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Váyanse todos a la mierda, dijo Clint Eastwood Néstor Barron 1ª edición © 2007 Néstor Barron © de esta edición: Ediciones Continente
W diciones Continente Pavón 2229 (C1248AAE) Buenos Aires, Argentina Tel.: (54-11) 4308-3535 - Fax: (54-11) 4308-4800 e-mail:
[email protected] www.edicontinente.com.ar ISBN: 978-950-754-235-0 Foto de tapa: Néstor Barron Foto del autor: MoirA Textos de contratapa y solapa: Majo Fontaner Diseño de interior: TXT Ediciones www.nestorbarron.com.ar
Barrón, Néstor Váyanse todos a la mierda, dijo Clint Eastwood. - 1a. ed. Buenos Aires: Continente, 2007. 320 p.; 23x14cm. ISBN 987-950-754-235-0 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título. CDD A863
© W diciones Continente Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Libro de edición argentina No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446. Este libro se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2007, en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina.
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1: Runo Fagi raginakuntho, pag. 15 2: Yec’hed mat d’an holl,
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3: Infernus: hic bibitur...,
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“You see things, and you say ‘Why?’ But I dream things that never were; and I say ‘Why not?’” GEORGE BERNARD SHAW 1
1 Back to Methuselah, acto I. En el Edén, la Serpiente le dice esta frase a Eva.
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Intr. Lo bueno de escribir esta clase de libro es que luego lo leen tus amigos, la gente que te quiere. Y entonces dejan de quererte. Qué alivio. Como, además, son libros predestinados a ser antipáticos, eso otorga una impunidad maravillosa. Podés, por ejemplo, llenarlos de adjetivos, lo cual suena casi revolucionario. Parece mentira que aún hoy, en el siglo XXI, sigamos padeciendo y arrastrando el virus de Hemingway. Y Hemingway fue un hijo de puta. Escondía sus incapacidades detrás de esa sequedad de macho, y terminó matándose —en vida, digo, no cuando efectivamente se reventó los sesos. De todos modos, ¿a quién le importan ya esas cuestiones? Aunque hay que reconocer que se puede aprender algo de Hemingway: lo que él hacía en los libros, debería hacerse en la vida. Pocas palabras, y acción. Las cataratas de palabras y las explosiones tropicales del lenguaje son para los libros. Hoy las cosas están exactamente al revés, Dios (que no existe) nos salve. “Es como ese cuento de Maupassant”, dice Jorge, “en el que una pareja pierde unas joyas que le prestaron y desde entonces dedica toda su vida a tratar de devolverlas. Y cuando lo arruinaron todo en pos de ese proyecto pero al fin, al cabo de años, vuelven a ver a la vieja que se las había prestado para darle unas iguales...” 11
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...la vieja les dice: “Pero... ¡si las joyas que les presté eran falsas!”. En los lamentables ataques de humanismo que a veces padezco, siento el impulso de ir hasta esa mesa del bar donde un simple conductor de taxi se ve obligado a tener una opinión sobre la angustia y los iraquíes, o meterme por esa ventana donde un arquitecto y una actriz del underground analizan su pareja, y decirles a ellos y a todo ente social con quien me cruce: “Basta... Ya no se preocupen... Las joyas son falsas”. Pero para qué, si todos bailan una misma música que no es esa. Y el humanismo se me cura con sólo mirarme al espejo, así que... Este tiempo es, esencialmente, depresión. La era del “afecto”, esa forma bastarda y minusválida de la pasión. Todos somos tan buenos... La ignorancia y la estupidez son formas de la maldad.
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Laisse-moi me perdre.
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Runo Fagi raginakuntho Fue demasiado por hoy. Dos horas de conversación con un editor de libros esotéricos. Ok, te invento un nuevo método de meditación energética, sí. ¿Con música? Sí, qué buena idea, y te la grabo yo mismo: cuarenta minutos de teclados new age, y hacemos el libro con un CD. Lo que quieras, pero por favor callate. Llego a casa intoxicado. Pero se arregla fácil: una hora sumergido en la bañera, y después de comer un cigarrillo con un vaso de... Mh. Algo anda muy mal. ¿Dónde está la botella de Glenlivet? Y no es lo único que falta. Tampoco veo el exprimidor eléctrico. Y ella, sí. También falta ella... Teléfono. “¿Hola...?”. “Me sentía vacía...”. Ella. La argumentación que sigue es impecable. Quizá por eso no hay nada sorprendente en ella. En la argumentación, digo. Aunque quizá ya no lo había tampoco en ella. Lo único que hacia el final sigue quedando algo oscuro es lo de la juguera. “Bueno, son cosas que compramos juntos...”. “Sí, Andrea... Justamente...”. 15
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“La elegí yo...”. Lógica irreprochable. Podría pelear un poco arguyendo que pagué yo, pero es mejor aceptar todo rápido para no sumergirse en una discusión bizarra. Menos mal que nunca se me ocurrió que compremos juntos un juego de palos de golf de 9.000 dólares; igual nunca se me ocurriría, pero ahora tengo una razón más para no hacerlo. “Le voy a pedir a María que pase a buscar mis cosas del baño, el cepillo de dientes, esas cositas... Es lo único que queda. ¿Mañana puede ser?”. ¿El cepillo de dientes quedó, pero se llevó la juguera? (No, pibe, no, no cedas a la tentación de comentar sobre esto). “Sí, mañana está bien, no hay problema”·. “Bueno...”. Y un silencio eterno. O casi... “Debés sentirte aliviado, ¿no?”. “¿Qué...?”. “Es obvio. Ni siquiera me preguntaste cómo estoy. A vos ya sé que no te pasa nada, que sos de hielo, pero...”. Me parece que me sangra un poco el labio inferior. Tengo que morderme más despacio. “...pero está bien, dejá, mejor no hablemos más, no tiene sentido, basta. Mañana mando a María. ¿Qué más se puede decir si... si...? Bah, chau...”. ¡Clack! Dios existe, al menos a veces. Lamento especialmente el Glenlivet, pero en fin, es el precio por salvarse de un monólogo demoledor. Si no hay resistencia, el ataque pierde sentido. A esta altura de las cosas, la teoría de la no-resistencia es la única ingeniería de supervivencia. Así conseguís cierta tranquilidad. Claro que... ¿alguien quiere vivir tranquilo?
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No fue una mala manera de conocerse, no. El baño parecía un contenedor recién enviado desde Alaska por un exportador de géiseres. El agua de la ducha caía con violencia, rebotando en la cortina plástica de la bañera con un acogedor ruido de tormenta. María se soltó la bata en la que se había envuelto, mientras aspiraba profundamente por la nariz y exhalaba por la boca como un búfalo. Tenía la insostenible pero sincera convicción de que un par de inhalaciones diarias de ese vapor húmedo y caliente resultaban efectivas y purificadoras contra los 35 cigarrillos que se metía cada día entre pecho y espalda. Y de pronto recordó: “¡Las algas!”. Mientras salía se iba vistiendo con las ropas que había ido tirando por ahí en su camino al baño. Cuando abrió la puerta del departamento se encontró con Andrea, que estaba por golpear. “Pasá, pasá, vuelvo en cinco minutos...”. Andrea entró incómoda porque venía muy apurada, y el sonido de la lluvia de la ducha no la ayudó. Esperó unos segundos, y decidió pasar al baño. Al principio la nube impenetrable de vapor la impresionó desagradablemente, pero cuando se sentó en el inodoro y soltó el chorro de orina empezó a sentirse casi cómoda, adormecida entre la bruma caldosa y sofocante. El sonido consistente de la orina fue interrumpido apenas por un pedito que resonó con un eco suave dentro de la taza del inodoro. Ahí fue cuando no pude dejar de correr un poco la cortina de la bañera y espiarla desde mi sumergimiento. No fue una mala manera de conocernos, no.
“Yo creo que uno tiene que tratar de acostarse con cualquier cosa que haya en un radio de dos metros a la redonda. Pero no puedo entender lo de permitirles que se instalen en tu departamento. Eso me deja perplejo”.
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Lo cual es mentira, porque Esteban perdió toda perplejidad el día que despertó sobre una pila de cadáveres con una bala incrustada detrás de su oreja izquierda, el penúltimo día de la guerra de las Malvinas. Su último contacto con la perplejidad fue la cara del sacerdote que estaba brindando una bendición colectiva a los cuerpos apilados en la ladera de la colina y de pronto vio que uno de esos cadáveres movía los dedos del pie. Alguien podría decir que de alguna manera Esteban volvió de la muerte, pero no es así. Nunca volvió. Es un muerto que camina y juega a sentirse perplejo para esquivar la demencia y el suicidio que lo vienen persiguiendo desde hace veinte años. “No me critiques, Esteban. Hago lo que puedo. De todas formas, siempre en algún momento se van. Como Andrea... Todo lo que queda del gran amor es un cepillo de dientes y un par de frascos que María pasa a buscar mañana a la noche”. “A mí no me engañes. Sé que tenés un mecanismo eyector en el departamento. Cuando empiezan a querer ocupar más espacio que la música o sugieren que perdés mucho el tiempo con todas esas boludeces que a vos te encantan, entonces, sin violencia ni peleas, apretás un botón y las eyectás”. “Ojalá fuera tan simple, Esteban. Ojalá...”. “¿No es así?”. Cuando Esteban se me queda mirando así, con esos ojos vidriosos y extraviados que sin embargo se fijan con una intensidad estrepitosa que te atraviesa, muero de terror. No puedo olvidar la tarde que lo conocí, diez años atrás. Tenía que escribir una historia para la televisión, sobre la guerra de Malvinas. Alguien me habló de un excombatiente que ahora era representante comercial en la Argentina de una empresa inglesa. Ese es mi hombre, me dije. Después de negarse varias veces, por fin me citó en su oficina. Me estuvo estudiando un buen rato mientras hablaba de estupideces, hasta que me clavó una de esas miradas.
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“No creo que puedas entender lo que te cuente, porque soy muy distinto a vos y a todas las personas que conocés. Muy distinto. Yo soy un asesino”. “Ajá”, comenté. Mi serenidad nacía de un terror absoluto. Esteban me seguía clavando la mirada, y yo veía desfilar por sus pupilas rostros con muecas desencajadas, cráneos descerebrados, cuerpos desmembrados, cadáveres con miradas de niño asustado buscando a su madre... Entonces Esteban se levantó lentamente, sin dejar de mirarme, golpeteando sus dedos sobre un cajón del escritorio que yo no veía. “Acá tengo armas. Y soy un tipo peligroso. Siempre parezco tranquilo, pero nunca se sabe cuándo sucederá que tenga una reacción inesperada...”. Mientras hablaba se fue acercando a la puerta de la oficina y la cerró despacio. “Tengo una bala metida en el hueso, aquí, detrás de la oreja. Parece que con el tiempo se va moviendo poco a poco. A veces pienso en eso y entonces me cuesta controlarme”. Entonces todo fue vertiginoso. Apagó la luz, corrió al cajón y sacó un arma. “¡De repente puedo dejarme llevar y empezar a los tiros!”. En la oscuridad distinguí su pose de tirador, apuntándome. “¡¿Me entendés?!”. Fueron segundos, pero se arrastraron lentos como babosas sobre la piel de gelatina de un apestado. La oficina entera latía presionando uniforme y rítmicamente mi cabeza. Dejé de ver las siluetas de los objetos, sólo veía calor y latidos, una masa viva y pegajosa todo a mi alrededor. Y entonces se encendió la luz. La presión se descomprimió como si abrieran una cabina presurizada. Cuando pude entender algo, Esteban estaba guardando el arma y volvía a sentarse frente a mí... que no había movido un músculo en ningún momento.
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“Creo que sí, que me entendés... Y sino, lo disimulás muy bien...”. Y empezó a reírse a carcajadas. Recién entonces me acordé de respirar. Esa fue sólo la primera de las que me hizo pasar Esteban. Por eso, cada vez que se me queda mirando así... “No. Ahora lo entiendo. Es cierto que no las eyectás vos. No. Se autoeyectan”. “Mh. Eso puede ser”. “Es. Ni siquiera tenés que hacer nada. A ver: al principio todo les parece genial...”. “Divertido, es la palabra”. “Sí. Y cuando empiezan a ver que todas esas ‘cosas divertidas’ que hacés no son pasatiempos, cuando entienden que realmente estás loco...”. “...se autoeyectan. Sí, puede haber algo de eso...”. “Es exactamente así. A mí —vos lo sabés— todo me da lo mismo. Pero si yo fuera vos... creo que estaría preocupado”. “¿Por qué?”. “Porque vos no sos yo. Vos no estás muerto. Más bien todo lo contrario: no tolerarías estar tranquilo y realmente solo. Necesitás movimiento todo el tiempo, sos insoportable. Tenés hormigas en el culo de la mente”.
“No sé cómo aguantás al demente de Esteban. Bah, es sólo uno más en tu lista interminable, esa antología de la literatura fantástica que frecuentás”. Jorge me conoce desde siempre. Nuestras vidas fueron un largo ejercicio de descubrirse uno al otro y, en esa búsqueda, cada uno a sí mismo. Creo que encontramos un juego sin resolución final, y eso nos mantiene unidos. O quizá sea el alcohol. “¿Creés que Lil estará a esta hora?”. “Lil tiene que estar”, dice, y se relame.
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Y Lil está. Bañándose, así que nos grita que entremos, que está abierto. Jorge quiere ir hacia el baño, pero antes de que llegue Lil sale a recibirlo, mojada, con sólo una toalla alrededor de la cintura. El tema es que Lil tiene una sola teta. En el medio del pecho. Hermosa, perfecta, maravillosa... pero una sola. En compañía de otra igual —y ambas en su posición natural— formarían un conjunto mucho más que apetecible, pero... no hay otra. Hay una sola. En el medio. Como Lil creció en democracia, no le parece correcto que se haga ningún comentario sobre su única teta. Ni aunque fuera “cómo me calienta”, cosa que Jorge ya le comentó un par de veces. Sí le parece natural que uno ni siquiera demore una mirada en ella, que pase por alto el detalle. Lo cual es difícil si te recibe con esa toallita bonsai tapando apenas su pubis y nada más. “La diferencia está en los ojos que miran, no en las cosas que esa mirada establece como diferentes”. Esa es la forma en que Lil dice “dejá de mirarme la teta, baboso”. Pero Jorge no se da por enterado. “Traje chocolate en rama. Y traje para fumar...”. Es una combinación que hace temblar todas las convicciones de Lil. “¿Sí...? Bueno, pero... lo que pasa es que después te empezás a poner demandante, y...”. “...y dicen que la tercera es la vencida. Si sé contar, esta sería la tercera vez que fumamos juntos”. “No me gusta cuando me hablás así. Y no entiendo por qué lo hacés. Vos no sos así, tan... primitivo”. Diccionario Lil: “Primitivo”: ente que no se cuestiona lo que siente ni por qué lo siente, y hasta se deja llevar por ello; dícese también de quien no ha leído libros o artículos de autoayuda, o los leyó sólo como material humorístico.
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“Primitivo”, repite Jorge. “Esta chica me está elogiando, ¿vos qué opinás?”. “Creo que esa idea la calienta. Si vuelve a decir ‘primitivo’ tiene un orgasmo”. “¡No se puede hablar con ustedes dos! ¡Nunca hablan en serio!”. Analizando con detenimiento las circunstancias acaecidas desde que entramos a la casa hasta esa última frase que Lil pronunció con un mohín delicioso, casi divertida, y que fue acompañada por un corto balanceo arribabajo, casi un hipo, de su única teta... bueno, no imagino argumento alguno que justifique una frase seria. Pero Lil, ya lo dije, nació el mismo año que la democracia argentina, una de cuyas bases es el principio por el cual cualquiera puede decir cualquier cosa sin ningún rigor, justificación o solidez conceptual. El mismo principio según el cual alguien podría plantear la eliminación total de la raza coreana, por ejemplo. ¿O acaso hay un vademécum de ideas “correctas” para expresar sin rigor alguno, quedando prohibidas las que no estén allí nomencladas? No sé qué pasó mientras pensaba en estas cosas orinando en el baño, pero ahora que salgo la veo a Lil aprendiendo a armar un cigarrillo de marihuana. Antes de este momento, sólo quedaban en el mundo tres chicas que no sabían hacerlo. Lil era una de ellas; las otras dos no existen. A la mierda con el primitivismo...
“¿Pero en qué andás, che?”, dicho en un silbido afectado que se detiene un milímetro antes de llegar a lo gay, cerrando con el “che” pronunciado en forma arcaica como homenaje que nadie registra a la vieja oligarquía literaria del Buenos Aires de la primera mitad del siglo XX, a quienes tampoco nadie ya registra. Este es el tono que Federico considera perfecto para este momento de su vida.
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Federico es un escritor de éxito. Pasa tanto tiempo haciendo gimnasia, yendo a comprarse ropa en su moto de colección y dibujándose la barbita, que casi no tiene tiempo de escribir. Esta es, claro, la razón de su éxito. Para ser justo con él, una vez tuvo una idea excelente. Tanto, que sobrevivió a la liviandad con que él la desarrolló. Igual ni con una bomba de estupidez nuclear se podía lograr que esa idea perdiera interés, porque era algo acerca del clítoris. “¿En qué andás, en qué andás? ¿Estás escribiendo algo nuevo?”. Sí, pelotudo, sí. Estoy escribiendo algo nuevo, con un sentido que vos nunca vas a encontrarle a esa palabra. “No, nada en especial. De hecho, ya no le encuentro mucha gracia a escribir”. “Pero qué moderno sos, che. ¿Vamos al cumpleaños de Silvana? Se va a poner bueno...”. El problema mayor con Federico es su barba. Ese dibujo insoportable, una línea de tres milímetros de ancho (longitud máxima de cada pelo = 0,5 mm) marcando el filo de la mandíbula a ambos lados del rostro, uniéndose en un recorrido art-deco con dos rombos y dos curvas que terminan en la comisura de los labios, sobre los que planea un bigotito Clark Gable... ¿Cómo tiene energías cada mañana para el mantenimiento? Lo único que provoca es tacharlo todo con un marcador bien grueso. Y es aún más insoportable cuando pienso que eso lo convierte en un propagandista de la mierda en que vivimos, del mundo del diseño. Todo es diseño. Todo es un concepto y una forma externa. Detrás, no hay nada. Ni debajo ni adentro ni arriba. Todo consiste en emitir un concepto —así sea desde la nada— , y eso adquiere entidad inmediatamente. Ya es “algo”. Empezó, como todo, con el arte (quizá haya que culpar a Duchamp), pasó a los media y terminó enchastrando a toda
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la sociedad. En mi barrio la basura no la juntan los basureros sino unos operarios de ingeniería ambiental. No hay tullidos sino personas con capacidades motrices diferentes. Si decís “negro” o “judío” te hacen sentir que estás insultando a alguien. Y nadie te mete los cuernos, sino que siente la necesidad de explorar otros espacios vivenciales. Ya no hay mucamas, rengos, gordas, mogólicos, putas, porteros de edificio, maricones, concubinas, ni siquiera vendedores (porque son “asesores autorizados” en lo que carajo sea que vendan). Es como si, por insostenible que esto sea, se creyese que al eliminar las palabras se eliminan las condiciones o circunstancias que definían. En el otro extremo, por lo tanto, con sólo inventar una palabra o concepto se genera una realidad que todos aceptan sin chistar. Ese es el mundo que Federico simboliza tan bien. “Esta fiesta es una cagada, che. ¿Vamos?”. Son recién las once y media. Podría llegar a tiempo para ver Get Smart en el cable. “Sí, sí, vamos”. El asunto es que Federico me lleva en su Harley, lo cual me pone muy nervioso. Especialmente cuando a toda velocidad por la avenida Santa Fe se pone a hablar por su celular. “Sí, soy yo. Qué sorpresa, ¿eh? ¿Qué te parece si paso a verte? Sí, estoy con un amigo. En cinco estamos ahí. Chau...”. “¿Adónde? Me dijiste que volvías para Caballito...”. “Es sólo un momento. Tengo que pasar a verla, aunque sea. Después de todo, se separó porque el marido se enteró que ella se acostó una vez conmigo. Viste cómo son las cosas: los dos éramos jurados del Premio Planeta, nos juntamos una tarde en su departamento, y al carajo. Por alguna inexplicable razón, en una discusión con el marido ella se lo gritó en la cara, y el tipo se fue a la mierda. Pero con amenazas y todo, ¿eh? Una grasada...”.
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Ella no está mal, de hecho tiene tetas como ya no se ven en la anoréxica Buenos Aires —y son dos, por supuesto. Pero tiene ese rictus amargo típico de tantas mujeres que quisieron ser a la vez independientes y tradicionales —c’est à dire: llevar una vida “moderna” pero sin cambiar en nada conceptos como el matrimonio—, y a las que por supuesto todo se les fue de las manos, quedándoles sólo esa mueca que pretende denunciar (aunque nadie se entera) que ellas lo hicieron bien y el mundo no. Federico no es demasiado exigente, pero a mí ese rictus basta para volverme impotente. “Qué bueno que viniste, Fede. Es increíble, justo que estaba tan angustiada...”. Los rombos art-deco se erizan, puedo notarlo a simple vista. “Ah... ¿sí?”. “Sí.. Mi exmarido... Hace una semana que se la pasa llamándome, me tortura, creo que me vigila, no sé... No sé qué hacer...”. Yo sí. “Permiso, paso al baño...”. El tiempo de vaciar mi vejiga es el que le doy a Federico para que nos saque de esto. Sino, me iré en taxi y listo. Pero Federico es confiable en ese sentido. “Bueno, ¿vamos? Ya le expliqué a Gachu que estás con ese problemita de incontinencia y a medianoche tenemos que hacer el tratamiento de moxibustión...”. “Sí”, dice ella y por un segundo el rictus se atenúa, “la medicina china es genial”. “Bueno, mañana te llamo, así me contás lo que te está pasando...”. “Gracias, Fede. No sabés qué importante es para mí en este momento alguien que me ponga el oído...”. “Estoy poco perceptivo esta noche”, dice Federico ya con el viento de Santa Fe haciéndome un lifting, tal es la veloci-
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dad de la puta moto. “Mi idea era que la íbamos a encontrar de ánimo receptivo, como para armar algo de tres”. No puedo contestar enseguida porque Federico dobla por Pueyrredón y mi oreja plumerea un poco el polvo del asfalto. ¡Santo Van Gogh, Batman! Cuando el joven maravilla endereza su máquina diabólica, apenas me da para comentar: “Y bueno... No todas las noches tiene que pasar algo...”. La Policía no descarta el móvil pasional
Hallan a una mujer degollada en el baño de su casa “¡¿Y vos estuviste ahí?!”. “Por lo que dice el diario, más o menos una hora antes de que la maten”. “Bueno, pero... no habrá problemas, ¿no?”. “¿Te referís a si me van a descubrir?”. “No, boludo, no...”. “¿Entonces qué preguntás? En los asesinatos hay huellas, móviles, todas esas cosas en las cuales no puedo aparecer ni como extra. ¡Si a la mina la vi cinco minutos en mi vida!”. “Sí, está bien, es cierto... ¿Hablaste con Federico?”. “Me llamó apenas lo escuchó en la tele esta mañana. Primero, por supuesto, había llamado al abogado de la multinacional para la que escribe. El tipo le dijo que no va a haber ningún problema, pero que hay que presentarse a la cana y blanquear enseguida que estuvimos ahí”. “¿A eso le llama “ningún problema”?”. “El tipo tiene razón. No vamos a esperar que la cana nos busque... Me encuentro con ellos en veinte minutos. Pero contá, ¿qué pasó anoche? ¿La tercera fue la vencida?”.
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La cara de Jorge se ilumina como un globo aerostático que brilla en lo alto pero porque acaba de prenderse fuego por dentro. “Estoy tocando el cielo con las manos. Mirá...”. Levanta sus brazos, las palmas de las manos hacia arriba, el éxtasis brillando en su rostro como un globo aerostático y todo lo que dije antes. Claro que el azul del cielo es sólo una ilusión óptica, no existe, no se podría tocar. “La segunda teta de Lil tampoco existe, y sin embargo te puedo asegurar que sentís que la tocás...”.
“Hola... Bueno, son las once... este es el tercer mensaje esta mañana, veo que no me querés atender, está bien, puedo entender, pero aunque sea por una cuestión de respeto creo que...”. “¡Hola, hola! Hola, acabo de entrar. No te atendí antes simplemente porque no estaba, Andrea...”. “Ah, de un día para el otro cambiaste tu regla inamovible de no aceptar ninguna reunión o actividad antes del mediodía...”. “No, es sólo que tuve que ir a declarar por un asesinato, es un trámite en el que no siempre se puede elegir el horario”. “Bueno, no sé para qué llamo, es lo de siempre... Tus frases irónicas, tus respuestas absurdas en momentos en los que lo que menos se necesita es eso...”. “¿Sabés?, tenés razón. Es lo de siempre: nadie parece hacerse cargo de que lo absurdo no son mis frases sino las cosas que pasan. Pero todos son reyes ofendidos que quieren matar al mensajero. Mejor hablamos a la tarde, chau...”. Sí, está bien, esa no es la forma más simple y directa de hacerse entender. Pero también las personas deberían dejar de andar por la vida pidiendo folletos explicativos. La vida no tiene oficinas de turismo.
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“¿Qué hacés por el mundo antes del mediodía? ¿Sabés cuántas veces el boss me dijo que te llame por teléfono a la mañana y yo hacía como que marcaba y supuestamente te dejaba un mensaje? ¿Y ahora te me aparecés acá a las once y media? No te voy a proteger más...”, dice Cinthia y se ríe. En Buenos Aires todas las recepcionistas se llaman Cinthia. O Cynthia. O sino Cinthya. “¿Está la Bestia?”. “No, pero viene enseguida. Esperalo en la redacción...”. La redacción significa un pequeño piso dividido con paneles acrílicos donde diez personas producen cinco revistas por mes más los libros ridículos que la Bestia me encarga a mí. ¿Cómo se logra el milagro?: “refritando”, es decir recortando y pegando en un orden distinto mil y una veces los mismos artículos y notas, pero cambiando los títulos de tapa. Aquí mismo escuché decir una vez a alguien: “La primera nota la escribió Dios; desde entonces, todos los periodistas la venimos refritando”. “¿Qué hacés, loco? Vení, mirá, estoy escuchando lo último de Harrison, cosas que grabó justo antes de morir. Está bárbaro...”. ¿Harrison? Ah, sí: George... Yo pensaba que los discos de Harrison tenían fecha de vencimiento en 1982. Bueno, de todos modos el gordo Rubén lo puede seguir escuchando, porque él también venció en los ’80. Es el jefe de arte de la editorial. Dedica su vida a la Bestia con un servilismo humillante que le reditúa un cierto dinero mensual y la tranquilidad de poder ocultar su falta de talento. Tiene sólo 38 años y parece mi padre. Siempre está acelerado y agitado, su única manera de simular un poco de vida. Por otra parte es un tipo feliz, con la felicidad muleta que te da hacer lo correcto. Aceptó las reglas: después de los 30 empezó a engordar y a quedarse pelado, usa camisas color rosa con jeans y zapatos, dice “mi esposa” e incluso “mi señora”, empieza a pensar en cuidar la hipertensión y el colesterol, y a las diez de la no-
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che del sábado se queda dormido sentado frente a la tele, anunciándolo con un ronquido y un poco —sólo un poco— de baba en la comisura del labio. Por supuesto, hace ya mucho que empieza algunas frases diciendo “En mi época...”. Una persona absolutamente correcta, a la cual las personas correctas como él no pueden reprocharle nada. Hay una palabra para esto: conspiración. “¿Te gusta? Está buenísimo, ¿eh?”. Por suerte llega Gonna, el hijo de la Bestia. Es un adolescente de 28 años que me adora y me va a salvar del gordo. “Wowie Zowie...”. “Wowie Zowie, Gonna... ¿Todo bien?”. “Todo bien. Me bajé de Internet algo mortal. Vení, vení...”. Sí, así es, por alguna razón soy el catador musical de todo el mundo. Bien, veamos la novedad... Mh. Amon Düül II. Sí, una maravilla, psicodelia kraut, pero... pero tiene más de 30 años. “Qué viaje, ¿eh? Impresionante”, y baja un poco la voz. “No lo bajé de Internet, me lo pasaron anteanoche. Al final fui a esa casa en Caballito...”. “¿Lo de la ayahuasca?”. “Sí. Impresionante. Estaba el flaco que te guía en la experiencia, dos minitas, otro pibe, y yo. En una terraza chiquita, rodeada de macetas viejísimas con plantas aromáticas, sólo con la luz de la luna, era un flash... El flaco primero nos habló un rato como para meternos en clima, y después... le dimos a la ayahuasca”. Plantas acuáticas en el aire, el aire de la noche que es dorado y un poco amargo como un vómito de cerveza al trasluz, aire donde hay algas negras y verdes, algas con ojos, con muertos ojos de granito rojo, y rojas perlas de sangre que abren caminos aceitosos en la cerveza de oro del aire que ahora se derrite y se pega a la piel formando pústulas babosas que laten un momento y explotan en burbu-
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jas concéntricas, que crecen unas dentro de otras y se reproducen y lo llenan todo, pero no, ya no son miles, es una sola, una burbuja que te absorbe con un chasquido húmedo, y de repente estás ahí dentro y te querés quedar, decís sí sí sí me quiero quedar, ya no hace calor, ya no hace frío, ya no duele, no, ya nada duele... Hay una música, pero no, no es una música, es la voz de la madre que todo lo reclama y de la hermana idiota y del padre sin voz, gigante y estúpido, inaccesible y anhelado, pero de repente la madre se traga todos los sonidos y es una inmensa sombra negra que avanza, y quiere tragar más, y quiere tragar más... ¡Ay, algas, conviértanse en sanguijuelas y chupen hasta el último átomo de mi ser, de este ser que no es, de este llanto escondido en grutas espaciales con estalactitas de polietileno! ¡Sáquenme de aquí, de todo lo que soy, de todo lo que no fui! ¡Madre, ay madre, si pudiera escupir una palabra en tu pecho siempre suspirante para arrasar con todas las religiones de la angustia! ¿No ves que soy el cachorro de un animal que no existe? ¿No ves nada, madre, nada...? Manos que acarician mi pecho. Manos que acarician mi cara. Manos, sí. Entonces tiene que haber un pecho. Sí, un pecho desnudo para envolver mi cabeza como una toalla de íntima eternidad. Acarícienme. Sin decir nada, así, sin decir nada. Déjenme llorar...
“¿Hace mucho que llegaste?”, pregunta la Bestia. “Un rato... Pero estuve charlando con tu hijo, escuchando música, esas cosas...”. “Gonna tiene debilidad por vos... Me tiene podrido hablándome de vos... ¿No me habrá salido puto, che? ¡Ja ja ja...!”. La Bestia ya está acostumbrado a mi impasibilidad ante sus “chistes”. Simplemente sigue hablando como si nada.
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“Bueno, ¿cuándo tendremos el libro sobre meditación con música?”. “Decime vos cuándo lo querés...”. “No, traelo cuando quieras. Una vez te dije para el día siguiente y me lo trajiste, así que no caigo más...”. Aquí correspondería una frase mía, pero no abro la boca. Así que la Bestia sigue. “Yo no sé por qué te negás sistemáticamente a venir a laburar a la editorial, conmigo. Podrías hacer una gran carrera. Sabés que no tengo a nadie que venga detrás de mí...”. “¿Tu hijo no está trabajando acá?”. “No seas cínico. Sabés que Gonzalo no sirve para esto. Le falta el fuego, la locura...”. “No es un problema de Gonna. Es generacional”. “Ya sé. Ya sé que yo soy un dinosaurio, que pertenezco a una raza que desaparece. Por eso no entiendo por qué vos no aprovechás mejor tus posibilidades. Aunque te llevo más de veinte años, vos estás más de mi lado que del de las generaciones boludas que te siguen...”. La Bestia, a su manera, me tiene lástima. Su teoría es que yo tengo casi tanto talento como él, y por lo tanto es inexplicable que a esta altura no posea —como él a mi edad— una empresa propia, una casona en las afueras y otra en la costa, y maravillas por el estilo. Algo falla en mí. Aunque sea a mí a quien su hijo habla sobre las experiencias con ayahuasca.
“A ver, a ver... ¿Cómo es eso de que ahora visitás escenas de crimen? Hacés cualquier cosa con tal de no aburrirte, ¿eh?”. Viendo este piso decorado por el escenógrafo de “La jaula de las locas” en una noche de heroína y vodka, nadie pensaría que Ludo es un abogado genial, una especie de Dalí de los tribunales. En este país sólo se mira la letra de la Ley, porque cuanto más literal se sea más posibilidades de
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argucia y corrupción (menos Ley) hay. Ludo es todo espíritu. Sus ponencias han impulsado más jurisprudencia que todos los jueces y abogados de Buenos Aires juntos. De hecho, sienta jurisprudencia casi en cada caso que defiende. Es un creativo, hace un arte de su sucio oficio. “Hay que recorrer siempre los caminos que nadie recorre”, decía Perón. “Presidente Perón, hacenos unos juguitos de naranja, y traé cenicero para este vicioso”. Presidente Perón es un robot. Ludo se casó con una mujer y tuvo hijos y amantes, luego se casó con un hombre y no tuvo hijos pero sí amantes, luego tuvo sólo amantes, y finalmente no tuvo más nada. Ninguna de las fórmulas le resultó satisfactoria. Hasta que Presidente Perón llegó a su vida. “Tarde, podría pensarse”, me explicó una vez, “pero no es así: tenía que vivir todo lo que viví para poder apreciar esto”. “Esto”: así se refiere siempre a Presidente Perón. Que ni una gota de personalización contamine lo perfecto. “Bueno, contame... Aunque tendrías que haberme llamado para la declaración policial... En fin, dale...”. “Esperá, Ludo... Un segundo...”. Ve venir a Presidente Perón, vuelve a mirarme, y resopla. “¿Nunca te vas a cansar de repetir esa pelotudez?”. “Nunca”. Porque conocer a Presidente Perón me brindó también a mí una satisfacción particular. Cada vez que repetimos el gag es para mí como la primera. “Presidente Perón, necesito que me des una mano...”. Y Presidente Perón gira su muñeca con un “clac”, desconecta los slots y me da, literalmente, una de sus manos. Y con la mano del robot en mi mano, me descompongo de risa y las lágrimas empapan mi cara mientras Ludo me mira, suspira y niega con la cabeza, hundiéndose cansado en ese sillón inflable con la forma de un gran culo gor-
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do y color beige que siempre me recordó el enorme culo en primer plano de “La crucifixión de Pedro” de Caravaggio. “No puedo creerlo...”, bufa Ludo. ¿Por qué no? Yo no tendría más de 7 u 8 años cuando vi por primera vez en la tele a Max y Hymie haciendo este gag en “Get Smart”. Ahora, cada vez que veo ese capítulo en el cable (¿cuántas veces habrá sucedido ya?, ¿70, 120...?), Maxwell Smart se vuelve hacia la pantalla y mirándome fijo me dice: “No me digas que tú también tienes un robot con el cual hacer el gag de la mano...”. “Sí, Max. Lo tengo. Se llama Presidente Perón”. “Te pedí que no me lo dijeras...”.
“No se puede arreglar la vida por teléfono...”. Es un día largo. Largo. “No, Andrea, la vida no tiene remedio. Pero te recuerdo que llamaste vos”. “Porque dijiste que llamabas a la tarde, y por supuesto no lo hiciste”. “Dije que en todo caso hablábamos a la tarde. Y lo estamos haciendo”. “Está bien, sólo quería avisarte que esta noche María va a pasar por mis cosas”. Pausa. Quizá pueda cortar sin que parezca muy... “¿Qué pasó que no llamaste? ¿Algún otro asesinato?”. “Eso no fue un chiste, Andrea. ¿No leíste o escuchaste nada sobre una mina degollada en Barrio Norte? Bueno, Federico y yo estuvimos con ella un rato antes. Ahora estamos con declaraciones policiales, abogados y toda esa historia...”. “Pero... ¿hablás en serio?”. “Más bien...”. “Por Dios, qué quilombo... ¿Necesitás algo, puedo ayudarte...? ¿Querés que... no sé, que vaya para allá, y...?”. “No, está bien...”. (Me basta con un cadáver al día).
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“¿Me prometés que me llamás ante cualquier cosa que suceda, o que necesites, o...?”. “Sí, sí...”. “Bueno... Cuidate... Espero que nada se complique, ya sabés, avisame enseguida...”. Antes de siete. Uno, dos, tres, cuatro, cinco... “Te quiero... Y... bueno, me hubiera gustado que necesitaras algo de mí en este momento. Igual lo entiendo. Bueno... chau”. Sí. Claro que necesito algo de vos en este momento. Necesito desesperadamente el Glenlivet. Pero, ¿cómo hago para decir “Bueno, venite, dale, y... de paso... traé la botellita, ¿viste?, la que te llevaste ayer...”? ¿Cómo hago, sin que eso me cueste la poca tranquilidad que puedo rescatar todavía para este día absurdo? No, Andrea: ni por teléfono, ni por satélite, ni por telepatía ni transubstanciación molecular ni magia druida ni coerción divina. La vida no tiene remedio.
Juro que vine hasta “El Coleccionista” para trabajar. Me hace bien esa sensación de estar en casa que me produce sentarme a una de las mesas junto a la ventana, de modo que si levanto la vista veo el Parque Rivadavia. Es mi paisaje de toda la vida. Soy incluso anterior a “El Coleccionista”, en este lugar había otro bar, se llamaba “El Cóndor”. Así que vine a trabajar, tengo mi Parker, el cuaderno gigante que uso como notebook, no puede haber sospechas al respecto. No se me puede acusar de que sé muy bien que a esta hora es casi inevitable que aparezca alguien para impedirme escribir. “¿Escuchaste a esas dos minas, las de atrás de vos?”, dice Esteban cambiándose a mi mesa. “Oí, dale, es el típico diálogo que a vos te encanta...”. Sabe cómo entramparme. En cuanto acomodo un poco la oreja, también Matilda se pasa a mi mesa. Es una de
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las contadas personas con las que Esteban puede compartir un rato hablando casi normalmente. En algún punto sus locuras se tocan, y esa coincidencia indescifrable produce la ilusión de normalidad. “Ustedes se dan cuenta de que son los únicos dos en el bar que creen que no se nota que están escuchando, ¿no?”. “Shh...”. Pero en realidad oigo a las dos de la mesa de atrás y sé que en tres minutos voy a pedirle a Esteban que me mate (porque nunca me rebajaré a morir de aburrimiento). Las dos están alrededor de los 30 años. Una emite monosílabos afectivos mientras la otra le cuenta muy entusiasmada acerca de su “relación” (bueno, todos sabemos que en estos tiempos nadie tiene un amor; sólo alcanza para una “relación”, como mucho una “pareja”). “Ay, sí”, dice ella, “conmigo él es re-divertido, me gasta todo el tiempo... En cambio con la gente no, es re-serio. Pero eso sí: es muy respetuoso de mis cosas...”. Más allá de que la frase en sí no significa nada, ¿qué supone ella que está diciendo? ¿Para qué respetar? En fin, todas las culturas originarias respetan a los muertos... Pero en la relación ella encuentra también aventura, no vayas a creer... “Ay, él tiene cosas que...”. Se detiene, suspira y sigue. “No sé... De repente, se me aparece con su hija para que me salude en Navidad...”. La emoción está a punto de desatar en mí un síndrome vertiginoso. Pero me salva una frase dicha en voz alta que desvía mi atención hacia otra mesa, donde hay una pareja. Todo el bar se da vuelta a mirar. “¡No, ella no es mejor, ni siquiera es lo mismo que vos! ¿No te das cuenta que a vos te amo?”, le dice el tipo, y debo estar loco porque me parece que los ojos de ella se humedecen de pronto.
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Increíble: esa diferenciación imbécil entre “te quiero” y “te amo”, esa categorización idiota, aún funciona y logra justificar unos cuernos... Cuando estoy por volver a acomodarme me cruzo con la mirada de la chica del novio respetuoso, y sus ojos me sonríen compartiendo lo universal del amor que nos arropa en su pelota energética, ese amor del que obviamente todos participamos y nos hace mejores desde lo humano, ¿no? Qué poca profundidad en lo que sienten. Un par de palabras vacías (“respetuoso”, “te amo”, “re-divertido”) y ya reservan el salón del Cielo para la fiesta. “¿Sabés qué, Matilda?: en general, me cuesta entender por qué las mujeres se interesan en los hombres. Casi a cada paso me encuentro preguntándome ‘¿Qué hace esa mina con ese tarado?’. Aún cuando se trate de mí”. “La Naturaleza tampoco nos dio muchas opciones...”. “Es cierto. Pero... cuando las oigo hablar entre ustedes... todo se me complica aún más. Porque entonces tampoco entiendo por qué los hombres adoran a las mujeres”. “¿Vos no tenías que escribir?”, dice seca Matilda. “Seguí escribiendo”. Sonrisa demente de Esteban, y corte.
“¿Y cómo sé yo que este es el verdadero cepillo dental de Andrea? ¿Cómo sé que no compraste uno igual y te guardaste el original para hacerle algún maleficio umbanda?”. “Mirá, María: el cepillo es el de Andrea, pero cambié el contenido de este hidratador de rulos. Cuando lo use, los rulos se le convertirán en serpientes comunistas que echan pedos ahumados por la boca mientras cantan a coro ‘Viva la 5ª Brigada’ pero con una letra nueva escrita por Paulo Coelho...”. “¿Y me lo confesás así nomás? ¿Creés que, sabiendo eso, se lo voy a dar a mi amiga sin decirle nada?”.
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“Eso creo”. “Bueno, pero haceme un cafecito...”. Con María el mundo es mejor. Nada es serio, todo es profundo. No hay reclamos ni reproches ni respuestas amargas. No hay por qué hablar si no hay de qué hablar. Todo se puede entender, nada queda fuera de las posibilidades, aún cuando no haya palabras para nombrarlo. Die welt ist alles, was der Fall ist2. Empezando por esa frase, como hizo Wittgenstein, el camino te llevará naturalmente a la frase final: Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen3. Y eso es todo. María lo comprende sin necesidad de filosofía. Su camino es ya muy largo y fue muy denso. Ella no lo sabe, pero con los años devino en un ser esencial. No quedó de su ser más que el ser. Todo lo demás fue descascarado y barrido a zarpazos de tormenta por el monstruo invisible de los días. Y ella, intuitiva y felizmente, no se resistió a la brutal depuración. Cuando le sirvo el café me sonríe con esa recatada ternura como de mujer que mira a un hijo que no sabe que ella es su madre. “Una vez más nuestra vieja costumbre, ¿eh, nene? Las mujeres van, las mujeres vienen, los hombres pasan... y al final siempre quedamos vos y yo, cuando todos se fueron, tomando un café...”. “Bendita seas por ello, Santa María Madre de Nadie”. “La única forma de cortar esto sería casarnos, ¿no? Porque entonces cuando nos separemos no vamos a hacernos el aguante uno al otro con el café...”. “¿Vos estás segura?”. La risa de María no hace pensar en campanillas fengshui. Más bien se parece a la tos de un viejo bucanero re2 “El mundo es todo lo que el hecho sea” 3 “De lo que no es posible hablar, mejor es callarse”
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botando con ecos sordos en la madera mineral de un muelle abandonado. Una risa para amar y para llorar. Parece increíble que hayan pasado tantos años desde que oí por primera vez esa risa. María tenía 30 años, yo apenas 18. Pero si pasaron ya tantos años de compartir café es porque supimos detenernos a tiempo.
La calleja repleta de árboles se estiraba desde la avenida como una prolongación cómplice y gelatinosa de la cálida oscuridad del Parque Rivadavia. Liz me había dejado, y María estaba junto a mí en la barra del pub. “Tomate otro ‘Royal Bond’, nene. Nadie se muere de amor a los 18 años”. Le sonreí algo decepcionado. “Y además... ella no era para vos, no tenía nada que ver. ¿Cómo decirte?, eran... como la Bella y la Bestia. Y vos eras la Bella...”. Y así entre carcajadas me llevó a su departamento de la avenida San Juan. Era una noche de domingo, y María se envolvió en un kimono de seda amarilla y me hizo café en la cocina, con una película en blanco y negro en la tele. Luego de un café y dos cigarrillos, yo seguía en mi silla frente al televisor y María se arrodilló entre mis piernas. Puso todo a punto y entonces, dándome la espalda y soltándose el kimono, se sentó sobre mí. Moviendo sus caderas sobre mis muslos se fue acomodando mientras yo mordía su espalda y parecía querer arrancarle los pezones. Ella detuvo mis manos cuando se sintió acomodada a gusto, y volviendo la cabeza y buscando mi boca con sus labios susurró entrecortadamente: “Quedate quieto, quedate así, no te muevas... Quedémonos quietos, así, bien metiditos uno dentro del otro. Miremos la tele así, penetrados...”.
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Y así miramos la tele, quizá por dos horas, quizá más. Casi sin movernos, salvo alguna acomodadita ocasional. Cada tanto sentía que la cosa se me desinflaba, pero no hacíamos nada por ello. Momentos después la sentíamos volver a hincharse, y María se movía un poquito para lograr un buen calce. Cada tanto algo latía durante unos segundos allí dentro, en lo profundo de esa comunión extrema. Y sólo se oía el inconexo murmullo de la tele. Ni asomo de telaraña alguna. Ni asomo de dolor. Bálsamo, cura, descanso. Nada podía sentirse más puro, despojado y honesto. Y mediante nuestro tantra de barrio nos sumergimos juntos —esa fue la primera y también la última vez— en un espacio llano y hospitalario en el que no era necesario trepar con esfuerzo ninguna escarpada montaña con la vista fija en el cielo inalcanzable para así no ver lo que en la escalada iba derrumbándose detrás. No, nada de derrumbe, ascenso o esfuerzo. Estábamos como en un mágico jardín, o mejor dicho —¿para qué buscar metáforas?— estábamos en la cocina. En la cocina todo queda cerca y nada exige esfuerzo alguno. Se puede estar desnudo o vestido, porque no hay nada para demostrar a nadie. No hay compromisos de ninguna clase, y ninguna acción implica nada. En la cocina, con todo a mano, uno puede ser libre de verdad. El ser, el hacer y el estar son, en la cocina, una y la misma cosa. Una indivisible trinidad armónica que empieza y termina en sí misma. Todo lo demás es mundo, living y soledad.
“No sé cuál es exactamente el problema de Andrea. El mío con ella es el que me pasa con todas. Andrea tampoco entiende que cuando estamos juntos ya es demasiada gente la que habla: yo, ella y yo”.
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“A mí no quieras hacerme caer en el truco de mostrarte como culpable de todo. Te conozco demasiado, nene”. “Bueno, María, es que no tengo ganas de practicar la autopsia forense de un amor cadáver. Eso es aburrido, porque de entrada sabés que fue asesinato y quiénes son los culpables”. “Y entonces hacés parecer que vos tenés la culpa de todo, así no te discuten...”. “Es que el problema de la culpa es lo único por lo que las personas discuten. Si se lo sacás de encima, se acabó toda discusión, enseguida se quedan tranquilas. Y a mí me da lo mismo cargar con todo porque en el fondo no me importa nada, así que...”. “No es que no te importe: es que sabés que las personas nunca hablan de lo que realmente habría que hablar”. María sí sabe cuándo y de qué hablar, y también cuándo callar e irse. Cuando la despido en la puerta, llega Ludo. “Saliste de tu castillo rococó para venir hasta mi casa a las once de la noche. ¿Es mejor que empiece a preocuparme?”. “No todavía...”. “¿Y cuándo?”. “En realidad, se supone que no habrá motivo de preocupación. Pero como recién empiezan con la instrucción del caso y las investigaciones, por ahora hay que mantenerse atentos a todo el procedimiento”. “Pero entonces, ¿me van a investigar, Ludo?”. “¿Y a vos qué te parece? De momento, la presencia de ustedes en la escena del crimen es lo único que tienen. Pero el abogado de Federico manejó bien las cosas. Estuvo bien en hacerlos presentar inmediatamente. De hecho, impulsar la investigación policial es la forma de salirse rápido de esto. Cuando antes los descarten a ustedes dos, mejor. Ahora bien...”. Que Ludo baje la voz estando los dos solos y encerrados aquí es un tanto inquietante. “¿‘Ahora bien’, qué?”. “Mirá, esto le va a traer dolor de cabeza a la policía. Ellos prefieren resoluciones rápidas, y por lo que vi no es el caso. No hay,
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en las pericias iniciales, indicios concretos. La mataron con un cuchillo Tramontina que tomaron de la cocina, pero es evidente que usaron guantes. Es decir que hay indicios de que hubo premeditación y a la vez de que no la hubo. Es un comienzo que pone nervioso a cualquier policía. Ellos necesitan mostrar resultados rápidos, aunque después los vayan cambiando con la aparición de nuevas pistas”. “¿Y yo qué tengo que ver con eso? Como dijiste, cuanto antes me investiguen más rápido me van a descartar...”. “Sí. Es así. Pero para eso no hay que mostrar absolutamente nada que dé lugar a sospecha, por insustancial que sea”. “¿Y a mí qué pueden encontrarme que...?”. “Posesión de metáfora. No llegarían finalmente a nada, pero podrían embarrarte un poco al principio”. Ludo abre la puerta para irse y me pone una mano en el hombro. “Deshacete de ella. Al menos por un tiempo”. “¿Me pueden acusar de posesión de metáfora?”. “La cana sólo necesita llenar sumarios, así sea con burradas. Haceme caso. A la larga no pasaría nada, pero te podrían incomodar y joder con planteos e interrogatorios innecesarios. A ellos cualquier pelotudez les viene bien...”. Cuando sale, me quedo parado ahí, mirando la puerta, como si no me animara a darme vuelta. La voz llega a mí casi enseguida. “¿Qué vas a hacer?”. Suspiro cansado, pero no contesto. “¿Te vas a deshacer de mí, como te aconsejó ese gordo marica?”. No contesto. “No puedo creerlo... ¡Lo estás pensando!”. “La policía no podría entenderte. Jamás. Y lo que no se entiende es sinónimo de sospechoso. Ludo no está tan errado...”. “No... No puedo... no quiero creerlo. ¡Al final sos más convencional y cagón que cualquier persona común de esas que criticás tanto!”.
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“Sólo digo que si miramos desde la perspectiva de ellos...”. “¡Ah, pero qué conciliador y democrático te volvés cuando te conviene! ¡De repente hay que tomar en cuenta la opinión policial! ¡De repente te ataca la vocación de diálogo! ¡Qué mamarracho! ¡Al final, sos un outsider de entrecasa!”. “¡Bueno, pará un poco! ¡Imaginate que cae la cana acá!: ‘Disculpe, señor, pero... ¿qué es ese revolotear que se siente por el living, de la guitarra al DVD y de ahí al piano?’. ‘Oh, nada, señor policía, nada... Es una metáfora, sólo eso... Pero inofensiva, ¿eh? Una metáfora simple, sin demasiadas pretensiones, en serio...’. ‘Entiendo, señor, muy bien... Marche preso...’. ¡Dejame de joder!”. “En otra época te hubiera enorgullecido ir preso por algo así...”. “Está bien, basta. No te tengo acá para que me critiques. Para eso ya está el resto del mundo”. Nos callamos. Si no fuera imposible, diría que escucho su respiración, con una agitación de protesta. Pero no. De todos modos me vuelvo como haciendo de cuenta que la miro. Un momento después me tiro en el sillón y prendo un cigarrillo. Hago lo que nunca: dos pitadas y lo apago. Y vuelvo a oírla: “No te pude decir nada hasta ahora, pero... lamento lo de Andrea”. Sonrío con conciliadora ironía. “No vamos a empezar a discutir otra vez, ¿no?”. Y entonces oigo su risa.
“Una copa de vino rosado...”. No sé qué hago en La Cigale. Fue un día eterno, y siento el cuerpo como después de una sesión de quiropraxia consistente en que te acuestes sobre una alfombra de cantos rodados y un tanque norteamericano te pase por encima. Tendría que haberme ido a dormir, pero... “Tu copa...”. “Gracias, Benny...”.
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“Mirá, llegó Claudio...”. En realidad supongo que por eso vine. Siempre, en algún momento de la noche, llega Claudio. Aunque es hermano mellizo de Jorge, apenas si nos vemos una o dos veces al año. Una vez me dijo: “Vos y yo siempre estuvimos parados sobre una piedrita en medio del mar, y de repente yo digo ‘Hasta luego’ y me zambullo hacia un lado, y vos te tirás para el otro. Y nadamos, y pasa el tiempo, y una noche estamos de vuelta los dos sobre la misma piedra y nos saludamos sin ningún reproche. ¿Qué mierda le pasa a la gente, que está siempre reclamando cosas?”. Ahora se sienta a mi lado, y Benny nos alcanza la botella de vino rosado. “Vengo de cenar con mi ex...”. “¿Y cuál es tu siguiente actividad? ¿Ofrecerte como escudo humano en el próximo país que los yanquis invadan?”. “Bueno, así quedé, después de esa puta cena... Ella sonreía todo el tiempo, me hacía sentir que todo le caía bien... Ok, me dije, da para ponerse coqueto... Es más: después del postre se pidió ese horrible whisky de centeno que nunca entendí cómo puede gustarle, y yo la acompañé con uno doble...”. “Mh. Hasta ahí todo bien”. “Ahí me dijo que sabía que yo iba a apoyarla, incluso a ayudarla”. “Ah. Ahí empieza el problema”. “Descubrió que ahora es lesbiana. Ahí supe que se había pedido ese whisky sólo para joderme. El motivo de la cena, entonces, era que yo la acompañara en esta ‘nueva etapa’...”. “¿Y qué le dijiste?”. “Nada. Me mandé el doble de centeno de un solo trago, a la salud de las lesbianas del universo”. Lesbiana. Una maravilla. A mí sería la mejor noticia que podría darme una mujer que me deja.
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“Estás borracho...”. “Borracho no, pero si un esquimal me dirige la palabra en su lengua ancestral, me siento capaz de contestarle...”. “Está bien, igual no llamé para criticarte. Quería descomprimir un poco las cosas, y...”. “¿A las tres y media de la mañana, Andrea?”. “Evidentemente recién llegaste, así que...”. “¿María ya te devolvió tu cepillo dental?”. “Sí, pero... ¿a qué viene esa estupidez en este momento?”. Ah. Claro. Es cierto, nunca supe ubicar la estupidez en el momento correcto. Como si pensara que nunca es momento para la estupidez. “Está bien, olvidate. Otro tema: ¿habrá alguna posibilidad de que veas si en tu bolso no quedó esa botella de Glenlivet, te acordás, la que habíamos comprado aquella vez en el free shop?”. “P-pero... ¿por... por qué me hablás de cosas absurdas, con ese tono casi... de desprecio? ¿De qué... de qué querés vengarte?”. Venía el monólogo. Pero por suerte su voz se quiebra un momento y puedo meter mi bocadillo. “¿No mencionaste algo sobre descomprimir?”. “Sí... sí...”. “Otras veces lo hiciste antes, y siempre lo relacionaste con sincerarse, para así bajar la presión, aflojarse...”. “(casi inaudible) Sí...”. “Bueno, sinceramente la del whisky es una ausencia que me pesó mucho estas últimas dos noches...”. Un segundo, o dos. “¡Pedazo de hijo de puta, perverso, insensible de mierda...!”. A la tercera definición sobre mí me asiste el derecho de cortar, ¿verdad? Eso hago. Bueno, fue algo duro, espero que para bien de los dos. Al menos de uno.
Dormir, dormir, dormir. Hundirse entre las mullidas tetas de la Nada, donde todo es suave y liviano, el cuerpo, las
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galaxias, todo. Dejarse asesinar dulcemente, como si la gran madre universal te apoyara un almohadón cuántico sobre el rostro y lo apretara con una sonrisa amorosa, ahogarse sin angustia en algodones violetas, dejarse ir. Flotando hacia abajo, descendiendo sobre la caparazón de las nubes, penetrando lento, muy lento, en ese espacio fresco, en el patio trasero del tiempo donde nadie está muerto y los helicópteros mecánicos de la infancia pueden elevarse sobre las baldosas, donde, danzando codo a codo un esplendente y restallante Wonderland’s Cake-Walk, conviven para siempre Karadagián y el chicle-tatuaje, Batman y la tía Carmela, Drácula y Pepe Biondi, la Zorra y el Cuervo, Fantômas y el Parque Chacabuco, el pasillo y el Príncipe Valiente, Víctor Martínez y Pedro Goyena, la guitarra y la casa del abuelo, Verne y BenHur, Buffalo Bill, el Caballero Rojo, el tío Norberto, Emma Peel, Chaplin, los Tres Chiflados, la Enciclopedia Vox, Maxwell Smart, el último de los mohicanos, el General Custer, Patoruzú, los Picapiedras, Ferrocarril Oeste, Dennis Martin, la murga, Rattin, la Zamba del Guitarrero, Fu-Man-Chú, el baldío de Hortiguera, Nippur de Lagash, Ringo Wood, Bonavena, Isidoro, el Fantasma de la Ópera, el loco Gatti, el azúcar suelta, Antón Pirulero, la pizza de García, Jackaroe, el barrilete y el timbre. Timbre. ¿Timbre? Timbre. ¿Timbre? ¡¿Quién mierda está tocando el timbre?! Mfs, fush, jaum... A ver... ¿Las nueve de la mañana? Piedad. Mátenme. “No me mates, loco. Se me cerró la puerta del departamento, y como verás quedé del lado equivocado. ¿Puedo saltar por el patiecito de atrás?”. “Majo, la puta que te parió...”. “Gracias, loco. Permiso”. Cuando llegué a las tres y media de la mañana había música y voces en ebullición en su departamento. ¿Cómo puede estar brillando con tanta energía a las nueve? La sonrisa estridente, los ojitos bailoteando como dos cucara-
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chas borrachas con curaçao, el reflejo cegador de las mechas violetas y amarillas de su pelo... Bueno, al menos está también el culito sin bombacha como un bajorrelieve etrusco latente contra la delgada tela de bambula del pantalón que no aprieta demasiado, a la altura de mis ojos cuando sube a la silla para saltar la pequeña pared divisoria entre su departamento y el mío. Está bien, todo está perdonado. “¿Te parece divertido que ande saltando paredes por tu culpa?”, tintinea su voz desde el otro lado de la pared. No habla conmigo. “Encima que tengo que salir a buscarte al palier porque te escapás en cuanto abro la puerta, después entrás corriendo antes de que se cierre, sin que te importe que yo quede afuera. Qué, ¿encima te reís?”. Habla con su gato. A los 23 años, ya habla con su gato. Está veinte años adelantada. Esto demuestra que las vanguardias no tienen nada de loables en sí mismas. “Adso de Melk te pide disculpas por la molestia...”. Ahora sí me habla a mí. Adso de Melk es el gato, por supuesto. Majo estudia Letras. Hay quienes se apoyan contra un muro milenario para hablar con Dios. Yo me apoyo apenas en esta pared bajita y mohosa, y escucho a Majo hablarme desde el otro lado mientras la imagino en cuclillas acariciando a Adso de Melk (una posición interesante para el culito de bambula). “Che, loco, ehm... esa mujer ya no está con vos, ¿no?”. Diccionario Majo: “Mujer”: denominación del género femenino en su etapa senil, es decir a partir de los treinta años y un día de edad.
“Me la crucé el otro día en el pasillo, iba con un par de bolsos. Pero no hablamos nada. Viste que nunca hubo onda entre nosotras...”. Puedo oír el pensamiento de Andrea en ese cruce: “Te lo dejo solo, putita, ya sé que vas a correr a volteártelo...”.
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“Bueno, le limpio los dientes a Adso de Melk y voy a tomar un café con vos, ¿está bien?”. El departamento de Majo y el mío son los únicos de la planta baja. Es sólo un detalle, no un postulado de la predestinación y lo inevitable de ciertos sucesos.
Ya estamos desnudos. Es decir que Majo ya vio mi cintura secreta, eso que la inteligente elección de ropas más veinte años de manejo de la respiración ocultan a los mortales cuando estoy en sociedad. Vio mi secreto. Voy a tener que matarla. (O decirle que viva conmigo, lo cual está fuera de toda consideración posible). Después pensaré qué hacer, primero vamos a divertirnos un rato... si es que esta mierda deja de colgarme entre los huevos como una oruga desmayada y se decide a ponerse dura. ¿Qué carajo pasa con este carajo? (Bueno, de última me haré homosexual... Pasivo, además. Mh, no, no es lo mío). ¿Qué pasa, carajo, no te basta con apretujar el culito redondo y duro, no te bastan este pubis violeta, la mirada medio extraviada con los ojitos entrecerrados y la boca entreabierta? ¡Y las tetas! ¿No te alcanza con la sensación de tocar estas tetas que se desbordan de la camisa blanca en la penumbra de la mañana de ventanas cerradas, estas dos perlas que padecen de gigantismo en medio de un claroscuro a la Eisenstein, que bailotean entre mis dedos como esclavas negras en un ritual vudú? ¡¿Qué más necesitás para ponerte dura?! Sí, que la boca entreabierta se cierre y te envuelva en su mullida humedad caliente. Sí, ahora sí. Ahora... Voz en el contestador: “Hola hola... ¿Estás ahí, che? ¿Estás durmiendo? Si me escuchás, atendeme... Hola... Bueno, despertate porque estoy yendo para tu casa. En cinco estoy ahí...”.
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Que los dioses echen sus Harley-Davidson sobre tu miserable humanidad, Federico... Yo después te organizo una lectura en homenaje.
“Hola hola. Yo no sé cómo podés dormir toda la mañana. No sabés lo que te perdés...”. Lo que me pierdo está aún ante mis ojos, o mejor dicho debajo de ese pantalón de bambula. Y los dioses son unos completos inútiles. “No estaba durmiendo, Federico...”. Mirando a Majo, sonríe con una satisfacción perversa y los rombos art-deco de su barba se estilizan como manchas de una eyaculación de Modigliani sobre una sábana bordada. “Nada sucede ni deja de suceder porque sí, todo es un trazo de un dibujo que desconocemos. Hola, soy Federico...”. “Sí, ya sé”, contesta Majo con una sonrisa estúpida que me impresiona tanto como si acabara de brotarle en el rostro una barba a lo Napoleón III. “Me encantó tu último libro...”. “Lamento no compartir esa opinión. Pero en fin, quizá en mi próximo libro me reivindique un poco. Ya sabés: la búsqueda es un fin en sí mismo”. Qué afectado de mierda. Y lo peor es que esas mariconadas le resultan. “No sé por qué decís eso, para mí es una de las mejores cosas que escribiste. Es más, me gustaría... bueno, discutirlo con vos, si querés, alguna tarde...”. “Oh, me encantaría. Creo que hasta serías capaz de hacerme ver algún pasaje bueno, aunque un sólo párrafo no me justifique...”. “Basta de puterío”, iba a decir. Pero eso prolongaría todo, así que mejor digo: “Fede, ¿no sabés si mi abogado se comunicó con el tuyo?”.
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“Hablan todo el tiempo. Espero que sepan lo que hacen, ¿eh? Parece que arreglaron que vos y yo nos presentemos a declarar de nuevo el lunes”. “¿La cana nos va a citar?”. “No, es en el juzgado. Pero nadie nos cita: nos presentamos espontáneamente. Para demostrar nuestra buena voluntad, supongo. Nuestro espíritu de colaboración...”. Esta vez no lo puedo evitar. “Nunca me gustó la idea de ser colaboracionista... en ningún aspecto de la vida”. “Qué filoso, che. Cortás el aire con las palabras, ¿eh?”. Se vuelve hacia Majo dedicándole su sonrisa de entrevista televisiva. “Traducción: me compara con los colaboracionistas, los que en tiempos de guerra colaboraban con el ejército enemigo que había invadido su país. Yo sería colaboracionista porque escribo para una multinacional”. Los rombos vuelven a girar hacia mí. “Es eso, ¿verdad, che?”. “Te lo regalo. Podés usarlo en tu próximo libro”. “No me pelees. Mirá si terminamos condenados y compartiendo la misma celda...”. Eso no estaría mal, Federico. Quizá volvería a quererte. Ya no podrías modelar tu barbita cada mañana, se acabarían Kenzo y Armani, no habrían más Harley ni cocteles, ni paneles televisivos sobre nuevas tendencias o sexualidad alternativa. Quizá volverías a humanizarte. No, no estaría nada mal esa celda. Me siento tentado a confesar que degollamos a esa infeliz. Por los buenos viejos tiempos, Federico... ¿Qué...? No, maldito demonio, no me susurres eso... Ya sé que la otra posibilidad es acusar sólo a Federico, y luego ir a visitarlo a la cárcel para disfrutar de su renovada humanización, pero... En fin, habría que pensarlo.
