L A N O C H E D E B U E N O S A I R E S U L Y S E S P E T I T M U R A T
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LA
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I LA NOCHE Y LAS CIUDADES La música y la arquitectura son para la noche, dijo alguien, formulando con precisión una de esas verdades que todos intuimos. Agregamos: las ciudades también. La inquietud del día, volcándose en el fluir incesante de una marea de rostros (pavorosa diversificación que Thomas de Quincey fijó para siempre al relatar uno de sus sueños más extraños), el tránsito brutal y congestivo, el acicate angustioso del trabajo, la multiformidad de un sonido que bloquea el oído sin enriquecerlo, acorta los horizontes, vuelve encontradizo y casi indiscernible el dédalo de cemento y ladrillos, calificado con tanta exactitud de bosque por Roberto Arlt, que buceó prolijamente en nuestra realidad ciudadana a través de sus Agua3
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fuertes Porteñas. Durante el día la ciudad se repliega hasta el confín de los mansos arrabales donde la vida se detiene en una relativa dimensión de quietud. Pero allí casi no es ciudad. La voz de los niños, el antiguo, perezoso rodar de algún carro, traen, más bien, la presencia del campo, como sucede en los aledaños de la Avenida General Paz, en Buenos Aires, o cuando Roma se hace arboleda o tierra de nadie, más allá de Panoli o en las dulces alturas de Monte Mano. La motoneta romana, en ese aire vertical y diáfano es apenas el estremecimiento de las aguas de un lago tranquilo, tocadas por la brisa del atardecer. Lo mismo en Nueva Orleans que en París. Podemos ver las casas bajas, el quehacer del pequeño negocio, un eco del tránsito central. Pero allí sólo asistimos al aprendizaje de la ciudad. Una mano inexperta, de criatura, está dibujando con simplicidad la encrucijada de miríadas de destinos, el debate insaciable de la multitud que la poesía tardó tanto en hacer suyo y que por fin apresó en los atisbos geniales de Baudelaire y las realizaciones definitivas de Walt Whitman. Por poco que signifique el adjetivo moderno y por mucho que lo desvalorice la sucesión misteriosa del tiempo, es fácil comprender qué pocas relación tiene el arrabal silencioso y dis4
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tante con la concepción de la ciudad moderna. Más bien se conecta con la idea medioeval de una ciudad. De esas que fueron edificadas en torno de una catedral -como sucede con Chartres que aún perdura en esa taciturna y deliciosa plenitud hecha a la medida del espíritu del hombre- y se mantienen bajo el delicado imperio de su encaje de piedra. La ciudad moderna habita en el ruido y en él se disuelve, hasta que la noche corrige los agresivos perfiles de su realidad. La noche explica el sentido de una ciudad o nos alcanza su cualidad esencial. Así México y Londres agudizan la sensación de misterio. La relación parece caprichosa, pero la identidad existe, por más que en una, a pesar de la altura, reine el trópico y en la otra un clima brumoso, si se exceptúan los meses del corto verano. México, como quería Alfonso Reyes, está situada en la región más transparente del aire; Londres se recuesta en la niebla del norte. Pero en cuanto cesa el palpitar del día, las dos se vuelven enigmáticas. En México quizá trasciende la presencia latente de una cultura milenaria, ajena por completo a nuestra sensibilidad. Aún está presente en las próximas pirámides y casa de los muertos de San Juan de Tehotihuacán, pero más aún en los funda5
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mentos mismos de sus grandes construcciones hispánicas. La Catedral, lo mismo que el Palacio Nacional, que bordean el imponente zócalo, en efecto, están edificados sobre los correlativos monumentos aztecas. El instinto político de Hernán Cortés, a quien primero, lo mismo que a sus capitanes, había fascinado el aire suave y embalsamado de Coyoacán, lo llevó a señorear el centro de la ciudad aborigen. El misterio londinense, que dio origen y fuerza a una novelística y poesía extraordinarias, nace del hecho que Londres tiene algo de excesivo. El día mide a Londres de acuerdo con los objetivos concretos y limitados del placer o el trabajo. La noche, al descubrirla en una especie de engañosa uniformidad, nos amenaza con una fracción de ese terror cósmico que la pequeñez del hombre siempre tributa a lo que termina por calificar, con humilde impotencia, de infinito. No es nada raro que sus calles, callejuelas y pasajes nocturnos hayan dado nacimiento a una compleja literatura policial. En cuanto se abandona una avenida, pongamos la de Shatesbury, en seguida se abre el abanico de un dédalo de muros. Y más allá de las escalofriantes crónicas policiales, en la noche más clara, siempre trae un estremecimiento el atravesar Hyde Park. Si uno es de 6
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los pocos que transitan la ciudad a partir de la medianoche, preferirá caminar pegado a las verjas exteriores. Y no es que en Londres haya más asaltos que en Nueva York o en Milán. Simplemente, Londres tiene el mismo misterio que apasiona en algunas páginas de Charles Dickens o de Dylan Thomas. Entiéndase bien: no el misterio convencional de las partes viejas de Marsella o el que impone cualquier ámbito desconocido (y Londres es una de las ciudades más difíciles de conocer en el mundo entero), sino un misterio substancial, hondísimo. París, por el contrario, es muy clara. Esa claridad, que advertimos en cualquier buena prosa francesa y en un afán que preside la conversación cotidiana de todo el mundo, es tan fuerte que no alcanza a ser desvirtuada por el día más que en sitios de cruce del tipo de la Opera o los grandes bulevares donde hormiguea la vida popular. Cada barrio desde la Bolsa a Saint Germain des Prés- está rotundamente definido en París. La noche de París acentúa este matiz. Su voluntad de orden es discernible en su admirable paz nocturna. Quien habite por ejemplo- en Passy o más concretamente, en las cercanías de los Inválidos, disfrutará, al cese de los ómnibus (los que van a 1'Etoile circulan hasta las 7
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nueve de la noche) de una tranquilidad provinciana. Arderán toda la noche los centros destinados a la diversión del turista -Place Blanche, Place Pigalle, en Montmartre, ciertas avenidas y calles de Montparnasse o Saint Germain des Preés- pero el resto se mostrará como un delta perfectamente delimitado, de horizontes dispuestos con una sabia ordenación. París, al revés de Londres, no nos posee, sino que es poseída por nosotros. Tiene esa estructuración que aprehendemos desde la primera vez que observamos su conjunto desde los pequeños telescopios de la Tour Eiffel, y que demarcan tan armónicamente iglesias y edificios absolutamente característicos. Una claridad más banal, pero muy parecida, define a Washington. En cambio Nueva York, por más que se la visite, continúa siendo la ciudad en la que uno no sabe a qué atenerse. El estrépito y la luminosidad de Broadway, puede hacernos creer que tiene una vida nocturna, aunque es difícil encontrar dónde tomar una taza de café o beber una copa (abstracción hecha de los cabarets, que no definen a ninguna ciudad, pues son muy parecidos en todas partes) después de la una. Wall Street, vista de día, parece una catarata que nadie podrá atravesar jamás o tendrá que tener, para hacerlo, la intrepidez 8
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suicida de los que se meten en un barril para surcar las del Niágara. A la noche es un islote vacío, de altas murallas indefensas. Aunque Nueva York sea la más clásica de las ciudades modernas, es como si continuara formándose y no se hubiera definido. Rasgo que, en mayor o menor grado, es común a la mayor parte de las grandes ciudades de América, pero que allí reviste un carácter tremendo, como todo lo que se refiere a la complicada fisiología de un gigante. Lo curioso de esta sensación es que resulta provocada no por cambios reales y velocísimos -como sucede con Caracas, San Pablo y México- sino por lo que advertimos al principio, por un no saber a qué atenerse. Porque ciertamente, aparte de la reestructuración de algunos aeródromos y la supresión del elevado que martirizaba a la ciudad con su ciclón de acero en la Tercera Avenida, no hemos advertido cambios en Nueva York desde hace años. Sin embargo, se adivinan fenómenos profundos, tales como la gradual muerte de la isla de Manhattan, que a la larga disminuirá su actividad por la sencilla razón de que es víctima de una tremenda hipertrofia. En verdad, allí no cabe ya ni un alfiler. Muchos negocios tendrán que emigrar, como
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antaño lo hicieran multitud de personas, para dar paso a esos negocios. La noche de Praga desnuda su adentramiento metafísico. Estamos en la ciudad de Franz Kafka y de Rainer María Rilke. Las inmensas perspectivas que son su característica esencial, la faz pétrea de sus muros que parecen encerrar y detener el tiempo, la multitud de monumentos dedicados a temas religiosos, la tornan más ascética que Roma, en donde veinticinco siglos de estadios de civilización muy diferentes, se despliegan ante nuestros ojos para mostrarnos la fracción de la historia del hombre más considerable que sea posible alcanzar en una ciudad simultáneamente, y donde el paganismo sigue asomando su faz mórbida y sonriente en piedras y jardines. ¡Qué diferencia con la noche de Viena! La noche de Viena revela la integridad de un encanto inigualable. Es la gracia; es el giro de un vals de Strauss; es la blancura de la piel adolescente que aún no a recibido la menor ofensa del tiempo; es el azul eternamente primaveral del Danubio y ese aire escandalosamente reciente y vivo de los palacios que, sin embargo, nacieron al impulso de un imperio ya desaparecido. Cualquiera de sus callejuelas nos explica a Mozart y también los pocos 10
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momentos de embriagadora felicidad que ha registrado la música atormentada de Beethoven. El trabajo de síntesis de la noche es admirable. Por más aglomerado y vulgar que resulte de día el tránsito humano y mecánico de Market Street, en San Francisco, la noche descubre esa nota de refinamiento tan especial, a veces en una línea de toque de lo occidental con lo oriental, que constituye la médula de su personalidad. Toda la grandiosidad nostálgica de muchas ciudades de América se hace singularmente vívida en sus grandes puentes, en el desnivel de sus calles. Es la noche la única que puede darnos en plenitud la intimidad de una Lisboa, detenida en un rincón antiguo del tiempo, la nota colonial de un Montevideo, la parsimonia de un Santiago de Chile, la voluntad ferviente de exaltar todo lo que comporta relación humana, como sucede con Madrid. Madrid es la gran ciudad nocturna del mundo. A través del océano, nuestra Avenida de Mayo, sobre todo la de hace una década,* nos trae el último eco de ese gran latido nocturno que es Madrid. Todo lo que entraña la noche, tregua a la problemática de la cada vez más compleja vida ciudadana, voluntad ilimitada de ocio, intensidad en la comunicación 11
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humana directa y esencial, más allá del farragoso mundo del dinero, por el puro afán de la confrontación o simplemente, de perder un tiempo de orillas generosas en el acto de alternar, está viviente en Madrid como en ninguna otra ciudad. Claro que otras muchas ciudades tienen una llamada vida nocturna. Pero está basada en la crápula. En un achicamiento de horizontes, en una reducción de la estatura humana encadenada a pobres y repetidas diversiones como las que pueden brindar el "Tropicana" de La Habana, el "Carroussel" de París o "La Fuente" de México- en lugar del ensanchamiento del círculo de la existencia que siempre entraña un auténtico vivir. Para poseer con más fuerza la noche, el madrileño la empieza más tarde que nadie y la prolonga indefinidamente en locales cerrados que dan la espalda al llamado vehemente del día. ¿Qué revelación nos trae la noche de Buenos Aires? ¿Cómo se diferencia de sus grandes antecesoras europeas, de las otras grandes ciudades de América y de las más pequeñas que, como estrellas menores, salpican la inmensa noche de las tres Américas?
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II NACEN LA NOCHE Y LOS RECUERDOS Veamos llegar la noche de Buenos Aires desde afuera, como se contempla el advenimiento de la lluvia o el viento. En los barrios no difiere gran cosa de la noche central de una Tegucigalpa, un Santiago de Chile o un Waco. Las primeras ventanas iluminadas sugieren el aquietamiento de la vida familiar. Han cerrado los negocios de distintos ramos y por eso se torna más visible y conspicuo el café. Hubo un tiempo en que esta prima noche se profundizaba con el clásico timbre llamando a la función cinematográfica o el rezongo tristón de un tango fluyendo de un organillo en retardo. Eso pasó, al igual de la música cursi y encantadora que brindaban las orquestas de señoritas en las grandes confiterías de 13
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barrio. También se fue el tablado provisto de ortofónica, atendido por vaporosas muchachas en la que los muchachos ensayaban sus primeras miradas de amor, y el rito de las típicas, severamente enfundadas en trajes oscuros. En las noches abiertas, húmedas y calcinadas del verano queda aún la floración de sillas ocupadas por vecinos conversadores y el chorro de chicos, alborotando con sus juegos. Cada vez menos, porque cada vez la gente tiene menos hijos. La hora mansa descubre la sucesión de casas bajas que sucumben bajo el peso de las lunas llenas, anegándose en una atmósfera submarina. Todavía hay patios con macetas. Pero de tanto en tanto ya interrumpe el damero de monótona arquitectura el desafío pueril de una casa de departamentos. El sonido del piano -el gran exilado musical de nuestro tiempo- está sustituido por el filtrarse de las radios, que a su vez están siendo desplazadas por los televisores. Las antenas de estos aparatos incesantes y parleros -con la maldición de sus jingles y del tronar de los inagotables revólveres de las series importadas de los Estados Unidos-, dan un nuevo perfil a las edificios porteños del arrabal. Sin embargo, quedan muchos rincones donde el pasado se ha detenido, tal y como se dibuja en los tangos de Homero 14
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Manzi o Enrique Santos Discépolo. Los podemos encontrar en Nueva Pompeya, en los aledaños de Chacarita, en aquella Villa Luro que en un tiempo, según el espléndido verso de Nicolás Olivari, tenía "barro bastante para amasar el mundo" o en lo que quedó de los bañados de Flores, descriptos con maestría por Gilardo Gilardi y Elías Carpena. La noche, al suprimir o minimizar el tránsito automovilístico, los descubre intactos. De nuevo nos encontramos con los personajes y calles descriptos por Carlos de la Púa en La crencha engrasada. Y es fácil tropezar con el hombre de la esquina rosada, tal y como lo viera agudo talento de Borges, por más que ese color de pintura -tan porteño, tan alegre y garifo- tenga ya muy pocas vetas en nuestra ciudad. La barra de los muchachones, con su floración de piropos agresivos y sus sempiternas discusiones sobre el football, aún apuntala más de una esquina. Y allí se ve, cuando las calles se desflecan en campo, esa eterna oposición de ciudad y campaña, que tan bien marcaron Sarmiento y José Hernández. En otros lados es sólo un antagonismo ideal. Pero la llegada de la noche, al disipar el trajín del día, en esas orillas urbanas, nos recuerda la cuestión capital. Sabemos con cuánta acritud el diputado Leandro N. Alem 15
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combatió el proyecto del presidente Avellaneda, que solicitaba al Congreso de la Nación que Buenos Aires fuera declarada capital de nuestra república. Y cómo don José Hernández -que en aquellos años tenía la librería de viejo "El Plata", en la calle Tacuarí 17, junto con su oficina de compra y venta de campos- defendió el proyecto en las sesiones del 19, 22 y 23 de noviembre de 1880. Buenos Aires tenía rango de capital desde que en el año 1617, por real cédula, se separó la antigua provincia de Guayrá (Paraguay) de Buenos Aires y la ciudad de Mendoza y Garay fue declarada cabecera de esa Capitanía General. Siguió siendo la metrópoli, cuando se erigió el virreinato del Río de la Plata, en 1776. De hecho, sino de derecho, continuó como capital, desde 1810 a 1880. Lo fue desde que sus muros no eran mucho más que los de esta barriada que contemplamos al nacer la noche. Y esto marca un tono esencial de vida. Es una especie de exhalación de un poder y concentración permanentes, que expanden la noche hasta sus últimas posibilidades y la diversifican de tal manera que nada tiene que ver con la que reina sobre los lacios villorrios y las ciudades menores.
