LENTEJUELAS Gary Jenning
America
1 —Yo diría que no veremos más al elefante, ¿eh, Johnny? —dijo uno de los soldados d...
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LENTEJUELAS Gary Jenning
America
1 —Yo diría que no veremos más al elefante, ¿eh, Johnny? —dijo uno de los soldados de uniforme azul. — Supongo que no, Billy —respondió uno de los soldados de uniforme gris. Entonces pareció un poco sorprendido—: iEh! ¿Vosotros, los yanquis, también decís lo mismo sobre el elefante? — Siempre, o solíamos decirlo —respondió el soldado de la Unión—. Si un tipo decía que iba a ver al elefante, significaba que su tropa salía a luchar con vosotros, los rebeldes. — Claro, y lo mismo pasaba con nosotros, los confederados. Siento haber perdido esta guerra, pero no siento haber dejado de ver para siempre a ese elefante en particular. — Yo tampoco. ¿Te gustaría echar humo? —!Santo Dios, Billy Yank! ¿Tienes tabaco? — Un poco. Y tú, ¿tienes una pipa? — Es casi lo único que me queda. —El soldado confederado cambió de mano las riendas de varios caballos y con la mano libre rebuscó en un bolsillo—. Hemos fumado y masticado hojas de frambuesa, cuando no las hervíamos para hacernos «té». ¿Te lo imaginas? Y toda esta parte de Virginia solía ser tierra de excelente tabaco. —Ahí tienes. Hoja ancha cultivada en la sombra de Connecticut. Llénate la pipa. Otros reclutas abandonaron las rígidas posturas de patio de revista que habían mantenido junto a los caballos, y azules y grises se mezclaron, alargándose mutuamente las riendas que sujetaban, a fin de llenar sus pipas o cortar una porción de tabaco. Estaban en una loma cubierta de hierba al lado de un acre triangular de terreno baldío, un poco más abajo del juzgado del pueblo, y cuidaban las monturas de los numerosos oficiales unionistas y confederados que supervisaban la formación del último pabellón de armas.
Estos generales y coroneles, que vigilaban al borde del terreno ceremonial, aún no se habían relajado y permanecían erguidos y graves como si asistieran a un funeral militar. Y en cierto modo así era, con ayuda de la música melancólica tocada por la banda unionista —las canciones de campamento más tristes de todas las preferidas por uno u otro ejército—, Lorena de los confederados y Levantando esta noche las tiendas en el viejo campamento de los yanquis. En los campos que rodeaban la parda ciudad de tiendas yanqui surgida junto al pueblo, estaban formados los restos del ejército confederado de Virginia del Norte. Al oír una orden, los hombres marcharon por compañías hasta el borde del terreno baldío triangular y, tras otra orden, entraron en él por pelotones. Efectuaban los movimientos con solemnidad, pero de mala gana y, por consiguiente, sin orden y sin llevar el paso, en filas irregulares. En el triángulo, no colocaron sus armas en la forma de trípode convencional, sino que se limitaron a tirar en un montón sus rifles, mosquetes y carabinas —y los sables y pistolas de los soldados de caballería— para que los armeros de la Unión se los llevaran. Cuando todos los pelotones se hubieron desarmado, abandonaron toda semblanza de orden y, sin esperar la voz de mando de «iRompan filas!», los hombres se dispersaron por separado, cada uno hacia donde quiso. Unos se quedaron a mirar un rato. Otros fueron a reunir los efectos que aún poseían y después se marcharon. Algunos se alejaron con amplias sonrisas; otros, con lágrimas. En la distancia, al otro lado del río Appomattox, las armas más pesadas de la artillería confederada eran arrastradas por troncos de caballos hasta una área de concentración. En la escena había también varios espectadores civiles, la mayoría reporteros de periódicos del norte. Uno, sin embargo, era una anciana residente en la localidad. Permaneció toda la mañana, chupando una pipa apagada, en el destartalado porche de su cabaña de tablas, a un lado del terreno donde amontonaban las armas. Un gato pequeño y blanco, a todas luces suyo, se paseaba por allí cerca, frotándose a veces, ronroneando, contra los desnudos pies de la anciana, otras contra las viejas botas de cuero de los generales y coroneles y otras contra los espolones de los caballos de los oficiales. Mientras tanto, los ordenanzas de estos oficiales habían encendido su tabaco y chupaban con agradecimiento o masticaban y escupían con profusión, y ahora empezaron a charlar amistosamente de los caballos que cuidaban. —Esta belleza negra —dijo un sargento de la Unión— es el caballo de batalla del general Sheridan, Winchester. Y aquel castrado, Johnny, es el famoso caballo tordo del general Lee, ¿verdad? ¿El llamado Viajero? — El mismo. Se llama Viajero desde que es propiedad del tío Bobby. Antes se llamaba Jeff Davis. Y mi nombre no es Johnny Reb, a partir de hoy, se entiende. Es Obie Yount.
— Y yo tampoco volveré a ser Billy Yank, sargento Yount. Soy Raymond Matchett. —Encantado de conocerle, sargento Matchett. Y gracias por el tabaco. Tiene un sabor excelente. En torno a estos dos hombres se oían fragmentos de otras conversaciones sociables. —... sí, señor, yo también serví en el ejército de los Estados Unidos. Y cuando me alisté en este ejército de Secesión, ¿sabes qué ocurrió? Visité a unos viejos amigos del ejército de los Estados Unidos y los muy groseros me volvieron la espalda. Sucedió en First Manassas y esos amigos volvieron de espaldas hasta Washington, D.C. — Lo creo, Johnny, claro que lo creo. Durante toda la guerra nuestros oficiales nos han dicho: «Muchachos, los Rebs se retiran! iPero cada maldita vez resultó que los Rebs se retiraban hacia nosotros! —... Qué diablos, Johnny, yo también estoy deseando volver a casa y ver a mi chica y, qué diablos, hacerlo. Pero nunca en mi vida lo oí llamar «tocar el Doodle con una mujer». —No me sorprende, Billy. Es una expresión un poco privada. Mi mujer es profesora de piano y solíamos llamarlo «hacer música». Pero cuando empezó la guerra, inventamos otro nombre y ahora lo llamamos «tocar el Doodle sin el yanqui». —... Entre nosotros, sargento Yount, yo diría que es usted demasiado grande, feo y obstinado para prestar servicio como ordenanza. —Tiene razón, sargento Matchett. Sólo estoy aquí porque está mi coronel y no es un oficial cualquiera. El coronel Zack y yo somos de caballería. Se trata de que el general Lee quería que nuestro bando hiciera un buen papel en la rendición, así que se trajo aquí a los pocos oficiales que no tenían los uniformes hechos harapos. Este caballo de color amarillento es la montura del coronel Zack, Trueno. Este es mío y le puse el nombre de Relámpago, para que se avinieran. Trueno y Relámpago. — ¿Relámpago? —preguntó un cabo de la Unión que estaba cerca—. ¡Eso es un percherón de cervecería! —Soltó una carcajada—. No se ofenda, sargento, pero ¿no debería darle un nombre más apropiado? ¿Leviatán, por ejemplo? —No te metas con él, muchacho —dijo Yount, afable—. Conseguí a este animal en tu bando. De un granjero yanqui cerca de Gettysburg, después de que el mío cayera muerto debajo de mí. —Bueno, ahora que lo he visto bien —dijo el cabo—, el caballo no es mucho más corpulento que usted. Caballo grande para un hombre grande. Conque Trueno y Relámpago, ¿eh? Creo que admiro esa idea. — Este caballo de Sheridan también solía tener otro nombre, Rienzi —continuó el sargento de la Unión—. El pequeño Phil lo cambió por el de
Winchester porque fue en la ciudad de Winchester donde el general inició la última campaña del Valle y la ganó. —Conque el pequeño Phil Sheridan lo llama una campaña, ¿eh? En el Valle de Shenandoah todos lo llamaron la «Quema» —gruñó Yount. — ¿Estuvo usted allí? — Sí, con mi coronel. Entonces sólo era capitán, capitán Edge, y eso fue... Dios mío, sólo fue el otoño pasado. Estuvimos allí con el Treinta y Cinco de caballería. En aquella ocasión vimos al elefante en un lugar llamado Tom's Brook. —Yo no he estado nunca en el Valle —dijo el sargento Matchett—, pero recuerdo haber oído algo sobre el Treinta y Cinco de Virginia. —Se rascó la barba, pensativo—. ¿No era el batallón apodado los Comanches? ¿Y no fue...? — Licenciado después de aquella misión —interrumpió bruscamente Yount. Entonces, como para suavizar su brusquedad, sonrió y añadió— Siempre me he preguntado por qué lo decimos. — ¿Qué? ¿Comanches? —No. Ver el elefante. —Ahora que lo pienso —dijo el cabo yanqui—, yo tampoco lo entiendo muy bien. Solía ser un dicho de las gentes de la ciudad: «!He visto al elefante!», en el sentido de «no puedes engañarme, he recorrido mucho mundo». Hoy en día significa: «He estado en el frente, no soy un recluta verde», pero ignoro el origen de este otro significado. — Nunca lo oí decir a un soldado, ni en México ni en los Territorios — dijo Yount—. No lo oí emplear en este sentido hasta que empezó la guerra. —¿Estuvo en México? —exclamó el sargento Matchett. — Sí, con el coronel Zack, cuando sólo éramos soldados rasos, sin ninguna graduación. Cuando aún éramos... —Yount tosió y miró hacia abajo, hacia su poblada y negra barba y su raído uniforme gris de confederado—. Los dos vestíamos de azul entonces. Bueno, qué diablos, igual que Jeff Davis y Robert E. Lee. —!Yo también! Quiero decir que también estuve en México. Fui a Veracruz con el general Scott. —Nosotros fuimos antes y más al norte, a Port Isabel. El cabo, que sólo había conocido esta guerra, miró de sargento a sargento con un silencio respetuoso. — Si fue a la campaña del norte, es probable que no estuviera en el frente de Cerro Gordo. Ni en el de Chapultepec, ¿verdad? — No. Luchamos en Resaca, Monterrey, Buena Vista... Los dos veteranos que acababan de conocerse y habían sido aliados aún seguían intercambiando nombres de campos de batalla lejos del juzgado de Appomattox —lejos de Virginia, lejos de la guerra—cuando esta guerra tocó a su fin. Alguien ladró: «!Atencíón!», y todos los soldados,
azules o grises, se cuadraron con la rigidez de una estatua. Todas las armas confederadas estaban en el montón, el ejército confederado se había rendido y ahora los generales y coroneles de azul y gris fueron en busca de sus caballos. El coronel Edge, que no era el más joven de los oficiales, pero sí el único que no llevaba barba o bigote, se acercó y tomó las riendas de Trueno de la mano del sargento Yount. Hubo un ruido considerable de arneses, cuero crujiente y herraduras inquietas cuando montaron los oficiales y los hombres. Yount se inclinó desde su robusto percherón y preguntó en tono confidencial: —¿Está seguro, coronel Zack, de que no quiere seguir luchando? Si es así, cuente conmigo. Al sur hay más ejércitos confederados, y también al oeste de aquí, que todavía no se han rendido. — He dado mi palabra de honor de que no lucharé más —contestó Edge en voz baja. — Bueno, pues yo no la he dado. Muchos hombres no hacen caso y a los yanquis les importa un bledo. Saben igual que nosotros que los documentos son papel para limpiarse el culo. Edge sacó y volvió a mirar la delgada hoja de papel que había recibido a cambio de su palabra de honor. Con manchada letra impresa y descuidada caligrafía, informaba a todos a quienes pudiera interesar que «el portador, teniente coronel Zachary Edge, CSA, prisionero en libertad bajo palabra», tenía autorización del ejército de los Estados Unidos «para irse a su casa y permanecer allí sin ser molestado». — Siendo un oficial, aún tiene carabina, revólver y sable —dijo Yount—; pesan más que ese pedazo de papel higiénico. Y los dos tenemos caballos, como solía decir Devil Grant, para plantar en primavera. Sin embargo, muchos de los hombres que ahora ve marcharse de aquí no se dirigen a sus casas para cultivar la tierra. Se van al sur para ver si encuentran al general Johnston en Carolina del Norte y luchar a su lado. — Pero no lo harán —dijo Edge con desaliento—. La noticia de que Lee se ha rendido llegará allí antes que ellos. El viejo Joe también se rendirá. Y también Taylor, Smith y los otros. Con Lee fuera de la guerra, no tienen elección. Todo ha terminado, Obie. Yount alzó sus corpulentos hombros y luego los encogió. — ¿Adónde va, entonces? No pensará uncir a Trueno a un arado y empezar a plantar los cultivos de primavera en el condado de Appomattox, ¿verdad? — No, supongo que, tal como dice aquí, iré a mi casa y permaneceré allí sin ser molestado. Edge guardó el papel en un bolsillo de la guerrera y se volvió en la silla para cerciorarse de que llevaba bien sujetos tras el arzón el macuto y la mochila.
—Vamos, coronel Zack —dijo Yount en tono plañidero—, sabe muy bien que, como yo, no tiene más casa que un cuartel, un acantonamiento o un vivac. Desde que nos conocemos, no hemos hecho nada más que guerrear. Casi veinte años de milicia. —No necesitarán nuestros servicios de soldado, Obie, por lo menos durante mucho tiempo. Será mejor que aprendamos nuevos oficios. —¿Qué, entonces? ¿Dónde? — No puedo decirle lo que debe hacer; ya no soy su comandante. En cuanto a mí, creo que volveré al lugar de donde vine, sea o no mi casa. — ¿Otra vez a Blue Ridge? — Sí. — ¿Para ser de nuevo un montañés? ¿Y yo volveré a una ciudad textil de Tennessee? ¿Nos separaremos, después de todos estos años? — No es necesario que nos separemos inmediatamente. Los dos lugares se encuentran al oeste de aquí. Edge puso al paso a Trueno con las rodillas, en dirección al juzgado, donde ahora ondeaba la bandera de los Estados Unidos. Yount inspeccionó rápidamente sus propios pertrechos y animó con las espuelas a su robusto Relámpago a un trote recio y ponderado. El caballo tuvo que sortear a los numerosos grupos de otros caballos, soldados y vehículos de todas clases, de modo que Yount no alcanzó a Edge hasta que ambos estuvieron al otro del pueblo y en la tierra batida de Lynchburg Pike. Mientras cabalgaban juntos entre ruinosos graneros de tabaco y cercas en zigzag, la conmoción y la música de Appomattox —donde la banda yanqui tocaba ahora una versión fúnebre de The Bonnie Blue Flag— se extinguieron a sus espaldas. Entonces Yount habló de nuevo, y en tono sombrío. —¿Sabe lo que somos ahora, coronel Zack? — Sé lo que no soy, un coronel de la caballería ligera, CSA. Y usted ya no es mi sargento, así que olvidemos las graduaciones y volvamos a lo que éramos cuando nos conocimos. Zack y Obie. — Me parece bien. ¿Sabes qué somos ahora, Zack? En este preciso momento somos historia. —Tal vez sí. Aunque es más probable que nuestra historia haya quedado atrás. Supongo que debemos estar agradecidos de haber podido vivirla. — Lo malo es que hemos de continuar viviendo. ¿Cómo piensas ganarte la vida en las montañas Blue Ridge? — Bueno, hace casi un año desde que Hunter y sus vándalos quemaron el IMV. Espero que a estas alturas alguien haya empezado a reconstruirlo, y es justo que eche una mano a mi antigua escuela. Necesitarán todas las manos que puedan conseguir. La tuya también, si no prefieres seguir hasta Tennessee. Y cuando esté reconstruido, volverá a necesitar profesores e instructores. Quizá me consideren apto para ello, y en ese caso te propondré como sargento instructor.
— ¿Yo, enseñando a cadetes en el Instituto Militar de Virginia? Yount pasó del desánimo a la extrañeza y en seguida a un radiante entusiasmo—. Vaya, eso sería fantástico! — Podemos intentarlo. Cuando dejaron atrás todo el bullicio de los dos ejércitos mezclados, cabalgaron en medio de un vacío y un silencio espectrales. No encontraron comunidades de importancia al oeste de Appomattox, y las escasas granjas que pasaron de largo tenían los postigos cerrados, de sus chimeneas no salía humo y en la carretera no había nadie más, exceptuando a algún que otro soldado gris, como ellos, que se dirigía a su casa a caballo o a pie. Había corrido el rumor, hacía menos de una semana —cuando el ejército de Lee se escabulló del largo sitio de Petersburg para intentar la desesperada hazaña de hacerse fuerte en Danville o Lynchburg—, que debería pasar por ahí y que los ejércitos de Grant no dudarían en perseguirlo. Por eso todos los habitantes de esas partes habían cogido todo cuanto podían llevar y abandonado lo que seguramente sería un campo de batalla. Sin embargo, resultó que la batalla no llegó hasta allí, pero no había nadie para oír la noticia. Edge y Yount no se habían puesto en camino hasta bastante después del mediodía, de modo que el precoz crepúsculo de abril no tardó en sorprenderlos. Se refugiaron durante la noche en una aldea desierta, en un edificio de madera ruinoso y vacío, pero que aún conservaba medio tejado y que, según un borroso letrero colgado sobre el umbral sin puerta, había sido la «ESCUELA DEL MUNICIPIO DE CONCORD». Cuando se despertaron a la mañana siguiente, lloviznaba y el día era frío y gris; la lluvia no era lo bastante intensa como para seguir resguardados, pero bastó para que el camino de polvo rojo se convirtiera pronto en una pegajosa arcilla que retrasaba a los caballos, por lo que en todo un día de cabalgar no adelantaron más que en la tarde anterior. Un poco antes de anochecer llegaron a otro edificio vacío, también con un letrero: «TIENDA DE GILES.» No sólo no albergaba a los Giles, sino que, como Yount comprobó, no contenía ninguna clase de tienda. La decepción fue suficiente para que decidieran no pernoctar allí y seguir su camino. Esto fue un error porque, después de sólo seis o siete kilómetros, la lluvia arreció y al mismo tiempo Relámpago empezó a cojear. — Maldito animal —gruñó Yount—. Con todo este barro, y tienes que pisar una piedra. Un poco más adelante había un puente de madera, visible a través de la lluvia, así que continuaron la marcha hasta que estuvieron sobre los tablones y fuera del fango rojo. Yount desmontó, se arrodilló, colocó el
peludo casco sobre su grueso muslo y empezó a hurgarlo con su cuchillo, mientras seguía gruñendo: —La gente de aquí se luce colgando letreros. —Había uno sujeto a la barandilla del puente que identificaba al río de debajo como Beaver Creek—. Se ha de recordar continuamente quién es y dónde está. —Tendríamos que habernos detenido en el último letrero —dijo Edge—. Esta lluvia no cesará durante un buen rato. Voto por acampar debajo del puente. Aún debe de quedar algo de leña seca por aquí abajo. Así lo hicieron; había leña seca y pronto encendieron una pequeña hoguera. Se sentaron a ambos lados del fuego a la creciente penumbra del anochecer. Edge calentó sobre las llamas un cazo de sagamita, la alimenticia ración del soldado de caballería, consistente en harina de maíz y azúcar moreno. — Recuerdo otro Beaver Creek en el mapa —dijo Yount—. Lo cruzamos al venir de Petersburg. No, ahora me acuerdo, aquél era Beaver Pond Creek. —Oh, diablos, debe de haber más Beaver Creeks en Virginia que bautistas —observó Edge—. Aunque nunca he visto un castor vivo en estado salvaje. —Rió entre dientes—. En cambio, he visto muchos bautistas salvajes. —Como Yount no hizo ningún comentario, Edge lo miró. Los ojos de Yount estaban muy abiertos y la boca parecía un agujero en la barba negra. Edge preguntó: ¿Por qué te sorprende tanto esta observación? —Al diablo con los castores y los bautistas —dijo Yount en voz baja, llena de un asombro reverente. Continuó mirando con fijeza, pero no a Edge, sino por encima de su hombro, hacia la orilla del río—. Ayer mismo... algunos tipos y yo hablábamos de ver elefantes. Y ahora, de improviso, diantre, Zack, !estoy viendo uno! 2 —iMassa Florian! —gimió una voz distante pero clara desde el fondo de la cortina de lluvia. Entonces el dueño de la voz lastimera emergió del húmedo crepúsculo, un hombre bajo y flaco, de piel oscura. Corría descalzo hacia la caravana de carromatos, con el gran turbante ladeado y los chillones ropajes ondeando bajo la lluvia—. iOh Dios, mas Florian! —iMaldita sea, Abdullah! —replicó el conductor, más modestamente vestido, del primer vehículo, un carruaje liviano, con techo pero abierto en los costados—. Cada vez que te excitas, olvidas llamarme sahib. Cuando estuvo cerca del carruaje, el hombre moreno jadeó: — No estoy exsitao, mas sahib, estoy despavorío. —Maldición, master sahib no, sólo... —Florian se detuvo, exhaló un fuerte suspiro y movió la cabeza. Tiró de las riendas para frenar al
caballo del carruaje. Los cuatro carromatos que le seguían en fila también se detuvieron y todos empezaron a aposentarse, sin ruido pero perceptiblemente, en el fango del camino—. Ahora dímelo con calma, Abdullah. ¿Qué te ha asustado? ¿Y dónde está Brutus? —Allí. Señaló con un dedo moreno y tembloroso hacia el puente de madera que ostentaba el letrero: «BEAVER CREEK.» — !Hannibal Tyree, cobarde holgazán negro! —increpó una bonita rubia que se asomó de repente a la abertura lateral del carruaje—. ¿Has echado a correr, dejando abandonada a la pobre Peggy? — Deseo —dijo Florian con fervor, apretando los dientes—, deseo por Dios que ahora que volvemos a estar en camino, Madame Solitaire, procuremos todos recuperar a nuestro personaje y recordar qué personaje somos cada uno de nosotros. — Oh, dejemos eso —exclamó la bella—. Si Hannibal ha perdido a ese animal, será mejor que salgamos del camino y volvamos al anonimato. — Peggy está muy bien, zeñorita Sarah —aseguró el negro—. Tiene las cuatro patas en el agua de ese río y se ducha con la trompa, más felíz que nadie. — Entonces, ¿qué ocurre, Abdullah? —preguntó Florian. —He espiao a dos hombres escondíos bajo ese puente, mas Florian. iSoldaos! Miré hasia allí y los vi agasapaos y a la espera, soldaos rebeldes. Ahora que la guerra ha terminao, seguramente se han vuelto ladrones. Cuando crusemos ese puente, saltarán y zas! —Se volvió para decir con reproche a Madame Solitaire—: No soy un +negro cobarde, zeñorita Sarah. He corrío para avisarlos a todos. Otros dos hombres y medio habían llegado de los otros carruajes a tiempo de oír el aviso. El medio, un hombre de poco más de un metro de estatura, dijo en tono desabrido: —Ese zoquete ha sido sensato por una vez. Sólo aquel aldeano del camino ha dicho que la guerra ha terminado. Quizá no es así. Ya te he dicho muchas veces, Florian, que era muy arriesgado salir tan pronto... Uno de los dos hombres más altos —aunque éste no lo era mucho, pero sí delgado y esbelto y de aspecto elegante pese a su atuendo de viaje— dijo con voz más serena: — Oh, no sé. En medio de tanta desolación, tal vez sea mejor morir de un disparo, une fois pour toutes, que perecer lentamente de hambre. El otro, un hombre fornido sin un cabello en la cabeza pero con un fiero bigote de morsa, preguntó de repente a Florian: — ¿Qué hacer, Baas? ¿Los liquidamos o se los entregamos al gato como comida? Florian reflexionó, luego se apeó del pescante y dijo:
—Bueno, es posible que acechen una presa. Ahora, sin embargo, apuesto lo que sea a que miran con ojos desorbitados a ese inesperado elefante y juran a Dios y a sí mismos no beber otro trago en su vida. Aunque no correremos ningún riesgo. Abdullah, has dicho que Brutus está en el arroyo. ¿A qué lado del puente? — Al izquierdo, sahib Florian —contestó el negro, ya repuesto del todo—. Un poco más arriba que los dos granujas. —Está bien. —Y, dirigiéndose a la mujer del carruaje, Florian añadió—: Querida señorita, ¿quiere alargarme nuestra arma? —Temblorosa, ella le tendió un viejo y anticuado rifle—. Yo me adelantaré, caballeros, y bajaré a la orilla izquierda donde está Brutus. Ustedes, capitán Hotspur y Monsieur Roulette, se acercarán a hurtadillas por el lado derecho del puente. Si esos sujetos se abalanzan sobre mí, ustedes corren bajo el puente y los atacan por sorpresa. El hombre calvo hizo crujir los nudillos y contestó: —Sí, Bass. El hombre esbelto se encogió lánguidamente de hombros. El casi enano protestó: — iEh, Florian! Yo no corto ni pincho, ¿verdad? — Tim, Tim —dijo Florian en tono conciliador—. Tú serás el más útil de todos. Puedes andar con agilidad hasta el mismo puente sin que te oigan. Y toma, coge el arma de fuego. Si nos ves en peligro, puedes disparar la única bala. Y procura dar en el blanco. El enano cogió el rifle, que era casi igual de alto que él, y enseñó, malévolo, sus pequeños dientes. — Pero no ataquéis primero —dijo Florian a todos en general—. Dadme la ocasión de presentarme. Pueden ser vagabundos inofensivos y... ¿quién sabe?, quizá tengan incluso víveres que compartir. Sin embargo, cuando bajó sorteando la maleza húmeda y olió el tufo acaramelado del humo de la hoguera, murmuró con disgusto: —No, no tienen nada, maldita sea; no, si se ven obligados a comer sagamita. Se detuvo detrás de la última pantalla de follaje ribereño, que goteaba lluvia, y, empapado también él, escudriñó a los dos hombres uniformados de gris desde unos metros de distancia. Estaban en la orilla, al lado mismo del elefante, con las botas dentro del agua. Mientras observaban al animal, uno de ellos alargó la mano para acariciarle la trompa, lo cual pareció gustar a Brutus, que alzó, dobló y enroscó voluptuosamente su largo apéndice. Florian miró río abajo, vio la pequeña hoguera encendida debajo del puente y, más allá, dos caballos comiendo las hojas del arbusto al que estaban atados. Los ojos de Florian se iluminaron y murmuró por lo bajo, esta vez sin ningún disgusto: —Vaya, vaya, vaya...
Entonces caminó osadamente hacia los hombres y el elefante y saludó con gran jovialidad: —iBuenas tardes, caballeros! Ellos se volvieron sin ningún sobresalto de alarma o culpabilidad, pero uno puso una mano sobre la gran funda negra que le pendía del cinto. Con un gesto señoril, dijo Florian: —iPermítanme presentarles, señores, al Gran Brutus, el mayor animal que respira! —Los hombres inclinaron la cabeza con bastante cortesía, primero hacia él y luego hacia el animal. Florian se dirigió al que llevaba la pistola enfundada y las dos estrellas bordadas en el cuello de la guerrera—: ¿Sabe, coronel, qué significa cuando se acaricia la trompa, como usted acaba de hacer, y el elefante la enrosca en un saludo respetuoso, como ha hecho Brutus ahora mismo? —No, señor, no lo sé —respondió Edge, lacónico. —Significa, según una venerable tradición circense, que algún día conseguirá usted poseer un circo propio. Esto hizo sonreír a Edge. Y la sonrisa hizo que Florian le mirase con perplejidad. El rostro del coronel tenía, en reposo, cierto áspero atractivo, como una benigna escultura en la roca. No obstante, su sonrisa era indeciblemente triste y esto le imprimía una especie de fealdad. Los dos soldados chapotearon fuera del agua para reunirse con el hombre de la orilla y Yount dijo: —Conque un circo, ¿eh? Esto lo explica, mister. Creí que me había vuelto loco. Quizá lo estoy. Entre todas las cosas que esperaba ver al final de esta guerra, un circo no ocupa uno de los primeros lugares de la lista. —El Floreciente Florilegio de Maravillas de Florian. Tengo la buena suerte de ser Florian en persona, propietario y director de la empresa. —Les tendió la mano. Edge la estrechó y notó que el apretón del propietario del circo era peculiar: incluía una especie de presión extra del índice y el pulgar sobre la palma y los nudillos de la mano que estrechaba. Pensó que esto quizá significaba algo entre la gente del circo o en el país extranjero de donde procedía Florian: hablaba inglés con una precisión demasiado perfecta para que fuera su lengua nativa. —Es un placer, señor Florian. —La sonrisa que afeaba a Edge había desaparecido y su expresión volvió a ser agradable... aunque su actuación no lo fue. Mientras estrechaba la mano derecha del dueño del circo, abrió con la izquierda libre la funda del arma, sacó la larga pistola y apretó el percutor con el pulgar, produciendo un ominoso triple clic de acero contra acero—. Señor, hágame el favor de permanecer muy quieto, justo donde está.
—Oh, miseria —suspiró Florian cuando Edge le soltó la mano y dio un paso atrás, sin dejar de apuntar con el revólver a los botones de su chaleco—. De un yanqui no me sorprendería mucho esta conducta, señor; pero no sabía que los oficiales del sur pasaran alguna vez de caballeros a truhanes. Esperaba que se portarían como amigos. —Y lo haremos, señor, si no se mueve ni a la derecha ni a la izquierda. Donde está, es un escudo entre unos amigos suyos y yo. Hay uno en el puente y dos un poco más lejos. Tal vez no los acertara a todos, señor, pero prometo que no fallaría con usted. Obie, ve a buscar la carabina. —Espere —dijo Florian—. Es culpa mía, señor. Esperábamos que serían amigos, pero no podíamos estar seguros de que no fuesen ladrones preparando una emboscada. Si puedo levantar la voz, llamaré a esos hombres para que se acerquen en paz a conocerlos. —Puede llamarlos, señor. Le recomiendo que sea persuasivo. Florian volvió un poco la cabeza y gritó: —iSon amigos! Tim, baja con el rifle invertido. Best, kapitein, komt u en ons ontmoeten. Soyez tranquille, Roulette, et venez ici. Al cabo de un momento oyeron ruido de pasos entre la maleza. Edge aprobó con la cabeza y recitó: —Jamais beau parler ncorcbe la langue —pero no bajó la pistola—. ¿Qué es la otra lengua? —Holandés —respondió Florian. De una manga deshilachada de su levita sacó un tino pañuelo de hilo para secarse la frente—. De hecho, el capitán habla el muy tosco holandés de El Cabo, pero entiende el correcto. Mejor que el inglés. —¿Así que usted y sus amigos no son yanquis ni secesionistas? — preguntó Yount con suspicacia. —Mi querido sargento, cualquier circo es una mezcla de nacionalidades. Yo mismo soy alsaciano... —Me refería a sus simpatías políticas, mister. —Y siempre intentamos no preguntar sobre la política, la religión o cualquier otra superstición de los demás. Aquí llegan mis colegas. ¿Puedo presentárselos, señores? —Esperó a que Edge hubiese enfundado de nuevo el revólver—. Por orden de llegada, ya que no de estatura, éste es Tiny Tim Trimm, nuestro enano de fama mundial y payaso provocador de hilaridad, que también es nuestro corneta. El enano se acercó llevando el gran rifle a rastras e inclinó la cabeza de mal humor, como si lamentase la falta de pretexto para usar el arma. Yount observó: —He visto enanos más bajos. Tim Trimm clavó en él sus ojos incoloros, como los de un pez, cubiertos por la misma clase de brillo duro y escamoso, y rezongó: —iPuede besar mi culo sonrosado y enano! Florian se apresuró a decir:
—Y éste es Monsieur Roulette, acróbata, volatinero y ventrílocuo sin rival. —Enchanté —dijo el hombre flaco, nada encantado. —Y éste es el capitán Hotspur, nuestro jinete sin igual, temerario domador de leones, herrador experto, carretero y vaguemaestre responsable de toda nuestra caravana. —Goeie nag —dijo el hombre calvo, traduciendo en seguida—: Buenas noches, señores. —Habrán observado, señores —intervino Florian—, que en nuestro circo cada hombre desempeña muchos papeles... como observó una vez otro gran hombre del espectáculo. —Veo que todos sus nombres son ficticios —dijo Yount con admiración. —Noms de théátre —explicó Florian con un ademán que expresó la naturalidad del hecho—. La mayoría de nosotros tenemos noms de baptéme poco apropiados para lo que somos en años posteriores de la vida. Por ejemplo, el nombre de pila de Jacob Brady Russum es más largo que él, así que lo hemos cambiado por uno más idóneo, Tim Trimm. —Mi nombre no ser bueno para un jinete temerario —declaró el capitán, retorciéndose el mostacho—. Ignatz Roozeboom. —Hélas —exclamó Monsieur Roulette—, mi nombre es, por desgracia, una versión ligeramente distinta del verdadero. —Enseñó a Edge una mano acostumbrada a la manicura, en el extremo del puño raído—. Jules Fontaine Rouleau, antes de Nueva Orleans y, malheureusement, muy venido a menos desde entonces. Sin duda mi familia de allí desea fervientemente que adopte un alias definitivo. Incluso uno como Ignatz Roozeboom. Edge dijo a todo el grupo en general: —Celebramos conocerlos a todos. Yo soy Zachary Edge y él es Obie Yount. —Bien —dijo Florian—, nosotros, caminantes, nos encontramos con suspicacia y ahora, por suerte, todo ha cambiado. También la lluvia está remitiendo. Sin embargo, estamos todos empapados y la noche se nos echa encima. Brutus parece muy feliz aquí, pero sugiero que el resto de nosotros vaya a resguardarse a la caravana. Y ustedes, coronel Edge, sargento Yount, tal vez deseen cenar algo mejor que sagamita. Los dos interpelados lo miraron como hubiesen mirado un espejismo. Los hombres del circo también lo observaron, con expresión todavía más incrédula. —Gracias, pero, a decir verdad —contestó Edge, reacio a ser tomado por un gorrón—, cenamos muy bien la noche pasada. Varios yanquis la compartieron con nosotros. Por su parte, Yount, queriendo asimismo parecer autosuficiente, agregó:
—Y hace poco hemos comido una cebolla. —Entonces confesó—: Pero la pitanza ha sido mísera durante mucho tiempo. —ah! —exclamó Roozeboom, comprensivo, sin dejar de mirar fijamente a Florian. —Sí, sí —dijo Florian—, nosotros también comemos pollo un día y plumas el siguiente. Pero, muchachos, no diréis que no a unas chuletas de cerdo esta noche, ¿verdad? —iDiablos, no, no diremos que no! —exclamó Yount para prevenir cualquier excusa cortés por parte de Edge. Mientras los dos se fueron a buscar sus caballos y pertrechos, Rouleau preguntó: —¿Chuletas de cerdo? Y lo dijo con tanta avidez como si ya las saborease, y Roozeboom continuó mirando con fijeza... y frunciendo el espacio sobre los ojos, donde deberían de estar las cejas. Florian no les hizo caso y dijo al enano en tono bajo y urgente: — Adelántate corriendo, Tim. Di a Madame Solitaire que prepare su carromato para invitados y encienda un fuego bajo las chuletas. Sabrá lo que quieres decir. Tim protestó, encolerizado: — La última vez que comimos chuletas de cerdo fue el día que abandonamos Wilmington. Desde entonces, el resto de nosotros ha vivido de gachas y melaza. Y, maldita sea, Florian, ¿tú y tu puta de pelo amarillo habéis tenido chuletas todo este tiempo? — Calla y lárgate. La última vez que te atiborraste, Madame Solitaire y yo guardamos nuestras dos chuletas en previsión de una oportunidad como ésta. ¿No ves qué tienen estos soldados? iDos caballos magníficos! ¡Andando, vil homínido, y haz lo que te digo! Trimm se fue, pero rezongando todavía, con espíritu rebelde. Los demás esperaron para acompañar a Edge y Yount desde el arroyo al camino. Roozeboom, caminando junto a Edge y su Trueno, observó: —Buenos caballos los suyos, señores. ¿Les da miedo el elefante? —La cuestión nunca se ha presentado —dijo Edge con buen humor—. Supongo que un caballo de campaña se acostumbra a las sorpresas. Al parecer, Florian creyó más oportuno no demostrar interés por los caballos. Cambió de tema. — ¿No es usted un poco joven, Zachary, para ser teniente coronel? —No, señor. Durante estos últimos meses, los ascensos guardaban relación directa con el desgaste. Johnny Pegram era general de brigada a los veintitrés años y murió hace sólo dos meses. Yo tengo treinta y seis. —Y está vivo. Bueno, me ha parecido que sabe manejar las armas. Edge se encogió de hombros. —Estoy vivo.
—Me ha asombrado un poco ver que dispara con la izquierda. —Con las dos. Pero soy diestro por naturaleza y prefiero disparar con la derecha. —Ha desenfundado con la izquierda. —Porque la funda de caballería está hecha así. ¿Lo ve? Colocada en la cadera derecha, con la pistola apuntando hacia adelante. Esto se debe a que el soldado de caballería usa primero el sable. Y éste se desenfunda con la mano derecha, desde la izquierda del cinto. —Ah. Se considera a la pistola el segundo recurso. —Así es. De modo que es preciso desenfundarla y disparar con la mano izquierda, si es necesario. O cambiarla a la derecha, si se tiene tiempo. —¿Y usted tiene puntería de las dos maneras? Edge repitió secamente: Estoy vivo. —Permítanme presentarles, señores —dijo Florian cuando hubieron subido el terraplén del arroyo—, a otro valioso miembro de nuestra compañía. Este es Abdullah, nuestro insustituible malabarista, tambor y cuidador del macho. —¿Macho? —repitió Yount. — Abdullah se cuida de Brutus, el primero de nosotros a quien han visto. —¿El elefante? ¿Un macho? —preguntó Yount—. No soy experto en esta especie, señor Florian, pero diría que incluso su enano tiene más verga que su Brutus. ¿No será un error considerarlo un animal macho? Florian se echó a reír. — Brutus es una hembra, claro, y atiende al nombre de Peggy. Casi todos los elefantes de circo son hembras. Más fáciles de gobernar. Sin embargo, toda la gente de circo llama machos a los elefantes. Es otra antigua tradición, como los nombres extravagantes. —Sí, zeñó —dijo el negro a los recién llegados—. Mi verdadero nombre ser Hannibal Tyree. Lo saludaron y Edge observó que el nombre verdadero del muchacho parecía muy apropiado para un cuidador de elefantes. —Otra vez tiene razón dijo Florian—. Está claro que ha estudiado historia. Pero el chico no tiene el color apropiado para ser un Aníbal y, aún peor, no tenemos ninguna armadura para disfrazarle de cartaginés. En cambio, su color puede pasar por el de un indio y un Abdullah sólo requiere unos trapos multicolores para vestirse. Sabrán, amigos míos, que un circo, como una mujer, vive de artificio y artilugios. Solucionamos las cosas a medida que se presentan. Ya habían llegado a los carromatos, tristemente aislados en la noche oscura y bastante más hundidos en el barro. El resto de la compañía había logrado encontrar leña para un fuego y todos estaban a su alrededor, envueltos en chales y mantas de caballería, con los ojos
ávidos fijos en la sartén que la bonita mujer sostenía sobre las llamas. Las chuletas de cerdo, que empezaban a chisporrotear en la sartén, fueron también lo primero que miraron Edge y Yount. —iTe aplaudo, querida! —exclamó Florian. Has proveído para nuestros invitados. La mujer le dirigió una mirada de buen humor, pero no así los demás. Yount preguntó con voz confusa, porque tenía la boca hecha agua: —¿No van a comer todos? —El resto de nosotros —respondió Florian con mucha claridad—ya ha cenado. —Un gruñido ahogado fue la respuesta, salido de la garganta o la barriga de alguien. Florian se apresuró a añadir—: Déjenme continuar las presentaciones. La encantadora dama que atiende la cocina es nuestra Madame Solitaire, équestrienne extraordinaire. Ella les dirigió una sonrisa y se tambaleó un poco cuando Edge sonrió a su vez. La mujer tenía ojos de un azul oscuro y cabellos cortos y rizados del color del oro antiguo. De cerca, su bonito rostro se veía algo menos lozano y Edge supuso que tendría más o menos su misma edad. Cambió la sartén a la mano izquierda para estrechar las manos de los desconocidos; estaba tan encallecida como las de ellos. —Esa bonita rapaza es la hija de Madame Solitaire, mademoiselle Clover Lee, que está aprendiendo el arte de su madre como aprendiza de amazona. La chica tenía trece o catorce años y los ojos de su madre, de un azul cobalto, un cutis joven y luminoso y su larga y ondulada melena era una cascada de oro aún más brillante, del color y la suavidad de las fajas de satén de la caballería. —La dama viuda —continuó Florian— es nuestra perspicaz adivina y omnisciente hechicera. No los engaño, caballeros. Quizá se han burlado de quienes leen en la palma de la mano y demás farsantes por el estilo en otros espectáculos, pero les garantizo que ésta es auténtica. Algunas de sus profecías me han dejado atónito incluso a mí al cumplirse al pie de la letra, y yo soy un cínico consumado. También podría mencionar que el nombre de la dama no es una acuñación circense, sino el suyo propio. Caballeros, tengo el privilegio de presentarles a Magpie Maggie Hag . —Buenas noches... ejem... señora —dijo Edge. El rostro oscuro de la anciana era un apretado nudo de arrugas, surcos y rugosidades en el fondo de la capucha de una capa muy antigua. Edge esperaba que su voz, si la tenía, saldría de allí dentro cascada y débil, y se sorprendió al oírla, profunda y resonante como la de un hombre: —Mucho gusto en conocerlos.). Yount, nada sorprendido, respondió cortésmente en la misma lengua: —Igualmente, señora.
—Vaya, Mag —dijo Florian—, hacía mucho tiempo que no te oía hablar en una de tus viejas lenguas. ¿Por qué ahora? — Porque ellos la hablan —replicó ella con voz grave. —iJa! ¿Lo ven? —exclamó Florian—. Lo sabe todo y lo dice todo. Bueno, ahora ya conocen a toda nuestra compañía. Oh, excluyendo al Salvaje de la Selva, que se esconde allí, en las sombras. Se inclinaron para mirar. El hombre que los acechaba no era más que un joven patán, de aspecto más bien repelente. Tenía una maraña de cabellos incoloros, largos pero escasos, ojos oblicuos, orejas primitivamente minúsculas y una lengua repugnante y de tales proporciones que no le cabía en la boca. — No se molesten en decirle hola —indicó Florian sin ambages—. No hará caso y no puede contestar. Le vestimos de salvaje y le llamamos el Hombre de la Selva, pero sólo es un idiota vulgar y corriente. Edge dijo a las mujeres: —Me gustaría pedirles perdón, señoras, por acercarnos a ustedes llevando armas. —Señaló la pistola del cinto, y la carabina enfundada y el sable que estaban en la silla—. Sé que son modales inexcusables, pero es que estas armas son casi lo único valioso que nos queda. La voz de bajo habló otra vez. —Pronto te servirán más que nunca, muchacho. —Hum, bien... gracias, señora, señorita... —Soy Magpie Maggie Hag y así puedes llamarme. Edge era incapaz de dirigirse a una mujer adulta con un apodo, en especial si era una dama que al parecer le doblaba o triplicaba la edad, así que se inclinó y dio media vuelta para mirar, entre divertido e irónico, lo que Florian había descrito como la «caravana de carromatos». La caravana constaba de cinco vehículos. La luz del fuego para la cena era suficiente para ver que todos habían conocido días mejores y una multitud de días malos. Sus viejas capas de pintura azul y letreros polícromos estaban descoloridos y pelados, descubriendo grietas e intersticios tapados con trapos. Ningún carromato tenía dos ruedas en buen estado y pocas se inclinaban en la misma dirección, y muchos de sus radios eran astillas sujetas con tiras de cuero sin curtir. A la cabeza de la hilera estaba el destartalado carruaje de costados abiertos. Los tres siguientes eran furgones altos, pesados, con puertas correderas. El último, difícil de distinguir en la oscuridad, parecía tener barrotes en los lados, como una celda de cárcel. Había un caballo bastante decente, blanco, entre las varas del carruaje, y otro, un tordo claro, llevaba el primer furgón. El siguiente de la hilera estaba enganchado a un caballo de tiro que había sido algún día tan corpulento como el Relámpago de Yount, pero que ahora sólo era un costillar inmenso con huesudas articulaciones. El furgón siguiente no tenía varas de ninguna clase, sólo una compleja cuna de tirantes de cuero, sogas y voleas unidos entre sí
para que pudieran tirar de él dos animales muy pequeños e hirsutos, de aspecto triste. —¿Asnos? —preguntó Edge. —No los desdeñe —replicó Florian con displicencia, sin inmutarse—. Estos pequeños animales nos han servido lealmente, tirando de ese furgón de museo. También me han inspirado uno de los pocos poemas que he compuesto en mi vida. Me lo he repetido una y otra vez, a lo largo de fatigosos kilómetros: Hemos viajado muy lejos y despacio pasa el tiempo. Nuestros pies están cansados y también nuestros traseros. —«El Floreciente Florilegio de Florian»... —murmuró Yount. Estaba intentando descifrar el adornado y antaño brillante letrero del furgón más próximo—. «Hombres del Sur, Caballos del Sur, Empresa del Sur... ¡Un Espectáculo del Sur para Gente del Sur!» —A decir verdad —confesó Florian—, copié esta línea del Poderoso Haag. —Edge y Yount asintieron, pero sin comprender—. Era apropiado para Carolina del Norte, de donde procedíamos. En la verdadera tierra de la Biblia, sin embargo, suelo poner: «Un Espectáculo Limpio para Gente Moral.» En general es necesario vencer la intolerancia típica del intelecto provinciano frente a todo lo nuevo o extranjero. Pero, !vengan, amigos! Permitan que el capitán Hotspur se ocupe de sus caballos. Mientras se cuece la cena, entremos en este carromato y —dio un codazo a Edge— bebamos un poco de madera y agua, ¿eh? Entraron subiendo un pequeño peldaño abatible en la parte trasera del furgón y abriendo una puerta estrecha de la pared posterior del vehículo. El interior sólo tenía un angosto pasillo en el centro, porque a ambos lados había repisas, estanterías y muebles verticales desde el suelo hasta el techo, provistos de numerosos goznes, aldabas, ganchos, cerrojos —toda clase de quincalla, bastante oxidada en su totalidad—, de modo que partes del conjunto podían abrirse, cerrarse o servir para varias cosas, y cada abertura de aquella estructura de madera rebosaba de rollos de lona y cuerda gruesa, palos pintados y otros útiles difíciles de identificar. Ya estaba encendida una lámpara de queroseno que colgaba de un gancho clavado en el techo. El ambiente dentro del furgón era denso, pero no ofensivo, y se componía de varios olores predominantes: humo rancio, heno caliente, perfumes y polvos femeninos, olores animales... y varios menores: base de maquillaje, moho y sudor seco. Florian dijo, mientras se agachaba, buscando algo: —Baje, ese segmento, Obie. Es una litera donde ambos pueden sentarse. Este es normalmente el furgón tienda donde viven las mu-
jeres, pero he dicho a Madame Solitaire que lo preparase para invitados y... ah, sí, aquí está. Se enderezó, sosteniendo una botella medio llena y tres tazas de hojalata. Edge se quitó el cinturón con la pistola enfundada. Yount manipuló torpemente unas aldabillas y bajó con cuidado una litera cubierta con una manta para sí mismo y para Edge, mientras Florian bajó hábilmente otra litera en el otro lado del pasillo y descorchó la botella y llenó las tazas. Los invitados las tomaron y Florian hizo con la suya el gesto del brindis. — Bien hallados, caballeros. Por ustedes. Los invitados murmuraron una respuesta, bebieron, dieron un respingo, se estremecieron y meditaron. Edge preguntó al cabo de un momento: —¿Hacemos bien en beber el linimento de sus caballos? —Admito que no es centeno de Overholtz —concedió Florian, un poco ofendido—. La ciudad de Wilmington estaba bastante bien provista de los lujos de la vida, pero no muchos de ellos se filtraron hasta nosotros. Aun así, es una clase de whisky y no todo el mundo en Dixie bebe whisky esta noche, de la clase que sea. — iAmén! —exclamó Yount, alargando la taza para que se la llenaran de nuevo. —¿Fue Wilmington su última parada? —preguntó Edge. Ahora, aunque no habían intercambiado una sola palabra acerca de ello, tanto Edge como Yount sospechaban la verdadera razón de que los hubiera recibido tan cordialmente: intentaría convencerlos para que se desprendieran de sus caballos. Así, pues, se recostaron y estudiaron a Florian mientras hablaba. Vieron a un hombre bajo y macizo, algo rechoncho, con levita de color rojo oscuro y pantalones grises que habían sido muy elegantes y ahora estaban manchados, remendados y raídos. Las solapas y los puños de la chaqueta aún mostraban restos de un caro bordado con hilos de oro. Los ojos castaños de Florían brillaban de animación y no parecía tener mucho más de sesenta años, pero los cabellos y la pequeña y bien cuidada barba puntiaguda eran blancos como la nieve y su rubicunda cara estaba surcada y marcada por el paso de los años. —Wilmington —contestó, sin afecto—. Daba la impresión de que Wilmington iba a ser nuestra parada definitiva. —Vertió más whisky en las tazas—. Hace cinco años, cuando se vio claramente que la guerra estallaría de la noche a la mañana, casi todos los circos de Norteamérica se apresuraron a hacer una última gira antes de que los caminos quedaran cortados. Todos los propietarios y directores nos reunimos en el Atlantic House de Filadelfia para decidir quiénes de nosotros iríamos al norte, al oeste o donde fuera. Yo elegí el sur por una razón particular y aquí estoy desde entonces. Ni siquiera las compañías que volvieron sanas y salvas a sus tierras del norte han pasado unos años fáciles, o
así me lo han contado. Dan Rice organizó su espectáculo en un barco y ha trabajado, sin gran provecho, por todo el curso del río Ohio. Spalding y Rogers embarcaron hacia Sudamérica para esperar allí el fin de la guerra. Howes y Cushing marcharon a Inglaterra. Quizá otros quedaron atrapados detrás del frente, igual que nosotros; no lo sé. Hizo una pausa para beber un sorbo de whisky. Yount preguntó: — ¿Puedo fumar aquí? Florian asintió y Yount extrajo el último tabaco que había sacado de aquel yanqui de Connecticut. El y Edge llenaron y encendieron sus pipas y preguntaron qué razón particular había llevado a Florian al sur. —Quería adquirir algunos monstruos buenos. Carolina del Norte es el mejor lugar de Norteamérica para encontrarlos. —¿De verdad? —inquirió Edge. ¿Por qué? —Diablos, hombre, porque allí arriba, en las grandes montañas Smoky, esos tarheels se han reproducido durante siglos dentro de su propia familia. ¿Por qué cree que los nativos de Carolina del Norte se llaman tarheels? (1). Porque se quedan en su sitio. Esos serranos nunca se alejan más de siete kilómetros de sus montañas en todas sus vidas, así que no tienen más remedio que casarse entre sí. Cuando hermanos y primos se han casado entre sí durante generaciones, todo lo que procrean son hombres salvajes, idiotas, monstruos de tres piernas, mujeres barbudas, etcétera. Y están contentos de darlos gratis. —No me extraña —dijo Yount. —Así que por esto decidí dirigirme al sur. Y la mitad de mi espectáculo me plantó inmediatamente. Diez o doce artistas y sus numerosos animales. No querían aventurarse hacia el sur en circunstancias tan inseguras. No me sorprendió mucho. En realidad, me asombró y complació muchísimo que Abdullah consintiera en venir, ya que había sido liberado hacía pocos años por un plantador de Delaware. Y no me preocupó mucho la deserción de los otros. Una compañía más pequeña era más fácil de transportar y seguía siendo un espectáculo lo bastante bueno para atraer a los paletos. —¿Vino con el mismo circo que tiene ahora? —preguntó Edge. —Sí, sólo que teníamos mejores animales de transporte que los asnos, y tanto carromatos como equipos y disfraces estaban entonces en muy buen estado, brillantes de nuevos. Causamos una impresión inmejorable en los tarheels, mejor que la que nos causaron ellos, lo cual quiere decir que por una vez en la historia andaban muy escasos de monstruos. Lo único que obtuvimos fue a ese mediocre idiota. Y allí estábamos, atravesando las montañas Smoky y tan lejos de la civilización como esos montañeses. Ni siquiera oímos decir que la guerra había comenzado hasta que estaba en su apogeo. Cuando nos enteramos, salimos de estampida de aquellas montañas y nos dirigimos a la costa,
con la esperanza de zarpar en algún barco. Llegamos a Wilmington, pero allí se acabó nuestra suerte. —Debieron conformarse con la que habían tenido —gruñó Yount. —Oh, lo hicimos, claro. Wilmington era un puerto de mar confederado pero, aun así, se trataba de una pequeña Suiza entre los beligerantes. Ambos bandos parecían haberlo acordado tácitamente. Los buques de guerra de la Unión bloqueaban el puerto, pero sólo a medias, de modo que había un tráfico constante entre los dos bandos. Era el mejor acceso confederado al comercio extranjero. Y servía a la Unión de canal para pasar espías y provocadores, para el intercambio de prisioneros y cosas por el estilo. —Si podían salir y entrar tantas cosas, ¿por qué no ustedes? —preguntó Edge. —Para empezar, los violadores de un bloqueo no usan barcos lo bastante grandes para transportar un elefante. Además, podían elegir entre otros cargamentos mucho más lucrativos: algodón, tabaco, oro y joyas, pasajeros ansiosos por pagar cualquier precio, extranjeros que habían sido atrapados allí, ricos plantadores sureños y sus familias que huían del país, jóvenes caballeros sureños que no deseaban vestir el uniforme gris... Yount expresó su desaprobación con un gruñido y luego dijo: —Sin embargo, no debía de ser el peor lugar del mundo donde estar atrapado. — No, no, en absoluto. Muchas de las mercancías que entraban se quedaban en los dedos de Wilmington, por así decirlo. La ciudad vivía regiamente, en comparación con la mayor parte del sur. Aunque nosotros no podíamos permitirnos muchas de las cosas buenas, los especuladores tenían que gastar su botín en alguna parte, y lo gastaban en diversiones. Dando bailes y cenas de gala, yendo al teatro, a las carreras... y al circo, que éramos nosotros. Los tres hombres guardaron silencio unos momentos, escuchando los ruidos del circo, que se preparaba para la noche. Se oyeron los relinchos apagados de caballos y asnos cuando los soltaron para que pacieran libremente. Hubo unos mugidos más fuertes que sugerían vacas pero que al parecer procedían del Hombre Salvaje. Sonaron pasos, parloteos y el rumor de la voz de la gitana, murmurando conjuros en una lengua ininteligible. Y una vez se oyó la risa clara y joven de una muchacha. Florian continuó: —No pudimos incrementar la compañía, ni siquiera mantener nuestro equipo mientras estuvimos en Wilmington; los especuladores no importaban equipos ni artistas de circo. La tela era demasiado cara para permitirnos comprar disfraces nuevos. No obstante, mantuvimos bajo el precio de las entradas para que la gente viniera más de una vez. Y cambiando de vez en cuando las actuaciones y nuestro programa,
conseguimos ofrecer diversidad a los espectadores. Cada uno de nosotros cambió muchas veces de nombre... y por eso insisto tanto ahora en que deben recordar a sus personajes originales. Bueno, esto es todo. No prosperamos, Dios lo sabe, pero sobrevivimos. —¿Y ahora? —preguntó Edge. — Ahora necesitamos prosperar, maldita sea. Ya estamos hartos de pobreza y miseria y estrecheces. De enseñar a los caballos y al pobre Brutus a vivir de cáscaras de maíz. De dar a comer al pobre Maximus las tripas que podemos encontrar y las patas de los pollos que robamos para nosotros y los perros o gatos perdidos que cogemos en los pasajes. —¿Quién es Maximus? —preguntó Yount. —Nuestro gato del circo. —¿Daban de comer gatos al gato? —Gato es la palabra circense para cualquier felino... león, tigre, leopardo, etcétera. Maximus es un león. Esto me recuerda... ¿Me disculpan un momento, Zachary y Obie? —Abrió la puerta, sacó la cabeza y gritó—: i Capitán Hotspur! Cuando Roozeboom apareció al pie del pequeño escalón, Florian le habló largo y tendido en holandés, mencionando una o dos veces el nombre de Maximus. Roozeboom contestó: «Ja, Baas» y se marchó. Florian cerró la puerta y continuó hablando: —Les daré un ejemplo de las miserias que hemos visto. Estos últimos días, viajando tierra adentro desde Wilmington, hemos ofrecido un espectáculo en las comunidades de todas las encrucijadas por las que hemos pasado. Quiero decir, aquí estamos, en Backwater Junction, Carolina del Norte; podríamos parar y dar una representación. Acudirán a mirar algunas personas de Backwater que quizá tengan una moneda de cobre o un nabo con que pagarnos. —Hizo una pausa y rió entre dientes—. No, les diré la verdad. La gente del circo da una representación siempre que encuentra espectadores. La admiración es nuestro sol. Somos como los pájaros: cantamos, nos acicalamos y pavoneamos siempre, así que cualquier auditorio que pague da un calor adicional a los rayos del sol. —Volvió a reír entre dientes y luego se puso serio—. Pues bien, Carolina del Norte rebosa de negros vagabundos, liberados o huidos, así que les dábamos de comer lo que teníamos a cambio de que nos precedieran hasta la ciudad más próxima y pegasen nuestro anuncio durante la noche. Edge y Yount le miraron sin comprender. —Carteles de nuestro circo en paredes y árboles, pegados con pasta de harina y agua. Les dábamos un pequeño cubo para llevarla, además de los carteles. Pues bien, llegábamos a los pueblos y no veíamos ningún anuncio y la gente no sabía nada de nuestra llegada. i Ocurría que los negros tiraban los carteles y se comían la pasta! Así de mal estaban las cosas.
— ¿Cree que la situación es mejor aquí? —preguntó Yount con una risa áspera—. Señor Florian, durante los últimos ciento cuarenta kilómetros, más o menos, ha estado en la Commonwealth de Virginia. Usted habla de gente, monedas y nabos... ¡Diablos!, nosotros no hemos visto ni a un negro suelto desde hace dos días. Florian pareció ensombrecerse. — No teníamos elección, debíamos salir de Wilmington. Los federales invadieron por fin la ciudad y tomaron el mando hace unas cinco o seis semanas y la llamada buena vida se acabó. Era evidente que la guerra tocaría rápidamente a su fin. No queríamos arriesgarnos a quedar anclados en Dixie mientras la Unión mantenga a la Confederación bajo una severa ley marcial. En estos momentos nos dirigimos a Lynchburg. —A un corto paseo a caballo de sólo un día —dijo Yount. —Y es una ciudad bastante grande —terció Florian—, lo bastante para que nos proporcione un sustento muy necesitado. Entonces se guiremos yendo hacia el norte. Por el camino quizá reclutemos nuevos números y encontremos equipos nuevos para sustituir a los viejos. Si por lo menos podemos cruzar la línea MasonDixon... —Cuando salieron de Wilmington y se encaminaron hacia aquí —dijo Edge, mirando a Florian con curiosidad—, se dirigían directamente a la ruta proyectada por el general Lee. En este mismo momento podrían haberse encontrado en medio de una guerra encarnizada. ¿Qué clase de locura los incitó a venir? —Fue un riesgo, sí, pero calculado, según pensé, y así ha sido. Verá, en Wilmington supimos en seguida que el ejército de ustedes había abandonado Petersburg y corrió el rumor de que sus hombres desertaron por millares a partir de aquel momento. El fin tenía que estar cerca. Comprendí que la marcha de Lee se detendría antes de que nosotros cruzáramos su ruta. Ya veo —dijo Edge con expresión sombría—. Bien, nosotros nos dimos cuenta de que el fin era inminente cuando el general Lee no dio ninguna orden contra los desertores. Fue la primera vez que dejó de hacerlo y sabíamos que era algo intencionado y conocíamos sus razones. Abandonamos Petersburg unos veintisiete mil hombres y la mayoría de éstos se evaporaron, sencillamente. En Appomattox pude calcular en más de ocho mil los que se rindieron. Sí, su apreciación fue correcta, señor Florian. Espero que siga siéndolo. —Si pudiera alardear de una divisa familiar latina, Zachary, supongo que sería... veamos... «In mala cruce, dissimula!» Un latín tosco, tal vez, pero expresivo: «iEn un aprieto, farolea!» Un pie golpeó la puerta del furgón y una voz anunció alegremente: —i La bandera está izada! Florian se inclinó para abrir la puerta. Madame Solitaire sonreía en el pequeño escalón, sosteniendo dos humeantes platos de hojalata. Cada
uno contenía una chuleta de cerdo frita, muy pequeña, una cucharada de gachas de maíz y varias verduras anónimas. Edge y Yount le dieron las gracias con efusión mientras ella les alargaba la patética cena y un tenedor de hojalata a cada uno. Se quedaron mirando los platos, con la boca hecha agua, titubeando por cortesía. !Vamos, a comer! —animó la bella—. No me esperen; yo ya he cenado. Todos hemos cenado. Florian lo ha dicho, ¿no? —Le dirigió una mirada burlona. Los dos hombres sacaron sus cuchillos del cinto y los clavaron, intentando ocultar su voracidad. Edge se cortó un trozo diminuto de cerdo, se lo llevó a la boca con el tenedor, lo masticó durante mucho rato, tragó, se detuvo a saborearlo y luego dijo: — Muy sabroso, Madame Solitaire, y muy oportuno y muy hospitalario de parte de todos ustedes. —Si ha de hacerme discursos mientras come, llámeme Sarah... es más corto y así podrá comer mucho más de prisa. Mi nombre verdadero es Sarah Coverley. —Por favor, Madame Solitaire —objetó débilmente Florian—. Estoy tratando de enseñarles las costumbres del circo. —Oh, cojones —exclamó ella, y los dos hombres arquearon las cejas—. Yo soy el circo, pero no recuerdo todos los nombres que he tenido para mis distintos números. Princesa Shalimar con velos de harén, Pierrette con traje de payaso, Juana de Arco con armadura de cartón, Lady Godiva sin nada... Las cejas de los hombres casi se juntaron con la raíz de sus cabellos—. ¿Quieren no dejar de comer? Vamos, coman mientras aún está caliente. —Quizá les extraña el sabor —comentó Florian. Lo siento, muchachos, pero así es el cerdo de Nassau. Durante el largo viaje desde ultramar, tiende a hacerse un poco picante. —iNo, no, es delicioso! —exclamó Edge, cortándose otro bocado minúsculo. Lo masticó despacio, como si se tratase de un jamón entero, lo tragó y volvió a hablar: Si su nombre es Sarah, señora, supongo que su hija no es Mademoiselle Lo Que Sea. —No, es Edith Coverley, pero su nombre artístico surgió de una manera natural. Verá, cuando era una criaturita que empezaba a hablar, no sabía pronunciar el nombre de Coverley y lo mejor que le salía era Clover Lee. Y con esto se quedó. —Es un bonito nombre —dijo Yount—. ¿Y cómo se llama el señor Coverley? — «El difunto», espero, si está en el infierno, que es su sitio. No he visto a ese hijo de puta desde que le notifiqué que Clover Lee estaba en camino. Las cejas de Yount volvieron a arquearse y Edge se apresuró a decir: — Por su nombre, deduzco que no es extranjera.
—Es probable que lo sea para usted, Reb —dijo ella, con expresión traviesa—. Soy de New Jersey. Ahora, a callar y a comer. Vendré a buscar los platos cuando hayan terminado. Florian, sírveles otro trago de tus orines de serpiente para suavizar el sabor de ese cerdo. Salió y Florian cumplió la orden. Edge bebió y dijo: —Estoy intentando clasificar las nacionalidades que ha mencionado. Me parece que la mayoría son americanas. La señora y su hija, el caballero de Luisiana, el idiota de Tarheel. Supongo que con imaginación podríamos llamar africano al negro del elefante. Usted ha dicho que es alsaciano, y el domador de leones, holandés de El Cabo. Y el enano... yo diría, por su carácter amable y lenguaje culto, que es un blanco pobre del sur. —Sí, Tim es un desecho del Mississippi. Pero la mayoría de gente del circo habla con vulgaridad... ya ha oído a Madame Solitaire. Si Tim habla más fuerte y con palabras más sucias, es porque así se cree más alto. Lo cual es, por supuesto, tan imposible como un bizco tratando de parecer digno. —La anciana viuda no es americana, Zack —señaló Yount y dijo a Florian con cierto orgullo—: Aprendimos mucho español en México. —Pero la señora no es mexicana —precisó Edge—. Cecea un poco y eso es español europeo. —Justo —dijo Florian—. Maggie es una gitana nacida en España. Miró larga y atentamente a Edge—. De modo que sabe español lo bastante bien para reconocer el castellano auténtico. Y abajo en el río me habló en francés. Edge contestó, quitándole importancia: —Un proverbio de libro de texto. Me temo que mi francés se ha oxidado. He intentado practicarlo hablándolo de vez en cuando con el general Beauregard. Es de una antigua familia criolla de Nueva Orleans, como su caballero Rouleau. —¿Y usted? —Yo no. No soy caballero ni nada de eso. Ni mi familia es antigua ni he nacido en un lugar exótico. Nunca he estado en el extranjero, excepto México y los Territorios. Sólo soy un montañés de Virginia. —Quería decir, ¿dónde aprendió francés? —En el «I», cuando era una rata. Florian pestañeó. —¿Cómo ha dicho? —Bueno, usted nos ha hablado toda la tarde de la jerga circense. Quería vengarme. —Sonrió, y Florian volvió a pestañear ante el cambio que se operó en el rostro de Edge—. Rata era lo que se llamaba a los cadetes nuevos en el Instituto Militar de Virginia, el «I». Allí aprendí francés. Uno de los primeros libros que tuve que empollar fue la Vie de Washington.
Florian continuó mirándole fijamente. — De modo que habla un poco de francés y español. ¿Alguna otra lengua, Zachary? — Bueno, leo el latín, naturalmente. —Naturalmente. Es de esperar en un montañés de Virginia. — Ya sabe a qué me refiero. Teníamos que estudiar latín en el IMV. Nos lo enseñaba el mayor Preston, que era un buen maestro. Diablos, todos nuestros profesores eran magníficos. Es probable que haya oído hablar de uno de ellos... Stonewall Jackson. Aunque entonces no lo llamábamos Stonewall, sino profesor, y procurábamos hacerlo con respeto. Era piadoso hasta la médula y muy estricto. En cualquier caso, me enseñó bien y he tratado de no olvidar lo que aprendí. No quiero decir que pudiera traducir en este momento un pasaje de Tácito, pero... —Pero sabe algo de latín, de francés y de español. Es un hombre muy cultivado. Podría viajar fácilmente por toda Europa. ¿Han pensado alguna vez en ir a verla, muchachos? Edge le miró con fijeza, esbozó su triste sonrisa, denegó con la cabeza y suspiró: —¿Europa? Señor Florian, es tan probable que vayamos a visitar Europa como que Europa venga a visitarnos a nosotros. Florian se echó a reír, pero continuó con sinceridad: —Repito que no me estoy burlando de ustedes; hablo muy en serio. Yo procedo de Europa y es allí donde tuve mis primeras experiencias circenses. Y es mi intención volver en cuanto pueda y llevar a mi circo conmigo. Los Estados Unidos y Confederados serán durante mucho tiempo escenario de sufrimientos y privaciones. Si quiero recuperar mis bienes e incrementarlos, como todos los demás de este espectáculo, Europa es el lugar para conseguirlo. Seguiremos avanzando por este sur empobrecido hasta llegar a las ciudades septentrionales, donde se puede hacer más dinero, el suficiente para embarcar con rumbo a Inglaterra o Francia. ¿Qué me dicen de acompañarnos, muchachos? Edge observó, divertido e irónico: —Todo este tiempo he esperado que nos hiciera una oferta por nuestros caballos. —Bueno, ejem, sí. Me gustaría tenerlos, de verdad que sí. Y al principio de conocerlos sólo tenía ojos para ellos. Sin embargo, ahora me gustaría tenerlos también a ustedes. Yount dijo, incrédulo: —¿No está ya demasiado cargado de blancos pobres, y otros colores, que dependen de usted para vivir? ¿Por qué diablos habría de querer a dos más que no pueden ganarse el sustento? — Porque creo que podrían, Obie. Ganarse el sustento y más. Ya les dije que esperaba añadir números nuevos sobre la marcha.
—¿Números? ;Diablos, mister, yo no soy actor! Lo único que sé es pelear. La sola idea es un disparate. ¿Yo, a mi edad, fugándome como un colegial para incorporarme a un circo? — Nadie es actor hasta que empieza a actuar. Y nadie sabe qué cosas extraordinarias es capaz de hacer hasta que intenta algo fuera de lo corriente. Esto es el circo, Obie: estirarse hasta los límites de lo posible, desafiar la rigidez de lo cotidiano, comprender que lo imposible puede ser posible. — Bueno, tal vez sí —murmuró Yount, abrumado por tanta retórica— , pero no para todo el mundo. —Cuando conocí a Hannibal Tyree, era limpiabotas en una esquina de Pittsburgh y no pensaba ser otra cosa que un limpiabotas negro durante el resto de su vida. Yo me crucé en su camino. Le vi manejar esos cepillos y sacar brillo con el trapo a un ritmo de baile. ¿El resultado? Hoy es un artista, un malabarista competente, y además un cuidador de elefantes. Mientras exista un circo en este planeta, a Abdullah no le faltará un trabajo remunerado que hace por gusto... y tendrá admiración_ y cierta celebridad. Quizá no llegue a ser nunca una estrella como Léotard o Blondin o los Hermanos Siameses, pero jamás volverá a ser un negro de baja estofa. Sargento, ¿cuál es el mayor peso que ha levantado en su vida? — ¿Qué? —Yount se sobresaltó ante tan inesperada pregunta y tartamudeó—: ¿Qué... un peso? Dios mío, no lo sé. Supongo que sacar del fango un cajón de municiones. —¿Sin ayuda? —Claro. Verá, fue así... —No importa. Sólo pretendía que se diera cuenta. Se trata de algo que no todos podrían hacer. Ahora bien, dudo de que pudiera levantar del suelo a Brutus, pero no me extrañaría mucho que fuese capaz de levantar a este percherón suyo. Su aspecto es el de un hombre forzudo y como tal le anunciaría. ¿Cómo le suena el Hacedor de Terremotos, el Hombre Más Fuerte de la Tierra? —Yount le miró boquiabierto, sin habla—. En cuanto a usted, Zachary, he pensado en algo digno, al estilo del coronel Deadeye o el coronel... No dijo Edge, con acento categórico—. No malgaste en mí sus poderes de persuasión, señor Florian. Yo ya no soy un coronel. En cuanto pueda echarme a dormir en un lugar lo bastante caliente para quitarme esta guerrera, me arrancaré del cuello los malditos galones para que nadie vuelva a tomarme por lo que no soy. —No sea tonto dijo Florian—. Por lo menos se ganó honestamente esas dos estrellas. Diablos, después de esta guerra, todos los soldaditos con paperas que hayan pasado su carrera militar en el Cuerpo de Salitre (aunque sólo hayan conseguido en él una graduación honoraria) insistirán en ser llamados mayor o coronel durante el resto de sus vidas.
—Que lo hagan. Me importa un bledo. No podrán superar mi grado. No hay grados en la vida civil. —De todos modos, Zachary, yo hablaba de un nombre artístico. En la vida civil cotidiana, fuera de la carpa, puede llamarse como quiera. — Y a la vida civil cotidiana voy a volver, gracias. No a una vida circense de ejecutar trucos para cualquiera que haya pagado la entrada, haciéndome la ilusión de que esto es la celebridad. Llamaron de nuevo a la puerta y esta vez Sarah Coverlev entró sin esperar y dijo alegremente: —¿Ha cenado la tropa? ¿Y qué es esto, nadie se ha emborrachado aún? ¿Qué clase de caballeros sureños...? —Se detuvo y miró a su alrededor: Edge, con expresión obstinada, Yount, incómodo, y Florian, pensativo—. ¿He interrumpido las oraciones o algo así? Florian denegó con la cabeza y dijo sin dirigirse a nadie en particular: —Intentaba pensar en una ocupación civil que no consista en hacer trucos para quienquiera que pueda pagarlos. Una ocupación civil que no dependa de la jerarquía. — Ah, los caballeros juegan a las adivinanzas —dijo Sarah—. ¿Puedo jugar yo también? —Cállate —ordenó Florian—. Dígame, Zachary, ¿a qué ocupación volverá? — No lo sé. Quizá tendré que hacerme bandido o filibustero, como los desechos de la mayoría de guerras. Sin embargo, tengo la esperanza de entrar en la facultad del IMV y enseñar tácticas de caballería o algo así. Diablos, después de diecinueve años vistiendo uno u otro uniforme, tendría que saber impartir a las ratas algo digno de aprenderse. Florian se puso en pie de un salto y dijo en voz alta e incrédula: —Un hombre en la flor de la edad, un veterano de diecinueve años de acción viril en toda clase de intemperies, ¿desea convertirse en una maestra de escuela? ¿En un vigilante polvoriento, atado al pupitre, sonador de narices de reclutas verdes y pecosos? ¿Por eso despreciaría la oportunidad que le ofrezco yo? Seguir montando a caballo, seguir utilizando sus habilidades, sus armas y su experiencia, gozar de toda clase de emociones y aventuras, ser un hombre entre hombres (y entre mujeres magníficas como la presente Madame Solitaire) y encima ver mundo. Solitaire, di a Zachary que es un insensato! —Eres un insensato, Zachary dijo Sarah, reprimiendo una sonrisa. —Caballeros —continuó Florian—, ofrezco a cada uno treinta dólares mensuales. Y la pitanza, claro. Indicó los platos que los dos hombres habían vaciado. Obie, usted será el Hombre Forzudo del Circo. Zachary, usted será nuestro Tirador de Exhibición. Ya ha oído a Magpie Maggie Hag, que sus armas le servirán, mejor que hasta ahora. Para cada uno de ustedes, treinta dólares y la pitanza. Y perspectivas, caballeros,
perspectivas. La perspectiva de alcanzar posiciones de responsabilidad y respetabilidad impecable. La perspectiva de... —iDe trabajar ante las cabezas coronadas de todos los países del globo! —Sarah intervino como si recitara un discurso que hubiese oído a menudo, y ahora no disimulaba su sonrisa. La perspectiva de conocer y deslumbrar a los condes, duques e incluso príncipes más ricos y apuestos. Qué digo, incluso podrían casarse con un noble europeo tan por encima de su condición, tan superior a sus sueños de New jersey más disparatados... Desistió, porque todos reían. Florian aprovechó el momento para sacar de nuevo la botella. —Vamos, muchachos, otro trago de este veneno. — Gracias —dijo Edge—, pero sigo rechazando su oferta, señor. En realidad, significaría un descenso considerable para mí. Mi salario actual es de noventa dólares al mes, todo incluido. —¿Y cuándo le pagaron por última vez? — Oh, bueno. —Si tuviera ahora mismo mil de esos dólares confederados, tendría suerte de cambiarlos por una moneda de oro federal de diez dólares. —¿Está ofreciéndonos treinta dólares al mes en oro? exclamó Yount. —Sí, por Dios que sí. En oro de ley, sea cual sea la moneda del país donde estemos. Comprenderán, naturalmente, que por ahora es sólo una promesa.. Creo haberles expuesto con claridad la situación actual; no podernos hacer otra cosa que especular, por así decirlo. Sin embargo, se llevará una contabilidad estricta y las deudas serán pagadas en su totalidad. —Mientras seguía hablando a Yount, Florian dirigió una mirada a Sarah, quien asintió imperceptiblemente con la cabeza—. Ahora, Obie, salgamos los dos a discutir este asunto y a decidir también dónde pueden colocar sus mantas esta noche. Mientras tanto, Zachary, ¿tendrá la bondad de ayudar a Madame Solitaire a recoger los utensilios de la cena? Salió, con Yount a la zaga, y la puerta se cerró tras ellos antes de que Edge pudiera preguntar por qué la mujer necesitaba ayuda para recoger dos platos pequeños, dos tenedores y tres tazas. Ni siquiera los tocó. En vez de esto, cogió la botella, la sostuvo ante la linterna y luego repartió el escaso contenido entre dos tazas y alargó una a Edge. — Brindemos —dijo— por su insensatez al no querer deslumbrar a un duque. ¿Es esto lo que usted quiere hacer algún día? —Claro, ¿por qué no? He deslumbrado a notables menores y no sólo en la arena de un circo. ¿No está deslumbrado, Zachary? —¿Es como desea que esté? —Sí —respondió ella y pareció esperar algo. Luego añadió: Soy extremadamente sensible a los cumplidos.
—Cuando Edge reaccionó con un juvenil rubor en el rostro, agregó—: Soy una especie de viuda y sufro con frecuencia el mal de las viudas. Desarmado ante tal franqueza femenina, sin precedentes en su experiencia con las mujeres, Edge tuvo que preguntar: ¿Cuál es, madame? — El coqueteo reprimido. Si produjera ampollas, no podría montar a caballo. Tengo que pensar en mi arte y en mi sustento. Mejor no reprimirlo, entonces —aconsejó Edge con osadía. — Intento no hacerlo. Y ahora mismo las otras mujeres tratan de ayudarme. La vieja Maggie y mi Clover Lee se acuestan juntas esta noche en el furgón de los decorados (el dormitorio de los hombres blancos), del que los han echado a puntapiés para que duerman en el suelo con Hannibal, el Hombre Salvaje y su sargento. A fin de que nosotros estemos solos en este furgón. Estas literas no son exactamente cómodas, pero podemos amontonar la ropa de cama en el suelo. Edge carraspeó. — No soy contrario en modo alguno, Madame Soli... Muy generoso por tu parte. Se te supone deslumbrado como un duque. Y llámame Sarah o nunca pasaremos de estos malditos cumplidos preliminares. Edge dijo con paciencia: — Sarah, sólo intentaba insinuar, con mis excusas, que no recuerdo cuánto tiempo hace que no me he quitado este uniforme. Ella se encogió de hombros. —Pues déjatelo puesto. ¿Es que sólo actúas según el manual de instrucción? — Quiero decir, maldita sea, mujer, !que necesito un baño! ¿Me prestas un pedazo de jabón? Me escabulliré hasta el río. — Oh, bueno, si hemos de ser melindrosos como un duque y una duquesa, yo también tendré que bañarme. Iré contigo. —El agua estará fría. Puedes ser una amazona, pero dudo de que tengas la piel de un soldado de caballería. —Puedes tocármela toda y juzgar por ti mismo. —Todavía con la taza de whisky en la mano, se dirigió hacia la puerta—. Vamos. Incluso podrás satisfacer tu curiosidad de jinete sobre si la cola de esta yegua hace juego con su melena. —Espera un momento. Quiero preguntarte... ¿Eres la mujer de Florian? Ella tiró el poso de la taza. —Cuando necesita una. —¿Y también te utiliza cuando necesita convencer a alguien de algo —Esto no es muy halagador, Zachary. Para nadie, ni para ti ni para mí. —Sólo se trata de que no hagas algo por obligación y que luego resulte que no ha servido de nada.
—Oh, tonterías. Ahora eres el sureño galante. Quizá hubo un tiempo en que quería ser deseada. Ahora me basta con que me necesiten. No soy muy galante al decirte con franqueza que no te necesito. Quiero decir que no necesito a una mujer hasta el punto de unirme mañana a este espectáculo por gratitud o por remordirnientos de conciencia. —¿Por qué no nos callamos los dos y dejamos que la naturaleza siga su curso? Nunca se sabe, quizá te enamores y te unas a nosotros para no perderme de vista. —¿Cuentas realmente con deslumbrarme, Sarah? ¿Crees que tu belleza es tan irresistible? ¿O que estás tan dotada en este aspecto? Ella volvió a encogerse de hombros. — La belleza puede haberse deteriorado con los años, pero el talento sólo puede haber aumentado, ¿no?... No hagas eso. —¿Qué? — Sonreír. No lo hagas. Eres mucho más guapo cuando no sonríes. —Bueno, no sonrío a menudo. No encuentro muchas razones para hacerlo hoy en día. Te agradezco que me hayas dado una... pero, si me lo pides, intentaré no sonreír. —Muy bien —dijo ella y suspiró—. Yo tampoco lo haré. Pero más tarde, en la oscuridad, sonrió, y él también. 3 El sonido de un disparo muy cercano despertó instantáneamente Edge, que apartó la manta que le cubría. Aún no estaba lo bastante despierto para saber dónde se encontraba, pero había reconocido en el disparo al fuego enemigo. Había sido un disparo de rifle, pero de una arma de calibre más pequeño que el de su propia carabina. En la oscuridad, cogió su revólver, que siempre dejaba al alcance de su mano antes de dormirse. Por instinto, fue hacia la luz más próxima en la penumbra, un rectángulo plateado que indicaba una puerta cerrada. Se precipitó al exterior, con la pistola por delante, y se encontró a pleno sol de una tibia mañana de abril, donde fue saludado por un tumulto de gritos, risas y por lo menos un escandalizado chillido femenino. Edge se dio cuenta de que estaba en el pequeño escalón del furgón circense donde había dormido y de que iba totalmente desnudo, sin más protección que el revólver que sostenía en la mano. — iCoronel Zack! —gritó Obie Yount, atónito—. ¡No lleva uniforme! — iSoberbia entrada, Zachary! aprobó Sarah Coverley, ya vestida y al aire libre. Jules Rouleau empezó a cantar con voz melosa el estribillo de «iOh, despiértame y llámame temprano, llámame temprano, madre querida!».
—iEh, coronel! —chilló Tim Trimm—. iPéguese por lo menos las estrellas y los galones! Incluso el elefante lanzó un resoplido burlón con la trompa. Y el chillido escandalizado volvió a sonar, exhalado por una mujer de mediana edad desde un furgón de tabaco con costados de celosía que no había estado allí la noche anterior. Sólo tendría que haber vuelto la cabeza para que su enorme cofia en forma de cubo le tapase cualquier vista inconveniente. En vez de esto, se tapó la cabeza con el delantal en un gesto dramático. Seguro por lo menos de que nadie era atacado a tiros —aunque esto no aliviaba mucho su tremenda confusión—, Edge, muy sonrojado, retrocedió y cerró la puerta de golpe. —Habráse visto! —gimió la mujer desde debajo del delantal—. iY delante de una buena mujer cristiana y sus inocentes hijos! Oh, ya había oído hablar de semejantes escenas entre las gentes vagabundas, pero nunca pensé ver el día... — No haga caso, señora Grover —dijo Florian. —Ya se ha ido, Maud —anunció el hombre de mediana edad que estaba sentado junto a ella en el pescante del furgón, y escupió jugo de tabaco por encima de la rueda—. Puedes destaparte la cabeza. Florian explicó en tono solemne: — Un caso que los médicos castrenses llaman corazón de soldado... un trastorno nervioso que se presenta cuando un hombre ha servido mucho tiempo en el frente. —He oído decir que muchos de nuestros soldados lo padecen —dijo el señor Grover, comprensivo. No debería usted haber autorizado ese disparo sin avisar a este pobre hombre. —Muy cierto, señor. Ahora, como iba diciendo, ustedes llegarán a Lynchburg esta tarde, antes que nosotros, así que estaremos encantados de recompensarlos a cambio de un favor. El furgón de tabaco había llegado por el camino desde el este y esperaba que el circo se apartara para dejarlo pasar. Florian ya se había enterado de que los señores Grover y familia eran refugiados que habían huido de Lynchburg por temor a que pronto fuera sitiado. Ahora que la guerra había tocado a su fin, volvían a su casa. Su furgón no llevaba tabaco, sino todos sus enseres domésticos, incluyendo a numerosos niños. Mientras la atención general de los Grover se centraba en el elefante y otros exotismos —y, por un momento, en la contribución de Zachary Edge al espectáculo—, Tiny Tim Trimm y Magpie Magpie Flag se dedicaban a escamotear con rapidez y discreción todos los pequeños objetos que estaban a su alcance en el carromato y que pudieran ocultarse bajo las múltiples y voluminosas enaguas de la gitana. —Sólo llévense estos carteles y esta pasta —dijo Florian, dándoselos a la mujer—. Péguenlos donde puedan, paredes, árboles, escaparates...
—No será nada indecente, ¿verdad? preguntó la señora Grover, mirando con desaprobación los rollos de papel que tenía en la falda—. Por el estilo de ese soldado que acabamos de ver... Florian se volvió para toser un momento y luego dijo: —Señora, lea usted misma el cartel. Ella replicó, mojigata: Jamás leo nada que no sea el Libro Sagrado. El reverendo Jonas nos ordena que evitemos todo lo innecesario o malsano. — ¿Evitaría usted la risa, señora? ¿La diversión? —El reverendo Jonas dice que la risa suele ser innecesaria y que la diversión es sana muy pocas veces, así que nunca leo nada excepto... — Esto es un anuncio muy respetable de nuestro espectáculo. Quizá me permita usted leérselo_ Florian desenrolló una de las hojas que le quedaban y empezó a leer, con gestos apropiados, modulaciones vocales desde piano a forte, pausas efectistas y énfasis en las mayúsculas y los subrayados. —«iEL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN! ¡Circo, zoológico, exposición educativa y congreso de animales amaestrados!... ¡Aclamado recientemente en el Niblo's Garden de la ciudad de Nueva York!... ¡Galardonado con Nuevos Laureles de Exito en las capitales de Europa y Sudamérica... /Se presentará aquí en el Pabellón!... !MA ÑANA!» — !Hurra! —gritaron todos los niños Grover. —«... Bajo los auspicios de una dirección experta cuyo único objetivo ha sido formar una COMPAÑIA COMPLETA Y MODERNA que comprende a la élite masculina y femenina de la equitación... y la créme de la créme de artistas acróbatas y gimnastas, corifeos y volatineros que desafían la gravedad de la Tierra con sus asombrosas proezas de agilidad!...» —iDios mío! —suspiró la señora Grover. iY también, el ZOOLÓGICO MÁS GIGANTESCO de los tesoros de la zoología jamás presentado ante un público entendido, que incluye al león africano devorador de hombres, "MAXIMUS", rey de las fieras, amaestrado y dirigido por el temerario capitán Hotspur... y "BRUTUS" EL ELEFANTE, el auténtico Behemot de las Sagradas Escrituras, capturado por su actual cuidador, Abdullah el cazador hindú, en las junglas de la remota Asia...» —¿Es esto cierto? —preguntó el señor Grover, mirando el elefante con más admiración que hasta ahora. i i iY todas las otras atracciones únicas que componen este CONJUNTO DE MARAVILLAS MUNDIALMENTE FAMOSAS!!!» Florian levantó la mirada y vio a Edge a su lado, ya vestido y contemplando la escena bajo unas cejas arqueadas por el escepticismo. Bueno, ejem, sigue una larga descripción de muchas más cosas, así que no lo leeré todo. Escuchen, sin embargo, esta parte: «Es muy cierto que
pocos de los establecimientos de viaje son actualmente apropiados para la visita de señoras y familias. Una excepción laudable la constituye la GRAN EXPOSICIÓN MORAL de Florian, totalmente exenta de vistas, alusiones o sonidos poco delicados y dedicada al mantenimiento de la virtud)) la piedad.» —Todo parece muy respetable dijo la señora Grover. No entiendo por qué gentes mundialmente famosas como ustedes quieren actuar en el viejo y mísero Lynchburg —observó el señor Grover, escupiendo otra vez—. ¿Cuánto cuesta? Florian volvió a leer el cartel: —«Pese al enorme gasto que supone semejante ESPECTACULO DE ESPLENDORES, el precio de la entrada se ha fijado en la módica cifra de veinticinco centavos; niños de menos de doce años y sirvientes, sólo diez centavos...» —Olvídelo, mister —dijo el señor Grover. Florian se apresuró a sacar un grueso lápiz de albañil, hizo unos garabatos en un cartel y leyó la enmienda: —«O veinticinco dólares y diez dólares en papel confederado. También se acepta el pago en especie.» —¿Significa esto hortalizas? —Cualquier producto o artículo local. — No hay gran cosa en Lynchburg, excepto un poco de tabaco. — Bueno, je, je, se lo crea o no, ese Behemot disfruta masticándolo cuando se le ofrece. — iCómo! ¿El animal de las Sagradas Escrituras mastica tabaco? — Sí, lo aprendió de un profeta del Antiguo Testamento. Pero a ustedes, los Grover, no les costará absolutamente nada ver nuestro espectáculo. Limítense a pegar estos carteles hoy, y cuando se presenten mañana en la gran carpa, les entregaré personalmente, a ustedes y cada uno de sus hermosos hijos, una entrada gratis. Para las mejores localidades. — iHurra! —volvieron a gritar todos los niños Grover. No sé si el reverendo Jonas aprobaría que tuviéramos tratos con gente del espectáculo —murmuró la señora Grover—, pero supongo que no podemos defraudar a los niños. Lo haremos, mister. Mientras tanto, Roozeboom y Yount habían apartado a un lado todos los vehículos del circo. El señor Grover cloqueó a su caballo y el furgón de tabaco cruzó con estruendo el puente sobre el río Beaver. Edge dijo a Florian: —Nunca había oído una sarta de mentiras como las que ha largado a esos pobres infelices. —¿Mentiras? Nada de eso. Sólo algún que otro trivial adorno de la verdad.
—Usted y sus carteles hacen que este conjunto suene como algo soñado por los césares para embellecer Roma. —Edge se volvió a mirar con divertido desdén la caravana ruinosa y sus harapientos ocupantes—. ¿No estará despertando en ellos esperanzas exageradas? Cuando vean lo poco que en realidad tiene para ofrecer, pueden echarle de la ciudad a pedradas. —No, muchacho —contestó Florian, afable—. Aprenderá que la mayoría de personas ven exactamente lo que esperan ver. Si esto supone un engaño, no es culpa mía. Acháquelo a las deficiencias de la mentalidad humana en general. —¿Quieren desayunar, señor Florian, señor Zachary? La rubia hija de Sarah Coverley se les acercó con dos platos de hojalata, cada uno con un estrecho gajo de una sustancia marrón. —Vaya, gracias, Clover Lee —dijo Dorian Esto es una novedad deliciosa... iun desayuno! A propósito, ¿qué es? Ella soltó una risita nerviosa. —Ya sé que parece una cagarruta de vaca, pero es pastel de boniato. Tiny Tim lo ha robado del furgón de esa gente. No es gran cosa, pero era lo único comestible que había a su alcance. En cualquier caso, Tim sólo lo quería por el molde. Para su número. —Mi felicitación al jefe de los rateros. —Florian se volvió hacia Edge, que miraba con avidez el plato—. Dele las gracias, Zachary. Pero si le remuerde la conciencia por comer pastel ajeno, se lo puede comer otro. — No, no —murmuró Edge—. Gracias, Clover Lee. Con dos dedos, se metió en la boca el minúsculo y blando fragmento marrón. —Que lo disfrute, señor Zachary —dijo con vivacidad la muchacha, y en seguida, con la misma vivacidad—: ¿Ha disfrutado de mi madre? A Edge se le atragantó el pastel. — Claro que sí, querida —respondió Florian—, cualquiera lo haría, no te preocupes. Pero ahora vete. No interrumpas nunca la conversación adulta de tus mayores con ocurrencias pueriles. Ella se alejó y Edge dijo: — Lamentaría oír a esa niña hacer comentarios más adultos. —Sí, bueno, un niño educado en un circo tiene tendencia a la precocidad. Monsieur Roulette, que le imparte lecciones, intenta por todos los medios inculcarle también buenos modales, pero supongo que la mejor educación no desanima la curiosidad natural de una jovencita por cosas como el sexo y... Con el fin de desviar la conversación de aquel preciso tema, Edge interrumpió: —Veo que tampoco se desanima el ladrocinio. Ese pastel era probablemente el banquete de bienvenida al hogar para toda esa famiha de Lynchburg.
Florian hizo un gesto de menosprecio. — Por favor, Zachary. A veces tenemos que saquear para vivir, igual que su caballería. ¿Pretende que sus hombres nunca escamotearon nada a los civiles? — No recuerdo que robásemos nada a personas a quienes habíamos pedido un favor. — Ya ha oído a Clover Lee. Tim no ha robado el pastel. Por casualidad iba junto con el molde que necesitaba para su número. — ¿Un molde de pastel para trabajar? — Será un accesorio, un artilugio, una herramienta. Algo que empleará para realzar su número. —¿Cómo diablos puede un molde de pastel...? — No lo sé y no lo preguntaré. Ser demasiado inquisitivo en estos casos se considera una descortesía. Tendré que esperar y ver qué hace Tim con el molde en su espectáculo. Usted también podrá verlo, si quiere, ya que tanto usted como Obie siguen nuestro camino. De hecho, me ha ofrecido amablemente su percherón como caballo de tiro hasta Lynchburg. ¿Nos ofrecerá usted también el suyo, nos acompañará y verá nuestro espectáculo? Serán nuestros invitados, como es natural. ¿Trabajará su corcel con un arnés? — De mala gana, pero lo hará. En otro tiempo Trueno arrastró cajones, ambulancias... incluso, en una ocasión, un carromato de cadáveres. Está bien, puede engancharlo. Supongo que se lo debo. —¿A mí o a Madame Solitaire? Edge le dirigió una mirada glacial y dijo: —Le debo a usted bebida, comida y hospitalidad en general, señor Florian. Tendría que preguntar a Sarah si considera que le debo algo. 0 que se lo pregunte su hija, ya que usted y la chiquilla parecen compartir una natural curiosidad juvenil por cosas semejantes. Florian dio un paso atrás y levantó las manos. —Ya he sido merecidamente reprendido. Ahora venga, querrá supervisar el enjaezamiento de su caballo por el capitán Hotspur. Sin embargo, Roozeboom estaba ocupado en otra cosa: despellejar y descuartizar a un animal muerto. Le ayudaba Magpie Maggie Hag, hasta el extremo de sostener una palangana para recoger la sangre. Yount y Rouleau lo observaban. Yount sujetaba al Hombre Salvaje, que mugía, lloriqueaba y reía, al parecer ansioso por echar una mano. Edge vio el viejo rifle a un lado y dijo: — De modo que esto fue lo que me despertó. Han matado a uno de los asnos. — No los necesitamos —respondió Florian— ahora que tenemos el caballo de Obie para arrastrar el carromato de la carpa. Nosotros conduciremos al otro asno. Y si su Trueno arrastra el furgón de las
jaulas, eximiremos unas horas a Brutus de la tarea. El elefante habrá de trabajar cuando lleguemos al campamento. Intentamos no hacer trabajar al elefante durante el camino, a menos que sea absolutamente necesario. Es el animal más valioso de toda la caravana. — Ese pequeño asno podía no ser valioso, pero aún estaba sano — dijo Edge—. Anoche, sin ir más lejos, nos habló usted de la lealtad de estos animales. Y esta mañana, cuando ya han realizado su trabajo, usted se lo agradece matando a uno de ellos. Florian pareció contrito y, por una vez, dio la impresión de no estar actuando. De hecho, se encogió ante la airada expresión de Edge y contempló sus zapatos gastados sin decir nada. Fue Jules Rouleau quien habló: —Zachary, ami, no lo diría usted nunca al verme ahora, pero yo también fui en un tiempo un adalid de la caballerosidad, de noblesse oblige, del beau geste y todo eso. He tenido que aprender la conveniencia y el compromiso desde que me incorporé al circo, especialmente en los últimos años. Venga por aquí y permítame enseñarle algo. Condujo a Edge hasta el furgón de barrotes como los de una cárcel. Se trataba de una gran jaula sobre ruedas, de uno por tres metros, aproximadamente, compuesta de barrotes de hierro verticales en los costados y la parte trasera, que tenía una puerta de acceso. La parte delantera era un tabique de madera maciza entre el asiento del conductor y la jaula y todo el techo era de madera, con un pequeño alero como protección contra el tiempo. Edge miró hacia el interior y vio algo parecido a una alfombra de piel clara, arrugada y bastante roída por las polillas. —Este es Maximus —dijo Rouleau—, rey de los grandes gatos, su majestad Maximus. —¿Está enfermo? —Es viejo. Y tiene hambre. Dígame, Zachary. ¿Le ha llenado ese trozo de pastel? ¿O todavía está hambriento? —Diablos, sí. Estoy hambriento. He tenido hambre durante la mayor parte de los últimos cuatro años. —Aussi moiméme. Sin embargo, usted y yo somos jóvenes, así que es un estado triste, pero no intolerable. Sabemos que no moriremos de inanición. En caso de apuro, pediremos o robaremos. Pero suponga que es muy viejo y débil, que está enjaulado y depende de otros para que le alimenten. Edge no dijo nada. —Maximus depende de nosotros. Y nosotros dependemos de él, porque vale por tres o cuatro de nosotros como atracción para la canaille. Ningún Rubén que haya comprado una entrada apreciará jamás debidamente cualquier cosa que pueda hacer en la arena otro ser humano, por muy espectacular que sea, y en cambio mirará bo-
quiabierto a este pobre, triste y viejo león africano. Así que dependemos de Maximus y todo lo que él pide a cambio es que le alimentemos cuando podamos. —¿Qué le habrían dado de comer si el asno hubiera sido imprescindible? Je ne sais quoi. Pero puedo asegurarle una cosa. Si todo el resto de nosotros hubiese estado sano y bien alimentado y sólo el pequeño asno hubiera tenido hambre, Florian se habría cortado los propios cabellos y barba para darle heno. Tal como están las cosas, los menores deben ser sacrificados por el bien general y Maximus necesita carne desesperadamente. Era innecesario reprender a Florian. Ya se siente bastante mal. Es un buen hombre de circo, y todo buen hombre de circo es sobre todo bondadoso con sus animales. Del mismo modo que un buen carpintero cuida bien sus herramientas. En este caso, Florian ha sido bondadoso de la única manera posible. — No quería parecer una vieja entrometida —dijo Edge—. Dios sabe que el soldado de caballería no tiene ideas sensibleras sobre los animales, porque Dios sabe que el caballo es probablemente el animal más estúpido que existe. Pero el soldado de caballería aprende a respetar al animal sano y nunca lo maltrata. Esto no es sentimentalismo de vieja y no soy sentimental acerca de ninguna otra cosa en el mundo. Rouleau le miró de soslayo. — Oh, el soldado de caballería ha de parecer viril y rudo, naturalmente. Pero no hará creer a Jules Fontaine Rouleau que Zachary Edge no es sentimental acerca de algunas cosas. — ¿Cuáles, por ejemplo? —Esto, por lo menos. —Alargó la mano y tocó la manga de Edge—. El uniforme gris. La causa perdida. —Oh, diablos —murmuró Edge—. Hubo un tiempo en que creía que a los bebés los traía la cigüeña. ¿Me va a recordar eso también? —Florian dijo que había llevado uniforme durante casi veinte años. El gris existe desde hace sólo unos cuatro. —Pero Virginia ya existía ciento cincuenta años antes de que existieran los Estados Unidos de América. Muy bien, soy virginiano y, sí, he cambiado de chaqueta. — Y no lo llama sentimentalismo. —Llámelo como quiera. Ya me ha pasado. La causa está perdida, tan muerta ahora como el banjo de Sam Sweeney. No pasaré el resto de mi vida llorando por esto. —No esté tan a la defensiva. No le he acusado de ninguna debilidad poco varonil. Como he dicho, yo también fui una vez una persona sensible y sentimental. El circo no es un lugar cruel, pero sí exigente. Exige mucho de todos nosotros. Me gustaría pensar que todavía poseo sensibilidad. Sin embargo, por el bien de la troupe, he aprendido a
dominar los sentimientos. De cualquier clase. —Desvió la mirada—. Ideas románticas, causas perdidas. — iMaximuus! —vociferó Roozeboom, llegando con un pedazo de carne roja y apestosa, que goteaba sangre. La alfombra de piel arrugada reaccionó al nombre, o al olor de la carne cruda, levantando un extremo que resultó ser una cabeza inmensa de melena húmeda y ojos lacrimosos. Roozeboom preguntó, tentador: — Was gibt es zum Festessen? iJa, ja! FestEsel! —Y sostuvo el pedazo de carne entre dos barrotes de hierro. —El capitán Hotspur ha hecho un juego de palabras —aclaró Florian, reuniéndose con ellos ante la jaula—. Festessen significa comida de fiesta y Esel significa asno. ¿Se ha fijado que ha hablado al gato en alemán y no en holandés? —No sé distinguir la diferencia —contestó Edge. —Es una vieja tradición circense de Europa. Sea cual sea la nacionalidad del domador de gatos, se dirige y da órdenes a sus animales en alemán. Supongo que sobre todo porque la lengua alemana parece estar hecha para dar órdenes. Un domador ruso me señaló una vez que necesitaría por lo menos dos palabras rusas para dar a sus tigres una orden que en alemán podía darse con una sola... y muy de prisa. La fracción de segundo de una sílaba puede significar la vida o la muerte cuando se trabaja con leones o tigres. Maximus no saltó para atrapar la carne; ni siquiera se levantó. Como incapaz de creer a su domador o a su propio olfato, levantó con lentitud la punta de sus patas delanteras y se arrastró fatigosamente hasta donde podía lamer el bocado ofrecido con su vasta lengua y después tocarlo con sus anchos labios. Sin embargo, aquel primer paladeo pareció revivirlo y animarlo considerablemente. Frunció los labios, enseñando una dentadura amarillenta y roma, pero aún formidable en número, y con un gruñido apagado empezó a morder su comida con hambre y agradecimiento. —¿Por qué la vieja gitana recogía la sangre? —preguntó Edge—. ¿Le sirve para alguna de sus brujerías? —No —respondió Florian—. Lo hacía para el capitán Hotspur, que la usa en su número. —Lo olvidaba... No debería ser un Rubén inquisitivo —dijo Edge—. Lo siento. Le reconvine ahí fuera, señor Florian. Un intruso no debe entrometerse en cosas que no puede conocer a fondo. —Sólo me preocupaba que se retractara de la oferta de su caballo. Le prometo que no alimentaremos con él a los animales. —Vamos a engancharlo, y también a los otros, y después partiremos hacia Lynchburg. Quiero ver su espectáculo. El camino desde el río Beaver era agradable y, ahora, seco. La región era una de las pocas en Virginia donde no se había luchado durante la
guerra, así que, exceptuando muchos campos en barbecho por falta de labradores, no se veía destrucción. El camino seguía el curso del ancho río James, marrón y de corriente rápida, bordeado de precoces flores silvestres y sombreado por sauces y sicomoros que estrenaban su follaje de primavera, de un verde brillante. Cuando estuvieron a pocos kilómetros de Lynchburg, el camino de tierra apisonada pasó a ser una carretera de rollizos transversales. Ahora se veía más gente. En el camino, en los campos, en los porches de las casas, en torno a posadas y tiendas, la población abandonaba sus ocupaciones para mirar fijamente y con un asombro quizá mayor del que habrían demostrado si los carromatos hubiesen llevado al diablo Grant o al vándalo Hunter o a cualquier otro de los conquistadores yanquis. La mayor parte de la gente debía de haber visto con anterioridad circos ambulantes, pero no en los últimos años. Y, como había observado Yount, un circo no podía ser una de las primeras cosas que esperasen ver llegar de la dirección donde acababa de haber guerra, devastación y desesperación. De hecho, el circo parecía no haber oído hablar nunca de la guerra: los caballos iban al paso, los carromatos avanzaban con lentitud y sus conductores tenían un aspecto perezoso y despreocupado. Como siempre, el carruaje abierto encabezaba la caravana, tirado por el caballo blanco del espectáculo. Florian llevaba un sombrero de copa de seda, no muy deteriorado, y el resto de su elegante atuendo no revelaba su decrepitud desde cierta distancia. A su lado viajaba un soldado confederado con uniforme de gala gris que tampoco proclamaba su edad a los espectadores ni el hecho de que era el único uniforme de Edge. Las cortinas del carruaje estaban enrolladas, descubriendo su interior, y sus dos bonitas ocupantes, cuyos cabellos rubios brillaban al sol, se asomaban con frecuencia para saludar con la mano a los mirones. La calva de Ignatz Roozeboom tenía casi el mismo brillo. Conducía el segundo furgón, con el Hombre Salvaje a su lado, envuelto en chales para ocultar su carácter único a los espectadores que no pagaban. Era el furgón de las jaulas, tirado por el hermoso Trueno amarillento de Edge, que no cesaba de resoplar y estornudar a causa del olor a amoníaco de Maximus, tan cerca de él a sus espaldas. Dentro de su jaula, el león estaba en su posición favorita —y única—, o sea, echado. Los tres carromatos siguientes eran los furgones cerrados, que escondían las maravillas de su interior pero que estaban pintados. Y el sol de abril se detenía en los colores que aún les quedaban y los hacía brillar y provocaba un centelleo de las letras doradas que proclamaban el nombre y la cualidad del Florilegio. Uno era el furgón de los decorados, tirado por el flaco caballo de tiro y conducido por Jules Rouleau, que no era una vista llamativa, vestido como iba con un mono corriente. Le seguía el furgón de la carpa, conducido por Yount porque
su gran Relámpago iba entre las varas, y sujeto a él por una rienda, el asno restante. Después venía lo que Florian había llamado el furgón del museo, tirado por el otro caballo del circo, el tordo, y conducido por Tim Trimm. La baja estatura de éste no resultaba muy aparente para los espectadores desde su alto asiento, en especial porque a su lado iba sentada una figura oscura todavía más pequeña: Magpie Maggie Hag, encapuchada, envuelta en su capa, encogida y misteriosa. Pero si la parte de carromatos de la caravana no era demasiado espectacular, la última parte compensaba de ello, porque la componía el elefante, que avanzaba majestuosamente. Peggy iba cubierta por una gran manta de terciopelo escarlata que, al brillar al sol, disimulaba su tosquedad. Con el magnífico animal, a veces caminando a su lado y otras encaramado en su alto cuello, iba el negro de aspecto muy extranjero, con su túnica y su turbante. Su rostro tenía una expresión severa y resuelta, como si fuera el auténtico Aníbal y esta tierra baja suavemente ondulada de Virginia fuese de hecho un paso escarpado entre los elevados Alpes, y su elefante, sólo uno entre centenares, y el adormilado Lynchburg, una Capua aprensiva y temerosa. Aunque Florian conducía la caravana a un paso lento, llegaron a las afueras de Lynchburg antes de anochecer y decidió no adentrarse mucho en la ciudad. Los cultivadores de tabaco de hojas oscuras que la habían construido para que fuera el centro de su mercado de subastas la habían asentado de forma muy decorativa sobre un grupo de colinas pequeñas pero empinadas. Esto hacía que sus calles empedradas no resultaran tan bonitas para los carreteros y animales de tiro de los furgones de tabaco que tenían que subir y bajar por ellas. Sin embargo, la ciudad pareció bien a la gente del circo cuando entraron en ella por la Campbell Court House Road porque la familia Grover que les había precedido había cumplido su promesa: los carteles amarillos, impresos en negro, del Florilegio eran visibles en postes, árboles y paredes de los edificios. —¿Hizo imprimir todos esos carteles en Wilmington? —preguntó Edge. —No —respondió Florian—, ya tenía una buena provisión de ellos antes de venir al sur. Por esto describen una serie de números y atracciones que ya no tenemos. Sin embargo, lo hacen con tanta grandilocuencia, que no me decido a eliminarlos. La caravana rodeó Diamond Hill y siguió por los suburbios de la ciudad hasta que llegó a un distrito de vías férreas y almacenes próximo al río. Cuando Florian vio un solar vacío muy espacioso en una calle, entró en él con el carruaje. El resto de la caravana le siguió, de la calle empedrada a las malas hierbas. Entre el fondo del solar y las márgenes del río había varios tinglados ruinosos rodeados de vías cubiertas de herrumbre donde descansaban vagones de carga y de plataforma abandonados hacía tiempo. Durante el año pasado o quizá más, a
medida que cambiaban los avatares de la guerra y las líneas del frente, el ferrocarril de South Side había dejado de tener mercancías que transportar o resultaba imposible transportarlas, a través de los bloqueos, a donde podrían haber sido de utilidad y provecho. No obstante, esta vecindad aún olía, débil pero claramente, a humo de locomotora y a calderas de hierro calentadas por el vapor. Cuando Florian detuvo el carruaje y el caballo empezó a buscar inmediatamente algo comestible entre las malas hierbas, Edge preguntó: —¿No pedirá la autorización de nadie para instalarse aquí? —Si este mísero solar tiene propietario, no tardará en aparecer. O las autoridades municipales enviarán a un policía para exigir un alquiler. Pero en estos tiempos, unas cuantas entradas gratis suelen ser suficientes. —Alargó a Edge las riendas del carruaje, diciendo—: Mantenga el carruaje aquí, fuera del paso. Saltó con agilidad del asiento, guardó debajo de él su sombrero de seda y su levita y empezó a recorrer el solar de un extremo a otro, agachándose de vez en cuando con la cabeza ladeada para examinar las irregularidades del terreno. Luego arrancó un puñado de hierbas para dejar un espacio limpio y gritó: —iChanclo, aquí! —Dio una docena de pasos largos hacia el fondo del solar y gritó—: iPatio trasero! —Luego volvió al lado del solar que daba a la calle y gritó—: iPuerta principal! —Caminó varios pasos y volvió a gritar—: iFurgón rojo! Los demás miembros de la compañía se habían puesto en movimiento al mismo tiempo que Florian y con la misma determinación. Era una escena de confusión, pero una confusión organizada. Sarah y Clover Lee se apearon del carruaje cargadas con cazos y sartenes. Roozeboom dio las riendas del furgón de las jaulas al Hombre Salvaje y se apeó, llevando en las manos algo voluminoso. Se hallaba en el sitio justo cuando Florian gritó «iChanclo, aquí!» y lo dejó caer en el lugar indicado. Por lo que Edge pudo ver, no era ninguna clase de zapato, sino un trozo de leño, grande y grueso, del que sobresalía un clavo largo hasta la altura de la rodilla. Roozeboom volvió al furgón de las jaulas y lo llevó al lugar donde Florian había gritado «iPuerta principal!». Mientras tanto, Jules Rouleau llevaba el furgón de los decorados más allá del trozo de leño y lo detuvo a buena distancia de él, donde Florian había gritado «i Patio trasero!». Hannibal Tyree había despojado a Peggy del inmenso manto rojo y lo doblaba cuidadosamente para guardarlo. Cuando Florian gritó «iFurgón rojo!», Tim Trimm detuvo allí mismo el furgón del museo. El Hombre Salvaje se apeó entonces del asiento del carromato de las jaulas y empezó a bajar una especie de cortinas de lona que colgaban
del fondo de la jaula hasta el suelo alrededor de todo el vehículo. Hannibal había sacado de alguna parte una pesada correa de piel y rodeaba con ella el grueso cuello de Peggy. Magpie Maggie Hag se apeó del furgón museo, cuya parte posterior daba a la calle, desde donde era de suponer que se acercarían los clientes del circo. Abrió las dos puertas, descubriendo una especie de taquilla tras la cual podía sentarse el vendedor de entradas. Hannibal, Trimm, Rouleau y Roozeboom convergieron en el furgón de la carpa, que Yount había detenido a cierta distancia de la calle. Descorrieron los cerrojos de la puerta y empezaron a sacar todo el equipo apiñado en su interior: rollos de lona, diversos objetos de metal, una gran cantidad de cuerda, numerosas poleas y tres postes largos, gruesos y redondeados, todos pintados de rojo con una estrecha franja azul a media altura, que marcaba el punto de equilibrio por donde debía agarrarse el pesado poste para llevarlo con el máximo de comodidad. Edge estuvo a punto de unirse a los trabajadores para echarles una mano, pero era un veterano de muchas acampadas y construcciones de reductos y había visto muy a menudo que los torpes esfuerzos de un recluta nuevo no hacían más que dificultar el duro trabajo de los profesionales expertos. Además, cuando Roozeboom vociferó algo parecido a «iSacad de en medio los palos!» o Hannibal gritó «iAhí va el arco!», Edge no tenía idea de si se trataba de una jerga circense que no podía conocer o de sus acentos nativos que no podía descifrar, así que optó por quedarse donde estaba y contemplarlo todo. Hannibal arrastró un pesado aro de hierro, del diámetro de una rueda de carromato, y lo puso en el suelo de modo que rodeara el objeto llamado chanclo. Trimm, Rouleau y Roozeboom llevaron cada uno un palo pintado de rojo y los dejaron allí cerca, extremo contra extremo, mientras Hannibal corría de nuevo al furgón de la carpa a buscar dos cilindros de metal abiertos por los extremos. Los hombres los encajaron como mangas en los postes para formar un poste único, o mástil, de unos doce metros de longitud, que tenía el diámetro de una cintura en un extremo y el de un muslo en el otro. En el extremo grueso era visible un agujero que atravesaba el interior del poste. Ahora Hannibal fue a buscar al elefante mientras los demás aseguraban poleas a ambos extremos del largo poste y pasaban varias vueltas de cuerdas entre ellas. Desenrollaron otra cuerda, que terminaba en un gran garfio de metal y que Hannibal pasó por el collar del elefante. — iAdelante, Peggy! —gritó Hannibal, y el elefante empezó a alejarse muy despacio del grupo de hombres mientras éstos aguantaban el extremo grueso del poste. A medida que los tirones de Peggy levantaban del suelo el extremo más delgado del poste, los hombres alzaban el extremo grueso hasta que el agujero practicado en él coincidió con la punta del pesado clavo del
chanclo. El elefante siguió tirando de la cuerda y el poste se elevó, haciendo chirriar todas las cuerdas y poleas, hasta que estuvo en posición vertical, con el extremo inferior hundido firmemente en toda la longitud del clavo. Hannibal gritó: — iAlto, Peggy! Y el elefante se detuvo, tirando para mantener tensa la cuerda y el mástil en posición vertical. Edge pudo ver ahora la función del chanclo. El alto poste podría haberse clavado directamente en el suelo, pero si éste estaba blando —y un chubasco repentino podía ablandarlo, el poste se habría hundido por falta de la base ancha proporcionada por el chanclo. Mientras los otros hombres se encargaban del poste, Florian abría a puntapiés los paquetes de lona que, extendidos, formaban enormes triángulos. En otra parte, Yount ayudaba a Sarah a encender una hoguera con varios tallos secos y Clover Lee y Magpie Maggie Hag se movían de un lado a otro, inclinadas, buscando al parecer algo más combustible. El único de la compañía que no estaba a la vista era el Hombre Salvaje. El elefante se mantenía inmóvil, y en el furgón de las jaulas, incluso el león Maximus parecía haber salido ligeramente de su habitual estado comatoso. Edge podía oír su rugido sordo, acompañado de chirridos metálicos, como si el león luchara contra las cadenas de hierro. Cuando los trabajadores consideraron que el alto poste ya estaba firme y que las cuerdas de las poleas no se habían enredado, iniciaron la siguiente tarea. Trimm y Hannibal se reunieron con Florian y entre los tres pusieron de lado los inmensos triángulos de lona sobre la hierba del solar, de modo que rodeasen el chanclo como tajadas de pastel. Entonces los hombres llevaron rollos de cuerda delgada y, pasándola por los ojales de metal que había en los bordes de la lona, empezaron a juntar los triángulos como si cubrieran el pastel de malas hierbas con una corteza sin fisuras. Entretanto, Rouleau y Roozeboom hacían incesantes viajes al furgón de la carpa y traían consigo postes más pequeños —pintados de azul, sólo del grueso de un brazo, de unos tres metros de altura, cada uno con una corta escarpia de hierro en un extremo—, que colocaban como si fueran rayos en torno al perímetro de la lona extendida en el suelo. Cuando todas las partes de lona estuvieron atadas en círculo, quedó un agujero en el centro del mismo tamaño que el aro de hierro que aún yacía en la base del mástil. La lona tenía más ojales en torno a aquel agujero, que los hombres usaron para sujetarla al aro y a continuación fijaron éste a las cuerdas de las poleas del mástil. Los hombres salieron de la lona, andando con cuidado para pisar sólo las partes atadas. Hannibal cogió el extremo de otra cuerda, que pasaba por debajo de la
lona, procedente de las poleas de la base del mástil, y la ató también al collar de cuero de Peggy. Florian y Roozeboom levantaron el borde exterior de la lona, poco a poco, de modo que Rouleau y Trimm pudieran coger los postes azules, insertar sus extremos provistos de sendas escarpias en otros ojales del borde de la lona y luego enderezarlos entre la lona y el suelo. Cuando los hombres hubieron dado toda la vuelta a la lona, ya no parecía la corteza de un pastel, sino que colgaba como un platillo blando y arrugado, con la cara interior en la base del poste central y el borde sostenido a unos tres metros y medio del suelo por el círculo de postes exteriores. Mientras Florian daba un repaso al resultado, los otros hicieron más viajes al furgón de la carpa para coger estacas de madera sin pintar, de poco más de un metro cada una, con una punta afilada y la otra roma y aboquillada. También cogieron tres pesadas almádenas y entonces hicieron gala de un virtuosismo que Edge nunca hubiera imaginado ver dentro del pabellón. Trimm sostuvo en vertical una de las estacas, a unos dos metros y medio del poste azul más cercano, y Roozeboom la golpeó con la almádena para hundirla en el suelo. A continuación, él, Rouleau y Hannibal empuñaron a la vez sus almádenas respectivas, y empezaron a descargarlas repetidamente y con tal rapidez, que ofrecían una imagen borrosa, todos golpeando la misma estaca, pero con una sincronización tan perfecta que los golpes sonaban como los disparos de una ametralladora y la estaca se hundía en la tierra como en mantequilla, hasta que sólo sobresalió unos treinta centímetros del suelo. Los hombres dieron la vuelta a la tienda, clavando una estaca tras otra, una para cada poste azul, con un ritmo inalterable y golpes que nunca fallaban ni chocaban con otra almádena. Florian los seguía con más trozos de cuerda, cada uno con una lazada en un extremo. Lanzaba el lazo sobre la escarpia de las estacas de soporte, que asomaba por encima de la lona, sujetaba la cuerda a la escarpia del suelo, la aseguraba con el sencillo pero fiable nudo de vuelta redonda y cote y pasaba al siguiente poste y estaca para hacer lo mismo. Cuando estuvo terminada esta fase del trabajo, el resultado tenía menos aspecto de platillo que de araña: el cuerpo de lona se había extendido entre los postes laterales, parecidos a patas, cada uno con un hilo de telaraña que llegaba hasta el suelo. Florian volvió a dar un repaso general y luego todos se congregaron en torno al elefante. Hannibal desató del cuello de cuero la cuerda con que Peggy había levantado el poste central y los hombres la cogieron para afirmar dicho poste. Hannibal volvió a gritar: — iAdelante!
Y el animal echó a andar de nuevo lentamente, tirando sólo de la cuerda que estaba debajo de la lona. Las numerosas poleas del poste chirriaron y sus cuerdas resonaron y vibraron, y el aro de hierro ascendió con lentitud por encima del borde levantado de la lona, arrastrando consigo el centro y todo el peso de esta última. Cuando el aro tocó la polea superior del poste, Roozeboom gritó: —klonkie! Y Hannibal ordenó al instante, para detener al animal: — iAlto, Peggy! Y ahora la lona había dejado de parecer una araña o un platillo o una corteza de pastel. Era un techo de tienda bien redondo, puntiagudo en el centro, de tono pardo grisáceo y unos veintiún metros de diámetro, cuya punta se levantaba a casi once metros del suelo y cuya superficie inclinada se rizaba y ondeaba suavemente bajo la brisa de la tarde. —C'est bon —dijo Rouleau—. Está bien, ahora a sujetar el aro de soporte. Fue Tim Trimm quien obedeció, sin duda porque era el que pesaba menos. Se encaramó por uno de los postes laterales hasta el techo de la lona y entonces subió corriendo por la pendiente a lo largo de una de las costuras atadas. Ya en la punta, anudó varias veces las cuerdas en torno al aro de hierro —el «aro de soporte», decidió Edge— y al extremo del poste y las poleas, para asegurarlo todo allí arriba. Entonces se limitó a soltarse, bajó deslizándose por la lona, profiriendo gritos de excitación, y cayó por el borde, donde fue recogido limpiamente por los robustos brazos de Roozeboom. La conversión de la carpa en una forma reconocible fue saludada por vítores y aplausos. Edge se volvió y vio que unos veinte habitantes de Lynchburg se habían congregado en la calle, delante del solar. La mayoría eran niños, casi todos negros, pero también había algunos hombres de edad avanzada. Florian se apresuró a aprovechar la ocasión de tener un auditorio y los interpeló: —iBien venidos a la gran carpa! iY gracias, caballeros y niños, por vuestra amable recepción! —Habló aparte a Rouleau—: Continúa con las paredes laterales, pero como pronto anochecerá, dejaremos la pista y los asientos para mañana. —Volvió a levantar la voz para dirigirse a los espectadores—: ¡Mañana habrá representación, buena gente! —Mientras decía esto, se dirigió al carruaje abierto, donde se puso la levita y sombrero de copa y cogió uno de los carteles enrollados del circo—. iSí, señores! ¡Anímense, vengan todos! —Debidamente vestido, se acercó al pequeño grupo, hablando en voz alta pero en tono confidencial—. ¡Representación mañana a las dos! Sin embargo, como es evidente que son ustedes buenas personas y las más amantes del circo en esta bella ciudad, corresponderemos a su buena voluntad con un poco de la nuestra. —Los niños miraban con los ojos muy abiertos, los hombres
parecían interesados, pero suspicaces—. Mañana, a la hora del espectáculo, habrá seguramente empujones para obtener los mejores asientos, pero como ustedes han sido los primeros en darnos la bienvenida, !no sólo les permitiremos reservar ahora mismo sus asientos, sino que se los ofreceremos a mitad de precio! Los hombres y niños, graves y confusos, se apartaron un poco de él. Florian desenrolló el cartel, sacó un lápiz de un bolsillo y, con gesto ampuloso, escribió algo en la parte inferior. —iContemple esto, amigo! —exclamó, acercando el cartel a la cara del hombre blanco más cercano—. ¿Ve cuál es el precio normal? iPues vea que lo he reducido exactamente a la mitad! —No sé leer, mister —murmuró el hombre. —iBueno! ¡Como bien dice, señor, es una oferta increíble! En vez del precio habitual de dos monedas para ustedes, caballeros, y sólo diez centavos para vosotros, peques... en vez de esto, he reducido los precios a doce centavos y medio y cinco centavos respectivamente. Sólo tienen que acercarse al carromato de la taquilla —señaló el furgón del museo, donde Magpie Maggie Hag había aparecido por arte de magia tras el mostrador— y nuestra cajera jefe tendrá mucho gusto en venderles entradas a ustedes, caballeros, por sólo una moneda, !y a los niños y personas de color por sólo cinco peniques! Más gravedad y confusión y rumor de pies. —!O el equivalente en billetes confederados! —Más rumor de pies—. ¡También se acepta el pago en especie! Los hombres intercambiaron miradas sombrías y los niños hicieron lo mismo. Edge movió la cabeza, comprensivo, y fue hacia donde se seguía trabajando en la carpa. Hannibal estaba en su interior, junto al poste central, metiendo en calzas los extremos de las cuerdas que habían levantado el poste y el techo. Roozeboom hacía la ronda por fuera, comprobando las cuerdas que iban del techo a las estacas, ya estirando ya aflojando alguna de ellas para que la tensión estuviera repartida por igual y haciendo luego medio nudo extra en cada cuerda y recogiendo con cuidado el extremo suelto para que no hiciera tropezar a nadie. Trimm y Rouleau enrollaban más lona, trozos de tres metros y medio que colgaron de los aleros del techo y clavaron al suelo. Peggy, la elefanta, dispensada del trabajo, arrancaba ociosamente con la trompa puñados de malas hierbas y se las llevaba a la boca, escupiéndolas después casi todas y comiendo algunas sin gran entusiasmo. —iYa han visto al poderoso paquidermo levantar la gran carpa! —arengó de nuevo Florian a los espectadores, ahora con una voz casi insinuante—. i Vengan mañana a verlo actuar, a ver a Brutus, el más grande animal que respira, hacer cosas inimaginables, prodigios de fuerza a las órdenes de su auténtico amo hindú!
Cuando los trozos de lona estuvieron colgados y clavados, formaron una pared en torno a la carpa, excepto en dos lugares. En el lado más alejado de la calle se dejó una abertura —para que los artistas entraran y salieran, supuso Edge— y al fondo, en el «patio trasero», se aparcó el furgón del equipaje. En el lado opuesto, en la pared más cercana, estaba la «puerta principal», por la que entraría el público tras haberse detenido a pagar en la taquilla y también ante el carromato de las jaulas para admirar al león. —iEl rey de los grandes gatos, su majestad Maximus! —gritó Florian—. ¡Pueden oírlo, amigos, exigiendo a rugidos carne humana cruda, la única carne que Maximus condesciende a comer! ¡Vengan mañana a ver al temerario capitán Hotspur entrar en el interior de la jaula para intentar apaciguar a tan sanguinaria fiera! Edge vio que Yount desenganchaba a Relámpago y al pequeño asno, mientras Hannibal hacía lo mismo detrás de la carpa con el otro caballo de tiro. Entonces Edge bajó del carruaje y fue a desenganchar a Trueno del furgón de las jaulas. Antes se detuvo a mirar hacia la calle cuando oyó gritar a Florian, en tono persuasivo: —Eso es, señor. Acérquese a la taquilla. Tú también, muchacho. — Levantó la voz para interpelar—: ¡Señora contable, tenga la bondad de dar entradas a nuestros dos primeros espectadores y asegúrese de que son los mejores asientos del circo! Edge sonrió, un poco sorprendido. El caso era que un anciano canoso y un chico pelirrojo, ambos vestidos con viejos monos y de aspecto tímido pero radiante, entraban en el solar en dirección al carromato. Los otros hombres y niños los miraban con envidia y varios rebuscaban en sus bolsillos. Edge siguió hasta el furgón de las jaulas para atender a Trueno y tuvo otra sorpresa. Su majestad Maximus no demostraba más vivacidad de la que Edge viera antes en el animal. Estaba acostado de lado, con los ojos cerrados, y sólo movía las costillas al ritmo de sus suaves ronquidos. El ruido de los grilletes de hierro y los rugidos sanguinarios procedían de debajo de la jaula. Edge se agachó y levantó la lona que hacía las veces de cortina bajo la base del carromato. En el espacio de debajo estaba en cuclillas el Hombre Salvaje, sacudiendo con diligencia un trozo de cadena oxidada y profiriendo sonidos vocales parecidos a los que solía proferir normalmente, pero con la cabeza invisible dentro de un cubo de zinc que amplificaba dichos sonidos y les prestaba un acento más o menos feroz y leonino. —Es su único talento verdadero —observó Florian, acercándose. Se estaba secando la frente húmeda con el pañuelo, pues su exhortación a los curiosos había sido el trabajo más duro que había hecho en toda la tarde—. Y el pobre idiota lo hace encantado, así que no ponga esta cara de desaprobación.
—Juro... —dijo en voz baja Edge, meneando la cabeza. Dejó caer la lona y se enderezó—. Veo que ha vendido algunas entradas. — Ay, sólo dos. Los otros mirones eran las habituales pulgas del barrio. —¿Con qué le han pagado esos dos? —Edge empezó a desguarnecer a Trueno. —El anciano caballero llevaba un gran fajo de dólares rebeldes y ha dado trece billetes, diciendo que los había ahorrado para su funeral, pero que prefería ir al circo que a un entierro. El chico acababa de llegar del río. Volvía a su casa con esto, pero ha decidido cambiarlo. —Florian levantó un cordel del que pendía un pescado de tamaño mediano—. Ha vuelto al río para ver si podía pescar otro antes de la cena. — ¿Un pescado? ¿Qué va a hacer usted con un pescado? —iComerlo, hombre! ¿Creía que le haría montar un número? —Florian soltó una carcajada—. Le aseguro, sin embargo, que una vez lo hice... con pavos bailadores. —Pavos bailadores —repitió Edge. —Adquirimos, ejem, una pequeña bandada y nos los llevamos vivos como provisiones, podríamos decir. Pero mientras duraron, los presentamos como pavos bailadores. —Pavos bailadores. — Ponga a cualquier pavo sobre una superficie candente y verá. Edge volvió a menear la cabeza mientras seguía quitando los arneses a Trueno y luego dijo: —¿De modo que por unos billetes confederados sin valor y un siluro ha dado a esa gente los dos mejores asientos del circo? — Bueno, son sólo dos. Ahora, venga. La bandera está izada... o lo estaría si tuviéramos una cocina donde izarla. Echaremos este siluro a la sopa de ortigas y tendremos una deliciosa... — ¿Sopa de ortigas? — La vieja Mag es muy hábil para vivir de la tierra. Ha estado recogiendo los ingredientes mientras montábamos la carpa. Ortigas y ceborrinchas. No es una sopa mala, ya verá. Y aún será mejor con un poco de carne de pescado. Edge le miró fijamente. —Su gente no ha comido un solo bocado desde el pastel de boniato de esta mañana. Y fue un solo bocado. Han viajado todo el santo día y ahora han trabajado como negros. ¿Y va a darles ortigas y jugo de pescado? —Comemos lo que tenemos —respondió Florian—. La carne del asno hay que guardarla para el león. —Juro —volvió a decir Edge— que no creo haber visto en toda mi vida un grupo tan miserable. He conocido a la milicia mexicana y a los texanos del Gran Arbusto y he oído toda clase de chistes sobre la
lastimosa caballería Oneida de los yanquis, !pero que me maten si ustedes no superan a todos en la más pura miseria, de un día para otro, incluido el domingo, si Dios no lo remedia! —Está usted agotado —dijo Florian, bondadoso—. De hambre, sin duda. Ate su caballo allí, con Bola de Nieve y Burbujas, y vamos a cenar. Cuando se reunieron con los demás alrededor del fuego, Florian fue a dar el pescado a Magpie Maggie Hag. Yount saludó a Edge con entusiasmo. —¿Has visto cómo han levantado esta tienda monstruo, Zack? ¿Verdad que ha sido un trabajo fantástico? Edge gruñó. —Has visto en muchas ocasiones a las reservas hacer maniobras en tiempo de paz igual de bonitas, difíciles e importantes, Obie. ¿Y para qué les servía tanto trabajo? —Zachary, por tus palabras, no pareces considerarnos mucho —dijo Sarah Coverley, dirigiéndole una sonrisa traviesa—. Con tanto que me he esforzado para causar una buena impresión. —i Madre! —exclamó Clover Lee, como escandalizada, pero riendo. Edge dijo que sólo intentaba conservar un vestigio de sentido común, algo que no parecía abundar mucho a su alrededor. —Ayer, vuestro señor Florian se describió a sí mismo como un cínico consumado. Nunca he oído a un hombre interpretar tan mal su propio carácter. He tratado de decidir si es el mayor optimista del mundo o el más idiota de los charlatanes. Sarah replicó con mucha brusquedad: — Muchos sabelotodos se han negado a creer que Florian llegara a hacer lo que se proponía y él los ha sorprendido una y otra vez. Es cierto que esta noche cenaremos agua sucia —dijo en tono airado mientras repartía tazones de hojalata entre los miembros del grupo—, pero si Florian dice que un día cenaremos caviar y champaña, no te rías ni te burles. La expresión de nuestros rostros se anticipará al caviar y al champaña. Había los tazones justos para la compañía y dio a Edge y Yount tazones de loza barata. Al verlo, Tim Trimm hizo una mueca y advirtió con mal humor: — Más vale que tengáis cuidado con esa vajilla, pordioseros. Son accesorios de mi número. iPobres de vosotros si rompéis uno! —iJa! ¡Cuando Tim se enfada, muerde! —exclamó Roozeboom con una estentórea carcajada. — Hombrecito —dijo Yount—, eres un mocoso mezquino. Tim le dirigió una mirada furibunda y se acercó al fuego, quizá para provocar la ebullición de la olla. Rouleau dijo a Yount: —No te dejes engañar por los defectos de su personalidad. En la pista, ante un auditorio, Tim es un joey aceptable.
—Conque sí, ¿eh? ¿Qué es un joey? —Un payaso, en jerga circense. —Ah —dijo Yount, exhibiendo con orgullo su erudición—, supongo que el nombre viene del Libro de chistes de Joe Miller. Nuestro capellán tenía un ejemplar para animar un poco sus sermones. Rouleau se echó a reír y contestó: —Es una buena idea, pero no. Viene de Joe Grimaldi, el primer payaso (o, por lo menos, el primero que se hizo famoso) de Inglaterra, hace unos cincuenta años. Magpie Maggie Hag estaba desmenuzando el siluro sin piel sobre la olla de hierro, así que la deplorable cena aún no estaba lista del todo, y — como era la primera vez que Edge estaba reunido con toda la compañía y en su proximidad— se dio cuenta súbitamente de que todos olían a suciedad, igual que un grupo de soldados. Por lo menos él se había sumergido en agua fría y afeitado la noche pasada, aunque su uniforme y ropa interior contribuían sin duda al mal olor general. Sea como fuere, dejó con cuidado el tazón y caminó hacia un espacio de aire más puro. Salió del solar y cruzó la calle adoquinada para mirar de cerca uno de los carteles del Florilegio pegado a un poste de telégrafos. El papel era papel de periódico corriente, color de ante, densamente cubierto por una mezcla de diferentes tamaños y estilos de letra, desde las audaces y pomposas negras hasta las menudas y elegantes. Entre la aglomeración de palabras había borrosos grabados en boj. Algunos mostraban monos y elefantes mal dibujados y animales improbables, como unicornios y sirenas. Otros representaban sucesos improbables: un caballero en calzoncillos rayados luchando desarmado con un fiero montón de leones y tigres y una muchacha delicada manteniéndose en equilibrio con un dedo del pie sobre el lomo de un caballo en fantástica levitación sobre el suelo, con las cuatro patas extendidas. El texto era igualmente improbable y describía a artistas y números que Florian había tenido alguna vez en su Florilegio o tal vez sólo había deseado tener. «iMOISELLES PIMIENTA Y PAPRIKA, encantadoras volantes y figurantes, ejecutando la impresionante Oscilación aeronáutica sobre el vertiginoso mástil, proezas inauditas que dejan sin aliento a los hombres más fuertes!» «i"ZIP CooN" Y "JIM CROw", las dos mulas cómicas que nunca dejan de hacer reír a carcajadas al auditorio con su desternillante humor!» «CUADROS ALEGÓRICOS vivos formados por hermosas doncellas que personifican la libertad triunfante sobre la tiranía... ¡La reina de Saba en la corte del rey Salomón...!» —Se acepta el pago en especie —dijo una voz al lado de Edge, que se volvió. Otro habitante de Lynchburg vestido con mono miraba el cartel en la penumbra del crepúsculo—. Así lo dice aquí, abajo de todo. ¿Cree
usted, coronel, que aceptarían un par de sacos de tabaco por dos entradas? —Me encargaré personalmente de que así sea. —Edge le guió a través de la calle y hasta la hoguera del campamento, donde Florian fue más que feliz de interrumpir su cena de sopa de ortigas para efectuar el cambio. Edge dejó que Magpie Maggie Hag pusiera una cucharada de sopa en su tazón, sólo una racion minima, no porque sabía muy mal, sino porque sentía que no debía privar de ella a los hombres que habían trabajado tanto. Después de tragarse la sopa, Edge se quitó la guerrera y, con la punta de su cuchillo, empezó a desprender la trencilla de los puños y las estrellas del cuello. La olla de la gitana quedó pronto vacía, aunque ninguno de los comensales se sentía lleno, ni mucho menos, así que Floran sacó una bolsa de papel y la fue ofreciendo a todos. —Manzanas secas de postre —dijo Comed algunas y la sopa se encargará de hincharlas dentro de vosotros. Juraréis que acabáis de tomar una cena de nueve platos. Luego repartió el tabaco recién adquirido, y él y la mayoría de los hombres —y Magpie Maggie Hag— llenaron sus pipas y las encendieron. Tras la indolente sesión fumadora, todos empezaron a prepararse para ir pronto a la cama. El negro Hannibal, que solía dormir bajo uno de los furgones con el Hombre Salvaje, condujo esta noche solícitamente al idiota al interior de la carpa, llevando jergones y mantas para ambos. Como la noche prometía ser templada, los hombres blancos también decidieron dormir allí dentro y no en un carromato. Edge y Yount extendieron asimismo sus jergones dentro de la carpa, sobre el colchón de malas hierbas. Pronto estuvieron todos dormidos, menos Edge. Había luna y la lona vieja y gastada no impedía el paso de su luz. Todo el interior de la tienda estaba iluminado con un fantasmal resplandor blanco azulado, más claro en los lugares donde la lona estaba más raída. Nadie se despertó para admirar el efecto, o para deplorarlo, pero Edge yacía con los ojos abiertos. Una vez, en Richmond, había visto hinchar un globo de observación militar, que a partir de un fláccido montón de tela había ido adquiriendo la inmensidad de un olmo, mientras la tela se rizaba y ondeaba al hincharse. Ahora casi podía imaginarse a sí mismo dentro de algo semejante, vasto y vacío, traslúcido a la luz de la luna, murmurando, suspirando y cloqueando bajo la suave brisa nocturna. Aunque sólo llevaba puesta su larga ropa interior, Edge se levantó y salió para echar otra mirada al exterior de la gran carpa. Ahora parecía de verdad un pabellón, una rotonda fabulosa construida con rayos de luna y gotas de rocío y sólo sujeta al suelo por una malla de hilos finos como la seda. A la media luz azulada no se veía ninguno de los remiendos o costuras de la tienda e incluso su redondez acabada en pico
tenía un perfil misterioso mientras temblaba y se hinchaba y encogía suavemente. Edge oyó unos leves ruidos al otro lado de la gran tienda y la rodeó hasta donde estaba aparcado el furgón del equipaje, cerca de la puerta trasera de la carpa, y allí vio una vista aún más bella. El elefante estaba allí, encadenado a una de las estacas de la tienda por una abrazadera que le rodeaba una pata trasera, pero con la suficiente longitud de cadena para que no impidiera al animal hacer lo que ahora hacía. Y el gran paquidermo, murmurando con suavidad, hablando consigo mismo, hacía cosas muy peculiares. Mientras Edge lo observaba, levantó una pata delantera, la colocó sobre la punta ancha de una estaca, la bajó, puso la otra pata delantera sobre una estaca diferente y luego colocó ambas patas sobre las dos estacas, quedando así levantada la parte anterior de su cuerpo. Entonces se puso de nuevo en posición normal y permaneció así, como si meditara. A continuación dobló las dos patas traseras, manteniendo rectas las delanteras, de modo que su espalda quedó muy inclinada. Luego se enderezó y meditó un poco más. Edge se preguntó si el animal no habría comido alguna hierba loca durante su búsqueda de alimento por el terreno desconocido. Había excrementos de elefante alrededor, pero no emanaba de ellos un olor ofensivo; olían a jardín fresco, nada desagradable. Entonces, muy de repente, el elefante dejó deslizar por debajo de él las patas traseras, se sentó sobre su inmensa grupa y levantó las patas delanteras, irguiéndose hasta que alcanzó la altura de los aleros de la tienda. Agitó las patas delanteras, jugando con el aire de la noche, y luego levantó la trompa, la enroscó y sopló suavemente por ella, emitiendo un ruido que habría sido un trompetazo si hubiera soplado con fuerza. Y Edge comprendió qué hacía el elefante. Solo, sin ninguna incitación ni orden, solo completamente a la luz de la luna, el macho Brutus, el mayor animal que respira, estaba ensayando su número de circo del día siguiente. 4 Como Edge había sido el último en acostarse, cuando se despertó todos trabajaban a su alrededor. Florian, Roozeboom y Rouleau entraban en la tienda con los brazos llenos de tablones y otros trozos de madera de formas peculiares y los amontonaban junto a las curvadas paredes de lona. Obie Yount y el Hombre Salvaje estaban de cuatro patas en el suelo, trabajando bajo la oficiosa dirección de Tim Trimm; los tres arrancaban las malas hierbas y otras plantas para dejar limpio el terreno del centro de la carpa.
—iLevántese de prisa, Zachary! —le gritó Florian cuando vio que se incorporaba—. Los chicos fueron al río al amanecer y han pescado unos peces muy decentes para el desayuno. Maggie conserva uno caliente para usted. Edge se vistió con rapidez, enrolló su jergón y lo sacó afuera, donde no estorbase. Frente al carromato del león, Hannibal usaba una hoz de mango largo, que solía emplear para guiar al elefante y que ahora metía y sacaba enérgicamente por entre los barrotes de la jaula, para limpiar de excrementos el suelo del furgón. Maximus estaba despierto por una vez y caminaba arriba y abajo de la jaula, sorteando con habilidad la hoz de Hannibal. Magpie Maggie Hag guardaba en efecto un pescado para Edge en un plato de hojalata, mientras limpiaba con un puñado de arena los platos que habían usado los demás. Edge se lo agradeció sinceramente y tomó el desayuno con un hambre de lobo, aunque sólo era una carpa pequeña e insípida y sin textura como todas las carpas de río. Por las espinas limpias pero identificables de los platos usados por los otros comensales, pudo ver que habían comido siluro y rémoras, pescados mucho más sabrosos, pero no podía quejarse porque el último siempre recibía los restos. —Ahora, muchacho —le dijo Magpie Maggie Hag con su voz profunda— ve a ayudar al tabernáculo. Edge la miró de soslayo. —Por Dios Todopoderoso, Florian lo llama un pabellón y una gran carpa. Usted lo llama un tabernáculo. Y sólo es una tienda. —Calla, muchacho. Cuando estos días oyes las palabras «tabernáculo sagrado», piensas en una gran iglesia, ¿no? O en una tumba de santo, ¿no? Pero cuando lees la palabra «tabernáculo» en la Biblia, todo lo que significaba entonces era una choza o tienda, fácil de llevar de un lado a otro. Yo lo sé. Mí gente, los romaníes Kalderash, siempre ha vivido en tabernáculos. —Sí usted lo dice, señora. —Obediente, Edge se dirigió al tabernáculo y entró en él. Allí, Florian daba instrucciones a Rouleau, Trimm y un voluntario, Obie Yount, respecto a la colocación de los asientos para los espectadores, que consistían sólo en largas tablas encajadas en las muescas escalonadas de largueros que llegaban hasta el suelo desde media altura de la tienda. Cada larguero estaba sujeto en la parte superior por la horqueta de una estaca y apoyado en su parte inferior en una espiga clavada en el suelo para impedir que resbalara. Cuando estuvieron colocadas las tablas para sentarse, formaron un semicírculo de cinco hileras desde los aleros de la tienda hasta casi el suelo, en torno a cada curva del pabellón, desde la puerta principal a la trasera. Edge calculó que si acudía mucha gente y se sentaba apiñada, con los pies colgando,
la tienda podía tener cabida para quinientos espectadores. Sin embargo, señaló a Florian que toda la instalación parecía bastante precaria. —Confiamos en las leyes naturales de la física —respondió serenamente Florian—. Ahora mismo, las leyes de fricción e inercia lo mantienen todo unido. Cuando la gente venga y se siente en las tablas, la ley de gravedad lo asegurará todavía más. Como es natural, si la multitud se excita y empieza a saltar, toda la estructura podría derrumbarse. —Debe de ser una preocupación continua —dijo Edge. —¿Preocupación? —repitió Florian, como si la idea no se le hubiera ocurrido nunca—. ¿Por qué, mi querido Zachary? ¡Esto significaría que habíamos ofrecido un espectáculo realmente emocionante! Hacia el centro del terreno, ahora limpio, del interior de la tienda, Ignatz Roozeboom trabajaba en otra cosa, ayudado por el Hombre Salvaje. Roozeboom había atado al poste central una larga cuerda con un clavo en el extremo y había avanzado de rodillas hasta donde le permitía la cuerda y dado vueltas en torno al poste, arañando la tierra con el clavo para trazar un círculo de un radio algo superior a los seis metros a partir del poste central. Luego, con una pala corta, empezó a cavar alrededor de esta marca, tras lo cual dio la pala al idiota, que continuó cavando en círculo. Ahora Roozeboom estaba aplastando con las manos la tierra suelta, que formaba un pequeño parapeto de unos treinta centímetros de altura por treinta de anchura en torno al círculo. —Una pista al estilo americano —dijo Florian con una mueca de crítica—. En Europa, cualquier circo ambulante que se respete lleva una barrera curvada y pintada en bonitos colores, dividida en segmentos transportables. Nosotros también tendremos una, maldita sea, en cuanto podamos pagarla. — El señor Roozeboom —dijo Edge—, quiero decir, el capitán Hotspur, parece muy exigente sobre las dimensiones de su trabajo. Florian miró con asombro a Edge. — Dios mío, pensaba que esto lo sabía cualquier ignorante. Las pistas de circo, Zachary, tienen exactamente el mismo tamaño en todo el mundo. Doce metros ochenta centímetros de diámetro desde que el inglés Astley empezó el primer circo moderno y decidió este tamaño. Tiene que ser estándar en todas partes, pues de lo contrario, ¿cómo podrían amaestrarse los caballos y demás animales para trabajar después en un circo detrás de otro? Reinaría una confusión enorme si las pistas no tuvieran todas el mismo tamaño. — Ya —dijo Edge. —No sólo por los animales, sino también por los artistas. El caballo de un jinete que monta a pelo da exactamente veintidós pasos en una vuelta a la pista. El caballo lo sabe y el artista también, y lo sabe asimismo la banda de música, si hay una banda. De este modo, el caballo y el jinete saben muy bien dónde está cada uno de ellos durante
cada número (cada movimiento del caballo, cada movimiento del jinete) y la banda de música también puede mantener el ritmo perfecto. — Supongo que soy un Rubén muy necio —dijo Edge—. Tendría que haber sospechado algo parecido. En la caballería de tiempos de paz hacíamos ejercicios de doma y otros tipos de equitación artística en la que es preciso llevar una cuenta exacta y todo eso. A veces, al son de una banda. — Uno de estos días tendré una banda —dijo Florian, más para sus adentros que a Edge—. Algún día lo tendré todo. Asientos decentes y verdaderos gatos, en lugar de árboles jóvenes para los largueros. —Miró en torno a la tienda y luego hacia arriba—. Y, por Dios, un pabellón decente. Una verdadera gran carpa. Y se llamará gran carpa porque será la más grande, no sólo la única. Habrá otra para los animales y otra para el espectáculo complementario. Y tendremos caballos adiestrados por parejas todos los días. Y no sólo los de la pista, sino también los de tiro. Y vestiremos las ropas de lentejuelas más llamativas y armaduras de níquel y venderemos muchas fruslerías durante el intermedio... Edge observó que había empezado el soliloquio diciendo «yo» y que ahora ya decía «nosotros». —... Y no acamparemos sobre las malas hierbas, como en este pobre pueblo. Nos precederá un astuto guía que irá directamente hacia las chimeneas (las ciudades grandes y prósperas) y se encargará del solar, del alimento de los animales y de nuestras propias provisiones, y también hará publicidad de la mejor clase. Seremos un espectáculo de calidad... no actuaremos en cualquier lugar donde no corten el césped del juzgado para nuestra tienda. Y entraremos en cada ciudad con un desfile por la calle Mayor. ¡No sólo tocando la banda, sino con un calíope de vapor! —¿Un calíope? —repitió Edge. —Ah, lo olvidaba. Usted ha recibido una educación clásica. Sí, al órgano de vapor se le dio el nombre de la principal de las nueve Musas y debe pronunciarse calíope, pero la gente de circo americana lo pronuncia calíope. Y como lo inventó un americano, ¿quién soy yo para corregir el nombre? De todos modos, me propongo tener uno y tocarlo a todo volumen. Como para burlarse de él, fuera empezó a sonar un tambor débil y solitario. Florian abandonó la tienda y Edge le siguió y vieron a Hannibal Tyree, con su turbante y ropajes hindúes, sentado sobre el cuello de Peggy y golpeando un gran bombo que descansaba sobre sus muslos e iba sujeto a su espalda con una correa. Peggy llevaba de nuevo el gran manto escarlata de terciopelo, pero Hannibal se lo había puesto del revés. En este lado se veían, a ambos lados del elefante, unas letras
borrosas, que antes habían sido doradas y que ordenaban: «¡VENID AL CIRCO!» El negro dejó de golpear el bombo y gritó alegremente: — ¡Estamos listos para ir adonde usté mande, mas Florian! — Sahib Florian, maldita sea, Abdullah. —Florian se sacó de un bolsillo del chaleco un abollado reloj de hojalata—. Bueno, casi es mediodía y ya estamos preparados, así que puedes empezar. Recorre todas las calles que puedas, pero asegúrate de recordar el camino de regreso aquí. Hanníbal asintió y gritó: —¡Arre, Peggy! Y el elefante dio un hábil giro hacia la derecha y cruzó el solar a paso rápido. Allí Hannibal ordenó: —¡Entra, Peggy! Y el animal giró con agilidad hacia la izquierda para encaminarse al centro de la ciudad. Hanníbal reanudó los golpes de bombo para acompañar sus gritos: —iSeguidme al circo! ¡Está en el patio del ferrocarril! ¡Seguidme a la gran carpa! —Así subirá una calle y bajará por otra —explicó Florian. —¿No provocará la estampida de todos los caballos de la ciudad? —Los niños lo rodearán en cuanto lo vean. Y lo precederán corriendo y gritando: «i Sujetad a los caballos!» Cuando Abdullah vuelva, vendrá como el Flautista de Hamelín, seguido de todos los niños que existen aquí. Espero que los mayores los sigan a ellos. —Podrían no hacerlo —observó Edge—. Podrían pensar que está reclutando hombres para el ejército de la Unión. —El bombo tenía pintado en ambos lados: «BANDA DEL CUARTEL GENERAL DE LA 3.a DIv. USA»—. Sería irónico que su negro fuera linchado en Lynchburg. —Hum, sí —dijo Florian—. Los yanquis, ejem, perdieron este bombo y los palillos en Carolina. Si alguna vez tengo pintura, pondré nuestro nombre en él. Edge, sintiéndose culpable porque no había hecho nada para merecer el desayuno, volvió a la tienda para ayudar a Roozeboom en la curvatura de la pista. Yount, que había ganado su sustento ayudando a colocar los bancos, ya había digerido el desayuno y volvía a tener hambre. Sospechaba que todos estaban hambrientos, así que dijo a Sarah Coverley: —Si vuelve a prestarme la caña y el anzuelo, volveré al río e intentaré pescar algo que comer antes de la hora del espectáculo. — No se moleste, sargento —contestó ella, muy amable—. Nosotros podemos olvidar las quejas de nuestros estómagos, si usted puede
hacerlo. Florian nos ha predicho un auditorio de paja, que nos traerá toneladas de cosas buenas para comer. —¿Un auditorio de paja? — Muy nutrido. Incluso más gente de la que cabe, por lo que habrán de sentarse sobre la paja. En el suelo. De todos modos, Obie, es probable que hayamos ahuyentado a todos los peces del río. Han ido todos, de uno en uno o de dos en dos, a bañarse con esponja antes de vestirse. Ahora me toca a mí, así que perdóneme. Yount se sentó en una tina invertida —de madera, que las mujeres del circo hacían servir para lavar y que era un barril de harina o whisky cortado por la mitad— y contempló a los miembros de la compañía que no estaban en el río. Uno que sin duda se bañaba muy poco era el idiota de Tarheel, a quien Hannibal, antes de irse con el elefante, había puesto su ropa de Hombre Salvaje, consistente en varias pieles de animales que le cubrían lo suficiente para no provocar quejas del público, trozos de cadena muy gruesa en torno a sus tobillos y muñecas y manchas de carbón sobre su natural suciedad, como sí fuese una pintura de guerra. El Hombre Salvaje pasó un rato saltando, haciendo muecas y produciendo ruidos de cencerro, al parecer para ensayar su personaje, y después se metió bajo el furgón de Maximus y empezó a gruñir y rugir dentro de su cubo, imitando la furia sanguinaria del león, que paseaba tranquilo arriba y abajo de la jaula. Cerca de Yount, Florian se acicalaba, lo cual sólo significaba cepillar el sombrero de copa negro y levita granate y rascar de sus botas y bajos de los pantalones algunas trazas de excremento animal. Magpie Maggie Hag tampoco tenía que vestirse para su papel, pues la capa con capucha y los múltiples faldones era lo que siempre llevaba, así que Florian le dijo: —Mag, en la calle hay más patanes que se paran a mirarnos. Porsi acaso no son todos pulgas, ¿por qué no vas a ocupar tu lugar en el carromato rojo? Ella obedeció y Yount se levantó de la tina para preguntar a Florian por qué llamaba «carromato rojo» a un furgón que no era más rojo que cualquier otro. —Otra tradición circense, Obie. Supongo que alguna vez un circo pintó de rojo el carromato de la taquilla, por razones de visibilidad. Desde entonces, el carromato de la oficina y la taquilla de todos los circos se ha llamado rojo, tanto si lo es como si no. —Ya. Y otra cosa. ¿No podría estar construido el furgón rojo de manera más conveniente? Mire allí. Apenas se puede ver a la vieja gitana detrás de esa taquilla tan alta. Cualquiera que desee comprarle una entrada tiene que estirarse. ¿No desanima esto a la clientela? —Más tradición, Obie, y algo más que tradición. Se pone alta no para desanimar a la clientela, sino para animar a los apresurados.