Si dos días seguidos me tuve que levantar temprano, puedo un tercero. Aunque sea sábado. A las ocho y media
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sale el micro para Rosario. Qué miserable canoa con ruedas. No hace mucho, a mediados de los ’90, cualquier micro de larga distancia era una especie de living de prostíbulo rodante, pero no estaba mal. Pana roja o azul en los asientos, iluminación cálida, perfumes dulces y penetrantes hasta la náusea, la disponibilidad permanente del whisky y de la sonrisa de la asistente de viaje, el ronronear adormecedor de la máquina lanzada a toda velocidad sobre la suave perfección de su cuidada mecánica. Pero después llegó el nuevo milenio y el viejo país de siempre, y con alegría suicida nos zambullimos en el deterioro a chapotear como estúpidas focas felices. Esto es lo nuestro: el desperdicio constante, la gloria siempre pasada y el imposible país que eternamente está por venir. En Buenos Aires hay un sentido de la creatividad totalmente pervertido. La perversión consiste en procurar que todo esté siempre mal, y a partir de ahí renacer. Si algo comienza a salir bien, inmediatamente se empieza a conspirar hasta que aborte, y a menudo el principal interesado es quien se pone a la cabeza de la conspiración. Una vez saboteado y desperdiciado todo el emprendimiento —sea cual fuere—, y cumplido el tiempo de regodearse en la queja y el llanto resentido por todo lo mierda que es este país y sus gobernantes, nos lanzamos a inventar lo que muy pronto sabotearemos, y así... Esta es nuestra perversión eidética, la que transforma los micros de pana en tristes canoas rodantes con olor a culo (en especial los días de calor, porque el último aire acondicionado dejó de funcionar en 1999). Diez y media de la mañana. Majo debe estar terminando de preparar café, Federico debe estar por tocarle el timbre. No sé por qué me decepciono. Como si hubiera esperado algo de alguien de la generación de Majo, educada en escuelas y universidades que llevan veinte años de chapotear en el miasma estúpido-progresista revoluciorreaccio-
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nario, donde todo es igual y lo que no, es hecho a un costado, y si reincide es echado al tanque de ácido vitriólico socialdemócrata para que no queden rastros. (Lo alentador es que los nazis hacían lo mismo y aún así no ganaron; todo lo más, lograron que se pierdan un par de generaciones, lo que equivale a un pedito al aire libre en los campos de pastoreo de Dios). En fin, todo el montaje de diseño que Federico sostiene puede servir para entrevistas televisivas o acostarse con estudiantes de Letras (lo cual se logra también sin tanto maquillaje, y yo mismo soy la prueba), pero no le alcanza para que un grupo de fans de los comics lo invite a comer un asado en Rosario. Eso es demasiado popular para Fede, pobrecito. En la terminal de micros de Rosario, el líder del grupo de fans me está esperando desde las diez de la mañana. “Como no sabía si venías en este micro o en el anterior, aproveché para charlar con un chico que tiene un localito de revistas viejas acá en la terminal. Mirá lo que encontré...”. Una historia mía en una revista del ’92. En fin, hice cosas peores en mi vida y no me arrepentí, así que... Salimos de la estación y aparece una camioneta negra con rayos amarillos y lenguas de fuego rojas pintados en ambos costados. Hay quienes hacen cosas aún peores que yo en la vida. El gigante que conduce viste de azul eléctrico y lleva el pelo y la barba teñidos de un amarillo fosforescente. Los colores de Rosario Central, claro. Al que todos aquí llaman sólo “Central”, como remarcando que sería redundante mencionar el nombre de la ciudad, como si ambas palabras fueran sinónimos, como si no existiera “el otro” equipo de fútbol rosarino. Al enemigo no hay que respetarlo, simplemente se lo anula. Me gusta esta ciudad, me gusta esta gente... La camioneta en llamas nos traslada adonde otros miembros del grupo están preparando el asado. El lugar
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no podía ser más acogedor: un tugurio de rocanrol repleto de testimonios y vestigios de la noche anterior —vasos con restos de cerveza donde flota algún canuto de porro, una púa Gibson rajada al medio sobre el mostrador, algún papelito descartado, el olor rancio y húmedo a humo viejo, sudor y alcohol eructado. Todo un refugio, con su silencio cansado de iglesia en tiempos de guerra. O mejor aún, porque en tiempos de guerra al menos se pelea (por la vida, digo, no por ninguna causa), mientras que en estos tiempos... Pasamos hacia la parte trasera, donde entre pilas de carcomidos cajones de cerveza se alza un alero bajo el que incrustaron en la pared una larga parrilla. Unos metros más allá se abre un inmenso patio de baldosas rotas entre las que surgen un par de troncos de árboles frutales. Allí esperan unos cuantos más. En la última media hora el cielo se anegó con protuberancias sombrías encastradas caóticamente en una inmovilidad latente y presagiosa. Parece que viéramos desde abajo un gigantesco tacho de basura donde se acumulan algodones embebidos en el fluido negro, viscoso y emponzoñado que un ginecólogo tetradimensional va limpiando de la entrepierna de una criatura cósmica primordial que acaba de abortar. Son casi las dos de la tarde. Con el tercer vaso de vino y la primera rodaja de morcilla, el cielo revienta como una gran bolsa de cocaína en el intestino de un “camello” de Dios. El agua estrepitosa nos apiña bajo el alero, el viento exalta las brasas y la parrilla se parece por momentos a un baile de graduación de meteoritos. El vino se pone caliente, la carne del asado sangra, y si tenés ganas podés creer en el paraíso. Si esto fuera la ceremonia de entrega del Premio Cervantes no te mojarías los pies, pero estarías agarrotado de hastío y encima tendrías que dar un discur-
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so. Quizá Federico preferiría eso, pero sólo porque no tiene elección: esta clase de comunión con personas reales que aman en forma real —no intelectual— las historias que uno cuenta, y se conectan con ellas en el mismo punto —no el intelecto— en que estaba uno cuando las escribió, a él le está vedada. (Dos y media de la tarde, ¿Majo se la estará chupando?). Pero en lo que a mí respecta, ¿qué poder de seducción, qué chance puede tener la más elogiosa exégesis literariofilosófica de mi obra comparada con este amor de vino tinto y morcilla, cara a cara, mientras la lluvia arrecia y a pesar de ello nos llega un rugido de gol desde el estadio de Central, donde los muchachos parecen estar haciendo muy bien su trabajo? No way, Barthes.
Salí del minimercado de la via Gioberti con mi pan siciliano, mi prosciutto y mi formaggio, la Fanta de 1.500 cc, dos bananas y un yogurt con frutti del bosco. Todo un festín, caro amico. Caminé media cuadra para desembocar en la estación Roma Termini. Antes de entrar, me volví para contemplar por un momento los antiguos alberghi sobre la via Giolitti, esos gigantescos palomares donde la marginalidad inmigrante e ilegal se mezcla con viajeros del Tercer Mundo que, sin conocer Roma, reservaron su hospedaje por Internet y al llegar se encontraron con esta romería en ruinas (porque jamás podían imaginar que pensiones tan miserables tuvieran página web y prenotación en línea, cuando en sus países de origen no la tienen los hoteles de “categoría”, en la acepción tercermundista de esa palabra). Termini mostraba su mélange habitual, con alemanas multimillonarias esquivando tullidos para alcanzar el tren a Firenze, musulmanes aceitunados esperando el momento propicio para arrebatarle la cartera a una hacendada australiana que los mira de reojo convencida de que preparan un
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inminente atentado suicida que volará la estación, musulmanes aceitunados que miran de reojo al rastafari y el marroquí como si estos hubieran adivinado que ellos —para mayor gloria de Alá— llevan en sus bolsillos y en efectivo las decenas de miles de euros que les reportó su último negocio romano, cámaras fotográficas con sus japoneses adosados, italianos con sus celulares, africanos con su hambre irreparable, asiáticos en piel y huesos y asiáticas en pieles de visón, pordioseros que olvidaron su lugar de origen y a veces hasta su propio nombre... Salí de Termini para el lado de la Piazza dei Cinquecento, y llegué hasta la sucia Piazza Independenza. Una docena de mendigos hacía campamento junto a los bancos del pequeño círculo central, desplegando su caótico equipaje de inutilidades imprescindibles —bolsas, atados de periódicos, cartones, harapos, restos de envases plásticos...—, bebiendo y hablando con frases espaciadas e inconexas. Como en cualquier grupo similar de cualquier parte del mundo, cada tanto se producía algún enfrentamiento feroz entre un par de ellos, que se rugían con voces quebradas e inentendibles durante veinte segundos y luego seguían bebiendo como si nada. En fin, el lugar ideal para mi festín de despedida. (Siempre uso ese truco, antes de volver de Europa a Buenos Aires: caminar un rato por la parte más sórdida del lugar donde esté, para así aclimatarme un poco y tomar fuerza para emprender el regreso. No podés salir de allá si la última imagen que retuvieron tus ojos fue Siena, Ballyferriter o St. Malo, y caer de pronto en este lugar burdo, grosero y deprimente. La impresión podría matarte). Terminé el banquete y todavía me quedaba más de una hora antes de tomarme el metro a Tiburtina y de ahí el tren al aeropuerto. Los mendigos también habían acabado su almuerzo y disfrutaban del sol y de lo que quedaba de vino. Un par de ellos se echó a dormir. Otro se acomodó sobre
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un bulto indefinible y se puso a leer un librito de historietas, un “Diabolik”. Eso me recordó que le debía a mi editor italiano un guión de mi propio personaje, así que encendí un Winston, saqué mi cuaderno y me puse a escribir. Y entonces vi venir desde el lado de Termini a un linyera que mendigaba siempre por la salida de via Marsala, un borrachín que parecía Charlie Manson a los 93 aunque no tendría más de 50. Cruzaba la via Magenta hacia la Piazza, y así, caminando, venía leyendo un librito de mi personaje. Seguí escribiendo lo que Charlie Manson iba a leer seis o siete meses después. Nada, ni siquiera el premio Nobel, me podría haber hecho sentir más orgulloso. Charlie, el mendigo de Termini, se había gastado 2 euros en mí. Habiendo conocido la gloria en vida, desde ese momento ya podía dedicarme a escribir sólo para mí.
Diez de la noche en Rosario. El esplendor de la escalera de mármol que me lleva a la señorial sala del hotel me deslumbraría, si no fuera porque la última vez que alguien se preocupó por el mantenimiento de este lugar debe haber sido allá por 1950. Tanto lujo descascarado hace pensar en un palacio búlgaro pasado por algunas décadas de comunismo. Vino a buscarme Laura, una de las fans. Leonard Cohen escribió: “Las adolescentes con las que soñaba a los quince años, las tengo ahora. Les recomiendo sinceramente que se hagan famosos”. Vamos al lugar donde “hay que ir” por estos días en Rosario. Un pub escondido en una calle angosta y sin salida. Soñaba con una pizza antes del show, pero al llegar nos encontramos con que ya no cabe un alfiler. “No te preocupes”, dice Laura, “hay una mesa que siempre está disponible”.
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Habla un momento con el chico de la puerta, que asiente y señala hacia adentro. Laura, que aparentemente me cree un muñeco de gomaespuma, me toma una mano y me arrastra entre la muchedumbre compacta e impenetrable. Luego de contraerme y expandirme una docena de veces para amoldarme a los ínfimos huecos humanos por los que debo filtrarme en camino al centro del pub, llegamos a una mesa en la que increíblemente hay una sola persona, lo que la convierte en un claro de luna aireado y luminoso en medio del bosque incandescente de torsos, piernas, tetas, culos y cabezas encajados incoherentemente unos contra otros como en un boceto cubista. El asunto es que la única persona en la pequeña mesita redonda es una anciana que bebe agua. Me recuerda a un pájaro que tenía mi abuela cuando yo era chico, un cardenal con la mollera calva y el resto de las plumas de la cabeza disparadas hacia abajo y hacia afuera como los despojos de una escoba largamente maltratada. También la expresión de la vieja tiene algo de aquel cardenal, en especial en el pico. Cuando nos sentamos ni siquiera nos mira. A unos cuantos metros distingo a una camarera y le pido una pizza por señas. Aunque es claro que la única forma de que esa pizza llegue a la mesa es que me la arroje desde la barra como un frisbee. Laura parece empeñada en demostrar su inmaterialidad, porque al minuto de sentarse me dice que va al baño. La pierdo de vista apenas se levanta, y acá estoy en el claro de luna solo con la vieja. “It’s jokes time!”. Con esa frase absurda e imperdonable, sube al escenario un dúo de humoristas. “Son buenísimos”, decreta la vieja sin mirarme. Nunca podrían serlo si se presentan con esa frase, pero no pienso debatir con ella.
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Craso error. Quizá un monosílabo de respuesta de mi parte la hubiera conformado. Pero no. De repente las escobas giran y me encuentro con el rostro del pájaro apuntando directamente al mío. “Me vine un rato para acá porque una de mis gatas encontró un feto en el jardín de adelante, así que para qué iba a quedarme en casa... Vino la policía... Y acá se está bien. Me gusta la juventud...”. Y sobre “juventud” entra a cuadro Laura con una botella de vino blanco en un balde de hielo. OK, así son las cosas. Relajate y disfrutá. Ahora hay una banda lanzada a improvisaciones psicodélicas, que suena deliciosamente arcaica. Ahora estamos en 1968, y las piernas, torsos, culos, tetas y cabezas terminan de fundirse en un solo ser compacto y sudoroso que se balancea suavemente al conjuro del flanger del bajo. Laura perdió una mano pero consiguió en su lugar una aguaviva gigante, una Chrysaora lactea pero del orden de los helícidos, que avanza hacia mi entrepierna dejando un rastro de baba espumosa en el pantalón. En la segunda botella el vino se volvió verde traslúcido, y uno de los ojos de la vieja aprovechó un estornudo para salirse delicadamente (el casi inaudible “plop!” fue también con flanger) y alcanzar en tres o cuatro rebotes esponjosos el colchón de ceniza del latoso cenicero de Cinzano, donde, de haber tenido párpado, se hubiera dormido feliz. Todo se vuelve amarillo (excepto el vino verde). La banda está congelada, inmóvil, pero la música sigue envolviéndolo todo. Baja del techo y se extiende desde las paredes como cientos de delgadas toallas de baño en plan alfombra mágica en slow motion. No hay aire en el aire, sino oxígeno carbonatado que se bebe el humo y te vacía todo por dentro. Detrás del escenario la pared se disuelve como un chocolate de leche de bisonte, dejando aparecer de a poco la fuente de calor que la derrite: es una hoguera. Es-
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tán quemando a Juana de Arco. Ahora se entiende tanto amarillo. La vieja, eufórica, se para sobre la mesa y empieza a dirigir el coro de las Voces de Juana moviendo sus brazos en alto y haciendo espasmódicas señales de aviación. De su ojo vacío sale una gaviota que no entiende dónde está el mar. Todos quieren correr a quemarse junto a Juana de Arco, pero nadie puede porque todos son ese ser fundido piernas-tetas-culos-torsos-cabezas. Y Juana ríe a carcajadas, liberada, porque ahora sabe que es la loca que nunca fue. Y el fuego ya le lame los sobacos, y Juana ríe más, y el feto entra en vuelo directo desde el jardín de la vieja planeando como un cuervo hambriento. Y es dulce abandonarse al fuego de la aguaviva helícida y al fuego verde del vino. ¿Sabés una cosa?: la vida es una invitación a la hoguera. “¿Vamos?”, dice Laura. “Tengo un par de ideas para darte...”.
Yo puedo salir de Rosario a las dos de la mañana de un lunes porque estoy loco. Pero hacerlo para ir a trabajar indica al menos una lesión en el cerebro. Sin embargo eso hace el gigante auriazul con su camioneta llameante. Bueno, llevame a Buenos Aires. Cuando entro a casa son las cinco y media de la mañana. Antes de cerrar la puerta ya oigo la risita. Y enseguida la voz. “Ahora vas a tener que aguantarte la escena que te va a hacer tu contestador telefónico. El pobre aparato se siente explotado”. “¿Cuántos mensajes de Andrea?”, adivino sin mucho mérito. “Un muestrario de género. Empiezan con ‘Hola, lindo, ¿estás?’, y llegan hasta...”.
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“No especifiques. Quiero sorprenderme”. Dos segundos de silencio mientras dejo el bolso en el piso. “Che... gracias”. “¿Gracias? ¿Por qué?”. “Y... Sigo acá. No seguiste el consejo de tu abogado: ‘Deshacete de ella, te van a meter preso por posesión de metáfora, deshacete de ella’... Pedazo de marica de mierda... Bueno, pero no le diste pelota. Gracias...”. “Bah. La imprudencia me fue dada al mismo tiempo que el ombligo”. “Bueno... Que disfrutes...”. “¿Disfrutar qué?”. “¿Hablás solo, loco?”. La voz de Majo llega imposiblemente desde la cocina. Y desde allí aparece. “Pero... Majo, ¿cómo entraste?”. “Por el patiecito, por supuesto. Como tenías esa audiencia a las nueve, supuse que caerías más o menos a esta hora. Y te hice café”. Tres cosas son evidentes: que Majo es insomne, que eso acabará en ataques de pánico a los 25 años, y que son demasiadas las ternuras que la hacen una presencia peligrosa para mi tranquilidad. Pero entonces recuerdo su sonrisa Napoleón III con Federico y el peligro se diluye. “Esta hora de la madrugada es genial, ¿no? El silencio total, el olorcito del café recién hecho...”. “Mientras no me abras ninguna ventana... Odio ver amanecer”. “¿Y qué puedo abrirte, entonces? ¿Algún apetito, quizá?”. “El intelectual, por ejemplo. Contame tus conversaciones con Federico acerca de su magna obra, así duermo un rato antes de la audiencia”. “No me hables de ese pelotudo”. Oops. De pronto tengo hambre. “Si en algún momento me pareció interesante a partir de lo que escribía, él mismo me tiró su imagen a la mierda. Un tipo
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que cree que porque una mina leyó su librito está desesperada por acostarse con él es un imbécil”. “Digamos que basa su imbecilidad en la de muchas minas que sí se desesperan por tan poco”. “Problema de ellas. Yo lo saqué cagando”. No hay satisfacción tan grande y rica como la que nace de lo más pequeño y miserable del espíritu. Amén. “Te encantó el papelón de tu amigo, ¿eh?”. “No, no...”. “No, claro. Por eso tenés una sonrisa tan amplia que las comisuras de los labios se te juntan en la nuca”. Es decididamente peligrosa. Sí. “En fin, el tema es que me decepcionó mucho. No digo tampoco que de repente lo considero un mal escritor. Esa novela sobre el clítoris fue una idea genial. Yo lo llevo conmigo hace 23 años y nunca se me ocurrió escribir sobre él...”. Piedad. No hay derecho a exhibir ese humor y esas tetas en una misma persona. Yo recién comenzaba a recuperar mi tranquilidad... “Bueno, pero ya te hablé un rato de Federico y todavía no te dormiste... ¿Hay algo que te quita el sueño?”. Esta vez Majo abrevia los trámites y pasa directamente a la cuestión oral. A lo práctico y efectivo, digamos. Qué bueno que el diseño no lo haya infectado todo, que haya todavía quienes resistan. En esta mañana estamos celebrando una victoria secreta, un triunfo ínfimo pero fundamental sobre el vacío plástico de estos tiempos. Y hasta creo que estaré a la altura del premio que Majo se merece. Sí, hay veces en que el mundo apesta menos.
“A ver, a ver... Hablame claro. ¿Me estás acusando de algo?”. “Es sólo una pregunta, señor. No está obligado a contestar, como su abogado le habrá informado. Esta es una declaración voluntaria, no una indagatoria”.
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“Mi cliente entiende perfectamente el significado de este acto”, interviene Ludo. “Que, por otra parte, considero ya cumplido. Así que...”. “Esperá, Ludo, esperá un poco. Quiero saber si me acusa de mear en el domicilio de la occisa. Y en tal caso, ¿en qué consistiría el ilícito?”. “Como tu abogado, insisto en que tu declaración terminó”. “Doctor, permítame aclararle a su cliente —cuyo tono irónico desapruebo totalmente— que lo que dije antes fue sólo una inquietud personal, sin ninguna entidad procesal. Sólo me llamó la atención que, en esta ampliación declaratoria, mencionara que fue al baño en casa de la víctima. Ya que en su primera declaración sólo había dicho, cito textualmente, ‘entramos y salimos del departamento, no estuvimos más de cinco minutos’...”. “Mear me lleva de treinta a treinta y cinco segundos. ¿Querés una pericia al respecto? La hacemos ahora mismo y acá...”. “Señor, le informo que si considero que con sus palabras está faltando el respeto a mi investidura puedo...”. “Mi cliente no tiene nada más que decir. Buenos días”. Ludo se levanta y sale sin siquiera hacerme una seña. Es, en su estilo, la mejor forma de decirme que no debo volver a cruzar una palabra con este cuervo jurídico. Su actitud es tan clara que, aunque me dejó solo y libre para decirle al cuervo lo que se me antoje, sabe que me levantaré, mudo, y saldré tras él. Apenas salgo del despacho me cruzo a Federico y su abogado que esperaban que yo terminase mi declaración. “¿Qué pasó?”, dice nervioso Federico. “Tu abogado salió todo colorado, bufando y a toda velocidad. ¿Te mandaste una cagada?”. “No, una meada. Pero está todo bien”. Tengo que correr un poco para alcanzar a Ludo. Resopla y hace milagros para contener su ira. Es inútil decir nada, ni siquiera disculparme. Así, sin cruzar palabra, me monto en su auto y aterrizamos en su casa.
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Inmune a todo signo de tormenta en el clima emocional de Ludo, Presidente Perón simplemente recoge del suelo el saco que acaba de caer hecho un bollo y va a colgarlo. Luego irá a la cocina por el servicio de té, y lo servirá frente al sillón Culo-de-Caravaggio sin importar si Ludo está o no allí, o si está tieso por un reciente infarto cerebral. En esa actitud se basa, como está dicho, la felicidad que reina en esta casa. Aunque ahora ni esta cámara anticonflictos logra calmar a Ludo. Me habla entre resoplidos y con la presión en 39. “No vuelvas a intervenir nunca. En este asunto el escritor soy yo, y vos repetís mis líneas sin cambiar ni agregar una letra”. “Está bien, Ludo, tenés razón. Prometo que la próxima vez...”. “No sé si habrá próxima vez. Ahora se me ocurre que no sé si quiero seguir representándote”. Presidente Perón comienza su ceremonia del té frente al sillón. “Bueno, pará. ¿Qué tengo que hacer para que te calmes un poco?”. “No creo que, de momento, vos puedas hacer nada”. “Presidente Perón, ¿me das una mano?”.
“23 años... Muy bien... Muy bien... Es ideal”. “¿Y por qué vos nunca intentaste nada, entonces? Te cruzaste mil veces con Majo, viniendo a mi casa...”. Jorge duda por un momento, como si en realidad no hallara razón para su pasividad. “Es cierto. Ya pensaré por qué me dormí así. Pero el tema es que Majo es ideal. Ya sabés, 23 años: tiene demasiadas cosas para hacer. La facultad, la carrera, crecer profesionalmente... Todo eso es tiempo. Días, meses y años en los que no te va a romper las bolas con los famosos ‘proyectos’. Tenés por delante un mínimo de diez años para disfrutar de la vida sin que te presione con urgencias familiares. Decime, ¿es hija única, tiene hermanas...?”.
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“No, tiene un par de hermanos mayores, varones...”. “Uy...”. La expresión de Jorge es la de un inmigrante al que le dicen que volverá a su lejana tierra natal después de veinte años de exilio. “Se crió con varones... Hasta puede llegar a entender algo... Cagaste, negro. Es perfecta”. “No, no. Sólo aspiro a que sigamos siendo buenos vecinos...”. “Es perfecta. Además, vuelve a poner equilibrio en tus paralelas invertidas erótico-familiares, que con Andrea y Tati, que andaban por los 32, se te habían desfasado un poco...”.
TEORÍA DE LAS PARALELAS INVERTIDAS ERÓTICO-FAMILIARES, by Jorge La biografía erótica ideal se parece a dos líneas paralelas —una te representa a vos y la otra a las mujeres con las que te relacionás—, pero que son invertidas en cuanto a las edades, es decir que cuanto más joven sos más grande es la mujer, y a medida que vas creciendo esa relación numérica se va invirtiendo. En la práctica: partiendo de la adolescencia, entre los 16 y 18 años, hay que comenzar por relaciones con mujeres que podrían ser tu madre; luego se entra en la franja de las tías (uno anda por los 22 y ellas por los 35); hacia los 26 o 27 llegan las que podrían ser tus hermanas, es decir que tienen tu misma edad o tres años más o menos; después hay que buscar a las que podrían ser tus sobrinas (les llevás entre 6 y 14 años), esto va derivando hacia mujeres que podrían ser tus hijas (en un amplio rango de diferencia de edad que va desde ser 18 hasta 35 años mayor), hasta terminar tus días saliendo con quienes podrían ser tus nietas (diferencia de edad igual o mayor a 40 años).
“Majo es una sobrinita. Encaja perfecto”. “Sí, conozco la teoría...”. “Que es irrefutable, si me permitís la vanidad. Ya conozco tus objeciones: la injusticia de que para los hombres la vida esté en plenitud a la misma edad que a las mujeres se les empieza a
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terminar drásticamente el tiempo, la trampa biológica que hace que después de los 40 muy pocas mujeres puedan seguir en competencia mientras nosotros necesitamos hacer muy poco para seguir estando bien, etc., todo esto basado en la idiotez social que se centra en conceptos nebulosos de la belleza y la juventud. Y también te reconozco que ante esas situaciones respondemos con una total falta de solidaridad para con las mujeres de nuestra generación. Es cierto, no somos solidarios con ellas. Pero a estas objeciones, respondo con una frase que aprendí de vos. ¿Cuál es?”. “Yo no hice el mundo: tan sólo lo explico”. “Exacto”, y ataca la tarta de zucchini.
La idea era tomar un café en lo de Lil y después dejar a Jorge ahí y encerrarme a escribir algunas horas. Pero Lil estaba tan simpática con ese extraño kimono estampado con fragmentos de La Primavera de Botticelli y su sonrisa descansada y fresca de lunes al mediodía (justificación de la sonrisa: de martes a viernes atiende pacientes y dicta cursos en su consultorio de reiki; sábados y domingos hace turno completo en la peluquería de su madre), que no le costó mucho arrastrarnos hasta la casa de Andy y Vera. “Es un ratito, nada más...”, dijo mientras se cambiaba el kimono por un vestido de gasa, lo que incluyó un breve bailoteo al aire libre de su única teta central. A Vera, aunque tiene las dos reglamentarias, se le ve una sola cuando nos abre envuelta así nomás en una bata de toalla de Andy. “Ay, perdonen que los hice esperar, estábamos re-dormidos. Anoche nos acostamos muy tarde, porque era el cumpleaños de mamá y estuvimos en el restaurante árabe bailando hasta las cinco de la mañana”. Si la madre sopló las velitas de la torta y practica la tradición de pedir tres deseos antes de hacerlo, quizá uno haya sido que Andy y Vera se separen. Porque supongo
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que a ninguna madre le cae bien que su hija viva en pareja con su hijo. “Es el asunto del vaso medio lleno o medio vacío”, me dijo Jorge una vez. “Si Vera queda embarazada, el pibe va a ser a la vez hijo y hermano de los dos. Eso es lo malo. La forma optimista de verlo es que para la madre de ellos va a ser un nieto directo por partida doble. El supernieto, digamos”. En todo caso, imagino que la madre de Vera y Andy estaría demasiado aplastada por la versión “vaso medio vacío” como para siquiera pensar en que podría verlo como “medio lleno”. De todos modos, nada hace suponer que los hermanitos amantes estén pensando en ser padres-hermanos. “Queremos adoptar”, dice Vera sin anestesia. “De eso queríamos hablarte, Lil”, dice Andy algo menos suelto. “Y nos encanta que también estén ellos, ¿no, amor?”. “Sí”, dice Vera. “El tema no es simple, por lo que estuvimos averiguando. Está la cuestión de la edad, por empezar. Andy tiene 23 y yo 20; parece que prefieren parejas de 30 para arriba, y hay miles en lista de espera. Y además no estamos casados, ninguno de los dos tiene trabajo fijo ni título universitario, qué sé yo. Y tampoco sirve que nuestros viejos estén podridos en plata”. “Sí, hay muchos escollos”, apoya Andy y mira a Vera con una ternura cómplice que ella le devuelve en su sonrisa. Ni mención del pequeño detalle de que son hermanos. Si miro a Jorge vamos a estallar en carcajadas, así que busco una mirada de entendimiento en Lil... que no me mira porque tiene los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas clavados en la tierna parejita. “Te emocionaste...”, dice Vera mientras hace una caricia en el rostro de Lil. “Qué dulce...”. Ahora sí tengo que mirar a Jorge, porque es el único que queda de mi lado. Supongo. Sí, es así. Sólo que el tipo realmente lo está disfrutando.
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“Bueno”, dice Lil aspirando con mucho encanto una gotita de agua mucosa que asomaba de su emocionada nariz. “¿Y... cómo podría colaborar, qué podría hacer yo que les sirviera?”. Ayudar a amamantar al bebé con su única teta, se me ocurre. La lactancia natural es un derecho del niño, lo que abunda no daña, y si al pibe no le importa que su madre adoptiva adopte como marido a su propio hermano, menos se va a fijar en que la nodriza tenga una sola teta y en el medio del pecho. Rómulo y Remo fueron amamantados por una loba y fundaron un imperio. Tarzán fue criado por monos y sin embargo tuvo una existencia exitosa, mientras que Johnny Weissmuller, que chupó teta de madre sanguínea y luego todas las tetas que se le pusieron delante, terminó en un neuropsiquiátrico. En la vida no hay que ser esquemático. “Los tres pueden ayudarnos”, dice sonriente Vera, y trato de convencerme de que se refiere a Lil, Rómulo y Remo. Pero no. “Sí, los tres”, apoya Andy. “Con el asunto del trabajador social. Ya vieron cómo es eso: vienen a hurgar en tu casa, en tu entorno...”. Me pregunto qué podría aportar yo. ¿Servirá como caso testigo lo de Tarzán y Johnny Weissmuller? ¿Qué opina, señor trabajador social? “Podríamos proponerlos como testimonios que avalen que estamos capacitados para criar un bebé, que... bueno, que no somos ladrones, ni adictos, ni nada raro...”. “Nada raro”, sostiene Vera. Bueno, ¿quién podría decir qué es raro y qué no, en un mundo en el que existen las cebras, los albatros, los ornitorrincos o el Giant’s Causeway? Por no mencionar a las jirafas o los Kikuyo-Wakikuyo matriarcales del grupo de los Masai. “¿Por qué no?”, dice Lil. “Si todas esas leyes de adopción, como la mayoría de las leyes en este país, fueron redactadas para una sociedad que ya no es la de hoy. ¿Por qué preservar parámetros perimidos?”.
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Ah, esa aliteración espontánea... Me recuerda otra que citaba Borges: “En la punta de la plaza del pueblo de Pehuajó, hay un letrero que dice ‘La puta que te parió’...”. “Yo creo que cada uno, en tanto joven, debe ser un militante contra lo establecido. La diferencia está sólo en los ojos que miran, no en las cosas que esa mirada establece como diferentes”. “Qué querés decir, Lil”, corta secamente Vera. También la expresión de Andy se tensa. “Qué carajo tenemos Andy y yo de ‘diferente’. Tres orejas, antenas en la cabeza, dos ojos en el culo, qué, a ver...”. “No, no me entiendan mal, yo...”. “¿Vos, qué? ¿Vos nos ves como ‘diferentes’? ¿Te miraste en un espejo?”. “Andy, no me agredas...”. “No, Andy, ¿sabés qué?”, le dice Vera con todo el primitivismo a flor de piel mientras la idea de democracia se derrumba como un rancho de adobe inundado por las dos lágrimas de angustia que corren por el rostro de Lil. “Ella tiene razón: dos homosexuales pueden pedir un chico en adopción, pero nosotros no. De eso se trata, ¿eh, Lil?”. “Chicos, por favor, entiendan...”. Aún para Jorge, que hasta acá había disfrutado, es mucho; todo será un delirio, pero la angustia de Lil es real. “Pará, Lil, vámonos a la mierda...”, dice mientras la toma con delicadeza de ambos brazos y la va sacando. “Dejá que los pervertiditos se las arreglen solos, o que adopten gatos de la calle. Vamos...”. Mientras salimos siento las miradas de Vera y Andy anudándome las cervicales. Ya en la calle, Lil se acurruca en el pecho de Jorge y llora. “Yo los quería ayudar... Ustedes saben que es así... Jamás quise hacerlos sentir mal... ¿Cómo es posible que todo se entienda al revés? ¿Por qué todo se tiene que complicar tanto?”. Nadie tiene la culpa, Lil. Salvo el mundo, que somos todos. Un mundo donde alguien se hace sacerdote católi-
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co, pero como además es homosexual pretende que toda la estructura milenaria de la iglesia cambie y se adapte a él, sin ver que todos los principios institucionales del catolicismo pueden ser estúpidos y absurdos pero son esos que son, y más absurdo y estúpido es encapricharse en que todo eso gire a su compás, en vez de salirse de una institución que no lo contiene y, simplemente, inventar algo distinto. Un mundo en el que si te enamorás de tu hermana no aceptás la experiencia desnuda sino que querés tener o adoptar hijos y hasta casarte por iglesia. Un mundo, en fin, en el que todos hablan de nuevas alternativas sin querer renunciar a ni una de las viejas fórmulas. Un mundo que es sólo una gran academia de la frustración. Lo siento, Lil. Este es un mundo donde tu democracia es polvillo de soja entre los ácidos gástricos de Nuestro Señor. Lo siento.
“Es una tarada. Le dije que seguro ibas a llegar en cualquier momento. Es más, creo que por eso se apuró a irse: para que no parezca que yo puedo intuirte mejor que ella”. María me recibe con estas palabras, sentada en el sillón del living de casa. Le di hace tiempo un juego de llaves, por supuesto, pero jamás las había usado. Es raro. “Ah, y disculpame que te esperé adentro. Andrea me pidió que la acompañara, quería devolverte su copia de las llaves. Cuando llegamos y no te encontramos, de repente se le dio por entrar”. “¡¿Entró aunque yo no estaba?!”. “Medio terrorífico, ¿no? Bueno, la cuestión es que se puso a caminar de una punta a la otra del living, entró a la cocina, al cuarto... No tocó nada, pero... no sé, era como una fiera, parecía que olfateaba todo...”. “¿Para qué olfatear rastros? Estoy seguro que sabe todo lo que pasó en esta casa desde que ella se fue”.
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“Esa vecinita, la chiquilina que ni se te acercaba, que apenas te saludaba si nos cruzábamos en el pasillo...”. “Majo”. “Sí. Digámoslo así: ya fue al baño por lo menos una vez en este departamento, ¿no?”. “A eso me refería: ustedes lo saben todo. No sé cómo lo hacen, pero tienen una antena insoportable. Todas las mujeres. Están abonadas a la cámara oculta de Dios”. “Es cierto, y eso no se lleva bien con la propensión a la mentira que tienen los hombres”. “Pero vos sabés que la mayoría de esas ‘mentiras’ son recursos estúpidos para no tener que explicar tonterías que de todos modos la mayoría de las mujeres no entendería. Si yo vivo con una mina y me quedé tres horas hablando boludeces y aprovechando la happy hour de un pub, probablemente le diga que cayó una sorpresiva inspección tributaria en la oficina...”. “Vos no hacés esa clase de cosas. Aparte de que jamás te imaginaría en una oficina ni en una happy hour...”. “Está bien, pero entendés a qué me refiero. A un hombre le puede romper las pelotas que su mina se encierre seis horas en el baño con una amiga a maquillarse mientras el recital que él quería ver ya está empezando, pero no piensa que ella le está contando a la otra todos los cuernos que le mete y planea meterle en el futuro, o que de repente se les dio por hacerse lesbianas. En cambio, si el pobre tipo de la happy hour dice la verdad, es el comienzo de un cuestionamiento progresivo acerca de su interés por la relación, la valoración negativa que hace de ella como posibilidad real de interactuar desde lo afectivo y, finalmente, la imposibilidad de construir un proyecto. ¡Y el tipo sólo se tomó un par de cervezas porque la segunda era gratis!”. “No puedo creer que te pongas tan esquemático, nene”. “No estoy siendo reduccionista, María. Pero yo vivo en la calle y no miro a las personas con los anteojos que te dan la televisión, los libros de autoayuda y la ‘Cosmopolitan’. Vos sabés que nunca como ahora hubo una distancia tan grande entre el mun-
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do que reflejan los medios y lo que la gente realmente vive –aunque como discurso repitan el de los medios”. “Bueno, eso es verdad, todas las personas se dicen unas a otras lo que queda bien y es correcto y moderno decir, y después no hacen y no creen ni el diez por ciento de todo eso...”. “Sí, María, es así... Y en especial con las mujeres. No hay manera, ¿entendés? Si tuviera que hacer la teoría...”. “Ah, ya la estaba extrañando, nene. Tenía que venir una teoría. ¿Cómo es?”. “La tesis es: si querés alcanzar cierta estabilidad, cierta tranquilidad para poder realizar lo que tengas que hacer, la única forma de manejarse con las mujeres es mentirles. Esto no vale, obviamente, para mujeres con las que tengas una relación ocasional: si se trata de un par de noches, incluso un par de semanas, no hay problema. Pero en lo que se refiere a la tesis, resulta que en la realidad es imposible mentirle a una mujer que te conozca un poco, inevitablemente se dará cuenta de todo (puede hacerse la boluda, ok, pero sabe). Con lo cual es claro que con las mujeres no hay manera. Ahora bien, ¿podemos renunciar a ellas? No. Aunque decidiéramos hacerlo. Por lo tanto, no hay posibilidad alguna de vivir tranquilo. Ninguna”. “Ajá. Bien. No voy a hacer declaraciones al respecto”. “Porque es una generalización, ya sé. Está bien: particularicemos. ¿Qué hubiera pasado si yo le hubiese ocultado cosas a Andrea, si no le hubiese dicho abiertamente barbaridades como ‘No cuentes conmigo esta noche porque descubrí un bar rarísimo y me voy a instalar toda la noche a escribir la novela’?”. “Según tu teoría, si en vez de decirle eso le contabas alguna estupidez, Andrea se hubiera dado cuenta”. “Ok, pero dijimos que puede saber pero hacerse la boluda. ¿Qué hubiera sucedido entonces, de actuar yo como la mayoría de los tipos?”. “Entiendo. Está bien, nene, te lo acepto: casi seguro Andrea todavía estaría acá viviendo con vos”. “Pero yo no viviría tranquilo. La teoría cierra, ¿eh?”.
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“Qué sé yo, nene. Por lo menos, encaja bien en este momento de tu vida. Sin que clarifique la duda profunda, esa para la cual ni siquiera yo tengo respuesta y ya creo que nunca tendré...”. “Te referís a...”. “A lo que hace rato que te vengo diciendo, nene. La duda acerca de si tu vida sigue siendo real o es una novela más en la cual todos somos tus personajes...”. “La verdadera novela es pensar algo así”. “¿Por qué? Claro que es posible. Vamos, nene, conmigo no te hagas el inocente. En todo caso soy tu mejor personaje, así que...”. “Sí, entiendo: no te puedo engañar porque en algún punto sos yo”. “Entonces... Vos sabés que tenés mucho poder sobre las personas. No es ese poder que se impone por la violencia, por el choque, no sos uno de esos típicos hombres de acción que entran a los empujones y a los gritos en las vidas de los demás. No. Tu poder es mucho más intenso, porque no parece que hicieras nada excepto sonreír con tus ojitos verdes, hasta que de pronto una se encuentra haciendo cosas o metida en algo que jamás hubiera imaginado, que incluso hubiera negado por ser totalmente ajeno a sus ideas sobre la vida. No sé cómo lo hacés, no sé qué es. No puedo saberlo porque el proceso no se ve”. INTROMISIÓN: Esto aparece más adelante —o quizá finalmente no lo use—, pero viene a cuento aquí: Entré en el coche de Richard, adelante. Jorge estaba en el asiento trasero. Antes de decirme “Hola”, sin que venga a nada, de repente me disparó: “Tenés que empezar a dominar tu inconsciente hijo de puta y talentoso”. CONTINÚA MARÍA: “Sólo sé que llega un momento en que la “víctima” parece despertar de un trance y se encuentra ya metida hasta las uñas y
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vos seguís ahí, sonriendo, y no hay dudas pero tampoco hay pruebas de que fue tu obra. Y ya es tarde”. “¿Vos sentiste eso alguna vez?”. “¿Alguna? Mil. Y te vi hacerlo con decenas de personas. Andrea misma es un ejemplo. Ella estaba muy tranquila con su vida, se concentraba en su carrera en el canal de televisión, tenía a ese gordo vikingo como novio... Una vida moderna y cómoda. Sin mucha pasión, es cierto, con un toque de aburrimiento, pero equilibrada. Hasta que un mal día se cruzó con el loco, que le clavó su mirada y la condenó...”. “En el baño de tu casa...”. “No me involucres, no tengo ninguna culpa. Ella no lo supo, pero desde ese momento su destino estaba sellado. Tenía el virus metido en el cerebro, y el virus lentamente iba a hacer su trabajo de corrosión. Así fue. ¿O tenés algo que objetar?”. “No. Al contrario: creo que estás escribiendo muy bien”. “No, nene, lo mío no es novela. Vos sabés que no. Sos un peligro. Si fueras un seductor no habría problema. Los seductores sólo triunfan en la medida en que la víctima lo permita. Es un juego de dos, una situación equilibrada y justa. Lo tuyo es esencialmente injusto, porque la otra persona no tiene armas para pelear. Ya te lo dije antes: cuando se entera, ya es tarde...”. “Empezás a asustarme...”. “No te sonrías, porque es para asustarse. No sos un seductor, pero tampoco uno de esos manipuladores medio psicópatas, con los que también existe una posibilidad de pescarles el juego, desenmascararlos y zafar. Yo te vi crecer, nene, te conozco desde que tenías 18 años, y sin embargo no logro descifrar en qué consiste exactamente la forma en que actúa tu virus fatal: ¿qué le queda entonces a una pobre mina que se cruza por primera vez con vos? Pero lo que en verdad debería asustarte es que esa efectividad y esa impunidad de tu poder sobre las personas vaya degenerando, que termine dejando de ser algo impulsado por un deseo o un sentimiento tuyos y degenere en... no sé, en...”. “Y degenere. No necesitás definirlo más”.
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Por un momento María se había dejado llevar hacia una especie de anonadamiento analítico, si es que eso significa algo. Pero ahora vuelve a mirarme con esa mirada que tanto bien me hace, donde están Eva, Yocasta, Electra, Juana de Arco y Evita. “Vos lo sabés, nene. No te lo tengo que explicar yo...”. “No sé si sé, no sé lo que sé. Pero vos me viste durante todos estos años caminando siempre por el borde. ¿Crees que a esta altura hay peligro de que pase para el otro lado?”. “Supongo que no. Pero no estaría de más que empezaras a mirar un poco para atrás. Sé que es una idea ajena a vos, pero, quién te dice, por ahí ves algún hilo que quedó suelto. Nunca está de más asegurarse, ¿no?”.
Esa noche de jueves Pichu tocaba en el ruinoso primer piso de una casona sobre la avenida Córdoba. Simplemente habían tirado abajo un par de paredes y colocado una barra contra el balcón que daba a la esquina, y voila le pub. No había sillas ni mesas. Ni siquiera había una heladera, las cervezas se apilaban en una bañera repleta de hielo; un morochito muy flaco que no paraba de fumar porros se quedaba toda la noche sentado en el piso del baño para cuidar que los que iban a orinar no se llevaran ninguna botella. Tatiana me acompañó, como siempre desde el día que la había conocido, casi dos años atrás. Tatiana iba a todas partes, estaba en todas partes, nada le parecía mal y entendía todo. Jamás encontré a nadie como ella. Y era hermosa. Quién sabe cuántas cosas —infancia, lecturas, dolores, encuentros, desgarros, cierta locura, paisajes de barrio, sueños que hay que atreverse a soñar, decepciones, triunfos íntimos y triunfos de la calle— se habían ido conjugando y entrelazando para construir esa persona que yo no hubiera podido imaginar ni en mi delirio más optimista. ¿Cómo era posible que ese jueves fuera uno de los últimos
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días de nuestro amor? Simple. Todo se resumía en un diálogo que habíamos tenido un par de meses antes. “Tengo 32 años”, dijo ella. “Tengo que empezar a pensar en ir resolviendo algunos aspectos de mi vida. Vos me entendés”. “Sí. Y tenemos un problema. Vos tenés que empezar a resolver tu vida... en los aspectos en que la mía ya terminó, porque tuve la ocurrencia de empezar muy temprano. En una época en que todos esperan a los 30 o 35 años para empezar a pensar qué hacer con las parejas o los hijos, yo ya cumplí todos los pasos posibles y más, y de aquí en adelante sólo me queda dejar que mi cabeza haga lo que se le antoje para que mi vida se parezca cada vez más a mí. Otra de las tantas cosas que hice al revés, ya sé, pero...”. Me miró con un amor inmenso y dijo: “Sí. Tenemos un problema”. No volvimos a mencionar el tema. Era innecesario, y demasiado triste. Ella seguiría estando en todo y entendiendo todo hasta el último día. Que quizá fuera ese jueves. No lo sabíamos. Pedimos unas cervezas —otra opción no había— y Pichu se acercó a saludarme. “Largamos en quince minutos. Falta que vengan un par de invitados. Del canal, ¿viste?”. Y entonces vi entrar a Andrea, seguida de un viking al que le faltaban dos kilos para graduarse de lobo marino. Ella echó una miradita descuidada alrededor, que se conectó irremediablemente con la que yo le estaba clavando. Dos segundos eternos. Luego se dedicó a saludar con gestitos y sonrisas a los conocidos. Yo —exceptuando, claro, el breve episodio del baño de María— no había hablado con ella más de cuatro veces en el canal, y justamente por eso me hubiera correspondido uno de esos gestitos amables e indiferentes. Pero no hubo eso, ni nada. Tampoco actuó como si no me conociera. Fue más bien como si no me viera, a pesar de las tres o cuatro veces que se encontró con mi mirada en esos minutos antes de que Pichu empezara su show.
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Fue como una medida de aislamiento preventivo ante la certeza de la peste. Todos nos acomodamos en el piso, apoyados contra las paredes, formando una especie de guardia rectangular. Quedé codo a codo con el viking. Andrea a su izquierda, Tati a mi derecha. Se apagaron las luces y la banda de Pichu empezó a tocar. Nada mal. Unas cuantas canciones folk interrumpidas por largas improvisaciones germánicas. Una mezcla de Dylan, Grobschnitt, The Fugs y Troilo. Como buen músico experimental del siglo XXI, Pichu no producía una sola nota que no sonara anterior a 1975. La vanguardia es así. No todas las luces se apagaron. Dejaron una luz negra de esas que hacen resaltar irrealmente todo lo blanco, incluyendo desagradablemente los dientes. Tati a mi derecha, Andrea a mi izquierda a sólo un gordo de distancia. Supe que estaba entre la de ahora y la futura. Y que ellas, sin saber nada, comenzarían a olfatearse. Ya lo confirmaría en un comentario de una, en la forma de pasar delante de la otra. Tatiana estaba hermosísima (su otra condición posible era sólo hermosa), con su camisa de seda ceñida a su torso imposiblemente perfecto, dibujado por el deseo atávico del arquetipo del hombre, con algunos botones desprendidos hasta el nacimiento de los pechos, y la pequeña pollera negra descubriendo sus piernas exactas y poderosas. Habían pasado unos veinte minutos de show. Tatiana me dijo que iba al baño. Cuando se levantó y se alejó dos pasos, vi desde atrás su bombacha diminuta y blanca encendida como un cartel de neón, brillando enloquecedoramente bajo la delgada pollera por efecto de esa bendita, maldita luz negra. Instintivamente volteé mi cabeza hacia la izquierda. Andrea la estaba mirando con tal intensidad que casi parecía que la deseaba. Volví a mirar a Tati, que en ese momento giró su cara hacia mí y me sonrió refle-
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jando la luz como el más bello de los planetas de un universo ideal, espejo de perfección. Esa noche tuve tantas ganas de llorar como creo no haber sentido nunca en mi vida. No pude dormir, en realidad ni siquiera pude cerrar los ojos. Permanecí mirando la oscuridad de nuestro cuarto hasta que algunos hilos del amanecer empezaron a asomar entre los intersticios de las persianas y se empezó a distinguir vagamente la silueta de Tati, dormida y maravillosa. Recién entonces cerré los ojos, y sentí la tristeza como un malestar de viejo amigo, esa tristeza del mundo, no la penita miserable y personal. Así me quedé por unas horas, y no pude llorar. No pude. Nunca lo había deseado tanto. Nunca.
“Me gusta la lluvia”, dijo ella. “Me gusta el reflejo de las luces de la calle sobre el asfalto mojado”. Estaba deliciosamente reclinada contra la amplia ventana, con la frente apoyada en el vidrio, descalza. Me acerqué por detrás y la tomé de la cintura. Se volvió hacia mí con su sonrisa de planeta imposible, y enseguida miró otra vez hacia la avenida. Por un momento me dejé hipnotizar por el bailoteo del agua allá abajo. El efecto visual era curioso: si mirabas fijamente, el orden de los elementos se alteraba hasta formar otra imagen, como si lo que repicaba sobre la calle no fueran gotas de lluvia sino bolitas de luz cayendo sobre un espejo de agua que reflejaba el asfalto del cielo. Tatiana volvió a mirarme sonriendo, me rodeó el cuello con los brazos y me besó. Luego se apartó de mí y fue hacia la mesa. “Bueno, ¿me vas a leer eso o no?”, dijo tomando mi cuaderno y tendiéndolo hacia mí. Sí, con Tatiana yo podía hacer cosas como ponerme a leerle algo así:
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“En los tiempos arcaicos en que los hombres conversaban cara a cara con los dioses porque sabían que eran la misma cosa, el Sol penetraba con su pene de azufre en las grutas de la Tierra para engendrar los minerales de la vida. Y la Tierra menstruaba, y sobre la tierra roja de esa sangre primordial florecían las Sibilas —en Cumae, en Marpesos, en Epira. Y antes aún, en los tiempos en que Ea y Damkina engendraron en el corazón del santo abismo al gran Marduk y le dieron todo el poder, la sabiduría y la belleza, Marduk enseñó a los babilonios que la vida nacía del coño de la Madre Tierra, porque esta era la fuente de la cual surgían los ríos que los alimentarían, y les enseñó a pronunciar la palabra pû, y les enseñó que esa palabra, esa misma palabra, significaba a la vez “fuente” y “vagina”, y más tarde los sumerios dijeron buru cuando quisieron nombrar la vagina y buru cuando quisieron nombrar el río, porque río era fuente de vida y coño fuente primordial de todo río, y vida, coño y río eran una y la misma cosa. Y así fue siempre después, y así es también hoy. El coño nos informa de qué va la cosa. Nos ilustra acerca del mundo que rodea a ese coño, acerca de cómo es en esencia el entripado de ese mundo. Y el Gran Tajo-Espejo que signa nuestro tiempo nos informa que nuestro mundo luce más bonito cuanto más podrido está por dentro. No importan el cáncer, las úlceras, los tumores, la metástasis. No son más que rumores de mal gusto. Lo importante es que el horario de visita es de 3 a 8 pm., y no te olvides de tener al día la cuota de tu sistema de cobertura médica. Y no vengas a otra hora que no sea entre las 3 y las 8, porque podés cruzarte con una enfermera que transporta un canasto lleno de sábanas cagadas e incluso algún intestino fermentado recién expulsado por el ano contranatura de algún vejete cuya cuenta hospitalaria la paga Salud Pública, y no me vengas con que la enfer-
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mera tiene un culazo de órdago y que con semejantes tetas serías capaz de montártela sobre las sábanas cagadas, porque si la querés violar —ella aceptará con gusto— deberás esperar a que acabe la limpieza y desodorización de todos los ambientes, no sea que caiga el veedor de Sanidad S.A. y descubra que en su ausencia las pústulas hieden. El lema es: ¡Que luzca bien! Ni hablar, claro, de tumores como el hastío, la soledad o la miseria. Todo se soluciona con buena voluntad, dentífrico y Christian Dior. C’est à dire: todo va mejor con Coca Cola, ¿está claro? Y sobre todo, por favor, sobre todo, ¡mucha limpieza sexual! La enfermera de las sábanas cagadas estará encantada de que la violes, pero tené la delicadeza de esperar a que termine de perfumar su carnoso durazno vaginal. Es primoroso, ese coño-durazno. Relleno, carnoso, morrudo, con dos mofletes que parecen los de Zero Mostel, Oliver Hardy o Lou Costello. Más bien los de Zero, más bien esos. Unos rubicundos y redondos pliegues de carne con una piel de fruta recién lavada, escurrida y lustrada con la manga del pulóver, emergiendo entre sedosos arbustos de delicados bucles desinfectados, frescos y perfumados. Un coño como lo podría haber pintado Gustav Klimt o algún otro de esos maricas. Casi da pena pensar que, sea porque logres controlar tu eyaculación por más de un minuto o porque la enfermera venga de un período de abstinencia, el bello coñito preimpresionista puede llegar a mojarse con los jugos del deseo. Sería una gran pena. Como si a Zero Mostel se le escapara un pedito por la boca. Lamentable, ¿verdad? Pero después de todo quizás el coñito-durazno no se embadurne de flujo, porque es probable que nuestra enfermera sea frígida. O al menos anorgásmica. Posiblemente también su primoroso coñodurazno sea la bella antesala de una matriz podrida, o desflecada por algún dispositivo anticonceptivo intrauterino que se haya oxidado
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en su interior, pero eso no viene al caso. Recordemos que el lema es: ¡Que luzca bien! Sarava. Estoy seguro de que en los días precámbricos de mi infancia los coños todavía olían a coño. Lo sé porque, siendo que el coño es el signo del mundo, los elementos de ese mundo deberían comportarse como el arquetipo que los signa, y en aquellos días la yerba olía a yerba, el café a café, la calle a sudor y gritos sagrados de guerra y mi aliento a roquefort, salame y chicles Adam’s. Hoy —a excepción, quizás, del roquefort— todo huele a coño de cajera de supermercado, a coño de nylon envasado al vacío, a inodoro coño en serie, industrializado e insípido, impersonal y dietético, supercongelado, y por favor deje su bolso en Recepción al ingresar al supermercado para evitar malentendidos posteriores, ¿me entendió, miserable anarquista desestabilizador hamburguesófobo?! Pues me niego. Me niego a dejar mi bolso en Recepción. Me niego tozudamente, porque hacerlo me recuerda que también te obligan a dejar el alma en la puerta antes de entrar a tu empleo. “Sírvase dejar sus problemas personales en la puerta antes de cruzar el umbral de este recinto, que no puede ser mancillado con la presencia verificable de ningún aspecto que pudiera catalogarse como perteneciente en algún sentido a lo humano. Aquí sólo necesitamos lo peor de usted, lo más bajo, lo más sórdido, lo más brutal de su persona. Aquí sólo necesitamos de su absoluta despersonalización. Aquí, en este sacro recinto laboral al que usted ingresa tras dejar afuera todo lo que podría definirse como ‘usted’, aquí sólo necesitamos que conserve usted la mínima capacidad como para no confundir un expediente con una silla Luis XVI, o para distinguir entre un torno y la Sonata a Kreutzer. Con eso basta. Ah, y... ¡que luzca bien! Favor no olvidar este lema. Stop. Caso contrario despido automático s/indemnización. Stop. ¡Stop!”. No, es lo que digo. Digo no. No.”.
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Cuando terminé, Tatiana se quedó mirándome en silencio por unos segundos, y entonces sonrió y me dijo entusiasmada: “Escribamos un libro sobre caníbales”.
Había noches que, en la cama, Tatiana me daba miedo. Miedo de que una de esas noches acabara por devorarme. Miedo dulce y embriagador, sí. Pero real, concreto. Alguna noche Tati iba a cruzar una última línea y me iba a comer. Nunca había sentido algo así. Con nadie. Debí salir corriendo la primera noche que nos acostamos. Pero, ¿cómo pedirle esa prudencia a alguien que tiene hormigas en el culo de la mente? Debí salir corriendo la primera vez que vi ese valle exuberante entre sus piernas, con colinas, hondonadas, grutas y arboledas como hubiera querido imaginar el Arquitecto cuando le encargaron que soñara el Edén. Toda esa superficie mágica parecía vibrar en forma imperceptible pero contundente, como si en lo profundo de la matriz se estuviera liberando la masa crítica del sexo primordial y viniera hacia el punto de desborde montada en una alfombra de espuma cuántica transportada por un infinito ejército de taquiones. Toqué. Se produjo una reacción en cadena que inundó la habitación de chispas de jade electromagnéticas que se pusieron a danzar sincrónicamente como leucocitos arrojados de súbito a los cuerpos cavernosos del miembro de un ahorcado. El clítoris, hinchado y erizado, empezó a girar como una hélice de coral conectada a una turbina atómica, como un mantra nuclear cuyas revoluciones sólo podían medirse en algoritmos cabalísticos. Era imposible pensar en cuestiones como el desenvolvimiento de la espiral sexual con fases de excitación,
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fases preorgásmicas, mesetas y toda esa huevada. El curso de las cosas era impredecible, zambullidos en la nebulosa dinámica del universo atómico. Allí no existía un asunto tal como la causalidad. Nadábamos, nos deslizábamos, flotábamos en un biogravitón primorosamente decorado con cortinas teleológicas. Energía, pero no fuerza ciega. Vertiginosidad, pero no histeria. Flotar en el mullido vacío. Sexo acuático en el aire. Mi verga omnijetiva sumergiéndose en el superespacio uterino en busca de esa masa crítica del sexo primordial para producir la fusión nuclear, sin que esto implicase perseguir ese o cualquier otro objetivo. Los portales del superespacio eran pura carne caliente latiendo y oliendo a almendras, y tras esos portales sólo podía haber más de la misma maravilla multiplicada. La verga —ya a esta altura emancipada y francamente taoísta— comenzó a sentirse como en el palacio de soltero de un sultán imaginario. Había medusas de tul que la hamacaban, solícitas, con la dedicación que pondría una puta francesa en la resolución de un enigma matemático. Había espesas salsas calientes y pegajosas que la acunaban como si no fuera una verga sino un bebé sospechoso de mesianismo. Y había, ay sí, una inmensa población de erizos de gelatina contra los cuales el glande podía arrojarse y rebotar con la alegría infantil de un anciano en su primer fin de semana a solas con una adolescente pervertida en una cabaña perdida en el bosque. Todo bien bañado e impregnado de olorosas espumas que manaban de esponjas con corazón de crustáceo, un denso flujo marino que parecía el resultado de todo lo transportado por las corrientes desde lejanas playas en las que a la orilla del mar se celebraban orgías interminables cuyos desperdicios —esperma, secreciones vaginales, coágulos menstruales, saliva, sudor— eran confiados a la sabiduría de las olas,
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además de condimentos circunstanciales como la sal, las algas y la imposible orina de los tiburones. Y todo realzado con música, por supuesto. Música de sopapas que fracasan y de splack-splush-gluock, adornada con percusión de peditos vulvares. La música que hubiera podido componer Debussy un día después de su muerte, en caso de que hubiera muerto de sífilis. Fue un paseo mítico y fundacional por la Scheidestrasse. En tal estado de tensión y expansión que el prepucio iba a cortarse en cualquier momento como la cuerda de un piano, la verga taoísta recorrió la Scheidestrasse arriba y abajo, respirando en los portales y hundiéndose hasta que la única forma de ir más hondo hubiera sido que yo mismo fuera tras ella, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, arriba y abajo, y otra vez, y arriba y abajo, y el clítoris girando sobre sí mismo hasta fabricarme un ombligo en la pelvis, y el escroto como una bola de demolición contra las nalgas cada vez más tensas, como un par de campanas enloquecidas en busca de su badajo perdido, una y otra vez, plack-plack-plack, y más y más y más, y otra vez, y el coño holográfico lleno y a la vez inabarcable, demasiado abierto y a la vez completo en sí mismo, empapado y generoso, rotundo y contundente pero sin bordes, cálido y tormentoso, y qué bello mundo sería este mundo si ese coño fuera su símbolo... Toda la Scheidestrasse era de punta a punta una gran fiesta hospitalaria que rezumaba vida hasta en lo que de muerte pudiera haber en semejante entrega. Hasta que un giro de creep en ayunas nos derribó. Caímos boca arriba los dos en la cama, con los rostros casi pegados y los cuerpos disparados hacia cualquier lado, formando una “L”. Respiramos como pudimos durante unos segundos, luego nuestras miradas se cruzaron, nos sonreímos extraviados y estrábicos, y ambos cerramos los ojos.
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Respiré profundamente dos veces, volví a abrir los ojos, la besé tontamente en la mejilla. Ahora ella abrió sus ojos, volviendo a sonreír. “Uf... Cómo nos dormimos, ¿eh?”. “¿Qué?”. “Ah, vos no te quedaste dormido en este ratito...”. “¿‘Ratito’? Tati, no cerramos los ojos por más de quince segundos...”. “¿Estás seguro?”. “Sí, claro”. “Qué raro... Porque me pareció que el sueño que tuve había sido largo...”. “¿Sueño? ¿Ahora? ¿Recién... soñaste?”. “Sí... Era un barco, muy antiguo, una especie de galera pero muy despojada, rústica... Había muchas mujeres esclavas, que eran las remeras. De alguna raza que no podría especificar. Rostros antiguos, en piel y huesos... Algo muy lejanamente parecido a refugiadas iraquíes... Transmitían un sufrimiento inmenso, inmenso... Hasta que entendí que estaban todas muertas. Habían muerto de hambre”. Y todo quince segundos después del sexo. La vida me pareció entonces un lugar posible. Por eso tenía que haber huido esa primera noche. Porque a menudo lo posible termina siendo un hilo suelto en tu vida, y ahora sé que eso no es bueno.
“Hola. Sentí olorcito a café recién hecho...”. “Majo, ¿ya nunca vas a volver a usar las puertas?”. “Si querés las uso. Me gusta esto de saltar por el patiecito, pero... como quieras”. “Quiero las puertas. Es mi costado convencional. Me mantiene compensado”. “Bueno, loco, bueno... Che, qué hermosa música estabas escuchando, ¿qué era?”. “No la estaba escuchando, la estaba tocando”.
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“Yo oía un violín y una guitarra. ¿Dónde tenés tantas manos?”. Aparición desde la cocina: “Ya está el café... Ah. Hola”. “Majo, ella es Alma. Ella tocaba el violín”. “Hola...”. “Hola. Bueno, traigo una taza más...”. Alma vuelve a la cocina con bandeja y todo. Majo me habla mirando el violín sobre el sofá. “Bueno, no sabía que estabas con alguien... Todo bien, loco, pero...”. “Alma es mi hija, Majo”. “¿Hija? ¡Si tiene mi edad!”. “No, sólo parece. Pero tiene algunos menos que vos. Tiene 17”. “Ah... ¿Tu hija? Mh... Mirá vos...”. “No es la única. Majo, llevo un par de décadas acumulando pasado. No se me nota tanto como a otros, pero...”. “No, está bien, es que... es cierto, me cuesta verte como alguien que ya pasó por historias que en mi vida todavía son tan ajenas, tan lejanas...”. “¿Lo tomás con azúcar?”, dice Alma regresando con la bandeja. “Sí, sí. Azúcar”. Majo la mira mientras sirve el café. Mira a Alma, pero está queriendo ver otra cosa. “Tu mamá debió ser muy hermosa, ¿eh?”. Ah. Era eso. “Es muy hermosa”, apuñalo. Perdón: acoto. “Gracias en nombre de las dos”, dice Alma sonriendo. “Así que tocás el violín...”. “Más o menos. Recién empiezo...”. “¿Por qué no tocan otro poco? Estaba buenísimo lo que tocaban. La melodía era tan dulce, tan melancólica...”. “Sí, dale, pa, toquemos un poco más...”. “Está bien, dale... Pasame la guitarra...”.
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A ver. Chip “Dulce & Melancólico”. Enter. Cuadro de diálogo: “This chip is already installed in your system”. Ah, ok. Bueno: un, dos, tres, va...
“Hermoso...”, dice Majo. Se le enrojecieron un poco los ojos. Está adorable. “¿Qué es?”. “Una vieja canción irlandesa que habla de una muchacha fantasma. Molly Malone...”. En la bella Dublin, donde los fantasmas son tan hermosos, vi por primera vez a Molly Malone. Arrastraba su carro con ruedas de madera por las calles gastadas y estrechas, gritando con su hermosa voz ronca: “Almejas vivas... Mejillones vivos... ¡Oh oh...! Almejas y mejillones...”. Su padre lo habia hecho antes, y cuando el murió lo hizo su madre, y luego en Molly eran los tres quienes iban por las calles gritando: “Almejas y mejillones... ¡Vivos, Oh, oh!”. Un dia la abatió la fiebre. Quedó tirada en la calzada, nadie pudo hacer nada por ella. Ese fue el final de la dulce Molly Malone. Desde entonces su fantasma anduvo con el carro de madera por las calles, gritando: “Almejas... Mejillones... Vivos... Oh oh... Oh oh...”.
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Luego yo mismo me convertí en fantasma. Y entonces volví por ella. Ahora la dulce Molly Malone vive aquí, conmigo, junto a mí. Nadie lo sabe (bueno, sí, excepto mi abogado, porque nunca se sabe...). Ni siquiera se lo conté a Alma.
“¿Atiendo, pa?”. “Sí, por favor. Hoy no quiero hablar con nadie”. Cuando Alma va hacia el teléfono, Majo se acerca y me habla en voz baja. “Perdoname, de haber sabido que estabas con tu hija no me hubiera aparecido así, de golpe, a lo Juana de Arco tomando por asalto los muros”. “¿Querés decir que, si no estoy con mi hija, está bien que me tomes por asalto?”. “No, no, lo que quiero decir es... ¿no te jode que tu hija me vea acá? No sé, por ahí no te gusta que ella sepa de ciertos aspectos de tu vida...”. “¿Cómo es eso? A ver, me parece que ahí hay una idea que me interesa mucho...”. “Pa”, dice Alma desde el teléfono. “Insiste”. “¿Quién mierda es?”. “Ludo. Dice que es importante”. “Bueno, voy. Majo: quiero volver a hablar de ese tema, ¿eh?”. Majo me mira sin entender una palabra. “Sí, Ludo, qué pasa...”. “Esto se complica. Logré ver el sumario. Hay cosas que no sabíamos. Tuvieron sexo con el cadáver”. “¿Qué...? O sea, ¿la mina se acostó con alguien antes de que la maten?”. “Dije ‘con el cadáver’. Se la cogieron después de muerta. Venite para acá que tenemos que hablar, el caso se está poniendo sórdido”. “Pero no entiendo, ¿qué cambia eso en relación a mí?”.
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“Encontraron esperma y un par de vellos púbicos masculinos en la vagina. Los análisis dicen que son de dos personas distintas. ¿Entendés lo que te estoy diciendo? Hubo dos hombres en el asunto. Dos hombres...”.
