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J U V E N T U D F E L I P E
O C T A V E
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F E U I L L E T
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L A
J U V E N T U D F E L I P E
O C T A V E
D E
F E U I L L E T
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TRADUCCIÓN DE SILVESTRE FLORES 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LA JUVENTUD
DE
FELIPE
I En uno de los cantones más boscosos de la verde Normandía, en el corazón de la antigua provincia del Perche, se alza, a la extremidad de una larga avenida de olmos, un edificio que parece datar de la época de Enrique, IV y que llaman en el país el castillo de La Roche-Ermel. Es un sencillo pabellón flanqueado en los ángulos de dos torrecillas agudas; a uno de los lados del patio hay una pequeña capilla, de una época anterior, y del otro la mansión señorial. Los La Roche-Ermel son una de las más antiguas familias de la región, pero no de las más ricas. El conde Leopoldo, que representaba hacia mediados de este siglo la rama principal, era el mayor 3
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de los tres hijos, y la parte de herencia que tocó a cada uno no pasaba de unos doce mil francos de renta. Era muy poco para sostener el castillo y para habitarlo con dignidad. Esta vetusta residencia patrimonial parecía, pues, condenada a pasar a manos extrañas, cuando fue salvada de esta profanación por un rasgo de abnegación que no deja, de tener ejemplos en las familias nobles. El hermano y la hermana del Conde le donaron sus bienes, renunciando, los dos a todo porvenir, a todo destino personal, confundiendo todo su ser en la persona de su hermano mayor y jefe de su casa. Estos dos grandes corazones cumplieron ese acto con sencillez, y su hermano lo aceptó de la misma manera, porque él hubiera procedido de idéntico modo. Estos La Roche-Ermel eran muy estimados en la comarca y sus alrededores. Se plegaban al espíritu del siglo de buen grado, si bien con la reserva exigida por sus títulos. Era, por otra parte, una raza, fuerte que imponía el respeto por condiciones morales y aun físicas que parecían en ella hereditarias. El conde Leopoldo era un hombre de estatura imponente, de aspecto tranquilo e intrépido y de una exquisita cortesía algo alarmante. Mientras ensayaba 4
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sus segadoras mecánicas y hacía premiar a sus discípulos en los concursos agrícolas de la región, su hermano Carlos Antonio, que llamaban el caballero, vigilaba el jardín, la biblioteca, la bodega y el barómetro. Tenía mucha afición a la botánica y pasaba horas encantadoras estudiando los musgos de la avenida. Era, además, un apasionado por la música. Su timidez le impedía exhibir su talento en público; pero no era raro oír a horas avanzadas de la noche los sonidos melodiosos. de su flauta que salían de la torrecilla que habitaba. La hermana, Angélica Paula, presidía discretamente las obras de caridad que ocupaban ancho lugar en las tradiciones de la familia. Cuidaba de las ropas de la casa, componía los "menús" y confeccionaba dulces. En el intervalo de estos cuidados domésticos, pintaba flores y pájaros canturreando viejas romanzas donde siempre figuraban como héroes pastorcillos atrevidos y pastoras inflexibles. Fue en este ambiente de honradas gentes que nació, hacia 1850, Juana de La Roche-Ermel, la, cual, justo es decirlo, fue acogida, al principio bastante fríamente. Gracias al desinterés generoso de su 5
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hermano y hermana, el conde Leopoldo, pudo casarse con una joven y acaudalada vecina, que había sido el amor de su juventud, pero cuya, desigualdad de fortuna parecía obstáculo invencible. Esta unión, feliz bajo todo punto de vista, permaneció durante largo tiempo estéril. Una grave indisposición de la Condesa hizo, por fin, concebir esperanzas y los Condes vieron realizadas sus aspiraciones, si bien incompletamente, pues confiaban en el nacimiento de un varón. Dos o tres años más tarde, el Conde tuvo el dolor de perder a su joven esposa. La había querido demasiado para pensar en un segundo enlace, y tuvo que resignarse a no dejar heredero varón de su rama. Esta amargura fue suavizada por una circunstancia especial de familia. Tenía por vecino, y por amigo a uno de sus primos hermanos que llevaba legalmente el mismo apellido que él, puesto que eran hijos de dos hermanos, pero que en la comarca llamaban Boisvilliers para. distinguirlo de su pariente. Desde las ventanas superiores del castillo La Roche-Ermel, por entre los árboles se podía divisar los detalles que decoraban la fachada del castillo de Boisvilliers, pesada construcción del último siglo. 6
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Las dos posesiones estaban ligadas por sus avenidas. Existía entre los dos primos un aire de familia tan acentuado, que a cierta distancia los confundían. La semejanza moral no era menor, pues tenían los mismos sentimientos e idénticos gustos. Tanto el uno como el otro se ocupaban asiduamente de los intereses locales, de mejoras agrícolas, de crianza de ganado, de caza, y muy poco de política. Ahora bien, el señor de Boisvilliers tenla un hijo -Felipe,- nacido pocos antes que su prima Juana, y en cuanto el conde Leopoldo hubo perdido toda esperanza de tener un heredero directo, su sueño dorado fue unir su hija a Felipe de Boisvilliers, quien después de él debía ser el jefe de los La Roche-Ermel. ¿Dejó el conde Leopoldo escapar este secreto de su corazón? ¿Esta combinación tan natural y conveniente surgió de improviso en el espíritu de las dos familias? Como quiera que fuese, el hecho es que el casamiento futuro de los dos niños fue desde entonces cosa convenida tanto en La RocheErmel como en 7
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Boisvilliers. Primero se habló de ello misteriosamente, con alusiones y sonrisas; después se envalentonaron y se decía a Felipe: "Tu mujercita", al hablarle de Juana: y a Juana: "Tu maridito", aludiendo a Felipe. Las mujeres, y especialmente Angélica Paula, se complacían en ese juego, que no dejaba, digámoslo, de interesar mucho a la señorita Juana. Estaba, tanto como puede estarlo una niña, enamorada de su primo. Se divertían en esconder a Felipe detrás de una cortina o debajo de una mesa y después introducían a Juana. Esta adivinaba pronto su presencia e iba directamente al escondite, poniéndose roja como la grana al descubrirlo. Todos se crispaban entonces de alegría, a excepción del joven Felipe, muchacho altivo y tímido, al cual todo aquello le parecía cruelmente insoportable. Había heredado de su madre, que desgraciadamente ya no existía, una sensibilidad nerviosa un poco exaltada. Las bromas que los sirvientes y las comadres de la vecindad no le escatimaban acerca de sus amores, y de su casamiento contribuían a exasperarlo, y su pequeña novia presuntiva, causa inocente de todas esas preocupaciones, se convertía poco a poco para él en objeto de una extremada antipatía. Estas impresiones le acompañaron al liceo Luis el Grande, 8
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en dónde ingresó cuando iba a cumplir quince años, y se avivaban fuertemente al acercarse las vacaciones. Su regreso a la región natal quedaba envenenado de antemano al pensar que iba a encontrar a su fatal prima sonriente, ruborosa; su aversión hacia ella había acabado por extenderse hasta los lugares donde ella respiraba, y hasta las personas que la rodeaban, y no hay duda que a haber dispuesto del rayo hubiera fulminado el castillo de La Roche-Ermel, sus dependencias, incluso el jefe de la rama mayor, el caballero Carlos Antonio y su flauta, la tía, Angélica Paula, la pobre Juana, y la servidumbre. Semejantes disposiciones en el joven de Boisvilliers, si hubieran sido sospechadas por las dos familias, hubieran sembrado la consternación; pero la respetuosa deferencia de Felipe hacia su padre y sus hábitos hereditarios de perfecta cortesía no dejaban escapar ningún síntoma de sus sentimientos secretos. Se observaba, sí un poco de frialdad y de cortedad en sus relaciones con su prima; pero esta actitud quedaba suficientemente explicada por la timidez natural de su edad. Sin embargo, los años pasaban. La señorita Juana crecía, y su pasión pura hacia su ingrato primo 9
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crecía con ella. Las familias explotaron hábilmente ese sentimiento, como un medio de educación. "¡Si tu primo te viera!" fue una frase mágica cuyo profundo alcance conoció pronto todo el círculo y ante la cual se extinguían como por encanto las rabietas y las rebeliones de la niña. Vislumbraba en seguida el disgusto de su primo, y como consecuencia la ruptura de su boda, aún lejana, pero que era ya el pensamiento más acariciado de su juvenil corazón. Era evidente, en efecto, que Felipe de Boisvilliers, siendo él mismo, como ella lo percibía muy bien, un modelo de todas las perfecciones morales, no se casaría jamás con una personita de mal carácter y que no se portaba bien en la mesa. El mismo procedimiento fue empleado y con la misma eficacia para estimularla en sus estudios. Felipe de Boisvilliers lograba brillantes éxitos en su colegio; llegaría a ser seguramente en el porvenir un hombre de mérito, tal vez un grande hombre; ¿podía su futura ignorar las reglas gramaticales? Esto era inadmisible, y Juana convenía en ello. Fue puesta un poco más tarde bajo la tutela de las Damas de la Visitación que tenían en la ciudad de A... cabecera del departamento, un colegio muy 10
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recomendable. Al dejar su sobrina a sus cuidados, la señorita Angélica Paula les confió, con el mayor misterio y promesa de guardar el secreto, los proyectos de la familia tocante al porvenir de Juana, el culto que la niña profesaba a su primo, y el secreto de utilizar ese sentimiento para conseguir el perfeccionamiento de su carácter y de su espíritu. Armadas de esos preciosos informes, esas Damas acabaron, inocentemente, de inflamar esa juvenil imaginación, no cesando de presentarle a Felipe de Boisvilliers como un ser perfecto, un novio ideal sobre el cual debía ajustar todos sus actos y del cual sólo se haría digna mediante una aplicación sostenida y méritos excepcionales. La señorita Juana estaba perfectamente preparada para ver a su primo bajo un prisma favorable y casi sagrado; había puesto en él toda esa poesía vaga y encantadora que se agita en el alma de una niña, y el primo se le aparecía como iluminado por un nimbo. Es necesario decir que Felipe de Boisvilliers, con su figura, se prestaba bastante bien a esta apoteosis. Las fuertes cualidades de su raza estaban suavizadas en él por la sangre maternal, más débil y delicada. Era entonces un joven culto, elegante y 11
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ágil, el rostro grave y un poco altanero, con ojos de fuego que revelaban un ardor apasionado contenido por el hábito nativo del sentimiento de la dignidad. Sus triunfos en el colegio, algunos versos sonoros, la prosa agradable y espiritual de su cartas, daban fe de una inteligencia, por lo menos distinguida, pero que Juana calificaba de superior. La misma reserva de Felipe al lado de ella la impresionaba y la encantaba; cuando se dignaba, lo que sucedía pocas veces, aparecer en el locutorio del convento, se presentaba ante él temblando, feliz y confusa al verse visitada por ese dios joven. Este joven dios, sin embargo, cursaba derecho en París con cierto suave abandono que no excluía crueles aprensiones. Terminados sus estudios tendría que volver a Boisvilliers para vivir al lado de su padre. Se acercaba el momento en que se vería obligado a explicarse acerca de sus intenciones respecto a su prima. No ignoraba que su casamiento con ella era cosa considerada por las dos familias como un hecho definido. Sin que se hubiese abordado abiertamente ese asunto ante él, se hacían con frecuencia alusiones que no le permitían olvidarlo. Desgraciadamente, conservaba para su prima la antipatía que sintió hacia ella cuando era niño, y lle12
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vaba de cada una de sus visitas al convento, impresiones difícilmente conciliables con el deseo de sus parientes. Encontraba a Juana fea y antipática, aunque sus ojos eran grandes y azules, su cabello negro y sus dientes deslumbrantes; pero tenía el talle corto, era torpe en sus movimientos, carecía de gracia, y tenía poco gusto para vestirse. Este último detalle no se podía imputar a Juana. Era un axioma en el convento que la belleza moral debía ser únicamente solicitada y cultivada por las colegialas, y el reglamento prescribía que todo asomo de coquetería fuese severamente reprimido. En consecuencia, no había espejos en el convento. Juana, a quien sorprendían algunas veces arreglándose el cabello ante un cristal, sufrió fuertes admoniciones por esa infracción. -La belleza moral, señorita- le repetían las venerables hermanas, -la belleza, moral, ésa debe ser vuestra única preocupación y vuestra única, solicitud, como lo es, no lo dudéis, la única preocupación y la única solicitud de un espíritu tan cultivado como el de vuestro señor primo. -¡Pero, madre -contestaba ella, -mi primo no puede ver mi belleza moral en el locutorio! 13
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-Disculpe, señorita, la ve, o por lo menos la adivina, en vuestro desprecio mismo por las vanidades exteriores. Juana se dejaba persuadir, pero ella tenía razón. Su primo, cuando iba al locutorio, no veía su belleza moral, veía sus cabellos revolucionados, sus uñas demasiado cortas, sus piernas demasiado largas, sus botines anchos para sus pies, sus medias mal estiradas, y no tenía él mismo bastante sentido moral para apreciar el lado simbólico y superior de todas esas cosas. A estas prevenciones inveteradas y persistentes contra su prima habían venido a unirse con la edad sentimientos nuevos que aumentaban su alejamiento de ella y la aversión por un porvenir que se le preparaba de tan larga data. Sus escritos escolares, sus ensayos poéticos admirados de sus camaradas, se le habían subido a la cabeza, y no estaba lejos de compartir la excesiva buena opinión que Juana tenía de él. Sin fijarse en ningún objetivo determinado, soñaba vagamente con ambiciones y glorias; vislumbraba también en la esfera deslumbrante del mundo parisiense, amores soberbios y llenos de tempestades; temblaba al pensar en sepultar en el fondo de la 14
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provincia, en el estrecho recinto de la mansión paternal, facultades dignas de un vasto escenario y pasiones dignas de grandes aventuras. Lo que había de delicado, era hacer comprender todo eso a su padre. El señor de Boisvilliers de La -Roche-Ermel era un padre cariñoso, pero nada romántico: su rostro severo, su ojo gris y firme, sus labios amigos de la ironía, no provocaban las expansiones, y Felipe aplazó cuanto pudo una confidencia que debía evidentemente causar al anciano aristócrata, la más desagradable sorpresa; pero al fin obtuvo su diploma de abogado y no tenía ya pretexto plausible para prolongar su permanencia en París; comprendió que la hora de la explicación temida había sonado y salió para la Normandía armándose de todo su valor. Tanto en Boisvilliers como en La Roche-Ermel se le acogió con aires de fiesta y de alegría, hecho que lo desconsoló y le hizo titubear en su resolución. Era duro herir todos esos amantes corazones. Su actitud triste y reservada fue observada por su padre al día siguiente de la llegada, y el señor de Boisvilliers sintió secreta inquietud. 15
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Una hermosa noche del mes de agosto, los dos se paseaban por una terraza, plantada de espesos castaños que componía uno de los lados del jardín de Boisvilliers; seguía la ribera de un estanque profundo y sereno que parecía dormir bajo las anchas hojas de nenúfar de que estaba casi enteramente cubierto; una barca vieja, medio llena de agua, estaba encallada al pie de una escalinata de peldaños mal unidos... El padre fumaba silenciosamente un cigarro, el hijo miraba con melancolía la vieja barca atada a un poste de amarre con una cadena enmohecida, y creía ver en ella, la imagen del destino, que le esperaba a él mismo en ese rincón perdido del mundo. -¿Tú no fumas nunca? -preguntó bruscamente el señor de Boisvilliers. -Nunca. -Me parece bien. Eres más razonable que yo, y esto me encanta... ¿Ya eres abogado? -Sí, padre mío. -Perfectamente. Gracias a tus conocimientos en derecho, no te verás, como yo, presa de las gentes de negocios. Podrás administrar tú mismo tu fortuna, que será un día considerable. -Espero que ese día está lejano. 16
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-Te agradezco ese sentimiento; pero tarde o temprano, tendrás esa carga; yo envejezco, me siento cansado, hijo mío. ¿Sabes que las propiedades de Boisvilliers y de la Roche-Ermel reunidas darán más de noventa mil francos de renta? -¿Tanto? -¡Cómo no! Reinó una pausa silenciosa, y luego, el señor de Boisvilliers, prosiguió: -He ido a ver a tu prima Juana a su convento; están muy contentas con ella. Esas Damas aseguran que es una persona perfecta, notablemente sensata e instruída; es, además, excelente pianista. -Sí, toca mucho. -¿Tú sabes que ha terminado su educación y que regresa definitivamente a la, familia, el quince de este mes? -Mi primo de La Roche-Ermel me lo ha dicho. El señor de Boisvilliers interrumpió de pronto su paseo y tiró su cigarro: -¡Felipe -dijo, fijando su vista sobre las facciones pálidas del joven, -tú no puedes ignorar los votos que hemos formulado siempre por tu casamiento
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con tu prima!... ¿Debo creer que tus proyectos son distintos de los nuestros? -Padre -contestó Felipe con tono respetuoso pero firme, -no puedo casarme con mi prima... no la quiero. -¿No la quieres? -repitió el señor de Boisvilliers. Volvió a mirar con fijeza a su hijo; los surcos formados por las arrugas del entrecejo se acentuaron profundamente, y una ligera convulsión hizo temblar sus labios. Había un banco a dos pasos de la orilla del estanque; fue a sentarse allí, dejó caer su frente en sus dos manos y meditó dolorosamente. -¡Pobre niña! -murmuró. Después, levantando la cabeza hacia su hijo, que permanecía parado ante él, dijo con voz breve y dura: -Después de la declaración que acabas de hacerme, debes comprender que tu permanencia en Boisvilliers es poco menos que imposible por algún tiempo. -Si lo juzgas así, obedeceré. -Sí, comprendo; me anticipo a tus deseos; le has tomado cariño a París y pretendes pasar allí tu juventud y tal vez toda tu vida en la holganza. 18
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-En la holganza no, padre, mío, y si me lo permites te hablaré con entera franqueza... -Te lo ruego. -Pues bien, sí, es aquí, en provincias, en el campo, donde viviría sin hacer nada... Discúlpame, padre... Tengo ante mi vista tu ejemplo y el de nuestro primo, y sé cuán dignamente está ocupada vuestra existencia... pero yo no tengo ni vuestros gustos ni vuestras aptitudes. Decías que me gusta París, es verdad; me placen, sin duda alguna, las distracciones y los placeres, como es natural a mi edad, pero me gusta también, creémelo, la noble actividad que se respira allí con el aire, las generosas ambiciones que hace nacer en el corazón, la fiebre de gloria que hace subir al cerebro; me gusta de París la poderosa vida intelectual que parece unirse a la propia inteligencia, y duplicar sus fuerzas... Aquí, padre mío, la suma de capacidad que pueda tener quedará sin objeto, sin aplicación; dejaría a los colonos y a los hombres de negocios cuidados que no tendrían ningún interés para mí; el aburrimiento, el desaliento, me invadirían a la larga y al fin me degradarían; no teniendo las virtudes del noble entregado a las tareas rurales, sólo me quedarían los defectos y quizá 19
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algún día los vicios. Emplearía mi tiempo, como tantos otros, en pasear mis perros, en consultar el barómetro y la rosa de los vientos, en embotellar vino y tal vez en beberlo... Pues bien, sí, te lo confieso, este género de vida, sin honor para mí, sin utilidad para nadie, me causa horror y mi infeliz prima, que ha sido de todo esto el símbolo, se me ha hecho odiosa a causa de ello; es ella que ha pronunciado desde la cuna el decreto de mi destino, es ella la que me ha dicho: "Tú vivirás aquí y no en otra parte... Tú girarás toda tu vida dentro de este círculo fatal, y darás vueltas conmigo, no tendrás más amor que el mío, yo seré indefectiblemente tu esposa, mis gustos serán los tuyos, mi cuarto será tu cuarto y mi tumba será tu tumba..." ¡Ah! yo hubiera podido amarla, si la hubiese elegido; y, ¿quién sabe? tal vez me hubieran gustado la vida del campo y sus ocupaciones; pero me han sido impuestas desde que nací... ¡Perdóname, si te ofendo, pero prefiero decirte todo mi pensamiento, abrirte sinceramente mi corazón!... -Tienes razón -contestó el señor de Boisvilliers. Respiró después fuertemente, se recogió un momento, y dijo luego con voz más suave y como velada: -Yo también, hijo, tengo que pedirte disculpas. 20
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-¡Padre! -Sí, porque, al fin, podías creer que yo había dispuesto un poco ligeramente de tu porvenir, como si tu porvenir me hubiera pertenecido. Puedes creer, y tal vez lo piensas, que un motivo de egoísmo me impulsó a confiscar, en cierto modo, tu vida con provecho personal, ligándola de antemano al lado de la mía. Verdad es que me complacía la idea de ver un día -después de tantos años de soledad, -reanimarse mi vieja casa, llenarse, poblarse; sí, confiaba en que Dios me ahorraría esa amargura de los ancianos, la casa vacía. Además, quería a esa niña como si fuera hija mía... -¡Padre! -murmuró de nuevo el joven, cuyos ojos se llenaban de lágrimas. -No tengo razón, lo sé; discúlpame. Y prosiguió con acento firme: -Lo que quería decirte, hijo mío, es que no había pensado solamente en mi provecho personal, en mi propia felicidad, determinando para ti el plan de existencia que rechazas. Yo creía prepararte al mismo tiempo una vida feliz, útil y honorable. Al través de los conceptos corteses de tu lenguaje, entreveo que nos consideras al conde de La Roche-Ermel y a 21
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mí como dos seres inútiles en este mundo... Déjame continuar... No estoy en esto de acuerdo contigo. Somos dos caballeros rurales, como tú dices, y vivimos sin gloria, pero no sin honor. Trabajamos en la multiplicación del pan y de la carne y proporcionamos sólidas remontas a la caballería francesa... Esto ya es algo. Pero hay más. Es bueno que en los tiempos que corren, gentes corno nosotros permanezcan en su suelo natal, ciudad o pueblo y se hagan respetar. Aparte de los servicios prácticos que pueden prestar en su radio de acción, hay en su sola presencia, en la superioridad de sus conocimientos, en la dignidad de su vida, en los grandes recuerdos que su nombre evoca, hay, te digo, una enseñanza, hay un ejemplo, hay una autoridad. Son como esos vetustos campanarios que se divisan acá y allá en los campos y que causan melancolía y hacen pensar al viandante, al labriego que guía su arado y que llaman a las muchedumbres, a pesar de ellas, a altos sentimientos y a pensamientos respetuosos. ¡No, hijo mío, no somos inútiles!... ¡No me digas nada, Felipe, ni una palabra! Te comprendo, pero no aprovecharé tu sensibilidad para arrancarte un sacrificio que mañana deplorarías. Sigue el camino que te has traza22
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do, síguelo como hombre de bien y me consolaré. ¿Y qué piensas hacer? -Mi intención, si tú la apruebas, es de proseguir mis estudios de derecho hasta el doctorado y entrar luego en el Consejo de Estado. -¡Así sea! Y ahora, Felipe, tenemos que tomar una penosa resolución. No pudiendo quedarte aquí, es conveniente, es necesario, que te vayas lo antes posible. Te irás mañana temprano, y para evitarnos a los dos emociones inútiles, deseo no verte en el instante de partir. El señor de Boisvilliers se levantó bruscamente, enderezó su cuerpo atlético y reanudó su paseo con paso firme, haciendo seña a su hijo para que caminase a su lado. Después de un largo silencio, dijo el anciano: -Tal vez pasen años antes de que puedas honradamente volver a Boisvilliers. Tu presencia sería una crueldad para esa joven... Yo iré a París a verte, de cuando en cuando. -Gracias, padre. La noche iba cayendo poco a poco, esparciendo la sombra sobre la terraza. Una débil media luna proyectaba allá y acullá algunas blancuras a través 23
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del sombrío follaje de los castaños y plateaba vagamente, entre las hierbas, la superficie inmóvil del viejo estanque. Era una escena de paz y de una profunda melancolía. -Felipe -exclamó el señor de Boisvilliers, -tú te pareces mucho a tu madre... sí, tu madre era un espíritu algo romántico, pero era al mismo tiempo una santa, no lo olvides. -No lo olvidaré, padre. Transcurrió un cuarto de hora sin que se cambiara una palabra entre el padre y el hijo, cuyos pasos, al aplastar la arena de la alameda, rompían únicamente el silencio de esa soledad. De pronto, el señor de Boisvilliers se detuvo. -Vamos, hijo mío -dijo alargándole la mano; -necesito descanso, y me retiro... ¡adiós! -¡Padre mío! -exclamó Felipe con voz ahogada, por la angustia, -padre mío, ¿me perdonas?... El anciano le atrajo hacia él con alguna violencia. -¡Abrázame! -díjole. Y apretó convulsivamente sobre su pecho al joven que lloraba. Al siguiente día, al alba, Felipe de Boisvilliers se alejaba del castillo de sus mayores, arrastrado por 24
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dos vigorosos percherones que debían llevarle en veinte minutos a la próxima estación. Dejaba tras de él -¡feliz juventud!- las preocupaciones, el abandono y el luto, y corría alegremente hacia el porvenir a través del rocío de los bosques y de la naciente aurora. Algunas horas más tarde, su padre, con el rostro pálido y los ojos hundidos por una noche de insomnio, dirigíase con paso cansado hacia el castillo de La Roche-Ermel. Cuando se acercaba, divisó en medio de la avenida al conde Leopoldo que venía a su encuentro. -¡Hola! -gritó el Conde con tono jovial, -¿dónde está el joven parisiense? ¿Todavía en la cama? El señor de Boisvilliers continuó avanzando sin responder, y cuando estuvo a dos pasos de su primo, le dijo con tono triste y grave: -Amigo mío, Felipe ha vuelto a París. -¡Cómo! ¿Se ha ido a París? -exclamó el Conde, que se turbó. -¿Qué pasa? Esto debe ser algo serio. -Algo muy serio, en efecto -replicó el señor de Boisvilliers, acentuando sus palabras. Y tomando la mano del Conde:
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-Amigo mío -díjole, -voy a causarte un gran disgusto; el sueño de toda nuestra vida está destruido. Mi hijo... mi hijo no es digno de la alianza que tú habías tenido a bien hacerme esperar para él. El conde Leopoldo miró fijamente a su primo: -¿Se niega? -dijo. No recibiendo respuesta, dejó escapar un gemido sordo; sus brazos cayeron inertes a sus costados, y permaneció con los ojos fijos en el espacio; después agregó solamente: -Juana se morirá.