—¿Los apresurados? —Sí, la gente que se va sin recoger todo el cambio que les corresponde. Siempre hay aglomeración en torno a la taquilla y todos quieren apresurarse para ocupar un buen sitio, así que alargan un billete y cogen las entradas y el cambio a toda prisa. Con la taquilla a más altura que los ojos, le sorprendería la cantidad de veces que los apresurados dejan atrás algunas monedas. Yount profirió una maldición y volvió a sentarse en la tina. Florian se dirigió hacia el carromato en cuestión y abrió y bajó los paneles laterales de delante de la taquilla, descubriendo otra especie de jaula, con paredes de alambre en lugar de barrotes. Yount recordó que al «furgón rojo» lo habían llamado también «furgón del museo», y se levantó para ver qué contenía. No mucho. La jaula tenía un suelo de tierra y una parte enramada de un árbol muerto, que llegaba hasta el techo y parecía crecer de aquella tierra. Varios animales estaban derechos o acostados en el suelo de la jaula, unos pocos —incluyendo a una serpiente— trepaban por el árbol y en las ramas había una serie de pájaros. Todos, no obstante, estaban muertos como el árbol, y habían sido embalsamados y disecados con tanta torpeza y estaban tan roídos por las polillas y la sarna, que aún parecían más muertos. El animal de mayor tamaño era, por lo menos, una rareza: un ternero con dos hocicos en la cabeza, de modo que tenía dos bocas, cuatro orificios nasales y tres ojos de cristal. Los otros animales y aves habían sido normales cuando estaban vivos y ninguno de ellos era poco corriente en aquella región: una marmota, un oposum, varias ardillas listadas, una mofeta, un sinsonte y varios cardenales y colibríes. Incluso la serpiente era una vulgar culebra norteamericana gris y marrón, de un metro de longitud. —Perdone, señor Florian —dijo Yount—, pero aquí no hay gran cosa que no haya visto vivo y coleando cualquier virginiano, y probablemente maldecido como un estorbo. Ni siquiera un becerro como éste es algo fuera de lo corriente para un granjero, a quien tampoco le gusta ver culebras... y, a propósito, esas culebras de leche no trepan a los árboles. —Gracias, Obie —respondió Florian, al parecer nada abatido por la información—. Es cierto que estas especies no son distinguidas, pero cada uno de estos especímenes está relacionado con una historia única. Y cuando relato estas historias edificantes, los aldeanos ven a estos animales con otros ojos. Además, le confiaré que estos ejemplares no son tanto para asombrar a auditorios americanos como a los europeos, cuando lleguemos allí. Los colibríes, por ejemplo. —Señor Florian, ni siquiera los extranjeros se asombrarán al ver colibríes. Yo he visto más cantidad en México que aquí.
—Nunca verá uno en Europa, si no es en un museo. Allí no existen, simplemente. Ningún europeo vio u oyó hablar de un colibrí hasta bastante después de Colón, cuando los naturalistas empezaron a llevar especímenes. Lo mismo ocurre con el oposum y otros de estos ejemplares. De modo que mi pequeño museo interesará a nuestro público europeo, puede estar seguro. Yount profirió otra maldición y volvió a su tina para reflexionar sobre la amplia educación que estaba recibiendo allí. Dentro del tabernáculo, Edge y Roozeboom terminaron de apisonar la curva de tierra de la pista, y Roozeboom salió a toda prisa por la puerta trasera para bañarse en el río y luego ir al carromato de los decorados a cambiarse de ropa. Edge fue también a lavarse y afeitarse y volvió al solar justo cuando Tim Trimm salía del carromato vestido para el espectáculo. Su atuendo no habría sido nada extraordinario para un hombre corriente, pues consistía en un deshilachado sombrero de paja de granjero, falda de cuadros escoceses, un viejo mono y gastadas botas de goma, pero todo de un tamaño que habría sentado bien a Obie Yount. En Trimm, las prendas resultaban tan grandes que le hacían parecer mucho más enano de lo que era. Las dos piernas le habrían cabido fácilmente en una de las botas y el sombrero de paja le bajaba hasta la nariz. Lo poco visible de él entre el ala del sombrero y las botas estaba oculto bajo pliegues voluminosos de la camisa y del mono de dril, y los puños de la camisa le colgaban hasta el suelo. Era un vestuario que a Tim le debía de haber salido muy barato —quizá se lo había quitado al espantapájaros de un campo de maíz—, pero era efectivo. Aunque Edge detestaba al enano, no pudo por menos de reír al verlo. —No debe usted reírse, coronel Zachary —dijo Clover Lee, que ya estaba vestida para la arena. —¿Por qué no, mademoiselle? Es un payaso. ¿No se da por sentado que la gente debe reírse de él? —Quiero decir que usted no debería reírse. Está más guapo cuando no lo hace. Edge suspiró. —Lo mismo me dijo tu madre. Eres como ella, no cabe duda. —No del todo. Diga lo que diga a un hombre, está coqueteando. Cuando yo hablo, hablo en serio. De todos modos, en opinión de Edge, Clover Lee se parecía a su madre por lo menos en belleza y hacía lo posible para superarla en este aspecto. No podía negarse que en aquel momento —vestida de pies a cabeza con una malla de color carne, una torera escarlata descolorida sobre la malla y un tutú de tarlatán, como una repisa, en torno a las caderas— Clover Lee parecía una joven escalera de mano, toda ella piernas y ángulos. Pero si algún día llegaba a comer lo suficiente, su cuerpo maduraría y, con su bonita cara, sus brillantes ojos azules y la
cabellera de satén dorado hasta la cintura, prometía ser una belleza deslumbrante. «Lástima que no pueda ir mejor vestida», pensó Edge. La malla de color carne tenía bolsas permanentes en rodillas y codos, donde además estaba muy zurcida. En el resto se veían remiendos, aplicados con mucho esmero, de modo que sólo eran visibles a muy poca distancia, pero pese a todo eran remiendos. Y en algunos lugares, la prenda tenía malas formas y pequeños jirones aún no zurcidos. En aquel momento, por alguna razón, Clover Lee se aplicaba por todas partes una esponja húmeda. Edge preguntó por qué lo hacía. —Oh, éste es el primer truco que aprende una artista —contestó ella—. Después de ponerse las mallas —se pasó la esponja por una pierna— y los leotardos —rotó con la esponja los pequeños bultos de sus pechos— hay que humedecerlo todo. Una vez seco, se adhiere más al cuerpo. —Y supongo que esto te ayuda a ser más ágil durante tu actuación. Ella le miró con fijeza un momento antes de sonreír como una mujer de mundo. —Vaya, es usted muy inocente para ser un coronel. Da a la malla más aspecto de piel verdadera, de piel desnuda. ¿Cree que los patanes vienen alguna vez a ver los números de las mujeres de circo? Vienen a ver la desnudez de las desvergonzadas y escandalosas artistas circenses. Los hombres nos miran procurando ver de nosotras lo máximo que puedan. Y las mujeres sólo miran para saber cuánto nos atreveremos a enseñar para luego criticarnos. Diablos, si fuese tan buena amazona como mi madre, o incluso la Gran Zoyara, los patanes nunca se darían cuenta. Y si creen que han vislumbrado algo entre mis piernas, justo donde se juntan, los mirones se van a sus casas creyendo que no han malgastado el dinero de la entrada. Y ni siquiera tengo aún piernas bien formadas de mujer, para no hablar de lo realmente interesante que ellos buscan aquí arriba... Ya se lo he dicho, coronel Zachary, está más guapo cuando no sonríe. —Lo siento, pero he vuelto a pensar lo mismo: no cabe duda de que eres hija de tu madre. Su coloquio fue interrumpido por una repentina música de trompetas, no muy bien interpretada, pero reconocible como los primeros acordes de Dixie Land. Edge buscó el origen del sonido y lo encontró dentro de la tienda. Tim Trimm tocaba la corneta, asomándola a la puerta principal del pabellón mientras mantenía su cuerpo disfrazado detrás de la lona, invisible para los transeúntes. Por la correa que pendía de ella, se veía que la corneta había sido en un tiempo propiedad de una banda militar. Edge escuchó hasta que la corneta gimió la última frase: «Desvía la miraada...» Entonces dio un respingo cuando cambió a «Escucha el
sinsonte» con una estridente nota falsa que ningún sinsonte habría tratado de emular, y se dirigió de nuevo al patio trasero. Roozeboom, Rouleau y Sarah Coverley ya estaban vestidos y se habían convertido en capitán Hotspur, Monsieur Roulette y Madame Solitaire. El capitán se había puesto un sombrero de alas anchas, una guerrera con charreteras enormes y anchos pantalones con galones laterales. Salvo por el hecho de que llevaba zapatos en vez de botas, su atuendo era un uniforme casi militar, confeccionado sin duda con piezas sobrantes de azul yanqui y gris rebelde, teñidas ahora de un color morado que no se parecía al uniforme de ningún ejército del mundo. Tanto monsieur como madame llevaban las mallas ceñidas que lucía Clover Lee. Encima, Roulette llevaba ropa interior —un conjunto ordinario de camiseta de manga corta y calzoncillos hasta la rodilla— a rayas anchas amarillas y verdes. Encima de sus mallas, Solitaire se había puesto un chaleco cubierto de unas cosas plateadas que parecían escamas de pescado, y ceñido su cintura con una falda traslúcida de tul rígido plateado que le llegaba hasta las rodillas. Edge pensó que el refulgente chaleco realzaba su hermoso busto, pero la falda podía privar a los patanes de su placer de mirones lascivos. No se acercó a ella, porque estaba ocupada junto con los dos hombres en sacar cosas del furgón de los decorados. Monsieur Roulette arrastró hasta la gran carpa una escalera corta y algo que parecía el trampolín de un niño pequeño. El capitán Hotspur y Madame Solitaire entraron varios rollos de cuerda gruesa de color rosado y objetos como aros infantiles, adornados con volantes fruncidos de papel rizado de color rosa. Edge rodeó la parte exterior de la tienda de lona en dirección a la puerta principal. Pasó por delante de los dos caballos de pista, el blanco y el tordo —sin silla, sólo con una delgada cincha—, y vio que alguien había trenzado cintas de colores en sus crines y colas, cepillado sus lomos con polvo de resina y colocado bridas de riendas extralargas, engalladores de mandíbula a cincha y plumas que oscilaban sobre las orejas de los caballos. Cuando Edge llegó a la parte delantera del solar, vio a un número considerable de lynchburgueses, blancos y negros, hombres y mujeres, adultos y niños, parados en la calle, con ojos y bocas muy abiertos mientras escuchaban al invisible Trimm, que ahora tocaba roncamente Cacahuetes, y al invisible idiota, que rugía y hacía entrechocar las cadenas del león bajo la jaula, y al muy visible Florian, que ya saludaba, ya daba unos pasos de baile, ya agitaba su sombrero, y todo esto sin dejar de brincar y exhortar en voz alta: —iVengan, vengan todos! iVengan al circo, donde todo el mundo vuelve a ser un niño, sólo por un día! Señoras y caballeros, peque ños y gentes de color, antes de que dé comienzo el espectáculo podrán admirar nuestro museo zoológico y ornitológico de animales exóticos
capturados en la selva. Después, acérquense todo lo que se atrevan a la guarida del león africano devorador de hombres, rey de la jungla. Dentro de la gran carpa sentirán primero la emoción de la música y el espectáculo de la gran entrada y el gran desfile de toda la compañía del circo. A continuación... Se interrumpió cuando los primeros ciudadanos perdieron la timidez — un hombre y una mujer pobremente vestidos— y se le acercaron con las manos extendidas para ofrecerle algo. Fuera lo que fuese, no era dinero. Florian lo examinó, le dio una vuelta y gritó al furgón rojo: —iMadame tesorera, dos entradas de preferencia para nuestros dos primeros clientes entendidos de la tarde! —Y entonces se volvió para continuar arengando a los mirones—. iVengan, vengan todos! No darán crédito a sus oídos cuando el renombrado Monsieur Roulette, maestro del engastrimitismo, proyecte su voz hacia partes remotas de la arena y engastrimitice incluso objetos inanimados... Yount se acercó a Edge y dijo con admiración: —Vaya, no cabe duda de que sabe enroscar la lengua en torno a palabras de artillería pesada, ¿no crees? Seguía acudiendo gente, algunos a solas pero en su mayoría por parejas y familias, que cruzaban la calle y se acercaban al carromato rojo, pagando en algún caso con dinero en efectivo. Sin embargo, la mayor parte tenía que detenerse a medio camino para que Florian examinase su mercancía. Por lo que pudieron ver Edge y Yount, no despreció nada de lo ofrecido y no negó la entrada a nadie, indicando a todos la taquilla. Sólo se quedaron a cierta distancia unos cuantos niños que no tenían nada que ofrecer por la entrada. Maximus y el Hombre Salvaje conocían claramente el procedimiento del día circense. Cuando los primeros clientes recibieron sus entradas y se detuvieron a mirar el museo del carromato rojo, el idiota salió de debajo de la jaula y desapareció en el patio trasero, dejando para el león su imitación vocal, bastante más pobre, de un sanguinario devorador de hombres. Ahora, además de andar arriba y abajo, Maximus enseñaba de vez en cuando los dientes y emitía un rugido ronco y entrecortado. Sin embargo, esto pareció suficiente para impresionar a los visitantes. Cuando llegaron a su jaula, se quedaron a una distancia respetuosa, lo miraron con temor y se lo señalaron unos a otros, discutiendo en voz baja sus diversas características leoninas. En un momento en que había un nutrido grupo de gente ante la taquilla y Florian pudo hacer un alto en su discurso, cruzó corriendo el solar y dijo a Edge, jadeando un poco: —¿Me haría un favor, Zachary? Su uniforme se parece bastante al de un portero... —Muchas gracias. Igual que el del ejército de los Estados Confederados.
—Sí. Me pregunto si tendría la amabilidad de recoger las entradas en la puerta principal. No las rompa, sólo recójalas, para que podamos volver a usarlas. Dirija a los negros hacia los bancos más altos de la izquierda. Los blancos pueden sentarse donde quieran. —Sin esperar a que Edge accediera, añadió—: iAh! Veo que lleva la pistola al cinto. —Lo lamento. No conocía un lugar seguro para dejarla, así que... Pero Florian se limitó a levantar la voz para dirigirse a los mirones que estaban ante el carromato de las jaulas: — iNo tengan miedo, damas y caballeros! En el caso de que este fiero león escapara de la jaula —toda la plebe retrocedió un paso—, tenemos siempre alerta y armado al famoso explorador inglés de Africa, experto en caza mayor, coronel Zachary Plantagenet Tudor... —!Dios mío! —... Pueden estar seguros de que a la primera señal de peligro, el coronel y su infalible revólver de seis tiros despacharía a la fiera antes de que pudiera devorar o mutilar a un número importante de espectadores. Gracias, damas y caballeros. Ahora, disfruten de las piezas exhibidas. El espectáculo comenzará muy pronto. Y volvió a su puesto cerca de la calle, dejando a la gente en una contemplación todavía más respetuosa del viejo Maximus y casi tanto de Edge. —Maldita sea —dijo Yount, todavía admirado—, ese hombre es capaz de sacar provecho de cualquier cosa que tenga a la vista. Edge le miró de reojo y fue a colocarse junto a la puerta principal de la tienda, dando un respingo al oír la estridente versión de Trimm de Vete a casa, Cindy. Yount se fue por el otro lado para ayudar a Florian a recibir a más clientes portadores de mercancías. El gentío aumentó cuando Hannibal volvió al cabo de un rato sobre los lomos de Peggy, precediendo, como se esperaba, a un séquito de niños, todos gritando y vitoreando e intentando imitar el paso solemne del elefante. No lejos de ellos seguía una caravana de carromatos, carretas, calesas y tartanas que traían a personas mayores y familias enteras. Y a la zaga venía aún más gente, los que iban a pie. — iPor Dios que hoy será un día de paja! —exclamó Florian con entusiasmo—. ¿Sabe, Obie? ¡Además de los comestibles, objetos útiles e inútiles billetes secesionistas, he cobrado setenta y cinco centavos en buena y sana moneda de plata federal! —Llamó a Hannibal cuando el negro descendía del cuello del elefante por la trompa enroscada y después por la rodilla levantada hasta llegar al suelo—. ¡Abdullah, alégrate! Una señora me ha dado seis platos hondos de porcelana por unas entradas, así que tú y Trimm podéis permitiros el lujo de romper uno o dos, si queréis, cuando hagáis el número de malabarismo cómico. Hannibal esbozó una sonrisa radiante y, ya de lleno en su personaje, contestó:
— iAmén a Alá, sahib Florian! El regateo, el intercambio y la venta de entradas prosiguió, mientras Yount llevaba corriendo al furgón de la carpa las mercancías recibidas y Hannibal se unió con su tambor a Trimm y su corneta para tocar música invitadora, como Nadie sabe lo malo que he visto, y Edge recogía estoicamente los mugrientos trozos de cartón que la gente le alargaba al entrar. Cuando una mujer observó al pasar: «Veo que hoy va vestido», Edge sonrió con timidez, reconociendo a la señora Grover. En un momento dado, y casi a la hora prometida, las dos, el solar se quedó vacío —exceptuando a los numerosos vehículos aparcados junto a los tinglados del ferrocarril, a buena distancia de allí para que los caballos y mulas no se asustaran por el olor del león o el elefante— y todos los bancos de la gran carpa crujieron bajo el peso de ilusionados espectadores. Con tanta gente dentro, el pabellón era ahora caliente y húmedo. El sol, ya muy alto, enviaba brillantes rayos amarillos a través de la penumbra polvorienta del interior: un gran rayo, como un foco, por la abertura del aro de soporte en el extremo del poste central, y rayos más finos por la docena aproximada de agujeros en la lona. Ante el carromato rojo, Florian relevó a Yount para que fuese a buscar un sitio desde donde contemplar el espectáculo —«para que lo vea todo desde el principio»—, y entonces miró a su alrededor, muy satisfecho. Por lo que podía ver de Lynchburg, no había a la vista ningún otro cliente en potencia, excepto los niños harapientos que aún esperaban tristes y con las manos vacías en la calle adoquinada. Les hizo una seña y ellos se acercaron temerosos, como temiendo una reprimenda, que fue lo que recibieron. — iNo se puede decir que tengáis arrestos, chiquillos! —ladró Florian—. Cuando tenía vuestra edad y vuestro tamaño, yo me habría escabullido por debajo de la lona hace mucho rato. ¿Qué os pasa? Una niña de cara sucia murmuró: —No estaría bien, señor. — iTonterías! ¿Crees que estás adulando a tu maestro de catecismo? Vamos, pequeña. ¿Qué preferirías ser? ¿Virtuosa y melancólica o pecadora y alegre? —Bueno, yo... —No me lo digas. Ahora venid y divertíos. Cuando hayáis crecido, tratad de ser pecadores. —Cuando se dirigía al patio trasero, gritó a Edge—: ¡Nada de entradas, coronel, son invitados de la dirección! ¡Déjelos pasar! Los niños cruzaron en fila el umbral a paso de cortejo fúnebre, todavía con recelo, mirando de reojo la gran funda al cinto del portero y a Yount, alto y barbudo, junto a él. Una vez dentro, sin embargo, se dispersaron, riendo con alegría, se introdujeron como pudieron en los bancos atestados, y el espectáculo comenzó.
5 La gran entrada y el gran desfile consistió en que la mayor parte de la compañía entró por la puerta trasera y desfiló tres o cuatro veces en torno al pabellón, entre el círculo de tierra aplastada y los asientos de los espectadores. Lo encabezaba Florian, andando con aire elegante y agitando su sombrero de copa. Detrás de él iba el caballo blanco, Snowball, con la refulgente Madame Solitaire, montada a pelo y a la amazona, dando la cara al público; seguía el tordo, Bubbles, con Clover Lee montada como su madre, y ambos caballos marcando bien el paso, levantando las manos, y agitando las cabezas para hacer bailar sus plumas. Detrás de ellas desfilaba el capitán Hotspur, con uniforme morado, cuyas charreteras con fleco se movían a cada paso. Le seguía Monsieur Roulette, ya caminando de prisa, ya dando volteretas y saltos mortales. Brutus iba a la retaguardia de la procesión, llevando sobre sus lomos a Tim Trimm y a Abdullah y andando con un paso oscilante para no adelantar a los que lo precedían. Tim tocaba la corneta y Abdullah el tambor, siguiendo el ritmo de una animada tonadilla que podía reconocerse como la antigua canción Dios os conserve alegres, caballeros. Todos los componentes del desfile, excepto Tim y los animales —y Roulette cuando estaba cabeza abajo—, cantaban palabras nuevas con aquella música vieja, con voces potentes que sonaban débiles en el espacio cavernoso bajo la lona: Saludos, damas y caballeros, olviden todos sus conflictos! Venimos a animarlos en sus asientos en este hermoso día de circo... — ¿Crees que Florian escribió estas palabras? —preguntó Yount a Edge. — Si lo hizo, debería estar avergonzado. «Animarlos en sus asientos», Dios mío. Y a traerles magníficas golosinas que, esperamos, los harán exclamar... Las palabras y el metro podían ser atroces, pero la tonada era lo bastante conocida para todos los asistentes para que, aun antes de que los artistas hubieran terminado la segunda vuelta a la arena, el auditorio entero acompañara la canción tarareando, silbando y dando palmadas. Lo que había empezado como un rumor tímido de tambor, cuernos y
voces, se convirtió ahora en una música tan clamorosa como si la tocase toda una charanga: i0oh, es magnifica la alegría del circo para niño y niña! !0oh, es magnifica la alegría del circo! Al parecer —y por suerte— la canción no tenía más versos, así que se repitieron varias veces los mismos mientras la compañía daba vueltas a la pista. Entonces, en el momento culminante de la excitación general, mientras el público aún se divertía participando en el espectáculo, Florian condujo a la procesión hacia la puerta trasera. El último eco del ruido fue la voz del capitán Hotspur: «i... La alegría del circo!» E inmediatamente Florian, esta vez solo, volvió a aparecer en la tienda, gritando: —!Bien venidos, damas y caballeros, niños y niñas, al Floreciente Florilegio de Maravillas de Florian! Para empezar el espectáculo de hoy, permítanme presentarles a la primera de nuestras maravillas pedagógicas... un colosal artista. No colosal como un elefante, fíjense bien, porque es pequeño como una hormiga! Florian se llevó al ojo el pulgar y el índice y se oyeron unas risas corteses que provocaron en Florian una mueca de exagerada sorpresa. — !Por favor, buena gente! Las cosas pequeñas no siempre son insignificantes. Piensen en los diamantes. Y la joya que voy a presentarles es nuestro enano de fama mundial, !Tiny Tim Trimm! —Se inició un aplauso que enmudeció al momento cuando Florian gritó—: ¿Cómo? —Y se llevó una mano a la oreja—. He oído preguntar a un santo Tomás: ¿cómo es de pequeño este enano? —Todo el mundo se inclinó, buscando al santo Tomás—. Les diré cómo es de pequeño. Esta irreductible fracción de hombre, este bajísimo denominador común, este enano tan bajo que, incluso cuando está bien derecho, cuando se yergue a la máxima altura que puede alcanzar... !sus pies apenas tocan el suelo! —Varias personas del auditorio gruñeron, pero la mayoría estalló en una carcajada, mientras Florian, con un gesto ampuloso, gritó con fuerza—: !Tenemos el orgullo de presentarles... a Tiny... Tim... TRIMM! Un toque de trompetas sonó detrás de la puerta trasera y los asistentes callaron, silenciados por la expectación. Y no ocurrió nada. Al cabo de un momento, Florian torció el cuello con exageración, simuló buscar a alguien y al final dijo: — Ya se lo he avisado, amigos. Piernas diminutas que apenas llegan al suelo. Tarda un rato en llegar. Más risas entre el auditorio, que aumentaron cuando Tim apareció poco a poco entre dos hileras de asientos. Caminaba con frenético
apresuramiento, pero lo hacía dentro de sus enormes botas y amplísimos pantalones, y apenas adelantaba mientras tocaba su propia fanfarria, farfullando y gorgoteando sin aliento. Parecía consistir únicamente en un gran sombrero de paja sobre un montón de ropa sucia de la que sobresalía el pabellón de la corneta. A lomos del elefante durante el paseo, su aspecto no había llamado la atención, y entre la muchedumbre de cualquier calle le habrían tomado sólo por un hombre bajo, no un enano, pero ahora conseguía parecer un insecto cruzando laboriosamente un plato de melaza. Cuando llego por fin, dando tumbos y agitando los brazos, al ruedo de la pista, el auditorio reía lo bastante para ahogar los graznidos de su cuerno. — iAh, estás ahí, Tiny Tim! —gritó Florian cuando las risas empezaron a disminuir—. Llegas tarde, muchacho. Explícate. ¿Qué te ha detenido? Aquí no toleramos retrasos, ya lo sabes. —Usted quizá no tolere retrasos —replicó Tim en el tono estridente que se consideraba típico de un enano—. Pero aquella señora sí. —E indicó a una mujer sentada en uno de los primeros bancos. — ¿A aquella señora le gustan los retrasos? —preguntó Florian, sorprendido. La mujer parecía confundida y todos los asistentes la miraban con los ojos muy abiertos—. ¿Qué quieres decir, Tim? — iEstaba pisando el bajo de mis pantalones! —graznó Tim, recogiendo uno o dos centímetros de los pantalones de su mono—. !Por esto he llegado tarde! —Pero sus últimas palabras se perdieron entre sonoras carcajadas e incluso la mujer aludida se retorció y golpeó las piernas con los puños. — No me refería a esta clase de retraso —protestó Florian—. No me has entendido. — ¿Que no? !Míreme bien! !Yo entiendo a todo el mundo! La risa continuó a ráfagas a través del diálogo cómico, que introdujo todas las variantes posibles de palabras como pisar, retrasar, entender y mistificar. «¿Miss Tificar? !Pero si es mi pequeña novia!» Tim era cada vez más presumido y petulante en sus réplicas y a Florian le exasperaba cada vez más ser el blanco de ellas. Cuando el auditorio pareció cansarse del juego de palabras, Florian empezó a pegar al enano después de cada observación impertinente. «¿Impertinente? !Soy más pertinente que el linimento!», y las carcajadas volvieron a arreciar. Las bofetadas parecían suaves, pero resonaban —!clac! y cada una de ellas hacía tambalear a Tim y perder el sombrero. Los espectadores se retorcían de risa y no paraban, porque Tim, al querer recoger su sombrero y tropezar con el impedimento de su voluminosa vestimenta, lo alejaba cada vez más de su alcance. Cuando por fin lo recuperaba y volvía al lado de Florian, decía otra impertinencia y recibía otra bofetada, tras lo cual volvía a caerse y a repetir la caza de su sombrero.
Incluso Edge, que miraba desde un lado, se reía, pero no por la hilaridad del número, sino porque acababa de percibir algo que nunca había advertido en semejantes números cómicos. Florian no pegaba en absoluto al hombrecillo; sus bofetadas no tocaban siquiera el rostro de Tim. El fuerte !clac! lo emitía el propio Tim en el instante preciso, dando una palmada, y este pequeño truco pasaba por alto a los que sólo veían su violento retroceso para evitar el golpe. Florian parecía tener dentro de la cabeza una especie de indicador que le alertaba en el momento exacto en que el número más gracioso empezaba a cansar. La próxima vez que Tim le replicó con una frase ingeniosa —«iNo puede hacerme daño! ¡No puedo caerme de muy arriba!»—, Florian no le pegó, sino que agitó los brazos con desesperación y gritó: —!Basta! !Será mejor que hagamos salir a alguien con inteligencia! —iMuy bien! —graznó Tim—. !Diestro como el manco que no tiene brazo izquierdo! !Usted se va, papanatas, y envía aquí a un animal! —iEs justo lo que haremos! Que decidan nuestros jóvenes amigos. !Decidlo cantando, niños! ¿Qué animal queréis ver? El grito inmediato fue una mezcla de «león! i Elefante! i Caballos!», pero Florian fingió oír un consenso. —iPues será el elefante! !Tócanos una fanfarria, Tiny Tim! —Por encima del estridente arpegio, Florian continuó—: Damas y caballeros, ahora los invito a estar muy quietos. No se muevan. Notarán que sus asientos, incluso la tierra bajo sus pies, temblará al paso resonante del enorme paquiderno que ahora tengo el honor de presentar... iEl gran «Brutus», el mayor animal que respira! —Adelante, Peggy —se oyó desde la puerta trasera, y entonces sonó el bombo (su fuerte bumbum y su ominoso rumor) al ritmo de los pasos del elefante mientras entraba en la tienda. Era una conjuntura magistral del programa. El elefante hacía parecer a Tim Trimm aún más pequeño que hasta entonces y Tim hacía parecer al elefante aún más grande de lo que era en realidad. El tambor con turbante que lo montaba dijo: «Alto, Peggy», y el animal se detuvo en un lado de la pista y permaneció quieto, con paciente dignidad, mientras Florian se entregaba a otro acceso de palabrería: —Ya han oído, damas y caballeros, alto peggy, una de las palabras místicas con las que sólo el amo del gran animal, Abdullah de Bengala, puede controlar el poder inimaginable y el tamaño gigantesco del elefante macho. Para hacerse una idea de la inmensidad de Brutus, damas y caballeros, intenten comprender esto. !Todos ustedes juntos no pesan tanto como este titánico paquidermo! Dominar a una bestia tan colosal y fuerte es un arte que sólo conocen los nativos del remoto país de Bengala. Ni yo ni ningún otro hombre blanco sería capaz de amansar a un monstruo como el gran Brutus, y enseñarle las habilidades que
ustedes van a presenciar. Sólo un hindú auténtico como nuestro Abdullah posee el conocimiento de las palabras secretas de mando... Continuó un rato en esta vena, hasta que al fin dejó la arena a los artistas y fue a reunirse con Edge y Yount junto a la puerta principal de la tienda. Brutus salvó con delicadeza el círculo de tierra, entró en la pista, levantó la trompa y una rodilla y Abdullah bajó ágilmente del cuello a la trompa y de la rodilla al suelo, llevando consigo el bombo. A partir de aquel momento no pareció necesitar más sus místicas órdenes hindúes y sólo tocó el bombo de vez en cuando para indicar al elefante las diferentes posiciones. Edge sabía que incluso esto era innecesario, ya que había visto a Brutus realizar todo su repertorio sin la menor ayuda. Ahora hizo las mismas cosas. Abdullah corrió hacia los bancos para coger de debajo de ellos una pieza del equipo que Yount identificó como la tina del circo y la colocó invertida en la arena. Acompañado por el tambor, Brutus levantó con lentitud una pata y la apoyó sobre la tina. Una pausa llena de expectación, un toque de tambor, y bajó la pata para subir la otra. El tambor resonó de nuevo y el elefante se preparó, se dio un impulso exagerado y puso ambas patas sobre la tina, irguiendo mucho el cuerpo, y entonces levantó la trompa y emitió un sonido victorioso. El negro se volvió para dirigir una sonrisa a todos los asistentes y levantó los palillos formando una V, que todos reconocieron como una señal para el aplauso y la obedecieron con palmadas entusiastas. Cuando el elefante vacilaba, lo cual hacía a intervalos, consciente de que hacía parecer cada pose más dificil que la anterior, Florian corría a la pista para pronunciar una conferencia breve e instructiva. —Hay muchas cosas curiosas en el elefante, damas y caballeros, que Abdullah desearía hacerles saber, pero sólo habla hindú, así que permitan que sea yo quien los informe, mientras el gran Brutus medita sobre la dificultad de su siguiente proeza. Entre las peculiaridades del elefante está la de que es el único animal de este planeta que tiene una rodilla en cada uno de sus cuatro miembros. Observen y cuéntenlas, damas y caballeros... icuatro rodillas! Cuando llegó el momento culminante de la actuación de Brutus, se quedó mirando con el ceño fruncido la tina durante uno o dos minutos — al estilo de Ignatz Roozeboom, sin cejas—, mientras el negro volvía a tocar suavemente el bombo y hacía gestos suplicantes para infundirle ánimos. De nuevo el elefante colocó las dos patas delanteras sobre la tina y luego, de mala gana, encogió cautamente el inmenso cuerpo para subir también a ella una de sus patas traseras. El auditorio se movió, murmuró su ansiedad y esperó. Florian saltó a la pista. —Mientras el gran Brutus prepara todos sus músculos para este arduo intento de equilibrio y precisión, permítanme señalar otro detalle único
sobre el elefante. Estoy seguro de que todos han visto alguna vez a sus caballos hundidos en el barro. Al elefante nunca le ocurre, aunque sea veinte o treinta veces más pesado. Sus patas enormes tienen plantas esponjosas; cuando el elefante apoya su peso sobre una pata, ésta se extiende como una alfombra. Cuando quita el peso, la planta se contrae. Y así... pero, ¡atención! —Abdullah había rozado el bombo—. No quiero distraerlos, damas y caballeros. Están a punto de presenciar una hazaña que muy pocos pueden ver y admirar. Brutus esperó a que callara y entonces levantó la cuarta pata, de modo que todas descansaban ya sobre la tina, y las mantuvo apretadas como las de un gato sobre un poste. Resopló alegremente por la trompa y Abdullah bailó a su alrededor, ya golpeando el bombo, ya lanzando los brazos al aire en forma de V, como si hubiese logrado por fin el objetivo de toda su vida, y los espectadores no regatearon los aplausos y los gritos de aprobación. —Y ahora —chilló Florian, mientras el elefante bajaba con cuidado, una pata detrás de otra— han visto la gracia y la agilidad extraordinarias de este enorme animal. Los invito seguidamente a ver su fuerza... los desafío a comprobar su fuerza por ustedes mismos. iLlamo a los diez hombres más fornidos y corpulentos del auditorio para que bajen y unan la fuerza conjunta de sus músculos en una competición de arrastre con este único ejemplar del mamífero más grande de toda la Creación! No podía haber en todo Lynchburg diez hombres realmente forzudos, a menos que fuesen desertores o se hubieran retirado pronto de la guerra. Pero había por lo menos varios hombres gordos y algunos granjeros viejos en bastante buena forma. Después de bajar las cabezas y haberse hecho los remolones mientras recibían codazos de sus vecinos de los bancos, bajaron diez hombres y se agruparon, avergonzados, en la pista. Entretanto, Abdullah puso el collar de cuero en torno al cuello de Brutus y Monsieur Roulette entró corriendo con un rollo de la cuerda más gruesa, que engancharon al collar, mientras los hombres agarraban el otro extremo. Tim y Abdullah tocaron floreos y tamborileos y los hombres —al grito de «iA tirar!» de Florian— se echaron hacia atrás, clavaron los talones y tiraron con fuerza, mientras Brutus los miraba de buen humor, sin moverse. Los diez hombres agarraron mejor la cuerda y esta vez se echaron hacia atrás hasta quedar casi horizontales, pero Brutus siguió mirándolos de buen humor y sin moverse. Florian dijo: —Muy bien. Ya lo han intentado. Abdullah, dale la orden secreta hindú. El negro gritó: Peggy, tara: —Y el elefante empezó a retroceder lentamente, arrastrando a los hombres con tanta facilidad como si fueran un clavo de la tienda.
Tim tocó con la corneta unos acordes de vals y Brutus caminó más de prisa, casi bailando y arrastrando a los diez hombres alrededor de la pista, mientras la multitud se retorcía de risa, con convulsiones que amenazaban la estabilidad de los bancos. Florian volvió a gritar: —iEl gran Brutus, el más grande animal que respira! Y el elefante y Abdullah, que aporreaba el bombo, recibieron un aplauso ensordecedor, por lo que el siguiente anuncio de Florian sólo se oyó a fragmentos: —Monsieur... engastrímito y ventrílocuo... los asombrará... con la proyección e insinuación de voz... Entró Rouleau, saltando, brincando, dando volteretas y saltos mortales. Se detuvo en la arena, derecho, e inmediatamente, sin mover la boca, empezó a ladrar como un perro —una especie de ladrido ahogado, como si fuese un perro con la cabeza dentro de un saco— y a señalar con insistencia la tina todavía invertida al otro lado de la pista. Siguió ladrando un rato, sin obtener mucha atención, y entonces, con muchos ademanes teatrales, enderezó la tina para demostrar que no había ningún perro debajo de ella. Quizá no importaba que el auditorio no estuviese muy atento, porque las modulaciones de la voz de Monsieur Roulette eran poco menos que prodigiosas. En un momento dado, empezó a gimotear como un bebé hambriento, con la boca todavía inmóvil, y en seguida la movió para gritar con su propia voz: «iAlimente a su hijo, madame!», señalando con un dedo imperioso a una mujer que tenía en brazos a un niño de pecho envuelto en una toquilla. Ella contestó a gritos: «i Soy una mujer cristiana! ¡No pienso darle la teta en público!» Los espectadores volvieron a estallar en carcajadas y Roulette, comprendiendo sin duda que ya no podría conseguir un efecto más cómico, saludó y salió de la tienda, dando saltos mortales. Florian se apresuró a cubrir su retirada, aunque la presentación del nuevo número volvió a oírse sólo de modo fragmentario: ¡Ultimo de los irregulares bóers... contra los zulúes... iHotspur! —La multitud calló por fin lo bastante para oír—: i... Para emocionarlos con su espectacular interpretación del Correo de San Petersburgo! Al instante se oyó procedente desde fuera un estrépito de herraduras, junto con la corneta de Tim, ordenando «iAl ataque!» a la caballería, el tambor de Abdullah y el sonido repetido de unos disparos. El capitán Hotspur debió de iniciar la marcha desde el fondo del patio trasero, porque los caballos iban a galope tendido cuando irrumpieron en la arena. El caballo blanco y el tordo corrieron de lado alrededor del espacio entre la pista y los bancos; el hombre de uniforme morado cabalgaba muy derecho sobre ellos, con un pie en el lomo de cada caballo, sujetando las riendas con la mano izquierda y descargando con
violencia un largo látigo que empuñaba en la derecha. El auditorio lanzó vítores mientras el trío daba varias vueltas impetuosas a la tienda, los caballos, con los ojos desorbitados y echando espuma por la boca, como si realmente llevasen un urgente mensaje a través de la estepa rusa. —De hecho, en el número clásico de San Petersburgo —dijo Florian a Edge y Yount, con quienes se había unido en un lado de la tienda—, el jinete obliga a separarse a los dos corceles para que otros caballos puedan pasar en fila por debajo de sus piernas y recoge sus riendas hasta que dirige a toda una manada. Por desgracia, nosotros no tenemos una manada. El capitán hizo detener a sus dos caballos, que se encabritaron de forma muy decorativa, con los cuellos arqueados por los engalladores. Hotspur se sentó ágilmente sobre el caballo blanco. Clover Lee apareció de improviso, tomó las riendas del tordo y lo condujo a un lado, mientras Hotspur hacía saltar al blanco dentro de la pista. Entonces lanzó un grito, incitó al caballo al trote y mientras daban vueltas alrededor de la arena, empezó a desmontar de un salto y a montar de nuevo. Su sombrero de alas anchas salió volando y Clover Lee corrió a recogerlo. Después Hotspur se colgó cabeza abajo del caballo, suspendido de un pie en el estribo. A continuación desmontó y corrió junto al caballo, volvió a montarlo de un salto y entonces se deslizó, agarrado a la cincha, por debajo del animal, mientras éste continuaba trotando, impasible. Los espectadores, llenos de admiración, aplaudieron cada nueva hazaña. Casi todos ellos habían poseído por lo menos un caballo y los conocían más que cualquier otro medio de transporte y eran capaces de apreciar la buena equitación más que, por ejemplo, el adiestramiento hindú de un elefante. Su aprobación inspiró al capitán Hotspur a repetir todos los números, hasta que su sudor centelleó visiblemente bajo los rayos del sol. —Esta clase de violenta equitación circense se llama voltige —explicó Florian. —En la caballería lo llamamos hacer el ganso —dijo Yount. —Además, introdujo una palabra en la lengua inglesa formal —añadió Florian—. La palabra desultory (1) viene del latín. Y en el circo de la antigua Roma, un desultor era un jinete que saltaba de un caballo a otro. Cuando el capitán Hotspur frenó otra vez al caballo blanco, Florian dijo: —Es la hora de Pete Jenkins. Entró en la pista mientras Hotspur saludaba. Clover Lee dio el sombrero al capitán, quien se secó cuidadosamente la brillante calva con un trapo antes de volver a ponérselo. Florian habló a los espectadores: —Mientras el capitán Hotspur hace una merecida pausa para recobrar el aliento, tengo que anunciar una cosa. Uno de los asistentes acaba de
informarme de que tenemos entre nosotros a una dama que celebra su cumpleaños. —Un rumor interesado surgió entre la multitud y todos empezaron a inclinarse y mirar a su alrededor. Florian consultó un trozo de papel—. Y un cumpleaños muy importante... iel setenta! ¡Los bíblicos setenta años! —El gentío pareció impresionado—. Debido a la coincidencia del hecho de que celebre un cumpleaños tan importante en este día del circo, me gustaría que la dama se pusiera en pie y nos permitiera a todos felicitarla... !la señora Sophie Pulsipher, de Rivermont Avenue! Se puso a aplaudir y la gente le imitó. —Pensaba que había dicho Pete Jenkins —murmuró Edge. — Quizá se llama Pete Jenkins el hombre que le ha hablado de ella — dijo Yount. — iVamos, señora Pulsipher! —instó Florian—. No sea tímida. iVenga a saludar! —iAquí está! iAquí! —gritaron varias voces. Florian se llevó una mano a los ojos, a modo de visera, para escudriñar los bancos. En uno de los más altos, una mujer intentaba torpemente ponerse de pie. Los hombres que la rodeaban la ayudaron a bajar hasta el suelo de la tienda. —iAhí viene! —gritó Florian—. ¡Felicitemos, damas y caballeros, a la señora Sophie Pulsipher! Todos los aplausos anteriores fueron superados ahora y el gentío empezó a cantar cuando Tim entonó Porque es un chico excelente, mientras la mujer, arrugada, con la cabeza cubierta por un pañuelo y envuelta en un chal, se acercaba cojeando a la pista. Edge y Yount habrían sospechado que era la vieja gitana del circo haciendo una interpretación si no hubieran visto venir del otro lado de la tienda a Magpie Maggie Hag llevando un pastel diminuto en el que lucía una sola vela. Al verlo, la señora Pulsipher dio media vuelta para escapar de la atención de que era objeto, pero Florian la cogió del brazo. Algunos espectadores dejaron de cantar para gritar: «iApaga la vela! iPiensa un deseo!» La señora Pulsipher titubeó, se agachó y, tras varios intentos fallidos, apagó la vela. «iUn deseo! ¡Formula un deseo!», gritó el gentío. Florian la animó con una sonrisa y acercó la oreja a sus labios. Lo que le dijo pareció sorprenderla, porque le dirigió una mirada muy extraña. Luego se rió y negó firmemente con la cabeza. El auditorio, intrigado, guardó silencio y esperó. Meneando todavía la cabeza, Florian dijo en voz baja: «No, no», pero todo el mundo pudo oírle. —Señora Pulsipher, le agradezco que me haya confiado su deseo, pero no, no puedo permitirlo. Varios espectadores chillaron: —iDígalo, dígalo!
Florian pareció un poco perplejo. —Bueno... ejem... esta simpática viejecita... —Hizo una pausa y luego habló de mala gana—: Dice que nunca en toda su vida ha montado un caballo a pelo. Je, je. ¿Pueden creerlo, damas y caballeros? A la señora Pulsipher le gustaría dar una vuelta a la pista sentada en la grupa del caballo con el capitán Hotspur. El capitán, que estaba en la arena, también pareció sorprendido y frunció la frente sin cejas. Las mujeres de los bancos dijeron cosas como «i0ooh, qué viejecita tan simpática...», y algunos jóvenes alborotadores gritaron: «i Eh, déjaselo hacer! ¡Déjala montar!» Los alborotadores decidieron el voto, pues otros se hicieron eco de su grito: «iDéjela! iEs su deseo de cumpleaños! ¡Déjela montar!» Florian parecía más arrepentido que nunca de haber iniciado todo aquello. La señora Pulsipher temblaba visiblemente mientras Florian iba a conferir con el capitán Hotspur, que se veía molesto e impaciente por continuar su número. Pero los dos se acercaron a la señora Pulsipher y la multitud empezó a vitorear y aplaudir con entusiasmo. Clover Lee condujo al caballo blanco al borde de la pista y Florian y el capitán levantaron ágilmente a la anciana y la depositaron sobre Bola de Nieve. Forcejearon con torpeza, e incluso el caballo volvió la cabeza para dirigirles una mirada inquisitiva, hasta que lograron colocar a la señora Pulsipher en la postura de amazona. Florian la sujetó bien mientras Hotspur se aseguraba de que sus manos agarrasen la cincha. Entonces montó de un salto detrás de ella, le rodeó la cintura con los brazos e hizo una seña a Clover Lee. La muchacha condujo el caballo por la brida, andando muy, muy despacio. Incluso así, la anciana se balanceaba mucho y emitía una risita que tenía un poco de histerismo. El auditorio reía con ella y de nuevo se puso a aplaudir, como si estuviera haciendo un número que superase al propio Hotspur. Tim tocó una fanfarria. La tienda fue sacudida de repente por una mezcla de horrorizados gritos femeninos y roncas exclamaciones de los hombres. Los espectadores se pusieron en pie de un salto y Florian y Magpie Maggie Hag —e incluso Edge y Yount— se precipitaron a la arena. Al oír la trompeta, el caballo había tenido un violento sobresalto. El capitán Hotspur, cogido de sorpresa, resbaló de la grupa, lo cual asustó todavía más al caballo, que salió de estampida, derribando a Clover Lee y empezando a galopar como un loco alrededor de la pista, con la señora Pulsipher agarrada desesperadamente a la cincha, pero el resto de ella tambaleándose como un montón de harapos de un lado a otro del caballo. Este se asustó más todavía al verse perseguido por Florian, Edge y Yount, de modo que galopó aún más de prisa, mientras los bancos de la tienda
crujieron bajo los movimientos de los hombres, que intentaban bajar para prestar su ayuda. Sin embargo, antes de que la consternación y el tumulto subieran de tono, la anciana consiguió de alguna manera doblar las piernas debajo de ella, sobre la grupa del caballo, por lo que ahora daba vueltas en torno a la pista en posición arrodillada. Todos los espectadores enmudecieron y se inmovilizaron por el asombro. Entonces la señora Pulsipher soltó del todo la cincha. Con un agilísimo salto se puso de pie sobre el caballo desbocado y empezó a soltar en el aire una larga serie de chales, pañuelos, faldas y otras prendas ligeras... descubriendo a una mujer bonita y bien formada, radiante y sonriente, montando derecha con gran facilidad. —iMaDAME SoliTAIRE! —vociferó Florian con toda su voz. Los espectadores soltaron gritos de placer ante la metamorfosis de la anciana en una mujer valerosa que ahora adoptaba con gracia una posición tras otra, serena y confiada como si el caballo al galope fuese la alfombra de un salón. Mantuvo el equilibrio sobre una sola pierna, saltó e hizo piruetas, imitó el vuelo del cisne y cada vez que el caballo la llevaba a través de un rayo de sol, las lentejuelas de su corpiño y la falda de tul blanco iluminaban la penumbra de la tienda con una llamarada de resplandor estival. Edge había visto antes actrices vestidas de lentejuelas, pero nunca se había fijado en el reflejo que éstas proyectaban hacia arriba. El rostro de Madame Solitaire estaba salpicado de sus destellos, que lo tornaban misterioso como podría ser el rostro de una náyade bajo el agua. La multitud volvió a ocupar sus asientos y la gente que no pertenecía al circo abandonó la arena. Yount y Edge se retiraron a su puesto anterior, cerca de la puerta principal. Florian se reunió con ellos, ampliamente satisfecho por el éxito de la impostura. Siguieron mirando mientras Madame Solitaire continuaba su ágil y complicada danza sobre la plataforma móvil. Yount murmuró, casi malhumorado: —Usted dijo que el número se llamaba Pete Jenkins. ¿Qué significa? —Que me maten si lo sé —respondió alegremente Florian—. El primero que lo hizo debió de ser alguien con este nombre. El caballo blanco fue aflojando el paso hasta un medio galope. Tim empezó a tocar una suave melodía —había colgado su sombrero de paja en el pabellón de la corneta para amortiguar el sonido—y Madame Solitaire dirigía sonrisas coquetas a los hombres de los bancos, mientras en el centro de la pista Monsieur Roulette cantaba con una bella voz de tenor una canción muy romántica:
Sentado en el circo, la veía dar vueltas y pensaba que su sonrisa era para mí; con su sonrisa tan dulce, el hada conquistó del todo mi corazón. Los espectadores movían la cabeza de un lado a otro, al ritmo de los anapestos. En la pista, adaptando sus acciones a los versos, Madame Solitaire saludó ahora a los hombres con la mano, mientras Monsieur Roulette juntaba las suyas y se golpeaba el pecho. Saludó al auditorio... Supe que era a mí y el corazón se me llenó de alegría. iSolitaire es la reina de todas las amazonas, Pero, ay, está lejos, muy lejos de mí! Cuando la canción acabó, el caballo se detuvo. Madame Solitaire desmontó de un salto, ligera como una hada, y levantó los brazos en forma de V pidiendo un aplauso —que estalló generosamente—, mientras Monsieur Roulette y Tim se escabullían de la tienda. Florian acudió corriendo para dar a la amazona un abrazo paternal y gritó en broma: —iLa señora Sophie Pulsipher les da las gracias, damas y caballeros! El gentío rió, y también Madame Solitaire cuando abandonó la arena, conduciendo su caballo. Florian pidió, y obtuvo, un aplauso para los caballos, y luego dijo: —Ahora... para que el tiempo pase de modo placentero mientras preparamos la pista para el siguiente y emocionante número de nuestro programa... i aquí vuelve nuestro alegre payaso... el siempre popular Tim Trimm! Tim llegó saltando y de prisa esta vez, sin el impedimento del amplio vestuario de granjero. Lo que antes llevaba debajo, y ahora llevaba a la vista, podría haberlo cogido de cualquier cuerda de tender ropa. Se trataba de la ropa interior de franela de un muchacho, pintada ahora con enormes lunares de diferentes colores. En lugar de la corneta, sostenía el bombo de Abdullah. Entró aporreándolo y dio unas rápidas vueltas alrededor de la pista mientras contaba—con su voz normal, no con el chillido del enano— algunos de los chistes más viejos que conoce la humanidad. —El propietario de este circo no quería dejarnos tener este bombo, ¿sabéis? —Bum, bum—. Dijo que el ruido le molestaría. —Bum, bum—. iAsí que le dijimos que sólo lo tocaríamos cuando durmiese! —iBum, bum! Quizá se rieron algunos niños del auditorio. Tim, por lo tanto, dejó el bombo y probó otro tema—. Nuestro jefe es un extranjero, ¿sabéis? Hay que tener cuidado al hablar. Cuando le dije que estaba hambriento
como un caballo, ¿sabéis qué hizo? iMe tiró una horquilla de heno! —Ni siquiera los niños rieron. Entretanto, el capitán Hotspur, Abdullah y Monsieur Roulette arrastraron el carromato de la jaula del león hasta la puerta principal de la tienda y lo metieron en la arena por la abertura del ruedo. Más personas miraban estas maniobras que a Tim, quien a pesar de ello continuó, impertérrito: —Así que el jefe me dijo: «Cómete este heno, Tim, te hará salir colores en las mejillas», y yo repliqué: «¿Quién quiere parecer un globo rojo?» Nadie rió, por lo que Florian corrió en su ayuda, preguntando jovialmente y sin preámbulos: —!Tim, muchacho, he oído decir que piensas casarte! Tim agradeció el cambio de tema. —Bueno, no lo sé, jefe. Después de todo, ¿qué significa el matrimonio? !Una cuestión de dinero! Algunos hombres del auditorio lo entendieron. Por lo menos, se echaron a reír. —iSí! —gritó Florian—. Tienes que buscar una buena esposa, y una buena esposa debe poseer ciertas cualidades. Una buena esposa debe ser como el reloj del ayuntamiento. Puntual y regular. —iNo, señor, esto sería una mala esposa! ¡Cuando hablase la oiría toda la ciudad! Ahora la jaula ya estaba colocada en el centro de la pista, así que Florian añadió sólo otra frase: —Además, una buena esposa debe ser como un eco. ¡Hablar sólo cuando le preguntan! —No, no, jefe. ¡Esto sería una mala esposa! ¡Siempre diría la última palabra! —iVamos, largo de aquí! Y Florian le dio una patada en el trasero. No le tocó, pero sonó como si le hubiera tocado porque Tim golpeó el bombo en el momento preciso. Se tiró al suelo, se levantó y salió corriendo de la tienda. —iY ahora, damas y caballeros! —gritó Florian, señalando el furgón de la jaula—. Todos han tenido oportunidad de ver de cerca a este animal. Han visto su tamaño, sus terribles y afiladas zarpas. Han oído sus rugidos ensordecedores. —El capitán Hotspur metió el látigo entre los barrotes de la jaula. El león intentó cogerlo con una zarpa y emitió el gruñido y el rugido obligados—. Ahora van a ver a un hombre valiente entrar en la jaula de este fiero depredador para demostrar el dominio del hombre sobre los animales de la Creación. Les ruego que no aplaudan ni hagan ningún ruido brusco, porque si el león se asusta o la concentración del domador se distrae por un solo momento, el resultado podría ser más terrible de lo que se imaginan. Les ruego, por lo tanto, que guarden silencio y ya, sin más exordio, !les presento al temerario capitán Hotspur... y al rey de los grandes felinos, el león «MAXIMUS»!
Obediente, la multitud interrumpió el murmullo de las conversaciones. Con un ampuloso ademán, el capitán lanzó lejos su sombrero de alas curvadas y la chaqueta morada con charreteras, dejando al descubierto un pecho y unos brazos musculosos. Con el látigo enrollado en una mano, descorrió lentamente el cerrojo de la puerta de la jaula. Maximus profirió un gruñido cuyo tono pretendía ser malévolo y amenazador. Despacio, el capitán Hotspur levantó un pie hacia la jaula y, todavía muy despacio, se izó hasta el umbral, entró en la jaula y cerró la puerta tras de sí. El y el gran felino leonado se encontraron frente a frente en un espacio rodeado de barrotes de sólo un metro por tres. El capitán desenrolló el látigo y lo blandió de modo que la borla del extremo fue a caer muy cerca de Maximus, que de nuevo intentó cogerlo y frunció los labios, descubriendo su formidable dentadura. «Platz!», ordenó Hotspur, con una voz tan ronca como la del león, y después de un hosco titubeo, Maximus bajó el trasero y se sentó. Alguien dio dos palmadas involuntarias desde los bancos, pero Hotspur lanzó una mirada furiosa en su dirección. Después blandió de nuevo el látigo, que casi rozó el cuello de Maximus, y ordenó: «Schón'machen!» El felino volvió a rugir y miró a su alrededor como si quisiera escapar, pero volvió a sentarse y levantó las zarpas delanteras. El capitán hizo seguir al león el repertorio de números, no muy sensacionales —después de todo, no había sitio en la jaula para que pudieran hacer muchas cosas—, obligando a Maximus a saltar por encima del látigo («Hoch!») y después a acostarse y hacerse el muerto («Krank!»), en posición supina, con las cuatro patas en el aire. Entonces le hizo retroceder hasta el fondo de la jaula y él mismo retrocedió hasta el otro extremo y mantuvo la distancia con el látigo mientras Florian aparecía para anunciar: —Ahora, damas y caballeros, el capitán Hotspur intentará la proeza más arriesgada y peligrosa de todas. Demostrará su dominio completo sobre el león abriéndole las fauces con las manos... i e introduciendo la cabeza, sin protección, entre las mandíbulas letales del animal asesino! Guardemos silencio... !y recemos! —Platz! —ladró el capitán, y Maximus volvió a sentarse como un gato doméstico, gruñendo y de mala gana. Los espectadores no hacían ningún ruido, pero el mismo hecho de que contuvieran el aliento era casi tangible cuando Hotspur se acercó paso a paso al león y dobló una rodilla delante de él. En realidad, no tuvo que forzar al animal a separar las mandíbulas, pues Maximus las abrió con un gesto aburrido, como si bostezara. El capitán Hotspur ladeó la cabeza —tenía, de hecho, una cabeza admirable para este fin: calva y suave— y la introdujo en las fauces abiertas del león, dirigiendo desde allí una sonrisa torcida al hechizado auditorio. Al cabo de un momento, sacó la
cabeza, se apartó del león y se irguió. No había sitio para levantar los brazos en forma de V. En vez de esto, extendió teatralmente hacia el león la mano que sostenía el látigo enrollado y se metió la otra en el bolsillo con un ademán de despreocupación, permaneciendo así, radiante, ante el tumulto de aplausos, vítores y silbidos. Entonces, los aplausos volvieron a convertirse en gritos y exclamaciones de horror... y la sonrisa del capitán Hotspur se transformó en un rictus de dolor, mientras su cuerpo se retorcía. Maximus había adelantado de repente sus fauces todavía abiertas, cerrándolas al momento en torno al desnudo antebrazo del capitán. Haciendo muecas y retorciéndose, Hotspur consiguió sacar la mano de entre los dientes, se sacó la otra del bolsillo y la cerró sobre el brazo herido, del que la sangre fluía hasta los dedos. Los espectadores vociferaban, horrorizados, mientras varios miembros del circo corrían a ayudarle. Roulette, Abdullah y Tim Trimm fueron los primeros en llegar a la arena, pero se detuvieron en seco cuando el capitán Hotspur gritó entre dientes: —iAtrás! ¡Quedaos atrás! ¡No os pongáis en peligro! —Y añadió con firmeza, dirigiéndose al león—: Zurück! Stille! —Y lo amenazó con el látigo para mantenerlo a raya. Maximus no continuaba el ataque; no se movía de donde estaba y parecía más perplejo que excitado por el sabor de la sangre. Hotspur, manteniendo quieto al león con el látigo en el brazo sano, sacó por entre los barrotes el brazo sanguinolento. Abdullah se agachó rápidamente, rasgó el dobladillo de una de sus numerosas túnicas, se acercó a la jaula y envolvió con destreza el brazo herido con la venda improvisada. Los gritos de los espectadores se convirtieron en sollozos, suspiros y exclamaciones admirativas mientras el valiente capitán Hotspur retrocedía, paso a paso, hacia la puerta de la jaula. Monsieur Roulette saltó para descorrer el cerrojo, y cuando el capitán hubo saltado de espaldas, tambaleándose por el vértigo al poner los pies en el suelo, Roulette cerró de golpe y atrancó nuevamente la puerta. Aunque se sostenía con evidente inseguridad, el capitán insistió en terminar bien su número. Levantó el brazo del látigo y el vendado con el ensangrentado trapo, formó con ellos la consabida V y recibió el aplauso que merecía, por lo menos de la mayor parte del auditorio, ya que muchas mujeres se habían desmayado y ahora sus acompañantes las abanicaban con el sombrero. —¿Se ha fijado alguna vez —preguntó Florian a Edge, mientras Roulette y Abdullah ayudaban al capitán a salir tambaleándose de la tienda— en que las mujeres nunca se desmayan hasta que no queda nada por ver? — Bueno, a usted no parece importarle la vista de la sangre. Florian le miró, un poco sorprendido.
—No, cuando es la sangre de un asno. Usted vio cómo la recogían y reservaban. El capitán tenía cierta cantidad en el bolsillo del pantalón, dentro de una piel de salchicha. Y, agitando los brazos, Florian volvió a la pista para calmar la agitación de la multitud. — Damas y caballeros, lamentamos este terrible accidente, pero me alegra poder informarlos de que el médico de la compañía nos asegura que el valiente capitán no ha sufrido heridas importantes en el ataque del devorador de hombres. El capitán volverá a estar con nosotros en cuanto le hayan vendado debidamente el brazo y descansado un poco. Así, pues, ahora haremos un intermedio. El programa se reanudará dentro de media hora, intervalo durante el cual nuestros excelentes músicos los deleitarán con diversas melodías populares. Al momento, Abdullah y Tim entonaron ¿Qué es el hogar sin una madre? —Damas y caballeros, niños y niñas, los invitamos a abandonar el pabellón para estirar las piernas paseando por la avenida central del circo. En nuestro Museo Ambulante de Curiosidades Zoológicas les ofreceré personalmente una conferencia educativa sobre hechos poco conocidos de los raros ejemplares de la fauna que se conservan allí. En el espacio adyacente podrán observar al recién capturado Hombre Salvaje de los Bosques... La mayoría de espectadores ya estaba bajando de los bancos con miembros rígidos, hablando entre ellos y gesticulando con excitación. — Si algunas señoras prefieren permanecer en sus asientos, pueden aprovecharse de las artes vaticinadoras de la preclara vidente, Madame Magpie Maggie Hag, que se moverá entre ustedes durante el descanso. A petición suya, les predecirá el futuro y dará sabios consejos en cuestiones de amor, salud, dinero y matrimonio... Cuando hubieron salido todos los que deseaban abandonar la tienda, Edge y Yount ayudaron a Abdullah y Monsieur Roulette a sacar fuera el carromato del león, y en torno a la jaula se reunió una gran cantidad de mirones para ver a Roulette echar a Maximus un trozo de carne de asno en recompensa por su noble actuación. Yount vagó por el solar —lo que hasta entonces había considerado sólo como «fuera de la tienda», pero que Florian habían llamado con grandilocuencia la «avenida central»— para escuchar la charla de Florian sobre los aspectos «poco conocidos» de los animales muy corrientes disecados y exhibidos en el furgón del museo. —... Puede parecerles una marmota vulgar. Pero en realidad es la misma marmota que inspiró al poeta aquellos versos inmortales de rústico humor: «¿Cuánta madera comería una marmota, si la marmota comiera madera?»
En el interior de la tienda, donde en este momento Magpie Maggie Hag hablaba con una mujer joven, fea pero de ojos brillantes, Edge pasó lo bastante cerca para oír decir a la gitana: —¿Quieres que tu hombre se enamore de ti, preciosa? Pues toma un largo trozo de cordel. Espera a que él esté al sol, pero donde no te vea. Coge el cordel, mide su sombra y corta el cordel a la medida exacta. Recuerda, él no debe saberlo. Pon el cordel debajo de la almohada mientras duermes. ¡Albricias! El se enamorará de ti. Cinco centavos. Fuera, el Hombre Salvaje de los Bosques se movía al extremo de su cadena, gimoteando y rascándose en lugares íntimos bajo la capa de pieles de animales, suciedad y carbón de leña, mientras Florian informaba al gentío: —Como jamás ha sido descubierto nada parecido a él, los sabios son incapaces de asignar el Hombre Salvaje a una tierra natal específica. Sin embargo, examinando su peculiar dentición, es decir, comparando sus dientes con los de los mamíferos conocidos, los científicos han concluido que es mitad oso, mitad humano. A este respecto sólo se puede conjeturar que fue engendrado por un montañés demente que copuló con una osa. O bien, incluso más horrendo de imaginar, que el Hombre Salvaje es la cría de un oso que, de algún modo... —Florian dejó la frase en suspenso y las mujeres del grupo abrieron mucho los ojos, especulando—. Como es natural en un oso, al Hombre Salvaje medio oso le gusta la carne cruda. Por lo tanto, quizá algunas señoras preferirán desviar la mirada, porque es la hora de comer de esta criatura. Ninguna la desvió. Monsieur Roulette echó al idiota un trozo de fémur del asno, que Maximus ya había descarnado con anterioridad y casi abrillantado. El Hombre Salvaje lo agarró con avidez y, gimoteando de placer, empezó a pasar los dientes arriba y abajo del hueso. Los patanes murmuraron entre sí y Yount dijo a Roulette en un susurro: —Creo que esto es horrible. Usar al pobre idiota de esta manera. —Pourquoi? —contestó Roulette—. Le gusta. Es más feliz aquí, siendo admirado, que en casa con su familia, que le despreciaba. —Aun así, no me parece bien. Roulette replicó, un poco molesto: —Usted y su ami deberían perder la costumbre de criticar a la gente por hacer lo que puede, en lugar de lo que ustedes querrían que hiciera. Dentro de la tienda, Edge escuchó a Magpie Maggie Hag decir a una mujer de mediana edad, pero todavía guapa: —iQuizá quieres deshacerte del marido viejo y rico para ser una viuda alegre! Lo que debes hacer es coger un cordel y medir su sombra a la luz del sol, pero sin que él lo sepa. Enrolla el cordel y ponlo bajo su almohada mientras duerme. Pronto, mulengi.f, estará muerto. Diez centavos.
—iMierda! —exclamó Madame Solitaire, fuera de la tienda, donde examinaba los arneses de su caballo blanco. — ¿Ocurre algo, madame? —preguntó Yount, pensando que se quejaba de su propio vestuario, porque se había cambiado después de dejar la arena y este conjunto era aún más pobre que el anterior. Tenía más espacios vacíos entre las lentejuelas del corpiño y la falda de tul estaba más deshilachada en el borde. Pero no era esto lo que la preocupaba. — Acabo de advertir que el engalle de Bola de Nieve está casi partido en dos. Aquí, ¿lo ve? Y es muy aficionado a echar la cabeza hacia atrás. Si lo hace cuando lo monte a horcajadas y esté inclinada hacia adelante, que es cuando lo hará, me romperé la nariz. Ya me la he roto demasiadas veces en mi vida. — ¿Cuándo vuelve a la arena, señora? ¿No se puede arreglar antes? —No se me da mal la costura, Obie, pero no con cuero. Tendré que pedírselo a Ignatz, pero saldrá dentro de un minuto. —La corneta tocaba Espera el furgón, lo cual significaba que Florian ya conducía a los patanes hacia la tienda—. El primer número es el de ligas y guirnaldas de Clover Lee e Ignatz trabaja con ella. Yount se rascó la barba. —Si hay tiempo y usted tiene un punzón y un trozo de bramante, le podré arreglar la correa, madame. Los soldados de caballería llegamos a ser bastante buenos con la reparación de arneses. — Oh, esto es muy caballeroso por su parte, Obie. Venga por aquí. —Cogieron la correa y fueron al carromato de los accesorios—. Aquí está la caja de herramientas de Ignatz. Mientras usted trabaja, iré a ver qué clase de mercancías ha aceptado Florian y qué clase de arreglo podemos hacer Maggie y yo después del espectáculo. Se marchó, dejando la puerta abierta para que entrase más luz en el furgón. —... Y ahora, damas y caballeros —empezó Florian la presentación de la segunda parte del programa—, aquí está ella, la prima del valeroso general Fitzhugh Lee, sobrina nieta de nuestro amado general Robert E. Lee, montando su caballo Burbujas, en el cual reconocerán fácilmente al hijo de Viajero, el famoso tordo del general Lee. ¡Famosa como la amazona más joven y más dotada del mundo, mademoiselle Clover LEE! Tim y Abdullah tocaron El canal de Eerie con la corneta y el tambor y entró Clover Lee, con una sonrisa radiante, sentada de lado sobre el lomo sin silla del caballo tordo. El capitán Hotspur y Monsieur Roulette entraron a pie y se detuvieron junto al poste central. Florian se retiró a un lado, donde Edge le dijo: —¿Cómo se puede inventar frases tan rimbombantes? Esa niña es tan pariente como yo del tío Bobby y el sobrino Fitz. —Usted lo sabe, y yo también, pero ¿lo saben acaso esos patanes?
— Si saben que Viajero es un animal castrado y nunca ha engendrado prole, podrían dudar del resto de sus monsergas. — No están aquí para pedir la mano de Clover Lee, sino para verla montar. Sin embargo, si es posible que proceda de una familia conocida, estarán mejor dispuestos a aplaudirla. El caballo rodeó la pista a medio galope y Clover Lee se puso de pie en la grupa, pero sus movimientos eran menos graciosos y fluidos que los de su madre. Cuando Tim y Abdullah cantaron el coro de la melodía («Puente bajo, todos a tierra...»), el capitán Hotspur corrió hacia afuera con una liga, que era sólo una de las esponjosas cuerdas rosas que Edge había visto antes. Un extremo estaba sujeto al poste central y Hotspur sostuvo el otro por encima de su cabeza para formar una barrera en el camino de Clover Lee. El caballo pasó por debajo y la muchacha dio un salto y cayó de nuevo sobre la grupa del animal. Entonces Roulette corrió afuera con otra cuerda («Puente bajo, porque cruzamos una ciudad...»), así que la vez siguiente Clover Lee tuvo que dar dos rápidos saltos. Cuando hubo repetido el número varias veces, los hombres dejaron las ligas rosas y el capitán Hotspur esperó en el borde de la pista con una guirnalda, uno de los aros adornados con volantes fruncidos de papel rosa. Clover Lee saltó, dio una voltereta a través del aro y cayó de pie sobre el caballo, que continuaba corriendo a medio galope. De nuevo Roulette se adelantó con un segundo aro y ahora la muchacha tenía que dar otra voltereta en cuanto aterrizaba de la primera. Era una actuación bonita y el aplauso fue tumultuoso cuando saltó por fin del caballo al galope. Burbujas también fue aplaudido cuando Florian volvió a recordar a la multitud la distinguida ascendencia del animal. —Y ahora, directamente de París... donde su asombrosa agilidad ha asombrado al emperador Luis Napoleón y a la emperatriz Eugenia... el maestro de los saltimbanquis, el mejor de los juglares, el gimnasta de pista mejor dotado... iles presento a Monsieur ROULETTE! El número acrobático fue inconmensurablemente mejor que su anterior exhibición como ventrílocuo. De hecho, Edge lo encontró magnífico y creyó de verdad que pudiera despertar la admiración de emperadores y emperatrices. Mientras Tim Trimm cantaba con voz suave y tocaba con armoniosa estridencia, Monsieur Roulette realizó saltos, contorsiones y volteretas que parecían negar la existencia de huesos en su cuerpo y cualquier dependencia de la ley de la gravedad. Afrancesaba cada acrobacia con el grito de «Allez houp!» antes de iniciarla y con «Houp la!» al darle fin, y de vez en cuando explicaba incluso en francés lo que iba a realizar: «Faire le saut périlleux au milieu de l'air! Voilú!» Tras una exhibición de saltos mortales hacia adelante y hacia atrás y numerosas volteretas laterales, corrió al borde de la pista para coger la escalera corta que Edge le había visto entrar en la tienda. La colocó en
medio de la arena, sin apoyarla en ninguna parte, sólo en equilibrio sobre las dos patas, y subió por un lado y bajó por el otro a gran velocidad, sin que la escalera se moviese. Realizó en ella toda clase de posturas y balanceos, a veces de pie sobre los peldaños y otras en posición transversal a la escalera, sólo sostenido por un talón contra los peldaños y un dedo debajo de ellos, mientras la escalera oscilaba y se tambaleaba, manteniéndose, sin embargo, milagrosamente derecha. Luego trepó hasta arriba, permaneció erguido sobre los dos puntos más altos y caminó con la escalera como con un par de zancos en torno a toda la pista. Después, sin bajar, con la escalera todavía vertical, se puso cabeza abajo sobre las manos y de nuevo dio la vuelta a la arena. Durante la mayor parte de la actuación de Roulette, el auditorio guardó silencio, como temeroso de hacer un ruido que provocara una caída. No obstante, este último alarde desató un aplauso ensordecedor, vítores y silbidos. Fuera, ante el carromato de los decorados, Yount trabajaba activamente con bramante, cuero y aguja curvada cuando Clover Lee pasó de repente por su lado y, sin cerrar siquiera la puerta del furgón, empezó a desnudarse hasta quedarse en cueros. Yount estaba demasiado estupefacto para volver cortésmente la cabeza, así que se quedó mirando y por fin tartamudeó: —Muchacha, ¿qué haces? — Cambiarme para el último espectáculo... el desfile final. El sudor es peor que la polilla para agujerear la ropa. Tengo que lavarla en seguida. ¿Qué ocurre, sargento Obie? Supongo que los soldados de caballería saben qué es el sudor. —Oh, sí... claro. —Ah. Entonces, tal vez no ha visto nunca una mujer desnuda. — Bueno... no. Gratis, no, señorita. —Pues, disfrútelo. No doy nada más gratis. Eso lo reservo para cuando sea mayor, cuando conozca a un duque o un conde para dárselo, allí en Europa. —Yount la miró con fijeza, todavía más incrédulo—. Mientras tanto, puede mirar todo cuanto quiera lo poco que tengo para enseñar. —Entonces rió al darse cuenta del objeto de su atención—. Oh, está mirando esto. —Levantó la pequeña almohadilla que acababa de quitarse de las mallas sudadas—. Todos los artistas de circo la llevan, incluidos los hombres... sólo que en su caso sirve para hacer menos visible el bulto de la entrepierna. Nosotras la usamos para cubrir la pequeña raja, a fin de que no guiñe al auditorio. Se llama cachesexe. Es francés. —Tendría que haberlo sabido. Ella se colocó el cachesexe entre las piernas, se puso rápidamente prendas limpias sobre la piel y salió del carromato. Yount meneó la
cabeza, admirado, acabó de remendar la correa y fue a llevársela a Madame Solitaire. Bajo la carpa, Monsieur Roulette entró en la pista con el objeto que Edge había tomado por un trampolín infantil y que resultó ser una rampa corta e inclinada por la que Roulette subía para realizar sus saltos. Lo hizo varias veces; la tabla le prestaba una altura adicional y una parábola más larga para sus fantásticas cabriolas, volteretas y brincos hacia atrás que terminaban con un gran salto en el aire. Mientras tanto, Abdullah condujo de nuevo a Brutus a la tienda y el punto culminante de la actuación de Monsieur Roulette consistía en subir corriendo el trampolín, dar un potente salto, salir volando por los aires, dar una serie de apretadas volteretas por encima del elefante y aterrizar al otro lado de Brutus con un «Houp la!». La multitud casi levantó el techo de la carpa con sus aplausos. Después de llevarse el elefante fuera de la tienda, Abdullah volvió a ella y Florian le presentó esta vez como: —El maestro de esos otros secretos hindúes conocidos en la lengua hindú como el arte del Tyree Hannibal. Este retruécano hindú, damas y caballeros, significa hacedor de milagros. Y para demostrarles qué significa esto... faquí llega Abdullah de BENGALA! Al principio el negro parecía tener las manos vacías, pero cuando empezó a moverlas hacia arriba y hacia abajo, en una de ellas apareció de repente una cebolla. Se la pasó a la otra mano, pero la primera continuaba sosteniendo de algún modo una cebolla, que también fue lanzada al aire, pero aun así, las dos manos seguían sosteniendo una cebolla... y así sucesivamente. Más de prisa de lo que podían seguirle los ojos, Abdullah sacaba cebollas de la nada y las enviaba de una mano a otra de formas tan rápidas y variadas que sus confusas trayectorias parecían tejer una red intangible siempre repetida y cada vez más compleja. Luego, la cantidad de cebollas pareció disminuir misteriosamente, hasta que las restantes pudieron verse cambiando de mano. Al final sólo quedó una, que Abdullah siguió lanzando al aire, mientras sonreía al público. La lanzó otra vez, más arriba que antes, puso la cabeza debajo de ella cuando bajaba, la atrapó con la boca y le dio un sonoro y jugoso mordisco. Durante los aplausos, Florian dijo a Edge, y a Yount, que acababa de reunirse con ellos: —iY pensar, amigos, que ese muchacho era limpiabotas! Tim Trimm salió corriendo y alargó a Abdullah tres antorchas encendidas —palos con haces de teas encendidas en un extremo— y Abdullah hizo juegos malabares con ellas, dándoles vueltas hasta que volaban sobre su cabeza y pasándolas de mano en mano; un bello espectáculo en la penumbra de la tienda. Cuando hubo acabado con ellas, cogiendo las tres en una mano y apagándolas de un soplo, Tim volvió corriendo con
una pila de lo que Edge y Yount reconocieron como las tazas y platos con que habían cenado la noche anterior. Abdullah las hizo volar entre sus manos, casi con negligencia, y esta vez Tim permaneció a su lado. Volvía a hacer de payaso y contemplaba la actuación con la mirada ausente de un Rubén idiotizado. Empezó a hacer grandes gestos implorantes y Abdullah respondió con una seña de invitación. Entonces Tim se acercó a él y Abdullah cogió un plato de los que volaban por el aire y se lo dio. Como Tim se limitó a mirarlo con la boca abierta, Abdullah tuvo que arrebatárselo para no romper la continuidad de los objetos volantes. Tim repitió la imploración y Abdullah volvió a alargarle uno de los platos soperos y Tim lo lanzó en seguida, pero Abdullah tuvo que cruzar corriendo la pista, sin interrumpir su número, para incorporarlo a la cadena de platos volantes. Los espectadores sonrieron y después rieron a carcajadas y al poco rato ya no podían dejar de reír, mientras Abdullah y Tim corrían de un lado para otro, chocando y cayéndose, pero manteniendo de algún modo los platos en el aire. Al final Abdullah hizo una mueca de enfado y se inhibió por completo del asunto —mientras los platos soperos volaban sin orden ni concierto—, cruzando los brazos y apartándose. Tim consiguió al principio atrapar los platos a medida que caían, pero eran demasiados y no le cabían en los brazos, de modo que el último le cayó sobre la cabeza y se hizo añicos, y los espectadores rieron, golpeándose las rodillas. Tim pareció contrito, luego irritado y al final colérico. Emitió de improviso un alarido de rabia, y el auditorio dejó de reír para agacharse y esquivar el proyectil, porque Tim había lanzado al aire uno de los platos soperos, que voló, invertido, directamente hacia los bancos más alejados. Sin embargo, de manera curiosa, el plato perdió velocidad en su trayectoria, luego hizo una pausa, girando sobre las cabezas bajas... y entonces invirtió su dirección y volvió a la mano tendida de Tim. La gente se enderezó de nuevo, asombrada. —Ahora ya sabe por qué Tim adquirió aquel molde de pastel —gritó Florian a Edge entre los aplausos y las risas—. Para hacer el número de malabarista aficionado. Tim y Abdullah se marcharon, saludando, y cogieron inmediatamente corneta y bombo para anunciar con una fanfarria la vuelta a la pista del capitán Hotspur y Madame Solitaire con los dos caballos. El capitán volvía a montar de pie a Bola de Nieve y Burbujas, pero esta vez la bella mujer cabalgaba detrás de él, con una mano ligera sobre su hombro y la otra levantada para saludar al público. Hotspur llevaba su guerrera morada de uniforme, de modo que nadie podía ver si aún iba vendado, pero era evidente que tenía las dos manos útiles. Los caballos corrían de lado alrededor de la arena, mientras el hombre y la mujer adoptaban
diversas poses artísticas, a veces usando ambos los dos caballos, otras un solo caballo cada uno y otras uno solo entre los dos. El número consistía en su mayor parte en que el capitán ayudase a Madame Solitaire a adoptar una posición imposible de otro modo —como cuando se puso de pie en el sujetafustes de Bola de Nieve y se inclinó hacia atrás, y Hotspur la sostuvo con un brazo desde su posición sobre Burbujas, y ella continuó echándose hacia atrás hasta que sus manos descansaron sobre la grupa del caballo—, mientras los dos corceles no interrumpían su galope tendido. La pose más imposible y peligrosa se reservó, naturalmente, para el final. Hotspur se arrodilló sobre su caballo y la mujer trepó por su espalda y se sentó a horcajadas sobre sus hombros. El capitán se levantó con lentitud y separó un pie para cabalgar de nuevo sobre los dos caballos. Entonces Solitaire levantó con cuidado un pie y luego el otro y se enderezó sobre los hombros de Hotspur, donde, erguida y sin nada a que agarrarse, abrió los brazos como si fuesen alas, y tanto ella como el capitán se inclinaron hacia adelante sobre los caballos que galopaban en torno a la pista. Cuando los detuvieron y ella y Hotspur desmontaron ágilmente con los brazos en alto formando una V, la corneta y el bombo fueron ahogados por los aplausos. —iMadame Solitaire y el capitán Hotspur les dan las gracias, damas y caballeros! —gritó Florian cuando pudo hacerse oír—. Y ahora, antes del saludo de despedida del gran desfile final, tenemos un regalo muy especial para ustedes, además de nuestro programa habitual. Como nos han recibido tan calurosamente, !nuestro escolta de caravana, el coronel Zachary PlantagenetTudor, de los Granaderos Británicos, se ha ofrecido a entretenerlos con una exhibición improvisada de tiro de pistola! —iVaya con el hijo de puta! —exclamó Edge. Tim Trimm inició inmediatamente una animada versión de la marcha de los Granaderos Británicos. Florian hizo una seña a Edge mientras continuaba sus flagrantes mentiras: —... Es un hecho poco conocido, pero nuestros valientes simpatizantes británicos prestaron a algunos de sus tiradores más expertos a nuestro gallardo ejército Confederado durante la reciente lucha contra los invasores yanquis... —Coronel Tooter —dijo Yount, muy divertido—, será mejor que salga de ahí antes de que se le acaben las patrañas. —Deja que ese presuntuoso siga disparatando. Maldita sea, no pienso salir ahí a hacer el ridículo. —Más ridículo será que eches a correr. —iMaldita sea! —Edge miró a su alrededor, exasperado, y vio que todos los espectadores le miraban, llenos de expectación. Florian continuaba haciéndole señas y dando explicaciones.
—Sin embargo, como nuestro espectáculo ya ha durado más de la cuenta, el coronel Zachary hará sólo una demostración de su puntería. Voy a pedirle que dispare una vez... y apague una llama que yo sostendré personalmente. Tan grande es la confianza que tengo en la buena vista del coronel y en su consumada habilidad. Se sacó una cerilla del chaleco, se agachó para coger una tea apagada de las antorchas de Abdullah, la encendió y la sostuvo con el brazo extendido. —Dios mío —murmuró Edge—, no sólo está loco, sino que es un suicida. Rápido, Obie, ¿tienes a mano una rosca? —Pues, sí. —Yount sacó una formidable navaja y sacó de ella un pequeño sacacorchos. Florian continuó: —Para vencer la muy británica reticencia del coronel, animémosle con un gran aplauso! —Y el público, obediente, empezó a dar palmadas. —iAl infierno con todos ellos! —gruñó Edge y dio su pistola a Yount—. De prisa, Obie, saca la bala. —Y salió a la pista. —iEl coronel PlantagenetTudor! —gritó Florian, agitando su pequeña llama—. ¡Ahora no viste su británico uniforme rojo, sino el gris bueno y honesto de nuestro ejército Confederado! —El aplauso se intensificó—. Salude, coronel Zachary. Edge obedeció, rígido, dirigiendo a Florian una mirada sombría e iracunda. Entonces fue a grandes zancadas hacia el borde de la pista, donde Yount le tendió el gran revólver con una inclinación de cabeza. Edge echó una ojeada a la parte anterior del cilindro de la pistola y le dio un leve giro mientras volvía a la arena. La muchedumbre enmudeció y sólo se oyó claramente el clic triple del percutor. Edge permaneció con el arma bajada hasta que Florian levantó la minúscula llama, a tres metros de distancia. Edge se movió hacia un lado hasta que tuvo a Florian entre él y la puerta trasera de la tienda, sin nadie a su alrededor. Entonces levantó el arma y, como si no apuntara en absoluto, apretó el gatillo. Incluso en el considerable espacio de la gran carpa, el disparo retumbó y varias personas se sobresaltaron. Florian, en cambio, no se movió, y la llama del extremo de la tea se apagó al instante. El público aplaudió con entusiasmo, pero Edge no alzó los brazos en forma de V ni se quedó para ser admirado, sino que se limitó a dar media vuelta y volver a su lugar anterior junto a la puerta principal. Como si el disparo hubiera sido una señal, la compañía circense y los animales salieron a desfilar de nuevo. Florian se quedó en el centro de la pista, dando vueltas en la misma dirección del desfile, como si lo condujera con su mano extendida, que sostenía el sombrero de copa. — La mayoría se ha cambiado de ropa, sólo para este desfile —comentó Edge.
—El sudor les estropea los trajes —dijo Yount con autoridad, pero en seguida explicó—: Me lo ha contado esa muchacha, Clover Lee. Diablos, se ha cambiado delante de mí; estas mujeres de circo tienen tanto pudor como las squaws indias. ¿Sabes que más me ha dicho esa niña? Que reserva lo que tiene entre las piernas para cuando conozca a un conde o un duque en Europa. —Espero que haya suficientes —dijo Edge—, porque su madre tiene la misma idea. Y no me sorprendería que la vieja gitana también la tuviera. — Quiero decir —observó Yount— que cuando yo tenía la edad de esa niña, no sabía que tuviera nada entre las piernas, excepto un grifo para mear. —Hizo una pausa y reflexionó—: iEh! Quizá yo también tendría que reservar lo mío para alguna condesa o... Zack, ¿existen las ducas? —Duquesas. Y creo que sólo son condesas y duquesas si se casan con condes y duques. Sarah y Clover Lee pueden tener esperanzas de conquistar un título, pero tú no. Obie, ¿piensas en serio unirte a esta pandilla? —Bueno, no digo que no. Diablos, nunca veré nada parecido a una condesa en Tennessee. La compañía ya había dado dos o tres vueltas a la arena. Ahora Tim cambió el tono de su corneta para tocar la balada más popular del día y Madame Solitaire y mademoiselle Clover Lee cantaron dulcemente mientras cabalgaban: Nos amamos entonces, Lorena, más de lo que osamos contar... La letra de Lorena era muy triste, pero la melodía era tan bella y melancólica como la de Auld Lang Syne y los espectadores la silbaron o cantaron mientras bajaban de los bancos y se dirigían a la puerta principal: Poco importa ahora, Lorena, el pasado está en el pasado eterno... Como Edge y Yount eran al parecer las únicas personas del circo que se encontraban allí, algunos se detuvieron para agradecerles la diversión. —Supongo —dijo un anciano caballero— que no deberíamos celebrar el modo como ha terminado esta guerra, pero es un consuelo que haya tocado a su fin. Y ustedes, amigos, al llegar aquí ahora, nos han hecho sentir mucho mejor sobre las cosas en general.
—Sí —comentó una señora entrada en años—, no hay como un circo o una buena y estimulante reunión religiosa al aire libre para levantarle a uno el ánimo. — Y éste es el primer circo que ha venido desde que empezó la guerra —dijo la señora anciana que la acompañaba. — Maud y yo guardábamos el tarro de melocotón en almíbar para cenar cuando nuestro chico volviera a casa —dijo un hombre de mediana edad que iba con su esposa, también de mediana edad—, pero la semana pasada nos enteramos de que no volverá. Nos alegramos de haber cambiado los melocotones por este espectáculo. Maud y yo nos hemos imaginado que Melvin estaba con nosotros, así que hemos gozado viéndolo. Dios los bendiga, amigos. 6 —iNuestras ganancias, nuestros beneficios, nuestro botín! —exclamó Florian en el umbral del furgón de la carpa, donde lo habían amontonado todo. Empezó a enumerar en voz alta las adquisiciones para que le oyeran sus colegas, reunidos en torno al fuego de la cena. En cualquier otro tiempo o lugar, las ganancias habrían constituido un tesoro pobre y patético. —Primero las cosas de comer. Bueno, hay huevos, salchichas y setas, parte de los cuales están guisando en este momento las señoras Maggie y Solitaire. Salchichas hechas en casa, dijo la dama que las trajo, y yo fui galante y me abstuve de preguntar de qué se componían. También hemos adquirido las cebollas con que habéis visto hacer juegos malabares a Abdullah, y gran cantidad de otros tubérculos, patatas, zanahorias, nabos y chirivías, y algunas nueces negras. Dos sacos grandes de harina de maíz y una lata de manteca de cerdo. Cuatro panales de miel. Por lo menos veinte tarros de productos en conserva; hum, veamos, tomates, habichuelas, melocotones, calabaza, ciruelas, corteza de sandía encurtida. Un saco bastante grande de judías pintas secas, otro de frijoles de carete y otro de cacahuetes con cáscara. De los niños, tres pesadas ristras de siluros y barbos. Señoras, creo que no deberíamos tardar mucho en guisar estos últimos. —Hemos comido pescado para desayunar —respondió Sarah—. Ahora comeremos huevos y salchichas con setas, tortas de maíz y miel con las tortas. Y café. Bueno, café de cacahuete, pero es el primero que tomaremos en muchísimo tiempo. —Si alguien prefiere otra bebida —dijo Florian, continuando la lista—, tenemos cerveza de abeto, cerveza de placaminero y vino de uva americana, ninguno de ellos mancillado por el demonio del alcohol. Sin embargo, para los que no son abstemios, aquí hay dos jarras de barro
llenas, según me han dicho, de la mejor marca lynchburguesa de rayo blanco. Todos los hombres, excepto el idiota, alargaron inmediatamente sus tazas de hojalata o de loza a Florian, que les sirvió medidas liberales de whisky, incluyendo una para sí mismo. Entonces continuó: —Veamos ahora el botín no comestible o potable. Tenemos una provisión casi vitalicia del principal producto de Lynchburg, tabaco desmenuzado, comprimido e incluso en hojas, por si alguien quiere liarse cigarros. Toma, Abdullah, coge una tableta y obsequia con ella ahora mismo a Brutus. También hemos adquirido diversas piezas de vajilla, incluyendo esos platos para hacer malabarismo. Algunos clavos, tornillos y pinzas de ropa. Un espejo pequeño, algunas velas, una lata de queroseno y bastantes mechas. Un par de mantas de caballería no demasiado raídas, una caja de herraduras de diversos tamaños y tres o cuatro morrales, por si alguna vez tenemos un poco de grano que dar a los pobres animales. Varias mujeres han contribuido con trozos de cinta, trencilla y flores de papel. Madame Hag, dejo a su criterio el empleo decorativo que podamos darles. También tenemos diversas prendas de uniformes militares que podemos teñir, e incluso algunos botes de caparrosa verde y sasafrás y tintes de zumaque. —Hizo una pausa para refrescarse con un sorbo del whisky de maíz—. Casi es más divertido hacer estos negocios que el modo ortodoxo de aceptar dinero. Nunca se sabe qué va uno a recibir. Esto, por ejemplo. Levantó un banjo de seis cuerdas, en buen estado, aunque sólo tenía la cantarela y dos de las cuerdas largas. —Si podemos procurarnos tres cuerdas más, uno de nosotros tendrá que aprender a tocarlo. Pero también hay un instrumento musical para mí. —Se puso entre los labios un silbato de hojalata y produjo un silbido estridente—. He carecido de él durante demasiado tiempo, y un director ecuestre sin silbato es como un director de orquesta sin batuta. Se lo guardó con cuidado en el bolsillo del chaleco y prosiguió con el catálogo. —Aquí tenemos una buena biblioteca ambulante. Seis o siete ejemplares de la revista The Camp Jester y tres novelas Beadle de diez centavos. Veamos... Nick de los bosques, La esposa india del cazador blanco y Los saqueadores... iJa, éstos somos nosotros! De los chicos he aceptado un montón de esas «bolsas prácticas» que sus escuelas dominicales debían enviar a las tropas. Creo que podemos desechar los opúsculos contra la bebida y las palabrotas, etcétera, pero guardar los objetos útiles como alfileres, agujas e hilo. —Volvió a beber un sorbo de whisky—. Y ahora, lo último pero no por ello menos importante, el dinero en efectivo que hemos cobrado. Me complace anunciar el magnífico total de cuatro dólares, ochenta y siete centavos y medio en buena plata y cobre
federal, y ochocientos dólares en billetes confederados. ¡Esto es lo que llamo unas buenas ganancias! Toda la compañía circense aplaudió con la misma exuberancia con que lo había hecho el público de pago, pero Edge objetó: —Supongo que soy tan confederado como el que más, señor Florian, pero, francamente, no entiendo por qué sigue aceptando ese papel mojado. — Puedo equivocarme —contestó Florian—, pero sospecho que encontraremos por el camino algunos rebeldes empedernidos que se negarán a aceptar dinero yanqui por lo que nosotros queramos comprarles. —Si usted lo dice —replicó Edge, y guardó silencio. — Maggie —preguntó Florian—, ¿cuánto dinero has sacado de la plebe durante el intermedio? Ella levantó la vista de la cazuela y contestó: — Siete dólares. Esto enfrió bastante el entusiasmo de Florian. — Cómo, Mag, solías obtener más... vaya, yo esperaba... Diablos, Mag, esto equivale a sólo siete centavos en dinero... — No en billetes. —Le miró con una sonrisa desdentada, pero muy satisfecha—. En dinero auténtico. —iQué! —Ahora Florian estaba aturdido y también todos los demás—. ¡Pero si esto es casi tanto como lo que hemos cobrado en el furgón rojo, entre federal y secesionista! Magpie Maggie Hag dejó sus utensilios de cocina para rebuscar entre sus faldas y prendas interiores, extrajo una bolsa de tela que tintineaba alegremente y la alargó a Florian. Jules Rouleau preguntó: —¿Cómo diablos lo has conseguido, Mag? —Las mujeres —respondió ella, escupiendo con desprecio—. Tanto en la guerra, como en la miseria, como en el Día del Juicio, todas las mujeres son urracas. Rascan penique tras penique y los esconden en su nido. Cualquier mujer sabe sisar como una gitana. Quizá no gastará en comida ni en calzado para la familia ni en fruslerías para ella misma, pero lo dará todo para que le interpreten los sueños o le lean la palma de la mano, si cree que puede tratarse de un asunto de amor. Un hombre, si no tiene ninguno, o uno nuevo, si ya tiene. !Mujeres! Y ahora venid todos. La cena está lista. Una buena cena. Lo era, en efecto, y muy oportuna, por no decir una necesidad desde hacía tiempo, y la hoguera calentaba el lugar de reunión en un crepúsculo que ya empezaba a ser fresco. Sólo el Hombre Salvaje engulló su ración con malos modales y se alejó en seguida. Los otros animaron la cena con una amable charla en las diferentes jergas de sus artes correspondientes.
Hannibal Tyree preguntó a Tim Trimm: —¿Sería más fácil para ti que te lanzase una lluvia en vez de una cascada cuando sales tocando la corneta? —No importa, pero la próxima vez, después de lanzar el plato a los campesinos, tendríamos que hacerlos reír para relajarlos. Puedes meterme de un puntapié en la tina y hacerme rodar luego por la arena. Clover Lee dijo a Ignatz Roozeboom: —Creo que en vez de desmontar de un salto al final, tendría que dar una voltereta y saltar al suelo hacia atrás. Pero si entonces te paras, te tambalearás y parecerás insegura. Será mejor que completes el último salto con otra voltereta. Edge se inclinó para decirle: — Recuerdo, mademoiselle, que llamó «carne» a sus mallas. Pero ¿no da a la otra prenda un nombre extranjero? —Leotardo. No sé por qué se llama así. —Deberías avergonzarte, Edith Coverley —terció Florian—. El hombre que la diseñó y le dio su nombre es el mayor trapecista viviente, Jules Léotard. —Tengo entendido que en Francia han llamado muchas cosas en su honor —dijo Rouleau—: rissole á la Léotard, páté Léotard... como nosotros tenemos aquí el gorro y la polka de Jenny Lind. — i Qué bonito! —exclamó Clover Lee—. Quizá, cuando sea famosa en Francia, pondrán mi nombre a algo. Edge se volvió hacia Magpie Maggie Hag, que freía otra tanda de salchichas, y dijo: — Señora, espero que Lynchburg esté bien provisto de cordel. ¿Dice a todas las mujeres que éste es el modo de conseguir a un hombre... o deshacerse de él? — ¿Por qué no, muchacho? ¿Ha intentado alguna vez medir con cordel la sombra de un hombre sin que él lo sepa? Se tarda mucho en hacerlo, quizá lo suficiente para que un hombre se enamore de alguien. Del mismo modo, el hombre ha de morir alguna vez. Si le da tiempo, el cordel siempre funciona. — Eh, soldado de caballería —interpeló Tim Trimm—, usted hace preguntas, y yo también quiero hacerle una. ¿Cómo es que no lleva barba? Su sargento la lleva y también casi todos los soldados que conozco. ¿Cree que su cara es demasiado bella para taparla? Edge replicó, sin inmutarse: —¿Es por eso que usted no se la deja crecer? —Mierda, no. Los hombres del circo no llevan barba porque se les puede enganchar en los arneses o algo así. Es peligroso. Uno de estos días, el viejo Ignatz perderá su bigote de morsa entre los colmillos del viejo león. Y estará en un apuro, ¿verdad, holandés? Roozeboom se limitó a arquear el mostacho. Edge le dijo:
—Espero que, si está en un apuro, la compañía no crea que se trata de un truco, como el de la sangre falsa. —A esto se llama sazonar el número —explicó Tim—, darle emoción, un poco de sal y pimienta. Roozeboom rió entre dientes. —Cuando era joven, lo primero que aprendí de mi viejo Baas fue esto: el truco no está en mear, sino en hacerlo con espuma. Edge también se rió y entonces se volvió hacia Tim: —Yo me afeito la cara para que las pulgas y los piojos tengan un sitio menos donde descansar. —Y añadió, recordando—: Durante toda la guerra nos persiguieron esos artistas de Daguerre con sus cámaras y sus cabinas fotográficas. Cada vez que veía una de sus fotografías, de un grupo de generales barbudos en un consejo de guerra o lo que fuese, me preguntaba por qué diablos los generales permanecían quietos para que esos hombres les hicieran la foto. Sabía muy bien que debían de estar frenéticos por rascarse. —Hay que admitir una cosa, soldado —concedió Tim de mala gana—. Ha hecho un magnífico disparo ahí dentro. ¿Lo consigue todas las veces? —No lo sé —gruñó Edge—. No he tenido mucha experiencia en disparar a palillos. Cuando él y Yount hubieron terminado de comer, imitaron a los otros en el modo de tratar los utensilios usados. La tina de madera —que en un solo día había servido de bañera para personas, lavadero para ropa sucia, asiento y accesorio para la actuación del elefante— estaba de nuevo boca arriba y llena de agua del río, y la gente del circo enjuagaba en ella sus platos y tazas antes de dárselos a Magpie Maggie Hag, quien los limpiaba más a fondo con arena. Entonces Edge y Yount llenaron sus pipas y pasearon, fumando con gran fruición. Yount se detuvo junto a Hannibal, que aún comía, y le preguntó, muy serio: —Muchacho, ¿de verdad hablas hindú a ese elefante tuyo? Hannibal rió y dijo: —Por Dio, no, zeñó. Con la vieja Peggy sólo hablo el lenguaje de lo' elefante'. Mas Florian dise a la gente que e' hindú y ello' lo creen. Son inorante'. —Oh —contestó Yount—. Entonces supongo que yo también lo soy. —Entonces todos lo somos —terció Florian, que los había oído—. Diablos, ni siquiera sé si existe una lengua hindú. —Me sorprende —observó Edge—. En el poco tiempo que nos conocemos, le hemos oído hablar por lo menos otras tres lenguas. ¿Cuántas sabe? Florian reflexionó y luego dijo: —Con fluidez, francés, alemán e inglés coloquial americano. Lo bastante para salir del paso: holandés, danés, italiano, húngaro y ruso. ¿Cuántas
son? Ocho. Nueve, si cuenta el latín que aprendí en el lycée. Diez, si cuenta el circo. — iDios Todopoderoso! —exclamó Yount—. ¿Por qué no tira al resto de esta pandilla y sólo cobra a la gente para que le admire a usted? — ¿Cómo lo hizo para aprender tantas? —preguntó Edge. — En parte por mi lugar de nacimiento. Soy de Alsacia, que está en el centro de Europa. ¿Lo sabía? — Sé más o menos dónde está. —Al oeste de Alsacia está la Lorena francesa. Al este, el ducado de Baden, que es un país de habla alemana. Compiten continuamente por la posesión de Alsacia, de modo que los alsacianos crecemos hablando francés y alemán, por si acaso. Mientras tanto, el resto del mundo no sabe nunca a quién pertenece Alsacia. Por ejemplo, ustedes los extranjeros prefieren llamar pastor alemán a nuestro perro pastor alsaciano, y perro de lanas francés a nuestro perro de aguas alsaciano. En cualquier caso, saber francés me ayudó a aprender el italiano y saber alemán me facilitó el holandés. En cuanto a las otras lenguas, una vez estuve casado con una mujer danesa y en otra ocasión con una húngara, y otra, con una rusa. Si existe un modo mejor de aprender una lengua que compartiendo la almohada, es insultándose mutuamente. — Vaya, es increíble —murmuró Yount. —Eso mismo me han dicho muchas veces. Hablando de Europa, ¿le ha gustado interpretar a un granadero británico, Zachary? — Bueno, había decidido no mencionarlo, por temor a echar maldiciones, pero ya que usted toca el tema... Para empezar, los granaderos no disparan pistolas. Lanzan granadas. — ¿De verdad? Sí, claro. Soy un «inorante». La palabra designa a un cuerpo de élite, así que mi intención era halagarle. — Le agradeceré más que no lo repita. Esta vez, como no me ha avisado con anticipación si quería o no suicidarse, no estaba seguro de querer obedecerle. —Vamos, vamos. Tenía toda la confianza en su puntería. ¿Me sugiere que he corrido algún peligro? — No sólo alguno. Es mucho más fácil matar a un hombre de un disparo que no matarle deliberadamente. Aunque fuese el mejor pistolero del mundo, mi primer disparo podría ser una bala mal fundida o mal colocada que se desviara en su trayectoria. Pues bien, fallar no importaría tanto si disparase para matar a un hombre; aún me quedan cinco para agujerearle. Pero si apunto deliberadamente a la izquierda, donde usted sostenía la tea, y la bala defectuosa se desvía hacia la derecha... — Dios mío —murmuró Florian, mirando la funda de la pistola de Edge con más respeto y cierto recelo—. Pero, je, je, no ocurrió así. Y usted apuntó bien. Tiró a la llama.
—No había necesidad. Cualquier ráfaga de viento podía apagarla y eso es lo que yo disparé: un soplo de aire. Obie sacó la bala mientras usted presentaba al coronel Calzones Elegantes. —Pero... pero hay tiradores profesionales. Si no se puede confiar en una arma... — Oh, en ésta se puede confiar. Es una Remington mil ochocientos cincuenta y ocho, calibre cuarenta y cuatro, con percusión de seis disparos. No hay otra mejor en armas pequeñas. Hablaba de las balas. Si fuera un pistolero de circo, revisaría muy bien los proyectiles. Es decir, si me avisaran por anticipado que debía salir a disparar a la pista. — Sí, sí. Ya comprendo. He sido un necio... impetuoso. —Y para quitarse de encima la mirada sarcástica de Edge, Florian volvió a señalar la pistola y preguntó—: ¿De reglamento? —Sí, para los yanquis —contestó Yount con un gruñido—. Lo único que nos dieron a nosotros fue permiso para apoderarnos de todo cuanto pudiéramos. —Y lo hicieron. —Más de una vez —dijo secamente Edge—. La primera pistola que le quité a un yanqui fue un Colt del cuarenta y cuatro. Pero no tiene tensor sobre el cilindro y al cabo de un rato empieza a notarse suelta e insegura. Por eso la vez siguiente busqué a un yanqui que tuviera una de éstas. —Yo diría que cualquier cuarenta y cuatro sería suficiente para detener en seco a un hombre. Me fijé, sin embargo, que la carabina de su silla tiene el alma de un cañón pequeño. —Calibre cincuenta y ocho. Esa es para detener en seco a un caballo al galope. —Ah, claro. ¿Otra donación de los yanquis? — No, ésa es confederada pura. Fabricada por los hermanos Cook en Nueva Orleans. Muy bien hecha. Hablar de las herramientas de su oficio parecía haber suavizado el humor de Edge, así que Florian se atrevió a decir: —Me doy cuenta de que le he jugado una mala pasada, Zachary, pero su actuación improvisada ha gustado mucho al público. Y usted la ha realizado con un admirable savoir faire. ¿De verdad está resentido conmigo? Edge torció el gesto, echó una mirada a la gran carpa y al final contestó: —Qué diablos, supongo que no ha sido demasiado mortificante. Muy bien! —exclamó Florian con un hondo suspiro de alivio, pero no prolongó el tema—. Dígame, ¿cuál es la ciudad más próxima? —No hay ninguna —dijo Yount—. Ninguna de este tamaño en este extremo de Virginia. Lynchburg es la tercera en importancia de todo el estado, y las otras dos están mucho más al este, en la región de Tuckyhoe.
—Si quiere seguir el camino más corto hacia el norte, por este lado de las montañas —indicó Edge—, Charlottesville es la localidad más cercana de cierto tamaño. 0 puede ir al norte por los valles y entonces la ciudad más próxima es Lexington, que es adonde nos dirigimos Obie y yo. Pero está a unos ochenta kilómetros de aquí y en dirección oeste, al otro lado del Blue Ridge. — Dos días de camino y a través de las montañas —murmuró Florian—. Si vamos adonde ustedes van, ¿seguirían prestándonos sus caballos y su compañía por el camino? Edge y Young intercambiaron una mirada y contestaron que no tenían nada en contra. —Entonces, es preferible a la ruta más fácil, si contamos con la ayuda de sus animales —decidió Florian—. Iremos con ustedes a Lexington. —Pensábamos salir mañana —apuntó Edge. —Bien, mañana. Empezaremos a desmontarlo todo ahora mismo. — ¿No ofrecen otro espectáculo por la noche? —preguntó Yount—. Creo que otros circos lo hacen. — En ciudades grandes, y cuando tenemos luces suficientes, nosotros también lo hacemos, Obie. Pero nunca en tierra de granjeros. La gente ha de levantarse al cantar el gallo, de modo que se acuestan muy temprano. Y esta ciudad puede ser un poco grande, pero sigue siendo tierra de granjeros. Y sospecho que ya le hemos ordeñado toda la leche. — Debo advertirle —dijo Edge— que Lexington es sólo una pequeña ciudad universitaria, y fue saqueada por los yanquis del general Hunter hace menos de un año. Yo diría que habrá poco botín para usted. — Una ciudad universitaria. Supongo que es donde piensa establecerse como profesor. Donde está su academia militar. — Estaba. El IMV y también la Facultad Washington. David Hunter los saqueó y los quemó. El resto de la ciudad sólo existe para vender baratijas a los profesores, cadetes y estudiantes, de los cuales es probable que no haya ninguno, por lo que el lugar puede estar desierto. Quizá cometo una tontería dirigiéndome allí, pero yo no soy responsable de un montón de gente que dependa de mí. En cambio, usted lo es. —Oh, bueno. Hay que tener un destino, por ilusorio que sea o... ¿Qué es eso? Habían sido interrumpidos por un rasgueo torpe y monótono. Al principio fue un desorganizado sonido de cuerdas, pero luego fue adquiriendo cierta cadencia musical. — Miren hacia allí —dijo Yount—. Es el idiota. Ha encontrado aquel banjo inservible que le han dado a usted hoy. —No sólo lo ha encontrado —observó Florian—, sino que está tocándolo. Como si supiera hacerlo. Fueron hacia el lugar donde se había sentado el Hombre Salvaje, con la espalda apoyada en la rueda de un carromato. Sin dejar de tocar,
levantó la vista y les dirigió una sonrisa torcida, sacando la lengua entre los labios. —Escuchen —dijo Florian—. iSabrán qué está tocando, maldita sea! —Sí... Lorena —contestó Yount—. Y no muy mal, faltando la mitad de las cuerdas. Por suerte aún queda la del pulgar. Florian se arrodilló y detuvo las manos del Hombre Salvaje, le dio ánimos con una inclinación de cabeza y le silbó los primeros compases de Dixie Land. El idiota escuchó, sonrió con los labios aún más sueltos y empezó a rasguear las notas idénticas. —Oh, diablos —dijo Yount—. Cualquier negro conoce Lorena y Dixie. Florian volvió a detener las manos del muchacho y silbó algo que ni Edge ni Yount conocían. El Hombre Salvaje volvió a escuchar y toco inmediatamente la misma melodía. Florian se enderezó, con una mirada de asombro y triunfo a la vez. —No muchos negros conocen ésta: Partant pour la Syrie. !Qué? — preguntó Yount. —El himno francés. Bueno... he oído hablar de esto, caballeros, pero es la primera vez que lo veo. Un idiot savant. —¿Y qué significa eso? —Lo que están viendo. Y escuchando. —El Hombre Salvaje tocaba aquel trozo de himno una y otra vez—. Un idiota totalmente falto de intelecto y facultades, excepto en un terreno en el cual descuella, inexplicablemente, sin que nunca le hayan enseñado y sin que tenga la menor idea de lo que hace. A veces son las matemáticas... un idiot savant puede hacer sumas y cálculos que confundirían a muchos contables profesionales. En este caso, es la música. —Florian se levantó el sombrero para rascarse la cabeza—. Por todos los diablos, pensaba que engañaba a la gente con él y ahora apostaría cualquier cosa a que los científicos querrían estudiarle. Podríamos pedir un precio muy sustancioso... —Bueeno —dijo Yount, pensativo—. No estoy seguro de los científicos, pero hay facultades y profesores en Lexington... Florian se puso en pie de un salto e hizo crujir los dedos. —iUsted lo ha dicho, Obie! ¡Claro! Ahora tenemos un destino y una razón para dirigirnos a él. Zachary, haremos la primera oferta del salvaje a su IMV. —iDios mío! Vuelvo a mi antigua alma mater con un salvaje en venta. Señor Florian, está decidido a mortificarme, ¿verdad? Pero Florian no le oyó; se alejaba a grandes zancadas produciendo silbidos ensordecedores con su nuevo silbato y gritando nombres: —iHotspur! iAbdullah! iRoulette! Vamos, empezad el desmantelamiento. Partiremos a primera hora de la mañana. —Supongo que les echaré una mano —dijo Yount—. ¿Y tú, Zack? —iOh, diablos! Supongo que también.
El desmantelamiento fue casi igual que el montaje, sólo que por orden inverso y mucho más rápido, a pesar de la penumbra casi total de la noche. Magpie Maggie Hag, Sarah y Clover Lee cogieron linternas de los carromatos, las encendieron y dirigieron su luz mientras los hombres emprendían la tarea. Comenzaron por desmontar los asientos. Desmantelar las tablas fue mucho más rápido que colocarlas en su sitio, como también arrancar las estacas y espigas y los largueros que sostenían. Edge encontró más interesante esta operación que el trabajo de la mañana, simplemente porque todas las personas y cosas parecían ahora más grandes e impresionantes a la difusa luz de las linternas que bajo el resplandor del sol. Las linternas, sostenidas por las mujeres, proyectaban las sombras de los hombres y el equipo contra las paredes laterales y el alto techo de lona, haciéndolas gigantescas, negras y casi misteriosas en sus movimientos rápidos y experimentados. Cuando el último trozo de madera fue acarreado y guardado en el furgón de la carpa, todos los hombres y mujeres salieron de la tienda para trabajar desde fuera. La luna aún no había salido, pero la luz de las linternas prestaba a las cosas un aspecto más fantasmal que el de la luna. La ligera frialdad de la noche hizo aparecer una niebla a ras de suelo, de modo que las linternas no proyectaban rayos, sino un resplandor difuso, velado e irreal, animado por el aleteo de polillas que seguían a las linternas y centelleaban como chispas, añadiendo sus minúsculas sombras a las más grandes proyectadas por los haces de luz. Cada persona tenía una sombra enormemente larga y borrosa, bien en el techo de la tienda o en el solar, desde sus pies hasta una gran distancia, donde era absorbida por la noche, y cuando la persona caminaba, las largas sombras de sus piernas se abrían como tijeras inmensas, negras e intangibles que intentaran cortar las malas hierbas iluminadas del terreno. Tim volvió a trepar por uno de los postes laterales y luego por la ondeante pendiente de la gran carpa, a lo largo de una costura, para deshacer las cuerdas con que había asegurado el aro de soporte en el extremo del poste central. Y bajó deslizándose una y otra vez, hasta que le recogían los brazos de Roozeboom. Entretanto, Hannibal había puesto al elefante el collar de cuero y le hacía dar vueltas al perímetro de estacas de las cuerdas laterales del pabellón, seguido por Clover Lee, que llevaba una linterna. Se detenían ante cada estaca, Hannibal la rodeaba con la cuerda sujeta por un extremo al collar de Peggy, el elefante se limitaba a inclinarse hacia atrás y la estaca —que tres hombres forzudos habían clavado al suelo a una profundidad de casi un metro— salía como si sólo hubiera estado flotando en agua; entonces seguían hasta la estaca siguiente.
Florian cogió una de ellas y observó críticamente el extremo puntiagudo, su longitud, del grosor de un brazo, y el extremo superior, aplanado por el martillo. —Supongo que aún servirán durante algún tiempo —dijo, como para sus adentros. Sin embargo, Yount trabajaba cerca de allí y le dirigió una mirada inquisitiva. Florian explicó: —Solemos cortar estacas nuevas todos los años, durante el invierno, y las cortamos de un metro y medio de longitud. Al cabo de una temporada de montar y desmantelar, se convierten en palitos inservibles. En Wilmington no se podían conseguir estacas nuevas, pero no importaba, porque no nos movíamos. Ahora, ya lo ve, el uso las ha reducido en unos treinta centímetros. Tengo que preocuparme de buscar una buena provisión de madera para hacer unas nuevas. Yount asintió solemnemente y volvió a su trabajo, que consistía en ayudar a Roozeboom y Rouleau a desatar y descolgar las paredes laterales de lona, enrollarlas y guardarlas en el furgón de la carpa. Sin embargo, todo el trabajo se detuvo cuando Florian volvió a soplar su nuevo y estridente silbato. Por todo el solar, hombres y mujeres abandonaron sus ocupaciones respectivas para mirarlo, perplejos. —Muchachos y señoras —gritó Florian—, todos trabajáis con parsimonia, como si éste fuera el fin de la temporada. Pero hoy hemos tenido un lleno de paja y mañana volvemos al camino en busca de nuevos horizontes. ¿Por qué no escuchamos una canción alegre y animosa? Sopló de nuevo el silbato y agitó los brazos como un director de coro. Todos los miembros de la compañía rieron y, al volver a su trabajo, empezaron a cantar: iArr, arr, arr! iSac, tom, romp, vam, rap, adel! — Si esto es una arenga laboral —dijo Edge a Florian—, nunca la había oído. — La oirá cantar a los hombres de las cuerdas, o una versión de ella, cada vez que un circo se monta o se desmonta. Un circo próspero, quiero decir. Esta pobre gente no ha tenido mucho esprit de corps durante largo tiempo. Pero quizá hoy marque el inicio de tiempos mejores... y una moral más alta. Quizá de ahora en adelante la cantarán sin que se lo pida. Por lo menos en aquel momento repetían el estribillo una y otra vez, al unísono, y parecían hacerlo con alegría. Edge escuchó con atención, pero al final dijo: —Me rindo. ¿Qué significa la letra? Florian cantó con ellos, pero articulando con claridad:
/Arriba, arriba, arriba! /Sacudid, tomad, romped, vamos, rápido, adelante! Edge lo repitió y, cantando, volvió a su ocupación, que era ayudar a Tim Trimm a desatar las cuerdas de las estacas arrancadas, desenrollarlas de los clavos superiores de los postes laterales y, por ultimo, enrollarlas todas. Mientras iban de un extremo de cuerda a otro, Tim aprovechaba para dar un puntapié a los postes laterales, de modo que cayeran hacia afuera de debajo de los aleros de la tienda, pero dejaba en pie un poste de cada seis. De este modo, cuando los trabajadores y el elefante hubieron dado una vuelta al pabellón, de la gran carpa sólo quedaba el poste central y el techo, aguantado por los postes laterales restantes, un techo que ya no era cónico, sino que caía en arrugados pliegues desde el elevado vértice. Hannibal entró en el oscuro interior y salió con un solo extremo de cuerda, que sostuvo mientras miraba fijamente a Florian. —i Que se aparte todo el mundo! —gritó Florian. Entonces se llevó el silbato a la boca y sopló una vez más. Hannibal tiró de la cuerda, que por lo visto aflojó un nudo crucial entre las numerosas cuerdas y poleas del poste central, porque el aro de soporte resbaló por el poste con un chirrido y la vasta extensión de lona lo siguió hasta el suelo. Todos los que estaban a su alrededor notaron una ráfaga de aire que salió por debajo mezclado con polvo, grava, briznas de hierba, paja, papeles y otros desechos dejados por el público. La inmensa lona continuó hinchándose y ondeando antes de inmovilizarse y los bordes flamearon ligeramente contra el suelo mientras salía el aire atrapado en el interior. Edge y Yount siguieron a los otros hombres cuando entraron corriendo bajo la lona —cuidando de pisar sólo los bordes superpuestos de los diferentes segmentos— para vaciar a pisotones las últimas bolsas de aire. Cantando todavía el estribillo de su canción, soltaron rápidamente las cuerdas del aro de soporte, donde convergían las puntas de todos los segmentos de lona, y luego abrieron las costuras hasta el borde de los aleros. No se entretuvieron en sacar una por una las cuerdas de los ojales, como las habían metido tan minuciosamente la víspera, sino que se limitaron a dar un único tirón que hizo pasar la cuerda por toda una serie de ojales. —Pero no tire demasiado fuerte —advirtió Rouleau a Edge—. En tiempo seco, la fricción podría prender fuego a la cuerda. 0 a la lona entera. Cuando estuvieron separados todos los segmentos, los hombres los enrollaron juntos y ataron con las cuerdas que acababan de recuperar. Sólo quedaba el poste central, en precario equilibrio ahora, sostenido solamente por la alcayata en la base del chanclo. Hannibal volvió a llevar a Peggy, ató su collar a una cuerda, los hombres agarraron otra y
—obedeciendo al silbato de Florian y a su grito de «iAbajo!»— tiraron («iArr!») para que el alto poste se ladeara. En el otro lado, Peggy lo aguantó («iArr!») y se movió para dejarlo caer al suelo con suavidad, mientras el chanclo se le caía encima. Cuando estuvo horizontal («iSac!»), Roozeboom corrió para quitar la alcayata del chanclo del interior del poste. Entonces Rouleau, muy de prisa («iTom!»), recogió todas las poleas y cuerdas del poste y las enrolló. A continuación («iRomp!»), todos los hombres unieron sus fuerzas para sacar las diferentes partes del poste de las abrazaderas de metal que las unían. Cuando todos los paquetes de lona, trozos de poste, bloques de poleas y rollos de cuerda («iVam, rap, adel!») estuvieron guardados en el carromato de la carpa, lo único que quedaba de la gran tienda era el círculo redondo de tierra amontonada. El fuego de la cena ya era sólo un rescoldo, pero suficiente para que Magpie Maggie Hag calentara el pote de café de cacahuete y sirviera a todos una bien merecida taza. Ella y algunos de los hombres encendieron sendas pipas y se pasaron de uno a otro una jarra de whisky y dieron a Peggy una ración de tabaco. De repente todos saltaron al oír otra vez el silbato de Florian. —iMaldita sea! —exclamó alguien—. Ojalá no hubieras encontrado este artilugio. —Ha sido el toque de queda —explicó Florian—. Mañana nos levantaremos temprano. Él, Trimm, Roozeboom y Rouleau fueron a acostarse en sus literas en el carromato de los accesorios. Edge estaba desenrollando sus mantas y el viejo y delgado jergón debajo del mismo carromato —en compañía de Yount, el negro y el Hombre Salvaje—, cuando una linterna brilló sobre su hombro y una voz cantó suavemente a su oído una versión revisada de la melodía que había oído antes en la pista: Cuando, sentado en el circo, la mirabas pasar, sabías que era a ti a quien sonreía... Se volvió y vio la cara de Sarah iluminada por la linterna. Con una sonrisa pícara, ella le preguntó: —Ha sido un día magnífico. ¿No deberíamos celebrarlo? —Aquí no hay mucha intimidad —susurró Edge. —Nos trasladaremos a los tinglados del ferrocarril y juntaremos nuestros jergones. Y allí se fueron, hicieron una cama, se desnudaron y, al cabo de un rato, Edge observó: —Obie tenía razón cuando dijo que las mujeres del circo no tienen vergüenza.
—iVaya! ¿Qué hemos hecho para escandalizar a Obie Yount? ¿Qué, en nombre del cielo, podría hacer alguien para escandalizar a un sargento de caballería? —Dijo algo sobre que Clover Lee se había desnudado delante de él. — Por Dios, esto es el circo. No tenemos intimidad, así que cultivamos los buenos modales de pasar por alto estas cosas. —Supongo que algunas personas calificarían de inmoralidad lo que tú llamas buenos modales. —Allá ellos, malditos sean. Los modales son mucho más importantes que la moral. —Es una teoría interesante. —No es una teoría, es la pura verdad. Mucha gente consideraría inmoral lo que tú y yo hacemos ahora, pero... —No me he quejado. Pero lo hacemos en privado, donde no puede molestar a nadie. Las personas inmorales no proclamamos que lo somos. En cambio, los malos modales están a la vista, donde pueden ofender e irritar a todo el mundo. —Entonces —dijo Edge—, ignoro si considerarás esto inmoralidad o malos modales, pero voy a decirte algo. Durante tu actuación, a lomos de ese caballo blanco, cuando diste el salto mortal hacia atrás y curvaste todo el cuerpo, ¿sabes qué estaba pensando? — Diablos, sí, lo sé muy bien —respondió ella, fingiendo exasperación—. Los mirones sois todos iguales. Nunca admiráis la habilidad, la gracia y la perfección de la pose. Sólo pensáis: «iEh! No lo he intentado nunca en esa posición.» — Bueno... nunca lo hice. ¿Y tú? —No. Dudo de que lo haya hecho alguien. No es exactamente una posición cómoda para mí sola, y sería incomodísima para dos. — Bien... ¿por qué no lo averiguamos? —preguntó él, en broma. Ella volvió a reír, pero salió de debajo de las mantas y echó una mirada recelosa hacia los distantes carromatos del circo. Ahora ya había aparecido la luna y no vio a nadie rondando, así que se irguió, desnuda, resplandeciente bajo el resplandor lunar, e inclinó el cuerpo hacia atrás hasta que tocó el suelo con las manos. — Ya está —dijo, mirándole entre las piernas. — Te estoy admirando —contestó él, sincero—. Tu habilidad, gracia y perfección. En aquella posición, curvada hacia atrás, lo primero que se veía era su pequeño y rubio escudo púbico, que brillaba a la luz de la luna como una flor pálida que se abriera de noche. Después de una mirada inquieta a su alrededor, Edge también salió de la cama. Siguió un rato de movimientos torpes, intentos fallidos, murmullos de ánimo y suspiros de frustración, hasta que él admitió la derrota.
—Supongo que tienes razón. Nadie lo ha hecho nunca. — Uno de nosotros tendría que estar construido de manera diferente, o los dos —dijo ella—. ¿Y si volviéramos a los métodos antiguos y comprobados? Al cabo de otro rato, cuando descansaban, Sarah inquirió: — Ahora déjame preguntarte algo. ¿Has visto alguna vez a una klischnigg? — Dios mío, no lo sé. ¿Qué es? — Sólo otro nombre para una maestra en contorsiones, una contorsionista de circo. Es la palabra que usa Florian. Creo que Klischnigg fue el nombre de una artista del pasado. Hay otros nombres: mujer de goma, serpiente humana, mujer sin huesos. En cualquier caso, es una mujer que retuerce y contorsiona su cuerpo de formas imposibles. — Pues no, no he visto nunca a ninguna. ¿Por qué? — Porque ahora que conozco tus gustos secretos —fingió un suspiro melancólico—, sé que te perderé cuando conozcas a una klischnigg. El rió y luego contestó: —Te quedará Florian. —Ya te lo dije. Si algún día dejo de inspirar deseo, me gustaría que me necesitaran. Y él no me necesita muy a menudo. —Bueno, habrá todos esos duques y condes. Probablemente podrán comprarse todo lo que necesitan. Así, cuando cautives a uno de ellos, sabrás que te desea de verdad. Ella suspiró y dijo que así lo esperaba. —Pero hasta entonces... mientras me necesites... —y se acurrucó contra él y al poco rato se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, aunque todavía era muy temprano cuando el carruaje salió dando tumbos del solar y los carromatos lo siguieron, algunos niños de la localidad ya «jugaban al circo» en la pista abandonada, sobre las hierbas aplastadas de lo que había sido la arena del Florilegio. Hannibal y el elefante volvían a cerrar la caravana y el negro corría de un lado a otro de la calle a fin de arrancar todos los carteles posibles para su uso futuro. Florian dijo a Edge, que iba sentado a su lado: —Ha vuelto a despertarse tarde —sin aludir, por delicadeza, al hecho de que Edge y Sarah habían llegado de los lejanos confines del solar a tiempo de compartir el desayuno de Magpie Maggie Hag, consistente en gachas de maíz, melocotones en almíbar y café sintético—, así que no debe de saber (y se lo diré antes de que tenga otro berrinche por nuestra crueldad con los animales) que he ordenado al capitán Hotspur matar al otro asno y desollarlo para Maximus. Así, de paso, nos ahorraremos el tener que arrastrar sin necesidad al pobre animal a través de las montañas.
—También significa —replicó Edge— que cuando Obie y yo nos separemos de ustedes, tendrán un pesado carromato sin un triste asno para tirar de él. —Oh, no deseaba inspirar compasión... o caridad. Podemos usar a Brutus, si no hay más remedio. Como ya he dicho, no me gusta poner arneses a un valioso elefante, pero, como siempre, tendremos que solucionar los problemas a medida que se presenten. Florian seguía las calles menos empinadas de Lynchburg, que a su vez seguían la orilla del río. Los pocos adultos que habían salido de casa a hora tan temprana los miraban, sorprendidos, o saludaban familiarmente el paso de la caravana, y los numerosos niños que estaban en la calle saltaban y hacían cabriolas detrás del elefante. Llegaron a Seventh Street y al único y destartalado puente de madera de la ciudad sobre el James. Cuando lo hubieron cruzado y todos los niños volvieron a sus casas, Edge indicó a Florian que torciera hacia el oeste, a lo largo del río Road. —Si éstos fueran tiempos normales —dijo Florian, dirigiendo al caballo— , seguiríamos una ruta trazada por nuestro mensajero, que nos señalaría con dos o tres semanas de anticipación dónde teníamos que estar y en qué fecha. Conocería el estado de todos los caminos y qué clase de terreno encontraríamos para levantar la tienda: bueno, malo, regular. Sabría, en cualquier ciudad fabril, exacta mente el día de cobro de los obreros. En las regiones agrícolas, sabría cuándo araban o plantaban los granjeros y por ello no tendrían tiempo para vernos. Y sabría cuándo hacían la recolección y si era buena y cuánto dinero tendrían los aldeanos en los bolsillos. Conocería los lugares afectados por una sequía o inundación y nos haría dar un rodeo. Estaría enterado de las leyes y licencias locales y, o bien se adaptaría a ellas, o haría lo que llamamos un remiendo. Una palabra útil, remiendo. Comprende toda clase de medios para prescindir de la burocracia y eludir las leyes puritanas sobre los domingos, ahorrando así gastos y problemas innecesarios. Nuestro mensajero también conocería la ruta de todos los demás circos, representaciones teatrales cómicas y curanderos ambulantes, a fin de que no coincidiéramos nunca con ningún espectáculo rival. —Suspiró y repitió—: Si éstos fueran tiempos normales. —Bueno, lamento no poder hacer ninguna de estas cosas para usted — dijo Edge—. Sólo puedo conducirle por el paso más fácil de esas montañas del Blue Ridge. Se llama Petit Gap, lo atraviesa el James, y este camino se mantiene al nivel del río durante un largo trecho. De vez en cuando tiene que apartarse y trepar un poco por la ladera de una montaña, pero ninguno de estos lugares es un camino impracticable. Si no nos detenemos a comer al mediodía, podríamos llegar al otro lado de
las montañas, donde el río North afluye al James, justo a la hora de acampar. El día era soleado, con grandes nubes blancas flotando en un cielo azul celeste, y el paisaje era espléndido. A la izquierda del camino, el ancho río marrón se deslizaba majestuosamente, dividiéndose de vez en cuando para acomodar una isla verde en el centro de la corriente. Alrededor se levantaban las montañas del Blue Ridge, que no eran picos escarpados y siniestros, sino suaves elevaciones boscosas, depresiones y colinas redondeadas, voluptuosas como pechos, nalgas y vientres femeninos. Cualquier montaña próxima al camino estaba llena de follaje primaveral muy verde y policromas flores silvestres. En cambio, cuando la vista se abría y las montañas eran visibles a cualquier distancia, todo era de un azul suave, velado por la neblina. —No es la distancia lo que les da este aspecto —explicó Edge—. De sus millones de árboles, quizá la tercera parte son pinos, y todos exhalan una niebla de resina, la cual flota en el aire y lo tiñe todo con este matiz azul pálido. La caravana del circo viajó durante el soleado día sin ningún incidente, salvo un momento en que Tim, que volvia a conducir el furgón del museo, se distrajo y una rueda trasera cayó en una estrecha zanja de la cuneta. Pese a los esfuerzos de Tim por sacarla, empujando en las dos direcciones e intensificando el azul del Blue Ridge con sus maldiciones, el caballo Burbujas no pudo arrastrar la rueda, así que Hannibal recurrió a Peggy. El elefante sólo tuvo que apoyar su enorme frente contra la parte trasera del carromato y darle un leve empujón para poner de nuevo el vehículo en el camino. Cuando las hondonadas entre las montañas empezaron a llenarse de oscuridad y una fría niebla se elevó sobre el río, Florian sugirió a Edge que ya podían detenerse en cualquier sitio, pues había amplio espacio para acampar y mucha leña y agua, pero Edge dijo que era mejor seguir y su razón fue pronto evidente. Cuando salieron del Blue Ridge, se abrió ante ellos un valle verde y acogedor donde el sol se ponía en el oeste tras otra cordillera lejana y el aire era aún cálido y dorado. —El valle de Virginia —dijo Edge, mientras los carromatos entraban en una pradera junto al río—. Al sur hay el valle del río Roanoke, y al norte, el de Shenandoah. —No cabe duda de que es un bello lugar —observó Florian. —Incluso los indios primitivos lo pensaron. Los catawbas, los onondegas y los shawnees eran cazadores rivales y solían estar en guerra unos con otros, pero hicieron un tratado. Acordaron que este valle era tan hermoso y estaba tan lleno de caza y otras cosas buenas, que aquí cazarían todos y nunca lucharían. —Añadió tristemente—: Nosotros, los hombres blancos, no fuimos tan sensatos. —¿Ha luchado aquí?
—No en este preciso lugar, pero sí más abajo del valle, varias veces, y una vez hasta en Gettysburg, en Pennsylvania. Pero mucho tiempo antes de esto, yo vivía aquí. Es el condado de Rockbridge y nací a pocos kilómetros de este valle. —¿De verdad? ¿Cómo se llama su ciudad natal? —No era una ciudad, sólo un lugar en las tierras bajas y no tenía otro nombre que Hart's Bottom. La casa desapareció hace tiempo y toda mi familia ha muerto. Pero viví aquí, en Rockbridge, hasta que tuve alrededor de diecisiete años. Trabajé en los hornos y fraguas de hierro Jordan; los verá cuando sigamos el curso del río North, un poco más adelante. Por ese río solían bajar y subir continuamente barcos de carbón y mineral. Mientras las mujeres recogían leña y encendían el fuego, Roozeboom dio a Maximus otro trozo de asno y luego se paseó entre los carromatos, examinando todas las herraduras de los caballos antes de que los hombres los desengancharan y dejaran libres para pacer y beber. Ya había anochecido cuando la compañía se sentó a cenar, pero era una noche tibia y estrellada y la cena volvió a ser buena: pescado frito, tortas de maíz, nabos y habichuelas y corteza de melón en vinagre para postre. El café sintético se estaba acabando, así que Magpie Maggie Hag decidió reservarlo para el desayuno del día siguiente. Encontró en la pradera un poco de la planta de menta que los nativos llamaban té de Oswego y coció un pote de esta tisana. Después de cenar, todos los hombres encendieron pipas y repartieron jarras de whisky de maíz. Florian se acercó a donde Edge y Yount estaban sentados y dijo, con un suspiro de satisfacción: —Sí, Zachary, eligió usted un bonito valle para nacer. —No se encuentra tan bonito cuando uno va un poco más al norte — gruñó Edge—. Todo el maldito valle, desde Staunton a la frontera del estado, era una tierra asolada la última vez que la vimos, y eso fue sólo el otoño pasado. —¿Se libró una gran batalla? —Muchas, y todas grandes. Pero lo peor fueron los incendios, cuando el Diablo y su inspector general decidieron trasladar el infierno al valle de Shenandoah. Florian ladeó la cabeza y dijo: —Está jugando a las adivinanzas, ¿verdad? Sé que llaman Diablo a Ulysses Grant, pero no sabía que hubiera puesto los pies en el oeste de Virginia. — No lo hizo —dijo Yount—. Envió al Pequeño Phil. —Ese es Sheridan, si no me equivoco. —El valle de Shenandoah —explicó Edge— era, por así decirlo, el economato de nuestro ejército. Cereales, madera, hortalizas, ganado, caballos y ovejas. Grant envió a Phil Sheridan para que lo asolara.
Incluso hemos visto una copia de sus órdenes; decía algo así: «Dejen ese valle tan vacío, que hasta los cuervos que hayan de sobrevolarlo tengan que llevar sus propias raciones.» Y Sheridan lo hizo así. Por esto aquí se le conoce, sin mucho cariño, como inspector general del Diablo. — Pero no se limitó a apoderarse de los rebaños y comestibles — añadió Yount—. Quemó los pastos y los bosques, los graneros, molinos y granjas. Dejó a los civiles sin techo ni alimentos ni harapos que ponerse (viejos, mujeres y niños), y esto a las puertas del invierno. No es nada digno de un soldado. —¿De modo que ustedes fueron de los que acudieron a detener a Sheridan? —Acudimos para intentarlo —respondió Edge—. Lee envió a todos los hombres de que disponía. Pero los yanquis nos doblaban en número e iban armados con los nuevos rifles de repetición Henry. Aquellos días Obie y yo estábamos con el Treinta y Cinco de la caballería de Virginia. —Nos llamábamos el Batallón Comanche —dijo Yount—. Nunca nos habían derrotado, en ninguna batalla durante toda la guerra. Hasta entonces. — ¿Y cómo ocurrió? —preguntó Florian. Los rostros de los dos hombres permanecieron impasibles y miraron hacia la oscuridad de la noche, en silencio. Al cabo de un rato Edge levantó la jarra y por lo visto encontró en ella una resolución, un consuelo, una absolución o lo que fuera. Contestó sombríamente: — Sans peur et sans reproche, así era el Batallón Comanche. Hasta el pasado octubre en el valle, junto a un riachuelo llamado Tom's Brook, cerca de Strasburg. Cabalgábamos como parte de la Brigada Laurel, avanzando como refuerzo de la infantería que iba al encuentro de la división de Custer. Entonces nos sorprendió un fuego de flanco. Esto no era ninguna novedad y nunca nos había detenido, así que no existe explicación para lo que ocurrió. Nuestro avance se convirtió en retirada (no, en desbandada) hacia la retaguardia. Y lo que es peor, toda la Brigada Laurel continuó corriendo, a cinco o seis kilómetros de la batalla, y sin que nos persiguiera ningún yanqui. —Diablos —terció Yount—, Terciopelo Custer y sus yanquis estaban ocupados apoderándose de todas nuestras piezas de artillería, furgones de suministros y cajas de municiones que habíamos dejado sin protección. —Cuando por fin nos reunimos todos los que quedábamos —continuó Edge—, nuestro coronel, White, pasó lista. No tardó mucho. La Compañía F había desertado en su totalidad y las otras cinco compañías sumaban en total unos cuarenta hombres y seis oficiales. Habíamos salido con ciento cincuenta hombres. En menos de una hora, lo que había sido una de las unidades de caballería más orgullosas del ejército confederado había perdido a dos terceras partes de sus componentes,
manchado su excelente reputación y destrozado su moral sin posibilidad de recuperación. Los pocos comanches que quedaron no quisieron más contacto con ella. El coronel White formó más tarde un nuevo Treinta y Cinco con reemplazos, pero nunca más se le confió nada digno de mención. Mientras tanto, el resto de nosotros fuimos asignados a otras unidades. Obie y yo nos incorporamos al Segundo Cuerpo, en el este, junto con los otros a quienes llamaban los Desgraciados de Lee, para defender del asedio a Petersburg. —Bueno, son los avatares de la guerra —dijo Florian, con objeto de poner fin a sus tristes recuerdos. Y añadió—: ¿Qué pasa ahí? —Y se levantó, un poco vacilante, para preguntar—: ¿Le ha ocurrido algo a Maggie Hag? La gitana había desaparecido y sólo Sarah y Clover Lee lavaban los utensilios de la cena. Sarah contestó: — Sí, algo la ha trastornado. Pero no creo que esté enferma. Ha farfullado de repente que sucedía algo malo en alguna parte y tenía que consultar a los espíritus. — Oh, Dios mío —exclamó Florian—. ¿No ha dicho qué podía ser? —No, pero puedo asegurar que está consultando a los espíritus. Casi se pueden oler desde aquí. Se ha llevado una de tus jarras al carromato. Florian dejó caer los brazos, resignado. Como Edge y Yount aún estaban en posesión de la otra jarra, volvió a sentarse con ellos y explicó: —Mag tiene estos arrebatos de vez en cuando. —¿De verdad es vidente? —preguntó Yount—. ¿Ha visto alguna vez algo digno de mención? —Es dificil de decir. A veces sugiere que tomemos otro camino. Y siempre le seguimos la corriente, de modo que nunca sabemos qué hubiera sucedido en el anterior. —Florian bebió un largo sorbo e whisky y cambió de tema—. Dígame, Zachary. ¿Cómo pudo un montañés, como usted se llama a sí mismo, obtener una educación y aprender lenguas y llegar a oficial, en vez de seguir siendo un montañés ignorante? Edge reflexionó un poco antes de contestar: —Por curiosidad, más que nada. Recuerdo que, cuando era niño, mi padre solía cantarme aquella canción sobre «El oso subió a la montaña para ver qué podía ver...». Dura unos quince minutos y es muy monótona; el oso no deja de subir y al final el relato termina así: «El oso llegó a la cima de la montaña y todo lo que pudo ver...» —«Fue el otro lado de la montaña» —dijo Florian—. Sí, lo había oído. —En esta región, la gente lo considera el evangelio. ¿De qué sirve subir a la cima de la montaña cuando más allá sólo hay la otra ladera? Yo no creía esto, así que fue la curiosidad lo que me hizo marchar de aquí... y también la insatisfacción. No me entusiasmaba pasarme la vida
trabajando en la fundición del viejo John Jordan. Por esto me ofrecí voluntario cuando estalló la guerra con México. En la caballería, claro. —Entonces fue cuando Zack y yo nos conocimos —dijo Yount, con orgullo—. Camino de México. — Bueno —prosiguió Edge—, tampoco quería pasarme la vida en el ejército, pero resulté tan buen soldado que nuestro coronel Chesnutt se fijó en mí. Y cuando terminó la guerra, Jim Chesnutt tuvo la bondad de rellenar todos los formularios y recomendaciones para mi ingreso en el Instituto Militar de Virginia en calidad de algo que llaman un cadete del estado, lo cual significa enseñanza, manutención, uniformes y libros, todo gratis. — Yo continué siendo un soldado —terció Yount. —Ser un cadete del estado te impone una obligación —dijo Edge—. Cuando te gradúas, puedes elegir entre el nombramiento militar de segundo teniente y enseñar durante dos años en una escuela rural. De modo que cuando salí en el cincuenta dos, vestí de nuevo el azul y amarillo de la caballería y fui enviado a los territorios de Kansas. —Y allí, en el fuerte Leavenworth —dijo Obie—, volvimos a encontrarnos. —¿Guarnición en tiempo de paz? —preguntó Florian—. Esto sí que debe ser un empleo monótono. —iNo en las praderas ni en los años cincuenta, por todos los diablos! — exclamó Yount—. Fue cuando los territorios empezaron a llamarse la Kansas desangrada. Por todas aquellas guerras fronterizas, ya sabe... esclavistas contra los defensores del estado libre. Y en cuanto las guerras se calmaban, siempre podíamos contar con alguna clase de ofensa mormona contra la decencia o ataques indios contra una caravana de emigrantes que no se podían dejar impunes. —Uno de mis colegas tenientes de entonces era un sujeto llamado Elijah White —continuó Edge—. Al cabo de un tiempo abandonó el ejército y vino a Virginia para ser granjero. Sin embargo, cuando se inició la guerra por la independencia sudista, Lije empezó a formar su propia compañía de comandos para la Confederación. Fue más o menos entonces cuando renuncié a mi grado militar estadounidense y Obie a su alistamiento, así que vinimos para unirnos a Lije White. Cuando su compañía se integró formalmente en el ejército confederado como el Treinta y Cinco de caballería, obtuve el grado de capitán y Obie el de sargento a mis órdenes. Ya conoce el resto. Tal es la historia de mi vida. Toda ella resultado de la curiosidad... y la insatisfacción. Oh, y también mucha suerte. Florian meneó la cabeza con energía. —Considerando sus comienzos, ha recorrido un largo camino y apostaría algo a que aún progresará más. Pero la suerte significa los ases que le sirve a uno la vida. Todo cuanto le ha ocurrido, Zachary, ha sido obra de usted, lo ha ganado o ha tenido el valor de aceptarlo.