“¿Entre qué horas, estimativamente, permanecieron en el domicilio de la occisa?”. “¿No tiene Word en esa computadora?”. Ludo me atraviesa con la peor de sus miradas. Federico y su abogado, en cambio, apenas atinan a volverse hacia mí antes que la parálisis facial los inutilice. “¿De qué habla, señor?”, dice el Gran Inquisidor detrás de su carcomido escritorio. En mi país la Justicia no es ciega pero sí pordiosera. “Sólo pregunto. Porque, no sé si sabe, hay una herramienta que le permite copiar un texto y pegarlo en otro lado. ¿Para qué vamos a repetir cien veces las mismas respuestas a viva voz? Corte y pegue, hombre, y listo...”. “¡Limitate a contestar estricta y concisamente lo que se te pregunta!”, estalla Ludo, parándose y golpeando el desvencijado escritorio que se sacude como un flan. Esto tiene por efecto que la pantalla de la arcaica computadora se ponga negra por dos segundos, antes de reiniciarse. “¿Habrá guardado el documento a medida que escribía, su señoría? Dicen que la prevención es la mejor arma contra el delito”. Entonces Ludo —sólo yo puedo lograr algo así de él, lo reconozco— me agarra de un hombro y empieza a sacudirme hasta casi arrancarme la remera. “¡¿Qué carajo te pasa?!”, chilla muy por encima de la quinta línea superior del pentagrama. “¡¿Estás loco, estás drogado, qué mierda?!”. Ahora es mi turno de ponerme de pie y gritar un poco para equilibrar las cosas y no dejar solo a mi amigo en
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su estallido. Pero primero arreglo mi remera tapando el hombro desnudo. “¡¿No sabés qué mierda me pasa?!”, grito lo más convincentemente que puedo al tiempo que descargo los dos puños sobre el escritorio y la computadora vuelve a apagarse y encenderse. “¡Me pasa que estos hijos de puta me quieren volver loco! ¡¿Por qué me hacen cien veces la misma pregunta?! ¡¿Esperan que alguna vez cambie mi respuesta, me quieren confundir para lograr eso, eh?! ¡¿Qué carajo les pasa a ellos?!”. “Bueno, bueno, vamos a calmarnos todos, ¿eh?”, interviene el multinacional y de pronto imperturbable abogado de Federico, que por su parte permanece sudando inmóvil, a excepción del temblequeo patético de su labio inferior. “Está bien, de todos modos... se me borró todo, así que...”. Entre pausa y pausa, el Gran Inquisidor parece dudar entre encarcelarnos o simplemente echarse a llorar. “Así que... mejor les envío una nueva citación... sí, estamos todos muy nerviosos, así que...”. Así que de repente da una furibunda patada al pobre escritorio, que ya no resiste y se hinca hacia delante con una pata quebrada, como un triste Cristo artrósico claudicando en su Calvario. La computadora, que contra toda lógica esta vez se mantiene encendida, resbala en cámara lenta ante nuestras miradas atónitas hasta caer en el regazo de Federico, que mira por un segundo el aparato absurdo sobre sus piernas y luego comienza a producir un sonido bochornoso, una risita histérica e incontenible que sin duda derivará en lloriqueo —Federico es de los hombres que reivindican su “costado femenino”—, sin que él pueda hacer nada para detenerlo porque la conciencia de estar mostrando esa vergonzante reacción nerviosa lo anula y paraliza cualquier iniciativa de dominio sobre sí mismo. Ludo está rojo e hirviente como el culo de una vaca recién atropellada por un tren,
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con la presión en 59, y el otro abogado se apura a hacer una llamada por su celular. Salgo casi corriendo. Igual todos saben dónde vivo, así que... Nuevas pericias involucran a dos escritores
Sorpresiva derivación en el crimen de Barrio Nor te No se difundieron los nombres, pero se trataría de dos figuras conocidas en el mundillo de la cultura
“Se habla de vos en las ‘Policiales’. Increíble. Era la última sección de un diario en la que te faltaba figurar”. “No. Tampoco hablaron nunca de mí en ‘Deportes’...”. “Cierto, te falta esa”, acepta María. “Bueno, ¿no dicen que no hay argentino que no sea psicólogo y director técnico? Por ahí un día te ofrecen la Selección...”. “¿La Nacional, o la Intercarcelaria?”. “Está bien, mejor dejamos el diario, ¿eh? Igual, con tanto vapor ya se está derritiendo y me estoy llenando los dedos de tinta...”. Es cierto, ya apenas distingo la cara de María, sentada frente a mí en el otro extremo de la bañera. Ahora estira su hermoso cuerpo —milagrosamente intacto a su edad— para alcanzar el vaso de Cinzano que está sobre la pileta. “Tomá un trago más, y después relajate. Voy a abrir otra vez la ducha”. Le hago caso. Cuando otra vez el agua repica como una lluvia liberadora de verano y se reavivan la espuma y las algas y todo lo que María incorporó a nuestro baño de inmersión, respiro profundamente y al exhalar me dejo hundir un poco, me dejo deslizar hasta que mi cadera hace tope contra las piernas abiertas de María. “Eso es... Así...”, susurra sonriendo este ser mágico, esta madre que viene a buscarme siempre allí abajo donde a
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todo el resto del mundo se le acaba la capacidad de comprensión y el valor. Para curar, para reparar. Sin preocuparse por entender o no, sin pedir. Esta obrera alquímica que llena con barro cálido y leal, primigenio, los recovecos descascarados y carcomidos de mi soledad. “A ver, dame esos pies... Te hago esos masajes que te gustan... A ver... Así... Relajate...”. Sí... Sí, sí, sí... “María...”. “Shh... Silencio... Relajate, nene, dale... Dale...”. María, madre, amada, pedazo de mí, María, allá fuera está lleno de cerdos y cochinas que lo joden todo, que anegan de pus la vida de otros por miserias como llegar tarde al almuerzo en casa de mamá o ser quien le haga las llamadas privadas al jefe, que asesinan a sus hijos discutiendo frente a ellos acerca de esas miserias porque miserablemente intuyen que al asesinar a un chico nace un cerdo, allá fuera todo es amargura inventada y problemas inexistentes que sin embargo corroen toda posibilidad de crear o apasionarse, y nosotros, María, estamos acá en el ojo más profundo de la gloria y el espanto, cerca, muy cerca de lo humano más olvidado, quemándonos el pecho como en un sacrificio, y después resulta que son ellos los que se autodenominan personas, María... “Shh... Callate también por dentro. Pará un momento esa cabezota. Relajate, nene. Relajate...”. Sí, María... Cae la lluvia... Cae sobre un puerto cualquiera en una noche vieja y amiga... (“¿Un puerto? Yo he conocido un puerto... Decir ‘yo he conocido’ es decir ‘algo ha muerto’...”. ¡No! Pará la cabezota. Parala...). Cae la lluvia. El agua se mueve ahora. Me mece un par de segundos, me deslizo un poco más, hacia delante y hacia abajo, un poco más... Dejo de pensar hasta en la respiración... Todos mis ritmos se aquietan, me voy volviendo imperceptible... Lluvia, agua mecedora, el tiempo que deja de pasar...
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“Ey...”, suavemente. “¿Te dormiste?”. “¿Eh? N-no... Sí, pero... ¿Majo?”. “Yo. Hola. No me preguntes qué hago acá. Esa mujer amiga tuya me vino a buscar, me dijo que viniera...”. Majo se arrodilla junto a la bañera, sonríe con toda la vida por delante, acerca su carita maravillosa a mi máscara de náufrago, susurra. “Bueno, ¿puedo... meterme ahí con vos?”. “Sí... Claro... Por favor...”. Ay, María, santa madre de nadie, deliciosa mère maquerelle pervertida y pura: Dios debería existir sólo para que yo pudiera creer en bendecirte. Pero qué se puede esperar de un tipo que creó un mundo que es casi por completo agua, pero de la cual no más de un 5% se puede potabilizar. Menudo cabrón el tío.
Fue muy bueno. Fue más que liberador. Y en el agua: eso fue lo mejor, sí. Ahora el agua de la ducha sigue cayendo sobre nosotros y Majo está recostada con su espalda sobre mi pecho. Mis piernas atrapan sus piernas, mis brazos desde atrás rodean su cuerpo todavía eterno por unos cuantos años más. Ya no quedan espumas ni algas en la bañera, sólo agua transparente siempre renovada por la lluvia que cae principalmente sobre su vientre y su pelvis. Qué vista maravillosa desde mi perspectiva: unos mechones de cabello, un poco del perfil de su rostro, sus pechos como islas flotantes, el pubis deliciosamente teñido de violeta... Si estiro un poco los brazos alcanzo su entrepierna. Puedo jugar un poco con los labios, puedo entreabrirlos un poco. Uno de los chorros de agua de la ducha: eso se necesita. Con movimientos suaves y coordinados, expongo su clítoris a ese ataque acuático. Majo se estremece toda, lo siento en cada parte de su cuerpo apoyada en el mío. Ayudo con mis dedos a que el chorro de agua haga
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contacto constante. Majo tiembla, atenazada por mis piernas y mis brazos, clavando sus uñas en mis muslos, tiembla y se muerde los labios, suelta algún sonido gutural, sus nalgas se tensan —lo siento en mi pelvis—, cada tanto un espasmo la recorre. Pero el chorro de agua es implacable. Sigue y sigue y sigue... (Hagamos una encuesta clitoridiana: Señor clítoris, ¿prefiere usted que Federico lo use como tema de una novela, o que un chorro de agua lo embriague hasta perder el sentido?). Pero entonces Majo explota en un grito. No hay necesidad de ninguna encuesta. Pasan un par de minutos, y cierro la ducha. Salgo de la bañera para abrir la puerta del baño, o el vapor nos reducirá a esqueletos. Entonces suena el teléfono. La voz de Ludo resuena metálica e histérica en el contestador: “Dos cosas. La primera es, obviamente, que renuncio a representarte legalmente. La segunda: cumplo en informarte que el juez va a pedir pruebas de ADN a Federico y a vos, y que está considerando procesarlos. Pruebas de ADN. Adiós...”. Entre la realidad del clítoris y la realidad del contestador, parece claro que llegó el momento de tomar una decisión. Bueno, Jacques Brel ya lo había dicho: “Morir por morir prefiero morir antes de que mi vida sea vieja morir entre el culo de las chicas y el culo de las botellas...”. Y, sí. Morir por morir...
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Yec’hed mat d’an holl El mundo gay ha muerto. Felicidades. Decir el mundo gay es decir el mundo del diseño. Dos formas de referirse a caras de la misma moneda. Los matices no son relevantes, porque se trata de un cadáver. La muerte hace irrelevante toda sutileza. El mundo gay ya es cadáver y apesta. Como todo lo que alcanza su apogeo. Sería exagerado compararlo con Grecia, Roma o el Cristianismo, pero ese rasgo es común: cuando alcanzaron su máximo grado de esplendor y expansión, en ese preciso instante, cuando su realidad parecía más absoluta, en ese momento murieron. Mientras los adalides de cada universo triunfante se emborrachan con la gloria alcanzada, los gusanos ya están comiéndose su cadáver. Siempre fue igual. La muchedumbre no se entera hasta mucho después, pero la muchedumbre nunca se entera de nada. Este momento de apogeo es, también para el mundo gay, el comienzo del final. De todas formas era una idea que nació muerta, como cualquier otra —social, política, filosófica— que promueva la no-diferencia. El ser humano es sólo diferencia. En la misma Naturaleza lo es: una diferencia, una anomalía, una especie demente y enajenada que en lugar de alimentarse come palmeritas, crêpes, soufflée de huevo, pennette rigate o profiteroles. Es una locura: ¿quién necesita una palmerita? 93
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El universo es un concierto perfecto donde no falta ni sobra una sola nota. Sólo el ser humano fue capaz de producir la palmerita, algo que contraría todas las leyes universales conocidas porque si existe no cambia nada, y si deja de existir tampoco. Eso es demencia. Eso es gloria, también, ya sé. “Sigo sin entender la idea”, dice Matilda. “¿Otra vez? Es simple: la humanidad se divide en hombres y mujeres. Ambos géneros se dividen a su vez, números más números menos, en heterosexuales y homosexuales. Y entre estos, a su vez, hay heterosexuales que son gays y otros que no, y homosexuales que son gays y otros que no. De hecho, me atrevería a decir que hay más gays entre los hetero que entre los homosexuales. Ser gay no tiene nada que ver con que te acuestes o no con tu propio sexo. No tiene nada que ver con la sexualidad”. “No entiendo”. “A ver... Tom Cruise, por ejemplo: ahí tenés un típico heterosexual gay. Blando, correcto, afectivo, insulso, previsible, con una carga erótica aplicada con filtros del Photoshop. Una vez le preguntaron a Richard Harris qué pensaba de esas nuevas generaciones de actores y el tipo contestó: “Y bueno... Son esos actores que se acuestan a las 8 de la noche con una redecilla en el pelo porque al otro día tienen que filmar...”. ¿Entendés? Harris era del ‘club’ de Peter O’Toole, Richard Burton, Eastwood, esos tipos durísimos que primero vivían, y recién a partir de eso ponían la carita en la pantalla. Y del otro lado... a ver... Boy George: ahí tenés un ejemplo de homosexual que no tiene un átomo de gay”. BOY GEORGE DIXIT (Reportaje de Chris Sullivan en The Guardian) ¿Qué piensas de la fama? Sería fantástica si viniera con un botón “off”. Aunque lo mismo podría decirse de la mayoría de las cosas buenas de la vida: el ingenio, la belleza, el encanto, la riqueza... y el delineador de ojos.
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95 Rechazaste el título de Miembro del Imperio Británico... ¡Por supuesto! Creo que eso es el fin. Es darse por vencido. Pero al hacerlo te perdiste la oportunidad de una foto con la Reina. ¿Quién quiere fotografiarse con una Reina que parece vestida en Marks & Spencer de los años ‘80? Tendrían que meterla en un corsé, ponerle unos tacos y darle un empujón. Esa mujer es espantosa. ¿Admiras a Tony Blair? (Da unos alaridos) ¡Por favor! Siempre preferí a Linda Blair, es mucho más creíble. ¿Qué piensas de George Bush? El epítome del chico privilegiado: un inservible. También eres duro con George Michael... Lo vi por televisión el otro día. Hablaba sobre Wham! y decía: “Era una gran estrella y de golpe me di cuenta de que era gay”. Casi pateo el televisor. ¡A mí me dicen marica desde que tenía cinco años! Nadie se levanta un día y de golpe se da cuenta de que es marica. ¿Qué piensas de las series de TV como “Queer as folk”? Queer Eye y Queer As Folk alimentan esa versión edulcorada de la cultura gay no sexual e inofensiva, y eso nos hace volver al casillero de salida. Para mí, esto es mucho más brillante. Hoy quiero volver a la vergüenza, a los días de la acción subrepticia en callejones oscuros. ¿Qué piensas de Madonna y la Cábala? Creo que es típico de ella ser parte de una organización que compra a Dios, ya que detesta hacer cola. Bueno, igual que el resto de nosotros. ¿Qué te parece Elton John? ¡Todo ese dinero, y sigue peinándose como la señora que sirve la mesa! Qué tristeza.
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96 ¿Y Michael Jackson? Pienso que también habría que pasar por las brasas a los padres de esos niños. Cuando yo era chico mi madre jamás me habría dejado ir a quedarme una noche en la casa de un tipo rico.
“No sé...”, masculla Matilda. “Igual, si lo tengo a Tom Cruise a mano no me voy a poner a pensar en tu teoría. Esos ojitos que tiene... Ese culito...”. Ahí vamos de nuevo. Típica apreciación del mundo gay. Ideas como que el culo de un hombre puede ser algo bello son idioteces que nos vienen en línea directa desde Foucault pasando por Freddie Mercury. El culo masculino es algo horrendo que sólo se puede empeorar mediante depilación, imagen que da escalofríos, o cosas más bizarras como dejar los pelos donde están y peinarlos con algún gel fijador. Morite, Foucault (ah, creo que ya lo hizo). “Permiso”, dice Matilda y va apurada hacia el baño del bar, sin preocuparse por el trozo de nalga que se escapa por debajo de su diminuta pollera cuando sube la escalera. Echo una miradita alrededor. Alcanzo a percibir a mi izquierda el movimiento apurado de la cabeza de una rubia de unos 38 años, que sonríe a sus compañeros de mesa intentando disimular que me estaba mirando. No está mal. La veo casi de frente, conversando animadamente aunque sus ojos apenas pueden resistir el impulso de moverse hacia mí para chequear si la estoy mirando. En un momento gira su rostro para hablar con quien está frente a ella en la diagonal opuesta de su mesa. Con lo cual la veo de perfil. Eso es lo que mata a las cuarentonas: el perfil. De frente, muchas pueden hacerle un elegante “ole” al tiempo: la sonrisa abierta, la expresión juguetona en la que un toque de maquillaje tapa líneas pero no el reflejo tan sensual de la experiencia, los ojos llenos de deseos de vivir...
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Pero el perfil esconde todo eso y deja sólo la media mueca cansada, la línea que continúa el ojo, el cuello que suele tener cinco o diez años más que su dueña. Sí, el perfil es el estridente cartel de neón de una cuarentona. Anuncia que pronto, ay, muy pronto, se integrará al ejército de las cabezas injertadas en cuerpos veinte años menores. Ese es uno de los productos más incoherentes del mundo gay de la estética y el diseño: se alquilan cuerpos, esa es la única explicación de que haya tantas cabezas de mujeres feas, viejas y amargadas colocadas sobre cuerpos juveniles y hermosos. Las grandes ciudades están infectadas de mujeres de 45 o 50 años cuyos rostros y cuellos de papiro, incubadoras de cáncer por exceso de exposición a la radiación ultravioleta, son transportados por cuerpos modelados y rotundos, absurdamente jóvenes estética y físicamente. Se ha vuelto casi imposible determinar qué clase de mujer es la que va caminando delante de uno. El culo, las piernas o la cintura dan una información que luego, cuando te adelantás a ella para mirarla de frente, es desmentida por la cabeza cincuentona injertada en esas formas firmes y apetitosas. Personalmente, y para ya no acumular desilusiones, resolví la cuestión con bastante sentido práctico: lo primero que miro a una mujer que va delante de mí es el culo, y lo segundo, los codos y las manos. Es la única forma de saber si realmente es joven o tiene una cabeza injertada. El regreso de Matilda me saca de estos pensamientos. Parada junto a mí, sonríe luminosa y hace un par de movimientos graciosos con la cadera, y enseguida da un pequeño giro. “¿Te gusta?”. Miro sus pantalones que por delante apenas alcanzan a tapar el pubis y por detrás dejan adivinar que un milímetro más abajo de la tela comienza la rayita deliciosa que divide sus nalgas, y apruebo.
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“Están bárbaros, ¿viste? Y con esta camisita quedan super bien, ¿no?”. Vuelvo a aprobar con otro movimiento de cabeza. Contenta, Matilda vuelve a sentarse para terminar su jugo de pomelo. Sí, dije que Matilda vestía pollera, ya sé. Y así era, pero ahora lleva pantalón. Es que Matilda actualiza la moda segundo a segundo. La mayoría de las mujeres tratan de estar atentas a los cambios de la moda, para dejar de utilizar esto que hasta ayer era lo último y ponerse lo nuevo. Pero Matilda llevó esto a un grado en que su percepción de la moda se agudizó tanto, que es capaz de levantarse en medio de una conversación porque sintió que el último segundo de validez social de una prenda acaba de llegar y debe ponerse ya lo que para las demás será moda recién dentro de unos meses. Es raro el día que la ves en el bar o pasando por la puerta sin llevar una bolsa con el logotipo de alguna marca europea. Su actividad diaria, sostenida por el dinero inagotable de su padre, consiste en conectarse por el Messenger con Paris o Londres, recibir día por medio al empleado de DHL que le trae a su puerta paquetes de ropa —a veces es sólo el modelo de prueba de algo que quizá finalmente no llegue a comercializarse—, buscar dónde cambiarse en forma urgente cuando su reloj interno le avisa que lo que lleva puesto acaba de perder actualidad —generalmente en baños de bar, pero también puede encarar a un viejo que toma sol en la puerta de su casa y pedirle que le permita entrar un segundo—, y otra interminable serie de disparates relacionados con el cumplimiento estricto de su neurosis. Lo cual no le deja tiempo para ninguna otra cosa, por supuesto, por lo que Matilda jamás trabajó en sus 26 años de vida. Es de alguna manera como las “series convergentes” de la matemática: su vida es un número infinito de mo-
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vimientos cuya suma da, sin embargo, un resultado finito; el ocio, en este caso. Es congénitamente incapaz de actividad formal. Pero tiene un cuerpo perfecto y joven que coincide adorablemente con la cabeza hermosa que transporta, así que, ¿se le puede objetar algo? No volveré a mencionarle lo de la muerte del mundo gay. A este cadáver todavía le quedan muchos años de convulsiones como una rana decapitada mientras su pelo y uñas siguen creciendo, así que es probable que Matilda se muera sin enterarse. Después de todo, ¿de qué sirve enterarse de nada? La única realidad es lo ilusorio.
Señoras, señores, caballeros, damas, rabinos, imanes, papas romanos o satánicos, excelentísimos miembros del Gabinete en el Exilio, cabalistas y cabuleros, santos mendicantes, nazis y sionistas, sufíes, carabinieri, agentes de bolsa y de seguros, cristianos, leones y compañeros en general: con ustedes... ¡Merlina K.! “¿Cómo andás, nejed? ¿Se puede saber por qué carajo hace tres años que ni siquiera me mandás un mail? Pero antes que nada: ¿qué es eso que me dijiste por teléfono, de que Federico y vos están enredados en ese crimen de Barrio Norte?”. En este país imbécil donde todos creen en la Información, nada más fácil que ocultar un par de nombres. Basta con que una multinacional se lo aconseje a alguien del Ministerio y este traslade el consejo al juez de la causa. Claro, sólo hasta que la multinacional considere que llegó el momento de aprovechar comercialmente la difusión de los nombres y entregue la cabeza de Federico a la prensa. “No hablemos de eso todavía. Contame cómo estás vos”. Mi pregunta es absolutamente espiritual, porque el resto está a la vista. Si Merlina K. era espectacular hasta que dejé de verla hace tres años, ahora, que tiene 26, esti-
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lizó de un modo tan sutil su espectacularidad que resulta difícil estar frente a ella sin quedarse atónito murmurando “blerwm, blerwm” con los dedos tamborileando en los labios. “Estoy bien. Estoy saliendo con un abogado que me lleva veintidós años, lo cual significó un despelote absurdo en su familia ‘legalmente constituida’, con escándalos policiales y psiquiátricos, en fin, una porquería... Y mi vieja, por supuesto, klage y klage de la mañana a la noche, y sólo se interrumpe para decirme que está segura de que yo ni siquiera voy a tener la decencia de acompañar su cuerpo hasta el cementerio judío de La Tablada, cuando finalmente el sufrimiento se la lleve. Pero ya se va a acostumbrar. En cambio, la esposa de mi novio va de mal en peor. Hace diez días, se vació en la garganta un frasco de insecticida en aerosol. Típica burrada de una fracasada que en realidad está muerta hace quince años. Lo único que supo hacer toda su vida es deprimirse en un yate, criar grasa en el cerebro, parir un par de hijos como parte del negocio y amargarse y aburrirse y achatarlo todo. Y después se vuelve loca porque su marido se enamora de alguien como yo...”. “Alguien como yo”, dice. A los 20 años, además de un exterior invencible, tenía ya una deliciosa hipercerebración que le hacía escupir dos o tres ideas por minuto, todas ellas estructuradas desde una visión del mundo por completo original, que lo ponía todo patas para arriba dentro de un sombrero de bruja y allí lo agitaba produciendo nuevas criaturas calidoscópicas que, sin embargo y por estar hechas de materiales cotidianos, cualquier idiota e incluso un empleado podían reconocer. Y ante las que todos —empleados, genios, chamanes o funcionarios públicos— quedaban haciendo “blerwm blerwm”. Dos años después, se recibía de abogada. Y las escenas que escribía para televisión, de haber llegado a manos del productor de alguna serie de Sony, le hubieran reportado millones. Leía a Nietzsche mientras miraba “South Park”. A los 23 años cantaba en un coro celta, bailaba
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salsa en un grupo cubano y empezaba a trabajar en el estudio de derecho tributario más importante de Sudamérica. Ahora, a los 26, cuando la llamé por teléfono para que nos encontremos me contó que pronto se recibirá de traductora de chino. “Alguien como yo”... “Yo no sé por qué no se deja de joder esa vieja pelotuda”. Vieja que tiene cuatro años menos que su novio, por cierto. “Pero en fin... como te decía, estoy bien”. “Pero el tipo... tu novio... ¿sigue viviendo con su mujer?”. “Más bien. ¿Por qué te creés que hay tanto despelote? Ya te dije: eso no es un matrimonio, a esta altura es sólo un negocio. Separarse le saldría carísimo, es casi imposible desarmar la maraña financiera y social que armó en torno a esa estructura de familia. Y él no tiene huevos como para patear el tablero. No llegás a su posición profesional y económica pateando tableros...”. “No, claro, pero... ¿y entonces?”. “Y entonces... nada”. “Nada” es la palabra más rara que puede sonar en sus labios. Siempre en Merlina hay algo. Me mira un par de segundos y sigue. “¿Viste?, al final hubiera sido preferible tener esta clase de quilombos a los 20 años, y con vos. ¿Por qué no dejaste que pasara? Hubiera sido mucho mejor...”. Recibo el mazazo. La cabeza no llega a separarse en dos pedazos, pero la masa encefálica se derrama por mi pecho y mis hombros como una especie de vómito de guiso fermentado antes de haber sido ingerido. Trato torpemente de impedirlo con ambas manos, trato de juntarla y meterla otra vez en la abertura del cráneo, mientras voy cayendo de rodillas lentamente. Tardo siglos en caer, y antes aún de que mis rodillas toquen el piso mi cuerpo entero comienza a agitarse con convulsiones que parecen inducidas por impulsos eléctricos que un invisible Barón Frankenstein me estuviera aplicando mientras ríe con mudas carcajadas de espástico.
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Mis rodillas por fin se clavan en las baldosas de la calle y mi culo se aplasta contra mis pantorrillas, mis manos tiemblan con las palmas muy abiertas apuntando a mi pecho, y alcanzo a notar una alfombra de viscosidad cambiante que al instante no puedo dejar de analizar: las convulsiones en esa posición tan indigna me hacen chapotear en mi masa encefálica que se mezcla con mi vómito propiamente dicho, aunque enseguida compruebo que eso no es todo porque, sin control de mis reflejos más elementales, también me he cagado un poco encima. “¡Viktor, Viktor!”, le grito a Frankenstein para que me ayude, pero de mi boca los fonemas salen ahogados en pedos y meteoros, y de todos modos Viktor Frankenstein no podría hacer nada por mí porque —sí, recuerdo haberlo leído en alguna parte— se ha hecho evangélico y como yo no lo soy su único deber es sufrir por mi equivocada almita con incontinencia. Mi visión va fundiendo a negro desde los costados hacia el centro y pienso que quizá sea la muerte que viene a liberarme, y mientras me desplomo de hocico al piso —siempre en slow motion, claro— escucho un multitudinario coro de arcángeles en una cancha de fútbol que vocifera: “¡Y klage! ¡Y klage! ¡Y klage, Viktor, klage...!”. Lo último que veo es la cara de Merlina K. en las baldosas que sonríe y me dice: “¿Te acordás de aquella noche que esperábamos el colectivo en Córdoba y Rodríguez Peña, y de repente pasó un peruano que nos miró desencajado y nos dijo que los dos íbamos a acabar en el infierno? Al final no terminamos de arder nunca. Hubiera sido mejor. Mucho mejor...”. Y ni siquiera me liberó la muerte, vieja hija de puta. Está bien, hubiera sido mejor entonces, claro. Hubiera sido mejor cuando yo te escribía poemas y vos los leías en el colectivo y querías reírte pero llorabas y por eso nunca podías leer la última línea. Cuando vos tenías 20 años y por eso yo también tenía 20 años, y nos quedába-
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mos horas enteras hablando parados casi en la esquina de Rodríguez Peña, con mi mochila colgada en la ventana de esa casa abandonada a la que una noche, inexplicable y mágicamente como en un cuento inglés, vimos entrar de pronto a un cura. En aquellos días yo era un Golem tirado sobre una mesa de madera olvidada en la trastienda de la vida, con un cartel en la frente que decía “Met”, el muerto para siempre y nunca jamás, y llegaste vos y me dibujaste la letra que faltaba, y el cartel dijo “Emet”, verdad, vida que vuelve, libertad del renacimiento. Y el Golem se descascaró todo, y bajo el barro estaba yo sonriente y luminoso porque un Cristo femenino y más judío que nunca me había tocado con su cabellera milagrosa y rubia. Hubiera sido mejor seguir los secretos de la Cabala que tan fácil nos resultó descifrar a mí, el niño viejo con un mapa a tu medida, y a vos, la pequeña princesa judía que quería aprender a construir una catedral y sabía que yo sabía de memoria el manual de origami psicodélico. Pero me equivoqué, princesita. Te convencí de que eras Juana de Arco, sólo para después pretender salvarte de la hoguera. Eché un balde de hielo a los maderos que ya ardían y salí corriendo hacia otras noches y otros días, salí corriendo como un ladrón llevándome toda la vida que me habías devuelto y regalado. Desde entonces, cada vez que veo una hoguera me zambullo en ella para buscarte. Para decirte que sí, que hubiera sido mejor cumplir juntos la profecía del peruano desconocido, arder juntos en nuestro infierno tan amado, porque sólo allí hay vida, porque la paz es la muerte en otras palabras. Hubiera sido mejor, y por eso ahora te lo digo acá, en estas líneas de la página 103. Pero ahora es tarde, ya no vas a quererme con esta cabeza sin masa encefálica y las rodillas tan sucias y la tribuna gritando en contra de Fran-
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kenstein. Aún así soy mejor que el abogado, ya sé, pero vos ya no tenés 20 años y yo aquella vez me equivoqué. Sos abogada y tenés que saberlo muy bien: no puede haber segunda condena para una misma Juana de Arco. No podemos fomentar el vacío legal en las hogueras.
Mensaje en el contestador: “Hola, divino. Soy yo: Anamá. Vení esta noche a mi casa. Prohibido faltar: Mateo cumple 18 años. ¿Lo podés creer? ¡Ya es casi un viejo! Bueno, dale, vení, ¿eh? Te esperamos. Va a ser una fiesta ‘totally Anamá’. Bah, es para Mateo, pero... Bueno, vos me entendés. A las nueve. Chau...”. “¿Anamá?”, dice Majo. Esta vez no saltó por el patiecito. Me la crucé en el pasillo cuando llegué. “Pero... la voz me suena conocida...”. “Sí. Es esa Anamá. La de la tele y los teatros de revista”. “Nunca te hubiera relacionado con un personaje así. Es increíble, ¿cómo hacés para conocer tanta gente?”. “Cuidando que nadie me conozca a mí. Es la única manera”. Majo desaparece en la cocina. No concibe la vida sin cafeína. A ver, sillón, abrazame un poco. Mh... Bueno, entonces, si Majo un día se pone muy insistente dejo de comprar café, y con eso la voy a mantener alejada (¿Por qué retorcida cosa pensé en la palabra “alejada” y escribí “agotada”? Qué sé yo, tachemos y sigamos). A ver. No sé para qué me hago dejar el diario en la puerta cada día, no llego a mirarlo más de dos veces por semana. Veamos, de atrás para adelante, como corresponde. Mh, hoy es el cumpleaños de Juliette Greco. 78 años. Menos mal que no pusieron una foto actual (no pusieron una vieja tampoco, ya es asombroso que hayan publicado esta línea sobre ella, ¿quién se acuerda de Juliette Greco?). Sería horrible verla a los 78 años. Hay personas que no deberían ser sometidas a esa generalización de fealdades impersonales que es la
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vejez. No Juliette Greco, por ejemplo. Yo te amaba, sabés, pero, ¿qué amaba yo de vos? Todo lo que yo amaba, ¿dónde está ahora, a tus 78 años? Amaba todo lo que eras, la voz, Paris, el cigarrillo, Brel sin una sola moneda llegando a tu casa y cantando “Ça va”, la libertad y la locura, tu mirada riéndose a carcajadas de mi pureza, todas cosas que eran inseparables de la forma selenita de tus ojos, del triángulo curvo de tu rostro perfecto, de tu cabello como una cortina de seda negra y el flequillo delirante, de tu boca gitana y mora. “Juliette Greco” significaba todo eso junto, lo tangible y lo intangible. Y de eso hoy no hay nada (que los cumplas feliz...). “¿Qué es esa música que pusiste? ¿Quién es la mina que canta?”. “Una francesa. Pero murió hace como cuarenta años...”. “¿Sí? Se nota que la grabación es antigua, pero... la voz de ella suena super moderna, ¿no te parece?”. “Ella es eterna. Tomemos el café”. ¿Y de vos, Majo? ¿Qué amo de vos, si es que amo algo? “Majo, el otro día, cuando estaba mi hija, me preguntaste si no me jodía que Alma te viera acá conmigo, ¿te acordás?”. “Ah, sí. Creo que en ese momento te llamaron por teléfono...”. “¿Exactamente por qué me preguntaste eso?”. “Bueno, por ahí es una tontería, pero... no me siento inclinada a ese vicio que tiene la gente de compartir tanto la vida privada. A mí no me interesa, por ejemplo, que mi viejo me invite a cenar a su casa cada vez que tiene una nueva novia. De hecho nunca le acepté una de esas invitaciones. Si él se hubiera vuelto a casar y hubiera tenido otros hijos... bueno, yo hubiera conocido a mi hermano y a su madre el día del nacimiento. Pero esas relaciones que se muestran tan entusiastas y a los seis meses ya están cada uno por su lado... ¿para qué hacer el esfuerzo de socializar, caer bien, y todo eso? No sé, ¿te parezco muy rara?”. “Majo, te voy a decir dos cosas. La primera es que yo odio a las parejas adultas y sus costumbres: quedarse algún día a dor-
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mir en la casa del otro, presentarle las novias a los hijos, esa ansiedad que tienen por ‘divertirse’ y el concepto mismo que tienen de ‘diversión’, y todo eso. Creo que las personas tienen que intentar vivir un gran amor, construir una vida juntos, con casas y con hijos, y luchar por eso y con eso hasta las últimas consecuencias. Pero cuando eso se termina se tienen que dejar de joder y convertirse en personas discretas que sepan construir una vida privada. Esa tara de optimistas incurables que insisten en armar ‘grandes amores’ sucesivos y públicos debería estar penada por la ley”. “Bueno, no sé si tanto como eso... pero sí coincido con el espíritu de la idea. ¿Y la segunda cosa cuál es?”. “La segunda es que te voy a pedir que te retires inmediatamente de aquí, que salgas de mi vista ahora mismo. En un par de minutos más me podría enamorar de vos, así que procedamos a la evacuación hasta que pase el peligro”.
No tengo que hacerlo. ¿Por qué iba a hacer algo así? Voy para lo de Anamá, y pasar por aquí es sólo una circunstancia del itinerario. La casa de los padres de Andrea. ¿Por qué voy a tocar el timbre? No tengo nada que hablar con ella. Está bien, la última vez que me llamó por teléfono estuve muy duro, y después pensé que ella no se merecía que la tratase así, pero si me acuerdo de los mensajes que encontré en mi contestador cuando volví de Rosario... No, por favor, ¿qué estoy pensando, estoy loco? No tengo nada que hablar con Andrea, claro que no. Qué idea estúpida. “Hola... Cómo le va, Mirtha... ¿Y... Andrea? ¿Está?”. “Vos... ¿Cómo tenés cara para presentarte en esta casa?”. Yo me lo advertí. Ahora no me puedo quejar. “Disculpe, Mirtha, pero sólo le pregunté si estaba Andrea...”. “Andrea no está, y para tu suerte tampoco está mi marido, porque sino en este momento te estaría rompiendo la cara. Si no te
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fue a buscar a tu guarida, es sólo porque lo convencí de que con la violencia también él se perjudicaría y es mejor dejar que un abogado se ocupe de todo”. Las partículas, en los sistemas microscópicos, y siempre según la idea de complementariedad de Bohr, se comportan simultáneamente como ondas y como partículas. Sí, ¿no? Y Lilly decía que había regiones de la mente humana, espacios cognitivos de proyección multidimensional, que pueden sintetizar realidades internas en su totalidad. Aunque para Wheeler... “No te hagas el que no entendés y te quedás perplejo. Andrea nos contó todo. Todo tu maltrato. Y no sólo el psicológico. Hay que ser muy basura para levantarle la mano a una mujer...”. “A ver: ¿este ataque tiene alguna relación con que nunca los haya invitado a mi ‘guarida’ a cenar en familia?”. “Andate de acá, cínico. Ya nos volveremos a ver, pero delante de un juez”. Portazo en la nariz. OK, alguien aquí está loco, y nuevamente no soy yo. Mi locura es sólo mi antídoto contra la locura del mundo. Y lo peor es que lo que podría hacer para enterarme algo acerca de esta locura sería hablar con Andrea... No, creo que prefiero confesar, no importa de qué se me acuse. Lo único que se me cruza por la cabeza es: ¿será bueno o malo si la Justicia decide unificar las causas?
“¡Viniste!”, grazna Anamá. No puedo negar la evidencia, así que sólo sonrío. “Ahora sí estamos todos. Pasá, dale...”. “¿Estás segura que estamos todos?”, digo tras echar una mirada a la sala. “No entiendo...”. “Creí que era el cumpleaños de Mateo...”. “¡Ah! Sí, bueno, Mateo debe estar por llegar... supongo. Hoy a la tarde le dije que llegara temprano. ¿Qué tomás?”.
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Anamá va a buscarme una copa, cuando entra Mateo. Me da un beso y sonríe con una resignación vieja, como de quien cumpliera 118. “Mi vieja me dijo que ibas a venir. Estaba en el bar de enfrente esperando verte llegar”. “¿Cómo?”. “Y, sí. Ya viste lo que es esta casa: la jaula de las locas funcionando a tope...”. “Bueno, no parece muy diferente a otras noches aquí...”. “A eso iba. Hoy es mi cumpleaños. ¿No podíamos, para variar, cenar sentados a una mesa con un par de amigos que yo invitase?”. Mateo es un ser increíblemente perceptivo y profundo, sereno, reflexivo, exquisitamente inteligente. Cómo armó esa personalidad cuando, desde siempre, su paisaje cotidiano fue esta reserva natural de creeps marginales y fellinescos, es un misterio. Anamá pasó su adolescencia en los submundos, y cuando empezó a ganar dinero con la televisión se mantuvo fiel a su fauna de origen. Todos los días su casa es una romería, pero nunca encontrás actrices famosas, productores importantes o empresarios de primera línea. Lo que hay son putas, travestis, todas las posibilidades de parejas o tríos que se puedan formar entre seres humanos, un cierto porcentaje de psicóticos y un toque de adicciones y alcoholismo para matizar las reuniones. Esta es la puesta en escena que veía Mateo cuando llegaba con su uniforme de colegio privado a los seis años, y la que ve hoy que es su cumpleaños número 18. “Pero bueno, por lo menos estás vos para hacerme el aguante”. “Seguro. Aprovechame mientras conserve mi libertad”. “¿Qué?”. “Nada. Buscame algo para tomar, que tu vieja ya se olvidó que me iba a traer”. Me quedo pensando en que, si uno juzgara por el resultado —Mateo es el hijo soñado de cualquiera—, no se
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puede criticar mucho a Anamá. Qué sé yo. En lo que sí se equivocó es al decir que con mi llegada “ya estábamos todos”. Aquí siempre puede llegar alguien más, aún cuando echando una mirada alrededor uno podría pensar que el Arca de Sodoma ya tiene todos los especímenes posibles. “¡Miren quiénes vinieron! ¡Y juntas! ¡Miren!”, chilla orgásmicamente la dueña de casa. Obedezco, y entonces veo la entrada triunfal de Jazmín y Berta. “¡Tenemos grandes noticias para darles!”. “¡Dos grandes noticias!”. La fauna se amontona alrededor de las recién llegadas, entre grititos de excitación y saltitos histéricos. Mateo no quiere acercarse, pero mi curiosidad es suficiente para empujarnos a ambos. “La primera noticia...”, dice Jazmín y hace unos segundos de suspenso paseando una mirada ovoide y desenfocada entre la distinguida concurrencia. “¡Ay, dale, hablá!”, ruega Anamá. “La primera noticia...”, repite Jazmín, “es que... ¡acabamos de regresar de Chile!”. “¡No!”, cacarea Anamá tomándose el pecho como una Madonna asmática. “¡No me digas que... que te decidiste y...!”. “¡Sí!”, grita Berta. “¡Se operó! ¡Y la segunda noticia es que vamos a vivir juntas! ¡¿No es lo máaaaximo?!”. Entre los graznidos y berridos que se disparan, vuelve a superponerse la voz de Anamá: “¡Hay que festejar! ¡Vamos a improvisar una fiesta de compromiso! ¡No: de casamiento! ¡A ver, ¿quién oficia de cura?!”. Mateo me echa una mirada de profundo hastío, pero el suspiro que le sigue es casi de alivio. Ya no es necesaria su presencia en su fiesta de cumpleaños. La otra historia es simple. Berta es lesbiana, o al menos lo era hasta que se enamoró perdidamente de Jazmín, lo cual conmovió todas sus estructuras y la llenó de cues-
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tionamientos: Jazmín es travesti. Al principio, Berta sufrió el lógico rechazo de Jazmín, pero más allá de los cuestionamientos su amor era tan intenso y de alguna forma tan invasivo que terminó por lograr que el travesti cediera. Ahí se invirtieron las cosas, porque Berta fue presa de una devastadora crisis de identidad —estaba enamorada de un hombre, por más tetas que tuviera—, y, valga el chiste idiota, plantó a Jazmín. Entonces fue Jazmín quien entró en crisis. Le gustaban los hombres, por supuesto, pero lo cierto es que jamás alguien la había amado con un amor tan sincero y profundo. Pues bien, resolvió la crisis tomándose un avión a Chile y haciéndose extirpar el pene. En términos técnicos ahora es un transexual. Pero a los efectos del amor, el travesti se hizo lesbiana. Y aquí están las dos, iniciando su nueva vida de pareja. Toda una conmovedora historia de amor, al menos mientras dure. Que será, supongo, hasta que Jazmín se dé cuenta de que no tiene más lo que le colgaba entre las piernas, que Berta nunca lo tuvo así que no es problema de ella, y que lo único que queda para una extravesti es plástico con pilas en el culo porque no siente nada en las tetas ni en ninguna parte de las que Berta sí disfruta, y que la cuestión no tiene retorno y sólo le queda por delante toda la puta vida igual. Conmovedora historia, sí.
“Me gustaría dedicarme de lleno a la Teoría de las Cuerdas. Claro que, para hacerla bien, tendría que conseguirme alguna beca en Estados Unidos. Acá no podés investigar ni las cuerdas de una guitarra”. “Pero antes tendrías que cumplir ese pequeño trámite de doctorarte en la Universidad, ¿no te parece?”. Hablamos con Mateo en la cocina. En la verdadera, que es un pequeño recinto de un metro y medio por tres.
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Porque también está la cocina fashion de Anamá, un ambiente enorme con barras y woks colgantes. Pero esa es para recibir a la gente y comer fondue. La cocinera, para lo concreto y cotidiano, usa esta cocinita. Que está maravillosamente apartada del circuito de la jaula de las locas. Sólo tiene una ventanita que da al hueco del edificio, casi pegada a la pequeña ventana de uno de los baños de servicio. “Bueno, pero sé que en cuatro años, como mucho, liquido la carrera. Y ahí trataría de irme. En New Jersey, por ejemplo, hay un argentino que está revolucionando todas las ideas sobre el funcionamiento del universo. Conectó la Teoría de Cuerdas con la mecánica cuántica, lo que tantos venían intentado hace años. Su teoría se conoce como ‘la conjetura Maldacena’, y...”. “¿Te gustaría conocerlo y charlar con él? Viene cada tanto al país...”. “¡¿Lo conocés?!”. “No es un mérito científico. Es sólo que sus padres viven en Caballito. Y tienen ese hijo genio porque son personas muy raras: creen que yo escribo bien”. “¡¿Qué hacés?! ¡¿Te volviste loco?!”. Esa frase no fue de Mateo, por supuesto. Pareció venir de la ventanita del baño. A la voz siguen ruidos de cosas que caen, forcejeos y sonidos humanos ahogados, como si le taparan la boca a alguien que quiere gritar. “Che, ¿pasará algo malo?”, dice preocupado mi proyecto de científico loco. “Y... en esta casa es difícil calificar de ‘bueno’ o ‘malo’ a cualquier cosa que pase”. Nos acercamos a la ventana de la cocina para tratar de oír mejor. De pronto, entre los ruidos mezclados, surge un claro y prolongado “¡No...!”. “¡Vamos!”, dice Mateo y sale corriendo de la cocina. Tengo que seguirlo, maldito sea el pendejo heroico. El baño está trabado por dentro. Si no fuera por el estruendo de los golpes que da Mateo contra la puerta para
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forzarla y sus propios gritos, quizá hubiéramos reparado en que los ruidos del baño cesaron. La traba interior de la puerta salta, reventada, y entramos para encontrarnos con una escena inesperada: Elina, una prostituta paraguaya que últimamente Anamá adoptó como protegida, con su minifalda desgarrada colgando de las dos tiras que permanecen unidas al cinturón y kilos de lápiz labial corridos alrededor de su boca dándole un aspecto de mulata con herpes facial, acaricia la cabeza de un hombre que, con sus ropas abiertas y desacomodadas, llora desoladamente sentado en el inodoro. “Bueno, está bien, tampoco es para tanto, controlate... Ya está, olvidate... Basta...”. A cada palabra de consuelo de Elina, el hombre responde con un nuevo sollozo. “Elina”, digo, “¿podríamos saber qué pasó acá?”. “Y, la verdad es que... yo me vine a este baño alejado para clavarme una línea, y de repente él entró y trató de violarme. Y casi lo hace, pero... bueno, en fin, no pudo... No se le paró”. Mi primer impulso es buscar alguna tijerita de esas para las uñas de los pies, que seguramente habrá en algún cajón del vanitory, y dársela a este infeliz para que se corte la verga. ¿Puede haber algo más humillante para un violador que ser impotente? Hasta en esto hizo mella el mundo gay. Fuck yourself, violador impotente...
La noche ya no da para hablar sobre el futuro de la física cuántica o planear visitas a Maldacena, así que Mateo se fue a dormir. Debería hacer lo mismo, pero es temprano y estoy muy lúcido así que si me duermo ahora temo soñar que degüello a Andrea con la tijerita de los pies mientras Federico nos baila alrededor una versión trash de Zorba el Griego. Lo mejor será dejar correr las horas y clavarme un par de litros de whisky para asegurarme una mí-
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nima inconciencia al llegar a la cama. A sumergirse, entonces, en la caldosa marea de la jaula de las locas. Alguien me abraza desde atrás. “¿Cómo estás? ¡Cuánto hace que no te veo...!”. Cuando Anamá llegó a Buenos Aires hace veinticinco años, Romina la sacó de la calle, le dio catre y comida, y le enseñó todo sobre el oficio de la prostitución. Ahora Romina tiene cerca de 50 años y está orgullosa de lo alto que llegó su protegida, pero sigue ejerciendo la prostitución porque su mismo orgullo le impide dejarse mantener por Anamá. Esto no es tan raro. Lo verdaderamente raro es que Romina —su increíble nombre real es Regalada— está embarazada. “¿Qué... qué es esto?”, balbuceo. “Esto puede ser una prueba de que si te mantenés en actividad la menopausia se te retrasa...”. “Bueno, sí, como prueba es contundente, pero...”. “¡Rulo, vení! ¡Vení!”, y Rulo responde al llamado de Romina y se acerca, devorando un sandwich de miga mientras sostiene media docena en su otra mano. “Este es Rulo”, me dice Romina, y tocándose la panza de seis meses agrega: “Mi socio en este asunto”. Rulo me dedica una sonrisa rebosante de ananá y mayonesa, y sigue su camino. Miro a Romina sin poder hablar. “Sí, ya sé, es casi un nene. Tiene 16 años. Bah, los cumple a fin de mes. Y bueno, así se dieron las cosas. Rulo se había ido de su casa, ya sabés cómo es eso, el padre borracho que le pegaba a la madre... Empezó a dormir en los galpones de Juan B. Justo, y a los pocos días me lo crucé... El padre lo había traído a debutar conmigo unos meses antes, así que... Nada, que me lo llevé a casa y...”. Sonríe arrojando pilas de años por los ojos y vuelve a acariciarse la panza. “...y nada, acá estamos”. Ahora me mira más seria y los ojos se le llenan de lágrimas.
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“En treinta años de puta no tuve ni siquiera un aborto. Estaba orgullosa de eso. Pero cuando me enteré que estaba embarazada... y ya sé, vos pensarás que no fue ningún accidente, es obvio... cuando me enteré que estaba embarazada se me vinieron todos los años encima, y me puse a llorar como una tarada agradeciéndole a Dios. Decime, ¿cuánto me podía quedar para trabajar? ¿Cinco años más? ¿Siete? ¿Vos tenés idea, te podés imaginar qué sola puede llegar a estar una puta vieja?”. No, Romina, no puedo imaginar eso. Yo soy un tipo sencillo, más bien limitado. Esa quizá sea una pregunta para Maldacena y su equipo de genios de New Jersey. Yo no sé sobre agujeros negros y antimateria. Yo sólo soy un pibe de Caballito. (Ah. Como Maldacena. Es cierto...).
A las 4 de la mañana de un martes, hasta en la casa de Anamá la mayoría se fue a dormir. Así y todo, aún quedamos una veintena dando vueltas. Yo tengo el estómago en la garganta, pero creo que todavía resistiré una media hora más. Un disco de Edith Piaf comienza y recomienza una y otra vez desde hace tres horas al menos. Si me asomo al balcón-terraza, el aire fresco probablemente le dé el empujón final a mi mareo. Bien, veamos si logro perder el resto de conciencia que me queda. Elina está acostada en el piso del balcón, con la pollera rota abuchonada en el vientre. Su frustrado violador está sobre ella, con los pantalones apenas por debajo del culo, moviéndose lenta y suavemente entre las piernas de ella como en una película porno soft, más preocupado por la profundidad de la penetración que por la fricción. Jazmín, Berta y otras dos que no conozco están sentadas alrededor, casi inconscientes de éxtasis. En todo momento hay al menos dos de ellas acariciando las nalgas peludas del violador reivindicado. En posición de loto, casi
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sobre la cabeza de Elina, está Feli, la hermana de Anamá, una sobreviviente del hippismo que vive hace veinticinco años en El Bolsón, contemplando las montañas en espera del OVNI que venga a revelarle la verdad última y alimentándose a marihuana y té de rosa mosqueta. Al verme asomar me hace una tenue seña de que me acerque. Estuve esquivándola toda la noche, así que a esta altura ya ni hace falta que le conteste. Viste una camiseta decorada en batik tres o cuatro talles más grande que su medida, y una amplia, larga y ancha pollera de gasa estampada que por la posición de loto queda toda recogida sobre su regazo dejando ver que no lleva ropa interior. Si tuviera veinte años menos y fuera muda, quizá... Me acomodo en el piso, apoyado contra un lado del ventanal. Estiro las piernas y enciendo otro cigarrillo. Hay un silencio alucinatorio en la escena del balcón, mientras la Piaf repite por tercera o cuarta vez que la fille de joie est triste au coin de la rue, là-bas... Feli viene para mi lado, pero ya no tengo fuerzas para resistir. Igual, lo único que hace es recostarse sobre mis piernas fumando su eterno porro. Alguien detiene por fin a la Piaf. Entonces Feli, encendiendo un porro tras otro y como si imitara al reproductor que acaban de detener, se pone a canturrear en función repeat las dieciséis palabras del Hare Krshna y a meterse mano en la entrepierna. La monótona melodía termina de sumirme en el anonadamiento. Mi conciencia se hunde en un letargo de reptil. Un aura de calor alrededor de todo mi cuello, como una bufanda invisible y bochornosa, me induce a cerrar los ojos. Y bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no quedar aquí, amodorrado, casi idiota, retozando en las sábanas ilusorias de un mundo donde el olvido es posible? Sí. Nadie me mueve de aquí esta noche. Afuera no existe, es como un cilindro que contiene jeroglíficos en el idioma preantropológico de una civilización perdida. No me in-
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teresa descifrarlos. No ahora. Voy a soltar la última amarra, y que el sueño sea mi deriva. Sí... A la deriva entre el sueño acunado por el aro calórico del cuello. A disfrutar, que nadie puede entrar aquí a impedir nada... De pronto puedo hacer cualquier cosa, volverme negro, apuntar a Mitilene, creer en Jesús H. von Christo, pararme de cabeza entre los tarahumara, almorzar un soufflée de peyotl con Elizabeth Taylor y recitar a Hölderlin entre eructos. Puedo echarme una buena cagada en el Closerie des Lilas y limpiarme con la Phänomenologie des Geistes, tirarme una siestita en la plaza de Orpdorp, puedo jugar con el sello de R’lyeh, puedo implosionar. Puedo emborracharme de hidromiel con Urias Heep en la cena anual de los Hulaburos, perder los dientes en una función del Kabuki, meterme una supernova por el culo, echarle un polvo a la Osa Mayor, dormir sobre la tumba de Lovecraft, acortar la distancia entre mis orejas, masturbarme con un rollo de papel higiénico y eyacular sobre la foto de Borges, o memorizar el Diccionario Etimológico de Corominas y aún así permanecer en mis cabales. Puedo escribir La Cumparsita. Puedo perderme y regresar. Puedo hacer cualquier jodida cosa que se presente en la deriva, porque todo es juego y en la deriva no hay peligro de perder el rumbo. Navego cómoda pero firmemente sentado sobre el mullido y acogedor glande del pene del mundo, y la Atlántida no se ha hundido para siempre. La pureza y la calma son la canción del Universo. Hasta mañana.
Cosa rara, un hipercerebrado sin cabeza. Eso soy yo este mediodía. Ni siquiera puedo tolerar la música, de hecho ni siquiera aguanto este silencio. Quizá mi capacidad de procesamiento del whisky haya mermado últimamente, o quizá sea sólo una cuestión estacional.
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Como sea, desconecto el teléfono. O mejor directamente desconecto la llave general de la luz. Que no haya timbre, ni aviso de mensaje electrónico entrante, ni contestador ni una mierda. Incluso la más dulce voz humana podría matarme en este momento. Lástima que no puedo parar el pensamiento. Hace muchos años, Castaneda me juró que era posible, que se podía suspender el diálogo interior. Es evidente que no tenía ni idea sobre el funcionamiento del cerebro (quizá ni siquiera fuera antropólogo). Pero el error fue mío: ¿cómo confié en un tipo que se confesaba hincha de Chacarita Juniors? En mi descargo, puedo decir que entonces era casi un chico. Creía que la verdad pasaba por la literatura, la poesía o la filosofía. Hoy le diría a Castaneda: “aprendé ciencia y ponete a pensar, Carlitos”. Pero él ya está unos cuantos metros bajo tierra, y parece que eso te provoca sordera, entre otras cosas. Sigamos pensando, entonces. Me encanta que Mateo sueñe con descifrar el universo. Por lo menos alguno que otro se salva del gran pisotón generacional que el mundo gay le propinó a los que tuvieron la desgracia de crecer en él. Y Maldacena debe tener unos 35 años ahora, lo cual significa que en esta tierra baldía hay al menos un inadaptado en cada generación. Eso es bueno. Mientras haya uno, el resto puede seguir chapoteando en su enmerdado vacío, no importa. Las ideas imbéciles de la masa no interrumpen el flujo de la gloriosa demencia humana. La masa no se entera de nada. Cree, por ejemplo, que el futuro está en la red, cuando en realidad Internet ya murió. Ya no sirve para nada, excepto para bajar música e intercambiar e-mail, lo que podría parecer interesante pero también desaparecer sin consecuencia alguna. Fuera de eso, ya no sirve para investigar o estudiar porque hay millones de contenidos falsos o estúpidos por cada uno mediana-
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mente riguroso, ya no sirve para buscar o generar trabajo excepto que se trate de espejismos temporarios, ya no sirve, en fin, para nada que tenga algún sentido. En diez años, será un gigante idiota habitado sólo por creeps, nerds y freaks autistas irrescatables. Maldacena está en New Jersey descifrando el universo, y lo hace durante diez horas por día trabajando sólo con lápiz y papel. Usa la computadora apenas para chequear e-mail y navegar un poco. Y la masa cree que ahí está el futuro... Qué rápido se entusiasman las personas con el futuro... Les das dos cositas y ya están todos tratando de montarse en esos futuros que mueren cada vez con mayor velocidad. Cientos de miles de personas creyendo que aseguran su porvenir estudiando diseño de webs o cosas parecidas, y dentro de diez años se encontrarán con que están tan afuera del sistema como hoy lo está un especialista en reparación de lapiceras de pluma. Eso es lo peor del chiste: las personas se entusiasman tan rápido con el futuro porque se trata de futuros cortos, enanos. Maldacena y Mateo se van al otro extremo, es cierto, y piensan en futuros y pasados de trillones de años. Pero embanderarse en un futuro eterno que después no llega a durar ni diez años... Por favor, qué idea miserable. Bueno, ya pensé un rato. Con bastante torpeza, por cierto. Las ideas tropezando unas con otras, en fin: una porquería. Pero qué otra cosa podía producir con semejante resaca encima, ¿eh? “Parar el diálogo interno”. ¿Estarás rindiendo cuentas por esos esperpentos, Carlitos?
“Vení esta tarde a mi departamento”, dijo Merlina K. “Blerwm blerwm”, contesté. Taxi, y acá estoy. (Lo de “Merlina K.” suena a personaje de Kafka, ya sé. Pero es un error, porque ella no es un personaje de Kafka.
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Ella es Kafka —que no era el atormentado que nos vendieron los profesores de literatura, simplemente tenía el humor dramático y corrosivo de un buen judío). “El juez todavía no decidió lo de pedir pruebas de ADN, y por lo tanto tampoco el procesamiento, aunque el fiscal ya presentó el pedido”. “¿Pero qué les pasa a esos tipos, por qué se la agarran con nosotros?”. “Porque no tienen más sospechosos que Federico y vos. Es simple”. “Escuchame: la mina nos dijo que el exmarido la estaba llamando mucho por teléfono, que ella creía que la vigilaba... Yo lo conté en mi declaración. ¿Qué pasa con eso?”. “El exmarido fue el primero al que investigaron. Decime, ¿sabés qué es mejor que una coartada probada?”. “No...”. “Tener una coartada que no se puede probar. Ni que es verdadera... ni que es falsa”. “Hacémelo más fácil, Merlina. Por favor”. “El tipo declaró que estuvo toda la noche en su casa. Lo vieron llegar a las nueve, esa noche. Nadie lo vio volver a salir. Nadie llamó a su número telefónico en toda la noche. Nadie lo vio entrar o irse del departamento de la mina. No hay huellas de él. Entonces: él no puede probar fehacientemente que estuvo en su casa, pero no hay manera de probarle lo contrario. ¿Entendés ahora?”. “Ok, pero, ¿y a mí? ¿Qué pueden probarme?”. “Nada, por ahora. Por eso el juez está pensando lo del ADN”. “¿Qué hay, concretamente, en ese asunto del sexo postmortem?”. “Hasta ahora, lo mismo que ya te habían informado a vos: hay indicios de actividad sexual, y los rastros pertenecen a dos hombres distintos. Pero hicieron una serie de pericias nuevas. Todavía no tuvimos acceso a ellas, porque no están en letra”.
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“Qué mierda significa eso”. “Bueno, que están en poder del juez, no se pueden consultar en la causa”. “¿Por qué dijiste ‘no tuvimos acceso’? ¿Por qué en plural?”. “No, nada, que... Es una forma de hablar, nada más. El plural se refiere a mí y a mi representado, aunque vos ni asomes por el juzgado. Es algo así como los futbolistas que hablan de sí mismos en tercera persona”. “¿Qué vamos a hacer cuando el juez pida el ADN?”. “Negarnos, por supuesto. El abogado de Federico opina igual”. “Pero... ¿eso no equivale a hacer ‘la gran Maradona’? Te negás al ADN y entonces te encajan la paternidad del pibe y tenés que empezar a mantenerlo”. “No, no en este caso. Ningún juez puede interpretar que se niegan porque se saben culpables”. “Es una posibilidad de interpretación...”. “Pero hay otras docenas de posibilidades para justificar la negativa. No te preocupes”. “Está bien. ¿Cómo sigue esto? ¿Qué tenemos que hacer?”. “Nada. Esperar. Nadie pidió ADN, nadie te está procesando... ¿Por qué nos moveríamos nosotros? Quedate tranquilo, nejed. Y terminó la consulta profesional. ¿Te enseño algunas frasecitas dirty en chino?”. “No. Ayudame a construir una máquina del tiempo”.
“¿Cuándo mierda vas a volver a comprarte un celular?”, dice Federico en un tono que me conmueve, porque por un momento parece el que era antes del éxito y la barba art-deco. ¿Y si la máquina del tiempo estuviera funcionando? “¿Celular? No, estoy interesado en otras tecnologías en este momento. Máquinas del tiempo, dispositivos para volverse invisible, cosas así...”.
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“La máquina del tiempo la tenés en la cabeza. Y yo creo que te funciona muy bien, tanto hacia el pasado como hacia el futuro”. No puedo creer lo que oigo. ¿Federico me está elogiando? “En cuanto a lo de ser invisible... es al pedo. Si sos invisible quiere decir que la luz pasa a través de vos sin rebotar y por eso los demás no te ven. Pero entonces también pasa a través de tus ojos, que al no reflejar la luz no pueden ver. Por lo tanto, ser invisible implica ser ciego. Y nuestra fantasía con la invisibilidad era poder meternos en la vida de las personas y verlo todo sin que nos percibieran...”. “El hombre invisible sería ciego... Es cierto...”. “Y un ciego patético, además. Porque ni siquiera puede pararse en una esquina y pedir que lo ayuden a cruzar la calle. Una voz saliendo de la nada espantaría a cualquiera”. Río. Río para disimular mi emoción. Ya había descreído para siempre que Federico pudiera, aunque sólo fuese por unos segundos, recuperar a esa persona inteligente y profunda que era antes de que el mercadeo lo ablandase y lo corrompiera, y traerla al presente no sólo en unas cuantas frases sino en ese esbozo de expresión diabólica que alcanzó a percibirse por debajo de la crema facial y el corrector de ojeras. No creía que Federico podía llevar consigo las cenizas de mi amigo Fede. Quizá yo debiera conservar alguna migaja de fe en las personas. Quizá... “Bueno, entrá, vamos a tomar algo, ¿hace mucho que me esperabas en la puerta?”. “No, vámonos ya, en quince tenemos que pasar a buscar a Julie. Nos va a llevar a ver a alguien que conoce. Por ahí nos puede ayudar en este despelote en que estamos metidos...”. “¿Julie? ¿A quién puede conocer Julie que nos ayude? ¿Desde cuando alguien como ella conoce abogados importantes o...”. “No, ¿qué abogados? Nos va a llevar a lo de una psíquica astral. Parece que es una especie de fenómeno, que maneja la percepción angélica, y... (fade out into my mind...).
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Hay que ser implacable, riguroso, irreductible, intransigente, incorruptible. Una migaja de fe es un derroche sin sentido. Aprendételo de una vez, nene. Ni una migaja. Al pedo. Como hacerse invisible.
Pero Julie vive frente al Parque Chacabuco, así que puedo pasar a ver a Richard. Después de veinte años, todos siguen preguntándose cómo alguien así, que trabaja en un banco desde que tenía 18 años y sigue casado con su novia de la adolescencia, puede tener esa conexión tan intensa con bichos como Jorge y yo. Pero, como está dicho, la gente en general no entiende nada. Así que a Richard le resulta fácil engañar a todo el mundo con su supuesta normalidad. Sólo Jorge y yo sabemos que la semilla de su locura está enterrada mucho más profundamente que la nuestra. La masa convive con él y no sabe que está socializando con un demente cuya normalidad es, justamente, la expresión más extrema de ese desvío. Es tan vago que necesita trabajar; de otro modo, degeneraría en un amorfo híbrido de molusco parásito y rinoceronte aletargado, acabando sus días adherido a una cama en una cataléptica inmovilidad de samadhi indigestado, todo lo cual constituye un panorama que jamás dejó de resultarle tentador. Características como esta, no hay bancario o pariente que pueda percibirlas. Julie a la vista. “Supongo que no fuiste muy detallista con ella, ¿no?”. “Claro que no. Nos dijeron que no hablemos con nadie sobre la causa. Y yo tengo el tino de obedecer a mis abogados en todo momento...”. Palo para mí. Tiene algo de razón. Llegamos. Julie, con esa inamovible sonrisa que ya parece un tatuaje, da un saltito del cordón de la vereda al asfalto y Federico finge que en el último segundo pierde un poco el control de la moto
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y está a punto de atropellarla. Julie se asusta sin dejar de sonreír. Yo, que tiendo fácilmente a la alucinación, muchas veces miro a Julie y veo una perrita cocker. “Perdoname”, dice Federico. “A veces me confío, y me olvido que una moto así prácticamente tiene vida propia”. “No, no”, contesta inentendiblemente Julie, y se queda mirándonos. Sonriendo, claro. Julie te hace sentir una contradictoria certeza: te resulta imposible saber lo que está pensando, pero estás seguro de que es un pensamiento equivocado. “Llegaron justo. Azucena nos está esperando. Es ahí, la puerta verde...”. “Entrá vos que en diez minutos te alcanzo”, le digo a Federico. “Le toco el timbre a mi amigo Richard que vive acá a la vuelta, para avisarle que en un rato paso a tomar un café, y estoy con vos...”. Richard abre la puerta todavía con su corbata bancaria puesta aunque son casi las nueve de la noche. Y está serio. “Ah, qué hacés... Escuchaste mi mensaje...”. “¿Mensaje? No. No volví a entrar en casa desde que me fui después del mediodía. ¿Qué pasó?”. “Murió mi suegra. Acaban de avisarme que ya la trajeron a la casa de velatorios de la otra cuadra”. “Qué cagada... ¿Y Claudia? ¿Cómo está?”. Esas preguntas... ¿Cómo va a estar? “Y, ya sabés que esperábamos esto hace ya unos meses, pero...”. “Sí: cuando por fin sucede, es como si hubiera sido repentino”. “Tal cual. Como te conté la otra vez, para Claudia fue especialmente duro, porque estuvo prácticamente sola durante los momentos críticos de la enfermedad de la vieja. El hermano ni pintó. Y la hermana... era más lo que complicaba que lo que ayudaba...”. “Sí. Claudia siempre tuvo ese karma de hermana del medio, que termina haciéndose cargo de todo”.
