MUNDOS CREADOS I
Thomas D. Clareson (recopilador)
Thomas D. Clareson Título original: A spectrum of worlds Traducción...
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MUNDOS CREADOS I
Thomas D. Clareson (recopilador)
Thomas D. Clareson Título original: A spectrum of worlds Traducción: Mirta Rosemberg ©1972 By Thomas D. Clareson ©1979 Ediciones Lidiun Florida 336 - Buenos Aires Edición digital: Cixtus/Sadrac R6 08/02
ÍNDICE La cosa maldita, Ambrose Bierce (1893) Los depredadores del mar, Herbert Wells (1896) El rojo, Jack London (1916) El hombre de metal, Jack Williamson (1928) Junto a las aguas de Babilonia, Stephen Benét (1937) Tendencias, Isaac Asimov (1939) Lejano Centauro, A. E. Van Vogt (1944)
LA COSA MALDITA Ambrose Bierce I. No siempre se come lo que hay sobre la mesa A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas, muy ajado; y la escritura no era, aparentemente, muy legible, porque de tanto en tanto el hombre acercaba la página a la llama de la vela para que la luz cayera con más intensidad sobre ella. Entonces, la sombra del libro oscurecía la mitad del cuarto, ensombreciendo varios rostros y figuras; pues había ocho hombres presentes además del lector. Siete de los ocho estaban sentados contra las rústicas paredes de troncos, silenciosos, inmóviles y, como el cuarto era pequeño, no muy lejos de la mesa. Extendiendo un brazo, cualquiera de ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía sobre la mesa boca arriba, parcialmente cubierto por una sábana, con los brazos al costado. Estaba muerto. El hombre que tenía el libro no leía en voz alta, y nadie hablaba; todos parecían esperar que ocurriera algo; solo el hombre muerto no estaba expectante. De la absoluta oscuridad —exterior— entraban, por la abertura de la ventana, todos los ruidos poco familiares de la noche en la espesura: la larga nota sin nombre de un coyote distante, el silencioso pulso estremecido de los incansables insectos en los árboles; los extraños gritos de los pájaros nocturnos, tan diferentes de los pájaros del día; el zumbido de los grandes grillos disparatados y todos los misteriosos coros de pequeños sonidos que, cuando cesan, parecen haber sido oídos solo a medias, como si fueran conscientes de su indiscreción. Pero nadie de ese grupo advertía todo esto; sus miembros no eran demasiado adictos a interesarse inútilmente por cuestiones de poca importancia práctica; eso era evidente en cada línea de sus rudos rostros —evidente incluso a la amortiguada luz de la única vela—. Obviamente. eran todos hombres de los alrededores, granjeros y leñadores. La persona que leía era algo diferente; se hubiera dicho que era un hombre de mundo, elegante, si bien había en su atavío algo que condecía con los individuos del ambiente que lo rodeaba. Su chaqueta apenas si habría satisfecho los requisitos de San Francisco; su calzado no era de origen urbano, y el sombrero que estaba en el suelo junto a él (era el único que tenía la cabeza descubierta) tenía un aspecto tal que si alguien lo hubiera considerado un artículo de simple adorno personal, hubiera confundido su significado. En cuanto a su aspecto, el hombre era bastante simpático, con alguna traza de gravedad, aunque esta gravedad podría haberla asumido o cultivado, como algo apropiado a quien ejercía cierta autoridad. Porque el hombre era médico forense. Era en virtud de su rango que estaba en posesión del libro que leía; se lo había hallado entre los efectos del hombre muerto, en su cabaña, donde ahora se llevaba a cabo la encuesta. Cuando el forense hubo terminado de leer, se guardó el libro en el bolsillo de la chaqueta. En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre joven. Este, claramente, no era de origen ni educación montañesa: vestía como un habitante de la ciudad. Sus ropas, sin embargo, estaban polvorientas, como si hubiera viajado. Y en efecto había cabalgado duramente para asistir a la encuesta. El forense lo saludó con una inclinación de cabeza; ningún otro lo saludó. —Hemos estado esperándolo —dijo el forense— Es necesario que concluyamos este asunto esta noche. El joven sonrió. —Lamento haberlos demorado —dijo—: Viajé, no para evadir su convocatoria, sino para enviar a mi periódico el relato por el cual supongo que se me ha hecho regresar.
El forense sonrió. —El relato que ha enviado a su periódico —dijo— difiere probablemente del que tendrá que hacer aquí bajo juramento. —Eso —replicó el otro, bastante acalorado y sonrojándose visiblemente— será como usted lo prefiera. Uso papel carbónico y tengo una copia de lo que envié. No está redactado como una noticia, porque es increíble, sino como ficción. Puede servir como parte de mi testimonio bajo juramento. —Pero ha dicho que es increíble. —Eso no debe significar nada para usted, señor, si también juro que es cierto. El forense quedó un rato silencioso, con los ojos fijos en el suelo. Los hombres ubicados contra las paredes de la cabaña hablaban en susurros; pero apenas si quitaban los ojos del rostro del cadáver. El forense levantó la vista y dijo: —Continuaremos la encuesta. Los hombres se quitaron el sombrero. El testigo juró. —¿Cuál es su nombre? —preguntó el forense. —William Harker. —¿Edad? —Veintisiete años. —¿Conocía al occiso, Hugh Morgan? —Sí. —¿Estaba con él cuando murió? —Cerca de él. —¿Cómo sucedió esto... su presencia, quiero decir? —Estaba visitándolo para cazar y pescar. Parte de mi propósito, sin embargo, era estudiarlo, a él y a su extraño y solitario modo de vida. Parecía un buen modelo para un personaje de ficción. A veces escribo cuentos. —A veces los leo. —Gracias. —Cuentos en general, no los suyos. Algunos de los miembros del jurado rieron. Contra un fondo sombrío, el humor brilla con facilidad. Los soldados ríen fácilmente en los intervalos de la batalla, y una broma en la cámara mortuoria conquista por sorpresa. —Relate las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el forense—. Puede usar todas las notas o apuntes que desee. El testigo comprendió. Extrajo un manuscrito del bolsillo de su chaqueta, lo aproximó a la luz de la vela y, volviendo las páginas hasta hallar el fragmento que deseaba, comenzó a leer. II. Lo que puede suceder en un campo de avena silvestre ...Recién había salido el sol cuando nos alejamos de la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con una escopeta, pero solo teníamos un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba del otro lado de una cierta loma que me señaló, y que cruzamos por un sendero que atravesaba el chaparral. Del otro lado, el suelo era prácticamente nivelado, y estaba completamente cubierto de avena salvaje. Cuando salimos del chaparral, Morgan me llevaba unos pocos metros de ventaja. De repente escuchamos, a poca distancia a nuestra derecha, casi enfrente de nosotros, un ruido semejante al de un animal que avanzara entre los arbustos, los que según pudimos ver, se agitaban con violencia. »—Hemos espantado a un ciervo —dije—. Querría que hubiéramos traído el rifle. »Morgan, que se había detenido y miraba intensamente el agitado chaparral, no dijo nada; pero amartilló ambos cañones de la escopeta y la sostuvo en posición de apuntar.
Me pareció ligeramente excitado, lo que me sorprendió, pues tenía la reputación de ser excepcionalmente frío, aun en situaciones de repentino e inminente peligro. »—Oh, vamos —dije—. No irá a llenar a ese ciervo de perdigones, ¿no es cierto? »Sin embargo, no replicó; pero cuando pude ver su rostro, ligeramente vuelto hacia mí, me sorprendió la intensidad de su mirada. Entonces comprendí que teníamos entre manos un asunto serio, y mi primera conjetura fue que habríamos «levantado» a un oso gris. Me adelanté junto a Morgan, amartillando mi arma al mismo tiempo. »Los arbustos se habían aquietado, y los ruidos habían cesado, pero Morgan miraba el lugar con la misma intensidad que antes. »—¿Qué es? ¿Qué demonios es? —pregunté. »—¡Es esa Cosa Maldita! —replicó sin volver la cabeza. Su voz era ronca y poco natural. Temblaba visiblemente. »Yo estaba a punto de seguir hablando cuando vi que los tallos de la avena silvestre que estaban más próximos al lugar de la conmoción se movían del modo más inexplicable. Apenas si puedo describirlo. Parecían como agitados por una ráfaga de viento, que no solo los inclinaba, sino que los torcía: los aplastaba de tal modo que no podían enderezarse; y este movimiento se prolongaba lentamente en derechura hacia nosotros. »Nada que haya visto antes me ha afectado tan extrañamente como este desconocido e inenarrable fenómeno, y sin embargo soy incapaz de recordar ningún sentimiento de temor. Recuerdo —y lo digo ahora porque, por extraño que parezca, también lo recordé entonces— que una vez, mirando descuidadamente a través de una ventana abierta, confundí por un momento un pequeño árbol cercano con uno de un grupo de árboles más grandes que se hallaban un poco más alejados. Parecía del mismo tamaño que los otros, pero como su volumen y detalles estaban más clara y nítidamente definidos, no parecía armonizar con los demás. Era una simple falsificación de la ley de la perspectiva aérea, pero me alarmó, me aterrorizó casi. Tanto confiamos en el ordenado funcionamiento de las leyes naturales conocidas, que cualquier aparente suspensión de ellas se advierte como una amenaza a nuestra seguridad, un aviso de una calamidad inconcebible. Del mismo modo, el infundado movimiento de las malezas y la lenta, directa aproximación de la línea de la conmoción eran claramente inquietantes. Mi compañero parecía en verdad atemorizado, y apenas si pude dar crédito a mis ojos al ver que... ¡de repente se llevaba el arma al hombro y descargaba ambos cañones sobre el grano agitado! Antes de que se disipara el humo de la descarga oí un grito agudo y salvaje —un alarido como el de un animal salvaje— y arrojando su arma al suelo, Morgan dio un salto y se alejó velozmente del lugar. En el mismo instante fui arrojado al suelo con violencia por el impacto de algo invisible a causa del humo, una sustancia suave y pesada que parecía lanzarse sobre mí con gran fuerza. »Antes de que pudiera ponerme de pie y recobrar mi arma, que parecía haberme sido arrebatada de las manos, oí que Morgan gritaba como en agonía mortal, y, mezclándose con sus gritos se oían unos ruidos tan broncos y salvajes como los de los perros peleando. Inexpresablemente aterrorizado, luché por ponerme de pié y miré en dirección hacia donde había huido Morgan; ¡y que la Misericordia Divina me guarde de otra visión como ésa! A menos de treinta metros de distancia estaba mi amigo, con una rodilla sobre el suelo, la cabeza torcida hacia atrás en un ángulo terrible, sin sombrero, con el largo cabello en desorden, y con todo el cuerpo en violento movimiento, de lado a lado, de atrás a adelante. Su brazo derecho estaba levantado y parecía carecer de mano —al menos, yo no la veía—. El otro brazo era invisible. De tanto en tanto, ahora que mi memoria evoca esta extraordinaria escena, creo que podía discernir solo una parte de su cuerpo; era como si hubiera estado parcialmente borrado —no puedo expresarlo de otro modo—, luego un cambio de posición volvía a hacerlo íntegramente visible.
»Todo esto debe de haber ocurrido en unos pocos segundos, aunque en ese lapso Morgan asumió todas las posturas de un luchador vencido por un peso y una fuerza superior. No vi a nadie más que a él, y no siempre con claridad. Durante todo el incidente sus gritos y maldiciones se oían como envueltos por un tumulto de tales ruidos de ira y furia como jamás he oído salir de la garganta de ningún hombre o bestia. »Vacilé durante un momento, luego me lancé sobre mi arma y corrí en auxilio de mi amigo. Creía vagamente que estaba sufriendo un ataque, o alguna forma de convulsión. Antes de que pudiera llegar a su lado ya estaba inmóvil, tendido. Todos los ruidos habían cesado, pero entonces volví a ver, con un terror tal como ni siquiera estos terribles acontecimientos me lo habían inspirado, los misteriosos movimientos de la avena silvestre, prolongándose desde la pisoteada zona que circundaba al hombre postrado hasta la linde del bosque. Solo cuando el movimiento llegó al bosque pude sacarle los ojos de encima y mirar a mi compañero. Estaba muerto.» Ill. Aunque desnudo, un hombre puede estar en harapos El forense se levantó de su silla; permaneció junto al hombre muerto. Alzó una punta de la sábana para retirarla, dejando expuesto el cuerpo entero, completamente desnudo, de color amarillo arcilloso bajo la luz de la vela. El cuerpo mostraba, no obstante, grandes máculas de color negro azulado, obviamente originadas por la sangre extravasada como consecuencia de las contusiones. El pecho y los costados parecían como golpeados por un garrote. Mostraba horribles laceraciones: la piel estaba desgarrada en jirones y colgajos. El forense se desplazó hasta el otro extremo de la mesa y desató un pañuelo de seda que sostenía la mandíbula y estaba atado sobre la cabeza. Al retirar el pañuelo, quedó expuesto lo que había sido la garganta. Algunos de los jurados que se habían puesto de pie para ver mejor se arrepintieron de su curiosidad y dieron vuelta la cara. El testigo Harker se dirigió a la ventana abierta y se reclinó en el alféizar, nauseoso y demudado. El forense dejó caer el pañuelo sobre la garganta del muerto; se trasladó a un ángulo del cuarto; y extrajo una prenda tras otra de una pila de ropa, sosteniendo en alto cada prenda durante un momento para que fuera inspeccionada. Todas estaban desgarradas y rígidas por la sangre seca. Los miembros del jurado no las inspeccionaron de cerca. Parecían bastante desinteresados. En realidad, ya habían visto todo eso antes; lo único nuevo para ellos era el testimonio de Harker. —Caballeros —dijo el forense— creo que no tenemos más evidencias. Ya se les ha explicado cuál es su deber; si no quieren preguntar nada pueden salir y considerar el veredicto. El presidente del jurado, un hombre alto y barbado de sesenta años, rústicamente ataviado, se puso de pie. —Quisiera hacer una pregunta, señor Forense —dijo—. ¿De qué asilo escapó su último testigo? —Señor Harker —dijo el forense grave y tranquilamente— ¿de qué asilo se ha escapado últimamente? Harker volvió a sonrojarse, pero no dijo nada, y los siete miembros del jurado se pusieron de pie y desfilaron con solemnidad para salir de la cabaña. —Si han terminado de insultarme, señor —dijo Harker, tan pronto como él y el funcionario quedaron solos con el muerto— ¿supongo que quedo en libertad de irme? —Sí. Harker comenzó a retirarse, pero se detuvo, con la mano en el picaporte de la puerta. El hábito de su profesión era fuerte en él —más fuerte que su sentimiento de dignidad personal—. Se volvió y dijo:
—El libro que usted tiene allí... lo reconozco como al diario de Morgan. Usted parecía muy interesado en él; lo leía mientras yo testificaba. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría... —El libro no tiene ninguna relación con este asunto —replicó el funcionario, deslizando el libro en el bolsillo de su chaqueta— todas las anotaciones fueron realizadas antes de la muerte del autor. Cuando Harker salió de la casa entraron otra vez los miembros del jurado, quienes se ubicaron alrededor de la mesa, sobre la que el ahora cubierto cadáver se marcaba bajo la sábana con precisa definición. El presidente se sentó cerca de la vela, extrajo un lápiz y un pedazo de papel del bolsillo, y escribió laboriosamente el siguiente veredicto, que todos los demás firmaron con diversos grados de esfuerzo: «Nosotros, el jurado, hallamos que los restos encontraron la muerte a manos de un puma, pero algunos de nosotros creemos, igualmente, que fue a causa de un ataque.» IV. Una explicación desde la tumba En el diario del fallecido Hugh Morgan hay ciertas anotaciones interesantes que posiblemente tengan —como sugerencias— algún valor científico. En la encuesta acerca de su cadáver el libro no se exhibió como evidencia; tal vez el forense consideró que no valía la pena confundir al jurado. La fecha de la primera de las anotaciones mencionadas no puede asegurarse: la parte superior de la hoja está rasgada; la parte restante de la anotación sigue: »...corría en semicírculo, con la cabeza siempre vuelta hacia el centro, y luego se detenía otra vez, ladrando furiosamente. Finalmente se alejó por el breñal, corriendo a gran velocidad. Al principio pensé que se habría vuelto loco, pero al regresar a la casa no descubrí ninguna alteración en su conducta más que el obvio miedo al castigo. »¿Puede un perro ver con el olfato? ¿Es que los olores afectan a algún centro cerebral con las imágenes de la cosa que los emite?... »Sept. 2.— Anoche, mirando las estrellas que se elevaban por sobre la cima de la loma que se alza al este de la casa, observé cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Cada una era eclipsada solo por un instante, y solo unas pocas al mismo tiempo, pero a lo largo de toda la loma se habían borrado las que estaban a uno o dos grados de la cima. Fue como si algo se hubiera interpuesto entre ellas y yo, pero yo no podía ver qué era, y las estrellas no eran suficientes para definir su silueta. ¡Uf! No me gusta esto...» Faltan las anotaciones de varias semanas, ya que tres hojas del libro han sido arrancadas. »Sept. 27.— Ha estado otra vez por aquí... todos los días encuentro pruebas de su presencia. Anoche volví a vigilar toda la noche desde el mismo escondite, arma en mano, y con los dos cañones cargados con perdigones grandes. En la mañana las huellas frescas estaban allí, como antes. Sin embargo, hubiera jurado que no dormí —por cierto que casi no duermo en absoluto—. ¡Es terrible, insoportable! Si estas asombrosas experiencias son reales, me volveré loco; si son una fantasía, ya lo estoy. »Oct. 3.— No me iré... no conseguirá echarme. No, esta es mi casa, mi tierra. Dios odia a un cobarde... »Oct. 5.— No lo tolero más; he invitado a Harker a pasar unas semanas conmigo; tiene una mente equilibrada. Por su conducta puedo juzgar si me cree Ideo. »Oct. 7.— Tengo la solución del misterio; se me ocurrió anoche, repentinamente, como una revelación. ¡Qué simple... qué terriblemente simple! »Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ninguna cuerda de ese imperfecto instrumento, el oído humano. Son demasiado agudos o demasiado graves. He observado a una bandada de mirlos posada en la copa de un árbol —en las copas de varios árboles— y todos cantando al unísono.
De repente —en un momento— absolutamente en el mismo instante, todos se lanzaron al aire y se alejaron volando. ¿Cómo? No podían verse unos a otros: las copas de los árboles los obstruían. No había un lugar desde el cual un líder pudiera ser visto por todos. Debe haber habido alguna señal de advertencia o una orden, más alta y aguda que el alboroto, pero que yo no pude oír. También he observado el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no solo entre mirlos, sino entre otros pájaros: codornices, por ejemplo, muy separadas por los arbustos, e incluso desde lados opuestos de una colina. »Los marinos saben que un cardumen de ballenas que retoza al sol en la superficie del océano, a millas de distancia unas de otras, con la convexidad de la tierra entre ellas, pueden a veces sumergirse en el mismo instante, y perderse en la distancia en un momento. La señal ha sonado —demasiado grave para el oído del marinero encaramado al mástil y para sus camaradas de cubierta—, quienes sin embargo sienten su vibración en el barco, tal como las piedras de una catedral vibran con el bajo del órgano. »Con los colores sucede lo mismo que con los sonidos. En cada extremo del espectro solar el químico puede detectar lo que se conoce con el nombre de rayos «actínicos». Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— imposibles de discernir. El ojo humano es un instrumento imperfecto, abarca solo unos pocos octavos de la verdadera «escala cromática» No estoy loco; hay colores que no podemos ver. «¡Y que Dios me ayude! ¡La Cosa Maldita es de un color así!»
LOS DEPREDADORES DEL MAR H. G. Wells 1 Hasta el extraordinario acontecimiento de Sidmouth, la ciencia conocía solo genéricamente a la peculiar especie de los Haploteuthis ferox, y ese conocimiento se fundaba en un tentáculo semidigerido obtenido cerca de las Azores, y en un cuerpo putrefacto picoteado por los pájaros y mordido por los peces, hallado en 1896 por el señor Jennings, cerca de Land's End. Sin duda, no hay área de la ciencia biológica en la que estemos tan a oscuras como en la referida a los cefalópodos de las profundidades. Fue un simple accidente, por ejemplo, lo que originó que el Príncipe de Mónaco descubriera, en el verano de 1895, una docena de nuevas variedades; descubrimiento en el que se incluyó el tentáculo ya mencionado. Sucedió que unos cazadores de cachalotes mataron a una de estas bestias cerca de Terceira, y en sus últimos estertores, el cachalote casi embistió el yate del Príncipe, le erró, rodó debajo de él y murió a menos de veinte metros del timón. En su agonía, regurgitó una serie de grandes objetos que el Príncipe, percibiendo vagamente que podrían ser extraños e importantes, pudo rescatar, gracias a una feliz ocurrencia antes de que se hundieran. Puso las hélices en marcha, manteniendo los objetos a flote en los remolinos que éstas creaban, hasta que pudo bajarse un bote. Y los especimenes eran cefalópodos completos y fragmentos de cefalópodos, algunos de proporciones gigantescas, ¡y casi todos desconocidos para la ciencia! Parecería, por cierto, que estas grandes y ágiles criaturas de las profundidades del mar, tienen, en su gran mayoría, que seguir siendo desconocidas para nosotros, ya que bajo el agua eluden las redes, y solo se obtienen especimenes por accidentes tan infrecuentes y casuales como éste. En el caso del Haploteuthis ferox, por ejemplo, aún seguimos ignorando por completo su hábitat, tal como ignoramos los hábitos de cría del
arenque o las rutas marinas del salmón. Y los zoólogos son totalmente incapaces de explicar su súbita aparición en nuestras costas. Probablemente se hayan elevado de las profundidades coaccionados por una migración causada por el hambre. Pero tal vez sea mejor eludir discusiones necesariamente inconcluyentes, y abocarnos de inmediato a nuestra narración. El primer ser humano que vio a un Haploteuthis vivo —es decir, el primer ser humano, que sobrevivió, porque ya no puede haber dudas de que la ola de fatales ahogos y accidentes de botes que se extendió por la costa de Cornwall y Devon a principios de mayo se debió a esta causa— fue un comerciante de té retirado, de nombre Fison, que se alojaba en una casa de pensión de Sidmouth. Era de tarde, y caminaba por el sendero de los acantilados entre Sidmouth y Ladram Bay. En esta zona, los acantilados son muy elevados, pero en cierto lugar, sobre la roja cara de uno de ellos, se ha construido una especie de escalera. El señor Fison estaba aproximándose a ella, cuando algo, que al principio le pareció una bandada de pájaros luchando por un fragmento de comida que relucía de color blanco rosáceo bajo la luz del sol, le llamó la atención. Acababa de bajar la marea, y el objeto se hallaba no solo muy por debajo de él, sino también muy lejos, más allá de una estéril extensión de arrecifes rocosos cubiertos de algas y entremezclados con estanques donde brillaba plateada el agua que había dejado la marea. Y además, el señor Fison estaba encandilado por el reflejo del agua que se extendía más allá. Un minuto más tarde, cuando volvió a mirar, advirtió que su juicio era errado, pues por encima de la lucha volaban en círculo varios pájaros, grajos y gaviotas en su mayoría; estas últimas brillaban enceguecedoramente cuando el sol caía sobre sus alas, y los pájaros parecían diminutos comparados con el objeto que se debatía. Y su curiosidad aumentó, tal vez, al ver que su primera explicación había sido insuficiente. Como no tenía otra cosa que hacer más que entretenerse, decidió que ese objeto, fuera lo que fuere, sería la meta de su caminata de esa tarde, en lugar de Ladram Bay, pensando que tal vez fuera alguna variedad de pez grande, varado en la playa por azar, y agitándose en su agonía. Y por lo tanto se apresuró a descender por la empinada escalera, deteniéndose a intervalos de alrededor de nueve metros para recuperar el aliento y vigilar el misterioso movimiento. Al pie del acantilado se halló, por supuesto, más próximo que antes de su objetivo; pero, por otra parte, éste aparecía ahora contra el cielo incandescente, bajo el sol, haciéndose confuso e indistinto. Lo que era rosáceo de él estaba ahora oculto tras un escollo de guijarros cubiertos de algas. Pero pudo percibir que estaba formado por siete cuerpos redondos, separados o conectados, y que los pájaros graznaban y gritaban constantemente, pero parecían temerosos de acercarse demasiado. El señor Fison, acuciado por la curiosidad, comenzó a abrirse paso por entre las rocas gastadas por las olas y, descubriendo que las algas que las cubrían densamente las volvían en extremo resbalosas, se detuvo, se despojó de sus zapatos y sus medias, y se enrolló los pantalones encima de las rodillas. Su propósito era, por supuesto, solo evitar una caída en los estanques rocosos que lo rodeaban y tal vez se sintiera complacido, como todos los hombres, de tener una excusa para revivir, aunque fuera por un momento, las sensaciones de la infancia. De cualquier modo, es a esto, sin duda, a lo que el señor Fison debe su vida. Se aproximó a su meta con la absoluta seguridad que este país da a sus habitantes para enfrentarse a todas las formas de vida animal. Los cuerpos redondos se movían de un lado a otro, pero solo cuando el señor Fison hubo traspuesto el escollo de guijarros que ya mencioné, advirtió la horrible naturaleza de su descubrimiento. Fue bastante repentino. Cuando llegó a la cima de la loma, los cuerpos redondos se separaron, mostrando que el objeto rosáceo era un cuerpo humano parcialmente devorado, aunque fue incapaz de distinguir si era un hombre o una mujer. Y los cuerpos redondos eran unas criaturas desconocidas y de aspecto terrible, de forma semejante a la de un pulpo, y con enormes
tentáculos, muy largos y flexibles, que se enrollaban copiosamente sobre el suelo. La piel era de una textura reluciente, desagradable a la vista, como cuero lustrado. La curvatura inferior de la boca rodeada de tentáculos, la curiosa excrecencia de la curvatura, los tentáculos, y los grandes ojos inteligentes sugerían grotescamente un rostro. Su cuerpo tenía el tamaño de un cerdo grande, y los tentáculos le parecieron de varios metros de longitud. Había, cree el señor Fison, al menos siete u ocho de estas criaturas. Veinte metros más allá, entre el oleaje de la marea que ahora ascendía, dos más emergían del mar. Sus cuerpos yacían laxamente sobre las rocas, y sus ojos lo contemplaban con maligno interés: pero aparentemente el señor Fison no tuvo miedo, o no advirtió que estaba en peligro. Probablemente, su confianza puede atribuirse a la lasitud de la actitud de esas criaturas. Pero estaba horrorizado, por supuesto, e intensamente excitado e indignado ante esas criaturas repelentes que devoraban carne humana. Pensó que se habrían encontrado por azar con el cadáver de un ahogado. Les gritó, con la idea de alejarlas y, viendo que no se movían de su alrededor, recogió un pedrusco redondo y se lo arrojó a una de ellas. Y entonces, desenrollando lentamente sus tentáculos, todas empezaron a moverse hacia él, reptando deliberadamente al principio, y ronroneando suavemente una a otra. En un momento, el señor Fison advirtió que estaba en peligro. Gritó otra vez, arrojó sus botas y con un salto comenzó a alejarse. A veinte metros se detuvo y se volvió, juzgando lentas a las criaturas, y ¡mirad! ¡los tentáculos de la primera ya aparecían por encima de la loma sobre la que había estado parado! Ante esto volvió a gritar, pero ya no era un grito de amenaza sino de temor, y comenzó a saltar, corriendo, resbalando, vadeando el desigual terreno que lo separaba de la playa. Repentinamente, los altos y rojos acantilados parecían muy distantes, y vio, como si fueran criaturas de otro mundo, a dos diminutos trabajadores ocupados en la reparación, de la escalera, que muy poco sospechaban la lucha por la vida que había comenzado debajo de ellos. En un momento pudo oír que las criaturas chapoteaban en un estanque a menos de cuatro metros detrás de él, y otra vez resbaló y casi cayó. Lo persiguieron hasta el pie de los acantilados y solo desistieron cuando llegó junto a los trabajadores al pie de la escalera que ascendía por la ladera. Los tres hombres las apedrearon durante un rato, y luego se apresuraron a ascender hasta la cima del acantilado, tomando el sendero hasta Sidmouth, para conseguir ayuda y un bote, y para rescatar el cuerpo profanado de las garras de esas abominables criaturas. 2 Y, como si no hubiese pasado peligros suficientes ese día, el señor Fison salió con el bote para señalar el lugar exacto de su aventura. Como había marea baja, necesitaron hacer un rodeo considerable para aproximarse al lugar, y para cuando llegaron a la escalera, el cuerpo mutilado había desaparecido. El agua ascendía ahora, sumergiendo una laja de piedra tras otra, y los cuatro hombres del bote —es decir los trabajadores, el botero y el señor Fison— traspasaron su atención de los puntos de referencia de la costa hacia el agua que se extendía por debajo de la quilla. Al principio no pudieron ver otra cosa más que una oscura jungla de laminaria, y algún pez que pasaba ocasionalmente como una saeta. Estaban ansiosos de aventura, y expresaron libremente su disgusto. Pero de inmediato vieron a uno de los monstruos que nadaba hacia el mar, con un movimiento de giro que le sugirió al señor Fison el retorcido giro de un globo cautivo. Casi de inmediato, las ondulantes hojas de laminaria se agitaron extraordinariamente, apartándose por un momento, y tres de las bestias se hicieron oscuramente visibles, luchando por lo que tal vez fuera un fragmento del hombre