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No importa que Buenos Aires fuera primero apenas una aldea y luego una gran aldea, según la definición de Lucio V. López. Aún en la lejana época (bastante próxima, después de todo, si la comparamos con las edades de las ciudades asiáticas o europeas) en que los señores hacían alumbrar su paso con negritos portadores de un débil farol entre las calles fangosas de veredas mal diseñadas, la ciudad mostraba su vocación nocturna con la presencia iluminada de las tertulias, los conciertos y el teatro. Hasta bajo la opresión de la todopoderosa tiranía de don Juan Manuel de Rosas, sus noches estallaban en el estrépito de los candombes de las negradas de San Telmo. Fue en la noche, cuando las carretas descansaban de leguas y leguas de un viaje lento por la patria inmensa, en los antiguos Corrales, cuando nació el tango que siempre, con sus insistencias melodramáticas acerca de mujeres de mala fama, bailongos de hacha y tiza y peleas bajo la luz de faroles desaparecidos, nos trae la presencia de la noche ciudadana. Es una música tan nocturna que todo su sentido porteño no se hace nunca tan audible como en el momento en que acentúa la soledad del arrabal bajo las estrellas, un bandoneón desvelado. Espúreo o no, instrumento musicalmente de17
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fectivo, no hay duda de que el bandoneón, heredero del acordeón, morigeró el alegre desenfado de la milonga, prima hermana de la cadenciosa habanera. Expresó esa nota melancólica que venía sonando en los entrepuentes de los barcos que a principios de este siglo y finales del XIX, traían una oleada inmigratoria. El Choclo, El Entrerriano, dejaron de proclamar el orgulloso triunfo de los cortes y las media lunas para hacerse ritmo más denso, más detenido. La noche prima en el suburbio hace posible la contemplación de la ciudad elemental y multiplica los recuerdos. Cuando avanza hasta despojar casi totalmente de transeúntes y vehículos las calles, observamos su perspectiva en función de ternura. Si seguimos este avance hacia el centro, tropezaremos con el recuerdo de las muchas ciudades que en el transcurso del tiempo fue Buenos Aires. Queda un poco de las muchas quintas que tuvo en Belgrano, Villa Devoto o Flores, con su sonido extinguido, con algo así como el eco de un gran temblor de niños y de pájaros. Se puede tropezar con una esquina sin ochava, como lo fueron todas en la Colonia. O advertir el señorío del barrio Sur, antes de que la fiebre amarilla de 1871 hiciera emigrar a las familias linajudas hacia el Norte, en ciertos portales que, 18
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como el de la casa que ocupa hoy la Sociedad Argentina de Escritores, en México al 500, tienen en su altiva simplicidad un sello innegable de distinción. O recuperar el barrio que cantó Evaristo Carriego, cuando atravesamos el viejo Palermo, alejándonos del esplendor renovado de la Avenida Santa Fe. O en algunas tiendas de un solo piso y en ciertas casas también bajas, de zaguán, el inefable Buenos Aires de 1910, cuando el Centenario. Época en que llamaban la atención las altas vidrieras iluminadas de la Ciudad de México, porque ya el edificio se volaba para arriba, en la esquina de Florida y Cuyo, avizorando del futuro. Y revolucionando la moda con aquellos sombreros monumentales, complicadísimos. No nos imaginábamos cómo podían sostenerlos en sus graciosas cabezas las señoras y niñas de entonces. Predominaba para las primeras el terciopelo, bajo alas de mutlon o tendido de encaje y adornado con piel y flores. Para las segundas eran preferentemente de seda y gasa plegada, con cinta y terciopelo. A precio de liquidación costaban doce pesos cincuenta, cifra que arranca una sonrisa, sin falta, en nuestro 1962. No hay que asombrarse: un lujoso traje de levita, en la casa de los hermanos Camblor, situada en Corrientes 899, costaba ciento 19
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sesenta pesos (el más caro; había desde ochenta pesos). Eran los albores de nuestro siglo, de la noche de este siglo que continúa, con el Odeón, el Opera, el Coliseo, el Politeama, el San Martín, el Palacio de Novedades y el Casino ocupados por compañías españolas e italianas. Apenas si el Apolo anunciaba la gran compañía cómico-lírico-dramática argentina de Pablo Podestá. Precio de la platea: un peso con sesenta centavos. En 1911 hubo una noche distinta. Llegó Raúl Capablanca, el campeón mundial de ajedrez y jugó en el salón La Argentina. Para la noche porteña fue lo que eran los vuelos de Cattáneo, para el día, en la vieja Sportiva. Al match ajedrecístico concurrieron las damas, tan fabulosamente ataviadas como las que acudían a los teatros a escuchar la compañía lírica de Angelini o la ópera cómica de París. Los largos trajes, que sólo dejaban entrever la punta de las finas botitas, se encuentran descriptos en un catálogo de la Tienda San Juan, de Alsina y Piedras. Por ejemplo: Vestido de fantasía confeccionado en rica ratina de gran moda, adornado con terciopelo combinado, aplicaciones finas, botones y presillas de soutach, gran cuello, chal y botamanda de terciopelo y cuerpo forrado de hilo y seda (lo suficiente para vestir en la actualidad a un fuerte 20
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núcleo de damas, y quizá sobrara un poco de terciopelo). Precio: sesenta pesos. ¡Dulce ridiculez que marca siempre el paso de cualquier moda! Nos hace la misma tierna gracia que nos provocan ciertos bajo relieves, ciertos remates de edificios viejos de Buenos Aires que el día oculta. Y que la noche, que nos da tiempo para un dulce divagar, nos descubre, cuando alzamos la vista al cielo, contra un fondo de estrellas. Nace la noche porteña y renacen todas sus noches. Está la noche horrible del hambre, en la primera fundación; las noches de escondida turbulencia de mayo de 1810, cuando algunos patriotas de la ciudad preparaban nuestra libertad; las noches del festejo popular y las del drama, aquella en que Elisa Brown, la hija del Almirante salió alucinada, loca de amor, a buscar su novio muerto en una batalla naval y se unió con él en lo más profundo de las aguas; la otra en que amaneció una voz inolvidable, la de Carlos Gardel, en los boliches del Abasto, todas las que van haciendo historia o leyenda en el testimonio mudo de sus piedras que sólo pueden acordarse de noche. La ciudad, en perpetua transformación, tiene una fuerte tendencia al olvido. No se han fijado en ella los rastros, como sucede en 21
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París o Viena. El mediodía centellante la presenta demasiado joven. Es preciso transitarla de noche para que resurjan en sus ángulos dormidos los disparos que atentaron contra Sarmiento cuándo marchaba en su coche a visitar a Vélez Sársfield, aquel otro que terminó, también en el interior de un carruaje, con la vida de Leandro N. Alem, el tribuno romántico de Buenos Aires, las noches de tirante expectativa que precedieron a las revoluciones en esa lucha por la libertad que forma la entraña misma del honor ciudadano, el tránsito de un poeta que tanto la amó y cantó como Fernández Moreno en el fragoroso chirriar de uno de los verdes tranvías Lacroze ya extinguidos, el crepitar de las llamas en el incendio de las Catalinas y todos los detalles de un biografía menor: los clamores de los matchs de box en que el héroe era Luis Angel Firpo o Suárez, el Torito de los Mataderos o aquella noche que relata con tanta precisión (como todos los testigos británicos) el capitán Andrews, comandante del barco de Su Majestad Windham. Fue en la antigua Opera, el domingo 27 de marzo de 1825. Vale la pena reproducir entero el párrafo, extraído de su libro Viaje de Buenos Aires a Potosí y Arica. "La Opera de Buenos Aires bien puede llamarse «Museo de pintura de la 22
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ciudad». Se exhiben en ella algunos ejemplares raros de gracia y belleza femenina en los palcos, y hombres bien vestidos en la platea. Los actores eran apenas arriba de mediocres. Se representó un baile, durante el cual era imposible no alegrarse del estallido general de desaprobación por parte del público, a causa del traje outré de unos de los bailarines de cabriola portuguesa, procedentes dela corte de Río de Janeiro, altamente característico del elevado sentimiento moral de la gente de esta ciudad. No puedo detallar aquí esta exhibición; pero la indelicadeza de una bailarina francesa en la Opera Británica, que levanta la ligera pierna para mofarse del innecesario velo es sobrepasada por los figurines de Don Pedro. La indignación del público fue plenamente justificada ante este ejemplo de las costumbres de burdel adoptadas en la corte de Río." Ecos de una vida que fue y que persiste, sujeta a la ley ineludible de la transformación, marcando el paso de las generaciones. Hoy, cuando Buenos Aires no se ha asombrado (al contrario aplaudió entusiastamente), antes las audaces presentaciones de las compañías francesas del Lido, el Moulin Rouge y el Folies Bergéres, donde la acción de Friné ante sus jueces se transforma en un episodio común y repetido, 23
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estas reacciones podrán parecer absurdas. Igual que la que estremeció la ciudad, la noche víspera de la inauguración del primer ferrocarril hacia Floresta. Decían que su paso derrumbaría las casas. ¡Tirarlas abajo, esa locomotora primera La Porteña, manejada por un maquinista inglés que para la ceremonia de la inauguración la condujo tocado con elegante galera de felpa! Tampoco la ciudad desapareció bajo la flamígera cola del cometa Halley, pero fueron muchos los que velaron, aterrados, mientras fijaba su espléndida llamarada en nuestro cielo.
