual fue caminar por la vida del “Gabo”, al que no dejé de leer ni un solo instante. Me enamoré de su obra sin importarme en demasía la opinión de críticos y puristas. A México me llevé Doce cuentos peregrinos, un compilatorio excepcional, y La hojarasca, con el que Gabriel – es que él y yo nos tuteamos, son muchos años de relación— inició su andadura novelística. Por cierto, la estructura polifónica del relato de su ópera prima inspiró a más de un buen director cinematográfico, y al poco tiempo vieron la luz varias películas en las que se rescataba la idea de alterar el narrador y se planteaba la misma secuencia desde los distintos personajes que transitaban por ella, siempre con esencia a Márquez. Tal era mi pasión por el “Gabo”, que estoy seguro de que la acción de Sólo vine a hablar por teléfono, fábula incluida en Doce cuentos 24
peregrinos, transcurría en Barcelona con la intención de hacerme un guiño. ¿Estoy seguro? Uf, necesitaba un mate con urgencia. Supongo que, llegados a este punto, es imprescindible aclarar el motivo por el que, tras haber manifestado mi intención inicial de permanecer seis semanas en Buenos Aires, me hospedaba siete meses después en un humilde hotel de la capital mexicana. Mientras armaba mi mochila y cimentaba mis ilusiones pensaba en ello, camino a convivir con el movimiento insurgente nacido en las montañas chiapanecas, mas fueron las clases de literatura mencionadas las que dieron origen al nuevo rumbo del viaje. Finalizado ya el curso y con la lectura de El amor en los tiempos del cólera bastante avanzada, parecía el momento de afrontar mi primer texto de gran formato, y bien puedo afirmar que Buenos Aires vio nacer a un escritor mediterráneo con detallismo sudamericano. Le pregunté a Patricia, mi profesora, qué enfoque debían de seguir mis inexpertos pasos en el mundo literario, y, con buen criterio, me orientó hacia la novela. De modo que aplacé mi próspera carrera en la industria cinematográfica del INEM para aventurarme en un proyecto personal. Fue esencial encontrar un trabajito en el Casal de Catalunya de Buenos Aires, situado en un lindo edificio del emblemático barrio de San Telmo. Allí, durante las mañanas, ejercía de relaciones públicas para un montón de catalano-argentinos asociados al centro, a la vez que informaba a los no catalanoparlantes del horario para asistir a las clases de mi lengua natal. Argentina pasaba la peor crisis de su corta historia democrática, y los valientes con medios para embarcarse en la cruzada europea solían elegir Barcelona como destino final. Un mediodía de un viernes cualquiera, cumplida mi jornada laboral, Fabio, el amigo porteño que me reveló los secretos para sobrevivir en México, me vino a buscar para invitarme a almorzar, e iniciamos una larga conversación relacionada con las actividades 25
emprendidas por la Asamblea de vecinos del barrio de Almagro, en la que Fabio participaba de manera permanente. Desde el estallido social que sufrió Argentina el 20 de diciembre de 2001, infinidad de estas asambleas se habían constituido con el propósito de proclamar el lema “Basta ya”. Además, promovían actos culturales y labores de ayuda para asistir a los más necesitados, indigentes y “cartoneros” sobremanera, porque el estado tenía marginados a sus marginados que agonizaban desamparados a su suerte, carentes de medios para comer todos los días. Las Asambleas eran organizaciones horizontales que funcionaban por comisiones, con el objetivo de diferenciarse de los partidos políticos tradicionales, que tanto les habían fallado, y de evitar, en consecuencia, las jerarquías internas. No había líderes ni directores, sólo referentes y asociación por afinidades. Para reunirse tomaban literalmente la calle una vez a la semana y acordaban las actividades a realizar durante los siguientes días. Cargado de escepticismo, pensé en el tremendo jaleo que se podía formar entre cuarenta personas con la misión de decidir cuestiones de interés general para el funcionamiento del barrio. Y fue ese mismo escepticismo el que me mostró el camino de las utopías. Sentado en el asfalto de la calle Ángel Gallardo, paladeé el verdadero diálogo, el debate político y el deseo de consenso, y aquella noche, un demócrata confeso y fiel defensor de las instituciones, certificó que en determinadas partes del mundo unos pocos habían empleado la sagrada palabra “Democracia” para mancillarla y para oprimir a los de siempre, a los que Patricia denominaba “los legendarios fuera del sistema”. Argentina poseía muchos, demasiados. Y si no se comprende a quiénes me refiero al decir “muchos, demasiados”, si a los “Mancilladores” o a los “Legendarios”, valga la aclaración para ambos: en el caso de los segundos ya componían el 57% sobre una población de 36 millones; en cuanto a los primeros, el número era más difícil de calcular. 26
Tras informarme de las actividades de la Asamblea, comer unas milanesas de soja –desventajas de manejarse con un amigo vegetariano— y solucionar los problemas de medio planeta, nos desplazamos a una pequeña emisora del barrio de Almagro llamada FM la Tribu. Fabio estaba al corriente de mi vocación radiofónica, nacida de la enorme dificultad que comportaba buscar empleo en la pantanosa esfera del cine, sobre todo en Barcelona, debido a que la mayoría de la industria cinematográfica española está situada en Madrid. Esa imposibilidad laboral me había incitado a estudiar periodismo y radio, de hecho, antes de iniciar mi viaje, dirigía y conducía un programa. (Después de estar sentado en la calle Ángel Gallardo produce mucha pereza usar el verbo “dirigir” para hablar de las funciones que uno mismo desarrolla. A fin de cuentas, con mi desplante temporal, creo que ya no dirigía nada y dudaba de que fuera locutor, al menos en activo). Fuimos a la emisora porque Fabio estimaba oportuno presentarme a Eduardo Nachman, la voz principal de La lucha que nos parió, un magazine que FM la Tribu emitía los viernes por la tarde. Eduardo también trabajaba como docente en una escuela de la capital y era miembro de la organización HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), que agrupaba a hijos de desaparecidos en la cruenta dictadura militar que había sufrido Argentina en el período comprendido entre los años ’76 y ’83. Finalizado el programa, tomamos un café y platicamos en familia. Eduardo rondaba los cincuenta, con una frondosa barba y una mirada reveladora que transmitía una mezcla de humanidad y experiencia. Mate mediante, departir con él era como charlar con Constantino Romero, y aunque no me imaginaba a Eduardo diciendo: “Sayonara baby”, me encandiló. Luego de conocer su apasionante historia, nos citamos para el siguiente viernes, puesto que me invitó a La lucha que nos parió, para que le explicase cómo analizaba un extranjero la situación del país. Tras despedirnos telefoneé a Patricia, quien además de escrito27
ra era periodista, y le propuse elaborar una entrevista para Eduardo Nachman e investigar la situación en la que se encontraban los casos de los Hijos de Desaparecidos, con merecidas mayúsculas, que habían perdido a sus progenitores durante la dictadura militar, con merecidas minúsculas. En el transcurso de la semana Patricia intentó despertar mi “instinto periodístico”. Aquí está la noticia, éste es tu titular, repetía sin cesar. De igual modo aproveché para documentarme a fondo sobre la etapa denominada paradójicamente por los “milicos” Proceso de Reorganización Nacional, y juntos comenzamos a tejer los reportajes que al cabo de unos meses publicaríamos en distintos medios españoles. No obstante, lo más complejo fue acostumbrarse a modelar el lenguaje, máxime cuando a cada línea que leía sobre ese aciago y negro período histórico, más se acentuaba mi furia rebelde y más crecía mi indignación. El día de la entrevista lucía un sol espléndido, aunque el frío previo al invierno invadía las calles de Buenos Aires. Durante la intervención radiofónica sentí un arrebato de irremediable nostalgia cuando en La lucha que nos parió me preguntaron cuánto tiempo llevaba en Argentina. Para algunas cosas demasiado; para otras demasiado poco, respondí con la cabeza y el corazón en las playas mediterráneas. En Barcelona empezaba la época de desempolvar el bañador y hacer un poco de dieta. Pero ahora, inmerso en las bajas temperaturas del otro hemisferio, no me hacía falta ningún régimen alimenticio: lo único a desempolvar eran la bufanda y los guantes. Acabado el programa nos marchamos a casa de Eduardo. Mientras él cocinaba unas tostadas bajo el agradable lema tan argentino de: “ofrece a tu invitado lo que te apetece tomar a ti”, yo observaba los “afiches” que colgaban de las paredes. La mayoría aludía a las movilizaciones que HIJOS había realizado en los últimos años para 28
denunciar a los militares integrados en el mismo sistema que dejaba impunes sus crímenes. Aquel esperpéntico panorama se produjo a causa de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dictadas durante el mandato del radical Raúl Ricardo Alfonsín (1983—1989): primer presidente elegido de forma democrática y que, presionado por la cúpula militar, dejó a los “responsables de segunda línea” libres de todo cargo. La guinda del pastel la puso Carlos Menem, jefe del ejecutivo y sucesor de Alfonsín en la siguiente década, al indultar a los ya condenados. Estas leyes supusieron un retroceso esencial, porque, si bien en el país no había espacio histórico para gobiernos de facto, el poder permanecía dormido pero incólume. Por ese motivo muchos argentinos mostraban un rechazo absoluto por las instituciones capaces de ofrecer un sueldo vitalicio a los genocidas que secuestraron, torturaron y asesinaron a sus seres queridos. Para colmo, los “milicos” indultados vivían ocultos en la sociedad, y a efectos prácticos cualquier argentino podía compartir vecindad con el asesino de su papá. Recuerdo mis largas y estimulantes conversaciones con Patricia. Ella manifestaba, como la mayor parte de sus compatriotas, no sentirse representada por ningún partido político. De todos modos, clamaba a la necesidad de ir a las urnas –no hacerlo había sido la opción escogida por más del 30% de la población argentina en los comicios de 1999— a ejercer el tan preciado y valioso derecho democrático. —No siempre pudimos decidir —lamentaba con supremo sentido común. Yo, por mi lado, coincidía de manera rotunda con su opinión, y sin haber elegido nunca esta posibilidad, le sugería impugnar el voto: lo que en Argentina denominaban “voto bronca”. —Eso y no asistir a las urnas es lo mismo —concluía después de argumentar con gran solidez. Eduardo apareció en el comedor con las tostadas y el mate. Trans29
mitía cansancio, algo lógico: se levantaba a las seis de la mañana para acostarse pasadas las doce. Se sentó frente a mí y empezamos a charlar. Minutos más tarde arrancó la entrevista. “¿Qué significa ‘HIJOS’?”, pregunté en primera instancia. Y él me respondió: —Son unas siglas que significan Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, y somos una organización de derechos humanos que junta a los hijos de detenidos desaparecidos, de asesinados, de presos políticos, de exiliados durante la dictadura militar y los años previos, y además a un montón de jóvenes que luchan con nosotros. Al principio éramos hijos de afectados directos, pero en la capital federal se abrió al resto de la población. Aquel que desee serlo, si acuerda con los puntos generales, es miembro de HIJOS. Los prolegómenos de la conversa estuvieron enfocados a desmenuzar el nacimiento de la organización, originado cronológicamente tras el período de Carlos Menem. Un lustro después de decretarse el indulto, un verdadero ultraje a la buena fe de los que creyeron en un juicio justo como método para sanar las heridas, en distintos ámbitos universitarios comenzaron a celebrarse homenajes a los detenidos—desaparecidos que allí habían estudiado. Se congregaron muchos de los hijos de aquellos padres. Habían pasado casi dos décadas y apenas podían recordarlos, pero el dolor y la afinidad los reunió en un encuentro inicial que contó con setenta “hijos”. Fue en abril de 1995. Mediante la interacción y la consiguiente identificación, por haber vivido circunstancias tan similares y compartir los mismos problemas, se dieron cuenta de que, a pesar de lo ocurrido, era posible construir un espacio de lucha común. Así nació HIJOS. La entrada de Eduardo estuvo precedida por un hecho conmovedor que sucedió a finales de septiembre de 1995, en la primera mar30
cha que convocó HIJOS. La manifestación se produjo porque el general Bussi, un represor, salió electo gobernador en la provincia de Tucumán. Declararon esa fecha como “El día nacional de la vergüenza”, por permitir a un genocida ascender a tan alto cargo. Eduardo se unió a la protesta, pero tal y como él apuntaba “medio de costado”, dado que los miembros de HIJOS eran muy jóvenes y se veía viejo y fuera de contexto. No obstante, fue su propio hijo quien le dijo: vos no dejás de ser hijo de desaparecido. Así pues, aquel “nieto” de ocho años invitaba a su papá a reconocerse como “Hijo”. Eduardo aceptó encantado y emocionado la propuesta, que a su vez supuso la motivación más fuerte para ingresar en HIJOS de por vida. Todos los miembros habían padecido una trágica experiencia con un sinnúmero de matices distintos. Eduardo, al ser el mayor de la organización, poseía el recuerdo candente que otros “hijos” no pudieron forjar: se acordaba muy bien de su “viejo” y lo extrañaba. Su papá, Gregorio Nachman, prestigioso director cinematográfico y teatral, desapareció a los tres meses del golpe militar del innombrable Jorge Rafael Videla, el 24 de marzo de 1976. Los Nachman pasaron el mayo del ’76 en Brasil, en un festival internacional de teatro, y su lejanía propició la falta de información. Al regresar a Mar del Plata, ciudad natal de la familia, Gregorio intuyó que estaba en el punto de mira de los “milicos”, debido al contenido crítico de sus obras para con el sistema. Asimismo regentaba una sede teatral solidaria con grupos políticos y artistas prohibidos, amenazados por los mandos militares, y brindaba sus espacios a los que calificaba como “los libertarios”. El 19 de junio del mismo año, Eduardo salió de su casa bien pronto a realizar “labores de encubrimiento” —actividades tanto personales como profesionales que, para dejarse ver lo menos posible, Gregorio no podía desempeñar—. Aquella mañana, como tantas mañanas de su vida, le dio un beso y un fuerte abrazo a su papá. Jamás lo volvió a ver. 31
A las cuatro y media de la tarde, un Grupo de Tareas —–macabro nombre que recibían los pelotones militares de encapuchados que entraban en las casas para asesinar o secuestrar a los inquilinos— se presentó en el hogar de los Nachman. Gregorio se había marchado. —Yo tampoco estaba allí —comentaba Eduardo—. Fui a buscar unas latas que contenían un rollo de la película que había finalizado: La belleza del diablo. De todos modos el procedimiento habitual seguía su curso con infalible resultado y, como siempre ocurría, el grupo de tareas se dividió en dos. Una mitad aguardó en el domicilio amenazando a la familia; la otra fue a buscarlo a la oficina. Nunca más supieron de él. Gregorio era ya un desaparecido. —Al principio creíamos que por ser un personaje público iba a aparecer. Digamos que yo traté de encontrarle y que la situación fue de búsqueda continua, en las calles, en los bares, en los “colectivos”... Advertimos la magnitud de lo acontecido y que era un desaparecido cuando transcurrió un año y comenzamos a reunirnos con distintos familiares. Entonces descubrimos que había más casos. Se multiplicaban por decenas, por centenares, hasta situarse en los treinta mil. Al principio lo vivíamos de manera aislada en Mar del Plata, pero el contacto con otra gente nos permitió corroborar la existencia de un plan sistemático, una actitud exterminadora y genocida perpetrada desde los altos mandos militares. Eduardo sorbió un poco de mate, encendió su pipa y prosiguió la narración. —En el ’78, debido al Campeonato Mundial de Fútbol, el planeta fue testigo mudo de lo que sucedía en el país, y en el ’80 ya no quedaban dudas de nada. Mi mamá y yo creíamos que no debíamos mencionar el secuestro de mi viejo; pensábamos que informar de ello no ayudaría a su liberación definitiva. Y ese silencio colaboró con su desaparición. En la lucha contra la impunidad y el repudio charlo con gente que posee las mismas características, las mismas 32
miradas, las mismas mentiras fabricadas durante la dictadura para hablar de un padre detenido y desaparecido. —¿Mentiras? ¿Qué mentiras?— pregunté desconcertado. —En realidad no podíamos dar certeza de su ubicación, por eso las fabricábamos. Yo argüía que mi papá había sido contratado en Mendoza para realizar una obra de teatro, y en mis propios círculos no utilizaba el apellido Nachman porque la sociedad estaba aterrorizada y te rechazaba. Además, por seguridad, no queríamos contaminar el entorno de secretos o informaciones políticas que no sabíamos a quiénes llegaban: al aparato represivo, al parapolicial, a los servicios secretos, a los militares. A medida que avanzaron los meses, las esperanzas de los Nachman se diluyeron por completo. Años después, Eduardo intentó en soledad buscar pistas del paradero y la suerte que corrió su padre. Encontró leves indicios de su paso por varios centros clandestinos de detención, pero eran demasiado frágiles. Tras un par de horas yo seguía conmovido con su relato y me dejaba perplejo el tono analítico y constructivo que imprimía a la narración. En un momento dado se levantó de la silla y fue a la cocina, mientras, oteé mi grabadora olvidada encima de la mesa. En unos instantes reapareció en el comedor con la cena. Estaba hambriento y me comí en dos bocados una porción de pizza de rico pero indefinible sabor. Fueron unos treinta minutos muy reconfortantes. Hablamos de cine, de Buenos Aires, y esbozamos el último tramo de la conversación que daría pie a las reflexiones más íntimas. De su pared colgaba un pasamontañas muy similar al que siempre tapaba la cara del subcomandante Marcos. En 1996, Eduardo había efectuado una larga estadía en Chiapas, donde se enroló con un grupo de personas que se dirigía a las comunidades situadas en el corazón de la selva Lacandona. Allí, un integrante del EZLN (Ejér33
cito Zapatista de Liberación Nacional), con quien forjó un gran vínculo, le regaló su pasamontañas. Aquel viaje fue esencial para Eduardo, pues pudo averiguar que, sin mimetizarlo como referente, aunque desde ese día pasó a serlo, existía en el otro polo de Latinoamérica un movimiento político—social nacido en un contexto diferente, con necesidades distintas, pero con un ideal común: hacer del mundo un espacio horizontal, donde cada ser humano fuera el director de su propia película, el actor principal de su vida, y que la unión de los hombres significara protagonizar juntos la historia. Uno, en el sur de México, con la premisa de no querer tomar el poder, sino integrarse en él; el otro, en Buenos Aires, creado con el fin de romper la impunidad del sistema y de promulgar la condena social a falta de condena legal para los genocidas, asesinos, torturadores y cómplices de la dictadura militar. Y para no confundir su filosofía con el anarquismo le pregunté: —¿En qué se fundamenta la estructura horizontal de HIJOS? —No hay presidente ni secretario, tampoco cargos directivos. Buscamos afinidades de trabajo y para ello se establecen comisiones por asociaciones optativas. Funcionamos en asambleas semanales, democráticas hasta las últimas consecuencias. —¿Esta horizontalidad puede suscitar algún tipo de caos organizativo? —No, no. Digamos que la horizontalidad comporta algunas desventajas en cuanto a las respuestas inmediatas, sin embargo, apostamos por ella en la resolución de las cuestiones más importantes — contestó Eduardo. —Pero… cuando la horizontalidad sólo existía en el precedente zapatista, ¿cómo se origina y cómo comienza a aplicarla HIJOS? —Se origina a raíz de desear nacer con otra metodología y distintivo generacional, circunstancia desconocida hasta el ‘95 y que hoy por hoy es bastante común en las Asambleas Populares, por ejemplo, donde la horizontalidad también es una metodología. En 34
ellas surgen muchos grupos autogestionados con distintas tendencias, ya sean políticos, económicos, artísticos, que mantienen la horizontalidad como base esencial. La conversación siguió durante horas. Con el final despertó el amanecer. A medida que avanzaba la velada, la fragancia que desprendía la pipa de Eduardo se asemejaba cada vez más al delicado aroma del olivo seco en l’Ametlla de Mar, el pueblecito natal de mis abuelos a cincuenta kilómetros de Tarragona. Esa tierna sensación me evocaba cientos de recuerdos de la infancia, de aquellos maravillosos veranos vividos cerca del mar que tanto extrañaba. Tras haber entendido la transformación social que se pretendía desde HIJOS y tras haber vivido la aplicación de la estructura horizontal en la Asamblea de Almagro, mi estupefacción fue mayúscula cuando Eduardo relataba cómo en Chiapas, cientos de miles de indígenas cohabitaban bajo ese precepto. ¿Tenía o no tenía que ir a México? De la charla, rescaté para siempre el apartado dedicado a su papá. —¿Cuál es el legado que recoges de tu padre? —pregunté casi por inercia. —Las utopías –respondió con la emoción a flor de piel—. Los sueños por un país más justo y solidario. A pesar de las diferencias metodológicas y militancias políticas, ése es el legado fundamental que me dejó mi viejo. Cuando me fui de la casa mis sensaciones habían variado de manera sustancial. La conmoción y tristeza iniciales se transformaron en una ferviente esperanza, en una ilusión desenfrenada basada en la creencia de que existía un proyecto. Quizá, como ya había pensado en el asfalto de Ángel Gallardo días atrás, un mundo mejor era posible. Sin duda, había empezado la transferencia. Había empezado el legado de las utopías.
35
3. Teotihuacán. Feliz por sentirme descansado, limpio y “mateado” (palabra que me acabo de inventar para describir el estado placentero que sucede a tomar mate), salí a las calles de la capital dispuesto a inmiscuirme en “esa vorágine salvaje” relatada en muchas guías. Dos semanas antes había visto Amores perros y no parecía una referencia demasiado apropiada. Estaba bastante despejado y el bombardeo de las vivencias pasadas era intenso a la vez que godible. Digamos que soy el típico personaje influenciable por el cambio climático. Básico pero cierto: buen clima, buenos recuerdos; mal clima, rayos y truenos. A raíz de sentirme “mateado”, pensaba en las innumerables y divertidas anécdotas que el contacto lingüístico provoca en países en los que se habla el mismo idioma. Con Patricia siempre nos enzarzábamos en sutiles combates prestos a defender nuestros modismos. Para empezar, el argentino, más allá del famoso coger y bajo mi particular punto de vista, concentra excesivas connotaciones sexuales. Por ejemplo: sentado en una mesa en Buenos Aires, rodeado de varios amigos dispuestos a saborear una rica pizza, jamás en la vida debías preguntar: ¿me puedo servir un pedazo?. La clave está en la última palabra de la frase que se usa para aludir al tamaño del miembro como riguroso sustantivo. Acto seguido, después de ser humillado al son de “gallego bruto”, contraatacaba: está bien, está bien, agarro un trozo. Tampoco. “Trozo” también hace referencia al tamaño del miembro. Risas y más risas a costa del gallego bruto que cansado insistía: narices, cojo una porción, provocando que sonara la bocina de las Super Tacañón que verseaban algo así como, acaba de perder, por cambiar agarrar por coger. No serviría para el Un, Dos, Tres. 36
El titánico embrollo dialéctico concluía cuando al fin el señor lograba acallar la mofa y dejaba de ser el centro de atención. Entonces agarraba una “no sé qué” de pizza, porque no sabía si porción valía o no, me la metía en la boca y ya estaba fría. Patricia, para contrarrestar mi ignorancia y malicia, replicaba con el tópico de que todos los gallegos somos unos brutos, pero aún me restaba el arma infalible. Ante cualquier malentendido existente, el bilingüismo suponía la excusa perfecta y siempre comentaba: así se dice en catalán. Y en efecto, en muchas ocasiones sucedía, aunque yo abusaba y me permitía múltiples concesiones justificadas por la condición de catalanoparlante. Al cabo de unos meses, en la radio, descubrí que a la inversa todavía lo hacía peor, puesto que al hablar catalán era el rey en castellanizar mi discurso y me tomaba unas licencias de cátedra tremendas (si ya han encontrado alguna, recuerden: “así se dice en catalán”). Patricia se molestaba cuando no reconocía una errata y me escudaba en el bilingüismo. Creo que me había calado y enseguida me reprendía. Sos un cheto, refunfuñaba sin cesar. Y claro, mi cerebro le decía a mi boca: no te rías, no te rías. ¿Cheto? ¿Una patata frita con sabor a queso? Mi sonrisa, transformada pronto en carcajada, más la enojaba. Una sutil brisa afloraba aquella mañana. Lo primero que hice fue buscar un sitio para cambiar el sabor a mate por el de un bollo que al final se encariñó de una taza de café. Con el estómago en condiciones, continué mi tránsito por las calles del centro hasta recalar en el zócalo, donde constaté la majestuosidad de la catedral y que el cansancio y la oscuridad no me habían producido ningún equívoco óptico. Asimismo inicié mis labores de observador. En las inmediaciones de la zona, como en cualquier enclave turístico, se agolpaban los vendedores ambulantes. Unos hacían uso de sus mantas; otros estaban establecidos de manera sedentaria. Mi 37
atención se centró en un señor que comerciaba artesanía, aunque su factor diferencial no residía en el producto principal, sino en el secundario. Todos sus vecinos de profesión ofertaban decenas de camisetas, la mayoría con fotografías de Marcos y el ‘Che’; él sólo contaba con un modelo, en el que, sobre un fondo blanco, relucía la bandera mexicana con una pequeña inscripción que clamaba a los cuatro vientos: México creemos en ti, no en tus gobernantes. En el corazón del zócalo idéntica bandera, ahora en gran formato, ondeaba solemne y marcaba el epicentro del lugar donde tiempo atrás, un 29 de marzo de 2001, Marcos anunciaba su regreso a Chiapas. Nos vamos, pero no con las manos vacías, declaró el subcomandante cuando el viaje denominado “zapatour” llegó a su fin. La travesía hasta México DF permitió al referente del EZLN salir de la clandestinidad, el 24 de febrero de ese mismo año, y junto a cientos de amigos e intelectuales y veintitrés comandantes de su ejército, a quienes se unieron miles de ciudadanos que nunca se sintieron anónimos, se dirigió a la capital del país para negociar la paz definitiva en Chiapas. Estaba allí, comenzaba el camino, dispuesto a seguir el rastro de una identidad que unió a tantos hombres. La plaza albergaba una garita de información que me sirvió para confirmar la estación en la que apearme para ir a Tapo a comprar el billete rumbo a San Cristóbal de las Casas. El carialegre señor que me atendió, me facilitó unos datos muy valiosos, ya que en el mapatinerario de la red ferroviaria señaló las paradas “prohibidas”: bajarse en ellas comportaría complicaciones. Además, le pregunté qué podía visitar por el centro. Me pareció ordinario abogar por el turismo convencional, de todos modos, me encantaba la idea de explorar la ciudad, pero me sentía tan hipnotizado con mi objetivo y tan absorto en mis deseos de pisar Chiapas, que cualquier otra propuesta, aunque supusiera surcar el espacio, estaba fuera de lugar. No obstante, descartada la tradicional imprudencia de descender en una estación escogida al azar, me informé de cómo llegar a Teotihuacán, 38
el celebérrimo espacio estratégico en que están ubicadas las pirámides del Sol y de la Luna. Camino a Tapo barajé las opciones para el viaje a San Cristóbal. En México no abundan los trenes y, si bien la ciudad chiapaneca goza de un diminuto aeropuerto, Héctor, el amigo del DF que había conocido años atrás en Guatemala y con el que me reuniría en dos días, me aconsejó ignorar la opción de los vuelos internos. No me atreví a preguntar por qué, pero estaba muy documentado y sabía que en la selva Lacandona habían caído varios aviones. En torno a los trayectos aéreos en los países de Latinoamérica, calificados de espantosos por muchos viajeros, giraban escabrosas leyendas urbanas. En Argentina realicé un par, uno al Sur, a Ushuaia, y otro al Norte, a la andina población de Salta. Lo único espantoso fue la comida. Ante la duda, compré el billete para el último transporte que quedaba, el autocar para nosotros; el autobús para ellos. Desde luego, otra curiosidad del lenguaje… ¿No podríamos de una vez por todas unificar criterios los castellanoparlantes? ¿Por qué a un medio de locomoción había que llamarlo de cuarenta mil modos distintos? Bus, autobús, ómnibus, colectivo, autocar, y seguro que mi desconocimiento me hacía olvidar unos cuantos. A media mañana, tras un eterno recorrido en metro, me planté en Tapo, terminal que, aun sin estar asentada en las afueras, ya transmitía sensación de periferia. El ambiente exterior se asimilaba al de la decaída Constitución, una de las estaciones principales de la capital argentina, y la falta de higiene y de mantenimiento se hacían muy ostensibles. Sin embargo, lo que debilitaba sobremanera a cualquier corazón con un mínimo de sensibilidad eran los niños de la calle. Mi contacto con la pobreza había sido frecuente, dado que, aparte de haber participado en proyectos humanitarios, recorrí a fondo varios emplazamientos muy marginales. Lejos de querer parecer el típico turista tercermundista que abarrota en el mes de agosto los campos de trabajo prefabricados por 39
algunas ONG, cuando vivía un tiempo en territorios aplastados por el sistema, constataba los nexos existentes con sus habitantes. Y cuidado con sacar conclusiones precipitadas, porque esto no es una crítica contra las ONG en general. Las hay muy buenas y muy humanitarias, con personas dispuestas a ofrecerlo todo, decididas a enterrar sus esperanzas con aquéllos que convirtieron en sus nuevas familias. Tampoco pretendo mostrarme como un “elegido” dotado de una sensibilidad inigualable, y sin ser nadie especial y sin pintar de azul nada más que el cielo, descubrí que, en las zonas devastadas, los sueños y las ilusiones de la gente y de los niños en particular, que todavía eran demasiado chiquitos para haberse rendido, no distaban de los míos. Tapo se erigía testigo mudo de la pérdida de referente de un mundo incapacitado para generar perspectivas. Pagué cincuenta euros por el “boleto” a San Cristóbal; partía al amanecer y me aguardaban unas dieciocho horas para recorrer mil kilómetros. Los cálculos europeos sobre los desplazamientos por carretera son en Latinoamérica pura ilusión. Con todo el día por delante me fui a la Terminal Norte, en la que me esperaba el bus a Teotihuacan, y aunque cuarenta y cinco minutos de absoluta normalidad bastaron para disipar los temores de robos a docenas en cada esquina, el trayecto suscitó una anécdota fruto de un equívoco lingüístico cuando un culto universitario me preguntó: ¿eres gringo?. No, supongo, murmuré yo. Su carcajada evidenció la imprecisión de mi respuesta. Tiempo después me enteré de que debía de ser el único en el universo desconocedor del dato. Resulta que los mexicanos llaman gringos únicamente a los estadounidenses, y que el término proviene del período bélico entre ambos países. En 1846, las tropas del Tío Sam marchaban al combate al ritmo de la canción Green grows the grass, que a los mexicanos les sonaba como “gringos de grass”. El joven que me transmitió la información no profesaba mucho cariño por sus vecinos territoriales. Digamos que el romance no era 40
platónico en exceso, puesto que acusaba a los estadounidenses de imperialistas. El descomunal error histórico, producto de mi dejadez estudiantil, lo solventé justo a la llegada. Según mis inexistentes conocimientos, Teotihuacán había pertenecido al imperio maya. Errata de las gordas. Vaya, que tras emborracharme de guías turísticas sólo recordaba dos datos y para colmo uno me lo había inventado; el segundo, el bueno, hacía referencia al tamaño de la pirámide del Sol, la más grande escalable del mundo. Estudios arqueológicos habían demostrado que Teotihuacán fue en sus orígenes una aldea que comenzó a elaborar objetos de piedra pedernal obtenida de la zona. Esta información parecía fiable al cien por cien, pero el nacimiento de la civilización creaba la discordia entre los eruditos: situado por algunos en el 600 a.C.; por otros un siglo después. La confusión era lógica, porque no creo que los arqueólogos e intelectuales empeñados en desentrañar los misterios de la desconocida cultura vivieran ya en aquellos tiempos, y mi instinto periodístico me hacía presentir que sería bastante complicado resucitar a algún sacerdote en forma de momia que pudiera narrar el surgimiento de su ciudad. Yo, cámara y grabadora en mano, por si las moscas. El excedente de la citada piedra pedernal propició el intercambio con distintas regiones, circunstancia que estableció con posterioridad un eficiente sistema de comercio y agricultura. Tanta prosperidad conllevó la aglomeración de numerosos poblados que compartían la misma lengua y los mismos ritos y, desde entonces, los conocimientos desarrollados por las culturas preclásicas se concentraron en torno a Teotihuacán, nuevo centro político y religioso, originándose el culto a Quetzalcóalt (“la Serpiente con plumas”). Tal y como me informó un lugareño, quizá gracias a que le compré una efigie de obsidiana que resultó ser falsa, esta todopoderosa y adorada figura era el “Dios de Dioses”, el “Rey de Reyes”. 41
La influencia de la cultura teotihuacana se hizo patente en toda América Central, y su grado de refinamiento, siempre entendido dentro del contexto de la época, fue supremo. El nombre de la ciudad significa en náhuatl “el lugar donde nacieron los dioses”, o, según otras fuentes, “el lugar en el que uno se convierte en dios”. Teotihuacán se alzó, en su apogeo, como una de las ciudades más importantes del mundo. Centro cultural, ideológico y político, llegó a abarcar 20 km2 y a concentrar una población superior a los 200.000 habitantes. Cuenta la leyenda que la influencia ejercida por Teotihuacán superó a la que ostentaría el mismísimo Imperio Romano. Según la hipótesis más verosímil, esta civilización habría sucumbido de modo repentino en el siglo VIII de nuestra era, envuelta en un misterioso enigma: ¿Por qué si había sido el centro del continente y el foco de las grandes corrientes de Mesoamérica, sucumbió sin dejar rastro en el siglo VIII? Varias de las teorías que responden a la pregunta están hoy de radiante actualidad: guerras internas provocadas por el fanatismo religioso, invasión de los bárbaros procedentes del norte, y crisis económica que provocó la falta de provisiones. El señor de la efigie me comentó que las especulaciones relacionadas con la desaparición eran patrañas. Según él, la culpable del caos apocalíptico fue la furia desbocada por Quetzalcóalt al ver como los súbditos olvidaban la veneración hacia su Dios. Preferí quedarme con su respuesta a sabiendas de que le acababa de comprar una piedra, ya que las otras tres me provocaban tristeza por su significado. ¿Es que miles de años después los humanos no habíamos aprendido nada? Al cabo de unos meses, indagué en la hipótesis del improvisado historiador, quien, a fin de cuentas, vino a decirme que el fanatismo religioso deja paso a un culto moderado, tranquilo y constructivo, cuando le sobrevienen motivadoras inquietudes como la cultura. Inicié el paseo por la ciudad monumental escudado por un trípti42
co cuya introducción exponía: Pocas ciudades han sido consideradas dignas de ser habitadas por los dioses, más habituados a las esferas celestes que a los dominios humanos. Teotihuacán es una de ellas, y para haber alcanzado el rango de ciudad mítica, transcurrieron mil años de civilización que hoy se respiran entre sus amplias avenidas que marcan los rumbos del universo y cuyo esplendor emana de plazas y pirámides de proporciones ciclópeas penetrando los muros estucados de imágenes primigenias de la naturaleza y figuras de un mundo espiritual casi olvidado. O yo soy muy elemental, hecho que no descarto, o el tríptico y un servidor no estábamos en el mismo sitio. La narrativa parecía muy adecuada para ponerte en situación, pero me generaba temor tal pasaje descriptivo, y casi lo veía más propio de la impresión que me producía imaginar a Garret Brown con su Steadycam adosada al pecho mientras perseguía a Dany en El Resplandor, con Stanley Kubrick gritando: qué dé más miedo Garret, que dé más miedo. A los amantes de Kubrick nos excita esa sensación durante la película, ¿pero era necesario tenerla en plena visita a un monumento histórico y milenario? Asustado y un poquito desconfiado bajé la vista por el folleto con suma prudencia y crucé los dedos para no encontrarme con una frase del tipo: “ya están aquí, ya están aquí”. Por suerte, quien o quienes escribieron esas líneas, se rociaron de pragmatismo y con muy buen criterio advertían de la necesidad de fijarse en un par de templos (para que no pasasen desapercibidos) que, si no se prestaba suficiente atención, pasaban desapercibidos. De la soberana hartura de datos típicos de los tours turísticos, y para que ningún ávido lector con ganas de llegar a Chiapas se aburra, destacaré los que me suscitaron interés. De manera paralela a la lógica adoración por los astros que practicaba esta civilización, la cultura teotihuacana, calificada como la época “Clásica” en la América meridional, estuvo regida por pro43
fundas convicciones religiosas y normas de vida alrededor de los cambios cíclicos de la naturaleza, hecho que afectó a la cosecha y a una cosmogonía ligada de manera directa a los factores meteorológicos, reflejados en la construcción de la ciudad. Por eso, el conjunto de templos y edificios rodeados por una gran urbe, ahora inexistente, creaba un espacio que permitía establecer extraños vínculos rituales con el Sol y la Luna que (para manifestarlo con una expresión bien popular) hoy en día nos sonarían a chino. Teotihuacán, aparte de su arquitectura monumental, también escondía varias zonas dedicadas a la pintura y a la escultura, con cierta obsesión por la veneración a los jaguares, a la vez que misteriosos seres de la noche evocaban los escenarios más góticos y fastuosos de Tim Burton. (Uf, olviden esta última comparación). En conclusión, Teotihuacán era uno de esos lugares imprescindibles para cualquier aventurero intrépido, sobre todo por sus grandes enigmas. El principal y ya comentado, en relación con la caída del imperio, encerraba una circunstancia tenebrosa. Al cabo de unos años, cuando Hernán Cortés pasó por allí al frente de sus tropas, una nube de polvo y tierra había cubierto la ciudad y la poderosa maquinaria bélica no se percató de su existencia. ¿Tan monumental fue el enfado de Quetzacóalt que además los sepultó? ¿Sería cierta la versión del señor de la efigie? Por si acaso, después de comer con religiosidad unos tacos regados con Mirinda, di por concluida la visita