ahogado. En un momento, las oscuras cintas verde oliva habían vuelto a cubrir el contorsionado grupo. Ante eso, los cuatro hombres, grandemente excitados, comenzaron a gritar y a golpear el agua con los remos, y de inmediato vieron un tumultuoso movimiento entre las algas. Desistieron de ver con mayor claridad, y tan pronto como el agua se aquietó, les pareció advertir que todo el fondo del mar, a través de las algas, estaba cubierto de ojos. —¡Horribles cerdos! —gritó uno de los hombres— ¡Qué, hay docenas! En seguida, las cosas empezaron a elevarse en el agua que rodeaba a los hombres. Desde entonces, el señor Fison ha descrito al escritor esta alarmante erupción surgida del ondulante banco de laminaria. A él le pareció que duraba un tiempo considerable, pero es probable que fuera un asunto de pocos segundos. Luego estas cosas se hicieron más grandes hasta que el fondo del mar se perdió bajo sus formas entremezcladas, y la punta de los tentáculos se elevó aquí y allá por encima del oleaje. Una de las criaturas se acercó audazmente al bote y, aferrándose de él con tres de sus tentáculos prestos a succionar, lanzó otros cuatro por encima de la borda, como si tuviera la intención de hacer zozobrar el bote o encaramarse en él. De inmediato, el señor Fison tomó el bichero y, golpeando con furia los tentáculos, la obligó a desistir. Fue golpeado en la espalda y casi lanzado sobre la borda por el botero, quien estaba usando el remo para resistir un ataque similar al otro costado del bote. Pero ante esto, los tentáculos de ambos lados soltaron su presa de inmediato, se deslizaron fuera de la vista y chapotearon en el agua. —Será mejor que salgamos de aquí —dijo el señor Fison, que temblaba con violencia. Se dirigió a la barra del timón, mientras que el botero y uno de los trabajadores se sentaban y comenzaban a remar. El otro trabajador permaneció a proa del bote, con el bichero, presto a golpear cualquier tentáculo que apareciera. Nada más parece haberse dicho. El señor Fison había expresado el sentimiento común sin necesidad de rectificación. De talante sombrío y temeroso, con rostros blancos y demudados, los cuatro hombres se dispusieron a escapar de la posición en que tan imprudentemente se habían colocado. Pero apenas si los remos llegaron a tocar el agua antes que fueran inmovilizados por oscuras y serpentinas sogas ahusadas, que también rodearon el timón; y otra vez volvieron los tentáculos, reptando por los lados con un movimiento rizado. Los hombres asieron los remos y tiraron, pero era como tratar de mover un bote en una flotante balsa de algas. —¡Auxilio aquí! —gritó el botero, y el señor Fison y el segundo trabajador corrieron a añadir sus fuerzas al remo. Luego el hombre del bichero —su nombre era Ewan, o Ewen— saltó con una maldición, y comenzó a golpear hacia abajo, por encima de la borda, hacia el banco de tentáculos que ahora se apiñaba contra el fondo del bote. Y, al mismo tiempo, ambos remeros se pusieron de pie para tratar de conseguir una oportunidad mejor de recobrar sus remos. El botero le entregó el suyo al señor Fison, quien se esforzó desesperadamente, en tanto el hombre sacaba una enorme navaja y, recostándose sobre la borda, comenzaba a acuchillar los brazos que brotaban del mango del remo. El señor Fison, que se tambaleaba con el tembloroso balanceo del bote, con los dientes apretados, casi sin aliento, y las venas de la mano resaltándole mientras tiraba del remo, miró de repente hacia mar abierto. Y allí, a menos de cincuenta metros, había un gran bote que se encaminaba hacia ellos, con tres mujeres y un niño pequeño a bordo. Un botero remaba, y un hombrecito que tenía una cinta rosa en el sombrero, estaba a proa, saludándolos. Por un momento, por supuesto, el señor Fison pensó en ayuda, y luego pensó en el niño. Dejó entonces su remo, alzó ambos brazos en un gesto frenético, y gritó al grupo que se mantuviera alejado «¡en nombre de Dios!» Dice mucho de la modestia y valor del señor Fison el hecho de que no parece advertir que haya habido
nada de heroísmo en su actuación de ese momento. El remo que había soltado fue inmediatamente atraído hacia abajo, y luego reapareció flotando a veinte metros de distancia. En el mismo momento, el señor Fison sintió que el bote se inclinaba violentamente bajo sus pies y un ronco grito, el prolongado grito de terror de Hill, el botero, hizo que olvidara por completo el grupo de excursionistas. Se volvió y vio a Hill acuclillado junto a la agarradera delantera del remo, con el brazo derecho por encima de la borda, y fuertemente atraído hacia abajo. El botero emitió entonces una sucesión de agudos y cortos gritos: —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! El señor Fison cree que debía haber estado acuchillando a los tentáculos por debajo de la línea del agua cuando fue atrapado por ellos, pero, por supuesto, es imposible decir con certeza lo que pasó. El bote estaba levantado de un costado, de modo que la borda estaba a diez centímetros del agua, y tanto Ewan como el otro trabajador golpeaban el agua con el bichero y el remo a ambos lados del brazo de Hill. Instintivamente, el señor Fison se ubicó para equilibrar el peso. Entonces Hill, quien era un hombre macizo y poderoso, hizo un esfuerzo desesperado, y se puso casi de pie. Alzó el brazo, por cierto, completamente fuera del agua. De él pendía una complicada maraña de lianas pardas; y los ojos de una de las bestias que lo asían, se vieron momentáneamente en la superficie, brillando con fuerza y determinación. El bote se inclinó más y más, y el agua marrón verdosa se precipitó en cascada por un lado. Entonces Hill resbaló y cayó sobre sus costillas contra el costado, y su brazo y la masa de tentáculos volvieron a chapotear en el agua. Hill rodó sobre la borda; una de sus botas golpeó al señor Fison en la rodilla, cuando este caballero se abalanzaba para asirlo, y en un momento más otros tentáculos se habían enrollado en su cintura y en su cuello, y luego de una convulsa y breve lucha, durante la que el bote estuvo a punto de zozobrar, Hill fue lanzado por encima de la borda. El bote se enderezó con un violento sacudón que casi hace caer al señor Fison por el otro lado, ocultando de sus ojos la lucha acuática. Se tambaleó durante un momento, tratando de recuperar el equilibrio, y mientras lo hacía, advirtió que la lucha y la marea ascendente habían vuelto a llevarlos hasta las rocas cubiertas de algas. A menos de cuatro metros, una laja de rocas aún se alzaba con rítmicos movimientos por encima del oleaje de la marea. En un momento, el señor Fison asió el remo de Ewan, dio una poderosa palada y luego, dejándolo caer, corrió hacia la proa y saltó. Sintió que sus pies resbalaban sobre la roca y, con un esfuerzo frenético, saltó hacia otra masa más allá. Tropezó, cayó de rodillas, y volvió a levantarse. —¡Cuidado! —gritó alguien, y un gran cuerpo parduzco lo golpeó. Uno de los trabajadores lo había golpeado, sumergiéndolo en uno de los estanques, y mientras descendía oyó gritos ahogados, lejanos, que en ese momento creyó que provenían de Hill. Luego se maravilló de la agudeza y variedad de la voz de Hill. Alguien saltó por encima de él, y una curva avalancha de agua espumosa se derramó encima de su cuerpo, y pasó. Se puso de pie chorreando agua y, sin mirar hacia el mar, corrió hacia la costa con tanta rapidez como le permitió su terror. Ante él, sobre el liso espacio sembrado de rocas, tropezaban los dos trabajadores uno doce metros por delante del otro. Finalmente miró por encima del hombro y, viendo que no lo perseguían, se dio vuelta. Estaba atónito. Desde el momento en que los cefalópodos habían emergido del agua, había actuado con demasiada rapidez para comprender plenamente sus actos. Ahora le parecía que había salido repentinamente de un mal sueño. Porque allí estaba el cielo, sin una nube y refulgiendo bajo el sol de la tarde, el mar hinchado bajo su brillo despiadado, la suave espuma cremosa de la rompiente, y los bajos, largos, oscuros escollos de roca. El bote flotaba, derecho, elevándose y cayendo suavemente sobre el oleaje a casi doce metros de la costa. Hill y los monstruos, toda la
tensión y el tumulto de esa despiadada lucha por la vida, se habían desvanecido como si no hubieran existido jamás. El corazón del señor Fison golpeaba con violencia; latía hasta en la punta de sus dedos, y respiraba profundamente. Faltaba algo. Durante algunos segundos no pudo pensar con claridad qué era. Sol, cielo, mar, rocas... ¿qué era? Luego recordó el bote de los excursionistas. Había desaparecido. Se preguntó si no lo habría imaginado. Se volvió, y vio a los dos trabajadores de pie, juntos, bajo las elevadas masas de los altos acantilados rosados. Vaciló pensando si haría un último intento de salvar a Hill. Su excitación física pareció abandonarlo repentinamente, dejándolo indefenso y vacío. Se dirigió hacia la costa, tropezando y vadeando hacia sus dos compañeros. Miró hacia atrás una vez más, y ahora había dos botes a flote, y el más distante cabeceaba torpemente, con el fondo hacia arriba. 3 Así fue como el Haploteuthis ferox hizo su aparición en la costa de Devonshire. Hasta ahora, ésta ha sido su agresión más seria. El relato del señor Fison, junto con la ola de accidentes de botes y bañistas a la que ya he aludido, y la ausencia de peces en las costas de Socnish ese año señalan claramente la presencia de un cardumen de estos voraces monstruos de las profundidades merodeando lentamente a lo largo de la línea de la marea, junto a la costa. Una migración de hambre ha sido sugerida, lo sé, como la causa que los trajo hasta aquí; pero, por mi parte, prefiero creer en la teoría alternativa de Hemsley. Hemsley sostiene que un cardumen o banco de estas criaturas puede haberse aficionado a la carne humana por accidente, cuando un barco zozobró entre ellas; y ha vagado en busca de carne humana fuera de su zona acostumbrada; yendo paralelamente a los barcos o siguiéndolos, ha llegado a nuestras costas en la estela del tráfico del Atlántico. Pero discutir los convincentes argumentos de Hemsley, admirablemente explicados, estaría fuera de lugar aquí. Aparentemente, el apetito del cardumen fue satisfecho por las once personas que atraparon —pues en la medida que puede afirmarse, había diez personas en el segundo bote—, y por cierto que las criaturas no dieron más muestras de su presencia cerca de Sidmouth ese día. La costa entre Seaton y Budleigh Salterton fue patrullada toda esa tarde y esa noche por cuatro botes del Servicio Preventivo, tripulados por hombres armados con arpones y machetes, y a medida que la noche avanzaba, un número de expediciones igualmente equipadas, organizadas privadamente, se unieron a ellos. El señor Fison no tomó parte en ninguna de estas expediciones. Alrededor de medianoche, se oyeron excitadas voces provenientes de un bote situado a unas dos millas al sudeste de Sidmouth, y se vio un farol que se agitaba de una manera extraña, de lado a lado y de arriba abajo. Los botes más próximos se apresuraron a llegar hasta el sitio de la alarma. Los audaces ocupantes del bote, un marinero, un cura y dos escolares, habían visto realmente cómo los monstruos pasaban por debajo del bote. Aparentemente, las criaturas eran, como la mayoría de los organismos de las profundidades, fosforescentes, y habían pasado flotando, a cinco pies de profundidad, como hechas de rayos de luna a través de la negrura del agua, con los tentáculos retraídos como si durmieran, girando y girando, y moviéndose lentamente hacia el sudeste en una formación cuneiforme. Los tripulantes del bote relataron esto por gestos, en forma fragmentaria, ya que primero se les acercó un bote y luego otro. Finalmente, una pequeña flota de ocho o nueve botes se reunió a su alrededor, y de ella se elevó un tumulto, como la cháchara de un mercado, que quebró el silencio de la noche. Había muy poco ánimo para perseguir al cardumen, la gente no tenía armas ni experiencia para una cacería tan dudosa, y casi inmediatamente —puede ser que con alivio— los botes regresaron a la costa.
Y ahora diremos lo que tal vez sea el hecho más admirable de toda esta asombrosa incursión. No tenemos la más ligera idea de los siguientes movimientos del cardumen, a pesar de que toda la costa sudoeste estaba alerta. Pero puede, tal vez, ser significativo que un cachalote haya sido hallado en Sark el tres de junio. Dos semanas y tres días después del incidente de Sidmouth, un Haploteuthis vivo llegó a la costa sobre las arenas de Calais. Estaba vivo, porque varios testigos vieron que sus tentáculos se movían convulsivamente. Pero es probable que estuviera agonizando. Un caballero llamado Pouchet consiguió un rifle y le disparó. Esa fue la última aparición de un Haploteuthis vivo. No se vieron otros en las costas francesas. El 15 de junio, un cadáver, casi completo, fue llevado por el mar hasta la costa, cerca de Torquay, y pocos días más tarde, un bote de la estación Marina de Biología, dragando Plymouth, recogió un espécimen descompuesto, profundamente desgarrado por una herida de machete. Cómo había hallado la muerte el aludido espécimen, es imposible decir. Y el último día de junio, el señor Egbert Caine, un artista que se bañaba en Newlyn, alzó los brazos, gritó, y fue arrastrado bajo el agua. Un amigo que lo acompañaba no hizo ningún intento de salvarlo, sino que nadó de inmediato hacia la costa. Este es el último hecho para relatar acerca de esta extraordinaria incursión de las profundidades del mar. Si fue realmente la última de estas horribles criaturas es, hasta ahora, prematuro decirlo. Pero se cree, y ciertamente debe esperarse, que han retornado ahora, y para siempre, a las sombrías profundidades del mar, desde donde tan extraña y misteriosamente se elevaron.
EL ROJO Jack London ¡Allí estaba! Bassett, mientras la controlaba con su reloj, comparó la abrupta liberación de sonido, con la trompeta de un arcángel. Los muros de las ciudades, meditó, bien podían desmoronarse ante una intimación tan apremiante. Por milésima vez trató vanamente de analizar la cualidad tonal de ese enorme repique que dominaba la tierra hasta mucho más allá de las plazas fuertes de las tribus vecinas. El desfiladero montañoso donde se originaba resonó ante la ascendente marea del sonido, hasta que desbordó e inundó la tierra y el cielo y el aire. Con la desenfrenada fantasía de un hombre enfermo, lo comparó al poderoso grito de algún Titán del Viejo Mundo, afligido por la desdicha o la ira. Se elevó más y más, desafiante e inquisidor, con tal profundidad de volumen que parecía hecho para oídos situados más allá de los estrechos confines del sistema solar. También en él existía el clamor de una protesta, la que decía que no había oídos para oír y comprender su mensaje. Esa era la fantasía del hombre enfermo. Aun así trató de analizar el sonido. Era sonoro como el trueno, maduro como una campana de oro, tenue y delicado como el tañido de una tensa cuerda de plata: no, no era nada de eso, ni una mezcla de eso. No había palabras ni símiles en su vocabulario ni en su experiencia con las cuales describir la totalidad de ese sonido. Pasó el tiempo. Los minutos se hicieron cuartos de hora, y los cuartos de hora medias horas, y el sonido aún persistía, siempre cambiando su impulso vocal inicial aunque sin recibir nuevo impulso, esfumándose, ensombreciéndose, muriendo tan enormemente como había llegado a la vida. Se trasformó en una confusión de inquietos bisbiseos y balbuceos y colosales murmullos. Lentamente se retiró, sollozo a sollozo, al interior del enorme pecho que lo hubiera engendrado, hasta que gimoteó mortales susurros de ira e igualmente seductores susurros de deleite, luchando aún por ser oído, por trasmitir algún
secreto cósmico, algún mensaje de infinito valor e importancia. Menguó hasta ser el fantasma de un sonido que había perdido su amenaza y su promesa, y se convirtió en algo que pulsaba en la conciencia del hombre enfermo durante muchos minutos después de haber cesado. Cuando ya no pudo oírlo, Bassett miró su reloj. Una hora había trascurrido antes de que la trompeta del arcángel cayera en la nada tonal. ¿Era ésta, entonces, su torre oscura?—meditó Bassett, recordando su Browning y contemplando sus manos esqueléticas y devastadas por la fiebre. Y la fantasía lo hizo sonreír: Childe Roland llevándose un cuerno a los labios con un brazo tan debilitado como el de él. ¿Habían pasado meses, o años —se preguntó— desde que oyera por primera vez aquella misteriosa llamada desde la playa de Rigmanu? No podía decirlo con certeza. La larga enfermedad había sido más larga. En la estimación consciente del tiempo, sabía que habían sido meses, muchos; pero no había modo de calcular los intervalos de delirio y estupor. ¿Y cómo le iría al capitán Bateman, del barco esclavista Nari?, se preguntó; ¿y el compañero borracho del capitán Bateman, ya habría muerto de delirium tremens? Bassett abandonó estas vanas especulaciones para dedicarse inútilmente a recordar todo lo que había ocurrido desde aquel día en la playa de Rigmanu, cuando escuchó el sonido por primera vez, y se internó en la jungla en pos de él. Sagawa había protestado. Aún podía verlo, con su extraña carita simiesca elocuente con el miedo, su espalda cargada con las cajas para especímenes, en las manos la red de cazar mariposas de Bassett y la escopeta de naturalista, mientras trinaba en su inglés Beche de mer: «Yo hombre demasiado asustado de ir a la maleza. Mal hombre muchacho demasiados detenidos en la maleza.» Bassett sonrió tristemente ante el recuerdo. El pequeño muchacho de New Hanover había tenido miedo, pero había demostrado serle fiel, siguiéndolo sin vacilar a la maleza en busca del sonido maravilloso. Nada de tronco de árbol ahuecado con fuego, eso, llamando a guerra a través de las profundidades de la jungla, había sido la conclusión de Bassett. Su siguiente conclusión había sido errónea, es decir, había supuesto que la fuente o causa no podía estar a más de una hora de marcha y que estaría cómodamente de regreso para media tarde, cuando lo recogería el bote ballenero del Nari. «Ese ruido del hombre grande no es bueno, todo el mismo diablo-diablo» había sentenciado Sagawa. Y Sagawa había estado en lo cierto. ¿Acaso no lo habían decapitado ese mismo día? Bassett se estremeció. Sin duda Sagawa también había sido comido por el mal hombre muchacho demasiados detenidos en la maleza. Podía verlo, tal como lo había visto por última vez, despojado de la escopeta y de todos los avíos de naturalista de su amo, tendido en la angosta senda en la que había sido decapitado apenas un minuto antes. Sí, en un minuto había sucedido. Un minuto antes, Bassett, mirando para atrás, lo había visto caminar dificultosa y pacientemente bajo el peso de su carga. Luego su propia preocupación lo sorprendió. Se miró los muñones cruelmente cicatrizados del primero y segundo dedo de su mano izquierda, luego se los frotó con suavidad en el hueco de la parte posterior del cráneo. Rápido como había sido el destello del tomahawk de largo mango, él había sido lo suficientemente rápido como para ladear la cabeza y desviar parcialmente el golpe con su mano alzada. Dos dedos y una molesta herida en el cuero cabelludo fue el precio que pagó por su vida. Con uno de los caños de su escopeta calibre diez le había quitado la vida al bosquimano que casi lo había matado; con el otro caño había acribillado a los bosquimanos inclinados sobre Sagawa, y tuvo el placer de saber que la mayor parte de la carga le había dado al que se alejó a los saltos con la cabeza de Sagawa. Todo había ocurrido con la rapidez del relámpago. Solo él, el bosquimano muerto y lo que quedaba de Sagawa estaban en la angosta senda para cerdos. De la oscura jungla que se extendía a ambos lados no llegaba ningún roce de movimiento, ningún sonido de vida. Y había sufrido una evidente y horrible conmoción. Por primera vez en su vida había matado a un ser humano.
Entonces había comenzado la cacería. Retrocedió por la senda de cerdos delante de sus cazadores, que estaban entre él y la playa. No pudo adivinar cuántos eran. Por lo que vio de ellos, tanto podía haber uno como cien. Estaba seguro de que algunos de ellos se habían encaminado a los árboles y habían viajado por la bóveda de la jungla; pero en el mejor de los casos solo había podido ver de reojo algún ocasional movimiento de sombras. No podía oír ninguna cuerda de arco que se tensara a su alrededor, pero a cada rato, sin que él supiera de dónde provenían, pequeñas flechas pasaban susurrando a su lado, o se incrustaban en los troncos de los árboles y caían en el suelo junto a él. Tenían punta de hueso y mango emplumado. Una vez —y ahora, después de todo el tiempo trascurrido, rió gozosamente al recordarlo— había detectado una sombra moviéndose por sobre su cabeza, que se aquietó instantáneamente cuando él miró hacia arriba. No pudo distinguir nada, pero, decidiendo arriesgarse, disparó contra ella una nutrida carga de calibre cinco. Chillando como un gato furioso, la sombra se estrelló entre helechos y orquídeas, hasta que cayó a sus pies con un golpe seco, y aún chillando de furia y dolor hundió sus dientes humanos en la caña de sus rústicos borceguíes. El, por su parte, no permaneció ocioso, y con el pie libre había reducido a silencio el chillido. Tanto se había habituado Bassett al salvajismo desde entonces, que volvió a reír ante el gozo que le producía el recuerdo. ¡Qué noche había sido ésa! No era raro que hubiera acumulado tal variedad de fiebres virulentas, pensó, mientras recordaba aquella insomne noche de tormentos, cuando el latido de sus heridas no era nada comparado con la miríada de picaduras de mosquitos. No había habido medio de escapar de ellos, y no se había atrevido a encender una hoguera. Literalmente, habían bombeado en su cuerpo tanto veneno como para colmarlo, de modo que, al llegar el día, con los ojos cerrados por la hinchazón, había seguido avanzando ciegamente, sin preocuparse demasiado de que su cabeza fuera cercenada, y su osamenta siguiera a la de Sagawa en dirección a la hoguera. Veinticuatro horas lo habían trasformado en una ruina, de cuerpo y espíritu. Escasamente se había mantenido cuerdo, tan enloquecido estaba por la tremenda inoculación de veneno que había sufrido. Varias veces había disparado efectivamente su escopeta contra las sombras que lo acechaban. Las picaduras de los insectos diurnos y de los jejenes se añadieron a sus tormentos, en tanto que sus sangrantes heridas atraían bandadas de aborrecibles moscas que se posaban perezosamente sobre su piel, y que él debía espantar y aplastar. Una vez, durante ese día, había oído nuevamente el maravilloso sonido, aparentemente más lejano, pero elevándose imperiosamente por encima de los tambores de guerra de la jungla, que batían más cercanos. Allí había cometido su error. Pensando que había pasado junto al sonido y que, en consecuencia, éste se hallaba entre él y la playa de Rigmanu, había regresado en esa dirección, cuando en realidad se adentraba más y más en el corazón de la isla inexplorada. Esa noche, arrastrándose entre las retorcidas raíces de un banano, había dormido, exhausto, dejando que los mosquitos hicieran su voluntad con él. Los días y las noches que siguieron eran tan vagos como pesadillas en su mente. Una de las visiones que recordaba con claridad era la de encontrarse repentinamente en medio de una aldea de la jungla contemplando cómo los ancianos y los niños huían hacia la selva. Todos huyeron menos uno. Cerca de él y desde arriba, provino un gemido como el de un animal dolorido o aterrorizado, que lo sobresaltó. Y cuando miró hacia arriba la vio: una niña, o una joven, mejor dicho, colgada de un brazo bajo el abrasante sol. Tal vez hubiera estado colgada así durante días. Su lengua hinchada y prominente hacía pensar de ese modo. Aun con algo de vida, ella fijó en él sus ojos con gran terror. Más allá de toda ayuda, él decidió, al advertir la hinchazón de las piernas, que denotaba que las articulaciones habían sido aplastadas y los huesos fracturados. Resolvió, matarla, y allí terminaba la visión. No podía recordar si lo había hecho o no, como tampoco podía recordar de qué modo había llegado a esa aldea o cómo había logrado alejarse de allí.
Muchas escenas, deshilvanadas, iban y venían en la mente de Bassett mientras recordaba ese período de terribles vagabundeos. Recordó haber invadido otra aldea de una docena de casas y haber echado a todos con su escopeta, a todos menos a un viejo, demasiado débil para huir, que lo había escupido y había gemido y refunfuñado mientras él cavaba para abrir un horno de tierra y extraía de entre las piedras calientes un cerdo asado que esparcía un delicioso aroma a través de su envoltura de hojas verdes. En ese momento se apoderó de él un salvaje desenfreno. Después de haber satisfecho su hambre, listo para partir con un cuarto trasero del cerdo en la mano, Bassett había incendiado el techo de hojas de una choza con su lupa. Pero marcada a fuego en lo más profundo de la mente de Bassett, estaba la jungla, húmeda y fétida. Realmente apestaba a maldad, y siempre estaba en penumbras. Muy de tanto en tanto un rayo de sol penetraba su enmarañado techo de treinta metros de altura. Y bajo ese techo se extendía un aéreo limo de vegetación, un monstruoso y parasitario rezumadero de decadentes formas de vida que arraigaban en la muerte y vivían de la muerte. Y él vagaba entre todo esto, siempre perseguido por las móviles sombras de los antropófagos, espectros del demonio que no se atrevían a enfrentarlo abiertamente pero que sabían que, tarde o temprano, se alimentarían de él. Bassett recordó que en ese momento, en los intervalos de lucidez, se había comparado a un toro herido perseguido por coyotes de la llanura, demasiado cobardes para luchar con él por su carne, pero seguros de su inevitable fin, tras el cual se saciarían. Tal como los cuernos y los poderosos cascos del búfalo mantenían alejados a los coyotes, así su escopeta alejaba a estos nativos de las Islas Salomón, a estas penumbrosas sombras de los bosquimanos de la isla de Guadalcanal. Llegó el día de las praderas. Abruptamente, como hendida por la espada de Dios en la mano de Dios, la jungla terminó. El límite, perpendicular y tan negro como su infamia, medía treinta metros de arriba abajo. Y, comenzando en su borde, crecía la hierba: dulce, suave, tierna hierba de pastoreo que hubiera deleitado los ojos y las bestias de cualquier hombre y que se extendía y se extendía durante leguas y leguas de aterciopelado verdor, hasta el espinazo de la gran isla, la encumbrada cordillera que algún antiguo cataclismo de la tierra había elevado, serrada e irregular pero aún indemne bajo las erosivas lluvias tropicales. ¡Pero la hierba! Se había arrastrado unos doce metros sobre ella, había enterrado su rostro en ella, la había olido, y había caído en un acceso de llanto involuntario. Y, mientras sollozaba, el maravilloso sonido había repicado, como si con repicar, había pensado a menudo desde entonces, pudiera describirse adecuadamente un sonido tan vasto, tan conmovedoramente dulce. Era más dulce que cualquier otro sonido que hubiera escuchado. Era vasto, de una resonancia tan poderosa como si procediera de la broncínea garganta de algún monstruo. Y sin embargo lo llamaba a través de las leguas y leguas de sabana, y era como una bendición para su sufriente espíritu devastado por el dolor. Recordó cómo había yacido sobre la hierba, con las mejillas mojadas pero ya sin llorar, escuchando el sonido y preguntándose cómo habría podido oírlo en la playa de Rigmanu. Alguna triquiñuela de las presiones y las corrientes de aire, reflexionó, era lo que había permitido que el sonido se difundiera tan lejos. Esas condiciones podrían no volver a darse en mil días o en diez mil, pero se habían dado justamente el día en que él había desembarcado del Nari para coleccionar especímenes durante varias horas. Buscaba especialmente la famosa mariposa de la jungla, de un pie de largo de punta a punta de las alas, tan aterciopelada y polvorienta por la ausencia de color como lo era el techo mismo de la jungla, y que solo podía cazarse con una descarga de perdigones. Con este propósito Sagawa llevaba su escopeta de calibre veinte.