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II Felizmente, el señor de La Roche-Ermel, si conocía bien la sensibilidad de su hija, no conocía todo su valor. Juana cuando volvió pocos días después a la casa paterna, no pareció tan herida como debía suponerse de la decepción que la esperaba. Es verdad que no la sintió al principio en todo su rigor, habiendo juzgado prudente sus parientes no explicarse abiertamente sobre asunto tan delicado y penoso. Se la dijo, de manera que por sí misma fuese conociendo poco a poco toda la verdad. Juana notó en seguida cambios extraños en las costumbres tan regulares de su familia; ya no se oía la flauta de su tío el caballero en el silencio de la noche, y su tía 27
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Angélica había cesado sus bromas con Lucas, cuando pintaba sus flores y pájaros. Observó algo más: la tristeza de su padre y la del señor de Boivilliers, la ausencia inexplicada de Felipe, la reserva absoluta que se manifestaba a su respecto, y por último, los conceptos emitidos por la servidumbre acabaron de revelarle toda la verdad. Tal vez también su instinto femenino, al desarrollarse con la edad, le había ya advertido que los sentimientos de su primo no respondían a los que ella le había consagrado. Como quiera que fuese, cuando llegó a comprender que había sido abandonada por el prometido de su infancia, su dolor sin explosión y sin lágrimas, al menos aparentemente, sólo se tradujo por una especie de gravedad melancólica que se extendió como un velo sobre su juvenil rostro y se grabó allí. Era un alma tierna, pero demasiado altiva para exhibir su herida. Compartió con su tía la dirección de la casa do su padre y se aplicó a ello con actividad incesante y metódica, como si quisiera sustraer cada minuto del día a las tentaciones y desfallecimientos del ensueño. Una sola vez aludió directamente a su amargo desencanto. Había tomado la costumbre de ir cada semana a visitar matinalmente al señor de Boisvi28
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lliers, y las más de las veces se quedaba a almorzar con él. Recorría luego en su compañía las diferentes dependencias del castillo, que los sirvientes, desalentados, como su amo, tenían bastante descuidado. Reía ella del desorden reinante, abría las persianas, arreglaba los muebles, limpiaba los espejos, sacudía el polvo a las consolas, y por un momento conseguía dar un poco de vida a la antigua mansión, privándola del aspecto triste que tenía. Un día que el anciano aristócrata le manifestaba su gratitud por sus cuidados, Juana le miró profundamente. -¿No es justo -le dijo, -que yo sea un poco su hija, puesto que soy causa de que su hijo le haya abandonado? El señor de Boisvilliers tomó con mano un poco temblorosa la que ella le tendía, llevándosela respetuosamente a sus labios. Hacia aquella época un rumor singular circuló por las inmediaciones, referente a Felipe de Boisvilliers. El joven, como se recordará, había antes de su partida informado a su padre de sus proyectos, y seguía por cartas teniéndolo al corriente de sus iniciativas. En una de ellas le confirmaba su propósito 29
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de ingresar en el Consejo de Estado, después de graduarse de doctor en derecho. El señor de Boisvilliers no ignoraba que el doctorado exigía una laboriosa preparación, y tenía, pues, sobrado motivo para suponer a su hijo engolfado en los graves estudios de jurisprudencia, cuando un vecino tuvo la amabilidad de referirle que un diario, especialmente informado de las cosas de teatro, anunciaba la próxima representación en un escenario parisiense de un drama en cinco actos, original de Felipe de Boisvilliers, titulado: ¡Fredegunda! Esta noticia alarmó al anciano, y más le hubiera alarmado si hubiese conocido las circunstancias accesorias de ese hecho extraordinario, tales como las vamos a exponer a nuestros lectores. Felipe de Boisvilliers se creía, con o sin razón, poeta, y desde su salida del colegio, al mismo tiempo que seguía honorablemente su curso de derecho para obedecer a su padre, había hallado el medio de enriquecer secretamente la literatura francesa con un número de producciones hasta entonces inéditas, pero que ardían en ganas de dejar de serlo. En suma, toda su actividad cerebral, todos sus sueños de gloria y toda su avidez de emociones, tendían hacia aquel lado; pero, temeroso de alarmar 30
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a su padre confesándole sus verdaderas intenciones, se las ocultó, creyendo que podría seguir envolviéndolas en el misterio hasta el día en que el éxito viniera a justificarlas y llevara su nombre triunfante a los cantones más apartados del Perche. Entre todos los géneros literarios, la literatura dramática era la que atraía especialmente a Felipe, tal vez porque se presentaba a su imaginación bajo la forma plástica de una artista célebre, cuyo retrato adornaba su espejo. Se llamaba Mary Gerald, y ha de recordarse el brillo que proyectó esta estrella sobre uno de los primeros escenarios de París, antes de que Rusia la robara a nuestro fanatismo. La fascinación de la, mujer de teatro es tan sabida, que sería inútil explicarla, sobre todo a parisienses, para quienes constituye la principal religión. Pero quizá los mismos parisienses sabrán con placer que su pasión por las actrices no carece de excusa, puesto que en este culto entra una fuerte dosis de poesía. La actriz, en efecto, se les antoja como una clase de mujer que encuentran raramente en el mundo y jamás en el hogar; una mujer que parece exenta, de todas las enfermedades lo mismo que de las vulgaridades te31
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rrestres; una mujer a la cual nunca le falta ni un diente, ni un cabello, ni un botón de guante, ni un brillante en la oreja, ni una rosa en el seno. Parece, cual flor, surgir sin defectos, rozagante, vestida y adornada por la Naturaleza. Se la ve un solo instante, pero durante ese momento es perfecta, y cuando vuelve a la penumbra, nos deja bajo la impresión de una cosa luminosa y algo más que humana. Si se la sigue entre bastidores, se la verá aún impregnada de su papel; es aún reina, coqueta, sirviente, hada, diosa, que camina envuelta en una nube de polvo y de pintura; un ser fantástico, en fin, emigrado de algún mundo sideral. Mucha gente se complace en creer que la actriz lleva a su vida privada esa especie de ideal poético de que la revistieron los prestigios de la, escena, y no es del todo una ilusión suponerla así, pues es casi siempre más o menos víctima de los papeles que representa y jamás consigue, olvidarlos y ser ella misma. Es muy raro que sus sentimientos, igual que su lengua puedan perder la exageración y la teatralidad. Felipe de Boisvilliers sentía una adoración apasionada por Mary Gerald, y justo es decir que este 32
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amor del estudiante para la cómica ni carecía de pureza ni de elevación. Los románticos son delicados; no se entregan a los amores vulgares que tientan a la juventud. Felipe consideraba con asco esos amores groseros. Sus sueños eran otros, más altos. Admiró los ojos profundos y la frente inspirada de la brillante actriz; creyó leer allí uno de esos poemas infinitos de melancolía y de pasión que agitaban y encantaban su propio corazón, y le dio su vida. Hizo entonces todas las locuras que caracterizan a los enamorados de las actrices y de las reinas; después de aplaudir furiosamente a Mary Gerald, desde su butaca, la esperaba a la salida del teatro para verla entrar en su coche; se retiraba luego dichoso por haber sentido el roce de su vestido y se pasaba el resto de la noche dedicándole versos o cartas elocuentes que no le mandaba. Penetrar hasta ella, acercarse, tocar su mano, embriagarse con su mirada, con sus palabras, con su aliento, conseguir ser su amigo, cariñoso y familiar, todo eso constituyó su único pensamiento. Pero, ¿qué medios emplear? No admitía ninguno cuya suposición pudiera mancillar su ídolo. 33
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Decidió, por último, escribir un drama en el cual Mary Gerald tendría, un papel digno de su belleza y de su talento. El se creía capaz de salir bien de esa empresa, alentado por sus estudios favoritos y preparado por sus observaciones asiduas sobre el teatro. Tenía ya en cartera varios ensayos de ese género, que él mismo reputaba de medianos, pero en los cuales jueces imparciales habían reconocido pasajes de mérito indiscutible y que le sirvieron a Felipe para hacerse la mano y formarse el gusto. Después de profundas meditaciones, tomó sobre un plan de su invención un asunto que en cierto modo le estaba recomendado por la elección de un gran poeta, el asunto de Fredegunda, que Alfredo de Musset empezó a abordar con el título de La Sirvienta del Rey. El papel de Fredegunda, desarrollado con amor por el autor, parecía, en efecto, maravillosamente apropiado al carácter extraño y al encanto trágico que formaban las notas más salientes de la personalidad y del talento de Mary Gerald. Felipe había acabado su drama al mismo tiempo que su curso de derecho, cuando realizó a Boisvilliers el corto y triste viaje, cuyos incidentes hemos narrado. Había llevado a Fredegunda en su maleta, 34
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con un vago deseo de leérselo a su padre y de conseguir su voto por aclamación. Esas veleidades entusiastas no resistieron a la fría atmósfera, provinciana, y el joven se contentó con darse a sí mismo una nueva lectura del drama, cosa más segura. En cuanto regresó a París, sometió su obra a un cenáculo de amigos, y éstos le auguraron los éxitos asombrosos de Augier y de Ponsard. Declamó algunos fragmentos en salones y consiguió legítimos triunfos. Animado por estos presagios favorables, se decidió a intentar un golpe de audacia. Escribió una carta a Mary Gerald, rogándola tu- viese a bien escuchar la lectura de su drama, y se guardó en absoluto de aludir a los sentimientos amorosos que la artista le había ins- pirado. La actriz, interesada tal vez por la firma aristocrática de la epístola -Boisvilliers de La Roche-Ermel,- contestó dos palabras en una tarjeta, diciéndole que lo esperaba al día siguiente, a las cinco. Esta contestación sumió al principio a Felipe en una especie de loca embriaguez, a la cual se unió 35
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pronto un miedo terrible. La realización tan fácil y rápida de su sueño le causaba espanto. ¿No iría a ser objeto de un chasco monumental, de una broma pesada? Al día siguiente, a la hora de la cita, Felipe, con su manuscrito bajo el brazo, llegaba a la casa de la calle Tronchet, cuyo segundo piso Mary Gerald se dignaba ocupar. Al interrogar al portero, creyó ver en la fisonomía de ese hombre un aire, de misterio y de ironía. Subió las escaleras con el corazón lleno de zozobra. Cuando llegó ante la puerta de la grande artista, su emoción aumentó y llegó a una intensidad casi fulminante. Al fin llamó. Un olor de cocina, de cocina fina, le dió en la nariz en el momento en que abrían la puerta, y ese olor, que le produjo extrañeza en aquel lugar, que se le antojaba sagrado templo, le tranquilizó. Lo recibió una mucama joven y cuya cara agraciada, desdeñosa e impasible, daba fe de una experiencia poco común a su edad. Miró fríamente la tarjeta que le entregó, y lo condujo sin hablarle a una antesala, entrando ella en la pieza contigua llevando la tarjeta. 36
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Felipe oyó el rumor de varias voces varoniles, y luego una explosión repentina de ruidosas risas a las que siguió después un silencio. Pasado un instante reapareció la mucama, y abriendo ante el joven la puerta de la sala, le dio a entender que podía entrar, si gustaba hacerlo. La sala de Mary Gerald, aunque de reducidas dimensiones, respondía bastante bien a la idea que Felipe se había formado de ese santuario. La suave claridad de una lámpara de capilla, cortinas obscuras, reflejos de oro y seda, ramajes de plantas exóticas, un aroma penetrante de flores, una forma blanca semirrecostada sobre un diván, todo esto o algo así había imaginado el poeta. Pero lo que no figuraba en su programa era ese grupo de tres o cuatro señores de distintas edades que cortaba la armonía del cuadro y que lo afeaba a sus ojos. Sin embargo, la presencia de esos testigos importunos le fue útil. Sus risas equívocas sonaban aún a su oído; su altivez se despertó. Se presentó bajo esa impresión de orgullo, un poco pálido, algo cortado seguramente por su manuscrito, pero con aquel aire de príncipe arrogante que tanto impresionaba a la pobre Juana. 37
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Muy dueña de sus impresiones, Mary Gerald echó sobre el joven una mirada de suprema indiferencia, lo saludó apenas con la cabeza y le ofreció un asiento. Reanudó luego su conversación con su círculo. Felipe observó, con sorpresa, a pesar de su turbación, que era alegre, bromista; su lenguaje era un poco brusco y familiar, con salidas de tono de niña espiritual, rara, mimada y observaciones fantásticas. Notó también que al mismo tiempo que hablaba, lo miraba a menudo con sus ojos profundos y salvajes, donde se leía curiosidad. Pronto dejó languidecer la conversación, y su cara pálida tomó aire de fastidio. Los tres o cuatro señores de diferentes edades, todos muy distinguidos, se levantaron entonces simultáneamente, le besaron sucesivamente la mano y se retiraron con paso cadencioso. Ella se había levantado para acompañar hasta la puerta de la sala a esas visitas, y después volvióse hacia Felipe, empujando con su pie la cola de su batón. -Señor -dijole,- no comprendo muy bien vuestra conducta. Yo no soy la que recibe las obras... es mi director. 38
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-Señorita, he querido averiguar antes si el papel le gusta a usted... Si no fuera así renunciaría a presentar la obra. -¡Bah! ¿Y por qué? -dijo ella encogiéndose de hombros y sentándose bruscamente. -En primer lugar, en nuestro teatro no se representan piezas en verso. Debía usted dirigirse a la Comedia Francesa o al Odeón. -Le pido disculpas, señorita, pero varias veces se han puesto en escena en su teatro obras en verso. -¡Sí; antes; hace mucho tiempo! Pero siéntese... Y vamos a ver, ¿es ése vuestro primer trabajo? -Sí, señorita. -Entonces, quiere decir que solamente le conoce a usted su familia. -Así es. Lo miró con la maldad irónica que la antigüedad atribuía a las diosas, y después, inclinándose, prosiguió: -No ha sido mi ánimo ofenderle. ¿Trae usted su obra? -Aquí está, señorita. -Vamos a ver.
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La miró por varias partes, leyó algunos trozos con ojos de inquisidor y luego dijo: -¡Bueno, consiento! Léamela... Es un poco larga, pero en fin... ¿Tendrá usted suficiente luz con esta lámpara?... Acerque usted la mesa... No, me parece que no ve usted bien. Se levantó, arregló la luz y se tendió en su diván. -Vamos, principie. Alentado por esos preliminares, Felipe comenzó la lectura de su drama. Aquellos que han conocido ese martirio le concederán compasión fraternal. Había llegado a la mitad del tercer acto sin haber conseguido de su auditorio la más ligera señal de aprobación, ni una palabra, ni un gesto, ni un suspiro. Inmóvil, muda, en la actitud de un mármol sobre una tumba, la joven actriz, levantaba sólo de cuando en cuando sus pestañas para echar sobre el lector una rápida mirada y volver luego a su aparente estado de sopor. Realmente, Felipe creyó un momento que se había dormido, y sintió el frío de la muerte, del desconsuelo, correr por sus venas. De repente se puso de pie y fue a sentarse en frente de Felipe. Apoyó su codo sobre la mesa, dejó caer el peso de su preciosa cabecita sobre su mano, e incli40
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nada hacia el joven, los ojos fijos y húmedos, lo escuchó con avidez. Soñar que se cae en el vacío y despertarse de pronto en el esplendor de una vida, de la juventud, de la gloria, del amor, tal fue en ese minuto divino la sensación del poeta. Mientras terminaba su lectura, Mary Gerald conservó su actitud de recogimiento, sus dedos apartados sostenían su sien y levantaban la masa, espesa de su negra cabellera. Cuando cerró el manuscrito, vio que dos lágrimas se deslizaban por la cara de la actriz. Esta se levantó lentamente, haciendo crujir las sedas de sus ropas, dio la vuelta a la mesa y fue a pararse ante Felipe. -¡Señor! -le dijo con voz baja y un poco ronca, tocándole ligeramente sus hombros con sus dos blancas manos, -tiene usted mucho talento. Felipe sentía demasiada emoción para contestarla. Le quitó con suavidad de las manos el pañuelo con que acababa de enjugarse las lágrimas, y lo besó. -Guárdelo, si lo desea -díjole ella. No hablaba ya con tono tan despreocupado como antes; su voz se había revestido de esa gracia femenina y de esas inflexiones musicales que eran 41
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en el escenario uno de sus medios de seducción más poderosos. -¡Dios mío -dijo, como hablándose a sí misma, -verdaderamente me siento feliz!... ¡Es tan agradable hallarse dominada por un encanto, es tan bueno amar algo, tener fe en alguna cosa!... Con un gracioso movimiento echó hacia atrás su cabeza, y mirando al joven con sus ojos brillantes y húmedos, agregó: -¿No es verdad, señor Felipe? Felipe iba a contestar dándole la razón, pero esta escena muy agradable, por cierto, fue bruscamente cortada por la mucama endiablada, que abriendo la puerta exclamó: -Señora, ahí está el Conde. -¡Pues, que entre! -dijo Mary Gerald. -Quiere -continuó imperturbable la mucama, -hablar reservadamente a la señora. -¿Reservadamente? ¡Qué pretensión! ¡Se lo prohibo! Hágalo entrar. Un hombre cincuentón, alto y de aire aristocrático, entró en el salón, sonriéndose de un modo que dejaba ver todos sus dientes. Saludó, inclinándose hasta el suelo, llevándose una mano a la altura del corazón, y dijo: 42
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-Discúlpame; hermosa mía, pero te traigo la contestación de San Petersburgo. -¡Ah! ¿Y cuál es? -Te ofrecen cuarenta mil francos de sueldo, un sobresueldo diario de 150 y un beneficio. -No está mal -contestó Mary Gerald. -Pero, ¿usted sabe que tengo un adelanto de Lafosse de ochenta mil francos? El Conde se inclinó de nuevo hasta la alfombra y otra vez lució sus dientes. -Eso no seria dificultad. -¿Tiene usted ahi esa suma? -dijo irónicamente la joven actriz. -De cualquier modo, he cambiado de idea. Este señor acaba de leerme una obra donde tengo un magnífico papel. -¡Ah! -dijo el Conde. Llevóse otra vez la mano al corazón, saludó profundamente a Felipe de Boisvilliers, y le hizo el honor de enseñarle también sus dientes. Felipe, le devolvió su reverencia gravemente, enrolló el manuscrito de Fredegunda, y se dispuso a despedirse.
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-Pero, señor -díjole la actriz, -es necesario que me deje su obra; quiero recomendarla yo misma a Lafosse... ¿Conoce usted a Lafosse? -¿Lafosse? -Sí, mi director. -No, nunca le he visto, señorita... ¿Es indiscreto preguntarle qué clase de hombre es? -¿Lafosse? No es un hombre... Es un saltimbanqui... pero precisamente porque es un saltimbanqui y que no tiene ortografía, se encontrará muy dispuesto a poner en escena un drama en verso para darse aires literarios... Hasta la vista, caballero. -Señorita, no sé cómo agradecerle... -Mis bondades... No vale la pena, ¡adiós; señor! Felipe volvió a su casa muy emocionado. Durante la noche se despertó varías veces para llenar de besos el pañuelo perfumado que había puesto debajo de la almohada. Soñó también cosas extrañas, unas muy suaves, muy dulces; otras mucho menos agradables. Tan pronto Mary Gerald se le aparecía seria y encantadora como una musa, los ojos húmedos de pasión y de entusiasmo; se inclinaba sobre él y le murmuraba con voz encantadora: "¿No es verdad, señor Felipe?" Luego, de pronto, le pedía ochenta mil francos, hecho que le sumía en 44
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situación muy embarazosa; entonces, en virtud de una espantosa metamorfosis, tomaba el aspecto de un oso polar con colmillos relucientes que le saludaba irónicamente llevándose una pata al corazón. Estos sueños extravagantes y agitados reflejaban bastante fielmente las impresiones que Felipe había sentido en aquella primera entrevista que le hizo viajar por sacudimientos de la tierra al cielo y del cielo a la tierra, y que le dejó, finalmente, maravillado, embriagado, celoso, atormentado, de la Rusia y del universo entero, en suma, locamente enamorado. Después de dos o tres días transcurridos en una angustiosa y afiebrada espera (en esos días no se acordó maldito del doctorado), recibió una carta muy atenta del director Lafosse, quien, digámoslo, sólo era saltimbanqui por obra y gracia del vocabulario de Mary Gerald. El señor Lafosse había leído Fredegunda; la obra le gustaba y rogaba al señor de Boisvilliers fuese al teatro al día siguiente para determinar, de acuerdo con él, el reparto de los papeles, pues se proponía poner en escena inmediatamente ese notable drama. 45
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Aunque se exagera mucho, en general, la dificultad que experimentan los autores principiantes para conseguir la aceptación de sus obras en los teatros de París, no podía negarse que un éxito tan rápido y decisivo era un hecho excepcional, una verdadera caricia de la suerte. Felipe de Boisvilliers la debía, en parte, sin duda alguna, al mérito de su obra, pero también a la influencia tutelar de Mary Gerald, y, por último, a la circunstancia de que el director Lafosse tenía necesidad de renovar el cartel, y no tenía en cartera ninguna pieza importante para terminar su temporada de invierno. Como quiera que ello fuese, el hecho es que una semana más tarde Felipe asistía a los primeros ensayos de Fredegunda, y sus versos modulados por los labios armoniosos de Mary Gerald sonaban a su oído, como música divina. Las crónicas de los diarios anunciaban ya con mucho estrépito el advenimiento de un poeta dramático y saciaban con su nombre la curiosidad parisiense. Empezaba a saborear las dulces primicias de la gloria, y al mismo tiempo experimentaba el sentimiento de inquietud, de espanto, de pudor alarmado que causa a un alma delicada el gran día de la notoriedad. Pero a través de sus emo46
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ciones literarias, su amor por Mary Gerald seguía siendo el más vivo de sus intereses y la más punzante de sus angustias. La veía ahora todos los días en el teatro, algunas veces en su casa, y cada vez la adoraba con más fuerza, si bien en otros momentos se imaginaba que la aborrecía. Se reprochaba, en efecto, que no fuese exactamente la mujer que él había soñado, esto es, la purísima sacerdotisa del arte, tal como se la imaginaba antes, conservando en su vida de teatro una dignidad hierática, y viviendo en su casa como en un claustro, inspirándose en una soledad sagrada y no recibiendo en aquel santuario a ningún profano, exceptuando, naturalmente, a su joven poeta enamorado. Se irritaba y se desesperaba al ver sus costumbres un poco bohemias, su familiaridad con los compañeros de teatro, su disipación mundana, las galanterías que toleraba, los ramos que recibía de amigos, y hasta de amantes que la crónica escandalosa le atribuía. Y lo peor de todo, es que no por estas cosas la quería menos. ¡Al contrario! La actitud de la actriz hacia él era de tal naturaleza, que avivaba su pasión y sus sufrimientos. Bien
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fuera azar o intencionadamente, se conducía con él en forma muy caprichosa y muy desigual. Durante los ensayos, cuando no estaba en escena, se metía en las tinieblas de la sala en donde el joven autor se sentaba solitariamente. Oía el roce de su vestido cuando se deslizaba entre las butacas y divisaba en la penumbra su cara pálida. Le decía al oído algunas palabras llenas de coquetería y con su viso de ternura: -Señor, ¿no siente usted frío en este sitio? ¿Quiere mi manguito?... ¿Está usted satisfecho de mí?... ¿Sí?... ¿De verdad?... Entonces, ¿por qué está tan triste?... ¡Parece que estuviera usted meditando un suicidio!... ¡Es usted un ser muy extraño! Se alejaba luego discretamente y volvía al escenario a seguir su papel de joven reina bárbara. Aquello era encantador; pero, a los pocos instantes, la hallaba tan distraída, tan indiferente, que su corazón, dispuesto a abrirse, se cerraba en seguida. Frecuentemente, durante varios días, la actriz procedía como si no lo conociese, en tanto que prodigaba sus sonrisas y sus amabilidades a la turba multa de sus adoradores. Su altivez se indignaba, tomaba la resolución magnánima de ahogar esa pasión fatal, pero era en vano. 48
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Mary Gerald estaba entonces muy preocupada con una representación a su beneficio y que se decía iba a ser un acontecimiento parisiense. Debía presentarse en el papel de La Dama de las Camelias, que no correspondía al repertorio de su teatro, pero había sido autorizada para representarlo por una sola vez y a título de hecho extraordinario. Tuvo un éxito colosal y despertó fanatismo. Después del último acto, Felipe de Boisvilliers corrió a su camarín para felicitarla, pero la encontró tan bloqueada de corbatas blancas delirantes, que su entusiasmo quedó paralizado. Se situó modestamente y furioso en la sombra de un biombo, desde cuyo punto Mary Gerald no podía verlo. Iba a retirarse mortalmente triste, cuando le llamó: -¡Mi autor! Quédese, tengo que hablarle. Al oír esas palabras, la corte de la actriz se diseminó, y Felipe se quedó solo con la triunfante estrella. Lo miró fijamente con sus ojos relucientes de entusiasmo, y le preguntó con brusquedad: -¿Cómo me he portado, según su criterio? -Ha estado usted admirable. Le traía mis lágrimas candentes... ¡pero toda esa gente me heló! ... 49
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-Toda esa gente me hiela -contestó ella, imitando su tono compungido con una mueca. -¿Y qué? ¿Puedo acaso tomar un palo y echarlos?... Le comprendo perfectamente... Me doy cuenta de su manera de ser... ¡Le voy conociendo!... Al fin, estamos solos. ¿ Está usted contento? ¿Esto es lo que usted quiere?... Bueno. ¿Y qué saca usted con ello? -¡Ah! -murmuró el joven, con voz baja y emocionada. -¡ Tengo tantas cosas que decirle! -¡Tantas!... Mejor es que no las diga. Créame. Mientras hablaba se iba quitando los adornos de su traje. -Usted es una persona muy cumplida, muy correcta, como es lógico en un muchacho muy bien educado por gente excelente; eso se ve en seguida... Usted se casará seguramente con una mujercita buena como usted; lo presiento... Pues bien, ¿qué exige usted? ¿Cosas insensatas?... No; escúcheme, señor Felipe, voy a decirle lo que vamos a hacer: mañana es domingo, ¿Verdad? No tenemos ensayo. Vaya a buscarme a mediodía a mi casa; iremos juntos al cementerio de Montparnasse. -¿Al cementerio de Montparnasse?- dijo Felipe que se creyó objeto de una burla sangrienta. 50
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Pero Mary Gerald hablaba formalmente, y agregó con acento muy sincero: -Allí está mi pobre madre, amigo mío; voy todos los meses, y tendré mucho gusto en que me acompañe. Felipe le dió las gracias por esa prueba de confianza tan señalada, y, efectivamente, sintió mucha gratitud, del mismo modo que igual sentimiento hubiera experimentado cualquier hombre de su edad y de sus ideas románticas. -Y ahora -dijo ella, -béseme la manita y váyase. Al día siguiente Felipe estaba en casa de la actriz minutos antes de las doce. Estaba ya vestida y pronta a salir. El traje negro que se había puesto hacía resaltar la distinción de su belleza. Parecía feliz, cándida y tenía el aspecto de una joven patricia que se dispone a cumplir un acto de alta devoción. La calle Tronchet está muy lejos del cementerio de Montparnasse, y el joven sentíase felicísimo al pensar en tan larga soledad con su ídolo, cuando oyó con fastidio que se buscaba un coche de cuatro asientos. ¡La terrible mucama iba a formar parte de la comitiva! Esta sirvientita tuvo una sonrisita dia-
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bólica cuando se sentó en el carruaje de alquiler en frente de Felipe, que seguía consternado. ¿Para qué llevaba a su doncella? Es lo que nunca se sabrá. Las mujeres tienen malicias sutilísimas cuyo secreto guardan. En presencia de ese testigo subalterno, la conversación languideció. Hablaron de lugares comunes, formando la base de ella la representación de la noche pasada. Felipe, que estaba aburrido, divisó con placer los cipreses del cementerio y las piedras tumbales que anunciaban el término del viaje. Mary Gerald dejó a la sirvienta en el coche y saltó ágilmente a la ancha acera que contorna el murallón del cementerio. Se detuvo ante una tienda donde vendían coronas de siemprevivas, flores simbólicas y quincallería fúnebre. -Había pensado traer los ramos que me obsequiaron anoche en el teatro; pero luego desistí; no hay que amalgamar los géneros... Violetas y siemprevivas; esto es lo que le gustaba a mi madre, que era muy sencilla en sus gustos... Cómpreme esas flores, caballero y páguelas con su dinero, se lo permito... ¡Muy bien!… ¡Gracias! Pasó el brazo por el aro de la corona y seguida de Felipe, que llevaba los ramos, entró en el ce52
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menterio. Después de haber andado un poco por la avenida principal, se engolfó en el laberinto de callejuelas y senderos formado por las tumbas, con paso ligero y sin perder ni un instante la gracia suelta de su andar. Se paró, al fin, ante un monumento muy modesto que se componía de una cruz de piedra y de un montículo de césped rodeado de una verja de un metro de altura. -Aquí es -dijo, en voz baja. Quitó la corona ajada que colgaba de uno de los brazos de la cruz y puso en su lugar la que había traído. Después, volviéndose hacia Felipe para tomar las flores que le tendía, díjole con voz alterada: -No es muy hermoso; pero es cuanto pude hacer en una época en que la vida era muy dura para mí... ¡Y ahora… me gusta tal como es! Sembró, con movimientos llenos de gracia, las violetas y las siemprevivas sobre el montículo, y luego se arrodilló en el suelo con un gesto sincero, pero no exento de cierta teatralidad; dejó caer su frente sobre la verja y se puso a rezar o a soñar. Pasados algunos minutos, se incorporó, recogió de la tumba un ramito de violetas y se lo metió en el seno.