44
4. Rumbo a Chiapas con los herederos del ‘Che’. Con el efecto Teotihuacán en la cabeza y tras una tranquila tarde de lectura, intuí que empezaba el punto álgido de la aventura, pues el siguiente despertar sería en un autocar rumbo a San Cristóbal de las Casas, en el corazón de Chiapas. Me encontraba tumbado en la cama analizando a fondo mis impresiones, inmerso en un viaje que años atrás hubiera supuesto una auténtica quimera, y era gratificante aplicar una mirada crítica a la situación, sentirme casi sin dinero, alejado de Barcelona y de todo lo mío, pero dispuesto a no vacilar. Por primera vez en la vida, a pesar de que parezca contradictorio, mis principios determinaban mi proceder. Ocurría como en The Rounders, donde Matt Damon acababa la película con una angustiante moraleja: he nacido jugador, no puedo renunciar a lo que soy. Se trataba, por un instante, de observar más allá del entorno, atravesar las ilusiones y darme cuenta, como decía Miquel Martí i Pol, de lo mucho que me aproximaba al proyecto de mí mismo. Viajar demanda pasión, pero también conocimiento. El sentido común siempre me ha dictado la eterna necesidad de averiguar el factor diferencial de los espacios del mundo. Sin duda la distinción ya estaba hecha, y para este viajero ese factor diferencial son las personas. El paso por Londres marcó mi devenir más de lo que pensaba. Era demasiado joven y perseguía los anhelos de los demás. Creía que deseaba lo que quería, y en realidad sólo deseaba querer. En Inglaterra comprendí que el Tower Bridge podía ser precioso, sin embargo, no entender a la gente, no gustarme el pan con mantequilla tres veces al día, no estar motivado por ir a ver Cats y no saber jugar al “pool”, eran circunstancias que traspasaban el mero significado del placer. 45
Mi memoria, que en mis años de adolescencia intentaba vincularse con desesperación a mi identidad, exigía la verdad desligada de la burbuja occidental. Por eso fui a Argentina. Plantear un viaje representa por tanto una responsabilidad muy grande. El lugar que conocemos es por el que transitamos a diario, naturalizamos sus maravillas y las olvidamos sin piedad. El otro lado, llamado viaje, oculto y misterioso, marcará una idea global del espacio en que habitamos. Aterricé en Argentina por razones comunes, Mafalda, el fútbol... Y volví a emprender el trayecto por motivos muy distintos, Patricia y la esperanza de encender una luz capaz de guiarme hacia la concepción genérica de un mundo con más paredes que las cuatro de Barcelona, aunque Buenos Aires no tuviera una Sagrada Familia. Entre las dos estadías en el país del Cono Sur, me enrolé en un proyecto internacional de reconstrucción de poblados indígenas. La fortuna y un sorteo amañado por alguien que no quería ir a Centro América, me condujeron a Guatemala, y fue allí cuando topé con Fabio, el de las milanesas de soja, Nina y Pablo. Porteños y soñadores, ellos sí creían en las utopías, tal vez porque la crisis argentina les había obligado a ello, o, sencillamente, porque poseían la esencia de la valentía. En los últimos tres años habían ahorrado para emular el recorrido del “Che”, con el propósito de cerciorarse de las condiciones de vida de todos sus hermanos latinoamericanos. Así recalaron en Guatemala, a los once meses de su partida en ómnibus desde Buenos Aires, ansiosos por llegar a Chiapas, donde la misma organización que tiempo después me acogió les diera la oportunidad de adentrarse en las comunidades zapatistas. Eran personas humildes, nunca se rodeaban de nada espléndido y su discreción contrastaba con su generosidad. La noche de las presentaciones, en Quetzaltenango, segunda ciudad de Guatemala en número de habitantes, ratifiqué el valor de la humanidad. Lejos de 46
asemejarse a los clásicos fantoches que emplean la palabra “amigo” con suma ligereza regalada a cualquiera, se comportaban conmigo con absoluta naturalidad, como si fuera uno más. Su actitud no mantenía relación con la hipocresía narcisista y egoísta tan habitual en los cánones convencionales que tratan de imponer las normas sobre cómo ejercer de buen anfitrión. Era una postura espontánea, menos armada. Convertían tres platos de acelgas en cuatro, así de simple. Y odio las acelgas, pero me las comía con un placer mezcla de admiración y con un pedacito de ajo que escondía en la otra mano para mitigar el sabor. Gracias a su presencia pude entender qué significaba estar en familia teniéndola a diez mil kilómetros, más cuando amaba con locura a los míos. Con ellos descubrí los grandes movimientos sociales que en América Latina clamaban por trabajo, dignidad y cambio social. Así mismo me relataron varios pasajes de la vida de aquella leyenda de nombre Ernesto y de apellido Guevara, conocida como (el) “Che”. Llenar líneas y líneas sobre la vida y milagros del rosarino sería bastante estúpido, hay decenas de libros magníficos escritos e ilustrados por señores que conocen millones de veces mejor la historia, y, como siempre en estos casos, el testimonio de los anónimos que lo rodearon es la verdadera expresión de los sueños construidos desde la realidad. Con Nina jamás nos pusimos de acuerdo al conversar acerca del estado actual de la Revolución Cubana, pero sobre el mito de la boina calada no había dudas. Una noche, en Buenos Aires, semanas antes de mi partida hacia México, entre bostezos y mate, mientras leía un fragmento que narraba la emboscada y posterior ejecución del “Che”, ese fatídico 9 de octubre de 1967 en la Higuera, Nina me explicó el terror que sintió al pasar por los controles militares de la selva Lacandona, y cómo esa sensación de angustia fue la que le hizo continuar. Si nos detiene el miedo siempre tendremos que mirar 47
atrás, dijo de forma elocuente. Al fin y al cabo el mismo sentimiento indujo al “Che” a marcharse a Bolivia, renunciando a su Ministerio de Industria en La Habana, para luchar por la liberación de sus hermanos. Es probable que si siguiera vivo, o no le hubieran asesinado tan pronto, este irreverente planeta llamado Tierra no sería el qué es y Marcos no existiría y yo no estaría allí. Ernesto Guevara cayó porque ostentaba la fuerza, el carisma y el valor suficientes para hacer del mundo un lugar distinto, más justo y digno. Menuda incongruencia. Lejos de pretender esbozar un alegato revolucionario, quiero destacar el sentido común que ha impulsado a tantos hombres a morir por sus convicciones. Algunos pasaron a los anales de la historia con apodos tan emblemáticos como “Che”; (otros lo hicieron de forma anónima). Cientos de hombres lo hicieron de forma anónima. Sin ellos, las causas justas no hubieran visto la luz, y la esperanza de los pueblos se vería reducida a los escombros que descuidaron a su paso los opresores que no creyeron ni creen en la libertad. Asombra contemplar cómo nadie ha desplegado el carisma para volver a cargar el fusil que un buen día depuso “el loco de la boina calada”, a quien admiro desde que pude ver sus imágenes inéditas. En unas excelentes instantáneas editadas por Perfil, Ernesto Guevara arrastraba carretillas, manejaba tractores y predicaba con el ejemplo, cuando ya era ministro, entre los que siempre consideró sus hermanos. Durante un viaje jamás me acostumbraba a la sensación de vértigo que me invadía al desplazarme con rapidez meteórica de un sitio a otro. Casi sin estar habituado a los olores del DF, cerraba la mochila para dirigirme a Tapo. Desde hacía tiempo había decidido recibir los despertares con suma y prudente tranquilidad, porque consideraba indispensable iniciar el día relajado. Atrás quedaban los años de matutino estrés universitario, cuando me presentaba en clase con los calzones por enci48
ma de los pantalones, la pasta de dientes en la mejilla y los libros de mi hermana. Aquella jornada apliqué la apacible rutina: no la de la pasta de dientes, sino la de los despertares con suma y prudente tranquilidad. No me imagino al galope por Ciudad de México con los libros de mi hermana y con su secador de pelo a modo de maquinilla de afeitar. Camino a Tapo desayuné. Mi falta de creatividad entrañó que los bollos y el café fueran una vez más los mejores aliados. Ya en la terminal, comenzó la batalla de miradas orientada a situarse en la mejor posición para subir al autocar. Los asientos no estaban numerados y había que prestar atención, dado que dieciocho horas de viaje bien valían una buena planificación previa para procurarse un lugar confortable. A mi alrededor sólo veía mexicanos, que parecían expertos contrincantes en estas lides. Y así fue. Toda mi táctica de nada sirvió. Aparcó el vehículo y no lo identifiqué; ascendieron los ocupantes y no me di cuenta; incluso el conductor pasó por delante de mí, y yo, acomodado en una especie de sillón victoriano, casi necesité que mencionaran mi nombre por megafonía para apercibirme de la situación. Subsanado el error, dentro de la pirámide con ruedas que no evocaba a ningún astro, aprecié que se habían vendido todas las entradas para la sesión. Espero que no se tercie el overbooking, pensé. Tampoco había acomodador ni me dio tiempo a comprar palomitas, la película estaba a punto de empezar. ¡Con lo que me molesta perderme los trailers y la publicidad previa! Mi desconcierto se produjo cuando, al avistar el fondo del vehículo, di con un espacioso sitio, en que ponía mi nombre, que permanecía libre. Al lado, una anciana mexicana que, aparte de roncar, resultó ser entrañable. Horas más tarde, agotadas todas las reflexiones y mareado de leer, se inició la incesante peregrinación de pasajeros hacia la parte pos49
terior del autocar. Junto a nosotros, en el extremo del pasillo, una puerta: el baño, lavabo, “toillette”. Me consolé pensando que el asiento me había elegido a mí y no al revés. Mentira. ¿Qué problemas comporta viajar al lado del espacio al que, tarde o temprano, todos los ocupantes del ómnibus acudirán para evacuar? En esencia dos: uno en obvia relación con el hedor; el otro, producto del infortunio, acaecía por culpa del pasador de la puerta que estaba estropeado. En la primera de las tres paradas anunciadas, en tierra de nadie, compré una bolsita de caramelos extra mentolados. En el envoltorio se podía leer una inscripción que anunciaba: los que pican. Y si en México se publicita un comestible como picante, desde luego lo es. Imaginé que si tomaba un dulce cada cierto tiempo, no recordaré la marca, pues estaban muy malos, solventaría la repulsiva pestilencia. Reconozco que la táctica era poco científica y un tanto “avestruz”, basada en ocultar la cabeza para no verlo, cambiar un olor por otro. Pero... había que ser resolutivo, ¿no? El segundo de los problemas lo solucioné con pragmatismo de sábado por la noche en el sofá de Barcelona, cuando un ingenioso señor de la tele salvaba semana tras semana a la humanidad con dos alfileres y un mondadientes. Bueno, lo mío parecía mucho más sencillo, tan sólo consistía en colocar el zapato contra la puerta para sostenerla (llegamos ya al quid de la cuestión, prometo no alargarme con la historieta). Sin embargo, lo más complejo de lograr era la solidaridad de mis colegas de travesía, porque cada vez que alguien usaba el baño el invento se iba al garete y el zapato a Prusia. Ni corto ni perezoso, tras cinco o seis despertares virulentos debido al portazo correspondiente, me levanté, me situé en el centro del autocar, y di un pequeño curso teórico—práctico a todos los espectadores de la sala con una tesis bien clara: “usos y desusos del zapato y la puerta”. Funcionó. Una nueva experiencia docente exitosa. Aquel suceso, tras la vuelta a mi privilegiado lugar, originó el 50
principio de una amena conversación con mi vecina de viaje, que se llamaba Roselia y acababa de cumplir 71 años. Roselia, hija de indígenas, nació en el noroeste del país, en Pátzcuaro, un pueblo autóctono situado a unos 350 kilómetros de Ciudad de México, y hacía unos meses se había mudado a la capital. Durante las tardes paseaba con su perrita por las calles céntricas de la ciudad, y, en cambio, por las mañanas regaba las plantas y aprendía a pintar en casa de una amiga. Su marido, Juan, había trabajado en la construcción. En el ‘89, un lunes cualquiera, se cayó de un andamio y se mató. Desde aquel día el corazón de Roselia se apagó para siempre y vagaba por la vida con infinita tristeza, con el recuerdo de aquellos maravillosos tiempos y el aroma a frutos secos que tanto le evocaban los momentos compartidos con Juan en la hacienda de los señores Torres, donde convivieron varios años. Cada seis meses, esta mujer de ojos callados realizaba la travesía a San Cristóbal de las Casas, ciudad en la que residía Raúl, el único hijo habido del matrimonio que proclamó su amor durante tres décadas. El joven se trasladó a Chiapas al aceptar un trabajo en la capital de la región, Tuxtla Gutiérrez, y disfrutaba en San Cristóbal de sus vacaciones junto a unos amigos. La conversación duró hasta que Roselia se durmió, circunstancia que aproveché para secundar la moción. Estaba tan cansado que no advertí la segunda de las paradas anunciadas. Me desperté de repente y no sabía dónde nos encontrábamos. Algo sucedía. Nos habíamos detenido dos horas antes, por tanto, aquello no podía ser un nuevo alto en el camino. Las puertas del autocar se abrieron y seis señores uniformados entraron. Pensaba en lo que semanas antes me había dicho Nina en Buenos Aires acerca del miedo: me enfrentaba a mi primer control militar de carretera “autorizado” y estaba muy asustado. Nos pidieron el pasaporte a todos, uno por uno. Transcurridos unos minutos, sin más incidentes, 51
el viaje continuó. No cabía duda, habíamos rebasado la frontera. Nos adentrábamos en Chiapas. La presencia militar era masiva. El 1 de enero de 1994, hartos de sentirse marginados y tras el estallido que supuso la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, los campesinos, recogiendo el testigo del legendario guerrillero Emiliano Zapata, tomaron las armas. Así nació el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional). Los miembros de este frente revolucionario, compuesto en su mayoría por pequeñas familias pobres, se sublevaron contra el destino marcado por unas míseras vidas y reaccionaron contra un tratado que consideraban “obsceno”, que los marginaba todavía más del sistema y que los aplastaba sin piedad, quedando desamparados y abandonados a su suerte. Aquellos estigmas insurgentes pasaron a la historia como el primer gran movimiento que se rebeló contra la globalización. Debido a su situación insostenible –más de 90 de las 110 comunidades chiapanecas se hallan dentro de la categoría de “extrema pobreza”—, ocuparon cuatro ciudades importantes del estado, entre ellas San Cristóbal de las Casas. En el cómputo global de la población mexicana, los indígenas representan el diez por ciento. Chiapas vive una situación especial, puesto que esa cifra aumenta hasta el treinta. Marcos, que no es natural de la región, se situó al frente de la guerrilla como figura mediática. Tras visitar la selva Lacandona y tal como él argumenta en sus propias disertaciones, comprobé que, en efecto, el zapatismo va mucho más allá del subcomandante. Marcos es el referente de miles de Marcos, y, en las comunidades, entendí el verdadero significado del pasamontañas, del hombre sin rostro. El auténtico sentido de la palabra “identidad”. Ser invisibles para ser al fin visibles.
52
5. San Cristóbal de las Casas: punto de encuentro. A Héctor lo conocí en Quetzaltenango, Guatemala. Mexicano, de izquierdas y revolucionario, comentaba que su filosofía se forjó con el tiempo. Al principio de la adolescencia intuyó que la cómoda vida en la capital mexicana no iba a ser buena consejera ni buena amiga. Quizá por eso estudió sociología, y remarco quizá, porque a Héctor le rodeaba una aureola de constante incertidumbre. Su virtud más impresionante radicaba en su discurso dinámico, ágil y muy estimulante, sin embargo, jamás vertía dato alguno sobre su pasado ni hacía demasiadas preguntas, actitudes que le convertían en la compañía ideal. Héctor recaló en Quetzaltenango por el mismo motivo que todos los “espíritus solidarios”. La ciudad no atesoraba ningún interés turístico, de modo que sólo se podían hacer dos cosas. En general, los mayores de cierta edad, extranjeros golosos sobremanera, solían tropezar allí para intercambiar paquetes por dinero y, como Héctor no entraba en el target, la única opción era la cooperación. En su caso, enrolado en un proyecto educativo, desempeñaba labores de apoyo docente en una escuela de niños de la calle. Poco o nada sabía del tema, pero lo consideró instructivo y estaba inquieto por aprender. Cruzamos nuestros caminos de forma bastante peculiar. En Xela, nombre coloquial de Quetzaltenango, aun con medio millón de habitantes, se vivía un ambiente absolutamente rural y nadie podía llegar sin que se enterara el alcalde. Nosotros, torpes por decreto ley, rompimos la norma. Un buen día, en un colectivo camino de Chichicastenango, sin saber quién era y tras confundirlo con un lugareño, me senté a su lado. Atacado por la forzosa soledad de un viaje que provoca la 53
inevitable charla con el vecino de asiento, Héctor me preguntó: “¿Eres de España?”. Digamos que demasiado original no fue el chico, pero no tardó en encauzar la conversación y transformarla en un monólogo muy atractivo. El futuro sociólogo pasaba una temporada de relax antes de iniciar la cooperación, luego de haber trabajado un par de semanas en Chiapas, donde se libraban, y enfatizo libraban porque parecían una auténtica batalla, elecciones vitales para el país. Vicente Fox presidía la nación, no obstante la farsa priísta todavía pesaba en aquella sociedad que había vivido siete décadas en una dictadura encubierta, bajo una falsa ilusión democrática. Por eso los partidos sí democráticos enviaban observadores a controlar el normal desarrollo de los comicios, con el objetivo de evitar el temido “pucherazo”. Y entre ellos el joven Héctor, quien, tras la conclusión de su cometido, penetró en Guatemala para participar en un proyecto humanitario. Estaba sentado en la plaza de la terminal, cansado y sin ganas de estar sentado, y me había despedido ya de mi dulce compañera de viaje, que, antes de confundirse entre el gentío, me facilitó un e—mail para que le enviara una foto de España, sin determinar lugar concreto. Héctor echó raíces en Chiapas y se valía de cualquier excusa para escaparse hacia allí unos días. En teoría debía de aparecer en breve y me preguntaba cómo sería el reencuentro después de tanto tiempo. Hacía dos años que lo había visto por última vez y fue la primera persona a quien extrañé por tenerla tan lejos, aunque, tras mi periplo por Buenos Aires, la lista aumentó de forma considerable. Mientras aguardaba reté a mi estómago y compré una mazorca de maíz. Aquella estampa es una constante en todo el estado: mujeres indígenas con sus braseritos cociendo mazorcas de maíz que por 0,3 euros te rocían con una sabrosa salsa autóctona, que, por ende, pica. Y aceptarla fue mi gran error, que no trataré con profundidad para 54
conservar lectores, pues mi panza no estaba preparada para las asperezas mexicanas. Al fin se personó Héctor. Nos fundimos en un silencioso abrazo y rescaté la maravillosa sensación de estancamiento que tanto odio en otros aspectos de la vida. Cuando se trata de lo humano es excitante sentir que el punto y seguido pregonado en todas las despedidas se materializa tras una eterna separación. Lo miré fijamente y advertí que había engordado, circunstancia saludable en su caso ya que la escasa comida de Xela y las largas jornadas de viaje le habían dejado delgado en demasía. Los instantes siguientes supusieron una auténtica sobredosis de información, y un par años transcurrieron en apenas quince minutos, entretanto, la iniciativa del maíz volvió a ser retomada. Esta vez fueron dos mazorcas. A Héctor le había ido bastante bien. Acabó la carrera, se asoció a la izquierda revolucionaria, escribió su primera novela que vería la luz aquel año, e incluso sostuvo un largo escarceo amoroso desencadenado en relación estable. Una leve brisa pudo con nosotros y nos pusimos en marcha rumbo a casa de Sergio, un amigo de Héctor que siempre le daba cobijo en San Cristóbal. Pasamos la tarde entre pláticas y mate, vicio al que les hice adictos. He de afirmar que la situación me entristeció un poco por su fragilidad y brevedad, porque, al cabo de tres días, Héctor partiría rumbo al DF para retomar sus obligaciones laborales. Era consciente del hecho pero me sentía muy nostálgico, y su compañía cargada de cordura se erigía como un auténtico tesoro frente a varios meses sin ningún referente de mi mundo. De buena mañana, tras un placentero y profundo descanso, nos preparamos para dar un paseo por San Cristóbal, y efectuar, en consecuencia, la primera inspección rutinaria a una ciudad que en breve dominaría como la palma de mi mano. El plan consistía en contactar 55
con la organización que me introduciría en las comunidades. Todo estaba controlado: la dirección junto a la carta aval, la carta aval en la carpeta, la carpeta en la bolsa, la bolsa en la espalda, la espalda… Pero imagino que los problemas nunca vienen solos y que las casualidades son patrimonio del azar, dado que en esta ocasión la falta de cordura y la precipitación me habían jugado una mala pasada. Tras visitar la ONG, que recibía el nombre de un famoso fray dominicano que fue clave en su lucha en favor de la causa indígena, y ser tratado de manera excelente, me comunicaron que la posibilidad más próxima para desplazarme a las comunidades zapatistas sería en un mes y medio. Por segunda vez en menos de veinticuatro horas me volvió a invadir la tristeza, y no era nada distinta a la que me producía pensar en la marcha de Héctor. Ahora peligraba la seguridad que me provocaba sentirme tan próximo a adentrarme en la selva Lacandona, y comprendí que debía quedarme. No tardé en volver a entrar en el local de la organización y decirle a la chica: señorita, vengo a anotarme. Todavía hoy, Héctor encabeza los emails con esa frase. ¿Señorita vengo a anotarme? Espantoso. Gallego bruto. Ni señorita, ni anotarme. Por suerte la joven entendió el lenguaje, respondió con una carcajada de humanidad y enseguida adquirió la favorable postura de quererme adoptar. Me explicó con pelos y señales todo lo que debería hacer antes del ingreso en las comunidades: un curso teórico acerca de la situación actual del estado de Chiapas y la revolución zapatista, y un curso práctico para aprender a moverme con garantías en la selva, con especial atención a los temidos controles militares y a la acción paramilitar. Me adelantó también que me tocaría ir bastante lejos, a tres días de camino. ¿Algún problema ante una larga caminata?, preguntó. Aquella noche fuimos a cenar con Sergio a un bar de la zona. Comimos varios platos típicos, donde el maíz se alzaba como el 56
dueño y señor, bebimos cerveza y al fin pudimos catar el famoso Tequila mexicano. Sergio me invitó a Zinacatán, un poblado limítrofe a San Cristóbal en el que trabajaba y, aunque muy halagado por su oferta, preferí declinarla, puesto que había tomado una decisión: me iba a Quetzaltenango. Estaba cerca de la frontera y tiempo era lo único que me sobraba. En el dinero ya pensaría mañana. La primera resaca mexicana emergía de forma fluctuante. No obstante dedicamos la jornada a perdernos por San Cristóbal con el fin de explorar sus recónditos parajes, pues, al parecer, antes de partir, Héctor deseaba mostrarme a fondo la ciudad. Nuestro destino inicial fue el mercado, emplazamiento genuino por su costumbrismo, pero, del mismo modo, una gran evidencia de las carencias de la región. La cara más oscura salía a relucir, y las indígenas que cocían maíz en los braseritos con sus trajes regionales bien arreglados, dejaban paso a una marabunta de desolación, pobreza y miseria. En San Cristóbal, presos del silencio de la multitud, parecía muy difícil creer en las utopías. Guatemala estaba devastada en mayor medida, sin embargo, tras estudiar la filosofía zapatista, había albergado esperanzas; esperanzas que los ojos cansados de esas mujeres con sus críos a la espalda, sentadas en el frío suelo y sin zapatos, no reflejaban. Según Héctor resultaba un cuadro favorable comparado con la vida en las comunidades. No lo creí; o no quise creerlo. Pronto constaté la verdad y no le faltaba razón. Asimismo, en clara alusión al miserable panorama, me relató la innovadora iniciativa que emprendió un grupo de trabajadores sociales de la zona, con la que pretendía aproximar las dos realidades que coexistían en Chiapas. San Cristóbal acogía varias escuelas públicas, y muchos de los niños que asistían a ellas, tras acabar su jornada estudiantil, se dedicaban a pedir limosna a los extranjeros recién llegados. Estos mochileros estaban de paso y solían pensar que aquéllos eran los pobres 57
críos zapatistas en cuya defensa las masas campesinas se levantaron en armas, y en un sinnúmero de ocasiones accedían a darles una monedita. Los nenes, ajenos de manera incomprensible a la otra realidad que les rodeaba, se personaban con el botín todavía caliente a una sala de videojuegos sita al lado del zócalo, y gastaban las ganancias recién obtenidas bajo el pretexto de estar faltos de material escolar. El grupo de trabajadores sociales organizó unas jornadas denominadas de “convivencia”. Se trataba de llevarse a estos niños a visitar las comunidades emplazadas a tan sólo unos kilómetros de San Cristóbal, para que pudieran “conocer” a los otros niños de Chiapas. Jamás volvían a pedir limosna. Héctor se fue. Me dejó interesantes datos sobre la iglesia, el pueblo, la región, pero se fue. Me costaba, y sé que es muy descortés por mi parte, determinar si sentía tristeza por su marcha o temor a la soledad que se avecinaba, y, a día de hoy, aunque recibo sus emails, sí sé determinar esa sensación. Lo extraño. Vi su autocar desaparecer por la carretera y me fui a comprar un billete rumbo a Ciudad Cuahtemoc, primer alto en el camino para cruzar la frontera que separa Chiapas y Guatemala. Me encontraba en la calle Insurgentes, San Cristóbal de las Casas, y estaba aterrorizado. Enorme contradicción. Mi autocar partía a la mañana siguiente y me esperaba un trayecto de cuatro horas para plantarme en el fin del mundo y adentrarme en él. Estuve todo el día ordenando mis ideas y, a decir verdad, me preocupaba tener que hacerlo con tanta frecuencia, puesto que la aventura acababa de empezar y una sensación de colapso continuo me acechaba. Muchas emociones, mucha nostalgia enfocada hacia dos continentes, pero excesivo tiempo por delante para iniciar mi película desastre. Mi “mal momento” duró poquito, me pregunto en qué canastos piensan los grandes directores cinematográficos que alargan ese “mal momento” durante tres o cuatro meses. 58
Para mostrarle gratitud a mi anfitrión, en el ratito de tarde que mi cabeza me dejó libre, improvisé una paella valenciana que, modestia a parte, me salía y me sale exquisita. Deseaba que no fuera alérgico al arroz y resultó no serlo, más bien al contrario. En el trabajo Sergio había ayudado a achicar el agua de un pozo común que se había desbordado en un poblado colindante al suyo, y estaba muy hambriento. Quise cambiarle el plato de paella por uno de arroz crudo, porque comía con tanto énfasis que empecé a dudar de su capacidad selectiva. Entre soplidos y extraños ruidos guturales, articulaba alguna palabra destinada a esbozar consejos informat ivos para sobrevivir en esa zona de Guatemala tan desconocida para mí. Sus prerrogativas fueron esenciales. Al final de la velada nos despedimos. Al día siguiente Sergio libraba y pretendía dormir hasta tarde; yo, por mi parte, madrugaría para tomar el autocar. Si todo iba bien, al anochecer llegaría a Xela; si los planes fallaban, alguna remota y perdida ciudad de Guatemala me acogería. Era el momento de encomendarse a la suerte.
59
This page intentionally left blank
II
RECUERDOS DEL PASADO, HISTORIAS DEL PRESENTE (Una escapada a Guatemala.)
This page intentionally left blank
6. De nuevo en Quetzaltenango. Para mí la primavera llegaba de manera exclusiva por ese conocido y paladeado indicio. Naturalmente embriagada, cuando mis últimos parpadeos se encontraban con mi primer sueño, podía ver el aroma convertido en ráfaga, traspasar el umbral de la puerta, recorrer el barrio, e instalarse en un costado de la plaza de la estación de Témperley. Tal vez buscando atrapar otra nariz, otro cuerpo, u otro alma, que, como los míos, cada septiembre vuelven a sentarse en el mismo banco a esperar que llegue. Así finalizaba el cuento El aroma de los viejos años nuevos de Patricia, en referencia a la maravillosa fragancia a jazmín del país que desprende todo el sur del Gran Buenos Aires en el ocaso del invierno y con la que partí de Monte Grande. Me fascina recordar un lugar por su esencia. Quizá porque es una sensación insólita para mí, o quizá porque la utilizo como aspirina contra la nostalgia. Aquel fue el segundo recuerdo aromático que me acompañó tras mi paso por Argentina; el primero, el mío, el del mar nuestro. San Cristóbal desprendía también un olor especial, mezcla de vegetación y libertad. Es probable que algún día sea capaz de apreciarlo en todas sus formas de expresión, aunque esa fría y oscura mañana no era el mejor instante para deleitarse. Tras cerrar la mochila, advertí que Sergio había modificado sus sonidos guturales por otros auténticamente espantosos, nimiedad que aproveché para despedirme en silencio del maravilloso ser que ahora podía confundirse con un familiar del oso Yogui. 63
En la terminal me fijé en que del autocar con rumbo hacia Ciudad Cuahtemoc colgaba un enorme cartel bastante tranquilizador para los que poseemos la insana costumbre de despistarnos en los momentos cruciales. Durante el trayecto dormí con placidez. Cuatro horas representaban el aperitivo para alejarse de un estado que vivía en guerra de baja intensidad, pero guerra al fin y al cabo. El paso fronterizo me esperaba, y Sergio, entre guturales y “paellísticos” rugidos, me había indicado que durante treinta minutos se hacía imprescindible estar muy despierto. El show comenzaba en el destacamento militar por el lado mexicano, puesto que antes de entrar en la garita “los señores policías” determinaban el tiempo que debías permanecer en el control. Yo caí simpático y no aguardé en demasía; un grupo de franceses no disfrutó de la misma suerte. El límite con Guatemala se hallaba a dos kilómetros de distancia en rigurosa ascensión, y la única opción para alcanzar la cima suponía pagar a unos lugareños que ejercían de taxistas y que, según supe después, coimeaban a los policías para que hicieran pasar a la gente de forma escalonada por el sellado obligatorio, con el propósito de acumular más viajes para efectuar hasta la línea divisoria de ambos países. Antes de enfrentarme al regateo inevitable, me encaminé a una especie de cabina telefónica que había en el único establecimiento del lugar, porque pretendía llamar a mi casa y la zona urbana de Ciudad Cuahtemoc quedaba lejos de allí, incrustada en un valle. Descolgué el aparato y no emitía pitido alguno, a lo mejor estaba hipnotizado por los ronquidos de Sergio. No tardó en aproximarse una chica. Perdone señor, está averiada, murmuró con artificial corrección; en nuestro barcito hay un terminal para sus llamados, añadió al atisbar mi cara de decepción. Lo vi venir y no me faltó razón, la avería poco o nada tenía de casual, y los minutos en aquella diminuta cantina los 64
cobraban a precio de oro. Sergio me había aseverado que era casi imposible cruzar la frontera de la Mesilla —así se llamaba el emplazamiento— por primera vez sin ser estafado. Pero me hizo gracia, pues todavía estaba en México y ya me habían tomado el pelo. Mi sobrina Laura daba sus primeros pasos, ¿la familia? Bien gracias... Y el mundo igual que siempre. Al reemprender la marcha, observé que los tres franceses habían superado el control policial y los invité a subir juntos a la Mesilla. Mientras pagábamos cinco pesos por persona, algo menos de un euro, un chileno que deambulaba perdido y pedía clemencia se unió al convoy. En definitiva, tres franceses, el chileno y la sensación de llegar al punto donde Cristóbal Colón situó el corte vertical y un abismo detrás. El señor que hizo la guía, la mítica abandonada en el avión, y describió el aeropuerto de Ciudad de México como surrealista, debería haber venido allí, dado que la barrera que marcaba la separación entre ambos países, nunca mejor dicho, la marcaba en realidad entre dos universos. Los recuerdos de Xela estaban muy presentes y no eran así, creo que no eran así. Asimismo tocaba enfrentarse a los “cambieros”, unas personas dedicadas a cambiar dinero, minucia ineludible si querías subsistir. La moneda de Guatemala es el quetzal, de hecho el vocablo se usa para un sinfín de cosas: para nombrar al pájaro sagrado, como prefijo de ciudades y para varias aplicaciones populares con connotaciones bastante cómicas. Estos amables “empresarios” te succionaban la sangre, y como ilustre castellano me invitaron a proceder con las negociaciones; a continuación por el caserío policial. Aparte de rellenar un esperpéntico formulario, había que depositar veinte quetzales, de nuevo menos de un euro, para entrar en el país. Para eludir la “contribución”, ilegal por cierto, Sergio me comentó que pidiera un recibo con la finalidad de aplicar una sencilla regla de tres: no hay recibo, no hay dinero. Entre armas y trajes verdes, abogué por la solución más valiente. Pagué. 65
Superada la frontera, con la misión elidida de no dispersarnos, subimos a un autobús rumbo a Huehuetenango. Me sentía como en casa e incluso transmití mis experiencias del pasado a los cuatro colegas de viaje. Los trayectos en autocar por Guatemala son tremendos y entre su abrupta geografía auténticas antiguallas se desplazan a un ritmo vertiginoso. Para que se entienda la calidad de los vehículos, se trata de imaginar un autobús escolar típico de las películas norteamericanas, sumarle tres décadas de rodaje, y ya lo hemos logrado: el emblemático “colectivo” guatemalteco. Añadan una pizca de sal y sumen el agravante del terreno, que carece de cualquier tipo de asfalto a la europea. En los tramos inferiores a seis horas, el nuestro duraba tres, las paradas no estaban señalizadas ni establecidas y el conductor las efectuaba a su libre albedrío. La capacidad era ilimitada, ascendía gente hasta que reventaba, y en el espacio donde pensabas que no cabrías, encajaban dos o tres personas más. Quienes criaban gallinas las subían; quienes criaban otros animales o venían de recolectar verduras en el campo, también accedían. A bordo del Arca de Noé atracamos en Huehuetenango, una ciudad de paso para miles de viajeros ya que su terminal central servía de enlace para todas partes del país, y, como a Xela jamás iba nadie, allí me despedí de mis improvisados compinches, no sin antes advertirles de un detalle que estuvo a punto de inmiscuirles en una disputa. En la estación, varios lugareños corrían para portear las mochilas depositadas encima del vehículo con un claro objetivo: hacerse con una moneda tras colocar el equipaje en el maletero del siguiente autobús que correspondía abordar. Pero había tantos hombres para tan poco trabajo que a veces daba la sensación de que pergeñaban un robo (imagínese, querido lector, a tres fornidos franceses con muy malas pulgas y a un chileno asustado, en la colosal polvareda, contemplando a cinco o seis escuálidos guatemaltecos con 66
sus bolsas al hombro). Por suerte la sangre no llegó al río. Rumbo a Quetzaltenango, hambriento y cansado, sucedió algo inusitado. Cuando el autobús se disponía a iniciar un largo descenso, los pasajeros comenzaron a santiguarse. Miré a mi alrededor y no observé ningún hito religioso. Al final de la bajada el conductor nos hizo desalojar el vehículo y al ver el motivo di gracias por mi ignorancia, debido a que habíamos perdido una rueda, contratiempo solventado con unos cuantos rezos que surtieron efecto. Esperamos una eternidad. Mi cara no debía de ser muy buena porque una mujer me ofreció un pedazo de pan que mantenía caliente. Se lo agradecí en el alma e intercambiamos unas palabras en un castellano que me costaba entender. Pasadas las siete de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, arribó el otro autocar. Me habían aconsejado en innumerables ocasiones no transitar de noche por Guatemala puesto que podía resultar peligroso, mas no había otra opción. A las diez me planté en Xela y como todo un experto pedí al conductor que me dejara en Costa Blanca, parada donde no solía estacionar. Al apearme, con la primera bocanada de aire, un halo de tremenda tranquilidad recorrió mi cuerpo y se instaló en mi mente para apaciguar los sobresaltos de aquella larga jornada. Estaba en Quetzaltenango, no lo podía creer. Tras la marcha del vehículo compré una botella de agua, tenía sed y no había comido nada desde San Cristóbal. Bebí con ansiedad, como si no lo hubiera hecho en meses; en realidad sólo había tomado un trago por la mañana en Ciudad Cuahtemoc, mientras la encantadora señorita me cobraba los pasos telefónicos a precio de caviar. En mi anterior estadía en Xela, había participado en el nacimiento de un proyecto que ambicionaba recaudar fondos para un poblado cercano, llamado Pasac II. Allí, un reducido grupo de campesinos llevaba años al frente de una cruzada para construir una escuela. No obstante, acabé por desempeñar funciones docentes, como profesor 67
de castellano, para niños procedentes de familias con interminables carencias. Al principio dormía en Quetzaltenango, sin embargo, tras unos días, estaba bastante integrado en la comunidad, en la que decidí acomodarme. Cuando no pernocté en Pasac II lo hice en la casa Argentina, un hostal que recibía el nombre de la mamá de la dueña. Dos años más tarde, acudía a él en busca de cobijo para abandonar las calles y la fría noche. Fue fácil ubicarme en la laberíntica ciudad y encontré con rapidez el hospedaje; golpeé en la puerta y me abrió la incansable Leonor, hija de Argentina y propietaria activa del negocio, quien me miró con rostro familiar y me reconoció. No recordaba mi nombre, ni atesoraba referencia argumental alguna sobre mi paso por la casa, aunque sabía que había estado allí, y no era un farol comercial, citó la fecha. Leonor me brindó cama en la habitación grande, donde trece viajeros compartían un espacio común por un precio muy pero que muy módico. De todos modos, antes de instalarme, “compré” dos aguacates y una banana en su despensa, a la mañana siguiente los repondría. Pocos minutos después, me tumbé en la cama y reflexioné en el trasiego acaecido durante aquellas jornadas. Hacía una semana vagaba errante por el aeropuerto de Ezeiza, Argentina, presto a enrolarme en las comunidades zapatistas, y al cabo de esos siete días había recalado en el punto de Centro América que mayores recuerdos me evocaba. Tras el lógico desánimo sentido en San Cristóbal, había recuperado el aliento, con la ilusión renovada para revivir el pasado y volverlo a tejer con nuevas historias. Chiapas y mi gran objetivo estaban asegurados.