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III LA NOCHE PORTEÑA Y LOS POETAS Agunos de estos recuerdos, en su parte más substancial y más allá de la crónica, han sido transmitidos por los poetas. Lo épico, raramente encuentra su expresión en ellos. Es que son testigos tiernos de una realidad pasajera, del trasmundo de las cosas simples que, después de todo, suelen ser las más perdurables porque están íntimamente enraizadas con el quehacer humano. El poeta ama la esencia de la noche. Cuando en nombre de La Nación mandaron a Joaquín de Vedia a entrevistar a Rubén Darío, el joven escritor se desconcertó ante el gran poeta. Lo notaba inerme, sin un rasgo de ironía, de gracia o sutileza. Y mal dispuesto a hablar de esa forma poética que había 25
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renovado brillantemente al verso hispánico. Desesperaba ya de hacer un reportaje como la gente cuando Rubén Darío se acercó a una de las ventanas que había mantenido herméticamente cerradas, la abrió, aspiró profundamente el aire de afuera, recorrió con su vista ahora alerta y maravillada la represa musical de los astros y le dijo: -Ya es de noche. Se puede comenzar a vivir. Substancia poética que se discierne por la confrontación del poeta con la ciudad y la noche. Fernández Moreno dice: Por las calles voy componiendo mis versos, mis pobres hijos que nacen en cualquier sitio y momento... Fernández Moreno veía la ciudad en largas caminatas, luego de abandonar la tertulia del Richmond Florida, a donde acudían también Enrique Amorim, Corvado Nalé Roxlo y Ernesto Palacio. Por otros lugares de Buenos Aires ya divagaba la musa de la mala pata de Nicolás Olivari, con la presencia del antiguo almacén A la ciudad de Génova, mientras Raúl González Tuñón rogaba a la Virgen26
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cita del Teatro Cervantes, cantaba a la oscura promesa de felicidad que contenían los aparatos del Paseo de julio, donde para ver la vida color de rosa bastaba con echar veinte centavos en la ranura y su hermano Enrique componía el fresco de la miseria con su amargo libro Camas desde un peso y el Malevo Muñoz (Carlos de la Púa) ensayaba los primeros versos de La crencha engrasada en el almacén que bautizara con el título sugestivo de El Puchero Misterioso. Estaba en la calle Sarmiento, hacia 1930. ¿La razón de este bautizo? ¡Brindaba un suculento puchero por veinte centavos! Oliverio Girondo que, como Cordova Iturburu, pero con un sentido muy diferente, habló del barrio de Flores, no se convencía de la existencia de un precio semejante. Tuvimos que llenarlo. Y pagó una suculenta cena, con mucho vino para varios, por una suma que no alcanzó a los cinco pesos. Era un tiempo de bohemia. Y el poeta, a pesar del calor amistoso del convivio, podía sentir, como siempre, la soledad y el desamparo del mundo. Lo recuerda Fernández Moreno en su poema Casas en la noche: Casas, sois el supremo símbolo del egoísmo humano. 27
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Os odio, casas en la noche, cerradas a cal y canto. Casas que veis pasar, indiferentes, en el frío, en la lluvia y en el barro, tantos míseros hombres melancólicos, tantas madres con los hijos en los brazos... Os odio, casas en la noche, lóbregas y ceñudas, como rostros huraños. De pronto esa amargura cesa, por la suprema alquimia de la belleza poética. Y entonces Fernández Moreno dice: Es hermoso de noche, ver huir calle abajo, los tranvías, con un polvo de estrellas en las ruedas y en la punta del trole, una estrellita. En el tiempo en que irrumpe el grupo literario que se hizo famoso bajo el nombre de su agresiva revista, Martín Fierro, los habitantes de la noche porteña poética se multiplican. Las reuniones noc28
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turnas se realizaban en los cafés, en el local del periódico, en la calle Tucumán, cerca de Florida, para autentificar más aún la oposición de ese grupo con el de Boedo o en restaurantes como El infierno, que quedaba en la calle Corrientes. Esas noches arrancaban de su casa hasta a Macedonio Fernández, que no creía en la realidad y que se quedaba horas y horas confinado en su cuarto, ejecutando a Bach en la guitarra, escribiendo con descuido esas páginas que les costó una paciencia infinita reunir a Evar Méndez y Raúl Scalabrini Ortiz, el hombre que con tanta sagacidad definió al habitante de nuestra urbe como el hombre que está solo y espera. Evar Méndez, Francisco Luis Bernárdez, Norah Lange, Sixto Pondal Ríos, Roberto Ledesma, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes, Pablo Rojas Paz, Leopoldo Marechal, que mostró su pasión ciudadana en su admirable historia de la calle Corrientes, Jacobo Fijman, Pedro V. Blake, Andrés L. Caro y Sergio Piñeiro, todos gustaban de la noche. Particularmente Carlos Mastronardi, que sigue en 1961 incorregible en cuanto a esa afición, y Francisco Luis Bernárdez, que se ha corregido un poco con su estada en las sierras de Córdoba, para reagravarse con motivo de su permanencia en Madrid; la ciudad 29
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nocturna por excelencia, querían una noche infinita. Siempre el alba, para todos nosotros, era la presencia desagradable. Ponía en marcha la odiosa máquina del tiempo, detenida por unas horas lúcidas, pero al fin y al cabo efímeras, como todo lo que concierne al hombre. No es extraño que aferrándonos a la luz artificial, yéndonos de los cafés cuyas ventanas precisaban desagradablemente el día, nos encerramos en las casas de los amigos en habitaciones cerradas para la luz diurna a cal y canto. Así conocimos, al dejar La Terraza, café de la calle Corrientes, una noche inmensa, escuchando, por ejemplo, a Sánchez Gardel ejecutar en el armonium largos de Beethoven. Así sometimos a nuestro capricho a pequeños bares. Recuerdo uno, en el Paseo Colón. Recuerdo a mis amigos, ardiendo en el linde final de la noche inacabable. Pienso en sus almas laceradas o alegres, que interrogaban insaciables a la dura música, a la marchita luz, a los muros que prolongaban, amparándola, la noche, recostándola en oscuros rostros insomnes, en corazones jóvenes y desvelados, tan ávidos de vivir que no querían conformarse con la muerte provisoria del sueño. Las conversaciones en que se barajaba el sentido de la belleza, no tenían fin. Continuaban entre la niebla 30
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tensa del tabaco o la secreta llama azul del alcohol, que crecía su resplandor lívido, obstinado. Algunos, como Macedonio Fernández, Héctor Pedro Blomberg, Carlos de la Púa, Sergio Piñero y Fernández Moreno ya han muerto. Todavía escucho sus pasos mínimos, derrumbados, perdiéndose, extinguiéndose, en el ámbito frágil de la noche, inútil dique para detener las acechanzas crueles del tiempo, enemigo que mata huyendo, según la magnífica definición de Don Francisco de Quevedo y Villegas. Hasta 1935 las peñas se multiplicaron. Empezó una bohemia, en 1925, que huía de la vieja concepción del poeta sucio y maldito, aquella que justificaba el hospital y la cárcel de Paul Verlaine, la desgarradora definición de Baudelaire (Cuando por decreto de las potencias supremas aparece el Poeta en este mundo tedioso, su madre horrorizada y llena de blasfemias, crispa sus puños hacia Dios, que le tiene lástima) y las épicas, tremebundas borracheras de Charles de Soussens, José de Maturana, o el pobre Rubén Darío. Uno de los ejemplos señeros lo da Convivio que unía a la actividad literaria y artística, la preocupación espiritual. Allí, entre otros, van los nombres de César E. Pico, Ballester Peña, Rafael Jijena Sánchez, Miguel Angel Etcheverrigaray, Osvaldo Horacio 31
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Dondo, Jacobo Fijman, Soler Darás, Juan Antonio el vigoroso xilógrafo, Antonio Vallejo y Mario Pinto, estos dos últimos hoy sacerdotes. Los poetas se defendían trabajando en el periodismo o consiguiendo empleos tan raros como el que González Lanuza tuvo durante varias décadas en la Cervecería Quilmes y yo en un corralón municipal de Chacarita. Signo era una peña en el subsuelo del Castelar, el mismo hotel de la Avenida de Mayo que ocasionalmente habitara Federico García Lorca, otro poeta afincado durante mucho tiempo, a la par de Pablo Neruda y Blanca Luz Brum, en la noche porteña. Parecía reinar en Signo el encanto suave de los jóvenes poetas, hasta que una noche llegó Pablo Suero, poseído -según él- de una serenidad helénica, luego de un viaje por Grecia, y armó una trifulca de los mil demonios. En la peña del Royal Keller, otro subsuelo (en la calle Corrientes y Esmeralda) se escucharon las tempestades provocadas con gran delectación por el peruano Alberto Hidalgo. La máxima polémica sucedió la noche en que se discutieron los apotegmas de Marinetti, el poeta italiano sostenedor de la escuela futurista. También llegó a la noche porteña, directamente del Vieux Port de Marsella donde su célebre luna creacionista se había 32
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enredado con algunos mástiles y muchas piruetas literarias, el poeta chileno Vicente Huidobro. Las generaciones se mezclaban. Recuerdo que a una comida que le dimos, acudió Alfonsina Storni. Aunque para nosotros, en aquel instante, toda la poesía posible se concentraba en Norah Lange, la muchachita de espléndida cabellera roja, que habitaba, en compañía de una familia enamorada de las reuniones nocturnas y sonoras, en la calle Tronador, en Villa Massini, y que había publicado un libro notable, La calle de la tarde, teníamos cierta capacidad de reconocimiento para los grandes poetas del tipo de Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Incluso Jorge Luis Borges había declarado su admiración por un poema de Arturo Capdevilla, escandalizando las tertulias de Martín Fierro. ¿Existe aún esa noche literaria en Buenos Aires? En la forma de las peñas situadas en los cafés como el Richmond Florida, el Royal Keller o el Café Tortoni (que sigue sobre la Avenida de Mayo, con entrada también por Rivadavia), ya no. Siempre se puede encontrar a un José Luis Lanuza frente a su sempiterno vaso de cerveza, en el Edelweiss, que cierra muy poco tiempo sus puertas, abiertas en la alta noche sobre la calle Liberad, entre Corrientes y La33
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valle. Es un sitio ocasionalmente visitado por Silvina Bullrich, la novelista, o por Juan Carlos Ghiano, crítico y novelista. Pero no existe la continuidad de la peña, del tipo de las que sostenía con su presencia ineludible el autor de Las leyes del juego, Manuel Peyrou, en un barcito de la calle Tucumán que enfrentaba una de las salidas laterales del Jockey Club. En ese y otros cafés de puede observar un pintor como el revolucionario y audaz Greco, a Carlos Mastronardi con un grupo de amigos, tal vez a Oliverio Girondo, Norah Lange, Olga Orozco o Enrique Molina. Pero, repetimos, ya no es el rito. Más bien un encuentro amable y casual, luego de terminar las tareas de la jornada en algún diario o al regreso de un espectáculo. Los escritores están dispersos en la gran noche de Buenos Aires. Podemos tropezar en un lugar con Jorge Calvetti, que tal vez acudió solamente para comer un bocado, al término de su trabajo en La Prensa o ver a Dalmiro Sáenz aposentado en un escondido barcito de la calle Cerrito, en las proximidades de Santa Fe. Pero esto se debe a una costumbre personal y no a la frecuentación literaria de la noche. Dalmiro Sáenz va a escribir a los cafés porque tiene muchos hijos y le es difícil hacerlo en su casa. En los cafés prepara gran 34
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parte de su trabajo literario, cinesco o para la televisión. Por la razón contraria, quizá por no tener ningún hijo y ser un solterón empedernido, es que Sixto Pondal Ríos suele rematar sus noches de Buenos Aires en los bares penumbrosos, con ritmos tropicales o canciones y un pianito desvelado. Lo que dejamos apuntado es símbolo de una gran dispersión y creciente soledad. Hubo siempre los caseros, los que se quedan a trabajar en sus casas o van de visita a otras, como Adolfo Bioy Casares, Helvio Botana, Silvina Ocampo o Carlos Selva Andrade. Los pintores, en general, buscan el ámbito de la luz y no puede vivir constantemente de noche, por más que algunos, como el inolvidable Roberto Rossi, combinaban con gran sacrificio la doble fórmula de la vida diurna y nocturna, cosa que también suele hacer el poeta Osvaldo Horacio Dondo, para reverdecer sus etapas de gran caminador y conversador nocturno. Existen los encuentros provocados por la Sociedad Argentina de Escritores, en su tradicional casa de la calle México 524. Son muy pocos, tan pocos como los que reúnen a los plásticos en el baile con el que tradicionalmente reciben la primavera. En la fiesta de la poesía, en el segundo patio 35
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de la vieja casona, se escuchan poemas, guitarreadas y canciones. Pero no hay voluntad de extender demasiado la noche. La noche, antes, era algo irrenunciable para el escritor. Había que estar tan duramente enfermo como lo estaba Vicente Barbieri en su departamento cercano a una de las callejas más hermosas de Buenos Aires, la cortada con escalera Seaver, para apartarse de esa zona anhelante, conmovida, cordial, que construía con tanta facilidad (más la expectativa de la ventura ciudadana) la noche de hace pocas décadas. Cuando, en dulce amparo, sus párpados caen sobre el intervalo tumultuoso de la vida, una especie de trama agresiva y complicada que quiere fijarse en el día cómplice y que tan sólo la noche puede negar, abolir, todo parece posible. Lo es una escena nocturna, de la que fui testigo. Encontramos, al volver una esquina de Belgrano, a Xul Solar, poeta, pintor, gramático, inventor magnífico y desaforado de toda suerte de teorías extraordinarias y dueño de una erudición misteriosa e insólita. Iba con Borges. Georgie (así le han dicho y continúan diciéndole en su casa, siguiendo la designación que le dio la abuela, de origen británico) le dijo: 36
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-Xul, lo noto más alto. -Siempre me sucede en la conjunción de Venus y Mercurio (o los planetas que fueran; no soy nada fuerte en astronomía). Crezco. -¿Cuántos centímetros? -le pregunté, asombrado. -De diez a veinte -me dijo con la más pasmosa tranquilidad. Sí, todo es posible. Es cierto que lo vimos a Manuel Peyrou descolgando troles de tranvías por la calle Corrientes, para aterrar a un pegadizo poeta del que no podía liberarse; es exacto que al ayudar a salir de un restaurante al doctor Clodomiro Cordero, que había bebido cantidades fabulosas, Borges se cayó y desde abajo planteaba muy seriamente una cuestión casi metafísica: -¿Cómo es que el doctor Cordero está borracho y soy yo el que me caigo al suelo? Es posible ver a Ricardo Güiraldes bailando tango. Y sacándose los zapatos en un corte, para imitar una figura que hacía de manera sorprendente, sin cesar el baile compadrón, Carlos de la Púa. Y a Raúl González Tuñón declamando alucinado, ante los maravillados borrachos de los bares de camareras de la Boca. Y a Macedonio Fernández dicién37
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dole a Ramón Gómez de la Serna, cuando se puso un monóculo sin vidrio sobre su ojo ardiente de treinta años atrás: -Es el primer monóculo corto de vista que veo en toda mi vida. Y a Néstor Ibarra (crítico, luego director teatral, al que lo rechazaron en un examen de tesis en la Facultad de Filosofía y Letras, por presentar una sobre el grupo literario de Martín Fierro) dejándole sin gente un banquete a Wally Zenner. Y luego, en el trámite de un duelo, confiarse a Ricardo M. Setaro, el autor de El alma que se apresuró, que el tenía un fastidio sin límites y en la reunión de padrinos clamaba: -Nada, nada. ¡El duelo tiene que ser en las más severas condiciones y a muerte! Es posible en la noche imaginar todo ese mundo que nace en la orilla de una ciudad con barcos: En todos los puertos del mundo descansa la noche sobre los navíos oscuros y reza su rosario de lunas el viejo lobo curtido y silencioso. La estrofa está en Miércoles de ceniza, de Raúl González Tuñón. Y es el mismo río nuestro al que 38
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menciona Leopoldo Lugones, al comenzar su poema El solterón que, luego, internándose en la ciudad se acuerda del arrabal solitario, que tiene la noche a sus pies. Un lírico interior revela su mundo de meditación nocturna ante un espejo solitario y fiel. Los versos son de Enrique Banchs: Pompa le da en las noches la flotante claridad de la lámpara, y tristeza la rosa que en el vaso, agonizante también en él inclina la cabeza. Escuchemos cómo otro poeta, Rafael Alberto Arrieta, también vela y siente que en ese velar se perfecciona su desasosiego, como le sucedía a Fray Luis de Solís y Rivadeneyra: Fuera, la calle sola, nostálgica de luna, no espera nadie... Es dulce mi soledad como una mujer que en la acuarela del muro mira y calla, Horacio Rega Molina evocó así un domingo suyo en la ciudad y una noche de Evaristo Carriego, en su poema Carta a un domingo humilde: 39
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Tú eres como la calle que en la altura Llena de fugitivos resplandores Noche a noche, con rápida escritura, Pone y quita palabras de colores. Y la otra, de módico alumbrado, Donde murió Carriego, el pobrecito, Y donde para siempre se le han parado Las dos ruedas del último organito. De este modo regresa Luis L. Franco de la tertulia nocturna, haciendo el fatal descubrimiento que Edgar Allan Poe nos mostrara en sus últimas consecuencias en El hombre de la multitud: Pero entonces descubro que todas las compañías agrandan mi soledad y más acá de los dioses y más allá del hombre, mi corazón de sombra latiendo en las estrella. Brandan Caraffa expresa de este modo las promesas tácitas y alucinantes de la noche, en su poema Presagio:
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Lunas enormes, Que toman posesión del mundo, Y brillan hasta el alba Como flores monstruosas. En la muerte del día Se aparecen triunfando; Como un impenetrable presagio, O como un palio. Parece que trajeran Una antigua promesa, Y que fueran a abrirla En la primera noche. Pero siempre se marchan, Maduras y divinas, Sin dar lo que su carne Sueña para la tierra. Quien habita crónicamente la noche, como Oliverio Girondo, también puede sentir su pavor: Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor! -nos dice en Otro nocturno el poeta de Calcomanías y En la masmédula. El mismo recoge la pun41
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zante nostalgia, esa especie de mística desazón que tan frecuentemente habita la noche de la ciudad: Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón dice en Nocturno, refiriéndose a las victorias porteñas, de las que ya quedan muy pocas y cuya agonía marcó Armando Discépolo en un grotesco formidable, Mateo. El poema de Girondo termina con una efusión que es poco frecuente en sus creaciones: Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a acariciar algo que duerme. Francisco Luis Bernárdez nos trae el recuerdo de una noche de la infancia: Dulce tarea es contemplarte, noche que me has acompañado desde niño. ¡Con qué impaciencia te esperaban aquellos ojos en la plaza del Retiro! Mi corazón de pocos años era pequeño pero estaba pensativo. Horacio March, Raúl Soldi, Juan Carlos Castagnino y otros muchos pintores han dejado testimonios de Buenos Aires. Una muchacha, Norah Borges, más tarde casada con Guillermo de Torre, se empecinó muy pronto en descubrirnos sus patios, los pilares de sus últimas quintas, algunas de sus fuentes. Sobre ella, el mismo Bernárdez nos dio
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uno de sus poemas más difundidos, La niña que sabía dibujar el mundo, que termina con estos versos: La noche, que había visto el milagro, se persignó asombrada. Así nació la Cruz del Sur. Aquella ciudad se llamaba Buenos Aires. Aquella niña se llamaba Norah Borges. ¡Qué intensa y mágica la noche de los poetas! Su inspiración, por melancólica que sea, disipa las fronteras de la tiniebla nocturna, aun bajo la pesada gravitación de los pensamientos más tristes, como sucede con la estrofa final del Nocturno de Córdova Iturburu: Ceñido por la noche, por las vendas de sombra de la noche, en la angustia de una soledad sin esperanza y de un silencio único, pienso en la muerte, ahora. Bajo un árbol aislada está tendida. Pero allí no llegan en su vuelo pesado los pájaros del mundo.