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Hizo una seña a Felipe con la cabeza, y deshizo el camino andado con el mismo paso ligero y rítmico. Al llegar al coche pareció vacilar un instante. Consultó su reloj, miró al cielo, y dirigiéndose a su mucama le dijo: -Elena, váyase a casa. Volveré a pie. Y mirando luego a Felipe, le preguntó: -¿Le gusta la idea? Leyó en sus ojos que la proposición le causaba placer. Tomó después el brazo de su joven acompañante, y se colgó de él como una novia, dirigiéndose unidos hacia París, siguiendo el camino de los bulevares exteriores. Estaba ella alegre y habladora como un pajarito. Se detenía ante los terrenos baldíos, en los corralones de madera, mirando las pilas de tirantes y la leña de quemar simétricamente colocada, ante las glorietas raquíticas de los merenderos, manifestando a su compañero que adoraba las cosas del campo. Hablando de los placeres rurales, tuvo ocasión de pedir a Felipe detalles de su pueblo y de su familia, escuchando con afectuoso interés la, descripción que él hizo de los antiguos castillos perdidos en los 54
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bosques, y de sus moradores; al referirse a su parentela, no citó a Juana. Era la primera vez que se sentía en el terreno de la confianza con la célebre artista, y también por vez primera se reveló a ella con todos los recursos de su talento brillante y generoso, realzados por la elegancia viril de su persona y por la aureola de su gloria naciente. Ella lo miraba a veces con sorpresa, y poco a poco iba perdiendo su locuacidad. Así llegaron al bulevar de los Italianos. Entre los varios y grandes edificios de aspecto monástico que se suceden a derecha y a izquierda de la calzada, se nota, o se notaba entonces, un pequeño pabellón precedido de un pradito y de un jardín: el jardín está cerrado del lado del bulevar por una reja y por una cortina de lilas ; el pabellón, al cual se accede por una calle lateral, es una construcción de estilo italiano, una villa en miniatura, con un solo piso encima de la parte baja y un tejado chato rodeado de una balustrada o baranda de piedra. Mary Gerald detuvóse bruscamente y se acercó: -¡Qué bonito! ¿Verdad? ¡Es un nido!... Aplicó su cara contra la reja y hundió su mirada a través de las lilas que el sol de abril empezaba ya a 55
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desplegar. En ese mismo instante, la ancha puerta-ventana del pabellón se abrió y dos personas bajaron los peldaños del umbral. Eran, al parecer, los dueños de casa, un hombre joven y una mujer joven también, ambos de aspecto extremadamente distinguido, en traje de mañana, pero muy cuidado y correcto. El joven, creyéndose a cubierto de miradas indiscretas, rodeó con su brazo la cintura de su compañera, y se paseó con ella durante algunos minutos delante del pabellón; le hablaba sonriéndose con tierna gravedad; ella le escuchaba moviendo rítmicamente su preciosa cabecita rubia y haciendo mimos como un niño. Era, en verdad, el grupo, la representación de una estampa inglesa: el amor bajo su forma más delicada, más graciosa y casta. Habían desaparecido detrás del ángulo del pabellón, y Mary Gerald permanecía aún con la frente pegada a la reja; cuando se dió vuelta, Felipe vió que lloraba. -¡Dios mío! ¿Qué tiene usted? -díjole. -¡Nada!... ¡Qué felices son! ¿Los ha visto usted? Seguramente dos recién casados. Al principio creí que eran hermanos, pero luego, por ciertos detalles, caí en la cuenta. Ese cuadro evocó otro: el suyo. Me 56
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parecía verle a usted junto con su linda mujercita... ¡Era un marco digno de usted! -¡Le ruego que no siga hablando de mi casamiento! -dijo Felipe con un gesto de fastidio que la hizo reír. Se enjugó los ojos, y se puso nuevamente en marcha. Apoyábase fuertemente en el brazo de Felipe, y, a su pesar, al hablar, imitaba el cadencioso movimiento de cabeza de la joven del pabellón, siguiendo sus instintos de cómica. Reanudaron su conversación en tono alegre y expansivo. Se entregaban mutuamente a la confianza, como dos colegiales en vacaciones, contándose sus cuitas, sus entusiasmos, sus simpatías, sus opiniones sobre todas las cosas del mundo. Cuando Felipe la dejó en la calle Royale en casa de su modista, le dijo: -¿Ha observado usted que hemos hablado de todo... menos de amor? -Sí -dijo ella, -lo olvidamos... ¡Qué lástima!- Y se escapó. Se fue, y Felipe sintió una pena inmensa. La encantadora, radiante y adorada, se fugaba. Volvía a ser presa del torbellino, París recobraba su actriz. La hallaría otra vez, seguramente, pero nunca 57
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como acababa de conocerla y de perderla, nunca tan cerca de su corazón, tan ocupada de él solamente, tan completamente, tan únicamente de él. Todo había terminado. Caía de nuevo en el vacío, en la noche, en el caos. Se vio un momento favorecido, como los pastores de las fábulas, por una divinidad, y desaparecida ésta, su existencia se hacía imposible. Exaltada su pasión a este extremo, estaba en camino de hacer locuras, y sólo faltaba la ocasión, y en estos casos nunca tarda. Al día siguiente, por la mañana, se le ocurrió rehacer solo el paseo que había hecho el día anterior con Mary Gerald. Volvió al cementerio Montparnasse, y recorrió toda la línea de los bulevares exteriores, recordando ávidamente sus impresiones de la víspera. Cuando llegó al pabellón de los Inválidos, tuvo la sorpresa de ver colgado en la reja un cartelón que decía: PABELLON AMUEBLADO SE ALQUILA Después de echar una ojeada al jardín, iba a seguir su paseo, cuando, de pronto, le asaltó una idea, 58
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y ese pensamiento hizo afluir toda su sangre al rostro. Titubeó, deliberó un instante, encogióse de hombros, y, finalmente, se dirigió hacia la calle lateral sobre la cual desembocaba el patio del pabellón. Un portero de facha respetable fumaba en la puerta y tomaba el sol. -¿Se alquila el pabellón? -preguntó Felipe. -Sí, señor. -Pero, ¿yo creía que estaba ocupado por un joven matrimonio? -Sí, señor; los principales locatarios... un inglés y su esposa... por cierto que les gustaba mucho la casa; pero la señora se halla un poco delicada, y van a pasar un año en Italia. -¿Entonces, alquilarían por un año el pabellón? -Primero por un año; después podría prolongarse el arrendamiento, según las circunstancias. -¿Puedo ver la casa? -Cómo no, señor. El pabellón tenía cinco o seis habitaciones solamente, todas pequeñas, pero amuebladas con exquisito gusto. Cuando terminó la visita, Felipe se informó, no sin ruborizarse un poco, del precio del alquiler. 59
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-Diez y ocho mil francos, señor -le dijo el portero, -pagaderos adelantados, o cuando menos la suma correspondiente al primer trimestre. Felipe de Boisvilliers disponía de una pensión anual de ocho mil francos que le pasaba su padre. No era muy fuerte en matemáticas, pero, sin embargo, calculó sin trabajo que un alquiler de diez y ocho mil francos, iba más allá de sus recursos. Pidió, en consecuencia, tiempo para reflexionar, y el portero tuvo la amabilidad de autorizarlo a que lo hiciera en el pequeño jardín lleno de lilas. Era el lugar el menos a propósito para semejantes reflexiones. Felipe volvía a hallar sobre la arena de las alamedas, las huellas de los enamorados de la víspera. Por su mente cruzó la suave escena de idilio que había arrancado lágrimas a los hermosos ojos de Mary Gerald. ¿Cómo resistir a la tentación de realizar el sueño que le había hecho llorar de envidia? ¿Cómo resistir al deseo de dar a la que amaba esa sorpresa y esa alegría? ¿Cómo ceder al aguijón amoroso de encerrarse con su amada en ese claustro encantador, de trabajar allí a su lado, de olvidar al mundo en aquel precioso nido? No resistió y decidióse a alquilar el pabellón. Pero como no estaba completamente loco y era un hombre honrado, sólo 60
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se resolvió después de haberse persuadido que disponía de los recursos necesarios para hacer frente a aquellos gastos dentro del plazo indicado. Sabía que una obra teatral que tiene éxito reporta al autor considerables beneficios. Todo le hacía augurar un gran éxito para la suya; pero, aun suponiendo que el triunfo fuese mediano, siempre daría lo bastante para cumplir aquel compromiso, y en último caso no renovaría el arrendamiento. En cuanto quedó decidido el propósito, lo puso en ejecución con esa especie de entusiasmo febril que se siente en aventuras peligrosas. Acompañado del portero fue a una escribanía de la calle de la Universidad, y allí se firmó el contrato de arrendamiento, después de ligeras explicaciones. Resolvió luego no ir al ensayo ese día, y dedicarlo por completo a su nueva instalación. Su mobiliario de la casa antigua no era muy importante, y con la ayuda de su criado la mudanza se hizo rápidamente. Cuando, al fin, tomó posesión de su pequeño palacio y se vio allí dueño y soberano, su entusiasmo decayó y mientras tomaba el fresco en el jardín, pensamientos melancólicos, empezaron a 61
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cruzar su cerebro como bandadas de aves fúnebres. ¿Qué sucedería, si por casualidad, la señorita Mary Gerald no demostraba entusiasmo por la combinación de vida que acababa de organizar sobre bases tan onerosas? ¿Si ella le rehusaba su concurso, si le dejaba solo en su costoso Edén? ¿Si acogía con burlas, con desdén de extraña visión que a él metiósele tan ligeramente en la cabeza?... Porque, a fin de cuentas, ¿en qué descansaba el hermoso castillo levantado con tantas dificultades? Sobre muy poca cosa: unas cuantas palabras, algunas impresiones escapadas al más versátil de los seres -a una mujer, -y a la más voluble de las mujeres- a una cómica. -Y por otra parte, ¿cómo participarle sus proyectos con suficiente delicadeza? ¿Se atrevería él? Llegó la noche, y con ella le entró el convencimiento de que había hecho un disparate, una verdadera locura, sin otro remedio que pagar los platos rotos. Se durmió con esas perspectivas y con la misma preocupación despertóse. Sin embargo, los pajarillos piaban alegremente entre las ramas de las lilas; el sol proyectaba sus rayos sobre el césped, el bullicioso París matinal daba señales de vida en los grandes bulevares, y todo esto infundió valor a Fe62
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lipe y provocó en él nuevo amor a la vida. Almorzó con apetito, y se fue al ensayo. Mary Gerald llegó al teatro casi al mismo tiempo, y en cuanto le vio en la penumbra de los bastidores, se le acercó: -¿Por qué no vino anoche? -preguntóle. ¿Estuvo usted enfermo? -No -contestó Felipe, -pero la mudanza ocupó todo mi día. -¡Ah! -replicó con aire despreocupado. ¿Ya no vive usted en la calle de Beaune? -No. Supe, por casualidad, que el pabellón de los Inválidos se alquilaba, y... lo arrendé. -¡Cómo! -dijo ella , mirándole con ojos estupefactos. -¡Eso no es posible!... ¡Qué idea! ¿Por qué? -Me gusta todo lo que a usted le agrada. Mary Gerald, que tenía rasgos de generosidad y que en la íntima conversación del día anterior se había dado cuenta exacta de la posición de Felipe, sintió una violenta contrariedad. Comprendió en seguida la extensión de la extravagancia del joven, y también el motivo que se la
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había impulsado. Sus cejas se fruncieron, le miró cara a cara y después se encogió de hombros. -Realmente -dijo, -usted está loco... ¡Le aseguro que está loco! Durante el ensayo la actriz declamó su papel con aire muy distraído y gesto de fastidio. En cuanto terminó, dijo a Felipe, al mismo tiempo que se envolvía en sus pieles: -¡Verdaderamente, está usted loco!... Después de todo, a usted solo le interesa. -Disculpe -contestó Felipe con cierta altivez, -no le pido a usted nada. Será feliz viviendo allí algún tiempo. Es un capricho que no tiene nada de ofensivo para usted; digo, me parece. -En buena hora -contestó ella con sequedad, y se fue. Esa noche trabajaba. Felipe comió en un restaurant del bulevard, y después de pasear su desaliento desde la Magdalena a la Bastilla, resolvió ir al teatro. En ese mismo instante Mary Gerald abandonaba el escenario. Fue a su camarín y llamó. -¿Quién es? -preguntó. -Yo, Boisvilliers. -¡Ah! No estoy visible, amigo mío, no puedo recibirle. ¿Qué pasa?... ¿Se le ofrece algo? 64
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-¡Oh, no!... Deseo darle las buenas noches. -Pues, ¡buenas noches! -gritóle. Y agregó con su risa cristalina: -¡Pase muy buena noche el hombre del pabellón! Felipe se retiró, y dirigióse a su casa, atravesando barrios desiertos. Su sirviente, que había trabado relaciones cordiales con el portero, lo recibió con cara de pascuas. -Señor -le dijo, -¡ qué buena idea tuvo usted al tomar esta casa! ¡Es un verdadero paraíso; un paraíso muy confortable! -Está bien -dijo Felipe, -déjeme. En cuanto estuvo en su cuarto se echó sobre un diván, el cuerpo quebrado, el cerebro y el corazón torturados, sintiendo al mismo tiempo, con todo el ardor de su edad y de su alma, las angustias del desencanto, de la humillación, de la inquietud, y sobre todo esto las punzadas de ese dolor profundo que causan los desdenes del ser adorado. Era ya muy tarde, casi las dos de la madrugada, cuando le distrajo de su angustioso ensueño el ruido de una discusión en voz baja que parecía venir del vestíbulo situado en la escalera.
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Reinó otra vez el silencio, pero luego parecióle oir ruido de pasos amortiguados sobre la alfombra. La puerta se abrió; Felipe se incorporó, y a pesar de su turbación entrevió confusamente la forma indecisa de una mujer. Un minuto después, y antes de que hubiera recobrado su ánimo, vio a Mary Gerald arrodillada ante él, con las manos juntas y los ojos hacia el cielo que le decía sonriéndose: -¡Aquí estoy!
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III Mary Gerald no era una de esas conquistas que llegan a causar cansancio. Era demasiado encantadora y ofrecía tan diversos aspectos que resultaba una mujer muy interesante. Además, su profesión de actriz le daba realce, y su talento envidiado halagaba al amante, siempre celoso e inquieto de su bien. Pero, como quiera que ello fuese, Mary Gerald, a pesar de su amor a Felipe, seguía siendo la cómica ávida de aplausos, de gloria y de festejos, y a los pocos días el pabellón de los Inválidos vióse invadido por la turbamulta de los adoradores de la actriz, con gran pesar de Felipe, que vislumbraba rivalidades en aquellos continuos visitantes. Sin embargo, Mary Gerald se dejaba llevar por su pasión, sintiendo que 67
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era para ella un sentimiento puro. Había tomado en serio ese idilio y representaba su papel con la misma sinceridad de Felipe. Quince días después aun hablaban de eternizar ese episodio poético de su vida. Acababan de almorzar y paseaban en el jardín y sostenían esta conversación que traducía fielmente su amor romántico: -¿Me jura usted que sólo escribirá obras para mí? -Se lo juro. -¿Aun cuando llegue usted a ser una celebridad? -Aunque eso suceda. -¿Y me promete también que cuando yo sea vieja ya no escribirá? -Se lo prometo. -¿Verdad? -¡Verdad! -¿Para nadie? -¡Para nadie! -Cuando llegue ese día, nos iremos a vivir al campo, ¿no es cierto? -Ahora mismo, si usted quiere. -No; escuche un secreto... al oído... ¡Le amo!
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Apenas acababa de decirle esa deliciosa tontería, cuando vieron acercarse al sirviente de Felipe con la cara descompuesta. -¡Señor -dijo, azorado, -ahí está su señor padre! -¡Mi padre! -dijo Felipe, poniéndose muy pálido. Este incidente tan fácil de prever y que debió, por otra parte, presentir, teniendo en cuenta algunas frases de las últimas cartas de su familia, le anonadó como si fuese una catástrofe de carácter sobrenatural. Mary Gerald, al contrario, parecía en cierto modo agradablemente emocionada, pues el caso presente la recordaba la llegada del padre de Armando en La Dama de las Camelias, y esto completaba la situación. Hasta pensó, en el primer momento, que era a ella a quien el señor de Boisvilliers deseaba hablar. -No, señora -dijo el mucamo, -es al señor. En el mismo instante, el señor de Boisvilliers apareció destacándose su alta estatura en la entrada de la sala; avanzó y echó una mirada al jardín. Mary Gerald se inclinó ligeramente, y él le devolvió el saludo con grave cortesía y entró en el salón.
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Felipe estaba ya allí, y siguió a su padre, cerrando la puerta. Iba a abrazarle, pero el señor de Boisvilliers le detuvo con un gesto. -Dime. ¿En qué casa estoy? -Padre mío... Estás en mi casa. -¿Has heredado, sin que yo lo sepa? -Te comprendo, padre mío; pero piensa que sólo alquilé este pabellón por un año, y tengo la seguridad de poder pagarlo con el producto de mi obra, pues creo que ya no es un secreto para ti que va a representarse un drama mío. -¿Y si fracasa? -Todo el mundo está persuadido que será un éxito. -Hijo mío, contraer deudas que no se está seguro de poder pagar, es faltar a las leyes del honor, ¿me entiendes? ¡Manchas nuestro apellido! ¡Basta ya! Felizmente, tu madre ha muerto. Es cuanto tenía que decirte. ¡Adiós! Y el rígido anciano salió precipitadamente de la sala y luego del pabellón. Mary Gerald, que acechaba curiosamente su salida al través de la reja que cerrada el jardín, le vio subir en el coche que le había traído, y comprendió que la escena debía haber sido tan penosa como 70
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corta. Se apresuró a ir al encuentro de Felipe, a quien halló sollozando. -¿Qué es eso? -le dijo. -No sea usted criatura... Le creía a usted más valeroso. -¡Valor! exclamó él en medio de sus lágrimas. -¿Qué valor puede tenerse para estas cosas? ¡Mi padre me ha dicho palabras atroces! -Dígamelas, vamos, tenga confianza en mi. -¿Creerá usted que sospecha que vivo aquí a expensas de usted?... ¡Mi padre me cree capaz de semejante infamia... mi padre!... Y nuevos sollozos hincharon su pecho. Ella se arrodilló ante él, le tomó las manos, se las besó, le murmuró mil ternuras y le apaciguó poco a poco; ella misma acabó por sonreírse al decirle: -Es cuestión de paciencia lo que necesita usted... Dentro de quince días subirá a escena su obra y se irá a las nubes. Su padre de usted volverá de su pueblo para verla, llorará de gozo... y hasta me abrazará... ya verá usted. -Sí, tiene usted razón -dijo, reaccionando, -son éstas, pruebas comunes a todas las vidas de poetas y de artistas. ¡Si no fuese así, sería demasiado hermoso! 71
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Los dos se fueron al teatro a la hora del ensayo. Ese día, Felipe escuchó el drama con más recogimiento que nunca, pues comprendía que nunca habían estado más ligados sus intereses a la suerte de Fredegunda. La estimación y el cariño de su padre, la opinión de sus amigos y de sus relaciones, su buen nombre, su honor- tal vez su amor,- estaban tan en juego como su porvenir literario. En cuanto a él ya no se sentía capaz de juzgar el mérito de su obra; sus versos sonaban a su oído como vagas sonoridades sin color y sin relieve. Ese día, más que nunca, parecióle que sus líricas tiradas retumbaban en la sala vacía como letanías mortuorias. Cuando comunicó su pesimismo a Mary Gerald, ésta le dijo: -No diga usted majaderías. Su drama es magnífico... y usted también. Es la falta de público. Ya, verá usted. Esto le tranquilizó, pero lo que más seguridad le infundió, fue la agitación que iba cundiendo en los círculos parisienses en torno de Fredegunda, a medida que se acercaba la noche del estreno. Aceptó esto como un augurio feliz. Los diarios caldeaban continuamente la pública curiosidad con 72
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sus habituales indiscreciones. Se citaban trozos de la obra y aparecían biografías del autor; se daban detalles de las decoraciones y de los trajes que luciría Mary Gerald; se elogiaba al empresario director el señor Lafosse que había tenido el mérito de descubrir a un "nuevo" y que le prodigaba generosamente todos los recursos de una fastuosa "mise en scéne". Aturdido y algo embriagado con todo ese ruido, absorbido además por las correcciones de última hora, por las diligencias y pasos que tuvo que hacer en las redacciones de diarios influyentes y también por los pedidos de entradas, Felipe no pudo ya reflexionar y se entregó por completo al entusiasmo y al placer de la aventura. Mary Gerald participaba de la misma fiebre entusiástica y de ese ardor que acomete a los artistas dramáticos las vísperas de las grandes batallas. Tenía arranques de valentía, y de loca alegría, para caer luego en abatimientos desesperados. -¿Sabe usted una cosa? -preguntó un día a Flelipe. -Hay momentos en que su drama me parece estúpido. Sufriendo todas estas emociones preliminares, llegó, al fin, el día solemne. No hubo ensayo gene73
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ral, pues Mary Gerald no quiso imponer a sus trajes contactos que le quitasen su novedad. Era tarde, Felipe fue al restaurant Brébant a encargar la cena con que quería obsequiar a sus intérpretes después de la representación. Después se dirigió a elegir ramos de flores para las actrices, y cumplidos estos deberes galantes, pasó el resto del día paseando en su jardín, mientras Mary Gerald celebraba con su modista, una conferencia trascendental. Minutos antes de las ocho, encaminóse al teatro, vestido de frac, sin poder ocultar la emoción que le embargaba. Subió al escenario, donde las bambalinas iluminaban los jardines de una casa de campo merovingia, y vióse saludado por los maquinistas y las camareras de los artistas. Oyó, detrás del telón aun corrido, el rumor del público que iba apresuradamente aglomerándose en la platea y en los palcos; ese rumor le causó una extraña sensación de frío. Mary Gerald apareció radiante de belleza y de entusiasmo, luciendo un magnífico trajo de larga cola, cuya punta llevaba su sirvienta. Le alargó la mano, sonriéndole valientemente; después hizo señas al traspunte y vio que iban a empezar. 74
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El empresario le había reservado un palco "avant-scene", en el cual los dos iban a presenciar la función. Felipe se lo hizo abrir, y apenas había penetrado cuando sonaron los tres golpes reglamentarios. Reinó un gran silencio y el telón se levantó lentamente. Es un instante terrible. Desde ese minuto, vuestro nombre, vuestra persona, ya no os pertenecen son de ese público indiferente e irónico que está allí, y ya no hay retirada ni fuga posibles; se está bajo prensa y hay que sufrir la presión. En el mismo momento en que el corazón de Felipe luchaba con esas violentas sensaciones, otro joven corazón -a cien leguas de distancia, -se agitaba con casi igual angustia. Era el de Juana de la Roche-Ermel. A pesar del absoluto silencio que la familia había observado sobre el estreno literario y dramático de su primo, había sido informada por las indiscreciones más o menos involuntarias de la vecindad; había también hallado el medio de hacerse prestar los diarios, y sabía exactamente el día y la hora del acontecimiento. Sabía, pues, que ese primo, del cual no hablaba nunca, pero al que conservaba a pesar de todo un culto secreto, debía esa misma no75
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che librar su primera batalla. Estaba muy poco al corriente de las cosas de teatro, pero con su inteligencia muy despierta se había dado cuenta clara de la importancia y de los peligros de esa prueba. Con un sentimiento que le honraba mucho, deseaba ella ardientemente el éxito, aunque comprendía que el triunfo alejaría aún más a Felipe y le impulsaría a mayores ambiciones. Esta niña generosa llevó todo el día, en medio de sus quehaceres y bajo una aparente serenidad, el fardo de sus inquietudes. Por la noche, ya no pudo aguantar; necesitaba un confidente. Seguida de un antiguo criado de su padre, y con el pretexto de una obra de caridad que cumplir, cruzó, a la luz de las estrellas, la apacible alameda que iba desde el castillo al pueblo de La Roche-Ermel. Había a la entrada del pueblo una pequeña iglesia rodeada de tumbas verdes; entró y fue a prosternarse en la penumbra, rezando con toda su alma por él. Volvamos a París. El empresario-director, el señor Lafosse, se hallaba con Felipe en el palco, y los dos silenciosos, recogían las menores impresiones del público con esa susceptibilidad aguda que toma el sentido del oído en esas ocasiones. 76
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El primer acto de Fredegunda fue escuchado sin entusiasmo, pero con cierto respeto. Felipe interrogó al señor Lafosse, y éste le contestó cuando terminó el acto: -El público está un poco frío; pero, al fin esto no deja de ser satisfactorio para un primer acto. Durante el segundo, se produjo un incidente enojoso: una tentativa de aplausos oficiales, después de un monólogo de Chilperico, que fue reprimida enérgicamente. -El público está duro -dijo el empresario. Después salió del palco y no volvió. En el curso del acto siguiente, el mar de fondo era evidente; el rumor de las conversaciones particulares empezó a acompañar la voz de los actores; de cuando en cuando ruidosos bostezos salían de varios puntos del teatro. Felipe experimentaba una angustia que iba creciendo, un frío mortal que iba envolviéndole. Se fue al escenario, pero allí vio caras hostiles, rostros desanimados. Los actores esquivaban su encuentro; los maquinistas se permitían bromas groseras. No esperó a Mary Gerald que tenía que cambiar de traje, y volvió a enterrarse en su palco fúnebre. 77
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Los dos últimos actos fueron una derrota. Un drama merovingio, cuando no llega a ser sublime, corre el riesgo de ser ridículo. Llegó un momento en que Chilperico no pudo ya abrir la boca sin arrancar convulsiones de hilaridad en el público. Fredegunda, sin embargo, no carecía de valor literario; pero era una obra compuesta defectuosamente, sobrecargada de parlamentos, y de arranques líricos, desprovista de acción y falta de interés. El papel de Mary Gerald, arreglado con excesiva complacencia, era, particularmente largo, y convertía la obra en un monólogo en cinco actos. En suma, un drama aburrido, fastidioso. Moría bajo el peso de su reputación prematura: se le había hecho demasiado reclamo, se le había elogiado anticipadamente, y el mal humor del público, estaba en proporción del desencanto. Cuando se anunció el nombre del autor, en medio de un horrible tumulto, en medio de risas y de silbidos, Felipe de Boisvilliers se fue al escenario, como un hombre cuya casa se quema y que corre a salvar lo más valioso. Subió apresuradamente la escalerilla que conducía al camarín de Mary Gerald. Desde la ex78
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tremidad del pasillo, que estaba lleno de figuras de condolencia, oyó gritar por su puerta entreabierta: -¡Que no entre nadie, nadie! ¡No quiero ver a nadie! -¿Ni a mí? -dijo Felipe, presentándose. -¿A usted? ¡Si usted quiere! Se puso frente al espejo, y fue quitándose nerviosamente las alhajas, sus pulseras, su corona, que iba tirando sobre el diván. Después, con tono áspero, le dijo: -¿Y qué? ¡Nos hemos equivocado! ¿Qué quiere usted? -¿No cree usted que la obra pueda resurgir? -preguntó el pobre muchacho. -¡Qué disparate! ¡Nunca! Reinó una pausa, y luego él la dijo: -Ya sabe usted que vamos a cenar. -¿Cenar?... ¡Gracias! -¿De modo que usted no va a ir? -¡Seguramente que no! No tengo apetito... ¡Déjeme, se lo ruego! -Bien. ¡Adiós! -¡Adiós!
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Abandonó el camarín, fue sucesivamente dando las gracias a sus intérpretes, les recordó que les esperaba para cenar, a pesar de su mala suerte, y se dirigieron luego al restaurant Brébant. Reinó al principio de la cena cierta frialdad, y la cosa no era para menos. Esta tirantez, aumentada por la ausencia de Mary Gerald, fue cediendo con el vino y el excelente "menú", y ante la exquisita cortesía de Felipe, los actores y actrices depusieron su actitud embarazosa. Felipe hacía de tripas corazón, y aguijoneado por su altivez, quería caer noblemente como los antiguos gladiadores. El público había demostrado mucha dureza para el autor, y los que cenaban se la devolvieron con creces. Un comiquillo que había desempeñado el papel de uno de los asesinos de Fredegunda, y que era un gran bromista, se despachó a su gusto contra la concurrencia y dijo que casi toda estaba compuesta por sus acreedores. Esta salida fue saludada con repiqueteos en las copas. El actor característico, que hizo de Chilperico y que era un excelente hombre, tomó entonces la palabra y habló en tono campanudo.