68
7. Guatemala, Rigoberta Menchú y los oprimidos. Xela amanecía muy temprano y a las nueve no quedaba nadie en la cama, pero aquella mañana era una excepción. Me desperté camino de las doce, agradecido a la diosa Fortuna por haber dormido en un colchón sin pulgas, algo inusual en la casa. Bajé a la cocina y puse un poco de agua a calentar con la finalidad de tomar mate, ya que desde mi estancia en el DF no lo había hecho. Cuando el termo se había llenado, me senté en una repisa, y entre sorbo y sorbo releí el tropel de folios con anotaciones que había realizado en el anterior viaje a esta ciudad excluida. ¿Cómo se entiende, si no albergaba intenciones de visitar Guatemala, que hubiera carreteado mis apuntes hasta Buenos Aires? Nina, Fabio y Pablo me pidieron que trajera toda la documentación recogida en Pasac II, porque habían fundado una organización para ayudar y cooperar en proyectos que valieran la pena y que no estuvieran basados sólo en la asistencia. Quetzaltenango entera se erigía como un proyecto que valía la pena. Guatemala, que deriva del vocablo “quauhtemallan” y significa “tierra arbolada” en una de las múltiples lenguas maya, era un país devastado por la sinrazón de un dictador unido a la nefasta moda que agostó el espíritu libertario latinoamericano durante medio siglo. En este caso, el “gorila” se llamaba José Efraín Ríos Montt. Como solía sucederme en las largas estadías por el continente, la rabia personal aumentaba cuando pasaba de la retórica de los libros a la realidad, y certificaba en primera persona el enorme patrimonio 69
social, cultural y natural de las regiones oprimidas. Guatemala, por desgracia, no suponía ninguna excepción. De entre una población de once millones de habitantes, el 54% son indios mayas pertenecientes a unas veinte etnias distintas. Es probable que el dato, sin otra referencia, no expresa gran cosa, y que, para entender con mayor claridad la identidad cultural del pueblo guatemalteco, sea necesario destacar que sólo un 4% de la ciudadanía es de raza “europea”. Los idiomas también representan un claro ejemplo de riqueza. Si nos remontamos a la tradición maya, en la zona se hablaban dos lenguas, el yucateca y el chol. En 1523, los conquistadores españoles usurparon el país. Hernán Cortés había enviado al leal Pedro de Alvarado, que en un año, al frente de una expedición de 350 hombres, fundó Santiago de los Caballeros (¡nosotros y los nombres!) e impuso el castellano como idioma oficial. Los grupos indígenas intentaron conservar al máximo sus raíces, y en la actualidad se contabilizan treinta lenguas derivadas de las mayas madre, que en su mayoría pertenecen a la familia maya–quiché. Entre ellas destacan: el itzá, el chortí, el mam, el pokomchi, pero, sobre todo, el quiché, hablado por unas 800.000 personas. Y aunque hay una campaña muy bien planteada para recuperar la memoria del quiché, las otras lenguas han perdido fuerza y en algunos casos tienen los días contados debido a que la transmisión generacional no se está produciendo. Sin embargo, el factor diferencial, el protagonista y el creador de las calamidades más graves, es el clima, ligado a la espléndida naturaleza del continente. A Guatemala no le falta de nada: selva, ríos, lagos impresionantes, volcanes y excesivas lluvias torrenciales. Por muy místicas y misteriosas que fueran las leyendas inventadas en torno a los orígenes de las tormentas bíblicas guatemaltecas, a mí me producían bastante repulsión, dado que cientos de poblados obligados a trasladarse decenas de kilómetros definían la realidad que 70
había asolado el país en los últimos años. Una buena infraestructura hubiera impedido tantos derrumbamientos y tan inmensa desolación. Esa carencia era obra y arte del “carapintada” nombrado con anterioridad, el general y dictador José Efraín Ríos Montt. Este militar, de breve permanencia en el poder, fue el principal artífice de la lamentable situación, y, entre su larga biografía, destacan varios acontecimientos. Ríos, tras perder unas elecciones por fraude y denunciarlo, trabajó en la embajada de Madrid, donde sirvió hasta 1977. En el ’78, ya de vuelta en Guatemala, abandonó la fe católica y se adhirió a la secta de la Iglesia del Verbo, de tradición evangélico—pentecostal, con sede en Eureka, California. Ríos Montt, obsesionado con la paranoia milenarista que predicaban los misioneros del Verbo, se entregó a las tareas pastorales y divulgativas. El 23 de marzo de 1982, mientras leía unos pasajes de la Biblia bajo la interpretación de su nueva creencia religiosa, un pelotón de soldados irrumpió en la sala y le comunicó que el dictador Fernando Romeo Lucas García, otro pieza, había sido derrocado, y que la nueva cúpula le reclamaba para presidir el gobierno de la Junta Militar. Aceptó. Entre sus primeras y predecibles tropelías, Ríos derogó la constitución, declaró el estado de sitio, impuso una estructura militar a todos los efectos y prometió combatir el crimen, la pobreza, el hambre… Falacia tras falacia, introdujo al país en el período más sombrío de su historia. El dictador, no saciado con la sangrienta represión a las guerrillas, prefirió añadir a su lista de trofeos la aniquilación de 400 comunidades indígenas. Las barrió literalmente del mapa y exterminó a miles de sus conciudadanos. Ante rumores de un inminente golpe de estado y cuando la suma de asesinatos sobrepasaba los 10.000 y la de desaparecidos los 50.000 –en la actualidad el número de muertos supera ya los 71
150.000—, convocó elecciones para Julio del ’84. Sin embargo, otro iluminado quería decir la suya. El 8 de agosto de 1983, su ministro de Defensa, general Óscar Humberto Mejía Víctores, asumió el poder en un extraño golpe que dejó a su homólogo antecesor libre de cualquier cargo imputable y en primera línea de la vida pública guatemalteca. Tal fue así, que después del restablecimiento definitivo de la democracia en el ’90, Ríos intentó de nuevo tomar el mando presentándose a los comicios, en los que obtuvo 10 de los 116 escaños que entonces formaban el parlamento. De todos modos la paradoja estaba por llegar. En el ’94, Ríos comparecía en las elecciones que acumularon un 79% de abstención (sí, sí, no me he equivocado, 79%). Lideraba el (FRG), Frente Republicano Guatemalteco, y sucedió lo que Patricia denominaba “falta de identidad” y “carencia de memoria histórica”. En mi opinión no le faltaba razón y aunque los dos coincidíamos en el concepto esencial, la táctica empleada era la miserable “pan por votos”. El asesino ganó. La presión popular pudo con el militar genocida, y en la actualidad Alfonso Antonio Portillo Cabrera encabezaba el ejecutivo en nombre del partido que lideraba Ríos. Entre el campesinado nadie se creía esa presidencia y se argumentaba que el propio Ríos, desde la sombra, regía el devenir de la nación. Por suerte para los oprimidos, siempre hay un espacio para la libertad que en Guatemala fue otorgado por la indígena Rigoberta Menchú, y, en 1992, la concesión del premio Nobel de la Paz a su persona se convirtió en un acto fundacional. Natural de una pequeña aldea y sexta hija de una familia de nueve hermanos, Rigoberta, como miles de niños guatemaltecos, comenzó a trabajar en la recolección del café cuando contaba ocho años. Su historia es el trágico y común relato que sesgó la infancia de miles de críos indígenas: un hermano muerto por el hambre, otro obligado a alistarse en el ejército donde fue quemado vivo, y un primo que 72
feneció intoxicado en los cafetales por el efecto de los pesticidas. Su papá se alzó como un reconocido insurgente que luchó con fervor para preservar la dignidad de su pueblo; acérrimo defensor de los derechos humanos, participó como activista en el asalto de la Embajada de España en Ciudad de Guatemala. Murió carbonizado. En represalia encarcelaron a su mujer, a quien torturaron y asesinaron de manera salvaje. En 1980, Rigoberta abandonó su patria, proclamándose abanderada de la causa indígena, no sólo de su Guatemala natal, sino de toda Latinoamérica. Su labor fue incontestable. Como su padre, la defensa de los derechos humanos y la denuncia del genocidio ocurrido durante años y silenciado por esos temidos ojos cómplices del mundo, pasaron a ser sus grandes obsesiones. La recompensa no tardó en llegar, primero con el Premio Nobel, y luego, en 1996, con el Acuerdo de Paz. Meses después del alto al fuego, un empresario descendiente de alemanes que rondaba los 50, Álvaro Arzú, fue elegido presidente. El punto principal de su programa electoral radicaba en la necesidad de parar la guerra civil, oculta o no declarada jamás, que había asolado Guatemala durante más de tres décadas. El conflicto armado en la sombra, que enfrentaba a dos bandos desiguales, el gobierno y las milicias campesinas, había arrastrado al país a una situación tan cruenta como vergonzosa. Tras un lustro con las negociaciones estancadas, el ejecutivo y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) decretaban, precisamente en Ciudad de México, el alto al fuego. El esfuerzo efectuado fue tremendo y el acuerdo, que recibió el nombre de Acuerdo de paz firme y duradera, contentó a ambas partes. Uno de los asuntos clave de la negociación comportó pactar la incorporación de los guerrilleros a la vida civil y desvincularlos de toda responsabilidad por los enfrentamientos del pasado, a la vez que la (URNG) se convertía en un partido político que gozaba de 73
idénticos derechos que cualquier otra formación. No obstante, la mano negra del ejército —y la no tan negra— volvió a aparecer en 1998, con el asesinato del obispo Juan Gerardo, que estaba al frente de la redacción del informe Recuperación de la Memoria Histórica de Guatemala, mediante el cual pretendía esclarecer el truculento genocidio perpetrado por los “milicos” en los períodos anteriores. Basándose en ese informe y en los elaborados por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), Rigoberta tomó como precedente la acusación contra el dictador Pinochet e intentó que se procesara fuera de Guatemala al general Ríos Montt. El 27 de marzo de 2000, el esfuerzo de la premio Nobel parecía obtener resultado, porque La Audiencia Nacional Española determinaba poseer competencia para acoger la denuncia, por tildar de crímenes contra la humanidad los cargos imputados al militar asesino y a su cúpula. El 13 de diciembre del mismo año, la Sala de lo Penal archivaba el caso. Argüía que la justicia guatemalteca atesoraba suficiente capacidad para encargarse del proceso, que, por ende, eliminaba la propia autoridad de los tribunales españoles por quedar fuera de su jurisdicción. Llegados a este punto, me gustaría repetir las palabras que cité cuando hablé del “Che”: Llenar líneas y líneas sobre la vida y milagros del rosarino sería bastante estúpido, hay decenas de libros magníficos escritos e ilustrados por señores que conocen millones de veces mejor la historia, y, como siempre en estos casos, el testimonio de aquellos anónimos que lo rodearon es la verdadera expresión de los sueños construidos desde la realidad. Esta vez hay algún cambio: el rosarino es Rigoberta, y el libro que más me ha gustado no es de un señor, es de una señora, Elizabeth Burgos. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, clama el sugerente título de la antropóloga y etnóloga venezolana, quien, por cierto, también ha 74
redactado varios textos muy reveladores acerca del “Che”. Pero interesante en especial es comprender el entorno de Rigoberta, procurar alejarse de nuestro contexto y desligar a la guatemalteca de su actual sentido común, fuerza y carisma. Sólo así entenderemos lo duro que ha sido el camino que la ha conducido hasta aquí. La lucha por la independencia personal, el deseo de no ser una eterna oprimida y las duras y desagradables experiencias de la vida forjaron a una auténtica guerrera, nacida sin libertad y decidida a lograrla, no sólo para ella, sino para su pueblo y sus hermanos latinoamericanos que esperan el momento para gritar bien fuerte el alarido de los excluidos. Aunque en mi opinión, lo más conmovedor del relato de Rigoberta es la necesidad y la inquietud por reconstruir una vida que le fue sesgada de manera furtiva por unos asesinos de traje verde. No obstante, ella se centra en disfrutar de la existencia que siempre deseó y que nunca pudo paladear. La venganza, más allá de la justicia, es para los necios y los cobardes.
75
8. Los amigos de Pasac II. Eran las doce del mediodía y el mate se había acabado. Me animé entonces a iniciar cierto ejercicio físico, con una ducha y un afeitado secundados por ropita limpia –comenzaba la crisis del sector—, y a pensar en el almuerzo. En Xela nada había cambiado y la casa Argentina continuaba vacía, horas de godible soledad con un sol radiante cuando los viajeros habían emprendido sus excursiones. Por cierto, en clara contradicción con palabras anteriores, quiero apuntar que la ciudad sí albergaba un lugar para visitar. El emplazamiento recibía el nombre de Las fuentes Georginas, dos gigantescas balsas de agua caliente capricho de la naturaleza y propiedad exclusiva de las zonas del planeta donde había volcanes en cierto estado de actividad. Qué poco técnico mi comentario, mejor… ¿Actividad pasiva? Guatemala ostentaba un histórico pasado de erupciones, fuego y destrucción, sin embargo, 50 años resguardaban la conciencia de los que decidíamos en un momento u otro pisar el país. Creo que me he metido en camisa de once varas con mis escasos conocimientos vulcanólogos. En Guatemala sí había volcanes en activo, como el Pacaya, cuya última erupción fue en 1998, y el Santiaguito, aunque nada de lava corriendo a raudales por las calles de ciudades arrasadas. De eso, de arrasar ciudades, se encargaba, lamentablemente, la lluvia. Los cooperantes estaban en sus puestos de trabajo, doña Leonor había ido de compras y en el hospedaje sólo permanecía Argentina, a quien saludé antes de partir a Pasac II. Llegar a la comunidad suponía una odisea y tan sólo distaban 20 kilómetros de Xela. No obstante los atascos no son exclusividad de 76
la M 30 y de la Ronda de Dalt, y cruzar una urbe de 500.000 habitantes, sin infraestructuras, se convertía en un pequeño infierno en el que un par de horas acababan con la paciencia del lector más abstraído y del más gandhiano de los mochileros. Luego de rebasar la Rotonda, un enclave en que confluían todos los autobuses de la comarca, era indispensable efectuar trasbordo y esperar cualquier vehículo cuyo rumbo contemplara la cooperativa de vidrio, frente a la cual se hallaba Pasac II. Y he dicho “cualquier”, porque dentro de Quetzaltenango, las cosas, en cuanto a transporte se refiere, funcionaban bastante bien; en cambio, cuando salías de la ciudad estabas en el lejano Oeste y “cualquier” medio parecía óptimo y válido para viajar: un carro de labrador, un camión de mercancías, uno de planchas de vidrio, un jeep familiar destartalado, la espalda de un amigo... Si mis cálculos y ninguna otra rueda de autobús fallaban, arribaría a la comunidad justo al término del almuerzo. Así podríamos conversar con tranquilidad. Superada la Rotonda, volví a sentir ese temor frío tan extraño del primer beso de adolescencia. Imagino que habrá observado, distinguido lector, la similitud entre esta impresión y las descritas en el avión rumbo a Ciudad de México, en el zócalo, al entrar en Chiapas, al ver a Héctor, al despedirme de él, al pisar Xela. No desearía asemejarme al típico actor de telenovela de serie Z, con la que todos, y subrayo todos, hemos “dormido” alguna vez, de modo que debería detallar mi inconsciente proceder que me había conducido a parecer un triste lacrimógeno, digno de protagonizar las mejores y más deliciosas novelas de Corín Tellado. Lo cierto es que se sumaron demasiadas emociones encontradas y por eso recalé en Xela, para frenar la vorágine de adrenalina que se había apoderado de mí. Camino a la cooperativa de vidrio, tuve suerte y viajé en un autobús de línea, razoné las evidencias que se me habían escapado. Pasac II veía pasar a decenas de personas que prometían palacios de oro, 77
un montón de humanitarios de postal y “pelacañas” de escaparate que se deleitaban durante una mañana con la hospitalidad de la aldea y que, acto seguido, declaraban sentirse muy afectados por las condiciones de vida de los lugareños, a quienes juraban y perjuraban que regresarían con cientos de millones de dólares. No eran más que adulterados vendedores de humo cargados de promesas a las cuales los sabios e intuitivos vecinos de la comunidad ya estaban acostumbrados. Aquel burlesco recital de falsas esperanzas componía una cruel realidad, pero así sucedía. Por supuesto que me reconocerían, estuve dos meses sin salir de allí. Sin embargo me daba miedo el “frío”, ya se sabe, los mediterráneos no nos avenimos con el invierno. El temor se establecía a través de mis propias dudas acerca de lo que verdaderamente hice por ellos; me asustaba pensar que también yo hubiera sido un vendedor de humo, y ahora debía enfrentarme a esa posibilidad. Antes de la primera estancia en Pasac II había formado parte de varias cooperaciones tildadas de humanitarias, donde se materializaban situaciones esperpénticas que me traían recuerdos de instituto, tiempos en los que entendía casi como mías las andanzas de Max Estrella. Por ejemplo: es ilógico destinar a un batallón de jóvenes al norte de Ecuador para reconstruir poblados si los únicos conocedores del trabajo son los indígenas, a quienes molestas más que otra cosa, y encima les obligan a alimentarte, aunque, por suerte, reciben una remuneración a cambio. Y es igual de ilógico enviar a otro grupo de chavales a cultivar patatas sin instrucción previa, porque a diez mil kilómetros de casa la mayoría descubría que no crecen cortadas a pedacitos rectangulares y que el ketchup no es una planta. Una vez participé en Talca, sur de Chile, en un proyecto denominado “de saneamiento y adaptación”. Se trataba de colaborar con las familias a construir letrinas, e incluso una ONG donó una suma ingente de dinero para comprar inodoros y materiales, con el objetivo de edificar diminutas casitas que desarrollarían la función esti78
mada. Todo marchaba genial hasta que se me ocurrió preguntar por el trabajador social que les iba a enseñar a utilizarlos. No existía tal persona. Resultado: unos servicios preciosos e impolutos adonde nadie acudía ni se usaban jamás. Pero en Pasac II nació una iniciativa excelente, forjada desde dentro. Su población, cercana a las cinco mil personas extendidas en un vasto territorio, se había propuesto escolarizar al mayor número de niños posible, una tarea harto complicada, debido a que el 70% de los habitantes eran analfabetos y casi todos los infantes trabajaban, siendo su aportación económica básica para la familia. Comité de Padres Coeduca fue el nombre elegido por dos vecinos, padres y obreros, Doña Udolía y Don Domingo, para bautizar al organismo que pretendía tal hazaña; ambos obtuvieron carisma con rapidez y su capacidad de convocatoria fue excepcional. Cuando recalé en tan lejanas tierras, habían conseguido que el 20% de los críos asistiera con regularidad al colegio formado por una cocina, un granero y unas escabrosas medidas higiénicas que se endurecían por las naturales condiciones climáticas del frío invierno guatemalteco. De todos modos, con muy buen criterio, el Comité quería más, y comenzaron entonces una campaña para recaudar material escolar; continuaron con una solicitud formal para que el estado considerara mandar a dos profesoras interinas, y en última instancia creyeron oportuno que un experto en temas pedagógicos visitara la aldea cada cierto tiempo, y, aunque sabían que era mucha demanda, su actitud no fue fruto de la ansiedad o la inocencia, sino de un plan trazado y estudiado que consistía en pedir más de lo que pensaban lograr. En dos meses recibieron noventa y nueve sillas con mesas adaptables, pizarrones, lapiceros, libretas, y el premio máximo a su esfuerzo personificado en dos fantásticas y divinas docentes. Lavaron a fondo las estancias y cerraron con andrajosos plásticos los agujeros de las vetustas edificaciones en las que se impartían clases y, en consecuencia, asistir a la escuela, en Pasac II, se convirtió en una 79
actividad agradable. Relataba Don Domingo al respecto, la embriagadora emoción que sintió al escuchar a un crío protestar; “profesora, a mí no me gusta estudiar”, lloriqueaba el chiquillo. Aquella frase tan típica significaba que los nenes cuando acudían al colegio sólo atendían a sus quehaceres, y se olvidaban del frío y de las pulgas. Pero todavía deseaban más. Mi presencia coincidió con un planteamiento doble: solicitar dinero para construir un recinto donde albergar nuevos alumnos, y escolarizar a los adultos, mientras el número de niños aumentaba sin cesar. Al principio iba cada mañana a Pasac II a dar clases de castellano. Pronto me trasladé a vivir porque sentí que mi aportación podía ser más útil si pasaba más horas allí. Una vez integrado me pidieron que les ayudara a cumplimentar los trámites burocráticos para la reclamación formal del dinero necesario, e iniciar así la construcción de la escuela. Acepté encantado. Asimismo me uní en calidad de oyente, previa consulta al Comité Coeduca, a las constantes reuniones entabladas con los vecinos para convencerles, tanto a ellos como a sus hijos, de que empezaran la actividad estudiantil. Aquellas entrevistas fueron un evidente reflejo del irracional mundo en el que vivimos, y me di de bruces contra una realidad que conocía pero desconocía. Entre tanta charla destacaré dos, claros prototipos. La familia Bravo estaba compuesta por el matrimonio, Juan y Sila, tres hijos varones, Pedro, Lucas y Walter, y dos hijas, María y Virginia. El patriarca ejercía de labrador desde tiempos inmemoriales y su asignación, que rondaba el euro y medio diario, delataba que el cacicazgo continuaba vigente en Guatemala. Juan había visto la luz cuando sus dos hijos mayores, Pedro y Lucas, comenzaron a ir al campo, y el dinero adicional aportado por los chavales, quienes estaban seguros de que labrar representaba el único y el mejor futuro para el resto de sus días, facilitó mucho el devenir de la familia. No 80
obstante ser tan jóvenes comportaba no ostentar la “suerte” salarial del papá, y la compensación recibida por doce horas de duro esfuerzo se aproximaba al euro, comida no incluida. Sila, la mamá, no había trabajado nunca, ya que su marido no lo permitía; Walter, el otro chico, había esquivado las hordas de la marginación cultural y asistía a la escuela desde hacía seis meses. Tenía casi ocho años e iniciaba su andadura con el abecedario. Sus hermanas, de siete y seis, jamás habían tocado un libro gracias a la prohibición de Don Juan Bravo, que las quería en casa ayudando a la mamá. Acá deben estar, repetía con voz enfermiza. La lucha de Don Domingo ambicionaba que las niñas acudieran a la escuela tras recibir el consentimiento del papá. Era una guerra perdida de antemano, o eso creía yo. Después de la primera parte: recepción muy amable, referencias al clima y al equipo local de fútbol, el Xelajú, Don Domingo estuvo hábil y desvió la conversación a través de la intachable trayectoria de Walter en el colegio. Todo fue bien hasta que Don Juan Bravo se cerró en banda; argumentaba, sin ninguna convicción pero con aguerrido énfasis, la poca necesidad de estudiar en la vida mísera que nos ha tocado vivir, en un cruel país dominado por unos cuantos bastardos. Don Domingo entrevió la fisura y, con riesgo de provocar la fractura completa, respondió, a modo de pregunta, con admirable valentía: ¿Quieres ver a tus hijas con la misma mierda de vida que tú, y que les tomen el pelo por ser tan incultas como tú, y que pasen toda su existencia limpiando la mierda de los demás? Había visto hasta entonces a un bravucón y machista personaje incapaz de traspasar su propio hocico, por eso pensé que serían las últimas palabras de Don Domingo. De repente, Don Juan Bravo, valiéndose de que su mujer no se hallaba presente, soltó un grito ensordecedor y nos echó a patadas de la casa. Me asusté muchísimo, aunque me tranquilizaba ver como mi amigo, convertido en psicólogo y trabajador social, normalizaba con rotundidad la situación. 81
Estábamos a unos diez minutos de mi habitación. Empezamos a andar y ninguno de los dos dijo nada. Parecía tranquilo. Me extrañó su reacción, incluso se despidió con una enérgica y medio burlona sonrisa. El enfrentamiento sucedió un jueves. El lunes siguiente, las dos hijas de Juan Bravo, María y Virginia, se incorporaron a la escuela. Don Domingo me explicó que de joven, Juan había profesado ciertas tendencias comunistas –en Guatemala eras cadáver por ello— que nunca se materializaron. Lo conocía bien, y se menospreciaba a sí mismo por no haberse realizado en la vida. Clavó una aguja en su orgullo y cosechó el resultado ansiado. El caso de los Guzmán fue todavía más amable, con una resolución cargada de pintoresco pragmatismo. José, de siete años, hijo de Luis y María, se encargaba de cuidar al abuelo mutilado en uno de tantos conflictos armados acontecidos en Guatemala. Tras una época de gran hambruna, el matrimonio recaló en Pasac II y ambos encontraron trabajo en la cooperativa de vidrio. Sin duda, una pareja moderna, pues la mujer estaba integrada en la vida laboral, circunstancia que los convertía en centro de críticas y miradas del vecindario, algo así como la familia “Monster” del lugar. En cualquier caso, laboraban doce horas diarias y no podían ocuparse del abuelo. Al iniciar la reunión, Luis no se mostraba receptivo porque se había cortado en la mano. No todos los empleados de la fábrica gozaban de guantes y de los elementos necesarios para salvaguardar su integridad física. María preparó té. Bueno... preparó una infusión de origen desconocido y exquisito sabor dulzón, mientras, su marido nos convidó a galletitas y nos contó el suceso que casi le seccionó la mano. Nadie debía salirse de la cadena de producción, se trataba de tomar riesgos con frecuencia. Eso o el trabajo, sencilla elección. Don Domingo buscaba el modo para que el abuelo estuviera bien atendido durante el día y, por lo tanto, liberar a José del único impedimento existente para no ir al colegio. Luis puso su voluntad más 82
acérrima; María propuso dejar la cooperativa. Sin su sueldo hubiera sido utópico seguir, de manera que era una posibilidad inadmisible. Al final, después de darle mil vueltas, el incansable Don Domingo planteó una solución tan práctica como inverosímil. Don Matías, así se llamaba el adorable viejecito, vendría cada día a la escuela con su nieto y presenciaría las clases como un alumno más. Aunque impedido, su cabeza y su corazón funcionaban a la perfección. Así se hizo. Resultó de tal forma el invento, que el anciano se constituyó como el gran y querido abuelito de todos los niños. Lo adoraban. Arribaban juntos por la mañana. José lo acompañaba al baño y se desocupaba de él, dado que el colegio entero quería tirar de su silla. El Abuelito, nombre que se le acuñó, compensaba la devoción mostrada contándoles cuentos y antiguas leyendas guatemaltecas. Sus narraciones desprendían tanta pasión que el fútbol se acabó en el tiempo de recreo, y los niños se apiñaban alrededor de Don Matías para escuchar sus relatos. Sin duda, aquello le hizo rejuvenecer veinte años y, como me confesó en seguida, pasó de querer morirse cuanto antes a recuperar la ilusión por vivir. Qué raro, ¿no? Recuperar la ilusión al generar ilusión. Las cómicas anécdotas se sucedían. El “Abuelito”, ya mayor, no aguantaba despierto muchas horas y en los albores de la tercera clase se dormía. Al principio fue complejo acostumbrarse a los ronquidos, pero pronto se convirtieron en un icono de la enseñanza en Pasac II. Una vez, cuando la cosa funcionaba muy bien, los directores del Comité de Padres citaron al inspector de educación de la región, una distinguida personalidad, para reclamar una suma de dinero con la que adquirir material escolar. La suerte no estuvo del lado de la comunidad, y el burócrata, que debía de personarse a primera hora, pinchó una rueda del coche y concurrió casi a las doce del mediodía. Margarita, así se llamaba una de las dos maestras que envió el estado, intentó mantener despierto a Don Matías. No hubo manera. Nerviosa por la situación, preparó un largo discurso para justificar la 83
presencia de un anciano roncador en el aula de ciencias. El inspector, al iniciar su tránsito, se acercó a la cocina, donde Luisa, la otra docente, impartía historia. El hombre quedó conmovido por las condiciones infrahumanas que coexistían con las ilusiones de los chavales. Acto seguido se dirigió a la clase del granero y, como cabría esperar, lo que generó su atención fue la estampa de Don Matías y sus graciosos e impunes rebuznos capaces de arrancar una sonrisa incluso a unos “labios oficiales”. Es mi padre, lo lamento, hoy se encontraba mal y preferí traerlo, es muy mayor y padece del corazón, entenderá que no debía dejarlo solo en casa, improvisó Margarita de forma muy convincente. El burócrata pasó por alto el ‘insignificante’ detalle y Pasac II obtuvo otra pequeña gran victoria certificada al cabo de dos semanas con ochenta y cinco sillas, sumando un total de ciento ochenta y tres, que superaba en nueve al número de niños escolarizados hasta la fecha. La cara amable de las batallas del Comité de Padres salía a relucir, aunque por desgracia asistí a decenas de casos en que los chicos trabajaban y su aportación era indispensable para el hogar. Jamás se escolarizaban. El machismo imperante constituía otro factor elemental para impedir que las niñas estudiaran, y así una larga lista de etcéteras que juntos conformaban una triste realidad. La gran proeza del Comité consistió en lograr que la comunidad hallara un vínculo. Todos cantaban al unísono al son de la escuela que pronto tararearía ritmos de libertad (en Guatemala unir a las masas en pos de una ilusión es una gesta de valor incalculable). Tan enorme llegó a ser el espíritu de hermandad, que las instalaciones se vieron desbordadas y se aceleró la necesidad de construir un recinto nuevo. Cuando iniciamos la demanda económica para comprar los terrenos y proceder a la edificación nos dimos de bruces, o mejor dicho, me di de bruces, contra la cruel realidad que margina sin escrúpulos 84
a muchos sectores sociales del país en particular y de Latinoamérica en general. Se requerían dos millones y medio de pesetas para adquirir un terreno emplazado en medio de la comunidad y que de manera incongruente pertenecía a un cacique local, sin intención de ceder un mísero quetzal. Asimismo, el gobierno guatemalteco nos respondió sin miramientos: el presupuesto para educación estaba cerrado y no pretendía destinar ni un solo quetzal más. Entre tanto “no quetzal”, se me ocurrió pensar de dónde iban a sacar el material para construir la escuela y quién la levantaría. Pero mi incredulidad y mis prejuicios me hacían tener la mente cerrada, sin embargo, existían respuestas, puesto que vivía en la región un arquitecto amigo de las causas justas, había una fábrica de materiales solidaria, y, por supuesto, la mano de obra la aportarían los propios habitantes de Pasac II. Así pues, tocaba plantearse la opción de pedir la “plata” a alguna ONG internacional. En Quetzaltenango operaba una muy famosa a escala mundial. Sus trabajadores ostentaban una casa privada con servidumbre incluida; cobraban cerca de 4000 dólares –en Xela, o los quemas o es imposible gastar 500 al mes— y un fastuoso Jeep con el logotipo de la empresa aguardaba en el parking particular de cada miembro, uno de esos cuyas ruedas hacen salpicar el fango a todo el mundo menos a sí mismo. Poseían diez vehículos y pensé en proponerles que se vendieran uno. En verdad, antes de barajar dicha opción, mejor esperar al 6 de enero, ya que el porcentaje de probabilidades sería mayor, incluso con los lejos que estábamos de Oriente. Apareció entonces un bilbaíno en forma de ángel que se llamaba Joseba y que residía en Guatemala desde el ‘88. Enfermo crónico, se dejó la vida colaborando en diferentes proyectos humanitarios que le llevaron precisamente a perderla. El tipo, desagradable, arrogante, engreído y presuntuoso, no me cayó nunca bien y quería proclamarse el Mesías de todos los extranjeros que visitábamos el país, mas ahora su estupidez carecía de importancia. 85
Joseba gozaba de buenos contactos y remitió el proyecto a una organización afincada en Bilbao. Justo el penúltimo día de mi estadía en Pasac II la aportación económica fue concedida íntegra. Canalizada la enorme alegría, me entristeció saber que no vería levantar tantos sueños de manera paralela a la edificación de la escuela. De todos modos comprendí que me vencía el egoísmo y que mi lugar era otro. Los verdaderos sueños pertenecían a los legítimos luchadores, el Comité de Padres Coeduca, formado ya por seis mujeres y tres hombres, y los vecinos que cambiaron un plato de comida por la educación de sus hijos. Juntos habían logrado el objetivo. Desde la cooperativa de vidrio avisté la escuela y me cayó una lágrima de emoción. Cada seis meses había recibido una foto escaneada con dificultad por el arquitecto que supervisó el proyecto y a quien no tenía el placer de conocer. Sabía que las cosas funcionaban, pero en ese preciso instante lo vivía en directo. Bajé del autobús, crucé la carretera, salté el arroyo y como siempre me mojé un poquito los pies; subí por la calle central, de rigurosa arena y piedra, y me situé frente a la escuela; la rodeé catorce millones de veces e intenté entrar, pero estaba cerrada. De repente escuché un alarido desgarrador, provenía de Doña Udolía que había advertido mi presencia y corría hacia mí a una velocidad impropia de una mujer castigada por varias décadas con la espalda curvada en los cafetales. Fue incapaz de decir nada. Me sonrió, me abrazó y empezó a llorar sin ningún complejo. Tras unos segundos comenzó a hablar y me puso al corriente de lo ocurrido en Pasac II durante los dos últimos años y, a continuación, fuimos a tomar una infusión al mismo tiempo que avisaba a los miembros del Comité. Reviví con nostalgia el pasado. Un pasado que recordaba con inmenso cariño y ferviente esperanza. Al cabo de un rato, llegó Don Domingo que venía del laburo y, como si mimetizara la reacción de 86
Doña Udolía, tampoco dijo nada, me sonrió y me abrazó con bastante más fuerza que su homóloga. Pasamos la tarde entre charlas y reminiscencias del ayer y me describieron al detalle la mutación sobrevenida en Pasac II. Destacaba la cantidad de éxitos adicionales que sumaron unos campesinos decididos a modificar el curso de su historia. Como hechos relevantes, comentar la comparecencia masiva al colegio de niños de otras comunidades, y el siguiente reto que se había propuesto el Comité de Padres: aumentar la edad de escolarización de los chiquillos porque se veían obligados a volver a las labores del campo o de la casa, debido a que a los trece se acababa el período estudiantil.