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El eco de la noche porteña se prolonga, como el latido de un corazón ardiente y profundo, en un claro motín de poetas. En este vasto rumor podremos oír voces que atraviesan las edades, desde Juan Cruz Varela a María Elena Walsh, desde Evaristo Carriego a César Rosales, desde Fernández Espiro a Juan Rodolfo Wilcock. Estas calles que nos descubre la noche son las que transitaron José Portogalo, Ricardo E. Molinari, Luis Cané, Sixto Pondal Ríos, José Sebastián Tallon, Francisco López Merino, las que albergaron y albergan para siempre, el estremecimiento más comunicativo de las almas de todos los poetas de Buenos Aires. La mudez de sus vericuetos de piedra, en ellos, se hace voz intemporal, eterna. Borges, en Luna de enfrente, la define así: Mi callejero no hacer nada vive y se suelta por la variedad de la noche. La noche es una fiesta larga y sola. En mi secreto corazón yo me justifico y ensalzo: He atestiguado el mundo; he confesado la rareza del mundo. He cantado lo eterno: la clara luna volvedora y las mejillas que apetece el querer. He santificado con versos la ciudad que me ciñe: la infinitud del arrabal, los solares... Borges intimó como pocos poetas con Buenos Aires. Notó cómo se le iban los ojos a la noche en cada bocacalle. Confiesa que caminó toda la santa noche y vio el almacén que, en la punta 44
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de la noche, es claro -dice- como el ascua en la punta de un ferviente cigarro. Para su dolor en la despedida sintió venir la noche con urgencia de grito, mientras la alta ciudad, que califica de imposible de conocer en su poema Jactancia de quietud, arreciaba sobre el campo. A ratos pudo escuchar, en la calle Serrano, cuyas modificaciones modernistas ya lamenta en 1925 (barullo caliente de una nueva confitería; un aviso punzó como una injuria), el fonógrafo, adentro del cual persistía una guitarra. Cuenta cómo el sabor de Palermo se le sube al alma, se acuerda de una luna grande desde la acera y se pregunta si sería Carriego el que le daba cuerda. Con sempiterna nostalgia de patios (a los que llama corazón de la casa), de tapias rosadas, mira en 1a noche las casas de Buenos Aires - casas como ángeles- y las hace precisas al mencionar la esquina de San Juan y Chacabuco, la llegada de la noche, que empieza por zanjas hoy abolidas, en Villa Ortúzar, una calle del Oeste a la que no nombra, Villa Alvear donde La noche es olorosa como un mate curado Y es vagancia en las calles y aventura en los /pechos. La tarde fue mi pena. La noche como ensalmo 45
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Aduna la confianza de los patios abiertos. De pronto la noche lo lleva tiempo adentro. Y recuerda el año 1840 de Buenos Aires, cuando dice- los caserones eran grandes como banderas y cada patio tenía estrellas distintas y el traspatio era otro país, hecho de griterío, de negrada y de lumbre; era un año en que, bajo la égida implacable de Juan Manuel de Rosas, la muerte era ancha y fácil y profunda -concluye- como el campo y la noche. Esta dimensión final de la noche, en relación con a ciudad, Borges la marcó en La noche que en el Sur lo velaron. Borges, en Cuaderno San Martín, recuerda una de esas noches compartidas con Dondo: "Esta versión de la entreverada muerte de la Chacarita, la muerte gringa, se acuerda de una noche y de una guitarra. La anécdota de esa alusión puede recordarse. La víspera de las elecciones presidenciales, salimos a sentir Buenos Aires el poeta Osvaldo Horacio Dondo y yo. Ibamos por el costado de la Chacarita, por Jorge Newbery, bordeando la erizada pared. La pulsación de una guitarra que no veíamos nos fue llamando. La seguimos, nos llevó a un subcomité con luz, densa de espaldas de mirones la puerta. Un 46
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¿Gustan pasar, caballeros? de cortesía suburbana o electoral, nos convidó. Adentro, bajo la evidente efigie de El Hombre, buena parte del orilleraje de San Bernardo estaba en posesión de la noche. De mano en mano iban la resabida guitarra y la caña dulce, en repartición de amistad. Le llegó la guitarra a un mozo enlutado, oscuro el achinado rostro sobre el pañuelo dominguero de seda, requintado con precisión el chambergo. Conversó o cantó la seria milonga de la que he asumido unos versos. Quiero recordar también estos dos, gnósticos o meramente suicidas: La vida no es otra cosa / que muerte que anda luciendo. Afuera lo ayudaban el espacio y los estrafalarios mármoles en acecho atrás de la infinita pared y la suspensión rastrera del humo que produce la Quema y la acostada tierra y la noche. Oímos además alguna milonga de seguridad partidaria y de vuelo aunque humildísimo, servicial (Radicales los que me oyen / del auditorio presente / el futuro presidente / será el doctor Irigoyen), pero ninguna letra en arrabalero. Al compadrito no le interesa el color local, y sí la pretensión y el prestigio." Y Evaristo Carriego, en El Velorio. La noche nos advierte, a través de una legión de muertes y cenizas sagradas, que también murieron en el re47
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cinto de la ciudad muchas ciudades. Pues hubo un tiempo en que el río llegaba al paredón de la Alameda, había un cuartel en el Retiro y en esa misma plaza un mercado de esclavos. Se le fue ganando espacio al río. Sobre esos terrenos nació hasta una pequeña ciudad, Palermo Chico. Y multitud de cosas cambiaron. Esos cambios, esas muertes, son las que vuelven más poderoso el caudal incesante de la vida.
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IV LA NOCHE Y EL TANGO Cuándo bailes camperos como el cielo fueron sustituidos en la evolución de nuestra ciudad por las polkas y las mazurkas importadas? Parece que hacia mil ochocientos veintitantos ya empezaba el signo cosmopolita a hacerse manifiesto. Santiago de Estrada, evocando ese período, se queja de que el coñac y el vermouth sustituían la caña y la ginebra que, aunque también importadas, tenían una patente de tradición nacional como luego habría de extendérsele a la Hesperidina. En los salones, desde luego, dominaba el minué como baile y los vinos finos, de allende los mares, como el oporto. Durante gran parte del siglo XIX, los aledaños de Buenos Aires dejaban entrar la pampa. Se alza49
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ban barracas, en ocasión de alguna festividad religiosa o patriótica. Las de lujo estaban iluminadas con faroles de papel y las de medio pelo con velas de sebo. Se jugaba al monte, se bailaban gatos, bajo la dirección experta del bastonero. Los guitarreros ejecutaban también valsesitos. Todo era muy parecido a lo que sucedía en la campaña, si sólo miramos la noche del arrabal porteño primitivo. En el centro, en cambio, las tertulias y bailes de las grandes casonas siempre tuvieron ese tono europeizante, ese aire de afuera que con sus múltiples influencias nunca ha dejado de soplar en nuestra ciudad. Recién desde 1840 aparece el minué federal, para los partidarios distinguidos de Rosas. Y crece el estrépito del barrio del Tambor, situado en la parroquia de San Telmo. Rosas estimuló la algarabía musicante y bailarina, connatural al negro, por razones demagógicas. José Luis Lanuza recuerda que en 1788 el síndico procurador hizo un severo alegato en contra de los peligros que entrañaban los candombes, a los que reputaba ofensivos para la moralidad ciudadana. Bajo Rivadavia los candombes fueron reglamentados y auspiciados. Latían muy alto y en la noche, los masacayas, tambores y marimbas, acompañados con 50
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cantos y coros. A los que se celebraban en la quinta de la Albahacas, de propiedad de los Pereyra Lucena, situada en México y Perú, no desdeñaba entrar Manuelita Rosas, la hija del Restaurador. Pero ni los candombes ni las romerías (últimas fiestas grandes y populares que conoció Buenos Aires) encuentran un ritmo de baile y canto que represente el sentir ciudadano, cortándolo del inmenso campo que rodea a Buenos Aires. Es el discutido atrevimiento del tango el que le da una expresión definitiva a sus noches. Se alberga primero en los piringundines, pasa a los cabarets más importantes, emigrando del Hansen al Arrüenonville, para invadir los mejores salones, después que el barón De Marchi y Jorge Newbery la comienzan a bailar en público con niñas de las sociedad porteña. Se termina la clandestinidad del tango, descripta con tanto colorido en la comedia de Malfatti y las Llanderas, Así es la vida, en la escena en que el tío farrista y noctámbulo se lo enseña a bailar a unas tiernas muchachas de fin de siglo. En algunas casas lo permitían tocar al piano, pero las letras eran rigurosamente tapadas con papeles sin transparencia, pegados sobre sus versos lunfardos y desenfadados.