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-Señor -dijo a Felipe, -crea en mi experiencia. Puedo decirle, se lo hubiese dicho hace tiempo, -agregó, -que lamento profundamente... -¡Vamos! Acaba de una, vez -gritóle el comiquillo de antes. -Pues bien, señor -prosiguió Chilperico, -he aquí lo que quería decirle: hay tres cosas en su obra... -¡Cuatro! -exclamó el comiquillo. -Hay, repito -siguió diciendo el característico, -tres cosas en su obra... -¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Diez! ¡Veinte! ¡Hay un mundo! -aulló el comiquillo. -¡Hasta estoy por decir que están las cinco partes del Universo... y la rosa de los vientos!.. Exaltadísimo se levantó, subióse encima de la silla, y alzando su copa: -Señoras y señores -dijo, e interrumpiéndose imitó el ruido de los silbidos y de los gritos del público, -la obra, que hemos tenido el honor de representar, es del señor Felipe de Boisvilliers... Mientras su peroración no cesó un momento de intercalar silbidos y gritos. Cuando hubo terminado, volvió a sentarse lanzando grandes carcajadas.
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Esta farsa, que Felipe no tomó a mal, coronó la cena. Eran cerca de las tres de la madrugada cuando llegó a su pabellón de los Inválidos. Había tomado un coche, y durante el camino, en medio del desorden de su espíritu, una preocupación única le dominaba. ¿Hallaría en su casa a Mary Gerald? En cuanto entró, preguntó al portero: -¿La señora, ha venido? -No -le contestó el portero. No podía dar crédito a tan cruel abandono. Se figuró que algún accidente le había retardado, o que tal vez estuviera indispuesta. En su naufragio total, se agarraba con obstinación desesperada a aquella mano, a aquel corazón, a aquel encanto que sólo le sostenía sobre el abismo. Se paseó durante mucho tiempo en su cuarto, deteniendo, su marcha al menor ruido. Al fin amaneció. Hasta entonces luchó con energía contra todas las decepciones y las angustias de aquella terrible noche, pero cuando la luz del día iluminó su situación, alejando los últimos fantasmas de sus ilusiones, cuando comprendió que su amor estaba perdido y había naufragado con todo lo demás, desfalleció, sintió inmensa pena y vertió las más amargas lágrimas de su vida. 82
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Cuando pudo ordenar sus pensamientos, aquello fue otro suplicio. El desastre era tremendo, pues aparejaba, además de la herida a su amor, mortificaciones, miserias y preocupaciones, tantas y tan grandes, que surgió en él la idea de adoptar una extrema resolución y pensó en la muerte. Pero el suicidio que, a nuestro modo de ver, no es ni una cobardía ni un acto de valor, es y será siempre una debilidad, pues es el temperamento moral el que sucumbe en la lucha. Por muy apesadumbrado que estuviese Felipe, no lo estaba lo suficiente para olvidar los sanos principios inculcados por su familia y por la religión. Quiso, ante todo, estudiar su situación económica, pues esto es lo que afectaba principalmente a su honor, porque ya no podía esperar ninguna clase de recursos de su obra. Consideró que el alquiler de aquel pequeño hotel, los gastos de la casa, que fueron su consecuencia, las flores y ramos, la cena y accesorios, constituían un respetable pasivo. Escribió ese mismo día a su padre una carta, redactada en estos términos:
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"Querido padre: Mi obra ha sido silbada, mi amante me ha abandonado y debo veinticinco mil francos. Acepto mis penas que son grandes, como expiación de aquellas que te he causado. Voy a mudarme de casa, renuncio a la literatura, y te ruego seas bueno y pagues mis deudas. Te abraza con cariño, y respeto." Fue él mismo a echarla al correo, y tuvo durante el camino la curiosidad de mirar los carteles de los teatros para saber la suerte de Fredegunda. Al día siguiente, al leer los diarios, apuró el cáliz de la amargura. Supo que su amante había rescindido su contrato con el empresario y que había salido para San Petersburgo. Dos días más tarde, en compensación, recibió un cheque de su padre con los 25.000 francos pedidos. La carta no hacía la menor alusión a nada de lo ocurrido. Comprendió que su padre, antes de devolverle su confianza y estimación, quería ver si la merecía, mediante una vida reformada y seria. Le escribió agradeciéndole el dinero y prometiéndole enmendarse. Aunque ya no pesaba sobre su corazón una de sus más graves preocupaciones, permaneció aún du84
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rante mucho tiempo herido del golpe terrible sufrido por sus ilusiones desvanecidas. Fue a refugiarse en San Germán, en donde permaneció una parte del verano, sin poder, durante ese tiempo, sacudir su desaliento y postergando de día en día la reanudación de sus ocupaciones y de sus deberes sociales. Era el año de la guerra fatal. En cuanto se declaró, tuvo un grito de resurrección. Hacia fines de julio, el señor de Boisvilliers fue informado de las resoluciones de su hijo por esta lacónica carta: "Querido padre: Acabo de enrolarme, para mientras dure la guerra, en el 2.° regimiento de zuavos. Estoy seguro de que usted aprobará mi conducta. Mañana me incorporo a mi regimiento en Chalóns. Le escribiré siempre que me sea posible." A partir de ese día, cinco mortales meses transcurrieron sin que el padre y el hijo pudieran comunicarse noticias.
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IV El hambre venció a París. Se ha firmado la paz. En un cuarto de la parte baja de una granja aislada, a pocas leguas del Mans, un joven está en la cama de un aldeano, colocada cerca de una ventana. Una fiebre alta le agita. En cuanto cierra los ojos, visiones extrañas le asaltan, escenas tumultuosas de combates, violencias sanguinarias, que se amalgaman de pronto con fiestas teatrales, luces, mujeres, rumores de aplausos y silbidos. Se pasa una mano por la frente, la única que puede mover, y mira afuera al través de los estrechos cristales de la ventana. Es de noche, y la nieve, cubre una vasta extensión de campos, cercados por algunas ruinas; reina un triste silencio interrumpido de cuando en cuando por los 86
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prolongados ladridos de los perros -es la tierra desolada de la patria. ¡Pobre Felipe! ¡Todo es tiniebla! ¿Había perecido su padre en este inmenso desastre? Y si vive, ¿cómo no corre en auxilio de su hijo? Este hijo se ha conducido solícitamente. Tiene conciencia de haber expiado los errores de la juventud. ¿Por qué su padre le abandona? ¡Oh, si viviera, si viviera! Si, se halla en camino, ha recibido la última carta de su hijo, la última solamente. Esa carta no le ha tranquilizado, pues tiene quince días de fecha, y en ella Felipe le decía solamente que vivía y estaba en el ejército de Chanzy, en el instante que principiaba su retirada sobre el Mans. ¡Qué de combates desde entonces! ¡Cuántos muertos! El señor de Boisvilliers se puso en seguida en camino para el Mans; halló algunos camaradas de su hijo y éstos le dijeron que Felipe estaba herido y se encontraba en una granja, pero no pudieron precisarle el punto. Se puso entonces a seguir el camino recorrido por los ejércitos, interrogando a las ambulancias, indagando día y noche. 87
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En un pueblecito llamado Livry, acaba de saber que un joven oficial herido ha sido recogido en una granja y está atendido por el médico de la localidad. Se ignora su nombre. El alba proyecta sus primeras claridades sobre la nieve. Una gran sombra pasa de pronto por la ventana de la granja. Los ojos de Felipe se dilatan espantosamente. -¡Estoy loco! -murmura. La puerta se abre; lanza un grito de inmensa alegría: -¡No, no estoy loco... es mi padre! -Sí; hijo mío, sí; soy yo, tu padre que te quiere. Dime. ¿Estás herido? -¡No, muy poco... aquí... en el hombro!... ¡Ah! ya estoy curado; te tengo a mi lado.
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V Durante el otoño de ese mismo año, una noche de septiembre, se cantaba Roberto en la Opera. La marquesa de Ta1yas, joven, rubia, de extraordinaria belleza, ocupaba un palco en compañía de su marido y de sus primos, la señora y el señor de Libernay y de otros amigos. Al final del tercer entreacto, el señor de Talyas, que era hombre de porte muy distinguido y elegante, a pesar de sus cuarenta y cinco años, interrumpió de pronto su conversación con la señora de Libernay, y dirigió sus anteojos con marcado interés hacia uno de los pasillos de la platea. -¡Sí, ahí está es mi hombre! Al mismo tiempo, se levantó precipitadamente, tomó su sombrero y salió del palco. 89
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-¿Qué le pasa? -Preguntó la señora de Libernay a la señora de Talyas. La joven Marquesa hizo con la cabeza y con la mano un gesto de indiferencia suprema, como mujer que ha renunciado hace tiempo a penetrar los secretos de su marido. Sin embargo, después de un minuto de reflexión, levantó su anteojo y lo dirigió hacia las butacas. En seguida vio al señor de Talyas en animada conversación con un joven que parecía manifestar mucha sorpresa. El entreacto iba a terminar; los dos hombres cambiaron un apretón de manos, y segundos más tarde el marqués de Talyas volvía a su palco. -No me había engañado -dijo, alegremente. -¡Era él, un buen muchacho! Estoy encantado de haberle hallado... Es encantador... ¿Le has visto, querida? -¿Quién? ¿Qué joven es ése? -¡El joven del campanario! -¡Ah, sí! -dijo con tono muy tranquilo la señora de Talyas. -Pero cuenta esa historia a estas señoras, que no comprenden nada de lo que pasa, y que te toman por loco. Todos los presentes insistieron para que el Marqués contase la historia del joven del cam90
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panario, y el señor de Talyas la narró en estos términos: -Ustedes saben que, durante esta desgraciada guerra, yo mandaba, la guerrilla de movilizados de mi pueblo. Después de los combates de Orleáns quedaron muchos huecos en mi batallón. Los rellené como pude, recogiendo hombres aislados de cualquier arma que venían a ofrecerse en mis filas, porque mis cuadros eran buenos y yo tenía fama de disciplinario... Un día llegó un joven que se había, enrolado en los zuavos al principio de la guerra; su regimiento estaba prisionero en Alemania; él, no sé cómo, se escapó, pasando por Bélgica y vino a incorporarse al ejército del Loira... Era un rasgo. Me gustó en seguida por su simpática presencia y su valentía; cuando se entusiasmaba, con su bigote retorcido, su kepis coquetamente puesto y sus ojos de fuego, recordaba a los caballeros de la corte de los Valois... y sólo le faltaba para mayor semejanza, la perla en la oreja. Hubo otra cosa más que me le hizo simpático. Tenía por costumbre, tronase o nevase, bajo el fuego del enemigo y en cualquier circunstancia, de atildarse y de cuidar mucho sus uñas. Esto me recordaba la frase de Daru a Beyle -creo que fue 91
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allí,- durante la retirada de Rusia: "Se ha arreglado usted la barba, señor; ¡usted es un valiente!" Los camaradas le habían nombrado teniente. Durante la retirada sobre el Mans, mi batallón se halló un día en muy difícil situación. Sin entrar en explicaciones estratégicas que alarmarían a estas señoras, y que, por otra parte, me siento incapaz de darles, les diré a ustedes, en dos palabras, que estaba situado con mi batallón en un pueblo donde debíamos sostenernos el más largo tiempo posible. Había distribuido a mis hombres en las casas y en los jardines, y yo me había atrincherado con el resto detrás de una fuerte barricada en la calle principal del pueblo. Frente a nosotros, poco más o menos a un kilómetro, había un bosquecillo y muchos prusianos escondidos. Tiraban sobre nosotros y contestábamos a su fuego con nuestros defectuosos fusiles y un obús. El ataque del enemigo era flojo, y como en el flanco derecho oíamos una fusilería muy nutrida y lo mismo a nuestra izquierda del lado del campo, esto llegó a inquietarme y a mi gente también. La comarca era llana, boscosa, y cortada, por muchos setos, circunstancias que nos impedían ver lo que ocurría en nuestros flancos... Buscaba un observatorio desde el cual pudiese dominar un poco la región. 92
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La iglesia del pueblo, en la cual se apoyaba uno de los costados de nuestra barricada, estaba por casualidad en reparación, y se habían olvidado una escalera cerca de la pared. La utilicé para subir a una pequeña galería con barandilla que contornaba el campanario a la altura de las campanas. Una vez allí, reconocí que dos pueblecitos cercanos, que estaban a la izquierda y a la derecha del nuestro acababan de ser tomados por el enemigo, dejándonos a vanguardia; de los dos lados, los prusianos se replegaban sobre nosotros, y al mismo tiempo la fuerza que teníamos al frente salía del bosquecillo e iniciaba su avance. Estábamos copados, y sólo quedaba la fuga, si se podía. Hice la seña convenida a uno de mis oficiales y sonó el clarín; el batallón se reconcentró apresuradamente, y se puso en retirada a paso redoblado hacia, los bosques que teníamos a retaguardia. A pesar del natural pánico, no abandonamos nuestro cañón; pero al desemplazarlo de la barricada, derribamos la escalera y ésta quedó tendida en la calle. Quiero suponer que mi tropa me creía abajo. Cuando me di cuenta de la situación, mis soldados corrían en tropel, y mis gritos de llamada quedaron ahogados por los estampidos del cañón y los tiros 93
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de la fusilería. La cosa no tenía remedio; estaba prisionero en el campanario, y abandonado. -Me hubiera gustado verte -dijo la Marquesa. -Pues, hija, confieso que me hallaba muy mal, y lo que es peor, en situación asaz ridícula. Felizmente, los prusianos ignoraban mi episodio; me veían, claro está, pero por lo mismo suponían que mi tropa no había abandonado el pueblo. Por eso seguían el fuego con encarnizamiento. La idea de fijar bandera blanca me asaltó, pero el recurso me repugnaba. De pronto, oí que me llamaban desde el pie del campanario: -¡Mi comandante! Miro, y reconozco al caballero de la época de los Valois... Había notado mi ausencia, y volvía a buscarme... solo... Era otro rasgo. -¡Mi comandante! -¿Qué quiere, amigo mío? -Usted no puede continuar ahí. -¡Claro! Pero el caso es que han sacado la escalera. Soltó una exclamación muy poco parlamentaria. -¿No puede usted bajar, comandante, por el interior de la iglesia? 94
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-¡Imposible! ¡A menos que no baje a caballo de una campana!... ¡Está bien, váyase, amigo, que el enemigo se acerca! -Espérese un poco -gritó. Al mismo tiempo le vi saltar la barricada y levantar la escalera. Era ésta muy pesada y grande, y tarea ímproba, hacíase para un solo hombre el moverla. Y la cosa era aún más difícil teniendo en cuenta el fuego endiablado de los prusianos. Estos avanzaban y hallábanse ya a la entrada del pueblo, Grité al valiente muchacho: -¡Escapa! ¡Huye! ¡Te vas a hacer matar! ¡Déjame! -¡Mi comandante, la iglesia arde! Era verdad. Un cañonazo había incendiado el maderamen y olía a chamusquina. Confieso que sentí un miedo atroz. La idea de morir abrasado me ponía los pelos de punta. Dejé al muchacho que maniobrara. Al fin pudo colocar la escalera. Le abracé, y al apretarle le hice gritar; el pobre muchacho tenía un hombro fracturado de un balazo. Pero era valiente, muy enérgico, y a pesar de su herida conseguimos llegar al bosque. Al día siguiente, mi salvador se hallaba muy mal y le hice llevar a la casa de unos aldeanos que me prometieron cuidarle... 95
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Desde entonces nada supe de mi ex soldado, cuyo nombre ignoraba o del cual no me acordaba. ¡Juzguen ustedes de mi sorpresa al reconocerle hace un instante aquí, en la Opera! ¡Aquí tienen ustedes su tarjeta! La Marquesa tomó la cartulina, y leyó a media voz: "Felipe de Boisvilliers de La Roche-Ermel". -Yo quisiera verle de cerca -dijo la señora de Libernay. -Pues, prima, aquí le tienes -dijo el señor Talyas. Con semejante prefacio, claro está que la entrada de Felipe de Boisvilliers en el palco fue triunfal. La misma señora de Talyas, que era sumamente fría, se levantó de su asiento y alargó su mano finamente enguantada al joven. -Tengo sumo placer en conocerle- díjole, con una vaga, sonrisa. Se sentó detrás de ella, y la Marquesa le interrogaba dándose vuelta de cuando en cuando. -¿Ha sido muy larga su convalecencia? -Si, señora, bastante prolongada. Fui con mi padre a Cannes, y allí pasé tres meses hasta que estuve completamente bien. -¿De manera que no queda rastro de la herida? -Ninguno. Estoy perfectamente. 96
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-Espero que este invierno le veremos. -¡Señora!... -Ahora forma usted parte de la familia... Cuando se ha sido camarada en el campo de batalla... eso es un vínculo. -¡Señora!... -Señor -dijo la señora de Libernay, que era una morena muy bonita, de ojos ardientes; -yo también soy de la familia; le ruego que no lo olvide... Mañana damos una pequeña reunión, poca cosa... Si se encuentra dispuesto a bailar... y aunque no baile, tendremos mucho gusto en verlo en nuestra casa, que le ofrezco. -¡Señora, muchísimas gracias! El entreacto iba a terminar. El señor de Talyas acompañó a Felipe hasta la puerta de entrada de la platea. Cuando volvió al palco, todos los tertulianos entonaban himnos de alabanza en honor de su joven amigo, excepto la señora de Talyas, quien, como ya lo hemos dicho, no era comunicativa. Felipe de Boisvilliers, después de su permanencia en Cannes, se había reinstalado en París. Ya nadie se acordaba de la desgraciada aventura literaria del joven señor de Boisvilliers, y además, su 97
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comportamiento brillante durante la guerra, le hubiera hecho perdonar sus ligerezas. Su padre había intentado tímidamente insinuarle la idea de que volviese a Boisvilliers; pero Felipe le preguntó si su prima Juana se había casado, y al saber que seguía soltera, persistió entonces en volver a París y preparar sus exámenes para ingresar en el Consejo de Estado. -Te aseguro, hijo mío -díjole riéndose su padre, -que tu aversión hacia Juana es una verdadera manía, pues es encantadora y todo el mundo la quiere. Esta insinuación no venció la incredulidad de Felipe, pues su antipatía se ligaba a las impresiones de su infancia, y tenía hondas raíces. Esta ligera escaramuza no alteró en nada su perfecta reconciliación con su padre, quien desde entonces cada dos o tres meses iba a Paris a pasar unos días con Felipe. Era la segunda vez, después de su regreso, que asistía a la Opera, cuando se encontró con su antiguo comandante, y cosa extraña, fue aquella noche al teatro atraído por la marquesa de Talyas, a quien no conocía ni de nombre, pero que le había impresionado por su extraordinaria belleza, en la anterior representación, al divisarla en su palco. 98
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-Felipe seguía siendo un ser impresionable, y sus aventuras no le habían curado. La sensación que le causó desde lejos la señora de Talyas, cuando no la conocía, aumentó cuando le fue presentado; pero sin que este sentimiento pudiera considerarse como pasional. Lamentó, sí, que esa diosa fuese la mujer del hombre a quien él había salvado la vida y que a su vez le había prestado igual servicio. Se consoló al pensar que Dios le deparaba una nueva familia y pensó que la señora de Talyas sería una hermana, una hermana preciosa, hecho que siempre resulta muy agradable. Al día siguiente recibió la visita del marqués de Talyas, cuya franca amistad y amabilidades supo apreciar, agradeciéndolas muy vivamente. Cuando por la noche, encontró en casa de la señora de Libernay a la marquesa de Talyas, esforzóse en considerarla de un punto de vista exclusivamente fraternal. Pero ella no tenía apariencias de hermana. Parecía una ninfa, un hada, una exquisita marquesa, una encantadora parisiense, todo menos una hermana. La Marquesa tenía entonces veintiocho años. Sus hombros finos y rosados, su frente pura, sus cabe99
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llos de un rubio que tiraba a castaño claro, sus dientes lácteos, su sonrisa casi ingenua, parecía tener diez y seis años; pero, por un contraste que chocaba, sus ojos eran realmente de su edad y tal vez más viejos; la mirada era pensativa, firme, dura con los resplandores azulados y metálicos del acero. Su cuerpo era una perfección y ella lo sabía, y por eso siempre, lo mismo en los bailes que en los teatros, inclinaba su busto hacia adelante, como en señal de ofrenda. Sentada parecía una sensitiva, una débil; pero una vez erguida se descubría en ella la mujer nerviosa y hecha a las fatigas sociales. Tenía de las especies felinas la gracia flexible y su agilidad y fuerza. Montaba a caballo como una amazona, con suma intrepidez, y después de cazar todo un día bailaba toda la noche sin dar muestras del menor cansancio. A pesar de esta vida de mundanos placeres, no se divertía. Felipe dio algunas vueltas de vals con ella, y al bailar se preguntaba cómo sería por dentro esa mujer de tan hermosas exterioridades. Más de una vez, en el curso de esta historia, él joven de Boisvilliers tendría que preguntarse lo mismo. Mientras tanto, se daba cuenta que esta mujer no era una reina de tea100
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tro como la que había amado, sino una reina verdadera, con sangre azul en las venas y aristócrata hasta la punta de las uñas. La señora de Talyas hablaba poco, brevemente, las más de las veces con tono indiferente y arrastrando las palabras; a menudo empleaba un tono seco y terriblemente cortante. Tenía insolencias crueles. Un día que Felipe fue a visitarla, quiso ella presentarle su hijo, un niño de ocho años. El muchachito, que era precioso, venía escoltado por su aya inglesa. -Juan -le dijo la señora de Talyas, -te presento al señor de Boisvilliers, quien salvó la vida a tu padre; dale un beso. -¡Con mucho gusto! -dijo el chico, que se abrazó a Felipe. -¿No es verdad que es lindo? -dijo la Marquesa besando ella también al niño. -Pero, ¿qué es esto? ¿Qué te han puesto en la cabeza? ¡Qué olor feo! ¡Miss Mortimer! El aya avanzó sonrojándose atrozmente. -¿Qué perfume pone usted a Juan? -El mío, señora. 101
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-Pues es asqueroso, miss -dijo la Marquesa. -¿Juzgue usted? -agregó dirigiéndose a Felipe, haciendo seña con su mano, que le acercó, haciendo refulgir las sortijas que la cubrían. El señor de Boisvilliers se inclinó para olfatear la cabeza del chico. -No me parece tan malo como usted dice; hasta creo que no es tan detestable. -¡Claro! ¡Cómo que está usted oliendo mi mano! Felipe, que no era tonto, tuvo la vaga idea de que esa bella mano constelada le había sido servida con cierta complacencia; pero al ver luego la cándida sonrisa que se dibujó en los labios de la Marquesa, se reprochó el pensamiento sacrílego. El señor de Talyas se empeñó en que, se quedase a comer. Durante la velada, la Marquesa, para probarle que verdaderamente se le consideraba como de la familia, le puso una madeja de seda en las manos, y lo rogó le ayudara a devanarla, pues tenía que confeccionar unas borlas para un almohadón. Felipe estaba sentado en un taburete, hallándose casi a los pies de la Marquesa, y ella le sonreía con su acostumbrada ingenuidad, pero sin dejar de hacer relampaguear sus ojos agudos y fríos. Después se puso al piano, y preguntó a Felipe si era aficiona102
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do a la música; le hizo dar vueltas a las páginas, y luego miraron juntos fotografías. Todas estas familiaridades eran evidentemente cortesías insignificantes que la señora de Ta1yas creía un deber rendir al amigo de su marido. Las renovaba cada vez que Felipe les visitaba, pero acompañándolas siempre con cierto aire de fastidio y de indiferencia desdeñosa que resultaban una contradicción. Esto mismo daba a esas relaciones un saborcillo picante y embriagador, y el joven de Boisvilliers se iba dando cuenta de ello. Hay ocasiones en que la fuga es un honor, una victoria. Tuvo el valor de espaciar sus visitas, y rehusó con distintos pretextos varias invitaciones. Esto llamó la atención del señor de Talyas, y cuando vio a Felipe le reprochó su alejamiento, rogando al mismo tiempo a la Marquesa que abandonara esos aires glaciales y altivos que mortificaban a su amigo. Fue en casa de la señora de Libernay, en donde se bailaba todos los martes, que las cosas se arreglaron. La señora de Talyas se dignó invitar a Felipe de Boisvilliers a bailar con ella. Después lo llevó a un 103
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saloncito apartado y se sentó en un diván, a la sombra de una palmera. -Usted es causa de que me regañen. -¿Cómo, señora? -Siéntese aquí a mi lado y no tenga míedo. Me dicen que no he sido buena con usted. -¿Será posible? -¿Le extraña? A mí también, pues creí siempre haber sido muy amable con usted. -En efecto, señora. -¿No pretenderá usted que me arroje a sus brazos cada vez que le vea, digo, me parece? -Señora, usted me ha colmado de favores... -¡Cállese! ¡No diga eso! En verdad, he sido mala con usted, lo reconozco, y lo hice a propósito. -Señora -murmuró Felipe, cada vez más cortado. -Es que no le creía tan serio y razonable como es usted. Voy a ser franca con usted, tal vez demasiado. Usted comprenderá que no he llegado a la edad que tengo sin haber adquirido alguna experiencia... muy penosa a veces. Pues, bien, caballero, cuando usted me fue presentado... después de todas esas circunstancias... me dije: "He aquí a un joven que, por la fuerza de los hechos, se halla en mi más 104
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estrecha intimidad... Me va a festejar... Eso sería muy feo... Al fin y al cabo ha salvado la vida a mi marido... Sería una cosa muy poco delicada, una cosa malísima." ¿No es verdad? -Señora, aseguro a usted... -Pues bien, me dije, "no hay que darle la menor tentación de que incurra en ese extravío, ni la más pequeña... hay que ponerse en guardia..." Todo esto me razoné a mí misma, señor de Boisvilliers, porque le creía a usted un joven de corazón ardiente, apasionado, aventurero, como existen tantos. Pero me engañé, pues es usted una persona sensata, tranquila, respetuosa, en una palabra, muy honrada... ¡Siendo así, podemos entendernos fácilmente! Y dicho esto, estiró su magnífico brazo y tendió la mano a Felipe. -Mi experiencia -siguió diciendo la Marquesa, con sonrisa de madonna, -mi desgraciada experiencia, señor de Boisvilliers, me ha enseñado a desconfiar mucho de la amistad de los hombres. ¡Dios mío! Nada es más fastidioso que creerse bajo el amparo de la bandera neutral y ver de repente al supuesto amigo cambiar de papel y entrar en campaña... Eso quita todo aliciente a la vida... y es lástima, pues si 105
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fuese posible, nada sería más dulce que una de esas buenas amistades, sobre todo para las mujeres que, por natural obligación, son incapaces de, todo otro género de sentimiento. En lo que me alcanza a mí, yo ya había renunciado a cosa tan agradable... pero puesto que se presenta una ocasión que parece propicia a realizar esa quimera, no tengo inconveniente en intentar la formación de esos lazos amistosos... Su amistad con mi marido y conmigo, por consiguiente, es de una naturaleza tan especial, su carácter es, por otra parte, tan excepcionalmente... honorable, que quizá sea el caso de realizar el experimento. ¿Qué le parece a usted? Felipe jamás se hubiera atrevido a pedirle esa amistad; pero lo que le proponía era precisamente lo que deseaba con toda la sinceridad de su alma. En efecto, era una cosa admirable. Establecidas bajo ese pie amistoso, sus relaciones con la señora de Talyas, seguirían encantándole y cesarían de inquietarle. Si por casualidad un día los sentimientos que experimentaba, llegasen a cambiar de índole, nunca podría extraviarse al verse sostenido, calmado por aquella mano tan pacífica, franca y leal. Dio las gracias a la Marquesa con voz emocionada, y se separaron como grandes amigos. Des106
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de aquel momento creyó que podía entregarse sin peligro alguno al encanto de sus relaciones con persona tan exquisita. Estaba, en efecto, tan seguro como si se hubiese hallado en el fondo de un bosque salvaje con la pata de una pantera sobre el pecho. La verdadera parisiense, de pura sangre, en su desarrollo completo, es un ser extraordinario. En ese extraño invernáculo de París, la niña es ya una joven, la joven una mujer, y la mujer un monstruo, un monstruo encantador y temible. Es frecuentemente su cuerpo casto, pero su espíritu profundamente escéptico y refinado. En medio de ese gran movimiento parisiense, en los salones, en los teatros, en las exposiciones de todo género, todos los países y todos los siglos han pasado bajo sus ojos y cruzado su inteligencia; ella conoce las costumbres, las pasiones, las virtudes y los vicios, revelados y poetizados por el arte bajo todas sus formas. La parisiense lo ha visto todo, y lo que no ha visto, lo adivina. Se conduce unas veces bien, otras mal, sin predilección ni por lo bueno ni por lo malo, porque sueña en cosas mejores que el bien y peores que el mal. Así era la marquesa de Talyas. Su 107
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marido, que era un hombre de mucho talento, había querido hacer de su mujer una matrona romana, y se enorgullecía de haberlo conseguido. Tenía sobre este punto ideas profundas y originales que comunicaba sin esfuerzo a sus amigos. -Nosotros -decía- somos la causa de la depravación de nuestras mujeres, despertando en ellas las pasiones. No las respetamos lo suficiente. Miren ustedes a los romanos. No eran ángeles, es cierto, pero cuando sentían caprichos o fantasías, amores poéticos o dramáticos, sabían apartar a sus mujeres. Había bellas esclavas griegas para esos devaneos. En cuanto a sus esposas las trataban como si fuesen santas, y, en efecto, lo eran. De acuerdo con sus teorías, el señor de Ta1yas había observado en su intimidad con su mujer, la grave etiqueta española, reservándose para las esclavas griegas. La Marquesa lo sospechaba y no le hacía maldita la gracia. Sobre la señora de Talyas corrían varias leyendas. Decíase que había tenido amantes, dos jóvenes, a quienes luego ella hizo alejar al extranjero con cargos diplomáticos. La Marquesa tenía muchos enemigos, pues había desdeñado los homenajes de muchos hombres. Se la calumniaba quizá. ¿Quién lo 108
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sabe? Como quiera que fuese, el hecho es que en cuanto conoció a Felipe de Boisvilliers, sintió la tentación perversa de enloquecer a este caballero andante y caballeresca persona. Esto le pareció al principio simplemente original y divertido; pero habiendo encontrado más reserva y resistencia de lo que ella pensaba, se picó, fue tomando gusto a ese juego peligroso, se apasionó, sin dejar por esto de proceder con frío método, como un táctico que sabe armonizar la ciencia con la inspiración. En virtud del pacto de amistad que habían firmado, se impuso ella desde ese momento el deber de dar pruebas a Felipe de absoluta confianza, y ésta consistía en hacerle contar sus secretos sin confiarle ninguno de los suyos. De este modo conoció muy pronto todo el pasado del joven, sus amores con Mary Gerald, sus relaciones interrumpidas con su familia, y también la historia de su prima Juana. Era seguramente una falta grave de parte de Felipe divertir a esa bella e irónica parisiense, a costa de la pobre niña, de la torpe provinciana y de su amor desgraciado por su primo ingrato. No, eso no estaba bien; pero la Marquesa estaba tan preciosa cuando escuchaba todo aquello con su aire ingenuo 109
