Llanto por el hombre
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Manuel Pérez Villanueva
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Pérez Villanueva, Manuel L...
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Llanto por el hombre
Llanto por el hombre
Manuel Pérez Villanueva
Llanto por el hombre
Pérez Villanueva, Manuel Llanto por el hombre. – 1° ed. – Córdoba: Ediciones del Sur Córdoba, 2005. 282 p.; 21x14 cm. ISBN 987-22001-0-6 1.Poesía Española. I.Título CDD E861
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede reproducirse, almacenarse o transmitirse de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la previa autorización escrita por parte del autor.
© 2005, por Manuel Pérez Villanueva. © Primera edición virtual y en papel, Ediciones del Sur, Córdoba, Argentina, febrero de 2005. Impreso en Buenos Aires. ISBN 987-22001-0-6 Distribución gratuita Visítenos y disfrute de más libros gratis en: http://www.edicionesdelsur.com
ÍNDICE
Los actos de los hombres ....................................... Los pies del hombre ............................................... Los que vinieron ..................................................... El dolor .................................................................... Se declaran la guerra ............................................. Inundación en Honduras ....................................... La columna .............................................................. Días de desgracia .................................................... Los obreros .............................................................. El hombre burocrático ............................................ Las pupilas de los viejos ........................................ Ciudadano “X” ......................................................... Los niños .................................................................. Los caballos ............................................................. Francisco Fernández .............................................. El hombre del parque ............................................. Las manos ................................................................ El polizón ................................................................. El pájaro .................................................................. El rey y la reina ......................................................
9 12 17 24 27 31 34 39 46 50 56 59 65 73 76 78 80 82 88 90
El ermitaño.............................................................. 93 La retenida .............................................................. 95 Crónica del hombre ................................................ 98 Barcas en la noche .................................................. 105 Presentimiento ....................................................... 108 El perfume de la flor .............................................. 111 Que sucedan cosas .................................................. 113 Cuando lleguemos .................................................. 115 Hacer algo ............................................................... 120 Los enemigos ........................................................... 123 La asfixia ................................................................. 125 El centro .................................................................. 129 La gran vía ............................................................... 130 De nuevo la guerra ................................................. 132 Deserción ................................................................. 141 El mundo habla ....................................................... 143 La madre .................................................................. 150 Expolio ..................................................................... 154 El oculto anhelo ...................................................... 158 Palabras no dichas .................................................. 162 La ingratitud ........................................................... 164 El fruto ausente ...................................................... 167 El hombre corriente ............................................... 169 ¡Despiértate, madre!............................................... 171 La sirena .................................................................. 174 Cuando llegue el día ............................................... 177 La tristeza ............................................................... 180 Hora es ya de golpearnos ....................................... 183 El orden ................................................................... 186 Frustración .............................................................. 190 Llegar a ser.............................................................. 193 Las inútiles palabras .............................................. 197 Alguien pasa ............................................................ 201 En el mundo ............................................................ 205 6
La bestia dormida ................................................... 208 Ese deber ................................................................. 213 El dolor que impera ................................................ 219 La terrorista ............................................................ 227 Siempre hurtándose el amor ................................. 232 USOS Y COSTUMBRES ..................................................... 234 Caminaban ............................................................... 235 Celebraciones .......................................................... 238 La gran mesa ........................................................... 241 Las cosas .................................................................. 245 Lo que no fuera ....................................................... 251 El fatal aburrimiento .............................................. 253 Pertenecer ............................................................... 256 El cine ...................................................................... 260 Fin de semana ......................................................... 263 El trabajo ................................................................. 265 Causar impacto ....................................................... 268 Solos ......................................................................... 271
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¡Oh, hombre, extraña mezcla de cielo y tierra! ¡Majestad empequeñecida hasta la bajeza!… ¡Indignidad disfrazada de un valor aparente! ¡Fragilidad que doblega a la potencia! JOHN HENRY NEWMAN
LOS ACTOS DE LOS HOMBRES
Los actos de los hombres bien merecen ser cantados; los actos de los hombres que anidan en los orbitales del tiempo, grávidos de lo excelso y de lo terrible, estirados en el centro de la nada desde siempre en fugaces malabarismos de turbadora insistencia. Actos heroicos e indignos, de adoración y de exterminio, de angélica singladura y de bestiales intenciones: acontecimientos, hechos, puntuales átomos que se hicieron el crisol de la conciencia en un segundo y plantaron el polvo de todas las batallas para la cóncava escalada de los pueblos. Efímeros chispazos dando la razón de cuanto es, justificando cuanto existe, negándose tercos a ser tragados
por algún metafísico pantano, frágiles púlsares que aún palpitan en sangrientos holocaustos arriesgándose magníficos tras los horizontes de lo imposible; luces que a la larga se han alzado corroyendo las peanas de toda adulación y de todo soborno, pasos de la vida circunscrita por un rosario de sangre en las cuevas neuronales que fabrican la querencia y en ese pálpito libre de los cinco sentidos que atisba certero todas las formas del infinito tras las ingeniosas celdas de la carne viva, tenebrosos actos que el dolor cinceló, cercó el miedo, empujó el ansia y engarzaron en brillante pedrería los primeros atisbos de la gloria. Esa vuelta del camino que succiona todo sueño, esa herida que no cesa de infectársenos de estrellas, ese fondo insondable de la sima de los vértigos eternos que día tras día reclama hacia sí la ofrenda humana para la fatídica devoración de la historia nunca /escrita y la corrosión última de todas las coordenadas que pudieran quedarnos por habitar. Los actos de los hombres: sorprendentes por efímeros que sean, extraordinarios y bellos por triviales que parezcan, ahora nobles, ahora atroces, 10
ahora excelsos e increíbles, ahora santos e inocentes, siempre interrogantes, siempre altivos, siempre a ciegas o en penumbra: esos actos de los hombres que, en verdad, bien merecen de nosotros ser cantados.
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LOS PIES DEL HOMBRE
Los pies se arrastran lastimosos sobre la tierra y corren de norte a sur y de este a oeste dejando un polvo de siglos y de memorias que florece mineral al amparo de las aristas y conforma las cuevas de la terca historia. Caminos de pedregal, barrancos que el agua ya no visita. Los pies allanan los senderos que del pecho parten y consienten el tesón de la humana comitiva con la fría indiferencia de la piedra astuta. No conocen el descanso, ni lo quieren, ni se avienen al estático esplendor de las raíces, pues desde que el hombre vino al mundo, erecto sobre la base viva de la dócil geometría, el blanco guijarro percutió incesante y fueron pisados los horizontes sin piedad alguna por la huella perenne que pintó los territorios y trenzó las coordenadas del total dominio. 12
Pies redondos de niño abriéndose ávidos y espasmódicos, heridos pies de adulto que la sílice corteja, resecos pies de anciano que todo lo devolvieran por volver a empezar, blancos y entregados, segregando nuevas hambres por los poros en los confines de la batalla. Hay un continuo sonido de pasos que envuelve el globo a cada segundo como el lento discurrir de la arena movediza. Una procesión indetenible que nunca se acaba, una estampida sideral de prófugas criaturas que van y vienen, y vienen y van pisando el tajo de sus propias heridas, cabalgando sobre su propio cansancio cristalizado y asombrándose de las luces que se ven al paso tras las curvas que la rumia asaltó tenaz. Al nacer el día se estiran las trochas y los aires enloquecen de puro incendio. Y en las selvas, en los desiertos, en las amplias marismas, en las ondas afiladas de la estepa y en la losa que altanera se confirma sobre la jungla urbana de betún gastado, los pasos percuten y deslizan su roce intenso como una plegaria que así va pasando invisibles cuentas de olorosas epopeyas. Al caer la tarde se doran los planisferios y se arquean de promesas que incitan a partir, a ese ir y venir incesante por las biografías, 13
a ese deambular de un lado para el otro, a ese intento que no cesa por llegar a donde sea si ese ser se cobija o se esconde más allá. Porque desde el principio de los tiempos fue así, desde que existe memoria sobre la tierra, desde que el hueso blandió los aires y pidió la vez, deambula el hombre por caminos trillados con el fardo de sus cosas dentro y fuera, el aliento largo, la mirada ansiosa, la rosa de los vientos estampada en pleno pecho y la gula por llegar marcando el paso. Pero llegar ¿adónde?, ¿a qué lugar? El hombre no lo sabe. Sólo sabe que por siempre ha sido así; sabe que las caricias de la fortuna siempre están en otra parte, y sabe que a esa parte ha de irse a toda costa, por barrancos o colinas, por valles o torrenteras, por siglos de aciaga historia y calendas al acecho, en larga caminata que jamás se acaba, ciega de atavismos predestinados que el embrión cercenan desde el primer día. Cuidar de no caer, de no ser empujado, hacerse sitio en hilachas petrificadas de lienzo viejo. Lidiar por ser el primero, por llegar más lejos, luchar por conservar la pesada carga de las pertenencias y el más pesado fardo de los viejos pensamientos 14
que se agarran al casco como las rémoras e incuban los majales de la vida propia. Jamás veréis al hombre por mucho tiempo erguido como un señor en la cima coronada, jamás sentado a la vera de un camino de mayo sin otro propósito que el estar así, en soberana parsimonia, presidiendo las especies calmas, viendo cómo pasan ante él las patéticas columnas de los esclavos, y cómo la procesión de las termes rompe ávida sus tenazas contra la base indemne del mármol glorificado. Jamás veréis al hombre detenido por un instante en el cruce de los caminos, jamás aposentado en la dilatada generación del tiempo verde, jamás eje inmóvil en el mismísimo centro de su querencia, jamás perdido sin temor su zarandeo y así, enhiesto, aposentarse en la plaza principal de cada día, firmemente establecido como áspera columna, sereno y presente al celeste envero, con la solemnidad de los árboles centenarios y el vetusto reposo de las casas antiguas, dueño, así, del paisaje que lo contornea, señor de la danza de las moscas que lo sobrevuelan, firme farallón en cuarzo alzado y en brillante mica de fulgor estable
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donde fueran a romperse las mareas contra el yunque convexo del instante dado. Jamás, por genético tender a un destino inevitable, por celeste condena de altivas vaporaciones, dejarán los pies del hombre de recorrer la tierra de arriba abajo y de buscar con tesón, más allá del horizonte, los corimbos que florecen en ignotos arenales: historia que se diluye corriente abajo, glorias que marchitas al estanque van, dulces corolas que viven a la espera en el secreto jardín, rocío silvestre ocultando las frías lajas nocturnas que los pies del hombre entre cardos pisan, cristal de nieve que la piel estraga manantiales que la sed persigue, humana ardicia que así de antiguo se embala, otea su acomodo, tienta suerte, y vuelve a su casa a través del mundo.
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LOS QUE VINIERON
Largas eran las sombras de aquellos cuerpos, los magmas y los fuegos rodeando el paisaje y el erecto rebaño confinado en terrosas cañadas con pánico susto y servil adoración. Caliente era la sangre que discurría, fuerte el golpe, recios los azotes de la ley, tribu amansada con la estrella en la frente y el designio eterno cabalgando en cuerpos animales. Larga era la sombra de los que vinieron, los que troquelaron, mancillaron, moldearon a su gusto y después huyeron de la historia impresa por los vericuetos de la sombra vaga. Pero la suerte ya lanzara sus marfiles pintando los destinos en tapetes elegidos, el sonido se articuló, brilló la frente inflamada 17
y las cosas se nominaron tomando cuerpo por el lazo indestructible de la palabra. Quedaba así establecida la posible esfera del simio alzado, lo bueno y lo malo con el hierro marcado y lo que había de verse mirando al mundo o estirando las pupilas más allá del cielo, cruzado a cuchillo sobre la frente con brillante herida y fatal escama. Implantadas fueron las brújulas craneales en precisos reductos de esquilmo y tala. Las manos se alzaron mecánicas y prestas como máquinas dóciles a la pauta dada, los vértebras se doblaron enfilando ortigas, engrasadas por el miedo y la atónita sorpresa, y los ojos alumbraron pedernales brillos distanciando su mirada de la tierra virgen. Fueron entonces señalados los linderos con precisos valladares y debidos nombres, espigas de afilado esquisto buscaron la carne, se blandió la piedra por los horizontes y hubo altares y sacrificios, elevadas torres, largas mesas de apoteósicos banquetes, teogónicas coyundas, tablas cayendo con letra dada y nefastas oblaciones de nuevos cráneos en polares noches de hueso y sílex. A tientas prosiguió la memoria lacerada: el alma en carne viva, el tesón domesticado, todo pétalo de flor con una vira de sangre 18
y bien ocultos los desgarros necesarios en los mínimos senderos del neocortex, allí, en las cuencas interiores del rebaño que fuera destinado al vasallaje. Aciago recuerdo que siguió indeleble levantando las piedras como sólido tributo, edificando auspiciosos templos y sepulturas, remedando lo que fuera visto e incomprendido en actos de vino y de cereal, de sangre y muerte, de holocausto y de tributo, de dominio y de acoso, huérfanas trincheras bípedas cerradas ya sobre sí mismas, selváticos cuerpos iluminados para domarlos, exiliados de su condición de dueños, demarcadas para siempre las parcelas del orden con clavos de miedo sobre la frente, cardenales amarillos sobre la tierra y ritos de polvo sobre cada tumba. Era la anochecida cuando se fueron; las miradas se clavaron en lejanas estrellas, planetas reconocidos, camino incierto, un aroma de epopeyas y de hazañas empapando los sentidos, un recuerdo de luces y de cantos, de exuberante geometría y de sólida belleza, gravitando sobre el cuerpo, un genético atavismo de brumas perfumadas y potentes estallidos, de poder y de fuerza, ira y encono, placer y capricho 19
cayendo a plomo sobre las frentes; la norma establecida, el deber previsto, la redención necesaria; curvas señeras que aprendimos a desear y a tener impresas, sabidurías que la tierra recibía sin maldecir, actos que quisimos imitar con estulticia y fueron flor de viento que el anhelo transportaba renaciendo sus semillas en la palma de la mano a cada nueva generación. Y después se hizo la niebla, un olvido espeso de lo que fuimos, un recuerdo escurridizo de lo que eran, remedo bastardo de extranjeros actos, adorar, suplicar, transigir, ofrecer, la guerra y el poderío, el hierro y el filo, la corona que se alza pisando al débil, las reliquias que cortan mejor que espadas, de nuevo la sangre a espuertas, de nuevo la humillante libación, la carne virgen, el último estertor de los animales, el terso encaje de las doncellas, la cosecha más preciosa de la tierra con espigas de oro, columnas de alabastro, y el crespón de los muertos pidiendo vida. Ya el poder fuera aprendido y tomaba dueño, la planta fructificaba en el frío de la noche y entregaba la áspera semilla a la progenie; todo estaba consumado para la terca prosecución: el ímpetu domado, el terror previsto,
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la celeste procedencia oscurecida y la real pasturanza para siempre abandonada. Vinieron entonces las nuevas tabulaciones y las parcelas coronadas que los fuertes dibujaron clavando las picas sobre las cumbres, vinieron las incesantes repeticiones, la larga doma, las pautas principales de la danza artera que quedaban así aposentadas en lo íntimo, requemadas para siempre en la nalga joven. Un vaho negro de buitres tejía telarañas en las puntas de la rosa de los vientos y caían las especies de brillante pluma, ágiles nervaduras, lánguidas córneas desprotegidas, terso pelaje de luz peinando aquella singladura inteligente, así esfumada, que a los pies de los árboles se convertía en fósil huella de canto herido. Mientras, los guardianes erigidos proseguían el escarnio y agachados en minúsculos cubículos sobre la faz de los montes bebían un licor de luces que los atontaba, afanados como estaban en la rumia de las fronteras y de los pueblos futuros que no existían. Entonces se jugaban en las mesas de azar miserables monedas de hierro y plomo que el cuño de la vida ya mil veces repudiara; lamían sus ganancias cual se lamen las heridas, 21
quedaban casi siempre disconformes y cansados y esperaban el grito solemne del “no va más” para lanzar aquel fuego justiciero de las bocas que ensayaba fumarolas en las cuevas habitables y en las cárcavas oscuras que la mano acarició. Y así vino a contraluz la expulsión del siervo del coto cerrado que habitar solía; expoliado fue y azuzado desde el fondo de las brañas, lanzado al orbe por la furia de las híbridas legiones como la estampida de un ganado enloquecido, dispuesto a poblar la tierra un millón de veces y a mezclar sus cenizas con arcilla y gleba. Era el hijo de los dioses, el esclavo y mayordomo de los idos, el electo rebaño escarnecido que así estiraba el ansia, ignorante de sí mismo, a través de los países y los continentes, a través de los mares y los océanos, esparciendo por doquier aquel veneno recibido para daño irreversible de grey perfecta que el aire arrastraba por los encinares y hería de muerte contra cualquier muro. Inocencia original que nos fuera arrebatada, purísima mirada que nos fue velada, lengua de hierba, cuerpo de tibia primavera, un rostro de tierra fértil e inconmovible, una fibra de aromáticas plantas ocultas, un lecho de luceros recamado de frondas, un señorial pastoreo de pacíficos días, 22
un sereno estarse en el centro de las brisas del cielo, acampados en el trono sideral inexpugnable, que así perdimos. El hombre descendido de su verde trono por la hipnótica llama de los que vinieron, el señor de los vastos prados uncido al yugo por el extranjero, el que fuera de los cielos señalado sucesor condenado a la sal y a la ceniza, condenado de por vida a mendigar por aquellos que tejieron las hiladas, los que plantaron los hitos despavoridos, los que sentaron sus tiendas entre nosotros, tomaron plaza, sembraron miedos, hicieron y deshicieron con la flor del hombre un remedo insuficiente de su gloria y después se fueron con la luz a cuestas por los vericuetos de la sombra vaga.
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EL DOLOR
El dolor se coagula sobre el rostro del hombre y deja sus marcas de plomo y de cal viva agostando la selecta fruta del orbe que fuera creada para el amor sin límite y para el gozo largo sobre la tierra. El dolor pone la máscara en el semblante señala su casa y se mete dentro, lanza su gemido sin ruido alguno y delata su presencia robando luz. Piedra sin brillo en pupilas muertas, surcos discurriendo como vivos látigos, los ojos que no comprenden, los labios que quieren decir, cuarzo puro cincelado con metálicos golpes, ajadura de lo terso, humillación de la vida, un escupitajo sobre las mejillas que el rocío inmaculado apetecieran y la tierra generó con devoción.
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Merodean esos semblantes por todas partes: por aceras pobladas o despobladas, por ruidosos andenes y vacíos parques, en paciente espera y en callada súplica, yendo y viniendo con los cargamentos, mezclando los recuerdos con las esperanzas, merodeando la vida como perros sin dueño, en largas filas, en mefíticos suburbios, tras la insidia de las alambradas, bajo el fulgor del lujoso escaparate, en salas hospitalarias, cárceles, manicomios, en la guerra, la enfermedad y la muerte, en ciudades populosas o alejadas mansiones y allí, en el fondo mismo de la selva, donde el dolor urbaniza futuros con la ayuda criminal de las naciones y los cuchillos se clavan en la memoria naciendo las hambres por toda cosa. ¡Qué turbadora sensación causa mirarlos! ¡Qué atávico mordisco se clava en el alma conmoviendo las raíces que nos comunican! ¡Cómo se derrumban las trincheras defensivas cuando avanzan las legiones que en sí llevan esas marcas de la vida que aprendemos a ignorar! Que cada cual se incline sobre esas arrugas cinceladas por la hiel en el rostro humano y les dé la adoración que se da a los cielos o se da en los altares a las cosas santas, porque ellas son en verdad sagradas, sementeras de futuras cosechas abundantes, de buen pan y de buen vino, de posible humanidad, bayas que se rompen pero dejan la semilla, 25
silenciosos holocaustos innominados que embrutecen de lo noble su envoltura y lentos destilan los perfumes ocultos que se vierten al paso de la nueva luz. Que nadie sueñe con extraños paraísos, ni juegue a individuas salvaciones manteniendo su parcela a buen recaudo. Que nadie impida que por fin explote esa ola de llanto que nos purifique y broten las aguas que desean salir hacia limpias jofainas sacramentadas. Saciemos ahora el hambre que nos estruja, hambre por amar, consolar, proteger, hambre de besos y de mimos, de arrullos y de caricias, hambre por abrirnos de una vez y abrazarnos, por decir y hacer todas esas cosas que el pudor impidió cobarde un día, la desidia fue cercando con espinas y el olvido coronó con omisiones. Tal vez así, cuando lleguen los tiempos de la soledad, descolgándose funestos por los ventanales como pájaros negros que nos pertenecen, no se claven en el alma esos pérfidos cuchillos que se afilan cada día en la penumbra, pues entonces se revelan emboscados, proclaman en lo oculto su revancha y nos muestran, señalándonos culpables, el estado general que invade al mundo: un estado general de sufrimiento, el balance de una historia victimaria que en los rostros cincelando va el dolor. 26
SE DECLARAN LA GUERRA
Dos miserables países se declaran la guerra. Las potencias consideran que les conviene estiran el tapete, se reparten las cartas y conminan a los suyos a abandonar tales tierras. Los caminos se llenan de nuevo de gente gastada con la casa a cuestas y el miedo cabalgándola. En lejanos continentes las televisiones esperan que el programa de las luces en el cielo dé comienzo, porque siempre atrapa y exacerba a las audiencias y permite el incremento de los ratios. Las ventas de armamento se disparan, las especuladores calculan el momento preciso y los foros de la bolsa quitan y ponen de aquí para allá la codicia y la ignominia. Dos países miserables, azuzados por extraños, se declaran la guerra, cambian el pan por el hierro que estalla, la escuela que canta por el niño que mata 27
la carne limpia por la hedionda herida y los frutos y flores de los campos verdes por las fosas comunes y el mortífero cráter. Dos países miserables se arruinan, allá lejos, y los pícaros, muy cerca, se llenan los bolsillos a hurtadillas y apuntalan sus decrépitas conciencias en los foros admitidos del cohecho; los astutos, los ladinos, los taimados, ocultos entre la flor del negocio, entre los gobiernos pusilánimes, y los falsos adalides empuñan el olivo en una mano y esconden la navaja tras el cuerpo, de país en país, de congreso en congreso, de contrito en contrito manifiesto siempre sobre las moquetas, siempre lejos de las escombreras. Dos países miserables se declaran la guerra. Hombres que se matan sin saber por qué van sembrando la tierra de espantosas cárcavas, ojos vacíos que a la tierra le brotan cansada de mirar las afrentas repetidas. Desde lejos los responsables, a buen recaudo, azuzan la letal prosecución, esto se calla, aquello se disimula, lo otro se pinta con colores justicieros y cuando algo resalta e invade las conciencias con el hedor de las piltrafas y el mareo de la pólvora, enseguida se acalla con fingidas condolencias que lo juzgan como daño colateral. ¿Quién respeta a los civiles en las guerras de miseria? 28
O a los niños, las mujeres o los viejos. ¿Quién se acuerda realmente de la causa y el propósito de aquellos ruidos que matan, aquellas casas que caen, aquellos gritos que aterran, aquellos cuerpos a trozos, aquellas nubes de sangre y aquellas fechas de oprobio, aquellos actos de ultraje que se desfogan, la bestia cabalgando artillerías, el hombre mostrando su terrible entraña, y los cielos vomitando la tizne negra de las maldiciones sobre las fosas comunes. Dos miserables países se declaran la guerra. Los despachos se llenan, los teléfonos no paran, los políticos corren de aquí para allá y recuentan en la sombra el provecho electoral. Hasta los sagrados estamentos alzan su voz con mesura diplomática y la prensa, satisfecha por las ventas que disparan a anunciantes, sobrevuela con pupila indiferente las barbaries y juzga las portadas por el impacto gritando solemnes deseos de paz. Dos miserables países se declaran la guerra, marionetas de invisibles maquinaciones ellos la declaran y la guerra sigue. El mundo se mantiene con tales guerras, con la guerra se inventa, se comercia, se trapichea, se levantan los tronos sobre las escorias, se pertrechan los electos 29
contra un mundo en llamas y se engrasan las ruedas de la máquina asesina que es la vida que a la tierra trajo el hombre cuando alzó la piedra, lanzó el hueso y aspiró el beleño del poder. Dos países miserables se declaran la guerra. Y acaso algún día firmen la paz. Pero no hay cuidado. Si no es aquí será allá. Siempre habrá guerra. El estado de las cosas está asegurado y las contiendas se estirarán coaguladas y hastiadas de sí mismas, carentes del más mínimo sentido, pudriéndose como una chatarra que todos olvidan, mantenidas en sordina como golpe necesario mientras los tapetes continúen extendidos para el /juego y a los ricos estados, que se nutren de números y carnaza humana, les queden todavía barajas por obtener, criminales beneficios apetecidos, convulsiones del estado inamovible de las cosas que precisa, cual si fuera su alimento, de países miserables que la guerra se declaren.
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INUNDACIÓN EN HONDURAS
Hubo de ser abierto el fruto y exponerse a la morbosa delectación de las /miradas su sangrienta entraña, hubo de ser aplastada la pulpa, dispersadas las semillas y comida su carne por los buitres hasta el escarnio, para que los gemidos fueran escuchados. Compasivo se mostró el barro con los caídos, amoroso sudario fue la tierra violada y las aguas de los mares y torrentes, en revuelto aturdimiento, tejieron el velo que evitó la sacrílega mirada de los ávidos caníbales de la noticia. Pero fueron necesarios los miembros que surgiendo iban del lodo, la gasolina quemando cuerpos, el cataclismo 31
ensañando las partes condenadas de la tierra como una mujer obscena que se abre indecorosa ante sus hijos, fue necesario el hedor insoportable abrazando los horizontes, la columna de los miserables asediando los caminos como las plagas, el revolar de las aves de presa sobre los lívidos bultos, el ganado inflado, deslizándose impúdico sobre las aguas, aquel desolado parto de miseria absoluta y esparcida, fue necesario el cuchillo de los cielos para que los gemidos fueran escuchados. Los ojos que el miedo engrandecía ya estaban allí desde siempre, el hablar suave de los resignados, la carcoma de las moscas, el mundo de cartón y de hojalata, esa inmensa llaga de los pies, ya estaban allí, las catedrales de la podredumbre, la piel reseca que se cuartea, ese fruncimiento de los rostros en pacífico desgarro, esas manos y costillas trabajados a conciencia, esos vientres inflamados, esos senos abatidos, ese molino sin esperanza, esa incuria, ya estaba allí desde siempre. Pero fue necesaria la rebelión de los aires y el desaforado llanto de los ríos en protesta; 32
fue necesaria la conmoción de todo vegetal testigo, de toda montaña y de todo cauce y el terrible sacudirse de la tierra, exasperada en su lecho de telúrica justicia, para que el acomodo de las mesas servidas fuera al menos molestado y el olor de las sentinas ascendiese puente arriba hacia anónimos banquetes de habitantes ciegos. Entonces planearon por unos días turbaciones en occidente, asomaban las espectaculares avenidas de la muerte en toda noticia: macerada humanidad desnudándose miserable de casi nada, trizas de penurias escondidas, eclosión de patéticas pertenencias, dolor sobre un suelo de dolor que ya fuera largamente establecido, vergonzosa condición de los dueños de toda deuda que pidió para surgir el grito del huracán, la voz grande de las avenidas, el luminoso vómito de los volcanes y la propia muerte que de sí daba noticia. Sangrienta inmolación ésta de Honduras, acaso destructiva y necesaria para que el mundo despierte, colérica trompetería de la fuerza injusta pidiendo a espuertas la sangre de los inocentes, cuajándose fría como una gran lágrima de mercurio, para que así, al menos, el mundo sepa de tanta geografía y de tanto dolor como es posible. 33
LA COLUMNA
Ágiles cuerpos en losas de azabache edificados aptos para correrías de sabana, para la cimbreante brisa de los campos de algodón o el pábilo firme de los sicómoros y los banianos; perfectas columnas de viento elástico, palpitantes en secretas noches de fuego y de hojas abatidas al timpánico ritmo, divina negritud que es ahora una sierpe de miseria, repulsiva columna que las avispas desechan y el aire evita y sólo las moscas, amigas de lo enfermo, hostigan a placer buscando huecos, como la vida los busca tras las envolturas que desea sofocada abandonar. Perfectas cabezas, hechas para la caricia y el mimo, límpidos ojos acostumbrados al pasmo del amanecer, gargantas de atávica percusión, sonorosas a selva, que lanzaban su maravilla del norte al sur de los campos de oro, 34
este y oeste de las llanuras que habitaran las especies ya /extinguidas; cinceladas cuerdas de los miembros esbeltos, blancas dentaduras aptas para la fibrosa savia y el tendón batido, muslos de corzo al escape, tobillo tenso, selvático caminar… todo es ahora un escarnio que deambula de por /meses, un andar vacilante de esqueletos avenidos, mefíticas hinchazones, sudor espeso, blanquecino cansancio de polvo de huesos sobre oscuras calaveras que nada piden, brillante llaga que se extiende como un río fantasmal por los aledaños de malditas poblaciones: los ojos de sangre mirando al cielo, las gentes con la alfombra a cuestas, cayendo sobre la hierba para morir, los niños sobre los niños, los hijos sobre las madres, los hombres sobre su orgullo manchado, y esos absurdos hatillos con la última avaricia, transportados penosamente para ir dejando poco a poco su mísera carga por el camino. Allí, en la columna, el silencio de los llantos imposibles, que no admite la costumbre, marca el paso; los resecos pezones, con el jugo de los cánticos gastado, se destragan en las bocas, 35
el miedo navegando sobre córneas infinitas, el dolor sofocando los impulsos animales, ellos, los miserables hijos de la incuria, escapando de la pólvora y la saña, deambulando sin parar durante meses, de un lado al otro tras cien mil cadáveres, de aquí para allá tras pequeños holocaustos, pasmosa resignación, insoportable dignidad de los ya marcados por el filo deshonroso del ayuno y el hedor milenario de la muerte. Y vosotros que tantas veces habéis visto en vuestras pantallas el ir y venir de las columnas escapando incesantes de las guerras, que sabéis por las noticias de su avance y observáis en los rostros las miradas implorantes, ese cansancio que entregado claudica, la delgadez que conmueve y el espanto que aniquila a las personas, no paséis de lado con la tímida protesta, escuchad el temblor que os recorre impertinente y que pronto sofocáis con la evasiva y la culpable argumentación. Detened la charla por un rato; atended a la columna y quedaos en silencio con su noticia; masculladla bien y hospedarla largamente en vuestro dócil corazón de urbana marquetería para que así no os sorprenda en absoluto la conmoción que, sin duda, habrá de venir un día con los signos pertinentes por los horizontes.
