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SHANNON DRAKE LA CONDESA TRAICIONADA
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LA CONDESA TRAICIONADA Shannon Drake, autora de novelas románticas de las más vendidas según las listas del New York Times, combina las grandes pasiones con las más fascinantes aventuras en las brillantes gestas del turbulento pasado de Escocia... Bella y valiente, lady Eleanor de Clarin, única heredera de sus tierras ancestrales, elige casarse con un maduro noble francés en lugar de con el brutal caballero elegido por el rey Eduardo 1. Se habría casado gustosamente con el mismísimo diablo para preservar Clarin y derrotar a los escoceses rebeldes que mataron a su padre. Pero cuando Brendan Graham, fiero proscrito de las Highland, la toma como rehén, inspira en ella los más profundos deseos. Ahora, alejada de sus amadas tierras y sujeta a un matrimonio de conveniencia, se encuentra rodeada por la traición y acusada de asesinato. Y solo un hombre puede salvarla de la tortura y la muerte que le aguardan. El hombre que sigue siendo su mayor enemigo... aunque tenga su corazón, su vida entera en sus manos.
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Prólogo
Falkirk.Escocia,22 de Julio de 1298 ABÍA una extraña belleza en la guerra. La visión de las flechas era pavorosa. Aparecieron de repente en el radiante cielo azul de verano... Las flechas cubrieron el cielo como una bóveda, coronándola, para llover luego hipnótica, bella, elegantemente. Después oyeron el súbito zumbido siseante de las flechas. Junto con otros sonidos... Brendan podía oír los gritos porque aquellos escoceses, que se burlaban de los hábiles arqueros del ejército inglés enseñándoles el trasero, descubrieron demasiado tarde que la elegancia y la belleza eran tan mortales como la estupidez. Las flechas se clavaron en la carne, desatando surtidores de sangre y rompiendo huesos. Los hombres chillaban, se tambaleaban, caían, unos heridos, otros muertos. Los caballos relinchaban de miedo y algunos murieron. Los jinetes ilesos maldecían, mientras sus monturas tropezaban y se derrumbaban, resollando estertores de muerte. Los infantes se dispersaban, la caballería empezó a ceder y los capitanes gritaron. -¡Aguantad, idiotas! -aulló John Graham, pariente de Brendan, desde su alto corcel negro. Tenían alguna ventaja. William Wallace, su caudillo, sabía elegir bien el campo de batalla, y aunque Eduardo tenía más infantería y caballería, quizá doce mil de aquellos y veinticinco mil de estos, William había escogido librar la batalla en una de las lindes del bosque de Callander. Desde allí fluía una corriente turbulenta que se reunía con otra que venía de Glen Village, convirtiendo el terreno que debían cruzar los ingleses en un lodazal húmedo y empapado, una ciénaga que acabaría con los hombres y los caballos. Pero hoy, los ingleses habían avanzado y, aunque llenos de barro, se rehicieron. Y ahora eran los escoceses los que retrocedían. -¡Aguantad! -John aulló de nuevo. Brendan vio cómo movía la cabeza, incrédulo, preguntándose qué estúpida confianza les había llevado a cometer semejante muestra de imbecilidad.
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Parecía mentira. ¿Acaso los hombres no habían visto las flechas? ¿Acaso pensaban poder desafiar la lluvia mortal de los ingleses? Así se perdía la vida. El ataque principal ni siquiera había empezado. En medio de los gritos y los alaridos podía oír el tintineo de los arneses de los caballos, de los arreos de las monturas de los más ricos de los caballeros. Su propio gran garañón tordo, Aquiles, pateaba en el suelo, nervioso e impaciente, mientras echaba bocanadas de aire húmedo por los ollares. Más flechas venían volando y los hombres caían muertos. Eduardo de Inglaterra no era un estúpido, ni tampoco seguramente un cobarde; todos los que le habían tomado como tal estaban muertos. El rey inglés había destruido sin piedad a los galeses, y de ellos obtuvo sus magníficos arqueros. También había traído ballesteros expertos, flamencos, alemanes, mercenarios e incluso alguno de los franceses contra los que estaba siempre combatiendo. Incluso había escoceses cabalgando con él. Escoceses que temían que Wallace, su protector, su guardián, no pudiera resistir las ' fuerzas del Plantagenet, rey de Inglaterra, autoproclamado Martillo de los Escoceses. Escoceses que quizá estuviesen ahora cambiando de bando. -¡Ayuda! ¡Por Dios! Los caballeros ingleses seguían a los arqueros. Los escoceses retrocedían. La lucha cuerpo a cuerpo se hacía cada vez más cercana. Los escoceses eran muy hábiles con los schiltrons, unas barreras formadas por infantes con filas de picas, armas sólidas que aguantarían bien las embestidas de la caballería inglesa. Pero incluso ellos estaban cayendo. Brendan desmontó rápidamente para ayudar a un rudo y viejo guerrero al que le sobresalía una flecha de un muslo. No podía arrancársela solo y se desangraría hasta morir en el campo. -¡Rómpela! -ordenó el hombre. -MacCaffery, no puedo... -Sí que puedes, chico, sí que puedes -sus diminutos ojos azules lo miraban debajo de un pelo blanco como la nieve y unas cejas del mismo color, tan enmarañados que era imposible distinguir dónde empezaba uno y terminaban las otras. -MacCaffery... -¿No tienes fuerzas, chico? MacCaffery se burlaba de él a propósito. Y la burla funcionó. Rompió en dos la flecha y, rechinando los dientes, extrajo la punta, vendando inmediatamente la herida con su camisa de lino. -¡Loco! -le dijo al anciano. -Sí -respondió débilmente MacCaffery. El viejo no se había acobardado, ni siquiera emitió algo parecido a un quejido-. Pero un loco libre y moriré así, chico. Moriré así... ¿También se estaba dando cuenta el viejo? Era una rara sensación, no tanto de miedo, como de inquietud y nerviosismo. ¡No deberían haber presentado batalla hoy! Muchos capitanes lo habían dicho. Debían haber seguido combatiendo en el norte, pero habían dejado las tierras desoladas y arruinadas. ¡Si se hubiesen mantenido alejados de las tropas inglesas, hubieran podido matarlas de hambre! Hacía ahora casi un año que las fuerzas de Escocia, formadas por patriotas leales, ricos y pobres, destripaterrones y recaudadores de impuestos, todos ellos se enfrentaron en Stirling Bridge al poder inglés, y vencieron. Y desde aquel día glorioso, Escocia fue libre. El gran caudillo del norte, Andrew de Moray, murió poco después de la batalla herido mortalmente en la lucha, pero hasta el último minuto, el más grande entre los supervivientes de la pelea, sir William Wallace, mantuvo su nombre vivo en la
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correspondencia oficial. Wallace era uno de los Guardianes del Reino. Y había sido tanto su poder que hizo descender una marea de sangre hasta la misma Inglaterra, saqueando York y dando a sus seguidores algo igual e increíblemente valioso: orgullo. Orgullo. Un orgullo que ahora se había convertido en estupidez. -¡Cuidado! -advirtió el viejo MacCaffery. Brendan se giró justo a tiempo. Un caballero con armadura, luciendo los colores de la Casa de York. estaba encima de él. Brendan. -desesperado, esgrimió su espada con fuerza tirando directamente al El rival se quedó inmóvil, flotando en el tiempo y en el espaurándole la nuca. La sangre se escurrió por sus dedos y cayó en ). Otro jinete venía, cabalgando rápido a pesar del lodo, y Brenovió los brazos retándolo. Lo primero que aprendió en Hawk s Cairn fue el odio que les proel enemigo, donde luchó sin experiencia ni habilidad. Sobrevi9 porque le dieron por muerto y le parecía haber vivido una tera desde entonces. Había aprendido. El tiempo le había dado juicio y un brazo bien adiestrado con la espada. Había concido la victoria... Y de pronto, lo supo. Aquí, estaba a punto de conocer la derrota. Pero nunca la aceptaría. Al igual que el viejo MacCaffery que staba de pie, a pesar de su herida, y aunque se desangraba, seguía luchando. Levantando su gran espada y dejándola caer, levantándola y..... Una y otra vez. El barro bajo sus pies se teñía de sangre Brendan oyó un grito y se volvió. Su pariente había caído. Habían ilgado a John Graham, y estaba tirado en la tierra. Sus hombres iban, mientras trataba de librarse de la violenta embestida de los jue diezmaban a los escoceses, pisoteándolos con sus caballos. Ve a ayudarle, muchacho! Yo te cubro -gritó MacCaffery. Era valiente de verdad, y medio muerto o no, no había mejor solira cubrirlo. Así que Brendan corrió, cayendo de rodillas donde sacaban a John, y vio la herida en la garganta de su pariente, y oyó los es de muerte en sus pulmones. John! ¡Por el amor de Dios! -intentó alcanzarlo, y se lo hubiera llevado con él, si no fuera por que John puso su mano ensangrentada sobre su pecho deteniéndolo. Brendan, ¡huye! ¡Huye con estos compañeros! Ya se han llevado a Wallace. Ve detrás de él. ¡no te abandonaré! -insistió-. Te sacaré de este lodazal y te llevaré al bosque. ¡Brendan! Soy hombre muerto y no tienes tiempo para salvar a un cadaver -John... -¡Por la salvación de Escocia! ¡Vete! ¡Esta batalla está perdida! Pero la esperanza no ha muerto y la libertad vive en tu corazón. ¡Vete! John le apretó con fuerza la mano. La mano murió. Brendan se levantó lentamente, apretando los dientes, y miró a su alrededor. Estaba en medio de un campo de hombres muertos. Vio al viejo MacCaffery tambalearse y caer. Así moría un hombre libre, desafiante hasta el fin. Los ingleses seguían llegando. Cientos de jinetes, más y más. Sus caballos vacilaban sobre el cieno, los cadáveres y la sangre. Un caballero desmontó y vino hacia él. Brendan soltó un rugido, el grito de guerra de los escoceses, que resonó en el cielo y en la tierra haciendo que incluso los endurecidos soldados ingleses se detuvieran. Luego avanzó, cortando, acuchillando, atravesando mientras esgrimía su espada con
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toda la fuerza de la locura y la rabia. Los hombres caían detrás de él, a menudo de un solo tajo. Caminaba lentamente a propósito, mientras la furia y la cólera crecían. John estaba muerto, el viejo MacCaffery estaba muerto. ¡Por Dios! Había muertos por todos sitios y los malditos ingleses seguían llegando. Demasiados. Pero se dio cuenta que no luchaba solo. Mirando de reojo, vio los colores y las insignias de su propia familia y a su primo Arryn a su lado. Caminaron juntos a través de las sombras de la muerte, el acero brillaba al sol, tiñéndose de rojo... Sangre y fatiga. Había demasiados combatientes en el campo para saber quién era quien. Era difícil distinguir los escudos en las túnicas que cubrían las cotas de malla, y más difícil aún ver los colores de las lanas de los kilts de los que luchaban sin armadura. De repente, todo se detuvo. Los ingleses que estaban ante él habían caído. Llegaban más... Aunque a lo lejos. Las flechas le hechizaban. Caballos y jinetes con sus armaduras y uniformes bajo el sol y el cielo, ondeando sus colores, moviendo sus grandes músculos... Belleza. Pavor. Muerte. -¡A los caballos! -gritó Arryn, y alguno de los hombre que luchaban con él corrieron. Brendan movió la cabeza, entrecerrando los ojos. -¡Vienen más! John ha muerto. MacCaffery también... todos están muertos -dijo, contemplando el campo-. ¡A por ellos! ¡Libertad o muerte! -No habrá libertad si no mantenemos viva la lucha -respondió Arryn-. ¡Maldito seas, Brendan! ¡A caballo! Con dieciséis años, había saboreado el dulce gusto de la victoria en Stirling Bridge. Ahora, a los diecisiete, sabía que debía morder el amargo polvo de la derrota en Falkirk. Arryn montó en su caballo. Aquiles corría a medio galope detrás de él. Brendan dudó un segundo más, y montando en su garañón los siguió. Y ante el cadáver de John se detuvo. -¡Escucha, primo! Cabalgaré por la salvación de Escocia. Y yo te juro, John, que cabalgaré hasta que Escocia sea libre para siempre. ¡Por la sangre de Cristo! Lo juro, y que Él me ayude. ¡Nunca me rendiré! Ni yo, ni mi país. Los ingleses casi estaban encima de él. Los esperó. Y con furia desatada se volvió una última vez, derribando al primer jinete que le atacó, y al de detrás. Y de nuevo parecía estar rodeado de hombres por todas partes. Estaban cerca del bosque, en la primera línea de árboles. Mientras luchaban, todavía a caballo, tirando con la espada, se encontró bajo las ramas. Estaba a punto de que lo descabalgaran y prefirió desmontar para combatir a pie. Un hombre le atacó, pero le obligó a retroceder hasta un árbol y allí lo mató. Luego se giró, protegido por las sombras y la oscuridad. Alguien estaba de pie entre la maleza, llevaba una capa oscura sobre una cota de malla. ¿Amigo o enemigo? Avanzó. Al principio, la figura atacó con fuerza y agresividad, pero Brendan devolvía cada estocada con su espada. El enemigo retrocedió y gritó: -¡Esperad! Era una voz joven, una voz de mujer. Se le cayó la capa y se quitó con fuerza el yelmo de la cabeza. Atónito, se quedó mirándola fijamente. Era muy joven. ¿De su edad quizá? Incluso más joven. En la penumbra del bosque, su pelo destellaba con un fuego dorado. Sus rasgos
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eran tan perfectos como el mármol tallado, sus ojos tan brillantes como las estrellas, parecía tan inocente... No hizo ningún movimiento hacia ella. Se limitó a mirarla fijamente. Y justo entonces oyó a alguien detrás de él. Un enemigo a la espalda. Se giró al instante, y antes de que el atacante pudiera cortarle la cabeza, le hundió la espada en la garganta. Algo a su espalda le golpeó y cayó de rodillas. El dolor le atravesaba las sienes, cegándolo. La chica. La chica lo había derribado, pensó mientras el mundo se desvanecía. -¡Brendan! -la voz de su primo le devolvió dolorosamente la conciencia. Arryn lo había alcanzado y, desmontando, le ayudó a ponerse de pie. -¡Vamos! Tenemos que cabalgar rápido, dentro de lo más profundo del bosque. Rechinando los dientes, agarró la silla de su caballo y se las arregló para montar. Sentía un dolor horrible, y la cólera en su interior era peor. ¡Nunca más confiaría en un enemigo! -¡Brendan! ¡Aguanta, muchacho! ¡Cabalga! La vista le vacilaba. Entonces vio al rival siguiéndolos con dificultad entre los árboles. Espoleó a Aquiles. Por suerte, este siguió al caballo de su primo, y mientras cabalgaban juntos y los ingleses quedaban atrás, se maldijo, impotente de rabia y desesperación. Habían sido derrotados. Y habían combatido tanto tiempo, tan duramente... Y a él le había derribado una mujer. Pero había sobrevivido. Había estado dispuesto a luchar hasta la muerte y se recuperaría. Morir no le serviría de nada, ni tampoco a su país. Volvería a combatir. Y nunca se rendiría. Nunca olvidaría. Nunca perdonaría. La cabeza le daba vueltas y casi se cae del caballo, pero se agarró bien y se mantuvo vivo con el solo poder de su voluntad. Ahora debía sobrevivir. ¡Por la salvación de Escocia! Y para vengarse. Algún día. ¡Por Dios! ¡Que algún día sabría quién era ella! ¡Venganza! ¡Ira! Fuertes emociones para seguir viviendo. Refugio... al fin alcanzaron el refugio de la profundidad del bosque. -¡Estamos a salvo, muchacho! -oyó la voz ronca de Arryn, mientras caía en los brazos de su pariente, sabiendo que no podría seguir consciente más tiempo. La oscuridad lo invadía. Una profunda oscuridad carmesí, como una sombra de sangre y muerte... Viviría. Para vengarse. Y por Escocia. Para encontrarla. Y por amor a su patria no moriría. No. Vengaría el mal hecho hoy. Y su país y él vivirían ambos en paz y victoriosos. Y libres.
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Capítulo Primero En los albores de un nuevo siglo 1301-1302
¡PIRATAS! -exclamó el capitán Abram-. Un barco pirata. ¡A toda vela! ¡Firmes con el viento! Tenemos que dejar , atrás a esos malditos bastardos. El viejo y curtido capitán de barba blanca estaba tenso mientras daba las órdenes. Lady Eleanor de Clarin, inglesa del Yorkshire, permanecía erguida en la proa, sintiendo cómo le salpicaban las olas saladas y cómo el viento fustigaba sus cabellos y su ropa. Fruncía el ceño ante los gritos del capitán, algo insegura de sus ordenes. A pesar del vigía en la cofa, había sido la primera en advertir al capitán del barco que se acercaba. Era una nave muy rápida. La miraba mientras navegaba hacia ellos; parecía volar sobre el mar de Irlanda. «Un barco pirata», se dijo. Pero no estaba segura de creerle. Había oído hablar de las correrías de esa gente y de marinos dispuestos a arriesgar el todo por el todo con tal de enriquecerse, pero eran muy raros y escasos. Los días en los que los vikingos dominaban los mares con sus rapiñas habían desaparecido, y aunque más de un habitante de Inglaterra, Irlanda, y quizá de toda Europa, llevaba sangre vikinga, las consecuencias eran fatales cuando los capturaban. El rey Eduardo no tenía piedad con los piratas que asaltaban sus barcos y saqueaban sus tesoros. Necesitaba ese dinero para sostener las guerras que mantenía continuamente. -¡Piratas! -repitió el capitán Abram, irritado. De repente se fijó en ella-. Y vos. miladv. balad a mi camarote. -Capitán Abram. Si los piratas se apoderan de este buque, estaré segura en cualquier sitio excepto en vuestro camarote -le respondió ella. -Lady Eleanor, intento salvar mi barco. -Capitán, muchos hombres han intentado salvar muchas cosas. -Lucharé... -dijo encolerizado. -No lo dudo. El capitán suspiró, estudiándola, consciente de que hablaba con una joven que había visto mucho en la vida. -Milady, esos miserables os pueden herir durante el abordaje. Los que siguen la carrera del mar no saben nada de las convenciones del mundo civilizado. El mundo civilizado. Si viviese en un mundo civilizado, todavía no lo había conocido de verdad. Por culpa de esa civilización había emprendido este viaje, y el civilizado motivo que la empujaba tenía que ver con el matrimonio y los hombres. -Quizá, después de todo, no sean piratas, sino uno de mis primos -murmuró. -Milady, conozco el barco -insistió Abram-. ¡Es el de Thomas de Longueville, un maldito pirata francés! ¡Milady, no permitiré que muráis! No. No lo haría, pensó ella tristemente, aunque se imaginaba que la posibilidad de morir no había sido el factor determinante de su presencia actual en el mar de Irlanda, rumbo a Francia. Sin embargo, se guardó su opinión y le recordó:
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-Capitán, yo estaba presente en la casa de mi familia en el norte de York cuando William Wallace, ese salvaje escocés, incendió un pajar con treinta prisioneros dentro. Y yo fui la única, capitán, en desafiar a los restos del ejército de ese carnicero y abrir las puertas de ese pajar. Abram no parecía complacido. -Lo sé. La gente os considera una santa, tocada por la mano de Dios, y por eso los hombres de York os siguieron a la batalla de Falkirk. Pero, milady, ¡ahora estamos en el mar! ¡Mi joven señora, podríais morir del golpe accidental de un garfio! Por la caída de un mástil. Llamad a vuestra doncella, milady, y bajad. Capitan , con todos los respetos -¡Chiquilla! ¿Es que no escucháis a nadie? -gritó. El sonido de su voz despertó en ella la primera sensación de peligro. Se volvió. El barco pirata estaba casi encima de ellos, mientras que su navío parecía una pobre, rechinante y gimiente bestia de carga, incapaz de alcanzar más velocidad. Los marineros corrían por todos lados, ahora a las órdenes del piloto, y lo que ella veía en sus ojos era con seguridad un aviso de lo que se avecinaba. Miró hacia el barco que se acercaba. Pequeño, ligero y brillante, con las velas flotando orgullosamente en sus mástiles, cortaba el mar con la precisión y exactitud de un cuchillo. -¡Eleanor! -al oír su nombre se volvió-. ¿Estáis sorda, niña? ¡Los piratas están encima de nosotros!. Bridie, su doncella, estaba de pie en los escalones que conducían al camarote del capitán, santiguándose sin parar. A pesar de la situación, Eleanor levantó una de sus delicadas cejas; Bridie nunca le había hablado en ese tono. Seguramente, creía que se enfrentaban a una muerte inmediata. -Bridie... -empezó a decir, pero la doncella corrió volando por la cubierta, esquivando a los marineros en un intento desesperado de ir más deprisa. Alta y delgada, tenía justo tres años más que Eleanor y era una buena y valiente compañera. Ahora, como siempre había sido. Rodeó con sus brazos a Eleanor. -¡Yo estuve allí! ¡Yo estuve allí aquel día! Y sé qué odiáis lo que hicisteis. Sé que os arrastraron al campo de batalla. ¡Lo sé! Pero no vayáis pretendiendo que sois tan dura como cualquier hombre. ¡Por la Santísima Virgen! Venid conmigo, milady. Vamos abajo. ¿Queréis ver más sangre? Su coraje o su determinación fallaron ante las palabras de Bridie. ¡Sí, oh Dios! Odiaba el derramamiento de sangre, odiaba el miedo y las peleas. Odiaba ver cómo morían los hombres... Bridie tenía razón. No era el valor lo que le hacía actuar como si estuviese en el castillo de Clarin. Era pura locura. Pero entre tanto, había aprendido mucho sobre la guerra, y mucho más sobre los hombres. -¡Por favor! -suplicó Bridie. – ;De acuerdo! Vamos abajo. Eleanor siguió a su doncella, sintiendo las cabezadas del barco, pero sin perder el equilibrio. No le atemorizaban ni el viento ni el agua, y como se conocía bien a sí misma, sentía un inteligente respeto por la furia de los piratas. Pero nada, nada en el mundo la aterraba más que la perspectiva de verse encerrada. Antes de llegar a la puerta, un violento golpe las arrojó en cubierta. Fue como si todo el barco soltara un grito. Herido, sí, estaba herido por la embestida y se detuvo. Los
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marineros dejaron sus puestos para empuñar las armas. El barco pirata había caído sobre el suyo y los abordó. Los garfios volaron en el aire como pájaros de plata, y cayeron sobre las batayolas del barco como dientes alados de acero. -¡Milady! -llamó Bridie. Se abalanzó sobre Eleanor y las dos cayeron a lo largo. En aquel momento, los piratas se lanzaron sobre ellos como moscas sobre la miel. Se dejaban caer por los obenques hasta la cubierta con las espadas desnudas. Y se entabló una feroz pelea. Tirada sobre la cubierta, Eleanor se encontró con los ojos de un marinero moribundo, contemplando cómo se desvanecía el brillo de sus pupilas. Su sangre salpicaba la cubierta y se escurría hacia ellas. -¡Arriba! -gritó a Bridie, y se pusieron de pie. Dos hombres, desarmados, se abrían paso detrás de ellas y entraron violentamente en el camarote. Uno de ellos era un pirata que agarraba al primer oficial por el cuello. Eleanor cargó contra ellos, cogiendo una voluminosa y valiosa Biblia del escritorio del capitán y golpeando la cabeza del pirata. Atontado, se fue tambaleándose, mientras el primer oficial se quedaba mirando fijamente a Eleanor. Bridie fue a recoger la Biblia y, levantándola en alto, dijo: -¡El Señor está con nosotros! -¿De verdad? Todos pegaron un brinco. Un hombre alto permanecía en la puerta del camarote con la mano apoyada en el dintel mientras los examinaba. -¡Qué pena, mademoiselle! Pero creo que Él no está aquí. Entró en el camarote, haciendo una reverencia con el sombrero. -Permitid que me presente. Thomas de Longueville, y Dios estáconmigo , y en vuestra contra,por ahora. . No era un hombre viejo, aunque los años pasados en el mar habían bronceado sus facciones. Sus calzones eran de lino oscuro, las botas altas, la camisa blanca y la casaca color arándano. Los ojos eran estrechos, agudos y calculadores. Una pequeña sonrisa asomó en sus labios. -¡Ajá! Es verdad. Lady Eleanor del castillo de Clarín, imagino. Ibais a Francia... a casaros con un hombre rico. Para aportar dinero fresco a vuestros cofres saqueados por los escoceses. ¡Dios bendiga sus salvajes almas! Bien, veremos lo que está dispuesto a pagar ese hombre por teneros a su lado. El primer oficial, de espaldas contra la pared del camarote, reaccionó de repente saltando hacia delante. -¡Bandido! No tocaréis a la dama... Y mientras se abalanzaba, el pirata sacó una daga. Rápidamente, Eleanor se interpuso entre los dos, pero el ímpetu del oficial la arrojó sobre De Longueville. Un pequeño brillo de desconcierto se reflejó en sus ojos. Pero ella se apartó, todavía entre él y el oficial. -¡Ya ha habido suficientes muertos! -dijo con firmeza. Thomas de Longueville arqueó una ceja, divertido. -¿Podéis decirme cuándo ha habido muertos suficientes? -¿Acaso matáis por placer? -preguntó ella-. Habéis capturado el barco, no hay ninguna razón para matar a este hombre. -Tenéis razón. Ya tengo el barco, y por lo que respecta a este hombre se quedó en silencio, pensando-. ¡Jean! -gritó, y un segundo hombre entró corriendo en el camarote-. Arroja por la borda a este amigo, pero no lo mates. Hagas lo que hagas, asegúrate que cae en el agua sano y salvo. -Haced lo que queráis, pero preparad un pequeño bote para él -exclamó Eleanor, mientras llegaba otro pirata, y su fracasado defensor era arrastrado fuera. -Una muchacha excitable, ¿eh? Y, por otro lado, sois la defensora del castillo de Clarin.
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Santa Leonora, ¿eh? -Es una dama, nacida y educada como tal. ¡Una muchacha dulce, delicada y de exquisitas maneras! -mintió Bridie, poniendo un brazo alrededor de Eleanor-. Y si vos... y si vos... No pudo acabar la frase, mientras sus mejillas enrojecían. -Lo que ella quiere decir es que si me herís, no seré de mucho valor para mi futuro marido –dijo sencillamente Eleanor preguntandose si eso importaba algo. Había nacido en un país devastado por las guerras, y desde el día de la muerte de su padre, su vida se había convertido en un juego, en una charada y en una farsa. -¡Ah! ¿Pero qué pasaría si no me importara nada el rescate que pueda obtener de vos? preguntó con los ojos todavía brillantes de alegría. -Pues si no os importa nada, me arrojaré al mar -respondió ella. La ira y un destello de fastidio aparecieron en su cara, e iba a contestar, cuando el tal Jean volvió de repente. -¡Un barco! -dijo preocupado. -¿Un barco? -Sí, y navega a toda vela hacia nosotros. Thomas de Longueville se tomó su tiempo para hacer una reverencia. -Tendrán que perdonarme, se lo ruego. Adieu, por ahora. Lady Eleanor, es una pena justo cuando empezábamos a conocernos. Acabaré con este nuevo enemigo en cuanto pueda y volveré. Por nada del mundo me perdería vuestro matrimonio con el mar. La puerta se cerró con un portazo detrás de ellos y Eleanor dejó escapar un gemido de terror corriendo hacia la entrada del camarote. Estaba cerrada con llave. -Milady... -gritó Bridie, acercándose a ella. No podía estar encerrada. Confinada. De repente, voló hacia atrás golpeándose contra el escritorio del capitán. El barco dio una sacudida larga y terrible. La madera. Gemía, se rompía... cedía. Y luego... El olor a fuego -¡Fuego! -gritó a Bridie. -Nos dijeron que nos quedáramos aquí. El fuego está más allá de nosotras... -No nos quemaremos. Antes prefiero una rápida puñalada en el corazón. -Eleanor... -¡Me niego! ¡No lo permitiré! ¡Nunca! -aulló Eleanor, y se puso a buscar desesperadamente un arma en el camarote cualquiera que sirviera para romper la puerta. Al fin, detrás de la cortina que ocultaba la cama del capitán, encontró un hacha. Una vieja hacha de guerra, buena para la batalla, la herramienta perfecta para el momento actual. No estaba segura de saber usarla, pero no le importaba. La agarró con decisión. -Eleanor, no deberías -le dijo Bridie-. Escucha, ¡préstame atención! El capitán dijo que debíamos quedarnos aquí. Podrían ma tarnos por casualidad. Eleanor se paró al instante y se quedó mirando a su doncella. -¡No! Préstame tú atención a mí. ¿No hueles el fuego? ¿Quieres que muramos aquí, atrapadas como ratas? -Pero, milady... -No me importa la manera de morir, mientras no sea por el fuego. ¡Bridie, escúchame y huele! ¡Fuego! Hay fuego a bordo. Bridie inspiró profundamente. En verdad había fuego. Y Eleanor desconocía cuánto se había propagado. Pero no se dejaría atrapar. -¡Fuego, Bridie, fuego!
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La doncella inspiró profundamente de nuevo y pareció volver a la vida. -¡Fuego! -y agarró los hombros de Eleanor, mirándola alocada mente-. ¡Fuego, Eleanor! Dejadme que os ayude, ¿qué puedo hacer? -Retírate, Bridie. Voy a usar el hacha -retrocedió unos pasos y, enarbolándola con fuerza, golpeó hábilmente la puerta.
-¿Podremos capturarlo? -preguntó Brendan mirando por el catalejo del capitán. -¡Por supuesto! Si así lo quieres -le respondió Eric Graham, pariente suyo y capitán del Wasp. -Claro que lo quiero -murmuró Brendan. Era una extraña vista en el mar. El barco pirata había abordado una nave inglesa con las enseñas de Eduardo 1 y la lucha estaba casi terminando. Ambos barcos habían sufrido daños durante el abordaje, y con toda seguridad habría habido muertos. El Wasp era de diseño noruego, construido en las Islas del Norte todavía bajo el dominio de Noruega Era una nave elegante y marinera, con un puñado de marineros de pura sangre vikinga, y unos cuantos escoceses, derrotados demasiado a menudo, pero siempre dispuestos a la batalla. -¿Conoces el barco pirata? -preguntó Eric. Era un hombre grande, de la misma altura que Brendan, pero mientras el pelo de este era negro como la noche, el suyo era de color cobre, encrespado, al igual que la barba. Los ojos eran azul pálido, propios de un escandinavo, mientras que los de Brendan eran azul cobalto. Se le iluminaron llenos de buen humor mientras miraba a Brendan-. Dime, ¿reconoces las banderas? -Primo, me he pasado la vida luchando en tierra -le recordó Brendan. Había llegado a la edad adulta combatiendo y apenas recordaba los tiempos en los que había sido un joven de buena familia aprendiendo como algo normal las artes de la guerra, pero también pasando las noches entre libros, estudiando idiomas, matemáticas, historia y música-. Solo últimamente he tenido, como te dina..., ¿la oportunidad?... de conocer el mar -su mente había estado ocupada en otras cosas cuando vivía en tierra, por lo que poco sabía de las banderas de los barcos. -Eric, ¿quieres decirme algo? -le preguntó volviéndose hacia él. -Es el barco de Thomas de Longueville. Incluso él conocía el nombre. -¿El infame francés? -inquirió Brendan. -Sí. Un tipo intrigante. Sabe negociar en el momento idóneo. -¿Y ha capturado ese barco inglés? ¡Pues vamos a por ellos! -¿Lo aprobará Wallace? Esto puede acarrear complicaciones diplomáticas -le recordó Eric. -¿Por capturar a unos piratas franceses camino de Francia y a un navío con la bandera de Eduardo? Por supuesto que estará de acuerdo -se giró y enfocó el catalejo más allá de la popa de su barco. Detrás de ellos, en algún lugar navegaba el barco de Wallace. Antes de haberse encontrado con los piratas franceses, estaban preparados para la batalla. Siempre estaban preparados para la batalla. Aunque había sido derrotado en Falkirk, Wallace, el campeón de la causa de Escocia, había sobrevivido. Y muchos de los hombres de Eduardo le buscaban vengativamente para matarlo. Desde Falkirk, Wallace no había abandonado sus sueños de libertad, ni sus ideales para con su patria. Pero era un hombre inteligente: sabía que su verdadero real poder descansaba en el éxito, debido a la sencilla razón de la estructura feudal de su sociedad. Wallace no era un aristócrata o un gran noble con derechos hereditarios sobre
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las personas. Tampoco tenía multitudes de arrendatarios que hubiesen jurado servirlo en tiempos de guerra. Desde que los escoceses perdieron en Falkirk, había continuado incansable defendiendo a su patria, hostilizando a las tropas inglesas en su cabeza de puente del sur de Escocia, cortando sus líneas de suministro y luchando allí donde la rapidez y la estrategia superaban las mayores fuerzas y pertrechos del enemigo. También había viajado a Noruega, las Shetland y quizá lo más importante, a Italia y Francia. Pero no había podido reunir un gran ejército. Con todo, algo bueno había nacido de la derrota de Falkirk. Los nobles escoceses se habían visto obligados a asumir sus responsabilidades con Escocia. Ahora eran otros los Guardianes. Eduardo seguía en Escocia, y aunque aún no se las había arreglado para disponer de las suficientes tropas para dominar el norte, continuaba con la intención de convertirse en el jefe supremo. Eduardo 1 de Inglaterra nunca abandonaría su lucha contra los escoceses y Brendan sabía que solo con la muerte del monarca inglés desaparecería la amenaza sobre su patria. Pero Eduardo también mantenía otras guerras, y no tenía ahora las tropas necesarias para dominar el país. Su último objetivo no estaba a su alcance. A menudo, Brendan se preguntaba cómo Wallace, el gran guerrero y caudillo, podía soportar esta situación con tan poco resentimiento. Los grandes barones se habían aprovechado del poder de Wallace, de su embriagadora elocuencia nacionalista, de su sangre y de su esfuerzo por la libertad de Escocia. Realmente, ninguno de ellos le apoyaba. William todavía reconocía a John Balliol como rey de Escocia: era el rey ungido. Pero John Comyn, conocido como el Rojo, y Robert Bruce llevaban en sus venas la misma sangre del antiguo linaje de los reyes de Escocia. Y había corrido el rumor de que John Comyn había retirado a sus tropas y huido de Falkirk, provocando la derrota. Durante un tiempo, ambos hombres, Bruce y Comyn, habían sido los Guardianes de Escocia, atacaban a los ingleses, pero con precaución. Las viejas rivalidades entre los dos habían amenazado con destruir el control escocés en lo que quedaba de Escocia, y Bruce dimitió, así como Comyn. John Soulis, un buen escocés, juró defender el país en nombre de John Balliol, el rey ausente, y se convirtió en nuevo Guardián del Reino. Wallace lo había contemplado todo, temiendo los objetivos egoístas de cada uno de aquellos hombres, incluido el apego a sus propias riquezas y poderes. En el momento que todo se derrumbara, estarían dispuestos a capitular ante el soberano inglés: temían perder sus tierras y sus títulos. William Wallace había combatido sin nada y con la ventaja de no tener otra cosa que perder que la vida. John Balliol, el rey ausente, estaba vivo, y aunque pocos creían que volviese a Escocia alguna vez, seguía siendo el rey. Un monarca triste, malévolo y cobarde, apodado muy a menudo Armadura Vacía. Pero liberado del confinamiento papal en Italia al que Eduardo le había condenado, se encontraba ahora en territorio francés. Y Brendan estaba convencido de que el rey de Francia estaba siendo presionado por el inglés, del que había sido aliado en anteriores ocasiones. -¿Y bien? -preguntó Eric, sacando a Brendan rápidamente de sus pensamientos. -¿Bien? ¿Que si estará Wallace de acuerdo? Claro que ,í. -¡Pues a por ellos! -¡Sí! -Brendan bajó apresuradamente a la cubierta donde sus hombres se habían reunido, mirando la timonera donde él y Eric habían estado hablando. Como buque de avanzadilla, exploraban el mar en busca de ingleses que estarían encantados de atrapar a Wallace y entregarlo a Eduardo. -¡Lo abordaremos! -gritó, y sonriendo exclamó las famosas palabras del caudillo al que seguían:
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-¡No buscamos la gloria, sino la libertad! ¡Por Escocia! -¡Por Escocia siempre! ¡Y por los tesoros que podamos pillar de paso! ¿Eh, Brendan? Los necesitamos para nuestros desfallecidos cofres -exclamó con buen humor Liam MacAllister, un hombre alto con el pelo rojo como el fuego. Un rugido surgió entre los hombres. -Liam, en verdad te digo que Dios sabe muy bien que podemos Quedarnos con las riquezas que saquemos de un barco que se hunde. El rugido volvió a atronar y las risas estallaron en carcajadas. Estas eran las palabras adecuadas para darse valor cuando el peligro se acercaba. -¡A toda vela! -ordenó Eric a sus marineros. Empezaba la caza. -Con seguridad son más que nosotros -le advirtió a Brendan. Brendan hizo una mueca. -Nunca he entrado en batalla o trabado una escaramuza sin que nos superaran en número -se volvió hacia sus hombres-. ¡Las flechas, amigos! Los mantendremos ocupados mientras salvan el pellejo del fuego cuando los abordemos. Los tres mejores dad un paso adelante, ¿eh? Liam, Collum y Ainsley. ¡Vosotros, barredlos! Coged alquitrán, trapos e ¡incendiad el barco! Los hombres se dispusieron a obedecer las ordenes. Habían aprendido muy bien el uso que Eduardo habían hecho de los arqueros contra ellos. Y ahora iban a anunciar su llegada a los ingleses y a los piratas. Con friego.
-¡Mira, Bridie, mira! La puerta había caído. Eleanor y Bridie irrumpieron en cubierta justo cuando una lluvia de flechas ardientes venía volando cruzando el mar y el cielo clavándose de nuevo en los mástiles y atravesando las velas. Obligó a agacharse a Bridie, mientras una saeta silbaba sobre sus cabezas y se incrustaba en la pared del camarote llevando consigo el olor del fuego a sus narices. El navío no estaba en llamas todavía, pero poco le faltaba. La tripulación pirata, acostumbrada al mar, mantenía el rumbo y se disponía a afrontar el abordaje mientras apagaba las llamas. De pie en cubierta, no muy lejos de ellas, De Longueville maldecía y gritaba órdenes mientras estudiaba la nave enemiga que se acercaba. -¡Han traído al mar el combate en tierra! -rugió-. ¡Flechas! Levantó el puño amenazando al barco que se disponía a embestirlos. -¡Luchad como hombres! ¡Desenvainad las espadas! ¡Escoceses! Mon Dieu! Mientras gritaba, los garfios salieron disparados mordiendo el barco. Era sorprendente que el navío inglés no se hubiese hundido todavía. La razón era que este permanecía enganchado por el costado de babor, mientras el bajel enemigo se dirigía hacia ellos por estribor. -¡Sí, pirata! ¡Hemos desenvainado nuestras espadas! -se oyó un grito. Eleanor vio al nuevo barco entrar en escena, demasiado veloz para ellos. El hombre que había gritado se balanceaba colgado de un cabo de la arboladura sobre la cubierta. Con una mano se aferraba al cabo, en la otra empuñaba una espada. Escoceses. La primera cosa que Eleanor notó fue que el atacante vestía tartán, polainas oscuras, botas de piel y una camisa de lino debajo de una prenda de lana entretejida en azul y
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verde. Un gran broche celta sujetaba el tartán a su hombro. La espada estaba realmente desenvainada mientras se dejaba caer con sorprendente agilidad en la cubierta, dispuesto a enfrentarse al pirata. Era un hombre joven con el pelo negro como el azabache, que le caía casi hasta los hombros. Sus facciones eran duras y morenas, y sus agudos ojos lanzaban miradas mortales. Estaba perfectamente afeitado y había hablado en la lengua del pirata. Pero eso no importaba. ¡Un escocés! No podía estar civilizado. Era un loco, un salvaje. Pero ahora estaban siendo abordados por montañeses, animales, por hombres que se mataban los unos a los otros por disputas insignificantes y eran tan sanguinarios como los lobos con sus víctimas. Pero el pirata estaba preparado cuando su enemigo descendió. Y los aceros chocaron. Otros hombres seguían cayendo del navío atacante. Oía los antiguos gritos de guerra en gaélico; los había oído antes, así como juramentos en noruego. Los franceses, por su parte, gritaban en la lengua civilizada más común de la época y que la mayoría de los hombres y mujeres bien educados, •o sin educación, conocían. El combate había empezado y Eleanor permanecía con Bridie de pie al lado de la puerta rota, mirando incrédulamente. -¡Esto no puede suceder! -se lamentó Bridie. Un hombre cayó a sus pies .Un pirata. Las miró desde el suelo y sonrió irónicamente mientras se levantaba. Luego atacó a un musculoso escocés que se cernía de nuevo sobre él. -¡Un abordaje! Uno es bastante duro, ¿pero dos? -exclamó Bridie, tan indignada que olvidó el miedo que sentía hasta hacía unos momentos. -¿Duro? ¡Bridie, estamos en peligro de verdad! Esto no es cuestión de modales. Debemos pensar en algo rápidamente, y actuar con más velocidad aún. -¡Volvamos al camarote! -imploró-. Las llamas están fuera y no nos atraparán. ¡Nos van a freír ya! -¡No! -replicó irritadamente Eleanor. El miedo al fuego la paralizaba. Pero, ciertamente, estaban en una posición peligrosa rodeadas por el combate cuerpo a cuerpo que se había entablado a su alrededor. -¡Bridie, a popa! -grito de repente-. ¡A popa! Cogió la mano de la doncella, arrastrándola entre dos hombres antes de que se acometieran, y corriendo a lo largo de la borda, se encaminaron detrás del palo mayor y los camarotes hasta la popa. Allí, Eleanor se detuvo tomando aliento, contemplando el mar. Las olas batían y hacían espuma contra el casco. Muy poca gente se ha atrevido a comparar el mar de Irlanda con un tranquilo estanque. ¡Y hoy tampoco podría hacerse! Había sido un día magnifico; cielos azules como la eternidad, claros como una promesa del paraíso. Pero se estaban formando nubarrones grises, como si se reuniesen a la llamada de la violencia del combate entre los barcos. El viento gimió, gritando al entrechocar de las espadas. -¡Eleanor! -exclamó Bridie-. No estarás pensando en... -¿En tirarme al agua? No -dijo desconsolada. -Entonces, ¿qué hacemos? ¡Estamos atrapadas! Mejor volver al camarote... -¡Antes me tiro al mar que al fuego! -aseguró Eleanor, mirando las agitadas olas. ¿Nadar? Sabía nadar. Pero ¿a qué orilla? ¿Desde aquí? Imposible. ¿Y qué tipo de animales vivirían en estas aguas? Tiburones con dientes afilados como navajas, más cortantes que cualquier espada. ¡Monstruos marinos! Criaturas de las que se hablaba en susurros en las humildes tabernas y en las posadas de los puertos. Criaturas que succionaban los cuerpos, los aplastaban y los despedazaban... ¡Mejor eso que el fuero !
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Alors! Eleanor dejó de mirar el mar para fijarse en la cubierta del barco de nuevo. -¡La recompensa! Era uno de los piratas franceses, de pelo negro y aceitoso, con una extraña perilla y ojos furtivos. Las estaba señalando. -¡Volved! ¡Venga, mujer! -ordenó ásperamente a Bridie, mientras corría en su dirección-. Mademoiselle -le gritó a Eleanor. -¡Por Dios que saltaré! -murmuró Eleanor, aferrada al antepecho. Pero antes de que pudiese hacerlo, apareció un hombre que atacó al pirata con tal ímpetu que cayeron los de golpe en la popa. No hubo lucha; el segundo llevaba un cuchillo en la pantorrilla, lo sacó y mató a su oponente en un instante. La espada del pirata había salido volando por la cubierta y Eleanor se agachó instintivamente para recogerla. Era una buena hoja, bien afilada. Excelente. Un estoque francés, ligero y manejable... Lo blandió, comprobándolo en las manos, y luego se fijó en el enemigo que tan rápidamente había matado al francés dirigiéndose hacia ella. Era el salvaje de pelo oscuro, el primero en abordar el barco pirata, dirigiendo el ataque. Había algo en él... -¡Tirad la espada, milady! -dijo tranquilamente. Su acento franco normando era igual al que se oía en la corte del rey. Pero no se dejaría embaucar. Conocía a estos hombres, y lo sabía de primera mano. -¡No! ¡Fuera de aquí, escocés! Id en paz y dejadme a solas. -Sois inglesa. -Iba a visitar a mi prometido francés, así que tened cuidado. Sus ojos eran del más profundo azul... y se mostraban más divertidos que los de De Longueville, aunque él la miraba además con curiosidad. Como si la reconociese. -Tirad la espada -le dijo-. Discutiremos sobre ese prometido vuestro durante el viaje... y sobre vuestro futuro. -¡No hay futuro cuando una se enfrenta con los escoceses! -respondió ella, asqueada y desdeñosa, esperando el fin. Dadmela, u os la arrebataré -¡Dádsela! -le pidió Bridie-. Milady, ¡por el amor de Dios! Eleanor sujetó las haldas de su túnica, echándoselas hacia atrás, y dio un paso adelante. ¡Por Dios, que no ardería en el fuego! Tenía que echarse al mar pero no se quemaría y nunca aceptaría la compasión de un escocés. -¡Arrojadla! -y se acercó, lanzando una estocada al acero de su espada haciéndolo sonar, para que Eleanor tirara el estoque. Ella lo paró, devolviendo el golpe tan rápido que lo pilló desprevenido hiriéndolo en el brazo. La sangre brotó. Sorprendido, se quedó mirando la herida, mientras ella sentía un instante total de satisfacción por su pequeña victoria, pero justo cuando pensó en aprovechar el elemento sorpresa, él ya se había recuperado. Atacó, pero él paró la estocada. Retrocedió hasta el antepecho y vio el peligro de su posición, mientras tiraba y paraba con el estoque intentando salir de allí para luchar mejor. Cada golpe de acero le costaba más y más. Alcanzó una nueva posición, pero perdía fuerzas. Saltó a la cubierta, luchando sombríamente, parando las estocadas. Al principio no se fijaba en nada, excepto en el áspero chillido de los aceros. Sin embargo, se percató de que ya no se oían los ruidos del combate en el resto del barco. Se arriesgó a echar un vistazo, para advertir que la lucha había terminado. Cómo y en favor de quién, no podía saberlo. Todos los contemplaban: los escoceses, los franceses y los marinos noruegos. El capitán
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Abram y su tripulación habían desaparecido: estaban muertos o arrojados al mar hacía bastante tiempo. Su público eran sus enemigos. Piratas. Locos. Su contrincante la atacó con tal fuerza que le dejó el brazo temblando y el estremecimiento le recorrió dolorosamente todo el cuerpo. Tanto le rechinaron los dientes que parecía que se rompían. Agarró con fuerza el estoque. Pero miró en su cara y contempló una sombría determinación en sus ojos de un azul aún más oscuro que el tempestuoso mar. Sus labios estaban cerrados en una delgada línea. Tenía una mano en la espalda, mientras esgrimía el sable con la otra. No sudaba en absoluto, aunque todavía estaba contenta por la sangre que manchaba su manga idquierda No arrojaría la espada. Estaba sin aliento y rezaba para tener más fuerzas. Le lanzó una estocada buscando directamente el corazón. Él la vigilaba... Y la desvió en el último segundo. Y justo en ese instante, su aliento era tan débil que ni el miedo al fuego o a las llamas, o la condenación eterna le daría las fuerzas suficientes para sostener el estoque. El acero resonó contra la cubierta. Se mantuvo de pie, apretando los dientes, la barbilla alta, rígida. Y lo miró fijamente a la cara. No, ella no lo conocía. O sí. Había algo familiar en él... Un destello de reconocimiento. Había visto esos ojos... Unos gritos los rodearon. Quizá los piratas e incluso los escoceses aplaudían su coraje... y su estupidez. Era ahora él el que la miraba fijamente, estrechando los ojos. Lo sabía también. Sabía que él sabía que ella... de algún sitio. -¿Quién sois? -preguntó suavemente, con curiosidad. -¿Y vos quién sois? -replicó ella. De repente, Eleanor lo supo. Apenas pudo disimular un jadeo. Quizá él también la recordaba en ese momento exacto, porque parecía que todo su semblante se estrechaba y oscurecía. Estaba dispuesto a dar un paso hacia ella. Su corazón latía con más fuerza que las alas de un colibrí. Retrocedió corriendo hasta la popa y no dudó. Sin advertir el grito de alarma que lanzó Bridie, y que nada significaba para ella, se subió al antepecho de madera del barco y miró las olas. Se lanzó al mar.
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Capitulo dos BRENDAN, incrédulo, se quedó petrificado. Se había zambullido en el mar de Irlanda y en pleno invierno. Estaba helando y las olas se agitaban. El tiempo estaba cambiando. Un día espléndido se estaba convirtiendo en una noche tormentosa. Esa inglesa... ¡Idiota! ¡Tirarse al agua! Durante un momento, un amargo pensamiento cruzó por su cabeza. Le había ofrecido clemencia una vez y por poco lo mata. Se había pasado años jurándose que la encontraría y que se vengaría. Y ahora, de repente, la hallaba. El tiempo había pasado y los dos habían cambiado, le había costado bastante reconocerla. Aunque cómo, no lo comprendía. Sus ojos azules grisáceos eran únicos y tan amenazadores como la tormenta que estaba formándose. ¿Por qué no? Tenía grabadas sus facciones en la memoria. En realidad, nunca había esperado volver a verla. Había seguido luchando porque la idea de rendición no era una alternativa, pero ella era inglesa y vivía en una tierra totalmente controlada por Eduardo I, más allá de su alcance. Todavía... Y ahora ella estaba aquí. Un regalo. En bandeja de plata. ¡Jugándose el destino en las profundidades! Subió al antepecho y se zambulló en el mar detrás de ella. El mar de Irlanda estaba tan frío que le helaba los huesos. El agua le golpeó como una maza, como el choque helado del rayo. Las olas lo engullían y.le hacían dar vueltas como un pelele sin fuerzas, inerme ante semejante fuerza. Ella ya había estado aquí, zarandeada y volteada, casi sin aire en los pulmones, sacudiendo los brazos intentando controlar su destino entre las olas. Salió a la superficie y miró a su alrededor, parpadeando a causa del salitre en los ojos, malgastando su precioso aire maldiciéndola. Para su sorpresa, estaba enfrente. Buceó, calentándose con fuertes brazadas contra el mar helado y volvió a la superficie; seguía delante. Buceó de nuevo. Gracias a Dios, sabe nadar y todavía no ha sido arrastrada al fondo por un remolino que acabaría con ella en la oscuridad de las profundidades... Salió otra vez, golpeando el agua con las manos. Acortaba distancias, pensó, pero solo por el incómodo traje que vestía ella, esa larga túnica que se le enredaba entre las piernas. Ella empezó a hundirse. Y nadó más rápido, jurando de nuevo, sintiendo una súbita desesperación. Un momento después, tocó la tela de su túnica. Casi la tenía. Debajo de la superficie, ella se volvió para mirarlo. Su cabello flotaba detrás de ella como una bandera al viento, iluminado por los rayos del sol, aun cuando el gris de la tormenta naciente oscurecía la luz del cielo. Seguía mirándolo y en la mano donde sujetaba la túnica había un cuchillo. ¡Llevaba un cuchillo! Se dio cuenta de repente. La hoja brillaba a través del agua y estaba completamente indefenso. Pero el cuchillo no se hundió en su carne. Ya fuera por accidente o a propósito, cortó la tela de la túnica y se liberó. Libre, empezó a nadar con fuerza, y vio la esbelta y larga pierna brillando ante él: se escapaba de nuevo. Pero...
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Escapar. ¿Adónde? ¿Cuán lejos esperaba llegar antes de agotar sus fuerzas y morir? La volvió a perseguir con todas sus fuerzas, emergiendo para coger aire y buceando para ir más rápido debajo de las olas. Un segundo después, tocó carne, aferrándole el tobillo le dio un tirón. Ella lo miró en el agua, el pelo dorado flameaba a su alrededor como el halo de un ángel marino. Agitaba los brazos en el agua, y él vio que seguía llevando el cuchillo en la mano. La agarró por la muñeca rápidamente, apretando con tal fuerza que no le quedó más remedio que soltarlo. La hoja brilló por un instante en el agua y luego se hundió en las profundidades. Mantuvo el apretón en su muñeca mientras la arrastraba a la superficie, y entonces empezó a llover, mientras la luz que quedaba en el cielo desaparecía con la última de las nubes que cubrían ya el moribundo sol. Se quitó el pelo de la frente, soltándola para que pudiera nadar, y vio que detrás de ellos habían botado un esquife del Wasp. Pronto los rescatarían. -¡Sois una completa estúpida! -la insultó-. Podíais haberos matado. -Prefiero morir por mi propia mano antes que por la vuestra -respondió ella. -¿Suicidaron, milady? Eso es pecado bajo la ley de Dios. -Quizá no buscaba la muerte -dijo ella. -Nunca hubieseis alcanzado la orilla -respondió él. Ella se echó hacia atrás el largo, enmarañado y oscurecido cabello por el agua, todavía mirándolo a los ojos. -Vos quizá nunca hubieseis alcanzado la orilla -replicó ella-. Yo, al menos, lo intentaba. -Parece que estáis más convencida de vuestras habilidades de lo que la razón entendería. -¿De verdad? Y dice eso un escocés, un montañés de una nación que se vanagloria de su propia fuerza más allá de lo que indica el sentido común. Estuvo tentado de extender la mano y meterla a la fuerza debajo del agua. Había matado muchas veces en combate. Pero esto sería quitar una vida humana y no importaba como lo llamaran: gloria, honor o libertad. El asesinato estaba más allá de la razón, de la cordura y de la cristiandad. El agua estaba muy fría y le parecía sentir solo la sal mientras las olas le golpeaban y la lluvia caía sobre ellos. Deberían estar pensando en sal varse, pero no estaba dispuesto a que ella dijera la última palabra. -Los escoceses han demostrado su fuerza superior más de una vez, muchacha. -No soy una muchacha, y nado perfectamente -dijo, sacando la barbilla del agua. -Eso es verdad, pero no lo suficientemente rápido. -¡Brendan! Se volvió al oír su nombre. El esquife, tripulado por Collum y Eric estaba casi sobre ellos; era este último el que los llamaba. Brendan se dio cuenta de que en medio de la creciente borrasca, Eleanor y él eran difíciles de ver. -¡Aquí! -gritó. En cuanto se dio la vuelta, ella empezó a nadar de nuevo. Afortunadamente, sus brazadas eran más largas, y la volvió a atrapar por el tobillo tirando de ella. Se hundió y salió a la superficie tosiendo y escupiendo agua. Para entonces, Eric había llevado la embarcación a su lado y unas fuertes manos la agarraron, metiéndola a bordo. Él se agarró a la borda y se alzó de golpe, sentándose en el fondo del esquife, casi sin respiración. -¿Frío? -preguntó Eric, sonriendo. Brendan miró los alegres ojos azules de su pariente noruego. -¡Sí, como la teta de una bruja! -murmuró, acordándose que llevaban con ellos nada más y nada menos que a Lady Eleanor de Clarin. Una mujer convencida de que eran unos campesinos incultos, ignorantes y analfabetos, que apenas conocían la existencia de los
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libros. Se incorporó, sentándose cuidadosamente en un banco. Era desagradable estar calado mojado. Se sentía más allá del frío. Eleanor estaba en la popa, sentada al lado de Collum. Él se volvió a mirarla, mientras Eric remaba en dirección al barco. En su ausencia, la tripulación ya había empezado a desenganchar los garfios. Su renuente pasajera había cruzado los brazos sobre el pecho, acurrucándose para protegerse del frío y miraba, inexpresiva, por encima del agua. Estaba casi azul y le castañeteaban los dientes. -Señora -murmuró Collum, ofreciéndole el largo manto de tartán que llevaba a su alrededor a modo de capa y capucha. Era un tipo grande, de músculos marcados y pelirrojo, célebre por su puntería extraordinaria; su voz era baja y educada. Ella pareció no oírlo, con la mirada fija en el mar. Brendan se dirigió a ella. -Lady Eleanor, Collum os está ofreciendo el calor de su ropa de lana. -Es un adorno, señor. Preferiría congelarme a decir que es un vulgar vestido --dijo llanamente. Ella miró a Collum, y este pensó que le pediría disculpas pero no lo hizo porque era escocés. Eric estaba a punto de ofrecerle su capa de pieles, cuando Brendan lo detuvo, levantando una mano. -Milady, vais a congelaros. Eric os iba a ofrecer su capa, y aunque la mayor parte de su sangre y afectos sean noruegos, también es in¡ pariente, y como las tierras donde vive son extensiones de mi país, entendemos perfectamente que prefiráis morir helada a recibir ayuda de un escocés. Le rechinaban y castañeteaban los dientes, pero aún le quedó tiempo para fulminarlo con la mirada, quedándose sentada como muerta, contemplando la noche. Eric remó hasta el Wasp. No le ayudó a salir del esquife y trepó primero por la escalera de cuerda; agradeció el abrigo de pieles que rápidamente le echó en los hombros Ian Dyerson, su segundo en el mar, su mano derecha en tierra, y sonriéndole agradecido, retrocedió para ver cómo Eleanor subía a bordo. Lo hizo sin ayuda, prefiriendo trepar por sí misma. No podía estar acostumbrada a este tipo de escaleras y se inclinó para ver cómo lo hacía. -Me encantaría ayudaros, milady. Pero no quiero afligiros con el roce de mis bárbaras manos. -Tenéis razón. Yo sola lo haré perfectamente -dijo ella. Y así fue, llegando arriba diestramente tal como había dicho. Momentos después estaban todos en cubierta con varios miembros de la tripulación noruega y unos cuantos escoceses y piratas. Algunos de los hombres seguían todavía ocupados, destrabando los barcos, mientras el resto permanecía simplemente sin hacer nada, esperando su llegada. Eleanor permaneció muy recta, calada hasta los huesos, haciendo los máximos esfuerzos por no tiritar. Los examinó a todos y se dirigió a Brendan. -¿Os habéis aliado con los piratas? -Nunca he visto a De Longueville en mi vida, señora elijo, apoyándose indolentemente en uno de los palos, chorreando agua e intentando no temblar-. Nosotros, los escoceses, solo tenemos un propósito. Ya lo sabéis. Pero en medio del combate se nos ocurrió, al pirata y a mí, que teníamos mucho que ofrecernos el uno al otro. -¿Cuál es el trato? -preguntó ella. -Los términos de nuestro acuerdo tienen algo que ver con vos -Desde que mi nave fue atacada, mi capitán brutalmente asesinado y, por lo que parece, mi tripulación arrojada al mar, considero que todo tiene que ver conmigo. Claro que no me sorprende nada que los escoceses hayan elegido unirse a unos ladrones...
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-¡Qué los escoceses han elegido unirse a unos ladrones! -la interrumpió él, lleno de rabia-. Eduardo sí es un ladrón, señora. Los ingleses son todos unos ladrones. Devastaron Gales y masacraron a sus nobles. No somos los escoceses los que hemos ido a Londres, milady; son los ingleses los que han subido al norte. Collum, si no te importa, conduce a Lady Eleanor a su camarote. Collum dio un paso adelante, y ella retrocedió. -Solo iré si vos me lleváis -le dijo. Brendan, que estaba cansado del juego, se volvió hacia Eric. -¿Hemos enviado un mensaje al barco de Wallace? -Está hecho. -Bien, ya estoy harto de este mar de Irlanda. Dejó el mando en las hábiles manos de Eric y bajó a cambiarse de ropa. Había descubierto que necesitaba tiempo para estar a solas. Estaba empezando a sentir deseos de venganza, y no eran debidos al frío. No, no era por el frío. Sino por los recuerdos.
Aunque la nave de los noruegos y los escoceses era estrecha y elegante, construida para navegar rápida, también estaba diseñada para proporcionar cierta clase de comodidades. La condujeron abajo, y se sorprendió al ver mientras bajaba que las escaleras llevaban a un sollado en el que supuso se guardaban los pertrechos y que probablemente tuviera cubículos para la tripulación. Pero en la cubierta en la que estaba había camarotes privados tan pequeños que un hombre difícilmente podría estirarse completamente en los catres, pero que al menos proporcionaban un poco de intimidad. En la misma popa había una cámara bastante grande, encajada perfectamente en las líneas del barco con un armario estrecho con sitio para ropa, libros y utensilios varios. En el lado de babor había una litera, y en el de estribor un escritorio para las cartas marinas o para el trabajo que tuviese que hacer cualquier noble, rico y oficial que hubiese a bordo .Alguien había ocupado este lugar, pero se sorprendió al ver su baúl de viaje en el centro del generoso, pero todavía pequeño espacio. Lo habían traído de su barco. Su corazón latía con fuerza cuando entró en la cámara. Les había oído pronunciar el nombre de Wallace, y todo lo que sabía de ese hombre era que se trataba de un maldito carnicero que no tenía piedad con sus enemigos. Ella misma había sufrido sus desmanes. Su brutalidad había cambiado su vida, llevándola al campo de batalla en Falkirk e indirectamente aquí. Parecía que Wallace era el cabecilla de esta partida, y como si el destino lo hubiese querido, el joven soldado al que desafió al final de la batalla capitaneaba ahora su viaje. Quizá no fuera una sorpresa que se hubiesen unido a los piratas. Era cierto que Eduardo I pagaría de mil amores para tener a ese hombre en sus manos, pero al mismo tiempo era extraño. Muchos de los aristócratas escoceses que se habían levantado contra Eduardo se habían rendido después, para ser perdonados posteriormente. Sin embargo, Eduardo seguía odiando a Wallace, y mil veces había declarado que no aceptaría del escocés nada excepto la rendición incondicional. Y esto, como sabían amigos y enemigos, nunca sucedería. Collum, el tipo grande que los rescató con el esquife, apareció. Eleanor se sentía un poco culpable. El hombre había tratado de ser amable y educado y difícilmente habría entendido las razones que tuvo para rechazar su gentileza. Permaneció de pie fuera de la cámara mientras ella entraba. -Si hay algo que necesitéis... -Mi doncella -dijo ella ásperamente-. ¿Está bien? -Sí, señora. -¿Puede venir aquí?