Edge respondió con sinceridad: —No me he referido con falsa modestia al gran éxito de mi vida. Diablos, cualquiera puede acercarse a ver por sí mismo cómo me he esforzado por salir del anonimato de un montañés para alcanzar este pináculo de ser un soldado sin empleo, en los umbrales de la edad mediana, viviendo de restos al borde del camino... y con todas las rosadas perspectivas de un negro libre que se presenta a las elecciones en Mississippi. —Entonces abandonó el sarcasmo—. No; pero era sincero al referirme a la suerte. Y estoy agradecido. Se ha terminado otra guerra y aún estoy vivo. Me basta con este as. Y ahora se ha vaciado esta jarra y tengo sueño. Buenas noches, caballeros. El viaje del día siguiente, por la orilla del río North, fue aún más fácil para la caravana del circo, porque el camino subía y bajaba muy gradualmente, siguiendo las ondulaciones del valle. Magpie Maggie Hag viajaba dentro del furgón de la carpa, acostada en su litera y todavía abrazada a su jarra, malhumorada a todas luces por los fantasmas de la noche anterior. El idiota rasgueaba su banjo, tocando una y otra vez las dos últimas melodías que había oído, obsequiando al paisaje con los himnos nacionales de Dixie y Francia. Esto era suficiente para avisar de la aproximación de la caravana a los pocos jinetes y otros carromatos que encontraron por el camino, pero Florian, siempre a la cabeza, gritó cada vez: «i Sujeten los caballos! iSe acerca un elefante!» En una ocasión, cuando el camino daba un rodeo y estaba a bastante distancia del río, como para conducir expresamente a los viajeros a través de un valle estrecho alfombrado con azafranes y narcisos blancos y amarillos, y rodeado y perfumado con lilas, Edge mencionó a Florian, como de paso: «Esto es Hart's Bottom y yo nací allí», indicándole unos desmoronados cimientos de piedra donde se había levantado una casa y quizá un granero o un establo, pero sin mostrar ningún deseo de parar y meditar sobre las escenas de su infancia o comunicar con los fantasmas del pasado. A media tarde los carromatos cruzaron un puente bajo sobre un arroyo y luego tuvieron que trepar por la única colina empinada y muy larga de la ruta del día. Desde la cumbre vieron praderas y bosques y un pueblo pequeño y pintoresco a unos tres kilómetros de distancia —edificios comerciales de ladrillo, residencias con columnas o pórticos y varios campanarios altos y puntiagudos, más bien demasiado juntos que desperdigados, considerando los grandes espacios disponibles. —Estamos en la cima de Water Trough Hill —anunció Edge—. Y es cierto que tiene un manantial y un abrevadero a sus pies, para los caballos que suben esta escarpada ladera. Allí está Lexington, y esas piedras recortadas y negras que ven en las afueras eran las paredes y torres de los edificios del Instituto Militar de Virginia. En el otro lado del pueblo,
después del cementerio, hay un terreno para ferias que tal vez sea el mejor lugar para levantar el circo, si nos lo permiten. Bajaron la colina, dejaron que los caballos y el elefante bebieran, agradecidos, en el abrevadero y continuaron por el camino hasta llegar a un embalse y un puente cubierto de madera nueva, todavía sin pintar, por el que cruzaron el río North y pasaron por delante de las ruinas de la academia militar. Como si hubiesen esperado al circo, todos los niños de la localidad se congregaron inmediatamente para seguirlo y bailar a su alrededor, o adelantarlo corriendo para advertir de la presencia del elefante a todos los transeúntes que iban a caballo. Los residentes adultos también se reunieron a ambos lados de la calle Mayor para contemplar la entrada de la caravana, y estas gentes no vestían monos de trabajo ni percal. Los hombres llevaban sombreros y trajes e incluso corbatas; las mujeres, faldas con miriñaque y cofias floreadas, vestidos pasados de moda en su mayoría y que se veían ajados, pero que eran sin duda sus mejores galas. Florian detuvo a Bola de Nieve y se tocó el sombrero para saludar a un caballero tan corpulento y de barba tan poblada —e incluso perfumada con ron de laurel—, que debía de ser una de las autoridades del pueblo. Florian le preguntó con cortesía sobre la disponibilidad del terreno para ferias a fin de dar una representación de circo al día siguiente. — iMañana! —exclamó el respetable caballero, escandalizado como si Florian hubiese pedido permiso para desnudarse y exhibirse—. iJamás se permitiría una cosa así en domingo, señor! —Oh, le pido mil perdones —dijo Florian, azorado—. Recordaba la fecha, pero no el día. No se nos ocurriría nunca profanar el sábat. — No es el sábat, señor. Su calendario debe de estar muy confundido. Mañana es domingo de Pascua. — En efecto —dijo Edge—. Hace una semana fue domingo de Ramos. Día de la rendición. Entregamos las armas el lunes. Parece que ha pasado más tiempo. El hombre respetable continuó: —Realmente, mañana hay una razón muy buena para la alegría y un júbilo especial, como la ha habido hoy, pero la celebración debe llevarse a cabo con devoción y dignidad, no con actos teatrales. Y en la iglesia, no en una tienda de circo. — ¿Un... júbilo especial? —preguntó Florian—. ¿Ha sucedido algo que eclipsa a la Resurrección? — ¿Dónde ha estado, hombre? La gozosa noticia debe de resonar por todos los caminos de Virginia. iEl déspota Abraham Lincoln ha muerto! —iQué! —profirió Florian—. iPero si era más joven que yo! —No ha muerto por causas naturales, señor. El gobierno de Washington ha intentado acallar la noticia, pero los hilos telegráficos han zumbado
durante todo el día. Ayer dispararon contra el tirano y ha muerto esta mañana. Florian se apoyó en el respaldo del asiento. En el interior de la tartana sonó la exclamación ahogada de las dos mujeres Coverley. Edge murmuró, horrorizado: —Dios mío. —Dios es bueno, señor —dijo el hombre respetable—. Ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. Y ya era hora, si se me permite decirlo y sin ánimo de criticar al Todopoderoso. Los despachos informan de que anoche fue también atacado el pérfido secretario Seward, pero su herida aún no ha resultado fatal. Por ello las iglesias han estado llenas todo el día de fieles que rezan para que el señor Seward no tarde en seguir a su... Edge le interrumpió, preguntando: —¿Saben quién ha cometido estos crímenes? ¿Le han apresado? —¿Crímenes, señor? —repitió el hombre, arqueando las hirsutas cejas—. Si no me equivoco, lleva usted el gris del ejército confederado. — iPor eso estoy tan ansioso de saberlo, maldita sea! ¿Fue un sudista quien mató a Lincoln? El hombre se puso rígido antes de contestar: — Maldecir en público es atentar contra la paz. Y la vigilia de Pascua... —¿Fue un sudista? — iAsí lo espero, francamente! —le ladró el hombre—. Los informes son fragmentarios, pero se supone que fue un sudista, sí. Sería muy triste para la virilidad sureña, señor, que el héroe fuera sólo un simple yanqui renegado. —iImbécil mojigato...! Florian propinó un fuerte codazo a las costillas de Edge y sacudió al mismo tiempo las riendas para poner en movimiento al caballo, diciendo por encima del hombro al caballero ofendido y encolerizado: —Gracias, señor, por darnos la noticia. Sin duda todos los miembros de nuestra caravana se unirán mañana a los fieles en su acción de gracias. —El hombre ya había quedado atrás y Florian se volvió hacia Edge—: Dijo que quería establecerse aquí. Vaya manera de solicitar la bienvenida. ¿Qué le ocurre? —¿Establecerme aquí? Si ese viejo buitre piadoso ha dicho la verdad, si Lincoln ha muerto realmente, no habrá ningún lugar en el sur donde merezca la pena vivir. Florian preguntó, incrédulo: —¿Acaso siente un afecto especial por el padre Abraham? —No. ¿Es usted tan obtuso como ese maldito idiota con quien acabamos de hablar? Si Lincoln ha muerto, ya no hay esperanzas de una paz verdadera. En especial si lo ha asesinado un sudista. Será la excusa
para que Stanton y Seward y todos los hombres despiadados de Washington pisoteen y estafen al sur, tal como han querido desde el principio. Y si ese borracho de Johnson es presidente, será su peón. Lincoln hablaba de reconstrucción, y lo que tendremos ahora será represalia, venganza y desquite. — Bueno, no desespere hasta que tengamos más noticias. Quizá todos los del gobierno de Washington han muerto. —Preguntaré por ahí, a ver qué puedo averiguar. Sin esperar a que Florian se detuviera, Edge saltó del pescante. En el interior del carruaje, Sarah y Clover Lee estaban pálidas y asustadas. Edge esperó en la calle el paso del carromato de la carpa, conducido por Yount. Caminó a su lado un momento para gritarle la noticia, añadiendo después: — Voy a buscar antiguos conocidos, tal vez encuentre alguno. Me gustaría saber algo más. Me reuniré con vosotros más tarde, en el terreno para ferias. Dicho terreno, y el contiguo cementerio presbiteriano, ocupaban la mayor parte de la cima de una pequeña colina. Cuando los carromatos entraron en él, todos se apearon y miraron hacia atrás, donde Lexington se extendía a sus pies. Al fondo del pueblo había las ruinas negras y recortadas de los edificios, cuartel, armería y polvorín del Instituto Militar de Virginia. Más cerca, algunas residencias, bellas en su día, eran también restos calcinados e incluso varios edificios comerciales de ladrillo tenían agujeros en los tejados y les faltaban trozos de pared. —Obra de los cañones del general Hunter —dijo Yount—. Bombardeó unas horas el pueblo antes de entrar en él. Entonces saqueó y quemó todo el Instituto Militar de Virginia, las casas de las personas prominentes, la Facultad de Ciencias y la biblioteca del Colegio Washington, lo cual le valió el sobrenombre de Vándalo. —Aun así, pese a tanta ruina, Lexington es un lugar bonito —dijo Sarah. — Recemos para que este bonito pueblo nos trate con generosidad — añadió Jules Rouleau con irónica irreverencia. Hacía rato que había caído la noche cuando Edge volvió al circo. Encontró la gran carpa levantada y su interior iluminado con linternas porque los hombres estaban instalando los bancos circulares. Florian salió, vio a Edge y se apresuró a ir a su encuentro, indicando el pabellón con el pulgar. — En parte para dar algo que hacer a los muchachos y en parte para anunciar nuestra presencia al pueblo, ya que no quiero pegar carteles en un momento como éste. Venga a comer, Zachary. Maggie ya está levantada y trabajando y le ha guardado algo de cena. ¿Se ha enterado de algo más? — Sí —contestó Edge, sombrío. Se acercaron al fuego y el resto de la compañía se les unió, con rostros solemnes. Magpie Maggie Hag dio a
Edge un plato de habichuelas y pan de maíz y Edge habló entre bocados—: He encontrado a un antiguo conocido, el viejo coronel Smith, era director del Instituto Militar de Virginia. Aún lo es, de lo que queda por dirigir. Ahora es el general Smith y tengo entendido que lee todos los informes telegráficos de los exploradores y espías que siguen informando. Lincoln está bien muerto, esto es seguro, y el culpable es un hombre de Maryland. Sin embargo, parece ser que tiene muchos cómplices, todos ex rebeldes o simpatizantes de los rebeldes. —Justo lo que temías —dijo Sarah. —Sí. Lo cual quiere decir que han roto la palabra de honor de Robert E. Lee. Hace una semana, el general Lee depuso las armas: no más muertes. Lo mismo hizo Grant: no más muertes. Y luego, maldita sea, uno de nosotros, de la manera más cobarde posible, dispara contra Abraham Lincoln por la espalda. Me gustaría atrapar a ese hijo de perra. Les garantizo que ha convertido la palabra «sur» en una palabra sucia, mucho más sucia de lo que fue jamás. Y también puedo garantizarles que todo el sur sufrirá por ello. —Creo que el general Smith siente lo mismo que usted —dijo Florian—. No se alegra, como ese patán que hemos encontrado en la calle. —Francis Smith es sensato. Incluso descorchó una botella de excelente centeno de Monongahela, y no es un bebedor, para dar nuestra condolencia al sur. Gracias a Dios, no todo el mundo en Virginia tiene la mentalidad de asno de un aldeano o un tendero. —Rooineks, así llamamos en mi país a esos zoquetes —terció Roozeboom. — Entonces, ¿se quedará a vivir aquí, señor Zachary? —preguntó Clover Lee. — No, señorita —respondió Edge con un suspiro—. He insinuado al general Smith que podrían volver a ofrecerme un puesto en el Instituto Militar de Virginia, pero él lo ha descartado. —Miró a los miembros de la compañía, congregados a su alrededor—. ¿Saben qué me ha dicho? Que este estado ya no es siquiera la comunidad de Virginia. A partir de ahora será, oficialmente, el Distrito Militar Federal Número Uno, tendrá un gobernador y probablemente estará bajo la ley marcial. —Ca va chier dar! —exclamó Rouleau—. Pues será mejor que nos dirijamos hacia el norte a toda prisa, antes de que nos enjaulen. Sería peor quedarnos atrapados aquí que en Wilmington. —Pero, Zack —objetó Yount—, nada de esto tendría que interferir con tu trabajo docente... lo que tenías pensado hacer. Edge rió secamente. —El instituto puede sobrevivir, pero pasará mucho tiempo antes de que pueda llamarse una academia militar o sus estudiantes, cadetes... o se les pueda enseñar asignaturas castrenses o vestirlos de uniforme. No, el general Smith y los restantes miembros del profesorado tendrán
bastante trabajo espabilándose por su cuenta. No necesitan obstáculos adicionales, como yo. —Y añadió, dirigiéndose a Florian en tono sarcástico—: Y tampoco necesitarán a su idiot savant. — ¿Qué hará, pues, Zachary? — Bueno, el general Smith dice que muchos oficiales ex rebeldes se marchan a México, para luchar por o contra Maximiliano, según el bando que los contrate. Pero, diablos, yo ya he servido bastante al otro lado de la frontera. Levantó la vista del plato de judías—. Europa suena cada vez mejor. Si aún mantiene su ofrecimiento, señor Florian, acaba de adquirir a un tirador. — iVaya! —exclamó Florian, complacido en extremo. — Y a un hombre forzudo —añadió Yount—. Y dos buenos caballos. — iVaya! —repitió Florian—. i Bien venidos, caballeros! — Welkom, meneers —dijo Roozeboom. — Bienvenus, mes amis —dijo Rouleau. — Bien venidos, muchachos —dijo Magpie Maggie Hag—. Ahora sois primeros de mayo. —Estamos en abril, señora —observó Yount. —Primero de mayo es jerga circense —aclaró jovialmente Florian—. Significa un recluta nuevo o artista temporal. Porque podemos atraer a muchos aspirantes en tiempos clementes, cuando la estación es benigna, pero sólo la verdadera gente de circo se pone en marcha cuando el tiempo aún es caprichoso. Ustedes mismos saludarán pronto como «primeros de mayo» a otros recién llegados. — Bueno, puede considerarme tan verde como a cualquier recluta nuevo —dijo Edge—. Puedo ser un tirador veterano, pero nunca he disparado de forma teatral. Tendrá que enseñarme qué personaje debo interpretar. —A mí también —terció Yount. — Lo haré encantado, encantado —contestó Florian—, pero empiecen por usar la terminología correcta. Sólo los actores interpretan. Los artistas de circo trabajan. Comenzaremos a pensar en cómo será la actuación de cada uno en cuanto... Pero fue interrumpido. Seis o siete habitantes del pueblo, sobriamente vestidos, entraron en el terreno y expresaron el deseo de mantener una conversación privada con el propietario de la empresa, así que Florian se fue con ellos a un lado de la gran carpa y hablaron largo y tendido. Luego todos se estrecharon las manos, los caballeros se marcharon y Florian volvió a la hoguera con aspecto complacido. — La suerte continúa sonriéndonos. O quizá debería decir la Providencia, incluso el Cielo, porque todos esos caballeros eran predicadores. Como mañana no usaremos nuestro pabellón, nos lo han pedido prestado para una reunión ecuménica.
La mayor parte de la compañía profirió exclamaciones de sorpresa o curiosidad, pero Tim Trimm dijo en tono agrio: —Algo huele mal. Creo que he sido salvado por todas las Iglesias que existen. Y no hay ninguna que se llame ecuménica. —La palabra significa universal, Tim. La reunión de varias sectas diferentes es una ocasión especial. Y esta ocasión es, naturalmente, la espectacular coincidencia de la Pascua con el asesinato. Los pastores esperan una gran concurrencia mañana. —Hay iglesias por todo el pueblo —persistió Trimm—. ¿Por qué necesitan una carpa de circo? Florian explicó, con paciencia: —Es cierto, todas las sectas establecidas tienen edificios imponentes, pero los hombres que nos han visitado son pastores de congregaciones menos acomodadas. Se reúnen en sus salas de estar, en tiendas vacías o donde sea. Adventistas, baptistas alemanes, evangélicos, quimbyistas, premilenarios... ya no recuerdo sus nombres. Para mañana, sin embargo, esperan una asistencia muy nutrida que no cabría en ninguno de sus locales. Por eso nos han pedido la gran carpa, a fin de celebrar un servicio que dure todo el día, quizá incluso toda la noche, para una congregación tras otra. O quizá lo oficien conjuntamente, en el verdadero espíritu ecuménico. —¿Y has dicho que si? —preguntó Sarah, incrédula—. ¿Un ateo empedernido como tú? —Los empedernidos también tenemos entrañas, Madame Solitaire, que, como las entrañas de los más devotos, requieren alimento de vez en cuando. Cada servicio terminará con un ofertorio y he pedido la mitad de los beneficios en concepto de alquiler. Ellos proponían una cuarta parte. Al final hemos acordado la tercera parte. —No cuentes con una generosidad que te engorde las entrañas —dijo Rouleau—. No, si conozco bien a estos cultos de pacotilla. —Ya sé que no nos haremos ricos —dijo Florian—, pero es mejor que tener una gran carpa llena de aire. Yount observó, en tono optimista: —Bueno, tanto si significa mucho como poco dinero, un buen servicio religioso prestará cierta santidad a la tienda. Esto hizo reír a todos, y Clover Lee dijo: —Señor Obie, si esa lona se vuelve más santa, no nos protegerá del rocío. —No importa —dijo Magpie Maggie Hag, dirigiéndose a Edge—. Ya te dije, muchacho, que la tienda es un tabernáculo. Pronto morarás en un tabernáculo. —Sí —asintió Florian—. Vámonos a dormir ahora, y mañana, Zachary, Obie, empezaremos a convertiros en artistas. iArtistes, amigos míos!
8 Por la mañana, las mujeres del circo hicieron uso de la bomba y los abrevaderos del terreno para lavar todas las prendas de vestir y disfraces de la compañía, incluyendo cierta cantidad guardada desde hacía mucho tiempo en los baúles del furgón de los accesorios, a fin de que los nuevos artistas, Edge y Yount, dispusieran de ropa para formar su vestuario. Roozeboom tendió una cuerda en zigzag entre el furgón de la carpa y el de los accesorios para que colgasen en ella la colada, que ofreció un espectáculo brillante y multicolor al sol abrileño: leotardos de lentejuelas, faldas diáfanas, mallas de color carne, levitas y fracs de colores chillones, descoloridos calzones, combinaciones y medias y un extenso surtido de ropa interior que incluía los pequeños apósitos llamados cachesexe. Después Sarah y Clover Lee se pusieron sus mejores galas domingueras —sombreros pasados de moda y vestidos tan viejos que llevaban crinolinas en lugar de aros, pero las Coverley estaban muy bonitas con ellos— y se fueron a los servicios de Pascua de la gran iglesia de piedra presbiteriana, que se levantaba enfrente del cementerio, a poca distancia del terreno ferial. La mayoría de los hombres se cambiaron los monos por trajes más elegantes y también fueron a la iglesia: Trimm, a la baptista, Roozeboom, a la metodista, Rouleau, a la episcopaliana — que era la que más se parecía a la católica en Lexington— e incluso Hannibal salió en busca de una congregación negra de una determinada secta. Para entonces, los primeros pastores ya habían llegado al terreno de ferias, llevando en un carromato un púlpito y un atril portátiles e incluso un pequeño órgano de fuelles para colocar en el interior de la gran carpa. Poco después empezaron a llegar los fieles, a caballo, a pie y en una gran variedad de vehículos. Mucho antes de que los predicadores estirasen pajas para determinar quién oficiaría primero, el terreno ferial de Lexington estaba mucho más concurrido de lo que lo había estado el circo en Lynchburg. Aunque la gente profesaba creencias religiosas diferentes, parecían haber acudido no sólo a escuchar a sus propios predicadores, sino a quedarse en los servicios de todos los demás. Florian mantuvo cerrado el carromato del museo y colocó al elefante y la jaula del león fuera de la vista, al fondo del pabellón, para que el público que no pagaba no pudiera disfrutar de ellos, pero no podía tener el día entero encadenado al Hombre Salvaje. En cualquier caso, el idiota no iba pintado ni llevaba sus pieles raídas, y se limitaron a darle el banjo y ordenarle que no se acercase a la gente. Esto le encantó. Fue a sentarse fuera de la tienda, en la parte posterior, y cada vez que oía los dos primeros compases de un himno tocado por el órgano y, casi
simultáneamente, el cántico entonado por el coro o la congregación, empezaba a rasguear —en armonía perfecta de tono y tiempo—, de modo que era una adición a la música, no una distracción. Mientras los aldeanos y gentes de los alrededores continuaban llegando por la calle Mayor al terreno ferial y a la tienda, Florian, Edge, Yount y Magpie Maggie Hag estaban sentados a la sombra del furgón de la carpa. —Maggie es nuestra modista y primera costurera —dijo Florian—. Pero antes de hablar del traje con que os vestiremos, hablemos de lo que haréis cada uno de vosotros. Tú primero, Zachary. Veamos, tienes un sable, una carabina y una pistola... —Yo solo no puedo hacer gran cosa con el sable. —Puedes blandirlo al incorporarte a caballo al desfile inicial, agitarlo y exhibirlo... —Muy bien. En cuanto a la carabina, sólo dispara un tiro. O sea que mi actuación tendrá que depender de la pistola. —Nunca he tenido una arma de seis cartuchos. Te agradecería que me explicaras cómo funciona. Edge la desenfundó. —Se carga como ese viejo rifle suyo, sólo que metiendo estas recámaras cortas en el tambor para no tener que llenar todo el cañón de pólvora y taco. Se empieza introduciendo la pólvora por el orificio de cada recámara. —Como imagino que no recibiste instrucciones de su dueño yanqui, ¿cómo supiste qué cantidad hay que echar? —Cuando me apoderé de la pistola, calculé la mejor carga disparando sobre nieve. —¿Sobre nieve? —repitieron a la vez Florian y Magpie Maggie Hag. —Me coloqué en un banco de nieve y disparé varias veces, usando un poco más de pólvora cada vez. Cuando vi pólvora sin quemar sobre la nieve, comprendí que la estaba sobrecargando y fui disminuyendo la dosis hasta dar con la carga precisa. —Ingenioso —observó Florian. —Sin embargo, ahora, para disparos de exhibición dentro de la tienda, creo que deberé usar poca cantidad de pólvora, sólo la suficiente para permitir alcance y puntería, pero no tanta como para que el proyectil vaya demasiado lejos. —Y puedas matar a una vaca que esté delante del terreno. — A continuación —prosiguió Edge—, pongo una bala de plomo aquí, en el orificio de la cámara. La bala es justo un pelo más grande que el orificio, de modo que suelto esta baqueta de debajo del cañón, que así baja, ¿lo ve? Es una palanca que empuja el émbolo, el cual coloca la bala dentro de la cámara, igual que un escobillón. Cuando ya se han llenado las seis cámaras de pólvora y balas, se ajusta una cápsula
fulminante a cada una de las seis boquillas que rodean la parte posterior del tambor. Entonces se pone el arma en el disparador, se aprieta el gatillo y se dispara. Exactamente igual que su rifle, sólo que aquí cada vez que se amartilla el arma sube la cámara siguiente y se pueden disparar seis tiros antes de volver a cargar. Yo bajo siempre el disparador, después de cargar, para que descanse entre dos boquillas; así evito que se dispare antes de necesitarla. —Una maquinaria muy bien hecha —observó Florian—, incluso su aspecto es elegante. —Se levantó—. Disculpadme un momento. Hay tanta gente, y sigue viniendo más, que conviene comprobar si los bancos aguantan bien el peso. Yount fue con él y miraron hacia el interior de la gran carpa por la abertura de la puerta principal. Los bancos estaban llenos a rebosar, ocupados principalmente por personas mayores, mujeres con miriñaque y niñas. Como no se había marcado ningún círculo, los muchachos y niños se sentaban en el suelo, alrededor del púlpito. La congregación acababa de cantar, acompañada por órgano y el banjo, ¿Nos reunimos junto al río? Ahora se acomodaban, salpicados de redondeles de sol, proyectados por los agujeros de la lona, para escuchar al predicador: —Hermanos y hermanas, éste ha sido un mes de domingos. Hace sólo dos domingos recibimos la horrible noticia de que se había roto el frente oriental del general Lee y que nuestro presidente, Gabinete y Congreso se refugiaban en Richmond y abandonaban nuestra capital al enemigo. Una semana más tarde, el domingo pasado, recibimos la noticia aún más horrible de que el general Lee se rendía con todo su ejército de Virginia del Norte. La noble guerra contra la tiranía del norte tocaba a su fin aquí, en el Viejo Dominio, y nuestra valiente Confederación dejaba de existir. El auditorio gimió y se oyeron algunos sollozos. El predicador levantó la voz y su tono triste se tornó jubiloso: —Han sido los domingos más negros de hace muchos años, pero hoy es más alegre, porque en este día, este domingo de Pascua, mientras cantamos Hosanna porque Jesucristo ha resucitado de la tumba, podemos dar las gracias al Señor porque el principal emisario de Satanás en la tierra (conocido cuando estuvo aquí como el Simio Lincoln) !ha sido devuelto al pozo de azufre de donde salió! iSí, hermanos y hermanas, el viejo Simio está ahora en el infierno, bombeando truenos a tres centavos cada uno! La gente coreó con fervor «Amén». 0bie —dijo Florian—, ¿crees de verdad que estas majaderías van a santificar nuestro pabellón? Me sentiré satisfecho si la divinidad no nos manda un rayo que lo destroce todo. Volvieron al furgón de la carpa, donde Florian propuso:
—Examinemos las prendas que las señoras han lavado y tendido. A ver si hay algo que nos dé ideas sobre vuestros números. Magpie Maggie Hag miró el montón de artículos para hombre y sugirió: —¿Un coleto de gamuza? —Hum, un coleto de gamuza —repitió Florian—. Zachary, ¿qué te parecería hacer de Guillermo Tell en su triunfo sobre Gessler el Tirano? — ¿Y quién sería el chico de la manzana en la cabeza? ¿El Hombre Salvaje? ¿De quién puede prescindir? Señor Florian, incluso un tiro bien apuntado puede bajar un poco de vez en cuando. Magpie Maggie Hag volvió a señalar y sugerir: —¿Y plumas? —Sí —contestó Florian—, es la capa de plumas que Madame Solitaire no usa desde hace tiempo. Podríamos arrancar algunas plumas y hacer un tocado. No necesitarías nada más, aparte de un simple taparrabos... —Dios mío. Si va a disfrazarme de piel roja, puedo ahorrarme el plomo y la pólvora y lanzar hachas de guerra. —iAh! ¡Espléndido! ¿Sabrías hacerlo? — No. Florian suspiró. —Bueno, supongo que será mejor volver a la primera idea. ¿Coronel Deadeye? ¿Coronel Ironsides? ¿Coronel Ramrod? ¡Eso es! Me gusta. ¿Quieres ser el coronel Ramrod, Zachary? —¿De uniforme? — Bueno, no el que llevas ahora. Lo necesitarás como traje de calle. Pero en Lynchburg adquirimos un buen surtido de prendas de uniforme. Mag, ¿verdad que podrías coser algo deslumbrante, y teñirlo? —¿Morado, como el de Hotspur? —preguntó Edge—. Casi preferiría el azul yanqui. —No, muchacho —dijo Magpie Maggie Hag—. Entonces sólo tenía añil y bayas. Ahora puedo teñirlo del color que quieras. ¿Amarillo? ¿Naranja? ¿Negro? —Negro y amarillo —contestó por él Florian—. Suena muy atractivo. Y al mismo tiempo, Mag, corta uno de esos conjuntos de chaleco y calzones para Obie. Dale forma de una piel de hombre de las cavernas (ya sabes, con un hombro cubierto y el pecho desnudo) y usa los mismos tintes. Amarillo con manchas negras de leopardo. —iCáspita! —exclamó Yount, sonriendo y golpeándose el pecho en una imitación de un hombre de las cavernas—. iAquí está el Hacedor de Terremotos! —Y ahora, la utilería —dijo Florian—. Algo pesado. —Ya tengo algo —anunció Yount con orgullo. Metió la mano en el furgón de la carpa y dio un tirón. Tres inmensas balas de cañón rodaron una tras otra y cayeron al suelo con un ruido sordo.
—Santo cielo —dijo Florian. —Granadas para las Columbiads yanquis de veinticinco centímetros — explicó Yount—. Desechos del general Hunter, sin duda. Se quemaron sin estallar, o quizá nunca las cargaron. Veinticuatro kilos cada una, lo cual es bastante pesado como juguete, incluso para un hombre forzudo. Y si les hacemos agujeros para la carga y la mecha, la gente no sabrá que están vacías. Parecerán de hierro macizo y mucho más pesadas de lo que son en realidad. —¿Dónde las has encontrado? —Allí, en el cementerio. Había una pila de catorce, muy bien amontonadas. He pensado que tres me bastarían para... —iPor Dios, Obie! —exclamó Edge—. Son un monumento en la tumba de Stonewell Jackson. —¿De verdad? —Está enterrado aquí y es probablemente el lugar más sagrado del condado de Rockbridge. —¿De verdad? Bueno, si yo fuera Stonewell, no querría tener sobre la barriga un montón de balas de cañón de Hunter el Vándalo. —No dejes que las vea ningún habitante del lugar hasta el espectáculo de mañana —aconsejó Florian—. Cuando se den cuenta de la procedencia de las balas, nosotros ya estaremos levantando el campamento. —¿Qué haré con ellas? —preguntó Yount. ¿Malabarismos, como Hannibal? Me caería tan muerto como el general Jackson. —El capitán Hotspur tendrá alguna idea. Hizo de hombre forzudo en sus tiempos. Y aquí le tenemos. Roozeboom, Rouleau y Trimm habían vuelto juntos de sus diferentes iglesias. Rouleau echó una mirada de desaprobación a la gran carpa y dijo: — Merde alors, Florian. ¿Qué hacen tus mimados predicadores? Casi se puede oír a este maldito desde el pueblo. Todos escucharon. Un ministro de una de las sectas menos moderadas estaba vociferando: — !La bestia de la Revelación, esto es lo que era Abraham Lincoln! Aquí lo dice, en la Revelación número trece: «Y se le concedió una boca para pronunciar grandes cosas y blasfemias.» ¿Y acaso no blasfemaba Lincoln, hermanos y hermanas? ¿Acaso no pronunció la abominable Proclamación de la Emancipación? Respuesta: — !Continúa, hermano! — Mirad otra vez el capítulo trece. «Y se le concedió hacer la guerra a los santos.» ¿Y acaso no hizo la guerra contra nosotros? ¿Contra todas nuestras santas creencias, tradiciones y virtudes sureñas? Respuesta: gemidos abismales.
— « Y tenía el poder de dar vida a la imagen de la bestia.»!Esto se refiere, hermanos, a que Lincoln liberó a los salvajes negros de sus amos legítimos! —Justo —murmuró Magpie Maggie Hag. —Rooineks —gruñó Ignatz Roozeboom. — ¿Desvarían las Iglesias más ortodoxas igual que estos molineros del Evangelio? —preguntó Edge. —No lloran exactamente la muerte del señor Lincoln —contestó Rouleau—, pero al menos los episcopalianos lamentan el hecho de que muriera de un disparo. — Esto me recuerda... —dijo Florian—, Zachary, una vez vi a un tirador que hacía añicos pequeñas bolas de vidrio que su ayudante le iba lanzando al aire. —Debía de ser un tirador mágico. — En realidad, no. El público creía que disparaba balas, pero de hecho había cargado su rifle con perdigones. Si podemos encontrar algo idóneo para que un ayudante lo lance al aire, ¿podrías acertarlo con tu carabina? — Usando perdigones, hasta el Hombre Salvaje lo haría. Pero no los tengo. Los perdigones no son munición de reglamento en la caballería. —Esto no es problema. Yo tengo algunos. — Pero ¿no se extrañará el público de que no haga un nuevo agujero en el techo de la tienda cada vez que disparo la carabina? — El público no cavila cuando le embarga la admiración. Muy bien, éste será el número de la carabina en tu actuación. Clover Lee puede ser tu ayudante. Ahora vienen las señoras Coverley. Y he tenido otra idea al recordar cómo disparaste contra la llama el otro día. Clover Lee, querida, ¿podrías permanecer quieta mientras Zachary dispara contra ti y tú coges la bala entre los dientes? —¿Qué? —exclamó Edge. — ¿Esa vieja castaña? —preguntó la muchacha, sin inmutarse—. ¿Y si hiciéramos una variación? Que la coja Ignatz con sus bigotes. — El capitán Hotspur no es una chica bonita. Ningún público temblará de miedo ante la idea de que le agujereen la cabeza. — Esperen... —protestó Edge. —Cálmate, Zachary —dijo Sarah—. Ya te enseñaremos el truco. No te dejaremos matar a nadie. De repente se oyó cantar bajo la gran carpa Guardando las gavillas en tono alto y melodioso. Florian hizo una seña a Trimm y Rouleau. — Entrad los dos en el pabellón y vigilad cada colecta. Entretanto, capitán Hotspur, ¿quieres dar a Obie, el Hacedor de Terremotos, algunos consejos sobre el arte de ser un forzudo profesional? Roozeboom y Yount cogieron sendas bala de cañón del general Jackson.
—Por Dios, hombre —comentó Roozeboom—. No te pones por poco, ¿eh? Se llevaron las balas al límite más alejado del terreno, donde podían ensayar sin ser observados por los fervientes partidarios de Stonewell. — Obie, ¿sabes qué es... cómo se dice... musclo? — Sí, claro. Músculos. Obie enseñó sus bíceps. — Eso. Pues bien, los musclos del cuerpo son diferentes y debes aprender sus diferentes capacidades si quieres ser hombre forzudo. Algunos musclos son largos, otros cortos, otros anchos. Los musclos largos, como los de tus brazos, son para lanzar, para levantar. Los anchos son para sostener pesos. ¿Sabes qué es el trapecio? — ¿Ese columpio colgado muy arriba, donde los acróbatas...? —iNo, no, no! El trapecio es un musclo... aquí. —Dio una palmada contra la corpulenta espalda de Yount—. El trapecio es un musclo ancho, el más duro del cuerpo. Debajo está el esplenio. —Dio una palmada contra la nuca de Yount—, que también es ancho y duro. Ahora, empecemos. ¿Has levantado antes objetos pesados? —Roozeboom dobló las rodillas y puso las manos bajo una de las balas de hierro. Yount asintió. —Sé que hay que hacer fuerza con las piernas y la espalda. No solo hay que levantarla, pues entonces uno se hace una hernia. Ja, correcto. —Roozeboom se enderezó, con la bala en las manos—. Ahora, cuando se tiene a esta altura, se puede lanzar. —Y lanzó al aire la bala de veinticuatro kilos. Entonces esperó a que cayera al suelo—. No se coge con las manos cuando baja de tan arriba o podrías romperte algo. Se coge con el cuello. —¿Con el cuello? ¿Estás loco? Roozeboom no contestó. Volvió a levantar la bala, la sostuvo con el cuerpo erguido, la lanzó a una distancia aproximada de un metro, bajó la cabeza afeitada y cogió la bala con la nuca, produciendo un sonoro ruido. Movió un poco el torso para aguantarla allí un momento en equilibrio y luego la dejó rodar hasta el hombro y la cogió en los brazos. — Caray —dijo Yount, con respeto—. Preferiría reventarme un intestino que romperme el cuello. — Requiere práctica. Desarrollas una almohadilla de musclo esplenio, que aguanta el golpe, mientras el trapecio sostiene el peso. Te lo enseñaré. Inclina la cabeza. Yount obedeció. Roozeboom colocó suavemente la bala en el declive entre el occipucio y la nuca de Yount. — Toca con la mano. La bala tiene que caer sobre la curva que hay entre la nuca y la primera vértebra. No golpees nunca esta última o te harás mucho daño. — iDios mío!
—Requiere práctica —dijo de nuevo Roozeboom, quitándole la bala de la nuca. —¿Cómo practico, exactamente? —La primera vez, y muchas más veces, te colocas la bala encima de la cabeza, inclinas ésta, la dejas rodar y la coges con el cuello. Al cabo de un tiempo, tira la bala al aire, sin fuerza, inclina la cabeza y cógela con el cuello. Lánzala un poco más arriba cada vez. Esto puedes hacerlo tú solo, Meneer Hacedor de Terremotos. Pero ahora, enséñame cómo empiezas. Cógela. —Tiró la bala al suelo. Yount dobló un poco las rodillas, una a cada lado de la bala, puso las manos debajo y se enderezó—. No, no, no. Lo haces con demasiada soltura, Obie. Finge que es diez veces más pesada. Haz fuerza. Suda un poco. —Maldita sea, Ignatz. No puedo sudar por encargo. —¿Y quién sabe si sudas o no? Lleva un trapo. Sécate la cara y las manos, mueve la cabeza, como dudando, con desesperación. A los patanes les parece real. —Yount, sintiéndose bastante ridículo, simuló secarse gotas de exasperación y terquedad—. Ja, gut. Y tienes una gran barba, que causa buena impresión en un hombre forzudo. Pero te aconsejo que también te afeites la cabeza. El cráneo suda más que todo el cuerpo. Una cabeza húmeda y brillante distingue al verdadero hombre forzudo. —Esto exige más de lo que me figuraba —dijo Yount. —Todo lo bueno merece esfuerzo. Incluso parecer feo. Ahora ponte la bala en la nuca y prueba de mantenerla en equilibrio. Klaar? Anda mucho rato así, fortalecerás los musclos. Pero ahora no; veo patanes en el terreno. Ellos no deben ver nunca ensayar. Algunos miembros de la congregación salían por la puerta principal, o bien huyendo del calor húmedo del interior o porque el órgano y el banjo entonaban Levantaos, levantaos por Jesús y ya empezaban a pasar las cestas. Una vez fuera, las mujeres se desataban las cintas del sombrero y se lo quitaban para abanicarse. Algunos hombres encendían pipas o cigarros. Los niños se dispersaban por todo el terreno ferial. Una mujer llamó a dos de ellos: —iVernon, Vernelle, portaos bien! No toquéis las cosas ajenas. Apartaos de esa ropa tendida. —Entonces gritó—: iOh, Dios mío! Corrió de un lado a otro, reunió a un grupo de mujeres y todas se pusieron a hablar en corro. Luego se acercaron a la gente del circo, y la madre de Vernon y Vernelle preguntó a Florian con acento glacial: —¿Es usted el dueño de este negocio? —Tengo este honor, madame. —Se quitó el sombrero de copa y sonrió— . El retén principal, como decimos en círculos circenses. ¿Puedo servirla en algo, madame? Una mujer muy corpulenta dijo con severidad: —Puede dejar de exhibir su dudosa moral entre personas respetables.
—¿Cómo? —preguntó Florian, perplejo. —iMire hacia allí, señor! —ordenó una mujer de nariz puntiaguda—. iA esa cuerda de tender! —Ah, la colada —dijo Florian, debidamente contrito—. Admito, señoras, que el domingo es día de descanso, pero les ruego que sean tolerantes con las exigencias del viaje por esos caminos. Tenemos que hacer lo necesario cuando podemos. Seguramente es un sacrilegio lo bastante pequeño para que... —Ya es bastante malo tender la colada en el día del Señor —dijo la madre de Vernon y Vernelle—, ipero mire lo que hay colgado al aire libre, donde todos pueden verlo! ¡Algo inexpresable! Florian pareció aún más perplejo, pero Magpie Maggie Hag preguntó: —¿Se refiere a la ropa interior? Las mujeres retrocedieron al oír la palabra, pero la corpulenta se repuso para exclamar: —iSí! ¡Es escandalosa e indecente! Florian replicó, esta vez sin contrición: —Señoras, a lo largo de los años he logrado curarme de la mayoría de virtudes deprimentes. No obstante, estoy convencido de que la moralidad debería consistir en algo más que el simple pudor. La mujer de nariz puntiaguda dijo: —No nos confundirá hablándonos con palabras sucias. Le ordeno otra vez que mire lo que cuelga de esa cuerda. i Prendas inmencionables de hombres y mujeres juntas! Sarah observó, maliciosa: —Oh, dudo de que copulen, querida. Están demasiado empapadas. ¿Lo haría usted, en ese estado? Todas las mujeres se quedaron boquiabiertas y la madre de Vernon y Vernelle dijo: —Exhibir su inmoralidad ya es bastante indecente delante de su propia hija, pero mis hijos son puros e inocentes. iSeñoras, vámonos directamente a la policía! —iJa, ja, ja! —gritó de repente Clover Lee—. ¿Qué les hace pensar, viejas chismosas, que los niños son puros e inocentes? Y con la misma rapidez, a pesar de sus amplias faldas, Clover Lee se inclinó hacia un lado y dio una lenta voltereta durante la cual la falda le colgó sobre el torso, desnudando todas sus piernas hasta que estuvo otra vez derecha. Las mujeres se alejaron graznando: «iDios Todopoderoso!», «iQué indecencia!», «iPeor que indecencia! ¿No has visto? iNo llevaba nada debajo!», y desaparecieron en el santuario del tabernáculo. —Debería darte vergüenza, Clover Lee —reprendió Sarah, con severidad fingida—. Has herido la sensibilidad de estas buenas y modestas mujeres.
—Pamplinas —replicó Magpie Maggie Hag—, las mujeres buenas y modestas están hechas del mismo modo que todas las demás. Sólo que son más fastidiosas y, como ahora Clover Lee las ha agitado, pueden causarnos problemas. —Esperemos que no —dijo Florian—. De todos modos, ve a quitar esa cuerda, Mag, o esconde su depravación en alguna parte. —Ella obedeció, justo cuando Tim Trimm y Jules Rouleau salían de la gran carpa—. Ah, aquí vienen los chicos de la cesta. A ver qué hemos recogido hasta ahora. —Parece mucho —observó Rouleau, alargándole una bolsa de papel—, pero sólo es torchecul confederado. —Ya se sabe que nadie va a echar nada valioso en una colecta política —dijo Tim—. Los predicadores no se han molestado siquiera en timarnos cuando nos han dado nuestra parte. —Parece que hay unos mil dólares —calculó Florian, removiendo los billetes viejos y arrugados—, que valen unos diez. No está mal, cuando sólo ha pasado medio día. Y de algo nos servirán, muchachos. — Entonces levantó la vista, miró más allá de Rouleau y Trimm y exclamó, sorprendido—: iVaya! ¿Qué es eso? Hannibal Tyree volvía de la iglesia donde había estado, y no volvía solo. Todos creían que el elefante continuaba encadenado detrás de la gran carpa, pero ahora vieron a Peggy siguiendo al negro por la calle Mayor y entrando tras él en el terreno ferial. Su trompa descansaba sobre el hombro de Hannibal, quien la tenía agarrada con ambas manos. Otro hombre, un hombre blanco, llevaba igualmente cautivo a Hannibal, cogiéndole de un brazo. El elefante tenía una expresión culpable y los dos hombres parecían enfadados. Los tres se acercaron al grupo de la compañía circense, y Hannibal explicó: —Mas' Florian —pero no habló con acento servil—, me he ido al servisio pensando que ustede' vigilaban a nuestra propiedad má' valiosa y, ¿qué ha pasao? Estábamo' en la iglesia cantando muy felisesy entonse la iglesia se ha vasiao y he oído uno' grito' de mil demonio' ante la puerta. Salgo y veo a todo' lo' hermano' y hermana' corriendo y a Peggy esperándome fuera. Debo decir, mas' Florian, que podrían haberla matao por el camino y haberse caído en un poso, o... —Cállate, muchacho —dijo el hombre blanco. Iba vestido de domingo, pero llevaba una estrella de hojalata en la solapa de la chaqueta. Se dirigió a Florian—: Este enorme animal ha retozado por la mitad de patios traseros de Lexington y comido todos los brotes verdes de los huertos y destrozado retretes, y falta una parte del monumento al general Jackson, y yo estoy aquí para informarle de que todos ustedes son responsables de los daños. Soy el ayudante del sheriff de este condado, !y mi propio retrete es uno de los que ha convertido en astillas!
Florian pidió mil perdones, y Edge consideró peculiar que comenzara por disculparse ante el negro. —Lo siento muchísimo, Abdullah; todos tenemos la culpa. No es ninguna excusa el hecho de que tuviéramos muchos otros asuntos en que ocuparnos. Te ruego que nos perdones a todos. Ve a encadenar a Brutus en su sitio y dale una ración de tabaco para calmar sus nervios. Hasta que Hannibal se hubo llevado al elefante, Florian dejó murmurar al hombre blanco, y entonces se volvió hacia él y dijo: —Vaya jaleo que ha armado, ¿verdad, ayudante? Bien... —añadió, sacando el pecho—, ¿puede decirme a cuánto ascenderá el valor de los desperfectos? —No, señor, aún no puedo. Casi toda la ciudad estaba en la iglesia mientras el animal cometía sus desmanes, y la mitad se encuentra en esta tienda suya. No sabré el importe total hasta que todos vuelvan a sus casas y armen un escándalo. — Por lo menos podemos empezar por pagarle a usted lo de su propio, ejem, cobertizo. El ayudante del sheriff hizo un ademán para quitar importancia al hecho. —No importa, no ha sido gran cosa. Lo malo es que Maud estaba dentro en aquel momento. No, lo que quiero decir es que los daños a la propiedad son el menor de sus problemas. Podría acusarlos de imprudencia criminal por dejar suelto a un animal peligroso como éste. Florian rió a gusto. — ¿Ese viejo paquidermo inofensivo? Mire, un elefante hembra no es más amenazador que una vaca. —Los demás miembros de la compañía habían permanecido impasibles, pero la observación de Florian hizo que Rouleau, Sarah y Clover Lee le mirasen de soslayo—. Ya habrá observado, ayudante, que el animal es vegetariano. Torpe y pesado, sí, pero violento, ni hablar. —Bueno... —dijo el ayudante del sheriff—, aún queda la cuestión de los destrozos. Después de asolar los huertos, esa bestia (si me perdonan la vulgaridad, señoras), esa bestia vació los intestinos por todas las parcelas. — ¿Qué? iSanto cielo! —exclamó Florian y se volvió hacia Edge, Rouleau y Trimm—. iId a buscar palas, muchachos! El ayudante del sheriff parpadeó. — ¿Es una sustancia peligrosa? — ¿Peligrosa, señor? Los excrementos de elefante son el abono más potente de toda la Creación. Lexington sería una jungla de hortalizas. Los pepinos llegarían a las ventanas, se necesitarían dos manos para levantar las mazorcas de maíz y las sandías bloquearían el tráfico de los caminos. Sin embargo, los recogeremos, ya que son de nuestra propiedad. La cantidad con que seamos multados aquí por los
desperfectos la cobraremos cuarenta o cincuenta veces vendiendo este rico fertilizante a cualquier plantío de los alrededores. —Conque vale mucho, ¿eh? En este caso, espere un momento, señor. Piénselo un poco. Tendrá que enviar a sus hombres a buscar la... la sustancia por toda la ciudad, recogerla con palas y traerla. Entonces será detenido mientras se estiman los daños, y por último, tendrá que pagar. ¿Por qué no llegamos a un acuerdo justo? Deje los excrementos del elefante; yo lo explicaré a la gente y los que no los quieran para sí mismos, pueden venderlos al invernadero de Gilliam. Con esto daremos por zanjado el asunto. —Bueeno... —dijo Florian—. Es muy noble por su parte ahorrarnos el trabajo, el tiempo y las multas. Creo que saldríamos ganando si vendiéramos el abono, pero —y aquí Florian agarró la mano del hombre y la estrechó— accederé a su proposición. Y aquí tiene, señor, entradas para el espectáculo de mañana. Para usted y para su esposa, si se ha recobrado de su, ejem, turbación... y para sus niños... El hombre se fue muy contento y Florian se sacó el pañuelo de la manga para secarse la frente. Los otros le miraban coro variadas expresiones. — Te he oído decir mentiras gordas otras veces, Florian —dijo Trimm—, pero que Peggy sea un manso corderito, no se lo creería ni Ananías. — Si algún patán lo hubiese pinchado con una horca —observó Rouleau— o un niño le hubiese tirado una piedra, ca me donne la cbiasse.., sabes muy bien que lo habría aplastado. Entonces sí que habríamos necesitado una pala. — iClaro que lo sé! —replicó Florian—. Y estoy muy agradecido de que no haya pasado nada semejante. Pero me niego a inquietarme sin necesidad por simples conjeturas. Ahora, Monsieur Roulette, Tiny Tim, volved a la tienda a controlar las cestas. Coronel Ramrod, busca al Hacedor de Terremotos y presentaos a Maggie para que os pruebe las prendas de vestir. Madame, mademoiselle, quitaos esas galas y empezad a preparar algo de comer. Yo iré a tratar de hacer las paces con Abdullah. Hoy puede ser el sábat de descanso y tranquilidad, !ja!, !pero mañana hay función! O bien no había muchos aldeanos a quienes asustara la indecencia, o el ayudante del sheriff había hecho correr la noticia deque el circo era pasablemente decente, porque los habitantes de Lexington y alrededores volvieron al día siguiente al terreno ferial para ver el espectáculo. No era la multitud que había asistido a los servicios religiosos, pero sí la suficiente para llenar los bancos. —La mayoría ha pagado con papel de la Secesión, claro —confió Florian a Edge—, pero algunos parecen comprender que nosotros, mortales de
carne y hueso, necesitamos una remuneración más tangible que el clero espiritual, porque hay bastantes que han pagado en plata y el resto ha traído cosas comestibles o utilizables. Un chico me ha ofrecido incluso un puñado de excrementos de Brutus. Edge se echó a reír. —Lo ha rechazado, ¿no? —Diablos, no. Le he dicho que un simple pellizco valía una entrada y le he devuelto el resto. Una buena mentira siempre es digna de ser mantenida. Magpie Maggie Hag aún despachaba entradas en el furgón rojo y hoy era Monsieur Roulette quien hablaba a los asistentes en el furgón del museo. En el interior del pabellón, el banjo del Hombre Salvaje se había añadido al popurri musical de la corneta de Tim y el bombo de Abdullah. — Entre las mercancías que hemos recibido —dijo Florian— figuran más platos baratos, así que Clover Lee puede lanzar al aire uno para ti a fin de que lo hagas añicos con tu carabina. ¿Has pensado ya el resto de tu actuación? —He ajustado la mira de mi pistola y he pasado la mañana practicando con las cargas más ligeras, haciendo caer picamineros de un árbol del fondo de aquel solar. Supongo que me ha oído. —Sí. Y he visto a Obie andando bajo el peso de una bala de cañón. Me alegra que los dos hayáis tomado en serio vuestro aprendizaje. —Bueno, no puedo meter un árbol dentro de la tienda, así que he hecho el bosquejo de un blanco. Edge lo enseñó: en el dorso de un cartel del circo había dibujado círculos concéntricos con un poco de plomo de bala. — Si me presta su lápiz, pintaré de negro los círculos y el centro. —No, no —dijo Florian—. Eres un hombre sincero, Zachary, pero la sinceridad no favorece el espectáculo. No, un blanco de papel no sirve. — Tengo que disparar a algo. —Por lo menos hoy, sacrificaremos más platos. Te diré lo que vamos a hacer. Carga la carabina con perdigones para dar a un plato en el aire. Carga la pistola con cinco balas y sólo pólvora en la cámara restante. Clover Lee pondrá cinco platillos al borde del círculo de la pista. Hazlos añicos del modo más espectacular posible; esto convencerá al público de que disparas balas de verdad. Entonces yo hablaré un poco más y tú dispararás la cámara vacía contra Clover Lee. Ella sabrá qué debe hacer entonces. —Muy bien. Usted es el jefe. O no... el retén principal, como dijo. —Estás aprendiendo. El nombre viene de esas cuerdas de retén que sostienen la gran carpa. —Señaló las cuerdas que iban de las estacas a los aleros del techo de la tienda—. Por analogía, cada artista y ayudante es también un cable de retén, y el director, el retén principal.
Se les acercaron Roozeboom y Yount, el primero cargado con una caja de madera llena de fruta y el segundo con una de sus balas de cañón. Como Magpie Maggie Hag sólo acababa de empezar a coser los nuevos trajes, Yount se había inventado uno. Iba descalzo, con la cabeza descubierta y vestido con su ropa interior, pero se había ceñido la cintura con una de las pieles del Hombre Salvaje. A cierta distancia, parecía un gigante muy pálido y musculoso, desnudo a no ser por las pieles de pelo largo y su barba. Cuando se hubo acercado, Edge se dio cuenta de que se veía muy desnudo y exclamó: —Obie, ¿qué has hecho? ¿Te has fijado en tu aspecto? —Me he afeitado la cabeza —declaró Yount, de buen humor—para que sude. Escuche, señor Florian, Ignatz y yo hemos tenido una idea para lo que él llama la culminación del número. ¿Qué le parece? Apoyará la escalera de Jules en el poste central, trepará por ella y dejará caer una bala de cañón dentro de esta caja. La caja se convertirá en un montón de astillas. Entonces me arrodillaré en su lugar e Ignatz dejará caer la bala sobre mí. ¿Qué le parece? — iAdmirable, Obie! —Florian se volvió hacia Edge y dijo—: ¿Lo ves? Esto es espectáculo. Muy bien, que se prepare todo el mundo. Pronto daré a los músicos la señal de tocar Espera al carromato, que indicará a Monsieur Roulette el momento de volcar la carga. — ¿Volcar qué? — De interrumpir la visita gratis. Dejará de hablar del museo y del león y volcará a los mirones (la gente, la carga) dentro de la tienda. En cuanto estén todos sentados, podrá empezar el desfile y el espectáculo. Zachary, ¿no tendrías que cargar tus armas? — Lo haré en cuanto madame Hag haya vendido entradas a esos rezagados. Debo pedirle que me preste un poco de harina de maíz. —¿Para qué? — Ya se lo he dicho, sólo usaré una ligera carga de pólvora en la pistola, así que quiero poner un poco de harina de maíz en el fondo de cada cámara antes de introducir la bala. —Pero ¿no se esparce una nube de polvo amarillo cuando se dispara? — No, se quema al salir del cañón detrás de la bala. Y también quema los residuos de pólvora de disparos anteriores, así que ayuda a mantener limpio el cañón. Todos los tiradores de pistola conocen este pequeño truco. — Vaya, vaya. Cada día se aprende algo. Unos diez minutos después, un estruendo de corneta y bombo acalló el murmullo expectante de la multitud presente en la gran carpa. Entonces sonó el silbato de Florian. Esta vez la cabalgata se inició con el coronel Ramrod, en solitario esplendor. Entró en la tienda montando a su tordo Trueno y dio al galope varias vueltas a la pista, con el sable en alto. Aún llevaba sus
viejas botas del ejército, pantalones azules y guerrera con botones de latón, pero Magpie Maggie Hag le había encontrado en alguna parte un tricornio adornado con una pluma enorme que le prestaba un aspecto tan arrogante como el de los célebres petimetres Stuart y Custer. Sin embargo, los espectadores no le vieron así, porque le recibieron con un aplauso entusiasta. Para sorpresa y alivio de Edge, esta ovación le hizo sentir menos como un ridículo farsante y más como un verdadero artista, de modo que intentó de buena fe actuar como tal. Mientras galopaba en torno a la pista, blandía el sable con compases de estocada, altibajo, lateral y muñequeo, floreo, quite —por lo menos, todo lo bien que podía sin un adversario a quien atacar—, haciendo centellear la hoja y provocando más aplausos del público. Algunos hombres incluso profirieron un estridente y estremecedor «grito rebelde». La corneta volvió a sonar fuera y el coronel Ramrod detuvo en seco a Trueno ante la puerta trasera. Entonces puso al caballo al paso y mantuvo el sable en posición de ataque para dirigir la gran cabalgata de artistas, caballos y elefante. Incluso se unió a la canción: «iSaludos a todos, damas y caballeros! iNo dejéis que nada os arredre...!» En el número inicial, Tim Trimm entró lentamente en la arena, envuelto en sus ropas de payaso, y fue reprendido por Florian: — Tendrías que levantarte más temprano, jovencito. El pájaro madrugador es el que se lleva el gusano, ya sabes. —iJa! Entonces el gusano se levanta aún más temprano. ¿Debo imitarle a él? Esta y otras réplicas agudas de Trimm suscitaron las risas esperadas. Pero entonces dijo Florian: —Te jactas de trabajar tanto todos los días, que seguramente disfrutas mucho de la cama por las noches. Y Timmy replicó: — No, señor. En cuanto me acuesto, me quedo dormido. Y en cuanto me despierto, tengo que levantarme. —Miró de reojo y concluyó—: De modo que no disfruto en absoluto de la cama. El público volvió a reír o una gran parte de él. También se oyeron algunos fuertes gritos de «i Qué vergüenza!» y «iDesagradable!» y «iVaya lenguaje!» —Dios, es la pandilla de arpías que vinieron ayer —dijo Madame Solitaire, que miraba entre bastidores. Florian dio una bofetada a Trimm por esta respuesta, pero en vez de imitar el sonido del cachete, Tim echó a correr, obligando a Florian a seguirle. Tim corría torpemente con sus botas y pantalones voluminosos y al final cayó de bruces al suelo. Se levantó casi en seguida, perdiendo, al correr tanto, las botas como los pantalones, de modo que las piernas cortas y delgadas parecían tijeras bajo el faldón de la camisa. Los espectadores volvieron a reír con ganas, excepto la madre de Vernon y
Vernelle y sus compañeras, que silbaron y abuchearon, gritando: «!Es una vergüenza, una vergüenza!», hasta que los demás dejaron de reír y observaron un silencio incómodo. Una de las mujeres se levantó, se volvió lentamente para recorrer las graderías con una mirada que parecía una daga y declaró en voz alta: —i Vecinos, creo que os estáis divirtiendo demasiado para ser buenos cristianos! El gentío adoptó una expresión sumisa, como si la mujer hubiese dicho la verdad. Por una vez, el carácter colérico de Tim Trimm resultó útil. Detuvo en seco su carrera tambaleante y señaló con furia a las mujeres que todavía gritaban «iEs una vergüenza!» contra el hueco de sus manos juntas. Saltó varias veces y chilló con voz estridente: — iEste espectáculo no continuará hasta que esos borrachos disfrazados de mujeres sean obligados a comportarse bien! El público volvió a retorcerse de risa —y también la gente del circo— y otros muchos dedos señalaron a las mujeres. Estas palidecieron de indignación, luego enrojecieron de azoramiento y por fin intentaron deslizarse como cangrejos hacia el extremo del banco, sin levantarse, pero esto provocó siseos entre el público —«iEsos borrachos tratan de escabullirse para ir a tomar un trago!»— y entonces las mujeres saltaron literalmente de los bancos y salieron corriendo de la tienda. Tiny Tim reanudó su número de payaso, obteniendo unas carcajadas y unos aplausos que no estaba acostumbrado a oír. Y cuando al final salió de la pista, fue recibido por sus colegas con unas aclamaciones y palmadas en la espalda igualmente insólitas. El resto de la primera mitad del programa fue tan bien acogido aquí como lo había sido en Lynchburg. Las buenas gentes de Lexington cayeron con la misma ingenuidad en el engaño del «cumpleaños de la anciana» y celebraron con el mismo entusiasmo su conversión en Madame Solitaire, y se horrorizaron del mismo modo ante el «fiero» mordisco de Maximus en el brazo del capitán Hotspur y el derramamiento de sangre de asno. El intermedio fue un tormento para Edge y Yount, porque Florian los había reservado a ambos para la segunda mitad del programa. Se confiaron mutuamente varias veces su esperanza de que ocurriera algo que prolongara el descanso indefinidamente, y también expresaron varias veces el deseo de que terminara en seguida para poder actuar cuanto antes y acabar de una vez con el éxito o el fracaso de su estreno. Como siempre, la segunda mitad empezó con la presentación de Clover Lee como pariente próxima de los generales Fitz y Robert E., y la presentación de su caballo Burbujas como un pariente no menos próximo de Viajero. Cuando concluyó el número y Clover Lee aún saludaba bajo los aplausos dedicados a ella y a Burbujas, Florian fue a la
puerta trasera de la tienda, donde Yount esperaba, nervioso, vestido con su ropa interior y las pieles, y le dijo: — Es tu turno, Hacedor de Terremotos. ¿Alguna pregunta antes de que te presente? —Sí —contestó Yount y, como abrumado por el terror a las candilejas, preguntó sin que viniera a cuento—: ¿Por qué dice siempre a la gente que aplauda a los caballos? No hacen más que correr en círculo, lo mismo que he visto hacer a los caballos de los indios. —Tienes razón, Obie —dijo Florian, respondiendo a Yount con la misma seriedad de éste—. Nuestras monturas no podrían competir con las razas puras. Pero fíjate en la salida que hace ahora Burbujas. Su paso es tan altivo como si hubiera hecho ballet aéreo. ¿Debería yo negar al animal una parte de la admiración que todos los artistas anhelan y disfrutan? —Supongo que no. No se lo escatimaría nunca, sólo quería saberlo. Florian citó en un murmullo: ¿Ha pisado más noblemente Pegaso alado que Rocinante, cojeando hasta Dios? Yount preguntó: —¿Es otro de los poemas que ha compuesto por el camino? — No, ojalá fuera así. ¿Preparado, Hacedor de Terremotos? — Sí, dentro de lo que cabe. Aunque estuvieran nerviosos o aprensivos o simplemente aterrados, tanto el Hacedor de Terremotos como los demás participantes en este número dieron muestras de una gran habilidad. Bajo una fanfarria de corneta, bombo y banjo, Florian lo presentó de forma rimbombante como «el increíble ser humano descubierto por una expedición científica que exploraba la Patagonia, nombre que en lengua argentina significa "País de los Gigantes"...». Y así continuó un rato más. —Y ahora, vestido como Hércules con las pieles de los fieros leones que ha matado con sus propias manos... !el hombre más fuerte del mundo, el Hacedor de Terremotos! Yount entró a grandes zancadas por la puerta trasera, con un porte casi tan majestuoso como el de Brutus, que le seguía montado por Abdullah, que aporreaba el bombo. El elefante arrastraba por el suelo una malla de cuerdas con las tres balas de cañón, que entrechocaban con estrépito, y el animal procuraba caminar despacio, inclinado hacia adelante, como si la carga fuese demasiado pesada incluso para un behemoth. El ex sargento Obie Yount obedeció todos los consejos que le había dado el capitán Hotspur, empezando por resoplar audiblemente cuando hizo rodar las balas de hierro desde la malla al centro de la pista. Incluso mejoró el efecto cuando se dio cuenta de que,
colocándose bajo un rayo de sol filtrado por uno de los agujeros del techo, hacía más visible su cabeza recién afeitada. Después de secarse varias veces las manos con el trapo y cambiar repetida, mínima y escrupulosamente la posición de las tres balas de cañón en torno a sus pies, realizó grandes esfuerzos —que duraron varios minutos— para levantar una sola bala con las dos manos. Mientras el público profería una exclamación tras otra, volvió a dejar la bala en el suelo, se secó otra vez —las manos, la calva, la negra barba, incluso las axilas—, volvió a levantar despacio la misma bala, se la puso bajo el brazo, se agachó y con un esfuerzo todavía mayor levantó la segunda bala con la otra mano. Estallaron los aplausos. Giró la mano para colocarse la bala bajo el brazo, sosteniendo así las dos balas entre los codos y la cintura. Esto le dejó las manos libres y, cuando volvió a agacharse, pudo coger a duras penas la tercera bala con las yemas de los dedos. Una vez logró enderezarse del todo, con las dos balas bajo los brazos y la tercera agarrada precariamente por los dedos estirados de ambas manos, el Hacedor de Terremotos ya no tuvo que fingir que estaba sudando. La apoteosis del número también fue bien. El capitán Hotspur entró al trote y trepó por la corta escalera apoyada en el poste central. El Hacedor de Terremotos, de nuevo con muchos ajustes mínimos, colocó la caja de fruta y después levantó con esfuerzo una bala de cañón y la dejó sobre un peldaño de la escalera. Entonces Hotspur y el Hacedor de Terremotos iniciaron un diálogo de gestos y gruñidos que ocasionaron más ajustes en la posición de la caja de fruta. Por fin, obedeciendo a una señal, Adbullah tocó el bombo, primero con suavidad y después con fuerza, el Hacedor de Terremotos hizo un ademán enérgico y Hotspur empujó la bala para que cayese de la escalera. El impacto convirtió la vieja caja en un montón de astillas. El Hacedor de Terremotos volvió a levantar la bala de cañón para depositarla donde estaba Hotspur, encima de la escalera, y a continuación se colocó de cuatro patas en el lugar donde había estado la caja de fruta. Ahora sudaba con tanta profusión que las gotas de sudor se veían caer de su cara al suelo, que miraba fijamente, con sus saltones ojos. Después de otro diálogo de gruñidos y otro toque de tambor de Abdullah, aún más prolongado, de pianissimo a fortissimo, con un estruendoso !bum! final, Hotspur hizo caer otra vez la bala, en el repentino silencio, de modo que su impacto contra el cuello del Hacedor de Terremotos sonó como una almádena contra el costado de un buey. El Hacedor de Terremotos exhaló un potente gruñido, que tal vez no fue simple comedia, pero su cabeza continuó en su sitio, su cuello permaneció intacto y la bala de cañón siguió donde había caído. Después de un momento muy tenso, se irguió sobre las rodillas, manteniendo la cabeza inclinada, y luego se puso de pie, con la bola de
hierro sobre la nuca. Esperó los aplausos, que fueron prodigiosos, y entonces dejó rodar la bala hasta el hombro y por el brazo extendido. En el último instante giró la mano, que quedó con la palma hacia arriba, y la bala se deslizó hasta ella. Le dio una vuelta como si no pesara nada y por último la dejó caer para que el público pudiese oír su convincente golpe sordo contra el suelo. Hubo aplausos más y más prolongados, mientras Hotspur y Trimm hacían rodar las balas hasta la malla para que Brutus se las llevase a rastras. —iLo has hecho como un consumado artista circense! —exclamó Florian, dando una buena palmada al hombro de Yount y corriendo en seguida a la arena para presentar al siguiente artista, el coronel Ramrod. —Espero hacerlo igual de bien —murmuró Edge, vacilante. El artista consumado, su sargento hasta hacía muy poco, le dijo: —Sólo has de actuar como un verdadero coronel, coronel. —Señor Obie, ha sudado mucho hacia el final —observó Clover Lee, riendo—. Apuesto algo a que ha deseado tener algo de pelo para amortiguar la caída de esa bala de cañón. —No era por eso, señorita —contestó con sinceridad el Hacedor de Terremotos—, sino porque de repente se me ha ocurrido pensar que me rompería el cuello sin remedio si alguien del público se levantaba y gritaba: «iEsas balas son las de Stonewell!» Esta observación divirtió y relajó tanto a Edge, que cuando Florian terminó su larga presentación, saltó a la pista con casi tanta soltura como Clover Lee. —!... azote de los pieles rojas, héroe de las guerras fronterizas, oficial de nuestra propia e indomable caballería confederada... el mejor tirador del mundo, coronel RAMROD! Cuando Clover Lee adoptó graciosamente la posición de V, el coronel Ramrod la imitó, levantando en alto la carabina guarnecida de latón y sosteniendo en la otra mano el tricornio con la pluma. Los espectadores aplaudieron por algo más que cortesía o expectación, porque aplaudían a su uniforme gris. —Como primera exhibición de su virtuosismo en el arte de disparar, damas y caballeros... —dijo Florian, comenzando en seguida otra tanda de superlativos. Clover Lee bailó hasta el poste central, donde estaban amontonados los escasos útiles de Ramrod, y éste, emulando la minuciosidad del Hacedor de Terremotos, frunció el ceño y fingió examinar su arma, desde la boca hasta la llave de percusión. —... sólo un disparo, sólo una bala —gritó Florian—, y por lo tanto, sólo una oportunidad de acertar el blanco en movimiento, damas y caballeros. Les daré cinco segundos para que hagan entre ustedes las apuestas que deseen. —Mientras Florian contaba despacio en voz alta,
el coronel Ramrod sintió la mirada fija de la multitud, como si él fuera el foco de un batallón de cañones de fusil—. Mam'selle... !ya puede lanzar! La muchacha lanzó el plato de lado, en dirección a la cúspide de la tienda. Ramrod tenia la carabina terciada. Sin apresurarse, se llevó la culata al hombro, amartilló el gran percusor, fingió apuntar como si realmente tuviese en el punto de mira al pequeño y pálido objeto y disparó simplemente en su dirección, seguro de que una parte de los perdigones daría en el blanco. El tiro de la carabina hizo tanto ruido, que el plato pareció desintegrarse en silencio. Clover Lee saltó alborozada como si hubiese apostado por un buen tiro y ganado. Tim Trimm entró corriendo para coger la carabina descargada, mientras la gran nube de humo azul se disipaba y los espectadores aplaudían al hombre de gris. Entonces el coronel desenfundó la pistola y la examinó con el ceño fruncido: hizo girar el tambor, contó las cápsulas, etc. Florian continuó su retahíla de frases, mientras Clover Lee llevaba los cinco platos restantes al arco de la pista que sólo tenía detrás la puerta trasera de la tienda, y fijó el borde de cada plato en el círculo de tierra de la pista para que se mantuvieran rectos. —iAtención, damas y caballeros! —reclamó Florian—. Cinco blancos y el coronel Ramrod sólo tiene seis cartuchos con que acertarlos y romperlos. Ramrod introdujo de nuevo la pistola en la funda de la cadera derecha, con la culata de nogal hacia adelante, dejando abierta y levantada la lengüeta de cuero. Caminó hasta el borde del círculo más alejado del blanco y separó un poco las manos de las caderas, un poco más abajo del nivel de la cintura, hasta que Florian gritó: «Fuego!» Lo que siguió se produjo con tal rapidez, que el estallido de la pistola pareció poner el signo de exclamación a la orden de Florian, y el primer plato de la hilera se desintegró. El coronel Ramrod se había llevado en un segundo la mano izquierda a la funda, sacado el revólver y amartillado el arma con el pulgar cuando la tuvo delante de la cara. Entonces bajó la mano izquierda, dejando al parecer la pistola levitando en el aire el tiempo justo para que la mano derecha la agarrase, apuntase con ella y apretase el gatillo... todo con tal celeridad que pareció ocurrir de modo simultáneo con la orden de Florian. Mientras el humo azul flotaba a su alrededor y el público aplaudía y Clover Lee hacía cabriolas de placer, el coronel Ramrod imprimió varios giros a la pistola con un solo dedo en el guardamonte, con un estilo impecable, y la guardó en la funda. Podría haber hecho añicos los cuatro platos restantes con la misma rapidez con que amartillaba el arma, pero el Hacedor de Terremotos le había aconsejado: «Finge que todo es realmente difícil», así que disparó contra el siguiente plato con una rodilla en el suelo, el otro, sosteniendo el revólver con la mano izquierda, y el otro, empuñando el arma en la
cadera, como si no apuntara en absoluto. Y entre tiro y tiro, se secaba las palmas contra los pantalones y el dorso de la mano contra la frente y entornaba los ojos, como si la tensión y concentración fueran casi excesivas para la resistencia humana. Cuando hizo añicos el último plato, Clover Lee y el público reaccionaron con tanta alegría como si acabara de matar el último yanqui de Virginia. — iAhora! —gritó Florian cuando pudo hacerse oír—. Ahora que el coronel Ramrod ha conseguido lo casi imposible, va a intentar lo verdaderamente imposible. Mam'selle Clover Lee, ¿tiene usted la fe suficiente en la maestría de este caballero oficial para poner la propia vida en sus manos? La muchacha pareció nerviosa y vacilante, pero sólo un momento. En seguida, noble y valiente, asintió con gran convencimiento. — Muy bien —dijo Florian—, usted decide. Damas y caballeros, ahora tengo que pedirles una quietud y un silencio absolutos, porque lo que el coronel Ramrod va a intentar ahora... !es disparar directamente al rostro de esta valiente muchacha de modo que ella pueda detener la bala con los dientes! —Varias personas profirieron una exclamación ahogada—. ¡Por favor! Silencio absoluto. Será mejor que quienes no puedan resistir la contemplación, abandonen el pabellón en este mismo momento. También deben salir los propensos a desmayos o ataques epilépticos. Ningún sonido o movimiento debe distraer al coronel Ramrod. El coronel Ramrod no pudo por menos de sonreír ante toda esta comedia, y la sonrisa no era su expresión más atrayente. La gente le miró con fijeza, algunos tomando quizá su mueca por una de melancolía frente a la perspectiva de hacerle daño a la chica, otros creyendo quizá que expresaba la auténtica naturaleza maligna que le había inducido a diezmar a los pieles rojas. Clover Lee estaba de pie, de espaldas a la puerta trasera de la tienda, con las manos en las caderas, la cabeza erguida y una expresión en el rostro de despedida a este mundo cruel. —¿Está preparada, mam'selle? —preguntó Florian. Ella no se movió ni asintió, sólo le miró de reojo—. Entonces, encomiende su alma a Dios, querida. ¿Está usted preparado, coronel? —Ramrod humedeció sus labios, pasó las manos por los pantalones, se ajustó el sombrero y asintió—. Muy bien, no diré nada más ni daré la orden de fuego. Desde este momento, señor, actúa usted por su cuenta. —Y salió de la pista. El coronel Ramrod separó los pies y adoptó una postura firme, tensa y alerta. Apuntó realmente con mucho cuidado... bajo, para que ninguna partícula de la harina de maíz todavía caliente salpicara de modo inofensivo los leotardos de Clover Lee. Después de la pausa más larga y emocionante de las actuaciones del día, disparó. Clover Lee se inclinó un poco hacia atrás y sus manos se apartaron de las caderas en un ademán inseguro, como para afianzarse, mientras el humo azul borraba
brevemente su perfil. Entonces se la vio sonreír, entornando los labios y enseñando sus dientes blancos y brillantes. La multitud exhaló el aliento contenido con un murmullo. Clover Lee se llevó la mano a la boca, se sacó un trozo de plomo de entre los dientes, lo levantó y bailó alrededor de la pista, exhibiéndolo ante el público, que aplaudía de modo atronador. Tras una vuelta entera ante las gradas, miró a un anciano sonriente, de ojos muy abiertos, que aplaudía con fuerza, y le tiró la bala. —iExamínela, señor! —gritó Florian, y la multitud empezó a calmarse— Pásela a los demás, para que todos puedan verla. La bala es una prueba muy clara de su terrible impacto contra los frágiles dientes de esta bonita muchacha. Mientras el coronel Ramrod caminaba hacia atrás por la pista, saludando repetidamente con su tricornio emplumado, comprendió que Clover Lee no había cogido a hurtadillas una bala de su bolsa de municiones y pertrechos, sino que debía de haberla recogido del suelo, detrás de los platos que hacían de blanco: una bala plausiblemente deformada por el concienzudo manoseo de los asistentes. Era posible que ahora trabajase con tramposos, pero eran tramposos profesionales y conocían su oficio. —Prometes convertirte en un verdadero artista, Zachary, ami —dijo Monsieur Roulette en la puerta trasera, donde esperaba su turno para actuar—. Esa fea mueca que has hecho justo antes de la apoteosis ha sido magistral. Ambigua. Intrigante. Edge pensó y dijo: —No he hecho más que sonreír. —Incluso yo me preguntaba: ¿teme el riesgo de matar a la chica, o le excita la idea, peutétre? La ambigüedad es un verdadero arte. —No he hecho más que sonreír —repitió Edge, y su colega se fue, dando saltos mortales hasta la pista, mientras Florian gritaba: —... El rápido, resbaladizo, flexible, elástico y ágil saltimbanqui... i Monsieur ROULETTE! Edge y Yount no tenían nada más que hacer hasta que montasen a Trueno y Rayo en el desfile final, cantando Lorena con los otros. Un poco después, cuando la gente ya se había marchado y los artistas esperaban la cena, Florian fue a felicitar al coronel Ramrod por su primera actuación. Edge estaba algo apartado de los demás, inmerso al parecer en una profunda reflexión, y sólo murmuró un agradecimiento distraído por los elogios. —¿Qué ocurre? —preguntó Florian—. ¿Los nervios acumulados ya empiezan a hacer mella en ti? —No, no, estoy muy bien. No he sufrido ningún efecto. Esto es lo que me preocupa. —¿Por qué? Edge respiró hondo.
—Me preguntaba si estoy realmente hecho para esta clase de carrera. He sido un soldado durante casi toda mi vida, enfrentado a las realidades más duras. —Lo mismo encontrarás aquí. La vida circense no se diferencia mucho de la militar. Siempre estamos en marcha, como un ejército, preocupados por la logística de vivir de la tierra. Como soldados, observamos la disciplina del deber, pero tenemos libertad, incluso licencia, cuando estamos de permiso. La diferencia principal entre el circo y el ejército es una que creo que debería atraerte. No funcionamos de acuerdo con manuales y reglamentos rígidos, de modo que tenemos un amplio margen para la improvisación y la iniciativa. No hay dos días iguales en un circo. Esperamos lo inesperado: sorpresas, obstáculos, inconvenientes, el ocasional golpe de buena suerte. Esto hace que siempre estemos preparados para cualquier eventualidad. Si alguna vez tuvieras que volver al ejército, esta experiencia haría de ti un oficial mejor. —Admito que la parte logística de un circo es bastante real, pero... ¿y la parte de exhibición? Perdóneme, señor Florian, no quiero parecer banal, pero... —Nos gusta pensar en el circo como en un arte, y yo no consideraría un arte como algo banal —respondió Florian, sin irritación—. De hecho, nuestro arte es el más antiguo... actuar. Aunque también el más efímero, debo confesarlo. Proyectamos luz en el aire, sí. Pero como la luz en el aire, no dejamos marcas, ni huellas, ni historia. Los poetas dejan pensamientos, los artistas dejan visiones... incluso los guerreros dejan actos. Nosotros sólo entretenemos y no pretendemos hacer nada más importante. Venimos a comunidades aburridas, donde personas del montón llevan vidas corrientes y les traemos un poco de novedad, un toque de exotismo. Por espacio de un día, tal vez, hacemos que esta gente eche una ojeada al oropel y la gasa, al peligro y la temeridad, a la risa y la emoción que quizá nunca han conocido. Y luego, como un sueño o un cuento de hadas, o lo que los escoceses llaman fascinación, nos vamos y caemos en el olvido. —¿Lo ve? Un soldado puede ser un peón en un juego, pero el juego en sí no es un cuento de hadas. —Los guerreros dejan actos, ¿verdad? Quieres ser recordado. Nosotros sólo queremos divertir. —Tampoco me refiero a esto. Diablos, dudo de que el general Stonewell sepa ahora, que está bajo tierra, si le recuerdan o no. Sólo quiero decir que un oficial, incluso el soldado raso más insignificante, trata mientras vive con cosas sólidas y duraderas. —¿Son verdades eternas? —preguntó Florian en tono sarcástico—. ¿Con verdades inmutables? Permite que te recuerde algo, Zachary. Hace unos años luchabas contra los mexicanos con el uniforme de la Unión. Si
ahora que la guerra ha terminado llevaras todavía el mismo uniforme azul, ¿qué supones que haría tu ejército? Luchar al lado de los mexicanos para echar a los franceses de las Américas. —Está bien, no son verdades eternas —concedió Edge, un poco molesto—, pero en un momento dado, un soldado sabe siempre dónde está. Quién es enemigo, quién es aliado, qué es negro y qué es blanco. Quiero decir que aquí, en el circo, hay momentos en que uno sabe dónde está y otros en que no lo sabe. Sí, sí, tienen realidades, como preocuparse de conseguir lo suficiente para comer y dinero para continuar. Sin embargo, llega un día en que todo cambia y entonces se encuentran ante la más pura irrealidad. Como... Sarah, por ejemplo. Sé que usted está al corriente de lo nuestro. —No es necesaria ninguna explicación, Zachary, ni ninguna disculpa. Mucho antes de que aparecieras en escena, Madame Solitaire y yo habíamos llegado a un entendimiento y a un cómodo acuerdo. Un hombre de mi edad no busca la posesión exclusiva de un amor, sólo disfrutarlo tranquilamente a intervalos. Un amor otoñal da al hombre el sobrio esplendor y el calor tibio de un crepúsculo de septiembre, sin zarandearlo con las tormentas primaverales del resentimiento o los celos. —No me disculpaba. Y tampoco me quejaba de compartirla con usted. Lo que quería decir era... bueno, que cuando ella y yo somos Sarah y Zack, se trata de algo real. Pero cuando se convierte en Madame Solitaire, es... no sé... es un cuento de hadas de tul y lentejuelas. — Edge hizo una pausa y continuó—: Quizá esto se acerca más a lo que quiero decir. Esta tarde le he oído recitar aquellos versos sobre Pegaso y Rocinante. He pensado que creía sinceramente en ellos. —Señaló la gran carpa—. Nada de cuanto dice ahí dentro suena sincero, — Oh, bueno... es teatro —dijo Florian, encogiéndose de hombros. —No es sólo usted, sino la diferencia entre Sarah Coverley y Madame Solitaire, entre Hannibal y Abdullah, entre Peggy y Brutus. En un momento dado son una cosa y al siguiente, otra. Y ahora me pasará a mí. Zachary Edge y el coronel Ramrod. En cuanto he terminado mi actuación en la pista, Jules Rouleau ha dicho que me admiraba por ser ambiguo, cuando lo único que había hecho era... —Oh, bueno... Monsieur Roulette... —dijo Florian, volviendo a encogerse de hombros. — Son todos y todo. Un momento es el negocio, como encontrar comida y pienso, y sentimientos sinceros, como esos versos suyos. Y el siguiente es pura fantasía. De lo real a lo irreal. ¿No debería ser, incluso un circo, una cosa o la otra? Florian meditó un momento y por fin señaló y dijo: Mira allí.
Clover Lee se había lavado las prendas recién usadas y las estaba tendiendo. El sol se ponía y sus rayos horizontales de color ámbar proyectaban chispas multicolores y reflejos de luz sobre los leotardos que la muchacha había colgado de la cuerda. Florian añadió: — Esa prenda está decorada con lentejuelas prendidas, brillantes, cequíes o como quieras llamarlas. Cada una de ellas es una cosa, una entidad; existe, es una escama diminuta de metal brillante. En la arena del circo, ya sea bajo la luz del sol o de las candilejas, refleja un parpadeo de color. Y el público de un circo, como no está muy cerca del artista que las lleva, ve sólo estos fulgores rojos, dorados, verdes y azules. Ahora dime, Zachary, ¿qué es más real, la escama de metal inerte o el reflejo vibrante de color? Decide esto y habrás contestado a tus propias preguntas. Y estarás además en camino de convertirte en un filósofo de bastante mérito. —Florian se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, antes de irse, volvió a preguntar—: ¿Qué es más real? ¿La lentejuela o el destello? Si la mañana siguiente hubiera sido de esas que recuerdan a un hombre que el mundo real es un lugar dentellado y granuloso de intemperies, deberes pesados, esperanzas vanas y desengaños inevitables, es posible que Edge se hubiera despertado en el mismo estado anímico de perplejidad y hubiese abandonado el circo sin pensarlo dos veces, pero el día amaneció salpicado de una luz y una belleza tan irreales, que el mundo se antojaba un lugar agradable, henchido de promesas. La aurora tiñó el cielo de rosa, un cielo con nubecillas esponjosas, blancas como la inocencia, cuyas sombras pintaban manchas esmeraldas sobre los ordinarios campos verdes y manchas de zafiro sobre las ordinarias montañas azules. El aire tibio parecía de mayo y los árboles de hojas jóvenes centelleaban por doquier como lentejuelas. Incluso el cementerio contiguo al terreno ferial parecía festivo, con los jacintos, tulipanes y junquillos que la gente había amontonado dos días antes sobre las tumbas. Y Edge notó en la cara aquella brisa familiar que sopla siempre desde lugares lejanos y llama: «Ven a ver lo que yo he visto.» Se ponían en camino esta mañana temprano. La próxima ciudad un poco grande era Staunton, a unos cincuenta kilómetros de distancia, y Florian quería recorrerlos en un día. Por esto habían desmontado la gran carpa la noche anterior y guardado en los carromatos los enseres de mayor tamaño. En aquellos momentos la mayoría de hombres cargaban los últimos objetos y enjaezaban a los caballos, deteniéndose de vez en cuando para coger una torta caliente o una tira de tocino frito que las mujeres cocinaban y repartían por turnos. — ¿Te importaría conducir a Rayo en el furgón de la carpa, Zachary? —preguntó Florian—. Nuestro Hacedor de Terremotos está un poco tembloroso.
—Un poco... !qué diablos! —gimió Yount—. Creo que ayer me rompí de verdad el cuello. iMi maldita jactancia! Con muecas, respingos y movimientos lentos, se abrió la camisa para enseñarle las magulladuras. Edge silbó y dijo: —Obie, ¿recuerdas las puestas de sol en el desierto mexicano? No tendrás que actuar más. Podemos llamarte un panorama y cobrar a la gente por venir a contemplarte. — No te preocupes, Obie —le consoló Florian—. Nuestro médico te dejará como nuevo. Docteur Médecin Roulette. —¿Qué es bueno para un cuello roto, doctor? —le preguntó Yount. —Regardez —contestó Rouleau—. Este es todo mi botiquín: vendas, linimento y láudano. Pondré linimento en la venda mientras tú bebes un poco de láudano. — Puedes viajar conmigo en la tartana, Obie —decidió Florian—. Darás menos tumbos. Media hora después, dijo: — O eso creía. Lo lamento, Obie. —El carruaje se movía de un lado a otro, dando bandazos y tumbos por un camino lleno de baches, piedras y agujeros en el que incluso Bola de Nieve tenía que vigilar dónde ponía las patas—. ¿Cómo se llama este horrible camino? ¿Y por qué es tan horrible? —Es el valle Pike, de Lexington hacia el norte —contestó Yount entre gruñidos de dolor—. Macadamizado, o solía estarlo. Una de las pocas carreteras buenas de toda Virginia. Supongo que deberíamos alegrarnos de que esté estropeada. Si siguiera en buen estado, tendríamos que detenernos a pagar peaje cada pocos kilómetros. —¿Se llevaron los del peaje todo lo recaudado, desapareciendo después? Creía que el peaje se destinaba al mantenimiento de la carretera. —No fue abandono lo que estropeó esta carretera, señor Florian. Fue la guerra. Los ejércitos rebelde y yanqui han pasado por ella sobre ruedas o herraduras durante cuatro años, atacando o retirándose. — Gimió en un tumbo—. Es una razón por la que me alegré de estar en la caballería. No teníamos que seguir los caminos; podíamos ir por los campos. Cabalgar anchos y libres. —Ah, sí. Tengo entendido que los de caballería han sido siempre los caballeros errantes de todos los ejércitos. —Bueno, no cabe duda de que yo prefería servir en esa arma que en cualquier otra. Era mejor que cavar pozos o zanjas de tiradores como en la infantería, o esquivar las grandes calabazas de hierro que se lanzaban los artilleros unos a otros. En la caballería sólo teníamos que luchar limpiamente en campo abierto. Por esto el mejor tiempo para estar en la caballería fue durante la guerra mexicana. Espacios grandes y abiertos
donde luchar, sin civiles ni pueblos que entorpeciesen el ataque. Y lo mejor de todo, estábamos lejos de todo el latón del cuartel general, de los oficiales petimetres y presumidos. Más atrás en la caravana, sentada junto a Edge en el banco del furgón de la carpa, Sarah decía: —No debes envanecerte ahora, Zachary, porque un público ha aplaudido tu actuación. Aún necesitas mucha práctica y estudio. Verás, cualquiera puede montar un número para la galería en un par de días, como tú has hecho, pero montar un número de artista puede requerir un par de años. Inventando, ensayando y perfeccionando. —No te preguntaré por la diferencia —dijo Edge—. Me imagino que vas a decírmela. —Es la diferencia entre lo vistoso y lo artístico. Un público corriente se entusiasma ante algo que parezca difícil o peligroso, pero sólo otros artistas y muy pocos espectadores entendidos apreciarán un número que sea difícil pero parezca fácil, porque se hace con habilidad, gracia y... !diantre! —El carromato dio un tumbo excepcionalmente pronunciado—. Ahora mismo estamos casi haciendo un número en la cuerda floja. Alguien dio unos golpes dentro del carromato. Edge detuvo el caballo y la puerta trasera se abrió. Magpie Maggie Hag apareció en el umbral, explicando que intentaba coser los nuevos trajes pero no podía hacerlo en unas condiciones idóneas para guisar un huevo revuelto. Dicho esto, trepó al pescante, se sentó con ellos y Edge volvió a poner en movimiento a Rayo y dijo a Sarah: —Supongo que un verdadero artista prefiere actuar ante los pocos entendidos que ante los vítores de toda una multitud. —¿No lo preferirías también tú? —preguntó ella—. ¿No lo preferías ya en la caballería? ¿No era mejor tener la estima de tus compañeros que ser aplaudido por un montón de civiles ignorantes en un tonto desfile de guarnición? —Supongo que sí. Pero no olvides que un soldado de caballería tiene que ser bueno en su profesión o pronto estará muerto. Sarah hizo una mueca de desdén y replicó: —Mierda. ¿Quieres que empiece a enumerar los números de circo arriesgados y a los artistas que murieron durante su ejecución? Bueno, lo diré de otro modo. El trabajo de la caballería es necesario. Magpie Maggie Hag terció: —Escucha, muchacho, la gente necesita el circo tanto como a los soldados. Existimos hace tanto tiempo como ellos. Los juglares y payasos, que en nada se diferenciaban de Abdullah y Tiny Tim, acompañaron a los cruzados. Los sacerdotes de los templos del antiguo Egipto, que sólo eran ventrílocuos como Jules Rouleau, hacían hablar a las estatuas de los dioses. Y la gente del circo no fue siempre
menospreciada; muchos alcanzaron una posición encumbrada en el mundo. Hubo en Roma una hija de domador, nacida en el circo, que fue bailarina circense y que en los libros de historia es conocida como la emperatriz Teodora. —Y ahora mismo, en Filadelfia —dijo Sarah—, hay una cantante monstruosa llamada el Ruiseñor de Dos Cabezas. Sólo es, o son una chica mulata, pero tengo entendido que gana seiscientos dólares semanales. Dólares de Estados Unidos. Apuesto algo a que ningún general de caballería ha cobrado jamás tanto. —No —admitió Edge, sin comentar la incongruencia de las dos mujeres al incluir en la discusión a una emperatriz romana y una mulata bicéfala. —Bueno —continuó Sarah—, quizá nunca seré tan famosa como un soldado necesario como Jeb Stuart o una artista legítima como Jenny Lind, pero lo que hago yo es circo e intento hacerlo lo mejor que puedo. Edge asintió con aprobación. —Por la estima de tus colegas, no sólo por los civiles ignorantes. —Sí. De todos modos, Florian dice que aquí en América es diferente de Europa. Afirma que allí el público más ordinario sabe distinguir la diferencia entre el arte verdadero y la mera exhibición. Magpie Maggie Hag corroboró estas palabras. —El circo americano y el europeo son tan diferentes como el teatro cómico de negros y el ballet. Una vez, en España, vi llorar a un saltimbanqui cuando terminó su actuación, de tan bien que le había salido. —Nosotras creéis que el señor Florian nos llevará de verdad a Europa? —preguntó Edge. —Lo hará o lo intentará hasta que reviente —respondió Sarah—. Y quizá tenga que reventar. Anoche, cuando sumó todas nuestras ganancias (incluyendo las de Mag y nuestra parte de las colectas durante los oficios en la tienda), obtuvo un total de cuarenta y tantos dólares federales y unos cinco mil confederados. Aunque encuentre el modo de cambiar éstos por unos cincuenta dólares verdaderos, el total no pasa de cien. —Y no es probable que tropecemos con más predicadores que necesiten alquilar un tabernáculo —dijo Edge. Sarah prosiguió: —Sacó un mapa y decidió que Baltimore es nuestra mejor esperanza para conseguir un barco. Y calculó que entre aquí y allí hay diez o doce ciudades dignas de que hagamos una parada. Si todas pagan lo mismo que Lynchburg, y si puede cambiar los billetes secesionistas que aceptamos, y si podemos subsistir por el camino sin tener que pagar, y si no nos sucede algún desastre que nos cueste dinero, podríamos llegar a Baltimore con un total de cuatrocientos o quinientos dólares.
—No sé mucho sobre travesías por mar —dijo Edge—, pero diría que cualquier compañía naviera pediría mucho más que eso para llevarnos a todos a través del Atlántico. —No a todos nosotros —dijo Magpie Maggie Hag—, sino a más que todos nosotros. —Antes de que Edge o Sarah pudieran preguntar qué quería decir con esto, añadió—: Madame Solitaire, hace mucho tiempo que no me cuentas ningún sueño. ¿No has tenido ninguno que necesite ser interpretado? —Sólo el de siempre —contestó Sarah en tono alegre—. Me caigo del caballo y hay una red que me sostiene, así que no me hago daño, pero luego no puedo desprenderme de la malla. —Y ya te he dicho qué significa. Pero aún falta mucho tiempo. Edge preguntó cortésmente: —¿Todos le cuentan sus sueños, madame Flag? No me refiero a las espectadoras, sino a la gente del espectáculo. —Todos, sí. —¿Ha tenido alguien un sueño significativo? —preguntó Sarah. —Sí. Al cabo de un momento, Sarah volvió a preguntar: —¿Quién? —No diré quién, ni qué sueños han sido, pero uno me sugiere una rueda que gira, y otro, problemas con una mujer negra. —No tenemos ninguna negra en el espectáculo —dijo Edge. —Y nadie trabaja con ninguna clase de rueda —observó Sarah, pensativa—. Maggie, ¿quieres decir que uno de nosotros va a hacer un disparate o Hannibal se casará con una chica negra, o qué? —No importa —respondió Magpie Maggie Hag—, iremos a Europa, sí, y más de los que somos ahora. —¿De modo que alguien más se unirá a nosotros? —insistió Sarah. La vieja gitana asintió dentro de su capucha, pero no dijo nada más. Tarde, aquella misma noche, Edge dijo a Sarah: —Antes de dormirte, dime una cosa. Ese sueño que has mencionado, ¿lo tienes todas las noches? —No. Sólo de vez en cuando. No lo he tenido ninguna de las noches que hemos pasado juntos, así que no espero soñarlo hoy. Pero cuando lo sueño, y esto es lo curioso, siempre es igual. Me caigo de un salto mortal, pero encima de una red. Volvían a estar acostados lejos de los otros, esta vez en un campo de las afueras de Staunton. La caravana de carromatos había llegado después de anochecer, así que habían acampado sin levantar la gran carpa. ¿Y cómo interpretó Maggie este sueño? —preguntó Edge. —Oh, murmuró un galimatías incomprensible. La malla de la red, yo enredada en ella... voy a caer en malos hábitos y seré abandona
da. Algo parecido. —Espero que no creas en semejantes cosas. Sarah se encogió de hombros dentro de su abrazo. —Lo creeré si sucede y cuando suceda. Acertó lo de la muerte de Abe Lincoln. No la mencionó para nada. Se fue a dormir temprano, quizá con dolor de estómago, y todos lo tomaron por un portento. —Bueno, espero que tenga razón en lo de ir a Europa. Y no tardaremos mucho en saber si se incorpora alguien más al espectáculo. —Su voz empezó a extinguirse a medida que se adormilaba. Me pregunto qué ocurrirá primero... —Me llano Abner Mullenax —dijo un hombre, agarrando y retorciendo la mano de Florian—. !Este espectáculo suyo, amigos, ha sido superior! Era la tarde del día siguiente, el circo acababa de terminar la función y aquel hombre había salido de la gran carpa junto con el resto de espectadores. Llevaba prendas de granjero, pero Edge calculó que no pasaba de los cuarenta años, por lo que era bastante joven para llevar uniforme... y probablemente lo había llevado: un parche negro le cubría un ojo. —El espectáculo ha sido tan estupendo, que quiero demostrarles mi gratitud —le dijo a Florian—. Voy a ofrecerles algo muy especial. Florian murmuró algo vago. Antes de que el hombre apareciera, se había quejado a Edge y Rouleau de la escasa afluencia de stauntonianos y la mala calidad de los artículos que habían cambiado por entradas. No estaba de humor para más desengaños, pero pareció sorprendido y un poco menos serio cuando Abner Mullenax continuó: —Tengo una enorme carpa multicolor que puedo poner a su disposición. Es grande como ésta y mucho más nueva. Y no me pregunten cuánto pido por ella. Sólo vengan a echarle un vistazo y si la quieren, se la regalo. Mi carreta está allí y mi casa a sólo cinco kilómetros de distancia. Si nos damos prisa, podemos salir antes de que esta gente bloquee el camino. Podrían estar aquí de vuelta con la tienda nueva antes de anochecer. ¿Qué les parece? Los tres hombres del circo se miraron, más que perplejos, pero sus expresiones coincidieron: ¿por qué no? Fueron con Abner Mullenax hasta su destartalada carreta y subieron a ella; Florian se sentó a su lado en el pescante y Edge y Rouleau ocuparon la parte posterior, este último vestido todavía con sus chillonas ropas de circo. Mullenax agitó con fuerza las riendas para poner en movimiento al mulo del arado y consiguieron anticiparse al resto del público, que aún se dispersaba. Recorrieron una corta distancia por el Pike y después tomaron un camino de tierra y, exceptuando una digresión —«Hay una jarra ahí
atrás, amigos, debajo de la paja. Beban lo que quieran y luego nos la pasan»—, Mullenax habló de su tienda durante todo el camino. —... una cosa espléndida y flamante de verdad. La he guardado durante toda la guerra. Mi mujer y mis hijas querían cortarla para hacerse vestidos y otras cosas, pero no las dejé. Una cosa como ésa no se corta a pedazos. Ha de guardarse entera y, por Dios, que así lo he hecho. Florian pudo por fin decir unas palabras: Perdone, señor Mullenax, pero... — Llámeme Abner. Tenga, beba un trago. Florian bebió un sorbo del whisky de maíz y volvió a intentarlo: —Ejem, Abner, ¿en qué circo estaba? — ¿Yo? —Se echó a reír—. En ninguno, hasta ahora, a menos que usted cuente la batalla de First Manassas. —Bebió un buen trago de la jarra—. ¿Quiere decir de dónde he sacado la tienda? La encontré, después de ser licenciado del ejército por invalidez. Me alisté pronto, perdí el ojo con el que suelo apuntar, por culpa de una bala en Manassas, y dejé pronto el ejército. Volví a mi granja y allí estaba la carpa, en mi tierra. —¿Encontró una carpa de circo? Mullenax le miró con un ojo inyectado en sangre. —!No creerá que pude robar una cosa de ese tamaño! — No, no, claro que no. Pero es casi tan difícil de creer que un circo levantara la carpa en su tierra y luego se fuera, dejándola abandonada. —No estaba montada, sólo tirada en el suelo. Yo tampoco podía creerlo. Era como si hubiese llegado volando desde alguna parte. — iVaya! —exclamó Florian, estupefacto—. Se la pudo llevar el viento. Nunca lo he visto, pero es posible. Aunque no puedo imaginar que la gente del circo no la persiguiera para cogerla. Abner Mullenax alternó los sorbos de whisky con discursos sobre su breve servicio militar durante el resto de la hora que tardaron en llegar a la granja, un lugar tan destartalado como su carreta. Sólo los saludó el débil ladrido de un perro— ninguna de las mujeres mencionadas por Mullenax— y una familia de cerdos, que gruñeron y chillaron con el vigor del hambriento. Los hombres bajaron del carro y Mullenax, un poco vacilante, los condujo a la parte posterior del granero y a un almiar que procedió a revolver con energía. — ¿Ven como la he cuidado bien? Fuera de la intemperie y de la vista. Incluso las dos ocasiones en que me visitaron los yanquis, se tuvieron que contentar con un cerdo o dos que dejé a su alcance. No entraron a buscar aquí. Cuando hubo apartado el heno suficiente, vieron que ocultaba otra carreta de aspecto vulgar, pero cubierta por gran cantidad de tela doblada y rollos de cuerda. Edge y Rouleau se acercaron para ayudar a Mullenax a apartar más heno, hasta que vieron que la tela era mitad
granate y mitad blanca y llevaba cosidas unas enormes letras de tela negra. Curiosamente, las cuerdas eran más delgadas que las corrientes de circo, y de una fibra más fina, y parecían formar una especie de malla. Cuando hubieron descubierto todo el carro, vieron en seguida las tres grandes letras superiores, que eran «RAT». —Ma foi! —exclamó Rouleau, anonadado—. No me extraña que sus mujeres quisieran cortarla. Este género es seda. Florian le dio un fuerte codazo para hacerle callar, pero Edge estaba en el otro lado de la carreta y nadie pudo evitar que comentase: —Sí, fina seda japonesa, y doble, además. Y estas cuerdas son de lino. —Entonces rió. Confundiendo la expresión del rostro de Edge, Mullenax inquirió, preocupado: —¿No sirve una tienda de seda? —Oh, estoy seguro de que podemos hallarle alguna utilidad... —empezó Florian, pera Edge le interrumpió. —Señor Mullenax, esto no es una carpa de circo. — ¿Qué? —exclamó el granjero, e hipó. ¡Pero si esta monstruosidad es dos veces más grande que mi casa! —¿Encontró con ella una especie de cesta? ¿Una gran cesta de mimbre? —preguntó Edge. — Pues, sí —contestó Mullenax, mirando a Edge como las mujeres del público miraban a Magpie Maggie Hag cuando recitaba oráculos—. Está debajo de la tela, y si fuera de zinc sería lo bastante grande para que se bañaran en ella dos o tres hombres. Y hay otras cosas... madera, latón, caucho. Pensaba que era utilería del circo. Edge se volvió hacia Florian, cuyo aspecto era a la vez perplejo e irritado. —¿Quiere que lo desdoblemos un poco, señor Florian? Estas letras rezarán «SARATOGA». —No importa dijo Florian, con cierto mal humor—. Me imagino que lo ha visto antes. ¿Qué es? —Nunca había visto éste, pero he oído hablar de él. Es un globo de observación yanqui. —iPor todos los diablos! —farfulló Mullenax. —Hace cuatro años —explicó Edge—, después de First Manassas, cuando los rebeldes estuvieron a punto de tomar Washington, los yanquis abrigaron serios temores sobre la seguridad de su ciudad y la rodearon de toda clase de sistemas defensivos, incluyendo el Cuerpo de Globos. Todos los globos tenían su nombre. Este, Saratoga, estaba en Centreville, y un hombre subía a bordo todos los días para escudriñar posibles movimientos rebeldes en la estación de Manassas. Entonces se levantó un vendaval de noviembre, y los globos no pueden permanecer muy altos cuando hay viento. Los yanquis bajaron el Saratoga lo
suficiente para que el observador pudiera abandonarlo de un salto, pero el globo se les escapó. El viento del norte se lo llevó como a una hoja de otoño. Nadie supo nunca qué había sido de él. —Bueno —dijo Mullenax—, me alegro de haber sacado algo de Manassas. iPero lo he guardado todo este tiempo como una maldita joya de familia y ahora, mierda! ¿De verdad que no les sirve? — Mais, oui! —gritó Rouleau, con los ojos brillantes—. Un circo que pueda presentar la ascensión de un globo... iuy! —Le habían propinado otro fuerte codazo. —No vale nada para nosotros, Abner —dijo en seguida Florian—, pero supongo que podremos usarlo para algo. El problema principal es el transporte. —Oh, qué diablos —exclamó Mullenax—. Déjelo en la carreta tal como está. Iré a buscar la mula, la engancharé y se lo llevaré hasta el circo. — Esto es muy generoso, pero nosotros no tenemos dónde ponerlo. Todos nuestros carromatos ya están llenos a rebosar. —Maldita sea, hombre. Abner Mullenax nunca hace un regalo a medias. También les doy esta carreta y la mula para tirar de ella. Sólo tiene que decir si las quiere. — Está bien, sí, las queremos —dijo Florian, aturdido y casi suspicaz—, pero no querríamos abusar de usted. Nos hace una espléndida oferta, señor, pero no puedo evitar preguntarme... —Se abstuvo de sugerir la posible influencia de la jarra de whisky en esta transacción sin precedentes—. Quiero decir... ¿no nos pide nada a cambio? Nos da un globo, algo que probablemente no usaría nunca, pero ¿y la mula y el carro? Ambos son necesarios para un granjero. — Sólo si continúa siendo un granjero —contestó Mullenax, con un destello de astucia en su ojo inyectado en sangre—. ¿Puedo enseñarles otra cosa? Los condujo a una pocilga maloliente donde un puerco, un par de cerdas y tres cerditos se revolcaban en el barro, haciendo más ruido del que Maximus el león había hecho en su vida. — ¿Han visto alguna vez un cerdo amaestrado? — Pues... sí. — Ahora verán a otro. Una escalera corta y tosca, de factura doméstica, estaba apoyada contra la pared exterior de la pocilga. Mullenax la levantó por encima de la pared y la dejó apoyada en el interior. Al instante, uno de los cerditos se arrastró por el lodo hasta la escalera, agitó escrupulosamente las patitas para desprender la suciedad, subió por los peldaños con la agilidad de un gato, se detuvo, orgulloso, dio media vuelta y bajó otra vez. Otro cerdito se acercó para hacer lo mismo, y después el tercero. Mullenax sacó la escalera antes de que pudieran repetir la secuencia.
— iVaya, qué bonito! —exclamó Florian—. ¿Los ha amaestrado usted, Abner? —No. No mentiré para jactarme de ello. El caso es que si se coloca una escalera delante de cualquier cerdo, que no sea demasiado pesado, trepará por ella tal como trepa por los peldaños de una valla en el campo. No sé por qué, les gusta hacerlo. —No lo había oído decir nunca. —Poca gente lo sabe. Yo tampoco lo sabía hasta que me enteré por casualidad. Un día puse la escalera aquí dentro y se lo vi hacer. —Es gracioso —dijo Florian. Hubo un corto silencio durante el cual el único ojo de Mullenax le miró con expresión implorante. Florian añadió— : Supongo, Abner, que quiere vendernos los cerditos como condición para darnos el... —iNo, señor! Todo lo que les pido es que se lleven a los cerditos junto con el globo, la carreta y la mula. Y conmigo. Los hombres del circo le miraron con ojos desorbitados y por fin Rouleau preguntó: —¿Quiere huir con el circo, mon vieux? —Eso es. Quiero que me contraten, a mí y a estos cochinillos, como un número de circo. Ustedes fijan el salario, o trabajaremos sólo por la manutención. — Hummm —murmuró Florian—. Veamos. Cerdos. Jabalíes. Jabalíes salvajes de Tasmania. Parche de ojo... pirata... capitán Kidd. No, ya tenemos un capitán... —Amigos, no quiero atosigarlos —dijo Mullenax—, pero tengo razones para apresurarme. — iHecho! —decidió Florian—. iBarnacle Bill y sus salvajes jabalíes de Tasmania! — i Yiihuuii! Mullenax profirió el penetrante grito rebelde, sobresaltando a toda la granja. Incluso los cerdos enmudecieron. — Ha mencionado a su esposa e hijas, Abner —recordó Florian—. ¿No debería hablar con ellas? Al fin y al cabo... —No están aquí. Las llevé a ver su circo. — ¿Se ha marchado, dejándolas allí? —Vendrán a pie cuando se cansen de buscarme. O algún vecino las traerá en su carro. Por eso tengo prisa. Podemos volver por otro camino, para no encontrarlas. — ¿Piensa desaparecer, simplemente? —preguntó Edge—. ¿Sin despedirse? ¿Sin decir nada? — Usted no conoce a mi mujer y mis hijas, coronel. Si es afortunado, no las conocerá. Y si es aún más afortunado, no tendrá nunca esposa e hijas propias.
—Pero ¿no saldrán en su persecución? —preguntó Florian—. No dejamos la ciudad de modo inmediato. Hoy ha habido tan poco público, que nos quedamos para hacer otra función mañana. No nos marcharemos hasta pasado mañana, e incluso entonces no desapareceremos como una nube en el horizonte lejano. Un circo viaja a ritmo muy lento. —Esta colmena de hembras ha deseado perderme de vista desde hace muchísimo tiempo. Si los animales y yo permanecemos ausentes mañana y los seguimos a ustedes cuando se marchen, no es probable que las mujeres nos vayan a la zaga. Pensarán que valía la pena perder una mula y unos cochinillos para deshacerse de mí. Vamos, muchachos, échenme una mano. Con Mullenax en las riendas y Florian, Rouleau y Edge sentados en el pescante para no estropear la preciosa carga de seda y lino que llevaban en la carreta, cada uno apretando en sus brazos a sendos cerditos, inquietos y chillones, dieron un rodeo hasta el terreno del circo y no encontraron por el camino ni a la señora ni a las señoritas Mullenax. En el trayecto, Rouleau preguntó interesado a Edge qué más sabía sobre globos y las técnicas de su funcionamiento. —No mucho —confesó Edge—; he visto varios flotando en el aire. Globos yanquis. Creo que los confederados intentaron elevar globos unas cuantas veces, pero yo sólo vi uno en una ocasión. Lo llenaron de gas en la fundición de Tredegar. —Arrétez. ¿Qué clase de gas? —Lo ignoro, maldita sea. Pero el Cuerpo de Globos yanqui tenía máquinas tiradas por caballos que lo fabricaban sobre el terreno, dondequiera que se necesitara. Las vi por un catalejo, pero no sabría decirte nada sobre ellas. Sólo un par de grandes cajas de metal pintadas de azul claro, montadas en furgones corrientes, y muchas mangueras en todas direcciones. —Hemos de aprender todas esas cosas —dijo Rouleau en tono concluyente—. Hemos de convertirnos en aeronautas. Poseer un globo y no elevarlo sería una vergüenza. Una atrocidad. C'est tout dire. Tiene que volar. A la mañana siguiente, Hannibal montó a Peggy por todo Staunton, golpeando su bombo y gritando invitaciones, mientras Tim Trimm recorría la ciudad montado sobre Burbujas, pegando y clavando carteles. Obie Yount pasó la mañana practicando, dolorosa pero obstinadamente, con sus balas de cañón. Se había convencido a sí mismo de que la escasa afluencia de público de la víspera era culpa suya porque estaba demasiado dolorido para actuar como Hacedor de Terremotos, y no se convenció de lo contrario cuando toda la compañía le aseguró que Staunton no podía estar esperando a un Hacedor de
Terremotos. Los demás artistas pasaron la mañana de modo más placentero, sacando el globo de su largo confinamiento y desdoblándolo sobre el terreno para admirarlo. Abner Mullenax permaneció en un lado, orgulloso, y desayunando el contenido de un tazón —parecía tener una cantidad ilimitada de ellos—, mientras sus nuevos colegas se paseaban de un extremo a otro de la gran extensión de tela y alrededor de las cuerdas y cesta de mimbre, haciendo comentarios encomiásticos, calculadores o entusiastas. Sarah leyó el nombre del globo y dijo: — Saratoga. Una vez ejecuté desnuda el número «Mazeppa» en la sala de convenciones de Saratoga Springs. Cuando esto esté hinchado, será dos veces más alto que aquella sala. — Sí, la maldita bolsa es gigantesca —asintió Roozeboom.Florian tocó la tela y dijo: —Está cubierta por una capa de barniz elástico que debe de servir para hacerla impermeable. —Mis conocimientos geométricos se han oxidado un poco, pero supongo que estamos ante unos mil doscientos metros de seda pongis —observó Edge. —iCaray! —exclamó Magpie Maggie Hag, lamiendo sus labios delgados casi con voluptuosidad—. iCuántos trajes nuevos podría hacer! Para todos los del espectáculo. —Jamais de la vie! —dijo Rouleau con severidad—. Esto no es un armario de ropa blanca, madame; esto podría ser la base de nuestra fortuna. —No a menos que encontremos una manera de hincharlo —observó Edge. El objeto de su contemplación era, incluso desinflado, algo impresionante. La parte de seda medía, extendida, dieciséis metros en su punto más ancho. —Hinchado, tendría unos diez metros de diámetro —calculó Edge, volviendo a su geometría— y el doble de longitud. Un monstruo en forma de pera con franjas alternas de color granate y blanco, con nesgas meticulosamente superpuestas, engomadas y reforzadas. El extremo más estrecho de la pera se convertía en un tubo hueco terminado por una espita de latón de la que colgaban una cuerda azul brillante y una correa roja. La cuerda azul recorría todo el interior del globo, conectada a un complicado dispositivo de válvulas, hechas de caoba, latón y caucho y cosidas en la misma punta del bulbo superior del globo. —La correa roja también parece subir por todo el interior —dijo Florian— , pero que me maten si sé para qué sirve.
—Creo que ya lo veo —dijo Magpie Maggie Hag, ante la sorpresa general—. Una nesga de arriba está superpuesta y cosida de modo muy superficial. —Ah, bien entendu! —exclamó Rouleau—. Cuando uno ha usado con cautela la cuerda azul, a fin de abrir la válvula superior para que descienda y aterrice, ha de tirar de la correa roja para desprender ese panel. Así se deja salir el gas restante para deshinchar el globo, con objeto de no arrastrar la cesta por el suelo. Después tiene que volver a coserse antes de la siguiente ascensión. La parte superior del cuerpo blanco y rojo del Saratoga estaba cubierta por una fina red de cuerda de lino, ahora suelta y lacia, pero que se ceñiría estrechamente al globo cuando estuviera hinchado. Los extremos inferiores de las cuerdas de lino estaban recogidos bajo el globo, firmemente sujetos a un robusto aro de suspensión, hecho de madera y de un metro y medio de diámetro. De este aro, y de cuerdas menos numerosas pero más gruesas, pendía la oblonga góndola de mimbre, cómoda para dos personas, pero un poco justa para tres. Edge llamó la atención general hacia el hecho de que en el fondo de la cesta se había colocado una lámina de hierro. —Está blindada —dijo— para que el observador no resulte herido en los... ejem... entre las piernas por tiradores que le disparen desde tierra. Sin embargo, no corre mucho peligro, excepto cuando se eleva o desciende, porque en el aire está fuera del alcance de los disparos de rifle. —La seda ha resistido intacta a los dobleces —observó Florian—, pero me he dado cuenta de que la malla de lino se ha deshilachado y abierto en algunos lugares. Como la malla es lo que aguanta al aeronauta, será mejor que la aseguremos. Capitán Hotspur, le agradeceré que haga los remiendos necesarios en sus ratos libres. Y, Mag, deja de poner esa cara de desengaño. Ya te encontraremos en otra ocasión una tela bonita con que trabajar. Entretanto, aún tienes que terminar los trajes para Obie y Zachary. Y necesitaremos un conjunto pirata para nuestro nuevo artista, Barnacle Bill. Así, pues, Magpie Maggie Hag, aunque refunfuñando, apartó a Edge del balón y a Yount de sus ensayos de hombre forzudo para probarles los trajes que les había cosido, y también separó a Mullenax de su desayuno líquido. Florian, Roozeboom y el Hombre Salvaje procedieron a doblar de nuevo el Saratoga para volver a guardarlo en la carreta. Mientras el coronel Ramrod y el Hacedor de Terremotos se probaban sus nuevos trajes con mucho cuidado, a fin de no descoser las costuras hilvanadas, la anciana sometió a Barnacle Bill a un severo escrutinio y decretó que ya poseía el detalle más necesario del equipo de un pirata: el parche del ojo. Se limitó a darle un pañuelo gitano muy chillón para atarse en torno a la cabeza y un descolorido pullóver a rayas verdes y
blancas para sustituir la camisa de algodón, y declaró que ya estaba disfrazado. También despidió a Edge y a Yount después de hacer algunos retoques en sus nuevas prendas, y Yount volvió muy serio a sus balas de cañón, mientras Edge se paseaba hasta la gran carpa, donde vio usar un aparato circense que aún no conocía. De la mitad del poste central sobresalía, en ángulo recto, un poste más delgado, como la botavara de una vela cangreja, sujeto por un anillo de hierro que le permitía girar libremente en torno al poste central. Llegaba más o menos hasta la mitad de la pista y tenía un agujero en el extremo, por el que pasaba una cuerda que colgaba de la punta del poste central y que a su vez estaba sujeta al cinturón de cuero de Clover Lee, la cual daba vueltas a la pista, de pie sobre la grupa de Burbujas. Ignatz Roozeboom conducía al caballo, tocándolo de vez en cuando con la borla de su largo látigo, mientras con la otra mano agarraba el otro extremo de la cuerda que colgaba de la punta del poste central. —Esto se llama cuerda de caída —explicó, cuando Edge se lo preguntó— . Yo la sujeto, ¿ves? Baja por la polea del poste central hasta el extremo de la botavara y luego al cinturón de seguridad de mam'selle. Si ella cae del caballo, yo tiro de este extremo y así evito que toque el suelo. La cuerda de caída es para los números nuevos o difíciles. —Estoy intentando enseñar a Burbujas un giro a izquierda y derecha — gritó Clover Lee a Edge—. Ya sabe, una pequeña cabriola a la izquierda y a la derecha mientras salto las ligas y guirnaldas. Añade un nuevo atractivo al número. Hizo la demostración. Roozeboom, sujetando con fuerza el extremo de la cuerda de caída, blandió el látigo. El caballo, sin aflojar el paso, cruzó las patas hacia la izquierda mientras Clover Lee daba una voltereta y aterrizaba ligera y limpiamente sobre la grupa de Burbujas. Entonces Roozeboom volvió a blandir el látigo y el caballo cruzó las patas hacia la derecha, pero esta vez vaciló torpemente mientras Clover Lee estaba en el aire, por lo que no se encontraba en su lugar cuando ella bajó. Sus pies resbalaron de la grupa del caballo, Roozeboom se apoyó en la cuerda y la muchacha quedó suspendida en el aire, riendo y sin dejar de dar vueltas a la pista a dos metros escasos del suelo. Roozeboom fue soltando la cuerda y bajando a Clover Lee hasta que ésta tocó la arena con los pies y se detuvo graciosamente. —Al maldito rocín no le gusta el pastel de cerezas —dijo. —No creo que le guste a ningún caballo —respondió Edge—, pero, ¿a qué viene esto? Clover Lee le dirigió una mirada de paciente tolerancia. —En jerga circense, pastel de cerezas significa trabajo extra, porque se debería cobrar dinero extra y no suele ser así. En cualquier caso, nadie
pertenece de verdad al circo si tiene pereza de trabajar. Entonces es mejor pirarse, lo cual significa coger los trastos y dejarlo. Edge salió de la tienda, reflexionando. Era consciente de que Clover Lee no le había acusado de perezoso, pero también sabía que la muchacha se esforzaba mucho para perfeccionar un matiz de su actuación que pasaría por alto a la mayoría de patanes que lo contemplaran y de que, mientras tanto, el Hacedor de Terremotos estaba en el patio trasero, poniéndose en forma para trabajar, y que él, el coronel Ramrod, ganduleaba, así que empezó a pensar maneras de mejorar su propio número. Y justo entonces se acercó por el camino un niño negro que llevaba una cesta de calabazas secas y multicolores. —¿Me compra una calabaza, massa? ¿Para refrescarse? Edge le dio dos entradas para la función de la tarde, un pago extravagante, sin duda, y recibió toda la cesta. Las calabazas se abrirían bajo el impacto, rompiéndose de modo tan impresionante como los platos, pero eran mucho más vistosas y, como tenían diferentes tamaños y formas, darían al público la sensación de ser un blanco más dificil. El coronel Ramrod se sintió muy satisfecho con esta idea. Usó las calabazas en su número de la tarde. Los espectadores, aunque no llenaban la tienda, eran bastante más numerosos que los de la víspera y apreciaron debidamente los disparos del coronel Ramrod. Entre los que aplaudían con frenesí figuraban dos niños negros, uno de los cuales gritó al otro, rebosante de alegría y orgullo: «iHa usado mis calabazas como blanco!» Naturalmente, Florian no incluyó en la función a Barnacle Bill y sus jabalíes salvajes de Tasmania para evitar que fuesen reconocidos y su presencia revelada a las mujeres Mullenax. Abner presenció el espectáculo escondido bajo las gradas, contento de no actuar en aquel su primer día con el circo. —Tengo planes para esos cerdos —confió a Edge—. Ahora que los he apartado de las distracciones de la vida en la granja, voy a enseñarles muchas más cosas que subir y bajar de una escalera. A Edge le divirtió un poco que un neófito, que ni siquiera había pisado aún la arena, ya estuviera ansioso de ofrecer un número nuevo y asombroso para el mundo. Sin embargo, Edge descubriría que todo artista de circo, por muchos que fueran sus años y grande su experiencia, siempre considera su número susceptible de perfeccionamiento, y también que un director de circo no está nunca satisfecho con la secuencia y variedad de su programa y siempre intenta mejorarlas. Ahora que Florian tenía en la nómina al Hacedor de Terremotos y al coronel Ramrod —y a Barnacle Bill esperando entre bastidores—, dijo a Monsieur Roulette aquella tarde en Staunton que omitiera su poco afortunado número de ventriloquia. Esta decisión no provocó ninguna protesta. Todos los miembros del circo, incluido el propio Roulette, consideraron que era un alivio, tanto para él como para el público. Nada
resentido, Jules se dedicó asiduamente, a partir de entonces, a embellecer su número acrobático con contorsiones aún más espectaculares... lo que él llamaba brincos de simio, saltos de león, souplettes y «brandies». También se procuró una pequeña lámpara de queroseno y en las actuaciones siguientes entró sosteniendo la lámpara con una mano mientras daba volteretas sobre una sola mano. —Impresiona a la gente —dijo a Yount— ver la llama encendida mientras hago esto. —Diablos, me impresiona a mí —contestó Yount. —Pourquoi? Si lo piensas bien, ami, ¿por qué no tendría que seguir encendida la llama? —Supongo que tienes razón. Pero es muy vistoso. —Y añadió—: Tendré que idear nuevos trucos si no quiero ver eclipsado al Hacedor de Terremotos. Como Edge y Yount habían dicho, el valle de Shenandoah, al norte de Staunton, estaba lastimosamente asolado por la guerra. Lo que antes habían sido granjas, graneros, establos, silos, vallas e incluso montones de leños, no eran ahora más que piedras desmoronadas y troncos y tocones quemados. Los únicos animales que podían verse eran en su mayoría viejos caballos lisiados o enfisematosos, abandonados por uno u otro ejército. En muchos lugares donde el camino del valle tendría que haber franqueado un río o un arroyo, ahora se interrumpía en el aire, pues el puente había sido destruido por Sheridan en su intento de hacer el valle impracticable para otros ejércitos. Algunos de estos ríos eran fáciles de vadear, pero en otros, los campesinos más emprendedores — en general negros—habían hecho balsas con aparejos de poleas que arrastraban ellos mismos, y así trasladaron al circo, de carromato en carromato. El precio era modesto y los dueños de las balsas aceptaban billetes confederados, pero nunca habían fijado un precio para la travesía de un elefante. No fue necesario. Peggy prefería nadar en cualquier oportunidad y lo hacía con mucho más aplomo que los barqueros improvisados. Los pueblos y ciudades del valle seguían en pie, pero no intactos. Sheridan había tenido demasiada prisa durante su quema para detenerse a destruir totalmente las comunidades, contentándose con demoler principalmente fábricas, almacenes, arsenales, graneros e instalaciones por el estilo, de modo que las ciudades ofrecían un triste aspecto: calles donde faltaba un edificio aquí, una hilera de casas más allá, o plazas enteras convertidas en solares cubiertos de escombros. Los edificios que aún permanecían en pie estaban agujereados por disparos de rifle, muchos por cañonazos y algunos se hallaban inclinados sobre sus cimientos.
Los ocupantes de las casas quemadas se habían construido viviendas habitables con diversos tablones saqueados o tiendas abandonadas por el ejército. Aquí y allí en la distancia, fuera de la ruta de Sheridan en el mismo centro del valle —y por ello lo bastante remotas para que los yanquis se preocuparan de ellas—, podía verse alguna que otra sólida casa solariega e incluso algunas casas de plantación de estimable magnificencia que habían escapado a la quema. Dondequiera que viviese un hombre, mujer o niño capaz de trabajar, los campos de las granjas estaban plantados, por lo menos en parte, y los cultivos ya empezaban a verdear. Por doquier, la suave primavera de Virginia vestía con decencia los rastrojos, pastos, prados y laderas de las montañas, aunque sólo fuese con malas hierbas, arbustos y flores. Por todo el valle habían florecido los cerezos silvestres, que desperdigaban tan pródigamente sus grandes pétalos blancos que incluso la miserable superficie del camino estaba alfombrada como la ruta de una marcha triunfal, y las herraduras y ruedas de la caravana de carromatos enviaban al aire cascadas de pétalos en una nevada continua y cálida. El valle revivía, aunque lenta y dolorosamente, y los habitantes podían esperar una resurrección más rápida cuando los hombres jóvenes empezasen a volver de la guerra. Por ello parecieron tomar la llegada del Floreciente Florilegio de Florian como un buen presagio, pero era patético lo poco que tenían que ofrecer a cambio de unas entradas. Esto indujo a Florian a decretar que el circo permanecería en cada una de estas ciudades de la parte norte del valle por lo menos dos días, y a veces tres, a fin de que todos los aldeanos tuvieran ocasión de acudir a la ciudad desde los pueblos vecinos. De este modo, aunque significaba el doble o triple de trabajo, el circo obtenía en cada ciudad —algunas monedas de plata, muchos billetes confederados, comestibles, prendas de vestir y utensilios—aproximadamente lo mismo que con una función en la ciudad relativamente intacta de Lynchburg. Cuando el circo se instaló en Harrisonburg, Magpie Maggie Hag ya había terminado los trajes de pista para Edge y Yount. El Hacedor de Terremotos se puso y paseó orgullosamente, incluso en su tiempo libre, con la falsa piel de leopardo de hombre de las cavernas. El coronel Ramrod, por muy disfrazado que se sintiera con su uniforme negro y amarillo, ya no temía por lo menos denigrar el uniforme gris confederado. La gitana había encontrado incluso el suficiente género de lana para hacer una capa a juego con el uniforme. Era negra por fuera y amarilla por dentro, tenía un cuello rígido que le rodeaba la cabeza como un cubo para carbón y era larga hasta el suelo. La primera vez que salió con ella a la pista sólo la llevó hasta que cesaron los aplausos de bienvenida, y entonces se la entregó a Tiny Tim antes de empezar la ronda de disparos. —iNo, no, no! —le reprendió después Florian.
— Diablos, esa prenda es un estorbo —respondió Edge—, me molesta para trabajar. — Pues, quítatela —dijo Florian—, pero no así. Hazlo con un toque decorativo. Mírame. Se puso la capa y dio la vuelta a la tienda vacía con unos aires de fanfarrón que hacían ondear vistosamente la capa a su alrededor mientras agitaba la mano, saludaba con una reverencia y levantaba los brazos en forma de V ante un público imaginario. Después, sin dejar de caminar, se desenganchó la capa del cuello y con una mano le imprimió un impulso que convirtió la prenda en un rueda negra y amarilla que giró hasta posarse lenta y espectacularmente en el suelo. —Así es como debes hacerlo —dijo—. Y repítelo cuando te la pongas, para recibir el aplauso de despedida. Obediente, Edge se alejó para aprender a pavonearse con la capa. Estos días todos los artistas ensayaban algo, o bien sus rutinas establecidas u otras nuevas que estaban probando. La incorporación al programa de tres hombres nuevos había despertado en los artistas antiguos un renovado espíritu competitivo, lo cual hacía aún más difícil el trabajo para los Primeros de Mayo. El hecho de que el circo permaneciese ahora dos o tres días en cada lugar, en vez de desmantelar la carpa y reanudar la marcha en días alternos, daba a la compañía tiempo sobrado por las mañanas y las noches para perfeccionar sus números y revisar sus trajes y accesorios. Cuando Hannibal Tyree no estaba en la arena o desfilando como Abdullah el hindú, practicaba sin cesar sus juegos malabares y de equilibrio, y con accesorios cada vez más numerosos, diversos y exóticos. Ahora podía formar surtidores y cascadas de formas y pesos tan diversos como una herradura, un ramillete de flores, una lata de manteca vacía, un huevo de gallina, y —después de muchos ensayos— quitarse y añadir a los demás objetos uno y luego otro de sus gastados zapatos. Hannibal y Tim Trimm también se dedicaban a incrementar el repertorio para banjo del Hombre Salvaje. Le hicieron escuchar todas las melodías que usaban en el programa, desde la obertura de Dixie Land a los acordes finales de Lorena. También le enseñaron la pieza que habían elegido para acompañar la exhibición de fuerza bruta del Hacedor de Terremotos, Si tienes el pie bonito, enséñalo y, naturalmente, Barnacle Bill el Marinero para el último número. Abner Mullenax nunca había oído esa canción ni conocía su existencia, pero se quedó atónito cuando la oyó tocar a los músicos, porque Tiny Tim cantaba al son de la música y cantaba la letra obscena de la canción original, Bollocky Bill.
—¿No son estas palabras un poco sucias para un público mixto? — preguntó con ansiedad a Florian—. Los cerdos y yo hacemos un número decente. —Mientras actúes, sólo se tocará la música, Abner. Nadie cantará la letra. —Bueno, si es así... muy bien. No quiero que tiren huevos podridos a mis cerdos. No era probable. Los cerditos gustaron a todos los públicos, incluso durante las primeras actuaciones, cuando no hacían nada más que subir y bajar escaleras. Sin embargo, al llegar a Woodstock, Mullenax ya había enseñado al cerdito más pequeño e inteligente a hacer algo que encantó a los campesinos. Sólo por un par de mañanas, Mullenax pidió prestada a Roozeboom la cuerda de caída, ató a ella al cerdito, lo colocó fuera del borde de la pista y, con ayuda del látigo de Roozeboom, lo incitó a trotar. Sólo podía correr en círculo alrededor de la pista y Mullenax lo detenía lanzando la borla del látigo delante de su hocico. Además, en aquel mismo momento hacía un clic con la uña del pulgar. Después de unas cuantas vueltas, el cerdito aprendió a detenerse al oír el clic, sin necesidad del látigo. En la segunda sesión de trabajo, Mullenax ya adiestraba al animal sin atarlo a la cuerda de caída. A partir de la primera función en Woodstock, el cerdito, al que Florian insistía en llamar Hamlet, aunque Mullenax encontraba el nombre «poco digno» (1), era la estrella del número de los cerdos y casi la atracción principal de todo el espectáculo. Barnacle Bill hacía trotar al cerdito en torno a la arena, entonces le gritaba: «Hamlet, elige a la chica a quien le gusta besar» y, en el inmediato tumulto de risas, nadie oía el leve clic de la uña que hacía parar al cerdito delante de una muchacha bonita de la primera fila de bancos, que se ruborizaba mientras todos reían a carcajadas. Barnacle Bill tocaba a Hamlet con el látigo para que reanudara su trote hasta que oía gritar: «Elige a la chica a quien le gusta besar en la oscuridad», y así sucesivamente. En muchas funciones posteriores, Florian tuvo dificultades en hacer salir de la pista al pirata y su cerdito, porque los espectadores nunca parecían cansarse de ellos. Un día, cuando Mullenax se retiró por fin después de una larga serie de bises y saludos, dijo a Florian, respirando con fuerza: —Quizá ya estoy listo para cosas más grandes. ¿Cree que el capitán Hotspur me enseñaría a amaestrar leones, como enseña a Obie Yount a ser un hombre forzudo? — Eres muy presuntuoso —dijo Florian, pero en tono cordial—. ¿Aprender a amaestrar leones? Tienes un talento innato, no necesito decírtelo, pero se precisan muchas otras cualidades. ¿Qué te induce a pensar que aprenderías? —El hecho de creerlo ya me induce a pensar que podría. Florian le miró con aprobación.
— Una buena respuesta. Hablaré de ti al capitán Hotspur, Abner. Sin embargo, Roozeboom ya tenía muchas cosas en que ocuparse desde que el espíritu competitivo animaba a toda la compañía. Cuando no ensayaba con una o ambas Coverley nuevos números para las diversas actuaciones ecuestres y cuando no intentaba sacar a Maximus de su languidez habitual para enseñarle uno o dos trucos nuevos, Roozeboom seguía ayudando generosamente al Hacedor de Terremotos a realizar nuevas demostraciones de fuerza. En lo que fueran los extensos campos de batalla en torno a New Market, Yount había encontrado un cañón de artillería yanqui —medio sumergido en un charco de lodo ahora seco, pero en buen estado—que, con ayuda de Rayo, sacó del agujero y arrastró hasta el solar del circo. Al principio, Florian no se sintió dispuesto a añadir un accesorio tan pesado a los problemas de transporte del espectáculo, pero Roozeboom ayudó a Yount a buscar argumentos para hacerlo. —No es tan pesado como parece, Baas —dijo. —Y parecerá muy pesado cuando los patanes lo vean pasar por encima de mí —dijo Yount—. Ignatz dice que me puedo echar en la pista con dos tablas sobre el pecho y las piernas y... — Como ya he explicado a Obie, en el pecho y los muslos están los huesos más fuertes. Así, pues, Obie tiene el pecho como un barril de roble y los muslos como tocones de roble. —Haré pasar a Rayo por las tablas y... — Santo Dios, Obie —exclamó Florian—, ese percherón debe de pesar tres cuartos de tonelada. —Ya lo hemos probado. Siempre que Ignatz lo mantenga en movimiento, sólo noto todo su peso durante un segundo, cuando las tablas se inclinan para que baje por el otro lado. Ahora irá enganchado a este cañón, que también pasará por encima de mí y, como es natural, yo gemiré y me moveré mucho... para incrementar el efecto. Incluso será mejor que el número de la bala de cañón cayendo sobre mi cuello. —Bien... —vaciló Florian, frunciendo el ceño—. Pero este maldito cañón es tan grande... No podremos llevarlo, necesitaremos otro animal para que lo arrastre. El cañón de hierro sólo medía un metro y cuarto de longitud, pero iba montado sobre una enorme cureña de tablones, tornillos giratorios y cadenas colgantes, sujeta a la viga de hierro que era su trasera y barra de retroceso, todo ello flanqueado por dos ruedas más altas que el propio cañón. —No importa, Peggy puede arrastrarlo —dijo Hannibal, muy confiado—. Escuche, mas' Florian, levantará con gran delicadesa el armatoste sobre la' do' rueda'. No e' ningún peso para Peggy. Y piense lo bonito que se verá por lo' camino'.
—Bueno, está bien —dijo Florian, abriendo los brazos—. Eres responsable de Brutus. Mientras pueda hacer su trabajo normal y el de pista, no puedo quejarme. Nos quedaremos con el cañón. Tantos artistas de la compañía agregaban refinamientos a sus actuaciones, que Edge se inspiró para añadir otro a la suya, un número que, según había oído, hacían ya otros tiradores. Entre las mercancías de intercambio del furgón rojo encontró un pequeño espejo de mano femenino y empezó a tirar hacia atrás, por encima del hombro, apuntando con ayuda del espejo. Habría sido difícil si no hubiese recurrido a un truco. Cargó cuatro cámaras del tambor de la Remington con balas de plomo normales, la quinta con perdigones y la sexta, como antes, con pólvora comprimida por harina de maíz. En la pista, después de usar la carabina para disparar contra una calabaza lanzada al aire por Clover Lee, empleó el revólver para disparar contra las otras cinco calabazas colocadas sobre el borde de la arena, y desintegró cuatro de ellas con balas normales, disparadas desde diferentes posiciones. Luego, volviéndose de espaldas y usando el espejo para apuntar por encima del hombro, sólo tuvo que apuntar por aproximación a la quinta calabaza para destrozarla con el surtidor de perdigones. Por último, como de costumbre, disparó la sexta cámara, sin carga, directamente a Clover Lee para que pudiera «coger la bala» con los dientes. A Florian le gustó tanto el toque decorativo de Edge que promovió al coronel Ramrod a la codiciada «conclusión» del espectáculo, la última actuación del programa antes de la cabalgata final. Esto relegó a la última actuación anterior, del capitán Hotspur y Madame Solitaire, al penúltimo lugar, pero Sarah estaba orgullosa de Edge, «su protégé», y Roozeboom era sencillamente incapaz de sentir celos, así que aceptaron sin protestas el estrellato de segunda clase. —Tout éclatant! —exclamó Florian, encantado, dirigiéndose a Rouleau, mientras ambos contemplaban la conclusión de la última función en Strasburg—. Hemos conseguido un espectáculo más que decente. Ahora sólo nos haría falta algo más para el descanso... algo que nos reportase más dinero. Rouleau se echó a reír. —Si los patanes pudieran pagarlo. Merde alors, ya pagan bien poco por el espectáculo principal. —Estoy pensando en el futuro, Jules. En más adelante, en el norte, donde pueden pagar. En las ciudades donde la gente no se acuesta al ponerse el sol y podremos montar funciones nocturnas además de matinées. Y en Europa, donde podremos superarnos de verdad. Dejar que los pobres nos crean ricos y que los ricos nos consideren unos risquetout.
—Bien, la ascensión de un globo sería perfecta para el intermedio. Si puedo encontrar la manera de conseguirlo. Durante todo el camino he ido preguntando a todos los que tenían aspecto de ser soldados recién licenciados... si habían servido cerca del Cuerpo de Globos. Ya puedes imaginarte la clase de miradas que me dirigen. Mais, sous serment, en alguna parte, de algún modo, voy a aprender cómo se eleva al cielo azul ese aeróstato. — Bueno, hasta que aprendas creo que para el intermedio necesitamos un número adecuado. El Hombre Salvaje y el museo no son suficientes. Necesitamos monstruos auténticos... un Esqueleto Humano, una Mujer Gorda, un Hermafrodita, cosas así. Mientras vas preguntando sobre globos, pregunta si alguien ha visto por aquí a alguna criatura de esta naturaleza. Sin embargo, poco después del desmantelamiento de aquella noche, el circo descubrió que ya no tenía ningún monstruo residente. Tim Trimm fue el primero en darse cuenta. Todos cenaban alrededor del fuego cuando Tim inquirió: — ¿Se ha cansado finalmente el idiota de su violín de negros? No nos toca la serenata de costumbre. Se miraron entre sí y luego lo hicieron a su alrededor. Sarah dijo: —Estaba aquí hace unos minutos. Ha cenado, lo sé. Todo el mundo se entera cuando come el Hombre Salvaje. —Pues ahora no se le ve por ninguna parte —contestó Yount después de que toda la compañía se hubiera dispersado en la oscuridad hasta los confines del solar y reunido de nuevo en torno a la hoguera. Magpie Maggie Hag comentó con acento sombrío: — Hoy una mujer me ha pedido que leyera en su palma si tendría alguna vez un bebé. Tenía ojos salvajes, como locos, así que le he asegurado que tendría niños, pero no le he dicho que era demasiado vieja para fundar una familia. Florian parecía un poco asombrado. — Mag, ¿sugieres acaso que una mujer, desesperada por tener hijos, ha secuestrado al Hombre Salvaje de los Bosques? La gitana se limitó a encogerse de hombros. — Mierda, podría haberme escogido a mí —dijo Tim, con una risita—. Lo tendrá bien merecido cuando descubra que ha adoptado a un memo. —Pues también debe de haberse llevado su banjo —anunció Clover Lee, llegando a la hoguera—. Acabo de mirar en el carromato de la utilería y por todas partes y no aparece. Hannibal habló, perplejo: — ¿Sabes qué? Ese mushasho ha huido del sirco porque piensa que Bal es el sirco. Yo y Tim no debimos enseñarle a tocó toda esa música.
—Podría ser cierto —dijo Florian—. Incluso los más privados de intelecto pueden poseer una astucia profunda y tortuosa. Tuve una esposa así una vez. — Es inútil buscarle en la oscuridad —decidió Edge—, pero, Obie, ensillaremos al amanecer y haremos una batida. Así lo hicieron y Roozeboom y Sarah fueron con ellos, montando a Bola de Nieve y Burbujas, a fin de buscar en todos los puntos cardinales. Pero ninguno de ellos encontró al Hombre Salvaje. Hacia mediodía todos volvieron al solar y Florian dijo, resignado: —Espero que esa hembra sin hijos le haya dado un hogar y espero que le guste la música de banjo. Ahora tenemos treinta y cinco kilómetros hasta Winchester y salimos tarde. Si queréis enganchar esos caballos, nos pondremos en marcha. Y, Barnacle Bill, me temo que esto te convierte en nuestro Hombre Salvaje hasta que encontremos otro. — ¿Qué? —exclamó Mullenax. —Es un viejo dicho circense: el último payaso tiene que echarse al agua. Ser el blanco de todas las bromas y de todos los proyectiles. En otras palabras, al último en llegar le tocan los trabajos más sucios. Antes de cada función, imitarás los rugidos y ruidos de cadenas de Maximus. Luego, durante los intermedios... ejem... creo que te convertiremos en el Hombre Cocodrilo. — ¿Qué? — No es nada intolerable. Abdullah solía hacer de cocodrilo hasta que conseguimos al idiota. Tenemos que ir improvisando sobre la marcha. Seguirás haciendo tu número de Barnacle Bill en la primera mitad del programa. Después te pondrás un taparrabos, te rociaremos con cola y te revolcarás en el polvo. Cuando te hayas secado, tendrás una costra que formará unas escamas muy reales. —Por Judas. —No puedes hacerlo con tu parche de pirata, claro —continuó animadamente Florian—. Levántalo un momento, Abner, déjame ver el agujero. Oh, es horrible, sí. Bien, esto aumentará la truculencia. Tu Hombre Cocodrilo tendrá una acogida tan favorable como tu número de los cerditos. —Dios mío. Mientras la mayoría de los hombres seguían ocupados enganchando los caballos a los carromatos, Sarah dijo a Magpie Maggie Hag con cierto respeto en la voz: —Predijiste que no todos nosotros iríamos a Europa. No cabe duda de que ahora hemos perdido a uno. —Pero ganado a otro —replicó la gitana, señalando a Mullenax, que pisoteaba con mal humor el polvo en el que pronto se revolcaría—. Seguimos siendo el mismo número. Aún perderemos y ganaremos a otros.
La noche del viernes llegaron a Winchester y encontraron un terreno donde acampar cerca del cementerio negro, así que hicieron una función el sábado ante un público bastante numeroso y descansaron el domingo antes de volver a trabajar el lunes. La mayoría de artistas tenían tareas o ensayos para ocupar su tiempo libre, pero algunos pasearon despacio hasta Loudoun Street para dar un vistazo a Winchester. Todo un bloque de edificios cerca del juzgado estaba derruido y ahora usaban la plaza vacía como un mercado al aire libre, lleno de carretas de granja, carretillas y tenderetes con letreros escritos a mano: «HORTALIZAS», «PESCADO», «PASTELES», «NOVEDADES», etc., pero sólo los puestos de pescado tenían mucho que vender. Edge, Rouleau y Mullenax paseaban juntos y no miraban con demasiada atención cuando pasó por su lado una niña negra, vestida con una vieja batita de percal, que corría al mercado con una cesta casi tan grande como ella. Sin embargo, se fijaron en ella cuando volvió a pasar, una vez hecha la compra, con la pesada cesta al brazo, porque se le acercó de repente un hombre blanco de aspecto siniestro. O un hombre casi blanco. Los tres miembros del circo se habían detenido en el umbral de una tienda vacía para encender sus pipas fuera de la brisa, así que presenciaron casualmente la escena sin ser observados. — Eh, niña, déjame ver —dijo el hombre, parándola y dando un vistazo a la cesta—. Una barra de pan, dos pescados, varios paquetes de comida. Muy bien. Exactamente lo que te han mandado comprar. Y bien, ¿recuerdas dónde tienes que entregar tus compras? — Pues, claro —contestó la niña, perpleja y desconfiada—. Tengo que llevarlas a la señora Morgan. A nuestra casa, señor. — Muy bien. —El hombre levantó un dedo y ladeó la cabeza—. Ahora quiero asegurarme de que eres la chiquilla a quien me han enviado a buscar. Es la señora Morgan de... ¿qué calle? — Pues, Weems Street, señor, bajando por allí... — Exactamente. Sin embargo, la señora Morgan ha decidido que necesita estas cosas en seguida, porque va a salir a visitar a la señora Swink y no estará en Weems Street cuando tú llegues, así que me ha enviado para que se las lleve a casa de la señora Swink. Aquí tienes un penique. Ve a comprarte un caramelo y yo cogeré la ces... De improviso se vio rodeado por los tres hombres. Ninguno de ellos era bajo y ninguno parecía contento de conocerlo. Rouleau dijo a la niña: — Quédate con la cesta, petite négrillonne, y corre a tu casa. —Ella obedeció, echando a correr. Edge, asqueado, echó humo contra la cara del hombre y observó: —Es el truco más mezquino que he presenciado en mi vida. Mullenax le dijo:
—Mister, tú y yo nos vamos a aquel pasaje, para no ensangrentar la calle, a hablar de tu repugnante conducta. El hombre esbozó una sonrisa, se encogió de hombros y replicó: —Sí, hagámoslo. Mejor morir de una paliza que de hambre. Y lo merezco. Ha sido realmente el truco más mezquino jamás intentado por Foursquare John Fitzfarris. — El hambre no es excusa para robar —gruñó Mullenax. — iCómo! Es la mejor que he tenido en mi vida —dijo Fitzfarris—. Tendría que haber oído algunas de mis otras excusas. —Si tenías un penique para dar a la niña, péteur, podrías haberte comprado por lo menos un panecillo para matar el hambre. —Ay, cualquier tendero habría visto que el penique es tan falso como yo —respondió Fitzfarris—. Es un centavo mexicano que una vez me endosó un rufián. Tendría que haber sabido entonces que estaba perdiendo facultades. Vámonos a ese pasaje y acabemos de una vez. — Un momento —dijo Edge—. ¿Has estado en México? — Bueno, no exactamente. —Dio una ojeada al uniforme de Edge—. Estaba en la frontera, en Fort Taylor, cuando vosotros los soldados volvíais de allí. Fui a venderos el tónico Buen Samaritano del doctor Hallelujah Weatherby para que pudierais curaros la gonorrea contagiada por las señoritas, antes de volver a los brazos de vuestras novias. Rouleau no pudo evitar la risa y Mullenax preguntó, esta vez sin gruñir: — ¿Y fue bien? ¿Les curó la gonorrea? —Espero que sí. El líquido me había fallado miserablemente como revitalizador del cabello, analgésico, eliminador de callos, alivio de las molestias femeninas... y no sé qué más. —Se volvió de nuevo hacia Edge—. No, soldado, mi extraño aspecto no data de México. Tuve el buen sentido de permanecer al margen de aquella guerra. Sin embargo, me vi envuelto en esta más reciente y fue una bala perdida lo que me dio este aspecto pintoresco que tengo ahora. Edge lo contempló un momento y luego dijo a los otros: — Muchachos, creo que podemos pasar por alto el breve desliz de un honrado veterano, ¿verdad? ¿Y quizá ofrecerle un bocado y un trago? — Los otros dos asintieron con bastante cordialidad—. Allí hay un bar y tengo un poco de dinero secesionista de Florian, si el dueño quiere aceptarlo. El tabernero lo aceptó, quizá por miedo a los cuatro corpulentos ejemplares que entraron en su bar. Ni siquiera intentó encajarles el vino local o la cerveza de calabaza, únicas bebidas que estaban a la vista, sino que fue a buscar detrás del bar un cuñete de genuino whisky de las montañas. Y cuando le pidieron comida, fue a la trastienda y volvió con huevos cocidos y rebanadas de pan rancio untado con manteca. Mientras Fitzfarris devoraba el yantar y lo regaba con whisky, hizo a sus nuevos compañeros un rápido bosquejo de su historia.
— En diferentes épocas he vendido acciones, bonos, participaciones en minas de oro y toda clase de seguros. He solicitado fondos para sociedades benéficas inexistentes. He comerciado con un ungüento que garantizaba a los negros una piel blanca, o de cualquier otro color. Cuando fallaba todo lo demás, siempre podía llenar de líquido unos frascos vacíos y pegarles las etiquetas del doctor Hallelujah. Sin embargo, no puedo vender un curalotodo cuando he de ir exhibiendo este defecto demasiado evidente. Por definición, un estafador tiene que inspirar confianza y la mejor manera de inspirarla en los demás es tenerla en uno mismo. Pero ¿cómo diablos puedo irradiar confianza ahora? — Humm —murmuró Rouleau, pensativo, y bebió un sorbo de whisky. —Y peor aún, el estafador debe tener la fisonomía anónima, corriente y vulgar que yo tenía antes. Diez minutos después de vender algo a un cliente, no me podría haber distinguido entre un grupo de sus propios familiares. Ahora, en cambio, soy visible como un caníbal en un coro de iglesia. Ni siquiera serviría para ratero. Los caballos se encabritarían al verme. Los niños llorarían. —Tal vez deberías considerar otra línea de actividades —sugirió Rouleau. —Bueno, siempre hay los pedidos por correo —dijo Fitzfarris con expresión sombría—, si el servicio postal vuelve a funcionar alguna vez. Podría solicitar clientes anunciándome en el periódico. — ¿Cómo se puede irradiar confianza y todo eso en un anuncio por palabras? —preguntó Edge. —En una ocasión —dijo Fitzfarris— en que estaba sin trabajo y no tenía capital, me crucé con un buhonero que vendía cintas para el pelo a dos centavos la unidad. Eran cintas muy bonitas, de todos los colores, que medían dos centímetros y medio de anchura y sesenta de longitud. Pensé: tendría que haber un mercado más provechoso para estas cosas. Así que le abordé, regateé un poco y le compré todas las existencias a un centavo y medio la cinta. Hizo una pausa para comer huevo y beber un sorbo de whisky. — ¿Y qué pasó luego? —preguntó Mullenax—. Apuesto algo a que las vendiste a chicas negras por un precio exorbitante. — No, señor. Las vendí a hombres jóvenes (de qué color, no lo sé, ya que sólo los traté por correo), y las vendí a un precio muy exorbitante. —¿A hombres? —Te pregunto, amigo Mullenax: ¿cuál es la preocupación principal y profunda de todos los muchachos? El temor de haber perdido la virilidad, de haberse debilitado e incapacitado para el matrimonio a causa de su práctica en la niñez del... —Se interrumpió para mirar a su alrededor. En el bar sólo estaban ellos y el tabernero, que fingía una
total falta de interés. No obstante, Fitzfarris bajó la voz y añadió en un murmullo confidencial—: ... del vicio solitario y abominable de la masturbación. Mullenax hipó y preguntó en voz alta: — ¿Qué diablos es eso? —Rouleau se inclinó para murmurar en su oído y Mullenax dijo—: Ah, eso. El pecado doméstico. — Con el dinero que me quedaba —continuó Fitzfarris— hice imprimir algo y también puse un par de discretos anuncios en el periódico, invitando a todos los jóvenes preocupados sobre el estado de su virilidad a enviar una muestra de orina, que el doctor Hallelujah Weatherby analizaría de forma gratuita. Pues bien, me inundaron completamente de muestras, lo cual no me hizo muy popular en la estafeta de correos. — Ni muy rico, diría yo —observó Edge—. ¿Qué intención tenía? —El doctor Hal envió a cada remitente un análisis alarmante, impreso por anticipado, claro, que decía, más o menos: «Sí, estimado amigo, su muestra contiene indicios inconfundibles de que ha abusado de la nefasta costumbre. No tardará en sufrir pérdida de cabello, de dientes, de visión, de mente y de potencia.» Iba incluido un certificado que daba derecho al paciente de recibir a vuelta de correo, previo el pago de siete dólares en efectivo, una cura garantizada de su enfermedad, con devolución del dinero si no quedaba satisfecho. — ¿Las cintas? — Una cinta para cada cliente. Mientras tanto, a medida que los ganaba, invertía parte de los giros de siete dólares en más anuncios. El negocio llegó a ser lucrativo, hice un montón de dinero, hasta que consideré prudente dejar el timo y la ciudad. — No lo comprendo —dijo Rouleau—. Una poción, tal vez, como su tónico Samaritano, o una píldora o algo parecido. Pero... !una cinta! — Cada cliente recibía instrucciones con su cinta. Todas las noches debía juntar las muñecas y atarlas con ella. Es evidente que de este modo no podría menear su... quiero decir, masturbarse, y el ingenioso invento del doctor Weatherby le curaría en seguida de tan pernicioso hábito. En el bar hubo un silencio largo, expectante e inquisitivo. Al final fue el tabernero quien no pudo soportarlo más tiempo y preguntó: — ¿Y lo hizo? — ¿Curar a alguien? Lo dudo, señor. ¿Ha intentado alguna vez atarse juntas las dos manos? —Bueno... pues entonces debió de recibir muchas reclamaciones, exigiendo la devolución del dinero. —Oh, sí, y algunas en un lenguaje muy subido de tono. Envié a cada demandante una misiva en que le remitía a la letra pequeña de la garantía. Su dinero le sería devuelto en cuanto mandase al doctor
Weatherby tres declaraciones juradas, con la correspondiente firma (una de su ministro, una de un miembro de su propia familia y una de cualquier comerciante importante de su comunidad), en la que cada uno afirmase que el sujeto era de hecho un masturbador notorio y que, pese a la ayuda profesional del doctor Weatherby, continuaba masturbándose. Nunca volví a tener noticias de ninguno de ellos... Le interrumpieron las estentóreas carcajadas del tabernero que, cuando se recobró, vertió generosas dosis de whisky en todos sus vasos y en el suyo propio y anunció: —Bebed, muchachos, esta ronda es a cuenta de la casa. No me había reído tanto desde antes de la guerra, cuando un pastelero huyó con la esposa del predicador. Lo gracioso fue que el predicador Dudley se lanzó en su persecución y fue él quien resultó muerto por un rayo. Buena suerte, señor... —Ex cabo Foursquare John Fitzfarris. —Dígame, señor Foursquare, ¿saca algo de su ocupación aparte de diversión, dinero y enemigos para toda la vida? ¿Es así como se le puso la cara mitad azul, mitad normal? Se parece bastante al predicador Dudley cuando le llevaron a su casa. —No, señor —contestó Fitzfarris en tono desabrido, aunque con cortesía—, un rifle defectuoso explotó y me salpicó media cara de pólvora caliente. La pólvora negra incrustada bajo la piel parece azul. Un trabajo casi tan limpio como si me hubiese tatuado a propósito de la nariz a la oreja y de la raíz de los cabellos a la clavícula. —Diablos —dijo el tabernero—, podría dedicarse al circo. — De hecho —observó Rouleau—, nosotros tres nos dedicamos al circo. Yo soy acróbata de pista. El coronel es tirador y el pirata amaestra jabalíes. —Vaya, esto es extraordinario —dijeron a la vez el tabernero y Fitzfarris. — El Floreciente Florilegio de Florian florece ahora cerca del cementerio negro. Estoy autorizado para ofrecerle un empleo, monsieur Fitzfarris. Espere. Attendez. —Levantó una mano—. Antes de pegarme, escúcheme. Ser un Hombre Tatuado es preferible, por lo menos, a una carrera de ladrón que roba la comida a sirvientas menores de edad. — Dios Todopoderoso —murmuró Fitzfarris—, me alegro muchísimo de que mi anciana madre y todos mis mentores hayan muerto. Pensar que llegaría a ser invitado a figurar como monstruo en un espectáculo. — No lo desprecie —dijo Rouleau—. Un circo ambulante ofrece a un hombre amplias oportunidades de... ¿cómo lo diría?, de ejercitar todos sus talentos. Además, permítame añadir, nunca se queda en un sitio demasiado tiempo... — Bueno, tal vez... —dijo Fitzfarris, pensativo.