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“A la otra, como era la hija mayor, en las últimas semanas se le dio por la depresión mimética...”. Esas son las definiciones que lo definen. “Depresión mimética”. Es genial. “Sí, se le dio por amargarse, diciendo que de repente se veía cada vez más parecida a la vieja”. “Pero si es flaca y alta, y la vieja era petisa y gorda...”. “Bueno, pero ella se ve igual. Y con esa historia, se la pasó llorando mientras Claudia se ocupaba de todo. Y ‘todo’ significa meses de mierda, tomando decisiones como ‘¿Le amputamos hasta el tobillo o un poco más arriba, señora?’. ‘¿Y ahora? Además de amputar hasta la rodilla, ¿le hacemos un ano contra natura?’. Fueron meses de remierda...”. No hay nada más denigrante que la vida en hospitales. Allí la muerte se hace mucho más evidentemente indigna de lo que de por sí es. En este sentido, yo fui siempre una especie de privilegiado. Desde la infancia. Por entonces no sabía nada de la muerte. En mi familia nadie se enfermaba, nadie cumplía regímenes alimenticios con bajo índice de colesterol, nadie iba a parar a un hospital o a un asilo, nadie era empleado bancario, ni millonario, ni retrasado mental, no había políticos, comerciantes o religiosos devotos. Todos comían hasta reventar y bebían como cosacos. Se bañaban en tremendas salsas espesas como sangre coagulada y picantes como el infierno, y se enjuagaban las tripas con grueso vino tinto de damajuana. Eructaban cuando era menester y nadie se moría por ello. En el fondo, y sin necesidad de andar declamando rigurosas teorías anarquistas, no se respetaba a nada ni a nadie. El Presidente era siempre un mierda que olía a forro de culo pedorreado y sólo quería jodernos (naturalmente exceptuando a Perón), el Papa era un bufarrón hijo de puta, y todos se reían de todo. “¿Hay gobierno en este pueblo?”. “Sí, forastero”. “Pues estoy en contra” : este era el catecismo que me enseñaba mi abue-
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lo, ese que un día estaba en la cocina de casa tomando mate conmigo y al otro día tres metros bajo tierra. Yo no sabía nada de la muerte, porque en mi familia nadie agonizaba. Se morían de un día para otro, y listo. Qué joder. Nada de andar postrados en una cama con cáncer, cuadriplejia, leucemia o algún otro privilegio de la moderna familia cristiana. Recuerdo a Laura, la mujer que le vendía cigarrillos de contrabando a mi abuelo, llorando en la cocina de mi casa la tarde siguiente al entierro. “¡No lo puedo creer!”, clamaba. “¡Ayer le traje cigarrillos, y estaba tan bien! ¡¿Cómo se puede haber ido así, pobre Agustín, tan de repente?!”. ¿Y qué querías? ¿Que te hubiera dado tiempo para ir acostumbrándote a la idea? ¿Que hubiera tenido la delicadeza de permanecer postrado unos cuantos meses, con las arterias taponadas, con una pierna menos, respirando a través de un aparato? No, mi querida... Agradezcamos que Agustín desapareciera de un plumazo. Era la muerte que se merecía, el buen viejo: prender el último cigarrillo, y una hora después estar frío. Los que se jodieron, en todo caso, fueron los que quedaron de este lado de la sepultura. “Pobre Agustín”, una mierda. Lo que querías decir era “Pobrecita yo, que me quedé sin Agustín”. Lo que no entiendo es por qué no podías decirlo así, con todas las palabras. Si es sincero, también el egoísmo es positivo.
Bien, veamos qué nos dice la “psíquica astral”. De paso hago tiempo mientras se cumplen las ceremonias inaugurales del velatorio, y aparezco por allí cuando todo esté ya más tranquilo. “Todavía no empezamos”, dice Federico cuando me abre. “Estuvimos charlando sobre la astrología maya. Vení que te presento a Azucena...”. “Bienvenido, Acuario”, me dice Azucena tendiéndome una mano sin dedos.
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“Hola”. Ese es todo mi saludo. Ni hablar de estrechar esos muñones. “Sentate, Acuario aprensivo y descreído. Acá, a mi derecha...”, dice la vieja con una sonrisa ácida, señalando una silla con los muñones de la otra mano. Si me dijera que trabajaba como operaria en una fábrica y una máquina le cortó los dedos, y entonces, para no tener que mendigar, se armó el show psíquico-astral para ganarse la vida, la respetaría. Pero debe haber una historia más sórdida detrás de esos muñones. Esos ojos macabros y como de tiburón nunca vieron una fábrica ni de lejos. Cuando me siento descubro un pequeño sector cóncavo de la pared casi detrás de la puerta del “consultorio”. Unos estantes curvos de latón oxidado sostienen una siniestra colección de muñecos humanos de unos quince centímetros de altura, cochambrosos, repelentes, hechos con trapos sucios, estopa, sogas grasientas y costras que prefiero no reconocer. “¿Te gustan mis muñecos, Acuario? ¿En qué te quedaste pensando”. “En que me dieron una idea para un negocio. Así como existe la Barbie “Rapunzel”, la Barbie “California Beach” o la Barbie “Lago de los Cisnes”, y teniendo en cuenta que a los niños les encanta el terror, podríamos diseñar y fabricar la Barbie “Entierro Prematuro”, con las uñas destrozadas por rascar el ataúd para huir, ojos desorbitados por descubrir que la enterraron viva, algunas ulceraciones de los primeros gusanos, y toda la línea de accesorios complementarios como distintos modelos para que le puedas cambiar la mortajita, un recipiente con tierra de verdad para que la entierren y desentierren, el Ken Guardián del Cementerio, o mejor aún el Ken Enterrador, y cositas así...”. “Te refugiás en el escepticismo. Típico de un acuariano con mucho Saturno”. “Es que no creer es una posición mucho más cómoda, por supuesto”, agrega Federico casi con resentimiento.
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Y se equivoca, por supuesto. No hay comodidad en el escepticismo. El escéptico es heroico, porque esa actitud te deja solo con los problemas. Nada de afuera te sirve de excusa para lo que te suceda o hagas, porque no creés en nada. Al ser escéptico no buscás nada afuera, te las tenés que arreglar solo. Sí, eso es heroico, no cabe duda. Voy a esforzarme en el escepticismo... si es que logro creer en eso. “¿Por qué no pasamos a la acción?”, sugiero, y Julie me mira azorada, con un toque de desesperación en la mirada, como si hubiera un duendecillo perdido dentro de su cerebro tratando de hallar en la oscuridad total el interruptor que encienda la única lamparita que hay (20 watts, y esperemos que no esté quemada). Quién sabe qué imaginó que puede significar mi sencilla frase. Su cerebrito tiene un anti-spyware que impide la entrada de metáforas así sean mínimas (y como el lenguaje es sólo metáforas fósiles, como decía Emerson, queda explicada su sonrisa-tatuaje). “Está bien”, dice Azucena, “¿me trajeron algún elemento para interactuar en la consulta?”. No sé a qué se refiere, pero Federico enseguida saca una foto y se la da. “Espero que sirva, es lo único que te puedo aportar”, dice. Miro la foto y no lo puedo creer. Se trata de la mujer de Barrio Norte, nuestra degollada, sólo que en este caso se la ve de espaldas: muestra el culo a cámara mientras se separa las nalgas con ambas manos, asomando su rostro despeinado por el costado de su rodilla izquierda y sonriendo al fotógrafo, que obviamente fue el mismo Federico. Azucena ni se inmuta. “Sí, está perfecta. La captaron en un momento de fuerte nivel astral. Puedo ver su aura totalmente encendida”. Lo de “encendida”, hasta yo lo percibo. Pero, ¿alrededor de qué se ve el aura? ¿De la sonrisa, de la mirada, del ojo del culo?
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Azucena cierra los ojos y empieza a manipular la foto. ¿Absorberá la energía a través de los muñones? ¿Serán muñones satelitales, que le transmiten la información astral directamente desde la Central Cósmica? “El aura está... obturada”. No así el culo, reflexiono para mí mismo, la imagen de la foto es clara. Pero Azucena sigue: “Es como si... claro: esta mujer está muerta. Pero no descansa en paz”. Julie está a punto de vomitar de terror. Federico mira hipnotizado los muñones que bailan tap sobre el culo de la degollada. Yo comienzo a reconsiderar el proyecto de denunciarlo como único autor del asesinato, por imbécil. “No puede descansar porque... porque... claro: porque tuvo una muerte violenta. Alguien está manchado con su sangre. Y su aura no puede reabsorberse en el mundo etéreo hasta que esa sangre sea pagada”. Federico ahora me mira casi desolado. “Azucena no sabía nada acerca de Gachu. ¿Te das cuenta?”. Sí, mañana hago un llamado anónimo a la policía. Si consigo llevarme esta foto, se la envío al juez como prueba. No se merece menos este idiota. “No puedo percibir quién adeuda esta sangre”, continúa Azucena. “Y esa es la respuesta que buscan, ¿verdad?”. “S-sí...”, tartamudea Federico. “Creo que voy a tener que hacer un muñeco de esta mujer. Mis muñecos son objetos kármicos que intermedian con el mundo etéreo. Pero eso me lleva unos cuantos días, y mucho trabajo...”. Se hace un silencio, y entonces, muy serio, saco la billetera de mi mochila. “No, no”, dice Azucena, “no se trata de más dinero...”. “No, es que... creo que es mejor que pongamos todas las cartas sobre la mesa, ¿verdad? Y esto... me parece que es fundamental”. Saco de la billetera una pequeña foto y la pongo en la nariz de la bruja.
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“Sí... Ya veo...”, dice luego de un momento. “Todo va siendo más claro... Hay algo pasional detrás de esta muerte violenta...”. Federico me mira perplejo. Y comienza a temblarle el labio inferior. “Pero... ¿de qué se trata esto?, me dice. “¿Me estabas ocultando algo? ¿De quién es esa foto?”. Azucena me mira inquisitivamente. Hago una mueca como de resignación, y entonces tiendo la foto a Federico, que la toma con un gesto parkinsoniano. La mira largamente, hasta que su rostro logra una expresión casi idéntica a la que Julie tiene en forma permanente. Tarda en comprender lo que ve. Hasta que al fin... “Pero... pero... esta... esta es...”. Levanta la vista hacia mí. “Esta... ¡es una foto de tu hija!”. “Sí, pelotudo, es mi hija. La que tu bruja ve como parte de un quilombo pasional con la degollada. ¿Cómo pudiste llegar a convertirte en semejante idiota? ¿La lista de best-sellers del diario te comió tanto el cerebro?”. “Pero... adivinó que a Gachu la mataron...”. “Hace días que la cara de esa mina aparece en la tele y en los diarios. ¿Qué poder hay que tener para reconocerla, aún con el culo en primer plano? Vos te jactabas de ser discreto como te aconsejan los abogados, ¿no? Bueno, ahora esta vieja estafadora sabe que estás metido en el asunto. ¿Qué hacemos, le ponemos unas botas de cemento y la tiramos al Riachuelo?”. Federico no logra reaccionar. Le saco de la mano la foto de Alma y me vuelvo para irme. Antes de llegar a la puerta oigo la vocecita casi divertida: “Acuario...”. Me doy vuelta y veo que Azucena me apunta con un celular, manejado diabólicamente por sus muñones multifunción. Y dispara. “Ya está. Tengo una foto tuya. Voy a hacer un muñeco con tu imagen”.
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“Hacé dos, así me quedo con uno para mi mesa de luz. En unos días lo paso a buscar. Y lo voy a usar como modelo para el Ken Enterrador”. Salgo con el repiquetear cascado de las risas de la vieja a mis espaldas. Bueno, eso la reivindica un poco. Prefiero mil veces al enemigo que ríe antes que a la buena gente que te amarga la vida. Sí, creo que realmente volveré por mi ejemplar del muñequito kármico.
Tengo que entrar al velorio aunque sea unos minutos. Lo de siempre: cara seria y compungida buscando disimular mi mirada que reconoce cuidadosamente el lugar para evitarme cualquier posibilidad de ver siquiera de lejos el ataúd abierto. Jamás en mi vida me acerqué a un muerto, nunca vi uno. Y tampoco será esta mi primera vez. Permaneceré virgen de cadáveres mientras pueda. En realidad hay unos cuantos en la sala de espera, pero se sostienen sobre sus pies. Gente del barrio que no he visto desde que era un adolescente. La decrepitud hizo un festín con ellos. El marido de la hermana de Claudia, por ejemplo, que me intercepta apenas entro. Perdió unos diez o quince centímetros de altura. ¿Cómo le pasó algo así? Si no vuelvo a verlo por otros quince años, me llegará a la cintura. Le pregunto por Claudia y Richard, y me dice que están “adentro”. “Pasá, andá a verlos. Claudia no se quiere despegar de la vieja”. “¿Y tu mujer?”, desvío. “Y, ahí anda... Salió a comprar cigarrillos y a tomar un poco de aire. Ya debe estar por volver. Mientras, vamos a ver a Claudia y Richard, dale que te hago gamba...”.
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Pero soy salvado a último momento por un matrimonio de primos o algo así que llegan y encaran al neoGulliver. Me tiro en un sillón y enciendo un cigarrillo. Unos segundos después, los primos se sientan en el sillón de enfrente. Ambos deben andar por los 60 años y, al revés de lo que suele verse en estos tiempos, es él quien tiene un aspecto irreversible de viejo acabado, mientras ella sigue luchando con bastante dignidad a fuerza de tintura, maquillaje y dieta. Cuando ven entrar a la hermana de Claudia —con su “depresión mimética” a cuestas—, comienzan a hacerse comentarios y a asentir entre ellos, con esas medias sonrisas piadosas de las buenas personas. Neo-Gulliver los señala, y la hermana va hacia ellos. Cruzan dos frases obvias de pésame, y entonces el primo, tomándole una mano, le dice con ternura: “Cuando te vimos entrar, comentábamos acá con Susana, es increíble... Sos el vivo retrato de tu mamá...”. La hermana de Claudia empieza a llorar con chillidos histéricos, los primos se extravían en su compasivo desconcierto de buena gente, desde el cuartito del café comienzan a salir humo y griterío porque a alguien se le prendió fuego una servilleta olvidada junto a la hornalla y con ella los vasitos de plástico para el café y las cortinas de la ventana que había sobre la mesada, y yo, luego de echar una mirada al modesto incendio, aprovecho para irme sin que nadie lo note. Soy hombre de otras hogueras. A cada cual su fuego. Y así, como un muñeco kármico que arde en la memoria de tantas fogatas que hice en estas mismas calles años atrás, como un hereje medieval que vaga por un mundo que lo llama impuro porque no comprende su pureza, como un nuevo Fra Lippo Lippi que aún no ha raptado a su monja, salgo al aire de la noche y sigo mi camino.
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Este es un mundo tan absurdo que la idea de la Barbie “Entierro Prematuro” podría llegar a ser un excelente negocio. Mañana, si tengo algo de tiempo, me voy hasta el Registro Nacional de Marcas. Me parece que no tengo nada para comer en casa...
Timbre a las dos de la mañana. “¿Viste cómo aprendí que no debo saltar por el patiecito? Soy una chica obediente... Bueno, ¿puedo...? ¿No interrumpo nada?”. “No, Majo... Y claro que podés...”. Tan fresca, tan nueva, tan ajena al óxido y la muerte. Necesito abrazarla. “Ay, qué... qué lindo...”, dice tan sorprendida como yo mismo, y se aprieta contra mí. Abrazado a ella (qué fácil sería descansar, qué fácil...) me doy cuenta cuánto me gusta su olor. Lo que huele bien en ella es que no usa perfume. Lo mejor de ella es ese desparpajo de frescura, desafiante y soberbio. No a las cremas, no al desodorante, no al perfume. Casi un exhibicionismo de pura piel nueva. “Bueno, entonces... no te molesta que aparezca a esta hora”, dice sonriendo cuando me separo un poco. “En realidad estaba por llamarte”. “¿Sí?”, y los ojitos se le derriten de niñez. Qué fácil podría ser todo, qué fácil... “Vení, estaba tratando de armar una especie de cena con latas y cosas así. Vos ya comiste, supongo...”. “¿Qué importa? Como de nuevo...”. Mujercita maravillosa. Vamos a ver qué podemos armar con los restos que encuentre al fondo de la alacena y en la heladera... Una lata de paté de ciervo que me traje de El Bolsón... Un trozo de queso de cabra de los benedictinos... Tres fetas de lomito ahumado a la albahaca... La crema di olive nere all’olio extra virgene di oliva que com-
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pré en Assisi la última vez que estuve (¿nunca estuviste en Assisi?: te hacés cristiano)... Unas crackers... Creo que hay de más. “Pero... ¿no haría falta un vinito para estas cosas?”. Ay, Majo, qué voy a hacer con vos, decime... Claro que tengo un vino para esto, pero no hacés más que llenarme de problemas, ¿sabés? Mi costado judío se exalta (se sabe que no hay ortodoxia más recalcitrante que la del converso), y la culpa se unta en mí por dentro y por fuera como una crema di olive rabínica, para asegurarse de que todo goce de tus maravillas se tiña con algo de mortificación. Te lo tengo que decir: sos todo lo que puedo necesitar en este momento, sos una bendición, un inmerecido milagro, pero no puedo evitar el saber que todo el negocio es mío, que todos los beneficios son para mí, que es casi una estafa. Vos lo ponés todo, y a cambio sólo te devuelvo mi satisfacción de usurero. Te doy, a lo sumo, dos migajas míticas, y me las cobro con tu carne y con tu alma, y chupándome tus sueños, y expropiando la brisa fresca y el perfume joven de tu piel. Mi demonio desvaría de ambición y me empuja encima de vos, pero el judío en mí me abofetea con sus palmas llenas de púas vitriólicas. “Qué pasa... Por qué te quedaste mirándome así, como dibujado...”. “Nada, Majo, nada... Voy a abrir un vino”. “Pará, pará... Escuchame una cosa. Vos siempre me hacés chistecitos tiernos, como echarme una noche porque sino te vas a enamorar de mí y esas cosas... Pero... ¿hay algo de verdad en eso? A veces parece como si en serio me tuvieras un poco de miedo...”. “No, Majo, no tengo miedo de vos. Tengo miedo de mí. Y necesito desesperadamente dormir tranquilo”. “¿La idea de un amor te quita el sueño?”. “Majo, yo no necesito amor: necesito cómplices”.
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Dibuja runas sobre el trozo de queso con la uña de su meñique izquierdo. Suspira un par de veces. Levanta un poco las cejas como escuchando un secreto que ella misma se cuenta. Deja de trazar runas en el queso y las mira. Suspira una vez más. Me mira. “No decretes que yo no quiero o no debo ser tu cómplice. Esa es una decisión mía. Y no tenés que hacerte cargo de lo que yo decida”. El vino... Dónde está el vino...
Todo está mal. Todo está de cabeza. Me despertó la luz del día porque me olvidé de cerrar una ventana. Es grave. Y Majo está durmiendo a mi lado. Es gravísimo. “Bueno, siempre te queda la opción de tachar ese último párrafo”, dice la vocecita revoloteando irónicamente entre el DVD y el piano. “O directamente arrancar esta hoja del cuaderno, y aquí no ha pasado nada...”. “Debí hacerle caso a Ludo y echarte a la mierda...”. Mi voz despierta a Majo. Lástima. Por un segundo tuve la fantasía de que podría llevarla dormida hasta su departamento para que despierte sola allí, y aquí no ha pasado nada. Pero ahora es tarde. Y comienza un largo camino de ansiedad hasta que vuelva a hacerse de noche. ¿Qué actitud tomará Majo? ¿Hará valer este antecedente? Y en ese caso, ¿qué hago? ¿Invoco la quinta enmienda, solicito una mediación papal? ¿Cómo me permití caer otra vez en esta situación? Me viene a la mente la frase de Esteban hace un par de semanas: “No tolerás estar tranquilo. Necesitás movimiento todo el tiempo, sos insoportable”. Hormigas en el culo de la mente.
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“Estoy enamorado”. Una declaración así, en esta mañana en la que tiemblo por lo que pueda pasar a la noche, y viniendo de labios de Jorge, me hace sentir como un noble encerrado en su castillo mientras afuera la peste arrasa con el populacho, sintiéndose y sabiéndose seguro, hasta que de pronto comprende que la peste se coló por la cocina y ahora el castillo cerrado es una trampa mortal. “Bah... creo”. Bueno, ese matiz alivia un poco. “¿Y quién es la víctima?”. “Lil”. Es la posibilidad más absurda que podía esperar, y sin embargo no me sorprende del todo. Eso no quita que deba mantenerme analítico. “Pero... supongo que sos conciente de que, a menos que hayan hecho votos de silencio, Lil además de quererte y acostarse con vos va a hablar. Y no habrás perdido de vista lo que eso significa...”. “Que no la voy a soportar un segundo, ya lo sé. Toda esa mierda tolerante y participativa, esos híbridos psicológicos newage... Lo pienso y me dan escalofríos”. “¿Y entonces?”. “Y qué sé yo. Si no hubiera ningún problema, no te lo vendría a contar a las diez de la mañana...”. “¿No será que no resistís la tentación de mostrarte junto a un fenómeno biológico?”. “Eso también pesa, sí, pero... no es sólo lo del exhibicionismo. El problema es justamente que cuanto más me la quedo mirando y pensando en que no tolero una sola de sus ideas... más me siento atraído hacia ella. A ver, probá, haceme odiarla, dale...”. “Jorge, siento que tenemos que acordar pautas desde lo afectivo pero también desde un lugar de relación como proyecto. Porque son esos acuerdos básicos los que nos pueden dar una contención dentro de la dinámica de los afectos. Para que el ser-vulnerable
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enriquezca la relación desde una alternativa de jugar creativamente los miedos. Afecto proyecto contención relación afecto proyecto. Lo hablamos, ¿sí? Lo acordamos, ¿dale?”. “Bueno, eso fue un tanto demoledor...”. “Y encima yo lo hago gratis, no voy a pedirte nada a cambio”. “Sí, es cierto, es peor aún de lo que suena. Pero ahí está el drama: pienso en esas cosas teniéndola a ella delante de mis ojos, y es como si no pudiera asociar la imagen con la realidad, como si estuviera viendo a otra. Me digo a mí mismo ‘Ni en pedo’, y cuanto más me lo digo más quiero estar con ella. ¿Qué me decís de lo que me pasa?”. “Que hay formas menos cruentas de escaparle al suicidio. Pensalo”. De todos modos no estoy inspirado para bucear ni siquiera dentro de Jorge, con todo lo que eso me fascina. Tengo como una anorexia de lucidez. Debería salirme al menos por unas horas de la maraña de estos últimos días. A ver, son las diez y media de la mañana. Mh, ya sé. Si me apuro y me tomo la comby que sale de Congreso, antes de la una puedo estar en Cañuelas. Me voy a comer un asado al campo, a lo de mi amigo el criador de lombrices. Eso es perfecto para hoy. Claro que sí. Pobres los intelectuales que sólo conocen intelectuales, los bancarios que sólo conocen bancarios, las divas de Hollywood que sólo conocen divas de Hollywood. Pobres los ricos que sólo conocen ricos y los pobres que sólo conocen pobres. A mí cualquier comby me deja bien.
Se hizo de noche y la comby ronronea por la ruta oscura, de regreso a Buenos Aires. Pensaba aprovechar la hora de viaje para escribir, pero el vehículo no tiene ya ni una luz interna. Sin luces adentro, sin luces en la ruta. Viva mi país. Lo único que delinea estroboscópicamente las silue-
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tas son los focos de otros autos y los carteles cuando pasamos por zonas urbanas. Viajo en el último asiento individual. Nadie en los dos que siguen hacia delante. Una mujer sola en el último asiento doble a mi izquierda, nadie delante de ella. ¿A ver...? 34 años. Quizá 36. Morena. Manos anchas (quizá el juego de sombras no la favorece). Una campera de jeans, la cintura no es exactamente estrecha, tetas de madre. Separada, sin lugar a dudas, y probablemente sostén único de un par de hijos. Más cansada de lo que merecería estar, más el cansancio extra de saberlo. Y una maravillosa boca entreabierta. Van treinta minutos de viaje. Una hora atrás, mientras caminaba un poco por el centro de Cañuelas esperando la salida de la comby, vi, en un típico negocio de pueblo que vendía ropa, artículos de mercería y cosas como bombillas o pilas, un cartel dadaísta. Estaba colgado de la puerta abierta del lugar, y decía: “No entrar con helados”. Aprehender la realidad, pretender abarcarla y comprender sus infinitas manifestaciones no es sólo imposible sino una pulsión idiota. Treinta y cinco minutos. Quedan al menos quince antes de entrar en los suburbios de Buenos Aires. Quién sabe, quizá fue la semioscuridad o una punzada de rebelión ante esa permanente sensación frustrante en el estómago, o la tentación de la impunidad (ni Dios ni los hijos pueden ver lo que pasa en las combys), pero lo cierto es que a la quinta vez que se cruzaron nuestras miradas la mujer sacó el pequeño bolso que ocupaba el asiento junto a ella. Y aquí estoy. Ambos miramos hacia delante, como disimulando lo que de todos modos nadie puede ver. Pongo la mano en su entrepierna, y unos segundos después bajo el cierre y la meto por debajo del pantalón. Dos de mis dedos cha-
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potean durante interminables minutos entre sus pliegues empapados. Ella también comienza acariciándome sobre el pantalón, y recién después de disfrutar un rato palpando la dureza por encima de la tela se decide a sacarla, justo en el momento en que las luces de un micro que cruza en dirección contraria iluminan por un segundo la imagen que se imprime en nuestras retinas, la mano de ella sosteniendo el cetro con la firmeza satisfecha de una atleta olímpica. Ambos seguimos manipulando con una sola mano, yo la izquierda, ella la derecha. Fuera de eso, somos dos indiferentes pasajeros que viajan bien sentaditos y sin mirarse. Eso es lo mejor, lo más excitante del asunto. Mi mano izquierda es la más apta para el oficio del toqueteo; como desde los diez años llevo muy largas las uñas de mi mano derecha (necesidades de guitarrista) y las endurezco con esmaltes y calcio hasta convertirlas casi en armas blancas, tuve que desarrollar una notable habilidad con la otra. Y ella tiene una mano derecha fuerte y áspera, acostumbrada (¡y qué bien se siente!) al trabajo manual. En menos de diez minutos estaremos llegando a destino. No sólo mis dedos, hasta la palma de la mano tengo empapada. El ronronear del motor es música hipnótica interrumpida apenas por casi inaudibles flush y gluock del chapoteo de los dedos. Ella sigue con su movimiento firme y lento, arriba y abajo, aplicando una presión intensa. Pero ahora ya no puede estarse del todo quieta, frota un poco las nalgas contra el asiento, eleva apenas la pelvis en una tensión deliciosa. Afirmándome con dos dedos bien adentro de ella, busco con un tercero entre sus nalgas; es el dedo del anillo, y busca ponerse de anillo todo su culo. Toda la zona está tan mojada que mi anular no encuentra mucha resistencia para penetrar profundamente. Estamos bajando de la autopista. Ahora ella pone su mano izquierda sobre la mía para aumentar la presión de mi palma sobre su clítoris y se ayuda con movimientos ha-
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cia arriba de los glúteos. Su mano derecha dejó de acariciar arriba y abajo, y se agarra del tronco con firmeza casi dolorosa, como sosteniéndose fuertemente para dejar ir el resto de su cuerpo. Y entonces comienzo a sentir marcadas contracciones musculares alrededor de mi dedo anular, que preceden a una convulsión violenta que la hace cerrar las piernas con un movimiento seco de compuerta de hierro y levantar un poco el culo del asiento inclinándose hacia mi lado. Se muerde los labios tratando de no emitir sonidos, y su expresión es como de angustia. Esto dura unos pocos segundos, y entonces se afloja de golpe. El tema es que mis dedos siguen dentro de ella, dos adelante y uno atrás. Los voy retirando suavemente, sintiendo pequeños reflejos musculares a medida que salen. Ella sigue sin soltarme. En el momento de la convulsión, casi me la arranca. Ahora la sostiene aún con firmeza, pero con más suavidad. Me mira por primera vez a los ojos, y luego baja la cabeza y se la mete en la boca. La mueve un poco adentro, siento el calor y la lengua y la saliva, y entonces la hunde hasta la garganta y la va dejando salir despacio, hasta soltarla con un sonidito de ventosa de sus labios. Luego comienza a acomodarse las ropas. Lo mismo hago yo. Estamos subiendo por Entre Ríos, cruzamos frente al Congreso, doblamos por Bartolomé Mitre y llegamos a la playa de estacionamiento que hace las veces de estación terminal. Como los otros seis pasajeros, comenzamos a descender en silencio. Al bajar me aparto un poco y enciendo un cigarrillo, para darle tiempo a ella, para que se vea libre de hacer lo que sienta. Cuando vuelvo a levantar la cabeza la veo ya saliendo del estacionamiento. Dobla para el lado de Rodríguez Peña. Perfecto, yo tengo que ir hacia Callao. Un pequeño momento pornográfico en su vida aburrida y frustrante. ¿Por qué no? Todos soñamos con películas. No tiene nada de malo ejercer una de vez en cuando.
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Decir “¡Siga a ese auto!” o “Tócala de nuevo...”, o la escenita porno casual en un baño, un micro o un tren desligándose por un ratito de la obligación de “hacer el amor”. Si la verdad es que, aunque las mujercitas modernas, educadas y correctamente feministas se escandalicen y lo nieguen a los gritos, la idea de sexo de todo el mundo es la pornografía. Pueden hablar hasta el hartazgo del afecto y la comunicación, de que la mujer es toda una entera zona erógena, pero la imagen ideal que tienen grabada a fuego en el cerebro por décadas de pornografía mezclada con represión judeocristiana es un tipo bombeándolas a velocidad durante al menos media hora sin respirar. No existe una sola mujer que, de poder elegir, no se quedaría con esa alternativa: el hombre porno star. Que te diga que te ama, también, pero que sea capaz de esa performance. Que pueda hacer que se le ponga dura antes de que ella siquiera la roce, que la mantenga dura todo el tiempo mientras besa y acaricia el cuerpo de ella durante media hora, y que así dura e inmutable se la ponga entre las piernas, sonría y la penetre iniciando la media hora ininterrumpida de taladro hidráulico en quinta velocidad. Siempre nos vendieron que esa descripción corresponde al imaginario masculino, pero hay una falacia flagrante en eso. Es como decir que a los hombres les gusta el vino: es cierto, pero no implica que a las mujeres no. Y el asunto no se puede tapar simplemente apelando a esa frase estúpida, “hacer el amor”, esa hipocresía católica. Prefiero mil veces el “have sex” de los americanos, mucho más sincero, casi ajeno, honesto: las personas se aman o no se aman, y además tienen sexo (incluso con sus cónyuges). Si el sexo es “hacer el amor”, ¿qué mierda es todo lo demás, esos infinitos universos que se deben sobrellevar entre dos personas que se aman? El lenguaje condiciona de tal forma que ni se dan cuenta de que decir que el sexo es “hacer el amor” es afirmar lo que se supone que están negando: que el amor es sólo sexo. Típico resultado ambiguo de una vi-
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sión hipócrita. Típicamente femenino, además: la afirmación por la negación. No importa lo que escuchen en la tele, lo que lean en Cosmo y lo que comenten con las compañeras de oficina: la verdad es esta. Así que, muchacha: si de verdad creés que el amor es esa compleja interrelación de universos que se generan y estallan cíclicamente entre dos personas, entonces no llames “hacer el amor” al sexo. Dale al César lo que es del César, como a las compañeras de comby hay que darles lo que quieren recibir.
Merlina K. en el contestador: “¡Nejed, ¿dónde carajo te metiste?! Llamame, no importa la hora que llegues. El juez ordenó los exámenes de ADN. Mañana temprano tenemos que presentar el escrito negándonos. Ya hablé con los abogados de Federico. ¡Llamame!”. Hay momentos en que todo este asunto me parece tan ajeno... Me cuesta relacionarlo conmigo, me niego a hacerlo. Pero el sonido del teléfono me lo trae de vuelta. Debe ser Merlina. “Hola... ¿Cómo estás?”. Andrea. “Mi vieja me dijo que la otra noche pasaste por acá...”. “¿Te dijo eso? A mí me dijo otras cosas. Una serie de delirios mierdosos que supuestamente vos le contaste sobre mí”. “Sí, bueno, eso... olvidate, mirá, yo...”. “¿Que me olvide? ¡Me amenazó con denunciarme por haberte golpeado! ¿Qué carajo te pasa, Andrea, te volviste loca?”. “No, bueno, es que... no sé, supongo que interpretaron mal alguna cosa que les conté, y...”. “...y no hiciste un gran esfuerzo por aclararlo”. “No me trates mal. Yo nunca quise que hubiera cosas feas entre nosotros. Está bien, por ahí dije alguna estupidez medio confusa, pero entendeme, todo esto fue muy duro para mí... Vos tendrías que entender...”.
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“Entenderlas es casi la única relación que tengo con las personas. Lo cual me tiene harto. Y en cuanto a si fue duro o no... te recuerdo que vos te fuiste. Así que, a llorar a la iglesia”. “Está bien, puedo entender esa carga agresiva en vos, pero pensá que...”. “Pará, Andrea. Lo último que quiero es que ahora empieces a entenderme. Simplemente, dejame de joder”. “¿Y entonces por qué pasaste por mi casa?”. “¡Para recuperar mi Glenlivet! ¡Esa botella se convirtió en un asunto personal para mí! ¡Decile a tus viejos que, así como ellos me quieren denunciar por tu testimonio de mujer golpeada, yo les voy a meter una demanda judicial y voy a recuperar la tenencia legal del Glenlivet! ¡Quedan advertidos! ¡Chau!”. El golpe con el que corto casi acaba con el pobre teléfono, pero es tan, tan liberador... Qué importa que Andrea se quede pensando en entender mi carga agresiva... Ya no voy a tener que enterarme del resultado de ese análisis. Tati, maldita seas, ¿por qué no te quedaste conmigo para siempre? ¿Por qué no cruzaste la última línea y te quedaste fuera del tiempo y el deber ser, conmigo? ¡Teléfono otra vez! “¡Te dije que me dejaras de joder!”. “¿Por qué, decidiste hacerte el ADN a través de la obra social de Argentores4?”. “Ah, Merlina... Perdoname...”. “Todo bien. Es obvio que eso se lo estabas diciendo a otra”. “Es obvio, ¿no? Es obvio que suelo estar a destiempo con las mujeres”. “En lo que respecta a mí puedo certificarlo. Pero ya hablaremos de eso en otro momento”. Cuántas cuentas sin saldar, mierda. Necesito contratar una auditoría kármica, si es que tal cosa existe. 4 “Sociedad General de Autores de la Argentina”
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“Ahora el asunto es salvarte, no hundirte más”, y se ríe con la risa de Baal Shem Tov, como mínimo. “Oíme, ya tengo listo el escrito. Encontrémonos mañana a las ocho en el bar de la esquina del juzgado, así te pongo al tanto de todo”. Mi hermosa princesita judía... No sabés cuánto bien me hace que en estas horas hagas surgir tu muy oculto costado de futura idische mame y me protejas y me resuelvas todo. Tu nejed te adora. A destiempo, sí. A destiempo. Y no me quejaría, juro que no, si no fuera porque por eso no estás acá conmigo, Tatiana. Yo te amaba tanto, tanto... Ya sé que lo que te pedía era que te despojaras de todo proyecto incondicionalmente y a cambio de nada, pero, ¿qué podía hacer? Vos sabías que yo había cruzado la línea hacía rato, y desde el otro lado no se vuelve. Se puede sonreír, conversar y hasta “hacer el amor”, pero siempre está la cortina invisible que te impide volver a cruzar la línea de regreso a los proyectos, la convivencia social y el tiempo compartido. Si, ya sé, amor, ya lo sé. Ya sé que con que sólo te hubiese empujado un poquito, hubieras dejado todo y saltado hacia el otro lado conmigo. Pero vos también sabés, porque nadie me descifró como vos: sabés que mi pequeña almita cobarde no se animó a cargar con ese peso. Porque yo no salté del otro lado en un heroico acto de arrojo. Al revés: durante muchos años luché por evitar ese salto. En realidad, siempre me tuve miedo. Pero un día, sin quererlo, ya estaba del otro lado. Y vos no, y eso es todo. ¿Cómo querés que no me convierta en este payaso peligroso, insalubre, en esta maldición que sonríe? ¿Qué puede importarme nadie que habite este mundo árido que logró quedarse con lo más mío? Claro que quiero que lo paguen. Por supuesto. Hasta el último día. Me voy a morir masticando mi venganza secreta e interminable.
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Irwin Allen y ABC presentan
a James Darren y Robert Colbert en...
Escena 29 EXT – BAR – DÍA TONY Y DOUG CONVERSAN MIENTRAS BEBEN CERVEZA. EL VIDEOGRAPH PONE: BUENOS AIRES, ARGENTINA. AÑO 2000... TONY Me preocupás, negro. Es demasiado. No existe una mina así. Tatiana no puede ser perfecta. Algo le tiene que faltar. Algo, no sé... DOUG (INTERRUMPIENDO) Conoció personalmente a Roger Corman. Estuvo una vez con él. TONY ACUSA EL GOLPE. TRATA DE RECOMPONERSE. TRAS UNA PAUSA: TONY Está bien. Lo acepto. Es perfecta. Es un ser mitológico. AMBOS QUEDAN PENSATIVOS. CORTE.
“Qué cara tenés, nejed...”. “Apagué la tele a las seis de la mañana. Tenía mucho veneno para limpiar”.
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“¿Y lo lograste?”. “Sí. Tuve suerte, porque enganché una seguidilla de antídotos de los mejores. Parece que el Ángel Desintoxicador hubiera programado especialmente para mí: Peter Cushing, Seinfeld, Jimmy Stewart, Rod Taylor... Bueno, ¿dónde tengo que firmar?”. “Pará, al menos dejame leerte el escrito...”. “Como quieras. ¿El de Federico dice lo mismo?”. “Sí, pero... es raro, ¿sabés?, me acaba de llamar su abogado. Dice que se le complicaron un par de cosas, así que van a venir cerca del mediodía”. “¿Eso nos complica en algo a nosotros?”. “Creo que no, pero esperá...”. Busca un número, lo marca en el celular. “Hola, qué tal. Soy Merlina... Sí, claro, con él, ¿con quién voy a querer hablar?”. Espera. Me hace una sonrisita rara... “Hola, ¿cómo estás? Sí, estamos acá... No, el tema es que...”. ...y se para y se aleja un poco. ¿Qué está pasando acá? Tu quoque, filia mii!5 Tengo demasiado sueño como para pensar. Simplemente debe estar consultando algo con alguien del estudio donde trabaja. Excepto que yo aproveche que se alejó para echarle un somnífero en el café, y cuando se duerma le saque la máscara que lleva y descubra que Merlina en realidad es el padre de Andrea que se confabuló con Federico para hundirme. La máscara no disimularía la diferencia entre los cuerpos, pero cosas así sucedían en “Misión Imposible” y yo me las creía. Tenía ocho o nueve años, ya sé, pero... Bueno, igual no traje polvo somnífero escondido en el anillo. Ni siquiera uso anillo. Estoy librado a la suerte. Y borracho de sueño. ¿Es posible que el Senado esté conspirando contra mí? Quousque tandem abutere, Merlina, patientia nostra?6 5 “¿Tú también, hija mía?” (Julio Cesar) 6 “¿Hasta cuando, Catilina (Merlina), abusarás de nuestra paciencia?” (Marco Tulio Cicerón)
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El consultorio de reiki de Lil tiene una vieja puerta de madera a la calle, que al abrirse da a una escalera que desciende. Junto a esta puerta hay un ventanuco apaisado que constituye la única oportunidad de que entre algo de aire al consultorio, cuyo techo es el piso de la casa que está encima, a la altura normal de cualquier casa de la calle, y que tiene también una puerta de madera, idéntica a la del consultorio y pegada a esta. El lugar en sí, una especie de gran sótano o basement, no tendría nada de muy particular si no fuese por esa puerta a la calle. Es absurdo que una puerta normal dé a una escalera descendente. Tiene incluso su propia numeración: podés escribir una carta con la dirección exacta del basement. Es decir que hasta algún funcionario del catastro municipal, sesenta o setenta años atrás, estuvo implicado y avaló este absurdo. Me abre un ser transparente y etéreo, como una libélula de nylon y caramelo. Es imposible determinar su sexo, si es que tiene alguno. “Hola. Soy...”. “Ya sé quién sos. Entrá...”, dice volviéndose para bajar la escalera. En el momento del giro en que debería ver su perfil, lo/la pierdo de vista; y enseguida vuelve a materializarse ya de espaldas. Es como una lámina facetada, una silueta recortada en papel crêpe. De hecho, todo el tiempo tiembla como una hoja. Abajo, sentado en una silla contra la pared debajo del póster de un colorido mandala, hay una especie de Boris Karloff con el exacto aspecto que tendría hoy. Es como la estatua de barro de un dios menor olvidada por siglos en la puerta de un templo sepultado por la vegetación de la selva. “¿Lil compró algún ropero antiguo y este venía adentro?”.
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La libélula no registra mis palabras. Se sienta en posición de loto en el piso, ante un pequeño caldero del que va sacando distintos trozos de carbón aromático que pasa delante de su nariz y devuelve al fuego... sin más pinzas que sus dedos. Mejor paso a la salita de prácticas. Es un habitáculo de tres por dos armado con un par de paneles de fibra contra uno de los rincones del basement. Jorge está boca arriba sobre la camilla, desnudo, con los ojos cerrados y en total relajación, si descontamos la erección casi insultante que presenta. Lil va haciendo pases de reiki con las manos por encima de todo su cuerpo sin tocarlo, concentrada, emitiendo un constante zumbido muy grave, como un do de violoncello a mitad de camino entre el canto gutural de los monjes tibetanos y el ronroneo excitado de una gata callejera a punto de ser servida. Observando un poco mejor —ya que ni repararon en mí—, en realidad el rostro de Jorge también parece estar en tensión. Lil sigue unos momentos más con esas manipulaciones sin contacto, y luego se para por detrás de la cabeza de Jorge y le apoya apenas las palmas ahuecadas sobre los ojos. Treinta o cuarenta segundos después, veo con asombro que algo parece surgir de repente junto a la comisura izquierda de los labios de Jorge. Es una protuberancia roja, de un centímetro de diámetro, que en unos pocos segundos se elevó otro tanto. Fue alucinante ver esa generación espontánea y su crecimiento súbito, pero el asunto no termina allí: ahora la cima del extraño forúnculo se corona con una jorobita blanca y compacta, tensa y fibrosa. Temo una explosión de pus, así que mejor los espero afuera. Quince segundos después de salir, oigo la voz de Lil: “No, pará... En serio... Ahora no... ¡Ahora no!”. Quince segundos después, Jorge sale. Se queda parado con solamente su pantalón, las plumas todas revueltas en la cabeza, y el forúnculo espontáneo e in-
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creíble que sigue ahí. Cuando me ve, levanta las dos manos a la altura de los hombros y con los dedos apuntando hacia mí las mueve como dos picos de pato disparando a repetición, mientras me dice con su sonrisa de tiburón de Walt Disney: “¿Por qué sabemos que el cuenco es útil? ¿Por la forma de su contorno? ¿Por su decoración?”. “No. Lo que es útil en el cuenco es el vacío en su interior”. “Exacto. Pero, ¿cuándo es realmente útil ese vacío?”. “Es útil por ser vacío, pero es en su no-ser cuando realmente se realiza”. “¡Exacto!”, y los patitos de sus manos festejan. “El vacío es realmente útil cuando deja de serlo, cuando se llena. Eso era todo lo que yo pretendía: rellenar el cuenco”. Y se encoge de hombros levantando una ceja con ácida resignación. Lil sale del habitáculo frotándose las manos con algún aceite esencial que llena el aire de emanaciones marinas (con lo bueno y lo malo que eso puede tener). La libélula de caramelo va hacia ella con su irreal liviandad. “¿Tuvieron una sesión feliz?”. “No sé”, dice Lil con uno de sus mohines, “Jorge tiene un espesor energético muy poco dócil, es muy difícil de reacomodar. Le falta entrega”. “Si eso es una queja, yo podría hacer la misma”, acota Jorge. “Tu problema es el primitivismo, ya se sabe...”. Jorge me mira aprobando con una inclinación de su cabeza, quizá ayudada por el peso del forúnculo. Lil, en cambio, me mira con una amorosa desaprobación. Va a decir algo, pero de pronto la libélula comienza a lloriquear mientras trata de dominar su mano derecha con la otra mano. Lil se vuelve hacia él/ella con un gesto de angustia. “Tranquilo, tranquilo...”, le dice, con lo cual me entero de que la libélula pertenece o perteneció alguna vez al género masculino. “Buscá tu centro. Buscá tu centro...”.
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Pero el libélula está desbordado. Su mano derecha parece haberse declarado en rebeldía y actúa por su propia cuenta. De pronto se dispara hacia arriba haciendo elevar con su impulso el cuerpito desarticulado, que enseguida cae de mala manera sobre la columna vertebral. Antes de que la libélulo pueda enderezarse, su mano derecha le aplica dos tremendos y sonoros puñetazos que le hacen rebotar la nuca en el piso. Y enseguida se le lanza por encima del torso hacia el hombro opuesto y velozmente hacia el lado contrario, hasta un total de cuatro latigazos en el piso de cada lado. El libélula grita de dolor entre su llanto, como un torturado de la Inquisición. Lil logra salir del horror que la embotaba y chilla: “¡Hace algo, Jorge!”. Quizá viendo en la acción una posibilidad de descargarse, Jorge salta encima de la libélula aplastándole el pecho con su culo y le inmoviliza la mano subversiva contra el suelo. Pero, al menos en esa mano, el transparente muestra la fuerza de un poseído. “¡Ayudame!”, me grita Jorge. Entonces me paro con ambos pies sobre la embrujada muñeca derecha del libélulo mientras Jorge comienza a abofetear al derecho y al revés ese rostro andrógino y crispado. “¡Dejalo, animal, pará...!”, grita Lil sacándome de un empujón y tomando a Jorge de los pelos con ambas manos y tirándolo hacia un lado. El libélula pega un alarido y se arrastra hasta abrazarse con todas sus fuerzas a las piernas de Lil, que nos mira desencajada y bufando. “Bueno, pero la mano loca se le calmó, ¿no?”, dice Jorge aún desde el suelo. Sin contestar, Lil intenta poner de pie al acaramelado, aunque las piernitas le tiemblan tanto que es imposible. De todas formas, como no debe pesar más de 25 kilos (“mojado”, acotaría Jorge), Lil lo va llevando medio en vilo hacia
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el rincón donde Boris Karloff sigue sin mover un músculo. Quizá realmente sea de terracota. “Tranquilo... Tranquilo... Quedate un momento acá, con el abuelo... Buscá tu centro... Pensá sólo en las palabras del Señor: Nam-miojo-rengue-kio... Nam-miojo...”. La libélula queda sentado en el suelo con los brazos y la cabeza colgando encima de las piernas de Boris Karloff, que en cuanto Lil se vuelve hacia nosotros da su primera prueba de que no es una estatua de barro: se raja un sonoro pedo. Lil, cuyos oídos probablemente tengan algún sistema que le impide registrar sonidos inadecuados como la corneta de Karloff, se nos acerca con expresión de misionera agotada durante un brote de peste, y espera pacientemente que sequemos nuestras lágrimas de risa. Soy el primero en recuperar el habla, así que mientras Jorge trata de embocarse su remera pregunto: “¿Se podría saber qué fue lo que acabamos de ver?”. “Lali es como un hermano para mí”, dice Lil mientras con tanta delicadeza como decisión nos va llevando hacia la escalera y comienza a subir tras nosotros. “Lo que vieron es parte de las consecuencias de una lucha que comenzamos hace una semana para sacarlo de su adicción a las drogas”. “Nunca oí que el síndrome de abstinencia independizara la motricidad de una mano...”. “Esa es una forma, entre muchas, de expresar su desequilibrio energético. Estamos intentando una desintoxicación desde la esencia misma de su angustia. No queremos apelar ni a la agresividad alopática, ni a los reemplazos adictivos como las granjas evangélicas, que te sacan de la droga anulando tu ser esencial”. “A Lali no le queda demasiado ser para anular. ¿No pensaste en psiquiatras y nutricionistas? Es una buena combinación”. “No me entendés, parece. Ya te dije que lo vamos a hacer a nuestra manera. A través de la purificación ayurvédica, del reacondicionamiento energético mediante el reiki, y el poder sana-
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dor de la oración y la meditación. Si hay una salida verdadera, es por el camino de la verdad”. La torpeza de la frase me tranquiliza porque me hace pensar que todo el speech era broma. Pero no. Ya en la puerta, Lil sigue tan seria y sentidamente como venía: “Aunque sé que va a ser un camino muy difícil. Luchamos contra el peor de los enemigos, el flagelo más poderoso de este mundo consumista. ¿Hay acaso un vicio peor que la droga?”. Sí, Lil. La vida.
La luz del mediodía sobre la avenida Directorio sigue pareciéndonos tan cálida y amiga como cuando alumbraba nuestra infancia. Caminamos un par de cuadras en silencio. El semáforo de Puán nos detiene, y entonces digo: “Es mucho, ¿no es cierto?”. “Sí”, asiente Jorge. “Hasta para mí... es mucho”. Y con esas palabras como epitafio, queda sepultado el enamoramiento de mi amigo.
Llevo tres horas escribiendo en “Sócrates”, en la esquina de la facultad de Filosofía y Letras. Jorge compartió una pizza conmigo y se fue a su casa a remasterizar el primer disco de los Beach Boys. Diccionario Jorge: “Remasterizar”: acción de volver a escuchar un disco luego de años pero ahora bajo los efectos de la marihuana.
“Sócrates” es uno de los tantos bares de Caballito que frecuentamos desde encarnaciones anteriores. Era una pizzería de barrio que se llamaba “Antonito IV”, aunque nunca supimos la localización del I, el II y el III. El edificio de casi una manzana que ahora ocupa la facultad era por entonces una fábrica de cigarrillos. Curiosamente, cuando te-
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nía diez años empecé a fumar escondido tras las tapias con que habían rodeado la fábrica cuando le reformaron el frente. Muchos años después, cuando comenzó la era de las fusiones empresariales, la fábrica se trasladó a la planta de sus nuevos socios en los suburbios de Buenos Aires, y entonces mudaron aquí la facultad y “Antonito” dejó paso a este bar universitario. Tres horas de escribir es, en estos últimos tiempos, una orgía. Casi bendigo la interrupción. “Noroc! Ce mai faci?”, grita sin piedad Irina desde la puerta de Puán, como si supusiera que si entra callada nadie va a reparar en ella. Todas las cabezas se vuelven hacia su increíble humanidad que avanza sonriente hacia mi mesa destartalándolo todo a su alrededor. Los estudiantes y los vendedores de telefonía móvil o medicina prepaga se aferran a sus sillas o se sostienen entre ellos tratando de que el oleaje que se levanta al paso de Irina no los arroje contra la barra o las vidrieras. Todos los inmigrantes rumanos que alguna vez llegaron a este país están contenidos dentro de su cuerpo colosal y aún sobra lugar para construir una iglesia ortodoxa con sus pinturas murales exteriores. Es una suerte de Gargamella transilvana a la que le bastaría mear en una esquina para anegar las calles de Buenos Aires y que perezcan por ahogamiento todas las tribus urbanas desde Liniers hasta Catedral. Si se para delante de vos, produce un eclipse. Girando por su cadera hacia la derecha, aparecés en China. Y es una de las personas más sabias que conocí en mi vida. “¡Al fin nos vemos! ¡Te dejé como diez mensajes desde que vi en las librerías tu libro sobre Vlad Tepes! ¿Por qué no me llamaste?”. “Justamente por eso: porque temía que hubieras visto el libro”, contesto en cuanto pasa el sismo que sobrevino cuando se sentó a mi mesa.
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“¿Y también fue por eso que ni tuviste la delicadeza de hacerme llegar un ejemplar?”. “Tenía la vaga esperanza de que nunca lo leyeras, es cierto...”. ¿Cómo no voy a temer que Irina lea mis delirantes elucubraciones sobre un personaje que ella conoce más que a sí misma? Nadie sabe tanto de la historia europea como ella, pero en lo que hace a Rumania y Vlad sus conocimientos son sencillamente absolutos. ¿Con qué cara le muestro mi pobre boceto donde los enormes agujeros que el rigor no cubrió fueron remendados con poesía y ocurrencias caprichosas? “Pues sos un tarado, esa es la verdad. ¿De qué tenés miedo? En tu texto no hay ningún error histórico, porque te cuidaste de no mencionar más datos que los mínimos e imprescindibles. Y el resto es una deliciosa zambullida en el misterio de la condición humana. Pocas veces vi a alguien percibir tan sutilmente el alma de Vlad o intuir tanto el secreto indescifrable que se esconde detrás de lo que mis imbéciles colegas universitarios sólo definen como ‘crueldad’. Sos el más digno hijo de Drácula que he conocido...”. Si todavía me quedara algo más que vísceras entre pecho y espalda, me echaría a llorar. Quisiera decirle a Irina que se equivoca, pero eso es imposible, ella nunca se equivoca. Quisiera entonces decirle que fue sin querer, que sólo me dejé llevar por la fascinación, que no fue más que una impertinencia de mi parte el meterme con el alma de Vlad. Y que nadie, jamás, me concedió un honor semejante o ligeramente comparable a que ella, la que tiene a toda Rumania en su memoria, me conceda ese título maravilloso, el de hijo espiritual de Drácula. El hijo de Drácula que escribe para los mendigos de las plazas de Roma. Ok, mi vida no fue tan inútil como a veces me parece.
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Luego de media hora de conversación sigo embobado con el recuerdo del increíble elogio de Irina. Pero cesa mi goce de repente cuando las veo entrar a ellas, bras dessousbras dessous. Alma y Majo. Dos soles esplendentes. Que, sin embargo, de pronto oscurecen toda esperanza de supervivencia para la tranquilidad que quería en mi vida por estos días. Por alguna retorcida razón, mi mentecita no había hecho esa cuenta tan simple: Majo estudia Letras, Alma empezó la carrera de Historia; ergo, van a la misma facultad. Irina sigue la dirección de mi atónita mirada, las ve acercarse sonrientes, y vuelve a mirarme con crueldad rumana. “¿Cuál es tu novia y cuál tu hija?”. “Lo de ‘novia’ quizá sea algo inexacto, pero igual... ¿cómo supiste?”. “Sólo sabía que tenías una hija estudiando acá. El resto me lo dijo tu cara”. “Hola, pá, ¿qué hacés acá?”. “Nada, hablaba un rato con Irina. ¿Se conocen?”. “Claro que la conozco”, dice Alma. “El próximo cuatrimestre va a ser mi profesora. Estoy super ansiosa por empezar con su materia. Aunque ahora que sabe que soy tu hija... me va a tener en mal concepto ya de entrada”. “Bueno, así como sos su hija, tendrás una madre. Confío en que esa influencia haya primado sobre la paterna”. “Mh, no estoy segura...”, contesta Alma riendo y echándome una mirada de dulce complicidad. Entonces se sienta junto a Irina. Empieza a apabullarla con preguntas. Irina es todo un mito en la facultad. Majo y yo quedamos casi en otra dimensión del espacio. Ideal para murmurar. “Me cruzó en la escalera y se me colgó del brazo. Creo que la intención era investigarme. No sabés qué alivio sentí cuando vi que estabas acá. Fue como un milagro. ¿Te imaginás mi terror cuando imaginaba que iba a tomar algo a solas con tu hija?”.
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Con esto Majo logra hacerme sentir culpable. La había prejuzgado. Cuando la vi aparecer del brazo con Alma, pensé que luego de dormir una noche en mi cama ya había tirado a la mierda esas ideas sobre la discreción y el no mezclar todo enseguida, y se había abandonado gozosa al tendido de redes y a la manía femenina del control (relación, proyecto y lo que ya sabemos). Pero parece que mi loquita del pubis violeta es confiable. Qué alivio. Aunque su siguiente frase es: “¿Qué hacés ahora? ¿Vas para casa?”. ¿Qué carajo quiere decir con “casa”? Esto está lleno de estudiantes y profesores de Filosofía. Puedo llamar a un seminario espontáneo de bar, como está de moda en Francia, para debatir el concepto.
Ocho de la noche. Merlina K. debe estar saliendo del estudio. Quedamos en que la esperaría en el restaurante japonés de la galería Pacífico. Llega con cara de cansada, el pelo recogido y una camisa blanca suelta sobre el pantalón con todos los botones sobre el pecho abiertos. Alguien debería explicarle que, así como un mecánico puede olvidarse una pinza en el motor de un auto pero un cirujano no puede dejarse una dentro de un abdomen, así una mujer cualquiera puede descuidarse y salir toda desabrochada pero en Merlina eso constituye negligencia criminal. Pero no me da tiempo de disfrutar, porque ya antes de sentarse me dispara: “Federico nos traicionó”. “¿Qué...?”. “Aceptó hacerse el ADN. Por eso esta mañana no vinieron a encontrarse con nosotros. Fue una maniobra para dejarte pegado a vos”.
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“No puedo creerlo... Pero, de todos modos, ¿no me dijiste que negarme al examen no prueba nada en mi contra?”. “Como parte de una estrategia común en la que ambos se negaban. Pero él aceptó... lo cual hace sospechosa tu negativa”. “¿Y con qué sentido hace eso? El pelotudo sabe perfectamente que soy tan inocente como él. ¿Qué gana embarrándome?”. “No es cosa de él, obviamente fue idea de sus abogados. Y responde a una estrategia para sacarlo rápido del asunto. Exitosa, podría asegurarte. El juez, con esto, se saca a Federico de la cabeza. Sólo en el remoto caso de que el ADN lo incriminase, el juez volvería a fijarse en él; y sólo para arrestarlo”. “Entiendo. Es cierto, así él queda afuera...”. “...y las miradas caen todas sobre vos”. Sí. Hasta el japonés detrás de la caja del restaurante me mira acusadoramente. El universo entero es un enorme ojo de neón y gelatinas rojas que se dispone a caer sobre mí y aplastarme. ¿Cómo puede haberse puesto todo de cabeza? “Pero escuchame, Merlina, ¿y si simplemente voy y me hago el análisis? ¿No haríamos volver todo a foja cero, como dicen los abogados?”. “Supongo que sí. Pero no vamos a decidir nada precipitadamente. Justo ahora voy a hacer una consulta. Mañana te llamo temprano para decirte qué hacemos”. “¿Una consulta ahora? ¿No se fue ya toda la gente de tu estudio?”. “No es del estudio, es... alguien. Vos quedate tranquilo, yo me ocupo... Acompañame, que me tomo un taxi...”. Y un momento después me quedo parado solo frente a la Plaza San Martín, perplejo y anulado. Hasta antes de la traición de Federico las cosas eran absurdas, ajenas y molestas. Ahora estoy al borde de verme sumergido y atrapado por uno de los principios básicos de la Justicia de este país: uno es culpable hasta que se demuestre lo contrario... y rogá que se demuestre. Con ADN o no, la semana que viene huyo a Europa.
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Sorpresa, sorpresa. Llego a casa y Majo ya está ahí (el patiecito, again), intentando sin el mínimo éxito resolver una salsa de cuatro quesos. Pero no es todo: hay visitas. Rolando y Mónica. Ellos me adoran, me consideran un amigo “especial”. Yo ni siquiera termino de entender cómo dejo entrar a mi casa a personas con esos nombres. Y Majo como anfitriona. “Les serví algo para tomar, espero que no te moleste. No podía dejarlos esperándote en seco”, murmura cuando la saludo. Sonrío como puedo y giro otra vez hacia la parejita feliz. Rolando vuelve a abrazarme. “¿Cómo andás, loquito lindo?”, y me guiña un ojo como aprobando a Majo. “Teníamos muchas ganas de verte”, dice Mónica. “Hablábamos de eso con Roli, y entonces nos dijimos: ‘¿Por qué no ahora mismo? ¿A qué esperar? Vamos y lo invitamos a cenar’. Y acá estamos”. Lo que es la vida de los aventureros... “Andá, por mí no hay ningún problema”, dice Majo. “Total, mi proyecto de ravioles a los cuatro quesos es un mamarracho, así que...”. “No creo que nada sea terminal. Todo puede salvarse. Permiso...”, digo yendo hacia la cocina. Voy a rescatar esa salsa a toda costa. Siempre será mejor que cualquier restaurante con “Moni” y “Roli”. “Yo te ayudo...”. Mónica a la cocina. Majo sola con Rolando. Muy bien, así aprenderá a no ser amable con desconocidos de nombres setentistas. Y yo debo aprender también: a cerrar la puerta con llave cuando me voy, para que no se pueda abrir desde adentro. Manos a la obra con la salsa. “Es linda, ¿eh?”. Ay, Mónica. Me preocupé de ser el primogénito para no soportar a una hermana mayor. No es justo que deba padecer tus sonrisas adultas.
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“Y es re-dulce. Mirá qué ternura: se ve que nunca hizo un huevo frito, y sin embargo se lanzó a preparar un plato tan elaborado para esperarte con la sorpresa...”. (Traducción: “¿Cuándo pensás dejarte de joder y sentar cabeza? Mirá que los años pasan... ¿Te creés que siempre te van a dar bola chicas jóvenes y lindas como esta? Ya estás grande para la vida que llevás. Te lo digo por tu bien, porque te quiero...”) “Ay, qué divina: mirá, compró cuatro cajas de ravioles para ustedes dos solitos. Se ve que no tiene idea...”. (Traducción: “Bueno, claro que ella debe ser bastante boludita, se cree que porque tiene las tetitas duras la vida es joda, y está perdiendo el tiempo con un tipo con el que no tiene ningún futuro. Y los años pasan...”) Cómo me gustaría hacerme una cirugía de estos dos, extirpármelos como dos tumores que estaban alojados en mi tiempo, y arrojarlos sin biopsia al tacho de basura de su felicidad conyugal. Pero siempre fui incapaz de decir algo tan simple como: “Desaparezcan de mi vida”. No tengo respeto por mi propio tiempo. Con todo, los ravioles y el vino mejoran mi ánimo. Los disfruto en paz y silencio, porque Rolando se ocupa de contar nimiedades detalladas hasta el delirio acerca de aquel mes que compartimos en Valeria del Mar hace diez años, cuando yo acababa de separarme por tercera vez de la madre de Alma y me había recluido en una casucha frente al mar a no hacer ni pensar nada hasta limpiarme la frustración, y en la única casita cercana estaban “Roli” y “Moni”, ya dos treintones pasados, de luna de miel. Se dedicaron a darme de comer día y noche y a ocuparse del mate y las facturas por la tarde. Esa “aventura” fue lo único que hubo entre nosotros, y me costó una docena de visitas insufribles durante la década siguiente. Pero esta paz no puede durar toda la noche. En algún momento, uno de ellos saldrá con una de esas frases de tar-
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jeta de aniversario, aleccionadoras acerca del valor de lo sencillo en la vida, y yo no podré con mi genio y replicaré con alguna barrabasada corrosiva que... “...y después de diez años juntos, con Roli siempre nos decimos que hay una canción de Pablo Milanés que parece que la escribió para nosotros. ¿Eh, Roli?”. No puedo creerlo, pero “Roli” canturrea... “A todo dices que sí, a nada digo que no, para poder construir...”. ¡Y a dúo...! “...esa tremenda armonía...”. “¿Ves? Ese es el problema”, interrumpo. “¿Qué?”, dice la pareja armónica al unísono. (En octava, para ser más específico). “Que ahí está el problema. Lo que pudrió todo fueron las canciones de amor. Maleducan a la gente”. “¿Vos entendés de qué habla, Roli?”, dice Mónica. Majo ya se había desconectado a la altura de la mención a Pablo Milanés, que a ella debe haberle sonado como Tiranosaurus Rex, así que se va a preparar café. “Ya llevamos demasiadas generaciones deformadas por las canciones de amor. Tienen un efecto nocivo, degenerativo. Todas esas pequeñas historias de mierda donde las personas se mueren por otra persona, o peor aún: amenazan al otro con que si la dejan se van a morir. Es denigrante...”. “Ay, tenés cada idea vos...”. “¿Yo? Las canciones de amor han producido generaciones enteras de seres débiles, temerosos, sin voluntad ni decisión. ¿Qué es eso de morirse porque el otro se hartó de vos? ¿Qué es eso de arrastrarse a los pies de alguien porque sin él la vida no tiene sentido? Es enfermizo. Según las canciones, el amor es cosa de inútiles despersonalizados que enseguida pueden convertirse en extorsionadores y un momento después en idiotas que no encuentran el sentido de nada y al segundo siguiente hasta pueden ser felices, a costa de asesinar todo sueño personal. Si creyera en la
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política, diría que las canciones de amor son instrumentos malignos del poder para mantener mansas, débiles y sometidas a las masas. Pero ni siquiera ese status alcanzan: son cantos a la estupidez a secas”. Ya están más serios. Incómodos. “Lo que pasa es que vos no podés concebir la armonía entre dos seres”, dictamina Rolando. “¿Armonía?”, digo con una risotada mientras Majo vuelve con el café. “¡Nunca! Ese es el mayor engaño. ¡Que Dios nunca me castigue con la armonía! El chiste está justamente en lo contrario: en el conflicto. Sólo en el conflicto hay vida, creatividad. Amor, si querés llamarlo así”. Tomo a Majo de la cintura y la siento sobre mis rodillas. “Miren esto. ¿No se dan cuenta de que es algo irreconciliable? Somos totalmente diferentes, y lo distinto no se complementa. Jamás. Lo de complementarse es la otra gran falacia del asunto. Les prometieron que pueden encontrar a otro que es distinto pero con el que se complementarán como las piezas de un jueguito de bebé. ¡Les tomaron el pelo! Y lo más gracioso es que todo lo que estoy diciendo es bueno. Es maravilloso, es genial. El juego de lo distinto que no se complementa: eso es la vida...”. “Qué sé yo, bueno... Es tarde, Roli, ¿vamos?”. Lo logré de nuevo, hermanita mayor. Si la gran actitud aventurera de haber salido de tu casa para invitarme a cenar te hizo fantasear con que a la vuelta tendrías un orgasmito algo más sabroso, creo que te lo agrié con mi discursito anti-romanticismo. Buscate tus propias formas de excitación, no me uses a mí para potenciar tus medidos revolcones en esas perfumadas sábanas con angelitos o flores sobre las que dormís sin pena ni gloria. “Vuelvan cuando quieran, ya saben. Cuando lo sientan...”. Lo peor es que volverán. Con lo que les di tienen para unos meses de reafirmarse el uno al otro en su senda armónica, pero al cabo querrán venir por más. Bueno, quizá pa-
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ra entonces yo tenga la suerte de estar purgando una condena por asesinato... “¿No estuviste demasiado duro con ellos?”. “No, Majo. Nunca es ‘demasiado’. Esta clase de gente tiene más resistencia que las cucarachas”. Quedó vino en mi copa. Enciendo otro cigarrillo. Majo vuelve a sentarse sobre mis piernas. Me acaricia unos momentos la espalda antes de hablar. “Por ahí la pregunta te suena rara, pero... ¿vos no te enojás si me voy a dormir a casa, eh?”. Ay, Majo, Majo, proyecto de mujer perfecta... Al final va a llegar una noche en que voy a ser yo quien te pida que te quedes.