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-No, señora. Ahora no. -¿Cuándo? -No lo sé. -Bien. No importa. Estáis al servicio de ese mequetrefe, e imagino que él tomara las decisiones. -Sí, señora. Señora, estáis helada. Si me permitís sugeriros... -¿Me van a encerrar aquí? -preguntó, tratando de no demostrar hiedo. -Sí. Ella asintió y se dio la vuelta. No miró atrás y un minuto después oyó cerrarse la puerta. Dio un respingo cuando notó cómo echaban el cerrojo. No tenía intención de amedrentarse: lucharía contra sus propios temores, pero parecía que la puerta no estaba bien cerrada cuando olió el humo. Subió rápidamente los escalones hasta la puerta y la golpeó con fuerza. -¡Esperad, por favor! Oyó un chirrido y la puerta se abrió. Collum se había ido. Era otra vez el hombre de la batalla de Falkirk. Parecía enfadado, todavía empapado y chorreando agua. -¿Milady? Ella retrocedió. -Algo se quema. Hay fuego en algún lado. Sus ojos sostuvieron su mirada por un momento. -Sí, milady. Hemos incendiado el barco inglés. -Nosotros. -¿Nosotros, qué? Os dije que incendiaríamos el barco. Lo capturamos, lo saqueamos, y ahora lo quemamos. ¿Hay alguien a bordo? No señora. Ningún humano o animal se quemará mientras yo esté al mando. ¿Es esto lo que queríais saber? Ella asintió, algc perpleja, sintiéndose algo avergonzada. No era eso lo que quería saber. -¿Estamos... estamos en peligro? ¿Puede alcanzarnos el fuego? -hubo una duda en su voz mientras preguntaba. Bajó los ojos, consciente de que él la estaba examinando con curiosidad, para evitar que él pudiese leer sus pensamientos. -En absoluto -le aseguró él. Eleanor volvió a asentir y se dio la vuelta, pero no supo qué le hizo dirigirse a él de nuevo. -Ahogarse en un mar helado tampoco es una forma hermosa de morir. Él se detuvo y, girándose, volvió a mirarla atentamente. -Creo que no. ¿Por qué queríais hacerlo vos? -Os lo dije. No era un suicidio. -Os hubieseis ahogado en la tormenta. -Me pregunto qué habrá sido del capitán Abram. Era un hombre amable que hacía este viaje solo por ser mi pariente. Lo que le ha sucedido pesará en mi alma mientras viva. -Mientras viváis -murmuró él. -Tenéis intención de matarme. Se sobresaltó con la sonrisa que curvaba sus labios. -No, milady. No soy un verdugo. Vuestra esperanza de vida será probablemente por culpa de vuestra propia temeridad. Y por lo que respecta a vuestro capitán Abram, no tengo ni idea de lo que habláis. -Lo arrojaron por la borda. -Señora, los piratas son unos ladrones que saquean a los que se encuentran en el mar. Aunque no dudan en asesinar, van detrás de las riquezas, no buscan sangre. El capitán Abram está sano y salvo en el barco de De Longueville, el Red Rover. -Pero De Longueville dijo...
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-Lo que él dijera no significa nada. Señora, los hombres mueren en los abordajes, mueren en las batallas, y esto es algo inevitable. Pero ni vuestro capitán, ni ninguno de sus hombres han sido arrojados al mar o asesinados a sangre fría. Eso se lo dejo a los ingleses. Ella movió la cabeza, asombrada por sus palabras. -Sois un mentiroso o no sabéis nada de los hombres a los que servís -le dijo acaloradamente. -Ahora no tengo tiempo para contaros los horrores que he visto cometer a los ingleses. -¡Pues yo tampoco puedo empezar a contaros ahora lo que sé de la infame brutalidad de los escoceses! Pero me alegraría mucho hacerlo, si queréis -exclamó ella, inconsciente de estar acercándose a el-. ¿Os suena de algo el castillo de Clarin? Quizá no. No es tan grande y majestuoso como otros en York, donde vuestra gente cometió las mayores atrocidades. En Clarin, a los hombres, granjeros, mercaderes y artesanos los encerraron como al ganado en un pajar, que incendiaron después. Los escoceses llegaron cobardemente, cuando mi padre y su parentela estaban fuera luchando. Cogieron a gente inocente... -Asombrosamente, milady, yo mismo he visto a los ingleses cometer esas mismas atrocidades -interrumpió Brendan fríamente -. Si somos crueles, hemos aprendido esas carnicerías de nuestros enemigos. Y si me disculpáis, lady Eleanor, estoy calado hasta los huesos. Y seguramente vos también. Empezó a cerrar la puerta. -¡Esperad! Él se detuvo. -¿Otra vez? -preguntó molesto. -Sí. Otra vez -respondió ella enfadada-. ¿Debéis...? -¿Qué? -Nada. No importa. Pero él se quedó quieto, mirándola curiosamente. -¿Echar el cerrojo? -Sí. -Lo siento, pero debo hacerlo. Sois una rehén muy valiosa, lady Eleanor. -Luego, ¿vais a pedir rescate por mí? Levantó un poco la cabeza, meditando la respuesta. -No lo he decidido todavía. -Si no pedís rescate, entonces... -¡Ah! Eso habrá que verlo, ¿no es verdad? -¡Mirad! Como habéis dicho, yo valgo una gran cantidad de dinero... -De muchas maneras. El tono de su voz la acobardó, pero se obligó a erguirse y permanecer firme, manteniendo fríos los ojos a su altura. -Bien. Así que esta es vuestra manera de combatir: la rapiña y la violación. Entonces, ¿a qué esperáis? Os aseguro que no obtendréis el más mínimo placer. -Milady, no creo que podáis enseñarme nada sobre el placer. ¡Ay de mí! Parecéis una rata empapada, yo estoy calado, cansado y harto, sí, ¡muy harto! Y por extraño que os parezca, no me resultáis lo suficientemente atractiva para gastar las energías que se necesitan en ese tipo de rapiñas a las que os referís. Os deseo buenas noches, señora. Salvo que os sintáis mejor, y ya que no puedo abusar de vos, ¿os importaría si hago esta oferta vuestra a la tripulación de arriba? La locura se apoderó de ella. Las heladas aguas habían atontado su mente. Se dirigió hacía él, pero Brendan fue más rápido, quizá esperaba su reaccion . La cogió por los antebrazos antes de que pudiera hacerle algún daño. Sus dedos de acero la envolvían, su cuerpo debajo de la ropa mojada parecía tan caliente como el fuego que la atemorizaba De repente, miró en sus ojos, con más miedo del que jamás hubiese sentido, y mucho
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más consciente de su enemigo que de cualquier hombre que ella hubiese conocido. Al principio, su expresión era oscura, con un ceño que presagiaba lo peor. Seguramente, él también era consciente del mismo desagrado, repentino contacto de los cuerpos empapados. Lentamente el ceño fué convirtiéndose en una sonrisa torcida. La oscuridad amenazante como una tormenta de sus ojos se iluminó con un destello y cuidadosamente la apartó de su lado. -¿Quién sabe, milady? Quizá si os limpiáis bien, me obligue a mí mismo a volver otra vez. Luchó para evitar cometer el error de abalanzarse contra él de nuevo. -Antes aceptaría la oferta de la tripulación dijo, intentando arreglarse el pelo. Los largos cabellos parecían majados en agua y sal, y dudaba de si su conducta era la propia de una noble. -Eso se puede arreglar -prometió sutilmente. Ella bajó la mano y lo miró gélidamente. ¡Fuera! Él inclinó la cabeza y le recordó: -Vos me llamasteis, milady. --¡Por el amor de Dios! ¡Largo! ¡Y cerrad la puerta! -Por supuesto. Siempre a vuestra disposición -le aseguró él. La puerta se cerró. Y echó el cerrojo. Se quedó de pie, mirando la puerta. Durante un rato luchó contra el impulso de golpearla y gritar. En vez de hacerlo, se metió en la limpia litera. Se tapó con un ligero colchón de plumas, sorprendentemente cálido, y estalló en lágrimas. Al fin, el cansancio pareció inundarla. Sabía que estaba soñando. Revivía los momentos que la habían traído aquí y ahora, mientras se revolvía en la más absoluta desdicha.Estaba en casa. En el castillo de Clarin. Los escoceses habían sido derrotados en Falkir y ella habia cabalgado con las tropas inglesas. La llamaban Santa Leonora por mero instinto. El enemigo había llegado, invadido, saqueado, y no habían podido terminar este último trabajo porque el castillo de Clarin era una fortaleza de piedra con una sólida muralla alrededor de una torre, protegida también por un foso. El punto débil de la casa solariega de Clarin y de las tierras hereditarias de su padre era la escasa protección que ofrecían a los habitantes de los pueblos que rodeaban al castillo: mercaderes, arrendatarios de tierras y la gente que se hacinaba ganándose a duras penas la vida en los campos o con sus propias profesiones. Aunque a ella le habían obligado a guarecerse en la seguridad de la torre, vio cómo los hombres eran agrupados en el pajar más allá de la muralla. Vio cómo prendían fuego y observó cómo los escoceses con sus escudos y sus máquinas de asedio se quedaban a contemplarlo. Sola, se negó a quedarse sin hacer nada. Ordenó que los defensores del castillo subieran a las murallas y arrojaran aceite hirviendo sobre los atacantes. Les lanzaron también flechas ardientes, y cuando los escoceses se retiraban, ella corrió al pajar. La siguieron la guardia del castillo, las mujeres y los niños y derribaron las paredes para que pudieran escapar los hombres. Ardían como antorchas y se arrojaron al foso siguiendo sus órdenes: para su sorpresa, solo murieron siete de ellos. ¡Pero qué pérdida! Los rumores empezaron a correr, y hombres armados de los alrededores, llamados por el rey para luchar contra los escoceses que servían a Wallace, lanzaron un grito de guerra: ella debía venir. Debía cabalgar con la familia Clarin, y así la gente acudiría. Obligada o no por las leyes feudales, acudiría. ¡Se reagruparía en torno a una santa! Así sucedió, y los escoceses fueron derrotados. Pero el mismo día que ella salvaba a los hombres del pajar, su padre murió protegiendo un carro de suministros para las fuerzas del rey. Su muerte le facilitó su lucha contra el malvado enemigo.
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Mas ese tiempo llegó y se fue. Y aunque ahora era la heredera de su padre, la ley era clara y solo conservaría el castillo, las tierras y las rentas hasta que tuviera «sucesión masculina». Pero a pesar de la muerte de su padre, no estaba sola. Tenía parientes, responsables de ella y de las últimas voluntades de su progenitor en el lecho de muerte. Rememoró de nuevo, como si estuviese allí, el gran salón en la torre fortaleza . Aquel dia ninguna amenaza de guerra les preocupaba y el fuego ardía en el hogar. Los mercaderes vecinos habían regalado los nuevos tapices de los maestros flamencos que colgaban n de las paredes y que ahora mantenían fuera la humedad y el frío. La batalla había terminado, y comerciantes y campesinos prosperaban. Ella adoraba a su padre, un hombre culto y adelantado a su tiempo que creía en la mente y en el alma. Pero estaba muerto y lo echaría de menos hasta el día de su propia muerte. Una gran responsabilidad había recaído ahora sobre sus hombros. Había dado la bienvenida a los hombres del rey en su camino hacia el norte y se había preocupado por los destrozos causados en los pequeños pueblos, cuidando a los enfermos, reparando la iglesia, enterrando a los muertos y celebrando las nuevas vidas que nacían en las casa, como siempre había sido. Sus primos habían considerado en su nombre varias propuestas de matrimonio. Ante ella habían desfilado los hombres más nobles y ricos de Europa. El castillo de Clarin era un lugar maravilloso, pero también estaba devastado por la guerra y se necesitaba dinero nuevo para reparar las pérdidas y armar a los soldados que Eduardo 1 estaba siempre exigiendo. Para su desesperación, parecía que cada rico pretendiente que sus primos encontraban era peor que el anterior. Robin de Lancaster no era más alto que un niño de diez años y sufría una rara enfermedad que le pudría la piel, pero al menos era cortés y bien educado. Tibaldo, Señor de Hexin, era el próximo heredero de un condado y, aunque bien parecido, disfrutaba ahogando cachorros de gato para divertirse. Y así todos. Rechazó a un pretendiente tras otro hasta que el conde Etienne Gireaux vino ansioso para conocer a la heredera de Clarin. Era tan malo como el resto. Vino y se fue. Pero la mañana siguiente, justo cuando empezaba a sentir algo parecido a la paz consigo misma y con el mundo, su primo Alfred pidió verla en el salón. -¡No hay excusas para este retraso! -le dijo enfadado, y dando vueltas detrás de la silla de Eleanor agarró el respaldo de madera tallada, se acercó a su oído y añadió con rabia-: ¡No existe ninguna! Fuiste maleducada con él ayer i la noche, francamente, muy maleducada. Y el conde GirelIClx desciende de uno de los mejores linajes de Normandía. Se enderezó, era un hombre alto, bien formado, un soldado que se había ganado, el respeto en el campo de batalla tanto como por su nacimiento. Se alejó de la mesa de banquetes en la gran sala y caminó hacia el hogar donde ardía brillante el fuego. -Eleanor, estás en la cuerda floja. Has perdido a tu padre, te has visto obligada a defender tu casa, pero ya han pasado años desde el asalto. No eres una niña en ningún sentido de la palabra. Realmente, tu valentía y tu grandeza se han transformado en rumores sobre algún terrible defecto: que eres sorda o coja, o... -¿Tan fea que nadie, noble o rico, con la necesaria posición y fortuna, querrá casarse ella? -interrumpió Corbin, gritando desde una gran silla al lado del fuego. Corbin era dos años más joven que Alfred, y el pariente con más sentido del humor sobre la vida y la gente. Él también había luchado valerosamente por el rey; nadie podría decir que los Clarin del norte de York habían rehuido sus obligaciones con su patria. Pero su actitud hacia Eleanor era muy diferente de la de Alfred. Corbin se contentaba con que las cosas
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siguieran su curso, mientras que Alfred tenía un molesto sentido de la responsabilidad hacia su difunto padre, y ella deseaba que se diera cuenta de que su padre no la forzaría a casarse. -Alfred, quizá Gireaux sea inmensamente rico y respetable -dijo tranquilamente Eleanor, mirándose las manos cruzadas sobre su regazo y empujando después acaloradamente la silla hacia atrás mientras se levantaba y lo miraba a los ojos-. Pero huele horriblemente y es un... -¿Un individuo carente de virtudes? -sugirió Corbin. -¡Hermano! No eres de ninguna ayuda -respondió Alfred con expresión cansada. Corbin le guiñó un ojo a Eleanor. -Alfred, si ella se niega a casarse y no tiene un heredero, eres tú el que hereda las propiedades. Cualquiera pensaría que deberías dejarla que siguiera soltera.. Eleanor le envió otro guiño. -Corbin tiene razón. No soy más que una humilde mujer que usufructúa la propiedad en nombre de la descendencia masculina. Los ojos de Alfred, oscuros y amenazadores, se encontraron con los suyos. Movió la cabeza irritado. -Eleanor, mi obligación es verte legalmente casada, aceptando tu propio papel en la sociedad, y es obligación tuya continuar con el linaje de tu padre. Con la muerte de tanta gente, ¿cómo puedes cuestionar el deber eme tienes hacia el hombre que dices que amaste tanto? -Adoraba a mi padre -exclamó afligida. -Y él te dejó a mi cuidado, mientras tú te sientas ahí y te escabulles de todos los esfuerzos que hago en nombre de tu padre. -Alfred -dijo, respirando profundamente, mientras empezaba a contar con los dedos-. ¡Escúchame! El conde Gireaux es cruel con sus sirvientes, grosero en el lenguaje, sanguinario en el combate... -Eso puede ser una virtud -interrumpió Corbin-. Especialmente para nuestro amado rey. Su hermano le lanzó una mirada severa. -Sanguinario, cruel, despiadado, sin sentido de la justicia -insistió Eleanor. -¿Y tú hablas de justicia? -preguntó suavemente Alfred. Sintió que sus rodillas se doblaban. Le pasaba a menudo, cuando se acordaba del terror, de la invasión escocesa, de cuando los fuegos ardieron. -Tiene que haber algo de razón y cordura entre los hombres -dijo tranquilamente, y siguió-: El conde Gireaux bien podría volverse contra su esposa de esa forma. Es tan desagradable... -La verdad es que es un cerdo -dijo alegremente Corbin-. ¡Un puerco! Pero un puerco rico, hermosamente envuelto. -Eso es lo que digo. Es maleducado, grosero... -No has conocido a mi mujer, ¿verdad? -se quejó fríamente Corbin, interrumpiendo otra vez. -Por supuesto, y mira dónde estás y dónde está ella -le recordó Eleanor. No quería ser cruel. Corbin se había casado cuando se lo pidieron y obtuvo un título con el matrimonio, además de una buena renta, pero ambos cónyuges se despreciaban. Isobel, su esposa, era una arpía, egoísta, caprichosa y exigente. Pero también era una mujer bella, aunque Corbin dijera a menudo que hubiese preferido casarse con una bruja. Isobel vivía la mayor parte del tiempo en Londres, mientras Corbin permanecía en el castillo de Clarin. Corbin se levantó, estirándose, y se dirigió hacia ella. -¡Es una pena! Pero el matrimonio es así, querida. No importa si nos casamos con la
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más repugnante de las criaturas de la tierra, siempre que tenga posición y riqueza. Quizá no tengas que verlo muy a menudo. -Alfred, no me casaré con el conde Gireaux. No solo es un patán repulsivo, ¡creo que está loco! -Hay otra alternativa -dijo Alfred, moviendo la cabeza. -No pienso ir a un convento. -No. Vas a ir a Francia. El conde Alain de Lacville ha enviudado recientemente, sin descendencia. Es un hombre mayor... pero a ti siempre te ha gustado y lo admiras, ¿verdad? Ella dudó. Alain era un buen hombre y muy rico. Inteligente, culto y amable. Tenía una gran cabellera blanca y, a pesar de su edad, sus facciones eran elegantes y muy bellas. Le gustaba mucho, pero... -¡Es más viejo que mi padre! -susurró. -Pues mi mujer es más vieja que Matusalén -dijo alegremente Corbin. -Corbin, Isobel no es vieja. -Pues yo creo que sí. Es una bruja que conserva su belleza mediante un pacto con el diablo -dijo con los ojos abiertos y una sonrisa de pesar en los labios. -Eleanor, tu padre murió al servicio del rey -le recordó Alfred, harto de los dos-. Tú eres joven y le has servido en Falkirk, pero si no somos cuidadosos, tarde o temprano se acordará que tiene derecho a meterse en las negociaciones de tu matrimonio, y si el rey decide que te cases con un jabalí con verrugas, lo harás. Vete a Normandía y reúnete con Alain. Mantenemos correspondencia desde la muerte de su esposa. Acepta su propuesta, arriésgate a ser su prometida. Si no alcanzáis un acuerdo satisfactorio, dejaremos sencillamente que las negociaciones se alarguen. Ella se quedó en silencio. -Eleanor, el conde Gireaux puede llevar su propuesta al rey. -Iré a Francia -aceptó rápidamente. Y así... Embarcó y pudo evitar al conde Gireaux, y cualquier petición que pudiese hacerle al rey. A cambio, había navegado directamente a las manos de los escoceses, y no de ellos en general, sino de uno en particular. El escocés con el que se había topado en el campo de batalla. El escocés que había querido destruir a todos y a todo lo que ella había conocido y amado durante toda su vida. Se revolvía y daba vueltas, dormía y despertaba, soñaba y veía la madera tallada del fondo de la cámara donde yacía. Y le parecía que mientras dormia y soñaba su cabeza giraba violentamente. Estaba de nuevo en el bosque de Falkirk, perdida entre los árboles mientras los ingleses atacaban las líneas rotas de los escoceses. Corría desesperada, intentando ocultarse. Pero él la encontró. Recordaba haber levantado la espada... sus lecciones de esgrima. Solo había sido la heroína involuntaria del castillo de Clarin, actuando instintiva y desesperadamente. Y ahora... La espada la golpeó con fuerza, esgrimida por alguien que dominaba el arte de la guerra. Iba a morir. La cortarían en pedazos en pocos segundos... -¡Esperad! Y había dejado caer la capa, quitándose la cota de malla por la cabeza. Él se detuvo y, mirándola sorprendido, bajó la espada. Grabado... Sí, su rostro se le había grabado en la memoria aquel día. El profundo azul de sus ojos, la negrura de su pelo, los pómulos altos y el arco de las cejas. El tiempo los había cambiado: a los dos. Pero lo suficiente para reconocerlo.
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Recordó esa mirada. Cómo cambió su expresión cuando notó al enemigo detrás, justo antes de volverse para defenderse del inglés que le amenazaba con la espada y luego cortarle el cuello. Ella había visto esa mirada. Descargó un cintarazo sobre su cabeza antes de que pudiera volverse de nuevo hacia ella, segura de haber implorado clemencia antes de que pudieran haberlo matado por la espalda. Él cayó. Y ella oyó cómo sus camaradas escoceses llegaban, corriendo entre los árboles. Se camufló entre los arbustos y, oculta de las consecuencias desastrosas de la batalla y de la guerra, nunca olvidaría aquel momento aunque se había convencido de que nunca volvería a verlo. Algunas veces soñaba con aquel guerrero. Soñaba con su rostro y en la forma en la que la había mirado. En otros momentos casi creía que la guerra era igual de horrible para el enemigo, para la juventud de Escocia que, herida pero orgullosa, también moría. Pero no podía perdonar a los escoceses, y lo único que podía ofrecerles no era su compasión. Por aquel entonces, Eduardo no tenía las fuerzas armadas necesarias para aplastar a Escocia como quería y en el norte, los barones escoceses controlaban sus propias tierras. Pero Falkirk había sido una victoria importante para el rey inglés, y los escoceses no se arriesgarían en el sur otra vez, y ella estaría a salvo. ¡A salvo! El barco cabeceó. Su cabeza dio vueltas. Estornudó, tosió y se dio cuenta de que seguía mojada, tiritando de fiebre. La puerta se abrió de golpe. Quería levantarse, pero no podía, le faltaban las fuerzas. Él estaba allí. Vio su cara como si estuviese soñando. Llenaba el marco de la puerta, era más alto que el dintel y los hombros rozaban las jambas. Se había cambiado de ropa y el odiado tartán de lana estaba una vez más sobre su hombro sostenido por un broche celta de plata. Lo vio y luego pareció desvanecerse. ¿Estaba soñando o era real? Había luz, ya había amanecido, pero aquella era como una niebla y supo al instante que seguían en medio de la tormenta. -¡Venid conmigo, señora! ¡Ya! ---ordenó Pensó que el demonio había llegado, encarnado y más viejo que nadie, más siniestro y más duro en el joven escocés. Sí, la venganza la había encontrado. Pero sonrió, fuera sueño o realidad, no obedecería. Trató de abrir la boca y hablar, pero no tenía fuerzas. -¡Estúpida testaruda! -maldijo él, y se acercó-. ¡Trato de no abandonaros en medio de la tempestad! ¿Hay alguien a quien queráis escuchar! ¿Hay alguna forma de dejar de comportaros como una loca obstinada? La agarró, y ella no pudo luchar. -Todavía estáis calada hasta los huesos, ¡hay fuego y hielo en vos! -juró otra vez. La abrazó. La levantó y la llevó firmemente, a pesar del balanceo del barco. Dejaron la cámara. La niebla se espesaba mientras subían por las escaleras a la cubierta superior. Entonces, la luz de un relámpago rasgó el cielo entero, iluminándolos como un puro fuego blanco. FI trueno rugió parecía que el mar quisiera matarlos. El viento, la lluvia, los true nos y los relámpagos. La gran mano de Dios sobre todos ellos. pero a ella no le
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importaba. Su cabeza cayó contra el pecho de su mayor enemigo. La oscuridad descendió. Los cielos continuaron bramando. Pero para entonces, Eleanor no se daba cuenta de nada.
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Capitulo 3 ¿VIVIRÁ? Margot Thorrsen levantó la mirada, sorprendida por el profundo sonido de una voz masculina, y advirtió la presencia de Brendan en el camarote. Creía estar a solas con la joven y dormida, pero le costaba acostumbrarse al silencio que mantienen los hombres que viven rodeados de enemigos. El viento y la lluvia habían cesado. Con los barcos bajo control de nuevo, la habían llamado para ayudar a la prisionera inglesa. Sufría quemaduras, estaba calada hasta los huesos y tenía una fiebre que podía matarla. A pesar de las quejas de Brendan, Margot había exigido que la doncella, Bridie, viniera a ayudarla. Entre las dos, le quitaron las ropas mojadas y llenas de sal, la lavaron con agua dulce y le obligaron a beber un caldo enriquecido con hierbas medicinales. La noche y la tormenta habían desaparecido, otro día había transcurrido, y ahora la noche caía otra vez. Eleanor no había abierto los ojos, y yacía quieta y dormida. Se había convertido en la paciente de Margot; los hombres tenían la costumbre de dejar los heridos al cuidado de las mujeres del clan, y por eso se sorprendió cuando entró Brendan, aunque este era su camarote hasta que salvaron a la inglesa del mar. , Margot conocía a Brendan desde que estaba con Eric. A pesar de las guerras en Escocia, los parientes se mantenían en contacto. El pa dre de Eric, uno de los primos de Brendan, se había casado con lisa,la hija del jarl (capitan o conde escandinavo que sigue en rango al rey) de una lejana isla norteña, todavía bajo la soberanía del rey de Noruega, y por eso era más noruego en alguna de sus costumbres de lo que su apellido indicaba. A causa de la lucha con los ingleses, los escoceses tendían a llevarse mejor con sus hermanos del norte, olvidando lo que estos habían hecho con ellos antaño durante los asaltos vikingos. Así eran ahora las cosas, e incluso a ella misma le llamaron para cuidar a Brendan cuando estuvo enfermo de niño. No esperaba encontrarlo al lado de la litera, en medio de las sombras, inclinándose y mirando, mientras ella vigilaba a la enferma. Su voz era profunda, sonora y brusca, mientras le hablaba, y sus ojos atentos, cuando volvió a preguntar. -Margot, ¿vivirá? -Creo que sí -Margot humedeció un paño en una palangana de agua fría y lo pasó por la cara de la inglesa. Miró a Brendan, un rizo de pelo oscuro caía sobre su frente, la tensión se dibujaba en las líneas de su rostro y la fuerza en las manos cruzadas y tranquilas. Era un hombre joven de veintitantos años, pero había conocido la guerra con sus traiciones, víctimas, victorias y derrotas la mayor parte de su vida. Obedecía a William Wallace, pero también había aprendido a mandar bajo cualquier circunstancia tanto en la paz como en la guerra. Los patriotas escoceses habían descubierto una amarga verdad: la libertad no se obtendría de un solo gran golpe contra los ingleses, sino dilatando la lucha, llevándola a los bosques. Sobrevivir para luchar al día siguiente significaba victoria, aun cuando pareciera una derrota. ¿Pagarán un buen rescate por ella? - preguntó Margot. -¿Qué? -dijo Brendan, frunciendo el ceño. -¿Pagarán un buen rescate por ella? Meditó extrañamente su respuesta, y luego respondió: -Sí. Creo que sí. Margot empezó a hablar de nuevo en su lengua habitual, el gaélico, la más usada entre ellos, aunque los hombres ya se estaban familiarizando con el franco normando de la aristocracia inglesa. Él se llevó un dedo a los labios.
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--En noruego -dijo en voz baja. Ella cambió a su lengua materna. -Brendan, si vamos a buscar la ayuda del rey francés contra los ingleses, ¿cómo podremos pedir un rescate por una mujer inglesa Según la otra mujer, Bridie, ella iba a reunirse con su prometido francés, el conde Alain de Lacville -dijo, bajando la voz algo irritado -¿La hemos rescatado... o es una prisionera? -preguntó Margot. -Todavía no lo he decidido -respondió después de un momento-. Y bien sabe Dios que lo que hoy es una cosa, puede ser otra mañana. El rey Felipe de Francia odia a Eduardo, y aunque no lo hiciera, le teme. Pero si le conviene una alianza con los ingleses, la concertará. -Entonces, ¿estaremos seguros? -Sí, pero es demasiado pronto para decirlo. No existe ninguna alianza ahora, y aunque la hubiese, Felipe de Francia disfrutaría con la idea de dar la bienvenida a William Wallace, el único hombre que lucha contra la tiranía de Eduardo sin rendirse jamás. Además, navegamos sabiendo que el rey de Inglaterra ha ofrecido una fortuna al que capture a los jefes escoceses en el mar -le dijo-, así que es muy consciente de que no podrá atraparnos una vez que estemos en Francia. Brendan se irguió impaciente. -Sea lo que sea, debe vivir, Margot. Sin duda, tiene un precio. -Muy bien, Brendan -respondió ella, confusa mientras miraba como se iba. Luego volvió su cuidado a la muchacha, refrescando su frente y mejillas con el paño húmedo una vez más, hasta que sus ojos empezaron a parpadear-. ¡Ah! Volvéis entre nosotros. Los ojos de Eleanor se abrieron, y estudiaron a Margot confusamente. -Está bien. Lo hacéis muy bien. Eleanor seguía sin responder, y Margot se dio cuenta de que seguía hablando en noruego. Cambió suavemente al francés. --Estáis de nuevo con nosotros. ¿Cómo os encontráis? -Sedienta. Margot sonrió y le sirvió agua en un cuerno noruego tallado profusamente. Ella lo aceptó con una inclinación agradecida de cabeza, bebiendo rápida, y luego más lentamente mientras Margot le advertía que tuviese cuidado. -Gracias -dijo, devolviéndole el cuerno, y mirando a Margot perpleja-. ¿Quién eres? preguntó suavemente, incorporándose sobre un hombro-. ¿Dónde está mi doncella? Se llama Bridie, ¿está bien y a salvo? -Acostaos, milady. Vuestra doncella está perfectamente. Va en el otro barco. -¿Sola? ¿En un barco pirata? -Eleanor estaba angustiada, pero luego añadió irónicamente-: ¡Dios mío! ¡Cómo soy capaz de preguntar esto cuando estoy en una nave escocesa! -Escocesa en parte -replicó Margot-. De hecho, es noruega. -Por supuesto, por supuesto. Noruega, sí. Pero ¿y Bridie? -Esta recluida allí, nada más. -¿Estás segura? -sentía una profunda ansiedad, y Margot deseó decir más, pero no podía hacerlo. -Está bien. Os han separado porque no confían en vos. Eso es todo. -¿Confiar? ¿No confían en mí? -preguntó, entrecerrando los ojos. Margot sonrió de repente. Había oído muchas cosas sobre esta inglesa. Era una leyenda, el grito de guerra de un ejército convencido de que estar tocado por la mano de Dios. Fue parte de la victoria inglesa en Falkirk. Pero ahora no parecía un guerrero en absoluto. Realmente, si a algo recordaba era a una delicada ninfa marina con una esplendorosa cabellera de oro, enredada alrededor de los finos rasgos de su rostro. Sus
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ojos eran azules grisáceos como una tormenta en el mar, y en esa cara parecían todavía más grandes. Pero ahora, a pesar de su voz desafiante, no mostraba ninguna de sus virtudes guerreras. Parecía vulnerable. -Os dejo, desde hace un rato... -empezó a decir Margot, pero Eleanor la cogió de la mano, los ojos grises se iluminaron, desnudos, como si demostraran un poco de temor. -¡Espera! -dijo suavemente-. ¡Por favor! -No puedo prometeros nada -dijo Margot. Eleanor movió la cabeza. -No es eso. ¿Quién eres? ¿Por qué estáis a bordo de este barco? ¿Eres la mujer del Noruego? Margot dudó un momento, y negó con la cabeza. -No soy su mujer, y él es el nieto de un.jarl. -Pero... -¿Si estoy con él? Sí. -Ya veo -murmuró, cabizbaja. Luego, levantó la mirada hacia Margot-: ¿Tiene esposa? -No. No por ahora, lady Eleanor. -Entonces... -Hasta ahora se ha negado a casarse. -Te ama -dijo Eleanor. Margot se ruborizo al oír sus palabras. Eran descaradas, arrogantes, y pensó Margot, ciertas. La bella aristócrata inglesa parecía decidida a animarla. Sonreía ycontinuó hablando. -Si se tiene que casar... bueno. El matrimonio es un contrato y pocornás, o eso parece. Seguramente te seguirá amando, incluso cuando le obliguen a casarse. ¿Quién sabe? ¡Igual le toca una bruja, una horrible arpía! La prisionera no la estaba mirando con desprecio, sino que trataba de consolarla sobre su situación. -¿Qué pasa con el conde De Lacville? -preguntó Margot. Eleanor respiró profundamente. -¿Es cruel? ¿Lo conocéis? -volvió a preguntar. -¿A Alain? Sí. Lo conozco, es un viejo y querido amigo de mi padre. Y no, no es cruel. Es uno de los hombres más gentiles que haya conocido. -Entonces seréis feliz. -¿Feliz? -repitió, reflexionando en la palabra-. Al menos... -¿Qué, milady? -Al menos no estaré triste, ni mortificada, ni abandonada-mur muró, cabizbaja otra vez. Margot se. levantó, sintiendo de repente que ella, la plebeya, era más afortunada. No tenía derechos, pero lo que ella había hecho tenía más importancia. -¡Esperad! Margot se paró. -Debo irme y... -¡Por favor! ¿Qué está pasando ahora? ¿Está Wallace a bordo? ¿Vamos a Francia? ¿Qué... me va a pasar? -Eso es cosa de los hombres, milady. Pero estáis equivocada si creéis que son unos monstruos. Parecía que Eleanor desistía de seguir hablando cuando miró a la puerta del camarote. -He visto lo que han hecho... -No habéis visto nada, a menos que hayáis contemplado de lo que es capaz Eduardo de Inglaterra, miladv -le dilo Margot La prisionera no respondió. -Debo irme -volvió a decir Margot. Pero no podía irse tan fácilmente-. Os traeré algo de comer, pronto. Por favor... no temáis.
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-Soy Santa Leonora. ¡Soy valiente y no temo nada! -respondió Eleanor rápidamente, pero estaba mintiendo, y Margot lo sabía. Se burlaba de sí misma. Margot decidió dejarla con su mentira. -Volveré -prometió de nuevo, y salió del camarote.
Después de la tormenta, el barco de W.illiam se puso pronto al costado del Wasp. Wallace estaba a bordo y se sentó con los demás en la proa del navío, bebiendo cerveza. Brendan, cuando era más joven y escudero de su primo Arryn, había empezado a conocer a Wallace. Nunca había tratado a un hombre al que admirara más. Un gran guerrero, de inteligencia aún mayor, a menudo subestimada por sus enemigos. Aunque plebeyo, su educación era excelente y su aspecto musculoso, alto, casi perfecto. Sus victorias se debían más a una estrategia calculada, que a los soldacos que hasta ahora le habían servido bien. Nunca vacilaba, ni en la victoria, ni en la derrota. Moriría por Escocia, y Brendan era consciente le que siguiendo a Wallace aceptaba ese mismo compromiso: pues como el amaba la vida. Esa noche, los vientos estaban en calma y la luna acariciaba el agua. Apenas se vislumbraba algo, allí donde el horizonte y el mar se unían y podían ir a la deriva a cualquier lugar durante toda la eternidad. -Me gusta ese pirata, De Longueville -le dijo Wallace a Brendan-. Hay algo honrado en ese tipo. -Lleva saqueando barcos durante años. -Por supuesto, pero es honrado reconociéndolo -admitió Wallace, guiñando un ojo. Había nacido para ser un caudillo y un guerrero y era impresionante su poderosa apariencia. Había poder en su voz y elocuencia en sus palabras, capaces de mover a los hombres. Y lo conseguía. Pero sus íntimos sabían también que era un hombre, no un prodigio de la naturaleza. Una persona de maneras sencillas, acostumbrada al dolor, pero ávida de momentos de distracción. -¿Puede nacer algo bueno del mal? -preguntó Brendan-. Entonces, ¡en nombre de Dios! En algún sitio tiene que haber perdón para el rey Eduardo, que ha admitido querer quedarse con toda Escocia y matar a sus habitantes. -Prefiero un enemigo honrado a un amigo desleal -dijo Wallace solemne. -Ese es el quid de la cuestión -murmuró Brendan, bebiendo un largo trago. Movió la cabeza y se quedó en silencio. Pero no podía evitar pensar cuánta razón tenía Wallace. Mil veces se había repetido que podían haber vencido en Falkirk si John Comyn el Rojo no se hubiese escapado con su caballería. Connyn era primo del depuesto rey John, en cuyo nombre William continuaba luchando por Escocia. Robert Bruce, por su parte, pretendía el trono al igual que Comyn, pero nunca había combatido con Wallace, e incluso, a veces, había luchado al lado del propio Eduardo. Sin embargo, después de Falkirk, Bruce y Comyn habían defendido Escocia en una extraña e increíble alianza. Robert Bruce dimitió pronto como Guardián del Reino, y cuando Brendan salió de Escocia, corrieron rumores que había firmado la paz con Eduardo. Bruce era un hombre con muchas cosas que perder. ¡Dilo de una vez, Brendan! exclamó William. -Es algo en lo que pienso continuamente. -Pues dilo. Miró atentamente a su jefe. -fray bien. Nunca has dudado. Has luchado por Escocia, nunca por tu propio provecho, aunque Eduardo haya tratado de sobornarte. El rey Haakon de Noruega te recibiría
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encantado, te concedería tierras y un título. Felipe de Francia sabe que vas ahora a su país, y en sus viajes nuestro buen amigo el arzobispo de Lamberton ha hablado bien de ti cada vez que ha tenido la oportunidad. Hemos estado en Francia, festejados en su corte, hemos ido a Italia, a Roma, y volvemos a Francia para evitar que Felipe concierte una alianza con Inglaterra que solo traería el mal a Escocia. No creo que te vayan a recibir mal en Francia. Es irás, Felipe estará encantado de darte la bienvenida, incluso puede darte el mando de algún ejército y recompensarte con largueza. Pero, señor, sois un asno testarudo, si me perdonáis el epíteto, v creo cine continuaréis lechando. Nuestros nobles -Dios bendiga sus negras almas!- se retiran cuando ganamos las batallas. Lloran por Escocia y se ponen a reñir entre ellos. «¿Quién será el rey?» Y dicen: «No lucharé si no soy yo el rey». Lo siento, pero -¡por Dios!-, tengo que admitir que a veces me pregunto cómo podemos luchar contra Eduardo si estamos todo el tiempo peleándonos entre nosotros. Brendan se preguntó también si había provocado la ira de Wallace, pero este sonrió y luego empezó a reír, dándole una fuerte palmada en la espalda. -¿Así que soy un asno, señor? -A veces, señor. -Puede ser. Si Robert Bruce se une a mí, pierde todo. Tiene muchas propiedades que están ahora en manos de Eduardo, y además está a punto de casarse con una heredera inglesa; jura que está locamente enamorado de esa belleza, y claro está, más de un hombre se ha perdido a sí mismo, su alma o incluso su país por amor. Se quedó en silencio un momento, y Brendan no lo apresuró a seguir. Wallace había amado a una mujer que había sido asesinada por los ingleses en atroces circunstancias, y muchos decían que esa era una de las razones por las que luchaba tan vengativamente. Wallace levantó una mano. -Recuerda estas palabras: Bruce es todavía un amigo de Escocia. Ciertamente, pretende el trono, pues esa ha sido la única obsesión de su familia durante décadas. Y Dios sabe bien que puede ser el hombre idóneo para ceñir la corona. Pero al mismo tiempo, John Comyn también lo quiere, y los dos son hombres poderosos. No creo que John desertara a propósito en Falkirk, más bien pienso que su caballería se agotó y huyeron. Ya no tenían nada que hacer. -Miras a Comyn con buenos ojos, mientras otros andan ansiosos diciendo que quería que fueses derrotado en Falkirk, y que tú no deseas que Balliol sea repuesto en el trono, aunque sean parientes cercanos, a pesar de que él, por supuesto, también pretenda recuperarlo. -Todos los que tienen derecho, lo pretenden. ¡Y este es el problema! -murmuró Wallace-. Su debilidad es mi fuerza. Yo no quiero la corona, yo solo quiero libertad. Pero el ejercito está destruido -Tienes razón, y aunque los nobles no me apoyen, puedo influir en el ánimo del pueblo, pero no tanto como para que se suiciden contra Eduardo, no ahora. Mientras tanto usaremos la diplomacia, y cualquier ayuda que podamos obtener de los extranjeros. Brendan, meditabundo, se puso a mirar el mar. -¿Qué te pasa ahora, mi joven amigo? Brendan, entristecido, negó cansadamente con la cabeza. -Cuando dimitiste como Guardián del Reino y los nobles se reunieron en Peebles, ¿sabes cuál de mis parientes pidió que confiscaran tus tierras por abandonar el país sin permiso de la asamblea? Fue sir David Graham. Otra vez, Wallace parecía divertirse. -Mi hermano Malcolm estaba allí para impedir esa estupidez. -Pero él habría...
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-Los Graham han defendido Escocia, Brendan. Y no te hago responsable de todos los que llevan tu nombre. Sé perfectamente que David Graham tiene sus propias lealtades. Es fiel a Comyn, y no lo culpo por ello. Mi hermano apoya a Robert Bruce desde hace mucho tiempo, y me dice que podemos olvidarnos de nuestro rey armadura vacía e irnos con Bruce. Dice también que es él el que salvará a Escocia de los ingleses y el que la gobernará. ¡Brendan! Es tan difícil ver en medio de la sangre que hemos derramado. ¡A veces, Comyn y Bruce se relajan rezando por la muerte del rey Eduardo! Ya está viejo, y su hijo prefiere los juegos, las charadas y la amistad de sus favoritos antes que la guerra. Quizá esperar sea la mayor arma contra Eduardo. No vivirá siempre. -Perdóname, pero me parece que ya está viviendo demasiado. -Bien. Estamos viajando para ver a otro rey, uno francés. Uno, que, como tú dices, nos dará la bienvenida y que estará encantado con el pirata arrepentido que le llevamos -se quedó en silencio, estudiando a Brendan-. Un pirata y una heredera. ¿Interesantes hallazgos? Aunque he oído que lady Eleanor está todavía muy enferma. Brendan dejo escapar un bufido de enfado. -Está mejor, y Margot dice que vivirá; ella rara vez se equivoca. Si la inglesa está enferma, es culpa suya. Se empeñó en nadar. Wallace se echó a reír, palmeándose la rodilla. -¡Con todo en contra! Ah, esa mujer es de las mías_ -Creo que no. Te ve con los ojos de Eduardo, y de hecho creo que piensa que tienes rabo y cuernos en la cabeza, que hemos sido vomitados en la tierra por el mismísimo demonio. -Muchos ingleses piensan igual. Se supone que entro en batalla vistiendo la piel de mis enemigos y que me pinto la cara como un salvaje. Bueno, quizá sea culpable de muchas cosas, pero no de crímenes iguales a los que han cometido contra mí o contra la misma Escocia. Y nunca me he vengado de esa forma. Sé algo de esa mujer. Mandó hombres en Falkirk, porque otros que decían estar a mis ordenes quemaron un pueblo en York. Bien pudo ser verdad, pues he quemado muchos pueblos ingleses y he saqueado y devastado los campos de esa tierra cuando he podido. Sin embargo, nunca he matado a gente inocente, solo a hombres armados. Dile a la inglesa que se acuerde de Berwick, donde los soldados del rey acuchillaron incluso a mujeres embarazadas cuando huían por las calles. -¿Que se lo diga a ella? -preguntó Brendan-. Estamos en una posición diplomática muy precaria. Es una rehén muy valiosa en nuestras manos. Creí que querías... -Tú la sacaste del mar. Es tu problema. -Tenemos una misión muy importante. Quizá no deberías confiármela. -¿Y por qué no? -Wallace lo miraba con curiosidad. -Nos hemos visto antes -dijo Brendan levantando el cuerno. -¿Dónde? -En Falkirk. -¿De verdad? -Casi me mata. Wallace miró durante un largo rato a Brendan y luego se rio dándole otra palmada en la espalda. -¿A ti? He conocido a pocos hombres más hábiles que tú con la espada, pero a ninguno más rápido a la hora de desenvainarla. -Todos somos vulnerables. -¿Pero tú? Ah, sí, por supuesto. Se quitó la armadura, y encontró tu talón de Aquiles. Muy bien, como dicen, la venganza es dulce. Y, ¡por Dios, tengo que admitir que ha habido veces que he sentido una gran satisfacción viendo morir a ciertos hombres! -su cara se oscureció-. Demasiada satisfacción, en realidad, y me temo que me pudriré en el infierno por un odio tan intenso -suspiró, volviendo la cara, y Brendan se preguntó si
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estaba pensando en los que asesinaron a su padre o a la mujer que amaba. O en los dos. Y si la venganza no empezaba a ser parte de su vida. -¡Ah, sí! ¡La venganza puede ser muy dulce! -volvió a mirar fijamente a Brendan. La ira abandonó su voz, reemplazada otra vez con ese tono divertido-. Sin embargo, no estoy sugiriendo que tengas que matar a la chica. Los hombres no deben cruzar ciertos límites. -No estaba pensando en una ejecución. -Entonces, perfecto. Es tu problema. -Viajaba para encontrarse con su prometido francés. -Pues recuerda su valor. Y que siempre tenemos necesidad de dinero y de más diplomacia. No olvides que muchos nos ven como si fuésemos bestias. -¿Me estás diciendo que la trate como a una invitada especial? -Amigo mío, la elección es tuya. Ten presente que no he dicho que sea mala cosa eso de que todo el mundo crea que somos unas bestias -se levantó, estirándose con toda su altura-. Me voy a dormir. Eric estará despierto esta noche, su mujer está con él. Me han ofrecido su cama y he aceptado, antes de enterarme que has perdido la tuya. -Los hombres duermen cuerpo contra cuerpo, como han hecho muchas veces en el campo de batalla. Yo puedo acurrucarme en cualquier sitio y descansar. Anoche dormí en una silla y hoy puedo hacer lo mismo. Me han enseñado bien -dijo sonriendo. -Todavía... -Señor, no has tenido paz suficiente en la vida. Seréis bienvenido al camarote -le aseguró Brendan. Wallace se quedó en silencio un momento. -No te deprimas, y mucho menos por mí, Brendan. ¿Has olvidado Stirling? -apretó los puños-. ¡El sentimiento de libertad! ¡Su sabor! Nos han derrotado en Falkirk, pero no tanto como puedas creer. Hemos perdido buenos hombres, pero el resto del país supo lo que era la libertad. Han visto las posibilidades que trae, y por eso lucho. Incluso si muero, la gente tendrá la palabra libertad en sus labios, y eso es algo que ni el mismo Eduardo podrá quitarnos. ¡Por Escocia! ¡Siempre por Escocia! -¡Por Escocia! -repitió Brendan, y se acordó de sus propios votos en el campo de batalla. Por Escocia y por la libertad. Por lo que merecía la pena combatir, cualquiera que fuera el destino al que la batalla los llevase. Votos por los que morir. Y con una inclinación de cabeza, Wallace lo dejó. Había tenido un sueño ligero, y se despertó con un temor extraño. Al incorporarse, percibió la causa de su desasosiego. Él había vuelto. En el escritorio ardía una vela. Era una luz tenue, pero brillaba lo suficiente para mostrar al hombre parado justo en medio de la puerta. No sabía cuánto tiempo llevaba allí y sintió un agudo temor. -Así que estáis viva dijo en voz baja, sin emoción, como si le importara bien poco si había sobrevivido o muerto. Ella no respondió; la respuesta era evidente. Lo miró, y él esperó un momento, ignorándola mientras se quitaba el tartán de lana de los hombros y lo colgaba de un gancho al lado de la puerta. Se fue hasta el escritorio y, cogiendo la vela, se acercó a ella. A pesar de su desprecio, se apretó contra la litera, rechinando los dientes. La vela iluminaba toda su cara. -¿Qué estáis haciendo? -preguntó al fin ásperamente, muy nerviosa. La fiebre, como la tormenta enfurecida, había desaparecido. Todavía se sentía débil, como un gato recién nacido, sin fuerzas -Dicen que valéis una fortuna y quiero saber el porqué. Impaciente, se levantó dando un golpe a la mano que sostenía la vela, aunque al mismo tiempo se arrepintió de haberlo hecho. La vela podía haberse caído al suelo y provocar
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un incendio. Pero eso no sucedió, y él tampoco pareció enfadado o molesto por su acción. La devolvió al escritorio, cogiendo después una silla y sentándose, se quedó observándola. -¿Qué estáis haciendo? ¿Por qué habéis venido? -Este es mi camarote. -Bien. ¿Qué hago yo aquí, entonces? -El Wasp es un barco grande y muy bien construido, pero hay pocos sitios donde... se pueda tener a una invitada. Incluso a los inesperados que disfrutan bañándose en el mar en medio de la noche. -¿invitarla? Soy una prisionera -Prisionera, invitada. Hay poca diferencia. -Piratas, asesinos, escoceses. Poca diferencia hay. No podía verlo bien a la luz de la vela, pero estaba segura de que sus rasgos se habían endurecido. Él se encogió de hombros. -Lo mismo, e incluso peor, se puede decir de los ingleses. La profundidad de su voz le advirtió que no siguiera por ese camino, y le pareció que no le quedaba otra alternativa que mirarlo a los ojos y conversar con él. Movió la cabeza, todavía molesta y enfadada por sentirse tan débil, cuando necesitaba desesperadamente reunir todas sus fuerzas para luchar contra él. -¿Habéis venido a atormentarme? -preguntó. -¿Os estoy atormentando? -levantó las cejas interrogadoramente. No replicó. Ojalá pudiera hacerlo. Se levantó y caminó a su lado, sentándose en una litera contigua, los ojos fijos en ella -¿Os estoy atormentando? -repitió. -¡Sí! -Bien, muy bien. No pensaba que fuese tan fácil. -Sois muy cruel. -Casi me matáis. Cuando yo me apiadaba de vos. -Estábamos en el campo de batalla. -Y a mí me hubiesen enterrado allí. -Fue hace mucho tiempo. -Vos sois una dama nacida en medio de las riquezas, que cruza los mares hacia los brazos del rico y noble aristócrata que va a ser su marido. -Sí. -¡Ay de mí! Parece que hay algo que estropea todo. Piratas, ase sinos y escoceses. -Os importaría... -¿Sí? -Dejarme en paz. -¡Ah! ¿Qué me apiade de vos? -Sí. Si... -Ya me apiadé de vos una vez. -¡Ya está bien! -dijo encolerizada de repente-. Soy experta, hábil y muy diestra con la espada, y bien podéis acabar sepultado en el mar. Una lenta sonrisa, llena de lástima, asomó en sus labios. Se inclinó hacia ella. -Ahora no parecéis muy peligrosa -dijo suavemente. -¡Sois una criatura despreciable, incluso para ser escocés! -dijo-. He estado enferma... -Muy enferma -aceptó él. -¡Fuera! -No. Creo que me voy a quedar. Ella se tumbó, cerrando los ojos. -Entonces, ¿qué? No debo tener aspecto de valer mucho. He estado muy enferma, ardiendo de fiebre. Debo dar lástima, poco atractiva... -No del todo -le aseguró él, alegremente. Abrió los ojos. Seguía mostrando una sutil y pequeña sonrisa. Inclinaba su cara sobre la suya, mientras sus ojos la miraban. -Quizá crea que atormentaros un poco sea mi deber sagrado. Su cara estaba pegada a la suya. Deseaba abofetearlo, y lo hizo, claro. Pero también
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contuvo el aliento, cerrando los ojos de nuevo, extraños ríos de fuego desgarraban su interior, mientras se mesaba el pelo enmarañado y sus mejillas empalidecían. Abrió los ojos. Él seguía allí. Nerviosa, gritó airada, intentando volver a golpearlo. -Dejadme -No, señora, no -atrapando al vuelo su mano, con los ojos fijos en los de ella. Eleanor temblaba, y rechinaba los dientes a su pesar-. Este es mi sitio en el barco, y quiero dormir aquí. -Pero... -dijo respirando con fuerza. -Dormí la pasada noche aquí. -¿Qué? Sois un miserable. Pero os advierto que una novia mancillada pierde todo su valor, y que os arriesgáis a incurrir en la ira del rey de Francia. -¿La ira del rey de Francia? ¿Tan valiosa sois? -dijo asombrado, mientras Eleanor se daba cuenta de que se burlaba de ella. -Sí -respondió fríamente. -¡Menudo tesoro, muchacho! -dijo, echando un vistazo por todo su cuerpo-. ¿Quién lo hubiera imaginado? -su tono era ligero, y entonces su oscura mirada azul se encontró con la de ella ,una vez más-. ¿Y qué pasa con el rey de Inglaterra, milady? ¿También incurriré en su ira? -Eso se da por supuesto -replicó ella, luchando por calmarse y controlarse. -Bien -dijo él, soltándole la mano, e irguiéndose-. Puede que me vea obligado a tomar más precauciones de las que pensaba. Eleanor seguía tumbada y callada, deseando tener en ese momento una espada, y dos fuertes soldados ingleses que sujetaran al escocés mientras ella lo hacía trizas, pero no confiaba mucho en sus fuerzas. Brendan se dirigió al escritorio, cogió una garrafa y se sirvió un poco de agua. Bebía pensativo, luego volvió a sentarse, balanceándose y apoyando los pies en la mesa. -En cuanto la fiebre desaparezca del todo, mejoraréis bastante -murmuró. Le hubiese gustado arrojarle algo, pero en ese momento se dio cuenta de que acababa de decirle que no la encontraba lo bastante atractiva para abusar de ella. Gracias a Dios. ¡Imbécil! ¡Cierra la boca y sigue así! Rezó en su interior Pero no pudo evitar exclamar. -¡Dios mío! La verdad es que la fiebre me ha debilitado mucho, y desde que me he enterado que a vuestra gente le gustan las ovejas, no pego ojo. Brendan tenía cerrados los suyos, pero abrió uno, mirándola tranquilamente. -Las ovejas tiene mejor aspecto que vos -respondió. -Entonces -susurró-, doy gracias de todo corazón al Señor por las ovejas atractivas. Se dio la vuelta y se puso a mirar la pared de madera del camarote, atónita por haberse metido en semejante diálogo con ese hombre. Un instante después casi pega un brinco soltando un alarido. Ningún ruido, ni el más leve movimiento de aire le habían advertido de su proximidad. Pero estaba allí, a su lado, susurrándole al oído. -Es una pena, milady, pero quizá mejoréis cuando lleguemos a Francia. -;¡Antes prefiero morir! Exclamó ella. -Yo también lo preferiría. Pero el deber me llama... Sus hombros no podían estar más tensos; la suave, limpia y contenida risa que oyó hizo que Eleanor se sintiese peor, mientras él se iba, esta vez, para dejarla en paz. Sin embargo... Sus dedos habían rozado los rizos de su cabello.
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Capitulo cuatro ORBIN DE CLARIN se acababa de sentar para desayunar un delicioso pescado al horno con pan recién hecho, cuando la tormenta volvió a barrer su vida. La tormenta era pequeña y bien proporcionada, de pelo negro y rasgos duros; se llamaba Isobel y era atractiva, y tan venenosa como una víbora. Prefería Londres a Clarin, e incluso al gran castillo de York, quizá porque los escoceses se habían aventurado demasiado al sur, o quizá para disfrutar de las diversiones de la capital, en lugar del aburrimiento del norte del país. Corbin también amaba Londres, pero no soportaba a su mujer y odiaba despertarse por las mañanas en el palacio real, imaginando con quién había pasado Isobel la noche. Hacía tiempo que había aprendido a buscar su propio amor, o los afectos fingidos, en otras mujeres. Entró en el salón principal sin anunciarse, quitándose los guantes como solía. -¡Millas! ¡He viajado cientos de .millas y no ha salido nadie a recibirme! -dijo, mientras recorría a zancadas la sala en su dirección. Corbin no se levantó; se acomodó en la silla, cruzando los brazos sobre el pecho. -¡Si lo hubiésemos sabido, querida, estaríamos arrojando flores a tu paso! Es una pena que no enviaras un mensaje anunciando tu venida. ¿Flores? La verdad es que, si lo hubiese sabido, seguro que habría encontrado algo que hacer en otro lugar. Bien sabe Dios que Eduardo controla Escocia solo de nombre; el país entero está en manos de los escoceses, e incluso algunos de los castillos del sur están en su poder, y esos ingobernables aristócratas atacan por todos lados, buscando después el perdón del rey, para luego huir con el rabo entre las piernas,miedosos de apoyarse unos a otros por si eligen al hombre inadecuado para ceñir la corona. Eduardo debería estar cansado de su dominio. ¡Sí, señor! ¡Siempre podríamos encontrar escoceses contra los que combatir en cualquier sitio! Isobel arrojó los guantes sobre la mesa y lo miró fijamente con sus ojos oscuros. -Me gustaría beber algo de vino después del largo viaje. Estoy sedienta. Corbin se levantó, e inclinándose burlonamente se acercó al borde de la mesa y cogió, murmurando, una copa de plata. Luego, sirvió vino de una botella. Cristal veneciano, parte de la dote que ella había aportado. Le pasó el vino. Y ella le dio las gracias con una inclinación de cabeza, rozándolo con los dedos de una manera extraña y sugerente, impropia de ella. Se habían casado en una época en la que Clarin aún era grande; su tío Leo vivía todavía, y las tierras, si no eran tantas como ahora, al menos eran más productivas. Alfred y él esperaban heredar parte de los títulos despojados a los derrotados rebeldes y las propiedades que aparejaban, pues su tío era un hombre justo y generoso. Por otro lado, Isobel había traído riqueza, y él aportaba valentía. Hubiesen sido una magnífica pareja. Los escoceses habían cambiado todo. Se sirvió una copa de vino y levantó la copa hacía su mujer. -¡Por Wallace! -dijo con humor seco. -¡Algún día ese monstruo arderá hasta los huesos! -dijo-. Sufrirá el mayor castigo que la ley permita, y cuando ese día llegue... -¡Estarás allí mirando, disfrutando, sedienta de sangre cada momento! Ella levantó una ceja y luego frunció los labios.