Una hora después, Florian, acariciando satisfecho su pequeña barba, preguntó a Fitzfarris: —Si le disgusta el sobrenombre de Hombre Tatuado, ¿qué le parece si le contratamos como Hombre Gallo? Fitzfarris respondió, con resignación: —Esto es como dudar entre ano y recto para hablar del culo. Llámeme Hombre Tatuado. Y así, durante el intermedio del programa del lunes, la gente de Winchester oyó a Florian anunciar, fuera del pabellón: — !El explorador más gallardo de nuestro tiempo! Damas y caballeros, les presento a sir John Doe, el Hombre Tatuado. Por razones que pronto sabrán, sir John prefiere no revelar su verdadero nombre, porque lo reconocerían como uno de los más nobles de los pares ingleses. El público miró con la boca abierta a Fitzfarris, envuelto en la capa negra del coronel Ramrod, tanto para ocultar sus viejas ropas civiles como para dar mayor realce a su cara bicolor. Intentaba parecer lo más inglés posible, con la mitad de la cara color de carne y la otra mitad azul. —Mientras exploraba osadamente la parte más remota de Persia — explicó Florian a gritos—, sir John osó también enamorarse de una favorita del sha Nashir, la hermosa princesa Shalimar, y llegó a introducirse en las habitaciones más íntimas del harén, en el palacio del sha, para cortejar a la princesa. Desgraciadamente, sir John fue sorprendido y capturado por los eunucos del harén, y la romántica aventura tuvo un final trágico. Florian se pasó el pañuelo por los ojos. Fitzfarris permanecía en actitud estoica. —El airado sha desterró a la bella princesa a la cumbre de una montaña lejana, donde aún languidece en la actualidad. Y sir John sufrió el castigo que ustedes ven. El cruel sha Nashir mandó a sus fuertes eunucos negros que sujetaran a este hombre valiente mientras le quemaban la mitad de la cara con las llamas azules del terrible fuego bengalí. Ahora sir John recorre el mundo como el Hombre Tatuado, reacio a volver a su propio país (incapaz de regresar jamás al lado de su adorada princesa), llevando la marca indeleble de su amor convertido en tragedia. Florian volvió a secarse los ojos y varias mujeres sollozaron. —Sir John es el único hombre occidental que ha entrado jamás en un harén persa y salido vivo de él. Y está dispuesto a contar su aventura. Si algunos de ustedes, caballeros, desea gastar la mísera cantidad de diez centavos, o diez dólares confederados, sir John le relatará todos los escandalosos secretos del harén, de las doncellas tomadas por la fuerza, de los eunucos mutilados, de las concubinas voluptuosas. Como es natural, las damas y los jóvenes no querrán oír semejantes cosas, de
modo que, si me acompañan, los guiaré hasta el Hombre Cocodrilo, un horrible ser descubierto en las orillas del Amazonas... Por lo visto, a ningún miembro masculino del público le sobraban diez centavos o dólares, o no sentía curiosidad por los secretos del harén, así que fueron con Florian y las mujeres a contemplar a Abner Mullenax, que rugía en el suelo. Cuando la caravana del circo abandonó Winchester a la mañana siguiente, Fitzfarris, que viajaba al lado de Rouleau, en el asiento del furgón de la utilería, dijo: — ¿Sabes una cosa? Por Dios que siempre había creído tener un pico de oro, pero el tal Florian se lleva la palma en descaro, poca vergüenza y falta de decoro. — Eh, bien —se echó a reír Rouleau—, todavía recuerdo que cuando era un Primero de Mayo, hace mucho tiempo, Florian me dijo que nunca debíamos dejarnos llevar por el decoro, el precedente, la moralidad o las convenciones, que no son más que recetas para la banalidad. Creo, Fitz, que tú y Florian os vais a llevar como hermanos. Florian, a la vanguardia de la caravana en el carruaje, con Edge cabalgando a su lado, dijo: — Ese tipo Fitzfarris, ¿al lado de quién hacía la guerra cuando sufrió esa curiosa desfiguración? —No se me ocurrió preguntarlo —contestó Edge— y dudo de que le creyera si me lo dijese. En cualquier caso, me imagino que esos detalles ya no importan. —Señaló—. Ahí está el cruce de George Town, si aún quiere ir a Baltimore por el camino más corto. Florian dirigió a Bola de Nieve hacia el camino que se desviaba hacia el este del Pike. Era un camino de tierra dura, de superficie mucho mejor que la estropeada carretera de macadam por la que habían circulado. Sin embargo, sólo torcer a la derecha pareció asestar el golpe de gracia a uno de los carromatos, porque se oyó un crujido de madera y luego una sarta de maldiciones. Florian detuvo a Bola de Nieve y miró hacia atrás. Se había roto una rueda trasera de la carreta que llevaba el globo. La carreta quedó ladeada y la mitad de su parte posterior al nivel del suelo; las varas casi levantaban las patas del mulo de carga. Mullenax yacía en medio del camino, agitando un puño. — i Maldita sea, estos días no hago más que revolcarme en el polvo! Los otros hombres se congregaron a su alrededor para evaluar los daños. —El carro se secó demasiado bajo tu almiar, Abner —dijo Roozeboom— Tiene todos los radios sueltos. Debí haber sumergido estas ruedas en algún arroyo del camino. Es culpa mía. — Bueno, la rueda no se ha roto —observó Tim—, sólo desprendido. Puedes arreglarla, holandés.
—Ach, ja. He arreglado todas las ruedas de esta caravana. Sin embargo, esto significa arreglarla primero, encontrar luego un arroyo o un río y dejarla en remojo toda la noche. — Por suerte, es el único carromato del que podemos prescindir — dijo Florian—. El resto de la caravana puede viajar mientras la arreglas. Intervino una voz nueva: —¿Es yanqui alguno de vosotros? Se volvieron y vieron a un hombre que los miraba desde el otro lado de una valla de hierro. La valla estaba cubierta de madreselva en flor, que despedía un olor delicioso. El hombre era flaco y tenía los cabellos grises, pero iba aseado e incluso bien vestido para el tiempo y el lugar. A sus espaldas se extendía una pendiente que había sido un prado pero que ahora estaba cubierta de malas hierbas, podridas y fétidas. En la distante cima de la ladera se veía una mansión señorial con columnas de dos pisos, rodeada de vetustos robles. —No, señor —contestó Florian—. Algunos somos europeos emigrados, pero el resto son todos leales sudistas. A mi lado está el coronel Edge, de la caballería confederada, así como el sargento Yount y el cabo Fitzfarris... —Yo soy Paxton Furfew, antiguo ayudante de la Home Guard del condado de Frederick, ahora retirado —se presentó el hombre, hablando con el acento suave del virginiano de buena cuna—. Perdonen mi exabrupto antes de la invitación, pero ¿les gustaría descansar aquí en Oakhaven mientras reparan su carromato? La señora Furfew y yo no podemos soportar a los yanquis, pero agradecemos la compañía de personas más decentes. Quizá guste a las señoras de su grupo pasar una noche en un dormitorio auténtico y nuestra mesa es bastante recomendable, dadas las circunstancias. —¿Cómo no? Es muy gentil por su parte, señor —respondió Florian—. Creo poder decir, como director de esta empresa, que todos aceptamos su invitación con celeridad y el agradecimiento más sincero. —Nosotros somos los agradecidos, señor. Nunca hemos invitado a un circo ni a un elefante. Si continúan por el mismo camino, encontrarán la entrada de la avenida. Dejen el carro averiado donde está; algunos de nuestros negros quitarán esta parte de valla y lo arrastrarán hasta nuestras dependencias. Su carretero encontrará allí una herrería con una fragua y todas las herramientas que pueda necesitar. Algo perplejos y llenos de admiración, los miembros de la compañía siguieron el camino que lindaba con la finca, franquearon un arco de hierro forjado y columnas de piedra, donde se leía el nombre de «OAKHAVEN», y enfilaron una avenida ligeramente sinuosa entre paredes de follaje espeso y descuidado, que antes había estado cubierto de flores. La casa, cuando por fin llegaron a ella, resultó ser más grande de lo que parecía desde el camino, pero había sufrido un gran deterioro:
la pintura se desprendía, las ventanas estaban rotas y tenían parches de cartón, el estuco de las columnas de madera estaba tan resquebrajado que recordaban las ruinas romanas. Los señores Furfew los esperaban en la veranda; ella era tan regordeta como flaco su marido. Aunque iba igualmente bien vestida —con una voluminosa falda de miriñaque y gran profusión de volantes— y aunque tenía la misma voz suave, su manera de hablar era tan rústica como precisa la de él. — Ninguno de ustedes es yanqui, han dicho —fue su saludo a los invitados. —Y muy contentos de no serlo, madame —respondió Florian—. Aquellos de nosotros que no luchábamos por Dixie Land, sufrimos al menos por ella durante toda la guerra. — Es lo que digo siempre —comentó ella—. Los yanquis pueden haber ganado terreno ahora, pero no tienen nada más. No han derrotado al espíritu del sur. ¿No es lo que digo siempre, señor Furfew? — Siempre, querida —murmuró él. Y añadió, dirigiéndose a la compañía—: ¿Quieren entrar y refrescarse? Los mozos de establo se ocuparán de sus animales y acomodarán a su hombre de color. Una colección de negros, la mayoría descalzos, todos vestidos con gastado algodón casero y todos callados y serviles como si nunca hubieran oído hablar de la Emancipación, se acercaron a coger la mayoría de las riendas, pero dejaron, murmurando y tapándose los ojos, al elefante y a Trueno, que tiraba del carromato de la jaula, para que Hannibal y Roozeboom los condujeran a los establos. Mientras los otros miembros del circo se apeaban de sus vehículos —las mujeres intentando mostrarse regias y delicadas como si se apearan de carrozas en un baile de la corte—, la señora Furfew continuó su diatriba: — Como estamos justo en la frontera enemiga, ya hemos visto demasiados yanquis. Esos rufianes estuvieron a punto de destruir Oakhaven. Cuéntaselo, señor Furfew. — Los yanquis casi destruyeron Oakhaven —repitió él, con paciencia, mientras entraban en el vestíbulo, que era inmenso pero carecía de muebles—. Saquearon, rompieron... — Y destruyeron lo que no podían llevarse. Háblales de la araña y de los retratos, señor Furfew. El indicó vagamente el techo y las paredes. — Aquí en el vestíbulo había antes una araña con muchos prismas de cristal y una galería de retratos de la familia Furfew. Los yanquis... —Bajaron la araña y los prismas que no se rompieron los colgaron de los arneses de sus caballos como adorno. Entonces sacaron una lata de alquitrán y pintaron bigotes a la abuela Sofronia y a la tía Verbena del señor Furfew. Los estropearon. Los antepasados masculinos ya llevaban bigotes, así que los yanquis los destrozaron con sus bayonetas. Háblales de los relojes y los libros, señor Furfew.
El suspiró. — Se llevaron todos los relojes, excepto el de péndulo, que era demasiado grande para acarrearlo, así que lo destrozaron tirándolo escaleras abajo. Quemaron todos nuestros libros, incluyendo una Biblia centenaria que contenía la crónica de todos los nacimientos, muertes y bodas de los Furfew. También quemaron todos los otros documentos familiares, títulos de propiedad de tierras y de esclavos, todo lo que constaba por escrito. Ahora, querida, tal vez sea mejor que acompañes a las señoras arriba y ordenes a las doncellas que les lleven agua para lavarse. La señora Furfew parecía más inclinada a continuar la lista de desmanes, pero siguió a Sarah, Clover Lee y Magpie Maggie Hag por la larga escalera curvada, que debía de ser un elegante adorno del vestíbulo cuando aún no le faltaban muchos balustres de la barandilla y hasta algunos peldaños. —Deben perdonar la estridencia de Leutitia, caballeros —dijo en voz baja el señor Furfew, indicando con un gesto a su esposa, que subía la escalera detrás de las otras mujeres—. Miren sus zapatos. De satén, pensarán. Sí, pero el satén procede de viejas cajas de sombreros, despegado cuidadosamente. La blusa negra que lleva era la tela de un paraguas. Ah, los pequeños y lastimosos fingimientos y las pequeñas y valerosas gracias de la destitución. Si parece obsesionada por el odio hacia los yanquis, Dios sabe que ha tenido suficientes provocaciones. —Bueno, supongo que deberían felicitarse de tener todavía una casa — observó Florian—. Para no mencionar a los criados. Me sorprende que no huyeran con los yanquis. — Creo que todos temen demasiado a Leutitia —dijo el señor Furfew, con una risita no del todo irónica. — ¿Qué yanquis fueron los que saquearon la casa, señor? —preguntó Fitzfarris. — Casi todas las tropas regulares que pueda nombrar. Las de McClellan, Banks, Shields, Milroy. Banks acuarteló aquí a sus oficiales, quizá la razón por la cual no quemaron la casa. Y, como es natural, vimos de vez en cuando a algunos de nuestros jefes confederados; Jackson y Early han cenado en nuestra mesa. Recientemente, desde que se marchó ese maldito Sheridan, han pasado por aquí grupos de pillaje para llevarse lo que dejaron los soldados. Los últimos rufianes, hace una semana, al no encontrar nada de utilidad, destrozaron lo que pudieron. Miren esto. Los condujo a una estancia que debía de ser el antiguo salón, aunque su único mueble era ahora un gran piano de cola. — Es un Bósendorfer con acción Erard —dijo—. O lo era. Levantó la enorme tapa y todos miraron hacia dentro. Los últimos saqueadores habían usado los restos del alquitrán con que antes
destrozaran los retratos de familia de los Furfew, derramándolo sobre los macillos y cuerdas del piano. —Fils de putain —murmuró Rouleau—. Totalmente estropeado. —Creo, señor, que antes ha mencionado que perteneció a la Home Guard local —dijo Edge. — Sí, maldita sea. Demasiado viejo y débil para servir. Ni siquiera tenía un hijo para enviarles, y casi lo único que pude hacer en la Home Guard fue compartir nuestras tristes experiencias con nuestros vecinos. Al principio intentamos salvar las joyas de Leutitia, la plata de su familia y cosas similares enterrándolas en el corral. Pero los yanquis ya conocían este truco. Ni siquiera se molestaban en cavar todo el terreno, limitándose a hundir sus rifles en la tierra hasta que tocaban algo. Entonces obligaban a cavar a nuestros negros. Así, pues, cuando Oakhaven gozó de un intervalo sin ocupación, escondimos todo lo que tenía algún valor debajo de los retretes, a mucha profundidad, y bajo el montón de estiércol del establo. Conseguimos salvar una buena cantidad de productos enlatados, tubérculos e incluso grano, y aconsejé a nuestros vecinos que hicieran lo mismo. Oh, a propósito, he dicho a Cadmus que dé de comer a sus animales. Parecen hambrientos. — i Oh, mi querido señor! —exclamó Florian—. Esto es mimarlos demasiado. Pero su bondad sobrepasa los límites de la hospitalidad. Esto debo pagárselo. El señor Furfew pareció nervioso y echó una ojeada hacia el vestíbulo. —Por Dios, hombre, si lleva dinero federal no se atreva a enseñarlo aquí. Hemos jurado gastar y aceptar únicamente dinero confederado hasta que no quede ningún otro recurso. — El caso es que puedo pagarle con algo de este último. El señor Furfew rechazó la idea, agitando la mano. —Un día pasó por aquí un yanqui lisiado y cuando nuestro niño negro le dio un poco de agua, el soldado le alargó un penique. Leutitia cogió el penique y lo lanzó contra el hombre. Luego azotó al chico con una rama de abedul, casi hasta hacerle sangrar, por aceptarlo. —Suspiró—. Pero, como ya he dicho, ha sufrido muchas provocaciones. —Desde luego, la guerra y todo lo demás es una gran provocación — confirmó la señora Furfew cuando se sentaron todos a comer alrededor de una mesa de tijera improvisada y sin mantel, con un surtido de platos de madera y hojalata y con unos cubiertos todavía más variados—. Tengo la sensación de que Oakhaven ha sido profanado. ¿Saben que cuando aquellos sucios oficiales yanquis se alojaron aquí tuvieron el descaro de traerse con ellos a sus fulanas de Washington? !Esas mujeres yanquis duras y vulgares! Como es natural, la ropa de cama que los oficiales no robaron cuando se fueron, !nosotros la sacamos afuera y la quemamos! Por esto, señoras, sólo podemos
ofrecerles unos camastros, y si la ropa les parece un poco gris, piensen en el gris confederado. Edge miró de reojo a Sarah y Clover Lee, aquellas duras y vulgares mujeres yanquis, pero ellas miraban con modestia sus platos y Edge sospechó que no habían dicho ni un «maldita sea» desde que habían entrado en la casa. También se dio cuenta del aspecto grotesco que ofrecía la compañía circense sentada en torno a una mesa en un ambiente pasablemente civilizado. Había dos hombres con la cabeza rapada y brillante, uno con un fiero mostacho de morsa, el otro con una barba negra todavía más fiera; el director, esbelto y elegante, de barba plateada; un individuo flaco, de hombros altos, que habría pasado por un típico patán virginiano de no ser por el siniestro parche negro en un ojo; dos hombres jóvenes, bastante apuestos, pero uno de ellos con media cara sombreada de un azul permanente; un enano cuya cabeza llegaba apenas a la mesa; una mujer rubia y bonita, una muchacha rubia y bonita y una bruja cuya nariz y barbilla, aunque apenas visibles bajo la capucha que no se quitó ni para comer, parecían tijeras cuando masticaba. Y por último, él mismo, Zachary Edge, fuera cual fuese su aspecto. No era extraño, pensó, que la pequeña mulata que servía la mesa los mirase con ojos suspicaces y muy abiertos cuando les acercaba cazuelas y bandejas. Florian tragó un bocado del suculento estofado y dijo: —Lamento todas sus privaciones, madame, pero debo decir que sabe usted arreglarse muy bien con ellas y sacar el máximo partido de sus provisiones. Esta comida es deliciosa. —Gracias, mesié. Sí, nuestra tía Phoebe sabe hacer maravillas con pocos ingredientes. Sólo me gustaría que enseñara buenos modales a su escandalosa prole. —Levantó la voz para hablar a la muchacha que en aquel momento servía tomates asados en el plato de Yount—. iTú, señorita! Estás sirviendo al caballero por la derecha. iNo se sirve por este lado! iVen aquí, tunanta! La chica, que no tendría más de doce o trece años y cuyo color no era más oscuro que el de un cervato, puso los ojos en blanco y gimió: — Zeñora, nunca apenderé. ¿Cómo pue el lao deresho estar equivocao? — iCierra la boca! —El rostro de la señora Furfew se tiñó del color de la berenjena, con lo cual era más oscuro que el de la mulata—. !Te he dicho que vengas aquí, estúpida! La muchacha rodeó la mesa de mala gana para que la señora Furfew pudiese alcanzarla y propinarle un cachete. La chica dio un respingo e hizo ademán de irse, pero la señora Furfew gritó: — No, señorita, eso no. Quiero oírlo. Hincha las mejillas, tal como te he enseñado.
La chica hinchó las mejillas, aclarando todavía más su tez, y la señora Furfew le propinó otro cachete, que esta vez resonó con más fuerza que todas las bofetadas de Tim en la pista del circo. Mientras todos los demás permanecían en silencio, confundidos, el señor Furfew alivió la tensión, volviéndose hacia Florian para preguntarle el destino de la caravana circense. —Baltimore, señor, a este lado del agua. Tenemos intención de llevar nuestro Florilegio hasta Europa... si podemos cambiar nuestro dinero secesionista para los pasajes. —Florian vio que el señor Furfew fruncía el ceño y dijo en seguida en tono conciliador a la señora Furfew—: Tenemos que hacer dinero, pero estamos decididos a no ganarlo trabajando en tierra yanqui. Ella no había enrojecido e incluso asintió con aprobación. — Comparto sus sentimientos. Mi querido hermano perdió la vida en Tennessee, pero ya he dejado de llorarle. Ahora envidio a Henry, se lo digo de verdad. Luchó por la causa, que es más de lo que podemos decir las mujeres. Sólo hemos podido resistir, tratar de salir adelante. —En Petersburg —dijo Yount— las damas de la ciudad solían aprovechar los momentos de calma para visitar el frente e inspirar a los soldados. — Lo dijo con acritud, pero la señora Furfew no pareció darse cuenta—. Solían llevarnos tractos con objeto de impedir que jugásemos o maldijéramos o hiciéramos cosas impropias. Sólo luchar y matar, como era nuestro deber. La señora Furfew volvió a asentir con aprobación. —Sí, nuestro trabajo era inspirar. Las débiles mujeres no podíamos hacer muchas más cosas. Por esto envidio a Henry. El, por lo menos, pudo morir por aquello en lo que creía. Fitzfarris preguntó con languidez: —¿Y qué era, señora? —iCómo! Pues, el sur, naturalmente. Por la cultura, los principios y la moral del sur. Henry debe de sentirse orgulloso y bueno de haber muerto por eso. ¿No lo cree usted así, cabo? — No lo sé, señora. He visto muchos muertos y ninguno parecía orgulloso de estarlo. Me imagino que Henry sólo está contento de descansar por fin, sin peligro de que vuelvan a dispararle. —No le dispararon, cabo. Su coronel envió una hermosa carta de condolencia, diciendo que Henry murió de disentería. —iAh! Entonces apuesto algo a que aún está más contento. Yo también tuve diarrea una vez y... La señora Furfew se indignó de repente. — iPara usted es muy fácil hablar! ¡Oh, los vivos pueden permitirse el lujo de criticar a los muertos, ¿verdad?, y despreciar a la gloriosa causa! !Todos ustedes pueden perdonar y olvidar la guerra porque son ustedes quienes la han perdido! —Volvía a estar del color de la
berenjena—. ¡Pero las mujeres del sur no olvidaremos jamás a la causa! ¡Nosotras no nos hemos rendido, no hemos desertado y nunca lo haremos! — Vaya, vaya —dijo Florian, intentando calmar los ánimos—. Pastel de fruta para postre. ¿No cesarán nunca los milagros? Tan apetitoso como el resto de la comida. Su cocinera es un verdadero tesoro, madame. La señora Furfew palideció un poco y aceptó a regañadientes el cambio de tema. — Sí, Phoebe hace un pastel de fruta bastante tolerable, teniendo en cuenta que no tiene más ingredientes que nueces, picamineros y granos de pimienta. —Creo que iré en persona a felicitar a la dama chef —dijo Florian—. ¿Me permite? Esperó la condescendiente inclinación de cabeza de la señora Furfew y huyó de la mesa en dirección a las dependencias de la cocina. Sin embargo, la anfitriona no sufrió más berrinches y los comensales se dispersaron sin discusiones ulteriores. La señora Furfew insistió en que «todas las señoras» siguieran la costumbre inviolable de las bellezas sureñas de retirarse a sus habitaciones para hacer la siesta. Roozeboom se fue a la herrería para arreglar la rueda de la carreta y los otros hombres salieron a fumar a la veranda y luego se dividieron en grupos de dos o tres. El señor Furfew hacía un discurso a Trimm y Edge: —... Sí, Jeff Davis fue muy criticado, pero, caballeros, el presidente Davis conocía el carácter del sur. Sabía que para un acuerdo amistoso entre nosotros y el norte, el sur tenía que ganar la guerra. O, si no podía ganarla, tenía que ser derrotado, derrotado de verdad, de una manera total. — Y así ha sido —gruñó Tim. —Sí, hemos perdido. Pero, iah, qué lucha tan maravillosa! Fitzfarris decía a Rouleau: — Nuestro anfitrión es un caballero cultivado y ella parece una familia de cerdos dándose aires de grandeza. ¿Cómo crees que llegaron a juntarse esos dos? —Tiens, me inclino a sospechar que se conocieron en un bosque — contestó Rouleau—, cuando él le quitó una espina de la pezuña. Mullenax decía a Yount: — Esa mujer está como una cabra. Espero que no se hayan vuelto locas todas las mujeres de Dixie. —Si estas mujeres quieren continuar la guerra después de que haya terminado —gruñó Yount—, por mí, que lo hagan. Quizá la señora Furfew necesita zapatos y está resentida por ello. Pero no he visto que a ninguna mujer le falten piernas, ni siquiera en Petersburg.
— Ni ojos —añadió Mullenax—. No cabe duda de que fuimos los hombres quienes perdimos la guerra... pero también perdimos mucho más. Estoy contigo, Obie. Esas malditas vejestorias pueden quedarse con la maldita guerra. En el ala de la cocina, separada de la casa principal por un pasaje techado, Florian había felicitado cumplidamente a la cocinera, Phoebe Simms —una mujer grande, rechoncha, de un negro brillante—, dedicándole muchas alabanzas, y ahora, con un destello en los ojos, la sometía a un interrogatorio con intenciones seductoras: — ¿No ha pensado en viajar, tía Phoebe, ahora que es libre para hacerlo? — No haber ningún sitio que me llame —respondió ella de buen humor, mientras lavaba los platos—, y tener obligaciones aquí. — No creo que se sienta muy obligada con la señora Furfew. He visto cómo trata a sus criados. —Por lo menos, nos alimenta. — Usted la alimenta a ella, tía Phoebe. Hay personas que valorarían más sus servicios, la tratarían mejor y le demostrarían el respeto que merece. Y le darían un puesto de más categoría que el de criada. — ¿Cuál? — Podría ser artista de circo. Una atracción estrella. Ella rió, haciendo temblar toda su adiposidad. —iJa, ja! ¿Yo con mallas, mas' Florian, saltando de un lado a otro? Una ves vi un sirco y admiré la agilidad de las damas. Pero hay leyes que no fallan: yo ser negra y gorda. — La necesito exactamente por esto. Le ofrezco una posición digna. Nada de disfraces y nada de saltos. Se sentaría sencillamente en una plataforma para ser admirada. La Única Dama Gorda del Florilegio de Florian. Incluso la ennobleceré con un título... iMadame Alp! —Nadie llamar señora a una negra. De todos modos, todo esto ser una tontería. Yo no estar mucho más gorda que la señora. —Pero es mucho más impresionante. Su magnífica piel negra contribuye a ello. Le pagaría bien y... —¿Me pagaría? ¿Usted hablar de dinero contante y sonante, massa? — Pues, claro. Podría ser poco durante un tiempo, hasta que lleguemos al norte, donde está la verdadera riqueza. Pero, sí, le pagaría y vería nuevas tierras casi a diario y tendría todos los derechos y privilegios de una mujer liberada. — Dios mío, Dios mío... —Y tampoco olvidaríamos sus otros talentos. Puede cocinar para nosotros, igual que aquí. Y le garantizo que lo sabremos apreciar mejor. Para empezar, comería con nosotros, no en un rincón. Todos los miembros del circo son de la familia. Puede preguntarlo a nuestro respetado compañero negro, Hannibal Tyree.
—Bueno... ya hemos hablao un poco —admitió Phoebe— cuando le he dao algo de comer. Parese muy felís y habla con muchas ínfulas para ser un negro. —Pues, ya lo ve. ¿Qué más puedo decirle? —Pero... ¿qué hay de mis niños, mas' Florian? —¿Eh? —De mi prole. Domingo, Lunes, Martes y Quincy. —¿Es así como pronuncia Miércoles? —preguntó Edge cuando Florian le dio la noticia, muy excitado. —El chico es de diferente carnada. Sólo tiene ocho años. Pero las chicas... —Señor Florian —dijo Edge, con tolerancia—, he dado un vistazo a la tal tía Phoebe. Ya tiene usted el enano más alto del mundo. ¿Quiere ahora a la señora gorda menos voluminosa? Diablos, en el condado de Rockbridge, una de cada tres mujeres engorda más que Phoebe Simms en cuanto ha enganchado a un marido. Florian hizo un ademán despreciativo, al estilo del señor Furfew: — Maggie Hag puede acolcharla hasta darle dimensiones de hipopótamo. Es probable que en Europa no hayan visto nunca una mujer gorda negra. Pero escucha esto, Zachary. Las tres chicas tienen trece años... i son trillizas idénticas! Y guapas, además. Ya has visto la que ha servido a la mesa. En realidad, yo no tenía idea del golpe espléndido que estaba preparando. No sólo adquirimos a una mujer gorda, sino también a tres bonitas mulatas fique son trillizas! ¡Ningún circo puede alardear de una atracción semejante! El niño Quincy es más negro que Abdullah, pero siempre podemos encontrar trabajo para otro hindú. —Es curioso. ¿Cómo pudo esa mujer parir toda una carnada de rosas amarillas y después un único negro azulado? — No he sido tan grosero como para preguntar cosas tan íntimas. Pero antes perteneció a otro amo y quizá entonces era más delgada y bonita. El debía de ser guapo, a juzgar por el resultado. Probablemente el hecho habría pasado inadvertido, incluso para la esposa de aquel hombre, si Phoebe hubiese parido sólo una hija mulata, pero trillizas... toda la vecindad debió de enterarse, así que él se apresuró a venderla junto con sus hijas. El pequeño Quincy negro nació aquí en Oakhaven. Supongo que el mozo de cuadra Cadmus es el padre. — Bueno —dijo Edge—, no puedo acusarle de robar esclavos; ahora son todos negros libres. Pero ¿no siente ningún remordimiento por corresponder así a la hospitalidad de esta gente? —Oh, sí, claro, lo lamento por el señor Furfew, cuyo único placer en la vida deben de ser las comidas de Phoebe. Pero creo que privar de él a la señora justifica el crimen.
—No puedo discutir este punto —respondió Edge—. Incluso una vida de gitana será mejor para estas niñas que crecer aquí. ¿Cómo piensa hacerlo? — La familia Simms no posee más que lo puesto, así que no vienen cargados de equipaje. Lo único que tendrán que hacer mañana, justo después del desayuno, será escabullirse hasta el extremo más lejano de la finca y saltar la valla. Los recogeremos allí. Y ahora que tenemos la carreta del globo, tenemos un vehículo para que viajen y duerman. Sólo cubriremos el globo con una lona protectora. Lo único que quiero es haber recorrido bastante distancia antes de que los echen de menos y nos persigan. —Esto no es problema —dijo Edge—. Después de hacer unos doce kilómetros, cruzaremos la frontera de Virginia del Oeste. Aunque los Furfew tuvieran un derecho legal, ningún abogado de Virginia podría hacerlo valer allí. —iAh, bien, bien! —exclamó Florian, muy contento, frotándose las manos—. Raramente la Dama Fortuna ha dispuesto tan bien sus bendiciones a nuestro favor. Caramba, con todos estos negros podríamos incluso tener nuestro propio coro de Cantores Etíopes... pero fino, no, no! Todos los espectáculos los llaman así. —Reflexionó brevemente—. iAjá! ¡Los Hotentotes Felices! ¿Qué tal te suena, Zachary? Edge se limitó a suspirar y decir: — Ya no me sorprende nada. Sin embargo, algo le sorprendió después del desayuno del día siguiente. Los miembros del circo estaban expresando a todos su gratitud y preparándose para la marcha, cuando la señora Furfew llamó aparte a Edge y le dijo: — Coronel, en su calidad de oficial confederado de más graduación de su grupo, quiero enseñarle algo. Me gustaría que mesié Florian también lo viera. Y quizá sería mejor que trajeran consigo una palanca y a alguien fuerte para usarla. Extrañado, Edge fue a buscar a Florian y Yount. Cuando la señora Furfew se hubo cerciorado de que nadie los miraba, condujo a los tres hombres detrás de la casa, más allá de las dependencias, al otro extremo de un campo en barbecho que cruzaron tropezando con viejos rastrojos de maíz. Al final llegaron a un soto, que no había sido talado para ocultar a la vista un antiestético montón de pedruscos, tocones, ramas muertas y otros desechos de los campos. — Mesié —dijo la señora Furfew—, usted ha dicho que quería cambiar su dinero confederado por dólares yanquis. —Hizo un gesto a Edge y Yount—. Empiecen a apartar la maleza y esos tocones y verán lo que encuentran.
Todavía extrañados, obedecieron, y después de trabajar un rato descubrieron la parte trasera de un furgón blindado, pintado de azul, que tenía una forma poco corriente. Edge retrocedió, asombrado, exclamando: —iEs un furgón Autenrieth! Su interior está equipado con compartimentos y casillas. Los yanquis los usaban casi siempre como ambulancias. Pero, mira, Obie, las iniciales de éste: «P.D.» ¡No Departamento Médico, maldita sea, sino Departamentos de Pagos! Señora, no sé cómo llegó esto aquí, pero es el furgón del cajero de alguna unidad. — Eso es —respondió ella—. ¿Pueden abrirlo? —¿Sabía que estaba aquí? ¿Sabía qué era? —preguntó Edge, mientras Yount examinaba la puerta con candado y barra de hierro. — Claro que lo sabía. Mandé a Cadmus y otros chicos que lo ocultaran aquí. Por favor, no lo mencionen al señor Furfew. Ahora, mesié, hablemos de ese dinero suyo... — Pero, ¿de dónde lo sacó? —persistió Edge, perplejo. — Era del pequeño Phil Sheridan. En cualquier caso, de la parte de su ejército que estuvo aquí en febrero y se dirigía al este. Se le rompió la llanta de una rueda y el resto de la columna continuó sin él, esperando que ya los alcanzaría cuando estuviera arreglado. Los yanquis me ordenaron que les diera de cenar mientras Cadmus intentaba repararlo. Había el conductor, un teniente y dos funcionarios que llevaban gafas. Supongo que Sheridan aún los busca y los tiene en la lista de desertores, pero están bajo el montón de basura, si desean verlos. —¿i Qué!? —exclamaron a la vez Edge y Florian. Yount miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos, pero siguió trabajando en la puerta. —Phoebe les preparó la comida y yo misma la recogí de la cocina, pero pasé por el invernadero y eché verde de Schweinfurt en la comida. — iMadame, eso es arsénico! —exclamó Florian, horrorizado. — Bueno, mata los gusanos del jardín, así que pensé que también mataría a los yanquis de barriga azul, y así fue. Estaban en la herrería después de comer, viendo trabajar a Cadmus, cuando cayeron y empezaron a retorcerse. El señor Furfew piensa que siguieron su camino y alcanzaron a los otros y yo prefiero que siga pensándolo. — Ah, ejem... sí —murmuró Florian, con voz ahogada. Se oyó un fuerte chasquido al ceder la aldaba del candado a la palanca de Yount y luego un crujido sordo cuando abrió la puerta de metal—. Pero, señora Furfew, ¿por qué nos revela el secreto a nosotros? — Ustedes tienen dinero confederado. Se lo compro. — iPor Dios Todopoderoso que puede hacerlo! —gritó Yount, que estaba en el interior del furgón, en el estrecho pasillo entre estanterías y
cajones—. iAquí debe de haber la paga de un mes de toda una división! ¡Todo en billetes verdes de los Estados Unidos! — La felicito, madame —dijo Florian—. Esto le servirá de mucho en la restauración de Oakhaven... —Que el Señor me fulmine si gasto un solo penique de este dinero — respondió ella con firmeza—. Los tenderos de la comarca saben que sólo pagaré en billetes confederados. Por eso quiero los suyos. —Celebraré complacerla, madame. ¿Piensa pagarme al cambio oficial o al acostumbrado? —Le daré un dólar por dólar. Cuando Florian recobró la voz, murmuró una plegaria en una de sus lenguas nativas, algo que Edge y Yount no le habían oído hacer nunca: —Ich mache mir Flecken ins Bettuch... Ejem, quiero decir, madame, que nuestros fondos incluyen muchos dólares confederados. Una cantidad que sobrepasa los nueve mil. Si los cambiara por dólares federales en cualquier otro lugar, valdrían sólo unos noventa... —La señora Furfew había empezado a adquirir de nuevo el color de la berenjena, así que Florian dejó de protestar y añadió—: Con perdón, madame, si me lo permite, lo consultaré con mis colegas... Florian, Edge y Yount se apartaron un poco y el primero confió en un murmullo: — Esta criatura debería estar en una jaula. Hice transacciones fraudulentas en mis tiempos, pero vacilo en aprovecharme de una loca santificada y certificada. — Nueve mil dólares verdaderos nos llevarían sin duda hasta Europa —murmuró Edge—, y quizá aún nos sobraría algo para pagar sueldos. —Sí, pero... ¿beneficios mal adquiridos? ¿Y manchados de sangre, por añadidura? —Escuche, señor Florian —gruñó Yount—. No suelo insubordinarme, pero déjeme decirle una cosa. Yo no tendría escrúpulos en desollar a esta vieja cerda. Corra a buscar esos billetes sin valor mientras yo la ayudo a contar los verdes que llenan esos cajones. Y si todavía le remuerde la conciencia cuando vuelva, yo me encargaré de realizar la transacción. Así se hizo y luego, por orden de la señora Furfew, los tres hombres volvieron a amontonar los desechos del bosque sobre el furgón. Cuando regresaron a la casa, los bolsilllos de la levita de Florian abultaban visiblemente... con nueve mil doscientos veinticuatro dólares en billetes genuinos y válidos de los Estados Unidos... y ninguno de los tres hombres fue capaz de mirar a los sinceros ojos del señor Paxton Furfew cuando le estrecharon la mano en señal de despedida. La caravana del circo mantuvo un paso lento mientras bajaba por la avenida y seguía la carretera que bordeaba la finca de Oakhaven, pero allí donde la valla se separaba del camino para marcar los límites de la
propiedad, Phoebe Simms y sus cuatro hijos esperaban, tal como habían convenido. La caravana se detuvo y Mullenax ayudó a los negros a subir a la carreta del globo, cubierto por una lona. Entonces Florian llamó: —Ahora, !a paso ligero! —Sacudió las riendas y puso a Bola de Nieve al trote y todos los animales que iban a la zaga intentaron seguir su ritmo—. Nunca —dijo Florian a Edge, que iba a su lado en el carruaje— había hecho tantos negocios sucios en una sola mañana. iJa, ja! Y nunca me he sentido tan feliz en mi condición de pecador empedernido. —Tengo que darle la razón. El dinero es algo magnífico, y ahora que he visto subir a bordo a la familia Simms, creo que también ha sido una buena adquisición. El niño es sólo una mancha de tinta y su mamá no es un monstruo sensacional, pero las tres rosas amarillas se parecen como tres gotas de agua. —Espera a verlas vestidas con lentejuelas, Zachary... y ahora nos podemos permitir este lujo. Estarán tan bonitas como rosas amarillas auténticas. Si podemos sacarlas de aquí. — Si los yanquis saquearon la casa de los Furfew hace sólo una semana, no creo que la ley tenga mucha fuerza en esta región fronteriza. — Diablos, no es la ley lo que me preocupa ahora. Me aterra, simplemente, que esa mujer pueda perseguirnos. — Nos almidonaría y plancharía, no cabe duda. Sin embargo, en los lugares donde no impera la ley, hay que preocuparse de los que están fuera de ella. Tal vez se ha fijado en que no hemos tropezado con nadie en esta carretera. Parece que el pueblo llano la evita. Fueron al trote unos cinco kilómetros más. Entonces el camino empezó a ascender por la suave ladera, así que reanudaron el paso habitual y Edge habló de nuevo: —Estamos subiendo hacia el Limestone Ridge, que marca los límites del estado y la frontera internacional. Cuando lo hayamos cruzado, estaremos en Virginia del Oeste. — El estado más nuevo de Estados Unidos —musitó Florian. — Sí, todo un nuevo estado —dijo Edge, y movió la cabeza—. He visto muchos cambios provocados por esta guerra. — Tonterías —replicó Florian—. Este trozo de tierra que tenemos delante puede haber cambiado de nombre, pero sigue siendo el mismo trozo de tierra. Has estudiado historia, Zachary. Señálame una guerra que haya causado un cambio en la faz de la tierra que siga siendo visible y significativo al cabo de un siglo o dos. —Así, de repente, no se me ocurre ninguna. —No, porque las cosas que provocan cambios, cambios irreversibles, suelen ser menos dramáticas y más insidiosas. Puedo enseñarte un par de ellas aquí mismo. Mira esa línea de ferrocarril que discurre en dirección paralela a la nuestra y los cables de telégrafo suspendidos
encima de ella. La locomoción rápida y la comunicación remota están cambiando el mundo. Cuando la gente pueda trasladarse con rapidez y facilidad de un sitio a otro, todos los malditos lugares dignos de visitarse estarán ocupados y rebosantes de gente. Cuando todos puedan hablar por telégrafo con cualquier persona en cualquier lugar del mundo, te apuesto lo que quieras a que hablarán. Y criticarán, venderán, predicarán y harán discursos. Durante tu vida, Zachary, no habrá apenas un lugar en este planeta donde puedas estar libre de la gente y de su parloteo. Edge dijo que probablemente tenía razón, y la idea le hizo enmudecer. Prosiguieron en silencio durante un rato y al final dijo: —Hubo un tiempo en que hice lo posible para detener la extensión del ferrocarril. Donde Obie y yo estuvimos con los comanches, el batallón solía destrozar las vías férreas para interrumpir las líneas de suministro yanquis. Levantábamos los raíles, hacíamos una gran hoguera con las traviesas, poníamos los raíles sobre el fuego hasta que se calentaban y ablandaban y luego los enroscábamos en torno a los árboles, donde se solidificaban. También volábamos puentes, pero eso era más por deporte que con fines prácticos. —¿Por qué? —Bueno, parece ser que todos los puentes de hierro de América se hacen en Cleveland, Ohio. Y un ingeniero de Cleveland inventó la manera de hacer puentes portátiles, en pequeños segmentos que los yanquis podían transportar y después unir y convertir en puentes dondequiera que se necesitasen. De esta forma reconstruían los puentes casi tan de prisa como nosotros los volábamos. —Rió y añadió—: En una ocasión volamos un tramo de túnel. Lo hicimos tan a conciencia, que arrastramos con él a toda la colina. Pero cuando el polvo se hubo disipado, uno de nuestros muchachos dijo: «Qué diablos, los yanquis traerán otro túnel de Cleveland, Ohio.» Florian también rió, pero paró en seco cuando vio lo que Edge estaba haciendo. Había abierto la funda del revólver de su cadera derecha y ahora, sin sacar el arma, la amartilló con el conocido y ominoso triple clic. Entonces dejó la pistola donde estaba, dentro de la funda, con la culata mirando hacia adelante, en la posición habitual de la caballería, pero con la mano derecha descansando sobre esa culata. —Creía que siempre llevabas el arma sin amartillar, para más seguridad —dijo Florian. — Es otra clase de seguridad la que me preocupa ahora. He dicho que este territorio podía estar fuera de la ley. También he encargado a Obie que tenga preparada mi carabina, por si acaso. Y es mejor que se lo diga: desde que nos hemos separado de la finca Furfew, nos siguen tres jinetes por los campos de la derecha del camino. Se mantienen
detrás de los árboles, de modo que sólo los he vislumbrado, pero continúan estando cerca. — ¿Por qué no has dicho nada? No deben preocuparte mucho sus intenciones. — Es probable que adivinemos sus intenciones cuando lleguemos a la cima del Limestone Ridge... que es cuando iremos más despacio. Me imagino que nos esperarán en el otro lado de la cumbre. Y así fue. Los hombres habían desmontado y dejado los tres caballos bloqueando el camino, de modo que los carromatos no pudieran pasar entre ellos. Entonces uno de los hombres levantó una mano y gritó amablemente: —Deténganse un momento, amigos. Nos gustaría hablar con todos ustedes. Florian dijo con amargura: —Debería haber sabido que teníamos demasiada suerte. Aquí es donde lo perdemos todo. —Tire despacio de las riendas para que los otros carromatos se detengan muy cerca de nosotros —le aconsejó Edge en voz baja. Los tres hombres del camino eran lo bastante feos para ser saqueadores o bandidos o cualquier otra clase de indeseables. Iban sucios, se habían cortado las barbas con el método del hacha y vestían un variado surtido de guerreras yanquis y rebeldes, botas y gorras de visera, diversas prendas raídas de vestuario civil, cinturones y bandoleras de cartuchos modernos. Sólo mostraban cierta elegancia en dos aspectos: sus caballos eran animales magníficos, aunque llevaban sillas Grimsley, viejas y anticuadas. Y cada uno de ellos iba armado, además de la pistola al cinto, con una carabina de repetición Henry recién pavonada. Sosteniendo con soltura esta armas, pero con las manos sobre palancas y gatillos, los hombres cubrieron el camino. Uno se quedó directamente enfrente de Bola de Nieve, otro se acercó lentamente al carruaje de Florian y el tercero abordó a Edge, diciendo: — Quédate donde estás, soldado. No quiero ver moverse esa mano izquierda en dirección a la funda. — No queremos parecer hostiles —dijo en tono lisonjero el hombre que estaba junto a Florian—, pero los tiempos son difíciles y uno encuentra personajes muy brutos por estos caminos. — ¿Qué podemos hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Florian con voz serena. — Los hemos visto salir de esta plantación, unos kilómetros más atrás —dijo el hombre, aproximándose—. Nosotros también hemos estado y salido igual de pobres que antes de entrar. Gentes muy poco hospitalarias y tacañas como el demonio. — Sí, malditos sean —dijo el hombre que estaba en el mismo lado de Edge, acercándose más a él—. Y la única hembra era tan fea que
hubiera asustado al perro de una carnicería. Uf, uf. —Escupió un chorro de jugo de tabaco. —En cambio ustedes —dijo el otro a Florian, acercándose aún más, como si se preparase para saltarle encima— han salido muy contentos, como si acabaran de emborracharse y de joder, y disfrutaran de una repentina prosperidad. — Sí —añadió el de Edge, volviendo a escupir más saliva de color ámbar—. Nos preguntábamos si nos hemos perdido algo y ustedes se lo han llevado todo. De todos modos, en la tartana viajan dos pasajeras muy bonitas... ¡Oye! ¿No te conozco, soldado? —Se quedó plantado ante Edge, mirándole con fijeza—. Un hijo de perra, ja, ja. ¿Acaso no eres Zachary Edge, el que solía ser un comanche? Edge contestó, en el mismo tono de chanza: —Claro que lo soy. Ja, ja. ¿Cómo estás, Luther? —Y le disparó al vientre. Edge no había hecho ningún movimiento repentino ni visible; en realidad, había disparado con el revólver boca abajo. Con la mano derecha descansando sobre la culata y el dedo anular de la misma mano dentro de la funda, sobre el gatillo, sólo tenía que torcer la funda un poco hacia arriba y disparar por su angosto extremo abierto. Antes de que Luther terminase de caer de espaldas sobre el camino, se oyó el pesado ibum! de la carabina Cook del carromato de Yount en la retaguardia de la caravana, y el salteador que estaba junto a Florian hizo una súbita pirueta y también se desplomó. Mientras tanto, el retroceso de la pistola de Edge la había empujado hacia atrás, sacándola de la funda. Ahora la tenía en la mano, boca arriba, amartillada de nuevo, antes de que el tercer hombre, que estaba a cierta distancia, pudiera comprender lo sucedido... y Edge tuvo tiempo de apuntar y dispararle al pecho. Los tres rápidos disparos fueron seguidos por varios débiles gritos femeninos, de Clover Lee y dos o tres de las hembras Simms. Cuando Edge saltó del pescante, a través de la nube de humo azul, Sarah Coverley se asomó a la ventanilla del carruaje, con los ojos muy abiertos. — Dios mío, Zachary —dijo, admirada y horrorizada al mismo tiempo—, ni siquiera nos habían amenazado. El la miró de soslayo. — A veces es aconsejable ablandar un poco a un hombre antes de que llegue a la fase de las amenazas. Con la Remington amartillada y lista otra vez, fue a agacharse con cautela sobre cada uno de los hombres. Al que había herido en el pecho y el que tenía la caja torácica atravesada por la bala de Yount, ya habían muerto, pero Luther, tendido de espaldas sobre el camino,
estaba aún vivo y abría y cerraba la boca como un pescado. Cuando Edge se inclinó sobre él, dijo, furioso: — Me he tragado el maldito tabaco. No te lo tragues nunca, capitán Edge. Te da un horrible dolor de estómago. — Mereces que te duela, sargento Steptoe. Nunca valiste nada como soldado y no has mejorado como salteador de caminos. Habrías tenido una muerte mejor en Tom's Brook. — Mierda, no fui el único que echó a correr en Tom's Brook, como deberías saber mejor que yo. iAy! Por Dios Todopoderoso, i este tabaco me quema el estómago! —Te lo aliviaré —dijo Edge, y volvió a disparar. Los otros hombres de la compañía se habían apeado de los carromatos y ahora iban a echar una ojeada a las víctimas, mirando de reojo a Edge y Yount con expresiones de auténtico respeto. — Vaya, que me maten si lo entiendo —exclamó Yount—. Pittman, Steptoe y Stancill. Creía que habían muerto hacía tiempo. Conque así es como han acabado. — ¿Por qué los conocíais? —preguntó Florian, con voz algo insegura. — Ya le hablamos de aquella batalla en que los comanches nos dispersamos —explicó Yount—. Estos tres figuraban entre los hombres que no volvieron a incorporarse. Deben de haber salteado los caminos desde entonces. —Hizo una pausa, reflexionó y luego dijo—: Casi me gustaría volver atrás para contárselo a la señora Furfew, a fin de que pudiera repartir la culpa que sólo achaca a los yanquis. Rouleau preguntó a Edge, indicando al difunto sargento Steptoe: — ¿Tuviste que dispararle dos veces, ami? ¿No podría haber vivido? — No. Un minuto más y habría empezado a gritar y retorcerse. Un hombre herido en los intestinos puede tardar horas en morir. ¿Habrías querido sentarte a cogerle la mano todo este tiempo? —Bueno, ¿los dejamos donde están? —preguntó Mullenax—. ¿Para que los buitres den cuenta de ellos? — Será mejor que no —contestó Edge. Escudriñó el horizonte—. Podrían ser la avanzadilla de un grupo mayor. Si así fuera, y los encontraran... bueno, somos las únicas personas que han pasado por aquí, así que sus compinches podrían salir en nuestra busca. — De todos modos, señor Florian, ahora tiene tres buenas monturas —dijo Fitzfarris—. Ninguna de las tres lleva ninguna marca, del ejército u otra cualquiera. Tire las sillas, que son viejas e inservibles, y lo más probable es que nadie vea en los caballos otra cosa que animales de circo. Y también encontraremos alguna utilidad para estas armas. Zack, podrías usar un rifle de repetición Henry en tu número, en lugar del de un solo disparo. Los revólveres son dos Colts y un Joslyn. —Estupendo —contestó Florian, asumiendo el mando—. Sir John, recoge las armas y municiones. Capitán Hotspur, desensilla los caballos y
engánchalos a los tres primeros vehículos. Monsieur Roulette, trae algunos trozos viejos de lona. Envolveremos los cadáveres y los colocaremos en el furgón de la carpa. Después, ya podremos seguir. Cuando se pusieron de nuevo en marcha, Florian dijo a Edge: — Bueno, ha sido un día afortunado, gracias principalmente a ti y a Obie. —Como Edge no decía nada, Florian le miró de soslayo—: ¿Tienes remordimientos, muchacho? Tengo entendido que esos hombres no eran exactamente amigos íntimos tuyos, pero comprendo que se trataba por lo menos de antiguos conocidos. Edge negó con la cabeza. — Los habría fusilado un pelotón de ejecución después de Tom's Brook, si los hubieran cogido. Por vergonzosa que sea la retirada, no es un crimen, pero esos tres siguieron corriendo. Eran desertores, renegados y es obvio que se habían convertido en algo peor desde entonces. — Pues sí —dijo Florian, pensativo—. Después de ver lo que hicieron con el magnífico piano de los Furfew, puedo adivinar qué habrían hecho a Sarah y Clover Lee. — Los bastardos pensaron que nos tenían en sus manos y yo no estaba dispuesto a esperar a que nos mataran. No siento ningún remordimiento. ¿Cuánto tiempo piensa acarrear sus cadáveres? Con este calor, no se conservarán muy bien. — Los enterraremos cuando lleguemos a Charles Town. —Esto podría suscitar algunas preguntas. — No me refería a un entierro ceremonioso. No; existe un antiguo método circense para deshacerse de estorbos potenciales. Cuando preparemos la pista, plantaremos debajo a los difuntos. Al cabo de tres o cuatro funciones, con la ayuda de los caballos y el elefante, los rufianes estarán bajo una tierra bien pisoteada. No es probable que alguien los resucite para hacer preguntas. En Charles Town encontraron el antiguo hipódromo disponible para acampar y Florian puso a los hombres a trabajar sin pérdida de tiempo, por lo que erigieron el pabellón a la luz del crepúsculo y luego, en la oscuridad, prepararon la pista. Tuvieron que cavar muy hondo para colocar los cadáveres de los salteadores y después nivelar bien la tierra para poder amontonar el borde a su alrededor. Cuando la compañía se sentó por fin a cenar en torno a la hoguera, comieron bien, porque Phoebe Simms ya se había hecho cargo del trabajo culinario e hizo maravillas con los escasos víveres del circo, al igual que hacía con los de los Furfew. Después de la cena, los hombres y Magpie Maggie Hag encendieron sus pipas, Abner Mullenax pasó una de sus omnipresentes jarras y Florian gritó: — iAcercaos todos! Tengo que anunciar algo. iHoy es día de paga! Toda la compañía prorrumpió en vítores.
Florian encontró en el suelo una vieja ripia y, con su rotulador, escribió en ella complicados cálculos; entonces empezó a sacar billetes verdes del fajo que le había dado la señora Furfew. Los artistas incorporados en último lugar recibieron la paga completa, que no era mucha. Edge y Yount, por ejemplo, que sólo llevaban tres semanas trabajando, cobraron veintidós dólares cada uno. Los miembros originales, integrados al circo mucho antes de Wilmington, recibieron una suma mucho mayor, pero muy inferior a lo que se les debía. Florian lo reconoció y pidió disculpas por ello. — No obstante, si nuestra suerte continúa (y la afluencia de público), podré ir reduciendo el déficit poco a poco. Entretanto, viejos amigos míos, debéis comprender que la mayor parte de nuestros ingresos han de reservarse para pagar los pasajes. En cualquier caso, todos habían cobrado en dinero inequívocamente sólido, así que nadie se quejó. De hecho, Sarah Coverley declaró su intención de pasear hasta el barrio comercial para comprarse, y comprar a Clover Lee, algo muy frívolo, sólo para celebrar la ocasión. —Moderación, querida Madame Solitaire —aconsejó Florian—. Para el caso de que nuestra suerte no se prolongue, os sugeriría a todos que guardéis por lo menos una parte de vuestros salarios en la faltriquera antigua y tradicional. —Sarah se encogió de hombros y volvió a sentarse. Florian prosiguió—: Ahora que nuestro Florilegio está en cierto modo próximo a la solvencia y ha aumentado en número, hemos de pensar en la mejor utilización de nuestra compañía. Si alguien tiene sugerencias que hacer, las oiré con sumo gusto. De todos modos, tengo algunas de mi propia cosecha para las que solicito la opinión de la compañía. —Miró a su alrededor—. ¿Algún comentario? — Bueno, ante todo, ¿qué es una faltriquera? —preguntó Mullenax. Sarah explicó, con una sonrisa: — Es lo que llevaría tu esposa, Abner, si aún la tuvieras. — ¿Eh? —Una faltriquera es todo lo que yo tenía cuando el difunto señor Coverley me abandonó. Cuando hay una mujer en un equipo de artistas, en especial si su marido bebe mucho, suele ahorrar todo lo que puede. Algunas mujeres se compran un pequeño diamante de vez en cuando y lo llevan en una bolsita de gamuza colgada del cuello. Los diamantes son fáciles de llevar y siempre pueden venderse. Así una mujer siempre tiene dinero cuando lo necesita. Mullenax murmuró algo sobre las «hembras presumidas» y luego confesó que no bebía tanto y se echó otro trago de la jarra al coleto. —Muy bien. Ahora mis sugerencias —dijo Florian—. Primero tú, Madame Alp. Phoebe Simms tardó un momento en comprender que se dirigían a ella.
—Oh... sí, zeñó. —Y rió, encantada—. Ser difícil acostumbrarme a que no me llamen tía o mammy. — Bueno, entre nosotros te llamaremos como prefieras. —No importa —contestó ella con otra risa, ésta un poco triste—. Me han llamao cariñito y me han llamao puta negra. Pero yo ser siempre la misma y saber quién soy. — iOjalá lo supiera más gente! De todos modos, en nuestra primera función para el público serás Madame Alp. Sin embargo, ante todo, quiero que cojas este dinero y vayas al mercado a primera hora de la mañana. Llena nuestra despensa de todas clases de alimentos básicos, también carne de caballo fresca para el gato, y compra todos los utensilios de cocina y de mesa que podamos necesitar. Compra mucho de todo porque, cuando seas Madame Alp y una celebridad, no podrás correr por ahí y dejar que cualquier patán te contemple gratis. —Sí, zeñó, yo ir al mercado. Florian se volvió hacia Magpie Maggie Hag. — Madame modista, me gustaría que empezaras ahora mismo a acolchar un magnífico vestido para Madame Alp. Termínalo cuanto antes mejor. Inventa también una especie de disfraz para las trillizas. Sé que te doy mucho trabajo, Mag, pero por lo menos las tres tienen las mismas medidas. Y aquí tienes tú también dinero para ir de compras. Escoge las telas y los adornos más vistosos que puedas encontrar en Charles Town. Has tenido que contentarte con retales durante demasiado tiempo. La vieja gitana murmuró unas palabras de agradecimiento. —Después, el coronel Ramrod. ¿Quieres examinar los nuevos caballos que hemos adquirido? Comprueba si trabajarán enjaezados. — Tendrían que hacerlo —respondió Edge—. Teniendo en cuenta quién los ha usado, es probable que hayan hecho toda clase de trabajos. Pero me aseguraré. — Entonces necesitaremos más arneses para equiparlos, capitán Hotspur. Ja, Baas. Compraré lo necesario. — Tengo otro trabajo para ti, capitán. Como también eres nuestro jefe de aparejos, quiero que los completes. Aquí tienes dinero suficiente. Mientras estás en la ciudad, compra más luces. — iPor Cristo! —exclamó Roozeboom—. ¿Lo dice en serio, Baas? ¿Vamos a dar funciones nocturnas? ¿Puedo comprarlo todo? ¿Araña y todo? — Todo. Tú decides qué necesitamos y lo compras. Mañana, damas y caballeros, por primera vez en esta temporada, habrá dos funciones... por la tarde y por la noche. Mam'selle Clover Lee, aquí tienes mi lápiz y un montón de carteles. Empieza a añadir al final de cada uno: «Función de tarde a las 20 h.» Y Tiny Tim, quiero que salgas mañana temprano a
pegar estos carteles. Abdullah, tú y Brutus haréis la ronda habitual, pero grita ahora a la gente que habrá función de día y de noche. — Sí, zeñó, mas' Florian. — Abdullah, Abdullah, todavía soy sahib Florian para ti. Y también para tu aprendiz hindú. Enséñaselo al pequeño Quincy. No... Quincy no suena muy hindú. Alí Babá, eso es. A partir de ahora, profesionalmente es Alí Babá. —Baas —dijo Roozeboom—, ahora que tenemos a Mevrou Alp y esos negritos, no pueden viajar siempre a la intemperie cuando llueva. Necesitamos otro carromato. — Hum, sí, creo que tienes razón. Muy bien, consigue uno. Lo más fuerte y barato que puedas. Menos mal que ahora tenemos suficientes animales de tiro para todos nuestros carromatos. Y uno de los caballos nuevos puede encargarse de arrastrar ese cañón, para que Brutus no tenga que hacerlo. Ja, Baas. — Todos los miembros de este espectáculo tienen dos o tres tareas, así que los caballos nuevos no deben ser una excepción. Coronel Ramrod, ¿crees que podrías enseñarles algún número de circo? Como ahora tenemos más caballos que jinetes, ¿podrías enseñarles un número libre? — Quizá sí, si me dice qué es un número libre. — Los caballos trabajando solos, sin jinete, sin arneses, sólo con plumas decorativas y cosas por el estilo. Se les enseña a desfilar y maniobrar al oír una orden. O mejor, discretas señales de mano o látigo, de modo que parezcan hacerlo a su antojo. —Puedo intentarlo. —Bien, inténtalo. Si lo consigues, coronel Ramrod, te ascenderé a uno de los cargos que ahora desempeño, director ecuestre, que los profanos llaman maestro de ceremonias. —Qué va, no —dijo Edge—. Yo no tengo su don de la palabra. —Oh, yo seguiré siendo el orador, pero tú empuñarás el silbato y un látigo. Llamar y despedir los números por el orden debido, incluyendo el tuyo, y con orden. Encontrar un modo de disimular cuando algo sale mal. Decidir cuándo poner fin a un número antes de tiempo o prolongarlo. Cosas así. Ya aprenderás. Y en cuanto pueda permitírmelo, doblaré la miseria que te pago actualmente. —Florian, mon vieux, ¿te estás preparando para abdicar? —preguntó Rouleau—. ¿Vas a agarrar la faltriquera y echar a correr? —Au contraire. Estamos más cerca de convertirnos en un verdadero circo, no sólo en un espectáculo de tres al cuarto, y ahora el retén principal tiene que delegar en otros parte de la responsabilidad. Lo cual me conduce a ti, sir John.
Hubo un momento de perplejidad general, en que todos se miraron entre sí. Entonces Fitzfarris dio un respingo y dijo: —Oh, sí. Soy yo. Diantre, hace tanto tiempo que sólo me llamaban tía mammy o cariñín... — Sir John, tú sí que tienes labia, de modo que me gustaría encargarte la supervisión completa de nuestro creciente espectáculo secundario. Conviértelo en un auténtico anexo del programa principal. Al principio te presentaré y relataré tu trágica historia para que no tengas que jactarte de ella tú mismo. Pero luego me haré a un lado y tú serás el orador. Explicarás cómo se alimenta al león, te extenderás sobre el Museo de Maravillas Zoológicas, contarás cómo capturamos al Hombre Cocodrilo, presentarás a Madame Alp y sus... ¿qué?... ¿Las Tres Gracias? — No, no —objetó Fitzfarris—. Si he de ser responsable del espectáculo secundario, quiero curiosidades. ¿Qué le parece las Tres Pigmeas Blancas Africanas? ¿Tiene algo en contra de este nombre, Madame Alp? —Para mí ellas seguir siendo Domingo, Lunes y Martes, y yo seguir siendo mammy para ellas. Ser buenas chicas y hacer lo que usté diga. —Muy bien —aprobó Fitz—. Y permítame hacer otra sugerencia, Florian. Ha hablado de no dejar que el público vea gratis a Madame Alp y, sin embargo, por el camino todo el mundo puede ver gratis al león. — Bueno, un león es el circo. Es como un anuncio —contestó Florian. —Ya tiene al elefante para eso. Propongo que tapemos los lados de la jaula del león mientras viajamos. — No hay mucha propaganda en una jaula tapada, sir John. —Podría haberla. Ahora ese carromato tiene una palanca de freno corriente. Ignatz, ¿podría quitarla y poner en su lugar una muy grande, casi tanto como un tronco de árbol? —Ja, pero ¿para qué? — La gente verá por la carretera esta jaula tapada y verá sobresalir junto al conductor esta palanca de freno monstruosa. Todos se preguntarán qué diablos puede haber dentro de esa jaula que sea tan grande, fuerte y peligroso como para requerir tal medida de seguridad. ¡Esto sí que es propaganda! Todas las personas sentadas alrededor de la hoguera le miraron fijamente y al final Rouleau dijo en voz baja: —Par dieu, este hombre tiene sangre de circo. Florian dijo, con admiración: —Ojalá, sir John, pudiera mandarte por delante de nosotros como nuestro heraldo. Por Dios que harías hablar y escribir sobre nosotros en los periódicos como si fuésemos P. T. Barnum. Pero entonces dejaría que la gente mirase gratis a nuestro Hombre Tatuado. —Se volvió hacia los demás—. Bueno, otra cosa que me preocupa en estos momentos es
que tenemos una gran escasez de música en el espectáculo. ¿Hay alguien aquí dotado para tocar algún instrumento? Phoebe Simms respondió: — Domingo saber tocar el piano. La señora enseñarla. —!No! !Vaya sorpresa! —exclamó Florian—. ¿De modo que esa vieja serpiente hizo alguna vez una buena acción? —Miró a las harapientas trillizas Simms, que desde el principio se habían sentado en hilera y sólo movían los ojos para observar a quienquiera que tomase la palabra—. ¿Cuál de vosotras es Domingo? —Yo, zeñó —contestó una de ellas, indistinguible de las otras. Las tres llevaban idéntico vestuario: vestidos informes de percal, con dobladillos descosidos, al parecer sin nada debajo; y ninguna iba calzada. — Domingo, querida, ¿recuerdas lo que solías tocar? — Sí, zeñó. Un piano. — Me refiero a los nombres... los nombres de las canciones que te enseñó esa mujer. Domingo pareció desorientada. — Tocaba música, zeñó. La música no ser nada, no tener nombre. — ¿Podrías quizá tararear algo que recuerdes? Domingo entornó sus grandes ojos marrones como una yegua asustada, pero en seguida empezó a tararear, tímidamente al principio y más alto después, hasta que resultó audible. — Ya sé qué es —dijo Florian—: Ah, vous dirai je, maman. —A mí me ha sonado como Brilla, brilla, estrellita —terció Yount. —Es la misma canción —dijo Florian—. Puede no ser una gran música, pero es internacional. Monsieur Roulette, quizá puedas enseñarle algo. Cualquier persona que sepa tocar el piano puede tocar el acordeón, n'estce pas? Rouleau se rascó la cabeza. —Supongo que sí. Sólo hay que aprender a estrujarlo. Veré si puedo encontrar uno barato en una casa de empeños. Entre Domingo y yo podemos intentarlo. Procuraré al mismo tiempo mejorar su horrible dialecto y dicción. —También quiero que los niños sean algo más que rarezas de un espectáculo secundario —dijo Florian—. Madame Solitaire, inténtalo primero con las chicas. Descubre si están dotadas para la equitación. Todos nos dedicaremos a averiguar si tienen algún talento. Monsieur Roulette, observa a este niño... Alí Babá. ¿No es ocho años la edad ideal para practicar el klischnigg? — ¿Contorsiones? Oui. Antes de esta edad, los huesos se rompen con facilidad excesiva, y después, los ligamentos no tardan en perder elasticidad.
—¿Te encargarías de enseñar a Alí Babá el arte del maestro en posturas? —Puedo iniciarle. Doblar el empeine. Empezar las prácticas preliminares. — iHuy! —gritó débilmente Quincy, pero nadie le hizo caso. Roozeboom fue el primero en volver de la ciudad al día siguiente, conduciendo el nuevo carromato que había comprado —otro furgón cerrado, delgado y chato, similar al de la carpa y casi tan ruinoso—, y ordenó a Mullenax que le ayudara a descargar sus otras compras. Había teas con pabilos bañados en trementina y unas cuarenta pequeñas linternas de queroseno, cada una provista de un reflector de hojalata. — ¿Y qué diablos es esto? —preguntó Mullenax, gruñendo bajo el peso, mientras bajaban del furgón la pieza más grande de las nuevas adquisiciones. —Es un candelabro —contestó Roozeboom. —Diablos, yo esperaba algo elegante. Como el que solía tener el señor Furfew. Todo cristal y prismas. —Esto lo he hecho yo en una carpintería. En un santiamén. —Ya se ve. Una serie de marcos sin pintar estaban clavados de modo que formaban una pirámide de recuadros de tamaño progresivamente menor, con un aro de hierro sujeto a la cúspide. — iVen aquí, pequeña! —gritó Roozeboom a la trilliza más cercana— Tú colocarás las velas mientras nosotros hacemos otro trabajo. —Sacó una enorme caja llena de velas baratas de sebo y le enseñó a hacerlo. Encendió una vela y la usó para ablandar los extremos de las otras, colocándolas derechas en torno al perímetro del marco superior—. Ponlas bien juntas, tantas como te quepan en este recuadro. Luego haz lo mismo en el otro. Tienen que caber más o menos trescientas velas. Los dos hombres se fueron a distribuir las teas y Mullenax descubrió que las cuatro esquinas superiores de los carromatos del león y del museo ya estaban equipadas con casquillos para sostenerlas. Roozeboom fijó otras teas en hilera en el suelo, para que sirvieran de guía desde la calle al patio delantero, y un par a los lados de la puerta principal de la gran carpa. Dentro del pabellón, Roozeboom enseñó a Mullenax a colocar las pequeñas linternas de queroseno a intervalos en torno a la grada inferior de asientos, con los reflectores dirigidos hacia la pista para que la iluminaran. Mientras Mullenax hacía esto, Roozeboom fue al poste central y deshizo varios nudos de sendas abrazaderas para que la botavara formara ángulo con el poste central y se aflojara la cuerda de su polea. Cuando la chica Simms hubo puesto todas las velas en el candelabro de madera, los dos hombres lo acarrearon hasta la tienda y colgaron su aro de la cuerda de caída. Roozeboom entonó el cántico de «Arr, arr» mientras lo elevaban hasta el extremo de la botavara, a unos
siete metros del suelo y necesariamente un poco descentrado sobre la pista. —Esta noche lo bajaremos, lo encenderemos y lo volveremos a subir — dijo Roozeboom—. Hará bonito, ya verás. Ahora... también he traído de la ciudad radios y cubos de rueda, calzas, lingotes de hierro, grasa para ejes. Encenderé un fuego de carbón de leña, buscaré un yunque para el martillo y tú y yo nos pondremos a reparar de verdad todas las ruedas de los carromatos. Estaban sudando, dedicados a esta tarea, cuando los otros miembros de la compañía volvieron de la ciudad, acompañados de una música plañidera y ruidosa. Jules Rouleau, encaramado sobre uno de los carromatos, tocaba en un acordeón la melodía de Frére Jacques, no muy bien, pero con mucha fuerza. — Es casi un placer estar en tierra yanqui —dijo Yount a todos en general—. Charles Town no es el centro de la Creación, pero está mejor surtida que toda Dixie. — En efecto —asintió Florian, que llevaba un sombrero de copa nuevo, de castor, cuyo aspecto era mucho más rico que el viejo de seda—. He decidido, maldita sea, que monsieur le directeur también merecía un regalo. Voilá, le chapeau! —Lo hizo resbalar por su brazo como un malabarista y luego volvió a ponérselo en la cabeza. — Es bonito, Baas —elogió Roozeboom, y en seguida preguntó con ansiedad—: ¿Tiene carne para Maximus? — Medio caballo, o casi —contestó Edge—. Y para nosotros, algo de buey. Ni seco ni salado ni ahumado. iBuey de verdad! — Casi me he herniado llevando las compras de tía Phoebe —dijo Yount. Esta anunció, muy complacida: —Supongo que he vasiao todos los mercados de la siudá. — Y Maggie, todas las mercerías —añadió Rouleau—. No se en cuentran muchas piezas de tela, pero ha comprado todas las que había. —Y veo que tú has conseguido tu fuelle musical —dijo Mullenax a Rouleau. Entonces se volvió hacia Fitzfarris—: ¿Qué hay del fuelle que he pedido yo? — Sí, señor, sí, señor —respondió alegremente Fitz—. Está en esa caja, con todas mis botellas. Mullenax sacó una de las jarras, la descorchó, bebió un sorbo, se lamió los labios, feliz, y ofreció la jarra al círculo de hombres. —¿Cómo es, Fitz, que me has comprado jarras llenas y para ti sólo botellas vacías? —No estarán vacías mucho tiempo. Son para mi tónico. Y querría pedirte un favor, Abner. ¿Puedo echar un chorrito de tu whisky en cada botella? Dará un poco de autoridad al resto del contenido. —Claro. Pero sólo un chorrito. ¿Qué más pondrás?
— Mag dice que me dará un poco de tintura de ipecacuana, que también tiene autoridad, a su manera. Y Clover Lee dice que acaba de lavarse las mallas rojas, así que el agua ha adquirido un bello matiz rosado. No necesito nada más. — Dios mío. Agua sucia, una raíz vomitiva y un chorrito de alcohol. ¿Es esto el tónico de que has hablado para curar la gonorrea? — Oh, no. También tengo un poco de azafrán. —Se volvió, porque Magpie Maggie Hag le tiraba de la manga. —Ven, te daré la ipecacuana. Y otra cosa, además. — Y vosotras, chicas, venid a probaros estos zapatos que os he comprado —dijo Sarah a las trillizas—. Entonces os presentaremos a Bola de Nieve y Burbujas, a ver si os gustáis mutuamente. —Y después, Domingo... —dijo Rouleau—, la que sea Domingo de vosotras, vendrá conmigo a tocar el acordeón. Así, mientras todos se iban dispersando, Mullenax recuperó su jarra y la llevó adonde estaba Roozeboom, que descansaba de sus esfuerzos apoyado en una rueda del furgón de la jaula. Mullenax se desplomó a su lado y le alargó el whisky. —Gracias, no —dijo Roozeboom—. No bebo cuando se acerca la hora del espectáculo. —Es muy difícil cogerte sin hacer nada, Ignatz, y quería preguntarte algo. Todo el mundo prepara números nuevos y a mí me gustaría ampliar mi educación. Florian dijo que quizá estarías dispuesto a enseñarme cómo se doma a un león. Roozeboom señaló con el pulgar por encima del hombro. —Ahí está el león. Ve a domarlo. Geluk en gezondheid. (Suerte y salud.) — Oh, tonterías. Esa vieja alfombra ya está más domada que mi abuelo. — Eso crees. Acércate y saluda a la vieja alfombra. Mullenax se levantó y aproximó la cara a los barrotes de la jaula. Inmediatamente, Maximus enseñó los dientes amarillentos y rugió en tono amenazador. Mullenax retrocedió con brusquedad, volvió a sentarse, bebió un sorbo para reponerse y dijo: —Supongo que esto significa que está malhumorado. ¿Cómo se sabe cuándo está de buen humor? ¿Ronronea? — No, los leones no pueden ronronear. De todos los grandes felinos, sólo los cheetahs y los pumas ronronean. Y no pueden rugir. En cuanto a los tigres, hacen un ruido que sólo ellos pueden hacer. Un especie de chuffchuff que significa buen humor, igual que ronronear. Esto es muy interesante, Ignatz, pero no me ayuda mucho. Sólo tenemos un león y todo lo que hace es rugir. —Los rugidos no significan mucho para un domador. Los leones pueden estar enfadados, hambrientos, juguetones, cualquier cosa. Algunos dicen que cuando el león menea la cola, está enfadado. Yo digo,
cuidado: cuando el león se pone rígido, entonces es peligroso. También digo que, cuando lo estés domando, recuerda siempre que miras a cinco bocas, una llena de dientes y cuatro llenas de zarpas. Te lo aseguro, Abner, una vez dentro de esa jaula cuadrada, nunca te aburres. —Dime lo que hay que hacer. ¿No hay reglas, como el ABC? —Probablemente hay noventa y nueve reglas para los domadores de gatos. No te puedes fiar de ninguna, pero aun así, te recitaré unas cuantas. Primera: Abner, no te acerques ni toques nunca a un gato con timidez, sino siempre con firmeza, y nunca de forma inesperada, por detrás. —Bueno, esto ya lo aprendí en la granja. Si tocas de repente a un animal, aunque sólo sea un cerdo, pega un buen salto. — Toca así a un gato y te salta encima. Recuerda también que si un gato te muerde, puede soltarte. Pero si te clava la zarpa, no te soltará nunca. El mismo Dios le ha hecho así. Cuando el gato alarga la zarpa para coger algo, los tendones extienden las garras y las fijan en posición de gancho. Por esto, incluso aunque te agarre por casualidad y se arrepienta, cuando retire la zarpa te arrancará trozos de carne. — Está bien. Lo recordaré. ¿Cuál es la segunda? — La segunda es, consigue otro ojo. — ¿Eh? — Un ojo solo, Abner, significa que no puedes juzgar muy bien la distancia. Siempre has de saber con exactitud la distancia que te separa del gato. Además, muchos gatos, como las personas, son diestros o zurdos. Has de llegar a conocer a cada uno para saber qué zarpa no puedes perder de vista. Un hombre con un solo ojo... que debe estar atento a tantas cosas... —No me puedo hacer crecer otro. Tendré que correr el riesgo. — Tercera regla: no corras nunca riesgos. Cuarta regla: manténte alejado de eso. —Indicó la jarra de Mullenax—. Los gatos buscan todos los puntos débiles y se aprovechan rápidamente de ellos. — Oh, diablos. Siempre he trabajado mejor con un poco de valor holandés. Roozeboom dijo secamente: —En holandés, lo llamamos valor bebido, lo cual significa que no puedes confiar en él. Pero ven, Abner. Quédate a mi lado. —Se levantó y acercó a los barrotes de la jaula—. Dejemos que Maximus nos vea juntos. Pronto te aceptará como a un amigo. Entraremos juntos en la jaula. Mullenax dejó la jarra y los dos hombres permanecieron un rato junto a la jaula, Roozeboom metiendo de vez en cuando la mano para rascar la cabeza del león. Al cabo de otro rato, animó a Mullenax a hacer lo mismo, y el león lo permitió. Después, sin hacer ningún movimiento brusco, los hombres se acercaron a la puerta y la abrieron. Maximus rugió, pero sólo de un modo distraído. Roozeboom entró, hablando en
tono suave y persuasivo, y luego se acercó y pasó una mano afectuosa por la melena del león, mientras Mullenax se introducía en la jaula y permanecía, prudente, en el otro extremo. Todos estos movimientos fueron observados con gran interés por una de las trillizas Simms, que se mantenía a cierta distancia. Con su absurdo atuendo de percal deshilachado y flamantes zapatos de color amarillo brillante, parecía un bello patito. Mientras contemplaba a Roozeboom y Mullenax entrar en la jaula, esbozaba una sonrisa soñadora, y cada vez que el león rugía, temblaba todo su cuerpo. Sarah, Rouleau y Florian la observaban y este último dijo: —Esa muchacha está asustada. —No, está disfrutando —corrigió Sarah—. Es una niña peculiar. Cuando la he sentado sobre Burbujas, sin silla ni nada a que agarrarse salvo las crines, y he hecho pasear al caballo en torno a la arena, pensaba que se asustaría un poco, pero ha dicho: «Me gusta», con esta misma sonrisa en la cara y el mismo temblor en todo el cuerpo. Florian se encogió de hombros. —Quizá es una équestrienne nata. A propósito, ¿cuál es? —Esa es Lunes. Pronto sabrás distinguirlas. Domingo es la rápida, animada e inteligente. Lunes es la soñadora, un poco reservada y extraña. Y Martes... bueno, es una machacona. Lo probará todo y es probable que lo haga bien, pero sin chispa ni esplendor. —Tal es aproximadamente mi conclusión —dijo Rouleau—. Ahora que ya hemos emitido nuestro juicio sobre ellas, pensemos en cómo orientarlas. —Bueno, como es natural —contestó Florian—, las presentaremos como un trío en el espectáculo secundario, pero creo que en la pista tendríamos que dispersarlas de algún modo, a fin de que nuestra compañía parezca más numerosa y variada. —Bien —dijo Rouleau—. Sarah, tú e Ignatz lleváis a Lunes y Martes como amazonas y yo me encargaré de Domingo y Quincy. El chico promete como contorsionista y puedo iniciar a la chica con la misma instrucción básica y después orientarla hacia la acrobacia de pista y, más tarde, incluso a la aérea, si alguna vez tenemos trapecios. — De acuerdo —aprobó Florian—. Mientras tanto, ¿son los conocimientos de piano de la niña extensibles al acordeón? — No hemos pasado de Vous dirai je, pero creo que Domingo es capaz de aprender cualquier cosa. Me ha dicho que espera ser algo en este mundo, algo mejor que su mammy. Le he sugerido que podría empezar por llamarla madre y ya lo hace. — Tía Phoebe se quedará estupefacta —comentó Sarah. — También le he sugerido que hablar un inglés correcto es otro modo de prosperar en el mundo, y me ha peguntado si podía apenderla. He empezado enseñándole la pronunciación de «preguntar» y la diferencia entre aprender y enseñar. Y lo ha comprendido á l'instant.
—No está mal —murmuró Florian. —También le enseñaré a leer y escribir mientras enseño a Clover Lee. Francés, además de inglés. Las tres mulatitas son bellas, pero con Domingo has hecho un gran hallazgo. Los interrumpió la voz de Magpie Maggie Hag, llamando: — iEh, Florian, mira qué te traigo! Se volvieron, y cuando vieron al desconocido que se acercaba con ella, sonrieron a guisa de saludo. Entonces, a medida que el hombre se aproximaba, sus sonrisas se convirtieron en expresiones de incredulidad. — Que me maten si lo entiendo —murmuró Florian. —Vaya —suspiró Sarah—. Sir John Doe. —iMaggie Magicienne, has hecho un milagro! —exclamó Rouleau. Por primera vez desde que le conocían, el rostro de Fitzfarris era todo del mismo color, y este color, todo humano. Hasta que estuvo delante de ellos no pudieron distinguir la capa de cosméticos. — ¿Cómo lo has hecho, Mag? —preguntó Florian. — ¿Te acuerdas, Barossan, de aquel payaso que tuvimos en el espectáculo hace mucho tiempo, en Ohio? ¿Billy Kinkade? Me dejó sus pinturas faciales cuando se largó y yo las he guardado hasta ahora. Este color, Billy el Kink lo llamaba «ungüento de tez». Siempre se lo ponía primero, no blanco de zinc como la mayoría de payasos, antes de aplicar los colores vivos. He decidido probar cómo quedaba en sir John. —iEs milagroso! —exclamó Sarah—. Fitz, eres un caballero muy apuesto. — ¿Y sabes qué significa esto, sir John? —preguntó Florian—. iPuedes ser nuestro parche! — Es lo que soy, un hombre con un parche. — No, no. Nuestro heraldo, nuestro agente propagandístico, nuestra avanzada, nuestro aplicador de parches. —Ah —dijo Fitzfarris, comprendiendo—. En mi antiguo oficio se llamaba especialista enjabonador. — Tendrás que lavarte la cara para trabajar como nuestro Hombre Tatuado esta tarde y esta noche, pero nuestra próxima parada será en Harper's Ferry, a sólo nueve kilómetros de aquí. Mañana por la mañana puedes volver a ponerte guapo y cabalgar hasta allí para poner en marcha el aparato publicitario. De la dirección de Charles Town llegaba ahora el estruendo del tambor de Hannibal y Tim Trimm entró en el solar montando el más pequeño de los caballos nuevos, llevando sólo su cubo de pasta y su cepillo. —Al parecer Tim ha empapelado toda la ciudad —observó Florian—. Y ahí llega Brutus precediendo a los primeros espectadores del día, así que preparémonos para el espectáculo. Monsieur Roulette, ¿quieres ayudar a Maggie a abrir el furgón rojo para la venta? —Se volvió y llamó
a Mullenax, que en aquel momento bajaba de la jaula del león—: i Barnacle Bill, a tu puesto! —Mullenax se acercó, un poco sudoroso pero muy orgulloso de sí mismo—. Me temo que deberás seguir haciendo de Hombre Cocodrilo hasta que todas las otras curiosidades estén disfrazadas para actuar. —Mullenax dejó de parecer orgulloso. —Ah, Abner —dijo Fitzfarris—, te haré famoso y además será buena publicidad para todos nosotros. Cuando mañana cabalgue hasta Harper's Ferry haré correr la voz de que el circo se acerca y agradecerá a todos que estén atentos porque el Hombre Cocodrilo se ha escapado. Esto suscitará excitación e interés, puedes estar seguro. Los otros miraron a Fitz con admiración, pero Mullenax sólo rezongó «Dios mío» y fue a ponerse el traje de pirata para la primera mitad del programa. El público de la función de tarde fue bastante numeroso, pagó más en dinero contante y sonante que en especie —buenos billetes y monedas yanquis— y supo apreciar el espectáculo. Phoebe Simms aún no estaba equipada para aparecer como Madame Alp en el intermedio, pero Florian y Fitzfarris decidieron que merecía la pena exhibir a las trillizas aunque vistieran sus pobres harapos de percal y zapatos nuevos pero grandes. Cuando Florian hubo presentado a sir John Doe y referido la triste historia de cómo había llegado a ser un Hombre Tatuado, Fitz tomó la palabra: —Y ahora, damas y caballeros, me cabe el honor de presentarles a mis infortunados compañeros en este Congreso de Curiosidades y Anormalidades. Ante todo, fijen sus miradas en estas Tres Pigmeas Blancas idénticas, descubiertas por misioneros que viajaban por el corazón de Africa. Nadie sabe por qué se hallaban allí estas mujeres blancas, entre los negros y salvajes pigmeos del Congo, pero se trata de mujeres blancas adultas, sólo que monstruosamente enanas y ennegrecidas, impedido su crecimiento y oscurecida su piel por el terrible entorno del que las rescataron los padres de la misión... Improvisó datos ficticios sobre cada maravilla polvorienta del carromato del museo, inventó mentiras durante toda la comida del león y logró que el Hombre Cocodrilo pareciese aún peor de lo que era: —... perdido en las orillas del Amazonas, justo como le ven ahora, a cuatro patas como cualquier otro saurio, cubierto de escamas de reptil, salvo en esta horrible zona de su cara, donde fue herido por el dardo de una cerbatana aborigen. Y con esto concluye nuestra exhibición de maravillas y fenómenos. Sin embargo, caballeros, cuando las señoras y los niños se hayan alejado, quizá deseen quedarse para escuchar un último anuncio sólo para sus oídos... Obedientes, las mujeres se marcharon, seguidas por los niños, y algunas arrastraron consigo a sus maridos. Aun así, Fitzfarris se vio
rodeado de un gran corro de hombres adultos, que o bien sonreían o se mostraban escépticos. —Caballeros —dijo Fitz en tono confidencial—, cuando huí del harén del sha Nhasir, me llevé algo más que esta desfiguración azulada: robé la fórmula secreta de la poción que permite al monarca satisfacer la concupiscencia nocturna de sus sesenta y nueve jóvenes esposas y cuatrocientas hermosas concubinas. Y usando los mismos raros extractos, especias y hierbas, he mezclado una cantidad limitada de este potente fluido vigorizador para ofrecer a algunos de mis semejantes la virilidad arrolladora de que puede dotarlos. Buscó detrás de él, en el furgón del museo, y sacó una caja llena de tintineantes botellas de media pinta, de todas las formas, que contenían un líquido bastante rosado. En Persia se llama Tónico de Resurrección del Potentado pero, como ven, me guardo mucho de pegar una etiqueta semejante a los frascos, con el fin de que el compuesto no sea susceptible de pillaje por parte de mujeriegos empedernidos o, Dios no lo quiera, niños pequeños, que podrían sentirse impulsados a atacar a sus condiscípulas o incluso a sus propias maestras. — Misten.. Quiero decir, sir Doe —dijo una voz, en una buena imitación del gangueo local. El hombre llevaba un sombrero gacho de ala flexible y vestía un mono, así que nadie pudo reconocer a Jules Rouleau—, un tónico tan potente tiene que ser muy escaso y horriblemente caro. ¿Pueden permitirse las gentes como nosotros el lujo de adquirirlo? — Señor, lo que no pueden permitirse es no comprarlo. Es cierto que en Oriente este medicamento que infunde virilidad se vende sólo en frascos diminutos y al precio de su peso en oro de veinticuatro quilates. Sin embargo, les confieso francamente que, llevado por el deseo de vengarme del odiado sha Nhasir, les ofrezco su bien guardado secreto no por oro, ni por diez dólares; no, ni siquiera por cinco. Tomen el Tónico de Resurrección del Potentado, caballeros, por sólo dos dólares la bote... Se le echaron encima con tanta avidez, que casi le derribaron. La función de noche fue la primera en mucho tiempo para todos los veteranos del Florilegio y una novedad para los miembros recientes. Edge temía que la insuficiente luz perjudicara su número de tiro, pero pudo comprobar que los pequeños reflectores y las velas baratas, aunque débiles individualmente, iluminaron muy bien en su conjunto el trabajo de todos. A gran altura sobre el público, donde no se veía con detalle la tosca estructura de madera, la constelación de trescientas velas de la araña ofrecía un aspecto magnífico, aunque causó una pequeña molestia: una lluvia constante de bolitas de cera, que se fundían arriba y se solidificaban al caer. Otro inconveniente de las velas
y linternas era la horda de polillas y demás insectos atraídos por ellas y que revoloteaban como brillantes confetis en torno a las luces y se chamuscaban y ardían, despidiendo minúsculas motas de humo, cuando tocaban las llamas. —Las candilejas me satisfacen de manera especial —dijo Florian a Edge—. Fíjate en lo mucho que embellecen a Madame Solitaire y mam'selle Clover Lee. Al estar colocadas a ras de suelo, con la luz hacia arriba, proyectando un resplandor suave y cálido, las candilejas suavizan la línea de la mandíbula, realzan la frente, dan una expresión misteriosa a los ojos y alegran la boca. Acentúan los pómulos y casi hacen desaparecer la nariz. Nunca he conocido a una mujer, Zachary, ni siquiera la más hermosa, que esté completamente satisfecha de su nariz. Sí, mantengo convencido que la Madre Naturaleza nunca ha proporcionado a la mujer una luz tan favorecedora como las candilejas inventadas por el hombre. Durante un intervalo tranquilo, Edge salió del pabellón para admirar el circo de noche. En la oscuridad del hipódromo, la doble hilera de antorchas perfilaba una avenida que conducía a los carromatos de la jaula y el museo —iluminados asimismo por las antorchas de sus esquinas— y a la puerta principal de la gran carpa. La lona puntiaguda, parda de día y ahora iluminada por dentro y resaltando de la noche con su esplendor de color marfil, desprendía un brillo tan suave e inmenso que bien podía calificarse de tabernáculo sin defraudar a quienquiera que imaginase un tabernáculo como un edificio imponente. Cuando concluyó el espectáculo y el público salió de la luz para dispersarse en la oscuridad, comentaron la función con el mismo entusiasmo con que lo habían hecho los públicos de día, pero con voces menos roncas y más reverentes, como si el entretenimiento también hubiera constituido una especie de servicio religioso. A la mañana siguiente, Fitzfarris, con el rostro cubierto de cosmético y un rollo de carteles circenses atado detrás de la silla, salió a caballo hacia Harper's Ferry. Magpie Maggie Hag, ayudada por Phoebe Simms, se puso a trabajar en los disfraces para Madame Alp y las Pigmeas Blancas Africanas. Tim y Hannibal sacaron unos botes de pintura recién comprados y empezaron a pintar de azul cobalto la carreta grisácea del globo y el viejo carromato adquirido la víspera. Sarah llevó a Lunes y Martes a la arena para darles sus primeras lecciones de equitación, y Yount las acompañó para tirar de la cuerda de caída cuando lo necesitaran. Rouleau se hizo cargo de Quincy y Domingo para iniciar su entrenamiento acrobático. Edge, ayudado por Clover Lee, empezó a adiestrar los tres caballos nuevos para el número de libertad. Cuando Roozeboom y Mullenax hubieron reparado todas las ruedas deterioradas,
volvieron a la jaula de Maximus para continuar las lecciones de doma. Florian circulaba entre todas estas actividades, contribuyendo con críticas, consejos o palabras de ánimo. No había una sola persona ociosa en el campamento. —¿Sólo hay que hacer esto? —se admiró Clover Lee—. ¿Un golpecito y ya está, señor Zachary? —Bueno, antes hay que calmarlo mucho —contestó Edge—. Tocarlo, acariciarlo e infundirle mucha confianza. Luego, atarle la pierna delantera, como acabo de hacer. Después, coger el látigo, darle un golpecito debajo de la rodilla de la pierna sobre la que se apoya. Al cabo de un rato, para evitar los golpecitos, dobla las dos rodillas, lo cual el público toma como un saludo. Acariciarlo un poco más, para indicarle que ha hecho lo que debía. Entonces apartarse un poco y tirar suavemente de las riendas hacia uno para que se ladee y se siente. Acariciarlo un poco más. Muy pronto, sólo es necesario tocarlo apenas para que haga ambos movimientos. — Nunca he tenido que aprender mucho sobre caballos, excepto mi trabajo sobre su grupa. —Y añadió, con celos mal disimulados—: Ahora que tenemos a esas chicas búfalos estudiando equitación, necesitaré añadir más adornos y trucos a mi número. —Te demostraré uno que les estoy enseñando —dijo Edge—. Mira, cojo este alfiler y sólo le pincho un poco en la cruz. —El caballo relinchó, sorprendido, y se encabritó—. Ahora le pincho otra vez, en la grupa. —El caballo profirió otro sonido de sorpresa y coceó con las patas traseras—. Pronto dejo de necesitar el alfiler, pues sólo rozándolo con la borla del látigo ya se encabrita o cocea. O lo toco detrás y delante, en ambos lugares a la vez, e imita a un caballo de balancín. — iQué bonito! —exclamó Clover Lee. — iHuy! —gritó Quincy Simms. Y al momento, arrepentido—: Lo siento, mas' Jules, pero me ha hecho daño. — Ya lo sé —dijo Rouleau. Tenía en las manos uno de los pies desnudos y negros, de planta color malva, del muchacho y le doblaba los dedos hacia abajo, en dirección al talón—. Debes hacerlo tú mismo tal como te he enseñado, y muchas veces, siempre que puedas. Hazlo cada vez hasta que te duela tanto que no puedas resistirlo más. Y cada vez el empeine se doblará un poco más y con mayor facilidad. Es el único modo de perfeccionar la posición de puntillas, que es esencial para cualquier contorsionista. Ahora veamos el otro pie. — iHuuuy! —gritó Quincy—. Lo siento, massa. — Quejica —recriminó Domingo—. Y el señor no ser massa, ser monsieur Jules. — Es monsieur Jules —corrigió Rouleau entre dientes—. Yo soy monsieur Jules. «Ser» no es la forma correcta.
— Vaya —dijo Quincy, perplejo—. ¿Eso no ser abejas? —preguntó, señalando las que zumbaban en torno a una mata de tréboles. —J'en ai plein le cul —dijo Rouleau para sus adentros—. ¿Por qué me dejo endosar ocho trabajos a la vez? — Te está hablando en europeo, Quincy —explicó la avispada Domingo—. J'en ai plein le cul. ¿Yo decir bien, monsieur? — Perfectamente, chérie. Y espero que lo digas a menudo en el futuro. Ahora, quítate estos absurdos zapatos rígidos. Tú también has de empezar a doblar el empeine. Manipuló sus morenos pies, de rosadas plantas, y ella, muy valiente, procuró no gritar de dolor. Florian se acercó y preguntó en tono jocoso: — ¿Cómo van las cosas por aquí? Tuvo un sobresalto, y Rouleau soltó una carcajada, cuando Domingo replicó alegremente: — V 'en al plein le cul, monsieur Florian! — Lo principal, Abner —dijo Roozeboom—, es saber cuidar a los gatos. El pobre Maximus ha aprendido a comer casi cualquier cosa, pero ahora que tenemos dinero, comerá diez o veinte libras de carne todos los días. Dale siempre carne magra; la grasa provoca furúnculos en el león. También hay que darle huesos con la carne, para que tenga que comer despacio y no lo devore todo en un momento y se le indigeste. Un día a la semana no le des nada de comer, deja que se le vacíe el estómago. Y un día al mes, dale animales vivos: pollos, un corderito, uno de tus cochinillos, tal vez. — Eh, los cerditos son mi medio de vida, Ignatz. Por lo menos hasta que sea un verdadero domador de leones. Explícame cómo se doman. — Bueno... —Roozeboom se atusó el enorme bigote—. Una cosa es domarlos... y otra, amaestrarlos. Aquí en América, la mayoría de domadores imitan a Thomas Batty, exhibiendo el dominio del domador sobre los animales. En cambio, en Europa, muchos imitan a los Hagenbeck, exhibiendo la belleza y gracia de los animales y las rutinas que han aprendido. — Bueno, Maximus no es ninguna belleza, pero es más bello que yo. Dejaré que la gente le admire a él, y a sus trucos. — No, los gatos nunca aprenden trucos (no distinguen entre un truco y un hombre en la Luna), aprenden hábitos. Y sólo dos cosas hacen posible que un hombre enseñe un hábito a un gato. Una es que el hombre tiene paciencia y el gato es voraz. La otra es que el gato no se da cuenta de que es más fuerte que el hombre. De modo que, para enseñarle un hábito, hay que usar su voracidad y la propia paciencia. Digamos que pones una escoba cruzada en su jaula. El se acerca, pasa por encima y tú le das un trozo de carne. Cada día subes el palo unos centímetros, él tiene que levantar cada día un poco más las patas y tú satisfaces su hambre cada vez. Llegará un día en que no tendrá
elección: dar un pequeño salto o pasar por debajo. Tú le dirás: «Springe!» —¿Por qué no digo «i Salta!»? — Da siempre las órdenes en alemán. Es la tradición, y también lo más sensato. A veces se compra el gato a otro espectáculo y no hay que preguntarse: ¿hablará éste francés, zulú o chino? Todos los gatos obedecen al alemán. — Está bien. Digo: «Springe!» ¿Y entonces qué? — Cuando salta, le das un poco de carne. Sube cada día la escoba. Con el tiempo, dará un gran salto cada vez que digas: «Springe!» — Espera. Retrocedamos. La primera vez tiene que elegir; ¿y si elige pasar por debajo de la escoba? — Le regañas, hablas en tono de enfado, haces restañar el látigo, no le das carne. Pégale si es necesario, pero sin hacerle daño, sólo para demostrarle que estás enojado. No seas nunca cruel. El gato ya es bastante peligroso de por sí, no hay que convertirlo además en tu enemigo. Si es preciso, empieza una vez más desde el principio. Desde la escoba en el suelo. — Dios mío, para un número tan sencillo. ¿Tiene que requerir tanto tiempo? — Tú eres el ser humano superior, ¿no? Tienes paciencia y debes usarla. Inculca un hábito en el gato y lo repetirá una y otra vez. Die gewente maak die gewoonte (Lo habitual se convierte en costumbre). Pero si se niega una sola vez, tienes que insistir. El no debe tener nunca la idea de que puede desobedecer impunemente. No debe sospechar nunca que es más fuerte que tú, en fuerza de voluntad o en músculos. Si un gato te araña alguna vez, no retrocedas, no te enfades, no le hagas saber que puede hacer daño. Klaar? —Pedir a un hombre que ni siquiera retroceda es una orden bastante exigente. — Limítate a salir de la jaula en cuanto te sea posible. Lo mejor, por si acaso, es tener ácido fénico y vendas. Los gatos son animales limpios excepto en las fauces y bajo las zarpas. Ahí siempre hay partículas de carne en descomposición. Un pequeño mordisco o un arañazo significa una infección mortal. Recuerda asimismo, si un gato te ataca, que su punto más débil es la nariz. No puedes vencer a un gato por la fuerza bruta, pero si le golpeas en la nariz, tal vez retroceda. —Tal vez. —Ocurra lo que ocurra, Abner, intenta permanecer de pie, aunque toda una jaula de gatos haya enloquecido. De pie eres más alto que ellos, aún eres superior. Pero si te caes, te verán como una gacela recién muerta, a punto para comer. Y te comerán. Mullenax tragó saliva.
—¿Quieres decir... que si un domador se cae una sola vez en su carrera, está perdido? Roozeboom se encogió de hombros. — Intenta caerte de bruces. Cuando un gato mata en la selva, lo primero que se come son las entrañas. Si yaces boca abajo, te tocará con la pata, tratando de darte la vuelta, de llegar a tu vientre. Quizá esto dé tiempo para que alguien corra en tu ayuda. — Quizá —repitió Mullenax, mirando al viejo Maximus con nuevo respeto y aprensión—. Bueno, estamos hablando de gatos ya un poco domesticados... conmigo dentro de la jaula. Pero supongamos que llega uno nuevo, toda una manada. ¿Cómo se empieza? ¿Qué es lo primero que se debe hacer? — Sentarse a cierta distancia y observar. — ¿Observar qué? —Lo que hacen. Por Dios, Abner, esto ya lo sabes. Observaste a los cerdos en tu granja y viste que les gustaba subir escaleras. Has montado un número de cochinillos subiendo escaleras. —¿Es eso? ¿Éste es el secreto? ¿Encontrar algo que el animal ya sepa hacer? —O que le guste hacer y pueda hacer mejor. Los gatos son juguetones. Leones, tigres, son como gatitos domésticos. Los miras jugar y quizá ves uno que salta hacia atrás o uno aficionado a rodar por el suelo. Observa lo que hace el gato de modo natural y anímale a exagerarlo, a convertirlo en una costumbre. Al cabo de un tiempo, tendrás un gato que sabrá dar grandes saltos hacia atrás o que rodará como un barril. El público pensará que eres maravilloso porque has enseñado al gato a hacer algo antinatural. — Vaya, ésta sí que es buena. ¡Estaba aprendiendo a domar leones en mi propio corral y ni siquiera lo sospechaba! —iNo puedo permitir que la gente me vea así! —gimió Lunes Simms. —iCon todas las piernas al aire! —gimió Martes Simms. —Ser verdá, miss Maggie —gruñó Phoebe Simms—. Ya ser bastante malo que yo paresca grande como esa tienda. Mis hijas estar indecentes. Magpie Maggie Hag acababa de terminar los vestidos para Madame Alp y las Pigmeas Blancas y se los estaban probando. La blusa y la falda de Madame Alp, ya de por sí voluminosas, tenían tanto acolchado interior que los botones y costuras casi reventaban y la falda no necesitaba aros ni crinolina para mantenerse tiesa. En contraste, la modista había hecho las prendas de las niñas tan ceñidas y pequeñas que se ajustaban a los delgados torsos y esbeltos miembros como si estuvieran pintadas. Había escogido una tela del color de su propia carne y sólo la había decorado
con grupos de centelleantes lentejuelas en torno a pechos y nalgas: rojas para Lunes, amarillas para Martes y azules para Domingo. — iNi siquiera me puedo agachar para sentarme! —gimió Martes Simms. — Y yo casi no puedo levantarme —gruñó Phoebe Simms. La vieja gitana no discutió; fue a buscar a Florian. Al acercarse éste, las dos niñas profirieron un chillido y se escondieron detrás de su gigantesca madre. —Perdóname por hablar sin rodeos, Madame Alp —dijo Florian—, pero no comprendo las quejas sobre las mallas de las niñas. Desde que las conozco, se han paseado en enaguas y nada más. Por lo menos ahora sus traseros están... — Las niñas tener la edá justa pa empesar a tener sus flores. Por esto no las tapo. — ¿Sus flores? —repitió Florian. — Sí —explicó Magpie Maggie Hag—, la maldición de Eva. — Oh —dijo Florian—. Ah. Hum. Está bien, señoras, dejaré para Madame Hag la misión de hablaron sobre... ejem, toallitas y trapos. Sólo diré que las mallas de circo tienen que ser ceñidas. No están hechas para sentarse, sino para dar libertad de movimientos en el trabajo y enseñar vuestras piernas y traseros mientras lo hacéis. — Mas' Florian, iparese que vayan en cueros! —Madame Alp, he visto más países que tú condados, y en ningún lugar del mundo he visto nada más hermoso que una bella mujer desnuda. — No ser decente exhibirse así delante de los blancos. — Has visto a Madame Solitaire y a mademoiselle Clover Lee vestidas con mallas. Si las mujeres blancas pueden enseñar sus cuerpos, tus niñas tienen todo el derecho de hacer lo mismo. De todos modos, a su edad no tienen curvas de que avergonzarse. Y cuando las tengan, las enseñarán con orgullo. Y ahora no quiero oír más quejas. A propósito, permíteme felicitarte, Madame Alp. Tu aspecto es realmente magnífico. Maggie, procura que los vestidos estén listos a tiempo para el intermedio de hoy. Así lo hizo y obligó a las mujeres Simms a ponérselos, y Fitzfarris volvió de su misión de heraldo justo a tiempo para ocupar su puesto en el espectáculo secundario y proclamar: — Ahora, damas y caballeros, observen esta montaña de carne viviente... La balanza del mercado registró trescientos ochenta kilos antes de estropearse y romperse... Se necesita al elefante Brutus para izarla del nivel del suelo a su carromato de muelles especialmente resistentes... Cualquier señora del público puede comprobar la auténtica obesidad de Madame Alp pellizcando uno de sus macizos tobillos. En interés de los buenos modales, se ruega a los caballeros que se abstengan de ello...
Y las mujeres Simms sintieron tal satisfacción al verse tratadas de modo tan especial, que olvidaron sus escrúpulos y su timidez y se dispusieron a gozar de la celebridad y de las miradas ávidas de la gente. — He tenido suerte —dijo Fitzfarris a Florian cuando el público volvió a la gran carpa para ver el resto del programa—. He llegado a Harper's Ferry justo cuando el periodista preparaba la edición de esta semana y he conseguido que reservase lugar para un anuncio sobre la huida del salvaje Abner Mullenax. Ya debe de estar en la calle. Tenga, he traído un ejemplar. El Herald de Harper's Ferry se imprimía en el dorso de viejas tiras de papel para empapelar paredes y esta edición había relegado las noticias de la semana a un rincón para dar prioridad al impresionante titular: «¡HOMBRE COCODRILO SE ESCAPA DEL CIRCO LOCAL!», y a un artículo dictado a todas luces por el propio Fitz. Florian lo leyó, sonriendo, lo alargó a otros miembros de la compañía para que lo admirasen y dijo: — Sir John, es la primera vez que salimos en un periódico desde tiempos inmemoriales. Wilmington se cansó de escribir y leer acerca de nosotros mucho antes de que lo abandonásemos. — También he encargado a unos negros que pegaran carteles por toda la ciudad. Y he reservado un solar decente entre Bolívar y Camp Hill. En total, sólo me ha costado un puñado de entradas. —Muy bien. Escuchad todos. Hoy viajaremos de noche. Desmantelaremos la tienda en seguida después de la función y nos pondremos en marcha. Todos los que no conduzcan, deben tratar de dormir por el camino. Y, Barnacle Bill, permanece bajo tu piel de cocodrilo. — iAhaah! —profirió el monstruo, desesperado. — No, mejor aún, rebózate otra vez antes de que salgamos. Luego descansa en tu carreta del globo; Fitz la conducirá. Tendremos que fingir que te hemos vuelto a capturar por el camino, a fin de poder enseñar a un Hombre Cocodrilo cuando nos lo pidan. 12 La caravana del circo se hallaba todavía a un kilómetro de la península de Harper's Ferry, subiendo por el camino que discurría entre las alturas de Bolívar y el río Shenandoah, cuando Florian, que iba en cabeza, vio lo que parecían ser las luces de la ciudad reflejadas en un cielo inexplicablemente claro para aquella hora, justo antes del amanecer. Se extrañó y luego tuvo un sobresalto cuando la luz se precipitó sobre él y se convirtió en una multitud de hombres que empuñaban antorchas, linternas, rifles, horcas y porras.
— ¿Son ustedes los que han perdido a ese cocodrilo monstruoso? — gritó un hombre barbudo que encabezaba el gentío. Bola de Nieve, aterrado, se encabritó entre las varas—. i Por Dios que no lo dejaremos entrar en nuestra ciudad! Todos los conductores de los vehículos que iban detrás tiraron de las riendas para evitar una colisión con los que los precedían, y en el interior de los carromatos se oyeron gritos y maldiciones de los miembros del circo, despertados bruscamente de su sueño por los frenazos. La muchedumbre se desparramó por ambos lados de la caravana, enfocando con sus antorchas y linternas las caras de los conductores, y todos los caballos dieron respingos, relincharon y se encabritaron, asustados. Fitzfarris dormitaba en el asiento de la carreta del globo, por lo que no frenó a tiempo su mulo, que se ladeó para sortear el vehículo de delante, hundiendo así las ruedas laterales de la carreta en la zanja que bordeaba el camino; la carreta se inclinó hacia el lado, pero Fitz sólo resbaló un poco en el asiento. En cambio, Mullenax, que dormía a pierna suelta sobre la cubierta de lona de la carreta, se despertó cuando la lona le envolvió, lanzándole al camino. Cayó de cuatro patas —entre las piernas de un numeroso grupo de hombres y a plena luz de sus antorchas—, guiñando su único ojo, deslumbrado, pero gruñendo como un animal. Fueran cuales fuesen las intenciones que animaban a los hombres, no las llevaron a cabo. En su lugar, retrocedieron, chocaron entre sí y gritaron en un clamor de voces: —iDios Todopoderoso! iMirad! ¡Está suelto! iCorred! Y todos los hombres de aquel lado del camino saltaron la zanja, tiraron la mayor parte de sus armas y linternas y huyeron por el cementerio, que lindaba allí con el camino. Despierto de improviso entre un grupo de hombres hechos y derechos que gritaban y corrían asustados, Mullenax emitió un grito ronco, se levantó y echó a correr tras ellos, saltando la zanja y sorteando los túmulos y lápidas del cementerio. Aunque todavía estaba medio dormido y totalmente confuso, además de muy incómodo con la costra del Hombre Cocodrilo, corría a bastante velocidad. Algunos de los hombres que le precedían en su carrera volvieron la cabeza, palidecieron como fantasmas y gritaron: —iDios mío! ¡Nos persigue! ¡Hemos de correr más! Todos aceleraron el paso y Mullenax, reacio a volverse para ver qué los perseguía a todos, profirió otro gruñido ronco y corrió con más ímpetu. De sus brazos y piernas se iban desprendiendo capas de barro seco y engrudo para carteles, que caían sobre los rifles, horcas, antorchas, sombreros y tabaco a medio masticar. Los hombres de Harper's Ferry que estaban en el otro lado de la caravana cuando se inició todo esto, ahora permanecían con la boca abierta en la oscuridad, abandonados por la mitad de su grupo. La gente del circo también estaba inmóvil, escuchando las exclamaciones y los
gritos aislados que cada vez sonaban más lejos por la ladera de la colina. —Hijo de puta... —murmuró, perplejo, un ciudadano—. Cuando todos lleguen al río con esta rapidez, se dividirá como el mar Rojo. — iEscuche! —gruñó el hombre barbudo que había hablado primero, dirigiéndose a Florian—. Hemos intentado acorralar a ese monstruo. Si ahora mata o devora a cualquiera de nuestros convecinos, alguien pagará por ello. Y no me refiero solamente al monstruo. — No se preocupe —contestó Florian, pensando muy de prisa—. Les agradecemos que lo hayan espantado; nosotros lo habíamos buscado en vano por el camino. Disponemos del único medio para amansarlo. iAbdullah! Los ciudadanos se sobresaltaron al ver de repente al elefante a la luz de las antorchas. —Coge a Brutus y persíguele —ordenó Florian, señalando hacia el río—. Trae al Hombre Cocodrilo... ejem, vivo o muerto —añadió para que le oyeran los hombres. Cuando el elefante penetró en el cementerio, derribando alegremente las lápidas, Florian sacó del bolsillo un puñado de entradas y empezó a repartirlas como si fueran cartas—. Ya no hay nada que temer, caballeros. Atraparemos al monstruo. Y si le capturamos vivo, pueden venir a verlo esta tarde, bien encadenado, por supuesto. Y ahora felicítense de no haber encontrado a esa criatura salvaje sin un elefante cerca para sujetarla. —Dios mío, cada vez me parezco más a un cocodrilo —dijo Mullenax, malhumorado, goteando barro, lodo y algas, cuando Hannibal y el elefante le llevaron al solar donde la compañía ya empezaba a acampar—. Menos mal que me detuve al caer en la orilla del río. Los otros tipos se alejaron nadando. A estas horas ya deben de haber llegado a Chesapeake Bay. — ¿Por qué diablos perseguiste a esos pobres hombres, Abner? — preguntó Sarah, riendo. — i¿Perseguirlos?! Señora, me desperté y vi a todo el mundo corriendo como alma que lleva el diablo y gritando: «iEstá suelto!» Pensé que hablaban del león. No fue de extrañar, después de haber regalado tantas entradas, que el Florilegio tuviera un lleno en la función de la tarde. Sin embargo, como muchos volvieron una y otra vez —sobre todo los hombres del comité de vigilancia, que quisieron ver de nuevo al Hombre Cocodrilo y a su domador, el elefante, y llevaron a sus familias, amigos y parientes más lejanos para enseñarles el monstruo y contarles la historia de terror de aquella noche—, el pabellón se llenó en cada una de las cuatro funciones que dio el circo en Harper's Ferry.
Después del primer espectáculo del primer día, mientras todos los demás miembros de la compañía intentaban recuperar el sueño perdido, Florian fue a la ciudad en el carruaje. Cuando el circo se despertó, vio que había traído consigo a un caballero elegante que estaba colocando una cámara inmensa sobre un grueso trípode y añadiéndole una serie de accesorios. —El señor Vickery es un artista fotográfico —le presentó Florian—, y ha venido a prepararnos algo para vender durante el intermedio. Madame Alp, ten la amabilidad de disfrazarte, por favor, y también las Pigmeas... Así, pues, las Curiosidades y Anormalidades posaron para el artista: sir John Doe en un primer plano de su rostro, después el trío de Pigmeas Blancas, y a continuación Madame Alp en solitaria majestad —durante casi un minuto, intentando no moverse ni guiñar los ojos a la luz del sol poniente—, mientras el señor Vickery hacía girar botones, apretaba el fuelle, deslizaba placas de cristal dentro y fuera de la gran cámara oscura y quitaba y ponía la tapa del objetivo. — ¿Pa qué hacemos esto, si se pue saber? —preguntó Madame Alp a Florian. —Para que ganes algo de dinero extra. No eres sólo una figura de cera como los objetos del carromato del museo. A la gente le gustará tener un recuerdo de ti. El señor Vickery volverá a su estudio y reproducirá no sólo una fotografía tuya, sino un centenar, en pequeñas tarjetas. Lo que en Europa se llama cartes de visite. — Cartes de visite —repitió Domingo para sus adentros. —Tú, las chicas y sir John venderéis estas tarjetas a los clientes del circo a cuatro centavos cada una. Cuando yo haya amortizado mi, ejem, considerable inversión, os podréis quedar con los cuatro centavos. —Que me maten si doy a alguien un recuerdo mío disfrazado de cocodrilo —dijo Mullenax. — No, Barnacle Bill —contestó Florian, sonriente—. Creo que ya has hecho bastante en favor del circo. Esta ciudad verá tu última interpretación como monstruo. —Bueno, alabado sea el Señor. La noche siguiente, mientras el capitán Hotspur desafiaba a la muerte y al tedio como domador de leones, Florian dijo a Fitzfarris: —Durante el intermedio, puedes abreviar un poco la presentación del espectáculo secundario. Luego ponte la cara de viaje y cabalga directamente a nuestra próxima parada, Frederick City, que está a cuarenta kilómetros. Allí podrás dormir un poco y mañana tendrás todo el día para hacer tu trabajo de avanzadilla antes de que lleguemos nosotros por la noche. —Muy bien. Todavía necesito la ayuda de Mag para la cara. Espero que esté de humor. Dice que esta noche no se encuentra muy bien. — Vaya por Dios. Debe de pasar por una de sus fases de oráculo.
—Ah, ¿se trata de eso? Ha murmurado algo sobre la llegada de algo malo. Del otro lado del agua, si eso significa algo. De todos modos, saldré en seguida después del intermedio. ¿Alguna instrucción especial? —La misma de siempre: despierta la máxima expectación. Pero esta vez nada en la línea de un monstruo suelto, por favor. Al día siguiente, la caravana del circo cruzó el puente de pontones sobre el río Potomac y entró en el estado de Maryland. Habían convenido en que la compañía encontraría a Fitzfarris esperando cuando llegasen a Frederick City al atardecer, a fin de que los guiase hasta el campamento. Así, pues, Florian se sorprendió cuando vio a Fitz acercarse al trote al carruaje cuando aún estaban a diez kilómetros de la ciudad. — He salido a vuestro encuentro —dijo Fitz, respirando con fuerza— porque tal vez se ha cumplido la premonición de Mag. Esta mañana he encargado a unos negros que pegaran nuestros carteles por toda la ciudad, y cuando he salido a admirar su trabajo, he visto que alguien había pegado otros carteles sobre los nuestros. Otro circo. — Maldita sea —dijo Florian—. Y rompiendo nuestros anuncios, ¿verdad? Es un viejo truco. Supongo que debería halagarnos que alguien nos considere competidores. Pero me asombra que haya otro espectáculo trabajando en este territorio. ¿De quién es? —Creo que de un yanqui, por el nombre —respondió Fitz, buscando dentro de su camisa—. Aquí está uno de sus carteles. — El Titanic de Treisman —murmuró Florian al desdoblarlo—. Nunca he oído hablar de él y conozco a todos los importantes. Yo diría que se trata de algún parvenu tratando de introducirse. Es posible que haya oído hablar de nuestros llenos y decidido aprovecharse de nuestra buena suerte, haciéndonos la competencia el mismo día. Alargó el cartel a Sarah y Clover Lee, que se habían apeado del carruaje, impulsadas por la curiosidad. Sarah le echó una ojeada y dijo: —No son nadie, Florian. Yo esperaba encontrar a algún colega, pero aquí no hay nombres. Sólo los números: funámbulos maravillosos, payasos acróbatas... —Esto demuestra que ni siquiera tenía artistas contratados cuando imprimió los carteles —dijo con desprecio Clover Lee—. Es un simple aficionado. Un profesional habría inventado algún nombre, por lo menos. Pasó el cartel a Edge, que estaba sentado al lado de Florian, y Edge leyó en voz alta: —«CIRCO TITANIC DE TREISMAN, Conjunto Omnium de Esplendor Realmente Asiático...» —Dejó resbalar la mirada hacia el final de la hoja—. Dice que montan la tienda en el Liberty Turnpike. —He ido a mirar —dijo Fitzfarris— y aún no había nada. He encontrado una situación mucho mejor (en el mismo centro de la ciudad, un parque
pequeño con un arroyo), pero su solar es más grande, si esto importa algo. —A lo mejor es un farol —dijo Florian—. ¿No has encontrado a su heraldo? —No. Debe de haber estado el tiempo justo para contratar a un grupo de carteleros y nada más. —Bien. Aquí tienes un poco más de dinero, sir John. Vuelve, llévate una buena provisión de carteles, contrata a sus hombres además de los tuyos, rompe todos sus carteles y fija los nuestros. Cuando Fitzfarris volvió a irse al trote hacia la ciudad y la caravana del circo reanudó la marcha, Edge dijo a Florian: —No parece muy preocupado. — Oh, esto es una vieja canción para cualquier empresario veterano. Conocí en un tiempo a dos espectáculos tan rivales, que durante toda una temporada se presentaron los mismos días en las mismas ciudades. A veces rebajaban los precios, otras, se cortaban mutuamente las cuerdas de las tiendas. Y a veces, si ninguno de los dos podía vencer al otro, uno de ellos compraba el espectáculo entero de su rival. Quizá es lo que va a ocurrir ahora. — iVamos! —exclamó Edge—. Esto es una locura. No vendería nunca este espectáculo. Le hevisto trabajar con demasiado cariño y afán... —iPor Dios, claro que no! Quería decir que a lo mejor me quedo con el de Treisman. —Esto es una locura aún mayor. He aprendido lo bastante sobre circo para saber que el dinero que tenemos no basta ni para comprar un elefante. — Recuerda —dijo Florian—, si estás en un apuro... fanfarronea. Al llegar a Frederick City los satisfizo ver que todos los carteles eran del Florilegio y encontraron a Fitzfarris esperándolos en el parque municipal. Se apresuraron a levantar la gran carpa y entonces Florian se cepilló con cuidado el sombrero nuevo de castor y la vieja levita, para quitarles el polvo del camino, y se dispuso a subir de nuevo al carruaje. — Espere —dijo Edge—. Aquí hay muchos músculos y armas que puede llevar consigo. Y a mí. No me gustaría perderme esto. —Sólo quería hacer una expedición preliminar. Pero tienes razón. Será mejor dar un espectáculo de solidaridad. ¿Quién quiere venir? —Yo, Obie y todos los hombres, incluido Tiny Tim. ¿Qué otra cosa esperaba? — No podemos dejar la tienda y las señoras sin protección. El enemigo podría llevar a cabo una incursión similar. — Ignatz y Hannibal aún trabajan en la pista y, el primero quiere ensayar ejercicios sin silla con las chicas nuevas. El y Hannibal son suficiente guarnición. Abner, trae tu carreta del globo. Nos instalaremos todos en ella, Florian, y seguiremos su carruaje.
Fitzfarris fue con Florian para dirigirle hacia el otro campamento. Ya había anochecido cuando llegaron allí, pero los hombres del otro circo aún estaban levantando la tienda, a la luz de linternas y antorchas. Ellos también tenían un único elefante para el trabajo pesado, pero el tamaño de su gran carpa era el doble de la del Florilegio y tenía dos postes centrales. Edge se fijó asimismo en que los hombres que la levantaban gritaban una variante del cántico de trabajo: iArr, arr, sac, tom, rap, adel! Aparte del tamaño de la tienda, el espectáculo del Titanic no era en modo alguno superior al de Florian, ni muy diferente. Igual que ante el Florilegio, aquí también se había congregado una multitud considerable de ciudadanos para contemplar la instalación de la tienda y por lo visto se habían acercado demasiado para el gusto de un miembro de la compañía, un hombre que podría haber sido dependiente de un colmado —con gafas y aspecto nervioso—, que agitaba las manos con intención de alejarlos. Florian se apeó de su carruaje, se aproximó al huraño individuo —que también quiso ahuyentarle a él— y le preguntó en voz alta, para hacerse oír por encima del ruido: — ¿He llegado sin advertirlo al muladar de la ciudad, señor, o podría ser esto lo que se anuncia como Trivial Tienda de Treisman? El dependiente replicó, tímido y estridente a la vez: — i Titanic... de Treisman! ¿Es usted sólo insensible, señor, o denigra a propósito mi digno...? —¿Suyo, señor? —gritó Florian, con desdeñoso asombro—. ¿Es usted el propietario de este escuálido establecimiento? El dependiente abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de pronunciar palabra, pero otras dos voces gritaron con acentos juveniles: —iEse lenguaje! iEse estilo! ¡Sólo podía ser Florian! — iFlorian, amor! iMacushla! Y dos mujeres de cabellos color naranja, extraordinariamente bonitas, irrumpieron de la oscuridad para abalanzarse sobre Florian en un afectuoso abrazo que incluyó muchos besos húmedos y sonoros. — iFlorian! iEs realmente él! — iCuánto tiempo ha pasado, kedvesem! El dependiente Treisman los miraba con visible enojo. Florian, riendo, se desasió el tiempo suficiente para exclamar: — iPimienta! iPaprika! ¡Mis picantes bellezas! iQué sorpresa tan maravillosa! —Pero, ¿qué haces aquí? —preguntó la que respondía al nombre de Paprika—. Urülék! No habrás venido a buscar trabajo en este montón de basura.
—No, no. Aún tengo mi propio espectáculo. Y el mío no es un montón de basura. — iEntonces es que buscas artistas! —gritó Paprika. —i Quizá has venido en busca de nosotras! —exclamó Pimienta. — Bueno... —titubeó Florian. La expresión enojada del dependiente se convirtió en una de alarma. — Hemos lamentado tanto haberte dejado, Florian. —Pero como no volvías al norte, pensamos que habías perecido en la guerra. — No, todos hemos sobrevivido. Venid a ver a algunos viejos amigos... y a otros nuevos. Las condujo hasta la carreta del globo, haciendo caso omiso de las muecas y débiles protestas del dependiente. Tim Trimm y Jules Rouleau saltaron inmediatamente de la carreta y tanto ellos como las mujeres corrieron a abrazarse. — iPaprika, perrita del Viszla! — iJules, querida y vieja tía! —iBrady Russum, gnomo maligno! iQué horror! No has crecido nada en absoluto. —iY Pimienta, la lavandera irlandesa! ¿Todavía haces el poste? ¿Cuál de vosotras está encima estos días? — Rufián, qué mal suena en tus labios. Florian presentó a los otros hombres —Edge, Yount, Fitzfarris y Mullenax—, todos muy aturdidos por la aparición de mujeres hermosas y el tumulto de insultos y epítetos cariñosos. —Estas cabezas de zanahoria, caballeros, son Pimienta y Paprika. En la vida civil, Rosalie Brigid Mayo, del condado del mismo nombre, y Cécile Makkai. O Makkai Cécile, como se la llamaría propiamente en Budapest, donde solían darle nombres impropios. Fui yo, yo mismo, caballeros, quien las trajo aquí para que bendijesen América con su belleza y travesura. Pimienta y Paprika son las mejores trapecistas del negocio. Supongo, queridas, que todavía trabajáis en el trapecio. Paprika, la de ojos castaños, contestó: —Pues, sí, porque este espectáculo tiene los aparatos necesarios. Y Pim se cuelga cabeza abajo. Pimienta, la de ojos verdes, dijo: —Pero, dinos, ¿qué haces aquí, Florian? ¿Vuelves al norte? —Voy al este, mavourneen. Zarpamos hacia Europa desde Baltimore. —iEuropa! —exclamaron las dos, con brillo en los ojos castaños y verdes. — ¿De verdad vais allí? —preguntó Pimienta. — ¿Europa, igazán? —dijo Paprika. — Europa, idenis —respondió Florian—. Siento que estéis comprometidas.
— Comprometidas, tal vez —dijo Pimienta, llena de excitación—, ipero casadas, desde luego que no! — Haznos una oferta —sugirió Paprika. — Cualquier oferta —dijo Pimienta—. Este asqueroso Treisman es avaro como una urraca. —Al diablo con el regateo —dijo Paprika—. Vamos, Pim, recojamos nuestras cosas. El dependiente profirió un gemido. —iOh, vamos, esperen un momento! —Se retorció las manos, dirigiéndose a Florian—. Señor, no puede hacerme esto. Pimienta y Paprika son mis atracciones principales. Pimienta le miró con desprecio. — Tú lo has dicho. El resto de tu espectáculo es una porquería. Vámonos, Pap. —Dieron media vuelta. El dependiente se envalentonó lo bastante para amenazar, lleno de rencor: — Si tocáis ese trapecio, os denunciaré. —Izzy, puedes coger esa barra y metértela en el culo —dijo Paprika—, pero lo demás es nuestro. Jules, ven a echarnos una mano. El dependiente se volvió de nuevo hacia Florian y escupió otra vez: — No puede hacerme esto, señor. Le llevaré ante los tribunales. Primero difamación y ahora... y ahora... ialienación de afectos! — Señor —dijo Florian, examinándose las uñas—, no ha habido la menor seducción por mi parte. — iEsto no es ético! ¡Es ilegal! ¡Es criminal! Rouleau y las chicas volvieron; él y Paprika llevaban entre los dos un baúl de teatro y un largo aparato de metal y cuero, mientras Pimienta iba cargada con un montón de trajes de lentejuelas y otras diversas prendas femeninas. Mientras lo colocaban todo en la carreta del globo, el dependiente realizó otro intento lacrimoso: —¿Qué va a pagaros este rufián? ¡Doblo su mejor oferta! Pimienta replicó: —Puede pagarnos lo que quiera, o nada, si nos lleva de nuevo a Europa. Lárgate, Izzy. i En marcha, amigos! Cuando el carruaje y la carreta estuvieron de vuelta en su propio campamento, hubo otra alegre escena de reunión de viejos amigos, ya que las chicas de cabellera naranja conocían a todos los miembros de la compañía original de Florian. «Es Clover Lee, ¿verdad? ¡Pero si eras un bebe!» Incluso introdujeron sin miedo las manos en la jaula del león para acariciar a Macska (como lo llamó Paprika) y abrazaron en la medida de lo posible a la «grande y vieja Peig» (como llamó Pimienta al elefante), mientras éste agitaba la trompa, feliz de volver a verlas. Entonces les presentaron a Phoebe Simms, Quincy, Domingo y Lunes.
— Hacéis un número de gemelas, ¿verdad? —preguntó Pimienta. —Ni siquiera son gemelas —contestó Florian—. Espera a ver al resto del grupo. ¿Dónde está Martes? Hannibal señaló la gran carpa, que brillaba suavemente en la noche con una única luz en su interior. — Aún trabaja con Ignatz ahí dentro. — Venid, queridas —dijo Florian—. No habéis saludado a vuestro viejo amigo, el capitán Hotspur. —Claro. Sabía que faltaba alguien —respondió Paprika—. El holandés. Casi toda la compañía fue con ellas al pabellón, charlando y riendo amistosamente. Al acercarse, oyeron el trote de Bola de Nieve, dando rítmicas y pacientes vueltas a la pista. Cruzaron el umbral de la puerta principal y Pimienta gritó el saludo tradicional de los irlandeses que van de visita: — i Que Dios y María os guarden a todos! Entonces, tanto ella como los demás se detuvieron en seco, sin creer lo que veían. A la luz difusa de una tea que ardía dentro de un cesto sujeto al poste central, Bola de Nieve proyectaba una sombra gigantesca que daba vueltas y más vueltas ante las gradas vacías y las paredes de lona. Debía de ser un gran esfuerzo para el caballo, pues seguramente hacía mucho rato que había recibido la orden de trotar. Martes lo montaba a horcajadas, apretando contra él las piernas con toda su fuerza e inclinada sobre el cuello del caballo, cuyas crines agarraba con las dos manos. Tenía la cara mojada de lágrimas y contraída por la fatiga, el terror y la tensión de llorar y pedir ayuda sin que nadie la oyera. Todavía llevaba en el talle el cinturón de cuero de la cuerda de caída, sujeta ésta a la botavara, que crujía al oscilar una y otra vez en torno al poste central. La cuerda, sin embargo, estaba tirante a causa del peso adicional que soportaba. A medio camino entre Martes y el poste central, la cuerda estaba enredada en torno al cuello de Ignatz Roozeboom. Su tensión lo mantenía casi derecho y lo arrastraba hacia atrás alrededor de la arena, de modo que las botas colgaban, se movían y revoloteaban como si se tratara de una carrera de cangrejo. Los tacones de las botas habían trazado en la arena un surco circular bastante profundo. El resplandor de la antorcha teñía su calva cabeza de un sano color rosado y sus ojos estaban abiertos y las cejas levantadas en una expresión de leve sorpresa, pero hacía rato que había muerto. Los ex soldados fueron los primeros en moverse. Fitzfarris corrió a detener el caballo, Edge a liberar a Roozaboom de la cuerda, Yount a bajar a Martes de su montura y Mullenax a quitarle el cinturón de la cuerda de caída. Entonces las mujeres entraron corriendo para consolar y calmar a la muchacha, que sollozaba roncamente.
—Se ha estrangulado, ¿verdad? —preguntó Florian con tristeza, mirando a Edge, que acostaba con suavidad al muerto sobre la arena de la pista. —No, señor. De ser así tendría la cara hinchada y blanca. E Ignatz podría haberse quitado la cuerda antes de ahogarse. Se ha desnucado y seguramente de una forma muy repentina. Martes, aunque aterrada e incoherente, pudo decirles con voz débil y entrecortada lo bastante para confirmar que todo había sucedido con gran rapidez. Ella cabalgaba de pie sobre Bola de Nieve y el capitán Hotspur estaba a sus espaldas, arrodillado sobre la grupa del caballo para ajustar las caderas de la muchacha al ángulo de equilibrio deseado, cuando un pie de Martes resbaló. Consiguió enderezarse, pero sintió al instante un violento tirón de la cuerda cuando ésta rodeó a Roozeboom y lo elevó en el aire. El súbito tirón hizo caer sentada a Martes, que se agarró y continuó cabalgando así —durante horas, según le pareció—, con el cinturón de cuero tan apretado que sólo podía gemir con voz ahogada. Y el caballo, habiendo recibido de Roozeboom la orden de trotar, habría seguido así hasta el día del Juicio Final, esperando la orden de detenerse. —Llevad a la niña junto al fuego —dijo Sarah— y dadle un ponche caliente con whisky de Abner. Ha tenido un buen susto. —Será mejor hacer ponche para todos —rectificó Rouleau—. Su hermana parece tan asustada como ella. Clover Lee, Quincy, Domingo y Lunes se habían quedado fuera de la pista. Los tres primeros miraban con ojos muy abiertos y extrañados, pero se mantenían quietos. Lunes temblaba y las piernas le chocaban una contra otra y la expresión de su rostro era tan fija y distante como la de Roozeboom. —Sacad a todos los niños de aquí —ordenó Florian—. Es una lástima que hayan visto esto. Maggie, ¿quieres ocuparte de la mortaja? No hubo respuesta. Magpie Maggie Hag no los había acompañado a la tienda. —¿Recuerdas? —susurró Sarah a Edge—. Predijo que alguien del espectáculo tendría un accidente por culpa de una mujer negra. Martes no es negra ni una mujer, pero es mulata y hembra. Encontraron a la gitana junto a la hoguera, cosiendo con aplicación unas prendas de color púrpura. —Mag —dijo Tim Trimm—, tenemos malas noticias... —Sí —contestó ella y, sin mirarle, gritó—: iBarnacle Bill! —Diga, señora. —He estrechado la cintura y alargado los pantalones. —Le enseñó el viejo uniforme de pista del capitán Hotspur—. Creo que ahora te sentará bien. Entonces fue a un carromato, sacó un trozo de lona vieja y, lentamente, a solas, una figura diminuta más oscura que la oscuridad, se dirigió hacia la gran carpa.
—Le lavará y amortajará —dijo Florian—. Le enterraremos en cuanto amanezca. —¿Dónde? —preguntó alguien. —En la arena, naturalmente. —¿Qué? —exclamó Yount—. ¿Enterrar a un buen hombre y un buen amigo del mismo modo vergonzoso que enterramos a esos sucios salteadores de caminos? ¿Y luego ofrecer un espectáculo sobre sus restos? ¿Bailar sobre su tumba? — Es la arena que él mismo construyó —respondió Florian—, la arena donde vivía, donde estaba más vivo. El capitán Hotspur no desearía un entierro diferente. Y su alma, si existe tal cosa, disfrutaría estando presente en un último espectáculo. Pimienta dijo en voz baja: — Ahora sólo falta comunicarlo al interesado. — Sí —dijo Mullenax—. ¿Puedo hacerlo, señor Florian? — Eres el más indicado. Así que Mullenax fue a dar la triste noticia al león Maximus y a hacerle un rato de compañía en su aflicción. Los otros fueron a consolar a los niños y a brindar por el amigo difunto, y después se acostaron. Al día siguiente, mientras Tim y Hannibal tocaban en sordina con corneta y bombo una marcha fúnebre, los miembros de la compañía se turnaron para echar paladas de tierra en el agujero cavado para Ignatz, justo bajo la araña que había hecho con sus propias manos. Luego Yount y Rouleau empezaron a llenar la tumba. Phoebe Simms preguntó con voz plañidera: —¿Nadie va a desir algunas palabras de las Escrituras? Florian reflexionó, se atusó la pequeña barba y por fin dijo: —Saltavit. Placuit. Mortuus est. Pimienta y Paprika, al oír hablar latín, hicieron la señal de la cruz sobre sus pechos. Rouleau, el otro católico de la compañía, alzó la vista de su trabajo de sepulturero y dijo, con un poco de sorna: —No creo que eso sea de las Escrituras. Florian se encogió de hombros. —Lo leí en alguna parte. El epitafio de un artista de circo romano. Sirve. Todos esperaron y, como Florian no lo tradujo, lo hizo Edge: —
Bailó de un lado a otro. Complació. Ha muerto.
A medida que se acercaba la hora de la función, el parque se fue llenando de carros, carromatos y algunos carruajes, y también de muchas personas que acudían a pie. No eran sólo curiosos; la mayoría compraban entradas u ofrecían algo a cambio. Al verlos, Fitzfarris tuvo la inspiración de coger un caballo y cruzar la ciudad. Cuando volvió
informó a Florian de que, quizá porque Treisman había perdido a sus dos artistas principales —y sus tres números diferentes—, el Titanic había desmantelado la tienda. — Como los árabes —dijo Fitz—, y ha desaparecido con el mismo sigilo. — Bueno, me alegro mucho —respondió Florian, riendo—, aunque un verdadero profesional, a pesar de su descalabro, habría actuado incluso ante un circo vacío. Esto prueba que es un sujeto mediocre, condenado al fracaso y el olvido. —Se ha marchado en dirección oeste —añadió Fitz—. Lo he preguntado. De modo que no le encontraremos en Cooksville. —Y después de Cooksville, sir John, sólo te quedará un trabajo de avanzadilla a este lado del Atlántico. Ahora, ven y disfruta. Llegas justo a tiempo de ver actuar a nuestras nuevas artistas. Pimienta y Paprika ocupaban el lugar del capitán Hotspur como último número de la primera mitad del programa, porque Mullenax había declarado que tardaría algún tiempo en sentirse lo bastante confiado para actuar en público dentro de la jaula del león. Como el Florilegio no poseía aparatos para que Paprika se columpiara en el trapecio o Pimienta se colgara de él cabeza abajo, sólo podían hacer su número de la pértiga. Esta era una columna de metal de seis metros, bastante oxidada y descolorida, que tenía en el extremo inferior un balancín de cuero acolchado y en el superior viejos radios de metal y anillas de cuero. Las dos chicas llevaban sólo mallas de color de carne salpicadas de lentejuelas —las de Paprika, anaranjadas como su cabello, y las de Pimienta, verdes como sus ojos—, distribuidas en dibujos que pretendían realzar sus sinuosos cuerpos, aunque éstos no necesitaban ningún realce. Cuando Edge hubo llamado a las muchachas a la pista con su silbato y Florian las presentó con su habitual grandilocuencia, los dos hombres ayudaron a Pimienta a elevar el balancín hasta sus hombros y mantener la pértiga en posición vertical. Entonces Paprika, la equilibrista, trepó los seis metros de la pértiga y, mientras Pimienta miraba hacia arriba, con los pies en continuo movimiento y el cuerpo en oscilación, a fin de conservar el equilibrio, Paprika se puso de pie, sin ningún apoyo, sobre las protuberancias metálicas del extremo del palo y ejecutó faroles y puso una mano en una anilla de cuero y un pie contra la pértiga y adoptó diversas posturas graciosas. Luego colocó un pie en la anilla, se dejó caer hasta que agarró la pértiga con una mano y adoptó las mismas posturas cabeza abajo. Entonces volvió a trepar hasta la punta, se apoyó sobre las manos e hizo una serie de contorsiones cabeza abajo y despatarradas con las piernas horizontales y verticales. —Bueno, ahora es cuando te pierdo por una klischnigg —dijo Sarah a Edge, mientras contemplaban el número—. No sólo saben retorcerse
como reptiles, sino que son por lo menos doce o quince años más jóvenes que yo. —No creo que debas preocuparte —contestó Edge, de buen humor—. Al mediodía, Pimienta daba lecciones de acrobacia a la pequeña Domingo y he oído su advertencia: «No te enamores nunca; destruye tu sentido del equilibrio.» Tengo la sospecha de que a estas chicas no les interesan mucho los hombres. —Y has acertado. Son marimachos; practican la fricción. Nunca les ha gustado nadie salvo ellas mismas. Aun así, hay hombres que ven un desafio en las marimachos. —Sarah suspiró—. Dios mío, qué suerte tenéis los hombres. Las mujeres hemos de envejecer y los hombres ni siquiera crecéis. —Yo no soy los hombres, soy yo —replicó Edge. Desvió la vista de la arena el tiempo suficiente para echarle una ojeada afectuosa—. Y tú aún no eres una Maggie Hag, ni mucho menos. Entonces tuvo que correr a la pista porque Paprika se había deslizado por la pértiga hasta el suelo y Pimienta había dejado caer esta última con estrépito. Edge y Florian dieron las manos a las dos muchachas y los cuatro levantaron los brazos para recibir una ovación. Cuando Florian empezó a hablar para que el público de las graderías bajase para ver el espectáculo del intermedio, Obie Yount se encontraba muy cerca de Clover Lee y ambos fueron empujados de malos modos por dos mujeres del público, que movían con fuerza la cabeza y decían con voces exageradamente refinadas: — iEs vergonzoso! — iSí, repugnante! Clover Lee dirigió a Yount una sonrisa de complicidad y permaneció cerca de las mujeres mientras éstas abandonaban la tienda, de modo que Yount la imitó. Las mujeres continuaron intercambiando comentarios sobre el número recién concluido. — ilmpropio para personas cristianas! — iEs muy cierto! Yount susurró a Clover Lee: —¿Qué les pasa a estos vejestorios? Ha sido un número muy puro y las chicas son una pura deli... —iShhh! —murmuró Clover Lee, siguiendo a las criticonas. — Seguramente son rameras italianas. — No cabe duda de que tienes razón. Ninguna mujer cristiana se dejaría ver con este atuendo pagano. —Dos mujeres hechas y derechas... !con las axilas sin afeitar! Clover Lee, sonriendo más abiertamente que antes, se quedó rezagada y dejó que las dos mujeres continuaran solas. Yount las miró, perplejo, y luego miró a Clover Lee, se rascó la cabeza calva y dijo:
—Vaya. A nadie le importaría un bledo que a estas dos hembras les salieran cañones, pero ellas tienen la desvergüenza de criticar a chicas tan encantadoras como Pimienta y Paprika. Aun así, parecías muy interesada, mam'selle. ¿Crees que has aprendido algo? — No lo sé —contestó Clover Lee, riendo—, pero cuando las buenas cristianas desaprueban una cosa, siempre se trata de algo placentero. La pérdida de Ignatz Roozeboom no sólo había privado al espectáculo del número del león, por lo menos temporalmente, sino también de la participación del capitán Hotspur en los números ecuestres. Edge se ofreció a reemplazarle de modo parcial en las volteretas. Como él y Trueno habían tomado parte, en los tiempos de la guarnición, en competiciones del arma de caballería, como desenganchar gansos, era casi mejor que Roozeboom en las volteretas. Con Trueno a galope tendido, Edge desmontaba y montaba otra vez de un salto, se deslizaba por el vientre del caballo hasta la silla por el otro lado, se inclinaba a coger cosas del suelo, saltaba de la grupa de Trueno, se agarraba a la cola ondeante, se dejaba arrastrar alrededor de la pista, echaba a correr y saltaba de nuevo hasta la silla. Al encargarse de este número, adquirió una identidad nueva. Florian insistió en que lo hiciera como Buckskin Billy, el Intrépido Jinete de las Praderas, y Magpie Maggie Hag le cosió a toda prisa un nuevo conjunto de camisa y pantalones que consistía casi por entero de flecos. Por otra parte, también echaban mucho de menos a Roozeboom durante el desmantelamiento y el montaje de la gran carpa, así como por el camino. El Florilegio tenía ahora más vehículos que conductores, porque Fitzfarris precedía siempre al espectáculo y Hannibal iba a la retaguardia, con Peggy y el caballo que arrastraba el cañón. Tanto Pimienta y Paprika como Madame Alp adujeron una falta total de habilidad o afición a manejar las riendas de los caballos. Así, pues, cuando el circo entró en Baltimore a última hora de una tarde gris y lluviosa, Florian conducía el carruaje, dentro del cual viajaban las dos pelirrojas, con toda comodidad. Sarah Coverley iba más atrás en la caravana —y a la intemperie—, llevando las riendas de la carreta del globo, con Clover Lee a su lado. Rouleau conducía el carromato de la tienda y Edge el nuevo furgón con toda la familia Simms en su interior. Mullenax, con Magpie Maggie Hag sentada junto a él, conducía el carromato de la jaula de Maximus, oculta ahora a la vista del público por paneles de madera, y su parte delantera estaba adornada por la vistosa y maciza palanca de freno diseñada por Roozeboom. Baltimore era la ciudad más grande en que habían estado algunos miembros de la compañía y la única verdadera ciudad que habían visto en su vida Mullenax y la familia Simms, así que hubo muchos
empujones para mirar por las puertas del carromato, con mucha más avidez de la demostrada por los escasos transeúntes que los veían pasar por las calles húmedas. Y no es que Baltimore fuera muy digno de verse, ni de olerse. La caravana del circo entró en la ciudad por la Old Liberty Road, y en cuanto dicha carretera se convirtió en una calle pavimentada, flanqueada por casas de ladrillo y otros edificios, se transformó al mismo tiempo en una cloaca abierta de la que emanaba un olor fétido que al principio resultó molesto, después repugnante y pronto nauseabundo. —Dios mío, huele peor que una pocilga —dijo Mullenax con voz gangosa, porque se tapaba la nariz. —Tal vez se deba a las plantas de vapor —dijo Magpie Maggie Hag, cubriéndose la cara con la capucha. —Sí —gruñó Mullenax. Miró la profusión de carteles inmensos y adornados y observó—: Me pregunto cómo embotellan el vapor. O imprimen sobre él. Pasaron por delante de enormes edificios de ladrillos que se anunciaban con orgullo como «Casa de Embotellamiento de Vapor», «Impresores de Vapor», «Lavandería de Vapor» y «Fábrica de Calderas», para no mencionar la «Fábrica de Cerillas de Azufre, Tenerías, Refinerías de Manteca y Fábrica de Polvo de Guano y Hueso», que no alegaban ninguna relación con el vapor. Sin embargo, lo que resultaba evidente para cualquier nariz era que gran parte de la fetidez reinante procedía de los «retretes de tierra» construidos en los patios de las casas residenciales, que vaciaban la esencia de su contenido en las calles sin alcantarillas. Sólo una persona de la caravana del circo encontró inmediatamente algo que admirar en Baltimore. Jules Rouleau se puso de pie sobre el pescante del carromato de la tienda para solicitar la atención general. —Voilá! ¡Mirad! Hay algo que no hemos visto nunca en Dixie. Ni siquiera Nueva Orleans lo tiene. iLuz de gas! —Los demás miembros de la compañía miraron sin gran interés—. i Gas! i Podremos elevar el globo! Era cierto: la parte central de Baltimore exhibía en cada esquina un moderno farol de gas cuyo globo encendido proyectaba un bonito resplandor blanco, teñido de color de melocotón, sobre las sucias paredes de las fábricas, los enfermizos árboles de las aceras y los viscosos adoquines cubiertos de escoria... y los carteles del Florilegio fijados con anterioridad por el heraldo Fitzfarris. Muchos de ellos ya empezaban a desprenderse o romperse bajo la lluvia, así que Florian aceleró la marcha de la caravana en la penumbra, porque los carteles marcaban el camino hacia el lugar de asentamiento del circo. A pesar de su belleza nacarada, la luz de gas no hacía nada para mitigar los otros gases de la atmósfera local, y a medida que Florian se adentraba en la ciudad, se iba sintiendo menos inclinado a hacerlo, ya que el hedor era
cada vez más fuerte. Por fin, en Pratt Street, donde la caravana cruzó un puente sobre las «cataratas Jones» —de hecho, un apestoso pantano de agua negra—, Florian decidió que el centro comercial de Baltimore era sencillamente intolerable. En cuanto encontró un pasaje transversal, dirigió hacia él a Bola de Nieve, torció de nuevo a la izquierda y condujo a la caravana hacia el lugar por donde habían llegado, a casi cuatro kilómetros, subiendo por Eutaw Street hasta las alturas más limpias del parque de Druid Hill. Cuando detuvo el carruaje en una húmeda pradera, habló a la compañía: — Ignoro qué lugar nos han asignado las autoridades municipales, pero que me maten si acampo más cerca de esa horrible ciudad, aunque tenga que pagar el doble. Aquí tenemos aire para respirar y ahí abajo hay un estanque de agua fresca. ¿Quieres dirigir la instalación, coronel Ramrod, mientras yo vuelvo a seguir los carteles y veo si puedo encontrar a sir John? Si aún está en el centro, es probable que se halle en una taberna, emborrachándose para embotar su sentido del olfato. En cualquier caso, él y yo tramitaremos una autorización para levantar la tienda aquí. — Las autoridades municipales no lo permitirán —dijo Edge. —Es un parque muy elegante —terció Yount—, con quioscos de música y todo. — La posesión es la novena parte de la ley —dijo Florian—. El pabellón, una vez levantado, tiene aires muy posesivos. Levantar la tienda bajo la lluvia no fue tarea fácil, ya que la lona se mojó y su peso aumentó mucho en cuanto la sacaron del carromato, y las cuerdas mojadas se endurecían y costaba pasarlas por los ojales, y las estacas de la tienda se hundían tan de prisa en el terreno húmedo que no ofrecían muchas garantías de resistencia. Sin embargo, los hombres se aseguraron de que las cuerdas que unían las costuras quedasen algo flojas, así como las cuerdas de retén; de este modo, aunque ahora la tienda se viese arrugada y frágil, la lona y las cuerdas se secarían y estirarían cuando la lluvia cesara y el pabellón adquiriría su aspecto normal. Edge confió a Hannibal la responsabilidad de mantenerse despierto toda la noche para que vigilase, en el caso de que la lluvia cesara antes de la mañana, que las cuerdas, al encogerse, no arrancaran del suelo el círculo de estacas. Acabaron el trabajo y Phoebe Simms ya hacía la cena cuando Florian volvió. Le seguía Fitzfarris, visiblemente borracho y en un estado de euforia sentimental. —Aún tengo que aprender mucho sobre adelantarme y negociar — declaró, entre accesos de hipo—. Llego a la ciudad, discuto, adulo, esparzo aceite a mi alrededor, y todos los del ayuntamiento siguen tan muertos como moscas en un papel engomado. Lo mejor que puedo conseguir es el patio trasero de la fábrica de ataúdes Weaver. iVaya lugar delicioso para un circo! De repente se acerca este individuo,
Florian, busca al administrador municipal, le habla en esa jerga del sauerkraut y en menos que canta un gallo tenemos el permiso para este hermoso parque. —No hay mucho arte en el asunto —dijo Florian con modestia—. Sólo sé por casualidad que todos los baltimorenses de calidad y posición son de ascendencia alemana. Cuando se habla a un hombre en su lengua preferida, se tiene una mejor oportunidad de convencerle o disuadirle de casi cualquier cosa. De hecho, he conseguido algo más que este emplazamiento. Monsieur Roulette, écoutez. Por toda la ciudad se rumorea sobre la rendición del último ejército confederado en tu Louisiana, hace dos o tres días. La noticia acaba de llegar, así que he persuadido a las autoridades de la necesidad de celebrarlo y de que una celebración en toda regla debe incluir... —Une ascension d'aérostat! —gritó Rouleau. —Exacto. Mañana vendrán unos hombres de la fábrica de gas para hinchar ese artefacto. Debes darles la impresión de que sabes cómo se hace. —Confia en mí. Fingiré ser l'aéronaute comme il faut. A cambio, te haré un regalo. Mi protegida Domingo domina por fin el Vous dirai je, maman al acordeón y sus hermanas y hermano han aprendido a cantar la letra inglesa. —Magnífico —dijo Florian—, el acompañamiento perfecto para la elevación del globo. Los Felices Hotentotes cantando Centellea, centellea, estrellita mientras tú te elevas hacia el empíreo azul. —¿Es de verdad una buena idea? —preguntó Edge—. El Saratoga se escapó de sus propietarios y ellos sí que sabían de qué iba. Jules, ¿no sería mejor que lo ensayaras una o dos veces en secreto, no en público? Rouleau le señaló con el dedo. —Ah, ahora eres razonable, ami, no del circo. Te citaré a Pascal: «Le coeur a ses raisons que...» — Conozco el verso y es encantador, pero, maldita sea —apeló a Florian—, usted me ha nombrado director ecuestre y responsable de la seguridad de la compañía. Y digo que esto no es seguro. —Creo que estoy de acuerdo —respondió Florian—, sólo que... dime una cosa. ¿Cómo ensayarías en secreto con algo casi tan grande como la Shot Tower de Baltimore? —Bueno... —Y Monsieur Roulette no puede acercar el globo a un farol de la calle y dar la vuelta a la espita del gas. Necesitará la ayuda de técnicos. — Bueno... — Zachary, si he de explotar —dijo Rouleau— o desaparecer para siempre del planeta, ¿crees que desearía hacerlo en secreto? Mais non, querría una gran multitud y muchos vítores como despedida.