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Las primeras excursiones del tango hacia un ámbito más decente tuvieron lugar cuando fue admitido en los bailes familiares del arrabal. En Un guapo del 900, Samuel Eichelbaum nos muestra cómo los muchachos se adiestraban en él bailándolo en las esquinas, a la luz del un fa-rol, al compás del organito. Toda la temática del tango, de esencia definitivamente nocturna, está contenida en los versos de un hombre que transitó por las calles de Buenos Aires muy pocos años. Nos referimos a Evaristo Carriego, vecino del barrio de Palermo, que tenía su casa en la calle Honduras, a la altura del 3700, y que murió en 1912, cuando solo tenía veintinueve años. El gringo musicante que desafina en la suave habanera provocadora, el canillita al que le diera su nombre definitivo Florencio Sánchez, voceando el boletín de Ultima Hora, la algarabía del conventillo cuando ha terminado la jornada del trabajo, las comadres del barrio, la cantina donde se arremolinan los hombres para jugar al truco, beber y conversar, la muchacha enferma del pecho poblando de ecos tristísimos la calle en penumbra con su tos breve y seca, el silencio que llega cuando apenas son las diez de la noche
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y disipa esos grupos que hace un momento derrochaban sus guarangos decires más lisonjeros, porque al compás de un tango que es /"La Morocha" lucen ágiles cortes dos orilleros. Están en un solo poema de Carriego, El alma del suburbio. Pero la enumeración es más vasta. Siguen la viejecita (la que nunca fue novia), el guapo, la paliza feroz y lacerante, infligida por el malevo a la mujer sufrida, el cantor de barrio que templa su guitarra para historiar sombrías pasiones de alcohol y de sangre y muertes violentas de novias infieles, los perros que llegan en rondas hambrientas, la mujer que insulta a ese sinvergüenza que aun no ha venido, el camino de regreso a nuestra casa que es como un rostro querido que hubiéramos besado muchas veces, la muchacha que siempre anda triste, el café, el hombre que tiene un secreto, el silencioso que va a la trastienda, el que enamoró a la pianista del bar, el suicida, la costurerita que dio aquel mal paso... Toda una galería que resurge en centenares de tangos, para reflejar la vida del barrio. Y los acontecimientos que lo 53
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conmueven, como el velorio en el que, al final, alguien propone jugar a las prendas, y enseguida de este emblema de muerte en que se mezcla la vida, uno de vida -el casamiento-, en que puede mezclarse la muerte por el alboroto y pelea que puede seguir al juego llamado polka de la silla, donde alguien puede enfurecerse más de la cuenta al perder su asiento. Y, por fin, la temática íntima, de muros adentro, como la muchacha que de todo se olvida, porque tiene cabeza de novia, o la silla vacía, que a la hora de la cena recuerda al muerto querido... Todo un mundo que luego recogieron y ampliaron los grandes creadores de nuestra más importante música popular, cuando se abolieron las primeras letras chamonas y canallas, para dar paso a las que, con un mayor sentido poético, iban historiando los días y las noches de nuestra ciudad. Las músicas de Juan de Dios Filiberto, Juan Carlos Bazán, Alberto Aleta, Enrique Santos Discépolo, Sebastián Piana, Lucio Demare y tantos otros, abrieron una brecha para que se tratara de encontrar a sí mismo ese hombre nuestro, que muchas veces no ha llegado a asimilarse del todo en la ciudad y vive en soledad más que otros habitantes de otras ciudades, porque tarda en llegar la hora del arraigo 54
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definitivo, que emana de la permanencia de generaciones y generaciones en un mismo lugar. Y no hay que olvidar que en Buenos Aires, en 1962, es todavía fácil encontrar en su abigarrado cosmpolitismo una gran encrucijada de razas y muchos que apenas son hijos o nietos de inmigrantes. Pero sigamos con la noche de nuestra ciudad: Amigazo fue una noche, que en mi mente llevo escrita... son versos de Brancatti y Velich para un tango de Filiberto. Hasta que por fin una noche, los rivales se encontraron, escribe Juan A. Caruso para el tango Por ella de Luis Teisseire. Querida de cien noches de fandango, que en mi memoria vives todavía... dice Roberto L. Cayol, en la letra de Viejo Rincón, cuya música pertenece a Raúl de los Hoyos. Una noche su viejita en el cuarto llorando la encontró, y la fea ¡pobrecita! la tragedia de su alma le confió, dice Navarrine, con música de H. G. Pettorosi, en un tango famoso. Cuántas veces en mis noches de tangos y copetines dice la muchacha que se fue del arrabal, en el tango de Laporte y Gasparini (música) y Enrique P. Maroni (letra). En Sobre el pucho de Sebastián Piana, la letra de González Castillo es hondamente nocturna: Un callejón en Pompeya 55
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y un farolito plateando el fango y allí un malevo que fuma y un organito moliendo un tango. También el tango Silbando (con música de Cátulo Castillo y Sebastián Piana y letra de José González Castillo) evoca una noche de Barracas al Sud cuando el cielo es más azul y más dulzón el canto del barco italiano. La lista sería infinita y, a decir verdad, a veces banal, como aquellas fatídicas noches de "El zorro gris" o tantas otras que circulan en los tangos para albergar sus eternas historias melodramáticas. Las hemos connotado muy al pasar para ratifica la dimensión nocturna del tango. Desde Milonguita a cualquier tango del gran renovador Astor Piazzola; sea en los hermosos versos de Hornero Manzi o en intentos que no llegan a cuajar ni en poesía popular; sea en el sentido de las palabras y, más que todo, en la música que ya trasciende las vacilaciones de las letras y sugiere más aún de lo que se propusieron expresar muchos compositores, todo el mundo del tango es nocturno. Se dio el tango a la noche, podríamos decir, echando mano de una frase de Enrique González Tuñón, en uno de esos comentarios que 56
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él dedicaba, desde las columnas de Crítica, precisamente al tango, glosando con pericia sus anécdotas. (En una de ellas nos trae un atisbo metafórico bastante curioso: Buenos Aires colgó en el clavo de la medianoche un cuadro de Thibon de Libian.) Al hablar de la paz del suburbio, Borges dice: El flete, La payasa, Sin amor, El cuzquito, cavaron como penas la hora perdida y grande..., nombrando cuatro de los tangos viejos que son los que él prefiere. Yo mismo, al pensar en el tango y hacerle un poema, en Aprendizaje de la soledad, vi la música y todos los elementos que menciono al amparo de la noche. El tango nos dijo que la vieja ciudad había pasado. Los portalones anchos y bajos, las ventanas de macizas rejas, los tejados en que brotaba libremente la yerba, que enumera Méndez Calzada en su Estampa Colonial, no tienen nada que ver con el barrio en que el tango encuentra su noche, por más que nuevas generaciones tengan que llamar, por el imperio tan pareo del lenguaje humano, vieja a esa ciudad de ayer nomás, que es su dominio. Incluso la noche de esa ciudad antigua parece que se hubiera ido enredada en la voz del sereno que antaño daba las horas y anunciaba el estado del tiempo. El tango fue contemporáneo, en sus principios, del cuarteador crio57
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llo, ese tipo malevo y picaflor que, según Nicolás Olivari, cuarteaba la cucaracha (pequeño tranvía) que iba a Boedo y Europa, o sea: el fin del mundo. Hizo abstracción de todas esas figuras que de una manera u otra sugerían la mezcla del campo con la gran aldea, para sumergirse furiosamente, insistentemente, en la temática ciudadana. Antes de 1910, en un tríptico poético, Marcel del Mazo trató de definir a los bailarines del tango y al alma de este ritmo. No lo consigue. Asoman en sus versos todos los prejuicios de la hora. Lo refiere a un enlace brutal y grosero de la pareja. Deja de lado todos sus sentimientos, sus escondidos anhelos, esa nostalgia que suele concretarse demasiado en una anécdota pueril de pasión defraudada, pero que siempre esconde una búsqueda inquieta, una tácita confesión desesperada. En parte logró expresarlo Vacarezza, en su sainete El conventillo de la Paloma, con aquella muchacha que los cantaba (la encarnó en el estreno la después famosa Libertad Lamarque) y que solía hablar con un canario enjaulado. Lo expresó definitivamente Carlos Gardel, con una voz cuyas inflexiones siempre iban más allá de la vaguedad de las letras o la simpleza de las melodías. Sea en Hugo del Carril, Azucena Maizani, 58
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Rivero o Alba Solís, el tono angustiado constantemente trasciende un afán de búsqueda y la presencia de una añoranza. El tango se diferenció así de otros ritmos populares que más bien ponderan una necesidad de alegría y aturdimiento. Nuestra música porteña no dejó de acusar el impacto de melodías que venían del Brasil, de Estados Unidos y del Caribe. Fue desalojado en gran parte de la noche de Buenos Aires. Música lenta, no puede adaptarse al signo de la época: la inútil velocidad sin puntería. Permanece, sin embargo, en el latido emocionado de muchos. Y, poco a poco, despacho, se va haciendo un recuerdo. Por eso es que en 1962 gustan, por encima de todo, los viejos tangos romanticones y emotivos, mientras una nueva escuela trata de reflejar el estremecimiento múltiple y complejo de la gran urbe, renovando su estructura, cambiando su lánguida instrumentación. La noche en la que el tango imperaba en absoluto, señoréandolo indiscutido a través de Francisco Canaro, Juan Carlos Cobián, Osvaldo Fresedo, Julio de Caro, Tanturi, Aníbal Troilo (Pichuco) y tantos otros, no puede retornar. Muchos de los valores que lo llevaron al apogeo consiguieron mantener su popularidad. Pero ya no es la ínti59
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ma ligazón de una ciudad con su melodía única. La vasta noche de Buenos Aires, junto al rezongo del bandoneón -borrándolo a veces- erige el estrépito ácido del rock and roll, el meneo del samba brasilero, el pérfido contonearse del twist o la sensualidad sin ambajes de la música cubana. Pero, por suerte, no quedó ahí la cosa. Las noches de Buenos Aires fueron gustando de las guitarreadas que traían el viento ancho y noble de las vidalitas, la oquedad adentrada de la baguala salteña, la viveza y el encanto del gato correntino, la suave elegancia de la zamba mendocina, el rítmico resonar de los carnavalitos santiagueños. A través de los conjuntos a Chazarreta o de los hermanos Abalos, en la voz de Atahualpa Yupanqui, tuvo eco metropolitano, la provincia, para mostrar una vez más que Buenos Aires es cabeza de una federación y punto de encuentro de leguas y leguas de una patria grande. Se encendieron las guitarras de Falú y de Jaime Dávalos en el centro de la ciudad. Y varios salones concitaron la presencia de los aficionados a los bailes de tierra adentro, sea en Retiro, sea en los aledaños del barrio que fuera de Carriego, cuando ya parecían extinguirse las pocas tenidas criollas, del tipo de las que solían tener lugar en la Tapera, anti60
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guo paradero de carros y luego flor de almacén porteño, en la calle Triunvirato, bien cerca de la Chacarita, hacia 1930. En 1962 se ha hecho fuego grande el muy lento que mantenían las peñas foklóricas. Y junto a los jóvenes que hablan de cosmopolitismo al bailar y palmotear un twist a la terminación de las películas que lo difunden en la calle Lavalle -refugio por excelencia de la gran noche del cine- están los que en salones, casas de familia y audiciones de televisión, preservan lo nuestro al danzar un cuando o un cielito.
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V LA NOCHE Y EL TEATRO Es borrosa la presencia del primer local de espectáculos de Buenos Aires. Parece que funcionó en el año 1757 y que en él se daban representaciones a cargo de muñecos. Como se ve, una especie de reablo de Maese Pedro. El primer teatro estable se erigió en las calles que ahora se llaman Perú y Alsina y antes componían el lugar que Vicente Fidel López llama Ranchería de los Jesuitas y Juan María Gutiérrez Ranchería de las Misiones. Allí la antigua noche de nuestra ciudad había conocido los barracones en que se bailaba y jugaba. Vértiz dispuso que se levantara una Casa de Comedias. El pueblo, desde un principio, lo designó con el nombre de Teatro de la Ranchería. Fue combatido y condenado como un 62
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centro de perdición. No se olvide que la profesión de actor era reputada indigna en aquel entonces, y luego de dudosa moralidad, hasta que el general San Martín en rotunda expresión la declaró tan honorable como cualquier trabajo honesto. Un incendio destruyó el Teatro de la Ranchería en agosto de 1792. Se quemó el repertorio, compuesto por una abrumadora mayoría de obras hispánicas. Y también la primera pieza con tema americano que allí se representó. Era Siripo, original de José Manuel de Lavardén. Sin tener en cuenta que desde el púlpito de las iglesias se lanzaban agudos ataques al teatro y desde sus azoteas los cohetes que por una desdichada casualidad terminaron por incendiar el Teatro de la Ranchería, un nuevo local fue levantado en 1804 frente a la Iglesia de la Merced, en el ángulo que hoy forman las calles Cangallo y Reconquista. Al principio fue llamado Coliseo Provisional de Comedias. Luego, con típida haraganería porteña y hondo convencimiento de que nada dura tanto como lo provisorio, simplemente Coliseo. El teatro dejó de vivir su vida funambulesca por tabladillos, corrales y casas de familia. Y en segura premonición de lo que había de suceder con el correr del tiempo, hacia 63
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1808 otro teatro, El Sol, fue edificado en las calles que hoy se llaman Reconquista y Lavalle, inaugurando el ámbito teatral por excelencia, con una diferencia de pocas cuadras. En el Coliseo (después Argentino), se representó El 25 de Mayo, un trepidante melodrama patriótico, al que le puso música el maestro Blas Parera, más tarde compositor de nuestro Himno Nacional. Su autor: Ambrosio Morante. Debe haber habido mucha obrita criolla en los tabladillos anteriores. Pero al repercusión oficial de la obra de Morante, que fue premiada por el Cabildo de la Ciudad, la hacen muy servicial para que la inquietud papelista de los historiadores la declare la primera de carácter nacional. Eduardo Mallea, en El Retorno se pregunta: ¿Nos pertenecemos, en la noche? Y responde muy agudamente, con una respuesta que parece cubrir la relación del hombre de cualquier época y cualquier lugar con esa síntesis o reflejo o atisbo de vida que es el teatro y que mantiene desde siempre un habitáculo esencialmente nocturno. La respuesta de Mallea a su propia pregunta dice: Pertenecemos a la noche, dueños somos de lo que en ella se adueña de nosotros. Durante mucho tiempo, por más que en los escasos tablados del Buenos Aires primitivo, se versificaran y dialo64
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garan acontecimientos de repercusión patriótica, la palpitación de lo nacional era un tímido comienzo. Seguía rigiendo la influencia española. Ella era la que se apoderaba del espectador porteño. España se adueñaba una y otra vez de lo que no había perdido sino en el terreno político. El concepto de Mallea nos sirve, aplicándolo aquí, para aclarar que no existía un dominio tiránico peninsular, ni una postergación de lo nativo, como trata de hacernos creer la melancolía agresiva de muchos historiadores del teatro. No tardó, en consecuencia, en declinar el teatro artificioso de mera propaganda, por más que sus altos fines, como lo proclamaba el periódico El Censor, en una entrega de 1818, fueron inspirar el odio a la tiranía y amor por la libertad. No tardó en marchar al ocaso el teatro hirsuto y melodramático de la época de Rosas, mantenido oficialmente con fines demagógicos, en funciones donde se llegaba a mostrar a los auditores enardecidos -los mismos que luego tomaron en serio las luchas de los gauchos alzados en los picaderos criollos y más tarde la escenificación en teatros de barrio de engendros increíbles de la radiotelefonía- a unitarios cumplida y expeditivamente degollados por devotos federales. Formas del gran guiñol emparentadas con la pan65
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tomima efectista, correspondían a la situación nocturna de un Buenos Aires peligroso e inestable a causa de las siniestras hazañas de la Mazorca. Un señor Pedro Lacasa llegó a escribir un dramón titulado El entierro del loco traidor, salvaje unitario Urquiza. La obra está dedicada a la señorita Manuelita Rosas. El título parece decirlo todo y, al mismo tiempo, proclamar la ironía de semejante dedicatoria. Pero vale la pena recordar lo que siguió al estreno. Fue un gran desborde de la resaca popular, esa canalla que tan poca relación tiene con el auténtico pueblo. El féretro, conteniendo un muñeco que reproducía los rasgos de Urquiza, fue llevado a la plaza principal. Al día siguiente lo quemaron. Estas expresiones tan directas de agitaciones momentáneas de la opinión no originaron nada auténticamente bonaerense. En cuanto había un descanso de las imposiciones o bogas de la hora, retornaba el teatro hispánico. El que no lo era correspondía, como los de lírica, muchas veces italianos, a un gusto que habían determinado en Buenos Aires los españoles al reflejar, a su vez, el gusto universal predominante. Incluso la primera obra nacional, la escenificación del folletín de Eduardo Gutiérrez Juan Moreira, era gaucha y no ciudadana. 66