87
9. La inesperada noticia. Era muy temprano y escuché murmullos. Entre bostezos matutinos miré de reojo a Don Domingo. Estaba en el suelo de su comedor durmiendo en un viejo colchón y creo que de forma acordada preferimos no despedirnos, porque al levantarse para cumplir con su jornada laboral se esmeró en no hacer ruido. Cada madrugada, el ideólogo del Comité Coeduca se transformaba en obrero, ya que trabajaba en la construcción para un capataz local en Cantel, población de la que dependía Pasac II. En seguida concilié el sueño de nuevo. Dos horas más tarde me desperté. En un rincón de la casa tejía Doña María, la esposa de Don Domingo, quien protegía expectante mi descanso. Trece años menor que él, había dado a luz recientemente al segundo hijo varón habido del matrimonio. En el ‘95, la joven enviudó por una larga enfermedad desconocida que contrajo su marido, fruto de la intoxicación sufrida por los compuestos químicos vertidos en los cafetales. Tras un sabroso desayuno a base de pan y una infusión, me marché de Pasac II con una felicidad enorme y sin abrazar a nadie. Había vuelto una vez, seguro que regresaría algún día. Durante el trayecto a Xela, estructuré las próximas seis semanas. Cuando me apeé en la Rotonda decidí ir a la casa Argentina, puesto que era un buen momento para charlar con Leonor y negociar el precio para veinte noches. Superado ese período, me desplazaría a un par de sitios del país que deseaba visitar. Luego, rumbo a Chiapas. Xela, igual que muchas ciudades latinoamericanas, se dividía en “zonas” numeradas –como nuestros barrios, pero sin nombres de señores, ríos o santos—, y mi hospedaje estaba en las afueras de la Zona 1. 88
Caminé hasta el centro urbano para dar una vuelta por el zócalo; compré papas, bananas y aguacates, un poco de arroz y enseres para la higiene. La mañana transcurrió apacible, y sin darme cuenta mi estómago anunció la hora del almuerzo. Valiéndome de mi ubicación, comí en uno de los múltiples comercios establecidos alrededor del mercado Central, donde, por el módico precio de un euro y medio, señoras que traían sus propios aperos te servían un cacito de cada alimento: arroz, remolacha, roscón, extrañas verduras. A continuación de una rápida ingesta, calculada para coincidir con el café de Doña Leonor, me fui a la casa Argentina, situada a unas cuantas manzanas. Tras deshacerme de los bártulos, le comenté mis intenciones y me reservó una habitación para el siguiente día. Acordamos un pago de cuarenta euros por las veinte noches. Una cómoda estancia, con una cama, un armario y una mesita, sustituiría al habitáculo común que me cobijaba hasta la fecha. La casa Argentina era una auténtica torre de Babel elevada a la máxima potencia y, dado que por Xela sólo pasaban turistas para visitar las fuentes Georginas o cooperantes que se instalaban una temporada, aquel hostalito se alzaba como punto de encuentro, e infinitud de nacionalidades se daban cita. En realidad el lugar no tenía nada especial y el factor diferencial lo formaba la gente que por sus dominios desfilaba. El edificio estaba compuesto por una veintena de habitaciones sin lujo alguno, además, el ya citado habitáculo común albergaba a doce personas en camas colocadas como piezas de un rompecabezas. Una cocina con algunos utensilios y varios lavabos completaban la residencia. En los últimos tiempos, debido a su buen estado económico, Leonor permitía ver el informativo español, pasado en directo pero con seis rigurosas horas de retraso, en una arcaica tele que había comprado. En cuanto al resto, la casa Argentina no ocultaba mayores secretos que los narrados por las personas que llevaban meses allí. Se hacía tarde, y antes de la cena fui a la casa Verde. Con un nom89
bre difícil de imaginar en España, se denominaba al centro cultural más importante de la ciudad, en el que la oferta de ocio era muy amplia: clases de castellano, de inglés, de idiomas “exóticos”, de guitarra, sesiones de baile, actividades deportivas, etc., y la posibilidad de alquilar un ordenador para revisar la correspondencia. Entre emotivos correos, había uno que me produjo de nuevo las reacciones apropiadas para afrontar el protagonismo de otra telenovela de serie Z. Lo enviaba mi amigo Juan Manuel (uf, qué formal, mejor Juanma). Su mensaje, conciso, claro y breve. Nos han dado vacaciones STOP venimos STOP tenemos billete para Ciudad de México STOP. P.D.: Viene Carlos. Por unos segundos entendí con exactitud a qué se refería mi madre cuando en mi imberbe adolescencia catalogaba a mis colegas como: un tanto raritos, ¿no? ¿Un tanto? Qué mujer más diplomática. Salí estupefacto del local, busqué un sitio abierto para adquirir las míticas tarjetas telefónicas guatemaltecas, y casi ocho meses después escuché aquella voz tan familiar. Tras el cóctel de emociones y la locura espacio—temporal, me quedó claro que en 21 días aterrizaban en el DF dos grandes y buenos amigos, y yo en Quetzaltenango... Me rocié de pragmatismo, fui a la última tienda que permanecía abierta, compré una Gallo de litro, y mientras hervía el arrocito que me serviría de cena y el doctor Juvenal Urbino dejaba libre el camino a Florentino Ariza para que conquistara el corazón de Fermina Daza, la cervecita y yo nos sumergimos, poco a poco, en el maravilloso mundo del “Gabo”. El siguiente despertar fue desconcertante hasta que ubiqué el paracetamol; una vez lúcido, comencé a rehacer los planes de viaje 90
carentes de vigencia. Si Juanma y Carlos aterrizaban en tres semanas debería ir a buscarles, e invertí la ruta. Unos días en Xela, un recorrido por el país y luego rumbo al DF. Fui a hablar con Leonor y ajusté la duración de la estadía tras comentarle que las veinte noches iniciales se habían transformado en siete. Le expliqué a fondo la situación y aceptó de buen grado los recientes acontecimientos. Al ver tan próximo el reencuentro con mis amigos volví a sentir una felicidad desbordante, era un auténtico regalo y valía la pena cambiar el itinerario. Por supuesto que valía la pena.
91
10. Los Quetzaltrekkers. Transcurrieron un par de jornadas entre histerias de Fermina Daza, que se resistía al amor de Florentino Ariza, y largos espacios dedicados a escribir la novela olvidada que inicié en Buenos Aires. El mate era también un buen aliado. Una mañana, a falta de cuatro días para marcharme a visitar el país, me crucé en el mercado con un francés llamado Gabriel que tenía más o menos mi edad y que vivía en la casa Argentina. Los dos bajo idéntico techo y no le había visto jamás, yo como siempre tan observador... En cualquier caso, coincidimos mientras comprábamos bananas y empezamos a departir. El rubio y melenudo parisino hablaba a la perfección el castellano, con alguna graciosa derivación en los artículos, producto de las licencias de cátedra que él mismo se había concedido. El tipo parecía entretenido y acepté su invitación a desayunar. Gabriel residía en el otro pabellón anexo del edificio, ése que las personas con un mínimo de intuición sabían de su existencia a los veinte minutos de hospedarse allí. A mí me costó dos estadías y casi una semana encerrado dentro. Comer un plato donde se mezclan dos o tres alimentos que en teoría no concuerdan supone una experiencia para el paladar. En Guatemala ocurría muchas veces: pollo con aguacate, carne con manzanas frescas, y huarache, que es una base de maíz tipo pizza con dulce o salado encima de manera indistinta. Esa mañana la oferta de Gabriel sonó bastante singular y en la línea de manjares descrita, pero los cereales con banana resultaron un delicioso banquete que nunca imaginé sin abrir una caja de cartón. Añoraba al perro, a la rana, al tigre, al oso y a cualquier espécimen mutado a medio huma92
no con cara de amigo y camiseta deportiva, y, además de confirmar por enésima vez mi ignorancia provocada por un cegado razonar cosmopolita, descubrí un modo de cooperación que me encantó. Gabriel formaba parte de los Quetzaltrekkers, un equipo de jóvenes bien preparados que operaba en la casa Argentina con el permiso de Leonor, y cuya misión principal era recaudar fondos para el Hogar de los Niños de la Calle de Xela, mediante una propuesta sencilla, directa y transparente. Consideraron Quetzaltenango como punto originario desde el que efectuar varios “tours” a pie por el país, orientados a zonas turísticas, naturales e inhóspitas. Sucedía así con el volcán Santa María, uno de los más altos de Guatemala y desde el que se veía al Santiaguito expulsar grandes columnas de humo. Asimismo recorrían el lago Atitlán y la ciudad de Antigua, digna de visitar, con el volcán Pacaya como máximo estandarte. Los Quetzaltrekkers se aprendían bien las tres rutas y ofertaban los “tours” (que nosotros en confianza pasaremos a llamar excursiones, ya que ellos eran en su mayoría franceses) a los viajeros que venían a Xela para bañarse en las fuentes Georginas. Por un asequible precio europeo, caro si se compara con el nivel económico de Guatemala, podías explorar con un guía de lujo algún espectacular emplazamiento de los miles que poseía el país. La mitad del dinero la invertían en su subsistencia; la otra mitad, la que previo aviso cobraban extra, iba destinada de manera íntegra al Hogar de los Niños de la Calle. Acabado el tazón de cereales, pagué los ocho euros que costaba incorporarse a la expedición para la excursión más cortita de la semana, la ascensión al Santa María. Se salía bien temprano y se llegaba a media tarde. Sencillo, ¿no? Para una persona no acostumbrada a esfuerzos físicos titánicos, elijo andar para colmar la cuota de ejercicio diario tan indispensable, la subida a un colosal volcán representaba una gran cruzada en busca de un Santo Grial en forma de buena imagen, de fotografía original del Santiaguito escupiendo enormes columnas de humo. Deseaba que los 93
Quetzaltrekkers no estuvieran ya corrompidos por el sistema, y que aquello no fuera un mísero reclamo publicitario. De modo que, ni corto ni perezoso, me enfundé mi sudadera de color gris con capucha y los guantes de boxeo y a ritmo de Eyes of the Tiger me fui a subir todas las escaleras de la ciudad, a la vez que corría y chillaba. Por cierto, se me olvidaba, una cinta roja en el pelo y cada quince minutos parada en algún riachuelo a mojarme el pecho, para emular el sudor de una dura sesión deportiva. Con el entrenamiento y una frugal cena compuesta por frutas y verduras creí estar preparado para afrontar la ascensión. A las cuatro de la madrugada me despertó Gabriel con una invitación a café y bollos que, a pesar de no despreciar, me pareció poca recompensa para tan inhumana hora. Luego de inspeccionar de manera furtiva a los miembros de la expedición, acondicioné mi equipo básico de montaña. Sería una jornada óptima para chapurrear mi inglés “made in” Lonely Planet y el francés no aprendido en el instituto por preferir unas partidas de cartas muy tentadoras. Mientras acababan de desfilar los bollos, curioseé en unos folletos de los Quetzaltrekkers y reduje un punto en la escala Richter mi alarmante falta de documentación volcánica, precisamente en el país de los colosos “escupefuego”. Guatemala ostenta una de las alineaciones volcánicas más inquietantes del mundo, y, su conocida cordillera, producto de las fracturas entre las placas de Cocos y la de las Antillas, está formada por 33 temibles e impredecibles monstruos, con altitudes oscilantes entre los 4220 y los 1000 metros. La actividad básica, el meollo del asunto, se acumula en la zona meridional, justo donde está Xela. El Tajumulco, de 4220 metros, es el accidente geográfico más alto de Centroamérica; en el país le sigue el Tacaná con 4.093, situado en la frontera con México; en tercer lugar el Fuego, denominado por los indígenas “Tierra de Fuego”, con 3836; en cuarto puesto, el Agua, de 3776; y el quinto clasificado es el Santa María, que junto al Santiaguito, al Lacandón y al Cerro Quemado, rodean Quetzaltenango de manera desafiante. La situación predispone para imaginar el guión de cual94
quier drama épico que acabara con el típico científico muerto por su gran pasión, y con el “guaperas” de turno, que no sabía nada de volcanes y pasaba por allí, emparejado con la hermosa divorciada madre de tres hijos rubios y guapos a quien, por supuesto, el marido había abandonado por una chica joven y hermosa. ¡Uy! Esa peli ya existe. Una anécdota acerca del Santa María en relación con su altura. Los expertos no se ponen de acuerdo entre si son 3772 o 3765 metros –si hay que discutir, que sea por algo más justificado, ¿no?—; y un dato escabroso: su última erupción, originada en 1902, provocó un terremoto que casi destruye Xela entera. Espero que no le diera por celebrar el centenario. A las siete de la mañana llegamos al pie del volcán, después de un frío trayecto en jeep. Por el camino charlé con una pareja de Israel, y fue una conversación apasionante, basada en el conflicto de Oriente Medio, tema que siempre había generado mi preocupación, en especial desde hacía un par de años, debido a que un buen amigo trabajaba allí en un cuerpo de cooperación internacional. Estaba muy documentado sobre la problemática y su aportación me sirvió para entender que, inclusive en una lucha armada tan sangrienta, había gente dispuesta a aplicar el sentido común. Y rescaté su conclusión, porque suponía encontrar a alguien ajeno a mi círculo habitual convencido de las mismas opiniones. En términos generales podría aseverarse que estaban en contra de los dos bandos, de los terroristas palestinos y de la política de Sharon, pero clamaban contra la gran realidad de esa vergüenza; la vergüenza que sentían por vivir en un país y en un mundo que sólo sabían solucionar las disyuntivas a hostias. Eran activistas políticos muy comprometidos con varias de las causas del conflicto palestino—israelí, pacifistas, defensores a ultranza de la democracia y, por encima de todo, antes de posicionarse con odio, rencor, o cualquier otro sentimiento, y habían perdido a un amigo en un atentado en Tel Aviv, mostraban tristeza por el enorme fracaso que implicaba para ellos no poder detener esa guerra ya, fuera como fuera. 95
En el equipo también había un belga muy campechano, dos franceses, y Gabriel en calidad de guía, y juntos iniciamos la subida con tranquilidad. Al principio parecía pan comido: aire puro, temperatura perfecta, paisaje embelesador… Comenzó a menguarme la moral cuando Gabriel nos informó, tras una hora de caminata, de que empezaba la ascensión. ¿Y el rato de antes qué?, pregunté yo. No hubo respuesta. A medida que avanzaban los metros el relieve se tornaba intratable; la luz que penetraba entre los árboles no bastaba, favorecía la humedad y los resbalones aparecían por doquier; el clima se volvió hostil porque el sol apretaba en las zonas despejadas y el frío aumentaba en los espacios cubiertos; y el aire, tan necesario en ese momento, insistía en escasear. A mitad de la subida desfallecí y se originó un ridículo periplo donde vi mi yo más patético. Me flaqueaban las fuerzas, me faltaba oxígeno y quería llorar, tal cual un niño pequeño y malcriado. Los amables consejos de mis colegas de excursión, prestos a trasmitirme las técnicas de respiración, me irritaban sobremanera. ¡Estaba yo para pensar en coger aire dos veces por la nariz y expulsarlo una por la boca cuando ni sentía las piernas! Restaba una hora para coronar y, dadas mis pesadas quejas e insoportable comportamiento, decidieron dejarme solo y aceleraron el paso. Me tranquilicé bastante con el abandono y me hice la película de que era yo contra la montaña. Gabriel se mantenía a una distancia prudencial de doscientos metros, controlando siempre mis movimientos; el resto, bastante experto en estas lides, aumentó imparable el ritmo hasta la cima. Probé entonces a respirar tal como me habían explicado, y… eureka, funcionaba. A medida que pasaban los minutos mi cuerpo respondía mejor, pero me invadía una sensación de bochorno por mi lamentable rabieta acontecida instantes antes. Vencí al volcán. No obstante, la coronación fue una mezcla de alegría y vergüenza absoluta. Mis fieles escuderos me facilitaron la integración al grupo e ignoraron el incidente sin esconder alguna risa 96
entrecortada, y juntos nos sentamos a contemplar el faraónico paisaje. Al frente, lucía la opulenta vastedad de nubes situada a la misma altura que nosotros; en el costado izquierdo, casi en el horizonte, humeaba el Tierra del Fuego; y en el derecho, el gran espectáculo, el cráter del Santiaguito expulsando una ciclópea columna de humo que se perdía en la inmensidad del cielo. No me cansé de sacar fotos. Iniciamos el descenso tras divisar dos imágenes que acabaron de hundir la poca moral que me quedaba. En la cima había vacas de gran tonelaje que pacían con tranquilidad, sin mi cara de cansancio y rendición. De alguna forma han llegado, me dije. Para colmo, los integrantes de la primera plantilla del Xelajú, que militaban en la máxima división guatemalteca, subían y bajaban el volcán una vez por semana. Tardaban unas tres horas para ambos trayectos; yo, sólo para la ascensión, invertí algo más de cuatro. Acabé el recorrido desde la cumbre de nuevo el último. Hacía mucho frío y ya dentro del jeep me resguardé con una manta. Arribamos a la casa Argentina al ocaso. Estaba muerto y hambriento y creo que jamás he agradecido con tanto fervor una ducha. Por la noche convidé a mis compañeros de excursión a una sabrosa tortilla de patatas cocinada a fuego lento, que era lo mínimo que podía hacer tras mi teatral jornada. La velada transcurrió entre risas y el recuerdo de las anécdotas vividas. Dormí con placidez y el día siguiente lo compartí con Gabriel García Márquez y mi novela. Si mientras estaba inmerso en la lectura y la escritura me hubieran preguntado si valía la pena el esfuerzo de la montaña para saborear el impresionante paisaje que se avistaba desde la cima, sin dudarlo hubiera dicho que, aunque muy bonito, no recompensaba a tan descomunal desgaste físico. De todos modos, antes de partir, Gabriel me comentó que el dinero recogido en la excursión sirvió para pagar a un albañil, puesto que en épocas de lluvia, casi todas en Guatemala, a través de una enorme grieta se inundaba uno de los dormitorios del Hogar de los Niños de la Calle. 97
11. Noche de leyendas en el lago Atitlán. Con la mochila a punto, telefoneé a Juanma para confirmar que la llegada seguía en pie bajo las mismas circunstancias. En un e—mail me explicó con detenimiento, esta vez de manera rigurosa y seria, que habían elegido México como destino asumiendo el riesgo de no podernos encontrar. Les mantenía al corriente de mis movimientos y por eso sabían de la incertidumbre que rodeaba mi estadía en Chiapas. Antes de mandarme el correo electrónico tipo telegrama, valoraron la posibilidad de que estuviera ya en las comunidades y, en consecuencia, de que no me enterara de su inminente aterrizaje en el DF. Al tiempo que Juanma ratificaba que el viaje continuaba bajo idénticos parámetros, pensé en el capricho de la casualidad que hacía factible un encuentro que más deseaba cuando más se acercaba. Acto seguido volví a la casa y sin mayor dilación me marché. Camino de la Rotonda, acabé de estructurar bien mi recorrido por Guatemala. Las recomendaciones de los que peregrinaron a fondo por el país suscitaban recalar en el lago Atitlán, sobre el papel un sitio espléndido con un paisaje genuino. A su alrededor se aglomeraban pequeños pueblecitos que ofrecían relax supremo y vida tranquila. Recordaba el proceder de mis amigos y, sin dudarlo ni un instante, el mejor plan antes del reencuentro era descansar. Desde Xela encadené autobuses para consumar el camino hasta Panajachel, al pie del lago. Efectué el primer enlace en los Encuentros, donde aguardé casi una hora el siguiente vehículo y corroboré por septuagésima vez las miserias de los guatemaltecos, sobre todo de los críos. El pillaje era común en las grandes terminales o estaciones de autocares, en las que se hacinaban muchos niños de la calle, auténticos expertos en embolsarse “plata” para subsistir, y, 98
además del asombro al atisbar sus depurados métodos poco lícitos, a uno se le quedaba cara de idiota y la motivación por buscar culpables aparecía como una necesidad primordial, como una búsqueda esencial de una irremediable verdad teórico—práctica. De nuevo, la “técnica avestruz” al arrancar el autocar lo curaba todo. El problema, olvidado el corazón, se centraba en los ojos cómplices y en el silencio prolongado que perduraba angustiante. Llegué a Panajachel a las seis de la tarde. Al vislumbrar el lago volví a quedarme patidifuso con el constante reto para las sensaciones que ocultaba un país presto a sorprender a cada instante, y que me agasajaba con otra imagen mágica, de dibujos animados. Dudaba entre ir a San Pedro de la Laguna, aldea situada en el extremo norte del lago, o permanecer en Panajachel, un pueblecito más urbano. Frente a una estampa digna de los grandes relatos de Julio Verne, abogué por la aventura y decidí cruzar la inmensidad acuática. El trayecto en barca, de una hora, fue excitante. En el horizonte, como si de un símbolo de eternidad se tratara, el agua se fundía con la tierra en forma de volcán, llamado también Atitlán, que a su vez se unía con el cielo estableciendo un misterioso compendio en el que la naturaleza se alzaba como un bloque homogéneo y compacto capaz de enfrentarse y derrotar a cualquier adversario que osara adentrarse en sus dominios. Atracamos en San Pedro al anochecer. Buscar cama era la prioridad y no costó demasiado. En la salida del embarcadero, un chileno, que regentaba el único mesón del lugar, me indicó la ubicación de los tres hospedajes de la zona. Seguí su consejo y acabé en casa Elena, donde, por un euro, alquilé una habitación con una cama como mobiliario. Al despertar y mirar el lago por la ventanita de mi cuarto entendí que allí empezaba y terminaba el recorrido a realizar antes del reencuentro con mis amigos. Bastó sólo una imagen para atraparme en un paraje tan cautivador. Leí escritos locales, conocí cientos de datos estadísticos sobre la 99
cantidad de agua existente, mucha por cierto, la altura de las montañas e información geológica y geográfica que, frente a tal belleza natural, no me decía gran cosa. Cuando lucía el sol paseaba y observaba el “modus vivendis” de los vecinos, y pronto comprendí lo que significaba vivir en un lugar tan inhóspito y alejado del mundanal ruido. En esencia se valían de los recursos naturales del lago. La pesca representaba la primera ocupación y principal fuente de alimento, y se cumplimentaba con el cultivo personal ejercido por cada familia en sus tierras. Destacaba, como en el resto del país, el maíz. Una tarde, después de paladear un jugoso “pescadito” en el mesón de Sandro, el chileno, coincidí con un vecino de San Pedro que iba a pescar y que, tras una breve conversación sobre trucos habituales del oficio, pues provengo de familia de pescadores, me invitó a acompañarle en la jornada laboral. Como ocurría en tantas y tantas zonas del planeta, este noble arte también en Guatemala se ejercía durante la noche. Juan, un hombre sencillo y tranquilo, casi nunca se exaltaba y su cuerpo reflejaba una vida entera dedicada al lago. Sus manos, su cara y su pelo, permitían entender que ese marinero de agua dulce había luchado con firmeza para conseguir el estado de paz en el que se encontraba. De joven pasó una temporada en Quetzaltenango y contrajo matrimonio. Los recién casados fueron muy felices hasta que a Juan lo reclamaron en el ejército para combatir la “amenaza comunista” atrincherada en las montañas. Se declaraba pacifista, amigo de sus conciudadanos y amante de su Guatemala natal, por tanto, no podía concebir que le obligaran a formar parte de un grupo armado, sin importar la bandera que defendiera, cuyo objetivo era matar al máximo número de hermanos posible. De modo que desertó y se refugió en San Pedro de la Laguna, de unos 50 habitantes entonces y de unos 400 en la actualidad. Y allí permaneció, al lado de su mujer, quien 100
había muerto un año antes dormida en su cama. La noche estuvo envuelta en la misma magia y misterio que desprendía el lago. Juan me contó docenas de leyendas de la región protagonizadas por el agreste relieve, en el que la tierra no ofrecía descanso a nadie y cada milímetro estaba compuesto por perfectos trazos curvilíneos trabajados desde el primero al último. No había en las inmediaciones del lugar un solo espacio que concediera una mínima planicie o tregua visual, y me recordaba a cualquier cuadro de la época más atormentada de Jackson Pollock. Terror supremo y atracción profunda se confundían en un sólo sentimiento. Descubrí entonces al celebérrimo personaje Tecún Umán, mártir y héroe nacional, asesinado por Don Pedro de Alvarado, nuestro compatriota conquistador de los nombres “originales” para las ciudades. La “más creíble” de las leyendas cuenta que este rey Quiché se enfrentó a los españoles en la batalla del Pinal, siendo alcanzado por la espada de Don Pedro, que le atravesó el pecho. La herida fue mortal. Un Quetzal que por allí volaba cayó sobre el cuerpo sin vida de Tecún Umán, y por eso el ave nacional conserva el color rojo en su panza, ya que se impregnó de la sangre del épico guerrero en cuyo honor se han erigido varios monumentos. No obstante, no era la noche para las leyendas “más creíbles” y me dejé seducir por la maravillosa cadencia de las narraciones de Juan, puesto que su interpretación, tan arraigada a la cultura popular, daba otra versión de los hechos acontecidos aquel día en que Don Pedro de Alvarado mató a Tecún Umán. Kikab, gobernante de los Quichés, fue avisado por el monarca mexicano, Moctezuma VIII, de la inminente llegada de unos fieros y terribles enemigos que pretendían invadir sus tierras. Triste por no saber qué hacer, murió de pena al no hallar la forma de defender a su pueblo; su hijo, de nombre desconocido, tomó el poder. El príncipe se hizo cargo del ejército y planeó la batalla que se libró en un territorio llamado P Chaj, Llanos del Pinal. El valiente soldado se dis101
frazó de Nawal Tzkin (pájaro) con plumas de Quetzal, y aguardó oculto en un trapecio que había hecho construir ante la aparición de los españoles. A su llegada, el príncipe comenzó a dar vueltas sin cesar, mientras, agitaba las alas a gran velocidad y preparaba el hacha; Don Pedro, al ver como el enorme pájaro se abalanzaba sobre él, sacó su lanza y lo atravesó, dejándolo en el suelo mal herido. Los perros acabaron con la vida del Nawal Tzkin, pero tal fue el realismo del disfraz, que el propio Don Pedro de Alvarado se giró y le dijo a su ejército: No vi en todo México tan extraño Quetzal. A este “extraño Quetzal”, por su trágico vuelo y el coraje desplegado en el combate, se le inmortalizó y se le distinguió con la frase alegórica “Tkum U Mam” (Tecún Umán), que significa Antepasado abatido. A su vez, el acontecimiento formó el topónimo “Quetzaltenango”, lugar del Quetzal. Juan era un gran erudito, una auténtica e inacabable fuente de sabiduría popular. Tiempo después, en un libro dedicado a leyendas de Guatemala, encontré una versión similar a la suya acerca de la muerte de Tecún Umán. De todos modos, aún me relató historias más fantásticas en aquella noche transformada pronto en cálido y anaranjado amanecer en medio del lago. Me habló de varios líderes mayas, como Atanancio Tzul, Kají Imox, Kaibil B’alam, y héroes y villanos, y buenos y malos, y valientes y cobardes, y dioses y monstruos y un sinfín de nombres que intenté anotar con dificultad en mi libreta, a la luz de una linternita que provocaba los constantes toques de atención de Juan, que la consideraba óptima aliada para la distracción de los peces que a cuentagotas se incorporaban a la noche de leyendas. Casi todas las referencias que logré sintetizar en mi cuaderno y rehacer a la mañana siguiente en la habitación estaban documentadas, aunque la más hermosa de las fábulas que me contó, jamás pude verla reflejada en escrito ni libro alguno, y quizá la propia imaginación del momento, o un alarde de su deliciosa fantasía, fueron capaces de trazar la más bella de las historias que me llevé con102
migo tras la noche de leyendas en el lago Atitlán. Al pie del volcán, donde las misteriosas fuerzas se fusionaban, la naturaleza era todavía más caprichosa y emanaba al alba, cuando el sol no había salido pero ya se percibían los primeros rayos de luz, una leve niebla que cubría la orilla y creaba una enigmática sensación de infinitud que impedía distinguir el horizonte. Juan me explicó que no ocurría a menudo, que había sido afortunado al ver la bondad de Tecún Umán, instalado desde su desaparición al pie del volcán Atitlán para proteger a sus descendientes. Cuando perecía un hermano maya de las villas colindantes, el espíritu del príncipe Quiché abría las aguas por el lugar indefinible y venía a buscar el alma del fallecido. Una vez reunidos Dios y alma, mito y hombre, cielo y tierra, vida y conocimiento, naturaleza y ciencia, se ensamblaban en un solo ser para regresar al volcán, con el propósito de encontrarse con sus allegados difuntos y descansar juntos en la eternidad. Y la niebla suponía una excusa para despistar a incrédulos y a científicos, y a quienes habían perdido la fe y necesitaban inventar respuestas reales para justificar los hechos que escapaban a su entendimiento. En los atardeceres siguientes a la muerte de su esposa, Juan salía a pescar con la esperanza de que Tecún Umán recogiera su alma para realizar el trayecto a nado hasta el pie del volcán, donde residían sus antepasados y por supuesto su mujer. Ahora, aun con las mismas ganas e ilusión de reunirse con ella, esperaba con placidez y sin prisa el evento. Entretanto, pescaba para poder pronto cocinarle a su amada y compartir un delicioso manjar al pie del lago, ritual que repitieron durante cuarenta años y que extrañaba con nostalgia y serena tristeza. Me fui de San Pedro de la Laguna y de Juan nunca he vuelto a saber, ni referencias, ni indicios, nada. Al cabo de unos meses, unos amigos estuvieron allí de paso y no hallaron ningún rastro del misterioso hombre del lago. Hay épocas en que pienso en la felicidad que debió de sentir Juan al reunirse con su esposa luego de haber completado el trayecto con 103
el príncipe Quiché. No obstante, en los momentos literarios, caminando por las calles de Barcelona, juego a soñar despierto y a creer que fue el propio Tecún Umán quien quiso dar una lección al joven viajero venido de lejanas tierras, para reactivar su atrofiada fantasía, envuelta en un mundo a veces demasiado real. Los tres días que tardé en regresar a la capital mexicana transcurrieron sin novedad. Entré en Belice y retrocedí camino hasta Chetumal, y desde allí me dirigí a San Cristóbal de las Casas, para descansar una noche y para volver a contactar con la organización afín al zapatismo. En las múltiples horas de autocar en autocar, me sumergí en la lectura para no romper la burbuja del Atitlán, que perduró hasta el DF. Sorprendía ver como el “Gabo” encajaba en todas las circunstancias, incluso cuando el idilio que parecía bien enfocado entre Florentino Ariza y Fermina Daza volvía a torcerse, y daba la sensación de que de forma definitiva. Rescaté entonces una frase muy válida, extrapolable a bastantes situaciones de la vida aparte del amor: Cuando apenas empezaba a vislumbrar el horizonte de un mundo en el que todo estaba previsto, menos la adversidad. En San Cristóbal me reuní con Sergio y pasamos una meliflua velada en su casa, conversando sobre varios temas surgidos en mi ruta por el país vecino. Era un tipo cultivado, se impregnó de mis relatos, supo entender mi pasión recién iniciada por las leyendas guatemaltecas y me recomendó varios libros que devoré a mi llegada a Barcelona. Antes de salir de Chiapas, me tocó superar un par de controles militares de carretera y me sentí mucho más relajado, circunstancia positiva porque aquélla sería la tónica general durante semanas. La noche anterior al reencuentro, estaba tumbado en el mismo hotel en el que empezó mi andadura. El retorno a los orígenes, como siempre definió de modo tan elocuente nuestro apreciado y distinguido Antoni Gaudí. 104
III
UN RECORRIDO POR EL PARAÍSO PROHIBIDO
This page intentionally left blank
12. El reencuentro. Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.” Eso para empezar, y continuaba: “El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. Vayamos por partes. Estaba en la misma habitación del mismo hotel. El mismo aroma a ilusión entró por la misma ventana aquella mañana del mismo mes que me condujo de la misma forma a recorrer el mismo camino que Marcos había hecho tiempo atrás. Y sí, era inevitable: el olor de las almendras amargas, esas almendras que se comen algunas veces y otras se apartan, siempre me recordaba el destino de los amores contrariados, esos amores que siempre se imaginan de distinto modo, pero que al fin y al cabo siempre acaban de la “misma” manera. Había vuelto a los orígenes, la originalidad según Gaudí, la casa sin penumbras para mí, y treinta días después todo volvía a comenzar. Mis amigos aterrizaban en unas horas y el transcurso de las semanas había sido un enorme y dulce placer compartido con las urgencias que para mí habían dejado de ser urgentes. Y el primer párrafo de El amor en los tiempos del cólera acababa: se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro, quizá como un paseo por el Parc Güell, como simbólico recuerdo de la eternidad que se escondía en cada uno de sus recovecos, como simbólico símbolo de lo mucho que extrañaba mi casa. A veces podía oler su olor a almendras amargas; otras, incluso, penetrar en el amor de mis amores contrariados, aun107
que, con la certeza, en medio de penumbras, de haber dejado atrás las urgencias que dejaron de ser urgentes. Patricia decía que al enamorarme de la literatura de Gabriel García Márquez había entrado en el mundo más cercano a nosotros. Por encima del “realismo mágico” y de la dudosa manía de algunos en etiquetar lo que carecía de etiqueta, en varios pasajes de El amor en los tiempos del cólera me sentí parte de la vida de cada uno de ellos. Todos somos personajes en manos de Gabriel: tú, Juvenal Urbino, yo, Fermina Daza, y suponía a mi entender su principal grandeza, hacernos ser parte de un ente real como la fantasía en algunos párrafos y fantástico como la realidad en otros. Moldear las palabras a su antojo, utilizarlas para transportarnos con pasión a cualquier inhóspito y conocido lugar desconocido de este mundo o del mundo que decidiera. En la primera lectura de una obra del “Gabo” parecía imposible aprender a escribir, y cautivaba entrever cómo cine, vida y literatura, se unían de manera mágica y enigmática para forjar un ser indivisible. Por deformación profesional, los que acabábamos una carrera relacionada con el cine éramos incapaces de sentarnos a gozar de una película sin estar pendientes de la cámara que enfocaba, de los proyectores cuidadosamente escondidos, de las perchas colocadas para recoger el sonido y de un travelling dinámico y otras veces tan torpe. Cualquier formato cinematográfico podía transformarse en un auténtico suplicio. Inicié los estudios con la idea de que el séptimo arte representaba la expresión de las inquietudes de quien anhelaba reivindicar su verdad teórico—práctica; la impresión candente de una necesidad de comunicación o incomunicación, de las dos cosas o de ninguna, detallada con extrema pulcritud. Sentir y rodar. Así es la vida, el “Dogma” puro, donde cada uno escribe su propio guión. El orden de las cosas. O el desorden ordenado que 108
Lars Von Trier proponía en sus películas. Hay secuencias que merece la pena repetir, sin embargo, no es indispensable realizar sólo una toma. Pero, ¿por qué tirar ocho y catalogar a una como “buena” si la mayoría contiene su esencia aunque a veces no conforme un plano entero correcto? La clave reside en combinar ambos conceptos y ser como una Bailarina en la oscuridad, rumbo hacia el angosto y tortuoso camino de la sabiduría, eligiendo con otra medición más argumentada que la sencilla obviedad presta a determinar lo bueno y lo malo. Me apliqué con delirio en mis estudios y acabé con la confirmación de una inquietud: querer sentir y rodar. Por eso el cine era ahora para mí como la vida y como la propia literatura; escoger lo que logra atraparme, olvidar qué es cine, qué es vida y qué es literatura, esa verdad indivisible que no permitía agudizar mi ávido y hasta enfermizo deseo por aprender a escribir en cada línea que leía, y sólo sentir y rodar cuando de Gabriel García Márquez se trataba. Llegaban mis amigos, estaba feliz, exultante y dispuesto a continuar, y las comunidades desprendían ya su aroma a almendras amargas, de modo que cerré el libro y lo abrí por la primera página. Comenzaba, otra vez, El amor en los tiempos del cólera. Regresar con poco tiempo de diferencia a un lugar “amable” es una experiencia gratificante. La raíz del sentimiento radica en la complicidad adquirida con los espacios comunes, “los rincones del alma” como relataba Patricia. Estaba radiante de alegría en una ciudad que a cada instante me resultaba más familiar, y no recuerdo si amaneció soleado o pinté yo mismo los rayos de luz. En el paseo matutino observé al detalle el proceder de la gente. Me encanta espiar a las personas mediante un sutil y discreto “vouyeurismo” de sus movimientos cotidianos, oculto en la impunidad concedida por la comprensión metodológica de los que formamos el entorno. 109