—Bueno... —dijo Edge una vez más, y se encogió de hombros, resignado—. Abner, trae una jarra. Nos anticiparemos a esos vítores. 13 La gran carpa no se desplomó durante la noche y la mañana amaneció con un sol que no tardaría en darle buena forma. Edge delegó su vigilancia en Yount y subió al carruaje para ir a la ciudad con Florian y Fitzfarris. Encontraron el olor de la ciudad menos ofensivo a la luz del día, o tal vez el agua de la lluvia, especularon, se había llevado parte de la fetidez. Fitz se apeó ante las oficinas del Sun de Baltimore para anunciar en el periódico la presencia del circo y la inminente elevación del globo, y también para encargar la impresión de carteles que proclamaran dicho acontecimiento. A la vuelta de la esquina, Florian vislumbró las oficinas de la Compañía Naviera Baltimore & Bremen. Entró con Edge, pero éste se limitó a esperar mientras Florian hablaba en alemán con el agente. Se alejó de la mesa de este último con una expresión bastante desanimada. — Sus buques van, en efecto, a Bremen y hacen escala en Southampton —dijo a Edge cuando salieron de la agencia—, pero por ahora no se espera la entrada a puerto de ninguno de ellos y a Herr Knebel no le ha encantado la perspectiva de transportar un circo a bordo de un buque de pasajeros. Me ha recomendado que nos dirijamos a una compañía de mercantes llamada Mayer, Carroll, que está en el Point... Tendremos que preguntar dónde es eso. Fueron a la zona portuaria e hicieron indagaciones. Se enteraron de que el puerto interior de Baltimore estaba reservado a los buques de poco calado y los barcos de cabotaje. Para encontrar los muelles de los grandes transatlánticos tuvieron que recorrer un largo camino en torno a la dársena y llegar hasta Locust Point, al otro lado del puerto. En cualquier otro puerto de mar, la zona de los muelles habría sido la parte más apestosa, pero en Baltimore olía mejor que sus barrios residenciales, porque aquí estaban todas las plantas de empaquetado de café, que despedían el rico aroma del café brasileño recién tostado. Cuando Florian y Edge encontraron por fin un ruinoso tinglado que exhibía el letrero de «MAYER, CARROLL» sobre la puerta de la oficina, se quedaron estupefactos al ver que la compañía se autodenominaba en el mismo letrero «TRANSPORTISTAS DE CARBÓN DE CUMBERLAND A TODOS LOS PUERTOS EXTRANJEROS Y DOMÉSTICOS». —Creo que nos han orientado mal —dijo Edge—, ¿o acaso las palabras circo y carbón suenan igual en alemán? —Zirkus und Kohle —murmuró Florian—. Bueno, ya que estamos aquí... —Se apeó del pescante y Edge le siguió.
Florian y el caballero que estaba a cargo de la oficina conversaron en alemán mientras Edge esperaba. Sin embargo, aquella vez el coloquio se prolongó durante mucho rato y Florian parecía satisfecho de lo que oía. Cuando salieron de la oficina, exclamó, feliz: —All'Italia! — ¿A Italia? — ¿Sabías que la principal exportación de Estados Unidos a esa nación nueva es el carbón? Yo tampoco. Sin embargo, Herr Mayer tiene un cargamento que zarpa dentro de tres días con rumbo a Livorno, en la Toscana. Quizá has oído hablar de Livorno... Leghorn en inglés. ¿Y qué mejor lugar para nosotros que Livorno? Fue el hogar de san Vito, patrón de los artistas ambulantes. Además, será otoño cuando lleguemos allí y en el Mediterráneo reinará un clima mucho más templado que en la zona del mar del Norte. Y desde Livorno sólo tenemos que viajar hacia el interior en línea recta para llegar a Firenze... Florencia, la capital de ese reino que acaba de unificarse. —Pero... Florian... ¿iremos en una barcaza de carbón? — Dios santo, no. En un moderno barco carbonero de vapor. Tan moderno, que es impulsado por una hélice, no por ruedas de paletas. Paseemos hasta el muelle por el otro lado del almacén y echémosle una ojeada. El buque mercante Pflichttreu. ¿Qué tal suena? —Si usted puede pronunciarlo, yo puedo viajar en él. —Es un bonito nombre. Significa lealtad, sentido del deber. Y yo diría que un barco carbonero bien cargado tiene que ofrecer un viaje grato y estable. Llegaron al muelle de carga y Edge dijo: —¿Es éste? Creía haber oído que era nuevo. — Bueno... moderno no significa necesariamente nuevo. Condescendiente, Edge supuso que un barco cargado siempre de carbón tenía que estar sucio y baqueteado. No obstante, le alegró ver que estaba provisto de palos y velamen, por si la moderna hélice se hallaba en tan mal estado como el resto. Y tenía grúas a proa y popa, que Edge esperaba que servirían para izar a bordo a Peggy y a los pesados carromatos del circo, porque la única pasarela del buque era una escalerilla corriente de madera que unía el muelle con la cubierta. Edge preguntó secamente: —Dígame, ¿qué va a costar este elegante crucero de placer? —Ejem. Herr Mayer y yo aún no hemos discutido a fondo esta cuestión. Antes deberemos presentarnos ante el capitán Schilz del Pflichttreu y convencerle de que consienta en llevarnos como cargamento y pasajeros de cubierta. Después de todo, un circo no es su carga habitual.
Subieron a bordo y Florian preguntó por el capitán. Apareció un personaje uniformado y, tras algunas frases en alemán, Florian dijo en inglés: —Coronel Edge, militar hasta hace poco, y capitán Schilz, del buque Pflichttreu. —Nein, yo ser master —rectificó hoscamente el hombre mientras estrechaba la mano de Edge—. Capitán ser sólo un título de cortesía, excepto en la marina. —Su aliento olía un poco a aguardiente—. ¿Ustedes, caballeros, son perregrinos? —En.. ¿peregrinos? Pilger? —preguntó Florian—. No, capitán, yo soy el propietario y el coronel Edge es el director de un circo ambulante. Wir müchten eine Seereise nach... —Zirkus? Nein, nein! —interrumpió Schilz, agitando con violencia las manos. En atención a Edge, explicó en inglés—: ¡Animales cagando por toda mi cubierta! Edge estuvo a punto de observar que, después de ver el Pflichttreu, dudaba de que la simple mierda pudiera ensuciar más la cubierta, pero Florian se limitó a alargar la mano para estrechar la del capitán en una aparente despedida, murmurando: — Es una lástima. Deja usted a un hermano de profesión embarrancado en la arena. El capitán Schilz pareció sorprendido por el apretón de manos y la observación. Replicó, también en inglés: — ¿En la marea baja, Bruder? — O a un cable de distancia de la orilla. Es ist Jammerschade. Y todas nuestras hermosas mujeres igualmente embarrancadas. —¿Mujeres hermosas? —repitió el capitán, con voz tan alta que todos los marineros que estaban cerca miraron en su dirección. — Así de fácil —dijo Florian, satisfecho, cuando volvía con Edge a las oficinas de la compañía naviera. — Es una suerte que el capitán sea tan sensible a la belleza femenina —observó Edge. —Oh, se trata también de algo más —contestó Florian—. Ahora espero tener la misma suerte con el precio. Toma, Zachary, aquí hay mil dólares en billetes. Guárdalos dentro de la bota. La faltriquera, por así decirlo. Así podré volver mis bolsillos del revés delante de Herr Mayer y decirle con verdad: «Esto es todo lo que tengo.» Y casi tuvo que hacerlo. Herr Mayer empezó por ordenarle que hiciera una lista de todas las personas, animales, vehículos y objetos que se proponía subir a bordo. Luego el agente cogió el manifiesto y escribió un precio junto a cada nombre de la lista... un precio exagerado. —Mein Herr! —protestó Florian—. Seis de los pasajeros son niños. Sin duda han de viajar a mitad de precio. Y sólo catorce de los animales
están vivos: el león, el elefante, ocho caballos, tres cochinillos y un mulo. Todos los demás de la lista están muertos. — ¿Transporta usted animales muertos? —preguntó Herr Mayer con repugnancia—. La aduana no los dejará pasar. Florian explicó que eran piezas de museo disecadas. Mientras Herr Mayer hacía un nuevo cálculo, muy malhumorado, Edge dijo en voz baja: — Aunque considere una niña a Clover Lee, sólo puedo contar cinco niños. — Pondremos pantalones cortos a Tim. Calla. La suma todavía superaba la cantidad que Florian podía pagar sin recurrir a la bota de Edge. Al final, después de dudarlo mucho, decidió no llevar el mulo de Mullenax y el cañón yanqui de Yount, y así rebajó el precio de Herr Mayer a la suma que podía pagar, vaciando prácticamente sus bolsillos. Podría haber continuado el regateo, o abandonado otras posesiones, pero ya era más de mediodía y se acercaba la hora de la función. Se alejaron del puerto al trote y Florian no dejó de gruñir en todo el trayecto. — Maldita sea, tendría que haber contratado a ese hombre en vez de pagarle. Es mejor adivino que Maggie Hag. Desde luego, ha estimado mi fortuna casi al céntimo. Esos mil que llevas en la bota, Zachary, sufrirán una disminución considerable cuando compremos la comida del viaje para los animales. Por lo tanto, a menos que ganemos mucho dinero aquí en Baltimore... —iQué espléndida vista de buena mañana! —interrumpió Edge—. iMire eso! Aunque Edge ya había visto antes un globo de observación hinchado, la vista era impresionante. De hecho, tanto él como Florian vieron el semicírculo superior del Saratoga, de color rojo y blanco, y las grandes letras negras de su nombre, asomando por encima de la cumbre de Druid Hill aun antes de ver las copas de los árboles del parque. Cuando estuvieron a media colina, pudieron ver el globo bien sujeto por cuatro cuerdas atadas a sendas estacas en el suelo donde descansaba la cesta. Toda la compañía circense y gran número de baltimorenses estaban a su alrededor, admirándolo. El objeto, suave, sedoso, en forma de pera, recubierta su parte superior por una red de cordón de lino, tensando la malla de cuerdas que convergía en el aro de madera sobre el que se asentaba la cesta, tenía casi el doble de altura que la gran carpa. Las dos inmensas construcciones de tela, una dispuesta a lo largo sobre el césped del parque y la otra vertical contra el azul del cielo, eran una vista magnífica. —Une beauté accomplie. No hay ningún problema —dijo Jules Rouleau cuando Florian y Edge lo encontraron entre la multitud—. Estos dos caballeros tienen experiencia previa. —Señaló a los hombres, que
sonreían con orgullo y llevaban monos en los que se leían las palabras: «BALTIMORE GAS & COKE»—. Dicen que nuestro Saratoga es el globo aerostático más bonito que han visto aquí, pero no es el primero. En cualquier caso, aquel quiosco de música está equipado con luz de gas, así que los messieurs sólo han tenido que colocar una larga manga de caucho desde allí hasta el apéndice de la barquilla, como la llamamos los aeronautas. — Este gas de hulla no es el mejor para globos —explicó el más joven de los hombres—. No eleva lo suficiente. — ¿De verdad? —preguntó Florian—. Yo diría que el globo parece impaciente por saltar al aire. — Claro, se elevará —dijo el mayor de los dos— y llevará a un hombre, pero sólo a uno. E incluso sin lastre, ascenderá con lentitud. Lo que les convendría es hidrógeno. Con ese gas podrían subir tres hombres. Sin embargo, con el hidrógeno necesitarán un generador. —Tendrán que cuidar bien de esa belleza —recomendó el otro—. El barniz exterior está muy dañado y el interior necesita otra capa de aceite de pata de vaca. Nosotros nos hemos encargado de volver a sellar la válvula de charnela. —Ya —murmuró Florian, distante. —A fin de que el gas no se escape hasta que yo esté listo para ascender —explicó Rouleau—. Y los señores han tenido además la bondad de darme una lata de cemento que dejó aquí un aeronauta anterior. — Han sido muy amables —dijo Florian, pero su expresión cambió cuando el hombre mayor le alargó un pedazo de papel, diciendo: —Setecientos metros cúbicos, en números redondos. Como es natural, le hacemos un precio de mayorista, así que se lo he dejado por setenta y cinco dólares, sin ningún centavo. — Tenía entendido que ofrecíamos este espectáculo para celebrar una fiesta municipal —dijo Florian con voz ahogada. — Yo sólo sé que ha recibido los suficientes metros cúbicos de gas para iluminar Baltimore durante dos o tres noches. Si desea regatear con el ayuntamiento, adelante. Pero es probable que le pidan pruebas de que el globo es de su propiedad y las calificaciones del aeronauta y dinero para un seguro por los posibles daños... Florian hizo una mueca, pero indicó a Edge que sacara el dinero de su bota. Edge extrajo los billetes y contó los requeridos para el pago. Cuando los hombres se hubieron ido, Florian reprochó a Rouleau: — Es un capricho muy caro. Con este dinero habríamos comprado mucho heno, avena y carne de caballo. — No tenía idea, mon vieux... En aquel momento subía por la colina otro carromato, atraído por el enorme globo, y entre la familia que se apeó de él estaba Fitzfarris,
procedente del centro de la ciudad. Llevaba bajo el brazo un gran objeto redondo de madera. Cuando se acercó, Florian decía: —... sólo espero que la ascensión traiga a más gente y más dinero para compensar el gasto... —iAsí será, así será! —gritó alegremente Fitzfarris, y añadió, dirigiéndose a Rouleau—: Procura hacer todos los preparativos con mucho cuidado y lentitud, amigo Jules. Da tiempo a los espectadores para ponerse nerviosos y así prestarán atención a mi entretenimiento provisional. Enseñó el objeto que llevaba. Era una especie de tambor ancho y hueco, hecho de madera de pino, de medio metro de anchura pero pocos centímetros de fondo. La cara posterior era sólida y la anterior tenía, muy cerca del perímetro, un círculo de veintiún agujeros de dos centímetros de diámetro cada uno. En el lado estrecho había una abertura, lo bastante grande para que Fitzfarris pudiese meter la mano. —No tenía tiempo de construir como es debido una rueda de la fortuna, de modo que he pedido a un carpintero que me clavara este juego del ratón. Tampoco había tiempo de pintarlo con colores chillones, pero servirá. Los otros preguntaron qué diablos era el juego del ratón, pero Fitzfarris ya se dirigía en voz alta al gentío: —iDaré dos centavos al primer chico que me encuentre un ratón de campo! —Todos los niños, blancos y negros, se dispersaron y corrieron por el parque, inclinados, buscando surcos o nidos. Fitz preguntó al aturdido Florian—: ¿Me presta ese trozo de lápiz que siempre lleva consigo? Florian se lo dio y Fitzfarris numeró cada uno de los agujeros del tambor, de 0 a 20. Un niño negro acudió corriendo, con un pequeño ratón pardo y blanco en el hueco de la mano. Fitzfarris lo cogió, dio las gracias al niño y dijo con voz jovial a Florian: —Gastos de la compañía. Pague al chico, ¿quiere, jefe? —Y se fue a toda prisa hacia el furgón de los accesorios para limpiarse la cara y prepararse para su papel de Hombre Tatuado. Las funciones de tarde y noche de aquel día tuvieron poco público, seguramente porque la mayoría de espectadores potenciales esperaban al día siguiente para presenciar al mismo tiempo la ascensión del globo. Sin embargo, durante cada intermedio del programa, después de que los asistentes contemplasen con la boca abierta al Hombre Tatuado, las Tres Pigmeas Blancas Africanas, el Museo de Maravillas Zoológicas y Madame Alp —y comprado incluso unas cuantas cartes de visite—, sir John presentó su juego del ratón. —iApuesten diez centavos, amigos, y ganen dos dólares! El juego de adivinanzas más honrado que se ha inventado jamás. iApuesten un dólar y ganen veinte! Es un juego de intuición humana frente al instinto
animal. Elijan sencillamente el agujero por el que entrará Mortimer el ratón. Había colocado su nuevo aparato de madera sobre la tina de mil usos del circo. El juego consistía solamente en poner el minúsculo ratón en el centro de la madera, desde donde corría al momento hacia uno de los agujeros circundantes y desaparecía en el oscuro interior. Allí esperaba la mano de Fitzfarris para cogerlo, sacarlo y ponerlo de nuevo en el centro del tambor. No tardaba en formarse un grupo de gente, hombres en su mayoría, que después de mirar divertidos unos minutos, rebuscaban en sus bolsillos y ponían diez centavos —e incluso monedas de más valor y algún que otro billete de dólar— junto a uno de los agujeros numerados. El ratón corría siempre hacia un agujero cada vez que era colocado bajo la mirada del público y Fitzfarris pagaba sin falta a cada ganador, gritando una felicitación: — i Dos dólares para este inteligente amigo! iMuy bien, señor! ¡Ha ganado el dos mil por ciento de su inversión! El ruido atraía a más personas, que se veían obligadas a alargar el brazo entre muchos otros brazos para colocar sus apuestas. Al cabo de un rato, casi todos los agujeros del tambor tenían dinero apostado y había un ganador casi cada vez que el ratón corría a esconderse, por lo que su exclamación de alegría se unía al clamor de Fitzfarris: — iLa mente sobre el mamífero! El juego más honesto en el que apostarán jamás. iY ya tenemos otro ganador! No empujen, caballeros. iDen oportunidad a las damas de probar también su suerte! El ratón no parecía cansarse nunca y el juego continuaba a buen ritmo, interrumpiéndose solamente cuando Fitz pasaba un trapo húmedo por la superficie de madera. A pesar de la escasez de público, Fitzfarris prolongó el juego durante todo el intermedio, hasta que los jugadores quedaron satisfechos con sus ganancias o se sintieron incapaces de seguir perdiendo. —i Setenta y cinco dólares y cuarenta centavos en un día! exclamó Fitzfarris, feliz, después del intermedio de la función de noche. — Es increíble —dijo Edge con admiración—. Esto ya paga el gas del globo. — Si mañana tenemos un lleno de paja para el globo —apuntó Fitz—, el juego nos reportará fácilmente ocho o diez veces esta cantidad. — Una maravilla —dijo Florian—. ¿Cuál es la trampa, sir John? — ¿Trampa, señor? —Fitzfarris parecía terriblemente ofendido. — Bueno, es de suponer... un juego de azar... como el venerable timo de la vaina y el guisante... Fitz denegó con la cabeza. — Cualquiera puede descubrir un juego trucado. No se necesitan habilidades detectivescas. Sólo hay que observar a un hombre que haga
el timo del guisante; siempre tiene una uña larga para esconderlo debajo. Pero mi juego del ratón no requiere trucos. Hay veintiún agujeros por los que apostar y yo digo que pago veinte por uno. Supongamos que veintiún jugadores apuestan diez centavos cada uno. Yo recojo todas las monedas y doy dos billetes de dólar al ganador. En realidad, él sólo recibe diecinueve monedas de diez centavos y yo me quedo con una. El balance varía, naturalmente, porque depende de la cantidad apostada y de dónde se apuesta, pero ese agujero extra, el número cero, juega siempre a favor de la casa, como decimos en la profesión. —Sí, claro, ya veo —dijo Florian—. Pensaba... que eso de pasar el trapo... quizá era un preparado secreto... — Sólo amoníaco. Si un ratón corre hacia el mismo agujero un par de veces, puede seguir después su propio rastro y dirigirse siempre allí. Algunos patanes pueden ser lo bastante listos para notarlo y apostar en consecuencia. Por eso limpio la madera después de varias carreras. Para asegurar la honestidad de Mortimer. Lo primero que hizo Rouleau al día siguiente fue acercarse a su amado Saratoga. Allí abrió el grifo de latón que se hallaba en el mismo extremo de lo que él llamaba apéndice del globo, y brotó un copioso chorro de agua, que dirigió cuidadosamente fuera de la barquilla. — Instrucciones de los técnicos —explicó a los que miraban—. El gas de hulla contiene cierta humedad que se condensa con el frío de la noche. Carece de sentido llevar más peso del necesario. —Tal vez carece de sentido hacer algo hoy, kedvesem —sugirió Paprika—. Maggie se ha quedado envuelta en sus mantas esta mañana. —Oh, maldita sea —exclamó Edge—. ¿Ha previsto algún desastre en el ascenso? Paprika se encogió de hombros con un gesto muy húngaro. — No dice nada del globo, sólo algo sobre una rueda. — iAjá! —exclamó Rouleau, aliviado—. En este caso, vete a asustar al caballero Fitz. Es el único que trabaja con un artefacto parecido a una rueda. —Dio una palmada a su góndola de mimbre—. Yo, Jules Fontaine Rouleau, estaré libre en lo sucesivo de cualquier cosa tan terrestre como una rueda. Paprika volvió a encogerse de hombros y continuó hablando mientras se dirigía con Obie Yount al patio trasero, donde Phoebe hacía el desayuno. —Jules ha mencionado algo terrestre. 0 jaj, he conocido a artistas de los números más peligrosos que han sobrevivido a toda clase de riesgos y después han quedado lisiados o se han matado en un accidente terrestre sin importancia. — ¿Cuál, por ejemplo? —preguntó Yount mientras se sentaban en el suelo en espera de que les sirviesen el desayuno.
Se sentó entre Paprika y Pimienta, muy contento de estar en tal compañía. —En París había una equilibrista célebre y aclamada. Hizo tender un cable entre las torres de Notre Dame y bailaba sobre él. Era famosa, pero los devotos se escandalizaron y dijeron que Nuestra Señora la castigaría por su sacrilegio. Una semana después, se cayó de un bateaumouche y se ahogó en el Sena. —Y, ¿recuerdas, macushla —dijo Pimienta—, a aquel joey de Varsovia que daba volteretas? —Explicó a Yount—: Eso es un payaso que hace equilibrios y da saltos mortales. Siempre pisaba un cubo de agua y resbalaba de cualquier modo. Jamás se rompió un hueso, pero un día rozó el cubo con la espinilla. El tinte de su calcetín infectó el rasguño y al final tuvieron que amputarle la pierna. —Se persignó, murmurando— Mala suerte. — Oídme las dos —dijo Yount—. Como no podemos llevarnos mi cañón, he procurado inventar números nuevos para el Hacedor de Terremotos. Me preguntaba... ¿qué os parece si os cargara sobre mis hombros? — No es muy original —contestó Paprika—. ¿Y si nosotras nos pusiéramos de pie sobre tus hombros y cargáramos a las chicas Simms sobre los nuestros? Podemos sostenerlas fácilmente si tú puedes con todas nosotras. — Eso está hecho —respondió Yount, hinchando el pecho hasta que adquirió las dimensiones de un tonel grande. — Me parece muy bien —dijo Edge cuando Yount fue a su encuentro y le propuso el nuevo número de pista. Luego dirigió a Yount una de sus sonrisas torcidas y observó de buen humor—: Te he visto encaprichado de una mujer en varias ocasiones, Obie, pero sólo de una cada vez. ¿Es que ahora te has enamorado de estas dos pelirrojas? Yount escarbó tímidamente la tierra con uno de sus grandes pies. — No es esto. Confieso que las dos están muy buenas, pero Paprika es la que realmente me hace temblar las rodillas. Me casaría con ella de buen grado y, si se presenta la ocasión, se lo pediré. ¿Qué opinas del asunto, Zack? — Creo que te convendría más atarte a un poste de flagelación. — iVaya! —se ofendió Yount—. Te agradezco mucho tus buenos deseos. — Calma, socio, calma. Sólo quería decir... bueno... las pelirrojas tienen fama de ser quisquillosas. Dios sabe cómo será una zanahoria húngara. Vigila que no te pique. Yount sonrió y tensó los bíceps. —Aún ha de llegar el día en que el Hacedor de Terremotos tenga miedo de una niña arisca.
Se alejó a grandes zancadas y Edge le miró con una especie de conmiseración. Aunque era una hora temprana, bastante gente de la localidad había subido ya a la colina, principalmente para admirar el globo, pero también para dirigir miradas curiosas a los miembros del circo, así que las mujeres de la compañía se apresuraron a lavar los cacharros del desayuno, a recoger la ropa que habían lavado y tendido la noche anterior y en general a ordenar el patio trasero. Entonces, solas o en grupo, fueron al carromato de la utilería para quitarse la bata y ponerse el traje de pista. Phoebe Simms entró antes que ninguna, llevando consigo a Domingo para que la ayudase a vestir su enorme disfraz —o mejor, a colocarlo en torno a su cuerpo—, y mientras hacían esto, no quedaba sitio para nadie más en el interior del carromato. Salió como Madame Alp y, a fin de que los mirones no pudieran verla gratis, fue a esperar al furgón de la tienda, donde podía hacer compañía a Magpie Maggie Hag, todavía debilitada por sus premoniciones o trastornos. Clover Lee entró en segundo lugar en el carromato de la utilería y ella y Domingo se estaban poniendo las mallas cuando se les unieron Pimienta y Paprika. La muchacha y las dos mujeres blancas charlaron y bromearon mientras se vestían, pero Domingo permaneció silenciosa, pugnando por ajustarse las mallas de color carne e intentando no estorbar a las demás, lo cual no era fácil en el reducido espacio donde tenían que alargarse mutuamente prendas, anudarse lazos, abrocharse botones, prestarse polveras y pequeños tarros de colorete, cremas y pomadas y ayudarse mutuamente a aplicarse dichos productos de belleza. La camaradería de esta reunión exclusivamente femenina animó a Clover Lee a contar a Pimienta y Paprika lo que había oído en Frederick City de labios de las mujeres cristianas, indignadas porque habían visto a otras dos mujeres con vello bajo los brazos. El informe no confundió ni avergonzó a las dos muchachas que, por el contrario, rieron a carcajadas y casi se cayeron cuando Clover Lee terminó: —Dijeron que debíais ser italianas. Pimienta y Paprika se sostuvieron mutuamente para no caerse, hicieron muecas y lanzaron exclamaciones. —iEsto es la monda! —jadeó Pimienta—. Por poco me meo los pantalones. — i Conque italianas! —gritó Paprika—. Vejestorias ignorantes y obscenas. — Bueno, yo sé que no sois italianas —dijo Clover Lee—, pero ¿es algo que habéis aprendido de ellas? ¿No afeitaros ahí por alguna razón? Se lo pregunté a Florian, pero él se limitó a toser. Esto provocó nuevos paroxismos. Cuando se hubieron recobrado, Pimienta contestó, muy alegre:
— Colleen (Niña, muchacha.), querida, es un simple truco de artista. De mujer artista, mejor dicho. Siempre que la gente ve a una pelirroja, no castaña o negra o rubia, piensa: ¿será su color natural? Las mujeres se lo preguntan con malicia, claro, pero los hombres lo hacen con lujuria, porque no suelen ver otra cosa que vello negro o rubio en la barriga de sus mujeres corrientes. —Así que nosotras demostramos que somos auténticas, que este color rojo es de nacimiento —añadió Paprika—. Cuando los patanes ven los mechones rosados de nuestras axilas, saben con maldita seguridad que nuestros pubis también son rosas. Mira, convéncete por ti misma, niña. Imaginar ese lugar secreto vuelve locos a los hombres. Y a sus mujeres, verdes de envidia. —Claro, y por esto nos hemos reído de que nos llamasen italianas —dijo Pimienta—. Diablos, ¿para qué querría una hembra negra demostrar que tiene el pelo negro por todas partes? Y no es con intención de ofender a esa niña del rincón, ¿oyes, alannah? —Cela ne fait rien —murmuró Domingo. —¿La habéis oído? «! Sally Fairy Ann!» —gritó Paprika, sorprendida y encantada—. !Por san Istvan, esta niña ya no es una negra! !Domingo, ángel, te estás volviendo una verdadera cosmopolita! Domingo no estaba segura del significado de la palabra ni de si quería serlo, pero dijo con timidez: — Monsieur Roulette me está enseñando a hablar como una dama. Tanto en americano como en francés. —Bueno, ángel —dijo Paprika—, si quieres ampliar tu educación mientras viajamos a Europa, te ayudaré con mucho gusto. El magiar es demasiado difícil, pero el alemán te servirá igual cuando estés en Hungría y puedo enseñártelo. Hablando como un libro de texto, Domingo respondió: — Gracias, mademoiselle Makkai. Deseo aprender todo lo que pueda. Pimienta parecía dudosa o quizá desaprobaba aquella proposición, y cuando todas salieron del carromato, murmuró con intensidad unas frases a su pareja. Clover Lee, ansiosa de conocer cualquier secreto, captó sólo las últimas palabras: —... enseñando tu nido a una y llamando ángel a la otra. Sé cómo calificarlo en magiar. Edge y Mullenax sacaban brillo a las herraduras de los caballos con ceniza de la estufa cuando Florian se acercó a ellos para decirles: — Mirad a toda esa gente, llegada una hora antes de la función. Hoy tendremos aquí a todo Baltimore. Los negros locales instalan incluso tenderetes por todo el parque. Venden chicharrones, sopa de terrapene, limonada...
—Bueno, de esto no sacaremos ningún provecho —observó Edge—, pero mantiene el buen estado de ánimo de la multitud. He dicho a los músicos que toquen algo para entretenerla todavía más. — Todos los patanes que no comen o miran están apostando en el juego del ratón de Fitz. Ya debe de haber ganado un dineral. —Oh, no me quejo de la afluencia de espectadores —dijo Florian—; lo que pasa es que no quedará nadie en la ciudad para venir a vernos mañana. Y no veo ninguna ventaja en volver a trabajar para cuatro gatos, como hicimos ayer, así que sugiero, capitán Ramrod, que anulemos las funciones de mañana. Emplearemos el día libre en desmantelar la tienda con toda calma, embalarlo bien todo y comprar provisiones para la travesía. De este modo no tendremos que ir con prisas pasado mañana para embarcar con la anticipación debida. Exceptuando a unos cuantos mirones, demasiado pobres o avaros para pagar la entrada, toda la gente del parque compró billetes y admiraron a Maximus y el museo. Después, cuando Tim y Hannibal tocaron Esperad el carromato —acompañados por el acordeón algo vacilante de Domingo Simms—, todos entraron en la gran carpa. Muchos tuvieron que sentarse en el suelo, alrededor de la arena, o quedarse de pie en los espacios disponibles. Después del intermedio y el espectáculo secundario —y más juego del ratón—, mientras el público de la tarde aún estaba viendo la segunda parte del programa, el parque volvió a llenarse de gente que llegaba pronto para contemplar la ascensión del globo, antes de la función nocturna. Compraron entradas para llenar de nuevo el pabellón, por lo cual, cuando un número considerable de los primeros espectadores decidieron quedarse para la segunda función y pidieron entradas, Florian tuvo que poner el cartelito de «AGOTADAS LAS LOCALIDADES». Lo hizo sin lamentarlo, de hecho, con satisfacción, porque era la primera vez en toda la gira que habían llenado el circo a tope. Obedeciendo las instrucciones recibidas, Jules Rouleau preparó con lentitud la ascensión del globo, dando a Fitzfarris tiempo de sobra para obtener pingües beneficios con su juego. Como la ascensión no requería mucho más que soltar los cables de amarre, el único preparativo de Rouleau consistió en ir a buscar al carromato de la utilería una escalera de cuerda y tirarla dentro de la barquilla, con un propósito que no confió a nadie. Entretanto, Florian formó un cono con un cartel del circo y a través de este megáfono improvisado gritó a la multitud circundante: —Monsieur Roulette ha de esperar a que se ponga el sol para que cese la brisa... Una proeza semejante exige la calma absoluta del aire... Aun así, la empresa es sumamente arriesgada... Entre estos repetidos anuncios, Tim y Hannibal tocaron con brío una música apropiada para la ascensión de un globo —Más cerca de Ti, Dios mío y otros temas similares— y Domingo los acompañó con el acordeón
en todas las piezas que conocía. Por fin, cuando los murmullos del público indicaron que el suspenso cedía el paso a la impaciencia y los clientes de Fitz empezaron a quedarse sin dinero para más apuestas, Rouleau se mojó un dedo y lo levantó en el aire, hizo una solemne seña con la cabeza a Florian para darle a entender que no había nada de viento y, con un ágil salto, se metió en la barquilla. La corneta de Tim ejecutó un floreo, el bombo de Hannibal resonó como un tambor africano y Florian gritó: —iSituaos junto a los cables. —Una pausa... y—: ¡Soltad amarras! Edge, Yount, Mullenax y Fitzfarris soltaron en el mismo instante las cuerdas de las cuatro estacas y el Saratoga dio un rápido salto hacia adelante. Sin embargo, los cuatro hombres continuaron sujetando la cuerda de amarre que ya estaba atada al globo cuando lo adquirieron en casa de Mullenax. Lo fueron aflojando poco a poco, a fin de que el globo subiera despacio, a pequeñas sacudidas, de modo muy poco espectacular. El público tuvo la impresión de que el aeróstato era empujado hacia arriba con un palo. Tim, Hannibal y Domingo tocaban, y esta última y las otras Felices Hotentotes cantaban —más o menos al mismo ritmo sincopado con que ascendía el Saratoga—: «Centellea, centellea, estrellita...» El globo tampoco podía alcanzar una altura muy espectacular, porque el cable de amarre sólo daba de sí unos doscientos metros y entonces los hombres volverían a sujetar el globo a las estacas. No obstante, el Saratoga era un objeto hermoso y su ascensión, si no impresionante, había sido por lo menos majestuosa, y ahora flotaba a una altura que doblaba la de la Shot Tower de Baltimore, la estructura más alta que la población local estaba acostumbrada a ver, y allí arriba, la resplandeciente seda roja y blanca, que se había elevado sobre la sombra del suelo hasta donde aún seguían brillando los rayos del sol poniente, refulgía a su vez como un pequeño sol. La multitud, después de un suspiro prolongado —«iAhhh!»—durante la ascensión, profirió de repente otro «iAhhh!» —esta vez como un jadeo contenido—porque allí arriba Monsieur Roulette se había vuelto loco y saltado fuera de la barquilla. Incluso los miembros de la compañía se sobresaltaron, porque habían estado ocupados con las amarras y no habían visto a Rouleau colgar de la góndola la escalera de cuerda antes de saltar. Como es natural, había puesto los pies en la escalera, cuyo extremo superior estaba sujeto al borde de mimbre, y ahora ejecutaba las mismas posturas, contorsiones y convulsiones acrobáticas que en la escalera de madera de la pista, y el gentío reía y sollozaba de alivio y también vitoreaba y aplaudía, satisfecho. O, mejor dicho, la mayor parte del gentío. Alguien tiró de la manga de Florian, diciendo con voz glacial:
—Señor, me han dicho que es usted el propietario de esta empresa. Florian se volvió y vio a un caballero de mandíbula larga y severa, cubierta por una barba anglicana de pelo corto. — Lo soy, en efecto, señor. Espero que disfrute del espectáculo. — Disfrutar no es nuestro objetivo en la vida, señor —contestó el hombre, indicando a las personas que le rodeaban, otros dos o tres hombres y varias mujeres, todos ellos con la misma expresión de pía severidad—. Representamos a la Cruzada de Ciudadanos y nos han hecho saber que su llamado espectáculo incluye cierta rueda de la fortuna. — Oh, Dios mío —murmuró Edge al oído de Florian—. Maggie Hag ha acertado otra vez. Fitzfarris habló, noblemente: — La rueda, como usted la llama, es mía. Y si ha venido a recriminarme, le puedo asegurar que el juego es honesto. — La honestidad o deshonestidad tampoco nos preocupa —dijo el hombre—. Sólo nos interesa socorrer a las víctimas inocentes del desmán y la indignidad. Fitz se mostró confuso. — Bueno, algunos han perdido dinero, lo confieso. Pero, ¿desmán?, ¿indignidad? No veo... — Deseamos que nos enseñe ese juego —terció una mujer de cara redonda. — No me importa hacerlo —dijo Fitzfarris—, pero en este momento tenemos a nuestro colega colgado de ahí arriba y... —Ahora mismo —ordenó la mujer—, o llamaremos a un agente de policía para que le obligue. Florian dijo a Fitz: —Monsieur Roulette está bien. Y continuará haciendo piruetas durante un rato. Ve a buscar la madera, sir John. Fitzfarris fue a buscar la tina y el aparato de madera de pino. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó el ratón, al que tuvo que separar de un pedazo de queso que estaba comiendo. — Han interrumpido la cena de Mortimer —dijo, colocando al ratón sobre la rueda—. Ahora, los jugadores han de adivinar el agujero hacia el que correrá el ratón. Y Mortimer elige el que le gusta más, sin coacciones ni trucos. ¿Lo ven? Esta vez ha sido el número diecisiete. No hay sistema posible de trucar, dirigir o hacer trampas con este juego. — Como sospechábamos —dijo una mujer de peinado rígido—. Crueldad hacia los animales. Preparado como estaba para defenderse de acusaciones de timo, fraude o engaño, Fitzfarris se quedó atónito ante esta denuncia inesperada. Replicó con cierto calor:
— Señora, han sido ustedes quienes han perturbado la cena tranquila de Mortimer. ¿Me han visto a mí ser cruel con él? —Si no crueldad declarada —contestó uno de los hombres—, no cabe duda de que es una perversión de la conducta natural del animal y una violación de su dignidad. —¿Dignidad? —repitió Fitzfarris, incrédulo—. Amigo, se trata de un ratón de campo vulgar y corriente. No de un noble caballo que recibe malos tratos. Sólo de un ratón... haciendo lo que hacen los ratones: correr hacia un agujero. — Pero impulsado por usted —acusó, inexorable, una de las mujeres—, no por iniciativa suya. El animal es víctima de un abuso deliberado. La mejilla de Fitzfarris que no era azul, se había teñido de rojo, y como parecía incapaz de hablar, Florian intervino: —Madame, quizá se preocupa usted demasiado por este ratón porque en estos momentos ocupa, por así decirlo, el centro de la atención general. Pero imagínese que encuentra a este roedor corriendo por su cocina. ¿No lo consideraría un animal indeseable y no lo mataría como si fuese una cucaracha? —Son circunstancias muy diferentes —objetó la mujer, sin inmutarse—. En tal caso el ratón seguiría su curso de vida normal y tendría sus probabilidades normales de supervivencia. En cambio, aquí se le fuerza a realizar actos antinaturales. Florian, atónito a su vez, sólo pudo farfullar: —¿Actos antinaturales?... ¿Un ratón de campo?... Edge habría preferido mantenerse al margen de esta discusión absurda, pero se dio cuenta de que aquellos fanáticos podían ampliar su área de interés y exigir la emancipación del león, del elefante y de los cochinillos de Barnacle Bill. Aunque la intromisión sólo acabase siendo un fastidio, también podía significar una demora y el Pflichttreu zarpaba dentro de dos días. —Perdonen, amigos —terció en tono amable—. Tengo entendido que se oponen al empleo de un mamífero en el pequeño juego de sir John. Alguien acaba de mencionar una cucaracha. ¿Ofendería menos su sensibilidad si sustituyéramos al ratón por una cucaracha? Nadie rió ante esta nueva caída en el ridículo. La Cruzada de Ciudadanos intercambió miradas. El hombre de la barba anglicana se la rascó pensativamente y murmuró: — Hum... bueno... la cucaracha es un invertebrado... un ser de categoría muy inferior en el orden de la Creación... Edge se apresuró a preguntar: —Sir John, una cucaracha macho serviría igual, ¿verdad? —Y antes de que Fitz pudiera responder o soltar una carcajada o mesarse los cabellos, Edge se volvió rápidamente hacia los ciudadanos—: Asunto
resuelto. Será una cucaracha. Y les damos las gracias, amigos, por ayudarnos a mejorar nuestros métodos. Ahora, señora, ¿desearía hacerse cargo del ratón Mortimer? —La mujer retrocedió con espanto—. Entonces, ¿lo dejamos en libertad? Muy bien. Sir John, permita que Mortimer regrese a su, ejem, hábitat natural. Meneando lentamente la cabeza con incredulidad, Fitz se arrodilló y dejó con ternura en el suelo al diminuto animal, que echó a correr inmediatamente. Florian, Edge y Fitzfarris dieron media vuelta para ocupar de nuevo su puesto ante la cuerda de amarre del globo. Todos miraron hacia arriba... y vieron que Rouleau, una vez concluidas sus acrobacias, subía de nuevo a la barquilla y soltaba su único vínculo con la tierra. El Saratoga se elevó al instante, alejándose lateralmente de la colina. Sin embargo, era evidente que Rouleau no iba a arriesgarse demasiado en su vuelo libre, porque en seguida tiró de la cuerda que comunicaba con la válvula sujeta al extremo superior del globo. Este fue perdiendo poco a poco su forma de pera y adoptando la de una zanahoria, descendiendo mientras lo hacía. Cada vez más alargado y estrecho —y tan arrugado, que las anchas franjas blanca y roja se convirtieron en rayas—, fue bajando hasta el suelo a cierta distancia, pero todavía en el parque de Druid Hill. La barquilla tocó suavemente la hierba, Rouleau tiró del cabo de desgarre y el globo perdió los últimos restos de gas y, ondeante y tembloroso, se aplanó sobre el suelo. Con más vítores y hurras, el gentío se precipitó hacia el lugar del aterrizaje. Edge, Fitz, Florian y Mullenax también corrieron, para evitar que pisaran la valiosa seda. Cuando Rouleau bajó de la góndola, quitándose de encima varios pliegues de tela, la multitud le rodeó para estrecharle la mano y darle palmadas en la espalda. En cuanto pudo librarse de las felicitaciones, se acercó, sudado, satisfecho y casi radiante, y dijo: —Perdón, monsieur le propriétaire, y monsieur le directeur, pero no he podido resistir la tentación de un momento de libertad absoluta. — No importa, Jules —contestó Edge—, siempre que tú y el globo estéis indemnes. Ha sido una gran culminación del acto. —Y Dios sabe cuándo tendremos de nuevo esta oportunidad —observó Florian—. Ahora, doblemos la seda, muchachos, antes de que a los patanes se les ocurra la idea de rasgarla en trocitos como recuerdo. Fitzfarris y Mullenax empezaron a estirar la tela y las cuerdas y Edge fue a ayudarlos. Rouleau corrió a buscar la carreta del globo. Los tres hombres aún estaban doblando el Saratoga cuando oyeron un tumulto en la parte posterior del terreno, una serie de gritos confusos y el rumor de pasos corriendo de un lado a otro y al final un grito claro: —¿Hay un médico entre la gente? —Algo ha sucedido allí —dijo Florian, pero reacio a dejar el globo—. ¿Por qué no viene Monsieur Roulette a buscar esto con la carreta?
Pero quien llegó fue el pequeño Quincy Simms, corriendo descalzo, para decir sin aliento: —iEh! Mas' Jules haserse daño. Venir todos. —¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? —Ha saltao a la carreta y el caballo ha dao un salto. Mas' Jules tener pierna en los radios cuando la rueda dar la vuelta. iCrrac! — Oh, Dios mío —murmuró Florian. Los otros hombres ya estaban corriendo—. Alí Babá, tú quédate aquí y guarda el Saratoga. No dejes acercar a nadie. —Y Florian se alejó corriendo. Acostaron a Rouleau sobre la tela encerada dentro de la carreta del globo. Tenía la cara muy blanca y los dientes apretados y un caballero de edad que llevaba quevedos le palpaba con suavidad la pierna izquierda. Algunos miembros de la compañía miraban, solícitos, desde los lados de la carreta, mientras otros mantenían apartada a la gente. Cuando Florian se acercó, Rouleau separó los dientes lo bastante para esbozar una sonrisa de dolor y decir débilmente: — Arriesgo los huesos dos veces diarias en el suelo... y hoy en el cielo... y ahora, regardez. Quizá me lo he buscado. Péter plus haut que le cul... —Chut, ami. C'est drólement con. ¿Es grave, doctor? El médico meneó la cabeza, se quitó los quevedos y frunció los labios. Entonces se apeó de la carreta y se llevó a Florian aparte antes de hablar. Edge los siguió. — Rota en tres puntos y de un modo curioso para su edad. Este hombre debe de tener huesos de adolescente. — Sí, su agilidad es extraordinaria. Esto es bueno, ¿verdad? ¿Se soldará y curará rápidamente? —Esto es malo, señor. A causa de la flexibilidad ósea, las fracturas son complicadas; las astillas de los extremos han perforado la carne y la piel. Incluso aunque las fracturas pudiesen reducirse debidamente, el proceso requeriría un mes o más de una rigidez absoluta. Y durante este período de circulación sanguínea restringida, las heridas podrían gangrenarse. — ¿Qué quiere decir? —murmuró Florian. —Estoy hablando de amputar. —iDios Todopoderoso! —exclamó Edge—. iEste hombre es un acróbata profesional! —Son libres de solicitar otra opinión, por supuesto. Les sugiero que lo hagan sin tardanza. Florian se estrujó la barba. Edge se volvió en redondo y ladró: — iAbner! — iYo no soy médico! —replicó Mullenax, dando un paso hacia atrás. —Entiendes de carpintería. Ve a buscar tablas que midan por lo menos un metro y medio. Si no las encuentras, arráncalas del quiosco de
música. iEh, Domingo! Tú, Tim y Hannibal entonad alguna melodía. Fitz, ruge por el león. Florian, haz los preparativos para el espectáculo y avisa cuando esté a punto. Doctor, ¿quiere esperar mientras hablo con el paciente? — Saint Joseph es el hospital más cercano. El modo más rápido de llevarle... —Pidamos por lo menos su opinión. Estaré con usted en seguida. Edge subió con cuidado a la carreta, para no moverla, y dijo: —No hay tiempo de dorar esta píldora, Jules. Has de elegir: vivir con una sola pierna o tal vez morir con las dos. —Rouleau, que estaba blanco como el yeso, se volvió un poco verde. Edge continuó—: El médico puede amputarla con una sierra y quedarás lisiado, pero vivo. O yo puedo aplicarle un tratamiento que una vez salvó a un buen caballo, dejándolo intacto. Di qué prefieres. Rouleau no titubeó. Esbozó de nuevo una sonrisa torturada y contestó: —Si no reacciono como un buen caballo, ami, merezco morir. —Intenta recordar esto para no gimotear y chillar cuando te duela. — Rouleau se rió antes de volver a apretar los dientes. Edge se asomó al lado de la carreta—: Doctor, ha decidido probar suerte. Muchas gracias, de todos modos. ¿Qué suerte? —protestó el hombre, pero Edge ya se había vuelto de espaldas y llamaba a gritos a Sarah. El médico movió la cabeza y siguió al resto del público para ver el león que Fitzfarris anunciaba en voz muy alta. Mullenax llegó con un puñado de tablas ligeras, un martillo, una sierra, clavos y una de sus eternas jarras. Rouleau bebió un buen trago de whisky, mientras Edge daba instrucciones a Mullenax para la rápida construcción de una artesa de madera, poco honda, parecida a un macetero de ventana. La hicieron con un extremo abierto para que Rouleau pudiese meter en ella la pierna y apoyar el pie contra el extremo cerrado. El artefacto era lo bastante largo para abarcar desde la entrepierna hasta la planta del pie de Rouleau, pero el lado exterior le llegaba hasta la axila. Edge se volvió hacia Sarah: —Corre a buscar un saco de ese salvado que tenemos para los caballos, un poco de ácido fénico, algunos palos largos y delgados de nuestra provisión de leña y tiras de ropa que me sirvan para atar. Abner, tú sujetarás con fuerza a Jules mientras le estiro la pierna para ver si puedo encajar los extremos de los huesos rotos. Y tú, Jules, tendrás que relinchar como una manada de potros salvajes, porque esto te dolerá de veras. Edge esperó a que la música y el ruido de la gran carpa alcanzaran su punto álgido y entonces empezó a estirar, justo por debajo de la fractura superior. Rouleau hizo más que relinchar; gritó y profirió
alaridos. Sarah contrajo la cara y se tapó las orejas con las manos. Pero Edge sintió disminuir uno tras otro los tres bultos de la pierna y observó cómo se retraían bajo la carne ensangrentada los extremos astillados de los huesos y —esperaba— volvían a encajar en su sitio. Antes de que terminase, Rouleau dejó de gritar y Mullenax no tuvo que apoyarse en él para evitar que se moviera, porque había perdido el conocimiento. Entonces Edge colocó los palos a ambos lados de la pierna, a guisa de tablillas, y los ató fuertemente con las tiras de ropa. Entre él y Mullenax colocaron con cuidado la pierna entablillada dentro de la caja recién construida, con la tabla larga en el costado izquierdo de Rouleau, entre el cuerpo y el brazo, y la ataron también con tiras de ropa a la cintura y el pecho. — Sarah —dijo Edge—, antes de que se despierte, moja esas heridas con una buena dosis de ácido fénico. Mientras ella obedecía, Edge abrió el saco y echó salvado en la caja, comprimiéndolo después con fuerza debajo, alrededor y encima de la pierna. — Ya está —dijo, secándose el sudor de la frente—, esto la mantendrá casi inmóvil, pero dejará circular el aire a su alrededor. Sarah, tú y Maggie podéis hundir las manos en el salvado siempre que necesitéis tratar estas heridas. Me imagino que Maggie sabrá coserlas y cicatrizarlas. Después volvéis a comprimir bien el salvado. Jules tendrá que yacer quieto y rígido durante unos dos meses, pero, con suerte, vivirá, y saldrá de esta caja con una pierna bastante aceptable. En cualquier caso, así ocurrió una vez con un caballo. Ven, Abner. Mientras siga desmayado, llevémosle al carromato de la utilería, donde está acostumbrado a dormir. Cuando lo hubieron hecho, Edge y Mullenax llevaron la carreta del globo para recoger el Saratoga y a Quincy, y a continuación se apresuraron a participar en el espectáculo. Con toda probabilidad, era la última vez que el Florilegio se presentaba en los Estados Unidos de América y, además, la compañía tenía que compensar la ausencia de Monsieur Roulette, así que los artistas se esforzaron para ofrecer sus mejores actuaciones. Barnacle Bill decidió que ya había vacilado bastante y aquella noche llevó la jaula del león a la arena, entró en ella y logró que Maximus ejecutara la mayor parte de su repertorio —sentarse, incorporarse, acostarse, rodar, hacerse el muerto—, pero omitió el número de meter su cabeza en las fauces del león y el truco del falso «mordisco». El Hacedor de Terremotos dejó que el cañón —con el que actuaba por última vez en su vida— le pasara por encima tantas veces, que estaba casi demasiado dolorido para el número nuevo, pero lo hizo, a pesar de todo. Pimienta, y luego Paprika, treparon hasta sus hombros y se mantuvieron derechas sobre ellos. Entonces las trillizas Simms, con
mucha menos gracia, treparon hasta los hombros de las mujeres, donde se colocaron en fila —todas ellas cogidas de la mano e inclinadas hacia afuera—, formando un abanico de seis cuerpos a tres niveles. Florian y Tiny Tim incluyeron novedades en su rutina —«iUf! Esta patada me ha cogido en Pratt Street!»—, y cuando sir John sustituyó a Monsieur Roulette cantando el himno de Madame Solitaire, cambió algunas palabras: ... Y aunque el corazón de mi pecho adore a Solitaire, reina de las amazonas, !ay, ahora pertenece a Baltimore! Ahora que se había cumplido su premonición —fuera cual fuese la desgracia de la «rueda» que había anticipado—, Magpie Maggie Hag se repuso de su melancolía y en el intermedio leyó gran cantidad de palmas. Fuera de la tienda, sir John, privado de su juego del ratón, hizo adornadas y floridas presentaciones de todas las curiosidades exhibidas, concluyendo con Madame Alp: —... y el fenómeno repartirá ahora recuerdos de su monstruosidad, réplicas fotográficas clásicas de sí misma. Para ustedes, damas y caballeros, por la irrisoria suma de cincuenta centavos. La mayor ganga de Baltimore. ¡Pueden llevarse a sus casas a Madame Alp por sólo una quinceava parte de centavo por libra! —¿Te has fijado, Fitz? —le preguntó después Pimienta—. Cuando todos los patanes habían comprado cartes de visite de la Señora Gorda, un hombre, negro, ha comprado todas las que quedaban. —No, no me he fijado. Pero, ¿y qué? Hay hombres que admiran a las mujeres exageradamente gordas. — No es nada, pero me ha recordado a esos viciosos europeos a los que he visto acercarse a hurtadillas para alquilar un monstruo por una o dos noches. — Mantendré un ojo abierto, pero dudo de que nadie se la lleve en brazos. Nadie lo hizo. Por lo menos después del desfile de Lorena, la salida y la dispersión de la multitud, Phoebe Simms aún estaba entre la compañía y ya había preparado una buena cena caliente para resucitarlos a todos después del trabajo de la larga jornada. Domingo llevó un plato al carromato de la utilería para Rouleau, pero éste tenía a su lado la jarra de Mullenax y no sentía dolores de hambre ni de ninguna otra clase. Después de la cena, la mayor parte de la compañía yació en la oscuridad veraniega, charlando y fumando. Edge dio un último paseo por el recinto, en parte para ver si todos los animales estaban cómodos y en parte para contemplar el circo por última vez en tierra americana. La gran carpa parecía metálica ahora, cubierta de rocío, que reflejaba la luz de la luna, e iluminado su interior por el pálido resplandor de una
linterna, pues Hannibal y Quincy dormían dentro. La tienda misma parecía respirar como una persona dormida, porque la brisa ocasional que entraba en ella hacía susurrar la lona, y las cuerdas, el candelabro y el aro de soporte crujían y entrechocaban. Cuando Edge fue a extender su jergón a la intemperie, bajo las estrellas, sólo Phoebe y Magpie Maggie Hag estaban todavía despiertas, juntas ante el rescoldo de la hoguera, conversando en un murmullo. Después de que Phoebe se fuera a su carromato, Magpie Maggie Hag permaneció despierta la mayor parte de la noche y entró a intervalos a visitar a Rouleau. Casi todas las veces lo encontró dormido, pero inquieto y febril. No le gustaba administrarle láudano después de su abundante ingestión de whisky, a menos que sufriera un ataque de delirio violento que hiciera mover la caja a la que estaba atado, pero no fue así. De hecho, por la mañana, cuando Edge entró para conocer su estado, Rouleau se encontraba lo bastante bien y con el ánimo suficiente para sonreír y decir: —Zut alors, esos ratones de Fitzfarris son vengativos. Han estado toda la noche mordisqueando el salvado de mi caja. Puedo soportar el dolor y el aburrimiento, ami, pero ¿tendré que pasar todas las noches con esos rencorosos animales haciéndome cosquillas en la pierna? —Alégrate de ello —dijo Edge—. Mientras puedas sentir las cosquillas de los ratones, tu pierna estará viva, y tú también. El desmantelamiento de la gran carpa no se hizo «con calma», como había dicho Florian, pero sí lentamente, ya que faltaba otro hombre de la compañía. El trabajo duró hasta las doce y para entonces las mujeres ya habían terminado la complicada cuestión del equipaje, pues era necesario decidir qué podía darse a guardar durante toda la travesía y qué debía tenerse a mano por si hacía falta. Cuando todos hubieron comido un tentempié a mediodía, Florian los congregó a su alrededor. —Damas y caballeros, ahora voy a pagarles otra ronda de salarios. Después, todos los que deseen acompañarme a la ciudad podrán hacerlo, a fin de comprar las cosas necesarias para el viaje. La mujeres se hicieron señas con la cabeza y empezaron a comparar notas sobre sus compras respectivas. Edge contó con los dedos la cantidad de provisiones requerida por los animales. Mullenax murmuró que debía embarcar bien provisto de bebida y, mientras estuviera en la ciudad, también se ocuparía de ciertos refrigerios horizontales. —Un consejo a todos —advirtió Florian—. No compréis más de lo que necesitéis hasta llegar a Italia, pues os puedo asegurar que allí las cosas serán más baratas que aquí. —Mas' Florian —dijo Phoebe Simms—, ¿poder ir yo también, esta vez? —Claro que sí, Madame Alp. Ahora ya no importa que el público te vea en déshabillé. —Bueno, no ir a ese sitio. Ir al barrio negro.
—iMadre! —murmuró Domingo, exasperada y confusa—. Quería decir sin disfraz. Fueron todos excepto Magpie Maggie Hag, que se quedó a cuidar de Rouleau, y Hannibal, que se quedó a vigilar todo lo demás. Y todos consiguieron apiñarse en el carruaje de Florian y en el carromato menos cargado, que era la carreta del globo. Bajaron de las alturas a la miasma de la ciudad y se detuvieron en la base de la Shot Tower de los Comerciantes. — Este edificio es visible desde cualquier punto de la ciudad —dijo Florian—, así que nos encontraremos aquí cuando se ponga el sol. Edge y Yount se fueron en la carreta del globo a buscar una tienda de comestibles y un mercado de carne. Los otros miembros de la compañía se dispersaron en varias direcciones, solos, en parejas o en grupos, y Phoebe Simms se fue separada de sus hijos. Unas horas más tarde, ella y Florian fueron los primeros en encontrarse en el lugar convenido. Florian estaba repantigado en el pescante del carruaje, asustando ociosamente con el látigo las moscas que se posaban en la grupa de Bola de Nieve, cuando Phoebe se le acercó a paso decidido. —Ah, Madame Alp. ¿Ya has terminado tus gestiones en el barrio negro? Veo que te has comprado un sombrero. Es, ejem, todo un sombrero. — Muchas grasias. ¿Yo poder preguntarle, algo mas' Florian? ¿Dise la ley que yo perteneser a todos vosotros porque escaparme en vuestra compañía? —Pues, no, claro que no. Ahora ya no perteneces a nadie. Eres tan libre como cualquier mujer blanca que anda por esta calle. Santo cielo, ¿acaso te hemos hecho sentir que eres nuestra esclava? —No, zeñó. Por eso costarme ahora deciros adiós. — ¿Qué? — Verá, yo casarme. — ¿Que te casas? —Sí, zeñó. Un caballero muy fino me hase la corte. Quisá usté lo conose. Yeva sapatos amariyos y sombrero de copa. Ha estao en las cuatro funsiones que hemos dao en Baltimore, sólo para admirarme. Ha comprao todas mis postales para podé hablar conmigo. Ahorita vengo de su casa y hemos decidío casarnos. —Pero... pero... Madame Alp, eres nuestra insustituible Señora Gorda. —Por eso gusto a Roscoe. Le ha desengañao un poco que yo no estar tan gorda como en las fotos, pero dise que ya me engordará. Tie dinero para haserlo, ser capatás del Dique Seco Ches'peake y Maine, un gran negosio de negros, fundao por negros libres, y es muy próspero. Roscoe ser uno de los jefasos. Tie una casa bonita, un cabayo y un carruaje... —Bueno, le felicito de corazón y... y también a ti. Pero esto es muy inesperado. Perderte la víspera del viaje y perder a las trillizas y a...
—No, zeñó. A Roscoe no gustarle la prole de otros hombres. Querer fundar nuestra propia familia. — iMadame Alp! ¿Te marcharías, abandonando a tus niños? — Esas chicas ya no ser niñas, mas' Florian. Han cogío muchos humos en un par de semanas. Ahorita ser mujeres y poder cuidar a Quincy. No se preocupe. — iMujer, no estoy pensando en mí mismo, sino en ellos! En lo mucho que te encontrarán a faltar. —¿Querer saber cuánto encontrarme a faltar, zeñó? ¿Querer saber cuánto encontrar a faltar alguien a cualquiera? Si ir al estanque del parque y meter el dedo en el agua, ver el agujero que deja. Mas' Florian, una mamá saber que cuando sus niños se avergüensan de eya, su trabajo se ha acabao. — Oh, vamos, esto es sabiduría popular sin ningún... — Ser sabiduría de madre. Madre negra o blanca, no haber diferensias. No, zeñó. Yo hablar esto con miss Hag y eya estar de acuerdo. Esas niñas ser pronto personas importantes, con un gran futuro. Domingo ya hablar mejó que la vieja señora Furfew. Esas niñas no querer cargar con una mamá gorda ignorante y negra. Florian probó todos los argumentos y medios de persuasión que se le ocurrieron, incluyendo las perspectivas más halagüeñas para la propia Phoebe —«iSi Europa está llena de monarcas africanos que la visitan!»— , pero ella insistió en que el capataz de la Compañía Chesapeake & Maine de Diques Secos era el único marido que necesitaba y mucho mejor de lo que jamás había esperado encontrar. —En fin, te hemos perdido —suspiró por último Florian—, y lo lamentamos, pero deseamos lo mejor para ti y Roscoe. Os haremos incluso un regalo de boda. Sé que los yanquis han prometido a todos los negros libres del sur dieciséis hectáreas y un mulo. No tengo las dieciséis hectáreas, pero antes de zarpar mañana, te dejaré nuestro mulo atado a un árbol del parque. Tú y Roscoe podéis ir a buscarlo cuando queráis. — Muy bondadoso por su parte, mas' Florian. Se lo agradesemos mucho. —Y ahora, aunque sentiría mucho perder a las trillizas, tengo que volver a preguntarte: ¿no desearías confiarlas a alguna tía, o tío u otro miembro de tu familia? —Ya dejarlas con la familia, mas' Florian. Todos ustedes ser familia. — Desde luego, ha sido un cumplido para nosotros —dijo Florian a Edge y Yount cuando éstos llegaron más tarde con la carreta del globo llena hasta arriba de balas de heno, sacos de grano y tiras de carne
ahumada—, pero la cuestión es que se ha ido y no sé cómo dar la noticia a esas criaturas. — Será mejor que se preocupe sobre cómo decírselo a Fitz —observó Edge—. Ahí viene ahora. Ha perdido una parte importante de su espectáculo. Fitzfarris, Sarah y Clover Lee llegaban juntos, con los brazos llenos de paquetes pequeños. Florian anunció, confundido, que Madame Alp los dejaba para casarse. —Vaya —comentó Sarah—. Quién habría dicho que sería la primera de nosotras en pescar un marido entre el público. —Mierda —fue el único comentario de Fitzfarris. —Sí —asintió Florian—. He pensado en seguida en ir al orfanato local, sir John, para ver qué pueden ofrecernos como sustituto. Un retrasado mental o algo parecido. No obstante, sin credenciales plausibles, me ha resultado siempre muy laborioso convencer a un superintendente o a una madre superiora de que soy un médico dedicado a la investigación, que busco sujetos para mis estudios. No, no habría tiempo. — Ya llegan casi todos los demás —dijo Yount—. Empezaré a colocarlos en la carreta, encima de toda esa carga. —Pon a los niños Simms en mi carruaje —ordenó Florian—. Y tú, Madame Solitaire, hazte sitio entre ellos y durante el camino de vuelta al campamento comunícales la mala noticia con la mayor suavidad posible. Intenta convencerlos de que, como ha dicho Phoebe, aún tienen una familia. Por lo visto Sarah lo consiguió, o tal vez los niños ya estaban acostumbrados a aquellas alturas a continuos cataclismos en sus vidas. Sea como fuere, no salieron corriendo para buscar a su madre ni lloraron ni demostraron abiertamente una gran aflicción. No obstante, todos —en cuanto hubieron entrado a ver a Rouleau para saludar con cariño al inválido— se esforzaron por mantener a los pequeños Simms demasiado ocupados para entristecerse. Edge y Sarah sentaron a Lunes y Martes sobre sendos caballos y los hicieron dar vueltas a la pista, que ahora estaba al aire libre, y Pimienta y Paprika impusieron a Domingo y Quincy una agotadora rutina de ejercicios acrobáticos. El miembro de la compañía más afectado por la deserción de Madame Alp fue Magpie Maggie Hag, ya que tuvo que volver a encargarse de la cena, lo cual hizo de muy mala gana. — Lo tienes bien merecido —le dijo Florian—. Podrías haberla disuadido diciéndole que Roscoe pega a las mujeres o algo similar. — Le he dicho la verdad, que es un buen hombre. Engaño a los patanes, sí, pero nunca a una hermana del espectáculo. Vete. Déjame guisar. Florian se fue al estanque del parque y se puso en cuclillas junto al agua, sumido en solemne meditación. Varios transeúntes le miraron de
soslayo, porque no dejaba de introducir un dedo en el agua y contemplar después los pequeños rizos que disminuían y desaparecían rápidamente. El barco carbonero de vapor Pflichttreu parecía aún más feo que cuando Florian y Edge lo habían visto por primera vez, porque sus principales bodegas estaban llenas y se había hundido más en el agua, de modo que los tiznados palos y vergas eran más fácilmente visibles. Además, descargaba vapor y su única chimenea, alta y delgada, despedía un chorro de humo sucio y hollín que no se elevaba mucho en el aire antes de descender sobre la cubierta y el muelle como una nieve pegajosa y negra. Aunque ya se había concluido la carga por tobogán, las grúas del buque seguían funcionando para izar a bordo sacos de carbón. Sus aguilones crujían y gemían al hacer girar las plataformas de sacos del muelle a las escotillas de cubierta, donde los miembros de la tripulación, tan tiznados de negro como todo lo demás, los colocaban en los espacios todavía disponibles de la bodega. Florian detuvo la caravana a cierta distancia de la actividad y las nubes de hollín que la rodeaban. En el muelle se apiñaban ya muchos supernumerarios y ociosos para ver zarpar el barco. Probablemente se trataba de marineros sin empleo o libres de servicio y de estibadores que, sentados sobre cabos enrollados o apoyados en bolardos por toda la zona portuaria adoquinada, fumaban pipas cortas o masticaban tabaco e intercambiaban comentarios —la mayoría peyorativos— sobre los procedimientos de carga del Pflichttreu y la competencia de su tripulación. Sin embargo, incluso desde aquella distancia, Florian pudo distinguir que, pese al aspecto en general desagradable del buque, el capitán Schilz había tomado por lo menos una caballerosa medida en favor de sus pasajeras. La única pasarela que comunicaba el buque con el muelle era la escalerilla de peldaños corriente, pero ahora estaba provista de una «pantalla de virginidad», o trozo de lona que la tapaba por debajo de un extremo a otro, a fin de que los trabajadores y ociosos no pudieran ver las piernas de las damas cuando subieran por ella. Florian se apeó del carruaje. —Vigila, Zachary. Asegúrate de que nadie se escapa, como ha hecho Madame Alp. Voy a la oficina para que Herr Mayer me devuelva el dinero de su pasaje. —Hizo una pausa—. Y ahora, ¿qué diablos pasa? Retrocedió hasta el carruaje para protegerse cuando tres hombres corrieron hacia él por el empedrado, farfullando algo en voces altas y excitadas. No sólo corrían, sino que saltaban y brincaban alegremente, señalando los carromatos y haciendo señas al elefante, como si fueran viejos conocidos suyos. La lengua que hablaban era totalmente ininteligible, pero repetían una y otra vez una exclamación:
«Kongmajang!» Eran hombres muy bajos, no mucho más altos que Tim Trimm, y extremadamente flacos. Tenían caras simiescas, de tez amarillenta, y eran a todas luces orientales, pero de edad imposible de determinar; cualquiera de ellos podía tener de treinta a sesenta años. Llevaban camisas ablusonadas y pantalones que habían sido de algodón blanco pero que ahora eran harapos grises, e iban descalzos. Al llegar ante el sorprendido Florian, ejecutaron una extravagante serie de complicados saludos orientales. Luego dos de ellos se tendieron en el suelo en posición supina y en direcciones opuestas y levantaron las piernas. El tercero dio un salto y se enroscó como una pelota en el aire y los otros dos empezaron a lanzárselo el uno al otro, haciéndolo girar primero en una dirección y después en la otra. —iDiantre! —exclamó Florian—. Antipodistas. Un número de Risley. —¿Cómo? —preguntó Edge, que también se había apeado. —Antipodistas. Equilibristas con los pies y acróbatas cabeza abajo. Están haciendo lo que se llama un risley, por un juglar inglés de la antigüedad; pero en realidad procede de Oriente. —Y ellos también —dijo Fitzfarris, aproximándose—. Yo diría que son chinos. —¿Cómo habrán llegado hasta un muelle de Baltimore? — Los ferrocarriles del Oeste emplean a muchos chinos para los trabajos pesados —explicó Fitz—. Apostaría algo a que este trío vino en tercera clase (o, más literalmente, de polizón) en un mercante chino cuyo destino creyeron que era California. Es probable que no sepan siquiera dónde diablos están. No parecen saber una palabra de inglés. Los chinos, si es que lo eran, se habían puesto de pie y volvían a hablar y gesticular frenéticamente. Su tono parecía urgente y apremiante. Cuando se señalaban a sí mismos, decían con acento sombrío: «Hanguk» y orgulloso: «Kwangdae.» Cuando señalaban los carromatos, decían, implorantes: «Kongmajang.» —Yo diría que esto significa circo —observó Edge—. No saben leer las palabras, pero reconocen los carromatos de un circo cuando los ven. — Y me parece que nos están pidiendo que los llevemos con nosotros —dijo Fitz. —Pues eso haremos —respondió Florian, con repentina decisión—. Acabamos de perder a una curiosidad y nuestro acróbata estrella está inválido. Necesitamos un número nuevo. Los aceptaremos. Edge sugirió, prudente: —¿No deberíamos decirles adónde vamos? Quiero decir que si creen que ahora están en California, ¿qué pensarán cuando desembarquen en Italia? — No será más extraño para ellos que Baltimore. Es evidente que están extraviados, perdidos, aturdidos sin duda por las costumbres
locales, sin trabajo y desesperados. Nosotros les daremos empleo y sustento. — Se disponía a pedir al señor Mayer que le devolviese dinero. Ahora tendrá que comprar dos pasajes más. —No, señor —dijo Florian, en el mismo tono decidido—. Fitz, desnuda a los chinos y ponlos entre los objetos del museo. Cuando Herr Mayer venga a contar cabezas, le diré que son monos. —Fitz y Edge profirieron exclamaciones de asombrada y divertida protesta, pero Florian los hizo callar—. Si se niega a creerlo, le convenceré de que todos juntos no pesan tanto como Madame Alp. Así, pues, Fitzfarris reunió a los chinos y se los llevó al carromato del museo. Bajó uno de los paneles laterales, abrió la tela metálica y les indicó que viajarían allí dentro. Entonces, con cierta repugnancia, empezó a desnudar a uno de los hombres, indicándoles por señas a los otros que hicieran lo mismo. Los chinos se quedaron un momento perplejos, pero luego parecieron aceptarlo como otra costumbre californiana y obedecieron. Desnudos, subieron y se mezclaron con los animales disecados. Fitz ajustó de nuevo la tela metálica, cerró el panel lateral y los dejó en la oscuridad. El ardid de desnudarlos resultó innecesario. Herr Mayer salió, en efecto, de su oficina para contar a los pasajeros, carromatos, animales y otros artículos de la lista facilitada por Florian, pero cuando éste le dijo al pasar de prisa por delante del carromato del museo: «Aquí dentro están los ejemplares taquidérmicos que le mencioné», Herr Mayer no le ordenó que lo abriera. Tampoco se ofreció a devolver dinero cuando el cómputo de pasajeros reveló que faltaba uno. Florian decidió no forzar la suerte y no dijo nada. Por fin terminaron de cargar sacos de carbón y entonces las grúas del barco pudieron usarse para izar a bordo el circo. Edge y Yount se encargaron de conducir uno tras otro los carromatos hasta el lado del barco y allí desenganchar los caballos, mientras los estibadores colocaban arpeos entre carromato y plataforma y los cargadores de la cubierta accionaban un cabrestante de vapor para izar cada carromato y dirigirlo a bordo. Hubo un momento de ansiedad cuando le tocó el turno al carromato del museo, porque resultó que Fitzfarris no había cerrado bien el panel lateral. El carromato había llegado sólo a la regala del barco y se balanceaba en el aire cuando el panel se abrió. Los miembros de la compañía contuvieron el aliento al ver a los cargadores mirar incrédulos, con la boca abierta, a los tres seres pequeños, amarillentos y desnudos que se agarraban, aterrorizados, a la tela metálica. Pero lo único que ocurrió fue que un viejo marinero escupió jugo de tabaco, y observó, imperturbable, a un compañero más joven:
—Ya te lo dije, muchacho. La marea trae cosas extrañas. —Y cerró de nuevo el panel. Maximus profirió quejas vociferantes, inquietando a los marineros que vigilaban la carga del carromato de la jaula. En cambio, cuando izaron a bordo al elefante, con una eslinga en torno a su vientre, Hannibal se colgó también de ella, murmurando en tono tranquilizador: «Calma, Peggy, calma», y el animal pareció disfrutar incluso de la breve suspensión, liberadas por una vez sus patas del considerable peso. El elefante, con el enjaulado Maximus como compañía, y los otros dos carromatos fueron colocados a estribor de la cubierta de proa, y el carruaje y los tres carromatos restantes a babor. Se ataron todos los vehículos y se trabaron sus ruedas y se sujetó al elefante a las cornamusas de la regala, encadenando sus dos patas derechas. Después la actividad se trasladó a la grúa de la cubierta de popa. Se izaron los ocho caballos mediante eslingas en torno al vientre, pero no se portaron con la placidez de Peggy, sino que relincharon con los ojos fijos y cocearon, casi destrozando la cabeza de un par de marineros, hasta que pudieron sujetarlos a la borda. Mullenax dejó subir solos por la escalerilla a sus tres cerditos, lo cual hicieron con mucho brío, para diversión de trabajadores y curiosos. Mullenax los dirigió a la cubierta de popa y los dejó haciendo sus propias camas en la paja esparcida para los caballos, advirtiendo antes a los marineros que los cochinillos no eran provisiones para la cocina. Los demás miembros de la compañía también subieron por la escalerilla, todos cargados con su equipaje de mano. Los compañeros de Rouleau, que yacía en su jergón, fijado sobre unas tablas, le sacaron con gran cuidado del carromato de la utilería antes de que éste fuera izado a bordo. Colocaron su lecho de enfermo sobre una de las plataformas para cargar el carbón e incluso los toscos marineros hicieron gala de una gran suavidad cuando lo bajaron a la cubierta y lo llevaron a un camarote. Se habían asignado a los pasajeros cinco de los camarotes de cuatro literas situados en la «isla» de la superestructura entre los palos de proa y de popa. Sólo Florian y Fitzfarris se instalaron en el de Rouleau, a fin de que tuviera la mayor cantidad de aire posible para respirar. Hannibal insistió en dormir en cubierta con su Peggy, y Quincy compartió el camarote con sus tres hermanas. Quedaba uno para los otros cuatro hombres blancos, y las cinco mujeres blancas estuvieron encantadas de compartir entre todas dos camarotes. En cuanto pudo hacerlo sin llamar la atención, Fitzfarris fue a hurtadillas a la cubierta de proa para bajar el panel del furgón del museo, con objeto de que los tres chinos tuvieran luz y aire y una vista del mar, e incluso cambió de sitio a los ocupantes disecados del museo para que los vivos pudieran acostarse en el suelo. En cuanto hubieron guardado su equipaje, todos los miembros de la compañía se apiñaron en la cubierta de popa para ver levar anclas al
Pflichttreu. Los ociosos del muelle abandonaron su ociosidad el tiempo suficiente para desamarrar los cables de los bolardos, que los marineros de cubierta halaron y enrollaron. Se oyó un clamor de campanas, silbatos y chorros de vapor. La chimenea del centro del buque escupió una nube de humo negro que desprendió una lluvia de hollín grasiento, y la mugrienta cubierta de hierro empezó a retemblar cuando las máquinas se pusieron en marcha. La franja de agua sucia que separaba al barco del muelle empezó a ensancharse con lentitud y en la cubierta se inició una vibración continua que sacudía ligeramente a todos cuantos se encontraban en ella. Pimienta dio un codazo a Paprika y murmuró: «Mira hacia allí», indicando a Lunes Simms, cuyo rostro estaba en éxtasis mientras frotaba los muslos uno contra otro. —Esa chica vuelve a moler mostaza. Nadie más se dio cuenta. Todos contemplaban cómo la zona portuaria de Locust Point se alejaba de ellos... y después toda la ciudad de Baltimore, que pareció apiñarse en torno a la Shot Tower a medida que disminuía de tamaño. Se produjeron varios cambios en el ritmo de la vibración y varias densidades de lluvia negra mientras el barco carbonero realizaba pequeños cambios de rumbo para dirigirse hacia el canal. Luego el fuerte McHenry se acercó por el lado de estribor y el lazareto municipal por el de babor. Entonces, casi de repente, la tierra se distanció en ambos lados y el Pflichttreu salió del puerto interior para entrar en el ancho río Patapsco y todo el mundo en cubierta profirió un fuerte hurra. Habría una breve demora cuando desembarcaran al práctico del puerto y la tierra aún sería visible a ambos lados, próxima o distante, mientras el barco carbonero avanzara lentamente por la larga bahía de Chesapeake. Pero ya navegaban hacia Europa. Cuando los pasajeros subieron a cubierta al día siguiente para ver a los animales antes del desayuno, aún podía verse tierra a ambos lados del Pflichttreu. Las máquinas funcionaban vigorosamente y la hélice dejaba en el agua una estela de espuma. Sin embargo, como una mujer gorda que anda con pies activos y rápidos pero avanza despacio, el barco parecía moverse con lentitud a pesar de sus esfuerzos. El capitán Schilz estaba en cubierta, observando a la tripulación regar con mangueras para eliminar del suelo por lo menos un poco del hollín acumulado durante la noche. No obstante, como el buque se movía a un ritmo tan lento, no podía escapar de sus propias emanaciones y el hollín seguía acumulándose casi tan de prisa como era eliminado. —Guten Morgen, enanito —dijo el capitán en tono amable. — Eso de allí aún no es Europa —respondió inmediatamente Tim Trimm, con voz aguda—. ¿Está seguro de que este cubo se mueve? El capitán Schilz le dirigió una mirada altanera. —Herr Miniatur, ¿ha llamado lento a mi buque? No es lento. Es moderado.
—Y además tiene ratas —dijo Sarah. Se volvió hacia Edge—: En tierra, Jules ya se había acostumbrado a que los ratones corrieran por su caja. Pero anoche, cuando fui a cambiarle las vendas, estaba muy nervioso. Había visto trepar hasta su cama unas ratas muy grandes y feas. El capitán replicó, con pesado humor teutónico: —Gnádige Frau, ¿le gustaría de verdad viajar en un buque abandonado por las ratas? — Lo que a mí me gustaría, querido capitán —dijo Pimienta—, es que su moderado barco se moviera por lo menos moderadamente más de prisa que su propio mal aliento. ¿0 tendremos que soportar la suciedad y el mal olor hasta el otro lado del charco? — Damen und Herren —anunció el capitán, sonrojándose por el esfuerzo de dominar su genio—, mi profesión ser antes la de oficial de la marina hasta que, en contra de mis deseos, se me nombró capitán de esta caldera. A bordo de un buque decente, yo no haber aceptado nunca algo tan abominable como un Zirkus. —Su voz se tornó más alta y airada—. Ustedes estar aquí sólo porque ahora yo ser un simple Mechaniker, iy no importarme nada la mísera carga que llevo en esta maldita olla! Los artistas hicieron muecas de indignación, pero no se atrevieron a interrumpir cuando el capitán Schilz prosiguió con furia contenida: —Estar condenado a este Schmutzfink hasta el día en que los propietarios darse cuenta de que ser imposible cruzar el Atlántico sólo con vapor. Ja, un barco carbonero como éste, con cuatro mil quinientas toneladas de carbón en sus bodegas, poder hacerlo, ja. Pero consume veinticinco toneladas diarias. Si usar las máquinas durante todo el viaje, no quedarme nada de carga al llegar a puerto. Así que yo no quemar más carbón del necesario. En cuanto nosotros llegar a mar abierto, y aunque soplar un viento mínimo, les prometo que yo parar las malditas máquinas e izar unas buenas velas. —Sentimos haber criticado su buque —dijo Florian con diplomacia—. Lo hace mucho mejor usted mismo. El capitán, después de soltar su propio vapor, se calmó. —Ahora, venir todos a tomar Frühstück. Como podían haber esperado en un navío bajo mando prusiano, el desayuno fue bueno, alimenticio y abundante. El cocinero renano, conocido por el nombre de Doc —según Florian, todos los cocineros de barco se llamaban así—, tenía muy mal genio, algo también común a todos los cocineros de barco, dijo Florian. Raramente salía de su pequeña cocina, donde mantenía una conversación ininterrumpida consigo mismo, consistente en su mayor parte en quejas sobre su despensa, equipamiento, sueldo y horario de trabajo y el paladar indiferente del marinero medio. El camarero, Quashee, era diferente. Un
caribeño negro y corpulento, hablaba un inglés casi oxfordiano y servía la mesa con los modales educados de un mayordomo profesional. El primer y segundo oficial y el ingeniero jefe también comían en la mesa del capitán cuando no estaban de guardia. Eran, respectivamente, de Hesse, Sajonia y Baviera, pero todos hablaban inglés casi tan bien como el capitán. En realidad, pese al hecho de que la tripulación incluía casi todas las nacionalidades de Europa occidental, el inglés era prácticamente la lengua oficial de todo el navío. Quizá porque Gran Bretaña era la principal constructora de máquinas para buques, casi toda la «pandilla negra» del barco y un buen número de marineros eran ingleses, galeses o irlandeses, así que todos los insultos, órdenes, instrucciones y preguntas, fuera cual fuese la lengua en que se proferían, tenían que repetirse en inglés para que todos los entendieran. Sólo las personas blancas del circo comían en la mesa del capitán. Sin embargo, al cortés Quashee no le importaba llevar bandejas al camarote de los Simms ni a cubierta para Hannibal, y tampoco, por supuesto, a Rouleau. Aquella primera mañana, los miembros de la compañía consiguieron escamotear de la mesa del desayuno algunos panecillos, encurtidos y lonchas de carne fría que luego llevaron al carromato del museo para los agradecidos chinos. Poco después, no obstante, resultó evidente que el capitán Schilz consideraba a los chinos igualmente detestables que cualquier otra persona relacionada con un Zirkus y no le importaba nada que hubiesen pagado o no el pasaje, así que al cabo de unos días, cuando Magpie Maggie Hag hubo cortado y cosido trajes de acróbata para los tres, por lo que pudieron vestirse decentemente, les permitieron salir del carromato y mezclarse con sus nuevos colegas. Quashee les daba de comer al mismo tiempo que a Hannibal y sólo volvían al museo para dormir. El segundo o tercer día, los miembros del circo que se habían quejado de la lentitud del buque en salir de la bahía de Chesapeake tuvieron razones para desear haber gozado más de aquellas horas y rezongado menos. Porque cuando el Pflichttreu dobló por fin el cabo Charles y puso rumbo al este para entrar en el Atlántico, el capitán Schilz dio una orden en alemán que el contramaestre pasó a la tripulación, gritando en inglés: —iA tender la colada, muchachos! Los hombres treparon a los obenques para largar las velas de las vergas. Cuando las velas estuvieron izadas, el capitán dio otra orden, y al detenerse las máquinas se produjo un silencio súbito y casi escalofriante. Los pasajeros se habían acostumbrado tanto al continuo rumor mecánico, que no oír otra cosa que los sonidos normales del barco y el viento entre las jarcias los sobrecogió como si se hubieran vuelto sordos de repente. Florian gritó:
—iRápido, Abdullah, ve a calmar a Brutus! iBarnacle Bill, corre al furgón de la jaula para tranquilizar a Maximus! iSir John, Hacedor de Terremotos, coronel, venid a popa conmigo para sujetar a los caballos! iDe prisa! Algunos le miraron sorprendidos, pero le obedecieron y pronto vieron por qué. De los pasajeros varones, sólo Florian había navegado una vez a vela, así que fue el único en comprender lo que iba a ocurrir. Mientras navegaban por la bahía, el carbonero sobrecargado se había mantenido horizontal y estable como una pista de circo, pero ahora, navegando a vela y en mar abierto, el Pflichttreu, a pesar de su mole y su peso, dio un bandazo largo y crujiente y se inclinó mucho a babor. Los animales tuvieron que bailar para no perder el equilibrio en la cubierta inclinada —al igual que los hombres, mientras los acariciaban y les hablaban en tono cariñoso—, y todos se tambalearon unos momentos hasta encontrar el equilibrio, pues la cubierta permaneció ladeada. Cuando los caballos y cerdos parecieron haberse adaptado a su nueva postura, Edge se apresuró a ir al camarote de Rouleau para cerciorarse de que su pierna no había perdido la inmovilidad. —No se ha movido, menos mal —dijo Edge—. Y mientras no lo haga, el balanceo del barco tiene que ser bueno para ella. Hará circular la sangre. ¿Cómo te encuentras, Jules? —Me duele —contestó Rouleau, cansado—. Pero merde alors, siento más tedio que dolor. Maggie dice que las heridas se están curando. Espero que ocurra lo mismo con los huesos. —Creo que mejoras mucho. Dentro de una semana, subiremos tu jergón a cubierta un rato todos los días, para que tomes el sol. —Entonces, entretanto, déjame laisser pisser les mérinos. Di a Clover Lee que traiga cada día sus libros, y también los otros niños, y continuaremos las lecciones. El buque conservó la inclinación a babor durante las cuatro horas siguientes y para entonces los pasajeros —y probablemente los animales— creyeron que ya habían aprendido a navegar. Pero entonces oyeron otro grito: «iA sotaveento!», que ocasionó más gritos del puente a cubierta y viceversa: — i Media vuelta! iVirar la vela mayor! — iA las escotas! — iSoltar y virar! Ondeó la lona, chirriaron los motones, resonaron los mástiles y el buque entero crujió, dio bandazos y se inclinó acusadamente hacia el otro lado, el de estribor, y todos los pasajeros, humanos y animales, tuvieron que encontrar un nuevo equilibrio. En lo sucesivo, durante cada trecho de la travesía en que el capitán Schilz podía navegar a vela, mantuvo el mismo rumbo a lo largo de unas cuatro horas y dio la orientación
contraria a las velas para las cuatro horas siguientes. Las primeras veces que esto ocurrió, los miembros de la compañía tuvieron que soportar las burlas de los marineros que los observaban —«iMira cómo bailan!»—, pero a los pocos días todos ellos, incluso la pesada Peggy, los chinos dentro de su jaula y Rouleau, acostado en posición supina, aprendieron a adaptarse a los bandazos sin ningún esfuerzo y lo hacían incluso dormidos. Sin embargo, no sólo tuvieron que adaptar las piernas, sino también los estómagos. Los primeros dos días en el océano fueron muy desagradables para casi todos los que no habían viajado nunca por mar. Cuando, en un momento dado, la borda estuvo ocupada por Mullenax, Trimm, Hannibal, Sarah y Clover Lee, Fitzfarris, Domingo, Lunes, Martes y Quincy —todos arrojando la buena comida que Doc y Quashee les habían dado—, Florian se sorprendió de no ver a Edge y Yount en el mismo estado y posición. —Oh, nosotros estamos vacunados —explicó Yount—. El ejército de los Estados Unidos tuvo la bondad de fletar un barco de vapor para llevarnos de Nueva Orleans a México. El Portland era un vapor de ruedas laterales, y bastante estable, pero en el Golfo nos alcanzó una borrasca y todos devolvimos la primera papilla, puedo asegurárselo. —Sí, es cierto que un ataque de maldemer suele inmunizar a las personas —asintió Florian—. Haríais un gran favor a los mareados si se lo dijerais. Al día siguiente, la mayoría se había restablecido y, al otro, todos estaban bien menos Tim Trimm, que resultó ser uno de los pocos desafortunados que al parecer no adquieren nunca un estómago marinero. Pasaba casi todo el día agarrado a la borda y tenía que salir corriendo de su camarote todas las noches, a intervalos imprevisibles. Nunca entraba en el comedor, subsistiendo a base de galletas y agua, el único alimento que podía aguantar, y sus ojos de pescado moribundo no tardaron en parecer los de un muerto. —Ya es bastante desgracia encontrarse tan mal —confió Tim a sus colegas—, pero aún es peor que ese capitán Sauerkraut entre todas las mañanas para preguntar si estoy mareado. ¿Es que no puede verlo, el hijo de puta? Paprika se rió, burlona. —Si entendieras el alemán, hombrecito, te darías cuenta de que el capitán sólo bromea. Te pregunta: «¿Cómo está?», pero en plan de chunga. «Wie hefinden Sie sich?» ¿Comprendes? Es un juego de palabras. —En realidad, el capitán es un tipo decente —dijo Pimienta—. Está claro que desprecia a los que se marean, pero es galante con nosotras, las damas.
—E impide que algunos marineros lo sean demasiado —observó Sarah— . Todo lo que hacen es mirar de reojo y con lascivia cuando enseñamos una pierna. —Mierda. Espero que el galante capitán se caiga por la borda y se ahogue —gruñó Tim, y continuó pasando los días junto a la regala. No obstante, siempre que le era posible elegía la borda a la que estaba atada Peggy, para que el elefante le ocultara a la vista de los mirones. Los otros miembros de la compañía, en cuanto la novedad de viajar por mar cedió el paso a la monotonía de la navegación, se dedicaron a sus diversas especialidades. Magpie Maggie Hag, después de hacer las pequeñas mallas de acróbatas para los tres chinos, cosió otra vez la banda de desgarre del Saratoga y luego hizo trajes nuevos para los otros artistas —mucho mejor cosidos y adornados con más lentejuelas que los viejos—, incluyendo uniformes de pista para el coronel Ramrod y Barnacle Bill, totalmente cubiertos de trencillas doradas, alamares y charreteras. Las mujeres del circo estuvieron más encantadas que los hombres con estos trajes de repuesto, que les permitirían pasar menos tiempo lavando, por lo menos cuando llegasen a tierra, ya que en un barco carbonero no había modo de estar limpio. El buque estaba mucho menos cubierto de hollín desde que habían parado las máquinas y soplaba el viento, pero aun así, la bodega parecía despedir polvo de carbón y siempre salía un poco de humo de la chimenea. Los marineros, que en cualquier otro tipo de buque habrían pasado su tiempo libre rascando óxido o dando capas de pintura, en el Pflichttreu tenían que dedicarse a la tarea propia de Sísifo de barrer y fregar sin interrupción. Así, pues, los trajes circenses, tanto viejos como nuevos, se guardaron en los baúles de los camarotes y los artistas sólo llevaban monos usados o vestidos viejos y raídos. Y cuando éstos estaban demasiado sucios, las mujeres los lavaban del modo que los marineros llamaban «limpieza de Maggie», atándolos juntos a un cabo, lanzando el bulto al mar y arrastrándolo por el agua salada. Algunos artistas podían ensayar sus rutinas y trabajar en números nuevos aunque el buque navegara a vela y, por lo tanto, escorado. Hannibal podía hacer malabarismos con cualquier cosa que tuviera a mano, desde pasadores a la mejor cristalería del comedor, por muchos bandazos que diera el barco, y también los chinos, usando los pies y dedos de los pies, y Yount podía hacer sus ejercicios con una bala de cañón en la nuca. Edge, usando una de las carabinas Henry de repetición, disparaba a las gaviotas que se congregaban siempre que Doc vaciaba por la borda los desperdicios de la cocina. —¿Por qué gastar municiones en aves que no podemos comer? —le preguntó Sarah. —Tengo que aprender las querencias de la carabina —contestó Edge—. El mejor tirador del mundo no acertaría a Peggy con una arma
desconocida, aunque hubiera usado siempre el mismo modelo y marca. Cada arma salida del mismo armero tiene sus peculiaridades. Esta dispara un poco hacia arriba y a la izquierda, pero creo que ahora ya la domino. Y para probarlo, se llevó la Henry al hombro y acertó de pleno a un petrel que sobrevolaba el buque. Bajo la tutela de Pimienta y Paprika, Domingo y Quincy Simms continuaron sus ejercicios de calistenia. Además de hacer otras contorsiones más complejas, los dos tenían que llevar cada día a cubierta una silla del comedor y, cogidos al respaldo, practicar los «ejercicios complementarios», extender de lado la pierna izquierda y luego la derecha, después hacia adelante y por último hacia atrás, manteniendo cada posición durante cinco minutos sin el menor temblor. Y tendrían que hacerlo toda su vida, dijo Pimienta —como hacían ella y Paprika—, para asegurar el mantenimiento de su «equilibrio». Quincy, como ya se esperaba, era el más flexible de la familia Simms. Ahora era capaz de mantenerse derecho incluso en una cubierta inclinada, echarse hacia atrás sin ayuda y no sólo poner las manos en el suelo, sino agarrarse con ellas los tobillos y sacar la cabeza por entre las rodillas. Mullenax tuvo la prudencia de no entrar en la jaula para ensayar con Maximus los números viejos o intentar algunos nuevos, y Pimienta no levantaba la pértiga, ni con Paprika ni sin ella, excepto cuando el buque navegaba totalmente horizontal, lo cual hacía, por otra parte, con bastante frecuencia. El Pflichttreu, chato, pesado y provisto de escaso velamen, requería para moverse un viento raudo, incluso de popa, y era incapaz de moverse ciñendo el viento. Por esto ardía siempre un pequeño fuego bajo las calderas y los oficiales e ingenieros de guardia habían desarrollado un sexto sentido que les decía cuándo había que atizar el fuego porque era probable que se necesitaran las máquinas. Así, cuando el viento empezaba a amainar, o venía de través, y el oficial del puente indicaba que pusieran en marcha las máquinas, los negros marineros podían hacerlo antes de que el buque perdiera velocidad. Lunes Simms era igualmente sensible en lo referente a las máquinas. Después del primer día a bordo, había dejado de frotarse continuamente los muslos uno contra otro al ritmo de los temblores del barco. Ahora sólo caía en su peculiar trance cuando, por razones de navegación, el puente ordenaba un cambio en la velocidad de las máquinas o cuando, por razones mecánicas, los marineros hacían algún reajuste en el funcionamiento de las mismas. Hiciera lo que hiciese —lustrar los arneses, lavar al «estilo Maggie» o ayudar a Quincy a recoger con una pala excrementos de los animales y echarlos por la borda—, Lunes sentía el cambio de ritmo antes que nadie y los ojos se le ponían vidriosos y los muslos empezaban el frotamiento.
Mullenax también estaba hechizado por las máquinas del buque, pero de un modo diferente. Como había demostrado guardando como un tesoro el artefacto que resultó ser el globo Saratoga, Abner era un hombre interesado en aparatos y accesorios, inventos nuevos y armatostes en general. Así, pues, por curiosidad, solía bajar a las entrañas del buque siempre que se le presentaba la ocasión. Durante unos días no se aventuró más abajo del angosto pasillo donde pendía la pizarra del ingeniero y varios indicadores de cristal verdoso en que el nivel del agua subía o bajaba según el balanceo del buque. Desde allí, Mullenax podía contemplar el espacio largo y estrecho entre las carboneras, un lugar atestado de maquinaria: hierro negro, acero resplandeciente, balancines protuberantes como patas de saltamontes gigantescos, tuberías enrolladas y entrelazadas, cubiertas por una capa de sal y de hongos. La iluminación de la sala era escasa, salvo cuando la puerta abierta de un horno alumbraba el lugar como una visión del infierno. Los que trabajaban allí podrían haber sido demonios —medio desnudos, ennegrecidos por el carbón, relucientes de sudor— moviéndose arriba y abajo del pasillo, entre el alto volante y el eje horizontal en movimiento, engrasando perpetuamente cosas con sus aceiteras de pico largo. Al final Mullenax llegó a ser allí una figura tan familiar que el ingeniero jefe —un muniqués bajo, rechoncho, rubicundo, calvo y de edad mediana, llamado Carl Beck— sintió simpatía hacia él y le llevó abajo, entre las máquinas, y le enseñó y explicó los detalles. —Los hombres siempre engrasar porque el bloque, el eje del túnel y el collar deber estar siempre lubricados. —El ingeniero Beck también tenía tendencia a quejarse de la actitud hacia los ingenieros adoptada por el capitán Schilz y la jerarquía superior de la marina mercante—: Los oficiales de la antigua escuela, todos marinos muy rígidos, llamarnos simples atizadores. Desaprobar el rango y los privilegios que nosotros tener. Scheisse! Aunque todavía mandar todos los barcos y hacer todas las leyes, ellos no saber nada de nuestras habilidades, de la vigilancia requerida, de las complicadas máquinas compuestas y del control del vapor letal. — A mí me parece que usted lo hace a la perfección —dijo con sinceridad Mullenax—. Supongo que el vapor no elevaría un globo, ¿verdad? — Wie, bitte? —preguntó Beck, sorprendido—. ¿Querer decir Luftballon? Nein, nein. Para globo necesitar Wasserstoj; hidrógeno. — Alguien dijo que necesitaríamos un generador. —Ja. Para hacer el hidrógeno. Ein Gasentwickler. —¿Podría usted fabricar uno? — Creo... bueno, haber diferentes tipos. Para generar por descomposición del agua, usted necesitar un aparato grande como este buque. Lo mejor ser un generador móvil. Emplear la acción del aceite de vitriolo
sobre limaduras de hierro. Ja, esto poder hacerlo. Veamos... —Bajó la pizarra que registraba la presión del vapor, la presión del vacío, la temperatura del agua, etc. Limpió un pequeño espacio y cogió un poco de yeso—. Zundchst... ¿cuánto gas necesitar su globo? —Setecientos metros cúbicos. Lo recuerdo bien. Beck escribió y murmuró después: —Sagen wir... setecientos kilolitros. — Dicho así, parece mucho más pequeño. Pero Beck ya no le escuchaba; estaba calculando y murmurando para sus adentros, así que Mullénax subió a cubierta y buscó a Florian. —Ese hombre sería una buena adquisición, señor Florian. Está harto de ser un simple ingeniero de barco. Apuesto algo a que si le ofreciera el puesto de nuestro ingeniero de gas, lo aceptaría al instante. Pero además de esto, Carl tiene una gran afición. Suspira en secreto por ser músico. Dice que sabe tocar tres o cuatro instrumentos. —iNo! ¿Un mecánico aficionado a la música? — ¿Y sabe qué más? Ha juntado su oficio y su afición y en su casa de Mernchin, dondequiera que esté, ha construido uno de esos calíopes que usted siempre dice que le gustaría poseer. —Maldita sea —exclamó Florian con los ojos brillantes—. Casi demasiado bueno para ser cierto. Un ingeniero jefe que es músico y tiene además su propio órgano de vapor. Sí, el jefe Beck es sin duda un hombre a quien merece la pena cultivar. —Bueno, tengo una sugerencia que hacer sobre esto. Carl se preocupa siempre por el estado de su hígado, por su calvicie y por lo insalubre que es trabajar todo el día con ese estrépito, calor y mal olor. De vez en cuando le doy un trago del tónico de mi jarra. Pero he pensado que tal vez... si la vieja Maggie tiene alguna receta para hacer crecer el cabello... —Maldita sea —repitió Florian—. Para tener sólo un ojo, Barnacle Bill, ves mucho más que la mayoría de nosotros con dos. Mientras tanto, Pimienta había conseguido un favor de Stitches, el velero del barco, un galés enjuto que podía tener la edad de Florian pero parecía mucho más viejo. Lo había convencido para que hiciera, bajo su dirección, un accesorio para el número en que se colgaba de los cabellos: un artilugio pequeño pero resistente que consistía en una tira de lona fuerte, un aro de metal y una hebilla también de metal. Mientras Stitches dejaba libre una polea y una tira de aparejo del mastelero de proa, Pimienta se recogía los largos cabellos en una trenza apretada, la ataba con la tira de lona, pasada por la hebilla, y le daba unas vueltas complicadas hasta formar un bonito moño en la nuca, sujeto firmemente al aparato. Stitches cogió el extremo del cabo y lo anudó con manos expertas al aro de metaly luego, obedeciendo, aunque con aprensión, el «houp... lá!» de ella, tiró del cabo, con suavidad y fuerza al mismo
tiempo, levantando a Pimienta de la cubierta y elevándola entre los obenques. Para entonces ya se habían congregado los miembros de la compañía y varios marineros y oficiales, que vitorearon a Pimienta cuando, colgada a unos seis metros de altura sobre la cubierta, suspendida sólo de sus propias trenzas —tan tirantes, que tenía los ojos oblicuos y una sonrisa de máscara—, ejecutó una serie de poses, giros y volteos acrobáticos. Después indicó por señas al velero que la bajara, saludó para agradecer los aplausos de admiración, se deshizo el moño, agitó los cabellos hasta que soltó la trenza y lució la melena ondulada de siempre y se llevó el nuevo accesorio para guardarlo en el camarote de las mujeres. Luego, como había hecho Mullenax, dio un informe confidencial a Florian. — Es muy hábil con aguja, dedal y palma, y no le asusta probar trabajos nuevos. Habiendo perdido a nuestro pobre Ignatz, quizá necesites un encargado de la lona. Estoy segura de que este viejo odia el vapor tanto como el capitán, porque hoy en día tiene muy poco que hacer. Su oficio está desapareciendo. Podrías tantearlo para saber qué opina de unirse a nosotros. —Lo haré —respondió Florian—. ¿Cómo has dicho que se llama? — Dai Goesle. Uno de esos horribles nombres galeses más fáciles de decir que de escribir. —Lo deletreó—. Pero se pronuncia Gwell. Fitzfarris era el único de la compañía que no tenía ningún número que ensayar o mejorar, así que era el más expuesto al aburrimiento. Por esto, a fin de encontrar una ocupación, tanto para sí mismo como para Rouleau, fue al camarote del convaleciente y pidió ser instruido en el arte de la proyección vocal. —Bien. Para empezar —contestó Rouleau—, el engastrimitismo y la ventriloquia, lo que prefieras, significan «hablar con el vientre». Sin embargo, los griegos y romanos lo llamaban así sólo para impresionar a los patanes. El vientre no interviene para nada en esto y en realidad no hay nada que aprender, es cuestión de práctica. Todo lo que debes hacer es emplear una voz que no es la tuya y no mover los labios mientras hablas. El resto es distraer la atención del público con tus gestos y expresiones faciales. —Pedro el pianista pisó un pie... —Fitz lo intentó y se dio por vencido— Vamos, Jules, es imposible decir esto sin mover los labios. —C'est vrai, así que no lo dices. No dices ninguna palabra que tenga consonantes labiales. No obstante, si has de decirlas sin falta, hay un modo de disimular. Di Fedro el Pianista en vez de Pedro el pianista. En vez de bola, di dola y en vez de manta, di nanta. Ningún movimiento de labios. Nadie se fija en una palabra de éstas dentro de una frase. La gente siempre oye lo que espera oír. De dónde lo oiga dependerá de tu buena actuación. Como harás el número en cubierta, trabajarás más
cerca de tu público que yo en la arena del circo y espero que tengas más éxito. —Gracias, Jules —dijo Fitz, manteniendo los labios un poco abiertos e inmóviles—. Me voy a practicar... hum... fracticar. —Oh, otra cosa. No trabajes nunca con animales a tu alrededor. Puedes convencer a los patanes de que has atrapado a un bebé bajo una bañera, pero los animales son más listos. Te mirarán fijamente, porque el grito del bebé sale de ti. Y esto estropea todo el efecto. Fitzfarris fue a sentarse a la sombra de los botes salvavidas colgados fuera de borda, frente a los camarotes, y ensayó. Cuando pasó un marinero por delante de los botes para comprobar sus pescantes, Fitz señaló y dijo, muy preocupado: —Marinero, creo que hay un polizón en ese bote. El muchacho le dirigió una mirada indiferente, pero luego miró con más atención el bote hacia el cual Fitz tendía una oreja y mantenía la vista fija, cuando una voz incorpórea, muy ahogada, gimió: «¡Oh, dejarnos salir!» Fue necesario un buen rato y lamentos repetidos como «¡Nos ahogamos aquí dentro!» y «¡Señor, tráiganos agua!». Pero cuando el atónito marinero empezó a desatar y levantar a toda prisa la cubierta de hule del bote, Fitz se alejó, sonriendo. Luego se encontró con Chips, el carpintero de a bordo, que estaba clavando un nuevo revestimiento de hojalata alrededor de una escotilla, y la mirada de Fitz se detuvo, especuladora, en los trozos de hojalata que caían de las tijeras del hombre. —Para abreviar —contó después Fitz a Florian—, le convencí de que un pobre infeliz había quedado atrapado en la bodega cuando cerraron la escotilla en Baltimore. Cuando Chips cayó en la cuenta y quiso matarme, le dije que él podía hacer el mismo truco con otras personas. Para proyectar su voz, sólo tenía que ponerse bajo la lengua un trozo de hojalata de esta forma. —Fitz enseñó la palma, en la que había un disco de hojalata del tamaño de una moneda de cincuenta centavos, un poco doblada para que semejara vagamente una almeja entornada—. Le enseñé a darle forma y lo agradeció tanto que recortó, a petición mía, un montón de discos. Ahora Chips está practicando en alguna parte y yo tengo una provisión de algo para vender. Durante el espectáculo del intermedio, haré mi número de ventrílocuo y diré a los patanes que ellos pueden hacer lo mismo con uno de estos proyectores de voz... —Engañifas —dijo Florian, admirado—. En jerga circense, un artículo como éste para la venta se llama engañifa. —Si usted lo dice. Comoquiera que se llamen, significan dinero para nosotros. Y además, Chips es nuestro amigo para toda la vida... o hasta que descubra la engañifa. ¿Tiene algún trabajo de carpintería pendiente?
—Hum... —pensó Florian—. Me pregunto si le sobra un poco de pintura... Así era o, en cualquier caso, Chips fingió que la pintura azul que les proporcionó le sobraba, efectivamente. Todos los hombres de la compañía contribuyeron a remendar, calafatear y pintar los carromatos viejos, que quedaron casi tan bien como los dos nuevos. Entonces Chips dedicó su tiempo libre a repintar los letreros de los costados de los carromatos. Dejaron iguales algunas palabras, pero Florian quiso cambiar otras. Chips resultó poseer un talento artístico considerable y añadió hermosos adornos y volutas a las letras rojas y amarillas, ribeteadas de negro. Incluso pintó el nombre del circo, en lugar del ejército de los Estados Unidos, en el gran bombo de Hannibal. Cuando Edge vio en los carromatos los brillantes títulos recién pintados, miró con aprobación el «FLORILEGIO FLORECIENTE DE FLORIAN», pero le sorprendieron las líneas de debajo: CIRCO AMERICANO MIXTO EXPOSICIÓN CULTURAL!
CONFEDERADO
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¡ZOOLÓGICO
Y
—Creía que le gustaba alardear de prosperidad —dijo a Florian—. Con este «Confederado», daremos más bien la impresión de ser refugiados indigentes. —En absoluto, Zachary. Es evidente que ignoras el clima de la opinión europea en estos últimos años. Casi todas las naciones e individuos europeos esperaban que la Confederación ganase la guerra. Esto nos granjeará simpatía, cariño y una buena acogida. Ya lo verás. — Usted es el jefe. Me basta su palabra. —Y hay otra cosa. Tengo que informar a la compañía de que ya no soy el jefe. En Europa será más propio que os refiráis y os dirijáis a mí como el director. Y el pabellón se llamará la carpa, no la gran carpa. Existen otras diferencias en la terminología. El campamento es la arena, los patanes son los mirones o la plebe. La cuerda de caída es una lungia. Un lleno de paja es un sfondone y un lleno es una bianca... —Por lo visto, en Europa casi toda la jerga circense procede de Italia. —¿Y por qué no? Fueron los antiguos romanos los que inventaron el circo. —Florian suspiró levemente—. Es una lástima que los italianos no funden otro Imperio romano. De hecho, Roma, el Estado papal, es su único reducto, ahora que el resto de la península se ha unido recientemente en un reino. Aun así... Italia es el lugar de nacimiento del circo. Sólo una coincidencia de circunstancias nos lleva primero a ese país, pero, ¿no podría ser un buen augurio? — Diablos, me hará feliz llegar a cualquier parte. Viajar por mar es tan aburrido como el servicio de guarnición en las llanuras de Kansas.
— Por favor, no digas estas cosas. En el mar, la alternativa del tedio es el desastre. Intenta no provocarlo. También se lo he advertido a Maggie. Últimamente está sombría y nerviosa, murmurando algo sobre una fatídica rueda de agua. —Creo que tiene ruedas en el cerebro —dijo Edge—. Sus últimas predicciones siempre se han referido a ruedas. Y es seguro que no veremos ninguna rueda hidráulica hasta que hayamos desembarcado. — Miró más allá de Florian y frunció el ceño—. ¿Qué hacen estos amarillos? Los tres chinos habían visto que Florian no tenía más trabajo para el carpintero del buque y le encargaban algo para ellos. Chips, rodeado de enanos parlanchines y gesticulantes, parecía alarmado, pero pronto se relajó y sonrió cuando uno de ellos le puso en la mano un pedazo de papel y todos señalaron el dibujo que lo llenaba. — Ah, sí. ¿Queréis una cosa como ésta, compañeros? —Fue a enseñar el papel a Florian y Edge—. Sus chinos me piden que les construya esto. Pero usted es el piloto. El dibujo era elegante y fácil de reconocer. — Un trampolín —dijo Florian—. Para su número. Bien, no tengo nada en contra, Chips, siempre que usted quiera tomarse la molestia. — Depende del tamaño que deseen. —Consultó con los chinos y éstos charlaron con excitación, cogieron las manos de Chips y las sostuvieron a diversas distancias mientras señalaban los diferentes detalles del dibujo. Por último Chips llamó a Florian—. Es muy pequeño; puedo hacerlo. —Y se fue al almacén para buscar los materiales. Dos días después ya había terminado el trampolín y lo subió a cubierta para someterlo a la aprobación de los antipodistas. Era una tabla ancha de un metro veinte de longitud, colocada sobre una sólida base de no más de cincuenta centímetros, y Chips había puesto un cojín de cuero acolchado en ambos extremos del trampolín. Los chinos gritaron exclamaciones al verlo y se columpiaron en él de dos en dos. Luego volvieron a gritar a Chips. — Me parece entender que lo quieren más pesado —dijo éste—, más resistente y con goznes. —No veo por qué —observó Florian—. Los tres son pesos pluma. Si le causa molestia, amigo mío... —No, no —murmuró Chips—. Quiero hacerlo bien. Lo tuvo listo al día siguiente y los chinos lo sometieron a una prueba rigurosa. Uno de ellos se colocó en un extremo del trampolín y otro saltó con fuerza sobre el otro extremo, haciendo volar al primero que, dando saltos mortales en el aire, fue a aterrizar de pie sobre los hombros del tercer hombre. Entonces, el que estaba arriba saltó al trampolín, despidiendo hacia el aire al hombre del otro extremo que, tras más volteos y contorsiones, aterrizó sobre los hombros del tercero. Luego todos se convirtieron en un confuso revoltijo mientras saltaban uno tras
otro sobre el trampolín, volaban por el aire, aterrizaban sobre un compañero y volvían a saltar, hasta que los tres parecieron hacerlo todo simultáneamente. Cuando por fin disminuyeron el ritmo y volvieron a ser tres personas distintas y el trampolín dejó de balancearse y los espectadores aplaudieron, los chinos se colocaron en hilera, saludaron con cortesía y luego arrastraron el trampolín hasta donde se hallaba Peggy y empezaron a hablar a Hannibal. Al cabo de un momento, éste anunció con voz incrédula: —Querer que la vieja Peggy subirse a este balansín. —Bueno —dijo Florian, tras una breve deliberación—, sabe subir a un pedestal, así que veamos si puede hacer esto, Abdullah. Al parecer los chinos han visto alguna vez un número de elefantes con trampolín. Hannibal hizo una mueca, como desentendiéndose de las consecuencias, pero obedeció y habló a Peggy. Las cadenas del elefante eran lo bastante largas para permitirle levantar las cuatro patas y dar uno o dos pasos. Cuando se apartó de la borda, dejó al descubierto al mareado Tim Trimm, que vomitaba, acurrucado allí como de costumbre. Con gran cuidado pero sin vacilar, Peggy subió lentamente al trampolín. Pareció un poco sorprendida cuando el peso de la parte anterior de su cuerpo imprimió un balanceo a la tabla y la inclinó un poco hacia adelante, pero no se asustó. Después de un momento de reflexión, y sin mover las grandes patas, el elefante trasladó un poco su peso y la tabla se balanceó de nuevo hacia atrás. Peggy volvió la cabeza para mirar al público con ojos brillantes, trompa levantada y una sonrisa casi humana de orgullo y deleite. Entonces, sin recibir ninguna orden, continuó cambiando de posición y balanceándose hacia adelante y hacia atrás. —Que me maten si lo entiendo —dijo el admirado Chips, iniciando los aplausos. A partir de aquel día, los chinos ensayaron casi cada día con el trampolín, consiguiendo acrobacias cada vez más espectaculares, y al terminar siempre dejaban que Peggy jugara un rato con él, aunque sólo los días en que el Pflichttreu navegaba a vapor y se mantenía estable. Cuando el elefante se hubo acostumbrado a balancearse solo, lo convencieron poco a poco para que hiciera lo mismo con uno de los chinos sobre su lomo, hasta que pudieron encaramarse los tres y hacer poses y pirámides, y al final Lunes y Martes también se unieron a ellos, mientras el enorme animal se balanceaba, feliz, anunciando su alborozo con un barrito. 2 Cuando hacía catorce días que habían doblado el cabo Charles y el buque navegaba por la vasta extensión de agua entre las Azores y
Madeira, sacando humo en medio de un mar soleado, apenas rizado por olas juguetonas, la travesía dejó de ser monótona. Aquel día empezó como todos. El viento venía del este, así que el Pflichttreu avanzaba con máquinas, pero el viento de frente dispersaba la mayor parte de humo y hollín de la chimenea. Habían subido a Rouleau a la cubierta de proa, todavía acostado en su jergón y rígido dentro de su caja de salvado, pero contento de poder contemplar las actividades de sus compañeros. Los chinos ensayaban con el trampolín y con Peggy, mientras Lunes y Martes Simms esperaban para intervenir. El Hacedor de Terremotos estaba en la misma proa del buque, intentando cargar sin ayuda con la pesada ancla, sin conseguirlo del todo. Cerca del jergón de Rouleau, Florian y Fitzfarris jugaban a la veintiuna apostando cerillas. Cuando Florian ganó varias manos seguidas, Fitz maldijo en voz baja, apartó sus cerillas y cartas y dijo: — Un hombre de su talento debería dedicarse por entero a las cartas. ¿Cómo es que se metió en el negocio del circo? Florian se encogió de hombros. — Aprendiéndolo, igual que cualquier otro arte o profesión. —Barajó las cartas y dejó vagar por el horizonte una mirada soñadora—. El Circo Donnert llegó a mi ciudad natal cuando yo tenía catorce años. El día en que se marchó, me fui con él. Maggie Hag trabajaba en aquel espectáculo y me tomó bajo su protección. —La clásica historia del niño que se fuga de casa. ¿No le persiguió su familia? —No. Mi madre había muerto. Mi padre adivinó seguramente adónde me había ido, pero es posible que incluso aprobara mi sed de aventuras. Siempre había deseado que yo fuese algo más que un obrero de fábrica, y Dios sabe que el circo daba cien vueltas a aquel trabajo. — Cualquier cosa es mejor. Pero, ¿cómo convenció al circo para que le contratasen? Sólo era un niño. Florian sonrió. — Si por «contratar» quieres decir «pagar», no había paga. Ni siquiera me habrían mantenido, y habría debido buscarme yo mismo el sustento, si Mag no hubiese cuidado de mí. Aun así, tenía que dormir sobre la lona doblada en el carromato de la tienda. O entre los pliegues de la lona, cuando hacía frío. Hasta que tomé mi primera... esposa, para decirlo con un eufemismo. Una amazona que me doblaba la edad. No era en absoluto atractiva, pero su caravana sí. — Se trataba, pues, de un circo muy pobre. —Cielos, no. El circo de Donnert era grande y tenía prestigio. Y, que yo sepa, aún lo tiene. — ¿Trabajaba en algún número? ¿Era un peón, o qué? — Diablos, pasó mucho tiempo antes de que pudiera dignificarme con el título de peón. Fregaba jaulas, acarreaba cubos de agua, fijaba
carteles, hacía los trabajos más sucios y bajos. Y había muchos de esta clase en un espectáculo del tamaño del Donnert. Oh, con el tiempo llegué a ser un miembro muy mal pagado de la compañía y después hice un poco de malabarismo. Pero doy las gracias al cielo de que mi carrera no haya tenido que depender nunca ni de mis músculos ni de mis dotes de artista. Como ya has notado, mis habilidades tendían más hacia lo, ejem, adquisitivo y elocuente. Mientras iba de circo en circo (del Donnert al Renz, al Busch y vuelta otra vez al Donnert), era el presentador durante los intermedios, y en el espectáculo secundario, desempeñaba muchos oficios pequeños y aprendía mucho de caballos. Primero caballos de tiro y más adelante de pista, y al final incluso me confiaron la compra de animales exóticos. Y mientras tanto fui adquiriendo diversas esposas, o lo que fueran, de diferentes nacionalidades. Las adquiría y las abandonaba o las perdía. Por suerte, no perdí las lenguas que aprendí de ellas. —La clásica historia del éxito, supongo. ¿Cuándo empezó a trabajar por su cuenta? —Después de mi segunda gira con el Donnert. Maggie Hag aún seguía con el espectáculo y fue ella quien me animó a tan temeraria ambición. Incluso se fue conmigo, lo cual constituyó un verdadero acto de fe. Sólo éramos ella y yo y los animales que podíamos alimentar. Barajando todavía las cartas, distraído, Florian enmudeció, inmerso en sus pensamientos. Al cabo de un minuto, Fitz preguntó: —¿Y bien? ¿Cómo les fue? — Nos manteníamos a uno o dos pasos del hambre. Y si había ganancias, las invertía en el negocio. Compramos más animales exóticos, varios carromatos, y adquirimos unos cuantos artistas y ayudantes borrachos, viejos o casi inaceptables por cualquier otra razón. El único número realmente bueno que logré contratar, hacia el final, fue el de la pértiga. Pimienta y Paprika. No las habría conseguido si ellas no hubieran estado también en el inicio de sus carreras. Tenían sólo quince o dieciséis años. —Ha dicho «hacia el final». ¿Quebró? — Yo, señor, no he quebrado nunca —contestó Florian, con cierta rigidez—. He querido decir hacia el final de mi estancia en Europa. Quizá no lo sepas, pero después de todas las revoluciones, rebeliones y otros tumultos de mil novecientos cuarenta y ocho, empezó la gran emigración de europeos a los Estados Unidos. Bueno, esto sucedía diez años después, y tanto Pimienta como Paprika recibían cartas de parientes, amigos y compañeros de circo que se habían marchado a América. Lo habitual: calles pavimentadas con oro, oportunidades sin límite, ven al Nuevo Mundo a hacer fortuna. Así que decidimos intentarlo. Entonces no fue preciso un barco como el Pflichttreu para
llevar a mi Florilegio al otro lado del charco; podríamos haber ido en un bote de remos. Sólo éramos Maggie, Paprika, Pimienta y yo. — Veo que ha prosperado en los Estados Unidos. —Oh, pasablemente... pasablemente. Monsieur Roulette te lo puede certificar. Fue uno de los primeros americanos que se incorporaron a mi circo. Pero entonces, maldita sea, llegó vuestra revolución y lo redujo todo a cenizas. — Ni que lo diga —contestó Fitz, comprensivo—. ¿Cree que habría sido más acertado quedarse en Europa? Florian suspiró. —Bueno, esto lo sabremos pronto, ¿no? —Volvió a mirar el horizonte con ojos soñadores—. Aquellos días tenía una ambición que no he logrado realizar. La ambición de todo hombre de circo. He estado muchas veces en París, pero nunca, ni con mi espectáculo de pacotilla ni con ninguno de los más respetables, he ido a París con un circo... —iHola! —exclamó Pimienta, entrando sin anunciarse en el camarote de los niños Simms—. Me imagino que los negritos estaréis mareados aquí dentro. —Domingo Simms se apartó del espejo del lavabo, donde había estudiado su imagen—. Las máquinas han cambiado de ritmo, así que tu hermana está ensayando sus piruetas. Y tú... ¿qué diablos te has hecho en la cara? — Mejoras —respondió tímidamente Domingo. —¿Mejoras? ¡Mira qué aspecto tienes! —Ahora Pimienta examinó los frascos y tarros que Domingo había colocado sobre su litera—. ¿Qué diablos son todas estas porquerías? Domingo respondió, a la defensiva: —Oí mencionar al capitán que avistaremos tierra dentro de unos cinco días. Estoy tratando de embellecerme para cuando lleguemos por fin a puerto. —¿«Pomada Princesa Heredera para Alisar el Cabello»? —Pimienta leyó las etiquetas—. ¿«Crema Resplandor Lunar de Dixie para Aclarar la Tez»? ¿De dónde has sacado estas recetas de curandera para embaucar a las negras? — i Son mías! Las compré el último día que pasarnos en Baltimore. Clover Lee me ayudó a elegirlas. — Pero, ¿para qué, muchacha? — iPara tener menos aspecto de negra, por eso! —El lenguaje de Domingo perdió algo de su recién adquirida precisión—. iMenos negrita, para que nadie pueda entrar en mi cuarto sin llamar y manosear mis cosas! —Shhh, cariño... calma, calma —dijo Pimienta, levantando las manos para apaciguarla—. Tienes razón. No tenía derecho a hacer esto. Sólo estaba buscando a Pap, pero no tenía derecho a irrumpir así. Y ahora
que he pedido perdón, querida, déjame decirte algo. No necesitas ponerte esas pomadas en la cara y el pelo. Eres una chica tan bonita como cualquier chica blanca, sólo que de otro color. —Eso es —asintió Domingo con amargura—, soy una rosa amarilla, una mulata, una pastora de búfalos, una negra. Así que, dime, ¿qué aspecto tiene una negra bonita? — Que me maten si lo sé. No he visto nunca ninguna entre las negras verdaderas. Pero en lugar de taparte el color tostado, deberías realzar tu belleza, que es mucha. —Pimienta volvió a mirar con desdén la hilera de cosméticos—. i«Resplandor Lunar de Dixie», nada menos! ¡Basura de Dixie, eso es lo que es! Tira esta colección de ungüentos blanquecinos. Las tres hermanas Simms tenéis la piel del color de los gamos y deberíais estar orgullosas de ella. Y olvida también el alisador de cabello. No tienes el pelo lanudo ni ensortijado como el tío Tom, sino ondulado y bonito. —Sólo el que se ve —dijo Domingo, aspirando por la nariz—. ¿Te acuerdas, Pim, de cuando tú y Pap hablasteis a Clover Lee del otro pelo... el de aquí abajo? ¿De que vuelve locos a los hombres? Pues el mío es... ensortijado. Como nudos de pelo. Parecen granos de pimienta. Ni siquiera sirven para ocultar mi... mi... ya sabes. Pimienta se echó a reír. —Pero, ¿por qué ocultarlo, niña? Es la madre de todos los santos, como decimos nosotros. En cualquier caso, aunque no debería decírtelo, hay quien prefiere la flor doncella de la mujer sin ningún follaje. Así es más visible y también más accesible. Para atenciones muy especiales, que sin duda conocerás con el tiempo. Ahora sécate la cara, lávate el pelo y tira toda esta porquería por el ojo de buey. ¿Dónde está esa Clover Lee? Me gustaría darle unos buenos azotes por dejarte comprar semejantes ungüentos. —Pues ella también se los compró y ahora los está probando y Pap la ayuda a ponérselos. —Conque sí, ¿eh? —dijo Pimienta con acento glacial—. ¿Dónde? —Uno de los botes salvavidas está descubierto, pero a demasiada altura sobre cubierta para que pueda verse el interior. Allí pueden desnudarse y tomar el sol, aunque no sé por qué alguien puede querer tostarse la piel... Pero Pimienta ya había salido. Hecha una furia, corrió a ponerse bajo el bote que no estaba cubierto por una lona encerada y escuchó. Al parecer, Paprika estaba dando a Clover Lee consejos similares a los que ella acababa de dar a Domingo, pero la muchacha blanca los aceptaba con más sumisión que la mulata. En cualquier caso, la única voz audible era la de Paprika. —Angel, estas cosas son... tonterías. ¡Bobadas! i«Bálsamo Mamario de Mrs. Mili» y «Elevador del Busto»! Ungüento de cadmio y un extraño
globo de cristal y goma. —Paprika rió—. Ya veo. El ungüento sirve para estimular las tetas, y el globo, para succionarlas hacia afuera. Vaya tomaduras de pelo. Clover Lee, el único modo de desarrollarse es crecer normalmente y en este sentido vas a muy buen ritmo. Verás, voy a enseñarte lo que una artista me enseñó a mí en Pest. Las proporciones ideales de los pechos femeninos según los artistas. Déjame tocarte... Se oyó el débil rumor de sus cuerpos cambiando de posición dentro del bote. Pimienta apretó los dientes. —Mira, fíjate en la distancia entre las dos yemas de mis dedos, una en tu pezón y la otra en tu clavícula. La distancia debe ser la misma que la que separa los dos pezones. Y lo es, como puedes ver. Además, la distancia entre estos dos lindos capullitos ha de ser exactamente una cuarta parte de la circunferencia de todo tu pecho al nivel de los pezones. Permíteme... Se oyó otro movimiento. —Por lo que puedo medir con un simple abrazo, ángel, tienes las dimensiones femeninas ideales. Y a medida que crezcas, estas dimensiones aumentarán al mismo ritmo. Mientras tanto, es evidente que los pezones ya son femeninamente sensibles. ¿Ves cómo se estiran para recibir más caricias? Pimienta se dispuso a hacer notar su presencia, pero desistió cuando el siguiente sonido fue sólo el tintineo del cristal y Paprika continuó: —Mira este otro frasco que has comprado. «Extracto Dixie Belle de Heliotropo Blanco.» Ja ! Comprar perfume fabricado es malgastar el dinero, Clover Lee. Te diré un secreto magiar que las mujeres de Hungría conocemos desde hace mucho tiempo. El aroma más seductor e irresistible que una mujer puede usar es el suyo propio. La fragancia de su fluido más privado y precioso, el nemi redv, los jugos del placer. Recoges un poco con el dedo, así, permíteme, ángel, y te humedeces detrás de las orejas, las muñecas, entre los pechos... Por fin, de repente, Clover Lee habló. Su voz fue baja y trémula, pero resuelta. —Ppor faavor... no lo hagas más. —Se oyó otro ruido y el bote se balanceó un poco—. Te agradezco que... me enseñes cosas, pero creo que ahora debo vestirme. Por favor, basta. Pimienta gruñó por lo bajo y se agachó para saltar hasta el bote salvavidas, pero en aquel mismo instante todo el barco se movió súbitamente bajo sus pies, haciéndola caer sobre la cubierta de hierro. El Pflichttreu había disminuido la velocidad con tanta violencia como si el Hacedor de Terremotos hubiese lanzado el ancla por la borda. Al mismo tiempo se oyó un tremendo alarido mecánico en las entrañas del buque y, por doquier, gritos de oficiales y tripulantes: «iA las amarras!» y «iEsto abrasa!» y «!Moveos!»
Peggy estaba sobre el trampolín, inclinada hacia adelante. Cuando el buque dio aquella sacudida, inclinó la tabla y el elefante hacia el otro lado. Aunque Peggy logró conservar el equilibrio, los acróbatas que llevaba sobre el lomo salieron disparados hacia la cubierta. Incluso las personas que estaban de pie, cayeron al suelo. Durante unos segundos, hubo confusión y gritos y hombres corriendo, mientras la cubierta — todo el barco— se movía como un molinillo de café y los palos y poleas oscilaban en todas direcciones. La alta chimenea se vino abajo con un gran estruendo y vibración de cables, provocando una copiosa lluvia de hollín, herrumbre, escamas y costras que envolvieron toda la superficie del barco como una asfixiante nube negra. La vibración se convirtió en espasmos, y el alarido de la sala de máquinas, en un fragor antes de enmudecer ambos de repente, y en el silencio de todo el buque, todos empezaron a levantarse y sacudirse de encima la capa de suciedad. Entonces los oficiales y marineros volvieron a gritar, aún más alto en el silencio. Algunos tripulantes saltaron a los obenques y treparon hacia las vergas, otros subieron al puente para asegurar la chimenea antes de que rodara por cubierta, otros tomaron posiciones de precaución junto a los pescantes de los botes. Antes de que ningún pasajero empezase a preguntar qué había ocurrido, Mullenax se asomó a la escalera que conducía abajo y les gritó a todos: —iSe ha desprendido la hélice! ¡El eje ha saltado y las paletas también! Todo el mundo se ha lanzado sobre palancas y válvulas para detener la marcha. Yo he salido como he podido. —¿Se ha hecho daño alguien? —preguntó Florian con voz temblorosa— ¿Estáis todos bien? Miró a su alrededor en la cubierta de proa. Yount se acercaba desde la popa, aturdido y frotándose un chichón de la calva. Pimienta y un par de marineros ayudaban a Clover Lee y Paprika a bajar del bote salvavidas. Como ambas se encontraban directamente debajo de los aleros de los camarotes cuando había caído la chimenea, estaban cubiertas de hollín de la cabeza a los pies. Se abrochaban a toda prisa los botones de sus vestidos, equivocándose de ojales. Los acróbatas, caídos más lejos y con más fuerza, fueron los últimos en levantarse, pero se levantaron, al parecer indemnes. Peggv continuaba en la misma posición en que la había dejado la sacudida. Sus cuatro grandes patas seguían sobre el trampolín, pero su mole estaba inclinada contra la regala. —Creía que había sido realmente un terremoto —dijo Yount—, ¿Qué ha sucedido? Pimienta se llevó aparte a Paprika y, mientras le sacudía maternalmente el polvo y le abrochaba bien los botones, le daba una buena reprimenda a la que Paprika replicaba con igual calor. Sin embargo, no levantaron las voces:
—... bajarle las bragas... tocarla como una hada vieja en un patio de escuela... —Estás celosa, ¿eh, Pim? ¿Le habías echado el ojo a ese dulcecito de las trillizas? — iNo seas impertinente conmigo! Está claro que la criatura no quiere ninguna caricia tuya. En lugar de robar cerezas, podrías tener la decencia de insinuarte con alguien de tu edad. — iOh, cállate! ¡Van a oírnos! Pero todos escuchaban el informe de Mullenax sobre el caótico estado de la sala de máquinas y, cuando hubo terminado, Edge le preguntó: —¿Qué harán ahora? —Bueno, sé que hay una hélice de repuesto; la he visto. Pero que me cuelguen si sé cómo van a colocarla bajo el agua... ¡Eh! ¿Ha sufrido Jules algún daño? Habían olvidado por completo a Rouleau, que yacía en cubierta, y hasta ahora no advirtieron que agitaba frenéticamente los brazos y gritaba con voz débil: —iNom de dieu, haced marcha atrás! ¡Dad media vuelta! ¡Hombre al agua! —¿Qué? ¿Dónde? ¿Quién? Sin aliento y ronco de gritar sin ser oído, Rouleau murmuró en un jadeo a Edge, el primero que se inclinó sobre él: —Peggy ha dado un respingo... lo he visto... Tiny Tim... Edge corrió hacia el costado, miró a popa y dijo: «Dios mío.» Detrás del buque, ya lejos, un punto oscuro se movía entre las olas y —era dificil distinguirlo— parecía luchar por mantenerse a flote. El barco había dado la impresión de detenerse por completo al perder la hélice, pero en realidad había recorrido cierta distancia. Ahora se bamboleaba y guiñaba pesadamente, a merced del agua, perdida toda su inercia, mientras los oficiales daban a gritos la orden de izar las velas. Rouleau dijo a los otros: —Tim estaba apoyado en la barandilla, como de costumbre. Cuando Peggy ha dado el respingo, lo ha lanzado por la borda. Florian alargó la mano para agarrar por la manga al capitán Schilz, que pasaba muy de prisa en aquel momento, murmurando maldiciones y gritando órdenes: —Capitán, tenemos que dar media vuelta. Uno de nuestros... — Dummkopf —ladró el capitán, desasiéndose de un tirón—. No movernos, no haber hélice, el timón estar roto. Hasta que velas no estar izadas, no poder... —iPero ha caído un hombre al agua! —gritaron varias personas. — Was? El capitán reaccionó inmediatamente y gritó a los hombres de los pescantes que bajaran un bote.
Lo hicieron con toda celeridad y el bote empezó a alejarse siguiendo la estela del barco. Casi todos los miembros de la compañía permanecieron junto a la borda, observando su progreso e intentando ver el punto divisado por Edge, pero ahora ni siquiera éste podía verlo. Sarah echó una ojeada al elefante, que estaba apoyado en el mismo sitio y tenía una expresión de tristeza. —La pobre Peg parece tan arrepentida como si lo hubiera hecho a propósito. —Abdullah —dijo Florian—, ve a cuidar de tu elefante. Hazlo bajar de ese trampolín. Ponlo cómodo y consuélalo. Peggy parecía reacia a moverse e incluso molesta de que su cuidador la tocara, pero Hannibal consiguió poco a poco hacerla bajar. De este modo, casi en el mismo momento en que los marineros levantaban los remos del distante bote salvavidas —para indicar que no veían trazas de Tim Trimm—, se descubrió a la segunda víctima del accidente. Cuando el elefante apartó su mole de la borda, Martes Simms cayó en cubierta en una posición imposible para un cuerpo con vida. Por lo visto se había caído al mismo tiempo que los demás acróbatas, pero al otro lado de Peggy; el peso del elefante la había aplastado contra la barandilla, rompiéndole las costillas, y ahora yacía como un títere sin hilos, pero goteando sustancias que no contiene ningún títere. Hannibal tuvo que alejarse para vomitar por la borda, pero cuando hubo terminado, dijo con voz triste: —La vieja Peggy aguantar a Martes a propósito. Eya creer que las personas estar vivas mientras estar de pie y no querer soltarla para que Martes no morir. El funeral doble, para la difunta y el desaparecido, tuvo que esperar a que el Pflichttreu navegase de nuevo, porque ningún marino deja caer un cuerpo muerto directamente bajo su barco inmóvil. Esto significó esperar a que estuviera montada la hélice de repuesto, operación que duró el resto del día y todo el siguiente. El timonel usó el timón, y los hombres de las vergas, las escotas, para mantener el barco más o menos en el mismo lugar y sobre una quilla estable. Los oficiales dirigieron el traslado a proa de los objetos más pesados de cubierta y los negros cargaron la mayor cantidad posible de carbón en la bodega de proa. Incluso llevaron a la cubierta de proa a los caballos del circo y a Peggy. Bajaron de los pescantes todos los botes salvavidas para colocarlos en proa y llenarlos de agua. Al atardecer el Pflichttreu, con la mayor parte de su peso en la parte delantera, estaba inclinado de proa y desde el pasamano se podían ver los yugos de popa, medio timón sobre la superficie del agua y el eje de la hélice. A la mañana siguiente, mientras varios marineros anudaban cabos a la barandilla de popa y los dejaban colgar contra los yugos, los fogoneros bajaron desde la borda la enorme hélice de latón. El capitán Schilz
gruñía en alemán que si los malditos armadores del mundo tenían que tener barcos de vapor, podían por lo menos volver a las ruedas laterales o de popa, que era posible hacer girar y elevar sobre el nivel del agua para reparar una paleta. — ¿Ha tenido que hacer esto alguna vez? —le preguntó Florian. — Nein, Gott sei Dank. Pero en una ocasión ver hacerlo en otro buque. Ser sencillo en teoría, pero en la práctica... deslizarse por la popa ser trabajo de alpinista... y colocar la hélice y atornillarla bajo el agua ser tarea de un Perlenfischer. Ningún hombre de esta tripulación hacerlo nunca. Florian notó que le estiraban los faldones de la levita. Se volvió y vio a los tres chinos —todos completamente desnudos— parlotear y gesticular una vez más, señalando la enorme hélice, el agua y a sí mismos. Antes de que Florian o Schilz pudieran expresar asombro o cualquier otra cosa, uno de los antipodistas saltó ágilmente al pasamano de popa, agarró un cabo y bajó por los yugos, con pies descalzos y seguros, hasta llegar al agua. Una vez allí, continuó bajando hasta desaparecer bajo la superficie; sólo la tirantez del cabo indicaba que aún se hallaba cerca. Florian sintió otro tirón, esta vez en su chaleco. Uno de los otros chinos le había sacado el reloj del bolsillo del chaleco y tocaba la esfera con un dedo. Schilz, observando el agua oscura, murmuró, más extrañado que furioso: —Otro maldito negro ahogarse. —No... estos dos quieren que le cronometre —explicó Florian, mirando el reloj y después el lugar donde se hundía el cabo, y añadió al cabo de un momento—: Diantre, este hombre es un experto. Ya hace casi un minuto. —Cuando el agua se movió, formando espuma, y el hombre emergió, sonriente, Florian volvió a guardarse el reloj y dijo—: Un minuto y medio, o casi dos. Quizá estos muchachos han sido de verdad pescadores de perlas. En cualquier caso, creo que se ofrecen voluntarios para hacer el trabajo. —Du lieber Himmel! ¿Debo confiarlo a tres monos desnudos? —Los monos hacen lo que ven hacer. Estoy seguro de que sus hombres preferirán enseñarlos cómo se hace a hacerlo ellos mismos. El capitán gruñó y maldijo, pero al final accedió, y los tripulantes abandonaron de buen grado la dura faena. Sólo fue preciso que el jefe Beck —hablando por señas y dibujando de vez en cuando en cubierta con un trozo de carbón— comunicara a los chinos los datos básicos de que la hélice tenía en un lado un orificio cuadrado para el eje y en el otro lado un árbol que debía apuntar a popa, y en torno a la nuez cuatro grandes tornillos que debían apretarse bien. Entonces los marineros bajaron la gran hélice de latón por medio de cabos, mientras los chinos descendían por otro, uno de ellos con la llave inglesa entre los dientes.
De hecho, la parte del trabajo reservada para el capitán era la más delicada. Como el timón no podía moverse mientras los chinos trabajaban a su alrededor, era preciso mantener el Pflichttreu lo más quieto posible, usando sólo las velas. Así, pues, había marineros en cada verga y en cada driza y escota, y el capitán Schilz orquestaba como un maestro las sucesivas operaciones de cazar o soltar velas. Tanto él como la tripulación y el barco contribuyeron al máximo para que los chinos colocaran la hélice nueva en el eje y la atornillaran en menos de dos horas, durante las cuales se relevaron para subir a la superficie a respirar: sólo uno cada vez y sólo una aspiración antes de volver a sumergirse. Cuando treparon de nuevo a cubierta, con mucha menos agilidad que al descender, fueron aclamados con entusiasmo por toda la tripulación. El jefe Beck bajó por el tambucho y el capitán Schilz subió al puente, desde donde ordenó poner en marcha las máquinas. La cubierta empezó a temblar y todos contuvieron el aliento, y entonces el capitán ordenó avante a marcha lenta. El agua burbujeó bajo la popa y la vibración de la cubierta se incrementó, pero era regular, no excéntrica, y los hombres que habían echado astillas por la borda las vieron moverse hacia popa. Se oyeron más vítores. El capitán hizo detener las máquinas y ordenó trasladar de nuevo a sus lugares respectivos todos los objetos pesados y devolver al barco el equilibrio debido. Hasta que se hubo llevado a cabo esta larga tarea —al caer la noche—, no ordenó aferrar otra vez las velas y navegar a toda máquina. Entonces el Pflichttreu reanudó su viaje. Stitches, el velero, suministró un trozo de lona y las grandes agujas curvadas con las cuales, después de que Magpie Maggie Hag preparase el cuerpo de Martes, la ayudó a coser una mortaja. Una vez envueltos, los pequeños restos de Martes parecían más grandes que los de un adulto normal, porque tenía a sus pies un quintal de carbón para hundir su ataúd. Stitches reveló entonces que era un ministro laico de la secta de Metodistas Inconformistas, por lo que el capitán Schilz le permitió de buen grado oficiar el servicio fúnebre de la mañana siguiente. —Señor, te enviamos a dos pequeñas almas que han soltado sus cables —declamó al cielo, mientras todos los miembros de la compañía circense y todos los tripulantes que no estaban de guardia bajaban la cabeza—. Jacob Brady Russum ya figura en la lista de tu tripulación, Señor, y la otra está a punto de bajar por tu pasarela. —La lona que contenía a Martes Simms yacía, asegurada por un solo cable, sobre una tapa de escotilla inclinada hasta formar una rampa, y a sus pies habían retirado la barandilla de cubierta—. Te rogamos humildemente que acojas a bordo con flautas a nuestros camaradas, en una solemne ceremonia, que los equipes con ropa de faena, que los alimentes siempre con
buenos budines, que sólo les des trabajos fáciles y guardias diurnas y que los maldigas o azotes muy de tarde en tarde. Domingo Simms lloraba sin hacer ruido, sólo dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas., Edge, que estaba a su lado, le rodeó los hombros con un brazo afectuoso. Domingo lo miró con gratitud y su llanto cesó. Incluso le dirigió alguna pequeña sonrisa mientras Stitches continuaba improvisando su oración fúnebre de sabor marinero. —Te imploramos, Señor, que coloques tu mano suave sobre estas dos almas. Concédeles buen tiempo, un mar tranquilo y un viento favorable mientras despliegan sus velas y zarpan hacia la Eternidad. Después de más referencias náuticas, Stitches se inclinó sobre el libro y leyó el texto del servicio, mucho menos elocuente. —Confiamos, por tanto, el cuerpo de Martes Simms a las profundidades, donde encontrará la corrupción... Cuando todos hubieron dicho «Amén» y algunos se hubieron persignado y Florian murmurado el antiguo epitafio romano —esta vez en plural: « Saltaverunt. Placuerunt. Mortui sunt»—, un marinero cortó el único cabo y Martes, sin más sonido o quejas de los que nadie le había oído proferir en su vida, se deslizó por la tapa de la escotilla y desapareció en el mar, donde no dejó siquiera un rizo brevemente visible. Edge y Yount devolvieron a Rouleau a su camarote y el primero se quedó para comentar: —Pareces un invierno húmedo, Jules. ¿Te molesta la pierna? —Non, non, fa marche... o lo hará pronto, espero. —¿Qué es entonces? ¿Aflicción? Ninguno de nosotros pudo conocer apenas a esa chica Simms. Y no creo que te apene más la muerte de Tim Trimm que la de Ignatz. Rouleau suspiró. —Non... no echo de menos a Tim como Tim. Pero de vez en cuando me proporcionó cierto alivio. Y no me refiero al cómico. —¿Ah, sí? ¿A cuál, entonces? Rouleau meneó la cabeza, pero Edge siguió mirándolo con aire preocupado, así que al final suspiró otra vez y dijo: —Ami, en un enano varón sólo hay dos cosas de tamaño normal. Les orífices des deux bouts. —Reinó otro largo silencio—. La razón por la que tuve que abandonar Nueva Orleans fueron los niños. Comprenez? Mientras Tim estuvo cerca, por repulsivo que fuese, me permitió evitar tentaciones y apuros. ¿Te has escandalizado? —No —contestó Edge al cabo de un momento—. No, sólo lo lamento por ti. Edge no habló de esto a nadie, pero buscó a Florian para decirle: —Sir John se queja de que desembarcará en Italia sin ningún empleo. Y no le falta razón. Primero, su espectáculo del intermedio perdió a la Mujer Gorda y ahora ha perdido a una de sus Pigmeas Africanas
Blancas. Cuando se resta un miembro de un trío, no queda mucha rareza para enseñar. —Pues que no se preocupe —respondió Florian—. En Europa abundan los seres deformes. Diablos, algunos de ellos llevan coronas y diademas. Tendremos que improvisar sobre la marcha. El que nos costará más de sustituir es Tiny Tim. — ¿Por qué? La condición de enano debe de ser la clase de deformidad más corriente en el mundo. —Oh, sí, claro. Pero yo he querido decir que echaremos de menos a Tim como Tim. Edge dirigió a Florian una mirada parecida a la que antes dirigiese a Rouleau y dijo: — De acuerdo, nil nisi bonum y todo esto. En el día de un funeral, puedo ser tan hipócrita como cualquiera. Sin embargo, el tal Russum no era más que un estorbo. —Y una gran pérdida porque era un estorbo. Hemos de intentar encontrar otro. —¿Otro enano repugnante? —Ni siquiera tiene que ser un enano. Cualquier clase de artista nuevo, mientras sea repugnante. —¿Se ha vuelto loco? —Zachary, aún no tiene mucha experiencia en la dirección de una compañía de artistas temperamentales. Debe haberse fijado, no obstante, en que por regla general nos llevamos muy bien. Hay muy poca fricción, pocas peleas. Es porque todos detestábamos a Tiny Tim. En él teníamos un foco para todos nuestros rencores y animosidades. Podíamos concentrarlos en él y, de este modo, disiparlos y soportar así con más facilidad las rarezas y manías de nuestros compañeros, los embates de la vida cotidiana. Edge reflexionó y asintió. —Ahora que lo pienso, debo confesar que tiene razón. De modo que... en cuanto desembarquemos, ¿iniciaremos la búsqueda de otro despreciable enano? —Necesitamos una persona baja, sí. Y también un payaso. Es imprescindible para cualquier circo. Y necesitamos otro sapo abominable como Tim. Si podemos encontrarlos en una sola persona, tanto mejor. Y aún mejor si él o ella saben tocar la corneta. Cuatro días después divisaron el estrecho de Gibraltar, lo cual animó a todos los miembros de la compañía y a toda la tripulación, exceptuando a los más empedernidos lobos de mar. Como una especie de celebración, el ingeniero jefe Carl Beck subió a cubierta con un pequeño regalo que había hecho para las damas del circo.