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Un día, cuando el grito que de África nos llegue sea inmenso y percuta en nuestras puertas como un loco, cuando sacuda los cimientos de nuestras casas como el dios irritado de los malditos y cobre la cuenta debida haciendo saltar al mundo con rugidos de león y cobrizas dentelladas de caimán histórico. Imparables llegarán tales tiempos a nuestro mundo como llega la justicia para el reo o el fuego se viene sobre las ciudades que se hacen del planeta olvidadizas. Tal vez entonces nos sorprendan sus heraldos viendo un partido de fútbol tras la comida, o en los postres, en la amigable charla, en las consabidas celebraciones, de la cómoda y pacífica existencia; tal vez en el dominical asueto, junto a mesas rebosantes de civilizadas cosas que nos llevan la vida sin darnos nada; tal vez de noche, cuando África en desvelo se da cuenta y en los desiertos el frío, que parte las piedras sin compasión, ensaya el rugido poderoso que preludia las catarsis; tal vez ese rugido irrumpa repentino en nuestras /Cámaras, en nuestros Palacios Presidenciales y Sedes del /Comercio, Bolsas, Iglesias, Delegaciones e Internacionales Organismos, selectos círculos que conforman valladares, 37
sociedades de naciones opulentas firmadoras continuas de tratados de papel; tal vez bata con furia contra las puertas de los despachos de quienes rigen el mundo, o en la humilde choza del pastor que vive en paz, tal vez en la casa del operario al que la noria hace /insensible o en la alcoba de los hombres satisfechos, en las casas de los buenos, en las casas de los malos o en las celdas protegidas de los beatos, porque la locura no mide sus pasos y las revanchas de la vida apuntan sin certeza pero con gran eficacia y fatal justicia. Acaso ahora mismo, al acecho, en lo profundo de la gran columna, ya esté libando la cobra ese jugo que la incita sobremanera; la pringosa emanación de las heridas y la cálida oleada del resentimiento y del odio; tal vez esa misma cobra se distienda ya ahora sobre la tierra invadiendo subrepticia las más fúlgidas parcelas para allí, en secreto, aposentar su purísimo veneno esperando contumaz que el día llegue con la hora personal de cada uno señalada con /ceniza: ese momento del desagravio que tendrá que venir si la vida es justa y nosotros nada hacemos, esa fecha en la cual ella misma, con nuestro nombre, establezca para todas las columnas de la tierra la indeclinable reparación. 38
DÍAS DE DESGRACIA
Cuando naufragó aquel petrolero y su vieja panza se partió en dos, fue tiempo de desgracia para mi tierra, mi tierra de cielos opalescentes, tierra de pueblos dormidos en la cuna del mar, de largas esperas al arrullo del salitre y de pinos cadenciosos envolviendo la paz. Entonces las rías, siete dedos de esmeralda donde sonreía la arena en verdosas hornacinas, se hicieron pútridos valles de aquella negrura que a la tierra le fuera hurtada de sus entrañas y ella devolvía cual venganza. Aquel chirriar de las peñas, oloroso y espumante, aquel inflarse del alga, charolada y verde, aquel extenderse de los lienzos ambarinos, aquel flujo y reflujo de las radas que decía palabras 39
y fosforecía en la noche con vital riqueza, todo se hizo negro pringue, maloliente vómito saliendo incoercible de infernales tanques, navegando submarino para el daño con sorpresa, penetrando los cantiles hasta la propia entraña, donde batían estremecidos el caparazón y la valva, la articulada pinza y la etérea carnadura de los moluscos. Blancos playales como velas agitándose en la brisa se convirtieron en nauseabundos parajes, aquel aroma del yodo, aquel resinoso exhalar de la ribera, sólo podía ser enfrentando con la máscara antigás, y las aves: cormoranes, alcatraces, frailecillos, la gaviota elegante, el charrán avezado, los inquietos zarapitos, morían crucificados en pastosas cruces, abiertas de asombro sus pupilas, petrificado el impulso, grotesca la vana intención de revolar. Mucha buena gente se lanzó entonces a defender lo /suyo, el pescador de curtido ceño que apenas dice, el marinero de altura, cincelado por el viento, la redera de manos inquietas y ojos que avizoran, las mariscadoras, agrias y hombrunas, tercas y recias, esos hombres melancólicos que lanzaban las nasas al atardecer y los amos ariscados del percebe, capaces de afrontar la ola y batirse como piedras contra la roca. 40
De todas partes llegó otra gente: de lejanas provincias y de pueblos cercanos, de países extranjeros y de enconadas regiones que la política nos pintaba de insidiosas. Una marejada de blancos uniformes partía de mañana y tomaba los peñascales como inquietas bandadas de correlimos. Se les veía avanzar lentamente, inclinar el cuerpo, extraer aquel cáncer de incesante avenida y retornar negros de arriba abajo, sucia la frente, oculto el rostro tras la mascarilla y la pena tras los ojos. El ejército vino a luchar contra el pólipo inmenso y cambió la metralleta por la pala y el cubo, estudiantes de las tierras interiores entregaron los festivos a la rapiña del mal, recias mujeres de costa hacían humear sus potes sobre los muelles y los pantalanes para el alimento de la multitud, mientras los hombres de mar enfilaban las manchas en su cuna saliendo muy de mañana a la caza del viscoso asesino y recogiendo el fuel con palas desde sus lanchas hasta quedarse sin fuerzas; los ancianos tejían e improvisaban con la mayor /rapidez ingeniosas barreras con cualquier cosa: redes, cubos, flotadores, plásticos, jarcias y corcheras, los constructores cedían sus volquetes, los transportistas sus camiones, los grueros sus palas excavadoras, los vecinos sus enseres y cobijos, las empresas sus dineros, y hasta cantantes vinieron 41
que entregaron sus canciones para la causa emprendida. Pero el tiempo no ayudaba. Día a día el vendaval se mantuvo rezongando; el Oeste era el mal viento que traía la gangrena y tal fue el viento que tuvimos. Y la lluvia la picaba y esparcía sin descanso, a la vez que la bruma permitía fácilmente incursionar al enjambre que apresaba gomoso cuanto alcanzaba con sus brazos extensivos de muerte negra. Cada noche el sudor y el cansancio. caían sobre parcas colchonetas extendidas al correr en los tinglados, el campesino junto al militar, el pescador junto al albañil, el universitario codo a codo con el peón, la maestra con el estudiante y el médico con el empleado. Todos exhalando la fatiga junto a la oscura amenaza del agua inflada, todos sobrevolados en su sueño por la temosa /presunción de que el mar dejaría a la mañana siguiente inmundicia semejante a la ya arrancada. Pero hubo también gentes ociosas. Mala gente. Y esas gentes se manifestaba y criticaban. Destilaban necias sabidurías con las manos impolutas, discutían en los foros para culpar, se acercaban a husmear y se hacían fotos, aparecían en los diarios y en las pantallas del /televisor y buscaban responsables sin hacer nada. 42
Hablaban de huelgas, de censuras, de las malas decisiones y de los nombres culpables de la acera de enfrente, Pero el tiempo se les iba sin bajar a las playas. Hilaban palabras y más palabras, se lanzaban las culpas a la cabeza, se pedían dimisiones, se revolvían los políticos en sus escaños y temblaban las cuadernas del gobierno, oronda la oposición por tamaña coyuntura para arañar algún voto. Era la gente innoble. La gente que de siempre cabalgaba sobre los hombros del pueblo. Vividores de la frase manida, retorcedores de cualquier cosa. De izquierda, de derecha, de este color o de aquel /otro; siempre la credencial y la consigna, la pancarta y el grito que permitía marchar sobre /las cosas medrando en lo alto sin bajar al puerto. Mas la otra gente, la buena gente, invadió mi tierra viniendo de cualquier parte y sudaron codo con codo sin decir su nombre, se mancharon de mugre de forma anónima y se sintieron desfallecer por la acre emanación de los vertidos, llenaban contenedores de rabia y de chapapote, siempre activos, siempre a lo suyo, siempre /sonrientes, siempre capaces de amistad con su sola presencia, 43
siempre capaces de trocar la tristeza en alegría para desaparecer en silencio sin reclamar nada al igual que la invasión de un millón de palomas blandiendo en sus picos un mensaje de amor. Sí, cuando aquel petrolero del pleistoceno, de bandera inconfesable, colocado sobre el mar por la incuria de los magnates e impulsado por el cálculo numerario y el motor de los pingues beneficios, se quebró de hastío en sus dos mitades, fueron malos días para mi tierra. Y como siempre, hubo esa gente que luce estrellas en su mirada y hubo esa otra que igual que el barco contamina la /tierra. Hubo la silente invasión de las mansas hormigas y el desaforado concierto de los saltamontes capaces de navegar sobre los pútridos grumos de la /basura y salir de ellos con beneficio. Pero años después, los arenales, cuando de nuevo esbozaron su sonrisa bajo un sol /benigno y se dejaron perfumar por la piña, la sal y la calma chicha, expulsada de sus predios la negrura, sólo conservaban el recuerdo de la buena gente que pisara sus ámbitos en fatales fechas; y parecía que cada pulida piedrecilla, cada concha y caramujo que el agua acariciaba conforme iba y venía, brillaba por causa de una gota de aquel sudor 44
que los buenos dejaron sobre mi tierra cuando aquella mole se partió obscena y vertió su desgracia por la costa entera.
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LOS OBREROS
A las siete en punto de la tarde, bajo la estridencia despavorida de la voz de la sirena, la fábrica los vomitaba del fondo acre de los callejones. Semejantes y grises, señores de la estopa y de la grasa, cansados pero ansiosos, exhaustos pero raudos, muertos pero vivos: salían apremiantes porque iban a lo suyo. Monocolor era el vaho de aquella muchedumbre, olorosa a metal pulverizado y al dulzor del aceite vencido; estáticas eran aquellas miradas de zafiro industrial, 46
presas largo tiempo de tornillos, y de llaves y troqueles, miradas que entonces se abrían a los sueños como se abre una flor de invierno, apretada en medio del sotobosque, concentrándose minúscula en lo suyo. Mansa curvatura de la espalda dócil al taladro de las horas, ásperas figuras atinentes al sentir de la masa solidaria, dócil negrura de los rostros enfilando fantasmal la atardecida, toscas manos con montañas y torrentes pregonando la hinchazón de la rutina, humanos bultos tomando forma, libando sueños, cerrando llagas: libres corazones yendo a lo suyo. A esa hora el murmullo de las grúas se paraba y había cierta luz de rúbeo encanto entre la mugre esparcida; los charcos reflejaban untuosos arco iris y los cráneos se cerraban a procuras maquinarias, felices por un rato al aire libre que extremaba compasivo sus caricias. Un hacinamiento de codo contra codo apretaba los patéticos bastiones de semilla irreductible; la pequeña bolsa, la fiambrera, la doliente bicicleta, 47
la riada de los rostros sin historia que las fábricas molduran con ceniza: hoscos torbellinos intentando salir, voces espesas y avaras prisas, los saludos al paso, las rencillas aplazadas, polvo sacudido cual se aparta una cadena, renacida el agua de la arruga de la frente al venero insobornable, resucitadas las singladuras que marcan los trazos sobre la sien, yendo y corriendo los hombres cual evadidos, codiciosos propietarios de aquel tiempo que era suyo. Pero lo suyo les era también negado tras esa hora; porque allí, en sus mismas casas, en el fondo más recóndito de la alcoba, exudado por paredes y ventanas, destilado por cada objeto del aparador, pringando los naipes y los mostradores, la fabril emanación seguía presente y presidía los rituales y las costumbres, ávidos sus ojos, extensos sus brazos, dueña invisible de la vida de los suyos que los padres transmitían a sus hijos. El tiempo proseguía su artero pulso y enseguida se esfumaba; el salario se manejaba en la noche cual reliquia explicativa y los huesos se rendían poco a poco 48
claudicando exhaustos de su íntima avaricia soñadora. Las sábanas eran entonces los testigos de aquel sórdido cansancio que traía la derrota, mientras el rumor de los motores, concertaba con el aire sacrilegios y las chimeneas, cual dioses lares, apuntalaban su poderío. Luego, de nuevo, volvían las sirenas, rugiendo crueles con la luz del alba sobre todos los tañidos de campana. Y hasta en las entrañas podía escucharse cómo pregonaban por las callejas su final victoria sobre aquellos cuerpos que salieran a las siete cual absueltos y escapaban presurosos a lo suyo.
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EL HOMBRE BUROCRÁTICO
El hombre burocrático: cuánta dignidad herida de ocho a tres y de cuatro a siete en horario tercamente establecido para el tiempo de las horas grises. Ese imperio sacrosanto del papel que vomita la insensible maquinaria, ese diente de plomo que muerde la piel de los cartapacios, esa riada envolvente. de ratios y de ordenanzas que acaba momificada en la paz de los archivos. El mundo se ha cubierto con una capa incolora de cerebros machacados y pequeños corazones. Lo correcto y lo incorrecto ha quedado establecido, lo que tiene un plazo fijo y que debe realizarse sin que medie el pensamiento, lo que trae la circular que desciende de la altura 50
como descienden los pétalos sobre las tumbas de mármol. Y luego, espoleándolo todo, esa guerra subterránea en que termes adaptadas a su pétreo emplazamiento se dejan la vida entera y chorrean sangre muerta por los cauces constreñidos del tedioso escalafón. Todas las curvas se aguzaron hace tiempo; envejeció la vitela, se ajaron los terciopelos, las reglas providentes se tornaron en cuchillos y los sueños que ensuciaban el recinto con su volar insolente fueron cayendo vencidos en prolijas papeleras como caen las hojas muertas que fueran verdes ayer. Nadie quiere hacer lo que está haciendo, todos ocultan su íntima parcela resguardada, acariciada tan sólo con secreto culpable en la angosta soledad de los despachos, todos la postergan para más tarde, cuando se salga o tal vez cuando se muera, y así atisban la aguja que avanza, la cola que mengua, la pila insidiosa de los expedientes o esos días señalados en pequeños calendarios en los que el aire se atreve a olvidar la norma. Exposición de derrotas, pequeños nichos de muchedumbre gastada presididos por los ojos que todo lo ven, anónimas parcelas de tristeza asomándose obedientes a las ventanillas
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con mecánico gesto mil veces hecho que renuncia al sentido de las cosas. Frialdad de materia profanada; la oficina es irreal, malquerida, inexistente; petrificado mausoleo donde viven los fantasmas etiquetados en botellas que los aprietan contra el rígido anaquel del organigrama, entre el químico vapor de los tampones y los cargos a costillas que aprendieron a querer. Porque la vida comienza a las tres y después de nuevo a las siete en punto. Entretanto es la nada. El alma se niega a penetrar en la oficina y queda fuera, las flores de las mesas se congelan olvidadas y las mentes se preguntan en silencio: ¿para qué? Todo está ya regulado, todo es hoy igual que ayer, no hay escape para el terco aburrimiento, no hay consolación en el mortífero comentario, el mezquino ritual, la ceremonia gastada, la hiriente crítica que refresca la boca como el acíbar refresca, el chistecillo que va circulando y entumece los espíritus, nada que no pase de camino, nada que no vuelva a repetirse. Vida que ya no circula, carne que no es necesaria; vampiros que se alimentan succionando infinitas libertades con la voraz paciencia de los cefalópodos. Y las formas de hormiguero con que el miedo 52
va troquelando las neuronas obedientes, tallando, conformando, estableciendo, diseñando el papel que a cada cual deja embutido en su celda colmenera para siempre y que será defendido de por vida a toda costa con el patético orgullo de los comejenes. De ocho a tres y de cuatro a siete, muerte ahí para la floración insospechada, pena capital para todo lo distinto, censura y desdén para todos los sujetos de deberes, negación absoluta de ese mundo que dicen existir más allá del reglamento donde campa la barbarie que no tiene jerarquía, la vergüenza de las formas no avenidas a rutina, las acciones no autorizadas por la conspicua regulación. A hierro y fuego ha sido marcada la vida porque tal es la pauta y tal es lo natural y pretender cortar de un tajo la ignominia de existir en un mundo troquelado a horario fijo donde impera el control y el letal procedimiento debería ser tenido por un nuevo sacrilegio que horadar pudiera el sostén del mundo. Aleteos de gaviota sobre un mar sin normativas por principio han de quedar mas allá del cloroformo. Nada que pueda ser hecho sin previa solicitud, nada sin turno de oficio, sin la orden preventiva, sin la regla o la sanción, nada sin quedar expuesto a un final requerimiento. Así pudo dominarse aquel pálpito primero que se dijo indomeñable; así pudo penetrarse con el pulcro bisturí 53
en el mar de las querencias, así pudo hacerse un planeta de hielo que girase hermético sobre sí mismo, ciego a todas las glorias de la galaxia, orgulloso artificiero de su frígida estructura, satisfecho de la carnaza que se puede procurar al amparo de los terrores que el desorden le produce. Y cuando sus habitantes se retiran ofuscados, escapan de los espejos como del mismo diablo, huyen de los vericuetos donde canta el alma y se agarran a los salvadores tentáculos del bullicio que el sistema metió ladino por debajo de sus puertas con monocorde igualdad; porque el sordo abandonarse a la costumbre, mitigadora del ansia que esperaba a la salida, encierra, como toda esclavitud que al fin se acepta, la tranquila dormidera de perderse, la holganza que se adquiere al hacerse un número y esa insidia agazapada del tranquilo embotamiento que nos duerme cada día arrullados por la gran seguridad de tener un asiento en la oficina. El hombre burocrático: cuánto pequeño dolor que el tiempo acumula y se va apilando en los intersticios del humano castillo como se apilan las morrenas en los médanos del río, piedra gastada que sumisa contiene el cauce y lo va llevando en debida forma; hasta que cierto día, sin que nadie lo perciba, una marea inesperada sube en la noche tajo arriba
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y la devastación invade las ciudades derribando los bastiones que habitó el hastío. Pero no hay cuidado. Falta todavía mucho tiempo. Ahora son los acallados zumbidos de las moscardas debatiéndose ciegas entre ciegas manos, los aleteos de las mariposas sujetas al alfiler que las traspasa prudente, a un ritmo prefijado, quietas en su lugar debido, tranquilas, sin rebelarse, imitando un remedo de la vida que hace importante toda cosa innecesaria y todo absurdo deber. Noctívagos habitantes de una larga duermevela producen con su danza un ritmo satisfactorio que suena productivo en las direcciones y mueve las cifras de la masa humana. Se alarga la sombra de los eficientes Se cumplen las cuotas y los objetivos. Hay progreso. El hombre burocrático vive sus días de gloria en las cárceles queridas de su mundo artificial.
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LAS PUPILAS DE LOS VIEJOS
No miréis las pupilas de los viejos si no queréis ver la llaga que produce la simple sospecha de no haber vivido a pesar del hecho de venir al mundo. El amor no dado se retuerce allí como ascua felina en jaula que mengua, el saber que ya nunca será lo que pudo ser se aposenta allí con velada sombra que pesada cae sobre un cuerpo seco. Y la larga despedida que parecen mantener desde un pozo lejano que se va hundiendo, el hambre que asoma tras las cuencas mínimas cual ávidas tolvas insatisfechas, los recuerdos que se tornan fantasmales, los instantes claudicados a la hora del rocío, la agonía de saber que las curvas del camino pudieron ser rodadas con distinta calzadura, se acumulan allí como lo hacen las morrenas que impiden a los ríos continuar. 56
No. No miréis las pupilas de los viejos si no queréis ver la amargura que produce la acción inédita, la querencia no zanjada, la entrega que se fue dejando y se alza de repente por las noches afilada sajando los nudos que amortiguan memoria. Siempre en el brillo de sus cristales un furtivo temor de perro apaleado navegando a través de la neblina de las lágrimas que no se atreven, siempre un oculto alarido de protesta por la estafa transcurrida del vivir, una llamada de socorro sin esperanza, un grito de muda angustia que se calla, ahogo que tiende la mano y se va alejando, cóncavo miedo que nunca se dice y que destila su llorosa acuosidad por las comisuras del fulgor marchito. No. No miréis las pupilas de los viejos si no queréis que se inunde vuestra alma a la luz de esas llamas que se extinguen con dolor sin fondo por aquello que veis e infinita piedad por cuanto allí os mira. O si no, haceos viejos ahora, haceos viejos cuando aún refulge vuestra mirada y las flores amanecen todavía en vuestras manos llenas de polen sedoso y exuberante fecundación. Haceos viejos en medio del cereal granado, bajo las luces de los días argentinos y los felices atardeceres del cuerpo joven,
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que se alargan derrochones con pereza y apuntalan las luces del horizonte. Tal vez así quede el gozo retenido para la noche, los aromas permanezcan en larga suspensión de vida entera y la fruta sazonada y repartida en su momento alumbre olorosa cosechas nuevas. Tal vez así sea la vejez un remanso de aguas quietas, el ondear de complacencias dormidas y conformes, un paso de azuladas y violetas procesiones por pupilas que encendidas cual antaño no causen turbación cuando las veamos ni expandan su dolor cuando nos miren.
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CIUDADANO “X”
Muchas veces pude ver a ese hombre que todos hemos visto, ese hombre que deambula sin destino por las calles atado de por vida a un extraño cargamento de desdichas, escuálido rostro irradiando la tristeza, cansino transitar sin un norte fijo, una efímera presencia dejada al margen que pasa ignorada entre nosotros, un fantasma que se desliza por la ciudad arrastrando miserable la condena del proscrito. Suele rondar la soledad de los festivos y se le ve también en vacías noches asentando su ruina en cualquier esquina, sucio de hastío y de polvo urbano con la mugre de la vida cosida a él. A veces se acerca al entorno de los estadios, a las abarrotadas plazas del mercado o a las concurridas zonas de los cines 59
donde hierve la muchedumbre y hay calor de gente y rumor de voces y parece que se fue la soledad. Allí olisquea curioso la mínima cosa, se detiene donde gritan las multitudes, atisba el aspecto de los mostradores, las vibrantes carteleras, las ajenas risas, se entusiasma con acciones que otros hacen, se embute soñador en otros cuerpos gozando pertenencias que no tiene tras un relumbre de escaparates y así, olvidado de sí mismo, pasa el rato en la lenta singladura de las horas muertas que jamás lo llevan a parte alguna. No puede gastar lo que no tiene. No puede hablar con quien lo evita. No puede acercarse a quien se aparta. Sin oficio, sin morada, sin papeles. Sólo ver y desear, escuchar y envidiar, sólo apoyarse rendido contra el muro encandilado por el brillo falaz de la riqueza y la oferta lejana de las luces de neón. A menudo dormita al socaire del tumulto en cualquier banco de parque, o se acurruca en pringosas esquinas de pasos subterráneos, estaciones del metro, portales alejados de la concurrencia o a plena vista, en vestíbulos marmóreos por donde pasa la vida sin fijarse en él.
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En todas las ciudades lo vi, cubierto por un áspero cansancio de color grisáceo, gastadas sus ropas, en ruina sus zapatos, triste la derrota de su mirada y ajada la historia sobre su rostro. Su tez tiene del color de todas las naciones, su cabello es un fluir de las razas de la tierra, una arruga lo marca, tomándole las sienes, como huella de noches desangeladas o estigma de sumisa aceptación. Muchas veces lo observé en sus buenos tiempos, ofreciendo sigilosas mercancías por las esquinas, cargado de bolsas y ferretería, improvisando bazares sobre la acera, llevando de aquí para allá alguna encomienda, urdiendo con otros lo inconfesable, trapicheando, escapando de algo, temiéndolo todo, afanoso con la carga de lo inservible, satisfecho morador atrincherado en destartaladas arquitecturas de plástico o ingeniosas estructuras de cartón. De vez en cuando un sórdido trabajo temporero, chapuzas, mendicancias, un ramalazo de suerte, una limosna que cae del cielo, un suceso inusual que aglutina en la calle a cuantos pasan y los torna por un rato semejantes. Nunca nada suficiente, nada fijo, 61
ni en trabajos ni en palabras acercadas, siempre abandonos y recomienzos, siempre recuerdos y deserciones, siempre el desamor y el reproche adornando la miseria con florones de culpa. Este ciudadano es el ciudadano X. Es incoloro e insignificante, apaleado e inculto; todos las virtudes podrían cabalgar a sus espaldas, todas las ignominias podrían ser posibles para él. Puede timar, engañar y hasta robar si es necesario, puede hacer lo que es prohibido, causar la repulsa de cuantos pasan, echar la vergüenza al arroyo y urdir extrañas desgracias que no ocurrieron; pero sobre todo puede soñar, soñar e imaginar, pasar toda la tarde viendo a un niño con la misma devoción que un ángel puro que al parque a jugar o a beber bajase y luego maldecir en lo profundo aquel escarnio de su vida oscura y aquel vacío que a veces lo aplasta sin concluir. Ciudadano X; adornado con todos los rasgos de los perdedores, con la mirada de los huérfanos marcada y las lánguidas chorreras de la nostalgia allí agazapadas, en un cuerpo débil,
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que tuvo flores y amanecer y niñez de cantos como cualquier otro. Ciudadano X. Sin duda, el grano sobrante que las ruedas del mundo no aceptaron: cuerpo herido por la aspereza de la molienda, sucio cereal que los carros abandonaron sobre el camino de los escogidos, historias petrificadas al borde de todo, absurdas rutinas de día entero, cincelado el mirar por la gubia filosa del deseo hurtado, ese deseo del hombre que mantiene al excluido expectante y vivo, en doliente baile de ensoñaciones. Pero, acaso sin saberlo, cumpla el ciudadano X el alto oficio de un papel necesario en la comedia: el de víctima propiciatoria. Tal vez sea necesaria su ofrenda en el cruel engranaje de las urbes y su dócil estirarse conformado sobre el ara violenta de las calles para que el resto de los habitantes, comejenes de la vida organizada, estén a salvo de la oculta cólera que las piedras pudieran incubar, quedando por tal hombre redimidos y pagados de todo cuanto los cielos, en justicia, debieran reclamar a nuestra especie.
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Tal vez a cada uno de nosotros nos sea permitido el sueño nocturno mientras este hombre deambule insomne, consumando un ritual compensatorio por las frías losas de cualquier ciudad; tal vez todo vaya sobre ruedas, prosperen los negocios, cundan las celebraciones y se enciendan las luces tras las cristaleras mientras la morrena de su gris anatomía, su cuerpo de bronce testarudo y su alma de versátil acomodo, lata y respire por las coyunturas del cemento amurallado, mientras los costillares del vivir del hombre, acojan en su seno a la res oferta consagrada en abandono, a ese lodo resbalante de lo marginal, ese sombrío discurrir de ofrendas requeridas transitando cada día por las calles para ser latigadas por nuestros desmanes; moliendas de los cielos, divagantes victimarios, ciudadanos X conteniendo las iras de poderes que en la sombra nos reprueban, individuos que, de pronto, nos sorprenden en la esquina y nos ponen, sin piedad, ante los ojos aquellos lagrimales por donde, turbia, llora la vida sin llanto alguno y recibe los golpes con que se castigan todas las culpas del ser humano.
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LOS NIÑOS
Una inmensa lágrima de negro ácido indeleble ha caído sobre el mundo, que así queda maldito, dispuesto para la reclamación del fuego que se alza, tragando el humano combustible por el horizonte. Porque esta raza devora a sus hijos en secretas dentelladas de Saturnos multiplicados: fósiles corazones de amianto y fíbulas de cuarzo, indemnes a toda compasión, inhóspitos de ternura, sucios por malsanos jugos que debieron ser libados en telúricos abismos que las fieras evitaron. Engullición de diminutas manos de paloma inquieta hechas únicamente para ser besadas, trituración de esas córneas purísimas que visitan los azules, 65
escarnio de esas trémulas reliquias en tibia pluma aposentadas, de esos cuerpos tan débiles, esas miradas tan grandes, esas bocas tan abiertas. Los ojos que aún conservan el asombro de tantos universos prometidos, la piel intacta con el eco de antiguos planetas visitados, las voces nombrando sabidurías, indicando certeras el secreto milagro de cada cosa, y el débil monarca en su trono, mendigo de toda caricia y señor por derecho de todo amparo. La semilla del hombre deslizándose patética por las minas, confundiéndose en las fábricas con los motores y la estopa, deambulando por las calles a la busca de cobijo y de alimento, cercada sin descanso por todos los vendedores de la ignominia, apostada día y noche como un ave paralítica sobre los telares, entregada a la química masacre de las industrias y de las cloacas, al lacerante contacto de las piedras, los metales y las pestes, al plomo de la bala, al filo de la bota, al hierro del estupro, al recóndito holocausto de explosiones que mutilan y al zarpazo de las guerras que feroces asesinan. 66
La semilla del hombre retemblando ante el punto de mira, un largo cordón umbilical arrastrado por todos los caminos con el vientre hinchado, las órbitas abiertas, las costillas una a una amotinadas, y las moscas y la muerte revolando codiciosas su botín. Savia nueva que se derrama, destilación pura que se pierde, flores de sacrificio así entregadas a las largas colas del exilio, a la profusión de los crímenes que una sierpe distribuye: la separación de las familias, la crueldad de los desesperados, la orfandad que no concluye, la ignorancia que no perdona, el hambre que enferma y el terror que mata. La semilla del hombre penetrando en infiernos diminutos de forjas y alfarerías, arrastrada por canteras y plantaciones, por campos de concentración o de batalla, con el rostro fiero, fusil al hombro, por malditos barrios que nadie quiere: escombreras, alcantarillas, cartón, chatarra, el polvo de la ciudad escrutando a la víctima tras metal blindado, el odio inyectándose a primeras dosis en pequeños estuches de carne viva.
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La semilla del hombre atada de por vida al mecánico deslizarse de los tímidos dedos que así entretejen, en profanación de frágiles bambúes y en latrocinio de pequeños esqueletos, esos divertimentos de sangrienta artesanía que tanto entretienen a los satisfechos, conmovidas al paso por noticias turbadoras, entre el ávido saqueo de las baratijas. La semilla del hombre estirada para el sacrificio en los indignos altares del lupanar, esparcida como un ejército de pequeñas ratas por las sucias avenidas del abandono, diezmada a pólvora y a certeros golpes, a cuchillo que revuelve y rebusca, a mano que palpa y retuerce los lienzos de la vida con espasmos de sacrilegio. La semilla del hombre, la única emanación inmaculada surgida al paso de toda luz, gorriones abiertos, ángeles descendidos, una cosecha de pulpa blanca y perfecta, un rebaño de príncipes selectos arrullados por todas las intenciones del universo, así entregada a la sevicia, al comercio asesino y a las lascivias nocturnales del hombre obsceno, así sacrificada en la pira insaciable de los opulentos, a pies y manos de siniestros depredadores que insensatos ignoraron su real presencia en aquellos cuerpos sacramentados.