Los “escarabajos”, pintados de verde y blanco y convertidos en taxis, colapsaban las calles de la capital. Mientras robaba imágenes, mi gran objetivo se centraba en buscar un “barcito” diferente para comer unos ricos tacos con algún relleno que todavía no hubiese probado. Eso sí, imprescindible la Mirinda de naranja. Tras paladearlos de “suadero”, cerdo suavizado de sabor, regresé al hotel para descansar un rato y estudiar el modo de ir al aeropuerto. Tomé el metro y me engañaron los tópicos. Pensé que en una urbe tan grande como Ciudad de México, un trayecto desconocido en subte se prolongaría una eternidad, y llegué cuando aún faltaban tres horas y media para que aterrizara el avión. El aeropuerto ya no parecía el apocalíptico lugar que semanas atrás me había asustado tanto, y estoy convencido de que el tipo de la guía no había vuelto a sus dominios tras describirlo como surrealista, porque se hubiera dado cuenta de una evidencia clarísima, de que aquello no era más que un aeropuerto. Paseé por su interior durante unos minutos y ratifiqué que los comercios de las multinacionales instaladas en nuestro país lo estaban también en México. Podías comer una enorme hamburguesa de colores, unas rosquillas azucaradas igual de grandes que Marte, unos helados de mil sabores; comprar ropa para ser el más o la más guapa del universo; fumar unos cigarrillos para cabalgar como el mismísimo John Wayne... En fin, el paraíso. Saciado de tanta publicidad me senté un ratito a leer, y fue peculiar la manera en que percibí la presencia del último personaje, y digo personaje por su simpatía, antes del reencuentro. Frente al establecimiento de las rosquillas azucaradas, una chica de casi dos metros observaba con premeditación y alevosía cuál iba a ser su presa. Al principio creí que se inclinaría por las bañadas en chocolate, pero los ojos se le desviaron hacia las rellenas de fresa; entraron en juego las de crocante, aunque las irresistibles y dulces ralladitas en coco pedían paso. La decisión, difícil, pero había que 110
tomarla, y sí, retornó a los orígenes, rosquillas azucaradas bañadas en chocolate. Y para que nos entendamos todos, empezó a comerse los Donuts. Aquel detalle, el de elegir los primeros que vio, en mi día tan alegórico, podía ser una especie de señal. Chocolate en mano, vino a sentarse justo a mi lado y me preguntó por el libro que sostenía en mi regazo. —Gabriel García Márquez, yo he leído unos cuantos —dijo con la voz mediadora de quien tantea para encaminar una conversación. —Vaya, eres española —contesté yo por dos motivos. De entrada porque me hizo ilusión topar con alguien de la tierra; en segundo término, para evitar la charla relacionada con Crónica de una muerte anunciada. La muchacha parecía rebasar mi edad y sus dinámicas palabras denotaban un buen nivel cultural. Por tanto, tal como está escrito en el guión de todos los que pasamos por el instituto en su versión antigua, habría trabajado aquella novela unos doce años atrás. Tras varios meses sin pisar España, mejor hablar de otra cosa, ¿no? Se llamaba Sara, vivía en Alicante y se desenvolvía a la perfección con el catalán. Fue emocionante escuchar después de tanto tiempo, en vivo y en directo y no a través de una línea telefónica, mi lengua materna. No obstante, recuerdo su compañía mediante estas líneas debido a que me trasmitió un par de anécdotas entrañables referentes a su ocupación, dado que era “investigadora de zapatos”. Dicho así suena muy raro y me perdonarán los profesionales dedicados a este noble oficio, pero un desconocido mundo se descubrió ante mí. Su trabajo, igual que el de cientos de personas del sector, se basaba en desarrollar nuevas anatomías apropiadas para la fabricación de zapatos, y, además, contratada por una gran corporación, analizaba la rentabilidad que habían ofrecido distintos tipos de calzado en distintos sujetos y en distintas partes del planeta, para ajustar al máximo la adecuación en un futuro 111
próximo y para diseñar modelos que se pudieran comercializar. La conversación se alargó hasta que Sara abordó su enlace rumbo a Acapulco, donde debía asistir a una convención de “zapatología” (este modismo es aportación personal). Permanecí unos segundos anonadado y pensativo. Las pequeñeces que a diario se nos escapan... Luego de una breve pausa consideré a fondo la conveniencia de reemplazar las pantuflas de estar por casa, con forma de oso y pegamento en la suela, que me resistía a tirar por cariño. El aeropuerto era de lo más común, de nada excepcional gozaba, al contrario, registraba todas las particularidades habituales, y, en efecto, si uno pasea por estos sitios, no tardará en percatarse, por ejemplo, de que el personal siempre va uniformado. Es como el ataque de los clones simpáticos, porque, los empleados, ostenten el cargo que ostenten, sonríen sin cesar. Y me parece un reclamo comercial magnífico, sin embargo, aquellos futuros personajes de una película de Alex De La Iglesia me evocan recuerdos cinematográficos que eclipsaron las pesadillas de mi niñez, en las que unos señores muy malos invadían la tierra y convertían a los humanos, mediante previa plantación, en seres extraterrestres. También comprendo que los trajes de las señoritas azafatas hayan de ser coloridos para suscitar atención, pero… ¿Es obligatorio que lo sean tanto? Otro detalle singular en los aeropuertos son las cafeterías. Por lo general la comida se deja comer, aunque jamás encuentras manjares similares a los de cualquier establecimiento urbano. Es decir, el café sabe diferente, la bollería atesora formatos y nombres diferentes, el pan de los bocadillos es también diferente, y... ¿De dónde sacarán esas vajillas tan extrañas? El último tema sorprendente radica en las enormes infraestructuras que jamás están habilitadas. Me explico: cuando te marchas, partes desde una terminal; cuando aterrizas, entras por la misma. Y siempre me pregunto para qué sirven los pabellones anexos que coe112
xisten en los aeropuertos y que nunca utilizamos. En realidad, son edificios tan colosales y semejantes entre sí que a lo mejor caminamos por ellos sin darnos cuenta. Con tres cuartos de hora de retraso, cara de cansados y por idéntica terminal que un servidor, se personaron Juanma y Carlos. Todos los tópicos habidos y por haber sobre la amistad, sus fidelidades y cuestiones adyacentes, se cumplieron al pie de la letra. Me desbordó la alegría y nos fundimos en un desigual abrazo, puesto que soy veinte centímetros más alto. Tras desviarnos del espacio de tránsito, me apabullaron con un millón de anécdotas nerviosas motivadas por el tan desconcertante primer vuelo transoceánico con cambio horario incluido. Ocho meses atrás nos vimos por última vez y, tal como sucediera con Héctor, experimenté la maravillosa sensación de restablecer en cinco minutos el tiempo vivido en la distancia. Comenzaron entonces las insólitas valoraciones físicas. Tengo la teoría de que los hombres cuando más felices estamos más graciosos somos; teoría que es en realidad una evidencia, fundamentada en la creatividad que nos generan determinadas circunstancias. En un reencuentro emotivo, la charla, por lo general, empieza bien, y un discreto pues no estás tan distinto abre la veda para dar rienda suelta a la imaginación. Juanma advirtió mi visible pérdida de peso que consideró alarmante. Acto seguido, sin razonar en demasía la afirmación, Carlos aseguró que había crecido. Difícil camino de los treinta, me dije. Situaciones de tanta euforia resultan geniales, pero se hacía tarde y había que desplazarse al centro. En un arrebato de pragmatismo canjearon moneda y acordamos reservar las explicaciones para la noche, de hecho, me vino a la cabeza una apropiada frase de Harvey Keithel en su maravilloso papel de Sr. Lobo en Pulp Fiction, en la que permitía divisar que todavía no se debía cantar victoria. Ya lo 113
haríamos en el hotel. (Quien la recuerde, la película y la frase, que sonría y piense en voz baja en la grosería; quien no la recuerda, está invitado a acercarse cuanto antes al videoclub). En una hora nos plantamos en el zócalo. Mi técnica de evasión se vio muy mejorada, sobre todo por el dinero, ya que antes no había vislumbrado la posibilidad de subir a un taxi—escarabajo, mucho más económico por cierto. No les permitían estacionar en las inmediaciones del lugar por ser considerados vehículos de ciudad, y el aeropuerto permanecía fuera de esta nomenclatura. Tan sólo consistía en apartarse unos metros del recinto y área de influencia, segundos después brotaban los insectos rodantes y con ellos el ahorro de la mitad de pesos. Una vez en el hotel, el hambre nos venció y mi personal legado de las utopías fue recibido de manera irremediable por ambos, porque la Mirinda se impuso como fiel escudera de los tacos, que les suscitaron excelso fervor. Empezaban a codearse con la esencia culinaria de México.
114
13. Crónica de una muerte descarnada. La mañana se desvaneció entre aventuras del pasado. Juanma, flamante analista informático, seguía devoto a su trabajo y había iniciado una relación que iba por buen camino; Carlos, por su parte, finalizaba unas prácticas universitarias que compaginaba con un empleo derivado de sus primeros estudios, en el campo de las audiovisuales. Unas patatas de bolsa y una cerveza fresca se unieron al mediodía. Hacía calor en el DF y un rico tentempié se erigió como una sugerente idea. Tras tantas experiencias puestas en común, me tocaba relatar mis avances en materia literaria, y les comuniqué que había encontrado editorial para mi primer libro, escrito con Patricia, y que habíamos realizado buenos reportajes para denunciar el incumplimiento de los derechos humanos en Argentina. Allá donde hubo una injusticia intentamos estar nosotros. Fue conmovedor ver como su interés, igual que el mío, pasó de lo político a lo humano, y bien pronto me preguntaron por las personas que habían sufrido el estrepitoso derrumbe neoliberal acaecido en el país del Cono Sur tras el estallido social del 20 de diciembre de 2001. Durante el 19 de diciembre se vivieron horas de gran tensión, debido a que la crisis que provocó la devaluación del peso había adquirido límites insoportables. No se podía sacar dinero de los bancos, la mayoría de comercios cerró por miedo a los saqueos, que en última instancia se produjeron bajo excelente y sospechosa organización, y en las calles se respiraba el aroma que precede a una revuelta. El entonces presidente, el radical Fernando De La Rúa, 115
anunció una pronta intervención televisiva que los ciudadanos acogieron con agrado porque esperaban escuchar su renuncia pública. No obstante, no eran ésas las intenciones del jefe de gobierno, que, mientras enaltecía un exacerbado espíritu patriótico, declaró el estado de sitio. Su pueblo, cansado de tanta injusticia, harto de lo que consideraba una auténtica tomadura de pelo, salió a la calle desafiando en masa la orden del mandatario. La noche del 19 de diciembre de 2001 frente a la Casa Rosada, palacio de Gobierno, en Buenos Aires, hubo una multitudinaria presencia de manifestantes que protestaba con cacerolas. La gente reunida, que no ocasionó disturbios ni estaba armada, fue dispersada con gases lacrimógenos. El acto, orquestado por una instrucción previa, pretendía evitar la concentración que exigía la inmediata dimisión de Fernando De La Rúa, mas la marcha iba a ser inevitable. Se comentaba que los cercanos al ex presidente no querían que la viera desde su oficina, pero las medidas para instalar vallados se tomaron muy tarde, cuando la Plaza estaba repleta de ciudadanos. Y en verdad, los cuerpos policiales ni establecieron vallas ni se esmeraron demasiado en prevenir la congregación de la muchedumbre frente a la Rosada, sino que salieron a reprimir por el centro de la ciudad. Más tarde se supo que un alto miembro de una fuerza de seguridad había dicho: No hubo mando unificado, hubo venganza. De todos modos, sólo era el principio, lo del jueves 20 todavía fue peor. Hubo ataques con caballos adiestrados para actuar en lugares amplios y no en las calles angostas del microcentro porteño. Además de los gases indiscriminados lanzados desde el primer instante, intervinieron “patotas” policiales de civil (grupos violentos no identificados) y la Policía Federal disparó contra los asistentes. Buenos Aires se había transformado en un inmenso campo de batalla donde se libraba una guerra desigual. La historia de siempre: pistolas contra piedras. Aquellas fatídicas jornadas dejaron a cinco civiles en el asfalto de 116
la ciudad que cuatro décadas atrás había acogido a los inmigrantes de medio mundo dispuestos a participar del esplendoroso porvenir que se vaticinaba. Cuatro de las víctimas murieron entre las cuatro y las cinco menos cuarto de la tarde a quinientos metros de la plaza de Mayo, el área supuestamente a proteger; el quinto, Alberto Márquez, a las siete treinta. Todos recibieron impactos en la cabeza y en otras zonas vitales, y sus cuerpos mostraban orificios de 9 milímetros, la misma munición empleada por la Policía Federal. Los asesinados fueron: Gustavo Benedetto, Gastón Riva, Diego Lamagna, Carlos Almirón y el ya citado Alberto Márquez. En la parte final de mi estadía en Buenos Aires comprobamos las enormes dudas y grandes vacíos existentes relacionados con los hechos acontecidos durante las dos jornadas. Cinco civiles asesinados en un perímetro tan reducido y a la vez tan lejano de la plaza de Mayo... Asombraba que, con tal cantidad de fotógrafos y medios acreditados, nadie hubiera plasmado una secuencia clave para esclarecer los crímenes u ocultara algún indicio que permitiera aproximarse a la verdad. Fue fundamental para nosotros charlar con Mari, viuda de Gastón Riva, uno de los asesinados por las balas perdidas del 20 de diciembre. Ella, aparte de relatarnos su truculenta experiencia, nos situó sobre la pista de un reportero aficionado que fotografió a su marido muerto cerca de la plaza de Mayo. Tras largas semanas de búsqueda, al fin hallamos al chico. Se llamaba Iván, natural de Uruguay. Con su ayuda y la inestimable colaboración de Mari sacamos las estremecedoras fotos del país, que ayudaron en la causa judicial para la que aún no hay culpables, y las publicamos en España. Con la unión de sus dos relatos y con la ferviente amistad nacida entre los cuatro, Patricia, Mari, Iván y yo, a raíz de un suceso desgarrador, dos periodistas, incapaces de ser sólo periodistas ante tan 117
cruel historia, construimos este texto que transmití a mis amigos venidos de Barcelona, porque, a pesar de las balas, mucha gente había decidido ponerle el pecho a la vida y pelear por una dignidad robada desde hacía demasiado tiempo. Mari, en medio de la desdicha, también mantenía sus utopías. Crónica de una muerte descarnada.? Mari avisa por teléfono que llegará tarde a la cita. Tiene 30 años y es, o era, la esposa de Gastón Riva, uno de los cinco muertos por la represión del 20 de diciembre en la capital argentina. Una hora después de la llamada, desde el pasillo se escucha su voz, agradable, pausada, tranquila. Cuenta que viene de la escuela, estudia locución; también cuenta que trabaja en una radio dependiente de la Municipalidad de Buenos Aires. Que ésa fue la única ayuda recibida de un organismo gubernamental, y no porque se la hubieran ofrecido, sino porque salió a buscarla ella sola junto al resto de los familiares de los otros muertos. Al principio Mari se muestra distante. En su día —cuando los episodios del 20 de diciembre estaban más próximos y el interés esclarecedor por parte de la justicia y de la sociedad en general era mayor— concedió decenas de entrevistas y pudo observar como ella y los otros familiares fueron usados por cierto sector de la prensa para politizar su dolor. Sin embargo, trae una carpeta con recortes de notas periodísticas sobre el suceso que le cambió la vida para siempre. Dice que lo consiguió tras mucho tiempo, cuando se animó a leer un diario, escuchar un informativo o lo peor, ver la tele, a la que sólo se arrimó tres meses después del asesinato. Fácil de entender. Mari se enteró, mientras veía la televisión, de que su marido estaba muerto, cuando mostraban su cuerpo a las puertas de la ambulancia. Muy a menudo, sentada frente a la pantalla apagada, se le aparecía la imagen de Gastón sin vida. 118
Mari aún conserva en su anular izquierdo el anillo de matrimonio. Se sienta, prende un cigarrillo y sin necesidad de pregunta alguna, como si estuviera acostumbrada al relato cronológico del asesinato de su marido, comienza a recordar: El 19 ya se empezaba a palpitar que algo iba a pasar, pero no se esperaba ni lo bueno ni lo malo del 20. Cuando Gastón llegó de la mensajería, por la tarde, la calle estaba muy complicada y los saqueos se habían iniciado. Salí afuera a esperarlo y cuando apareció le dije que no se marchara a la pizzería. ¿Quién va a pedir una pizza con el despelote que hay?, le pregunté. Pero él me contestó que si fuera así le habrían avisado. Me voy a laburar, dice Mari que dijo Gastón la tarde anterior al desenlace fatal. Y trabajar es lo que Gastón Riva, 31 años el día de su muerte, había hecho desde siempre, sobremanera a los veinte, cuando vino a la Capital desde Ramallo, un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Gastón era mensajero: su día comenzaba a las seis de la mañana y se dividía entre la empresa en la que estaba contratado hasta las seis de la tarde y la pizzería donde hacía repartos a domicilio desde las siete y media hasta las doce de la noche. No militaba en ningún partido político, pero esa noche, su última noche, regresó a casa y se enganchó al televisor como tantos argentinos más. Miraba con su mujer a la gente que se había agolpado en plaza de Mayo y Congreso, los dos emplazamientos emblemáticos de protesta y poder. Mari y Gastón cruzaron sus miradas unos instantes y sintieron ganas de sumarse. Ellos también estaban cansados de gobiernos corruptos o ineficientes y de albergar esperanzas que terminaban por diluirse antes de ver la luz. En el barrio de Flores, en el que vivían, empezaron a sonar las cacerolas. Mari apaga el cigarrillo y recuerda: Gastón me dijo, ‘deberíamos de salir nosotros a hacer un poco de ruido’. Y yo pensé, ‘por supuesto’, pero era tarde y tenemos tres chicos... no podíamos ir con ellos... 119
Y cuando advierte que el “nosotros” está presente en la frase y en la conversación entera, se disculpa con timidez: Yo me quedé con el ‘nosotros’, comenta. De pronto vimos la represión. Los argentinos juntábamos bronca desde hacía mucho tiempo, pero aquel día era especial porque se veía el accionar de la policía. La gente estaba retranquila en la Plaza y de golpe tiraron gases lacrimógenos y balas de goma. La multitud decía: ‘¡Che! ¡Sólo hacemos un poco de ruido!’ Gastón se fue a dormir y yo continúe mirando el noticiero hasta muy tarde. A la una de la madrugada anunciaron la renuncia de Cavallo.” (Domingo Cavallo, ministro de economía del gobierno justicialista de Carlos Menem primero, y de la oposición aliancista, cuyo presidente fue Fernando De La Rúa, después). Mari saltó de la silla y corrió a despertar a Gastón. Che, renunció Cavallo, le dijo. ¿Sí?, le contestó entre sueños. Fue la última vez que hablaron en persona. El jueves 20 de diciembre Gastón se marchó muy temprano y Mari ni alcanzó a oírlo porque siguió los sucesos por televisión hasta las tres. Cuando se levantó, volvió a encender la tele para enterarse de que mucha gente había dormido en la plaza. Gastón no me dijo que iba a ir. Al mediodía lo telefoneé para darle instrucciones sobre un trámite que debía realizar y le comenté, ‘che, ojo, no te vas a andar metiendo en líos vos’. ‘Dejate de joder’, me contestó. Cuando la cosa se puso peor, yo veía la tele con mi hija mayor, trataba de explicarle, ante sus preguntas inocentes, por qué la policía le pegaba a la gente desarmada. La explicación que ni Mari ni su hija sabían era tan simple como macabra. En una reunión efectuada la misma mañana, el entonces secretario de seguridad, Enrique Mathov, había ordenado a la Policía Federal que despejara la plaza de Mayo. Dicen que dijo que no quería ningún ataque a la Rosada. Fue el paso previo a la masacre 120
que luego se desataría y en la que morirían cinco personas, entre ellas Gastón. Entonces, de repente, como de la nada, a las cuatro y media de la tarde, aparece en la tele Julio Bazán (periodista argentino), decía que se llevaban a uno de los muertos,” continúa Mari. “Yo miro y me doy cuenta de que era Gastón. Me bajó la presión y sentí un frío que me atravesó el cuerpo. No desvelaron su identidad, pero le reconocí la ropa. Mientras lo metían unas personas en la ambulancia su cabeza colgaba, por lo tanto no se le podía distinguir. Lo primero que atinó a hacer fue buscar por la casa la camiseta negra que lucía su marido según la imagen del televisor. La prenda estaba arrollada hasta la mitad del tórax del cuerpo inerme de Gastón. Yo me acordé de que esa remera estaba para planchar y revolví toda la ropa con la esperanza de encontrarla. Pero no la encontré. Se ve que esa mañana quiso ponérsela y la agarró así como estaba, sin planchar. Después comencé a buscar la riñonera que también se veía en la imagen de la tele. Gastón nunca la llevaba de día, sólo por las noches cuando hacía el reparto de pizza. Revolví por todos lados, a veces el más chiquito se la quitaba para jugar. Rogaba que hubiera sucedido así. Detrás de los muebles, en los jugueteros, debajo de las camas, sobre los armarios... La búsqueda fue exhaustiva. Pero no apareció. Mari explica que esos dos detalles fueron claves. Estaba sola en su casa con los tres hijos, quería negarlo y pensó que se había vuelto paranoica; empezó a llamar a su marido al móvil. Nadie atendió. Desconectado. Desde la imagen de Gastón muerto hasta el momento en que su esposa se enteró de dónde se lo llevaron, pasaron cinco horas. Mari telefoneó a la mensajería y un amigo le anunció que Gastón había ido a entregar un paquete al centro. Justo al centro. A Mari volvió a aparecérsele la figura sin cara, vestida con la ropa de su marido, entrando en la ambulancia, y ya no dudaba pero no se animaba a 121
decirlo en voz alta. Llamó al SAME (Servicio de Ambulancias Médicas): no constaba ningún herido; probó en otras entidades e insistió con el móvil mientras se acercaba la hora en que regresaba a casa a buscar la caja para el reparto nocturno. Nunca había llegado tarde en ocho años, y cuando apostada en la puerta de su domicilio comprobó que Gastón no se personaría, telefoneó a la pizzería y le confirmaron lo que temía. No estaba allí. Volví a hablar con su amigo y se comprometió a salir a buscarlo. Cuando le conté la escena de la tele me dijo que no me preocupara, pero tras varias horas sin novedades del rastreo mi desesperación fue fulminante. A Gastón lo encontró el compañero de la mensajería consultado por Mari. Estaba en el hospital Argerich. Muerto. Iván es uruguayo, tiene 33 años y una pasión: la fotografía. Esa tarde, como tantas otras, deambulaba por la plaza de Mayo con su cámara. Fue la última persona que vio a Gastón vivo. Caminaba junto a los manifestantes y se armó un tiroteo –cuenta—, entonces un muchacho que estaba muy cerca de mí, sobre su motocicleta, cayó para atrás. Pude sentir el tiro cuando penetró en el cuerpo. He sido cazador y distingo bien el sonido de la bala contra la carne; se escucha diferente. La gente no tiraba con armas, sólo lo hacía con piedras pequeñas. El joven empezó a agonizar. La bala entró pero no salió. Fue en el pecho. Le saqué fotos al pibe desde el impacto hasta que agoniza y muere, y casi me quedé a solas con él. Se derrumbó a mi lado, a dos metros. Lo quise auxiliar pero me di cuenta de que el balazo era mortal, se ahogaba en su propia sangre. Él no tuvo oportunidad de nada. La ambulancia ni se animó a entrar; decían que allí no iban y permanecieron a doscientos metros. Según el testimonio del fotógrafo, cuando Gastón cae, sólo resiste un grupo de personas muy reducido; los demás se dispersan por temor a la represión. 122
Iván pudo capturar la figura de Gastón con la camiseta negra subida hasta la mitad de la panza, la misma camiseta negra que Mari reconoció más tarde en la tele de su casa. Gastón yace sobre el asfalto de Avenida de Mayo y Tacuarí. No hay huellas de sangre. La bala entró pero no salió. Un chico intenta hacerle la respiración boca a boca. Gastón aún está vivo. El dedo índice y mayor de su mano izquierda hacen presión sobre el brazo del muchacho que lo socorre con cara de desesperación. Iván no deja de disparar fotos. Alrededor de Gastón había piedras de seis a siete centímetros de diámetro. Gastón a punto de morir por el impacto de una nueve milímetros y a su lado las únicas armas que los manifestantes dejaron en el suelo para atenderlo. Poco a poco se sumaron otras personas, mientras poco a poco Gastón perdía la vida. Era inútil, sus dedos, antes apretados, se aflojan al costado de su cuerpo. Unas diez personas lo observan y en sus caras se percibe la pregunta silenciosa generalizada. ¿Estará vivo aún? No lo estaba. Sin embargo, un señor seguía con las maniobras de reanimación en su pecho, y otro palpaba su cuello para tomarle el pulso. Mientras el grupo de gente lo rodeaba en una actitud de pena y desconsuelo por alguien a quien jamás había visto antes, un sujeto aprovechaba para robarle la moto. Una mierda de tipo –contaba Iván que asimismo capturó con su cámara la instantánea tan miserable— . Cabe destacar, según el testimonio de Mari, que la moto continúa a día de hoy desaparecida. Doce anónimos lo llevaron a cuestas hacia la ambulancia que se encontraba a doscientos metros, porque no quería internarse en el sitio donde cayó Gastón. Doce anónimos tomados por la cámara del fotógrafo y sólo cuatro se presentaron a declarar. En el caso de Alberto Márquez, que estaba junto a su esposa y vio 123
todo fue más fácil, ella identificó al policía asesino. Gastón estaba solo y nadie advirtió su presencia hasta que cayó herido. Pero había decenas de testigos. Gastón era muy corpulento y se necesitaron unos cuantos para levantarlo. El miedo que en este país tiene la gente para hablar es increíble, reflexiona Mari con tristeza. Los policías estaban cerca y cuando vieron lo que pasaba con el pibe, se reían indiferentes, comentaba Iván para confirmar la desvergonzada muestra de impunidad que las fuerzas del orden ostentaron aquella tarde. La juez María Romilda Servini de Cubría se personó, para frenar la situación, en el lugar de los hechos, no obstante, por la noche, su labor fue ubicar los cuerpos de las cinco víctimas y asegurarse de que se les realizara la autopsia correspondiente. El entonces jefe de policía, Rubén Santos, daba respuestas inauditas y afirmaba no estar enterado de las muertes. Cuando la juez citada le preguntó cómo se entendía que si había mandado despejar la plaza de Mayo, los asesinatos sucedieran a quinientos metros, Santos contestó: Mis efectivos no dispararon, los que tenían armas eran los manifestantes. Soy la esposa de Gastón Riva, déjenme entrar, gritaba Mari en la puerta del hospital. No le permitían ingresar, y aunque el impedimento duró un minuto a ella le parecieron siglos. Una doctora en psicología la condujo a una habitación alejada y se encargó de darle la noticia. Yo me hacía la película de que por lo menos estuviera herido. ¿Para qué te voy a contar lo que sentí?, explica Mari y la voz se le vuelve a quebrar. Ese día había tormenta en Buenos Aires: Me senté debajo de la lluvia. No sentía el agua, no sentía el frío, no sentía el calor... sólo una opresión en el pecho. No lo podía creer... Tampoco ahora lo puedo creer. De todos modos a Mari todavía le faltaba ir a la comisaría a efectuar el trámite para reclamar el cuerpo de su marido. Luego de una 124
hora de espera declaré durante otra más. Nombre, edad, estado civil, ocupación... hasta que me preguntaron: ¿Raza? ¿Cómo raza?, les dije yo, ¿ustedes creen que se trata de un perro? Cuando continuaron por la religión ya no pude soportarlo. En realidad cualquiera de los policías que allí se encontraban podía ser el asesino de Gastón. El ridículo interrogatorio seguía su curso y el comisario reunió a los efectivos en el patio para hablarles. Mari escuchó lo que les decía cuando los policías se ponían sus chalecos antibala: Bueno, a ver si me entienden... A partir de ahora no se desenfunda el arma para nada. Si ven que hay quilombo, despacito, se hacen los boludos y se van. No de cagón ¿eh? Pero se van. Tranquis que no pasa nada. En el trayecto a su domicilio, Mari pensaba qué explicarle a los hijos. Ni bien entré la más grande me preguntó qué pasaba con papá. Yo le contesté como pude: “está grave, internado, no podés verle aún, le dije. Ella le escribió una carta con un dibujo. Le ponía que lo quería mucho, que se recuperara y que volviera pronto a casa, recuerda Mari entre lágrimas ahogadas. El relato de esta mujer es conmovedor de principio a fin. Sin embargo, logra, además de la atención y el respeto de sus interlocutores, una correcta emoción. No ahorra insultos, ni bronca, y su afán esclarecedor permanece en cada frase dicha, pero le escapa al melodrama. Sorprende su lucidez mental. Aquella noche habían venido los padres de Gastón desde Ramallo. En los pocos instantes en los que consigue cerrar los ojos, Mari sueña con el marido que abre la puerta de la calle y le dice: Acá estoy, ya volví. A la mañana siguiente le esperaba otro trámite en la comisaría. Le piden una rectificación de la anterior declaración y ella se niega. Apenas podía hablar, no hacía otra cosa que llorar. Estuve tres días 125
sin dormir y cinco sin comer. Una amiga me facilitó un abogado, algo en lo que jamás había pensado. Al final firmó un papel y le entregaron en una bolsa de nylon color rojo, un detalle que Mari no olvida, las pertenencias de Gastón. La gestión, que se prolongó durante horas, le permitió ir al depósito a ver el cuerpo de su esposo, la tarde posterior al asesinato. Tal vez fue el hecho que acabó por convencerla de la realidad más cruda y esta vez sí, al regresar a la casa, un verdadero desfiladero de familiares, vecinos, amigos y gente que ni conocía, decidió contarle a su hija mayor, entonces de ocho años, la verdad. Juntas decidieron enterrarlo en Ramallo, el sitio al que pensaban volver para instalarse de manera definitiva en febrero. Estábamos pagando una casa allá. Gastón era de los dos el que más iniciativa tenía, no sé de dónde sacaba fuerzas. Y su vigor es lo que rescato de él y por eso conservo los recortes periodísticos. Son para sus hijos, para que se acuerden de su papá y del empuje que le permitió seguir adelante; es lo mismo que hizo en la Plaza: continuar a pesar de las balas. Gastón le puso el pecho a la vida, concluye su mujer. Y nunca una frase fue tan literal, porque la bala del policía, todavía anónimo, a este mensajero, trabajador y padre de tres hijos, le dio en el pecho. Demasiadas son las dudas que quedaron sobre los asesinatos. Cuatro víctimas en cuarenta y cinco minutos tras una larga jornada de enfrentamientos dan pie a muchas especulaciones. La más certera es que justo antes de las muertes se acabó el material de represión “legal” y la policía comenzó a tirar con balas de nueve milímetros. Mari tiene otra opinión: Yo sé que hubo una orden de matar. Sobre el final de la entrevista, la pregunta sale casi por inercia: ¿Qué esperas del futuro? Quiero justicia. A mí no me importan ni De La Rúa, ni Mestre 126
(Ramón Mestre era el ministro del Interior en Argentina), ni ningún político. Sólo quiero que el hijo de puta con valor para sacar un arma y tirarle a alguien indefenso pague su culpa. Es muy difícil hacer justicia en este país; no imposible, pero sí difícil. Si no es la cárcel por lo menos que exista el castigo de la gente, como pasa con los militares de la dictadura, que no pueden salir a la calle sin ser insultados. A estas alturas ni siquiera pido que vaya preso. Pero me quedaré con la conciencia tranquila de haber hecho todo lo posible, como le prometí a Gastón junto a la caja el día que lo velamos en su pueblo. El homenaje de cada mes, el 20. Mari comenta que cada mes, cuando se aproxima la fecha, su cuerpo se resiente y percibe los mismos síntomas que la asaltaron al recibir la trágica noticia: le baja la presión, su estómago se contrae y una opresión se apodera de su pecho. El veinte de cada mes, los familiares de los cinco asesinados el 20 de diciembre rinden honores a sus víctimas en un acto que recorre las calles centrales de Buenos Aires. Parten desde la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, en una marcha a la que se adhieren varias organizaciones de derechos humanos y de arte callejero. El recorrido comienza en Avenida de Mayo y se detiene en el lugar exacto donde murió cada uno de los caídos. Ni olvido ni perdón. Juicio y castigo a los autores materiales e intelectuales, rezan los panfletos repartidos para la ocasión. En la vereda, justo a la altura en la que fue asesinado cada uno, los allegados han construido una pequeña piedra con los datos más representativos de los muertos. Allí aguardan los participantes en la manifestación, durante la lectura de un escrito que narra el último día de vida del homenajeado. Al arribar a las piedras, el pariente correspondiente se acerca y, mientras se lee el discurso, sostiene con una 127
mano una vela y con la otra la foto del ser querido. “¡Gastón Riva!!”, se escucha a través de un megáfono. “¡Presenteeee!”, contestan al unísono los manifestantes. “¡Hoy!”, continúa la voz. “¡Y siempre!”, replican el resto. Pero a decir verdad, además de los familiares, son pocas las personas que se solidarizan, no más de ciento cincuenta. Es triste observar el contraste entre el dramatismo con que afrontan la marcha y la indiferencia de la gente que circula por la calle. En algunos casos la indiferencia se traduce en desconfianza, incluso en desprecio, como si el ciudadano común ignorara o hubiera olvidado que los muertos del 20 de diciembre, cuando terminó de dispararse la crisis más grave y virulenta padecida por los argentinos en democracia, fueron en realidad asesinados por quienes deberían protegerlos. Y son las contradicciones de muchos pueblos. El jueves 20, mientras Gastón caía en el asfalto intentando llegar a la plaza de Mayo, centenares de argentinos hacían colas interminables en los cajeros automáticos para retirar su dinero, alertados por rumores de caos económico. Al día siguiente, cuando Mari vagaba por las dependencias policiales para rescatar el cuerpo de su marido, la mayor parte se reunía en cenas u organizaba agasajos navideños. ¿Quiénes recuerdan que hubo cinco muertos a causa de la represión policial —sólo en la capital argentina, en el resto del país la cifra asciende a más de treinta— y que en la mayoría de los casos no hay culpables condenados? Mari dice que aunque la gente no recuerde el 20 por los asesinados, sí lo hará a partir de la circunstancia inédita que significó decir “basta” a una situación intolerable y salir de forma espontánea a la calle a protestar. Mientras tanto, en una de las marchas—homenaje, precedida por una hilera de motos con policías que las conducían y oficiaban de respaldo, toda una ironía por cierto, la esposa de Gastón Riva se ade128
lantó para pedirles que se fueran. Un acto de consecuente y suprema cordura. Así vivimos aquella entrevista derivada de un suceso tan dramático, y así la pudieron leer en rigurosa exclusiva mis dos amigos y compañeros de habitación. Les gustó, les conmovió, y pensaron en lo mismo que me vino a la cabeza diez minutos después de despedirme de Mari, una fría tarde de invierno en Buenos Aires. La dura soledad, la dolorosa soledad transformada en incomprensión para una mujer que clama justicia frente a un hecho que el establishment de su sociedad, ya sea por una necesidad o por otra, desea enterrar. Al cabo de unos meses, en los albores del aniversario del asesinato de Gastón, el país preparó grandes e históricas movilizaciones para honrar el estallido social acontecido el 20 de diciembre de 2001. Muchas fueron las propuestas efectuadas a los familiares de las víctimas para volverlos a emplear como arma política. Mari mediante un e—mail me dijo: El día 20 habrá grandes manifestaciones a las seis de la tarde; nosotros vamos a hacer la nuestra a la una. Llevamos todo el año marchando solos por las calles de Buenos Aires, no vemos por qué está vez tiene que ser distinto.