—Mientras las miraba ensayar el otro día —dijo—, se me ocurrió que cuando una mujer bonita realiza movimientos bonitos, necesita un pequeño acompañamiento musical. Había cogido del almacén de la sala de máquinas ocho tapas de hojalata de los conductos de aceite, todas de diferente tamaño, y las había ensartado en una cuerda de pescar de algo más de medio metro, empezando por las más grandes. Sosteniendo la cuerda con una mano, podía pasar una varilla por las tapas, hacia arriba o hacia abajo, y producir así un melodioso tintineo. Las enseñó a tocar una octava lenta para el momento, pongamos por caso, en que Sarah se abría como un cisne en una de sus posturas a caballo, o un sonoro arpegio para cuando Domingo giraba con rapidez sobre una sola mano. — Y se puede lograr un trino ascendente cuando me cuelgo de la cabellera —sugirió Pimienta— o uno descendente cuando Paprika baja de la pértiga. — Aber natürlich —dijo Beck—, los números más espectaculares requieren música de orquesta, pero estos pequeños tintineos puede tocarlos cualquiera, aunque no sea músico. —Sin embargo —dijo Florian—, hay que ser músico para inventar algo así. Ejem. Yo diría que semejante músico debería buscar nuevos caminos para desarrollar su talento. —Ja... —asintió Beck, vacilante—. Ya lo he pensado... pero tengo que pensarlo más. —Entonces vio a Mullenax y se dirigió a él—: Herr Eindugig! (Señor Tuerto). He consultado mis manuales técnicos sobre su Gasentwickler. — ¿Cómo? — El manual dice que se necesita un kilolitro de hidrógeno para elevar medio kilo de peso. Por esto creo que el generador... — Ah, sí. El generador. Pero antes de discutir esto, jefe, quiero que conozca a otra dama. La apotecaria de nuestra compañía. Le he hablado de su... hum... preocupación por sus cabellos y creo que ha elaborado un remedio contra su caída. —¿De verdad? Wunderbar! La saludaré con un abrazo. Cuando Mullenax se llevó consigo a Beck para presentarle a Magpie Maggie Hag, Florian los miró sonriendo y frotándose las manos y luego se fue en busca del velero. Stitches Goesle llevaba, como de costumbre —excepto durante el funeral—, el pesado cinturón de cuero del que pendía un surtido de cuchillos, punzones, bureles y escarpias. —Señor Goesle, el capitán ha tenido la amabilidad de darme un poco de papel en blanco. ¿Podría usted cortármelo en trozos lo bastante pequeños, y coserlos como páginas, para hacer dieciocho salvoconductos? —Claro. Pero, ¿qué diablos es un salvoconducto?
—Algo para enseñar a las autoridades que lo soliciten. Los magistrados, policías y hoteleros de Europa sospechan siempre de los artistas ambulantes. Cada uno de nosotros debe llevar este librito, donde constará nuestra ocupación, edad, descripción, etcétera. Así, cuando nos marchemos después de alquilar un solar o pernoctar en un hotel, el alcalde, el posadero o quien sea escribirá en el libro que no hemos alborotado ni roto nada, ni bebido más de la cuenta ni otras cosas por el estilo. De hecho, pediré al capitán Schilz que escriba el primer informe en nuestros libros. Espero que dé buenas referencias de todos nosotros. Pronto resultó evidente, incluso para los pasajeros novatos, que los vientos mediterráneos de principios de otoño, aunque suaves y tibios, eran francamente desfavorables y saltaban de un punto a otro de la brújula. El capitán, todavía obstinado en no quemar más combustible del absolutamente necesario, dispuso tantos y tan frecuentes cambios de vapor a vela y viceversa que el Pflichttreu, que había cruzado todo el Atlántico en veinte días —incluyendo la demora en medio del océano—, tardó otros nueve en cruzar sólo la mitad del Mediterráneo, desde el estrecho de Gibraltar al mar de Liguria. Allí, un atardecer, Quincy Simms fue el primero en avistar el faro blanco de Livorno; profirió un grito y todos los pasajeros acudieron, excitados, y recorrieron la cubierta para mirar los otros barcos que navegaban a su alrededor por las rutas marítimas. Pero entonces una lancha de vapor salió a toda marcha del otro lado de la escollera y unos hombres uniformados que iban a bordo hicieron gestos de «iMantened la distancia!». Cuando la lancha estuvo más cerca, un tripulante gritó por un megáfono al Pflichttreu, en varias lenguas, que no se aproximara. En el puente, el capitán Schilz lanzó una maldición y dijo: —Quiero atracar antes de ponerse el sol. ¿Qué pasa aquí? —Agarró la trompeta del puente y gritó hacia abajo—: Was gibt es? Che cosa c'e? Los oficiales de la lancha pidieron al Pflichttreu que retrasara sólo por breve tiempo la entrada en el puerto y señalaron algo que sucedía a unos mil metros de distancia en el agua. El capitán Schilz usó el catalejo para mirarlo, pero era fácilmente visible, incluso en la penumbra, para la gente del circo alineada junto a la borda de babor. Entre ellos y la Fortezza Vecchia, chata, roja y en ruinas, navegaba un inmaculado buque de guerra de tres palos con todas las velas desplegadas. —Miradlo bien y con atención, compañeros —dijo Stitches, acercándose a ellos—; no volveréis a ver nada parecido. Un buque de guerra antiguo, como los de Villeneuve y Nelson, de dos cubiertas y setenta y cuatro cañones. Con todas sus velas al viento, desde el petifoque al trinquete y la cangreja de popa. El buque también llevaba una bandera, que no era la roja, blanca y verde de la Italia recién unificada ni ninguna de las naciones anteriores
a la unificación. Era totalmente blanca, con una gran X azul oscura trazada de extremo a extremo. —iLa marina imperial rusa! —exclamó Florian—. ¿Qué diablos...? —La marina rusa suele venir aquí de maniobras —explicó Goesle—. Creo que, más que nada, para enseñar el puño a los turcos. Pero todos sus buques son modernos; no entiendo por qué ha traído hasta aquí una bonita pieza de museo como ésta. Después de observarlo durante un rato, vieron muchas otras cosas curiosas en el buque. No se distinguía un solo hombre en las cubiertas ni en las vergas y, desde luego, tampoco al timón: se mecía simplemente al caprichoso viento vespertino. Comprendieron que estaba abandonado y que flotaba a la deriva, y de pronto vieron la razón: de las troneras abiertas de la cubierta inferior salía humo y al cabo de un momento empezaron a salir llamas, anaranjadas y brillantes a la luz del crepúsculo. —iEl navío está ardiendo! —iY nadie intenta extinguir las llamas! Alrededor del antiguo y hermoso buque de guerra, pero a una distancia respetuosa, se movía una flotilla de barcos más pequeños —desde lanchas de vapor y elegantes veleros de recreo a sucios botes de pesca—, de todas clases menos barcos bomba para incendios. —Ach y fa! —Goesle profirió un grito de auténtico dolor cuando el fuego saltó de la cubierta del buque a su magnífico velamen. En un minuto, todo el buque se convirtió en una antorcha, mucho más luminosa que el faro, recién encendido y que ya empezaba a girar. Fitzfarris se sobresaltó cuando Lunes Simms corrió a abrazarlo por la cintura. Mantuvo el rostro extasiado vuelto hacia la escena marítima, pero frotando el resto de su cuerpo contra la pierna de él. Unos minutos más y el fuego que consumía el buque de guerra llegó a la santabárbara, que por lo visto estaba llena, pues se produjo una tremenda explosión y tablas y vergas salieron despedidas como ramas de la bola de fuego. Todo el aire tembló y el Pflichttreu se balanceó ligeramente y los cabellos de los espectadores se movieron. Lunes se frotó con fuerza por última vez contra la pierna de Fitz y emitió un leve gemido. El la apartó de sí y cuando ella le miró con ojos aletargados, le dijo en tono severo: —No vuelvas a hacer esto, niña. Hay juegos mejores. Ve a aprenderlos. —Lunes abrió más los ojos y le miró con tristeza, pero se alejó. En los restos del buque de guerra que aún seguían a flote hubo varias explosiones menores, probablemente de la pólvora de los cañones recalentados, pero los oficiales de la lancha juzgaron que el espectáculo principal ya había concluido e indicaron al capitán Schilz que ya podía avanzar.
Cuando el Pflichttreu dio la vuelta al rompeolas y otra lancha trajo al práctico del puerto, Florian fue el primero en recibirlo a bordo. El práctico, demasiado engreído por tradición para hablar con alguien de menos grado que el capitán de un buque, habría desairado normalmente a un simple pasajero, pero ahora parecía sorprendido y encantado de que un extranjero se dirigiese a él en su lengua nativa. Se detuvo para responder con cortesía antes de subir al puente, y Florian fue a informar a los demás. —Le he preguntado la razón del espectáculo. Es lo más horrible que he oído. Por lo visto el zar Alejandro encargó hace poco a un artista que le pintara un cuadro (una batalla naval del siglo pasado), y uno de los sucesos más sensacionales de dicha batalla era la explosión de un barco de municiones. El pintor dijo que no tenía idea del aspecto que ofrecería semejante catástrofe, así que el zar organizó esta demostración sólo para instruir al artista, que se encuentra a bordo de una de aquellas embarcaciones menores. Le han enviado aquí, donde estaba atracado ese viejo buque, que los chicos de la marina rusa han cargado, incendiado y hecho explotar... sólo para que el artista plasme en el cuadro los detalles correctos... !Que me cuelguen si esto no es estilo! Stitches Goesle resolló con tristeza y bajó a su guarida. Los miembros del circo y algunos tripulantes permanecieron en cubierta, mirando a su alrededor con vivo interés o con el tedio de la familiaridad, mientras el Pflichttreu avanzaba lentamente a lo largo del Molo Mediceo, un muelle curvado de casi cuatro kilómetros de longitud —como un muro interminable para quienes lo veían desde el nivel de cubierta—, cuyos bloques de piedra erosionados por el mar estaban recubiertos de algas y líquenes. No obstante, su construcción era sólida y faroles a intervalos regulares le prestaban una excelente iluminación, que proyectaba manchas brillantes sobre el agua verde oscura del puerto y daba inmensidad a las formas oscuras de barcos amarrados o fondeados. Además de los faroles y el faro y las luces de anclaje de numerosos buques, había muchos puntos móviles de luz, porque los pescadores nocturnos se estaban haciendo a la mar. También había ruido por todas partes: bufaban y rechinaban malacates y tornos de vapor, matraqueaban grúas, crujían chumaceras, resonaban boyas de fondeo o señalización. Y desde las calles de la ciudad, al fondo de la zona portuaria todavía distante, llegaba de vez en cuando un sonido de música, canciones o risas femeninas. Creo que Italia me va a gustar —dijo Edge. — Sí, será un lugar agradable para pasar el invierno —contestó Florían—. Mucha gente baja del frío norte para hacer precisamente esto, incluyendo a numerosos artistas de circo y musichall que se encuentran entre dos giras. Es probable, por lo tanto, que pronto podamos aumentar nuestra compañía.
Abner se queja de que un león y un elefante no son un zoológico muy lucido. También le gustaría aumentar el número de animales. — Diablos, y a mí también. ¿Qué propietario de circo no lo desearía? Pero si hemos de ir al resto de Europa, más allá de Italia, hemos de cruzar los Alpes. Y el Hannibal que tenemos en la compañía no es Aníbal. Hasta que hayamos cruzado esos pasos de montaña renuncio a adquirir más animales que no puedan hacerlo por su propio pie. —Bueno, usted es el retén... no, lo siento, usted es el director. Pero nunca ha revelado cuáles son sus planes de viaje a partir de aquí. — Es sencillo. Recorreremos toda Italia, y luego seguiremos adelante. Nuestro destino será París, que es La Meca de todos los circos en Europa... y el mundo. En ningún otro lugar se aprecia hoy en día tan estéticamente el arte del circo. Como es natural, los espectáculos mediocres son rechazados a silbidos, o se mantienen a una prudente distancia. Pero un buen espectáculo... puede conseguir el espaldarazo, la celebridad, funciones para la realeza, incluso medallas otorgadas personalmente por Luis Napoleón y Eugenia. Cuando esto ocurre, el circo galardonado puede elegir entre las invitaciones ribeteadas de oro de todos los palacios del planeta. Es un logro más deseable que cualquier riqueza. Un circo que consigue ser aclamado en París, puede jactarse con razón de estar en la cumbre de la profesión. —En este caso, no iremos hasta que seamos la créme de la créme, — Exacto. Por el camino tenemos que aumentar nuestra compañía, nuestra caravana, nuestro zoológico, nuestro equipo y nuestro programa. —Por el camino. Aún no ha especificado cuál será. — Mi plan original era abandonar Italia por la frontera austrohúngara, ir a Viena y Budapest y luego dirigirnos a Francia a través de los estados centroeuropeos y subir hasta París. Pero ahora... justamente hoy... he decidido no limitar nuestros viajes al oeste de Europa. —¿Hoy? ¿Por qué hoy? — Lo he decidido cuando el práctico ha subido a bordo y me ha contado la razón de ese espectáculo. —Florian señaló hacia la popa. Más allá de las oscilantes linternas de los barcos de pesca, el horizonte estaba rojo por el resplandor del buque de guerra todavía en llamas—. El práctico ha dicho, textualmente, que los zares de Rusia han sido siempre espléndidos y pródigos en el fomento de las artes. — Ahora puedo creerlo. Pero, ¿cómo le ha hecho cambiar esto de opinión sobre...? —Zachary, nosotros somos las artes. Tenemos que ir a Rusia. Tarde o temprano hemos de dirigirnos a la Corte de San Petersburgo. — En tal caso, necesitará esto —dijo otra voz. Era Stitches, que volvía de abajo para entregar a Florian un montón de cuadernillos.
—Ah, sí, los salvoconductos. Muchísimas gracias, señor Goesle. Diré a Madame Solitaire que empiece a escribir en ellos nuestras señas de identidad. Pero, ¿qué es esto? Yo sólo le he pedido uno para cada uno de nosotros. Ahora somos dieciocho y usted ha hecho veinte. — Dos de ellos ya tienen escritas las señas —dijo Stitches. —¿Cómo? —Florian los hojeó, encontró uno que tenía palabras escritas con tinta en la primera página y se inclinó para leerlas a la luz del farol del muelle frente al que pasaban en aquel momento. Dai Goesle, edad, sesenta y dos años, natural de Dinbychypysgod, Gales... maestro velero de circo... fique Dios me valga! —¿Viene con nosotros, Dai? —preguntó Edge en tono de satisfacción, tendiéndole la mano. —Y —continuó Florian, abriendo otro cuaderno Carl Beck, natural de Munich, Baviera, ingeniero y... aparejador y director de orquesta! —Sí —dijo Stitches—, vendremos los dos, si usted nos acepta, señor. Nos tragaremos el ancla y probaremos una nueva vida en tierra. Los dos estamos hartos de luchar contra el trueno. El jefe Beck se queja de que su oficio es desdeñado en el mar; nunca con seguirá la categoría de maestro. Y yo... bueno, ahí muere mi oficio. —Agitó la mano en dirección al resplandor rojizo del horizonte—. Muerto como Owen Glendower. —iVaya, esto es magnífico! —exclamó con alegría Florian—. Claro que los aceptamos. —Bueno, no desembarcaremos ni descargaremos hasta mañana —dijo Stitches—. Si admite un consejo de un novato, haría bien en dar esos libros al capitán Schilz esta noche, para que certifique nuestra buena conducta. Sospecho que mañana, cuando su calderero y su velero vayan a cobrar su paga y le vea a usted marcharse con los dos, el capitán echará fuego como ese viejo buque de guerra.
Italia Cuando la compañía hubo desembarcado y ya no podía oír los fulminantes gritos del capitán Schilz: «iTraicionado por un Bruder de la profesión!», Florian se dirigió solo al edificio del muelle que ostentaba el letrero: «DOGANA ED IMMIGRAZIONE.» Llevaba todos los salvoconductos, con las señas particulares de cada persona, más los breves comentarios elogiosos añadidos por el capitán antes de verse defraudado. Sarah había tenido que inventar los datos de los tres chinos, que por lo menos habían sido capaces de estampar sus firmas — elegantes garabatos en tinta—, lo cual era más de lo que sabían hacer varios miembros de la compañía. Abner Mullenax, Hannibal Tyree y
Quincy Simms firmaron sólo con una X y la huella del pulgar. Domingo y Lunes, gracias a la tutela de Rouleau, pudieron escribir de manera legible, aunque infantil. Todos esperaron, con carromatos, animales y equipaje, en el vasto y adoquinado lungomare que se extendía desde el puerto hasta el comienzo de las calles de Livorno. En torno a ellos, los adoquines estaban cubiertos con trozos de hule colocados allí por los pescadores, que vendían el fresco botín de la noche a amas de casa, criados e incluso damas elegantes que señalaban, llamaban, inspeccionaban y regateaban sin apearse de sus carruajes. Varios miembros de la compañía pasaban el rato caminando en pequeños círculos, torpes y vacilantes, pateando de vez en cuando el suelo. —Es una sensación extraña, andar por aquí —gruñó Yount. —Tienes pies de marinero —explicó Stitches—. Tras una larga temporada en una cubierta suave y móvil, en tierra firme andarás unos días como si pisaras huevos. Toda la gente recién desembarcada tiene pies de marinero. No tuvieron que esperar mucho. Florian salió del edificio de aduanas con aspecto muy satisfecho, diciendo: —No hay ningún problema. Les ha divertido un poco encontrar en nuestra compañía a tres personas llamadas A. Chino, pero no lo han convertido en tema de discusión. Tenemos permiso para desembarcar. —¿Ni siquiera desean contar nuestras armas? —preguntó Fitzfarris—. ¿O examinar a los animales por si están enfermos? —No. Y no hay cuarentena. Ni siquiera una tarifa que pagar. Creo que Italia es sencillamente demasiado nueva e inexperta en eso de ser una nación y aún no ha tenido tiempo de promulgar una serie de reglas y establecer una burocracia, con sus correspondientes funcionarios fastidiosos. —Estupendo. ¿Y ahora qué? —iPrimero, lavarse! —exclamó con firmeza Magpíe Maggie Hag. —Sí, ante todo un buen baño —asintió Florian—, y no en una bañera de agua salada, para variar. Damas y caballeros, voy a hacer un gesto extravagante, quizá el último durante algún tiempo. Seguidme hasta aquel hotel. Y les indicó el hotel Gran Duca, frente al lungomare, una impresionante estructura de tres pisos construida con piedras para no desentonar de la arquitectura de la zona portuaria. Tenía el aspecto de poder hospedar a cualquier clase de viajero, ya viniera por tierra o por mar, porque en un lado del edificio principal había un gran establo, una cochera y un patio, y en el otro, una cerería y una tienda de pertrechos marinos. —Pediré habitaciones para nosotros —dijo Florian—, encargaré que nos llenen las bañeras y ordenaré que preparen la colazione en el comedor. Pasaremos nuestra primera noche en Europa rodeados de un lujo
sibarítico. —Todas las mujeres profirieron pequeños gritos de placer—. Mientras tanto, Zachary, ¿quieres hablar con el stalliere del hotel y disponer que sus hombres lleven al establo a nuestros animales y carromatos? Que les den pienso y comida para el gato... y preparen un lugar cercano donde puedan descansar Abdullah, Alí Babá y los chinos. Edge afrontó con cierta vacilación la tarea de abordar por primera vez a un italiano. Resultó, sin embargo, que el mozo de cuadra hablaba con fluidez numerosas lenguas y era tan mundano que no se mostró nada sorprendido cuando le pidieron que cuidase —además de ocho caballos— a un elefante, un león, tres cochinillos, dos hombres negros y tres amarillos. Cuando todo estuvo dispuesto, Edge dio la vuelta para entrar en el hotel por la puerta principal. El vestíbulo del Gran Duca era una sala inmensa de magnificencia un poco sombría, con mobiliario de caoba oscura y cortinajes y tapicerías de terciopelo granate. Aparte de las personas de estentórea jovialidad que ocupaban la taberna contigua, había otras más sobrias sentadas en los divanes y butacas del vestíbulo: mujeres bien vestidas charlando ante sendas tazas de té y hombres bien vestidos que leían el periódico, fumaban cigarros enormes o dormitaban. Como Edge llevaba su único traje de calle un poco pasable —el viejo uniforme, botas y tricornio—, se sentía como un palurdo en aquel ambiente. Entonces oyó llamar: —Signore, per favore. Monsieur, s'il vous plát. Se volvió y vio a una mujer joven, baja y muy bien formada que le hacía señas con la mano. Iba vestida de amarillo pálido —amplia falda con crinolina, corpiño de escote casi atrevido y un sombrerito muy gracioso, y bajaba una sombrilla de color amarillo pálido mientras se acercaba a él—, por lo que refulgía como un rayo de sol en el severo vestíbulo, y su resplandor atraía la mirada admirativa de todos los hombres y ojeadas glaciales de todas las mujeres. Tenía cabellos largos y ondulados del color de los castaños rojizos. Los iris marrones de sus ojos estaban tan salpicados de oro que parecían provistos de pétalos, como las flores, y tenía hoyuelos en torno a la boca, que parecía así dispuesta a sonreír a la menor provocación. Se acercó a Edge, a quien sólo llegaba hasta el pecho. Su cintura era la más estrecha que Edge había visto en su vida, pero resultaba evidente que esto no se debía a ninguna clase de corsé, pues se movía con demasiada agilidad, y sus pechos con demasiada naturalidad para llevar semejante prenda. Alzó la mirada hacia él con aquella sonrisa en torno a los labios y ladeó la cabeza, como dudando sobre qué lengua emplear. Cuando Edge se quitó el sombrero y arqueó las cejas en un gesto inquisitivo, ella afirmó: —Usted es Zachary Edge.
— Gracias, señora —dijo él con solemnidad y una inclinación de cabeza—, pero esto ya lo sabía. Ella pareció desconcertarse un poco porque Edge no había dicho: «A su servicio» o cualquier otra frase convencional. Le temblaron un poco los hoyuelos y en seguida probó con una lengua diferente: —Je suis Automne Auburn, monsieur. De métier danseuse de corde. Entendezvous francais? — Lo suficiente, sí, pero ¿por qué no seguimos en inglés? Ella volvió a enseñar los hoyuelos, agitó con descaro sus rizos color de bronce, hizo girar la sombrilla con desenvoltura y dijo en el inglés más londinense: —Oh, muy bien, señor. Soy una equilibrista llamada Autumn Auburn y... —No me lo creo. — iCómo, está aquí impreso! —exclamó ella, desdoblando el periódico que llevaba bajo el brazo—. El Era, ¿lo ve? El periódico del circo. Seis peniques el ejemplar, pero se lo daré gratis. Mire aquí, en los anuncios. Este me ha costado cinco malditos chelines. Señaló una columna y Edge leyó en voz alta: — «PADRE OFRECE a directores a su joven hija de catorce años...» —iNo, ése no! —Tiró del periódico, pero él continuó leyendo con expresión seria: —«... catorce años, que sólo tiene un ojo, situado sobre la nariz, y una oreja sobre el hombro. Interesados diríjanse a este periódico.» —Le devolvió el Era—. Se diría que tiene más de catorce años. Pero, bueno, los enanos suelen parecer... —Quiere divertirse, ¿verdad? Mire. Éste es el mío. Le tendió otra vez el periódico y él leyó, obediente: «Miss AUTUMN AUBURN, la plus grande équilibriste aérienne de l'époque —ne plus ultra— affatto sensa rivale. Frei ab August de este año.» Bravo, señorita, admiro la lingüística. Cuento cinco lenguas en estas pocas palabras. Aún me niego a creer, sin embargo, que alguien haya sido bautizada con el nombre de Autumn Auburn. Ella ladeó tímidamente la cabeza y transformó su sonrisa en una risa confidencial. —Oh, no es mi verdadero nombre, claro. —Lo miró a través de sus tupidas pestañas—. Pero si Cora Pearl, que en Cheapside era sólo Emma Crouch, pudo hacer fortuna en París con el nombre de Cora Pearl... — hizo girar la sombrilla— ¿por qué, me dije a mí misma, la pequeña Nellie Cubbidge no puede hacer lo mismo con un bonito nomdechambre como Autumn Auburn? — Tampoco doy crédito a este horrible acento. He oído bastantes acentos auténticos en el barco. Ella rió de nuevo y dijo, en un inglés simplemente melodioso:
— ¿Lleva una coraza contra las bromas, señor Edge? Ni siquiera sonríe. —Usted lo hace mucho mejor, señorita. Me gustaría que sonriera por los dos durante el resto de nuestras vidas. A lo largo de un momento silencioso, pero lleno de reverberaciones, se miraron mutuamente. Luego ella meneó la cabeza, como para despertarse, y volvió a su actitud traviesa. —Deme trabajo, señor, y reiré hasta caerme muerta. — ¿Cómo ha sabido quién soy? Contestó con voz normal, pero todavía en broma. —Lo sé todo acerca de usted. Vi llegar los carrozzoni del circo y corrí a preguntar al portinaio, el cual me dijo que todos los miembros de la compañía se estaban bañando menos el signor Zaccaria Edge, que por lo visto no se baña. Me negué a creer que alguien se llamara Zaccaria Edge, así que le obligué a enseñarme su salvoconducto. Es americano y cumplirá treinta y siete años el veinte de septiembre, y es director ecuestre del Floreciente Florilegio de Florian, etcétera. Y todos estos detalles estaban escritos por una mano femenina, de modo que tiene esposa... o una amiga... —Hizo una pausa, como esperando que él dijese algo, y luego añadió con ligereza—: No me imagino cómo la consiguió, si es contrario a bañarse. —¿Se llama de verdad Nellie Cubbidge? —Caramba, ¿cree que podría inventar un nombre así? — Entonces te llamaré Autumn, si me dejas. Y, si no me equivoco, una équilibriste es una bailarina de la cuerda floja... — Cuerda o alambre. Floja o tensa. Y tengo mi propia utilería. — Quien contrata es el señor Florian, pero le torceré el pescuezo si no te contrata. Y ahora que está todo arreglado, ¿puedo ofrecerte un refresco en el bar, para cerrar el trato? —Si he de ser franca, preferiría que me ofrecieras algo de comer. — Bueno, nos reuniremos todos en el comedor para la colazione, que, según creo, significa comida. —Oh, magnífico. — Por si he de hablar italiano, ven conmigo para decir al recepcionista que te incluya en la lista de comensales. Después, si me disculpas un momento, abandonaré mi eterna aversión y tomaré un baño. — Oh, todavía mejor. —Y me reuniré contigo en la mesa, para presentarte a tus nuevos colegas. Cuando estuvieron todos reunidos, los camareros juntaron varias mesas para acomodarlos. Todos llevaban sus mejores galas, lo cual no era decir mucho, y Clover Lee olía a Extracto Dixie Belle de Heliotropo Blanco y Carl Beck a los aromas no identificables de la loción para el cabello que Magpie Maggie Hag había elaborado para él. Hannibal,
Quincy y los chinos comían con los mozos de cuadra, naturalmente, y a Monsieur Roulette le servían la comida en su habitación, dijo Florian, y añadió que el médico del hotel subiría a examinarle después de comer. Así, pues, eran catorce a la mesa, pero Edge puso otra silla entre él y Florian y a continuación fue a buscar a Autumn Auburn, que esperaba en un reservado. La presentó a la compañía con el aire orgulloso de un experto que ha descubierto un objet d'art en una tienda de baratijas, y Autumn hizo lo posible para parecer tímida y agradecida por el descubrimiento. Todos los hombres de la compañía le sonrieron con admiración y, aunque Autumn iba mejor vestida que cualquiera de ellas, las mujeres hicieron lo propio... menos dos. Sarah Coverley y la pequeña Domingo Simms habían leído al instante en el rostro entusiasmado de Edge y miraron a la recién llegada con cierta melancolía. Florian le dedicó una cálida bienvenida, al igual que casi todos los demás. Carl Beck miró con fijeza a Autumn cuando se la presentaron. —Fraulein Auburn, es usted la imagen de otra belleza que he conocido, o cuya fotografía he visto, pero cuyo nombre no recuerdo. Domingo sólo murmuró al estrechar la mano de Autumn: —Enchantée. Sarah, por su parte, observó en tono ligero: — Te felicito, Zachary, pero estoy decepcionada. La señorita Auburn no es una klischnigg. Edge replicó, hoscamente: — He decidido apartarme de tu estampida de duques y condes. — Un caballero habría esperado —dijo ella, sin abandonar la ligereza—, por lo menos hasta ser pisoteado por el primero de ellos. Autumn, cuyos ojos entre castaños y dorados se habían detenido en uno y otro durante este intercambio, dijo: —Madame Solitaire, debió de ser usted quien escribió en su salvoconducto. —Sí. Y le aseguro, querida, que se conducirá a su completa satisfacción. —Oh, querida, debió escribirlo en el documento. Ahora tendré que juzgar por mí misma. —Touché —dijo Florian—. Ahora, señoras, bajen los floretes. Un hombre viril detesta que hablen de él en tercera persona, como si fuese mudo, necio o difunto, y el coronel Edge no es nada de esto. —i Vaya! ¿Es usted un coronel auténtico? —preguntó Autumn a Edge, con sorpresa exagerada—. Y yo sólo le he llamado señor. —Sentaos todos —dijo Florian—. Aquí llega nuestro antipasto y, aunque no champaña, todavía no, un decente vino bianco. Sin duda conoce usted el vino local, señorita Auburn. ¿Se aloja en este mismo hotel?
—No exactamente —respondió ella, mientras se servía con avidez de una bandeja—. En la cochera del hotel, en mi propia caravana. Así me hospedo a precio de establo. Y, por cierto, con raciones de establo. —Bueno, debemos informarla, antes de que decida unirse a nosotros — dijo Florian—, de que éste es nuestro primer alojamiento bajo techo en mucho tiempo, y quizá sea el último. Pero no hablemos de negocios hasta que estemos bien alimentados. Cuéntenos cómo ha llegado hasta aquí. Entre voraces bocados de carne fría, setas encurtidas y fondos de alcachofa, Autumn contestó con sincopada economía: —La vieja historia. Espectáculo de cabras. Circo Spettacoloso Cisalpino. Montamos la tienda aquí. El director hizo un número de Johnny Scaparey. Nos dejó plantados a todos. Algunos nos quedamos. No había mucho donde elegir. Dábamos representaciones para los veraneantes. Pasábamos el sombrero. Casi siempre volvía vacío. Ahora ha concluido la temporada. Y seguimos aquí. Los camareros sirvieron la sopa, un fragante cacciucco, y empezaron a llevarse los platos del antipasto. Autumn se apresuró a decir: «Prego, lasciate», para detenerlos, y luego dijo a la mesa en general: — Por favor, ustedes han pagado estos entremeses. Si no desean terminarlos, podría... — Espere, señorita —interrumpió Stitches—. Traerán muchos más platos dentro de poco. No es necesario que se llene con los preliminares. — No me refería a mí. Pensaba que podríamos envolverlos para otros artistas hambrientos, abandonados por el Cisalpino, que les estarían muy agradecidos. Florian dio al instante órdenes en italiano y los camareros se inclinaron en señal de asentimiento. Autumn prosiguió: —Yo soy más afortunada que los otros. Tengo mi propia utilería y mi propio transporte. De hecho, recibí una oferta para incorporarme al Circo Orfei, pero ahora están lejos, en algún lugar del Piamonte. La gente de este hotel ha sido muy noble en cuanto al pago de mi cuenta, pero no me dejarán enganchar mi rocín a la caravana hasta que la haya saldado, así que esperaba simplemente sobrevivir hasta que el Orfei pase por aquí, si es que lo hace algún día. — El Orfei es un buen espectáculo —dijo Magpie Maggie Hag—. Muy famoso en todas partes. Y próspero también. No es de medio pelo. Harías bien en irte con ellos. Edge la miró con el ceño fruncido y Florian le dirigió una mirada de contrariedad y dijo: —Maldita sea, Maggie. No quería hablar de negocios, pero... —Se volvió de nuevo hacia Autumn—: Admito que la familia Orfei te pagaría más y con mayor regularidad. Nosotros sólo podemos ofrecer una parte de sueldo y otra de promesas.
—También deberíamos confesar que no siempre comemos tan bien — dijo Edge, indicando las bandejas de salmonetes y espagueti que los camareros estaban poniendo sobre la mesa. —Soy libre, blanca y tengo veintiún años —contestó Autumn—. ¿No es así como se dice en su país, coronel Edge? —Veintiún años —murmuró Sarah sobre su copa de vino. —Y soy capaz de decidir por mí misma —añadió Autumn—. Si hay un lugar para mí, señor Florian, lo aceptaré encantada. —Esto es hablar irlandés, querida —exclamó Pimienta—, aunque seas inglesa. Engancha una estrella a tu carromato. —Levantó la copa de vino y exageró su pronunciación—: iEn París brindaremos con buen champaña, paseando en carruaje por los Champs Elysées! ¿Verdad, Pap? —Como no hubo una respuesta inmediata, repitió, molesta—: ¿Verdad, Paprika, mavourneen? — Oh —dijo la aludida, que estaba contemplando el rostro nostálgico de Sarah—. Sí, sí. Claro que sí, Pim. —Además, señor Florian —añadió Autumn—, si usted es el único de la compañía que habla italiano, puedo ayudarle también en este aspecto. — ¿Lo hablas con fluidez? —Cogió de la mesa unas vinagreras, con los dos cuellos inclinados en direcciones opuestas—. En italiano correcto, esto es una ampollina. ¿Sabes el nombre idiomático? Autumn sonrió con los hoyuelos y dijo: — Es suocera e nuora, suegra y nuera. Porque los dos pitones no pueden verter al mismo tiempo. Florian le sonrió con aprobación. —Zachary, no cabe duda de que nos has encontrado un tesoro. —Se volvió hacia Fitzfarris—. Sir John, hasta que aprendas lenguas, tendré que llevar todos los tratos con las autoridades, encargarme de todas las gestiones necesarias y hablar durante el espectáculo. —Aprenderé tan de prisa como pueda —prometió Fitz. —Mientras tanto —continuó Florian—, esta tarde visitaré una imprenta y encargaré un papel nuevo. Zachary, tú y yo debemos elaborar además un nuevo programa, que incluya a la señorita Auburn y a los chinos. Y ante todo tengo que visitar el municipio de Livorno y alquilar un solar para mañana. Claro que nuestra permanencia aquí, antes de viajar tierra adentro, dependerá del éxito que tengamos. Miró a su alrededor, a los comensales bien vestidos, que comían con apetito y charlaban amistosamente entre sí, como si calculara sus deseos de divertirse y sus posibilidades económicas. —Si puedo hacerle una sugerencia —dijo Autumn, y esperó el asentimiento de Florian—. Pida permiso al municipio para levantar la carpa en el parque de la Villa Fabbricotti. Nuestro modesto Cisalpino no lo consiguió, pero ese parque está en la parte más elegante de la ciudad.
—Gracias, querida. Cada momento que pasa me resultas más valiosa. ¿Sabes por casualidad tocar la corneta? Ella rió y negó con la cabeza y Carl Beck terció: —Yo soy su Kapellmeister. Necesito una banda de músicos, nein? Florian levantó las manos en señal de impotencia. —Tenemos un tambor enérgico, un acordeonista neófito y un corneta transitorio. Empezamos con poco, Herr Beck, pero esperemos que pronto... Stitches Goesle agitó su tenedor y dijo: —Diablos, estamos rodeados de latinos que pueden cantar como los galeses y tocar cualquier instrumento que les pongamos en las manos. — Es cierto —respondió Florian—, pero la mayoría de italianos, excepto las clases altas, temen viajar a mucha distancia de su casa. No, aquí en Europa... bueno... Paprika, Pimienta, Maggie, estoy seguro de que cualquiera de vosotras puede decirlo al maestro velero. Las más jóvenes cedieron la palabra a Magpie Maggie Hag, la cual explicó: —Lo que necesitas son eslovacos. Los eslovacos son los negros de Europa. Todos los circos los usan. Trabajan como peones, desmantelan, conducen vehículos, montan, y luego tocan música de banda. Su país es tan pobre, que se marchan y trabajan en todos los circos europeos. Cuando tienen dinero en el bolsillo, lo llevan a sus familias y vuelven a sus circos. —iDiantre! —exclamó Goesle—. Tanto mejor. Contrataremos a eslovacos, Carl, para que sean tu banda y mis ayudantes. He estado mirando su lona, señor Florian, y tengo una idea que doblará la capacidad de la tienda. —Bueno, hasta que sepamos cuánta gente vamos a atraer... —empezó Florian, pero Carl Beck le interrumpió. —También deseo empezar con el generador para el Luftballon. Necesitaré mano de obra para fabricarlo. —Caballeros, caballeros —rogó Florian—. Creía haberos dicho con claridad que iniciamos esta gira con un capital muy exiguo. Hasta que lo incrementemos... — ¿Qué puede costar un Gasentwickler? —preguntó Beck—. Un poco de metal, unas ruedas y mangueras de caucho. No es un gasto muy grande. Para su funcionamiento, podemos conseguir limaduras de hierro de cualquier herrero. Las bombonas de vitriolo serán lo único caro. —Herr Kapellmeister, en estos momentos, cualquier gasto es excesivo. Beck miró a Goesle y dijo: —Tenemos nuestra última paga de a bordo. —Ambos asintieron y Beck miró de nuevo a Florian—: Hagamos un trato. Usted nos procura a los eslovacos y Dai y yo invertimos en lona, láminas de metal,
Musikinstrumente y todo lo necesario. Cuanto antes tengamos un buen espectáculo, una buena banda y una buena carpa, tanto más de prisa prosperaremos, nicht wahr? — Indudablemente —convino Florian—. Os agradezco a ambos este gesto de buena fe, pero temo que este acuerdo entre caballeros no convencerá a los eslovacos. Pertenecen a la clase trabajadora y pensar es el único trabajo que no saben hacer. La idea de trabajar por participaciones sería demasiado sutil para sus sencillos intelectos. Sólo entienden el dinero contante y sonante. —Pero también están acostumbrados a la retención —dijo Autumn—. ¿No pagan de este modo en los Estados Unidos? —Se ruborizó un poco y añadió—: Me parece que me entrometo demasiado a menudo, pero nuestro Johnny Scaparey también dejó plantados aquí a un grupo de eslovacos. —La retención, sí —murmuró Florian, mirándola con aprobación—. Lo hacen los circos de todo el mundo y yo también lo hice en los años solventes del salario semanal. —Explicó a los no iniciados—: A cada novato se le retenía siempre el sueldo de las tres primeras semanas, que no se pagaba hasta el final de la temporada. Es una vieja costumbre, en parte para desanimar a los trabajadores eficientes de marcharse para aceptar otro empleo mejor remunerado, pero en parte por razones filantrópicas, para que los borrachos y malgastadores tengan por lo menos dinero para volver a sus casas cuando cierra el espectáculo. — Pues ya está —dijo Pimienta—. Los eslovacos sólo te costarán la manutención y serán felices de asegurársela. No sabrán que no podemos pagarles. Supondrán que se trata de la retención habitual. Y si aún no podemos pagarles al cabo de tres semanas... bueno, tendremos preocupaciones peores que ésta, amigos míos. — Cierto, cierto —asintió Florian—. Y tenemos fondos suficientes para la manutención. Muy bien. Herr Beck, señor Goesle, tendréis a vuestros peones y músicos eslovacos. Podéis llevar adelante vuestros planes. —Los dos juntaron inmediatamente las cabezas, mientras Florian se dirigía de nuevo a Autumn—. Has mencionado que otros artistas se quedaron sin empleo. ¿Qué números hacían? ¿Y están también ellos tan apurados que se incorporarían a nosotros sobre la base de la retención? —Bueno... —dijo Autumn—. Ahora pensará que soy una egoísta, porque encuentro un empleo para mí y me olvido de los demás. Pero es que de verdad no creo que le interesen. —Dime por qué. —Los únicos que aún permanecen en la ciudad son los Smodlaka. Yugoslavos. Un número familiar. Parachoques caninos.
La mitad de los ocupantes de la mesa expresó incomprensión. Florian tradujo para ellos: —Un número de perros amaestrados. —Tres terriers cruzados —dijo Autumn—. Nada bonitos, pero muy buenos. Los Smodlaka les dieron nombres yugoslavos (impronunciables, claro), así que yo siempre los llamaba Terry, Terrier y Terriest y ahora sólo atienden a estos nombres. Florian rió y preguntó: —¿Y qué inconveniente tiene contratar a estos yugoslavos? —Bueno, incluyen a dos niños, más pequeños que cualquiera de este espectáculo. Una niña de seis años y un niño de siete. Ha sido para la familia Smodlaka que he pedido los restos de la comida. —¿Son los críos meros apéndices o sirven para algo? —Sí. Para exhibición. Ambos son albinos. Pelo blanco, piel blanca, ojos rosados. — ¿Albinos auténticos? i Cómo, éste vuelve a ser el comienzo de un espectáculo secundario para nosotros, sir John! Una pareja de Fantasmas para presentar junto a nuestra pareja de Pigmeas Blancas. ¿Por qué diablos no tendría que querer a semejante familia, señorita Auburn? — Porque Pavlo, el padre, es un bastardo integral. Todos le detestaban en el otro espectáculo. — Ajá —murmuró Florian, dirigiendo a Edge una mirada de complicidad—. ¿Cómo se manifiesta esta condición de bastardo? — Maltrata a su familia. Nunca habla a los niños, y cuando dice algo a su esposa, lo hace ladrando, igual que uno de sus terriers. También le ha pegado alguna vez. Y Gavrila es una persona tan dulce y amable que todos odiaban a Pavlo por ello. — ¿Zachary? —dijo Florian—. ¿Nuestro foco de repuesto? — Si usted lo dice, director. Cuando se ponga realmente insufrible, siempre podemos echarlo a sus propios perros como comida. Tal vez tengamos que hacerlo. Para alguien que no puede pagar sueldos, está cargando con un gasto considerable sólo de manutención. — Hablando de manutención —observó Florian—, aquí llega lo dulce y lo amargo para redondear nuestra comida. Zabaglione y expresso. Señorita Auburn, ¿puedes encontrar a toda esa gente? ¿A los eslovacos y los Smodlaka? — Están diseminados por toda la ciudad. Si pudiera llevar un acompañante... —Iré contigo —dijo Edge, antes de que pudiera ofrecerse otro hombre—, pero antes permíteme presentarte a Jules Rouleau. Quiero saber qué dice el médico sobre su recuperación. Cuando terminó la comida, Florian dejó un puñado de billetes para los camareros. Mullenax y Yount arquearon las cejas, y él les advirtió:
— Ser pobre sólo es una desgracia si te obliga a actuar como tal. De todos modos, esta propina no es tan generosa como parece. Una lira sólo vale veinte centavos yanquis. A propósito, todos los recién llegados tendrían que cambiar su dinero americano y aprender a calcular en liras. La compañía entera fue al mostrador de recepción para hacerlo. El médico residente del Gran Duca, un tal doctor Puccio, esperaba allí, y Florian le condujo a la habitación de Rouleau, acompañado por Edge y Autumn. Carl Beck y Magpie Maggie Hag los siguieron. —Madonna puttana —murmuró el médico, cuando levantó la sábana de la cama del inválido y vio la caja de salvado—. E una bella cacata. — Autumn rió entre dientes al oírle, pero no tradujo las palabras a Edge. El doctor Puccio tenía razón al exclamar aquello. Habían ido añadiendo más salvado a medida que los ratones o ratas, o ambos, lo comían, pero el grano estaba mezclado con excrementos de los roedores y una buena dosis de hollín. En el fondo de la caja, donde el salvado se había humedecido con el goteo de los diversos medicamentos aplicados a las heridas de la pierna, había una capa de moho verde. La pierna tenía también muy mal aspecto cuando la levantó de la caja: encogida, descolorida por el salvado y arrugada como una rama. El médico siguió refunfuñando: «Sono rimasto... cose da pazzi... mannaggia!», mientras limpiaba la pierna y después la tocaba, manipulaba y examinaba. A pesar de todo, la pierna estaba entera, sólo se doblaba en los puntos donde debía hacerlo y las heridas ya eran sólo cicatrices. El doctor Puccio miró a los que le rodeaban con expresión ceñuda y amenazadora y preguntó en un inglés perfecto: —¿Quién prescribió este tratamiento demencial para las heridas? No fue un médico, seguro. — La caja de salvado fue idea mía —confesó Edge—. En una ocasión sirvió para un caballo al que me resistía a matar de un tiro. El doctor gruñó y luego dirigió a Florian una mirada colérica. —Signore, no he sido informado de que se me llamaba para examinar a un paciente de veterinario. —Volvió a mirar a los demás—. Aparte de esta caja merdosa, ¿qué atenciones se le han dedicado? — Le he limpiado las heridas con ácido fénico —respondió Magpie Maggie Hag— y después he usado ungüento de basilicón, gotas de dicloroetano y cataplasmas de hierbas emolientes. —Gesú, matto da legare —murmuró el médico. Entonces anunció, enfadado—: Nada de esto debería haberse hecho. Ha sido una gran estupidez, remedios campesinos, curas de caballo, una intromisión imperdonable. —Los miembros de la compañía parecían contritos y Rouleau preocupado. Sin embargo, el médico se encogió de hombros a la italiana, con hombros, brazos, manos y cejas, y continuó—: A pesar de ello, todo ha servido. Ustedes no pueden saber por qué, así que voy
a decírselo. Ninguna de estas ridículas panaceas de curandera, signora, podían evitar que los microbios y bacilos de la corrupción infectaran las heridas. Este paciente habría tenido que morir de fiebres. En cuanto a esta... esta merda, estas cáscaras recrementicias —pasó con repugnancia una mano por el salvado—, igual podrían haber envuelto el miembro en serrín. Salvo por una cosa. Todos ustedes eran demasiado ignorantes para saberlo, pero el salvado generó espontáneamente estos hongos aspergillus. —Tocó la verde capa de moho—. Es conocido por los médicos, pero sólo por los médicos, no por aficionados como ustedes, que ciertos aspergilli producen un efecto destructor sobre los microbios de la enfermedad. Este moho verde, sólo este determinado moho verde, ha curado el miembro del paciente y salvado su vida. —Así que lo hicimos bien, ¿eh? —dijo Magpie Maggie Hag, con una risa senil. El doctor Puccio le dirigió una mirada hosca. —Por lo menos, el pronóstico es bueno. La pierna requerirá frecuentes masajes con aceite de oliva para recobrar la musculosidad y flexibilidad. Será dos o tres centímetros más corta que la otra pierna. Andará con un cojeo, signore, pero andará. — Soy acróbata de oficio, dottore. ¿Volveré a saltar? ¿Brincar, voltear, dar saltos mortales? —Lo dudo y no se lo recomiendo. Después de todo, el miembro no ha sido escayolado ni cuidado por un profesional, sino por ignorantes, por muy buena que fuera su intención. —Les dirigió otra mirada reprobadora. —Pero tienes ante ti una carrera nueva, Monsieur Roulette —dijo Florian—. La de aéronaute extraordinaire. El jefe Beck va a empezar la construcción de un generador de gas para el Saratoga. —Zut alors! Entonces mi accidente me ha librado para siempre de la monótona tierra llana. Debo estarle agradecido. Y a vosotros, Zachary y Mag, mis entrometidos e ignorantes amis. Los visitantes abandonaron la habitación y, en el vestíbulo, Carl Beck preguntó: —Bitte, Herr Doktor. ¿Puedo pedirle un consejo? Se habrá dado cuenta de que mis cabellos empiezan a escasear. —Sí. ¿Y qué? Los míos también. — Sólo deseo conocer su opinión profesional de este medicamento. Beck se sacó del bolsillo un frasco de la loción que le había dado Magpie Maggie Hag. — ¿Es esto lo que he olido en usted? —El médico se volvió hacia la gitana—. ¿Qué es? En una buena imitación de la propia altanería del galeno, contestó ella con orgullo: — Una panacea de curandera.
Los ojos del médico centellearon por primera vez. Destapó el frasco de Beck y lo olió. — ¿Ajá! i Sí! Per certo. Puedo distinguir los ingredientes secretos. Pero no tema, signora, no los divulgaré. Ja, mein Herr, este remedio servirá tan admirablemente como cualquier otra cosa conocida por la ciencia médica. —Danke, Herr Doktor. —Beck se inclinó y en seguida dijo a Magpie Maggie Hag—: No era suspicacia, se lo aseguro, gnddige Frau. Pero consuela tener la garantía de un profesional. Los otros se fueron, reprimiendo una carcajada. Edge y Autumn salieron del hotel, el primero cargado con la gran papelina de restos de la comida. Florian y Magpie Maggie Hag los siguieron con la mirada y Florian preguntó: — ¿Qué dicen tus instintos de gitana sobre la contratación de los nuevos artistas, Mag? — Que los contrates a todos, excepto a la rakli. —¿La chica? —Florian parpadeó—. No me digas que ves algún peligro en Autumn Auburn. — No. Es una rakli bella y afectuosa y será una buena artista. Y una buena romeri para Zachary. — ¿Esposa? Vaya, vaya. ¿Es que presientes celos de...? —No. Ni siquiera Sarah tendrá celos de una esposa tan buena. En Autumn Auburn no hay peligro, sólo dolor. — i Oh, maldita sea, Mag! Reserva tu mística ambigüedad para los incautos. ¿Cómo diablos debo interpretar esto? Ella se encogió de hombros. — No veo nada más. Nada de peligro, sólo dolor. En la piazza, donde Autumn abrió su sombrilla de color amarillo pálido y el sol poniente brilló todavía más sobre sus cabellos castaños y cara traviesa, Edge no pudo por menos de exclamar: — Eres lo más bonito que he visto en mi vida. — Grazie, signore. Pero aún no hace un día que estás en Italia. Espera a ver una muestra de las signorine por estas calles. — No las veré. Me deslumbras demasiado. ¿Quieres casarte conmigo? Ella fingió meditar la respuesta y al final dijo: — Señora Edge. Suena a mujer tragasables. —Cualquier cosa es mejor que señorita Cubbidge. Pero, si insistes, me convertiré en señor Auburn. —Yo no insisto en nada, Zachary, incluyendo al matrimonio. ¿Por qué no hacemos durante un tiempo lo que la gente corriente llama «ensayo de matrimonio»? Él tragó saliva y buscó las palabras.
— Bueno... muy bien. Pero ésta es una proposición aún más directa que la mía. — Espero que no te ahuyente. No soy disoluta, pero tampoco dolorosamente respetable. Te deseé en cuanto te vi, a pesar de tu arisco saludo. —Fue en defensa propia. Verte casi me hizo perder el sentido. —Entonces, los dos lo hemos sabido desde el principio. ¿No sería tonto pasar por todas las trivialidades del coqueteo, el noviazgo, las bromas de los amigos, la publicación de las amonestaciones y...? —Sí. ¿Por qué no volvemos al hotel ahora mismo y...? — No. Puedo no ser virtuosa, pero seré justa. Te haré mirar lo que podrías estar cortejando. Mira hacia allí, a esa esbelta muchacha. ¿No es maravillosa? —No está de mal ver, no, señora. Pero apostaría algo a que engordará antes de los cuarenta. —¿Cómo sabes que yo no engordaré? Muy bien... esa otra. No le puedes encontrar ningún defecto. La chica que lleva flores en el pelo. —Autumn, tú llevas flores en los ojos. Deja de señalar a posibles novias. Ya tengo a la que quiero. —iAy de mí! Un hombre impetuoso. —¿Podemos volver ahora? —Ni hablar. El director nos ha confiado una misión. Ahora, Zachary, deja de contemplarme y echa una mirada a tu alrededor. Es tu primer día en un país nuevo, en un continente nuevo. Tendrías que devorar las vistas como cualquier turista de la Cook. Ahora que Edge y Autumn se habían alejado bastante de los olores portuarios de humo de carbón, vapor, sal y pescado, Livorno era más atractivo para el olfato que para la vista. Envolvía y endulzaba el crepúsculo incipiente el humo de leños que salía de las puertas de las cocinas. De cada jardín y ventana emanaban los olores acres, picantes, nada parecidos a un perfume, de flores anticuadas: cinnias, caléndulas, crisantemos. Autumn enseñó incluso a Edge un pequeño parque urbano que era pura fragancia: una fresca fuente en un bosquecillo compuesto exclusivamente de aromáticos limoneros. Incluso ahora, a principios de otoño, estaban aún cargados de fruta, que era a todas luces propiedad pública. Numerosos golfillos trepaban a los árboles para coger los limones y llenaban después latas y tarros con agua fresca de la fuente para mezclar el zumo de la fruta y el agua y vender la limonada por las calles. Había mendigos por doquier, incluso en los barrios más elegantes, y no todos eran tan emprendedores como los chicos de la limonada. La mayoría se limitaba a permanecer en cuclillas o tendida sobre las aceras, con las mangas, faldas o pantalones levantados para exhibir
horribles llagas. Alargaron la mano hacia Edge y Autumn, gimiendo uniforme y monótonamente: «Muoio di fame...» —«Me muero de hambre» —tradujo Autumn—. No te apiades de ellos. Más de la mitad son farsantes sanos y fuertes e incluso los verdaderos lisiados podrían encontrar trabajo cosiendo redes en los muelles. Así, pues, Edge sólo dio limosna a un mendigo, porque parecía auténtico y porque no los importunó. De hecho, sólo podía identificarse como mendigo por el cartel colgado de su cuello: «CIEGO.» Llevaba gafas opacas y lo arrastraba por las calles un perro que tiraba de la correa con demasiado ímpetu para darle ocasión de acercarse a alguien. Edge casi tuvo que pararlos a la fuerza para poner una moneda de cobre en la mano del hombre. El ciego suspiró y dijo en un murmullo: —Dio vi benedica. —Sacudió la cabeza con desesperación, señaló al perro que aún pugnaba por seguir su camino y murmuró algo a Edge. Autumn lo oyó, rió y dijo: —Dale un poco más, Zachary. Dice que antes tenía un perro bien amaestrado, que se paraba por iniciativa propia siempre que veía a alguien dispuesto a la caridad, y esperaba con paciencia a que él contara la triste historia de que en el pasado había sido un curtidor próspero hasta que cayó en una de sus tinas y el ácido le cegó. Pero aquel perro murió y este nuevo es un inútil. Dice: «Ahora, cuando se detiene, suelo encontrarme contando la historia de mi vida a otro perro.» —Rió otra vez, y también rió el ciego, aunque con tristeza—. Dale más, Zachary. Estas monedas sólo son centesimi. Dale una lira. Mientras caminaban, Edge observó a Autumn que los yugoslavos vivían en un barrio demasiado distinguido para artistas de circo sin trabajo, pero cuando ella le condujo a la parte posterior de una de las mansiones, vio que los Smodlaka vivían en el fondo de un cobertizo de la propiedad. El cabeza de familia, un hombre de la edad de Edge, con abundante barba y cabellos rubios, se hallaba sentado en el umbral sin puerta, afilando ociosamente un palo. Levantó la mirada al ver a Autumn, no saludó, hizo una mueca de disgusto, siguió cortando el palo y dijo en inglés: —Hay que hacer algo cuando no se tiene nada que hacer. —En vez de astillas, podrías hacer una muñeca para las niñas. Pavlo, te presento a Zachary Edge, director ecuestre de un nuevo circo que acaba de llegar del extranjero. Está aquí para ofrecerte un puesto en el espectáculo. —Svetog Vlaha! —exclamó el hombre. Se puso en pie de un salto, sacudió la mano de Edge y lo saludó en una serie de lenguas. Edge contestó: —Encantado de conocerle. Y a partir de entonces Smodlaka habló casi exclusivamente en inglés, incluyendo la orden que gritó hacia el oscuro interior del cobertizo:
—iVenid, queridos! ¡Venid a dar la bienvenida! Edge estaba ansioso por conocer a los niños albinos e incluso a la maltratada esposa, pero lo que salió en tropel de la oscuridad, profiriendo sonidos de alegría, fueron tres perros cruzados, pequeños y flacos. Smodlaka dio órdenes inmediatas —«Gospodin "Terry", pravo! Gospodja "Terrier", stojim! Gospodjica "Terriest", igram!»—, y los perros empezaron a dar vueltas en tomo a Edge, uno sobre las patas traseras, otro cabeza abajo sobre las delanteras y el otro dando alegres volteretas. Autumn dirigió a Pavlo una mirada de reprobación, se asomó al cobertizo y llamó: —iGavrila, niños! iSalid también vosotros! Cuando la primera se acercó tímidamente al umbral, retorciendo las manos contra un delantal de remiendos, Pavlo interrumpió sus órdenes a los perros gimnastas —«iMujer, trae vino!»— y ella desapareció de la vista como impulsada por un muelle. Pavlo continuó ladrando como un perro a sus perros, mientras éstos, con el mismo silencio y eficiencia de los tres chinos del Florilegio, seguían con sus cabriolas. La mujer reapareció al cabo de un minuto con un pellejo de vino y tres tazas de madera pintada. Sin esperar otra orden, llenó y alargó las tazas a Autumn, Edge y su marido y siguió retorciendo su delantal. Detrás de este delantal asomaban, una a cada lado, dos caras de cera coronadas por cabellos de color paja. —Mi mujer —gruñó Smodlaka, señalando con la cabeza en su dirección—. Su prole. —Hizo chocar su taza contra la de Edge y bebió un sonoro sorbo. —Tienen nombres —dijo Autumn—. Gavrila, te presento a Zachary Edge. Zachary, los pequeños son Velja y Sava. Zdravo —dijeron todos, estrechándole la mano con timidez. La madre era una rubia eslava, de tez clara y ojos azules como el padre, y era muy bonita, pese a la cara ancha y el cuerpo macizo. Los dos niños eran tan extremadamente blancos que no podía distinguirse su sexo, y sus rostros de color paja casi parecían no tener rasgos —nariz pálida, labios pálidos, cejas y pestañas blancas—, exceptuando los ojos, impresionantes: pupilas rojas en el centro de unos iris plateados que lanzaban destellos de un rosa vivo cuando captaban un rayo de luz. Gavrila miró de soslayo a su marido antes de preguntar a los visitantes: —¿No han comido, gospodín, gospodjica? Tenemos pan y queso. Tenemos vino. Tenemos de todo. —Ya hemos comido, gracias —respondió Autumn, y le alargó la bolsa de papel—. Aquí tienes algunos bocados para complementar tu abundancia, querida. Ahora hemos de atender a otras diligencias.
—Pero aún no han visto todo el número de mis protegidos —protestó Pavlo. Los perros continuaban ejecutando sus frenéticas cabriolas, saltando uno sobre el otro en una complicada secuencia de baile. —Toma a tus protegidos y a tu familia —dijo Autumn— y enséñalos a monsieur Florian en el hotel Gran Duca. Estoy segura de que le gustarán y los contratará. ¿Sabes dónde puedo encontrar a los eslovacos? —Prljav —dijo con desprecio Smodlaka—. Todos mendigan en la estación de ferrocarril. Llevando paquetes y esperando propinas. Degradándose. —Mientras tú estás sentado, afilando un prestigio sin mácula —replicó Autumn, y añadió, dirigiéndose a Gavrila—: Espero veros mañana en el circo, a ti y a los niños. Vamos, Zachary. Sé dónde está la estación. No estaba lejos. Como la mayoría de estaciones de ferrocarril, era bastante nueva y —como el ferrocarril, pese a todo su ruido y suciedad, era para cualquier comunidad una valiosa adquisición—había sido erigida en el mismo centro urbano, grande y ornamentada, con una fachada de mármol de Carrara. Tenía dos inmensos andenes de mármol a lo largo de dos parejas de vías, una de entrada y otra de salida, y esa zona de la estación no parecía nueva ni orgullosa, pues ya estaba cubierta de hollín y sombreada por una permanente cortina de humo que pendía de la bóveda de cristal sostenida por vigas. Acababa de entrar un tren de Pisa y los pasajeros se empujaban y abrían paso a codazos, casi luchando para salir de los compartimientos y correr a hacer sus necesidades a los lavabos de la estación. Edge observó con interés que las locomotoras europeas funcionaban con carbón, como el buque de vapor Pflichttreu. Las máquinas despedían nubes de humo menos voluminosas que las de los trenes americanos, alimentados con leños, que Edge estaba acostumbrado a ver, y, desde luego, menos chispas; estas locomotoras no tenían las grandes y abultadas parachispas sobre sus chimeneas. Sin embargo, el humo y ceniza que producían eran más grasientos y sucios y ennegrecían más los vagones del tren, a los pasajeros, los alrededores de la estación e incluso el paisaje que bordeaba las vías. Tras la desesperada salida de los pasajeros, el tren descargó una asombrosa cantidad de equipaje: bolsas, baúles, maletines, maletas y gran número de enormes cajas de madera, cada una capaz de conte ner la tabla de una mesa grande, lo cual era evidente que no conte nían, pues un solo mozo bastaba para bajarlas del furgón del equi paje al andén. Edge miró más de cerca una de ellas y vio que lleva ba grabado: «CRINOLINA.»
—¿Significa esto lo que me imagino? —preguntó a Autumn—. ¿Que en esta enorme caja sólo hay miriñaques? —Uno solo —contestó ella—, la falda plegable de un vestido. Una en cada caja. ¿Cómo creías que transportaban las mujeres la subestructura de su vestuario? Ah, mira. Uno de esos mozos es Aleksandr Banat. Llamó por señas a un hombre bajo, chato y mal vestido, que se le acercó al instante, quitándose la gorra informe para tirar de un mechón de sus cabellos. Autumn le habló en italiano y él respondió con gruñidos y alguna que otra palabra en la misma lengua. Luego tiró con tal fuerza del mechón que se inclinó hacia adelante. Indicó a Autumn y Edge que le siguieran por el andén, hasta donde los rieles salían a la luz del día. —Dice que él y todos sus compatriotas eslovacos viven en cobertizos abandonados en el patio de carga —explicó Autumn—. Pana Banat es más o menos su jefe. Como debes haber observado, tiene un dedo y medio de frente. También sabe algo de italiano y entiende un poco el inglés. Caminaron entre vías, traviesas, agujas, vagones viejos y furgones de mercancías. Al fondo de los desviaderos llegaron a una verdadera ciudad de cobertizos construidos con materiales de desecho: metal ondulado cubierto de óxido, cartón, lona, pero sobre todo cajas unidas de CRINOLINAS. La población de hombres sucios y andrajosos y algunas mujeres sucias y harapientas estaba sentada, aburrida y apática, o removía el contenido de latas colgadas sobre fuegos de desperdicios o arrancaba sabandijas de las costuras de su ropa o miraba con expresión sombría a los recién llegados. Banat caminó entre los cobertizos y volvió con media docena de hombres. Podían haber sido parientes próximos suyos, tan grande era el parecido: morenos, peludos, corpulentos. Banat los presentó con gesto ceremonioso, individual y efusivamente, pero Edge sólo entendió el prefijo general de Pana y unos nombres que sonaban como gargarismos. —Dice que Pana Hrvat sabe tocar la corneta —tradujo Autumny que él toca el acordeón y que Pana Srpen incluso posee un trombón y Pana Galgoc y Pana Chytil saben tocar diversos instrumentos. En cualquier caso, todos ansían trabajar. De peones, músicos o lo que sea. —Dio instrucciones a Banat—. Pana Banat los reunirá a todos, hay cinco o seis más, y los llevará en seguida a ver a Pana Florian. Pero antes Banat acompañó a Autumn y Edge hasta el final de los cobertizos, a la ciudad propiamente dicha, para que no tuvieran que regresar por el apartadero en la inminente oscuridad. Se encontraron en la parte comercial de Livorno, el barrio de la clase obrera, donde la noche y la niebla nocturna del mar se deslizaban juntas por las calles estrechas y tortuosas. Los faroleros hacían su trabajo a toda prisa, para mantener a raya a la oscuridad. Los faroles encendidos brillaban confusamente a través de la niebla, iluminando los escaparates de las
tiendas, los tenderetes de la calle y las carretillas de afiladores, vendedores de pasta y de queso, talladores de coral, recogedores de malvas, vendedores de alpiste, reparadores de porcelana, todos gritando sus mercancías y servicios a los transeúntes que se dirigían a sus casas. Entonces vieron bajar por la calle a un número considerable de gente que formaba un apretado grupo. Cuando pasaron bajo un farol, resultó evidente que eran una banda de mendigos —todos harapientos y sucios, algunos cubiertos de úlceras, otros lisiados y cojos, unos cuantos arrastrándose sobre manos y rodillas—, pero había algo todavía más extraño en el hombre que conducía al grupo y que caminaba con normalidad. —Es el caballero John Fitzfarris —dijo Edge, y le llamó—. Hemos estado reclutando a nuevos colegas, Fitz. ¿Quién diablos son tus reclutas? —Malditas garrapatas —respondió Fitz—. He salido a dar un paseo, porque me gusta encontrar los mejores lugares de cada ciudad nueva — sonrió—, y también los peores. Y en vez de esto, he terminado dirigiendo este desfile de repugnantes mendigos. —Miró con ira a la multitud de personas jóvenes y viejas, de sexo masculino y femenino. No buscaban piojos en su ropa ni gimoteaban «Muoio di fame»; le estudiaban simplemente, con una especie de muda admiración—. Les he echado todas las monedas que poseo, pero no puedo deshacerme de ellos. Creo que piensan que soy de su clase. Autumn preguntó en italiano y un par de mendigos murmuró una respuesta. Dijo a Fitz: — Esperan descubrir cómo te has pintado media cara azul. Por lo visto eres único en la profesión. Sin duda quieren probarlo en sus caras. — Maldita sea —gruñó Fitz—. Me gustaría enseñarles cómo me lo hice. Jamás había visto un grupo de farsantes como éste. En algún momento de mi vida, yo también he caído en ello, de modo que sé distinguir lo falso de lo auténtico. ¿Veis aquel de allí? ¿El que tiene esas repugnantes úlceras y costras en la cara y los brazos? — A mí me parecen reales —dijo Edge—. Y horribles. — Es la escaldadura falsa. Te pones sobre la piel una gruesa capa de jabón y la salpicas de vinagre. Forma burbujas y ofrece un aspecto repugnante, como la lepra o algo así. Y aquel otro tipo es un epiléptico falso. Se cae en medio del arroyo, agita los miembros y saca espuma y atrae a una multitud de buenos samaritanos. Y aquella mujer flaca (su esposa, tal vez) se desliza entre los samaritanos y les vacía los bolsillos. Espero que esta basura no me persiga por toda Italia. Autumn gritó inmediatamente a la plebe furiosas invectivas en italiano. Acobardados, se dispersaron y desaparecieron por diversos pasajes. Fitzfarris expresó a Autumn su más sincero agradecimiento y dijo que en lo sucesivo no saldría a la calle sin su máscara de cosméticos y
acompañó a Edge y Autumn hasta el Gran Duca. Cuando los tres cruzaron el umbral, encontraron el vestíbulo lleno de personas que no eran los habituales huéspedes bien vestidos. —Florian ha congregado a toda la gente nueva enviada por usted, señorita Auburn —explicó Mullenax, mirando y fumando un negro y retorcido cigarro italiano, cuyo rancio aroma no dominaba del todo el fuerte olor de su aliento, que sugería una temprana y bien aprovechada visita al bar del hotel—, y está examinando sus salvoconductos. Ya ha contratado a la familia de los perros y encargado una habitación para ellos. Ahora habla a esos trabajadores. —Supongo que debería ayudarle en esta conversación —dijo Edge a Autumn—. Tú puedes hacer de intérprete. —No —respondió ella, con firmeza—. Tenemos que ensayar, algo, ¿recuerdas? Así, pues, aunque era muy temprano, dijeron buenas noches a Fitzfarris y Mullenax y se retiraron. Edge tenía una habitación para él solo y fueron allí en lugar de a la caravana de Autumn, porque ella quería aprovecharse del cuarto de baño del hotel. Una sirvienta corrió a llenar la bañera y volvió poco después para acompañar a Autumn y ayudarla en sus abluciones. Autumn fue al baño completamente vestida, exceptuando el sombrero y la sombrilla, porque no tenía bata y el cuarto de baño se hallaba a una distancia considerable a través de los pasillos. Y por la misma razón, volvió completamente vestida a la habitación de Edge. —Para no provocar un escándalo —dijo a éste—, me he tenido que desabrochar todos los botones y deshacer todos los lazos y luego, después del baño, abrocharlos de nuevo. Ser modesta es una tarea muy ardua. —Entonces, seamos inmodestos —sugirió él— y realmente escandalosos. Permite que sea yo quien te desabroche ahora. Por primera vez en su vida, Edge experimentó el inefable placer de desnudar con sus propias manos a una mujer deliciosa, vestida con las numerosas capas de tela y adornos del atuendo europeo para calle. Durante el resto de su vida no olvidaría nunca la novedad, los matices y las sutilezas que precedieron aquella noche al acto de hacer el amor. Fue como disfrutar de una desfloración casta antes de la unión en sí... como arrancar suavemente los pétalos, uno tras otro, de una peonia o una camelia o cualquier otra flor de muchos pétalos. Mientras Autumn se sometía a sus manipulaciones, mostraba —además de todo lo que llevaba puesto— aquel esbozo de sonrisa traviesa, acompañado de los hoyuelos. Se mantenía, paciente, en medio de la habitación iluminada, como una niña que se deja preparar por su niñera para ir a la cama. Como Edge no era una niñera, tardó mucho en desnudarla, pero para él fueron unos preliminares encantadores. Y
mientras se dedicaba a esta ocupación, su mezcla de cuidado minucioso y torpe ansiedad pareció excitar también a Autumn, que temblaba, de un modo ligero pero perceptible, cada vez que sentía su contacto en el cuerpo. Edge, tras cierto estudio y deliberación, empezó por desenganchar el adorno de bolitas de ámbar que rodeaba el generoso escote. Cuando lo hubo quitado, el percal amarillo pálido de debajo se onduló lo suficiente para dejar ver el espacio entre las suaves redondeces de sus pechos, lo cual hizo detener a Edge para sumirse un minuto en la más pura admiración, y esto provocó en Autumn un suspiro hondo y trémulo que convirtió la observación de sus pechos en algo todavía más interesante. Entonces Edge se sobrepuso y consideró el paso siguiente, decidiendo que consistiría en desabrochar los diminutos botones de perla gris de sus puños bordados. Para sus dedos grandes e inexpertos, fue una tarea muy dificil, pero entonces siguieron los botones más grandes que cerraban en la espalda la blusa de percal, y éstos fueron más fáciles. Sin embargo, cuando estuvieron desabrochados, algo mantenía unidas las dos mitades de la blusa entre las clavículas de Autumn. Esta tuvo que ayudar por primera vez, alargando las manos hacia atrás para enseñarle cómo funcionaba un corchete. Después, para ayudarle más, agitó los hombros, se bajó las mangas de la blusa y la tiró sobre la cama. La capa siguiente era un complejo de cintas de satén elástico que le pasaban por los hombros y se cruzaban sobre la camisa de batista para sujetar la falda de percal amarillo. Edge investigó y descubrió que podían quitarse deshaciendo los lazos de la cinturilla de la falda. Luego tuvo que quitar la cinturilla, y a continuación, aflojar todas las cintas que pasaban por unos pequeños ojales desde la cintura al bajo de la falda, ocultos bajo un volante. Una vez hecho esto, Autumn desenvolvió la falda amarilla y también la tiró sobre la cama. Todavía iba envuelta de la cintura a los tobillos por el artilugio que había sostenido la amplia falda, aros horizontales de alambre tieso, colgados de tiras de ropa, cuyo tamaño aumentaba a partir del talle hasta alcanzar dimensiones extravagantes en torno a los tobillos. Sin embargo, sólo fue preciso desabrochar las tiras para que los aros cayeran a sus pies en un montón de círculos concéntricos. Autumn salió de este cerco, lo apartó de un puntapié y se quitó al mismo tiempo las zapatillas de fina piel amarilla. Autumn no estaba todavía desnuda, pero sí mucho más que la mayoría de mujeres en esta fase de la operación. No llevaba cubrecorsé ni corsé con ballenas para estrecharse la cintura y tampoco una combinación «rellena» para darle un busto falso. No necesitaba semejantes ayudas artificiales. Aunque continuaba de pie como una niña obediente a quien preparan para ir a la cama —y quizá no era más alta que una de las chicas Simms—, Autumn Auburn no podía confundirse con una niña.
Encima y debajo del talle que Edge podía abarcar con sus dos manos, los pechos, caderas y nalgas tenían bellas proporciones femeninas. La siguiente capa visible de ropa era la camisa de batista blanca, larga hasta la cintura y sin mangas, sostenida por finos tirantes, y unas amplias enaguas con volantes de barato encaje de Valenciennes, hecho a máquina. Cuando Edge desató las cintas que sujetaban las enaguas al talle, haciéndolas resbalar hasta el suelo, quedó al descubierto otra capa de ropa. Autumn aún llevaba un par de calzones —con finos pliegues y ribeteados de encaje de Hamburgo— y medias de hilo de Escocia acanalado, sostenidas por ligas, con rayas blancas y azules bastante marcadas en la parte alta de los muslos, pero de tono amarillo pálido en el resto de las piernas y un adorno en los tobillos. Edge hizo resbalar las medias hacia abajo una por una y con mucha lentitud, tanto para gozar de la gradual y provocativa revelación de las piernas desnudas como para disfrutar del temblor que inducía este movimiento lento en la propia Autumn. No temblaba de vergüenza; sus piernas no eran nada de que avergonzarse; habrían hecho honor a cualquier estatua clásica de una ninfa danzarina. Eran firmes y tenían músculos duros, sin ser musculosas, delicadamente moldeadas y cubiertas por una piel color de melocotón que invitaba tanto a una caricia como los melocotones auténticos. Edge no se habría extrañado de encontrar duras y encallecidas las plantas de los pies de una volatinera, pero las de Autumn eran tan aterciopeladas al tacto como los muslos y pantorrillas, y comprendió que probablemente tenían que conservarse suaves... sensibles a cada temblor de la cuerda floja. Una vez quitadas las medias, Edge se levantó para contemplarla, entre satisfecho y calculador: la capa siguiente debía de ser la última. Ahora sólo llevaba la fina camisola en el torso y los calzones debajo. Cuando le levantó la camisa hacia la cabeza, ella alzó los brazos y así vio él que Autumn no era partidaria, como Pimienta y Paprika, de conservar el pelo bajo los brazos para excitar al público masculino. Iba bien afeitada y tenía en cada axila una constelación menor de pecas castañas. Esto resultaba un poco extraño, porque no tenía una sola peca en la cara, garganta o los hombros o —como resultó evidente cuando la camisa estuvo fuera— en cualquier otra parte del tronco. Más adelante Edge consideraría otro atractivo de Autumn, conocido sólo por él, que todas sus pequeñas pecas castañas estuvieran escondidas bajo los brazos y que ninguna otra interrumpiera la nacarada perfección de su cuerpo. Ahora, sin embargo, estaba demasiado complacido observando sus encantos más obvios y aún más atrayentes. Al quitarle la camisa, los pechos le saltaron alegremente, como felices de liberarse incluso de aquel confinamiento tan ligero, y eran una vista para hacer feliz a cualquier hombre. Pero Edge sólo les dedicó un momento. Cuando se inclinó para coger la cinturilla elástica de la última
prenda de la muchacha, plantó un rápido beso en cada uno de los pezones castaños que sobresalían de su aureola también castaña, y pasó la leve prenda por el triángulo de rizos castaños, todavía húmedos del baño de Autumn —que de paso también besó— y la bajó hasta los bonitos pies, cada uno de los cuales besó mientras ella salía de la última pieza de su atuendo. Arrodillado como estaba, Edge pudo observar ahora que Autumn tenía deliciosos pétalos en sus partes más secretas, igual que los de sus ojos. Los muslos un poco separados revelaban la excitación y el invitador resquicio abierto entre delicados y brillantes labios rosados, parecidos a los bordes de las petunias húmedas de rocío. Tras un minuto de amante contemplación de esta parte de ella, Autumn dijo con voz trémula, pero traviesa: — No has terminado del todo tu tarea. Aún no estoy completamente desnuda. —Levantó su ondulante cabellera castaña para enseñarle las perlas grises de imitación que cubrían los lóbulos de sus orejas. — Puedes dejártelas puestas, si quieres —dijo Edge—. Si no quieres ser completamente inmodesta, desvergonzada y escandalosa. —iOh, pero quiero serlo! —gritó ella, quitándose los pendientes y tirándolos—. iQuiero serlo! —cantó, echándose sobre la cama—. iQuiero serlo, quiero serlo! 2 Mientras Autumn sonreía y abría lentamente las piernas, la multitud gritó «Brava!», y luego «Bravissima!» cuando hizo una despatarrada lateral sobre la cuerda floja y el director de orquesta Beck tocó un dulce arpegio en su cuerda de pequeñas campanillas de hojalata. Era un lleno, «i un sfondone!», había declarado Florian con cierto asombro, pero con gran satisfacción. Había conseguido que las autoridades de Livorno le dieran permiso para levantar la carpa en el parque de la Villa Fabbricotti. — Y por un mero cinco por ciento de los ingresos de taquilla — informó—. Incluso me confían el cálculo. Empiezo a creer que todos los funcionarios de este joven reino de Italia son demasiado nuevos en sus puestos para haber aprendido las delicias burocráticas de la ofuscación y la extorsión. A primera hora de la mañana, Florian, el maestro velero Goesle y el jefe de obreros Beck, junto con la docena de otros eslovacos, habían conducido a los animales y carromatos al campo de atletismo del parque, que no tenía hierba, y levantado allí la carpa y las graderías y colocado el bordillo de la pista. Los obreros sabían lo que se hacían — incluso cantaron una versión eslovaca del arrarr mientras trabajaban— y
el único ayudante que necesitaron fue el elefante Peggy. Florian no tocó un martillo ni una cuerda; sólo participó hasta el extremo de señalar, sugerir y aprobar. De hecho, contempló con una gran sonrisa a los eslovacos mientras clavaban en el suelo dos estacas a la vez, seis hombres para cada una, todos manejando las almádenas en una acción rítmica que producía la misma explosión ruidosa que un rápido toque de tambores. Los artistas de la compañía salieron del hotel Gran Duca después de un tranquilo desayuno y se dirigieron sin prisas al terreno del circo para cambiarse de ropa. Aún no tenían carteles para fijar por la ciudad ni tiempo para anunciarse en un periódico local, así que, en cuanto Peggy hubo terminado su parte en la erección de la carpa, la cubrieron con la manta roja, convirtiéndola en Brutus. Hannibal se disfrazó de Abdullah y Florian le enseñó algunas palabras de italiano. Abdullah salió con orgullo —«hablando estranjero, por primera ves», como dijo—, golpeando el trombón y gritando: —Segue al circo! Al parco! Al specttacolo! Y a la hora del espectáculo aquella tarde, la población había acudido en tropel —miembros bien vestidos de la clase media, residentes en el barrio de Fabbricotti; mercaderes y sus familias; marineros, cadetes navales, pescadores y estibadores del muelle— y todos pagaron en liras, no en especie. Gavrila Smodlaka dijo con timidez a sus nuevos colegas: —Gospodin Florian debe de poseer alguna magia. El otro espectáculo nunca atrajo a tanta gente. Gospodja Hag, ¿ha pronunciado algún encantamiento de gitana? —No —contestó Magpie Maggie Hag—, pero si hay cerca alguna clase de magia, seguro que Florian la aprovecha. Hubo cálidos aplausos para el espectáculo del estreno, aunque el Saludos a todos, damas y caballeros fue cantado en inglés; y para el violento volteo de Buckskin Billy, el Intrépido Jinete de Las Llanuras; y para Barnacle Bill y sus listos cochinillos; y para los Smodlaka y sus perros todavía más listos; y para los antipodistas chinos, que trabajaron primero en trío y después con Brutus y el trampolín y los niños Simms supervivientes; y para Pimienta y Paprika con su pértiga... y vítores histéricos cuando la vieja señora del cumpleaños, «Signora Filomena Fioretto, bisnonna di settanta anni», resultó ser la vivaz Madame Solitaire. Pero el público no mostró tan ruidosamente su entusiasmo hasta que Autumn Auburn bailó sobre la cuerda floja. Ahora había hecho la despatarrada vertical, con una pierna delante sobre la cuerda y la otra atrás, en equilibrio sin otra ayuda que la sombrilla de tono amarillo pálido. Su traje de pista era muy sencillo: unas mallas azules, escotadas y sin mangas, medias color carne en las piernas y zapatillas flexibles, también color carne, en los pies. Y el
atuendo se distinguía en que no llevaba ninguna lentejuela. En su lugar, Autumn había untado de aceite sus hombros, brazos y escote y salpicado el aceite de polvo brillante plateado y dorado. «Se llama diamanté», dijo a Edge, cuando éste admiró el efecto. El efecto era que, cuando se movía, no proyectaba astillas de luz, sino que las partes desnudas de su piel brillaban y lanzaban destellos de un modo aún más provocativo. El director de orquesta Beck tocó varios arpegios ascendentes con sus pequeñas campanillas mientras Autumn se levantaba de su despatarrada, volviendo a juntar lentamente las piernas e irguiéndose sobre la cuerda. Hizo una pirueta y caminó, centelleante, hasta la plataforma del extremo, donde alzó los brazos en una exuberante V. El eslovaco que había aportado su propio trombón y el que tocaba la corneta tocaron una especie de hurra eslovaco. Por primera vez desde que Edge estaba en el espectáculo, no sólo oyó, sino que sintió el estruendo de los aplausos, gritos, silbidos y vítores. Todas las mujeres de la compañía habían observado la primera actuación de Autumn con ojos felinos. Paprika murmuró, entre admirada y envidiosa: —Pero si es magnífica... Y bella. —Se volvió hacia Pimienta—. A nosotras no nos han aplaudido tanto. —Lo harían —replicó entre dientes su pareja— si te concentraras más en tu actuación. Me gustaría que volvieras a estar pendiente de tu porteadora y no de los guiños de cualquier mujer. —Vaca vulgar —insultó Paprika, alejándose a grandes pasos hacia el otro lado de la pista, donde entabló una intensa conversación con Sarah. Clover Lee estaba con su madre, pero echó a Paprika una mirada glacial y se apartó de ellas. Edge entró corriendo en la pista para tomar la mano de Autumn en cuanto ésta hubo bajado la escalerilla y ambos levantaron los brazos ante una salva de renovados aplausos. Entonces el director ecuestre Edge tocó su silbato y cuatro eslovacos con pantalones de lona entraron trotando en la pista. Dos de ellos empezaron a desmantelar la cuerda floja y los otros dos prepararon las cuerdas del poste central para que Pimienta pudiera colgarse de la cabellera. Entretanto, la pequeña orquesta inició un ceremonioso passamezzo, y Domingo, Alí Babá y Florian entraron también en la pista. Mientras Florian empezaba la siguiente presentación —«Adesso, signore e signori!»—, los Simms se pusieron a hacer cabriolas a fin de entretener al público durante los pocos minutos de preparativos. Alí Babá se tiró al suelo, con el cuerpo hecho un ovillo, la barbilla increíblemente apoyada en las nalgas y las manos y los pies sobresaliendo de lugares imposibles, mientras Domingo daba saltos mortales por encima de él.
— Me gusta muchísimo tu conjunto diamanté —dijo Edge a Autumn cuando hubieron salido de la pista—. Parecías una hada ingrávida ahí fuera. Y te debo un gran saludo porque, francamente, no esperaba que fueras una artista tan maravillosa. — Oh, lo he hecho mejor otras veces —respondió ella, con imparcialidad profesional, pero en seguida se echó a reír—. El hecho es que estoy dolorida, maldita sea. Tú y yo tendremos que moderar nuestros transportes, Zachary, por lo menos las noches anteriores a una función. —Me preocupaba que no hubiera más noches. No he dejado de morderme los nudillos mientras has estado ahí arriba. Dios mío, saltos mortales y despatarradas sobre un centímetro de cuerda... Autumn se secó una gota de sudor de la frente y dijo, desdeñosa: —Zachary, esa cuerda está sólo a dos metros y medio del suelo. Quiero que Stitches me la suba hasta el techo. Edge se volvió a mirar la instalación. Se trataba de un caballete muy alto en que la cuerda sustituía a la barandilla. Dos largas X de vigas de madera, una a cada lado de la pista, mantenían tensa la cuerda que las unía y estaban fijas al suelo por una serie de poleas y cables clavados fuera del bordillo de la pista. Uno de los soportes era más alto que el otro y tenía una pequeña plataforma para que Autumn pudiera apoyarse y descansar entre sus ejercicios. Detrás de ella había la escalera para subir y bajar. La X más corta del otro extremo de la cuerda era su croisé de face, pintado de blanco justo encima de la cuerda para darle, incluso con poca luz, un guión claro en que fijar la vista y concentrarse. —Escúchame, guapa —dijo Edge a Autumn, con severidad—. ¿Quieres pedir a Stitches que te suba más arriba? Al director ecuestre también se le consulta sobre los proyectos que implican algún peligro. —En tal caso, querido, considéralo como un director, no como un papá ansioso. Te aseguro que si me cayera alguna vez, aunque fuese desde una altura de veinte centímetros, quedaría desacreditada para siempre... Pimienta, estás loca, ¿qué diablos haces? —Tu actuación es dificil de emular, mujer sajona —gruñó Pimienta, que esperaba que Florian concluyera su larga presentación. Entretanto, se había agachado y metido una mano dentro de sus leotardos y ahora palpaba una parte muy íntima de su cuerpo—. Pero sé una cosa: a los italianos les gustan mucho las especias. —Encontró lo que buscaba, el cachesexe que llevaba en la entrepierna, tiró de él y se ajustó los leotardos a toda prisa, con una sonrisa maliciosa—. Así que voy a dárselas. —Ecco! L audace signorina Pim! —anunció finalmente Florian, y la música tocó una fanfarria, mientras Pimienta lanzaba el cachesexe a Edge con un gesto casual y saltaba ágilmente a la pista.
Yount, el Hacedor de Terremotos, que sería el siguiente, se acercó a Edge y Autumn. Observaron cómo dos eslovacos subían la cuerda que elevaba a Pimienta por el moño y escucharon a los otros dos tocar la música que ella les había cantado previamente. Al oírla, Yount preguntó, asombrado: —Señorita Autumn, ¿cómo conocen sus extranjeros esta canción? Es The Bonnie Blue Flag. —Es El tílburi irlandés —le corrigió Autumn— y esa irlandesa sabe ir de paseo, no cabe duda. Pimienta extendió brazos y piernas hacia los lados en cuanto se separó del suelo y permaneció en esta posición cruciforme hasta que llegó a la viga de la que pendía. Entonces, antes de empezar sus acrobacias, juntó las piernas, y los leotardos se introdujeron en la hendidura, formando una arruga. Como los leotardos eran de color carne, exceptuando su adorno de lentejuelas verdes, se veía descaradamente desnuda allí arriba. Las mujeres del público hicieron comentarios en voz baja y los hombres, en voz bastante alta, pero todas las observaciones eran admirativas, no escandalizadas ni reprobatorias, como habrían sido en la parte del mundo de donde procedía Pimienta. —Florian me daría un rapapolvo si saliera sin el cachesexe —refunfuñó Clover Lee—. En cambio a ella, ni siquiera la mira. ¿Adónde ha ido? —El rey está en su tesorería —contestó Fitzfarris, que estaba a su lado— . Creo que ha corrido al carromato rojo cada dos actuaciones, sólo para tocar los montones de liras. Pero aquí viene otra vez. —Sir John —interpeló inmediatamente Florian, sin mirar siquiera hacia el foco de la atención general—, haremos el intermedio justo después del Hacedor de Terremotos, para que puedas preparar tu espectáculo. Veamos... no necesitarás a Alí Babá. Quiero enviar un mensaje al hotel y el chico puede llevar una nota a... —Mande a mi mujer —dijo Pavlo Smodlaka—. Habla italiano y no le hace falta una nota. Y le he ordenado que se ponga un vestido de calle. iMujer! iVen aquí! —Muy bien —accedió Florian—. Gavrila, he dicho en el Gran Duca que sólo Monsieur Roulette pernoctaría allí. Pero como ahora, afortunadamente, podemos permitirnos el lujo de conservar todas nuestras habitaciones, no veo motivo para negarnos tal comodidad. ¿Dirá a la dirección que espere a toda la compañía esta noche? Y varias noches más. Lo que ya no necesitamos son los servicios de cuadra. El caballero de color y los eslovacos dormirán aquí para atender a todos los animales. —Ya tienes el mensaje, mujer —dijo Pavlo—. Vete. —Y ella se fue, como un rayo. Florian sacó su lápiz y cuaderno de notas y empezó a escribir con atención, diciendo para sus adentros:
—Nota: traducir del inglés todas las canciones. Nota: decir a Mag que haga collares para los perros... —De vez en cuando se rascaba la barba con el lápiz, ensuciando sus pelos plateados. Sarah se le acercó para murmurarle: —Ya que conservamos las habitaciones, ¿puedo venir a la tuya esta noche? Me gustaría... —Oh, esta noche no, esta noche no —respondió Florian, sin interrumpir sus apuntes, al parecer ignorante de quién había hablado—. Esta noche celebramos consulta. Todos los ejecutivos. Probablemente hasta la madrugada. Sarah pareció disgustarse mucho. Fitzfarris meneó la cabeza y miró a su alrededor. Paprika sonreía con afectación. Clover Lee fruncía el ceño, pero Fitz no pudo adivinar si estaba molesta por el desaire de Florian a su madre o porque no se había fijado ni criticado el revelador atuendo de Pimienta. En cualquier caso, ahora el público estaba más subyugado por la peligrosa actuación de Pimienta que por la descarada exhibición de su cuerpo. Mientras giraba y se retorcía allí arriba, a nueve vertiginosos metros sobre la pista, la multitud exclamaba ohs y ahs. Lo mismo hacía Lunes Simms, a su modo. Fitzfarris, que salía por la puerta trasera para preparar su espectáculo del intermedio, encontró a Lunes mirando desde detrás de un pliegue de la lona y frotando con ardor los muslos entre sí. —Te dije que no hicieras esto, niña —la increpó. Lunes se sobresaltó y le miró con timidez, pero en seguida la timidez se convirtió en súplica mientras farfullaba: —Sí, y me dijo que hay juegos mejores. Enséñemelos, pues. — Si continúas haciendo esto, alguien te los enseñará, te lo garantizo. —Usted —insistió ella. —Que me cuelguen si me aprovecho de un cachorrillo mestizo. Prefiero a las mujeres mayores y con más experiencia. Ven a verme cuando hayas crecido, niña. Y ahora busca a tu hermana y preparaos para hacer de pigmeas. Ella estalló: — ¿Cómo adquiriré experiencia si no quiere dármela? Pero entonces cerró la boca de repente; Autumn acababa de salir por la puerta trasera y los miraba con cierta sorpresa. Lunes echó a correr alrededor de la tienda. Fitzfarris se encogió de hombros y dijo a Autumn: — Todas las mujeres de la compañía parecen estar súbitamente en celo. —¿Sí? — Y la culpa es tuya.
— ¿Ah, sí? —No sé cómo ocurre, pero lo he observado por doquier. En cuanto aparece una chica atractiva en la ciudad, por decirlo de este modo, todas las demás dan rienda suelta a sus impulsos biológicos. —¿Qué decís de los impulsos? —preguntó jovialmente Mullenax, acercándose a ellos con su nuevo uniforme de domador de leones. Autumn se limitó a contestar: —Yo habría dicho que Lunes Simms era demasiado joven para tener alguna clase de impulsos. —Es la sangre negra que corre por sus venas —observó Fitzfarris—. Las razas tropicales maduran pronto. —Y tras decir esto, se alejó. —Tiene razón, claro —dijo Mullenax—. Un médico me contó una vez que todo se debe a que los negros están siempre comiendo sandía. Dijo que la sandía inspira esa clase de impulsos. —Vaya tontería —contestó Autumn. —¿Usted cree? ¿Tienen negros en la Inglaterra de donde procede? ¿Tienen sandías? —Negros, no muchos. Sandías, pocas veces. —Entonces, ¿quién es para decir que son tonterías? Fíjese en la otra chica negra, esa Domingo Simms, y verá cómo desea a su hombre. Está bien, para cazar a Zack Edge, usted ha eliminado a Madame Solitaire, pero las negras también saben eliminar. Y le diré una cosa, eliminan con navajas. —Abner, ¿estás borracho? — Señorita Auburn, esta tarde entraré en la jaula del león. Y he decidido que ya es hora de meter la cabeza en sus fauces. ¿Cree que voy a hacer eso estando sobrio? Se produjo un tumulto dentro de la carpa cuando Pimienta terminó su actuación. Sin embargo, los aplausos no superaron a los recibidos por Autumn, y Pimienta tenía una expresión ceñuda cuando la bajaron al suelo y los eslovacos la ayudaron a desenganchar el moño de la barra. Saludó al público con dos breves inclinaciones y salió corriendo, así que los músicos tuvieron que poner un final torpe a la fanfarria y Florian tuvo que saltar a la pista para comenzar su presentación de Obie Yount, «il Creatore del Terremoto». Mientras iba a cambiarse de ropa, Pimienta se cruzó con Quincy Simms. Se detuvo en seco, lo estudió un momento y preguntó: —Oye, chico, ¿cuánto pesas? El reflexionó como si le hubiesen formulado una pregunta filosófica y por fin respondió: —Pues, no lo sé, señorita. — Bueno, no puede ser mucho. ¿Crees que podrías hacer tus contorsiones en el aire, agarrado a una barra?
El chico reflexionó un poco más y al final dijo que «suponía» que sí. —Ya veremos. Búscame después de la función nocturna y no te quites la ropa de pista. Haremos un ensayo. El Hacedor de Terremotos, después de levantar, hacer rodar y lanzar balas de cañón con muchos gruñidos y dejar que le tirasen una sobre la nuca —que dos eslovacos habían subido, gruñendo, por la escalerilla— y yacer en el suelo con gruñidos y muecas mientras Rayo el Percherón pasaba por encima de las tablas colocadas sobre su pecho, obtuvo una considerable salva de aplausos, mezclados con gritos de «Bravo!» y «Bravissimo!» y algún que otro «Fusto!» Mientras saludaba, murmuró a Florian, que estaba a su lado: —Sé qué significa «bravo», pero ¿qué es «Justo»? — El sentido literal es tronco de árbol, pero también significa bravo, sólo que más fuerte. Cuando estuviste en México oíste seguramente la palabra «macho». Pues es lo mismo. Un fusto es un hombre muy hombre. — ¿De verdad? —preguntó Yount, extrañado, y en cuanto pudo salir airosamente de la carpa, fue directa y muy virilmente a donde estaba Paprika Makkai, sacó el pecho, hinchó los bíceps y dijo sin la menor timidez: —Mam'selle, ¿querría pasear conmigo? —Miert? —balbució ella, demasiado sobresaltada para usar sus otras lenguas. — Mi amigo Zack dice que Livorno es una bonita ciudad para pasear. He pensado que usted y yo podríamos dar un paseo después de la función. Y tal vez cenar en algún sitio. Paprika le miró, pensativa, mientras recobraba el aplomo —y mientras él mantenía virilmente la hinchazón fusto de su pecho— y luego miró de reojo a Sarah, que ocultaba una sonrisa. —Vaya, es usted muy gentil, sargento. Creo que sería muy agradable, pero, como es natural, necesitamos una gardedám... una dama de compañía. —Oh, ¿es preciso? —Deshinchó un poco el pecho—. Bueno, está bien. —Si pudiéramos convencer a Madame Solitaire de que nos acompañe... Creo, madame, que no tiene otros compromisos... Los músicos tocaban una marcha ligera pero animada cuando Florian anunció el intermedio... y la disponibilidad de los servicios de adivina de Magpie Maggie Hag. El público abandonó la carpa charlando y riendo, pero muchos permanecieron en el interior y se trasladaron a los bancos inferiores para consultar a la gitana. Edge observó que, como de costumbre, todos eran mujeres. Sin embargo, la mayoría parecía encontrarse en avanzado estado de gravidez, por lo que no podían pedir consejo sobre cómo conquistar a un hombre. Y algo aún más insólito: ahora Magpie Maggie Hag llevaba un pequeño cuaderno, como el de
Florian, y escribía algo en él cada vez que ella y una mujer juntaban las cabezas. Edge aprovechó la ocasión, cuando se alejaba una mujer embarazada y otra se acercaba a la gitana con pasos lentos, para preguntar sobre la índole de las consultas de estas madres inminentes. — ¿Qué crees? Preguntan si va a ser niño o niña. —¿Y cómo lo adivinas? —¿Qué quiere decir adivinas? —preguntó ella, indignada—. i Soy Magpie Maggie Hag! Yo no adivino. De cada diez mujeres, nueve quieren un niño. —¿Y desean verlo escrito? — No, no. Eso es para después, por si acaso. Aquí en Europa, los circos suelen permanecer en un sitio el tiempo suficiente para que nazca el bebé. Si es lo que yo anuncié, niño o niña, los papás están tan contentos que a lo mejor me hacen un regalo. Si no lo es, vienen a verme muy enfadados. Entonces les enseño lo que está escrito y digo que no me equivoqué, que ellos lo oyeron mal. Siempre que digo a una mujer que será un niño, escribo niña. Si le digo niña, escribo niño. Ahora vete. No me estorbes. Estoy haciendo mucho dinero. Edge rió, le dio una palmada en la cabeza y se fue. En el patio delantero Florian estaba concluyendo su disertación sobre el contenido del carromato del museo, y aquellos europeos parecían fascinados, como él ya había predicho, por las momias apolilladas, sencillamente porque eran reliquias de animales en su mayoría inexistentes en aquellas latitudes. Entonces Florian señaló a Fitzfarris, apoyado tranquilamente en una caja de fruta invertida —«Un uomo bizzarro, sir John il Afflitto Inglese»—, y a la vista del Inglés Desfigurado, varios miembros de la clase trabajadora murmuraron y se santiguaron. Sin embargo, otra vista, igualmente extraña para él, llamó la atención de Edge. Fue en busca de Autumn para preguntarle: «¿Fuman papel los italianos?», indicando con un ademán a los numerosos hombres y mujeres que al parecer hacían precisamente esto. Ella se sorprendió de su sorpresa y contestó: —¿No existe la sigaretta en los Estados Unidos? Explicó que en realidad sólo se trataba de un cigarro corto, delgado y suave, pero envuelto en papel en vez de en una hoja de tabaco. La sigaretta ya era popular en ocasiones como ésta o en los entreactos de un teatro, cuando sólo había tiempo para fumar un poco, pero no todo un cigarro o una pipa llena. Gustaban en especial a las mujeres, añadió Autumn, porque no tenían un aroma tan fuerte como el cigarro y eran más delicadas para sostener entre los dedos. —Y ahora, buena gente —dijo Fitzfarris cuando la multitud había contemplado su desfiguración hasta la saciedad—, permítanme presentarles a mis colegas monstruos. Primero, vamos, chicas, acercaos, la única pareja en cautividad de auténticas Pigmeas Africanas Blancas!
—I Pigmeí Bianchi! —tradujo Florian, y siguió haciéndolo mientras Fitzfarrís daba rienda suelta a su fantasía: —Y ahora, observen a unos seres diametralmente opuestos en el catálogo de las razas humanas (levantad la cabeza, niños), filos Hijos de la Noche! —I Figli della Notte! — Nacidos en una caverna, criados en una caverna, sin ver jamás la luz del sol hasta hace unos pocos meses, cuando fueron descubiertos por casualidad y sacados de su emparedamiento. Contémplenlos bien, porque su piel delicada y pálida y sus sensibles ojos rosados no pueden soportar esta luz durante mucho tiempo y deben retirarse en seguida a sus tinieblas habituales, o sufrir crueles dolores... Cuando los pequeños y flacos Smodlaka se hubieron escabullido, supuestamente para refugiarse en la oscuridad, Fitzfarris anunció con voz estentórea: —iY ahora permítanme presentarles, damas y caballeros, a la Pequeña Miss Mitten! Esto cogió desprevenido a Florian, que buscó a tientas la traducción: —La Fanciulla Guanto... ejem... Mezzoguanto... Pero el público ya se reía, porque Fitzfarris había sacado una mano de su bolsillo y la mano llevaba un mitón que tenía pintados con colores brillantes unos ojos, nariz y un labio superior en la parte de la mano y un labio inferior en la parte del pulgar. Inmediatamente empezó a mover el pulgar para dar la impresión de que el guante hablaba, mientras él decía —sin mover sus propios labios—con una voz femenina y aguda: —iMe has hecho esperar mucho, maldita sea, John! Ya con su propia voz, y moviendo los labios, Fitz se disculpó: —Sólo me reservaba lo mejor para el final, cariño. Entonces se embarcó en varios minutos de pelea con su propia mano, en aquellas dos voces, contando chistes anticuados, de los que siempre era él la víctima, mientras Miss Mitten recitaba las «ocurrencias de Punchinello». El efecto, no obstante, quedaba muy deslucido por el hecho de que Florian tuviese que traducir las dos voces del diálogo con una sola voz. Así, cuando Fitzfarris volvió a guardarse en el bolsillo la mano chillona (que seguía gritando en el interior con voz ahogada) y sacó sus campanillas de hojalata —«iCualquiera de ustedes, amigos, puede hacer el mismo truco! ¡Asombren a sus amistades! i Sean el alma de todas las fiestas!»—, la venta fue decepcionante por lo escasa. Florian hizo una seña a los eslovacos y Hannibal, que aguardaban en la puerta principal de la tienda, para que empezasen a tocar Espera el carromato, y la gente tiró los cigarrillos y volvió a entrar en la carpa. La segunda parte del programa de la tarde pasó sin que el entusiasmo del público disminuyera ni un ápice. Quizá Barnacle Bill titubeó un poco
en su temeraria actitud y sus órdenes alemanas fueron un poco confusas, pero entró y salió de la jaula de Maximus —y de sus fauces— totalmente ileso, y sin fingir haber recibido un arañazo, porque Florian había decidido no reinstaurar el truco del «brazo ensangrentado» del difunto capitán Hotspur. Brutus el elefante arrastró alrededor de la pista a una docena de fornidos y humillados estibadores y Abdullah, el hindú, hizo malabarismos, entre otras muchas cosas, con salmonetes vivos procedentes de las propías aguas de Livorno. El coronel Ramrod usó ahora una de las carabinas de repetición Henry para su primer número, con Domingo y Lunes Simms como ayudantes. Le había alegrado encontrar en la bien surtida tienda del Gran Duca los cartuchos requeridos por la Henry. Había sacado las balas, quitado algo de pólvora para que el propulsante tuviera menos fuerza y vuelto a colocar las balas en los cartuchos. Además, Abdullah había enseñado a las chicas Simms a hacer un número de malabarismo rudimentario: colocadas a buena distancia una de otra, se lanzaban platos de modo que siempre hubiese uno o dos volando en el aire. Mientras lanzaban los platos, se situaban de forma que las balas disparadas por el coronel Ramrod fuesen a caer inofensivamente en el patio trasero. Al otro lado de la pista, el coronel manipulaba con indolente facilidad la palanca y el gatillo de la carabina y hacía añicos los platillos volantes hasta que las chicas ya no tenían más para lanzar. Después, usando su viejo y conocido revólver Remington, disparó desde diversas posiciones a las cinco calabazas que las chicas habían puesto sobre el bordillo de la pista (las calabazas secas eran abundantes y baratas en los mercados de Livorno), y desintegró la quinta, como siempre hacía ahora, apuntando con el pequeño espejo y disparando perdigones hacia atrás por encima del hombro. Entretanto, Clover Lee había enseñado a Domingo a coger subrepticiamente una de las balas disparadas, mantenerse firme, adoptar una expresión temerosa y dar un respingo cuando el coronel Ramrod disparaba la sexta bala «hacia sus dientes». Y el público interrumpió el tenso silencio con un aplauso ensordecedor. —Está bien, yo también te debo un saludo —dijo Autumn, cuando Edge salió de la pista—. No tenía idea de que fueras un artista tan consumado. Sin embargo, tendría que haberlo sospechado cuando me enteré de que tu actuación era la última. —Florian y yo hemos decidido que la tuya debe cerrar el espectáculo en lo sucesivo. —iZachary! No era mi intención insinuar semejante cosa. Estoy contenta de que seas tan bueno en tu trabajo como yo en el mío. No querría ser considerada mejor que mi hombre, ni tampoco pensar en secreto que merezco serlo. Tenemos talentos iguales pero diferentes. —Y yo digo vive la dérence.
—iVaya! iY además es un caballero culto! Durante la gran cabalgata final, los eslovacos tocaron bastante bien, pero menos de la mitad de los artistas que ahora formaban la compañía sabían cantar la letra de Entonces nos amábamos, Lorena, así que la mayoría se limitó a tararear. Pero el público no pareció defraudado por ello. Se marcharon todos de buen humor, dispersándose por el parque o subiendo a los carruajes de propiedad o alquiler que esperaban en las calles contiguas o paseando por las aceras. Magpie Maggie Hag se marchó al mismo tiempo, volviendo al Gran Duca para cuidarse de que sirvieran la cena a Rouleau y darle el masaje con aceite de oliva. Yount, Paprika y Sarah fueron a toda prisa a los carromatos para vestirse de calle, tras lo cual también se alejaron del campamento, Yount muy orgulloso y fusto de ir en compañía de dos mujeres bonitas. Los tres se perdieron casi inmediatamente por las calles más recónditas de Livorno, pero esto no importó a las mujeres, que vagaron por las calles estrechas y tortuosas, deteniéndose a examinar los productos expuestos para la venta en tenderetes y carretillas y contando con los dedos para calcular sus precios en monedas que conocían mejor. — iCinco centesimi! —exclamó Sarah ante el carro de un verdulero—. Esto es... veamos... un centavo. i Mira, Paprika, una cesta entera de uvas por un penique! Y aquí... hortalizas suficientes para la ensalada de toda una familia... ipor sólo un penique! —Y aquí —dijo a su vez Paprika en una pollería—. Un par de rechonchos pollos sólo por setenta y cinco centesimi. Esto equivale... a quince centavos en tu moneda, Sarah. — No es de extrañar que Florian estuviera impaciente por llegar aquí. ¡Podríamos vivir como miembros de la realeza con el sueldo de un mendigo! Al cabo de un rato, Yount se atrevió a recordarles que debían estar de vuelta en el parque a tiempo para la función de la noche, así que entraron en el primer lugar marcado con el letrero de: «TRATTORIA.» El propietario consiguió hacerles entender que sólo servía una selección de platos de pasta y ellos aceptaron su recomendación de fettucine alíe vongole. El dueño puso sobre la mesa, sin que se lo pidieran, una botella forrada de paja. Yount vertió un poco en sus copas, lo probó e hizo una mueca. —¿Qué es esto? —Chianti —respondió Paprika, bebiendo un sorbo con deleite. —¿Para qué sirve? —¿Qué quieres decir? —Algo de sabor tan amargo tiene que servir para curar alguna dolencia. —Idiota. Es un vino toscano.
—Desde luego, no es baya de saúco. —Toscana es la región de Italia donde estamos ahora. El chianti es uno de sus productos más famosos. La acidez del vino ayuda a apreciar mejor el sabor a mantequilla y sal de la pasta y las almejas. —Ah. Así instruido, atacó ahora la comida con la agresividad propia de un hombre forzudo, y Sarah no le fue muy a la zaga. Paprika, en cambio, sólo picoteó su plato, prefiriendo aprovechar la ocasión para una conversación seria o, mejor dicho, para pronunciar una homilía. Y Yount perdió poco a poco su avidez gastronómica, porque el tema elegido por Paprika era la incompetencia de los varones como amantes. A lo mejor Paprika lo hacía por bondad, pensó Sarah, y hablaba de los hombres en general para no decir directamente que le disgustaba el torpe galanteo de Yount. Incluso así, Obie Yount encontró desagradable la experiencia de escuchar cómo se denigraba sistemáticamente a su sexo. — Los hombres —declaró Paprika— son zafios en sus galanteos, egoístas e insensibles en el arte del amor. Descuidan las infinitas sutilezas que más placer proporcionan a la mujer. Con la boca llena, farfulló Yount: — Estos macarrones son muy buenos, ¿verdad? —El hombre considera a la mujer un simple receptáculo que él debe llenar con su esencia. Espera de ella que disfrute con la mera penetración. Pero la mujer puede disfrutar infinitamente más mediante atenciones externas que mediante las internas. —¿Le sirvo un poco más de este chianti, señorita Paprika? —Ningún hombre puede conocer todos los rincones maravillosamente sensibles que hay en la parte externa del cuerpo femenino. Sólo otra mujer puede conocerlos. Sarah, que comía con apetito, había mirado hasta entonces con expresión divertida a sus dos compañeros, pero su mirada se volvió pensativa y se clavó en Paprika cuando se dio cuenta de que la conferencia también iba dirigida a ella además de a Yount. Este, por su parte, empezaba a encontrar la experiencia peor que desagradable; se sentía enormemente turbado. Sus dos manos dejaron de empujar fettucine y hallaron otras ocupaciones —con una se atusó la barba, muy nervioso, y con la otra secó el sudor de su calva— cuando Paprika empezó a extenderse sobre técnicas específicas. —Obie, ¿te has tomado alguna vez el tiempo y la molestia, mientras haces el amor a una mujer, de admirar... pongamos por ejemplo, su hueco? —Sonrió con lascivia—. ¿O su filtro, tal vez? Yount echó una recelosa ojeada al restaurante. —Por favor, señorita Paprika. Algunas de estas personas podrían reconocer las palabras sucias, incluso en inglés.
—No seas estúpido y contéstame. Cuando haces el amor a una mujer, ¿se te ocurre alguna vez acariciar su hueco, tocar su filtro? —La lengua rosada de Paprika salió y humedeció lascivamente su labio superior—. ¿Has besado alguna vez esos lugares en una mujer? Yount se removió y dijo, enfadado: —Señorita, no me permitiría decir semejantes palabras a una mujer y mucho menos... —Claro. ¿Comprendes ahora por qué digo que los hombres son lerdos? ¿Te escandalizaría también, Obie, que la mujer dedicase atención amorosa a tu filtro o a tu hueco? Tú también tienes estos lugares. Yount se retorció la barba y se rascó el cráneo. —Señorita, por favor, ¿podríamos cambiar de te...? —Sin embargo, tu propio filtro —continuó ella, escrutándole traviesamente— está cubierto de pelo. —iY decentemente vestido, también! —estalló él—. Vaya, nunca había oído hablar así a una mujer. Yo no hablaría así de estas cosas ni siquiera entre hombres ni en el cuartel. —Imbécil, ni siquiera sabes de qué estoy hablando. Espera, te voy a enseñar ambos lugares. Antes de que Yount pudiera dar un salto y huir, empezó a enseñárselos... no en sí misma ni en él, sino en Sarah. —Esto es el hueco. —Paprika alargó la mano, provocando un pequeño respingo en Sarah, para acariciar con su esbelto índice el brazo desnudo de Sarah—. El hueco es la parte interior del codo. —Sarah tembló en todo su cuerpo, como si le hubieran hecho una caricia íntima—. Y esto es el filtro —añadió Paprika, pasando la yema del dedo por el pequeño pliegue de Sarah y provocando en ésta otro temblor—. La hendidura entre la nariz y el labio superior. —Oh —dijo Yount, sentándose de nuevo. —¿Crees de verdad que tales términos anatómicos, palabras tan inocuas, son obscenos y desagradables? —Supongo que no —dijo él en un murmullo, sintiéndose ridículo, no reconciliado—. Pero su manera de decirlos lo es. Como si lamiera las palabras a medida que salen. —Alguna vez tendrías que lamer los huecos y el filtro de una mujer. Es probable que se sorprendiera, pero no cabe duda de que le gustaría. Y la excitaría. Y la haría reaccionar. Te consideraría un hombre excepcional. No obstante, ningún hombre ha sido jamás una mujer, así que no hay modo de que conozca todos los delicados huecos y hendiduras, todos los lugares deliciosos que anhelan participar en el juego. Yount exclamó: —Eh. —Se había repuesto lo suficiente para escandalizarse de nuevo—. ¿Estás insinuando que a la mujer podría darle más gusto otra mujer? ¿Más que un hombre?
—No lo insinúo. Es un hecho. Y natural, además. Cuando una mujer quiere esa clase de placer, ¿por qué no habría de buscarlo en quien está mejor preparado para dárselo? —Pero... pero... —Yount trató en vano de encontrar un símil adecuado pero inofensivo—. Sería como comprarse una tetera sin pitón. —Ah, kedvesem, vosotros los hombres estáis tan orgullosos de ese pitón. Olvidáis que el interior de una mujer es sólo un lugar para la maternidad, exactamente igual que el interior de cualquier cerda u oveja hembra, y la mujer no es más humanamente femenina o sensible ahí dentro que esos mismos animales. —No, esto tiene que ser mentira —dijo Yount, horrorizado—. No pienso hablar con tanta crudeza como usted, pero le aseguro que no soy virgen y que no ha habido una sola mujer a quien no haya gustado mi... mi aparato masculino. Señorita Paprika, sus palabras son puras mentiras. —No, son puras verdades. El interior del aparato genital de la mujer es sólo sensible a una profundidad de un dedo, o menos. —Sonrió—. Sarah puede confirmárselo. Pero Sarah sólo contestó, con voz débil: —Nunca... nunca he pensado en ello. Y Yount, horrorizado, no protestó más, por lo que Paprika siguió interpelándole, implacablemente: —Aunque la tetera tenga un pitón como la trompa de un elefante, su única función es depositar bebés dentro de la mujer. Para la sensación, para el placer, para el éxtasis, un dedo es suficiente, o una lengua, y mucho más activo y capaz de volverla loca de... Yount se levantó con brusquedad y llamó al propietario. —Me parece que ya es hora de que volvamos al... —hizo una pausa y dijo brutalmente—: A los otros monstruos del circo. Miss Makkai, si su intención era deshacerse de mí, ha logrado su propósito. Sólo espero que no haya congelado mis sentimientos hacia todas las mujeres de la Creación. Por esto fue que inmediatamente después de la función nocturna, Yount volvió a vestirse de paisano y abandonó el campamento. Se dirigió a la parada de coches de alquiler más próxima donde, por medio de expresivos ademanes, consiguió informar a un vetturino de que necesitaba un burdel. Al llegar a este establecimiento, logró informar a la matrona de que necesitaba una prostituta, tras lo cual fue conducido a una polvorienta habitación que contenía a Teresa Ferraiuolo. Si Teresa Ferraiuolo compartía la pobre opinión de Cécile Makkai sobre la mitad masculina de la humanidad, tuvo el buen sentido de no hacer inoportunos comentarios al respecto y, en cualquier caso, no habría podido expresar sus opiniones en inglés. Sin embargo, cuando Obie Yount se hubo marchado —satisfecho, gratificado y, hasta cierto punto, tranquilizado—, Teresa Ferraiuolo habló con sus colegas para avisarlas
de que aquellos notorios pervertidos, «gli inglesi», eran cada día más extraños. Les contó que éste había insistido, entre diversiones más rutinarias y normales, en que le permitiera lamerle los codos y el bigote. Más o menos a la misma hora, el comedor del Gran Duca era abandonado por sus últimos comensales, incluyendo a la mayoría de miembros del circo. Pero Florian ordenó a los camareros que vaciaran una gran mesa redonda para su conferencia con el director ecuestre Edge, el maestro velero Goesle, el director de orquesta Beck y el director del espectáculo secundario Fitzfarris. Y cuando las otras mujeres de la compañía se hubieron dispersado, pidió a Autumn Auburn que se quedara. Los seis se sentaron alrededor de la mesa y los camareros anotaron lo que deseaban tomar para lubricar la conferencia. Florian sacó su pequeño cuaderno y empezó a tachar apuntaciones. —No os aburriré, dama y caballeros, con un detallado informe financiero. Basta decir que la asistencia de hoy ha sido mejor de lo que había esperado. Me imagino que podemos atribuirlo no a que seamos el mejor circo jamás presentado aquí, sino al hecho de que seamos extranjeros y, por tanto, una novedad. Sea cual fuere la razón, creo que podemos seguir representando aquí en Livorno durante por lo menos otras dos semanas antes de que las ganancias empiecen a resentirse. Con objeto de no vaciar demasiado nuestras arcas, continuaré reteniendo el sueldo de los primeros de mayo que acaban de incorporarse, pero podré fijar días de paga regulares para los veteranos. Mientras tanto, los señores Goesle y Beck pueden efectuar las compras que ya hemos discutido... con la confianza plena de que pronto les será devuelto el dinero de estos gastos. — Yo preparar ya los dibujos para el Gasentwickler —dijo Carl Beck— . Mañana empezar la compra de materiales. —Bien —aprobó Edge—. Maggie me ha dicho que Jules podrá trasladarse a una silla de ruedas dentro de uno o dos días y que no tardará mucho en poder andar con un bastón. Sería bonito tener el globo a punto para una prueba en cuanto sea capaz de sostenerse en pie. —Yo también comprar mañana más instrumentos musicales para los eslovacos que aún no trabajar, para que ser miembros de la banda (marineros de viento, como usted dice) durante las representaciones. Para empezar, sólo añadir instrumentos metálicos. Poder comprarlos baratos en una casa de empeños del monte di pietá. Quizá más adelante añadir maderas, más percusión... — Lo dejo en tus manos competentes, Kapellmeister —dijo Florian, y continuó—: Es fácil que mañana la asistencia iguale a la de hoy o incluso la supere. Los impresores han entregado nuestros carteles y folletos
esta tarde. Mandaré a algunos hombres al amanecer para que los distribuyan por la ciudad. Cogió de debajo de su silla muestras de los carteles y los hizo pasar en torno a la mesa para que todos pudieran admirarlos. —Espere, director —dijo Goesle—. Es imposible hacer mejor negocio. Si hoy hubiéramos puesto paja en el suelo, la gente se habría sentado en ella. —Ah, sí, paja. Aún no he podido conseguirla, Dai, pero ya he encargado serrín a un molino local. Muy barato. Lo entregarán mañana antes de la función. Manda a tus hombres que lo esparzan sobre la pista y bajo las graderías. —Ser muy bien venido siete por siete veces —dijo Goesle—. Pero, director, si mañana acudir más gente, Maggie la Bruja rechazarlos en el carromato rojo. —No es mala cosa —respondió Florian—. El éxito llama al éxito. Si la ciudad oye decir que no admitimos a más gente, aún estará más ansiosa de vernos. —Este cartel —dijo Edge— es, a mi juicio, demasiado modesto. Faltan adjetivos superlativos. ¿Qué le ha ocurrido a nuestro habitual estilo rimbombante, director? —Ah, muchacho, cuando se tiene la mercancía auténtica, ya no es preciso alardear de ella. Deja la jactancia para los ilusos, los venidos a menos y los incapaces. — Entonces, supongo que es un buen cartel para nuestro distinguido espectáculo. —A pesar de ello, siempre habrá lugar para las mejoras —dijo Florian, y consultó su cuaderno—. Tenemos que improvisar sobre la marcha. Por ejemplo, las canciones. Podríamos tocar música popular local, pero esto significaría tener que aprender canciones nuevas en cada país. Preferiría conservar las viejas melodías y, si acaso, sustituir las letras cuando fuera necesario. Señorita Auburn, ¿podrías encargarte de ello y traducirlas primero al italiano? — Bueno... Lo intentaré... —En realidad, no es preciso que las palabras digan nada. Qué diablos, no dicen nada en su versión original. Sólo asegúrate de que el coro empiece con sonoridad y alegría y que el acompañamiento de Madame Solitaire sea dulce y romántico y que el coro final sea una despedida larga. —Caramba. No pide mucho, ¿verdad? —Ahora... —Florian volvió a consultar sus notas—. Las funciones de hoy han sido incoherentes a la fuerza, porque teníamos prisa por actuar ante el público. Pero hemos de ser un circo, no un vodevil de números y trucos en una secuencia sin hilación. Un circo tiene que abrir con un toque decorativo y cerrar con otro. Y entre principio y final hay que
alternar con buen gusto las actuaciones que entretienen con las que emocionan. Y ofrecer intervalos de broma que alivien los ratos de tensión y de morderse las uñas. Así pues, he elaborado un programa nuevo. Veamos si algunos de vosotros tenéis algún comentario que hacer. Arrancó la página del cuaderno y la alargó para que la pasaran en torno a la mesa, mientras proseguía: —Señorita Auburn, tu número es tan claramente el más popular, que será desde ahora el que cierre el espectáculo. El público volverá a su casa con agradables recuerdos de nosotros y difundirá opiniones favorables. Coronel Ramrod, te promuevo a cerrar la primera mitad del programa con tu exhibición de tiro. Así la gente saldrá de la carpa en el intermedio en un estado de ánimo excitado, receptivo para la explotación, dispuesto a comprar. —¿Comprar qué? —preguntó Fitzfarris. — Por ahora, los servicios de Maggie, tus campanillas y tu juego del ratón, que volveremos a sacar después de la presentación del espectáculo complementario. Los italianos no son mojigatos que protesten porque se dé un empleo digno a un ratón. Hablando de animales, Mag ya está haciendo gorgueras para los perros de Smodlaka y vestidos nuevos para la familia. Cuando haya terminado esta tarea, encargaré a nuestra primera modista los uniformes de tus músicos, Carl. — Siguiendo con los animales —dijo Edge—, me gustaría introducir pronto en el programa el número de los caballos libres. Un par de ellos aún están inseguros por la travesía, pero proseguiré el entrenamiento en cuanto recuperen la estabilidad. —Y tanto Domingo como Lunes —dijo Autumn— me han pedido que las enseñe a andar por la cuerda floja. Si le parece bien, director, empezaré por entrenarlas a trepar y, si son buenas, podrán intentar el paso de un lado a otro. —Está bien. Dime si una de ellas muestra alguna aptitud. —Bueno —continuó Auburn—, la escalada debe ser larga y empinada y puede terminar con un deslizamiento forzoso. A propósito, quiero que me suban la cuerda. —Maldita sea, Autumn... —empezó Edge, pero Florian lo interrumpió. —Querida, estoy totalmente de acuerdo. Un número peligroso debe evocar el mayor peligro posible. Sin embargo, como sabes muy bien, nuestra carpa sólo tiene un poste central. No hay otro para tender tu cuerda. Hasta que tengamos más espacio... Carl Beck terció: Ja! Mis músicos necesitar un estrado. Ahora, richtig, poder apoyarse en la puerta trasera y tocar. Pero una orquesta como es debido... Sin fuerza pero con autoridad, Goesle dijo:
—Necesitamos más espacio, director, para algo más que un estrado y la cuerda de la señorita. La popularidad no sirve de nada si no tenemos sitio para las multitudes. Opino lo siguiente: por un gasto insignificante (otro poste central y un poco más de lona), podemos doblar la capacidad de la carpa. Ahora tenemos una tienda redonda. La dividimos sencillamente por la mitad, separamos los dos semicírculos, cada uno sostenido por un poste, y añadimos entre ellos un rectángulo suficiente de lona, de la cúspide hasta el suelo en ambos lados... —No son necesarios tantos detalles, Dai —dijo Florian—. Una tienda de centro y semicírculos no es ninguna novedad. — No digo que la haya inventado, sólo que puedo hacerla, y por poco dinero. Puedo hacer una carpa de forma ovalada, con mucho espacio para graderías. Y un poste a cada lado de la pista significa mucha más libertad para los artistas (no hay ningún impedimento en el centro de la arena) y entre los dos podemos tender la cuerda floja de la señorita Auburn. Toda clase de posibilidades. Y también puedo incorporar un estrado para la orquesta. Sobre la entrada principal, al estilo europeo. —Sehr gut! —aprobó Beck. Autumn asintió, triunfalmente complacida, y Edge la miró con el entrecejo fruncido. —Soy bien consciente —dijo Florian con paciencia— de que una carpa puede ampliarse y, como es natural, quería hacerlo, pero hablamos de algo más que otro poste y otro trozo de lona. Hablamos de un considerable incremento del aforo. —Tendrá que incrementarlo, tarde o temprano —insistió Goesle—. Piense en lo que tiene ahora: tablones sobre tablones, sostenidos por la gracia de Dios; Esto podía ser necesario en América, donde había que montar y desmontar los asientos todos los días. Pero aquí en Europa, donde permanecerán montados una semana o más, tienen que ser más seguros. Encontraré unos listones de metal en lugar de sus frágiles palos y las tablas irán clavadas a los almohadones. Los eslovacos me dicen que pueden obtener madera gratis. Creo que esto significa robar las cajas de madera de los pasajeros del tren, pero procuro no averiguar demasiadas cosas. Gratis es gratis. —A pesar de todo... —murmuró Florian. —Además —continuó Goesle—, ese bordillo de tierra batida podía ser suficiente para su época americana, pero aquí tendrá que hacerse una y otra vez. Con la madera gratis puedo cortar y dar forma a piezas de un bordillo permanente pero portátil. Pintado con colores vivos y acolchado en la parte superior. Puedo hacer todas estas cosas. —Maestro velero —dijo gravemente Florian—, todas ellas son cosas que deseo con toda el alma, pero reflexiona. Puedes conseguir lona y madera y listones de metal y todo lo necesario. Pero todo esto requiere transporte, así que también hablamos de más carromatos y más
animales de tiro. Más arneses, más comida, más animales que cuidar, un terreno mayor dondequiera que vayamos... —Permítame decir algo —intervino Edge—. Como usted predijo, director, las mercancías son más baratas en esta parte del mundo, por lo menos en comparación con nuestro país. Ignoro el precio de cosas grandes como los carromatos, pero si guarda relación con el de la avena, el heno y la comida del gato, no debería estar fuera de nuestro alcance. En cuanto al transporte y el cuidado en sí, mencionaré que Hannibal y Quincy prometen ser tan buenos como Roozeboom en el cuidado de caballos y carros. —Sí —asintió Florian, pensativo—. No sé cómo lo hizo Abdullah, sin saber una palabra de la jerga local (todo lo que hice yo fue darle dinero), pero trajo buenas provisiones para los caballos, el elefante y el gato. Y el pequeño Alí Babá, incluso con su atroz inglés, no lleva mal la supervisión de los eslovacos en la alimentación, limpieza y cuidado de los animales. — Pues, ya ve —dijo Autumn—, si el equipo es competente y capaz, director, no puede temer que la caravana o el terreno adquieran proporciones difíciles de manejar. — Lo que me preocupa es el gasto. Zachary, ¿debo entender que tú, como director ecuestre, apoyas los grandiosos planes de Dai para una expansión inmediata? — Creo que lo que yo recomendaría limitaría nuestras posibilidades. Deje que Stitches siga adelante con todos esos extras. Al final de nuestra estancia aquí, si hemos ganado lo suficiente para comprar los carromatos, animales y equipamientos nuevos, los compramos. En caso contrario, es probable que debamos guardar todos los extras y continuar sin ellos. —i Satisfactorio! —exclamó Goesle—. Me arriesgaré, porque estoy tan seguro de nuestro éxito que ya tengo más planes para el futuro. Las luces de nuestra función nocturna son patéticas y muy pronto necesitaré... — Oh, Dios mío, Dios mío... —gimió Florian. —iEscúchenme! —insistió Goesle—. La señorita Pimienta se queja, y con razón. Los artistas de la arena sólo reciben salpicaduras de cera de las velas, pero sobre ella, que está colgada del pelo muy cerca del candelabro, caen gotas de cera fundida caliente. Edge se rió y se puso en pie. —Bueno, vosotros podéis seguir con vuestros planes y discusiones, pero Autumn y yo tenemos que estar despejados y listos para trabajar mañana. Nos vamos a dormir. Mientras salían del comedor, oyeron a Carl Beck abordar de nuevo el tema de la música:
—... ni uno solo de los eslovacos conocer las notas y, de todos modos, no tener partituras, pero saber tocar cualquier losa que alguien silbar o tararear para ellos. Así que, para las actuaciones lentas y graciosas, yo pensar en Strauss. Para las alegres y rápidas, Offenbach o Gottschalk... —¿Sabes? —dijo Edge a Autumn mientras subían la escalera—. Todas esas vacilaciones, dudas y objeciones de Florian son pura comedia. Es el hombre más temerario del planeta. Sólo quiere provocar nuestro entusiasmo para las ideas más descabelladas. Y siempre lo logra. — Oh, pero espero que te sobre algo de entusiasmo —dijo Autumn con expresión seductora— para otras ideas descabelladas. Esta vez se desnudó ella misma, para ahorrar tiempo, y cuando se hubo quitado todos los pétalos de tela, enseñó a Edge una pequeña y dulce sorpresa. El miró fijamente —admirado, sorprendido— y ella explicó: —¿Qué te parece? Me dijiste que te gustaba el diamanté. 3 Al parecer, Livorno tardaría en cansarse del Florilegio. Al día siguiente tuvieron otro lleno y también al otro y al otro. Los livorneses eran gente alegre; cuando les decían que no había asientos en la carpa y ni siquiera espacio para estar de pie, se encogían de hombros, hacían una divertida mueca de resignación y volvían al día siguiente. Además, Aleksandr Banat aseguraba haber reconocido entre la multitud a personas que ya habían acudido otras veces. Banat se había erigido en revisor de entradas y portero de la puerta principal en todas las funciones y hacía su trabajo con tanta asiduidad que Florian encargó a la primera modista que le vistiera para el puesto —«de payaso, tal vez»—, pero Banat consideró poco elegante este uniforme. Señaló el letrero de un carromato y dijo: —Es el Circo Confederato, ¿no? Pues debe tener un portero confederato. —En esto no te falta razón —contestó Florian y fueron en busca del Hacedor de Terremotos para preguntarle si aún guardaba su viejo uniforme de sargento rebelde. —Pues, sí —respondió Yount, examinando a Banat, que era bajo y rechoncho—. Supongo que le irá bien de ruedo, pero le sobrará bastante de ambos extremos. No obstante, Magpie Maggie Hag hizo las reformas necesarias y cuando Yount enseñó a Banat a llevar el quepis un poco inclinado, esto disimuló incluso la falta de frente del eslovaco. Más tarde, Banat fue al centro de la ciudad y compró en un monte di pietá varias medallas viejas y oxidadas, las pulió y se las sujetó al pecho de su uniforme gris. En lo sucesivo saludó con dignidad castrense a la gente que entraba en la carpa y ningún miembro del público se fijó nunca en la anomalía de un
Johnny Rebelde que hablaba una jerga angloitalianaeslovaca y llevaba la Orden del León de los Países Bajos, la Médaille Militaire y la Orden de Guissam Alauita. Como ahora el Florilegio estaba lejos de lo que Florian llamara en una ocasión país de Biblias y palurdos, no existía ningún obstáculo para que hubiera funciones los domingos, de modo que tanto los artistas como el equipo trabajaban en dos espectáculos diarios, siete días a la semana. El tiempo se mantuvo espléndido durante su estancia en Livorno, y la única lluvia que cayó en aquel período, cayó en medio de la noche, despertando al maestro velero Goesle en su habitación del Gran Duca. Se vistió a toda prisa, se ciñó el sonoro cinturón de cuchillos, bureles, punzones y otros instrumentos, corrió escaleras abajo, despertó a un vetturino en la hilera de coches de alquiler del hotel y se hizo llevar hasta el parque al galope. Sin embargo, cuando llegó allí vio que Banat ya había ordenado al equipo de trabajo que aflojara los cables de la tienda y extendiera tela encerada para que la lluvia no humedeciera el serrín. —Ese Banat ser muy competente —informó Goesle a Florian al día siguiente— y yo alegrarme mucho de ello. Incluso saber mandar a los peones enganchar a medias el extremo de todas las cuerdas para que nadie tropezar con ellas o evitar deshilacharlas con las pisadas. Muy poco pasar por alto a Banat, y los otros eslovacos obedecerle contentos. Sólo uno de los doce, un patán llamado Sandov, ser holgazán, protestón y un completo zopenco. Pero Banat decir que, si usted permitirlo, pronto deshacerse del inútil. —Espero que el tal Sandov no sea uno de la orquesta. Goesle negó con la cabeza. —A veces cantar un poco, canciones obscenas, a juzgar por las risas de los demás. Pero no tener voz. Capaz de raspar el oído de un galés. —Muy bien, entonces. Banat tiene mi autorización para deshacerse de él. Entretanto, siempre que los peones no estaban remendando la vieja lona de la carpa o haciendo la limpieza rutinaria del terreno o cambiando la utilería o entrando o saliendo de la pista con los diversos accesorios, trabajaban todavía más en su «tiempo libre». Fueron a buscar la madera gratis, tal como habían prometido (gran parte de las tablas estaban marcadas con la palabra CRINOLINA), y Goesle los mandó aserrar primero trozos curvados y juntarlos después con clavos, mientras él cosía, con palma, agujas grandes y bramante encerado, almohadones de grueso cuero y los rellenaba con trapos. La madera se convirtió en veinte resistentes cajas curvadas de treinta centímetros de altura y profundidad y casi dos metros de longitud. Goesle mandó a los hombres que las pintaran a franjas rojas, blancas y verdes, los colores de la bandera italiana, y luego adhirió el acolchado de los almohadones
a la parte superior. Las cajas, juntas por los extremos, formaron un bonito bordillo circular que rodeaba la pista de trece metros, dejando abierto un trozo de un metro y medio frente a la puerta trasera de la tienda para la entrada y salida de los caballos, el elefante y el carromato de la jaula. Nunca más la gente del Florilegio tendría que cavar, amontonar y pisar un bordillo de tierra. Y nunca más dejaría tras de sí el Florilegio un bordillo semejante para que los niños de la localidad jugaran a circo dentro de él. A continuación, Goesle se dedicó a mejorar las destartaladas graderías de la tienda. Empezó mandando a los eslovacos a buscar más madera, mientras él iba al almacén del Gran Duca a buscar listones de metal. Aquella bien surtida tienda no le defraudó, porque tenía estos artículos en existencia para los numerosos barcos viejos que debían usar alguna clase de apuntalamiento para sostener sus gastadas cubiertas. Goesle llevó consigo a Florian para que regatease en el idioma vernáculo y consiguieron un buen precio comprando más cantidad que cualquier capitán de barco. Mientras Goesle mantenía ocupados a los eslovacos en el trabajo de carpintería, les daba permiso de vez en cuando para ensayar bajo la batuta del director de orquesta Beck, quien les hacía tocar los instrumentos conocidos y les enseñaba a tocar los recién adquiridos en las diversas casas de empeño de la ciudad. Beck no solía necesitar a más de un músico cada vez porque, como no había partituras, tenía que cantar o tararear a cada uno por separado la parte que tocaba el instrumento en la pieza de música que les quería enseñar. «Sonar así: tararábumbum.» Después, cuando el corneta, el trompeta, el trombón, el tuba y el acordeón habían aprendido cada uno su parte individual, Beck pedía dos hombres a Goesle y luego tres —y también llamaba a Hannibal con su tambor— y así aprendían poco a poco a tocar al unísono. Era un sistema que podría haber asustado incluso a directores profesionales como los hermanos Strauss, pero de algún modo el aspirante aficionado Beck lo utilizó con acierto. Además, siempre que algún eslovaco no trabajaba para Goesle ni ensayaba música, Beck le hacía cortar láminas de metal, doblar tubos o remachar y soldar los intrincados trozos de su generador de hidrógeno. Esta tarea era tal vez aún más dificil que su fragmentada instrucción musical. El propio Beck trabajaba casi siempre por intuición y tenía que comunicar sus ideas a mecánicos improvisados que eran tan incapaces de interpretar sus exquisitos dibujos como de leer partituras y con quienes no tenía una lengua en común. Pero también en esto —«Este tubo deber ir así: un golpe de martillo, bum, doblar, otro golpe de martillo, bum»— funcionó su sistema particular y el generador empezó a adquirir una forma coherente.
En el proceso de fabricar un Gasentwickler y crear una banda circense pasable, Beck se ganó un apodo. Un día, uno de los eslovacos llamó a otro: «iEh, Broskev! ¡Pana Bumbum te necesita!», y al poco tiempo todos los miembros del espectáculo conocían a su Kapellmeister e ingeniero jefe como Bumbum Beck. Mientras se desarrollaba toda esta industriosa construcción y creación, los artistas disfrutaban de lo que para ellos era una relativa indolencia. Aunque debían trabajar ante el público dos veces al día y ensayar los números viejos en su tiempo libre y experimentar con números nuevos e instruir a los jóvenes aprendices y cuidar de su utilería y sus animales, ya no tenían la carga de las labores «domésticas» que antes eran responsabilidad suya. Les gustaba comer bien en el comedor del Gran Duca, a intervalos regulares, y poder gozar con la frecuencia deseada de los baños calientes del hotel, y que lavanderas invisibles lavaran su ropa en el sótano y que las camareras del hotel remendaran, plancharan y cosieran botones de sus vestidos cuando Magpie Maggie Hag estaba ocupada, como lo estaba casi siempre aquellos días, diseñando y haciendo trajes nuevos. Y lo mejor de todo: vieron que podían contar con un día de pago fijo a la semana. Y como ya no tenían que gastar su sueldo para la simple subsistencia de sus números y de todo el Florilegio, podían invertir el dinero en compras personales. Sin embargo, pocos de ellos derrocharon sus primeros sueldos en cosas no esenciales. Los templados días de otoño se acortaban, las noches empezaban a ser frías y húmedas y el invierno no estaba lejos, así que las com pras consistían principalmente en ropa de abrigo. No obstante, Florian advirtió a las mujeres que las tiendas y los gustos de Livorno eran tan provincianos como los de Virginia y les recomendó que reservaran todos sus caprichos caros para la elegante y culta Florencia. Abner Mullenax se permitió el capricho de un parche nuevo para el ojo. Tiró el viejo, suministrado por el ejército, y encargó uno a un sastre local, de fina seda negra, recamada con una estrellita de diamantes falsos. Seguía pareciendo un pirata, pero ahora próspero o excéntrico. Los tres chinos se las arreglaron para comprar enormes paquetes de espaguetis y a las horas de las comidas encendían su propio fuego en el campamento, primero para cocer la pasta y luego para freírla hasta que crujía y brillaba por la grasa. La comían con ruidosos suspiros de satisfacción, como si hubieran vuelto a descubrir algo que habían anhelado durante mucho tiempo. Varias personas comentaron que los chinos habrían hecho mejor comprándose zapatos, pero los tres hombres parecían detestar el calzado e incluso rechazaron cortésmente ofertas de zapatos usados por los otros artistas y continuaron yendo descalzos, cualquiera que fuese el tiempo o el estado del terreno.
En cuanto a Florian, estaba tan animado por la favorable acogida de Livorno a su espectáculo y los cuantiosos ingresos del carromato rojo, que no esperó al final de su estancia y decidió invertir en más vehículos de transporte. De hecho, puso en práctica su decisión con cierta extravagancia. Compró cuatro furgones nuevos —en realidad, no nuevos, pero sí en buen estado—, uno para llevar la lona adicional de la carpa, graderías, vigas y el bordillo desmontado; otro para que los eslovacos viajaran y durmieran en él; otro para acomodar a la familia Smodlaka y sus perros, y a Hannibal, Quincy y los chinos, y otro para llevar el vestuario, los instrumentos musicales y los accesorios, y para que, en el campamento, sirviera de vestidor para los artistas, el primero que habían tenido. Incluso equipó ese furgón con una pequeña estufa de carbón para calentarlos aquel invierno mientras se vestían y en la cual Magpie Maggie Hag podría cocinar cuando no estuvieran cerca de una ciudad o de una posada a las horas de la comida. Los peones, ya sobrecargados de trabajo, tuvieron que dedicar ahora sus únicos momentos libres, generalmente por la noche, a pintar los furgones nuevos para que hicieran juego con el resto de la caravana y a dar una brillante capa de pintura negra al carruaje de Florian. Sin embargo, hicieron el trabajo con caras impasibles y sin quejarse, todos excepto el ya notorio holgazán Sandov. Uno de los antipodistas chinos resultó ser un calígrafo consumado y, aunque no comprendía en absoluto las palabras o letras, las copió con elegancia de uno de los furgones viejos y las escribió en los nuevos e incluso en los paneles de madera que cubrían la jaula de Maximus mientras viajaban: «EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN», etc. Como los furgones recién comprados pesarían mucho con sus respectivas cargas, Florian compró dos caballos para cada uno y tampoco aquí escatimó dinero. Encontró una cuadra que tenía a la venta ocho caballos Tigerschecken de Pinzgau, criados en Austria: caballos blancos salpicados de negro, no con manchas como los pintos americanos, sino con lunares, exactamente igual que los perros dálmatas. Eran caballos lo bastante fuertes para el tiro, pero también lo bastante decorativos para que Edge los pudiera utilizar en su número de trote libre. Ahora los artistas actuaban por un nuevo orden de aparición ideado por Florian para alternar mejor los números divertidos y los emocionantes. Como el nuevo programa reservaba a Autumn Auburn la actuación final y Pimienta Mayo hacía su número de colgarse de la cabellera varios números antes, la disparidad en el aplauso recibido por las dos mujeres no resultaba tan aparente. Sin embargo, era lo bastante significativa para Pimienta, que fruncía el entrecejo y ardía de indignación, en especial cuando Florian se fijó por fin en su actuación, vio la desnudez
de su atuendo y le mandó que volviera a ponerse el cachesexe bajo las medias. —No es que a mí me importe ver la sonrisa vertical —dijo—, y está bien claro que a los mundanos italianos tampoco, pero si te permito trabajar así, Pim, no podré negárselo a nadie y, antes de que nos demos cuenta, Clover Lee o las chicas Simms querrán guiñar el ojo al público del mismo modo, o el Hacedor de Terremotos exhibir su badajo, y no podemos dejar que todo el mundo desvele cuanto Dios dio a Adán y Eva. Así pues, Pimienta, despechada y furiosa, se fue a continuar entrenando en secreto a Quincy Simms. Se adentraban sencillamente un poco en el parque, ella ataba una cuerda en torno a la cintura del muchacho, colgaba la cuerda de la rama de un árbol y le elevaba un poco sobre el suelo. Así el chico podía retorcerse y doblarse en el aire. También sus hermanas recibían entrenamiento extra: Autumn les enseñaba los rudimentos de andar sobre la cuerda floja. Como Domingo y Lunes tendrían que haberlo hecho descalzas o con su único par de zapatos —amarillos, de tacón alto, que no habrían servido—, Autumn les compró con su propio dinero unas zapatillas de ballet sin relleno y encargó a Goesle una pértiga larga y flexible, con plomo en ambos extremos. Al principio el entrenamiento consistió en andar por el estrecho borde de cinco centímetros de una madera prestada por los eslovacos carpinteros. A los pocos días Autumn cambió la madera por otra de dos centímetros y medio. Cuando consiguieron andar por una cuerda de apenas dos centímetros, tendida a sólo treinta del suelo, tanto Domingo como Lunes habían adquirido bastante seguridad en los pies. En otros momentos, Lunes Simms continuaba recibiendo lecciones de equitación de Sarah, quien le dijo: —He tomado una decisión. Como Clover Lee y yo ya hacemos volteos rutinarios sobre Bola de Nieve y Burbujas, quiero que vosotras empecéis a montar a Trueno, el caballo de Zachary, y aprendáis el elegante y muy femenino arte de la haute école. — ¿Cómo? —preguntó Lunes, sin comprender. — Significa «alta escuela». En otras palabras, un caballo y un jinete muy bien educados. No es un número emocionante, como nuestras acrobacias de la basse école, o el volteo al galope de Buckskin Billy, sino una clase sutil de pasos artísticos, que vosotras podéis encontrar aburridos en comparación. Pero será muy apreciado por todos los espectadores entendidos en el arte de la equitación. Se hace con esta silla inglesa que acabo de comprar para este fin. —¿Esto es una silla? Parece más bien una torta. — Supongo que sí, comparada con una de esas sillas de la caballería, pero pronto os daréis cuenta de la libertad que supone su ligereza para
el caballo y el excelente control que su reducido tamaño permite a vuestras piernas. Montad y os mostraré algunos de los pasos que Zachary enseñó a este caballo mucho antes de que viera nuestro circo. Lunes saltó a la grupa y Sarah le alargó su ligera fusta. — Empieza con un medio galope, no tendido, sino un galope de Canterbury, y luego tócale en el hombro con el látigo. Esto se llama «frenarle». —Lunes dio la vuelta a media pista, tocó a Trueno y éste cambió al instante el paso, invirtiendo el orden porque pisaba con la pata izquierda y derecha—. Tócale otra vez —gritó Sarah. Lunes obedeció y Trueno volvió al paso del principio. Cuando la chica pasó por delante de ella, Sarah le dijo—: Ahora frénale cada cuatro pasos y después cada dos. El caballo dio otra vuelta a la pista, cambiando de paso con tanta frecuencia y suavidad que Lunes exclamó, encantada: —iEstá bailando! Y añadió, cuando detuvo al caballo delante de Sarah: —Como es natural, casi me caigo de esta torta cada vez que se detiene. —Pronto aprenderás a montar con los cambios. Y verás, si la banda toca una polca y tú haces trotar a Trueno y le frenas por este orden (cuarto paso, segundo paso, cuarto, segundo), los espectadores tendrán la impresión de que Trueno baila una polca perfecta. En cuanto hayas aprendido ésta, te enseñaré las otras secuencias de freno que le harán bailar el vals, el chotis, etcétera. — iEsos cerdos! —vociferó un día Pavlo Smodlaka, presentándose furioso ante Florian para informarle de que los cochinillos de Mullenax habían atacado con violencia a sus terriers. Los niños Sava y Velja habían tratado de intervenir, explicó, pero eran demasiado débiles para separar a los animales en combate. Pavio había tenido que molestarse en ir a detener la pelea, «antes de que esos sucios cerdos mutilaran, mataran o se comieran a uno de mis amados perros, o a los niños, ipero el pelaje de los perros está muy arañado y sus nervios en un estado lastimoso! iExijo que esos repugnantes cerdos sean sacrificados!» Como Florian era consciente de que los cerdos ya habían adquirido tal corpulencia que apenas podían trepar por la escalera y hacer otros números, pasó el resto de aquel día preparando un argumento convincente para retirar del espectáculo a Hamlet & Co., y al final fue a enfrentarse con Mullenax, sólo para descubrir que el problema ya estaba resuelto. — ¿Esos cerdos? Es gracioso que los menciones, jefe. Esta misma tarde me he deshecho de ellos. Se estaban volviendo pendencieros y
eran demasiado grandes para hacer gracia. De todos modos, hacía tiempo que los engordaba para la mesa. — ¿Te los has comido? — No, no podría comer a un viejo amigo. Sabiendo quién era, por lo menos. Los he dado a la cocina del hotel. —¿Los has dado así, por las buenas? —En realidad, he hecho un trato. —Mullenax guiñó su único ojo, espectacularmente inyectado en sangre—. La dirección me concede un crédito ilimitado en el bar del hotel mientras estemos en la ciudad. Florian carraspeó. —Ejem, Barnacle Bill, a veces me preocupa... —Vamos, vamos. No hay por qué preocuparse, jefe. Ese número ha desaparecido, sí, pero estoy preparando uno muy especial con Maximus. Estoy seguro de que superará aquel truco del brazo ensangrentado del viejo Ignatz. Haré que el león salte a través de un aro de fuego. Sostenido por mí dentro de la jaula. —Bueno, sí, sería estupendo. Ya he oído hablar de ese número, aunque no muchos domadores pueden lograrlo. Ni siquiera los más educados y sobrios. —Florian puso un poco de énfasis en la palabra «sobrios». — Yo lo haré. Yo y el viejo Maximus. Ahora que come con regularidad, está mucho más animado. iYa sabe saltar por encima de mi látigo cuando grito «springe»! Así que, ¿sabe qué hice? Encargué a Stitches un trozo de madera curvada, lo coloqué en la jaula y se lo hice saltar. A Maximus, no a Stitches, claro. Y cuando estuvo acostumbrado, añadí dos trozos curvados a ambos extremos del primero. Saltó entre ellos, sobre el primer trozo, limpiamente. Así que cada tres o cuatro días he colocado una curva de madera más ancha y más alta. Todo esto requiere tiempo, pero una cosa que Ignatz me enseñó fue a ser paciente. Uno de estos días la madera curvada será un círculo completo y Maximus no retrocederá. —Podría hacerlo cuando le prendas fuego. — No. Lo haré despacio y con cuidado. Humedeceré la parte superior del aro con un poco de queroseno, lo encenderé y haré saltar a Maximus por debajo. Cuando vea que no duele, le iré bajando poco a poco el fuego alrededor del círculo, por todas partes menos en la inferior, porque si se chamusca una sola vez, me comerá a bocados o tendremos que empezar desde el mismo principio. En cualquier caso, si sale bien, la gente tendrá la impresión de que Maximus salta a través de un aro de fuego con llamas todo alrededor, y nadie se fijará en que la parte inferior no arde. —Ya. Muy bien. Lo esperaré con interés. Serás aclamado y famoso. Como has dicho, el secreto es ser paciente, cauteloso y sobrio. Ante todo, sobrio.