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Mirad ahora los ojos de los niños que están asomándose por todas las rendijas del /mundo con una acusación de brasa viva que nos apunta y se clava en nuestras nucas. Escuchad ese grito que las músicas no podrán acallar por muchas lenguas que se muestren ante la plata de los altares, por mucho que resuenen los cobres y tintineen los oros, por mucho incienso y promisión que esparzamos sobre la tierra. Atended a esa pureza que tuvo su lugar, que pidió su cancha de tiempo y de libertad y fue zanjada sobre inicuos bastidores, bordando la incuria sus unciales negras al dictado de las bocas poderosas y a la sombra de sus turbias ambiciones. Reparad en ese crimen tan perfecto que no tuvo victimarios aspavientos, esa aniquilación que discurre por el mundo como una lluvia de polen que insemina el daño por las sucias torrenteras, esas cabecitas arrasadas por la indigna lava del hombre hecho, esos cabellos de oro líquido o de fúlgido azabache que nunca fueron alisados con respeto y reverencia, esa gloria de las voces, esa fiesta de las risas, esa santa complacencia que se entrega y que nunca fue adorada en suficiencia, esas figuras de cera virgen 69
que no supieron de la dulzura, ni reclamaron lo que era suyo, ni fueron jamás protegidas por los valientes del oprobio que sembraron los crueles. Sorprendeos ante tal osadía que se hizo carne, ante ese crimen que colmó todo vaso posible y desbordó un légamo verde y putrefacto sobre la faz de la tierra: el suicidio colectivo de una especie paranoica que se amputa sus retoños, el delirio de una raza de alimañas que abomina de la luz de las estrellas ignorante del cuchillo que insistente afila. Porque, decidme: ¿cuántos años habrán de pasar para que se borre esta huella del dios nuevamente asesinado, este paso de reptiles por el mundo deteniéndose en las cuevas oportunas de la ley y apostándose funestos, filo en mano, tras los muros levantados por el miedo y la miseria? Decidme quién puso en las débiles miradas semejantes nubarrones de terror, armas de muerte en las grupas veneras del agua pura, lava de escorpiones ascendiendo cuerpo arriba y un vaho de alquitrán discurriendo viscoso por los mármoles impolutos del hombre niño. Nada puede valer ya lo que valía, nada puede ser ya bello, ni hermoso, ni grande, 70
nada puede ser justificado ni nada puede comenzar mientras esta sucia mancha de salaz mixtura repte sobre la tierra por mefíticos parajes, por cómplices países infectados, sacrílegas selvas, campos de batalla, calles de la noche, intrincados laberintos ciudadanos o abyectas ratoneras de ludibrio clandestino. Nadie puede alzar el rostro y creerse a salvo mientras exista esta terrible inmolación de la flor nueva que todas las madres harapientas del mundo depositan cada día en la panza abastecida de los fuertes para pasto del vesánico capricho, materia prima del expolio que se enriquece bajo la indigna abstención de los adaptados. Nadie puede ya mirar al cielo abiertamente ante esta claudicación de una especie enajenada que se devora a sí misma a pequeñas mordeduras, ante una tribu que come sus frutos en postrera ordalía y danza como danzan los locos sobre su propio excremento aflojando los vestidos que le oprimen la cintura. Nadie puede ya sentirse a salvo, entre efímeros crespones de inocencia, ante el caer de esos pequeños cuerpos en constante nevada de roja infamia, Nadie podrá ya limpiar los ocultos intersticios de la vida 71
de esa mancha almagre que se extiende escandalosa gritando al cielo, nadie podrá ya escapar de la larga noche que se avecina sobre los humanos: larga y fría, oscura y deshabitada, recuerdo funerario de esos niños que se arrastran miserables sobre el odio de la tierra y no encuentran a su lado un bulto amigo que rellene de caricias su orfandad.
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LOS CABALLOS
Los caballos piafantes, esperando en la plaza el asalto definitivo. Caminos flanqueados por espejos giratorios, enfilados en cónicas encrucijadas, sumidos en la penumbra de los huecos perfectos para la masacre. Extraños habitantes yendo y viniendo como /autómatas entre la hipnótica luz del neón en su apogeo y el flagrante delito de las voces sobre el asfalto. Pasmo de los ojos abiertos, rojo y blanco, escarnecido sobre las vías. Y ese miedo de las sombras cayendo frágil a los pies de las monturas bajo la oscura columna de la duda y el malsano recuerdo de otras plazas de humana lidia y de absurda tragedia registrada. 73
Todo se diera por encontrar el calor humano en la oscura ciudad perdida; una mano de blanco marfil que se deslice subrepticia sobre la frente bajo el sucio desamparo del metal urbano. O tal vez lanzarse entre la rabia y el paroxismo a ese centro de gris envergadura que todo lo humilla, a ese cuadrático orden donde la gente es abatida y los muertos se tienden como estatuas griegas bajo la mortecina luz de los faroles y el flujo y reflujo de los rótulos florecidos de asombro y de carcajadas. Caminar por un río que baje directo hacia los fosos que generan la contienda, establecerse en lo opaco de la negra bestia, oler ese sudor sucio de la noche, esa sangre que resbala lenta por las escaleras, arrastrar la humana piel por las bífidas fauces del sumidero y sentir cómo el pánico se mezcla en la garganta con la insana emanación de los hechos cruentos que serán noticia. Y después cruzar las manos ante la embestida con el acre bullir de las hormonas soliviantadas y el calor de los humos contra el rostro nublando la vista. Y sentir en el fondo de los gritos a ese ángel que nos lleva, ávidos y ciegos, hacia los centros mismos de la humana tragedia, sabedores del lustral efecto que nuestros dolores esparcirán sobre un mundo que se está durmiendo sobre las llamas del mal. 74
Esperar que al fin se concite el genético atavismo que le queda al hombre en sus nichos de linfa, esa chispa de fuego que al acecho tiembla y tal vez aguarda la lujuria de los corceles, el negro empellón de animales al desboque y el espeso discurrir del dolor por las cunetas, para estallar en un desafuero de bocas abiertas que griten ¡basta! contra los muros; bocas hastiadas de pisadas furtivas y galopes prepotentes, bocas poseídas por un diluvio de besos que lo inunde todo, bocas que rujan pidiendo cancha para la vida, que exhalen bálsamos por la doliente carnadura, polvo de huesos que acendre el hierro y purifique las conciencias y las avenidas del vesánico trotar de los corceles.
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FRANCISCO FERNÁNDEZ
Francisco Fernández, maquinista de tren, jubilado, ochenta años, amigo de frutales y de campos y de acercarse al cerro al caer la tarde para ver las vías perdiéndose a lo lejos sobre las tierras sin fin. Y luego, a las ocho menos cuarto, casi al punto, el nuevo ferrocarril que discurría embalado, sin humo que lo anunciase por el horizonte ni estampidos de vapor. Los ojos como ascuas de carbonilla, la tez puro leño oscurecido y la voz cansada y respirante, como ese resoplo de las locomotoras cuando llegan finalmente a la estación. El cinco de octubre se estrenó el piso que su hijo adquiriera en la ciudad con la venta de las tierras de labor y Francisco fue ubicado en cinco metros
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de un exiguo y urbano dormitorio con ventana que miraba al interior. Los jóvenes, ya se sabe, escapan del campo y se traen a los viejos a la capital, y los viejos clavan la mirada en las paredes o se dejan llevar al televisor cual presidiarios, negándose tercos a comprender. —Aquí me siento morir —dijo al tasquero el anciano desde una esquina del mostrador donde por veces dormía: —¡Ésos muros de cemento!, ¡esas calles que te encierran!, ¡esa prisa!, ¡esa gente que va y viene sin pararse a conversar! —Aquí, sin duda, me muero —pensó Francisco en su alcoba. Y un día, a las ocho menos cuarto, casi al punto, se echó al campo buscando las vías del ferrocarril que, sin duda, lo llamaban extendidas. Pero pronto lo encontraron. Y lo trajeron. Y al punto fue internado en la clínica mental. Padecía el mal de Alzheimer, pronosticaron. Y por veces, Francisco, maquinista jubilado, ochenta años, amigo de distancias y de frutales, tras la verja hospitalaria se creía que era un tren.
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EL HOMBRE DEL PARQUE
Hay un hombre sentado en un banco del parque. El silencio se ceba con él. El domingo, gris, sin duda lo ignora, y la gente también. ¡Qué insignificante parece tal hombre! ¡Qué solitario y abandonado! ¡Qué losa de mármol cubriendo su historia de cualquier intento de intromisión! Y, sin embargo, él es el hombre irrepetible que nunca jamás volveremos a ver. Podrán rodar todas las galaxias del universo ebrias de tiempo, bambolearse los mundos durante eones y sucederse los hechos sobre el planeta a través de las difusas coordenadas que transitan los filósofos y reducen a número los matemáticos. Pero jamás, nunca jamás, podrá darse de nuevo este hombre del parque, este hombre que tan solo parece, 78
así, concreto, sentado en un banco bajo los sauces, con su traje desaliñado y su rostro triste, con su cuerpo anónimo y una vida cuestas que le empuja la mirada contra la tierra. Y luego, cuando este hombre se nos vaya mientras urdimos nuevos sistemas y establecemos los paraísos, ¿cómo podremos perseguir su huella? ¿cómo sabremos por qué tierras transita? ¿cómo lograremos desvelar el misterio insondable de este hombre que anochece en el parque, tangible bulto que por nada del mundo se podrá repetir?
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LAS MANOS
Mirar las arrugas de las manos de los hombres y sentir esa profunda compasión que suscitan, pasar los dedos sobre el dorso de todas ellas y besar el cuenco que forman con sus cálidas palmas; las manos del cantero que construyó el mundo, las manos del campesino que lo alimentó y las del médico que le dio consuelo y sanación, las manos del maestro que aportó el atisbo para la mirada, las del obrero que sufrió en silencio para el estiramiento de lo posible, las del estudioso que rompió los cielos con su terco puño y las del sacerdote que se alzaron sobre la tierra implorando de las alturas misericordia. Todas esas manos que estuvieron, visibles o invisibles, silenciosas y mansas, sobre ti y sobre mí toda la vida, de madre, de padre, de hermano, 80
de amigo o de amante, de enfermera, asistente, camarero, empleado o conductor, manos de anónimas personas que casi no vimos y que en todo instante se cruzaron en nuestro camino y ocultaron el peso de su carga para llevar la ajena por un rato en aras de un tácito deber, de manera silenciosa y natural, como algo que no se duda y que el mundo así recibe en cálido envolvimiento y se hace grande y conforma, poco a poco, un perfume de humanas florestas que es el hálito de los habitantes de este planeta, y el pálpito de los hombres que yo amo. Ansia soterrada por retener en un solo apretón todas las manos para adorarlas devotamente como si fueran reliquias, hambre de confundirme con su dolorida industria, con toda expoliación, con toda afrenta, con todo escarnio esparcido, hambre de ver a los ya idos y no reparados, de sentirlos cercanos, de quedar con ellos y llorar definitivamente toda la noche a la luz de las velas que ya se extinguen, llorar por esta quemazón estirada, por esta herida inmensa que ningún frescor alivia, de las palabras no dichas, los actos no realizados, las avaras entregas y el amor omitido ladinamente en los días que de pronto, a ti y a mí, se nos fueron como un soplo de las manos. 81
EL POLIZÓN
En el tedio de las plazas castigadas por el sol de plomo y la luz ingrata, en los corros que circunda la miseria, en la Medina, en los zocos, al rondar deambulante los hoteles, llegó a sus oídos la gran idea. Y luego, arrastrando los ojos tras los turistas, manoseando cueros y marqueterías mientras soñaba al compás del batir de los orfebres, la fue escuchando como posible, siempre que el coraje no faltase y se llevase el empeño hasta el punto final. Más tarde, en las horas largas en que nada se vendía, a la luz incierta de los candiles y de los deseos, se la fueron explicando con más detalle, hasta que fue creciendo su bisoña certidumbre 82
a medida que pasaba por su lado el extranjero: risa en boca, rubio el pelo, electrónica apuntando, sin apenas escuchar su insistente cantinela o el sonoro removerse de su mano oscura. Muy entrada la noche, frías las verjas, inflamados los cielos de África y calladas todas las mezquitas de la redonda, pisando un pánico de sombra en cada esquina y una luna indiferente en cada charca, saltó las vallas, corrió las pistas y se metió en la entraña del metálico pájaro, amasada su rabia y su procedencia con el polvo que traía entre los dientes, pasaporte sellado con sudor de hastío, ácida esperanza tomando cuerpo, un vapor de palabras de otras lenguas viniendo raudo del norte en viento cálido para inflar su camisa de ser humano. Pasaron las horas. Llegaron los sobresaltos al abrirse los portillos. Comenzó el ruido a conmoverlo todo y a sacudirlo como a un guiñapo. Pasos cercanos de invisible gente, cargas que caen, silbidos, gases, voces que apenas si comprendía, la sorpresa y el susto en cada sacudida, la decisión clavada al pájaro como un sólido tornillo. 83
Hasta que llegó el rodar. Y luego aquella tremenda explosión de las furias laterales, aquel trueno exagerado y constante que se reía de los algodones, y de los huesos, y de los sueños, y estrujaba la materia contra el suelo dejando el cráneo insonoro, casi hueco, libre de pensamientos y de recuerdos con el seso al fin vacío para otra vida y entregado de una vez a lo que fuera. Todo aquello fue soportado. Y el titánico acercarse de las grandes ruedas, como guillotinas articuladas, erizando el cabello y dejando tan sólo el preciso espacio para un cuerpo débil como habían dicho; aquel huracán que aplastaba la carne contra la chapa, aquel enloquecido lanzarse por la pista, aquel ascenso que ahogaba, aquel doliente estridor de la potencia posible. Todo aquello fue soportado en tensas cuerdas de cobre arterial con los ojos encharcados de sorpresa y la historia apretada contra casi nada. Hasta que el habitáculo se cerró y de nuevo los sueños comenzaron a ser posibles.
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Por la sombra pasaron fastuosas calles plenas de luz, amplios escaparates que todo lo hacían bello y deseable, ciudades esparcidas de un polvo de oro, el embriagante verdor del papel moneda, casas que se abrían de par en par, personas que esperaban con las manos abiertas, el selecto perfume de los elegidos llenando el habitáculo de terciopelo y el celeste elector de los triunfadores acercándose a la escalerilla con los brazos abiertos para recibir la preciada carga de nueva vida y clavar en su pecho un gran as de oros. Arriba el cielo. Cielo invisible que tenía que ser protector por razón obvia, cielo atisbando aquel vuelo furtivo, acaso confabulado, acaso compadecido. Y abajo el agua, agua apenas perceptible por las ranuras, quieta, limpia y brillante, agua silenciosa desde arriba, como un lienzo que se extiende y que todo lo borra y que corta con azules de distancia el cordón umbilical de la penuria. Pero llegó al fin, por sorpresa, aquel blanco cuchillo de la nieve que estaba esperando más allá de las nubes. 85
El hielo pidió cancha y la sangre se apartó. Y entonces comenzó la lenta penetración de la cortadura que se empecinó salvaje en el pálpito indefenso. Y fue cruel sobremanera, riéndose de los periódicos que envolvían el cuerpo, escarchando la piel en pequeña escama, conturbando cada diente, cada vértebra, vitrificando las aguas de los ríos palpitantes, royendo todo dedo y toda osamenta, solidificando cada pupila y cada espasmo y rechinando por el cuerpo como los cristales que se quiebran en un accidente, a cámara lenta, o una copa llena de savia virgen, inocente de toda culpa, que se hace estallar en un brindis macabro. Después todo fue indulgente. La inmaculada luz que del cielo vino susurraba las canciones del desierto que duermen a los niños en el seno de sus madres, un rostro de doncella llenó el habitáculo, cegó la mirada con alfanjes de plata y quedó satisfecha con lo conseguido. La avenida de las luces se hizo inmensa, la multitud que esperaba esparcía presentes a manos llenas, las puertas de las ciudades se abrían al paso, los orgullosos habitantes inclinaban la cerviz ante quien llegaba 86
y las pulidas carrocerías se dejaban acariciar mansamente, mientras se vertía la leche en los cuencos de homenaje y las datileras rebosaban de abundancia en palacios de caoba y de turmalina. Días después, cuando el mecánico llegó al hangar para la revisión pertinente, la nave dejó caer de su tren de aterrizaje la inverecundia de un cuerpo endeble rodando a peso, cual una obscena deposición sobre la tierra alcanzada. Un salivazo sobre el suelo impoluto que manchaba al mundo entero y pedía en silencio reparaciones tras los altos muros de fibrocemento. Una mota de ilegal pobreza que el brillante pájaro rechazaba ofendido y arrojaba sobre Europa con total desdén. Una lacónica misiva del hastiado continente en pasmosa carne humana, blanca de frío, sucia de aceitoso queroseno, rostro calmo, gesto dulce, paz lograda, ojos cerrados como la flor del aloe y rictus firme y orgulloso como el alto Atlas: el cuerpo hermoso de un hombre joven recordando a los cercadas naciones de la tierra la injusticia que se esconde tantas veces tras los pulcros valladares de la ley.
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EL PÁJARO
El pájaro me mira desde el sauce transida su pluma de un oro estival. —¡Eh, tú! —me pregunta—. ¿Cuánto nos queda? Arden las frondas como teas furiosas que estuviesen esperando un holocausto, sopla la incuria a traidores golpes de la zarpa del hombre sobre la tierra, se rasgan los cielos para echar al mundo el vaho mortífero que expelen las urbes desaforadas, las aguas bajan oscuras, los ríos muestran cadavéricos restos de infinitos y esparcidos latrocinios, vomitan las mentes psicológicas escorias cual semillas de beleño, caen fusiladas una tras otra las credenciales de la verdura, las antiguas columnas se desploman, los arcanos palafitos sienten el hacha y el hedor de la pólvora inflamada 88
avanza como lo hacen las riadas: voraz, caudaloso, irrefrenable, buscando comisuras del planeta que queden todavía por profanar. —¡Eh tú! —me pregunta el pájaro—. ¿Cuánto nos /queda? Y yo le contesto que no lo sé. Pero veo cómo su cuerpo se agita, cómo su ojo de alfiler horada la distancia, cómo intuye con certeza lo que viene transida su pluma todavía como está de inocente oro estival.
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EL REY Y LA REINA
El rey se acerca a la tronera y atisba la llanura. Un ciprés llama a arrebato a los viejos gorriones y los musgos centenarios se alumbran de sol caído. Sueña el rey con clarines ya remotos y con cabalgadas de metálico brillo, sueña con el esplendor de los pendones y la chispa de los filos; lejanas países que el lanzón doblegó, trompetas de guerra, retumbar de la tierra, pífanos de gloria, estirada celebración de aquellos días laminados todos en cobre y bronce, brillantes como la faz de la espada, solemnes como los arcos de las catedrales, con tardes de jaspe desbordadas de gloria y la espuma escapando de los vasos en las noches inflamadas de victoria.
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La reina, de oscuro velo, se apoya en la almena y mira al cielo. La tarde ya va de vuelta sobre los cerros el río se encapota para dormir y el silencio se descuelga exasperante por la geometría del cristal plomado. Sueña la reina con los mozos extranjeros que venían de ultramar, largas partidas de fichas y de miradas, alabastro vivo buscando la llama tras el terciopelo, brillantes ceremonias ya marchitas, idas y venidas de triunfales comitivas que estiraban sus cantos por los contramuros, finas telas de oriente, el oro y la plata recamando seda, una lágrima que se cae sobre el bastidor, una letra que se viene a la memoria y la aguja imprudente que esa letra contornea. Vive el rey lo que ya fue y lo que fue ve la reina; ambos se deslizan por vacíos corredores y deambulan cual fantasmas por los gélidos salones donde el lujo amarillea; almas en pena parecen, luctuosas figuras de blanca cera por el tiempo sin piedad encanecidas, pájaros enjaulados tras los muros que apuntalan tantas cosas sucedidas y que ahora se levantan cual bastiones con los grávidos recuerdos por contrafuerte. No hay consuelo para el rey. La reina no tiene cura. “¡Que de nuevo salga el soy!”, exclaman ambos.
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“¡Que los nuevos príncipes abandonen el campo y retornen los brillos a nuestras telas y el calor de la vida a esta carne muerta!” ¿Quién podrá rescatar al rey y a la reina de las fauces violáceas del dragón que vuela? ¿Quién podrá devolver la alegría a sus miradas y ordenar a sus cuerpos que dejen de inclinarse como ramas abatidas por el calendario? ¿Quién podrá hacer que retorne lo que se ha vivido? O, si tal no puede, y los días se destiñen sobre él cual crespones /funerarios ¿quién podrá gritar a la mente con voz que no admita replicación: ¡Mente, yo te lo impongo, olvida el pasado y comienza hoy!? Rey y reina que todos llevamos dentro ocultos de por vida tras las rejas procuradas, carceleros bien queridos, pesos muertos a la espalda, diminutas troneras que la vista impiden de los días /nuevos, difuntas fechas que nos llevan cual espectros por el /mundo confinados en pequeñas mazmorras de piedra oscura, atados con cadenas invisibles a la propia historia, gastando las manos con rosarios viejos, mudando la memoria nuestra vida en llanto.
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EL ERMITAÑO
Aquel solitario ermitaño que vive en la cumbre, muerto para el fasto de los días y para el canto impudente de las noches, sostenido en complacencia por un hálito invisible y el anhelo que lo habita de ser santo, tiene en la palma de su mano un pomo muy selecto que en la plata de los cielos fuera un día cincelado cuyo perfume, apartado de este mundo, lejos del hombre, se evapora en el silencio lentamente, custodiado por la furia de los vientos, y el silbido amenazante de la cobra. En el llano danza el miedo agazapado y baten los tambores de la muerte cada día. En el llano sufre el hombre su agonía y corre el ansia a goterones en rojas melazas de sinsabor. En el llano, sin embargo, ocurren cosas: explosionan peripecias de color irresponsable, invaden renovados pólenes los pisados caminos 93
y las margaritas permanecen abiertas primavera tras primavera, atrayendo el rocío hacia los pasos del hombre donde habitan concertados los enconos que altaneros se alzan sobre la tierra. En el llano las madres acarician, los niños juegan, los jóvenes se besan, los mayores se celebran cuando se ven. En el llano los trabajos continúan incesantes, las costumbres se deslizan poderosas, la floral maquinaria camina indetenible hacia /adelante, la sangre bombea terca y cálida y la vida se distiende con terribles bocanadas de /belleza, a pesar de la incuria y del cansancio y de la estirada profanación que se acuesta cada noche en metálicas cruces de efímera gloria. ¿Podrá alguien subir a la cima y atrapar el aroma /perdido recogiéndolo gota a gota en purísimos estuches de alabastro? ¿Podrá alguien recuperar esa fragancia que no cesa y que está planeando sobre toda cumbre desde el alba de los tiempos? ¿Podrá alguien encerrarla en perfectos vasos de bronce consagrado y verterla sobre el mundo, como se vierten los vasos en el sacrificio, para unir así misterio con misterio, maravilla con maravilla, y celebrar un ritual necesario de metafísica alquimia que salvase al mundo para siempre y salvase con el mundo al ermitaño? 94
LA RETENIDA
Con los pies ensangrentados cruzó la frontera. Era su presencia de miel y de cobre; el pelo azabache, la piel oscura, el cansancio empolvando de blancura los tendones y el coraje discurriendo a cuajarones por los poros en cárdenos chorros de negritud. Una alfombra y un hatillo todas sus pertenencias. En sus ojos rielaba una luz indómita sobre dos grandes charcos de desamparo; y su carne, que era tersa y joven, palpitaba salvaje al ser cogida, perfecto címbalo, como las yeguas del monte cuando son marcadas y exudan la rabia con eléctricas pulsiones.
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Allí pasó la tarde de gracia, toda ella esperando, escuchando los sonidos cercanos de la violencia, quieta en la tórrida celda de cemento y miseria, con la mirada perdida al otro lado de aquella raya /fatídica que los mapas dibujaban certeramente y el desierto, que era limpio e indivisible como el aire, no tenía en absoluto. No estaba bajo arresto, le dijeron por rutina al confinarla. Era tan sólo una simple retenida. Retenidas simplemente que eran devueltas al centro del dolor del que /escaparan con las primeras luces del alba, en el silencio cómplice de las madrugadas, llevando la derrota apretada en su mochila y el miedo socavando definitivo los bastiones postreros de la entereza. El sol de África fue compasivo con ella y no brilló aquella mañana. Dieciséis años colgaron sus ensueños del cabo de una cuerda camellera y fueron columpiados por un viento que venía de palmeras y arenales. Un aciago incidente acaecido reclamando la oficial literatura para archivos verecundos. Casi nada.
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Un vientre hinchado albergando un ojo que ávido escrutaba toda esperanza y quedaba ante la dicha sin nacer, un vaivén insufrible de bulto humano, de preciosa reliquia de caoba virgen pareciendo reclamar explicaciones, juzgar, suplicar, condenar, burlarse acaso; ojos abiertos de Cristo herido que seguían tercamente enfilados hacia el pobre ventanuco de la celda, hacia el lado preferido de la raya que no pudo visitar la retenida.
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CRÓNICA DEL HOMBRE
Desde el principio de los tiempos, cuando cada especie se contuvo en su lugar y se conformó al paisaje y a la presa, va y viene el hombre sobre la tierra como termita angustiada ensayando temerosa sus poderes, siempre a tientas, siempre a oscuras, siempre urdiendo revoluciones a través de la curva geografía. Desterrado al que acucia la memoria, una y mil veces repitió incansable los ritos arcanos de sangre y fuego, dividió los continentes en parcelas, otorgó los nombres y los privilegios, ofrendó los cuerpos sobre el cansancio y palpó el hastío con las manos y el dolor con las fibras de su entraña.
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Un rumor de batalla circundó los amplios valles, el hueso se alzó sobre el horizonte, la piedra humilló su brillante mica y hubo un ruido de voces levantando altares, un rodar de cuerpos bajo los tronos y una masa de parias y de perdedores disparándose a la nómada esperanza bajo aquella casta de los poderosos, los del círculo brillante y el fulgor broncíneo, que marcaban ignominias sobre la piel y dejaban sus conquistas sobre el suelo. Desde entonces cubrió al mundo la tristeza, una larga sucesión de noches negras, la lengua relamiendo las heridas, al cielo requiriendo aquel poder de hacer milagros, el placer tanteado cual jazmín en pobres nichos y la vida rebuscada entre los cardos cual rebuscan las ovejas su pastar. El señuelo siempre estuvo allí a la vista como el brillo de un alfanje sacudido, la atracción por las cuentas de colores marcó el fin de las buenas intenciones y el pánico acervo a morir tragado por los sumideros de las hecatombes actuaba cual beleño entre los labios espoleando a los vivos a seguir andando, puestos los muertos contra los muros y todo lo viejo en palabra escrita que a buril trabajaba las neuronas. Siempre la mirada salió hacia fuera, siempre la esperanza atendió a los cantos 99
de las melifluas orquestaciones esparcidas por antiguas epopeyas, siempre el ansia por crecer, por durar, por llegar a la tierra prometida, siempre un exangüe y letal aburrimiento, una repetición de periplos solitarios, un cambio de mares y de poblaciones con las mismas lunas y los mismos soles. Poco a poco los desdenes recalaron en el cuerpo, los trajines y fracasos se llevaron los recuerdos de los campos frutales con el oro en flor y ocuparon la hornacina los efímeros triunfos de la guerra extensa; se sintió que la arena resbalaba por las manos, que temblaban las torres y las barbacanas y que era miserable la corona del monarca contra la paz de las bestias y la orgía vegetal. —¡Maldición!, gritó entonces contra el viento la voz del hombre que se infatuaba. Pisó la greda, el azufre, el cobalto, los sidéreos y terrestres minerales y el temblor enracimado de la luz: el planeta se mostraba tal cual era ante sus ojos y sus ojos lo veían tras la blanca calavera que los tiempos al pasar pulverizaran. con su impía dentellada martirial. ¿Qué hacer entonces sobre la tierra? ¿Guardar silencio?, ¿romper las cartas?, ¿seguir fingiendo?, ¿otear el orbe? Ponerse enfermo a esperar la muerte. Hay un miedo indefinido en el ambiente, una hosca sensación de genético fracaso, 100
la callada humillación de errar el tiro, la sospecha aciaga que golpea las esquinas por haber derrochado la fortuna en baratijas tras las normas infringidas a destajo que se vuelven contra el pésimo guardián. Imprecisas añoranzas socavan los campos de linfa, el eco de los epinicios sangra cada día por las venas, las agujas ya no marcan las abras del ramoneo y ahora quema la derrota cual un ácido silente que exudara por los poros con atávico dolor: glorias que no bastaron a la sed perpetua, hambre de vientos y de ingravidez tercamente sostenida desde entonces y por siempre rugidora insatisfecha, fiebre por volver al fulgor que descendía, dicha que pudimos observar sobre la fronda, punto límite y principio, planta que arde, centro de un lugar que sabemos que sabemos y no podemos nombrar. Cada hombre es una isla que se atrinchera con neurótico anhelo de cuartel seguro; cada hombre se revuelve en el cruel termitero tras lo suyo y pisa para no ser pisado, muerde para no ser mordido y disfraza su imparable pretensión con maneras que se apuntalan según la astucia lo indique. Pero llora por las noches su extravío y rememora aquella cuna que los dioses balanceaban clamando a escondidas por el reino arcano.