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y curioso ; tenía una manera tan adorable de arrancarle, sus más íntimas confesiones, que no había modo de resistir cuando le decía: -¿Y después?… ¿Y luego?... Y mientras ocurrían estos inocentes pasatiempos, ¿qué se hacía aquella sencilla y buena amistad pactada? Debe sospecharse. Felipe estaba locamente enamorado de su amiga, y el sentimiento del honor innato en él se iba alarmando. Tuvo una idea rara que no dejó de preocupar seriamente a la señora de Talyas, en medio del extremado placer que le causaba, por otra parte, aquella situación tirante. Se le ocurrió hacer la corte a la señora de Libernay, una morena muy agraciada, muy espiritual y que no se mostraba esquiva. A Dios gracias, no había salvado la vida al señor de Libernay, y por este lado no sentía grandes escrúpulos. No amaba a la señora de Libernay, pero tenía para él ese atractivo singular que nos inspiran las personas íntimas de los que amamos. Vivía cerca de la rosa... tenía los perfumes, el acento, los giros de frase de la señora de Talyas. Y además era muy bonita. Persuadióse que con un poco de valor este entretenimiento no sería imposible y que sería saludable. Empezó, pues, el sitio de la fortaleza y festejó a la señora de Libernay. 110
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Pero, con gran sorpresa de Felipe, el que no ocultó su descontento fue el marqués de Talyas. Verdad es que la señora de Libernay era su prima; pero Felipe pensó que llevaba un poco lejos su fiscalización y su vigilancia de buen pariente, y halló injustificado el enfriamiento sensible que observó en los procedimientos del Marqués a su respecto. La cosa le afligió, pero firme en sus propósitos, continuaba el asedio, cuando un día la marquesa de Talyas le dijo: -Señor y amigo, usted no es formal. -¿Por qué? -Ha, llevado usted a cabo un hermoso acto en su vida, y está en camino de borrarlo y de perder todo su beneficio. -Verdaderamente, no le comprendo a usted. -Vamos a cuentas. Si usted hubiera salvado la vida a un hombre, usted no proyectaría, seguramente robarle su mujer, ¿no es cierto? Pues bien, lo que usted piensa ejecutar es poco más o menos igual... y eso le sería muy desagradable. Esta revelación inesperada, sobre todo en boca de quien la hacía, desvió a Felipe de sus amores artificiales y lo engolfó otra vez en su pasión verdadera, dándole alguna experiencia y quitándole algunos es111
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crúpulos, pues desde ese instante la señora de Talyas no fue solamente la más encantadora de las mujeres, sino una mujer desgraciada a la cual sería grato y casi legítimo consolar. El marqués de Talyas no tardó mucho en comprobar que su joven salvador había renunciado por completo a merecer los favores de la señora de Libernay. Se lo agradeció y redobló para Felipe sus atenciones amistosas. Le presentó en su club y le invitó a pasar quince días en familia en una de sus propiedades llamada "La Ruette" que tenía cerca de Rambouillet, a una hora de París. La Marquesa aborrecía el campo; pero quiso ser complaciente con su marido; pasaba allí seis meses del año, y se aburría mortalmente. Los Marqueses se fueron a "La Ruette" a principios de noviembre. Pocos días después se les unieron varios amigos, entre los cuales estaba Felipe de Boisvilliers. En la continua intimidad de la vida de campo, pudo proseguir tranquilamente la cruel partida empeñada contra el corazón y contra el honor de su joven amigo. El señor de Talyas y la mayoría de sus huéspedes pasaban los días cazando; pero Felipe, debido a su herida, no podía abusar de los 112
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ejercicios violentos y muchas veces se quedaba en el castillo, haciendo compañía a las señoras, entre las cuales le fastidiaba ver a la de Libernay, pues la presencia de esta persona le parecía un odioso ultraje a la marquesa de Talyas. Esta, sin embargo, que soportaba con santa resignación esa injuria, avivaba día a día con sus hermosas manos el fuego que devoraba a Felipe, cubriéndole con el velo de su pérfida amistad. La señora de Talyas, a fuerza de jugar con fuego se había quemado, y sentía ya también las ansias terribles de la pasión. Veinte veces durante sus solitarios paseos después de la puesta del sol, Felipe sintió la tentación de caer a sus pies, pero se contenía. Y no era el sentimiento del honor lo que le paralizaba, pues creía que siendo infiel el señor de Talyas no había traición, sino el respeto que le infundía el ser adorado y el temor de ofenderla, pues creía en su candor y en su inalterable pureza. El 20 de noviembre era el cumpleaños de la Marquesa. El señor de Talyas, que, aparte de sus devaneos galantes, era un cumplido marido, tenía por costumbre celebrar esa fecha con una fiesta. Se invitaba a algunos vecinos se daba un baile a los cam113
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pesinos y se quemaban fuegos artificiales. Esa noche, como era de práctica, los armazones para los fuegos se levantaron sobre el césped del parque, en frente de las ventanas de la sala principal. Todos los invitados del castillo, al levantarse de la mesa, se pusieron sus abrigos y se diseminaron por el parque. Los señores fumaban y las señoras examinaban con curiosidad los armatostes de los fuegos. Cuando los primeros cohetes cruzaron el aire, silbando e iluminando el cielo negro, la señora de Talyas sintió frío y se retiró al salón para ver desde allí la fiesta. Al pasar tropezó con Felipe y le dijo: -Usted también debía retirarse. El frío no es bueno para las heridas. El la siguió al salón y se situaron los dos al lado de una ventana. La luz interior impedía ver los fuegos artificiales, y la señora de Talyas rogó a Felipe que llevase las lámparas al gabinete contiguo. Los fuegos artificiales continuaban, y a intervalos sus resplandores iluminaban la sala fantásticamente, volviendo luego a sumergirse en la obscuridad. Había frente a la ventana, en el fondo de la habitación, un gran espejo donde los resplandores se reflejaban. La Marquesa estaba de pie, inmóvil, silenciosa; vestía un traje de baile, con descote. A 114
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cada resplandor su silueta exquisita se dibujaba con gracia sombría sobre un fondo de apoteosis y luego desaparecía. Felipe oía su respiración agitada. Cuando estalló la pieza final, un colosal ramo, vertiendo en torno de la Marquesa una lluvia de oro, de rubies, de brillantes y de esmeraldas, se le apareció como envuelta en un nimbo radiante, extraño y como coronada de estrellas. Aquello fue casi instantáneo. Transcurrió un minuto, y sintió que se volvía hacia él. -No veo -dijo en voz baja. Estiró una mano para guiarla; ella la tomó, y lo atrajo dulcemente y después tomóle la otra mano. -¿No es verdad -le dijo con voz que parecía un soplo, -no es verdad que la amistad es muy hermosa?... ¿Contésteme? -Fue la última vez que pronunciaron esa palabra.
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VI Hacía varios meses que duraban los amores de Felipe y de la señora de Talyas, y el joven se sentía el más feliz de los hombres. Su aventura, en verdad, realizaba con estupenda plenitud los sueños más ambiciosos de su imaginación romántica. Eso era el amor tal como él lo había concebido, el amor poetizado al más alto grado por la belleza y la distinción supremas de aquella mujer de su culto, reavivado sin cesar por las dificultades, las contrariedades, los obstáculos, encantado por el misterio, dramatizado por el peligro. La Marquesa pensaba como la famosa duquesa de Longueville, que decía que amores sin cartas son amores de sirvientas, y exigía a Felipe que le escribiera cuando no podían verse. El señor de Boisvilliers cumplía los deseos de su adorada, sin 116
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ocultarse el terrible peligro a que se exponía al confiar al papel sus más íntimos pensamientos. Iba en ello su honor y su vida y la existencia y la honra del objeto de su pasión. La Marquesa, había recomendado a Felipe mucha circunspección en sus relaciones con su marido. La señora de Talyas sabía que su esposo sería implacable si descubría la verdad. Felipe tenía que violentarse para fingir la misma cordialidad al hombre que estaba ofendiendo tan gravemente. La Marquesa le hablaba a veces de estas cosas y expresaba conceptos elásticos que no dejaban de chocarle. El joven, poco a poco, sintió que sus escrúpulos iban cediendo y que sus remordimientos desaparecían. Sin embargo, no olvidaba por completo su desleal proceder, y este sentimiento de pesar creció después de un viaje de un mes que el señor de Talyas hizo a Inglaterra, y durante el cual los amantes pudieron verse con mayor frecuencia. Cuando el Marqués regresó, Felipe no pudo reprimir su repugnancia al estrechar la mano del hombre a quien engañaba. Por una extraña fatalidad, a medida que el tiempo transcurría, el señor de Talyas sentía crecer su afecto hacia su joven amigo, interesándose en sus estudios y en su carrera. Compartía 117
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sus proyectos, y empleaba su influencia personal para facilitarle su acceso en el mundo de los salones, del deporte, de los teatros, y, en fin, le prestaba sin cesar múltiples servicios que contribuyen a hacer la vida más agradable. Todas estas bondades pesaban amargamente sobre la conciencia de Felipe y sublevaban su fondo inalterable de honradez, sorprendida por el ardor de la sangre. Un incidente imprevisto vino a colmar este justiciero suplicio. Comía ese día en casa de los Talyas, que estaban en familia. Durante la comida observó que el Marqués, su mujer y su hijo Juan cambiaban miradas de connivencia, y señales misteriosas y sonrisas significativas. A los postres, Juan, obedeciendo a una mirada de su padre, se levantó apresuradamente de su silla y corrió a sacar de una consola un amplio sobre de aspecto oficial, llevándoselo después a Felipe con aire triunfal. Felipe, sorprendido, le abrió y halló el nombramiento de Caballero de la Legión de Honor, con algunas líneas cumplimentándole por su valiente conducta durante la guerra. Al alzar los ojos vio al señor de Talyas de pie que le tendía los brazos, sonriéndose. Se levantó, le abrazó, diciéndole con voz ahogada: 118
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-¡Muchas gracias!... ¡Muchas gracias! A usted se lo debo. -Que niño es usted -contestó el Marqués. -Usted se lo ha ganado; pero, en caso de gratitud, sería a mi mujer a quien se la debería... yo no pensaba en ello... ella me dio la idea... Me bastó contar la historia del campanario, la mía. ¿Está usted contento? ¡Pero mírale, querida!... ¡Está muy pálido! Felipe se dirigió hacia la Marquesa y le besó la mano, pronunciando frases de gratitud. Mientras tanto, Juan había ido a sacar del cajón de la consola un pedacito de cinta roja y se lo entregó a su mamá. -Caballero -dijo la Marquesa, señalando un almohadón, -arrodíllese aquí a mis plantas. Felipe obedeció, y la señora de Ta1yas le anudó en el ojal la cinta, diciéndole con su eterna e ingenua sonrisa: -¡Ya, está! Vuestra dama os ha hecho caballero. Esta escena causó honda y angustiosa emoción a Felipe. La profunda y sabia disimulación de la Marquesa le produjo un efecto desastroso, y el cinismo de su amante la rebajó ante sus ojos, viéndose él mismo empequeñecido por su conducta falaz.
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Cuando volvió a su casa sufrió un gran acceso de desesperación. El honor que se le había otorgado, es causa, para la generalidad de los hombres, de una enorme satisfacción, pero a él le llegó por un conducto odioso y lamentó debérselo a los marqueses de Talyas. Sentíase más que honrado por la encomienda, realmente envilecido. Los últimos velos que cubrían sus ojos dominados por aquella pasión se rasgaron, dejando, desnudo todo su infame comportamiento con el señor de Ta1yas. Ese hombre, entre todos, debía ser para él sagrado. Habían sido compañeros de armas y habían fraternizado ante peligros de muerte; le había salvado la vida y merecido del Marqués idéntico servicio. El haberle deshonrado no tenía disculpa posible. Había en su traición algo que iba más allá de las debilidades humanas, algo que violaba la buena fe, la lealtad, el honor, en sus más íntimas y más santas delicadezas. Comprendía también, ¡pero cuán tarde! que no cabía reparación posible. Ninguna. Pensó en romper aquellas relaciones criminales, y dióse cuenta de que no podría sustraerse al suplicio de la complicidad. No, no podía. Había contraído deberes con su cómplice, y además ahora conocía lo bastante a la señora de Talyas para saber que era una de esas 120
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mujeres a quienes es más peligroso abandonar que enamorar. Lo hecho por Felipe no admitía disculpa, pero justo era reconocerle que en el fondo de su alma vivía aún el sentimiento del honor, pues sus remordimientos eran crueles. Esto sucede cuando se vive fuera de las leyes convencionales establecidas por la sociedad. Desgraciadamente para Felipe, el porvenir ni el presente ya no le pertenecían. El mismo ya no era dueño de sus actos. Tuvo algunos días más tarde ocasión de apreciar su triste situación y su ninguna independencia. Recibió una mañana una carta del médico de su familia que le daba una noticia dolorosa: el señor de Boisvilliers había tenido una congestión cerebral, y aunque su estado no era grave, había manifestado el deseo de ver a su hijo. El enfermo había puesto estos renglones al pie de la carta del médico: "Estoy mejor; sin embargo, me darás mucho gusto si vienes, pues al mismo tiempo felicitarás a la prima Juana, que va a casarse con un joven de la vecindad." Estas últimas palabras, Felipe lo comprendió perfectamente, tenían por objeto quitarle todo escrúpulo y motivo para no hacer el viaje. 121
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Se entristeció al pensar que su padre pudo creer que ese recurso sería necesario para atraerlo en esas circunstancias. Se dispuso a partir por el primer tren que saliera por la tarde para Normandía. Sin embargo, no quiso abandonar París sin avisar a los Talyas y decirles el motivo de este viaje repentino. Fue, pues, a casa de los Marqueses antes de dirigirse a la estación. La Marquesa se extrañó mucho de su noticia. Quizá ocurriósele que era un pretexto para dejarla y tal vez cruzó por su frente que Felipe estaba ya cansado de su amor. Como quiera que ello fuese, el hecho es que dió señales de enojo. El arco delicado de sus cejas se tendió en ángulo agudo; miró a Felipe cara a cara y le pidió le enseñara la carta de su padre. Felipe sonrojóse y fue a buscar la carta. Debido a este incidente, perdió el tren de la tarde y tuvo que tomar el de la noche. Durante el viaje, lo absorbía por completo la preocupación que hizo nacer la salud de su padre. Llegó a Boisvilliers al día siguiente por la tarde, y tuvo la agradable sorpresa de hallar a su padre levantado; muy repuesto ya de su ataque, aunque con señales evidentes de la recia sacudida sufrida. El señor de Boisvilliers le pidió disculpas por haberle 122
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sacado de su ambiente parisiense sin causa justificada. -No me arrepiento, sin embargo, de haberte hecho venir- le dijo, -pues es ocasión para poner término a nuestras pequeñas miserias de familia. Tu prima Juana va a casarse con el joven de Chaville, tu antiguo condiscípulo, y creo que la cosa está ya completamente resuelta. No hay ya razón alguna para que persistas en tu alejamiento. Sería grosería. Merced al tiempo transcurrido y a las circunstancias actuales, puedes, a Dios gracias, visitar sin ningún esfuerzo a los Roche-Ermel, y confío verte por allí con más comodidad, pues estos continuos viajes a París empiezan a cansarme. Después felicitó a Felipe por su nombramiento de Caballero de la Legión de Honor y por el éxito brillante de sus exámenes. Felipe era, ya auditor en el Consejo de Estado. El señor de Boisvilliers le persuadió que no debía postergar su visita a los Roche-Ermel, diciéndole que sería cariñosamente recibido; era un deber que tenía que cumplir, y cuanto antes mejor, pues así los dos quedarían más tranquilos. Sin duda, la primera visita sería algo fastidiosa, pero era forzoso 123
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romper el hielo y despejar la situación creada hace años. Lamentó el señor de Boisvilliers que su debilidad no le permitiese acompañar a su hijo, a fin de prestarle su apoyo en su primer encuentro. Felipe, después de almorzar, se encaminó hacia el castillo de La Roche-Ermel, que, como recordará, estaba bastante cerca de la mansión de Boisvilliers. Durante el camino no dejó de preocuparle la forma en que sería recibido, y se preguntaba, no sin curiosidad, cómo hallaría a su prima Juana, y cómo le hallaría ella a él. Hacía más de cuatro años que no la veía, y esos años habían sido tan llenos de acontecimientos y tan graves, que ese tiempo se le antojaba mucho más. Miraba al pasado y la figura de su prima Juana se le dibujaba entre recuerdos brumosos; recordó sus rencores y la repulsión que siempre le inspirara ella. Se le aparecía tal como la había dejado la última vez que la visitó en el locutorio del convento, convertida en educanda tímida, sin gracia, mal vestida y con el delantal manchado de tinta; después su imaginación se la representó envejecida, con las facciones ajadas y con la toca almidonada de tía Angélica-Paula. La idea del casamiento de su prima no dejaba de chocarle, pues aunque jamás pensó en hacerla su 124
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mujer, le parecía extraño que esa persona que estuvo a punto de morir de amor por él, se comprometiera con otro. Se había acostumbrado a imaginársela eternamente soltera, llorando su amor desconocido por él, y al saber que iba a casarse, su amor propio sufría y sentía cierta decepción, una cosa muy rara. Luego recordó a de Chaville, y no se explicó que Juana se casase con ese muchachote, ordinario, torpe, palurdo... -¡Lindo matrimonio!… ¡Bonita pareja!… ¡Bueno! Corrían los primeros días de junio y la tarde era magnífica. Los olmos de las avenidas, de troncos plateados, brindaban al sol sus altas copas revestidas de nuevas galas. Los cercos de zarzas se esponjaban; la primavera en plena estación daba al campo tonos poéticos, y el aire embalsamado de agrestes aromas entraba a bocanadas en los pulmones. De los prados y de los bosques vecinos salían rumores de insectos, crujidos y efluvios balsámicos. Felipe, de cuando en cuando, se detenía para escuchar, para respirar, para acordarse. A derecha e izquierda de la avenida que él seguía, algunas barreras cortaban los campos. Al pasar delante de una de 125
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esas barreras, Felipe admiró una hermosa pradera que se extendía ante su vista, llena de manzanos en flor; la verde alfombra estaba esmaltada por florecillas silvestres; algunas vacas rumiaban y dormitaban, en aquel su edén, con evidente beatitud. Al acercarse más, distinguió también a una mujer en medio del prado. Creyó que sería una campesina de la granja que iba a ordeñar a las vacas. La observó con mayor atención, y vio que no llevaba traje de sirvienta ni tenía aire de palurda. Parecía hallarse en contemplación ante una vaca negra y blanca, de pelo y de corte particularmente finos, y hubiérase dicho que la joven hablaba al hermoso animal; fue después la desconocida a recoger algunos tallos verdes, volvió a acercarse a la vaca y le presentó aquellas golosinas cosechadas para ella. Cuando el animal terminó esa comida delicada, presenciada gravemente por la joven, ésta acarició el húmedo hocico del animal, pasó su mano por su lustroso lomo y le dijo adiós. Dirigióse luego en línea recta hacia la barrera detrás de la cual se hallaba Felipe parado. Al andar, se agachaba a veces y hundía en la hierba, llena aún de rocío, sus dos manos, que sin duda se habían manchado al cortar los tiernos tallos para la vaca; se las frotaba en seguida y 126
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luego las exponía al aire agitándolas como dos abanicos. Cuando estuvo cerca de la barrera, vió de pronto al desconocido que estaba allí y la examinaba curiosamente. Cesó de agitar sus manos, se las secó con su pañuelo y prosiguió su camino. A Felipe se le ocurrió en seguida que esa mujer era su prima Juana, aunque le costó conciliar sus recuerdos con el aspecto exterior de la joven que avanzaba a su encuentro. Todavía no podía verla bien, pero su actitud, su traje, su porte, le produjeron suma extrañeza. Llevaba la cabeza con extraordinaria nobleza, y caminaba con la dignidad y gracia que caracterizaban la elegancia de las jóvenes griegas o las hermosas muchachas bretonas. Como adorno en la cabeza lucía un largo velo floreado que la envolvía como en un nimbo y que ceñía sus magníficos cabellos. Cuando estuvo ya muy cerca, reconoció su fisonomía iluminada por dos grandes ojos azules y reposados. Esos ojos evidentemente eran algo miopes, pues a medida que iba aproximándose los cerraba un poco, mirando con aire de sorpresa y de altivez herida, al individuo que se obstinaba en examinarla con tanta atención. Felipe, bastante 127
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conmovido, la saludó y se inclinó sin hablar. Ella se había detenido repentinamente, y un ligero rubor tiñó sus mejillas de morena pálida. Recapacitó un minuto y después, con voz baja y tono interrogante, le dijo: -¿Mi primo de Boisvilliers? -¿Tú eres Juana? -Sí, primo -contestó alargándole la mano por encima de la barrera. -Soy feliz al verte. ¿Cómo está tu padre? -Mucho mejor. Gracias. Iba a tu casa. -¿Sí? Pues te voy a enseñar el camino. Salió del prado y entró en la avenida, y ambos emprendieron la marcha hacia el castillo paternal. -¿Esa hermosa vaca negra y blanca, es tu favorita? -dijo Felipe, por decir algo. -Sí, la he criado... y, naturalmente, la quiero. Su voz denotaba emoción, pero, acostumbrada de tiempo atrás a dominar sus impresiones más violentas, se repuso pronto y conversó con Felipe tranquilamente. Le habló de la enfermedad de su padre, de la guerra, de su herida. Felipe seguía mirándola a hurtadillas con verdadero estupor. La metamorfosis que un reducido número de años había operado en ella, era, sin embargo, natural. Había 128
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crecido un poco, y como sucede a menudo en los adolescentes, su talle se había alargado de golpe; conservaba, sin embargo, el busto algo corto y las caderas altas como las estatuas de Diana. Ese día, para andar por la hierba húmeda, se había remangado la falda, sujetándola con un alfiler de gancho y llevaba unos zuecos de madera que metían ruido al caminar por la avenida. Este detalle subrayaba la gracia de su persona. Sus rasgos fisonómicos habían cambiado poco; el óvalo de su cara habíase prolongado y afinado. No podía dársele el calificativo de bonita, porque sus cejas estaban muy juntas, la boca era grande y las fosas nasales un poco anchas. Sin embargo, de todo su ser exhalábase un encanto, su salud espléndida saltaba a la vista, y toda su persona respiraba exquisita suavidad mezclada con fuerza y altivez. Un débil círculo azulado sombreaba sus ojos, que acusaban surcos de lágrimas secretas, y aquello era tal vez el único misterio de su rostro leal y noble. Una vez roto el hielo, su conversación animóse por grados y llegó a ser muy amable y alegre. Se acercaban al castillo, y de pronto la señorita de la Roche-Ermel se detuvo, levantando un dedo 129
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para recomendar atención a Felipe. Estaban entonces delante de una de las torrecillas puntiagudas que flanqueaban los ángulos del pabellón central. De allí salían débiles ruidos musicales. -¿Reconoces la flauta de mi tío? -Perfectamente –dijo Felipe. -¿Sigue tocando con la misma afición solitaria? -Siempre. ¡Pobre tío! Renunció a su placer durante un tiempo; pero luego, a Dios gracias, volvió a su querida música. Un poco después, se detuvo otra vez delante de una de las ventanas de la planta baja, y de nuevo alzó un dedo: -Ahora la canción de mi tía... ¿Te acuerdas?... La pastora y Lucas... Recitó los versos que componían la canción, quizá con alguna malicia, pues se aplicaban bien a los ardores amorosos de su primo. En el mismo instante, el conde Leopoldo de La Roche-Ermel apareció en el umbral de la casa; bajó sus tres escalones y avanzó hacia ellos. -Padre mío -dijo Juana, -aquí tienes a nuestro primo Felipe. Al pronunciar estas palabras, miraba fijamente a su padre con sus grandes ojos, y esa mirada quería 130
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decir: "Ya le he perdonado y tú debes imitarme." El conde Leopoldo, que tenía ya la edad en que es fácil soportar el imperio de una hija buena y adorada, alargó con franqueza su mano a Felipe. Se informó luego de la salud del señor de Boisvilliers, y todos pasearon unos instantes por el patio hablando de cosas de poco interés, el joven algo cortado y el Conde con mucha cortesía, pero con cierta reserva. Juana los dejó y entró en la casa. Felipe comprendió sin esfuerzo que se evitaba cuidadosamente dar carácter de acontecimiento a su visita ni festejarla. Cuando fue, después de un rato, a saludar al caballero de la Roche-Ermel y a la señorita Angélica-Paula, se le acogió sin entusiasmo, pero sin que se pudiera tachar de fría la acogida. Admiró Felipe el tacto de sus parientes, que obedecían solamente a la elevación de sus sentimientos y no a convencionalismos. Volvió a encontrar más tarde en el patio al conde Leopoldo, que le dijo riendo: -No te escaparás a la tortura que inflige siempre el propietario a sus visitas... ¡Ven conmigo! El señor de La Roche-Ermel, como su primo de Boisvilliers y cómo muchos de sus vecinos, arren131
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daban la mayor parte de sus tierras, reservándose un pequeño lote para sus entretenimientos agrícolas. Al mismo tiempo que les servía esa porción de tierra para matar sus ocios, hacían experimentos, ensayando máquinas, procedimientos nuevos de cultivos y de cría de ganado. Los colonos se aprovechaban de esas observaciones y prácticas sin desembolsar un céntimo. Era una casa rústica en acción que formaba en la localidad como un núcleo de felices innovaciones y de progresos. Durante el paseo, el señor de La Roche-Ermel iba explicando a Felipe la forma en que se explotaban sus campos, y aquellos datos, que en otra ocasión le hubiesen aburrido, le encantaron, debiéndose ello tal vez a la influencia que desde el primer momento de volver a verla, ejercía su prima Juana sobre su espíritu. El Conde le llevó luego a las caballerizas. -¿Creo que te gustan los caballos? -Sí, primo; mucho. -Pues mira éstos. Abrió la puerta de una de las cuadras, y Felipe contempló un tronco de magníficos caballos que agitaban con orgullo sus hermosas cabezas y golpeaban nerviosamente el piso con sus cascos. 132
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-¡Mis productos! -dijo el Conde. -Ya has visto las madres, allí, en los prados, con dos potrillos que serán tan hermosos como estos dos, si no me equivoco. Después, vio el establo, la lechería y una pieza destinada a guardar la ropa blanca de la casa. Durante esta parte de la visita encontraron dos o tres veces a la señorita de La Roche-Ermel que efectuaba su inspección habitual y que con voz suave y breve daba órdenes a los criados. Saludaba con una sonrisa a su padre y a su primo y seguía circulando graciosamente entre los tarros de leche, y los barreños de ropa blanca mojada. Muy sencilla, pero muy cuidadosa de todos los detalles de su persona, veíase claramente que era de extremada pulcritud y amante de la higiene y que sabía infundir estos gustos y tendencias a la gente a su servicio. Al despedirse del Conde, Felipe vio llegar al patio a un joven alto, de bigote rubio, y en quien reconoció en seguida a su antiguo condiscípulo Gastón de Chaville, el novio de Juana. A él también hallóle muy cambiado, y ventajosamente, cosa que le fastidió. 133
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Se estrecharon la mano y se despidieron. Al dar cuenta a su padre de los incidentes de su visita, le dijo con cierta timidez: -¡Juana me ha sorprendido! -¿Por qué? -le preguntó el señor de Boisvilliers. -La encuentro ahora hermosa. -Es muy buena, y eso es lo principal... Espero que será dichosa... Ese Chaville con el cual va a casarse no es un águila, pero dicen que es un excelente sujeto. -¿Hace tiempo que se decidió su casamiento? -Creo que hace cosa de cinco o seis días, no estoy seguro... Me parece que fue el martes el día que Leopoldo me dio la noticia. En ese mismo día sufrió el ataque el señor de Boisvilliers. Esta coincidencia de datas, hizo surgir en el cerebro de Felipe un pensamiento doloroso. No volvió a hablar de Juana a su padre, y tampoco habló de su prima a la marquesa de Talyas, a quien escribió ese mismo día, como se lo había prometido. Pasó una semana en Boisvilliers, ocupando la mayor parte de su tiempo en renovar su amistad con las antiguas relaciones de su familia que vivían en los pueblos vecinos o en la no muy lejana ciudad. 134
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Observaba con interés en la mayor parte de estas gentes sus costumbres metódicas, su existencia tranquila, uniforme y digna, de que su propia familia era el mejor modelo y cuyo relieve poético era su prima. Esas existencias provincianas, tradicionales, habían, en otra época, sublevado su juvenil imaginación, ávida de emociones y de aventuras. Secretamente había calificado de necrópolis y de féretros de momias esas antiguas mansiones patrimoniales, en las cuales se ve sucesivamente sentarse a los hijos en el sillón del padre y del abuelo, cerca de la chimenea en invierno y al lado de una ventana en verano. Porque no les veía agitados, les creía inertes, pues existe una edad en que la fiebre parece fuerza. Miraba ahora las cosas desde otro punto de vista; la vida, sin envejecerle, le había madurado. Empezaba a sospechar que restando de la brillante actividad parisiense todo lo inútil y lo bizantino, no quedaba gran cosa realmente esencial que no se hallase a un grado igual en ese tranquilo y pequeño mundo provinciano. Hasta llegó a encontrar inteligencias más sanas y más rectas, talento más natural, y la misma tontería más franca. En una pa135
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labra, después de haberlo visto todo bajo un prisma negro en la provincia, ahora lo veía todo de un color demasiado rosado; seguramente debía atribuirse el milagro a Juana. Felipe, mientras estuvo con su padre, fue solamente dos veces al castillo de La Roche-Ermel, pues comprendía que había perdido el derecho de mostrarse demasiado asiduo y familiar. Esta discreción le violentaba, porque su prima le inspiraba cuando menos un vivísimo sentimiento de curiosidad. Se vio reducido para satisfacerlo a confiar en los encuentros casuales que procura la circunstancia de ser vecinos. Juana fue frecuentemente a Boisvilliers con su padre a enterarse de la salud de su primo. La veía pasar a veces a caballo, acompañada de su padre y de su novio. Llevaba una amazona azul que le sentaba a las mil maravillas. Por fin, un domingo, se le invitó a sentarse en la iglesia en el banco de la familia, y, después de la misa, tuvo el gusto de escoltar a su prima hasta el castillo... Pero el joven de Chaville no se despegaba de su prometida y esto le resultaba muy fastidioso. Tuvo más suerte la noche en que fue a despedirse de sus parientes de La Roche-Ermel. Al día siguiente regresaba a París. Durante la velada, pare136
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cióle a Felipe que su prima Juana no guardaba la obstinada reserva de costumbre. Le rogó que tocara algo, y Juana se sentó ante el piano. El señor de Boisvilliers, solicitado por uno de sus arrendatarios, les dejó solos en la sala. Juana preludió un vals y lo ejecutó con gusto exquisito, con entusiasmo, y sin que su fisonomía perdiera la tranquilidad de diosa que la caracterizaba. Esta señorita, muy buena dueña de casa, le resultó a Felipe una pianista consumada. En el curso de la conversación, supo el joven que su prima unía a su talento musical condiciones de pintor nada comunes. Le enseñó ella sus acuarelas y Felipe quedó maravillado, no tan sólo por lo perfecto de la ejecución, sino por los detalles teóricos con que le fue explicando los dibujos y los tonos, todo ello en forma sencilla, sin asomos de pedantería. Felipe tuvo que convencerse de que su prima era una señorita perfectamente educada y muy instruida. Pasaba el tiempo, y el conde Leopoldo, no volvía; la noche venía; seguían solos y Juana empezó a dar señales de cortedad. -¿Si fuesemos al encuentro de mi padre? -díjole de pronto.