Jefe, puedo asegurarle que siempre he visto a Maximus completamente sobrio. Al programa del Florilegio seguía faltándole lo que Florian consideraba indispensable para un circo: un payaso. Sin embargo, Florian tenía por lo menos el consuelo de que Pavlo Smodlaka, sin ser ni un payaso ni un enano, era una verdadera réplica de Tiny Tim Trimm por su carácter detestable y el sustituto ideal de Tim para hacer que todos los miembros de la compañía estuvieran unidos en su antipatía hacia él. Pavlo Smodlaka no cambiaría nunca. En tres de cada cuatro funciones, el número de los perros amaestrados acababa así: Cuando el público aplaudía, Pavlo y Gavrila abandonaban la pista cogidos de la mano, sonriendo de oreja a oreja, con sus tres terriers retozando a su alrededor mientras ellos saludaban y salían de la tienda andando hacia atrás. Una vez franqueada la puerta trasera, Pavlo abofeteaba con fuerza a Gavrila, hacía una mueca desdeñosa y le gritaba: «Prl av krava!» o a veces en inglés: «iVaca asquerosa!» Entonces se volvían a coger de la mano y entraban otra vez sonrientes, mientras la multitud continuaba aplaudiendo, contenta de ver trabajar tan armoniosamente al matrimonio de artistas. Los dos volvían a saludar, andando hacia atrás y, ya fuera, él la abofeteaba de nuevo o le estiraba una trenza con tanta crueldad que ella se tambaleaba, y le gritaba algo parecido a: «iHas plantado tu gordo culo entre Terry y las personas mejor vestidas de las primeras filas!» o «¿Por qué adoptas siempre una postura de idiota?» Si los aplausos duraban el rato suficiente para hacerlos salir más veces a saludar, las sonrisas y los insultos se sucedían hasta el final. La compañía sólo tuvo una vez el placer de ver a Gavrila desafiar abiertamente a Pavlo. Después de una función nocturna, mientras el público salía, Florian llevó al patio trasero a un caballero que llevaba sombrero de copa y vestía con elegancia. Se acercaron al nuevo furgón vestidor, del que se apeaban en aquel momento los cuatro Smodlakas con traje de calle, y Florian dijo: —Amigos míos, tengo el honor de presentaros al conde Ventimiglia, que quiere pediros un favor. Me dice que su gran afición es la fotografía. Tiene en su villa un estudio de daguerrotipia completamente equipado y está compilando una colección de fotografías de... hum, curiosidades. Le gustaría tener una noche a vuestros perritos, para añadir sus fotografías a la colección. —¿Fotografías? —preguntó Pavlo, encantado—. Pero ¿es posible? ¿Se puede captar a los perros en sus rapidísimos brincos? —No, no —contestó Florian—. No se trata de los perros, sino de los Hijos de la Noche, Sava y Velja. —iSí! —exclamó ansiosamente el conde—. I Figli della Notte. Svestiti. Tutti nudi. Afine di fare posture, ah, speziale.
—¿Cómo... desnudos? —interrogó Florian, desconcertado—. ¿Posturas especiales? Conde, antes no ha mencionado... — Bah... sólo los críos —dijo Pavlo con desencanto. Pero en seguida dirigió al caballero una mirada astuta y preguntó—: ¿El conde pagará, si se los dejamos? De repente, con ferocidad, Gavrila le gritó: — iNo lo consentiré! ¿Desnudar a nuestros hijos? ¿Hacerles adoptar poses especiales! Oscenitá! iNo mientras yo viva! —Rodeó con sus brazos al niño y a la niña y se los llevó a su carromato. Pavlo los vio irse con expresión ceñuda, pero entonces miró al conde y se encogió de hombros, resignado. — Che peccato —murmuró el conde Ventimiglia. Meditó unos instantes, mientras Pavlo se alejaba, y luego preguntó a Florian—: Ebbene, per caso... i Pigmei Bianchi? — ¿Domingo y Lunes? —dijo Florian, mirando ahora al coleccionista con franca repugnancia—. No sospechaba la naturaleza de su colección. Sin embargo, aquí llega sir John, el tutor de las muchachas. Por lo menos le transmitiré la petición. Así lo hizo y Fitzfarris contestó fríamente: —Como ya sabe, director, estoy intentando aprender la lengua. Dígame. ¿Cómo se dice en italiano «vete a la mierda»? Ventimiglia meditó un poco más, con expresión frustrada, y luego señaló el furgón vestidor, por cuya puerta abierta podía verse a Magpie Maggie Hag, que planchaba un traje recién terminado con una plancha que calentaba sobre la estufa. — Ebbene —dijo el conde, con un asomo de esperanza—. Per caso la strega? Fitz miró fijamente al hombre, entre horrorizado y fascinado, y dijo a Florian: —¿La vieja Mag? Esta sabandija debe de querer perversión a toda costa. —Bueno —rió Florian—, podemos intentarlo... Llamó a la gitana desde la puerta del furgón y, tratando de no reírse, le transmitió con solemnidad la proposición. Magpie Maggie Hag aún tenía la plancha en la mano: humeaba ligeramente. Bajó los peldaños del furgón con rapidez sorprendente en una vieja. Era demasiado baja para llegar al rostro del conde con la plancha, pero quemó con ella una de sus manos desenguantadas antes de que él tuviera el buen sentido de echar a correr. Perdieron de vista a Ventimiglia mientras huía del circo y del parque, perseguido con un calor literal por Magpie Maggie Hag. —Bien por Mag —dijo Florian, riendo—, que nos ha librado de él. De todos modos, sólo era un conde papal, no de la verdadera nobleza. —Me alegra saberlo —comentó Fitz—. Estaba ansioso por conocer a un noble de verdad.
Jules Rouleau ya hacía visitas diarias al circo en una silla de ruedas de mimbre prestada por el hotel Gran Duca. Las primeras fueron breves, pero a medida que se fortalecían los músculos pectorales y el brazo largamente inactivo, las visitas se prolongaban, y pronto se extendieron durante todo el día, que pasaba empujando su silla por el campamento y dentro y fuera de la carpa, más de prisa que si hubiera podido andar. —Pero andaré, par dieu —dijo—. Sarah me ha comprado un bonito roten y cada noche doy más pasos por mi habitación. Cojeo, como es natural, mais merde alors, me basta con estar otra vez de pie. Incluso soy capaz de darme un verdadero baño, en lugar de pedir a las mujeres que me pasen la esponja sólo por mis partes accesibles. Y nunca volveré a ser un acróbata, pero un aéronaute, oui. Observo, maitre Beck, que ya has hecho un progreso considerable con la maquinaria. Ja. El Gasentwickler no tardar en estar completo. Pero creo que no poder comprar los productos para hacer el gas hasta que llegar a Florencia. Así que en Florencia usted convertirse en el Ballonflieger. —Merci, maitre. Grand merci. — Llamarme Bumbum —dijo Beck con timidez—. Todos hacerlo. Sonar más familiar y simpático. —Bien, Bumbum. —Ahora, amigo mío, permita que yo instruirle sobre aeronáutica. Sé que ya haberse elevado con el globo sujeto por una cuerda, pero si desear volar libre, necesitar ciertos accesorios. Alrededor de la barquilla colgar muchos sacos de arena como lastre. Para elevarse más, tener que ir tirando sacos. Nein, nein, no tirar, verstehen, o poder matar a alguien que haber debajo. Vaciar los sacos de arena. Ya aprender a juzgar la cantidad y la frecuencia. — Bien. Y ya sé que es preciso tirar del cordón de la válvula de charnela para soltar despacio el gas, cuando se quiere descender. —Richtig. Después, si desear ascender de nuevo, tirar más arena. Al bajar y subir, encontrar diversas brisas que soplar en distintas direcciones. De este modo, eligiendo la brisa, poder dirigir el Luftballon hacia donde querer ir y luego al punto de partida, la Zirkusplatz o donde sea. Soltar despacio todo el gas y bajar como una pluma. —Beck sonrió al añadir—: Yo decir todas estas cosas no por experiencia o genio, sino porque haber leído muchos Bücher. — C'est bandant, Bumbum. Te agradezco sinceramente todo lo que has hecho... y también la magistral instrucción. Pero después fue Bumbum quien necesitó ser instruido en una de sus otras vocaciones, la de director de orquesta. — Para la entrada del elefante yo seleccionar una música solemne — dijo a Florian y Edge—: La batalla de los hunos de Liszt. Para sus caballos, Herr Edge, ¿cómo no?, Trueno y rayo de Strauss.
Quizá tengas que tocar otra cosa dentro de poco —observó Florian—. Johann hijo viaja sin cesar por Europa y podemos encontrarlo en cualquier parte. Dicen que es muy avaro y tal vez exija que le paguemos por usar su musica. Pero mientras tanto, ensayémosla. Así pues, un día, en el tiempo libre entre las funciones de tarde y noche, Edge llevó a la pista los caballos que ya había entrenado para trabajar sin jinete ni arneses: Bola de Nieve, Burbujas, su propio Trueno y los tres caballos sin nombre adquiridos en Virginia. Todos llevaban mantas de color azul vivo, recamadas con lentejuelas y provistas de flecos, y cabestros, también salpicados de lentejuelas, que sostenían altas plumas azules sobre sus cabezas: adornos diseñados por Magpie Maggie Hag y hechos con ayuda de Stitches Goesle. En aquellos momentos Goesle, ayudado por los eslovacos, redondeaba, adelgazaba y pulía las tres partes de un poste central nuevo para la carpa en vías de ampliación, y hacía un chanclo con escarpia muy alta para sostenerlo y forjaba un aro de soporte para él, pero Florian y Beck le persuadieron de que les prestara a sus peones músicos. Estos cogieron sus instrumentos y el director de orquesta Bumbum los dirigió en una versión bastante ronca de la polca Trueno y rayo. Edge, en el centro de la pista y haciendo restallar el látigo, conducía a los caballos en su trote o medio galope en torno a la arena, saltando, bailando, haciendo piruetas, poniéndose en fila, encabritándose todos a la vez o realizando intrincadas figuras cruzadas o en forma de ocho. Sin embargo, al cabo de poco rato, Bumbum agitó la mano en petición de silencio y gritó, indignado, a Edge: —iHerr Direktor, sus caballos no moverse al ritmo de mi música! ¿No poder entrenarlos para que escuchen mejor? Hay una gran confusión de ritmos entre nosotros y ellos. Ein Mischmasch. Florian sonrió con tolerancia y dijo: —Perdón, Herr Kapellmeister, pero incluso la música más dulce suena para cualquier animal como un concierto de cornejas. Eres tú quien debe vigilar la actuación y dirigir al ritmo de ellos. De los caballos, del elefante Brutus, incluso de los acróbatas humanos y los equilibristas y malabaristas. También debes estar preparado para frustraciones y emergencias. Si, por ejemplo, has asignado treinta segundos de un cancán a un número de uno de los terriers y el perro se equivoca o detiene, tendrás que prolongar o repetir la música. Siempre ha de parecer a los espectadores que todos los artistas trabajan con inteligencia y pericia al ritmo de tu música, pero en realidad eres tú quien debe poseer esta pericia. Tal como tocas esos pequeños arpegios con tu hilera de campanillas de hojalata al ritmo del baile en la cuerda floja de la señorita Auburn. —Herr gouverneur, ésas ser notas casuales. Y esto ser una polca de Strauss. Y, mein Gott, una polca guardar un compás estricto de dos por
cuatro, con el ritmo especificado por su compositor. ¿Espera de mí que lo retrase o acelere de un momento a otro? —Sí. Rubato no es ningún pecado. Compositores muy superiores a los hermanos Strauss han marcado a menudo sus partituras con el rubato para permitir al director esa libertad de variar los ritmos. Tú aplicas simplemente el rubato a la polca de Johann. Y a toda la otra música que toques para artistas en movimiento: Liszt para el elefante, marchas de Wagner, chotis, lo que sea. Ya te he dicho que requiere habilidad. Confío en que la tendrás. Beck pareció debidamente halagado, pero gruñó, de todos modos: — Wagner, Liszt y los Strauss, si los encontramos, no hacernos pagar por usar su música. Saltar a la pista y estrangular a usted con sus propias manos. —Lo dudo —respondió Florian con calma—. He oído óperas de Wagner y Rossini y una opereta de Strauss, cantadas por divas que hicieron sudar al director y a toda la orquesta para seguir su ritmo. Otra cosa, Carl. También he mencionado las emergencias. Fíjate asimismo en mí, o en Zachary, cuando estemos en la pista. Si hacemos esta señal —levantó los brazos y los cruzó formando una X sobre su cabeza—, significa que la lona está ardiendo o ha ocurrido una desgracia similar. Cambia inmediatamente lo que estés tocando por la Marcha nupcial de Mendelssohn. Beck se horrorizó. — iEsto no ser música de circo! ¡Esto ser somnífero! Escuchar a Mendelssohn ser como mojarse con agua caliente. — Tal vez, pero alertará instantáneamente a todos los artistas y a todo el equipo. Podremos arreglar lo que se haya estropeado, o esconderlo, o evacuar la carpa, si fuese necesario. Mis socios más antiguos conocen el significado de la Marcha nupcial y lo haré saber a todos los demás miembros del espectáculo. Florian había dicho a la compañía que esperase una estancia de unas dos semanas en Livorno, pero pasaron más de cuatro semanas de llenos diarios hasta la noche en que no llenaron las graderías. Cuando comenzó el espectáculo, Florian miró hacia el público, vio los dos o tres bancos superiores completamente vacíos y tomó la decisión en un instante. En cuanto hubo presentado el primer número, Abdullah y Brutus, fue al patio trasero, encontró a Dai Goesle y le dijo: —Stitches, esta noche nos despedimos. Desmantela la tienda en seguida después de la función. Pisa está sólo a unos veinticuatro kilómetros al nordeste de aquí, un viaje cómodo de una noche, pero no te pediré que lo hagas hoy. Normalmente, ya habría enviado allí a un mensajero y dispuesto todos los pormenores. —Me gustaría salir esta misma noche, director.
— Gracias, Dai, pero no. No sabrías qué dirección tomar en el cruce de la carretera principal para dirigirte al terreno que Pisa nos destine. Carecería de sentido que tú y todo el equipo fuerais de un lado a otro, sin poder descargar. No, dormiremos bien toda la noche y saldremos a primera hora de la mañana. Mi carruaje puede ir más de prisa que el resto de la caravana, así que cuando lleguéis, yo ya habré hablado con el municipio de Pisa y os esperaré en el cruce para guiaros. Quizá incluso tengamos tiempo de montar la tienda antes de que oscurezca. —O de empezar a montarla —dijo Goesle—. Usted recordar que ser la primera vez que yo montar la franja de lona entre los dos semicírculos de la carpa. Seguramente necesitar varias veces de montar y desmontar para hacerlo de prisa. —Es cierto. Será mejor que no programe ninguna función para el día siguiente. Así tendremos tiempo de fijar carteles por la ciudad y despertar el entusiasmo de la gente. Durante el intermedio, toda la compañía fue informada de la inminente partida de Livorno. Cuando se reanudó el espectáculo, Sarah Coverley se puso a contemplar a su protegida Lunes Simms dirigir a Trueno en unos aceptables pasos cruzados, paso español, piaffe y medios pasos de alta escuela, cuando Paprika se le acercó y le dijo en tono confidencial y seductor: —Sarah, ángel, ésta será nuestra última noche en el Gran Duca y quizá tardemos algún tiempo en tener un alojamiento tan lujoso y... privado. Pasemos esta última noche aquí tú y yo, juntas. Sarah se ruborizó visiblemente, pero mantuvo los ojos en la pista y contestó con indiferencia: — ¿Por qué tendríamos que hacer eso? —Pues para hablar de nuestras cosas, de nuestro trabajo. Y quizá también para divertirnos. —¿Divertirnos? —repitió Sarah, distraída, mirando todavía la exhibición de alta escuela. Paprika respondió, fingiendo impaciencia y enfado: — Kedvesem! Nemi érintkezés. —Sabes que no hablo húngaro. —Kedvesem significa cariño y nemi érintkezés la clase de entretenimiento mutuo a que me refiero. También sé que no eres tonta ni ignorante y que comprendes muy bien lo que quiero decir. Ahora Sarah contestó, con los ojos cerrados y un hilo de voz: — Sí. —Entonces, dejemos de jugar al escondite. ¿Te han besado alguna vez, Sarah, o lamido o acariciado tu filtro o tu hueco? — En realidad, no me acuerdo —dijo Sarah con voz más firme, volviéndose al fin a mirar a Paprika—. Pero no soy mojigata y nunca he sido la esposa americana típica: «una sola posición, bajo las sábanas y
con las luces apagadas». He disfrutado de esas caricias en todo mi cuerpo. Y siempre me he sentido satisfecha de que me las hiciera un hombre. —Pero ahora no tienes ninguno. Eres de verdad Madame Solitaire. Zachary te ha plantado. Florian está ocupado con sus negocios. ¿Quién, entonces? ¿Pavlo el Grosero? Al oír esto, Sarah tuvo que sonreír y hacer una mueca. —Admito que eres una coqueta que tentaría a cualquier miembro de cualquier sexo... —Dejó extinguir la voz. —Puedes fingir que soy un hombre, si quieres —sugirió Paprika con picardía—. No me importa lo que pase por tu mente, sólo tu... —No. —Sarah meneó la cabeza—. Has dicho que tenemos alojamientos privados, pero no es así. Comparto la habitación con Clover Lee y tú la tuya con Pimienta. —.¿Estas son tus únicas razones para decir que no? —preguntó Paprika, animándose ostensiblemente—. ¿No es por mojigatería o gazmoñería? ¿Sólo falta de intimidad? —Sarah se ruborizó aún más—. Es fácil. Podemos pedir al portero de noche que nos dé otra habitación. —Sigo diciendo que no, Paprika. Clover Lee podría buscarme, probablemente en la habitación de Florian, y Dios sabe el alboroto que causaría. Pimienta sabría muy bien por qué la habías dejado dormir sola. Quizá nos mataría a las dos por la mañana. De hecho, Pimienta las estaba vigilando desde el otro extremo de la pista, vigilando con los ojos de una víbora. Cuando vio salir a Sarah de la tienda, fue a colocarse junto al Hacedor de Terremotos, que esperaba para actuar, y entabló una conversación con él, segura de que Paprika los veía. Dijeron sólo cosas triviales, pero a Yount le halagó esta familiaridad inesperada y ella se le acercó más para juntar su cara con la suya y ambos sonrieron mucho. Paprika los observaba y entonces era ella la que tenía mirada de víbora. Tarde, aquella noche, cualquier persona que pasara por el pasillo, ante la habitación de Pimienta Mayo y Paprika Makkai, habría podido oír sus voces a través de la pesada puerta de caoba, aunque estuviera cerrada. — iSinvergüenza, descarada! ¡El pequeño cardo de Clover Lee te rechazó y ahora, sólo para fastidiarla, flirteas con su madre! — iNo es para fastidiarla, sárkány! iSarah también es una belleza! —iBobadas! ¡Podrá ser muy coqueta, pero te dobla la edad. Un carnero disfrazado de cordero. — Menj a fenébel! En cualquier caso, es una mujer. Por lo menos soy fiel a mi naturaleza. i En cambio tú miras con ojos dulces a un hombre! — Si sigues cortejando a esa puta de Sarah, ojalá os ataque el demonio con botas y espuelas. Mientras tanto, estoy ideando un número nuevo y te garantizo que me llevaré todos los aplausos y haré que el
público se olvide de ti y de ella. iY no miraré al tal Obie con ojos dulces precisamente! Los ojos de las dos, a la mañana siguiente, estaban rojos de ira, llanto y falta de sueño, pero los otros artistas no tenían mejor aspecto, porque Florian había llamado a sus puertas al amanecer para que tuvieran tiempo de desayunar bien y ponerse temprano en marcha. Sin embargo, a pesar de la hora encontraron a Stitches Goesle levantado y emprendedor. — He estado en la tienda de efectos navales de aquí al lado —explicó—, comprando el aparejo para el nuevo poste central. Estas cosas pueden escasear, tierra adentro. La mayor parte de la compañía comió con lentitud y mirada soñolienta, pero Florian desayunó a toda prisa y fue al mostrador del hotel para pagar la cuenta. Cuando la hubo saldado —sin repasar cada detalle de la larga lista, como habría hecho cualquier huésped italiano—, el director del Gran Duca tomó con agrado los treinta y ocho salvoconductos de la compañía, se los llevó a su despacho y, cuando salió, cada salvoconducto contenía su declaración, escrita con exquisita caligrafía, de que su titular se había portado de forma irreprochable durante su estancia en Livorno. Los fue llamando por su nombre y entregó a cada uno el documento con una profunda reverencia. —Signor Rouleau... signorina Makkai... signor Goozle... — Se pronuncia Gwell —gruñó Stitches. —Signorina Mayo... Signor... ejem, Chino... Florian dijo con impaciencia en italiano que él repartiría el resto de los salvoconductos, pues sus titulares se encontraban en el terreno del circo. Cuando la compañía salió por la puerta principal —mientras los botones empujaban la silla de ruedas de Rouleau y llevaban mucho más equipaje del que habían traído consigo aquellos huéspedes—, un soñoliento pero alerta Aleksandr Banat los esperaba en el furgón vestidor. Todos, excepto Edge y Autumn, consiguieron apiñarse con sus maletas y las grandes espirales de cuerda y cable grueso, tornillos y poleas de Goesle en dicho furgón. Cuando los dos grandes caballos de lunares lo pusieron en movimiento en dirección al parque Fabbricotti, Autumn y Edge fueron a la cuadra del Gran Duca, donde el mozo enganchó el delgado y viejo rocín de Autumn a su pequeño furgón. Metieron dentro su equipaje y las armas de Edge, subieron al pescante y Edge cogió las riendas, comentando: — Por lo que he podido ver, se trata de una bonita casa sobre ruedas. —Se la compré a una familia de hojalateros que había decidido, no sé por qué razón, establecerse en un lugar fijo. Albergaba a toda la familia, así que es más que suficiente para mí... sola... —Sonrió a Edge.
—Oh, no necesito insinuaciones, milady. Apenas puedo esperar a instalarme contigo en una casa. Edge cruzó la ciudad para salir directamente a la Strada Pisa, llegando a ella al mismo tiempo que la caravana del circo, procedente del campamento. Al pasar de derecha a izquierda por delante de Edge y Autumn, el Florilegio les pareció una cabalgata impresionante: once vehículos, todos pintados con colores chillones —excepto el carruaje, de un negro brillante—, cuatro de ellos tirados por troncos de espectacular belleza. Detrás de los carromatos, el único caballo desparejado del circo tiraba del Gasentwickler de Beck, aún sin terminar pero por lo menos provisto de ruedas, y a la cola iba Peggy, cubierta por un manto nuevo, de un vivo color escarlata, con borlas y letras doradas. Edge vio con cierta sorpresa que Pimienta viajaba al lado de Obie Yount en el carromato conducido por éste, y que Yount parecía satisfecho en extremo. Jules Rouleau yacía cómodamente sobre la lona encerada que cubría la carreta del globo, pues allí era donde estaba mejor protegido de tumbos y sacudidas. Edge enfiló la Strada Pisa detrás del elefante y luego sacudió las riendas para animar al viejo rocín de Autumn a adelantar a la caravana y colocarse detrás de Florian. En cuanto la caravana hubo dejado atrás Livorno y la parte adoquinada de la strada y llegado a una suave carretera de tierra batida, Florian puso a su caballo a un trote rápido y su carruaje empezó a alejarse del resto de la procesión. Al cabo de unos tres kilómetros, el carruaje se perdió de vista entre la niebla baja de la mañana y la casita sobre ruedas quedó a la vanguardia de la caravana. Cabalgando al frente, con toda Italia por delante, sintiéndose de verdad el director ecuestre profesional de un circo que ya no era un espectáculo mísero, sino un circo auténtico, con su amada junto a él y con la perspectiva de ver lugares nuevos y exóticos, Zachary Edge estaba más satisfecho de la vida y del mundo que antes de la guerra, o quizá mucho tiempo antes de eso. Se sacó del bolsillo de la levita una caja de Sigarrette Belvedere — Autumn le había dado muchas como regalo de cumpleaños, hacía una semana—, encendió una cerilla y un cigarrillo y dio una chupada profunda y placentera. Antes consideraba afeminados a los italianos porque fumaban aquellos pequeños tubos de tabaco, pero cuando probó uno, lo encontró sumamente agradable. Además, era menos peligroso que fumar en pipa, teniendo tan cerca el heno, la paja y el serrín del circo. Cuando era preciso interrumpir el placer de fumar por un trabajo urgente, el cigarrillo sólo tenía que pisarse, mientras que vaciar la pipa requería tiempo y despedía chispas todo alrededor. Ahora Edge sólo fumaba cigarrillos, como casi todos los otros fumadores de la compañía, incluyendo a Pimienta y Paprika. Abner Mullenax y Magpie Maggie Hag fumaban los rancios cigarros italianos, negros y retorcidos. Sólo Obie
Yount, pensando tal vez que ayudaba a mantener su estado de fusto, seguía tercamente fiel a su pipa. La vista de Italia que Edge y Autumn observaban ahora desde la Strada Pisa no era nada extraordinaria. La carretera, recta como la cuerda de Autumn, cruzaba la extensa llanura ribereña de la región de Toscana, que era llana como Kansas. La carretera en sí resultaba agradable, flanqueada y casi cubierta por pinos siempre verdes de copa ancha. Sin embargo, cuando la neblina se desvaneció a media mañana, detrás de los árboles sólo se veían campos de cultivo, con granjas tan apartadas que apenas podían vislumbrarse de vez en cuando. La caravana del circo se cruzaba ocasionalmente con algún carro que iba a Livorno, o era adelantada por otros que se dirigían a Pisa, y sus ocupantes saludaban a la gente del circo agitando alegremente las manos. Pero ellos eran las únicas personas visibles, porque ya se habían segado las cosechas de trigo y cebada. Resultaba extraño, pues, ver con frecuencia entre los extensos rastrojos marrones un campo de brillantes flores amarillas, tan tupidas que formaban una alfombra amarilla sobre la tierra. Edge preguntó a Autumn si sabía qué clase de cosecha era aquélla. —Aquí la llaman colza; en Inglaterra la llamamos nabina. La verás por toda Europa occidental, invierno o verano. Siempre que un campo se empobrece y da poco fruto, el granjero lo deja descansar un año y sólo planta colza. Por lo visto, no me preguntes por qué, esto vuelve a hacer la tierra rica y fértil. —Desde luego esos campos de colza son ahora lo único bonito de este paisaje. —Ningún granjero plantaría colza sólo porque es bonita. No piensa en la belleza; sólo conoce fertilidad y barbecho. Está atado a la tierra; encadenado a ella. —Apoyó la cabeza en el hombro de Edge—. Nosotros no, por suerte. Nosotros podemos admirar la belleza y dirigirnos hacia otro lugar aún más bello. ¿Verdad que somos afortunados? —Empiezo a pensar que soy el hombre más afortunado del mundo. —Pero no debes sonreír por ello. Eres mucho más guapo cuando no sonríes. —iMaldita sea, mujer! La gente siempre me dice lo mismo. ¿Es que tengo que ir por el mundo serio como Job sólo para no provocar comentarios? —Oh, sé muy bien cuándo eres feliz, Zachary, sea cual sea tu expresión. El día que nos conocimos me dijiste que podía sonreír por los dos durante el resto de nuestras vidas. Y te aseguro que puedo hacerlo, porque soy la mujer más feliz del mundo. 4
—iNo puedo creer en nuestra buena suerte! —exclamó Florian cuando encontró a la caravana a la entrada de Pisa, tal como habían convenido—. El municipio nos alquila el Campo Sportivo. Muy cerca de la famosa Torre Inclinada. Tengo entendido que unos visitantes livorneses han alabado mucho nuestro espectáculo. Y cuando he mostrado nuestros impecables salvoconductos a las autoridades, ni siquiera he tenido que pedirlo; me han ofrecido el mejor lugar. Bueno, no perdamos tiempo. Seguid a mi carruaje. La compañía no se había detenido a comer por el camino y tomado unos bocadillos que llevaban, por lo que entonces sólo era media tarde. Edge siguió a Florian, y el resto de la caravana le imitó, por el puente tendido sobre el río Arno y después por una carretera ancha que rodeaba la ciudad, una carretera llena de tráfico, tanto de vehículos como de peatones, la mayoría de los cuales se detenía para contemplar la entrada del Florilegio, mientras otros, apresurados o sin interés por el circo, maldecían en voz alta el embotellamiento. Aquella parte de Pisa podría haber sido las afueras de Baltimore: todo eran almacenes sucios y edificios industriales. Pero cuando la caravana dejó la carretera para entrar en el centro de la ciudad, los miembros de la compañía pudieron ver, sobre los tejados de los almacenes, el campanario torcido y la cúpula de la catedral, casi tan alta como el primero. Aquellos dos edificios, los más altos de Pisa, permanecieron visibles hasta que llegaron al Campo Sportivo, que era un hipódromo ovalado con graderías de madera a ambos lados y un centro de hierba bien cuidada lo bastante grande para dar amplia cabida al circo. —Suave como el prado de una mansión inglesa —dijo Autumn. Y Florian comentó, orgulloso: —Ya te dije, Zachary, que con el tiempo seríamos un espectáculo elegante. Cuando la mayoría de carromatos estuvieron alineados en lo que sería el patio trasero, con el furgón vestidor muy cerca de lo que sería la puerta trasera, Stitches Goesle —sin dedicar ni una mirada a la famosa torre, que se erguía a poca distancia de allí— gritó a los peones que empezaran a descargar la tienda y el equipaje, a desenganchar y alimentar a los caballos y a dar de comer al león y al elefante. Florian se quedó en el campo para ayudar a Goesle a supervisar el montaje y ver por primera vez la carpa ampliada. También se quedó Carl Beck, para empezar la instalación interior en cuanto pudiera. Los artistas, en cambio, como el trabajo pesado ya no era de su incumbencia, tenían la tarde libre. Y Autumn, aunque ya había trabajado varias veces en Pisa, se fue alegremente para servir de guía a Edge y a los compañeros — incluyendo a Magpie Maggie Hag, Hanníbal Tyree y los tres Simms— que deseaban dar una ojeada a la ciudad.
Pasearon hasta la carretera, cruzando una puerta de la antigua muralla, bajaron por una avenida de adoquines, atravesaron dos o tres calles más estrechas y salieron a la enorme extensión de la Piazza dei Miracoli. Miraron a su alrededor y la mayoría quedaron deslumbrados. En un rincón de la piazza estaba el cementerio judío; el alto muro que lo circundaba era —en opinión de Edge— singular por su gran sencillez, porque las otras cuatro estructuras del vasto prado exhibían más columnas, arcos y pináculos de los que había visto en toda su vida. Y, ciertamente, nadie podía ver en ninguna parte tantos al mismo tiempo como allí, sólo paseando la mirada de izquierda a derecha. La inmensa catedral, además de poseer gran profusión de columnas y arcos, estaba adornada por franjas horizontales de mármol blanco y negro, que Edge comparó para sus adentros con un pastel de chocolate y merengue. Las mismas franjas se repetían en el enorme baptisterio circular, a poca distancia de la fachada de la catedral. Edge dijo a Autumn que parecía otra cúpula —con arcos, columnas y pináculos ornamentales incluidos— procedente de otra gran iglesia. — A mí no me lo parece —sonrió ella—. Fíjate, tiene un pequeño domo en la parte superior, como un pezón. Siempre pienso en el baptisterio como el pecho desnudo y gigantesco de una diosa pagana enterrada bajo toda esta tierra sagrada del cristianismo. La famosa Torre Inclinada tenía también franjas de mármol blanco y negro, con columnas y arcos alrededor de cada una de las plantas, siete en total, y del campanario. Edge había visto grabados de esa torre desde sus clases infantiles de geografía, pero el campanile inclinado era mucho más impresionante en la realidad que en cualquier reproducción gráfica. «Esto sí que podría ser el pastel de boda de un titán», pensó. Otro titán celoso lo había agarrado para darle un malicioso tirón y ahora el pastel era dolorosamente alto y cilíndrico hasta el campanario y parecía estar a punto de caer de lado sobre la mesa del banquete nupcial del titán. Hannibal preguntó a Autumn: —¿Cuándo creer que caerá, señora? —Bueno, está así desde hace unos seiscientos años contestó ella—. No creo que deba preocuparte estar cerca en este momento. De todos modos, la inclinación aumenta cada año en una fracción de milímetro. —Así que un día u otro se caerá —dijo Clover Lee, muy seria. —Un día u otro, sí, pero no hoy. Nosotros tenemos demasiada suerte. — Autumn miró de reojo a Edge, sonriendo—. Florian, Zachary y yo estamos de acuerdo en esto. ¿Quiere subir hasta arriba alguno de vosotros? La vista es espectacular, pero debo advertiros que hay casi trescientos escalones. —Al diablo con ella —dijo Mullenax—. Hay un bar al otro lado de aquella calle ancha. Os espero allí.
Fitzfarris dijo que él también iba y Magpie Maggie Hag declaró que era demasiado vieja y achacosa para hacer montañismo. El resto pagó la entrada —junto con un puñado de turistas, todos italianos de otras partes del país— y empezaron la ascensión. Edge, Yount y otros subían con cautela, apoyándose en la pared y casi poniendo una mano sobre la otra, porque tenían la extraña sensación de ser atraídos continua e irresistiblemente hacia el lado inclinado de la torre. Sólo aquellos cuyos actos y vidas dependían de un infalible sentido del equilibrio subían con agilidad y seguridad. Sin embargo, la vista desde el balcón que circundaba el campanario valía el pesado ascenso. Hacia el oeste habrían podido ver el mar, y hacia el sudoeste, divisar Livorno, de no haber sido por el humo de la multitud de chimeneas de Pisa. Al norte y al este se veían montañas, una vista agradable después de la llanura que acababan de cruzar. Al sur se extendía ante ellos la mayor parte de la ciudad de Pisa, cuyo tamaño era dos veces mayor que el de Livorno y que poseía muchos más palacios, iglesias, torres y fortalezas. En el balcón estaba apostado un viejo profesor que, como si funcionara por un mecanismo de relojería, recitaba hechos y fechas sobre la Torre Pendente, primero en italiano y después en inglés, concluyendo con la información de que «a fin de establecer las leyes de velocidad y aceleración de los objetos en su caída, Galileo Galilei dejó caer, desde el lado inclinado de este mismo balcón, balas de cañón y objetos menos pesados...». — Caray —murmuró Quincy, mirando por encima de la baranda hacia las figuras diminutas que se movían sobre el césped de la plaza. — Conque balas de cañón, ¿eh? —dijo Yount, sonriendo, al oír hablar por fin de un italiano con quien tenía algo en común—. ¿Y las subía hasta aquí arriba para lanzarlas? ¿Dónde podría encontrar al tal GaliGali para estrecharle la mano? El profesor se limitó a pestañear y Autumn rió: —Probablemente en el cielo, Obie. Hace más de doscientos años que está muerto. Aunque bien mirado, quizá no lo puedas encontrar allí. La Iglesia niega el cielo a los hombres que son demasiado fuertes. —iVaya! —exclamó Yount, desengañado. —Para nosotras las mujeres puede ser más interesante —prosiguió Auturnn— esa gran avenida que veis al este y que es donde se encuentran las tiendas más elegantes y modernas. Se prolonga hasta el puente y aún más allá. Pero no os arruinéis antes de llegar a Florencia, donde... Pimienta interrumpió: — iOh!, el sol está a punto de ponerse y creo que sería mejor bajar. —Dirigió una mirada temerosa a sus espaldas, hacia las siete grandes
campanas del campanario—. Si tocan el Angelus, o lo que recen estos italianos, nos quedaremos sordos para toda la vida. —No tema, signorina —dijo el viejo profesor—. Las campanas no se han tocado nunca desde que se colgaron aquí. La vibración podría ser excesiva para la Torre Pendente. De todos modos, se fueron para volver al circo antes de que anocheciera. Todos dieron al anciano unas monedas de propina y muchos de ellos volvieron a las escaleras con una sensación de temor y vértigo. Encontraron a Fitzfarris, Mullenax y Magpie Maggie Hag esperando en la base de la torre, los tres con un aliento fuertemente aromático. Cuando se acercaban al Campo Sportivo, Florian cruzó el hipódromo para recibirlos y dijo con acento cansado: —Los hombres y yo aún tenemos un rato de trabajo, así que cenaremos tarde. Sin embargo, he salido para reservar habitaciones en un hotel. Quizá queráis llevar allí vuestro equipaje, refrescaras y cenar a una hora decente. El hotel no es tan magnífico como el Gran Duca, pero sí cómodo. Se llama Contessa Matilde. Volved a la primera esquina y torced a la derecha. — Vaya, todos nuestros hoteles tienen nombres nobles, maldita sea —dijo Yount—. Señorita Sarah, usted y Clover Lee no tardarán en encontrar a sus condes y duques en uno de ellos. Sarah le dedicó una tibia sonrisa. Todos veían por primera vez la carpa transformada —mucho mayor y más impresionante que nunca— y le dieron toda la vuelta para observarla y admirarla. Luego, la mayoría recogió sus efectos personales y los colocó en un carromato vacío. Edge dijo a Autumn: —Si me perdonas por dejarte sola durante la cena, me gustaría quedarme y familiarizarme con las nuevas instalaciones. — Claro, amor mío. Me llevaré tu equipaje. La carpa tenía la misma altura que antes: unos diez metros y medio. Pero ahora, con la adición de quince metros de lona nueva entre las dos mitades de la antigua tienda, era un magnífico óvalo que medía trescientos diez metros de punta a punta. Los postes centrales, el viejo y el nuevo, sobresalían de los aros de soporte a ambos lados de la franja añadida. Esto había requerido algunas alteraciones tanto en la lona antigua como en la nueva... y aún se necesitaban más. Dos peones estaban en la cúspide de la tienda, cada uno apoyado en un poste y ambos dando rápidas puntadas a la lona y atando cuerdas alrededor de los aros de soporte. Desde el suelo, Dai Goesle daba instrucciones que Aleksandr Banat, a su lado, traducía con sonoros gritos. Goesle vio a Edge observar el trabajo y se detuvo para decirle: —Cuando desmantelar esta tienda, yo pedir a Florian y a ti, muchacho, un día de tiempo. Querer extender en el suelo toda la lona y pintarla.
Fijarte en ella: el remiendo ser patente, un trozo tener color de lona nueva y otro de lona vieja. Yo sugerir pintarla toda a rayas, pero discutirlo después. En todo caso, una capa fina de pintura al óleo mejorar la resistencia de la tienda a la lluvia y alargar su duración. Además, mandar a ese chino artístico pintar el nombre del circo, grande, muy grande, sobre la marquesina. ¿Qué pensar de la marquesina, Zachary? En vez de dejar sin atar un panel lateral a fin de poder apartarlo para abrir la puerta principal, como se había hecho hasta entonces, Goesle había abierto y rematado dos cortes, a tres metros de distancia uno de otro, en la nueva lona central, desde el suelo hasta una altura de dos metros y medio. Esa tira de lona, levantada hacia atrás y apoyada sobre dos estacas rayadas nuevas, formaba un toldo parecido al techo de un portal y era una entrada mucho más atractiva. Edge se asomó y vio una puerta similar en la parte trasera, al fondo de la pista, que ahora no tenía en medio un poste central que le impidiera la vista. Con objeto de hacer una especie de avenida que indicara la puerta principal al público, Goesle había levantado en el lado izquierdo una plataforma de tablas de un metro de altura, donde Fitzfarris presentaría durante los intermedios el espectáculo secundario, el juego del ratón y su número de ventrílocuo. A la derecha estaban aparcados en línea recta el furgón rojo y el de la jaula. El público encontraría primero la taquilla del furgón rojo, después podría visitar el museo en la parte trasera del mismo furgón, luego pasar a echar una ojeada a Maximus y por último entrar en la carpa por debajo de la marquesina. Ambos lados de la avenida estaban flanqueados por las viejas antorchas de Roozeboom para las funciones nocturnas. —Pasa adentro, Zachary —dijo Goesle—. Tú casi no reconocerla. Tenía razón. Sin el poste, la pista parecía medir mucho más de trece metros. Los dos postes centrales estaban cada uno a un metro de distancia del bordillo, dejando mucho espacio para el desfile de entrada y la apoteosis final. El maestro velero Goesle y el montador jefe Beck habían tendido vientos de alambre desde lo alto de los postes hacia los lados, a fin de sujetarlos bien, y estos alambres desaparecían bajo las graderías, bien asegurados a sendas estacas y atornillados a nivel del suelo. Matemáticamente la adición de la lona central de quince metros debía doblar también el aforo de la carpa y en realidad así era. Las viejas graderías, con los largueros asegurados ahora sobre gatos de hierro, se curvaban en torno a los extremos semicirculares de la tienda, y las nuevas graderías de Goesle cubrían las paredes rectas. Sin embargo, quedaba mucho espacio sobrante entre las graderías antiguas y los postes centrales, y el maestro velero no lo había desperdiciado, haciendo más bancos y colocándolos todos al nivel de la pista, para
llenar el espacio. Las lámparas reflectores de Roozeboom estaban sujetas, a intervalos, a todos estos bancos de primera fila. —De momento —dijo Florian, que supervisaba el trabajo del interior de la carpa, aún no terminado— dejaremos que los espectadores se disputen los asientos de primera fila, corriendo o luchando por ellos, pero Stitches construirá pronto cómodas sillas plegables, lo que en el circo se llama asientos «de estrella», que ocuparán el mejor espacio. Y podremos cobrar por ellas un precio más alto que por lo que llamamos los «blues», o los bancos de la última fila. Edge miró a su alrededor con un poco de respeto, porque veía algo que le recordaba los grabados de los antiguos y vastos anfiteatros romanos. Por un momento pensó que Goesle había prolongado las graderías incluso por delante de la puerta principal de la carpa, pero entonces se dio cuenta de que la construcción de madera que veía allí, apoyada sobre gatos, era un estrado para la banda, provisto de barandilla y taburetes. —Nuestro montador jefe casi ha terminado de colgar la instalación —dijo Florian, señalando arriba. Edge levantó la vista y recordó que en una ocasión había pensado que estar dentro de la gran carpa era como estar dentro de un globo parecido al Saratoga. Ahora podía estar en el interior de una catedral de lona, porque el espacio de allí arriba era inmenso y aireado y la carpa parecía mucho más alta de lo que era en realidad. Los vientos de alambre centelleaban al converger sobre los postes centrales. El poste viejo aún conservaba su botavara, en un ligero ángulo sobre la pista. Un peón colgaba de ella, sujetando una polea y una tira para izar a Pimienta por los cabellos. Florian le hacía señas para transmitirle instrucciones sobre cómo debía colocar la polea para que no se enredara con el candelabro, que también pendía en aquel lugar. En el lado de la pista el nuevo poste tenía una pequeña plataforma de madera de la que colgaba hasta el suelo una escalerilla de cuerda y Edge tardó unos segundos en comprender que la plataforma era el lugar de descanso de Autumn. En aquel momento, Bumbum Beck estaba arrodillado en ella, ajustando, junto con un eslovaco que se hallaba en el otro poste central, los tornillos y la tensión de la cuerda tendida sobre el espacio de quince metros que los separaba. Habían pintado en el poste viejo un brillante punto blanco que estaría al nivel de los ojos de Autumn y que sería su guión. La cuerda estaba exactamente a ocho metros del suelo, pero a Edge se le antojaba mucho más alta. —La señorita Aubunm es una artista consumada —dijo Florian, aunque Edge no había hablado—. Tiene los pies tan seguros sobre la cuerda como sobre el serrín de la pista. Y un artista quiere lucirse al máximo en su trabajo. Amas a esa jovencita, lo sé. Pero, Zachary, si quieres que
continúe enamorada de ti, sigue mi consejo. No intentes ser su guardián. —Tiene razón —respondió Edge—. Se me helará la sangre cada vez que suba hasta allí, pero intentaré no demostrarlo. Cambiando de tema, quiero preguntarle algo. Como ahora no tenemos un poste ni nada parecido en el centro de la pista, ¿por qué cavan esos hombres un gran agujero? —Es una tumba —contestó Florian. Edge le miró fijamente y preguntó, incrédulo: —¿Me dice que no me preocupe por estas cosas y está esperando la muerte de alguien? — Alguien ha muerto ya. Creía que no te darías cuenta. —¿Qué? —Ha sido un desgraciado accidente, pero la víctima no era imprescindible. ¿Recuerdas a aquel holgazán inútil llamado Sandov? Cuando desenrollamos una pieza de lona durante el montaje, salió rodando de dentro, completamente rígido. Podríamos haberle usado como gato de un larguero. — Director, esto no me huele a accidente. No tiene una sola marca en el cuerpo. Simplemente le enrollaron mientras hacía la siesta y se asfixió. — Esta historia me parece un poco extraña. ¿Cómo podían dejar de verle sus compañeros sobre la lona que estaban enrollando? —Ejem. Deja que te lo explique, Zacharv. Accidentes idénticos han ocurrido muchas veces... durante muchos desmantelamientos... en muchos circos. Prefiero atribuir a una coincidencia el hecho de que siempre suceda a una persona desagradable e inútil. Sin embargo, te ruego que no menciones a nadie este incidente. Creo que ninguno de los artistas se ha tomado nunca la molestia de contar a los peones y, desde luego, nadie sabría diferenciarlos uno de otro. Edge meneó la cabeza con expresión sombría. —Claro que no diré nada. Diablos, ¿quién soy yo para armar revuelo porque alguien ha muerto, merecida o inmerecidamente? —Pero recuérdame cuando lleguemos al hotel que rompa el salvoconducto de ese hombre —dijo Florian—, por si acaso una autoridad oficiosa exige la comparación de documentos y sus titulares. Así pues, cuando Florian, Edge, Beck y Goesle fueron por fin al hotel Contessa Matilde, donde eran los únicos comensales a aquella hora y algunos otros miembros del circo se sentaron con ellos para acompañarlos, el único tema del que se habló fue la obertura musical del circo. —Lo he intentado una y otra vez, director —dijo Autumn—, pero debo confesar que no puedo adaptar una letra italiana a su melodía habitual de Sed alegres con Dios. De todos modos, se trata de una canción
inglesa antigua y no muchos auditorios del continente la reconocerán siquiera. Así que he consultado al director de orquesta Beck —el aludido asintió gravemente— y, con su permiso, nos gustaría usar Greensleeves, que también es inglesa, pero conocida y amada en todo el mundo. —Es cierto —convino Paprika—. La he oído tocar con címbalos en Hungría. — Es una iniciativa digna de elogio, mi querida Autumn —aprobó Florian—, pero, ¿no es demasiado melosa para una obertura? —No, señor. Nuestro inteligente director de orquesta ha hecho un arreglo muy alegre y animado de la melodía —Beck adoptó una expresión modesta— y yo he escrito la letra nueva, no tan cursi y sentimental. —Alargó un pedazo de papel por encima de la mesa—. No pretendo que sea Los maestros cantores, pero sí lo bastante sencilla para que todos puedan aprender las palabras de memoria. Florian, masticando, paseó la mirada por el pequeño cuarteto escrito en italiano, marcando el compás de Greensleeves con el cuchillo y el tenedor, y luego dejó los cubiertos y aplaudió. —Un buen trabajo, querida. Reuniremos a la compañía y la orquesta la ensayará por la mañana. Repito, Zachary, que encontraste una verdadera joya con esta jovencita. Te ruego que la trates con ternura. — Lo intento —respondió Edge, un poco triste, pensando en la altura de la cuerda. 5 La pista de la carpa era de nuevo un círculo de serrín liso e impecable cuando el Florilegio se preparaba para empezar su primera función en Pisa. Magpie Maggie Hag, en una especie de movimiento continuo, vendía entradas en la taquilla del furgón rojo, cobraba lire y centesimi y devolvía el cambio —o la mayor parte de él—, y la gente que entraba apenas echaba una ojeada al museo o al león en sus prisas por ocupar los mejores asientos. La carpa no tardó en llenarse, desde las primeras filas hasta las últimas gradas. Cuando Banat dejó caer la lona de la marquesina para cerrar la puerta principal, informó a Florian, con un marcial saludo que él consideraba confederado: — He recogido casi mil entradas. —iViva! —exclamó Pimienta al oírlo—. Pronto seremos ricos como Cresos. Florian soltó una carcajada. — Entonces, irlandesa, no hagamos esperar a la buena gente de Pisa. Vete al patio trasero, que va a empezar el desfile.
Dirigía ahora la gran entrada y cabalgata el elefante Brutus, por lo que Abdullah, sentado sobre sus lomos, podía añadir su trombón desde el mismo principio a la música de la orquesta. Excepto el elefante, los caballos y los terriers saltarines, todos los participantes del desfile cantaron la letra de Autumn para la alegre versión de Greensleeves compuesta por Beck: Circoo é allegro! Circoo é squisito! Circo ha atore d'oro, E benvenuto aal Circo! Como había dicho Autumn, todo el público conocía la melodía. Cuando la cabalgata daba la tercera vuelta al perímetro de la pista, la multitud también había aprendido la letra y la cantaba con un estruendo que casi dominaba los máximos esfuerzos de los músicos. Florian y Edge habían reorganizado el programa, de modo que ahora los caballos en libertad ya participaban en el desfile con sus plumas, lentejuelas y mantas de borlas, y el coronel Ramrod podía hacerlos volver a la pista mientras el resto de la cabalgata salía por la puerta trasera. La banda entonó suavemente Trueno y rayo y, obedientes al látigo, los caballos iniciaron su rutina. Edge estaba muy contento de que en aquella primera función con la instalación nueva, Autumn no subiría allí arriba hasta el final del espectáculo. No cabía duda de que estaría muy nervioso mientras la contemplase, pero al menos no lo estaría tanto antes de ejecutar su número de los caballos en libertad o su posterior tiro al blanco y aún más posterior volteo como Buckskin Billy. Cuando el elefante entró de nuevo, tras la salida de los caballos, caminando majestuosamente. Abdullah entonó con solemnidad en su trombón la Batalla de los hunos. La banda tocó una música más rápida —una mezcla de oberturas de Von Suppé—, mientras Brutus ejecutaba varios números en solitario. La competencia de fuerza con voluntarios había sido eliminada. En su lugar, Lunes, Quincy y los tres chinos entraron en la pista dando saltos mortales, llamaron a Brutus al trampolín y, mientras el elefante se columpiaba tranquilamente, hicieron sus poses y pirámides y saltaron sobre sus lomos. Cuando Brutus salió, llevando a cuestas a Abdullah y los Simms, los chinos se quedaron en la pista para su actuación de antipodistas con el incongruente acompañamiento de frenéticas danzas rusas de Glinka. Después, Pimienta y Paprika ejecutaron su número de la pértiga, acompañadas por una rapsodia húngara de Liszt. La banda enmudeció mientras Florian reclamaba con halagos la bajada de las graderías de la bisnonna Filomena Fioretto y la presentó con el floreo habitual. Sarah ya había aprendido de memoria la frase de
agradecimiento en italiano cuando regalaban a la anciana el pastelito y la vela, y también su asombrosa petición de un paseo a caballo en su cumpleaños. La pronunció, al ritmo suave de Porque es una chica excelente, con una voz quebrada y trémula que sirvió para ocultar las deficiencias de su pronunciación. Cuando el caballo empezó a trotar con la anciana, el número resultó más espectacular que nunca muchas espectadoras llegaron a desmayarse—, y los atronadores aplausos, exclamaciones de alivio y carcajadas fueron aún mayores cuando Filomena se puso en pie sobre la grupa del caballo y se quitó todas las prendas negras de abuela para aparecer como Madame Solitaire. Por primera vez en mucho tiempo, Jules Rouleau, sentado sobre la tina cerca de la puerta trasera, cantó de nuevo: «Cuando, sentado en el circo, la contemplé dar vueltas...» Cuando Sarah hubo recibido sus aplausos, fue, secándose con una toalla, a felicitar a Rouleau por haber vuelto al circo después de su largo confinamiento. La banda empezó a tocar El tilhurí irlandés y Pimienta subió a las alturas para colgarse de la cabellera. Sarah todavía hablaba con Rouleau cuando alguien la hizo girar de repente y la besó en la boca. —Pompas! ¡Magnífico! gritó Paprika, abrazándola con fuerza. —No es... no es la primera vez que ves el número —dijo Sarah, sin aliento. —Ah, pero tu voz, tus frases italianas de hoy. ¡Casi he creído que todo era real! Eres ¿iszintén müvészi. ¿Se dice en inglés que eres una maestra en tu arte? —Bueno, ejem... murmuro Sarah, pero Paprika empezó a besarla otra vez, larga y apasionadamente, mientras Rouleau las miraba arqueando una ceja. También las observaban desde arriba, como vio Sarah cuando por fin se desasió del abrazo. Paprika siguió su mirada y sonrió burlonamente hacia arriba. Pimienta, quieta y rígida en el aire, tenía clavados en ella sus verdes ojos glaciales, con aquel rictus sonriente en el rostro, forzado por la tirantez del cabello. Beck añadía desesperados trinos y floreos a El tilhurí irlandés, a la espera de que ella iniciara su actuación. Pimienta no lo hizo hasta que Paprika y Sarah desaparecieron por la puerta trasera. Entonces se entregó con tal frenesí a sus giros, volteos y oscilaciones, que Beck tuvo que poner a El tilhurí irlandés a un galope tendido. Tarde, aquella noche, en el comedor del Contessa Matilde, la mayoría de artistas del circo hablaron con alegría, en sus mesas respectivas, sobre el éxito de sus actuaciones y la mayor comodidad con que podían trabajar en la despejada pista nueva, acompañados por música apropiada y ante el entendido público de Pisa. Pero Pimienta y Paprika se hallaban en mesas diferentes y Sarah en otra, hablando muy poco y comiendo todavía menos.
Tampoco Edge tenía mucho apetito, aunque estaba al lado de Autumn, quien se sentía contenta y excitada por los triunfos del día como cualquiera de los otros artistas. Su número de la cuerda floja había recibido una gran ovación, con el público puesto en pie, tanto en la función de tarde como en la de la noche, y ahora intentaba convencer a Edge de que su volteo a caballo era, de hecho, mucho más peligroso que su propio número. —Tengo que desviar la mirada, Zachary, cuando te deslizas de la silla de un caballo al galope, pasas por debajo de su vientre, entre las rápidas patas, y subes a la silla por el otro lado. Esto no tranquilizó mucho a Edge. Auburn se veía muy diminuta, frágil y vulnerable allí arriba, bajo el techo de la carpa, realizando proezas que le quitaban el aliento, incluso cuando las hacía a sólo dos metros y medio del suelo. Su única esperanza era dominar con el tiempo esa ansiedad que le secaba la boca y le humedecía las palmas cada vez que la veía a tan gran altura. Mucho más tarde aquella misma noche, Jules Rouleau estaba a punto de quedarse dormido cuando la puerta de su dormitorio se abrió con suavidad y alguien entró en la habitación casi a oscuras. —Qu'estce que c est? —murmuró—. No puede ser otro masaje a esta hora. —No soy Maggie, soy yo, Sarah, Necesito tu ayuda, Jules. Qu estce que c'est? —preguntó él de nuevo, pero ahora despierto del todo y sobresaltado. A la luz difusa que se proyectaba en la habitación desde el patio de la cocina, donde las fregonas aún continuaban su trabajo, Rouleau pudo ver que Sarah se estaba desnudando. Oyó que le decía, con voz temblorosa: —Ya... ya has visto cómo me ha besado Paprika. No el beso rápido habitual, sino un beso de... de amante. — Chérie —dijo él, incorporándose en la cama y con voz también un poco trémula, mientras ella continuaba desnudándose. No has podido engañarte en cuanto a la naturaleza de esas dos flagrantes marimachos, —No, pero Paprika me corteja últimamente. Y cuando me ha besado hoy... casi, no, sin casi, me ha gustado. Me ha excitado. —Esto puede ocurrir —dijo Rouleau con toda la sangre fria de que fue capaz—. Pero ¿por qué acudes a mí? ¿Por qué te estás quitando la...? —Jules, necesito a un hombre. Sólo para probarme que no soy un marimacho, Te lo ruego, Jules... Ya desnuda, se deslizó bajo las sábanas, a su lado. Rouleau se apartó, diciendo, casi con pánico: — Chérie, me pones en un aprieto. Sabes desde hace tiempo que soy, a mi modo, igual que Pimienta y Paprika al suyo. — Por lo menos, tienes... un cuerpo masculino. ¡Por favor, Jules!
— Para mí sería... repugnante, no tú, ya me comprendes, querida Sarah... sino el acto en sí. Hay otros hombres en el espectáculo, varones masculinos, que gozarían complaciéndote... —He perdido a Zachary y Florian está absorto en sus cosas y cualquier otro hombre se jactaría, alardearía y se iría de la lengua. Tú eres un viejo amigo. Hazlo una sola vez, por amistad. —Sencillamente, no puedo, Sarah. Sabes que por ti haría cualquier cosa que estuviera en mi poder. Pero esto no lo está. Ella pensó un momento y luego sugirió con timidez: —¿No podrías fingir... fingir que soy un muchacho? —Le dio la espalda y se acercó mucho a él. Rouleau gimió ligeramente, bajó la cabeza de la almohada para adaptar su cuerpo al de ella y la rodeó con sus brazos... pero sólo la cintura, con mucho cuidado de no tocar nada palpablemente femenino—. Ahora añadió Sarah en voz baja—, intenta imaginar que soy... el que tú prefieras. —Alargó la mano hacia atrás para tocarle, pero él se apartó. —No hagas eso, por favor. Es demasiado evidente que se trata de una mano femenina. No hables siquiera. Intentaré... Exceptuando un crujido de la cama, en la habitación no se oyó nada durante largo rato. Sarah, con pequeños movimientos de las nalgas, intentó excitar a Rouleau para que su miembro dejara de estar fláccido, pero sólo notó que empezaba a sudar. Por fin él rompió el silencio: —Es inútil, Sarah. Lo siento, lo siento mucho, pero... —Tal vez, si hiciera esto... —dijo ella, deslizándose hacia abajo. Su voz sonó ahogada bajo la sábana cuando añadió—: Los muchachos lo hacen, ¿verdad? Rouleau volvió a gemir débilmente, pero dejó que lo intentara. Y ella lo intentó, con pasión, energía, pericia y paciencia, pero en vano. —le sois désolé, Sarah. Es inútil. Al cabo de un momento, todavía bajo la sábana, murrnuró ella, en tono humilde: —¿Podrías... podrías hacérmelo a mí? —iNo! —exclamó él, apartándose con violencia—. Esto no puedo ni intentarlo. Lo siento, Sarah, pero estoy seguro de que vomitaría. Te sentirías más rejetée que nunca. Como un animal herido, ella salió de entre las sábanas y apoyó la cabeza en la otra almohada. —¿Me abrazas un rato, entonces? Nada más. Sólo abrázame hasta que nos quedemos dormidos. El lo hizo, aunque todavia nervioso, sin tocar ningún lugar femenino. La habitación ya estaba completamente a oscuras, pues las pinches habían terminado de fregar y apagado todas las luces, pero Sarah no dormía. Aún tenía los ojos abiertos cuando la oscuridad se aclaró un poco hacia
el amanecer y empezó de nuevo el ruido de ollas y sartenes con el regreso de las cocineras para preparar el desayuno. Los brazos de Rouleau seguían rodeándola, así que ella, por consideración, no se movió hasta que él estuvo despierto, lo cual sucedió a hora muy avanzada de la mañana. Por eso Clover Lee, mientras llenaba su plato ante el bien provisto aparador del comedor, preguntó ingenuamente a Florian: —Mi madre no ha dormido esta noche en nuestra habitación. ¿Ha estado con usted? —Ejem... no —respondió Florian—. Esta noche, no. La pregunta le había cogido desprevenido, de lo contrario, la habría eludido, pues Pimienta y Paprika se hallaban a su lado ante el aparador. Pimienta se encaró con Paprika, con el rostro contraído, pero Paprika dijo: —Sabes dónde estaba yo. En nuestra habitación y en nuestra cama. ¿Recuerdas? Nos besamos e hicimos las paces. Cinco o seis veces y de modo muy agradable, por cierto. Con diplomacia, Florian y Clover Lee se dirigieron a una mesa alejada. Pimienta dijo con voz firme: Y tú sabes muy bien, maldita sea, lo profundamente que duermo después. Podrías haber ido a cualquier parte, coqueta! —No hagas una escena ridícula, kedvesem. Yo no merodeo en plena... iNo, claro, tú merodeas en torno a ella a plena luz del día. Pero preguntémoselo a ella misma. Aquí está esa ramera. Sarah entraba en el comedor, despeinada y con los ojos enrojecidos. Pimienta le salió al encuentro y preguntó: — ¿Dónde has dormido, ya que no donde debías? — iNo es un maldito asunto tuyo! replicó Sarah, sorteándola. Pimienta silbó, apretó los dientes, se volvió y lanzó su plato, nadie supo si a Sarah o a Paprika, porque no dio en el blanco. Un inocente viajante milanés, que sólo tomaba un desayuno continental de panino con mantequilla, marmellata y café, se encontró con la falda llena de salchichas calientes y huevos revueltos. Se levantó de un salto, gritando: Fregna! Sono fottuto, pero Pimienta ya había salido del comedor a grandes zancadas. No se la volvió a ver y: Paprika buscó por todas partes— hasta que la banda afinaba los instrumentos para la función de la tarde. Entonces Pimienta y Yount llegaron paseando al Campo Sportivo, cogidos del brazo, entre la multitud que se movía en todas direcciones. Yount tenia la cara y la calva cubiertas de rubor y la barba un poco hirsuta. Pimienta ya no estaba furiosa, sino serena, y el corpiño de su vestido ele calle verde llevaba los botones ramal abrochados. —iPim! —gritó Paprika, como en un sollozo. ;Date prisa! Tenemos otro lleno. Apenas tienes tiempo de cambiarte para la cabalgata.
—Calma, calma dijo Pimienta, en tono casual—. Ya me estoy acostumbrando a vestirme y desnudarme en un santiamén. ¿Verdad, cariñín? —Miró con adoración a Yount. Este enrojeció aún más y contestó: —Bueno, supongo que la puntualidad es digna de elogio en una mujer. —Pues, sí, yo siempre me he corrido de prisa. Y a menudo dijo Pimienta, mientras Paprika la miraba, horrorizada—. Obie, macushla, ¿quieres entrar antes que yo en el vestidor? —No es necesario, señorita Pimienta. Sólo he de quitarme esta ropa. Llevo debajo la piel de leopardo del Hacedor de Terremotos... —Ah, sí, lo olvidaba. Y Pimienta rió con lascivia. Muy bien.. Adiós, amor mío, hasta la próxima vez. Yount se fue dando trompicones, casi como borracho, y Pimienta subió con agilidad los peldaños del furgón vestidor. Paprika la siguió. —Sólo lo has dicho para burlarte y atormentarme, ¿verdad, Pim? Todo han sido színlelés... mentiras... ¿verdad? Pimienta murmuró, pero hablando consigo misma: —Vaya, fíjate en esto. ¿Habré venido mal abrochada desde el hotel? — Empezó a desabrocharse. —iPim! Dime que nada es verdad... sobre ti y ese buey estúpido. Por fin, Pimienta la miró a la cara. —No, te contaré en cambio una vieja historia transmitida por los hojalateros. Un tipo va a ver a Biddy Early y pide a la bruja un talismán que obligue a su bonita esposa a guardarle fidelidad. Biddy le contesta que ya lo tiene. El tipo pregunta: «¿Qué es?» «Es un anillo mágico, muchacho.» El tipo pregunta: «¿Dónde está?» La vieja Biddy dice: «Entre las piernas de tu mujer. Mientras mantengas el dedo en ese anillo, no te pondrá nunca cuernos.» — Oh, Pimienta, querida mía, yo no he sido infiel. Sólo he coqueteado, y nunca con un hombre, nunca desde que te conozco. —¿Te digo entonces —replicó Pimienta, quitándose la última prenda con sensual lentitud lo que te has perdido? —iPim, no lo has hecho! Silencio—. ¿Lo has hecho? Silencio, mientras Pimienta se ponía sinuosamente los ceñidos leotardos de color carne. —Sólo le has provocado —dijo con esperanza Paprika—. Quizá le has dejado acariciar el terciopelo... Silencio, con una sonrisa ausente y evocadora. —Te lo ruego, Pim —se desesperó Paprika—, no digas que le has dejado enhebrar la aguja! — Una y otra vez. No en vano le llaman el Hacedor de Terremotos. Ahora Paprika se echó a llorar. Juraste que nunca...
—Vamos, no te pongas histérica. No ha sido tan terrible como la primera y única vez que un hombre me violó. Ya te conté que mi tío Pete Robie me subió la bata de colegiala hasta la cabeza y me ensartó como a un pollo, por el agujero equivocado, además, tan bruto era. Pero ahora creo que con mi querido Obie podría incluso preferir la manera normal de hacerlo, salió del furgón, dejando a Paprika hecha un mar de lágrimas. Por esta causa Paprika, avergonzada de mostrar su rostro hinchado, su maquillaje corrido y su aspecto deplorable en general, faltó a la gran entrada y en consecuencia recibió una severa reprimenda por parte de Florian y otra más tarde por ejecutar su número de la pértiga con la rigidez de un autómata. Cuando el público de la tarde se dispersó a la hora del crepúsculo, la mayoría de artistas y ayudantes se dedicaron al cuidado de su equipo, utilería y animales, y Autumn dijo a Edge: —(Quieres venir conmigo, Zachary? Herr Beck está revisando mi aparejo para un ensayo y me gustaría enseñarte algo. Entró con ella en la carpa. En el estrado de la banda, Dai Goesle colocaba unos faroles que había comprado aquella mañana en una tienda de Lungarno. Ninguno de los músicos los necesitaba, ya que ninguno, excepto Bumbum Beck, sabía leer música, con o sin luz. Sin embargo, Magpie Maggie Hag había creado para el director de orquesta un uniforme que le daba aspecto de mariscal de campo y que Beck deseaba que fuera bien visible. El ya lo era en aquel momento, pero vestido de faena. Con ayuda de dos eslovacos había desconectado del poste central, marcado con el guión, el extremo más lejano de la cuerda de Autumn, a fin de bajarla hasta formar un ángulo con la pista, y ahora sujetaban dicho extremo a una gruesa estaca. — Haré ensayar a Domingo y Lunes el ascenso inclinado —explicó Autumn—, pues deben estar listas para su debut cuando lleguemos a Florencia. Pero lo que quería enseñarte... Bueno, cada vez que miro hacia abajo cuando estoy arriba en la cuerda, te veo observarme, muy pálido y tenso. Creía que tal vez, si subes conmigo a la plataforma señaló la escalera de cuerda—, disminuirán un poco tus aprensiones. — Muy bien. Es posible. — Pues, adelante. Yo te seguiré. Como el último de los patanes, Edge empezó a subir la escala de cuerda como si fuese una escalera normal de madera. Pero en cuanto puso las dos manos y los dos pies en los peldaños, la escala se inclinó de repente hacia afuera, de modo que él quedó colgando casi en posición horizontal. Se encontró inmovilizado, incapaz de proseguir, como si subiera por el lado interior de una escalera corriente.
Autumn se rió con tolerancia y dijo: — No, así no. Hay un truco. Baja y te lo enseñaré. —El obedecedió, avergonzado, y miró cómo lo hacía ella—. En realidad, se sube por el lado. ¿Lo ves? Con la cuerda contra el cuerpo y las manos y los pies en los peldaños, pero uno en cada lado. —Trepó con la rapidez y agilidad de un mono, aunque no se parecía en absoluto a un mono en ningún otro aspecto. Ahora pruébalo —gritó desde la plataforma. Edge subió, aunque despacio y torpemente, con la impresión de que su peso se había doblado de improviso. Estaba tan atento en colocar las manos y los pies de forma alterna en los peldaños, que no miró hacia abajo hasta que estuvo junto a Autumn en la minúscula plataforma, y casi sintió vértigo. Con las manos agarradas al poste central que tenía detrás, exclamó: —iPor Dios, mujer! ¡Es como mirar desde el puente Natural! Parece mucho más alto desde aquí que desde abajo y ya era bastante terrible desde la pista. —Vaya, y yo pensaba que esto eliminaría tus preocupaciones. —Y mira hacia allí —dijo él, impresionado. Has de cruzar el vacío entre aquí y el otro poste, donde está la marca blanca. ¡Parece ancho como el Mississippi! —No tengo que hacerlo. Lo hago porque estoy dotada para ello. Porque es lo que hago mejor. —Esto es Uso —replicó Edge, un poco más relajado—. Puedo enumerarte una serie de cosas que haces... —Zachary! —Es verdad. Está bien, me has traído aquí arriba y he mirado y aún no puedo prometer que me acostumbraré algún día a que trabajes a esta altura. Sólo me preocupa porque te amo, pero, como dices, es tu trabajo y tu arte. —Y mi placer. Aquí arriba, en especial cuando el público y la banda enmudecen y se quedan en suspenso, no pienso en el peligro o la altura o la necesidad de precisión y cautela. Mi cuerpo sigue trabajando, mientras yo sólo escucho. Aquí arriba todo es un dulce murmullo. Escucha tú también, Zachary. ¿Lo oyes? La lona sobre nuestras cabezas cruje suavemente, los alambres murmuran, incluso el poste central vibra como si cantara... —Autumn, te quiero demasiado para dejar que mi preocupación te preocupe. Demasiado para hacer cualquier cosa que pueda suponer un obstáculo o un impedimento para ti. De modo que nunca lo haré. Ninguna condición, ninguna prohibición, ninguna intromisión. —Eres un amante considerado. Quizá es por esto que yo también te quiero. —En este momento soy un amante un poco mareado. ¿Bajo del mismo modo que he subido?
—Igual. Con los pies y las manos a ambos lados de la cuerda. Cuando hubieron bajado y Autumn se fue a cambiar de ropa para ensayar, Edge permaneció en la carpa, y en cuanto se quedo solo con los eslovacos, subió y bajó la escalera de cuerda varias veces Decidió que nunca lo haría con la agilidad de un mono, pero al menos ahora no la subía y bajaba como un viejo temeroso y débil. Fuera, en el patio delantero, Paprika encontró a Sarah paseando cerca del lugar donde Florian hablaba con un elegante desconocido. —Sarah, kedvesem —dijo Paprika—, Pimienta y yo hemos llegado a una separación definitiva. Ya ocupo otra habitación en el hotel. Quizá pueda persuadirte ahora... —iCalla! —dijo Sarah, irritada—. Florian tiene un visitante distinguido. Estoy tratando de oír lo que dicen. El desconocido decía: —... mi hermano mayor es, por supuesto, il direttore, pero yo soy el que habla inglés. Y hemos dado por sentado, al ver sus a su «Circo Americano Confederado», que ustedes eran americanos. —Su visita me honra, signore. Durante mi primera estancia en Europa, nunca tuve la suerte de encontrarme con su circo ni con nadie de su familia. Podemos hablar en italiano, si lo prefiere. —No, no, sta bene. Necesito practicar el inglés. Me ha gustado su espectáculo, signor Florian. Pequeño pero bien organizado y pleno de energia, ¿cómo se dice?, ¿lleno de brío? —Aquí viene nuestro director ecuestre, signore —dijo Florian cuando Edge se unió a ellos—. Y también nuestro tiraatore y jinete de volteo, como ya ha visto. ¿Puedo presentarlos? Signor Orfei, coronel Edge. — Los dos hombres se inclinaron y estrecharon las manos. Florian continuó—: La visita de un miembro de la famosa familia Orfei es suficiente cumplido. Si además nos elogia, el cumplido es mucho mayor. —A uno le gusta pesare —dijo el visitante—, ¿sopesar, dicen ustedes?, a la competencia. —Ahora nos halaga —contestó Florian—. No podernos hacer la competencia al Circo Orfei. Su circo debe de ser el más antiguo de los que subsisten en Europa. —Creemos que sí. Hace más de ciento treinta años que un Orfei, era un monsignore de la Santa Iglesia, ¿se lo imagina?, se enamoró de una gitana, renunció a sus votos, colgó los hábitos y se fugó con ella. Por los caminos, él tocaba la flauta y ella bailaba por unas pocas monedas. Hasta que se les unieron otros vagabundos. Pero durante muchas décadas, signor Florian, el Circo Orfei fue una caravana de gitanos, mucho menor que la suya. —Una historia aleccionadora, signore —dijo Florian—. Y se lo advierto, espero emular el crecimiento y éxito del Orfei. —Le deseo buona fortuna. Algunos propietarios de circo temen y luchan contra la competencia. Personalmente, creo que cuantos más y mejores
circos haya, tantos mas deseará ver la gente para admirar, disfrutar y comparar. Le aseguro que no he venido aquí para disuadirle de competir. Ahora nosotros trabajamos en Lucca, a diecinueve kilómetros de aquí, de modo que he venido a hacer una visita de cortesía a un colega. —¿Le gustar echar una ojeada al circo? Al coronel y a mí nos complacerá acompañarle. —Grazie, pero ya he dado una vuelta, sconosciuto. Así se ve todo mejor. Y, como es natural, he observado inmediatamente algo extraño. No tienen teloni del giro. Florian tradujo para Edge: —Una valla alta en torno al recinto. Y dijo a Orfei—: Conozco la costumbre europea de vallar el terreno del circo para tapar la vista a los curiosos. En realidad esto sería más útil en América, donde los nativos son incurablemente fisgones. Aquí en Europa, la gente es más educada y no escudriña en la intimidad de un patio trasero. Si algún día encuentro conveniente una valla, la haré construir. Pero hay muchas más cosas que tienen prioridad. —Senz'altro. Si capisce. —Orfei apoyó las manos en el puño de marfil de su bastón de ébano—. Ya que estoy aquí, signori, ¿puedo hacer una pregunta? Su funámbula, la signorina Autumn, ha hecho una solicitud para incorporarse al Circo Orfei. Yo nunca los privaría de su mejor número. Sin embargo, si la signorina todavía desea... Edge se puso rígido, pero Florian habló primero. —Creo que no, signore. El hecho es que ella y el coronel Edge aquí presente son... ejem... una pareja como la de su antepasado apóstata y su amante gitana. —Pero no es de mi propiedad —dijo Edge—. Puede usted hablar con ella, y en privado. —No! ¡Nunca! Coronello, soy italiano. Le exhorto a que recuerde a Romeo e Giulietta, Dante e Beatrice, monsignore Orfei e la zingara. ¿Interferir en un asunto amoroso? Nunca podría volver a ir con la cabeza alta en Italia! —Muy agradecido murmuró Edge. —En realidad, signori, nuestro programa ya está un poco sobrecargado. Mi hermano mayor es a veces demasiado entusiasta contratando y demasiado sentimental para despedir a nadie. Pero el contrato de uno de nuestros mejores trapecistas expirará pronto, y creo que debería cambiar de circo. —A mí me complacería muchísimo tener un número de trapecio —dijo Florian—, pero carecemos de la utilería necesaria. —Maurice LeVie (un francés, pero que también habla italiano e inglés) posee su propia utilería. Niquelada. Muy bonita. Y también su propio caballo y furgón para el transporte.
Florian silbó, admirado. —¿Podría yo pagarlo? —Cobra ciento cincuenta liras semanales. Florian silbó de nuevo, con menos admiración. —Treinta dólares. Es el doble de lo que pago a mi director ecuestre. —No se preocupe por esto —dijo Edge—. Un buen número de trapecio vale esto y más para nosotros. Y no me quejaré de que cobre un sueldo mayor que el mío. He estado una vez en la cúspide de la tienda y jamás haría cabriolas allí arriba por cualquier cantidad de dinero. —Tal vez, signori —dijo Orfei, ustedes y otros miembros de su compañía honrarán nuestro espectáculo con su visita en Lucca. Maurice cierra la primera mitad de nuestro programa, antes del intervallo. Pueden verle trabajar, juzgar su mérito y volver aquí, todo en un solo día. —Muy buena idea —respondió Florian—. Dispondremos de una jornada de descanso aquí, al término de nuestra estancia, para hacer algunas compras. Gracias por la invitación, signor Orfei. El coronel y yo, y nuestro director del espectáculo complementario, le veremos en Lucca. La estancia del Florilegio en Pisa duró sólo diez días, pero no fue en absoluto lo que Florian hubiese llamado en Estados Unidos un lleno diario o una bianca en Italia, sino una serie de funciones en un circo atestado, a menudo sin cabida para todo el público. Por lo visto acudieron todos los residentes de Pisa y todos los turistas y viajeros de paso en la ciudad, pero con el considerable aumento de capacidad de la carpa diez días bastaron para acogerlos a todos. Durante este período, el circo no sufrió accidentes ni luchas internas, aunque todos advirtieron que Sarah evitaba la compañía de Paprika y que ésta y Pimienta se evitaban mutuamente, salvo cuando era necesario estar juntas en las representaciones. Cuando en la función nocturna del décimo día en Pisa sólo se vendieron dos terceras partes de las localidades —en su mayoría, según el portero Banat, a personas que ya habían acudido una vez—, Florian dio la orden de desmantelar la carpa aquella misma noche. A primera hora de la mañana siguiente, toda la lona estaba extendida sobre el óvalo de hierba, ahora marrón, pisoteado y salpicado de serrín. Stitches, descalzo y agachado, iba trazando sobre la lona rayas de tiza para guiar a los pintores eslovacos, también descalzos, que esperaban con cubos de los colores elegidos: verde y blanco, —Sólo uso la pintura más fluida posible —anunció Goesle a los que miraban— para conservar la flexibilidad de la lona y no disminuir el bonito resplandor que se filtra por la noche cuando está iluminada por dentro. Además, esta pintura ya se habrá secado mañana.
Edge enganchó a Bola de Nieve al carruaje y él, Florian y Fitzfarris partieron a un trote ligero por la Strada Lucca entre la niebla matutina. Flanqueaban la carretera dos hileras de inmensos castaños, sin hojas, por lo que sus ramas entrelazadas parecían los arcos ojivales y aristas de una especie de iglesia. Por añadidura, la corteza de los castaños se pelaba y rizaba como una multitud de volutas. Edge podía hacerse la ilusión de que viajaba por la biblioteca de un monasterio medieval. Más allá de los árboles se veía la tierra todavía llana, pero ya no eran sólo campos de rastrojos y colza. Había huertos de olivos retorcidos y atormentados, y viñedos igualmente nudosos y contorsionados. —Si alguien me pidiera ahora mismo una somera descripción de Italia — dijo Fitzfarris—, diría que es una tierra llena de nudos. —Oh, verás una gran variedad de paisajes antes de que abandonemos Italia —dijo Florian—, campos de algodón de Alabama, canteras de piedra de Vermont, minas de hierro de Minnesota, arrozales de Louisiana, bosques maderables de Virginia, Adirondacks nevados... Llegaron al campamento del Circo Orfei —en un Campo Sportivo casi idéntico al de Pisa, situado entre dos bastiones salientes de las altas, gruesas y antiguas murallas de la ciudad— justo antes de que comenzara la función de la tarde, así que Florian enfiló a toda prisa, junto con Edge y Fitz, la avenida central del circo: una hilera de barracas coronadas por estandartes de lona que anunciaban con descarada exageración y licencia artística las atracciones que se encontraban en el interior: la Dama Obesissima, Ircole il Potente, Ragazzo Pinguino... —La Dama Muy Gorda, Hércules, el Muchacho Pingüino —tradujo Florian pasar—. Debe de ser uno de esos chicos con aletas en vez de brazos. La carpa del Orfei no era mayor que la actual del Florilegio, pero estaba toda ella pintada con estrellas multicolores y ondeaban banderas y estandartes marcados con el nombre de «Orfei» no sólo en sus dos postes centrales, sino también en las puntas de todos los postes laterales.. Y había gran número de otras tiendas alrededor de la grande. Las dos más prominentes tenían banderas: una, llena de grabados de animales en torno a la palabra Serraglio, y la otra con una danzarina envuelta en velos y las palabras Baile del Tabarin. —Zoológico y Music Hall explicó Florian. Este último es sin duda un espectáculo de chicas desnudas para hombres solos. Las tiendas, de menor tamaño sólo tenían letreros pequeños, todos iguales: E vietato ¡'ingreso. Prohibida la entrada —tradujo Florian. Los vestidores de la compañía, la tienda de la cocina, la herrería y cosas similares. Y, mirad, hasta hay retretes para el público. Señaló dos cabinas colocadas en un lado del campamento, marcadas Uomini y Donne. En el patio trasero del circo, al fondo de todas las
tiendas donde estaba prohibido entrar, se hallaban aparcadas numerosas caravanas de chapa similares a la de Autumn, con pequeñas chimeneas de hojalata despidiendo humo. —Es impresionante —murmuró Edge. —No os dejéis desanimar, muchachos —dijo Florian—. El nuestro será tanto o más grande algún día. En la puerta principal, un altivo Arlequín tomó sus entradas y una orgullosa Colombina alargó a cada uno de ellos un programa de varías páginas, muy bien impreso. Fitzfarris lo examinó con interés profesional, advirtiendo que llevaba anuncios de numerosos mercaderes y servicios de Lucca. Como en su propia carpa, Florian, Fitz y Edge entraron en ésta por debajo del estrado de la banda, que estaba formada por un número de músicos tres veces mayor que la dirigida por Beck —todos uniformados, lujosamente (y con irreverencia), como la Guardia Suiza del papa— y que tocaba un popurrí de marchas de ópera para la cabalgata inicial. —Mirad eso —dijo Fitzfarris, maravillado, cuando encontraron sus sillas de lona numeradas—. La puerta trasera tiene cortinas de terciopelo y un arco de proscenio ornamental. La gran entrada y el desfile que efectuaron a partir de este arco fueron aún más esplendorosos. Los encabezó el director ecuestre, vestido de un modo nada chillón, con un impecable traje de montar: sombrero de copa brillante, frac «rosa», pantalones bien cortados y relucientes botas altas. Además de la multitud de artistas que se pavoneaban en el desfile —con capas cubiertas de lentejuelas y abundantes plumas de avestruz— , había cuatro elefantes, dos camellos, veinte o más caballos de pista enjaezados, un león, un tigre y un leopardo, cada uno en una jaula diferente. Había también carromatos ornamentales, profusamente tallados y dorados, que tenían panoramas pintados y sus accesorios correspondientes y representaban acontecimientos como Colón descubriendo el Nuevo Mundo, Marco Polo descubriendo China y otros diversos hechos históricos italianos que se remontaban a César descubriendo Britannia. A juzgar por los cuadros, Colón, Polo y César habían sido saludados en cada tierra nueva por mujeres nativas diáfanamente cubiertas por gasas y velos muy finos. Edge se levantó para ver mejor estos carromatos mientras pasaban por la curva del fondo de la pista. Sus costados interiores consistían sólo en listones, tela metálica y contrafuertes de sesenta centímetros por un metro veinte. Edge volvió a sentarse y comentó este detalle. —Es lo corriente —dijo Florian—. Todos los desfiles circenses se mueven en sentido contrario al de las manecillas del reloj, por la parte exterior de la pista. ¿Por qué derrochar trabajo y dinero para adornar el lado izquierdo de los carromatos?
La cola de la procesión aún salía por el proscenio de la puerta trasera cuando los primeros artistas ya entraban en ella; un número muy rápido de saltimbanquis. ! Saltimanchi Turchi! —gritó el director ecuestre antes de que la orquesta tocara, aún con más fuerza, la obertura de Il Turco in liaba de Rossini. El signor Orfei había elogiado el «bien organizado» espectáculo del Florilegio, pero éste lo era mucho más. Tenía que serlo, debido a sus proporciones. Mientras un artista saludaba bajo aplausos ensordecedores, otro artista o grupo de artistas ya estaba entrando en acción. Edge observaba con envidia y mucha atención, tomando notas mentales, la fluidez y suavidad con que el director ecuestre se hacía cargo de la gran cantidad de artistas y animales, con sus accesorios y utilería, y de los peones (todos ellos hábiles y discretos, vestidos con monos negros), que acarreaban, enrollaban y llevaban los diversos equipos dentro y fuera de la pista. No hubo una sola actuación imperfecta en toda la primera mitad del programa, ni una sola que resultase lenta. Incluso los cuatro elefantes entraron a un solemne trote, sin la compañía de ningún domador, y ejecutaron con agilidad sus números de fuerza y equilibrio sin ninguna orden audible, salvo el restallido ocasional del látigo del director ecuestre. Como por propia iniciativa, cerraron la actuación con la espectacular «montura larga»: el primer elefante levantó las patas traseras y los de atrás levantaron y apoyaron las patas delanteras sobre las grupas del elefante que los precedía, todos enroscando las trompas y barritando triunfalmente. Mientras tanto, los peones eslovacos soltaron las cuerdas para hacer bajar desde la cúpide de la carpa los brillantes columpios niquelados del «signor Maurice, il intrepido acrobata aerobatico francese!» y un hombre bajo y moreno entró en la pista. Iba envuelto en una capa escarlata que hacía ondear con gran donaire y magnificencia. Era esbelto hasta la exageración y sus mallas estaban cubiertas por lentejuelas de color azul eléctrico. Trepó, centelleante, por la escalera de cuerda con tanta agilidad como Autumn. —Tiene dos trapecios. —dijo Edge a Florian—. ¿Cómo puede usarlos a la vez? —¿Cuándo viste por última vez un número de trapecio, Zachary? —Que me cuelguen si lo recuerdo. Bastante antes de la guerra. —Ah, entonces te espera una gran emoción. Monsieur Léotard, de Francia, ha revolucionado el arte, y casi todos los trapecistas del mundo siguen su ejemplo. La actuación de Maurice LeVie fue, en efecto, algo nuevo para Edge, y también para Fitzfarris. Hasta entonces sólo habían visto a los trapecistas ejecutar los giros y saltos mortales posibles en la barra
horizontal de cualquier gimnasio: sólo que con la barra suspendida a gran altura. Maurice también empezó haciendo estas cosas, pero luego —mientras la banda tocaba el Bal de Vienne de Strauss— se colgó del trapecio por las rodillas y lo hizo oscilar cada vez más de prisa y más alto hasta que, de repente, lo apartó con los pies y se lanzó al vacío — todos los espectadores exhalaron un grito ahogado— para coger el otro trapecio con las manos. El impacto dio impulso al trapecio y entonces Maurice, deslumbrante de lentejuelas, fulguró literalmente de un lado a otro, como un relámpago azul, entre las dos barras oscilantes, agarrándose a veces con las manos, a veces con las rodillas dobladas y a veces sólo con los dedos de los pies. Y en el espacio vacío entre los dos columpios daba atrevidos giros, vueltas y tumbos, como si fuera totalmente ingrávido. Por último, Maurice se puso de pie sobre una de las barras, que seguía oscilando peligrosamente, alzó los brazos en forma de V, y continuó balanceándose, sin más apoyo que la fuerza centrífuga, mientras el público enloquecía de entusiasmo. —Debemos de contratarlo, Florian! —exclamó Fitzfarris. —Lo haremos, si él acepta. Salgamos antes que el gentío. En el patio delantero, Fitzfarris fue a inspeccionar las atracciones de la avenida central, mientras Florian y Edge se dirigían al furgón rojo, donde encontraron al mismo hermano Orfei que ya conocían. Los invitó a entrar, les puso sillas ante su mesa, les dio un cigarro a cada uno y una copa de buen vino de Barolo, y preguntó: —¿Y bien? ¿Desea hablar con monsieur LeVie, signor Florian? — Creo que es innecesario. Su trabajo habla por sí mismo. Y en este momento debe de estar fatigado; no quiero perturbar su descanso. ¿Podría ver su salvoconducto? — Cerio —respondió Orfei, abriendo un cajón que contenía un montón de estos documentos; los revolvió, sacó uno y lo alargó a Florian. Todo son alabanzas y recomendaciones. No hay nada que lo desacredite. Excepto eso, claro —y señaló algo en una de las páginas del cuadernillo. Eso, claro —repitio Florian, pero no pareció dedicar mucha atención a ello y pasó con rapidez las otras páginas y devolvió el cuaderno a Orfei— . ¿Le ha mencionado nuestro interés en adquirir sus habilidades? — Lo he hecho, signore, y ha dado muestras de un gran entusiasmo. Sería un reto y un gran placer, ha dicho textualmente, usar su trapecio para ayudar aun espectáculo nuevo y pequeño a alcanzar la grandeza. Y no ha hablado con egoísmo ni condescendencia. Maurice es realmente un gentiluomo, ¿cómo lo dirían ustedes?, un chico estupendo. Trato hecho, entonces —decidió Florian. Espero que nuestro Florilegio esté en Florencia dentro de seis o siete días y que nuestra estancia allí dure tres semanas como mínimo. A menos que Maurice cambie de
opinión en este intervalo, confiaremos en que se incorporará a nosotros cuando lo considere más conveniente. —Maurice no le defraudará, signore. Estará allí. —¿Y el Circo Orfei? ¿Adónde se dirigen? —Primero a Siena y luego viajaremos hacia el sur para pasar el invierno. Quizá bajemos hasta Egipto. —Después de Siena, Roma, supongo. —Dio guardi, no! Por lo menos, nosotros no volveremos allí hasta que Roma se unifique con el resto del reino de Italia. La provincia de Roma es la única que continúa siendo un Estado papal., Quizá por venganza, las autoridades se han vuelto opresoras y hostiles. Puritanas, si se puede aplicar esta palabra a la Santa Iglesia. Los carabinieri romanos casi nos encarcelaron, a mí y a mis hermanos, por vestir a nuestra orquesta con el uniforme de la Guardia Suiza. Créame, le harían cubrir a todas sus mujeres con batas informes y censurarían cada chanza y cada número cómico. No, no, le aconsejo, amigo Florian, que se mantenga apartado de la Ciudad Santa y sus alrededores. —Gracias, así lo haremos. Aunque es una lástima. Pocos miembros de nuestra compañía la han visitado. — Oh, visítenla, no faltaría más. Nadie debería perderse Roma, y los simples visitantes no son molestados. Además, puedo asegurarle que la población romana no es tan mojigata como sus gobernantes. Si acampan en Forano, justo al norte de la frontera del Estado, y si en Roma oyen hablar de su espectáculo, eppur si muove, la gente recorrerá con gusto los cincuenta kilómetros de ferrocarril para contemplarlo. —Gracias otra vez, signor Orfei dijo Florian, levantándose—. Ha sido muy servicial, generoso y hospitalario. Espero poder corresponder algún día... — Sólo continúe ofreciendo un buen espectáculo, signore. Mantenga la buena reputación del circo como institución. Si todos lo hacemos, nos ayudaremos mutuamente. Cuando Florian y Edge salieron del furgón de la oficina, la muchedumbre ya había vuelto a la carpa para la segunda parte del espectáculo y en la avenida no quedaba ningún ocioso, excepto Fitzfarris, que dijo, en tono despectivo: —Los monstruos son todos bastante corrientes. Y esa revista de chicas desnudas es muy inocua. Nosotros tenemos mujeres mucho más bellas y yo podría montar una revista bastante más picante, si usted me lo permite, director, y si puedo convencer a las damas para que lo hagan. — Si ellas no tienen nada que objetar, yo tampoco —respondió Florian—, pero tendremos que esperar a poseer una tienda anexa, a fin de que todo resulte privado y discreto. Los tres guardaron silencio en el viaje de regreso a Pisa, absorto cada uno de ellos en las cosas que más había envidiado y admirado del Circo
Orfei y reflexionando sobre los medios y maneras de: adaptarlas a su propio trabajo, intereses y responsabilidades en el Florilegio. Ya era oscuro cuando llegaron, así que, como no podían inspeccionar hasta que amaneciera la lona pintada por Goesle, Florian fue directamente al hotel. Los otros miembros de la compañía, la mayor parte de los cuales habían pasado el día libre comprando y visitando la ciudad, estaban cenando para variar, en vez de tomar un refrigerio a medianoche. Los recién llegados se repartieron por las mesas y enseñaron los programas del Orfei —Florian los llamó «Biblias»— para que todos los admirasen, enumerando las maravillas que habían visto y declarando su intención de hacer que el Florilegio fuera, dentro de poco, «!mayor y mejor que el Circo Orfei!». A la mañana siguiente abandonaron el hotel y fueron con su equipaje al campamento, donde se emocionaron sinceramente al ver la gran extensión de lona sobre el suelo. Ya no se veía una lona vieja y corriente, sino algo recién salido de una tienda de juguetes: anchas franjas verdes y blancas de la cúspide hasta el suelo, que convergían como puntos sobre los extremos semicirculares de la carpa, y una cartela sobre la marquesina de entrada en la que el artista chino había pintado, de color naranja, ribeteado de negro, con floreos y adornos, «EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN». Todos hicieron a Goesle comentarios elogiosos y locuaces, todos menos Magpie Maggie Hag, que lo miró y dijo: —Rojo. —¿Rojo? —repitió Dai Goesle—. ¿Es que tienes daltonismo, madame Hag? Aquí hay verde y blanco y un poco de negro y anaranjado. —Veo demasiado bien —insistió ella—. Aquí hay rojo. —Tras lo cual dio media vuelta y se introdujo en uno de los furgones. Goesle meneó la cabeza, se volvió hacia Banat y dijo: —Ordena a los hombres que la doblen y la guarden y se preparen para salir inmediatamente. —Si Maggie ha presagiado algo —murmuró Edge a Florian—, ¿no deberíamos cerciorarnos de que no hay nadie dormido en la lona? — Silencio —fue la respuesta de Florian. La compañía realizó con rapidez el embalaje y demás preparativos para la marcha. No obstante, cuando la caravana llegó a la Strada MareFirenze, el carruaje de Florian marcó un ritmo más moderado. Florencia estaba a unos noventa y cinco kilómetros, un viaje de tres días sin apresurarse. Había otras ciudades por el camino, pero Florian consideraba que no merecía la pena acampar en ellas. —Pernoctaremos en Pontedera —dijo a Rouleau, que viajaba con él—. En un hotel, o albergo, si lo hay. En caso contrario, acamparemos en las afueras, como solíamos hacer. La etapa de mañana nos llevará a Empoli, que es el empalme de dos importantes líneas ferroviarias, así
que allí nos detendremos y levantaremos la carpa. La población local la llenará durante dos o tres días y quizá los viajeros de los trenes se apearán también para vernos. La caravana del circo llegó a Pontedera al atardecer; la ciudad alardeaba de dos decentes posadas que, juntas, tenían la comida suficiente para alimentar a toda la compañía y las habitaciones necesarias para alojar a todos los que no dormían en los carromatos o en la cuadra. Magpie Maggie Hag fue una de las que se quedaron en el carromato y no salió de su retiro ni para cenar. Autumn y Edge, por su parte, después de cenar en una de las posadas, prefirieron dormir en su casita sobre ruedas, la primera vez que la ocupaban juntos. —Compacto, cómodo y bonito —observó Edge, contemplando el interior, casi todo pintado de un alegre tono amarillo. —Era casi demasiado compacto —dijo Autumn—, incluso para mí sola, cuando tenía que meter aquí todos mi trebejos. Me alegro de que Florian me haya permitido guardarlos en un carromato. En un rincón había una pequeña estufa de queroseno, para calentar o cocinar, con una chimenea de hojalata que atravesaba el techo cilíndrico. Había alacenas y armarios para víveres, vestidos y ropa blanca, el baúl de Autumn y su equipaje de mano, así como el petate de Edge, sus armas y municiones. La única cama, junto a la pared izquierda del furgón, tenía goznes bajo su parte central, de modo que una vez doblada la mitad inferior hacia la pared, se convertía en una mesa a la que podían acercarse dos sillas. Cuando esta mesa se abría de nuevo, dejaba al descubierto una cama con jergón y manta lo bastante grande para dos personas. En ambas paredes y en la puerta de entrada había ventanas con cortinas de cretona amarilla, que se abrían hacia afuera. Estas ventanas tenían maceteros, ahora sin plantas, con ganchos que permitían colgarlos dentro cuando el furgón estaba en marcha, y fuera, cuando estaba parado. En la pared había otras dos cosas: un espejo ovalado, de reflejo bastante difuso, en un marco de estuco desportillado, y en la pared opuesta una fotografía mucho mejor enmarcada de la funámbula francesa Madame Saqui, con un autógrafo en inglés de caligrafía redonda e infantil: «A mademoiselle Auburn: cuando veas esto, acuérdate de mí.» Edge había llevado del albergo una botella de vino de Capri «para brindar en tan gozosa ocasión». Auburn sacó dos tazones de una alacena y brindaron, felices, sentados a la mesa. Cuando terminaron el vino, abrieron la mesa para convertirla en cama y celebraron la ocasión de forma aún más embriagadora. Todavía estaban abrazados cuando, al amanecer del día siguiente, un grito espantoso los despertó. Edge saltó a una ventana, la abrió y sacó la cabeza. No lejos de allí estaba el furgón vestidor, con la puerta abierta, y Pimienta Mayo salió de él corriendo y profiriendo gritos desgarradores. En seguida salió
también Clover Lee, que bajó los peldaños de aquel furgón lenta y rígidamente, como si fuera sonámbula. —iClover Lee! —llamó Edge, con ansiedad—. ¿Qué ocurre? Autumn estaba ahora a su lado ante la ventana. Rostros aturdidos, negros, amarillos y eslovacos, se asomaban a las puertas y ventanas de otros carromatos. Clover Lee continuó andando como en trance hasta que estuvo lo bastante cerca para decir a Edge, con una voz sin emoción ni inflexiones: —Mi madre tampoco ha dormido en nuestra habitación esta noche. Como ninguno de los que han ido a desayunar sabía dónde estaba, he venido a mirar en los carromatos. Pimienta ha querido acompañarme... ¿y qué? —La hemos encontrado aquí dentro. —Señaló vagamente hacia el carromato. —¿Le pasa algo malo? ¿Está enferma? ¿Se ha herido? Clover Lee negó con la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas. Buscó un lenguaje menos explícito y por fin logró decir: —La hemos encontrado... avec Paprika... les deux toutes nues... dorment... en posture de soixanteneuf.. Edge entendió las palabras, pero no el significado. Cuando Autumn vio su expresión de desconcierto, murmuró algo a su oído. Edge enrojeció un poco, pero recobró el aplomo y dijo a Clover Lee: — Te ahorrarías sorpresas y sustos, muchacha, si no estuvieras siempre curioseando y metiéndote en los asuntos privados de tu madre. — iNo siga llamándola mi madre! —exclamó Clover Lee, en un repentino arrebato de ira—. iNo quiero ser hija de un podrido marimacho! —Y echó a correr en dirección al albergo. Así, cuando la caravana del circo volvió a la carretera, llevaba a cuatro mujeres —Sarah, Pimienta, Clover Lee y Paprika— en carromatos separados, que evitaban las miradas ajenas. El resto de la compañía viajaba en un silencio incómodo, reacio a hablar a sus compañeros de furgón porque podía parecer que chismorreaban o hacían bromas subidas de tono sobre el incidente de la mañana. Cuando llegaron a Empoli y Florian visitó el municipio y luego condujo la caravana al solar que le habían asignado detrás de la estación y los peones empezaron a levantar la tienda, todos continuaban limitándose a las observaciones, preguntas y respuestas indispensables. Ni siquiera se oyeron muchas exclamaciones de asombro y entusiasmo al ver levantada la carpa, mucho más bella e impresionante con su nueva capa de pintura que cuando estaba extendida en el suelo. La reticencia de la compañía se prolongó hasta la hora de la función de tarde del día siguiente, cuando la carpa se llenó a rebosar de los ciudadanos, en su mayoría obreros del ferrocarril y sus familias.
Entonces todos se obligaron a sonreír para la cabalgata, y todas las actuaciones subsiguientes se hicieron con la desenvoltura acostumbrada, incluyendo el número de pértiga de Pimienta y Paprika. Pero después, mientras Sarah hacía su número de Pete Jenkins, Pimienta fue a buscar a Obie Yount y con él a su lado se encaró con Paprika. —Quiero que el Hacedor de Terremotos te diga una cosa —dijo Pimienta con acento severo—. Obie, ¿nos hemos acostado juntos tú y yo alguna vez? Yount abrió mucho los ojos y pareció que se había tragado la lengua. —¿Nos hemos revolcado alguna vez juntos? ¿Hemos hecho algo más que pasear, hablar y quizá darnos la mano una vez o dos? Yount tragó saliva varias veces antes de contestar: —Pues, no. Nunca, señorita Pimienta. —¿Es verdad esto, Obie? inquirió Paprika, muy triste. —Dios es testigo, señorita Paprika. Después de lo que usted nos dijo un día, le prometo que nunca me atrevería a... bueno... a cazar furtivamente en un coto privado. Paprika rompió a llorar. —i0h, Pimienta! ¿Por qué fingías que...? —Porque esperaba que los celos te harían volver. Pero no ha funcionado, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Ahora hablaremos con tu nueva golosina! Cuando Sarah terminó de saludar para agradecer los aplausos, encontró a Pimienta y Paprika esperándola cerca de la puerta trasera. —Se lo he dicho a Pap y ahora te lo digo a ti, ramera —dijo Pimienta, casi con un gruñido—. Mi nuevo número os eclipsará a las dos. Os pondrá en la calle. Miradlo bien y veréis lo que es bueno! —Y salió bailando a la pista, donde Florian presentaba ya a«l'audace signorina Piym», Primero ejecutó su conocido número, colgada de la cabellera, con los ojos oblicuos y la sonrisa forzada, al compás del el tilburí irlandés. Pero cuando le hubieron aplaudido por ello, levantó una mano hacia el público, como diciendo: «Esperad un poco y veréis la continuación.» Abdullah inició un tamborileo rumoroso y lento en su trombón, mientras los peones bajaban a Pimienta casi hasta el suelo, donde Quincy la estaba esperando. Pimienta agarró con ambas manos el extremo suelto de la cuerda que sujetaba a Quincy por la cintura y los eslovacos empezaron a subirla. —iNo, Pim! —gritó Paprika desde los bastidores, audible a pesar del ruido del trombón—. ¡El peso es excesivo! Sin embargo, no sucedió ningún percance mientras Pimienta y su pequeño peso negro eran izados hasta cerca de la botavara. No sucedió nada hasta que Quincy empezó a doblarse y contorsionarse. La tensión producida ensanchó aún más la sonrisa forzada de Pimienta, una sonrisa
que aún seguía en su rostro cuando, en un instante, Pimienta hizo oscilar la cuerda de Quincy y lo lanzó contra el poste central —al que él se aferró, asombrado y aturdido— y todo el cuero cabelludo de Pimienta se desprendió de su cabeza y ella cayó verticalmente a la pista con un golpe sordo y una explosión de serrín a su alrededor, y todos los espectadores gritaron al ver algo todavía más espantoso que su caída: la brillante cabellera colgada de la botavara y goteando sangre. El trombón de Abdullah enmudeció cuando Beck hizo tocar inmediatamente a la banda la Marcha nupcial y Edge y Florian corrieron a la pista. Mientras Florian instaba por señas al público a que se calmara y guardara silencio, Edge cogió en sus brazos el cuerpo desmadejado y, del modo más discreto posible, se lo llevó por la puerta trasera. A sus espaldas, la música se suavizó lo bastante para que Florian pudiese gritar: —iTodo es parte del número, signore e signori! Niente paura, la señorita volverá dentro de un momento, siano persuasi, amici! Edge y su carga —con la cabeza colgando, calva y ensangrentada, y la misma sonrisa, pero con ojos ya no oblicuos, sino fijos y saltones— fueron interceptados en el patio trasero por Paprika y Sarah, ambas llorando y retorciéndose las manos. —iOh, Pim, amor mío! —sollozó Paprika—. Jamás fue mi intención... — iCállate! —interrumpió Edge—. No puede oírte. iY no la mires! Desde la carpa llegaba la música de La flauta mágica de Mozart, lo cual significaba que Lunes y Trueno empezaban los pasos precisos de alta escuela. Florian irrumpió por la puerta trasera, gritando: — Zachary! ¿Es muy grave? — No puede serlo más. Tiene rotas la columna y la nuca y es probable que otras muchas cosas. Paprika profirió un gemido más fuerte. Florian se volvió hacia ella y le gritó sin miramientos: —iVe al furgón vestidor y quítate las mallas, de prisa! Zachary, quítaselos también a Pimienta! — iNo te atreverás! —sollozó Paprika, agarrando a Edge por el brazo—. Déjala en paz. Y déjala conmigo. — iNo, señorita! —dijo con severidad Florian, mientras Edge, indeciso, seguía con el cuerpo en los brazos—. Tú volverás a la pista, Paprika, para saludar en vez de Pimienta. La plebe no notará la diferencia. — ¿Qué? —exclamó ella—. Vérszopó! i Eres un demonio, un vampiro! —No, señorita —dijo él de nuevo—. Es lo menos que puedes hacer, y lo máximo que puedes hacer, y lo último que podrás hacer por ella en tu vida. ¡Desnúdate, he dicho! Edge llevó a Pimienta al furgón vestidor y la depositó suavemente en el suelo. Sarah y Paprika, todavía llorando, pero en silencio, entraron
después de él. Sarah ayudó a Paprika a quitarse las mallas anaranjadas, mientras Edge despojaba torpemente a Pimienta de sus lentejuelas verdes. Ninguna de las chicas llevaba nada debajo, salvo las pequeñas almohadillas del cachesexe. Edge advirtió, abstraído, que Pimienta era muy hermosa... mientras procuraba no mirar su terrible semblante. Paprika era hermosa por doquier, y no pudo evitar advertirlo, porque cuando se quitó el cachesexe quedó totalmente desnuda. —Pimienta lo habría querido así —sollozó, viendo las miradas que le dirigían Edge y Sarah, y añadió, intentando sonreír—: iAbriré la sonrisa vertical ante esos palurdos, os juro que lo haré! —y empezó a ponerse las mallas verdes. Edge les sacudió el serrín y Sarah hizo lo que pudo para arreglar el maquillaje emborronado de Paprika. Florian estaba junto al furgón, nervioso. En cuanto salió Paprika, la acompañó a toda prisa a la puerta trasera de la carpa. Cuando hubieron desaparecido tras la tira de lona, Sarah y Edge oyeron los aplausos en honor del número de alta escuela de Lunes, y en seguida después, aplausos todavía más fuertes cuando Florian presentó a la artista resucitada —«Ancora una volta, i'audace signorina Pim!»—, milagrosamente sana y salva. —Dios mío, qué espantoso —murmuró Sarah, entre sollozos—. El espectáculo debe continuar. —Se volvió a mirar el cuerpo desnudo de Pimienta y luego otra vez a Edge—. Y todo ha sido por mi culpa, Zachary. Por mi culpa. Todo por mi culpa. —Domínate, Sarah —dijo Edge, con voz ronca—. Me quedaría a consolarte, pero ya me toca salir. Ella lloraba con desconsuelo cuando Edge se fue corriendo a la carpa. Florian empezaba la presentación de «il infallibile tiratore scelto, colonello Calcatoio» y todo parecía haber vuelto a la normalidad allí dentro... salvo que bajo las graderías, fuera de la vista del público, Rouleau abrazaba tiernamente a Paprika mientras ella lloraba contra su hombro. También bajo las graderías, Domingo intentaba consolar al tembloroso Quincy, que suspiraba «oh» una y otra vez. Su otra hermana estaba cerca, pero sólo miraba con ojos soñadores hacia la botavara y se frotaba los muslos uno contra otro. Edge siguió su mirada, pero no había nada que ver allí arriba; los peones se habían apresurado a eliminar los últimos restos de Pimienta. El coronel Ramrod consiguió terminar su actuación sin fallar ningún blanco y sin que hubiera otra víctima. Después hubo el intermedio, y como Magpie Maggie Hag no entraba para leer las palmas de las manos, Edge y Florian fueron en su busca. Salieron por la puerta trasera, pasando junto a los eslovacos, que empujaban hacia la pista la jaula de Maximus, y encontraron a la vieja gitana en el furgón vestidor. Había amortajado a Pimienta: limpiado su cuerpo de sangre, cerrado sus ojos
y borrado de algún modo la fea sonrisa de sus labios, por lo que la muchacha muerta ofrecía un aspecto agradable y sereno. Había vestido a Pimienta con uno de sus trajes de calle e incluso arreglado su cabellera, peinándola de forma natural. —Buen trabajo, Mag —elogió Florian—. Ahora deja que Zachary y yo la pongamos en otro furgón, para que los artistas puedan cambiarse aquí. Pediré a Stitches que le haga una mortaja y la enterraremos después de la función nocturna. Edge levantó el cuerpo y Florian alargó las manos para aguantar la cabeza, pero el rigor mortis ya había empezado a hacer su efecto y la cabeza no se movía de un lado a otro. —¿Cree que debemos dar una función esta noche? —preguntó Edge mientras llevaba el cuerpo a uno de los furgones de la tienda—. No sé si todos serán capaces de terminar ésta. —Sí, todos lo harán —respondió Florian—, igual que tras la muerte del capitán Hotspur. —Ignatz no murió ante su vista. Ni de un modo tan horrible. Y era un hombre de mediana edad, no una mujer joven y bella. —Podríamos haber perdido a alguien todavía más joven, aunque no bello. Si Pimienta hubiera caído encima de Alí Babá, probablemente aún estaría viva, pero él seguro que no. Le salvó al enviarle contra el poste central justo cuando se caía. — Sí. Me pregunto si fue un movimiento convulsivo o un acto de heroísmo deliberado. En cualquier caso, esto no consolará a nadie de su muerte. —Los artistas de circo tienen, sin embargo, una flexibilidad considerable. Admito que la pareja de Pimienta puede sentirse durante cierto tiempo demasiado tensa para trabajar, pero, de todos modos, Paprika tampoco podría actuar ahora, sin su ayudante, así que esta noche trasladaré el número ecuestre de Clover Lee a la primera mitad del programa... si a ti, el director ecuestre, te parece bien. — Usted es el director. Y yo puedo ser tan flexible como cualquiera. — Bien. Veamos... Pondré a Clover Lee justo después de los antipodistas chinos, para que preceda al número de Pete Jenkins de su madre. Y quizá adelantaré al Hacedor de Terremotos, a fin de que llene el hueco dejado por el número de la cabellera. —Se alejó, murmurando para sus adentros—: Tengo que acordarme de romper su salvoconducto... cancelar su habitación del albergo... Cuando enterraron a Rosalie Brigid Mayo bajo la pista aquella noche, el ex reverendo Dai Goesle celebró las exequias. Esta vez no dio al funeral ningún matiz náutico, ni siquiera metodista disidente. En alguna parte de Empoli se había procurado un misal católico romano y empleó esa versión de la Orden para el Entierro de los Muertos. Incluso pronunció el latín con la suficiente corrección para satisfacer a los otros católicos
presentes —Paprika, Rouleau, los cuatro Smodlaka y la mayoría de eslovacos—, que se santiguaron todos a la vez en los momentos apropiados. Cuando cada miembro de la compañía tiró un puñado de tierra sobre la mortaja de Pimienta y le llegó el turno a Florian, éste volvió a murmurar el epitafio romano, «Saltavit. Placuit. Mortua est». La ceremonia sólo se distinguió por una circunstancia que pasó por alto a muy pocos. Sarah, Paprika y Clover Lee se hallaban a la misma distancia en torno a la tumba, es decir, tan alejadas entre sí como era posible. Sarah lloraba en silencio, pero no así las otras dos, que mantenían la mirada de sus ojos secos y glaciales fija en Sarah, sin bajarla ni para rezar con la cabeza inclinada, observándola con repugnancia y acusación. A la mañana siguiente, Clover Lee fue a desayunar en el albergo de Empoli con un pedazo de papel, que alargó a Florian. — Mi madre tampoco ha dormido en nuestra habitación —anunció con calma—, y esta vez que me cuelguen si voy a buscarla. No he notado hasta hace un momento que también falta parte de nuestro equipaje y efectos personales. Y entonces he encontrado esto bajo su almohada. Florian desdobló el papel, frunció los labios con expresión de pesar, tiró del mechón de su barba y leyó en voz alta a los demás: «Lamento todo lo ocurrido. Adiós, querida niña, y buena suerte. Di lo mismo a todos. Tu madre que te quiere.» ¿Debo ir en su busca? —preguntó Clover Lee, nada preocupada. Florian movió la cabeza. —Sería inútil. Su faltriquera debe de estar muy llena a estas alturas. Y como esta ciudad es un empalme ferroviario, puede haber ido hacia el norte, sur, este u oeste. No, ha hecho lo que deseaba hacer y nosotros respetaremos su decisión. ¿Y tú, Clover Lee? ¿Te quedarás con nosotros? —Naturalmente. Ella puede haberme abandonado, pero yo no abandonaré al resto de mi familia. Así pues, cuando empezó la función aquella tarde, todos los artistas — incluida Peggy— prolongaron su actuación unos minutos para compensar la escasez de números. Durante el intermedio, Fitzfarris — que ahora ya había aprendido de memoria su papel en un italiano inteligible— se extendió más sobre sus exiguos monstruos, alargó su charla de ventrílocuo con la Pequeña Miss Mitten e incluso vendió una buena cantidad de juegos del ratón, mientras que para Magpie Maggie Hag no escasearon palmas de mujeres embarazadas que leer durante el largo intermedio. Sin embargo, en la función de la noche, cuando Florian vio que la carpa no estaba del todo llena, dijo a Edge y Goesle:
—Desmantelad mañana, pero sin prisas. Yo saldré temprano y me adelantaré para disponer todo lo referente a nuestra instalación en Florencia. Me llevaré a los chicos Simms y Smodlaka para que empiecen a fijar carteles. Después me reuniré con vosotros en la carretera y acamparemos para la noche. —Florencia está sólo a cuarenta kilómetros de aquí —observó Edge—. Podríamos llegar con facilidad... —No. Esta vez... —Florian hizo una pausa efectista—, i esta vez vamos a desfilar! Entraremos en la ciudad y desfilaremos arriba y abajo de todas sus calles principales antes de levantar la tienda. Ni el gran Orfei ni ningún otro circo europeo observa esta vistosa tradición americana. Pasmará a los florentinos. Edge descubrió al día siguiente que los cuarenta kilómetros hasta Florencia requerirían más tiempo del calculado porque la carretera tenía continuas curvas cerradas y tramos en zigzag mientras seguía el tortuoso valle del río Arno, a los pies del monte Albano. —El clima es curioso aquí en Italia —comentó a Autumn—. En las tierras bajas, la neblina se levanta por la mañana y se desvanece a mediodía. Ahora que estamos en una región montañosa, la niebla se levanta por la tarde. La caravana aún estaba a unos ocho kilómetros de Florencia cuando Edge vio, a través del brumoso crepúsculo, el carruaje de Florian junto a la carretera. —Aquí es donde pasaremos la noche —anunció Florian—. Hay fácil acceso al río para dar de beber a los animales, y el pueblo que acabáis de atravesar podrá suministrar a Mag todo lo necesario para la cena. — ¿Algún problema con el solar para la tienda? —preguntó Edge. —¿Y qué ha hecho con los niños? —quiso saber Autumn. — Ningún problema —respondió Florian—. Tengo permiso para acampar en el parque más nuevo y elegante de la ciudad. Los chicos aún están fijando carteles; hay mucho trabajo. Después de todo, Florencia es por lo menos dos veces mayor que Pisa. He reservado habitaciones en una pensione para que los chicos pasen la noche en ella. A la mañana siguiente, muy temprano, por primera vez en la experiencia de Edge, la caravana se preparó para «desfilar». Florian cepilló su levita y sombrero de copa mientras repartía órdenes. Envió a Hannibal al río para que frotara a conciencia a Peggy, untara todo su cuerpo con aceite de pata de vaca, le puliera las uñas de las patas y la cubriera con el manto rojo. Peinaron y cepillaron a todos los caballos hasta sacarles brillo y enjaezaron a los caballos de pista con plumas y lentejuelas. Quitaron los lados de madera del furgón de Maximus. Adornaron a los terriers de los Smodlaka con sus gorgueras rizadas. Todos los artistas —incluido Rouleau— vistieron su mejor traje de pista,
pero como soplaba un viento fresco por el río, los que llevaban mallas se echaron una capa encima. Beck y sus músicos abrillantaron sus instrumentos y se pusieron el uniforme de la banda, y Banat, su condecorado uniforme de rebelde. Fitzfarris recurrió a los cosméticos para ocultar su único atributo comercial, y él, Goesle y los peones se encargaron de conducir los once carromatos que seguían al carruaje de Florian. Cuando la caravana llegó a las afueras de Florencia, un barrio de cobertizos y chabolas cuyos ocupantes se asomaron a las puertas con ojos y bocas muy abiertos, Florian se detuvo y gritó: —iOcupad vuestros puestos! Edge montó uno de los caballos enjaezados, se apartó la capa de los hombros para lucir su refulgente uniforme de coronel Ramrod y adelantó al carruaje para encabezar el desfile. Beck y sus músicos se colocaron sobre la lona encerada de la carreta del globo. Hannibal, con su trombón, trepó al cuello de Peggy. Los otros artistas adoptaron elegantes posturas sobre los techos de diversos carromatos y se quitaron las capas. Barnacle Bill, con las piernas separadas y los brazos en jarra, se colocó encima de la jaula de Maximus. Terry, Terrier y Terriest fueron bajados a la carretera, donde iniciaron al instante sus volteretas y saltos mortales. Lo mismo hicieron los tres chinos. Beck y su banda empezaron a tocar la obertura de Guillermo Tell, mientras el coronel Ramrod dirigía el desfile a la largo de la Via Pisana, una calle de residencias bastante mejores. A todas las ventanas de las casas se asomaron las cabezas de los habitantes adultos para contemplar este novísimo espectáculo y a todas las puertas salieron niños que brincaban, señalaban y lanzaban vítores y que, al cabo de un rato, formaron dos nutridos grupos, uno que bailaba hacia atrás frente al caballo del coronel Ramrod y otro que brincaba detrás del elefante. Mientras Beck y la banda continuaban su repertorio, Edge vigilaba los faroles y otros objetos que ostentaban los carteles del Florilegio y conducían a la orilla sur del Arno, donde una gran avenida pavimentada discurría paralela a las aguas verdes, rápidas y opacas. —Al otro lado del río —le gritó Florian— está el parque Cascine, donde levantaremos la carpa. Pero ahora seguiremos por el Lungarno Soderini. Los Lungarni, según explicó más tarde Florian, servían para dos fines. Eran terraplenes de construcción reciente, revestidos de piedra, cuya finalidad principal era contener los frecuentes desbordamientos del Arno, pero su parte superior pavimentada se había convertido además en un paseo favorito para viandantes, jinetes y carruajes, y en especial para aquellos que en verano iban a admirar las espectaculares puestas de sol reflejadas en el río bajo la sucesión de puentes de elegantes proporciones.
En cualquier caso, la mayoría de puentes tenían proporciones elegantes, aunque Edge se quedó boquiabierto cuando tuvo ante su vista al Ponte Vecchio. El río fluía por debajo, de modo que se trataba sin duda de un puente, pero distinto de todos los que había visto en su vida. Podría haber sido un pueblo suspendido en un espejismo, tan atestado y apiñado estaba en toda su longitud de edificios de dos, tres y cuatro pisos, arcos, tejados de teja, chimeneas en ángulos increíbles, cuerdas de ropa tendida y hombres con cañas de pesca apostados en las ventanas. La mayoría de casas sobresalían lateralmente del puente, en precario equilibrio sobre el agua. Hasta que Edge pasó por el extremo sur del puente —el gentío que paseaba por él se había detenido, lleno de asombro— no pudo verlo con perspectiva y comprender que, aunque el Ponte Vecchio estaba atestado de tiendas y tenderetes con toldo en ambos lados, era realmente un pasaje que iba de una orilla a otra del Arno, sin tejado y abierto al cielo en toda su longitud. Mientras tanto, el Florilegio tenía que abrirse paso por el lado sur del río. La creciente multitud de niños que lo precedía obligaba a otros vehículos y personas a retirarse hacia las calles laterales para dar paso al desfile. A lo largo de todo el recorrido, mucha gente miraba desde las ventanas y puertas de los edificios muy altos y adornados ante los cuales pasaba ahora la cabalgata. También en la orilla opuesta del río, los transeúntes y jinetes de los Lungarni se detuvieron, llevándose las manos a los ojos para hacerse sombra, señalando y llamándose mutuamente la atención hacia el fenómeno. Los artistas del Florilegio sonreían incansablemente y agitaban las manos desde los techos de carromatos y furgones. Algunos ciudadanos más próximos al desfile levantaron sus sombreros e inclinaron un poco la cabeza, algunas mujeres hicieron media reverencia, como inseguras sobre si veían una nueva clase de séquito acompañando la visita de una nueva clase de realeza. Unas pocas mujeres se volvieron de espaldas o apretaron las caras de sus niños contra las voluminosas faldas para impedirles ver a las artistas circenses brevemente vestidas. Jules Rouleau, sentado con Paprika encima del furgón vestidor, se rió cuando la oyó murmurar a través de su sonrisa: —Bien hecho, escóndase, signora Bola de Grasa. Me estoy exhibiendo aquí arriba, helada hasta la médula, con carne de gallina y arriesgándome a coger una pulmonía, sólo para ofender su modestia de matrona. La banda había repetido dos o tres veces todas las piezas de música que conocía cuando Edge vislumbró un cartel del circo fijado en la balaustrada del próximo puente. Sorteando a los niños que pululaban delante de él, dirigió su caballo hacia el Ponte San Nicoló —un puente ancho, sin edificios— y los músicos se tomaron un descanso mientras el Florilegio cruzaba el río. Volvieron a levantar sus instrumentos y
entonaron Guillermo Tell cuando el desfile salió del puente y enfiló directamente el Viale Amendola, donde más curiosos miraban desde las aceras y ventanas y desde los vehículos parados. Cuando el viale desembocó en una piazza ancha y circular, los carteles guiaron a Edge hacia la izquierda, a una avenida que volvía al oeste, más o menos paralela a la que habían recorrido en la otra orilla del Arno. El desfile tuvo que pasar un par de veces por una calle tan angosta que los curiosos de las ventanas tuvieron que meter la cabeza cuando pasaron los carromatos. Luego, la ruta marcada por los carteles de Florian llevó a la procesión entre dos fragmentos de columnas de piedra, restos de lo que había sido la Porta di Prato de las antiguas murallas de la ciudad. Al fondo estaban los árboles, prados, avenidas de grava y senderos del Pratone delle Cascine. —Significa Granja Lechera —dijo Florian cuando la caravana se hubo adentrado un poco en el parque y detenido en un óvalo de hierba dentro de otro hipódromo—. Toda esta zona fue una granja lechera hasta que la ciudad creció a su alrededor y se la apropió para convertirla en un parque público. —Me gustaría conocer al hombre que diseñó esos faroles —dijo Edge, señalándolos. Todos los innumerables faroles del parque se alzaban sobre una base de hierro fundido que consistía en tres garras clavadas en la tierra. —Sí —convino Florian, riendo entre dientes—. Si ese hombre encontró alguna vez semejante animal de tres patas, me gustaría preguntarle dónde, a fin de adquirirlo para el espectáculo. Los artistas bajaron de los techos —para lo cual Rouleau necesitó cierta ayuda—, mientras los tres terriers y los tres chinos se desplomaron en un terraplén de hierba, jadeando y con calambres por haber hecho todo el camino dando volteretas. Los músicos de los instrumentos metálicos se tocaban los labios, magullados por los tumbos del carromato mientras soplaban, y un par de ellos se quejaron incluso de dientes doloridos. —Bueno, no necesitan labios ni dientes para su trabajo de peones —dijo Florian—. Goesle, Banat, reunid a todos los hombres y empezad a descargar y montar. Abdullah, desnuda al elefante y prepáralo para su tarea. Luego ayuda a los chinos a mantener lejos de aquí a esos golfillos. Yo vuelvo a la ciudad para recoger a nuestros propios niños y reservar habitaciones de hotel para nosotros. Los que no tenéis trabajo quizá queráis cambiaros de traje y pasear por la ciudad mientras haya luz de día. Varios artistas hicieron esto, incluyendo a Edge y Autumn, que se dirigieron hacia la derecha al abandonar el parque y pasearon entre los ciudadanos por el Lungarno Amerigo Vespucci.
—Sé quién era Vespucci —dijo Edge—; América lleva su nombre. Pero tendrás que explicarme todo lo demás, cariño. Me intriga especialmente aquel puente tan peculiar. —Señaló el tercero, que era el Ponte Vecchio, a más de un kilómetro de distancia, pero bien visible, más alto y abultado que los dos primeros y que resplandecía, rojo y dorado, bajo la luz vespertina. —Está reservado para las tiendas de orfebrería —respondió Autumn—. Aquel piso más alto que mira río arriba solía ser un pasaje particular para los miembros de la realeza y los nobles que salían del palacio Uffizi, cuando albergaba las oficinas del gobierno. Así podían ir a la residencia real de la otra orilla del río, el palacio Pitti, sin tener que mezclarse con la plebe en el puente y las calles. Como carecían de prejuicios en este sentido, Autumn y Edge cruzaron el puente, empujados por la multitud y maravillados por las joyas de oro y plata exhibidas en la hilera de escaparates o mostradas y anunciadas en voz alta y personalmente por los artesanos que las habían creado. Luego volvieron a cruzar el puente por el otro lado de escaparates, y mientras Autumn exclamaba y suspiraba a la vista de algunas joyas, Edge deseaba tener mucho dinero para comprárselas todas. Cuando salieron del puente y entraron en la Piazza della Signoria, Autumn dijo: —Allí, al fondo de la plaza, está el lugar donde se encendieron dos hogueras famosas. —¿Hogueras famosas? —Hace cuatrocientos años, un hombre llamado Savonarola fue abandonado por su novia de la infancia, así que huyó a un monasterio, pero esto no hizo más que aumentar su amargura. Vino a Florencia como misionero y predicó contra la lascivia, la vanidad, el placer, la bebida y todas esas cosas buenas. Convenció a los florentinos de que se condenarían si no se reformaban. Entonces, un día de carnaval hicieron una enorme hoguera aquí en esta piazza y lanzaron a ella todas sus posesiones más mundanas (espejos, perfumes, pelucas, dados, retratos de las cortesanas más hermosas), todo lo que sugería disipación. Florencia debió de ser una ciudad muy triste después de aquella orgía. Unos diez años después, los florentinos ya estaban hartos de Savonarola y sus perpetuas prohibiciones, de modo que hicieron otra hoguera en la piazza y le quemaron a él. Que esto sea una lección para ti, Zachary Edge. No intentes jamás reformar a los florentinos. — Nunca se me ocurriría reformar a nadie. Un libertino reformado es el más detestable de los hombres. — Me alegra mucho que estés de acuerdo. Antes de que Sayonarola llegase aquí, el gobernador de Florencia era un hombre conocido por el cordial apodo de Piero el Gotoso. Sólo padecen de gota los amantes de
la buena vida, así que me gusta pensar que Florencia ha sido siempre y siempre será un lugar de exuberante sensualidad y hedonismo. Había una cosa memorable que Edge ya advirtió aquel primer día y continuó advirtiendo en los siguientes y después recordaría siempre como su impresión más duradera de Florencia. Era la luz del sol, que incluso a mediodía daba la sensación de no caer nunca directa y ásperamente sobre la ciudad, sino siempre de soslayo, de forma acariciadora, dando a todas las viejas paredes de piedra desmoronada tanta vida y claridad como el deliberado relieve de las fachadas de los palacios y convirtiendo las calles más estrechas en grietas misteriosas y oscuras de las que uno salía a patios o plazas o jardines de colores tan cálidos que parecían conservados para la eternidad en el ámbar más puro. Cuando Edge y Autumn volvieron al hipódromo Cascine, justo al anochecer, el montaje estaba casi terminado. A la luz de los cestos de teas, que chisporroteaban y derramaban lenguas de fuego, los peones daban los últimos toques a la carpa, ajustando la tensión de los cables de retén, asegurando alguna estaca y gruñendo con voz ronca cada vez que hacían un movimiento. — Stitches, ¿por qué gruñen así tus hombres? ¿Es que aún les duelen los dientes? —preguntó Edge. — No, es por orden mía. Intento entrenarnos a todos (lo he dicho a todo el mundo, incluido el director, y ahora te lo digo a ti) a que siempre que alguno de nosotros sienta la necesidad de decir una palabrota en público, la cambie por un gruñido. —Está bien, pero ¿por qué? — Mira hacia allí. —Goesle señaló a dos monjas y una hilera de niños pequeños con uniforme de colegiales, que contemplaban el trabajo—. Habrá más... monjas, niñeras y maestras de escuela que traerán a sus chiquillos para vernos montar y desmantelar. A fin de procurarles una experiencia educativa un poco fuera de lo corriente, ¿comprendes? Puede pasar que Peggy se niegue a hacer algo y alguien suelte, Dios sabe en qué lengua, una frase parecida a «iMaldito hijo de perra con dos colas!». La maestra la encontraría un poco demasiado educativa para sus niños y mandaría una delegación a sermonearnos sobre la moral y cosas similares. Florian salió de la carpa, sacudiéndose las manos, y le dijo a Goesle: —En cuanto tus eslovacos hayan terminado, envíalos a pegar más carteles por toda la ciudad, toda la noche si es necesario. —Y añadió, dirigiéndose a Edge y Autumn—: La mayoría de artistas se han ido ya al hotel, a vestirse para la cena. Si vosotros dos queréis que os lleven el equipaje, colocadlo en mi carruaje y seguidme. Está a pocos pasos de aquí, en la Via Solferino. Hotel Kraft. —Muy bien —contestó Autumn.
—¿Un hotel regentado por ingleses o alemanes? —preguntó Edge. —No —respondió Florian—, aunque hay muchos hoteles que son propiedad de extranjeros. Sólo una tercera parte de la población de esta ciudad es florentina. Otra tercera parte está compuesta por expatriados ingleses y aun otra de diversos extranjeros: americanos, rusos, alemanes, franceses. El propietario y el director del Kraft son italianos, pero la clientela es en su mayoría gente del espectáculo, teatro, ópera, circo, pantomima... En el hotel, cuando Edge y Autumn se hubieron lavado y refrescado en su habitación, encontraron a Florian y Carl Beck en el vestíbulo, y los cuatro se sentaron juntos a una mesa del comedor, entre las que ocupaban sus compañeros, que ya estaban comiendo. Edge miró a su alrededor para ver si podía identificar a otras personas del mundo del espectáculo. Nadie llamaba la atención por su comportamiento o actitud —todos comían tranquilamente y conversaban en voz baja—, pero varios ejercían a todas luces una profesión teatral, pues sus rostros eran correosos y de un color casi anaranjado debido a años de aplicarse maquillaje. —Ya os dije que esta ciudad es cosmopolita —observó Florian, sacando un periódico doblado del bolsillo de su levita—. Imaginaos que esta tarde he podido comprar a un vendedor de prensa el último número del Era. Después de cenar echaré una ojeada a la sección de solicitudes de empleo para saber si hay en Florencia algún desocupado que pudiera sernos útil. —¿Puedo mirarlo, director? —preguntó Autumn—. Siempre me gusta ver si hay nombres conocidos. Florian se lo alargó y Autumn empezó a hojearlo. Carl Beck decía: —... a la ciudad mañana por la mañana, para buscar el ácido y otros productos químicos que hacerme falta. —Bueno, no hagas del gas para el globo tu única prioridad —dijo Florian—. Cuando llegue ese artista del trapecio, tendrás que pensar maneras de colgar su aparato de modo que no estorbe al de Autumn. Ojalá estuviera ya aquí, para poderlo incluir en el programa de la función inaugural de mañana. —Ya está aquí, monsieur Florian —dijo un caballero vestido con elegancia que estaba sentado a la mesa contigua, ante una taza de cappuccino. Se levantó y saludó—. Maurice LeVie, á vos ordres. He llegado esta mañana y los he visto desfilar al estilo americano. Me ha impresionado mucho. —Estamos encantados de conocerle —contestó Florian, con una sonrisa radiante, poniéndose en pie, al igual que Beck y Edge—. No le he reconocido sin el traje de pista, monsieur. Permítame. Y le presentó a todos. LeVie estrechó las manos de los hombres y besó la de Auburn. El trapecista era bajo y esbelto y parecía compuesto, no
de mercurio, como les había hecho pensar durante su actuación, sino de ángulos agudos: nariz aguda, mentón agudo, punta aguda de sus cabellos brillantes sobre la frente y ojos en extremo agudos e inquietos. — Acompáñenos —invitó Florian—. ¿Un poco de vino, tal vez? — Nada de vino, merci —respondió LeVie, deslizando su silla hacia la mesa—. Mi profesión, comprenez, me prohíbe correr el riesgo de la embriaguez o la resaca. —Claro. — He tenido ocasión —continuó LeVie— de admirarlos a todos, en especial a sus bellísimas damas, durante el desfile. Aquí en el hotel he aprovechado otra ocasión, de incógnito, de observar más de cerca a su compañía americana confederada. —Ajá —contestó Florian, señalándole, en broma, con un dedo—. Y si hubiera observado, por ejemplo, que comíamos los petits pois con el cuchillo, o cometíamos otras barbaridades americanas, habría permanecido de incógnito y desaparecido sin decir nada. LeVie sonrió —formando una V aguda con los labios— y encogió sus hombros angulosos. —Sólo diré que estoy satisfecho o, más exactamente, que soy feliz de unirme a ustedes. Me presentaré en el circo por la mañana, con mi appareil, para ayudarlos a colgarlo. También, monsieur le chef de musique, deseará usted conocer mis motifs d'accompagnement. —Ja. Ja doch —dijo Beck, impresionado al parecer por la segura profesionalidad de aquel hombre. —Me gustaría formularle una pregunta, monsieur Maurice —dijo Florian, casi con timidez—. Comprenda que no tengo el menor deseo de alterar la pureza de su actuación en solitario, pero tenemos en la compañía a una joven, bella y de mucho talento, que se ha visto privada momentáneamente de su número. Su pareja de la pértiga ha quedado incapacitada por un accidente. Pero la joven es también trapecista. —¿Al viejo estilo o al de Léotard? —preguntó al instante LeVie. —Sólo al viejo estilo. Ha vivido varios años en Estados Unidos y los americanos están, por desgracia, muy atrasados en este aspecto. Sin embargo, me preguntaba si tal vez... —¿... yo podría enseñarla a saltar? ¿Entrenarla para un jeu duel? —Sólo si cree que realzaría su propia actuación. De lo contrario... —¿Está la joven aquí en este momento? No la llame, por favor; limítese a señalarla. —Es aquélla —dijo Florian, indicando otra mesa con la cabeza—. Elle des cheveux roux. Cécile Makkai. —Ah, oui. Une demoiselle charmante. Y ese pelo anaranjado sería un bonito complemento de mis mallas azules. Siempre visto de azul, messieurs.
—Paprika prefiere las mallas anaranjadas, para que hagan juego con su cabello —observó Edge. —Splendide! Y qué bien le sienta ese nomdethéátre. —Es húngara —dijo Auburn. —Una raza deliciosa, en especial las hembras. Me gusta su sugerencia, monsieur. Si la Paprika está de acuerdo, la convertiré en mi pareja. —Estupendo —dijo Florian—. Los presentaré... —Todas las presentaciones mañana, sil vous plait. —Maurice volvió a levantarse—. Ahora, con su permiso... Siempre me acuesto temprano, aunque, ja, ja, sea una actuación en solitario. Cuando hubo saludado y abandonado el comedor, Florian murmuró: —Un tipo avispado, ¿verdad? —También parece entender de mujeres —apuntó Edge. —Su salvoconducto no indicaba nada censurable. —Sólo he querido decir que, si le gustan las mujeres, ¿no habría sido justo mencionar las, hum, tendencias de Paprika? —¿Por qué ponerle sobre aviso? —inquirió Florian—. O muy pronto descubrirá su naturaleza o, ¿quién sabe?, una apuesta pareja masculina puede hacer cambiar de aficiones a Paprika. —Per piacere, signori, signorina... —dijo una voz nueva, una voz ronca y profunda. Otro hombre bajo y delgado, pero mucho más pálido, les dirigía la palabra—. Son del Florilegio, ¿no? Los he visto hablar con monsieur Maurice. El y yo trabajamos juntos al mismo tiempo en el Zirkus Ringfedel. He pensado que... si contratan a gente... Me encuentro por casualidad entre dos empleos. Soy Zanni Bonvecino. — Un payaso, ¿eh? —preguntó Florian, mirándolo de arriba abajo. — Un payaso triste, director —contestó el bufón, y Edge pensó que tenía la cara melancólica apropiada. —Un mamarracho, pues —dijo Autumn, mirándolo con atención. — Sí, signorina. Veo que tiene el Era. Dentro encontrará mi inserzione, solicitando un empleo. Mientras hablaba, el payaso había cogido de la mesa dos platos vacíos y dos cuchillos. Ahora, con un cuchillo en cada mano, hacía girar un plato sobre cada punta, manteniendo ambos platos horizontales en sus giros. Parecía hacerlo distraídamente, como otro hombre podía hacer girar los pulgares mientras hablaba. —También hago el número del Arlequín y volteretas —explicó—, cuento chismes graciosos, doy réplicas descaradas y canto canciones divertidas. Incluso hago el espejo de Lupino. —No hasta que tengamos otro payaso —respondió Florian—. De momento no tenemos ninguno. —Ahora el bufón hacía girar uno de los platos a sus espaldas y pasaba el otro hacia adelante y hacia atrás por entre sus piernas, sin que dejara de dar vueltas serenamente—. ¿Qué clase de chismes cuenta, signor Bonvecino?
—Improviso, o doy esta impresión. Al llegar a una ciudad nueva, voy en seguida al peluquero local. Siempre sabe todas las habladurías de la ciudad y no duda en repetirlas, de modo que mi charla se mofa de los notables y detestables locales. Ridiculizo los escándalos, las pomposidades, los pecadillos, lo que sea, en el lenguaje de la localidad. —Meraviglioso —dijo Florian. —Erfinderisch —dijo Beck. —¿Le han disparado a menudo, amigo? —preguntó Edge. — Signore —inquirió a su vez Autumn, de repente e inclinándose hacia adelante—. ¿Está quizá emparentado con Giorgio Bonvecino? — No, signorina. Hizo detener los platos y los dejó sobre la mesa, junto con los cuchillos. — ¿Está seguro? Era un... — Completamente seguro, signorina. Yo soy Giorgio Bonvecino. Autumn abrió mucho los ojos y dijo, en tono casi reverente: —Le oí cantar Sonnambula con la diva Patti en el Covent Garden. — Sí, tuve este honor y también otros. Por desgracia, perdí la voz cuando una amante montó en cólera; me asestó un puntapié en la garganta. Por suerte, no perdí las lenguas en que había aprendido a cantar. Ya se lo he dicho, ahora canto en broma. Son parodias de Zanni Bonvecino, no tengo que exagerar para que lo sean, parodias de las arias por las que un día Giorgio Bonvecino fue famoso. — Cielo santo —murmuró Florian. —Ah, bueno —dijo el payaso—, podría haberme pateado en otra parte, con peores efectos. Este es mi salvoconducto, director. ¿Quiere mirarlo? — No hay prisa —contestó Florian, metiéndoselo, sin abrir, en un bolsillo—. ¿Se aloja en este hotel? —No, signor gobernatore. Estoy en una pensión barata. — Le reservaré una habitación aquí, con el resto de nosotros. Bien venido a la compañía, signor Bonvecino. Para alegría de todos, las dos funciones del día siguiente fueron llenos, incluso con la carpa de proporciones mucho mayores, y la compañía ofreció el mejor espectáculo que Edge había dirigido o contemplado hasta la fecha. El público florentino figuraba también entre los mejores para los que había actuado el Florilegio. Cuando la compañía hizo la gran entrada y la cabalgata, la multitud participó, ya en la segunda vuelta, en la canción Circoo é allegro! y su entusiasmo no decayó ni un momento a partir de entonces. Después de la actuación ecuestre del coronel Ramrod, el nuevo payaso Zanni salió a intercambiar chismes con Florian. Fue todo en italiano, pero Edge reconoció algunas palabras —«Robert Browning», «Daniel Dunglas Home», «médium» y «farsante»—, y estas menciones fueron
precisamente las que provocaron más carcajadas, así que Edge dio por sentado que Zanni repetía chismes locales. Mientras el payaso hablaba con Florian, hacía girar sus platos, esta vez sobre largas y elásticas cañas de bambú, por lo que el número resultó aún más mágico que el de la víspera en el comedor. En la pista, Zanni se veía muy diferente del bufón sin empleo que se había dirigido humildemente a Florian la noche anterior. Llevaba un ceñido traje de Arlequín y un gorro puntiagudo y minúsculo. Unos ligeros toques de pintura habían cambiado por completo su cara —una línea oscura para acentuar los párpados, las cejas convertidas en pequeñas curvas, como signos de interrogación, la boca un poco ensanchada por el carmín—, y se había peinado hacia abajo todo alrededor, al estilo de un paje antiguo. Tras su número de réplicas con Florian, entró repetidas veces en la pista entre las otras actuaciones, para ayudar a Domingo la acróbata y a Alí Babá el contorsionista a entretener al público durante dichos intervalos. Mientras Zanni hacía cabriolas y piruetas, mantenía altos los codos y parecía bailar, ingrávido, sobre la punta de los pies. También parecía encontrar una diversión perversa en sus payasadas: la cara y los graciosos movimientos combinaban la alegría con la travesura, de modo que recordaba a un fauno o un sátiro. Luego se las ingeniaba para tropezar con algo y ofrecer de repente un aspecto avergonzado y torpe, y se doblaba y arrodillaba, con la cabeza entre los brazos, la imagen de la melancolía y la humildad más abyecta. Cuando el intervalo entre los actos tenía que ser largo, como cuando se llevaba a la pista el furgón de la jaula, Zanni entraba en la pista dando saltos mortales, apretaba el gorrito contra su pecho y anunciaba en voz alta: «Di gran tenore Giorgio Bonvecino canta "M'appari'», o cualquier otra aria. Empezaba a cantarla, sin retorcerse las manos ni gesticular más que cualquier otro tenor en el escenario, pero los espectadores florentinos estaban familiarizados con la ópera y recordaban al gran tenor, aunque no le reconocían. Cuando Zanni cantaba con su voz quebrada, ronca y a menudo cascada, el auditorio lo tomaba por una parodia experta y genuina. Se reía tanto que casi se caían de las gradas y al final le aplaudían y gritaban bravos por la imitación con el mismo entusiasmo con que habrían aplaudido al verdadero Giorgio Bonvecino. Todos los demás números se desarrollaron igualmente bien. Maximus saltó a través del aro de fuego por primera vez en público, aunque Edge sentía cierta aprensión porque el aliento de Barnacle Bill olía tanto a alcohol que podía con facilidad prenderse fuego a sí mismo cuando encendiese el aro. Maurice LeVie fue nuevamente un relámpago azul en el trapecio y el público salió en el intermedio sonriendo y hablando de él con excitación. Sir John aprovechó su buen estado de ánimo —después de enseñarles su «tatuaje», el museo, los Hijos de la Noche y las
Pigmeas Blancas— para venderles decenas de sus bocinas ventrílocuas y enredarlos con su juego del ratón. Fitz obtenía ahora los ratones de una trampa que el hotel Kraft le había permitido poner en la cocina, y había aprendido el suficiente italiano para gritar invitaciones al juego y felicitar a los ganadores. El portero confederado Banat había instituido un nuevo sistema de vigilar la puerta. El público sólo tenía que enseñarle las entradas cuando entraba en la carpa por primera vez y Banat no las recogía hasta después del intermedio, cuando la gente volvía a entrar en tropel, asegurándose así de que ningún transeúnte, atraído por los gritos de Fitzfarris, entrase a hurtadillas junto con los que habían pagado la entrada. En la segunda mitad del programa, las chicas Simms hacían ahora la cuerda inclinada. Balanceando la flexible pértiga de equilibrio, Lunes se colocaba despacio, como temerosa, sobre la cuerda, tendida ahora en ángulo desde el poste central hasta una estaca clavada debajo de la primera fila de asientos. Entonces, fingiendo todavía nerviosismo y torpeza, subía con lentitud, paso a paso, mientras Abdullah tocaba un tenso redoble en su tambor, hasta que llegaba al final de la cuerda. Con gran cautela, daba media vuelta y empezaba a bajar, justo cuando Domingo, con otra pértiga, se disponía a subir desde el suelo. El público murmuraba y mascullaba: ¿qué sucedería cuando las dos chicas se encontraran a medio camino? Cuando lo hacían, se producía un rápido centelleo de pies y pértigas —por un momento, durante el cruce, las chicas tocaban la cuerda con un solo pie mientras intercambiaban las pértigas— y al instante siguiente ya se habían pasado de largo y Lunes saltaba al suelo mientras Domingo llegaba al extremo superior. Entonces Florian gritaba al público: «Allora... il scivolo di salvezza! iEl descenso por la vida!» (En privado, Autumn y las chicas lo llamaban simplemente la bajada.) Domingo se volvía para descender, soltaba una mano de la pértiga de equilibrio y se dejaba caer en picado por la cuerda... al son de una exclamación unánime del público y un ibum! del trombón de Abdullah, que simulaba la caída. De algún modo, sin embargo, la mano libre de Domingo se proyectaba y volvía a agarrar la pértiga por debajo de la cuerda y por el otro lado, a fin de convertirla en una barra de apoyo. Agarrada así y colgando bajo la cuerda, se deslizaba hacia abajo a toda velocidad —acompañada por un fuerte glissando de la orquesta— para ser recogida por Edge en el extremo inferior. El la abrazaba como recompensa y ella le dedicaba una radiante sonrisa de adoración. El espectáculo final se hacía al son de una música nueva. Autumn había renunciado a la posibilidad de traducir Lorena al italiano conservando el metro; de hecho, había declarado que, aunque la música era emocionante, no merecía la pena traducir la letra. Florian, por lo tanto,
decretó que el espectáculo se cerraría en lo sucesivo con el himno nacional del país donde se encontraran. Aquella noche la cabalgata final marchó, mientras todos los artistas agitaban la mano y sonreían, a los acordes de la Marcia Reale. Todos los días, tarde y noche, los artistas continuaron actuando ante un circo lleno a rebosar. Pese a un régimen tan riguroso, la mayoría iba al campamento todas las mañanas para proseguir su incesante práctica de viejos números, ensayo de números nuevos y enseñanza de aprendices. Clover Lee intentaba ahora todas las posturas y todos los giros y saltos a caballo que habían hecho en el pasado su madre y el capitán Hotspur. Cuando no ensayaba con la banda o practicaba juegos malabares con cualquier objeto que tuviera a su alcance, Hannibal Tyree trabajaba con Obie Yount para enseñar a Brutus a perder frente al Hacedor de Terremotos en el concurso de fuerza con la cuerda. Los Smodlaka habían encargado a Goesle la construcción de un carro romano en miniatura y enseñaban a sus perros a iniciar el número tirando de él, llevando como pasajero a uno de los niños albinos. Edge se esforzaba por entrenar a los caballos de lunares de Pinzgau para que participasen en su número, mientras enseñaba a Lunes y Trueno pasos de alta escuela cada vez más refinados y precisos, como dobles, travers, renvers, courbettes y caprioles. Rouleau, no pudiendo todavía participar en ninguna actuación, continuaba enseñando a Domingo nuevos números de acrobacia, y a Quincy, contorsiones cada vez más increíbles. Entre estas sesiones, Lunes y Quincy ensayaban nuevas rutinas con los tres chinos, el elefante y el trampolín, y Domingo seguía tercamente con sus lecciones de idiomas. Al parecer había decidido emular a Florian en proezas lingüísticas y no sólo estudiaba francés (y buen inglés) con Rouleau, sino que también empezaba a aprender italiano con Zanni Bonvecino y alemán con Paprika, siempre que ésta no era iniciada por Maurice LeVie en los misterios del trapecio al estilo de Léotard. Además de considerar un deber del director ecuestre poseer algún conocimiento de todos los números que dirigía, Edge se sentía fascinado por la práctica del trapecio, y por la mañana entraba a menudo en la carpa para ver ensayar a Maurice y Paprika. —Pero la maldita barra es condenadamente pesada, kedvesem —se quejó Paprika durante una de las primeras lecciones—. Mi propio trapecio no lo era tanto. —Tu trapecio sólo tenía que aguantarte a ti, mam'selle —contestó Maurice con paciencia—, y tu peso lo mantenía siempre estable. Estas dos barras son pesadas por una razón muy buena. Un trapecio ligero oscilaría y se bambolearía al dejarlo suelto. Si la barra no está siempre
perfectamente recta, horizontal y paralela al suelo cuando tú o yo nos lanzamos hacia ella, tú o yo, o ambos, podríamos perderla, caernos y matarnos. De ahí que deba ser pesada. Edge ya sabía, por haber supervisado el izamiento del columpio, que cada una de las barras —recubiertas de lino fijado con esparadrapo— tenía una placa niquelada de dos kilos y medio en ambos extremos. También sabía, por haber visto hacerlas a Goesle, que tanto ella como Maurice llevaban tensas muñequeras para reforzar las muñecas y «palmas» de gamuza en ambas manos, como las de los fabricantes de velas, con agujeros para los dedos. —iNo, no, no! —gritó Maurice en una ocasión en que Edge los observaba. Maurice estaba en una plataforma y Paprika en la de enfrente—. No te inclines hacia adelante para anticiparte a la barra cuando se te acerca. Inclínate hacia atrás cuando la agarres y permanece inclinada hacia atrás cuando dejes la plataforma. De este modo pones tu peso sobre la barra desde el principio de la oscilación. No sentirás tanto el tirón de la gravedad, te sentirás menos pesada, en el punto inferior de tu arco. Los jefes de personal del Florilegio, Goesle y Beck, también estaban en el campamento del Cascine todas las mañanas, y también muy ocupados. Carl Beck había comprado a los comerciantes de productos farmacéuticos de la ciudad los diversos elementos químicos que necesitaba para su Gasentwickler. Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo libre haciendo ensayos empíricos para determinar las proporciones adecuadas de dichos ingredientes, y Rouleau sólo podía mirar, impaciente y nervioso, porque Beck insistía: —Hasta que yo saber qué hacer, no dejarte probar qué poder hacer tú como Luftscher. Beck también había encargado a los eslovacos músicos la construcción de algo para sí mismo cuya naturaleza se negaba a revelar hasta que estuviera terminado. Mientras tanto, Dai Goesle y otros peones juntaban listones y hierro para un objeto solicitado por Fitzfarris pero de cuya utilidad no quería hablar ni siquiera a los constructores. Magpie Maggie Hag, como de costumbre, cosía trajes, ahora para los niños Simms y Smodlaka, que habían crecido demasiado para aprovechar su ropa vieja. Sólo durante los intervalos de tres horas entre las funciones de tarde y noche, varias veces por semana, se permitían los artistas el lujo de ponerse traje de calle y vagar por la ciudad. Admiraban la arquitectura local, recorrían museos y galerías, miraban o compraban en las tiendas de lujo o en los baratos mercados callejeros, paseaban por los jardines Boboli o iban en vettura a contemplar la vista que Boccaccio, Lorenzo de Médicis, Shelley y otros inmortales habían visto desde la colina de Fiesole.