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Todo cuanto amara se volvió extraño, toda la gloria se fue diluyendo día tras día y disuelta se escapó por las coordenadas de los históricos laberintos. Necesario sería detenerse un rato, necesario trazar planes, aguzar la memoria, clavar la lanza y contar las cruces y los aluviones; necesario volver las pupilas hacia el vértigo de dentro sentarse, tomar aliento, beber un líquido ingrato y sopesar con certeza las cenizas que nos quedan junto el oprobio que sin tregua nos visita a toda hora, contumaz cada mañana. y oscuro conforme llega. Sopesar con tozuda parsimonia de contables que separan los bienes y los males, y recuentan, y viven enfrascados en balances, el estado general de nuestra especie; encarar sin bambalinas el vivir con que vivimos, este ir y venir de una tribu que se embala por el camino de la extinción, raza erecta que a todo parecía llegar cuando el tiempo alboreaba y que apuntó certera sus providencias por valles y montes, ríos, mares, desiertos, por países y soledades, pastoreando los rebaños de calmoso mirar, las manadas de los brutos y los exuberantes abanicos de piedra 102
que se alzaban prodigiosos como planetas hacia las puertas del cielo: lienzos vegetales abriendo paso, aguas abatidas con cuchillos de encono, nubes de plata que fueron holladas hasta la entraña, palacios de turmalina que fueron devastados hasta la mínima alcoba. Hay algo invisible y persistente, algo que no claudica y que lleva todo hombre en su interior como se lleva una sierpe en la exigua culebrera. Hay algo que pide el inmediato aire puro y canta su apretura sobre un mundo enfermo en terribles humaredas de socorro; los desesperados gritos de los campos de guerra, las ratoneras de los manicomios, las carcelarias habitaciones, guetos, vallados, menesterosos barriales, mefíticos países, salas hospitalarias donde la lengua bífida ya no tiene disimulo y muestran claramente su venganza, mañanas grises de gestos multiplicados traslúcidos cristales tapando el cielo, un valle selecto que fulmina el rayo, un pueblo de mármol que la sal castiga, fontana del monte que acidula el llanto, silbidos de cobra que se venga obscena. ¿Nadie podrá ya parar el mecánico engranaje de esos relojes que se han puesto a contar un tiempo negro y que no declinan? 103
El rey padece el asedio en su jaula de carne, rebusca en la carroña y se consuela, y mira tras los barrotes estrellados horizontes que titilan para él como al principio, observa las distancias que azulean impasibles y tienen tornasoles que aún relumbran ocultando los rubores de la tierra; el rey remueve en sus entrañas atavismos que hacen daño, ancestrales libaciones recordadas de soslayo, inmensas procesiones por los prados de mirra, la capa de armiño que ondeaba airosa, el sello en la mano que le fue otorgado, el cetro y la llave, la nupcial corona, el ir y venir de los grandes carros y aquel luminar que el solaz tenía cuando se posaba sobre las montañas y saciaba al cuerpo con deleite extraño. Era la gloria que inundó la tierra, la luz que venía descendente y viva por la cuesta abajo de los universos y que boca alguna transmitir ya puede al hombre que ciego olvidó su historia tentando bellotas por los encinares.
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BARCAS EN LA NOCHE
La noche vomita temblorosa carne para la estadística, dientes como perlas castañeteando, ojos como planetas desorbitados que lo piden todo, el miedo coagulándose en la oscura piel, el bulto de los muertos zarandeado por las olas contra las playas del sur. Allá enfrente se cuentan los dineros, mugre y sudor en billetes pequeños que se entregan al hombre que sabe, al que puso en sus sueños la aventura y deslizó palabras que sonaban a dicha, el hombre que es dueño de las vidas y de la barca y puede, de antemano, calcular los cadáveres y amañar su escapada en momento preciso. Singladura es esta miserable cual ninguna, piel contra piel, miedo contra miedo, 105
una sórdida carga que los vientos apretujan contra las fauces del mar, cuerpos apilados bajo la noche, remolinos de esperanza y de temor subiendo y bajando sobre las olas, el frío de la embocadura cortando a placer aquella corriente que no se dijera, la carne dispuesta para el vientre marino mientras sueñan paraísos los cerebros y en los rostros se adivina orgullo herido tras la africana resignación.. Miserables tablas como cruces de Calvario llenas de Cristos negros que se plantan en Europa y son desclavados por la Guardia Civil bajo estrellas que titilan dolorosas y parecen llorar cual Magdalenas. Tiene el estrecho una boca hambrienta, olas como dientes, caninos, incisivos, destructores molares que roen la vida cuanto se la ofrendan propiciatoria, macerada de antemano por la insidia y las gélidas caricias de la mar. Blancas grietas en la piel negra, abandono de los miembros que claudican y se ponen a temblar, llanto de la madre que pierde al hijo, el joven que salta al agua sin saber nadar, la muchacha que altiva desafía al mundo, el hermano que agarra al hermano, el miserable que empuja a los muertos,
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la encinta que se agarra al vientre como el preso que se agarra a su cadena. Ayer cincuenta, hoy sesenta, mañana cien. Y así un día y otro, sin que sea ya noticia. Queda la arena convertida en un altar, los dioses en lo alto recibiendo el holocausto, las cosas de los hombres ensuciando los cristales con que fuera apuntalado el universo, la arribada miserable de los pobres recibida con guantes y profilaxis, deshonrada por las cámaras voraces que la muestran al mundo entre comerciales y enfilada luego hacia centros de reenvío donde el sueño claudica por agotamiento. Patética fila de cuerpos vencidos, la mirada baja, el cansancio condensado en visibles goterones, un estertor de arriba abajo que traiciona la entereza, especimenes humanos numerados, registrados, sentenciados desde el día en que nacieron para encontrar esta noche en que pierden su fortuna, la noche de las barcas vulnerables que codicia la miseria y persigue la justicia; del helor insuperable del estrecho, la insidiosa obscuridad de los contornos, la tragedia que se orla con las muertes sumergidas o flotantes o termina con el acto rutinario del asalto: algo de leche caliente, una manta, una palmada, y un viaje de retorno para volver a empezar.
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PRESENTIMIENTO
Tú bien sabes, Señor, de la negrura en que el alma de los hombres se ha sumido y Tú sabes también que esta ansia suya es un ansia que los tiene confundidos, que los muerde y no calla un solo instante y es cruel puesto que es más sofocante cuanto más se revuelve en su amargura. Tú bien sabes, Señor, que si advirtiesen la locura de la meta que los turba al momento trocarían en sus mentes el fantasma del oscuro superhombre por la luz esplendorosa de tu nombre ante el brillo de la cual se hace dulzura de este afán del vivir la calentura. También sabes, Señor, que la aventura de pisar con sus pies la tierra entera sólo espinas les ha dado y sólo llantos, y no ignoras de los hombres la llorera que en silencio les aflige por ser santos. 108
Mas si crees, Señor, que atormentados y que sucios y humillados por el polvo, ya jamás hacia ti verán sus ojos, que los fuegos del erial han torturado y veló pertinaz la incertidumbre, si crees, Señor, que tantas vidas, a las cuales se avecinan las guadañas, ya jamás a tus pies caerán de hinojos abrumados por la sal de sus heridas, si crees que de Ti los herederos correrán tras un baile de alimañas hacia un triste final de soledumbre y aun atisbas el fragor del hervidero en que muerden con sus dientes el fracaso, se les crispan los tendones derrotados y se quedan las palabras sin acento, ¿por qué alargas de los hombres el ocaso esperando en tu cielo cual sediento, si tal vez se te ofrezca en triste vaso un balance aterrador del mundo entero? ¿A qué aguardan tus clarines justicieros y el bramido de los cielos que, rasgados, empujando tus legiones con el viento, testimonien tu triunfo en lo postrero? ¿A qué aguarda la venganza de tus libros y el azufre del temido cataclismo, ese fuego tantas veces repetido con las simas infernales y el abismo? Yo presiento, Señor, que estás clavado a lo largo del madero de este olvido porque sabes que aún nos queda la esperanza a pesar de que todo lo perdimos, porque sabes que temprano es para el fin, 109
aunque eleven sus clamores los heridos y reclamen los caídos tu venganza. Y presiento que eres Tú quien ha bajado impaciente cual esposo que suspira, dolorido por tardanza tan ingrata y el desprecio que le hacemos al festín. Presiento que eres Tú, que te has mezclado, quien vive entre nosotros y nos mira quien deslía cada nudo que nos ata y alumbrando con su luz a toda ciencia, va ordenando a los confines primavera, pues el caos que carcome la conciencia trae el eco de un excelso enamorado que esperando está a la puerta, ilusionado, suspendida la promesa de los tiempos, vacilantes las trompetas por la espera y escapándose las iras con los vientos. Y presiento que hay aurora para el mundo, que hay prodigios que podremos alcanzar, que hay un eco que nos lleva a lo fecundo, que uno a uno se habrá el hombre de salvar y sumirse finalmente como el agua de la mar. en el valle submarino de tu piélago profundo.
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EL PERFUME DE LA FLOR
Flores de claustro exhalando su perfume junto a la fuente de la voz canora, flores blancas que sencillas se adormecen por las sobrias galerías despobladas y que ocultas de la vida, en soledumbre, cada día, sin embargo, con la aurora, más hermosas a la vista se aparecen. Pálidos rostros deambulantes en silencio por un bosque de velones y ciriales, patéticos latines revolando admonitorios por umbrosos corredores conventuales, grávidas campanas que previenen y recuerdan que cercanos, de la muerte, están sus males. El perfume de las flores es un tímido pecado que a los santos de las urnas estremece, asciende a los aires sin pedir perdón, se oculta en las bóvedas y allí se mece;
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él no sabe que su aroma es atentado y que causa su poder provocación. Y por eso cada día, cuando pasa una escuálida figura que de hábito y capucha va cubierta, y recibe la caricia a flor de piel del perfume que le viene de la altura, la nostalgia se desangra y queda abierta vomitando sensaciones en tropel; algo adentro de aquel monje se conmueve, un anhelo, de repente, se dispara, todo un mundo le cabalga la conciencia y furtivo se dispone traicionero a clavar en la entraña su insolencia. Más el ímpetu se aplaca, la quimera se contiene; ya se aleja el fraile aquel a otra nueva penitencia escuchando aquella voz que le acusa y reconviene, ya los santos lo protegen de tamaña impertinencia que llevara al pensamiento a seguir una ilusión. Un horizonte de campos, una distancia de cielos, un abrazo que no turbe la devota exhortación, un saberse vulnerable a la rosa de los vientos, recibir a las bandadas que, de pronto, se aparecen y dejar cada mañana la compuerta levantada en completa indefensión. Esta vida habrá de ser un dolor sobre dolor, la congoja que acribilla al inquieto corazón, mientras sea rechazada la pregunta incontestada del perfume que nos llega de la flor.
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QUE SUCEDAN COSAS
Deseamos todos que sucedan cosas, estamos ansiosos de acontecimientos, de que el baile cambie y se torne pronto en un ritmo nuevo que no tenga igual. Frenéticos pulsamos nuestras cuerdas que aún vibrantes ya se aburren y se inquietan y con hambre hacia afuera se tensionan y reclaman una nueva sensación. La mañana nos sorprende preguntando, escuchamos un rumor de caracolas y a su acorde palpitamos afanosos, nos lanzamos como pájaros hambrientos hacia el mundo deslizante de las voces y su danza, poco a poco penetrando, de bullicio nuestro cámara abarrota y nos prende con su ruido el corazón.
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¡Qué conflicto si la calma nos invade! ¡Qué dolor en lo quieto y placentero! ¡Qué secreto que ya nadie sabe ver por el pánico que anida en el silencio cuando zumba la moscarda alrededor! Errada cosa es vivir si tiene siempre que haber, una noticia importante que nos cause conmoción, todo se vuelve desgana, flor marchita, agua pasada, todo es un baile maldito, cuando vivimos ansiosos de una nueva sensación.
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CUANDO LLEGUEMOS
Cuando lleguemos a esa altura codiciada ¿nos detendremos a contemplar el rosario de muerte que dejamos atrás? ¿podremos auscultar desde allí las cordilleras blancas de cal, fosforescentes por la rabia que todavía subyace en las osamentas de los malditos? ¿Llegará hasta tal altura el hedor de los cuerpos torturados, el alarido de las víctimas que intuyeron la ignominia, la rapiña que los hombres cometieron con el reino y esos estampidos del mal señoreando las esquinas y esperando impaciente sus momentos de gloria? Los neuróticos zarpazos de la locura que floreció entre nosotros, el paso rasante que humillaba las flores en su carne viva, 115
la flatulencia de cuantos se sentaron impasibles a las mesas y tuvieron en sus manos el destino de la tierra. ¿Cómo ocultar entonces el crúor que desciende por las vaguadas gritando los nombres como lanzas furiosas, cómo restregar de las paredes el poso que allí han dejado las históricas maquinaciones terrenales y esas inicuas encrucijadas cuyo estertor humea todavía caliente bajo los cielos amoratados, cómo sofocar el incesante ir y venir de los perdedores que recorre desde siempre los veneros de este mundo con la derrota a cuestas y el sabor de la revancha acariciado; cómo, sobre todo, aceptar la desesperada vivencia de los satisfechos reptando codiciosos sobre el oro falso, temerosos y egoístas en su efímera parcela? Cuando lleguemos a esa altura codiciada ¿qué angélica figura podrá coronar nuestras cabezas, nuestras sienes endurecidas como élitros de cuarzo, nuestro corazón seco por la inhóspita ardentía y nuestro llanto, ese llanto que debió manar por las hendiduras de cada fecha, que escaló todo pecho en las noches oscuras, subrepticiamente, y que jamás fue escuchado, 116
desde que el sol salió, impasible y fuerte, hasta que se alejó por el horizonte hastiado por la mugre del vivir del hombre? ¿Quién podrá responder por el hermano cuyo rostro ignora, por la planta cercenada en anónimas disputas, por tanta arruga de la piel y tanto blanquear de las cabezas, por las venas azules que no fueron besadas profusamente, por la delicada floración de los días que debió ser amparada como una planta imperfecta que pocas veces se da? ¿Quién recordará los cantos de niñez para adornar la fiesta con nostálgicos brindis de perdida inocencia? ¿A quién podremos llamar para que nos hable del amor de los días primeros y comience a hacer posibles las nupciales ceremonias? ¿Qué oscura verme asomará por debajo de la suela de nuestros zapatos, desertando de sus ocultos cubículos, presentándose sin credenciales, irguiéndose insolente en la luz de los campos azules para nombrar a los muertos desde el alud de los vertederos? ¿No se helarán acaso las palabras en la mitad de la garganta, 117
enturbiadas por el asco de los días, cristalizadas por la histórica vergüenza, inanes para la alegría, paralíticas para el orgullo, sucias para el honor? ¿No asomará de pronto, por el oriente, una luz de fuego para fundir las máscaras del plomo acumulado, quebrantando justiciera los laureles y las copas sobre los manteles ensangrentados? Por eso, cuando lleguemos, tal vez mejor nos pareciera no haber llegado. Sin duda entonces se detendrá el metálico engranaje, los goznes de la vida rechinarán al pararse, los planetas se verán dominados y yacerán los luceros a nuestros pies como yacen los guijarros que pisamos indolentes; pero nadie podrá soportar el ruido de su silencio, nadie querrá ver su sombra alargada en paredes infinitas, nadie resistirá el viento helado de la cumbre, su vacío espacio, su rezume de corolas aplastadas y de pétalos escindidos sobre cruces de hierro. Por eso, tal vez sea mejor quedarnos aquí; tal vez sea mejor detenernos ahora, en este momento de pausa difusa en el que atisbamos el camino errado y avistamos la humareda tras los montes de piedra. Dejar que renazcan torrenteras en la montaña de donde el agua descienda arrollando la broza, dejar que florezcan los campos a su gusto, que las voces recobren su cadencia virgen, 118
que pase un vendaval ante nuestras casas como pasan los ejércitos triunfantes para que el polvo se desvanezca en el aire y el granito se descuelgue de las sólidas columnas, dejar que la vida nos visite otra vez recién nacida que nos invada con sus jugos primerizos y su agua nueva para así quedarnos quietos ante ella, sin memoria, inmóvil del pensar la siniestra artillería, mirando nuestras manos con sigilo, observando largamente un limpio espacio, llamando mudos al que engendra la palabra para que nos diga de verdad si es que avanzamos o seguimos el camino que nos lleva hacia el infierno.
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HACER ALGO
Mirad al jubilado por la calle. Apenas anteayer dejó la oficina; le dieron un diploma, le hicieron un homenaje y dijeron esas cosas que se dicen cuando corren las palabras tras los postres. Todo mentira y retórica vana, maquinales cortesías preestablecidas con la pauta ritual de un expediente. Y aun así tuvo que llorar, hablar de todo lo hecho, de los actos ya cumplidos y archivados y de cuanto en adelante, dueño ya por fin de las horas de los días, podría acometer sin traba alguna. Hablaba de hacer algo. Ahora se repite para sí que apenas le llega el tiempo. El terror a no hacer nada lo domina, el vacío se le impone
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y las horas muertas le asustan tras la faz del letal aburrimiento. Y arremete por las aceras con un ímpetu agresivo paseando la ciudad de arriba abajo, visitando a éste, incordiando a aquel, complicando las sencillas encomiendas que antes realizaba de soslayo e inventando obligaciones y extraños rituales con los que mata su tiempo. ¡Hacer algo! ¡Hay que hacer algo! Desde siempre se repitió esta cantinela grabada a fuego por la cosa social que mantiene a la reata en compostura. El cielo es azul cada mañana y las alondras se fascinan con sólo contemplarlo, la mar amanece indolente sin plan alguno y lo mismo las gaviotas que sestean, y las flores, y las plantas, y las cosas, y se jacta en su molicie la tierra entera gozadora absoluta del tiempo que ignora. Pero el hombre tiene que hacer algo. Coleccionar cosas, pintar la casa, poner por orden antiguas baratijas, rotular fotografías de vida muerta, e intentar esa juventud de los gimnasios, los bailes de salón o las patéticas salas del ocio tercero. Hacer algo. La conciencia nos corroe con esta admonición. Y vamos y venimos alardeando ocupaciones, Jamás el simple contemplar, jamás el tendernos a gozar la vida en el perfecto estado del no hacer nada, jamás la consideración de lo que sucede 121
en completa parsimonia de testigo como hace toda especie que se tenga respeto tras cumplir con sus mínimas industrias. Máquinas humanas que no paran y que siguen palpitando al monótono ritmo con terror a la calma, olvidadas de sí, ausentes de sus honduras, troqueladas, robotizadas, indetenible el programa de la interna ingeniería que las mueve hasta el cansancio y la conmina a seguir haciendo algo, siempre algo, aun cuando la máquina ya esté apartada en los muelles terminales del desguace que son pacíficos sin embargo y silenciosos y dulces, y pudieran permitir la verdadera jubilación.
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LOS ENEMIGOS
¿Cuándo nos reuniremos los enemigos a la mesa para escanciar el vino de las nuevas añadas? ¿cuándo ascenderá a los aires el perfume de la fruta ya madura y pasará el tiempo en la grata complacencia de mirarnos? Los antiguos contendientes gratamente aposentados sobre los rescoldos que el viento apaga, una caricia por cada ofensa, una lágrima de purísima sal por cada latigazo que se apacigua, pálpitos que buscan la presencia de los cuerpos /humanos, calor de grupo que aligera la vida, la gloriosa decisión de olvidarlo todo, el sagrado deliquio del perdón henchido que recorre incontinente las acequias del amor y, olvidando el fragor de la batalla, toma de nuevo sus redomas de carne para que los labios se deslicen reverentes 123
por las llagas del odio y los cuerpos abominen de la infamia que los días establecen en sus fechas negras. ¿Cuándo, decidme, cuándo se estirarán los manteles para la gran cena, cuándo las manos se juntarán con hambre de contacto, cuando aflorarán los dolores de la ausencia el ansia de la juntanza, la repulsión del hedor? ¿cuándo todo lo atendido será amado, enfilado el mundo como la obra perfecta, saciada el hambre, apagada la sed, cauterizado este dolor maldito y sucio, en que se embriagan los enemigos?
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LA ASFIXIA
Una flor de cactus, carnosa y fuerte, una niña todavía por su edad, así era la muchacha que hacia el fondo gritaba mientras dos policías se aplicaban a acallarla para no despertar al pasaje que dormía. Polizonte había sido desde el día en que pudo imaginar, de bronce era su curva y de arenal tintura la marea de su piel, dátiles sus labios temblorosos, azúcar el sabor de su mirada, de corza al escape la terrosa nervadura que rebelde trepidaba y de fuerte aroma a la yuca erecta el sueño que a fugarse sin descanso la incitaba. Cinco veces por el aire lo intentara hasta la fecha, 125
cinco veces fuera el viento contra el ala, cinco veces fuera el miedo exorcizado, y a la quinta, sin querer, halló la muerte. Quince años escapándose del África escocida, carne viva que se pone a correr de cara al norte desde el día en que el pie sostiene el cuerpo, persecución de ablaciones, de hambre, de golpes, de la entrega floral en el libidinoso vientre del cacique vejestorio que es impuesto y de aquel poso negro que destila la miseria cuando finca en el olvido, sin la mínima esperanza. Fuerte y carnosa cual flor de cactus, así era, tenaz como la planta que se da en la estepa, insistente como esa brisa que sacude las dunas a media noche y restriega las promesas con las caricias de un rico alfanje. Acaso la umbela seguiría intacta perfumando la tierra con su presencia y cimbreándose magnífica sobre su tallo azabache, si no lanzase a los aires, al ser cogida, aquel brutal alarido de infinita hondura que resonaba como resuenan en la noche los aullidos del felino que recorre los desiertos. ¿Fue un solo policía el que apretó su boca e intentando acallarla segó su vida? ¿No pudo compadecerse su compañero 126
ante aquella blancura de los dientes, aquel abismo luminoso de las córneas que hablaban de animal pureza y de atávicas arquitecturas en la plástica atmósfera de la aeronave? ¿No se pudo ofrendar la bienvenida ante el ímpetu y coraje de la fuga, allí, en la tierra que la ley y el pasaporte, resguardaban de mendigos invasores? Quedó el pasaje sobrecogido por el rugido postrero; el forestal latido de la vida palpitando en rebeldía sacudió el tráfago insensible del aeropuerto y dicen que los viajeros protestaron conmovidos al bajar y se hicieron solidarios por un rato, sólo un rato, mientras la camilla descendía con su carga, salpicados como se vieron por una gota, de la colosal marea que del fondo llega. Fueron las manos fuertes, pulcras y obedientes, los hombres alimentados y cumplidores, los que ejecutaron las órdenes y se excedieron en la aséptica apretura de la boca que buscaba no turbar a los demás. Quedó la incrédula mirada esparcida sobre el mundo como una burla macabra, cuajado el espanto en esferas detenidas, manchado el sudor con medallas de desprecio.
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Y nadie pudo igualar su aroma de gacela indetenible, su insistente negación al estado mantenido de las cosas, nadie pudo ocultar la victoria final de su cárdeno homicidio que le sobrevino por asfixia accidental, según dijeron, o acaso por cansancio o abandono en el lento desangrarse de los pueblos.
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EL CENTRO
Deambulamos por los arrabales plantando cruces, estableciendo las lentes y los encerados y vistiendo las togas que huelen a naftalina y elevan la altura de las perchas vivientes. Merodeamos la fruta madura cual miedosos insectos, disertamos sobre efluvios y somos capaces de trazar la trayectoria de la flor abatida en los campos vallados por la prudencia. Pero el centro lo evitamos, el meollo lo perdemos, el concreto perfume de aquel árbol lo ignoramos y el muelle contacto del benévolo césped se hurta a nuestros pies en justo castigo por la espina alzada y el círculo de hierro que cercó la dulzura y la paz del centro.
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LA GRAN VÍA
Un gran baile se celebra en este mundo del que el hombre es ferviente admirador: risas, guirnaldas, el aire jocundo, el palacio esplendente y cautivador. Embrujados los danzantes se deslizan al compás de la música que suena y que siempre es banal y antojadiza. Conjurar van buscando toda pena con el ritmo que las notas acarician. Una fiesta de automáticos vaivenes que la araña con sus velas ilumina, un dejarse conducir por la rutina que la música tiránica contiene. Es así como el baile los atrapa en la red de su alado movimiento, como cede el pensar al sentimiento y ofuscada se desliza la reata al capricho del sonar que trae el viento. Y si alguien de la cuerda se separa y del son de la música se aparta 130
sobre el cuerpo se le pone una pancarta que sujeto de sospecha lo declara. ¡Danzarín apartado de la pista! Solitario personaje en la penumbra habitante del silencio y de la tumba que a la araña con sus velas negó vista. Tú sí viste de la danza sus cadenas y del dulce abandonarse sus engaños; tú llegaste de la miel a sus colmenas, compraste libertad siendo ermitaño, y aunque fuiste para todos un extraño conquistaste la gran paz a manos llenas sin sufrir en tu barca el menor daño. Los danzantes, sin embargo, sucumbieron, el cansancio se trocó en aburrimiento, el sonar de la música en tormento y, del baile, en sus brazos perecieron entre angustia, gran pesar y sufrimiento. Era un mundo de brillante pedrería donde el alma ofuscada se perdía: un acorde de relumbres fascinante, una trampa, un ardid, una ordalía; del dolor, sin dudar, un agravante y del ansia que sufrimos, la gran vía.
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DE NUEVO LA GUERRA
Ya está aquí, de nuevo, la noticia de la guerra moviendo los ejes de la economía. Las prensas vibran, los voceros se lamentan frotándose las manos, los ciudadanos corren tras los diarios con los ojos brillantes de acontecimientos; los hechos que allí leen los fascinan, pues caen lejos, no los pillan, y la vida rompe así su letal monotonía pudiendo, por desquite, tomar partido en las vanas mesas de la palabra. Ya está aquí, de nuevo, la noticia de la guerra. Viene para decirnos que en nada han cambiado los manidos horizontes de la especie; que en nada se han modificado los cuños que ancestrales nos troquelan como herencia indeleble de la raza humana.
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Esos modales del hombre civilizado que apenas entapujan nuestras ansias soterradas de hacer daño, ese gris deslizamiento de la vida que en el fondo nos aburre, a nosotros, que anhelamos el impacto que conmueve, el suceso extraordinario o la presa que se agita entre las manos; ese andamio de riendas interiores cimentado en débiles palillos, esa malla que retiene malamente, en su urdimbre de utopías y de sueños, el salvaje ímpetu de la prehistoria, esa luz que finge coloraciones en el ocre terrestre y sanguinario, ese remedo de guante que protege la zarpa, velo de raso que miente la dentellada, todo, una vez más, se viene abajo con liberador derrumbe y estalla en el descaro de la plena luz y los pormenores de la letra impresa. Bambalinas que se caen descubriendo, al ser alzadas, la mecánica tramoya del ser que piensa: un mamífero volcado a la caza, un selecto producto de la selva que nunca progresó a pesar de los barnices y que de nuevo mata, aniquila, destruye y viola, calcula las ganancias y establece el objetivo, se quita la máscara y se echa al monte para mostrarse a las claras conforme es. 133
Todo parecía tranquilo. La cultura, se decía, progresaba, la justicia era planta ya crecida y las artes y las ciencias de los hombres echaban la hilada de las naciones en sarta de números y paraninfos. Pero la bestia, esa bestia de la guerra, tan sólo se había aposentado en la curva para dormir. Y allí esperaba afilando espinas, con su panza obscena deglutiendo planes y un olor a dinamita exudando por su piel. Hasta que de pronto, sin previo aviso la floresta se incendió devoradora y los contornos crepitaron por un mínimo conflicto. Entonces los ojos del reptil se abrieron, reclamando inmolaciones, ebrios y amarillos como estaban de funestos hechos y de gloriosas devastaciones de fuego que cercenaran el orgullo de los constructores. Era su brillo aquel fulgor azufroso que marcara las piedras sacralizadas de las aras antiguas y las fosas comunes: escleróticas surcadas por veneros de lascivia, lanza que surge del fondo de un alarido, el mismo encono acorazado en genéticos refugios, el furor que ya mordiera infinitas yugulares saliendo ahora, articulado y volcánico, para bailar sobre las piras humeantes que esparcen el aroma de las piltrafas. En algún vericueto de los prístinos ácidos se enrolla esta chispa destructiva y verde, 134
en alguna fibra del batiente bosque matricial se aposenta este aguijón que inyecta oprobios y se atreve a descender uniformado a las pútridas cavernas del caos, allí donde el dolor se maquina, se diseñan las torturas, se consagra el sacrificio y los planes se establecen rasgando los portafolios de la ignota geografía. Hoy como siempre, con la misma sed de acontecimientos que batiera las zapatas más profundas de la tierra, toma las calles un légamo de sangre que incuba infusorios que adormecen al alma. Hoy como siempre, la guerra llama a las puertas del soldado que se aburre, guerrero de honda antigua que en el fondo no claudicó, depredador de flecha y piedra, cazador de la extrema sensación retirado de momento a la astucia de los foros, refugiado en el ardid de los negocios o en el hervor que embravece los estadios cual remedo insuficiente de la guerra; la guerra, sí, esa guerra que pinta de hazañas la miseria a gritos y define como acto necesario la atávica pasión del que fue desde siempre alimañero, adicto matarife protegido por cananas que sofistican los pizarrones. Funerales máscaras pueblan los caminos, humos negros decoran el paisaje, 135
por los montes avanza la ruina de los que escapan: ruido, espanto, explosión, carnicería... aparecen de repente por la noche y aniquilan, se descuelgan de los aires y asesinan o vienen simplemente con el alba y llenan las carnes de pavor y fuego. El acero de las máquinas los transforma, el vestido que les dieron los transforma, la visión de los miembros por el suelo, afrontar esos cráneos machacados, esas órbitas vacías, todo eso los transforma, y esa fuerza de la muerte que sostienen con la mano y les presta la arrogancia de sus crueles zapatones. Aquí fusilan a un pueblo, allí siembran la deshonra, allí se extienden las cruces de vivientes camposantos, allí se plantan las lonas de las cárceles extensas; el débil dobla a su cuello sobre los tajos, el padre pone su pecho sobre sus hijos, la madre abre su cuerpo a cualquier ultraje, las paredes se derrumban aplastando margaritas, las ciudades se deshacen vomitando habitaciones, arden las casas como arden las parrillas de tortura, huyen las gentes con patética avaricia de migajas, avanzan por las callas los recientes mecanismos de /dolor, vienen con sigilo las nuevas plagas que se inventaron y, reptando por los valles, se deslizan victoriosas las centurias de la muerte cantando a coro en proscenios de alambradas y de espinos, orgullosos de la chispa de sus filos y la astucia de su ingenio maquinal.