Había pasado dos días arrastrándose por ese cinturón herboso. Había sufrido mucho, pero la persecución había cesado en el límite de la selva. Y hubiera muerto de sed si una fuerte tormenta no lo hubiera revivido al segundo día. Y luego llegó Balatta. Bajo la primera sombra, donde la sabana se rendía a la densa jungla montañosa, él se había desplomado para morir. Al principio ella había chillado de placer ante su impotencia, y estuvo a punto de destrozarle el cráneo con una gruesa rama del bosque. Tal vez fuera su misma impotencia lo que la atrajo, y su curiosidad humana lo que la hizo refrenarse. De todos modos, se refrenó, pues cuando él volvió a abrir los ojos ante el inminente golpe, vio que ella lo estudiaba con atención. Los ojos azules y la blanca piel de él eran lo que le había asombrado en especial. Fríamente, ella se había agachado sobre sus nalgas, había escupido sobre un brazo de él, y con la punta de los dedos había raspado la capa de días y noches de inmundicia y jungla que empañaban la prístina blancura de su piel. Y todo lo de ella lo había conmovido especialmente, aunque no había nada de convencional en su aspecto. Se rió débilmente ante el recuerdo, porque ella había sido tan inocente de su apariencia como Eva antes de la aventura de la hoja de parra. Regordeta y esbelta al mismo tiempo, de miembros asimétricos, con músculos tensos como una soga, cubierta de suciedad desde la infancia, salvo por duchas casuales, le pareció, a sus ojos científicos, el prototipo de la mujer más fea que hubiera visto. Sus senos denunciaban al mismo tiempo su juventud y madurez; y su sexo se ponía de manifiesto por medio del único artículo de adorno que llevaba, esto es, una cola de cerdo, que atravesaba el agujero del lóbulo de su oreja izquierda. La cola había sido cortada tan recientemente, que uno de sus extremos, en carne viva, aún goteaba sangre, que se endurecía sobre su hombro como otras tantas gotas del sebo de una vela. ¡Y su rostro! Un retorcido y marchito complejo de rasgos simiescos, perforados por las mongólicas ventanas de la nariz, vueltas hacia arriba, abiertas hacia el cielo, por una boca que se curvaba desde el enorme labio superior y se esfumaba precipitadamente en un mentón retraído, y por unos escrutadores ojos belicosos que parpadeaban como lo hacen los de los habitantes de la jaulas de los monos. Ni siquiera el agua que le trajo en una hoja del bosque, ni la vieja y casi putrefacta tajada de cerdo asado, pudieron redimir en lo más mínimo su grotesca fealdad. Después de haber comido débilmente durante un lapso, él cerró los ojos para no verla, aunque una y otra vez, ella lo obligaba a abrir los ojos para poder mirar su color azul. Entonces volvió el sonido. Su efecto sobre ella había sido asombroso. Se encogió ante él, escondiendo el rostro y gimiendo y balbuceando de temor. Pero después de una hora, cuando el sonido dejó de existir, Bassett cerró los ojos y se quedó dormido, mientras Balatta le espantaba las moscas. Cuando despertó era de noche, y ella se había ido. Pero él advirtió que sus fuerzas habían regresado y, como para entonces ya estaba tan completamente inoculado del veneno de los mosquitos como para no sufrir más inflamaciones, cerró los ojos y durmió sin despertarse hasta la salida del sol. Un poco más tarde, Balatta había regresado, trayendo con ella a una media docena de mujeres quienes, a pesar de ser feas, no eran evidentemente tan feas como ella. Con su conducta, Balatta demostró que lo consideraba su propiedad, su descubrimiento, y el orgullo con que lo exhibía habría sido cómico de no estar en una situación tan desesperada. Más tarde, después de lo que para él había sido un terrible viaje de muchas millas, cuando se desplomó frente a la casa del diablo-diablo a la sombra del árbol del pan, ella había demostrado tener ideas muy vitales acerca de cómo retener su posesión de él. Ngurn, a quien Bassett conocería después como al doctor, o sacerdote o médico diablo-diablo de la aldea, había querido su cabeza. Otros de los hombres que parloteaban y hacían muecas, todos desprovistos de ropas y de aspecto tan bestial como Balatta, habían querido su cuerpo para asarlo en el horno. En ese momento él no había entendido su lengua, si con la palabra lengua pueden ser
dignificados los toscos sonidos que emitían para representar ideas. Pero Bassett había comprendido completamente el tema del debate, en especial cuando los hombres apretaron y pellizcaron y palparon su carne, como si fuera un trozo en venta en el mostrador del carnicero. Balatta estaba perdiendo el debate con rapidez cuando sucedió el accidente. Uno de los hombres, que examinaba con curiosidad la escopeta de Bassett, había conseguido amartillarla y apretar el gatillo. El retroceso de la culata en el estómago del hombre no había sido el resultado más sanguinario, pues la descarga, a un metro de distancia, había volado la cabeza de uno de los polemistas. Hasta Balatta se unió a la huida de los otros, y, antes de que regresaran, con sus sentidos ya vacilantes por el siguiente ataque de fiebre, Bassett había recuperado la posesión de la escopeta. Tras lo cual, aunque sus dientes se entrechocaban por los escalofríos y sus ojos lacrimosos apenas si podían ver, se aferró a su desvaneciente conciencia hasta que pudo intimidar a los bosquimanos con las sencillas magias del compás, el reloj, la lupa y los fósforos. Finalmente, acentuando debidamente la solemnidad y el pavor, había matado un cerdo con su escopeta y se había desmayado de inmediato. Bassett flexionó los músculos del brazo para comprobar qué fuerza residiría en su debilidad, y se arrastró lento y tambaleante hasta ponerse de pie. Estaba impresionantemente demacrado; sin embargo, durante las diversas convalecencias de sus muchos meses de enfermedad, jamás había recuperado las fuerzas hasta este punto. Lo que temía era otra recaída como las que había experimentado con frecuencia. Sin drogas, sin siquiera quinina, había logrado sobrevivir a una combinación de malaria y de las más perniciosas y malignas fiebres tropicales. Pero, ¿continuaría resistiendo? Ese era su eterno interrogante. Porque, como genuino científico que era, no moriría satisfecho hasta no haber resuelto el secreto del sonido. Apoyándose en una rama, se tambaleó unos metros hasta la casa del diablo-diablo donde la muerte y Ngurn reinaban en la oscuridad. La casa del diablo-diablo era, en opinión de Bassett, tan oscura y maloliente como la jungla. No obstante, allí estaba usualmente su camarada e informador favorito, Ngurn, siempre ansioso de un rato de conversación, mientras se sentaba sobre las cenizas de la muerte y hacía girar con astucia bajo un lento humo las ahumadas cabezas que pendían de las vigas. Porque, durante los meses de conciencia de su larga enfermedad, Bassett había conseguido dominar las simplicidades psicológicas y las dificultades de la lengua de la tribu de Ngurn y Balatta, y Gngngn —este último era el joven jefe débil mental gobernado por Ngurn y quien, según se murmuraba, era su hijo. —¿Hablará hoy El Rojo? —preguntó Bassett, tan acostumbrado a la horripilante ocupación del viejo que incluso podía interesarse en los avances del proceso de ahumado. Con ojos de experto, Ngurn examinó la cabeza en la que estaba trabajando. —Pasarán diez días antes de que pueda decir «terminé» —dijo—. Jamás nadie ha preparado cabezas como éstas. Bassett sonrió interiormente ante la reticencia del viejo para hablarle de El Rojo. Siempre había sido así. Nunca, en ninguna oportunidad, Ngurn o cualquier otro miembro de la extraña tribu había divulgado ni el más mínimo indicio de las características físicas de El Rojo. El Rojo debía tener un físico, para poder emitir el maravilloso sonido, y aunque se lo llamaba El Rojo, Bassett no estaba seguro de que ése fuera su color. Sus acciones y poderes sí eran rojos, por lo que Bassett había logrado colegir. Ngurn le había informado que El Rojo no sólo era más bestialmente poderoso que los vecinos dioses tribales, siempre sediento de la roja sangre de los sacrificios humanos, sino que también los dioses vecinos habían sido sacrificados y atormentados ante él. Era el dios de una docena de aldeas aliadas similares a ésta, que era el centro y el gobierno de la
federación. A causa de El Rojo, muchas aldeas extrañas habían sido devastadas y arrasadas, y los prisioneros sacrificados a él. Eso sucedía ahora, y se extendía hasta los orígenes de la historia, relatado oralmente a través de las generaciones. Cuando él, Ngurn, era joven, las tribus que vivían más allá de la pradera, habían realizado una incursión de guerra. Durante el contraataque, Ngurn y sus camaradas habían hecho muchos prisioneros. Contando a los niños solamente, más de cinco veintenas habían sido desangrados ante El Rojo, y mucho, mucho más mujeres y hombres. El Trueno era otro de los nombres con que Ngurn designaba a la misteriosa deidad. También lo llamaba a veces El Gran Exclamador, El de la Voz Divina, El de Garganta de Pájaro, El de la Garganta tan Dulce como el Picaflor, El Cantor del Sol, y El Nacido en las Estrellas. ¿Por qué El Nacido en las Estrellas? En vano Bassett interrogaba a Ngurn. De acuerdo con el viejo doctor diablo-diablo, El Rojo había existido siempre, tal como ahora, para cantar y atronar su voluntad sobre los hombres. Pero el padre de Ngurn, envuelto en putrefactas esteras y colgando aún encima de sus cabezas entre las ahumadas vigas de la casa diablo-diablo, había sostenido algo diferente. El fallecido sabio había afirmado que El Rojo había llegado de la noche estrellada; si no ¿por qué —ese había sido su argumento— los viejos y! olvidados lo habrían llamado El Nacido en las Estrellas? Bassett no pudo ver nada convincente en ese argumento. Pero Ngurn afirmaba que durante todos los largos años de su larga vida, en los que había mirado muchas veces la noche estrellada, jamás había hallado una estrella en la pradera o en la jungla —y las había buscado—. Es verdad que había visto estrenas fugaces (esto había sido una respuesta para Bassett), pero también había contemplado la fosforescencia de los retoños de los hongos y de la carne putrefacta y de las luciérnagas en las noches oscuras, y las llamas de los incendios de los bosques y de los ardientes árboles de cera; sin embargo, ¿qué eran las llamas y las brasas cuando se habían consumido y abrasado y resplandecido? Respuesta: recuerdos, solo recuerdos, de cosas que habían dejado de ser, como recuerdos de los apareamientos ya terminados, de fiestas olvidadas, de deseos que no eran más que los espectros del deseo, abrasantes, llameantes, ardientes, y sin embargo inconclusos en el logro y el contentamiento y la satisfacción. ¿Dónde estaba el apetito de ayer? ¿La carne asada del cerdo al que la flecha del cazador había errado? ¿La doncella, muerta antes de que el joven la conociera? Un recuerdo no era una estrella, era la respuesta de Ngurn. ¿Cómo podía ser una estrella un recuerdo? Más aún, tras su larga vida, aún seguía observando que el cielo estaba inalterado. Jamás había advertido la ausencia de ninguna estrella de su lugar habitual. Además, las estrellas eran fuego, y El Rojo no era fuego —esta última traición involuntaria no significó nada para Bassett. —¿Hablará mañana El Rojo?—preguntó. Ngurn se encogió de hombros como diciendo: «¿Quién sabe?» —¿Y al otro día? ¿Y al día siguiente? —insistió Bassett. —Me gustaría ahumar tu cabeza —cambió de tema Ngurn—. Es diferente de las demás. Ningún diablo-diablo tiene una cabeza como ésa. Además, la ahumaría bien. Me llevaría meses y meses. Las lunas pasarían una tras otra y el humo sería muy lento, y yo mismo juntaría los materiales para producir el humo. La piel no se arrugaría. Sería tan tersa como ahora. Se puso de pie y tomó, de las oscuras vigas tiznadas por el ahumado de incontables cabezas, en donde el día no era más que una tiniebla, un paquete envuelto en esteras, y comenzó a abrirlo. —Es una cabeza como la tuya —dijo— pero muy mal ahumada. Bassett se había excitado ante la sugerencia de que era la cabeza de un hombre blanco, pues hacía mucho que había aceptado que estos habitantes de la selva, que vivían en el mismo centro de la gran isla, jamás habían tenido contacto con hombres
blancos. Por cierto que había descubierto que no conocían el casi universal inglés Beche de mer del sur del Pacífico Occidental. Ni tampoco tenían conocimiento del tabaco, ni de la pólvora. Tenían pocos y preciosos cuchillos hechos con flejes de hierro, y pocos y más preciosos tomahawks, que él había supuesto que habían sido capturados en alguna guerra con los, bosquimanos de la jungla quienes, a su vez, los habrían conseguido de un modo similar, de los buscadores de sal que bordeaban las playas coralíferas y que tenían ocasionales contactos con los hombres blancos. —Los hombres que viven en el exterior no saben curar cabezas —explicó Ngurn, mientras extraía de la estera una indudable cabeza de hombre blanco y la ponía en manos de Bassett. Era, sin dudarlo, vieja; el cabello rubio daba prueba de que era un hombre blanco. Podría haber jurado que había pertenecido a un inglés, y aun de mucho tiempo atrás a juzgar por las doradas argollas que todavía atravesaban los marchitos lóbulos de las orejas. —Ahora bien, tu cabeza... —dijo el doctor diablo-diablo, comenzando con su tópico favorito. —Te diré qué haremos —interrumpió Bassett, conmocionado por una idea nueva—. Cuando muera te dejaré mi cabeza para que la ahumes, si, primero, me llevas a ver a El Rojo. —Cuando estés muerto tendré tu cabeza de todos modos —dijo Ngurn, rechazando la proposición. Y agregó, con la brutal franqueza de los salvajes—: Además, no vivirás mucho tiempo. Ya casi eres un hombre muerto. Te debilitarás cada vez más. En pocos meses te tendré girando y girando entre el humo. Es placentero, durante las largas tardes, hacer girar la cabeza de alguien a quien se ha conocido tan bien como yo te conozco a ti. Y te hablaré y te diré todos los secretos que tanto quieres conocer. Que ya no importarán, porque estarás muerto. —Ngurn —amenazó Bassett, súbitamente furioso—. Sabes que el Hijo del Trueno en el Hierro es mío (esto era una referencia a su todopoderosa y pavorosa escopeta). Puedo matarte en cualquier momento, y entonces no tendrás mi cabeza. —Lo mismo la tendrá Gngngn, o alguno de mis compañeros —le aseguró Ngurn, complacido—. Y lo mismo girará y girará aquí entre el humo de la casa diablo-diablo. Cuanto más rápido me mates, tanto más rápido tu cabeza girará en el humo. Y Bassett supo que había perdido la discusión. ¿Qué era El Rojo?, se preguntó Bassett mil veces durante la semana siguiente, a medida que se sentía más fuerte. ¿Qué era la fuente del maravilloso sonido? ¿Qué era este Cantor del Sol, este Nacido en las Estrellas, esta misteriosa deidad cuya conducta era tan bestial como la de las negras y rulientas y simiescas bestias humanas que lo adoraban, y cuya argéntea y dulce y poderosísima canción de mando había oído durante tanto tiempo a la distancia que el tabú permitía? Había fracasado en sobornar a Ngurn con el inevitable ahumado de su cabeza después de su muerte. Gngngn, imbécil y jefe como era, era demasiado imbécil y estaba demasiado influido por Ngurn como para ser tomado en cuenta. Quedaba Balatta, quien desde el momento en que lo había encontrado y había abierto sus ojos azules, haciendo así recrudecer su grotesca fealdad femenina, había seguido siendo su adoradora. Era una mujer, y él sabía desde mucho tiempo atrás que el único modo de conseguir que traicionara a su tribu era conquistando su corazón de mujer. Bassett era un hombre remilgado. Jamás había logrado recobrarse del horror inicial causado por la horripilancia femenina de Balatta. Ni siquiera en Inglaterra, en sus mejores momentos, se había sentido demasiado conmovido por el encanto femenino. Ahora, no obstante, con la resolución que solo un hombre capaz de martirizarse por la ciencia puede tener, procedió a violar todo el refinamiento y la delicadeza de su naturaleza haciendo el amor a la inconcebiblemente repulsiva mujer bosquimana.
Se estremeció, pero desviando el rostro para ocultar sus muecas y tragándose el asco, rodeó con sus brazos los hombros llenos de suciedad y sintió en el cuello y en el mentón el contacto del rancio y aceitoso y enrulado cabello de ella. Pero casi gritó cuando ella sucumbió a esa primera caricia del galanteo, haciendo muecas y farfullando y emitiendo extraños, porcinos y gargoteantes ruiditos de deleite. Era demasiado. Y lo que hizo a continuación en su singular galanteo, fue llevarla al arroyo y darle una vigorosa refregada. Desde entonces se dedicó a ella como un verdadero enamorado, con tanta frecuencia y durante tanto tiempo como pudiera vencer su repugnancia. Pero el matrimonio, que ella sugirió con ardor, observando debidamente las costumbres tribales, fue rechazado por él. Por fortuna, la ley del tabú era muy poderosa en la tribu. Así, Ngurn no podía tocar huesos, ni carne, ni piel de cocodrilo. Había sido dispuesto cuando nació. A Gngngn se le negaba para siempre tocar a una mujer. En el caso que ocurriera una profanación así, solo podría ser expurgada con la muerte de la mujer ofensora. Había sucedido una vez, después de la llegada de Bassett, que una niña de nueve años, corriendo en medio de sus juegos había tropezado y caído sobre el sagrado jefe. Jamás la había vuelto a ver. Susurrando, Balatta le había dicho a Bassett que la niña había agonizado durante tres días y tres noches ante El Rojo. En cuanto a Balatta, el árbol del pan era tabú para ella. Por lo cual Bassett estaba agradecido. El tabú podría haber sido el agua. Para él, fabricó un tabú especial. Solo podría casarse, explicó, cuando la Cruz del Sur alcanzara su punto más elevado en el cielo. Con sus conocimientos de astronomía, había ganado así una prórroga de nueve meses; y confiaba que en ese lapso, ó bien estaría muerto o habría escapado hacia la costa con pleno conocimiento de El Rojo, y del origen de su maravillosa voz. Al principio había imaginado a El Rojo como una gran estatua, como Memnón, que se hacía parlante en determinadas condiciones de temperatura de la luz solar. Pero cuando, después de una incursión de guerra, un grupo de prisioneros fue sacrificado de noche, bajo la lluvia, cuando el sol no tenía parte, El Rojo había hablado más que lo habitual, y Bassett había descartado su hipótesis. En compañía de Balatta, a veces con otros hombres y grupos de mujeres, había vagado libremente por la selva en tres de los cuadrantes de la brújula. Pero el cuarto cuadrante, que contenía la morada de El Rojo, era tabú. Hizo el amor a Balatta con mayor frecuencia; también se ocupó de que se lavara más a menudo. Era la eterna mujer, capaz de cualquier traición en nombre del amor. Y, aunque su vista le provocaba náuseas, y su contacto, desesperación, aunque no podía escapar de su fealdad, que lo perseguía obstinadamente en sus pesadillas, no obstante era consciente de la cósmica realidad del sexo que la animaba y hacía que su propia vida tuviera menos valor que la felicidad de su amante, con quien esperaba unirse. ¿Julieta o Balatta? ¿Cuál era la diferencia intrínseca? ¿El suave y tierno producto de la ultracivilización, o su bestial prototipo de cien mil años atrás?... No había diferencia. Bassett era primero un científico, después un humanista. En el corazón de la jungla de Guadalcanal, decidió experimentar con el asunto, tal como en el laboratorio hubiera experimentado con alguna reacción química. Aumentó su fingido ardor por la bosquimana, acrecentando al mismo tiempo la fuerza de la voluntad de su deseo de ser guiado por ella a mirar cara a cara a El Rojo. Era la vieja historia, reconocía, de que la mujer debe pagar, y así sucedió cuando un día ambos estaban tratando de pescar el pequeño pez negro, sin nombre ni clasificación, de una pulgada de largo, medio anguila y medio escamado, henchido de huevas de color rosa dorado, que frecuentaba las aguas frescas y se consideraba, crudo y entero, fresco o putrefacto, un perfecto manjar. Agachada en la inmundicia del putrefacto suelo de la jungla, Balatta se arrojó, aferrando sus tobillos con las manos, besándole los pies y emitiendo ruiditos gorgoteantes que le hicieron correr un escalofrío por la columna vertebral. Le rogó que la matara antes de exigirle esa última prueba de amor. Le contó acerca del castigo que sufría quien rompía el tabú de El Rojo: una semana de torturas, en vida, cuyos detalles relató gimiendo con la cara oculta en el
cieno hasta que él advirtió que aún era un novato en el conocimiento del espanto que un ser humano podía descargar en otro ser humano. No obstante, Bassett insistió en que su deseo de hombre fuera satisfecho pesar del riesgo que corría la mujer, para que pudiera resolver el misterio del canto de El Rojo, aunque ella muriera lenta y horriblemente, gritando. Y Balatta, que sólo era una mujer, cedió. Lo condujo hacia el cuadrante prohibido. Una montaña abrupta, inclinada desde el norte para reunirse con otra intrusión similar al sur, convertía el arroyo en que habían pescado en un profundo y sombrío desfiladero. Después de una milla por el desfiladero, el camino ascendía bruscamente hasta que cruzaron un paso de desnuda piedra caliza que atrajo sus ojos de geólogo. Siempre ascendiendo, aunque deteniéndose a menudo por absoluta debilidad física, escalaron alturas cubiertas de bosques hasta que emergieron a una desnuda meseta o planicie. Bassett reconoció el material que la componía como arena volcánica negra y supo que un imán de bolsillo hubiera capturado un puñado de los angulosos granos que estaba pisando. Y entonces, llevando a Balatta de la mano, y conduciéndola hacia adelante, llegó allí: a un tremendo pozo, obviamente artificial, en el corazón de la meseta. Viejas historias, las Directivas de Navegación en los Mares del Sur, grupos de datos recordados y ágiles y furiosas connotaciones surgieron en su cerebro. Había sido Mendana quien había descubierto las islas, llamándolas Salomón, creyendo que había encontrado las legendarias minas del monarca. Se habían reído de la infantil credulidad del viejo navegante; y sin embargo aquí estaba él, Bassett, al borde de una excavación exactamente igual a las de las minas de diamante de Sudáfrica. Pero no fue un diamante lo que vio al mirar hacia abajo. Más vale era una perla, con la profunda iridiscencia de una perla, pero de un tamaño que todas las perlas del mundo de todos los tiempos fundidas en una no hubieren logrado igualar; y de un color que no podía soñarse en ninguna perla, o en cualquier otra cosa, porque era el color de El Rojo. E instantáneamente Bassett supo que ése era el mismo Rojo. Una esfera perfecta, de sesenta metros de diámetro, cuya parte superior se encontraba a treinta metros por debajo del borde. Bassett comparó la calidad del color con la de la laca. Por cierto que le pareció algún tipo de laca, aplicada por el hombre, pero una laca demasiado maravillosa y sutil para haber sido fabricada por los hombres de la jungla. Más brillante que el brillante rojo cereza, su riqueza de color era como si el rojo surgiera de otro rojo. Relucía iridiscentemente bajo la luz del sol como si surgiera de capa tras capa de color rojo. En vano Balatta luchó por tratar de disuadirlo de que descendiera. Se arrojó en el polvo; pero, al ver que él continuaba por la senda que descendía en espiral por la pared del pozo, lo siguió, temblando y gimiendo de terror. Era evidente que la esfera roja había sido desenterrada como una piedra preciosa. Considerando el exiguo número de los miembros de las doce aldeas aliadas y sus métodos y herramientas primitivas, Bassett supo que solo el trabajo de mil generaciones podía haber hecho esa enorme excavación. Halló el suelo del pozo tapizado de huesos humanos, entre los que yacían, maltratados y sin rostro, los dioses locales de piedra y madera. Algunos, cubiertos de obscenos diseños y figuras totémicas, estaban esculpidos en sólidos troncos de árbol de doce o quince metros de longitud. Advirtió la ausencia del dios tiburón y del dios tortuga, tan comunes en las aldeas de la costa, y se asombró ante la constante recurrencia del motivo del yelmo. ¿Qué sabían de yelmos estos salvajes de la jungla del corazón de Guadalcanal? ¿Acaso los hombres de armas de Mendana habrían penetrado hasta aquí siglos antes usando yelmos? Y si no, ¿de dónde habrían sacado el motivo los pueblos de la selva? Avanzando sobre la confusión de dioses y huesos, con Balatta gimiendo a sus talones, Bassett penetró en la sombra de El Rojo y pasó por debajo de su gigantesca prominencia hasta tocarlo con la punta de los dedos. Eso no era laca. Tampoco era tersa la superficie, como lo hubiera sido en el caso de la laca. Por el contrario, era rugosa e irregular, con
ocasionales fragmentos que demostraban haber sufrido calor y fusión. Además, estaba hecha de meta, aunque diferente de cualquier metal o combinación de metales que hubiera visto antes. En cuanto al color, decidió que no había sido aplicado. Era el color intrínseco del mismo metal. Movió las puntas de sus dedos, que hasta el momento solo habían descansado sobre la superficie, y sintió que toda la gigantesca esfera se aceleraba y vivía y respondía. ¡Era increíble! ¡Un roce tan ligero y una masa tan enorme! Sin embargo, la había sentido estremecerse bajo la caricia de sus dedos con rítmicas vibraciones que se convirtieron en susurros y roces y murmullos de sonido, pero de un sonido tan diferente; tan elusivamente tenue que era casi sibilante; tan melodioso que era enloquecedoramente tierno y vibraba como la trompa de un duende; tanto que por fin Bassett decidió que se asemejaba a un repique de campanas divinas que llegara a la tierra desde el espacio exterior. Miró a Balatta inquisidoramente; pero la voz que él había evocado en El Rojo la había hecho enterrar el rostro, gimiente, entre los huesos. El volvió a la contemplación del prodigio. Era hueco, fue su conclusión, y hecho de algún metal desconocido en la tierra. Los viejos le habían dado un buen nombre: El Nacido en las Estrellas. Solo de las estrellas podía haber provenido, y no por azar. Era una creación artificiosa de alguna mente. Una perfección de forma tal, hueca como era, no podía ser el resultado de una casualidad. Era indudablemente hijo de inteligencias remotas e imposibles de adivinar, corporizado en los metales. Lo contempló atónito, con su cerebro rugiendo locas hipótesis que explicaran a esos viajeros que se habían aventurado en la noche del espacio, hollando las estrellas, y que ahora se alzaban ante él y por encima de él, exhumados por pacientes antropófagos, desgastado y laqueado por su furiosa inmersión en dos atmósferas. ¿Pero era ese color un barniz fijado con calor sobre algún metal conocido? ¿O era una cualidad intrínseca del metal mismo? Clavó la punta de su cuchillo de bolsillo para comprobar la constitución del material. Instantáneamente la esfera estalló en un poderoso murmullo de aguda protesta, un tañido dorado si se puede admitir el tañido de un murmullo, elevándose hasta lo más alto, hundiéndose hasta lo más profundo, los dos extremos del registro sonoro amenazando con completar el círculo y reunirse en el gigantesco trueno que él había oído con tanta frecuencia en el límite de la distancia tabú. Olvidando su seguridad, olvidando hasta su propia vida, hechizado por el prodigio de esa cosa inconcebible e inimaginable, levantó el cuchillo para asestar un gran golpe, pero Balatta se lo impidió. Ella se alzó sobre sus rodillas en una agonía de terror, aferrándose a las rodillas de él y suplicándole que desistiera. En la intensidad de su deseo de impresionarlo, se puso un brazo entre los dientes, y se los clavó hasta el hueso. El apenas si reparó en el acto, aunque se rindió automáticamente a sus más gentiles instintos y retiró el cuchillo. Para él, la vida humana se había empequeñecido hasta adquirir microscópicas proporciones ante este colosal portento de una forma de vida más elevada que provenía de las lejanías del universo sideral. Como si la mujer fuera un perro, la hizo levantar de un puntapié para instarla a acompañarlo a hacer un reconocimiento circular de la base. A los pocos metros se encontró con horrores. Aún entre los otros, reconoció los restos calcinados por el sol de la niña que accidentalmente había roto el tabú personal del Jefe Gngngn. Y, entre los restos de los muertos, encontró lo que quedaba de alguien que aún no había muerto. Con razón los bosquimanos invocaban el nombre de El Rojo, viendo en él su propia imagen que trataban de aplacar y satisfacer con ofrendas tan sangrientas. Más allá, siempre abriéndose paso entre los huesos humanos y las imágenes de dioses que formaban el piso de este antiguo templo de sacrificios, se encontró con el aparato que hacía que la llamada de El Rojo atravesara atronando la jungla y las praderas hasta la playa de Rigmanu. Era tan simple y primitivo como consumado era el artificio de El Rojo. Un gran péndulo, de quince metros de longitud, endurecido por siglos de
supersticiosos cuidados, tallado con dinastías de dioses, uno encima de otro, todos con yelmo, todos sentados en la boca abierta de un cocodrilo, pendía de unas sogas, formadas por trepadoras parásitas trenzadas, atadas del vértice de un trípode hecho con tres grandes troncos, también tallados en grotescos y muequeantes esbozos de los conceptos modernos de dios y del arte. Del péndulo colgaban sogas de trepadoras, por medio de las cuales los hombres podían imprimirle fuerza y dirección. Como un ariete, este péndulo podía ser impelido contra la poderosa e iridiscente esfera roja. Aquí era donde Ngurn oficiaba y funcionaba religiosamente para sí mismo y para las doce tribus bajo su mando. Bassett se rió sonoramente, casi como un loco, al pensar en este maravilloso mensajero, al que la inteligencia había dotado de alas para volar por el espacio, y caer en la plaza fuerte de los bosquimanos para ser adorado por estos simiescos, antropófagos y salvajes cazadores de cabezas. Era como si la Palabra Divina hubiera caído en el inmundo cieno del abismo que rodea el fondo del infierno; como si los mandamientos de Jehová hubieran sido esculpidos en la piedra para enseñárselos a los monos de las jaulas del zoológico; como si el Sermón de la Montaña hubiera sido predicado en un rugiente manicomio de lunáticos. Trascurrieron lentas semanas. Por propia elección, Bassett pasaba sus noches sobre el ceniciento piso de la casa diablo-diablo, bajo las cabezas que oscilaban eternamente, ahumándose con lentitud. Porque el lugar era tabú para el inferior sexo femenino, y por lo tanto, podía refugiarse de Balatta, quien se había vuelto más obsesiva y peligrosamente amante a medida que la Cruz del Sur se elevaba más y más en el cielo, marcando la inminencia de sus nupcias. Los días Bassett los pasaba en una hamaca colgada a la sombra del gran árbol del pan que crecía ante la casa diablo-diablo. Había alteraciones en este programa durante los comas de sus devastadores ataques de fiebre, en los que pasaba días y días tendido en el suelo de la casa de las cabezas. Seguía luchando por combatir la fiebre, por vivir, para hacerse más y más fuerte para cuando llegara el día en que se atreviera a atravesar la pradera y la jungla que se extendía más allá, para ganar la playa, y encontrar algún queche o goleta de traficantes de esclavos que lo llevara de regreso a la civilización, donde informaría acerca del mensaje de otros mundos que yacía, sombríamente adorado por bestias humanas, en el oscuro corazón del centro de Guadalcanal. Otras noches, tendido hasta tarde bajo el árbol del pan, Bassett pasaba largas horas contemplando cómo se ponían lentamente las estrellas occidentales, más allá del negro muro de las junglas que rodeaba al claro de la aldea. En posesión de un conocimiento más que corriente de la astronomía, sentía un placer enfermizo en especular acerca de los habitantes de los mundos invisibles de esos soles increíblemente remotos, de cuyas casas de luz surgió la vida, un tímido visitante, desde las sombrías criptas de materia. No podía limitar el tiempo ni el espacio. Ninguna subversiva especulación del radio había conseguido conmover su sólida fe en la conservación de la energía y en la indestructibilidad de la materia. Siempre y eternamente deben haber existido las estrellas. Y con seguridad, en ese fermento cósmico, todo debía ser comparativamente semejante, comparativamente de la misma sustancia o sustancias, salvo por los caprichos del fermento. Todo debía obedecer o componer las mismas leyes que regían sin infracciones en toda la experiencia humana. Por lo tanto, argumentaba y aceptaba Bassett, los mundos y las vidas debían ser un don natural de todos los soles, tal como eran un don natural del sol de su sistema solar en particular. Tal como él yacía aquí, bajo el árbol del pan, una inteligencia que escrutaba los abismos estrellados, así debía el universo estar expuesto al incesante escrutinio de innumerables ojos, como los suyos, aunque seguramente diferentes, que, por el mismo motivo, tendrían detrás inteligencias que se preguntarían y buscarían el significado y la construcción del todo. Razonando de este modo, sentía que su alma se unía en comunión
con tan augusta compañía, esa multitud cuya mirada estaba fija para siempre sobre el tapiz del infinito. ¿Quiénes eran? ¿Qué eran, aquellos seres distantes y superiores que habían cruzado el cielo con su gigantesco, rojo e iridiscente mensaje que cantaba el infinito? Seguramente, desde hacía mucho tiempo habrían recorrido el camino sobre el que tan recientemente, de acuerdo con el calendario cósmico, el hombre había puesto sus pies. Y para ser capaces de enviar un mensaje así a través del pozo del espacio, era seguro que ya habrían ganado esas alturas hacia las que, en la oscuridad y confusión de muchos designios, el hombre se arrastraba lentamente, con lágrimas y trabajo y sudor. ¿Y qué había en estas alturas? ¿Habrían conseguido la Hermandad? ¿O habrían descubierto que la ley del amor impone el castigo de la debilidad y la declinación? ¿Era una lucha la vida? ¿Sería la ley del universo la despiadada ley de la selección natural? Y, más inmediata y agudamente, ¿acaso sus conclusiones, su antigua sabiduría, estaría encerrada en el enorme corazón metálico de El Rojo, esperando al primer terráqueo que la leyera? De una cosa estaba seguro: la sonora esfera no era ninguna gota de rojo rocío sacudida de la melena de ningún sol atormentado. Era algo planeado, no casual, y contenía el mensaje y la sabiduría de las estrellas. ¡Qué máquinas y elementos y fuerzas dominadas, qué erudición y misterios y controles del destino podría haber en su interior! Sin duda, si tanto podía encerrarse en la piedra fundamental de un edificio público, esta enorme esfera podía contener vastas historias, logros de investigación que trascendían las más locas esperanzas humanas, leyes y fórmulas que, cómodamente dominadas, harían que la vida del hombre en la tierra, individual y colectiva, saltara de su cieno actual a inconcebibles alturas de pureza y poder. Era el mayor regalo del Tiempo al insaciable y ofuscado hombre que aspiraba al cielo. ¡Y a él, Bassett, le había sido concedida la grandiosa fortuna de ser el primero en recibir este mensaje de los parientes interestelares del hombre! Ningún hombre blanco, y menos aún ningún hombre de las otras tribus de la jungla, había visto nunca a El Rojo y sobrevivido después. Esa era la ley, tal como Ngurn se la había expuesto a Bassett. Pero existía con frecuencia en el pasado la hermandad de sangre, había argumentado Bassett en respuesta. Por su parte, Ngurn lo había negado solemnemente. Ni la hermandad de sangre contaba con el favor de El Rojo. Solo un hombre nacido en la tribu podía ver a Él Rojo y vivir. Pero ahora, con su culpable secreto que únicamente Balatta conocía, aunque sus labios estaban sellados por el temor a la inmolación ante El Rojo, la situación era diferente. Lo que Bassett tenía que hacer era recuperarse de las abominables fiebres que lo habían debilitado y regresar a la civilización. Entonces regresaría al frente de una expedición y, aunque tuviera que destruir a toda la población de Guadalcanal, extraería del corazón de El Rojo el mensaje del mundo de otros mundos. Pero las recaídas de Bassett se hicieron más frecuentes, sus breves convalecencias menos y menos vigorosas, sus períodos de coma más largos, ¿asta que llegó a saber, más allá de los últimos apremios del optimismo inherente a una constitución tan tremenda como la suya, que jamás viviría para cruzar la pradera, atravesar la peligrosa jungla costera, y llegar al mar. Se esfumaba a medida que la Cruz del Sur se elevaba en el cielo, hasta que incluso Balatta supo que moriría antes de la fecha nupcial determinada por su tabú. Ngurn en persona peregrinó en busca de los materiales para ahumar la cabeza de Bassett, y proclamó y exhibió orgullosamente ante éste la perfección artística de sus intenciones para cuando Bassett muriera. En cuanto a sí mismo, Bassett no estaba impresionado. Durante demasiado tiempo y con demasiada profundidad la vida había ido escapándose de él como para que ahora lo mordiera el temor a su inminente extinción. Persistió, alternando los períodos de inconsciencia con períodos semilúcidos, fantásticos e irreales, durante los que se preguntaba vanamente, si en realidad habría contemplado a El Rojo o si habría sido una espectral pesadilla producto del delirio.