Al fin una noticia que tiene sentido. El diario acaba de iluminar mi resacoso mediodía. Quizá después de todo el mundo tenga aún alguna oportunidad de enderezarse. ¿No será que, con cuatro décadas de retraso, por fin la Era de Acuario empieza a asomar en el horizonte? Deja que entre el sol, así tengo mejor luz para releer esta noticia maravillosa. William Shatner viajará al espacio. Sí. En una nave comercial, uno de esos proyectos yanquis pensados para multimillonarios que pueden pagarse un tour a la estratósfera. Lógico, ¿qué mejor publicidad que anotar a Shatner para uno de esos vuelos? ¿Quién no confiaría en una nave donde viaja el mismísimo Capitán Kirk? Y por el mismo precio, en ese vuelo irá también Gene Simmons, el de Kiss. Es conmovedor: ¡William Shatner en una verdadera nave espacial! Ya puedo ver a Mr. Spock en la rampa de despegue, agitando un pañuelito para despedir a su capitán que parte hacia una real aventura. Shatner lo observa desde la cabina de mando con esa sonrisa perfecta de quien colmó
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todos los sueños posibles de varias generaciones, mientras Gene Simmons saca la lengua a los fans que fueron a despedirlo con las caras pintadas. Diez, nueve, ocho, siete... La humanidad entera corea el conteo regresivo, porque es realmente un Nuevo Mundo lo que se apresta a despegar. ¡Te amo, Capitán Kirk! ¡Todos te amamos! ¡Tu pequeño paso es el gran paso para el definitivo despegue de la humanidad! ¡La Era de la Imaginación ha llegado, triunfante y definitiva! ¡Love, Kirk! ¡Toda la Tierra es tu nave, toda la humanidad es tu amada tripulación! ¡Hasta la victoria siempre! (Ah, y cuando regreses a la Tierra podrías grabar otro disco, porque el último —con tus 73 años encima— estuvo buenísimo).
“La idea es esta: hacemos un análisis de ADN en forma particular y lo presentamos como un aporte a la causa. Hoy metemos un escrito donde le informamos al juez esto que vamos a hacer, le solicitamos que sea pertinente a la causa y cosas así. Nuestro resultado va a estar listo muchísimo antes que el de Federico, porque sabés bien qué largos se hacen los procedimientos por la vía judicial. ¿Entendés?”. “Perfectamente. Le estamos dando vuelta la jugada a Federico. Me salgo del medio antes que él”. “Exacto”. ¿Oíste eso, Capitán Kirk? El Mundo Nuevo comienza a manifestarse. “¿Y bien, nejed? ¿Qué opinión te merecen las estrategias de tu asesoría letrada?”. “Merlina, lo único que puedo decir en este momento es que quisiera pedirte matrimonio”. “Principio elemental: no pidas más de lo que podés devolver”. “Entonces pidamos el almuerzo. ¿Qué querés comer?”.
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Llego a “El Coleccionista” a las cinco de la tarde y Jorge está sentado solo a una mesa. Él nunca va solo a un bar. Algo raro hay. “Vera me citó acá. Quiere hablar conmigo”. “¿Vera? ¿A solas con vos? Una combinación tan natural como un huevo frito con dulce de leche”. “Ya me imagino por dónde viene la cuestión...”. Y llega Vera. “Ah. Vos también”, me dice con desprecio. “Bah, era previsible”. Se sienta frente a Jorge y ataca. “Sos un cobarde de mierda”. “¿Nadie tiene nada sorprendente para decir, nunca algo original?”, me dice Jorge con cierta sincera desolación. Me encojo de hombros. “No empiecen con el show humorístico del dúo dinámico”. Una frase excelente, para provenir de Vera. La creía inválida para el sarcasmo. Logró despertar nuestra curiosidad y captar nuestra atención. “Sos un cobarde, Jorge”, insiste. “Lil no se merecía que actuaras así con ella”. “¿Ustedes dos no habían terminado peleadas la última vez que estuvimos en tu casa?”. “Cuando la gente que me quiere me necesita, estoy a su lado. Eso se llama ‘compromiso’, una palabra que ustedes desconocen”. “Ayer a la noche le dije a Lil que cortáramos...”, me aclara Jorge. “¡Y por teléfono! ¡Ni siquiera tuviste las pelotas para hablarlo cara a cara! ¿Cómo pudiste actuar así? Lil estaba ilusionada, me contó que hasta habían empezado a hablar de proyectos...”. “Ella empezó. Como cualquier mujer a partir de los 25 años, y en casos graves, antes. Apenas te conocen te hacen una entrevista, a ver si tenés las condiciones mínimas para encajar en su ‘proyecto’. Y enseguida empiezan a tratar de meterte en la cáp-
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sula en la que viven. No hay otra cosa, ni siquiera en los primeros tiempos. Todo lo enfocan con esa lente utilitaria, en función del ‘proyecto’. ¿Y después se asombran de que los hombres vivan huyendo de ustedes? Hace diez o quince años esto pasaba con minas de 35 para arriba, y los tipos rajaban. En vez de cuestionarse por esta reacción masculina, se abroquelaron cada vez más y hoy ya una de 25 te provoca salir corriendo...”. “La típica argumentación machista, que esconde el miedo al compromiso”. “No, Vera, en serio”, dice Jorge con una seriedad que hasta a mí me sorprende. “¿Por qué no tratás de verlo? Esa forma de plantear las cosas nos hace tan sólo parte de un proyecto, como si uno, personalmente, no tuviera demasiada importancia. Lo importante es que encajes en el proyecto de ella. ¿Y por qué no vamos a huir de un planteo semejante, en el que casi no existimos?”. “Negro, no pensaba meterme en esto, pero... estás dándole toda esa explicación a una mina de 20 años que vive en pareja con su hermano. No es el target...”. “No importa, si en realidad no le hablo a ella. Pero anoche estuve pensando mucho en estas cosas, y necesito decirlas”. Entre mi violenta frase y la inesperada seriedad de Jorge, Vera parece inmovilizada. Jorge sigue adelante sin volver a acordarse de ella. “Las engañaron, locas. Hace más de treinta años que las vienen engañando. Les vendieron una historia rosa donde la chica sigue una carrera, se inserta en el mundo laboral y profesional, se afirma en un camino de éxito y realización, y a los 32 tiene al tipo esperándola sentado para hacerla madre. Pero el resultado concreto es que en los bares de Buenos Aires sólo hay legiones de minas compartiendo mesas aproximadamente por grupos etarios, y todas solas. Para nosotros debería ser el Paraíso: nunca hubo tantas mujeres sueltas y con ánimo receptivo. Mirá a tu alrededor, acá mismo. Son las cinco y media de la tarde de un día de semana y ahí tenés tres minas en esa mesa, cinco en aquella, cuatro en aque-
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lla otra... Mirá para la calle: pasan como en procesión. Imaginate un sábado a la noche... Tanta belleza bien predispuesta suelta por ahí, y en vez de disfrutar del Edén tenemos que vivir como espías moviéndose tras las líneas enemigas. Porque en cuanto te acercaste mucho a una, te tira con el ‘proyecto’ por la cabeza. No es que considere impensable vivir con alguien y darle un hijo. Pero, ¿cómo voy a hacer eso con alguien para quien todo lo que no encaje en el proyecto —que en general es como decir todo lo que a un tipo le interesa en la vida— sería mejor que se fuera diluyendo lo antes posible? Y repito: van tres generaciones de minas viendo reaccionar a los tipos con la huída, y lo que hacen es ponerse más obsesivas. Como si el pensamiento fuera: ‘Cuanto más huyen del proyecto, más tengo que esforzarme en encajárselos’. ¡Es una locura! Y después se quejan de que los tipos sólo busquen echarles un polvo y rajar: ¡con semejante actitud, ¿cómo no quieren ser carne de cañón?! Están locas...”. “Sin solución...”, acoto. “Sí que tiene solución. Pero nosotros no podemos hacer nada, está totalmente en las manos de ellas. Y es simple de enunciar: tienen que dejarse de joder y elegir al tipo que las ama. ¿Qué importa si trabaja, si es buena persona, si sirve para el proyecto? Tienen que empezar a elegir por amor, sin la calculadora sociobiológica en la mano. ¿No se supone que el amor es lo que más le importa a las mujeres? Esa es la solución. El amor. Creo que directamente cambiarían el mundo. Y hasta les sería facilísimo realizar el famoso ‘proyecto’... ¿Por qué no se dejan de joder?”. No tengo esa respuesta, compañero. Vera tampoco. Ni esa ni ninguna otra. Queda boquiabierta por tanto tiempo que al final me da cierta pena, y la distraigo con cualquier cosa. “Vera, ¿y... qué pasó con esa idea que nos habían comentado la otra vez?”. “¿Eh? ¿Idea... de qué?”. “Eso que vos y tu hermano nos contaron en tu casa...”.
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“Ah, ¿lo de... lo de adoptar, decís? Ah, sí. Bueno, ya lo tenemos solucionado. Compramos un bebé en Misiones. Ya encontramos una chica que está embarazada y nos lo va a entregar en cuanto nazca. Así lo anotamos directamente como si fuera hijo mío, ¿entendés?”. Ah, claro. Para que lleve el apellido de sus padres. Total, padre y madre tienen el mismo. Ahora sí lo entendí.
“Acá está, acá está, debajo del sillón”. Es la mandíbula que se le cayó a Richard cuando le conté el asunto de la degollada. “Pero...”, farfulla tras recomponer sus maxilares, “¿cómo no me contaste antes?”. “Bueno, para eso fui a tu casa la otra noche... y me encontré con el velorio”. “Qué historia, hermano... ¿Y entonces... mañana te hacés el examen de ADN?”. “Sí. Y me voy a la mierda. ¿Vemos el asunto del pasaje?”. Richard está en mi casa porque siempre uso su tarjeta de crédito para comprar pasajes de último momento por Internet. Navegamos un rato, y consigo un precio increíble si salgo pasado mañana. “Cómo me gustaría poder hacer este tipo de cosas”, dice mientras tecleo el número de su tarjeta. “Salís casi de un día para otro, sin preparativos, sin reservas de alojamiento... Creo que yo moriría de terror si aterrizo a 14.000 kilómetros de acá sin haberlo preparado durante meses”. “Bueno, pero a esta altura ya me las sé arreglar, conozco gente, lugares...”. “No es por eso. Es porque estás loco. ¿No te acordás en qué condiciones te fuiste por primera vez?”. Tiene razón. Mi primer viaje a Europa, hace unos cuantos años, fue absurdo. Con mi seguridad de demente, convencí a los directivos de un canal de cable de que me
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enviaran a grabar documentales a Italia. Prometí que en 20 días grabaría material para cuatro documentales de media hora, en seis ciudades distintas. Sólo les pedí un camarógrafo y 1.500 dólares para moverme: nadie en su sano juicio o con un mínimo de idoneidad profesional lo hubiera siquiera considerado. Pero como el canal, en términos operativos, estaba en manos de una “nueva generación” fascinada con el e-mail, que se pasaban el día enviándose mensajitos de una computadora a otra separadas por un par de metros de distancia, lo vieron como un proyecto sustentable. El gerente de producción le mandó un mail al gerente comercial, que estaba en el box de al lado, y el pibe habló con uno de los anunciantes, una agencia de turismo que proveyó los pasajes y los alojamientos. A sólo un mes de plantearles la idea, ya estaba en el aeropuerto con mi camarógrafo. Mi trabajo de producción previo había sido directamente inexistente. En el aeropuerto de Roma nos esperaba un automóvil que la agencia había puesto a mi disposición. Y que ahí quedó, porque jamás en mi vida me preocupé por aprender a conducir. El camarógrafo no lo podía creer. ¿Por qué no lo había dicho antes, así él traía su licencia de conductor? Porque parte del éxito de mi proyecto se había basado en que no afirmé ni negué absolutamente nada durante las conversaciones previas. Pasamos veinte días cargando equipos sobre nuestras espaldas para recorrer cientos de kilómetros en tren, en bus o directamente a pie. Como no había arreglado ningún permiso de grabación antes de llegar —ya que esto me hubiera llevado semanas y costado mucho dinero—, tuvimos que ingeniarnos para engañar a medio mundo y grabar sin autorización. Nos metíamos en las iglesias de contrabando, aprovechando descuidos de guías, guardias y sacerdotes para descender a subsuelos interdictos o escabullirnos por detrás de los altares. Seis veces nos echaron de San Pietro, y seis veces volvimos a entrar; faltó po-
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co para que Wojtyla tuviera que ocuparse personalmente del asunto. Equipo al hombro, caminamos ida y vuelta tres kilómetros de la Via Appia Antica sobre ese empedrado imposible, entre restos arqueológicos y ricachones paseando a caballo, y de regreso nos metimos en un sector cerrado al público de las catacumbas de San Sebastiano gracias a una de las guías del lugar, a la que convencimos de que estábamos haciendo una investigación sociológica acerca de las personas que trabajan bajo la tierra, como ella o los conductores del metro romano. En Firenze fuimos supuestos enviados del Museo Nacional de Bellas Artes argentino, y con esa excusa nos organizaron una visita completa a la Galleria degli Uffizi donde hasta grabamos imágenes del corredor de los Medici, a lo que sólo podríamos haber accedido con permiso oficial y pagando el canon correspondiente. Aceptamos las condiciones de los franciscanos de Assisi —300.000 lire per la prima ora di ripresa e 100.000 per ogni ora successiva, indicaba el fax del Segretario Provinciale—, y luego de grabar todo el día nos escabullimos por una salida lateral —prohibida, por supuesto— de Santa Maria degli Angeli como si asumiéramos que Francesco jamás nos hubiera querido cobrar. Y así. “Sí, Richard, supongo que tenés razón”. Enter. Et voilà: ya tengo pasaje.
María en el barcito de Pedro Goyena. “¿Pasado mañana?”. “A la tarde”. “Pero... ¿y qué pasa con la causa, el juez, la policía...?”. “No invité a nadie”. María ríe y me abraza. “Me alegro, nene. Te va a hacer muy bien, como siempre. Tu lugar está allá, sabés que siempre pensé eso...”.
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“Yo también lo creo así...”. “¿Y por qué no te vas de una vez para siempre?”. “Si repetís la palabra ‘siempre’ una vez más, me convencés”. “Bueno, no estoy escribiendo una novela, sólo estoy charlando con vos...”. No me voy porque no me quiero dar por vencido. Es una cuestión de carácter. Yo vivía feliz en mi casa hasta que, hace ya años, me la empezaron a ensuciar. La fueron llenando de miseria, ignorancia, pequeñez, y toda clase de basura. Derribaron todo lo que pudieron de mis paisajes, los externos y los internos. Lo empiojaron todo. Me fueron transformando en un extraño en mi propia casa, en un exiliado en mi propio lugar. Convirtieron en estéril una tierra que había sido capaz de producir a Borges. Quisieron ahogarme en su mierda o echarme. No consiguieron ninguna de las dos cosas, ni las conseguirán. Me voy, respiro un poco... y vuelvo. No les voy a dar el gusto. De jodido, nomás. Cuando todo esto termine de hundirse, voy a estar aquí para verlo y reír. Y luego apagaré la luz y cerraré la puerta. “No sé, María, supongo que no me voy definitivamente porque en Europa nadie me acusaría de asesinato. Vos sabés que no tengo imaginación. Si no me pasan cosas así, ¿qué voy a escribir?”. “¿Le dijiste a la chiquita?”. “¿A Majo? No, todavía no. Si lo decidí hace un par de horas...”. “Pobre nenita, va a empezar a descubrir que está con un loco con el que puede pasar una noche de lo más normal y que al día siguiente le sale con que decidió irse a Europa y viaja pasado mañana...”. Corte directo —pero a la Truffaut— a Majo en mi casa. “¡Qué bueno! ¡Genial! ¡Te felicito! Pero, ¿me vas a traer algún regalito lindo, loco?”.
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Majo, sería capaz de hacerle sonar la nariz al Papa y traerte el pañuelito de papel tisú con sus mocos purpurados. Creo que hasta te voy a extrañar.
La salida del vuelo se demoró un par de horas porque el avión no estaba de ánimo. Pero aquí vamos. Despierto de una larga siesta y me pongo a leer un rato. La botellita de vino italiano que me clavé (un Montepulciano d’Abruzzo, nada mal) todavía me mantiene algo amodorrado. Una anciana exageradamente europea, fina, elegante, delicada, con puntillas en el cuello de su camisa y ese estilo de maquillaje que en una latina joven sería carnavalesco —labios muy rojos, verde claro y un toque celeste en los ojos, pómulos con rosetas rosadas— pero a ella la hace ver como un platito inglés de porcelana, una anciana que tranquilamente podría ser la hija mayor de alguno de los Huxley, pasa a mi lado para ir al baño que está a continuación de mi asiento. Me produce la sensación de algo fuera de lugar. Gente como ella no debería usar baños públicos. Ahora estamos volando por encima del desierto. Del verdadero, no del turístico. Es el centro exacto de la nada, una nada amarilla y asesina. Ah, si me bajaran aquí, exactamente aquí... “Impresionante, ¿eh?”, dice mi compañera de asiento junto a la ventanilla, segura de que ahora sí logrará sacarme una palabra luego de horas de tolerar mi empecinado mutismo. “Entschuldigung, ich verstehe nur Bahnhof”, contesto sonriendo. Es argentina, y yo no estoy viajando miles de kilómetros para hablar con argentinos. Ah, si pudiera bajarme aquí...
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AQUÍ
COMIENZA EL
DIARIO
DE
VIAJE
DE UN
HOMBRE CANSADO
QUE
BUSCA (Y CREE ENCONTRAR) LA MANERA MÁS LIMPIA DE RECONSTRUIR
ALMA Y EVITAR RECURRIR AL ASESINATO COMO FORMA LIBERADORA DEL ARTE. (Y CUYOS PÁRRAFOS SÓLO DESCRIBEN MOMENTOS FELICES, Y POR LO TANTO CARECEN DE TODO INTERÉS. PASE DIRECTAMENTE A PÁGINA 199) SU
Cuando llegamos a Fiumicino son las nueve de la mañana. Me acomodo en el tren hacia Roma Termini. Cuando voy pasando por los suburbios de la ciudad me acuerdo de “Brutti, sporchi e cattivi”, me gusta pensar que los alrededores de Roma se siguen pareciendo bastante a la película. “Prossima fermata: Termini... Termini...”. Dejo el equipaje en custodia y me quedo unos instantes parado en medio del hall. Termini muestra su mélange habitual, con alemanas multimillonarias esquivando tullidos bla bla bla, todo lo que ya describí antes. Esta vez salgo para el lado de la via Marsala y encaro la via Vicenza hasta lo de Alessandro. Es un antiguo palazzo convertido en hostel para young travelers, categoría en la que pienso permanecer hasta el día de mi muerte. No son aún las diez de la mañana pero Guido, que debe haberse acostado a las siete —si lo hizo—, ya está en la recepción, contento y siempre bien dispuesto. Es un italianito muy moreno, de origen humilde, que siente y transmite la satisfacción de quien no puede ni quiere pedirle más a la vida. Vive en una constante efervescencia rodeado de chiquilinas alemanas, francesas, australianas o suecas que van y vienen siempre en plan liviano y alegre, tiene poco más de 20 años, no se acuesta con las mejores pero sí con las segundas que son la mayoría... ¿Qué sentido tendría perder tiempo en dormir o estar de mal humor? Las dos recepcionistas me reciben en inglés (¿por qué activan automáticamente ese chip, si no es ese el idioma de
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la mayoría de los que llegan aquí?), pero en cuanto Guido ve mi pasaporte resuelve lo que le daba vueltas por su mente repleta de rostros al verme llegar. “Ah! L’argentino... Que come gashina, anda a cabasho y no shora jamásh... Come vai?”. Así es, Guido no sólo habla español —y francés, inglés y quién sabe qué más—, sino que conoce variantes como la pronunciación del español en Buenos Aires. “Bene. Neshun problema”, le contesto pronunciando a lo Nino Manfredi, para devolverle la gentileza. Guido tuvo una niñez alla “Brutti, sporchi e cattivi”. Por eso, para él, el Paraíso tiene la forma del “Alessandro Palace”. Es un tipo que te hace sentir eso tan raro: que la vida tiene solución. Antes que nada, debo hacer mi saludo cabalístico a Roma. Vuelvo a Termini y me tomo el metro hasta Flaminio. Salgo frente a la Porta del Popolo: esta fue la primera imagen de la que tuve conciencia la primera vez que pisé Roma. Cruzo la Porta y desemboco en la Piazza. Entro a Santa Maria del Popolo a saludar al gran culo beige de “La crucifixión de San Pedro” de Caravaggio: mi retorno a Roma ya es oficial. Aprovecho para preguntarle a Nerón, cuya tumba secreta está en algún lugar bajo mis pies, cómo andan los ghost parties que él preside cada noche. “Cada vez mejor”, dice el divino demente. “Para el Jubileo del 2000 renové todo el plantel de espíritus y fantasmas, y tengo unas brujitas hermosas”. “Ya sé, estuve en esa fiesta”. Es un gran anfitrión. Y eso que dicen que Pasquale II desenterró sus huesos hace 1.000 años, los quemó y tiró las cenizas el Tíber (consejo de la Madonna, y ya se sabe lo inconveniente que es dejarse aconsejar por madres, aunque no sea la propia); así y todo, con lo incómodo que resulta sentirse íntegro luego de esa dispersión esencial, Nerón impone espontáneamente su presencia y es el líder
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natural de las fantasmagóricas fiestas nocturnas en Piazza del Popolo. Cuestión de personalidad. Saludo una vez más al culo de Caravaggio y me retiro feliz. Más tarde cumpliré otro rito, que me fue transmitido por Tatiana. La primera vez que ella estuvo en Roma, llegó al anochecer; se acomodó en el hotel, cenó y luego se lanzó a caminar sin rumbo por la noche romana. “Y de repente doblé una esquina y me topé con el Coliseo todo iluminado. Fue una aparición mágica. Me puse a llorar de la emoción”. Desde que me lo contó yo repetí esa magia en cada una de mis visitas, y lo haré esta noche. “Ave, Tatiana”, pájaro fantasma que acompañará mi vuelo final.
A más de 13.000 kilómetros de cualquier amor u odio, por fin el aire circula libre por mi mente desmantelada como un campamento estudiantil al final del verano. Siento esa liviandad fresca apoyado en la ventana que da a la via Palestro. Guido me acomodó en una habitación con seis camas. Cuando llegué había dos rugbiers australianos, pero se fueron. Quizá esta noche tenga todo el inmenso cuarto para mí. Termino mi cigarrillo y salgo. Descansé toda esta primera tarde. A partir de este momento vuelvo a ser Ahasvero, el Judío Errante: condenado (dulcemente, en mi caso) a caminar sin detenerme ni sentarme ni descansar jamás. Paso por Reppublica, agarro la Via Nazionale, la Via delle Quatro Fontane, y en Barberini me desvío por el Tritone (mañana tomaré la Via Veneto, sí), cruzo el Corso y así voy llegando a la Piazza Navona. Saludo a Neptuno que sigue clavando su tridente en el mismo pobre y paciente viejo calamar o lo que sea, mientras a su alrededor las sirenas continúan luchando contra los monstruos marinos (¿no sería hora ya de que cedieran en su histeria, chicas?) y me
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acerco al otro grupo escultórico, la Fontana dei Fiumi, saludando sonriente al Ganges, el Nilo y el Danubio pero esquivando delicadamente al Río de la Plata, con quien mantengo mis diferencias. En el extremo de la plaza que mira hacia Cinque Lune está terminando un modesto mitin político. Me acerco porque reparten vino. Un cantante de Sardegna vino a apoyar a los candidatos y, acompañado por un guitarrista y un cellista, canta en su dialecto natal —más parecido al español antiguo que al italiano moderno— una canción que habla de una Virgen María desgarrada por el dolor de haber perdido un hijo, una versión humana y conmovedora de una mujer fuerte pero dignamente herida de muerte en su alma, que por eso mismo resulta mucho más religiosa que cualquier cancioncita de iglesia. Estuvo muy bien, sí. Sardegna está ahora en mi corazón, así que doy unas vueltas hasta encontrar ese restaurante de la via G. G. Belli, y me siento a una mesa en medio de la calle. La luz del crepúsculo sobre el empedrado de estas calles angostas y curvas es como un velador que Dios encendió en el Caos para leer algo antes de irse a dormir la noche anterior a comenzar la Creación. “Vorrei qualche piatto dalla Regione Sardegna”, le digo a la deliciosa camarera, y mi débil construcción idiomática no le impide sonreír con un orgullo anticipado porque tiene exactamente “quello che voglio”. “Malloreddus. Ci sono veramente deliziosi”. Se me acerca un poco más, con la actitud de una diablilla en pleno trabajo de tentación. “Senti, caro: is Malloreddus alla Campidanese. Va bene?”. Va benissimo, bella. Y, contrariamente a lo habitual en el género femenino, la realidad es mejor que lo que me prometió. Is Malloreddus, simple pasta de sémola de grano duro y agua, vienen acompañados de salchicha fresca, abundante albahaca, pecorino gratinado, nuez moscada,
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ese aceite de oliva que es el perfume de Italia... Empiezo a recordar vagamente el sentido de la vida. A la medianoche, luego de otra larga caminata, dejo que el Colosseo, iluminado en la noche y por eso aterrador, aparezca oliendo a sangre ante mi anhelante mirada. Ahora sí. Roma: sono venuto un’altra volta. E ti amo sempre di più.
Una de la mañana. Casi en Santa Maria Maggiore, me sorprendo con un graffiti que un grupo anarquista pintó en el frente de la embajada argentina: “Al fianco dei mapuche e del popolo argentino”. Es genial. ¡Se declaran “junto a los mapuches y el pueblo argentino”! Una deliciosa muestra de lo que es vivir en una nube de pedo. Los europeos creen estar llenos de problemas y quieren ser responsables con el mundo, así que luchan para que sus legisladores aprueben una ley que obligue a los fabricantes de ropa de moda a confeccionarla también en talles para gordas, se movilizan para que ya no se faenen tantos porcinos, o se solidarizan con los lejanos mapuches... que el popolo argentino apenas si conoce por alguna referencia en una página de algún olvidado manual de escuela primaria. Supongo que estos anarquistas imaginan las calles de Buenos Aires pobladas de manifestantes dispuestos a dar la vida por las reivindicaciones que se les deben a los siete u ocho mapuches auténticos que quedan en un rincón del Sur, a tres mil kilómetros del Obelisco. Deben pensar que la cultura mapuche tiene un papel fundamental en la idiosincrasia argentina y por eso el perverso poder asociado a las multinacionales quiere silenciarlos. Y la realidad es que, exceptuando el exterminio indígena de hace más de 100 años, los argentinos sólo pensaron en los mapuches cuando Benetton se compró media Patagonia en los ’90. Pensaron... en evitar que molestaran a Benetton.
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Lo raro es que son anarquistas italianos. Si se tratara de alemanes, finlandeses o belgas, en fin... Pero a estos pibes les bastaría mirar un poco a sus propios abuelos para saber quiénes somos los argentinos.
A la dos de la mañana, el “Alessandro Palace Pub & Bar” está a tope. Este no es, de ningún modo, uno de esos típicos hostels europeos llenos de reglas de convivencia, restricciones horarias y exigencias de silencio. De ningún modo. Las gorditas alemanas se “latinizan” desaforadamente, borrachas a la tercera cerveza y fregando sus culos contra el barman entre aullidos y carcajadas cluecas. ¿Por qué mierda gritan tanto y de manera tan incoherente? ¿Creen que gritar así provoca orgasmos espontáneos? Me siento en la esquina de la barra y el barman me sirve el café que me regala cada noche. No cruzaremos una sola palabra entre nosotros en todo el tiempo que me quede aquí sentado. Sospecho que es mi mejor amigo por estos lados. El enjambre de globalizados salta, se choca, baila y produce su dodecafónica polifonía de frases mal construidas en una docena de idiomas. Guido tiene arrinconada a una rubicunda holandesa, un par de metros por detrás de mí, en el angosto codo que da al baño. Un gigante con el rostro absurdamente enrojecido, borracho a morir, intenta pasar hacia ellos mientras gesticula como reclamándoles algo. Guido lo señala con el pulgar y parece consultar algo a la holandesa, que le hace un gesto de desdén. Entonces mi muchacho feliz destraba al gigante que se había atorado en la curva entre el codo de la barra y una banqueta, y a pesar de no llegarle casi al diafragma lo empuja decididamente, dándolo vuelta y acodándolo en la barra como quien acomoda un muñeco en una vidriera. “Take it easy, va bene? Calm down...”. Le da unos golpecitos en la nuca y vuelve con la holandesa.
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Un Winston más, y a la cama. ¿Tendré la habitación para mí? No. Guido me acomodó a tres robustas inglesas de unos 19 años, una de las cuales arde de fiebre. Acostada en la parte de abajo de una de las dos camas “marineras” que hay en el cuarto, se saca de encima todas las mantas y se revuelve casi desesperada. Enseguida, lloriqueando, se arranca también la parte de arriba de su pijama de algodón. Ya que no podré leer un rato tranquilo, me levanto sin decir palabra, voy hasta el baño y regreso con una toalla empapada en agua fría. La coloco sobre la frente de la inglesita y siento cómo en diez segundos se calienta como si la hubiera metido en una olla hirviente. “What can we do?”, me dice en total desconcierto una de las amiguitas. “Why don’t you think about calling the doctor? It’s a simple solution”, digo mientras lucho con la afiebrada para que me deje taparla. La otra inglesita reaccionó y se llevó la toalla al baño para volver a enfriarla. Cuando regresa, la que me preguntó qué hacer sale del cuarto y vuelve tres minutos después con Guido, que arrastra a la holandesa colgada de su cuello. El chico feliz observa la situación y dice que enseguida hará venir al médico... bueno, cuando logre ubicarlo, porque el tipo apagó su celular y su localizador. Las dos inglesitas se quedan enfriando a toallazos el cuerpo de su amiga, y vuelvo a mi cama a leer. Mi hija estuvo el año pasado en Roma, y yo le recomendé este lugar...
Fue un día maravillosamente largo. Desayuné en “L’Angolo di Napoli”, un diminuto café en la via A. Depretis, cerca de la Piazza del Viminale. Es un lugar que los turistas no pisan. Sólo hay italianos de paso, en pausas de trabajo. El único problema es que una vez por minuto los que atienden la barra quieren secuestrar mi taza de macchiato. No es maldad, es que no conciben que uno no se
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beba el café de un solo trago como hacen ellos. Sé por experiencia que recién se acostumbran a mí al tercer o cuarto día, así que paciencia. Por cierto, que te cobren apenas setenta centavos de euro la taza ayuda a ser paciente (y en Italia no existe el café malo, así te lo regalen). Luego tomé el metro a Rebibbia, bajé en Ponte Mamolo y ahí enganché el 341 hacia Baseggio. Nueve fermate, y estaba bajando en Via Nomentana para ver a mis editores. Como todas las veces que los visité, nos besamos, nos prometimos mutuamente cosas que ninguna de las partes iba a cumplir, Sergio volvió a decir que una noche debíamos comer juntos sabiendo que eso no sucedería, y Enzo volvió a quejarse de que en Buenos Aires no hay verdaderos restaurantes italianos porque ninguno respeta en sus menús los antipasti, primi piatti y secondi piatti. En suma, que por ahora mi trabajo con ellos sigue marchando bien. Nos vemos el año que viene... A las dos de la tarde me clavé una margherita con una latina de Coca, y otra vez a caminar. Excepto unas palabras que crucé con un anticuario de la Piazza del Popolo, no volví a abrir la boca hasta las 8 de la noche, cuando pasé por “L’Angolo” a tomarme otro macchiato. De eso se trata el asunto de la limpieza. Horas sin pronunciar palabra. Días enteros que van pasando sin que pase nada. Soy apenas un par de ojos que caminan. No hay lugar para nada que no sea la maravilla del andar, el beberse toda esta belleza sin cortar el chorro. Nadie me conoce, nadie quiere nada de mí, nadie me acusa de asesinato (en ningún sentido), nadie me ama. Soy totalmente libre, no sólo de los ojos para adentro.
Roma es mi infancia, mi casa, la gente que me crió. Miro a las italianas arrogantes portando sus carnosos cu-
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los y tetas, a los italianos apasionándose a su paso, y soy feliz porque tengo otra vez ocho años y como frutillas con sabor a frutilla y chocolates con sabor a chocolate. Y helados, por supuesto. Kilos de helados. Y cada plato de pastas me transporta a un domingo en Caballito, hace tanto ya, tanto. Crecí en medio de una película de Fellini, pero sólo lo comprendí profundamente cuando pisé por primera vez esta ciudad realmente eterna. Lástima que eso pasó tantos años después de que la película terminara. Fue un día largo y feliz, y me merezco un buen baño y una gran cena. La habitación está solitaria, pero hay bultos por ahí. Ya veremos qué compañía me deparó Guido para esta noche. El pequeño baño del cuarto tiene, en un ángulo, una cápsula semicircular que parece el orgasmatron de Woody Allen. Sólo podés ducharte parado, siempre y cuando no hagas mucho aspaviento con los brazos. Me desnudo en el baño mientras acabo el cigarrillo, abro el panel corredizo y voy a ingresar a la cápsula pero detengo mi pie en el aire, porque en el piso aparecieron de repente, cubriéndolo totalmente, dieciséis frascos de distintos productos femeninos. Dieciséis. ¿Por qué dentro de la pequeña cápsula? Tendría que bañarme levitando. La otra opción es armarme de paciencia y retirarlos. Uno por uno. Y luego de bañarme, uno por uno... Cuando salgo, mis nuevas compañeras están ahí. Sold out: tres chiquilinas australianas, y una chilena de 45 años con su hija de 16, que es yanqui. Están hablando inglés pero enseguida le pesco el acento a la chilena, lo mismo que ella a mí en cuanto saludo. “Espera, tú... eres latinoamericano”. “No, soy de Buenos Aires”, contesto con escozor. Ni siquiera me sale decir “de Argentina”. Y raro que no dije directamente “de Caballito”.
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“Pero qué bueno, ‘che’. Al fin podré platicar cara a cara con alguien que me entiende de veras. Tú sabes que vivo en Portland hace veinte años, y estoy hasta la coronilla de tanta huevada yankee”. Antes de que peligre mi cena, farfullo que me están esperando en Campo de Fiori, que fue un placer y que espero que tengamos mucho tiempo para platicar. Mientras voy saliendo tomo nota de que, excepto una de las australianas, el resto del personal está excedido en carnes. Y la única que está buena se acomodó en la otra camita individual... o sea que dormirá a 30 centímetros de mí. Ya tendremos tiempo para platicar, más tarde. Aunque sea sobre rugby y canguros. Pero el proyecto australiano queda sepultado bajo los Conchiglioni in bianco al forno nadando en pimienta negra que me tragué en el “Strega” de Piazza del Viminale, ahogado en las dos botellas deVermetino que me clavé. No importa, mañana la invitaré a la Ostia Antica, a comer en las callejas alrededor del castillo, y después a la playa. Y si no quiere, me iré solo. A pasar una giornatta al mare, tanto per no morire, como diría Paolo Conte. Hay tantos días y tantos planes todavía en este vientre maravilloso de mi madre Roma...
Estoy en Roma Termini, anocheció, y enseguida me montaré en el tren que, tras toda la noche de viaje, me depositará en Paris a eso de las diez de la mañana. Vengo de pasar la tarde en una Fiesta del Pan en el Trastevere. Los maestri fornai repartieron, y yo devoré, toda clase de delicias recién horneadas: pane di Artena, di Vicovaro, di Lariano, el Fallone amarillo, la Ciriola Romana, maritozzo, pizza bianca, preparados en todas las formas posibles: a la bruscheta, a la panzanella, al crostino, a la mozzarella in carrozza, fritelle de pane... Alá sea bendito: con el bolo que hay en mis intestinos se podrían reconstruir las Twin Towers (y sería un material más acorde a su espíritu, por cierto).
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En el tren, comparto el camarote con una italiana de unos 48 años y un búlgaro con cierto aspecto de diplomático que antes de la caída del Muro hubiera sido espía. En Firenze se suma una negra dos cabezas más alta que yo, delgada, exótica como un tótem de ébano, que evidentemente va a Paris o vuelve de Firenze por cuestiones de su trabajo como modelo. Cuando, luego de mi quinta caminata al extremo del vagón junto al baño para fumar, regreso y veo que la negra se fue a dormir, es exactamente como si alguien hubiera acomodado con gran cuidado y delicadeza un afiche de Armani abierto sobre el camastro. El camarote ya está a oscuras, así que me trepo a mi camastro, encima del búlgaro. Con un profundo suspiro, me relajo para dormirme con la maravillosa certeza de que despertaré en Francia. De pronto suena el celular del búlgaro, que contesta rápido y en un murmullo. Pero en menos de un minuto ya está hablando en volumen normal y con tono de discusión, y poco después directamente levanta la voz, pero en frases entrecortadas como queriendo interrumpir el discurso agresivo y continuo que evidentemente le lanzan desde el otro lado de la línea. El búlgaro, por fin, sale del camarote sin dejar de discutir. Es increíble, pero así no entiendas una sola palabra del idioma en que se desarrolla la discusión, es inequívoco cuando un hombre discute con una mujer. Eso se adivina más allá de lenguas e idiosincrasias. Hay tonos y tensiones que son absolutamente universales. Será porque se trata de un mal universal... En fin, mañana despertaré en la tierra donde se inventó la frase “Vive la difference”.
Estación Paris-Bercy, diez y media de la mañana. Me acerco a una ventanilla de informes y en mi mejor francés posible pregunto cómo viajar a Rennes.
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“Où?”, dice extrañada la hermosa francesita que me atiende. “A Rennes. Rennes...”. “Pardon, qu’est-ce que vous voulez dire, monsieur?”. “Rennes, la cité de Rennes...”. Por suerte la otra empleada es italiana, y acude en mi auxilio. “Il dit Rennes...”. “Ah. Rennes”, sonríe la francesita. ¿Y qué coño estaba diciendo yo? La italiana toma la posta y me dice que debo tomar un tren en Paris-Montparnasse. Ok, allá voy. Bajo del métro en Montparnasse y busco las boleterías del tren. Y ahí empezamos de nuevo. “Je veux arriver à Rennes...”. “Où?”. “Rennes...”. “Pardon?”. Mierda. Y ni siquiera es una bella francesita, es un pelado con dishidrosis facial. Escribo la palabra en la palma de mi mano y se la muestro. “Ah! Rennes...”. Juro que no entiendo. ¿Me toman el pelo? Tengo la garganta irritada de tanto esfuerzo para pronunciar lo mejor posible la puta “R”. ¿Qué pretenden de mí? Al carajo, tengo mi pasaje y media hora para tomar un café antes de la partida. Aunque mejor lo tomo en quince minutos, por si se complica encontrar mi tren. Ay. ¿Dónde figura cuál es el andén de salida en este boleto? Hay decenas de números y datos, y no puedo recordar la palabra francesa para “andén”. Maldición, aquí vamos otra vez. Ahí hay un par de policías. Bueno, pero en vez de preguntar podría sólo mostrarles el pasaje, ¿no? “Excusez-moi... Le train pour arriver à Rennes?”.
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“Où?”. Está bien, te muestro el pasaje.
Antoine llega en su auto a buscarme al bar donde lo espero, a media cuadra de la estación de Rennes. “Olé! Tout va bien?”. “Mais non! Tout va mal! ¡¿Cómo se llama tu puta ciudad?! ¡En Paris nadie me entendía!”. “A ver, ¿cómo lo pronuncias?”, me dice en su perfecto español. “Rennes”. “Ah, ya veo. El problema es la ‘s’. La pronuncias muy fuerte. Demasiada ‘s’, mon ami...”. Así que el asunto no era la puta “R” sino la puta “s”. Podían haber puesto un poco de buena voluntad, carajosss. Pero no me puedo enojar con los franceses. Sólo exigen perfección. No es mucho pedir. Vamos directamente a la casa de Antoine en Vezin le Coquet, apenas saliendo de Renne. Es un lugar bellísimo, con calles curvas y zigzagueantes sumergidas entre densas arboledas que ocultan también algún que otro pequeño lago de bosque de hadas. Las calles tienen nombres de poetas. Después de acomodar mis cosas y bañarme, salgo a terminar mi sidra (en toda Bretagne no se bebe otra cosa, bendita sea esta tierra) mientras Antoine se baña. Camino entre el perfumado silencio de los árboles y me detengo en la esquina de Villon y Baudelaire. ¿De qué hablarán estos dos endemoniados santos dementes cada noche en la tibia oscuridad de la llovizna permanente? “La vida no es como el vino”. “No. La vida es el bebedor, nosotros somos el vino”. “En mi época se inventó la burguesía, para tener un pozo donde echar, dignificados, a todos los miserables mezquinos que
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temen ser bebidos por la vida. Y esos burgueses establecieron instituciones. Entre ellas, el amor”. “En mi época se inventó la melancolía, para justificar ese amor burgués. Es fría, pegajosa, y te evita arder”. “Y mi época”, agrego entrometiéndome con mucha timidez, “inventó la imposible posibilidad de no inventar. Tratan de entretenernos con guerras y hambre, pero no hay caso: el aburrimiento es terminal”. “Por eso nosotros siempre tuvimos el cuidado de vivir ebrios. De vino, de poesía, de virtud, pero ebrios. ¿Eh, François?”. “Ya lo creo que sí, Charles. Como dicen por aquí: Yec’hed mat!”. Aun más cohibido que cuando los interrumpí, igual levanto mi copa de sidra y agrego: yec’hed mat dit! Es como dijo Rilke: el arte va de un solitario a otro pasando por encima de la gente.
Es sábado por la noche, pero aquí no existe esa neurosis yankee-argentina que obliga a salir adonde sea y en las condiciones que sea, así termines bebiendo solo en la barra de un bar tecno. Luego de tomar al atardecer en un pub de Rennes unas cuantas “Telenn Du” —esa áspera cerveza bretona de trigo negro—, estamos de nuevo en lo de Tonio (le encanta que lo llame así) para una relajada cena con su amiga y los padres de ella. El menú es el oficial de Bretagne: galettes y sidra. Las galettes son unas enormes crêpes, de unos 50 centímetros de diámetro, que los bretones rellenan con jamón, huevo, quesos, hongos, tomates, salchicha y todo elemento que se te ocurra, combinándolos de todas las formas posibles. No tiene sentido acompañarlas con otra cosa que no sea buena sidra bretona, que a mi parecer es muy superior a la asturiana o la normanda. Y luego, de postre... más galettes, ahora con chocolate derretido, frutillas y todos los
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frutos rojos que se consigan, azúcar, dulces, otras frutas y, nuevamente, todo lo que se te ocurra y combinado como se te ocurra. La sidra, a los postres, se reemplaza por sidra. Primero era brut, generosa y aromática; y luego doux, frutal y azucarada. Siempre lo mismo, siempre diferente. Lo cual es también una buena definición del espíritu bretón, y del espíritu celta en general. Tonio aprovecha para enseñarme a preparar la masa y hacer las galettes. Tomen nota: Se necesita un kilo de sarrazin, es decir harina de trigo negro. Se le puede incorporar hasta un 20% de harina blanca, para aumentar la fermentación. Y algún otro agente de fermentación más creativo, como sidra o miel. Pero primero se le agregan unos 30 gramos de sal a la harina, algo de pimienta para levantar los aromas, y se la comienza a trabajar con unos 80 cl de agua y una sola mano. Se va agregando agua a medida que sea necesario, hasta obtener una pasta bastante espesa (mucho más que las crêpes comunes de harina blanca que todos conocen). Luego se la puede dejar reposar de acuerdo a la fermentación que se desee; obviamente, cuanto más repose, más fermentará. Y cuanto más líquida la pasta, más difícil será luego de manejar en la cocción de la galette; por eso hay que cuidarse de no exagerar con el agua y trabajar mucho con la mano. Luego hay que tomar una sartén para crêpes (en Bretagne tienen unas de hasta 60 centímetros de diámetro, pero son difíciles de conseguir en el resto del mundo), derretir una buena cantidad de manteca (al menos una cucharada grande), colocar una cucharada de pasta en un rincón y luego distribuirla con el filo de una espátula por toda la superficie hasta darle un espesor más bien delgado pero consistente; digamos unos 4 milímetros. Se la deja cocinar hasta que toma color, y entonces se colocan encima —sin sacarla aún de la sartén— los ingredientes que se vayan a usar. Luego se dobla la galette cerrándola hacia arriba sobre los ingredientes de distintas formas —cuadrado, rombo, pañuelito—, y se la sirve. Pocas veces comerás algo tan glorioso.
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Hacia la medianoche, luego de vaciar algunas botellas de la dulce “Vallée de la Seiche” con los postres, volvemos a destapar una brut de “Le Coëtquen” para fumarnos unos buenos cigarrillos que Tonio arma con una habilidad pasmosa. Como los bretones consideran que los precios de las marcas comerciales de cigarrillos son una estafa intolerable, están haciendo un boicot consistente en fumar cigarros armados a mano. Fue alucinante ver esta tarde en el pub de Rennes a todos esos jóvenes que viven en una sociedad privilegiada armando su tabaco como hippies anacrónicos u obreros de la construcción tercermundistas. En cuanto a mis Winston, Tonio directamente me los prohibió. Traté de poner como excusa que siempre los compro en free-shops, así que los pago poco más de un euro por paquete. Pero fue peor. “Eso es, justamente, una prueba más de la estafa. ¿Por qué, entonces, quieren que la gente los pague cuatro o cinco euros? No hay que consumirlos, no es ‘equitable’. Toma, aquí te armé otro...”. Debo rendirme y guardar los Winston en la valija. Tengo que reconocer que es difícil negarse a esa convicción apasionada que transmite Tonio cuando habla de una sociedad “equitable”. La combinación de su entusiasmo y esa palabra inventada —una mancha en su español impecable— le da a la cuestión un toque de humanidad y ternura que acaba por desarmarte. Ok, Tonio, vamos a ser “equitables”. “C’est bien pour toi, mon ami?”. “C’est très bien, Tonio... Trop de la balle...”.
Domingo, casi mediodía. Desayuno bien breizhad: pan de trigo negro, confiture de frutos del bosque, kilos de manteca, dulce de leche que le traje a Tonio de Buenos Aires, quesos, palets croustillants et fondants pur beurre, y las in-
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creíbles galletas de la “Mère Poulard”, pur beurre también, por supuesto. Cuando ves comer a los franceses te preguntás cómo pueden tener, en su mayoría, esos cuerpos delgados y saludables. Se alimentan abundantemente con todo lo que los imbéciles yanquis dicen que no se debe comer (generando epidemias de anorexia en lugares sin cerebro como Buenos Aires). Cuando los médicos americanos vieron que ya no podían negar la evidencia de que estas personas, que según sus preceptos deberían directamente estar muertas, son muchísimo más sanas que su obesa sociedad, no se rindieron ni cambiaron sus teorías: simplemente bautizaron el supuesto fenómeno como “la paradoja francesa”. Típico de la abstrusa y grosera mentalidad yanqui: su ciencia no se equivoca, los que se equivocan son los franceses al no reventar. Pero qué puede esperarse de una sociedad que sólo sirvió para producir dinero y gente obesa... No merecen el menor respeto. Carecen de toda refinación y sensibilidad. Y no hay que confundirse con el asunto del arte y la cultura, eso no es cosa yanqui: el 90% de esa maravilla fue producido en apenas un siglo por judíos y negros. Y el resto por irlandeses, y últimamente algún latino. Los últimos verdaderos americanos interesantes se extinguieron con el siglo XVIII, y en realidad eran ingleses. Tipos que eran capaces de arrojar al agua un cargamento de toneladas de té, como hicieron los “Hijos de la Libertad” disfrazados de mohicanos en el puerto de Boston a finales de 1773, porque no iban a aceptar que la corona británica lo gravara; un té con impuestos (aunque en la práctica la gente lo pagaría más barato que antes, ya que provenía de la Compañía de las Indias) era un inadmisible ataque a la libertad y la autodeterminación del pueblo. ¿Cómo fue que la obra de esas mentes doblemente privilegiadas —eran ingleses y eran libertarios—, perfecta en su formulación (¡qué gran escritor era Jefferson!,
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¡qué talento incendiario el de Madison!), se mantuvo vigente hasta hoy pero fue degenerando durante el último siglo hasta derivar en la apestosa materia humana de la sociedad yanqui actual? Quizá justamente por eso: porque es un éxito demasiado prolongado. Nada peor puede pasarle a una nación, a un ser humano, a un artista... El éxito inamovible —así como el perpetuo fracaso— degenera. Lo amorfo e innoble nace del éxito prolongado. El único aporte genuino de la mentalidad yanqui del último siglo al mundo es una mentira perversa: la idea de que para juntar dinero hace falta inteligencia. Muchos lo creen, y eso explica la entronización de la brutalidad supina. Lo creen en mi país, por ejemplo. Por eso amo a Francia, donde podés estar semanas enteras sin oír una sola referencia a Estados Unidos, donde en realidad se percibe un sano desprecio por esa sociedad inculta y de vuelo tan bajo. Los americanos son seres elementales y pobres (excepto en dinero), con la astucia animal, eso sí, de no exterminar a judíos, negros e irlandeses; como pago por esa “tolerancia” que nadie tendría por qué pagar, se apropian de sus productos anexándolos a un patrimonio cultural que sin ese aporte sería a esta altura casi inexistente porque se hubiera detenido en Thoreau y Whitman. Pero esa astucia sí les funciona, la usan muy bien. Por ejemplo: el mundo lamenta la muerte del —así se lo mencionó en todas partes— “escritor norteamericano” Saul Bellow. Y Bellow, además de haber nacido en Canadá, sólo puede ser definido como un escritor judío. Pero todos aceptamos la apropiación, cuando lo que tenía de yanqui era el escenario de alguna de sus obras. Y yo no soy un escritor francés por escribir sobre mis días con Tonio en Bretagne. Que afortunadamente carecen de discusiones sobre Estados Unidos. Cargamos en el coche dos guitarras, una carpa, algunas ropas, y nos preparamos para una mini-road movie por la Bretagne. Tenemos un solo destino fijo:
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Trébrivan, un pequeño pueblito en Côtes d’Armor donde esta noche tengo una cita. Jean-Charles Guichen, un guitarrista bretón, me invitó a la fest-noz donde tocará hoy. Rumbo a Trébrivan, entonces. Antes y después, nuestra guía será el viento.
La primera parada es mágica: Paimpont, un pueblo rodeado de 6.800 hectáreas de hayas y robles que en otros —y mejores— tiempos se conocieron como el Bosque de Broceliande. Sí: el de Arturo, el de la Dama del Lago, el de la espada Excalibur y la espada en la piedra. El bosque de Merlin. Cuando terminamos el desayuno había cesado de llover. Llegando a Paimpont, mientras al costado de la ruta se ve agitarse la mágica foresta, la lluvia recomienza. No hay nada especial en ello. “En Bretagne”, dice Tonio, “llueve todos los días menos los domingos, que llueve dos veces”. Se trata más bien de una llovizna permanente que los bretones llaman “crachin”; la palabra deriva del verbo “escupir”, y no hace falta más explicación. A través de un arco y una puerta medievales se accede a la calle de entrada a Paimpont, la rue du Gal-de-Gaulle. A pocos pasos de la entrada un cartel te informa que estás e bro Marzhin7. Como si algo a tu alrededor te lo hiciera dudar... A metros del cartel, sobre la vereda izquierda, está la pequeña y encantadora boutique de Isabelle y Patrick, un delicioso caos perfectamente ordenado en el cual podés encontrar armas y armaduras artúricas, bijoux medievales, elfos, korrigans y hadas bretonas, miel de frutos del bosque mágico, instrumentos musicales, libros antiguos, incien7 “En tierras de Merlin”
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sos y perfumes, y casi cualquier cosa que imagines que debería haber en un sitio como este. Todo el tiempo sentís que hay miradas detrás y entre los objetos. Todo el tiempo sentís la mirada socarrona de Merlin en la nuca. Sólo aquí podía encontrar una edición del libro de Hersart de La Villemarqué sobre el Encantador, un facsímil de la edición de 1890. Que se viene conmigo, por supuesto, junto con un par de bellos colgantes celtas para mis hijas y dos estatuillas de korrigans para Majo. Siempre armando cigarrillos a mano, vamos a ver el Château de Comper, junto al lago bajo cuyas aguas Merlin construyó un castillo de cristal para su amada Viviane, y el Pont du Secret, donde, cumpliendo la profecía de Merlin, se concretó la traición de Lancelot, que amaba mucho a su amigo y rey Arturo pero más a su esposa: en este lugar, Lancelot se acostó por primera vez con Ginebra. Y la Fontaine de Barenton, donde Merlin conoció a Viviane. Y, en dirección a Trehorenteuc, el Valle Sin Retorno. Entre su niebla inquietante y sus altísimos árboles quizá vague todavía el hada Morgana, hermana de Arturo, que por despecho hechizó el lugar con un curioso encantamiento: quien pasara por aquí y fuera culpable de infidelidad, jamás podría volver a salir. Sólo se sabe de uno que pudo hacerlo: Lancelot, que siempre fue fiel a su amor adúltero por la infiel Ginebra. Esto habla de cierta elasticidad en el concepto de fidelidad de Morgana, por cierto. Tonio y yo, de todos modos, preferimos no internarnos en el neblinoso paisaje. Seguimos viaje. La Bretagne rural desfila ante mis ojos. Entramos en las villes aunque sea para dar tres o cuatro vueltas: Gaël, Trémoret, Merdrignac, Plémet, Loudeac, Saint-Caradec, Gouarec, Kervenez. En Rostrenen nos toca nuestra dosis de galettes, con un par de refrescantes botellas de “Beuk”, una gaseosa que los bretones llaman con orgullo “la Coca Cola antiimperialista”. Los amo.
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Por la ruta Tonio se queja de la clase política francesa, que vive entre negociados corruptos y no mira por el bien común, y sube al poder prometiendo cosas de las que cumple sólo la mitad, y el que viene después echa abajo esa mitad como queriendo borrar el recuerdo de su antecesor, y... Parecería estar describiendo a los políticos argentinos. Pero Francia funciona perfectamente a pesar de ello, mientras Argentina es el reino de la desidia y la autodestrucción. Si no son los políticos, ¿cuál es la diferencia, entonces? Que esta gente es mejor, mientras que los argentinos son simplemente estúpidos. Una sociedad suicida, donde las personas no se matan efectivamente y en masa porque el suicidio es una forma extrema de la autocrítica, y de esta los argentinos no conocen ni la forma más superficial. Profesan, eso sí, una forma bastarda y estéril de autocrítica, que es la queja. Y la mezclan con una ilusoria soberbia. “Dios es argentino”, dice una de las frases más populares de mi país. Lo cual explicaría la inclusión de Bush y los yanquis, de Madonna y sus fans, de la envidia, del cáncer, del empleo con sueldo fijo, de Mel Gibson, del sistema financiero, de los vegetarianos y de los mismos argentinos en el plan de la Creación.
Volvió a salir el sol. ¿Cuántas posibilidades hay de llegar a un pueblo lejano y casi escondido como Trébrivan y estacionar en el predio de la fiesta en el mismo segundo que lo hace Guichen? Casi ninguna, pero ambos bajamos en el mismo momento de los respectivos coches... La vida puede ser mágica, si la ayudás un poquito. El lugar es un inmenso campo abierto con un gran galpón donde tocarán los músicos, rodeado de una decena de puestos que con Tonio nos dedicamos a disfrutar de en-
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trada. Antes que nada, sidra. Una modesta y noble cidre fermier de Daniel Le Maitre. Las primeras las bebemos en las bolées tradicionales, que son como una taza de té pero del doble de tamaño; en un par de horas lo estaremos haciendo directamente de la botella. En otro puesto nos hacemos con unas merguez, esas salchichas picantes que, simplemente, te hacen feliz. Y sidra, más sidra. Alguien nos señala al alcalde del pueblo, que acaba de llegar y habla con un par de vecinas. Tonio entonces se lanza hacia él. Lo veo cruzar algunas palabras, y vuelve sonriente. “Tenemos el permiso del alcalde para armar la carpa aquí mismo”. Es una buena noticia, porque en el estado en que vamos a estar cuando termine la fiesta Tonio no va a poder conducir ni su mano hasta su oreja para rascarse. “Viens, viens...!”, me dice de pronto tomándome de un brazo y arrastrándome hacia más allá del galpón, donde, se está jugando una fecha del campeonato oficial bretón de Palet sur terre. El juego consiste en lanzar unos pesados discos metálicos de unos 10 centímetros de diámetro a un montoncito de estiércol ubicado a 18 metros del lanzador, dentro del cual hay enterrado otro disco mucho más pequeño. Básicamente, el mejor tiro es el que se clava más cerca de este disco pequeño. También los jugadores se asombran de mi presencia, cuando Tonio les cuenta de mi lejano origen. Prácticamente me obligan a hacer un curso acelerado de palet y a jugar una vueltita extraoficial. Mi resultado es patético, obviamente, pero los campesinos bretones me abrazan y me convidan con más sidra. Mersi bras, kamaraded! Estamos terminando de armar la carpa cuando oímos pruebas de sonido. Es hora de meterse en el galpón, que contiene a todo el pueblo. Cuando entramos, una bretona colorada y sonriente me toma la mano y me aplica en el
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dorso un sello que dice: Comité d’Animation. Jean-Charles ya está en el escenario junto con Soïg Sibéril, a quien adoro, y Patrice Marzin. El trío de guitarras empieza a tocar y todo el mundo se toma de los dedos meñiques en una ronda sin fin para el baile tradicional bretón. Cómo embocan los pasos en los momentos de improvisación casi free del trío, escapa a mi comprensión. Pero el baile no se detiene, y por supuesto, apenas Jean-Charles menciona por el micrófono mi calidad de invitado especial “d’Argentine”, paso a ser uno más de la ronda, yo que ni siquiera puedo caminar sin enredarme con mis propios pies. Pero la sidra corre y tout va bien. Del trío de guitarras pasamos a Les Frères Morvan, dos hermanos que suman entre ambos unos 700 años y cantan a capella, el estilo de canto con respuesta que los bretones llaman Kan ha Diskan. Y la ronda sigue. Y aparece Diaouled ar Menez (“el diablo en las montañas”), la banda de Mélaine Favennec, y muero de gozo. No sabía que este increíble personaje estaría aquí hoy. Tengo entre mis discos cosas que Favennec grabó hace treinta años y siguen siendo experimentales aún hoy, y a la vez hace música tradicional bretona, y es también el mejor baladista que escuché jamás exceptuando quizá a Dylan y Liam Clancy, y en todos esos aspectos es él mismo. Siempre me identifiqué con él porque tiendo a la diversificación, y también porque la imagen que veo hoy es quizá muy parecida a la que tendré a su edad: un viejo-joven loco sobre un escenario, con los pelos blancos largos y despeinados hacia los costados, riendo, cantando, viviendo a morir. Esto es la fest-noz, la fiesta de la noche de los bretones. Jóvenes y viejos bailando meñique con meñique sin parar, sidra, salchichas y galettes, música y la fuerza de tener una cultura mágica y ancestral que los une. Tomamos una sidra, una más, con Jean-Charles, Soïg (que llegó apenas este mediodía de Bologna, donde tocó ayer) y Patrice, y les
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prometo que les organizaré un concierto en Buenos Aires. Mélaine se me acerca sonriente y me dice al brindar: “Gracias por bailar nuestra música. Yec’hed mat!”. Tonio se pierde detrás de una bretona albina y generosa. La medianoche quedó muy atrás, y el galpón comienza a vaciarse. Recién cuando Soïg me saluda al irse me entero que vive aquí, en Trébrivan. Ok, mañana nos vemos en Chez Alfred, el único bar de la plaza del pueblo. Cuando por fin me voy para la carpa, cerca de las dos de la mañana, no quedan luces encendidas en todo el predio. Estoy a oscuras en medio del campo y no hay estrellas porque el crachin es cada vez más intenso. Llego alumbrándome con fósforos que se apagan en un par de segundos, y me maldigo por no haberle hecho caso a Tonio y haber inflado mi colchoncito antes de la fiesta. Paso unos quince minutos en la oscuridad total y bajo la lluvia que se va haciendo más intensa, dándole al jodido inflador manual. Entro a la carpa palpando bultos cuyo número no quiero establecer (hasta dos estaría todo bien, pero parece haber alguno más, aunque puede ser obra de la oscuridad y la sidra acumulada en mí). Me echo sobre mi colchoneta inflada, me tapo hasta la nariz, y la lluvia empieza a caer con una violencia de fenómeno primordial. No sé si el techo de la carpa resistirá, no sé si la armamos sobre terreno inundable, no sé si en un rato estaremos navegando sin rumbo. Sólo sé que el estruendo de la lluvia sobre mi cabeza es el final sinfónico de una noche en que la felicidad está a punto de devorarme. Me voy dejando caer en la garganta onírica de la noche bretona, oyendo cada vez más desde lejos la voz de cello de Gilles Servat cantando su canción que tantas veces escuché a miles de kilómetros de aquí y ahora puedo hacer mía: “Par chance, et aussi par vouloir, je dors en Bretagne ce soir”...
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A la Place de l’Eglise, a desayunar en “Chez Alfred”. Soïg no está, sólo se lo ve en un póster junto a Laurent Jouin. La deliciosa Mme. Martorana nos prepara el caféau-lait aunque es casi mediodía y los lugareños están tomando aperitivos. El pequeño bar es pintoresco y tierno, y desde la plaza entran por las dos ventanas de madera oleadas de paz pueblerina. Hay tanta delicadeza en todo —los manteles tejidos de las mesas de madera antigua, el color puro de la luz de la plaza, la pintura blanquísima y el cartel rojo de la casita con techo verde a dos aguas donde funciona el bar, las botellas preciosas alineadas detrás del viejo mostrador, el olor del pan calentándose y del café hecho a mano limpia— que es imposible no enamorarse de este momento fugaz y permanente. Mme. Martorana me da una tarjetita con la foto de su bar, y sé que cada vez que la mire mi alma sonreirá y se prometerá volver. Y que lo hará una y otra vez. El resto de la road-movie por Bretagne es vertiginoso. Tonio tiene al menos un amigo en cada ciudad, pueblo o puerto. Vamos y venimos del interior a la costa, de belleza en maravilla, sin parar. Son tres o cuatro días de alucinación. Pasamos por Carhaix-Plouguer, Moustéru, Guincamp, Tréguier, Perros-Guirec, Pommerer, Lamballe, Créhen, Dinard, Pleslin-Trigavou, St. Servan-sur-Mer y veinte más. En Lannion, un profesor de brezhoneg (lengua bretona) me cuenta toda la historia de la lucha por mantener viva la idea de la independencia de estos celtas indomables. Ah, la Blanche Hermine! Vivent Fougères et Clisson! En Dinan una de esas tormentas bíblicas nos sorprende comiendo nuestras galettes bajo el colorido toldo de un restaurante tan bello como todo en esta ciudad antigua y señorial, quizá una de las más hermosas de Europa. En Enez Veur (“Isla Grande”) me entero por fin de lo que es estar en el fin de la tierra. Recorremos toda la isla
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a pie en una hora, y veo bajo la luz difusa del neblinoso atardecer al mar rompiendo contra las rocas de granito rojo, de increíble granito rojo. Y también veo lo que canta Servat: la llovizna oblicua acribillando de reflejos las piedras megalíticas, como sacándolas de su silencio mineral. Y después, con una taza de chocolate y unas galettes pur beurre, aprendo más palabras bretonas en la casa de piedra de otro amigo de Antoine. En Saint-Malo caminamos de noche las calles empedradas hasta encontrar un pub que me hace sentir un hombre de mar como los que describen las infinitas chansons de marins de los bretones, y luego caminamos también por la oscura muralla sobre el mar oscuro, el mar sobre el que navegan los barcos fantasmas de los corsarios malouines, y uno no sabe si son las olas o son los espectros los que murmuran más allá de la muralla, y borrachos de tanta música y tanta leyenda nos vamos a dormir a la casa de otro amigo de Antoine, que nos hace té y nos canta sus canciones; comenzó a componerlas hace unos meses, cuando no quiso ser más un joven con futuro empresarial y lo dejó todo para “expresarse a sí mismo”, como explica antes de cantar la canción que le escribió a su mesita de luz... Cuando me despido de Tonio en la estación de tren de Rennes, me estoy llevando a Bretagne metida hasta los huesos. Aquí, en esta tierra donde Flaubert soñó con la momia de Cleopatra y juró que daría todas las mujeres a cambio de tener no a Cleopatra, sino tan sólo a su momia, aquí se queda un terrón esencial de mí. Aquí vendré a morir algún día. Trugarez, amada Breizh! Desde hoy seré por siempre tu hijo en el exilio.