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Vino a Buenos Aires luego de su estreno en Chivilcoy. El picadero de los circos lo adoptó a partir de 1886. Era el primer Juan Moreira hablado, ya que el anterior, representado en 1884, era tan sólo una pantomima. La idea de esta pantomima se originó en los hermanos Carlo, que actuaban en el Politeama Argentino. Parece mentira que en una esquina tan central de la noche porteña, se levantara una carpa de lona, en 1874, pero la verdad es que fue instalada nada menos que en la actual conjunción de Paraná y Corrientes. Se llamó Circo Arena. Cuatro años más tarde, en 1878, se advirtió un progreso. La carpa de lona desapareció para dar paso a una modesta construcción de madera, que fue bautizada con el nombre de Politeama Argentino, el etrao a que nos estamos refiriendo. Y en el cual un gran payaso, Pepino el 88, con su nombre verdadero, José Podestá, protagonizó al gaucho Juan Moreira, por primera vez luchando con la maldad y la injusticia de los hombres, por primera vez cayendo a manos del sargento Chirino, luego de pelear valientemente con la partida. La última vez que el legendario personaje asomó su faz barbada en la noche de Buenos Aires fue en 1958, encarnado por el recio actor Francisco 67
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Petrone, en el Teatro Arena que quería revivir, con su estructura levantada en la Plaza Once, muchos aspectos del picadero y las carpas de los viejos circos. Por eso su nombre estaba inspirado en el del Circo Arena. Juan Moreira en escena mostraba que el perfil de la ciudad aún se recostaba en el campo. Buenos Aires era la linda ciudad de los estancieros, la ciudad que podía crecer todos los días gracias a la "vehemencia de los toros y la fecundidad de las vacas", como dijo Sarmiento en una memorable sesión del senado. Y a la prodigalidad de la espiga, que multiplica desde siempre su belleza santa en nuestro suelo. Pero a partir del momento en que se rompió la férrea unidad hispánica de la colonia, Buenos Aires había mostrado atisbos cosmopolitas. No es extraño, pues, que a la presentación de la pantomima campera hubiera precedido, en el mismo tablado del Politeama Argentino, la de otra muy lucida y fabulosa, titulada Una noche en Pekín. El teatro es, sin duda, la máxima calificación de la vida nocturna de una ciudad. Ninguna ciudad puede ser considerada realmente grande si no tiene un movimiento teatral que la refleje o la confronte. En la vastedad de las tres Américas sólo dos ciuda68
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des, Nueva York y Buenos Aires, han mantenido un movimiento teatral variado y constante. Buenos Aires llegó a tener cincuenta y dos salas profesionales de teatro, antes de que la piqueta de los demolición y el avance del cine liquidara muchos locales. Y en un domingo reciente, de 1961, contamos el anuncio de cincuenta y tres espectáculos, sumando a los nocturnos realizados por profesionales y experimentales, los que en las mismas salas se llevaban a cabo en horarios diurnos, con destino al mundo infantil. México, que aventaja en este terreno, a San Pablo, Río de Janeiro, Nueva Orleáns, Chicago, San Francisco, Santiago de Chile y Montevideo, sólo desde hace unos seis años cuenta con veintidos salas. Sea cuales fueran las pequeñas, oscuras y olvidadas tentativas laterales, es a una familia de artistas, los Podestá, a quien se debe la presencia definitiva de un teatro nacional en Buenos Aires. Estuvieron en escena todos juntos, por última vez, en 1901, interpretando Calandria, de Martiniano Leguizamón, en el teatro Rivadavia, que hoy se llama Liceo. Al dividirse, se formaron dos nuevas compañías. Una la encabezaba José J. Podestá, apoyado por Esther, Totón, Pablo y Antonio. La otra, jerónimo, a quien 69
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secundaban José, Anita, Blanca y Arturo Podestá. Estos últimos tomaron el teatro Libertad, situado en la calle Ecuador, entre Corrientes y Lavalle. José Podestá se instaló en el teatro Apolo. En este teatro, con un gran triunfo personal de Pablo, se estrenó La piedra del escándalo de Martín Coronado, el 16 de junio de 1902. Fue un éxito sin precedentes. Al que siguió otro, originado en ¡Al campo!, de Nicolás Granada. Pero el aspecto netamente local y ciudadano había estado a cargo de obras de menor aliento desde hacía una década. El año 90, con su ardiente aliento desde hacía una década. El año 90, con su ardiente clima político prerrevolucionario, trajo algunas obritas de Mariano Ocampo (De paso por aquí) y Nemesio Trejo (La fiesta de don Marcos, Un día en la capital) en que al mismo tiempo que se satirizaba al gobierno, se comenzaron a pintar tipos bonaerenses, a recoger modalidades típicas del diálogo y las reacciones psicológicas primarias del porteño. La noche de Buenos Aires, acostumbrada a sentirse habitada por un teatro que traía el lenguaje fantástico de la ópera, la emotividad europea del melodrama o la pintura de costumbres hispánicas de la zarzuela, empezó a mirar su propio rostro. Se ha 70
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sostenido por tratadistas en la materia, que los personajes de esos sainetes criollos habían nacido bajo la influencia directa del género chico español. Pero por más que el compadrito viniera del chulo y el manguero o pechador del sablista, por más que una milonga correspondiera a una verbena y un bochinche a una bronca madrileña, difería la modalidad muy claramente. De la misma manera que a pesar de una parecida estructuración humana, son muy distintos el malevo de Menilmontat y el que asienta su postura hosca en los peligrosos bares del Bowery. La galería de tipos, los hechos sentimentales, el cotidiano vivir que refleja la poesía de Evaristo Carriego, fueron encontrando su ubicación y perfil en las obras de los saineteros. Trabajaban generalmente en las superficies de lo pintoresco. Pero de vez en cuando, como en Los disfrazados, de Carlos Mauricio Pacheco, surgía una pequeña filosofía popular. Ezequiel Soria, Alberto Vacarezza, Enrique García Velloso, han retratado con alegre fidelidad muchos instantes del sentir porteño. Gabino el Mayoral de este último autor (con música de Eduardo García Lalanne) trajo a escena, ya en 1898, un personaje fresco y decidor, el mayoral de los tranvías a caballo, 71
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que con sus pujos de conquistador y su cornetín, iba alertando corazones femeninos. En tres obritas de Pacheco surgen otros tantos lugares de la noche porteña. Son La recoba, La ribera y Barracas. En Los disfrazados asoma la melancolía del carnaval porteño. Parece que tuvo su época de esplendor. Pero es extraño que cada época haya lamentado la ausencia del famoso carnaval de antaño. Lo que es indudable es que tuvo noches de alboroto frenético, cuando invadían las calles, comparsas ruidosas y el disfrazarse constituía casi un rito. Cada barrio procedía a iluminar una arteria y a colocar palcos sobre las veredas. En la calzada se hacía un desfile constante de vehículos, ocupados por chillones mascaritas. El carnaval le metía fuego a la ciudad por los cuatro costados, con las luces de sus bailes que duraban hasta el amanecer. No faltaba la nota trágica, originada en el choque de las comparsas o en una rara rivalidad, como en aquella ocasión en que ya no metafóricamente, sino realmente, le prendieron fuego a un disfrazado de oso carotina (uno de los más clásicos atuendos del carnaval porteño), otros maléficos osos, que se consideraron despojados injustamente del premio que a esa categoría de disfraz se discernía en el concurso de máscaras. En otra obra del 72
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genero de ambiente carnavalesco, La comparsa se despide, de Alberto Vacarezza, hay una enumeración de los elementos de ese tipo de escenificaciones: Un patio de conventillo, un italiano encargao, un yoyega retobao, una percanta, un vivillo; dos malevos, de cuchillo, un chamuyo, una pasión, choques, celos, discusión, desafío, puñalada, aspamento, disparada, auxilio, cana, telón... ......................................... ...y debajo de todo esto, tan sencillo al parecer, debe el sainete tener, rellenando su armazón, la humanidad, la emoción, la alegría, los donaires, y el color de Buenos Aires metido en el corazón.
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Es una enumeración simple, pero certera. Muchos de esos elementos sirvieron para que el teatro que reflejaba la noche de la ciudad encontrara su camino alto y señero en obras de Gregorio de Laferrére, Florencio Sánchez y Samuel Eichelbaum, entre los que podemos considerar clásicos por la enorme trascendencia de sus creaciones. El color de Buenos Aires, está presente en sus comedias y dramas. Y nutre las nuevas expresiones de autores como Gorostiza, Dragún y Ghiano, éste último autor de una obra bien porteña: Narcisa Garay, mujer para llorar. Hemos nombrado a los autores porque, en definitiva, ellos son el primer motor. Pero en el centro de la noche de una ciudad reinan indiscutidos otros ídolos, los que el pueblo ve noche a noche, bajo la luz para siempre mágica de las candilejas. Son los artistas que sintetizan de una manera carnal, directa, la impresión de arte que el espectáculo, en mayor o menor medida, deja en el espectador. Sea Juan José Castro, evolucionando su batuta en el recinto refinado del teatro Colón para dar vida actual a una sinfonía complicada de Britten, o José Marrone, arrancando por medio nada lícitos cualquier número de carcajadas a un público desaprensivo; fuera Sofía 74
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Bozán, metiéndose con los calvos de la primera fila del teatro Maipo, especializado durante años en el género revisteril, o Alfredo Alcón y María Rosa recitando la poesía memorable de Synge en El farsante más grande del mundo desde el escenario del Odeón; son los artistas los que dominan el meandro apasionado de la noche porteña. Como nadie la señorean y habitan. Después de un concierto en la estupenda sala grande del nuevo teatro San Martín, erigido por la Municipalidad sobre la calle Corrientes con orgullosa concisión funcional moderna que lo hace uno de los mejores teatros del mundo, podemos encontrar a Juan José Castro en el Edelweiss, como hallábamos, noche tras noche, a Enrique Serrano, Francisco Petrone, Angel Magaña, Sebastián Chiola, María Esther Gamas, Roberto Fugazot, Elías Alippi y Enrique Muiño en la extinguida tertulia del café Ateneo. Siempre son ellos los que centran la atención de los noctámbulos. La dispersión y la urgencia diversificada de la vida de los últimos años, con artistas que se multiplican en la televisión, el teatro, la radio y el cine, ha disminuido la costumbre del convivio que prolongaba durante toda la noche la actividad escénica, dándole un nuevo cauce. Aparte del Edelweiss situado en la calle Libertad, muy cerca de 75
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Corrientes y El ciervo, enclavado en Corrientes y Callao, no existen cafés artísticos en el Buenos Aires de 1962 sino ocasionalmente, cuando algunas figuras, por la proximidad del local en que actúan, se dan cita en otros cafés. Tampoco los hay literarios. En esos mismos lugares, El ciervo y el Edelweiss, se puede tropezar con los pocos escritores que deambulan en la noche de Buenos Aires y de los que son claro ejemplo Hellen Ferro, Carlos Mastronardi, José Luis Lanuza, Enrique Molina, Olga Orozco, Olivario Girondo, Silvina Bullrich, y Norah Lange. Poetas que como Marcel Proust en la evocación de Paul Morand, tienen el rostro desgastado por el hábito de la noche. Hablar de la noche teatral de Buenos Aires es como manejar aquel marchito y maravilloso abanico de la señorita Mallarmé, en el poema de su padre Stephan. Alejaba una y otra vez el paisaje. Si se piensa en el Colón hay dos teatros del mismo nombre. Si se recuerda el Opera, también son dos. En los barrios -Belgrano, Flores, Boedo, Constitucióny en el centro, existieron teatros que desaparecieron o se transformaron en cines. El viento del recuerdo, como en un otoño inenarrable, hace girar en la noche porteña esa multitud de figuras que han hecho 76
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de nuestra ciudad una auténtica encrucijada del mundo. Aquí estuvieron, en distintas épocas, Sarah Bernhart, Ermete Zacconi, Rosario Pino, María Tubau, Ermete Novelli, Vitorio Gassman, María Guerrero, Rugero Ruggeri -envejecido y con poca voz, pero magnífico en su creación de Enrico IV de Pirandello-, Madeleine Renault, Louis Barrault, BenAmi, Margarita Xirgu, Helen Hayes, Diana Torrieri, Viveca Lindfords, por mencionar unos pocos entres los grandes del drama y la comedia. Tamagno, la Darclée, la Galli Curci, Tita Ruffo, Lily Pons, estremecieron la noche porteña con sus voces privilegiadas. Y en Buenos Aires se consagró, cantando Fedora el 14 de mayo de 1899, en el viejo Opera que se había levantado en el terreno que la familia Lanús poseía sobre la calle Corrientes, un tenor hasta ese momento desconocido, Enrique Caruso. Están los directores más famosos, desde Toscanini a Erich Kleiber; los concertistas como Mischa Elman y Rubinstein; las huestes escandalosas y ligeras de Madame Rasimi, el Lido y el Moulin Rouge, compitiendo con las bataclanas locales, algunas de las cuales, como Alicia Márquez y Ethel Rojo, devolvieron la visita, triunfalmente, en París y Madrid; están como un montón de hojas secas, ya muy fan77
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tasmales, las presencias populares de Maurice Chevalier en el Porteño (situado en el mismo local que ahora ocupa un cine), Pastora Imperio, la Goya y Raquel Meller, que nos trajeron la boga de la tonadilla, revivida no hace mucho por Sarita Montiel. En el teatro Avenida se consagró el gran renovador del teatro español, Federico García Lorca. Aquí vivió la gran pausa de su éxito, antes de que culminara su destino trágico en Granada, con una disposición de hechos en que la vida -como Oscar Wilde quería de la naturaleza- copiaba al arte dramático, que exige momentos de felicidad para hacer resaltar el estallido del drama. No hubo bailarina famosa que no protagonizara alguna gran noche de ballet. Tal vez la única que no llegó a ver Buenos Aires en un escenario, fue Isadora Duncan, noctámbula empedernida, a quien la compañía efervescente de algunos estudiantes y repetidas libaciones la llevaron a improvisar una danza con la música del Himno Nacional, lo que fue reputado definitivamente irrespetuoso por las autoridades, que le aconsejaron un rápido retorno. Con la ida de María Ruanova a Europa, retribuimos esas visitas señeras. Nada más merecido que la gloria instantánea y actual del teatro. Viene a ser una compensación de 78
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su carácter esencialmente pasajero. El cine, desde hace medio siglo, registra el trabajo de los intérpretes. Pero hay una distancia muy grande entre los fantasmas que convoca el lienzo plateado y los seres vibrantes que comunican su intenso hálito de vida desde el escenario teatral. ¿Puede ser comprendida la enorme incidencia, por ejemplo, de cómicos como Florencia Parravicini, Pepe Arias, Olinda Bozán, el Dringue Farías, los Ratti o Roberto Casaux, fuera de un tiempo y un ambiente? No lo creemos posible. El eco de un público entusiasta presente, los agiganta más allá de los limites siempre un tanto conceptuales, fríamente deliberados, de un encuadre cinematográfico. Cada uno de ellos vivió su larga noche perfecta en el ámbito de los aplausos y las risas, del mismo modo que Casacuberta, Faust Rocha, Eliseo Gutiérrez, Enrique de Rosas, Luisa Vehil, Camila Quiroga, Mario Soffici, Ernesto Bianco, Inda Ledesma, Luis Medina Castro, Alejandra Boero o Sergio Renán vivieron la suya en una zona más profunda, más seria. Quizá por eso a pesar de todas las predicciones pesimistas (Lenormand lo profetizó con acritud), el teatro no concluye ni concluirá. Amenazado a veces, siguió manteniendo su presencia. Si se hace muy difícil desde el punto de 79
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vista estrictamente comercial, se multiplican las pequeñas salas experimentales, donde piquetes heroicos establecen el fuego sagrado de un teatro que arde en la noche como una lámpara votiva. En Buenos Aires hay muchos. El Teatro de Pueblo, dirigido por Leónidas Barletta, realizó un gran ciclo. No tardaron en sumarse La Máscara, el Teatro nuevo, el Teatro de la Luna, el Instituto de Arte Moderno, que retomaron los ideales que tuvo en los años anteriores, por ejemplo, un Enrique Guastavino, con aquella temporada del Argentino donde se dio una obra. tan compleja como El gran dios Brown, de O'Neill, y que resurgieron con artistas también profesionales en la temporada que con la base de Hombre y superhombre de Bernard Shaw, hizo una compañía dirigida por el veterano Orestes Cavigilia primero en el Cervantes y luego en el Teatro 850, situado en la calle Montevideo, cerca de Córdoba. Hoy ni la llegada del verano detiene la espléndida noche teatral de Buenos Aires. El Anfiteatro Río de la Plata, cerca de la Facultad de Derecho, el Teatro del Jardín Botánico, el Caminito, situado en la cortada del mismo nombre, en la Boca, otro erigido en una cortada de San Telmo, el que está en la calle Santa Fe, reviven la magia del espectáculo más viejo 80
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del mundo, amparados, precisamente, por las noches cálidas y abiertas de la canícula. El perpetuo transformarse de Buenos Aires, ciudad con un aspecto a ratos clásico, pero muy joven y variable en el fondo, nos obligó a decirle adiós con tristeza a los locales de gran tradición y solera, como el San Martín de la calle Esmeralda y el viejo Politeama, y con alegría a otros que como el Royal de la calle Corrientes y el Bataclán y el 25 de Mayo del bajo eran refugio del teatro canalla que nuestra urbe, por suerte, nunca apoyó demasiado. Pero fuera a los valones de sebo del teatro de la Ranchería o a la complicada luminotécnica del nuevo San Martín de la calle Corrientes o el nuevo Coliseo de la calle Charcas, siempre se acercaron a practicar el relevo de las luces manos porteñas. Y así ha de ser hasta la consumación de nuestra ciudad, Dios mediante. Lo que en términos más exactos para quienes amamos entrañablemente a Buenos Aires significa lisa y llanamente y en una sola palabra, nunca.