Llegó el día en que todas las nieblas y telas de arañas desaparecieron, y que su cerebro estuvo tan claro como una campana, y pudo apreciar con justeza la debilidad de su cuerpo. No podía levantar las manos ni los pies. Tenía tan poco control sobre su cuerpo, que apenas si era consciente de él. Sin duda que apenas si la piel recubría su alma, y su alma, en su brevedad y claridad, supo por esa misma claridad que la oscuridad final se aproximaba. Supo que su fin se acercaba; supo que había contemplado realmente a El Rojo, el mensajero entre mundos; supo que no viviría para trasmitir ese mensaje a la humanidad; ese mensaje que, por lo que sabía, podría haber esperado en el corazón de Guadalcanal diez mil años sin que el hombre lo oyera. Y Bassett se agitó con resolución, llamando a Ngurn para que se uniera a él bajo la sombra del árbol del pan, y discutió con el viejo doctor diablo-diablo los términos y preparativos del último esfuerzo de su vida, de su aventura final en su existencia corpórea. —Conozco la ley, oh Ngurn —concluyó—. Quien no pertenezca a la tribu no debe contemplar a El Rojo y seguir con vida. No viviré de todos modos. Tus jóvenes me llevarán ante El Rojo, y lo contemplaré, y escucharé su voz, y luego moriré bajo tu mano, oh Ngurn. Así las tres cosas estarán satisfechas: la ley, mi deseo y tu rápida posesión de mi cabeza, que todos tus preparativos esperan. A lo que asintió Ngurn, agregando: —Es mejor así. Un hombre enfermo que no puede mejorar, es tonto que siga viviendo. También es mejor para los vivos que se vaya. Has estorbado mucho últimamente. Antes era bueno para mí conversar con un hombre tan sabio. Pero durante lunas de días hemos conversado poco. En cambio, has estado en la casa de las cabezas, haciendo ruidos de cerdo moribundo, o hablando mucho y en voz alta en tu lengua, que no puedo comprender. Esto ha sido una perturbación para mí, porque me agrada pensar en las grandes cosas de la luz y la tiniebla mientras hago girar las cabezas en el humo. Tus ruidos han sido entonces una distracción para el largo aprendizaje y maduración de la sabiduría final que será mía antes de morir. En cuanto a ti, sobré quien se cierne ya la tiniebla, es bueno que mueras ahora. Y te prometo que, en los largos días por venir en los que yo haga girar tu cabeza en el humo, ningún hombre de la tribu vendrá a perturbarnos. Y te contaré muchos secretos, pues soy un hombre viejo y muy sabio, y agregaré sabiduría a la sabiduría mientras haga girar tu cabeza en el humo. De modo que se construyó una litera, y, sostenido por los hombros de media docena de hombres, Bassett emprendió su última pequeña aventura, que iba a coronar para él la aventura total de vivir. Con un cuerpo del que apenas era consciente, porque hasta el dolor se había agotado en él, y con un cerebro claro y brillante que lo impulsaba a un silencioso éxtasis de completa lucidez de pensamiento, se reclinaba en la bamboleante litera y contemplaba la desaparición del mundo que pasaba a su lado, observando por ultima vez el árbol del pan ante la casa diablo-diablo, el penumbroso día bajo el enmarañado techo de la jungla, el sombrío desfiladero entre las encumbradas montañas, el paso de desnuda piedra caliza, y la meseta de negra arena volcánica. Lo hicieron descender por el sendero espiralado del pozo, que rodeaba al lustroso y refulgente Rojo, que siempre parecía a punto de cambiar su color iridiscente por una dulce melodía o un trueno. Y por encima de huesos y restos de hombres y dioses inmolados lo llevaron, pasando el horror de otros inmolados que aún vivían, hasta el trípode del péndulo y el gigantesco péndulo. Allí Bassett, ayudado por Ngurn y Balatta, se sentó débilmente, balanceando las caderas, y miró a El Rojo con ojos claros y penetrantes, que todo lo veían. —Una vez, oh Ngurn —dijo, sin sacar los ojos de la lustrosa y vibrante superficie sobre la cual y por debajo de la cual todos los matices del rojo cereza se movían incesantemente, siempre a punto de convertirse en sonido, en sedosos roces, plateados susurros, dorados tañidos de cuerdas, aterciopeladas flautas de duendes, melodiosas distancias de truenos.
—Espero —instó Ngurn después de una larga pausa, el tomahawk de largo mango despreocupadamente preparado en su mano. —Una vez, oh Ngurn —repitió Bassett— deja hablar a El Rojo para que yo pueda verlo y escucharlo. Luego asesta el golpe, así cuando alce mi mano; pues cuando la alce, dejaré caer la cabeza, haciendo lugar para que el golpe caiga sobre la base de mi cuello. Pero yo, oh Ngurn, que estoy a punto de abandonar para siempre la luz del día, querría hacerlo con la maravillosa voz de El Rojo resonando gratamente en mis oídos. —Y yo te prometo que jamás habrá una cabeza mejor ahumada que la tuya —le aseguró Ngurn, al tiempo que señalaba a los hombres de la tribu las sogas impotentes que pendían del péndulo—. Tu cabeza será mi obra maestra en el ahumado de cabezas. Bassett sonrió silenciosamente ante el engreimiento del viejo, mientras que el gran tronco tallado, que había sido trasladado doce metros más atrás en el espacio, era liberado. El momento siguiente, Bassett se había perdido en el éxtasis causado por la atronadora y abrupta liberación del sonido. ¡Pero qué trueno! Melodioso con la preciosidad de todos los metales sonoros. Los arcángeles hablaban en él, era estupendamente bello comparado con todos los otros sonidos; estaba investido de la inteligencia de los superhombres de planetas de otros soles; era la voz de Dios, seductora y que ordenaba ser oída. Y... ¡el eterno milagro del metal interestelar! Bassett vio con sus propios ojos cómo los colores y colores se trasformaban en sonidos hasta que toda la superficie visible de la gran esfera estuvo recorrida y titilante y vaporosa con algo que él no sabía si era color o sonido. En ese momento los intersticios de la materia fueron suyos, y las interfusiones y las intercambiables trasfusiones de materia y fuerza. Pasó el tiempo. Finalmente, Bassett fue arrancado de su éxtasis por un impaciente movimiento de Ngurn. Había olvidado al viejo diablo-diablo. Un breve destello de fantasía hizo que Bassett tuviera que ahogar una ronca carcajada. Su escopeta estaba junto a él, en la litera. Todo lo que tenía que hacer era apuntarla a su cabeza, apretar el gatillo y volarse la tapa de los sesos. ¿Pero por qué traicionarlo? Cazador de cabezas, bestia caníbal, con tanto de simio como de humano, el viejo Ngurn, de acuerdo con su inteligencia, le había jugado tan limpio como nadie. Ngurn era en sí mismo un precursor de la ética y el honor, de la consideración, de la gentileza humana. No, decidió Bassett, sería una tremenda lástima y un acto deshonroso traicionar así al viejo finalmente. Su cabeza era de Ngurn, y sería la cabeza que Ngurn ahumaría. Y Bassett, alzando la mano, inclinando su cabeza hacia adelante para exponer como había convenido su tensa columna vertebral, olvidó a Balatta, que era simplemente una mujer, simple y solamente una mujer, y no deseada. Supo, sin ver, el momento en que la afilada hacha se alzó en el aire detrás de él. Y desde ese instante hasta el fin, cayó sobre Bassett la sombra de lo Desconocido, un sentimiento de inminente maravilla ante el derrumbamiento de los muros de lo imaginable. Casi le pareció, cuando supo que el golpe había empezado a caer y justo antes de que el filo del acero mordiera la carne y los nervios, contemplar el sereno rostro de Medusa, la Verdad... Y, simultáneamente con el roce del acero y la embestida de la oscuridad, en un relámpago de fantasía, tuvo la visión de su cabeza girando lentamente, siempre girando, en la casa diablo-diablo junto al árbol del pan.
EL HOMBRE DE METAL Jack Williamson
El Hombre de Metal está en un oscuro y polvoriento rincón del museo de Tyburn College. Quién es responsable de que se lo haya trasladado allí, o por qué, no lo sé. Para los ojos que lo miren casualmente, es solo una estatua de tamaño natural. El visitante que lo examina más de cerca, se maravilla de la diminuta perfección de los detalles del cabello y la piel, de la silenciosa tragedia de la resoluta y determinada expresión y postura, y del notable matiz verdoso del metal con que está hecha, pero, por sobre todo, de la peculiar marca del pecho. Es una mancha de seis lados, de un tono carmesí intenso, con una superficie extrañamente granulada de la que se irradian unas raras líneas onduladas, de un rojo más suave. Por supuesto que se sabe en general que el Hombre de Metal fue una vez el profesor Thomas Kelvin, del Departamento de Geología. Hay muchas versiones deformadas e incorrectas del espantoso desastre que sufrió. Creo que soy el único a quien confió su relato. Es con el objeto de poner fin a esos cuentos fantásticos que he decidido publicar la narración que Kelvin me envió. Durante algunos años, Kelvin había estado pasando sus vacaciones de verano en la costa mejicana del Pacífico, buscando radio. Hacía tres meses que había regresado de su última expedición. Evidentemente, había tenido un éxito que superaba sus más descabellados sueños. No volvió a Tyburn, pero oímos historias acerca de que había vendido millones de dólares en sales de radio, y que había donado otro tanto a las instituciones que empleaban radio en sus tratamientos. Y se decía que padecía una extraña dolencia que desafiaba a los mejores especialistas del mundo, y que estaba derrochando sus millones para establecer becas y subvenciones, como si esperara morir pronto. Un día frío y tormentoso, cuando el mar se agitaba sobre la costa donde está enclavada la cabaña, vi una vela hacia el norte. Se acercó rápidamente, hasta que pude distinguir que era una pequeña goleta con fuerza auxiliar. Navegaba con el viento, pero a media milla de la costa arrió las velas. Muy pronto un bote se encaminó hacia la costa. El mar no estaba tan picado como para hacer peligroso el desembarco; pero el procedimiento era bastante inusual y, como no tenía otra cosa que hacer, salí al jardín del frente de mi modesta casa, que se alza a alrededor de doscientos metros por encima de la playa, para tener una visión mejor. Cuando el bote tocó tierra, cuatro hombres saltaron de él y lo arrastraron hasta la arena. Mientras un quinto hombre se paraba en la proa, los otros cuatro levantaban un gran baúl y se encaminaban en dirección a mí. La quinta persona los siguió despreocupadamente. En silencio y sin invitación, los hombres subieron el baúl por la playa, introduciéndolo en mi jardín, y apoyándolo junto a la puerta de entrada. El quinto hombre, un patrón de barco yanqui de rostro duro, se acercó a mí. —Soy el capitán McAndrews —me dijo con aspereza. —Encantado de conocerlo, capitán —dije con curiosidad—. Debe haber algún error. No esperaba... —En absoluto —dijo él abruptamente—. El hombre que está en el baúl fue trasferido a mi barco desde el vapor Plutonia hace tres días. Me pagó mis servicios, y creo que he cumplido con las instrucciones. Buenos días, señor. Giró sobre sus talones y comenzó a alejarse. —¡Un hombre adentro del baúl!—exclamé. Siguió caminando sin reparar en mí, y los marineros lo siguieron. Me quedé mirando cómo subían al bote y remaban hasta la goleta. Miré las velas hasta que se perdieron contra el opaco azul de las nubes. Francamente, tenía miedo de abrir el baúl. Por fin, conseguí dominar mis nervios y hacerlo. No estaba cerrado con llave. Con un incontrolable horror, que me dejó medio enfermo durante horas vi en su interior, completamente desnudo, con la extraña marca carmesí que resaltaba lívida sobre el verde pálido del pecho, al Hombre de Metal, tal como puede verse en el Museo.
Por supuesto que en seguida advertí que era Kelvin. Durante un largo rato permanecí inclinado, contemplándolo y estremeciéndome. Luego vi una vieja cantimplora, manchada de púrpura, junto a la cabeza de la imagen, y, debajo de ella, un manuscrito. Extraje este último, me encaminé —con paso vacilante al sillón de la casa y leí la siguiente historia: »Querido Russell: Eres mi mejor —mi único— amigo íntimo. He dispuesto que mi cuerpo y este relato lleguen a tus manos. Acabo de beber lo que me quedaba del maravilloso líquido púrpura que me ha mantenido con vida desde que regresé, y tengo poco tiempo para concluir este relato, necesariamente breve, de mi aventura. Pero mis asuntos están en orden y moriré en paz. Me he hecho transferir hoy a la goleta, para llegar a ti lo más rápido posible y evitar complicaciones. Confío en el capitán McAndrews. Cuando abandoné Francia, esperaba verte antes del fin. Pero el Destino lo dispuso de otro modo. »Sabes que la meta de mi expedición eran las fuentes de El Río de la Sangre. Es una pequeña corriente cuyas aguas extrañamente rojas fluyen hacia el Pacífico. En mi viaje del año pasado descubrí que sus aguas tenían gran radiactividad. El agua tiene la propiedad de absorber las emanaciones de radio y emitirlas a su vez, y había esperado encontrar minerales que contuvieran radio en el lecho del curso superior del río. A veinticinco, kilómetros más arriba de la desembocadura, el río emerge de las cordilleras. Hay unos pocos kilómetros de rápidos y, al salir de ellos, el río cae en una magnífica cascada. Ningún grupo de exploración ha regresado de la cascada. Yo había contratado a un guía indio y hecho el viaje hasta el pie de la catarata a lomo de muía. De inmediato vi que sería fútil intentar escalar el escarpado precipicio. Pero allí el agua era aún más intensamente radiactiva que en la desembocadura. No había otra cosa que hacer más que regresar. »Este verano compré un pequeño monoplano. Aunque comparativamente lento en velocidad, y con capacidad para solo seis horas de vuelo, su escaso peso y la pequeña zona de aterrizaje necesaria, lo convertía en la única máquina adecuada para una zona tan escabrosa, El vapor volvió a dejarme en el puerto de la pequeña ciudad de Vaca Morena, con mi pila de bultos y latas de gasolina. Después de una visita al alcalde me aseguré el uso de un cobertizo abandonado que haría las veces de hangar. Me aboqué al armado del aeroplano, y en quince días había completado la tarea. Era una hermosa máquina, con una extensión máxima de alas de siete metros y medio. »Entonces, una mañana, puse el motor en marcha e hice un vuelo de prueba. Voló parejamente y esa tarde llené los tanques y partí para El Río de la Sangre. La corriente parecía una roja serpiente que reptara hacia el mar: —había algo serpentino en su aspecto. Volando alto, la seguí más arriba de las cataratas, hasta una región de encumbrados picos montañosos. El río desaparecía debajo de una montaña. Por un momento pensé en aterrizar, y luego se me ocurrió que fluiría subterráneamente solo unos pocos kilómetros y que reaparecería tierra adentro. »Me elevé por encima de las montañas y llegué al cráter. »Era una gran hoya de fuego verde, de diez kilómetros de diámetro hasta los oscuros murallones del extremo más alejado. La superficie verde era tan tersa que al principio la creí un lago, y luego la supuse una hoya de denso gas. Bajo la gloria del sol del atardecer, las cumbres cubiertas de nieve eran, brillantes coronas de plata, bañadas de carmín, teñidas de púrpura y oro, matizadas con extraños tintes de increíble belleza. En medio de este salvaje escenario, la naturaleza había colocado su mayor tesoro. Supe que en ese cráter hallaría el radio que buscaba. »Volé en círculos por encima del lugar, maravillado. A medida que el sol se ponía, una ligera niebla plateada se concentró sobre los picos, velando a medias sus prodigios, y fluyó hacia el cráter. Parecía extrañamente atraída hacia allí. Y entonces el centro del lago se elevó en un pico reluciente. Se convirtió en una gran colina de fuego esmeralda. Algo
se elevaba en el verde... ¡haciéndolo subir! Entonces el vapor volvió a caer, revelando un extraño objeto, aún velado apenas por las nubes verdes y plateadas. Era una gigantesca esfera de intenso rojo, marcada por cuatro enormes manchas ovales de color negro opaco. Su superficie era tersa, metálica, y densamente tachonada de grandes clavos que parecían de fuego amarillo. Era una máquina, de tamaño inconcebiblemente grande. Giraba con lentitud a medida que se elevaba, sobre un eje vertical, moviéndose con una moción resoluta y deliberada. »Llegó hasta el nivel donde yo estaba, se detuvo y pareció girar con más rapidez. Y la niebla plateada fue atraída por los puntos amarillos, condensándose, espesándose, hasta que todo el globo se trasformó en una bola de reluciente plata. Por un momento quedó suspendida, increíblemente gloriosa bajo la luz del sol que se ponía, y luego se hundió — cada vez más rápido— hasta que cayó como un plomo en el mar de verde. »Y con su caída una siniestra tiniebla descendió sobre la desértica desolación de las cumbres, y me invadió un temor que antes el asombro había ahogado, y me di cuenta de que tenía poco tiempo para llegar a Vaca Morena antes de que oscureciera por completo. De inmediato enfilé el avión en dirección a la ciudad. Según mis recuerdos, en ese momento no tenía una idea muy definida acerca de lo que había visto, o de si la sobrenatural escena había sido causada por agentes humanos o naturales. Recuerdo haber pensado que en la enorme cantidad en que el cráter debía poseerlo, el radio debería tener cualidades inadvertidas en las cantidades pequeñas y que podrían estar presentes ciertos minerales radiactivos desconocidos hasta el momento. También se me ocurrió que tal vez otros científicos ya hubieran descubierto los depósitos, y que lo que yo había presenciado fuera el vuelo de prueba de un aeroplano en el que el radio fuera usado como propulsor. Estaba considerablemente impresionado, pero no muy alarmado. Lo que sucedió más tarde me hubiera parecido increíble. »Y entonces advertí que una pálida luminosidad azulada se concentraba alrededor de la cubierta de la cabina, y en un momento vi que toda la máquina, y hasta mi propia persona, estaban cubiertas por ella. Era algo similar al Fuego de San Telmo, salvo que cubría indiscriminadamente todas las superficies, en lugar de restringirse a los lugares aguzados. De inmediato relacioné el fenómeno con lo que había visto. No sentí ningún malestar físico, y el motor siguió funcionando, pero a medida que la radiación azul se acrecentaba, observé que mi cuerpo se hacía más pesado ¡y que la máquina era arrastrada hacia abajo! Asombro y terror inundaron mi mente. Luché para seguir siendo dueño de mí mismo y poder controlar la nave. Mis brazos se hicieron pronto tan pesados que con gran dificultad pude mantenerlos sobre los controles, y me desvanecí ligeramente, debido, sin duda a la disminución de circulación en mi cerebro. Cuando me recobré, estaba casi encima del verde. De algún modo, mi gravitación había sido acrecentada, ¡y algo me arrastraba hacia el pozo! Solo cayendo a gran velocidad era posible mantener el aeroplano bajo control. »Me zambullí en la hoya verde. El gas no era sofocante, como yo había previsto que sería. En realidad, no advertí ningún cambio en la atmósfera, salvo que mi visión se limitaba a unos pocos metros a mi alrededor. Las alas del aeroplano eran aún claramente visibles. De repente, una tersa llanura arenosa se reveló sombríamente debajo de mi avión, y pude nivelar la nave lo suficiente como para lograr un aterrizaje seguro. Cuando me detuve vi que la arena era ligeramente luminosa, tal como parecía ser la niebla verde, y roja. Durante un rato mi propio peso me mantuvo confinado en la nave, pero advertí que el azul se disipaba lentamente, y su efecto con él. »Tan pronto como pude, me encaramé sobre el costado de la cabina, llevando mi cantimplora y mi automática, que resultaban inmensamente pesadas. Era incapaz de mantenerme erguido, pero me arrastré por la áspera y reluciente arena roja, deteniéndome a intervalos frecuentes para tenderme y descansar. Temía mortalmente la fuerza que me había arrastrado hacia abajo. Estaba seguro de que era controlada por una
inteligencia. El suelo era tan liso y nivelado que supuse que sería el fondo de algún antiguo lago. »Algunas veces miraba con temor hacia atrás, y cuando estuve a cien metros vi una veintena de luces que flotaban a través del verde en dirección al aeroplano. En la sombría luminosidad cada punto brillante estaba rodeado de un disco de azul más pálido. No me moví, sino que permanecí tendido mirándolos flotar hacia el aeroplano y rodearlo con un movimiento lento y pesado. Se acercaron y descendieron más hasta que llegaron al suelo debajo de la máquina. La niebla era tan densa que oscurecía los detalles de la escena. »Cuando iba a reanudar mi huida, descubrí que mi exceso de gravedad había desaparecido casi por completo, aunque seguí gateando sobre mis manos y rodillas durante otros cien metros para escapar de cualquier posible observación. Cuando me puse de pie, había perdido de vista al aeroplano. Seguí caminando durante alrededor de un cuarto de kilómetro y de repente advertí que mi sentido de la orientación se había esfumado casi por entero. ¡Estaba completamente perdido en un mundo desconocido, habitado por seres cuya naturaleza y disposición no podía ni siquiera adivinar! Y además advertí que era una tremenda tontería caminar cuando cualquier paso podía precipitarme en algún peligro del que nada sabía. Tenía un peculiar y desagradable sentimiento de impotente terror. »La roja arena luminosa y el brillante verde del aire se extendían en todas direcciones, ininterrumpidos por ningún objeto sólido. No había vida, ni sonido, ni movimiento. El aire era pesado y denso. La lisa arena era como la superficie de un mar muerto y desolado. Sentí pánico por el completo aislamiento de la humanidad. La niebla pareció acercarse más; su extraña malignidad pareció acentuarse. »Súbitamente una luz muy veloz pasó como un meteoro a través del verde y, sobresaltado, corrí unos pocos pasos, atontado. Mi pie golpeó un objeto liviano que resonó como metal. La estridencia del golpe me llenó de temor, pero un instante después la luz había desaparecido. Me agaché para ver lo que había pateado. »Era un pájaro de metal —un águila hecha de metal— con las alas desplegadas, las garras crispadas, el fiero pico abierto. Era blanca, matizada de verde. No pesaba más que el pájaro con vida. Al principio pensé que sería un vaciado y luego vi que cada una de las plumas era completa y flexible. ¡De algún modo, un águila verdadera se había convertido en metal! Parecía increíble, sin embargo tenía una prueba concreta. Me pregunté si los depósitos de radio, que ya había usado para explicar tantas otras cosas, podrían ser responsables también de esto. Sabía que la ciencia sostenía que la trasmutación de los metales era posible —que incluso había sido lograda en algún grado— y que el radio mismo era producto de la desintegración del ionio, y el ionio, producto de la del uranio. »Me golpeó el temor por mi propia seguridad. ¿También yo me convertiría en metal? Miré buscando si había otros objetos de metal a mi alrededor. Y los hallé en abundancia. Semienterrados en las brillantes arenas se veían pájaros de todas las variedades: pájaros que habían volado por encima de las montañas vecinas. Y, en la culminación de mi búsqueda, hallé un ptereosaurio, un reptil volador que había invadido el pozo en edades pasadas, trasformado en metal sin edad. Medía cuatro metros y medio de punta a punta de las alas... habría sido el tesoro de cualquier museo. »Hice un temeroso examen de mí mismo y, para mi indecible horror, percibí que las puntas de mis dedos, y el fino vello que cubría mis manos... ¡ya se habían trasformado en un liviano metal verde! La impresión me quitó el valor por completo. No puedes concebir mi horror. Grité en voz alta en mi agonía, sin importarme los terribles males que el sonido pudiera atraer. Corrí locamente. Estaba ciego, enloquecido. Mientras corría, no sentía fatiga, solo desnudo terror. »Brillantes y veloces luces pasaban entre el verde por encima, pero yo no reparé en ellas. De repente me encontré con la gran esfera que había visto arriba. Descansaba inmóvil en una armazón de metal negro. El fuego amarillo había desaparecido de los
clavos, pero la roja superficie relucía con brillo metálico. Había luces que flotaban a su alrededor. Hacían brillar pequeños fragmentos de verde, como si fueran faroles que oscilaran en la niebla. Me volví y corrí otra vez, desesperadamente. No tuve en cuenta la dirección, ni tampoco el paso del tiempo. »Luego me encontré con un banco de vegetación violeta. Era alta hasta la cintura, semejante a la hierba, con espesas hojas angostas, punteadas de racimos de pequeños pimpollos rosa, y pequeñas bayas púrpura. Y a unos veinte metros más allá vi una perezosa corriente roja: El Río de la Sangre. Aquí estaba a cubierto finalmente. Me arrojé entre la maleza violeta, sollozando de fatiga y terror. Durante largo tiempo fui incapaz de moverme o pensar. Cuando miré otra vez la punta de mis dedos, vi que el metal habían duplicado su espesor. »Traté de controlar mi agitación, y de pensar. Posiblemente las luces, fueran lo que fueran, dormirían de día. Si pudiera hallar el avión, o escalar las paredes, podría escapar de los espantosos efectos de los minerales radiactivos antes de que fuera demasiado tarde. Me di cuenta de que estaba hambriento. Arranqué algunas de las bayas rojas y las probé. Tenían un sabor salado y metálico, y pensé que no tendrían valor alimenticio. Pero al arrancarlas, sin advertirlo, había exprimido el jugo de una de ellas encima de mi dedo, y cuando lo enjugué, vi, para mi asombro e inexpresable alegría, que el borde de metal había desaparecido de las uñas que el zumo había tocado. ¡Había descubierto un medio de salvarme! Supongo que las plantas podían existir solo porque su desarrollo era tal que producían compuestos que contrarrestaban las emanaciones que formaban el metal. Probablemente su evolución había comenzado cuando la acción era mucho más débil que ahora, y solo habían sobrevivido aquellas capaces de tolerar las más intensas radiaciones. No perdí tiempo para comer un racimo de bayas, y luego volqué el agua de mi cantimplora y la llené de jugo. He analizado el fluido: corresponde en algunos aspectos a las fórmulas corrientes para la neutralización de las quemaduras de radio, e indudablemente me salvó de las terribles quemaduras ocasionadas por la acción del radio ordinario. »Ahí yací hasta el alba, dormitando de a ratos y despertándome sin ninguna causa. Parecía como si un poco de la luz diurna se filtrara a través del verde, porque al amanecer empalideció, e incluso las arenas rojas se hicieron menos luminosas. Después de comer unas cuantas bayas más, me aseguré de la dirección de las estancadas aguas, y partí corriente abajo, hacia el oeste. Para tener una idea de hacia dónde iba, conté mis pasos. Había caminado alrededor de tres kilómetros Junto a las plantas violetas, cuando llegué a un abrupto acantilado. Se elevaba hasta perderse en las verdes sombras. En su mayoría, parecía constituido de negro óxido de uranio. El obstáculo era aparentemente infranqueable. El rojo río se zambullía hasta perderse de vista junto al acantilado, formando un rugiente remolino. »Caminé por el borde hacia el norte. No tenía ningún plan definido, excepto tratar de encontrar un camino para escalar el acantilado. Si fracasaba, sería el momento de explorar la llanura. Temía mortalmente acercarme a ella, o encontrarme con las luces que había visto flotando allí. Mientras marchaba no vi ninguna. Supongo que dormían durante el día. Continué creo que hasta mediodía, aunque mi reloj se había detenido. Ocasionalmente, pasaba junto a árboles de metal que habrían caído desde arriba, y en una oportunidad, junto al cuerpo metálico de un oso que habría resbalado del sendero en épocas pasadas. Y había innumerables pájaros de metal. Deben haberse acumulado durante eras geológicas. Durante todo este tiempo, el acantilado se había alzado perpendicularmente hasta el límite de mi visión, pero ahora vi una amplia cornisa, con un gran muro escarpado tras ella, apenas visible arriba. Pero el muro del acantilado se erguía treinta metros antes de llegar a la cornisa, y yo maldije mi incapacidad de escalar. Durante un rato estuve allí, ideando impracticables medios de escalarlo, casi llorando de impotencia. Estaba famélico, y también sediento. Finalmente proseguí.