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-Te atreves a llamarme sedienta de sangre, cuando tu amada prima pequeña mandó a más hombres que tú en Falkirk. -No tuve alternativa. Isobel le dio la espalda y se puso a examinar la sala. -Bonitos tapices. -Un regalo de los flamencos del pueblo. -Para Santa Leonora. -Isobel, ¿qué quieres decir? -Los santos están mejor muertos. -Y también las perras rabiosas -replicó suavemente. No se dio por ofendida. -¿Dónde está Alfred? -preguntó, mirando a su alrededor-. Nuestro pobre, querido y resignado Alfred. ¿Acaso cabalgando por esas extensas tierras que nunca serán suyas? Él se quedó mirándola sin responder. -Vamos, ¿dónde está? -Cabalgando por esas extensas tierras que nunca serán suyas. -respondió Corbin. Ella sonrió. -Y habéis enviado a Eleanor a Francia, para que se vea con su anciano prometido. -Sí -murmuró él cuidadosamente. -Bien, entonces me quedaré una temporada. -¿Para qué? -preguntó, arqueando, malhumorado, una ceja. -Para estar con mi marido, por supuesto. -¿Por qué? -exigió tranquilamente. -Eleanor está cruzando el mar de Irlanda, mi estúpido señor. ¿No te das cuenta de los peligros? El rey ha ofrecido grandes recompensas a cualquier marino que le traiga escoceses rebeldes que busquen ayuda en otros países, y docenas de piratas, vagabundos, asesinos y ladrones se han unido a la búsqueda -Isobel se sentó a la mesa, soltándose el lazo de su manto de viaje-. ¡Pobrecita, puede que no regrese! Pero si llega a Francia, se casará con Alain, ¿verdad? Y allí, sin duda, tendrá la oportunidad de concebir el heredero necesario de esta propiedad. Corbin se acercó, plantando las palmas de las manos sobre la mesa, enfrente de ella. -Será mejor que reces para que se reúna con Alain. Necesita su fortuna si quiere que Clarin recupere el esplendor pasado y convierta en productivas las tierras otra vez. Y aunque Alain esté viejo y achacoso, debes saber que muchos ancianos han tenido hijos. -No creo que sea capaz. Su primera mujer tenía hijos, pero de otro matrimonio, y todavía era muy joven cuando se casaron. La verdad es que no he estudiado cuidadosamente la cuestión -le paso indolentemente un dedo por la mano-. ¿No te ha molestado nunca que Eleanor sea condesa, y que tú solo seas sir Corbin de Clarin, y nada más? ¿No tienes ambiciones? -Sí. Hace mucho tiempo, Isobel, pensé que conquistaría el mundo y me abriría camino en él. Pero luego vino la vida, sí. ¡Y tú eres parte de esa vida! -Sí, lo soy. -Querida, sigo sin saber qué pretendes. -Podemos heredar. -Isobel, Eleanor es la señora de este feudo, y si no lo fuera, tengo un hermano mayor, uno que ahora está trabajando duramente, que se lo merece. -Sí. Pero no está casado, y no parece que haya nadie en perspectiva. -Isobel, sigo confundido. Nada ha cambiado. -¡Ah, pero las cosas pueden cambiar! -se levantó, poniendo una mano en el pecho de Corbin. Ella tenía experiencia. Mascaba menta continuamente y su aliento olía como el
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rocío de la mañana. Su perfume era delicado y tentador. Sus devaneos eran humillantes para un marido, pero le habían enseñado habilidades muy concretas en la cama. Era encantadora, aguda y sagaz, y se había ganado su puesto en la corte del rey. Él dudó, deseando quitársela de encima, pero intrigado también. -¿Qué es lo que; ha cambiado? ¿Estás planeando algún sucio juego con mis parientes más ricos? -preguntó ásperamente. -¡No! -protestó de su inocencia y jugó con los dedos por su pecho, y un poco más abajo, mientras él apretaba los dientes, mirándola fijamente-. No, querido. ¿Cómo puedes insinuar semejante cosa? Simplemente pensaba que ha llegado el momento de concebir un heredero para este feudo. Y con Eleanor en el mar, plagado de escoceses, ladrones, piratas y oportunistas de toda laya, solo quedamos nosotros. -Alfred puede casarse -Alfred no muestra ninguna inclinación al matrimonio todavía, y además, lo llaman para combatir muy a menudo. -Yo también sigo al servicio del rey. -Es verdad, y cada día más. -Ya veo. Así que has venido a verme con la esperanza de que pronto y cómodamente concibamos un heredero. Cuánto más rápido, mejor, ya que mantener relaciones maritales con un esposo es muy aburrido, aunque el marido tenga el detalle posterior de morir en el campo de batalla a las órdenes del rey. Ella sonrió, separándose de él y quitándose los alfileres del pelo, los dejó caer en el suelo, mientras se dirigía a la escalera. Luego, se detuvo y, girándose, dijo: -¿Tan espantoso es mantener relaciones con tu propia esposa? Corbin, querido marido, es lo único que te pido. Nada más, excepto que cumplas con tus deberes matrimoniales, y una oportunidad para que nuestro hijo pueda heredarlo todo. Él caminó hacia la escalera y se paró, mirándola. -¿Y qué ocurriría, querida, si no tuviésemos descendencia? Llevamos casados algún tiempo y bien sabe Dios, milady, como toda Inglaterra también, que no habéis sido lo que se dice una devota y fiel esposa. -Pero inteligente y capaz, amor mío. No hemos tenido hijos, porque hasta ahora he decidido no tenerlos. Ni tú, Corbin, ni el rey, ni la aristocracia cuestionarán la paternidad de mi hijo. ¡El momento ha llegado! -Pero si no podemos tener hijos, ¿qué pasa entonces? -Entonces, marido mío, te habré entretenido, extasiado y nadie habrá sufrido daño alguno -parpadeó, acariciando suavemente su cara, y de repente pareció más pequeña y más hermosa-. Hemos llevado vidas separadas, y lo que te pido no es mucho, ¿verdad? su voz fue haciéndose más ronca, y la verdad era que su esposa no le pedía nada, para variar, que ser su mujer. Su amante. Había confiado muy poco en ella. Pero ahora estaban juntos, en su casa. Y su virilidad ardía en deseos largamente ocultos por esa mujer—. ¡La mayoría de los hombres me atacarían aquí mismo, en las escaleras! -le recordó con un susurro que excitó su miembro por dentro y por fuera. Se asombró de lo que un roce, una mirada y una voz podían hacer. -Sí que lo harían -dijo, renunciando a todo-. ¡Cómo quieras! Dios mío, mi deseo es complacerte. Y cogiéndola entre sus brazos la llevó rápidamente a su habitación. No lo haría en las escaleras. Su hermano podía volver y no quería que le interrumpiesen en las próximas horas. Oportunidades como estas no se presentaban todos los días. Seguían en el mar. Habían transcurrido dos noches desde la tormenta y Eleanor había visto muy poco a Brendan. Sabía que venía, porque notaba las huellas de su paso: el
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tartán colgado del gancho, un cuerno de cerveza y un libro en el escritorio. Otra vez... la sensación de su presencia. Un sentimiento de que había estado allí de pie, mirándola mientras dormía. A la única persona que veía era a Margot, la mujer noruega de cabellos rubios casi blancos como la nieve, ojos vivos, con sus discretas idas y venidas. Eleanor pensaba que habría estado con ella más tiempo, hablando y ayudándole a mantener la cordura, si el noruego alto y fuerte no hubiese venido tan a menudo, llamándola abruptamente por su nombre. Margot lo seguía fuera, como si él fuera el sol y la luna, los dos en uno. Había libros en el camarote que le habían ayudado a pasar el rato. Eran maravillosos y estaban bellamente caligrafiados. Muchos eran copias firmadas por los monjes de los monasterios irlandeses. Historia de Grecia y Roma, leyendas, cuentos de hadas irlandeses, incluso estudios apasionados sobre los ataques vikingos en las Islas Británicas y más allá. Algunos estaban en francés, otros en latín y, otros, suponía, en noruego. Desconocía completamente esa lengua, lo que le molestaba, porque las pocas frases que oía por casualidad eran en ese idioma. No le sorprendió descubrir cuántos escoceses conocían el latín y el francés. La Iglesia había enseñado, a la mayoría de los jóvenes que iban a viajar por el mundo, las lenguas habladas con más frecuencia en las cortes de París y Londres. Ella misma, que vivía cerca de las tierras bajas de Escocia, había aprendido gaélico de niña; una decisión de su padre. Pero el noruego... los ataques vikingos habían cesado hacía ya muchos años. Solo los salvajes del norte, los habitantes de las Tierras Altas, tenían la ocasión de usar ese idioma. Había creído muy a menudo que sus enemigos eran unos bárbaros, mucho menos civilizados que los ingleses, pero nunca imaginó que fuesen más cultos que ella, la hija de un guerrero, que también era un erudito, con sangre noble en sus venas. Pero ni los libros la entretenían ya mucho tiempo. Cada vez tenía menos miedo, y si querían matarla, estaba completamente segura de que ya lo habrían hecho. Era improbable que yendo con una misión al rey de Francia, les conviniera llegar con las manos manchadas con la sangre de la prometida de un noble francés. Ya no le dolía nada; nunca le había molestado navegar, aunque le desagradaba estar encerrada. Bien alimentada, Margot le traía comida fresca, vino, agua y cerveza. Incluso tenía agua para bañarse. Cuando la fiebre desapareció, se sintió mejor inmediatamente, y más fuerte. El baúl con sus pertenencias seguía en el camarote y no le habían quitado nada. Se bañaba y cambiaba de ropa algo intranquila, porque no estaba segura de cuando se podría abrir la puerta de su prisión, aunque el otro ocupante parecía solo venir por las noches. Nadie la molestaba, y Margot le traía la comida a intervalos regulares. Pensó que habían pasado ya cuatro noches desde el abordaje, cuando se despertó súbitamente en la oscuridad con la sensación de que alguien acababa de dejar el camarote. Abrió los ojos lentamente, temerosa de que esa persona siguiese allí, pero no había nadie. Sin embargo, notó algo extraño, diferente. Confundida durante unos minutos, se dio cuenta de que no había oído el cerrojo. Se levantó, poniendo silenciosamente los pies en el suelo. Llevaba un largo camisón de lino; se fue hasta la puerta para comprobarla, sin hacer apenas ruido. Y la puerta se abrió. Se quedó dentro del camarote, aterrada al darse cuenta que la puerta abierta no le haría ningún bien. Estaba en un barco en el mar, y no sabía si seguían en el de Irlanda o habían alcanzado ya el canal de la Mancha. l ' parecían seguir un rumbo directo. Si se escapaba, ¿qué haría? ¿U r'ar.se al mar otra vez? No. Ahora razonaba. No quería morir. Se apoy,í contra una pared, llena de angustia. La puerta estaba abierta, pero seguía siendo una prisionera. Quizá él lo sabía, y no consideraba necesario tener la puerta cerrada.
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Pero quizá... Quizá podía deslizarse sin ser vista y, al menos, escuchar alguna conversación que pudiera aclararle lo que iba a suceder cuando llegaran a Francia. Salió en medio de las sombras, intentando orientarse. Enfrente había un pasillo, debajo una sentina y, arriba, por supuesto, estaban el timón, los mástiles y las velas. Primero subió cautelosamente por las escaleras, mirando a hurtadillas por encima de la cubierta principal. Todo parecía estar en calma, algunos hombres tripulaban la nave en medio de la oscuridad. Volvió abajo y se escondió detrás de unos pertrechos tapados, cuando vio venir a dos marineros. Contuvo el aliento mientras pasaban, y escuchó lo que decían. Había un camarote central encima de ella, en la cubierta principal. Subió rauda por las escaleras de nuevo, paso al lado de los obenques hasta ese camarote. Tenía unos ventanucos a proa y popa, a babor y estribor, y supuso que era un sitio donde se podían reunir los jefes para estar al tanto de lo que sucedía en el mar. Miró subrepticiamente por el ventanuco de estribor, y vio un fanal iluminando una mesa a la que se sentaban De Longueville, el pirata, el alto capitán noruego y otro hombre tan grande como él, de pelo y barba castaños, musculoso y fuerte. Eleanor rechinó los dientes. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo mientras una sola palabra rasgaba su interior. ¡Wallace! Por un momento, estuvo tentada-de suicidarse. Era una insensata por ir desarmada, aunque no había pensado en atacar a nadie. Lo único que quería era entrar como un huracán en ese cuarto, lanzarse sobre el hombre y hacerlo trizas con los dientes, las uñas y las manos. Era una estupidez, por supuesto. Lo mismo podía haber atacado a un muro de piedra. Respiró profundamente y se obligó a permanecer lo más quieta posible, y a escuchar. -Ya veis -decía Wallace-. No es solo un viaje oficial el que estoy haciendo. Otros, diplomáticos expertos, sacerdotes, han ido ya a ver a Felipe y han abogado por nosotros ante el Papa. Pero ahora voy yo con la esperanza de que mi reputación y mi elocuencia puedan hacer algo por la causa de Escocia. He oído que el Papa ha reconocido que nuestra patria es un estado soberano, y que debemos lealtad a Roma como nación cristiana. -El rey de Francia siempre está buscando mercenarios. Todos sabemos que la mitad de las guerras que se entablan las llevan a cabo los soldados de fortuna -dijo Eric, tristemente. -¿Quieres que nos convirtamos en mercenarios? -preguntó De Longueville. -Me han dicho que el rey perdonara fácilmente a cualquier pirata que haya atacado naves inglesas -dijo Wallace-. Y también es verdad que nadie os detendrá mientras seáis miembro de nuestro grupo, aun cuando haya concertado una nueva alianza con Eduardo. -Esa es la pura verdad -insistió Eric-. Conozco los manejos de Felipe, y no importa lo que acuerde con el rey de Inglaterra. A sus espaldas, hará todo lo que pueda contra Eduardo. -Según se mire, es lamentable -siguió Wallace-, que un rey se haya creado tantos enemigos. Los galeses se ven obligados a servirle, pero lo odian. Francia estará siempre enfrente. Y nosotros, los escoceses, también. ¡Por Dios! No importa la sangre que se derrame, pero no permitiremos que nos pase lo que a nuestros primos lejanos, los galeses. -¿Qué haremos si nos atacan? -preguntó De Longueville-. Por ejemplo, barcos ingleses y franceses dispuestos a llevarse la cabeza de un pirata y la de un salvaje proscrito. -Tenemos a la mujer. La prometida de un noble francés. Se andarán con cuidado -dijo Wallace. Eleanor se quedó sin aliento. Así que iba a ser un rehén. ¡Un rehén para evitar que se
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hiciese justicia! Tenía que volver al camarote y fingir que dormía, tranquilizándolos para que siguieran dejando la puerta abierta. Luego, podría escapar cuando se acercaran a la costa francesa, nadando y dejando a sus captores con un palmo de narices. Se levantó dando la vuelta, preparada para salir a toda prisa a la prisión de su camarote. Pero se quedó sin aliento mientras se topaba con el cuerpo de un hombre que claramente había estado detrás de ella en silencio, mientras la vigilaba, esperando, cuando ella espiaba a los otros. -Buenas noches, lady Eleanor. ¡Es un honor que se una a nosotros! Le puso las manos sobre los hombros. La dureza de sus rasgos desmentía la cortesía de su tono. Se quedó mirándolo en silencio. -¿No tenéis nada que decir? -No tengo que dar ninguna explicación. -Entonces venid. Vamos dentro a reunirnos con sir William Wallace. No le quedaba más remedio, estaba atrapada, burlada y le pareció que no tocó el suelo con los pies hasta que la rnetieron en el camarote, donde los tres hombres reaccionaron rápidamente, levantándose con las manos preparadas para desenvainar las espadas o las dagas. Incluso en su mismo barco, se mostraban siempre preparados ante el ataque imprevisto. -Tenemos una visitante -anunció Brendan sin más. -Ah, la señora de Clarin -dijo William Wallace, y la estudió extrañamente. Su voz se mostraba educadamente divertida, algo que ella no entendía del todo. Lo habían vencido en Falkirk, y aunque ella no era la causa de esa derrota, había estado allí, y era un símbolo para los habitantes de los pueblos y ciudades pequeñas del norte de York -¿Cómo estáis, milady? Yo soy William Wallace, de Escocia. -Todos los niños ingleses saben quién sois vos -dijo ella. -Un monstruo, sin duda. -Los hombres de mi pueblo fueron encerrados como ganado en un pajar y quemados por los escoceses que obedecían vuestras ordenes. -Milady, ni ataqué Clarin, ni ordené que aquellos hombres fuesen quemados. Pero eso no importa. He matado a muchos hombres con mis manos, y más han muerto a causa de mis órdenes, pero el número de víctimas que he causado, no puede ni compararse con los asesinatos cometidos por Eduardo de Inglaterra. Sin embargo, no os culpo por preferir la lealtad a vuestra gente por encima del deseo de vuestro rey de someter a otro pueblo. Eleanor permaneció quieta un momento, observando cómo la miraban los cuatro hombres. Wallace hablaba francés perfectamente, con una tranquila elocuencia que nunca hubiese esperado. También era curioso que los cuatro hombres fueran de hombros anchos y altura superior a la normal. Por ahora, su conducta era irreprochable, pero los escoceses llevaban sus tartanes sobre los hombros a la manera de los bárbaros y los salvajes. Al noruego lo cubría una capa de piel, mientras solo el pirata parecía vestir como un caballero. Era una extraña compañía la que le rodeaba, con nada encima excepto el camisón de lino como una armadura imposible entre ella y sus enemigos. Había creído que Wallace era el peor monstruo sobre la tierra. En Inglaterra usaban su nombre para asustar a los niños y mantenerlos cerca de casa. Pero de momento, estaba más pendiente del hombre a su lado, el más peligroso para ella. -Los escoceses llamaron a Eduardo para resolver el problema de sucesión al trono -dijo al fin Eleanor. -Se le llamó como consejero, no como conquistador -replicó Wallace incisivamente. -¿Estáis sugiriendo que olvide y perdone a los que destruyeron mi hogar, y permita que
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me utilicéis en vuestros planes contra el rey? -preguntó. Y se quedó mirándolo fijamente. De repente, el pirata hizo un sonido extraño y le dio la espalda. -Personalmente, me encantaría saber si todavía estáis sedienta de sangre. No sé si me explico -dijo Wallace en voz baja. Brendan no estaba muy contento cuando habló: -Milady, durante este viaje me está doliendo un poco olvidar y perdonar. Ella se volvió enfadada hacia él, dándose cuenta en ese momento que la luz del fanal transparentaba el tejido de su camisón. Y se dijo, riéndose de ella misma, que la próxima vez que se dedicara a espiar en un barco en medio de la oscuridad se pondría un vestido más grueso. -Nos encontramos en el campo de batalla -le dijo a Brendan. -Sí. Y supimos quién se apiadó y quién no. -No soy peligrosa para vos. Estoy desarmada. -Cualquier hombre o mujer pueden agenciarse un arma -le recordó con humor. -Hasta ahora no he hecho daño a nadie. El pirata respiró ruidosamente, Eric Graham se rio a carcajadas, y a su lado, aunque no pudiese verlo, Brendan se quedó callado. -Me han dicho que sois buena con la espada -dijo Wallace. -No mucho. Los que vivimos en la frontera entre Escocia e Inglaterra estamos acostumbrados a defendernos. Apenas soy más hábil que vuestros valientes guerreros en la batalla. -Dentro y fuera de la batalla, los hombres y las mujeres tienen diferentes capacidades murmuró Wallace-. ¿Quién se atrevería a decir cuál de ellos es el más valiente? Las batallas no son cuestión de fuerza, están en la mente, en la estrategia y, en su mayor parte, en el corazón y las almas de los combatientes. Lady Eleanor, luchamos por nuestra vida, por nuestra libertad, nuestra tierra y nuestros corazones. Eduardo solo busca ganar más gloria y demostrar que es el conquistador de todo lo que está a su alcance. -Mi gente luchó porque los bárbaros del norte asolaron y devastaron sus campos e intentaron tomar el castillo que es mi hogar -respondió ella tranquilamente. -No entenderá nunca la verdad de los hechos -dijo impaciente Brendan. -Quizá -dijo Wallace, sentándose en el borde de la mesa, observándola, con ojos divertidos-. Creeré en ella, si promete no apuñalarnme por la espalda. -Quizá prefiera usar la espada -murmuró Brendan. Wallace sonrió ampliamente. -Os ofrezco toda la libertad de mi barco, milady. -Sois muy amable al apropiaros de mi barco. -Mon Dieu! Alguien debería decirle la verdad -exclamó irritado De Longueville. -¿Cómo? Si no la sabemos -respondió Wallace, sin dejar de mirar a Eleanor. -¿De qué están hablando? -preguntó ella. -No es asunto vuestro -contestó Eric. -Creo que sí -respondió ella, mirándolo. -Los escoceses siempre están hablando y hablando sin parar -exclamó el francés-. Pero ella sigue siendo mi prisionera. -Ya no -afirmó Brendan. -Creo que ya es hora de que lady Eleanor se retire -interrumpió Wallace. -Esperad, yo... Wallace tomó su mano, besándola tan educadamente que no pudo negarse. -Buenas noches, milady. Ya hablaremos. -¡Buenas noches, milady! --lijo burlonamente De Longueville-. Wallace el salvaje es
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demasiado cortés. Si os hubiesen dejado a mi cuidado, nadie hubiese cuestionado mis órdenes. ¡Vaya pérdida! Pensad en lo que el rey Eduardo ha hecho con los escoceses; primero los mata y luego se queda con sus mujeres. Pero como somos tan educados, no habría habido ningún problema si ella hubiese seguido siendo mi prisionera... -Pero no lo es. Hemos llegado a un acuerdo, y será nuestro rehén: ahora pertenece a sir Brendan -afirmó Wallace, mientras ella sentía cómo le subía la sangre por las mejillas-. Si quiere cortesía, nosotros se la ofreceremos. ¡No importa lo que digan los rumores, ni lo que hizo durante Falkirk! No somos unos salvajes, ni hemos caído tan bajo como los ingleses. Milady, os pido encarecidamente que os vayáis. -Pero aquí está pasando algo de lo que no me entero. No me habéis contado nada... ¡Milady, hay muchas cosas de las que no sabéis nada! Ha sido un placer... para todos nosotros, conversar con vos, pero es hora de acostarse -dijo con firmeza Brendan. Sintió el peso de sus manos en los hombros, apretando los dientes. -No quiero irme, quiero saber... -Creo que volvéis a tener fiebre -dijo con preocupación irónica Brendan-. William, la acompañaré de vuelta al camarote, y luego vuelvo. -De acuerdo. -No lo haré -empezó a decir, pero para su consternación sintió cómo la levantaban por los brazos y la sacaban del cuarto. Le golpeaba furiosamente el pecho, pero él tiró de su camisón con cuidado para no rasgarlo. -¡Soltadme! -gritó, y luego bajó la voz al advertir que había marineros en cubierta contemplando su forcejeo a lo largo del barco-. ¡Maldita sea! ¡Soltadme! -¡Estúpida! Un minuto más y el francés se habría arrojado allí mismo sobre vos. Se quedó callada, conmocionada. Y mientras buscaba una réplica, se dio cuenta de que la llevaba hacia las escaleras que conducían al sollado. -¡Mejor un francés que un escocés! -¿Queréis que os lleve de vuelta y os entregue a él? No había más que decir, y ella bajó la cabeza apoyándola contra su pecho. -¡Milady, la elección es vuestra! ¡Vamos, decid algo! Se tragó el orgullo, mientras él seguía esperado, sin estar segura de si la iba a entregar o no al pirata. Pero algo en su interior desafiaba al juramento de odio a los escoceses, y al de hecho de preferir las violentas manos del francés, en vez de la incertidumbre con este enemigo. -¡No! -respondió al fin. -Perdón, milady. ¿Es cierto lo que oigo? -¡No! -No... no... ¿no qué? Levantó la cabeza, mirando airada sus ojos. -No. No quiero que me entreguéis al pirata. Él sonrió, complacido y contento. -¡Gracias a Dios! Parece que hay algo de inteligencia y juicio en vuestra vacía cabezota. -¡Vos sois el aliado del pirata! -No es un mal tipo. -¡No! Solo asalta barcos, asesina a la gente, roba, despoja, saquea y viola. Pero no es un mal chico. -Hacéis honor a vuestro rey, porque también es cierto que ha devastado un país y ordenado la violación de cientos, quizá de miles jóvenes casadas. Al menos, De Longueville no tiene intención de mataros. -¿No? Entonces, ¿por qué está todo el tiempo carraspeando, sonriendo despectivo y disimulando, haciendo alu ;iones a cosas que no entiendo? -llegaron a las escaleras-.
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Podéis dejarme en el suelo. Sé andar. -Soy capaz de hacerlo solo. Y lo hizo. Era un joven ágil y flexible, y la llevó a través de los estrechos espacios con habilidad, dejando que se agarrara a él para que no se cayese o se estrellara la cabeza contra el techo del barco. Llegaron al camarote, y Brendan abrió la puerta. Y solo cuando estuvieron dentro, él la dejó lentamente de pie, deslizándola a lo largo de todo su cuerpo. Ella seguía con la mirada fija en él, y las mejillas le ardían. Se arregló frenéticamente el camisón al notar que tenía las piernas al aire y se le veían los muslos. -Bien. He llegado perfectamente al camarote -murmuró Eleanor. --Así es. -Ahora debéis iros. -Es lo que tengo que hacer. -Vuestros deberes con sir Wallace os aguardan. Con el hombre que afirma que no tuvo nada que ver con la matanza de Clarin. -Si él lo dice, será verdad. -Entonces, lo servís, ¿cueste lo que cueste? -Vos servís también a vuestros amos. -Yo no tengo amos, solo recuerdos. -¡Menudo orgullo! Aquí estáis... capturada por unos piratas, y ahora rehén de los derrotados, pero nunca vencidos enemigos. Ella permaneció de pie recta, profundamente consciente del intenso azul oscuro de sus ojos. -Pues demos gracias a Dios -murmuró ella-, por ser el rehén de un hombre que me odia. -¿Odiaras? -repitió él-. No, señora. Sois vos la que nos odiáis. Yo no os odio. -¿Os acordáis de cuando os pedí piedad? Y luego... -No os odio. ¿Quería venganza? ¡Por supuesto! Pero no os odio. Me enseñasteis una lección increíble, milady: nunca, nunca dejaré que el aspecto de la inocencia o la belleza me conmuevan. Es allí donde se esconden los peligros más mortales. Piedad... ¿sería tan estúpido de ofrecerla otra vez? No lo creo posible. ¿Y piedad hacia vos, milady? Nunca -exclamó suavemente, rozando imperceptiblemente sus largos cabellos. Durante un momento, sus ojos recorrieron perezosamente su cara, su cuello, sus senos... Luego, le sonrió irónicamente-. Como habéis visto, Wallace es un hombre de palabra, no un monstruo. Y por lo que respecta al resto de nosotros... hemos aprendido de nuestros torturadores. Pero, si me excusáis, el deber me llama. Se dio la vuelta y la dejó sola. Y esta vez, cuando cerró la puerta, echó el cerrojo. Se dio cuenta que seguía de pie, inmóvil como una estatua, y cómo él se había burlado de ella, cómo la había tocado. Tembló, y no era de frío. Se metió en la litera y se acurrucó, sintiendo el calor de las mantas. Esperaba, con el corazón martilleándola. Él estaba enfadado, se había mofado de él, y ahora ella era su prisionera. Volvería. Pasaron las horas. No iba a venir. Y como el resto de las noches pasadas en el barco, se durmió. Y descansó sin ser molestada.
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CAPITULO CINCO ERIC se había puesto al timón, mientras Brendan se sentaba con Wallace, para escuchar la historia de De Longueville. -¿No sabéis nada del tipo que se os acercó? -insistió Brendan una vez más, mientras bebía una copa de vino del pirata francés. Era excelente, rojo, intenso y agradable, aunque en realidad lo que le gustaba era la cerveza suave y fría. Pero De Longueville, aparte de ser un tipo interesante, tenía gustos refinados y estaba ansioso de compartir su reserva secreta de vino, tomada en préstamo del barco de un noble pasajero inglés que acababa de adquirirla en Burdeos. -Al principio no me lo tomé muy en serio -les contaba De Longueville-. Habíamos arribado a un puerto, con bandera falsa por supuesto; un mal sitio para atracar, lleno de ladrones y asesinos. El típico sitio que el rey Eduardo estaría encantado de destruir, si le sobrase tiempo y le quedasen fuerzas después de sus guerras por Escocia y el extranjero. Creo que tal como está la situación, sus barones deberían negarse a servirlo, y él debería sosegar su furia, y cuidar lo que dice, o habrá un baño de sangre en su propio país. Pero ¿por dónde iba? ¿En que estamos de acuerdo en que el rey ingles es un puerco? chasqueó la lengua-. Lo que decía. La gente de ese puerto sabe que me arriesgo a entrar allí, aunque esté lleno de enemigos mortales, cuando necesito agua, pero también están al tanto de las habilidades de mi tripulación con los puñales, y de que también recompensaré muy bien a los tipos que miren hacia otro lado cuando camino por ahí. En ese puerto hay una taberna, y una puta a la que conozco bien. Y ella va y me presenta a un borracho mientras me bebía una buena jarra de cerveza. Entonces, el tipo ese me deja una bolsa delante, y me dice que mañana saldrá un barco inglés de puerto, de uno con más reputación, se entiende, con una pasajera: lady Eleanor, condesa de Clarin. Un buen bocado, me dice; ella sola vale una fortuna. La dama en cuestión debía desaparecer en el mar. Había una buena recompensa por ella, además de lo que la condesa llevara en el barco, y otra mayor en ese puerto, si nunca más volvía a Inglaterra. Me quedé pensando un rato en las palabras del tipo ese, y cuando se fue, abrí la bolsa que contenía una pequeña suma. Algo por adelantado, me imaginé, de lo que podría sacar si detenía a la dama. -¿Había que matarla? -preguntó Brendan, frunciendo el ceño y lanzando una mirada a Wallace. -No lo especificaron. La palabra que usó fue «desaparecer». Y hay muchas maneras de hacer desaparecer a una dama, monsieur. -¿Por ejemplo? -Al sur, más allá de nuestras tierras cristianas, hay traficantes de esclavos que buscan tesoros como ella. Brendan se recostó, preguntándose cómo podía sentirse tan enfu recido por la suerte que podía haber corrido su rehén. -¿La hubieses vendido? -volvió a preguntar. El francés se encogió de hombros. -No es tan fácil, os lo aseguro. Investigué un poco sobre ella, y en verdad era una condesa, que embarcaba con el propósito de reunirse con su prometido el conde Alain de Lacville en París. No tiene tantas tierras como él, pero su sangre es tan noble como la de un rey. La pobre, ahora, está en la miseria a causa de los desastres que la guerra ha causado en las tierras de sus antepasados. Los arreglos de su matrimonio los ha hecho un primo suyo que custodia las tierras en nombre de ella. Me di cuenta de que el
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encargo de asaltarla era bastante curioso, a pesar del hecho de que a la muerte de la dama heredaría otro pariente. Las tierras de Clarin necesitan desesperadamente nuevas inversiones, y el matrimonio con el conde de Lacville y sus riquezas aportará algo de esperanza para el futuro de la dama. -Es curioso -murmuró Wallace, mirando a Brendan-. Los ingleses se venden unos a otros, a diestro y siniestro; la astucia, la codicia y el espionaje están por todos lados, mientras seguimos fijos en un objetivo y en una obsesión. Y nuestra meta está tan lejana, porque no paramos de pelearnos entre nosotros en Escocia. Es increíble que algún hombre pueda todavía llevar una vida decente en su propia tierra, cuidando a su familia o amando a su mujer. El tono amargo de Wallace sorprendió a Brendan. Estaba enfrentándose al hecho de que si los barones no lo aceptaban verdaderamente en la victoria, mucho menos lo hacían en la derrota, mientras él seguía ocupándose del futuro de su patria. Ahora parecía muy cansado. El pirata volvió a encogerse de hombros. -¡No sois monstruos! Tenéis que elegir. Por mi parte, estaré encantado con la paz que encuentre. Creo que navegaré con vosotros de vuelta a Escocia. -¿De verdad? -preguntó Brendan, divertido ante un hombre con tal extraño sentido de la escrupulosidad... y de la indignación. -Desenvainaré mi espada por la nobleza de una gran causa, y... por las tierras, si la causa las gana -añadió, mirando a Wallace con una mueca-. Me ganaré un lugar donde llevar una vida mejor, criar una familia y amar a una mujer. Pero por ahora, no soy tan noble. ¡A la condesa la han enviado a casarse por la gloria de las riquezas de un francés! Aunque alguien quería verla muerta. Mis perversos métodos son seguramente más amables que los que utiliza su familia. Y como os he dicho, ella por sí sola vale una fortuna. -Tened cuidado, pirata... -le advirtió Brendan. El francés levantó las manos. -De acuerdo, está a vuestro cuidado. Pero es una pena, tiene algo más que juventud y belleza. Tiene vida, espíritu... -Y una lengua muy larga, que llevaría a un marido por la calle de la amargura dijo Wallace, bebiendo más vino. Tenía buen paladar y parecía apreciarlo. -Estamos en guerra con los ingleses, y este es nuestro objetivo en Francia y en la vida dijo Brendan de repente-. Pero ella es parte de Inglaterra, tanto que se puso una armadura y fue al combate. -¿La vendo entonces a un emir árabe? -preguntó el francés-. Vale una buena cantidad de dinero. -A pesar de lo que han dicho de mí, todavía no hago la guerra a las mujeres -dijo Wallace. -Se levantó en armas contra vos -le recordó De Longueville, divertido con la situación. Brendan se levantó, asombrado de cómo le crujían los dientes, mientras abría y cerraba los puños. -Ahora no estamos en el campo de batalla. Y lo que nos ocupa es más importante que el destino de una mujer. Está en nuestro poder y Felipe querrá tenerla. La tenemos prisionera y necesitamos la ayuda del rey de Francia. Así que la llevaremos a la corte francesa. -¡Los emires la mantendrán viva, y además la tratarán como a una reina! -masculló De Longueville. -De Longueville -dijo Wallace tranquilamente-, ni siquiera vos sois capaz de imaginar
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la sangre que he derramado, ni las cosas que he visto al buscar mi venganza. Brendan tiene razón; debemos devolver a lady Eleanor al rey de Francia. Es la única opción diplomática. Han concertado su matrimonio y no hay nada cruel o raro en este asunto. -Por supuesto, todos lo días se venden y compran herederas, pero hay alguien que quiere que esta desaparezca -les recordó el pirata. -He conocido al hombre con el que está prometida -dijo Brendan-. No es del tipo de los que ordenan asesinatos. La protegerá. De hecho, sugeriría que la conserve a su lado en Francia y vigile a la gente que la rodea. Y se fue del cuarto, consciente de que ambos, el pirata y Wallace lo observaban, sumergidos cada uno en sus pensamientos. Volvió a su propio camarote. Ella dormía, aunque parecía que le había costado conciliar el sueño. Por lo general, se cubría con las mantas hasta las orejas, como si quisiera desaparecer dentro de la litera. Pero esta noche, las mantas estaban desordenadas y ella permanecía acurrucada contra un lado, como si hubiese estado dando vueltas y girando. Sus largos cabellos caían como finos hilos de oro sobre su cara. Acercó una vela cerca de ella. Fue un error. La luz transparentó la tenue tela del camisón y pudo ver la forma y las curvas de la dama y advertir tranquila belleza de su rehén. Él era... había sido... mas no podía avivar la memoria. O podía. No se había tomado ninguna libertad con la imaginación. Pero hacía unos años... ella lo había traicionado. Y juró que buscaría justicia; justicia, no. Venganza. Lo engañó, lo humilló, y casi lo mata, pero había sobrevivido, y los supervivientes están sedientos de venganza. Viven para ella. Y este era el momento, pero el enemigo estaba tan indefenso y era bastante más valioso de lo que hubiera imaginado. Incapaz de resistirse, colocó la vela en la repisa de pino noruego encima de la cabecera de la litera y se inclinó para retirarle los cabellos de la cara. Esta dama no necesitaba enemigos. Había entregado su corazón, su alma y su lealtad a una familia que iba a venderla al mayor postor. Sintió la dolorosa suavidad de su piel cuando la tocó. La luz de la llama iluminaba su cuerpo... Se apartó y apagó la vela. Permaneció de pie en la oscuridad con los músculos tensos. Estaba rígido, y le dolían de la cabeza a los pies. Era su prisionera. Suya. Se merecía todo lo que le pasara. ¡Tenía una misión más importante! Era duro recordar aquellos elevados ideales, a menudo sin esperanza, cuando parecía que la carne empezaba a arder y el cuerpo a temblar. Igualmente, él nunca había permitido la matanza de inocentes, ni tampoco había atacado a un hombre por la espalda, ni siquiera en medio de la locura del campo de batalla rodeado de espadas. Solo eran hombres, buscando un sueño, un pueblo, una nación y libertad. No eran monstruos. Todo estaba a oscuras y escuchó su respiración. Al fin, se retiró.
Eleanor se despertó con el ruido del chapoteo del agua. Abrió los ojos cautelosamente y vio que él estaba al otro lado del camarote, inclinado con la espalda desnuda sobre una jofaina. Miró hacia abajo, con la vista medio oculta por el escritorio que había entre ellos. Desnudo... ¿Pero del todo? Y entonces, ¿por qué lo estaba mirando? Saber, curiosidad, simple curiosidad. Sus hombros eran amplios, la piel lisa, los músculos tensos y fuertes, la cintura estrecha y sin grasa. Y debajo... De repente él se dio la vuelta, secándose la cara y ella cerró los ojos, fingiendo dormir. No sintió un solo movimiento, ni un ruido siquiera, nada.
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Abrió los ojos, y se quedó boquiabierta. Estaba casi encima de ella, pegado a la litera, estudiando su cara y sonriendo. -¿Durmiendo, milady? ¿Habéis descansado bien? -Estaba... -Wallace dice que hay cierta virtud en vuestra honradez exclamó.
-Estaba durmiendo. -¡Mentirosa! -Señor, es evidente que ahora estoy despierta. -¡Ah! -llevaba una toalla de lino en la mano, y seguía secándose el cuello y los hombros. Dio un paso atrás, y ella cerró los ojos, aunque no del todo. No estaba totalmente desnudo. Se había quitado las polainas, pero llevaba el tartán puesto, tapando sus partes pudendas y dejando al aire las pantorrillas y los pies desnudos. Ella se levantó, sin dar importancia a lo que estaba viendo, cuando él se acercó. -¿Qué? ¿Disfrutando del paisaje? -¿Paisaje? -La vista, milady. Me estáis mirando. -No estaba mirando. -Sí que estabais. -Quizá me aseguraba de que escondíais los cuernos y el rabo, como hacen las buenas bestias y el demonio. -¡Menuda embustera! -exclamó, lanzando la toalla hacia la jofaina y sentándose al lado de la litera. Ella se retiró rápidamente, apoyándose contra la pared de la litera, mientras lo vigilaba con una falta de aliento más peligrosa para su cordura que el más simple mie do. -Trato de estar alerta cada vez que estáis en el camarote -- dijo fríamente ella. -Pues lo hacéis bastante mal. Dormís con una facilidad pasmosa la mayor parte del tiempo. -¿Sí? ¿Acaso vigiláis las horas que paso durmiendo por las noches? -Milady, no necesito hacerlo. Cuando entro, dormís como un tronco, y apenas os movéis. Sin embargo, esta mañana estabais despierta, y vigilando. -Como os he dicho, esperaba ver el rabo. -¡Ay de mí! Os he defraudado. -¡Oh, no! Creo que ahí sigue. Y los cuernos, en algún sitio. Brendan sonrió por un momento, y sus ojos rieron azules y alegres. -Decid la verdad, lady Eleanor. Estabais despierta y vigilando. -Me calumniáis. Mancilláis mi reputación. ¿Algo más? -con tuvo el aliento unos segundos, y clavó sus ojos en los de Brendan-. ¿Algo más? Está a la vista que cumplís muy bien con vuestra profesión de quitar vidas. Habéis convertido vuestros brazos en armas y vuestra piel está llena de cicatrices. -Así es -dijo él al cabo de un momento. Ella estuvo a punto de pegar un chillido, cuando Brendan intentó tocarle la mano, pero se calló mientras él la obligaba a tocar una delgada línea blanca en su hombro-. Esta, Santa Leonora, fue la primera cicatriz que me hicieron. Cortesía del inglés que asaltó la casa del pariente en la que vivía. A su mujer embarazada la mataron como si fuese un animal, entre otras atrocidades que cometieron ese día. Esta me la hicieron defendiendo un castillo en la frontera -dejó su mano suelta contra su pecho, y ella sintió el profundo retumbar de su corazón y la intensidad de sus latidos-. Esta otra es de la batalla de Stirling, y aquí... bien, esta... -llevó su mano inflexiblemente hacia su coronilla—. Esta de aquí, no la podéis ver, a menos que apartéis el pelo, es la que recibí en Falkirk. Pero vos, chiquilla, vos salisteis de allí sin
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un rasguño. Tiró bruscamente de su mano -¿Sí? ¿Cómo podéis estar tan seguro? -Milady, estoy seguro de todo lo que os concierne. -¿Y cómo es eso? -preguntó, mientras entrecerraba los ojos, y el corazón parecía que iba a dar un brinco-. ¿Me habéis vigilado mientras me baño? -¿Admitís que me estabais vigilando? -No. Pero vos, vos... -Yo estaba allí, milady. Cuando estabais a punto de morir de fiebre, después de haberos zambullido en el mar y haber pasado una noche empapada con las ropas heladas. Yo ayudé a desvestiros, a bañaros, a secaron y a meteros en la cama. -¡Oh! -boquiabierta, apretaba los puños; algo parecido a la rabia le recorría el cuerpo. Estaba tan enfadada que lo golpeó con los puños cerrados en el pecho desnudo y fue claramente consciente cuando él los sujetó fácilmente-. ¡Cómo os habéis atrevido? ¡Bastardo! Vos y vuestro Wallace sentados tranquilamente hablando de cortesía y de que no sois unos monstruos, pero vos, vos... -¡Perdonadme! Estabais a punto de morir y no me paré a pensar en cortesías. -La muerte me habría evitado... ¡todo esto! -explotó. -Lo siento mucho. Me cuesta mucho pensar en vuestras tendencias suicidas, no hay honor alguno en quitarse la vida. Y ¿qué es ese todo que os hace sufrir tanto? -Estar... aquí. -No creo que estéis sufriendo nada -dijo cruzando las manos, mientras se sentaba. Volvió a mirarlo fijamente, tratando de separarse de él. -Si no me dejáis, yo... -Ni hablar, milady. No lo haréis. Puso otra vez sus manos sobre ella, empujándola. Y la cabeza de Eleanor cayó sobre la almohada de plumas. Siguió con las manos sobre sus hombros, manteniéndola tumbada, y cuando habló, se inclinó poniendo su cara casi sobre la de ella. -¿Queréis saber lo que pienso, milady? -No. Pero me lo vais a decir de todas maneras. -Eso es lo que voy a hacer. Creo que vuestra familia os está ven diendo. Os está arrojando a los brazos de un viejo carcamal. -Alain de Lacville es una magnífica persona... -Está con un pie en la tumba. -Eso no lo sabéis. -Oh, sí lo sé. Conocí al viejo caballero hace unos años, justo después de Falkirk. Y, tenéis razón: es buena persona y cortés. Pero es muy viejo, un anciano. Y rico, también. Puede que incluso os dejen casaros donde queráis y que él vaya con vos a Escocia. Pero entonces, milady, él simplemente se consumirá y vos seréis la esposa casta, honorable y leal, hasta que perdáis vuestra juventud. Hay pocas cosas excitantes en vuestro porvenir; por eso, me estabais observando. Se quedó mirándolo fijamente, parpadeando y estalló. -¡Dios del cielo! Sois un miserable. Lo que decís es una ridiculez. ¡Por Dios! Sois un presuntuoso y un petulante. No sabéis nada de Alain. Consumido y viejo como decís, sigue siendo uno de los mejores hombres que he conocido, y vos no lo conocéis en absoluto. -Sé que no queréis casaros con él. Se quedó sin habla, y escrutó su rostro, preguntándose cómo podía saber tanto de su situación y de sus sentimientos. -El matrimonio es un contrato -dijo tranquilamente, pero con tono duro-. Un contrato honorable entre casas y familias. _-¿Vuestro deber, eh?
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-¡Sí! -Nunca habéis tenido una familia. -¿De verdad? Quizá tenga docenas de hijos. -Es bastante improbable. Os han vendido, y a un viejo. -Si eso es así, la culpa es de vuestra gente que destruyó mi hogar y mi familia, y dejó morir de hambre a un pueblo de granjeros y artesanos. Las fronteras están llenas de tierras quemadas, que son un tormento para todos, pero mientras Eduardo viva, esta triste situación persistirá -se puso serio por unos momentos, con los ojos fríos, duros, serenos-. Y así están las cosas, pero cuando Escocia recobre su verdadera libertad, Inglaterra podrá descansar en paz. -Bien, señor. Pero hasta que eso suceda, ¿os importaría dejarme a mí descansar en paz? -Por supuesto, milady. Como deseéis. Se levantó y se fue recoger su ropa que estaba en el brazo de una silla cerca de la jofaina. Dándole la espalda, se puso las polainas, una camisa limpia de lino y se cruzó el tartán sobre un hombro, prendiéndolo con un broche de plata. Mientras iba hacia la puerta, se giró. -Lady Eleanor, ¡Santa Leonora! Por ahora, seguís siendo mi rehén. Pero sois libre, cuando queráis, de mirar lo que deseéis. -Nunca pierdo de vista a mis enemigos. Él sonrió. -Ni yo tampoco, milady. Ni yo ampoco.
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CAPITULO SEIS AQUELLA TARDE arriaron las velas y amarraron el barco. Al oír los gritos de la marinería, Eleanor comprobó la puerta y vio que el cerrojo no estaba echado. El barco noruego, seguido probablemente del pirata, y de los dos escoceses, echaron el ancla. Escuchando a los marineros, a pesar del noruego en el que hablaban, se enteró de que estaban enfrente del puerto de Calais. El nombre no le decía mucho, y aunque en casa de su padre tuvo profesores que le enseñaron idiomas, geografía e historia y, por supuesto, religión, nunca había estado fuera de su país. Los franceses eran gente civilizada, a pesar de que sus reyes y los ingleses estaban todo el día a la greña. Alain era inmensamente rico y poderoso, y seguramente su nombre era conocido en toda Francia. Si pudiera llegar a un puerto seguro y pedir ayuda, podría llegar hasta él y dejar de ser un rehén en la búsqueda de ayuda extranjera de los escoceses, y en su continua rebelión contra Inglaterra. Se apartó un poco, escuchando atentamente. Wallace seguiría a bordo de este barco, encerrado en el camarote central con sus compañeros, mientras hacían planes para cuando desembarcaran, enviando recado al rey de Francia, advirtiéndolo de su llegada para audiencia. No se arriesgaría a que ninguno de los noruegos o escoceses se dieran cuenta de sus intenciones. Darían la alarma al instante. Pero si no actuaba rápidamente, estaría pronto rodeada de enemigos y la huida sería imposible. Se puso ropa ligera, guardando con cuidado monedas de oro y plata en los bolsillos interiores de su túnica, y colgándose un raro medallón celta de su madre, adornado con rubíes y esmeraldas. La vida le había enseñado que los hombres podían ser sobornados, y la seguridad y los viajes, comprados. Calculaba, por supuesto, el peso que llevaba encima, porque sería bastante difícil robar un bote; así, deslizarse por la borda y nadar hasta el puerto era la única opción que le quedaba. Cargada con lo necesario para sobrevivir, rezó un momento, y se dispuso a huir. Salió del camarote sin problemas. En cubierta, sonrió a varios marineros, asintiendo seriamente a otros con la cabeza; algunos reían, silbaban y cantaban, mientras otros permanecían serios todo el tiempo. Cuando todos parecieron verdaderamente ocupados, fingió volver a su camarote, pero en cuanto le dieron la espalda, se deslizó por la borda. La distancia hasta el agua le pareció una eternidad, y el agua seguía helada. Se sumergió sin pensar, antes de conseguir el control en las profundas, frías y oscuras aguas, y detenerse para bracear de vuelta a la superficie. Salió, desesperada, abriendo la boca en busca de aire. Respiró entrecortadamente, sintiendo escalofríos en la piel aterida. Al instante, el miedo volvió, temerosa de que se hubiesen dado cuenta de su fuga en el barco. Pero no se oía nada parecido a un grito de alarma, ni tampoco la seguía nadie. ¿Así que él siempre vigilaba a sus enemigos? Pensó, no sin cierta presunción. Él sí que había subestimado a su enemigo. Como hizo en Falkirk, y ahora también. Temblaba tanto que casi se muerde un labio. No pensó matarlo en aquella ocasión: ya había visto demasiada sangre, como para herir o asesinar a un hombre. Pero él se detuvo enfrente de ella, y eso fue su perdición. Su huida de hoy no le haría ningún daño, y sabría entonces lo que es exigir libertad. Dio la espalda al barco y nadó. La distancia al puerto era superior de lo que imaginaba, y parecía mayor en medio de las gélidas aguas, con el peso de las monedas y las joyas que llevaba. No se oía a nadie trabajar en los muelles cercanos, y a pesar del frío y del cansancio, se forzó a nadar más al sur, para llegar a algún lugar donde conseguir calor y abrigo.
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Habiendo llegado tan lejos, pensó que todo iba a salir bien y que llegaría hasta el rey de Francia sin la compañía de sus enemigos. Y también pensó que sobreviviría a cualquier extraño que se encontrase. Cuando llegó a la playa de la bahía, se tumbó como muerta, respirando pesadamente con la boca, tan exhausta que ni siquiera podía encogerse contra sí misma para darse calor. Cerró los ojos, temerosa al principio, pensando que se moría; su corazón latía tan rápido que parecía que iba a salirse del pecho. Trató de respirar más profundamente y, al hacerlo, sintió que el frenético pulso de su corazón disminuía. Pero justo cuando pensaba tener bajo control su vida, se quedó inmóvil al sentir la hoja de una espada en la garganta. Aturdida, abrió los ojos rápidamente, mirando hacia arriba, y luego gateó evitando la punta del arma. La blandía un tipo extraño con pinta de asesino, llevaba una capa grande de pieles encima de una túnica, polainas elegantes y unas suaves botas de cuero. Apenas podía ver más, pues tenía la cara casi oculta por el ala caída de un sombrero con plumas, un parche cubría su único ojo, y una máscara gran parte de la cara. Quizá fuese un leproso. Respiró tan profundamente que casi se ahoga y se puso a toser. Luego retrocedió, y reptó con el filo de la espada siguiendo todo el tiempo su garganta. Cuando consiguió ponerse de pie, el hombre seguía sin hablar, y ella empezó a excusarse. -No os he hecho daño. ¿Por qué me perseguís? -estaban en Francia y seguramente sería francés. Tenía que entenderla. Como era costumbre dentro de la aristocracia inglesa, había aprendido el franco normando de la Casa Real de los Plantagenet antes que el inglés materno de su propia casa, o el gaélico de los cercanos vecinos escoceses del norte. El hombre retiró la espada, pero siguió sin decir nada, caminando a su alrededor. Ella se volvió, molesta por tenerlo a la espalda, pero mientras seguía sus movimientos vio que no estaban solos. Otros dos hombres venían por la orilla de rocas, rodeándola. -De acuerdo. ¡Escuchadme! -dijo lentamente, con los puños cerrados contra la cintura, adoptando un tono firme, autoritario. majestuoso y audaz que distaba mucho de sentir. No era fácil ser valiente, congelada y temblorosa en una playa de piedras, con el sabor del océano todavía en los labios, y un vestido que se incrustaba en ella con cada ráfaga de viento helado-. ¡Estoy aquí para reunirme con uno de los hombres más importantes del reino de Francia! Si algo me sucede, os dará caza y os hará pedazos uno a uno. ¿Me entendéis? Durante un largo e inquieto momento, nadie dijo nada. Luego, el enmascarado de la espada dio un paso adelante. -¡Tengo dinero! ¡Puedo pagar para que me dejéis en paz! -gritó. Vio aliviada cómo el hombre envainaba el acero. -Debéis ayudarme. Si lo hacéis, seréis recompensados. Si os ne gáis, os harán picadillo. Eleanor pensó que el hombre había entendido. Quizá fuera un ladrón y el peor asesino de Calais, pero sabía lo que era el dinero. -¿Entendéis? -preguntó. Parecía que no. Él la cogió y Eleanor gritó, poniéndose rígida, dispuesta a luchar, pero la tenía bien agarrada. La atrajo hacia él, con la espalda contra su pecho, manteniéndola allí con la fuerza de un solo brazo. Chilló y empezó a luchar en serio cuando sintió las manos del hombre sobre sus ropas. Lo pateó, se retorció, y estaba segura de haberle hecho daño, porque le oyó gruñir. Pero tal como la agarraba, como una boa constrictor, apenas podía
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respirar, y no podía usar los brazos. La estaba aplastando, asfixiando... Y él tenía la mano izquierda libre, para registrar sus ropas. Y encontró los bolsillos donde guardaba el dinero y las joyas. Sus hombres llegaban detrás de él. Uno de ellos, un tipo bajo y delgado vestido con un distinguido abrigo de pieles, se puso enfrente, sonriendo descaradamente. -Creo que nuestro amigo ha decidido que no necesita pediros el dinero, no al menos, mientras pueda cogerlo. Seguía sin poderse mover. Los otros dos hombres, vestidos con ropa elegante, robada sin duda, se acercaron ayudando a su asaltante a despojarla del contenido de sus bolsillos. Se retorcía, se agitaba y daba patadas, pero no había nada que hacer. Sus pies estaban sujetos, atados con el cinturón de alguno de ellos, y se encontró de nuevo sobre la arena, con la ropa empapada sobre su cuerpo. El canalla enmascarado podría muy bien haber sellado el destino de Eleanor contagiándole la lepra, si ella no hubiese sobrevivido al ataque echándose boca abajo. Luchó con tal desesperación que casi le arranca la mascara de un golpe, pero él la cogió de las manos y la ató por las muñecas con una tira de tela arrancada del dobladillo de su traje. Chilló dominada por el pánico, y uno de los ladrones vino con una manta de piel, echándola sobre su cara. Luego notó cómo la levantaban y la ponían después sobre la grupa de un caballo. Un hombre montó a su lado. El hombre espoleó al corcel y empezaron a galopar. ¡No era mal trote para caballo tan grande, si hubiese sido ella la amazona! Pero estaba dando botes, golpeándose con cada movimiento de las patas delanteras del caballo, y luego contra las rodillas del jinete, y así sin parar. Cabalgaron durante bastante tiempo. ¡Tenían que estar cerca de la civilización! Pero negándose a aceptar su más que probable destino, empezó a hacer planes para chillar lo más alto posible en cuanto oyese algo de actividad a su alrededor. Alguien la entendería cuando explicara que quería encontrarse con el conde Alain de Lacville. ¡Y esa gentuza se daría cuenta del lío en el que se habían metido! Sabía muy bien que el propio Alain no se lanzaría a su rescate, era demasiado mayor, pero que, en cambio, enviaría a docenas de hombres a vengarla, y estos ladrones que ahora le faltaban al respeto, pronto colgarían del patíbulo más alto de Francia, si antes no eran acuchillados por las valerosas espadas de los caballeros de Alain. Al fin, se detuvieron y no oyó ningún ruido. Cuando el jinete desmontó, y trató de alcanzarla envuelta en la asfixiante manta de pieles, notó que estaba temblando; era incapaz de permanecer de pie y mucho menos de encontrar aire para gritar. Las rodillas se negaban a sostenerla e iba a caerse, cuando el leproso la sujetó. Ella se encogió en la manta, para evitar el roce del hombre que la sostenía. Estaba mareada y respirar le resultaba tan difícil que rezaba para que se moviera la manta tan solo un momento para poder aspirar algo de aire fresco. En poco tiempo, su plegaria fue atendida. Entraron en un edificio, y ella oyó el ruido de las botas contra el suelo de madera. Intuyó que había escaleras, porque estaban subiendo, luego la echaron en algo bastante cómodo. Noto sábanas y un colchón de plumas. Después se arrancó la manta de pieles de la cara. Empapada, desgreñada y temblando, todavía miró fijamente la cara enmascarada de su raptor; no pudo ver nada, ni siquiera el color de sus ojos, ya que el ala del sombrero los tapaba. El miedo la asaeteaba como relámpagos en la tormenta. No sabía dónde estaba, excepto que era una habitación desnuda, con el suelo y las paredes de madera, cerca de Calais, en Francia. El hombre se quedó al lado de la cama observándola. Tenía las ropas húmedas, rasgadas y pegadas contra el cuerpo; desesperada, abrió la boca para respirar al darse cuenta del peligro en el que se encontraba; una cosa era morir, pero esos hombres podrían hacer que su destino fuese largo y doloroso. ¿Cuántos eran? ¿Qué
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podían hacerle? E incluso aunque Alain la vengara, después de que abusaran de ella y la torturaran, ¿de qué le serviría yaciendo en un ataúd? Se humedeció los labios. -Por favor... estáis en una situación en la que no podéis ganar nada. Si me herís, o me matáis... Alain os matará a vos... Habéis matado antes. Y moriréis. Os dará caza por toda Francia y os torturará. Ayudadme. Ayudadme a encontrarme con él, y se os recompensará. Se calló, porque su secuestrador se daba la vuelta, dispuesto a dejar la habitación. Se sintió llena de alivio. No iba a violarla, mas la tranquilidad huyó de su corazón tan rápido como había venido. No iba a hacerle daño por el momento. Pero volvería. -Esperad. No lo entendéis. De verdad que no lo entendéis. Moriréis, dolorosamente, horriblemente. Por supuesto que... Cerró la boca. Si era un leproso, como suponía, estaría más que dispuesto a enfrentarse al rápido fin de la espada. Pero si no lo era, lo mejor para ella sería sufrir ahora la muerte súbita del acero... La puerta se abrió y cerró. El hombre se había ido. Se lanzó hacia la puerta, pero dudó en el último momento, esperando. Estaba segura de que el hombre permanecía al otro lado, esperando a que tratara de abrir la puerta. Esperó y tuvo razón. Unos segundos después, oyó cómo se deslizaba silenciosamente el cerrojo. Se separó de la puerta y examinó la habitación. Y eso es lo que era simplemente. La cama estaba hecha con una manta delgada y sábanas de lino. Estas parecían limpias, y el suelo de madera estaba barrido. Había una caja pulida de madera con un cántaro de agua. Nada más. Pero la habitación tenía una ventana. Temblando, tiró las pieles y corrió hacia ella. Comprobó con alegría que se abrían fácilmente, miró fuera, y su gozo en un pozo. Esperaba encontrar un callejón, o una calle con edificios cercanos. Pero la casa en la que estaba se alzaba en medio de una colina, o así lo parecía, muy lejos de la ciudad de Calais, que estaba rodeada de tierra. Sin embargo... Miró hacia abajo. El suelo estaba lejos, pero si pudiera huir de la habitación, no habría muros que le impidieran reconocer el sitio, y si escapaba, huiría. Estaba convencida de estar en un altozano, y que la ciudad y su ajetreo tenían que estar debajo. Mientras miraba fuera, se asustó con el corazón brincando al oír de nuevo el cerrojo y abrirse la puerta. Cerró la ventana, apartándose. Era una mujer, de unos treinta y tantos años; debía haber sido bastante hermosa en su juventud, pero ahora, su aspecto enjuto y circunspecto afligía sus rasgos, y le daba una aire agobiado a sus ojos. Unos ojos, que al igual que el cabello, habían sido de un brillante color castaño oscuro. Llevaba el pelo suelto, sin ningún tocado, y le caía por la espalda como olas profundas y negras. Examinó a Eleanor, recorriendo su cuerpo con una mirada dura y llena de sorprendente malicia. -Venid -dijo desdeñosa. -¿Adónde? -preguntó Eleanor, enderezándose. -A bañaron. Se quedó donde estaba, otra vez desdichada, con la ropa húmeda, fría y llena de sal, pero muy poco dispuesta a quitársela, especialmente delante de esa mujer. -Prefiero quedarme aquí. -¿Queréis seguir empapada? -preguntó la mujer. -Lo que quiero escuchar es que me van a llevar con mi prometido, o que está de camino para recogerme. Hasta ese momento, esperaré. La mujer sonrió burlonamente.
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-Entonces esperaréis hasta que os salgan canas en el pelo. -No importa. Aguardaré. -No esperaréis. Vais a venir conmigo. Eleanor calculó que tenían el mismo tamaño, y aunque no llevaba espada, se veía capaz de enfrentarse a ella. Pero la mujer no hizo el menor gesto de ataque. -O venís conmigo, o tendré que tomar otras medidas. Esto le hizo recelar, y empezó a temer lo peor cuando entró otra mujer. Era un poco más alta y fornida, pero en estos momentos le pa recía un gigante rubio, de ojos azules: podía ser una diosa nórdica ve nida del Walhalla. Era una mujer impresionante, con un tamaño y fuerza, posiblemente, igual a la de la mayoría de los hombres. -¿Algún problema? -preguntó, pasando la vista de la mujer de pelo castaño a Eleanor. -La dama no desea quitarse la ropa mojada. -Tenéis que hacerlo -dijo la rubia, estudiando a Eleanor. Sintió algo parecido a un trueno resonando en su corazón, mientras miraba a las dos mujeres dirigiéndose hacia ella. La rubia también llevaba el pelo suelto, las dos vestían ropas baratas de lino, pero no parecían pobres o pordioseras. Había algo extraño en sus vestidos, y aunque se acordó que estaba en Francia, seguían viéndolas extrañas. -Escuchen, por favor -dijo, tratando de controlarse y razonar-. Me parece que no saben exactamente quién soy yo. -Sabemos muy bien quién sois vos -dijo la morena. -Valgo una gran cantidad de dinero -insistió. Las dos la echaron un vistazo, y empezaron a reírse. -Miren... -Vamos, por favor. Tenemos cosas que hacer. Eleanor echó la espalda hacia atrás, e inmediatamente se lanzó contra ellas, pensando que podría cruzar entre las dos mujeres, y dando un salto enloquecido, alcanzar las escaleras, llegar a la puerta y salir al campo. La idea era una locura, pero no tenía nada que perder. Avanzó con la cabeza alta y empezó. a pasarlas, llegando a un rellano con paneles de madera, donde vio las escaleras, pero la morena había prevista su maniobra, y antes de que pudiera escaparse, estaba ya a su lado agarrándola por el pelo. -¡Alto! chilló Eleanor, sujetándose su cabello, mientras se retorcía, dando patadas, impotente, sin poder usar las manos para dar puñetazos. La morena aulló, saltando sobre un pie, pero la rubia la atrapó por la espalda, apretando tanto el hombro de Eleanor que casi lo disloca. Justo en ese instante, el pequeño y bien vestido francés llegó subiendo rápidamente por las escaleras, con el leproso detrás. -¿Qué está pasando aquí? -preguntó. -No quiere bañarse dijo la morena agriamente. El leproso enmascarado apartó enfadado al apuesto francés, y Eleanor retrocedió llena de pánico. -No. No quiero que... Demasiado tarde. La agarró por la muñeca, tirando y arrastrando de ella por el rellano hasta una habitación donde había una tina de madera llena de agua caliente. La obligaron a darse la vuelta y la empujaron dentro, y mientras ella trataba frenéticamente de coger aire, notó cómo empezaba a romperse la tela de su vestido. Trató de girarse, pero la fuerza de sus brazos la mantenía inmovilizada. Gritó, lo insultó e intentó moverse otra vez, sacudiendo los brazos. Y aunque un gruñido le advirtió que al menos había conseguido darle un golpe, se dio cuenta que si seguía así, sería ella la que
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terminaría de romper su propia ropa. Magullada y mojada, las vestiduras terminaron por caer, a pesar de intentar sujetar los últimos jirones. Y cuando se quedó desnuda, aulló cuando las manos del leproso... con las manos desnudas... la cogieron por la cintura y, levantándola, el enmascarado la metió en la bañera. El agua caliente le sobresaltó al principio. Luego se abrazó a sus propias rodillas, ocultando sus senos. Él se había ido, y su ropa yacía en el suelo hecha pedazos. Pero se había ido y un gran alivio la inundó. Pero entonces entraron las dos mujeres, y la rubia, riendo, se acercó. Hizo una profunda reverencia. -El jabón, milady. -¡La ropa! ¡Condesa! -dijo la morena, tirando un vestido de lino al agua caliente. Eleanor se quedó mirándolas con un odio profundo y creciente, que evitó que rompiera en lágrimas de infortunio. -Y esto para el pelo -dijo la rubia, enseñando un frasco pequeño-. Sentaos y os ayudaré a lavarlo. -No me toquéis -gritó nerviosa Eleanor. La rubia miró a la morena y se echó a reír. Se pasó la lengua por los labios. -La! ¡Anne-Marie! ¡La condesa me tiene miedo! Anne-Marie se partía de risa, y acercándose a la tina, señaló un rizo del pelo de Eleanor. Eleanor se acobardó, lo que provocó más risas. -¡Ah, chérie! No tengas miedo de nosotras. Ni a Héléne ni a mí nos gustan las mujeres. ¿Verdad, Héléne? -Excepto que el precio sea alto... muy, muy alto -respondió Héléne. Mirándolas fijamente, Eleanor se dio al fin cuenta que la habían traído a una posada de carretera, a un lugar habitado por asesinos y prostitutas. Atónita y asombrada, abrió mucho los ojos haciendo que las mujeres estallaran en carcajadas otra vez. Pero entonces, y por extraño que pareciese su súbito silencio le acarreó un destello de simpatía, al menos, por parte de Héléne. -No vamos a haceros daño--dijo en voz baja, sin el menor asomo de burla-. Os han recogido medio muerta de frío y con la ropa empapada. Además, ¿qué hacíais en pleno invierno, nadando en esas aguas heladas? Sobre todo, después de... -¡Héléne! -le cortó bruscamente Anne-Marie. Había una banqueta al lado de la tina y Héléne dejó el frasco sobre ella. -Es para vuestros cabellos -repitió-. Os dejamos a solas, pero estaremos fuera esperando. ¿Me comprendéis? -Perfectamente -respondió Eleanor. Las dos mujeres se miraron y salieron, cerrando la puerta. Eleanor, temblando, bajó la cabeza y sintió el calor del agua contra su cuerpo aterido. Se recostó, tratando de no tiritar, rezando para que un rayo de luz iluminara su mente con un plan. No entendía nada. Estas gentes eran ladrones, matones y prostitutas. ¡Tenían que necesitar el dinero que ella podía darles! Sin embargo, se reían de la recompensa e ignoraban sus amenazas. La habían dejado realmente sola, pensó un momento después. El agua la había calentado, el jabón era suave y olía bien. Era magnífico sentirse limpia y con calor otra vez. Pero ¿con qué propósito? Empezó a tiritar de nuevo, pensando en el leproso que la había capturado, el hombre enmascarado. El hombre de la espada, que estaba siempre callado, pero que parecía el jefe de esos miserables. ¿Acaso importaba? Pero si de verdad tenía la enfermedad...