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¡Qué pronto se viene abajo el polvo del maquillaje! ¡Cómo revienta putrefacto y hediento el estado imposible que a las cosas sostenía mentiroso sobre al aire, y cómo, de pronto, se desvanece ese orden embustero que olvidaba en sus amaños la venganza de la bestia y la negra semilla de olvidados continentes! Sea entonces el batiente explosionar de las estatuas, carcajadas de pólvora trayendo la paz de los /cementerios, los nauseabundos olores del cuerpo humano, las rapiñas inmisericordes de los más fuertes, esos llantos que se elevan en la tiniebla, esa peste que revuela las masacres, ese hedor en que acaba el holocausto, esa bruma que enmascara el genocidio, el vagar de los esqueletos por las escombreras, la venganzas maquinadas por la gente gris, afrentas que nacían sudorosas en amargas noches y ninguno por sí propio se atrevía a cometer, sea entonces la declinación de lo noble, el extermino de cuanto sea justo o bueno o hermoso, sea esta danza de lujurias incendiarias, esta fiebre enloquecida por que estalle la materia, este desangrarse tras las míseras hogazas y la túrbida intención; decórense los aspavientos del daño con medallas y cruces de metal negro, cántense elegías a los restos de la vida que suenen heroicas a los inocentes, queden las llanuras repletas de polvo oscuro, las aguas envenenadas por un río de osamentas, los animales enloquecidos, 137
renegando del hombre que a tal se avino, los fuegos renaciendo de las ascuas del ayer, la gangrena inflándose con nuevos nombres, la miseria ensañándose por los caminos y la muerte hecha vecina, enfebrecida, sin dar abasto, sueltas ya las riendas que nos contenían, liberado el serpentino sexo del hombre para que así nos muestre su cara más brutal, en plazas conquistadas por el desboque. Ya está aquí la guerra. De repente ha aparecido porque la hemos llamado. Ha aparecido porque la añoramos, siendo el caldo de cultivo que nos crió, el licor de la selva que nos enardece, la roja pulpa encendida que precisamos con adicción y no encuentra sustituto en mezquinos días o en puñales ocultos de escondidos daños. Nunca, en realidad, se fuera de entre nosotros. Pero estaba entretenida al sopor de las soflamas optimistas que rimaban los panfletos. Entonces se complacía con pequeñas canalladas: expoliación, robo, calumnia, mentira, el cohecho cotidiano, la fiebre del beneficio, el agravio consentido o la lenta iniquidad, pisar, humillar, defenestrar, permitir los extensos victimarios que silentes atosigan el planeta a goterones. Pero ahora no. Ahora rasga sus vestiduras y aspira, y quiere el daño a campo abierto y el dolor desnudo ante los ojos sin lucernarios mitigadores. 138
Gira su visita de periódica insistencia y planta su muestrario sobre la mesa sin el mínimo ornato que lo disimule. Las páginas del vademécum se van abriendo y muestra sus ignominias tal como son. Necesidad del cuerpo que, de pronto, se espesa, locura del neocortex que nos adviene y estalla, un rito purificador que así fuera necesario para vernos a la cara claramente y atisbar el engranaje de esa máquina de estragos que palpita dentro y que ya no disfrazan los resplandores ni los andamiajes de la moral. Eso hace la guerra. Para eso sirve, sin duda. Sacude los crespones y destierra la palabra, arrambla con las maneras de los hipócritas, despoja al hombre en siniestras galerías y coloca un gran espejo ante su rostro que le haga imposible no mirarse en él. Y allí se ve, avanzando y retrocediendo, carnicero al acecho, depredador que precisa territorio a toda costa, azote que medra inflándose y haciendo sufrir, feroz pupila que oteó enseguida su carnaza, desde el mismo día en que pobló la tierra. Fusil, navaja, tanque, piedra, gasolina o metralleta, la electrónica limpieza del científico exterminio o ese hechizo que nos causa el magnífico estampido que los cálculos provocan. Avanzamos hoy por las torrenteras de todo el mundo como siempre lo hemos hecho, disimulando a veces la granada con la pluma, 139
el áspero correaje con la corbata de seda o el campo de minas con los brillos del parqué. Pero siempre será igual, siempre lo mismo. Siempre la guerra, la guerra de todo el mundo contra todo el mundo, una ópera de infinitos actos repetitivos en cuyos intermedios nos dormimos al punto espantados por el hastío que entretanto nos invade con los cándidos panfletos de la no violencia. Jamás el hombre podrá vencerla intentando conjurar su metálico bulto con palabras que salgan a buscar a otros. Él es, en su entraña, la guerra misma en persona y de su íntimo huerto son sus frutos y los ardientes limbos de la conmoción. Él es esa guerra que se esparce inmensa y que sólo podrá ser desterrada y lanzada con asco hacia los ámbitos oscuros de cualquier galaxia de plasmática estructura, cuando sea capaz de encararse consigo y vencer a esa fiera que instintivo porta, la sierpe enroscada que palpita obscena y goza al acecho, desde un nido en llamas, la hiel de la guerra que enloquece al mundo.
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DESERCIÓN
¿Por qué los campos que fueron azules, y gloriosos, y llenos de luz todo el día, quedaron sin la flor que mendigaban de la estática presencia que los viera? ¿Por qué el amor no fue derramado como leche sobre labios que sedientos lo anhelaban; líquido del orbe que destilan las junturas y pide solamente los temblores de bocas que adorantes lo succionen? ¿Por qué lo posible se murió sin nacer, lo que pudo otorgarse olvidó su momento, la palma y la rosa no fueron besadas ni adorada tampoco al pasar la belleza de las tímidas cosas que pasión merecían? ¿Por qué siempre cabalga en el alma esta herida de los actos abortados?
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Esplendores no vistos, palabras no dichas, deserción de los néctares y de mieles repudio que estuvieron todo el tiempo a nuestro alcance y en galope tras quimeras no paramos a libar.
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EL MUNDO HABLA
El mundo entero destila el cansancio de las viejas palabras pronunciadas con tedio en inútiles reuniones, secándose ácidas en las bocas insatisfechas y estrujándose con deshonra en los vanos conciliábulos que presiden complacidos los que saben violarlas. Escapando del silencio, huyendo del hueco del alma, el mundo entero se ha puesto a hablar, y habla, y habla, y habla, y nadie escucha lo que se habla. Las palabras salen huérfanas de razón y de medida, delectación ociosa de oradores venidos de cualquier parte, diciendo siempre las mismas y vacías cosas, con el pesado lastre de la inacción y de la mentira, 143
aplastándose la facundia contra la tierra para desgracia de toda semilla y de toda fe y de toda respuesta necesitada. La sumisa muchedumbre todo lo escucha, las mesas de la ponencia tienen adictos, un ejército de mansos servidores merodea reverente al que tiene la palabra y el viento se lleva tal palabra y la enarbola y los labios la repiten disecada y sin valor. Los banquetes de homenaje, las diversas ceremonias, los tercos aniversarios, las cumbres y congresos de la flor de las naciones: allí brotan repetidas las palabras ya gastadas amontonándose las unas sobre otras como astillas de un bosque devastado con los dientes, montaña de sonidos que entretienen la modorra y se dicen solamente por rutina de quien habla y la inercia inexpugnable del oyente que no escucha. Poco importa, sin embargo, pues quien habla hace tiempo que ha olvidado su decir; ahora cumple solamente como hastiado sacerdote un vacío ritual que profana con gramática el silencio, ritual que se lleva por los aires el pilar de la creencia y retiene a la vida en el férreo cauce de lo consabido, presa fácil del mecánico engranaje de la sílaba y de ese lastre de conceptos ya difuntos
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que todos celebran pensando en lo suyo y adjetivan como ilustres sin entender. Estériles sonidos que la máquina humana repite cada día como pautas de un cantar de pájaros amaestrados que tan sólo se cantase por salir del paso. Lo baladí envolviendo la nada e impidiendo verla, ese bullicio que suena dentro como tinaja vacía, esa necesidad imperiosa de decir algo que rompa el temido mutismo, esa muerte de lo discreto, la carencia de la reserva, ese pánico a la afasia. Inútiles conferencias para indolentes, vanos debates para hacerse ver, superfluas presentaciones que a nadie importan, vacíos actos conmemorativos de lo olvidado, aniversarios obligatorios, inauguraciones de compromiso, tertulias y funerales y otras causas de discurso. Las arengas a la masa y las soflamas del presidente, las palabras de los ministros y de la corte política, las palabras grandilocuentes de los jefes de empresa, las palabras rugidas en los estadios, las que lanzan a la calle los demagogos sobre las hambres propicias, las palabras aprendidas que saben falsificar el amor, las mecánicas palabras de cualquier oración, las palabras que prometen, las que ensalzan, las que adulan, las palabras sonoras de los soberbios y las mezquinas de los serviles, las palabras del líder 145
llenando las mentes con trigo ajeno, las palabras del militar que atávicas disparan a la fuerza bruta, las palabras del orate llevando a las masas al paroxismo, las palabras del santón que encandilan y separan a los hombres, las del electo que extienden mentirosas sus tópicos efluvios, la afilada palabra de la calumnia y la sucia de la blasfemia, las palabras que se ofrecen en las esquinas de la noche y salen cuerpo arriba escamosas de lascivia, el metálico estallido de los juramentos latigando el /aire, el platique de los amantes que troquelan ilusiones y repiten lo de ayer, las palabras navegando poderosas al conjuro del invento que las torna infinitas, creando deseos y expectaciones, inquietud y ansia a lo largo de los cinco continentes, y aun la sarta de palabras que las mujeres engarzan con hipnótico canturreo y los hombres escupen en los claustros del ocio. Palabras corroídas por el tópico y la pereza, saliendo infladas de mentes vanas, entintadas por los celos, el rencor, la lisonja o el servilismo, palabras de saludo de quienes se odian, palabras de alabanza de quienes se envidian, los buenos deseos expresados por quienes se maldicen y las buenas intenciones predicadas por quienes nunca las cumplirán. 146
Decidme, pues, ¿qué podemos hacer con la carga de las viejas /palabras, con ese sonsonete que no sirve para nada, que llevamos aprendido y cual norias repetimos, sofocando la primaria relación con toda cosa? Decidme qué podemos hacer con un mundo que para dar el paso de un enano ha de alumbrar peroratas de gigante. Un mundo en el que todos proponen, prometen, reiteran, alegan, establecen, planifican, analizan, metodizan, especulan, arguyen y contra arguyen con millones de sílabas concatenadas hasta el mareo, postergándose siempre el callado actuar y la eficacia como se postergan los ríos del llano, embadurnados por el fango, sin veneros precisos que molinos muevan. ¿Quién recuerda el perfume que tenían los jardines del silencio atrás dejados? ¿Quién es dueño de la palabra única que lo dice todo porque es simple y sabia y sensata y porque es la palabra requerida en aquel instante y ninguna otra? Tañido franco y claro, conciso y fresco, inmaculado como la luz en la montaña, duro como el acero, fúlgido como el diamante, sano como el agua fresca de los manaderos que corre fecunda a saciar la tierra. ¿Quién será el hombre que dará a la palabra su valor esencial y necesario 147
y la dirá en contadas y precisas ocasiones, en el orden exacto, con reverencia, cual un valioso carisma que así se encarna en la situación propicia y coloca los cimientos de una sólida estructura de noble cuarzo insobornable? ¿Cuándo cesará este moscardeo de sonidos /engarzados, esta vomitona de triviales pensamientos contumaces que profanan la excelsa virtud que los hombres tienen y consiguen ocultar con su agreste broza el profundo sentido que pudiese aún alcanzarse por la simple palabra pertinente, la que es, por serlo así, palabra santa que transmite un mundo nuevo? ¿Es que no puede caer sobre las lenguas una nevada benigna que se lleve, durante la noche, este fardo verbal del parloteo para encontrar, de pronto, al amanecer, como un milagro, las bocas desiertas del baladí comentario y las cuerdas liberadas de ese rito maquinal que vomita la vejez por la garganta? ¿Cuándo aprenderá el hombre a valorar los gratos vacíos, el cadencioso y preciso decir o la oportuna advertencia, el sabio juicio, la amigable aserción, el prudente consejo, el amoroso decir que sale así vestido de sinceridad 148
y es, por eso, sello sonoro de una noble especie, sagrado signo que indica al orbe cómo pueden los humanos hablar si quisieran cual si hablase un dios? ¿Cuándo, en fin, lanzaremos a los aires las palabras viejas que crearon tal cual es este mundo que pisamos, cuándo aprenderemos una lengua nueva, un neófito decir balbuciente y extranjero que transforme las miradas constructoras y decore los confines con color diverso?
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LA MADRE
A la vera del camino ha quedado una mujer con su hija muerta entre los brazos y toda la hacienda oscilando en la cabeza. La comitiva de expoliados, procesión de huidos que el espanto azuza entre el ácido aroma del sudor y el empuje de la rabia, sigue avanzando en mugrienta cola con la llaga de lo visto sobre el rostro y el peso a cuestas de la casa entera. El cansancio de vivir cabalga sobre los hombros, el miedo se agarra a las exangües anatomías y las hace echarse a andar despavoridas, sin rumbo fijo ni intención alguna. Pero la mujer ya no quiere avanzar. Plañidera silente, dolorosa en negro, lacerado mármol recorrido por los líquidos perennes de la vida, la madre, 150
envejecida en crispadas letanías violentas y derrotada al fin en su trágico empeño, ha dejado su carga junto a un charco que la sangre enrojece escandalosa y se ha quedado sentada con su hija muerta entre los brazos. Su hija: puro escuálido alabastro que se fue sin ser notado, encarnación delicada de la primavera que extiende los suyos hacia atrás en mudo gesto de reproche por el mundo que le fue otorgado en cruel herencia o en señal de alivio, tal vez, por la misericordia de esa extraña vida que tuvo el detalle de marcharse a tiempo. La madre permanece callada. Sucia de pólvoras lejanas que manchan su rostro, loca de explosiones codiciosas de lo noble, muerde el sabor de su impotencia como muerden su pañuelo los heridos y clava sus ojos en el horizonte como clava el reo la mirada en el verdugo. Ni una sola palabra sale de su boca, nada pide: mantas, comida, amparo, compasión, el fin de todo; nada ha pedido. Pero por dentro musita la cólera salvaje de la hembra cuya cría fue abatida y en silencio maldice al depredador que tiñe de luminarias los cielos del bosque y de miseria los aciagos caminos del exilio, 151
desaforados de cárdeno, y de despojos, y de secos estampidos que la estremecen irreverentes. La madre maldice. Y su maldición sale en invisibles círculos concéntricos desde aquel reducto de la selva que el mundo olvida y va planeando a través de las distancias como un inmenso pájaro negro de siniestra pluma, un enorme cuervo, fatídico y despiadado, que va haciéndose más grande conforme vuela, un buitre devorador, estentóreo, iracundo, que avanza sobre los mares y los continentes oteando el latir de los hombres en sus defensivos reductos, planeando con terquedad sobre las distantes ciudades hasta chocar estrepitosamente contra los bronces y las cristaleras de lejanos consistorios indiferentes. Y los cristales se rompen con brutal estrépito, como si fuese el eco del doliente alarido que la madre calló, como si fuese el estruendo de un enorme cuajarón de sangre, hastiado y suficiente, cayendo sobre el mundo para el desquite reclamatorio, avanzando por las atestadas calles de las urbes, por los foros de la justicia, por las tribunas de los oradores, por los templos de la economía y los centros sibilinos del poder decisorio; llevando en su seno inflamadas teas purificatorias, los filos vibrantes del furor que de pronto se rebela 152
y se pone a pregonar en las distancias las horas llegadas para hacer justicia. ¡Dolor del mundo! Toda la existencia se ha cubierto con la sangre que no manó de la herida y quedó patente. Agua y hiel que exudaron a lo lejos y nadie enjugó. Todo el mundo paga, lenta, arteramente, sin que apenas lo sepa, en siniestros callejones de degradación y de hastío, en cotidiana tristeza que se sabe cómplice de holocaustos, en desesperanza y asco, en miedo, y en señales cainitas que se clavan en el alma como en la puerta misma de nuestras casas. Todo el mundo paga el ultraje infringido en el claro del bosque, junto a la comitiva, a aquella mujer que se detuvo exhausta y cayó sobre el mundo al final vencida. ¡Dolor insano! Dolor que en el fondo nos oprime por saber que ya nunca se podrá, hágase lo que se haga y dígase lo que se diga, alzar de nuevo aquellos brazos caídos y hacer que los ojos de la madre recuperen la mirada de su hija muerta.
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EXPOLIO
Expolio de felices instantes llevándose las aguas de la vida torrente abajo. Robo de los aromas diversos y de las diferentes luces imprevistas que se estiraban sobre el mundo como se estiran las sedas en las plazas del mercado. Rapiña de las horas largas en que nada pasaba, de aquella observación que no pedía finalidad, del perderse la palabra y la caricia junto a las presencias conocidas, de las horas entregadas a lo improductivo, de todo cuanto podíamos atender solícitos porque íbamos de vacío por las avenidas del tiempo muerto.
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Escapado hacia la bancarrota el vivir sin meta, huido para siempre el deambular sin objetivo a la vista, el discurrir de los días sin el acicate de la utilidad o la espuela ardiente de la ambición. Ya jamás los perfumes aquellos sobre la mesa, las canciones del retorno alargándose con pereza, la visión serena del momento que nos llega, la atenta recepción del regalo que se nos dona como la ofrenda de un fiel o los presentes de un extranjero. ¿Cómo ha sido esto de ceder el tiempo estable a los taladros y vivir en la picota de los minutos y de los segundos, martillados como punzantes heridas en la piel extensa del presente eterno? ¿Cómo la púrpura altiva nos engañó, troquelando nuestra vida con precisas marcas? Necesidades que no tenemos, requerimientos que son arteros, las humanas aspiraciones inventadas, 155
ese poso de negrura que el hombre tiene y que urde los desfalcos a la luz del día. ¿Quién podrá recuperar ahora el sencillo asombro de la mañana, la primitiva emoción de las curvas del camino, el encandilado aposentarse en el centro mismo del magnífico escenario para allí permanecer, fortuitos los aconteceres, enamorado el sentido de todo tiempo amante infatigable la mirada del perpetuo suceder? ¿Quién nos resarcirá por el robo cometido por cuantos adoraron el número de la abscisa matemática, el signo de la coordenada que apuntala el suceso, la controlada secuencia del producto y de la renta, la utilidad y el beneficio de la rueda que gira, el programado horizonte que establece el punto adonde llegar? ¿Adónde, decidme, enviaremos a los medidores, a aquellos que definen sentimientos, regulan sensaciones, tallan los gustos, aquellos que establecen lo que es bueno y lo que es malo, el premio y el castigo, el orden y el desorden, 156
lo que debe ser aplaudido y lo que inane merece la argumentada reprobación? Constructores del mundo pretendieron ser, mejoradores de lo perfecto que se ofreció manso al ávido saqueo como la hembra aborigen se ofrece al desfogue codicioso del invasor; indefensa arcilla plegándose dúctil en canteras de selvática inocencia que el rocío de las noches protegía sin centinelas, orgullosos trazadores de la recta, angulares geometrías urdidas en las vastas extensiones del milagro, telarañas de agobio, hilos de metal raro, redes de tupida urdimbre, en los ávidos dedos que obscenos se nominaban para dirigir el mundo: un global horizonte de artefactos, un cementerio de cruces articuladas, mecánicos esqueletos con forma humana en pautados nichos de plata, trabazón maquinaria de la vida desterrando para siempre a los confines aquella implícita ley que ondeaba con el viento a su manera.
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EL OCULTO ANHELO
Seguro estoy de que un solo anhelo se apodera del hombre en su última agonía y seguro estoy de que este anhelo, perviviendo a la muerte, busca refugio en morada propicia de cualquier planeta y comienza a vivir sufriendo de nuevo, con el hambre intacta, por el cósmico designio del deseo insatisfecho. Seguro estoy también de que tal ansia es aquella que por todos se posterga, que vive oculta, que jamás se dice, que no debiera ser reconocida ante la gente ni fuera elegante lanzarla al viento, como no lo fuera el desnudarse en plena plaza. Ansia que se clava en el pecho como una brasa incombustible en el preciso instante en que el fluir de las cosas 158
hace un paréntesis y se detiene y presenta su difuso balance de baratijas, mientras la bruma avanza pidiendo presa y la vida se entrega sin concluir. Ansia que no es otra, que la amarga escocedura, en carne viva, de los horas que se hurtaron al amor, que no es otra, que la torva certidumbre, allí apostada, de no haber amado nunca lo bastante, temerosa el alma del fluir el viento; es el recuerdo de los brazos tibios que no se abrieron, el revuelto poso de lo que fuera posible a la luz del alba y se fue omitiendo al crecer el día, el grito del ahogado, discurriendo lecho abajo como una negra exudación, que de pronto se inflamase en pánico y calentura sobre la frente marchita. Lánguidas bocas que se abren cual de peces en secano, manos que se aprietan a los lienzos de la soledad y estrujan las espinas de los cóncavos espacios, esa hoz que se clava en la garganta y no perdona, esa certeza de haber estragado las barajas, esa estafa que supuso el cruel aprendizaje de resistirse de manera muy sensata al generoso vendaval del humano quererse y al anónimo canto que discurre en lo pequeño.
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Flor cotidiana de agua somera, sencilla complacencia de los ojos, ese arte de las manos en las manos, ese corazón que sale a buscar latidos, pájaros abiertos que lo dan todo, la ruina de los cielos circundantes y estirados, suave pericia que no necesita titulación, blanco ritual de botones de oro levantando sus altares en cualquier parte, presto a invadir los anchos valles de la vida, siempre al socaire de la hierba mala y al desamparo del sentido común. Maldito entonces el tiempo consumido inútilmente, maldita la sinrazón de la vida que concluye, maldito ese pábilo que va vencido y se agota porque no naufragó cuando fuera necesario, porque los labios no dijeron la palabra santa, los pies repudiaron el camino cercano y los brazos fueron ajenos al calor incomparable del ser humano que aprieta con devoción a otro ser humano contra sí mismo. Secreto error del hombre que así se paga pululando día y noche por los cielos inseguros, siempre de planeta en planeta, siempre de vida en vida, siempre de hambre en hambre y de dolor en dolor. Larga espera es entonces dictada para el mundo deteniéndose la arena hasta los tiempos propicios en que el grano se deslice por las ruedas y se destruya total; 160
tiempos en que sea en cada viña hasta el redruejo agotado, en que se caten los vinos de las bodegas carnales sin que quede poso alguno cuando se rompa el cristal, en que desborde en las cestas sin medida el corazón y los frutos, todo ellos, tras lenta fermentación en las plazas se compartan sin el mínimo pudor.
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PALABRAS NO DICHAS
Palabras no dichas, actos sofocados, besos y caricias que quedaron remisos en la vana espera, derrumbes del amor que las pétreas casamatas no evitaron, ese calor de la mano que ya nunca habrá de ser, ese rostro contra rostro que tan sólo fue en silencio imaginado. ¡Qué amarga es la sal del caudal perdido! Y qué amargo el tiempo que lo dejó ir. Hilachas esparcidas de precauciones llevándose la vida hacia el crematorio, un metálico reducto de días muertos tejiendo alambradas en campo fértil, una sólida trinchera para ver el mundo que cegó con su arena la vital pupila. Y ahora, ¿qué? Ahora muramos y lloremos en oscura habitación la batalla de los pólenes perdidos. 162
Lloremos, sí, lloremos añorando lo que nunca fue, y nos lleva con dolor hacia la muerte.
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LA INGRATITUD
Acre es el efluvio del amor profanado, hiriente la dádiva que no fue correspondida y esos actos omitidos, que no fraguaron, se hielan en las manos como la muerte y como un sudor desapacible, se enfrían delatores sobre la piel. Espinas calientes rodean a los hombres, amargos jugos discurren por sus venas, una ciega caminata les impide detenerse, el miedo los cerca, avanzar los obnubila y una flor salvaje les crece en el pecho succionando sus honestas intenciones. Amor y desamor; caricia y daño, espadas que se afilan contra los lirios, torres que se alzan preventivas y cercadas ensayando equilibrios cortesanos que dejan los cuerpos a buen recaudo y siempre a las almas insatisfechas. 164
Jamás es dicho lo que debe ser dicho, jamás es dado lo que debe ser dado… Y así pasan los días de la vida y la vida de los hombres sobre el mundo. Y ese deseo que nos invade de estallar cual semilla dehiscente, se escapa por las púdicas rendijas y discurre por los cuerpos cansados, pegajosos aún de historia colgante, de esperas, de balances mascullados y de secretas hieles de soledad. Jamás llegaron esos días de la ofrenda cuya ausencia fueron gotas de veneno; venenoso fue olvidar tras recibir, homicida que nacieran poco a poco los rastrojos en la siembra de las lilas y un anuncio de los cierzos que vendrían el que cada convidado al gran banquete rodease su frontera con escudos apañados y tejiese en seda el confortable argumento de su autónomo estandarte. Henchidos van quedando los ingratos de sí mismos, prisioneros siempre del vacío de las manos, disimulando el agobio de sus injusticias en campos de vendimia que exprimen tedio. Florecidas van las cosechas de cálices muertos, viscosas las huellas de las deserciones, débiles los propósitos del hombre, de un helor que patético los lleva hacia el fondo de una zanja cineraria, justificados y ciegos de toda culpa en el sumidero de sus parcelas. 165
Escapad como del fuego de ese valle tenebroso del olvido, huid de la indiferencia, luchad contra el desamor, no dejéis de dar y de estiraros cuan largos sois al disparo de las brisas que os saqueen, desliad vuestra hacienda como el plancton se deslía, y perderos por un fondo de arenales deslizantes, lejos del precario liquen de lo correcto y del parco alimento de lo que es debido, pues la palma que separa a los vivos de los muertos no conoce los halagos, nada anota ni recuerda, da sombra porque la sombra es buena, techo, calor, amistad, todo lo da sin que nada espere, un polen que surca los aires y agosta la flor maldita, un vuelo que cierra los ojos y así se pierde impasible al retorno de los dones ofrecidos. Dejad que la semilla estalle ruidosa y saqueen su pulpa los gorriones, sed como el agua que entregada se desliza y las tierras acaparan sin resarcir, sed como el viento que reparte las caricias y se deja la memoria entre las zarzas, porque débil será el pasto tras los valladares, exigua la colecta del amor negado y turbios los frutos de la planta aislada que olvida las auras que la columpiaron.
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EL FRUTO AUSENTE
¿Desearán los muertos desde allá volver al mundo para jugar nuevos envites con cuerpos sabios y amar, amar, amar cuanto no han amado, cuanto el paso apresurado les impidió atender y los ojos, ciegos, no supieron contemplar? ¿Sentirán nostalgia los muertos del amor no dado, los perseguirá su quemazón por inciertos valles acosándolos con un gemido de viento lóbrego por la simple evocación de los besos omitidos? ¡Qué dolor amargo habrá de ser entonces lo ido, aun para el corazón que se ha escapado del cuerpo, aun para quienes ya descansan a las puertas de la iglesia, cuando pasen mendigos al caer la tarde, silencio arriba, suplicando fantasmales ante rostros huidizos el remedo de caricias que pudieron ser.
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¡Qué extranjeras habrán de ser entonces las manos, qué fríos los dedos y los labios qué difuntos! Y allá abajo, los vivos continuarán danzando cual niños huérfanos, se irán sucediendo las estaciones con idéntico esplendor, tendrán los cuerpos similar arquitectura para el mimo y el abrazo y los fuegos arderán dispuestos cabe el corro de los amigos para cuantos quieran detenerse al abrigo de la luz y llenar con palabras de cariño su fardel. Mas los muertos se habrán hecho ya de bruma, de bruma las mejillas, de bruma las miradas, de esa bruma fría y nocturna que nace cual flor de los cementerios y vaga estéril tras los actos preteridos, suspirando sin consuelo por el fruto ausente.
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EL HOMBRE CORRIENTE
Salva, Señor, al hombre corriente aunque nada te pida; sálvalo aunque olvide tu nombre y tu gozo y enfile los cielos en la penumbra de los sollados y las sentinas. Defiéndelo, Señor, a él que es anónimo habitante, a él que se afana en rutinas cotidianas y cansinas menudencias de oscuro rito, porque la miel de este panal que conforma al mundo por sus venas se ha ido destilando poco a poco en la mansa donación del cuerpo entero y las recias columnatas del deber, dolientes columnatas, Señor, que fueron para tu reino como plantas de dúctil acomodo, fuertes troncos sostenedores repletos de mansa harina 169
y del sucio mineral que los ríos han traído y metálico los hornos purificaron. Salva, Señor, a ese hombre que la historia olvida, a los que pueblan el deber reglamentado y pasan por el mundo sin dejar huella, como sombras que se esperan en sitio fijo, porque son sus hombros los que, tozudos, sostienen la gloria que te condecora, porque suya es la humana persistencia que, invisible, empuja la vida hacia adelante, porque suyas son, Señor, por la herencia que tus labios prometieron, los anchuras que algún día poseerán de los campos más selectos de la tierra.
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¡DESPIÉRTATE, MADRE!
¡Despiértate, madre!, porque te roban a los hijos. ¡Despiértate!, porque te los quitan a la luz del día, gritan sus nombres en las plazas principales, los atan de pies y manos y pintan sus ojos con la luz más negra y el marfil de sus columnas con un légamo feroz. Tus hijos me parecen, madre, y por tanto indestructibles en tu entraña como el puro diamante que dejara allí raíz. Mas ellos asisten impotentes a los pregones que declaran la invasión y los llaman a sus filas revestidos de abalorios inyectados y estridentes percusiones de metal.
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Se acerca la sierpe cuyo lustre encandila las miradas como acónito salvaje y buscando va lo puro, cae letal una lluvia de ponzoña sobre el ave primeriza y sus vahos enardecen el sentido que en la flor estaba: soflamas, gritos, estruendos, un sibilino llamado atrapando mariposas en la turbia red, una garra de acero que mancha el cielo cayendo despiadada sobre la tierra tras ese aroma de la masa sin fermentar que tú guardabas en limpia artesa al socaire de esta orgía de fulgores. Te roban a los hijos, madre. Troquelados están siendo en el mercado como dúctil mercancía, hollado el pecho por la bota impía de los predadores, marcados a fuego en inmensas reatas que cubren los campos de polvo gris; extraña es a tus ojos su mirada, arisca la carne que tú labraste, sucia la piel que tanto amabas, nuevas las palabras de la boca que tiene aún, de leche, el sabor a ti. ¿No sabían tales hijos que eran tuyos? ¿No pudieron tus postigos retenerlos? Inútil es culparlos por la fiebre que los toma, inútil maldecirlos, alzar cruces y clavarse, o inundar los territorios con humos de sacrificio 172
a la ronda del sonido de sus voces tras las plantas del olvido, inútil remover las cenizas tras las ascuas y encender candelillas por las noches, porque el eco de tu herencia, madre derrotado se ha dormido entre las zanjas, y en los ríos que fluían caudalosos el amor se hiela contra las piedras, el agua se estanca sobre un poso amargo y a tiras verdosas se distiende el daño. Pero aun así, madre, tú míralos, mira cómo se aprietan cada día sobre ellos los cortantes grilletes de la noria, mira cómo se afila la impura lengua que relame complacida su blancor, mira cómo turbio ronda su aleteo el vaho espeso de las mazmorras. La sangre mancillada en sus fontanas, la vida regalada a mentirosos, la hora del expolio que amanece a tus espaldas, la muralla que cae, el reino que se derrumba, ira incontinente amasándose en las venas, lágrimas de espeso mercurio resbalando sobre el cuerpo, y tú, con los profundos agujeros del amor rasgados: una sombra que busca a los suyos por el cementerio, un grito incandescente que asola los valles, una madre que llama a sus hijos en la fría noche y vaga llorosa por los pedregales.