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V LA CALLE QUE ES TODA LA NOCHE Hemos visto llegar la noche, apacible, con una promesa feliz de jornada cumplida y una postergación de los problemas para el otro día, en el arrabal porteño. Cuando se apagan los últimos cines, los últimos cafés, la noche reina sobre las casas bajas, que todavía se acuerdan de otro Buenos Aires. Los barrios han ido perdiendo, con el transcurso de los años, una vida nocturna autónoma. Es parte del fenómeno universal, al que no ha escapado tampoco Buenos Aires, de una reducción gradual del existir que trasnocha. Sin embargo quedan, apartadas del centro, algunas zonas animadas fuera del día. La Boca aún se mantiene desvelada, con sus cafés, cabarets y restau82
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rantes. Murieron los bares de camareras hace años; se apagó bastante la vida portuaria, pero subsisten los restaurantes como el Spadavecchia o El pescadito que concentran una peregrinación desde el centro. Ir a comer a la Boca es un poco como entrar a Genova, no tanto por la fisonomía arquitectónica, sino por la presencia de multitud de ligures, el uso frecuente del dialecto xeneixe, el tipo de las comidas y el resonar de las canciones. Muchos han asimilado a la Boca a Génova. Pero lo más parecido, la ribera, difiere fundamentalmente. Génova presenta un dédalo de callejuelas y una población de más rico colorido y que sugiere más hormigueo vital. Al lado de la noche del puerto de Génova -el único lugar de esa ciudad intensamente trabajadora que permanece despierto a cualquier hora- la de la Boca resulta apacible. Es lógico, por otra parte, Buenos Aires siempre sugiere su situación en un lejano Sur, por el predominio de sus matices suaves, casi grises, frente al estallido vital de otros lugares y especialmente los del Mediterráneo o el trópico. Hace unos años rivalizaba con la Boca el famoso Paseo de Julio. Había bares con orquestas de señoritas. En ellas solamente ejecutaban de verdad unas pocas muchachas y la pianista -generalmente 83
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robusta y madura. Las demás eran figurantas, que fingían gran languidez y romanticismo en el manejo de un instrumento que ignoraban por completo. Por medio de esa actitud predisponían a la clientela, llegada de todos los barrios de la ciudad y desde los más apartados lugares del mundo, a consumir copas, cuando dichas falaces musicantes bajaban del tablado para alternar con los consabidos borrachos. A estos bares se pegaban salones de entretenimientos y juegos variados, cabarets muy dudosos y librerías que subsistían, sobre todo, de la venta de material impreso prohibido que en aquel entonces fabricaban a carradas en Barcelona. La noche del Paseo de Julio y aquella que la continuaba -la del Paseo Colón, recordada por O'Neill en uno de sus seis dramas de marineros- sólo se mantiene por la presencia de unos pocos sitios para beber o comer, que se filtran entre los edificios importantes, pertenecientes a grandes compañías, que muestran un rostro cerrado, de sueño perfecto, aunque un tanto despótico, desde el orgullo de sus muros de piedra y sus enormes ventanales de párpados caídos hasta que no empieza el frenético trajinar del día. Está el Retiro. Sitio de parrilladas, de algún cine pequeño dedicado a films poco recomen-dables, de 84
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chamamés que concitan el entusiasmo de los provincianos radicados en la capital. Y quedan, por fin, fragmentos vivientes de una noche dispersa por Palermo, algún rincón de Boedo o Constitución. En Palermo existía hasta hace unos años un famoso salón de baile, con actuación de números de varieté, que se llamaba La enramada. La policía habrá tenido sus razones para clausurarlo. Por el lado de Godoy Cruz y Santa Fe, donde se afirman algunas parrilladas y cantinas con copetín al paso y vituallas variadas, al uso un tanto influenciado de Estados Unidos, hubo otro salón para danzarines de hacha y tiza. En un momento el cantor de la orquesta típica actuaba metido en una enorme piel, que figuraba ser de mono. Por eso se llamaba King-Kong. Más allá del puente del Pacífico se veía el café La puñalada, sitio de reunión de guapos, en las épocas de fuertes luchas electorales, cuando los caudillos tenían que disponer de hombres de acción que estuvieran listos a alzarse con las urnas en el caso de una derrota nunca aceptada, o a impedir la llegada del opositor al atrio donde se votaba. Por Palermo siguen existiendo salones de baile populares que funcionan por lo general los feriados o víspera de feriados.
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Pero la calle que resume toda la noche porteña y demarca su pulso, es Corrientes. A pesar del ensanche iniciado en 1931, la gente no le quiere llamar avenida. La calle Corrientes es una manera de decir toda una zona de influencia, que se prolonga por calles laterales y paralelas. Sesenta son las que la cruzan, desde el bajo hasta Chacarita, incluida la única cortada curvilínea que recordemos, la de Rauch, que evoca con su breve abrazo que dura de Callao y Lavalle a Corrientes, la marcha hacia el Oeste del primer ferrocarril porteño. En la Colonia esta calle, espina dorsal del Barrio del Recio, arrancaba directamente del Río de la Plata. Se llamaba San Nicolás, por la capillita que primero dedicaron allí al santo de Bari. Más tarde fue iglesia. En su torre se enarboló por primera vez en Buenos Aires la bandera argentina y allí recibieron los santos óleos Mitre, Dorrego y Moreno. Fue demolida en el año 1931, por el ensanche, y reedificada sobre la calle Santa Fe, donde está ahora. Pertenecía al trazado que hizo de la ciudad don Juan de Garay, con esas calles de once varas de ancho que tantos problemas de tránsito han originado a la gente del siglo XX con la multiplicación incesante de los medios de transporte. En 1807 la calle (o ca86
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mino) de San Nicolás se llamó Inchaurregui, en homenaje a un vasco bravío, que defendía la ciudad contra los ingleses. Y por fin el gobernador Rodríguez la llamó Corrientes, hacia 1822, época en que iba a morir en la avenida Circunvalación, que es la que hoy llamamos Callao. Posiblemente fue un domador, Antonio Palenque, el que inicia la tradición de la calle en muchos aspectos perdurables por una parte, con tendencia a desaparecer por la otra. Era el dueño del almacén La argolla de oro. Primer estaño de los que aún quedan dos o tres. En ese entonces mientras abajo se despachaba el cinco y cinco (cinco del refresco llamado de bolita y cinco centavos de vino tinto), arriba la gente bailaba. El músico del primer piso era un moreno que denominaban el Pardo Esteban. Tenia bien templada la guitarra para los valses, mazurkas, chotis, habaneras y milongas. Cuando murió el domador Palenque, que había tenido una gran clientela, en razón de su profesión, entre los boyeros, cuarteadores y carreros, sus hijos lo tomaron. Eran más refinados. Por consejo del maestro Antonio Reynoso (el que le escribió la música a Los disfrazados, de Pacheco) doña Dominga Palenque, la hija, instaló un piano. Corría el año de 1901. Sólo ostentaban ese soberbio instrumentos 87
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confiterías y restaurantes de lujo, como el Sportman de la calle Florida. Fueron clientes del café de Doña Dominga, como se le dio en llamar, Enrique Saborido, autor de la música de La morocha, Angel Villoldo, que le puso letra y que compuso, a su vez, otro de los tangos que no mueren, El choclo, el Negro Rosendo, como le decían cariñosamente a Rosendo A. Mendizábal, autor de nada más ni nada menos que El entrerriano. Por ese tiempo los tangos empezaron a codearse y en algunos casos hasta a desplazar a las polkas, chotis, mazurkas y otros productos de importación, incluidos los valses de Ramenti, Metallo, Becucci y el maravilloso y lánguido Sobre las olas, del mexicano Juventino Rosas. Corrientes se hacía la calle del tango. Hubo un concurso en el Teatro Nacional, en 1901. La fotografía muestra a los caballeros (tal vez no lo eran tanto) que disputaban los premios, bailando el tango con corte y el sombrero bien encasquetado. Desde antes se bailaban y escuchaban en otros lugares las más distintas músicas. Existió, a partir de 1890 el salón de baile de Provin, en Corrientes y Talcahuano. Nada menos que seis cafés de distinto tono abrían sus puertas en la cuadra que limitan Paraná y Uruguay. Se hizo famoso el de Doña Anita, 88
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cuyo recuerdo nos llega a través de la vívida prosa de Fray Mocho, pseudónimo del escritor José S. Alvarez. Muchos de ellos aumentaban la ganancia con el monte, el truco, la brisca y el tute, en los que se enredaban noche a noche los timberos impenitentes. A medida que avanzó el siglo nacieron los cafés donde el tango era ritmo exclusivo. Estaba el Nacional, pegado al teatro del mismo nombre, por donde desfilaron Anselmo Aieta, Julio de Caro con su formidable dúo de bandoneones compuesto por Maffia y Laurenz, Carlos Di Sarli. Ernesto de la Cruz estrenó su tango El ciruja en ese mismo local, cuando era su cantor el negro Gómez, a quien en Boedo y Chiclana, de donde arrancó para el centro, llamaban el Peti. Estuvo el café Germinal, con el raro espectáculo de Melenita de Oro, la primera bandoneonista que haya conocido Buenos Aires. Estuvo el bar Domínguez, por donde pasó Eduardo Arolas con su bandoneón. Los dos Canaro y Osvaldo Fresedo tocaron, por los años de la primera guerra mundial, en el Royal Pigall, cabaret que estaba en el lugar que hoy ocupa el Tabarís, cerca de la esquina de Esmeralda. Y por fin, en el café Iglesias, empezó Roberto Firpo, formando parte de la orquesta del Tano Genaro. 89
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Corrientes había sido la calle de las carreras cuadreras, de la pulpería del Caimán, situada en la esquina de Suipacha, que durante veinte años tuvo renombre por la calidad de sus vinos, cañas y aguardientes y por sus fieros entreveros y guitarreadas. No es raro que esa tradición se prolongara. Gabino Ezeiza, que había nacido en San Telmo en 1858, cantó en el circo Anselmi y en el de Pepe Podestá, que se habían sucedido en el baldío que estaba en el cruce de Corrientes con Bermejo. El moreno payó tres noches seguidas, en un escenario teatral, enfrentándose de contrapunto con otro payador muy mentado, Domingo Espínola. ¡Calle bien porteña y bien argentina, ya que Corrientes fue la primera que en nuestra ciudad vio flamear la bandera creada por Belgrano! Fue el 23 de agosto de 1812, en un asta colocada en la iglesia de San Nicolás de Bari, que se alzaba a la altura de Carlos Pellegrini. Corrientes fue alargándose poco a poco. En 1871, cuando Buenos Aires vivió sus noches más trágicas a causa de la peste de fiebre amarilla, se abrió un nuevo cementerio en lo que había sido terreno de la famosa Chacrita de los colegiales, cuya vida nos dejó grabada Miguel Cané en Juvenilia. Podemos decir que, desde ese momento, Corrientes 90
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quedó completa. En la actualidad se sumerge en la calle Triunvirato y allí pierde nombre y fisonomía. Por aquel entonces ese oeste -pura pampa y cielosólo se animaba con el tránsito de las carretas que venían del oeste. Desde 1830, en la esquina de Canning, estaba el almacén del Ministro, última parada, antes de llegar a Miserere, de las tropas de carretas. Se nos hace difícil imaginar ese momento de Buenos Aires. Más bien imposible, como cuando pensamos que la calle Florida (antes fue Unquera, de los Representantes, Empedrado y también Perú, en 1856) a la altura de Paraguay, estaba atravesada por un arroyo llamado Tercero o zanjón de Matorras. También desapareció mediante un entubamiento, el arroyo Maldonado, orilla brava de recuerdos al rojo vivo, que un tiempo no tan lejano cruzó la calle Corrientes. En 1858 -signo de progreso- apareció en la esquina de estas misma calle con el viejo Paseo de Julio un instrumento rojo que llamó poderosamente la atención de los porteños que se preguntaban para qué iría a servir. Era uno de los seis primeros buzones para cartas con los que contó nuestra ciudad. ¡El tiempo nunca detiene su marcha! También en la calle San Martín, junto a Corrientes, se comenzaron a vender los gramófonos a cilindro más perfeccio91