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Se sentó en la tina, recordando sus manos. Sus manos. Desnudas, sin los guantes que llevaba antes. La había tocado con ellas y las había visto en medio del pánico, cuando se debatía. Eran manos sanas, con la piel inmaculada, sin heridas. Así que no era un leproso y ocultaba su rostro por otras razones. Quizá estuviese horriblemente desfigurado, o era uno de los proscritos más buscado por las autoridades francesas, y por eso no se atrevía a mostrar la cara. Mientras reflexionaba sobre estas posibilidades, se abrió la puerta. Volvió a protegerse los senos contra las rodillas y miró a su alrededor a la defensiva. Era la rubia, Héléne. -¿Habéis terminado, milady? Ah, veo que no os habéis lavado el pelo. Os ayudaré. -No. Yo misma me lo lavaré. -Como deseéis. Luego entró Anne-Marie y le susurró algo a la rubia. Elcanor apenas entendió algo, pero pudo escuchar lo siguiente: «... el precio de ella». Héléne se giró hacia Eleanor. -Hay una toalla detrás de la banqueta y ropa. Ahora que os habéis acostumbrado a... pero, será mejor que os la pongáis. ¿Eh, milady? Héléne salió de la habitación y Anne-Marie iba a seguirla, pero se detuvo, e inclinándose sobre la tina, le susurró en la nuca. -Limpiaos bien el pelo, milady. A el le gusta el dulce olor a pelo limpio y la piel perfumada. Eleanor se aferró a la tina. -Me importa un comino lo que a el le guste. -Pues debería. Porque si no... bien, ya veremos lo que hacéis, ¡inglesa! Anne-Marie se fue de la habitación sin esperar a su réplica. Eleanor se consoló pensando en la bofetada que le gustaría propinar a esa imbécil de Anne-Marie. Pero era consciente de que podía volver, y le llenaba de esperanza la posibilidad de que hubiese alguien fuera negociando su rescate. Así que se hundió en el agua, se lavó el pelo y se obligó a disfrutar del agua caliente. De repente, la tina le pareció tan fría como su futuro. Echó un vistazo a la puerta, temerosa de que se abriese, pero seguía cerrada. Salió del agua, cogió la toalla y se secó rápidamente. Habían dejado una camisola de lino sin planchar y una túnica de lana azul pálido. Se vistió, contenta por las ropas, aun cuando pudieran ser de la despreciable Anne-Marie. Apenas empezaba a alisarse la ropa cuando la puerta se abrió, y la propia Anne-Marie vino a buscarla. -Debéis volver a vuestra habitación. Rápido. Tenéis una visita. -¿Quién? -preguntó, tragando saliva. Trató de controlar un temblor, esperando que no se refiriera al «el» que le gustaban las mujeres con el pelo limpio. -¡Moveos! -dijo Anne-Marie Por pura dignidad, se quedó donde estaba. Anne-Marie se pavoneó a su lado. -¿Tengo que pedir ayuda? -¿Moverme dónde? -preguntó. -De vuelta a vuestra habitación. -Muy bien -dijo majestuosamente, precediendo a la morena fuera de la habitación, muy consciente de que la tenía a su espalda. Lanzó una mirada de deseo a las escaleras, pero no se arriesgaría a otro encuentro con el asesino francés que la había traído aquí, ni mucho menos, sabiendo que volvía a la habitación con aquella prometedora ventana que podía conducirla a la libertad; ni tampoco después de haber oído por casualidad aquel
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«precio de ella» que mantenía la esperanza de su libertad ardiendo en su corazón. Entró en la habitación y oyó detrás cómo cerraban de un portazo. Corrió hacia la ventana, abriéndola, y miró fuera otra vez. Una esperanza que se desvanecía. No había árboles cerca, y el suelo estaba demasiado lejos. ¿Hasta dónde podría llegar con una pierna rota? Notó como se deslizaba el cerrojo y cerró la ventana. Se dio la vuelta y se alejó de la pared. La puerta se abrió de golpe. Se quedó boquiabierta, atónita. Era Brendan. Alto, como una montaña, llenaba el vano de la puerta, con el tartán envolviéndole la cintura y cruzándole el hombro. Era la viva imagen que de un escocés tendrían los franceses; en toda su vida, Eleanor jamás hubiese creído que se alegraría tanto de ver a un enemigo. -¡Brendan! -susurró su nombre, y sin pensarlo, cruzó volando la habitación, arrojándose en sus brazos. Sorprendido, él la sostuvo y, sujetándola suavemente, levantó su mejilla, mirándola a los ojos. -No os lo podéis imaginar -le dijo ella-. ¡Gracias a Dios que habéis venido! No podéis imaginar que tipo de gentuza es esta. -¿Peores que los escoceses? -preguntó él, consternado. Eleanor retrocedió al darse cuenta de que se burlaba de ella. Y se ruborizó al percatarse cómo lo había recibido. -Brendan, ¿habéis venido a sacarme de aquí? Os maldije por haber asesinado a tantos compatriotas míos, y sí, estaba convencida de que mi vida iba a ser mucho peor cuando os vi en el barco pirata, pero... Alain os recompensará si me ayudáis. Por favor, ¿habéis...? Él entró en la habitación y cerró la puerta. -Esta es una situación muy grave, y lo digo en serio. No somos franceses, no tenemos un ejército y estamos a merced de estos ladrones. -Pero, seguramente, habrá alguna autoridad, podéis mandar a alguien a París y... -Por supuesto que puedo mandar a alguien, pero tardará. Y estoy seguro de que va os habréis dado cuenta qué tipo de sitio es este... para marinos en tierra. Y viajeros. -¡Querréis decir asesinos y ladrones! -Más o menos. -Pero, Brendan, habéis venido... -En cuanto supe que estabais aquí, vine lo más rápido posible -le aseguró él-. Me quedé de piedra, por supuesto. ¿Qué os sucedió? ¿Justo cuándo estabais a punto de reuniros con vuestro bienamado prometido y el rey de Francia? ¿Caísteis por la borda? -preguntó Brendan, y Eleanor no sabía si estaba preocupado de verdad, o si se reía de ella. Más bien era la última posibilidad. -Pues sí. Me caí por la borda. Él asintió, y se dio la vuelta hacia la puerta. -¡Brendan! -¿Qué'? -{,Qué vais a hacer? ¡No podéis dejarme aquí! ¡No! -Milady, sois vos la que os habéis metido en esta situación. -¿De verdad? ¿Fui yo la que asalté mi propio barco? -exclamó llena de ira y miedo. Él arqueó una ceja. -No, milady. Pero tampoco fui el primero en hacerlo. Nosotros queríamos llevaros a la corte francesa. Pero ahora... -Brendan, no os atreváis a dejarme aquí.
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-Intentaré negociar lo mejor posible vuestra libertad -dijo dudando-. Claro que nosotros solo somos unos pobres proscritos, y me temo que necesito vuestro permiso para buscar alguna compensación entre vuestras pertenencias del barco. Se quedó sin aire, mirándolo fijamente. -Yo. ¡Yo... llevaba todo lo que tenía encima! -susurró. -¿Os referís a cuando os caísteis? Volvió a girarse hacia la puerta. Ella fue tras él, poniéndole una mano en el brazo. Brendan se giró, mirándola, y Eleanor la retiró al instante. -Tiene que haber algo que podáis hacer. -Milady, lo intentaré. Lo intentaré con todas mis fuerzas. Dios sabe que no queremos dejaros en las garras de un asesino mudo y loco. Es posible que ese individuo esté algo más que loco, es un leproso... -No es un leproso. -¿Estáis segura? -preguntó, clavándole los ojos, volviendo a arquear una ceja. -Le vi las manos cuando no llevaba guantes. Quizá tenga la cara llena de cicatrices. -Es posible. Puede que le cortaran la cara en la batalla en la que perdió la lengua. -Brendan. ¡Tenéis que hacer algo! -Naturalmente. Por supuesto. Claro que haré algo. -No me abandonaríais aquí por venganza, ¿verdad? Él se detuvo, recostándose contra la puerta, estudiándola y son riendo lentamente. -¿Venganza? ¿Vengarme yo de la extraña belleza que imploró piedad justo antes de traicionarme? -¡Estábamos en guerra! -le recordó ella. Brendan no replicó. Ella inclinó la cabeza; ya no aguantaba más. Cruzó los dos metros que había entre ellos y puso las manos en su pecho, mirándolo a los ojos. -Por favor. ¡Por el amor de Dios, Brendan! ¡Por favor! Os lo suplico, ayudadme. Si alguna vez... -¿Si alguna vez, qué? -preguntó bruscamente. -Si alguna vez os puedo ayudar, ¡juro que lo haré! Brendan fijó la vista en sus ojos durante unos segundos y luego tomó sus manos entre las suyas. Eleanor se quedó estupefacta cuando él las besó suavemente, sin dejar de mirar sus ojos. -Milady. Haré todo lo buenamente posible. Y se dio la vuelta. -¡No os vayáis! ¡No me dejéis! -Debo hacerlo. Se separó de ella, apartándola firmemente, yabandonó la habitación. Eleanor oyó cómo se deslizaba el cerrojo yluego una voces. Los sonidos se apagaron. Se sentó a los pies de la cama, incapaz de dejar de temblar. Se pasó los dedos entre el pelo húmedo, intentando adecentarlo un poco. El tiempo transcurría y nadie venía. Pasó una hora, y luego otra, y el cerrojo se deslizó. Se puso de pie, ansiosa, llena de esperanza. Era Arme-Marie. Llevaba una bandeja con comida y una jarra de madera, que dejó en el único mueble que había. A -Pan, queso, pescado y vino. ¡Y un cepillo! -dijo, dándole la espalda a Eleanor. Luego, se dio la vuelta y sonrió presuntuosamente-. c 1l le gustan las mujeres con el pelo suave y suelto. -Os he dicho ya que me importa un comino lo que a él le guste -respondió, entrecerrando los ojos.
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-¿Me quedo? -preguntó Anne-Marie, dulcemente en tono falso. -No estaré aquí mucho tiempo. -¿De verdad? ¿Es por el escocés? Él lo ha despedido. -¿Qué? -preguntó a su pesar, rápida y bruscamente. Su miedo provocó un enorme placer a Anne-Marie. -El escocés no tenía nada que ofrecer, o no llevaba nada consigo. Y sabía que luchar significaría su muerte. Jacques le dijo que no merecía la pena morir por una mujer inglesa, y en eso el escocés estuvo de acuerdo. Vos misma conoceréis a Jacques. Más tarde, por supuesto. Y ahora, ¿me quedo y os peino, milady? No. Pero Anne-Marie no se movió. Necesitaba estar a solas. Eleanor cogió el cepillo y sintió que se arrancaba la irritad del cabello cuando empezó a peinarse tratando de desenredarlo y de deshacer las greñas, para librarse de una vez por todas de la francesa. Al fin, Arrue-Marie se fue, echando el cerrojo. Elcanor se apresuró hasta la ventana y la abrió. El pescado olía bien. pero apenas era consciente de estar en ayunas. Sus ganas de huir eran más fuertes que su hambre, mientras pensaba que abrir la ventana no era la verdadera respuesta. Miró hacia la cama. La manta de pieles que antes le había casi asfixiado seguía allí. Y había algo mas. Las sábanas de lino. Si las rasgaba... Eso haría. Quizá no fuera suficiente, pero bastaría para que la cuerda que anudase llegara a escasos metros del suelo. Puso manos a la obra. Con cuidado y en silencio movió la cama centímetro a centímetro hasta la ventana: tenía que asegurar en algún sitio la cuerda de lino. Luego desgarró las sábanas con los dientes para atarlas mejor y sujetarlas a la cama. Trabajó rápidamente, sin darse cuenta de la oscuridad, consciente de que cada minuto que pasaba la puerta podría abrirse. Terminó. Se subió al alféizar de madera y se deslizó abajo, muy abajo en la noche. Llegó al final de la cuerda. El suelo tenía que estar justo debajo... un pequeño salto. Tragó saliva y rezó. Caía. Y mientras lo hacía, un aullido iba naciendo en su garganta. La noche había cobrado vida de repente. Y seguía cayendo... cayendo... Pero no en el suelo, sino en los brazos de un matón francés con el rostro desfigurado por las cicatrices.
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CAPITULO SIETE NATURALMENTE, luchó. Y como una fiera. Se retorció, pateó, gritó, mordió y arañó. Pero todo era in~~C útil. Llevaba una ligera cota de malla debajo de su túnica y una capa. Esta vez llevaba las manos enguantadas y la máscara le protegía la cara. Ella se escurría como una anguila, girando y dando vueltas, pero no conseguía hacerle daño, y mientras daba la vuelta a la casa hacia la puerta principal, los otros los esperaban allí, riéndose de ella, moviendo las cabezas y gozando con su desesperación. Cuando la trajeron de vuelta, el pequeño y delgado francés estaba en el salón. Agitó la cabeza mientras la dejaban enfrente del fuego que ardía en una chimenea. Quería atacarlos, pero se contuvo, quedándose como muerta, y mirándolos con toda la furia del mundo. -¡Miserables! ¡No imagináis siquiera lo que os va a costar esto! Todos se rieron; el tipo delgado y sus dos compañeros de la playa. También estaban Anne-Marie y Héléne, aunque a esta la enviaron rápidamente arriba para que recogiera la cuerda de la ventana. El hombre enmascarado se quedó de pie delante del fuego, dándole la espalda. Jacques. Así se llamaba. Eso había dicho Brendan, antes de que el gran y valiente escocés la abandonara a su suerte. Se giró hacia él, hablándole a su espalda. -¡Jacques! Puedo conseguiros el perdón del rey. Y puedo cubriros de oro. Lo que llevaba en el vestido no era nada, ¡una minucia! ¿Queréis dinero? El se dio la vuelta y le clavó la mirada. Pero fue el francés delgado el que habló en su lugar. -Milady. Hay algo que debéis aprender. No todo se puede comprar con dinero. Hay cosas más importantes que todo el oro del mundo. -Pero... -Debéis volver arriba. -¿Por qué? -susurró. -Él irá a vos, y entenderéis. -No. Sois vos el que no entiende... -empezó a decir, pero él se acercaba hacia ella. Eleanor retrocedió-. Soy una condesa por derecho propio. ¡No podéis hacerme esto! Jacques siguió dándole la espalda, y el hombre delgado se acercaba. Los otros dos vacilaban hacia ella, pero antes de que el delgado pudiese alcanzarla, Jacques se giró repentinamente, mientras su capa sobrevolaba el fuego. Pasó al lado de los hombres y la agarró por la mano, tirando de ella. -¡No! -chilló, tratando de liberarse-. ¡No! Pero no pudo, y cuando luchaba más fieramente para soltarse, él se limitó a cogerla entre los brazos, que parecían barras de acero, y poco importó que se debatiera con ardor. Él la subió por las escaleras y la arrojó sobre el camastro, ahora sin sábanas. Abrió la boca para coger aire, dispuesta a pelear de nuevo, y gritar... Pero él se dio la vuelta, dejándola. Cerró de un portazo y echó el cerrojo. Se quedó quieta, exhausta y desesperada. Respiró profundamente durante unos minutos, mirando cansadamente las sombras de la habitación. Después se levanto y caminó. Habían puesto el camastro en su sitio. La bandeja seguía allí, se sirvió vino y lo apuró
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sedienta. Bebió más y se fijó en el cuchillo que habían dejado para que cortara el pan, el pescado y el queso. Lo miró fijamente y luego lo empuñó con las dos manos. ¡Lo mataría! Pero estaba embotado y sin punta. ¡Cómo mucho le haría un cardenal! Agachó la cabeza y miró la puerta. Tal vez estuviera embotado, pero era largo. Siguió estudiándolo y corrió hacia allí. Lo deslizó entre la puerta y la jamba, conteniendo el aliento. Entró... empujó un poco más adentro y topó con el cerrojo de madera. Cayó de rodillas. Sacó el cuchillo, y lo volvió a meter. Pero esta vez ello en la parte de abajo del cerrojo. Pesaba. Estaba bien encajado ell Su sitio. Nunca conseguiría levantarlo. Pero tenía que hacerlo, y rápidamente. Tenía la frente perlada de sudor, mientras lo intentaba una y otra vez, agarrando con las manos el mango del cuchillo, probando lentamente, arriba y arriba. Le dolían las muñecas, y sentía que sus dedos se rompían. Pero siguió. Casi lo tenía... Su puño giró, y el cerrojo cayó con un ruido sordo. Se sentó aterrorizada, escuchando mientras su corazón latía a toda velocidad. Nada. Abajo no habían oído nada. Esperó y empezó otra vez. Se obligó a concentrarse, ignorando los dedos torturados, las muñecas entumecidas y los pinchazos de dolor que le recorrían los brazos. Lentamente, lentamente... Levantó el cerrojo... Sus dedos aferraron el mango del cuchillo y usó un hombro para empujar la puerta. Se abrió con un crujido. A pesar del dolor de las manos y los hombros, consiguió que el cerrojo bajara lentamente, muy lentamente sin hacer ruido. De pie, se puso a temblar. Apenas era capaz de creer en su buena suerte, y estaba decidida a no dejarse capturar otra vez. Se movió con cuidado y silenciosamente por el rellano. Todos estaban abajo. Oía voces que llegaban del cuarto de la chimenea. -Bien, mi buen señor -estaba diciendo Anne-Marie-. ¡Me debéis una! ¡Vaya patada me ha dado! Deberíais verme la espinilla. Héléne se reía, muy contenta. -Tendríais que haber visto su cara cuando creyó que Anne-Marie y yo le íbamos a atacar. Y cuando le dijimos que a ninguna de las dos nos gustaban las mujeres... -A no ser que el precio fuera alto -río Aíztze~Mtirie. -Creía que estaba de verdad en grave peligro -añadió Héléne. -¡Podíamos haberla herido! ¡Lucha como una tigresa! -suspiró Anne-Marie. -¡Es una fiera! -apostilló el pequeño y flaco francés. Eleanor reptó por la escalera, mirando abajo, concentrada para moverse en el más completo silencio. Desde esa habitación no se podía ver la entrada de la casa, pero si conseguía que no la oyeran, podría arrastrarse muy lentamente y alcanzar la puerta principal, y la libertad. Alguien se apartó del fuego y se sentó a una gran mesa. Era el hombre enmascarado, Jacques. Ahora estaba sin guantes, se había quitado la máscara, pero no podía ver su cara. Estaba de espaldas. Tenía las botas sobre la mesa y jugaba indolentemente con un trinchante de madera con la mano izquierda. -Se podía haber matado, bajando así desde la ventana -dijo el francés moviendo la cabeza. -Su vida es lo que importa -interrumpió una voz diferente. Había otra persona en la habitación, y casi pega un grito al ver quién era, poniéndose la mano en la boca para sofocarlo. ¡Eric! No podía ser otro más que el fuerte noruego, que
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se sentó a la mesa enfrente de Jacques mientras hablaba. -Tienes toda la razón -dijo el francés delgado-. Se mata, y ¿qué tenemos? Nada. No me queda más remedio que admitir que me siento algo culpable. Nunca me he cruzado con una joven con tantos y vivos deseos de conseguir su libertad. -Nunca será libre -dijo entonces Jacques, el supuesto mudo-. Es una condesa, comerciarán con ella, la venderán y la comprarán, pero con esa afición suya a desafiar la muerte, nadando, dando saltos mortales, se merece una lección sobre los verdaderos horrores que puede sufrir una dama. Odia demasiado a los escoceses para creemos capaces de cuidarla. Pues entonces deberá ver qué más le puede ofrecer el mundo. Estaba cerca, muy cerca de la puerta. Pero al oír la voz de Jacques se quedó como muerta, ardiendo de furia en su interior. Nunca, en toda su vida, había estado tan encolerizada. ¡Era Brendan! Debería haberlo sabido. ¡Oh, Dios, debería haberlo sabido! No importaba que se hubiesen reído de ella. Habían hecho esto a propósito. Habían dejado que meditara sobre su situación en medio del terror y la angustia. Y él era el responsable de todo. Engañándola haciéndole• creer que la abandonaba a merced de un grupo de vulgares asesinos, en una guarida de ladrones. Le gustaría ahogarlo con sus propias manos y se sentía tan enfurecida que pensó que sería capaz de hacerlo. Pero se obligó a quedarse quieta y a pensar. La venganza sería mayor si conseguía escaparse de verdad, en vez de tratar de matarlo. Así que se tragó la ira y siguió no viéndose, escuchando las risas que había provocado Eric preguntando algo sobre su falso secuestro. Llegó al final de la escalera, y cuando estaba preparada para ir hacia la puerta, Héléne que se sentaba al lado de Eric, levantó la vista y se quedó mirando fijamente a Eleanor. Eleanor miró hacia atrás. -Mon Dieu! -gritó Héléne. Eleanor corrió hacia la puerta y la abrió de golpe. Ya estaba fuera, en medio de la noche en un prado enfrente de la casa donde media docena de caballos pastaban, y donde la verdadera libertad aguardaba. Pero una mano la agarró del brazo. Enloquecida y desesperada, trató de morderla. Sacudida, atrapada, y con el pelo cegándola, no se dio cuenta de que era Brendan el que la había capturado otra vez, hasta que ella se quitó los cabellos de los ojos y quedaron cara a cara frente a la chimenea. ¿Cómo podían haberla engañado? ¿Cómo no se había fijado en el azul de esos ojos, incluso debajo de la máscara? ¿Cómo no se había percatado del brillo negro azulado de su pelo? Su constitución, su altura... ¡Sus manos! -De acuerdo, os engañarnos. Pero os lo merecíais -empezó a decir. Pero Brendan no entendía que el engaño había sido perfecto y que la ira dominaba por entero a Eleanor. -¡Bastardo! Sois, sois un... ¡escocés! -lo insultó. Habían estado cenando, y quedaba un cuchillo en la mesa al lado de un filete de carne. Lo cogió y lo blandió ante Brendan. -¿Queréis ser un mudo sin lengua? Bien, señor, eso lo puedo arreglar. -Eleanor, soltad el cuchillo. -¿Eleanor, soltad el cuchillo? -repitió incrédula-. ¿Estáis bien de la cabeza? Os voy a hacer trizas. ¿Queréis alguna cicatriz en la cara? Eso también se puede arreglar. -¡Deteneos, Eleanor! Le hubiese gustado detenerse, pero estaba rodeada de gente. Las dos mujeres con caras
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pálidas, el pequeño francés, los otros dos tipos y Eric permanecían en silencio, contemplándola. Pero estaba lanzada, en el punto límite. Un aullido salió de su garganta y se abalanzó contra él, atacándolo. Pero no tuvo la menor opción. Brendan la sujetó por la muñeca, antes de que pudiera inferirle el más mínimo rasguño. Eleanor soltó el cuchillo y sintió que la mano se le hacía añicos. La rodeó con un brazo y la apretó fuerte contra su pocho. -Bien. ¿Puedo soltaros? -le susurró al oído. Ella asintió con la cabeza, y Brendan la soltó. Eleanor se dio la vuelta y sus puños volaron llenos de furia. Le propinó un buen guantazo en la mandíbula, pero se hirió los nudillos, cuando le golpeó en el pecho. Llevaba una liviana cota de malla. Aun así, hubiese seguido si él no la hubiese sujetado otra vez, aplastándola contra su pecho. Luego, la mostró a los otros y dijo: -Nos tendréis que perdonar, pero creo que este es un asunto que tenemos que resolver en privado. -No hay nada que discutir. Vais a morir por esto. Os colgaran de la viga más alta... Se calló de repente, cuando él la levantó y se la echó sobre un hombro. Exhaló de golpe todo el aire de los pulmones y se quedó boqueando. Brendan subía los peldaños de dos en dos, como si no sintiese su peso; la metió en el dormitorio donde había estado encerrada, antes de que ella pudiese tomar aire para zaherirle otra vez. Ya era de noche, pero había una vela encendida y en la chimenea las llamas brillaban e iluminaban la habitación, dando algo de calidez a las tinieblas invernales. No prestó atención ni al fuego ni a la luz, encendidos para su comodidad, pues por el momento solo sentía rabia y humillación. -¿Cómo habéis podido? ¿Cómo...? -preguntó llena de ira, golpeándole la espalda, inconsciente del daño que se infligía en las manos, hasta que él la acostó en la cama. Eleanor se irguió al instante sobre las rodillas. -Sois un infame. Sois peor... -Y vos os caísteis del barco -dijo Brendan, inclinándose hacia ella, haciendo que Eleanor se tumbara-. Apresamos vuestro barco y os salvamos de los piratas. No os tocamos siquiera un pelo, y a cambio os zambullisteis en un mar helado y arriesgasteis dos veces vuestra vida intentando huir de nosotros. Mientras lo único que queríamos nosotros era devolveros a los tiernos y amorosos brazos de vuestro prometido. Su réplica fue tan vehemente y burlona, que solo pudo seguir en silencio, mirándolo fijamente. -¡Un peón! -gritó-. Iba a ser un simple peón en vuestro juego. -¿Es eso tan terrible como para arriesgarse a la violación y la muerte`? -Lo que me habéis hecho no tiene nombre, ha sido horrible... -¿Por qué? ¿Porque llegué a conoceros tan bien que enseguida sospeché que os fugaríais nadando hacia el puerto? Había apostado hombres para que os vigilaran todo el tiempo, mi hermosa, gentil y bella inglesa. Y por supuesto, os estaba esperando en la orilla con un par de amigos. Os engañamos, milady y lo hicimos bien. ¡Pues os lo merecíais! -Me niego a ser un peón. Quiero mi libertad... -¿Libertad? Bien, eso es algo, querida niña... ¡Por lo que muchos llevamos luchando, sangrando y muriendo desde hace años! La pasión de sus palabras la hizo enmudecer. Se humedeció los labios secos, y respiró con avidez. Luego, Brendan la apartó y se dirigió hacia la ventana, desde la que le parecía que hacía siglos había tratado de escaparse. Se incorporó, consiguiendo sentarse en la cama, y se miró fijamente las manos. ¡Dios! ¡Estaban temblando! Contempló las anchas espaldas de Brendan, y el brillo oscuro de
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sus cabellos. Y sin mediar palabra, se puso de pie, lanzándose contra él. Pero él la esquivó, anticipándose al ataque y la agarró por los brazos cuando sus puños cerrados se dirigían contra su pecho de nuevo. -¡Bastardo! Tengo tanto miedo, miedo... Brendan presionó más, y Eleanor sintió cómo la aplastaba contra su pecho. Notaba su energía en las palmas de las manos y en las mejillas. Podía oír los latidos de su corazón. Luego levantó una de sus mejillas con los dedos, e inclinando la cara miró en sus ojos. -,Por qué no? ¿Acaso no son iguales todos los monstruos? ¿Por qué habría de ser mejor un monstruo francés que uno escocés? Ella movió la cabeza lentamente, observándolo. -Pensé que vos... Jacques... ese monstruo... vendría... vendría por la noche, y... Siguió moviendo la cabeza, mirando sus ojos, examinando los finos y fuertes trazos de su rostro. -Y yo podría haber muerto, miserable... pero yo... quiero, quiero... -¿Queréis qué? -preguntó excitado. -¡Os... os quiero a vos! -dijo susurrando la última palabra. Era algo que no quería decir, algo que no quiso admitir ni siquiera en su interior hasta ese instante. Pero el momento había llegado y no podía renegar de sus palabras, ni tampoco estaba segura de querer hacerlo. Sintió que se ruborizaba de la cabeza a los pies, roja como la grana, mientras le ardían las orejas. Brendan la miró profundamente con sus ojos azul cobalto llenos de nubes, y parecía que le temblaban las manos mientras la sostenía. Ella inclinó la cabeza, incapaz de sostener su mirada. No podía haber dicho eso. No quería decirlo, pero lo había dicho. -¿Qué decíais? -susurró él también. Ella movió la cabeza, incapaz de hablar, sin apenas respirar, y él la agarró por los hombros, dándole una firme sacudida que casi la tira, sin dejar de mirarlo a los ojos. -Decídmelo otra vez. ¡Explicaos! -insistía Brendan. Ella no podía. Había ido demasiado lejos, exponiendo sus debili dades. ¡Y Alain! No se merecía esto. No lo deshonraría. Pero... -¡Maldita sea! Decid algo -gritó él. -Haré lo que se espera de mí-dijo ella dubitativa-. Me han prometido a un hombre bueno, a una bella persona. Y yo... trataré de ser una buena esposa, lo haré feliz. Pero... es un hombre que tiene tres veces mi edad y... Era el turno de Brendan de inclinar la cabeza, y de perderse en los ojos de ella. -Así que dijo él con un tono medio burlón, medio triste-, yo sería una especie de experimento, milady, como una especie de souvenir. Y después os casaríais con el anciano conde de Lacville como os han ordenado. Viviríais con lo que llamáis honor y trataríais de hacerlo feliz. -Pero vos os alejaréis y moriréis por Escocia -dijo Eleanor-. Un falso sueño. -No es un falso sueño -replicó Brendan, apretándole las manos. -Tampoco es un falso honor el que le ofrezco a Alain. -¿Qué es exactamente lo que me ofrecéis? -preguntó tenso. -No es lo que ofrezco -respondió suavemente, mientras inves tigaba en sus ojos, sorprendida por la pasión y la intensidad en ellos Es lo que os pido. La soltó y se dio la vuelta. Cruzó la habitación dándole la espalda, y así seguía cuando preguntó: -Después de lo que os he hecho... aquí... ¿Os quedaríais conmigo? Tanto duró el silencio de Eleanor que él se dio la vuelta. Ella trató de mantener los ojos a su altura, pero los bajó. -Sí -respondió simplemente.
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Brendan volvió a su lado. Le levantó la barbilla y le acarició las mejillas con los nudillos, mirándole los ojos. Luego giró la mano, y con las yemas de los dedos volvió a acariciarle los pómulos. -¿Es esto lo que pedís? -dijo-. Estoy obligado entonces, milady. -No os burléis de mí -susurró Eleanor. -Si tengo que burlarme de alguien, milady, es de mí mismo. Solo de mí. Bajó un poco la mano y tocó sus labios. Los dedos se demoraban en suaves caricias en la mejilla y el mentón. La besó dulcemente, y sus bocas parecieron fundirse. Los labios y la lengua de Brendan separaban los suyos, y una exquisita, húmeda y apremiante calidez la recorrió. Nunca pudo haber imaginado que un beso le hiciera sentir así, no esperaba el ardiente fuego que parecía atravesarla desde los labios hasta el abdomen, envolviéndola completamente. Las rodillas amenazaban con doblegarse y temblaba de calor y de frío. Unas llamas parecían quemar su carne, su sangre, su alma entera. La pasión fuerte, viva y exigente dominaba sus caricias. Brendan jugaba con la lengua dentro de su boca, saboreándola, llenándola, excitándola. Se apoyó en sus hombros, abandonándose en ellos, y entonces, de repente, ya no estaba de pie, sino entre sus brazos. La besaba y su mirada parecía sujetar los ojos de Eleanor con un fuego azul, mientras susurraba en tono áspero. -¿Estáis segura? ¿Estáis segura de que es esto lo que queréis? Pues si esto es lo que me habéis pedido, os lo daré de todo corazón, pero no aceptaré una mirada de arrepentimiento, o palabras de reproche o enfado. Se humedeció los labios, sorprendida de que se hubiesen secado tan rápido, pasmada, pues estaban tan hinchados, tan ansiosos y anhelantes de sentir la tierna caricia de los suyos otra vez... -¡Estoy muy segura de lo que quiero! -prometió ella. La llevó por la habitación y la dejó sobre la piel que cubría la cama, buscando sus labios, besándola con tal pasión que la dejaba sin aliento, estremeciéndola. La levantó delicadamente, soltando con los dedos los lazos de su túnica de lana y de su camisola. Eleanor sintió las caricias de sus manos sobre la piel desnuda debajo de sus senos, mientras le quitaba la ropa. -¡La luz! -susurró-. La vela, apagadla. -Así está bien. Dejadla. -No quiero luz. -¿Os ocultaréis entre las sombras, Eleanor? ¿De quién? ¿De mí? ¿De vos? Nada de sombras, nada de oscuridades y ninguna mentira. Pero estaba sonriendo, estirado sobre ella, sosteniéndose con la fuerza de sus brazos y besando sus labios otra vez. Eleanor se sentía torpe medio vestida, notando la cálida luz roja del fuego en su piel desnuda y el resplandor brillante de la vela. Brendan seguía besándola, suave ahora, más fuerte después, explorando, hasta que se sintió sin aliento para siempre. Luego, se separó de ella, irguiéndose para quitarse su propia ropa. Arrojó la túnica que llevaba, luego luchó con las hebillas de cuero que sostenían la cota de malla, y Eleanor se encontró irguiéndose también, ayudándole con las tiras. La cota cayó al suelo, mucho más pesada de lo que parecía puesta en su cuerpo. Se quitó la camisa que llevaba debajo, luego las botas, las polainas, mientras ella esperaba en la cama de rodillas, con la mirada baja, otra vez torpe, desconcertada y anhelando la oscuridad. Seguía consciente de las llamas que se movían como olas de rojo y oro sobre ella. Las hermosas y hechiceras lenguas de fuego eran como cataratas que se deslizaban por su fuerte y ancho cuerpo. El baile de calor y luz hizo que sus músculos brillaran y se
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agitaran, y que su piel resplandeciera. Él buscó su cara, sus suaves dedos acariciaron sus mejillas, hasta que ella unió sus ojos con los suyos. Se acercó y puso una mano en su pecho, siguiendo al baile de sombras que lanzaban las llamas titilantes. Notó la veloz contracción de sus músculos y la fuerte inspiración de su pecho. Una extraña maravilla la inundaba, una mezcla de júbilo y miedo. Y nació en ella el deseo, un sentido que la estimulaba dentro de su piel, en su cuerpo, en su alma. Pero dudó, mientras sus manos tapaban las suyas, más grandes, oscuras y fuertes, apretando delicadamente sus palmas contra el pecho de Brendan. El desconcierto le hacía desear no ser tan torpe, sintiendo que algo de vergüenza era parte de esa maravilla. Y sabía también que había deseado esta fantasía; había magia y hasta las mismas llamas trepando por las paredes de la chimenea la sentían. Apenas se movía, notando los frenéticos latidos de su propio corazón, aleteando en el pecho como las alas de un pájaro. Y no podía evitar pensar: Que pasara lo que pasara, ¡le quedaría esto! Brendan le cogió la cabeza, acunándola con las manos. De nuevo sus besos le supieron a fuego líquido, no como las llamas danzantes que se elevaban por la chimenea, sino como la plata fundida fluye en el crisol de un orfebre. Con aquel beso, él la tumbó hasta que los dos estuvieron tendidos otra vez sobre la manta de piel de la cama. El beso estalló como los rayos del sol, iluminándola toda. Sintió de nuevo la plata fundida de su lengua sobre sus hombros, sus senos, transformándose en oro, en la plenitud de un día de verano, acariciando su piel con su calidez, atravesándola, llevando el baile de las llamas a todos los rincones de su existencia. Se estremeció, tembló, se retorció y, cuando iba a mover la cabeza, le asaltó de golpe un recuerdo del pudor que tan rápidamente había abandonado, para ver en sus ojos algo dentro que le hizo sentirse exaltada. Sus brazos la rodeaban, sus manos la acariciaban y sintió que pertenecía a ese lugar, como nunca había pertenecido a cualquier otro sitio antes. Él se detuvo un momento, manteniéndose en equilibrio sobre ella, y ella notó que toda su carne formaba parte de aquel fuego, y cuando sus besos la atravesaban completamente, se estiraba, estremecida porque ella era fuego también, y era hielo cuando, como ahora, él se separaba de ella. Acarició, fascinada, su rostro y se encontró con sus ojos, llenos de juventud, fuerza y valor, y se preguntó cómo no podía haber visto su esplendor. Él tomó sus dedos y se los llevó a su mejilla, los sostuvo, besándolos y luego dijo simplemente: -Podría morir dentro de ti. Eleanor sonrió lentamente, con los ojos maravillados. Y lo que hasta ahora había sido delicadez y suavidad se convirtió en pasión. El frío desapareció, y mientras la acariciaba con la lengua sobre sus se nos como dibujando filigranas indómitas. Sintió la totalidad de su cuerpo como esculpido en piedra, y la dureza de su sexo excitado con tra ella. Deslizó una mano entre sus muslos y ella esperó, enardecida,ilusionada, pero él se deslizó más abajo, lamiendo su vientre con el más caliente y húmedo de los besos; luego volvió a los muslos, directamente entre ellos, y le pareció que toda ella se levantaba, porque la sensación era tan viva, tan dulcemente aniquilante, tan atrozmente íntima y apremiante que sus gemidos eran de puro asombro. Era como si él hubiese descubierto la verdadera energía del sol, el centro de todo, el lugar donde nacían las llamas danzantes, y justo allí, el mundo empezó a arder. Al principio se retorció instintivamente para huir de esa intimidad que le producía unas sensaciones tan estremecedoras. Pero luego se movió acompasadamente porque no podía hacer otra cosa, porque el sol estaba a punto de explotar en el cielo... Y así fue. Y una tempestad de oro resplandeciente pareció estallar en su interior, que recorrió como un relámpago todo su cuerpo, tan asombrosa que apenas era consciente de la manta de piel debajo de ella, de su contacto contra su espalda, del mismo mundo.
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Y justo antes de dejarse llevar por ese momento de luz rutilante, sintió la suavidad de su carne contra la suya propia y gimió de nuevo con la sensación de todo el cuerpo de él, moviéndose en su interior. Quizá fueron segundos, pero ya no hubo más pánico ciego, sino sorpresa; m;,s Brendan le susurró palabras de tranquilidad, mientras se movía delicadamente y la acariciaba. El dolor desapareció, desvanecido em:re el cale del sol, y ya no hubo otra cosa que el baile de las llamas, y e'l de,;eo inconsciente de estar unida a él, de acariciar la superficie de sus músculos, de saborearlo, de moverse, de convertirse con él en una sola persona, de abrazarlo y darle lo que ella estaba recibiendo. El momento llegó. La tensión la atenazaba. Sintió toda la fuerza de su miembro viril, y de nuevo la trepidante explosión de fuego, de sol, de resplandeciente oro. El calor de su cuerpo parecía fundirse con el suyo, manteniéndola en una nube de acero fundido, que se desvanecía lenta, lentamente. La manta le hacía cosquillas. Había ardido, pero ahora el frío había vuelto. La vela brillaba y flameaba a su alrededor, la habitación parecía diferente, como ella lo era ahora: nunca podría ser la misma. Brendan no pudo soltarla fácilmente, y aunque los músculos le dolían y una calidez hechicera permanecía en lo más profundo de ella, no estaba dispuesta a dejar que él se separara lo más mínimo de su lado. La piel de Brendan estaba húmeda y suave, iluminada todavía por la vela y el fuego, y en sus ojos, la danza de las llamas permanecía, mientras él estudiaba su rostro y sus ojos. Pensó que también algo había cambiado en él. Era diferente y tampoco volvería a ser el mismo. Además, pensó que cuando hablara sería gentil, y utilizaría hermosas palabras sobre el misterio que había sentido. Pero, al fin, él le acarició las mejillas con los nudillos, y una lenta y suave sonrisa asomó en sus labios. -Interesante manera de terminar la tarde, milady. Tomó aire, mientras el corazón martilleaba en su pecho. -Interesante. Muy bien, señor. Gracias -murmuró Eleanor. Su sonrisa se ensanchó. -Interesante, sorprendente, maravilloso. Eleanor sabía que estaba temblando, y no quería pronunciar las palabras que podían haber salido de sus labios. Le había dicho que era esto lo que quería, con todo su corazón. Había dejado claro que no habría reproches. Pero podría haberlos. Quizá no disfrutara otra vez de algo tan hermoso el resto de su vida... -Muy bien. Entonces... -dijo sin darle importancia, pero muy consciente del hombre desnudo que estaba encima de ella, y de la intimidad que había entre ellos-, os vuelvo a dar las gracias. Brendan la tranquilizó, aunque seguía sonriendo, educado y melancólico. --Yo también os doy las gracias, milady. Porque recordaré esta noche hasta el día en que me muera. -Hasta el día de vuestra muerte -murmuró ella-, seguro que habrá un montón de chicas, escocesas, francesas, inglesas, y un buen día aparecerá la que será vuestra esposa. Dudo que entonces os acordéis de mí, del enemigo que sucumbió tan fácilmente. -Nunca tan fácilmente. Y enemigo por nacimiento y las circunstancias. -Anhelabais la venganza. -Casi me matáis. Con esto -dijo suavemente-, quizá hayáis encontrado la mayor venganza. Nunca supo su respuesta, porque alguien aporreaba fuertemente la puerta. -¡Brendan! ¿Estás vivo? ¿O la dama se las ha arreglado para matarte de otra manera? exclamó Eric. -¡Estoy perfectamente! -respondió Brendan, y miró fijamente en los ojos de Eleanor .
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No me ha apuñalado. Y con una mirada de lástima, se levantó. Dándole la espalda a Eleanor, buscó sus ropas, dejando la cota en un rincón. Ella también empezó a levantarse. -Si queréis dormir, o descansar, nadie os molestará -dijo Brendan, ya completamente vestido. Otra vez, el guerrero-. No habéis sido la prisionera que creíais ser, milady. Y aunque los muchachos que os saltaron son amigos, amigos de la causa escocesa quiero decir, algunos de ellos están en peligro mortal entre este lugar y París -le hizo una reverencia-. Estáis en nuestra compañía y no toleraremos otra fuga. Os ruego que aceptéis nuestra hospitalidad. Eleanor se tapó el pecho con la manta, saliendo de la cama. -¿Hospitalidad, señor? Si no soy una prisionera, ¿puedo irme? -¡Ah, bien! Consideraros por vuestra seguridad bajo la tutela del pueblo escocés. Además, se os estima. -Pero sigo siendo vuestra prisionera. -Repito que se os estima; eso es todo. Salió, cerró la puerta, y a Eleanor no le quedó otra opción que considerar sus palabras... Y temblar por el tiempo pasado.
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CAPITULO OCHO MAJESTAD, los escoceses han llegado a Calais. Sentado a una mesa en su gran dormitorio, el rey, con ropa de noche, cenaba faisán y queso, mientras recibía las noticias que le traía su mensajero, el conde René Breslieu. -Bien -las cosas eran diferentes ahora que los escoceses habían desembarcado. Sabía que Wallace navegaba rumbo a Francia, sorprendido de lo rápido que las noticias atravesaban el canal de la Mancha. Breslieu era un joven noble, dotado de gran encanto personal, agilidad, un brazo fuerte con la espada y un magnífico caballo, que a menudo le servía de mensajero, sobre todo en casos como este. Sus oídos eran tan agudos como afilada su espada. -Majestad, todo este es asunto es bastante alarmante -siguió Breslieu, de pie a cierta distancia de la mesa-. Aparentemente, Eleanor de Clarin fue asaltada en alta mar por De Longueville, el pirata, cuando venía a reunirse con nuestro conde De Lacville. Felipe casi se atraganta con un sabroso bocado de faisán. Se incorporó un poco. -Pero un joven caballero que navegaba en la nave capitana de Wallace capturó al pirata. Hubo lucha, pero luego firmaron un pacto entre ellos... -¿Qué le sucedió a la tripulación inglesa? -preguntó el rey. -Los que sobrevivieron al abordaje están a salvo, que son la mayoría de ellos. Por lo general, a De Longueville le gustan más los monederos de la gente que sus vidas. Los enviaron de vuelta a la costa inglesa en pequeños botes; Wallace os pedirá clemencia para el pirata, por la buena conducta que observó con la prometida del conde De Lacville. -¡Hum! -musitó Felipe, y se echó hacia atrás, estudiando a su mensajero, mientras meditaba sobre las noticias. Felipe de Francia era un hombre inteligente y un gobernante justo, siempre pensando que lo primero y niás importante de su vida era ser rey. También era un hombre atractivo, un monarca competente, y un guerrero, como correspondía a los tiempos en los que reinaba. Rubio y de altura respetable, sabía que muchos de sus súbditos le llamaban Felipe el Hermoso, y le gustaba el apodo. Claro está que se referían a su apostura, pero le gustaba creer que también aludían a su juicio *. Era un rey precavido, pues creía que si Dios le había concedido unos derechos, también le había dado unas responsabilidades. Era profundamente religioso, aunque mantenía frecuentes querellas con el Papa. Era virtuoso, y por su matrimonio con Juana, era también rey de Navarra. Pero Francia era sin lugar a dudas su reino, y habiendo gobernado ya más de dieciséis años, confiaba tanto en su derecho a ser rey, como en las prerrogativas de la monarquía. A pesar de estas características, era muy consciente que en ciertos aspectos no podía compararse con Eduardo I de Inglaterra. Pocos podían hacerlo. El Zanquilargo, como era apodado el monarca inglés, era más alto que la mayoría de los hombres, un espadachín de primera y jamás retrocedía ante hombre alguno. Cuando decidía diezmar a un enemigo, lo hacía con una decisión férrea, y apenas nadie se le resistía. Felipe lo admiraba, pero también lo despreciaba. Recientemente se había convertido en su cuñado. El juego de los reyes nunca había sido fácil. Durante años, había luchado contra los ingleses y concertado pactos con los escoceses. ESCANEADO Y CORREGIDO POR SPGT
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De hecho, llevaba en guerra con Inglaterra desde 1294, aunque en medio de la contienda había firmado, a veces, tratados con el enemigo. La guerra era cara, y él era conocido como un monarca que promovía el poder real, limitaba el feudal y bajaba, o al menos eso se decía, los impuestos de su pueblo. Franceses e ingleses se habían batido duramente en Gascuña. Mucha gente había muerto, y la región estaba prácticamente devastada. * La palabra fair en inglés, además de «hermoso», significa también «justo». (N. del T) Sus soldados habían luchado junto a los escoceses; entre ellos estaban William Wallace y muchos de los hombres que ahora lo acompañaban en su séquito. Felipe reconocía a Eduardo por lo que era, pero admiraba aún más a Wallace por una extraña circunstancia; aquel hombre era un completo enigma. Los reyes guerreaban por sus dominios, para su propia grandeza. Los caballeros se lanzaban a las cruzadas para mayor gloria de Dios y por las riquezas que pudiesen llevarse. Los barones, condes, marqueses y duques luchaban por el poder y para apoderarse de lo que pudieran. Pero Wallace luchaba simplemente por su tierra y su pueblo. Derrotado en Falkirk, vino enseguida a París, y mientras exponía su caso ante el rey, demostraba su valía luchando en lo más duro de las contiendas que se sostenían en Gascuña. Wallace y sus hombres estaban dispuestos a arriesgar sus vidas en cualquier causa, siempre que fuera por Escocia. Y algunas veces parecía un insensato desperdicio de valentía. Gascuña estaba ahora en manos de Felipe. La había recobrado cuando otorgó la mano de su hermana Margarita a Eduardo para que fuese su segunda esposa. Se decía, incluso entre los enemigos del rey inglés, que adoraba a su primera mujer, Leonor de Castilla, pero a pesar de este amor, seguía siendo el rey y tenía que casarse de nuevo. Por supuesto, Felipe había cubierto todas las posibilidades: Eduardo era viejo y bastante temerario. Había llevado una vida dura y su nueva esposa no podría darle un heredero al trono, ni tampoco gobernaría como reina consorte. No sería reina de Inglaterra por mucho tiempo. Por eso, Felipe había iniciado las negociaciones pensando en su propia hija Isabel, esta se casaría con el hijo mayor y heredero de Eduardo, y ese sería el lazo que los ataría en el futuro. Los nietos de Felipe reinarían en Inglaterra y también lo harían en Francia. Por eso, el monarca francés había entregado al de Inglaterra a su más querida y deseable hermana, Margarita, aunque fuese la más pequeña. Tenía dieciséis años, era dulce, encantadora y de una entereza a toda prueba para ser una mujer tan joven. Y Eduardo era... bien... bastante más viejo. Este era uno de los placeres que se podía tomar Felipe en la vida: Eduardo quizá fuera más alto, pero él era más joven. Contemplar el mundo era toda una pregunta. Se combatía en largas, duras y violentas guerras para terminarlas con los trazos de una pluma y una boda. En verdad, no existía un contrato tan importante y estratégico como el del matrimonio. A cambio de su hermana, había recobrado Gascuña y firmado otro tratado. Así era el mundo. Pero todavía... Le encantaría recibir en su corte a Wallace, el más odiado enemigo de su cuñado. Nada importaban los documentos que había firmado, porque él no había olvidado a ese hombre, a Wallace y sus servicios. Además, él, Felipe, reinaba en Francia, y seguía siendo el rey. Y estaban en Francia. -Majestad. ¿Qué mensajes he de llevar a Calais?
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-Me han dicho que ese tal De Longueville se pasa la vida pirateando y asaltando a los ingleses -dijo Felipe. Breslieu se aclaró la garganta. -Sí, Majestad. Aunque también ha capturado a algunos españoles, parece que siente bastante respeto por los barcos que ondean banderas francesas. -Entonces debo entender que se le puede conceder un indulto. -¿Y los escoceses? Felipe se apartó de la mesa y, levantándose, dijo: -Son bienvenidos en la corte. Además, debemos asegurar al conde de Lacville que su prometida llegará pronto sana y salva y... -dudó un momento-, John Balliol, el rey de los escoceses que acaba de abdicar, vive cerca. También le deberíamos dar la bienvenida. Había algo de reflexión en su tono. Cuando Eduardo empezó a apretar a los escoceses, los más doctos de entre los hombres del momento acordaron que Balliol era el legítimo heredero del trono escocés. Todos los pretendientes a la corona descendían de las hermanas del rey David, y aquel era también descendiente de una hermana mayor. No se pudo encontrar una elección más débil entre la nobleza. Balliol no era mala persona, simplemente era un abúlico. El primer intento que hizo de ejercer sus poderes fue aplastado por Eduardo, así que abdicó y se perdió en Roma, protegido por el Papa. Pero ahora vivía en Francia y era feliz. Los escoceses luchaban en su nombre, pero Balliol prefería ser un proscrito en Francia a ceñir la corona de Escocia. No tenía estómago para esa tarea. Ni el valor, ni la integridad de un Wallace, o la astucia de un Bruce. -Estaremos encantados de recibir a nuestro buen amigo William Wallace, perdonaremos al pirata cuando nos lo pida y recompensaremos a ese impetuoso joven que rescató a la prometida de nuestro amado conde Alain de Lacville. A todos ellos queremos verlos reunidos. --Como ordenéis, Majestad -dijo Breslieu, haciendo una reverencia. Felipe se volvió a sentar en cuanto el mensajero salió. Sonrió lentamente y cogió una botella. Era un vino excelente, aunque joven, muy joven, que provenía de las propiedades concedidas al exiliado rey de Escocia. Esperaba que Eduardo se enterase de esta reunión. Se pondría furioso, por supuesto. Pero ¿qué otra cosa podía hacer un rey?, pensó socarronamente Felipe. Después de todo, los escoceses devolvían una noble inglesa a los brazos de su legítimo prometido francés. Todos los reyes negociaban con las necesidades. Eduardo tenía que entender eso. Sí. Tenía que entenderlo. Y aun así, se pondría frenético. Felipe se echó a reír en voz alta. Se iba a enfadar de verdad. Incluso podía darle una apoplejía.
Eleanor se dio cuenta que sus secuestradores, a los que creyó ladrones, bergantes y prostitutas de la peor especie, no eran tales. A la mañana siguiente, la escultural Héléne llamó educadamente a la puerta. -Condesa, ¿estáis despierta? Estaba medio dormida y se acurrucó debajo de la manta de piel. Pero Héléne no entró en la habitación. -Milady, tenemos que comprobar si estáis bien. Pero he pensado que os gustaría conocer un poco Calais. -¿Qué decís? Héléne se no. -Han mandado un mensaje al rey anunciando vuestra llegada; creemos que pronto llegara una escolta para vos. No podemos confiar en que viajéis sola, hay muchos asesinos y salteadores sueltos. Pensamos que disfrutaréis con un buen paseo si os
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acompañamos. -Sí. Por supuesto, sí. Pero necesito lavarme y ropa. -Desde luego. Os traeré agua fresca y también vuestro equipaje. Escuchó las pisadas de Héléne alejándose, mientras se recostaba durante un rato pensando en lo que había hecho. Le parecía... que necesitaba algo desesperadamente. Y con toda la razón del mundo, porque sabía lo que la vida le destinaba. Quería ser una buena esposa para Alain y devolver la prosperidad a Clarin, ser la joven compasiva y honrada que su padre quería que fuese. Su vida estaba predestinada y ella, por supuesto, odiaba a los escoceses que habían masacrado a tantas personas con sus venganzas. Sin embargo... Algo en su interior le dolía terriblemente esta mañana. Pero también la alegraba. Recordaba todas sus caricias, el tono de su voz, sus susurros, las caricias de sus labios y su piel... sí, su piel, suave, firme y la sensación de sus músculos debajo, la calidez, la asombrosa calidez... Había deseado saber y tener la memoria de ello, y también había querido, por unos instantes, tenerlo a él. Pero lo que había hecho era crear una vida de tortura para ella misma, y sí, se acordaría, hechizada por algo que nunca podría olvidar. -¡El agua! -gritó Héléne, mientras abría la puerta. Traía un aguamanil y una jofaina-. Tenéis tiempo de sobra -dijo, sonriendo alegremente-. Detrás vienen los baúles. Eleanor se acurrucó debajo de la manta cuando entraron unas jóvenes, que no había visto hasta ahora, trayendo su pesado equipaje. Luego se fueron con Héléne, cerrando la puerta suavemente. Se levantó rápidamente, tiritando en cuanto el aire frío rozó su piel desnuda. Los temblores le duraron hasta que terminó de lavarse y vestirse, pues de alguna manera notaba que algo de Brendan permanecía en ella. Mientras se frotaba la cara con agua fría, se dio cuenta que lo deseaba anhelante ahora mismo. En su alma, una agonía despertaba como nunca hubiese imaginado y se frotó con fuerza, recordándose una verdad brutal: él era un proscrito sin verdadero hogar, un enemigo de su rey, uno de los... odiados escoceses, que se pasaría el resto de su estúpida vida siguiendo a Wallace, y que probablemente perdería la cabeza al lado de su héroe. Mientras ella era una mujer llena de responsabilidades; así de simple era la verdad de la vida. Y una verdad mayor era que nada tenían en común, salvo el desprecio a sus respectivas lealtades, pues no solo los separaban los países, sino los mundos. En realidad, tampoco le gustaba mucho. Había jugado vergonzosamente con ella, todos se habían reído de ella y... Se había arrojado en sus brazos. Se irguió. El orgullo, se dijo, vendría seguramente de alguna manera a salvarla. No era un juego fortuito el que practicaba. Un mensaje iba de camino para Felipe, el rey. Ella estaba prometida con un noble francés y había muchas vidas en la balanza. -¿Lady Eleanor? -llamaron otra vez a la puerta. -Estoy preparada. Tan preparada como pudo. Había elegido una sencilla túnica azul, una suave camisola gris y unas medias cómodas. Evitó cualquiera de sus capas de piel y se puso una de lana flamenca. Se alegró al ver que Héléne iba vestida de forma similar. -Entonces, nos vamos. Iremos a la panadería y al mercado. Anne-Marie esperaba al pie de las escaleras, tenía un aspecto amistoso; parecía arrepentida, aunque no se disculpó cuando salieron de la casa. -No tuve nada que ver con el engaño -le aseguró inmediatamente a Eleanor-. Pero, la! Brendan estaba muy enfadado con vos, pensaba que creíais que los escoceses faltarían a su palabra de llevaros a París.
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-¡Una tiene que cuidarse en este mundo traidor! -dijo Héléne-. Lady Eleanor hacía bien luchando por su libertad. Anne-Marie abrió la boca como si Héléne hubiese proferido una blasfemia. -¡Pues acuérdate de las cosas horribles que les han sucedido a muchas mujeres por culpa de Eduardo! -exclamó, escupiendo el nombre del rey, y mirando a Eleanor, dijo: -La esposa de Wallace fue asesinada en su propia casa por negarse a revelar algo que desconocía. Desde entonces, él no ha vuelto a ser el mismo. -Claro, y por eso despliega su venganza por donde pasa -murmuró Eleanor. -Todos se han vuelto crueles y amargados -dijo Héléne. La casa estaba bastante alejada de la ciudad, pero caminaban rápido, y Eleanor tuvo que esforzarse para mantener el paso de sus acompañantes. Anne-Marie, que estaba acostumbrada al camino, continuó las explicaciones de Héléne. -Por eso Brendan está tan enfadado con vos. Dice que habéis arriesgado estúpidamente vuestra vida una y otra vez, ante unas personas que solo quieren llevaros a donde vos queréis ir. -¿Cuál es la verdad? -insistió Héléne-. ¿Tiene razón lady Eleanor? -Tirarse de un barco para ir nadando hasta los muelles de Calais... para ir a parar a manos de algún sinvergüenza que no sabría quien sois y que os habría matado tranquilamente para quedarse con el oro que llevabais en la ropa -decía Anne-Marie-. Y si os llegáis a quedar a solas con De Longueville... -¡Anne-Marie! -la interrumpió Héléne-. Nos han dicho que... -¡Eh! Mirad, el puerto. Aunque hace frío, es un día espléndido. Contemplad cómo brilla el sol en los mástiles... Eleanor se detuvo, obligando a hacer lo mismo a las otras mujeres. -¿Qué pasa con De Longueville? -preguntó Eleanor-. Es un pirata y asalta barcos, pero no creo que sea un asesino a sangre fría, más bien me parece que prefiere el dinero de los secuestros. -Por lo general, es a lo que se dedica -respondió Héléne-. Pero vamos o habrán vendido ya los mejores pescados en el mercado. Es una ciudad muy bonita, nuestra Calais. Una gran ciudad, aunque desde aquí no se ve bien. Ahora estamos cerca de los muelles, en las afueras... ¡cuidado con esta pendiente! Aparece de repente. Calais esta llena de vida, y en las calles se pregonan toda clase de mercancías. -¿Nos movemos? -dijo Anne-Marie impaciente, y empezó a caminar a paso ligero. Llegaron a un callejón bordeado de casas cerradas. Eleanor las seguía, convencida de que con el tiempo obtendría alguna respuesta, pero sus acompañantes se movían deprisa y, por ahora, contemplaba fascinada las calles vacías. Era una ciudad grande, las casas se apoyaban unas contra otras. Algunas eran muy antiguas, otras modernas. Los chicos se tiraban piedras en las callejas y las amas de casa abrían las contraventanas gritando: ¡Attendez!¡ L'eau! Tuvo que apoyarse contra un muro, cuando una mujer fornida lanzó sin mirar el agua de una jofaina y otras aguas matutinas y menores a la calle. -¡Tened cuidado! Que aquí tiran sin ton ni son -gritó. Pasó un panadero, con una cesta de paja en la cabeza, y un calderero en una carreta tirada por un asno, vendiendo tijeras, agujas y otros útiles de coser. Era una calle ajetreada, sucia y ruidosa, pero era agradable estar fuera y pasear por la ciudad, en medio de todo ese bullicio. En una esquina, un buhonero pregonaba lo que llamaba «el vino de los buenos días», y cuando vio que se acercaban, les dijo. -¡Señoras, probad este vino dulce, fino y ligero, que apaga la sed y alegra el alma!