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Se envolvió la cabeza con un velo y tomó con Felipe el camino de la granja, en la cual suponían al Conde. Casi a la puerta del castillo había un sendero que bajaba en pendiente muy acentuada, contorneando la orilla de un estanque; pues la Roche-Ermel, igual que Boisvilliers y la mayor parte de los antiguos castillos de la región, tenía su estanque. Era una extensión de agua bastante vasta y profundamente encajonada en la parte baja de la colina. La granja quedaba a corta distancia, en el valle, en cuyo fondo serpenteaba un riacho llamado el Ormaie. Desde el barranco escarpado que dominaba el estanque, la vista se hundía en el valle y extendíase más allá, sobre horizontes de bosques, cuyos últimos planos esfumábanse ya en el crepúsculo. Allí se detuvo la señorita de La Roche-Ermel para esperar a su padre, acompañada por aquel a quien tanto había amado. Se sentaron en una roca cubierta de musgo seco y permanecieron unos instantes silenciosos, mirando las columnas de humo azulado que se escapaban de los techos de paja de las casas de los campesinos, escuchando los rumores de la noche, los ladridos de los perros, los mugidos lejanos de los toros, el repiqueteo de una campanilla o de 138
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un cencerro, el tañido de, una campana, un canto de pájaro. -¿Después de París, esto debe parecerte algo triste? -dijo Juana sonriéndose. -Esto me parece infinitamente suave, dulce contestó el joven con voz algo emocionada. -Es la paz… una paz encantadora... que ahora echaré de menos toda mi vida. -Te creía con otros gustos -dijo ella después de una pausa. -Sí... -murmuró, -debes juzgarme severamente, Juana. -De ningún modo -dijo con sencillez. -¡Ahí viene mi padre! Efectivamente, el Conde venía hacia ellos. Juana dió algunos pasos a su encuentro. -Padre -dijo, -Felipe quería saludarte antes de irse. -Discúlpame, querido -dijo el conde Leopoldo. -Me he entretenido más tiempo del que pensaba. Les contó que le habían llamado a la granja para comprobar el hundimiento de una pared, habiendo ese pequeño desastre sido causa de su demora. De ello se habló hasta llegar al castillo.
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Felipe se despidió, emprendiendo con apresuramiento el camino de Boisvilliers; pero cuando se hallaba en la mitad del recorrido detúvose bruscamente, se apoyó en la barrera desde la cual había contemplado a su prima, y permaneció allí hasta que la noche extendió su negro manto sobre el campo. Tomó entonces otra vez el camino hacia la Roche-Ermel, y cuando vio las luces del castillo acortó el paso, titubeó y después siguió avanzando con precaución. Las ventanas del piso bajo se abrían de un lado sobre el patio y del otro sobre un jardín cercado. Penetró en ese jardín y aproximóse a una de las ventanas. La familia estaba reunida en la sala. El Conde leía, la frente inclinada sobre una mesa; frente a él, el caballero clasificaba plantas en un herbario; la señorita Angélica bordaba, y Juana, sentada un poco apartada del grupo, se hallaba ante una mesita, entregada a la pintura; trabajaba en dos platos. Su cara enfrentaba la ventana, y Felipe pudo contemplar sin obstáculo sus facciones altivas y suaves al mismo tiempo. Parecióle que su rostro no reflejaba su acostumbrada serenidad. La joven parecía pensativa y distraída; sus ojazos vagaban a veces por el espacio. De pronto, Felipe vio dos lagrimo140
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nes deslizarse por sus mejillas; las enjugó suavemente con la punta de su pañuelo, y echó a hurtadillas una mirada inquieta a todos los lados para asegurarse de que su desfallecimiento no había sido observado. Luego prosiguió su trabajo, gravemente, frunciendo sus negras cejas. Era evidente, la señorita de La Roche-Ermel no estaba satisfecha de sí misma. Felipe de Boisvilliers, aparentemente tampoco lo estaba, pues de pronto abandonó su observatorio y se sentó en un banco del jardín. Dejó caer su cabeza entre sus manos y lloró. Al día siguiente, por la noche, estaba en París.
VII
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En la primera visita que Felipe hizo a su regreso a la marquesa de Talyas, conversaba tranquilamente con ella, cuando, de pronto, le preguntó: -Dígame, ¿su prima Juana sigue siempre con sus piernas larguiruchas? -Siempre. -¿Y con la boca tan grande? -Igual. -¿Y la tinta en los dedos? -También. -¿Y qué efecto le ha hecho el verle a usted? -Ninguno… antes se le persuadió de que debía casarse conmigo, y dijo: muy bien… ahora le mandan que se despose con otro, y contesta lo mismo: muy bien. Es muy rara. -¿Y su marido, qué clase de hombre es? -Parecido a ella, un honrado palurdo. -¿Irá usted a la boda? ¿Cuándo se celebra? -Creo... que dentro de seis semanas o dos meses... no lo sé con exactitud... Iré si mi padre lo desea... y si usted lo permite. -A mi me es igual. Felipe, como se ve por este diálogo, había aprovechado las lecciones de disimulo de la marquesa de Talyas. Tenía, por otra parte, necesidad constante de 142
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estar en guardia contra sí mismo para disimular el aumento de sufrimiento y aun de horror que le causaba su vida de pasión malsana y de continua traición al salir de la atmósfera pura que acababa de respirar en el pueblo. Parecía también al mismo tiempo que la señora de Talyas se esforzaba en buscar incidentes que daban a sus relaciones un tinte aún más odioso. Una noche, escondió a Felipe detrás de una cortina mientras su marido cruzaba su cuarto al regresar del club. Otra noche tuvo el capricho de ir con gran misterio a un baile de disfraz que daba una extranjera, y cenó en la misma mesa en que se sentaron Felipe y el marqués de Talyas. Felipe repugnaba estas cosas, y a veces pensaba que su amante quería ponerle frente a frente con su marido. En el fondo no había tal siniestro plan, pero a la joven le divertían esas cosas. A medida que iban aumentando en Felipe las angustias, la desilusión y el cansancio de ese amor fatal, las impresiones de su permanencia en Boisvilliers iban tomando cuerpo y complacíase en evocarlas con encanto. La imagen de su prima Juana, sobre todo, se le antojaba cada día más atrayente y 143
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suave. Comparándola con la marquesa de Ta1yas, revestía a sus ojos el radiante esplendor de un ángel todo luz. Cuando pensaba que Juana se había adornado de tantos méritos y cualidades para ser digno de él y para gustarle; que le había consagrado desde que existía tantos generosos esfuerzos, tanta voluntad heroica, y tantas lágrimas; cuando pensaba que habría podido caminar toda su vida sostenido por esa enérgica y dulce criatura, y que todo, todo eso estaba perdido para siempre, su corazón sangraba, y de sus ojos lágrimas ardientes desprendíanse. En medio de esas dolorosas tribulaciones recibió una carta de su padre, algún tiempo después de su regreso, una carta que seguramente no estaba destinada a calmar sus agitaciones sentimentales. El señor de Boisvilliers le participaba que se había deshecho el casamiento concertado entre la señorita de La Roche-Ermel y el señor de Chaville. Esta ruptura, agregaba el padre como única explicación, se había efectuado sin ruido y en condiciones igualmente honorables para las dos partes. Felipe, auxiliado por sus recientes recuerdos, se explicó en seguida este acontecimiento con razones que, como lo supo más tarde, se ajustaban perfectamente a la verdad. La señorita de La Ro144
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che-Ermel, al volver a verle, había sentido que su amor por él renacía y no quiso casarse con otro, llevándole la mentira en los labios y en el corazón. Esa noticia agitó y preocupó a1 joven a tal punto, que no pudo silenciar el hecho a la señora de Talyas. -Mi pobre prima -díjole- está visto que no tiene suerte... Su casamiento se ha deshecho. -¡Ah! ¿Y por qué? -No sé... Supongo que el novio, a última hora, se ha echado para atrás. -¿Es un monstruo su prima? -Peor... ¡Vulgar! -¿Un fardo? -Sí, algo como eso que usted dice. -¿Y cómo ha podido su padre de usted pensar en casarle con ese horror de mujer? -En la familia, uno se acostumbra; no se ve a las personas como realmente son; ciertas conveniencias, además, han enceguecido a mi padre. -¡Y además -dijo la Marquesa, -el que se casaba no era él! -Precisamente. ¡Así, pues, Juana era libre! Le bastaría a él decir una sola palabra para que esa mano fiel y leal se uniera a la suya, para que esa felicidad que era ahora 145
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su ilusión, fuese suya... Sintió terrible tentación de correr allí, a Boisvilliers, de prosternarse ante Juana y de hacerla llorar lágrimas de dicha inmensa. Para proporcionarse esa felicidad, sólo le faltaba un requisito: el permiso de la Marquesa. Prescindir de esa autorización no le parecía decente ni seguro. Ni siquiera se detuvo a pensar en ello. Pedírsela, era inútil y tampoco lo pensó. Siguió, pues, su vida con la muerte en el alma y arrastrando su cadena cada día más pesada. Sobrevino al mismo tiempo una complicación inesperada que vino a aumentar sus angustias y sinsabores. El señor de Talyas había tenido de su primer casamiento con una inglesa una hija, Clotilde de Talyas, que hasta los diez y seis años estuvo en un colegio en calidad de interna. Después pasó un tiempo con una tía, con el socorrido pretexto de perfeccionarla en el idioma inglés; pero, en realidad, la causa del alejamiento obedecía al deseo de evitar rozamientos entre la niña y su joven madrastra. Hacía dos años que Clotilde estaba en Inglaterra. El marqués de Talyas pensó que ya era hora de casarla y fue a Londres y se la trajo a París. Clotilde de Talyas era una personita pequeña, morenita, bien formada, de mirada cándida a veces y 146
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despierta otras como la de un paje, y fina como el ámbar. Tenía un ligero dejo de inglés que no dejaba de darle gracia. Su padre le había referido tiempo atrás la historia de Felipe. No extrañó, pues, Clotilde verle tan íntimamente ligado con su familia. Hasta podía creerse que Felipe le gustaba. ¿Concibió anticipadamente un amor romántico por el joven salvador de su padre? ¿Se enamoró después de conocerle? Como quiera que ello fuese, le demostró desde los primeros momentos una predilección muy marcada que no tardó en poner sobre aviso a la Marquesa. Si Clotilde no era ya una rival, era, no se podía dudarlo, un aguafiestas. En cuanto Felipe se sentaba en el saloncito de la señora de Talyas, Clotilde llegaba alegremente, y decía: -¿No te estorba, tía? -llamaba tía a su madrastra empleando un amable eufemismo inventado por su padre, pero daba al vocablo un tonito de perfidia que prestaba a la palabra un aire de antigüedad y de caducidad extraordinarias. Comprometido por las atenciones de Clotilde, torturado por las desconfianzas de la Marquesa, y más atormentado aún por su amor, que ya no com147
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partía, Felipe entró entonces en una nueva fase que en punto a disgustos y a preocupaciones, vergüenzas y peligros, no dejaban nada que desear. Un día, la señora de Talyas, indignada con las indirectas de Clotilde a Felipe, creyó deber señalar a su marido la inconveniente conducta de su hija. -Es, te aseguro -le dijo, -extremadamente ridícula con el señor de Boisvilliers. Esto me molesta. -¿Y qué dice Felipe? -contestó el Marqués. -¡Oh! El se muestra reservadísimo. -¿Y tú crees que Clotilde gusta de Boisvilliers? -No sé si le quiere; tu hija está educada a la inglesa y sus maneras con los jóvenes son muy confianzudas; pero entre nosotros me parece fuera de lugar. -Me encanta lo que me cuentas, querida -dijo el señor de Ta1yas, -pues hace tiempo que acaricio la idea de casar a esta muchacha. -¡Ah! -contestó la Marquesa. -Del punto de vista de la fortuna, es un casamiento inesperado pará Felipe. Clotilde le llevará de dote 1.500,000 francos. Es una bonita suma. No debemos olvidar, sin embargo, que los Boisvilliers son una excelente familia; el joven me prestó un inmenso servicio que me complazco en reconocer. 148
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Además, he tenido ocasión de apreciarle en estos dos años de trato íntimo, y no podría soñar un marido más completo para mi hija. Sé que Felipe es hombre muy delicado, y es seguro que jamás se atreverá. a dar un paso en ese sentido. Con un joven como él, se puede prescindir de requisitos y convencionalismos y proceder con toda franqueza. Yo se lo propondré. -Hay un pero -dijo la Marquesa, frunciendo el ceño, -y es que rehusará. -¿Por qué? Sería absurdo. Clotilde es muy mona... tiene fortuna... Sería locura rechazarla... A no ser que Felipe esté ligado misteriosamente, y que yo sepa no hay nada parecido. -En eso te engañas -dijo la Marquesa, sonriéndose, -hay un compromiso. -¿En nuestra sociedad? -No, en provincias... una prima. -¿Una prima? Jamás me habló de ella. -A ti no; un hombre no atrae para esa clase de confidencias; pero yo conozco todos sus secretos. Tiene una prima... la señorita de La Roche-Ermel, a quien ama desde su infancia... Son novios desde su
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último viaje, y hasta creo que se ha fijado la fecha del casamiento. -Lo lamento en el alma. Averigua, querida, si todo eso es cierto. De todas maneras, esta noche veré a Felipe en el club... Le daré bromas sobre su boda... y le sacaré la verdad. Media hora después, Felipe de Boisvilliers recibía una carta de la señora de Talyas, y leía estupefacto estas líneas: "Usted se casa con su prima. Necesidad absoluta. No me desmienta." Al través del desorden de ideas en que le sumió esa singular imposición, entrevió la verdad, aunque confusamente. Sospechó que la Marquesa, extraviada por los celos que le inspiraba su hijastra, había inventado ese recurso para alejarlo de Clotilde... Tal vez aquella alma apasionada prefería renunciar a su amor antes que verle sin cesar disputado y amenazado por una rival a quien estaba obligada a soportar. Ante esta idea, el corazón del joven se inundó de alegría. Sin deslealtad, sin escándalo, sin desgarramientos, veríase libertado de ese yugo maldito. ¿Sería ello posible? ¿Podría recobrar su indepen150
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dencia, su paz, su porvenir, ser dueño de su vida para ofrecérsela a Juana? Esperó ansiosamente la hora en que el marqués de Talyas tenía por costumbre ir al Club, y corrió a casa de la Marquesa. Esta, en previsión de su visita, había mandado a Clotilde a la ópera en compañía de la señora de Libernay. Salió al encuentro de Felipe, le tomó las manos y con acento de extremada dulzura le dijo: -Le pido perdón. Exijo de usted un enorme sacrificio, ¿qué hacer?... He aquí el caso. Mi marido quería casarle con Clotilde... Ha sido necesario, so pena de despertar sospechas, que sentía nacer, decir que estaba usted comprometido con alguien y nombrar a ese alguien... Pensé en su prima... Lo mismo da ella que otra cualquiera, o, mejor dicho y para ser franca, prefiero a ésa... al menos de ella no tendré celos... ¡Pobre chica! Felipe tuvo el presentimiento de que las cosas no iban a arreglarse tan bien como supuso, y sintió frío en el alma. -Perdone -díjole. -¿Cómo entiende usted arreglar este asunto? -Muy naturalmente… En
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cuanto usted se case, volverá a establecerse en París con su mujer y me la presentará. Recapacitó un instante con la vista en el suelo, y luego, mirándola, le contestó: -No; yo no haré eso. -¿Que no lo haréis? -No. No me casaré con una mujer, cualquiera que ella sea, con esta indigna premeditación de duplicidad. -¿Y qué hago yo por usted? -preguntó la Marquesa. -¿Cree usted que a mí me hace feliz vivir en la duplicidad?... ¡Y, sin embargo, nado en ella! Esas no son razones, amigo mío... Dígame francamente que su prima le causa horror, que el sacrificio es demasiado grande... ¡Sea! Comprendería... pero esté usted seguro de lo que le digo: estoy perdida; si me desmiente, mi marido lo adivinará todo. Felipe volvió a reflexionar durante unos instantes, y después de vacilar, como un hombre que pisa en terreno poco firme: -Cuando se trató anteriormente de mi casamiento con mi prima, se convino en que residiríamos en el castillo. Es muy posible que ahora, si yo me insinuase, se mantenga esa condición. 152
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-¡Eso nunca! -exclamó la Marquesa. Además eso es muy improbable ahora, pues ya tenéis una posición en París. Y después, sospechando la trampa y fijando sobre Felipe sus ojos relampagueantes: -Pero, dígame. ¿Es tan fea realmente esa prima como usted me ha dicho? -¡Ah! -Y qué, ¿no soy acaso hermosa por las dos? -¿Quién lo duda? Todo esto es tan nuevo, tan imprevisto... Déjeme pensarlo, se lo ruego, antes de tomar resoluciones. Felipe pasó toda la noche meditando acerca de la conducta que observaría en circunstancias tan delicadas. Estaba, desgraciadamente, envuelto en una de esas aventuras de las que nunca se sale bien, y cuando eso se consigue siempre es por medios torcidos. La determinación que tomó en definitiva no era, pues, ni podía serlo, perfectamente correcta; pero, después de todo, era la mejor que pudiera elegir. En suma, la que más le seducía: aprovechar la circunstancia para recobrar su libertad. Se casaría con su prima y no vendría con ella a París, y rompería sus relaciones con la señora de Talyas. Alegaría ante 153
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ella, para justificar su residencia en provincias, la voluntad de su familia y la salud de su padre. Confiaba en que el tiempo iría preparando poco a poco a la Marquesa a esa solución, y que, por último, acabaría por resignarse. El éxito de este plan no era, en verdad, descabellado, a condición, sin embargo, de que la Marquesa siguiese creyendo hasta el día de la boda que Juana de La Roche-Ermel era una mujer fea y desgraciada y, por lo tanto, una rival despreciable. Pero Felipe, pensando siempre en su problema, llegó a comprender que sería imposible, peligroso, mantener esa creencia en la Marquesa. Al siguiente día, en efecto, cuando le hubo manifestado que estaba dispuesto a cumplir el acto de abnegación que ella le imponía, y ella se lo agradeció en términos muy efusivos, le sometió algunos puntos de su programa que juzgaba ella necesarios. No era dudoso que la señorita de La Roche-Ermel vendría a París para ocuparse del trousseau, y suponiendo ese viaje, la señora de Talyas significó a Felipe, que, como amiga de la familia, se hacía un deber de ponerse a la disposición de Juana para acompañarla en sus compras, debiendo esa oportunidad servir de base a su futura intimidad. Felipe, no hizo ninguna 154
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observación a esta cláusula temible, reservándose los medios para eludirla. Deseoso de abandonar ese infierno, en donde se veía obligado a mentir continuamente, escribió ese mismo día a su padre para anunciarle sus resoluciones, y decirle que pronto se las ratificaría de viva voz. Dos días después confió al señor de Talyas sus proyectos matrimoniales, recibió sus felicitaciones y abandonó a París, prometiéndose volver lo más tarde posible. Cuando llegó por la noche a Boisvilliers, su padre le estrechó durante largo rato entre sus brazos, y le dijo con una emoción que le arrancó lágrimas: -¡Me haces feliz, hijo mío, muy feliz! -No hay mérito en mí. ¡La adoro! ¿Lo sabe ella? -preguntó luego con zozobra. -No, todavía no; solamente le insinué algo a su padre. -Es que es muy altiva, muy digna... ¿Tal vez me guarde rencor y rehuse? -No lo creo -dijo el señor de Boisvilliers -pero, si quieres, podemos ir ahora mismo a ponerlo en claro.