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nados. Como que los negociantes, los señores Guppy y Cía. ofrecían bajo palabra una audición "absolutamente libre de chirridos". Olvidaban advertir que la emisión mal podía admitir chirridos (plural) siendo un continuo e interminable chirrido (singular). Exageraciones propias del comercio. Como la multitud de comentarios elogiosos de grandes personalidades, en la peluquería de Ruiz y Roca, que comenzó a funcionar en 1899, dedicados a exaltar a una loción capilar. Pero volvamos a la noche de la calle Corrientes, dejando sus diurnos negocios, algunos de los cuales llevaron títulos tan pintorescos como Almacén de la Balanza Honrada, Lomillería del Cisne y los Tres Asturianos, Florería del Varieté de la Camelia... A cada paso surge un recuerdo. ¡Qué noches gloriosas de teatro! Gabriela Rejane hizo sollozar a Buenos Aires con su interpretación desgarradora de Zazá, el 17 de agosto de 1902. Ese mismo año, en ese mismo teatro, el Politeama, María Barrientos dio una versión alucinante por lo perfecta, de Los puritanos. Desde Adelina Patti a Marian Anderson, la cantante de color, muchas voces maravillosas desfilaron por ese teatro y por el Opera, como lo anotamos en el capítulo anterior. Desde su presentación en el Politeama, 92
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hasta su despedida en el Hippodrome, Frank Brown fue residente de la noche de la calle Corrientes por espacio de cuarenta años. Hasta los tranvías cambiaron en el período, siendo sustituidos los vehículos de la empresa La Capital, de tracción a sangre, por los cómodos, relampagueantes, verdosos y lujosísimos Lacroze, de asientos pomposamente esterillados. En 1900, en el Opera, se llevó a cabo el jubileo del general Mitre, homenaje que reunió a la flor del intelecto, la belleza, la distinción y las artes de Buenos Aires. Siempre Corrientes tuvo conexión con los círculos pensantes y creadores de la metrópoli. La primera galería para exposición de cuadros estuvo también en el Opera, desde 1873. Luego tuvo la suya Moody y más tarde la Cooperativa Artística, ambas situadas en el tramo que va de Florida a Maipú. Allí estaba el primer café literario, el Estaminet Suisse, recordado por Rubén Darío y más tarde conocido como bar Helvética. Funcionó a partir de 1860. En 1870 abrió puertas sobre Corrientes, pues antes sólo las tenía por la calle San Martín. Corrientes vio desfilar, de modo asiduo, desde épocas lejanas, importantes figuras de las letras, el arte y el periodismo. Paul Groussac recuerda en Los que pasa93
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ron, la redacción de la Revista Argentina, que publicaba Angel de Estrada y a cuya tertulia acudían Pedro y Miguel Goyena, Matías Behety, Eduardo Wilde, compitiendo en ingenio con el autor de Excursión a los indios ranqueles, Lucio V. Mansilla, o discutiendo con el fogoso tribuno Aristóbulo del Valle o el vivo pensamiento de Carlos Guido. En el lugar que ocupa el Tabaris, Sarmiento, con Manuel L. Gonnet, estableció en 1885 El Censor, último resplandor de su gran vocación de periodista. Es raro imaginar que noche a noche acudía a escribir su artículo de pie, junto a una mesa de cajista. Estaba viejo y sordo. Una vez le dijeron a Carlos Pellegrini: -Ayer lo he visto, doctor, conversando con Sarmiento por Corrientes... -No, mi amigo -respondió Pellegrini-. Usted habrá visto que Sarmiento me venía conversando a mí... Severo Vaccaro, que vendía periódicos en la esquina de Suipacha y Corrientes hasta unos años antes, fundó la primera revista porteña dedicada a comentar la actualidad con ritmo irónico y vivo. Se llamó Sucesos ilustrados y tenía su local en San Martín y Corrientes.
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En 1917, en el ángulo sudeste de esa misma esquina (donde estuvo también situada la redacción de Caras y Caretas) se instalaron El Hogar y Mundo Argentino. Su director, F Ortiga Ackerman, fundó el Simposio de Agathaura, al que concurrían Enrique Méndez Calzada, Alejandro Castiñeiras, Aníbal Ponce y muchos otros escritores del momento. En el número 729, durante un tiempo, estuvo el Círculo de la Prensa. La calle vio pasar, asimismo, a Belisario Roldán, rumbo a la Unión y a Manuel Ugarte que dirigía La Patria. El vizconde de Lazcano Tegui recuerda en un artículo publicado hace unos años, la orquesta de señoritas que actuaba en el Royal Keller. Y con ese motivo nombra a los contertulios de la hora: los pintores Fernando Fader, Walter de Navazio y Tibon de Libian; los críticos Roberto F. Giusti y Joaquín de Vedia; el escultor Curatella Manes y el poeta Juan Pedro Calou, que murió muy joven. La esquina de Esmeralda, donde estaba situado el Royal Keller, no siempre tuvo una tesitura intelectual. Hubo una época en que las patotas irresponsables se insoltenaban con las mujeres que se aventuraban a transitarla. El jefe de policía, Ramón Falcón, suprimió las groseras vehemencias con una multa de cincuenta 95
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pesos y comisaría inexcusable para los sorprendidos en el flagrante delito de molestar una dama. De la multa nació el famoso tango Los 50. La reivindican de la presencia de esos bandoleritos y otros indeseables que al bajar no sólo las figuras que acabamos de nombrar, sino las de un pianista como Paderewsky y un escritor como Anatole France, que la atravesaron en razón de los conciertos y conferencias que ofrecieron, respectivamente, en teatros cercanos, con mucha frecuencia. Sigamos con los cafés literarios. Uno tan importante como el Royal Keller es el de don León, que estaba situado en Corrientes entre Carlos Pellegrini y Suipacha. La bohemia porteña lo llamó, en chiste, Los Inmortales. Y con este nombre se ha perpetuado su recuerdo. Por allí desfilaron Leopoldo Lugones, Julián Martel (el novelista de La Bolsa), Roberto J. Payró, autor teatral y novelista, el romántico Alberto Ghiraldo, de grandes bigotazos, el poeta Ricardo Jaimes Freyre, un bohemio fenomenal y gran periodista, Antonio Monteavaro, el autor de Los derechos de la salud, Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, José Ingenieros -cruel y sarcástico en sus bromas prácticas a las que llamaba operaciones-, Alberto Gerchunoff, buen prosista y mejor gastró96
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nomo y cien residentes más en la noche de Buenos Aires que Corrientes resume y sublima a un mismo tiempo. Todos los escritores de la ciudad han divagado por Corrientes. Uno de sus grandes atractivos siempre fue la presencia de sus librerías de viejo y de nuevo, abiertas hasta altas horas de la noche. A las de viejo Leopoldo Marechal las llamó la Legión Extranjera de los libros. Son una nota insólita de la que carecen otras ciudades, pues las que están en los aledaños de Times Square en Nueva York no sólo cierran más temprano, sino que se especializan en vender una literatura efectista y vulgar. En las librerías de la calle Corrientes es posible encontrar el mejor libro de arte y, poco después, la buena lectura a precios módicos, en el libro que ya cambió de manos varias veces. Corrientes, además de ser la calle del teatro por excelencia, aparte de la presencia de los dos cines más importantes como lo son el Rex y el Opera, tiene una relación muy particular con el séptimo arte. Al lado de la iglesia de San Nicolás de Bari existía un parque de diversiones en el que se podían ver las cintas de Max Linder y Salustaino. Allí se filmó la primera película argentina con argumento. 97
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El director fue Mario Gallo. El hecho tuvo lugar en 1908. El film se llamaba El fusilamiento de Dorrego. Los decorados, pintados sobre grandes hojas de papel que se pegaron a débiles bastidores de madera, debieron ser apuntados por la chiquillería del barrio, pues el viento amenazaba con tirarlos al suelo durante la precaria filmación. No parece que hayan pasado cuarenta y cuatro años, sino varios siglos, si se compara ese trabajo con el que realizó David Kohon, al recoger la noche de Corrientes para su film Prisioneros de una noche, que interpretan María Vaner y Alfredo Alcón, creando tipos netos de ciudad, con una gran cantidad de material y personal técnico a sus órdenes. En esa película figura como antes en una de Pondal Ríos y Olivari que protagonizó Tita Merello- el Mercado del Abasto. Fue levantado en la manzana que tenía Emilio Devoto en las calles Corrientes, Laprida, Lavalle y Ecuador. No duerme nunca en razón de su trabajo mismo. Allí, en el restaurant de los Sanguinetti, más conocido por el Chanta Cuatro, o en otros cafés cercanos, se escucharon las últimas payadas a cargo de Gabino Ezeiza, Ambrosio Ríos y José Betinotti, el de pobre mi madre querida, Arturo Navas, payador a veces, cantor otras de tangos como El choclo, fue el 98
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hombre que hizo la transición de un género al otro. El célebre Morocho del Abasto, Carlos Gardel, empezó cantando cosas mezcladas en su repertorio, pero sin dejar de lado todavía lo campero, pues interpretaba El cardo azul o En un pingo pangaré. Calle contradictoria, de memorias fabulosas, conoció muchos estilos de vida. En una época reciente aún era la preferida para las presentaciones raras de los fakires que ayunaban, las mujeres que se especializaban en el truco de la Flor Azteca (una cabeza femenina emergiendo de un florero sin cuerpo visible, por una combinación de espejos), los tipos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler, etc. etc. Aunque destinada al placer de la divagación nocturna, tuvo noches terriblemente agitadas, como aquellas de la Revolución del 90, con cantones en la azotea del Politeama, los techos de San Nicolás y la esquina de Paraná. Y otras más lejanas, como las de las Invasiones Inglesas, y otras más cercanas, como el ataque de setiembre de 1955 a la Alianza que emplazó fuerzas de las Revolución Libertadora en la esquina de San Martín la que, precisamente, fuera en otros tiempos la tradicional Esquina de las Imprentas.
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En las décimas de Siverio Manco, que vendía diarios en la calle Corrientes y debutó en la poesía popular inspirándose en un conventillo que allí mostraba su puerta de activo pasaje durante la noche entera, en mucha prosa florida y tango evocativo, se ha destacado un simbolismo que es el primero que fluye de esa calle. Nace (o mejor dicho, nació) en el Río, por donde llegaron aquellos barquitos que Borges señala en su Fundación mitológica de Buenos Aires; termina en el Cementerio de la Chacarita. Contraste de vida y muerte, callerío cuya avalancha de rostros, de casas, de destinos, va a aquietarse en ese mar de la eternidad que mencionan las inmortales coplas de Manrique. Pero el fluir nunca cesa. La ciudad cambia. Lentamente se interpolan o borran sectores enteros, calles y plazas, edificios que varían su altura, su dimensión, su destino, jardines que devora el cemento o el olvido, pero la ciudad -recinto mágico- permanece. Es en la noche, cuando cesan los trabajos de remodelación, que esa permanencia se hace más visible. Y si la quisiéramos buscar es en la calle Corrientes donde mejor se resume la palpitación que no cesa, que arrasa hasta los últimos límites el insomnio para darnos, agudamente, la sensación de 100
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que un mudo tremendo nos rodea, compuesto de un delta de calles que se pierden en la selva de la noche y cada una de las cuales tiene su influencia desde el recuerdo al porvenir, sea con el manso manar de los arroyuelos, sea con el sordo estrépito de las corrientes subterráneas o con el desbordarse impetuoso de aguas turbulentas, oscuras. Roberto Arlt habló del bosque de ladrillos, refiriéndose a Buenos Aires. Sintetizó así la complejidad frontal que siempre nos ofrece una selva, sea el que fuere el ángulo desde el cual la abordamos. Y también una sensación de temor que con frecuencia provoca lo intrincado. Yo he sentido ese temor un breve instante, al regresar por calles vacías, en la alta noche y sentirme solo en el mundo y como bloqueado por muros interminables. Pero ha sido únicamente un instante. En seguida he sabido que ese temor era de naturaleza reverencial, el mismo que tributamos a Dios y a todo lo que de verdad amamos. Y que tiene que ver más con la profundidad del respeto que con la agitación circunstancial del miedo. En seguida he sabido que Buenos Aires era mi ciudad. Y al dejar atrás su noche maravillosa para entrar a mi casa, he sentido su amparo perdurable.
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