Podés amar muchos lugares, podés echar raíces mil veces, podés envejecer y quedarte quieto, pero Paris es esa puta a la que no podés dejar de regresar una y otra vez.
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El primer día lo voy a dedicar a ver a un par de editores, como simulando que tengo una razón seria y adulta para estar aquí. Me instalo en Montparnasse, en el pequeño hotel de la rue Pasteur, y enseguida voy al Boulevard Edgar Quinet a ver a la espléndida Elisabeth. Tiene algo más de 40 años, pero de alguna forma logra verse más sensual e inaccesible cada año que pasa. El coqueteo entre nosotros consiste en que Elisabeth siempre parece dejarse convencer de que debe publicar algo mío, y siempre el proyecto se desvanece con la distancia. Habla un español perfecto, pero sólo se dirige a mí en francés. Y yo soy feliz con sólo saber que el año próximo la volveré a ver y otra vez fracasaré en convencerla. Salgo y tomo el métro hacia Vincennes. Allí está François, que lleva casi dos años preparando la edición de mi libro de historietas. Pas de probleme, François, la vida es larga y hay tiempo para todo. “Cette année, bien sûr... Ouais, ouais, cette année...”. Ça va, François. Mandame una paloma mensajera cuando salga el libro. De regreso en Montparnasse, paseo un rato por el cementerio. Una mujer de 80 o 90 años toma sol en uno de los bancos entre las tumbas; o quizá esté haciendo el periodo de adaptación. Hola, Beckett, seguís acá... ¿qué esperás para mudarte? Tout va bien, Cioran? Me alegro... ¡Oh, Alekhine! ¿Todavía resentido por aquella jugada equivocada contra Nimzowich en Petersburgo? Ah, Gainsbourg... Nunca me lo vas a contar, ¿no? Bien, hasta la próxima, muchachos...
Al atardecer voy a Montmartre, a comer unas papas fritas en Chez Eugene, como me enseñó Brel. ¿Está David este año? Sí, está. Viene a atenderme cuando me siento a
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una mesa de la vereda de cara a la Place du Tertre. No me olvidó, casi podríamos decir que somos amigos. Será por la forma en que nos conocimos. Yo había comido mis frites, dejé un billete sobre el platito donde estaba el ticket, David lo tomó y dejó las monedas del cambio. Como me demoré un par de segundos en tomarlas, David las manoteó, asumiéndolas como propias. Pero reaccioné por reflejo y mi manotazo llegó una décima de segundo antes que el suyo (Niels Bohr explicó científicamente por qué el malo de los westerns saca su arma antes pero es el bueno el que lo mata, lo cual podría aplicarse a este caso). Nos miramos un segundo, y nos echamos a reír a carcajadas. Se hace de noche, y tengo ganas de una copa de buen vino. Entro en “Le Tire-Bouchon”, un lugar donde Brel solía cantar a comienzos de los ‘60. Ahora tiene todas las paredes cubiertas por capas y capas de notas y tarjetitas que los turistas fueron dejando a lo largo de los años. Me siento junto al pianista, que está sumergido en una densa improvisación sobre el “Waltz for Debbie” de Bill Evans. Un gordo yanqui deja un momento a sus dos perfumadas gordas, se acerca al pianista y le susurra algo al oído. Sin dejar de tocar, el pianista estira su cuello imposiblemente con un gesto de horror sobrenatural estampado en el rostro y un largo y gutural “¡Noooo...!”. El gordo retrocede espantado. El pianista se va serenando mientras termina su improvisación, y entonces se vuelve hacia el gordo y le grita en inglés que él toca lo que quiere y no acepta pedidos de nadie. De hecho, el animal —sordo y estúpido por su “yanquilismo”— debe haberle pedido “My way” o “New York New York”. El pianista vuelve a tocar, y yo trato de no respirar para evitar irritarlo. Es bueno, eso sí, endiabladamente bueno. De pronto, en medio de una improvisación, deriva en “Moonlight in Vermont”, y la canta con una voz pequeña pero cargada de una tremenda melancolía que con la últi-
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ma frase y el último acorde se quiebra gloriosamente. Ante mi terror oigo salir una frase de mis labios: “Such a lovely song...”. Espero el ladrido, pero en vez de eso el pianista se vuelve hacia mí y asiente con los ojos entrecerrados y una media sonrisa mientras comienza con los acordes de “Blue Monk”. He hecho otro amigo. Bravo. Entonces esta segunda copa de vino es a tu salud, Jerome Sedeyn. Por “Moonlight in Vermont”, que nos unió... Bebo un sorbo y comprendo que una vez más lo logré. Me siento limpio. Estoy curado. Otra copa a tu salud, Jerome. Tócala de nuevo... Mañana quizá llame por teléfono a Majo. ¿Por qué no? O mejor: Pourquoi pas? Si todo podría ser tan fácil...
Voy al pequeño cibercafé de la Rue de Vaugirard a revisar mi casilla de e-mail. Entre los 200 mensajes que no pienso responder, hay uno de Merlina K. Veamos... De: Merlina K. [mailto:
[email protected]] Enviado el: miércoles, 15 de diciembre 20:10 Para:
[email protected] Asunto: ADN
Todo mal. No se te ocurra volver. Todavía no me repongo de la sorpresa, para mí totalmente inesperada. Tu examen de ADN dice que el vello púbico hallado en los labios vaginales de la víctima tiene un 99,9% de posibilidades de ser tuyo. No quiero ni siquiera imaginar cómo esto es posible. Preferiría no volver a saber nada sobre vos y este asunto. Pero como tu abogada tengo que decirte que no te aparezcas por Buenos Aires, y que te comuniques conmigo. Obviamente, en forma urgente. Merlina. — No virus found in this incoming message. Checked by AVG Anti-Virus. Version: 7.0.308 / Virus Database: 266.9.18 - Release Date: 19/06/2005
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(...). (...). Blerwm blerwm. (...). Manos cerradas sobre la nariz, respirar anhídrido carbónico. La hiperventilación va cediendo. (...). (...). Blerwm blerwm... Bueno. A ver... ¿Qué cosa puede hacer un asesino argentino en Montparnasse? Caminar un poco. Pensar... no, eso es imposible en este momento. Caminar... Sentarse en un café. En la vereda de un café. Sí. Eso sí. Incluso pedir un café. No, una Guinness. Sí, también es posible. ¿Qué más? ¿Qué puede hacer un asesino suelto en Montparnasse? Ya sé. Escribir una novela. Ça craint! Escribir una novela. Ahora mismo. A ver, en este cuadernito. Sí, después lo paso a ese otro grande de tapa dura que compré en Dinan. Tengo que empezar ahora mismo. A ver... “Escribir en este estilo —sin preocuparse por inventar personajes, sino tomando a gente conocida y embadurnando las páginas con sus miserias— es genial. Porque después lo van a leer tus amigos, la gente que te quiere... y van a dejar de quererte. Qué alivio...”.
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Infernus: hic bibitur... El infierno tiene cosas para ofrecer. Es bien sabido que en la paz no pasa nada. Lo primordial en la vida es el estímulo. Porque te permite simular que la vida tiene algún sentido. Estímulo: que cada vez que tengas un momento de tranquilidad aparezca algo que te intranquilice. Que te mueva, que te descentre. Si las aguas están quietas mucho tiempo se estancan y se pudren. Todo esto es obvio, pero sin embargo en este apocalipsis del mundo gay (recordemos que hablar del final de un mundo significa decir que está en su apogeo: por eso mismo se sabe que ya comenzó el final) la mayoría de las personas sigue rigiéndose por las pulsiones del merchandising de la Multinacional del Espíritu y el Afecto, y sólo se interesa por bestialidades y mamarrachos como lograr el dominio de uno mismo, alcanzar la armonía interna y con el entorno, decidir libremente sobre la propia vida, y toda clase de idioteces ilusorias por el estilo. Sí, entiendo que la tentación es grande: son ideas que, si sos un miserable —como la mayoría—, te ayudan a disimular esa incómoda condición de marioneta del azar que la vida impone. Estás condenado, pero hacés como que no te enterás. En otras palabras, sos un pelotudo. 201
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Porque lo único que hay para vivir es esa condena. A lo sumo, con talento, podés convertirla en arte. La diferencia entre Sade y un pelotudo es que Sade elegía sus condenas. Hacía malabares con ellas, era un divino equilibrista del azar. La vida es una maldición. Y la única forma de anular el peso de una maldición es aceptándola, porque todo su efecto aplastante se apoya en la resistencia que se le opone. Esa aceptación es, en realidad, una forma de rebeldía. Y la única posibilidad de sentirse libre. La libertad no existe, sólo hay ese estado de perpetua rebeldía. Son las cadenas las que te hacen libre. Y las condenas. Y las maldiciones. Ser libre no es la pelotudez idílica de los románticos de cualquier signo. Ser libre es una violación. Implica siempre una violación. Cioran se equivocaba al decir que “vivir es estar acorralado”. Vivir es violar el corral: recién ahí empieza la vida, la libertad, la creatividad, la pulsión del instinto. Como “presos del vicio”, Sade o Masoch disfrutaban —en su abandono, en el rendirse a sus obsesiones— de una libertad que ningún “libre” moderno y new-age conoce ni conocerá jamás. Las condiciones sociopolíticas ideales para ejercer una libertad profunda son simples. Mi amigo Kike las define así: sube al poder una especie de monstruo, y enseguida redacta la siguiente Constitución: “Art. 1: Está todo prohibido”. El Artículo 2 no existe, en virtud del Artículo 1. En semejante marco social la vida sería una explosión de libertad, porque todo lo que hicieras, aún el mínimo movimiento, estaría violando algo. Sería una sociedad compuesta íntegramente por “Juanas de Arco”, ya lo sé. ¿Y? ¿Cuál es el problema? El mundo sería una gran ho-
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guera, y las vidas se desintegrarían vertiginosa y gloriosamente. ¿Qué más podés pedir? Es mejor que este mundo congelado en el cual, para casi la totalidad de las personas, vivir es como prender y apagar un fósforo: el único indicio de que sucedió algo es que se consumió un poco del oxígeno de la atmósfera. Me dedico a pensar en cuestiones como estas fumando un cigarrillo y mirando el río, apoyado en la barandita, en lo alto del viejo faro de Colonia (no la alemana: la de Uruguay). Mañana a la mañana, Merlina me vendrá a buscar para llevarme en auto hasta Carmelo, y de ahí en lancha para entrar por el Tigre a Buenos Aires. Es decir que este cuerpito mío será mercadería de contrabando, porque nadie registrará mi ingreso a mi propio país. Genial. Soy “The Fugitive”. What’s up, doctor Kimble? Mejor bajo ya, porque si Osvaldo me da un solo mate más voy a vomitar de tal forma que desde abajo van a pensar que el faro entró en erupción y su lava sepultará la ciudad. “¿Vas a comer en lo de Carlos y Yayi?”, me dice mientras bajamos la escalerita de caracol. “Supongo que sí, les avisé esta mañana...”. Cuando estamos saliendo nos topamos con una pareja de turistas alemanes que quieren visitar el faro. Dejo a Osvaldo tratando de explicarles en su charrúa básico que ni loco se queda un solo minuto más de lo que marca su horario de trabajo, y encaro hacia lo de Carlos y Yayi. Tienen una preciosa casita a unos pasos del faro, sobre una solitaria calleja paralela al río, en el sector más antiguo de esta ciudad colonial. En la parte de adelante instalaron su exclusivo restaurante, que consta de sólo cuatro mesas. Si pensás ir a cenar tenés que avisarles el día anterior, porque ellos cocinan lo que se les antoja y te atienden y se comportan como si realmente estuvieran recibiendo amigos personales en su living. Cuando alguien te invita
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a cenar a su casa no te presenta una carta para que elijas el menú, ¿verdad? Aquí es igual... excepto que paga el invitado (sólo dólares, please). Junto a la entrada, como siempre, está el telescopio de Yayi. El sol ya casi se hundió en el río —lo hace a una velocidad pasmosa—, así que es uno de los momentos claves para echar una miradita. “No, no, para allá no”, dice Yayi saliendo a la vereda. “Esperá, esperá”, y acomoda el telescopio. “Ahora sí. Mirá, dale...”. El misterio insondable y la inefable belleza del espacio infinito me importan muy poco, a decir verdad. Pero siempre hago esto como una gentileza hacia Yayi. Lo predispone bien, lo cual redunda en aún mejor atención. Yayi y Carlos son argentinos. Llegaron al Uruguay hace cinco años, y se instalaron en Colonia para empezar una nueva vida. La homosexualidad de Yayi es expresa y evidente, pero Carlos parece un heterosexual arquetípico; de hecho, su esposa también vive aquí. Y los tres comparten esta vida secreta alejada de las miradas censoras de hijos, parientes, socios y amigos. Cuál es exactamente el pacto entre ellos, no lo sé; como tampoco el concreto funcionamiento interno de la pequeña tribu de tres que fundaron. Pero se respira discreción y delicadeza, y parece reinar, al menos por lo que suelen contar Yayi y Carlos, una envidiable complicidad casi masónica entre todos. Quizá un día la cosa explote, y los tranquilos vecinos de Colonia se sorprendan con la noticia de que alguno de los tres fue asesinado bestialmente (no alguno de los tres, en realidad, sino Yayi o la esposa; Carlos puede aliarse con uno u otra, pero no es razonable una alianza entre ellos contra Carlos). O, y esto sería más acorde con el espíritu secreto de la tribu de tres, simplemente Yayi o la esposa desaparecerán un día sin dejar rastros, con la discreción que los caracteriza. Esto avala también la idea de que Carlos siempre estará en el dúo
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superviviente. Porque, si bien ahora se dedica sólo a las especialidades de repostería y en Buenos Aires llevaba muchos años regenteando sus propios restaurantes, Carlos hizo su primer dinero empezando desde muy abajo en el negocio de la carne, y por eso conoce al dedillo las técnicas de faenamiento manual. “¿Qué voy a cenar, Yayi?”. “Vos sentate y esperá. Y no enciendas ese cigarrillo, no quiero que interfiera con el sabor de lo que te voy a hacer probar antes de cenar...”. Vuelve unos segundos después con una copita y una botella. “Probá este oporto que trajimos... de Oporto. Estuvimos hace dos meses. Una delicia... Un néctar divino...”. “¿Fueron Carlos y vos?”. “Y Cecilia. ¿Qué querés, que la dejemos sola acá?”. Cuando se inclina para servirme el oporto aprovecha para susurrarme al oído: “Venenoso...”. Le sonrío enarcando las cejas. “¿El oporto...?”. “Vos”. Y se va a guardar la preciosa botella. De pronto se me cruza una idea, muy extraña o tal vez muy obvia. Esta debe ser la cuarta o quinta vez que ceno aquí en un término de tres años, y nunca vi personalmente a la esposa de Carlos... ¿Y si no existiera? ¿O quizá existió, pero ya no está entre los vivos? ¿Si su cuerpo faenado y descuartizado estuviera repartido dentro de las paredes y divisiones que hicieron cuando reformaron esta casa? ¿O si —otra posibilidad— hubieran hecho desaparecer los restos disimulados entre la preparación de sus exclusivas creaciones culinarias? O quizá la tienen en una habitación pequeña, en un altillo, embalsamada y sentada en un silloncito, y todas las tardes toman el té con ella, eternizada en su digna adultez. O por ahí ni si-
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quiera la embalsamaron, y el cuerpo se fue corrompiendo y descarnando sobre su silloncito, lo cual no impediría las tardes de té con esa comensal de permanente sonrisa de calavera. Quizá hasta la cambien, la arreglen, la maquillen... Tal vez Yayi y Carlos vayan de compras de vez en cuando, y elijan chalinas, aros y soleras para ella. Algunas noches de verano, claras y silenciosas, puede que Yayi le lleve el telescopio y haga como que le muestra cosas que se ven en el cielo, y luego incluso comente esas curiosidades con la calavera. Quizá Carlos se siente junto a ella y así juntos miren las fotos de los hijos ya grandes y en verdad desagradecidos, que ya ni se molestan en llamarlos por teléfono desde Buenos Aires, como si con esa actitud dejaran sentados todos sus reproches y demostraran su incomprensión, olvidando todo lo que sus padres hicieron por ellos para que crecieran bien y tuvieran un buen pasar sin tener que sacrificarse como Carlos a la edad de ellos. O quizá... “Voilà”, dice Yayi con su orgullosa sonrisa gay poniendo el plato ante mí. “Disfrutá”, comenta Carlos, “porque creo que con ese plato Yayi se superó a sí mismo. Y no quiero decir nada del postre que te preparé...”. Es una pasta rellena, como unos grandes ravioles de esquinas redondeadas y muy suculentos, delicadamente bañados por una salsa rosada con vetas azules y hojas de albahaca fresca. “Mh... Se ven muy bien, ¿eh? ¿De qué... de qué están rellenos, che?”. “Sabés que jamás doy un solo dato hasta que no terminás de comer...”. “No, sí, ya sé, pero... digo... así, adivinando antes de probar: ¿carne...?”. “Bueno, sí, eso casi se ve a través de la masa... Pero apuesto que nunca adivinarás de qué carne se trata... A que no...”.
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“Eh... bueno, lo que sí, ehm... tengo que ir al baño, es urgente...”. “Pero... ¡no quiero que se te enfríen!”. “No, es un segundito, nada más, bajo enseguida...”, y salgo disparado hacia la escalera que lleva a la planta alta. Llego a la puerta del baño y siento mis manos empapadas de sudor y mis sienes latiendo. Dudo un segundo, pero me doy cuenta de que no puedo regresar a la mesa sin intentar algo. Ruego que Carlos y Yayi se distraigan un poco con la parejita que llegó un momento antes de que me sirvieran los pseudo-ravioles. Allí voy. Excepto el pasillo frente al baño en el que desemboca la escalera, el resto de la planta alta parece estar a oscuras. Me decido por el lado izquierdo. Doblo el recodo del pasillito y aparezco en un pequeño hall de no más de un par de metros, con forma de pentágono. Dos lados son pared, uno es la entrada desde el pasillo, y en los otros dos hay puertas. La más cercana a mí está entreabierta. Ahora siento mis latidos en las sienes, en la yugular, en las muñecas, en el ojo derecho, en el diafragma. Soy un festival de eretismo. Me asomo por el hueco de la puerta entreabierta, pero adentro la oscuridad es total. Prendo mi encendedor y entro un poco más. Cuando mi vista se acostumbra, veo que se trata de un pequeño estudio con sólo una mesita, una silla y un par de estantes con libros. Y no hay nadie. La otra puerta está cerrada. Si mi orientación no falla, ese cuarto o lo que fuere mira hacia la calle. Tanteo el picaporte, lo giro, abro muy lentamente. Es una diminuta estancia triangular. Lo primero que veo es una ventana por la que entra una luna estrepitosa. Abro un poco más, me asomo hacia el interior... y todos mis latidos se unen en uno solo que es como una usina bombeando dentro de mi cráneo.
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Hay alguien sentado frente a la ventana, a no más de un metro de los postigos abiertos hacia afuera. Inmóvil. Una inmovilidad irreal, como si la luz de la luna fuera un rayo paralizante. Parece ser una silueta delgada, pero el contraluz y mi cabeza bombeando no me ayudan a distinguir bien. Quizá si diera un paso más la silueta se volvería hacia mí, o tal vez... “Te vamos a tener que pedir que te retires de nuestra casa”. La voz de Carlos detrás de mí, dura y cortante, me produce una liberadora sensación de alivio. Me vuelvo rápidamente hacia él, antes de poder ver si la silueta también reaccionó a su voz. “Y te agradeceremos mucho que no vuelvas a pisar este lugar”, agrega Yayi con una crispación histérica en sus dientes apretados. Paso entre ellos casi empujándolos, y bajo las escaleras como galopando. Manoteo los cigarrillos que había dejado sobre la mesa y salgo, llevándome por delante el telescopio. Las luces amarillentas de la calleja no resultan muy acogedoras, y la presencia oscura, invisible, del río es como un presagioso animal dormido e inquieto. Cuando paro de correr estoy en la Plaza Mayor, también oscura y solitaria pero alejada de ravioles y rellenos y siluetas.
Tuve que caminar un rato para serenarme, aunque estas calles angostas con sus pequeñas casitas coloniales y su iluminación mortecina no fueran una escenografía tranquilizadora para mi inquietud. Así que terminé en este bar, donde está cantando Yabor. “Cálidas praderas, infantiles voces, memoria azul...”. La canta hace treinta años, pero la canción mantiene cierto encanto, un tanto rancio quizá, pero aún digno. Después del segundo Jameson y con Yabor entregado al candombe, las cosas se ven mucho mejor. No voy a com-
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portarme como un estúpido turista. Nada de llamar taxis a la puerta del bar. Me voy al hotel caminando, como hice siempre en cualquier parte y bajo cualquier circunstancia. Es más: voy a ir bordeando el río hasta el puerto de yates, y recién ahí saldré a buscar la avenida. Ya hice casi la mitad del camino. En esta parte está demasiado oscuro, quizá debiera doblar y subir por esta calleja que sale diez metros más adelante. Alguien aparece por la esquina, camina hacia el río. Es una mujer joven, con una pollera larga y amplia, lleva un balde de madera lleno de agua. Me detengo para encender un cigarrillo y mirar un poco. Aquí no hay escollera, la calleja baja directamente a un pequeñísimo trozo de playa, no hay más de tres o cuatro metros hasta la orilla. Hasta ahí llega la mujer. Se arrodilla junto a una especie de cuenco que parece una de esas enormes ollas de paella de las fiestas callejeras de Sevilla, sólo que es también de madera. La mujer echa allí el agua del balde, y revuelve con un palo en cuyo extremo superior se ven restos de escoba. Luego, con sus dos manos juntas en pala, toma un puñado de arena y guijarros de un montoncito que hay al lado del cuenco, lo introduce y sigue mezclando. “¿Habrá un cigarrillo para mí, bonito?”. Otra vez atrapado por mi curiosidad. ¿Por qué no seguí caminando? Puedo hacerlo ahora mismo, por supuesto, pero... “Gracias. Se está poniendo fresca la noche, y un cigarrito te calienta el alma, ¿eh?”. Voy a preguntarle qué está haciendo, pero en ese momento se pone en cuclillas con actitud alerta y me hace un gesto de silencio con su índice en los labios. Quedamos por unos segundos totalmente inmóviles, excepto por sus ojos que se mueven a uno y otro lado como radares rastrillando la oscuridad.
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Y de repente salta hacia un costado y parece caer sobre algo. Siento un largo y estridente maullido. No estoy paralizado: si permanezco con la boca abierta es porque de cerrarla masticaría mi corazón. Veo unos confusos revolcones en la oscuridad, se oye otro par de maullidos, y la voz de ella ahora áspera. “¡Bicho de mierda, la puta madre que te parió...!”. Y de pronto el silencio, y la mujer que resopla furiosa. Da una violenta palmada sobre la arena, se levanta y vuelve junto a mí. “Son ladinos, estos gatos de mierda... No se dejan agarrar fácil, se te escurren como anguilas...”. Se arrodilla otra vez, echa otro puñado de arena y piedritas en su cuenco y empieza de nuevo a revolver. “Y encima, por saltarle encima al gato tiré a la mierda mi cigarrito. ¿Me das otro?”. ¿Qué voy a contestar? Mejor, directamente nada. Que siga considerándome de su lado. “¿Querías agarrar al gato? ¿Para qué?”, digo mientras le enciendo el cigarrillo. “Yo no quería. Delmira quería”. OK, de mal en peor. “¿Quién es Delmira?”. “Yo. Bah, no propiamente ‘yo’. El espíritu vidente que vive en mí. Yo le puse ‘Delmira’...”. Bueno, es simplemente una loquita, no hay peligro. Le sonrío por primera vez como toda respuesta. Ella sigue hablando sin dejar de revolver. “¿Por qué te hacés el boludo, como si no supieras de qué hablo? Si vos sos igual que yo”. Rectificación. Puede ser una loquita peligrosa. “Yo no tengo ningún espíritu viviendo dentro de mí”. “Bueno, es una forma de decir, sabés que estoy jodiendo... Y también lo digo de esa manera para que parezca algo ajeno a mí. Además, ponerlo en términos esotéricos lo banaliza, le quita im-
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portancia. Ya sé que ‘Delmira’ es una parte de mí misma... que muchas veces quisiera anular. Pero es imposible. Vos lo sabés muy bien...”. Momento de confusión. Es peligrosa, sí, pero, ¿en qué sentido? “Cuando dije ‘Delmira’, pensaste enseguida en Delmira Agustini. Fue así, ¿no es cierto?”. “Qué sé yo, estamos en Uruguay, supongo que es lógico...”, balbuceo. “¿Viste? Pensaste en ella. Y acertaste. Y yo también acerté ahora con vos. ¿Vas a seguir haciéndote el boludo?”. La miro sin respuesta. “Además, eso de ‘es lógico’...”, continúa, ahora casi divertida. “Nadie se acuerda de Delmira Agustini, y menos en Uruguay. Pero está bien, yo también uso a veces ese truco de querer ponerle una ‘lógica’ barata a cosas que son muy profundas... Tampoco sirve, pero...”. “¿Puedo... saber qué carajo revolvés tanto ahí? ¿Y para qué tratabas de cazar un gato?”. “Para nada. Estoy jugando. ¿Qué voy a estar haciendo? ¿Pócimas mágicas?”. Otra vez la miro sin respuesta. Ahora ríe francamente, se pone de pie dando una profunda chupada al cigarrillo, y me echa una bocanada de humo en la cara. “Vos sos de los míos. Aunque ya no quisieras hacerlo, vivís profetizando. Somos prejuiciosos: hacemos siempre juicios previos; casi sin elementos, casi caprichosos, como ocurrencias, pero... eso no implica que sean equivocados. Nunca lo son. Y eso a las demás personas les revienta el hígado”. Vuelve a fumar y a echarme el humo. Todavía no sé de qué lado está. “Vos sos más grande que yo: debés estar harto ya de que al cabo de los años vengan con cara de idiotas a decirte: ‘Tenías razón...’. Vos ya no querés tener razón. Bah, nunca te interesó eso. Vos tan sólo querrías que te escucharan un poco. Y pasa todo lo contrario: en
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general se molestan con vos porque no quieren oír. Pero al cabo de los años...”. Da la última pitada quemando hasta el filtro, no deja de sonreír y mirarme a los ojos. “¿Cuántas veces pensás en las cosas que estoy diciendo? Dale. La verdad. ¿Cuántas veces... por día?”. Se oye un maullido muy cerca. Delmira —bueno, ¿por qué no?, llamémosla así— levanta las cejas un par de veces seguidas, y luego me toma de la mano, se agacha un poquito para agarrar el balde de madera, y me guía por la angosta calleja empedrada. Entramos en una de las casitas, a mitad de cuadra. El interior colonial resulta un continente extraño para la tecnología desplegada en cada rincón: notebooks, home-theater, de todo. No hay sillas ni bancos ni mesas. Sólo almohadones de mil formas, tapices apilados, mantas de toda clase. “¿Un tecito de frutos rojos? ¿Sí?”. Sin esperar respuesta desaparece por una puerta, supongo que hacia la cocina. Me siento sobre una pila de almohadones. Oigo ruido de vajilla, agua, un par de fósforos que se encienden. Y su voz entre medio. “¿Así que nunca se te ocurrió ponerle un nombre a tu espíritu vidente? Está buena esa esquizofrenia...”. Si ella le puso Delmira, yo podría llamarlo Rabelais o Cummings. Pero dentro de mí —creo no haberlo comentado— vive también una lesbiana, así que podría matar dos pájaros de un tiro. “Podría ser... Casandra. Sí. Casandra. ¿Conocés la historia?”. Delmira asoma de un salto. “¡Sí, claro! ¿Cómo no se me ocurrió a mí? Qué hijo de puta, te odio... ¡¿Por qué no lo pensé?!”. “Podés usarlo, también. No te voy a cobrar derechos...”. “Casandra... Tenía el don de la adivinación, podía ver el futuro... pero Apolo la maldijo y la condenó a que nadie le creyera”.
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“Sí. Parece que Casandra no quiso acostarse con él... y entonces el muy hijo de puta se vengó de la peor manera: le quitó sentido a su existencia. ¿Qué mayor sinsentido que un oráculo al que nadie le cree?”. “Qué cerdo... Se hubiera merecido una buena púa envenenada en las bolas...”. “Hubiera sido una buena venganza, pero no una solución”. Se arrodilla junto a mí y me mira seria, con cierta ansiedad desprotegida, pegando su cara a la mía. “¿Y... hay una solución?”. “Supongo que la solución es matar a Casandra... sea lo que fuere eso. Matar a Casandra...”.
Tomamos varios tés de frutas, hablamos un poco de todo, hasta le conté mi historia de la degolladita. Y ahora llevamos unos veinte minutos revolcándonos entre los almohadones y los tapices de una punta a la otra del lugar. Debajo de la larga pollera, Delmira tenía unas ancas poderosas y piernas largas, musculosas y tan fuertes como para atenazarme la cintura e impedirme todo movimiento cuando quiere que me quede unos cuantos segundos pegado a su cuerpo. En uno de esos revolcones se separa de mí y dice que va a traer un condón. Cuando vuelve trae también un bollo de tela que arroja a un rincón. Le pido el forro para ponérmelo pero me contesta que espere, que todavía no. “¿O acaso ya estás por acabar?”, dice en un tono que significa “si decís que sí te mato”. Se arrodilla ante mí, se la mete en la boca y vuelta a empezar... Ahora estamos en el piso, Delmira debajo de mí. Estira una mano hasta alcanzar y manotear el bollo de tela. “¡Ahora más rápido, dale...!”, dice sin aliento. Trato de cumplir lo mejor que puedo su pedido, pero antes que
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pueda darme cuenta Delmira me puso un cuchillo en la mano y me lo hizo apoyar sobre su garganta. “¡Pará, loca, ¿qué...?!”. “¡Seguí, seguí...!”. Estoy profundamente metido en ella y sus piernas me inmovilizan, no me dejan salirme ni un centímetro. Con sus dos manos atenaza la mía apretando el filo del cuchillo contra su cuello. La incomodidad y el miedo a hacer un movimiento fallido en esa posición y empeorarlo todo me quitan capacidad de reacción. “Así, así, apretalo un poquito más, haceme sentir un poquito el filo... Y movete rápido, dale, rápido, dame con todo...”. Las pocas veces que siento sinceras ganas de pedir ayuda a Dios, suelo estar en situaciones poco apropiadas para hacerlo al menos con la mínima dignidad. Este es el caso. Así que voy a seguirle la corriente a Delmira, necesito darme tiempo para pensar. “¡Así! ¡Más fuerte! ¡Así! ¡Sí, cogeme así, dale...!”. Abre los ojos y me mira totalmente desencajada. “¡¿Así te la cogías a esa tipa mientras la degollabas?! ¡¿Eh?! ¡¿Así...?! ¡Aaah! ¡Aaaaah...!”. No sé si Dios tiene alguna injerencia sobre los orgasmos, pero, como sea, el de Delmira llegó como una carga de la caballería americana viniendo al rescate del fuerte sitiado por los indios. Me soltó las manos, se agarró un par de segundos sus propios cabellos mientras pegaba ese par de alaridos guturales, y luego me abrazó con un gesto violento, rodeándome con brazos y piernas y apretándome con todas sus fuerzas contra su cuerpo. El cuchillo descansa ahora en el suelo junto a su cabellera desparramada, sobre el bollo de tela. Mi corazón, por segunda vez esta noche, está en mi boca atragantándome con su latir vertiginoso. “Uf... Me encantó... Buenísimo... Pero... ahora que lo pienso: tuviste que eyacularme adentro, ¿no?”.
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¿Eyacular? ¿Orgasmo? ¿Placer? ¿De qué sorete habla? Acaba de enseñarme el método de control eyaculatorio más efectivo que pueda imaginarse. “Ay, qué egoísta que estuve, me perdí en mi propia fantasía y... Vení, vení...”. Me cuesta un poco relajarme, no sea que ahora se le dé por el canibalismo... Pero no, no, su boca es suave y delicada, y me va convenciendo. Sí. Sí. Sí...
Merlina K. tiene la peor cara que le haya visto alguna vez. Está apoyada en un auto, frente a la puerta del hotel donde yo debería haber dormido. Me ve cuando estoy a unos diez metros, y no despega su mirada de mí hasta que llego junto a ella. Su voz es casi irreconocible, átona, seca, vieja. Me desprecia. “Dónde mierda te habías metido. ¿Acaso estás de vacaciones, o qué carajo?”. “Pará, tranquilizate. Vamos a desayunar, y después nos vamos”. “Nos vamos ahora”, y abre la puerta del auto. “Merlina, en serio... Necesito comer algo, y...”. “Nos vamos ahora”, y enciende el motor mirándome con una furia sobrecogedora. “Bueno, esperá, tengo que agarrar mis cosas”. “Ya me ocupé de todo. Hice cargar las valijas, y pagué. Vamos”. Y arranca. Tengo que correr unos metros para montarme. En cuanto cierro la puerta del auto, acelera estampándome contra el asiento. No va a ser una mañana fácil. ¿De qué podría hablar, como para romper el hielo? A ver, ¿y si me pongo a comentar la Mishná? ¿O la nueva serie de Stan Lee, que en el DVD tendrá la voz de Ringo Starr en el personaje principal? Me quedé sin cigarrillos...
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Llegamos a Carmelo. Buscamos un garaje donde dejar el auto hasta la noche. Ni siquiera me atrevo a preguntar por qué, sigo sin cruzar una palabra con ella. Una vez que estamos en la calle y a pie, Merlina dice: “Bueno, ahora sí vamos a tomar algo. La lancha nos espera recién en dos horas...”. La sigo, mudo. Nos metemos en un pequeño café. Me muero de hambre. Ella sólo toma un té, y mira por la ventana la aburrida avenida desierta. Está bien, terminemos con esto. “Merlina...”. “Qué”, sin mirarme. “¿Me prometés que cuando vuelvas a Buenos Aires vas a hacer terapia?”. Buen golpe. Cualquier frase un poquito menos absurda, un poquito más coherente o brillante, le hubiera dado la excusa que buscaba para estallar y echárseme con los dientes al cuello. Pero logré descolocarla, y se vuelve lentamente hacia mí tratando de hallar las palabras que no encuentra. Se queda mirándome desconcertada. “Prometémelo. No me gusta verte tan extraviada. Cuando las personas pierden su eje, suelen buscar refugio en el sentimiento religioso. Ustedes los judíos llevan ventaja, porque además de su religión tradicional inventaron otra: el psicoanálisis. Aprovechalo”. “P-pero... ¿qué...? ¿Vos querés decir que...?”. “Que te quiero muchísimo, evidentemente, lo cual me otorga una elasticidad y una capacidad de comprensión mayores que para con otras personas. ¡Porque en realidad, en vez de estar hablándote así tendría que haberte cagado a puteadas apenas te vi!”. Silencio. Me pongo a contar mentalmente los segundos. Llego a 93. “Bueno... tenés que entender que la situación no es fácil. La policía puede plantarte droga en tu casa para incriminarte, pe-
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ro, ¿cómo hacen para poner un vello púbico probadamente tuyo en la vagina de una degollada?”. Dos segundos de pausa. “Esa frase la tendría que haber grabado, ¿eh?”. Ahí está Merlina de regreso. Suavizo mi expresión. La miro un instante. Le sonrío. “Por supuesto, no encontraron en el cuerpo ninguna otra huella mía, ¿verdad?”. “No. Vi el informe definitivo del peritaje. La actividad sexual fue en el momento de producirse la muerte. Hay restos de sustancias que indican que usaron forro. Pero a la vez había restos de semen, aunque no en el interior del conducto vaginal, sino en los labios de la vulva”. “¿Semen en cantidad, o...?”. “No, eso también es raro: la eyaculación cayó sobre los labios vaginales, a la entrada del conducto, y se ocuparon de limpiarla. Con papel higiénico, seguramente, porque también había restos microscópicos”. “¿Y mi supuesto pelito, dónde estaba?”. “A la entrada del canal vaginal. Adentro. Y nada de ‘supuesto’: es tuyo, el ADN no falla. En eso no hay dudas. La duda es cómo llegó ahí”. Tengo una estructura mental imposibilitada para el análisis deductivo al estilo Columbo, así que esa última idea de Merlina es para mí toda una revelación. “Claro... Ese es el único punto que nos tiene que interesar, no importa por dónde vaya la investigación oficial: cómo llegó ese pendejo ahí...”. “Para ser más exactos: tenemos que introducir eso como una línea importante dentro de la investigación”. “Eso. Perfecto”. “Sí. En teoría. Pero va a necesitarse mucha imaginación para resolver esa duda”. “Por eso digo ‘perfecto’. Todo lo que me falta de pensamiento deductivo, me sobra de imaginación. Tenemos de nuestro lado lo que necesitamos”.
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“Pues empezá a imaginar ahora mismo, porque necesito elementos para comenzar a atacar en cuanto llegue mañana a Buenos Aires. Mové esa cabeza, nejed”. Qué alivio. Merlina K. está otra vez a mi lado y de mi lado. Perón estaba preso y desahuciado cuando dijo: “Todo está perdido. Pero todo puede salvarse”. Y al día siguiente fue el 17 de octubre de 1945. Si él pudo...
Presidente Perón me saluda con una pequeña reverencia. “Él se va a ocupar de toda la parte práctica. Me dijeron que se llevan bien y que confiás en él...”, dice Merlina señalándolo. Presidente Perón se apresura a sacar mis cosas de la lancha que nos trajo hasta esta islita perdida del Delta, junto al arroyo Felipe. No entiendo nada. “Me vuelvo para Carmelo en la lancha. Tengo que regresar a Buenos Aires desde Colonia, para que Prefectura registre mi ingreso al país, sola como me fui. Nadie tiene que relacionar mi viaje a Uruguay con un posible regreso tuyo”. “Pero... no entiendo, ¿vos estás en contacto con Ludo?”. “A veces ves la vida como una película, y no te preguntás qué hacen los personajes cuando no están en cámara. Y lo que hacen es seguir con sus vidas. Vos conociste a Ludo cuando fue mi profesor en la facultad, y después yo lo seguí viendo siempre... incluso el tiempo en que no te vi a vos. No sos el único lazo posible entre todas las personas que conocés”. “Está bien, pero Ludo se enojó mucho conmigo, y ahora Presidente Perón está acá y...”. “Lo hizo para ayudarme a mí, no a vos. Pero si tu orgullo te impide aceptarlo, no hay problema. Te las arreglás solo en la isla, y listo”. “No, no. Sabés que no sobrevivo en ámbitos donde las cosas no se resuelven con electricidad y control remoto”. “Vos serías capaz de sobrevivir en el fondo de un río repleto de sanguijuelas con sólo una cañita hueca para sacar a la super-
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ficie y respirar. Te pueden carcomer hasta la médula de los huesos, pero hay algo más profundo en donde sos indestructible. La supervivencia es tu religión. Si la humanidad entera desapareciese y la tierra fuera arrasada, vos no tendrías problemas en quedarte solo en el planeta muerto. Estarías conforme y satisfecho de ser el único hombre sobre la tierra, porque estarías vivo. Es todo lo que te importa. Y eso es lo que te hace raro como sos: el tipo más civilizado y el animal más primitivo, todo en uno y por el mismo precio...”. Guau. Todavía sigue conectada muy profundamente conmigo. No es lo que dijo, sino cómo. Esos ojitos... “Merlina, ¿por qué no te quedás esta noche?”. “No. No, no puedo. No... Mañana me comunico desde Buenos Aires... Tomá...”. Me da un teléfono celular, evidentemente nuevo. La ayudo a subir a la lancha. “¿Dormís en Colonia, entonces?”. “Sí. Como indica mi voucher de la agencia de viajes. No hay nada raro en mi visita al Uruguay...”. “Merlina... ¿quién paga todo esto? Viajes, lanchas, islas, celulares...”. “Vos, por supuesto. Pero no es momento de pensar cuándo... ni de qué manera”. Y ahora sonríe con esa picardía hasídica de adolescente de 1.000 años. En fin, acá estamos. Un islote húmedo en la vegetación impenetrable, un robot acomodando mis cosas y disponiéndose a preparar algo para comer, el sol que se oculta inesperadamente y un viento extraño que parece nacer del suelo y crece segundo a segundo. Así va pasando lo que desde ahora podré llamar “el día que entré en la clandestinidad”. Oficialmente, al menos.
La sudestada pasó como una bocanada de aliento áspero y hediondo tras el estornudo de un gigante cuya nariz
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tuviera el tamaño de este islote. Y de repente la noche es serena y casi cálida, el aire está inmóvil, la vegetación ni respira. No hay movimiento pero hay inquietud. Es una calma malsana, enfermiza, como si de un momento a otro la isla fuera a deshacerse en un barro blando y cenagoso que se chupa a sí mismo hasta desaparecer bajo estas aguas espesas, sucias, innobles. Y hay gente que vive en este lugar... Perdida en islotes aún más perdidos que este. Yo pasé noches en el Delta en un par de ocasiones, pero por supuesto en cómodos alojamientos a la vera del río principal y a no más de unos pocos kilómetros del Tigre. Pero, ¿cómo se vive en el interior de este submundo flotante compuesto por un laberinto de arroyuelos y riachos enredados en la húmeda vegetación de la que apenas asoman trozos de tierra barrosa que a veces ni pueden llamarse islotes porque no tienen más que una decena de metros cuadrados de superficie? Hay zonas entre las que sólo te podés mover con pequeños botecitos para una o dos personas. ¿Cómo se vive así? Tengo que verlo, aunque sea de lejos. Lo mejor de Presidente Perón es que no te cuestiona nada. Un robot no da consejos sobre lo que es prudente o no. Lo único que le dijeron es que no se separe de mí, así que cuando salgo de la cabaña se limita a seguirme a cuatro o cinco metros de distancia. Se detiene si yo lo hago, continúa si sigo andando. Ah, si tuviera tetas... Voy hacia la parte de atrás del islote. Lo de “atrás” es una referencia caprichosa, simplemente porque tomo como “frente” el lugar donde están los cuatro escalones de madera que, exagerando, podría llamar muelle de embarque. Mi verdadera impresión sobre este lugar es que carece de puntos cardinales. El silencio empieza a parecerme un tanto espeluznante. Si no fuera por la sombra omnipresente de Presidente Perón detrás de mí...
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Pero en realidad es natural que no se vea una luz encendida en ninguna parte. ¿Qué puede hacer un habitante de este laberinto incivilizado a las once de la noche, salvo dormir? Cantar... ¿Cantar? Sí, no hay duda. Alguien canta en la otra orilla de este arroyito, a un par de metros de mí. No lo distingo bien, pero es evidente que está sentado al borde del agua. Y canta. La melodía es extraña, muy modal, y las palabras suenan a hechizo entre la negrura y la humedad palpable sobre la que parecen caminar cruzando el arroyo hacia mis oídos. “La sudestada entró como un amigo, llevándose el corazón de las manzanas...”. “Y todo el resto, porque no parece haber nada similar a un manzano por aquí...”, digo interrumpiendo a modo de saludo. “Si debiera basarse en la realidad, la poesía no existiría”. Ahora que se pone de pie lo distingo mejor. Aunque no hay gran diferencia entre su altura sentado o parado. Es una especie de duendecito de barba muy larga, cabeza calva y con los cabellos de la nuca, que son los únicos que aún resisten, largos y enmarañados. Viste un very old fashion jardinero de jeans y calza zapatillas de lona. Enciende un fósforo y con este un sol de noche que tenía junto a él mientras asiente casi condescendiente con lo que le digo. “A mí prácticamente me habían convencido de que la visión poética era la única con capacidad válida para describir la realidad”. “No sé. Hay que ser muy cuidadoso al hacer aseveraciones. Ayer dije una palabra errada, y dio la vuelta al mundo. Vino a verme esta mañana. Pero, ¿qué puedo hacer yo con semejante error en el diálogo?”. Junto con estas palabras, la luz iluminó su rostro y su figura y pude ver bien sus rasgos. Me quedé helado. ¿Es quien yo creo? Conozco perfectamente esa cara y las pala-
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bras que acaba de pronunciar, pero... ¿es realmente él? Por otra parte, no parece reconocerme. ¿De qué se trata esto? “¿Estás de paso o compraste en las islas?”, me dice. “No, es por esta noche nada más”. De paso, acabo de tomar una decisión. “¿Vos vivís acá?”. “Yo vivo, claro que vivo”, contesta mientras empieza a cruzar el arroyo caminando sobre el agua. “¿Te cabe alguna duda de que vivo?”. Su voz tiene de pronto una sorprendente sombra de resentimiento. “¿Debería tener alguna duda?”. Se para frente a mí mirándome desde su metro y medio de altura. “Sos de los que creen que la duda es un prestigio del alma. Un intelectual anacrónico, de la estatura moral de Frank Sinatra”. Ahora sí. Ya lo tengo. Y no es raro que yo me lo haya cruzado. No deben ser muchos los que pueden verlo, aunque él se haya dirigido a mí pretendiendo que está acostumbrado a socializar. Hace muchos años, cuando yo era un adolescente, mi amigo Alberto Muñoz hizo su experiencia de vida en las islas. Levantó una casa, convivió con los isleños, escribió un libro de poemas. Y después siguió andando, cada vez más hacia los confines de la sutileza, convirtiendo los años en fraguas transparentes e impalpables. Y así seguirá, supongo, en estos últimos años en los que no lo vi. Acercándose un poco más, siempre un poco más, a esa palabra única que no nombra nada y lo dice todo, incluyendo la nada. Esto que tengo ante mí es lo que Alberto dejó en las islas. Uno de esos trozos de uno, que van quedando por ahí diseminados, que con el tiempo se van degenerando como minotauros olvidados y perdidos en su propio laberinto, locos de soledad y repetición, reclamándonos como hijos a los que ya no podemos reconocer, pero que sin embargo acechan aunque ya nunca puedan alcanzarnos, acechan en sus cuevas desconocidas e inhallables, nos acechan.
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Que las sombras numinosas de la memoria se traguen todos los pasados. Quedan prohibidas por decreto todas las fiestas de cadáveres a las que son tan afectas las buenas personas de este mundo infame. Muéranse los muertos. Adiós, espectro.
“Hola, soy yo. ¿Qué tal estuvo tu primera noche isleña?”. “Lo más excitante fue una partida de damas con Presidente Perón, así que imaginate...”. “Hoy no voy a ir al estudio a la tarde, para trabajar en lo nuestro. Mañana temprano te llamo para confirmarte a qué hora voy para allá, así vemos juntos algunos temas y pensamos un par de alternativas...”. “Bueno, pero llamame, ¿eh? Así te puedo confirmar dónde nos encontramos”. “¡¿Cómo que ‘dónde’?! ¡No te muevas de la isla, ¿me oís bien?! ¡Ni se te ocurra!”. “Te quiero, Merlina. Tuyo por siempre... yo”. “¡No me cortes! ¡No me cortes o...!”. Caramba, la señal del celular cayó en picada entre los esteros. ¿Se habrá lastimado? “Presidente Perón: parate en el muellecito, y avisame en cuanto se esté acercando la lancha de alquiler que voy a llamar. ¿Dónde está esa listita con teléfonos y datos que nos dejó Merlina? ¿Me la buscás?”. Le cuesta un momento acomodar las órdenes invertidas que le di, pero luego de dar un paso hacia el muelle y volverse un par de veces, me trae el papel que le pedí. “Gracias. Ahora sí, andá a esperar al muelle para hacerle señas a la lancha en cuanto la veas. O no, primero necesito otra cosa: ¿me das una mano?”.
“¿Tenés una copia de la llave de tu departamento?”.
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“Sí, pero... no entiendo nada. ¿De dónde me estás llamando? ¿Volviste?”. “No preguntes ahora, después te cuento. En cuanto cuelgues el teléfono, llevale esa llave a Luis, el diariero de la esquina de Pedro Goyena. Decile que es para mí, que la voy a pasar a buscar”. “¿Y venís para acá?”. “En algún momento. Vos hacé eso y después olvidate. Ya te dije, Majo: después te cuento”. “Bueno, está bien, no hay problema. Chau...”. Si fuera un político, un capo mafia, un empresario de la noche o un agente del terrorismo internacional no me preocuparía: en este país pueden andar tranquilos. Más tranquilos cuanto peor mierda sean. Pero en un caso como el mío —un tipo cualquiera, con un problema de orden individual y limitado a la víctima y yo—, no me extrañaría que hasta el policía del tránsito estuviera instruido para capturarme vivo o muerto. Así que voy a mirar dos veces para todos lados antes de cada movimiento que haga. Por lo pronto, voy a sentarme en este viejo bar tradicional de San Telmo a esperar a Jorge. No voy a perder tiempo preguntándome qué mierda hago acá, por qué en vez de instalarme un tiempo en Roma vine a meterme en la boca del lobo. Lo único importante que me une a Buenos Aires son mis hijas, pero eso se arregla con un par de pasajes. Fuera de eso, no queda casi nada en esta ciudad que pueda interesarme. En sus calles estoy más solo que en el centro del desierto, soy como alguien que fue arrojado aquí desde una dimensión futura o alguna era primordial, soy un hiperbóreo. No imagino que exista alguien aquí que, a esta altura de las cosas, pueda despertar el menor interés en mí, excepto, no sé, un moribundo. Y siempre y cuando me hable de la experiencia de la muerte, y no que empiece a quejarse... En la mesa que está justo frente a mí hay una horrenda señora elegante. No es que yo tenga visión de rayos X,
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pero puedo ver estampada en el bretel de su corpiño la fecha de vencimiento del producto. Fue hace diez años, aunque ella intente negarlo, como lo demuestra al sonreírme elegantemente cuando la miro. El lápiz labial se le corre por los canales de las arrugas de su boca, grieta abajo y grieta arriba. Mejor miro por la ventana. Las calles sucias y miserables de San Telmo fueron invadidas en los últimos años por cierta juventud cool (en el patético sentido argentino de la palabra). Veo pasar a todos los peladitos idiotas, formando sin saberlo un fotograma de la sci-fi ingenua de los ’50. ¿Por qué se pelan? Ya sé que la alopecia es endémica en las nuevas generaciones y ser semicalvo a los 20 o 25 años no es la imagen soñada de nadie, pero afeitarse la cabeza y conspirar entre todos para simular que eso es cool... Qué imbéciles. Muchos hacen algo aún peor: se pelan y se dejan una barbita candado, que es algo así como el estigma del fracasado. Ya sé que el rocanrol ha muerto, pero, ¿es necesario caer tan bajo? ¿Qué mierda les hizo esta podrida ciudad a estas pobres generaciones? Peladitos de sci-fi que a los 22 tienen panza de cuarentones, mujercitas hijas de la anorexia de ignorantes madres nacidas en los ’60 y los ’70 y crecidas en los tristes y miserables ’80 bajo el impulso fundacional del mundo gay, madres estúpidas que no entendieron nada acerca de la libertad y la confundieron con el feminismo barato de peluquería y de oficina, ámbitos fuera de los cuales la vida siguió siendo para ellas una repetición de las de sus propias madres. Y que, entre comida light y reclamos de afecto, criaron a estas hijas sin terminar de ser ni sus madres ni sus amigas, a estas mujercitas que oscilan entre la anorexia y las carnes flojas colgando de sus cinturas deformes y masculinas, que serán las mujeres solas de mañana, que se aburren en el shopping center sin una gota de creatividad en sus cabezas, esperando el momento de colgarse
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del brazo de un peladito que ya a los 28 o 29 años hablará de ellas diciendo “mi señora” mientras vive la misma aburrida y estéril vida de empleado que su abuelo, con las mínimas diferencias de fumarse un porro de vez en cuando y no tener siquiera la tranquilidad del abuelo porque el empleo puede terminarse mañana mismo. ¿Qué mierda pasó para que los que tienen 20 o 25 años no estén tratando de echar abajo el mundo, de quemarlo todo? ¿Qué clase de helminto genético se les instaló en el cerebro durante la gestación para que hoy vivan en semejante adormecimiento? ¿Por qué no abren los ojos y empiezan a encender mechas en el culo de la humanidad? Una vez, hace un par de años, Jorge asistió a una de mis diatribas ante un grupo de amigos de Alma. Les decía cosas como que se nieguen a tomar cerveza caliente en una esquina como una manada de ovejas llevada de las narices por la publicidad, que sean borrachos heroicos y explosivos, no tristes alcohólicos de país pobre —de hecho la cerveza nació como bebida de pobres y brutos campesinos medievales—, y que dejen de bucear en el pasado, que es un despropósito que sea yo quien les hable de músicas de otros tiempos porque ellos son incapaces de producir una música propia, que entierren a los Beatles de una buena vez, que no crean ni siquiera en la realidad y salgan a romper todo, que se den cuenta de que algo está muy podrido si yo soy la voz de la vanguardia, que son ellos los que tienen que explicarme el mundo a mí, que deberían considerarme un imbécil sólo por el hecho de ser padre de uno de ellos, considerarme un idiota, porque esa es la ley natural, y no deben detenerse hasta lograrlo... En medio de la efervescencia, Jorge pudo meter una frase: “Lo que les pedís es que te maten”. “¡Sí!”, grité eufórico.
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Pero sigo vivo. Y eso que, comparados con la generalidad de peladitos y gorditas, Alma y sus amigos son la banda de Charlie Manson. ¿Qué queda para la mayoría de los que veo desfilar por esta horrible calle desde mi ventana del bar? Mejor dejo de mirar por la ventana. La elegante señora vencida se fue, en esa mesa hay ahora una pareja. Él toma café, ella come una de esas estúpidas ensaladas donde los cocineros echan todas sus sobras —pedazos de tomate, pollo, queso, zanahoria—, que las idiotas pagan lo mismo que por un bife con papas fritas, creyendo comer algo sano y tragando más grasa que con ese bife. Para colmo, la come de una manera que me resulta intolerable. Odio a la gente que cuando se lleva un tenedor o una cuchara a la boca saca la lengua como una plataforma que sale a recibir el bocado. Parece el gesto de un hipopótamo loco que se cree un sapo. Me da asco. “¿Qué te pasa, loco?”. La voz de Jorge resuena en mi nuca. Me vuelvo hacia él. “Te vi desde afuera, por la ventana. Parece que estuvieras por sacar una ametralladora y hacer un desastre en el bar”. “Es una posibilidad. ¿Me trajiste la ametralladora?”.
Declaro, afirmo y sostengo: Está mal que haya hambre en el mundo. Ok. (Bueno, eso fue para que no faltara la preocupación social en mi obra).
De la mierda generada por un fin de siglo vacuo, aburrido y miserable —pero, eso sí, “tolerante”— no podía nacer otra cosa que un nuevo siglo de mierda. Somos los padres de una criatura enferma y deforme. Pero a diferen-
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cia de lo que sucedería con un hijo, a esto no tenemos por qué quererlo igual.
Nadie a la vista. Ni conocido ni sospechoso, simplemente nadie. Un solo auto estacionado en toda la calle, nadie dentro. Bueno, no creo que mi asunto dé como para que hayan alquilado algún balcón desde el cual espiarme, así que supongo que puedo entrar tranquilo. Pasillo desierto. Ok. La puerta de mi departamento, la puerta del departamento de Majo. La llave que pasé a buscar por lo de Luis (“Qué caramelito esa nena que te dejó la llave, ¿eh?”). Ahí vamos... Pero... Majo, la puta que te parió... “¡Pará, ya voy, ya voy...!”. Abre la puerta. “¡Perdoname, dejé mi llave puesta en la cerradura, qué boluda...! Bueno, entendé, es la primera vez que le doy la llave de mi casa a alguien...”. “No te preocupes. Por esta vez, nadie me corría pisándome los talones...”. “Perdoname, en serio. Pero bueno, ¡¿cómo estás, loco?! ¡Te re-extrañé...!”. Y se cuelga de mi cuello. Pero esta vez no siento que todo podría ser tan fácil... “¿Dónde están tus cosas? Las valijas, todo...”, dice luego de los besos y todo eso. “Al cuidado de un robot en un islote perdido del Tigre”. “¿Qué...?”. “No importa, en este bolsito tengo lo importante”. Revuelvo un poco, encuentro el regalo de Majo, se lo doy. Rompe el papel, saca las dos bolsas que contiene, las mira fascinada. “Au pays de Merlin... ¿Quiere decir que...?”. “Eso: que te los compré en el país de Merlin. Miralos, dale...”.
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Saca de las bolsas a los dos korrigans. Uno toca el arpa céltica, el otro el violín. Recién ahora tomo conciencia de cuánto se parece el cabello de Majo al de los korrigans: desordenado, desparejo, con mechones violetas. Ella está encantada con sus muñequitos, parece una niña pobre en la mañana del Día de los Reyes Magos: no se trata del regalo en sí, sino del hecho mismo de que se lo hayan traído. “Los adoro... Y a vos también...”. Me besa fuerte y rápido, dejándome una gotita de moco sobre el labio. ¿Podría ser fácil...? Uf, ahí voy otra vez... Pará un poco, boludo pasional. Diccionario Merlina K.: “Boludo pasional”: yo.
“Vení, acompañame, los voy a poner en mi mesita de luz...”. “No, andá, tengo que hacer un llamado...”. “¡¿Vos con celular!?”. “No es un celular. Es un batifono”. Merlina K. atiende antes del segundo timbre. “¡¿Dónde carajo te metiste, inconsciente de mierda?! ¡Por favor decime que me llamás desde Uruguay!”. “Si eso te hace feliz, viajo ahora mismo y te vuelvo a llamar”. “La puta que te parió, nejed... Hablá. Dónde estás...”. Contesto y consigo el segundo milagro en dos días consecutivos: Merlina K. vuelve a enmudecer. Creo que al tercer milagro me corresponde la santificación, y probablemente la condición de santo conlleve inmunidad legal (un santo tiene fueros divinos, ¿no?), así que habría que ver si... Las puteadas de Merlina interrumpen mi ilusión de que se me había ocurrido una nueva estrategia para salirme de este quilombo. Cuando termina de descargar su furia, me ordena que no haga un solo movimiento más hasta que ella vuelva a comunicarse conmigo. “¿Problemas?”, dice Majo volviendo junto a mí.
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“Vení, tenemos que hablar. Hubo algunas novedades... complicadas”. “Ya lo sé. Casi no le dan más pelota al crimen en la tele, pero el otro día dijeron que ya tienen un sospechoso en firme. Como hay secreto de sumario no aclararon más, pero... lo llamé a Federico, y me dijo que no es él”. “Soy yo”. “¿Tiene que ver con ese examen de ADN que te hiciste antes de viajar?”. “Sí”. Majo asiente y se queda en silencio. Enciendo un cigarrillo. “Mirá, la verdad es que no hay explicación para lo que pasó. Se supone que el ADN no falla, pero...”. “No me estarás por dar explicaciones a mí, supongo...”. “¿Y qué te parece? Más bien que...”. “No, loco, no te equivoques. Si querés contarme todos los detalles de lo que pasó hasta ahora para que yo pueda acompañarte mejor, ok. O también puedo acompañarte sin esos detalles. Pero si tenés que darme explicaciones, como si tuvieras que convencerme... estarías muy confundido, loco”. Tercer milagro. Una esfinge de piedra llora. No es mucho en realidad, apenas cierta humedad en mis ojos, pero sucede. Majo es testigo. Sonríe y de pronto tiene diez años más que yo. Me toma una mano entre las suyas. “¿Viste? Al final sucedió antes de lo que podíamos imaginar...”. “¿Qué?”, digo con la voz más firme que puedo. “No sé si alguna vez seré tu amor... pero ya soy tu cómplice”.
¿Apago esta mierda de celular? Es casi la una de la mañana, y Merlina no volvió a comunicarse conmigo. “Tu idea fue buenísima”, dice Majo volviendo de su cocina con más café. “Tipo ‘La carta robada’ de Poe: la mejor
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forma de ocultar algo es que esté a la vista. ¿Quién te va a buscar en el mismo edificio donde vivís? Que te escondieras en tu departamento sería muy tonto, pero... a nadie se le va a ocurrir que estás al lado”. Se divierte con el asunto. Tengo que creer que es una cuestión de inconciencia. La otra opción es que sea conciente... e incondicional. Y realmente no quisiera eso, porque después termina saliéndome caro. A esta altura, prefiero acercarme cada vez más al ideal de Machado: “Al cabo, nada os debo: me debéis cuanto he escrito”. ¿Por qué Merlina no volvió a llamar? Las posibilidades son: o a fin de cuentas esto no es tan importante y complicado... o es mucho más grave de lo que pensé. “¿Estás preocupado, loco?”. “No... Está todo bien...”. Otro café y otro cigarrillo, y Merlina sigue sin llamar. Majo quiere un nuevo festejo por mi retorno, aunque desde que llegué ya festejamos dos veces. Bien, veré qué puedo hacer... No mucho. Es difícil con la mente dispersa. Los pezones de Majo se me presentan como teclas asterisco y numeral, de su boca entreabierta surgen cadenas de ADN, no sé si es su mano lo que me aprieta el miembro o es un grillete carcelario, gime pero yo oigo sirenas policiales, y en cada una de sus pupilas hay una pequeña Merlina K. furiosa. Así no se te puede poner dura, claro que no. “Relajate, loco... Tranqui... Vení, tirate acá en la alfombra... Dejame hacer a mí... Vos relajate...”. Relajarse... Dejarla hacer... Sí, así está mejor, mucho mejor... excepto por esa chicharra maléfica del portero eléctrico que me hace saltar y me deja temblando. “Una y media de la mañana... Qué raro... Pero puede ser alguna colgada amiga mía... Esperá, voy a ver”. No puedo pronunciar una palabra. Oigo a Majo atendiendo desde la cocina.
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“¿Quién es...? ¿Qué...? ¿A quien...?”. Vuelve desde la cocina y empieza a vestirse recolectando sus ropas desparramadas por el piso. “¿Quién es?”, y pisando mis palabras vuelve a oírse la puta chicharra, ahora claramente histérica. “Merlina, dice. Voy a salir a ver. ¿Cómo es ella?”. “Rubia. De piel muy blanca, ojos celestes...”. “No te muevas de acá”. Sale, y medio minuto después ya oigo sus voces por el pasillo. Merlina suena cortante y seca, Majo tintinea como siempre. Y aquí entran las dos. “Pero...”, se sorprende Merlina, “¿a vos ya no te importa nada?”. Tardo un par de segundos en entender por qué me mira con esa expresión. Es que me olvidé que estaba sentado desnudo sobre la alfombra. “Disculpame”, balbuceo mientras busco desesperadamente con la mirada el pantalón. Está como a tres metros, y siento que soy incapaz de levantarme y recorrer semejante distancia en pelotas y remover el gran culo de Adso de Melk, que lo está usando de cama. Estoy desolado. Majo se da cuenta y me lo alcanza, pero eso no soluciona mucho. Voy a tener que pararme y ponérmelo, todo lo cual implica unos diez segundos que también me siento incapaz de sobrellevar. ¿Y cómo me lo pongo? De frente a Merlina y hablando como si nada, sería muy incómodo. Darle la espalda y mostrarle el culo es impensable. De perfil tampoco, porque sería como resaltar la situación, remarcar el intento de mostrar un pudor indignamente tardío. Una pesadez insoportable me paraliza. Merlina niega con la cabeza, suspira y luego arranca con el tema. Mientras habla, quedo sentado como estaba pero con el pantalón hecho un bollo sobre mi entrepierna. Adso de Melk busca recuperar su cama perdida y trata de subirse sobre mis piernas. Esto no tiene arreglo.
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“Recién acabo de terminar con las reuniones, las consultas y las negociaciones. Al final voy a acabar agradeciéndote, porque me obligás a una especie de entrenamiento intensivo. La experiencia de un año o más la tengo que adquirir en una sola tarde...”. “Los dejo que hablen tranquilos, voy a preparar más café...”, dice Majo y desaparece. No entiendo cómo se le ocurrió una idea tan absurda: dejarme solo, sentado en pelotas en medio del living, con Merlina recriminándome. Mi situación ya es insostenible. Pero siempre puede empeorar. En cuanto Majo desaparece en la cocina, Merlina tira su cartera sobre el sillón y se arrodilla a mi lado. “Te felicito, che. Veo que superaste ciertos conflictos internos. ¿Hiciste terapia, o lo lograste solito?”. La miro vencido y mudo. “Digo. Porque... es obvio, ¿no? Le llevás tantos años como a mí, incluso un par más. Pero conmigo no pudiste seguir adelante, era mucho problema... Casi me la vendiste como que me estabas haciendo un favor alejándote de mí. En cambio, parece que con ella superaste toda esa problemática. Good for you, nejed...”. “Bueno, tampoco estoy casado con Majo, ¿eh?”. “Pedíselo esta noche. Y yo soy la madrina de la boda, ¿qué te parece? Me lo merezco: conmigo aprendiste a relacionarte con alguien que podría ser tu hija”. “No tanto, tampoco. Mis sobrinas, a lo sumo”. “Sí, las dos podríamos ser tus sobrinas, pero, ¿ella también podría ser tu madre, como yo? Cualquier cosita avisame, así también le enseño eso. ¿O todavía no se enteró de que con vos hay que ser hija, madre, amante y amiga, y encima vidente para acertar en qué momento hay que ser cada cosa, e incluso cuándo hay que combinar los roles y cuáles?”. Demoledora. Divina. Mi pesadez desaparece por completo. Saber que alguien tan inteligente alguna vez me quiso es como una inyección de cafeína narcisista en el alma. Ya estoy de pie otra vez. Y de paso me calzo los pantalones.