129
14. Diecisiete horas más. El único obstáculo que imaginé como posible fisura para una relación que se prolongaría durante tres semanas era mi propia falta de costumbre para consensuar opiniones en la toma de decisiones. Pero Juanma y Carlos venían a divertirse, y su comprensión y tolerancia habituales sufrían todavía un aumento más considerable. Estábamos tan a gusto, que cualquier propuesta podía ser válida y cualquier idea bien recibida. El plan, al menos sobre el papel, parecía sencillo: compraríamos billetes para San Cristóbal de la Casas, tomaríamos la casa de Sergio a modo de campamento base y desde allí realizaríamos excursiones para explorar la hermosa región, que además de un presente rebelde escondía maravillosos parajes como Palenque, el paradigma maya. Tras veinte días en el estado de Chiapas cada uno seguiría su camino, ellos rumbo al DF, efectuando otras paraditas en sitios dignos de visitar; yo, por mi parte, a las comunidades, donde algo superior a un mero compromiso me esperaba. Antes de iniciar la jornada, Juanma y Carlos me dieron un montón de fotografías de mi familia, de mi sobrinita a la que casi no reconocía y de mi casa, expuestas encima de una cartulina a modo de mural. Era el regalo que me enviaban los míos, y los dos emisarios de lujo recibieron órdenes de obsequiarme con el presente cuando fuera mi aniversario, que se acercaba inminente, pero no resistieron más. En un par de horas volví a repetir el trayecto de metro para desplazarme a la terminal de Tapo, aunque ya no estaba sólo. Una vez allí, sacamos billetes para la tarde siguiente, por tanto, gozábamos de la noche entera para perdernos en el ambiente de la capital. Lo ideal 130
hubiera sido salir con Héctor, mas se encontraba en la ciudad de Monterrey, inmerso en sus quehaceres laborales. A continuación de una relajada y autóctona cena y decenas de historias de habitación compartida, decidimos, al más genuino estilo Lestat, adentrarnos en Ciudad de México, sin lograr evadir algunas imágenes que se erigían como aterradores y odiosos tópicos peliculeros. Comenzó entonces un frenético recorrido nocturno en el que corroboré lo mucho que olvido los placeres personales cuando estoy en situación de constante alerta. Y me refiero a la cerveza, porque México ofrecía una deliciosa gama de múltiples cervezas de varios tipos y sabores. En soledad, jamás me había planteado saborear con amplitud, sí de forma ocasional, los pecados de cebada en burbujas capaces de tentar al más malvado de los vampiros. Fue una velada fugaz, meteórica, bebimos sangre a raudales. Era maravilloso sentirme seguro, dado que viajar solo casi nunca te brinda esa posibilidad. La mañana siguiente precisó de paracetamol. Por suerte, no madrugamos. De todos modos, los chicos querían dar una vuelta por el zócalo y fisgonear de manera obsesiva en los puestos de venta ambulante y en los relacionados con la pequeña artesanía sobremanera. Había que reconocer que, aun con un planteamiento muy turístico, la plaza ofrecía entretenimiento constante. Esta vez, un grupo de indígenas vestidos como sus antepasados colmaba en círculo la entrada de la catedral, y al son de sus tambores bailaba una danza que evocaba a los dioses mayas de los que, por supuesto, desconocía su existencia. Entretanto, una comitiva de los artistas, encabezada por el líder, se enzarzaba en una batalla dialéctica con otros integrantes de la formación, disfrazados con ropa de modernos turistas. El teatral enfrentamiento finalizaba con una canción que entonaban al unísono y cuyo contenido no pasaría desapercibido para nadie.
131
Hermano escucha el son de esta canción, tú que vienes cansado de las tierras del sol. Agarra este pan y come lo que necesites, prende tu vaso para beber de mi vino, porque todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío. Somos hermanos y no lo olvidemos, somos hermanos, no nos enfrentemos. Se quiera más al hombre blanco vestido de seda, que al cansado y hambriento hermano de las montañas. Luego de ver la disputa que precedía a la cantinela —donde los propios indios sufrían la humillación de sus compatriotas de la ciudad que se quedaban boquiabiertos ante la llegada de los turistas con grandes cámaras—, uno se hacía a la idea de que la representación encerraba un trasfondo tan sustancial como verídico. Tiempo atrás, Héctor me explicó el tremendo abismo que se había creado entre la población urbana y rural coexistente en México. Los primeros, adaptados con fervor a la nueva e impuesta cultura capitalista; los segundos, cada vez con mayores problemas para subsistir. La escasez de los excluidos condicionó sus vidas hasta extremos angustiantes, y en un sinnúmero de ocasiones carecían de elementos básicos que los habitantes cosmopolitas del país habían olvidado, por naturalizar su uso, que formaban parte de su día a día. Para clarificarlo mejor, puesto que tengo la impresión de haberme explicado fatal: un ciudadano de cualquier comunidad chiapaneca luchaba toda su vida para asegurarse agua o arroz a diario; en cambio, un vecino de las zonas céntricas de la capital había olvidado que existían el agua y el arroz. El olvido de unos, el anhelo de otros. Sin duda, no eran los parámetros adecuados para el correcto funcionamiento social, y, en consecuencia, un oriundo de Chiapas y un mexicano de clase media que residiera en una gran urbe parecían personas de distintos planetas. 132
Jamás negaré el importantísimo trabajo que hemos desempeñado los Observadores en México, pero uno abandona tan espléndidas tierras con rabia descomunal, ya que nosotros somos y debemos ser el último eslabón en la cadena de ayuda. Su gobierno y las elites dominantes de su pueblo no son sólo cómplices como a veces pienso que lo son mis ojos, se han convertido en mucho más que meros silenciadores del conflicto. Y, en pocas palabras, los indios que danzaban en el zócalo, enclave paradigmático como símbolo de progreso del país, reivindicaban el fin del sistema “multiplanetario”. A la diferencia de clases tan atroz, se le sumaba en las ciudades latinoamericanas el conflicto registrado en las periferias, donde se hacinaban miles de familias que emigraron del campo, abocadas a la miseria al ver como sus ilusiones y esperanzas se diluían sin dejar rastro. En mis travesías por el continente, pude confirmar la exclusiva mediatización que giraba en torno a la pobreza; en el caso de Argentina se hizo patente aquel año, cuando las imágenes de los niños desnutridos de Tucumán, que dieron la vuelta por decenas de medios internacionales, fueron usadas a modo de arma política, como si su existencia supusiera una novedad a denunciar. Y claro que sí, la denuncia estaba muy bien. Sin embargo, los niños desnutridos de la provincia de Tucumán llevaban dos décadas muriendo a diez kilómetros de Buenos Aires, y con el paso del tiempo cada vez vivían más y más olvidados. La cruenta realidad mandaba, con ellos no se ganaban elecciones. En la práctica, para los que gobernaban o pretendían hacerlo, los marginados de la periferia no valían para nada. Un breve paseo por las chabolas colindantes a Ciudad de México servía para certificar la situación; dar una vuelta por las comunidades indígenas en Chiapas suponía, sencillamente, una cacería cruel. James Neilson, prestigioso analista político, decía que la historia ha demostrado que los pueblos son capaces de adaptarse a cualquier circunstancia por insoportable que parezca. Por suerte, en Chiapas 133
los campesinos habían dejado de creer en tal sentencia con la que Neilson acertaba en el centro de la diana demasiadas veces. Nos dirigimos al hotel para armar las mochilas y para realizar, acto seguido, el último camino a Tapo. Una vez allí rodeamos una mesa de su mercado y comimos unos tacos mientras esperábamos el autocar, cuya partida aún demoraría un par de horas. De manera inevitable, tras el acontecimiento vivido en el zócalo, el almuerzo estuvo proseguido por una larga disertación filosófica acerca del estado del mundo. Como siempre, estas conversaciones, si se mantienen con personas dispuestas a aplicar el sentido común, acaban remarcando las injusticias sociales que ensalzan el darwinismo como único método factible para permanecer en pie. A medida que avanzaba la charla, el efecto de las cervezas volvió a manifestarse y, por consecuencia de éstas, o merced a las evidencias, tres demócratas convencidos ayer y hoy del sistema en el que vivían, se quedaron sin otra solución que la revolución para que América Latina levantara la cabeza. Instruí a mis amigos para apoderarse de un buen lugar en el autocar —esta vez el baño y yo, yo y el baño, no íbamos a viajar juntos—. No sé si fue el alcohol o el cansancio acumulado, pero los tres dormimos gran parte del trayecto que efectuaba por enésima vez. Tal era mi simbiosis con el recorrido que nunca supe con exactitud cuánto se prolongaba, de modo que me quedo con la indicación del panfleto de la empresa de autocares. Ciudad de México – San Cristóbal de las Casas: 17 horas. A las siete, con un viento que no declaraba buenas intenciones, amanecimos en la capital de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez. Allí forjé mi reconciliación definitiva con Lonely Planet cuando tras seguir sus consejos fuimos a tomar un batido alrededor del mercado Central. El mercado muy bonito; el batido espectacular. 134
Al cabo de cuatro horas, después de un “casi vómito” de Carlos que derivó en amistad con el conductor debido a la nueva ubicación que adoptó dentro del vehículo, arribamos a San Cristóbal, donde nos esperaba Sergio. Nos manteníamos en contacto por teléfono y, superadas las presentaciones, de camino a su casa, Carlos nos confesó que el chofer, durante una charla amistosa, le ofreció los mandos del autocar, posibilidad que se planteó y descartó por prudencia, porque sólo había manejado coches pequeños.
135
15. “Cristóbal Sánchez, para servirles.” La noche fue enriquecedora. Sergio se destapó, poco a poco, como un excelente conocedor de los problemas y las inquietudes indígenas, y nos aportó un montón de datos ilustrativos con relación al conflicto relatado por los indios actores en el zócalo de Ciudad de México. Por su parte, Juanma y Carlos pudieron catar los excelentes huaraches caseros que cocinaba; a cambio, me instó a repetir la paella que tan buen sabor de boca le había dejado en mi anterior paso por su casa. Durante la mañana del día siguiente paseamos por San Cristóbal, y compartí con mis colegas la información que me contara Héctor semanas atrás. Por la tarde, tras almorzar un sabroso pollo al mole, fuimos a saludar a la “Navarra”, nombre que recibía una amiga de Sergio natural de Pamplona y propietaria de una agencia de rutas turísticas llamada Viajes Navarra. Debido a que había sido avisada de la visita por nuestro anfitrión, el café y los bollos aguardaban impacientes a los tres barceloneses. La mujer, que en realidad se llamaba Sandra, hacía una eternidad que no charlaba con gente de su tierra, y aquella oportunidad parecía perfecta para saber de primera mano lo que acontecía al otro lado del océano. Asimismo lo fue para mí, dado que la conversa la monopolizaron Carlos y Juanma: poco podía aportar yo sobre el presente de España. La historia de Sandra era atípica, digna de la atención del más romántico de los directores cinematográficos. En Pamplona entrecruzó su camino con Pedro, su actual marido, natural de San Cristóbal, que se encontraba en nuestro país para finalizar sus estudios empresariales con el objetivo de regentar una modesta empresa familiar dedicada al sector textil. Los novios se enamoraron como 136
auténticos tortolitos y tras la separación que no lograron soportar, la “Navarra” aparcó su vida al completo para trasladarse a San Cristóbal, lugar en el que residía desde hacía quince años. Después de acabar el largo anuario y engullir los bollos fuimos invitados a su casa, pero postergamos la cita ya que Sergio esperaba ansioso de paella. No obstante, Sandra nos ofreció, por siete euros, una excursión turística con su mejor guía, Cristóbal Sánchez. Aceptamos la oferta, basada en un recorrido de una única jornada en la que se visitaban parajes a los que sólo se accedía en auto. Pasamos un par de días divinos en San Cristóbal, entre cenas con Sergio y con Sandra y su marido… En las cálidas caminatas durante las horas de sol y mediante largas entrevistas con los vecinos, ratificamos las aterradoras carencias que asolaban el lugar. La noche anterior a la excursión, para la que era imprescindible levantarse a las siete, tuvimos la desafortunada iniciativa de acercarnos a Las Velas, el bar de moda de la ciudad, con el pretexto de tomar una copa y acostarnos temprano. Fue inesperado escuchar a la persona que cobraba las entradas. En el corazón de Chiapas y sin demasiada lógica, una catalana, Mercè. La lleidetana había llegado a San Cristóbal para entrar en las comunidades, y cuando salió, decidió quedarse unas semanas, que se convirtieron en meses gracias a un par de trabajitos que buscó. Enseguida identificó nuestro castellano y nos convidó a un reservado del local, donde dialogamos, tomamos tequila e intercambiamos impresiones sobre la región. La conversación con Mercè fue una de esas charlas impactantes, dotadas de una dosis de realidad inquietante, una sensación esencial antes de enfrentarse a las insurgentes montañas chiapanecas. Su experiencia, que valoraba de forma positiva, se gestó en una aldea limítrofe a San Cristóbal, en la que constató la situación de los indígenas y de sus paupérrimas vidas. En principio, debido al período que duraría mi estadía en el cora137
zón de la selva Lacandona, me ubicarían en un área con mayor conflictividad armada. La labor de Mercè, sin embargo, se centró en observar el funcionamiento social de las comunidades y los problemas que surgían entre vecinos por los distintos apoyos ideológicos que defendían. Acabada la conversa permanecimos en el local, y a lo largo de la velada no pagamos consumiciones. A las cuatro de la madrugada aterrizamos, con un motor anegado, en casa de Sergio. El paracetamol no parecía suficiente aquella mañana y el sentido de la responsabilidad de Juanma fue fundamental. Por Carlos y por un servidor, nos hubiéramos perdido un bonito día de paseo por Chiapas. Arribamos con diez minutos de retraso al punto de encuentro en el que nos había convocado Sandra, tras visitar el banco y sufrir un leve susto estomacal al oler el compuesto químico del suelo recién fregado. La jornada, aparte de deleitarnos con el hermoso paisaje, nos brindó la posibilidad de disfrutar de la compañía de ocurrentes personajes. El primero en concurrir fue James, un australiano que trabajaba en calidad de diplomático en la delegación de su embajada en Chile. Había venido a México de vacaciones, y su castellano era un extraño híbrido de veintisiete castellanos distintos con acento australiano. ¿Y cómo es el acento australiano del castellano? Jamás había pensado en calificar a un acento del castellano con tal adjetivo hasta que conocí a James. Marló y Alberto, una pareja de respetables señores mexicanos, celebraban en Chiapas las bodas de oro, y se pasaron el día platicando sobre Platón y su Mito de la Caverna. Tuvimos los tres, Carlos, Juanma y yo, ilustres e hidalgos caballeros preuniversitarios que tragaron Mito de la Caverna hasta la hartura, la impresión de recuperar aquellos martirios inhumanos de eterno madrugón con soporí138
fera clase de filosofía incluida. Y el problema no se centraba en la filosofía en sí, sino en la mezcla de los diecisiete años con un profesor muy pero que muy filosófico. Bueno, en realidad cabría matizar que se tomaba las cosas con filosofía. Pero la estrella de la jornada, al volante de su jeep intergaláctico, estaba por personarse. Su presentación fue apoteósica, mediante un giro de ciento ochenta grados seguido de un tropezón con el que a punto estuvo de partirse la crisma, aunque ni el susto lo descompuso. Nos miró, sacó su peine, se repasó su abombado pelo y dijo con acento forzado: Soy Cristóbal Sánchez, para servirles. El diplomático fue diplomático; la pareja estaba en el supermercado de enfrente; sin embargo, los tres jóvenes no pudieron resistirse, muy mal hecho por cierto, y se les escapó una sonora carcajada que nuestro guía encajó con paciencia gandhiana. La risa no escondía mala fe y obedecía al contraste de su vestuario con sus gestos y movimientos. Cristóbal, con quien hoy todavía mantenemos contacto, parecía sacado de un auténtico culebrón venezolano, o, más lejano en el tiempo, me recordaba a mi padre con treinta y cinco años menos, con enorme flequillo y largas melenas, pantalones de campana y chaquetilla de plástico negro o tejana, y tantas y tantas barricadas construidas para luchar contra ese individuo que también vi en fotos y en vídeos inaugurando pantanos cada dos por tres. No obstante, mi papá se había adaptado al nuevo milenio y supo guardar en el armario lo que ya no necesitaba del pasado: la ropa. Al ser seis, la distribución del auto obligaba a uno de los ocupantes a compartir asiento delantero con Cristóbal, y en el tramo inicial James fue el afortunado. Los tres chicos de Barcelona durmieron y transpiraron cerveza con discreción en los lugares intermedios, mientras la pareja filosófica de mexicanos arreglaba el mundo en la fila posterior. Paramos en Rancho Nuevo a visitar unas grutas, paseo que me provocó un halo de nostalgia irreparable, puesto que mi familia 139
materna procede de Mallorca, donde se jactan de albergar las grutas más bonitas del mundo. Sin hacer propaganda, ni aumentar el mito del Drac ni la magia de las Coves d’Artà, he de decir que las excelencias naturales de Ses Illes son de una belleza muy superior a las allí presentes, y, debido a mis raíces baleares, comenzó el diálogo con el diplomático australiano. James había estado en Palma y corroboró mi impresión comparativa entre los dos emplazamientos, asimismo, transmitía su amplia cultura general sin hacerse pesado, con apacible cordialidad. Era fácil y divertido aprender y absorber datos de él, y su vida aparentaba originalidad. Cinco años atrás, cambió un cargo gerencial en una importante multinacional con delegación en Sydney para trabajar en calidad de funcionario de exteriores y poder así viajar, su gran pasión. Sorprendía que en el período vacacional, más allá de cualquier motivo personal, no hubiera abogado por ir a su tierra. Por cierto, para los amantes de los datos históricos y las estadísticas, las grutas de Rancho Nuevo fueron descubiertas por don Vicente Kramsky en 1947, y en la actualidad su longitud es de 10.2 kilómetros y su profundidad máxima de 550 metros. Tan sólo estaban a 10 kilómetros de San Cristóbal y tardamos noventa minutos en llegar. Al finalizar la jornada nos informaron de que habíamos padecido una pequeña avería y dos controles de carretera. Ninguno de los tres nos enteramos. En el segundo tramo del circuito, los jóvenes de Barcelona se repusieron del estado de catarsis sufrido desde San Cristóbal a Rancho Nuevo. James se sentó en la parte trasera; Carlos flanqueó a Cristóbal en la delantera; espero que no haya oferta para conducir el vehículo, pensé yo. Entre relatos del australiano con relación a la burocracia chilena, nos plantamos en las ruinas de Chinkultic, un yacimiento maya sin la fastuosidad de tantos otros situados al este del país. En cualquier caso, en su bello pero abrupto paisaje, ocultaba, tras sus 60 metros de ascensión por unas empinadas escaleras, un 140
truculento legado. En lo alto del celestial monumento, la naturaleza, que evocaba maravillosos pasajes poéticos, dejaba a sus pies un gran cenote azul donde los antiguos pobladores realizaban ofrendas humanas, un cruento rito que consistía en lanzar a miembros de la comunidad desde tal altura. Los pobres actores de estas tomas, que se repetían hasta que se conseguía el plano bueno, acababan, en el mejor de los casos, esparcidos por las rocas contra las que se estrellaban con virulencia en su trágico último vuelo. Nuestros socios del DF, Marló y Alberto, dieron rienda suelta a sus reivindicaciones y propusieron un tropel de nombres políticos y de primer orden de la vida social mexicana como aspirantes a merecer tan fatal desenlace. Al cabo de media hora recuperamos la carretera para dirigirnos al último destino de la ruta por la región, las Lagunas de Montebello. Esta vez me tocó ser el copiloto y dialogué largo y tendido con Cristóbal, quien, al margen de su aspecto, resultó un gran conocedor del conflicto chiapaneco. La conversación constó de dos partes bien diferenciadas. En la primera departimos sobre su llamativa imagen, y en un arrebato de confianza contraatacó de manera sagaz con idéntico argumento. Comentaba que nuestro aspecto se asemejaba al de los jóvenes universitarios de las películas estadounidenses, y que le había hecho mucha gracia la ropa que lucíamos. Pronto se incluyeron en el debate el resto de los integrantes del auto, y certificamos una evidencia que suena a tópico, centrada en la poca importancia de las apariencias y lo saludable que era encontrarse a gente tan distintamente parecida. Fue un buen punto para la reflexión, pues... Cuántas veces insistíamos en abanderarnos como personas sin prejuicios y cuántas veces en realidad cumplíamos con esa premisa. Tras varios minutos de risas compartidas, en que la camiseta de Juanma, las pulseras de Carlos, el sombrero de safari de James y mis gafas, fueron el centro de la maliciosa mofa en absoluto insolente, profundizamos en la situación de Chiapas. En su fascinante aporta141
ción, Cristóbal aseguró haber visto a Marcos en el zócalo de San Cristóbal y a cara descubierta, un año antes de la toma de las armas del 1 de enero de 1994. Dieciséis majestuosas lagunas se distribuyen de forma caprichosa amagadas en la vastedad de la selva, y sus distintas composiciones provocan que sus aguas sean de extravagantes colores, formando una imponente gama cromática. En la violácea nos dimos un baño después de cruzarla en balsa. A continuación del frío chapuzón James sentenció: ya estoy preparado para mi pescado, y los siete integrantes de la expedición, entre risas y bromas y tras secundar la australiana moción, acabamos la jornada con la degustación de un autóctono manjar a orillas de la más lejana de las Lagunas de Montebello. En tres horas estábamos en San Cristóbal. Con abrazos e intercambios de emails nos despedimos y concluimos el godible día que aún hoy rememoramos en tertulias de café. Al cabo de unos meses, James se casó con una chilena y espera su primer hijo; Cristóbal rentabilizó su trabajo como buen guía e inauguró su propia agencia; Marló y Alberto, entre filosofada y filosofada, celebran años de unión y fortalecen el amor que consolidaron en tiempos difíciles y que defendieron por encima de cualquier adversidad. Le dieron la espalda a la cueva y miraron a la vida de frente, sin perderse ningún segundo de su esplendor. Los tres barceloneses, reacios a veces a buscar mayores placeres que los incluidos en su propio Mito de la Caverna, aprendieron que los recuerdos no se buscan ni se construyen bajo parámetros preestablecidos. Aparecen, sin más, para tejer las inolvidables reminiscencias de mecedora.
142
16. El yacimiento arqueológico de Palenque: tras la estela de Tintín. Florentino Ariza buscaba el modo de aproximarse a su amada; Carlos y Juanma se divertían con un extraño juego de naipes; Fermina Daza advirtió al fin la presencia de su pretendiente, a quien concedería el honor de acercarse; yo, por mi parte, me volví a adentrar en la novela con mis cuatro compañeros de viaje. Era jueves, pero no sabía el día exacto. Nos encontrábamos camino de Palenque, el gran epicentro de la civilización maya, y restaba menos de una semana para ingresar en las comunidades, que, con mayor intensidad, continuaban desprendiendo su aroma a almendras amargas. Los recuerdos de la infancia son los más hermosos que perduran con el paso de los años. No se debe a su importancia en sí, porque los de adolescencia y madurez resuenan con mayor intensidad, lo que destaca de ellos y los hace tan mágicos es su pureza. Los recuerdos de la infancia son imperturbables, y el transcurso del tiempo sólo erosiona su duración, pero no su naturaleza, y así persisten esenciales hasta que desaparecen con placidez. En mi caso, casi todos guardan relación con el mar. Y cuando el Mediterráneo no forma parte de su argumento, los personajes fantásticos forjan entonces la tela principal de los momentos vividos. Al fin y al cabo gran parte de mi identidad. Había olvidado por completo a Tintín. Por eso fue grato y simbólico enterarse, un mes antes, de que nuestro primer libro saldría al mercado a través de la editorial que publicaba las aventuras del personaje que motivo mi afición por la lectura. Sin dejar de lado a Ibáñez y a los mágicos Mortadelo y Filemón, Tintín fue el cómic con el que crecí. 143
Ahora intuía sospechosas coincidencias con el aventurero del flequillo amarillo, un joven periodista dispuesto a recorrer los lugares más recónditos del planeta para combatir con decisión la tiranía. De todos modos me faltaba un capitán Haddock, aunque los gruñidos de Juanma, mientras despotricaba por el fracaso en la partida de cartas, parecían solventar la falencia; Carlos bien podía ser el profesor Tornasol, y de Milú, ese perro que hablaba, por ahora prescindiría. Y sí, yo era Tintín. Y tal como hizo en una de sus cruzadas, me dirigía al Templo del Sol, situado en Palenque, para desentrañar un gran enigma o salvar a un fiel escudero presto a ser asesinado por cualquier ritual cruel y sanguinario. El pueblo de Palenque daba nombre a otras excepcionales ruinas de la civilización maya, un lugar apartado en el centro de Chiapas al que miles de guías y cientos de panfletos publicitarios no hacían suficiente justicia. Tras seis horas para recorrer los doscientos kilómetros que separaban el yacimiento, de San Cristóbal de las Casas, llegamos envueltos en una terrible ola de calor que dificultaba en demasía la respiración. Caminamos sudorosos hacia un hotel que Sergio nos había recomendado, y pronto comprobamos que la temperatura con luz solar jamás bajaba de los treinta y cinco grados. Una vez aseados, salimos a efectuar el reconocimiento indispensable cuando se aterriza en un nuevo destino. La primera circunstancia destacable de Palenque, ya comentada, es su impresionante yacimiento arqueológico; la segunda, la que no reflejan las guías, mantiene relación con los hongos alucinógenos que se comen en diferentes partes del planeta y cuya versión natural es originaria de las colinas que flanquean la milenaria metrópolis. En la antigüedad, con esta planta, los dioses obsequiaban a sus fieles y su uso se ceñía a lo ritual. Algunos lugareños con los que departimos, le sumaron propiedades curativas y terapéuticas que 144
jamás he podido confirmar ni ver documentadas en ninguna forma de expresión escrita. En la actualidad, las setas milenarias representan para el 95% de los consumidores una droga empleada para divertirse y pervertir legendarias costumbres. Las leyes dictadas por las autoridades mexicanas prohiben con duras penas la tenencia, cultivo, venta o tráfico de cualquier derivado o manipulación de los hongos en cuestión, tóxicos en especial en las tierras de Palenque. Esta pureza se logra gracias a las condiciones climáticas óptimas y a la fuerza de la madre tierra que concede a los dominios de la emblemática ciudad unas virtudes sublimes para el crecimiento de los alucinógenos. Por desgracia, como sucede en muchas zonas de Latinoamérica, el sembrado de “flores prohibidas” multiplica por siete las ganancias del trigo o del maíz. De modo que, alrededor del zócalo, adonde fuimos a buscar transporte para acudir a las ruinas, las ofertas para probar los hongos se multiplicaron por bastantes más veces que siete. La visita al yacimiento estuvo envuelta en una magia singular, propia del paseo que pudimos realizar entre los esqueletos de piedras que antaño formaron grandes palacios. Palenque se disputa el honor de ser considerada el símbolo de la cultura maya con el parque nacional de Tikal, situado muy cerquita, en el norte de Guatemala, y, luego de haber disfrutado de ambos espacios, uno se maravilla ante tales suntuosidades y se olvida de competiciones honoríficas. Dos minutos bastan para comprender que la gran protagonista en Palenque y sus inmediaciones es la opulenta vegetación selvática que se extiende con total impunidad. Es tal la frondosidad y espesor de este océano verde, que el 5% de los restos arqueológicos es todo lo que puede ser visitado. Los vestigios de la antigua urbe fueron descubiertos en el siglo XVIII, y releer textos sobre las anécdotas que transcurrieron en las 145
vidas de los “nuevos pobladores” de Palenque es una tarea muy divertida, dado que multitud de curiosidades aparecen en forma de cómicos relatos de varios expedicionarios, europeos y estadounidenses, cómo no, que pretendieron demostrar inverosímiles teorías al sufrir una especie de tránsito postraumático, después de una desmesurada borrachera de ruinas arqueológicas. Entre aquellos intrépidos antepasados del coronel Tapioca, hubo uno que vinculó a los mayas con la Atlántida, tras argumentar haber encontrado un cable telegráfico en el yacimiento; otro confundió una efigie de un dios con un elefante, y le vistió como tal; un británico, sin el olfato de su compatriota de apellido Holmes, perdió su fortuna al intentar demostrar que los mayas descendían de las diez tribus perdidas de Israel, y murió en la cárcel por no poder hacer frente a sus deudas; el último en nuestra colección de quiméricos valientes, un investigador de New Jersey llamado Stephens, se atribuyó el título de Enviado de Estados Unidos y, para decirlo con elegancia, se vio en la obligación de desaparecer del mapa cuando los habitantes del lugar le reclamaban las responsabilidades lógicas a las que debe hacer frente un líder. Palenque, como les ocurrió a este grupo de apasionados por Indiana Jones, hipnotiza. Es una ciudad misteriosa rodeada por una selva infranqueable. El imperio maya siempre ejerció una notable atracción sobre las mentes imaginativas. Frente al duro mundo azteca o inca, esta civilización, que habitó el sur de México, la zona de la península del Yucatán y el norte de Guatemala, poseía unos gustos mucho más refinados y delicados, confería gran importancia a la vertiente artística y ostentaba un minucioso conocimiento de los movimientos de los astros celestiales. Esta atracción, igual que sucedía con la cultura teotihuacana, se veía acrecentada por el oscurantismo romántico que giraba en torno a su desaparición, cuyos principales artífices fueron los españoles. Aquel día, como la mayoría en Palenque, hacía un calor terrible. A continuación de un ligero desayuno en un pequeño “barcito” del 146
pueblo, subimos a un autobús que paraba en las ruinas, y pasados veinte minutos estábamos en la entrada, en la que se agolpaban decenas de artesanos ambulantes con cientos de objetos para los turistas. Una vez sorteados, nos dispusimos a pagar el ticket. Juanma y Carlos tampoco eran demasiado adictos a los datos históricos, así que, con muy buen criterio, acordamos deambular por la zona monumental sin visita guiada. Asimismo, mi querido y recién bautizado capitán Haddock, todo un experto en civilizaciones perdidas, nos instruyó durante la mañana acerca de las cuestiones más relevantes que conoceríamos en Palenque. Rebasados ya los hitos materiales que recordaban civilización, la nuestra, no la maya, vimos el Palacio, estandarte del imperio. Esta edificación parecía la más colosal pero la peor conservada, circunstancia que suponía, paradójicamente, un atractivo añadido, ya que se podía transitar por las gigantescas galerías entreabiertas y disfrutar de los enrevesados frisos que decoraban su interior. Tiramos catorce millones de fotos. Unos lugareños nos observaban con cara de indiferencia, la misma que brindaba yo a los japoneses que acostumbraban a inmortalizar la Sagrada Familia hasta erosionarla con sus flashes. Acto seguido, visitamos la parte norte del yacimiento para ubicarnos frente al gran colofón de la historia de la civilización maya, el rey de reyes de los misterios, el padre de los enigmas, el Templo de las Inscripciones, donde dormía su sueño eterno la máxima figura del mítico pueblo, Pakal II. La gran incógnita que escondían los jeroglíficos del mausoleo acaparaba la atención, mientras que en el núcleo del edificio se situaba la tumba, un majestuoso sarcófago monolítico de piedra tallada, del monarca que gobernara Palenque durante el siglo VII. El celebérrimo interrogante reside en una imagen que muestra a Pakal II en plena ascensión al cielo en una especie de nave. A raíz de este dato se han llenado centenares de volúmenes y fantásticas hipótesis sobre la primera y frágil alusión astronáutica. 147
Pese a que un sinfín de misterios relacionados con la cultura maya perduran, las excavaciones realizadas en las últimas tres décadas han supuesto grandes avances en referencia al secretismo que todavía rodea a la civilización. Si nos centramos en los estudios de los investigadores rusos Knorosov y Proskouriakoff, descubriremos que los jeroglíficos no hacían mención sólo a conceptos, también hacían mención a sílabas, a una forma arcaica de comunicación escrita. En este lenguaje, jamás se cita la vida alienígena ni naves tripuladas, y aunque tras fantasear durante unas líneas con un histórico rey surcando el espacio exterior la siguiente explicación pueda saber a poco, los dibujos a veces indescifrables representan apoteósicas leyendas de dioses y testimonios de épicos hombres que sí fueron reales. Pero la vida y la divinización de Pakal II no están exentas de increíbles sucesos. Nació el 6 de marzo del 603 y murió el 30 de agosto del 684. Asombra la exactitud de las fechas, erudición comprensible si se atiende al enfervorizado interés de la civilización maya por la astronomía. Pakal II, hijo de la reina Zac Kuk, gobernó desde el 615 hasta su muerte, pormenor que nos perfila dos nuevas particularidades: reinó a partir de los 12 años y vivió 81. Su dominio y el de su descendiente, K’inich Kan Balam (Serpiente de Jaguar), comportaron el período más esplendoroso de la ciudad. Al contrario de lo que pueda pensarse, la obsesión principal de estos dos mandatarios, que manejaron el destino de Palenque durante un siglo largo, fue el urbanismo, y, del mismo modo, construyeron espacios públicos a mansalva, útiles para el desarrollo de la ciudad. Recientes descubrimientos han revelado que a los gobernantes mayas no se les consideraba dioses en vida, por tanto, la divinización era post—mortem, y la de Pakal II tuvo a su hijo como principal responsable. Señalan los historiadores Houston y Stuart, que los reyes comenzaban a ser venerados, junto a héroes ancestrales y fundadores de la ciudad, justo después de su muerte. 148
Respecto al proceso de conversión de dios en astronauta que se le quiso imponer a Pakal II, la historia nos ha cautivado con miles de artículos y referencias. La teoría es claramente atacable y desmontable, pero mi interpretación se define con una pregunta. ¿No existe el monstruo del lago Ness y sin embargo nadie insiste en que no existe? Permitamos a este monarca maya que viaje libre por el espacio, a fin de cuentas a quién molesta. Profundizamos en más leyendas que escondía Palenque, cuando apareció el Templo del Sol. Fue como ver la segunda parte del Silencio de los Corderos, y de igual manera una tremenda decepción inicial me envolvió, pues casi podía rodear el edificio con las manos. Abandonados los fantasmas sobre cualquier tipo de espíritu continuista, Hannibal resultaba una película atractiva, y sus pilares junto a la puerta principal y una enorme placa que clamaba: “Templo de Sol”, formaban un bello compendio con los recorridos que Ridley Scott realizaba por la Florencia mágica y suburbial, mientras nos mostraba a una Julianne Moore cada día más actriz. Aquel pequeño templo, donde Tintín salvó al profesor Tornasol, me sedujo poco a poco. En la visita a mi editor, al regresar a Barcelona, abusé un poquito de su confianza y me agencié las últimas aventuras del periodista del flequillo rubio. Cómo se había modernizado. Incluso un personaje que no conocía entraba en escena. La verdad, me deleité con el espíritu libertario de Tintín, que seguía indeleble al paso de los años y a las múltiples traducciones a decenas de idiomas. No obstante, averigüé que su odisea por el Templo del Sol poca relación guardaba con Palenque, y que, en un mapa inicial, el cómic situaba la reliquia arquitectónica en otro continente. Supongo que sucede lo mismo que con Hannibal: a mí, un humilde espectador de cine, me gustó la película.