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Fueronse a La Roche-Ermel cuando las primeras estrellas se divisaban al través de la cima de los árboles. Un sirviente, a quien encontraron en el patio, se adelantó a avisar al conde Leopoldo y éste presentóse en seguida en la sala. -Querido primo -díjole el señor de Boisvilliers, -vengo a pedirte que satisfagas el deseo de toda mi vida concediendo la mano de tu hija a esta mala cabeza. El Conde se inclinó con suma cortesía y contestó: -Ya sabes, querido, que si de mí hubiera dependido, ha tiempo que este pícaro de Felipe sería mi hijo. Pero nada se ha perdido con esperar. Vuelve a nosotros curtido por el hierro y por el fuego; quizá sea así mejor. Debo agregar que Juana ignora el honor de esta demanda y que forzosamente reservo mi consentimiento hasta que ella decida. Si me concedéis unos minutos, le hablaré. Los dos hombres se inclinaron. Transcurrieron unos minutos y el conde Leopoldo volvió, acompañado de Juana. Estaba muy pálida, pero serena. -Felipe -dijo ella, yendo hacia él con su gracioso andar, -ésta es mí mano. 156
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VIII Mucho bueno y malo puede decirse de la vida de provincia. Digamos solamente lo bueno. Lo bueno es, sobre todo, el hogar, cosa que no existe en París; es el viejo nido hereditario que las generaciones sucesivas restauran sin cambiarle, y en el cual, el principal pariente, a falta del padre, habita, juzgándolo deber y a donde vuelven los que se fueron para empaparse de cuando en cuando en las sensaciones saludables de su infancia. Cuando se regresa, cansado de la vida y desencantado de las pasiones, a esos queridos asilos, ¡con qué sentimientos de paz y de bienestar se respiran los aromas de antaño, con qué dulce melancolía se escuchan los rumores familiares de la casa, esas voces misterio157
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sas, esas quejas que oyeron nuestros antecesores y que nuestros hijos escucharán después de nosotros! Parece que en medio de esas tradiciones sucesivas la propia existencia se prolonga en el pasado, y en el porvenir con una especie de eternidad. Felipe, durante los primeros días que siguieron a su llegada a Boisvilliers, experimentó esas emociones en toda su intensidad, realzadas por el encanto de un amor honesto y dichoso. Las sintió al principio en toda su pureza, como aspira el aire el náufrago arrojado a la playa. Su dicha quedó luego amargada al pensar que le era imposible cavar un abismo infranqueable entre París y La Roche-Ermel, y que en su refugio no estaba seguro. El silbido agudo de las locomotoras que cruzaban los bosques cada mañana y cada noche, le advertían que ese abismo no existía, y que la señora de Talyas podía aparecérsele de pronto e interponerse entre él y su prometida, como una fantasma de su maldita juventud. Esta pesadilla le perseguía continuamente, en medio de sus paseos con Juana y de sus coloquios durante la velada; le despertaba a media noche, y ese nombre de Talyas, que anteriormente sonaba tan dulcemente en sus oídos, le hería ahora y le importunaba atrozmente. El secreto que 158
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ocultaba en su pecho, pesábale en la intimidad pura de su familia, cual si fuese un sacrilegio. Muchas veces tuvo la tentación de confiárselo a su padre, a Juana misma, pero ese secreto no era sólo suyo y no podía revelarlo sin rebajarse. Por otra parte, juzgaba inicuo turbar con esa revelación la tranquilidad de esas almas puras y dichosas. Tuvo la vaga esperanza de que podría evitarles ese disgusto, y siguió llevando solo su pesado fardo. Más resuelto que nunca a romper, a su regreso, sus relaciones con la Marquesa, cumplía ahora con la ardua tarea de engañarla acerca de sus fines hasta que su casamiento, se hubiera realizado. Proponíase, en seguida de hecha la boda, viajar durante algunos meses con Juana, ganar tiempo, y conseguir cimentar la ruptura, sin violencias, sin escándalo. Entretanto, y para no despertar las sospechas de la Marquesa, continuaba escribiéndola asiduamente, tal como se lo había prometido. Cada una de estas cartas costábale enormes esfuerzos de redacción. ¿Quién sabe si algún día no llegarían a manos de Juana? Era necesario que esas cartas pareciesen bastante afectuosas a la señora de Talyas, y que la
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señorita de La Roche-Ermel no las pudiera censurar si por fatalidad llegasen alguna vez a su poder. No hacía misterio de esta correspondencia ni la ocultaba a su familia, ni a Juana. Su aventura con el señor de Talyas, la amistad estrecha que ella había engendrado, su intimidad en la casa, eran de larga data hechos conocidos en La Roche-Ermel. El señor de Boisvilliers, en cada uno de sus viajes a París había sido recibido por el Marqués y por su mujer con simpática cordialidad; conservaba de sus bondades para Felipe y para él mismo el más caluroso agradecimiento, y profesaba, en particular a la señora de Talyas, un culto de antiguo caballero. Juana, a quien el señor de Boisvilliers le había hablado a menudo con entusiasmo de la amiga tan distinguida de su hijo, le daba bromas sobre su gran pasión parisiense. La idea de que la pasión inocente del padre pudiera ser al mismo tiempo el amor culpable del hijo nunca cruzó la imaginación de Juana. Había ella oído decir que la Marquesa, tenía una hija en edad de casarse. Basándose en esta circunstancia, y llevada de su inclinación a ver las cosas humanas bajo el prisma más puro y el más correcto, figurábase a la amiga de Felipe como una persona que había sido muy bella, pero que debía ser ya una mujer de 160
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cierta edad. Esta ilusión no cedió ni ante una circunstancia que se presentó pocos días después, y que, sin embargo, por su índole debía haberla disipado. El malestar continuo en que vivía Felipe, sus secretas ansiedades, sus sombrías abstracciones no podían pasar inadvertidas durante mucho tiempo a los ojos de una mujer de un talento y de un corazón apasionado como los de la señorita de La Roche-Ermel. Inquietábase de esos síntomas inexplicables y se preguntaba si la felicidad que creía asegurada, al fin iba a escapársele nuevamente, cuando una singularidad más marcada en la actitud de Felipe y en su conducta, dióle ocasión para explicarse con él. La fecha de su boda estaba fijada. Debía celebrarse dentro de seis semanas, hacia los primeros días de septiembre. Apenas quedaba tiempo para proceder a los preparativos y a la confección del trousseau. La tía de Juana, la señorita Angélica, anunció una mañana, durante el almuerzo, que iba a ir a París con su sobrina acompañada de los señores de Boisvilliers, para efectuar las compras necesarias. Fijóse la partida para el jueves siguiente. Mientras se 161
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discutía este asunto, Juana se sorprendió del silencio de Felipe, de su gesto de fastidio y de su aspecto casi consternado. Realizaron después del almuerzo un paseo a caballo por los bosques. El conde Leopoldo, que los acompañaba, iba, según su discreta costumbre, a retaguardia. Juana aprovechó un momento y con la punta de su látigo tocó el brazo de su novio, diciéndole: -¿Qué te pasa, Felipe? Dímelo. Te lo ruego. -Nada, Juana; te lo aseguro -contestó, tratando de sonreír. -No; algo ocurre... Te veo preocupado, triste, apenado desde hace días. Ya no eres el de antes. Pues bien, Felipe, si te arrepientes ya, si comprendes que no me quieres lo suficiente para ser mi esposo, dímelo con franqueza. Estás perdonado anticipadamente. He sufrido mucho durante mi vida, y estoy resignada a padecer más si ello es forzoso... ¡Mi felicidad me extrañaba!... Pero hay otro género de sufrimientos que sería intolerable, mortal para mí, y no te perdonaría que me lo infligieses. No quiero verme engañada, no quiero sufrir la humillación de ser amada por piedad y no quiero que se me espose por deber... ¡Todo, todo, menos eso! 162
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-Juana -dijo Felipe fijando en ella sus ojos, donde pudo la joven leer la más profunda sinceridad, -¡te amo... te quiero mucho.... a ti únicamente!... Si tuviera que renunciar a mi dicha, mi corazón se despedazaría... ¡ante Dios, te lo juro! -Te creo -contestó ella. Después de un silencio, Juana dijo: -Pero, al fin, algo te pasa; dímelo. ¿Quieres permitirme que lo adivine? Puesto que no soy yo quien te infundo miedo... -¡Miedo! ¡Tú! -exclamó el joven. -No, Juana. ¡Te adoro! -Gracias; pero, si no soy yo, ¿tal vez es la vida en el campo la que te infunde pavor?... Cuando se habló de nuestro viaja a París, sí que te ponías pálido. Esta idea de volver a ver a tu querido París para dejarle luego otra vez, quizá te disgusta. Mira, aunque sería muy penoso para mí abandonar a mi anciano padre, yo haría un sacrificio y podríamos decidir nuestra existencia. Podríamos pasar seis meses en París y otros seis aquí. ¿Qué te parece? -¡Pobre niña! ¡Qué lejos estás de la verdad! Esto es para mí un paraíso... Mi sueño es vivir y morir aquí, a tu lado... París me causa horror; todos mis 163
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recuerdos son malos y miserables, y la idea de volver allí, aunque sea por pocos días, me es insoportable... Es una locura, una superstición, todo lo que quieras; pero te ruego, vida mía, que desistas de ese viaje. Juana le miró. -Tienes un motivo que me ocultas. -Sí, tengo una razón -contestó Felipe, acentuando enérgicamente sus palabras. -Ten confianza en mí y no me la preguntes. La señorita de La Roche-Ermel quedó pensativa, y aunque le fue imposible descubrir el secreto de Felipe, entrevió claramente en un repentino resplandor el punto esencial. Adivinó que había comprometido su juventud en alguna falta, cuyo remordimiento le torturaba en alguna afección ilegítima. No pensó ni un instante en identificar a su misteriosa rival con la señora de Ta1yas, tal vez porque el nombre de la, Marquesa le era familiar y se pronunciaba cada día sin misterio delante de ella. Este descubrimiento causó emoción a Juana, pero no le disgustó; le explicaba toda la conducta equívoca de su primo y al mismo tiempo le daba a ella un papel de salvador que halagaba su imaginación, que encantaba su conciencia, y que despertaba 164
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todos los sentimientos valerosos y heroicos anidados en su alma. -Pues bien -contestó con suavidad, -queda entendido, no iremos a París... La cosa a mí no me seducía. Eres tú, mejor dicho, tu amor propio el que sufrirá... Resultaré vestida como una novia de pueblo. Bueno es que lo sepas. -Te encuentro admirablemente vestida siempre... ¿Quién te hace la ropa? -Tenía una costurerita de la ciudad, que no dejaba de tener gusto, y con mi ayuda salíamos del paso... Pero acaba de casarse, y abandonó la región. -¿No sería posible mandar algunos de tus vestidos a París para que sirvan de modelos? -Eso es muy delicado -dijo Juana riéndose. -Las más hábiles modistas carecen de gusto si uno no las dirige. Además, un trousseau no se compone solamente de vestidos, querido primo... Se necesitaría tener una persona de París para guiar y aconsejar a la modista, y yo no conozco a nadie... ¿Acaso tu amiga, la señora de Talyas, se prestaría a hacerme este favor? -¿La marquesa de Ta1yas? -dijo Felipe, sintiendo violentas palpitaciones en su corazón. -¡No, no! 165
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No es que no sea capaz de hacerlo con gusto pero es una persona muy indolente... muy indolente... y temo... -¿Ser indiscreto? -dijo Juana. -Pues bien, no hablemos más del asunto. Me aceptarás tal como me presente, querido primo... Acompañó estas palabras con su risa franca que distendía sus labios, dejando entrever sus magníficos dientes y que dibujaba dos hoyuelos encantadores en sus mejillas. Felipe seguía preocupado. Estaba en un laberinto y salía de un tropiezo para caer en otra trampa. Apenas aliviado, de la aprensión que le causó el proyectado viaje a París, y que hubiera puesto frente a frente a Juana con la señora de Talyas, se preguntó con terror cómo aceptaría la Marquesa la infracción tan grave a la cláusula que le había impuesto. Este viaje, como se recordará, entraba en su convenio, y él se había comprometido a aprovechar la ocasión para presentar a su novia a la Marquesa. Cualquier pretexto que pudiera inventar para justificar su falta de cumplimiento, había seguramente de despertar sospechas en la Marquesa, y esto podía acarrear gravísimas consecuencias. 166
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El expediente que Juana le había sugerido, y que rechazó primero por un sentimiento de delicadeza, le asaltó más tarde con persistencia. Cuanto más pensaba en ese recurso, mejor le hallaba, considerándolo como el único medio de evitar las sospechas de la Marquesa, y finalmente aceptó la idea de su prima y resolvió escribir a la señora de Talyas para rogarle tuviese a bien encargarse del trousseau de su futura esposa. Antes de participárselo a la Marquesa se lo dijo a Juana. Escribió, pues, a su amiga diciéndole que el señor de La Roche-Ermel acababa de caer enfermo de gota, que su hija no podía abandonarlo, que el viaje a París estaba postergado indefinidamente, y que recurría a su amabilidad para vigilar la confección del trousseau. Esta carta tuvo inmediatas consecuencias, que Felipe debió prever, pero que no tuvo en cuenta y que le hicieron temblar. La Marquesa contestó en forma muy amable; pero no fue a Felipe a quien escribió sino a Juana. He aquí la respuesta, que causó admiración a toda la familia: "Agradezco mucho, señorita, la prueba de confianza que me da usted. Usted se anticipa a mis de167
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seos ofreciéndome el placer de entrar en relaciones con usted y de serle agradable. Envíeme lo más pronto posible un paquete con los modelos, medidas, etc. Déme también sus instrucciones y crea en el celo afectuoso que pondré en juego para embellecerla. Contando con su permiso, le abraza -Luisa de Talyas. P. S. -No olvide usted mandarme como muestras un par de botines y un par de guantes." Tres días después, la señora de Talyas recibía por la mañana una carta de la señorita de La Roche-Ermel, y junto con la misiva un paquete bastante grande. La Marquesa leyó las siguientes líneas: "Mis primos de Boisvilliers, señora, estaban tan orgullosos con su amistad, que yo no hubiera sido de la familia si no participara de ese sentimiento y solicitara su afecto. Puesto que usted se digna ofrecérmelo en mi canastilla de boda, considérome feliz con mi indiscreción. Usted ha tenido la bondad de comprender que la más viva y la más respetuosa confianza eran los móviles del atrevimiento de que dí pruebas. Así, pues, su carta, por amable que ella 168
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sea, no me ha sorprendido: mi corazón la esperaba del suyo. Me tomo la libertad, estimada señora, de remitirle las cosas pedidas, conformándome a sus deseos. Las hallará usted algo campesinas; pero usted las tocará con su varita de hada y las convertirá en maravillas. Adjunto una pequeña lista de lo que me parece necesario en las solemnes circunstancias en que me encuentro. Se la someto humildemente, rogándole la rectificación como usted juzgue oportuno y de acuerdo con su gusto que sé es de lo más perfecto. Beso a usted las manos, señora, con mi más profunda gratitud. -Juana de La Roche-Ermel." La marquesa de Ta1yas, leyendo esta carta, frunció varias veces el ceño, no ocultando su extrañeza y su fastidio. Esta carta, aunque no era modelo de literatura, le pareció, sin embargo, demasiado bien redactada para una Cenicienta de pueblo, como se imaginó siempre a la señorita de La Roche-Ermel. Se tranquilizó algo diciéndose que Felipe, sin duda, le había hecho un borrador para salvar
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el honor de su prima del punto de vista de la ortografía. Abrió luego el paquete que había hecho colocar en su cuarto de vestir. Cuando le despojó de los últimos papeles de seda que le envolvían, las aletas de su fina nariz se hincharon y aspiró dos o tres veces con fuerza los perfumes que exhalaban aquellas cosas. -Esa chica es cuidadosa -murmuró. -¿Qué olor es éste? ¿De dónde lo saca?... -Sacó los objetos poco a poco, mirándolos y olfateándolos como un animal carnicero huele su presa. Juana enviaba dos vestidos, uno de ellos descotado; la señora de Talyas los colgó, los extendió, interrogando sus efectos, sus plegados, todos sus detalles. Su frente se nubló. -El talle un poco corto -dijo, -pero bien modelado. Venían también en la encomienda algunos modelos de ropa blanca que acusaban hábitos personales elegantes, hasta refinados. Los guantes estrechos y largos daban la medida de una hermosa mano aristócrata. Los botines no eran nuevos, y su corte fino, su empeine alto, revelaban un pie pequeño y bonito. 170
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Acabada esta revista minuciosa, la señora de Talyas permaneció pensativa, contemplando silenciosamente todas aquellas prendas femeninas esparcidas por el piso alfombrado, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, y murmuró luego: -¡Me engañan... es hermosa! El comercio epistolar que tan felizmente se había establecido entre la Marquesa y Juana, no tardó en hacerse asiduo y casi cotidiano. La señora de Talyas, animada de un celo apasionado en beneficio de su nueva amiga, le escribía casi todos los días para darle cuenta de las compras, de sus elecciones y pedirle o darle consejos. Juana contestaba a vuelta de correo, y su correspondencia iba tornándose íntima, expansiva. El señor de Boisvilliers y los de La Roche-Ermel no cesaban de elogiar la exquisita amabilidad de la bondadosa Marquesa. Felipe, claro está, era el único da la familia que no participaba en esos entusiasmos. En cuanto vio que se establecían relaciones directas entre Juana y la señora de Talyas, auguró resultados desastrosos. Comprendió que la suerte le abandonaba, que la dirección de los acontecimientos se le escapaba, y que la puerta quedaba abierta de par en par a una catástrofe, tanto más es171
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pantosa para su imaginación que no podía prever la forma en que se le presentaría. Estas dudas no se prolongaron. Halló un día a su padre y a los La Roche-Ermel deliberando acerca de la necesidad imperiosa de invitar al casamiento de Juana a una persona que le daba tantas pruebas de abnegación. Se consultó a Felipe, y éste tuvo la sensación de que la tierra se abría. En vano buscó objeciones; no las halló. Contentóse con insinuar tímidamente que semejante invitación podía causar molestias a la señora de Talyas; claro que no la rehusaría, pues era ponerla en compromiso, era obligarla a abandonar sus hábitos parisienses, sus costumbres muy mundanas y era, finalmente, traerla a un ambiente que detestaba, pues no podía sufrir el campo, Juana intervino para declarar que no era posible prescindir de la señora de Talyas, después de las pruebas de estimación que le estaba dando, y que ella, por otra parte, se encargaría de invitarla en forma tal que podría la Marquesa rehuir su asistencia a la boda si así lo juzgaba conveniente. En consecuencia, escribió ese mismo día a la Marquesa una carta muy cariñosa, con una postdata de su padre. Este decía que apenas se atrevían a 172
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ofrecerle la hospitalidad en su viejo castillo, pero que su presencia y la del señor de Talyas en el casamiento de Juana colmaría sus aspiraciones y les sería muy grata, pues todos ansiaban la ocasión de verla para darle pruebas de su afección. Felipe, en medio del desastre mental en que le había sumido este deplorable incidente, vivía alentado por una única esperanza: que la Marquesa tendría el buen gusto, la delicadeza de no venir. Su respuesta no se hizo esperar; se recibió al día siguiente. Hela aquí: "Lo deseaba y se lo iba a pedir, queridita mía. Voy a pasar ocho días con ustedes. Llegaré el lunes por la noche con sus vestidos. Hasta pronto, monona. P.S. -Es posible que mi marido vaya a buscarme más tarde. Dígaselo a Felipe." Esta cartita, corta como un relámpago, no podía ya, dejar ilusiones a Felipe. La cosa era clara: la Marquesa, sospechaba evidentemente que la traicionaban, que Juana era una rival amada, y digna de serlo; venía para comprobarlo, y su postdata ame173
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nazadora era un aviso para el lector y que no le dejó dudas. La pesadilla se iba convirtiendo en realidad: la quimera tomaba cuerpo, ya no soñaba; la veía, la palpaba, sentía su soplo en el rostro. Fue una hora atroz, una hora de locura. ¿Qué hacer? ¿Confesar toda la verdad a su padre, al conde de La Roche-Ermel, a Juana? ¿Tomarles como jueces y entregarse a su misericordia? Tuvo la tentación de hacerlo... Seguramente, teniendo en cuenta su sinceridad, le perdonarían, le sostendrían en está prueba horrible, se le unirían para apartar, para combatir al fantasma que se acercaba. Era obrar como hombre, prudente, avisado, hábil, pero al mismo tiempo cobardemente, pues era entregar el honor de una mujer que había tenido confianza en su hidalguía. Rechazó esa tentativa, y resolvió, a riesgo de perderlo todo, esperar los sucesos. Tuvo que hacer esfuerzos colosales de voluntad durante los días que faltaban hasta el lunes para aparentar en presencia de su familia tranquilidad de ánimo, alegría, ¿Tal vez le quedaba un medio de salir del paso angustioso? ¿Acaso no era posible que el encanto tan especial e individual de Juana escapase a los ojos de la señora 174
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de Talyas? Acostumbrada, como lo estaba, la Marquesa a los tipos de la alta elegancia parisiense, sólo vería quizá en la persona de su prima un ser insignificante, una fea más o menos simpática que no desmentiría la pintura que de ella él le hiciera. Poco tardó en salir de dudas acerca de este punto. La señora de Talyas llegó, tal como lo había anunciado, en la tarde del lunes siguiente, a eso de las cinco. Es una cosa corriente en provincias que las jóvenes que están en vísperas de casarse no se exhiban. El conde de La Roche-Ermel, que era un formulista severísimo, decidió que Juana se ajustaría al uso y que esperaría a la Marquesa en la avenida del castillo, mientras el iría a la estación, acompañado de sus primos los Boisvilliers, a fin de recibir a la señora de Talyas. Quedó sorprendido cuando vio bajar del vagón a la Marquesa, resplandeciente de juventud y belleza. Después de los primeros saludos cambiados, subieron al coche, y veinte minutos más tarde franqueaban triunfalmente las blancas barreras de la avenida. Juana estaba allí, escoltada por su tío el caballero y la señorita Angélica. 175
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Al ruido de las ruedas, avanzó, con la sonrisa en los labios. El carruaje se detuvo; la señora de Talyas, aceptando la mano del condeLeopoldo para bajar, saltó ágilmente, y se halló frente a Juana. Con una rápida y escrutadora mirada la analizó, le tomó las dos manos y le dijo con tono muy amable: -Es usted tal como me la imaginaba... ¿Quiere usted besarme, querida? Juana quedó cortada durante unos instantes, en una actitud de vacilación que podía atribuirse a timidez; sus ojos se habían abierto enormemente, como si presenciara un espectáculo extraordinario que la dejaba estupefacta; su corazón latía fuertemente. Después se repuso y contestó, con voz baja : -¡Señora, qué buena es usted... y qué hermosa! Se besaron. -¡Querida niña! -díjole la Marquesa golpeándole suavemente la mano. Y, volviéndose hacia Felipe, que ansiosamente la miraba, le dijo sonriéndose: -Acérquese usted. Avanzó la Marquesa hacia el grupo formado por la familia y tomó el brazo de Felipe, diciéndole en voz casi imperceptible: -¿Y la encuentra vulgar a esta chica? 176
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-Sin duda... -¿Si? Muy bien... Oiga usted lo que voy a decirle: Este casamiento no se efectuará. -¡Pero, si es usted la que lo ha deseado, mejor dicho, ordenado! -Pues me vuelvo atrás. -Ya es tarde para hacer eso. -Se lo repito: Este casamiento no se efectuará. -¡Ah!... ¿Y qué va usted a hacer para impedirlo? -¡Todo! Le dejó, después de esa última palabra, y fue hacia Juana: -Monona, no sea usted celosa. Le decía que es usted preciosa. Hablando de cosas agradables se llegó al castillo. La señorita Angélica se unió a su sobrina para instalar a la Marquesa en la habitación que se la había destinado. Dejáronla allí con la sirvienta que había traído de París, previniéndole que el toque de campana anunciaría la hora de la comida. Durante la comida, a la que asistieron el señor de Boisvilliers y su hijo, Felipe, sabiendo ya a que atenerse respecto a la Marquesa, preocupóse únicamente de estudiar la fisonomía de Juana y de pene177
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trar sus impresiones. No pasó para él inadvertido el sentimiento de estupor que asaltó a su prima cuando vio a la señora de Talyas. No dudó que en ese minuto terrible la luz debió surgir potente en el cerebro de Juana, iluminándolo. ¿Qué sabía? ¿Cuáles eran sus sospechas? ¿Habría adivinado toda la verdad? ¿Qué interpretación daba a la conducta de Felipe? En vano trató de leer en el rostro de Juana la solución de estos enigmas. Juana, por costumbre y por dignidad, sabía dominarse. Tenía su aire de calma altiva y de suavidad de siempre, y sólo la notó Felipe algo más pensativa. A veces le pareció ver en sus ojos esa mirada de sublime resignación de los cristianos en el momento de su martirio... Nunca habíala amado tanto como ahora... ¡Pobre criatura adorada! ¿Qué iba a ser de ella? ¿Qué sucedería?... ¿En qué escándalos, angustias y dolores iba a verse envuelta? La Marquesa no daba señales de contrariedad. Al contrario, parecía hallarse muy a gusto entre aquella gente tan amable. Representaba su papel de astro parisiense con la desenvoltura de princesa que le era característica, dirigiendo a derecha o izquierda palabras agradables, recordando al señor de Boisvilliers cosas pasadas, y hablando al conde Leopoldo 178
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del aspecto noble y poético de su castillo, al caballero de su flauta y de Beethoven, a la señorita Angélica de acuarelas. Así es que, cuando se pasó al salón a tomar el café, pudo oír que todos convenían y entre ellos se decían que era "deliciosa". En el curso de la velada, la señora de Talyas rogó a Juana que tocase algo en el piano, y la señorita de La Roche-Ermel accedió. Pidióle luego que le enseñase los platos que pintaba, y Juana se los trajo, dándole sobre esa clase de pintura algunas breves explicaciones. -¿Quiere, señorita -le dijo la Marquesa, -que le diga una cosa? La voy a odiar, sí; porque, al fin y al cabo, usted lo posee todo!... Usted es perfecta... ¡es fastidioso! Dicho esto se levantó, disimuló un bostezo detrás del abanico, y alegando el cansancio del viaje, se despidió de los dueños de casa y de las demás personas allí presentes. Antes de salir, dio un apretón de manos a Felipe. -Hasta mañana, amigó mío -díjole. Y añadió, muy bajo, pero con la sonrisa en los labios, como si le estuviese felicitando: 179
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-Le doy dos días de plazo para resolver. Pasado ese tiempo, yo sabré lo que he de hacer. Buenas noches.