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LA SIRENA
En lo más profundo del alma suena la sirena que nos convoca. Su hipnótico sonido nos reclama brotando sin cesar de allí mismo, de las cuevas más secretas de la vida, blancas como son de pulpa encadenada, rojizas como están de erráticos pulsos, copiosas de florestas insospechadas que circundan el corazón. Millones de pies pisan el camino a paso lento y aplastan el polvo de las edades. Son tiempos de angustia; cuerpos doloridos hacen ruidos extraños y se esconden para sufrir, hay millones de muertes ocultas, millones de pequeños holocaustos en un tenaz goteo de sangre que no ha dejado de manar sobre la tierra 174
a través de los enfermos habitáculos que el hombre alzó. Sin embargo, muy adentro, la sirena continúa su llamada. Un zumbido de moscardas que insistente se mantiene allí en el centro y que a rebato nos convoca desde el alba llamándonos a todos a la plaza de los árboles floridos. ¿Cómo no en nosotros todavía el temor a su cansancio, el temor a que sus ondas claudiquen agotadas por el tedio de la gris ausencia, mudando el celeste capricho que las impulsa por el hierro y el plomo de los días conformados y la zarpa aciaga de los mediocres que ataron al mundo con sus cordeles? Profanada fue su carcasa de planetas, sofocado su grito de bosque, su temblor de arcilla, su voz de universa ululación que nadie quiere escuchar. Su exigencia sideral de maravillas se fue apostando a la defensiva y su llamada profunda, reclamando primaveras, cubierta fue por los hielos, hasta que las nuevas floraciones de su grito nacieron muertas. Pero ella aún vive, y es fácil presentirla por las noches 175
en lo más profundo que el cuerpo tiene, allí, contra la almohada, en el ácido sabor de la nostalgia y en la médula espinal del gran silencio. Por momentos, yo la escucho con amor y reverencia. Entonces me callo, la sigo y me dejo llevar, y siento así, en el susurro con que ella late, el sonido de los pulsos interiores de las cosas y el clamor de océano que eternamente las armoniza. Sé, en tales instantes, cuando todo calla y sólo a ella atiendo, que de algún modo pueden romperse las internas ligaduras de la materia y ser gustado, por un rato, casi a hurtadillas, lo que fuera vivir siempre con tal sonido de la libertad.
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CUANDO LLEGUE EL DÍA
¿Qué valladar será suficiente cuando llegue el día? ¿Qué espeso muro del más sólido cemento podrá contener la riada que se avecina y defender los contados archipiélagos de la gran ola que habrá de venir? Esa marea rugidora de vientos insobornables, esa indómita galerna que conjugue de una vez el reteñir de todos los esquilones, el eco de todos los oprobios y el insano tufo del cansancio acumulado. Córneas inyectadas por la envidia, pasos que acelera la venganza, la roja ira azuzando a los batallones, la insolencia de repente destapada, el extenso latrocinio que descuelga todos los nombres de las paredes.
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¿Qué senescal privilegio, qué cimbria de oro, qué empavesado reducto, podrá seguir pertrechado tras los registros? ¿qué razones dispuestas en orden de contraataque podrán apuntalar la funesta repartición de los miembros del hombre? Un cuerpo extendido al albur de las rapaces, un pan de oro que destrozan las cornejas, pequeñas cuadrículas de dolor invadiendo obscenas los semilleros del galante fruto de las naciones. ¿Qué nocturna convención de astucia podrá vencer entonces la orfandad inmensa, el fulgor de la chispa insatisfecha, el azote frenético de los impacientes y el retumbe de las cuevas soterradas alzándose como una tromba que pide turno, apretadas las filas por un hambre antigua, lanzada cauce abajo la furia sobrepasada, cayendo a saco sobre toda columna que se ufane y sobre toda torre que se alce y sea vista como dueña y señora de la justicia? Insensata pretensión será en tal día esperar que los mares se contengan con la frágil arpillera de los concordatos, vano empeño esperar que los aires no soplen, acción inútil remar contra la vida e ignorancia fatal la del complacido, semejante a la de quien mima y acicala los cinco dedos de su mano izquierda y la mira satisfecho y la llama suya, 178
cuando ya por la derecha avanza brazo arriba el tumor siniestro hacia el cuerpo entero. Todas las fichas se revuelven entonces sobre la mesa, quedan los triunfos esparcidos por el suelo, una a una caen las piedras del orden establecido, la tierra se revuelve, las corrientes cambian de curso, se funden nuevos metales, se rompen piezas de barro, se dejan las vestiduras a la sombra de los puentes y cualquier empalizada se derrumba estruendosa porque sabe que es justo que el río pase y que cubran sus aguas las durmientes poblaciones que ignoraron los torrentes de la vida y la cólera que anida sin mitigar.
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LA TRISTEZA
La tristeza entra en el alma como entran las aguas en un foso vacante: abalanzándose sin ser llamada, quebrándolo todo sin compasión, destruyendo cuanto encuentra a su paso e impedir pudiera su total dominio o el fatídico paisaje de la inundación. Pasamos la vida cerrando huecos, taponando las internas comisuras, evitando que el agua con su peso muerto se filtre por vitales intersticios que pudieran, sin querer, quedar abiertos. Nos han enseñado el peligro de la riada, conocemos el poder destructor de las avenidas y por eso llenamos los ámbitos de nuestra casa con sacos terreros y opresoras argamasas, con cualquier baratija que ocupe espacio y conjure la querencia atávica
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que la tristeza ha mostrado casi siempre por los amplios salones deshabitados. ¿Quién será capaz, aun así, de aceptar el vacío, de socavar en la propia bodega a toda hora, de pasar día y noche echando tierra afuera, apuntalando la secreta concavidad hasta que se torne oscura y profunda, sintiendo cómo el húmedo aleteo hace planes de ataque a cielo abierto y la líquida invasión que nos pretende se mantiene tras los muros al acecho? ¿Quién será capaz de permanecer en calma, aceptando el empuje que traerá la marea con cada viento o luna que la provoque? ¿Quién podrá residir en la casa arruinada, sin techumbre, sin portones ni ventanas, terco allí, con sagrada obstinación, decidido y curioso por saber qué pasa cuando el hueco no se llena ya con nada, desafiando quieto y petrificado a cualquier oleaje que lo pretenda? ¿Quién, en fin, será capaz de poner mesa de gala a cualquier tristeza, sentarse impávido, anfitrión de fingidas solemnidades, y seguir allí cuando los comensales abandonen el /salón y se alejen dando tumbos por secretos callejones, henchidos sus vientres, colorados sus rostros, indemne e insaciado su apetito secular?
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Quedarse en soledumbre a dormir con la agonía, escuchar cómo se acerca su silencio rugidor y así, con la luz exigua, las llamas apagadas en el /hogar y el mantel de las bodas todo blanco allí estirado aceptar los manjares que dulcísimos se sirven en las mesas despobladas del secreto comedor.
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HORA ES YA DE GOLPEARNOS
Hora es ya de golpearnos fuerte, de cogernos por los hombros y zarandearnos los unos a los otros para que se rompa el sólido ataúd que nos encierra y podamos observar el estado general de los destrozos. Hora es ya de que salgamos a la ventana y atisbemos sobre el campo recorrido la insolente granazón de los ultrajes: un páramo sangriento poblado de despojos, un valle de espinas y de cardizales, huérfano ya del perfume de la tierra virgen, con el alarido insepulto de tanto daño y el viscoso légamo de los hechos consentidos. Por ahí hemos pasado encintados de lógica y de astucia.
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Tenemos un corazón que por dentro nos requema y por las noches lloramos un estúpido llanto de diversiones que jamás nos consuelan y nos clavan en maderos de letal angustia. El instinto traspasa las puertas blindadas, la delación de los maltrechos rodea al mundo emergiendo como oscuro betún por la junturas. Y mientras, los fuertes leones se descoyuntan y los cadáveres perseveran en su empeño, fríos para siempre en trincheras de caoba, incapaces ya de abrir desde dentro las mansiones que en hermético alabastro construyeran. Asustados e impotentes, sin embargo, aferrados a troncos a la deriva, sorteando los pozos definitivos y las fósiles morrenas del aluvión, estamos todavía en tierra santa. Hora es pues de sacudirnos, hora es de que las fosas vomiten su contenido de nefasta historia, para ver si aún quedan suspiros en las oquedades y puede haber un río que lave los cuerpos y una hoguera que purifique las intenciones. Mañana ya será tarde. Alguien bate los escudos y afila los aceros, alguien continúa el escarnio comenzado, alguien planta la cizaña y acapara para sí recolectores que empavesan nocturnos los lucernarios. Anoche sonaron los clarines de la última batalla en un campo que hiede a podredumbre. 184
La tropa decae desencantada, caballeros azules corren por los montes sin rumbo fijo y se pueblan los aledaños con el pecoreo de los desertores. Pero el amor pone sus copas en manteles muy sencillos, el amor olvida y no evita las lustrales cataratas, y siempre pasa un viento que se lleva las acrópolis para comenzar de cero contra nuevos cielos con la luz más negra y el dolor más fiero. Así pues, ¿no reaccionaremos? ¿Asistiremos impertérritos a nuestro final contando las monedas en ocultos sótanos, complacida la retina por el fuego de los holocaustos y el asco recorriendo el labio y la memoria? ¡Guirnaldas de mirto sobre la frente, frutos dorados que rebroten de nuevo, vino rojo de aquellos pámpanos sobre la mesa, sudario limpio que el aire meza sobre las tumbas y unos arcos de rosas y de palo santo dando noticia de lo que había! La vida, se sentará de nuevo junto al agua mansa, arrojará los guiñapos que cubren su cuerpo y quedará desnuda como vino al mundo en blanca geografía de campanas de mármol. La vida, así, nuevamente recobrada, de azul impoluto y de verdor húmedo, de amarillas sementeras y de límpidos frontones, la vida posible todavía si nos zarandeamos con coraje y nos golpeamos con fuerza hasta despertar. 185
EL ORDEN
Vi al hombre quemar sus días sobre la tierra: un humo negro ascendiendo de las escombreras, el tiempo batido contra el tiempo, las horas revolando rutinarias, robada la holganza de plumón de oro cercado el hondonal de las aguas libres, demarcada la sagrada habitación por las voces de tiza y las marcas solemnes del docto acíbar; lo debido fuera antaño escriturado, lo justo se embutiera en pequeños armaritos de piamadre, la grieta de las cosas bien queridas, cosas ingenuas e improductivas, a cal y canto acabó por sellarse con tímida floración de árboles, y de frondas y de auroras y de lunas que no llegaron a verdecer. Era un no vivir de ensartados cangilones moviéndose al compás de cordeles invisibles, 186
inflados espectros que las palancas articulaban y seguían la vereda helicoide por las resecas vaguadas de la hierba ausente. Como los peces que asoman su boca y pueblan el río con suspiros de légamo, como las moscas en la dúctil telaraña o las trémulas polillas junto a la luz, así danzaba el hombre en los previstos habitáculos del orden establecido. Insensato baile que todos ejecutaban maldiciendo su vacío retumbar; hinchadas las querencias aprendidas, mentidas las propias y secretas pretensiones, todos contra todos en la feria extensa, enmascarado el rostro de la rapiña, provista de sentido la expoliación y pintada de justicia la injusticia; herradas eran por la noche las palomas que pretendieran el aire libre, ensartada al engranaje toda pieza que de pronto intentase el ramoneo a la sombra de los álabes secretos, latigado el apóstata en la pública plaza con lógicos argumentos de piedra y afiladas razones de caliente acero y de compacta argamasa. ¿Cómo posar la mirada tras la frontera de la piel si arde la vida con fatua llama y los mecánicos estertores sofocan el vano de las /pupilas? ¿Cómo atender a la corte fantasmal de los jirones que sonámbula transita por sus líneas 187
si el tiempo del rezume de las flores ya se ha ido, si fue el disidente entregado y sentenciado de cárcel y abolido por decreto todo intento de escapada y toda posible revolución de las costuras del alma? ¿Cómo ser libres los hombres que yo vi? Los hombres que ascendieron la colina pareciendo insobornables, tomaron su cumbre y al vuelo alzado de la pluma intacta contemplaron la extensión de la humareda, aspiraron la acritud del viento malo y tuvieron noticia del exterior. Los hombres que allá en lo alto, temeroso el espíritu, extendieron la mirada a la suerte de los pueblos ya /trazados enfilaron con la vista el camino invariante y, doblando la cerviz, se acomodaron entonando trisagios a las altas torres multiplicadas cuya sombra oscurecía el suelo raso, tedeums a la solidez de los muros continentales que hacían frontera con mares embravecidos y pugnaban por estallar y hosannas a la dulce emanación de los prudentes, hipnotizadora de la vida, cautivadora del pensamiento, gris de sentencias bien conformadas a la astuta parsimonia cerebral. ¿Cómo ser libres los hombres aquellos que elevaron allí mismo los altares de amianto e hicieron ofrendas de aves migratorias con sagradas fumarolas de plástico, que se arrodillaron ante el ara complacidos, 188
ciegos sobre el promontorio de los huesos, celebrando tanto orden, tanto bienestar, tanta /seguridad y tan perfecta organización como existía sobre la faz de la tierra?
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FRUSTRACIÓN
Caminamos con prudencia por las trincheras, ensayamos bienestar en efímeros quioscos y alegramos nuestro rostro con tinta vieja olvidando al tragar como podemos ese poso de escocida frustración. Es en vano evocar los reductos de hule negro removiendo las cenizas de la infancia, apelar al sexo imposible, a pulsiones inconscientes, a las ansias de poder insatisfechas o al anélido complejo que el científico estipula. En el fondo apetecemos la infinita bondad, somos natos para ejercer la plena misericordia, y al no poder practicar, por seguir viviendo, un dolor de preñez nos aniquila y nos causa esa inmensa frustración. Cada hombre se debate en su jaula de vidrio, es un pájaro de adorno al que nada pertenece, 190
ni su tiempo, ni sus acciones, ni el proar al que apuntan sus querencias, ni siquiera esa rumia de sus propios pensamientos que por otros se le inyectan de sutil manera. Los deberes y derechos son dictados por los guardias que establecen las fronteras, lo que es sagaz y prudente, lo comedido, lo justo, lo que la astucia aconseja para defensa del predio donde fincan los castillos, lo que los torna seguros, a resguardo de los vientos que los puedan conmover. Hay un código de piedra firmemente establecido, un surco que otros aran y debemos proseguir, un número sobre la frente grabado a fuego y una cuerda de presos y de voluntades que en el fondo de la celda aborrecemos caminando resignados tras el pan; agua que pasa sobre toda duda, ruedas capaces de alisar granito, tirantes que mueven a las marionetas, normas que azuzan a los esqueletos y los dotan de cautela y de precaución. Todo eso nos frustra y por dentro nos escuece. Nos escuece como la hiel, o el vinagre, o la sal marina, u otros líquidos furtivos que derrama el corazón. Nos frustra porque somos capaces de infinita bondad, porque natos fuimos para la plena misericordia y es el norte que realmente apetecemos: un destino que tenemos de luceros vagabundos, un carisma que portamos 191
de eternos aguadores de la tierra, una enseña que juramos y aprendemos a olvidar por el ansia aciaga de seguir viviendo. Desertores sin culpa reconocida, cobardías sin ojos que las vislumbren, contumaz cordelería que todo enlaza, libertad simulada tras un cerco de alambradas, la plata ennegreciendo, verdeando el cobre, los días muriéndose como limbos amarillos, lo apetecido postergado por vergüenza, lo verdadero cubierto por la herrumbre del pudor y el destello que anhelamos hábilmente sofocado por la cauta parsimonia que defienden los discretos. Por eso derivamos como barcos al hastío, la vida nos amarga como ácida saliva; una comedia tras telones de consenso, una tragedia tras tramoyas de argumentos, un cansino ritual de muecas y aburrimiento. Por eso nos aprieta el ardor amurallado y exhala sus cenizas por la humana piel como peste que se expande sin solución. Un querer que no es querer, un vivir que no es vivir, una culpa soterrada en la jaula que no cede, un saber que somos capaces de infinita bondad, que en el fondo apetecemos la total misericordia y que pasan las horas, y los días, y los años, hasta que morimos sin ejercer.
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LLEGAR A SER
Referencia hago a esa viscosa rémora del alma que la sume de continuo en naufragio infausto, a esa incesante comezón por crecer y conseguir que nos va minando con precisión de verdugo hasta el sofoco final. Esa fiebre aciaga por llegar y por ser algún día alguna cosa: hambre de conquistas que no cesa, hambre por tener, por saber, por alcanzar, hambre siempre disfrazada, siempre vistiendo inocentes sayales de tela ambigua, siempre deambulando por salones fantasmales, 193
ocultando su acoso de feral pantera tras las pérgolas admirables que cubre con su fronda el pensamiento. Mencionar quiero a esa carcoma que inventa los paraísos y establece los soñados panteones, que estatuye los sistemas y diseña graníticas las sociedades, esa urdimbre de intereses encelados que acuerda el mérito y el demérito, lo que es bueno, lo que es malo y lo que debe obtenerse con el poder de la voluntad, ese anhelo que planta los mojones de las líneas fronterizas y apuntala el argumento de la vida con palabras y orgullosos paramentos de adobe filosofal. Ella tiene silogismos para toda pretensión, traza los caminos que el hombre quiere y finge los poderes sobre la impotencia. Pinta el rostro de científica ceniza e instituye respetable la ambición; ella nimba los perfiles con fulgor de santidad, campa en artificios de apariencia indubitable, da un valor a toda cosa, organiza las virtudes por su brillo, nombra los pecados con su voz solemne y establece valladares que disponen lo debido, 194
cincel a fondo, argamasa indestructible modelando a su manera la orfandad. Desde antiguo, enemiga de mareas y de vientos, lanzó a los hombres contra sí mismos al saqueo de la torre inexpugnable; ella estableció los puestos y las jerarquías y las férreas coordenadas que enaltecen, ella trajo el afán por las alturas, los honores y los cielos, la lucha por ser algo a toda costa, la gula por tener y por durar, una polifagia indetenible por llegar a sitio alguno, negada la virtud de lo ya ido, tedioso el sabor de los presentes, ominosa del futuro la incerteza; ella levantó los internos murallones como lienzos de ansia contra el aire puro, ella prohibió la holganza sobre la tierra e hizo sospechosos los inútiles senderos sembrando el mundo de escalinatas: el rumor de las gentes caracol arriba, pequeños tronos en los descansillos, cansadas cruces en los cementerios. Referencia hago a esa humana avidez por encumbrarse, porque es arcana y nefasta enfermedad que parece imprescindible y meritoria y destruye incontinente las raíces como las plagas lo hacen. 195
Una interna desazón que roba el alma, el mórbido producto del histórico temor: la codicia por alzarse un poco más, por ser distinto, famoso, inmortal, héroe, artista, jefe o dueño, un hombre sabio o tal vez un santo, hambre por sentir de continuo el vivir conmocionado por crecientes explosiones de nueva luz, agonía del sujeto desbocado que persigue recompensas sin castigo, logros sin pausa, cumbres sin fin, apetito que surgió con la hora de partida, y escanció por el cosmos su empuje artero para inflamar lo pequeño. ¡Quién pudiera mantenerse a buen recaudo de la aviesa incitadora! ¡Quién pudiera contentarse simplemente con vivir, sin la sierpe original atrincherada, sin la envidia que sofoca, el deseo que mina, el miedo que emponzoña y el afán de pertenencia que nos doblega e indignos nos abate sobre el hastío. ¡Quién pudiera no ser nada en absoluto, ningún nombre, ninguna huella definitiva! ¡Quién pudiera desterrar de su vida tal culebra de magníficos anillos, que sume nuestros días en dolor ingente, nos hurta la llave del jardín secreto y nos tiene encadenados de por vida a un arduo bregar que jamás concluye! 196
LAS INÚTILES PALABRAS
El pensamiento del hombre, nevada cumbre, tentáculo de luz de versátiles poderes que arquitecto resbalaba sobre el mundo, se enroscó sobre sí mismo cual mortífera liana y retuvo como presa, con brillantes zarcillos, a su propia carne, de fatídico esplendor y quimérica opulencia. Como se inflan las heridas corruptas así se infló la carnívora planta convirtiendo en despojos las banderas de la paz y en murmullo incesante la insonora calma. Brilló entonces con magnífico fulgor, resplandeció como las más puras estrellas resplandecen, libó en las fuentes del secreto orgullo, saboreó frutos que narcóticos cegaban y sintió el temor de las exiguas fronteras, alambradas que se alzaron por todas partes en hielo eterno, 197
y hablaron de la hora y la medida y de la férrea cárcel de las dimensiones. Inútiles palabras atestando libros, inútiles libros colmando los anaqueles, ilusorio mundo que se petrifica y se hace dogma y admitida realidad por la fuerza del detritus de la mente y la terca procesión de las palabras. Fuego que arrasa la mirada, terca percusión de las sienes, quemazón hirviente dentro del cráneo, la vida que, poco a poco, fue así entregada como se entregan las vírgenes a los dioses devoradores. Sellos de plomo realzaron los pergaminos, letras de sangre consignaron los pactos, doradas reliquias de gramáticas surgentes, trabajadas con esmero en la memoria, sirvieron a la sierpe de parapeto. Hermosos edificios de perfectos silogismos conformaron los pueblos y las ciudades, y así el campo abierto se fue cerrando, pasaron las semillas al microscopio y se alzó confuso sobre el horizonte un nuevo dios revestido de palabras y de cintas de fuego que esculpía las leyes sobre los muros y tallaba las formas de los humanos con nombre propio y virtual textura. Un pacto fue sellado con la existencia, yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos, 198
el ultraje de la vida estaba hecho y la entrega al enemigo era ya innecesaria cuando estaban sus pendones bien alzados sobre las torres del homenaje. ¿Quién podrá ahora hacer que la bestia vuelva mansa a su cubil? ¿Quién podrá presentarse ante nosotros con la mente inmaculada? ¿Quién se libra de este virus intangible que se oculta en el secreto de las cuevas interiores, que con verbos y argamasa, adjetivos y cemento, sustantivos y ferralla poco a poco nos construye monolíticos e iguales? ¿Quién podrá liberar al hombre de este nudo del pensar indetenible, de esta jerga baladí que lo posee, de esta inútil flora de los campos yermos que entreteje los espinos con cizaña, olvida el sentido y la mesura, y agobia la prudencia y la cordura, con el grumo soterrado de su fatua ebullición? Las palabras paren infinita prole a cada segundo, la incuban con tintas indelebles y la lanzan al aire para poblar los cielos y tornarlos sólidos y oscuros; las palabras avanzan como avanza la langosta, como termitas devastadoras del vacío inmenso, cual polillas devoradoras de los sacros camarines que guardaban los vestidos del silencio. 199
Las palabras, sí, esas inútiles palabras que psicológicas nos /emparedan, las que poblaron los bosques donde lo vano se deificó, las que pusieron coto a lo eterno, mancillaron lo /inefable y trataron de fijar con incólume sonido lo que no tiene nombre ni pudiera el alfabeto definir.
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ALGUIEN PASA
La casa está sola. Los huecos se agrandan. Los muebles rechinan. Un silencio opaco mora en las estancias. Observo la calle a través del visillo y la veo sola. Y veo papeles que levanta el viento; la soledad de cada domingo barriendo la acera, la melancolía instalándose en la esquina, la piedra lamiéndose como un perro viejo. De pronto pasa alguien que camina cabizbajo. Es un hombre de edad mediana: el traje gris, el pelo canoso, el andar lento, la figura encorvada hacia sí misma. Un desamparo de cuervo le sigue el paso, la pena parece que cabalga sobre sus hombros como una odiosa joroba, desde hace mucho. Lo miro y mi corazón se queda con él. Quisiera consolarlo pero me doy cuenta de que no lo conozco ni le he conocido, ni le conoceré jamás. 201
Y entonces no puedo comprender la distancia categórica que se cierne entre los dos, el compacto muro de existencias diferentes que se levanta entre su soledad de caminante y la mía de observador, ajena por completo mi alma a la causa de su vivir y la suya a mi anhelo por confortarlo. ¿Qué juego es éste, me pregunto, en que me veo a mí mismo pasar desde la ventana y me siento extraño y desconocido, seguido de cerca por un cuervo negro? ¿Qué juego es éste de la persona que atisba a otra persona y palpa la esencial extranjería que poco a poco se ha instalado entre los dos como la cosa más natural de este mundo? ¿Sabe el caminante de ese alguien que lo mira tras la cortina, agazapado mochuelo en la penumbra de la habitación, que dejó su cuerpo esparcido en cien mil pedazos por el juego de mirarlos a través de los cristales? ¿Sabe del hambre infinita que todo hombre padece por consolar, amar, besar, acariciar, perdonar o simplemente por conversar? Soledad que es corrosiva como un ácido, herida que nos causa la social compostura, hambre que viaja con nosotros clandestina y a raya mantiene la cobarde convención. Fichas abandonadas de un tablero perdido; las cartas, sin duda, que vinieron malas. 202
Esta ruleta comenzó a girar mal desde el principio y ya nada puede hacerse por sacar tanto cuervo de las calles o acabar con esa mueca advenediza que se cierne sobre un mundo de gente extraña. Mi aliento se ha desperdigado en cien mil alientos, mi cuerpo se hizo jirones en fecha incierta y ahora recoge la cosecha del silencio, la semilla hueca que los pájaros no aceptan, esas flores corteses de los jarrones de habitación, ese paso vacío de las gentes que procuran no mirarse, ese frío de mármol que se arroja a la cara y consagra monumentos por las ciudades. Pero tú, seas quien seas, si has sentido alguna vez esta agria sensación de la infinita distancia que nos separa, si vives este sueño que tanto pesa de creernos extraños y diferentes, los párpados caídos en derrota para siempre, la enfermiza certidumbre de tener rosas en el pecho marchitándose omisas en los días muertos, si has atisbado esas plazas que apacientan los cansancios con agua escapándose a toda hora sin que nadie la recoja, fantasmas discurriendo por malditos callejones, la curva del hueso que implora, 203
el agua de los ojos que pide, espectrales transeúntes angustiando los visillos, apagados ventanales ocultando su carga, reniega con quirúrgico alarido de cualquier separación, junta las gotas esparcidas que de ti manaron y empapa con ellas esta ameba gigantesca de la raza humana; una esponja que succione al mundo entero y en sí lo apriete y contenga, carne contra carne, mano contra mano, pupila contra pupila, escuchados los fugaces caminantes sin destino, rota la convención o el debido miramiento, desterrado este mal incomprensible de personas que caminan en silencio por las calles, cortejadas por la risa socarrona de los vientos, y personas que las ven desde su alcoba separadas por un muro de cristal.
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EN EL MUNDO
Cantemos a ese mundo que no existe con bellísimas palabras de consuelo y creamos que otros hombres lo pisaron o tal vez nuestros pies lo pisarán. Imaginemos lo posible admirando la belleza e instalemos nuestras lonas en la pura ensoñación, amasemos las quimeras con almizcle y fundamos los deseos con el bronce cálido de las viejas monedas acariciadas. El suplicio de este mundo es que grita lo alcanzable y permite imaginar pájaros nuevos, prados perfectos con flores desconocidas y veneros que mitiguen la eterna sed; el escarnio es que estira sus promesas por el cielo, planta el ansia en resecos semilleros y se pinta sobre el rostro ese lucio tatuaje que finge dichas completas donde no son.
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Cantemos si nos place, sin embargo, y engarcemos adjetivos de beata complacencia, floridas exhortaciones de rumor angélico, sueños de terrestres deslizamientos al compás de una danza de venturas: virtualismos, espejismos, floridas consolaciones, lo terrible de este mundo es poder imaginar. El dolor, sin embargo, no será nunca vencido; la sangrante cortadura se hará más grande y una y otra vez, tras la muerte de los días, los pozos del alma llenarán su fondo con el agua negra de los desengaños y el lodo corrupto de lo ya vivido. Y por mucho que prediquen los risueños sus frases complacidas desde el atrio, por mucho que diseñen en el aire la pintura golosa del vivir futuro o la embriagadora premonición, la ola del tedio rumiará en el fondo. el cansancio roerá los puntales poco a poco y el hombre repudiará su concreta circunstancia de cosa tangible que la luz impide. Demos pues noticia de que no es posible apoyar la cabeza en piedra alguna, de que no es posible sestear en campos de azulina hierba, alcanzar las estrellas con la mano o estirarnos complacidos, cual celajes, más allá del tiempo y del terco espacio, de que no es posible nada de eso, ni alzar vuelo, ni ver claro, ni vivir, 206
mientras tenga este cuerpo que nos ciñe apretados sus muñones contra el mundo y el aliento retenido en sus entrañas.