»En una hora me encontré con eso. Un esbelto cilindro de metal negro, que se elevaba a unos treinta metros entre la niebla verde, y tenía en la cima una gran llama anaranjada con forma de hongo. Era una cosa extraña. El fuego subía como un globo, firme y brillante. Semejaba un enorme chorro de gas combustible, ardiendo como si manara del cilindro. Me quedé petrificado de asombro, preguntándome vagamente la causa y el objeto de la cosa. »Y entonces vi vagamente otras, una veintena de ellas, un bosque de llamas. Me recosté contra el muro y reflexioné. Esa, supuse, era la ciudad de las luces. Dormían ahora, pero aún así no tuve el valor de entrar. De acuerdo con mis cálculos, había recorrido alrededor de veinte kilómetros. Entonces debería estar, pensé, en un lugar diametralmente opuesto al sitio donde el río rojo fluía subterráneamente, y todavía me quedaba la mitad del borde por explorar. Si quería proseguir mi viaje, debía rodear la ciudad, si es que se la podía llamar así. »De modo que me aparté del muro. Pronto lo perdí de vista. Traté de seguir viendo las llamas anaranjadas, pero se esfumaron abruptamente en la niebla. Caminé hacia la izquierda, pero no encontré otra cosa más que el vasto desierto de arena roja, bajo la niebla verde. Caminé y caminé. Luego la arena y el aire se hicieron ligeramente más brillantes, y supe que había caído la noche. Muy pronto las luces comenzaron a ir y venir. Ya había visto luces la noche anterior, pero se movían a mucha altura y con gran rapidez. Estas, por el contrarío, se deslizaban lentamente, y sentí que estaban explorando. »Supe que me buscaban. Me tendí en un hoyo pequeño, en la arena. Vagos puntos de luz velados por la niebla se aproximaban y pasaban. De pronto uno se detuvo justo sobre mí. Descendió y el círculo de brillo se hizo más grande a su alrededor. Supe que sería inútil correr, y no podría haberlo hecho, pues estaba aterrorizado. Descendió más y más. »Y entonces pude ver su forma. Estaba compuesta de un reluciente, deslumbrante cristal. ¡Un gran prisma erecto de seis caras de color rojo, de alrededor de tres metros y medio de altura, con una estructura de seis puntas similar a un copo de nieve en el centro, de un color azul intenso, con puntudos rebordes azules que corrían desde las puntas de la estrella hasta los ángulos del prisma! Un fuego suave escarlata fluía desde las puntas. Y sobre cada cara del prisma, por encima y por debajo de la estrella, había un cono purpúreo que debía ser un ojo. Extrañas luces pulsátiles centelleaban en el cristal. La luz lo hacía parecer vivo. »¡Descendía directamente hacia mí! »Era una terrible forma de vida, completamente desconocida. No era humana, ni animal: no era vida tal como nosotros la conocemos. Y no obstante tenía inteligencia. Pero era extraña y desconocida y desprovista de sentimiento. Es curioso decir que. incluso entonces, mientras yacía debajo de ella, se me ocurrió el pensamiento de que esa cosa y sus compañeras deberían haber cristalizado cuando el antiguo mar se secó en el cráter. Las sales cristalizadas toman formas intrincadas. »Extraje mi automática y disparé tres veces, pero las balas rebotaron impotentes en las bruñidas facetas. »Siguió descendiendo hasta que el reluciente extremo inferior del prisma estuvo a menos de un metro por encima de mi cuerpo. Entonces el fuego escarlata se extendió acariciante, fluyó sobre mí. Mi peso desminuyó. Sentí que me elevaba, sostenido por la punta. Puedes ver la marca sobre mi pecho. La cosa se desplazó por el aire, llevándome con ella. Muy pronto otras más flotaban alrededor. Me invadió la náusea. Todo se volvió negro y ya no supe nada más. »Desperté flotando libremente en una brillante luz naranja. No tocaba ningún objeto sólido. Me debatí, pataleé: inútilmente. No podía trasladarme o girar, porque no podía aferrarme de nada. Mis recuerdos de los dos últimos días me parecían una pesadilla. Aún tenía puestas mis ropas. Mi cantimplora seguía colgando, mejor dicho flotando, de mi hombro. Y mi automática estaba en el bolsillo. Tenía la sensación de que había
trascurrido un tiempo indescriptiblemente largo. Sentía una curiosa rigidez en mi costado. Me examiné, y descubrí una roja cicatriz. Creo que esos cristales me habían cortado. Y descubrí, con un horror que no podrás medir, la marca sobre mi pecho. Luego advertí que flotaba, desprovisto de gravedad, sobre la llama anaranjada que surgía de uno de los cilindros negros. Los cristales conocían el secreto de la gravedad. Era vital para ellos. Y atisbando a mi alrededor, distinguí, con infinita repugnancia, un gran cuerpo centelleante, a pocos metros de distancia. Pero sus luces internas estaban muertas, así que supe que era de día, y que los extraños seres dormían. »Si alguna vez iba a escapar, ésta era la oportunidad. Pateé y manoteé desesperadamente el aire, todo en vano. No me moví ni un centímetro. Si me hubieran encadenado, no habría estado más seguro. Extraje mi automática, decidido a tomar una medida desesperada. No volverían a hallarme con vida. Y mientras tenía el arma en la mano, se me ocurrió una idea. Apunté el arma hacia un costado, e hice seis rápidos disparos. Y el retroceso de cada explosión me envió flotando cada vez más rápido, como un cohete, hacia el borde. »Salí disparado a través del verde. Si hubiera recobrado súbitamente mi gravedad, la caída me hubiera matado, pero descendí con suavidad, y durante unos cuantos minutos sentí una curiosa ligereza. ¡Y para mi sorpresa, cuando llegué al suelo, el aeroplano estaba justo ante mí! Lo habían atraído hasta la base de la torre. Parecía estar intacto. Puse en marcha el motor con nervioso apresuramiento, y salté a la cabina. Cuando me puse en movimiento, otra torre negra se irguió amenazadoramente ante mí, pero viré eludiéndola, y despegué sin contratiempos. »Unos instantes después ya estaba por encima del verde. Casi esperaba que la ola de gravedad volviera a caer sobre mí, pero me elevé más y más sin obstáculos, hasta que los malditos muros negros dejaron de rodearme. El sol refulgía alto en el cielo. Pronto aterrizaría en Vaca Morena. »Ya había tenido suficiente de búsquedas de radio. En la playa, donde aterricé, vendí el aeroplano a un ranchero por el precio que me ofreció, y le dije que me reservara lugar en el próximo vapor, que partiría en tres días. Luego me dirigí a la única posada de la ciudad, comí, y me fui a la cama. Al mediodía del día siguiente, cuando me levanté, descubrí que mis zapatos y los bolsillos de mi ropa contenían una buena cantidad de la arena roja del cráter, recogida cuando me arrastraba pugnando por huir de las luces de los cristales. Guardé un poco sólo por curiosidad, pero cuando lo analicé, descubrí un compuesto de radio tan rico que el pequeño puñado valía millones de dólares. »Pero la fortuna tuvo poco valor, porque, a pesar de las frecuentes dosis del líquido de mi cantimplora, y el mejor auxilio médico, he sufrido continuamente, y ahora que mi cantimplora está vacía, estoy condenado. »Tu amigo, Thomas Kelvin».
JUNTO A LAS AGUAS DE BABILONIA Stephen Vincent Benét El norte y el oeste y el sur son buenos campos de caza, pero está prohibido ir al este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, excepto para buscar metal, y aquel que toque el metal debe ser sacerdote o hijo de sacerdote. Después, tanto el metal como el hombre deben purificarse. Estas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y contemplar el lugar que fuera el Lugar de los Dioses: está estrictamente prohibido. Ni siquiera decimos su nombre, aunque lo conocemos. Allí es donde viven los espíritus, y los demonios; allí es donde están las cenizas del Gran
Incendio. Estas cosas están prohibidas: han estado prohibidas desde el principio de los tiempos. Mi padre es sacerdote, yo soy el hijo de un sacerdote. He ido a los Lugares Muertos cercanos, junto con mi padre; al principio, tenía miedo. Cuando mi padre entró en una casa a buscar metal, yo me quedé en la puerta y mi corazón se hizo débil y pequeño. Era la casa de un hombre muerto, la casa de un espíritu. No tenía olor a hombre, aunque había huesos viejos en un rincón. Pero no es adecuado qué el hijo de un sacerdote demuestre temor. Miré los huesos en las sombras y me mantuve en silencio. Luego mi padre salió con el metal, un buen pedazo, fuerte. Mi miró a los ojos, pero yo no había huido. Me dio el metal para que lo sostuviera; lo tomé y no morí. Así él supo que yo era verdaderamente su hijo y que sería sacerdote a mi turno. Eso sucedió cuando yo era muy joven; sin embargo, mis hermanos no lo hubieran hecho, a pesar de ser buenos cazadores. Después de eso, siempre me dieron un buen pedazo de carne y el tibio rincón junto al fuego. Mi padre me vigilaba: estaba satisfecho de que yo fuera a ser sacerdote. Pero cuando yo alardeaba o lloraba sin razón, me castigaba más estrictamente que a mis hermanos. Eso estaba bien. Después de un tiempo, se me permitió entrar a las casas muertas para buscar metal. De modo que aprendí los caminos que conducían a esas casas, y si veía huesos, ya no sentía miedo. Los huesos son frágiles y viejos, algunas veces se hacen polvo cuando uno los toca. Pero ése es un gran pecado. Me enseñaron los cánticos y los hechizos; me enseñaron cómo detener la sangre de una herida y muchos otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos, eso fue lo que dijo mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas por medio de cánticos y hechizos, que lo crean: eso no les hará daño. Me enseñaron a leer en los viejos libros y a hacer las viejas escrituras, lo que fue difícil y llevó mucho tiempo. Mi sabiduría me hizo feliz: era como fuego en mi corazón. Más que todo, me gustaba oír acerca de los Viejos Días y las historias de los dioses. Me hice muchas preguntas a las que no podía responder, pero era bueno formulármelas. Por las noches, yacía en vela y escuchaba el viento: me parecía que eran las voces de los dioses que volaban por el aire. No somos ignorantes como el Pueblo del Bosque: nuestras mujeres hilan la lana en los telares, nuestros sacerdotes usan túnicas blancas. No comemos raíces de árboles, no hemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de comprender. No obstante, mi conocimiento y mi ansia por saber ardían en mí: quería saber más. Cuando finalmente me hice hombre, me acerqué a mi padre y le dije: «Ha llegado el momento de mi viaje. Dame tu permiso.» Me miró durante largo rato, mesándose la barba, y luego me dijo: «Sí. Ha llegado el momento.» Esa noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí purificación. El cuerpo me dolía, pero mi espíritu era una fría piedra. Fue mi propio padre quien me interrogó acerca de mis sueños. Me hizo mirar en el humo del fuego y observar: vi y dije lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río y, del otro lado, un gran Lugar Muerto por el que caminaban los dioses. Siempre he pensado en eso. Sus ojos eran severos mientras yo le contaba: ya no era más mi padre sino un sacerdote. —¡Es un sueño poderoso!—exclamó. —Es mío —dije, mientras el humo ondulaba y mi cabeza se hacía ligera. En la cámara exterior estaban cantando el cántico de la Estrella, y en mi cabeza sonaba como el zumbido de las abejas. Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses y yo le respondí cómo estaban vestidos. Por el libro sabemos cómo se vestían, pero yo los vi como si estuvieran frente a mí. Cuando terminé, mi padre arrojó tres veces las varitas, y las estudió cuando caían. —Es un sueño muy poderoso —murmuró—. Puede devorarte.
—No tengo miedo —dije, y lo miré a los ojos. Mi voz sonó débil en mis oídos, pero era a causa del humo. Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas. —Tómalas —expresó—. Está prohibido viajar hacia el este. Está prohibido cruzar el río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas. —Todas esas cosas están prohibidas —repetí; pero era mi voz la que hablaba, no mi espíritu. Volvió a mirarme. —Hijo mío —dijo—. Una vez tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, seguirás siendo mi hijo. Ahora emprende tu viaje. Viajé ayunando, tal como lo dice la ley. El cuerpo me dolía, pero no el corazón. Cuando llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré y me purifiqué, esperando un signo. El signo fue un águila. Volaba hacia el este. Algunas veces los malos espíritus envían signos. Volví a esperar sobre la lisa roca, ayunando, sin probar alimentos. Estaba muy quieto: podía sentir al cielo encima de mí y a la tierra por debajo. Esperé hasta que el sol empezó a hundirse. Entonces tres ciervos pasaron por el valle, hacía el este; no me olfatearon ni me vieron. Había un cervato blanco con ellos, un signo muy importante. Los seguí a la distancia, esperando ver lo que sucediera. Mi corazón estaba perturbado por marchar hacia al este, sin embargo yo sabía que debía ir. La cabeza me zumbaba a causa del ayuno; ni siquiera vi a la pantera cuando saltó sobre el cervato blanco. Pero, antes de saberlo, el arco estaba en mi mano. Grité, y la pantera alzó su cabeza del cervato. No es fácil matar a una pantera con una flecha; pero la flecha dio en su ojo y penetró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar; rodó, desgarrando el suelo. Entonces supe que debía ir hacia el este: supe que ése era mi viaje. Cuando llegó la noche, encendí un fuego y asé carne en él. Es un viaje de seis soles hacia el este, y un hombre pasa por muchos Lugares Muertos. El Pueblo del Bosque les teme, pero yo no. Una vez encendí mi fuego de noche, al borde de un Lugar Muerto y, a la mañana siguiente hallé un buen cuchillo, apenas oxidado, en la casa muerta. Eso fue poco comparado con lo que sucedió después, pero me hizo ensanchar el corazón. Siempre que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y dos veces pasé frente a expediciones de caza del Pueblo del Bosque sin ser advertido. Entonces supe que mi magia era fuerte y mi viaje era limpio, a pesar de la ley. Cuando se ponía el octavo sol, llegué a las riberas del gran río. Había pasado medio día desde que había abandonado la carretera de los dioses: ahora no usamos las carreteras de los dioses porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, y el bosque es más seguro. Desde mucha distancia, había visto las aguas a través de los árboles, pero ahora los árboles eran espesos. Finalmente, llegué a un claro en la cima de una montaña. Allí debajo estaba el gran río, como un gigante al sol. Es muy largo, muy ancho. Puede comerse todas las corrientes que conocemos y aún seguir sediento. Su nombre es Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo ha visto, ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era mágico y yo oré. Luego levanté los ojos y miré hacia el sur. Allí estaba el Lugar de los Dioses. Cómo puedo decir lo que era; no pueden saberlo. Estaba allí, bajo la roja luz, y eran demasiado grandes para ser casas. Estaba allí, y la luz roja caía sobre el lugar, poderoso y en ruinas. Supe que en un momento más los dioses me verían. Me cubrí los ojos con las manos y repté otra vez hacia el bosque. Seguramente, eso era suficiente, hacer algo así y seguir con vida. Seguramente era suficiente pasar la noche en la montaña. Ni siquiera el Pueblo del Bosque se acerca aquí. Sin embargo, durante toda la noche supe que debería cruzar el río y caminar en los lugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia no me ayudaba en absoluto y sin embargo había un fuego en mis entrañas, un fuego en mi mente. Cuando el sol se elevó, pensé: «Mi viaje ha sido limpio. Ahora regresaré de mi viaje a casa». Pero,
inclusive mientras lo pensaba, supe que no podría hacerlo. Si iba al Lugar de los Dioses, seguramente moriría, pero, si no iba, jamás volvería a sentirme en paz con mi espíritu. Es mejor perder la vida que el espíritu, si uno es sacerdote e hijo de sacerdote. Sin embargo, mientras construía la balsa, las lágrimas fluyeron de mis ojos. El Pueblo del Bosque podría haberme matado sin luchar, si hubieran caído sobre mí entonces, pero no vinieron. Cuando la balsa estuvo lista, dije las plegarias por los muertos y me pinté para la muerte. Mi corazón estaba tan frío como una rana y mis rodillas parecían de agua; pero el fuego de mi mente no me dejaba en paz. Mientras apartaba la balsa de la costa, comencé mi canción de muerte; tenía derecho. Era una hermosa canción. «Soy Juan, hijo de Juan», canté. «Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas. Ellos son los hombres. Voy a los Lugares Muertos y nadie me mata. Saco el metal de los Lugares Muertos y no estoy maldito. Viajo por las carreteras de los dioses y no temo. ¡Aié! ¡He matado a la pantera, he matado al cervato! ¡Aié! He venido al gran río. Ningún hombre ha estado antes aquí. Está prohibido ir hacia el este, pero yo he ido, está prohibido seguir al gran río. pero allí estoy. Abrid el corazón, espíritus, y oíd mi canción. Ahora voy al lugar de los dioses, no regresaré. Mi cuerpo está pintado para muerte y mis miembros son débiles, ¡pero mi corazón es grande mientras marcho hacia el lugar de los dioses!» Lo mismo, cuando llegué al Lugar de los Dioses, sentí miedo, miedo. La corriente del gran río es muy fuerte; asió mí balsa entre sus manos. Eso era magia, porque el río es ancho y calmo. Pude sentir los espíritus malignos a mi alrededor, en la brillante mañana; pude sentir su aliento en mi cuello mientras la corriente me llevaba río abajo. Nunca había estado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, pero era como la pila de nueces invernales de una ardilla. Mi sabiduría ya no tenía fuerza y me sentí pequeño y desnudo como un pájaro que acaba de salir del cascarón; solo en el gran río, un siervo de los dioses. Sin embargo, después de un rato, mis ojos se abrieron, y vi. Vi ambas riberas del río; vi que una vez lo habían cruzado carreteras de dioses, aunque ahora estaban derrumbadas y caídas como quebradas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosas y quebradas; quebradas en la época del Gran Incendio cuando el fuego cayó del cielo. Y la corriente me llevaba siempre más cerca del Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se elevaron ante mis ojos. No conozco los hábitos de los ríos: somos el Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga pero empezó a girar. Pensé que el río me llevaría más allá del Lugar de los Dioses, a las Aguas Amargas de las leyendas. Me enfurecí entonces, y mi corazón se hizo fuerte. Dije en voz alta: «¡Soy sacerdote e hijo de sacerdote!» Los dioses me escucharon; me enseñaron a remar con la pértiga, hundiéndola a un costado de la balsa. La corriente cambió; me acerqué al Lugar de los Dioses. Cuando estaba muy cerca, mi balsa encalló y zozobró. Había aprendido a nadar en nuestros lagos y nadé hacia la costa. Había un grueso cilindro de metal oxidado que sobresalía de las aguas: me encaramé en él y me senté allí, jadeante. Había conservado mi arco y dos flechas y el cuchillo que había encontrado en el Lugar Muerto; pero eso era todo. Mi balsa se alejó girando en los remolinos hacia las aguas Amargas. Seguí mirándola, pensando que si me hubiera arrojado hacia abajo, al menos estaría muerto y a salvo. Sin embargo, una vez que hube secado la cuerda de mi arco y vuelto a tensarla, me encaminé hacia el Lugar de los Dioses.
Bajo mis pies, el suelo parecía suelo; no me quemó. No es verdad lo que dicen algunas historias, que el suelo allí quema eternamente, pues yo he estado allí. De tanto en tanto se veían las marcas y quemaduras del Gran Incendio en las ruinas, es verdad. Pero eran viejas marcas y viejas quemaduras. Tampoco es verdad lo que dicen algunos sacerdotes, que es una isla cubierta de nieblas y hechizos. No lo es. Es un gran Lugar Muerto —más grande que cualquiera de los que conocemos—. En todas partes hay carreteras de dioses, aunque la mayoría están agrietadas y rotas. En todas partes hay ruinas de las altas torres de los dioses. ¿Cómo contar lo que vi? Caminé con cuidado, con el arco tensado en la mano, la piel alerta ante el peligro. Debería haber oído el gemido de los espíritus y el chillido de los demonios, pero no los oí. Todo estaba muy silencioso y soleado en el sitio donde desembarqué; el viento y la lluvia y los pájaros que dejan caer semillas habían hecho su trabajo; el pasto crecía entre las grietas de la quebrada piedra. Es una hermosa isla: no es de extrañarse que los dioses hayan construido allí. Si yo hubiera llegado a ella, como un dios, también hubiera construido. ¿Cómo contar lo que vi? No todas las torres están derrumbadas; aquí y allá queda alguna en pie, como un alto árbol del bosque, y los pájaros anidan en las copas. Pero las torres parecen ciegas, pues los dioses se han ido. Vi un halcón pescador, buscando peces en el río. Vi una pequeña danza de mariposas blancas sobre una gran pila de columnas y piedras rotas. Fui allí y miré a mi alrededor: había una piedra tallada con letras marcadas, partida por la mitad. Decía UBTREAS. También encontré una imagen destrozada de un hombre o dios. Estaba hecho de piedra blanca y tenía el cabello recogido como una mujer. Su nombre era ASHING, tal como lo leí en la mitad de una piedra partida. Pensé que sería sabio orarle a ASHING, aunque no conozco a ese dios. ¿Cómo contar todo lo que vi? No quedaba ningún olor a hombre, ni en las piedras ni en el metal. Tampoco existían muchos árboles en ese desierto de piedra. Hay muchas palomas que anidan y vuelan entre las torres: los dioses deben haberlas amado, o tal vez, las usaran para sacrificios. Hay gatos salvajes que vagabundean por las carreteras de los dioses, de ojos verdes y sin temor al hombre. De noche gimen como demonios, pero no son demonios. Los perros salvajes son más peligrosos, porque salen a cazar en jauría; pero no me encontré con ellos hasta después. En todas partes están las piedras talladas, esculpidas con números o palabras mágicas. Fui hacia el norte; no traté de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me vieran, moriría; entretanto, ya no sentía miedo. Mi hambre de conocimiento ardía en mí; había tantas cosas que no podía comprender. Después de un rato, supe que mi estómago estaba hambriento. Podría haber cazado para conseguir carne, pero no lo hice. Se sabe que los dioses no cazaban como lo hacemos nosotros: sacaban su comida de cajas y latas encantadas. Algunas veces hallamos algunos en los Lugares Muertos: una vez, cuando era un niño tonto, abrí una de esas latas y hallé dulce el alimento. Pero mi padre me descubrió y me castigó severamente, pues a menudo ese alimento significa la muerte. Ahora, sin embargo, ya había trasgredido todo lo prohibido, y entré a las torres más prometedoras, en busca del alimento de los dioses. Finalmente lo hallé en las ruinas de un gran templo en medio de la ciudad. Debe haber sido un templo poderoso, pues el techo estaba pintado como el cielo de la noche, con estrellas: alcancé a verlo, aunque los colores eran desvaídos y débiles. Descendía formando grandes cuevas y túneles: tal vez tuvieran allí a los esclavos. Pero cuando empecé a descender, escuché el chillido de las ratas, así que no seguí; las ratas son sucias, y debía haber habido muchas tribus de ratas, por los chillidos. Pero cerca de allí, hallé alimentos, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría. Solo comí las frutas de los frascos, que tenían un sabor muy dulce. También había bebidas, en botellas de vidrio; la bebida de los dioses era fuerte e hizo vacilar mi cabeza. Después de que hube bebido y comido, dormí arriba de una piedra, con el arco a mi lado.
Cuando me desperté, el sol estaba bajo. Mirando hacia el suelo desde donde estaba, vi a un perro sentado sobre su cola. La lengua le colgaba de la boca, parecía reírse. Era un perro grande, de pelo gris parduzco, tan grande como un lobo. Me puse de pie de un salto y le grité pero no se movió; permaneció en su lugar sentado, como si estuviera riéndose. No me gusto eso. Cuando conseguí una piedra para arrojarle, se movió ágilmente fuera del alcance del proyectil. No me tenía miedo, me miraba como si fuera carne. Sin duda podría haberlo matado con una flecha, pero yo no sabía si había otros. Además, estaba cayendo la noche. Miré a mi alrededor; no muy lejos había una gran carretera de dioses, rota, que conducía hacia el norte. Las torres eran altas, pero no tanto, y aunque había muchas casas muertas en ruinas, algunas aún estaban en pie. Me dirigí hacia esa carretera de los dioses, siguiendo siempre por las alturas de las ruinas, mientras el perro me seguía. Cuando llegué a la carretera de los dioses, vi que otros perros se le habían unido. Si yo hubiera dormido durante más tiempo, me hubieran sorprendido y hubieran desgarrado mi garganta. Tal como era, estaban suficientemente seguros de mí, no se apresuraron. Cuando entré a la casa muerta, se quedaron vigilando la entrada; sin duda pensarían que tendrían una buena caza. Pero los perros no pueden abrir las puertas, y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gustaba vivir sobre el suelo sino en las alturas. Acababa de hallar una puerta que podía abrir cuando los perros decidieron abalanzarse. ¡Ja! Se sorprendieron cuando les cerré la puerta en la cara; era una buena puerta, de metal resistente. Pude oír sus tontos ladridos detrás de la puerta pero no me detuve a responderles. Estaba en la oscuridad. Hallé escaleras y comencé a ascender. Había muchas escaleras, que giraban sobre sí mismas tantas veces que empecé a marearme. Al final de las escaleras había otra puerta: hallé el picaporte y la abrí. Estaba en una pequeña y angosta cámara; a un lado había una puerta de bronce que no podía abrirse, pues no tenía picaporte. Tal vez hubiera una palabra mágica para abrirla, pero yo no tenía esa palabra. Me volví hacia la puerta situada en la pared opuesta. La cerradura estaba rota, así que la abrí y entré. El interior era un lugar de gran riqueza. El dios que vivió allí debió haber sido un dios poderoso. El primer cuarto era una pequeña antecámara; esperé allí durante un tiempo, diciendo a los espíritus del lugar que había venido en paz y no como un ladrón. Cuando me pareció que ya habían tenido tiempo de escucharme, seguí. ¡Ah, qué riquezas! Pocas, incluso, de las ventanas, estaban rotas: todo estaba como había sido. Las grandes ventanas que daban a la ciudad no estaban rotas en absoluto, a pesar de que estaban polvorientas y tiznadas por los años. Había tapices en el suelo, de colores no muy desteñidos, y las sillas eran suaves y mullidas. Había cuadros en las paredes maravillosos, muy extraños; recuerdo un ramo de flores en un florero: si uno se acercaba veía solamente fragmentos de color, pero si uno se alejaba, las flores parecían haber sido cortadas ayer. Mirar ese cuadro hizo que mi corazón se sintiera extraño, y también cuando miré la figura de un pájaro, hecha de alguna arcilla dura, que estaba sobre una mesa, y lo vi tan semejante a nuestros pájaros. Por todas partes había libros y escritos, muchos en lenguas que yo no podía leer. El dios que vivió allí debió ser sabio y lleno de conocimiento. Me sentí con derecho a estar allí, ya que yo también buscaba el conocimiento. No obstante, era extraño. Había un lugar para lavarse, pero sin agua; tal vez los dioses se lavaban con aire. Había un lugar para cocinar pero nada de leña; y aunque había una máquina para cocinar comida, no tenía ningún lugar donde poner fuego. Tampoco existían velas ni lámparas; había unas cosas que parecían lámparas pero no tenían mechas ni aceite. Todas estas cosas eran mágicas, pero yo las toqué y sobreviví: la magia se había ido de ellas. Diré algo que lo demuestra. En el sitio para lavarse, una cosa decía «caliente», pero no era caliente al tacto; otra cosa decía «fría» pero no era fría. Esto
debe haber sido una magia poderosa, pero la magia se había ido. No comprendo —ellos tenían sus modos— pero habría querido comprenderlos. La casa de los dioses estaba cerrada y seca y polvorienta. Dije que la magia se había ido pero no es verdad; se había ido de las cosas mágicas pero no del lugar. Sentí los espíritus a mi alrededor, oprimiéndome. Jamás había dormido antes en un Lugar Muerto; y sin embargo, esta noche debería dormir allí. Cuando pensé en eso, la lengua se me secó en la garganta, a pesar de mi anhelo de conocimiento. Casi hubiera preferido bajar a enfrentarme con los perros, pero no lo hice. Cuando cayó la noche, ya había recorrido todos los cuartos. Cuando anocheció, volví al enorme cuarto que daba a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para hacer fuego y una caja con leña en él, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en uno de los tapices que cubrían el suelo y dormí frente al fuego; estaba muy cansado. Ahora contaré algo que es una magia muy poderosa. Me desperté en medio de la noche. Cuando desperté, el fuego se había apagado, y yo tenía frío. Me pareció oír a mi alrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para callarlos. Algunos dirán que volví a dormirme, pero yo no creo que haya dormido. Podía sentir cómo los espíritus arrastraban a mi espíritu fuera de mi cuerpo, tal como el pez es arrastrado por la línea. ¿Por qué tendría que mentir? Soy sacerdote e hijo de sacerdote. Si hay espíritus, tal como dicen, en los pequeños Lugares Muertos cercanos, ¿por qué no habría espíritus en el gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no estarían deseosos de hablar? ¿Después de tantos largos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez prendido de la línea. Había salido de mi cuerpo: podía ver mí cuerpo dormido frente al fuego apagado, pero no era yo. Yo fui arrastrado a mirar la ciudad de los dioses. Debería haber estado en sombras, pues era de noche, pero no estaba en sombras. Por todas partes había luces: líneas de luz, círculos y manchones de luz; ni diez mil antorchas hubieran sido lo mismo. Hasta el mismo cielo estaba iluminado; apenas si podían verse las estrellas por el resplandor del cielo. Pensé para mí mismo: «Esta es una magia poderosa» y temblé. En mis oídos había un rugido como la creciente de un río. Luego mis ojos se acostumbraron a la luz y mis oídos al sonido. Supe que estaba viendo la ciudad tal como era cuando los dioses vivían. Era sin duda una visión: sí, era una visión, no podía haberla visto dentro de mi cuerpo; mi cuerpo habría muerto. Por todas partes iban los dioses, a pie y en carruajes: había innumerables dioses y sus carruajes bloqueaban las calles. Habían convertido la noche en día para su placer; no dormían junto con el sol. El ruido de sus idas y venidas era el ruido de muchas aguas. Era mágico lo que podían hacer; era mágico lo que hacían. Miré por otra ventana; las grandes enredaderas de sus puentes habían sido reparadas y las carreteras de los dioses iban hacia el este y el oeste. ¡Inquietos, inquietos eran los dioses, siempre en movimiento! Cavaban túneles debajo de los ríos, volaban por el aire. Con increíbles herramientas hacían trabajos gigantescos, ninguna parte de la tierra estaba a salvo de ellos, pues, si deseaban una cosa, la pedían del otro lado del mundo. Y siempre, mientras trabajaban y descansaban, mientras celebraban y hacían el amor, había un redoble en sus oídos, el pulso de la gigantesca ciudad, latiendo y latiendo como el corazón de un hombre. ¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran maravillosos y terribles. Mientras los contemplaba, a ellos y a su magia, me sentí como un niño; me pareció que con solo un poco más, bajarían la luna del cielo. Los vi con un conocimiento que estaba más allá del conocimiento y una sabiduría que estaba más allá de la sabiduría. Y sin embargo no todo lo que hacían estaba bien hecho —hasta yo podía verlo— y sin embargo su sabiduría no podía menos que crecer hasta que todo estuviera en paz. Entonces advertí que su destino se precipitaba sobre ellos y eso era terrible hasta lo indecible. Cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. He estado en
las luchas contra el Pueblo del Bosque; he visto morir a muchos hombres. Pero esto no se parecía a aquello. Cuando los dioses guerrean con los dioses, usan armas que no conocemos. Era un fuego que caía del cielo y una bruma que envenenaba. Era la hora del Gran Incendio y de la Destrucción. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad; ¡pobres dioses, pobres dioses! Entonces las torres comenzaron a derrumbarse. Unos pocos escaparon, sí, unos pocos. Las leyendas lo dicen. Pero, aún después de que la ciudad se convirtió en un Lugar Muerto, durante muchos años el veneno quedó en el suelo. Vi cómo ocurría, vi morir al último de ellos. Era la oscuridad sobre la ciudad derruida y yo lloré. Todo esto es lo que presencié. Lo vi tal como lo he contado, aunque no dentro de mi cuerpo. Cuando me desperté, en la mañana, estaba hambriento; pero al principio no pensé en mi hambre, pues mi corazón estaba perplejo y confuso. Sabía la razón que había originado a los Lugares Muertos, pero no veía por qué había sucedido. Me parecía que no debería haber sucedido, con toda la magia que tenían. Recorrí la casa buscando una respuesta. Había tantas cosas en la casa que no podía comprender; y sin embargo soy sacerdote e hijo de sacerdote. Era como estar en una margen del gran río, de noche, sin luz que mostrara el camino. Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en una silla, junto a la ventana, en un cuarto al que yo no había entrado antes y, en un primer momento, creí que estaba vivo. Entonces vi la piel del dorso de su mano: era seca como cuero. El cuarto estaba cerrado, caliente y seco; sin duda eso era lo que lo había conservado. Al principio tuve miedo de aproximarme a él; luego el miedo me abandonó. Estaba sentado mirando hacia la ciudad y vestía las ropas de los dioses. No era ni viejo ni joven, no podría decir su edad. Pero en su rostro había sabiduría y una gran tristeza. Uno podía ver que él no había huido. Se había sentado ante su ventana, a contemplar cómo moría su ciudad; luego, él mismo había muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y por su cara se advertía que su espíritu no se había perdido. Supe que, si lo tocaba, se haría polvo; y sin embargo, en su rostro había algo inconquistable. Esa es toda mi historia, porque entonces supe que él era un hombre; entonces supe que habían sido hombres, ni dioses ni demonios. Es un gran conocimiento, difícil de decir y creer. Eran hombres: fueron por una senda oscura, pero eran hombres. Después de eso ya no tuve miedo, no tuve miedo al volver a casa, aunque dos veces tuve que luchar para alejar a los perros y una vez fui perseguido durante dos días por el Pueblo del Bosque. Cuando vi otra vez a mí padre, oré y fui purificado. El tocó mis labios y mi pecho. —Te fuiste como un muchacho. Vuelves como hombre y sacerdote —me dijo. —¡Padre, eran hombres!—exclamé—. ¡He estado en el Lugar de los Dioses y lo he visto! Ahora mátame, si esa es la ley, pero seguiré sabiendo que fueron hombres. El me miró a los ojos. —La ley no tiene siempre la misma forma —me dijo—. Has hecho lo que has hecho. Yo no podría haberlo hecho en mi época, pero tú vienes después que yo. ¡Cuéntame! Yo hablé y él me escuchó. Después, quise contárselo a todo el pueblo, pero él me lo impidió. —La verdad es un ciervo difícil de cazar —observó—. Si comes demasiada verdad de una vez, puedes morir por la verdad. No en vano nuestros padres prohibieron los Lugares Muertos. Tenía razón: es mejor que la verdad se muestre de a poco. Siendo sacerdote, he aprendido eso. Tal vez, en los viejos tiempos, devoraban el conocimiento demasiado rápido. No obstante, hemos comenzado. Ahora no solo por el metal vamos a los Lugares Muertos; están los libros y los escritos. Son difíciles de aprender. Y las herramientas mágicas están rotas, pero podemos mirarlas y preguntarnos. Al menos, hemos comenzado. Y, cuando yo sea sacerdote en jefe, iremos más allá del gran río. Iremos al
Lugar de los Dioses —el lugar new york— no un solo hombre sino un grupo. Buscaremos las imágenes de los dioses y hallaremos al dios ASHING y a los otros, los dioses Lincoln y Biltmore y Moisés. Pero fueron hombres quienes construyeron la ciudad, no dioses ni demonios. Fueron hombres. Recuerdo el rostro del hombre muerto. Fueron hombres los que estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos volver a construir.