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Anne-Marie decidió que debía beber un vaso y todas se pararon a probarlo en unas copas de madera. -¿Es esa la condesa? -le oyó Eleanor al buhonero preguntar a Anne-Marie. -Sí, es ella, y vigila la lengua -respondió ella. -¿Llevas a la prometida de Lacville a la lonja de pescado y te atreves a decirme que vigile mi lengua? -se rio el buhonero. -¡Pues hazlo o Wallace te la cortará! -le advirtió Héléne. El hombre retrocedió, pero un poco más tarde, cuando se iban, Eleanor oyó los rasgueos de un laúd y la dulce melodía de una balada. Presa de un pirata, en los desiertos de Arabia. ¡Que buen tesoro sería! Presa de un escocés, era de Inglaterra. ¡Qué buen tesoro es! Mas de su destino un santo francés la salvará. ¡Ah! Pero la hermosa dama de Clarin, de nuevo el dolor de la traición tendrá que soportar Eleanor dejó de caminar y se quedó mirando fijamente a las otras dos mujeres. -Venga, vamos, milady -dijo Héléne-. Ese mequetrefe tiene razón. No deberíamos haberos traído aquí. Sois una condesa, y vuestra posición es demasiado elevada como para ir callejeando por ahí. -¿Qué es lo que todo el mundo sabe y nadie me dice? -preguntó. -¡Nada! -negó al instante Anne-Marie. -Nada que podamos ver -le corrigió Héléne, mirando directamente a Eleanor-. Debes preguntárselo a Brendan, a Wallace, o al mismo De Longueville. Y se dio la vuelta. Eleanor supo que ya no había más que hablar de ese asunto por el momento, pero la alegría del día se había ido. Compraron pan, pescado e incluso flores para la casa, y emprendieron la vuelta. Héléne y Anne-Marie seguían con una conversación insustancial. Cuando se aproximaban al agreste y descuidado camino que llevaba a la casa, Eleanor inquirió: -¿Puedo preguntaros algo? ¿Cómo habéis llegado a conocer a estos escoceses? ¿No estáis en peligro ahora que la hermana del rey de Francia se ha casado con Eduardo? Héléne se rio. -Bueno, lo primero es que no soy francesa. -¿Escocesa? -Algo de sangre escocesa tengo, pero la mayor parte es noruega. -Mi madre es francesa y mi padre escocés -dijo Anne-Marie. -¡Lo mismo que Jacques! -exclamó Héléne-. Su padre es fran cés y su madre está emparentada con los Douglas de Escocia. -Es un magnifico guerrero -comentó Anne-Marie. -¡Eso es verdad! -apostilló Héléne. -Así que... -Los franceses habrán firmado un tratado con Inglaterra, pero, creedme, durante años hemos forjado alianzas muy profundas y fuertes con Escocia. -¿Y qué hacéis aquí... en Calais? -preguntó Eleanor, sorprendida al sentir que se ruborizaba. -De verdad parece que cree que somos unas... -empezó a decir Anne-Marie. -¡Prostitutas! -terminó Héléne. Y las dos estallaron en carcajadas. -¡Pero es el aspecto que tenéis! -exclamó Eleanor mordazmente.
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-Por supuesto -dijo Anne-Marie-. No somos prostitutas, somos... mensajeras. Vivimos en la costa, vigilamos .las idas y venidas de los viajeros y mantenemos los oídos abiertos. -¿Sois espías? -Somos mensajeras -repitió Anne-Marie con firmeza. -Y algo más, quizá -dijo tranquilamente Héléne-. Todos estamos relacionados. Somos amigos, parientes, que no se preocupan por Eduardo 1, el tirano de Inglaterra. Está en su derecho a ser rey de esa tierra, pero ha masacrado a los escoceses y aniquilado a sus enemigos. Y eso es lo que quiere hacer con los escoceses, mientras reniega de la promesas que hizo a los franceses. Nosotras somos leales al hombre que lucha por nuestra libertad. Este es nuestro sitio. Esto es todo. -¿Sois pariente de Eric? -preguntó Eleanor. -Eric es primo de Brendan -respondió sonriendo-. La familia Graham y los noruegos han mantenido relaciones durante muchos, muchos años. Y sí, soy pariente de Eric, aunque no de Brendan. Eric siempre ha sido un aventurero, pero leal a la causa de Escocia. Brendan ha dicho que no hay un hombre en el mundo tan íntegro como William Wallace y que no importa cuántas batallas se pierdan, pues los ingleses nunca se apoderarán del norte de Escocia, ni de las islas occidentales que siguen en poder de los noruegos o bajo dominio vikingo. La libertad nunca se olvidará en las tierras que una vez fueron de los pictos, o en aquellas otras gobernadas por De Moray antes de morir en la batalla de Stirling. -Libertad -le dijo Eleanor-. A menudo tan solo es una palabra... -Cierto, pues vos no sois completamente libre, ¿verdad? -Fui capturada por un pirata y entregada a unos hombres que son mis enemigos. -No me refiero a eso en absoluto y vos los sabéis -le dijo Héléne a Eleanor, que suspiraba-. Perdonadme, sois una condesa que va a casarse con un hombre muy admirado en Francia, conocido por su valor e integridad, pero vos no sois libre. Ni de vuestra familia, ni de vuestro rey; haréis lo que tengáis que hacer y sobreviviréis en vuestra prisión inglesa, sin importar lo poderoso que pueda ser Eduardo. Os pido perdón, otra vez, milady. Eleanor miró fijamente a Héléne durante un momento; le gustaría replicar, sabiendo que tenía las respuestas correctas, aunque era incapaz de encontrarlas. Al final, dijo: -No es que no sea libre, pero debo lealtad al país que me vio nacer y a la gente de una pequeña parte de esa tierra. Han sufrido mucho en las guerras contra los escoceses y la mayoría de ellos son inocentes de las fechorías que se han cometido. Buscan su subsistencia, alguna manera de alimentar a sus hijos, y vivir. Se han destruido tantas cosas... -Así que os casaréis con el conde de Lacville y vuestra gente vivirá feliz después murmuró Héléne. -Yo he elegido casarme con el conde -dijo Eleanor tranquilamente. Anne-Marie dejó escapar un bufido de desprecio. -¡Por supuesto! ¡En vez de hacerlo con el monstruo! Me parece que no sois capaz de entender... -protestó Eleanor. -Lo entendemos perfectamente -dijo Héléne-. Sois noble, muy rica y no queréis un partido tan desigual, pues si no el Zanquilargo intervendría y sacaría este asunto de las manos de vuestra familia. -¡Otra vez con indirectas! -dijo Eleanor-. Decidme... -¡Condesa! Me estoy helando -interrumpió Anne-Marie-. De bemos volver a casa. -Pero tenéis que decirme... -Preguntádselo a Brendan.
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-i Por favor, no entiendo nada! Héléne hizo otra interrupción, suspirando. -Tenéis que preguntárselo a Brendan. -Lo haré. Se apresuraron hacia la casa, yendo directamente al dormitorio de Eleanor. Brendan sabía que tenía que permanecer al margen. El conde Breslieu, el mensajero del rey, había llegado temprano con la invitación y una escolta enviada por Felipe. Todos sabían que la noticia de su llegada se recibiría rápidamente en París. Hoy mismo Wallace había enviado un mensaje personal al rey. Todo estaba en orden, a pesar de la reciente «paz» que disfrutaban los pueblos inglés y francés. Felipe estaba dispuesto a demostrar su independencia a la mínima ocasión. No era el lacayo de Eduardo. Tenía que alejarse. No podía cambiar la situación. Pero tampoco podía estar alejado. Cuando llegó, Anne-Marie le advirtió que Eleanor estaba en su habitación. Subió las escaleras y, al ver la puerta cerrada, dudó si llamar o no. Golpeó ligeramente para señalar su presencia, pero no esperó a su permiso para entrar. Abrió la puerta, cerrándola a sus espaldas. Eleanor permanecía de pie ál lado de la ventana, estaba muy hermosa vestida de azul. No había llevado toca, velo o peinado alguno desde si¡ llegada, ni tampoco ahora. El sol atravesaba el marco de la ventana lanzando destellos sobre ella y sus largos cabellos le caían por la espalda. Sus rasgos eran marcados, majestuosos y bellos. Tuvo que contener el aliento, pues sus músculos temblaron con todas sus fuerzas. Se preguntaba, desolado, qué le había hecho una noche a él, el guerrero, el proscrito, el plebeyo. Ella sabía que él había entrado, pero no se dio la vuelta. Se acercó a la ventana y no la tocó. --Os lo advertí: nada de reproches -y sus palabras sonaron más amargas de lo que era su intención. Al fin, ella lo miró, con ojos serios. -No tengo ninguno. -El rey está al tanto de... -Lo sé. -Estáis a salvo, y pronto llegaréis al destino que buscabais cuando cruzasteis los mares. -Sí, lo sé. -¡Gracias a Dios! Pensaba que estabais considerando alguna oportunidad para volver a fugaros. Una débil sonrisa asomó en sus labios. -No -y se giró, encarándose directamente con él-. Sin reproches, pero estoy cansada de las murmuraciones que vuestra gente hace a mis espaldas. Brendan se separó de ella y se dirigió a la chimenea, como si quisiera calentarse las manos al fuego. -Señor, si no tenéis nada que decirme, os invito a salir. Irguió la espalda, y él pensó que ahí estaba la condesa. La noble dama, con ese tono de voz, sabiendo que sus esperanzas estaban ya cumplidas. Se dio la vuelta. -Milady, no volváis a usar ese tono conmigo. -He sufrido mucho en vuestras manos. Y ese tono es un pequeño
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resultado. -¿Vos habéis sufrido? -preguntó él. Tuvo la gracia de sonrojarse, pero no apartó la mirada. -Tengo la completa intención de hablar con vos y con el conde De Lacville -dijo Brendan. -¿Qué? -exclamó bruscamente, mientras Brendan se daba cuenta que ella se quedaba sin aliento y una sombra de temor cruzaba sus ojos. -A De Longueville le pagaron en Liverpool para que fuera tras vuestro barco. -¿Qué decís? -Os oculté esa información porque consideré que era una exageración e incluso una mentira. Pero ahora que es segura vuestra boda con Lacville, y que volveréis a Clarin, debéis ser consciente de los peligros que vais a afrontar. -Señor... -Tenéis enemigos, milady. -¿Me estáis diciendo que alguien pagó a De Longueville para que me siguiera? ¿Con que fin? -Para que desaparecieseis. -¡Eso es una mentira cochina! -De Longueville no tiene ninguna razón para mentir. -De Longueville es un miserable y un pirata. -Pero solo por dinero, milady. No es un asesino. -¿Ah, no? ¿Acaso no intentó matarme? -exclamó mordazmente. -No. Probablemente no estaba muy seguro de sus intenciones. Tal vez sea un pirata, pero también es un hombre de negocios. Y habría considerado su situación, dándose cuenta que podría obtener más dinero entregandoos a Lacville, sacando así tajada de las dos partes. Como todo el mundo sabe, los piratas saben nadar muy bien entre dos aguas. Bien podíais haber acabado en compañía de los infieles musulmanes. Una mujer con vuestra piel sería uno de los tesoros más preciados de un harén. Ella lo miró incrédulamente, y luego se fue hasta la puerta, abriéndola. -Fuera, sir Brendan. Él se apoyó contra la chimenea y se cruzó de brazos. -Queríais saber la verdad y os la cuento. Es vuestra propia gente la que os amenaza. Ella negó con la cabeza. -No. No lo entendéis. Mientras permanecía en mi casa, sin casarme, era la última de las amenazas para mi familia. Si moría sin hijos, las propiedades revertirían en... -Los dos sabemos que cuando el rey prestara atención a vuestra situación, os encontraría un marido. ¡Vamos! Sois una condesa con tierras, todavía joven, con edad para tener hijos, y además de estar sana, sois una belleza celestial... Eduardo no es tonto. Lo hubiese meditado largo y tendido y hubiese elegido por vos. ¡Y no precisamente a un francés acaudalado como De Lacville! Eleanor seguí mirándolo, furiosa. -No es que mis primos sean malos del todo, pero son importantes caballeros al servicio del rey, además de hombres de honor e integridad probados. -¿Discutís conmigo o con vos? -No discuto. Establezco un hecho. -Como he hecho yo. ¿Os importaría iros? Por fin se alejó de la chimenea. Y se acercó, casi podía notar su aliento. Estuvo a punto de tocarla, pero no lo hizo. Ella se aplastó contra la pared. La puerta seguía abierta. Brendan la miró, escuchando su respiración entrecortada; seguro de que oír los latidos de su corazón. Cerró la puerta.
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Ella estudió sus ojos. -Advertiré al conde De Lacville de esta conversación -dijo ella. -Se reirá de vos. -¿De veras? -Conoce a mi familia. -Es un hombre inteligente. -Y vos os habéis burlado de su edad. -Quizá sea viejo, pero no tonto. Ella bajó las pestañas y luego la cabeza. Él la tomó por la barbilla con el índice, obligándola a mirarlo. -No tenemos mucho tiempo. -Sois un mentiroso, un embustero, un monstruo... un escocés. -Lo último es verdad. -Sois el hombre más despreciable y repugnante que jamás haya conocido. Su respiración iba haciéndose cada vez más rápida. -Os pido disculpas por ello dijo él-. Pero somos lo que somos, y nada de lo que yo pudiera hacer lo cambiaría. -Yo... vos... -Y nada de lo que vos seáis, milady, cambiaría las cosas, pues sois hermosa y perfecta. -Os sigo odiando. Absolutamente. Totalmente. Sois un monstruo, un escocés. -Significan esas palabras lo mismo para vos. -Exactamente. -Pues lo mismo se ha dicho de los ingleses. -Me dais asco. -¿Debo irme entonces? -No. -Ya veis que me toca a mí. Os quiero esta noche. Os quiero. Seguiré siendo escocés, un proscrito, un monstruo, mas París está cerca. Demasiado cerca, así que esta noche... Él inclinó la cabeza y encontró sus labios. Eran dulces y sabían a menta. Cálidos, húmedos, seductores. Era un estúpido, pero no importaba. Quizá ardiera en el infierno por esto y por el resto de sus pecados. Meció su barbilla, saboreando primero sus labios, aspirando la dulzura de su aliento, atravesando su boca con la lengua, hambriento de las profundidades de su alma. No podía llenarse lo suficiente con ella. Su aroma, sus caricias, sentirla, lo embriagaban completamente. Sus dedos, como plumas, le acariciaron la nuca y su boca continuó. La ropa que ella llevaba parecía la barrera más grande; era un bastión, una muralla de piedra que se interponía mientras desabrochaba torpemente la infinidad de lazos que sostenían su túnica. La camisola que llevaba debajo estaba también anudada a la espalda, y maldijo en su interior, esperando no tirar muy fuerte, mientras le daba la vuelta y sus dedos se enmarañaban irremediablemente entre sus cabellos y los lazos. Los segundos se hicieron eternos, pero los lazos cayeron y ella estuvo de nuevo en sus brazos. Eleanor se puso de puntillas, apretándose fuertemente contra él, los senos erectos y la angustia de su seducción contra su pecho. Las caderas contra sus ingles despertaron en una erupción de hambre, de puro deseo, de esperanza. Sus dedos acariciaban la lisa desnudez de su espalda, enredándose con sus rizos sueltos. Sus besos le quemaban los labios, la garganta, todo su interior ardía, clavado con fuerza sobre sus senos, besando sus erectos pezones, mordisqueándolos, lamiéndolos, saboreándolos, hasta que ella echó la cabeza hacia atrás, gritando de placer. Luego la levantó y la depositó suavemente en la cama, sin dejar de mirarla. Brendan nunca lo olvidaría, porque ella lo contemplaba sin inhibiciones, acostada mientras él le quitaba sus elegantes zapatos y los tiraba a un lado. Al fin, retiró la mirada, mostrando sus tobillos, sus piernas y la suave carne entre sus muslos, cuando él terminaba de quitarle las finas medias que llevaba. Entonces la miró y sus ojos se encontraron, y el corazón de Eleanor empezó a aletear como un pájaro. Brendan tomó la delantera, abriendo sus piernas, enterrándose íntimamente en ella, acariciándola con la lengua, torturándola y seduciéndola a la vez, entrando y saliendo, sin darle cuartel, sin piedad,
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hasta que ella gritó su nombre. Su nombre. Se puso encima de ella, algo incómodo quitándose su propia ropa y un poco torpe tirándola lejos. Estaba dentro de ella, moviéndose con tal frenesí que intentó controlarse, obsesionado, desesperado, anhelando permanecer allí para siempre, unido a ella, aunque era muy consciente de que lo que estaba haciendo lo arrojaba a un torbellino que terminaría en un irrefrenable y apasionado clímax. Luchó una y otra vez. Quería más, quería dar más. Pero ella se fue con él. Voló a donde él voló y alcanzó la desnuda tierra, exhausta, gimiendo, retorciéndose. Y otra vez... gritó. Brendan apretó los dientes, arqueando el cuerpo. Explotó. El alivio que llenaba su cuerpo fue desvaneciéndose, mientras una gran calidez lo envolvía. Había conocido una buena cantidad de mujeres, era el sino del guerrero, quizá su descanso, a veces su muerte. Había conocido a las mujeres, pero a ninguna como esta. Como decían los que viven a salto de mata, pilla a las mujeres allá donde las encuentres. Es igual que la comida, o el sustento, o el respirar. Todas eran iguales en la oscuridad. Pero no ella. No esta mujer que iba a volver al decente, ético, noble y muy anciano noble al que admiraba, y lo que era peor, le gustaba. Se puso a su lado, pero no se separó de ella. Nunca se apartaría de ella, cuando el tiempo pasaba tan veloz. Ella respiraba profundamente, y sus senos subían y bajaban rápido, tenía la piel húmeda que destellaba a luz brillante del fuego. Ella se volvió hacia él, acurrucándose contra su pecho. -Quizá no os odie. Es solo lo que sois y lo que defendéis. Brendan le acarició el pelo. -¿Odiáis a un hombre que defiende la libertad? -le preguntó apaciblemente. -¿Por qué creéis que los hombres del rey no son libres? ¿Por qué no hacéis como otros escoceses, que han jurado fidelidad a Eduardo, y le sirven, recibiendo a cambio sus beneficios como si fueran ingleses? Su manó se heló, luego la pasó entre su cabello, obligándola a levantar la cara, para poder mirar en sus ojos. -Porque yo no soy inglés. -Pero la mitad de vuestro país... -Mi país tiene miedo. -Y yo tengo tanto miedo de que muráis -susurró ella. Brendan sintió que el arrebato de ira que surgía violento en su interior se apagaba, al darse cuenta que estaba tirando fuerte de los cabellos de Eleanor. -Todos moriremos alguna vez. -Pero... -¿Cómo habéis podido contemplar todo lo que ha sucedido estos días, después de haber conversado con Wallace, con un hombre dispuesto a arriesgarse más allá de la muerte, pero solo por la libertad, y no entenderlo? -Como decís, la libertad de uno no es la libertad de todos. He visto lo que le ha pasado a mi pueblo. He conocido el horrible olor de la carne humana quemándose. Señor, ¿qué respondéis a esto? -Yo no estaba allí. Ni Wallace. Pero condenar a alguien por las crueldades que se cometen en una guerra de defensa... -¡Eso es lo que vos decís! Apretó los dientes, consciente de que ella se incorporaba sobre él, mirándolo fijamente, con los ojos brillantes, y el cabello, como un abanico, desplegado sobre sus senos, más que como un incordio, parecía un escudo. -Ahora me gustaría tener un poco de paz.
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-Pero... -i Hasta Francia e Inglaterra han firmado una tregua! -exclamó-. ¿Sabéis lo que es un poco de paz? -Por supuesto, pero... Antes de que ella pudiera seguir, él la detuvo con un ardiente beso, y Eleanor empezó a gemir suave, apagadamente. Se apartó de ella. -¡Esto tampoco es exactamente paz! -dijo Eleanor. -Vuestra boca... -¡Puede estar ocupada en otras cosas! -le aseguró ella. Y se lo demostró. Oh... Se lo demostró. Los suaves latigazos de su lengua eran como un elixir afrodisiaco, que transmutaba su miembro en acero. Se movía sobre él, ligera, dubitativamente al principio, pero luego, atrevida, la audacia se impuso. Aquí y allí... torturándolo, hasta que Brendan sintió que su sangre hervía. Lo provocaba, y él rezó. Ella bajó un poco más: ese súbito ataque le arrancó un grito ronco de sus labios. Daba gracias a Dios por estos momentos. Pero había olvidado que hubiera un Dios. Luego perdió el poco control que le quedaba y la cogió, levantándola, poniéndosela encima... Los truenos invadían la noche y todos los pensamientos desaparecieron. Y no hubo nada hasta más tarde, mucho más tarde. Y entonces pensó: Dios, no puedo soportar esto. Pero la respuesta no podía cam biarse. Dios, debo hacerlo. Un poco después, acurrucada contra él, Eleanor susurró: -Sabéis que no os odio, ni tampoco a Wallace, pero seguís siendo mi enemigo. Enemigo. Monstruo. Proscrito. Escocés. Brendan la abrazó. -Esta noche, no. Milady, esta noche, no. Ella abrió la boca. Y por una vez... No replicó.
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CAPITULO NUEVE BAJO la supervisión de Héléne, los criados organizaron una fiesta memorable. Aunque era invierno, había verduras en w " conserva y muchas clases de pescados, carnes curadas y vinos. Tal vez su hogar fuera una sencilla casa en las afueras de una ciudad portuaria, pero cuando quería podía preparar un banquete que podría rivalizar con el de la más grande de las mansiones aristocráticas. Eleanor no había bajado todavía. Brendan estaba sentado a la mesa, entre William y Eric, absorto en sus pensamientos, sin darse cuenta de nada, hasta que Eric le dio un fuerte codazo. -¿Más vino, Brendan? -Sí, por supuesto -respondió, sonriendo a Héléne que esperaba para servirle. Le llenaron la copa y se fijó en William que lo observaba con atención, probablemente desde hacía tiempo. -La escolta llega mañana -dijo Wallace. -Lo sé. -¿Seguro? ¿Has olvidado que estamos fuera de la ley? -Eso también lo sé -dijo, tratando de no parecer malhumorado. -¿Estás seguro? -Totalmente. Wallace siguió mirándolo. -Hemos aguantado todo tipo de batallas, y con mucho peligro, pero esto tiene que ver con el sexo. No me gustaría verte herido, perdido en el interior de tu alma. -¿Herido? -preguntó, devolviéndole duramente la mirada a William, que negaba con la cabeza. -Sé perfectamente que soy un plebeyo, aunque me hayan armado caballero en el campo de batalla, pero sigo siendo un plebeyo. Un proscrito a los ojos del rey de Inglaterra. ¡William! Nunca olvidaré la causa. -¡De veras! -dijo Wallace, sonriendo ligeramente-. Yo la olvido a veces e imagino cómo sería tener mi propia casa, una tierra que cultivar, hijos a los que cuidar, reñir, educar y ver cómo se hacen hombres. A veces, a veces, deseo la vida más que cualquier otra cosa en el mundo. -Pero tú podrías tener todas esas cosas. Eres bienvenido en Francia, Felipe te concedería gustosamente tierras y una casa. El rey de Noruega haría lo mismo... -Pero ninguno de los dos puede darme un hogar, pues su tierra no es mi tierra -dijo William-. Y los hijos que criara no tendrían al padre que a mí me gustaría ser. -Pero has dicho... -Solo he dicho que soy humano. Perdí a la esposa que amaba con todo mi corazón; pero hay momentos cuando veo ciertas caras o escucho la suavidad de la voz de una mujer y pienso en todo lo que pude haber sido. Ahí, esos momentos vienen y se van; y por eso digo que un hombre no tiene por qué rechazar lo que la vida le ofrezca. ¿Por qué no me caso otra vez? No lo sé. Pero tú, mi joven amigo, te has aventurado en un territorio muy peligroso. Brendan levantó la copa de vino y se inclinó hacia Wallace. -¿Acaso no fuiste tú el que dijiste que la prisionera era mía? -Cierto. Pero eso fue antes, ahora ya no es nuestra prisionera. -Lo sé muy bien. -Mañana, tal vez, cabalgaremos camino de París. -Y ya es mañana, ¿verdad? Wallace lo miró seriamente y asintió de acuerdo con la cabeza. -Sí. Ya es mañana.
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Eleanor eligió ese instante para bajar. Vestía una elegante túnica de color ocre pálido y oro, con largas mangas colgantes. Se movía con gracia y naturalidad, pero a pesar de su noble apariencia, sonrió alegremente a Héléne que esperaba al pie de las escaleras para saludarla. Cuando entró en el salón, Brendan se sorprendió al ver que le hacía la venia a Wallace, que se había levantado para cumplimentarla. -Milady -dijo, con una reverencia. -Sir William-devolvió ella el saludo educadamente, e inclinó también la cabeza. Él la invitó a sentarse con un florido gesto de su mano. -Sabréis que la escolta está de camino, y que viajaremos juntos a París. -Lo sé. -Entonces estaréis contenta al conocer que no necesitáis intentar otra de vuestras mortales fugas para huir de nuestra compañía. -Por supuesto. -Las comodidades que os ofrecemos pueden no estar a la altura de lo que acostumbráis, pero esta casa es lo mejor que tenemos. Ella sonrió. -Sir William, ¿tenéis miedo de lo que pueda contarle al rey? -Milady, me da miedo el día que puedan despedazar mis miem bros uno a uno y tenga que reunirme con el Creador. Pero como de cís... eso es algo que solo me incumbe a mí. Eleanor sonrió ampliamente. -Lo decís en serio, ¿verdad? -Cierto. Ella levantó la copa ante Wallace. -Por vos, sir William. Para mí será una jornada de aflicción el día que os despedacen. Wallace se rio y, siguiendo el turno, dijo: -Lo decís en serio, ¿verdad? -De verdad, sir William. De verdad. Y en ese instante, serena, tranquila y majestuosa, bebió. Sus ojos recorrieron la mesa y se encontraron con los de Brendan. Este se sobresaltó por el súbito y profundo dolor que veía en ellos; la inocencia, la pérdida, la fragilidad. ¡Los ves como son! Se recordó. Pero sonrió lentamente, devolviendo la mirada. Las palabras de Wallace no dejaban de atormentarlo. Herido en el alma. Ojalá no hubiese sido su prisionera. -¡Milady! -Margot, que estaba sentada al lado de Eric, se levantó sonriendo, contenta, al ver de nuevo a Eleanor. Las dos dejaron la mesa para unirse en un abrazo. -Así que formáis también parte de la conspiración -le regañó Eleanor. -Solo cuando temí que intentaseis saltar del barco y tuviera que dar la alarma -dijo Margot-. Cuando me enteré que estabais a salvo en nuestras manos... todo va bien ahora... Y Brendan urdió algo, una trampa, pero vos... ¡Estuvisteis a punto de caer en graves peligros! -Y eso lo dice una mujer que navega con los peores bandidos del mar! -exclamó alegremente Jacques. -Margot, lady Eleanor. Os lo ruego, ¡no olvidéis la cena! -les reprendió Héléne-. Milady, tenéis que probar el pescado. ¡Os acordaréis cuando estéis en París! Allí probaréis anguila, otros pescados y aves, pero no sabrán tan bien como los que servimos aquí. ¡Y nuestro vino es más dulce! -No tengo la menor duda -murmuró Eleanor, mientras sonreía arrepentida a Margot. Le dio las gracias cariñosamente a Héléne mientras la rubia alta les servía. Charlaron sobre la comida, que todos los presentes celebraron, y Wallace dijo que ojalá
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hubiese tenido a Héléne a lo largo de sus solitarios viajes. Pero el tono cambió y se pusieron serios cuando Jacques se aclaró la garganta. -Hay bastantes rumores que dicen que Robert Bruce ha hecho las paces con Eduardo dijo triste, sentado en un extremo de la mesa. -Era lo previsible -dijo Wallace. -Es una pésima noticia. -A menudo la conducta de Bruce es una mala noticia -habló Brendan-. Pero no creo que haya más sorpresas. Cuando lleguemos a París tendremos más información. -John Balliol ira a la corte -añadió Jacques. -Eso también estaba claro. -¿Hasta cuándo lucharemos por un hombre que no tiene redaños para defender su propio trono? ¡Ni siquiera le hemos preguntado si lo quiere! ¡Y son nuestros cuellos los que arriesgamos! -exclamó Eric. -Sabe lo que se juega si vuelve -dijo Wallace. -Así que luchamos por un títere -murmuró Brendan-. Y por la libertad, por supuesto. -Los nobles se levantarán algún día. Lo sé -les aseguró Wallace-. Os lo juro; ese día llegará. Pero no creí que fuéramos a tener esta conversación esta noche. No debemos permitir que la condesa crea que somos unos verdaderos bárbaros, sin nada en la cabeza excepto guerras y batallas. ¡Jacques! ¿Has traído el laúd? -Claro que sí. -¡Toca algo! Jacques se levantó, cogió el instrumento y le pasó tiernamente las manos. Unos segundos después, rasgueaba ya una melodía y el sonido era suave, dulce y conmovedor. Jacques tenía buena voz, y empezó a cantar una balada. Era una antigua canción que hablaba de una doncella abandonada, de un guerrero moribundo empapando la tierra con su sangre y de la leyenda y el mito de la tierra, y del porvenir. Era muy hermosa, pero cuando Jacques terminó y levantó la mirada, los vio a todos quietos. Brendan se inclinó hacia delante. -Mon ami, ha sido maravilloso. Demasiado, quizá para estos momentos. ¿Sabes algo...? -Más alegre -saltó Eric. Se levantó de la mesa y cogió de la mano a Margot. -¿Bailamos, mi bella dama? -¡Ciertamente, mi buen señor! -rio Margot. Los dos saltaron en medio de la sala. El ritmo era rápido, salvaje y vivo. Margot y Eric empezaron danzando al estilo cortesano durante un par de minutos y entonces se pusieron a brincar y a reír. -¡Es una pena que no tengamos gaitas! -dijo Wallace, y se giró hacia Eleanor . Milady, me atrevería a sugeriros que... -Solo si me enseñáis ese paso -dijo ella, levantándose. -Es uno de los bailes de las Fiestas de Mayo de nuestras salvajes Tierras Altas, milady, donde todavía se cree en los espíritus de la tierra; intentaré enseñaroslo lo mejor que pueda. Brendan los miró, bebiendo vino, algo asombrado todavía. Enernigos. Seguían siendo enemigos. No importaba lo que hubiese sucedido entre ellos, pues ella lo había dejado claro. Aunque ahora estaba bailando con Wallace. Movió la cabeza, deseando no estar tan obsesionado con ella, mirándola, viendo cómo se reía, su cabello al aire, las Chispas de alegría en sus ojos. -¿Sir Brendan? Era Héléne ofreciéndole su mano. Él la tomó y se pusieron a bailar cuando Jacques empezó de nuevo otra canción. Las parejas cambiaban y se encontró cogiendo las manos de Eleanor. Sus ojos se enContraron. Bailaron, y ella parecía saberse
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perfectamente los pasos, diciéndole una vez: -Es una danza maravillosa. -De un país maravilloso. No os podéis imaginar los colores de las Tierras Altas, los cairns *, las montañas, sus cumbres, las cascadas, los lagos, toda esa belleza. -No. Quizá no pueda, pues nunca los he visto. -Las islas del oeste son extraordinarias; escarpadas, con el mar batiendo salvaje contra ellas, y el agua azul y gris, siempre cambiante. -Y roja -dijo suavemente. -¿Roja? -Bañada con la sangre de los proscritos -murmuró Eleanor, y se separó con fuerza de él, volviendo a la mesa, como si fuese a por más vino. La noche iba pasando. No estaba muy seguro de cuándo se fueron: ella, Eric y Margot. Los demás salieron silenciosamente del salón, y se quedó solo con Wallace, contemplando las ascuas del fuego moribundo. -La escolta llega mañana -le recordó Wallace. -Cierto. -¿Vas desperdiciar el tiempo que te queda? Sin responder nada, Brendan se levantó, subió las escaleras y se dirigió a la habitación de Eleanor. Allí, se detuvo y apoyó las manos contra la puerta. Era un loco. ¿ Vas a desperdiciar el tiempo que te queda? Le había preguntado Wallace. Se preguntó: ¿estaría ella esperándolo? Aún era de noche; el fuego no crepitaba y las llamas flameaban y bailaban, rojas y doradas, pero no hacían el más mínimo ruido. En ese silencio podía escuchar su corazón, latiendo dentro de su pecho con fuerza. Cada bocanada de aire que daba parecía una ráfaga de aire helado invernal, y rogaba para que el fuego la calentara. No quería irse. La habitación se había convertido en su refugio, pues él había entrado en ella, y mientras viviera no olvidaría cómo ardía ese fuego, ni cómo bailaban las llamas lanzando sombras contra la pared, sobre él, mientras el resplandor carmesí brillaba lleno de color sobre su piel, remarcando los contornos de su cuerpo. •
Monumento, hito o túmulo formado por piedras apiladas. (N. del T)
Ella esperaba. Había reído, aprendido el baile y dado vueltas como una loca al compás de la música del laúd. Wallace le había hablado de las gaitas, y anhelaba escuchar su sonido. Pensaba realmente que era una traidora, pues esa gente había llevado la muerte y la destrucción a su pueblo, aunque había llegado a darse cuenta de que ellos también morían y sangraban por una causa en la que creían contra un rey al que ella debía honrar, al que había honrado y al que honraría. Cerró los ojos y trató de recordar los horrores que acaecieron en Clarín cuando llegaron los escoceses, pero en contra de sus deseos, solo veía el baile de las llamas, y solo acudían a su memoria la calidez y el resplandor de los pasados momentos; su corazón empezó a latir más rápido. Ella esperaba... Al fin, la puerta se abrió, y en la oscuridad de la noche y a la luz de la danza de las llamas, Brendan apareció. Eleanor se incorporó en la cama, dejando caer las mantas y solo vio la silueta del hombre, en medio de la puerta. Conocía su altura, su constitución, la anchura de sus hombros. No se movía y pensó que la observaba a la luz de las llamas y que, mirándola, él sabría que ella estaba esperando, pues nada cubría su desnudo cuerpo excepto los cabellos sobre sus senos; incluso a esta distancia él tendría que oír
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los latidos de su corazón. Sí, sabría que lo estaba esperando... ¿Sabría que había estado rezando? Al fin, dejó la puerta y la cerró después. Se hubiese levantado para unirse a él, pero Brendan fue más rápido. Estaba en sus brazos. Y Eleanor rezó para que las llamas bailaran durante toda la eternidad. Brendan se despertó con los primeros y débiles rayos que asomaban por el cielo. Ella seguía dormida. Las ascuas ardían suavemente en la chimenea, pero la mañana había llegado. Vaciló. Eleanor yacía abrazada a él, con los muslos entrelazados, el pelo desordenado, dulce y cálida contra su pecho. Brendan apenas se movió, pero se recreó en el aroma cautivador de sus cabellos y de su piel, con su tacto, con la suavidad de sus formas. Se oyó una leve llamada en la puerta y esta se abrió imperceptiblemente. -Ya ha amanecido -dijo alguien en voz baja y profunda. Era Eric, que debía haber pasado la noche en vela por su culpa. Ella se casaría con su conde. Nunca faltaría a su promesa. Por su parte, él había jurado lealtad a una causa a la que no tenía derecho a traicionar, y aunque deseara arrojar por la borda todos sus principios morales, juntos con sus sueños, no le serviría de nada, pues ella se había atado con su juramento y no tenía intención de romperlo. Aún en el amanecer, estuvo tentado de despertarla y pedirle que abandonara a su conde, sus tierras, jurando que no significaban nada para ella, y que abandonaría todo, huyendo con él, luchando por su causa. Sí, que lucharía a su lado... Contra los ingleses. Contra su gente. Le temblaron los dedos. Le acarició el pelo y le besó el hombro. La sostenía, respirando solamente, acariciándola. Tenía los músculos entumecidos y anudados, apretó los dientes como si lo atravesasen con una espada, pero siguió sosteniéndola, respirando, como si pudiese hacerlo por ella, mientras la abrazaba de algún modo dentro de él... Pero no podía. Se levantó y se vistió; esperó un rato más mientras arreglaba las sábanas de lino y la manta de piel sobre ella. Otra vez, volvió a acariciar la suavidad de sus cabellos, pensando que no necesitaban que las llamas los iluminasen para que brillaran en todo su dorado esplendor. Se dio la vuelta y se obligó a no mirar atrás. Salió del dormitorio, cerrando la puerta, sintiendo que el apagado ruido que hacía sonaba como el silbido del hacha del verdugo cayendo. Eric lo esperaba en el salón. -Tenemos que reunimos con la escolta -dijo. Brendan asintió. -Nosotros también. El conde Breslieu era un hombre simpático, que saludó galantemente a Eleanor, con encanto pero sin insinuaciones. Estaba ansioso y por saber si estaba bien, pues tenían que salir inmediapreocupado tamente. Lo acompañaban dos caballeros del rey, y dos damas para servir a Eleanor. Eleanor le aseguró que estaba perfectamente, pero qu n muchas quería viajar en un carruaje: refería montar su caballo, ya q ganas de ver los paisajes. La comitiva que dejó Calais era bastante grande. Cinco personas de la escolta francesa, Wallace con seis de sus hombres, entre ellos Brendan y Eric; el pirata De Longueville, Margot y Héléne. Venían, además, cinco sirvientes que cuidaban de los carros con los equipajes. Casi se había olvidado de Bridie, su doncella, y pidió a Dios que la perdonara
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por semejante falta, mas ahora sabía que estaba esperándola en París. Le estaba agradecida, por supuesto, pero se preguntaba qué hubiese sucedido si la buena de Bridie se hubiese enterado de todo. Eleanor sentía que había cambiado mucho en pocos días. ¿O no? Las transformaciones se habían producido en su interior. Pero hoy... La había dejado tranquilamente esta mañana. Ni una palabra, ni un adiós, ni una súplica por el futuro. Al principio encabezaba la marcha, cabalgando con Wallace y Breslieu, enfrascados todos en una conversación. Margot y Héléne la flanqueaban, mientras esta le señalaba los paisajes más bellos. Pasaron la noche en Saint Omer, donde fueron calurosamente recibidos por los frailes del monasterio que databa del siglo vn. El día siguiente amaneció brillante y claro, después de los rezos matinales y un ligero desayuno, llegaron a Arras. Eleanor, Margot y Héléne visitaron las tejedurías de la ciudad, y no pudo resistir la tentación de comprar un maravilloso tapiz orilles fleurs: sería un regalo perfecto para Alain. Después de una reparadora noche en una posada del lugar, continuaron hasta Amiens, pero antes de dejar la ciudad la mañana siguiente, Breslieu dijo que deberían detenerse en la catedral de Notre Dame y rezar para tener un viaje seguro y por los destinos de Francia y Escocia. Era una catedral maravillosa, todavía en construcción; la nave central y el altar eran magníficos, con grandes arcos y bóvedas que parecían tocar el cielo. Un sacerdote se preparaba para celebrar misa y cuando se arrodillaba frente al altar, Eleanor se dio cuenta que Brendan estaba detrás de ella. Hundió la cabeza entre sus manos, tratando de recordar que se encontraba en la casa de Dios. ¿Rezando para ser una buena y fiel esposa? Se giró para mirarlo, esperando encontrar sus burlas, pero los ojos de Brendan estaba serios. -Quizá debería hacerlo. ¿Y vos, señor? ¿Estáis rezando para poder aniquilar a todos los ingleses y ganar así la libertad de Escocia? -No, milady -dijo tranquilamente-. Rezo para olvidaros. Se levantó, y se alejó del altar; ella se quedó sola con la cabeza inclinada, luchando contra el llanto que asomaba en sus ojos. Permaneció arrodillada, sin darse cuenta del paso del tiempo, hasta que sintió una mano sobre el hombro. Breslieu. -Perdonadme, milady. El rey admirará grandemente vuestra piedad, pero es tiempo de partir. Hemos cabalgado bastante despreocupados, pero ya es hora de apresuramos. Debo llevaros sana y salva a París y al conde de Lacville mañana por la mañana. Se levantó como le habían pedido, y con la cabeza inclinada todavía lo siguió fuera de la catedral, dejándole que le ayudara a montar. El paisaje era maravilloso. Trato de verlo, disfrutarlo y de responder a Héléne o a Breslieu cuando le señalaban un lugar especialmente pintoresco de la campiña, ahora desnuda de flores y hojas, pues el invierno todavía seguía con ellos. Brendan cabalgaba ora con Breslieu, ora con Wallace, siempre sumidos en serias conversaciones. A veces, detrás de ella. Cuando caía la noche, llegaron a Beauvais y Eleanor descubrió las comodidades que le tenían preparada. Le cedieron la mejor habitación del palacio del conde de Clavant, que en esos momentos estaba en la corte, encantado de ser el anfitrión ausente de la comitiva. La cena ya estaba preparada, pero descubrió que era la única mujer sentada a la mesa.
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Margot, Héléne y las otras dos mujeres enviadas desde la corte para servirle cenarían en otro sitio. Solo Breslieu, Wallace, Brendan y Eric estaban con ella. Y después de varios vasos de vinos, el antes Breslieu encantador y cordial, empezó a bajar la guardia. Sin embargo, siempre que hablaba de negocios, se disculpaba con Eleanor. -¡Sir William! ¡Los tenéis bien puestos! ¡Oh, perdonadme, milady! Hace falta valor para venir a Francia con un pirata francés. Pero el odio que tiene el rey al viejo Eduardo, ¡lo siento, milady, os pido disculpas!, os asegura vuestra inmunidad, y por supuesto, vuestra libertad como siempre. Pues os digo que a Felipe le encantaría concederos unas buenas tierras y poneros al frente de sus ejércitos. -Yo también estoy encantado con la confianza que el rey deposita en mí -le interrumpió Wallace. -Claro que con guerreros como los vuestros... ¡Ah, Brendan! Me estoy acordando cuando luchamos juntos en Gascuña. Vos seguisteis a Wallace aquí, después de Falkirk. ¡Por todos los santos! No he conocido a un guerrero como vos. Os abristeis paso a mandobles de espada a través de una multitud de caballeros ingleses aquel día, mi buen amigo. -Fue una batalla muy dura -dijo Brendan taciturno. -¡Oh, mil perdones, milady! -exclamó Breslieu dirigiéndose a Eleanor-. Con vuestra belleza... ¡Siempre creo que sois francesa! -Extraño cumplido, conde. Pero os lo agradezco -murmuró Eleanor. Breslieu la miró, valorando lo que veía, y luego en una súbita insinuación colérica le preguntó: -¿Os hizo algo el pirata? Ella sonrió educadamente, levantando la copa. -Apenas hablamos. Y no hizo nada. -¡Y entonces estos alegres muchachos atraparon al pirata! Sin embargo, milady, corre el rumor que os arrojasteis al mar en pleno invierno. -Y dos veces -respondió Brendan en su lugar. -Vengo de un país donde es muy fácil desconfiar de los escoceses, Breslieu -dijo ella sin mirar a Brendan. -Bueno... ahora estáis entre franceses. -Sí... entre franceses -murmuró Eleanor. -Milady -preguntó bromeando Breslieu-. ¿Sabéis ya si los escoceses son el mismísimo demonio? -Sí. En cuanto me sacaron del mar -replicó ella. -¡Dos veces! -repitió ahora Breslieu, y se rio moviendo la cabeza-. Milady, los rumores os preceden, pero vos los desmentís admirablemente bien. -De nuevo, os doy las gracias. -Aunque no todos los hombres se contentarían con una novia tan testaruda. -¿Acaso preferirían a una boba insensata sin juicio o inteligencia para defenderse? preguntó Brendan de repente. Breslieu lo miró rápidamente. -¡Claro que no! Pero es bueno saberlo. Milady, he oído que acaudillasteis tropas en Falkirk, donde los escoceses sufrieron una buena derrota. -Yo no acaudillaba a ninguna tropa. Solo estaba entre los soldados. -¡Una señal de la belleza, la gracia y la justicia de Dios! -dijo Breslieu. Eleanor no dijo nada. La mesa estaba en silencio y el francés se aclaró la garganta. -Bien, aquí estáis todos. Ya veis, una tregua entre enemigos. Eleanor levantó la vista, deseosa de encontrar los ojos de Brendan. Él la estaba mirando, como esperaba. Levantó su copa, y dijo: -¡Por la tregua!
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-Milady, tengo que admitir que tengo algo de envidia -dijo Breslieu- de mi amigo, el conde de Lacville. Es un hombre afortunado. -Lo es, desde luego -dijo Wallace seriamente. Eleanor sintió que una extraña frialdad envolvía su corazón. Enviaron a las damas francesas, mademoiselles Genot y Braille, para ayudarla mientras se preparaba para acostarse. Esperó hasta que se fueron, aunque ya no estaba en manos de los escoceses. Estaba entre franceses, como había dicho Breslieu. Brendan no vendría a ella en este palacio. Rezó para que lo hiciera, aunque no debiera; sería un suicidio. Mañana llegarían a París y sabía muy bien lo que le esperaba. Si los encontraban juntos, Breslieu debería desafiarlo por el honor de Francia, lo que obligaría a Wallace y podría iniciarse una lucha; se organizaría un buen lío, y se comprometerían los ideales de una gente, de un pueblo. No. Debía rezar para que Brendan no viniera. Las damas se encargaron de la ropa, le cepillaron el pelo y prepararon su habitación. Charlaron un poco, pero con cuidado, sin cotilleos, para evitar que ella pudiera repetirlos. Eran unas completas desconocidas, igual que Eleanor para ellas. Se revolvía incómoda en el asiento mientras la peinaban. Pero cuando se fueron, siguió sentada, concentrada en sus pensamientos, preguntándose sombríamente qué les habría hecho a esas dos para que se hubiesen comportando tan fríamente. Brendan no vendría. No podría hacerlo. Al rato, le sorprendió un ruido en la ventana, se acercó, y descubrió que había un balcón. Brendan estaba agarrado a la nariz de una gárgola. Había aprovechado la mampostería del muro de piedra para trepar hasta allí. Abrió las ventanas, justo cuando aparecía él. Brendan solo llevaba una camisa y el tartán doblado y sujeto a un hombro. Se inclinó sobre una de las esquinas de piedra del balcón. -He decidido luchar contra el destino -le dijo. -En verdad, es una sabia elección -dijo ella seriamente-. Y también estúpida. -Todavía no hemos llegado a París.. Permanecían a la luz de la luna. Ciertamente, aquello era una estupidez. -No. Todavía no hemos llegado a París -acordó ella. Brendan levantó la mano, ella se la cogió y se metieron en la habitación. Eleanor no durmió esa noche. Las horas eran demasiado valiosas. Yacía a su lado, recorriendo con un dedo su pecho. -¿Te acuerdas cuando me dijiste en el barco que en el mejor de los casos era digna de lástima? -Me acuerdo. Era cuando estabas enferma y dije que podrías recuperarte. -Y vienes ahora por un balcón jugándote la vida. -Te has recuperado. -¿Merezco el riesgo? -Miles de riesgos. Pero debo andar con cuidado. Siempre has sabido lo que vales. -No es mucho. -Te subestimas. -Creo que una vez me dijiste que sobrestimaba mi propio valor. -Sí. Los escoceses somos conocidos por arriesgarnos. -Por Escocia. -No tenemos elección. -Ni yo tampoco -dijo ella suavemente-. Ni yo tampoco, y en cuanto me case... -Serás una buena esposa. -Lo ves. No tengo elección. -Pero la tienes y lo sabes. Puedes huir con un proscrito escocés. -¿Huir contigo?
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-No habrá muchas comodidades. A veces, un roble como techo. Con viento, lluvia, nieve. Algún castillo de vez en cuando; el norte de Escocia sigue aferrado a las viejas costumbres, Eduardo no se aventurará allí. -Vuestros barones que están ahora en pie de guerra son como veletas, un día conciertan una tregua, y al siguiente se levantan en armas. Tú lucharás por un rey títere... -Por Escocia. -Puedes ir a ver a Eduardo y pedir su perdón. Se dice que al único hombre al que no le ofrecerá la vida a cambio de lealtad es a Wallace. -Llevo demasiado tiempo con William para aceptar las promesas de justicia del rey de Inglaterra. Y yo no soy un hombre que cambie sus lealtades como una veleta. -Pero... -Si juro fidelidad, milady, es para toda la vida. Recorrió con los dedos los duros rasgos de su rostro, preguntándose por un momento si habría alguna manera de huir... con un proscrito, y qué quería decir él con semejante invitación, pero no pudo. Pues estaban en Francia, y ella estaba prometida a un renombrado, aunque anciano, caballero francés. Por ella, Brendan arriesgaría todo lo que los escoceses habían conseguido hasta ahora. -Nunca. Nunca te olvidaré, Brendan. Quizá no se riera ahora de ella, porque acarició sus labios y los encontró húmedos. -Nunca permitiré que me olvides -dijo él, y la tomó entre sus brazos y se amaron el resto de la noche. Cuando llegaron las primeras luces de la mañana, le rogó que se apresurara y lo contempló mientras plegaba el tartán convirtiéndolo en una capa, mientras se preparaba para descender entre las penumbras que se desvanecían. Luego ella lo abrazó con fuerza una vez más. -Brendan... Él hincó una rodilla en el suelo y le cogió una mano. -Milady, sabed que os juro fidelidad, y si alguna vez estáis en pe ligro, iré a ayudaros. -Brendan -murmuró casi sin aliento, tirando de él-. No debe rías decir semejantes cosas. Volveré a Inglaterra. Y si vienes a verme alguna vez, estarás en peligro. -A los dos nos gustan los peligros. -Por Escocia, estamos de acuerdo. -Escocia merece el riesgo. Y eso, milady, es lo que eres. Se abrazó a él una vez más; luego, temblando, bajó la cabeza. -Me casaré con Alain. Debo hacerlo y lo haré. Él le levantó la barbilla, mirando profundamente dentro de sus ojos y besó sus labios. Rozándolos con cuidado, durante un largo momento. Ella cerró los ojos y rezó para que el mundo se detuviese en ese instante. Pero no lo hizo. Cuando abrió los ojos, él ya se había ido.
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CAPITULO DIEZ EL CAMINO hacia París fue largo y frío. Brendan se pasó el día con Eric y Wallace, mientras Margot y Héléne siguieron al lado de Eleanor. De vez en cuando, Breslieu retrocedía para interesarse por su bienestar, aunque la miraba sospechosamente. Estaba exhausta y se sentía desdichada, esperando que las cosas mejoraran cuando llegaran a la ciudad y ellos se fueran, y ya no tuviera que ver más a Brendan cabalgando a su lado. Bastante más tarde, cuando llegaron a los alrededores de París y cruzaron el puente que conducía a la ¡le de la Cité, tuvo que admitir que la ciudad era una maravilla. Había belleza y grandeza en esa isla en medio del Sena. Los edificios eran elegantes y sólidos. La catedral de Notre Dame se alzaba entre la niebla que surgía del río. Entonces, se dio cuenta que Brendan había estado cabalgando detrás, y espoleaba ahora su montura para ponerse a su costado. -Recuerdo que a mí también me infundió mucho respeto toda esta magnificencia en medio del río, cuando vine aquí. Fue el primer gran viaje que hice. También hay bellos lugares en mi propia tierra, tenemos antiguas abadías, catedrales y castillos... y por supuesto, una buena cantidad de paisajes agrestes y escarpados. -La catedral es asombrosa -le dijo Eleanor sonriendo-. Pero... no es tan hermosa como nuestra abadía de Westminster. -Southwark no tiene comparación con esta -dijo él. -¿Habéis estado en Southwark? -Sí -y Brendan le devolvió la mirada sonriente-. Pero no podéis haber visto semejantes sitios cerca de vuestra casa. En la frontera encontraréis los mayores tesoros. Están los monasterios de Jedburgh, Kelso, Melrose y Dryburgh. Se elevan imponentes en medio de paisajes con campos llanos, colinas altas y áridos y desolados páramos; el Mar del Norte a un lado, y el cielo encima. Son grandes, milady, tan bellos como cualquier otro, y ni la guerra ni el tiempo podrán arruinarlos. He visto vuestra Inglaterra y reconozco que hay lugares soberbios como el castillo de York, o la Torre de Londres. -Estoy de acuerdo, señor. Veo que comprendéis mi punto de vista. La Torre es espectacular, pero el rey Eduardo ha ordenado otros magníficos castillos... -Más bien fortalezas para evitar que los galeses recuperen Gales, o para reforzar las tropas que ha desplegado por todos los rincones de la isla y subyugar una tierra que no le pertenece, y esclavizar a unos pueblos que se niegan a rendirle vasallaje. Eleanor no pudo evitar un sentimiento de lealtad hacia su patria. Pero cuando lo miró, vio que sus ojos tenían un aspecto triste, espejos que reflejaban la oscuridad de su ánimo, y perdió las ganas de discutir, sobre todo cuando él sonrió cansada e irónicamente. -Las dos, Inglaterra y Escocia, son hermosas. Admitid que es una gran catedral, asombrosa y bella, y tan hermosa como las que nosotros dos hemos contemplado -le dijo suavemente, acariciándola con la mirada. -Es una gran catedral -admitió ella, sonriendo-. Tan hermosa como las que los dos hemos visto. -Probablemente os casaréis en ella, milady -comentó, y espoleando su montura, avanzó. Antes de llegar al palacio del rey Felipe, llegó otra escolta. Eleanor se sorprendió al ver a Alain de Lacville entre los hombres que los conducirían a palacio. Se detuvieron y
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Alain se dirigió hacia ellos. Lo hacía bien. Durante toda su vida había cabalgado erguido, alto y orgulloso. Sus rasgos eran finos y delicados, aunque se advertían ya los profundos surcos de la edad. Los ojos eran profundos y de color castaño oscuro, y el cabello plateado, abundante y rizado. En la ropa llevaba bordadas sus armas y un escudero lo seguía enarbolando su estandarte. Se reunió con Breslieu, Wallace, Brendan y Eric, que iban a la cabeza del grupo. Vio cómo les sonreía y les daba la bienvenida calurosamente, escuchando algo que le comentaba Wallace, y luego mirando a Brendan, al que volvió a abrazar otra vez, antes de apretar con firmeza su mano. Después avanzó, acercándose hacia ella. Le hizo una galante reverencia y, tomándole las manos, examinó su rostro como si temiese por su salud. -¡Mi querida y dulce Eleanor! Bienvenida, milady. Ahora estáis bajo mi protección. Y ruego para que estéis bien. -Estoy muy bien -le dijo ella tiernamente, mientras su corazón se estremecía. Él iba a casarse con ella para rescatarla. Hablaban del tiempo mientras entraban en París, pero ella sabía que lo había estado traicionando durante todo el viaje. Y ahora... Le dolía. Amaba a Alain. Tan bueno y querido amigo. Pero estaba enamorada de Brendan, y este amor la acompañaría toda su vida. -Ha sido un largo viaje para vos. Muy largo. Venid. En el palacio habrá calor y comida; allí permaneceréis hasta nuestra boda. La comitiva reanudó su camino hacia el palacio. Allí, aparecieron caballerizos y criados que se encargaron de todo. -Querida, tómate el tiempo que necesites en tus habitaciones; luego, el rey os recibirá. Eleanor se dio la vuelta, buscando a Brendan, pero no pudo verlo en medio del ajetreo del patio. -¡Eleanor! ¿Necesitas algo? -No. No, estoy bien Las damas la siguieron mientras Alain los conducía al interior del palacio. Era impresionante, con altos arcos de piedra, puertas de madera reluciente y tapices bordados en seda siciliana. Después de cruzar un gran vestíbulo y mientras subían un corto tramo de escaleras, Eleanor se empezó a dar cuenta de la importancia que Alain debía tener para el rey de Francia. Llegaron a una gran arco con dobles puertas. Alain las empujó, abriéndolas. Era una cámara muy espaciosa, con una gran cama cubierta por un dosel de seda. La chimenea ocupaba casi la mitad de la longitud de la habitación y encima de un cofre colgaba un elegante espejo. Contigua, había una antecámara protegida por cortinas y las ventanas daban a un patio interior. -Descansad, querida -le dijo Alain, levantándole la barbilla y mirando en sus ojos-. ¡Pobre chiquilla! Vuestro padre... bien, él tenía planes diferentes para vos. Lo sentí tanto cuando me enteré de su muerte. ¡Y vos! ¡A qué peligros os habéis enfrentado, mi querida niña! Por favor, recordad que soy vuestro amigo, que he sido vuestro amigo, y que por nada del mundo os haré daño. Ella le tocó la cara. -Yo tampoco os heriré, señor. ¡Ya lo había hecho!, pensó. Aunque él nunca lo supiera. Pero ¡oh, Dios! No debería saber nunca cómo lo había herido, pues eso destrozaría su propia alma. -¡Milady! ¡Oh, milady Eleanor! Bridie entró como una tromba, saliendo de la antecámara, y sin ceremonia alguna, estrechó con fuerza a Eleanor.
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-¡Bridie! dijo ella, devolviendo el abrazo. -¡Oh, tenía tanto miedo por vos! ¡He tenido tanto miedo! Pero debo decir que después de que me atraparan en el barco, los escoceses fueron unos secuestradores de lo más amable, educado y cortés con una pobre doncella como yo. Y debo deciros que, por supuesto, les canté las cuarenta en cuanto dejé de tener miedo por mi vida. Hasta ese miserable pirata era un tipo decente, y pensé... pensé en tantas cosas... -Que podrían haber sucedido, si no hubiese sido por el joven Graham -interrumpió Alain-. Hay muchos peligros en el mar, aunque yo solo temía al mal tiempo. Pero ahora estáis aquí y eso es lo único que importa. -¡Qué es lo único que importa! -repitió Eleanor. -¡Oh, milady...! -empezó otra vez Bridie. -Os dejo para que descanséis y os refresquéis. Pero volveré dentro de unas horas para llevaros ante el rey -dijo Alain, interrumpiéndola rápidamente. Besó la frente de Eleanor y se fue. -¡Oh, Eleanor! ¡Qué alegría veros de nuevo! -siguió Bridie, una vez que la puerta se cerró-. ¿Me perdonaréis si os digo que hasta Wallace es un hombre decente? No podéis imaginar los idiomas que habla, y lo encantador que puede ser... perdonadme, pero me interrogó sobre Clarin y me aseguró que no fue responsable de lo que allí sucedió. ¡Oh¡ ¡No negó que a veces han sido brutales! Pero jamás han asolado una ciudad masacrando a mujeres, niños y personas inocentes. Reconoció que una vez encerró a unos hombres en un granero que incendió, pero eran soldados enviados para capturarlo, y cómo estaba al tanto de la emboscada... ¡Oh, querida! Parecéis exhausta. Vamos, tomaremos un baño, uno con agua muy caliente que relaje vuestros doloridos huesos. -Bridie, eso será maravilloso. -¿Estáis bien? ¿Os hicieron daño esos canallas? -Estoy asombrosamente bien. -Milady, tengo que deciroslo. Había un marinero, un joven llamado Lars. Aunque es un Douglas... de madre noruega y padre escocés, que... bueno, que me quita el aliento. Me dio mucha pena venir a París. ¿Creéis que está aquí? ¿Habrá venido con los hombres de Wallace? -Quizá. Había mucha gente que no conocía en la comitiva y puede que alguno de ellos sea Lars -dijo Eleanor, contenta al ver a Bridie alegre y enamorada; pero estaba agotada en cuerpo y alma. -Ordenaré que os preparen un baño. -Gracias. -Os sosegará. ¡Nunca nada podrá sosegarme!, pensó Eleanor.
Felipe, a pesar de creer en su derecho divino a ser rey, no les hizo aguardar. Brendan pensaba que tendrían que esperar en sus habitaciones, pero el rey estaba preparado para recibirlos en cuanto llegaran, así que él y Eric se unieron a Wallace para entrar juntos en la cámara privada del Consejo. Vestían las ropas propias de los habitantes de las Tierras Altas, sin cotas de malla bajo las túnicas o los tabardos; solo llevaban espadas y cuchillos en las pantorrillas. Se acercaron a Felipe con la ceremonia debida a los reyes, pero el monarca inmediatamente les pidió que se irguieran, saludándolos de manera afectuosa, y ordenando que trajeran vino y comida para sus huéspedes. Luego se sentaron a una mesa ante la que ardía un gran fuego. Era un hombre sorprendente, de apariencia delgada, pero recio y que conocía muy bien el arte de la guerra. Se interesó por los asuntos de Escocia y escuchó a Wallace asegurarle que el espíritu escocés nunca
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sería quebrado, a pesar de que su ejército hubiese sido diezmado en Falkirk. Felipe, por su parte, les explico la situación actual y el último tratado que había firmado con Eduardo. Como era lógico, bajo tales circunstancias, no podría ofrecerles tropas, pero, en cambio, siempre serían bienvenidos en su corte. Además, había arreglado una reunión con John Balliol, o el «Rey John», como los Guardianes de Escocia seguían llamándole, y si podía ofrecerles suministros o ayuda de otro tipo estaría encantado de hacerlo. Brendan miraba al rey mientras hablaba y recordó que todo el mundo buscaba su propio provecho. Felipe se dirigía a ellos de la mejor de las maneras, pero no les iba dar nada. Pensó que el viaje había sido una pérdida de tiempo y que les iría mejor si se hubiesen quedado en Escocia manteniendo una guerra de guerrillas en los bosques, atacando las caravanas inglesas de suministros. En invierno, la mayoría de las carreteras del norte eran impracticables y cualquier mercancía inglesa que cruzara las Tierras Bajas sería presa fácil. -Como siempre, me habéis hecho un gran favor -les decía Felipe-. Y me duele en el alma no poder hacer más. Y por lo que respecta ese pirata, Thomas de Longueville... A despecho de cualquier pesar que Wallace pudiese sentir, se inclinó hacia delante cuando empezó a hablar del pirata. -Majestad, De Longueville es un verdadero patriota francés. Se ha pasado la vida en el mar buscando a vuestros enemigos. Tal vez lleve el sambenito de ser un ladrón de los mares, pero yo humildemente os pido perdón para él. -¿Debo entender que está dispuesto a compartir su fortuna con su soberano? -preguntó Felipe. -Sin duda alguna -le aseguró Wallace. -¿Y qué hay del gran tesoro del barco pirata? -exigió saber Felipe-. Como sabéis, el conde De Lacville es uno de mis consejeros de confianza y un caballero sin el que más de una pasada campaña hubiese fracasado. -El pirata jamás hubiese dañado a la muchacha -siguió Wallace, y en ese momento Brendan inclinó la cabeza recordando lo que De Longueville les había contado. ¿Se habría dado cuenta de la importancia del conde De Lacville y esperado una gran recompensa de él? ¿O habría hecho desaparecer a Eleanor? Entonces Felipe eligió ese instante para mirarlo fijamente. -¿Sois vos el hombre que capturó el barco pirata? -Sí. -¿Qué opináis de De Longueville? -Es un tipo interesante. -¿Le habría hecho daño a lady Eleanor? Brendan se pensó la respuesta. -Ha asaltado muchos barcos ingleses y eso no se hace sin ciertas dosis de violencia. Vi cómo combatía, y en esas circunstancias es capaz de matar, pero no estoy tan seguro de que tuviese la intención de asesinar a la dama. -No es eso lo que preguntaba. -Creo que su deseo de pediros humildemente perdón es sincero. Pero por lo que respecta a lo que un hombre habría hecho o no... eso, Majestad, no soy capaz de decirlo. -Entonces, demos gracias a Dios por tomar a lady Eleanor bajo vuestra protección. -¡Demos gracias a Dios! -dijo Eric solemnemente, aunque a Brendan no se le escapó la ironía de su plegaria. -El pirata ha acumulado y ocultado muchos tesoros a través de los años y está ansioso de entregaroslos para aumentar vuestra gloria -dijo Wallace. -¿Para mis cofres, vacíos por las guerras? -preguntó irónicamente Felipe. -Precisamente -respondió Brendan. -Todos sabemos que la guerra cuesta un dineral -añadió Wallace.