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LA BESTIA DORMIDA
Aunque a veces consigamos aspirar el magnífico perfume de las flores celestes no es conveniente que su vaho nos confunda y oculte a nuestros ojos la marca del hierro, las profundas cicatrices que señalan en el rostro la esclava condición del humano estado, la zarpa y la bota que vasallos nos aplastan a merced de sus ávidas y recónditas pulsiones. Inútil será entonces pretender alados cuerpos, andar por la vida ensayando ingravideces sabiendo ciertos que cualquiera de nosotros, enfrentado a su momento, podría hacer las mismas lúgubres cosas, las acciones terribles y excesivas que otros hicieron en sus horas negras, alcanzados tal vez por un lazo sibilino de lejanos pensamientos soterrados, tomando en ellos carnación precisa los ímpetus dispersos y ajenos 208
y causando con su incendio el púdico pasmo de las hipócritas generaciones. Dejad que esa furia interior encuentre su momento, dejad que caigan esos cerrojos de pulcro brillo, esa débil tranca de la doma que navega en superficie y esas puertas que a fuerza de golpes y más golpes y de años y más años de benditas intenciones apenas los hombres consiguieron apuntalar; dejad que eso suceda y descubriréis que la celda jamás fue bien sellada y que nadie que pise tierra podrá dar por sofocado el atávico ímpetu de la bestia que duerme. Cualquiera de nosotros sería capaz de todo oprobio y de toda barbarie, cualquiera caería en esa ciénaga que escandaliza, en el acto miserable que ultraja al hombre, en ese afilado abismo que grita al mundo rojo de /sangre, goloso de titulares, orgulloso de su mejor marca, incubado por un millón de silentes y atómicos pensamientos salidos en bandada desde las mentes honradas; cualquiera revolotearía gustoso sobre las flores aplastadas por el fiero impacto y se lanzaría a saborear ese gozo destructor que se incuba en nuestros genes desde niños con que sólo llegara a la curva emboscada y necesaria y a la hora precisa más funesta, con que sólo el vaso alcanzase el límite en que la gota se escapa 209
y la mente, constructora de justicias y de lógicas al caso, quebrantase las selectas cerraduras que plantaron desde antiguo los prudentes. Cualquiera de nosotros, nosotros que jugamos candorosos a salvarnos señalando despectivos al convicto que sacude la gran ola, que celebramos soliloquios buscando avarientos la pureza y esbozamos la sonrisa de los buenos sobre un nido de famélicos gusanos, cualquiera de nosotros que, al desnudo, si el fragor y la ocasión se concitasen y todo pensamiento tomase cuerpo allí mismo, podríamos dar al mundo tal quebranto y agonía que haría santiguar a todo aquel que sin quererlo nos evocase con su memoria. No tratéis, por lo tanto, de engañaros, pues es inútil, dejad de resentiros por el hecho de no ser como soñáis y por saber, en lo profundo de vuestras noches sinceras, que aunque alcéis con horror las manos hacia los /cielos por el mal que se asoma por lejanos intersticios, día y noche lanzáis al aire un polen de negro fruto que florece victimario entre sangre y alaridos sobre los flexibles tallos de mecánicos verdugos que la bestia visitó por vuestra concitación. Tratad más bien de miraros al espejo, allí en el fondo, donde el espejo es sincero, 210
abrid el pozo sellado en vuestro pecho y clavad los ojos adentro, pues sois tierra de la tierra, pálpito de las florestas vencidas por el sílex afilado, vaho de las cavernas ignotas que la mano tentaba con ceniza y el terror visitaba en la penumbra, fruto de los campos donde la saña imperó y fue su gloria el ataque, el daño, la profanación, la injuria, la cruel oblación sobre las aras del sacrificio y las ebrias cabalgadas que segaban la vida dando a conocer a los genes los goces del paroxismo y sembrando así la tierra con cizañas de revancha que aposentadas quedaron en el íntimo cubículo que engendra el daño. Dejad que la bestia que portáis se torne clara, pues fuera malo desconocerla, miradla bien, encarad sus ojos enrojecidos, sentid su satánico pulso, aspirad su aliento acre, atisbad su apetencia de conmoción, su deseo soterrado de fanática venganza, el brillo que sus ojos lucen ante los hechos devastadores y la excitación que le causan las noticias más perversas. Impasibles miradla, con frío en el corazón contempladla, sin aspavientos, sin reproches, sin disculpas ni condenas, porque, sin duda, sólo mirando a la bestia de frente, descansando serenos sobre su bulto aceptado, 211
señalándola en el rostro con las letras de vuestro /nombre y observando su codicia insobornable, puede ser la bestia vencida, sólo aceptando el ataque travestido de su furia sin ser negado, sólo a través de batallas que no tienen gloria, con falanges de vacío y desengaño, con prosaica artillería bien pegada a su terreno, arcos sinceros, aguzadas lanzas, tercos batallones de humilde cuna e impertérritos atisbos en la luz oscura, pisando con desapego los oropeles de la gloria y las blancas delicias de la santidad, alzando con las manos terrenales compasivos a todos cuantos la bestia duramente golpeó.
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ESE DEBER
El agente aplica la multa sin inmutarse porque es legal y él se atiene a su deber; el funcionario expolia, desahucia y embarga, siempre que la norma lo establezca y lo indique articulado el reglamento; el soldado aniquilará y saqueará llegado el caso si la orden viene directa de su jefe superior porque a él no le pagan por pensar y de todos es sabida la bondad de la obediencia que premiada fue de siempre y alabada se cantó. Así torturará el esbirro, castigará el carcelero, embargará el insípido bancario o condenará el celoso sacerdote, y aun firmará impávido el político la declaración de guerra o el bloqueo que condena; todos en cumplimiento de su deber, todos tras un papel que los encapucha con letras al dorso que lo justifican.
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La conciencia está tranquila y ellos, orgullos por el fiel acatamiento, se inflan irresponsables y satisfechos, engranados piñones e insectos ciegos, dóciles ejecutores del mandato recibido en ominosas cadenas de lealtad. La violencia ya no ataca de frente, el mal ya no tiene un rostro visible, nadie puede señalar con el dedo al autor de la barbarie, nadie puede nombrar certeramente al arquitecto de las ignominias, porque aquel que da la orden o quien la firma es también un sujeto que se atiene a obligaciones enganchado a la cadena que hacia arriba se prolonga y se engarza al final con su principio. Acaso antaño hubiese caballeros que abatían los dragones con su /lanza hundiendo el acero en concretas y humeantes /escleróticas; acaso entonces la batalla se librase entre dos bandos, el bien y el mal vestidos con colores diferentes y el campo de batalla entre lomas demarcado con señeros banderines; acaso entonces recorriera las ciudades un espíritu de justicia esgrimiendo luminoso la erizada jabalina que alcanzaba pestilencias en pleno pecho y precisos cuellos tras sus barbotes. Pero ahora: ¿dónde está el caudillo del mal? 214
¿a quién dirigir el filo justiciero? ¿qué cabeza sajar con quirúrgica destreza para ver correr su sangre negra sobre un mundo así liberado del oprobio extenso y de la amarga exhalación que desprenden las ávidas fauces de la injusticia cuando se adornan con las togas de la ley? Nadie puede sentar en el banquillo al reglamento que es por todos acatado; nadie puede lanzar cabalgantes cruzadas contra efímeros fantasmas que el sistema desvanece, nadie puede conducir al patíbulo al que entrega su /cuerpo a la norma que la ley establece como buena, nadie puede enrejar a todo el mundo o marcar en la frente a los fútiles culpables. Había hombres pequeños y grises, anónimos subalternos satisfechos de su jornada, cumpliendo su deber en el centro de las masacres, había meritorios funcionarios y esforzados oficiales, tenaces jefes y heroicos generales en el borde de todas las hogueras que no debieron /arder, y había sumisos dirigentes olorosos a cloroformo en la linde de todos los cementerios desconocidos. Había una conciencia tranquila, deseando volver a /casa, apuntando tenaz con la ciega metralleta, un ejemplar administrativo tras cada un exhorto, y un juez justo tras cada sentencia, había gente buena merodeando por las alambradas
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y había gente dormida junto a los bordes del campo donde otra gente moría. Mas, ¿desde cuándo es pecado dormir? La hidra se ha esfumado delante de los ojos, su carne disuelta se ha esparcido por el planeta y a todos nos pringa y nos hace iguales, cual sujetos engarzados por letal complicidad. Ya nadie le ve los tumores del cuerpo que la tinta que esparce torna invisibles, caballeros que viniesen no podrían encontrarla, legiones de paladines blandirían sus espadas contra /el aire y correrían errantes por un campo sin videntes que acogiesen sus pendones. La turbia extensión del líquido expelido, que ciega la mirada y oscurece la conciencia, se ha metido en nuestros cuerpos y ha tomado para sí el fruto granado de nosotros mismos. Desde entonces insidiosa esa hidra nos cabalga, subrepticia utiliza nuestras manos, ávida se asoma a nuestras pupilas y habla con el temblor de nuestros labios celebrando festivas carnestolendas de aviesa incuria y claudicación. Devotos servimos en su mesa y otorgamos los premios y las medallas, el honor, el deber, la lealtad, los modélicos ascensos por los fieles cumplimientos y la grata recompensa por los años de servicio que cae sobre el alma como caen las losas.
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Alzará la pluma el leguleyo y ella estará contenta, se buscará en la pantalla el frígido dato que justifique los pormenores de un detrimento y ella se inflará de gozo, esgrimirá el agente la ordenanza, imperturbable, y será su mano quien la blanda en el aire, se firmarán los pactos en los grandes salones, se promoverán expolios y usurpaciones, ultrajes y componendas, se dictarán leyes injustas y amañadas normativas que los dedos obedientes clavarán sobre los postes y temblará todo su cuerpo con el regusto de la victoria y el aroma del laurel que difundan los altares. La imagen de los mandos en su seno de diluye, el miedo de los jefes hacia abajo se destila; el circuito está cerrado y todo queda bien escrito, todo sabiamente regulado en la selva exuberante de los infolios, lo terrible tiene clara explicación enclausulada, el escarnio, la pobreza, la brutal desigualdad, el salaz manipuleo, la mentira descarada, o el ávido espolón con que siega discreciones la /codicia, todo tiene un lejano responsable que segrega nebuloso la precisa aclaración, todo apela a un difuso avalador que repare omnisciente las palabras y establece la bondad de lo legal tras sitiales que nos son desconocidos. Es así como se puede dormir; dormir tranquilamente sin pensar en nada, acariciar confiados a nuestros hijos, 217
platicar amorosamente con nuestras mujeres y salir satisfechos a las calles de paseo para mezclarnos con los que son semejantes y narcotizan nuestros débiles cerebros con su conducta ejemplar, henchidos nuestros pechos de sano orgullo, repletas nuestras manos con la honradez, esparciéndose al entorno esa infame complacencia del sagrado cumplimiento del deber, ese deber que nos viene regulado que es raquítico y enfermo y responsable, justifica nuestras crueles omisiones y apuntala contumaz nuestras murallas.
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EL DOLOR QUE IMPERA
Exprime ese polen que el viento reparte y verás el dolor que invade al mundo; bájate al oscuro basamento de cada cosa, de cada hecho y de cada acontecimiento, y verás al dolor tercamente agazapado como un loco satisfecho de su hazaña; deja que discurra el vaho profundo de la vida al igual que discurre la brea de un bote henchido, y verás al dolor, negro y viscoso, ensuciando los lienzos de las alcobas y las flores difusas de cada instante. Aprieta, en fin, tu corazón sin miramiento, mírate al espejo y ausculta sincero tu rostro, abre tu carne como se abre la vaina de las semillas en las mesas otoñales, y verás del dolor su bulto ubicuo, el dolor mancillando los minutos, el dolor incrustado en las mínimas órbitas y en la interna quemazón que construye la materia. 219
Es el dolor que impera por doquier, el mismo dolor que dibuja de la tierra la dehiscente arquitectura y constriñe las fronteras de lo vivo; dolor soportado en cada pecho con disimulo, dolor gritando por salir de sus trincheras, clamando por el liberador espasmo que lo estire en la gran plaza, gimiendo en crispados reductos, maquinado en secretos universos, destilando desde la noche de los tiempos al igual que emana el sudor de los hombres, el ácido transpirar de los animales o el pringoso rezumar de la miseria: sangre y yodo coagulados en el sucio chorrear de la existencia. Hoy como ayer, mañana como hoy, siempre el dolor con su injusto poderío cabalgando sobre un débil vasallaje que las luces de la gloria disimulan; siempre mostrando la codicia de sus dientes, siempre deslizando los oprobios con sigilo; dolor que nace con el hombre por el hecho de ser, por veces fiero, por veces soterrado, por veces extenso e insoportable, por veces desaforado y escandaloso y siempre incomprensible, siempre cernido sobre la vida como sierpe desvelada en su cubil que al acecho espera clavar en vivo; dolor que los aires propagan como una peste, que los campos producen como venenoso fruto 220
y la tierra succiona compulsiva y adicta agostando los cuerpos que la cabalgan. ¡Es tan densa esta lluvia de penas, tan desdeñoso su incesante castigarnos…! ¡Es tan larga esta senda de espinas, tan filosa la corona que nos clava, que insensato pareciera proseguir! Sin embargo proseguimos: la patética riada de las multitudes prosigue, el cántico de los pueblos sojuzgados prosigue, y prosiguen las columnas deambulantes a través de los látigos históricos, el pasmo de los ojos en los charcos de sangre, la miseria de la carne consumiéndose inexorable por su propia naturaleza y esa angustia del miedo, esa ignominia de la debilidad, el terrible parto de las máquinas perfectas que engranan a los hombres entre sus dientes y sacuden sus vidas como peleles. Largo, muy largo, se hizo ya este sufrir que se estiró a través de los puntos cardinales como se estiran las plagas que no abandonan; cruel fue la privación de los bienes ofrecidos, mentirosas las promesas de los soles abiertos, nefastas las puertas de los cinco sentidos y silente la agonía que palpita por doquier y se agranda insaciable por bosques y suburbios, selvas, palacios, ciudades opulentas, miserables países, guerras justas e injustas, neuróticos exterminios, vesánicas ideas inyectadas a fuego, 221
el cuchillo del tiempo que corroe el alma, la saña de la distancia clavando alfileres, el aliento de la muerte disparado hacia la tumba, la nostalgia aciaga, el veneno de la ausencia, la sideral impotencia que la vida tiene, y ese escalpelo que escarba de continuo con su filo de fatal aburrimiento, su acerado ornamento de preguntas y su lámina de fría incomprensión. ¡Qué hambre ahogada por el propio llanto! ¡Qué silencio de callados gritos! ¡Qué holocausto universal recubriendo las discretas y rituales ceremonias! ¡Qué ciego escarnio!, ¡qué letal aplastamiento llenado la vida de bilis negra y decrépito cansancio victimario! Decidme, si sabéis, quién dirige el discurrir de este baile que no cesa, quién se ceba sin el mínimo recato sobre la flor blanca escarnecida y luego la pisa, sin tregua, contra la faz de la muerte. Escleróticas abiertas al daño, el hedor que la herida esparce, el grisáceo recuerdo de lo vivido, la carne sensible al ignoto oprobio, la psiquis lacerada por novísimas torturas, el hastío de los años que la fibra soporta y esos epitafios de consuelo presidiendo las piltrafas que los flácidos crespones ya no pueden ocultar.
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Alguien siega los campos por la noche maquinando a escondidas nuevos dolores, alguien afila las guadañas para la próxima ignominia, alguien trilla las mieses sembrando el daño y marca la espiga con nefasta enseña, alguien penetra con sus lanzas en las noches /infantiles y deja en el sueño de cada niño, sobre la cuna, la aciaga semilla de su próximo dolor. Y luego, un coro de platónicas sombras, un lamento que pregona lo que es justo, un tañido de melifluas disculpas y consuelos y una llave de plata para cada infante: una llave que abrasa, para que la guarde en el pecho toda su vida, estirándose complacido sobre el altar sin decirle a nadie cómo se explica el secreto profundo de su dolor. ¡Ay del día en que el hombre grite al cielo su /cansancio! El día en que pida al destino explicaciones, el día en que abra las puertas con ganzúas de fuego para saberlo todo y deje que surja purulento, a plena vista, como la explosión de un forúnculo apestoso el río de tanta lágrima como en la historia brotó, ese río de los muertos en la anónima pira que entonces discurrirá gigantesco, como discurre la lava por las montañas, como un explosivo vómito liberándose de sí mismo, vertiéndose en avalancha sobre las aguas abiertas para allí
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trastrocar rabioso cuanto fuera escrito sobre los /puentes en alzadas piedras irrebatibles de arcana conminación y marmóreo reglamento. ¡Ay del día en que dejemos de ocultar nuestro dolor contra la cal de los huesos y hagamos el sumatorio de todos los veneros que se deslizan soterrados bajo las losas, los ocultos sumideros de la humana geografía que idearon los nefastos constructores retrepados tras esos cráneos que el hombre habita! ¡Ay del día en que se alce claramente, en un solo eco inclusivo, el rumor de todos los dolientes y de todos los guetos de todas las prisiones y de todas las fábricas, de burdeles y callejas, de minas y canteras, de lascivas explotaciones, de inocencias violadas, de desamores e injurias, de pobrezas y desahucios, la tortura inteligente, el rabioso exterminio, las mujeres ultrajadas, los niños mancillados, los débiles ofendidos, los extraños despreciados, hombres de anonimato con el hambre absoluta en las pupilas, razas sacrificadas por altísimas razones, la guerra de los hombres contra los hombres, las plagas cayendo sobre los cuerpos, pueblos aplastados sin rechistar, sartas de esclavos, ignoradas presas que los poderosos entregaron fríamente al sacrificio, madres que se marchitaron, forzadas desapariciones, expatriación, destierro, persecución, pobreza, invisibles mártires de la incuria, 224
y aun el dolor de los opulentos sofocados por el vacío y llagados por las fístulas del tedio; esa hoja que corta, la pólvora que estalla, la palabra que daña, la enfermedad que mata, las perversas acciones que oprimen el alma, los mecánicos actos de los temerosos habitantes de la tierra afanados de por vida por el ansia de existir, o ese otro dolor que visita a los felices y que jamás los abandona porque el gozo escuece y, en medio del caos que en el mundo medra, incuba la angustia entre flores bellas. ¡Ay del día en que salte por fin a los cuatro vientos un espantoso alarido que ya será para entonces incontenible y podrá resumir con su grito la llaga enorme que se fue estirando a través del tiempo del vivir del hombre! ¡Ay de todo el universo, por amplio que sea, si este hombre se cansa de la cruz que porta y arroja a la historia su sayal de víctima y al fuego primario su papel de electo! Sin duda el mundo será entonces zarandeado; de arriba abajo se conmoverá como una torre imperfecta, abatidos por completo serán los muros sobre sus cimientos y aniquiladas las columnas capitales como lo es el bosque tras el incendio o la altiva duna tras el huracán. Tal vez ese día nazca un hombre nuevo y en sus ojos brillen luceros de otro color.
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Tal vez entonces la ventura no se escape como ahora de las manos y puedan levantarse ciudadelas cabe planetas distintos, extraños cielos de púrpura que este hombre, así inmolado, no se atreve a imaginar, Será entonces el placer de la conquista, potentes sonaran los clarines de la aurora, conjurado para siempre lo perverso, desterrado de por vida un cruel destino, vomitado, aniquilado, cercenado el sufrimiento, arrojado lejos del vivir, en dulce parto, ese terrible feto que portamos en secreto: dolor que nos oprime, herida que nos escuece, suerte negra de calvario y matadero que debemos desterrar luchando juntos, negándose los hijos de la tierra a consentir la marca de hierro del dolor que impera.
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LA TERRORISTA
Cuando las cámaras penetraron en la ópera lanzando a los vientos la fúnebre imagen, todos pudieron contemplar a la terrorista que intentó asesinar a seiscientas personas. A gas fue abatida como todos los suyos, a gas filtrado por ventiladores y ventanas que permitió liberar a la gente cautiva y dar conclusión a un posible holocausto. Muerta, se diría un ángel dormitando, un ángel plácidamente recostado en la butaca al amparo de soñados paraísos del todo inocente aunque no lo fuera. Sus ojos azules, indefenso líquido asomado por la única abertura de su ropa negra como dos lagunas que se hubiesen serenado tras la furia de los vientos, su patética figura de cárdeno alabastro, emulando ese plácido cansancio de las hembras tras el parto ya cumplido, 227
sus manos, de cera impoluta y clarísimas venas, dos calas perfectas heridas por el frío de la metralleta como hieren las nieves a las plantas recién nacidas que obedientes la reciben, manos que parecían así haber soltado una inmensa carga que se hiciera insoportable hasta el ahogo, manos cayendo flácidas sobre aquel vientre que pudo ser nido de otra vida nueva, de caricias, de ilusiones, de proyectos, un vientre encinto ahora por el bulto obsceno de la dinamita, plantado con saña en la carne virgen como un quiste horrendo que incubara la locura para que fueran juntos el supremo sacrificio con la absurda aberración de la barbarie, la demencia y el martirio, los jazmines y la ortiga, el valiente pétalo de la flor de arroyo con la espina de los cardos mesetarios. Cuerpos desvaídos hacia el escenario, ropa desgarrada, calzado disperso, acre humo estancado en el ambiente, la tramoya pregonando con sus lienzos lo ocurrido cual poblada por un duelo de coéforas llorosas, un terrible silencio en el patio de butacas tras la pánica estampida de la multitud y un olor nauseabundo enfriándose en los cuerpos que tendidos y doblados contra el suelo simulaban marionetas de papel arrambladas tras un sórdido espectáculo. El fantasma de la muerte esparcía sus semillas por sillones numerados 228
y plantaba cruces en aquel silencio al que apenas llegaba el torbellino de sirenas, los gritos exteriores, el rugir de las ambulancias, el alarido de estertores y desgarros que afuera iba en aumento conforme se conocían las precisas dimensiones de los hechos. Ella allí, como si fuera uno más de los rehenes, descansando en la paz tras la innoble fechoría que fanática engendrara en su interior durante meses como un peso de plomo o una infecta enfermedad anclada a su espíritu de virgen con mefíticos garfios y letal propósito; días y noches de captación, palabras y palabras, rumias y proclamas, la demagogia que cautiva a los más débiles, la arenga que esparciendo va tenaz su malsano poder demoledor, el odio que es un líquido inyectable y se puede fácilmente manejar. Blanca su piel, delicada su figura, tranquila su mirada, apenas una niña de veinte años. ¡Señor de los Cielos! ¿Quién puede insuflar el veneno de las sierpes en capullos de gardenia? ¿Qué consignas son capaces de trocar la diáfana palma que se planta en la vida para dar su fruto de brisa, de canto y de dulce amor, en la vesánica furia que matando muere, en el desatino que destila su ira sobre el mundo /entero, enceguece corazón y pensamiento, escarnece la ternura, 229
aniquila la piedad, ciega la razón y succiona cual vampiro la alegría? ¿Quién es el autor de esa loca villanía que transforma lo puro y joven, lo que fuera una vez selecto y noble, semillas novedosas para el mundo, en esposas complacidas de la muerte, sacrificiales víctimas de infames tálamos, relojes programados en las salas del rencor, títeres obedientes que el desamor obnubila, proyectiles de la infamia de otros y adalides del terror introyectado. Ella allí. Tranquila. Casi en paz. Como dormida. Como si fuese una liberación el que todo concluyese: aquella opresión de las sentencias estrujando las neuronas, aquellas órdenes que mezclaban el deber con el delirio, aquellos subyugantes conciliábulos en trastiendas donde el lucro se escondía y quedaban resguardados los astutos, pastores erigidos de una grey hipnotizada, dueños absolutos de las llaves del mal y de la sangre inocente. Ella allí. La prensa contaba las víctimas y daba la noticia. Pero ella no contaba entre las víctimas. Ella era terrorista. ¿Qué otra cosa podía hacer el mundo que abatirla una y mil veces como se abate a los escorpiones si se acercan hasta el punto de matar con su aguijón? 230
Duerme, terrorista. Duerme ahora. No eres buena. Pero… ¿eres mala? Nadie sabe cómo eres, ni cómo pudo ser en ti engendrado tan terrible aturdimiento que aglomera la maldad más refinada con la entrega de ti misma por mentidos ideales. Un terrible forúnculo de la raza humana que la insidia va acercando subrepticia hacia la piel predispuesta y se encama siempre sobre un poro débil, saliendo de allí a la luz de los cielos como salen las cenizas de un volcán entre metrallas y sangres, entre pólvora y destrozo, entre muerte y desatino. Un producto singular de la ardiente soflama con que viste su actuar la violencia mientras lanza sobre la tierra su aberración y esparce sin tapujos las hechuras miserables que su influjo y contumacia consiguen tantas veces obtener. ¡Mal haya quien tal cosa logra!, quien es capaz de trocar lo más puro en ponzoñoso, de encobar a las cobras en un seno de ninfa, de trocar a la humana contextura en mecánico /artefacto y así lanzarlo a capricho, coreando las amenazas sobre un mundo estupefacto, un mundo ciego, un mundo que por nada imaginaba que tal se diera tras los débiles vallados del orden protector ignorante complacido de las causas del mal.
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SIEMPRE HURTÁNDOSE EL AMOR
Siempre hurtándose el amor sobre las mesas dispuestas, siempre la estela de su naufragio en el cenagoso mar del tiempo que se pospone; siempre su grito contenido, su voraz incendio sofocado, su metafísica hambre insatisfecha. Y ese abierto jirón de lo omitido que reconcome sin tregua y gravita sobre las horas entre la tenaz invasión de las menudencias... Siempre el amor constreñido en el oscuro corredor de las hormigas, preso el espasmo, uncido el gozo, desterrada la espuma bramante 232
que quisiera invadir las altas cofas y arrasar de una vez los imbornales, siempre la cotidiana rutina, el cloroformo de los días, la miseria de las noches, siempre la ropa dejada a buen recaudo en arcones de casa vieja, la ropa del aire, aquella ropa de viento que fuera tejida hilo a hilo, naciendo el día, con sideral encono y divina complacencia enamorada.
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Usos y costumbres
CAMINABAN
Caminaban los hombres hacia la muerte desde el día en que nacían. Pero la odiaban. Y trataban de evitarla a toda costa cercando de flores la exangüe parcela de su vida estrecha. Ocultar el rostro de la dama blanca para así no mirarla, arrinconar su agónico bulto, hora tras hora, contra las lámparas encendidas cada mañana. Tal recurso les causaba sinsabor, pero ellos se agarraban como podían a los descarnados huesos del calendario y establecían sus días sobre la tierra cual si no hubiera final, como si el flujo de los actos programados debiera proseguir a toda costa, como si lo imaginado
debiera llegar tarde o temprano, generoso de fechas y de contundencias, como si la fruta recogida con el hambre innata y la pánica avaricia pudiera retenerse prisionera para siempre, hacerse pulpa indestructible, tomar cuerpo, y llenar hasta el borde los barriles con el vino apetecible de la eternidad. Era un remedo de consuelo insuflar el aire a través del nombre, hinchar el hueco de la soledad con los mil subterfugios inventados para dar así un aspecto consistente a la bruma que debajo se sentía. La seguridad, la riqueza, los honores la fama, la evasión, el testamento, pulir y maquillar la piltrafa ya gastada para ver si pudiera perpetuarse, ahuyentar el acecho de los cuervos y evitar aquel pringue del verdugo que turbaba la paz en las horas bajas de todos cuantos corrían por escapar de la muerte. ¡Carrera vana! Dolorosa sensación de flores marchitas, de no haberse detenido a tiempo con el vaso de la mirra entre las manos para así cortejar a la gran dama, una plática en la sombra, un mutuo acuerdo, un cabal conocimiento, amor acaso, tal vez la mirada permitida tras la puerta; 236
haber entregado la volátil singladura de la carne al escarnio de las luces temporales, huida la vida por difusos ministerios como escapa la riada por las torrenteras, así de indetenible y de predestinada; días que se fueron sin haber sido, acertijo que no tuvo jugadores, susurros que no fueron escuchados, deliquio que no fue correspondido, culpable abandono que transcurrió caminando los hombres, día tras día, contra la faz de la muerte.
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CELEBRACIONES
Ensayaban rituales de amor en programadas celebraciones a fecha fija. Entonces se propiciaba el beso, la dádiva, el deseo de felicidad. Pero eran celebraciones insidiosas que medían el bienestar alcanzado y lanzaban a la cara de los unos la felicidad de los otros; las santas palabras crucificadas en los salones del beneficio, la tristeza encontrando su vara de medir, las heridas otra vez en carne viva y siempre la sal y la ceniza soledad arriba, dejando en el corazón de cada cual una amarga sensación de bancarrota que ensuciaba los lugares de costumbre. Se acicalaban las calles y las moradas, brillaban las guirnaldas multicolores, los poderes establecidos predicaban el porqué 238
de los buenas intenciones repentinas y del gozo puntual planificado. Y el subrepticio motor de la culebra percutiendo en los teclados amarillos, ebrio de dígitos y de balances, haciendo su negocio al compás de los cantos y de los deseos, gritando luminoso las consignas, creando un mundo de virtuales complacencias que punzaba trazador en carne humana las mil formas diferentes de sentirse vacuo. Eran ceremoniales de colores y de luz que ensalzaban el egoísmo de los clanes con la grata complacencia irresponsable. Bien cerradas las puertas, bien retribuidos los propios, bien sellados los pactos de las camadas, bien dispuestos los raquíticos binóculos si era grato el sumatorio o el aroma familiar de la tibia pertenencia. Incrementado era entonces el pesar de los dolientes, salida a flote la injusticia que pasara anteayer inadvertida, más pobre la pobreza, más triste la tristeza, más manifiesta con claridad la estructura en ilícitas trincheras de los buenos ciudadanos habitantes. Y luego vuelta al hastío de los despojos y a la rumia incolora de los días grises; el orden de las cosas seguía apuntalado y permanecía incólume, la amargura se redoblaba tras la flor marchita, 239
los atávicos odios continuaban, y los propósitos ladinos se volvían a vestir. Proseguida era la lucha tras amadas baratijas, proseguido el rutinario afanarse de los hormigueros y proseguido también aquel terco descontento de cada amanecer que renacía viscoso, aplastaba todo pétalo surgente, y tomaba la cancha para sí hasta la nueva celebración.
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LA GRAN MESA
Se sentaban alrededor de la gran mesa y hablaban complacidos de eficiencia. Las pantallas les mostraban las conquistas en pulcros gráficos divinizados y las cifras los mecían blandamente al amparo de la caja de caudales, pues eran su alma y su propia sangre que se habían convertido en numerales. Pero estaban corroídos por el tedio, chorreaba prepotencia la moqueta y los celos ascendían mesa arriba como verdes coleópteros sin tregua. Quedaban los actos inconfesables al buen recaudo de las carpetas, olía a cuero, a venas fosilizadas, al silencio adulatorio del rebaño y al letal aburrimiento de vivir al amparo de mazmorras acolchadas.