TENDENCIAS Isaac Asimov John Harman estaba sentado ante su escritorio, cavilando, cuando yo entré a la oficina esa mañana. Para entonces ya era un espectáculo habitual verlo contemplando el Hudson, con la cabeza apoyada en una mano, una mueca de malhumor contorsionando su rostro: un espectáculo demasiado habitual. Parecía injusto que el pobre tipo estuviera allí royéndose las uñas día tras día, cuando tenía derecho a recibir todas las alabanzas y la adulación del mundo. Me dejé caer en una silla. —¿Vio el editorial del Clarion de hoy, jefe?—pregunté. Volvió hacia mí sus ojos cansados e inyectados de sangre. —No, no lo he visto. ¿Qué dicen? ¿Otra vez quieren hacer caer sobre mí la venganza de Dios?—su voz estaba imbuida de un amargo sarcasmo. —Ahora van un poco más lejos, jefe —respondí—. Escuche esto: «Mañana es el día en que John Harman intentará profanar los cielos. Mañana, desafiando a la opinión y a la conciencia del mundo, este hombre desafiará a Dios. »No se le ha concedido al hombre la libertad de ir a todos los lugares a los que su ambición y su deseo lo lleven. Hay cosas que por siempre se le negarán, y aspirar a las estrellas es una de ellas. Como Eva, John Harman desea comer la fruta prohibida, y como Eva sufrirá en consecuencia un justo castigo. »Pero no es suficiente esta mera charla. Si le permitimos que desate la venganza de Dios, el pecado es de la humanidad, no solo de Harman. Al permitirle llevar a cabo sus malignos planes, nos hacemos cómplices de su crimen, y la venganza divina caerá sobre todos por igual. »Es, por lo tanto, esencial que se tomen medidas para impedir que Harman despegue en su así llamado cohete espacial mañana. El gobierno, al rehusarse a tomar dichas medidas, está forzando a la acción violenta. Si no hace nada por confiscar el cohete o por llevar a Harman a prisión, nuestra furiosa ciudadanía puede llegar a tener que tomar el asunto en sus manos.» En un acceso de furia, Harman saltó de su silla y, arrebatándome el periódico de las manos, lo arrojó con ira a un rincón. —Están llamando abiertamente a un linchamiento—bramó—. ¡Mira esto! Lanzó cinco o seis sobres hacia mí. Con una mirada bastó para que me diera cuenta de lo que eran. ¿Más amenazas de muerte?—pregunté. —Sí, exactamente eso. He tenido que hacer arreglos para que volvieran a aumentar el número de policías que patrullan el edificio y para obtener una escolta de policía motorizada para cuando cruce el río rumbo al campo de pruebas mañana. Caminó de arriba abajo por el cuarto con agitados trancos. —No sé qué hacer, Clifford. He trabajado casi diez años en el Prometheus. Me he esclavizado, he gastado una fortuna, he abandonado todo lo que hace la vida digna de
ser vivida... ¿y para qué? Para que un puñado de tontos predicadores vuelvan contra mí el sentimiento público, al punto de que ni siquiera mi vida está segura. —Está adelantado a los tiempos, jefe —me encogí de hombros en un gesto de resignación que hizo •que su furia se desatara contra mí. —¿Qué quieres decir con «adelantado a los tiempos»? Estamos en 1973. El mundo ya ha estado listo para los viajes espaciales durante medio siglo. Cincuenta años atrás la gente hablaba, soñaba con el día en que el hombre pudiera liberarse de la Tierra y sondear las profundidades del espacio. Durante cincuenta años, la ciencia ha avanzado pulgada a pulgada hacia esa meta, y ahora... ahora finalmente lo he logrado ¡y mira! dices que el mundo no está listo para mí. —Los años de las décadas del 20 y del 30 fueron años de anarquía, decadencia y confusión, si recuerda algo de historia —le acoté con suavidad—. No puede aceptarlos como criterio. —Lo sé, lo sé. Vas a decirme que la Primera Guerra de 1914 y la Segunda de 1940. Es historia antigua para mí; mi padre luchó en la Segunda y mi abuelo en la Primera. Sin embargo, esos fueron los días en que la ciencia floreció. Los hombres no temían entonces; de algún modo soñaban y se arriesgaban. No había nada semejante al conservadurismo en cuanto a los asuntos mecánicos o científicos. Ninguna teoría era demasiado radical para proponer, ningún descubrimiento demasiado revolucionario para publicar. Hoy, la podredumbre ha invadido el mundo, ya que una gran visión, como los viajes espaciales, es llamada «desafío a Dios». Su cabeza se agachó lentamente, y se volvió para ocultar sus labios temblorosos y las lágrimas en sus ojos. Luego volvió a erguirse repentinamente, con ojos centelleantes. —Pero ya les mostraré. Seguiré con todo, a pesar del infierno, el Cielo y la Tierra. He puesto demasiado en esto como para abandonarlo ahora. —Cálmese, jefe —le aconsejé—. Esto no le hará nada bien mañana, cuando suba a esa nave. Tal vez sus posibilidades de salir con vida no sean muchas ahora; entonces ¿cómo serán si comienza despedazado por la excitación y las preocupaciones? —Tienes razón. No pensemos más en eso. ¿Dónde está Shelton? —En el Instituto arreglando para que nos envíen las placas fotográficas especiales. —Hace mucho que se ha ido, ¿no es cierto? —No demasiado; pero escuche, jefe, hay algo raro en él. No me gusta. —¡Cabeza hueca! Ha trabajado conmigo dos años, y no tengo quejas. —Muy bien —separé las manos con resignación— Si no quiere escucharme, no me escuche. Lo mismo lo pesqué leyendo uno de los infernales panfletos que escribe Otis Eldredge. Ya los conoce: «Ten cuidado, oh humanidad, pues el día del juicio se acerca. El castigo a vuestros pecados se aproxima. Arrepentios y salvaos». Y todo el resto de la basura tradicional. Harman gruñó de disgusto. —¡Predicador barato! Supongo que el mundo jamás superará a los de su clase. No mientras existan suficientes tarados. Aún así, no puedes condenar a Shelton solamente porque los lea. Yo mismo leí uno una vez, —Dice que lo recogió de la vereda y lo leyó por «ociosa curiosidad», pero estoy seguro de haberlo visto cuando lo sacaba de la billetera. Además, va a la iglesia todos los domingos. —¿Es eso un crimen? ¡Todo el mundo lo hace, ahora! —Sí, pero no todos van a la Sociedad Evangélica del Siglo Veinte. Es de Eldredge. Harman se sobresaltó. Evidentemente, era la primera noticia que tenía. —Bien, eso es algo, ¿no es cierto? Tendremos que vigilarlo, entonces. Pero después de eso, las cosas comenzaron a ocurrir y olvidamos todo lo relativo a Shelton, hasta que fue demasiado tarde. No quedaban muchas cosas por hacer ese último día antes de la prueba, y me dirigí hacia el otro cuarto, donde me dediqué al informe final de Harman para el Instituto. Mi
trabajo era corregir cualquier error o equivocación que se hubiera deslizado, pero me temo que no fui muy minucioso. Para decir la verdad, no podía concentrarme. A intervalos de pocos minutos, caía en una profunda meditación. Parecía extraño que hubiera tanto alboroto por los viajes espaciales. Cuando Harman anunció la inminente perfección del Prometheus, seis meses atrás, los círculos científicos se habían mostrado jubilosos. Por supuesto, fueron cautelosos en sus declaraciones y midieron todo lo que dijeron, pero había un real entusiasmo. Sin embargo, las masas no lo tomaron así. Puede parecerles extraño a ustedes, los del siglo veintiuno, pero quizá debimos haberlo esperado en aquellos días de 1973. La gente no era muy progresista en ese entonces. Durante años había existido un vuelco hacia la religión, y cuando las iglesias se opusieron unánimemente al cohete de Harman... bien, así era la cosa. Al principio, la oposición se limitó a la iglesia y creímos que desaparecería espontáneamente. Pero no. Los periódicos se hicieron cargo de ella, y difundieron la nueva fe, literalmente. El pobre Harman se convirtió en un anatema para el mundo en un lapso notablemente breve, y ahí empezaron sus problemas. Recibió amenazas de muerte, y advertencias acerca de la venganza divina a diario. Ni siquiera podía caminar por la calle con tranquilidad. Docenas de sectas, a ninguna de las cuales pertenecía —era uno de los raros librepensadores de la época, lo que era algo más en su contra— lo excomulgaron y lo condenaron a un interdicto especial. Y, lo que es más, Otis Eldredge y su Sociedad Evangélica comenzaron a sublevar al populacho. Eldredge era un extraño personaje, uno de esos genios a su modo que aparecen de tanto en tanto. Dotado de una labia privilegiada y un vocabulario corrosivo, conseguía hipnotizar a las multitudes. Veinte mil personas eran como arcilla en sus manos, en caso de que consiguiera ser escuchado. Y durante cuatro meses, rugió en contra de Harman; durante cuatro meses, una caudalosa cascada de denuncia brotó de él en un frenesí oratorio. Y durante cuatro meses, los ánimos del mundo se caldearon. Pero Harman no se amilanó. En su pequeño cuerpo de un metro cincuenta y cinco, había tanta energía como en seis hombres de un metro ochenta. Con obstinación casi divina —sus enemigos decían casi diabólica— se negó a ceder ni una pulgada. Sin embargo, su firmeza externa era para mí, que lo conocía bien, solo un imperfecto disfraz de la gran tristeza y amarga desilusión que había en su interior. El timbre de la puerta interrumpió mis pensamientos en ese punto, y la sorpresa me hizo poner de pie. Los visitantes eran muy escasos en esos días. Miré por la ventana y vi una figura alta e imponente que hablaba con el sargento Cassidy. En seguida lo identifiqué como Howard Winstead, el director del Instituto. Harman se apresuraba para recibirlo, y después de un corto intercambio de palabras, entraron los dos a la oficina. Los seguí, sintiendo curiosidad por saber qué sería lo que había traído a Winstead, que era más político que científico. Al principio, Winstead no parecía ni siquiera sentirse cómodo; no era el diplomático de siempre. Eludió, embarazoso, los ojos de Harman y farfulló algunos convencionalismos con respecto al tiempo. Luego fue al grano con una brusquedad directa y poco diplomática. —John —dijo—. ¿Qué te parecería si postergáramos la prueba por un tiempo? —En realidad quieres decir que la abandonemos por completo, ¿no es cierto? Bien, no lo haré, y es definitivo. Winstead alzó la mano. —Espera, John, no te excites. Déjame exponer mi punto de vista. Ya sé que el Instituto estuvo de acuerdo en darte carta blanca, y también sé que pagaste por lo menos la mitad de los gastos de tu propio bolsillo, pero... no puedes seguir con esto. —¿Así que no puedo?—Harman resopló despectivamente.
—Óyeme ahora, John. Sabes de ciencia, pero no sabes de la naturaleza humana como yo. Este no es el mundo de los «Años Locos», te des cuenta o no. Ha habido profundos cambios desde 1940. Se lanzó a lo que a todas luces era un discurso cuidadosamente preparado. —Después de la Primera Guerra Mundial, como sabes, el mundo todo se alejó de la religión y se volcó a liberarse de los convencionalismos. La gente estaba asqueada y desilusionada, cínica y sofisticada. Eldredge los llama «perversos y pecadores». A pesar de eso, la ciencia floreció: algunos dicen que siempre sucede así en períodos poco convencionales. Desde el punto de vista de la ciencia, fue una «Edad de Oro». »Sin embargo, conoces la historia económica y política de la época. Fue un período de caos político y anarquía internacional; un período irracional, suicida, demente, que culminó con la Segunda Guerra Mundial. Y así como la Primera Guerra condujo a un período de sofisticación, la Segunda inició un retorno a la religión. »La gente estaba harta de los «Años Locos». Se habían saturado de ellos, y lo que más temían era volver a caer en ellos. Para impedir esa posibilidad, relegaron las costumbres de esas décadas. Sus motivos, como ves, eran comprensibles y loables. Toda la libertad, la sofisticación, la falta de convencionalismo se habían perdido, habían sido barridas hasta desaparecer. Ahora vivimos en una segunda época victoriana; y es comprensible, porque la historia de la humanidad es como un péndulo, y en este momento oscila hacia la religión y los convencionalismos. »Una sola cosa queda de esos días de hace medio siglo. Y esa cosa es el respeto de la humanidad por la ciencia. Tenemos prohibiciones: el cigarrillo está prohibido para las mujeres, lo mismo que los cosméticos; los vestidos escotados y las faldas cortas no se conocen; el divorcio está mal visto. Pero la ciencia no ha sido restringida todavía. »A la ciencia le corresponde, entonces, ser circunspecta, para evitar enardecer a la gente. Sería muy fácil hacerles creer —y Otis Eldredge en sus discursos casi lo ha conseguido— que fue la ciencia la que causó los horrores de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia aventajó a la cultura, dirán, la tecnología aventajó a la sociología, y fue ese desequilibrio el que casi destruyó al mundo. De algún modo, me inclino a creer que en eso, no están tan lejos de la verdad. »¿Pero sabes lo que pasaría si alguna vez se llegara a eso? La investigación científica sería prohibida; o, si no van tan lejos, sería estrictamente regulada para que se ahogara en su propia decadencia. Sería una calamidad de la cual la humanidad no se recobraría ni en un milenio. »Y tu vuelo de prueba puede precipitar todo esto. Estás enardeciendo al público hasta un grado tal, que se hará difícil calmarlo. Te lo advierto, John. Tú sufrirás las consecuencias». Durante un minuto reinó un absoluto silencio, luego Harman forzó una sonrisa. —Vamos, Howard, estás dejando que unas sombras en la pared te asusten. ¿Estás tratando realmente de decirme que crees en serio que el mundo está a punto de sumergirse en una segunda Época Oscura? Después de todo, los hombres inteligentes están del lado de la ciencia, ¿no es cierto? —Si lo están, no quedan muchos, por lo que veo. Winstead sacó una pipa de un bolsillo y la llenó de tabaco antes de proseguir. —Hace dos meses Eldredge formó una Liga de Virtuosos —la llaman LV— y ha crecido increíblemente. Hay veinte millones de miembros en los Estados Unidos solamente. Eldredge alardea de que después de las próximas elecciones el Congreso será suyo, y aparentemente parece haber más verdad que farsa en lo que dice. Ya ha habido agotadores cabildeos a favor de una ley que prohíba los experimentos con cohetes, y se han sancionado leyes de ese tipo en Polonia, Portugal y Rumania. Sí, John, estamos peligrosamente próximos a una abierta persecución de la ciencia. Winstead fumaba ahora con rápidas y nerviosas aspiraciones.
—¡Pero si tengo éxito, Howard, si tengo éxito! ¿Qué sucederá entonces? —¡Bah! Ya sabes la chance que tienes. Tus propias estadísticas te dan una chance sobre diez de salir con vida. —¿Qué significado tiene eso? El próximo que experimente aprenderá de mis errores, y las posibilidades mejorarán. Así es el método científico. —El populacho no «sabe nada de métodos científicos, y no quiere saber. Bien, ¿qué dices? ¿Lo postergarás? Harman saltó sobre sus pies, y su silla se dio vuelta bruscamente. —¿Sabes lo que me estás pidiendo? ¿Quieres que abandone así como así el trabajo de toda mi vida, mi sueño? ¿Piensas que voy a quedarme sentado esperando que tu querido público se vuelva benévolo? ¿Piensas que cambiarán durante el tiempo que me queda de vida? »Esta es mi respuesta: tengo el inalienable derecho de buscar el conocimiento. La ciencia tiene el inalienable derecho de progresar y desarrollarse sin interferencias. El mundo, al interferir conmigo, está equivocado; yo estoy en lo cierto. Y encontraré oposición, pero de ninguna manera renunciaré a mis derechos. Winstead sacudió la cabeza con pesar. —Estás equivocado, John, cuando hablas de derechos «inalienables». Lo que tú llamas un «derecho» es apenas un privilegio, que generalmente se acepta. Lo que está bien, es lo que la sociedad acepta; lo que no acepta, está mal. —¿Acaso tu amigo Eldredge estaría de acuerdo con esa definición de su «virtud»?— preguntó Harman con amargura. —No, no lo estaría; pero eso es irrelevante. Tomemos el caso de esas tribus africanas que solían ser caníbales. Eran educados como caníbales, tienen una larga tradición de canibalismo, y su sociedad acepta esa práctica. Para ellos, el canibalismo está bien, y ¿por qué no? Lo que te demuestra cuán relativa es la idea, y cuán pueril es tu concepción de tu «inalienable» derecho a hacer experimentos. —Tú sabes, Howard, erraste tu vocación al no ser abogado —Harman se estaba enojando de verdad—. Has estado echando mano de cuanto apolillado argumento se te ocurrió. Por amor de Dios, hombre, ¿acaso tratas de fingir que rehusarse a adaptarse al rebaño es un crimen? ¿Abogas por la uniformidad absoluta, por lo corriente, lo ortodoxo, lo cotidiano? La ciencia moriría más rápido con el programa que tú sustentas que con las prohibiciones gubernamentales. Harman se puso de pie y su dedo acusador señaló al otro. —Estás traicionando a la ciencia y a la tradición de esos gloriosos rebeldes como Galileo, Darwin, Einstein, y otros. Mi cohete despega mañana tal como se había programado, a pesar de tu opinión y de todos los estirados de los Estados Unidos. Así será, y me rehúso a seguir escuchándote. Así que puedes irte. El director del Instituto se volvió hacia mí, con el rostro alterado. —Usted es mi testigo, joven; traté de prevenir a este redomado tonto, a este... loco fanático. Bufó un poco, y salió a grandes trancos, el vivo retrato de la furibunda indignación. Harman se volvió hacia mí después de esta partida. —Bien, ¿qué te pareció? Supongo que estarás de acuerdo con él. Había una sola respuesta posible, y yo la usé. —Me paga para que cumpla órdenes, jefe. Así que estoy de su lado. En ese momento llegó Shelton y Harman nos encomendó a ambos que revisáramos los cálculos de la órbita de vuelo por enésima vez, mientras él se iba a acostar. El día siguiente, 15 de julio, amaneció en todo su esplendor, y Harman, Shelton y yo estábamos casi alegres cuando cruzamos el Hudson hacia el sitio donde el Prometheus —custodiado por una adecuada escolta policial— se erguía con deslumbrante grandeza.
A su alrededor, contenida por las sogas a una distancia aparentemente segura, se agitaba una muchedumbre de gigantescas proporciones. La mayoría parecían hostiles, vociferantes. En realidad, durante un fugaz momento, mientras la escolta motorizada nos abría camino entre la multitud, los gritos e imprecaciones que hirieron nuestros oídos casi me convencieron de que debíamos haber escuchado a Winstead. Pero Harman no prestó ninguna atención, aparte de una irónica mueca al oír el grito de: «Ahí va John Harman, hijo de Belial.» Con calma, dirigió nuestra tarea de inspección. Examiné las paredes externas de treinta centímetros de espesor y busqué filtraciones en las tomas de aire, asegurándome de que el purificador de aire funcionara. Shelton examinó la pantalla protectora y los tanques de combustible. Finalmente, Harman se probó el tosco traje espacial, y al encontrarlo apropiado, anunció que estaba listo. La muchedumbre se agitó. Sobre una improvisada plataforma de madera erigida en medio de la confusión de la turba, apareció una figura llamativa. Alta y delgada, de rostro ascético, ojos ardientes y hundidos, entrecerrados y atisbantes; una melena espesa y blanca que coronaba todo lo demás: Otis Eldredge. La muchedumbre lo reconoció de inmediato y lo vivó. El entusiasmo fue en aumento y muy pronto la turbulenta masa humana enronqueció gritando su nombre. Alzó una mano pidiendo silencio, se volvió hacia Harman, quien lo contempló con sorpresa y disgusto, y lo señaló con un dedo largo y huesudo. —John Harman, hijo del diablo, súbdito de Satán, estás aquí con un propósito maligno. Estás a punto de emprender un blasfemo intento de desgarrar el velo a través del cual no le está al hombre permitido pasar. Estás probando el fruto prohibido del Paraíso, pero ten cuidado de no probar al mismo tiempo los frutos del pecado. La muchedumbre lo vivó haciéndose eco de sus palabras y él prosiguió: —El dedo de Dios te señala, John Harman, No permitirá que se profanen sus obras. Hoy morirás, John Harman—. Su voz aumentó en intensidad y sus últimas palabras fueron pronunciadas con fervor profético. Harman se alejó con desdén. —¿Hay algún medio, oficial, de hacer circular a los espectadores?—dijo con voz alta y clara dirigiéndose a un sargento de policía—. Durante el vuelo de prueba pueden ocurrir algunas explosiones, y la muchedumbre se ha acercado demasiado. —Si teme ser linchado, señor Harman, será mejor que lo diga —respondió el policía con tono seco y poco amistoso—. Sin embargo, no debe preocuparse. Los contendremos. En cuanto al peligro... de ese artefacto—... —Olfateó audiblemente en dirección al Prometheus, provocando un torrente de gritos y burlas. Harman no dijo nada más. sino que subió a la nave en silencio. Y cuando lo hizo, una extraña quietud se apoderó de la multitud, una palpable tensión. Nadie intentó abalanzarse sobre la nave, algo que yo había creído inevitable. Por el contrario, el mismo Otis Eldredge les gritó a todos que retrocedieran. —Dejad al pecador librado a sus pecados —gritó—. «La venganza es mía», dijo el Señor. Cuando el momento se acercaba, Shelton me dio un codazo. —Salgamos de aquí —me susurró con tensa voz—. Esos gases del cohete son veneno. Diciendo esto, rompió a correr, haciéndome ansiosas señas para que lo siguiera. No habíamos llegado aún al borde de la muchedumbre cuando oí un terrible rugido a mis espaldas. Una ola de aire caliente cayó sobre mí. Oí el sibilante y aterrador sonido de un objeto que pasaba a toda velocidad, y fui arrojado al suelo con violencia. Durante unos minutos yací atontado, con los oídos silbándome y la cabeza vacilante. Cuando me tambaleé hasta ponerme de pie como un borracho, vi un espantoso espectáculo. Evidentemente, todas las reservas de combustible del Prometheus habían
explotado al mismo tiempo, y había un abismal agujero en el sitio en que la nave había estado un momento antes. El suelo estaba sembrado de fragmentos. Los gritos de los heridos eran desgarradores y los cuerpos mutilados; pero no trataré de describirlos. Un débil gruñido que provenía de mis pies atrajo mi atención. Una mirada, y jadeé de horror, porque era Shelton, con la parte posterior de su cabeza convertida en una masa sanguinolenta. —Yo lo hice —su voz era ronca y triunfal pero tan baja que apenas si—pude oírlo—. Yo lo hice. Yo rompí los compartimientos de oxígeno líquido y cuando la chispa llegó a la mezcla acetílica toda la maldita cosa explotó. —Jadeó y trató de moverse pero no pudo—. Un fragmento debe haberme alcanzado, pero no me importa. Moriré sabiendo que... Su voz no era más que un áspero susurro y en su rostro había una extática expresión de martirio. Murió, y no pude lograr que mi corazón lo condenara. Entonces pensé por primera vez en Harman. Ya habían llegado ambulancias de Manhattan y de Jersey City, y una se había apresurado hacia una zona boscosa a alrededor de quinientos metros de distancia donde, entre las copas de los árboles, colgaba un astillado fragmento del compartimiento delantero del Prometheus. Me arrastré hasta allí tan rápido como pude; pero sacaron a Harman y se alejaron con golpes de sirena mucho antes de que yo lograra llegar. Después de eso, no me quedé. La muchedumbre desorganizada no pensaba en otra cosa que no fueran los muertos y los heridos ahora, pero cuando se recuperara, y sus pensamientos se inclinaran hacia la venganza, mi vida no valdría un centavo. Seguí los dictados de la mejor parte del valor, y desaparecí silenciosamente. La semana siguiente trascurrió en un frenesí. Durante ese tiempo, me oculté en la casa de un amigo, porque hubiera sido apreciar poco mi vida si me hubiera permitido salir y ser reconocido. El mismo Harman estaba en el hospital de Jersey City, solo con heridas y cortes superficiales, gracias a la fuerza de retroceso de la explosión y al salvador bosquecillo de árboles que amortiguó la caída del Prometheus. Sobre él cayó el embate de la ira del mundo. Nueva York, y el resto del mundo también, estuvieron a punto de volverse locos. Todos los últimos periódicos de la ciudad salían con gigantescos titulares, «28 Muertos, 73 Heridos, El Precio del Pecado» impresos en letras rojo sangre. Los editoriales bramaban pidiendo la vida de Harman, demandando que fuera arrestado y condenado por asesinato en primer grado. El temido grito «A lincharlo» se alzó en los cinco condados, y miles de miles cruzaron el río y convergieron hacia Jersey City. Los encabezaba Otis Eldredge, con las dos piernas entablilladas, animando a la muchedumbre desde un auto abierto, a medida que marchaban. Era un verdadero ejército. El alcalde de Jersey City, Carson, llamó a todos los policías disponibles y telefoneó frenéticamente a Trenton pidiendo la milicia estatal. Nueva York se puso severa en todos los puentes y túneles que partían de la ciudad; pero ya habían salido muchos miles. Hubo encarnizadas batallas en la costa de Jersey ese dieciséis de julio. La policía, muy superada en número, apaleó indiscriminadamente, pero en forma gradual fue repelida. La policía montada atropello implacablemente a la multitud pero fue absorbida y por fin desmontada por la absoluta superioridad numérica. Solo cuando se usó gas lacrimógeno se pudo detener a la turba, e incluso entonces no se replegaron. Al día siguiente, se declaró la ley marcial, y la milicia estatal entró en Jersey City. Ese fue el fin de los linchadores. Eldredge fue llamado a conferenciar con el alcalde, y después de la conferencia ordenó a sus seguidores que se dispersaran. En una declaración para los periódicos, el alcalde Carson dijo: «John Harman debe pagar por su crimen, pero es esencial que pague legalmente. La justicia debe seguir su curso, y el estado de Nueva Jersey tomará todas las medidas necesarias.» Para el final de la semana, había retornado una especie de normalidad y Harman salió del candelero. Dos semanas más tarde apenas si había una palabra sobre él en los
periódicos, excepto las casuales referencias que aparecían en la nueva ley anti-cohete de Zittman que acababa de ser aprobada unánimemente en las dos cámaras del Congreso. Sin embargo, Harman seguía aún en el hospital. No se había tomado ninguna medida legal en su contra, pero parecía que una especie de prisión «para su propia protección» sería su eventual destino. Por lo tanto, me puse en acción. Temple Hospital está situado en un solitario y suburbano distrito de Jersey City, y una oscura noche sin luna pude invadir fácilmente sus premisas sin ser advertido. Con una facilidad que me sorprendió, me deslicé por una ventana del sótano, aporreé a un somnoliento interno hasta dejarlo sin sentido y me encaminé hacia el cuarto 15 E, que en los libros figuraba como el de Harman. —¿Quién anda allí?—el sorprendido grito de Harman sonó como música en mis oídos. —¡Sh! ¡Silencio! Soy yo, Cliff McKenny. —¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí? —Tratando de sacarlo de aquí. Si no sale, es probable que se quede aquí el resto de su vida. Venga, vámonos. Mientras hablábamos lo ayudé a ponerse la ropa, y en un momento estábamos deslizándonos por el corredor. Habíamos salido a salvo y nos metimos en mi auto que esperaba antes de que Harman reuniera sus desperdigados pensamientos y comenzara a hacer preguntas. —¿Qué pasó desde aquel día?—fue su primera pregunta—. No recuerdo nada desde que puse en marcha los reactores del cohete hasta que me desperté en el hospital. —¿Ellos no le dijeron nada? —Ni una maldita cosa —maldijo Harman—. Pregunté hasta quedarme ronco. Así que le conté toda la historia, desde la explosión en adelante. Sus ojos se agrandaron por la impresión y la sorpresa cuando le conté de los heridos y los muertos, y se colmaron de salvaje furia cuando escuchó lo de la traición de Shelton. El relato de los disturbios y del intento de linchamiento causaron una maldición ahogada que surgió de sus tensos labios. —Por supuesto que los periódicos bramaron «asesinato» —concluí— pero no consiguieron cargarlo con eso. Probaron con homicidio sin premeditación, pero había muchos testigos oculares que oyeron su pedido de que se dispersara la multitud y la cortante negativa del sargento de policía. Eso por supuesto lo absolvió de toda culpa. El mismo sargento de la policía murió en la explosión, y no pudieron cargárselo a él. »Sin embargo, con Eldredge rugiendo para descubrir su escondite, no estará nunca a salvo. Lo mejor sería que se fuera mientras puede hacerlo. Harman asintió. —Eldredge sobrevivió a la explosión, ¿no es cierto? —Sí, mala suerte. Se rompió las dos piernas, pero hace falta más que eso para cerrarle la boca. Otra semana pasó hasta que llegamos a nuestro futuro refugio, la granja de mi tío en Minnesota. Allí, en una solitaria y apartada comunidad rural, nos quedamos hasta que se aplacó el alboroto causado por la desaparición de Harman y la rutinaria persecución de los fugitivos se esfumó de modo gradual. La búsqueda, a propósito, fue indudablemente breve, porque las autoridades parecían más aliviadas que preocupadas por la desaparición. La paz y la quietud hicieron maravillas con Harman. En seis meses parecía un hombre nuevo, listo para considerar un segundo intento de viaje espacial. Parecía que ni todas las desventuras del mundo podían detenerlo cuando había puesto su corazón en algo. —Mi error la primera vez —me dijo un día invernal— fue anunciar el experimento. Debería haber tomado en cuenta la opinión pública, como dijo Winstead. Esta vez, sin embargo —se frotó las manos y miró pensativamente a la distancia— lo haré de manera sigilosa. El experimento se hará en secreto, en absoluto secreto.