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-Tendré muy en cuenta este asunto sobre De Longueville, creo que es un hombre que merece el perdón de su rey. Pero debéis estar fatigados. Divertíos esta noche y mañana por la noche celebraremos el compromiso de Lacville y su dama. ¿Asistiréis, por supuesto? -Naturalmente --dijo Wallace. -Majestad --dijo Brendan, inclinándose hacia delante rápidamente antes de que los despidiesen-. Me gustaría poder charlar con el conde De Lacville, si lo permitís. -Él os estará eternamente agradecido, tiene una deuda de gratitud con el padre de la dama. Creo que -dijo el rey- querrá daros las gracias personalmente... -No es su gratitud lo que busco... -Estoy seguro que querrá recompensaros... -Tampoco quiero recompensas. -Nos quedaremos con la recompensa -le interrumpió Wallace severamente. -Las guerras son caras -les recordó educadamente Eric. -Solo suplico unas simples palabras con él. -Lo encontraréis en la Cámara Azul, es la sala de los caballeros -le informó el rey-, para resolver cualquier asunto que haya entre los dos. -Muy bien -dijo Wallace, mirando enojado a Brendan, y apretando los dientes. -¿Os importaría hacernos partícipes del asunto? -Tengo miedo por lady Eleanor, Majestad; eso es todo -dijo Brendan, y creyó que Wallace suspiraba en alto, preguntándose si su amigo se había vuelto completamente loco, e iba a vaciar su corazón y alma al que iba ser el marido de la dama-. El pirata jura que le pagaron en Liverpool para encontrar a lady Eleanor e impedir que llegara a Francia... ¡o retornara a Inglaterra! -¡Los ingleses! ¡Siempre tan tortuosos! -exclamó Felipe, deleitándose con la maldad de sus enemigos-. ¿Creéis que es cierto? -Si lo es, está en peligro. -Os lo vuelvo a preguntar, ¿le habría hecho daño el pirata? -exigió Felipe. -Majestad, el pirata es un hombre de negocios. Creo que se habría quedado tranquilamente con el dinero que le dieron, pensando sencillamente en p&irle al conde De Lacville una recompensa mayor. -Hacer buenos negocios no es pecado -murmuró Felipe-, mientras que los ingleses... Id y contadle esto a mi amigo de Lacville; advertirle también que debe custodiar cuidadosamente a su dama. --Esta era, en verdad, mi intención -dijo Brendan. Brendan admiraba a Alain de Lacville, y además le gustaba. Se encontraron por primera vez en el campo de batalla, acompañando a Wallace después de la derrota de Falkirk. William era, a pesar de su creencia en que algún día el pueblo y la nobleza de Escocia se levantarían unidos contra los ingleses, un hombre con los pies en la tierra. Y al darse cuenta de que se había quedado sin ejército, se puso inmediatamente a buscar ayuda entre sus viejos aliados. Y en Francia supo que la mejor manera de cultivar la buena voluntad de su rey era tomar las armas a su lado en contra de los ingleses. De Lacville estaba al mando de las tropas francesas que asediaban una fortaleza, y Brendan descubrió un punto débil en una de las murallas. El conde francés era un hombre abierto a los planes de los demás y encargó a Brendan la dirección del ataque contra ese punto. Vencieron. Los dos se agradecieron mutuamente la victoria y Brendan inmediatamente se aficionó al anciano caballero, herido en mil batallas, cortés, leal, piadoso y siempre valiente. Para él era muy importante advertir a De Lacville del
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peligro que se cernía sobre Eleanor y al que ella no daba crédito, pero también era verdad que deseaba volver a ver al conde. ¿Para asegurarse también que la edad y las heridas le impedirían ser un marido? Se preguntaba mientras cruzaba las salas del palacio. Sí, también por eso. Había sido un estúpido. Sabía desde el principio que tendría que poner fin a su relación con Eleanor. Y el ardor que sentía en su interior era la angustia que se merecía. No había otra manera de terminar esto. Si intentaba secuestrarla, lo arrestarían de inmediato y probablemente le cortarían la cabeza. Destruiría a su propio pueblo, a Wallace y todo por lo que habían luchado, y por lo que tantos hombres buenos habían muerto. Además, había jurado luchar hasta el fin, hasta que Escocia fuera libre. No tenía ningún derecho, pues la propia causa de Eleanor ya estaba decidida. Se casaría con De Lacville; era una condesa que amaba apasionadamente su tierra. No tenía derecho a impedir sus deseos de cumplir con su palabra y llevar la vida de una aristócrata en su hogar, devastado por los escoceses. De Lacville estaba saliendo de su aposento cuando Brendan llegó, mas el anciano se apresuró a saludarlo con un abrazo y palabras de gratitud. -Señor, estoy en deuda con vos. ¡Pienso recompensaros con todo lo que pueda! -le dijo el conde, animándolo a entrar y tomar un vino de sus propias tierras. Brendan aceptó educadamente y bebió, pero empezó a dolerle la cabeza; echaba de menos un largo y frío trago de la cerveza de su patria. -Señor, la recompensa no es necesaria, pero mis compañeros escoceses, proscritos y pobres, me han pedido que la acepte en nombre de mi país. -Y os la daré con la mejor de mis voluntades -le aseguró De Lacville. Los aposentos del conde en el palacio eran espléndidos; cálidos, con tapices y una gran chimenea de piedra y mármol. Una gran ventana, tapada ahora, debía dar a la gran catedral de Notre Dame de París. Las colchas de la cama eran muy elegantes, bordadas hasta el último detalle. Brendan apartó la vista. -No he venido aquí por la recompensa... -Lo imaginaba. -Gracias por conocer tan bien mi carácter, señor, pues aparentemente todo el mundo desea aceptar una recompensa por sus aciertos. Pero yo he venido porque creo que deberíais hablar con un pirata, Thomas de Longueville, después de que el rey Felipe lo perdone. -¿Si? -la aspereza del tono le indicó que sospechaba del pirata y que estaba dispuesto a pelear con ese bribón si había hecho algún mal a Eleanor. -No, Alain. De Longueville no le ha hecho ningún daño. Pero nos contó una historia sobre un tipo que lo abordó en Liverpool. -¿De Longueville ha estado en Liverpool? -Señor, el Zanquilargo puede ser un rey inicuo que usa la fuerza contra sus enemigos, pero no existe un gobernante en el mundo tan poderoso como para limpiar el mar de piratas. Hay muchos puertos donde nadie hace preguntas si se tiene dinero. Por eso, a un pirata con medios de fortuna le resulta muy fácil encontrar una buena taberna en Liverpool. -Continuad. -Alguien se acercó a él, le pagó para que encontrara el barco de lady Eleanor, la secuestrara y se encargara de que nunca más volviera a Inglaterra. -¿Estáis seguro? -Eso es lo que él dice. De Lacville movió la cabeza. -La persona que se beneficiaría con su desaparición sería su primo, Alfred de Clarín. Pero él fue el primero que se acercó a mí, pues había jurado al padre de Eleanor verla
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casada sin peligro -se aclaró la voz-. Yo no era la elección inicial para Eleanor; ya era viejo cuando la sostuve recién nacida sobre mi regazo. Pero la conozco, y también su situación; honraré a su padre. Estaré encantado de ofrecerle mi ayuda, mi protección y mi fuerza. -Señor, es una mujer maravillosa y muy leal a vos -se oyó decir Brendan. Era leal y fogosa en defensa De Lacville. -Nos habéis hecho a los dos un gran servicio -dijo De Lacville. Brendan inclinó la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos. -Si algún servicio os he hecho, soy yo el que os está agradecido -respondió, logrando levantar la mirada. -Os prometo que cuando vuelva a Inglaterra con lady Eleanor, utilizaré todos mis recursos para descubrir qué peligros se ciernen sobre ella. -Entonces me quedo tranquilo, seguro de que vos cuidaréis de todo, señor. -Por supuesto.
Eleanor solo estuvo unos breves momentos ese día con el rey, y entendió perfectamente por qué le llamaban Felipe el Hermoso. Era un hombre guapo. Se reunió con el monarca en sus aposentos privados y con su esposa Juana y sus hijos. Le presentaron a la joven Isabel, prometida del hijo del rey de Inglaterra y que algún día sería la reina de su país. También estaban Luis, que sería rey después de su padre, y los _jóvenes Carlos y Felipe, sus hermanos. La reina Juana fue muy amable, le dio la bienvenida, contándole la aít, estima en que tenían al conde De Lacville. También quiso oír, intrigada, sus aventuras en alta mar, cómo era De Longueville y, claramente preocupada, le preguntó sobre la historia que los escoceses le habían contado al rey acerca del individuo que había pagado para que el pirata la capturara. -Es evidente que Brendan... Sir Brendan... cree que mi familia está detrás del asunto. Pero está equivocado. Mis parientes desean este matrimonio y mi felicidad. Me temo que no se dan cuenta que sigo siendo considerada una enemiga de Escocia... estuve en Falkirk. Soy una especie de símbolo y hay gente que todavía cree que valgo más de lo que soy. Existe un intenso odio que arde profundamente en los dos pueblos, y no me parecería extraño que algún rico escocés, quizá pariente de un héroe muerto en Falkirk, vea con alegría mi desaparición. -Por supuesto, todo es posible -dijo meditabunda la reina. -Es la única respuesta. -Pero fueron escoceses los que os rescataron en el mar. Eleanor dudó. -Las guerras crean enemigos sin rostro. Odiamos a gente que no conocemos y luego descubrimos que, claro está, son hombres y mujeres como nosotros. Es fácil odiar a un enemigo sin rostro, pero no lo es a individuos con nombre y apellidos. También es cierto que los escoceses se alegraron al salvarme, pues el rescate que De Longueville hubiese pedido se convirtió en la recompensa que los escoceses han reclamado. -Así es la vida, querida -le dijo la reina-. Pero ahora todo va bien. Estáis aquí y el conde De Lacville también. Os casaréis pronto y nadie duda que os unís a un caballero noble, acaudalado y poderoso, al que no se puede tomar a la ligera. -Por supuesto. Pasó la noche cenando con Alain. Había pedido que llevaran la comida a sus aposentos de palacio. Mantuvieron una conversación informal, charlando sobre Francia, sus paisajes, la amabilidad de la gente... Él parecía tranquilo, mientras la observaba.
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-¿Tenéis ganas de casaros, querida? -Sí -respondió Eleanor, brincándole el corazón. -Hoy he tenido una visita. -¿Oh? -Brendan. -Ah, sí. -Es un joven brillante. -Eso parece, aunque sea un enemigo. -¿Sigue siendo vuestro enemigo? -Es escocés. Clarin fue saqueada y muchos hombres murieron quemados. -¿Dio él las ordenes? -No. -¿Sabéis que los ingleses han hecho lo mismo? En Berwick, por ejemplo; el rey estaba allí y solo detuvo la carnicería después de ver cómo asesinaban a una mujer embarazada. Eleanor dejó el tenedor, ya no tenía apetito. Alain pareció no darse cuenta, pues se limitaba a observarla. -Os tiene mucho aprecio -dijo él. -Es a Escocia a quien aprecia. -Es verdad. Pero ¿qué hay de vos, querida? Temió que el arrebol que tiñó sus mejillas la traicionara y se pre guntó por unos instantes qué podría haberle contado Brendan. Pero supo inmediatamente que él no le habría dicho nada, que no habría ad mitido nada: la elección de confesar tenía que ser suya. -Es un escocés. -¿Así de sencillo? -preguntó Alain educadamente. -Sí. Alain se recostó en la silla. Mirándola. -Soy un anciano, y lo sabéis. -Creo que tenéis la misma edad que el rey Eduardo, que se acaba de casar con una joven de dieciséis años, hija del rey de Francia. Él sonrió. -Tengo la misma edad que el rey, pero me temo que no la misma salud. -Por favor, no digáis eso. -Solo os estoy advirtiendo, milady, de que no... valgo mucho. -Sí para mí. Sois amable, inteligente, generoso... -No tan generoso como podríais esperar -dijo, inclinándose hacia delante. Eleanor se quedó en silencio, preocupada, pero él sonrió, y añadió: -En unas horas nos prometeremos, y cuando eso suceda no aceptaré otra cosa que vuestra completa fidelidad. Ella asintió con la cabeza, y cogió una copa, necesitaba beber un poco de vino. -Esa es mi intención. -Milady, nunca tendrás un verdadero marido. -Yo no... -¿Entendéis? No, por supuesto que no. Eleanor, no es que sea viejo, es que estoy comido por pústulas. En público, mantengo el tipo, pero esto es un secreto que deberéis guardar hasta la tumba. Soy impotente. Alain calló durante unos segundos, observándola, mientras Elea nor se quedaba atónita por la alegría que sintió nacer en su corazón. Deseaba ser para Alain la mejor esposa del mundo, pero aborrecía la idea de mantener relaciones con él. Y no por lo que era, sino porque no quería estar con otra persona que no fuese...
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Su enemigo. -Como mucho -siguió Alain-, no me quedan más que unos pocos años para vivir con vos. Pero espero que durante ese tiempo pueda claros todo lo que necesitáis: dinero para reconstruir y tomar el control de Clarin y, más adelante, elegir un marido para vos. Eleanor seguía sentada, moviendo la cabeza. -Me estáis diciendo que... -No voy a vivir mucho. Los médicos me lo han asegurado. -No podéis morir. Sois el hombre al que más quiero. -¿Lo decís de verdad? -De todo corazón. Alain se levantó y se acercó a ella. Eleanor trató de impedir que hincara una rodilla en el suelo, pero no pudo evitarlo. -Celebraré todas las horas que me quedan teniendoos corno es posa. -Os juro, señor... -No necesitáis jurar nada. Creo que estáis enamorada de él. Eleanor se sorprendió al notar cómo se llenaban sus ojos de lágrimas. -Yo no. No podría... -No. No puedes, ni debes por el momento. Él cabalgará con Wallace, y solo Dios sabe si conservará su loca cabeza sobre los hombros en el futuro. No envidio lo que hayáis podido compartir, querida. A pesar de mis enfermedades, soy un hombre orgulloso y no estoy dispuesto a que me llamen imbécil o cornudo; pero hasta que nos casemos, milady, no sois culpable de nada ante mí. ¿Me entendéis? Ella acarició sus cabellos plateados. -Nunca os haré daño. -Milady, sé que no lo haréis, ni yo os causaré dolor alguno. Pero por ahora... -Señor. Todo lo que hago, lo hago con los ojos bien abiertos. Deseo ser vuestra esposa, vuestra condesa y la señora de Clarin. -Lo sé, Eleanor, lo sé. Y ahora, ayudad a un hombre a viejo a ponerse de pie. Me voy a mi dormitorio, milady. Cuando Alain se fue, Bridie entró hablando por los codos sobre lo noble y maravilloso que era el conde, y qué contenta estaba de que Eleanor hubiese llegado a salvo a París. Parloteaba tanto que ni siquiera se dio cuenta de que Eleanor no le respondía. -¡Y pensar -decía Bridie-, que creí que íbamos a morir en el mar! Preparó el camisón de Eleanor y le cepilló el pelo. -¿Necesitáis algo más, milady? -Estoy bien, Bridie, pero algo cansada. -Muy bien, os dejo entonces. Bridie se fue silenciosamente, cerrando las cortinas de la antecá mara, y Eleanor se estiró en la cama, debajo de las suaves sábanas. Yacía despierta. Unos minutos más tarde escuchó el ruido amortiguado de una puerta abriendo y cerrándose. Su corazón empezó a latir rápidamente y se sentó. Pero no era su puerta la que se había abierto. Era la de la antecámara que daba al rellano. Bridie. Bridie había salido sigilosamente para reunirse con su amante, al que había conocido en el barco pirata. Eleanor volvió a acostarse. En medio del esplendor y la magnificencia del palacio yacía despierta. Y sola.
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CAPITULO ONCE LOS ALOJARON en un edificio justo detrás del palacio. Balliol acudió allí para ver a Wallace. El rey John escuchó las serias explicaciones que le dio William sobre la situación en Escocia. -Todo se ha perdido en Falkirk -les dijo Balliol. Era un hombre delgado, y aunque no tenía cara de anciano, en ella se reflejaba el paso de los años. -¡No todo se ha perdido en Falkirk! -exclamó enfadado Wallace. Brendan apretaba los dientes, deseando que Wallace viera claramente que aquí libraban una batalla perdida de antemano y mucho más mortal que la de Falkirk. De pie, daba grandes pasos entre los dos, y dijo: -Majestad, no veis el espíritu que hay detrás del pueblo. -Lo único que veo es la codicia y la corrupción de los clanes, los que viven en las Tierras Bajas son más ingleses que escoceses, listos para postrarse de rodillas ante Eduardo dijo Balliol-. He visto a Comyn y Bruce dispuestos a reclamar el trono y a matarse después entre ellos para conseguirlo. He visto también a muchos preparados para morir por Escocia un día, y luego huir en medio de la batalla para combatir en el otro bando, ansiosos de recibir las recompensas de Eduardo, he visto demasiado... -¡Jesús, María y José! -exclamó Wallace-. ¡No se alcanza la victoria sin lucha! -Quizá, pero una vez... -siguió Balliol-. Vos, Wallace, teníais al pueblo con vos, pero fuisteis diezmados en Falkirk. Los nobles se niegan a seguiros... -Pero hay hombres entre los nobles que luchan contra los ingleses, que se interponen entre ellos en sus castillos de Escocia, que les atacan sin ser vistos. ¡John, el sueño sigue vivo! ¡Lo que necesitas son redaños para hacerlo! Balliol agachó la cabeza. -Me he inclinado ante Eduardo. He abdicado el trcno en su nom bre, y por eso conservo la cabeza sobre los hombros. Wallace se aferró a los brazos de la silla de Balli ol, mirándolo a la cara. -Pues yo sigo deseando ver la mía en el tajo del verdugo. ¡Volved a Escocia! Balliol se quedó callado. Brendan se fijó en el elegante corte de sus ropas, en las botas a la última moda. Había sido humillado ante su pueblo y exhibido en público por las calles. Pero en su exilio italiano fue recibido con respeto, y aquí vivía con grandes comodidades. No retomaría a Escocia. -No puedo volver -dijo al fin. Y Brendan cogió a Wallace por !os hombros, sosteniéndolo mientras Balliol se levantaba. -Dadme libertad y seguridad y reinaré gustosamente. Un monarca decapitado, ¿qué clase de rey sería? Eric, que estaba sentado al lado de una chimenea y no se había movido hasta ahora, respondió a la pregunta. -Seríais un mártir, Majestad. ¡Y el pueblo se alzaría en vuestro nombre! Balliol le lanzó una mirada furiosa y se dio la vuelta, dejando la habitación. Wallace apretaba los puños. -Si muero, id con Bruce -dijo. -Ayer me enteré que Bruce se ha casado y ha firmado las paces con Eduardo. -Esa paz no durará mucho. -Bruce es un renegado -le recordó Brendan.
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-Cierto. ¡Pero tampoco es un cobarde llorica y miserable! -respondió enfadado Wallace, y se fue también. Brendan lo observó mientras se iba, pensando si debía seguirlo, pero Eric al fin se levantó. -Déjalo ir. Tiene razón. -¿Quién tiene razón? ¿Wallace? ¿Balliol? -preguntó acerbamente Brendan. -Los dos tienen razón. Pero John Balliol es débil y cobarde, y aunque Bruce sea un renegado, al menos tiene coraje. -Algo ha muerto hoy en esta habitación -dijo Brendan, rechinando los dientes. -Por lo que a Wallace concierne, Balliol ha muerto -dijo Eric moviendo la cabeza-. Pero no el sueño, Brendan. El sueño sigue vivo. -Por supuesto. El sueño, la causa, ¡Escocia! --exclamó, sorprendido por la amargura de su voz. -Piensa en todos los hombres que han muerto por ella. Brendan cerró los ojos, invocando con la mente la batalla de Falkirk, los gritos de los que agonizaban, la matanza, la sangre y a John Graham, muerto, recordándole... Tenían que luchar Tenían que hacerlo hasta ganar la libertad. Y si no lo hacían, todos aquellos a los que habían amado habrían muerto en vano. -Bien. Seguiremos luchando -dijo-. No importa lo que cueste. Y se fue por donde Wallace había salido. París hervía de actividad a su alrededor. Obreros con carretas llenas de materiales de construcción se dirigían hacia la catedral, a esa inacabada obra maestra de piedra blanca que brillaba a la luz del sol. Cerró los ojos. El aire invernal era bueno. Hoy no olía a muchedumbres apretujadas, sino a pan recién hecho. Los niños reían en las calles. Tenía que irse de París. Aquí el sueño se desvanecía. Cada vez que se acordaba de Falkirk, veía solo el dolor, la angustia, los gritos, los aullidos. Y... También veía la cara de Eleanor. Los dos necesitaban irse de París. El rey había dispuesto un banquete magnífico. El salón estaba ricamente amueblado y la comida era tan exquisita como Héléne le había advertido a Eleanor que sería en la corte. En el centro de la mesa principal había un jabalí entero con una manzana en la boca, con guirnaldas colgadas de los colmillos. También había faisanes que parecían dispuestos a levantar el vuelo. El vino lo servían en jarras con forma de pájaros y otros animales. Los juglares cantaban en medio del salón, mientras unos mastines ladraban de vez en cuando, moviendo sus grandes colas cuando alguien les lanzaba un hueso. Los reyes estaban sentados en la mesa principal rodeados de la alta nobleza, seguida de la baja, los caballeros, los poetas, los médicos de la corte, los eruditos y los artistas. Durante la comida sonaba la música, los bufones hacían sus gracias y unos acróbatas se contorsionaban en formas imposibles. Eleanor no sabía qué era mejor, si la comida o la presentación. Picoteaba pequeños bocados de los platos, consciente de que Brendan se sentaba con el resto de los escoceses en una mesa apartada de la principal, donde ella y Alain estaban sentados. Fingía comer, pero bebía vino y aplaudía las actuaciones, charlando con las personas que tenía a su alrededor. Después despejaron el salón y el rey se levantó llevando a la reina de la mano para iniciar el baile. Los demás lo siguieron y Breslieu, que estaba enfrente de Eleanor, pidió
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permiso a Alain para bailar con ella. Era una danza en la que las parejas se intercambiaban, se encontraban y volvían a cambiarse. Eleanor se quedó de piedra cuando se topó con Brendan; el aire se detuvo en su garganta y no volvió a respirar hasta que el instinto lo obligó a aspirar una bocanada de aire. Sus manos se unieron, mientras él se inclinaba seriamente. -Milady. Luego se separó, hasta que la música los volvió a emparejar. -¿Estáis bien? -preguntó él. -Muy bien. ¿Y vos? -Ardo en deseos de volver a casa. -Yo también. -Creía que estaríais ocupada con los preparativos nupciales. -Sí. Es cierto. Estaba muy serio esa noche, e impresionantemente guapo. Sus negros cabellos y sus ojos oscuros brillaban a la luz de las antorchas colgadas de las paredes. Estaba recién afeitado y llevaba una elegante túnica bordada en ocre con el escudo de los Graham. Se dio cuenta de lo bien que bailaba. El tacto de sus dedos y su mirada se demoraban en ella; luego hizo una reverencia y se fue hacia su siguiente pareja, la joven hija de algún noble, de cabellos negros, vivaz y adorable. Él le sonrió, y bailaron riendo mientras Eleanor se odiaba a sí misma por el arrebato traicionero de celos que la recorrió entera. Ella iba a casarse, y él era un hombre libre, de un país diferente, con distintas creencias, que moriría trágicamente, y cuando eso sucediese, ¡por Dios, que ya lo habría olvidado! Volvieron a encontrarse. -Milady, estáis arrebatadora. -Vos también. Él arqueó una ceja -¿Yo? ¿Arrebatador? Esto tengo que contárselo a Wallace. Eleanor se ruborizó. -¿Os iréis pronto? -le preguntó ella. Él asintió. -De vuelta a la lucha. -Sí. -Rezaré por vos -dijo con modestia. En los labios de Brendan asomó una sonrisa. -Sí. Tenéis que hacerlo, pero decidme, ¿creéis que Dios atiende vuestras plegarias? -A Él confieso todos mis pecados y Él me absolverá. También, creo que Él me escucha. -También yo rezaré por vos -le dijo-. Dios cree en los hom bres que saben luchar. La música cambió, y las parejas también, y Eleanor se encontró bailando con el rey. -Majestad -murmuró. -Un bravo y bien parecido muchacho. ¿Fue él quien os rescató, milady? -Sí. Fue él -dijo en voz baja Eleanor. -Me gusta mucho. Un hombre inteligente y tan bueno con la es pada es difícil de encontrar. -Me alegro, Majestad. -Odio ver que él... bien, vos los sabéis, lady Eleanor. No hay nada más importante que el deber. -Soy consciente de ello. -Os casaréis con Alain, como habéis jurado. -Así lo he jurado. Gracias a Dios, chiquilla, que no tienes la cabeza llena de pájaros. -¿Majestad? El rey sonrió.
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-Veréis, el deber me obligaría a cazaros y a mataros a los dos. Pero eso destruiría a Wallace, Clarin quedaría a merced de vuestra parentela... y Eduardo estaría encantado con la cabeza de un rebelde escocés sobre su mesa, y al mismo tiempo airado por vuestra pérdida. Menuda confusión... guerras, tratados, alianzas... -Se lo he prometido a Alain. Lo amo porque es un viejo y querido amigo. -Os bendigo, hija mía -y el rey le besó la frente antes de separarse de ella. Eleanor se asombró al ver que Alain bajaba a la pista de baile. -El rey os aprecia mucho -le dijo, respirando con dificultad mientras bailaban. -Me alegro. -Os enviará a uno de sus propios confesores antes de la boda. -Es muy amable por su parte -pero preocupada por los jadeos de Alain le dijo-: Estoy fatigada, ¿nos sentamos? Él la miró lleno de gratitud. -Vamos -y volvieron a la mesa. La música parecía sonar más alto y a Eleanor le dolía la cabeza. -Alain, ¿podemos...? Él estaba mirando al rey, pero justo en ese momento Felipe levantaba la mano, escuchando algo que le estaba contando la reina y les permitió retirarse. -Sí. Podemos irnos. Cuando Brendan volvió a sus habitaciones, un criado le anunció que tenía una visita. Se encontró que le esperaba un clérigo alto, con semblante serio, vestido con un hábito de lana áspera y capucha. -¿Qué deseáis? -pregunto al clérigo. -¿Sir Brendan Graham? -Soy yo. -Dios os bendiga, señor. Traigo un mensaje para vos de parte del rey. Nuestro gran soberano, Felipe de Francia y de Navarra, cree que sois un hombre valiente. Pero también temerario, y aunque no cree que viváis mucho, sabe que poseéis coraje y fuerza. Dice que ojalá fueseis francés. -Es un gran cumplido. -Ciertamente. Su Majestad también cree que el matrimonio es un compromiso sagrado. -Yo también, padre. El fraile sonrió. -Es un contrato que, una vez pronunciados los votos ante Dios, no puede ser roto. -Yo nunca rompería un contrato semejante. -O permitir que otros lo rompan. Brendan dudó, sabiendo lo que se murmuraba o, al menos, pen sando en lo que él había hecho. -Yo nunca deshonraría la promesa hecha por otro. -Era esto lo que el rey pensaba que diríais. Y por eso me ha enviado. La cabeza le daba vueltas; Eleanor deseaba poder escapar de su propia piel. Cuando Alain la dejó en la habitación, Bridie estaba esperando. Ella se puso a charlar, insinuando que estaría encantada con un poco de cotilleo. Pero Eleanor se decía que ojalá tuviese el ánimo para hacerlo. Bridie le ayudó a quitarse los elegantes ropajes y le ofreció el camisón; Eleanor al verlo salió de su ensimismamiento. -¿Qué es esto? -preguntó. Era una túnica magnífica, pero no era suya. Recamada en seda blanca, era nueva, fina y sensual al tacto.
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-Es un obsequio de la reina. -Por la boda... -No, no -los ojos de Bridie giraron-. ¡Esperad a ver lo que os ha enviado para la boda! Este es solo uno de los muchos regalos que os ha hecho. -¡Qué amable! Lo primero que haré mañana será darle las gracias. -Amable... pero también inútil. -¿Qué? -¡Oh,. Eleanor! Mi corazón se rompe por vos porque sé que... bien. Os hablé de Lars... ¡Qué hombre! ¿Dios mío, lo sé muy bien! -exclamó Bridie santiguándose-. Hemos hecho el... -y se puso colorada mientras hablaba-. ¡Qué Dios me perdone! Pero hemos estado juntos y no puedo evitar estar avergonzada... pero vos sois tan joven, tan adorable y el conde De Lacville es tan... -¿Viejo? -Perdonadme. -Soy muy feliz con Alain. -Por supuesto, nunca debería haberos dicho esto... -Bridie, yo nunca te juzgaré. -¡Hacedlo, azotadme, despedidme y cortadme la cabeza! Merecerá la pena, ¡oh, milady! No sabéis lo que es... -Bridie. Estoy segura de que me lo contarás. Pero, por favor, que no sea esta noche. -Querida Eleanor, parecéis tan cansada. Bien, os dejaré, pero yo, quisiera... -Ir a ver a Lars. Vete con todas mis bendiciones. -¡Oh, milady! -y se abalanzó sobre ella, rodeándola con los brazos. -¡Vete, Bridie! Eleanor se sentó en la cama, su corazón latía con fuerza. ¿Qué pasaría si ella, una mujer comprometida, arrojaba todo por la borda y huía a los bosques con un proscrito? Brendan sería ejecutado. No debía permitir que eso sucediese. Oyó que llamaban a la puerta. -¿Sí? -dijo mientras se acercaba y esperaba. -Soy vuestro confesor, milady -oyó que decía una voz apagada. Abrió la puerta y vio a un hombre muy alto, cubierto con un hábito. -Pensé ir a la capilla... -empezó Eleanor a decir, pero él señaló el suelo con un dedo, indicando fríamente que debía arrodillarse. ¿Qué es lo que podría confesar? La confesión era un sacramento para el sacerdote, y ante Dios, nunca podría repetir una sola palabra de lo que ella le contase. Seguía sin moverse... -¿Milady? -le volvió a señalar el suelo rudamente. Estaba a punto de confesar sus pecados camales, pensando iróni camente que se encontraba vestida muy apropiadamente para la oca sión, con el regalo de la reina, un camisón de pura seda blanca. Al instante se arrodilló y juntó las manos para rezar. -Perdonadme padre, porque he pecado... -Y lo volveréis a hacer otra vez -le interrumpió una voz pro funda y alegre. Levantó la mirada. El fraile se había quitado la capucha y Brendan estaba de pie ante ella. Eleanor pegó un salto, retrocediendo, para luego lanzarse hacia él y abofetearlo, pero él detuvo su mano y la cogió entre los brazos. -Sería pecado desaprovechar la noche -dijo. Eleanor forcejeaba para librarse del abrazo. -No solo sois un estúpido, sino también un completo idiota. Si os atrapan, os cortarán la
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cabeza... -No me atraparán. -Si lo hacen, os matarán. -Pues moriré contento. -¡Tenéis que iros inmediatamente! -¿Qué haréis si no me voy? ¿Llamar a la guardia? -Os matarán. -Moriré feliz. -Brendan... La llevó en brazos hasta la cama y, dejándola allí, se acostó a su lado. Eleanor intentó protestar otra vez, pero él la sujetó por las muñecas, apretándolas contra el cabecero tallado y buscó sus labios, besándolos con tal fuerza y pasión que aunque hubiera podido quejarse,no hubiese podido hacerlo. El anhelo dominaba su boca, su lengua era como una llama. Los labios no se separaron de los suyos hasta que ella, sin aliento, empezó a estremecerse mientras sus piernas se derretían para recibirlo. Su mente se nubló. La soltó el tiempo suficiente para quitarse el grueso hábito de lana, e irguiéndose se desató el tartán doblado que llevaba debajo. Luego su desnudez se pegó contra la frágil barrera de seda y el calor de él parecía arder a través de ella. Eleanor sentía la fuerza de su sexo contra sus muslos. Pero ella, apoyádonse en él, se incorporó. -¡Esto es una locura! -¡Sí! -sus manos estaban ya sobre ella otra vez, acariciando la. piel bajo su sexo, sin importarle la seda que como una barrera se interponía, mientas la húmeda calidez de su boca la cubría, lamiéndole los senos por encima del camisón, excitándola hasta lo inimaginable. Eleanor le tiró de los pelos, pero él ignoró sus deseos, moviéndose contra ella, frenética, casi violentamente en su vehemencia. Deslizó las manos debajo del camisón, sin dejar de besarla, fundiendo con la lengua la seda que tapaba a Eleanor tan erótica e íntimamente que ella se temió que iba a gritar; abrió y cerró la boca y la seda desapareció. Notó su sexo contra ella, y se retorció en su interior, como si se estuviese muriendo y no fuese capaz de alcanzar la cumbre que avistaba. Entonces ella vibró, ardió y se aferró a sus hombros, boqueando y mordiéndose los labios cuando el clímax la poseyó, sacudiéndola al sentir los últimos jirones de seda rasgada y a Brendan en su interior, mientras el anhelo crecía con cada vivo movimiento de sus caderas. Cuando terminó, fue ella la que lo empezó a calentar, ahondando con la lengua entre su pecho brillante por el sudor, acariciando c 9n lr.s manos cada línea de sus músculos, besándole todas y cada una de las partes de su cuerpo, de esa magnífica figura, llena de cicat.ices y tan tensa como la cuerda de un arco. Lo tomó con las manos, con l a boca y oyó cómo rechinaban los dientes, los gruñidos que soltaba, y cómo todo su poder la buscaba, arrastrándola bajo él, enterrándose de ruevo en el tormento y el éxtasis desesperados de su deseo. En ese momento el mundo dejó de girar a su alrededor, excepto por los truenos y los vendavales que los arrastraban y los gemidos de sus alientos al compás del retumbar de los latidos de sus corazones. Él se estremeció, se estiró y luego fue como si muriera. Eleanor sintió que una ola la invadía, la llenaba y la calentaba como ninguna otra sustancia en la vida; entonces se quedaron inmóviles, uno al lado del otro, las piernas entrelazadas, separados, pero como si fuesen una sola persona. -Pronto te casarás -dijo Brendan, y algo había cambiado. -Sí -respondió ella, y se quedó callada-. Te matarán si no lo hago. -¿Y si yo quisiera morir? -Yo no quiero que te pase eso. Él se levantó de repente, bruscamente. Ella quería decirle tantas cosas. Necesitaba hablar. -Brendan... Pero él ya estaba completamente vestido, con el tartán y el hábito
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cubriéndolo. -Brendan, por favor... -Milady, ¡Dios bendiga vuestro matrimonio! Y se fue.
El rey de Francia estaba dispuesto a ser generoso, sobre todo después de haber obtenido unos buenos ingresos con parte de los tesoros de Thomas de Longueville, el pirata. En un patio separado de los edificios que formaban el palacio, los escoceses apilaban cajas con armas y corazas, barricas de vino y víveres. La comida era una bendición, pues la frontera estaba devastada. Esos víveres eran un regalo más que generoso, pues el invierno aún no había terminado; vivirían de las provisiones de los almacenes particulares del propio Felipe. Eric puso un saco de grano de una carreta, mientras Collum lo apuntaba en una lista oficial que enviarían a Felipe después. Brendan había ido a buscar otro saco al lado de la carreta, cuando oyó el repique de las campanas de la catedral. Se detuvo, Eric se acercó, poniéndose en frente con las manos en las caderas. -Todavía no hemos terminado. -¿Por qué repican las campanas? Eric lo miró fijamente, agarró otro saco y se apartó de la carreta. Brendan lo siguió, Margot que había estado contando las barricas de vino, lo contempló, suspirando. -¿Por qué no se lo dices? Sabes bien que ahora se está celebrando la boda. Eric le lanzó una mirada a Margot. -¡Pues acabas de decírselo! Ella se encogió de hombros y volvió a su trabajo. Brendan cogió un saco y lo echo en la carreta; pero al ver que Wallace estaba delante dando instrucciones al carretero, se dio la vuelta hacia él seguido por Eric y Margot. -¿Es hoy la boda? -preguntó. -Sí. Lady Eleanor se casa hoy con el conde De Lacville en la gran catedral de Notre Dame de París dijo Wallace monótonamente, mi-, rándolo a la cara. -Lo sabías y no me has dicho nada. -Nos pidieron que fuéramos -dijo Wallace suspirando-. Pero creí que no te apetecería ir. -¡Al contrario! ¡Tengo que estar allí! -exclamó Brendan y durante unos segundos luchó contra lo inevitable. ¡No había creído que ella fuera a hacerlo! ¿Cómo había podido? Estaba furioso con Eleanor, quería gritar. ¿Cómo podía haberle hecho esto? Era una ramera, una puta, una meretriz, una estúpida... ¡Una inglesa! Una mujer a la que se podía comprar. Por un montón de piedras y un trozo de tierra estaba dispuesta a casarse con un carcamal y traicionar a... ¿Traicionar a quién? ¿A él? A un hombre sin otra posesión que la espada que ceñía y los beneficios obtenidos con su ingenio, unos beneficios que abandonaría al instante para buscar... Un sueño. Ella nunca le había mentido, conocía sus obligaciones y se casaría con De Lacville; gobernaría Clarin sin discusión, un lugar al sur de Escocia, muy al sur de Escocia. Y ella rezaría por él, por supuesto. ¿Qué podía él ofrecer? Nada. ¿Había tenido él algo alguna vez? Nunca, nada de nada. Solo podía ofrecer temor, una vida dura y quizá la muerte. Nada más. Sabía que ella debía casarse, también sabía que sus vacíos e inmaduros deseos nunca se cumplirían. Para detener la boda, tendría que traicionar a Wallace, a sus hombres, a su familia, a su país. ¿Podría hacerlo? -Necesito asistir a la ceremonia -dijo.
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-¿Para qué? ¿Qué vas a hacer? --¡Protestar en nombre de la decencia! -murmuró Margot. -¡Margot! -exclamaron a la vez Eric y Wallace, mirándola enfadados. Ella se dio la vuelta y se marchó. -Necesito ver la ceremonia. Y acabar de una vez. Wallace lo miraba y luego alzó las manos. -¡Collum! -gritó-. Encárgate de terminar la carga. -Bien, William -y volvió al trabajo sin preguntar. -Vamos -dijo Wallace, dirigiéndose hacia los caballos. -No estamos bien vestidos para una boda -hizo notar Eric, que llevaba pantalones de cuero, botas y una gran túnica de lana. Wallace y Brendan llevaban sus tartanes. -Iremos como estamos -dijo Wallace. Brendan ya estaba montado en su caballo.
La catedral estaba engalanada y el ambiente era solemne. La noche anterior, Eleanor había ido a ver a un sacerdote, su confesor, y le había parecido sagrada e inmensa. Y no fue durante la confesión cuando se sintió redimida de sus pecados, sino cuando a solas en medio de la gran nave, bajo los arcos, contemplando el esplendor que Dios había permitido que el hombre crease. Sabía que tenía el perdón de Alain y, por muy culpable que fuese, sentía que Dios la comprendía. No se dio cuenta cuando empezó todo; tendría que pagar un cierto precio durante el resto de su vida. Pero hoy estaba haciendo lo que debía y no necesitaba sufrir ninguna penitencia, pero si lo que había cometido era de verdad un pecado a los ojos de Dios, estaba preparada. Mientras caminaba por el pasillo camino del altar de la mano del rey para que este la entregase a Alain, toda la paz que había encontrado la abandonó. El pánico la dominó durante uno segundos y deseó soltarse del brazo de Felipe y huir. No se contraía matrimonio a la ligera. Y ella haría promesas que tendría que mantener. La catedral parecía estar viva, el incienso flotaba en el aire como si fuese humo, los canónigos entonaban un bello canto, mientras los rezos latinos parecían rodear su corazón. Al recorrer el pasillo, sintió una loca esperanza, pensando que él vendría, cruzando la nave como una tormenta a lomos de un corcel blanco, más puro que la luz del día. Él la cogería y cabalgarían hasta... Pero no había ningún sitio dónde ir y el sueño se desvaneció; rezó mientras caminaba, no por su matrimonio, sino para que él no viniese, para que no protestase, para que no lo mataran y para que si ella misma no protestaba y él hubiese venido, supiese que estaba allí, y si su voz fallara, él pudiera ver que... Pero Alain le había dicho que lo más probable era que los escoceses estuvieran ya de vuelta a Calais, a sus barcos, y que pronto se harían a la mar rumbo a Escocia. Gracias a Dios. Brendan estaba de vuelta hacia ese lugar miserable, sucio y rocoso que llamaba Escocia, insistiendo en derramar su sangre en una tierra que consideraba sagrada... Casi se tropieza, pero se recobró. Y caminó hacia delante, cegada por el incienso y la santidad de la catedral y por las lágrimas que acudían a sus ojos. Si él viniese... una sola palabra, una sola mirada. Y no seguiría con esta farsa. Sí. Y también eso era un sueño vacío. Llegaron cuando la ceremonia ya había empezado. Brendan la vio caminando, llegando al altar del brazo del rey. Y vio cómo la entregaban al hombre que la esperaba. ¡No sería capaz de hacerlo!
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Ella no podía... En cuanto se diese la vuelta... Solo ver su cara... Pero Eleanor no se dio la vuelta. El sacerdote empezó a pronunciar palabras en latín que él ya había escuchado antes, que subían y bajaban. La gran catedral olía a incienso. Los novios se arrodillaron y los canónigos entonaron otro sonoro y profundo cántico; las naves se llenaron con la espiritualidad del ritual y la promesa. En el altar, Eleanor inclinó la cabeza al mismo tiempo que el anciano conde. Luego el sacerdote recitó las palabras que los unirían como esposa y esposo. Le parecía que hablaba sin cesar, que ella estaba atrapada en una especie de niebla, en una visión que no tenía fin. Al fin se les pidió que pronunciaran sus votos ante él. Brendan escuchó la respuesta de Eleanor. Se mantuvo callado y tranquilo, seguro y firme. El sacerdote sostenía un anillo de oro y con él tocó los dedos de la novia, una, dos y tres veces, diciendo: -En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Y justo en ese momento Brendan se fue. Salió de la catedral con Eric detrás. Llegó hasta su caballo, montó y cabalgó. No volvió la vista atrás.
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CAPITULO DOCE TRANSCURRIERON seis semanas antes de que Eleanor y Alain volviesen a Clarin. Cuando desembarcaron en Inglaterra, enviaron misivas advirtiendo de su llegada; estas fueron más veloces que ellos, pues Alain no podía cabalgar durante mucho tiempo e incluso el traqueteo del carruaje le fatigaba. Aun así, Eleanor se sorprendió y conmovió por el recibimiento que sus primos le habían preparado. En el camino que conducía al castillo se alineaban los granjeros y artesanos que vivían en el pueblo y sus inmediaciones, saludándolos con flores y exclamaciones de bienvenida. Enfrente del castillo, se encontraron con la servidumbre que los esperaba, con Alfred a la cabeza y Corbin a su lado. Hasta Isobel, la esposa de este, la pequeña, delicada y hermosa Isobel había salido para recibirlos. Eleanor se preguntaba cómo lo había conseguido. Claro que el rey Eduardo, que se acababa de casar con la hermana del rey de Francia, miraba ahora con buenos ojos a los franceses, con vistas a negociar la boda de su heredero con la hija de Felipe. Podría ser que el propio Eduardo hubiese ordenado a Isobel que fuese a Clarin a cumplimentar a un caballero francés tan renombrado como Alain de Lacville. Eleanor estaba orgullosa del aspecto de su hogar. Saludó con la mano alegremente a la gente, y cuando llegaron a la entrada del castillo, desmontó de un salto y abrazó a Alfred, luego a Corbin y después a Isobel, que parecía esperar semejante muestra de afecto. Sus dos primos conocían bien a Alain, pues él había sido amigo íntimo de su padre durante años, incluso cuando la guerra separó a los dos países. Isobel se apresuró a saludar a Alain, haciéndole sentir como si estuviese en su casa mientras subían las escaleras hasta lo que actualmente era el segundo nivel del castillo y donde se encontraba el gran salón. -¡Mi querido conde De Lacville! Es un honor que un hombre tan noble como vos os hayáis convertido en mi primo político. Aunque hay algo que no entiendo, ¿cómo es que habéis venido aquí? Me han dicho que vuestras posesiones en Francia son verdaderamente magníficas. -El honrado soy yo, señora. Pero mi hijo mayor se las arregla muy bien con lo que va a ser su herencia y a mí me pareció más oportuno venir aquí, a las propiedades de mi esposa. -¡Que Alfred administra perfectamente! -exclamó Eleanor, poniéndose de puntillas para besar la mejilla de su primo, consiguiendo que se ruborizara. -La comida está preparada -les informó Isobel-. Podemos almorzar cuando queráis, pero si deseáis descansar antes... -Estamos perfectamente -le aseguró Eleanor-, aunque quizá no os importe esperar un poco, mientras nos recuperamos del viaje. -Por supuesto -exclamó Isobel-. Me he tomado la libertad, Eleanor, de ordenar que lleven vuestras pertenencias a los aposentos de tu padre. Allí hay dos habitaciones que... -Muchas gracias -murmuró Eleanor. -Querido conde De Lacville, espero que encontréis cómoda nuestra hospitalidad norteña, estando vos acostumbrado a los fastos de París -continuó dulcemente Isobel. -Estoy convencido de que encontraré todo muy cómodo -Alain sonrió-. Siempre me he sentido bien recibido en esta casa, y ahora más, pues dondequiera que Eleanor elija
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estar, yo seré feliz con ella. -Lo puedo imaginar fácilmente -dijo Isobel suavemente. -Isobel, también yo espero que estés cómoda, acostumbrada como estás a los lujos de Londres -dijo Eleanor. Isobel se calló durante unos segundos y luego sonrió más ampliamente. -Allá donde esté Corbin, yo seré feliz con él. -¿De verdad? -preguntó Eleanor. -¡Por supuesto! Eleanor miró a Corbin, que se encogió de hombros, y justo en ese momento creyó ver a Isobel advirtiendo a Corbin con un discreto pisotón, pero todo fue demasiado rápido y no pudo estar segura. -Te enseñaré el camino... -empezó a decir Isobel. -Isobel, sé perfectamente dónde están los aposentos de mi padre. Muchísimas gracias. Eleanor agarró con firmeza al brazo de Alain mientras subían las escaleras hasta el tercer piso. Clarin era frío y estaba lleno de corrientes de aire comparado con el bienestar que se disfrutaba en las propiedades de Alain; le entristecía ver las diferencias que existían con su propia casa. Se sentía culpable. Amaba su hogar, y aunque las tierras estaban devastadas, empezaban a recuperarse lentamente. El invierno estaba siendo duro, excepcionalmente duro, pero lo soportarían y luego todo iría bien. Los aposentos que fueron de su padre se componían de dos habitaciones, además de un gran vestidor contiguo al más grande de ellos, y un retrete interior, que su padre ordenó hacer a causa del amor que tenía por las costumbres romanas. Aunque había dos puertas que daban al rellano, entraron juntos muy orgullosos por la primera; Eleanor era consciente de que Isobel observaba todos sus movimientos. Cuando estuvieron dentro, Alain se tambaleó un poco. -Creo que necesito echarme un rato. -Claro. Debéis descansar dijo ella, ayudándole a ir a la cama. Con Alain había venido Jean, su criado, y aunque sabía que podía llamarlo, prefirió encargarse ella misma de quitarle las ropas de invierno, traerle agua y acostarlo. Alain la cogió de la mano, cuando Eleanor le arreglaba las mantas. -Sois una buena esposa -le dijo con ternura, sus oscuros ojos llenos de calidez y amor. -Ni se os ocurra empezar a hablar de la muerte o de que me tendréis que dejar pronto, ¿me oís? -exclamó Eleanor-. ¡Me tendría que quedar con ese monstruo! -¿Os referís a la petite belleza de pelo oscuro? -Sí. A ese monstruo me refiero. Alain se echó a reír, mientras le acariciaba el pelo. -Hasta donde lleguen mis fuerzas nunca os dejaré. -Ni lo mencionéis. Empezó a doblar la ropa que le había quitado. -¿Pensáis en él a menudo? -le preguntó con voz tierna. -No -mintió-. Él ha vuelto a Escocia, y yo estoy aquí con vos. -Pero no es lo mismo, ¿verdad? -Alain... -Por favor, no tengo nada que reprocharos. -Y yo rezo para que vuestra vida sea larga y estéis conmigo durante años y años. Alain sonrió y cerró los ojos. -Me gustaría tomar un poco de agua. Eleanor le trajo una copa y después le dejó para que durmiera. Se deslizó en silencio en la otra habitación. Era la suya, más pequeña que el dormitorio principal, pero muy acogedora. Los muebles eran antiguos, magníficamente tallados con motivos gaélicos.
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Hubo un tiempo en el que la paz reinaba en las tierras de la frontera. Algunos de los tapices de la habitación habían sido tejidos por flamencos que vivían en la raya escocesa; los libros habían sido encuadernados por los monjes del monasterio de Melrose. Pero no quería pensar en esas cosas. Habían dejado una jofaina y una jarra con agua fresca. Se lavó la cara y abandonó los aposentos, dejando descansar a Alain. Encontró a Corbin solo en el gran salón. -¡Prima! ¡Pobrecita mía! Te fuiste y ahora vuelves casada con Matusalén -dijo mientras se servía una copa de licor-. Has vencido a un pirata y has derrotado de nuevo a los escoceses. ¡Estúpido de mí! Por poco me muero de preocupación cuando me enteré de tus aventuras. ¡De quién tenía que haberme preocupado era del pobre Wallace! Sus palabras la herían, pero sabía que se estaba burlando de sí mismo. -Ni vencí al pirata, ni a los escoceses. El pirata quería venderme a los árabes por una buena cantidad de dinero, y los escoceses decidieron que yo valdría más en manos de Alain. Corbin empezó a dar vueltas enfrente de Eleanor, y luego le dio un cariñoso abrazo. -Eleanor, te he echado de menos, me has tenido muy preocupado. Las noticias que recibíamos eran vagos rumores traídos por otros viajeros, hasta que llegaron otras, estas oficiales, de Londres, cuando Felipe envió un mensajero a Eduardo. -Siento haberte preocupado, pero veo que has tenido compañía. -Isobel, sí. He estado en los brazos de mi amada esposa. -¿Ha estado aquí desde que me fui? -Asombrosamente sí. -No estás contento. -Solo un poco confuso, ¿y tú? Tenía que reírse, parecía tan apesadumbrado. -Quizá haya cambiado de costumbres. -Quiere tener un hijo, porque está segura que tú no lo tendrás, y mi querido hermano está demasiado ocupado obedeciendo y cumpliendo las ordenes de nuestro rey Eduardo. -¿Te ha pedido que le sirvas en otra campaña de guerra? -le preguntó preocupada. -¿Cuándo no hay una campaña? -respondió vagamente-. Estoy tentado de devolverle las órdenes diciendo que ya hemos luchado lo suficiente, y que tú sigues en el mar despachando escoceses al infierno. ¿Lo hiciste o no? -Claro que sí. Corbin meneó la cabeza. -Pobre prima... te he ofendido. -¿Cómo? -Alain es un buen tipo... pero en cualquier caso, creo que siempre he sido honrado y discreto contigo. ¿Puedo ser franco? Deberías disfrutar de tu juventud, de tu belleza... -y a pesar de sus palabras, dudó-. Lo único bueno que puedo decir de Isobel es que disfruta en la cama. Es una completa bruja... muy buena en lo que hace. Y esa es la cuestión. Somos jóvenes y el matrimonio tiene sus ventajas, tú deberías... bien, tú no puedes. Lo que quiero decir es que no me imagino... es un anciano. -Corbin, gracias por preocuparte por mis placeres terrenales. -Se puede morir. Lo sabes bien. -Todos moriremos algún día. -No pareces... feliz. Pareces resignada. -Estoy resignada. Pero dime, ¿qué nuevas hay de los escoceses? -Wallace ha vuelto a Escocia. Ha perdido a su ejército, pero merodean grandes bandas de renegados por la zona que han atacado los puestos fronterizos, los convoyes de suministro, además de hacer unas cuantas incursiones de castigo, pero no han ido más
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allá de la frontera. La facción de Comyn sigue luchando, y como sabes Robert Bruce sé ha casado con una heredera inglesa, y por ahora está de parte de Eduardo. Pero háblame de Wallace. ¿Es verdad que va pintado como los pictos de las viejas tribus? ¿Mide más de dos metros y tiene cuernos? -Nunca estuvo pintado las veces que lo vi, y sí, es alto, pero no llega a los dos metros, como mucho uno ochenta. No tiene cuernos, pero sus dientes están bien afilados. -Je mordió? -¡No! -dijo ella sonriendo-. No. Es humano, y niega tener algo que ver con los que atacaron Clarin. -Lógico. -¿Qué necesidad tenía de negarlo? Yo era su prisionera. -El problema es que son todos unos renegados. Proscritos y ladrones. -A ellos también les han atacado y asesinado. Incluso más -respondió ella, y se asombró de verse así, defendiendo a los escoceses. -Los quemamos, los masacramos, devastamos y saqueamos sus tierras, y ellos nos pagan con la misma moneda. Muy bien -dijo Corbin-. Sabes que no durará para siempre. Antes de que el rey Alejandro y la Doncella de Noruega muriesen estuvimos en paz con los escoceses durante años, pero nuestros queridos vecinos del norte no son capaces de estar en paz entre ellos; y aunque lo estén alguna vez, siguen siendo unos enemigos formidables. -Los escoceses -les interrumpió Isobel, mientras entraba en el salón- están esperando a que Eduardo muera. Pero creo que Su Majestad se niega por ahora. ¡Ojalá ese maldito que os atrapó en el mar tenga la más terrible de las muertes! -Wallace no me capturó, fue un pirata el que lo hizo. Y además contó una historia fantástica. El pirata aseguró que le pagaron para que abordara mi barco. -¿Qué? -exclamó Isobel con sincera sorpresa-. Entiendo... por eso defiendes a los escoceses. Seguro que algún barón rico que se sintió menospreciado por vuestro papel en Falkirk es el culpable, si es que lo hay, claro está, pues todos sabemos que los piratas son unos embusteros. -Me temo que no sé mucho de piratas, Isobel. Solo he conocido a un capitán pirata en mi vida. Isobel se río. -¡Querida Eleanor! ¡Qué importa eso ahora si estás aquí sana y salva? -Por la satisfacción de encontrarte aquí -brindó Eleanor. Isobel se tuvo que ayudar con un vaso de vino, lo bebió de golpe y se sirvió otra copa. -Esto ayuda a soportar estas tierras del norte -dijo. -Si tanto te disgusta el sitio, ¿por qué sigues aquí? -Porque Alfred se pasa la vida preparándose para las próximas campañas, obedeciendo fielmente la más mínima orden del rey; porque tú te has casado con una anciano acaudalado, y porque Corbin y yo estamos obligados a procrear un heredero para la seguridad futura de Clarin. -¡Qué noble por tu parte! Quizá el anciano y yo hayamos concebido ya el heredero replicó Eleanor, incómoda por decir eso, aun cuando fuera para poner a Isobel en su sitio. ¿Por qué luchar con ella? Por una vez, estaba aquí, con Corbin, y aunque no la amara de verdad, seguía siendo su esposa, y parecía disfrutar con el súbito arrebato maternal que le había entrado a Isobel. -Por supuesto, Eleanor. Te deseo lo mejor si ese es el caso. Pero... la familia debe continuar. -Tu altruismo me conmueve, Isobel. -Bien. Gracias al conde De Lacville y a tu matrimonio, Clarín volverá a ser lo que era.
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Todos debemos mirar al futuro. Justo entonces Alfred entró en el salón. -He estado mirando los libros y mañana deberíamos cerrar las cuentas contigo y el conde. Eleanor, la muralla norte está casi terminada, pero nos han vuelto a llamar a las armas... -¿Está el rey preparando otra batalla? -preguntó Eleanor consternada. -El rey siempre está preparando otra batalla. Pero el duque de York ha enviado órdenes, y como es natural, tenemos que obedecer. Esperan que Clarin les proporcione hombres y suministros. No te preocupes, estamos acostumbrados a combatir. Y no permitiremos que vuelvas al campo de batalla. -¡Hasta el matrimonio se vuelve peligroso cuando anda de por medio la señora de Clarin! -dijo Isobel con dulzura-. Claro que dentro de pocos meses Corbin y Alfred tendrán que marchar, ya que vuestro pobre conde no podrá. -¡Pero Isobel, querida! ¿Podrás soportar la separación de tu marido? -Todas debemos sufrir en estos tiempos aciagos -dijo Isobel suavemente-. ¡Yo sufriré la ausencia de mi marido, y tú sufrirás la presencia del tuyo! -Yo no sufriré en absoluto, Isobel. No puedes ni imaginar lo que la edad enseña a un hombre -respondió Eleanor-. Y ahora, si me perdonáis, iré a ver si está preparado el almuerzo. Salió de la habitación, sonriendo; todas las miradas clavadas en ella. Seguían todavía dentro del bosque; los largos días y noches que habían pasado realizando incursiones rápidas, asaltando y huyendo inmediatamente después los habían transformado en seres tan cautelosos como los lobos de los bosques. Brendan oyó un sordo crujido entre los árboles y retrocedió, esperando. Thomas de Longueville, el pirata, había cambiado completamente... bueno, no del todo. Después de recibir el indulto del rey de Francia decidió que la vida en París era un aburrimiento y decidió jugar su suerte con los escoceses, demostrando que era tan astuto y ligero en tierra como lo había sido en el mar. Delgado y pequeño, era un tipo veloz que se subía a un árbol con la misma habilidad que trepaba por los obenques de su nave. Alcanzó a Brendan haciendo algo más que ese sordo crujido, pues estaba apenas sin aliento. -Viene el convoy tal como nos habían dicho -dijo agachado con las manos en las rodillas, respirando profundamente-. Hay cerveza, grandes barriles de cerveza y más cajas de las que te puedas imaginar. Puede que contengan las corazas que lord Herbert encargó para sus hombres de la fortaleza que está levantando en la orilla del río. ¡Son la última moda de los maestros armeros de Alemania! Quizá haya también algo de seda para la dama del lord... un verdadero desperdicio, pues dicen por ahí que es más fea que un mastín. -¿Cómo sabes todo eso? De Longueville sonrió. -Me lo contó una de las vaqueras de lord Herbert, una muchacha pequeña y rolliza, una cotorra de lengua viperina, y una belleza, aunque con una pequeña debilidad por todo lo francés. -¡Helo aquí de nuevo, jactándose de su poderío otra vez! -se quejó Liam MacAllister -Los escoceses son buenos, pero los franceses son mejores -replicó De Longueville sin sentirse ofendido. -¿Están lejos los carros? -preguntó Brendan. -A unos cinco minutos. -¿Cuántos soldados? -Cuatro delante, dos en los flancos y otros cuatro en retaguardia.
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-¿Con armadura? -Yelmos y cotas de malla. -Eric, ¿atacamos a los de delante? -preguntó Brendan, y su primo asintió-. Les daremos una oportunidad para rendirse. ¡Liam!, tú y Collum esperaréis su respuesta y luego iréis a por los soldados de los flancos; y tú, Thomas, con lan y Edgar, cubriréis a los que van detrás. ¡Garth, sube al árbol conmigo! Y disponte a disparar la más certera de tus flechas. -¡De acuerdo! -dijeron todos. Se ocultaron, camuflados entre los árboles. Brendan cogió una rama de roble y la cruzó sobre el camino. En menos de un minuto escucharon el ruido de los cascos de los caballos y el rodar de los carros. Brendan esperó hasta que aparecieron los primeros soldados a caballo y luego se dejó caer del árbol en medio del camino. -¡So! ¡Eh, amigos! ¿ Adónde vais? -gritó. El que iba en cabeza se detuvo, y le lanzó una mirada de desprecio. -¡Lárgate, escocés! O te abrimos como a un cerdo. -¡Y luego te asamos y te mandamos al rey! -dijo uno de sus compañeros. Brendan estudió rápidamente a los soldados, asegurándose que no conocía a ninguno de ellos. Lucían las armas de lord Herbert, un tipo verdaderamente odiado en la región por el despótico gobierno que ejercía en las Tierras Bajas, que el rey Eduardo le había ordenado controlar. Había obligado a los granjeros a trabajar por la fuerza en la reconstrucción de unas antiguas ruinas romanas que quería convertir en una poderosa fortaleza, agotando a los más ancianos hasta la muerte, además de raptar a sus esposas e hijas. -¡Ah! ¿Y qué rey es ese? -¡Cómo! ¡El rey Eduardo, salvaje desorejado! -exclamó el primer soldado. -Pero Eduardo no es rey de Escocia, mis buenos señores. ¿No lo sabíais cuando tomasteis este camino? Esto es Escocia, no Inglaterra. -¡Mata a ese bribón y sigamos adelante! -dijo su compañero. -Matarme, ¿a mí? Os iba a ofrecer la vida -les informó Brendan. -¿Ibais a dejarnos vivir? -estalló en carcajadas el primero, haciendo que se le cayera la visera, pero la levantó rápidamente, airado ante la vista de semejante estúpido. Espoleó el caballo en dirección a Brendan. -¡Señor! Quizá queráis tomar nota de mi amigo, es ese que está ahí arriba en una rama. En verdad, lleváis una elegante cota de malla debajo del escudo de un vicioso asesino usurpador, pero al estar tan cerca... ¡Oh! Mirad, mi amigo sonríe. Para ser un salvaje inmundo, tiene una puntería asombrosa y creo que podría acertar en vuestra cara, quizá en la garganta e incluso atravesar la malla justo al lado de vuestro corazón. El hombre se detuvo, alzando la vista. Garth sonreía, pero no movía un músculo. El arco estaba tensado y la flecha dispuesta. -¡Arroja el arco, hombre, estás loco o qué! -exigió el soldado-. ¡Somos doce perfectamente armados, y si me matas, os dejaremos para que sirváis de carroña a los buitres! -Rendíos. -ordenó tranquilamente Brendan. -¡Idiotas! -exclamó el soldado. -Os dejaremos ir vivos. -¡Os vamos a matar como a los cerdos salvajes que sois! Y espoleando a su montura se lanzó hacia delante. Garth disparó la flecha y el jinete se llevó la mano a la garganta, agarrándose al astil de la saeta. Brendan, desenvainando la espada, se lanzó contra el segundo jinete tirándolo del caballo, buscando el punto débil de la nuca al mismo tiempo que la flecha volaba.