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“¿Todo bien?”, dice Majo volviendo con su omnipresente café. “Sí”, contesta Merlina. “Hablábamos de la transmisión entre pares de conceptos adquiridos”. Majo me mira. Es apenas menos brillante, y apenas más intuitiva. Su mirada me dice: “No hay que hablar de lo que sea que ella habló, ¿verdad?”. Le sonrío como respuesta. “No tenés whisky acá, ¿no, Majo? Me parece que voy a pasar por el patiecito a mi departamento...”. “Voy yo. Ustedes hablen del problema legal”. No es una amabilidad, es una orden. En todo caso, una orden amable. Vuelvo a sonreírle, y sale. Merlina parece aflojarse. Me mira un momento, y también sonríe. “Lo peor de todo... es que me cae bien”. Río a carcajadas. Merlina ríe con los ojos. “¿De qué te reís, boludo? No me gustaría verte enredado con una tarada de buenas tetas. El día que pase eso, será que sacaste tu certificado de vejez”. “Espero que ese día estés cerca para salvarme...”.
Todo el Jameson que me quedaba, más de media botella, lo tengo entre pecho y espalda. Era un néctar —aged 24 years—, y a medida que pasaba por mi garganta me iba transformando los párpados en membranas de miel cristalizada. Para ver, para sentir mejor a cada minuto que pasaba la intensidad cálida de ese momento de gloria, en el cual las imágenes de Merlina y Majo junto a mí me revelaban mi inmortalidad y mi condición indestructible. Cerca de las tres de la mañana, yo sólo veía el pequeño reloj sobre la mesita redonda frente a mí y el mínimo círculo alrededor: Majo a la derecha, Merlina a la izquierda, y todo el resto del universo desdibujándose hacia una oscuridad ajena. Si me propusieran que esta fuera la última imagen que me llevara de este mundo, firmaría.
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No me moví de mi lugar cuando Merlina se levantó para irse. Se inclinó hacia mí y me besó en la cabeza, como bendiciéndome. Majo la acompañó hasta la calle, y al volver me tomó de las manos y me llevó hacia su cama. Ahora estoy boca arriba, mirando el color plano del techo en la semioscuridad del cuarto. Empiezo a sentir la dulzura allí por mi entrepierna. Cierro los ojos pero entonces todo me da vueltas así que los vuelvo a abrir y los dejo clavados en el techo, en lo que apenas se adivina del techo. El rostro de Majo con sus cabellos en movimiento empieza a entrar y salir de cuadro, pero casi ni siento su peso encima de mis caderas. Recuerdo vagamente que la ventana que da al patiecito estaba abierta cuando entramos al cuarto, y en un ángulo estaba la luna. Ahora siento los cabellos de Majo cayendo a ambos lados de mi cara como dedos amorosos de un dios que acaricia a su mascota. Y siento su boca abierta y húmeda sobre la mía, y un leve entrechocar de dientes. Y otra vez su rostro que se eleva y sale de cuadro, y vuelve a entrar, y vuelve a salir. Y me voy, me dejo ir, me doy a las palmas de esta noche con piel de palimpsesto. El mundo se vuelve inconsistente, el mundo es de humo, pigmento y gelatina. Una placenta viscosa y abrigada, salida del vientre de la luna y anegada de sus brillos dementes. Me disuelvo como se disuelven en la noche los lobos de la memoria, liviano y cristalino y mágico como los anillos que goteaban de los ojos del dios que se sacrificaba a sí mismo en la helada lejanía de los fiordos que aún no habían sido nombrados. Soy el primero y el último, básico y primordial, soy el Hombre de Oro. Respiro flujo y saliva, aliento hirviente, espumas secretas, y el sabor orgánico y salado de una teta roza mis labios de uranio y amapola. Hay un grito y un temblor, y otro microsegundo de conciencia que me permite sentir todo el cuerpo de Majo desplomándose y apretándose contra el mío, y también el
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Hombre de Oro se disuelve en esa piel de luna siempre nueva que abre todas las puertas y hace huir a la muerte y a todas sus máscaras. Las huestes del espanto se eclipsan abochornadas, y me duermo con el leve ardor de una risotada invisible.
Desperté de excelente humor, porque la extraña pero maravillosa noche con Majo y Merlina tuvo un efecto regenerador. Lo que en mí significa reafirmarme en la confianza ciega que debo tener en el viejo axioma que me alimentó siempre: cuanto más opuesta a la del entorno sea mi visión de las cosas, más seguro puedo estar de ella. En cuanto al asunto legal, la cuestión se hizo muy compleja en la parte técnica, con extrañas negociaciones judiciales y extrajudiciales, así que terminó de escaparse por completo de mis manos. Merlina no me dio muchos detalles, y los que me dio eran inentendibles. Sólo sé que en este momento soy algo así como un prófugo consentido, hasta que me informen mis siguientes pasos. Por lo tanto, voy a aferrarme a otro de mis viejos axiomas: los problemas no se resuelven, se disuelven. A la espera de la confirmación de mi axioma, seguiré con mis vacaciones de catharoi paseando por los círculos del infierno. ¿Adónde me llevarás hoy, Virgilio? (Sí, no te preocupes, yo llevo el vino...).
Mala noticia para budistas occidentales: el yo existe. Es la suma de manías, una huella digital mental. No existe maya, una ilusión de realidad que oculta la realidad esencial de las cosas. No hay tal dicotomía. La única realidad es lo ilusorio. Rino te puede recitar los Vedas al derecho y al revés. Y tanto profundizar en el hinduismo no hizo más que
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confirmarle que no es otra cosa que un gigantesco yo, repleto de manías cuya combinación —como en cualquier persona— es única e irrepetible. Aunque en él sean más, digamos, expresionistas. Vive en uno de esos gigantescos complejos habitacionales formados por varios edificios iguales dentro de un terreno común con parques internos, de los que hay cuatro o cinco en Buenos Aires. Ocupan al menos una manzana, y son una antigua versión proletaria de los barrios privados suburbanos actuales. La puerta de su departamento se abre pero él no está detrás. La abrió de un manotazo y volvió de un salto junto a la ventana, a seguir con su actividad. Entro y lo veo ahí parado, su amorfo cuerpo de cincuentón desnudo excepto por el casco de guerra alemán original que tiene en la cabeza, apuntando con una aterradora arma larga — nunca logré retener el nombre de ningún arma de fuego; de hecho, cuando era chico creía que “Magnum” era sólo el apellido del personaje de aquella serie—. “¡Cerrá, cerrá!”, me dice, y dispara tres veces hacia abajo. El arma tiene un silenciador, pero la risotada de Rino se debe oír en varias manzanas a la redonda. Me acerco a la ventana y veo que dispara a un colchón tirado once pisos más abajo, en medio de uno de los jardines internos. Echo una mirada a la puerta entreabierta de su habitación para confirmar lo que suponía: es el colchón de su cama. “¿Viste lo que es esta máquina? Un infierno. Servite un cognac o un ron, dale...”. Lo hago mientras Rino guarda su “máquina”. Luego se sienta junto a mí en el desvencijado sillón lleno de agujeros. No sé cómo tolera el contacto de su culo desnudo con los colgajos de plástico del tapizado y la sucia y pringosa gomaespuma que asoma. No se ha sacado el casco, y se bebe el ron de un solo trago.
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“¿Te tomás otro?”, dice levantándose en busca de la botella, aunque yo aún ni toqué mi vaso. Rino es dibujante de historietas. Fue millonario en los ’70, cuando tenía poco más de 20 años y los editores europeos y norteamericanos se peleaban por su trabajo. Entre los ’80 y los ’90 se gastó todo el dinero en drogas, alcohol, armas y divorcios. Ahora es un demente desdentado que sobrevive malvendiendo sus originales a coleccionistas. Ya no se droga, ni se enreda con mujeres porque quedó impotente. Sigue bebiendo y sigue disparando, hasta que se emboque un tiro en la boca. Puede recitar los Vedas al revés, como dije, pero es casi todo lo que queda en su cerebro quemado. “¿Qué necesitás de mí?”, dice bebiendo del pico de la botella. Bueno, todavía le queda también algo de objetividad. Sabe que no lo visito por amor al arte. “Seguís en contacto con el Comisario, ¿no?”. El Comisario es un excomisario de la policía que además se dedicó a escribir guiones de historieta hasta hace unos diez años. “Sí, claro. ¿Por qué te creés que no estoy preso ni internado y ni siquiera me echaron de este departamento? ¿Qué necesitás?”. “Hablar con él. Pero no sobre historieta”. “Llamalo. Con que le digas tu nombre es suficiente. Sabe quién sos”. “Pero no sé si le caerá bien que yo sepa quién es él más allá de las historietas”. “Entiendo, querés que te recomiende”. “Como a un amigo de los amigos...”. Rino se echa a reír. “No hay problema. Te va a atender en confianza, y te va a ayudar en lo que necesites. Es un tipo con códigos”. Rino también tiene esos “códigos”: ni siquiera pregunta qué necesito del Comisario. Levanta el teléfono y marca, pero tras esperar unos segundos cuelga con un resoplido molesto.
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“Me olvidé que me cortaron el teléfono...”. Le doy el celular. “No, salí con esos bichos raros... Marcá vos...”. Cuando me atienden le paso el aparato. Habla casi feliz, con los giros verbales de los “buenos viejos tiempos”, cuando para él era una aventurita divertida estar mezclado con el ambiente pesado y siniestro en el que se movía el Comisario en los ’70. “Todo arreglado. Podés ir a verlo cuando quieras”. Me devuelve el celular y toma una vieja pistola alemana (al menos es parecida a las que vi en las películas sobre nazis) que estaba tirada a mis pies... cargada, como compruebo enseguida. Rino abre las dos puertas del armario empotrado en la pared, retrocede tres pasos y con un patético saltito cae en posición de tiro con una rodilla en el piso y dispara cuatro veces seguidas al interior del armario, cuyo fondo está ya acribillado a balazos. Esta vez no había silenciador. Como quien acaba de tomar un sedante para caballos, se pone de pie lentamente y se quita el casco con un gesto cansado. Se queda parado con los brazos colgando, el casco en una mano y el arma en la otra, y su expresión se va tornando dramática e infantil, como si hilos invisibles tironearan desde debajo de su piel achicharrando sus facciones. Por fin se vuelve hacia mí y se queda mirándome un momento, hasta que intenta una especie de sonrisa y dice: “No sé en qué andás, pero no seas boludo y cuidate. Estás en lo mejor de tus fuerzas. No lo desperdicies”. Asiento con la cabeza. Él repite mi gesto con exagerada lentitud. Luego levanta las cejas y abre mucho los ojos, como si no pudiera creer lo que dice. “Yo fui uno de los mejores, ¿no? Decime. ¿No?”. “Fuiste el mejor, Rino. El mejor”. Vuelve a asentir lentamente, y en eso se oyen brutales golpes en la puerta del departamento.
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“¡Hijo de puta!”, grita una voz desde el pasillo. “¡Esta vez se terminó tu locura de mierda! ¡Ya está viniendo la policía, ya vas a...!”. “¡Pará, inconsciente, alejate de esa puerta!”, grita otra voz, y ambas se pierden por el pasillo, discutiendo. Rino vuelve a sonreírme. “Fin del horario de visita. Tomátelas rápido. Y apenas salís, llamalo al Comisario y contale lo que pasa. Él sabrá qué hacer”. Me acerco a esa desagradable figura desnuda, y le doy un beso. Luego me voy casi corriendo. No sé por qué ni mucho menos en qué, pero Rino tiene razón. En algo. O en todo caso: no sé por qué ni de qué, pero Rino no tiene la culpa.
“Ay, qué alegría... ¿Y cómo la estás pasando?”. “Bien, vieja, bárbaro. Mañana me voy a Venecia, una semana, y después vengo a Roma para una convención de comics. ¿Me pasás con el viejo?”. “Sí, enseguida. Llamá la semana que viene, ¿eh? Chau... ¡Papi, es el flaco!”. “¡Hola! ¿Cómo andás, flaco? ¿Todo bien?”. “Sí, pá. Todo bien. ¿Y vos? ¿Cómo va todo por allá?”. “Bien, bárbaro. Acá tengo unos vinitos riojanos que compré el otro día, cuando volvés los tomamos, ¿eh?”. “Dale. Bueno, te dejo, mandale otro beso a la vieja. Llamo la semana que viene. Chau...”. “Chau, flaco, chau...”. Bien, operativo padres terminado. Es mejor así. Que piensen que sigo en Europa. ¿Qué sentido tiene abrumarlos con barrocas historias policiales? Si todo se arregla, les habré ahorrado angustias innecesarias. Y si no se arregla... espero que la condena no sea tan larga como para que el vino riojano se eche a perder.
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El abrazo de María por poco me quiebra el cuello, no puede despegarse de mí. Siento su torso temblar entre mis brazos, le cuesta mantener a raya los sollozos. Estamos en la esquina de Santa Fe y Callao, y el asunto comienza a inquietarme. No quiero escenitas que llamen la atención. Empiezo a creerme la del “fugitivo”. “Bueno, María, tranquila... No pasa nada... Tranquila...”. Suspira profundamente, afloja un poco el abrazo. “Perdoname, nene, soy una boluda... Se supone que en este momento tendría que apoyarte y sostenerte, en vez de quebrarme como una chiquilina tarada...”. Se separa, saca un pañuelo, se seca los ojos. “Perdoname, en serio. Es que cuando me llamaste hace un rato y me dijiste que...”. “...que mejor no hablamos en plena esquina, ¿no te parece?”. La tomo de un brazo y la meto en un bar. Hay una mesa apartada en el fondo, junto al pasillo que da a los baños. Nos sentamos y pido café. Le explico más sobre el ADN, y mi situación de “prófugo consentido” que ni yo mismo entiendo. “Qué sé yo”, dice María, “ya te irás enterando. Por lo menos, parece que por ahora el asunto está bajo control. ¿Qué vas a hacer mientras tanto?”. “No existir. Oficialmente, sigo en Europa. Eso debe creer todo el mundo, excepto aquellos con los que yo mismo me contacte, como vos o Jorge...”. “Está bien, entonces por mi parte seguiré diciendo que no volviste...”. Y me mira extrañamente. Muy extrañamente. “Qué pasa...”, digo. Suspira. “Esperá, ahora caigo: dijiste que ‘seguirás’ diciendo que no estoy. Es que alguien te preguntó por mí...”.
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“¿‘Alguien’ lo dijiste con minúscula o con mayúscula?”. “No me aterres, María. ¿De qué se trata? ¿Se relaciona con... con Andrea?”. Niega suavemente con la cabeza mirándome a los ojos durante 72 horas. Hasta que por fin... “Tatiana”. Justo en el momento en que María pronunció el nombre, yo daba una pitada a mi cigarrillo. Al instante el humo se solidificó en mi garganta como si un mecánico dental me hubiera llenado la boca con esa pasta que usan para hacer moldes de la dentadura y luego hubiera salido para una interminable discusión telefónica con su mujer, y yo me hubiese quedado dormido de modo que la pasta se fue deslizando hacia mi garganta y endureciéndose allí hasta la solidez total, pero todo esto en menos de un segundo. O algo así. Lo cierto es que no logro ni respirar ni toser, y sé que estoy violeta como cuando nací con el cordón umbilical enrollado en mi cuello (cuántas de mis rarezas mentales deben provenir de aquellos segundos, mis primeros en el mundo, sin adecuada oxigenación en mi cerebrito...), y la nariz ya no soporta tanta presión y en cualquier momento va a estallar en mil pedazos deparándome un futuro de perro pekinés, y mis ojos desorbitados convierten mis párpados en piel de cebolla mientras giran espásticos y fuera de eje dándome la expresión de Stimpy violado por Godzilla sin paciencia y sin saliva. “Pará, nene, tranquilo, toma un poco de agua...”. Agua. Como no me la inyecte por la tráquea... “¿Qué pasa, señora, quiere que llamemos una ambulancia?”. Mis monstruosos ademanes de negación asustan al amable mozo, con lo que sólo logro que cambie de idea: “¿O... o a la policía?”. “¡Por favor, sólo déjenos en paz! ¡Simplemente se atragantó!”, le dice María con dureza mientras me da un planazo
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con la palma de su mano en medio del pecho y de repente el aire entra en mí con un sonido de turbina al revés que termina de concentrar todas las miradas del bar en mi miserable humanidad. (Ver página 241: “No quiero escenitas que llamen la atención”...). El mozo trae una jarra de agua y bebo tres vasos uno tras otro. Me seco la humedad de mis ojos que aún laten un poco. Otro trago de agua y otro cigarrillo. “¿Está?”. “Está. Bueno, oíme: ni siquiera quiero saber lo que hablaron ni nada. No le vayas a contar acerca del quilombo policial. Ni de Andrea. ¡Ni de Majo! Eso es todo. ¿Entendiste?”. Sonríe, Eva y Lilith. Me mira (n). Niega y baja la cabeza, quiere evitar la carcajada. Está henchida de sabiduría, de conocimiento (en el sentido bíblico, yedia, como “conocían” los Patriarcas a sus mujeres). Es demasiado sabia. Vuelve a mirarme sonriendo. “Claro que entendí...”.
“...de Medical Trade Group, para ofrecerle nuestro Servicio Premium de cobertura internacional. Volveremos a llamar, muchísimas gracias por su amable atención”. Clack y beep del contestador. “Hola. Soy Laura, de Rosario. ¿Te acordás? Era para decirte que la semana que viene voy a estar en Buenos Aires para el cumpleaños de mi prima, así que, bueno... Ah, tu teléfono me lo dio Taborda, el dibujante, está todo bien, ¿no? Bueno, mandame un mail... Un beso...”. Clack y beep del contestador. (Tono intermitente de “ocupado”, y...) Clack y beep del contestador. “Ey, man, are you there? It’s me, Frankie Franchino. Call me back, man”. Clack y beep del contestador.
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“Hola...” (larga pausa) “La pausa fue para que puedas saltear este mensaje si querés. Sino... vos ya sabés. Acá estoy. Lo que sea que necesites. Chau...”. Track del contestador bajo el peso de mi manotazo. Esa voz, esa voz sonando en la oscuridad de mi sala. Fue como una alucinación. Ante la duda la escucho otra vez. Y otra vez. “Por más que lo pases cien veces, va a seguir siendo ella”, dice la otra vocecita, la que revolotea por encima de mi cabeza aún con las luces apagadas. “Así como, por más que no enciendas ninguna luz, vas a seguir viéndola en tu mente”. Tiene razón la vocecita. Claro que la veo. Y el reflejo de la luz que viene del departamento de Majo a través de mi cocina no ayuda, porque es sabido que la sombra dibuja sombras. Así que la veo en mi mente y la veo también en las sombras de mi sala, la veo como de una u otra forma la veo cada día de mi vida. Sí, no pasa un día sin que el recuerdo de Tatiana me roce como uno de esos velos fantasmas que flotan en las historias góticas de terror. Eso es ese recuerdo: un terror gótico, romántico, anhelado, como anhelaban las muchachas hermosas e irreales el beso del vampiro. Palabras repetidas en una frase que nunca terminé de decir. “¿Todo bien, loco?”. Ahora es la voz de Majo, que asoma por encima de la pared del patiecito. Entro a la cocina para hacerle una seña de “ok”, y me vuelvo a mirar una vez más hacia la sala oscura. Pero ahora no hay nada para ver entre las sombras o en mi mente, la sala parece un trozo de asteroide seco y muerto alejado de todos los soles. Salto la pared hacia el departamento de Majo. Ella me abraza y Adso de Melk se mea en mis zapatillas, pero estoy tan frágil que hasta eso me emociona. Yo mismo soy un gato en este momento, uno nacido y criado dentro de una pequeña habitación sin ventanas, por lo que, aunque ya tiene más de mil años, sigue actuan-
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do como un cachorro caprichoso y se mea en las zapatillas del Demiurgo, que para él no es más que un extraño, un intruso con olor desconocido. Eso parece ser todo lo que quedó de mí, Tati. Un anciano cachorro de gato, ciego del mundo, pretendiendo que el universo es una caja de cristal de tres por dos, y su centro una pantufla meada. Todo lo demás, lo que los otros ven y tocan, es sólo un holograma táctil, una proyección sensorial. Y esta es aún una definición muy generosa. A veces pienso que sólo vivo para poder escribir cosas que puedas leer en noches vacías como esta, como todas, en alguna cama en la que no estaré yo.
No estoy dormido pero no puedo despertar. La noche va pasando con una lentitud repelente, villana, fosilizante. Cuando trato de pensar en algo para relajarme, mi conciencia se vuelve intermitente. Cuando me abandono a eso, enseguida mi cuerpo endurecido y anudado me devuelve a esa conciencia de la noche que se arrastra, y vuelta a empezar. No tengo el dominio físico ni el ánimo suficientes para levantarme de un salto y acabar con esta tortura, y no hay nada —pensamiento, ejercicio, cuerpo tibio pegado al mío— que me ayude a desanudarme y descansar. Fragmentos de sueño que más que imagen contienen mordeduras de angustia son las cuentas en las que se hila este rosario negro. Pero de pronto, en uno de esos agarrotados semidespertares, escucho una lluvia sorpresiva, inesperada, que revienta contra la ventana y en el patiecito de Majo. Una tormenta espantosa, la más bella tempestad. La lluvia, mi droga atávica. Nada me hace mejor en este mundo. Nada amo más que la lluvia. Ahora puedo llenar de aire hasta el último espacio entre mis costillas, y desarmar todos los
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nudos de mi cuerpo en una exhalación liberadora. Siento el agotamiento de cada músculo y cada vértebra, pero la lluvia no para y lo va curando todo, todo. La lluvia es la intimidad conmigo mismo, con lo que yo ni siquiera conozco de mí. Ahora sí, por fin, puedo abandonarme al sueño. Sigo acostado semidormido y sigue lloviendo, pero la cama está en una de las dos habitaciones de la casa de mi abuela en una de las calles más serenas y cálidas de Caballito, y la lluvia es una ametralladora sobre el techo de aluminio del patio al que da la habitación. Pero no tengo la edad que tenía cuando existía aquella casa ni la que tengo ahora. Debo tener unos 25 años. El reflejo de los relámpagos me muestra imágenes de ternura onírica. Estoy desnudo, de costado, pegado al cuerpo también desnudo de Tatiana cuyo dorso se adapta en toda su extensión al contacto con mi piel, y mis brazos la rodean extendiéndose un poco más allá porque Tatiana está pegada a la espalda desnuda de Majo y entonces hay mucho, mucho para abrazar. Un trueno sacude todo, hace vibrar los viejos muebles de cansada madera, y nuestros tres cuerpos se pegan más unos contra otros, porque no hay mejor destino para estas pieles elegidas. Ellas duermen, dulcemente, con una paz colmada de goce, aunque sus cuerpos reaccionan al mínimo roce o movimiento produciendo esos segundos mágicos donde frotarse y acomodarse es un homenaje a la caricia de la lluvia. ¿Hay que decirlo?: quiero morir en este instante, en este sueño, en esta lluvia. Este es mi imposible necesario. En algún momento todo se volvió negro. Pero es recién cuando empiezo a entreabrir los ojos que me doy cuenta de eso, de que los abro desde el negro. Mi cara está entre las tetas de Majo, sus brazos rodean mis hombros y mi cabeza, me abraza como a un gigantesco bebé idiota. Todavía es de noche. Suspiro profundamente. “¿Estás bien?”, susurra con mucha ternura.
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“Sí... no sé, ¿qué...? ¿Pasó algo?”. “No sé. Estabas dormido, pero... llorabas”. Me acaricia la cabeza. “¿Soñabas algo feo? ¿Algo triste?”. “No sé... No sé, Majo, nunca recuerdo lo que sueño. Puede ser...”. “Bueno, ya está todo bien... Relajate...”. Me aprieta contra sus pechos, pasa una pierna por encima de mi cadera para pegarme más a ella. Y sin embargo entre nuestros cuerpos hay un agujero, un espacio vacío y ausente. “Dormite, que yo te cuido...”. Al menos sigue lloviendo.
Es un día insoportablemente pesado y húmedo, pero el Comisario se pidió una sopa. Viendo el descascarado y sucio lugar, yo no pediría una ni aún en pleno invierno. Pero él parece encantado y tan cómodo como en su propia casa. Le traen un plato humeante que rebalsa de un líquido denso y granuloso del cual asoman algunas cosas verdes que podrían ser, por ejemplo, hojas de plátano. El Comisario se ata una percudida servilleta sobre el pecho y le entra a una generosa cucharada. “Bueno, che, contame. ¿Cómo andan los tanos? Estuviste por Roma, ¿no? A ver, esperá...”. Hace una seña a la impresentable gorda desdentada que le trajo la sopa, y ella se acerca. “Qué pasa, Comisario”. El Comisario mete los dedos en la pócima y saca algo. Se lo muestra a la gorda. “Decime, Hilda: ¿esta mosca se ahogó por accidente, o se suicidó y dejó escrita su voluntad de ser arrojada a mi sopa?”. La gorda lo mira sin signo alguno de entendimiento —casi sin signos vitales, diría—, y el Comisario ríe a
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carcajadas de su propia frase y le hace gestos de que se vaya. Luego, sigue degustando la sopa. “¿Estás seguro que no querés almorzar?”. “Segurísimo”. “Allá vos. Entonces largá, dale. ¿Qué necesitás?”. Hablo unos cuantos minutos. Cuando termino, el Comisario está llegando al final de su sopa y sin embargo sigue vivo. Devora las últimas cucharadas, y con un pan humedecido y deforme deja el plato limpio, o al menos en el mismo estado que presentaba antes de que lo llenaran de sopa. Se la tragó sin beber ni siquiera un sorbo de agua, y ahora se pide un whisky (bueno, el brebaje que se hace en Argentina con ese nombre). Por fin, mondándose los dientes con la larguísima uña de su meñique derecho — el de la mano, eso sí—, expone su diagnóstico y proyección estratégica. “Está todo bien, pibe, no te preocupes. Voy a hacer un par de llamados para que me pasen algunos datos, y ahí veo cómo nos movemos”. “Pero... ¿qué es lo que se puede hacer, concretamente?”. “Tiene que haber otras pistas además de la tuya. Siempre las hay. Una cosa es el papelerío legal, y otra la investigación policial. Los jueces y los fiscales muchas veces desestiman pistas porque legalmente no tienen elementos para profundizar. Pero yo no soy juez ni abogado, ¿no es cierto? Y hay muchas maneras de... profundizar en una pista. Vos dejame a mí. En principio, te puedo decir que por algo no tenés todavía una orden de arresto encima. O tenés amigos muy pero muy importantes...”. “Ojalá... Pero no”. “...o tenés amigos muy inteligentes, que supieron hacer hincapié en los agujeros que siempre hay en toda causa y saben negociar con eso, lo cual es mucho más importante que toda esa huevada de los procesos legales. Pero no dura mucho: tiene que aparecer pronto algo que lo sostenga. Es al pedo que diga más
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así en el aire, necesito empaparme del asunto. Mientras tanto vos hacete el boludo. Y quedate tranquilo, que también vas a estar protegido por este lado”. No quiero entender del todo esa última frase. Porque conozco el destino de quienes no estuvieron “protegidos por este lado” en aquellos años que algunos todavía llaman de plomo.
Teléfono con María. “¿No te dije que no volvieras a hablar de mí con Tatiana?”. “¿Y yo no te dije que te había entendido?”. Voy a tener que poner en su lugar a María. No puede ser que no me permita mentirme.
Voy a almorzar al menos un sandwich. Aunque el recuerdo de la sopa del Comisario no ayuda. A ver qué dice el diario. Estupideces, por supuesto, la idea misma de información implica su inutilidad esencial. Una vez escuché a Sábato decir: “Un titular de primera plana debería ser al menos algo como: ‘El señor Cristóbal Colón descubrió América’. Eso tiene algún interés, no las trivialidades con que llenan tantas páginas”. Pero en fin, veamos... Mh. Experimentan con la oxitoxina, una hormona que aumenta la confianza de una persona en sus semejantes. Apenas publicaron los resultados del estudio, se alzaron voces en contra de lo que podría fomentar una manipulación muy poco ética: ¿qué pasaría si un aerosol con oxitoxina fuera usado por un estafador? Y otras hipótesis como usarlo en mítines políticos para que aumente la confianza en el candidato y cosas así. No sé por qué se preocupan tanto, si el problema viene ya desde los orígenes del ser humano. Porque resulta
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que una de las ocasiones en que el cerebro de un mamífero produce oxitoxinas es luego de un apareamiento. Es decir que apenas terminás de tener sexo con alguien, lo ves con mejores ojos. Es innecesario mencionar los desastres a que esto ha conducido siempre entre esos mamíferos que llamamos “personas”. En fin, los científicos, en especial los norteamericanos, se divierten con estos pequeños descubrimientos inútiles. Cada cinco años se triplican los conocimientos científicos. Por eso es gracioso escuchar que el nivel educativo general de la sociedad actual es más alto que en épocas anteriores: matemáticamente, la gente es cada día más ignorante; nunca las personas comunes lo fueron tanto. El 80% de los conocimientos que manejan tienen más de veinte años de antigüedad, mientras cada cinco años hay tres veces más cosas que podrían saber. Es como esa idea del tipo que quiere escribir su biografía exhaustiva y tarda una semana en terminar el relato de su primer día: a medida que avance, estará cada vez más lejos. Esto no hace más que certificar el fracaso intrínseco de la ciencia, que a la vez es el único lenguaje válido que tenemos. El fin de la ciencia es llegar a probar ese fracaso, la imposibilidad de saber. Cada descubrimiento dispara una centena de nuevos enigmas. Pero está bien que así sea. Borges se equivocó con eso de “La meta es el olvido. Yo he llegado antes”. Es una verdad poética, pero una irrealidad filosófica. Igual hay que hacer el camino. No importa saber que el final es el fracaso: el sentido está en recorrer esa senda inútil. Toda causa es una causa perdida. En eso reside también la futilidad de las vanguardias. La única utopía es aceptar la demencia: esto anula la idea de vanguardia. No se trata nunca de algo nuevo pretendiendo cambiar algo, sino sólo de ocurrencias: esa es la esencia de la humanidad. Palmeritas, dinastías, corbatas, guerras químicas, adminículos para la menstruación, el
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sistema financiero, la Sonata a Kreutzer: ocurrencias dementes, ocurrencias de dementes. La demencia: lo único que nos distingue entre los mamíferos. O casi: podríamos agregar la vanidad. La demencia nos alimenta, y la vanidad es el motor. Y en ese sentido la vanidad lo es todo. Toda lucha contra cualquier orden establecido implica excluyentemente vanidad. Soy yo quien cambiará esto, el mundo o lo que fuere. Basta pensar en Jesús: “Soy el hijo de Dios, soy la Verdad”. O antes aún, la frase que define la cifra de la vanidad: “Soy el que Soy”. Este es un mundo de ignorantes, digo. Esta idea no niega la Cultura, la afirma. Quizá hubo una época dorada y primordial donde fuimos el Animal divino, el rey de la Creación que establecía la diferencia. La Cultura es la historia de la lucha por sepultar a ese Animal. Esa lucha se define como Animalización versus Bestialización. La refinación de la Cultura termina por anular las diferencias (todas: sociales, biológicas, filosóficas), y sorprendentemente de esto surge una bestialización. Que consiste en regresar a lo peor del Animal, pero sin lo divino. Basta mirar las publicidades de toallitas higiénicas para la menstruación. Recuerdo una, en la que una chica llega tarde a una conferencia o algo así y ve a su amiga sentada en el medio de una de las filas de sillas con un lugar vacío que reservó a su lado; la chica se detiene y duda en pasar porque hay chicos sentados y ella está con la regla, pero enseguida sonríe porque recuerda que ahora usa esa nueva marca de toallas súper absorbentes y entonces, muy animada, pasa entre las filas de sillas rozando su culo contra la cara de los chicos sentados porque sabe que no podrán oler su menstruación. ¿Se puede imaginar ignorancia semejante? En el siglo XXI —y los creativos publicitarios saben bien a quiénes
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le hablan— las mujeres que menstrúan quieren negar su cuerpo y su biología, tienen comportamientos arcaicos e ideas perimidas, ¡se sienten impuras! Se comportan como en una antigua tribu salvaje que las obligara a apartarse de la aldea y la comunidad mientras estén con esa sucia maldición diabólica chorreando entre sus piernas. Eso es el retroceso a lo bestial, la Bestialización. La refinación de la Cultura no lleva a otra cosa que a la nueva Edad Media. Los pobres: basura —cada día más—. Los nobles —políticos, poderosos—: dementes inútiles perdidos en sus laberintos. Los escasos iniciados: ocultos, secretos, moviéndose entre engaños. La Piedra Filosofal es una posibilidad de buen vivir en el desierto de las bestias. Majo llega para hacerme notar que no toqué el sandwich. “¿Te pediste algo para comer? Ah. Pensé que me ibas a esperar a mí...”. “Son las tres de la tarde, supuse que ya habías almorzado...”. “No importa, ahora me pido otro sandwich. ¿Cómo te fue? ¿Hablaste con ese tipo?”. Majo está de excelente humor. Su sonrisa brilla, sus ojitos bailotean. Todo el tiempo me toca, me besa, me acaricia. Le encantó mi llamado para que nos encontremos un rato en El Coleccionista. En la mesa de al lado hay un matrimonio cercano a los setenta años, aunque la mujer parece directamente arrancada de una foto que mostrara un elegante té canasta en Las Violetas en 1958. Está de frente a mí, y me pareció percibir un par de miraditas como reprobadoras. Al siguiente manoseo de Majo lo compruebo: la señora desaprueba nuestra conducta, o algo parecido. Es increíble, pero hay personas así. En un momento el viejo se vuelve para mirarme, supongo que a instancias de algún comen-
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tario de la vieja, pero lo que hace es guiñarme un ojo cómplice. Entra un cincuentón trajeado, y el viejo se levanta para saludarlo. Se queda conversando de pie a un par de metros de la vieja. Majo me dice que va al baño y se levanta besándome en la boca y apretándome juguetonamente los pezones. Cuando quedo solo miro a la vieja levantando las cejas con una sonrisa. Sabía que no iba a resistir ese gesto... “Se debe creer muy vivo... Y en realidad, al lado de esa chiquilina hace el ridículo”. “Le agradezco mucho, señora, el gran elogio que me acaba de hacer. Usted sabe, una vez cumplidos los 35 años sólo hay dos posibilidades: ser ridículo o patético. Y yo elegí la mejor...”. Supongo que le hubiera gustado entender lo que dije para odiarme con más fundamento. Pero no tiene con qué. Es cierto que los adultos se dividen estrictamente en ridículos o patéticos, pero entre estos últimos hay una abundante subcategoría. Son aquellos a los que, si les trepanás el cerebro, el producto obtenido no te sirve ni para abono orgánico.
Espero a Jorge en Sócrates. A las cuatro y media de la tarde hay siempre poca gente aquí. Ahora el sol revienta contra el asfalto en el punto central del cruce de calles, pero las cuatro esquinas —bueno, la del quiosco no tanto— permanecen oscurecidas por la sombra de los árboles y, en el caso de la del bar, por el techo que cubre toda la vereda, así que hasta da ganas de colgarse un rato mirando por los ventanales. Pedro Goyena siempre fue una avenida serena y acogedora, parisina, con sus árboles resistiendo la decadencia de la ciudad, con su color de caramelo casero a punto de ser derramado sobre el flan de una abuela.
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Los chicos salen del jardín de infantes de la escuela de Puán, la misma a la que fuimos Jorge y yo. Por la esquina del bar pasan algunas madres de alrededor de 25 años, y da ganas de lanzarse a destruir hogares —de todas maneras pronto se destruirán sin mi intervención—. Pero también pasan algunas de 29 o 30, que no arrastran tras de sí su sombra sino el cadáver de su alma. En los barrios está lleno de ellas, las que hasta un par de años atrás eran sólo mujeres e incluso bellas, y poco antes de los 30 son ya seres viejos y quebrados, aunque mirarían con asombro a quien les dijera algo así. Son lamentables mujeres casadas, aplastadas por el peso de un puñado de conflictos irrelevantes que las ha dejado sin cuello. Sí, ese rasgo es común: son mujeres sin cuello, con todo ese pelo pegado a la cabeza que de pronto se hace abundante sobre los hombros siempre inclinados hacia delante. Sus maridos —esa es la palabra con la que nombran a quien antes era su amor— deben usar pantalones color caqui con pinzas en el frente, camisas blancas o con ese fondo y rayas finitas celeste o bordó, y bermudas también color caqui cuando van el sábado por la tarde al parque con los chicos, donde se les ve algo descuidada la barbita candado porque los sábados no hay que afeitarse para recordar que aún son jóvenes. Si estuviera aquí Majo, le diría: “Te voy a llevar un sábado a la tarde a una plaza, a ver lo que el matrimonio le hace a las personas”. De pronto mirar hacia fuera me deprimió. A ver, qué tenemos adentro... Mh. Frente a mí hay una típica intelectual divorciada, y feminista hasta que se vuelva a cruzar con alguien que dé señales de poder convertirse en nuevo marido. Está leyendo a Lacan, lo cual sería ya bastante retrógrado, pero no contenta con ello tiene también sobre la mesa un libro de Edward De Bono. ¿Qué espera de la vida una persona así? Es de las que hablan de una sociedad más justa y del desarrollo espiritual del ser huma-
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no mientras leen psicología fumando uno tras otro horrendos cigarrillos baratísimos, combinados con un carísimo y a la vez pésimo café con leche con medialunas de goma. Con semejante y tan expuesta incapacidad para el mínimo equilibrio en cosas tan cotidianas, ¿a qué mierda de equilibrio trascendente aspiran? “Loco, aflojá un poco, parece que la vas a cagar a trompadas...”. Me vuelvo extrañado hacia Jorge que entró por la puerta que está justo a mis espaldas. “¿Qué...? ¿A quién?”. “A esa tipa que tenés enfrente. ¿O estabas pensando que todo va a salir mal y alucinaste que era un guardiacárcel?”. Sí, supongo que va a ser mejor que me tranquilice un poco. Pero Jorge sabe bien que esa tipa y las minas sin cuello y los que aceptan las bermudas de sábado son tan culpables como el que le abrió el cuello a mi degolladita de Barrio Norte. En una sociedad como esta, la única y exclusiva causa de muerte, digan lo que digan los respectivos certificados de defunción, es el suicidio. Pero construyeron y sostienen toda esta porquería porque nadie se anima a la soga o al balazo, así que lo disfrazan de cáncer o paro cardiorrespiratorio. Me tienen harto.
“¿Conseguiste el dato o no? No me des más vueltas, Merlina...”. “Sólo insisto en lo que te dije cuando me lo pediste: ¿para qué te puede servir a vos el nombre y la dirección del exmarido de la víctima, excepto para que te mandes alguna de tus cagadas?”. “Y yo te repito que no voy a hacer nada que interfiera en tu trabajo ni con la causa. Pero me dijiste que sólo la imaginación podía ayudar a sacarme de esto, ¿no? Bueno: yo no me meto en tu terreno, vos no te metas en el mío”. “No tenés remedio, nejed. Lo único que te pido es que no hagas nada que te saque del anonimato en el que estás protegido por
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ahora. Mirá que estamos negociando algunas cositas que te favorecen, ¿eh? A la noche te voy a ver y te cuento...”. “Ok, ahora dame esos datos”. Repito en voz alta para que Jorge anote, y corto. “¿Y qué pensás hacer con esto?”, dice dándome el papel. “Yo, nada. Se va a ocupar Happy Feets...”.
Los escoceses añejan el whisky en barriles que más aprecian cuanto más vieja es la madera de que están hechos. Incluso usan, en la construcción de un nuevo barril, trozos de madera de toneles que se han terminado por romper bajo el peso de décadas de uso. Los norteamericanos, en una muestra más de su inopinada estupidez y su falta de entendimiento de todo, descartan cada tonel luego de haberlo usado una sola vez. Y los escoceses les compran esos tesoros que de otro modo los idiotas simplemente tirarían. Además de ser una prueba más sobre de qué lado del mundo hay que estar, últimamente la idea de los barriles escoceses me encaja muy bien como imagen para Jorge y yo. Eso somos (afortunadamente no como forma): toneles de whisky amados por escoceses. Cuando nos conocimos éramos dos niños. Las miradas estaban limpias y el pecho abierto. Y entonces, con el timón del azar, empezamos a dejar pasar los años y también a pasar por encima de los años. En la adolescencia, junto con su hermano Claudio y con Richard, armamos —sin ninguna consciencia de ello— una estructura totalmente beatle. En ella yo era el hermano mayor y Jorge —aunque fuéramos cuatro— el del medio, como McCartney, con esa función equilibradora, haciéndose cargo de las faltas que los hermanos menores no registran y que al mayor no le interesan.
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Los Beatles eran tres guitarristas y Ringo; y entonces Paul, el hermano del medio, dijo “Ok, alguien tiene que tocar el bajo”, y lo tocó él, pero como si fuera una guitarra, algo enteramente nuevo. No hay sacrificio en la posición del hermano del medio, sino creatividad a partir de la falta, y de su propia manía por completar. El hermano mayor la tiene más fácil, porque le basta con mirar hacia adelante y romper, abrir, arrasar. Y los hermanos menores, como Ringo y George, son imprescindibles pero no están obligados a romper ni a equilibrar. El del medio tiene que ser más laborioso. Y es el mensajero secreto del círculo mágico —sin olvidar aquello de que se suele querer matar al mensajero. (Si la vida me dejara en paz, escribiría un Tractatus demostrando que en la estructura de Los Beatles están contenidas todas las preguntas y las respuestas de todas las ramas de la Filosofía, algo que dejaría a Wittgenstein —en quien, dicho sea de paso, se detuvo el conocimiento filosófico— como un tartamudo epistemológico). Después vinieron nuestro años psicodélicos, zambullidos en la desmesura ya que somos por naturaleza desaforados. Todo en nosotros es exceso, no sólo esas obviedades como el alcohol, sino cualquier cosa que caiga en la órbita de nuestros cerebros que tienen obturado el centro de saciedad. La música, la risa, el amor, todo lo que el romanticismo llama “pasión” pero puede nombrarse simplemente “exceso”. Que es, eso sí, una estrategia de resistencia algo peligrosa. Porque lo que te mata en la vida es la pequeñez. Nada grande puede matarte (ya sé, excepto un camión, un alud, un maremoto...). El exceso, en sí mismo, no te mata. Pero es, sí, la mejor forma de ocultar la pequeñez. Si de por sí, en una situación normal, es difícil ver que lo pequeño es lo que te está matando, en el exceso eso se diluye hasta hacerse invisible. Ahí está el peligro.
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Pero en la psicodelia no te detenés a hacer estos análisis. Estás demasiado ocupado en rumiar la ontología de las cosas mientras cortás rodajas de salame tirado en una cama viendo una telenovela coreana. Es una situación en la que el tiempo, materia del pensamiento, carece por completo de sentido. Luego de esos años cada uno vivió sus propias muertes, con tanto de filosófico como de físico. Esto provocó festejos adelantados en muchos barrios de Buenos Aires. Se sabe que los hijos de la psicodelia inspiran el más profundo sentimiento de amor-odio, y una muerte tranquiliza enormemente a las buenas conciencias. Ya no tienen que amarte, ya no tienen que odiarte por amarte. Ya pueden dejarse hundir sin que ninguna risotada se los reproche. Ven ante sí, de pronto, un hermoso futuro de abandono inimputable. Pero, como está dicho, la gente se entusiasma demasiado rápido con el futuro. No habían terminado de brindar —animarse a levantar una copa les lleva al menos un lustro—, cuando de repente los payasos tirabombas estaban de nuevo ahí, frente a sus ojos, ni siquiera renacidos porque en realidad nunca habían muerto, indestructibles, graciosos, insoportables. El monstruo de dos cabezas. Ray Milland enriquecido con uranio, y desdoblado, de modo que puede atacar simultáneamente de frente y por atrás. Older but no wiser... Y con esa nueva pátina de tonel escocés en el pecho. Quemados, curtidos, con estacas de madera del Arca en vez de costillas, desfasados, rebuscando en los tachos de basura de la humanidad para recuperar todo lo que alguna vez hayamos tirado porque como día a día estamos siempre buscando algo nuevo no hay tiempo para todo y lo que sobra va al tacho que revolveremos quizá en uno, quizá en diez, quizá en veinte años, y entonces nos aseguramos la inmortalidad porque nunca se agotarán las pro-
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visiones, siempre habrá algo para reciclar en esos tachos. Ardiendo aunque ya todo haya ardido, como dijo Brel. Esto fue un brindis.
Y aquí viene Happy Feets deslizándose a toda velocidad por la explanada de la autopista, descendiendo hacia nosotros entre medio de los estupefactos automovilistas. No va en skate, ni usa rollers o algo parecido. Las ruedas son sus pies. La historia de Robertito (lo de “Happy Feets” es sólo un nombre interno entre Jorge y yo) es notable. Vive en la calle desde los 10 años. A los 13, hace de esto cuatro años, trató de huir de un policía luego de haber robado una cartera en un vagón del “Sarmiento” y terminó cayendo a las vías casi en la estación Villa Luro. Las ruedas del tren le amputaron ambas piernas, apenas debajo de las rodillas. En el hospital lo usaron de conejillo de Indias, a cambio de lo cual le prometieron que una fundación le conseguiría un par de prótesis alemanas —y de paso se llevaría todo el crédito del experimento Frankenstein al que lo sometieron, lo que aumentaría su prestigio y le permitiría seguir evadiendo impuestos y lavando dinero, como toda fundación que se precie en este país. La cuestión es que le injertaron sus propios pies a la altura de las rodillas. Pero al revés, con los dedos apuntando hacia atrás. De modo que, mediante una intensa reeducación, los tobillos pudieron cumplir la función de articulación de las rodillas, y los pies aprendieron a estirarse y se convirtieron en el engarce de dos complejas prótesis de media pierna, con todo lo cual, tras meses de sufrimientos físicos y mentales, Robertito logró una movilidad prácticamente natural y una papilla neuronal en su psiquis. Al año siguiente del accidente, quien lo veía por la calle no podía adivinar el estrambótico injerto que permitía
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su andar, si bien también es cierto que su expresión demente no propiciaba detenerse a mirarlo. Un año después, con la ayuda técnica de sus amigos de los desarmaderos de autos robados, decidió y llevó a cabo una espectacular adaptación de sus costosas prótesis alemanas: reemplazó los rígidos pies ortopédicos por dos ruedas fijas de 10 centímetros de diámetro, lo cual lo hizo un poquito más alto y lo convirtió en una especie de veloz bicicleta humana. Ahora no hay policía que pueda alcanzarlo, excepto con un disparo por la espalda. “Hola, qué cuentan, qué dicen, cómo andan, qué tal, ¿todo lindo?, cómo va la cosa, ¿eh? ¿Eh, eh, eh?”. “Todo bien, Robertito. Tengo algo para vos”. “Yo también. Te están buscando”. “¿A mí?”. “A vos, a vos, a vos, a vos”. “¿A qué te referís, Robertito? Supongo que no hablás de la cana...”. “¿Por qué te va a buscar la cana?”. “¿Entonces quién?”. “Después te llevo, después te llevo, después te llevo. ¿Qué tenés para mí, qué tenés?”. Por detrás de Happy Feets, Jorge me hace señas de que le siga la corriente. Tiene razón, no voy a ganar nada insistiendo, primero tengo que saciar su curiosidad. “Tomá, Robertito. Acá tenés el nombre y la dirección de un tipo...”. “Ah, querés que te averigüe en qué anda...”. Esa es una de sus especialidades. Le das tres o cuatro días, y te dice hasta cuántas veces fue al baño la persona que le pediste que siguiera. Me enteré de esa increíble habilidad cuando alguien, hace poco más de un año, le pidió que me siguiera a mí. Le doy algo de dinero, y entonces Robertito se echa a rodar en dirección a la subida de la autopista. Miro con
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decepción a Jorge, pero enseguida oigo el grito de Happy Feets mientras se pierde por allá arriba: “¡Mañana a la noche! ¡Acá! ¡Te cuento de este tipo, y después te llevo a...!”. La voz se pierde entre los bocinazos y chirridos de ruedas de los coches que lo esquivan como pueden.
Si hoy me senté en El Coleccionista y en Sócrates, ya no tiene mucho sentido lo de evitar mi departamento. Pero Majo no quiere ni oír hablar de eso. “No es lo mismo. Podés estar en lugares públicos, porque no estamos en el Viejo Oeste donde ponían carteles con tu cara en los bares. Pero en tu departamento no, porque si llega a pasar algo te van a ir a buscar ahí”. No es una lógica muy rigurosa, pero ninguno de los dos tiene ganas de discutirla mucho. Así que aquí estamos. Y Jorge se queda a comer. Y llega Merlina K. Majo le abre y se va a preparar café. Podría hacer diez litros de una sola vez por la mañana, pero eso no tendría gracia. El chiste es hacer de a cuatro pocillos, quince veces al día. Merlina saluda y pasa al baño. “Me caso”, dice Jorge. “¿Con quién?”. “Con la judía. Y le leo sobre la Cabala todas las noches, con Madonna como música de fondo”. Y de repente su sonrisa se borra y me mira con marcada reprobación. “Vos estás mal de la cabeza, estás abollado. ¿Esta es la mina que dejaste escapar hace unos años?”. “Sí, pero hablás como si no tuvieras ni idea, ¿acaso no te la describí bien en su momento?”. “No. No. Tu descripción fue una pelotudez al lado de la realidad. La realidad es matrimonio a primera vista”.
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“Está bien, voy a mi departamento a buscar el kipá que me afané del templo cuando se casó Eloy, te lo ponés, y le declarás tu amor eterno”. “¿Quién se va a declarar a quién?”, dice Majo asomando sonriente desde la cocina. “Mi amigo a Merlina”. “¿Y habrá posibilidades de que ella acepte? A mí eso me dejaría mucho más tranquila, debo confesar...”, y con una miradita algo inquietante regresa a su café. “Está todo mal, negro”, dice Jorge de pronto muy serio. “Vos sabés bien que las mujeres no son celosas: tienen antenas, que es algo muy distinto. Si perciben algo, es que algo hay”. “No me quites la poca paz que me queda. Mejor olvidemos todo el tema”. Pero, por supuesto, cuando estamos los cuatro tomando el café me siento absolutamente culpable de haber propiciado que Merlina pisara el departamento de Majo. Para colmo, Merlina no deja de acariciar a Adso de Melk. Majo debe estar viéndola como la Gran Usurpadora. “Te pido que me prestes mucha atención”, me dice Merlina. “No tienen otra cosa que hacer”, acota Majo. “Antes de venir para acá estuve hablando con alguien”, continúa Merlina como sin haber registrado el comentario —lo cual en ella es imposible. “Y probablemente sea bueno que vos también hables con esa persona”. “¿Quién es?”. “La persona de Homicidios que estuvo investigando el asunto”. “¡¿Qué...?!”. “Tranquilo. Está todo bien. Vos sabés que la policía siempre maneja más hipótesis que las que el fiscal incluye en la causa. Cuestión de oficio. Y creemos que un par de charlas —concertadas y extraoficiales, obviamente— pueden impulsar las líneas de investigación que te convienen a vos”. “No sé muy bien lo que estás diciendo, pero de repente siento como si sufriera una sobredosis de laxante”.
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“Lo que hables en privado con esta persona no puede usarse de ninguna manera en tu contra. Y en cambio puede resultarte beneficioso. Esto te interesa más a vos que a él, entendelo. De hecho, hasta hoy a la tarde el tipo no se decidía a aceptar nuestra propuesta. Pero hace un rato se comunicó conmigo para decir que arreglemos un encuentro. No sé qué lo hizo cambiar de opinión, pero nos conviene que así sea”. “Qué sé yo... Es una idea tan rara... ¿Por qué se te ocurrió algo así?”. “No fue una ‘ocurrencia’. Lo que pasa es que vos no tenés idea de cuánto estoy trabajando para sacarte de esta. Sólo te hablo de los pasos que tenés que dar, no de todo lo que cuesta decidir cada uno de esos pasos. De eso no te enterás...”. Me mira muy seria por unos segundos, y luego me sonríe. Eso significa “Hacele caso a tu idische mame”. Sólo ella y yo lo sabemos. Divina Merlina... A ver. Sí, Majo sonríe sin sombras como siempre. Y ahora tiene a Adso de Melk sobre su falda. Todo parece enderezarse. Al menos por esta noche. Mañana... no sé, tendría que revisar la presentación de “The Fugitive”, creo que mencionaban algo acerca del mañana. Aunque James Bond sostenía que el mañana nunca llega. Y también que sólo se vive dos veces, cantidad que yo ya me gasté hace años8.
8 La historia de mi primera muerte es la historia de Jasón Heráclito von Christo, notable ejecutante de salterio, vihuela, organistrum sueco de arco y crwth galés, y autor de la “Sinfonía Descalza” para siringa, guimbarda y conjunto de vamp-horns, que nació acordonado con el sonido de las campanas de Ashurst en Sussex (o en Friburgo de Brisgovia según otras versiones), un personaje, si sé lo que digo, que representa la más acabada imagen del extravío de un navegante ante la imposibilidad y, fundamentalmente, la inutilidad del puerto de llegada. Aunque las diferentes versiones lo presentan ya como un prodigio, ya como un prodigioso imbécil, esta misma dualidad da la pista sobre su verdadera naturale-
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“¡Qué tal, pibe! Justo te iba a llamar. Oíme, estoy saliendo pero te espero en la puerta del Borda en... a ver... veinticinco minutos. ¿Llegás?”. Y acá estoy, esperando al Comisario. Quizá, después de haber husmeado entre sus contactos para “empaparse” de mi asunto, haya pensado que mi única opción es lograr que me declaren inimputable, y me citó en el neuropsiquiátrico para que me vaya acostumbrando al ambiente. Pero no. Se trata de que ayer internaron a Rino. “Alguna vez iba a pasar. Delirium tremens. Si no fuera por mí, ya lo hubieran derivado acá hace mucho. Pero esta vez no pude hacer nada. Lo agarraron caminando desnudo por Avenida del Trabajo a las dos de la tarde, con un viejo FAL que yo le regalé hace años —original, de los que usaba Coordinación Federal en las operaciones de los ‘70—, riéndose y babeándose como un mogólico, y entrando a los comercios para preguntar si alguien necesitaba sacrificar alguna mascota. ¡Con el FAL! Es genial, ¿eh? Y bueno: juzgado, asistente social y toda esa bosta, y Rino al Borda. Vení, acompañame a verlo. Aunque ni nos va a reconocer, acá enseguida los empastillan y al caza: Jasón H. era, simple y tristemente, un ángel caído en desgracia, enredado en la purulenta viscosidad de un mundo que no lo abrigaba lo suficiente. Su pequeña y dulce almita creía con sinceridad en la magia de las cuerdas que sus delgadas manos acariciaban, lo que en sí mismo no es una locura, pero su error residía en considerar que cualquiera que se le acercase se convertiría también en mago por ese sólo contacto. De más está decir qué resultado más desastroso tuvo semejante convicción. Pero más desastroso aún fue cuando, cansado de que lo negaran, pretendió demostrar la existencia de la magia renunciando a ella para que mediante su ausencia se dieran cuenta de que había sido real. Así fue que un buen día se hundió definitivamente en la oscuridad, y, ya sin nada que valiese la pena en su vida, partió al exilio. Su rastro se perdió más allá del desierto que recuesta sus orillas en el confín de las tierras de Gurparanzahu, y a partir de entonces sólo informan sobre él algunas leyendas de dudosa credibilidad, una de las cuales incluso afirma que J. H. renació de sus cenizas y está de vuelta entre nosotros, sólo que aún no se ha revelado por una simple cuestión de holgazanería.
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rajo. Vamos. Ah, lo tuyo anda bien encaminado, ¿eh? Me alegro. Cuando salimos lo conversamos”. El Borda es algo notable. El único lugar de su especie en el mundo entero en el que se recrean con exactitud el ambiente y las condiciones de vida, o de muerte en vida, de un hospicio europeo de finales del siglo XIX. Pasamos entre los fantasmas irrecuperables —no por sus patologías, sino sólo por estar encerrados aquí—, sucios, famélicos, apestando a orín y semen viejo, hasta que el Comisario distingue a Rino sentado en el suelo bajo la galería de uno de los ruinosos pabellones. Escribe con una birome toda mordida en el dorso de una alargada etiqueta plástica arrancada de una botella de agua mineral. Escribe, no dibuja. Cuando nos detenemos junto a él y levanta la cabeza, la expresión de su rostro me impresiona muchísimo. Porque es exactamente la misma que siempre tuvo. Es como si el marco espantoso de este depósito de cadáveres vivos le otorgara su verdadera dimensión de demencia, la que, mirando ese mismo rostro, afuera te parecía casi normal. El Comisario le habla un poco pero Rino no parece muy interesado. Escucha unos cuantos segundos y entonces, sin mirarme, estira su mano hacia mí dándome la etiqueta. Mientras el Comisario sigue con su cháchara casi desagradablemente liviana y despreocupada, me aparto unos pasos y me pongo a leer lo que Rino acaba de garabatear:
El Valhala, el Hades, el Inferno que soñaron las generaciones precedentes es real, sólo que no consiste en las tinieblas o los fuegos eternos ni se parece a ninguna otra versión que los antiguos imaginaran. El Infierno es esta quietud, este hueco en donde la humanidad fue arrojada y en donde se pudrirá inmóvil y paralítica por los siglos de los siglos.
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El Infierno es la imposibilidad de que algo ocurra. Es esta estremecedora certidumbre de que nada va a sucedernos, nunca, nunca, de que cada uno nace y muere sin la más mínima posibilidad de asomar un solo pelo fuera de esta cámara de congelación. Todo está perfectamente terminado. No existe posibilidad alguna de que algo perturbe la quietud absoluta de esta muerte. Una revolución acá o una guerrilla por allá no son más que peditos del sistema. La realidad es que todo seguirá su curso hueco, que las cosas continuarán vacías de movimiento y sentido durante los milenios venideros. Llegó el Apocalipsis. Hacia el año 2000, como fue predicho. Ya comenzó. El Apocalipsis es el hastío. La aventura del hombre en la Tierra llegó a su fin. No sucedió como dijeron los antiguos, a través de un cataclismo natural, humano o divino. Nada de eso. No. Fue un cataclismo en el alma. La imaginación ha muerto. El hombre ya no existe. Sólo existe el hastío. El Apocalipsis no es una amenaza ni una promesa. El Apocalipsis está aquí. Y aquí se quedará, latente, otro pedito más del sistema. Pero en cambio... Carajo. Es la vieja pregunta: ¿de qué lado están los locos, adentro o afuera? Pero si la pregunta es vieja es porque a nadie le interesa contestarla, y a mí tampoco. Así que recibo con alegría la invitación del Comisario a irnos de este sitio miserable. Y además quiero enterarme de una vez qué era eso de que lo mío anda “bien encaminado”. “Hablé ayer con Farinelli, estuvimos... intercambiando ideas. Para empezar, coincidimos en que no tenés nada que ver, que te estás comiendo un garrón. Y no porque vos digas que sos inocente, no. Es una conclusión mucho más técnica, que no viene al caso”. “Bárbaro, pero... ¿quién es Farinelli?”. “¿Cómo no sabés? ¿No hablaste con tu abogada? Pensé que me habías llamado por eso”.
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“¿Farinelli es el de Homicidios?”. “Claro. Un gran amigo mío. De las épocas duras. Por entonces era un pendejo, pero tenías que verlo en acción... Un halcón. Un verdadero halcón”. Por qué mierda no me quedé en Roma. Merezco que se instaure la pena de muerte sólo para mí, por idiota. “Eh, qué cara pusiste. No me digas que vos también sos de esos zurditos imbéciles que sólo saben decir ‘maldita policía, maldita policía’ como maricones... ¿Sabés?, había que ser muy hombre en aquellos años. Había una guerra, y...”. “Está bien, Comisario, no me interesa la Historia. Y soy zurdo para el fútbol y derecho para agarrar la lapicera, y esa es toda la incidencia de la derecha y la izquierda en mi vida. Y centro no tengo, eso está claro. ¿De qué se trata lo de Farinelli?”. “Mirá, hablá con él. No te voy a decir que está de tu lado, pero... en todo caso, comparten el mismo interés por que aparezca el asesino”. “Mi abogada me dijo que ese Farinelli no mostraba mucho interés en hablar conmigo. ¿El cambio se debe a su intervención, Comisario?”. “Ya te dije: estuvimos analizando unas cuantas cosas con Farinelli. Dos cabezas piensan más que una”. Sin discutirle su filosofía cuantitativa, le agradezco estrechándole la mano mientras me levanto prometiéndole que lo llamaré en cuanto hable con Farinelli y dejando un billete sobre la mesa para los cafés que tomamos. Pero el Comisario retiene mi mano y me vuelve a meter mi billete en el bolsillo. “No, pibe, esto no se trata de que me invites un café”. “Y de qué se trata, Comisario...”. “De códigos. Probablemente yo nunca necesite nada de vos. Pero si alguna vez es así...”. “...ahí entran los códigos”. “Exacto. Y vos sos un tipo que va a saber respetar los códigos”.
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Cuando tenía unos 10 años descubrí, en una enciclopedia que mi viejo conservaba de su época de estudiante, una lámina que mostraba y explicaba todos los signos del código Morse. Inmediatamente me puse a tratar de inventar variantes del sistema, lo que me entretuvo durante semanas. Es decir que empecé a violar códigos desde la primera vez que tuve contacto con ese concepto. En fin, si alguna vez el Comisario se me pone insistente con lo de responder a sus códigos, siempre me queda la alternativa de hacerlo asesinar. Esteban, por ejemplo, estaría encantado con el encargo. Quizá Merlina tenga razón en eso de que mi religión es la supervivencia. Lo que es seguro es que los códigos se hicieron para romperlos. Como todo lo que huela a conspiración y miseria humana. No se puede vivir haciendo contabilidad menor. Dejemos para los dioses y los matrimonios eso de “dar para recibir”. Las personas debemos hacer todo lo que podamos o lo que tengamos ganas, y listo. Qué tanto joder...
Abro la puerta del departamento de Majo y Adso de Melk empieza a maullar como una solterona. Apenas entro casi me lanzo a maullar así yo también. Majo está tirada sobre la alfombra. Corro junto a ella, pero apenas la toco abre mucho los ojos y se incorpora de un salto pegando un grito que se repite como un eco en mi propia garganta. Caigo de culo y Majo mira como aterrada hacia todos lados, hasta que parece reconocerme y se abraza a mí. “Por Dios, chiquita, ¿qué pasó?”. Antes de que Majo responda veo mi equipaje prolijamente acomodado en un rincón de la sala. Ya me imagino... pero debo evitar reírme.
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“Fue... tan impresionante... Merlina me avisó que alguien iba a traer tus cosas, y... al rato tocaron el timbre acá en mi puerta, se ve que la de afuera estaba abierta, y...”. “...y al abrir te pegaste el cagazo de tu vida”. “No entiendo, ¿qué es lo gracioso? ¡Apareció ese... esa cosa... esa cosa inhumana, como si fuera un hombre pero... Dios mío, tan alto, con la cara como de madera lustrada, y...! ¡No te rías!”. “No, está bien, perdoname, mi amor, en serio, es que... Bueno, es difícil de explicar, pero está todo bien. Ahí está mi equipaje, ¿ves? Y ese... bueno, eso que viste, es quien lo trajo. Se llama Presidente Perón. Es un robot. Vení, vamos a tomar un café y te cuento la historia...”. Merlina habrá disfrutado tanto trayendo hasta la puerta a Presidente Perón y haciéndolo entrar solo para que Majo se encontrara con él cuando abriese... Antes de poner a calentar el agua para el café, le sirvo un poco de jugo de naranja a Majo. “¿Estás mejor?”. “Sí, sí. Si vos decís que todo está bien...”. “Todo está bien”. “Bueno... Pero cuando vi que te reías, tuve ganas de pegarte. Te salvaste porque me sorprendió oírte llamarme así...”. “¿‘Así’? ¿Cómo?”. “‘Mi amor’. Dijiste ‘perdoname, mi amor’...”. Oops. Y eso que, pasando por situaciones tan complicadas en lo legal como las que estoy pasando, debería tener los sentidos muy afinados para aquello de “todo lo que diga puede y será usado en su contra”.
“Ahí viene”, dice Jorge señalando a Happy Feets que se acerca a toda velocidad. Llevamos una hora y media esperando que aparezca. “Hola, qué hacés, hola, qué dicen, ¿todo lindo, todo lindo?”.
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“Todo perfecto, Robertito, pero, ¿podés dejar de darnos vueltas alrededor? Me estás mareando...”. Clava los frenos justo frente a mí. No sé cómo maneja con tanta precisión esas prótesis absurdas. Recién ahora me doy cuenta de que trae un skate bajo el brazo. “Vamos, vamos, dale, metele, venite, dale, vamos...”. “Pará, pará. ¿Adónde, de qué hablás? ¿Tenés algo sobre ese tipo del que hablamos ayer?”. “Ah, ese. Está hasta las manos, hasta las manos, pero hasta las manos”. “¿Por qué, en qué?”. “No sé por qué. No anda en nada raro. Pero un cana lo sigue. Y el tipo ni se entera. Pero está reloco, reloco, está reloco...”. “¿Qué querés decir? ¿Nervioso, alterado, qué?”. “No sé, che, no sé. Pero ese tipo tiene algo, ¿entendés, entendés?”. “Me estás volviendo loco a mí, Robertito. A ver: ¿parece, por ejemplo, un tipo que ocultase algo?”. “Más bien, claro, claro”. “¿Como si... se hubiera mandado alguna cagada grande, y no supiera bien cómo esconderla?”. “Mirá, no sé, no sé, el cana tampoco sabe, pero el tipo anda loco, loco”. “Bueno”, dice Jorge con resignación, “no es muy claro pero al menos averiguó cosas que ni Merlina sabe. Porque de lo del cana que lo sigue no teníamos ni idea”. “Ella misma lo dijo: hay cosas que suceden fuera de la causa, y de esas no te enterás. Por eso son tan importantes los ‘recursos alternativos’ como Robertito y otros que estoy usando”. “No sé, negro, pero esto ya es un delirio. No entiendo cómo no estás histérico todo el día”. “¡Vamos!”, grita de repente Robertito casi enojado. “Pará, ¿qué mierda querés?”. “¿No te dije que te buscaban, no te dije? Vamos, tomá...”. Y pone el skate a mis pies. “No entiendo...”.