Me reí sombríamente. —Tendrá que ser así. ¿Sabe que todos los experimentos futuros en cohetería, incluso las investigaciones totalmente teóricas, son un crimen castigado con la muerte? —¿Tienes miedo, entonces? —Por supuesto que no, jefe. Solo estoy afirmando un hecho. Y aquí hay otro simple hecho: no podemos construir una nave los dos solos, lo sabe. —He pensado en eso y he ideado un método, Cliff. Lo que es más, también puedo ocuparme del aspecto financiero. Tendrás que viajar un poco, sin embargo. »Primero, tendrás que ir a Chicago y buscar la firma Roberts & Scranton y retirar todo lo que queda de la herencia de mi padre que. —agregó en un doloroso paréntesis— se gastó en gran parte en la otra nave. Luego, localiza a tantos como puedas del viejo grupo: Harry Jenkins, Joe O'Brien, Neil Stanton —todos ellos—. Y vuelve tan rápido como puedas. Estoy cansado de demoras. Dos días más tarde, salí para Chicago. Conseguir el consentimiento de mi tío fue asunto fácil. —Es lo mismo comprometerse por un cordero que por un rebaño de ovejas —gruñó— así que sigue adelante. Ya estoy en un lío, y puedo afrontar un poco más, creo. Me llevó un viaje largo y más charla suave y persuasiva conseguir que vinieran cuatro hombres: los tres mencionados por Harman y otro más, un tal Saúl Simonoff. Con esa fuerza básica y con el medio millón que le quedaba a Harman de los muchos millones que le había dejado su padre, nos pusimos a trabajar. La construcción del Nuevo Prometheus es una historia en sí misma, una larga historia de cinco años de desesperanza e inseguridad. Poco a poco, comprando rieles en Chicago, placas de berilo en Nueva York, una célula de vanadio en San Francisco, y diversos artículos en todos los rincones del país, construimos la nave gemela de la desafortunada Prometheus. Las dificultades fueron casi insuperables. Para impedir que se sospechara de nosotros, hacíamos nuestras adquisiciones espaciadamente, y también nos preocupamos para que los pedidos fueran enviados a diversos lugares. Para esto requerimos la cooperación de varios amigos, quienes, para asegurarnos, no sabían exactamente en qué se usaban las adquisiciones. Tuvimos que depurar nuestro propio combustible, diez toneladas, y quizás ese fue el trabajo más duro de todos; por cierto que nos llevó mucho tiempo. Y finalmente, el dinero de Harman disminuyó, y nos enfrentamos con nuestro mayor problema: la necesidad de economizar. Desde el principio habíamos sabido que el Nuevo Prometheus no sería tan grande ni tan elaborado como el primero, pero pronto advertimos que debíamos reducir el equipo hasta un punto peligrosamente próximo al margen mínimo de seguridad. La pantalla protectora era apenas satisfactoria y todos los intentos de comunicación radial tuvieron que ser abandonados forzosamente. Y mientras trabajábamos durante años, allá en la apartada zona boscosa del norte de Minnesota, el mundo seguía su curso, y las profecías de Winstead resultaron asombrosamente certeras. Los acontecimientos de esos cinco años —de 1973 hasta 1978— son muy conocidos por los escolares de hoy, ya que ese período fue la culminación de lo que ahora llamamos la «Era Neo-Victoriana». Los sucesos de esos años parecen increíbles desde nuestra perspectiva actual. La prohibición de toda investigación de los viajes espaciales fue solo el comienzo, pero fue un pobre comienzo comparado con las medidas anticientíficas que se tomaron en los años posteriores. En las siguientes elecciones parlamentarias, las de 1974, se tuvo como resultado un Congreso en el cual Eldredge controlaba a los diputados y equilibraba la balanza del poder en el Senado.
Por lo tanto, no se perdió tiempo. En la primera sesión del nonagésimo tercer Congreso, la famosa ley Stonely—Carter fue sancionada. Instituía el Organismo Examinador Federal de la Investigación Científica —el OEFIC— al que se le dio amplios poderes para decidir la legalidad de todas las investigaciones del país. Todos los laboratorios, industriales o académicos, se vieron obligados a archivar información anticipada acerca de cualquier proyecto de investigación para entregarla a este nuevo Organismo que podía, y así lo hizo, prohibir absolutamente todo lo que desaprobaba. La inevitable apelación a la Suprema Corte sucedió el 9 de noviembre de 1974, en el caso de Westly vs. Simmons, en el que Joseph Westly, de Stanford, sostuvo su derecho a continuar sus investigaciones acerca de la energía atómica, basándose en la inconstitucionalidad de la ley Stonely-Carter. ¡Cómo seguimos ese caso nosotros cinco, aislados entre las nevadas del Medio Oeste! Nos hicimos mandar todos los periódicos desde Minneapolis y St. Paul, aunque nos llegaban con dos días de retraso, y devorábamos cada palabra publicada sobre el caso. Durante esos dos meses de suspenso, todo trabajo en el Nuevo Prometheus cesó por completo. Al principio se rumoreaba que la Corte declararía inconstitucional a la ley, y para protestar contra esta eventualidad, se organizaron desfiles monstruos en todas las grandes ciudades. La Liga de los Virtuosos hizo notar su poderosa influencia —y hasta la Suprema Corte se sometió a ella. Cinco votaron a favor de la constitucionalidad, y cuatro en contra. La ciencia estrangulada por el voto de un solo hombre. Y sin duda que fue estrangulada. Los miembros del organismo eran hombres de Eldredge, le pertenecían en cuerpo y alma, y no se aprobaba nada que no tuviera un uso industrial inmediato. —La. ciencia ha llegado demasiado lejos —dijo Eldredge en un famoso discurso de esa época—. Debemos detenerla indefinidamente, y permitir que el mundo tenga tiempo de ponerse a su altura. Solo de ese modo, y confiando en Dios, podremos conseguir una prosperidad universal y permanente. Pero ésta fue una de las últimas declaraciones de Eldredge. Nunca se había recuperado del todo de la fractura de piernas que había sufrido aquel desgraciado día de julio de 1973, y la esforzada vida que había llevado desde entonces minó su constitución más allá de lo tolerable. El 2 de febrero de 1976, falleció en medio de un acongojado duelo, sin igual desde el asesinato de Lincoln. Su muerte no tuvo efectos inmediatos en el curso de los acontecimientos. Las reglas del OEFIC se hicieron, en realidad, más estrictas con el paso de los años. La ciencia se debilitó y sofocó tanto que, una vez más, las universidades se vieron obligadas a reimplantar la filosofía y los clásicos como materias principales, y ante eso el alumnado decreció a su punto más bajo desde el principio del siglo veinte. Estas condiciones prevalecieron, más o menos, en todo el mundo civilizado, alcanzaron su nivel más bajo en Inglaterra, y tal vez un, poco menos en Alemania, que fue la última en caer bajo la influencia «Neo-Victoriana». El nadir de la ciencia llegó en la primavera de 1978, apenas un mes antes de la terminación del Nuevo Prometheus, al aprobarse el «Edicto de Pascua», sancionado el día antes de Pascua. De acuerdo con él, toda investigación o experimentación independiente, fue prohibida en forma absoluta. El OEFIC se reservaba en adelante el derecho de permitir solamente las investigaciones que se requirieran específicamente. John Harman y yo, de pie frente al reluciente metal del Nuevo Prometheus, ese domingo de Pascua, nos sentíamos de un modo muy distinto: yo, con una profunda depresión; él, de un talante casi jovial. —Bien, Clifford, muchacho —dijo la última tonelada de combustible, unos pocos toques finales, y estoy listo para mi segundo intento. Esta vez no hay ningún Shelton entre nosotros.
Harman tarareó un himno religioso. Eso era lo único que se oía por la radio en esos días, y hasta nosotros los rebeldes los cantábamos a fuerza de oírlos tantas veces. No vale la pena, jefe —gruñí ácidamente—. Diez a uno a que usted termina en algún lugar del espacio, pero, aunque regrese, es casi seguro que lo ahorcarán. No podemos ganar. Sacudí con pena la cabeza. ¡Bah! Este estado de cosas no puede durar, Cliff. Yo creo que sí. Winstead tenía razón esa vez. El péndulo oscila, y desde 1945 está oscilando en contra nuestra. Estamos adelantados a los tiempos, o atrasados. —No hables de ese tonto de Winstead. Estás cometiendo el mismo error que él. Las tendencias duran centurias o milenios, no años o décadas. Durante quinientos años nos hemos movido hacia la ciencia. No puedes revertir eso en treinta años. —¿Y entonces qué es lo que estamos haciendo?—pregunté sarcásticamente. —Estamos atravesando una . momentánea reacción contra el período de adelantos demasiado rápidos de «los Años Locos». Una reacción igual sucedió en la Edad Romántica —el primer Período Victoriano— después de los adelantos demasiado rápidos de la Edad de la Razón del siglo dieciocho. —¿En realidad lo cree?—estaba impresionado por su seguridad evidente. —Por supuesto. Este período tiene una perfecta analogía con los espasmódicos «renacimientos religiosos» que solían aquejar a las pequeñas ciudades de la zona bíblica de América hace más o menos un siglo. Durante quizás una semana, todo el mundo era religioso, y la virtud reinaba triunfante. Luego, uno por uno, volvían a las andadas, y el Diablo recobraba su dominio. «En realidad, incluso ahora hay síntomas de reincidencia. La LV ha caído en una disputa tras otra desde la muerte de Eldredge. Ya ha habido una docena de cismas. Los extremos en los que caen aquellos que detentan el poder nos favorecen, pues el país está cansándose rápidamente de ellos». Y así terminó la discusión... yo totalmente derrotado, como siempre. Un mes más tarde, el Nuevo Prometheus estaba listo. No era de ningún modo tan resplandeciente y hermoso como el original, y mostraba muchos rastros de construcción casera, pero estábamos orgullosos de él, orgullosos y triunfantes. —Voy a tratar otra vez, hombres —la voz de Harman era áspera y su pequeño esqueleto vibraba de felicidad —y tal vez no lo logre, pero eso no me importa. Sus ojos brillaban de anticipado placer. —Finalmente saldré disparado hacia el vacío, y el sueño de la humanidad se hará realidad. Una vuelta alrededor de la Luna y regreso; seré el primero que vea la otra cara. Vale la pena arriesgarse. —No tiene combustible suficiente para aterrizar en la Luna, jefe, y es una lástima — dije. —Eso no importa. Habrá otros vuelos después de éste, mejor preparados y mejor equipados. Ante eso, un susurro pesimista corrió por el pequeño grupo que lo rodeaba, pero él no le prestó atención. —Adiós —dijo—. Los veré pronto. Y con una mueca alegre, se trepó a la nave. Quince minutos más tarde, los cinco estábamos sentados alrededor de la mesa del comedor, ceñudos, perdidos en nuestros pensamientos, con los ojos fijos en el lugar donde una quemada zona del suelo marcaba el sitio en el que había estado el Nuevo Prometheus hasta unos minutos antes. —Tal vez sea mejor para él si no regresa —Simonoff expresó en voz alta el pensamiento que estaba en la mente de todos nosotros—. Creo que no lo tratarán muy bien si lo hace.
Y todos asentimos sombríamente. Qué tonta me parece esa predicción tres décadas más tarde. El resto de la historia no es en realidad mía, porque no vi a Harman hasta un mes después de que su azaroso viaje concluyera con un feliz aterrizaje. Fue casi treinta y seis horas después del despegue que un proyectil pasó disparado sobre Washington para sepultarse en el fango después de cruzar el Potomac. Los investigadores llegaron a la escena del aterrizaje quince minutos más tarde, y en otros quince minutos estuvo allí la policía, pues se descubrió que el proyectil era un cohete. Miraron con involuntario respeto al cansado y desgreñado hombre que se tambaleó al salir de él, al borde del colapso. Había un absoluto silencio cuando el hombre sacudió su puño frente a los atontados espectadores y les gritó: —Vamos, cuélguenme, tontos. Pero he llegado a la Luna, y no pueden colgar eso. Busquen al OEFIC. Tal vez declaren que el vuelo es ilegal, y por lo tanto, inexistente —se rió débilmente y súbitamente se desmayó. —Llévenlo al hospital. Está enfermo —gritó alguien. Completamente inconsciente, Harman fue cargado en un auto policial y trasladado, en tanto que la policía formaba una guardia alrededor del cohete. Funcionarios del gobierno llegaron a investigar la nave, leyeron la bitácora, inspeccionaron los dibujos y fotografías que había tomado a la Luna, y finalmente partieron en silencio. La multitud se hizo más grande y se difundió la noticia de que un hombre había llegado a la Luna. Curiosamente, hubo poco resentimiento por el hecho. Los hombres estaban impresionados y respetuosos; la muchedumbre murmuraba y echaba inquisitivas miradas al desvaído cuarto menguante, que apenas se distinguía bajo el brillante sol. Por encima de todo, había caído un inquietante manto de silencio, el silencio de la indecisión. Luego, en el hospital, Harman reveló su identidad y el voluble mundo se enloqueció. Hasta el mismo Harman estaba atontado por la sorpresa ante el rápido cambio de la opinión mundial. Parecía casi increíble, y sin embargo era verdad. El descontento secreto, combinado con el heroico relato del hombre que se había enfrentado con obstáculos abrumadores —la clase de relato que ha conmovido el corazón de los hombres desde el principio del tiempo— sirvió para que todo el mundo cayera en una creciente corriente de anti-victorianismo. Y Eldredge había muerto: nadie podía remplazado. Poco después vi a Harman en el hospital. Estaba reclinado, y aún semisepultado entre los papeles, las cartas y los telegramas. Me hizo una mueca y asintió. —Bien, Cliff —susurró— el péndulo ha vuelto a oscilar.
LEJANO CENTAURO A. E. Van Vogt Me desperté con un sobresalto y pensé: ¿Cómo lo estaría tomando Renfrew? Debo haber hecho algún movimiento, porque una oscuridad bordeada de dolor se cerró sobre mí. No tengo modo de saber durante cuánto tiempo yací en ese desmayo agónico. La próxima cosa de la que tuve conciencia fue el empuje de las máquinas que impulsaban la nave espacial. Lentamente esta vez, la conciencia volvió a mí. Me quedé muy quieto, sintiendo el peso de mis años de sueño, decidido a seguir la rutina prescrita por Pelham tanto tiempo atrás. No quería volver a desmayarme.
Me quedé tendido allí, y pensé: Fue tonto haberse preocupado por Jim Renfrew. Solo dentro de cincuenta años, de acuerdo con lo programado, saldría de su estado de animación suspendida. Comencé a observar el iluminado cuadrante del reloj del techo. Antes había marcado las 23:12; ahora eran las 23:22. Los diez minutos que Pelham había indicado como lapso entre la pasividad y la acción inicial ya habían trascurrido. Lentamente, empujé una mano hacia el borde de la cama. (Clic) Mis dedos oprimieron el botón que había allí. Se oyó un débil zumbido. El masajeador automático comenzó a moverse suavemente sobre mi forma desnuda. Primero, frotó mis brazos; luego se movió sobre mis piernas, y luego sobre el resto de mi cuerpo. A medida que avanzaba, pude sentir la fina capa de aceite que exudaba de él actuando sobre mi piel reseca. Una docena de veces pude haber gritado por el dolor que me causaba el retorno de la vida. Pero después de una hora pude sentarme y encender las luces. El pequeño y familiar cuarto, escasamente amueblado, no pudo atraer mi atención más que un momento. Me puse de pie. El movimiento debe haber sido demasiado brusco. Me tambaleé y debí aferrarme a la columna metálica de la cama; y sufrí la náusea producida por mis descoloridos jugos estomacales. La náusea pasó. Pero tuve que recurrir a toda mi voluntad para ir hasta la puerta, abrirla, y caminar por el estrecho corredor que conducía al cuarto de control. No se suponía que debía detenerme allí, pero me invadió un espasmo de fascinación absolutamente terrible; y no pude evitarlo. Me apoyé en la silla de control, y eché una ojeada al cronómetro. Decía: 53 años, 7 meses, 2 semanas, O días, O horas y 27 minutos. ¡Cincuenta y tres años! Un poco a ciegas, casi estúpidamente, pensé: Allá en la Tierra, la gente que habíamos conocido, los jóvenes con los que habíamos ido a la universidad, la muchacha que me había besado en la fiesta que nos ofrecieron la noche antes de la partida: estaban todos muertos, o muriendo de viejos. Recordaba de modo muy vivido a la muchacha. Era bonita, vivaz, completamente desconocida. Se había reído al ofrecerme sus rojos labios y había dicho: —Un beso para el feo, también. Ahora sería abuela, o estaría en la tumba. Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Me las enjugué, y comencé a calentar la lata de líquido concentrado que sería mi primera comida. Lentamente, mi mente se calmó. Cincuenta y tres años y siete meses y medio, pensé vacíamente. Casi cuatro años más que el tiempo estimado para mí. Tendría que hacer algunos cálculos antes de tomar otra dosis de la droga de la Eternidad. Se había calculado que veinte granos preservarían mi carne y mi vida durante cincuenta años exactamente. La sustancia era evidentemente más potente que lo que Pelham había podido estimar durante el corto período de pruebas previas. Permanecí tenso, con los ojos entrecerrados, pensando en eso. Abruptamente, tomé conciencia de lo que estaba haciendo. Una carcajada salió de mis labios. El sonido rompió el silencio como una serie de disparos de pistola, sobresaltándome. Pero también me alivió. ¿De verdad estaba aquí sentado, criticando? Una dilación de solo cuatro años era una minucia en ese lapso. Bien, estaba con vida y aún era joven. El tiempo y el espacio habían sido conquistados. El universo pertenecía al hombre. Tomé mi «sopa», sorbiendo cada cucharada con deliberación. Hice que el plato durara cada segundo de treinta minutos. Luego, muy recuperado, me encaminé otra vez al cuarto de control.
Esta vez me detuve para echar una larga mirada por las pantallas. Me llevó solo un momento localizar al Sol, una estrella que relucía brillantemente en el centro aproximado de la pantalla trasera. Me llevó más tiempo localizar a Alfa del Centauro. Pero brilló finalmente, un punto reluciente en la oscuridad salpicada de luces. No perdí tiempo tratando de calcular sus distancias. Parecían ser las correctas. En cincuenta y cuatro años habíamos cubierto aproximadamente un décimo de los cuatro y un tercio años luz que nos separaban del famoso sistema estelar más próximo a nosotros. Satisfecho, me encaminé otra vez a la zona de los tripulantes. Contrólalos de a uno, pensé. Primero Pelham. Cuando abrí la puerta hermética del cuarto de Pelham, un enfermante olor de carne descompuesta azotó mi nariz. Jadeando, cerré el cuarto de un portazo, y permanecí en el estrecho vestíbulo, estremeciéndome. Un minuto más tarde, aún no había otra cosa más que la realidad. Pelham estaba muerto. No recuerdo claramente qué hice entonces. Sé que corrí. Abrí de un golpe la puerta de Renfrew, luego la de Blake. El limpio y dulce olor de sus cuartos, la vista de sus cuerpos silenciosos en las camas, me devolvió en alguna medida la cordura. Una profunda tristeza me invadió. Pobre y valeroso Pelham. El inventor de la droga de la Eternidad, que había hecho posible la gran zambullida en el espacio interestelar, yacía ahora muerto por su propia invención. Qué era lo que había dicho: «Hay muy pocas posibilidades de que alguno de nosotros muera. Pero hay lo que yo llamo un factor de muerte de alrededor del diez por ciento, una consecuencia de la primera dosis. Si nuestros cuerpos sobreviven al shock inicial, sobrevivirán a las dosis adicionales.» El factor de muerte debía ser mayor del diez por ciento. Esos cuatro años extra que la droga me había hecho dormir... Sombríamente, me dirigí al depósito, y busqué mi traje espacial y un lienzo. Pero aun con esta ayuda, era algo horrible. La droga había preservado el cuerpo hasta cierto punto, pero se deshacía cuando lo levanté. Finalmente, llevé el lienzo y su contenido hasta la toma de aire, y lo arrojé al espacio. El tiempo me apuraba ahora. Estos períodos de vigilia debían ser breves, y durante ellos podía consumirse lo que llamábamos oxígeno «corriente», pero no debían tocarse las reservas principales. Los productos químicos de las habitaciones renovaban el aire «corriente» a través de los años, aprestándolo para el próximo que despertara. De un modo curiosamente defensivo, habíamos descuidado preparamos para una emergencia como la muerte de alguno de nosotros; en cuanto me despojé del traje espacial, pude sentir la diferencia en el aire que respiraba. Me dirigí primero a la radio. Se había calculado que medio año luz era el límite para la recepción de radio, y ahora nos estábamos aproximando a ese límite. Un poco más de cinco meses después, los titulares refulgirían en la Tierra. Inscribí mi informe en el libro de bitácora de la nave, y agregué una nota para Renfrew al pie. Era un breve tributo a Pelham. Mi elogio era sentido, pero la nota tenía otra intención. Habían sido camaradas: Renfrew, el genio de la ingeniería que había construido la nave, y Pelham, el gran doctor en química, cuya droga de la Eternidad había hecho posible que el hombre emprendiera este fantástico viaje a la inmensidad. Me pareció que Renfrew, al despertarse en medio del gran silencio de la nave en marcha, necesitaría mi tributo a su amigo y colega. Era lo menos que podía hacer yo, que los amaba a ambos. Después de escribir la nota, examiné apresuradamente las relucientes máquinas, hice anotaciones de las indicaciones de varios instrumentos, y luego conté cincuenta y cinco
granos de la droga de la Eternidad. Eso era lo más próximo que podía calcular a la cantidad que creía que sería necesaria para otros ciento cincuenta años. Durante un largo momento, antes de que llegara el sueño, pensé en Renfrew y en el terrible shock que lo esperaba además de todas sus reacciones naturales frente a las situaciones, que calaría hondo en su peculiar y sensible naturaleza... Me agité desasosegado ante la escena. Aún había preocupación en mi mente cuando llegó la oscuridad. Casi instantáneamente, abrí los ojos. Pensé: ¡La droga! No me había hecho efecto. La fatiga de mi cuerpo me reveló la verdad. Me quedé tendido muy quieto contemplando el reloj del techo. Esta vez fue más fácil seguir la rutina, salvo que, una vez más, no pude refrenarme de mirar el cronómetro cuando pasaba para la cocina. Decía: 201 años, 1 mes, 3 semanas, 5 días, 7 horas, 8 minutos. Sorbí mi cuenco de super sopa, luego me dirigí ansiosamente a la bitácora grande. Es absolutamente imposible para mí describir el escalofrío que me recorrió cuando vi la familiar escritura de Blake y luego, cuando volví las páginas hacia atrás, la de Renfrew. Mi excitación menguó lentamente al leer lo que había escrito Renfrew. Era un informe, nada más: lecturas gravitométricas, un cuidadoso cálculo de la distancia recorrida, un detallado informe del funcionamiento de los motores, y, finalmente, una estimación de nuestra variación de velocidad, basada en los siete factores de consistencia. Era un espléndido trabajo matemático, un análisis científico de primera clase. Pero eso era todo lo que había. Ninguna mención a Pelham, ni una palabra comentando lo que yo había escrito o lo que había sucedido. Renfrew se había despertado; y si su informe era algún índice, bien podría haber sido un robot. Pero yo sabía que no era así. Igual —me di cuenta cuando empecé a leer su informe— que como lo sabía Blake. Bill: ¡ROMPE ESTA HOJA CUANDO HAYAS TERMINADO DE LEERLA! Bien, lo peor ha ocurrido. No se puede pedir al destino que nos de una patada peor. Odio pensar que Pelham está muerto. ¡Qué hombre era, qué amigo! Pero todos sabíamos el riesgo que corríamos, y él más que nadie. De modo que todo lo que podemos decir es: «Duerme bien, viejo amigo. Jamás te olvidaremos». Pero ahora es serio el caso de Renfrew. Después de todo, estábamos preocupados acerca de cómo tomaría su primer despertar, ni qué hablar de un balazo entre los ojos como es la muerte de Pelham. Y creo que la primera ansiedad era justificada. Tal como tú y yo lo hemos sabido siempre, Renfrew era uno de los muchachos mimados de la Tierra. Imagina solamente a cualquier ser humano que nazca con su combinación de apostura, dinero e inteligencia. Su gran error fue que jamás dejó que el futuro lo preocupara. Con esa deslumbrante personalidad suya, y la bandada de mujeres adoradoras y hombres —sí— a su alrededor, no tenía mucho tiempo para otra cosa que el presente. Las realidades siempre lo golpearon como un rayo. Podía dejar a esas tres ex mujeres suyas —y no eran tan ex, si me lo preguntas— sin advertir que era para siempre. Esa fiesta de despedida era suficiente para hacer que cualquiera se sintiera mentalmente ofuscado. Despertarse cien años después y darse cuenta de que los que ha amado se han marchitado, muerto y han sido comidos por los gusanos... ¡bueno-o-o! (Deliberadamente lo expreso con tanta crudeza, porque la mente humana piensa en ángulos terriblemente extraños, a pesar de todo lo que censure al habla). Personalmente, yo contaba con que Pelham actuaría como una especie de apoyo psicológico para Renfrew; y ambos sabemos que Pelham sabia la magnitud de su influencia sobre Renfrew. Esa influencia debe ser remplazada. Trata de pensar en algo,
Bill, mientras estés a cargo del trabajo de rutina. Tenemos que vivir con ese tipo cuando todos nos despertemos, dentro de quinientos años. Rompe esta hoja. Lo que sigue es rutina. Ned. Quemé la carta en el incinerador, examiné los dos cuerpos dormidos —¡qué mortalmente quietos yacían!— y luego regresé al cuarto de control. En la pantalla, el sol era una estrella muy brillante, una gema engarzada en terciopelo negro, un glorioso, resplandeciente brillante. Alfa del Centauro estaba más brillante. Era una luz radiante en esa panoplia de negro y resplandores. Aún resultaba imposible distinguir los soles separados de Alfa A, B, C, y Próxima, pero sus luces combinadas producían una sensación de reverencia y majestuosidad. La excitación ardió en mi interior, y tuve conciencia de lo glorioso de nuestro viaje, los primeros hombres en camino hacia el lejano Centauro, los primeros hombres que se atrevían a aspirar a las estrellas. Ni siquiera la idea de la Tierra conseguía empañar esa creciente marea de asombro; la idea de que siete, posiblemente ocho generaciones habían nacido desde nuestra partida; la idea de que la muchacha que me había dado el dulce recuerdo de sus labios era ahora conocida por sus descendientes corno la abuela de su bisabuela —si es que la recordaban. El inmenso lapso trascurrido, la idea completa, tenía poco significado para lograr emocionar. Hice mi trabajo, tomé la tercera dosis de la droga, y me acosté. El sueño me sorprendió sin haber logrado elaborar un plan para Renfrew. Cuando me desperté, estaban sonando los timbres de alarma. Yací inmóvil. No podía hacer otra cosa. Si me hubiera movido, habría regresado a la inconsciencia. Aunque era un tormento el solo hecho de pensarlo, advertí que, fuera cual fuere el peligro, el medio más rápido de afrontarlo era seguir mi rutina al segundo y al pie de la letra. De algún modo lo logré. Los timbres bramaban y ululaban, pero me quedé allí hasta que llegó el momento de levantarme. El clamor era horrible cuando atravesé el cuarto de control. Pero lo atravesé y me senté a sorber mi sopa durante media hora. Me asaltó la convicción de que si el sonido persistía, seguramente Blake y Renfrew se despertarían de su sueño. Por fin, me sentí libre de enfrentarme a la emergencia. Respirando agitadamente, me acomodé en la silla de control, desconecté las insufribles alarmas y encendí las pantallas. Un incendio relució ante mí en la pantalla de visión trasera. Era un colosal incendio blanco, más largo que ancho, y que llenaba casi un cuarto de todo el cielo. Se me ocurrió la horrible idea de que estábamos a unos pocos millones de millas de algún monstruoso sol surgido recientemente en esta parte del espacio. Frenéticamente, manipulé los estimadores de distancia... y luego, durante un momento, miré fijo con absoluta incredulidad la respuesta que, con un clic metálico, apareció en la pantalla de resultados. ¡Siete millas! ¡Solo siete millas! La mente humana es curiosa. Un momento antes, cuando creía que era un sol de forma anormal, no me había parecido otra cosa que una masa incandescente. Ahora, bruscamente, percibí un contorno sólido, una inconfundible forma material. Atontado, me puse de pie de un salto porque... ¡Era una nave espacial! Una enorme nave de una milla de largo. O mejor dicho —me hundí otra vez en el asiento, abrumado por la catástrofe que estaba presenciando, y adaptando conscientemente mi mente— el llameante infierno de lo que había sido una nave espacial. Ninguna cosa con vida podría,
posiblemente, seguir consciente en ese horror de fuego devorador. La única posibilidad era que la tripulación hubiera logrado abordar los botes salvavidas. Como un loco, examiné los cielos en busca de una luz, un resplandor de metal que revelara la presencia de sobrevivientes. No había nada más que la noche y las estrellas y el infierno de la nave en llamas. Después de largo rato, advertí que la distancia aumentaba, y la nave parecía retroceder. La fuerza impulsora que había igualado su velocidad a la nuestra debía estar cediendo ante la furia de las energías que consumían la nave. Comencé a sacar fotos, y me sentí justificado para abrir las reservas de oxígeno. A medida que se alejaba en la distancia, la nova en miniatura que había sido una nave espacial en forma de torpedo, comenzó a cambiar de color, a perder su blanca intensidad. Se convirtió en un rojo incendio perfilándose contra la oscuridad. Mi última mirada me lo reveló como un largo y opaco resplandor que no parecía otra cosa que una nebulosa de color cereza vista desde el borde, como un resplandor reflejado por la noche más allá de un lejano horizonte. Entre una y otra observación, ya había hecho todo lo que se requería de mí; y ahora volví a conectar el sistema de alarma y, con mucha reluctancia, con la mente abrumada por las especulaciones, regresé a la cama. Mientras estaba acostado esperando que me hiciera efecto la última dosis de mi viaje, pensé: el gran sistema estelar de Alfa del Centauro debe tener planetas habitados. Si mis cálculos eran correctos, estábamos a 1,6 años luz del grupo, principal de soles de Alfa, y un poco más cerca de la roja Próxima. Aquí estaba la prueba de que el universo tenía al menos otra raza supremamente inteligente. Nos aguardaban prodigios que superaban a nuestras más descabelladas expectativas. Una y otra vez me estremecí de expectación. Solo en el último instante, cuando el sueño ya se apoderaba de mi cerebro, advertí con sorpresa que me había olvidado por completo del problema de Renfrew. No me sentí alarmado. Seguramente, Renfrew volvería a la vida en gran forma cuando se enfrentara a una compleja civilización desconocida. Se habían terminado nuestros problemas. La excitación debe haber acortado esos ciento cincuenta años finales. Porque, cuando desperté, pensé: «¡Estamos aquí! ¡Ha terminado la larga noche, el increíble viaje. Todos nos despertaremos, nos veremos, y también veremos a esa civilización de allí afuera. Y también veremos a los grandes soles de Centauro» Lo extraño era, advertí mientras yacía allí, exultante, que el tiempo me había parecido largo. Y sin embargo... sin embargo solo había estado despierto tres veces, y solo una durante el equivalente de un día completo. En el verdadero sentido, había visto a Blake y a Renfrew —y a Pelham— solo un día y medio antes. Solo había tenido treinta y seis horas de conciencia desde que un par de suaves labios se habían posado sobre los míos, y se habían quedado allí en el beso más dulce de mi vida. ¿Entonces por qué este sentimiento de que habían trascurrido milenios, segundo tras lento segundo? ¿Por qué esta extraña, vacía conciencia de un viaje a través de una noche insondable e interminable? ¿Se engañaba tan fácilmente a la mente humana? Finalmente, me pareció que la respuesta era que yo había estado vivo durante esos quinientos años, todas mis células y órganos habían existido, y no era imposible que alguna parte de mi cerebro hubiera estado horrendamente consciente durante todo el inconcebible período de tiempo. Y además estaba, por supuesto, el hecho psicológico adicional de que yo sabía que habían trascurrido quinientos años y que...