149
17. Soledad. Juanma y Carlos se marcharon una soleada tarde. Tras hacer juntos el tramo de Palenque a Tuxtla Gutiérrez, nuestros caminos se bifurcaron: ellos rumbo a Ciudad de México, yo a San Cristóbal. Al cabo de cuatro días se reunieron con Héctor en la capital, pasearon y salieron a tomar copas. Al llegar a Barcelona transmitieron a mi familia mis ganas de verlos. Cuando desaparecieron a través de la ventana del autocar, me invadió una desgarradora sensación. Los sueños, las ilusiones y las utopías compartidas durante tres semanas se alejaban. Me quedé solo. El trayecto hasta San Cristóbal fue un enorme recuerdo teñido de tristeza, de destierro. Jamás pensé que en un espacio de tiempo tan prolongado, el calor de mis amigos podría generarme tanta tranquilidad. Sin embargo, sabía que había un trasfondo más preocupante: se acababa el viaje, en un mes estaría en Barcelona, en “mi querido y apreciado primer mundo”. Avenidas llenas de coches, grandes almacenes, luces de neón y el temor de volver a mecanizar mis sentimientos para siempre. Olvidar el yo que tenía frente a mí. Ese yo capaz de creer en un presente más amplio y en un futuro ilimitado y menos incierto.
150
IV.
EN LAS COMUNIDADES ZAPATISTAS. (EL EZLN: La guerra de las palabras).
This page intentionally left blank
18. Del Genocidio legendario a la insurrección zapatista. Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo norteamericano, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que se nos ha negado la preparación más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos. Así comenzó la Declaración de la selva Lacandona que emitió el mando del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) tras el levantamiento de los insurgentes en Chiapas. Y quise iniciar el relato de mi paso por territorio rebelde con estas líneas, porque ejemplifican a la perfección el sometimiento padecido por los indígenas de América Latina. Desde el final de la conquista llevada a cabo por los españoles, que supuso la desaparición del imperio azteca, los pueblos originarios de México sufrieron cinco siglos de esclavitud, tragedia y abusos atroces. Emblemáticas figuras aparecieron con la intención de 153
cambiar el rumbo de la historia que, lamentablemente, no varió demasiado. Contemporáneo al genocidio, fray Bartolomé de las Casas procuró evitar el salvaje trato infligido por los colonizadores a los colonizados, reflejo “espejista” del posterior enfrentamiento entre mundializadores y mundializados, que desde la comandancia del EZLN se denunciaría con insistencia. La independencia de México en 1810 y la Revolución de 1911 tampoco comportaron alteración alguna en el devenir de los indígenas que, aunque en la actualidad forman el 10% de la población mexicana, el gobierno todavía no los reconoce. Dos de los nombres más vinculados al pasado reciente de México son los de los generales Emiliano Zapata y Pancho Villa —el primero oriundo de tierras del sur; el segundo natural de los desiertos del norte—, que se reunieron por primera vez el 4 de diciembre de 1914 con el fin de suscribir un pacto donde acordaban combatir juntos contra el poder ejercido por el dirigente Venustiano Carranza. A ambos les unía una vida forjada en la opresión y la miseria, y la firmeza de creer en un México capaz de reconocer e integrar a todos los mexicanos. Emiliano Zapata creó las Comisiones Agrarias; estableció el Crédito Agrícola; fundó la Caja Rural de Préstamos que funcionó con éxito en el estado de Morelos durante 1915 y 1916; y reorganizó la industria azucarera. Su lucha perduró después de su asesinato, el 10 de abril de 1919, y hombres como Gildardo Magaña hicieron público su afán para seguir defendiendo los principios por los que Zapata encontró la muerte. Doroteo Arango esbozó muy pronto sus ideales cuando de joven y procedente de una familia pobre vio como unos guardias rurales asesinaban a su mejor amigo. Decidió entonces adoptar su nombre y rescatarlo para siempre del olvido. Aquel chico que feneció se llamaba Pancho Villa 154
Su trayectoria guerrillera comenzó a una edad muy temprana y enseguida se alzó como un mito avalado por infinidad de leyendas. Fue apodado “el amigo de los pobres” y fue, también, junto con Emiliano Zapata, e igual que le sucediera a Marcos años después, satanizado por la prensa para erradicar la expansión de su política de ayuda a los más necesitados y a las causas justas. Así mismo pasaría a los anales de la historia por ser el primer dirigente que atacó a los Estados Unidos en su propio territorio, en 1916, con el propósito de romper la alianza entre los gobiernos de los dos países. De todos modos la derrota de los rebeldes del norte, incluso con la ayuda de Zapata, parecía inminente. Venustiano Carranza ordenó el asesinato de Villa, que fue ejecutado por un mercenario el 20 de julio de 1923. En 1926 profanaron su tumba y robaron su cráneo, que no ha vuelto a aparecer. Por encima de estar de acuerdo con la ideología de John Reed –corresponsal en el México revolucionario, periodista y político estadounidense que simpatizó con los bolcheviques en la época de la Revolución de Octubre—, su profundo análisis contemporáneo de la figura de Pancho Villa nos deja un pequeño relato, que merece la pena recordar, bastante esclarecedor para determinar la filosofía del general insurgente. La gran pasión de Villa eran las escuelas. Creía que la tierra para el pueblo y las escuelas resolverían todos los problemas de la civilización. Las escuelas fueron una obsesión para él. Con frecuencia se le oía decir: —Cuando pasé esta mañana por tal y tal calle, vi a un grupo de niños. Pongamos allí una escuela. Sin embargo, la intervención de los dos guerrilleros no bastó para cambiar la suerte de los indígenas mexicanos ni de los que habitaban en la selva Lacandona. La explotación, la marginación, la esclavitud y la opresión, fueron las notas predominantes en las vidas de los legí155
timos pobladores. Los métodos se modernizaron, y el genocidio a manos de los capataces y terratenientes continuó y perduró durante décadas, siempre con el apoyo de las milicias paramilitares y de las grandes bandas de asesinos a sueldo que actuaron con absoluta impunidad. En ese contexto empezaron los setenta años de dictadura amparada en un falso proceso democrático. El PRI (Partido Revolucionario Institucional) usurpaba el poder. Hablar de las excelencias naturales y culturales de Chiapas, es hacerlo de nuevo de otra región tan rica como oprimida. Asimismo, los datos evocaban rápidas e inmediatas similitudes con Argentina, zonas del planeta con patrimonio y tradición que sólo unos pocos paladean, mientras la mayor parte de los habitantes malvive en situación marginal. Chiapas gozaba de las reservas de gas y de los yacimientos petrolíferos más importantes de México, y la incongruencia máxima, merced a este excedente, sucedió en diciembre del año 2000, cuando la energía hidroeléctrica del estado sirvió para abastecer a California de la que le faltaba. La población no participaba del disfrute de los recursos naturales y la tasa de mortalidad en las comunidades superaba en un 40% a la de la capital del país. Esta información tan simple sugería un sinnúmero de preguntas análogas a las que me enfrentaba cuando pensaba en la coyuntura argentina, donde la injusticia todavía era más patente. ¿Por qué una nación que producía sesenta millones de cabezas de ganado y estaba habitada por treinta y seis millones de personas tenía diecinueve millones de pobres y diez millones de indigentes? Pero, como apuntaba Carlos Gabetta, la lucha por la liberación de los indígenas mexicanos no cesa de recomenzar. Y el 1 de enero de 1994, en plena dictadura constitucional priísta, un grupo de eter156
nos oprimidos apostó por dejar de serlo y ocupó, al más puro estilo Villa y Zapata, cuatro ciudades de Chiapas, circunstancia que atrajo la atención del mundo y que fue empleada para denunciar las pésimas condiciones humanas en que vivían millones de indios. Esos excluidos, invisibles hasta la fecha, se hicieron visibles haciendo invisibles sus rostros con un pasamontañas. El EZLN, con el subcomandante Marcos como figura más “invisible”, irrumpía en la escena internacional. La cronología del levantamiento zapatista contiene algunos sucesos fundamentales. En primer lugar, es necesario destacar que desde el punto de inflexión acontecido en el ’94, muchos medios de comunicación han intentado criminalizar a este ejército del pueblo, a unos campesinos transformados ahora en soldados dispuestos a cambiar el orden social establecido durante cinco siglos y que, por ende, los excluía del sistema. Pero nosotros HOY DECIMOS ¡BASTA!, somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de 70 años encabezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vendepatrias. Así continuaba la primera Declaración de la selva Lacandona, utilizada por el EZLN para exponer sus intenciones y sublevarse contra el máximo mandatario de la dictadura priísta –la encabezada “por una camarilla de traidores”—, Carlos Salinas de Gortari. El levantamiento supuso al fin una respuesta a la pregunta efectuada por Manuel Vázquez Montalbán en Marcos: El señor de los espejos. La banalización del indígena insumiso forma parte de nuestra sabiduría convencional. ¿Cómo pueden defenderse inmersos como minorías en extinción en un mundo codificado por el blanco vencedor? 157
Tras una entrevista tan excepcional, surgida del encuentro entre Marcos y Montalbán en la selva Lacandona, que desmenuza con tanta exactitud el movimiento zapatista, sería estúpido empeñarme en realizar una cronología o dar una visión reveladora sobre el fenómeno insurgente nacido en las montañas del sur de México. Lo mejor que puedo hacer es recomendar a los lectores que hayan llegado hasta aquí que de manera necesaria y urgente contemplen como próxima lectura Marcos: El señor de los espejos, de Manuel Vázquez Montalbán. Más allá de la perfección para transmitir la filosofía zapatista, me gustaría destacar los deliciosos pasajes descriptivos con los que el intelectual catalán complementa la narración en primera persona, hecho que me obligó a buscar su bibliografía al completo y descubrir así libros indispensables. A continuación de una graciosa anécdota donde resalta su torpeza para montar a caballo, Manuel, lo he leído tanto que merezco tutearle, se reúne con Marcos en La Realidad, nombre que recibe el enclave de la selva Lacandona en que está situada la Comandancia General del EZLN. La envidia me corroe ya que parecen conocerse muy bien. Marcos hace referencia a un libro de Manuel; Manuel ha leído a Marcos; yo he leído a ambos. El padre de Pepe Carvalho, superados los saludos iniciales con el subcomandante, acuña una frase que servirá para detallar la esencia del zapatismo: He seguido las cinco declaraciones que habéis hecho y de una a otra hay evidentes cambios, adaptados a nuevas situaciones. Lo que me sorprende es la especial manera de plantear el carácter vanguardista de vuestra revolución. La sorpresa que relata Manuel Vázquez Montalbán, es la misma que genera los datos más reveladores acerca del movimiento pacifista que un buen día fue obligado a cargar el fusil que pronto cambiaría por la palabra, valiéndose de los métodos más vanguardistas para difundir su filosofía.
158
Poco después del levantamiento del 1 de enero de 1994, los zapatistas tomaron como prisionero al General Absalón Castellano, gobernador de Chiapas en los ’80 acusado de sangrientos crímenes. La simbólica condena que le impuso el EZLN fue la liberación; liberado para que viviera con la vergüenza de haber obtenido el perdón de quienes masacró. El líder del PRI, Carlos Salinas, respondió a la insurrección acaecida en el estado con intensos bombardeos y el inicio de la militarización que perdura hasta hoy, y, desde entonces, se sucedieron los falsos intentos del ejecutivo mexicano por escuchar las reivindicaciones de los indígenas que popularizaron el grito de ¡Ya basta! La dictadura constitucional priísta se ensañó con todo aquel que acercaba su ideología al EZLN, como el candidato a la gobernación Amado Avendaño, quien en agosto del ’94 sufrió un atentado que a punto estuvo de costarle la vida. En diciembre del mismo año, Ernesto Zedillo sustituyó a Salinas al frente del poder mexicano; Eduardo Robledo ocupó el cargo de gobernador de Chiapas, acusado por los zapatistas de fraude electoral, y los rebeldes rompieron el cerco militar sin disparar un solo tiro y aparecieron en 38 municipios para postularse como opción política. En febrero del ’95, el electo presidente lanzó una terrible ofensiva que ocasionó un balance atroz: violaciones, torturas, desapariciones y 30.000 desplazados dentro de las comunidades. Esta situación provocó que el mundo entero y la sociedad civil mexicana salieran a la calle para frenar el enésimo genocidio perpetrado contra los habitantes originarios de Chiapas. No obstante, la más salvaje de las masacres registradas se produciría el 22 de diciembre del ’97, en el pueblo de Acteal, en el que una banda paramilitar asesinó a 45 indígenas mientras rezaban, en su mayoría mujeres y niños. Según testimonios, la cruel matanza fue planeada con precisión y en ella participaron varios funcionarios, tanto del gobierno como militares, al menos 60 hombres armados 159
hasta los dientes. También fue atacada una ambulancia de la Cruz Roja que intentó sin éxito aproximarse a las inmediaciones del lugar para asistir a los heridos y afectados. El presidente Zedillo se apresuró a condenar la barbarie como “un cruel, absurdo e inaceptable acto criminal”, pero sobrevivientes, heridos y testigos entrevistados por La Jornada, un ilustre rotativo mexicano, coincidieron en acusar a miembros del PRI de ser los ejecutores del exterminio que acabó con la vida de 45 simpatizantes zapatistas, y cuyos principales responsables todavía están libres e impunes sus actos. De todos modos, el EZLN siempre se ha caracterizado por su afán de integración, y por el deseo de construir una opción que conduzca a los indígenas mexicanos, no sólo a los del estado de Chiapas, hacia una vida justa que les permita formar parte activa de su legítima nación que insiste en excluirlos. Marcos supo rodearse de intelectuales, a la vez que difundía a través de los medios de comunicación e Internet toda la filosofía rebelde y, en consecuencia, pronto fue apodado “el ciberguerrillero”. El zapatismo entendió que el concepto clásico de guerrilla ya no tenía cabida en la historia actual, y que el diálogo con la sociedad civil era elemental para la obtención de sus fines. Así nacieron varios foros que originaron el contacto entre el EZLN y la población mexicana, en los que participaron pensadores y seguidores del mundo entero. La búsqueda de una solución pacífica, con anterioridad a la matanza de Acteal, motivó, el 26 de febrero de 1996, que se firmaran Los Acuerdos de San Andrés entre el ejecutivo de Ernesto Zedillo y el EZLN. En sus decretos se recogían los primeros compromisos sobre Derechos y Cultura Indígenas, que abordaban la inclusión en la Constitución Mexicana de los pueblos indios y el derecho a la autonomía y a las culturas autóctonas. Siete meses después, los zapatistas se vieron obligados a abandonar la mesa de diálogo, debido a que el gobierno no cumplió las bases principales de estos acuerdos. Sin embargo la esperanza llegó en el 2000. El PRI, tras 71 años 160
de dictadura constitucional, fue derrotado en las urnas por el Partido de Acción Nacional (PAN), liderado por Vicente Fox. El EZLN, con Marcos a la cabeza, se posicionó con rapidez: Señor Fox: A diferencia de su antecesor Zedillo (quien llegó al poder por la vía del magnicidio y con el apoyo de ese monstruo corrupto que es el sistema de partido de Estado), usted llega al Ejecutivo federal gracias al repudio que el PRI cultivó con esmero entre la población. Usted lo sabe bien, señor Fox: usted ganó la elección, pero no derrotó al PRI. Fueron los ciudadanos. Al día siguiente de la investidura del legítimo presidente, el 1 de diciembre del 2000, Marcos anunciaba una marcha hacia Ciudad de México, de idéntico recorrido a la de su predecesor insurgente Emiliano Zapata. El 11 de marzo, El EZLN comparecía en Ciudad de México. A Marcos lo secundaron decenas de personalidades y amigos venidos de distintas partes del planeta: José Saramago, Danielle Mitterand, José Bové, Bernard Cassen, Ramón Chao, Ybon Le Bot y, por supuesto, Manuel Vázquez Montalbán. Pero el factor diferencial fueron los miles de anónimos que, unidos a la marcha, dejaron de serlo para siempre. Al fin estaban representados. En medio del Zócalo, a la vista de todos sus detractores y enemigos, Marcos se dirigió al mundo en nombre de millones de indios: Aquí estamos, somos la dignidad rebelde, el corazón olvidado de la patria.
161
19. Ignacio Ramonet y Marcos: Conversaciones con Fabio Steinzdhler. Y La dignidad rebelde fue el esclarecedor título elegido por Ignacio Ramonet para su libro de conversaciones con Marcos, publicado a principios de 2001, fruto del viaje del director de Le Monde Diplomatique a La Realidad, donde se entrevistó con el líder zapatista. Ramonet fue invitado por el subcomandante a unirse a su llegada a Ciudad de México, el 11 de marzo de 2001, pero compromisos previos le impidieron asistir y, tal como explica él mismo, fue esa frustración la que motivó su necesidad de escribir el libro. Cuando pensé en relatar mi experiencia en las comunidades zapatistas, deseaba plantear un capítulo previo en el que fueran los propios actores, con sus inseparables pasamontañas, quienes tomaran la palabra. Fui a ver a mi amigo y sociólogo argentino Fabio Steinzdhler, una de las personas más documentada con relación al levantamiento zapatista, para pedirle orientación y ayuda. Recuerdo que acudí a la cita con Marcos: El señor de los espejos y La dignidad rebelde, y, de la charla sugerida a raíz de varios ítems del libro de Ramonet, nació la mejor forma para dar la palabra al movimiento insurgente. La ejecución fue sencilla: yo comentaba los conceptos esbozados en la entrevista que más me interesaron, y Fabio opinaba y clarificaba bajo su punto de vista las ideas que Marcos exponía. En un ambiente relajado y tranquilo, con el mate siempre presente, se produjo esta tertulia, cuyo objetivo fue profundizar en la filosofía zapatista mediante la particular experiencia de dos viajeros que ya habían conocido las asperezas de la selva Lacandona. 162
Al principio Marcos expone su teoría sobre la cuarta guerra mundial, la que enfrentará a mundializadores y mundializados. ¿Qué balance realizas tú de este concepto? Sin duda hace referencia, con claridad, al período de posguerra fría, donde se disuelve y deja de existir la polarización. Nos situamos en el ’89, con la caída del muro y la transición de la Unión Soviética hacia el capitalismo de mercado. La pregunta era en aquel momento si se había acabado la “historia”, y en ese contexto surge el zapatismo que reabre el debate. Por tanto, Marcos plantea la idea de mundializadores contra mundializados o globalizadores contra globalizados en el sentido de que la polarización que había entre el campo socialista y capitalista desaparece, pero no quiere decir que desaparezca el concepto. Trata de destacar la lucha de los que somos globalizados y nos resistimos a ello, precisamente porque no es legítimo. Profundiza también en el “Pensamiento único” que años atrás esbozara Ramonet y que tantos intelectuales han usado para sus tesis, y del que dice: “está encargado de proporcionar la argamasa ideológica para convencer a los ciudadanos, con la ayuda de los medios de comunicación, de que la mundialización no tiene marcha atrás, que es positiva y que cualquier otro proyecto no sólo sería quimérico, utópico e irrealizable, sino, sobre todo, enormemente peligroso. Sí, sí, en efecto, es el fin de la historia, cristalizar un momento y creer que un mayor desarrollo tecnológico es beneficioso para todos. Es evidente: para los dueños de este desarrollo conlleva más ingresos, más ganancias, sin embargo, para el que se desloma dentro de una fábrica o una oficina, el verdadero utilizador de la tecnología, la evolución determina una suerte de esclavitud forzosa. Marcos comenta que los criterios de mercado eliminan a una gran parte de la población. Que la mundialización exige una eliminación, en especial de los indígenas. Si es necesario, a través de una guerra abierta, sino, silenciosa. El concepto es muy nítido. Desde el pensamiento social clásico, 163
existía la idea de que había un “ejército de reserva” que se mantenía fuera de las relaciones salariales, y que de alguna manera regulaba en el mercado las ventas de la fuerza del trabajo. Hoy, por desgracia, esa idea ya no existe y en Latinoamérica las relaciones salariales son un privilegio. El chantaje padecido por los desocupados es un buen ejemplo, empleados como arma para que los trabajadores no puedan negociar sus aumentos y ayudas económicas. Hay que ver también si los ocupados somos capaces de reivindicar nuestros derechos a sabiendas de que detrás hay un montón de desempleados dispuestos a desempeñar el mismo laburo. Y esa extorsión la maneja el empresario demasiadas veces. Pero el problema excluyente es el que el mercado, (y entiéndase mercado como ente real: las grandes empresas, corporaciones, etcétera) plantea para aquellas personas que han vivido carentes de recursos desde su nacimiento. En teoría no son válidas para producir y no atesoran la capacidad que el propio mercado exige. Marcos remarca la obligación de buscar soluciones a esta circunstancia. Durante toda la entrevista, ambos hablan de varias medidas económicas para frenar el abismo que se produce entre el “primer” y “tercer” mundo. Sorprende la tasa Tobin, por su búsqueda directa de soluciones. ¿Es una opción? (N del A: La tasa Tobin recibe el nombre por el Premio Nobel de Economía James Tobin. Se trata de tasar de forma reducida todas las transacciones en los mercados de cambio para estabilizarlos y ofrecer ingresos a la comunidad internacional. Con una tasa del 0,1%, se obtendrían alrededor de 166.000 millones de dólares anuales, más del doble de la cantidad necesaria para erradicar la pobreza extrema en dos años). Es difícil pensar que sea una opción. La tasa Tobin de por sí implica efectuar una restricción al capital financiero, el principal instigador de la globalización. Y la globalización consiste en hacer del capital algo volátil, así pues, la tasa Tobin no es compatible con la volatilidad debido a que propone un freno a la misma. También es 164
inevitable razonar qué hay detrás de la tasa Tobin, porque está muy bien eso de juntar dinero para los países tercermundistas, pero ya se intentó en las décadas del ’60 y ’70 en Latinoamérica con lo que fue la Alianza Social para el Progreso, y, sin embargo, se pensaba en infraestructuras enormes y en proyectos que nunca beneficiaron al pueblo, y que jamás generaron un desarrollo intelectual, cultural o productivo. En un momento determinado, Marcos cita un concepto que asusta: la “privatización de la vida”. Y lo menciona de la siguiente forma: “Se privatiza no sólo lo que el mundo es en la actualidad, sino también lo que puede ser mañana”. ¿Es esto así, o es algo alarmista? La vida en realidad ya está privatizada y existe un individuo moderno escindido de la esfera pública. De hecho las revoluciones burguesas han dado lugar a eso, al hombre moderno abstracto y en igualdad de condiciones ante la ley. El problema viene cuando los conceptos no suponen una revolución y se eternizan o se cristalizan, y dejamos de ser todos iguales ante la justicia. Los grandes pensadores del socialismo y el anarquismo ya lo habían proclamado: el capitalismo produce mercancías y establece relaciones a partir de sí mismo. Marcos al hablar de la “privatización” se refiere al valor o precio de la vida. En ese sentido cada cual posee su precio e incluso algunos ni lo poseen porque el mercado no les permite ingresar, y lo que pagan es el precio de no tener vida, de no poder decidir su futuro ni su destino. Más allá de que suene a utopía, sería bueno pensar qué hacemos de manera individual por el desarrollo de los lazos sociales y colectivos. Con el concepto de “responsabilidad individual”, Marcos y Ramonet empiezan a adentrarse en la filosofía zapatista, y arguyen que no se trata sólo de un bastión de resistencia, sino de una opción. Una posibilidad de construir una relación humana diferente, fundada en la convicción de que otro mundo es posible. 165
Y es la importancia del zapatismo, porque si nos roban las utopías que nos quedan, si nos privatizan los sueños y uno piensa que las cosas son así y que no hay un modo distinto de verlas, entonces no habrá nunca aspiración a cambiarlas. Si no albergamos esperanzas... Y lo planteo por encima del cambio social, lo planteo en nuestra vida de forma individual. ¿Qué es la vida sin un proyecto, sin un ideal que la movilice o un lugar al que aspiremos llegar? No generar cambios nos paraliza y la vida se desvanece. A mí siempre me ha sorprendido el carácter pacifista del EZLN y que desde muchos sectores de la prensa mexicana e internacional se haya pretendido mostrar lo contrario. Marcos es muy transparente con Ramonet cuando plantea la disyuntiva que supone la lucha armada, porque les obliga a ganar o morir, y ése es un objetivo sin salida... Lo relaciono con la idea anterior, ya que si existe el zapatismo es porque supone una opción más allá de la resistencia. Los campesinos oprimidos durante siglos crearon en el estado de Chiapas su alternativa. Ahora la resistencia a la que hemos hecho referencia se centra en oponerse a un nuevo proceso de colonización que sin escrúpulo alguno los extermine. Marcos define lo que acabas de comentar como “la resistencia a la desaparición silenciosa”. Fíjate apreciado Ivan, de no existir la alternativa que se plantearon los indígenas de México el 1 de enero de 1994, Chiapas sería un territorio mucho más ignorado. Sucedería lo mismo que en decenas de provincias argentinas, los chicos morirían de hambre y las catástrofes como las de 1Santa Fe pasarían a los anales de la historia con 1 (N del A: Santa Fe es una provincia Argentina que sufrió unas catastróficas inundaciones en Mayo de 2003. El balance de muertos, desaparecidos y afectados fue espeluznante. La respuesta de la comunidad internacional jamás llegó.) 166
idéntico olvido que lo haría Chiapas. O estás dentro del sistema o estás fuera muriendo de forma agónica, no hay término medio ni esperanza posible. Y además, cuando Ramonet pregunta a Marcos si el zapatismo es un síntoma, éste le responde que sí y añade: “El zapatismo no significa la cerrazón, lo que busca es una forma de integrarse en las sociedades nacionales y en el seno de la sociedad internacional, sin perder su identidad ni sus valores culturales y, sobre todo, sin perder el intercambio entre diferentes experiencias”. Es esencial destacar la lectura que hace Marcos, quien pretende alejar su filosofía de los términos de exclusión e inclusión, debido a que supone una clasificación que parte de manos del dominador que señala con el dedo y sentencia: “aquél está incluido, aquél está excluido”. Es necesario desmenuzar las condiciones que hacen posible la marginación de unos contra el beneficio de otros. El zapatismo es bien claro, no pretende promulgar una independencia ni afirmar que sus miembros y simpatizantes son distintos. Exacto, porque además es importante destacar el análisis que hacen los zapatistas sobre la filosofía de su propio movimiento al aseverar que: “Aunque los indígenas sean los más olvidados y los más pobres de entre los pobres, el EZLN se levantó en armas para reclamar la democracia, la libertad y la justicia social para todos los mexicanos, y no sólo para los indígenas. No queremos ser independientes de México, queremos ser indios mexicanos”. Sí, sí, y a veces yo mismo me “peleo” por las lecturas que del zapatismo se efectúan, porque no acaban de comprender el proyecto en sí, un proyecto que es muy ecléctico por no existir un redactado concreto acerca de su filosofía. Hay cartas, declaraciones, etcétera, pero no reciben un respaldo ideológico establecido. Uno puede ir a una biblioteca y encontrar libros sobre Lenin, Mao, o el “Che”, aunque eso no nos exime de nuestra responsabilidad para saber leer todas las variantes que propone el zapatismo. Ni plantean la escisión 167
de Chiapas ni caen en el anarquismo sin construcción de poder, y si están allí es porque gozan de poder, me parece que lo ejercen y que lo entienden de una manera muy distinta a la habitual. Cuando piden reconocimiento y autonomía reclaman en realidad la identidad que consideran suya, y no la que el estado quiere que desarrollen. Partimos de la idea de nación como construcción ciudadana, sin embargo, en Latinoamérica confluyen matices bien diferentes, debido a que los países se armaron sobre sociedades, ya existentes, que destruyeron para crear encima las suyas propias, y en México más del 60% de los habitantes tiene algún vínculo directo con los pobladores originales. Por tanto, los mexicanos exigen al gobierno que los destruyó que les permita intervenir con interacción en las decisiones relacionadas con su futuro. Es un concepto de ciudadanía muy modernista, quizá demasiado para los tiempos que vivimos. Tú sabrás mejor que yo, porque seguro que viste Gangs of New York, cuál fue el origen de la ciudad que ahora es el símbolo del capitalismo. Años y años de lucha entre bandas rivales que provocaron un mestizaje total, incluso con los inmigrantes recién llegados del mundo entero. Una ciudad forjada con sangre... Por supuesto, a través la exterminación de grandes comunidades, de grandes grupos de habitantes originarios. Sería muy pobre pensar que los pueblos provienen de una identidad única. Y es un razonamiento que nos aproximaría a ideologías que recuerdan al terror de la Alemania Nacional Socialista. Por supuesto, hay que cuidar con esmero determinadas actitudes. Por cierto, Marcos sitúa al movimiento de resistencia a la globalización “sobre el filo de una navaja que es necesario ampliar”, y lo desvincula de cualquier postura radical, sectaria u oscurantista. Y se hace más necesaria la desvinculación en estos tiempos donde hemos vivido hechos lamentables, como la entrada en el “ballottage” del fascista Le Pen en Francia, en una república rodeada por las 168
cruentas dictaduras que asolaron Europa durante el siglo XX. El zapatismo evita aislarse hacia adentro, consciente de que supondría la muerte del movimiento, y ha sabido, a través de Marcos, manejar a la perfección el diálogo con otras sociedades del planeta, y eso que el debate iniciado con la propia sociedad mexicana es un camino muy espinoso, muy tortuoso. La “señora sociedad civil”, tal como la denomina Marcos, es el sujeto a quien tantas veces interpela y con el que se produce una interacción permanente. Se vio en el ’94, cuando la masa popular salió a la calle para pedir el fin del conflicto; se volvió a sentir en los 2Aguascalientes, y quedó todavía en mayor evidencia en el reciente “zapatour”. No obstante, es una situación bastante compleja, porque si uno pasea por las inmediaciones o por la propia periferia del DF se dará cuenta de que la realidad puede llegar a ser tan dura como la de Chiapas. Por lo tanto, el camino del diálogo es a veces muy difícil, pero no por ello menos interesante. Ramonet y Marcos aluden durante la conversación al 3 Foro de Porto Alegre. El líder zapatista destaca la modestia con la que se presentó frente al mundo esta iniciativa, a la vez que hace hincapié en la necesidad de no transformarla en una Internacional. ¿Crees que es una opción real? El Foro es clave para definir la dirección hacia la que camina el movimiento de oposición a la globalización, y es sorprendente ver el 2 Aguascalientes: así se denominó al foro más importante que convocó el EZLN, citado en el anterior capítulo, que obtuvo una respuesta popular impresionante) 3 En la brasileña ciudad de Porto Alegre se creó un Foro Social Mundial que se realiza una vez al año. Allí, los países históricamente oprimidos tienen la oportunidad de reunirse e intercambiar experiencias).