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Los otros jinetes se movieron, pero Brendan ya estaba encima de otro de los soldados y Garth había disparado un dardo más. Collum y el resto de la partida salieron de entre los árboles gritando, y unos minutos después los cinco ingleses supervivientes se encontraron sentados y atados en medio del camino. Brendan ordenó rápidamente que De Longueville y Collum se llevaran los carros y que distribuyeran las provisiones; el resto de los hombres se quedaron con él examinando a los prisioneros. -¿Los soltamos? -le preguntó a Eric. -Se negaron a rendirse. -Norwood tal vez se negara, ¡pero yo sí me rindo! -gritó uno de los ingleses. -Dijeron que éramos bestias salvajes -le recordó Eric a Brendan. -Pero ahora no son un peligro. ¡Primo, tienes demasiada sangre noruega en las venas! -¡Me siento ofendido! ¿Qué es eso de que hay demasiada sangre noruega en mis venas? -No quisiera ofenderte, primo. Pero me gustaría señalar que tú, quizá, no seas tan salvaje como un escocés de pura sangre. -Brendan, no creo que exista un solo escocés de pura sangre. Como sabes, los noruegos llevamos mucho tiempo por aquí... -¿Enseñándonos a luchar como bersekers * y a hacer pedazos a nuestros enemigos? Y se giró espada en mano hacia los ingleses. Uno de ellos se levantó. - -Esperad, por favor. Íbamos detrás y no tuvimos oportunidad de rendirnos. Brendan lo miró fijamente. Era un chico joven, apenas tenía barba y se mantenía erguido, sin acobardarse, aguardando su decisión, latiéndole las venas de la nuca, pero con estoica dignidad. -Necesitamos sus cotas de malla -dijo Eric. -Yo mismo se las quitaría si no tuviese la mía llena de sangre. Estoy herido -dijo Liam. -Tienen unas espadas magníficas -le advirtió Eric. -Bien. Pero ya tenemos sus espadas -le recordó Brendan-. Pero, y estoy de acuerdo, es más fácil quitar cotas de malla de un cuerpo vivo que arrancarlas de un cadáver. * Feroces guerreros escandinavos que eran considerados invulnerables. (N. del T) Los ingleses se levantaron como un solo hombre y empezaron a quitárselas torpemente. -¡Bien, todos a la vez! -dijo alegremente Eric-. Pero tengo que acordarme de quemar esas con el escudo de lord Herbert -¿Con los cuerpos dentro o no? -preguntó Brendan. -No creo que eso importe mucho. -Ma's e do thoil e! -gritó de repente el joven que se había levantado antes. Sorprendidos, Eric y Brendan se volvieron hacia el joven que miraba directamente a los ojos de Brendan y repetía por favor en gaélico. -Ma's e do thoil e! Brendan miró a Eric. -Tiene buen acento. -Madre escocesa -dijo tranquilamente. -¿Lo hablas bien? -preguntó Brendan. -Sí -y miró a Eric-. Y también el noruego, mi madre es de loan. -¿Y llevas los colores de un carnicero inglés? -le preguntó Eric. -Mi padre es inglés dijo sencillamente el joven. -Pues es una pena -respondió Eric. -Es verdad, estarías mejor con nosotros en los bosques. -Perdonadme la vida y os juro que os serviré mejor que nadie en los bosques -prometió. -¿Cómo te llamas, muchacho? -le preguntó Brendan. -Gregory, señor. -Gregory... bien, dejaremos vivos a tus compañeros. No teníamos intención de matarlos.
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Sin embargo, llevan unos colores odiados. Tendrás que abandonarlos. Y las capas también. -Pero... solo llevamos las camisas y los calzones... -protestó uno de los soldados. -Son muy bonitos -se burló Erie. -Claro que sí. A mí me van a servir para algo -dijo Liam, suspirando. -¡Ya le habéis oído! -gritó Brendan. -Nos vas a dejar desnudos -dijo atónito el protestón. -¡Ingleses desnudos, solos en medio del bosque! --dijo chistando Liam. -Imagínate a estos ingleses embusteros, desnudos y curados como el bacalao por el viento y el frío. ¡Menudo peligro! Podría venir una pescadera encolerizada con su sacabuches y pelarles las piernas -comentó Eric, moviendo la cabeza. -Bueno, por lo menos no seguirán atacando nuestras granjas -murmuró Brendan. -¡Señor! -interrumpió Gregory-. Os lo suplico. La venida de la primavera no es muy cálida en Escocia. Si dejáis que los hombres se congelen, tal vez prefieran que les cortéis la garganta. Eric miró a Brendan y este se encogió de hombros. -Creo que podré aguantar sin calzones nuevos durante una temporada -suspiró Liam. -¡Fuera! -les gritó Brendan a los ingleses-. ¡Huid! Empezaron a moverse, inseguros, vacilantes, pero hacia los escoceses. -¡Por aquí, no! -ladró Brendan-. ¡Al sur! ¡Volved a Inglaterra! Dieron la vuelta rápidamente, al principio andando y mirando atrás de reojo, luego empezaron a correr. Todos menos Gregory, que se quedó de pie, esperando. -Vete, hijo -le dijo Brendan. Pero Gregory siguió de pie, observando cómo huían los demás. -¡Vete! -insistió Brendan-. ¿Quieres volver solo a Inglaterra? -Puedo seros de utilidad en los bosques -le dijo Gregory tranquilamente. -¡No se puede creer en un inglés! -le advirtió Liam. -No os traicionaré -dijo Gregory. -Acabas de traicionar a los tuyos -le recordó Brendan. Gregory movió la cabeza. -Estaba libre de servicio en York, pero me reclutaron a la fuerza en las tropas de lord Herbert. Bajo su mando, me llevaron al campo a aprender el manejo de la espada y después me ordenaron ir a Escocia. Era un destino que yo no deseaba -dudó-. Lord Herbert os hubiese matado a todos, si la situación hubiese sido la contraria. -No nos subestimes -le aconsejó Eric-. Somos famosos por haber matado a unos cuantos ingleses. -Lo sé. He visto los cuerpos que. yacen detrás de vos. Pero es un error. Es un error que un rey reclame una tierra que no es suya, y también es un error asesinar a nuestros vecinos una y otra vez mientras Eduardo nos tiene a todos controlados. Eric le dio la espalda al joven. -¡No se puede creer en un inglés! -Creo que debemos darle una oportunidad -dijo Brendan después de pensarlo un momento. -Si lo haces, es tu funeral -le dijo Eric. Gregory se acercó a él, e hincó una rodilla en la tierra. -Jamás he jurado fidelidad a nadie. Pero ahora juro, por mi honor, que os seré fiel, señor. -¡Levántate, chico! -exclamó Brendan-. Hemos visto esto muchas veces. Las palabras y los juramentos no demuestran ninguna fidelidad. Solo los hechos. Ya veremos cómo lo demuestran los tuyos. ¡Recoged las espadas y las cotas de malla! -les gritó a los otros-. Nos vamos de aquí antes de que uno de esos bastardos traidores se de la vuelta, porque tampoco soporta a Herbert.
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Esa noche se arriesgaron a encender un fuego de campamento en lo más profundo del bosque, protegidos por un río en un lado y por el precipicio de una colina al otro. Siempre tenían preparada una vía de huida, fuera el que fuese el refugio que eligieran. Divididas las mercancías de los carros, la mayor parte de las armas iban ya de camino hacia Wallace que se iba a reunir con John Comyn, el Rojo, un valeroso luchador con un ojo puesto en la corona de Escocia, aunque fuera pariente de Balliol. Comyn era un guerrero, y nunca había sido un lacayo de los ingleses, pero no tenía las habilidades diplomática y tácticas de Robert Bruce. Thomas de Longueville encontró las telas de seda y se quedó con algunas con la intención de regalárselas a la donosa y pequeña vaquera que había sido tan habladora en la cama. -La! -dijo De Longueville alegremente, mientras palpaba la seda-. Mon petite niña estará adorable con esto. Entre los víveres encontraron unas barricas con manzanas, bastante maduras y algo estropeados, pero cogieron unas cuantas y, sentándose, disfrutaron de su dulzura en medio del frío de la noche, riendo las bromas de De Longueville. -Adorable desde luego, pero si la arpía de lady Herbert la encuentra con esas sedas, tu vaquera morirá -le dijo Eric al pirata. -Quizá lo más seguro es que no siga cerca de esa bruja, después de lo que hemos hecho hoy -musitó De Longueville-. ¿La llevamos al norte, eh, Brendan? ¡Allí hay muchas vacas! Brendan asintió. -Claro que sí. Tendrá que huir una de estas noches. Gregory empezó a hablar. -De donde vengo... -y se paró súbitamente. -¿De donde vienes qué? -le preguntó bruscamente Brendan. -Bueno. La gente de allí ha sufrido mucho por culpa de los es coceses. El pueblo fue saqueado... y muchos murieron quemados. Y los que sobrevivieron... lo que digo es que cuando el duque de York movilizó a más hombres no me pareció algo malo, aunque no era exactamente lo que yo hubiese deseado. -¡Más tropas! -escupió Liam-. ¿Qué estará tramando Eduardo ahora que ha firmado una tregua con Robert Bruce? -¿Acaso tiene el hombre otra opción? -preguntó tranquilo Eric. -¡Vamos, Eric! -les respondió disgustado Liam. -¡Un momento, esperad! -exclamó Brendan, levantando una mano-. Sabéis que siempre he creído que Bruce es el peor de los renegados, y ¡qué además quiere la corona! Pero tenéis que entender cómo piensa. Por un lado, está John Balliol, Roma lo ha dejado en libertad, y ahora en Francia es un peligro para Eduardo y para Bruce, porque si vuelve a Escocia, sigue siendo el rey. Por otra parte, está el asunto de Bruce casándose con Isabel de Burgh. El padre de la dama en cuestión es el conde de Ulster y unos de los más firmes y leales seguidores de Eduardo. Luego tenemos... -y levantó la mano para detener las protestas que estaban empezando a sonar- el tema de su propia familia. Una familia muy grande, llena de hermanos y hermanas, demasiado próximos al rey Eduardo, que los protege. -Es cierto que luchó bien contra los ingleses durante varios años. Sus tropas en Carrick eran fuertes ---dijo Eric-. Antes era una amenaza para los ingleses, pero ahora es su perrito faldero. Aunque, recordad mis palabras, sigue siendo escocés, y con el tiempo se hartará de tanta adulación hacia Eduardo.
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-De acuerdo. Pero si se rebela, ¿lo seguirá el pueblo? -preguntó Liam. -Todavía tiene que demostrar muchas cosas -intervino Brendan-. Y hasta que se canse de su servilismo, la posición de los ingleses sigue siendo buena. Todos se quedaron en silencio, mirando el fuego. Eric se aclaró la voz. -Mi joven señor Gregory, ¿de dónde sois concretamente? -De un sitio pequeño pero muy hermoso, al norte de York. Se llama Clarin y es una tierra magnífica, con un valle, regado por unos... -¿De dónde has dicho? -le interrumpió tenso Brendan. -De Clarin. Hay un buen castillo de piedra, edificado justo después de la llegada de Guillermo de Normandía, que no confiaba mucho en los escoceses. Hay una gran mezcla de gentes viviendo allí, ingleses por supuesto, pero también descendientes de escoceses, algunos que se casaron con emigrantes flamencos, y claro está, otros con sangre danesa y noruega en las venas... -Clarin -dijo Brendan. -Sí. ¿Lo conocéis? -Conocemos a la señora de Clarin -dijo Eric. -¡Ah! Entonces, sois los que la capturasteis en el mar... -Exacto -le interrumpió abruptamente Brendan, y el silencio se volvió a hacer en el grupo. Después de un rato, Brendan preguntó: -¿Cómo le va a la señora de Clarin? -Ella está bien, pero me temo que el conde está muy enfermo. -¿Enfermo? -exclamó Eric-. Querrás decir achacoso, es un anciano... -No, no. Está enfermo, no es la edad. Tiene que ver con su estómago, algo en sus tripas. Es una pena, pues la señora lo quiere muchísimo. -¿Cómo lo sabes? -preguntó ásperamente Brendan. -Porque lady Eleanor inspecciona todo sin parar. Vigila la reconstrucción de las murallas, visita a sus arrendatarios, a los artesanos, a todo el mundo. Clarin no es Londres, ni York tampoco, pero creo que es una señora mejor que las demás. Habla con la gente, los visita cuando están enfermos y trae regalos cuando nace algún niño. Cuando le preguntas por el conde, puedes ver en sus ojos el dolor que sufre. -Es una gran dama -dijo Brendan, todavía en tono áspero-. Pero te envió a luchar por Inglaterra... cuando no era ese exactamente tu deseo. -El duque de York movilizó a todos los hombres -explicó sen cillamente Gregory-. Y aprender a manejar las armas... me pareció un buen camino para mejorar en la vida. -Pues lo has conseguido, muchacho -exclamó Collum riendo-. ¡Ahora eres un proscrito! -Si ganáis vuestra libertad, habré mejorado mi vida -lijo Gregory. -Si la ganamos murmuró Eric. -La ganaremos -corrigió firme Brendan.
Gregory demostró ser una adquisición tan valiosa como De Longueville. Con su aspecto inocente y su fluidez en tantos idiomas podía enterarse de cualquier conversación, y como era joven, ágil y rápido, era capaz de entrar y salir de la mayoría de los sitios sin levantar la atención. Un día, tres semanas después de haberse unido a la compañía de Brendan, Gregory volvió con noticias sobre el castillo de Herbert. El próximo viernes, el grueso de las
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tropas de este saldría para atacar a Wallace y a Comyn al norte del bosque. La fortaleza sería entonces vulnerable. Y Wallace y Comyn podían ser advertidos del ataque. Brendan escuchó seriamente todo lo que Gregory le contó. Luego lo despidió y se quedó meditando. -¿Cómo sabes que podemos confiar en él? -preguntó Eric-. ¿Cómo podemos saber que no es una trampa para atraparnos en la fortaleza? -Lo vigilaremos antes del asalto -afirmó Brendan sencillamente-. Lo primero que hay que hacer es avisar a Wallace y a Comyn; luego nos prepararemos para movemos en cuanto nos aseguremos que los ingleses salen. -Podemos ser hombres muertos si creemos a ese muchacho. -Podemos ser hombres muertos cualquier día. Eric se encogió de hombros. -¿Quién quiere vivir para siempre?
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CAPITULO TRECE ELEANOR amaba Clarin. Por eso era bueno estar en casa. El castillo estaba lleno de corrientes de aire y no era tan cómodo como el palacio que Alain tenía en las afueras de París, pero era su herencia, y pensó que quizá era el más extraordinario del norte del país. En Clarin se seguían practicando las viejas costumbres con los sirvientes y los arrendatarios, y las antiguas fiestas paganas se confundían con las celebraciones católicas. En todas ellas la gente se divertía y al día siguiente descansaban. Su conducta durante el ataque que sufrió Clarin hizo que se relacionara con los habitantes del pueblo, a los que quería bien. Era bienvenida en todas las casas, y ella se alegraba de visitar a los enfermos, a los ancianos o a cualquiera que necesitase ayuda. Sabía que nunca olvidaría a Brendan, pero no se había dado cuenta de que seguía día tras día envuelta en sus recuerdos y en sus sueños. Disfrutaba cabalgando con Alfred por la propiedad, y conocer la vida de sus gentes le daba muchas alegrías. Ya que no podía encontrar la verdadera felicidad, al menos, se consolaba favoreciendo la de los demás, concediendo permisos de matrimonio y asistiendo a los bautizos. La vida seguía, y con ella la llegada inevitable de la muerte; le entristecía ir a los funerales. Pero lo más importante y lo que más la satisfacía era estar ocupada continuamente. Así el tiempo se podía soportar mejor. Sin embargo, durante las noches, yaciendo a solas, se sentía atrapada. Despierta, rezaba para que llegara la aurora, levantándose para ver cómo estaba Alain, que dormía agitado sin cesar en el dormitorio de al lado. El día. Sí, el día era mejor. La noche eran recuerdos, que la asediaban cada vez más. Se mantuvo tan ocupada desde su vuelta que apenas notó el desánimo que invadía a Bridie. Una tarde, después de haberse dirigido a ella varias veces sin que le respondiera, se acercó a la ventana donde Bridie permanecía de pie, mirando los campos. Estaban solas. Alain estaba en el gran salón con Alfred y Corbin dando instrucciones a los canteros y albañiles sobre la reconstrucción y los refuerzos del castillo. Estaban en la habitación de Alain, mientras Eleanor colocaba las primeras flores de la primavera en un jarrón con la esperanza de que animaran a su marido, ya que no se sentía bien desde que llegaron. -¡Bridie! -exclamó enfadada. Y cuando la doncella se dio la vuelta, sus ojos traicionaron la misma tristeza que ella sentía, e inmediatamente se arrepintió de su tono. Se acercó a ella y le puso un brazo sobre los hombros. -¿Qué te ocurre? -¡Oh, milady! ¿Qué puedo hacer? Y se dio cuenta entonces, para su pesar, que había olvidado las noches en las que Bridie se escapaba, y lo que le había contado de Lars. Eleanor dudó, amaba a Bridie. Siempre habían estado juntas. -Quizá... quizá podrías ir a Escocia -le dijo. La esperanza brotó en los ojos de Bridie, pero luego desapareció. -Gracias por vuestra gentileza, milady. Pero no sé cuáles son los sentimientos de Lars. -Pero...
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-No tiene un hogar. Cuando está en Escocia vive en el bosque con sus compañeros. Me contó que gran diferencia había... con el trato principesco que recibían en Noruega, Francia e incluso Italia. Pero en Escocia siguen luchando para mantener viva la llama de la libertad, hostilizando la frontera. -Bridie, no pierdas la esperanza. Quizá, con el tiempo... -No tengo tiempo -dijo Bridie, mirando fijamente a Eleanor-. Y vos tampoco. -No... no sé lo que quieres decir. -Milady, os pido perdón. Pero creo que lo sabéis muy bien. Sí. Lo sabía muy bien. Y tenía que contárselo a Alain, aunque no... Estaba tan agradecida por la vida que estaba creciendo en su interior. Aliviada, incluso por saber que el hijo no era de Alain; y que por tanto era una parte de Brendan que podría cuidar y mantener para siempre. El bebé sería el nieto de su padre. Y Clarín sería suyo. -Es verdad, voy a tener un hijo -murmuró-. Bridie, encontraré una solución. Escribiré a... -¿Cómo? ¿A quién? Eleanor la abrazó. -Siempre hay maneras de comunicarse. Hasta con el enemigo proscrito que combate en los bosques. Pero nadie te apartará de mí, ni nadie te juzgará o te echará de esta casa. Lo juro. -¿Cómo podréis afrontarlo, milady? ¿Cómo lo haréis? -Debo hacerlo. Este es mi hogar, y... -¿Y? -Dudo sinceramente que sea bienvenida entre los escoceses. -Él os ama. Lo vi en sus ojos cada vez que estaba a vuestro lado, y cómo lo mirabais vos. -Recemos para que los demás no hayan visto lo mismo -le dijo Eleanor. -Podéis huir. Id con él. Eleanor negó con la cabeza. -Ahora no. Aun cuando pudiera dejar todo, no podría abandonar a Alain. Está enfermo y me necesita. -Pero el bebé es de sir Brendan. Eleanor iba a responder, cuando creyó oír un movimiento en la habitación de al lado. Se llevo un dedo a los labios, y de puntillas cruzó rápidamente la cámara, deteniéndose justo ante la puerta. Luego, la abrió de un tirón. No había nadie. Pero notó un ligero ruido, como si se abriese y cerrara la puerta que daba al rellano; se apresuró hacia ella, abriéndola y mirando fuera. No había nadie a la vista. La cerró, y un ominoso presagio le atenazó el corazón. Aquella noche, durante la cena, Isobel estuvo muy habladora y le preguntó a Eleanor sobre uno de los granjeros que estaba enfermo. -Me temo que el viejo Timothy no está muy bien -respondió con tristeza-. No puede andar más que encorvado y, además, su esposa también está enferma. -Pero viven en esa hermosa y pequeña cabaña, sin producir apenas nada -dijo Isobel. -Toda su vida la ha pasado cultivando esa tierra -dijo Eleanor-. Y ha hecho un buen trabajo. -¡Ah, Eleanor! ¡Defiendes a todos los campesinos! Y cómo siga habiendo más tipos como ese, ¡Clarin se irá a la ruina! -Clarin nunca se irá a la ruina. Timothy tiene dos hijos ya crecidos que hacen una buena
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parte del trabajo. -¡Dos fornidos y buenos muchachos! -exclamó Isobel-. Pero los han reclutado para luchar contra esos malditos escoceses. Y entonces, ¿qué va a pasar? Creo que Timothy y su esposa enferma podrían ir a una cabaña más pequeña y entregar la que tienen ahora a un hombre más joven, con hijos adolescentes que cultiven mejor esos campos. No estoy sugiriendo que no nos ocupemos de los ancianos, por supuesto... ¡Alfred! ¿Corbin! ¿Acaso mi idea no es más juiciosa y valiosa? -Lo estamos haciendo bien -dijo Alfred, encogiéndose de hombros. -Pero lo podemos hacer mejor. -Si algo nos falta esta primavera -aclaró con firmeza Alain-. Mandaré traer suministros de Francia. -Pero Alain, tus hijos trabajan duro en Francia para mejorar tus propiedades. Clarin no debe ser una carga. -Isobel -dijo Eleanor, intentando mantener la calma-. Quizá seas tan amable de recordar que Clarin está a mi nombre, y ahora del conde, a través de mi padre. -Pero revertirá en Alfred si no tienes un hijo. ¡Oh, Eleanor! ¿Acaso puedes damos la feliz noticia? Eleanor era consciente de cómo le subía la sangre a las mejillas, pero luchó para seguir tranquila. -No, Isobel. No tengo nada que anunciarte. Isobel sonrió. -¿Lo ves, entonces? Clarin será para Alfred y Corbin y el heredero que ellos puedan tener algún día. No puedo evitarlo, pero esto me concierne. Eleanor se levantó. -Dicen que Londres está precioso esta época del año, Isobel. -¿Eso dicen? Todavía hace frío allí. Pero Escocia es peor, te lo aseguro. -¿Qué hay en Escocia que sea de tu incumbencia? -Nada, solo que nuestros hombres tiene que ir allí y luchar, claro está -dijo Isobel con dulzura-. Rezaré para que el tiempo mejore antes de que les ordenen partir. La mañana siguiente, Eleanor montaba a caballo por los campos, observando cómo Alfred y Corbin adiestraban a los jóvenes. No era una buena época para esos ejercicios, pues era el tiempo de la siembra de primavera. Pero también era importante que los hombres estuviesen entrenados; cuando los renegados asaltaron Clarin, apenas había un puñado de hombres que supieran esgrimir una espada. Eleanor seguía temiendo por su pueblo. Wallace había admitido su responsabilidad en cientos de incursiones y ataques, y se sentía plenamente justificado guerreando en la frontera; lo único que había negado era haber quemado inocentes entre los que le combatían. Tampoco existía garantía alguna de que la guerra volviera por estos lares de nuevo, y que no fuera brutal. Por eso era imprescindible adiestrar a todos los hombres posibles. Mientras los observaba alanceando espantapájaros y acuchillando muñecos de paja, se sorprendió al ver que Isobel también estaba cabalgando ese día. Su prima política se acercó, saludando con la mano. -Buenos días, Eleanor. -Isobel -murmuró ella. -¿Estás pensando en vestir armadura e ir al combate en defensa de tu país otra vez? -No. Me entristece pensar en el horror y la muerte que siguen a las batallas. -¡Ah, Eleanor! Eres un verdadero ejemplo. De virtud, quiero decir. ¿Verdad?
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-Por favor, Isobel. Si tienes algo que decirme, dilo ya. Y si aquí te sientes desdichada, estoy segura de que te resultará más cómodo esperar la próxima campaña en Londres. Puedes tener allí un hijo tan bien como en cualquier otro sitio. No importa dónde nazca el bebé; si yo no soy capaz de tener uno y Alfred no se casa, bien... ¡podrás volver en el momento justo! Isobel no respondió por el momento. Eleanor pensó que con todo el esfuerzo que hacía y la determinación que tenía, ya debería haber concebido la criatura que con tanto ardor y tan descaradamente planeaba. -Por ahora Corbin se queda aquí y yo haré lo mismo. Contando con tu gentileza, amabilidad y benevolencia, por supuesto. -Clarin sigue siendo su casa y también la de Alfred, como mi padre deseaba. Y tú eres la mujer de Corbin. -Cierto, somos parientes. Y por eso, he venido a advertirte. -¿Advertirme? Isobel adoptó una expresión seria. -Corre un rumor... -¿Sí? ¿Y cómo te has enterado de ese rumor? -Tu marido vino acompañado de sus propios hombres y sirvientes. -Y uno de ellos fue a verte con el rumor. -He hecho amistad con alguno de ellos. -¡Ajá! -Lo suficiente para saber que Alain ha enviado hombres a Liverpool para descubrir la verdad. -¿Qué? -¡Tu marido es un hombre noble y respetado! Él sabe, por supuesto, la historia que contó el pirata sobre el pago que le habían hecho para abordar tu barco en el mar de Irlanda. Ha enviado a esos hombres para que investiguen. Eleanor no dijo nada, para no dejar que ella supiese que Alain no había discutido sus temores con ella. -Por lo visto, ciertos maleantes de Liverpool mencionaron el hecho de que si antes no estabas a salvo de los bandoleros, ahora sí lo estás. Los escoceses nunca volverán atacar Clarin. -He sido prisionera de Wallace. Y aunque su ejército fue diezmado en Falkirk, sus palabras gozan todavía de mucha autoridad. -Sí, eso dicen. Pero hay otro proscrito, uno de sus seguidores, uno que realiza incursiones increíbles e impide los esfuerzos de nues tras tropas para gobernar a esos salvajes rufianes del sur de Escocia. Su palabra tiene también mucho peso. -¿De verdad? -Dicen que fue tu amante. ¡Pobre Eleanor! Tuviste que hacerlo para salvar tu vida... -Los escoceses no amenazaron mi vida dijo ella-. Y cualquiera que sea lo que se comenta en las calles de Liverpool no me interesa en absoluto. -Pero entiende... los franceses también hablan. Eleanor rechinó los dientes y luego respiró profundamente. Contempló otra vez a los campesinos y escuchó las lacónicas ordenes de Alfred. Mirando a Isobel de nuevo, le preguntó: -Isobel, ¿cómo es que tienes esas conversaciones con esos hombres? ¿Acaso los visitas por las noches? ¿Tienes miedo de que mi primo no pueda darte un hijo? ¿Te vas acostar con otro hombre para quedarte con Clarin, si yo no tengo un hijo? Isobel ni siquiera se enfadó, se limitó a sonreír. -¿Y qué hay de ti? ¡Santa Leonora de las Virtudes! ¿Le vas a colocar a tu marido el
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bastardo de un rebelde y proscrito escocés? -Isobel, como te dije no tengo nada que decirte al respecto. -Ni yo tampoco -murmuró Isobel-. Eleanor, no te cruces en mi camino. De verdad te digo que solo he venido a advertirte de los rumores que corren por ahí. -Es muy amable por tu parte, pero tendrás que perdonarme. No tengo tiempo para escuchar rumores, y además tengo que ir a ayudar a Alfred. Y espoleando al caballo atravesó el campo. Alfred se quedó estupefacto cuando insistió en ayudarle a dar lecciones de esgrima. Eleanor tomó una pesada espada, se sujetó las faldas y le dio una buena clase a un joven que estaba empezando a esgrimir su propio sable. Practicó hasta el atardecer, agotándose. E incluso, en esos momentos, su alma ardía de furia. Y de inquietud. Brendan esbozó los planes para atacar el castillo de Herbert. Dibujó unos diagramas con una rama en el suelo, rodeado por sus hombres que atendían seriamente. Todos sabrían, la noche anterior al ataque, con qué fuerzas, escasas claro, contaban, a qué hora y por dónde se realizaría el asalto. Como estaba previsto, al amanecer del viernes se acercarían lo más posible a la fortaleza. Vigilarían y esperarían. El amanecer llegó. Nada. Los ojos de Eric mostraban la falta de confianza que tenía en el nuevo amigo. Pero entonces, el patio de armas del castillo se llenó de actividad. La fortaleza la defendían cincuenta hombres, todos de caballería. Al cabo de una hora, treinta de ellos salían. Hacia el noroeste. Cuando el último de ellos se hubo ido, Brendan envió a Gregory de vuelta a las puertas del castillo en la carreta de un calderero con Garth, que tenía un perfecto acento norteño. Una vez dentro, este llamaría la atención de la gente voceando sus mercancías. Cuando cruzaron la entrada, Brendan empezó a contar cuán1-o tiempo tardaban; en pocos minutos se demostraría si los infor nes cae Gregory eran una trampa o no. Al atravesar el campo hacia las murallas, observaron que las puertas seguían abiertas y, entonces, los escoceses se precipitaron en la fortaleza. En dos horas se apoderaron de ella. Los defensores que quedaban fueron encerrados en las mazmorras, pero Herbert no estaba entre ellos. Brendan tuvo que estar de acuerdo en que lady Herbert parecía un mastín, y en que mordía tan bien como uno de ellos. Pero no le dieron tal oportunidad, enviándola inmediatamente hacia el norte, para pedir rescate por ella posteriormente. Eric dudaba que alguien pagara para que volviese. Echaron a suertes las guardias, pusieron centinelas y esperaron de nuevo. Cuando las tropas inglesas volvieron, fatigadas y cansadas de una presa que no presentó batalla abierta y que desaparecía entre la niebla, se les permitió entrar, solo para que descubrieran que estaban rodeados y atrapados. Lord Herbert sí estaba ahora entre ellos. Y se encontró entrando, como el resto de sus hombres, en las mazmorras. Esa misma noche lo celebraron en el recién construido salón del castillo. Había víveres de sobra. Bebieron y comieron rosbif, cordero y todo tipo de aves de corral. También hubo vino y buena cerveza. Brendan se sentó en la silla de lord Herbert al lado del fuego, mientras miraba la fiesta. Habían muerto muchos hombres, pero también muchos escoceses se habían librado hoy del yugo inglés. Si conservaban la fortaleza, claro.
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Conoció a la vaquera de De Longueville, que era más voluptuosa que rolliza y la envidia de muchos hombres. Los que no estaban de guardia lo festejaban comiendo y bebiendo en exceso, pero la verdad era que sus hombres no tenían victorias como la de hoy a menudo. Eric le apretó el hombro. -¡Come! ¡Bebe! ¡Sé feliz! Búscate a una muchacha y acuéstate con ella. -Alguien debe estar sereno. -Cierto. Y tú casi lo estabas, hasta que Gregory habló de Clarin. Brendan no respondió. Sus días después de dejar Francia habían transcurrido felices: comiendo, bebiendo, luchando y venciendo. Había conocido a muchas chicas. Y también había aprendido que la amargura de su corazón no se borraba fácilmente; esta noche se contentaría con observar las diversiones de sus compañeros. -Brendan, tienes que darte cuenta que si el viejo se muere, ella estará siempre fuera de tu alcance. Está reclutando tropas contra nosotros. Y aunque no lo hiciera... -Todavía me siguen queriendo vivo o muerto, preferiblemente vivo, para hacerme sufrir una muerte lenta y dolorosa. Lo sé, soy consciente de ello -dijo Brendan. -Pues empieza a vivir de nuevo. Brendan lo miró fijamente y se inclinó hacia delante. -Estoy muy vivo, aunque con la vida que llevamos, tenemos las mismas posibilidades que De Lacville tiene de morir mañana. Eric levantó la mano. -Ya sabes lo que reza el dicho: ¿Quién quiere vivir para siempre? Por eso tienes que vivir el momento. Brendan señaló a Margot, que al otro lado del salón reía con las bromas de Liam. -Quizá seas tú el que tenga que vivir el momento, ya que nada nos asegura el mañana. -¿Y eso qué quiere decir? -Que deberías casarte con ella. -Sabes que es imposible. Mi padre... -Tu padre está en las Shetland y tú estás aquí, y ella también. ¿Te juegas la vida y no te atreves a arrostrar la ira de tu padre? -No temo a nadie -empezó a decir Eric; luego se echó a reír-. De acuerdo, lo único que temo es su... decepción. -Si yo estuviese en tu lugar -le advirtió Brendan-, me daría más miedo perderla. -Bien, primo, pero tú no eres yo. Cavilas tristemente sobre el enemigo y sobre una mujer que nunca tendrás. -Ve a ver a Margot y déjame cavilar tranquilamente. -Cuando termines, avísame. Te buscaré una mujer. -Cuando termine, me la buscaré yo solo. Eric rio y le dio una palmada en el hombro, antes de irse en busca de Margot. La rodeó con sus brazos y ella se meció en ellos, mirándolo sonriente. Brendan se repantingó en la silla observándolos. Ahora estaba cansado. Solo cansado. Al día siguiente, Wallace y Comyn llegaron para ver a qué escocés ponían al mando del castillo, para que lo gobernase y defendiese. Tenían intención de conservarlo. Cuando Brendan y su partida se disponían a irse, Gregory fue hacía él. -Señor, os pido permiso para dejaros unas semanas. A punto de montar, Brendan se detuvo y lo miró. -¿Por qué? -Necesito volver a casa. -¿Por qué? -preguntó más sorprendido que enfadado. -Dejé allí a alguien y me gustaría traerla aquí.
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-Si los ingleses te detienen y te reconoce alguno de los hombres de Herbert, te arrestarán. Te harán un juicio de pega y te matarán como a una bestia. Gregory se encogió de hombros. -Los que estaban conmigo no eran de Clarin, ni saben que he cambiado de lealtades. Estaban muy ocupados huyendo para darse cuenta que me había quedado detrás. En cualquier caso, señor, no tengo intención de rendirme. Solo entrar sigilosamente en casa e irme después. -¿Por quién vuelves? ¿Por una mujer? -preguntó cautelosamente. La única mujer que había viajado con la partida era Margot. Era la compañera de Eric: sin discusión. Una perspectiva muy amenazadora para cualquiera. Además, ella se encargaba de cuidar a los hombres y preparar las comidas, cuando vivían escondidos en los bosques, llevando una vida llena de penalidades. -No es una mujer, señor -sonrió Gregory-. Es mi hermana: tiene doce años y es todo lo que tengo en el mundo. Si algún día me reconocen o descubren, como me habéis advertido, pueden apoderarse de ella, herirla... -Tienes mi permiso, por supuesto. Coge esa yegua alazana de allí. Es un poni escocés, nadie la reconocerá ni pensará que haya podido ser robada a un inglés. -Gracias, señor. Volveré lo antes posible. Brendan asintió, observándolo mientras montaba y se iba saludando. Eric se acercó a Brendan. -¿Adónde va ese? -A Inglaterra. -¿Se ha cansado de los bosques? -No. Vuelve a casa. A buscar a su hermana. ¿Su hermana? -Eric, incrédulo, movió la cabeza. -Sí. -No volverá. -Te garantizo que sí. -¡Hum! Volverá con un ejército inglés, dispuesto a entrar en el bosque y localizamos a todos. Brendan negó con la cabeza. -Volverá. Lo sé. -¿Sí? ¿Lo sabes? -le exigió Eric-. ¿O acaso crees que te traerá un mensaje de la condesa? -Las dos cosas -dijo cortante, y montando en su caballo, lo espoleó. Eleanor dejó de preocuparse por Isobel cuando Alain empeoró. No entendía qué le aquejaba. Se cansaba fácilmente desde que se casaron, pero nunca había sufrido tanto como ahora. Tenía diarreas y había días en los que no podía ni levantarse de la cama. Conversaron mucho durante ese tiempo y Alain le confirmó que había enviado hombres a Liverpool, pero que no habían descubierto nada. Ella le contó lo que Isobel le había dicho, aunque nada le dijo del bebé que llevaba en su vientre. El hijo de Brendan. Creía que era demasiado pronto. Se lo diría en el momento oportuno y rezaba para que creyera que no le había traicionado después de su boda, tal como se lo había jurado. Después, los días en los que Alain mejoraba un poco para poder charlar escasearon y se espaciaron. Se pasaba las horas con él, refrescándole la frente con paños húmedos, sentada a su lado. Hizo venir al médico del pueblo, que le puso sanguijuelas y lo sangró. Empeoró. Y un día en el que el tratamiento obligó a gritar a Alain, ella lo despidió violentamente, maldiciéndole que quería matar a su marido en vez de curarlo.
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Alain pareció recuperarse, pero tres días después estaba peor e Isobel, dulce y solícita, fue a interesarse por él. Cuando se fue, Alain dijo fríamente: -Ha venido a ver si ya me he muerto. -¡Por favor, querido! -Quizá no se ha percatado de que puedes volver a casarte. -Nunca me volveré a casar dijo ella, negando con la cabeza. -Entonces permitirás que Isobel dé a luz un monstruo de dos cabezas que robe la herencia de tu padre. Eleanor inclinó la cabeza y, temblando, se arrodilló al lado de la cama, cogiéndole las manos. -Alain, es hora de contártelo. Isobel me atemoriza, pues lo que dice es cierto. El hijo que tenga, --on dos cabezas o cómo sea, no heredará Clarin. Yo estoy esperando un niño -y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Creo estar segura, pero te juro que no te he traicionado. No he roto el juramento que te hice. Todo pasó antes... A Alain le temblaban las manos, pero le acarició la cabeza. -Eleanor, lo sé. -No lo he vuelto a ver. -Eleanor, querida, lo sé. Estuvo en la catedral. Yo lo vi allí. Y también lo vi marcharse. -¿Qué? -preguntó ella sorprendida. -Brendan vino a la boda, pero no se quedó hasta el final; se fue con el resto de los escoceses cabalgando a Calais. Ella apoyó la cabeza contra su hombro. -Nunca te hubiera herido... -Eleanor, un niño es una bendición. ¡Pero el mundo es tan peligroso! Y tengo que preguntarte... si me permitirías que... -su voz se transformó en un susurro. -¡Eleanor! -Solo con tu permiso. Qué la gente crea que el... -Estaré orgulloso de que todo el mundo sepa que el niño es mío. ¿Lo sabe ya alguien? -Bridie, pero nadie más. Quiero esperar hasta estar segura... de estar embarazada... y de que soy capaz de tenerlo. -El secreto no se mantendrá por mucho tiempo. -Bridie es incapaz... -Lo sé. Está enamorada de uno de esos muchachos escoceses. -Ella lo ama. He estado pensando de que manera podría... -El muchacho debe saberlo, y si ella quiere ir a Escocia... en cual quier caso, él es el novio. -Alain... -Veré lo que puedo hacer. Ella sonrió, pues lo decía de verdad y lo haría. -Alain, no voy a decirte más cosas sobre mí... por ahora. Que Isobel diga lo que le dé la gana; lo único que quiero es que te pongas bien. -Muy bien, señora mía. Pero nada me gustaría más que anunciar esto los dos juntos -calló un momento-. Pero nunca dejes que Brendan sepa que el niño es suyo. Movería cielo y tierra reclamándolo y, además, perdería su loca cabeza. -¿Tú crees? Puede que tenga... -¿Docenas de críos desparramados en un montón de sitios? -le preguntó; Eleanor se ruborizó-. No, señora, no. Es orgulloso, el fruto de una raza que cree firmemente en la familia y en sus herencias. En verdad, temí que iría a buscarte en la mitad de la ceremonia de nuestra boda. -Pero no lo hizo.
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-¿Le dijiste que te ibas a casar? -Lo hice. Alain le acarició el pelo. -Hiciste lo que creías correcto. Querida, espero que lo hayas hecho. -Yo también espero haberlo hecho y también no haberte herido. Inglaterra te ha puesto enfermo y por eso sufres. -Nunca sufro a tu lado. Me has llenado de orgullo, fingiendo que seguía siendo un caballero robusto y viril, un marido de verdad. -Alain. -Dime, Eleanor. -Eres un verdadero marido en todo lo que importa. --Eres muy amable. -No, mi señor, la amabilidad es tuya y te amo. Ella le oyó suspirar suavemente. -Como amabas a tu padre. -Alain... ya basta. -No te preocupes. Cuidaré del destino de tu doncella.
Pero no pudo hacerlo. A los tres días, tuvo una violenta recaída. En medio de la noche se despertó, y Eleanor, al oír que se asfixiaba, se precipitó en su habitación. Horrorizada, vio que se había levantado y se tambaleaba, agarrado al cabecero de la cama. Le caía sangre de la comisura de los labios. -¡Alain! -aulló Eleanor, corriendo hacia él. Le ayudó a volver a la cama y con un paño mojado le enjugó la cara. Estaba completamente blanco, babeaba tratando de decir algo. -¡Voy a llamar al médico! -le dijo. ¡El médico! ¡Para lo que había hecho! Pero estaba desesperada y salió al rellano pidiendo ayuda a gritos. Alfred salió de su cámara; estaba claro que parecía dormido. Cor bin e Isobel salieron también. Y estaba igualmente claro que ellos no estaban durmiendo. -Por favor, Alfred. Qué vaya alguien a buscar al médico. Es Alain, está muy mal... Alfred se quedó quieto. -¡Vuelve con Alain! Yo iré a por el médico. Eleanor corrió hacia el lecho de Alain, pero este se había vuelto a levantar, mordiéndose un labio para no gritar de dolor. Ella lo abrazó con fuerza, intentando amortiguar los salvajes tem blores que le atacaban, y que parecía que cada vez más se apoderaban de él. El estómago le dolía con tal fuerza, que parecía que sus entra ñas querían salirse. Le calmaba con paños húmedos y con sorbos de agua, mientras Alain gruñía al notar que el dolor lo consumía. El médico llegó y recetó unos tratamientos que no tenían ningún sentido para Eleanor. Alain no tenía nada en el estómago, sin embargo, el médico insistió en purgarlo. Mientras hablaban, Alain empezó a agitarse en la cama. Y de repente gritó. -¡Creo que me han envenenado! Los dos se quedaron mirándolo fijamente, e Isobel que estaba en una esquina del dormitorio exclamó: -¡Dios mío! ¡Dios mío! -No lo han envenenado -dijo Eleanor desdeñosamente-. Por favor... -¿Eleanor? ¿Dónde está Eleanor? -llamó Alain. Ella se inclinó.
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-Estoy aquí, a tu lado -dijo, sosteniéndole su querida cabeza blanca contra su pecho. -Eleanor, el dolor... -¡Oh, Alain...! -¡Veneno! -dijo, y volvió a agitarse y temblar-. Es como si me hubiesen envenenado... -¡Alain! ¡Mi pobre Alain! -susurró ella, y miró al médico-. ¡Ya no podéis hacerle más daño! ¡Tenéis que ayudarle! Pero mientras ella increpaba al médico, Alain empezó a agitarse con tal violencia que la arrojó de su lado. Alain aulló, enroscándose fuertemente en posición fetal sobre la cama. Y luego se quedó quieto. Eleanor se echó encima de él, cogiéndolo en sus brazos. Pero él rodó suavemente y, mirándola, trató de hablar. -Eleanor... -susurró. Y murió. Sintió cómo se escapaba la vida del cuerpo de Alain, cómo su espíritu le dejaba, obedeciendo las órdenes de la muerte. En sus brazos,las manos de Alain seguían tocándola y un último golpe de sangre se deslizó por sus mejillas. Sus sabios ojos marrones seguían mirándola. Eleanor gimió y se mordió un labio. Lágrimas silenciosas se deslizaban debajo de sus pestañas. Le cerró los párpados. -Descansad bien, amado amigo -susurró Eleanor. Acunó su cuerpo, abrazándolo fuerte, en busca del calor que rápidamente abandonaba su cuerpo. -Eleanor... -dijo Alfred-, está muerto. -Lo sé. -Ven -dijo Corbin, mientras se acercaba a ella y le ponía delicadamente la mano sobre el hombro. -Por favor. Necesito estar unos momentos a solas con él. Se hizo el silencio, nadie se movió. Al principio no se dio cuenta, tan perdida estaba en el dolor que sentía al ver los sufrimientos de Alain, su muerte. Mas el silencio terminó, y al levantar la vista, hasta Alfred la miraba extrañamente. El único que habló fue el médico, mientras se marchaba. -¡Veneno! -dijo-. ¡Lo comprobaremos!
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CAPITULO CATORCE CÓMO OS ATREVÉIS? -gritó con tal furia en la voz que todos retrocedieron. Temblaba y apretaba los puños contra las caderas-. ¿Cómo os atrevéis siquiera a pensar...? ¡Fuera de aquí! ¡Todos! ¡Fuera! Se lanzó hacia ellos con tal ira que el médico desapareció a una velocidad increíble. Los demás lo siguieron. Isobel fue la última. Y cerró la puerta cuando salió. El silencio de la habitación cayó sobre Eleanor. Se quedó de piedurante un largo rato, la ira desapareció, mientras sentía de nuevo el dolor, una profunda angustia ante la terrible agonía que había sufrido un hombre tan noble y caballeroso. Volvió a la cama. El calor de su cuerpo se disipaba y empezaba a ponerse rígido. Se abrazó a él durante minutos interminables, llorando, acunándolo, abrazándolo. Luego, lentamente; empezó a preguntarse si lo habían envenenado. Había visto los violentos espasm os que había padecido, se parecían mucho a los sufridos por las ratas cuando colocaban veneno en el pajar... -¡Oh, Dios! ¡Cómo he podido fallarte! ¡Cómo he podido fallarte! -musitó. No supo cuánto tiempo transcurrió, estaba atontada. Al fin, se estiró y salió de la cama, se lavó la cara, se puso de rodillas y trató de rezar, pero su mente parecía tan fría y aterida como el cuerpo del hombre que yacía a su lado. Inmóvil, siguió allí. En algún momento de la noche, se quedó dormida de rodillas, pues alguien la despertó con un suave golpe en el hombro. -Milady, debéis salir. Hay que pr eparar su cuerpo para el entierro. Levantó la mirada y vio a Bridie, delgada, seria; parecía haber envejecido. -Nadie le va a tocar, Bridie. Nadie, excepto tú y su criado. -Nadie, milady. Venid, tenéis que descansar. Dejó que Bridie le ayudara a levantarse. -Bridie, el médico dijo que le habían envenenado. Incluso Alain gritó: veneno. -Era viejo, señora. Estaba enfermo. Todos lo sabían. -Le he fallado. -Milady, vos no lo envenenasteis. -¡Por Dios! Yo nunca lo hubiese hecho. -¡Chitón! Todo va bien. Él os adoraba. -Lo herí. -Le disteis la última felicidad de su vida. -Lo amaba... pero nunca lo amé. -Le distéis lo que necesitaba. Creedme, milady, le proporcionasteis orgullo y una gran alegría. -Ha muerto por venir a Clarin. -Milady, debéis descansar. O el bebé sufrirá. Esa sobria afirmación hizo que Eleanor se callase. Bridie la empujó delicadamente hacia el dormitorio de al lado, a su propia cama, pero ella se detuvo otra vez y volvió para besar tiernamente la fría frente de Alain, pasando la mano con dulzura sobre sus blancos
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cabellos, acariciando los finos rasgos de su cara. -Ahora vámonos. Eleanor obedeció. Ya en el dormitorio, Bridie le ofreció una copa. -¿Qué es esto? -Vino caliente con azúcar y especias. Os ayudará a dormir. Eleanor lo bebió y se tumbó en la cama, despierta. Bridie se sentó a su vera. -Estás en los huesos, ¿sabes? -le dijo a la doncella. -Me temo que sí -respondió Bridie, sonriendo. -Pronto se notará el embarazo. -Sí. -Alain quiso ayudarte para que fueras a Escocia. Y yo no te olvido. -¡Pobre Eleanor! Sé que nunca lo haréis. Mas no debéis perturbaron. Dejad que el vino haga su efecto, y descansad. Eleanor cerró los ojos. El aturdimiento todavía seguía allí, mientras Bridie la tapaba con unas cálidas mantas de lana. -Todavía podemos... puedo encontrar un camino para resolver tu problema. -Sois vos la que debéis encontrar vuestro propio camino, milady -dijo Bridie, y siguió hablando suavemente hasta que Eleanor se durmió. El cansancio y el vino caliente hicieron el resto. Cayó en un profundo sueño con Bridie a su lado.
Durante los dos días siguientes apenas hizo caso a nadie. Eligió el ropaje de Alain, y mandó llamar a Richard Egans, el mejor carpintero del pueblo para que hiciese un ataúd digno de él. Alain estaba de cuerpo presente en el gran salón, transformado ahora en capilla ardiente. Los vecinos del pueblo vinieron a dar el pésame y, profundamente conmovidos, rezaban. Y a su lado dejaron las primeras flores de la primavera. Lo enterrarían en el cementerio de la pequeña iglesia del pueblo. El padre Gillean, el pequeño y fornido sacerdote, que había guiado las almas de Clarin durante casi cincuenta años, habló con Eleanor, permitiendo que fuera ella la que eligiera los pasajes de la Biblia que se leerían en el funeral. La cuarta mañana después de la muerte, Alain, conde de Lacville y de Clarin, fue llevado en hombros por seis jóvenes del pueblo hasta el altar de la antigua iglesia de piedra. Se celebró el funeral con Eleanor de pie, rodeada de su familia. Alfred a un lado, al otro Corbin. Isobel, al lado de Corbin, se lamentaba delicadamente. Cuando el funeral terminó y el ataúd debía ser llevado a la tumba, alguien al fondo de la iglesia se aclaró la garganta. Eleanor escuchó las pisadas que resonaban en la nave, pero permaneció absorta hasta que enfrente de ella se puso un hombre que lucía la divisa del duque de York. No lo conocía, pero estaba claro que era una persona de cierta importancia, pues también lucía el escudo de su propia familia. No lo esperaba, aunque Alfred no parecía sorprendido. El hombre la contempló seriamente y preguntó: -¿Sois Eleanor, condesa de Clarin y de De Lacville? -Lo soy -murmuró. -Milady, debéis volver al castillo conmigo. Ella miró fijamente a Alfred. Él miró tristemente al suelo y luego a los ojos de Eleanor. -Eleanor, la forma de morir del conde ha causado una honda impresión. Este caballero es sir Miles Fitzgerald. El duque de York lo ha enviado para que investigue las...
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circunstancias. Eleanor volvió a mirar al hombre. -Mi marido no está siquiera en la tumba... -Milady, no se enterrará a vuestro marido hasta que mis médicos hayan hablado con el vuestro y el cadáver haya sido examinado. -¿Por qué no me lo has dicho? -le preguntó a Alfred. -Has estado tan trastornada que no quisimos perturbarte más. El aturdimiento que le había estado rodeando todos estos días desa pareció como por ensalmo. -Me van a acusar de asesinato y no querías perturbarme. -Milady, por el momento solo vamos a examinar al conde. Vuestro marido era un hombre importante y, con tantos rumores corriendo por ahí, los franceses exigen respuestas. Como sabéis, Alain de Lacville era amigo personal del rey Felipe. -Por supuesto que lo sé -dijo-. Bien, sir Miles. ¿Queréis hablar conmigo? Volvamos al castillo. Salió de la iglesia, consciente de que Fitzgerald caminaba detrás de ella. Ya fuera, vio a unos cuantos caballeros que lo habían acompañado. No llevaban coraza, pero estaban bien armados y parecía un grupo resuelto a todo. ¿Preparados para usar la fuerza contra una mujer sola? ¿O para usarla, si fuese necesario, contra los que se opusieran a sus decisiones? Se sentaron todos en el gran salón. Corbin le ofreció vino, pero ella lo rechazó. Fitzgerald se sentó a la cabecera de la mesa, en el sitio que Alain ocupaba durante las comidas. -Se está hablando de veneno. Vuestro marido exclamó esa palabra antes de morir-{lijo Fitzgerald, mirándola seriamente. Ni Alfred ni Corbin se sentaron; permanecían detrás de ella, dispuestos a saltar en su defensa. Estaba muy contenta con su actitud. Pero no tanto con la de Isobel, sentada aparte, al lado del fuego. Observándola ávidamente. -Mi marido estuvo enfermo desde que llegó a Inglaterra -dijo Eleanor, inclinándose hacia delante-. Y murió. -Hay gente que cree que vos lo matasteis. -¿Por qué? ¿Por qué habría de matarlo? -Sois una mujer bella y joven. Y os casasteis con un anciano. -Yo lo elegí a él. -Y hay quien dice que lo elegisteis por eso, sabiendo que era vuestra obligación casaros antes de que Su Majestad lo hiciera por vos. -Sí. Sabía que debía contraer matrimonio y elegí a Alain. -Lo que devolvería el esplendor a Clarin... y, si moría pronto, dejaría a una joven viuda con el evidente derecho a elegir un segundo marido de su entero gusto. -¡Eso es ridículo! -protestó ella-. Yo amaba a Alain. ¡Y sí, era un anciano! Pero además de marido, era mi amigo, mi mejor amigo. -¿Pero no un amante? -inquirió suavemente Fitzgerald. Eleanor sintió un dolor helado que le atenazó la garganta. -Mirad -protestó Corbin-. Sir Miles, vos no conocéis a Eleanor. El pueblo la ama con delirio por su benevolencia y por los esfuerzos que hace salvando vidas; nunca visteis la ternura que demostró a su marido. Fitzgerald suspiró. -Creedme, para mí esta situación es también muy dolorosa. Pero soy el sheriff de esta región, no solamente responsable ante el duque de York, sino ante el mismo rey de Inglaterra. ¡Es un asunto muy triste! Pero en Inglaterra tenemos leyes y debemos cumplirlas. Milady, debemos seguir. -Por favor, hacedlo -dijo ella cortésmente. -,Fuisteis capturada en el mar por los
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escoceses? -Fui capturada por un pirata y después su barco fue abordado por los escoceses que se apoderaron de él. Me llevaron a París y me entregaron a Alain y al rey de Francia. -¿Y qué hay de los escoceses? -¿Qué hay con ellos, sir Miles? -Llegasteis a... respetarlos. -No me maltrataron. Y me llevaron a París. -Los mayores enemigos de nuestro soberano. Apretó los dientes, respiró lentamente y respondió. -Quizá no sepáis lo que pasó aquí en Clarin. Los escoceses que maron hasta la muerte a mucha de mi gente. Este castillo casi fue des truido, y yo misma, una mujer, combatí en Falkirk. Os aseguro, señor, que yo no busqué a los escoceses. -No obstante, os capturaron. -Sí. -Y llegasteis a conocerlos... íntimamente. Eleanor se puso de pie. -Sir Miles, yo no maté a mi marido. Lo amaba. Y juro por la Santísima Trinidad que no maté a mi marido. ¿Hemos terminado? Fitzgerald se levantó también. -Madame, se cree que mantuvisteis algo más que una amistad con ese infame proscrito, sir Brendan Graham; además, intimasteis con Wallace, el mayor de los enemigos de nuestro soberano, Su Majestad Eduardo de Inglaterra, Gales, Irlanda, Francia... y señor supremo de Escocia. -Jamás he traicionado a mi rey. Y no he matado a mi marido. ¿Hemos terminado? -Madame, no dejaréis vuestros aposentos hasta que hayamos finalizado... -inclu,.o ahora sir Miles se sintió incómodo- con el cuerpo del conde. ¿Entendido? -Perfectamente. Eleanor se dio la vuelta, dispuesta a irse cuando notó que unos ojos le atravesaban la espalda. Se giró. Era cierto. Isobel la estaba mirando... Haciendo esfuerzos para no sonreír.
Los hombres de Brendan eran muy cuidadosos a la hora de elegir sus objetivos militares. Calculaban al detalle los riesgos en función de los beneficios. Esos días, Brendan estaba en, la frontera con su partida. Las tierras de los Bruce eran ahora leales al rey de Inglaterra, y los hombres de Comyn el Rojo seguían mejorando las defensas del castillo de lord Herbert. Wallace había ido a Edimburgo a conferenciar con el arzobispo de Lamberton, una rara combinación de militar y hombre santo que caminaba en la cuerda floja entre la presencia inglesa y la lucha para mantener vivo el espíritu de la libertad. Los hombres sabían moverse sigilosamente por el país, y lo que era más importante, cómo escuchar discretamente, preguntando a la gente, incluso a los soldados ingleses, para saber lo que sucedía, dónde y cuándo a lo largo de la frontera. Pero un lunes por la mañana a primeros de mayo, Eric, que estaba explorando con Thomas y Collum, sorprendió a Brendan, que estaba afeitándose tranquilamente, al irrumpir en los escondidos matorrales donde habían acampado, con la noticia de que un grupo armado de caballeros con armadura estaba cruzando el bosque. -¿Quiénes son? -Creo que vienen de ese recinto amurallado y lleno de árboles que esta justo al norte de aquí -respondió Eric-. Llevan la divisa del rey, como si los hubiesen reclutado para una
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misión especial. -El rey... -Estamos seguros de que el rey no va con ellos -dijo Eric con desprecio-. No es tan estúpido. Si alguna vez viene a Escocia con un grupo tan pequeño, todo el mundo, hombres, mujeres y niños se jugarían la vida con tal de desgarrarle la cara. -¿Hacia dónde cabalgan? -Al sur. -¡Al sur! -Sí. Es una tropa curiosa. Armas pesadas, dispuestos para la batalla, aunque se alejan de nuestra posición. Quizá haya surgido una guerra civil entre ellos. Deberíamos dejarlos ir. No sabemos cuáles son sus intenciones. -Pues precisamente por eso, no podemos dejar que se vayan. -Llevan algo más que cotas de malla. Montan con armadura completa. -Entonces tendremos que darles muy fuerte. Eric entendió a la perfección. -Bien, prepararemos trampas en el camino, pero debemos darnos prisa. -De acuerdo. Pero Eric se detuvo un momento, con un brillo de diversión en los ojos. -Te dejas algo. No es nada, bueno, me refiero a ese mentón su cio tuyo. ¡Amigo mío, veo poca sangre noruega en tus venas! -Pues me quedaré sin afeitar. Me sobra la buena sangre escocesa. -Sangre de tontos. Somos un puñado de hombres contra al me nos veinte caballeros bien armados y entrenados. Sus espadas descansaban contra un roble que peinaba con sus ramas el riachuelo que cruzaba los matorrales. Brendan cogió la de Eric y se la entregó. -¿Quién quiere vivir para siempre? -preguntó. -Al menos, yo iré al Walhalla, mientras tú harás penitencia durante años en el purgatorio -le respondió Eric, tomando diestramente la pesada arma. -Eres un mentiroso, te bautizaron, luego eres cristiano. Y dejarán que te pudras con los pecadores mucho más tiempo que yo. Eric sonrió. -Quizá no deberíamos morir. -¡En verdad te digo que no lo permitiremos! El día no parecía tener fin. Una vez intentó salir de sus aposentos y uno de los hombres de sir Miles, un tipo de apariencia agradable de casi dos metros de altura que parecía pesar una tonelada, la saludó. -Me gustaría que viniese mi doncella -pidió. -Me temo que es imposible, milady. -¿Por qué? -Estáis acusada... -Acusada. No condenada -dijo Eleanor. -Lo siento, milady. Otra mujer... Eleanor cerró de un portazo antes de que pudiera terminar. Sin embargo, amas tarde, alguien llamó a la puerta. -Adelante. Sorprendida, vio que era Corbin; parecía enfermo, su cara tenía el color de la ceniza. -¿Puedo pasar, Eleanor? -Por supuesto. Entró y se sentó al lado del fuego con Eleanor. -Eleanor... -levantó la mano con un gesto inútil: luego agitó tristemente la cabeza. Se inclinó hacia delante -. ¡Dios mío! No sabes cuánto siento esto. Sé que eres inocente, pero no quieren escucharme. No podemos hacer nada, pues son hombres del rey. Y dete
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nerlos... bueno. Clarin no resistiría un asedio del ejército real. -Eso lo sé, Corbin dijo ella-. Pero ¿cómo han venido estos hombres aquí? ¿Por qué? -Hemos sabido que fue el duque de York el que ordenó a Fitzgerald que viniese... pero pensé que solo era para dejar clara la muerte de Alain. -¿Dejarla clara? -¡No sabíamos que iba a venir a acusarte! -¿Cómo? Entonces, ¿cómo? -El médico. -¿Qué? -Nuestro buen médico les avisó. Cuando se fue aquella noche, pensé un poco sobre el asunto. Está indignado contigo, Eleanor. Sostiene que le estaba curando, pero que tú estabas en contra de su trata miento y que lo despediste. --A Alain no le quedaba ya sangre, y él seguía haciéndole sangrías. --Eleanor, yo solo te cuento lo que ha pasado. Cuando se fue, volvió a quejarse, pero no le dimos importancia. Todos estábamos... por la pérdida. No supe que había salido del pueblo... y por supuesto, no ha vuelto a dejarse ver. -Yo evité que ese bastardo matara a Alain, ¡y ahora me acusan de haberlo asesinado! Corbin respiró profundamente, mirándola atentamente. -Eleanor, he hecho todo lo posible. Pero han estudiado el cadáver de Al am... -Y... -Han descubierto señales de envenenamiento. Algo negro debajo de las uñas... ciertas manchas en la piel... no sé mucho de estos temas, pero los expertos pueden encontrar pruebas que demuestren que Alain fue asesinado. -¡Corbin, yo no mate a Alain! ¡Por Dios! Si hubiese querido volver a casarme, no hubiese tenido que esperar mucho. Era viejo, y no tenía buena salud cuando nos casamos. -Claro que no lo hiciste, Eleanor... pero ¿quién? ¿Quién más se beneficia con esta muerte? Ni Alfred ni yo vamos a tener hijos por ahora, y tú puedes volver a casarte cuando quieras. Eleanor se humedeció los labios. -¿Isobel? Corbin negó con la cabeza, frunciendo el ceño como si despreciara completamente la idea. -Mi mujer es una arpía y una perra rabiosa, pero siempre deja ver sus manejos. Ella quiere un niño, pero también quería que tú y Alain vivierais juntos el mayor tiempo posible. Así, con el tiempo te harías mayor y disminuirían las posibilidades de que quedaras embarazada. Eleanor se volvió a sentar. A no ser que Isobel hubiese oído la conversación que tuve con Bridie y supiese que iba a tener un hijo. Necesitaba que muriese al mismo tiempo que Alain, y ¿qué mejor manera de acabar conmigo que terminar en el patíbulo, ejecutada por el asesinato de Alain? Sin embargo; por ahora seguía temiendo compartir el secreto de su embarazo. Si alguien se enteraba, podía poner en peligro su vida y la del bebé. -Yo no maté a Alain y no confío en tu mujer. -Te lo juro, Eleanor. Haré todo lo que pueda para demostrar tu inocencia. -Gracias -dijo llena de dudas, temiendo por ella y por los demás que vivían en la casa-. Corbin, ¿sabes dónde está Bridie? -Por ahora, está a salvo. Aunque como estuvo contigo durante los ataques de los piratas y los escoceses y luego en París con Alain, creen que deben interrogarla también. La
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tienen confinada en solitario en su habitación, justo la que está encima de la tuya. -Gracias otra vez, Corbin. No permitas que le hagan daño. -No les dejaré. ¿Necesitas algo? -No. -Han traído una mujer con ellos para que te sirva. -No quiero que me sirva nadie. Corbin se levantó y le besó la frente. -Me voy y exigiré saber más de lo que está pasando. Eleanor asintió con la cabeza, mirándose las manos. Corbin le levantó la barbilla. -Te conozco, Eleanor. Pero Dios prevalecerá sobre todas las cosas. -Amén -respondió ella, sonriendo. Cuando la noche cayó, sonó otra llamada en la puerta. Esperando que fuese Corbin, corrió hasta ella y la abrió. Era una mujer tan alta y delgada como Bridie, pero tan severa como alegre era su buena doncella. Su aspecto era decoroso, con las manos a la espalda; vestía una austera túnica de lino almidonado. -Si me necesitáis, lady Eleanor, estaré aquí. -Bien, pero por ahora no necesito ayuda. -Milady, van a traer una bañera y agua. Me ocuparé de ello cuando lleguen y os ayudaré. -De verdad, os digo que no necesito nada -dijo con ganas de dar un portazo, pero se controló. No había pedido ningún baño, pues no había podido ver a nadie. La curiosidad la incitó, aunque no quería enfrentarse demasiado con estos extraños que ocupaban su casa. -Os lo agradezco de corazón, pero si necesito alguna ayuda os lo haré saber. Y cerró la puerta tranquilamente. Al cabo de un rato volvieron a llamar. Abrió de nuevo la puerta y se encontró con dos habitantes del pueblo acarreando una bañera. Uno era Tyler, el hijo del viejo Timothy, un guapo muchacho con una buena pelambrera negra. El otro era Gregory, que había perdido a sus padres, uno después de otro, hacía unos pocos años, y había vivido con su hermana hasta que lo reclutaron para servir en el ejército del rey. Hacía mucho tiempo que no lo veía. -¡Tyler, Gregory! Muchas gracias -dijo, dándoles la bienvenida mientras metían la bañera. Estaba a punto de preguntarle a Gregory qué hacía de vuelta en Clarin, ciando él le lanzó una mirada cómplice, advirtiéndola que se quedase callada. -¿Milady? ¿Aquí, enfrente de la chimenea? -Perfecto. -Ahora traen el agua. Dos jóvenes, también del pueblo, aparecieron llevando baldes con agua que vaciaron en la bañera, excepto uno. -Este es para el perol, para que se caliente más encima del fuego -le dijo Gregory a uno de los recién llegados-. A lady Eleanor le gusta el agua muy caliente. Yo me ocupo de todo. Y cogió el balde. Eleanor dio las gracias a los muchachos que se fueron con Tyler, mientras Gregory echaba agua en el perol con la intención de ponerlo en el fuego. Cuando se fueron, la puerta se quedó abierta. Eleanor la miró, pero Gregory negó con la cabeza, y moviendo los labios dijo: -No la cerréis, milady. Podrían sospechar. Eleanor caminó hacia él, y se agachó como si fuese a avivar el fuego. -Gregory, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Qué pueden sospechar? -De mí. No debería estar aquí.