Sobresaltándome, vi que habían pasado los diez minutos. Con cautela, puse en marcha el masajeador. Las suaves manos acojinadas habían trabajado quince minutos sobre mí cuando se abrió la puerta; la luz se encendió con un clic y reveló a Blake. El movimiento demasiado brusco con el que giré la cabeza para mirarlo hizo que me mareara. Cerré los ojos y lo oí atravesar el cuarto hacia mí. Después de un minuto, pude mirarlo sin ver borrones. Entonces advertí que traía un cuenco de sopa. Se quedó mirándome con fijeza, con una expresión extrañamente sombría. Por fin, su largo y delgado rostro se distendió en una descolorida sonrisa. —Hola, Bill —dijo—. ¡Ssshh!—agregó de inmediato—. Ahora no intentes hablar. Voy a empezar a darte esta sopa mientras estás acostado. Cuanto más rápido te levantes, mejor me sentiré. Estaba otra vez sombrío. —Hace dos semanas que me he levantado — concluyó como si recién acabara de ocurrírsele. Se sentó en el borde de la cama y me alargó una cucharada de sopa. Había completo silencio, salvo por el zumbido del masajeador. Lentamente, la fuerza fluyó a través de mi cuerpo; con cada segundo que pasaba, yo me hacía más consciente del sombrío estado de ánimo de Blake. —¿Qué pasa con Renfrew?—pude decir finalmente, con voz ronca—. ¿Está despierto? Blake Vaciló, luego asintió. Su expresión se oscureció, frunció el ceño. —Está loco, Bill, completa y absolutamente loco —dijo con sencillez—. Tuve que atarlo. Lo tengo encerrado en su cuarto. Está más tranquilo ahora, pero al principio era un maníaco delirante. —¿Estás loco?—susurré finalmente—. Renfrew no fue nunca tan sensible. Enfermo y depresivo, sí; pero el simple paso del tiempo, la brusca conciencia de que todos sus amigos han muerto, no pueden haberlo vuelto loco. Blake estaba sacudiendo la cabeza. —No es solo eso, Bill. Hizo una pausa. —Bill, quiero preparar tu mente para el mayor shock que ha sufrido jamás. Lo miré fijamente, invadido por un vacuo sentimiento. —¿Qué quieres significar?—dije. Prosiguió haciendo muecas. —Sé que podrás soportarlo. Así que no temas. Tú y yo, Bill, estamos aquí por accidente. Estamos en esto porque fuimos a la Universidad junto con Pelham y Renfrew. Básicamente, a unos insensibles como nosotros no les importaría aterrizar en el año 1.000.000 antes o después de Cristo. Solo miraríamos a nuestro alrededor y diríamos: «¡Qué raro encontrarte aquí, compinche!» o «¿Quién era ese pterodáctilo con el que te vi anoche?» Eso no era un pterodáctilo; era la esposa de Unthahorsten, la de cerebro bulboso. —Ve al grano —murmuré—. ¿Qué pasa? Blake se puso de pie. —Bill, después de haber visto las fotografías y leído tu informe acerca de aquella nave, se me ocurrió una idea. Los soles de Alfa estaban bastante próximos hace dos semanas, solo a seis meses de distancia a nuestra velocidad promedio de quinientas millas por segundo. Pensé para mí mismo: «Veré si puedo sintonizar alguna de sus estaciones de radio.» —Bien —sonrió sesgadamente—; conseguí cientos de ellas en pocos minutos. Se oían en los siete diales de ondas, claras como una campana. Hizo una pausa, me miró fijamente, y su sonrisa era una mueca. —Bill —gruñó— somos los más tontos de toda la creación. Cuando le dije la verdad a Renfrew, se encerró en sí mismo como si fuera hielo derritiéndose en agua.
Volvió a hacer una pausa; el silencio era demasiado para mis nervios tensos. —Por el amor de Dios, hombre —comencé. Y me detuve. Y me quedé allí tendido, muy quieto. Así cayó sobre mí el relámpago de la comprensión. La sangre parecía rugir en mis venas. Finalmente, dije con voz débil: —Quieres decir... Blake asintió. —Sí —respondió—. Así es. Y ya nos han localizado con sus rayos espías y sus pantallas de energía. Una nave se acerca para recibirnos. —Solo espero —terminó sombríamente —que puedan hacer algo por Jim. Una hora más tarde, estaba sentado en la silla de control cuando vi el resplandor en la oscuridad. Hubo un relámpago de brillante plata, que explotó en un amplio contorno. En Un instante más, una gigantesca nave espacial había igualado nuestra velocidad y se hallaba a menos de una milla de distancia. Blake y yo nos miramos. —¿No dijeron —preguntó temblorosamente— que la nave había salido del hangar diez minutos atrás? Blake asintió. —Pueden hacer el viaje de la Tierra a Centauro en tres horas —dijo. Yo no había oído eso antes. Algo sucedió en mi cerebro. —¡Qué! -grité-. ¡A nosotros nos llevó quinien... Me detuve, me senté. —¡Tres horas!—murmuré-. ¿Cómo pudimos olvidar el progreso humano? En el silencio que siguió, vimos cómo se abría un agujero en el muro-semejante a un acantilado que se alzaba frente a nosotros. Conduje nuestra nave al interior de esa caverna. La pantalla de visión trasera nos mostró cómo se cerraba la entrada de la caverna. Delante de nosotros, las- luces centellearon, enfocando una puerta. Cuando dejé que nuestra nave se apoyara en el suelo, un rostro apareció en nuestra pantalla de radio. —¡Cassellahat! —me susurró Blake al oído—. El único tipo que me ha hablado directamente hasta ahora. La cabeza y el rostro que nos escrutaba era distinguida y de aspecto erudito. Cassellahat sonrió. —Pueden salir de la nave, y trasponer la puerta que están viendo —dijo. Tuve la sensación de que nos rodeaban espacios vacíos mientras salíamos a la vasta cámara de recepción. Los hangares para naves interplanetarias eran así, me recordé a mí mismo. Solo que éste tenía una extraña cualidad que... «¡Nervios!», pensé abruptamente. Pero pude ver que Blake también lo sentía. En un silencioso dúo, pasamos en fila por la puerta y penetramos en un vestíbulo, que se abría a un cuarto amplio y lujoso. Un rey o una actriz cinematográfica hubieran entrado a ese cuarto sin pestañear. Estaba completamente revestido de soberbios tapices —es decir, por un momento creí que eran tapices; luego vi que no lo eran. Eran... no pude decir qué eran. Había visto mobiliarios costosos en alguno de los departamentos de Renfrew. Pero estos divanes, sillas y mesas relucían como si estuvieran hechos de fuego de diferentes colores con brillo similar. No, no era así, no relucían en absoluto, sino que... Una vez más, fui incapaz de decidir. No tuve tiempo de hacer un examen minucioso. Porque un hombre con ropas muy similares a las nuestras estaba levantándose de una de las sillas. Reconocí a Cassellahat. Se adelantó, sonriendo. Luego se detuvo, frunciendo la nariz. Un momento más tarde, nos estrechó apresuradamente las manos, y luego se retiró con presteza hasta una silla situada a tres metros de distancia, y se sentó con cuidado. Fue una actuación asombrosamente poco graciosa. Pero me alegré de que se hubiera alejado de ese modo. Porque, cuando se acercó a darme la mano, había podido percibir una leve ráfaga de perfume que emanaba de él. Era un olor vagamente desagradable, y, además... ¡un hombre que usara perfume en cantidad! Me estremecí. ¿En qué clase de afectado sin sentido había caído la raza humana?
Nos hacía señas de que nos sentáramos. Así lo hice, preguntándome: ¿Sería esta nuestra recepción? El antiguo operador de radio comenzó: —Debo advertirlos acerca de su amigo. Es de tipo esquizoide, y nuestros psicólogos pueden lograr solamente una mejoría temporal por el momento. Una cura permanente llevará más tiempo y toda la cooperación de ustedes. Acepten todos los planes del señor Renfrew a menos, por supuesto, que sean peligrosos. »Pero ahora —nos concedió una sonrisa— permítanme que les dé la bienvenida a los cuatro planetas de Centauro. Personalmente, este es un gran momento para mí. Desde la más tierna infancia, he sido entrenado con el único propósito de ser su mentor y guía; y naturalmente estoy abrumado de alegría porque ha llegado el momento de poner en práctica mis exhaustivos estudios acerca del lenguaje y las costumbres del período medio americano. No parecía abrumado de alegría. Arrugaba la nariz de esa extraña manera que ya habíamos advertido, y su rostro mostraba una expresión dolorida. Pero fueron sus palabras las que me impresionaron. —¿Qué quiere decir —pregunté— con «estudios americanos»? ¿La gente ya no habla el lenguaje universal? —Por supuesto —sonrió— pero el lenguaje se ha desarrollado hasta un grado tal que, será mejor que sea franco, pueden tener dificultades para comprender una palabra tan simple como «síe». —¿Síe?—repitió Blake. —Significa «sí». —¡Oh! Quedamos en silencio. Blake se mordía el labio inferior. Fue él quien dijo finalmente: —¿Qué clase de lugar son los planetas de Centauro? Por radio, usted dijo algo acerca de que los centros de población habían vuelto a localizarse en las ciudades. —Me hará feliz —dijo Cassellahat— mostrarles todas las grandes ciudades que les interese ver. Son nuestros huéspedes, y se han depositado varios millones en sus cuentas individuales para que los usen como les parezca. —¡Ooh!—dijo Blake. —Sin embargo —continuó Cassellahat— debo hacerles una advertencia. Es importante que no desilusionen a la gente. Por lo tanto, jamás deben mostrarse por las calles, ni mezclarse en modo alguno con la multitud. Siempre el contacto deberá efectuarse por medio de los noticieros o de la radio o desde el interior de una máquina cerrada. Si tienen idea de casarse, deben desechar para siempre la idea. —¡No comprendo!—dijo Blake, asombrado, y habló por los dos. —Es importante —concluyó Cassellahat con firmeza— que nadie advierta que el físico de ustedes emana un ofensivo olor. Podría dañar considerablemente sus futuras perspectivas económicas. »Y ahora —se puso de pie— los dejaré por el momento. Espero que no les importe si en el futuro uso una máscara en su presencia. Deseo que estén a gusto, caballeros y... — Hizo una pausa y miró detrás de nosotros. —Ah, aquí está su amigo —dijo. Giré como un trompo y pude ver que Blake se volvía y miraba con fijeza... —Hola, muchachos —dijo Renfrew con alegría desde la puerta, y luego, torcidamente—. ¿Acaso no somos una banda de tontos? Sentí que me ahogaba. Corrí hacia él, tomé su mano, lo abracé. Blake trató de hacer lo mismo. Cuando finalmente soltamos a Renfrew, y miramos alrededor, Cassellahat ya no estaba. Y era mejor así. Le hubiera dado un golpe en la nariz por sus comentarios finales.
—¡Bien, aquí va!—dijo Renfrew. Nos miró a Blake y a mí, hizo una mueca, se frotó alegremente las manos y agregó: —Durante una semana he observado, pensando las preguntas que le haría a este tipo y... Se volvió hacia Cassellahat. —¿Qué es —comenzó— lo que hace que la velocidad de la luz sea constante? Cassellahat ni siquiera pestañeó. —La velocidad es igual a la raíz cúbica de gp —dijo— en la que p es la profundidad del continuum espacio—tiempo y g la tolerancia total o gravedad, como la llamarían ustedes, de toda la materia de ese continuum. —¿Cómo se forman los planetas? —Un sol debe equilibrarse en el espacio en el que está. Arroja materia tal como un buque arroja anclas. Es una descripción muy burda. Podría darle la fórmula matemática, pero tendría que escribirla. Después de todo, no soy científico. Estos son solamente hechos que he conocido desde la infancia, o así lo creo. —Un momento —dijo Renfrew, perplejo—. ¿Un sol lanza toda esa materia sin ningún otro motivo más que su... deseo de equilibrarse? Cassellahat lo miró fijamente. —Por supuesto que no. La razón, el motivo implícito, es muy potente, se lo aseguro. Sin /ese equilibrio, el sol saldría de este espacio. Solo unos pocos soles solteros saben cómo mantener la estabilidad sin planetas. —¿Unos pocos qué?—repitió Renfrew. Pude ver que las respuestas le habían hecho olvidar las sutiles preguntas que había planeado hacer una a una. Las palabras de Cassellahat interrumpieron mis pensamientos. —Un sol soltero —dijo— es una estrella enfriada, muy vieja, de clase M. La más caliente que se conoce tiene una temperatura de ciento noventa grados Fahrenheit, la más fría, de cuarenta y ocho. Literalmente, un sol soltero es un pillastre chiflado por los años. Su rasgo principal es que no permite a su alrededor la existencia de materia, ni de planetas, ni siquiera de gases. Renfrew se quedó en silencio, pensativo, ceñudo. Aproveché la oportunidad para introducir otra línea de pensamiento. —Este asunto de saber todas esas cosas sin ser un científico, me interesa —dije—. Por ejemplo, allá en casa, todos los niños comprendían el principio de los vuelos atómicos prácticamente desde que nacían. Muchachos de ocho y diez años volaban en juguetes especialmente diseñados, los armaban y los desarmaban. Pensaban en términos de vuelo atómico, y cualquier evolución en ese campo les resultaba muy sencilla de absorber. Ahora bien, esto es lo que me gustaría saber: ¿qué es lo que equivale ahora y aquí a ese aspecto en particular? —La fuerza adeledicnander —dijo Cassellahat—. Ya he tratado de explicárselo al señor Renfrew, pero su mente parece resistirse a comprender algunos de los aspectos más simples. Renfrew se levantó, hizo una mueca. —Ha estado tratando de decirme que los electrones piensan, y no me lo tragaré —dijo. Cassellahat sacudió negativamente la cabeza. —No he dicho que piensan, no piensan. Pero tienen una psicología. —¡Psicología electrónica!—dije. —Simplemente adeledicnander —replicó Cassellahat—. Cualquier niño... —Ya lo sé —gruñó Renfrew—. Cualquier niño de seis años podría explicármelo. Se volvió hacia nosotros. —Por eso —nos dijo— había preparado una serie de preguntas. Creí que si podíamos conseguir una buena base intermedia, podríamos interiorizarnos de este asunto de la fuerza adeledicnander tal como lo hacen sus niños.
Se volvió hacia Cassellahat. —La siguiente pregunta —dijo—. ¿Qué... Cassellahat había estado mirando su reloj. —Me temo, señor Renfrew —lo interrumpió— que si usted y yo queremos alcanzar el ferry al planeta Pelham, será mejor que salgamos ahora. Puede hacerme sus preguntas durante el viaje. —¿Qué es todo esto?—estallé. —Me va a llevar a los grandes laboratorios de ingeniería de las montañas europeas de Pelham —explicó Renfrew—. ¿Quieren venir? —Yo no —dije. Blake se encogió de hombros. —No tengo interés de meterme en uno de esos trajes que nos ha dado Cassellahat, diseñados para no dejar salir nuestro olor, pero que no impiden que el de ellos entre. —Bill y yo —terminó— nos quedaremos aquí y jugaremos al poker por algunos de esos cinco millones que tenemos en el banco del Estado. En la puerta, Cassellahat se volvió; había un claro entrecejo en la máscara de piel que usaba. —Usted trata con mucha ligereza el obsequio del gobierno —dijo. —¡Síe!—dijo Blake. —De modo que apestamos dijo Blake. Hacía nueve días que Cassellahat había llevado a Renfrew al planeta Pelham; y nuestro único contacto había sido una llamada radiotelefónica de Renfrew al tercer día, en la que nos dijo que no nos preocupáramos. Blake estaba de pie ante la ventana de nuestro penthouse en la ciudad de Nuevamérica; y yo estaba boca arriba en mi cama. En mi mente se mezclaban pensamientos acerca de la potencial locura de Renfrew y de todas las cosas que había visto y oído sobre la historia de los últimos quinientos años. —Basta de eso —me rebelé—. Nos enfrentamos con un cambio del metabolismo humano, probablemente causado por los diferentes alimentos provenientes de remotas estrellas. También es probable que huelan más que nosotros, porque el solo hecho de acercarse a nosotros es una agonía para Cassellahat, en tanto que nosotros únicamente percibimos un olor desagradable en él. Es el caso de tres contra billones. Con franqueza, no creo que obtengamos una rápida victoria, así que será mejor que lo tomemos con tranquilidad. No hubo respuesta, de modo que volví a ensimismarme. Habían recibido mi primer mensaje radial en la Tierra, y, cuando se había inventado la impulsión interestelar, en el año 2320 d.C., menos de ciento cuarenta años después de nuestra partida, advirtieron lo que sucedería eventualmente. Los cuatro planetas habitables de los soles A y B de Alfa fueron llamados Renfrew, Pelham, Blake y Endicott en honor de nosotros. Desde 2320, la población de los cuatro planetas había aumentado tanto que ahora había un total de diecinueve billones de personas que habitaban en sus cada vez menores espacios de tierra. Y esto a pesar de las migraciones a planetas de sistemas más distantes. La nave espacial que yo había visto arder en el año 2511 era la única nave que se había perdido en el trayecto Tierra—Centauro. Viajando a toda velocidad, sus pantallas deben haber reaccionado contra nuestra nave. Todos los automáticos deben haber entrado instantáneamente en actividad, y como todas esas defensas deben haber sido inoperantes en ese momento para detener una nave que viajaba a Menos Infinito, cada uno de los motores de retroceso debe haber estallado. Una cosa así no podía volver a suceder. Tan enorme había sido el progreso en el campo de la energía adeledicnander, que las más grandes naves podían detenerse en seco en pleno vuelo.
Nos habían dicho que no nos sintiéramos culpables de ese desastre, ya que muchos de los avances de la psicología electrónica adeledicnander habían sido el resultado de los análisis teóricos de esa gran catástrofe. Advertí que Blake, irritado, se había dejado caer en una silla cercana a mí. —¡Muchacho, oh, muchacho!—dijo— ésta sí que será una vida para nosotros. Podemos prever cincuenta años más de ser parías en una civilización en la que ni siquiera podemos comprender cómo funcionan las máquinas más simples. Me agité inquieto. Yo había tenido pensamientos similares. Pero no dije nada. —Debo admitir —prosiguió Blake— que cuando descubrí que los planetas de Centauro habían sido colonizados, me imaginé cortejando a alguna dama, y casándome con ella. Involuntariamente, mi mente saltó al recuerdo de un par de labios elevándose para encontrar los míos. Me estremecí. —Me pregunto cómo estará tomando esto Renfrew —dije—. El... Una voz familiar que provenía de la puerta interrumpió mis palabras. —Renfrew —dijo— está tomando las cosas muy bien, ahora que la primera impresión ha dado lugar a la resignación, y la resignación a un propósito. Nos volvimos hacia él cuando terminó de hablar. Renfrew caminó lentamente hacia nosotros, haciendo una mueca. Al observarlo, dudé de su recobrada cordura. Estaba en su mejor momento. Su cabello oscuro y ondeado estaba muy bien peinado. Sus ojos asombrosamente azules daban vida al rostro. Era una natural maravilla física, y en su estado normal tenía todo el brillo de un actor de una película de lujo. En este momento lucía todo ese brillo y esa jactancia. —He comprado una nave, amigos —dijo—. Ha costado todo mi dinero y también parte del de ustedes. Pero sabía que me respaldarían. ¿Estoy en lo cierto? —Por supuesto —dijimos Blake y yo. —¿Cuál es la idea?—dijo Blake, solo. —Ya lo tengo —interrumpí—. Haremos un crucero por todo el universo, pasaremos el resto de nuestra vida explorando nuevos mundos. Jim, has tenido una gran idea. Blake y yo estábamos a punto de hacer un pacto de suicidio. Renfrew sonreía. —De todos modos, viajaremos un poco —dijo. Como Cassellahat no puso ningún obstáculo ni nos aconsejó nada acerca de Renfrew, estábamos en el espacio dos días más tarde. Los que siguieron fueron tres meses extraños. Durante un tiempo experimenté una sensación de reverencia ante la vastedad del cosmos. Silenciosos planetas aparecían en nuestros visores, y se esfumaban en la distancia detrás de nosotros y nos dejaban la nostálgica memoria de deshabitados bosques batidos por el viento, de llanuras desérticas, agitados mares y soles sin nombre. El espectáculo y los recuerdos hicieron que la soledad fuera un dolor, y causaron la certeza, que se instaló lentamente en nosotros, de que este viaje no aliviaba el peso del extrañamiento que nos había invadido desde nuestra llegada a Alfa del Centauro. No había ningún alimento para nuestras almas, nada que pudiera llenar satisfactoriamente un año de nuestra vida, por no hablar de cincuenta. Observé cómo esta certeza crecía en Blake, y esperé algún signo de que Renfrew también lo sintiera. El signo no llegó. Eso me preocupó, luego advertí otra cosa. Renfrew nos vigilaba. Nos vigilaba como si tuviera un secreto, un propósito secreto. Me alarmé más, y la perpetua alegría de Renfrew no me ayudó en absoluto. Al final del tercer mes, estaba tendido en mi litera, pensando desasosegadamente en la inquietante situación, cuando de pronto se abrió la puerta, y entró Renfrew. Traía una pistola paralizante y una cuerda. Me apuntó con la pistola—y dijo: —Lo siento, Bill. Cassellahat me dijo que no corriera riesgos, así que quédate quieto mientras te maniato.
—¡Blake!—bramé. Renfrew sacudió suavemente la cabeza. —Es inútil —dijo—. Estuve en su cuarto primero. Sus manos sujetaban el arma con firmeza, sus ojos eran acerados. Todo lo que podía hacer era tensar los músculos mientras me ataba, y confiar en el hecho de que yo era al menos el doble de fuerte que él. Pensé con desaliento: Por lo menos podré impedir que me ate demasiado apretado. Finalmente retrocedió y repitió: —Lo siento, Bill. Odio tener que decirte esto —agregó— pero los dos enloquecieron cuando llegamos a Centauro, y ésta es la cura prescripta por el psicólogo que consultó Cassellahat. Se supone que deben sufrir un shock tan grande como el que los enloqueció. La primera vez no había prestado atención a su mención de Cassellahat. Ahora mi mente ardió con la comprensión. Increíblemente, le habían dicho a Renfrew que Blake y yo estábamos locos. Durante todos estos meses, su sentido de responsabilidad hacia nosotros lo había mantenido firme. Era un hermoso esquema psicológico. Lo que me preocupaba era: ¿qué clase de shock sufriríamos? La voz de Renfrew interrumpió mis pensamientos. —No falta mucho —dijo—. Estamos entrando en el campo del sol soltero. —¡Sol soltero!—grité. No respondió. En el mismo momento en que la puerta se cerró detrás de él, empecé a trabajar con mis ligaduras; mientras pensaba: ¿Qué era lo que había dicho Cassellahat? Los soles solteros se mantenían en este espacio por un precario equilibrio. ¡En este espacio! El sudor corrió por mi rostro mientras imaginaba cayéndonos hacia otro plano del continuum témporo-espacial... pude sentir cómo caía la nave cuando, finalmente conseguí librarme de las cuerdas. No había estado maniatado durante tanto tiempo como para que las cuerdas me hubieran interrumpido la circulación. Me encaminé hacia el cuarto de Blake. En dos minutos estábamos en camino hacia la cabina de control. Renfrew no nos vio hasta que ya habíamos caído sobre él. Blake le arrebató el arma; con un poderoso empujón, lo arrojé del asiento de control, haciéndolo caer al suelo. Se quedó allí, sin ofrecer resistencia, haciéndonos una mueca. —Demasiado tarde —se mofó—. Nos estamos aproximando al primer punto de intolerancia, y no pueden hacer otra cosa más que prepararse para el shock. Apenas si lo escuché. Me dejé caer en la silla y eché un vistazo a los visores. No había nada a la vista. Eso me atontó durante un segundo. Luego vi los instrumentos registradores. Temblaban furiosamente, registrando un cuerpo de tamaño INFINITO, Durante un largo momento miré locamente esas cifras increíbles. Luego puse el desacelerador a fondo. Ante la presión del adeledicnander a pleno, la máquina quedó rígida; tuve la fantástica visión de la colisión de dos fuerzas irresistibles. Jadeando, di un sacudón a la palanca, poniéndola en punto muerto. Seguíamos cayendo. —Una órbita —estaba diciendo Blake—. Busca una órbita. Con dedos temblorosos, tecleé una en la consola, basando mis cifras en un sol del tamaño, gravedad y masa del nuestro. El sol soltero no nos dejaría lograrlo. Probé con otra órbita, y con una tercera, y más; finalmente traté con una que nos hubiera hecho girar alrededor de la misma Antares. Pero la terrible realidad no varió. La nave seguía cayendo y cayendo.
Y no se veía nada en los visores, ni una sombra de sustancia. En un momento me pareció distinguir un manchón más oscuro en la oscura extensión del espacio. Pero las estrellas eran escasas en todas direcciones y resultaba imposible estar seguro. Finalmente, desesperado, salté del asiento y me arrodillé frente a Renfrew, que no había hecho ningún esfuerzo por levantarse. —Escúchame, Jim —rogué—¿para qué hiciste esto? ¿Qué sucederá? Jim sonreía tranquilamente. —Piensa —me dijo— en un viejo y gastado solterón humano. Sostiene una relación con sus semejantes, pero la asociación es tan remota como la que existe entre un sol soltero y las estrellas de la galaxia de la que forma parte. «En cualquier momento a partir de ahora agregó— entraremos en el primer período de intolerancia. Funciona en saltos, como el quantum, y cada período es de cuatrocientos noventa y ocho años, siete meses y ocho días más unas pocas horas» Parecía un galimatías. —¿Pero qué sucederá?—lo urgí—. ¡Por el amor de Dios, hombre! Me miró con calma y, al mirarlo, advertí de repente, con asombro, que era al viejo, cuerdo y completamente racional Jim Renfrew a quien miraba, y que de algún modo se había vuelto mejor, más fuerte. —Bien —dijo con tranquilidad— nos arrojará fuera de su área de tolerancia, y al hacerlo, nos hará regresar... ¡SACUDÓN! El bandazo fue inmensamente violento. Con un ruido sordo, golpeé el suelo, patiné, y una mano —la de Renfrew— me sostuvo. Y todo había terminado. Me puse de pie, consciente de que ya no caíamos. Miré el panel de instrumentos. Todas las luces estaban encendidas, funcionando, los indicadores marcaban firmemente el cero. Me volví y observé a Renfrew, y a Blake, que se levantaba dolorosamente del suelo. —Déjame sentarme ante el tablero de control, Bill —dijo persuasivamente Renfrew—. Quisiera establecer un rumbo hacia la Tierra. Durante un largo minuto fijé mis ojos en él, luego me retiré al costado. Me quedé a su lado mientras manipulaba los controles y aceleraba. Renfrew me miró. —Llegaremos a la Tierra en alrededor de ocho horas —dijo— y habrá trascurrido solamente un año y medio desde el momento de nuestra partida hace quinientos años. Algo empezó a tironear en la bóveda de mi cráneo. Me llevó varios segundos decidir que tal vez fuera mi cerebro que saltaba ante la tremenda comprensión que de repente había caído sobre mí. El sol soltero, pensé atontado. Al arrojarnos fuera de su campo de tolerancia, simplemente nos precipitó a un período de tiempo más allá de su campo. Renfrew había dicho... había dicho que funcionaba en saltos de... cuatrocientos noventa y ocho años y siete meses y... ¿Pero qué pasaría con la nave? ¿Acaso el adeledicnander del siglo veintisiete, llevado al siglo veintidós, cuando aún no había sido inventado, no cambiaría el curso de la historia? Farfullé esa pregunta. Renfrew sacudió negativamente la cabeza. —¿Acaso nosotros lo entendemos? ¿Acaso confiaríamos a unos monos el terrible poder que encierran esas máquinas? Digo que no. En cuanto a la nave, la mantendremos para nuestro uso particular. —P-pero —comencé. Me interrumpió. —Mira, Bill —dijo— esta es la situación: esa muchacha que te besó, y no creas que no vi cuando te derrumbaste como una tonelada de ladrillos, va a estar sentada a tu lado dentro de cincuenta años, cuando tu voz llegue del espacio para informarle a la Tierra que te has despertado en tu primera etapa del primer viaje a Centauro. Eso es exactamente lo que ocurrió.
FIN