169
nerviosismo que genera esta propuesta en los que manejan el poder o la mundialización. ¿Y quién maneja el poder y la mundialización, según tu juicio? Es evidente que el gobierno de los Estados Unidos ostenta un absoluto dominio en demasiadas cuestiones, pero también es obvio que detrás de la mundialización hay otros intereses económicos que no sólo benefician al gobierno estadounidense. Si realizamos un estudio bastante básico, observaremos que la globalización significa limpiar de barreras el camino del capital, detrás siempre encontraremos a grupos financieros, a grandes bancas, a enormes corporaciones que monopolizan la producción de semillas y alimentos... En el marco de la globalización Ramonet le pide a Marcos que le aclare el significado de “sociedad organizada”, cuando el referente zapatista “culpabiliza” a este ente de la derrota del PRI. ¿Qué te sugiere a ti el concepto de “sociedad organizada”? Más que darte mi opinión querría remitirme a la idea inversa, que Marcos denomina “sociedad no organizada”, representada por toda la gente común que no participa en ninguna lucha popular y a quien el EZLN pretende motivar para que de una forma u otra intervenga en las decisiones que afectan a su país, para que al fin y al cabo haga política. No obstante, aunque no fue el único factor, el zapatismo también influyó de manera contundente en la derrota del PRI. Con respecto al propio movimiento y en comparación con el misticismo de sus pasamontañas, Marcos habla de la limitación que supone estar enmascarados y aislados en la selva. “Mientras se mantenga esta situación nuestro proyecto político se mantendrá también aislado” ¿Qué opinión te merece esta frase? No le falta razón. La realidad es bien clara, tras el “zapatour” el EZLN busca con mayor fuerza el camino para abandonar las armas y poder postularse como opción política. La lucha contra la mundialización y el reconocimiento de los indígenas oprimidos son objetivos a los que se unirían centenares de pueblos latinoamericanos. Al 170
zapatismo se le quiere vulgarizar argumentando que no propone una alternativa de gobierno. Más allá de la famosa frase de Marcos donde exponía que no pretenden tomar el poder, el movimiento está planteado con una concepción que no le escapa al diálogo y al “enfrentamiento” con el diferente. El zapatismo no es excluyente, algo que no puede decir toda la izquierda tradicional. Marcos, al referirse a la desaparición del movimiento, sostiene una postura cargada de inteligencia: procurar que no se eternice una reacción histórica que necesita convertirse en otra cosa, con una evolución lógica y consecuente. Me parece muy interesante dar un vuelco al zapatismo, imprimir profundos cambios sin ideas que conduzcan al “antipoliticismo”. Perdona si me hago repetitivo, pero hay que dejar claro que el EZLN es y representa una opción política. Se demuestra al ver quién es su interlocutor: el Estado. Por supuesto, y lo enlazo con el final de la conversación. ¿Crees que el silencio zapatista roto hace algunos meses fue una medida de apertura hacia lo político? Tiene una clara orientación encaminada a expresar el malestar, que se traslada a todos los movimientos latinoamericanos, por unas circunstancias sociales y políticas que no consideran óptimas. Hay un debate y una exigencia interna constantes. Pensemos, como pudiste comprobar, que el zapatismo se desenvuelve en una zona militarizada. Soportar eso es muy duro. En la selva las condiciones de vida son extremas: desplazados, guerra de baja intensidad... Aun así continúan con la elaboración de una opción. No está dicha la última palabra. La conversación duró un par de horas. Al referirse al zapatismo, Fabio, igual que el EZLN, apostó por la continuación del diálogo y la integración en la sociedad civil. La charla entre Ignacio Ramonet y Marcos contiene fragmentos 171
que hablan por sí solos, y evidencias que desde hace tiempo dejaron de serlo. El español pregunta: “Usted escribió que ‘la guerra es una medida desesperada’. ¿Qué tipo de guerrilla es por tanto el EZLN y qué tipo de revolución social pretende impulsar?”. Y el mexicano responde: “Somos soldados para que no haya más soldados. El EZLN lucha para que no sea necesario ser clandestino ni ir armado. Creemos que quien conquista el poder por las armas no debiera de gobernar nunca, puesto que se arriesga a gobernar por las armas y por la fuerza. Quien recurre a las armas para imponer sus ideas es porque tiene ideas muy pobres. Reclamamos tres cosas: libertad, justicia y democracia. Y lo pedimos por la vía de la negociación, de la palabra, de la discusión. No queremos tomar el palacio presidencial ni acabar con la raza blanca. Queremos que se nos deje vivir en paz según nuestras propias formas de gobierno.”
172
20. A través de la selva Lacandona. “Ojos del mundo” fue el acertado nombre escogido por Manuel Vázquez Montalbán para bautizar a todos los que pasamos por las comunidades zapatistas. “Observadores internacionales”, “Campamentistas civiles por la paz”, “Turistas de conciencia”, eran otros de los modismos que se otorgarían a la legión de valientes que penetró en la selva Lacandona para trasmitir al mundo lo que allí dentro sucedía. En Marcos: El señor de los espejos, además de una excelente promoción de los productos catalanes, ya que invita al subcomandante a probar unos embutidos de nuestra tierra, Manuel define a la perfección el objetivo que perseguíamos los que en un período u otro entramos desde el año ’94 en territorio insurgente. Sirva su definición para preceder a la experiencia de uno más de estos anónimos que llevará a Chiapas siempre en el corazón. “CAMPAMENTISTA CIVIL POR LA PAZ. Voluntario que acude a Chiapas con la disposición de convivir durante un tiempo con las comunidades rebeldes. Su misión es tomar nota de cualquier violación a los derechos humanos y escribir reportes sobre la militarización en las comunidades indígenas. Esa información sirve de testimonio para casos luego abordados por los Comités de Derechos Humanos y para denuncias formales.” Asistí a un curso de dos días en el Centro de Derechos Humanos. En la jornada inicial nos ofrecieron una charla bastante acotada sobre el estado de la insurrección zapatista; en la segunda, afrontamos las circunstancias que rodean a una guerra de baja intensidad y 173
precisamos el objetivo al que aspirábamos como Observadores. Asimismo nos sensibilizaron para que cuidáramos la ostentación, sobremanera en el tema alimenticio. Llegó el momento. Aquella mañana me desperté asustado, no lo podía evitar. Semanas atrás había leído un reportaje relacionado con los Escudos Humanos y observaba cierta similitud con la función que íbamos a desempeñar, debido a que la presencia de los Campamentistas aseguraba a los indígenas la lejanía del ejército. Nos citaron en un hotel de San Cristóbal a las cuatro de la madrugada y subimos a un autobús rumbo a Ocosingo, ciudad chiapaneca donde se libraron los primeros combates y zona urbana más militarizada en la actualidad. En el trayecto, como siempre lo hacía, Chiapas amaneció mágica y enigmática. Llegados a nuestro destino procuramos sortear varios destacamentos militares hasta localizar un taxi. Allí, el director de la expedición, un francés que viajaba por enésima vez a la selva, tomó los mandos de la nave, negoció el precio con el conductor, le indicó el camino, y tranquilizó y dio ánimos a los cinco miembros del grupo. En medio de una carretera, con frondosa vegetación y sin ningún hito referencial, el improvisado líder pidió al chofer que detuviera el auto y bajamos del vehículo. Sin más dilación nos adentramos en la selva y nos situamos en un caminito marcado. Por extraño que parezca, me sentía relajado e inclusive estimulado. Caminamos tres horas mientras mis pulmones aprovechaban para adaptarse al nuevo hábitat y, al poco rato, tras más de un resbalón, arribamos a una comunidad, en la que dos de los seis integrantes se quedaban, y entre ellos el guía. En general, para acceder a la selva solían hacerse parejas. A mí me tocó con Ana, una mexicana oriunda de Jalisco, militante y socióloga. La tarde comenzaba a hacer acto de presencia y nos comunicaron la imposibilidad de seguir la ruta; estábamos en una pequeña hacien174
da tomada por los zapatistas, en la que vivía un español casado con una mexicana de Guadalajara. Ella era maestra y ejercía su profesión con niños y adultos; instruía a su vez a promotores educativos, unos campesinos que al superar un período de preparación pasarían a ser docentes y enseñarían a leer y a escribir a los chicos de las áreas más castigadas. Fuimos invitados a cenar en la aldea creada alrededor del viejo caserío abandonado y comprobamos que, dentro de las precarias condiciones de las comunidades chiapanecas, aquélla podía calificarse de privilegiada puesto que comían con absoluta regularidad y la carne formaba parte de la dieta habitual. El origen cultural y solidario del movimiento se evidenciaba en la distribución de la hacienda tomada. Una pequeña habitación cobijaba al matrimonio, el cuarto grande resguardaba a los Observadores, tanto nómadas como sedentarios, y el espacio principal quedaba reservado a una enorme biblioteca que ya quisieran muchas ciudades del mundo. En la conversación nocturna corroboré el verdadero contraste entre el exterior y el interior de la selva. Pasé de la teoría a la práctica, y allí era un total inculto que sólo podía escuchar y aprender. Aparte de mi compañía nada tenía para aportar. La conclusión fue rotunda: el zapatismo confería una importancia primordial a la educación. No todas las comunidades contaban con una alternativa viable y por eso intentaban preparar a sus propios maestros, para escolarizar a zonas inhóspitas y alejadas del mundanal ruido. En la charla mantenida con Nina meses más tarde, coincidimos en preguntarnos cuál fue el destino de los profesores priístas. La respuesta, como mínimo, era sorprendente, dado que habían sido relegados de sus cargos por divulgar una enseñanza descaradamente partidista. No obstante, el problema educativo se asemejaba bastante al de Pasac II, y los campesinos que superaban el curso de capacitación docente debían mantener su jornada laboral en el campo. Al acabarla, cansados y abatidos, no siempre estaban en óptimas condiciones 175
para afrontar su segundo empleo y, en consecuencia, muchos niños no recibían su tan necesaria dosis diaria de cultura. Otra victoria del zapatismo fue trasmitir a sus simpatizantes los valores indispensables para rescatar la esencia de los proyectos que diferentes ONG desarrollaban en la región. La Cruz Roja gozaba de presencia en las comunidades, y un cuerpo que en España, con la excelente función que cumplía, había pasado desapercibido para mí, ejercía en la selva Lacandona una función todavía más excepcional. Su ayuda no era político-partidaria y sus miembros jamás entraban en juicios de valor acerca del rumbo que habían decidido emprender los campesinos que apoyaban en masa al zapatismo, de modo que los indígenas se valían de la asistencia para subsistir, pero a su vez adquirían conocimientos para emanciparse. Y quizá es la vertiente criticable de algunas organizaciones no gubernamentales. No basta con asistir, es imprescindible enseñar a producir. Los lugareños suscribieron un acuerdo con la Cruz Roja para que formara promotores de salud y para que les trasmitiera las nociones básicas para ejercitar un uso correcto de la higiene. Al sentarnos a cenar, todos se lavaron las manos antes de comer. A mí se me olvidó. A la mañana siguiente, tras separarnos de dos efectivos, cuatro vecinos nos condujeron hasta la próxima comunidad mientras porteaban nuestras mochilas a caballo. Aquella estampa, habitantes solidarios que nos guiarían entre la frondosa vegetación, determinaría la tónica general del viaje a través de la selva Lacandona. Cinco horas de camino transcurrieron para impactar de pleno contra el virulento contraste al arribar a una aldea de desplazados. Dos vecinos nos convidaron a unos mendrugos de pan. Poco podían hacer por nosotros. El paisaje era desolador. Allí convivían veinte familias que habían sido “desplazadas” de sus tierras por el ejército. ¿Y qué significado posee y esconde la palabra “Desplazado”? Desde que comenzara el conflicto, una de las múltiples artimañas del eje176
cutivo mexicano consistía, mediante sus militares, en debilitar a la población civil, para fragmentar a una sociedad que terminara por rebelarse contra los mismos insurgentes. Vieja táctica contrarrevolucionaria cuya resolución comportaba en Chiapas la cruda realidad que tenía frente a mí. La comunidad considerada estratégica, bajo la excusa de evitar el rearme del EZLN, era literalmente desplazada a decenas de millas de su lugar de origen. En medio de tal panorama, no es difícil imaginar qué ocurría con los ancianos e infantes que no estaban preparados para caminar dos o tres jornadas por la selva y, del mismo modo, cuando se ejecutaba la intervención que precedía al desplazamiento, los abusos de todo tipo y los consiguientes saqueos se sucedían por doquier. Los niños, abandonados, sucios, enfermos y sin dientes, solían pagar un precio muy elevado, y palabras como escuela, sanidad o agua potable, carecían de sentido. La lucha parecía distinta: mantenerse con vida. Pasamos el peor momento, y tampoco había nadie en condiciones óptimas para guiarnos hasta el próximo poblado. Al final, un joven salido de la nada nos indicó el itinerario a seguir y nos comentó que a dos horas de camino se hallaba la casa de un hacendado que simpatizaba con los rebeldes y que a buen seguro nos acogería. Tras la amarga experiencia nos marchamos al caserío anunciado. Fuimos tratados con gran hospitalidad por otro valiente anónimo que nos facilitó un imprescindible catálogo de referencias para sobrevivir en nuestros siguientes pasos; nos dio de comer, pudimos asearnos, y conocimos la historia de la aldea por la que acabábamos de transitar. Fue arrasada e incendiada por el ejército. Esa mañana se desviaron dos integrantes del grupo y el propio señor que nos atendió nos condujo hasta una carretera. Llegaba el mal trago. Superar el retén militar. Todo estaba previsto, y tras un rato de espera aparecieron dos miembros de la que sería nuestra comunidad destino, momento en 177
que nos despedimos del cortés anfitrión y escuchamos con detenimiento el plan. Para cruzar los destacamentos había dos opciones. La primera consistía en rodearlo a pie al anochecer; la segunda, algo más arriesgada, suponía ocultarse entre la vegetación y aguardar el paso de un camión cualquiera. Había que esconderse por la sencilla razón de que nos encontrábamos a medio kilómetro del control establecido por el ejército, y por allí podía circular un vehículo militar o, aún peor, uno paramilitar. Asustado pero decidido, acaté las órdenes de los expertos. Vivíamos tiempos tranquilos. Esperaríamos un camión. Cuarenta minutos se prolongó la tardanza, y mientras tanto nos instruyeron para superar el retén. No todos los conductores confraternizaban con el zapatismo, pero los que no apoyaban al movimiento nunca delataban a los Observadores, que por lo general eran figuras bastante respetadas entre la población civil. Subimos al vehículo y bajamos al cabo de una hora. Nuestros escoltas de lujo se convirtieron en excelentes psicólogos y nunca supe cuál fue el instante preciso en el que cruzamos el destacamento. Con el corazón en un puño y el firme convencimiento de estar en el sendero correcto, volvimos a adentrarnos en la selva. La suerte había estado del lado de los buenos y jamás nos cruzamos en el camino de los malos, esos temidos hombres de traje verde. Los encuentros entre militares y Observadores solían ser fortuitos, y las deportaciones y los episodios violentos también se producían con frecuencia, aunque, parafraseando a Nina, el miedo no nos detuvo, y después de una larga caminata aterrizamos en la comunidad. Horas más tarde pensé en la adrenalina descargada durante el trayecto en camión. Sin embargo los protagonistas son otros; son las mismas personas que se juegan el cuello a diario para defender una ideología que es mucho más que mera palabrería. Es un proyecto de vida.
178
21. La rebeldía horizontal y el verdadero espíritu libre. La integración en la comunidad no fue fácil. Algunas costumbres eran tan diferentes… Y si Montalbán no sabe montar a caballo, yo soy un cosmopolita patoso y torpón. Los primeros días aprendí a desenvolverme sin ser una carga para los vecinos, y aunque la comida escaseaba y los frijoles y el maíz aparecían como únicos manjares, en seguida supe conformarme y desear sólo en sueños el pa amb tomàquet. La vida en la selva es terrible, regida por una extraña ley o ente imaginario, una especie de gobernante en la sombra de un ecosistema que a menudo revienta. Los “milicos” estaban cerca pero pronto nos habituamos a compartir el temor a los desplazamientos. Nuestro trabajo consistía en anotar los movimientos militares que observáramos en la zona, y al no tener jamás ningún tropiezo con el ejército, la función se centró en enumerar los aviones de guerra que sobrevolaban el territorio. Asimismo, nos mezclamos entre los vecinos para que nos condujeran hasta personas de su entorno que hubieran sufrido o conocieran alguna violación de los derechos humanos. Los amigos de la comunidad nos facilitaron la labor y fue sencillo hallar múltiples casos de abusos físicos puestos en práctica por los hombres de traje verde. La conflictividad con las aldeas vecinas que no apoyaban al zapatismo suponía otro motivo constante de preocupación, porque había una especie peligrosa que habitaba en toda la región, conocida por el nombre de Buchones (chivatos). De todos modos, la enorme dificultad que implicaba vivir en la selva se hizo más soportable desde el ’94, una fecha que cambió el curso de la historia, y aquella comunidad representaba el perfecto 179
ejemplo de una sociedad horizontal en medio de enormes falencias. La mujer ocupaba idéntico lugar que el hombre, participaba en la toma de decisiones y afrontaba las mismas tareas cotidianas que los varones que, con absoluta complacencia, respaldaban la situación (cabe recordar que el EZLN tiene a varias féminas en el cargo de comandante). Otra cuestión admirable residía en el afán de lucha y de superación que habían adquirido los miembros de la comunidad. Caminaban al unísono con un objetivo claro: tierra y dignidad. Contaban los lugareños que una vez llegó un convoy militar dispuesto a llevarse al Observador que albergaban. El joven alemán, que a duras penas hablaba castellano, casi se estaba entregando al ver la violencia empleada por los “milicos”, pero los vecinos quisieron cambiar de nuevo el rumbo de su particular historia, y fueron las mujeres, armadas con palos, las que se interpusieron en el camino. Si te lo llevas a él, nos llevas a todas, dicen que alguien dijo. Y otra gesta certificaron al defender a aquel rubio europeo que todavía aterrorizado agradeció a sus fieles escuderas el coraje mostrado. Un tema peliagudo giraba en torno a los vicios adquiridos por contagio. Las drogas y el alcohol eran dos de los grandes enemigos de las zonas marginales de América Latina, y los barrios pobres solían ser hervideros donde el abuso de estas sustancias causaba verdaderos estragos en la población, sobre todo entre los jóvenes. Nina luchaba a diario contra esta lacra en su barrio del norte de la periferia de Buenos Aires; en la comunidad, el consumo, tanto de alcohol como de drogas, estaba prohibido. Sin embargo, se traspasaba la mera prohibición y se explicaba a los más pequeños, y a los no tan pequeños, qué problemas derivaban de la ingesta de tales productos. Aquella labor didáctica se erigía como básica, dado que la tentación siempre procedía de afuera, o bien del propio ejército, o de aldeas limítrofes. De Marcos poco se sabía, allí era sencillamente un amigo. Su figura no componía su realidad, su realidad se denominaba Zapatis180
mo. Y ésa es la grandeza del movimiento sin líder, sólo con un referente a quien occidente moldea a su antojo y necesidad y que los indígenas integran como ente donde asirse y apoyarse, un dato que había aprendido leyendo al propio Marcos y que corroboré con satisfacción en la selva. La comunidad simbolizaba una visión utópica del mundo convertida en una sociedad manifiesta, y se palpaba, por ejemplo, en las directrices de poder. Todos los habitantes intervenían de una forma u otra en el gobierno, y mediante la asociación por afinidades escogían a los distintos comités que colaboraban en el engranaje de una maquinaria llamada en Chiapas “Sociedad”. Al fin y al cabo tuvimos suerte, puesto que nuestros anfitriones habían sido pioneros en un montón de materias. El estandarte, la enseñanza, llegó de la mano de un promotor de educación divino que nos transmitió su historia y sus deseos de seguir con la escolarización, entre un cúmulo de falencias, del mayor número de niños posible. Pero la propia enseñanza escondía aspectos bastante contradictorios, y aunque dentro de la selva Lacandona se mantenían varias lenguas autóctonas y milenarias, en cuanto al habla se refiere los nenes bilingües sólo sabían leer el castellano. Fue el legado que había aportado la dictadura priísta en un intentó de aniquilar todo vestigio de cultura distinta a la central. No obstante, el maestro deseaba difundir la lengua, las costumbres de su pueblo y la herencia que le trasmitieron sus antepasados, y, con el devenir del tiempo y la ayuda de un vasco que había residido allí durante tres años, completó una vasta biblioteca con auténticos tesoros: ensayos políticos, poesía, novela. La cultura literaria del campesino convertido en docente era espectacular, y conocía multitud de títulos que en mi vida había leído. Me faltaban cincuenta páginas para acabar El amor en los tiempos del cólera, y recordé que un día el “Gabo”, antes de escribir sus 181
memorias, tituladas Vivir para contarla, hizo cierta alusión a los tintes autobiográficos del relato que me había acompañado desde Buenos Aires. Sabía de la ideología de Márquez con relación al conflicto chiapaneco, y pensé en aportar este presente para la biblioteca como símbolo de una experiencia inolvidable, parte de su vida y desde entonces parte de la mía. Cuando regresé a Barcelona jamás sentí la necesidad de reemprender la novela. No he acabado de leer El amor en los tiempos del cólera. No creo que la nostalgia me impida acercarme a la librería y gastar los seis euros que cuesta la edición de bolsillo. En realidad la importancia de aquel libro no estuvo basada en el premio de un final, el premio fue descubrirlo y gozar de su amistad durante la larga travesía que ahora llegaba a su fin. Seguro que algún día me volvería a encontrar con ellos, con Fermina, con el doctor, con Florentino Ariza… Las horas transcurrían con placidez en la comunidad y el paso del tiempo representaba un constante aprendizaje, inmersos en un paradigma de solidaridad y sociedad. Ya no percibíamos las carencias: chabolas de madera, camas inexistentes, agua corriente en las afueras, comida escasa... Vivíamos centrados en aprender y aprender, y contar aviones. Los días pasaron volando, y en mitad de la estadía el promotor educativo nos propuso dar clases de castellano, pero, tras comentarle que no éramos docentes, insistió tanto que aceptamos encantados. Así que la sugerente rutina se consumaba entre chicos, libros y aviones. Del ejército nunca se supo nada, aunque ambos estábamos muy preparados. Soy consciente de que en la propia comunidad jamás pude racionalizar o entender lo experimentado, y de que me integré con tanto fervor en la estructura horizontal que sólo al desprenderme de ella aprecié lo que rescataría para siempre. Vivir, en Chiapas, había dejado de ser una utopía. La selva, imantada por la belleza de sus parajes y el corazón de 182
sus habitantes, me obsequió con la despedida más difícil y dolorosa de mi vida. El camino de regreso a San Cristóbal se produjo sin ningún altercado. La mezcla de nostalgia y tristeza, más allá de su lógica razón, nos cegaba con dulzura, y en los primeros instantes, camino del DF, nunca vislumbramos algo inevitable que ya había sucedido. La transferencia. El legado de las utopías. La última noche en la comunidad comprendí en un entrañable hecho, de la mano de un niño, el anhelo de un pueblo que ansía y persigue su libertad. La búsqueda del verdadero espíritu libre llegó a su fin. Ana había pasado la jornada ordenando la biblioteca y pronto cayó rendida en su saco de dormir; yo descansaba mientras leía cuando José, un chico de siete años, me invitó a pasear. Poquito a poco bordeamos un pequeño riachuelo. Al fondo, la majestuosa vegetación veía embellecido su esplendor por infinitud de luciérnagas que revoleteaban en todas direcciones y esbozaban un sutil y hermoso halo de luz. Recordé entonces los veranos de la infancia vividos en l’Ametlla de Mar, donde, secundados por la cómplice oscuridad y de manera furtiva, nos aproximábamos a la orilla del Mediterráneo a recoger las mismas luciérnagas que ahora se amontonaban en la selva Lacandona. Acto seguido, las agarrábamos con delicadeza y las colocábamos dentro de unos botecitos de cristal, para lograr así nuestras propias linternas vivientes. Nuestras Campanillas. Partícipe de la magia y del silencio que compartía con José, le propuse que nos deleitáramos con aquel inocente juego que tantas veces repetí a orillas del mar. Tras explicarle bien el funcionamiento me respondió: “Para qué vamos a molestarlas”.
183
This page intentionally left blank
V
EL MEDITERRÁNEO.
This page intentionally left blank
22. Mi legado zapatista. Los siguientes días fueron muy raros, estaba tan desconcertado… Sin tiempo a asimilar lo vivido, me despedí de Sergio en San Cristóbal y besé en la mejilla por última vez a Ana. No la volví a ver. Restaban cinco horas para subirme a un avión rumbo a Frankfurt. En la ciudad alemana realizaría, casi un año después, el primer contacto con Europa, y aguardaría un par de horas más para abordar el avión definitivo y aterrizar así en Barcelona. Manuel Vázquez Montalbán también hizo referencia al “Pensamiento único”, y me brindó una pequeña gran pista de lo que me sucedía. “El estallido de la rebelión indígena en enero de 1994 había diseñado un interrogante en el prefabricado final de milenio bajo el signo del pensamiento único, no corregido, sino aumentado, por los que al atacarlo hemos caído en el único pensamiento de sentirnos agredidos por el pensamiento único, aplastados por el peso de la teología neoliberal, revelada como toda teología y prometiendo satisfacciones que de momento no son de este mundo.” Aquella proclama me ofreció la llave para abrir la puerta y comenzar a racionalizar la experiencia. Podía afirmar que había estado aplastado por la teología neoliberal y que desde entonces mis fuentes de conocimiento tendrían que ser otras. Me había equivocado durante años. El mundo no debe ser el que es sin más razón, y naturalizar la desigualdad y el caos tampoco es lógico ni legítimo. En Chiapas aprendí que, individuo a individuo, ser a ser, persona a persona, estamos obligados a ejercer nuestra responsabilidad, obligados a escribir nuestra propia, personal y particular historia. Mar187
cos lo había definido en Oxímoron de varias formas, escogí ésta por el lenguaje directo: No es, como lo fuera alguna vez, el resultado natural de la escasez, sino de un conjunto de prioridades impuestas por los ricos al resto del mundo; para unos cuantos poderosos el planeta se abrió de par en par, para millones de personas el mundo no tiene lugar y vagan errantes de uno a otro lado. Y qué estúpido ¿no? De aquello me di cuenta en medio de la escasez. A los políticos del pueblo se les llama ladrones; a los ladrones, políticos del pueblo. Al mentiroso se le considera un pícaro y el opresor es, sin más miramientos, el héroe. Qué grandeza de mundo aguarda a mis pies. Y al justo se le tilda de loco, y de cobarde, y de violento, y... en este grupo están los zapatistas. Un pueblo que en pleno estado de miseria abogaba por defender a capa y espada la cultura y la educación de sus niños; situaba a la mujer al mismo nivel que al hombre en todas las funciones cotidianas; no establecía jerarquías internas para tomar decisiones y permitía a la ciudadanía participar en ellas; respetaba los idiomas y las costumbres de sus habitantes, y jamás empuñaba un arma que siempre cambiaba por la palabra. Locos. Locos de remate. El mundo no era para el zapatismo. Sus enemigos lo tenían francamente difícil, porque los legítimos pobladores de la selva Lacandona, perseguidos durante 500 años, habían empezado ya una batalla, una lucha feroz para recuperar los tesoros más preciados: la dignidad, su tierra, y la ilusión de construir un México que no los excluyera. Ya ningún fusil les podía vencer. Tan sólo podían matarlos. Ya lo habían hecho. Robert D. Kaplan, padre para muchos de los que intentamos escribir literatura de viajes, tras sus múltiples travesías por Afganistán dijo: Simpatizar con los movimientos guerrilleros es un gaje del oficio de los corresponsales extranjeros en todas partes, pero los afganos fueron los primeros guerrilleros con los que los periodistas no sólo simpatizaron sino que además respetaron. Lo insólito en mi 188
caso es que antes de entrar en las comunidades pensé en lo sensacional que sería entrevistar a los comandantes del EZLN; cuando salí, consideré que había colmado e inclusive superado mis expectativas, puesto que había podido departir durante días con los verdaderos protagonistas de la historia. Por supuesto que pronto deseo volver a la selva, y por supuesto que entrevistar a cualquier comandante y al propio Marcos sería un gran honor, pero infinitamente más provechoso tras haber convivido con la población a la que representan y tras haber conocido el proyecto que defienden. No sólo simpaticé con el movimiento, no sólo respeté a sus guerrilleros, creo que, con toda la humildad posible, lo interioricé para siempre, como claro ejemplo del mundo oculto que tantas veces había soñado y que ahora, al fin, encontré. Llegué a Frankfurt cansado y dormido. Por los interminables corredores del aeropuerto me crucé con dos catalanas que se marchaban un par de semanas a Cancún, y que me facilitaron un rotativo de Barcelona en el que pude confirmar que los “Pacificadores” preparaban una enésima guerra, a esta la llamaban preventiva, que semanas después arrasaría un país arrasado. Durante bastantes días persistió la tentación de quedarme en el otro lado. Quizá la utopía me hizo comprender dónde estaba mi guerra. Una contienda en un contexto y bajo cánones distintos, pero sin duda por unos mismos ideales. Al sobrevolar Barcelona me desperté de repente y allí estaba, debajo de mí, cauteloso y expectante. Cuando veía el Mediterráneo, Miquel Martí i Pol con sus armónicos versos afloraba en mi cabeza como inmediata respuesta a tanta belleza. Unas melodías que emergían entre sus recuerdos de niñez, con la vastedad del mar como referencia, y esos dulces juegos sutilmente agresivos que una pareja escenificaba, sin ninguna insolencia, tumbada en la arena que ahora avistaba desde el cielo. 189
En Badalona, tres enormes chimeneas que expulsaban humo delimitaban la frontera con Barcelona. Desde tiempos remotos habían permanecido allí, y, aunque ensuciaban de manera visual el paisaje y eran horribles, jamás me parecieron tan hermosas. Imaginé a los integrantes del Xelajú corriendo por sus laderas, y a las vacas de la cima del Santa María bajar por ellas. Tras los humos del Santiaguito, mi comunidad chiapaneca. En los últimos minutos del vuelo, una señora me relató las asombrosas maravillas que había visitado en Londres. Lo tendré en cuenta para el próximo viaje. Al fin llegué y allí estaban todos, mi familia al completo y por supuesto Susana, amiga a quien nunca cité y que de una forma u otra siempre estuvo presente durante la aventura que acababa de concluir. Con mi padre mantuvimos diferencias acerca del activismo. Yo argüía que debíamos estar comprometidos con los excluidos; él asentía, sin embargo consideraba que su lucha estaba en Barcelona, y que se centraba en respetar a sus conciudadanos para trabajar desde la cotidianidad por un mundo mejor. No sería mi modo, pero tenía razón. Y en sí, eso es el zapatismo. Fabio lo adornaba e incluso era poético. Semanas más tarde charlé con él y contaba que el zapatismo representaba el día a día: quererse levantar feliz, saludar al panadero, sonreír en el mercado, llamar al vecino y darle un abrazo (a ver quién es el guapo que compra un piso al lado del de Fabio). Aunque, bromas aparte, tampoco le faltaba razón, y su planteamiento estaba basado, de igual manera, en vivir con el afán de construir un mundo mejor. Así se produjo la primera transferencia del legado de las utopías, seguro que pronto habrá otras. El viaje fue la oportunidad para impregnarme de una filosofía, de la verdad que escondía ese movimiento llamado zapatismo que me dejaba la lección más importante de todas, porque en la selva Lacandona aprendí que un mundo mejor es posible. 190
Una Postdata
A fines de 2003, cuando el libro que acaban de leer se preparaba para enfrentarse al duro examen editorial y quedaba menos de una semana para que se cumplieran diez años del levantamiento zapatista, algunos medios volvieron a llenar sus páginas con la enésima criminalización del EZLN. Por aquel entonces me encontraba en Barcelona, en contacto con mis colegas del otro lado del océano pero un tanto desvinculado, por cuestión geográfica, de la situación que se vivía en Chiapas. No tardé en ponerme al día, puesto que ese mismo verano el EZLN había cambiado sus centros de poder y había roto su silencio, luego de un prolongado período. Frente a mi sorpresa, nada tenía que ver la realidad con lo que nos contaban algunos medios, que, por razones que desconozco, intentaron lapidar al zapatismo, con el propósito de enterrar no sólo su presente, sino de eliminar las esperanzas de aquéllos que han soñado con un futuro en que el EZLN les siga otorgando lo que quinientos años de etnocidio les han usurpado. Recibí emails, cartas, artículos periodísticos e incluso cayó en mis manos, gracias a los compañeros de la Red de Solidaridad con Chiapas en Buenos Aires, una entrevista realizada a los dirigentes del EZLN en la Junta del Buen Gobierno (JBG) en la región de Caracol IV (Chiapas), en uno de sus siete asentamientos: el Municipio Autónomo en rebeldía 17 de noviembre. Los compañeros de la Red de Solidaridad no ahorraron en halagos hacia la evolución sobrevenida en las insurgentes montañas chiapanecas. Durante su estadía en la selva Lacandona, estos com191
pañeros se acordaron mucho del viejo Antonio. El viejo Antonio es un personaje que se halla dentro de cada uno de los ancianos zapatistas, y al cual el subcomandante Marcos recurre en un sinnúmero de ocasiones para expresar el sentimiento de un pueblo digno y rebelde. La respuesta a los que apuntaron con sus misiles al pulmón de la selva Lacandona arribó, como siempre, en forma de propuesta social y de acción política: los Aguas Calientes, antiguos organismos de gobierno zapatista, dieron paso a Los Caracoles, una evolución estudiada de sus propios centros de poder, y las Juntas del Buen Gobierno se erigieron en las nuevas instituciones a las que millones de indios, que no encontraban respuesta a sus problemas en el ejecutivo estatal, podían acudir. De modo que, mientras decenas de compañeros que viajaron a Chiapas después de mi partida se deshacían en elogios, algunos medios insistían, con informaciones de enviados especiales que escribían a mil kilómetros de distancia, en aniquilar al zapatismo, como si de una plaga maligna de tratara. Me pregunté entonces si idéntica tergiversación debía de suceder en otros conflictos que acaecían en el mundo, como el de Bolivia, Venezuela, Perú, Colombia, Cuba, y, por qué no decirlo, Estados Unidos, donde el pueblo, silenciado hasta la hartura, no parece estar muy de acuerdo con el proceder de sus mandatarios. En cualquier caso, los que residen en territorio petrolero, gozan de la ‘suerte’ de ser un número, un lugar estratégico, circunstancia que, al parecer, no ocurre en Sudán, El Congo, Costa de Marfil, Nigeria, y en tantos y tantos conflictos ignorados en los que los muertos se cuentan por millones. A tenor de esta realidad, he pretendido mostrar Chiapas desde la visión más colectiva posible, para que en El legado de las utopías mi experiencia sea, simplemente, una más, pues en Chiapas tampoco hay petróleo, aunque sí gas. 192
He charlado con tantos Observadores como he podido, me he documentado en un sinfín de organizaciones, he departido con todos los eruditos que me han abierto sus puertas y he leído los libros de quienes me las han cerrado. Por lo tanto, si bien deseo remarcar que el cien por cien de lo narrado en El legado de las utopías es verídico, sobre todo en cuanto a los testimonios entrevistados se refiere, en los que no he cambiado ni una sola palabra, también quiero señalar que en mi paso por las comunidades he reflejado una experiencia colectiva, no sólo con mis vivencias, sino añadiendo otras de igual o mayor valor, en especial las de Pablo, Nina y Fabio. Ellos me han ayudado a alejarme de la idiosincrasia capitalista que nomás me permitía ejercer el Pensamiento Único. Así pues, que sus vivencias sirvan para luchar contra la tiranía, y que juntos sigamos creyendo en los sueños. Ivan Puig i Tost. Barcelona, a principios del verano de 2004.
193
This page intentionally left blank
ÍNDICE.
INTRODUCCIÓN
Gracias y mil disculpas por anticipado . . . . . . . . . . . . . . 5 I DE BUENOS AIRES A LA TIERRA OLVIDADA 1 Un océano de asfalto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 2 HIJOS y Eduardo Nachman: secuencia de una desaparición. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 3 Teotihuacán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36 4 Rumbo a Chiapas con los herederos del ‘Che’. . . . . . 45 5 San Cristóbal de las Casas: punto de encuentro . . . . . 53 II RECUERDOS DEL PASADO, HISTORIS DEL PRESENTE (Una escapada a Guatemala). 6 De nuevo en Quetzaltenango . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 7 Guatemala, Rigoberta Menchú y los oprimidos . . . . . 69 8 Los amigos de Pasac II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76 9 La inesperada noticia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88 10 Los Quetzaltrekkers. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92 11 Noche de leyendas en el lago Atitlán . . . . . . . . . . . . 98 III UN RECORRIDO POR EL PARAÍSO PROHIBIDO 12 El reencuentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 13 Crónica de una muerte descarnada . . . . . . . . . . . . . 115 14 Diecisiete horas más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130 15 “Cristóbal Sánchez, para servirles”. . . . . . . . . . . . . 136 16 El yacimiento arqueológico de Palenque: tras la estela de Tintín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 17 Soledad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
195
IV EN LAS COMUNIDADES ZAPATISTAS (El EZLN: La guerra de las palabras). 18 Del genocidio legendario a la insurrección zapatista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 19 Ignacio Ramonet y Marcos: Conversaciones con Fabio Steinzdheler . . . . . . . . 162 20 A través de la selva Lacandona . . . . . . . . . . . . . . . 173 21 La rebeldía horizontal y el verdadero espíritu libre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179 V EL MEDITERRÁNEO 22 Mi legado zapatista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 VI UNA POSTDATA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
196