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IX Los dos días que siguieron al de la llegada fueron consagrados, en su mayor parte, a hacer los honores de la región a la Marquesa. Se dieron por la mañana paseos a pie por los bosques de La Roche-Ermel y de Boisvilliers, y por la tarde se recorrió en coche los puntos más pintorescos de las inmediaciones. En los intervalos ocupábanse de los preparativos del casamiento, y especialmente del examen y de las pruebas de las prendas del trousseau. El drama que tenía por escenario el castillo de La Roche-Ermel, seguía desarrollándose secretamente, pero quedaba circunscripto a la acción de tres personajes. Hubiérase dicho que existía un 181
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convenio tácito entre la Marquesa, Juana y Felipe para respetar durante el mayor tiempo posible la tranquilidad de la familia, pues la misma señora de Talyas, por muy poco que le importara la paz de sus huéspedes, tenía un interés natural en evitar el escándalo, pues alimentaba la esperanza de un desenlace pacífico. Sin embargo, a pesar de su admirable talento para el disimulo, empezaba a cansarse de tan continuados esfuerzos, y cuando se hallaba sola, entre Felipe y Juana, se quitaba su máscara para respirar. Entonces parecía distraída, se mostraba, irónica, altanera. Los otros dos, pálidos como ella, con el corazón angustiado, la mirada atenta, se preguntaban y parecían preguntarle cuándo terminaría la tregua y abriría las mortales hostilidades presentidas. Felipe no se había engañado. Juana, desde la llegada de la Marquesa, tenía conciencia de que un peligro grave le amenazaba. Hace tiempo, como se recordará, que había comprendido que le estaba reservado el papel de ángel tutelar de su novio. La sorprendente belleza de la señora de Talyas, y quizá también la curiosidad apasionada que sorprendió en sus primeras miradas, acabaron por hacerle comprender la situación. Juana se daba cuenta de que la 182
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marquesa de Talyas amaba a Felipe, y que éste no la quería y deseaba romper la pesada cadena. Lo veía claro ahora; pero no alcanzaba a penetrar los ulteriores designios de la Marquesa... ¿Qué venía a hacer a La Roche-Ermel esa mujer? ¿Qué meditaría? ¿Qué fraguaba? Juana sentía el misterio en el aire, algo terrible, pero no lo adivinaba. Pensando llegó a persuadirse de la sinceridad del amor que le profesaba Felipe; recordó sus declaraciones, sus angustias, y, al fin, resolvió que su deber era esperar con fe la prueba a que el destino quería someterla. Tan buena era Juana, que a veces hasta le daba lástima la señora de Talyas, y siempre y en toda circunstancia le demostró cariño y respeto. Era la mañana del tercer día y acababan de almorzar. La marquesa de Talyas se encontró con la señorita de La Roche-Ermel en el descansillo de la escalera, que se disponía a salir. -¿Quiere usted, señora, darme el gusto de acompañarme? -dijo Juana. -El tiempo es hermosísimo y no voy muy lejos. -Con placer -contestó la Marquesa. -Voy a ponerme un sombrero. Pocos minutos después se reunía con Juana. 183
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-¿Y a dónde vamos, querida? -Ya lo verá -contestóle Juana riéndose. Lo que es seguro es que no voy a guiarla por sendas extraviadas. Caminaron durante unos momentos por la avenida principal y luego se aventuraron en un sendero tortuoso que subía en cuesta pendiente entre cercos plantados en altos taludes. Infinidad de ramas se entretejían formando túneles iluminados por los rayos del sol. Las dificultades de este camino, cubierto a trechos de rocas y de piedras salientes, hacían bastante peligrosa su travesía. Resbalaban los pies, enganchábanse las faldas en las ramas y zarzas, dando estos incidentes motivo a conversaciones alegres, y que consistía la mayor parte del tiempo en bulliciosas exclamaciones. Juana, que iba delante, evitaba las molestias naturales de la marcha a la Marquesa doblando arbustos, apartando ramas que azotaban la cara, y ofreciéndole la mano como apoyo para saltar algún obstáculo. La señora de Talyas aceptaba estas amabilidades, agradeciéndoselas con una lánguida inclinación de cabeza, y después miraba a su guía irónicamente como si quisiera decir: -¡Es inútil todo cuánto hagas, hija mía! ¡No te lo cederé! 184
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Hubo un momento en que a su vez Juana quedó atrás. Había visto cerca del musgo de una hondura un grupo de florecillas silvestres parecidas a los "no me olvides". Hizo un ramito con ellas y se lo presentó a la señora de Talyas haciéndole una graciosa reverencia. La Marquesa vaciló, la miró cara a cara, y viendo sólo bondad y afecto en los ojos de Juana, se lo aceptó, sonrojándose un poco. En lo alto del sendero, se hallaron de pronto delante de la entrada del modesto cementerio, en cuyo centro alzábase la iglesia parroquial. Estaban en la cúspide de una planicie, y desde allí la vista abarcaba todo el valle, en cuyo fondo serpenteaba el río Ormaie, y se extendían, en segundo plano, los bosques en forma de anfiteatro. Todo aquel hermoso paisaje estaba magníficamente iluminado por el sol. -¡Qué precioso! -exclamó la señora de Ta1yas, sentándose a la sombra de un ciprés secular en el borde de una de esas tumbas bajas en forma de altar que son los monumentos aristocráticos de los cementerios de pueblo. -¿No es verdad? -dijo Juana, cuyos ojos se animaban ante aquel hermoso cuadro de la Naturaleza. 185
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Después de haber dejado a la Marquesa entregada a su vaga contemplación, prosiguió: -Voy a entrar un momento en la iglesia. ¿Viene usted? -No -contestó fríamente la señora de Ta1yas. Y después de una ligera pausa, agregó: -¡Yo no creo en nada! -¿Pero me permitirá, al menos, rezar por usted? -¡Seguramente! -Pues hágame el favor de esperarme aquí unos minutos. ¿Quiere usted? -Bueno. Juana entró en el templo. Ese día era el del vencimiento del plazo asignado por la Marquesa a Felipe para deshacer el casamiento. Felipe no lo había olvidado, y en cuanto amaneció, decidido a acabar de una vez con su horrible incertidumbre, se dirigió hacia el castillo de La Roche-Ermel. Se le dijo allí que la Marquesa y Juana habían salido, siguiendo el sendero que conducía a la iglesia. -¿Las dos solas? -Sí, solas. Un pensamiento horrible, siniestro, asaltó la imaginación de Felipe. Recordó que la señora de 186
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Talyas le había dicho que para romper esa boda recurriría a todos los medios. ¡Todo! Esta palabra sonaba en sus oídos y le daba en su azoramiento proporciones que en cualquier otra ocasión le hubieran parecido ridículas. Suponía ahora a la Marquesa capaz de todo, y tembló, pensando en Juana. El carácter de la señora de Talyas se le presentó con todos sus matices. No creía en nada; era aventurera, romántica, altanera, apasionada, celosa; y su alma envuelta en su cuerpo lleno de bellezas, debía sentir a veces los furores salvajes de una bacante. No podía alejar las aprensiones que le asaltaban al imaginarse a Juana sola con la Marquesa. No vaciló más, y tomó el mismo camino que habían seguido; tardó poco en la ascensión del sendero escarpado y llegó pronto a la entrada del cementerio, divisó a la señora de Talyas, sentada sobre el mármol tumbal en donde Juana la había dejado. La Marquesa se entretenía mordiendo las flores de su ramo, y al ruido de los pasos de Felipe miró. -¡Ah!... ¿Es usted?... ¡Muy bien! Su prima está ahí adentro; tranquilícese y venga a mi lado. Bajó el tono de su voz y prosiguió luego:
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-Explíquese usted claramente. ¿Qué ha decidido? ¿Qué piensa usted hacer? -¿Qué es lo que usted quiere? -Deseo la ruptura de esa boda. -¿Romper mi compromiso?... ¿A última hora?... ¿Cómo?... ¿Con qué pretexto?... ¿Usted quiere que toda mi familia, que todas nuestras relaciones me consideren un loco, me traten de miserable?... Escúcheme, Luisa, podría recordarle que usted fue la que me impuso éste enlace, para salvarla de un peligro inminente, esta unión en la que yo no pensaba; pero sería inútil, lo sé; usted no me perdonará, ni perdonará a Juana de ser como es... Pues bien, sea, hágase su voluntad, porque soy capaz de todo para evitar un daño a esa pobre niña, un escándalo a mi familia, todo, a condición, sin embargo, de que usted me indique un medio que no sea deshonroso ni para Juana ni para mí. Dígame ese medio, pues yo no lo veo. -Es muy sencillo -contestó la señora de Talyas. -Ella debe provocar la ruptura. ¿Acaso no lo sabe ya todo? -No sabe nada -dijo Felipe con firmeza y un poco de altivez, -al menos por mí. -Pues debe sospecharlo... De todos modos, dígaselo. 188
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-¿Usted me autoriza? -Sí, señor, y entonces ella será la que le rechace... Será muy correcto. -¡Sea! Le hablaré hoy mismo. -Háblele ahora mismo... y tráigame luego la respuesta... ahí viene. La Marquesa se levantó, y dijo a Felipe que hizo un movimiento: -No se moleste. Conozco el camino. ¡Hasta la vista, amigo mío... hasta luego! Salió del cementerio y desapareció en la sombra del sendero. Casi al mismo instante salía de la iglesia la señorita de La Roche-Ermel, dirigiéndose hacia Felipe. -¡Tú! -dijo con extrañeza. -¿Y la Marquesa? -Ha regresado al castillo... Es necesario que me concedas unos minutos... Tengo que hablarte, Juana. -¡Ah! -dijo mirando con temor a su primo. -¿Qué es ello? Se sentó en el mismo sitio ocupado hacía poco por la Marquesa. -¿Dime, qué sucede?
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-Querida Juana -empezó él, con acento conmovido, -ha tiempo que sabrías el secreto que voy a confiarte, si sólo hubiera sido mío. Hoy he sido autorizado a revelártelo... Quieren separarnos, Juana mía... Se me prohibe casarme contigo... No tengo necesidad de citarte el nombre de la que pretende tener ese derecho. Si lo tiene o no, te hago a ti juez de ello. Le contó entonces con muchos circunloquios, pero con absoluta sinceridad el drama de su fatal amor, sus primeros escrúpulos, después los arrebatos de la pasión y más tarde el horror y el odio que le inspiraban esas relaciones. Díjole también por qué serie extraña de acontecimientos la Marquesa había llegado a aconsejarle ese casamiento, a ordenárselo casi, y con qué apresuramiento se agarró a la ocasión para recobrar con su libertad la paz de su conciencia y entregar su vida a la que había llegado a ser el único objeto de su ternura, y cómo, por último, las sospechas y los celos de la señora de Talyas habían impulsado a la Marquesa a venir a interponerse bruscamente para impedir su boda. -En lo que a mí me alcanza -añadió Felípe, -ya le he contestado que jamás ni ruegos ni amenazas me arrancarán de los labios una palabra que pueda in190
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terpretarse como un desmentido de mi amor, una palabra que sea una ofensa para ti... Ahora, amada mía, tú eres la que tienes que pronunciar la sentencia. Si sientes celos de mi pasado, si sientes alarmas para lo porvenir y no te determinas a darme tu mano, recházame. No me consolaré nunca de tu decisión, pero la respetaré. Yo no he de desmentir ni de alterar los pretextos o la razón que tú podrás invocar ante la familia para fundar el rompimiento. Mi silencio será eterno y todo lo acataré con la muerte en el alma. Juana le escuchaba con profunda atención, con la mirada perdida en el horizonte. Cuando terminó de hablar su primo, ella le dijo: -Felipe, por muy mala que sea, es desgraciada y le tengo lástima... pero yo no conozco el miedo. Tú me quieres y yo te amo... Te quiero para mí. Viendo que dos lágrimas se deslizaban por las mejillas de su novio, se sintió ella también conmovida y ocultó su frente en su mano. Después se levantó apresuradamente. -¡Vamos! -dijo. -¡No seamos criaturas! Vamos quizá a necesitar todo nuestro valor... Vamos
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-prosiguió, sonriéndose, -pensemos juntos en lo que la Marquesa puede hacer. Se apoyó en el brazo de Felipe, y unidos tomaron el camino de las avenidas para volver al castillo, hablando de los planes que pondría en ejecución la señora de Talyas. Media hora después, Felipe de Boisvilliers celebraba una entrevista con la Marquesa. Segura ella de su triunfo, le preguntó con aire despreocupado: -¿Arregló usted eso? -La señorita de La Roche-Ermel, a quien acabo de decir toda la verdad, persiste en sus sentimientos y en sus proyectos. La Marquesa se puso lívida y sus labios se agitaron convulsivamente; se acercó a una mesa, escribió dos o tres líneas en un papel de cartas, y levantándose fue hacia Felipe: Si no rompéis ahora mismo esa boda, expido este telegrama, dentro de una hora. Felipe leyó el despacho telegráfico redactado en estos términos : "Marqués de Talyas.-París. 192
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Asunto grave y urgente. Su presencia indispensable. Espérole mañana." -Y mañana -añadió violentamente la Marquesa le entregaré todas las cartas de usted. Las tengo aquí. -La matará a usted -díjole Felipe. -No le daré ese trabajo, amigo mío... Tengo todo lo que necesito... Cuando salí de Paris, pensé que esto podía suceder y vine prevenida. Cuando le entregue las cartas tendré ya aquí -la Marquesa se llevó la mano al corazón- la muerte. Después se sentó, agotada por el esfuerzo. Pasados unos minutos, le dijo a Felipe: -Vaya a consultar con su prima Juana y acabemos de una vez. -¿Usted quiere que diga todo esto a Juana... que le participe su espantosa amenaza? -gritó el joven. -¿Usted quiere que la suplique para que renuncie al casamiento y me salve al mismo tiempo de la espada de su marido? ¡Muy bien! ¡Pues tenga entendido que no he de decirle una palabra! Mande usted su telegrama. La Marquesa tocó el timbre, y un criado se presentó al momento. 193
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-Haga usted enganchar el carruaje, tengo que ir a la ciudad a comprar algunas cosas. Cuando el sirviente se retiró, Felipe saludó gravemente a la señora de Talyas y abandonó la habitación. Se reunió con Juana, según lo convenido, y le sonrió al apretarle la mano. -Siempre con las mismas vagas amenazas -díjole; -creo que prepara un telegrama para que la llamen a París. -¡Qué pálido estás, Felipe! -Contestó Juana -Sí; la entrevista ha sido cruel, naturalmente; pero lo que te digo es la verdad. -Alabado sea Dios, si así es... ¿Te vas? -Sí, hemos citado al notario en casa esta tarde. -¿Pero vendrás a comer? -No faltaré. Y se alzó tomando la avenida, volviendo menudo la cabeza para saludar a Juana.
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X Mientras la señora de Talyas se encaminaba a la ciudad de A... para llevar ella misma su telegrama a la oficina de Correos y Telégrafos, Felipe, en el cuarto que se había preparado para alojar a los novios, tomaba sus últimas y supremas disposiciones. Resuelto a no defenderse en su encuentro, ahora inevitable, con el marqués de Ta1yas, considerábase ya como muerto. Sus angustias en aquel triste momento estaban ciertamente bien expiadas. Hacia las cinco de la tarde la marquesa de Talyas estaba de vuelta en La Roche-Ermel. Al descender del carruaje en el patio, vio a Juana que la saludaba desde una de las ventanas abiertas del salón. Se acercó. 195
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-A mi vez -dijo, -la invito a usted para un paseo... ¿quiere usted? Juana la miró con alguna sorpresa. Observó a través de su sonrisa forzada la extraordinaria alteración de su rostro, pero luego, poniéndose de pie, dijo: -Sí, señora, con mucho gusto. Había en los alrededores del castillo un punto de paseo por el cual la Marquesa había demostrado desde el primer día una particular predilección. Era un rincón de bosque que descansaba sobre la falda de una colina. Habían dispuesto allí una especie de parque inglés surcado aquí y allá por jardines ondulados, pero cuyo carácter general era más bien severo y silvestre. Con arte muy discreto se habían puesto sencillamente en relieve las bellezas y los accidentes naturales. Los senderos sinuosos se deslizaban a través de los sotos, costeaban viejas encinas aisladas, enormes rocas tapizadas de musgo, grupos de pinos sombríos e iban, por último, a morir a una de las orillas del estanque, que ha figurado ya en este relato en una hora más feliz. La ribera, muy sombreada, formaba sobre aquella capa, de agua ancha y profunda un boscaje tupi196
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do, tenebroso y un tanto húmedo, cuyo aspecto romántico y casi teatral contrastaba fuertemente con la monotonía agreste de la campiña normanda. Era hacia esta especie de bosque sagrado a donde se dirigía entonces la señora de Talyas en compañía de la señorita de La Roche-Ermel. Su andar, habitualmente tan rítmico y airoso, acusaba ahora por su rigidez y dureza, una extrema tensión nerviosa. Volvíase de vez en cuando en los estrechos senderos para dirigir a Juana algunas palabras indiferentes, y Juana estaba asombrada del acento vacilante de su voz; no lo estaba menos al observar la expresión inquieta de su mirada, y sobre todo el movimiento casi convulsivo que tan pronto cerraba como dilataba sus ojos. Influenciada aún por las palabras consoladoras y piadosamente mentidas con que Felipe había creído calmar sus inquietudes, la joven atribuía muy naturalmente esos síntomas de emoción y de sufrimiento a las angustias de un doloroso sacrificio, y sentía una tierna compasión por aquella desdichada. Mejor instruidos que ella, nosotros podemos, juntamente con el lector, penetrar la causa verdadera de las agitaciones de la Marquesa... 197
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Su primer ímpetu de cólera se había revelado, su fatal telegrama había sido expedido, y ahora, cuando las cosas no tenían remedio, retrocedía ante el espectro evocado, ante el espantoso epílogo que su propia mano preparara. Tenía resuelto intentar un esfuerzo supremo para apartar el cáliz de amargura que helaba sus labios. Meditaba hacer un llamado directo a la sensibilidad de Juana. Si conseguía conmoverla o atemorizarla, nada se habría perdido aún. Estaba segura de encontrar el medio de explicar al día siguiente a su marido el despacho telegráfico que le enviara. Llegaron a la orilla sombría del pequeño lago; siendo la orilla opuesta algo así como un camino público, era por el parque por donde los habitantes y los huéspedes del castillo acostumbraban pasar cuando se dirigían al estanque para respirar el fresco o distraerse navegando en sus aguas mansas. Al efecto, habían tallado en la roca a pico, que formaba el ribazo, una escalera de siete u ocho peldaños, a cuyo pie descansaba, bajo las lianas colgantes, una barca blanca que se llamaba "La barca de la señorita".
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La Marquesa, que desde hacía un instante contemplaba con aire pensativo la triste superficie del estanque, tomó de pronto el brazo a Juana. -Señorita de La Roche-Ermel -le dijo, tengo que hablarle... ¿Quiere llevarme en su barca?... Hablaremos. Juana consintió con una inclinación de cabeza. La Marquesa bajó con cuidado los escalones resbaladizos de la escalera y entró en la barca. Juana la siguió y tomó los remos. -¿A dónde quiere usted ir? -A donde estemos más seguras de no ser oídas -dijo la señora de Talyas. -¡Allá abajo! -e indicaba con la mano una de las extremidades del estanque, a la cual una barranca elevada y recubierta de vegetación, le daba un aspecto de profunda soledad. La barca, hábilmente gobernada, cortó el estanque diagonalmente, se deslizó con suavidad bajo los sauces, y se detuvo al pie del alto barranco. Juana abandonó los remos, miró fijamente a la señora de Talyas y esperó. La Marquesa dejó caer una de sus blancas manos por encima de la borda y jugó con el agua breves instantes, sin hablar. 199
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Luego, bruscamente, dijo: -Señorita de La Roche-Ermel, yo no la quiero a usted; pero creo que es usted un espíritu noble y delicado... ¿Cómo puede usted casarse con un hombre que sabe es mi amante? -Señora -repuso Juana. -¿Por qué ha buscado usted una entrevista tan penosa?... ¿Una entrevista en la que mis palabras más discretas, más inocentes, han de parecerle una ofensa?... Y bien, sí, usted ha sido amada tiernamente, apasionadamente, por aquel con quien debo casarme, lo sé... amada lo sea usted quizá todavía, lo será usted siempre en su recuerdo y este pensamiento será la tortura de mi vida... ¿pero, en fin, qué podría usted esperar todavía de este amor?... no encontraría usted ya, permítame decirlo, más que dolores, porque los sentimientos del deber y del honor largo tiempo combatidos por una pasión... muy concebible, señora, cuando se la ve a usted... han re- surgido, al fin, en el alma de Felipe... Así vuelve a su familia y a la prometida de su infancia... ¿Y pretende usted arrebatármele de nuevo?... Dado el estado de su corazón, ¿qué haría usted de él? ¿Qué intimidad, qué dicha, sería ahora posible entre ustedes?... ¿Lo ha pensado usted, señora? Responda. 200
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-Señorita de La Roche-Ermel -contestó la Marquesa, -su argumentación es excelente, y yo estaría dispuesta a aceptarla si amase de manera tan tranquila como parece ser condición suya... pero cuando yo amo, cuando yo me entrego, no reconozco razón, ni deber, ni honra, sólo sé de mi pasión... y la sigo hasta lo último, hasta la vergüenza... ¡hasta la muerte, si es necesario!... Es mi crimen, sea, pero es también mi excusa... ¿Y usted, qué excusa tiene? Fríamente, sensatamente, piadosamente, pone usted la mano sobre un corazón que me pertenece, que he pagado con todo lo que una mujer tiene de más querido... ¡Usted me lo arranca sin remordimientos, usted me desespera, me mata sin compasión!... Esta es la conducta que le inspira su religión... ¡Y bien, tanto peor para sus creencias y para usted! -¡Ah! señora, perdón -dijo Juana, -procuro estar tranquila, y esto es aparentemente lo que motiva su desprecio... pero yo también, y de ello me alabo, sé amar... ¡Yo también he tenido mi pasión!... Estaba pronta, a seguirla, lo estoy todavía; pero, como usted, hasta la vergüenza, ¡no!... ¡pero sí, como usted, hasta la muerte!... El esposo que usted pretende quitarme, lo amo desde que existe; lo amaba mucho 201
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antes de que usted lo encontrara en su camino... Me había desgarrado el corazón antes de herir el de usted, y yo continuaba amándolo... Me ha hecho derramar más lágrimas que las que usted verterá jamás, y no he dejado de quererle... Me abandonó y me traicionó, y no tuve para él más que sentimientos de puro afecto, votos de felicidad, plegarias y llantos de ternura... Este es mi modo de amar. ¡Creo que bien vale el vuestro! -¿Es entonces la guerra? ¡La guerra sin cuartel! -dijo la Marquesa. -¡No, oh, no, señora! -exclamó Juana, inclinándose hacia ella y tomándole las manos. -¡Le ruego que sea la paz... la paz entre nosotros y sobre nosotros! Quisiera arrodillarme ante usted para dar mayor fuerza a mi súplica... Esta felicidad que se le escapa, que nunca, jamás, usted lo sabe bien, no volverá a hallarla en ese amor perdido... ¡acuda usted a sentimientos más elevados y más puros!... no al arrepentimiento. No me permito juzgarla, pero apelo a su conciencia, a la altivez de un sacrificio dignamente cumplido, al pensamiento generoso de haber hecho el bien cuando podía hacer el mal, al respeto y reposo de una familia que usted sumirá en 202
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el dolor... ¡Haga esto, señora, y la amaré, la bendeciré, la adoraré! La joven se había expresado con efusión tan ardiente y acento tan convincente que la Marquesa se sorprendió y quedó emocionada. Luego, estrechando las manos de Juana, le dijo: -Sí, le creo a usted, le hago justicia ahora, y me parece que usted sabe querer y que el señor de Boisvilliers es más dichoso aún de lo que yo suponía... Pero, escuche bien lo que voy a decirle: ¡Felipe no será nunca su marido! -Señora... -Ni una palabra más, sería completamente inútil. Mi resolución está tomada, y puesto que su novio, como veo, no se la ha comunicado, voy a decírsela: Usted va a renunciar a esta boda, y hoy mismo ha de ser; le dejo a usted la elección del pretexto. Si no lo hace usted así, mi marido, a quien acabo de llamar por telégrafo, estará aquí mañana por la noche, y en cuanto llegue le entregaré las cartas de Felipe. Lo que sucederá después nada me importa; pero lo que pasará entre ellos debe usted presentirlo. ¡Ahora, hable!
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-Señora -contestó Juana alzando la cabeza con orgullo y enseñando su frente pálida. -¡Eso es horrible!... Pero Felipe es todo un hombre y se defenderá. La Marquesa la miró con mortal odio, y después de una pausa, replicó: -Señorita, ¿no le parece que es hora de volver?... Juana, sin contestar, dejó caer los remos en el agua. Su breve travesía fue silenciosa, y minutos más tarde la barca llegaba al pie de la escalera tallada en la roca. La señorita de La Roche-Ermel se levantó de su banco y esperó a que la Marquesa pasase delante de ella y desembarcase la primera. -Pase usted -dijo la señora de Talyas, -no estamos en el caso de hacernos cortesías. Juana, al oír esta grosería, sintió el mismo sentimiento de desprecio que debe experimentar un hombre valiente a quien su adversario en el terreno del honor le dirige injurias. Dejó ver esa impresión en la sonrisa desdeñosa que se dibujó en sus labios. La señora de Talyas vio ese gesto y el torrente de su odio se desencadenó en su alma y se desbordó. Había jugado su amor, su honra, su vida... y todo lo había perdido... Sintió el vértigo de la desesperación y la tentación del crimen. 204
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En ese mismo momento, Juana, de pie, en la proa de la barca, hacía el movimiento de poner el pie en el primer peldaño de la escalera; la Marquesa apoyó el remo que había tomado en la barranca e imprimió a la embarcación un violento retroceso. Juana, como suspendida entre la orilla abrupta y el agua profunda, tuvo la sensación del peligro y dio un salto desesperado. Su pie alcanzó el primer escalón, pero resbaló sobre la piedra húmeda, y halló, en efecto, en ese débil apoyo la fuerza suficiente para no caer hacia atrás, pero, al resbalar, su cabeza chocó con el ángulo de un escalón. Hizo un esfuerzo supremo, se levantó rápidamente y como una loca subió la escalera; después se volvió, enseñando a la Marquesa su frente ensangrentada, y exclamó: -¡Oh, señora, señora! Y la pobre joven, después de buscar con un gesto vago un punto de apoyo alrededor de ella, cayó pesadamente al suelo. La señora de Talyas se había aproximado a la orilla con apresuramiento febril, dejó la barca y subió los peldaños. Halló a Juana que se había desmayado; su pálido rostro miraba al cielo y algunas gotas de sangre 205
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brotaban de su frente herida y se deslizaban por sus mejillas descoloridas. La marquesa de Talyas, con los ojos fuera de sus órbitas, el cabello suelto, el rostro descompuesto, parecía una de las Furias, pero aun así estaba hermosa. Se inclinó sobre Juana, la miró, y después contempló el abismo abierto a dos pasos de ese cuerpo inerte. En ese mismo instante un ruido de hojas secas pisadas y de ramas rotas se hizo oír detrás de ella: se volvió para mirar y vio a Felipe. Ante esta inesperada aparición, tuvo un minuto de completo desvarío: avanzó, adelantando las manos como para rechazar a Felipe y ocultarle el cuerpo inanimado de Juana. El joven la miró con terrible fijeza, no dijo ni una palabra, y la apartó violentamente; después se arrodilló, tomó la mano de Juana, pulsó su arteria, y respiró con fuerza como un hombre libertado de un temor mortal. -¡Juana... amada mía... -díjole acercando su cara a la de su novia -Juana... háblame... te lo ruego! Vio sus labios abiertos cerrarse suavemente y sus ojos abrirse. -¡Juana… soy yo! -repitió. Le miró primero con extrañeza, después le reconoció y sonrióse. 206
LA JUVENTUD
DE
FELIPE
-¿Qué tienes, niña querida, estás herida? -No... nada... -murmuró con voz débil como un soplo -poca cosa... un arañazo en la frente... Nada más... Voy a levantarme y a andar. -No... todavía no... espera... espera... Pero dime ¿qué ha pasado? Y sus ojos, a pesar de él, se fijaron en la Marquesa. -¿Cómo ha sucedido esto? La mirada de Juana había seguido la dirección de la de Felipe, y se detuvo con insistencia sobre la señora de Talyas, que, de pie, inmóvil, muda, espantosamente pálida, arreglaba con mano inconsciente el desorden de sus cabellos. Juana, después de una corta pausa, contestó: Fuí torpe al desembarcar... resbalé, caí y me dí un golpe... ¡Nada más! Y dirigiéndose a la señora de Talyas, díjole con la sonrisa en los labios: -Dispénseme, señora, por el susto que le he dado... Sea amable... vamos... y déme la mano para ayudarme. Estas palabras generosas, estas palabras inesperadas provocaron en la Marquesa uno de esos 207
OCTAVE FEUILLET
movimientos repentinos, uno de esos reflujos violentos, tan propios de las almas apasionadas. Todo podía temerse y esperar de mujeres como la señora de Talyas. Después de un minuto de sorpresa, se acercó a Juana con apresuramiento y la ayudó a levantarse, prodigándola atenciones y mimos. Cuando la vió de pie, le tomó las manos y la miró en los ojos: después la atrajo hacia ella y la tuvo mucho tiempo abrazada con exaltación apasionada. Volviéndose después hacia Felipe, estupefacto, le gritó : -¡Miente!... ¡quise matarla! Al mismo tiempo, sentóse desfallecida sobre un fragmento de roca, ocultó su cabeza entre sus manos y se la oyó sollozar. ……………………………………………………
Cuando volvieron al castillo entregaron a la señora de Talyas un telegrama que acababa de llegar para ella: era la contestación de su marido, que le prometía llegar a La Roche-Ermel al día siguiente por la noche. Reservó el contenido verdadero de este despacho; pero fingió tristeza, diciendo luego que su 208
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DE
FELIPE
marido la llamaba a París inmediatamente, pues su hijo estaba enfermo. Hizo en seguida sus preparativos para irse esa misma noche. Juana, ligeramente indispuesta a consecuencia de su accidente, estaba en la cama. Antes de marcharse, la Marquesa solicitó que se la dejase un momento a solas con Juana. Sentóse al lado de su cama y tomó la mano de Juana, conservándola mucho tiempo en las suyas. Después, levantándose bruscamente, le dijo: -Querida niña, voy a hacerle mi regalo de boda. Fue hacia su valija de mano, que estaba encima de la mesa, en donde la había dejado al entrar, y sacó un paquete de cartas que le señaló con una sonrisa triste. Las tardes eran ya frescas y en la chimenea había fuego. Arrojó las cartas a la lumbre, una a una. Luego se dirigió hacia Juana, inclinóse sobre ella y la besó suavemente en la frente herida. -¡Adiós! -dijo. Y se fue.
FIN
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