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Aun así, hablaban complacidos de eficiencia, medían de reojo las distancias, gritaban “síes”, se atrincheraban, contemplaban satisfechos ese lustre de caoba y dejaban que los cuerpos se esponjasen a su gusto con las manos sin salirse para nada de la mesa. La injusticia desde allí se programaba al compás imperativo de patéticas misiones, un ir y venir de sombras más allá de los cristales, un mundo entero así dispuesto cual carnaza, dócil a la danza que la mesa proyectaba, blanda arcilla que se entrega voluntaria al desliz sigiloso de los punteros sobre los mares de la codicia. La luz del proyector era el aura de los justos, y en el seno de una atmósfera de ratios el orgullo se apretaba a los chalecos ebrio de lanzas y de atropellos, destilado por la piedra inconmovible de aquellos sepulcros engalanados que miraban circunspectos la gran mesa. A veces la vida trataba de revolverse tras los botones y había temblores de pequeños adminículos de oro, la plata se agitaba reclamando vendavales y cundía el pánico por brevísimos instantes retemblando Maquiavelo encorbatado. Corazones simulados rebelándose a morir, gargantas mudas balbuciendo el asco, 242
la humana crisálida que se desnuda e intenta romper con las pulcras ataduras, fúlgida de un brillo de navajas y de sierpes. Pero era muy débil la pulsación y vano el grito; la vida ya se hallaba agonizante y era necesario alcanzar aquel número perfecto que tenía las abscisas de lo férreo y la gran seguridad que olía a incienso. Neurótico miedo requiriendo a toda costa garantías, miedo de que el vallado recinto, bruñido por las invisibles manos de la noche y oloroso al liquen de los panteones, se viese afectado por la incertidumbre de lo no correcto, ese vértigo de los pasos incontrolados, ese resbalar de la palabra sincera que, inexperta y siempre soñando, se incubaba por anárquicos rincones. ¡Miedo absurdo! ¡Temores vanos! Los orates más antiguos se reían de tal miedo porque todo estaba allí muy bien atado, todo fuera entretejido en luz nocturna, observado por pequeñas pupilas de rinoceronte y velado por leales osamentas de cuadrática estructura: vergüenzas acorazadas en el gris caparazón de los despachos, prebendas sabiamente repartidas que valían la pena, y tan sólo rara vez, con insolencia, 243
el estorbo de una voz en los lavabos ascendiendo imprudente de la prehistoria con los tercos perfumes del tiempo arcano. La vida, al fin y al cabo, era cosa de extramuros y su acuática marea era imperfecta, lo incierto siempre estuvo aposentado más allá de la gran mesa, las flores imprevistas florecían, como siempre, sin cobijos de cristal, los cantos sobrevolaban impotentes el blindaje y el aroma de los bosques fuera pasto de las llamas, al principio, con los primeros ritos de iniciación. Lo importante era entonces no estar solo, condenar las salvajes floraciones al destierro, acallar por decreto los ocultos aspavientos y palpar la firmeza del lujoso maderamen en el tenue contraluz de las cortinas, pues era dulce el sopor de los memorandos y era grato apoyarse y tocar y sentir cerca aquella oscura superficie hipnotizante que mostraba tentadora la gran mesa.
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LAS COSAS
Apilaban cosas tras las puertas de sus casas como escarabajos peloteros asustados, como hambrientas ardillas de insaciable voracidad o como enfermas urracas fascinadas por el brillo de la banal fruslería. Nunca se acababa aquella sed compulsiva que enganchaba la ventura a la materia, aquel febrífugo afán de almacenamiento que incumplía sus promesas, aquel comparar, anhelar, envidiar, conseguir, aquel recorrer las calles y las tiendas a través de ciudades y de países, el ofidio resplandor de las grandes superficies o el ámbito lascivo del rincón selecto tras la voz encandilante de las cosas. La mirada ansiosa al escaparate, el manoseo de los mercados, la astuta pupila que valora, 245
el corazón que se prende, la miseria del vacío que se siente consolada, la danza al compás de las modas que lanzaban los astutos para atrapar en su red a los pordioseros con la mísera cuerda de lo innecesario. Cual heridos atisbaban las ajenas pertenencias, atendían al pregón de su bonanza, al precio alzado, absorbían aquel vaho de la palabra vana, aquel predicamento de ufanía por tenerla, y al punto codiciaban la insolente adquisición con patéticas heridas encubiertas y corteses alabanzas de enemigo. Luego se aplicaban con afán a la contrarréplica, huérfanos como se veían por no tener, dolidos en el alma como quedaban por el látigo invisible de la ajena dicha; ridícula batalla de venenos llena, guerra continua tras la procura, anhelar, conseguir, contrapesar el balance, comparar el contenido de las distintas madrigueras, envidiar por las noches el objeto que faltaba y lanzarse por el día a la pira de las cosas. Pronto el espacio se quedaba pequeño; los objetos desbordaban por los quicios de la vida y la encadenaban con argollas rutilantes; todo el aire fresco era ocupado por ellos y todo vuelo o estampida, esa libertad que fuera aún posible con soltar el lastre y romper amarras, quedaba reducida a vano intento, 246
impedida en su aleteo por el peso agotador de las cosas apañadas, tentaculares, omnipresentes, plenas de hipnótico poder y melifluo atractivo, baladíes adminículos que había que alcanzar a toda /costa, entregar la vida si preciso fuera en los sórdidos afanes de su procura, acarrear en espuertas de avaricia, decorar con miradas de esperanza, atrincherar en el seguro reducto del hormiguero para que allí se estuviesen, muy quietas en sus /estantes, tiranos mudos presidiendo consolas, olvidadas pertenencias empolvando armarios, chineros, mesillas, cajas fuertes, contaminando el aire con sus viejos bultos, ensuciando la conciencia con el peso del manchado sacrificio, como nuevos dioses lares, fetiches de obligada adoración o reliquias de un culto extraño que exigiera a sus creyentes la morbosa contumacia y una continua reafirmación. Pero ni siquiera disfrutaban de tales cosas, ni siquiera las veían o intentaban su uso porque, al fin y al cabo, eran eso: cosas inútiles, grotescos muestrarios de salón, amasijos de polvo, cadáveres de sueños fosilizados; y el tiempo, que era poco para vivirlo, se invertía todo él en conseguirlas, guardarlas, apilarlas, cuidarlas, con la entrega inconsciente de las horas propias
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y esa carga de los modos empleados que gritaba desazón desde lo oscuro. ¡No importaba! Lo único que anhelaban era poseer, tan sólo eso era necesario: tener cosas, saberlas propias ignorando su mentira, lanzar su posesión a los rostros vecinos con afectada displicencia y taimado orgullo, pregonar su calidad, su origen, su excelencia, especificar la rareza de su hechura o la forzada utilidad que reportaban, dejando bien claro a los cuatro vientos que vivir no era vivir si había de hacerse sin su sombra amiga. Era un atávico rito manifestando el poder, invertida ceremonia del selvático fuego, un potlatch en el que nada se destruía y todo se acumulaba, un sólido fortín que las cosas componían exhalando complacencias de tangible engaño, amadas cadenas de querida esclavitud, voluntario emparedarse entre objetos codiciados como símbolo indiscutible de rango, muletas mentirosas de la dicha, obscenas credenciales de triunfo que los mediocres amaban hasta la muerte. El mercado, por supuesto, proveía: se vendían inútiles objetos en inútiles tiendas se inventaban la necesidad, se diseñaba el placer, lo que había que tener era anunciado, el bienestar regulado, 248
el gozo contra reembolso, la dicha en cómodos plazos y el ascenso al paraíso predicado con sonajas por /doquier al módico precio de seguir la rueda. Todo cuanto era por principio innecesario se tornaba por ensalmo imprescindible, se fabricaba lo que nunca fuera a usarse y sangraba la mano de los más pobres en rincones malditos de la tierra para el efímero antojo de los compradores en ceremonias que el tedio urdía. No se preguntaba por provecho o servidumbre, la belleza o el “para qué” eran cuestión del capricho, el sentido simplemente era tener, saber que el objeto era de uno y que medios y orates pregonaban su importancia; alcanzar las delicias divulgadas con mentiras y obtener lo que a voces escupían las esquinas a los dóciles sirvientes del engranaje. Así luchaban simplemente por tener. Y a tal lucha entregaban sumisos las horas del día que quedaban deshabitadas del azul del aire, monótonas rutinas, míseros empleos aceptado el convivir en grisáceas ratoneras tan sólo por la fuerza lujuriosa de las cosas que erótica ahuyentaba la hueca soledumbre y al pánico acerbo a quedar desnudo. Y luego, tras conseguir tales cosas, a esforzarse en los cuidados que sin tregua /precisaban, mantenerlas, ubicarlas, defenderlas, custodiarlas, concitar un círculo que las admirase,
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prosiguiendo así la envidia y la enferma adoración de cada cual por su artillería. Y por eso los hombres morían cansados. Y morían en espacios constreñidos, repletos de quincalla que los ojos repudiaban, sofocada la vida que pudiera haber sido, abortados los mínimos atisbos de la libertad: aire limpio, sencillo cuerpo, lo justo al paso, la luz penetrando a placer por los cristales, los vacíos interiores de la casa abierta, la absoluta grandeza de los vagabundos, la mochila desinflada, ligeros los bolsillos, sin llaveros, sin papeles, sin reloj ni documentos, increíble dicha que de antiguo se perdiera, gozo inefable del que apenas tiene que el destierro condenara a otros planetas. Las flores, por lo tanto, se marchitaban a solas, la luz de las mañanas se hacía gris al nacer, quedaba la tierra desoída en su llamada, empalizados los horizontes, reseco el sol, los caminos extranjeros y el cielo desatendido, el alarde de lo vivo sonaba ausente, y el ocio, con su grito libertario, era casi un sacrilegio, abatiéndose los hombres de por vida contra el suelo como termes aplastadas en el reino abundante de las cosas.
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LO QUE NO FUERA
Todos querían que el tiempo girase sobre sí mismo y volviese manso a pararse otra vez ante la puerta para dar por fin todo aquello que ayer no dieran y escanciar el amor que, aun caducos, retenían. Pero el tiempo era ido, y en el reino del tiempo no existían concesiones. Querían que de nuevo apareciesen tal cual eran aquellos cuyo abrazo simplemente resistieran, aquellos que bueno fuera apretar contra el pecho y retener allí, cálida y fuertemente: hermosas presencias cinceladas como ellos, regalos que la vida otorgara a sus días por entonces, estuches de precioso contenido y envoltura hechos simplemente para amar sin razón hasta el /delirio y para el juego de saberse por mil partes derramados en solemnes misas de adoración extrema.
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Pero aquellos se habían ido, y en el reino de los muertos no existían concesiones. Querían que blancas amaneciesen de nuevo las horas que se fueran consumiendo de vacío, los instantes de agua viva que medrosos enlodaran con el metálico óxido de la prudencia; un brillo que los ojos ocultaban, la emanación profunda del aliento, la cálida percusión del cuerpo que pedía reunirse, la voz que envuelve, la sorpresa de saberse dividido, la caricia que se entrega, la donación absoluta y la palabra en la mano que se sopla y llega al alma. Querían que volviesen aquellas horas, pero las horas se habían ido con silencio aleve y los cielos encapotados comenzaran a destilar /hacía tiempo aquella pegajosa niebla que se metía en la entraña, aquella apretura de la vida estéril que pasaba lenta sobre las casas estirando los grises cendales de la soledumbre, abiertas las troneras, vacías ahora las ánforas, rotos los cuerpos, quietos los segunderos sobre un montón de baratijas, detenido en el aire el aroma ácido de lo que no fuera: larga herida que la sal escarnecía con los tercos cristales de lo omitido, reino de hielo donde ya no florecía ni la menor concesión.
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EL FATAL ABURRIMIENTO
Escapaban de la soledad como del mismo infierno y temían sobre todas las cosas el fatal aburrimiento. Y por eso se embarcaban en continuas compañías que en el fondo odiaban. Afrontar cada hora con gente al lado era la meta, alguien con quien hilar de continuo la vana palabra, alguien con quien compararse, alguien a quien sorprender, alguien donde apoyar la sonaja que entontece, ruido de grupo que los iba llevando por la vida en sonámbulo abandono de lo que era propio. Y así se deambulaban, de aquí para allá sin meta alguna: un tedio de plazas y catedrales, un marasmo de museos y baratijas, viejos salones ya visitados, grises esquinas y hoteles al paso, nada nunca gozado con parsimonia, nada nunca tomado en serio, 253
la palabra urdiendo la ocurrencia torpe, la mirada resbalando por las cosas con cansancio, personas desatendidas, el paisaje de las horas olvidado, los cuerpos entregados al dictamen de cualquiera, gente canalizada por gastadas torrenteras, gente en restaurantes, en trenes, en autobuses, gente llenando estadios, cafeterías, salas de baile, gente luchando de por vida para no estar sola, haciendo una y otra vez las mismas cosas, apretando resecos frutos de juventud que ya se /agriaran, repitiendo aburridos rituales que ya fueran vomitados y aparcando los cuerpos en grupales cadenas de pertenencia que así la liberaban del terrible suplicio de pensar y del aciago abismo de quedarse solo. ¡Cuánto era dado en esta oblación del individuo que así se enganchaba en la ociosa charla y en el /chiste viejo, en la moda de turno, en el cotilleo y en lo chabacano, que así rendía plaza de su íntima querencia /aposentada y vivía en la superficie de su agua profunda, sin la mínima inmersión en la gran dicha, complacido simplemente por sentirse acompañado y embutido hasta el sofoco en la hueca comitiva que glotona lo atrapaba con banal cordaje! Pertenecer a algo para así poderse decirse, ser de algún rebaño cualquiera que fuera, insignia, nombre, clara referencia; o, si no, la etnia, el credo, el círculo que aprieta, 254
banderín o estandarte, raza, clase, casta, gremio, compañía atrincherada a la defensa, grupo que cobija, convención que ahoga, un seguro a cualquier precio contra el tedio /presentido tras la oscura puerta del propio nombre, una entrega sin condiciones por no poder afrontar lo que ser pudiera el estar a solas, por no poder soportar ni siquiera aquel silencio, aquel pánico emboscado tras saberse, a ciegas, vacíos de sí mismos y esclavizados.
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PERTENECER
Tanto como el aire que respiraban les era necesario tener a quien seguir. Del mantillo prehistórico les venía la querencia, terca marca del poderoso pie que los aplastara por arcanos pastizales de saña y fuego. Medular implantación fueran entonces el miedo y la soledumbre, primitivo alimento de la raza humana que atisbara la zarpa de los poderosos reclamando el territorio; y ahora, como almas en pena, deambulaban por las calles mendigando a gritos el líder que viniera a rescatarlos, el maestro con las llaves necesarias, el héroe que ellos no eran, el padre que amparaba, el tirano si preciso fuera o aun el simple espantapájaros. si los sueños permitía y otorgaba credenciales.
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Era así como la sombra castigaba los horizontes y el cristalino reflejo de cuanto fuera posible se pisaba sin decoro con el tosco calcañar de la turbamulta: adorar, obedecer, imitar, pregonar, matar si era preciso por aquel fantasma que erigían los mediocres cual morada de ilusiones con mágico nombre, ceremonias preferidas y voraz instancia de absoluto acatamiento: órdenes, mandatos, regulaciones, caprichos; coreado, seguido, gritado y remedado, enseñas y proclamas alzándose de pronto sobre glebas monocordes, tropa ciega que a lo largo de las eras mantuvo incólume aquella sorda necesidad de alzar altares y ofrecer cuerpos a impasibles dioses de cartón piedra. Parecía que les fuera grato recibir golpes; las manos se alzaban gritando nombres, los muros exhibían los rostros a quien amar, la vida era vivida con alientos extraños, sorbos de otras bocas, exaltaciones de distintas nervaduras, sentimientos que otros tuvieron, acciones que otros establecieron para ser ciegamente remedadas, símbolos, emblemas, amuletos y fetiches, cosas que venían del Olimpo recreado y los vientos pregoneros repartían para ser lamidas como reliquias.
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Ser poseído por idea o causa, adorar a una imagen de manera total, entregarse a lo que fuera, encerrarse en un vallado de dogmas y de contraseñas para ser marcado a fuego y obtener una celda protegida en la colmena; a ser posible, con carteles distintivos cruzando el pecho, o sobre la frente, bien visibles, placartes reluciendo por las calles al pasar la /multitud, gritando a las esquinas aquella grata consolación de tener dueño y lugar de pertenencia. Libar de aquel gozo infausto de ser alguien, sentirse llevado en la fácil marea de algún rebaño y exhibir aquellas argollas de hipnótico bronce que alejaban mentirosas por un rato la zarpa inextinguible de saberse solo. Y luego las amadas proclamaciones: de nuevo escudos, insignias, pendones y pancartas, “yo soy de esto”, “ yo soy de aquello”, “nosotros somos así”, “nosotros de esta manera”, “éste es nuestro credo”, “ésta es nuestra bandera”, “ésta es nuestra tierra”, “éste es nuestro color”. Por veces aspavientos en la dúctil marioneta, por veces guerra y fuego, ofensas que se elevan, los valladares que se plantan recalcando diferencias y un baño de dolor que se alza sobre la tierra, sacude a los hombres y enardece los sentidos, escanciando neuróticas libaciones de sangre, como el vino fuerte de los rituales que siempre se vierte en los holocaustos.
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Es la fiebre de la ansiada pertenencia: un excitante elixir que apacigua al ser humano desde antiguo, una droga que parece necesaria y la especie ramonea pordiosera inhalándola en oscuros habitáculos de astucia donde moran los taimados al acecho; allí la inhala; la inhala como inhalan el pútrido vaho de los termiteros los anónimos insectos invidentes, como se inhala la muerte en los cementerios, establecida en nombre y precisas credenciales sobre losas que pregonan a los vivos la postrera pertenencia de los muertos, la inhala, en fin, cuando inhalan los débiles ese efluvio de la fuerza que atribuyen a cualquiera y los enardece y los destierra de sí.
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EL CINE
Cada domingo se embutían acuciosos en el vaho espectral de la gran sala, ante el mágico horizonte de la pantalla que en segundos los llevaba a otro vivir, cual si de un útero compasivo se tratase donde renacer pudieran a otros mundos, olvidado por un rato el cansancio de saberse rasantes y vulgares sobre tierra firme. Entonces desfilaba cuanto fuera posible: hombres y mujeres atrapándolos en tecnicolor, paraísos que pudieran existir para ser vividos en pasiva expectación de cuerpo ausente, el tiempo cortado en los momentos exactos, la escena conclusa tras la precisa palabra, el gesto explayando lacónicas sabidurías, el suceso fundiéndose con la intención, parásito el espíritu del cuerpo ajeno, posible lo extraordinario, normal lo heroico, sin el calvario de los monótonos intermedios, 260
con música de fondo, dicción perfecta y el eclipse de las parcas servidumbres. La vida se adormecía en aquel hipnótico altar y se dejaba llevar ensayando encarnaciones; olvidadas eran las raquíticas miserias sobre el ara que circuía el terciopelo, perdido por un rato el carné de identidad, golosa la mente tras la acción estallante, puesto en acto virtual cuanto fuera esperado de las lógicas vidas de los arquetipos, soberana la invención para abrir las alas y alzar en vuelo a las muchedumbres. Luego, la luz de la tarde escupía a la cara el azote del resol en los cristales y envolvía sus vidas con las mismas cosas, más grisáceas todavía por contraste, más hirientes por la cruel comparación y por el dulce amargor de la gloria conclusa. La realidad sin cortes simplemente esperaba con el látigo de la externa claridad: tediosas y ordinarias diligencias, norias girando en la misma rutina, largos intervalos sin que nada sucediese, sin que los días, clementes, procurasen algo que plasmar se pudiera en pantalla alguna o emulara, al menos, el vivir del cine. Los tranvías corrían despavoridos en aquella hora aventando los sueños con gemido estridente y tornando fantasmas a gastados nichos. Derrota final de la tarde festiva, que no era honrosa, 261
ni enmarcar se pudiera en la frase solemne que cerrase digna un gran film de guerra. La calle la misma, la escalera la misma, la misma puerta, la misma habitación. El día muriendo con sabor marchito, y tras él el lunes, y el martes, y el miércoles, la mecánica molienda de las horas similares extendidas sobre grises calendarios de plomo, de muerte lenta, de mezquinas parsimonias, de pequeños amores, pequeños odios, pequeñas /ansias, pequeñas esperanzas y temores, cosas todas que nunca el celuloide se dignaba reflejar ni fueran posibles en aquellos mundos de efímero poso, que los cines mostraban misericordes cual benigno esparadrapo dominical.
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FIN DE SEMANA
De bar en bar y de copa en copa, de urbana en urbana sensación como de tedio en tedio y de náusea en náusea; siempre esperando el viernes como los presos /esperan la salida al patio, siempre con el anhelo de que en la otra esquina se escondiese el milagro arrasador del fatal aburrimiento de vivir. Era de buen tono estar a la última: nombres de locales recién abiertos, diferentes emociones, modas diferentes, el hambriento deambular por la espalda de la ola, pequeñas sabidurías para ir tirando, sumisas claudicaciones para ir viviendo, un catálogo de dichos y palabras al paso y una amarra de azarosas compañías 263
para no estar solo, siempre a la caza y captura de avarientas sensaciones puntuales, siempre escapando de la voz nocturna, siempre las chispas del sexo que excitaban la libido disfrazadas y no eran suficientes. Patético discurrir de las horas contadas, el dinero que se cae sin ser medido, el cansancio del último chiste, las maneras que se llevan, un amparo de cuerpos que avente la soledad y sostenga el esqueleto en la corriente, un inquieto rebullir buscando lo impreciso, lo que nunca pasa, un filo de lunes, y de martes, y de miércoles blandiéndose oscuro sobre las horas, mustia la mirada por la dicha fingida, mísera la ganancia por seguir en multitud.
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EL TRABAJO
El trabajo era el signo de la vida. No trabajar era ser nadie; el tiempo libre era así vilipendiado por los grandes roedores y sólo apetecido por las frágiles polillas sin pesantez. Mendigaban el trabajo como carta de identidad, dar el tiempo a quienquiera que lo tomase, no sólo para ir tirando sino para exorcizar al lánguido fantasma del no hacer nada. Monótonos trabajos con adicto modo, almas uncidas y conformadas que hacían virtuoso el menester, vacíos trabajos en los que la carcoma corroía los ímpetus mascando tiempo, rutinarios trabajos en troquelados nichos donde las horas se deslizaban moribundas entre parsimonias que adormecían y escalafones que condenaban. 265
El sistema proporcionaba sus propias adormideras, merecer, ascender, ser nombrado, la etiqueta, unos números marcados con aséptico puntero, una letra, un nivel, una medalla o, por si acaso persistieran aleteos, la eficiencia y la eficacia, el deber y el sacrificio, responsables cumplidores del deber, cabezas visitadas por el sentido común. Y se veía así la flor más pura, la que naciera para el diáfano baile de los aires y la vital estampida tras las luces esparcidas, constreñida al ir y venir que le dictaran, siempre las mismas palabras, los mismos /reglamentos, siempre los lacayos estadillos requiriendo sobre las frías pantallas de ordenador. El trabajo era sagrado, el trabajo que unos hombres preparaban para otros sobre las cifras nocturnas olvidado el corazón en los despachos, el trabajo que engullía las conciencias sin hacer las preguntas necesarias, aquella ordenación de la estulticia, aquella parodia de valores que instauraran en los cráneos a sibilinos golpes de autoridad los que iban del trabajo en sus almenas sobre su borde distante. El trabajo era sagrado, aquel trabajo que cincelaba a su manera, el que tallaba a los hombres con la fuerza del salario y el beleño maldito del acomodo, 266
el trabajo indiscutido que sobre todos los hogares se alzaba necesario como se alza un dios. ¡Qué humillación sufrían los ríos del sentimiento si manaban por veneros inconformes con lo dado! ¡qué anónimo escarnio de retoños de amapola esparcido millonario sobre la faz de la tierra! Privación de la herencia de las horas y de los espacios, rapiña del tesoro debido de la humana libertad, dolo contra el sagrado reducto del ser humano, usurpación de las propias luminarias, humillación más terrible todavía puesto que era apetecida al influjo de mezquinas baratijas espejeantes, rondadoras del hambre con que todos nacen. Y no era fácil saber quien movía los cordeles de la extensa pantomima unos danzaban al acorde de los otros y éstos a su vez al acorde de los unos; nadie apareció que airease otra bandera, nadie que se alzase sobre el gris apego blandiendo las armas de la sensatez y gritara ¡basta! con furor bastante, nadie que se parase a pensar entre los brotes del hierro, que se detuviese un instante al cubrir su ficha, o al trazar los pautados movimientos y se hiciese la pregunta necesaria sobre el trabajo del hombre que santísimo lo engulle.
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CAUSAR IMPACTO
Causar impacto, tal era el móvil. Hacer que las aguas se agitasen en torno al cuerpo formando ecos y sentir la viciosa picadura de las miradas que inyectaba un enervante licor, poderoso y cálido, más extasiante que el mejor de los vinos. Impresionar a cualquier precio, verse al espejo y sentirse alguien, dejar que el nombre propio naufragase en tinta, la desmesura bajo las luces, la discreción a los vientos y la inope existencia de cada cual en calimas de matices legendarios. Concitar para siempre el pasar inadvertido, lanzar tras la frontera el temido anonimato, causar impacto, ése era el gozo preferido, la droga excelsa, el estar ante el foco a toda hora, desnudarse sobre la mesa
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para pasto de un millón de sabandijas que causaban paroxismos al clavar sus dientes. La vida esparciéndose en patéticas migajas, la flor de los patios interiores entregada a la pública subasta, los mezquinos acontecimientos, la banal intimidad, los penúltimos despojos de la miseria, paladeados de boca en boca, manoseados, repetidos, adulterados, pregonados al precio que fuese, para bien o para mal, eso era lo importante, lo que medía la gloria, el ara apetecida para ofrendar la honra a la mísera succión de los insectos. Aviesas profesiones se ofrecían al servicio, lo innoble en selecto se tornaba si tenía pregonero, la vara de medir era el renombre y el oprobio de la gente, ser un mísero habitante cuya historia transcurriese en secreta habitación. Como un ídolo funesto, la fama pedía víctimas, el mercado voraz exigía darlo todo, entregar los perfumes cosechados a la sombra, los blancos percales del cajón secreto y las flores ocultas de la cámara santa que en su día hubiera. Pero no importaba. Ya no era el tener lo perseguido, ya no era el logro, ya no la conquista meritoria,
el afecto ganado, el calor de la mano o el amor silente, Ser nombrado era entonces lo importante: que en el mundo se supiese el nombre propio, que los oídos fuesen impresionados, los ojos engatusados, las miradas adheridas a una imagen y la atención reclamada aunque fuese por los actos de la indignidad. Causar impacto. Tal era el goloso pasatiempo que excitaba tentador al hormiguero. Por él se pisaban los sembrados, se escarnecían las tempranas amapolas, se firmaban los pactos inconfesables, se desnudaban las almas y los cuerpos, y perdían fascinados los humanos la cabeza en rutilantes borracheras de triste luz.
SOLOS
Cual un ojo al acecho que jamás descansase se cernía sobre ellos de continuo el pesado oprobio del tiempo muerto: terror infinito al aburrimiento, un hueco sin fondo, un lento veneno, un fantasma omnipresente que los hería con su ceniciento filo y aplastaba su alma contra las cosas. Sin razón se diría aquel vivir que las plantas y animales no quisieran, estando como estaban, día y noche, ateridos por el miedo a estarse solos, asustados como andaban por quedarse alguna vez con la vacua compañía de ellos mismos, sin palabras, sin personas, sin objetos, sin escapes de consuelo hacia los otros, o sin la interna modorra de alguna rumia o preocupación.
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Los peñascos sobre el monte estaban solos, los ríos solemnes estaban solos, el cúmulo rotundo despanzurrado en el aire, el señor de los felinos atisbando la oscuridad, la cobra, siempre alerta, pendiente de lo suyo, el ciprés vigilando el cementerio, los aspados molinos contra el horizonte, todos estaban solos. Y detenidos. Pero ellos no podían detenerse, ni podían quedarse a solas con ellos mismos, pues temían sobre todo aquel infierno que el silencio tras sus pliegues escondía. La vida se les iba en procura de un escape, huyendo siempre de la calma chicha: natación agotadora contra las olas del tedio, continua obsesión por tener que entretenerse, por conseguir que el tiempo al fin pasase evitando de tal forma aquel espanto escondido que causaban el tictac de los relojes y las curvas envolventes de la nada. Buscar compañía a cualquier precio, inventarse quehaceres sin sentido, tejer pequeños dramas que, por dentro, entretenían, hurgar y hurgar en la herida para encontrar evasión; nuevas sensaciones, nuevas distracciones, nuevas adquisiciones; los lugares de moda, los fútiles divertimentos, las chácharas vacías que también cansaban, el baladí discurrir con el tiempo a cuestas 272
al amparo mendigado de un rebaño protector con el que poder hablar y hablar y hablar, revestir de sonrisas aquel miedo presidente, hacer cualquier cosa con la cual pudieran sofocar los minutos de hiriente plomo y matar las horas de cemento espeso. Al atardecer las gaviotas se posaban en los médanos y se quedaban largas horas quietas y silenciosas, como rocas blancas que la luz hipnotizase con su paz extensa. Estaban solas. Miserables perros, pordioseros gatos de la ciudad, anónimas bestias habitantes de los pastizales, se estiraban a la luz del día y permanecían inermes, como felices cadáveres sobre la tierra caliente. Y así se estaban: solos por horas; líquida su mirada de plácida calma, suave y cadencioso su respirar. El sol, desde arriba, parecía reírse de cuanto veía, siempre solo, siempre radiante y risueño, siempre indiferente en su trono estable; y la luna, solitaria habitante de la noche, que irradiaba complacencias desde el cielo, se avenía con desgana a proseguir. Pero ellos no podían detenerse, no podían quedarse quietos ni por un segundo, no podían estar solos o callarse simplemente por un rato, muda su boca y su mente muda. Ellos estaban condenados de por vida a la ronda cercana de la soledad que los afligía, 273
al sonido atronador de los silencios que los ensordecía, y al oscuro abismo del no hacer nada que los angustiaba; a tener que buscarse protectoras presencias y escaparse del horror de tales cosas, o mover, en todo caso, el pensamiento como se mueve una estopa contra el fregadero o giran las piedras molinando el trigo. Sin duda nada sabían del dulzor de la calma, del selecto fruto que se grana en soledad o del gozo que se oculta tras murallas de silencio. Desde muy antiguo les fuera hurtada la paz. y por eso vivían el suplicio artificial de tener que aventar la soledumbre; con el tamo mancillaban la blanca harina, una noria de minutos los ponía en movimiento, las cuerdas del miedo apretando cuerpos, los fingidos grilletes simulando el hierro, agendas repletas, calendarios vanos. La vida era entonces una carga, y por veces se maldecía. Liberación el sueño profundo y un gran cansancio el que los días viniesen con su baile aciago y su alforja vacua, siempre plenos de agujeros por llenar, siempre con el látigo del tiempo inexorable, siempre la carga del hastío en las espaldas y la amarga soledad asustando a aquellos hombres que escapaban de ellos mismos, en compañía, y enfilaban, desterrados ignorantes de su hacienda, los pútridos campos de la muerte en vida. 274