Mullenax pasaba la mayor parte de su tiempo libre en la primera bettola de trabajadores italianos que encontraba en su camino porque podía contar con que los otros borrachines le invitarían a beber cuando supieran que era el domador de leones Barnacle Bill. Edge, Fitzfarris y Yount pasaban unas horas cada semana en el café Doney, lugar de reunión favorito de los americanos residentes en Florencia. Allí se sentaban ante copas de vino o tazas de espresso y comentaban con los otros expatriados las últimas noticias de los Estados Unidos. Los salteadores de caminos americanos se habían trasladado de las carreteras a la vía férrea; en Ohio, bandidos armados habían detenido un tren y robado a los pasajeros y su equipaje. Todo el sur estaba dominado, atemorizado y saqueado por aventureros yanquis y negros libres. Sin embargo, la gente del circo en general prefería vagar entre los nativos y los escenarios nativos y encontraron incluso algunos escenarios que las guías turísticas olvidaban mencionar. Un día, Autumn llevó a Edge a la casa venerable donde «se suponía que había vivido» el gran Dante antes de ser desterrado de Florencia. Edge la miró con el debido respeto, pero luego, cuando paseaban por la calle de detrás de la casa, la Via del Proconsolo, se fijó en que todas las tiendas estaban dedicadas a la exhibición y venta de formidables corsés y fajas abdominales de lona e incluso aparatos aún más feos construidos con caucho, cuero y corcho —bragueros, cinturones para herniados, suspensorios— y sugirió en broma que las autoridades municipales podrían haber situado la supuesta residencia de Dante en un barrio de miras más elevadas. Maurice y Paprika no dejaban nunca de discutir los detalles del arte del trapecio, ni siquiera cuando salían con otros artistas. Un día en que paseaban con Edge, Autumn y Florian y empezó a caer una lluvia fina, a Maurice se le ocurrió decir: —Mam'selle Paprika, nunca nos encaramaremos en un día de lluvia torrencial. Si el agua se filtrara por la lona —añadió, mirando a Edge—, nuestro director ecuestre no nos permitiría arriesgarnos, y a mam'selle Auburn tampoco, porque las barras, las plataformas y la cuerda estarían probablemente resbaladizas. El grupo escapó de la lluvia entrando en la Galeria degli Uffizi, donde la pintura de la Primavera de Botticelli inspiró a Maurice a decir: —El buen tiempo puede ser tan peligroso para nosotros como el más lluvioso o frío. En un día templado puede hacer incluso mucho calor allí arriba, tan cerca de la cúspide. He conocido a trapecistas que se han desmayado y caído durante sus ejercicios, y a otros cuyo sudor ha atravesado los mitones de gamuza, haciendo resbalar sus manos y provocando su caída.
Más tarde, en el comedor del hotel Kraft, Maurice recordó otra advertencia: —No comas nunca antes de una función, mam'selle Paprika. Es conveniente ser lo más ligero posible en el aire. Pero más importante: si hubiera un accidente, una lesión, podría ser necesaria una rápida intervención quirúrgica. Si un día me ocurriera a mí, espero que me dormirían antes de abrirme. Y ningún médico puede administrar la clemencia del éter o el cloroformo a menos que el paciente tenga el estómago vacío. A pesar de la experta tutela de LeVie, Paprika nunca fue tan hábil como él en la parte «voladora» del número del trapecio, pero no era preciso que lo fuese. Como pronto se puso de manifiesto, su número se reducía solamente a la presentación de Florian —«L'ardumentosa acrobata aerobatica, signorina Paprika!»—, a subir con ligereza por la escalera de cuerda hasta la plataforma, soltar la barra del trapecio, darle impulso y —a los acordes de la alegre canción húngara Sólo hay una chica—, mientras el trapecio continuaba oscilando, adoptar todas las poses, dar saltos mortales y colgarse de las rodillas y de los pies e incluso hacer un farol sobre la barra. Concluía su actuación en solitario saltando de nuevo a la plataforma y levantando los brazos en forma de V para recibir los aplausos. En aquel momento, un borracho harapiento y sucio entraba tambaleándose en la pista, procedente de las graderías. Dirigía palabrotas a Florian y Edge y luchaba con los peones que entraban corriendo en la pista. El borracho siempre se desasía, corría para trepar por la escala de cuerda —fingiendo varias veces que resbalaba y se caía—, llegaba a la plataforma, soltaba el trapecio de Paprika y se lanzaba al aire con él. Mientras oscilaba de un lado a otro, a veces colgado sólo de una mano y otras agarrado con manos y pies, como si tuviera miedo, Paprika le miraba con expresión horrorizada y la banda tocaba una versión cacofónica de la obertura del Holandés errante de Wagner. Pero entonces el borracho empezaba a quitarse y tirar sus harapos, uno tras otro. En el instante en que Pete Jenkins aparecía con sus lentejuelas de color azul eléctrico y la gente se reía de su propia credulidad y la banda cambiaba suavemente al Bal de Vienne, Paprika se lanzaba al aire con su trapecio. Maurice ejecutaba acrobacias sobre una barra, mientras Paprika le imitaba sobre la otra. Luego se retiraba a su plataforma y Maurice realizaba sus volteretas y giros en el trapecio oscilante. En el punto culminante del número, tanto Maurice como Paprika pendían de las barras, oscilando cada vez más de prisa y a mayor altura, hasta que ambos soltaban su barra respectiva (fuertes golpes de trombón), se cruzaban en el aire a toda velocidad, en un doble salto mortal, cogían las barras opuestas y se subían ágilmente para sentarse en ellas,
agitando las manos y sonriendo, bajo un frenesí de vítores, aplausos, silbidos y bravos. Al principio de una función de tarde, los artistas de la cabalgata se sorprendieron al oír su música de Greensleeves tocada con más animación, alegría y estrépito que nunca. Todos miraban hacia el estrado cada vez que desfilaban por delante, pero sólo pudieron discernir que había un eslovaco uniformado más entre los músicos. Nadie podía ver, por encima de la barandilla del estrado, el instrumento que tocaba, y el director de orquesta Beck se limitaba a sonreírles, satisfecho. Lo que había añadido a la banda, fuera lo que fuese, continuó interviniendo en toda la música durante las actuaciones subsiguientes, con campanillas, matraqueos, sonidos metálicos, ruidos estridentes y murmullos extraños y fantasmagóricos. Hasta que el gentío salió para el intermedio, Florian y Edge no pudieron subir a investigar a las graderías contiguas al estrado. —Ser un juguete bávaro —anunció con orgullo Beck mientras lo miraban—. Llamarse teufel geige, «violín endiablado». Yo enseñar a hacerlo a mis eslovacos. El «violín endiablado» era sólo un palo recto, de un metro y medio de longitud, a cuyo extremo inferior iba sujeto un muelle en espiral que descansaba sobre el pavimento del estrado. A lo largo del palo colgaban cencerros y campanillas de diferentes tamaños, una pandereta, varios cubos de madera hueca y un címbalo de latón. —Ni siquiera necesitar un músico de verdad. Cualquiera poder tocarlo — explicó Beck—. Con un simple palillo, deber tocar esta o aquella pieza del teufel geige. El muelle del extremo proporcionar la resonancia y reverberación extra. Para obtener un mayor crescendo y fortissimo, el músico sólo deber golpear todo el palo. El aparato saltar sobre el muelle y todas las piezas hacer bingbong, tintin, toctoc, bum, crac... —Sois ingeniosos los bávaros —murmuró Florian—. Me alegro de que algunos florentinos hayan tenido oportunidad de disfrutarlo. —¿Algunos? —repitió Beck—. ¿Es que irnos de Florencia? —Ya es hora. Hemos estado aquí más de tres semanas y estos últimos días no ha habido llenos de paja y hoy he visto incluso asientos vacíos. Además, empieza a hacer mucho frío. Imitaremos al Orfei y bajaremos al sur. —En tal caso, nosotros marchar con un gesto magnífico —dijo Beck—. Encargar carteles, por favor, director, que anunciar la ascensión de un Luftballon para el último día, entre la función de la tarde y la nocturna. No olvidar añadir, si el tiempo lo permite. —¿Crees que ya estás preparado, Carl? ¿Y Monsieur Roulette? Muy bien. Haré imprimir los carteles esta noche y los fijaremos mañana. Pasado mañana será nuestro último día en Florencia.
El día de la ascensión, como lo llamó con irreverencia el ansioso Rouleau, amaneció claro y sin una nube. Muy temprano, Beck y cinco de sus eslovacos descargaron el Saratoga de la carreta y desdoblaron cuidadosamente el globo de seda y sus mallas y cuerdas sobre el césped del óvalo interior del hipódromo. Mientras cuatro de los hombres iban a buscar el Gasentwickler, los otros colgaban bolsas de arena en torno al borde exterior de la góndola de mimbre. Pese a la hora temprana y los deseos de Beck de realizar sin observadores esta primera inflación, por si se producía un incidente o un fallo, se había congregado un nutrido grupo de florentinos, incluyendo a varias monjas con largas colas de colegiales. Por ello los peones gruñían en vez de blasfemar mientras trabajaban. —Sólo poder hacer estas ascensiones en ciudades importantes —advirtió Beck a Rouleau, que estaba de pie, apoyado en su bastón, junto a la barquilla rodeada de bolsas—. Y quizá sólo una vez o dos el día de la inauguración y el de la despedida, como una atracción especial. Hasta que yo experimentar, no darme cuenta de la gran cantidad de productos químicos requerida para cada ascensión. Tan grande y tan pesada que no poder llevar con nosotros y tener que comprarla en cada plaza. Observe. El Gasentwickler consistía en dos enormes cajas revestidas de metal, provistas cada una de cuatro ruedas y conectadas entre sí por una manguera de quince centímetros. Bumbum desatornilló y levantó una especie de tapa de hierro con goznes que había en la parte superior de una de las dos cajas y dijo a Rouleau que mirase dentro. —Este tanque ser el generador. Revestido de plomo para resistir la corrosión del ácido. Usted también ver unas repisas escalonadas, que servir para una mejor distribución de estas limaduras de hierro. Se acercaron los cinco eslovacos, todos inclinados bajo el peso de un saco. Uno a uno lo levantaron sobre la boca de la caja y vertieron su contenido en el tanque, agitando la abertura del saco para que las limaduras se repartiesen mejor por las repisas interiores. Los hombres hicieron varios viajes y vaciaron —Rouleau perdió la cuenta— unos quince o veinte sacos de limaduras. Después volvieron con cubos de agua y llenaron la caja hasta unos sesenta centímetros del borde. Beck cerró y atornilló la tapa, mientras los hombres se alejaban de nuevo y regresaban con inmensas bombonas de cristal llenas de algo parecido al agua. —Aceite de vitriolo o ácido sulfúrico —explicó Bumbum—. Esto requerir muchos experimentos para determinar la cantidad y procedimiento correcto de añadirlo. Los hombres vertieron lentamente por un embudo de cobre situado en un extremo del tanque del generador cinco bombonas del ácido. Después hubo una larga espera, cronometrada por Beck con el reloj que
le había prestado Florian. Por fin hizo una señal con la cabeza y los peones vertieron con lentitud tres bombonas más. Otra larga espera, otra señal, y los hombres vertieron otras dos bombonas. —El Wasserstof, o hidrógeno, ya generarse —dijo Beck—. La lenta adición del aceite de vitriolo impedir una generación demasiado rápida, que poder dañar las paredes del tanque. Ahora el gas pasar por esta gruesa goma a la otra caja. Usted tocar. Rouleau tocó con una mano la manguera que comunicaba las dos máquinas y la retiró al instante; el caucho casi quemaba. —Esta ser la razón de emplear el segundo aparato, que enfriar y purificar. Ahí dentro circular el gas caliente en torno a una parrilla de tubos llenos de agua fría. Luego pasar a una segunda cámara, llena de agua de cal, donde burbujear y perder todas las impurezas y gases inútiles. Ahora yo hacer una conexión, usted observar, de esta manguera de salida con el apéndice del globo. Y en medio haber una bomba para acelerar el paso del hidrógeno puro del Gasentwickler al Luftballon. Hizo una seña y un eslovaco se acercó para poner el aparato en funcionamiento, accionando con vigor el mango de la bomba. A estas alturas, toda la compañía del Florilegio se había reunido para mirar, con tanta avidez como el público. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que alguien pudiera ver lo que ocurría en el interior del Saratoga y fue preciso creer a ciegas que realmente pasaba algo dentro del Gasentwickler. Sin embargo, de repente la seda blanca y granate se movió con suavidad. Una arruga se alisó. Más allá se desarrugó un pequeño pliegue. Al cabo de unos veinte minutos —durante los cuales los peones se turnaron junto a la bomba—resultó evidente que la capa superior de seda del globo se había levantado del suelo unos centímetros. Una hora después, la seda había formado una cúpula, todavía amorfa y al nivel del suelo, pero más alta que la cabeza de un hombre. Dos horas más tarde, el Saratoga estaba hinchado del todo y se erguía, sobre su góndola, alto, ancho y altivo, contenido dentro de su malla y frenado por las cuerdas de amarre... y todos los curiosos, gente del circo y gente de la ciudad, monjas y niños, charlaban entre sí, dominados por la excitación. Beck desconectó la manguera del apéndice del globo y entonces ordenó a sus hombres que vaciaran las dos cajas del generador con muchos cubos de agua antes de llevarse las máquinas al patio trasero del circo, fuera de la vista. Edge advirtió que Rouleau, el aeronauta, estaba rodeado por Fitzfarris y Domingo y Lunes Simms. Fitz hablaba y señalaba, hacia el globo, hacia las chicas y hacia sí mismo y Rouleau, que le escuchaba con aparente interés. Al pasar por el lado del grupo, Edge pudo oír las frases finales de aquel coloquio. —... lo haréis, ¿verdad, chicas? —preguntó Fitzfarris.
—Mais oui —contestó Domingo—. Il commence á faire une grande aventure. —Bien —dijo Rouleau—. En tal caso, lo haremos. A la hora anunciada para la ascensión, justo antes del crepúsculo, no sólo el parque Cascine, sino la orilla opuesta del Arno y los balcones, ventanas y tejados de ambas orillas del río estaban atestados de curiosos. Los que se hallaban más cerca del furgón rojo del Florilegio agitaban billetes de lira y pedían a gritos entradas para el espectáculo de despedida. Edge observó a Florian que la ciudad parecía sentir un interés renovado por el circo y que tal vez sería provechoso quedarse un poco más. —No —respondió Florian—. Siempre es mejor marcharse cuando aún se es una novedad interesante, que hacerlo cuando uno ya se ha convertido en una rutina conocida. Además, Florencia esperaría ahora una ascensión diaria del globo y esto no es práctico. En aquel momento sonó una tumultuosa fanfarria dentro de la tienda. Beck y la banda hicieron su aparición, incluyendo al tambor Hannibal y al músico del «violín endiablado», todos marchando a los exuberantes acordes de Camptown Races. Detrás de la banda desfilaba Jules Rouleau, sin bastón, disimulando lo más posible su cojera. Sobre sus mallas amarillas y verdes llevaba la capa negra ribeteada de amarillo del coronel Ramrod, cuya cola sostenían Autumn y Paprika, que también vestían sus trajes de pista. Al llegar a la góndola del Saratoga, Rouleau se despojó de la capa con movimientos ampulosos para ocultar el hecho de que las dos muchachas le ayudaban discretamente a subir a la barquilla. La música enmudeció para que Florian, con un cartel enrollado que hacía las veces de megáfono, pudiera dirigir una arenga a la multitud sobre los peligros del viaje aéreo, el valor y la habilidad de Monsieur Roulette, su intención de realizar este ascenso solamente para agradecer a la ciudad de Florencia su generosa hospitalidad, etc. Mientras todas las miradas convergían en Florian y en el Saratoga, Edge miró por casualidad hacia la marquesina de la carpa. Fitzfarris, con el maquillaje que cubría su mejilla azulada, dirigía a una pareja de eslovacos en la elevación de un objeto cuya construcción había encargado a Goesle. Se trataba de una gran caja de madera, parecida a una simple banasta de mudanzas, pintada de negro y adornada con estrellas doradas, medias lunas y otros signos cabalísticos. Cuando los hombres la hubieron izado unos metros desde debajo de la marquesina, Edge pudo ver que tenía un estrecho y somero canalón de hojalata en torno a los cuatro bordes exteriores de la caja. Florian terminó la presentación, la banda tocó un tema de Le Phénix, de Corefte, varios peones desataron las amarras y la gran multitud exhaló un «iOO000h!» que debió de oírse hasta Fiesole. Sin embargo, el globo
se elevó lentamente, como había hecho en Baltimore, porque los eslovacos tiraban despacio el cable para que Rouleau, cuando estuviera a unos cien metros de altura, pudiese provocar de nuevo las exclamaciones de la muchedumbre al salir de la góndola como un demente y hacer acrobacias en la escala de cuerda colgada de un lado, pero —en atención a la fragilidad de su pierna— no prolongó dicha exhibición. Cuando volvió a saltar dentro de la barquilla, los peones —no él, esta vez— soltaron el cable y Rouleau lo atrapó, lo enrolló y el Saratoga se elevó libremente. Todavía bastante despacio, o al menos así se lo pareció a la multitud, el globo continuó elevándose en dirección norte. Los espectadores apenas podían ver a Rouleau, que ahora estaba ocupado en el borde de la góndola —vaciando uno de los sacos de arena—, y el globo subió todavía más, hasta que tropezó con una brisa procedente del punto opuesto de la brújula, sobrevoló de nuevo el parque Cascine y se dirigió luego hacia el sur, cruzando el Arno. Al parecer, Rouleau estaba decidido a poner a prueba su control sobre el globo, porque lo hacía subir, bajar y volver a subir, ya tirando arena, ya abriendo la válvula de charnela, para flotar en diversas direcciones y a distintos niveles del aire. Bumbum Beck dirigía la banda sin mirarla para no perder de vista el globo, y movía la cabeza con admiración ante las maniobras de Rouleau. Por último, con la cautela lenta y deliberada de un capitán al atracar su inmenso buque, Rouleau hizo descender el Saratoga hacia un lado, donde se encontraba la carpa. No era de esperar que hiciera un aterrizaje preciso a la primera tentativa, pero se acercó y descendió lo bastante para echar el cable, y los eslovacos corrieron a cogerlo para guiar al globo hacia el punto exacto donde debía aterrizar. La multitud vitoreó y aplaudió mientras el Saratoga descendía con lentitud. Entonces la banda tocó otra fanfarria para llamar la atención del público y Fitzfarris gritó por el megáfono de papel: —Ebbene, signore e signori! ...Attentil... Un pezzo dell'arte magical... Osservate! El público desvió la mirada del globo hacia el nivel del suelo y vio a Fitzfarris chupar lánguidamente un gran cigarro y luego señalar con él su plataforma negra y dorada. Allí estaba Lunes Simms, en una graciosa postura, con una sonrisa orgullosa y vestida con sus mallas de color carne, que daban la impresión de reducirse a varios triángulos de lentejuelas estratégicamente colocados. — Osservate! —continuó Fitz—. La fanciulla che sparisce! —La chica que desaparece —dijo Florian, por si alguien necesitaba la traducción—. ¿Qué se propondrá ahora sir John? Sin dejar de mirar el globo, que los peones bajaban a mano, Fitzfarris continuó gritando en su defectuoso italiano para acaparar la atención del público:
— Osservate vigilantemente, signore e signori!... In un istante, la fanciulla... sparirá! —La góndola del Saratoga estaba a pocos centíme tros del suelo cuando Fitzfarris gritó con voz más fuerte—: Signorina... sparisca! —y agitó el cigarro hacia ella. Se produjo un ruido breve pero intenso —!paf! y una fuerte llamarada sucedida por una nube de humo blanco que subió por los cuatro lados de la plataforma, ocultando por unos momentos a la muchacha, y las primeras filas de la muchedumbre retrocedieron ante la pequeña explosión. El humo ascendió hasta más arriba de la plataforma y se desvaneció en el cielo... y Lunes Simms ya no estaba en su lugar. El público soltó un murmullo de asombro e incredulidad, pero Fitz no le dio tiempo de comentar el fenómeno. Ya gritaba: «Ecco!», señalando la góndola que se posaba en el suelo: «Ecco! La fanciulla magica!», y el gentío miró, parpadeó y exclamó, porque allí, en la barquilla, recién bajada del cielo, de pie junto a monsieur Rouleau, en una graciosa postura, estaba la misma muchacha que acababa de desaparecer de la plataforma. —Sir John siempre encuentra una forma nueva de utilizar a las mellizas —dijo Florian con admiración. —Sólo me sorprende —observó Edge, mientras el público estallaba en otra tanda de aplausos— que no haya pensado un modo de sacar dinero del truco. Pero en cierta manera lo había hecho, porque la gente que se encontraba más cerca pidió a gritos aún más fuertes que antes entradas para un espectáculo que exhibía gratis tan grandes maravillas como la que acababan de presenciar. Cuando Goesle y sus hombres retiraron una parte del cordón que los impedía entrar, hubo una estampida hacia la taquilla del furgón rojo, donde esperaba Magpie Maggie Hag. Fitzfarris se abrió paso entre la multitud y se acercó a Florian y Edge con una sonrisa triunfante. —He encontrado un poco de aquello que los magos llaman polvo de lacapodo —explicó— y he pensado que podía aprovecharlo para algo. —Licopodio —corrigió Florian. —Comoquiera que se llame, ¿qué es? —preguntó Edge. —Una especie de hongo —contestó Florian—. Seco y reducido a polvo, se usa en los fuegos artificiales... o para efectos como el que hemos visto hace un momento. —Lo he prendido con mi cigarro —dijo Fitz— mientras tocaba un muelle que ha abierto un escotillón bajo los pies de Lunes. Pero no abusaré de este truco porque ahora no puedo enseñar a las Pigmeas Blancas Africanas sin revelarlo. —No importa —respondió Florian—. Tendrás más tiempo en el intermedio para tu juego del ratón y creo que harás un negocio redondo. Hay más gente de la que cabe en la carpa.
Incluso las personas que no encontraron entradas en la taquilla, aunque muy desengañadas al ver entrar en la carpa a las más favorecidas por la suerte, se quedaron en el parque para ver a Monsieur Roulette tirar del cabo de desgarre del Saratoga, deshinchar el globo y, con ayuda de los eslovacos, doblar cuidadosamente toda la seda, la malla, el aro y la barquilla y guardarlo todo en la carreta. Después se quedaron para participar en el juego del ratón durante el intermedio, e incluso permanecieron allí después del espectáculo —junto con el público— para contemplar con nostalgia cómo los peones y el elefante desmontaban toda la carpa, mientras los artistas iban solos o de dos en dos al furgón vestidor del patio trasero y salían de él en traje de calle para cenar en el hotel Kraft y dormir por última vez en Florencia. El viaje desde Florencia en dirección sur podría haberse dibujado en un mapa con líneas y puntos, representando las primeras cada etapa de unos treinta y cinco kilómetros, y los puntos, los pueblos, aldeas y ciudades por los que pasaba la caravana del circo. Florian había trazado la ruta siguiendo los valles fluviales del oeste de la cordillera de los Apeninos, que recorre la península de norte a sur. Esto requería frecuentes rodeos y un avance tortuoso, pero era preferible a sufrir el frío invernal y las nieblas de las montañas y a subir y bajar caminos sinuosos y escarpados donde no había hierba ni heno para los animales. Toda la compañía lamentó dejar las bellezas y placeres de Florencia, pero al término de la primera etapa, cuando llegaron a las afueras de San Giovanni Valdarno, se animaron ante la vista de la ciudad, cuyo aspecto era extrañamente prometedor. La carretera estaba rodeada de altos montículos que a la luz del sol poniente lanzaban destellos polícromos, como de rubíes, esmeraldas y zafiros. —Maldita sea, mira eso —observó Edge a Autumn—. Este lugar está rodeado de colinas de joyas. Sin embargo, cuando se acercaron las refulgentes colinas resultaron ser montones de botellas rotas de diferentes colores, desechos de una destilería de grappa. El resto de San Giovanni era igualmente industrial y feo: talleres de cerámica, lápidas funerarias y sillas y arneses. La ruta meridional de la caravana alternaba casi con regularidad los lugares pintorescos y agradables con los feos y deprimentes. A la compañía circense le gustó mucho más la parada siguiente, la ciudad de Arezzo. Construida sobre una colina que se erguía entre campos de cereales, huertas y viñedos, y contenida y delimitada por la medieval muralla de piedra circundante, daba la impresión a quienes se acercaban a ella de no haber tenido más remedio que crecer hacia arriba, amontonando terrazas de edificios y asignando al mayor de ellos, la Ciudadela, la máxima altura. En cambio, la próxima etapa, Cortona, fue otro desengaño: una ciudad sombría y silenciosa, toda murallas y fortificaciones. Y la parada siguiente volvió a ser una delicia para los
ojos y el espíritu, una aldea junto al hermoso lago de Trasimento, lleno de reflejos plateados. —Sin embargo, no siempre ha tenido este color —dijo Florian, dirigiéndose a Hannibal Tyree en particular—. Aquí es donde tu tocayo, Aníbal de Cartago, luchó contra el cónsul romano Flaminio. Cien mil hombres murieron en esta comarca y dicen que su sangre enrojeció el lago durante años. Cuando al anochecer de otro día la caravana se aproximó a las altas murallas de Perugia, Florian la estaba esperando, ya que se había adelantado, como de costumbre, para tratar con las autoridades municipales: En esta ocasión congregó a los miembros de la compañía para decirles: — Una vez más levantaremos la tienda en el hipódromo local, que está muy cerca de aquí, fuera de las murallas de la ciudad. Pero esta vez lo compartiremos con una feria. —Oh, diablos —exclamó Fitzfarris—. En tal caso, ¿no deberíamos pasar de largo este lugar? — De ninguna manera —contestó Florian—. La feria no nos hará la competencia; más bien será una atracción adicional, parte de tu intermedio, por así decirlo, sir John. Y la feria y el circo juntos atraerán a mucha gente. Lo que sí tenemos que dejar bien claro es que somos algo más raro y especial que una vulgar feria de provincias. Propongo que hagamos otro desfile alrededor de la ciudad antes de acampar. Así pues, el Florilegio entró en Perugia como lo había hecho en Florencia, con mucha pompa. La banda tocó una y otra vez todo su repertorio, las mujeres agitaron la mano y sonrieron y —aunque la tarde eran bastante fría y llevaban capas— descubrieron de vez en cuando un trozo de mallas o de su propia carne. La cabalgata siguió la avenida principal que circundaba la ciudad, unas veces dentro y otras fuera de las antiguas murallas, y los perugianos se apiñaron a lo largo de la avenida o en lo alto de la muralla o se asomaron a las ventanas, acogiendo ruidosamente al circo. Como el circuito de la ciudad tenía más de tres kilómetros de longitud, ya había caído la noche cuando la compañía llegó al punto de partida, y el carruaje de Florian los guió a todos en dirección sur, hacia el hipódromo. No fue difícil encontrarlo, porque la mitad del óvalo interior estaba muy bien iluminado por los faroles y antorchas de la feria, distribuidos en torno a tiendas, puestos, barracas y una inmensa construcción de madera demasiado grande para estar cubierta. En la feria había también mucho ruido de voces y música, pues se tocaban y cantaban simultáneamente varias músicas distintas. Los carromatos del circo se detuvieron en la parte no ocupada del óvalo, los músicos cambiaron sus uniformes por los monos de trabajo y se unieron a los
demás peones para empezar el montaje, mientras Florian volvía a la ciudad para buscar un hotel o posada cómodo y conveniente. Los artistas cambiaron sus trajes de pista por atuendos de calle más abrigados y fueron a pasear por la feria, porque la mayoría sólo había visto ferias en América y allí solían consistir en la exhibición por parte de la población local de su ganado, sus edredones acolchados y el producto escogido de sus huertos, como las calabazas gigantes. Esta feria italiana se parecía más a un vasto espectáculo de intermedio donde cada participante ofreciera alguna clase de diversión, o algo para comer o beber, o un juego de azar, o algún producto para la venta. Edge y Autumn fueron primero a inspeccionar la enorme estructura de madera que habían visto a su llegada. Era una rueda alta como una casa, o mejor dicho, dos ruedas puestas de lado con travesaños a intervalos, y de estos travesaños pendían media docena de pequeñas góndolas de dos asientos. La gente se sentaba en ellos, con expresión valiente, alegre o aterrada; la rueda giraba lentamente y las góndolas subían y bajaban conservando siempre la misma posición horizontal. Un hombre colocado sobre una plataforma en el eje de la rueda era el encargado de dar las vueltas y sudaba copiosamente, incluso en la noche fría, mientras hacía girar una manivela clavada al eje. Un acordeonista tocaba en el suelo un ronco acompañamiento musical. — Estos son los nuevos barcos giratorios —explicó Autumn—. La primera vez que los vi fue en París. Ahora son populares por doquier. Siguieron andando entre la multitud, ruidosa y excitada, ante las hileras de tiendas, barracas y puestos iluminados, que se identificaban mediante letreros pintados con colores chillones o con garabatos: Museo di Figure di Cera, Sala de Misteri, Tomba della Mummia... — Todo esto —explicó Autumn— se conoce en la profesión como entresorts, diversiones que el público paga simplemente por echarles una ojeada. Y sus propietarios se llaman voyageurs forains, lo cual significa que no son mucho mejores que gitanos. Ella y Edge se detuvieron para comprar una salsiccia caliente. Cuidaba del brasero de carbón una vieja sentada en un taburete, con los pies en una cesta para protegerlos del frío suelo. Por muy pocos centesimi alargó a cada uno una salchicha grasienta ensartada en una astilla. Mientras paseaban y comían, vieron a varios compañeros suyos observar y probar los productos de la feria. Fitzfarris examinaba muy de cerca los entresorts, pagando para recorrerlos uno tras otro. — Y esto, ¿qué diablos debe de ser? —preguntó Edge cuando llegaron a un puesto que consistía en un tablón de muchos listones, todos cubiertos de pelo. Había pelos de todos los colores humanos —incluyendo el gris, el blanco y el plateado—, agrupados en mechones, como colas de caballo, algunos cortos, otros largos, unos lacios y otros rizados.
—Justo lo que parece —respondió Autumn—. Cabello falso para la venta. Allí hay una clienta probándose una cola. —Señaló a una mujer que, en un lado del puesto, buscaba pelo de un color parecido al suyo, que era rojizo y muy escaso, y se acercaba a la cabeza una muestra tras otra, mirándose a un espejo pequeño y roto que pendía de un clavo—. Lo trenzará junto con el suyo, las mujeres lo llamamos trenza postiza, y lo pagará por gramos o por kilos, según la cantidad que necesite. — Me alegro de que a ti no te haga falta una cosa así —dijo Edge. Las colas le recordaban demasiado lo que Pimienta Mayo había dejado colgando de la botavara del circo—. A propósito, ¿de dónde procede ese pelo? —De mujeres pobres... o muertas. De prostitutas caídas en el arroyo. De correccionales, hospicios, hospitales, manicomios, depósitos de cadáveres... —Dios mío, estoy muy contento de que no lo necesites. Pero quizá tendríamos que hablar de este puesto a Bumbum Beck. —Eres muy malo. —Autumn rió—. Creo que me voy a la caravana, Zachary. Esa salchicha no me ha sentado bien. Edge se alarmó. —Será mejor que vaya contigo... —No, no. No estoy enferma, querido, sólo mareada. Y también me duele un poco la cabeza. Sigue solo y mira todo lo que hay para mirar. Edge obedeció, porque en una barraca había visto y oído algo que le interesaba. La barraca contenía casi exclusivamente lo que Florian llamaba «cachivaches» —baratijas y souvenirs—, madonnas de yeso, cortaplumas baratos, cromos de la Ultima Cena, pero entre estas cosas, prominente en un lugar para ella sola, había una caja redonda de cloisonné auténtico, cuya tapa levantaba el viejo de la barraca cada vez que pasaba alguien. Y cuando la caja se abría, tocaba, en un tono débil y cascado, la música de Greensleeves. Edge se acercó para mirarla, el viejo levantó la tapa y la música sonó, aguda como un campanilleo. —Bella, no, la scatola armonica? Un oggetto di mía nonna... Siguió hablando un buen rato y, cuando se había repetido varias veces, Edge comprendió que la caja servía para guardar rapé o joyas pequeñas, que el viejo la había heredado de su abuela y que la maquinaria musical que había en la base de la caja era obra de un maestro inglés en tales instrumentos. Cuando Greensleeves se fue extinguiendo hasta sonar como un salmo de difuntos, el anciano enseñó a Edge la llave para dar cuerda al mecanismo, que estaba en el fondo de la caja. Entonces mencionó un precio, indicando lo mucho que apreciaba el trabajo y el recuerdo de su abuela. Edge dijo un precio insultante para ambos y siguieron regateando hasta que Edge —que no quería comprar demasiado barato un regalo para Autumn— accedió por fin a una cantidad y la pagó.
Mientras volvía al circo, encontró a Fitzfarris, quien le dijo que había tenido un golpe de suerte, pero esperó a revelarlo hasta que se reunieron con Florian, que había reunido a todos los que se alojarían en el albergo donde había reservado habitaciones. —He encontrado una tienda para mi espectáculo —anunció Fitz. —Un techo para tu anexo —le corrigió automáticamente Florian. —Aquí hay un tipo que habla un poco de inglés y, con mi exiguo italiano, hemos sostenido una charla. Exhibe una momia vieja y raída y tiene la intención de venderlo todo y dejar el negocio. La lona no es mayor que una tienda hospital del ejército, pero lo bastante grande para poner en escena unos cuantos trucos. Está bastante deteriorada, pero Stitches puede pintarla para que haga juego con la carpa. En cualquier caso, puedo conseguirla a un precio razonable... con la momia incluida. ¿Qué dice usted, director? — ¿Qué harás con la momia, si ya no sirve? — Oh, diablos, este italiano no tiene idea de cómo presentarla. Se limita a dejar en el suelo el maldito muñeco. Diré a Mag que le haga un conjunto sugestivo y me inventaré una historia para ella... —¿Ella? ¿Es una hembra? — ¿Quién puede saberlo? Está toda arrugada... y quiero decir toda. Si quiero puedo anunciarla como una morfodita. Es la tienda lo que me interesa. — Por mí no hay inconveniente, sir John. Cómprala. Así pues, Fitzfarris adquirió la tienda y Goesle y sus hombres empezaron a zurcir la lona y a cambiar las cuerdas viejas por otras nuevas, y en la ciudad de Foligno, situada en la llanura, y en la ciudad montañesa de Spoleto, lugares donde el Florilegio actuó durante dos días, Fitz incluyó su momia entre los fenómenos de su espectáculo secundario. Magpie Maggie Hag, con sus pinturas de payaso, ungüentos y polvos prestados por las otras mujeres de la compañía, dio vida y alisó el surcado rostro de la momia hasta darle un aspecto, si no deliciosamente femenino, por lo menos algo más humano que el de una corteza de árbol. Ocultó el cráneo marrón bajo un gorro vagamente faraónico y vistió el cuerpo con unas gasas bordadas con su idea de un diseño egipcio. Las gasas dejaban visibles los marchitos brazos y piernas para demostrar que se trataba efectivamente de una momia, pero los pechos tenían un relleno para que se viera que era una momia hembra. Mientras tanto, Fitz encargó a Zanni Bonvecino que le escribiera algo en italiano y se lo aprendió de memoria. —La Principessa Egiziana, signore e signori! Después aseguraba que tenía seis mil años y era «de estirpe real, como indica el lujoso lino que aún cubre su bien formado cuerpo». Esto fue todo lo que dijo sobre ella en estas dos ciudades, como indiferente a la admiración de los curiosos, pero cuando el Florilegio
llegó a la gran ciudad industrial de Terni, la nueva tienda de Fitz ya estaba pintada y montada en la avenida central del circo, y entonces, en el intermedio de la primera representación en Terni, Fitz presentó a su «princesa egipcia» con más elocuencia de la aportada por Zanni, añadiendo con voz baja y confidencial: —Cualquier caballero del público que se identifique como médico o cirujano y que desee examinar más de cerca los detalles fisiológicos de este joven cuerpo femenino asombrosamente bien conservado, puede dirigirse a aquel pabellón especial al finalizar la primera parte del espectáculo y, previo pago de unos pequeños honorarios adicionales... Un número sorprendentemente alto de hombres adultos del público resultaron ser médicos o cirujanos dispuestos a gastar cinco liras sólo para satisfacer su interés profesional por la anatomía egipcia de la antigüedad. La siguiente ciudad de la ruta, Rieti, proporcionó otra afluencia de médicos que visitaron la tienda de la momia. Sin embargo, tanto ellos como sus mujeres e hijos se mostraron igualmente entusiasmados por otra novedad del espectáculo. Por primera vez, el coronel Ramrod presentó a los ocho caballos de Pinzgau en su número de carrera en libertad, lo cual significó que tuvo en la pista al mismo tiempo a una manada de catorce caballos, todos con bellas mantas azules, adornadas por Magpie Maggie Hag con lentejuelas y borlas. Ahora había una diferencia en las mantas: cada una de ellas llevaba en el lado derecho un gran número, del 1 al 14. Después de que el coronel Ramrod dirigiera los números de caballos individuales, de parejas, de equipos y de todos ellos juntos, consistentes en pasos, figuras y bailes, al final de la actuación les ordenó trotar en dirección contraria a la del reloj alrededor del bordillo de la pista. Luego, cuando el director ecuestre hizo restallar el látigo de un modo sólo conocido por él y por los caballos, éstos empezaron a colocarse en fila india. El caballo que llevaba el número 1 se colocó delante de los otros, le siguió el número 2 y así sucesivamente, hasta que los caballos compusieron un círculo completo, del 1 al 14, trotando alrededor de su amo, muy orgullosos de sí mismos. El público otorgó el cumplido supremo de permanecer en silencio unos instantes, aturdido por la admiración, antes de estallar en una tormenta de aplausos. Entonces el carrusel se rompió y los caballos —al parecer por propio acuerdo— salieron trotando por la puerta trasera, todavía por orden numérico. La etapa siguiente del Florilegio, por el valle del río Salto, requirió tres días y tres noches. No hubo poblaciones lo bastante grandes para levantar la tienda y los hoteles y posadas del camino, aunque tenían cocinas y despensas suficientes para alimentar a la compañía, carecían de camas para todos ellos, así que los artistas y trabajadores comían en las posadas y después se retiraban a sus carromatos y jergones. Una de
aquellas noches, Fitzfarris hizo una urgente sugerencia a Paprika, pero por lo visto no fue lo bastante persuasivo, porque oyeron que ella le replicaba: —¿Me pides que pose desnuda? Csúnya! Me preguntaba qué haría con mi pértiga; creo que te la ensartaré por el végbél. A continuación, Fitzfarris recurrió a las chicas más jóvenes: Clover Lee, Domingo y Lunes. —Será un cuadro —alegó—, sólo tenéis que posar. Más o menos. Y es bíblico. ¿Qué podría ser más digno de encomio que ilustrar las Escrituras? —Bueno... —dijo Domingo, con cautela. —iEspléndido! Tú y Lunes representaréis a las hijas. Y tú, Clover Lee, ¿qué me dices del papel muy adulto de una matrona hitita? En aquel intervalo sin representaciones ni otras distracciones, Magpie Maggie Hag hizo los vestidos para los cuadros bíblicos de Fitzfarris y éste hizo ensayar sus papeles a las tres chicas y a dos eslovacos que también había reclutado. Con ayuda de Zanni, escribió un letrero y confió al pintor chino los adornos «artísticos». Cuando montaron el circo en la ciudad de Avezzano, coronada por un castillo, Fitz no exhibió inmediatamente aquel letrero, y durante la presentación de su espectáculo del intermedio no invitó esta vez a ningún médico a un examen íntimo de la momia. En su lugar anunció, tras la conclusión de su espectáculo, con palabras también redactadas por Zanni: —Después del espectáculo principal presentaremos en ese pabellón más pequeño que ven allí, por la modesta cantidad de diez liras, un programa educativo especial sólo para caballeros. Contemplarán con emoción un cuadro vivo tomado directamente de la Sagrada Biblia. Por desgracia, no puede representarse ante mujeres y niños. (Estoy seguro de que ustedes, caballeros, conocen la franqueza poco delicada de ciertas partes de dicha obra.) Este espectáculo educativo sólo puede presentarse discreta y privadamente ante aquellos estudiantes adultos de la Biblia que no se escandalicen al ver las Sagradas Escrituras... ejem... al desnudo. Inmediatamente después del desfile final, Clover Lee, Domingo y Lunes corrieron a cambiarse al furgón vestidor —los dos eslovacos sólo tuvieron que quitarse los monos de trabajo, ya que debajo llevaban la ropa interior de sus uniformes— y luego al anexo de Fitz, donde se escondieron detrás de un trozo de lona colgado al fondo. Florian y Edge salieron de la carpa y este último exclamó: —iDios mío! iMire eso! —Y señaló la multitud de hombres que asediaban la pequeña tienda, donde Fitzfarris vendía febrilmente entradas.
Por lo visto, en Avezzano había tantos estudiantes de la Biblia como médicos y cirujanos en otros lugares. Todos entraban a codazo limpio en la tienda, bajo el letrero exhibido ahora de forma prominente: SPETTACULI BIBLICHI E SCOLASTICHI Cuando Edge y Florian lograron introducirse en la tienda, Fitzfarris negó la entrada a los hombres que aún esperaban, agitando billetes, y les aseguró que se venderían entradas para ver el segundo cuadro en cuanto terminase la primera sesión de estudio de la Biblia. La pequeña tienda ya estaba llena a rebosar, excepto el fondo, donde un trozo de lona sobrante hacía las veces de telón. Ahora Fitz tiró de un cordón y la lona se deslizó hacia un lado, descubriendo un estrado de madera algo elevado. Al fondo, sobre la lona, el artista chino había pintado su noción oriental del paisaje de Israel. En el mismo momento, uno de los peones, invisible «entre bastidores», empezó a tocar con el acordeón su versión eslovaca de lo que David, rey de Israel, tocaba con su arpa. Comenzó el primer cuadro, que en realidad no era un cuadro, porque incluía cierta acción. Subió al estrado el otro eslovaco, vestido con un peto plateado de cartón y una falda corta y plisada que dejaba al descubierto sus piernas peludas. A continuación apareció Clover Lee, con un vestido corto de gasa casi transparente. Mientras los dos se abrazaban y manoseaban, simulando una cariñosa despedida, Fitzfarris se puso a recitar en italiano, debajo del estrado: —Los hombres de la ciudad se marcharon a luchar contra Joab. Y, por la traición del rey David, Uriam el hitita abandonó a su esposa Betsabé. Uriam, con su armadura, salió del estrado, dejando a Betsabé presa de una aflicción exagerada. Hubo una breve interrupción de la música cuando, entre bastidores, el acordeonista pasó su instrumento a Uriam el hitita y subió al estrado, vestido con una túnica corta y luciendo piernas peludas y una corona de cartón dorado. Cuando volvió a sonar la música, Betsabé se sobrepuso y empezó a fingir que frotaba sus axilas cubiertas de bello rubio. —Y sucedió —entonó Fitzfarris— que David, desde su tejado, vio lavarse a la mujer. —El eslovaco David la miró con ojos saltones—. Y ella se le acercó y él yació con ella. —David y Betsabé se abalanzaron uno sobre otro, se abrazaron y frotaron uno contra otro mientras Fitz tiraba lentamente del cordón y la cortina tapaba lentamente la escena—. Pero la acción de David desagradó al Señor. No desagradó en absoluto a la multitud de estudiantes de la Biblia, quienes gritaron su aprobación e hicieron obscenas sugerencias a los amantes ilícitos mientras el telón se cerraba del todo. Florian y Edge, que estaban detrás del público, apartaron la lona de la puerta y fueron los primeros en salir. La mayoría de los espectadores
sólo salieron para echar a Fitz diez liras más con objeto de ver el segundo cuadro. Esto causó más altercados con los hombres que, pacientes, habían esperado fuera, pero Edge y Florian dejaron que Fitzfarris se entendiera con ellos y se dirigieron a la parte trasera de la tienda para interceptar a Clover Lee cuando se escabullía por debajo de la lona. —Ejem... Clover Lee, querida —dijo Florian—, desde la marcha de tu madre, me considero un poco tu padre adoptivo y no cumpliría con mi deber como tal si no expresara mis dudas sobre tu aparición casi desnuda en un espectáculo como éste. Clover Lee soltó una risita. —No me importa exhibirme y encuentro excitante oír la respiración profunda de esos hombres, sabiendo que ninguno de ellos puede acercarse a mí. Excepto ese peludo eslovaco. Podría decir a sir John (no, se lo diré yo misma) que prohíba al maldito David babear sobre mis tetas. Se fue a toda prisa hacia el furgón vestidor y Florian y Edge se miraron, encogiéndose de hombros. —Bueno —dijo Florian—, no hay esperanza de poder entrar de nuevo para ver qué papel ha asignado sir John a las chicas Simms. Tendremos que esperar a la noche. —Quizá incluso a más tarde —contestó Edge, levantando la cabeza para mirar los nubarrones, de los que empezaba a caer una ligera nieve—. ¿Cree que Fitz ha ofendido al Todopoderoso? La nieve sólo cayó a rachas intermitentes durante el resto del día y no impidió a la población de Avezzano volver a llenar el circo en la función de noche. Sin embargo, Florian se asomó muchas veces a la puerta de la carpa durante la primera mitad del programa y vio que la nieve caía con intensidad creciente. Edge apostó a un peón en la parte superior del trapecio para que le avisara si la nieve caía sobre él, pero no fue así y Maurice y Paprika terminaron su actuación sin ningún percance. Su número era el último antes del intermedio, pero Florian informó al público de que lo mejor sería que no abandonasen sus asientos, ya que, fuera, la nieve había formado una capa sobre el suelo. Así, Magpie Maggie Hag circuló entre las gradas, comunicando sus predicciones a las mujeres grávidas, y un ceñudo Fitzfarris tuvo que exhibir su cara azulada, sus Pigmeas Africanas Blancas, sus Hijos de la Noche y su Princesa Egipcia desde el centro de la pista, donde no podía vender su artilugio de la Pequeña Miss Mitten ni su juego del ratón. La segunda mitad del programa se desarrolló asimismo sin incidentes, incluyendo —cuando el vigía lo declaró seguro— el número de funambulismo de Autumn, que cerraba el espectáculo. Antes, sin embargo, de que la compañía pudiese completar una sola vuelta del desfile al son de la Marcia Reale, muchos espectadores se dirigieron a la
puerta principal y el resto no tardó en seguirlos, corriendo todos en dirección a sus casas o a sus carruajes y carretas, sin que ninguno de ellos se quedara a contemplar los Spettaculi Biblichi del anexo. — Mierda —dijo Fitzfarris, mirando con ira desde debajo de la marquesina. — No, eso es nieve —bromeó Edge y se volvió hacia Dai Goesle—. El calor de tantos cuerpos juntos ha impedido que la nieve se acumulara sobre la carpa, maestro velero. Pero ¿qué haremos, ahora que se han ido? — No hay problema —contestó Stitches—. Mire, dejaré arder despacio un par de balas de heno de Peggy y encargaré a un par de hombres que las vigilen. Esto mantendrá la lona limpia y seca. Al día siguiente no nevaba, pero las calles de la localidad y el solar del circo estaban tan fangosos y llenos de charcos, que Florian ordenó desmontar inmediatamente la carpa. Sin embargo, el Florilegio —y Fitzfarris en particular— no tuvieron más suerte en la ciudad siguiente, Sora. Ya era bastante malo que Sora tuviera fábricas de papel y apestase como Baltimore; por si esto fuera poco, en cuanto hubo comenzado la función de tarde se puso a llover a cántaros. Luego empezó a soplar el viento, y al cabo de poco rato, tanto la lluvia como el viento arreciaron. Entre el clamor de los elementos y la continua y ruidosa oscilación de la lona de la carpa, incluso los gritos de Florian al presentar los números sonaron apagados. Edge volvió a apostar a un peón en la cúpula y, mucho antes de que Maurice y Paprika tuvieran que salir a actuar, el eslovaco bajó de las alturas para informar de que toda la instalación del trapecio estaba empapada de agua, igual que él. Edge comunicó a la compañía de que sería preciso cancelar los números del trapecio y la cuerda floja y que todos los demás tendrían que prolongarse al máximo. Mientras tanto, Florian salió con media docena de peones a la intemperie, bajo los aullidos de la tormenta, y los hizo llevar los carromatos más pesados del circo al lado de la carpa más expuesto al viento y tender gruesos cables desde la lona a aquellos carromatos. —Así no tendremos que temer un derrumbamiento —dijo a Edge cuando volvió, empapado y chorreando—, a menos que la tormenta arrecie de verdad. —No cambiaría mucho las cosas —observó Edge—. La gente ya está bastante mojada por el agua que entra por debajo de los aleros y las aberturas del aro de soporte. Mojado o no, el público prefirió quedarse dentro durante el intermedio, como recomendó Florian, así que Magpie Maggie Hag y Fitzfarris tuvieron que volver a presentar sus juegos bajo la carpa. Más tarde, después de la cabalgata final, Florian hizo otro anuncio al público: la tormenta parecía remitir y todos aquellos que desearan esperar a que
pasara del todo podían permanecer en la carpa y escuchar —sin ningún recargo— un concierto de canti spirituale ofrecido por auténticos negros americanos. —Los Hotentotes Felices, signore e signori, igli Ottentoti Felici! Entraron en la pista Domingo, Lunes, Alí Babá y Abdullah, todos los cuales se habían puesto a toda prisa trajes de calle. Cantaron, muy dulcemente, un largo popurrí de Sometimes I Feel Like a Motherless Chile, Joshua Fit de Battle on Jericho y cosas por el estilo, acompañados pianissimo por la banda, pianissimo porque Bumbum Beck no había ensayado mucho esta música con sus virtuosos. Mientras tanto, Fitzfarris estaba furioso por las reiteradas cancelaciones de sus nuevos números. Hasta que el Florilegio acampó en Cassino —una ciudad que parecía agazapada bajo la maciza y majestuosa abadía benedictina en la montaña que lo dominaba—, Fitzfarris no pudo reanudar su espectáculo del anexo. Florian y Edge estaban demasiado ocupados con otros asuntos para asistir a los cuadros que siguieron a la primera función del circo, pero después de la representación nocturna, cuando casi todos los espectadores fueron en tropel a la tienda pequeña, se espabilaron para presenciar de pie La violación de Lot por sus hijas. —Y sucedió —empezó a recitar Fitz— que cuando Dios destruyó las ciudades de Sodoma y Gomorra, salvó a Lot de la catástrofe. El acordeón tocó entre bastidores una versión eslovaca de la música orgiástica que habría sido apropiada en Sodoma y Gomorra. Se descorrió el telón, revelando al otro eslovaco, vestido con una informe túnica de arpillera y acarreando un saco sobre el hombro. —Y Lot fue a vivir a la montaña, llevando consigo a sus hijas. Domingo y Lunes aparecieron en el estrado, ataviadas con ropas transparentes, y juntaron sus cabezas con aire de conspiradoras. —La mayor dijo a su hermana: «Ven, hagamos beber vino a nuestro padre.» —Lot sacó de su bolsa una botella de grappa, bebió a morro, se tambaleó por el estrado y cayó con un ruido sordo, quedando en posición supina—. Y la hija mayor se le acercó y yació con su padre. Domingo se acostó castamente junto a Lot, pero el hecho de que Lunes mirase con expresión maliciosa y se frotara los muslos uno contra otro sugirió al público que estaba viendo sobre el estrado una cópula muy indecente. Al cabo de un momento, Domingo se apartó y Lot abrió los ojos, se levantó y se tambaleó de un lado a otro. Fitzfarris habló de nuevo: —La mayor dijo: «Hagámosle beber también esta noche.» —Lot volvió a sacar la grappa, bebió mucha cantidad y cayó al suelo—. «Ve ahora tú y yace con él.» —Domingo empujó con suavidad a su hermana hacia Lot y Lunes no se acostó tan castamente, sino que se retorció y frotó los muslos. La música de acordeón de Sodoma y Gomorra subió de tono y
el telón empezó a correrse, mientras Fitzfarris gritaba la última frase—: iAsí las dos hijas de Lot quedaron embarazadas de su padre! Los estudiantes de la Biblia estallaron en hurras y gritos de «Ha coglioni duri, questo padre!» y «Lui si é rizzato!». Sin embargo, estos gritos fueron ahogados por otro más alto y muy indignado de «Desistiate! Infedeli!». Todo el público se volvió y estiró el cuello para ver de dónde provenía la voz, y se acobardó al verlo. Dos hombres que llevaban gruesos abrigos, aunque la noche era templada, los abrieron para mostrar sus sotanas mientras seguían gritando con furia: «Scandalo! Dileggio! Putriditá!» — Maldición —gruñó Florian—. Debí haber previsto algo parecido precisamente aquí, en la jurisdicción de San Benito. Los hombres que estaban en la tienda salieron con las caras vueltas, atemorizados, dejando solos a los dos airados monjes, Florian, Edge y el extrañado Fitzfarris. —¿Qué mosca les ha picado? —preguntó, mientras ellos continuaban agitando los puños y profiriendo invectivas dirigidas a él. — Me temo, sir John —contestó Florian—, que podemos tener pro blemas. Habló en italiano a los dos monjes, presentándose como el dueño del circo y por ello el único responsable. Esto no pareció ablandar a los padres, que aún seguían dominados por la cólera. — Al parecer —tradujo Florian a Fitzfarris—, la noticia de tu espectáculo se ha propagado por doquier esta tarde. El abad obispo ha delegado a estos dos funcionarios para que vinieran a investigar. No les ha gustado mucho lo que han visto y vaticinan que aún gustará menos al obispo. —Diablos —exclamó Fitz—. ¿Qué puede hacernos un puñado de predicadores? —Aquí, en Italia, la Inquisición ejerce todavía una autoridad considerable —.respondió Florian—. Podría mencionar también un método de ejecución practicado en su tiempo aquí. Abrían la barriga del condenado, le sacaban los intestinos y los hacían girar lentamente en torno a una rueda mientras él, aún vivo, lo contemplaba. Fitzfarris tragó saliva y dijo: — Oh, vamos... Florian, dígales que sólo estaba citando la Biblia. Es la verdad, ¿no? ¿O el tal Zanni me ha jugado una mala pasada con la traducción? —No, la cita era correcta —contestó Florian y habló brevemente con los indignados clérigos—. Ahora ellos también citan a Shakespeare, diciendo que el Diablo puede citar las Escrituras para sus propios fines. —Todo esto es hipocresía —dijo Edge—. Esos dos chismosos han esperado a verlo todo antes de empezar a armar jaleo.
— Calla, Zachary —dijo Florian—. Salid de aquí los dos. He aceptado la responsabilidad y aceptaré también el castigo. Vamos, salid. Obedecieron, pero se quedaron cerca por si Florian necesitaba ayuda... o intestinos de repuesto. Al cabo de un rato vieron salir del anexo a los dos monjes, iluminados por las antorchas de la entrada. Se pusieron sus píleos y abandonaron el campamento a paso rápido, haciendo ondear sus sotanas y abrigos. Un momento después, Florian también salió, al parecer indemne. —Bueno, ¿qué ha sucedido? —preguntó Fitzfarris. — Oh, he hecho una contribución al fondo diocesano de beneficencia. —¿Esto es todo? —preguntó Edge—. ¿Esto nos ha salvado de la herejía, blasfemia y no sé qué diablos más? —El caso es —explicó Florian— que han visto el color bayo en la tez de las chicas Simms y supuesto correctamente que son mulatas. Fitz quedó estupefacto. —¿Quiere decir que esos monjes italianos se han quejado del cruzamiento de razas? ¿Dos mulatas bonitas retozando con un eslovaco? —Oh, a los padres no les ha inquietado mucho ver a un hombre blanco revolcarse con dos mulatas. Su objeción era más teológica que moral. —¿Qué? —Verás, los hijos que Lot engendró en sus hijas fueron Amón y Moab. Mucho después, entre las esposas del rey Salomón hubo mujeres amonitas y moabitas, descendientes de aquel episodio de la montaña, y está establecido que san José descendía por línea directa de Salomón. A los teólogos de la Iglesia ya los molesta bastante la posibilidad de que el marido de la madre de Jesús pueda descender de aquella cópula incestuosa, y ahora, al introducir tú a una pareja de, mulatas en tu reconstrucción de la epopeya, pareces manchar aún mas a la Sagrada Familia con una pincelada de brea. —Me maldecirán. —Quizá no. Si prometes no presentar el cuadro de Lot y sus hijas mientras estemos en Cassino, los bondadosos padres han prometido rezar por ti. —Me gustaría decir una cosa a los bondadosos padres —replicó Fitz con acritud—. Que recen sobre una mano y meen sobre la otra, y veremos cuál se llena antes. Mientras el Florilegio iba de ciudad en ciudad, Stitches Goesle y Bumbum Beck seguían, en su tiempo libre, mejorando sus departamentos respectivos. Beck encontró y compró en alguna parte un tambor militar pequeño y otro tenor, y reclutó a otro eslovaco para que los tocara, porque eran más útiles que el trombón de Hannibal para un redoble en un número emocionante o un alegre rataplán en las
actuaciones de los payasos. Goesle, por su parte, construyó un par de lo que los veteranos del circo llamaban «excusados» y los diseñó portátiles —tres paredes y una puerta que contenían un banco con un agujero, todo lo cual podía desmontarse para el transporte—y encargó al artista chino que pintara «Uomini» en una puerta y «Donne» en la otra. En cada nuevo campamento, en cuanto estaban levantadas las tiendas, mandaba a los peones cavar pozos a una distancia prudencial y sobre ellos colocaban los dos retretes. El suave invierno de la Italia central sólo había causado al Florilegio breves y ligeras molestias y, a medida que el circo se alejaba de las latitudes invernales del norte, la primavera iba a su encuentro desde el Mediterráneo. Se cruzaron en la ciudad de Caserta, donde todas las plantas habían florecido y los plátanos que bordeaban la ancha avenida del antiguo palacio Real tenían ya un follaje verde y brillante. Fue en esta avenida donde Florian, después de adelantarse, se reunió de nuevo con el circo y les informó: —Las autoridades de Caserta no quieren saber nada de nosotros. Se niegan a asignarnos un terreno en la ciudad. — ¿Quiere decir que ya se han enterado del escándalo de Fitz? ¿Nos van a cerrar todas las puertas de ahora en adelante? —preguntó Edge. —Si es así —observó Autumn—, ¿por qué sonríe, Florian? — Porque el rey Víctor Manuel reside por casualidad aquí, en La Reggia —indicó con un gesto la avenida y el vasto palacio de columnas visible al fondo—, en vez de Florencia o su palacio de San Rossore. Y la autoridad del rey es mayor que la local. Cuando he llamado al municipio, me han remitido al mayordomo de la corte. —Dios mío —dijo Edge—, ¿incluso el rey ha oído hablar del cuadro en cuestión? — De ser así, querrá verlo —contestó Florian—. No os tendré más sobre ascuas. Sonrío porque estamos abriéndonos camino en el mundo. —Levantó la voz para que le oyera toda la caravana—. iAcercaos todos! —Cuando se hubieron reunido los miembros principales de la compañía, explicó—: Parece ser que el rey Víctor Manuel es un apasionado del circo y no ha visto nunca uno americano. Su majestad nos invita a acampar en el parque de La Reggia y a dar una representación para él y su corte. Sonaron varias exclamaciones y la de Clover Lee fue la más ruidosa: —iPor fin! ¡Condes y duques! —Incluso un príncipe heredero, hija mía —dijo Florian—. El rey está acompañado por su hijo Umberto. Muy bien, oídme todos: vamos a saludar primero a su majestad desfilando por la avenida. Así lo hicieron y el día era lo bastante cálido para que todos los artistas vistieran sus trajes de pista; desfilaron en las posturas y con los movimientos más decorativos y la banda tocó con más brío que nunca. Cuando se acercaron al palacio, se abrieron algunas vidrieras de un piso
superior y aparecieron en el balcón unas figuras uniformadas, cubiertas de medallas y galones. Al verlas, Beck interrumpió la música y entonó la Marcia Reale, y todos los hombres del balcón se quitaron los sombreros con escarapela. Dos lacayos de palacio, con pelucas antiguas y calzones, salieron corriendo por una puerta que estaba a nivel del suelo para dirigir a la caravana por el parque, cuya longitud era de tres kilómetros y medio. Los criados se adelantaron y por fin se detuvieron para indicar que el circo debía levantarse en un prado, entre fuentes, estanques, templos y estatuas. Cuando los peones empezaron a descargar los carromatos y preparar el montaje de la carpa, Florian dijo a Beck: —La representación se hará mañana, a la hora más conveniente para la corte. Pasado mañana, su majestad permitirá graciosamente a la población la entrada en el parque para asistir a nuestras siguientes representaciones. Ignoro, jefe Beck, si es posible encontrar en una ciudad de este tamaño los productos químicos necesarios para el generador del globo, pero ¿por qué no vas a Caserta a ver si encuentras algo? —Jawohl —respondió Beck, y empezó a gritar a sus eslovacos. —Me parece que ya viene a visitarnos un personaje —dijo Autumn, llamando la atención de Florian hacia un carruaje blanco y oro, con tallados y ornamentos reales, que en aquel momento se detenía al borde del prado. Primero se apearon dos guardias, que ayudaron a bajar del carruaje a un hombre bajo y rechoncho, de facciones altivas, vestido con un elegante uniforme militar y condecorado con la gran escarapela de la Orden de la Annunziata, sobre las hileras de medallas. Era calvo, incluso en las cejas, desde la frente hasta la coronilla, pero compensaba esta calvicie con una barba imperial y un bigote espeso, con las puntas hacia arriba, que formaba como un marco a ambos lados de su rostro. —Dios mío, es su majestad en persona —dijo Florian—. Apartaos todos. Coronel Ramrod, quédate conmigo para darle la bienvenida. Y tú, miss Auburn, para servir de intérprete a Zachary. Los otros miembros de la compañía se dispersaron, cada uno a sus quehaceres, todos menos Clover Lee, que sólo se retiró a una respetuosa distancia y allí se puso a dar saltos mortales y volteretas para exhibir lo mejor posible las piernas y la parte inferior del cuerpo. Su majestad pareció apreciarlo, pues sus pequeños ojos porcinos no se desviaron de ella ni siquiera mientras Florian y Edge se inclinaban y Autumn hacía una reverencia y Florian murmuraba: — Benvenuto, majestá. El rey dirigió hacia Autumn su mirada de experto cuando Florian se la presentó y después a Edge. Entonces los cuatro, seguidos de cerca por
los guardias, fueron paseando hasta donde los peones colocaban los postes de la tienda. —El rey dice —tradujo Autumn a Edge en voz baja— que le interesa la mecánica de nuestro oficio, porque dice que el rey de Prusia ha observado personalmente los métodos de los circos para trasladarse de un lugar a otro y ha aplicado algunos de estos métodos al ejército prusiano. El rey cree que su propio ejército podría aprender algo de las técnicas circenses en lo que respecta al almacenamiento, transporte y eficiencia en general. Cuando Hannibal dirigió al elefante en el levantamiento del primer poste central, Florian dijo en broma a Víctor Manuel: — Mirad, majestad, a ése lo llamamos poste rey. Lo que vuestra majestad es para su reino, es el poste rey para nuestra carpa porque, cuando está derecho, se convierte en el fulcro que permite levantar el segundo poste central... El rey sonrió, haciendo que las puntas de su bigote casi se juntaran entre los ojos, y dijo una frase larga. — Admira la obediencia y habilidad de Peggy —tradujo Autumn a Edge—. Dice que ama a los animales y está formando el primer jardín zoológico que ha tenido Italia. Y está especialmente orgulloso de haber adquirido toda una manada de canguros australianos. Cuando el techo de lona de la carpa fue izado por los aros de soporte hasta las cúpulas de los dos postes centrales —mientras los peones entonaban su canción de trabajo—, el rey preguntó algo a Florian, que inmediatamente se puso a escribir con su rotulador en un pedazo de papel. — Su majestad ha preguntado por la letra de esta canción —explicó Autumn a Edge, y rió por lo bajo—. Quizá piensa que es el secreto del circo y de la eficiencia prusiana. Es divertido imaginar a todo el ejército italiano marchando hacia el campo de batalla al son de «ArrarrMaggiemía...». En cualquier caso, la curiosidad del rey parecía satisfecha. Cogió el papel, se despidió de Florian, Edge y Autumn después de muchos cumplidos y reverencias, volvió a su carruaje, ordenó a dos criados de librea que permanecieran en el lugar y se marchó. — Su majestad ruega que ofrezcamos la representación mañana a las tres de la tarde —anunció Florian, rebosante de orgullo y placer—. Estos palafreneros nos proporcionarán todo lo que podamos necesitar. Y, mientras estemos aquí, nos acompañarán a las horas de comer a un comedor de palacio, y a los eslovacos, chinos y negros, a las cocinas. Los dos palafreneros permanecieron allí hasta que los peones hubieron colocado las gradas de la carpa. Entonces ambos hablaron entre sí y uno de ellos se fue corriendo al palacio. Poco después, una serie de carretas y sirvientes llegaron al parque con asientos más adecuados. Florian dijo:
—Tendría que haberme dado cuenta de que una corte real no puede sentarse sobre unas gradas. Jefe Goesle, llévate las primeras filas. Así se hizo y en su lugar los sirvientes colocaron un sillón enorme, de respaldo muy alto, parecido a un trono, y después, a ambos lados y también detrás, varias docenas de sillas exquisitamente doradas y tapizadas. Mientras tanto, los peones y artistas terminaron sus tareas respectivas, cuidaron de sus animales, prepararon la utilería para el día siguiente y se lavaron y vistieron con sus mejores trajes de calle. Dejando sólo a Aleksandr Banat, quien insistió en que un circo necesitaba un guardián, incluso aunque estuviera instalado en un parque real, el resto de la compañía fue a palacio en las carretas con los sirvientes y allí los guiaron, de acuerdo con su condición, al comedor o a la cocina. La mesa del comedor reservada para los artistas y jefes de personal estaba muy bien iluminada por candelabros, la luz de los cuales brillaba en la porcelana, el cristal, la plata y el damasco. Había un lacayo detrás de cada silla y una procesión constante de otros sirvientes —dirigidos por un maggiordomo— llevaban soperas de diversas sopas, bandejas con muchas clases de carne, cuencos de pasta y verduras y cubos llenos de hielo donde reposaban botellas de vino, espumoso o no, blanco, tinto y rosado. Zanni Bonvecino intercambió con los sirvientes —un poco incomodados por la familiaridad— las frases suficientes para asegurarse de que ninguno de ellos, excepto el maggiordomo, podía comprender el inglés. Entonces, cuando el mayordomo salió brevemente de la estancia, Zanni se inclinó sobre la mesa para decir en tono confidencial a Clover Lee: —Le recomiendo encarecidamente, signorina, que observe una conducta ejemplar en presencia de nuestro real anfitrión. —¿Cómo? —preguntó ella, rígida. —Es un notorio mujeriego y nada discreto ni sutil en sus conquistas. —Oh —terció Paprika—, puros chismes. Dicen lo mismo de todos los miembros varones de la realeza. —Bueno, hace unos diez años —replicó Zanni—, cuando sólo era rey de Cerdeña y fue de visita a París, yo estuve presente, como cantante, claro, en una gala que le ofrecieron el emperador y la emperatriz. Le oí con mis propios oídos cometer dos terribles faltas de tacto. Al serle presentada cierta dama de la nobleza francesa, anunció en voz alta que ya la conocía muy bien, puesto que en una ocasión se había acostado con ella en Turín. Más tarde, cuando los artistas nos preparábamos para actuar, preguntó a la emperatriz Eugenia, también en voz alta, si era cierto lo que se decía sobre las bailarinas francesas: que nunca llevaban nada debajo. De ser así, añadió, Francia sería para él un cielo absoluto. Huelga decir que nunca más volvió a ser invitado a visitar París.
Después de la cena, los miembros de la compañía se dirigieron con mucha lentitud a las puertas de palacio. Solos, en parejas o en grupos, caminaron despacio para poder admirar el mayor número posible de habitaciones de las mil doscientas que supuestamente tenía el palacio. No se movieron de la planta baja, pero cada una de las salas poseía la opulencia y estaba tan bien conservada como un museo: todo era oro, mármol, terciopelo, escalinatas monumentales, valiosos muebles antiguos, cortinajes inmensos, artesonados de stucco putti y volutas. Clover Lee murmuró, como en sueños: —No me importaría vivir aquí... De vuelta en el circo, descubrieron que Beck y sus ayudantes habían regresado de la ciudad... y por obra de algún milagro o magia o simple tenacidad bávara, se habían procurado los suficientes barriles de limaduras de hierro y bombonas de ácido y ya lo estaban preparando todo para hinchar el globo a la mañana siguiente. Bastante antes de las tres de la tarde, el Saratoga destacaba, impresionante, sobre los árboles más altos del parque de La Reggia, los artistas estaban dispuestos e incluso los músicos habían terminado por fin de afinar sus instrumentos. Sin embargo, el rey y la corte ejercieron la prerrogativa real de llegar con tres cuartos de hora de retraso y se presentaron en elegantes carruajes, berlinas y landós tirados por hermosos troncos de caballos. Banat y sus compatriotas eslovacos ayudaron a apearse a los invitados y —después de las exclamaciones generales ante la vista inesperada del Saratoga— acompañarlos hasta la marquesina de la carpa. Allí, Florian y el coronel Ramrod los condujeron ceremoniosamente hasta sus asientos: al rey a la gran butaca parecida a un trono y a las sillas al joven príncipe heredero Umberto, varios duques, marqueses y condes de edad mediana o avanzada y muchas de sus esposas, hijas y consortes. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de ceremonia, como para un baile de la corte. En total eran unas cuarenta personas, el menor número de espectadores ante el que había actuado jamás el Florilegio... pero cada artista trabajó a la perfección. Como hacía siempre, Zanni el bufón improvisó sus bromas de acuerdo con el lugar y la ocasión, sin referirse a ninguno de los presentes, sino al «chico de Sophie». Víctor Manuel rió a mandíbula batiente, al igual que su séquito, porque Zanni aludía a la propia béte noire del rey, el emperador Francisco José de Austria y su entrometida madre, la emperatriz viuda Sofía. El Hacedor de Terremotos se expuso a romperse algo al realizar sus demostraciones de fuerza con las balas de cañón y de resistencia cuando su percherón le pasó repetidas veces por encima, y de nuevo consiguió «ganar» tirando de la cuerda contra Brutus. Incluso los antipodistas chinos parecieron comprender la importancia de la ocasión,
realizando unos ejercicios más inverosímiles que nunca. Clover Lee actuó sobre el caballo con gracia consumada, ejecutando las acrobacias más espectaculares justo enfrente de la silla del joven, esbelto y sonriente príncipe Umberto. Lunes y Trueno estuvieron perfectos en sus complicados pasos de alta escuela. El número de Pete Jenkins dejó tan estupefacto al augusto público como a cualquier multitud de patanes y, cuando el borracho inoportuno se convirtió en Maurice LeVie, él y Paprika fueron un impecable centelleo azul y anaranjado en los trapecios. Por un milagro, pensó Edge a medida que avanzaba el espectáculo, ninguno de los animales —perros, caballos, león o elefante—cometió la descortesía de dejar excrementos en la pista. Era costumbre hacer lo que Florian llamaba «educar» a los animales antes de una representación especial: darles una ligera purga y la oportunidad de evacuar antes del espectáculo, pero esto no siempre bastaba. Sin embargo, en esa ocasión ninguno de los animales orinó siquiera. En el intermedio, Magpie Maggie Hag leyó las palmas de varias damas de la corte, que rieron, encantadas, porque sólo les predijo cosas agradables. Sir John se acercó a los asientos con sus monstruos y luego dejó probar a los caballeros su juego del ratón, pagando religiosamente a los ganadores y, al final, devolviendo generosamente el dinero a los perdedores. Durante la segunda mitad del programa, Barnacle Bill actuó sobrio, para variar, y Maximus estuvo a la altura de la ocasión, gruñendo y dando fieros zarpazos, pero obedeciendo con la mansedumbre y la buena disposición de un perro. Cuando entraron los verdaderos perros, Pavlo Smodlaka introdujo una novedad: pidió prestado el acordeón de la banda y tocó una melodía sencilla mientras los terriers, solos, por parejas o los tres juntos, ladraban en diversos tonos para simular una «canción» pasablemente armoniosa. Durante el número de los disparos, el coronel Ramrod no falló un solo tiro y en el último, dirigido a los dientes de Domingo, ésta dio un salto hacia atrás muy realista. Abdullah el hindú hizo juegos malabares, de forma simultánea, con un increíble surtido de huevos, velas encendidas, una botella de vino y varias herraduras. Luego, mientras los hacía con una sola mano, extendió la otra hacia los asientos, ofreciéndose a incluir los objetos que quisieran darle. El propio rey desenvainó y dio a Abdullah su espada con empuñadura de joyas. Imperturbable, Abdullah la añadió a la serie de objetos voladores, haciendo girar y centellear la espada antes de cogerla con los dientes, como un pirata. Buckskin Billy realizó unos volteos que podían haber roto todos los huesos de su cuerpo, concluyendo con el «correo de San Petersburgo», un pie sobre cada uno de los caballos muy separados, mientras los otros pasaban galopando de uno en uno entre sus piernas. Por último, Autumn Auburn realizó graciosamente en
la estrecha y elevada cuerda floja todos los giros, piruetas, despatarradas y saltos mortales que otros artistas habían hecho sobre tierra firme o sobre la ancha grupa de los caballos. Luego la gran cabalgata se hizo con la misma pompa que la del principio del programa y como si desfilara ante una carpa rebosante de público. Después de un aplauso cortés y breve, pero apreciativo, el rey y sus cortesanos se levantaron de sus asientos y fueron a la pista para mezclarse democráticamente con los artistas y elogiar sus actuaciones y —con Florian, Zanni y Autumn como intérpretes, cuando era necesario— formular preguntas sobre su arte y su modo de vida. La mayoría de los interrogadores estaban ansiosos por conocer los trucos que los artistas debían emplear en algunas de sus imposibles proezas. No obstante, la mayoría de los artistas contestaron, sin faltar a la verdad, que no usaban trucos, sólo experiencia y práctica. Pero cuando el príncipe Umberto y varios oficiales del ejército inspeccionaron el revólver y la carabina del coronel Ramrod y le felicitaron por su asombrosa puntería, Edge no dijo nada sobre los perdigones o los tiros de fogueo con los que conseguía algunos de sus efectos. Florian miró divertido a una duquesa gorda, de cabellos blancos, que apretaba en broma los abultados bíceps del Hacedor de Terremotos y después le preguntó, en un inglés sincopado, qué compañía consideraba mejor para la carretera. Yount reflexionó y al fin dijo: —Una buena dosis de estreñimiento, señora. Así no hay que detenerse y retrasarse demasiado a menudo. La matrona quedó atónita, por lo que Florian se apresuró a preguntar en voz alta si alguno de los invitados desearía visitar el anexo y ver la versión de sir John de algunas escenas de la Biblia, y añadió que tal vez sólo los caballeros sabrían disfrutar de ellas al máximo. El rey Víctor Manuel sonrió con malicia y observó que, aunque las damas de su corte podían haber olvidado gran parte de la Biblia desde sus días de catecismo, estaba seguro de que recordarían palabra por palabra libros «clandestinos» tan sucios como Eveline y Schwester Monika. Las damas, jóvenes y viejas, emitieron risitas y se taparon la cara con el abanico, pero no le contradijeron, así que la corte en pleno salió afuera y se dirigió a la tienda pequeña, donde Fitz inició osadamente su recital. Al cabo de un rato, una vez terminados los dos cuadros, el público salió de la tienda, tanto mujeres como hombres, con sonrisas lascivas; ninguna dama tuvo que ser atendida por un desmayo. El último en salir fue Fitzfarris y Florian, que le esperaba, preguntó: — , como se llamaba aquí al urogallo, grabados con la cruz cristiana. Todos los anfitriones de cenas o fiestas estuvieron encantados al recibir tan insólita chuchería religiosa y la mayoría lo puso inmediatamente en un lugar de honor entre la multitud de sus otros adornos. Uno de ellos, un tal conde Bereshkov, muy aficionado a la caza y la vida al aire libre, cuya mansión estaba decorada entre otras muchas cosas con cabezas disecadas colgadas de la pared de toda clase de animales, desde un tigre siberiano hasta una cabra montesa del Pamir, se entusiasmó al recibir aquel recuerdo único del gluxár y contó emocionado algunas aleccionadoras anécdotas acerca del ave que Fitz incorporó a partir de aquel día a su presentación del animal en el espectáculo del anexo.
—Una ave curiosa, el gluxár —dijo Bereshkov—. A veces parece que, por pura travesura, se desliza por una pendiente de nieve con las alas extendidas. Ya pueden imaginarse qué huella tan extraña deja. Cualquier persona entendida la reconoce. Pero los supersticiosos mujiks inventan toda clase de historias terroríficas sobre malignos béyat y kóboldi con las que asustarse. Los campesinos se lo creen todo. —Sí —murmuró Florian, mirando al conde acariciar el huevo. —El nombre gluxár significa «gallo sordo» —prosiguió Bereshkov—, pero sólo está sordo cuando le han ensordecido sus propios gritos, y esto ocurre casi siempre en primavera, cuando llama a una pareja y desafía a todos los rivales. Así el cazador va al bosque al amanecer, espera a oír la llamada del gluxár y, cuando va a gritar de nuevo, apunta y dispara contra su pieza, y esa llamada es la última del gluxár. El único miembro de la compañía del Florilegio que no asistió a ninguna de estas invitaciones a cenas o fiestas —que no abandonó el recinto del circo por ningún motivo— fue su miembro más reciente, Kostchei el Inmortal. Después de un mes de recuperación, lo exhibían en el anexo y, como había supuesto Fitzfarris, estaba agradecido de tener incluso ese humillante empleo, ya que también le proporcionaba cobijo, manutención y anonimato. La espalda se le había curado, quedando dura y cubierta de líneas cruzadas, de modo que parecía el caparazón de una tortuga, sólo que era cóncavo en vez de convexo. La piel y los músculos lacerados se habían encogido al unirse de nuevo, por lo que el torso superior, el cuello y la cabeza de Kostchei estaban permanentemente arqueados hacia atrás. Tenía el aspecto de un hombre que tratase de ver la copa de un árbol muy alto. En el estrado del anexo se presentaba completamente vestido; Fitzfarris no quería enseñar su espalda porque era demasiado obvio que había sido azotado. Kostchei salía y los mirones sólo veían la parte inferior sin barba de su mentón levantado. Entretanto Fitz recitaba su historia sobre el hombre que había entrado en la jaula de dos feroces osos de Siria, creyendo que eran mansos, y había sido terriblemente mutilado por sus colmillos y zarpas, pudiendo luego escapar milagrosamente, pero quedando desfigurado para toda la vida. Kostchei seguía allí inmóvil mientras Florian traducía la historia al ruso. Entonces, cuando Hannibal tocaba un murmullo suave y lleno de tensión en su bombo, Kostchei, muy, muy despacio, se inclinaba hacia adelante desde la cintura, ofreciendo su horrible cara a la vista del público... y el público nunca dejaba de lanzar una exclamación de horror y retroceder ante aquel rostro sin nariz y lleno de cicatrices profundas, grises y relucientes. A decir verdad, pasó algún tiempo antes de que el resto de la compañía circense se sintiera cómodo en la proximidad de aquel hombre. Para ser
un delincuente y haber sufrido tanto, tenía bastante buen humor, era inteligente y al parecer educado; hablaba francés además de ruso y con el tiempo aprendió a hablar un inglés aceptable. Sin embargo, a causa del cuello torcido, su voz era sólo un susurro estrangulado. Nunca revelaba nada de su historia pasada, ni siquiera su verdadero nombre, y parecía satisfecho de ser conocido como Kostchei el Inmortal en público y Shadid Sarkioglu en privado. La mayor parte del tiempo sus colegas artistas sólo veían la parte inferior de su barbilla, pero cuando comía con ellos no tenía más remedio que inclinarse hacia adelante y la vista no inducía precisamente al apetito. Sin embargo, poco a poco se fueron acostumbrando a él como se habían acostumbrado a la estatura liliputiense de Tücsók o a las serpientes de Meli o a la cara medio azul de Fitzfarris. (Ahora esta última sólo podía verse a primera hora de la mañana, antes de que Fitz se aplicara la máscara cosmética de normalidad.) Una cosa que contribuyó a que Shadid fuese aceptado en la compañía — que, de hecho, casi le convirtió en el preferido de las mujeres— fue su cordial ofrecimiento de ayuda cuando Domingo le confió en francés cuánto anhelaban las artistas tener el dinero suficiente para comprar, ellas o sus hombres, un abrigo de piel. Shadid soltó lo que, de no ser por su garganta comprimida, habría sido una risotada y sólo fue una risa aflautada y casi inaudible. —Mademoiselle Domingo —dijo con su ronco murmullo—, es cierto que el Estado fija el precio de las pieles y los pone por las nubes. El Estado reglamenta muchas cosas, pero siempre hay quien elude las reglas de una manera u otra. Además de los mercados estatales está lo que podríamos llamar el mercado cooperativo. ¿Ustedes las damas quieren abrigos de piel? Yo les conseguiré las pieles, y a precios de ganga. Pero antes han de pedir permiso a monsieur le gouverneur. —Pobre de mí —exclamó Florian cuando Domingo corrió inmediatamente a hacerle la proposición—. Tendría que haberlo sabido. Contratamos a un primero de mayo que es un ex delincuente y en seguida nos tienta la ocasión de delinquir. Pero... bueno... si Shadid puede garantizarnos que no acabaremos en la estaca, como él... Shadid dio, pues, a Fitzfarris unas señas y una nota escrita en ruso y Fitz fue a entregarla. Las señas resultaron ser las de una casa de empeños conspicuamente falta de artículos en venta. El viejo propietario leyó la nota, asintió y no dijo nada, pero levantó tres dedos y despidió a Fitz. Tres días después, al caer la noche, un furgón arqueado, cubierto por una lona, entró retumbando en el recinto del circo y el mismo viejo se apeó del pescante. Abrió la compuerta de cola del furgón e indicó en silencio que subieran quienes lo desearan a mirar las hileras de perchas que había a ambos lados del interior, de las que colgaban tal vez sesenta abrigos de todos los tamaños y variedades de piel.
Las pieles eran igualmente buenas y los abrigos tan exquisitamente bien hechos como los de cualquier peletería legal, pero los precios de las etiquetas eran sólo una cuarta o una quinta parte de lo que habrían sido en esas tiendas. Nadie podía resistirse a tanto lujo y a tantas gangas. Yount compró un abrigo de visón para Agnete, Pemjean uno de martas cibelinas para Lunes, LeVie uno de garduña para Nella, Fitz uno de visón para Meli y Florian uno de martas para Daphne. Después, para que las mujeres sin pareja no se sintieran despreciadas, Florian y Edge compraron entre los dos abrigos de marta común, casi tan elegantes, para Domingo y Ioan. Y cuando Pavlo Smodlaka se negó rotundamente a «derrochar el dinero en trapos» para sus mujeres, Dai y Carl le miraron con desprecio y compraron por lo menos un abrigo de piel de ardilla para Gavrila y la pequeña Sava. Jules y Willi eligieron para sí abrigos iguales de zorro rojo, brillantes y casi luminosos. Cuando los otros hombres empezaron a reír con disimulo, Willi dijo en tono altanero: —No hay nada afeminado en que los hombres lleven abrigos de piel. Habéis visto muchos entre nuestro público. Y cuando vayamos más hacia el norte, desearéis haberos comprado uno. Esto tenía sentido, así que todos los hombres —menos Pavlose compraron abrigos, pero de piel de tejón, mucho menos espectacular. Como Kostchei el Inmortal había organizado esta ganga y aún le retenían el sueldo, Florian le adelantó el dinero para comprarse también él un abrigo de tejón. Después de un mes en Kíev con llenos a rebosar, los asistentes al circo empezaron a ser perceptiblemente más escasos. Florian fue en seguida a la estación del ferrocarril e hizo gestiones para que volviese el tren a recoger al circo. Willi Lothar dejó su calesa con el resto de vehículos del Florilegio y él y Rouleau, llevando sus abrigos gemelos de zorro rojo, tomaron un tren a Moscú con objeto de reservar un terreno para el circo. —¿No es un poco impetuoso, director? —preguntó Edge—. Kíev no nos hace el vacío, ni mucho menos. Aún tenemos unas ganancias más que decentes. ¿No deberíamos apurar esta plaza hasta que no dé más de sí? —Lo haría si estuviéramos en verano —contestó Florian—, pero hay consideraciones más importantes que los ingresos del furgón rojo. Dependemos de una asistencia masiva para que la temperatura de la carpa sea sólo soportable, no solamente para el público sino también para nuestros artistas. —Y aprovecha cualquier excusa para correr a San Petersburgo, ¿verdad? —Bueno, siempre recuerdo que el zar voló aquel viejo y magnífico barco para inspirar a un solo artista. ¿Quién sabe qué generosidad podría mostrarnos a nosotros?
Así, pues, dos semanas más tarde, cuando hacía ocho que el Florilegio actuaba en Kíev, el tren alquilado llegó a la estación de la ciudad. El circo fue una vez más cargado laboriosamente a bordo y la monstruosa locomotora Sormovo lo llevó hacia el noroeste. También en esa ocasión partieron de noche y aquella vez el tren no sufrió ninguna avería durante el trayecto. Sin embargo, hubo paradas intermitentes por la linterna roja de algún guardabarreras, para cargar carbón, para hacer provisión de agua, para comer en pequeñas gostínitsas de estación, por lo que Florian calculó que la velocidad media de este viaje fue de unos veinticinco kilómetros por hora. El recorrido era mucho más largo —más de ochocientos kilómetros—, de modo que la gente del circo pasó a bordo del tren, excepto cuando se apeaban para comer y usar los lavabos de la estación, aquella noche, el día siguiente y otra noche. El tiempo era tan frío que apenas se notaba en los compartimientos la calefacción de los tubos de la caldera, y todos viajaban, tanto despiertos como dormidos, envueltos en los abrigos recién comprados, además de guantes, sombreros, bufandas y todas las mantas que el provodnik pudo procurarles. Los animales, en los vagones de mercancías, iban tapados con las mantas de piel de lobo y los cobertores de las jaulas. Tampoco esta vez había mucho que ver en la oscuridad reinante fuera de los compartimientos iluminados por linternas. Sin embargo, al amanecer del día siguiente la compañía dejó atrás por fin las monótonas praderas que estaban atravesando desde que abandonaran el lago Balaton en Hungría. Ahora la campiña era ondulada y abundaban los pueblos, granjas, árboles e incluso bosques. El tren cruzó puentes sobre muchos ríos helados, aunque ninguno tan ancho como el Dniéper. Los pueblos, ahora cubiertos de nieve, ya no parecían tan míseros, aunque las dos únicas ciudades por las que pasó el tren durante el día —Bryansk y Kaluga— eran simples conjuntos de fábricas, tristes, herrumbrosas y humeantes. Al día siguiente por la mañana el tren se fue acercando a Moscú a través de campos nevados que en verano serían las huertas de la ciudad. Cuando el tren llegó a la cima de las colinas de Gorriones, los pasajeros pudieron ver el valle del río Moskvá y todo el panorama de la urbe — sobre siete colinas, como Roma y Lynchburg—, con la ciudadela de murallas blancas y múltiples campanarios, el Kremlin, en el punto más alto. El tren pasó una zona de casuchas que eran los suburbios y entró en la estación de Bryansk, donde se detuvo en un apartadero ya reservado por Willi y Jules, quienes también se habían cuidado de todo el papeleo, el pago y futuros acuerdos de viaje por tren con el jefe de estación.
—Pero el mejor terreno que he podido encontrar —dijo Willi está bastante lejos, en el parque Petrovskiy. Tendremos que recorrer una buena cuarta parte de la distancia rodeando la ciudad y luego ir en dirección nordeste por la carretera de Tvar. —Bueno, como hemos llegado a una hora tan temprana de la mañana — dijo alegremente Florian—, los peones habrán terminado la descarga poco después de mediodía. Entonces desfilaremos e iremos por el lado, haciendo las tres cuartas partes de la distancia alrededor de la ciudad para conquistar a los moscovitas con nuestro esplendor. Lothar y Rouleau parecieron dudar de la idea, pero no dijeron nada, y esto es lo que hizo el Florilegio, acompañado por la música de la banda a la vanguardia y la del órgano de vapor a la retaguardia. Casi todos los artistas desfilaban con los abrigos de piel puestos, que abrían de vez en cuando para enseñar sus trajes de lentejuelas, pocas veces y muy brevemente, porque Moscú era más frío que Kíev. Los animales de las jaulas eran invisibles bajo los cobertores de piel, pero los caballos, el camello y los dos elefantes, con sus mantas de piel de lobo, y los elefantes y el camello con sus inmensas botas, parecían aún más exóticos que cuando desfilaban desnudos. Sólo los hermanos Kim, que parecían insensibles a cualquier inclemencia o incomodidad, llevaban únicamente las mallas de la pista y hacían todos sus saltos mortales, volteretas y otras acrobacias sin guantes y descalzos sobre la nieve compacta de las calles. La cabalgata avanzó desde la estación del ferrocarril hacia una ancha avenida que rodeaba casi todo el centro de la ciudad. Cuando el circo torció a la derecha para entrar en ella, se llamaba bulevar Smolensky, pero, según los letreros de las calles, cambiaba de nombre cada medio kilómetro. Y los participantes en el desfile no tardaron en comprender por qué Willi y Jules no se habían entusiasmado ante la idea de la cabalgata. El bulevar, para no mencionar las calles transversales, tenía un pavimento pésimo. De no ser por la capa de nieve que cubría el empedrado, los miembros del circo habrían dado tantos tumbos como en el tramo de troncos por el que habían entrado en Rusia. Y todas las calles estaban atestadas por un tráfico ininterrumpido de carruajes, carros, carromatos, droshkis, troikas y gente, gente, gente que, tanto si iba a pie como en coche, empujaba y maldecía groseramente para abrirse paso. Sólo el hecho de que muchos caballos se apartaban al oír el bullicio de la cabalgata —y los cocheros y viandantes se detenían para mirar con asombro— permitía al circo avanzar poco a poco. Sin embargo Florian, a la cabeza como siempre, perseveró y la cabalgata consiguió dar, en sentido contrario al de las manecillas del reloj, la vuelta completa al circuito de once kilómetros del bulevar dotado de varios nombres y tres kilómetros más por la Peterbúrgskoye Chaussée hasta el parque Petrovskiy.
Mientras aún se hallaba en el bulevar, la gente del circo pudo ver que Moscú estaba construido en círculos concéntricos, o lo habría estado de no intervenir un recodo del río Moskvá, de modo que el centro de la urbe podía compararse a una galleta gigantesca con un mordisco en un lado. Ocupando toda la colina más alta de Moscú se alzaba el Kremlin, que por sí solo constituía una ciudad de palacios, iglesias, un monasterio, un convento, el Tribunal de Justicia, un arsenal, cuarteles y otros edificios, casi todos coronados con cúpulas, torrecillas o agujas en forma de cebolla, y todo ello contenido en un triángulo de murallas encaladas y almenadas de veinte metros de altura que seguían la curva del río. El Kremlin era el centro de los semicírculos concéntricos de edificios menores, y los dominaba a todos. —Como dice el proverbio local —dijo Willi a los demás—, no hay nada sobre Moscú excepto el Kremlin y nada sobre el Kremlin excepto el cielo. El próximo semicírculo fuera del Kremlin era conocido por los nativos por el sencillo nombre de Górod, «Ciudad». Este distrito, también rodeado por una muralla encalada, era la parte comercial de Moscú, toda oficinas, tiendas, la universidad, bancos, etc. En el siguiente había la «Ciudad Blanca» de palacios imperiales, reales y nobles, mansiones de familias ricas, museos, teatros, magníficas iglesias y el hospital Imperial para Niños sin Hogar. La gente del circo desfiló en torno a la elegante Ciudad Blanca; mirando hacia dentro del bulevar, podían ver con claridad el Kremlin al fondo de las calles que convergían en él. Mirando hacia el otro lado, veían el siguiente círculo concéntrico, la «Ciudad de Tierra», llamada así por las ruinas que en un tiempo fueran los bastiones exteriores de Moscú. Y la Ciudad de Tierra consistía en residencias menos lujosas, hoteles, tabernas y plazas de mercado. Sin embargo, hacía tiempo que Moscú se había extendido más allá de estos bastiones, y el círculo concéntrico más alejado, que daba la vuelta a la Ciudad de Tierra y llegaba hasta la otra margen del río, constituyendo las tres cuartas partes del área urbana, era 0kréstnosti o los suburbios. Este nombre era un eufemismo ruso típicamente suave para lo que constituía en la actualidad un cinturón industrial de fábricas, molinos, herrerías, fundiciones y los lastimosos cobertizos de sus trabajadores, todo tan pobre, sucio y sórdido como las otras ciudades industriales por las que había pasado la caravana del circo, y los suburbios proyectaban un manto de humo, hollín y olores malsanos hacia toda la ciudad interior, incluyendo el mismo Kremlin. —Moscú fue en el pasado la capital de Rusia —explicó Willi cuando, más tarde, identificó para los miembros del circo los diversos lugares que habían visto en su circuito de la ciudad— y el Kremlin sigue siendo el lugar sagrado donde debe ser coronado el zar. Pero cuando Pedro el Grande construyó San Petersburgo y trasladó su corte allí, esta ciudad se estancó. Ahora tiene más o menos la misma población que Kíev. Sin
embargo, últimamente Moscú aspira a convertirse en el centro industrial y de transporte de todas las Rusias. De ahí su fealdad y las calles terriblemente abarrotadas y el ruido, la suciedad y los malos olores. Así, pues, la gente del circo se alegró de acampar más allá del cinturón de los suburbios, entre los árboles y el aire puro del parque Petrovskiy. A poca distancia del parque en trineo o carruaje estaba otra de las varias estaciones de ferrocarril moscovitas, la Savelovo, y a su lado había, naturalmente, un hotel para viajeros. Tenía habitaciones para toda la compañía y el hótelier estuvo encantado de acoger a huéspedes que se quedaran más de una noche, así que tanto él como su cocina, camareras y mozos se esforzaron para que la estancia de la compañía fuese cómoda y agradable. Después de la excepcional entrada americana del Florilegio en la ciudad, las dos primeras semanas registraron llenos totales. Pero entonces empezaron a verse asientos vacíos en la carpa y la tendencia fue acentuándose. Moscú tenía dos circos estables en la Ciudad de Tierra, uno puramente ruso, el Nikitin, y otro regentado y compuesto casi en su totalidad por una familia italiana de emigrados, los Truzzi, y ambos circos trabajaban en el interior de edificios grandes y provistos de una calefacción decente. Aunque sus programas poco variados debían de ser muy conocidos por toda la población de Moscú, era comprensible que la gente los prefiriese a un circo que los obligaba a desplazarse por lo menos tres kilómetros y no tenía más calefacción que la de sus propios cuerpos. Además, a juzgar por las abrigadas multitudes que abarrotaban las calles de la ciudad, los moscovitas sentían predilección por las aglomeraciones lo más cerca posible del centro urbano y no les gustaban los espacios abiertos. Todos los artistas se esforzaron por realizar sus números con gracia y perfección e introducir novedades en ellos, con la esperanza de que todos los miembros del público salieran y elogiasen el espectáculo a todo moscú. Rouleau convenció al reacio Carl Beck para que organizara una ascención del globo y casi murió congelado cuando el Saratoga alcanzó alturas mucho más frías que el nivel del suelo. La Emeraldina y el Kesperle, aunque ya no tenían al viejo y cornudo Notkin como blanco de sus pullas, hacían un número más obsceno incluso que en Baviera. Nella aprendió de memoria y decía sus frases en ruso. Ferdi Spenz, no teniendo el intelecto para ello, hacía una pantomima. Ocultaba el «cacto» hinchable en sus anchos pantalones y, mientras cortejaba con lascivia a Emeraldina, lo inflaba hasta obtener un miembro prodigioso. A lo que Nella gritaba, con desesperación fingida: «Boshe moi! ¿Cómo puede una mujer mantener cerrado su cajón más secreto cuando todos los hombres —risitas— tienen semejante llave para abrirlo?» El público reía a carcajadas, pero los asistentes continuaban disminuyendo.
Por lo tanto, una vez más, Florian fue a ver al jefe de estación para alquilar un tren y Rouleau y Lothar tomaron un tren anterior a San Petersburgo. Entretanto, los demás miembros de la compañía encontraron tiempo —y valor— para ir varias veces a la bulliciosa y maloliente ciudad con objeto de admirar sus vistas más notables. En el recinto del Kremlin visitaron los diversos museos palacio, los salones públicos del palacio del Gran Kremlin del propio zar, la Tesorería y Armería y la catedral de la Asunción, donde habían sido coronados todos los zares desde el primero en asumir dicho título: Iván IV, llamado el Terrible. Los visitantes terminaron el recorrido aturdidos por la cantidad y riqueza del contenido de los edificios: medallones, diademas, collares, vajillas, coronas antiguas y joyas de la corona de oro y plata con incrustaciones de pedrería, estandartes de antiguas batallas, armas y armaduras antiguas, lujosos carruajes y trineos, todos laminados en oro y tapizados con valiosas pieles. Sin embargo, fue en el exterior del Kremlin donde los visitantes encontraron sus dos cosas favoritas en Moscú. Una de ellas estaba frente al Kremlin, pero al otro lado del río: el parque curiosamente llamado «Jardín Ameno». Era el parque mejor cuidado y más bello de la ciudad, incluso en pleno invierno, con su impecable jardín ornamental, verdes sotos que ocultaban sendas para enamorados, un lago pequeño, ahora helado y lleno de patinadores, y delicados pabellones en cuyas escalinatas unas mujeres viejas vendían té caliente y zakuski. Su otro lugar favorito estaba en el extremo sur de la imponente plaza Roja, fuera de las murallas del Kremlin, y era la catedral de San Basilio, otra reliquia de Iván el Terrible. El interior no tenía ningún interés, pero el exterior parecía el castillo de pan de jengibre y azúcar de un cuento de hadas. Consistía en una apretada docena de altas cúpulas y agujas, ninguna de las cuales era igual a las otras; algunas tenían forma de cebolla, otras de piña, algunas estaban serradas, otras esculpidas en facetas, otras salpicadas de bolas granuladas y algunas con escamas como las de los peces. Todas estaban laminadas en oro o doradas o cubiertas de azulejos de por lo menos dos colores —nunca del mismo tono— que formaban franjas, rayas o espirales. Las formas de los arcos y las ventanas eran de una variedad infinita: redondas, cuadradas, rectangulares, ovaladas y dos de ellas enmarcadas y pintadas para representar los ojos de una lechuza. Los observadores hicieron una serie de comentarios que expresaban desde la admiración hasta la incredulidad, pero quizá el de Yount fue el más acertado: —El viejo Iván no podía ser tan terrible si construyó esto. Cinco semanas después de entrar en Moscú, el Florilegio abandonó la ciudad por la cercana estación de Savelovo a media mañana de un día
glacial. El tren arrancó casi inmediatamente y la ciudad quedó atrás para ceder el paso a bosques tan densos que el tren parecía atravesarlos por un túnel. Luego los árboles empezaron a escasear y aparecieron grandes praderas onduladas cubiertas de nieve. Tampoco esta vez se produjeron averías, pero al haber una vía única entre Moscú y San Petersburgo, las dos ciudades más pobladas de Rusia, y ser muy numerosos los trenes de pasajeros y de mercancías, el tren del circo tuvo que desviarse con frecuencia a algún apartadero para darles paso en una u otra dirección. Por esta razón y aunque el tren pudo alcanzar varias veces una velocidad decente, la media volvió a ser de unos veinticinco kilómetros por hora. Y seis horas después de abandonar Moscú, se detuvo sin ser conminado a ello en la estación de una ciudad bastante grande con objeto de que todos se apeasen para cenar. Florian se movió entre su gente para informarla sobre el punto geográfico al que habían llegado. —Esta ciudad es Tver, un próspero centro comercial porque no sólo está situado junto a la vía férrea que une Moscú y San Petersburgo, sino que se asienta en ambas orillas de ese río, que es asimismo una importante ruta comercial. Quizá queráis ir a echarle un vistazo porque se trata del río Volga, famoso en el canto y en la historia. De hecho, la canción popular publicada recientemente con el título de Canción de los remeros del Volga gozaba ya de una inmensa popularidad en toda Rusia. Todos los miembros de la compañía la habían oído tocar con balalaikas en los restaurantes y comedores de hotel y Bumbum Beck estaba adaptando una versión para su banda, así que la mayor parte de la compañía circense fue al río a ver a los remeros de enormes músculos remolcar las embarcaciones por los caminos de sirga. Como el río estaba completamente helado, sus gruesos cabos no arrastraban barcazas sino trineos cargados de cereales hasta los topes. Sin embargo, los remeros entonaban dicha canción —aunque no tan musicalmente como una balalaika— y seguían el ritmo con sus lentos pasos. El personal del tren cenó a toda prisa en Tver para dedicarse a la complicada maniobra de acoplar a la parte delantera de su gran locomotora un enorme quitanieves en forma de V horizontal, con el vértice hacia adelante. Cuando la gente del circo se despertó al amanecer del día siguiente, comprendió la razón. La nieve formaba ondulaciones sobre los campos cultivados, como dunas de arena del desierto, y ésta era una región de vientos fuertes y constantes que empujaban continuamente las dunas de nieve y las llevaban, como si fueran olas auténticas, hacia la vía férrea. En los escasos pueblos por los que pasaba el tren, la iglesia, con su campanario en forma de cebolla, que solía ser la estructura más alta de la ciudad, no sobrepasaba la altura de las achatadas isbas y chozas de los campesinos. Todas las
iglesias de esta tierra septentrional tenían su campanario en forma de cebolla, pero construido en el suelo y a cierta distancia del edificio para protegerlo, y proteger a sus feligreses, del peligro de su derrumbamiento por los fuertes vendavales. El viento traía además desde los campos cultivados un olor fétido, peor incluso que las emanaciones de las fábricas de Moscú: el olor del pescado podrido. Con las bufandas sobre la nariz, la gente del circo expresó la esperanza de no estar oliendo la ciudad supuestamente inmaculada de San Petersburgo. No era así, desde luego, pero hasta que llegaron a la ciudad no conocieron por Willi Lothar el motivo de aquel hedor. —Los pescadores del golfo de Finlandia pescan grandes cantidades de arenques. Una parte se vende como alimento, pero otra se destina a la fabricación de aceite, y las sobras se venden baratas a los granjeros, que en otoño, después de la cosecha, usan el pescado triturado como abono para sus campos, y el hedor es tan fuerte que ni las nevadas más copiosas del invierno pueden neutralizarlo. La fetidez quedó atrás cuando el tren dejó la llanura para subir a las colinas de Valdái, cubiertas de abedules. Los bosques frenaban el constante viento, y su suelo, sin nieve ni tierra marrón, sólo tenía la plateada «sombra de escarcha» de los árboles. Como los propios abedules eran plateados, no parecían proyectar sombras, sino más bien reflejos de sí mismos, como si la tierra fuese una agua tranquila. Después el tren traqueteó a lo largo del ancho y helado río Nevá y atravesó suburbios de residencias destartaladas e inmensos almacenes, pero sin fábricas, humo, hollín, ruidos molestos u olores apestosos. Los pasajeros, ahora lo bastante excitados para olvidarse temporalmente del intenso frío, abrieron las ventanas de los compartimientos para asomarse y ver las agujas y cúpulas doradas, los anchos bulevares y los palacios polícromos de la moderna «Venecia del norte», la «ventana a Occidente» de Pedro el Grande, la ciudad poetizada por las guías turísticas como «música en piedra», la ciudad llamada amorosa y familiarmente Piter por sus habitantes, la capital de todas las Rusias, San Petersburgo. 4 Willi y Jules, luciendo sus luminosos abrigos de zorro rojo, esperaban en la estación Nicolás. Mientras el tren circense era conducido hacia su apartadero, Willi dijo: —Herr gouverneur, esta vez he conseguido un buen terreno. —Extendió un plano de la ciudad—. Está en el Jardín de Táuride, un parque público detrás del antiguo palacio Potemkin. A poca distancia de aquí.
Florian estudió el plano. — Buen trabajo, Chefpublizist. Pero no iremos directamente allí. Ya es más de mediodía, por lo que daré instrucciones a Stitches y Banat para que sus hombres descarguen primero a los animales, furgones de jaulas, el órgano de vapor y demás vehículos necesarios para el desfile y dejen para el final los remolques y carromatos no decorativos y nos sigan cuando estén listos. Es imprescindible hacer nuestra entrada en San Petersburgo con un desfile. — Par Dieu, Florian —dijo Rouleau—; saca la nariz fuera de esta estación. La temperatura aquí es de nueve grados bajo cero. — ¿Y qué? Kíev y Moscú no debían de ser mucho más calientes. —Pero aquí el frío se nota más —explicó Willi— a causa de la humedad ambiental. Pedro el Grande construyó esta ciudad sobre pilotes en tierra pantanosa desecada. Incluso los cortesanos del zar Alejandro la toleran a regañadientes y sólo porque el propio zar reside aquí. —Ah, pero nosotros no somos cortesanos melindrosos —replicó Florian— . Somos gente de circo. Si quieres viajar conmigo, Herr Lothar, y tú con el coronel Ramrod, Monsieur Roulette, podréis instruirnos sobre lo que habéis aprendido acerca de la ciudad y sus costumbres. —Muy bien —contestó Willi—. El bulevar principal de Piter, el Nevskiy Prospekt, pasa justo por delante de la estación. Sugiero que lo sigamos hasta el centro comercial y luego torzamos hacia la Mórskaya, la avenida por la que pasea la mejor sociedad todas las tardes de invierno de dos a cuatro. En cuanto a los peones y carromatos restantes, pueden ir directamente de aquí al recinto cuando estén dispuestos. — Diré a Kostchei que vaya con ellos y los dirija —decidió Florian—. De todos modos no nos interesa exhibirlo en la cabalgata. Incluso los artistas que iban en el techo de los carromatos, sin la compañía de Willi o Jules para explicarles lo que veían, pudieron formarse algunas impresiones de Piter, la mayoría favorables, mientras agitaban la mano y sonreían a la gente que se paraba en las aceras o detenía sus vehículos o salía de los edificios para verlos pasar. Exceptuando algún callejón o pasaje con la nieve amontonada, no había en la ciudad ni una sola calle de menos de quince metros de anchura, y todas estaban muy bien empedradas, formando dibujos decorativos. El Nevskiy y otros bulevares medían sus buenos treinta metros de anchura y no estaban empedrados sino pavimentados con bloques hexagonales de madera, también formando dibujos. Tanto entonces como después, los miembros de la compañía podían decir siempre con los ojos cerrados cuándo su vehículo salía de una simple calle para entrar en un bulevar sólo por la diferencia de sonido: el ruido metálico de las llantas de las ruedas sobre adoquines y el rumor más suave y apagado sobre el pavimento de madera.
El maravillosamente ancho Nevskiy Prospekt estaba flanqueado por palacios, mansiones, ministerios imperiales y embajadas extranjeras de muchos pisos: edificios de limpio mármol blanco o piedra de color natural o estuco pintado —en colores muy vivos—, y algunas fachadas estaban incluso recubiertas de terracota similar a la cerámica. Muchos de estos magníficos edificios se hallaban democráticamente al lado de edificios públicos corrientes —el ayuntamiento, iglesias pequeñas y grandes, la biblioteca pública— e incluso edificios comerciales de ladrillos con tiendas al nivel de la calle: boticas, papelerías, tiendas del Monopolio Estatal, restaurantes. Las más exclusivas ostentaban letreros que proclamaban sus mercancías o servicios en ruso y en francés: «KONDITERSKAYA/CONFISEUR»,«TORGOVETSPLAT'EM/TAILLEUR POUR DAMES.» Sin embargo, estropeaban las fachadas de todos los edificios, incluso los palacios, grandes cañerías, anchas como barriles, que bajaban hasta el suelo serpenteando desde los canales del tejado, pasando por cornisas y antepechos. Eran una fealdad necesaria para encañar la nieve que se fundía en los tejados durante el invierno y las abundantes lluvias que Piter soportaba en todas las estaciones. Los miembros de la cabalgata vieron ahora, en el lado izquierdo del bulevar, un edificio muy singular, pintado de blanco, que sólo tenía dos plantas pero que se prolongaba a lo largo de toda la manzana. A nivel de la calle había una hilera de tiendas, y también en el piso superior, que tenía una galería abierta en toda su longitud. Tanto el nivel superior como el inferior rebosaba de gente, en su mayoría mujeres, que iban y venían de una tienda a otra. —A los peterburgueses les gusta creer que viven en la ciudad más soignée y más parecida a Europa occidental de toda Rusia —dijo Willi a Florian—, pero aquí mismo se puede ver la herencia oriental del país. Aquel edificio es el Gostini Dvor, que ocupa toda una inmensa manzana. Tras su gran fachada y patios interiores alberga unas doscientas tiendas y en todas ellas se venden mercancías baratas para las masas. Es el equivalente exacto de un suk o bazar oriental. —Al cabo de un momento añadió—: En cuanto a las clases altas, no sólo encargan sus vestidos a Worth de París, sino que los envían a París para que los laven. Edge observó a Rouleau: — He notado que cada carro y carruaje tiene una red colgada delante del guardabarros. ¿Acaso sirve para evitar que los caballos ensucien estas hermosas calles con sus excrementos? —No. Es para impedir que la nieve lanzada por las herraduras de los caballos vaya a parar a la falda o el rostro de sus conductores — prosiguió Rouleau—. Aquí todos son muy conscientes del invierno, incluso los propios caballos. Observa a aquel que espera a su conductor junto a la acera. Por propia iniciativa, el caballo mueve un poco el
carruaje hacia adelante y hacia atrás para evitar que las ruedas se adhieran al hielo de la calle. En su camino por el Nevskiy, la cabalgata cruzó puentes sobre tres canales donde las aguas no podían helarse debido al tráfico cons tante de barcazas de mercancías y barcos ómnibus cargados de pasajeros. Todos los puentes tenían decorativas barandillas de hierro forjado, y una de ellas era especialmente bella porque tenía en ambos extremos estatuas en bronce de hombres casi desnudos que conducían caballos encabritados, y su escultura era tan detallada que, como observó el experto en animales Pemjean, las mantas de cordero de las sillas parecían realmente vellocino. Por el centro del bulevar y por los puentes discurrían dos pares de rieles por los que, a intervalos y en una u otra dirección, pasaba un tranvía de dos pisos tirado por caballos y provisto de una escalera exterior que subía formando una curva a los asientos de arriba, desocupados ahora en el frío del mes de enero. —Se llama Ferrocarril Semental —dijo Willi a Florian—. Lleva pasajeros entre la estación Nicolás y el Almirantazgo, a orillas del río. Todos los pasajeros pudieron ver brillar la alta y fina aguja dorada del Almirantazgo, pero la cabalgata se desvió del bulevar antes de llegar a ella para enfilar la Mórskaya Ulitsa, empedrada y más estrecha, atestada de transeúntes, todos ellos muy abrigados, pero por lo menos uno de cada diez llevaba el abrigo con charreteras, alamares y cinturón de un uniforme. La mayoría eran uniformes militares, y los oficiales iban tocados además con bicornios, chacós emplumados o una especie de turbante de piel. Algunos —oficiales de caballería que en aquel momento iban a pie— llevaban sables en largas vainas de piel de tiburón que hacían ruido al arrastrarse por el pavimento. Muchos de los hombres vestidos con uniformes menos decorativos, soldados rasos a todas luces, llevaban cartucheras en cruz sobre el pecho. La cabalgata llegó entonces a un barrio donde había muchos edificios más antiguos que los del Nevskiy Prospekt. Estaban construidos con madera, pero habían sido meticulosamente pintados para simular ladrillo. Sin embargo, Willi dijo a Florian que condujese el desfile hacia la derecha y de nuevo se encontraron entre arquitectura elegante. Llegaron a una vasta plaza con un pequeño parque en el centro y en medio de este parque, una estatua ecuestre del zar Nicolás I sobre un gran pedestal. Al fondo se levantaba la iglesia más grande y magnífica de todo San Petersburgo, la catedral de San Isaac, coronada por una enorme y alta cúpula recubierta de oro que brillaba con reflejos casi cegadores contra el cielo azul celeste. Al parecer acababa de concluir una ceremonia porque salía del interior una multitud de personas bien vestidas, todas las cuales se detuvieron en la escalinata para contemplar el desfile y saludarlo con la mano.
Varios sacerdotes se asomaron a la galería superior, ataviados con vestiduras negras y sombreros negros, altos y cilíndricos. Miraron, pero sin saludar, y uno de ellos se apoyó en la balaustrada y, cerrándose con un dedo una ventana de la nariz tras otra, se sonó copiosamente sobre la cabalgata, haciendo caso omiso de los feligreses que tenía debajo. Una veintena de andrajosos vendedores callejeros había esperado la salida de los fieles. Algunos llevaban cubos o jarras de cristal sobre la cabeza o, suspendidos de yugos de madera puestos sobre sus hombros, parrillas de metal y cubos de carbones que podían colocar en cualquier sitio donde desearan cocinar. Todos anunciaban a gritos sus mercancías: «Kvas!», «Pirogui!», «Chai!», «Bliní!». Pero también ellos enmudecieron y se pararon a mirar el paso del Florilegio. —Supongo que esta gente ya ha visto circos antes —dijo Edge—, pero quizá no han visto nunca un elefante en estas latitudes. —Mais oui —contestó Rouleau—. Me han dicho que hace más de un siglo un potentado indio regaló toda una manada a la zarina Elisabeth. Fue necesario apuntalar muchos puentes del canal para hacerlos entrar en la ciudad y a partir de entonces se reservó esta ruta para sus paseos. Cuando murieron a su debido tiempo, habían apisonado tan bien el camino de tierra que la pavimentaron y ahora es el Grecheskiy Prospekt, aunque mucha gente lo llama todavía paseo de los Elefantes. Es probable que nuestros eslovacos lo estén recorriendo ahora porque es la ruta de la estación al parque donde levantaremos la carpa. Además, existe todavía la botica del Grecheskiy que tenía la autorización imperial para vender los medicamentos para esos antiguos elefantes. Ahora la cabalgata pasaba por delante del Jinete de Bronce, el monumento más famoso y querido de la ciudad —una roca maciza e inclinada sobre la que Pedro el Grande, de tamaño tres veces mayor que el natural, montaba un caballo de aspecto aún más noble que él—, y enfrente había la ancha avenida que discurría a lo largo del Gran Nevá. El río estaba helado y negro y era azotado por un viento tan fuerte que los miembros de la cabalgata se envolvieron más en sus pieles y otras prendas de abrigo. Sin embargo, había centenares de peterburgueses, jóvenes y viejos, patinando y deslizándose en trineo por el río y todos vestían ropas relativamente ligeras. Un poco más abajo cruzaba el río un elegante puente de hierro forjado, y la otra orilla del Nevá estaba tan llena como ésta de magníficos edificios y estatuas. Bajo el puente estaban amarrados a los muelles diversos vapores de ruedas laterales y de popa; de hecho, estaban aprisionados por el hielo. Mientras la cabalgata avanzaba río arriba por la avenida, la compañía circense pudo ver en la distancia un tranvía de vapor que despedía humo negro al cruzar el hielo en dirección a la margen opuesta.
—Santo cielo —dijo Florian—, ¿han llegado a poner traviesas y raíles allí? Y el tranvía va atestado de pasajeros. ¿Qué grosor debe tener el hielo? —Bueno, mire hacia allí, Herr gouverneur —respondió Willi—. Ese artefacto continúa en su lugar desde que los sacerdotes celebraron la bendición de las aguas una semana después de la Epifanía. Era un altar elaboradamente tallado y coronado por una cruz, erigido a la orilla del río. Estaba construido y esculpido enteramente con bloques de hielo cortado del Nevá, y los bloques de la base eran cubos que medían un metro y medio en cada dimensión. —Eso fue sólo hace una semana —prosiguió Willi—, así que Jules y yo presenciamos la ceremonia. Después de bendecir el río, uno de los sacerdotes bautizó niños en el agua helada, sumergiéndolos por un agujero cortado en el hielo. Tuvo la desgracia de que un niño se le escurriera de las manos y, como es natural, desapareció inmediatamente. — Santo cielo —repitió Florian—, supongo que esto detuvo la ceremonia. — Ah, no, en absoluto. Era sólo el hijo de unos campesinos y el sacerdote se limitó a gritar: «Drugói! iEl siguiente!» Y los padres del niño desaparecido no se afligieron, sino que permanecieron extasiados, seguros de que el niño, al morir en circunstancias tan propicias, iría derecho a los brazos de los ángeles. Luego, después de la ceremonia, todos los presentes se apiñaron en torno al agujero con el fin de llenar jarras del agua ahora sagrada para beberla o bañarse en ella. La cabalgata continuó hacia el nordeste junto al Gran Nevá y más bien al trote, propulsada por el gélido viento y huyendo al mismo tiempo de él. Exceptuando a los patinadores y ocupantes de trineos, no había aquí mucha gente a la intemperie para detenerse a mirar y escuchar la música de la banda y del órgano. Pero pronto la cabalgata pasó por delante de las dos alas que daban al río del enorme edificio del Almirantazgo y atravesó su enorme patio, y allí todas las ventanas del edificio estaban llenas de figuras uniformadas. A continuación el desfile pasó por el desembarcadero del tranvía de vapor y se encontró directamente bajo el inmenso palacio de Invierno del zar. Sus tres plantas y fachada al parecer interminable eran de un rojo amarronado con cornisas recubiertas de oro, sostenidas por hilera tras hilera de columnas blancas con capiteles dorados. En realidad, su altura era mucho mayor que la de tres pisos porque en el tejado había numerosas cúpulas muy ornamentadas y en sus bordes se levantaban innumerables estatuas gigantescas. Sus ventanas también estaban abarrotadas de espectadores (supuestamente) reales y nobles, con sus cortesanos y sirvientes, de modo que los miembros de la compañía agitaron las manos y les sonrieron con especial calor y vivacidad.
Entonces la cabalgata cruzó un canal que desembocaba en el Nevá y allí todo el resto de la avenida estaba bordeado de palacios en el lado más alejado del río. El siguiente era uno llamado Hermitage, construido por Catalina la Grande para albergar su famosa colección de pinturas, esculturas y antigüedades extranjeras y al que podía retirarse — cruzando el puente elevado sobre el canal desde sus apartamentos del palacio de Invierno— para gozar en privado de esos tesoros. A pesar del nombre, el Hermitage no era un refugio modesto, sino que tenía dos plantas, la mitad de la fachada del palacio de Invierno, y su exterior estaba igualmente embellecido. Seguía una serie de palacios casi tan suntuosos de los grandes duques y grandes duquesas, separados por patios que seguramente serían jardines en verano. Desde el punto de la avenida en que se hallaban ahora los miembros del circo pudieron ver que el Nevá se bifurcaba en la margen opuesta. La cabalgata avanzó río arriba por la ininterrumpida orilla sur del Gran Nevá, pero en la otra orilla un brazo —el Pequeño Nevá— fluía hacia el noroeste y, un poco más lejos, otro brazo se dirigía hacia el norte. Así, la tierra que veían al otro lado del río era de hecho una serie de islas, grandes en su mayoría, situadas entre los numerosos brazos del delta del Nevá que se extendía hacia el oeste hasta el golfo de Finlandia. La estructura más prominente que vieron en dicha dirección los miembros del circo, entre los dos brazos visibles del río, fue la fortaleza de San Pedro y San Pablo, rodeada de una alta muralla de granito, con los pesados cañones dispuestos en sus aspilleras para bombardear a cualquier enemigo que viniera por agua (o hielo) desde cualquier parte del Nevá. Dentro de la muralla sólo podían verse algunas cúpulas doradas y una aguja de oro muy alta y delgada, como la del Almirantazgo. Esta aguja, según informó después a los otros Willi Lothar, pertenecía a la catedral de Pedro y Pablo, que era lo único vagamente «santo» del interior de la fortaleza, ya que se trataba del panteón de todos los zares, desde Pedro el Grande hasta Nicolás I, padre del actual zar Alejandro II. Todos los demás edificios contenidos dentro de aquella formidable muralla eran, según dijo Willi, «seglares, por decirlo así», pues se trataba del Arsenal Municipal, la Casa Imperial de la Moneda y la Prisión Estatal. La cabalgata pasó después por delante del gran parque llamado Jardines de Verano, ahora sólo bancos de nieve y árboles desnudos y una multitud de casitas de madera, construidas cada una en torno a las numerosas estatuas del parque para protegerlas durante el invierno. Luego el desfile dejó la orilla del río para tomar una calle que conducía directamente al palacio Potemkin, deshabitado desde la muerte del príncipe unos ochenta años atrás y usado ahora como cuadra de un reducido número de caballos —unos cien— de la familia imperial. Al lado estaba el Jardín de Táuride, llamado así, según contó Rouleau a Edge,
en recuerdo de una batalla ganada por el príncipe Potemkin en un lugar de Crimea llamado Tauris. Este parque también estaba cubierto de nieve, de modo que todos los peones, que ya habían descargado los carromatos en los que habían venido, se dedicaban a limpiar de nieve todo lo que sería el recinto del circo y la avenida de entrada desde la calle. Estaban a punto de terminar este trabajo cuando la cabalgata llegó con el resto de los carromatos, y antes de que Florian se hubiera apeado de su carruaje, Goesle se acercó para preguntar: —¿Montamos en seguida la carpa, antes de que oscurezca? —No, Dai, habría oscurecido mucho antes de concluir la tarea. Aquí los días son muy cortos en invierno. Además, todos tienen frío y están cansados. Mientras tus muchachos descargan los carromatos restantes, iré a reservar habitaciones para todos nosotros en un hotel. Deja sólo a un guardián, como de costumbre. —Se dirigió a Willi—: ¿Tienes alguna recomendación que hacerme con respecto a los hoteles? — Bueno, no estaba seguro de la clase de hotel que desea ocupar aquí, así que, por razones de economía, Jules y yo nos hemos registrado en el hotel de France, en la Mórskaya. Hemos pasado por delante hace poco rato. —¿Era aquel del horrible letrero solicitando clientela? —preguntó Florian, incrédulo—. Vamos inmediatamente a sacaros de allí a ambos. (El letrero decía, en ruso y francés: «¡BAÑO DISPONIBLE EN CUAL QUIER MOMENTO! ¡PRECIOS MUY RAZONABLES! ¡CARRUAJES ACCESIBLES!) — Me sorprendes, barón. —Florian no usaba casi nunca el título de Willi—. El Chefpublizist del Floreciente Florilegio de Florian ahorrando peniques y alojándose en un hotel de sexta categoría. Espero que no hayas mencionado esas señas a ninguno de los funcionarios con quienes has gestionado la cuestión del recinto y otros permisos necesarios. — Neín, nein, Herr gouverneur —aseguró Willi, compungido—. Y créame, el hotel de France está lejos de ser el peor de Piter. Pero Jules y yo hemos pensado que... como ha gastado tanto dinero en fletar trenes y cosas así... — Agradezco la intención. Y después de nuestra decepcionante estancia en Moscú, lo cierto es que no podré pagar una desmesurada cuenta de hotel a menos que llenemos el circo a partir del primer día. No obstante, considero una buena inversión el dinero gastado tan pródigamente en llegar hasta aquí. Después de París, San Petersburgo ha sido mi meta desde que desembarcamos en Europa. Y aún me queda el dinero suficiente para dar propinas generosas al personal de cualquier hotel, y esto siempre impresiona a los directores. Recuerda, Willi, que los hombres son casi siempre juzgados por los demás de acuerdo con su propia estimación de sí mismos y de su valor. Tenemos que improvisar sobre la marcha. Y recuerda otra cosa. Venimos a este lugar armados
con una presentación personal a la zarina. No podemos alojarnos en un hotel que no sea el mejor. Willi se encogió de hombros. —Debe de ser el más antiguo y venerable, el Evropéiskaya (hotel Europa), en la esquina de Mijailóvskaya y el Nevskiy Prospekt. — Unas señas excelentes. Será el Europa, entonces. —Es muy caro. La habitación más barata con baño cuesta siete rublos y medio por día. La cena, tres rublos por persona, table d'ho'tel. — ¡Tonterías! Cenaremos á la carte. Y ocuparemos las habitaciones más caras. Exceptuando a los eslovacos, claro. Ahora di a Monsieur Roulette que venga con nosotros para recuperar su equipaje. Una vez hecho esto, los tres continuaron hasta el hotel Evropéiskaya, y Florian detuvo a Bola de Nieve y su carruaje justo en medio de la calle Mijailóvskaya, frente a la marquesina de vidrios de colores del hotel, cerrando el paso y haciendo caso omiso de los numerosos vehículos que tuvieron que pararse detrás de él. Tiró las riendas y una extravagante moneda de cinco rublos al dvornik del hotel, que estaba junto al bordillo —quizá esperando cinco copecs y le dijo en ruso: —Mantén mi carruaje dispuesto para una partida inminente, buen hombre. El privátnik del hotel, regiamente uniformado, cruzó el umbral, sin duda para protestar contra el bloqueo del tráfico, pero Florian le alargó una moneda de diez rublos. El hombre puso los ojos en blanco y corrió a abrir de par en par las puertas de doble batiente, inclinarse ante Florian y sus acompañantes y guiarlos personalmente hasta el mostrador de recepción. Su gran entrada no pasó inadvertida al primer conserje, que asintió obsequioso cuando Florian especificó —no pidió— un número determinado de suites y habitaciones con baño y casi otras tantas sin baño. Cuando Florian habló en ruso, el primer conserje le contestó en ruso. Cuando Rouleau preguntó algo en francés o Lothar en alemán o cualquiera de ellos habló en inglés, el primer conserje cambió a dichas lenguas y las habló con fluidez. Sin embargo, su obsequiosidad disminuyó un poco y sus cejas se enarcaron cuando Florian le hubo dado el montón de pasaportes y leyó algunos datos de su contenido. Cuando Florian se marchó, fue al jardín de Táuride, recogió a su compañía y volvió con ellos —un gentío que casi llenó el amplio vestíbulo—, el primer conserje pareció reacio a seguir mostrándose obsequioso. Aunque la mayor parte de la compañía llevaba elegantes abrigos de piel, no dejaba de ser un conjunto abigarrado, y los clientes sentados en el vestíbulo miraron con fijeza e incluso se levantaron para ver mejor a la enana Grillo, a los tres coreanos descalzos, a los hermanos Jászi, con aspecto de bandidos, y al hombre inexplicablemente encorvado que llevaba el sombrero sobre la cara.
Pero Florian había vuelto preparado —y había preparado a Edge para una recepción fría. Pidió al primer conserje, cuyo rostro era ahora impenetrable, las llaves de las habitaciones, añadiendo en seguida: —El director de mi compañía tiene aquí una carta escrita en una lengua que no sabe leer y se niega a confiar su traducción a alguno de nosotros. ¿Quizá usted, gospodín commissionnaire, le haría el favor de escribir su contenido en inglés? Edge ya había puesto sobre el mostrador el sobre con las dos coronas grabadas y el primer conserje abrió mucho los ojos como había hecho antes el portero. Leyó el mensaje y luego con mano trémula— escribió en un papel del Evropéiskaya la traducción inglesa. Edge dijo: «Spasíbo, gospodín» y se la guardó. A partir de entonces el primer conserje no sólo fue obsequioso, sino servil y se encargó de que también lo fuera el resto del personal. Cuando toda la compañía se hubo refrescado y cambiado de ropa, fue a reunirse en el comedor del hotel, una vasta sala de columnas, espejos, murales y tiestos de palmas bajo un techo abovedado hecho enteramente de vidrios polícromos, con una especie de iluminación que le prestaba un magnífico resplandor. Florian deslizó en la mano del maitre d'hótel una gran moneda y pidió los mejores asientos para todos, sin ninguna necesidad, ya que entre todos ocuparían prácticamente todas las mesas del espacioso comedor. El maitre d'hótel se inclinó y se fue con el jefe de camareros a trasladar a otros comensales —que protestaron, aunque en vano— y sus mesas con la cena a medio comer a otra sala menos suntuosa contigua al vestíbulo. Cuando Florian y su compañía se hubieron sentado, pidieron á la carte y sin tacañería y Florian llamó al sommelier, que acudió con la cadena y la llave colgada del cuello y presentó su lista. Florian encargó el vino más caro sin tener la menor idea de cómo era ni de si resultaría apropiado para acompañar los diferentes platos. Durante los zakuskis —aquí, como en otras partes, una comida por sí mismos— Florian dijo a Edge, que estaba sentado a su lado: —Willi me ha informado de que hay otro circo en la ciudad, estable, en un local cerrado, como los de Moscú. Creo que antes que nada tú y yo tendríamos que visitar este Tsirk Cinizelli, como se llama, aunque ahora es propiedad de un ruso apellidado Marchan. Supongo que no será un competidor temible; Willi dice que Marchan es sólo un advenedizo que antes poseía un café. Sin embargo, el primer Orfei era un clérigo y Barnum fracasó en numerosos negocios prosaicos antes de hacer fortuna con el gran Museo Americano. De todos modos, tendríamos que ver cómo es el Cinizelli. Y será un acto de cortesía profesional presentarnos a Gospodín Marchan.
Al día siguiente, cuando la carpa ya estaba montada, los artistas volvían a desentumecer sus miembros en sus aparatos o en la pista y los peones habían salido a fijar carteles por toda la ciudad, anunciando la inauguración del Florilegio para la mañana siguiente, Florian y Edge —y también Fitzfarris— fueron a ver la función de tarde del Tsirk Cinizelli. Su grande y sólido edificio estaba situado junto al canal Fontanka, a sólo cuatro manzanas del Jardín de Táuride. Las entradas eran bastante caras, pero Willi ya había advertido de ello a Florian, quien fijó un precio similar para las suyas. En la taquilla del Cinizelli compró un palco de cuatro asientos por diez rublos y cuarenta copecs. Cuando alargó las entradas a la vieja y desaliñada portera que las recogía, le dio también una nota y solicitó ver al Gospodín Marchan antes de que terminara el espectáculo. Dentro, como Florian pudo calcular profesionalmente con sólo una ojeada, el circo tenía quinientas cómodas sillas en los palcos y platea y podía acomodar a mil doscientas personas más en las gradas y galerías. Al ser una instalación permanente, el circo tenía varios refinamientos que ningún establecimiento ambulante podía imitar: un excelente sistema de iluminación, verdaderas candilejas de gas oxhídrico y focos superiores así como a nivel de pista. Las acomodadoras que conducían a los espectadores a sus asientos y les daban los programas muy bien impresos del circo eran todas rubias, muy bonitas y vestían provocativas faldas cortas de tul sobre leotardos de lentejuelas. Una vez iniciada la función, resultó que también bailaban —como las muchachas del Schuhplattler de Fitzel prólogo del espectáculo. Florian observó que sir John podía reclutar otro grupo de muchachas, quizá incluso formado por rubias iguales como aquéllas. —Encontrar a las chicas no sería ningún problema, y tampoco sería difícil asegurarse de que fueran todas rubias —dijo Fitzfarris. Indicó a la que les había acompañado al palco—. Creo que cuando se ve a una mujer rubia con vello negro e hirsuto en las piernas, tiene uno razón al sospechar que no siempre ha sido rubia. —Siempre había creído que todos los rusos eran altos, rubios y de ojos azules, pero ya he visto todas las clases de tez y color, especialmente aquí en San Petersburgo —dijo Edge. —De hecho —explicó Florian—, Rusia es un cúmulo de muchas nacionalidades, incluso de muchas razas. Y como es natural, al ser la capital y la mayor ciudad del país, Piter tiende a atraerlas a todas: tártaros, mongoles, bashkires, etcétera. Entre los propios rusos hay tres variedades bien definidas: los de la Gran Rusia tienen el cabello rubio, la tez clara y los ojos azules y son los de naturaleza más expansiva. Los de la llamada Pequeña Rusia son esbeltos y morenos. Y los de la Rusia Blanca son los mississippianos de este país: pobres, ignorantes, indolentes, desaseados, probablemente víctimas de lombrices
intestinales, como en la mayor parte del Mississippi. En cualquier caso, son despreciados por todos los demás rusos. Es fácil identificarlos porque también padecen una enfermedad endémica del cuero cabelludo que aquí se llama plika polonika. —Ah, entonces he visto a muchos de ellos —dijo Fitz—. Cabellos ralos, de aspecto escrofuloso y sucio incluso después de lavarse. En aquel momento las luces de gas de su palco y todos los demás de la sala —controladas al parecer por una válvula central— se amortiguaron lentamente, mientras las luces de la pista se intensificaban y las acomodadoras saltaban a la pista para bailar al son de la música de una banda muy numerosa que tocaba en una plataforma sobre la puerta de entrada. Los tres miembros del Florilegio convinieron en que el Cinizelli era un circo bastante competente y entretenido, pero también convinieron en que el suyo era mejor. En este circo predominaban los animales sobre los artistas humanos, siendo los más numerosos los osos y cerdos amaestrados, que ejecutaban números asombrosos. («Monsieur le Démon Débonnaire tiene que ver esto —observó Florian—; quizá le dará algunas ideas.») Los artistas humanos eran casi todos acróbatas o payasos. No había número de trapecio y, curiosamente para una ciudad tan llena de estatuas de caballos, ni siquiera un número de volteo, sino sólo algunas équestriennes mediocres que saltaban y hacían piruetas sobre la grupa del animal. Los payasos no hicieron nada que Edge o Fitzfarris encontrasen gracioso —desde luego nada tan estupendo como el espejo Lupino—, sólo hablaban y se pegaban como respuesta a las réplicas, y su diálogo era de carácter tan local que, cuando Florian lo tradujo a los otros, tuvo que admitir que él mismo no comprendía bien la gracia. En el intermedio sólo una pequeña parte del público salió al exterior para respirar aire puro. (En el interior se había formado una espesa niebla de humo porque todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, fumaban cigarrillo tras cigarrillo durante la función.) Los que se quedaron dentro fueron asediados por vendedores que grita ban desde la pista o pasaban por las filas vendiendo partituras de la música que había tocado la banda, cartesdevisite de los diversos artistas, jarras de limonada fría y té caliente y bandejas de pirogui y blinís tibios. El trío del Florilegio permaneció en su palco y poco después se sumó a ellos un caballero encorvado, de barba hirsuta de aspecto algo grasiento —ruso blanco, pensaron al mismo tiempo Edge y Fitzfarris— que se presentó en ruso como Vassily Marchan y les dio la bienvenida a Rusia, a San Petersburgo y a su circo. — Bueno, como intrusos en su propio territorio —dijo Florian—, hemos considerado una simple cortesía darnos a conocer. —Oh, no me importa la intrusión —contestó Marchan—. Mi establecimiento ha llegado a ser una institución aquí, tak, como un retrete
público, y la mayoría de mi clientela es habitual. Los amantes del circo (y, por suerte, en Piter son la mayoría) van a ver todos los circos y con la mayor frecuencia posible. Tak, ni ustedes ni yo nos quejaremos de que repartan su lealtad entre nosotros. Después de todo, este edificio sólo tiene un aforo de mil setecientos asientos, y la población de la ciudad es de unos ochocientos mil. — ¿Tantos? No lo sabía —dijo Florian—. Entonces Piter tiene casi la mitad de habitantes que Moscú o Kíev. — Excepto tal vez desde la primavera al otoño —contestó Marchan—. Una décima parte de la población de Piter, y de los clientes de mi circo, son campesinos que abandonan la ciudad para plantar en primavera, cultivar en verano y cosechar en otoño. En parte por esta razón, tak, sólo trabajo aquí durante el invierno. En cuanto empieza a hacer calor, llevo a mi circo de viaje. A los lugares turísticos de Crimea, a Ucrania... Como Marchan sólo hablaba ruso, Florian se disculpaba de vez en cuando para volverse a traducir las partes de la conversación que creía podían interesar a Edge y Fitzfarris, que se mostraron en efecto muy interesados por un largo diálogo entre los dos propietarios de circo. ¿Han visto la fortaleza de Pedro y Pablo? —preguntó Marchan. — Sólo desde lejos —respondió Florian. —Vayan a verla. Se permite la entrada a los visitantes porque gran parte de ella es un museo del pasado de Piter. Pero también alberga a la Prisión Estatal, y la mayoría de los prisioneros no son delincuentes, asesinos o ladrones, sino simplemente infortunados miembros de los grupos de Tierra y Libertad y Libertad del Pueblo, o sea agitadores y partidarios de la revolución. Florian, extrañado de que el hombre hubiese introducido este tema, preguntó: —¿Existe, pues, mucha insatisfacción con el gobierno del zar Alejandro? —Con el gobierno imperial en general —contestó Marchan—. Alejandro no es mejor ni peor, tak, que cualquier otro zar anterior a él. Pero sí, hay mucha agitación entre las masas y de vez en cuando uno de ellos es lo bastante valiente para levantarse y gritar e incluso descargar un golpe. Las clases altas llaman despectivamente a estos revolucionarios nihilistas (que no creen en nada), lo que supongo equivale a los anarquistas de Occidente. Hace poco vi a uno de ellos, una mujer que repartía folletos supuestamente sediciosos en una esquina y que fue sorprendida por la gorodovói, la policía uniformada. Le ataron las manos a la espalda, untaron de alquitrán sus largos cabellos, les prendieron fuego y la dejaron correr, y corrió, tak, esperando que el viento extinguiese el fuego, pero como es natural, no fue así. —Dios mío —murmuró Florian—. Un acto bárbaro. —Nyet. Tuvo suerte. Lo habría pasado mucho peor de haber caído en manos de la Tercera Sección.
—Sin duda. Pero ¿por qué me cuenta estas cosas, Gospodín Marchan? —Para explicarle por qué soy propietario de circo. Yo también pertenezco a lo que los parásitos y aduladores del zar llaman nihilista, y sólo en el circo puede uno expresar tales sentimientos sin ser arrestado y encerrado por ello. Verá. Justo al otro lado de la plaza, frente a este edificio, está el teatro de ballet Maryinskiy. Con mucha prudencia, siempre inaugura la temporada con la servil ópera de Glinka Una vida por el zar. Tak, el Maryinskiy y todos los demás teatros, incluso los cabarets baratos, deben someter sus programas a la aprobación de los censores del zar. Sólo el circo está exento. Se nos considera simples payasos, insignificantes, inconsecuentes. Podemos decir lo que queremos y el público puede reír... sin preocupar a los censores. Pero quizá los espectadores se marchan recordando lo que decimos. Escuche... —Indicó la pista—. Esos dos payasos declaman algo que he escrito yo mismo. Durante la conversación se habían amortiguado las luces e intensificado las de la pista; mediaba ya la segunda parte del programa. Dos payasos, un cariblanco y el tonto, que era muy feo e iba maquillado para aumentar su fealdad, intercambiaban agudezas. Cariblanco: «Qué extraño. Te pareces extraordinariamente a su majestad imperial el zar Alejandro. iAjá! ¿Estuvo tu madre alguna vez en San Petersburgo?» Tonto: «No, gospodín. iPero mi padre sil» (Explosión de risas desde los asientos.) —Tak, esto son sólo bromas acerca del zar —confesó Marchan—, pero también intento introducir en la charla de los payasos algunos comentarios más mordaces. Escuche. Tonto: «Gospodín Cariblanco, ¿querría interceder por mí en la corte del zar? De lo contrario sólo podré depender de Dios Nuestro Señor.» Cariblanco: «Oj, estás apañado. No conozco a otro personaje con menos influencia en la corte del zar Alejandro.» (Más risas entre el público, aunque algunas sonaban un poco nerviosas.) —Puede parecerle una tontería, Gospodín Florian —prosiguió Marchan— pero si estas palabras fueran pronunciadas en un lugar público que no fuese un circo, las personas responsables de ellas y todos sus colegas, tak, serían interrogados por la Tercera Sección. Y un interrogatorio significa tortura para la Tercera Sección. Usted se preguntará por qué me arriesgo a semejante locura. Se lo diré. Mi padre era un mujik (un mujik ruso blanco, lo más bajo de todo) y un krepostnoy, lo que ustedes llaman un siervo, un esclavo. Recuerdo haberle oído repetir, y también a todos los otros krepostnoys, cuando yo era sólo un niño, el lamento habitual de todos los siervos de este país: «i Oj, qué tristes estamos! i Oj, cuánto mejor sería no haber nacido!» Lamentarse era lo único que se atrevían a hacer. Yo por lo menos he alcanzado una posición desde la
cual puedo hablar un poco más alto, y en público, y en protesta. Tak, sólo un poco, pero algo es algo. Se levantó para irse. Florian le imitó, le estrechó la mano y la apretó con calor, diciendo: —Soy un extranjero, Gospodín Marchan, y no estoy calificado ni tengo derecho a juzgar la política de su país, pero sé reconocer a un hombre valiente y me descubro ante usted. Venga a nuestro espectáculo y permita que le distraigamos. Bajo nuestra carpa no hay clases altas ni bajas, opresores ni oprimidos. Sólo alegría y excitación, compartida por todos. Venga a vernos. Marchan contestó que iría sin falta, estrechó las manos de Edge y Fitzfarris y se marchó. Cuando Florian hubo traducido todas sus palabras, Edge comentó con seriedad: — Entonces, si presento esta carta a la zarina, supongo que todos nos convertiremos en parásitos y aduladores del tiránico zar Alejandro. —podemos ser juzgados con dureza o bondad —dijo Florian—, pero a nosotros no nos incumbe juzgar a nadie. No tenemos la obligación ni el derecho de tomar partido por alguien aquí. Somos un circo y nuestra única misión es entretener, tanto a los afortunados como a los malditos. Fitzfarris sonrió y dijo: — Tak. Por suerte para Florian y el resto de la compañía —y la oficina de contabilidad del hotel Evropéiskaya—, el Florilegio registró llenos totales desde su primera función en San Petersburgo. De hecho, las dos o tres primeras funciones fueron simplemente llenos, pero a partir de la cuarta fue preciso cerrar la taquilla todas las tardes y noches por haberse agotado las localidades. Gavrila Smodlaka había reemplazado a la difunta Magpie Maggie Hag en la taquilla del furgón rojo, y siempre que se volvía para decir a Florian, que trabajaba en su mesa detrás de ella, que había vendido todas las entradas de la función que estaba a punto de empezar, parecía casi llorosa, como si hubiera cometido una falta. Pero Florian la miraba con una sonrisa radiante al oír la noticia y gozaba saliendo afuera para anunciar en ruso a los que aún hacían cola que no había más asientos, pero que les vendería gustosamente entradas generales a un precio rebajado o que sería aún más feliz si volvían al día siguiente. Las damas y los caballeros aristocráticos ya habían pasado todos por intimidación a la cabeza de la cola, comprado sus entradas y ocupado sus asientos en la carpa, por lo que el público defraudado se componía de proletarios y campesinos que se tomaban el desengaño encogiéndose estoicamente de hombros y sonriendo como perros apaleados. —Parece algo inherente a la naturaleza rusa —dijo Florian a Gavrila—. Lo llaman pokornost, una humilde sumisión ante las circunstancias o autoridad superior o incluso una voz de mando.
Entonces se arrepintió de haberlo dicho porque Gavrila respondió con tristeza, más para sus adentros que dirigiéndose a él: —Debo recordar esta palabra: pokornost. Así es como vivo con Pavlo. Pese a la calurosa recepción que les dispensaban los amantes del circo de San Petersburgo, muchos miembros de la compañía empezaron a revisar las impresiones favorables que habían tenido al principio de la ciudad... y también de sus lujosos alojamientos. De los grifos que llenaban los lavabos y baños de sus habitaciones brotaba una agua tan llena de hierro que tenía un color marrón rojizo y era casi imposible enjabonarse con ella; dejaba la piel como herrumbrosa y un sabor metálico en la boca cuando se bebía. Los trajes de pista, que confiaron a la lavandería del hotel, y por necesidad muy a menudo, empezaron a parecer raídos. Esto les causó preocupación y se quejaron a las camareras... y a la vieja privrátnitsa sentada ante una mesa en cada pasillo, ostensiblemente para supervisar el funcionamiento debido de los criados del piso, pero que parecía no hacer otra cosa que vigilar con desaprobación las idas y venidas de todos los huéspedes. Las reclamaciones sólo provocaron miradas divertidas, gestos tolerantes y las palabras: «Nishdy nyet... nitchevó...», que significaban más o menos «No hay remedio» y «