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“¡Subite, subí!”. Y vuelve a enojarse. “¡Vamos...!”. Cuando pongo un pie sobre el skate, Jorge me toma de un brazo. “¿Qué carajo hacés?”. “¿Qué tengo para perder?”, pregunto como respuesta. Robertito se para a mi lado y me toma de la cintura, y antes de que Jorge pueda decir una palabra más estamos rodando a toda velocidad por el irregular asfalto de Carabobo hacia abajo, hacia donde calle tras calle la noche se va haciendo más sucia y más inhospitalaria. Yo, que siento vértigo al subirme a un banquito en mi cocina para buscar un paquete de yerba en lo alto de la despensa, me dejo llevar a toda velocidad por el loco de los pies con ruedas, consciente de que no será de él la culpa cuando un auto nos toque o simplemente el skate muerda una piedrita y rodemos sin eje destrozándonos piel y huesos para terminar desarticulados sobre el asfalto podrido bajo las luces miserables de esta zona horrible. Quizá después de todo sí tenía algo que perder.
En auto desde aquí no tardás más de cinco minutos en estar en plena avenida Rivadavia y a lo sumo doce o quince en llegar al Obelisco, pero sin embargo esta zona parece no otra ciudad, sino directamente otro país. No se trata del paisaje aplanado de manzanas y manzanas de “villas miseria”, que llevan aquí cincuenta años, sino del resultado de las mixturas y cambios etnosociales de los últimos quince. La invasión coreana se integró de extrañas formas con la nueva realeza indigente, esa que se dio cuenta que no había mejor negocio que permanecer en la marginalidad de la villa y convertirla en un principado independiente que utiliza sin costo alguno los recursos que pagan los habitantes del mundo que los rodea —terreno,
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electricidad, impuestos, y todo—, y que se beneficia de las leyes del “afuera” pero les niega entidad dentro de los límites del principado, y que sobre las casillas de chapa y cartón de los obreros pobres de los ’50 y los ’60 llegó a levantar hoy construcciones de dos y hasta tres plantas, rodeadas por lo que alguna vez fueron calles de barrio y en las que hoy todos los carteles están en idioma coreano, estableciendo entre esta comunidad y los aristócratas marginales una convivencia de conveniencia que funciona aceitadamente. Yo sería el primero en felicitar a esa nueva nobleza villera por burlarse descaradamente del Sistema, por aprovecharse de su fracaso en su propia cara. Pero no han querido salir nunca de la innecesaria fealdad, y la estética es para mí una ética, por lo cual no puedo ponerme de su misma vereda. Aunque ahora va a ser mejor que nadie se entere de lo que pienso, porque Happy Feets me metió en el corazón de la villa y aquí pueden rebanarme la ética con una navaja oxidada sin siquiera despeinarse por ello. “Robertito, por favor, ¿me vas a decir de una vez dónde mierda me estás llevando?”. “Es mentira, nadie te busca, no te busca nadie, es mentira”. Se me hiela la sangre. El entorno caótico y aterrador toma una presencia sobrecogedora. No sabría ni hacia dónde correr para salir de aquí. No puedo siquiera fingir serenidad, que es lo mínimo que debería esgrimir para hablar con un loco que me trajo al medio de la villa a las once de la noche. “¿De qué hablás, Robertito? ¿Por qué no intentás explicarme de qué se trata esto? ¿Por qué me mentiste? Yo siempre te ayudé, siempre te...”. “Sí, sí, sí, sí, vos sos muy bueno, muy bueno, sí, sí. Lo que pasa es que no es cierto que el hombre te busca pero yo sé que sí te busca...”.
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Mis nervios van a estallar. “Rober, tratá de ser más claro, porque otra vez me estás volviendo loco. ¿Hay, entonces, un hombre que me busca, o no?”. “Él no me mandó a buscarte, pero sé que te quiere ver”. No sé cómo de pronto logró hilar una docena de palabras con coherencia y sin repeticiones, pero para mí son un bálsamo. “A ver. Entonces, la cosa es que vos pensás que hay alguien que querría verme, aunque no te pidió directamente que me buscaras”. “¿Y yo qué dije?”. Lo que faltaba. Hasta Robertito me hace sentir un pelotudo. “¿Dónde está?”, digo ahora casi molesto. Happy Feets me hace un gesto de silencio, me lleva hasta el nacimiento de uno de los angostos corredores entre casillas y me señala la segunda puerta a la derecha. Camino dos pasos, me detengo, me vuelvo a mirar a Robertito. Me devuelve una sonrisa confiada, hace un gesto como animándome. Suspiro, otros dos pasos. La puerta está abierta. Me asomo al interior. No necesito que la enorme silueta parada en medio de la casilla de espaldas a la entrada se vuelva hacia mí para reconocerla. Es una figura inconfundible. Su presencia, más que nada, lo es. Lo que emana de él. Me quedo mudo, inmóvil, casi sin respirar. Nunca creí que volvería a verlo. La Tierra es una insignificante mota de polvo en el universo, pero también puede ser un mundo infinito para un hombre, en el cual las posibilidades de cruzarse con alguien son ínfimas. Dos personas pueden vivir durante veinte años a sólo una calle de distancia sin cruzarse ni una sola vez, así que, ¿qué posibilidades puede haber de volver a encontrar a alguien cuyo radio de movimiento es el mundo entero y cuyo tiempo no se sujeta a la fórmula horaria de los días y las noches? Pero es él, es él, está aquí, ante mis ojos otra vez.
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El hombre que es todos los hombres y está más solo que ninguno. Digo su nombre en voz casi inaudible. No se mueve. Tomo fuerzas para repetirlo en voz más alta. “Ahasvero...”. El silencio agiganta su dimensión inmóvil. Pasan cinco, diez segundos. Y de pronto empieza a sonar el puto celular en mi bolsillo. Lo cual sí consigue que Ahasvero se vuelva y me mire. Este mundo ha cambiado el drama y la poesía por simples ruidos molestos.
Miro la hora en el celular: casi las cuatro de la mañana. Es mi primer gesto consciente desde la medianoche. Tanto caminar y caminar en silencio por calles alejadas de todo, casi sin luces, entre galpones, fábricas abandonadas y descampados, había terminado por embotarme, por sumirme en un estado de marcha hipnótica como el de un tuareg en la ruta secreta de las caravanas. Ni siquiera fumé un cigarrillo en todo este tiempo. “¿Podemos descansar un momento?”. Ahasvero gira su rostro hacia mí y me mira desde su increíble altura con una sonrisa irónica pero amarga, tan amarga... “Perdoname”, le digo muy incómodo, “no fue una manera feliz de decirlo”. Me siento en el cordón de la vereda y enciendo un cigarrillo. Ahasvero está junto a mí, por supuesto de pie. Desde mi posición su altura toma contornos míticos. Vuelvo a reprocharme por mi torpeza de hace un momento. No es que crea que pude hacerlo sentir mal, es obvio que ya está muy lejos de toda fragilidad humana. Pero temo irritarlo, no quiero que me vea como un imbécil que ni siquiera puede empezar a imaginar lo que es hablar con alguien como él.
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Fumo medio cigarrillo en silencio. Recién entonces hablo. “La otra vez que te vi fue hace... ¿cuatro...?, no: cinco. Cinco años, ¿no? Sí. Cinco. No es mucho, pero para vos directamente es como si hubiera sido hace unos minutos”. Me mira casi con pena. Y yo quiero darme la cabeza contra el empedrado de la calle. Qué idiota. ¿Quién dice que tengo que esforzarme en parecer digno de hablar con un personaje así? En especial cuando los esfuerzos producen frases que apuntan alto y sólo hacen blanco en las ideas más estúpidas. “Y bueno, es así. Me hacés sentir un pelotudo. Y actúo en consecuencia”. Ahora su sonrisa se afloja, es casi un gesto de complicidad. El hielo de siglos se rompe. Ahora puedo hablar con libertad. “¿Por qué volviste? O quizá debiera empezar por preguntarte qué buscabas por acá la primera vez, hace cinco años”. “Sí. Si volví es porque la primera vez no supe encontrar lo que buscaba”. Me pongo de pie y reanudamos la marcha. Pasa al menos media hora. No sé si mi sensación puede tener alguna exactitud, pero juraría que Ahasvero camina pensativo. En todo caso, no es la mole mítica e inalcanzable que andaba hace un rato por estas calles tan lejano como si caminara por la superficie lunar. Hay hasta una ligera tensión muscular cada tanto en su rostro, casi una preocupación. Por fin habla. “De alguna forma, a través de una infinidad de signos que me llevaría días contarte y de todos modos no entenderías, llegué a desarrollar una sospecha bastante sólida de que él había vuelto...”. “¿Él...?”. “Él. El que me condenó”. Ante la sola idea, sé que no voy a poder decir una palabra más. Ahasvero acaba de anular mis posibilidades humanas de comunicar realidad. Pero él sigue hablando solo.
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“Por eso llegué acá la primera vez, hace... ¿cuánto dijiste? Cinco años... Supongo que recordarás bien aquellos días...”. ¿Cómo olvidarlos? Pero esa es otra historia, que no sé si alguna vez podré contar. “Pero nunca supiste la razón que me había traído hasta este lugar. Ni te la habrás preguntado, porque no tiene por qué haber una razón para que alguien que tiene todo el tiempo del mundo para vagar por la tierra esté aquí o allá. Pero entonces, por una vez, había una razón. Aunque en aquel momento terminé por creer que era falsa, que había sido un error. Y me fui. Si alguna vez volvía a pisar esta tierra, no sería antes de que muriera la persona que sabía quién era yo. Siempre lo hice igual. Hubo muchos que supieron de mí a lo largo de tanto andar, pero ninguno volvió a verme nunca. Así es mejor para todos. Todo queda reducido a leyendas...”. No creo estar muerto, y sin embargo estoy caminando otra vez al lado de Ahasvero. La excepción resulta muy, muy inquietante. Y no es algo que se resuelva con salir corriendo hasta cruzarme un taxi que me lleve a casa. “Pero mi error no era absoluto, como creí aquella vez. Había interpretado mal algunos signos, sí, pero el reinterpretarlos no negaba mi sospecha: la afirmaba. Por eso volví. Ahora estoy por completo seguro. Perplejo, agobiado, más cansado en los últimos días que en la suma colosal de jornadas que cargo sobre mi espalda... pero seguro”. Se detiene y, congelando mi alma, apoya sobre mi hombro su enorme mano que tocó muros poderosos y eternos que hoy son menos que polvo. “Él volvió. Está en algún lugar, no muy lejos de aquí. Lo sé. Él está cerca...”.
“¿Qué le pasa?”. “No sé. Llegó a las siete de la mañana, y se sentó ahí en la cocina sin decir una palabra hasta ahora”.
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El diálogo entre Majo y Merlina, que acaba de llegar, me dice que tengo que regresar al mundo cotidiano. “Majo... ¿me harías un café?”. Miro el reloj de la cocina. Las diez. En las tres horas que pasaron desde que llegué, Majo ni siquiera ejerció su manía del café. Cuando entré me preguntó, con una adorable carita de sueño, si me sentía bien, si todo estaba bien. Le contesté con una mueca parecida a una sonrisa y me senté acá a fumar con la mente en blanco. Y ella simplemente me acompañó, con una presencia mucho más contundente que mil abrazos o cien mil palabras de comprensión, tan sólo sentándose sobre la mesada de la cocina en silencio, yendo al baño una o dos veces y volviéndose a sentar ahí. Cuando pueda, cuando logre asomar aunque sea unos segundos del guiso de mi propia mente, voy a tener que pensar un poco en esta chiquilina de alma talentosa y tan amplia como para contener sin esfuerzo lo inesperado permanente. “¿Estás bien?”, me dice Merlina acariciándome un brazo con ternura. “Sí...”. “Porque no dormiste, ¿no? ¿Estás muy preocupado con lo de la causa?”. “Supongo que sí. Perdoname que ayer a la noche no te atendí cuando llamaste al celular...”. “No te preocupes. Pero escuchaste el mensaje que te dejé, ¿no?”. “La verdad... no”. “Bueno... Menos mal que se me ocurrió pasar por acá antes de ir al estudio... Ayer hablé con el de Homicidios. Me volvió a llamar él, para arreglar el encuentro. Se llama...”. “...Farinelli”. Se queda mirándome unos segundos con su sonrisita hasídica. “Ya lo sabés. Es increíble. Tu capacidad para sorprender es inagotable. Lo único seguro con vos es que nada es seguro, que
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cualquier seguridad puede ser arrasada en cualquier momento por una de tus sorpresas. El problema es que eso resulta en algún punto tan fascinante que cuando alguien te ama nunca sabrá si realmente es así o sólo se trata de la seducción de esa caja de sorpresas que dispara tipo ametralladora y te asegura que nada se va a quedar quieto nunca”. Majo, por supuesto, sabe que Merlina en realidad le habló a ella. Y lo resuelve con brillantez. “¿Tomás café con nosotros, Merlina?”. “No, gracias”, contesta la otra talentosa, mi pequeña Kasparov, dejando claro que se excluye por propia decisión y no por ese nosotros que le disparó Majo a quemarropa. Ah, quién pudiera tener tres cuerpos para tener tres vidas. Porque no se trata de tenerlas a todas en una sola vida, en las miserables 24 horas de cada día. Un cuerpo, una mente, una vida entera para cada una. Tres “yo” completos, pero con una misma memoria. Quién pudiera...
La cita es en la puerta del edificio donde vive el exmarido de la degolladita. No es un comienzo alentador. ¿Qué clase de mente retorcida tiene este Farinelli? Además, llevo casi media hora esperando. ¿Por qué? Esta clase de gente puede ser muchas cosas, menos impuntual. ¿De qué se trata esto? “Recién hablé por teléfono con el Comisario. Te manda saludos”. Me vuelvo hacia la voz, a mi izquierda. Veo a un gordo sonriente que me tiende su mano diciendo: “Farinelli”. “Mucho gusto... supongo”. El gordo lanza una carcajada corta y grosera. “Tiene razón el Comisario: nos vamos a llevar bien vos y yo. Nos vamos a divertir”.
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Recordando algunas diversiones de tipos como este o el Comisario, no veo cómo su profecía pueda cumplirse conmigo. “Che, decime, ¿ya salió el marido?”. “Qué sé yo. No lo conozco. Y es ‘exmarido’...”. “Marido. Todavía no se habían separado legalmente”. “Es ‘exmarido’, porque ella está muerta”. El gordo repite su desagradable carcajada, esta vez dejándola extenderse. Pero de golpe la corta en seco. “Shh... Ahí viene... Hacete el gil...”. Farinelli se pone a hablar de fútbol mientras del edificio sale un tipo de unos 45 años con bastante aspecto de perdedor. Cuando se aleja unos metros, digo: “No me lo imaginaba así. No parece la clase de tipo que esa mina hubiera tenido...”. “No parece porque no es ese. Quería confirmar si era verdad que no lo conocías. En realidad, el verdadero marido (bueno, “ex”) entró a los cinco minutos de tu llegada. Y, repitiendo los movimientos que le tenemos estudiados, volvió a salir veinte minutos después. O sea que cruzó dos veces ante tu nariz. No te preocupes, ahora te muestro una foto...”. “Pero no entiendo, ¿de qué te sirve confirmar que no lo conozco?”. “Te sirve a vos. No te preocupes, son manías de cana. Si los jueces conocieran mejor el mecanismo de nuestras deducciones, nos darían menos pelota todavía que la que nos dan. Bueno, dale, vamos para tu casa”. “¿Para qué?”. “Mirá, pibe: si querés que esto funcione, acostumbrate a que las preguntas las hago yo. Sino, acá se termina el negocio y seguimos cada uno por su lado. Vos sabrás lo que te conviene”. En un segundo pasan trescientas cosas por mi mente. En realidad son dos, intercaladas y repetidas ciento cincuenta veces: a) “Es una locura confiar en este gordo”
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b) “El gordo es mi única posibilidad” “¿Y? ¿Qué hacemos?”. “Vamos”. “Correcto. Vamos. Pero... me refería a tu casa, ¿eh? No a la de la pollita donde estás parando estos días”. Y me mira con sonrisa de hipopótamo sádico. Era la opción a), nomás.
Extrañamente, estar de nuevo en mi departamento tiene un efecto tranquilizador. Aún contando con la presencia del hipopótamo. O quizá justamente por eso. Es la idea de que, bueno o malo, algo va a pasar al fin. “¿No tenés un whiskycito, che?”. Voy a mi cuarto, busco en la parte de abajo del armario. Sólo hay un Ballantine’s común. Mucho para el gordo, de todos modos. “¿Ese es un policía?”, susurra la vocecita en mi oído. “Sí. Así que no des una sola señal de tu presencia”. “¿Me hablás a mí, pibe? De acá no te oigo bien”. “No, Farinelli. Sólo puteaba porque no me queda del whiskey irlandés que tomo siempre. Pero tengo Ballantine’s...”. “¿Irlandés? ¿Los irlandeses hacen whisky también?”. “Hasta los japoneses hacen whisky ahora”, digo volviendo a la sala. “Este mundo está podrido, Farinelli...”. “Hablando de cosas podridas...”. “...pasemos a nuestro tema, ¿no? Empecemos por lo principal: yo no fui”. “Sí, eso ya lo sé. Ya de entrada, lo tuyo no me cerraba. Y hablando con el Comisario y haciendo otras averiguaciones lo confirmé”. “Pero en el juzgado no piensan lo mismo. Y está el asunto del ADN”. “Sí. Dejaste un pendejito en la concha de la muerta. Pero no te la cogiste. A ver si el Comisario y tu abogadita tienen razón
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en lo que hablan de vos: empezá a tirarme hipótesis para explicar eso”. Estoy sin dormir y son las doce del mediodía, pero voy a tener que clavarme un whisky (lástima el Glenlivet...). Cuando Farinelli llena su vaso por tercera vez, se me ocurre. “A ver... Yo estuve en ese departamento poco más de cinco minutos. Y usé el baño, fui a mear. En el baño es donde pasó todo, ¿no?”. “Sí”. “Va a sonarte ridículo, pero... ¿y si cuando fui a mear ese pelito mío cayó y quedó en la tabla del inodoro?”. Farinelli se entusiasma. Se toma el whisky de un trago y me alienta a seguir. “Pudo suceder, ¿no? Y suponete que la mina después se sentó en el inodoro, y ahí es donde el pendejo mío se le enredó entre los suyos...”. “Perfectamente posible. Pero sería más creíble si fue en ese mismo momento cuando el asesino la agarró, se la cogió y la degolló. A ver, te voy a dar uno o dos datos más, y quiero que me armes la historia. El cuchillo que usó el asesino es un ‘tramontina’ común, lo agarró de la cocina de la mina. Pero no tiene huellas”. “Sí, eso lo sabía...”. “Y la mina no cambió la cerradura después de separarse del marido. Pensá, pibe. A ver si coincide con lo que a mí me da vueltas en la cabeza”. Tengo que clavarme otro whisky. Estoy empezando a marearme. Pero Farinelli me está dando el guión servido. No lo puedo decepcionar. “La mina se metió en el baño. Se quedó un rato sentada en el inodoro. Quizá medio abrumada, pensando en los quilombos con el exmarido, que la estaba empezando a acosar por teléfono y esas cosas. O quizá se quedó un rato sentada porque se estaba masturbando. Esos movimientos y manipulaciones pudieron hacer más fácil que mi pendejo se le metiera en la vagina”.
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“¡Sí! ¡Seguí, seguí....!”. Farinelli es quien parece a punto de tener un orgasmo. “Ok. La mina masturbándose en el inodoro, entonces. El exmarido pudo entrar con su propia llave, porque no hubo cambio de cerradura. Por ahí hasta vio que un par de minutos antes dos tipos salieron del departamento. O no, porque me hubiera reconocido hoy en la puerta del edificio”. “No, no. Eso no tiene nada que ver. No los pudo registrar con tanto detalle esa noche. Seguí”. “El tipo entra. Ve que la mina está en el baño. Quizá hasta la escucha masturbarse. Supone que lo hace pensando en los tipos que se acaban de ir”. “Qué hijo de puta que sos, me estás haciendo calentar a mí, ya. Pero, con paja o sin paja de la mina, vas muy bien. Seguí”. “El tipo va a la cocina. Va a tomar un cuchillo, pero se aviva y agarra los guantes de goma, los de lavar los platos”. “¡Sí!”, grita Farinelli en éxtasis. “Se pone los guantes, y entonces sí agarra el cuchillo. Irrumpe en el baño, y la amenaza para poder cogérsela. Se la tira ahí nomás, en el piso del baño...”. Pienso, pienso, pienso... “Y te digo más: no la quiso matar. Pero en algún momento ella tuvo una reacción histérica y, como tenía el cuchillo en el cuello... de golpe, de un segundo a otro, todo se fue a la mierda”. “¡Sí, pibe, sí! ¡Es perfecto! ¡Sí!”. Temo que Farinelli corra a abrazarme, pero sólo se sirve otro whisky y vuelve a sentarse, tembloroso de tan excitado. “Bueno, y después... el tipo se va, conmocionado, fuera de sí. Ni sabe lo que hace. Por eso deja el cuchillo, y por eso se va con los guantes puestos. Porque está en shock. Sin haberlo querido, sin haber planeado nada... termina cometiendo un crimen perfecto. Tiene la suerte de que nadie lo vea cuando regresa a su departamento. Recién cuando la cana le toma declaración comprende que todo le salió bien... excepto el semen. Si alguien puede encontrar la mínima relación del tipo con el crimen, cagó. Y eso es lo que tenemos que hacer ahora, ¿no?”.
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“No”. “Pero cómo que no. Es simple: sabiendo de quién es el semen, tenemos al asesino. Sólo hay que buscar una excusa que justifique pedir un ADN del exmarido”. “No. Del semen olvidate. La cosa se nos presenta mucho más difícil. Es como dijiste: sin quererlo, el tipo cometió un crimen perfecto. Lo que hay que lograr es directamente una confesión”. “Pero... ¿por qué no va a servir el semen?”. Farinelli se pone de pie. De pronto habla con mucha dureza. “Ya te dije que el único que hace preguntas soy yo. Por hoy terminamos”. Y sale sin una palabra más. Ey. No me cambien los roles. Merlina me dijo que el rey de la sorpresa era yo...
“Farinelli sabe lo que dice. Seguilo en todo. Estuve hablando recién con él, me contó de la reunión que tuvieron. Quedate tranquilo, pibe. No va a ser fácil, pero te vamos a sacar de esta. Farinelli está totalmente convencido de cómo fueron las cosas. Ya va a surgir alguna manera de hacer saltar al exmarido de la mina”. “Pero, ¿por qué descarta el semen? Es la prueba más contundente que...”. “El semen no era del exmarido”. Ah, buenísimo. Hasta el Comisario me disputa el título que me dio Merlina. “Mirá, pibe, yo no debería contarte... pero lo voy a hacer. Pero no tiene que salir de nosotros dos, ¿está claro? Vos tenés códigos, ¿verdad?”. “Sí, sí, pero hable, Comisario, que ya no entiendo media palabra de lo que pasa...”. “La víctima estaba buena, parece. No sé, vos la viste, ¿estaba buena?”. “¿Y eso qué tiene que ver?”.
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“El cuerpo lo descubrió el portero, como sabrás por la causa. Vio la puerta del departamento entreabierta, le pareció raro, y entró. Pero no llamó a la policía. Bajó corriendo y le avisó al cana que estaba siempre ahí, cuidando el banco que está al lado del edificio. Este llamó a un móvil, y subió a ver el cuerpo. Vos sabés: estaba desnuda, en el piso del baño...”. “Sigo sin entender”. “El cana estuvo unos cuantos minutos solo con el cuerpo, esperando el móvil policial... Ese cuerpo desnudo, con las piernas abiertas...”. “¿Qué está diciendo, Comisario?”. “Que el cana empezó a tocarse. Eso. Que se calentó y empezó a tocarse. En el sumario interno declaró que pensó en eyacular en el inodoro, pero bueno... estaba arrodillado entre las piernas de la mina, y se le escaparon un par de gotas. El pelotudo trató de limpiarlas con papel higiénico, pero la burrada ya estaba consumada”. “Usted me está jodiendo, ¿no?”. “No, pibe. Cuando saltó que había semen en la vagina, el cana se quebró y confesó que se había hecho la paja mirando el cadáver. Todo se manejó con discreción, porque te imaginarás qué desastre para la Policía si el asunto trascendía. Y como no afectaba al caso en sí...”. “No puedo creerlo... Pero... el que la penetró fue el exmarido, ¿no?”. “Sí, eso es como figura en la causa: la mina murió con la pija adentro. Y estamos seguros que era la del exmarido. Pero se la estaba cogiendo con forro. El semen es de ese pajero, al que trasladaron a la delegación de la Federal en Jujuy. Ni siquiera lo echaron, para que no haya la mínima posibilidad de escándalo. Me dijo Farinelli que lo del semen ya ni figura en la causa. Eso nunca pasó. Por lo tanto, yo nunca te lo dije. ¿Estamos en claro?”. Clarísimo, Comisario. Como el color del semen sobre la vagina de una degollada.
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O sea que estoy frito con grasa de auto sobre una sartén oxidada. No hay por dónde agarrarlo al exmarido, excepto una confesión espontánea que nadie en su sano juicio podría esperar. Y no creo que esta especie de inmunidad temporaria de que gozo dure mucho tiempo más. El Comisario fue claro: si no aparece pronto algo que sostenga la negociación, todo se cae y la causa sigue su curso. En cualquier momento, el mismo Farinelli me encaja las esposas. Llego a lo de Merlina pateando mi ánimo. Pero al menos siguen las sorpresas. ¿Quién hace su triunfal reaparición, redondo y rosado y cada vez más “sí mismo”?: Ludo. No hay sonrisas ni ternuras de reencuentro. Apenas me ve empieza a recitar en un tono monótono que oculta su irritación. “Estuvimos hasta hace un rato reunidos con el juez, primero a solas y después con gente de Homicidios. El juez estaba muy renuente a cualquier conversación, pero se discutieron algunos detalles que finalmente lo hicieron aflojar un poco. Pero muy poco. Todo lo que concedió es dejar pasar esta semana, lo cual implica, dado que la semana que viene empieza la feria judicial de enero, que disponemos de unos 35 días para demostrar que el curso de esta causa puede cambiar. Pero son los últimos, no hay más posibilidades de negociación. Ninguna. Por supuesto, nos comprometimos a que no vas a moverte de Buenos Aires, no vas siquiera a cruzar la General Paz. De todos modos, la gente de Homicidios no te lo permitiría. Así están las cosas. Seguí trabajando con Merlina, y colaborá en todo con el inspector Farinelli. Hay mucho por hacer, pero al menos por 35 días te podés mover libremente. Así que... buenas tardes, y feliz Navidad”. Se levanta y pasa a mi lado sin mirarme. Merlina lo acompaña, y cuando vuelve nos abrazamos y giramos dando saltitos. “¡Viva Ludo, carajo! ¡Vivan Presidente Perón y el culo de Caravaggio!”.
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Merlina ríe a carcajadas, y de pronto detiene el bailoteo y tomándome del rostro con ambas manos me habla con su cara de loca pegada a mi nariz. “Vamos a lograrlo, nejed. Vas a ver. Lo vamos a lograr”. Nos quedamos unos extraños segundos así, cara a cara, hasta que me suelta con un profundo suspiro de alivio. “Vos, obviamente, sabías que Ludo seguía detrás de esto, ¿no? Cuando me viniste a buscar, lo primero que hice fue llamarlo a él y...”. Se interrumpe y se vuelve hacia mí sonriendo. “Eso también lo sabías, por supuesto. Contabas con eso...”. Me encojo de hombros. “Sos imperdonable. Todo el mundo es parte de tu novela. Y lo peor es que no puedo molestarme con vos... por una sencilla razón: vos mismo me enseñaste a admirar el talento por encima de la ética. Me inoculaste ese virus... entre tantos otros”. Ahora yo también me pongo serio. Y otra vez los segundos extraños deslizándose sobre nuestras miradas cruzadas. ¿Por qué mierda tengo un solo cuerpo, una sola vida? “No sería mala idea que le fueras a contar las novedades a Majo. Se va a poner contenta...”. “¿No sería mala idea?”. “No. Es época navideña y yo soy judía. No es mi tiempo”. Tan terminante... y a la vez tan ambigua. La vida.
Salgo de lo de Merlina y camino un poco por Santa Fe. Según la hora del día, el movimiento de una gran avenida va variando. Excepto en una cosa: a cualquier hora y en cualquier lugar, hay mujeres comprando. Por supuesto, no importa mucho qué. Es más bien algo que está en la naturaleza de la mujer hace ya décadas. Todavía hay idiotas que hacen críticas al capitalismo desde perspectivas sociopolíticas. No sé si hace 150 años esos argumentos pudieron tener alguna seriedad, pero no pueden seguir usándolos hoy. No existe otra cosa más que
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capitalismo, ni siquiera capitalismo “salvaje” o “social”, todo lo que hay es capitalismo femenino. Sin ellas el capitalismo se derrumbaría solo, se volvería utopía. Pero no puede destruirse ni cambiarse porque para eso habría que exterminar a todas las mujeres (y si alguien lo intenta se las tendrá que ver conmigo). La política y el poder ya no tienen nada que ver con el asunto: de hecho, en algunas décadas más ese andamiaje habrá desaparecido. Pero el capitalismo persistirá, firmemente apoyado en el género femenino y un poco también en el divorcio, que es un gran generador de compradoras. No hay capitalistas más desaforadas que la legión de mujeres separadas de estos días, devoradoras de cursos, seminarios, clases de tango o salsa, disciplinas alternativas, revistas y todo lo que se vende dentro de ellas, tours, minitours y minifaldas. La separación les dispara una fiebre de actividad que alimenta la hoguera invencible del consumo. Estas cuestiones no aparecen demasiado en los análisis de los sociólogos, porque generalmente estos no son personas que caminen las calles altas y bajas en la noche y en el día —al igual que cualquier emisor mediático, ya que en ese sentido un sociólogo no se diferencia de un presentador de noticias, un periodista de espectáculos, un político o una modelo: gente que habita microclimas. Afuera la vida es otra historia, cada día más divorciada de lo que informan los medios, aunque todas las personas repitan ese discurso a pesar de no vivirlo (esto ya lo dije, pero no lo voy a sacar; que quede la repetición). Los hombres consumen mujeres, fútbol y algo de cultura: todo lo demás lo hacen con ellas y por ellas. Mientras que no existe nada tan absurdo o increíble que no pueda ser comprado por una mujer. Acabo de detenerme ante la vidriera de un lujoso local especializado en “cosmética emocional”. Esto, que 30 años atrás podía haber sido un chiste en una película de Woody
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Allen, hoy es una opción más sobre la carísima avenida Santa Fe. Y tiene éxito, a juzgar por la cantidad de público femenino en su interior, peleándose por comprar “armonizador floral en gel”, “jabón emocional”, “fragancia sensorial” (para cada signo zodiacal), “crema corporal multivitamínica con destellos plateados”, “extracto divino ‘Amor Incondicional’” o “lápiz labial aterciopelado ‘Autoestima-Up!’”. Ni siquiera digo que sean idiotas que creen en semejantes imbecilidades: simplemente compran, y mejor aún si, como es de esperar, el “Sexy Pink emotional soup” no sirve para nada, porque entonces habrá que correr a comprar otra cosa. Y así. Todo se hace para el mejoramiento personal, la salud espiritual y la evolución interior, cuyo único requisito básico es congelar el aspecto físico en los 25 años y a partir de allí ser inmortal. En esto entra la religión contemporánea: la ciencia, que invadió todos los ámbitos cotidianos. El mundo no es más que una farmacia. Vas a un quiosco y no queda una sola golosina cuyo nombre haga referencia a la dulzura o el placer: todos suenan como marcas de medicamentos, siempre refiriendo a alguna vitamina u oligoelemento. Los pobres niños no pueden ya tomar leche o yogur —también todos con marcas de vademecum bioquímico— sin, como explicitan los envases, tragarse horribles colonias bacterianas que nadan entre trozos de hierro y complejos minerales. Si yo tuviera 10 años, sería anoréxico en rebeldía. Y también reinan, claro, los elixires mágicos —pero, eso sí, científicos— para tragarse a partir de los 30 años y, ya sin metáfora, volverse inmortal e inmune a la degradación celular. Los que más me gustan son los “combos”: antidepresivos que a la vez te fortalecen las uñas, antioxidantes que también te hacen crecer el pelo y vigorizan tu sexualidad, y toda mezcla delirante que se te pueda ocurrir.
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Pensé en desarrollar uno que, además de borrar la celulitis y elevar la autoestima, te haga crecer cabellos suaves y sedosos en el culo. El público gay lo recibiría muy bien. Eso de afeitarse el culo no es para todos —lo he hablado con algunos—, y además es provisorio y va empeorando el grosor del pelo; y de otro modo sólo queda meter la cara en esa irritante aspereza, lo cual puede resultar excitante en el sexo ocasional o en los primeros encuentros con una futura pareja, pero se sabe que la convivencia convierte lo que al principio podía ser duro pero sensual en solamente duro. En cambio, si del culo colgaran suaves mechones perfumados que invitaran a acariciarse con ellos, quién sabe qué nuevos mundos de goce podrían abrirse. Se los podría peinar como juego sexual, o someterlos a las tijeras de algún coiffeur que diseñara cortes ad hoc, y hasta es probable que pronto esta moda pasara al ámbito heterosexual: puedo imaginar algunas cositas que una chica podría hacer con los sedosos y largos pelos de mi culo. Por increíble que suene, mi producto sería un éxito. Sueño con los millones que ganaré, parado ante la vidriera de “cosmética natural”, cuando soy interrumpido por Hernán. “¡Cuánto hacía que no te veía! ¿Cómo estás?”. ¿Qué le voy a contestar? Es de esas personas —la mayoría— que pueden resumir su vida de los últimos dos años en veinte palabras. Yo necesito ciento veinte para la introducción al relato de mis dos últimas horas. Aunque esta vez Hernán tiene algo para contar. “Vos... sabés lo de Sabrina, ¿no? Supongo que por eso no me preguntaste por ella...”. “No, no sé de qué hablas”. Hernán no sabe que yo jamás pregunto por la pareja de alguien, porque la mitad de las veces sería una pregunta inútil. Este hubiera sido el caso. “Nos separamos. Hace seis meses. Viste cómo son estas cosas: nos queremos, nos queremos mucho, pero... la cosa no funcionaba.
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Apenas nos casamos empezaron los problemas. Ninguno grave, al contrario... pequeñas cosas...”. Oh, preclaro Hernán, habéis descubierto el secreto esencial de la vida. Aunque ni siquiera sepáis de qué habláis. Ays... “Pero bueno, esos roces constantes fueron desgastando la convivencia... Al final ya no nos poníamos de acuerdo en nada...”. Querido Hernán, eso te pasa por querer tener un matrimonio. El amor puede funcionar o no, pero el matrimonio en nuestros días nace ya muerto, por una simple razón: es una institución en la que no pueden mandar dos. Por eso funcionaba hace cincuenta años, cuando las decisiones operativas las tomaba sólo el marido. Desde que ambos miembros del matrimonio empezaron a tomar decisiones, el sistema colapsó. Si estamos yendo hacia un retorno del matriarcado, como algunos signos parecen indicar, entonces el matrimonio volverá a funcionar, esta vez con la mujer como cabeza. Mientras tanto, sólo persiste por la abulia humana y, fundamentalmente, porque genera divorcios, es decir oportunidades para, ya fuera de la miserable economía doméstica, lanzarse a consumir.
Una cosita más sobre la ciencia como nueva religión universal. A través de la cosmética o del estudio del cerebro, busca resolver los viejos enigmas: el tiempo, el amor, el sentido de la existencia. No pasará mucho antes de que con una pequeña dosis de determinada hormona una persona pueda dejar de amar a otra —lo que, de paso, equivale a inventar por fin el divorcio civilizado—. O simplemente se logrará un activador efectivo de la zona del cerebro donde reside la felicidad. Todas las esperanzas del ser humano, las que ninguna religión terminó de resolver, están puestas ahora en la ciencia. Pero —otra vez las personas entusiasmándose demasiado rápido con el futuro— yo sería muy cuidadoso en
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poner demasiada esperanza en eso: una cosa es la fe, que empieza y termina en uno, y otra muy distinta es esperanzarse en el saber, en el que todo está afuera de uno, fuera de control. También como religión, la ciencia se encamina al fracaso. ¿Y después qué?
Increíble mensaje en mi contestador: “Soy Marty Caparro, de Mundo Grupo Editorial. Le pedí tu teléfono a Federico, porque tenemos mucho interés en conversar con vos. Por favor, llamame a la editorial, o pasá a verme cuando quieras, siempre entre las 10 y las 18. Gracias. Un abrazo...”. No es difícil de desenroscar esta madeja. A través de los abogados que asistieron a Federico, la multinacional sabe mi situación en la causa. Si me condenan, ¿cuánto vale una novelita mía sobre el caso? Sin contar la publicidad gratuita que usufructuarían. Sería cuestión de imprimir, distribuir y empezar a recaudar. Negocio redondo. Sólo tiene una falla: yo. Ellos dan por descontado que pasé quince años esperando que me llamaran, y que ahora que lo hicieron correré a verlos. Señores: soy yo quien no tiene interés en ustedes. ¿Nunca se les ocurrió esa posibilidad? Ni ahora, ni hace quince años, ni nunca. No eran ustedes los que no me daban pelota a mí: era yo a ustedes, siempre fue así. ¿No les extraña que nunca me hayan visto golpeando a sus puertas? Ahora se van a enterar. Cuando ni siquiera conteste sus llamados. “Estuve haciendo algo para vos”. La vocecita resuena tintineante entre el piano y el sillón. “¿Para mí? ¿Qué?”. “Bueno, como hace ya varias semanas que no escribís... me pareció que te haría bien uno de mis Libros de Citas. Hace mucho que no te hago uno. Y me parece que eso te da fuerza, ¿no?”.
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“En todo caso, me divierte. Y eso ya es mucho”. “¡Buenísimo! ¡Sentate, dale, que te hago el Libro de Citas!”. Me tiro en el sillón y enciendo un cigarrillo. La voz empieza a revolotear feliz alrededor de mi cabeza, repitiendo los párrafos que eligió para mí. Y tiene razón: siempre es bueno conversar un poco con viejos amigos. Me relajo y disfruto del... Libro de Citas de la Voz que alguna vez fue Molly Malone
“Mi misión es matar el tiempo, la del tiempo matarme a mí. Se está perfectamente a gusto entre asesinos”. CIORAN — “En aquel tiempo no había rey en Israel. Cada uno hacía lo que le parecía recto”. JUECES, 21:25 — “Como me agrada reconocer que soy la causa principal de lo bueno o malo que me acontece, siempre me complazco en ser mi propio discípulo y en amar a mi preceptor”. CASANOVA — “Humillación y frambuesa son las tetas del destino”. BOBY LAPOINTE — “Ahí donde está el peligro, está también lo que nos salva”. HÖLDERLIN —
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“Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación”. WILLIAM BLAKE. — “Un libro debe hurgar en las heridas, incluso provocarlas. Un libro debe ser un peligro”. CIORAN — “La Historia es, como el mar, bella por lo que borra” FLAUBERT — “Escribo pensando en otro ser humano que me comprenderá. Cuento con ello. No con una comprensión perfecta, que resulta cartesiana, sino con una comprensión aproximada, que es judía. Y con un encuentro de simpatías, que es humano. Pero hay otra cosa. Parece ser que tengo esa autoaceptación ciega del excéntrico que no puede concebir que sus excentricidades no sean claramente comprendidas”. SAUL BELLOW — “Así que, de momento, nada de ‘Adiós, muchachos’. Me duermo en los entierros de mi generación”. JOAQUÍN SABINA — “Dios es empleado en un mostrador. Da para recibir”. CHARLY GARCÍA — “Que me perdonen las feas, pero la belleza es fundamental”. VINICIUS —
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“¿Qué puede arruinar a un escritor? La bebida, la marihuana, demasiado sexo, demasiados fracasos privados, demasiada religiosidad. Demasiado reconocimiento, muy poco reconocimiento. Pero lo peor es la cobardía”. NORMAN MAILER — “El hombre es libre, pero pierde su libertad cuando deja de creer en ella”. CASANOVA — “Los otros forman al hombre; yo sólo cuento de él” MONTAIGNE — “No, el aire no me falta, pero no sé qué hacer con él, no entiendo por qué debo respirar...” CIORAN — “En otras palabras, resultaría mucho más fácil si estuviésemos simplemente locos. Pero qué pasa si todo es real y nacimos dentro de este gran universo cósmico en el que somos ángeles espirituales... Una situación muy jodida a la cual enfrentarse. Es como despertarse y encontrarse con los raptores de Joseph K. En realidad, creo que lo que hice luego de tener la visión fue arrastrarme por la escalera de incendios hasta la ventana de unas chicas vecinas y les dije: ‘¡He visto a Dios!’, y ellas cerraron las ventanas. ¡Las cosas que podría haberles contado si me hubiesen dejado entrar!” ALLEN GINSBERG
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Farinelli llegó como un paquidermo oligofrénico aplastando las delicadas rosas que me estaba regalando la vocecita. Pero estoy obligado a recibirlo sonriendo. “Mirá, pibe, la cosa es simple. La única que tenemos es hacer que el exmarido se quiebre. No es un pesado, no es un asesino, ni siquiera un chorro. Es un tipo cualquiera que ni sabe cómo llegó a lo que llegó, y no va a resistir la presión. Pero no necesito aclararte que nadie nos va a dar una orden judicial para apretarlo hasta que se quiebre. Así que hay que pensar en... otras formas. Vos sabés. El Comisario tiene gente que se puede encargar, tipos muy profesionales, que hacen su trabajo de forma que nadie puede hacer después planteos legales. Muy limpitos. Pero... caros. ¿Estás dispuesto a pagar?”. “Sí... cuando sea el momento”. “¡Es ahora, pibe! ¡No hay tiempo! En cuanto termine la feria judicial, te tengo que venir a buscar...”. “Mañana es Navidad, Farinelli. Pasemos la fiesta en paz...”. No quiero alimentar a esos lobos. Tarde o temprano te muerden la garganta. Pero Farinelli me dio una idea.
Esteban me escuchó todo el tiempo clavándome esa mirada que me hace temblar. Ahora se rasca detrás de la oreja, pensativo. Y habla. “Es toda una historia, hermano...”. “Pero es tal cual te la conté”. “No es necesaria esa aclaración. Bueno... A ver, ¿qué hora es? Mh... El tipo debe estar por llegar a la casa, según lo que contaste. Vamos. Quiero que me lo muestres”. No sé si aliviarme o seguir temblando.
“Así que es ese... Bueno... Vos decís que en unos minutos vuelve a salir, ¿no?”.
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“Como hizo esta mañana. Esos son los horarios que me pasó la cana...”. “Bueno. Esperemos. Pero enfrente. En la puerta del edificio”. Esteban me hace pararme a un costado de la puerta del edificio. Él se apoya en un coche estacionado justo al frente. Y esperamos. Unos minutos después, Esteban se endereza y entra en actitud de combate: todo el cuerpo relajado pero presto, la expresión reconcentrada. Veo salir al tipo. Esteban se le para cara a cara. “¿Qué pasa? ¿Te conozco?”. Esteban no contesta, pero tiene a pleno su mirada vidriosa y perforadora. “¿Qué querés? ¿Quién sos?”. La voz del exmarido denota el efecto de la mirada de Esteban, que deja pasar unos segundos más y luego modula lenta y perturbadoramente: “Asesino”. Lo mira dos segundos más, y se aleja caminando sereno hacia la esquina. El tipo se queda ahí parado, paralizado, hasta que vuelve a entrar al edificio totalmente desencajado. Corro unos pasos para alcanzar a Esteban y sigo caminando a su lado. Mientras cruzamos la calle dice: “Va a terminar queriendo ir a la cárcel para escaparse de mí...”.
Estoy preparando la cena para Majo. Cociné un lomo en cerveza Guinness. En la olla quedó un fondo de cocción que parece almíbar negro, que reservé. Luego lavé una por una y cociné al vapor hojas de espinaca enteras, y preparé una pasta con roquefort, almendras y albahaca. Ahora extiendo sobre la mesada una lámina de hojaldre, y unto la pasta en toda su extensión. Luego la tapizo con las hojas de espinaca, coloco encima el lomo y lo enrollo todo. Por último, pinto con el almíbar de cerveza negra. Y al horno. Slainte!
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Majo aparece con un regalito navideño, deliciosamente envuelto en rojo y verde. Es un libro, pero no uno cualquiera: una primera edición en francés de “El Mundo del Sexo” de Henry Miller que consiguió revolviendo una librería de usados en Parque Centenario. Y me hizo un señalador con papel reciclado (nadie es perfecto) en el que escribió con tinta roja una frase de Neruda: “Pudimos no encontrarnos en el tiempo”. Hubiera sido una pena, realmente. Todo es mágico y maravilloso... hasta las cinco de la mañana, cuando el sol empieza a insinuarse y los lobos que la noche había disuelto vuelven a aullar. “Majo... Es hora de dormir...”. “Sí, estoy agotada, extenuada... Me voy a casa...”. “Y yo me quedo acá. ¿Está bien así?”. “Que yo duerma en mi departamento y vos en el tuyo no implica alguna clase de separación. ¿O sí?”. “No, claro que no”, contesto sonriendo y... bueno, casi feliz. Empieza a vestirse. Se pone primero la remera, y con sólo eso colgando sobre su perfecta, siempre nueva desnudez, vuelve a subirse a la cama y apoyada sobre manos y rodillas pega su carita preciosa a la mía y dice: “Tenés que confiar un poco más en mí. Soy tu cómplice, ¿no? ¿Todavía no entendés que conmigo podés descansar?”. Nuestras narices casi se tocan. Me dejo perder un poco en el estrabismo que me provoca un mechón de pelo violeta y amarillo en medio de sus ojitos sonrientes. “Vos estás afuera del tiempo, y yo soy joven y el tiempo me sobra. ¿Eso no nos hace cómplices perfectos?”. Arruga un poco las cejas en un gesto casi escandalizado de tenue y amorosa ironía. “¿O ya estás pensando en qué te voy a exigir como mujer dentro de un par de años, o alguna otra pelotudez anticipatoria? Me decepcionarías...”. Me trata tan bien que me dan ganas de llorar, y de mandarla al carajo. Por suerte hago —sólo por impulso—
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lo más coherente: la abrazo, la atrapo con brazos y piernas, la secuestro dentro de mi pecho. Y me acuerdo de Cummings, claro: “Los besos son un destino mejor que la sabiduría”.
Mi “sorpresivo regreso de Europa” para pasar Navidad con mis viejos fue el mejor regalo que podían esperar. Los vinos riojanos desaparecieron mucho antes de la medianoche. Y llegó el turno de las cuatro sidras que me traje de Bretagne. Temía que el inesperado trajín de Tigre a Buenos Aires en manos de un robot hubiera sido fatal para alguna de las botellas, pero resistieron intactas. Hasta que cayeron en manos de mi viejo y yo. Ahora continuamos con sidras nacionales, de las que siempre hay abundantes reservas en esta casa para las épocas navideñas. Mis hermanos se van minutos después del brindis de medianoche, tienen que hacer el calvario familiar de las personas casadas. Me quedo terminando las últimas sidras con el viejo. Recién son las dos de la mañana, pero de repente me siento extrañamente inquieto. Quizá me venga bien caminar un poco. Un par de horas, hasta que Majo esté de regreso en su departamento. Sí, voy a hacerlo. Camino por Gaona hasta desembocar en la estatua del Cid Campeador. No sé por qué tomé esta dirección. Si, como tantas veces, hubiera bajado derecho hasta Rivadavia, podía haber pasado a saludar a los padres de Jorge. En fin, los llamaré mañana. Del Cid Campeador a Rivadavia y de ahí a mi casa no me cuesta más que una media hora. Mi paseo al final fue insuficiente. Creo que voy a pasar de largo, voy a seguir bajando hasta la casa de Richard. Paso por la esquina de casa. ¿Por qué se me ocurre mirar? ¿Por qué no seguí de largo con anteojeras de caballo? Es que creo que aún sin torcer mi cabeza hacia la puerta
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del edificio hubiera sido imposible no verlo. Ahí está. Me espera. Eso es un absurdo, pero... me espera. De repente me lanzo a correr la media cuadra que me separa del edificio. Quedo parado ante él, agitado pero no por la corta carrera. Si el alma pudiera exhalarse, la mía se estaría yendo en este soplido que choca con el aire formando esa palabra esperpéntica, ese nombre que yo no debería pronunciar. “Ahasvero...”.
“¿Parece extraño? Sí, supongo que sí... Casi podría calificarse de impulso humano... Pero, ¿por qué no? Hay algo en mí que fue sepultado por la repetitiva demencia de los días, incontables hace ya mucho. Y es extraño, sí, hasta para mí lo es, pero... sepultado no significa muerto. Hay algo que no puede morir, algo a lo que no pueden matar ni los siglos ni las condenas más oscuras y trascendentes. Algo que ni lo infinito ni lo innombrable pueden matar. El impulso humano”. Caminamos hace casi una hora. Llegamos al río, estamos internándonos en la reserva ecológica. Recién ahora Ahasvero se puso a hablar. Quisiera desvanecerme, diluirme en el viento de la madrugada, pero esa voz sorprendentemente vieja y cansada, imposiblemente humana de repente, hablando en un lenguaje que no es ninguno que exista o haya existido, que tan sólo se traduce en mis propias palabras dentro de mi cabeza, esa voz me ata a la realidad sin sentido —pero realidad al fin— que su sonido construye alrededor de la silueta gigantesca de Ahasvero y la mía pequeña y temblorosa. “Sí, es extraño y es ridículo, pero yo, que soy la soledad, no podía hacer este camino solo. Por eso te fui a buscar. Necesitaba una sombra humana a mi lado”. Y de repente se vuelve hacia mí y mi corazón se detiene al ver esa sonrisa irónica y mítica pero ahora sí total, absolutamente humana.
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“El chico de los pies con ruedas hubiera sido una alternativa ya demasiado absurda. Y estoy viejo para hacer nuevos amigos, así que... no tenía mucho para elegir, y aquí estás”. Su mirada me marea, y me alegro porque creo que voy a desmayarme. Pero Ahasvero me toma de un brazo y una película de oscuridad pasa por sus facciones endureciéndolas con una esperanza desesperada. “Él está por acá. Muy cerca. ¿Te das cuenta de lo que te estoy diciendo? Vamos. Está cerca...”.
“Un poco más, abuelo, dale, sólo un poquito más...”. “Pero tenés que dormirte ya, ciruja. Tu vieja me mata si se entera de que todavía estás despierto”. “Un pedacito más, dale. ¿Qué pasó después? Dale, seguí...”. El abuelo sonrió satisfecho. Porque él también quería seguir contando la historia. Y lo hizo. “Aquel fue un día maravillosamente claro, diáfano y gentil. Así lo contaron quienes lo vivieron, y quienes siglo tras siglo transmitieron los relatos directos y verdaderos, a veces muy distintos a los que se contaron después en libros. Aquel día no hubo pueblo enardecido jalonando el camino del condenado, porque no lo tenían por nadie especial, y las ejecuciones no eran un espectáculo público; se hacían en público sólo porque no había un lugar específico, cerrado, para realizarlas. Fue cierto, sí, que el condenado cargó con su cruz. No hubo simbolismo en ello. Tan sólo lógica de soldados, a ninguno de los cuales se le ocurriría ayudar a un insignificante bandido local. No hubo bulla, ni escarnio, ni odio, porque en todo caso sólo el propio condenado se sabía o se creía especial; para el pueblo era uno más. Ni siquiera un gran bandido, porque no era necesario serlo para que los invasores romanos dispusieran una muerte. Lo hacían todo el tiempo con burocrática indiferencia.
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Aquel día, el zapatero no se asomó por nada en especial, nada que no fuera el hastío de la tarde igual y repetida. Y al salir se cruzó con la mirada suplicante del condenado. “A-agua...”, balbuceó este. “Sólo un poco... Por favor... Agua...”. El zapatero no tuvo odio en su respuesta; ni siquiera desprecio. No hubo ofensa en su actitud. Simplemente llevaba años viendo pasar condenados ante su puerta. Ya no les daba agua. Este era uno más. “Sigue tu camino... El poco camino que te queda...”. El condenado le clavó la mirada, y pronunció aquellas palabras incomprensibles para el zapatero.... “Yo me voy. Pero tú estarás errante por la Tierra hasta que yo regrese. Sin sentarte ni acostarte, sin descanso... Hasta que yo regrese...”. Sin saber por qué, el zapatero comenzó a sentirse inquieto. Entró a su casa, buscó serenarse, bebió un trago de agua... y entonces su inquietud se volvió terror. Tomó un cántaro con agua y se echó a correr con desesperación en dirección al montículo de basura que había en la entrada del pueblo. Su terror se hacía más inhumano a cada paso. Luchó para llegar al condenado, pero fue inútil... Los romanos no lo dejaron siquiera aproximarse. Gritó que no lo hicieran, que sólo esperaran un poco, que le permitieran acercarse con el agua... Pero ya era tarde. Demasiado tarde. Ya la mano era clavada a la madera. El zapatero supo que su propia condena comenzaba entonces, y que nadie sabía cuándo acabaría. Desde aquella luminosa tarde vaga por la tierra sin descanso, sin paz, esperando el regreso de quien lo condenó, esperando la libertad. Esperando...”.
“Ahí”. La voz de Ahasvero me congela una vez más. Vuelve a tomarme de un brazo, y señala vagamente hacia delante. “¿Lo ves? Allí, junto a aquellos árboles. ¿Lo ves?”.
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Nos quedamos quietos, parados uno junto al otro, casi pegados, mirando hacia el oscuro grupo de árboles. Los ruidos naturales de la reserva dejaron de oírse, ni siquiera el viento suena entre las hojas que sin embargo se agitan, mudas y locas. Parece haber algo, sí, un indefinible bulto negro apenas apoyado en el tronco de uno de los árboles. Podría ser alguien sentado en el suelo, sí, aunque no se distingue la forma definida de una cabeza o piernas. Pero podría ser. “Es él. Lo sé. Lo sé como sé que yo soy yo”.
El siguiente fragmento fue tomado de: David Castelli, Il Commento di Sabbatai Donnolo sul Yetsirah, o nel Libro della Creazione, Florencia, 1880 (traducción de Ricardo Labriola) “No importa el nombre, porque ha tenido cientos. No importa dónde o cuándo fue el comienzo, porque la historia fue contada en todas las lenguas de todos los pueblos, y cada uno pretendió ser la cuna de esa historia. Por eso se puede tomar cualquier nombre y cualquier comienzo, porque todos guardan algo de realidad. Y ninguno abarca el misterio por completo. Pudo ser en Jerusalem. Allí un hombre que era todos los hombres fue condenado a muerte. Y otro, un hombre como todos los hombres, que en aquel amanecer estaba demasiado preocupado por sus propios problemas como para ver los del otro, no ofreció un poco de agua cuando el condenado se la pidió al pasar por su puerta. Y aquel hombre que era todos los hombres se permitió –camino a la muerte– un instante de completa humanidad. Maldijo. —Yo me voy. Pero te condeno a errar por la Tierra sin sentarte ni acostarte, sin nunca poder descansar, hasta que yo regrese... Quizá comenzó allí. Lo cierto es que jamás terminó. Un hombre condenado a no ser hombre, es decir a no morir. Condenado a vagar por siempre, sin nunca acostarse o sentarse, sin descanso alguno.
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Un hombre esperando, esperando por siempre. Ahasvero, el Judío Errante. ¿Cuánto de él hay en cada uno de nosotros?”.
Nos detenemos a dos metros de la figura. Es alguien sentado en el suelo, sí. Está cubierto de la cabeza a los pies con algo similar a una vieja manta negra, cuyos pliegues parecen esculpidos en piedra. Pasa mucho tiempo, o quizá un segundo. Todo es oscuridad en la figura, pero levanta casi imperceptiblemente la cabeza y sé que hay un brillo irreal en los ojos aunque no despidan luz física que lo demuestre. Sé también que es una presencia intolerable, y que es imposible describir el por qué. Permanezco donde estoy, mientras Ahasvero arrastra pesadamente sus pies hasta llegar junto a la silueta. Y entonces, atravesándome de espanto con ello, se deja caer de rodillas. Sé que va a hablar. Y que el que está allí le contestará en el mismo lenguaje imposible que yo entenderé y no quiero, no quiero ni siquiera oír la otra voz, no quiero... “Estás de vuelta... Sos vos... Entonces... entonces... ¿terminó mi condena?”. No quiero, no quiero, pero de repente la resonancia increíble de esa voz me sacude con una suavidad sísmica, y entonces se agiganta esa mirada no vista pero terriblemente presentida, y ese absoluto inmanejable de una presencia total. Y hasta hay una lejana ironía casi humana, tan humana... “No, Ahasvero... No sos libre...”. “¡Dijiste que cuando vos volvieras yo sería libre! ¿Mentiste? ¡¿Acaso mentiste?!”. “No mentí. Pero tampoco llegó el momento de tu libertad. ¿No lo entendés? Pensalo un momento y lo vas a entender”. Hay una estupefacción microtemporal y eterna, y después Ahasvero empieza a balbucear. “No... No, no...”.
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“Sí, Ahasvero. Esa es la respuesta. Serás libre cuando yo regrese. Sólo que... nunca me he ido. Nunca, en todos estos siglos... Siempre estuve aquí, en este mundo, donde nací, morí y resucité...”. Ahasvero inclina su frente hasta casi tocar el suelo, con un sollozo inaudible. “Un día me iré de este mundo. Y otro mucho más lejano volveré. Pero aún tenés un largo rato para vagar por la tierra, Judío Errante...”. “No... No...”. Ahasvero se pone de pie despacio, con sus enormes manos tomándose la cabeza que se bambolea como si pesara mil veces más que el cuerpo formidable que, tambaleante, empieza a girar en círculos y sobre sí mismo con torpes pasos de oso primordial que se alternan para hacer retumbar el suelo sordamente. Y entonces Ahasvero empieza a emitir unos alaridos viscerales, destimbrados, casi carcajadas que con su filo atroz comienzan a deshilachar la piel incolora de la noche. No puedo más. Me echo a correr, con las palmas apretadas contra los oídos y gritando hasta quebrar la garganta, y gritando mudo después, y tropezando y volando y levantándome y volviendo a correr con martillos sanguinolentos reventándome las sienes y una ceguera extraviada de bestia en un incendio monumental.
“Hora de irse a dormir, ¿no le parece, amigo?”. Levanto el rostro sin comprender. Hay un policía parado junto a mí. Me sonríe y sigue su camino. Estoy sentado en uno de los bancos que hay frente al río. A mis espaldas, dos morochos aburridos limpian los ventanales de uno de los restaurantes de Madero. El cielo está gris, cargado, una elefantiásica vejiga hinchada. Supongo que deben ser las siete o las ocho de la mañana. No sé ni me interesa saber nada más. (¿Y si Ahasvero lo mató?).
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“Caminemos. Ya me contarás, si necesitás hacerlo. Y sino... sólo caminemos”. Los ojos de tiburón de Jorge me sonríen, y echamos a andar. Caminando en silencio, fumando, de pronto estamos en San Juan y Boedo. El cruce de las avenidas está taponado por trescientas o cuatrocientas personas, y se oyen bombos y redoblantes. Jorge le pregunta a un viejo, que nos cuenta que hay una movilización de murgas callejeras. El motivo de la protesta es pedir al gobierno que el próximo Carnaval sea declarado Feriado Nacional. Me parece lógico. Toda la historia nacional no es más que una murga mal ensayada, así que... Nos metemos entre el gentío. Una de las murgas está iniciando su desfile por el medio de San Juan, hacia un escenario levantado en la esquina de Colombres. El estandarte que encabeza la marcha tiene estampada, entre sus muchas figuras, una enorme cabeza de Larry, el de los Tres Chiflados. “Larry”, dice Jorge. “Ese era el genio. El que lo sostenía todo”. Apruebo con una mueca, y sigo mirando el desfile. Pasan los chicos, los enanos, un par de travestis, alguna gorda desproporcionada, y llega el primer grupo de verdaderos danzarines de la murga, que se descalabra en esos pasos fantasmagóricos del estilo uruguayo, tan terrible y profundo comparado con la estúpida alegría barata de la versión brasileña del Carnaval. La verdad es que logran ir atrayéndonos al clima hipnótico de la llamada de los tambores y el bailoteo funambulesco. Esto no es alegría barata, claro que no. La sonrisa es de dientes apretados para trascender el dolor, y la danza es rebelión contra la muerte, para que la muy puta no la tenga fácil, para demorarle la satisfacción de roernos hasta el último segundo, el único en que será ella la que ría.
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Ya pasaron cincuenta o sesenta murgueros frente a nosotros, que disfrutamos fundidos en la masa que flanquea a estos héroes callejeros. Y entonces, en el extremo de una de las filas de bailarines, pasa a nuestro lado una mujer de unos 45 años que conserva sin embargo un cuerpo potente, con algunas zonas flojas que se exacerban al bailar y ganan una sensualidad inusitada. Su rostro, que sí denuncia los 45, es también la imagen más vívida de la Resistencia. Cuando la tenemos a no más de un metro de nosotros, Jorge no puede contenerse y levantando un puño como un apostador de hipódromo grita desorbitado: “¡Vamos, carajo! ¡Aguante! ¡Aguante contra el Tiempo!”. Las barreras se rompen y el entusiasmo me desborda. El grito de Jorge fue una convocatoria a los muchachos de la hinchada de filósofos. Jorge, yo, Heidegger, Agustín, Berkeley, Spinoza, Hegel, McTaggart, Leibniz, Kant, Hume, Locke, Hobbes, Kierkegaard, Husserl, Bergson y hasta Bruno, nos entrelazamos tomándonos mutuamente de los hombros y saltamos gritando desde nuestra tribuna ontológica al paso de nuestra amazona: “¡Aguante contra el Tiempo, carajo!” . La murga ya no desfila sino que baila en un círculo congestionado y sin fin. Desde el estandarte, Larry se suma al cántico de la tribuna y su intervención es la señal para que todo se desmadre y se funda en una sola e indestructible pared inmaterial contra la que el Tiempo se destroza los dientes y llora como un marrano asqueroso. El asfalto de San Juan comienza a abrirse por efecto de los saltos y el calor, y desde las profundidades del mundo los muertos, que jamás consintieron en morir, empiezan a surgir al aire hirviente de la noche y a mezclarse con la multitud herética que baila en un éxtasis calamitoso y bellamente pagano. El cielo se convierte en una enorme camiseta transpirada que exuda mercurio y palmeritas cuneiformes que
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se disparan como cookies analógicos y se clavan de punta a razón de una por cráneo. Veo un ángel tuerto que trata de cazar a un cuervo del invierno que al huir se enreda con los tules que lucía en sus alas y termina estrellándose contra la intemperie. Veo un animal sin orejas que escucha todo el dolor y responde que no vendrán tiempos mejores porque el Tiempo acaba de ser expulsado de la Eternidad y desde ahora sólo habrá mejores sin tiempo. Veo las larvas de una nueva estirpe de trompetistas embrujando las casas antiguas de la avenida para que cada ladrillo se convierta en un diente de la naciente sonrisa del gran scat tridimensional que es ahora el viento. Veo una lluvia con siete cajones en los que se pierden para siempre todas las cartas que nadie quiso escribir jamás. Veo un ciego al que una vez le fue dada una vara para medir infinitos, y que en un lamentable error de cálculo se acostó sobre la línea de puntos y se durmió para siempre, y que ahora, gracias a la claudicación del Tiempo, despierta convertido en el gran ojo del culo boreal. Y antes de que las palmeritas penetren en los cráneos para que las mariposas reemplacen a los lóbulos cerebrales, reúno una vez más a la hinchada de filósofos y entonamos como postrera ofrenda al Vacío eidético nuestra cancioncilla de batalla: Ölvar mik, thvít Ölvi öl gervir nú fölvan, atgeira laetk y´ rar y´ ring of grön sk´yra; óllungis kannt illa, oddsk´ys, fyr thér n´ysa, rigna getr at regni, rengsbjórd, Hávars thegna.
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Todo se precipita. Veo una familia de hiperbóreos descendiendo de las copas de los árboles en llamas para construir un laúd afónico con la cara de Dostoyevski grabada sobre brea portuaria en la punta de cada cuerda. Veo rasgarse la camiseta del cielo y aparecer una gran axila depilada con lava volcánica. Veo todos los agujeros negros del espacio liberando la luz atrapada en ellos mediante una amnistía de misterios. Veo una Bestia a la que se le sale el costillar a través de la carne, y veo al costillar transformarse en una campana bendecida con agua del deshielo que vendrá. Y veo por fin una luminosidad inconcebible que va llenando de incandescencia todo este espacio sin Tiempo, y que en su brillo cegador nos revela por fin el rostro de la primigenia madre universal —que por cierto luce curiosamente parecido al de Tatiana—, y la entera murga de la humanidad desfila bailando para ir zambulléndose en esa luz prenatal donde todos los bombos y redoblantes se plegarán al pulso del corazón materno. Es el fin del Tiempo, y cuando ya se zambulleron miles de millones y veo lanzarse al último bailarín y llega mi momento, hago una prudente pausa de modo que quedo afuera del estallido que todo lo devora. La inmensa luz inconcebible se cierra sobre sí misma y se reabsorbe en la Nada, pero es una Nada blanca en la que queda sentado un hombre de ojos verdes con una guitarra sobre las piernas, sereno, solitario y quizá feliz, libre ya por completo de la tiranía de los comienzos y los finales. Y que se pone a cantar. Paris – Roma – Buenos Aires
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POST SCRIPTUM: Dos apuntes. El primero es que esa noticia geográfica final parece extraída de la marquesina de un patético coiffeur de suburbio; algo como:
ROCCO BERGER PA R I S • R O M A • B U E N O S A I R E S
El segundo apunte es para dejar constancia de una opinión que me resultó por demás interesante. Tras leer un borrador de esta novela, el dibujante Kike Dicierbi me aseguró que, si no hubiera existido Heinrich Böll, el mejor título para este libro hubiera sido “OPINIONES DE UN PAYASO”.
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