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-Me lo imagino. Pero ¿por qué estás aquí? -He venido a por Molly. -,Tu hermana? -Sí. -Gregory, Molly no está en el castillo -le advirtió suavemente. Pero él le guiñó un ojo. -Lo sé. Ahora está viajando al norte. -¿Al norte? -Me he pasado a los escoceses, milady. -¡Los escoceses! Estuvo a punto de gritar, pero Gregory se llevó un dedo a los labios. -Con sir Brendan Graham. Esta vez se quedó boquiabierta, pero se tapo rápidamente la boca. -Gregory, eso es una locura... -Ese hombre salvó mi vida y la de otros. Fue un gesto de generosidad que no se encuentra a menudo en los enemigos. -Pero tú sigues siendo... -Ya no, milady -dijo negando con la cabeza-. Lucharé con los escoceses. -Cabalgas hacia la muerte, Gregory -le dijo ella con tristeza. -No más cerca de si lo hiciese con Eduardo -respondió él son riendo. -¿Cómo está? -Es inteligente y astuto como un zorro. Vive a salto de mata, pero lo lleva bastante bien. -A él también lo matarán. -Milady, sois vos la que estáis ahora en peligro. -Yo no he matado a mi marido. -Nadie que os conozca cree que hayáis sido capaz de semejante crimen. -No demostrarán que soy culpable. -Milady, ya han decidido que lo sois. -Primero tendrán que juzgarme... -Claro que sí. Y no habrá prueba que podáis negar. Los médicos declararán que el conde Alain de Lacville murió envenenado lentamente, y como no moría rápidamente, vos le administrasteis la dosis fatal. Eleanor se irguió, llena de furia. -Yo no lo maté... pero si tienen razón y fue envenenado, alguien es culpable, juro por.., -Milady, estáis en un grave y serio problema. Mañana Fitzgerald recibirá los últimos informes de los médicos... y vos tendréis que ir a juicio. Os llevarán a Londres, donde os pueden condenar a muerte. Y Eduardo puede decidir que perdáis la cabeza, para apaciguar a Felipe de Francia. -¿Cómo sabes todas estas cosas? -Tengo buen oído, aunque todo esto no es ningún secreto en el castillo. Y como Fitzgerald sabe el amor que os tiene el pueblo ha pedido más tropas de escolta para conduciros a Londres, donde se os juzgará. Eleanor tocó brevemente la mano de Gregory. -Gracias, mi buen amigo, por la información. Pero debes ir con tu hermana y abandonar el norte de Inglaterra. Si alguien se entera de que has cambiado de bando, te colgarán al instante de la rama más cercana. -Volveré, milady... -No lo harás. No arriesgarás tu vida por la mía. ¿Me entiendes? -Milady, cuando encuentre a sir Brendan... -Rezo que para que cuando lo encuentres, yo esté lejos. O que haya descubierto una
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manera de escapar. Pero ahora, por favor, vete. ¡Rápido! No quiero que te pase nada. Él echó una ojeada a la puerta y besó la mano de Eleanor. -Milady... -Mis primos ya hubiesen hecho algo si no fuese por las muertes que eso acarrearía. No permitiré que muera nadie más en mi nombre. -¿Ni siquiera por la justicia? ¿Por el conde? -Nunca más habrá guerra en mis tierras. Nunca más habrá mujeres y niños pisoteados por los caballos. Y ni mi pueblo ni mi gente serán expoliados otra vez. -Pero milady... -Sé algo de fugas -le dijo, echándose el pelo hacia atrás y sonriendo-. Y te vuelvo a dar las gracias, a ti que has arriesgado tu vida. Gregory asintió atropelladamente, preparado para salir, pero Eleanor lo cogió del brazo. -¿Está bien de verdad? -¿Sir Brendan? -Sí. -Os lo juro, milady. Le soltó el brazo. -Me alegro y rezo por él. Vete ahora y corre. -¡El agua! -¿Qué? -El agua está hirviendo. Tengo que ponerla en la bañera. -Claro. Y mientras la vertía, el guardia echó una mirada dentro y le dijo a Gregory: -Acaba ya, muchacho. -Sí, señor. Gregory, con la vista baja, se fue acarreando el último balde vacío. Eleanor cerró la puerta detrás de él; miró el agua y se decidió a tomar el baño. Mientras lo disfrutaba, meditó sobre las últimas noticias, envuelta por el vapor. Tendría que afrontar un juicio, pero ya la habían condenado. Alguien había asesinado a Alairi. Solo podía ser Isobel, que no conocía la piedad. Pero tampoco podía demostrar su inocencia y sacar la verdad a la luz, pues aparentemente Isobel no se beneficiaba en nada con la muerte de Alain. Mientras que ella... Isobel se había encargado de que el rumor sobre su amante escocés circulara por todos los sitios. Sabía también que Eduardo juzgaría al final en este asunto, en el que el amado amigo de su nuevo cuñado era la víctima. Y a Eduardo le exasperaría que una inglesa leal hubiese rendido sus encantos a un proscrito salvaje, bestial y miserable, a un hombre al servicio del odiado Wallace. Estaba condenada antes del juicio. Durante unos segundos su corazón latió con fuerza. Gregory había visto a Brendan. Estaba vivo y a salvo, luchando todavía con su partida de zarrapastrosos, pero su cabeza no seguiría sobre sus hombros más tiempo que la suya. Y soñó como sin querer que él vendría a rescatarla. No. Ella no valía lo que Escocia para él. No era nada para él. Tampoco su propia familia con guardias y tropas suficientes se atrevían a rescatarla, pues temían que les cortaran el cuello. No, Brendan no vendría. Y entonces rezó para estar lejos antes de que él pudiese venir, para detener lo que iba a 'suceder, aunque él la había detenido tantas veces... Y esos pensamientos la llevaron a mirar por la ventana, a volver la vista a la cama, y a preguntarse si las sábanas le servirían de cuerda una vez más para huir y llegar al patio. Si pudiese hacerlo. Podría alcanzar la cripta y las mazmorras. Allí estaban las angostas cloacas que llevaban como un torrente las aguas sucias más allá de las murallas.
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Si tenía que escapar, tendría que arreglárselas sola. Por lo menos tenía tiempo... un día y una noche. Miró desesperada por la ventana. También podía suicidarse, tirándose por la ventana. ¡Aunque también la matarían si no lo hacía!
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CAPITULO QUINCE BRENDAN llevaba tanto rato apoyado en la rama del roble que esta parecía que iba a vencerse con su peso. La trampa esta ya preparada. Todos estaban dispuestos y aguantarían lo que hiciese falta, mientras se mantuvieran en silencio y dejaran que el tiempo pasara. Al fin, cuando el crepúsculo llegaba, oyeron unos caballos que se acercaban. Desde el otro lado del camino, Eric se lo advirtió, y Brendan le devolvió la señal. Unos sorc'os silbidos recorrieron las ramas. El deplorable estado del camino hubiese desanimado a cualquiera. Habían transcurrido muchos años desde que los romanos lo construyeron durante sus escasas incursiones en iscocia, antes de que decidieran que las ganancias que obtenían no merecían la pena de enfrentarse a un pueblo tan belicoso como el que habitaba esas tierras norteñas. Desde los tiempos pacíficos de Alejandro, las guerras y la falta de dinero habían arruinado los caminos más que el tiempo. Profundos surcos hendían la calzada, y cómo había llovido el terreno estaba resbaladizo y peligroso. Brendan escuchaba, sentía las vibraciones del roble. No se apresuraban, pero los caballos trotaban pesadamente a causa de las armaduras de los jinetes. ¡Ojalá fueran más rápidos! Pensó, pero con la noche cayendo, no lo harían. Los caballos se acercaban cada vez más cerca. Pero se detuvieron, y Brendan maldijo, escuchando cómo alguien preguntaba si no deberían detenerse para pasar la noche, pero el que parecía estar al mando dijo: -Ni hablar. No dormiremos en este bosque. -Pero si aquí solo hay un puñado de proscritos... -No nos detendremos hasta que dejemos el bosque. Solo quedaban diez. Los caballos reanudaron la marcha, y el corazón de Brendan empezó a latir con fuerza; podía ver los rostros tensos entre las ramas Un hombre dio un paso adelante. mientras esperaban. Los caballos empezaron a trotar más rápido. Cuando llegaron a los árboles, unas cuerdas invisibles les cortaron el paso. Los tres primeros caballos se derrumbaron relinchando de pánico, y uno de ellos retrocedió derribando a los que le seguían, mientras todos caían atrapados en una red que cubría todo el camino. Aullidos, gritos y relinchos llenaron el aire, la mayoría de los corceles forcejeaban y los soldados, aterrorizados, quedaban atrapados Y se quedó mirando fijamente a Gilly. debajo de ellos. Los otros se dispersaron, cayendo en la trampa que ahora se cernía sobre ellos. Eran como moscas enganchadas en la red, y los escoceses eran la araña que se lanzaba sobre ellos. -¡So! -gritó alguien. jaron sus propias espadas. -¡Nos atacan! sas tropas se dirijan al sur? -¡Arriba todos! ¡Arriba! -¡Tengo la pierna rota! -¡Le han abierto la cabeza a Roger! -¡Nos atacan! ¡A reagruparse! ¡Formad las líneas! Pero no podía ser. Dejaron que los ingleses caídos se debatieran y los que seguían sobre sus caballos fueron desmontados. Pesaban mucho
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con las armaduras y se movían torpemente entre los árboles. Aunque superaban a los escoceses, lucharon bravamente, pero al final fueron capturados como si estuviesen en arenas movedizas. Algunos fueron pisoteados por los caballos cuando estos trataban de levantarse mientras los otros ingleses murieron mientras presentaban batalla. Cuando todo parecía ganado, Brendan gritó: -¡Rendíos y salvaréis la vida! -¡Jamás! Sois unos salvajes que nos rebanaréis el pescuezo¡ Exclamó un inglés-. ¡Caballeros! ¡Sois unos cobardes y unos perros miserables! ¡levantaos!¡luchad contra estos asquerosos proscritos! ¡luchad! Y se lanzo contra Eric que estaba a su lado , pero este le corto limpiamente el cuello antes de que se diera la vulta y pudiera atravesarle con la espada. ¡Nos rendimos! Dijo uno de los que estaban vivos todavia Solo quedaban diez ¿Quién habla por todos? -preguntó Brendan. Un hombre dio un paso adelante ¿Y vos sois? --Lord Gilly. Lord James Gilly -Gilly. Lord Gilly. -Jurasteis respetar nuestras vidas. -Un juramento que intentaré mantener, a no ser que alguno de vuestros hombres levante la espada contra mí. ¡Soltad las armas! -ordenó Gilly. Los aceros cayeron ruidosamente en la tierra, y Brendan observó a sus compañeros rodeando a los ingleses. Como un solo hombre bajaron sus propias espadas.Lord Gilly ,somos gente curiosa,¿A que se debe que tan valiosas tropas se dirijan al sur? Gilly no decía nada Brendan sonrió señalando al norte Hay muchos mas rebeldes en esta direccion No vamos a luchoar con los escoceses, esto es un asunto entre ingleses Brendan se apoyo en su espada Lord Gilly, lamento no estar de acuerdo con vos. Esto es Escocia, y si no venís a combatirnos, seguro que eso es lo que hacíais antes. Gilly se quedó en silencio.Seriáis tan amable de informarnos sobre ese asunto inglés que vais a solucionar. Vamos a asegurarnos que una prisionera es custodiada desde su casa sin problemas. Nada más. – ¿Prisionera? -exclamó Brendan, y arqueó una ceja en dirección a Eric-. -Es una asesina -explicó Gilly-. Nos la llevamos para que la juzguen. -¡Hay qué ver cómo son los ingleses! La han condenado antes de juzgarla. -Las pruebas son claras. -Y toda esta tropa para ella. -Ya os he dicho que es un asunto entre ingleses... -Pero ahora sois prisioneros de los escoceses y yo soy un hom_ bre curioso. Gilly se encogió de hombros, debajo de la pesada armadura. -Es una dama muy querida en sus tierras, pero hay que detenerla en nombre de ]ajusticia de nuestro soberano. -¿Es una noble? -Es la condesa de Clarin y de Lacville. Su marido, un anciano y noble caballero francés, ha sido envenenado. A Brendan le costó mantener la calma.
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-¿Cuándo la ibais a detener? -Pasado mañana. -¿Adónde la ibais a llevar? -A Londres, para que recibiera su condena. -¿A muerte? -dijo ásperamente Brendan. Como os he dicho... Pero Brendan ya había oído bastante. -Caballeros, nos vamos a queda¡- con vuestras armaduras y vuestras ropas. Y algunos de estos educados y bravos compañeros míos os conducirán al norte. Si os portáis bien, nadie saldrá herido. Enviaremos mensajes a vuestras familias y esperarnos de corazón que vuestros seres queridos paguen un humilde rescate. ¡Lord Gilly! Quiero hablar con vos en privado. Brendan se llevó al inglés por una senda, mientras Eric ordenaba a los caballeros que se despojasen de sus cotas de malla. Y el ruido del metal rompió el silencio de la noche. -Quiero que me digáis todo lo que sabéis de este asunto -le preguntó a Gilly-. ¿Ha muerto el conde? ¿Por qué acusan a la dama? ¿Cuántos soldados hay en Clarin? ¿Quién está al mando? -El duque de York envió al slieri/l; sir Miles Fitzgerald. Si me informaron bien, tiene diez hombres bajo su mando. Por lo que sé, el conde ha muerto, y los síntomas de su enfermedad mostraban indicios de envenenamiento. Creo que han exigido un examen de su cuerpo -Gilly miró fijamente a Brendan durante un rato-. Es una misión ingrata, pero tenemos que obedecer-. Yo conocí bien al padre de la condesa. Un buen hombre. También me acuerdo de ella, sentada en las rodillas de su padre, mientras este le contaba viejas historias y leyendas de todo el mundo. Es una tragedia que todo haya terminado así. -Desde luego, es una tragedia. Pero Clarin no es tan pequeño. Hay tropas y gente que podría defenderla. -El temor es ese precisamente. Su propia gente se negaría a llevarla a Londres. -Así que el shert solo tiene diez hombres, ¿correcto? _Cierto. Y con nosotros serían cincuenta -se detuvo y se aclaró la voz-. Somos un grupo de combate adiestrado -y la voz sonó tem blorosa, como si todavía no creyera que habían sido derrotados por un puñado de proscritos en el bosque. -Me alegran las noticias que me dais -le dijo Brendan-. Me encargaré de que vuestro rescate se negocie lo más rápido posible y de que vos y vuestros camaradas seáis bien tratados. Gilly inclinó la cabeza aceptando, y Brendan se volvió con sus hombres. Eric ya había reunido todas las armaduras y las ropas, controlando la situación. -¡Al norte, mis buenos amigos! -les gritó a los ingleses, mientras iba a por los caballos y Liam les hacía formar para abandonar el camino. Sin embargo, Eric se detuvo y fue hacia Brendan. -Nunca podrás entrar en Clarin. -Tengo que hacerlo. -Eso será su muerte. Serás su propio verdugo. -Ella ya está condenada -¡Maldito seas, Brendan! Tenemos que hacer algo. Hay que planear algo. Su suerte está echada. -Iré solo. No quiero cargar con la muerte de nadie en mi conciencia. -¡Brendan! ¿El miedo te ha dejado sordo? Brendan respiró profundamente. -Sí -murmuró y luego suspiró-. Tendré cuidado. No estoy loco y prepararé un plan. E inclinándose sobre Erie, le dijo:
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-Quizá no vivamos para siempre, pero sé que a ti te gustaría e is frutar de unos cuantos años más. -Liam no permitirá que vayas solo, ni Co~llum tampocos chos de los compañeros. Ni muchos de los compañeros -Alguien tiene que llevar a los ingleses al norte. -Tendremos que separarnos. -Seremos pocos los que... -Brendan, fíjate en el camino. La senda estaba llena de soldados caídos, y Hagar, un gran escocés, acariciaba arrodillado la cabeza de uno de los caballos que yacía en el suelo con las piernas rotas. A Hagar le gustaban más los animales que las personas, y si estas eran inglesas, todavía menos. Con lágrimas en los ojos, cogió la cabeza del caballo, volvió a acariciarle el hocico y, como un relámpago, le quebró el cuello acabando con sufrimientos. Brendan volvió a mirar a Eric. -Hagar vendrá con nosotros --dijo tranquilamente. -Y ahora a por el plan. He tenido una idea. -Je importa contármela mientras cabalgamos hacia el sur? -En absoluto. -Vamos a por las armaduras y las banderas de los ingleses. -¿Tú tienes un plan? -Todavía no, pero lo urdiremos juntos. Thomas de Longueville se acercó a ellos. -¿Nos vamos al sur? -preguntó jocosamente. -Sí, si quieres unirte a mí. -No pienso irme lejos. Ya se sabe, un pirata y una buena pelea... -Será un combate a muerte. -Ya he estado a la sombra del patíbulo. ¡Dios cabalga a mi lado! -Pues recemos para que así sea.
Al día siguiente, Eleanor se puso a trabajar con las sábanas, y las estaba atando cuando alguien llamó con fuerza a la puerta. Asustada, las arrojó sobre la cama y tapó los nudos con unas almohadas. Luego, fue a abrir la puerta. Era Miles Fitzgerald. -Milady, lo siento en el alma, pero vuestra escolta llegará mañana. Mi obligación es llevaros a Londres. No tengo más elección que entregaros a la justicia para que os juzguen por el asesinato de vuestro marido. -Yo no lo maté -dijo tranquilamente-. Soy inocente. -Ojalá fuera así, milady. Os lo digo de corazón. Pero tengo que cumplir con mi deber. -Lo sé. Cumplidlo. -Debéis prepararos para el viaje a Londres. Tenéis un día y una noche para empaquetar vuestras cosas. -Como digáis. Pero soy inocente y me defenderé. -Os enviaré a un sacerdote, quizá queráis confesaros. -Mandadlo si queréis. Tengo la conciencia muy limpia. -¡Qué Dios nos ayude a todos! -dijo suavemente Fitzgerald. -Sé que Él me socorrerá. -Entonces, pasad buen día, milady. Rezaré por vos. -Os perdono por lo que estáis haciendo -le contestó Eleanor. Fitzgerald se dio la vuelta y ella cerró la puerta. Durante un rato, dio vueltas sin parar por la habitación, más nerviosa que nunca, pero se obligó a volver con las sábanas. Se estaba quedando sin tiempo. Esta noche. Tenía que hacerlo esta noche. Siguió con los nudos, comprobando su fuerza, atando la cuerda de sabanas a la cama, y tirando de ella. Cuando notaba algún ruido en el rellano, la escondía debajo de las almohadas y esperaba hasta poder reanudar el trabajo.
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Una mujer mayor con pinta de bruja le trajo la comida. Era una extraña; le ofreció agua para lavarse, pero no un baño. Rezó para que Gregory hubiese podido salir a salvo de Clarin, rogando al Señor para que no encontrara pronto a Brendan. Dios sabía que los escoceses eran unos temerarios y quizá él se atreviera a... La sola idea de pensar eso le llenó el corazón de esperanza, pero esta se desvaneció al instante. Brendan no se iba a suicidar viniendo a Clarin. A veces, el pánico y el miedo se apoderaban de ella, pensando en el juicio que se avecinaba, pero las horas de luz pasaron y el crepúsculo llegó. En ese momento, volvieron a llamar a la puerta. Le sorprendía que sus guardianes mantuvieran ese gesto de cortesía. Claro que, aunque acusada de asesinato, seguía siendo una condesa. Escondió las sábanas, y dijo: -Podéis pasar. La puerta se abrió. La luz del rellano era mortecina y tuvo que guiñar los ojos para ver bien quién era. Era un hombre en medio de la noche. Llenaba el vano de la puerta con su altura, vestía una capa de lana marrón. Una capucha cubría su cabeza y la mayor parte de la cara. Se quedó mirándolo, confusa, y acordándose, se levantó. París, el palacio de la ¡le de la Cité, la noche en la que él había ve nido vestido así. ¡He pecado! Le había dicho a él. ¡Y volveréis a pecar! Le respondió él. Su corazón empezó a latir con fuerza. No podía evitar sentir el éxtasis de la esperanza, pero al mismo tiempo el espanto se apoderó de ella. ¡Estaba loco! A él también lo matarían. Estaba dispuesto a sacrificarse por ella. Los soldados del duque estaban por todas partes, lo atraparían de inmediato. Tenía que obligarle a que se fuese rápidamente, pero... estaba temblando. No podía soportarlo. Se frotaba las manos y sentía que sus rodillas se doblaban. --¡Has venido! -gritó. El hombre se echó la capucha hacia atrás. No era Brendan. Era un sacerdote alto, de cara macilenta con los ojos de un fanático. -Claro que he venido. La iglesia oye todas las confesiones. ¡Vais a perder vuestro cuerpo mortal, pero mi. deber es que vuestra alma vaya a Cristo! ¡Confesad, milady! Y nuestro soberano hará todo lo posible para que conservéis la cabeza sobre vuestros hombros. Pues debéis saber que el rey de Francia exige vuestra sangre, y el hijo del conde De Lacville quiere que os ejecuten por la vil traición y el ominoso crimen que habéis cometido en la persona de un hombre tan noble. Eleanor se quedó horrorizada. -Yo No maté a mi marido. -Si confesáis... -No confesaré algo que no he hecho. -Dios y el rey son compasivos con los que reconocen sus culpas. -Os lo repito de nuevo. No maté a mi marido. Y vos no sois mi confesor. Si necesito consejo o ayuda espiritual, llamare a mi propio sacerdote. -Ya no tenéis ese privilegio -.Pues hablaré con Dios directamente. Dejadme sola, pues nada tengo que deciros.
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- ponéis vuestra alma inmortal en peligro. -No lo hago. Dios sabe que soy inocente. El sacerdote la apuntó con el dedo. -Corno soy un hombre de Dios, os concederé otra oportunidad. ¡Confesad! Pero al final, tuvo que irse. Eleanor lo siguió hasta la puerta y, cerrándola, se apoyó en ella temblando.
Brendan y la partida formada por Eric, De Longueville, Collurn, Liam y Flagar cabalgaron rápido, sin tregua. Solo se detuvieron para que los cabal l®s descansasen y discutir las opciones que tenían. Atacar el castillo quedaba descartado. Con solo seis hombres sería una locura. -Tenemos las banderas y las insignias de los ingleses. Podríamos hacernos pasar por la escolta -dijo Eric. -Si Hagar es capaz de mantener la boca cerrada, no hay problema -dijo Degueville--. Su francés tiene un acento escocés que... Hagar alzó las cejas y el pirata se callò -El problema es que esperan a más gente -comentó Brendan pensativo, levantando las manos-. No se me ocurre nada más. Así que diremos que lord Giliy está enfermo. Yo seré sir Humphry Sayers, el caballero que lo sustituye. Y la razón de ser tan pocos es sencilla: los ataques de los escoceses ha aumentado, han muerto varios hombres y los que quedan son imprescindibles para la defensa de los castillos ingleses. -,Quién te conoce en Clarin? -preguntó Liaan. Brendan se encogió de hombros —Eleanor, claro. Su doncella... empegó a decir contento, pero lioeg0 negó coas la cabeza--. Los criados de De Lacville. Esos rne conocen. -Llevaremos la armadura debajo de las túnicas y las viseras caladas, --sugirió Liam. -Todo lo que tenemos que hacer es mantenernos alejados del castillo y atacar al sheriff y sus hombres -dijo Eric lentamente, de repente sonrió-. Funcionará. Los ingleses no esperarán que unos salvajes hablen en su idioma. -Yo no he dicho que Hagar sea un salvaje -dijo irónicamente Thomas. Hagar volvió a alzar las cejas y respondió arrastrando las palabras: -El francés es una lengua de niñatos y el inglés también. -¡Cómo te atreves... -empezó a replicar De Longueville. Eric carraspeó, interrumpiéndolo. -¡Qué más da! El francés, el gaélico, el inglés, son todas lenguas de niñatos. Amigos míos, el noruego sí que es una lengua de hombres. Todos se giraron para mirarlo y vieron cómo Eric estallaba en carcajadas. -Parece que os divertís -musitó con tristeza Liam-. Estamos a punto de meternos en la boca del lobo. Eric se levantó, dispuesto a cabalgar de nuevo. -Va ser todo un viaje, amigo. Y pienso reír hasta el fin, viva o muera. ¡Vámonos! Apenas habían vuelto al camino, cuando Brendan levantó la mano en ademán de silencio al oír el trote de un caballo que se acercaba. Al instante se camuflaron en las orillas del camino. Brendan desmontó rápidamente tapando los ollares del caballo para evitar que este inadvertidamente delatara su presencia. Apareció un jinete, pero se percató del peligro y se detuvo. Brendan frunció el ceño y esperó. El extraño tiró de las riendas y empezó a huir, notaba el peligro. Brendan saltó a su caballo, y empezó la persecución: iba ser una carrera dura, la presa sabía que lo seguían.
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Pero mientras cabalgaba, el escocés vio que el jinete no iba solo, una mujer le acompañaba. Y el hombre era Gregory. Gregory lo reconoció al mismo tiempo y ambos refrenaron sus monturas. -¡Dios mío, gracias! Sois sir Brendan. ¡Oh, Dios! -exclamó Gregory-. ¡Pensé que erais ingleses! Asesinos emboscados dispuestos a matarnos. No puedo creer que os haya encontrado tan pronto. Llevamos cabalgando día y noche, rezando para encontraros. Sir Brendan, no sabéis lo que ha pasado... -Lo sé, muchacho. ¡Van a matarla! A lady Eleanor. La van a ejecutar acusada de haber envenenado a su marido. -Ya lo sabemos, chico. -Tenemos que hacer algo, sea lo que sea. -De acuerdo, Gregory... -He viste a la condesa y me dijo que no debía ir a buscaros, porque os matarían a vos también y... -Gregory se interrumpió-. ¿Lo sabéis ya todo? -Sí. Tendimos hace poco una emboscada al grupo de caballeros que iba a escoltarla a Londres. Eric corrió hacia ellos y dijo: -¿Qué tal si seguimos la conversación, ocultos en el bosque, y oímos lo que tiene que contarnos Gregory? Se reunieron en un claro; sentándose en círculo, empezaron compartiendo la comida que traía Molly, la bella hermana pequeña de Gregory. Brendan no había pensado en los vivires hasta que comió un trozo de pan. Le dio las gracias. -Está muy enfadada, por supuesto. La tienen encerrada en su dormitorio y no permiten, por ahora, que vea a su familia. Yo, por mi parte, he procurado pasar desapercibido, trabajando en los alrededores del castillo. -¿Te reconoció alguien? -Claro que sí. Tengo un montón de amigos en Clarín. -Dime -dijo Brendan-. ¿Puedes ser cierto que los ingleses hayan pedido refuerzos porque el sheriff cree que puede haber problemas con la gente si se la llevan por la fuerza? -Es muy posible. -¿Qué pasa con su familia? -Alfred y Corbin parecen fuera de sí. Alfred no dice nada, pero se nota su preocupación, mientras que su hermano está furioso, diciendo a todos que hay que hacer algo. -¿Y los franceses que vinieron con De Lacville? -preguntó Eric. -Tampoco parecen creer en lo que les dicen. La conocieron en Francia y han comprobado cómo era allí y aquí, en Clarin. -Así que, si hay pelea, solo tendremos enfrente a los hombres del juez -murmuró Brendan. -Yo creo que la guardia del castillo tendrá que fingir que se de fiende por lo menos. Muchos de ellos son soldados veteranos. -Lo mejor será entrar y salir subrepticiamente, como hemos pla neado -aconsejó Eric. -Ya que estamos disfrazados de ingleses, entremos tranquilamente por las puertas. -Al menos, no nos cogerán al instante --comentó De Longueville. -Eso espero. Y, tú Hagar, no digas una palabra -dijo Brendan-. No es que yo, personalmente, tenga nada contra tú francés, pero no quiero que nos atrapen.
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-Hagar, usa solo tus músculos y déjanos pensar a nosotros -añadió De Longueville, palmeándole la cabeza. -¿Y yo, qué hago? -preguntó Gregory. -Te llevarás a Molly al norte. -Me necesitáis -respondió Gregory, negando con la cabeza. - ¿Por qué hemos de necesitarte, muchacho? -preguntó Eric. -Porque conozco el castillo y el sistema entero de alcantarillas. Tal vez tengamos que usarlo; hay un laberinto de cloacas debajo del castillo. Si el plan es entrar y salir sigilosamente, conozco a la gente y puedo advertiros de los peligros. -¿Y tu hermana? -Puedo aguardar en los bosques -dijo Molly-. No me da miedo y vosotros necesitáis a Gregory. Él conoce el castillo como la palma de su mano, y además, alguien tiene que llegar hasta lady Eleanor y advertirla para que no trate de hacer algo que pueda ponerla en peligro. Brendan se quedó en silencio durante un rato. -El plan parece bueno, pero pueden capturarnos en cuanto digamos o hagamos algo equivocado. Alguien que no nos conozca puede delatarnos. Gregory tiene razón: lo necesitamos. -¡Bien! -exclamó Gregory alegremente, mirando a Eric-. ¿Me crees ahora? Eric le echó un vistazo, encogiéndose de hombros. -Más o menos. Pero si alguna vez nos traicionas, tengo a Hagar para que te rompa el cuello antes de que te atraviese con mi espada. _No os traicionaré -dijo Gregory muy serio-. Sir Brendan, hay que advertir a la condesa. No es una mujer que vaya a quedarse sentada sin hacer nada, esperando el hacha del verdugo. _--Eso sí que es verdad -murmuró Eric Muy bien , Gregory buen amigo, ¿tienes alguna idea? Creo que sí respondió Gregory sonriendo.
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CAPITULO DIECISEIS ESTABA preparada. Se acordó del barco, de la casa de Calais y se dio ánimos pensando que hubiera huido de los dos siTIos si no hubiese sido por Brendan. Sir Miles Fitzgerald no era Brendan. El sheriff no la conocía y no esperaría que se arriesgara a romperse una pierna, o la nuca, en su decisión de escapar de esa parodia de juicio que le aguardaba. Se apoyó contra la puerta, escuchando, no se oía ningún ruido. Luego, recogió la cuerda hecha con las sábanas anudadas y se acercó rápidamente a la ventana. Comprobó que no había ningún centinela en los parapetos interiores del castillo. Su respiración se aceleró. Tendría su oportunidad. Ató con fuerza la cuerda a una de las patas de la pesada cama de madera; mientras lo hacía, vigilaba la puerta con el rabillo del ojo, rezando para que no viniera nadie. Aseguró bien el nudo, una y otra vez. Luego fue a la ventana y lanzó la cuerda al exterior, y mientras observaba cómo caía, con el alma en un puño, sin saber si la longitud era suficiente, oyó un ruido en la habitación. Eleanor saltó como un resorte. Alguien había abierto y cerrado la puerta en silencio. Era el vil sacerdote otra vez. No tenía forma de esconder la cuerda, pero se movió rápida y se agarró a la sábana. -¡No! -la negativa sonó ronca. ¿O la había pronunciado ella? El sacerdote cruzó como un rayo la habitación para impedir que Eleanor se descolgara por la ventana y la atrapó violentamente. -¡Y os llamáis hombre de Dios! -gritó ella-. ¡Fariseo! ¡Infame bastardo! -siguió, mientras se retorcía y se liaba a patadas. -¡Menuda fiera! -exclamó el sacerdote, mientras tiraba de ella, sacándola de la ventana, pero lo hizo con tal ímpetu que los dos cayeron al suelo. Ella seguía luchando furiosamente, arañando, clavándole las uñas, hasta que consiguió asestar una patada al bajo vientre del religioso, cogiéndolo desprevenido. Este gruñó y se quedó sin aliento. Eleanor aprovechó la ventaja y se lanzó hacia la ventana, pero él ya estaba detrás, sujetándola. Se resistió como pudo, pero los brazos del hombre eran como grilletes. -Cállate -ordenó. -¡Fuera... ! -¡Estúpida! ¿Quieres parar...? -y la rodeó con los brazos, tirándola al suelo. Ella se retorcía como una loca en el suelo, pero sus esfuerzos era inútiles. El sacerdote la tenía bien sujeta, dejando caer todo su peso sobre las rodillas de ella, mientras la sostenía por las muñecas. Eleanor apenas podía respirar. Estaba totalmente atrapada, como si la hubiesen clavado al suelo; a punto de gritar, llena de rabia por los golpes que había recibido, la mano del sacerdote cayó como una losa sobre su boca. Aturdida, notó un suave acento en su voz. Era una voz que conocía bien. La capucha se deslizó hacia atrás y vio su cara. Siguió inmóvil, atónita, hasta que él levantó la mano y ella dejó escapar un jadeo. Esta vez el «sacerdote» era Brendan. -iBrendan! -¡Deberías saberlo! -dijo rechinando los dientes-. No es la primera vez que me ves disfrazado así. Señora, me habéis herido gravemente. El futuro de mi descendencia en Escocia podía haber desapa recido esta noche.
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-Yo no sabía... -Te lo repito, ya me habías visto con este disfraz. -Pero... vino un sacerdote. Uno de verdad, aunque no es el mío. Y pensé que eras tú, pero... -¡Oh! ¿Creíste que me jugaría la vida en medio de todos estos ingleses para salvarte? -¡Claro que no! Los hábitos me confundieron -negó, mientras se daba cuenta que seguía sujeta, sin poder creer todavía que él hubiese venido. Tenía tan cerca su cara que veía claramente dentro de sus agudos ojos. Notaba su carne cálida, tensa. Apretó los dientes, intentando no temblar. Todo esto era una locura. -No deberías haber venido a buscarme -dijo ella-. Ya me las estaba arreglando sola. __Pues no lo parece. Tu cuerda no es lo bastante larga. -Lo era. Me ha costado mucho trabajo anudar todas las sábanas. y además, tenía un plan -mintió descaradamente-. Solo que no lo pensé mucho -¡Solo que no lo pensé mucho! -repitió él burlonamente-. ¿Cuándo pensaba razonarlo la señora? -¡Suéltame, por favor! Brendan se irguió, ayudándola a levantarse. Eleanor bajó la cabeza, anhelando echarse en sus brazos, pero decidió que ahora no era el momento. Se dio la vuelta hacia la ventana. La cuerda colgaba libremente sobre el suelo de piedra de abajo. Él tenía razón. Era demasiado corta. Se habría caído, rompiéndose la cabeza. Siguió dándole la espalda, llena de temor, pues el tiempo pasaba inmisericorde. Él estaba allí, rodeado de ingleses, de los hombres del sheriff. ¡Y luchar contra ellos no la libraría de la pena de muerte! -Te habrás dado cuenta que tenía razón. La cuerda es demasiado corta. -Soy buena saltando. -¡Y qué tal se te da descender murallas con una pierna rota! -Me voy a quedar en el castillo y buscaré una salida en los túne les de abajo. ¿Porque todavía no hemos salido, verdad? -le preguntó, temblorosa. Estaba aquí. Había venido a rescatarla. Debería arrodillarse y darle las gracias, y luego arrojarse en sus brazos... por última vez. Le acarició la cara. Recordando. Brendan estaba loco. Miró rápidamente hacia la puerta. Podían venir en cualquier momento. -¿Dónde está el verdadero sacerdote? -Ha ido a reunirse con su creador. -¿Has matado al cura? -Lo tenemos atado como a un cerdo en las criptas que hay debajo de la iglesia. Lo acompaña un hermano suyo en el Señor, mucho más predispuesto a nuestra causa. Me pidió que lo atara a él también, pues es muy aficionado a la comida que le preparan las mujeres de Clarin, y también a su propia cabeza. -¿te ayudó? -Sí. Lo hizo. -¿Cómo te las arreglaste? -Milady, las preguntas más tarde. No quiero arriesgarme a pasar más tiempo aquí. Eres una fiera y has estado confesándote... -No puedo confesar lo que no he hecho... -¡Quieres callarte, Eleanor! ¡No te acuso de nada! Simplemente te cuento cómo están las cosas, apenas me queda tiempo. Mañana seré uno de los caballeros de la escolta. -¿Qué? -exclamó asombrada-. Eso es una verdadera locura. ¿Has pedido perdón al rey y te has pasado a los ingleses? -Eso si que sería una locura. -Eres un proscrito con la cabeza a precio... en Inglaterra.
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-Tú cabeza tampoco va a durar mucho sobre tus hombros, así que ¡préstame atención! Cuando me veas mañana, finge que no me conoces, ¿entiendes? Eric y De Lóngueville han venido conmigo. Y tú no los has visto en la vida. Ella lo miró fijamente, temblando todavía, incapaz de creer que él estuviese aquí, tan abrumada por su presencia, por su aroma, que apenas era capaz de concentrarse en lo que le estaba diciendo. Brendan se acercó a la ventana y recogió apresuradamente las sábanas. Eleanor le puso la mano en el brazo. -¿Has pensado en los hombres de Fitzgerald? Negó con la cabeza. -¿Qué quieres que haga? Si entablamos combate... -Él solo cumple con su deber. -Entonces reza para que sea sensato y se rinda. Eleanor se quedó en silencio, esperando que él tuviese razón y que Fitzgerald no muriera. Luego, inclinó la cara. -¡No quiero más muertes por mi causa! -dijo angustiada-. Todavía me queda una salida. Estoy acusada, no condenada. Brendan se detuvo, estudiándola detenidamente. -No pienso dejarte en sus manos. Además, estás equivocada. Quieren matarte. Levantó la cabeza. _-Como te habrás dado cuenta, no tenía intención de quedarme, pero quizá sea eso lo mejor. Está claro que me juzgarán. Soy Santa Leonora, una especie de leyenda. Nadie me ha herido, ni siquiera lo ha intentado. Y tampoco es tan extraño que me lleven a Londres para juzgarme. Me podré defender en el tribunal y así nadie arriesgará su vida por la... -¡Estamos arriesgando nuestras vidas ahora! -le interrumpió él. -Pero tu idea es aún más peligrosa. Tú y tus hombres debéis iros. ¡Esta noche! Antes de que tengan la oportunidad de descubriros. No quiero que maten a mi gente. Soy muy capaz de limpiar yo sola mi nombre. Si a Alain lo envenenaron, alguien lo hizo. Si huyo, estaré proclamando a los cuatro vientos que la culpable soy yo. Y ante Dios, juro que no lo hice. Alguien tiene que hablar en mi defensa. Yo creo en Dios, Brendan, y sé que Él intercederá por mí. Yo no lo hice. Yo nunca hubiese matado a Alain... -Dios ya ha intercedido. ¡Hemos venido! elijo Brendan enfadado. Eleanor le dio la espalda, negando con la cabeza. -No podrás salir con bien de esta -dijo suavemente-. Te has arriesgado demasiado. Tú que te has criado en medio de la desesperación... -¡Los escoceses hemos crecido capaces y hábiles! -exclamó Brendan, y acercándose a ella la cogió por los hombros, apretando con fuerza las mandíbulas mientras la miraba fijamente. -¡Escucha a tu corazón! -Hay leyes en Inglaterra, buenas leyes... -La justicia puede corromperse. -Brendan, soy una mujer agradecida. ¡Oh, Dios! Doy gracias continuamente. ¿No lo entiendes? Doy gracias por que no puedo per mitir que mueras por mi. -No vamos a morir. -No seguiré tu plan. Debes irte inmediatamente de Clarin. ¡Ahora! Pienso traicionarte mañana por la mañana. -No, señora. No lo harás. Discutes, porque quieres creer que al final, tu amada Inglaterra te salvará. Pero sabes que eso es mentira. Si no,no te hubiese encontrado a punto de huir por la ventana.
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-Acabo de tener tiempo para pensarlo con claridad. Mis primos no me van a dejar sola. Uno de ellos vendrá conmigo a Londres. Me defenderá... Brendan maldijo en medio de la desesperación. -¿Qué? ---exigió ásperamente¡Maldita seas! ¡No te vas a quedar aquí! ¿Estás dispuesta a arriesgar tu bonita cabeza en el patíbulo? ¿Por un montón de piedras? ¿Por estas sucias tierras? ¿Por las riquezas de tu difunto marido? -¡Lo haré por mi buen nombre! -gritó ella.
-Señora, es más fácil limpiar el honor estando vivo que muerto. -Brendan... Tengo que irme. Saben que no confesarás. Y no trates de traicionarme mañana, si de verdad quieres que esto no se convierta en un baño de sangre. No me conocerás, ni a mí, ni a ninguno de mis hombres. -Eso es imposible. ¿No lo ves? Alguno de los criados de Alain podrá hacerlo. -Tal como ¡reinos vestidos mañana, no. -Brendan, te lo suplico, te aviso que tu plan es una locura.. La puerta se abrió de repente antes de que ella pudiera seguir. El centinela miró dentro.
-¿Algún problema, padre? Con una última mirada severa a los ojos de Eleanor, Brendan inclinó la cabeza para que la capucha tapara la cara. -¡Ay de mí! Esta mujer, ¡hasta en el infierno dará problemas! Y con la cabeza baja, Brendan salió de la habitación. Sus rodillas no resistieron más y Eleanor cayó al suelo, temblando. Se había atrevido a soñar, a soñar que él vendría. Y ahora él estaba aquí. Y estaba aterrorizada. Brendan salió fácilmente. Una vez fuera de la habitación, le dijo al guardián que se quedara vigilando atentamente. Y se fue tranquilamente, comprobando aliviado, que el sherif solo había apostado un centinela en el dormitorio de Eleanor. El resto de sus hombres vigilaba el acceso y las puertas, mientras la familia es taba a solas en el gran salón. Había memorizado la descripción del lubar y de la gente que le había contado Gregory. Estaban Alfred de Clarín, un hombre alto, austero, orgulloso, devoto y virtuoso, cargando siempre con la responsabilidad sobre sus hombros. Luego Corbin, el hermano pequeño, guapo y encantador, que miraba sardónico a la vida, aceptando su papel de segundón, sin otras tierras que las de la familia, y eso solo debido a la buena voluntad de su tío, primero, y luego a la de su prima, Eleanor. Y por último, estaba Isobel. Pequeña y bien proporcionada, de una extraña belleza. Estaba sentada al lado del fuego, mientras él cruzaba lentamente el salón, pensando salir lo más rápidamente posible. Pero, inmediatamente, le asaltó el pensamiento de quedarse y escuchar. -No puedes ir con ella a Londres -protestaba Isobel, cogiendo las manos de Corbin. Era la viva imagen de la amante y fiel esposa, y el tono de las palabras, serio. -Alfred lleva las tierras mejor que yo -respondía Corbin, retirando las manos-. Y alguien tiene que ir. -¡No debes ir! -dijo ella, levantándose-. El rey ha enviado órdenes. Tendrás que combatir, dirigir las tropas del norte cuando él decida el próximo ataque. Eso sería
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rebelarse, tú mismo te denunciarás por desobediencia a las órdenes del rey. Alfred, dile que no vaya. Alfred la miró. -Uno de los dos tiene que ir. -¡Esto es una locura! -dijo furiosa, pegando un taconazo. Luego se acercó a Corbin, que miraba, cavilante, el fuego. -¡Te lo estás jugando todo, Corbin! Ella es culpable. Te lo aseguro, estaba ansiosa de librarse de Alain. -Isobel, ella lo cuidaba, ¿no lo entiendes? -dijo Corbin. -Los médicos han dicho que lo envenenaron. ¿No eres capaz de entender esto? -replicó mordazmente Isobel-. ¡La pobre Eleanor! Ella haría esto, ella haría lo otro. ¿Estáis ciegos los dos? ¿O sordos? -Isobel... -¿Qué otra explicación hay? -exigió. -La comida podía estar en mal estado mpezó a decir Corbin, pero Isobel ya se había girado para atacar a Alfred. -¿Lo mataste tú? -le preguntó. -¡Por el amor de Dios! ¡Claro que no, mujer! --exclamó Alfred, indignado por la pregunta. -Eleanor se beneficia de la muerte del conde -dijo Isobel-. Y tú, Alfred, solo tú, te beneficias de la muerte de Eleanor. Alfred cruzó a grandes pasos la habitación, pegando un golpe en la mesa, mientras replicaba: -No pienso seguir soportando educadamente más acusaciones como esas, señora. Yo lucho en el campo de batalla. El veneno es propio de mujeres, algo lento y despiadado. Isobel se calló durante unos segundos y luego dijo suavemente: -Tú lo has dicho, Alfred. -Eleanor nunca lo hubiera hecho. -¿Y si estaba desesperada? -preguntó Isobel. -¿Desesperada? ¿Por qué? Cuidaba con cariño a Alain, era la niña de sus ojos. -Pues yo creo que estaba desesperada -dijo Isobel lentamente-. Si queréis saber lo que pienso, os diré que está embarazada. -Vamos Isobel, un niño sería lo más grande que les podía pasar ---exclamó Corbin, levantándose de la silla. -No. No si el conde no era el padre -dijo Isobel suavemente. Un silencio dominó el gran salón. -¿Qué estás insinuando? -inquirió Corbin. -¡Los dos amáis a vuestra prima -siguió diciendo Isobel-, pero no podéis imaginar qué maldad puede existir en un corazón! Los franceses comentaban los rumores y estos crecían. Es verdad que la capturaron, pero luego se alió con los escoceses; con Wallace y con ese Graham... el tipo que se apoderó del barco pirata, ese lobo del bosque que ahora ataca y despoja a los que viajan por la vieja calzada romana del norte. A Eleanor, quizá la violaran la primera vez... pero se dice que hasta el mismo rey de Francia vio lo que estaba sucediendo y la advirtió. -Isobel, eso es una sarta de embustes y rumores -dijo Alfred enfadado. -No ha dormido con su marido, tenían habitaciones separadas -dijo Isobel, negando con la cabeza. -La mayoría de los nobles y de los ricos del mundo conocido mantienen aposentos separados -dijo Corbin. -Y camas separadas.
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-Querida, nosotros hemos hecho lo mismo durante años -siguió Corbin-. Si eso fuera un delito, haría ya tiempo que nos hubiesen cortado la cabeza. Pero Isobel no cejaba. -Alain... era impotente. -¡No me digas! -exclamó Corbin, mientras se servía una buena jarra de cerveza-. ¿Discutiste el asunto personalmente con el conde? -Las mujeres sabemos cosas. Corbin levantó las manos. -Mi prima no mataría al hombre con el que había elegido casarse porque fuese... impotente. -Lo haría si él se enteraba. -Isobel, ¿cómo estás tan segura de que está embarazada? Ella se calló durante un momento, luego sonrió astutamente y repitió: -Las mujeres sabemos cosas. -Yo iré con Eleanor -dijo con firmeza Corbin-. Y no hay más que hablar. Alguien tiene que defenderla. -Como quieras, pero destruirás a tu hermano si lo haces. Alfred permanecía hundido en un sillón en la cabecera de la mesa, con la cabeza entre las manos. -Nos arriesgaremos, Isobel. ¡Dios! Todo esto me está poniendo enfermo. Quizá sea algo de lo que has comido -sugirió arteramente Isobel. Alfred levantó la mirada hacia ella. -Pues Eleanor no ha podido ser. Está encerrada. -Ya oíste a los médicos. A Alain lo envenenaron lentamente -replicó Isobel. Brendan ya había escuchado suficiente y se dispuso a salir, pero cuando cruzaba el gran salón, Isobel lo vio. -¡Padre! -le gritó. Durante un segundo, Brendan contempló la idea de fingir que no había oído la llamada y salir rápidamente, pero tal vez levantara sospechas, así que se paró. Isobel se acercó a él, con las manos cruzadas sobre el regazo piadosamente. -Padre, ¿ha confesado sus pecados? -No, milady. Sigue declarándose inocente, aunque, por supuesto, seguiremos rezando por su alma durante el viaje a Londres. Corbin también se acercó. -Quizá sea inocente. -Solo Dios sabe la verdad, hijo mío -dijo Brendan con la cabeza inclinada. -Yo iré con ella y demostraré su inocencia. Brendan dudó, preguntándose si el deseo de defender la inocencia y la vida de su prima era sincero. No quería que su familia acompañara a Eleanor a Londres. Ella no quería derramamiento de sangre, pero eso era lo más probable que sucediera. Estaba claro que le sublevaría la muerte de un pariente. -Quizá lo mejor sea seguir el consejo de vuestra esposa. Debéis permanecer aquí. -¡Vos! ¡Un hombre de Dios, también la condena! -Esto es Inglaterra. Tendrá un juicio justo. -Todas las pruebas la acusan -dijo Alfred con tono aburrido, y como si recordase los deberes de hospitalidad de un castillo, añadió-: ¿Queréis un vaso de vino? ¿Cerveza quizá? Alfred no parecía estar bien y Brendan se sintió tentado de probar su disfraz, pero decidió que no comería ni bebería nada en esa casa. Además, un fuego le quemaba las entrañas, una ira naciente contra la mujer a la que había venido a salvar. ¿Sería cierto lo que había oído?
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El envenenamiento, no; se negaba a creer que Eleanor fuese una asesina. No. Pero el bebé y sus relaciones con Alain eran... -No, señor. Mis más sinceras gracias, pero debo regresar a la iglesia y rezar. Estoy cansado. -No sois el sacerdote que vino antes -dijo Isobel, frunciendo el ceño. -No. Pensamos que dos sacerdotes diferentes podrían descubrir discrepancias en las declaraciones de la condesa. -¿Y hubo esas discrepancias? -preguntó Corbin. -No, señor. No las hubo. Pero si me excusáis, debo irme y rezar por sus señorías -hizo piadosamente el signo de la cruz en el aire so bre la cabeza de Isobel-. ¡Qué el Señor vele por vos, señora! -Amén -respondió ella con un murmullo.y os mantenga -añadió- lejos del lugar reservado en el Purgatorio a las mujeres pecadoras que hablan mucho y sin pensar, allí donde las malas lenguas están cosidas con hilos de hierro hasta el día del juicio Final. Se fue antes de que lsobel pudiera responder.
Regresó a la casa parroquial, donde sus hombres se habían atrevido a quitarse las armaduras y disfrutaban con la excelente comida del padre Gillean. Este sacerdote era el que les había aconsejado que lo golpearan, dejaran embarrado y atado como un cerdo antes de la matanza, junto a su compañero, el agresivo y fanático sacerdote del sheriff, antes de que salieran por la mañana. Estaba bastante asustado y decidido a sufrir esa ignominia, pero ahora compartía la pequeña mesa de una habitación trasera con los escoceses y jugaba al ajedrez con Hagar, que tenía un extraño talento parar ese juego. Estaba bebiendo vino y soltaba de vez en cuando palabrotas inocentes. Thomas de Longueville cocinaba, ayudado por Gregory, que fue el primero en acercarse a la iglesia y ofrecer la idea de que alguien entrara en el castillo como confesor de la condesa. En ese momento, De Long wville empezó a servir la comida, mientras les llamaba salvajes sin civilizar que solo sabían comer bayas y carne cruda, que desconocían todos los exquisitos regalos que Dios había puesto en la naturaleza para convertir la comida en un arte. Brendan desconocía esta faceta del francés, pero el guiso estaba caliente y apetitoso. Lo devoró al instante, antes de darse cuenta que Eric lo miraba esperando para que les contase lo que había sucedido. -¿Has tenido problemas para verla? -Entré en el castillo, subí las escaleras y me metí en su habitación. -¿Así de fácil? -Sí, y me la encontré escapando por la ventana -dijo, guiñando un ojo. Eric se echó a reír. -Quería largarse por su cuenta. -Eso iba a hacer, hasta que le dije que se rompería su estúpida cabeza. Pero luego me dijo que había cambiado de opinión. Ahora quiere enfrentarse a sus acusadores y pedir justicia. -¿No nos traicionará mañana? -preguntó Eric, inclinándose hacia él. -Ella no nos traicionará --dijo Brendan airado. -Entonces, ¿por qué estás de tan mal humor? Brendan dudó.
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-Eso es un asunto entre la dama y yo -respondió y llamó a tra vés de la mesa-. ¡Padre Gillean! -Dime, hijo mío. -¿Ha sido siempre tan terca? -¡Cómo una mula! Todos rieron y el padre Gillean dejó el ajedrez para ponerse enfrente de Brendan. -Hijo mío, es terca como una mula, y leal hasta el fin. Ella no mató al conde y solo por esta razón te ayudaré en lo que pueda. Re cuerda que soy inglés y que si vuelves por estas tierras otra vez... -¡Nos echaréis a patadas! -exclamó Liam, terminando la frase. -Soy inglés y me debo a mi rey. -Pero nosotros estamos aquí -dijo tranquilamente Brendan, observándolo. Gillean dudó. -Es verdad, y os quedaréis con o sin mi permiso, pero es mejor pasar la noche en una silla que tirado como carnaza en un suelo frío de piedra. De acuerdo con mis votos, un hombre debe primero obedecer a Dios y después a su rey. Gracias al Señor, hasta ahora los dos parecen estar de acuerdo. Pero si no os importa volveré a la partida con ese Hércules pagano amigo vuestro. Gillean se fue. -¿Preparados para mañana? -preguntó Brendan. -Estamos dispuestos -le dijo Eric-. Sí, estamos dispuestos. Cubiertos con las armaduras y las viseras caladas, Brendan y sus hombres esperaban montados en sus caballos. Miles Fitzgerald, el sheriff; cumplía su deber escoltando a Eleanor, que vestía un abrigado manto de pieles. Caminaba con la cabeza alta, cabello sujeto con una trenza y un velo cubriéndolo. Cruzó los parapetos exteriores con Fitz gerald detrás. Brendan meneó la cabeza al ver a Corbin siguiéndolos, dispuesto a defender a su prima. Llegaron hasta los hombres del sheriff; un pequeño escuadrón de doce hombres armados a caballo, pero sin armadura. También se había congregado un grupo de gentes del pueblo. Alguien arrojó una manzana y le dio en plena cara a Fitzgerald, que maldijo lleno de rabia desenvainando la espada, mientras sus hombres hacían lo mismo. Eric, que estaba al lado de Brendan, juró por lo bajo en gaélico. Eleanor puso una mano en el brazo del sheriff. -¡Por favor! -exclamó Eleanor, dirigiéndose a la multitud-. ¡No tengáis miedo por mí! Voy en busca de justicia; estos hombres solo cumplen con su deber. Os lo ruego, no creéis problemas por mi causa. Observaron todo a poca distancia; Fitzgerald condujo a Eleanor hasta donde esperaba su caballo, pero ella no montó y empezó a ha blar con Fitzgerald. -¿Qué diablos está pasando? -preguntó Eric. -Ni idea -respondió Brendan, mientras contemplaba la escena. Los dos seguían hablando, mientras Eleanor insistía en algo testarudamente, agitando la cabeza. -Voy a ver que pasa -murmuró Brendan. -¡No puedes ir allí! -protestó Liam. -Tengo que hacerlo. Brendan espoleó a su caballo, dirigiéndose al trote hasta ellos. -¿A qué se debe el retraso? -preguntó educadamente, al tiempo que frenaba al caballo de batalla que montaba. -La condesa insiste en que la acompañe su doncella.
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Brendan miró fijamente a Eleanor, y aunque la visera la tapaba, sus ojos se veían. -Hay otras doncellas, milady. -Bridie tiene que venir conmigo. -¿Por qué no traemos a esa estúpida doncella y terminamos de una vez? -le exigió Brendan al sheriff: -Estuvo en el mar con la condesa y en Francia también. Pueden ser cómplices. -Puede ser una testigo en mi defensa -dijo irritada Eleanor Y voy a tener un juicio justo, ¿o no? -Puede ser peligrosa -musitó Fitzgerald. -Pero ¡si está en los huesos! -exclamó Eleanor, y se quedó de pie, quieta, mientras el viento mecía el velo-. No me iré sin ella. Brendan miró al sheriff. -Sir Miles, en Escocia se sigue combatiendo -dijo muy serio-. No vamos a desperdiciar el tiempo con esa doncella. Os ruego que traigáis a esa mujer. Yo me responsabilizo de todo. -Como deseéis -aceptó Fitzgerald. Brendan cabalgó de vuelta hacia sus hombres, y se dispusieron a esperar de nuevo. Bridie apareció con los ojos llenos de miedo. Eleanor rehusó la ayuda del sheriff para montar, y lo hizo ella misma. La multitud murmuraba y Brendan volvió hasta Fitzgerald. -Sir Miles, ya es hora de irse. -Bien -y empezó a dirigir la marcha. Sus hombres rodeaban a Eleanor, mientras Corbin, protegido con una cota de malla, cabalgaba detrás de ella, ondeando orgullosamente la bandera de Clarin. Brendan y sus hombres flanqueaban al grupo. Mientras salían, las gentes del pueblo lo siguieron, acometiendo a los caballos de la escolta, tratando de alcanzar a Eleanor. -¡Qué Dios os acompañe, señora! -gritó una mujer con un bebé en los brazos. -¡Dios sabe la verdad! -exclamó un herrero con el mandil puesto. -¡Fuera del camino! -gritó el sheriff a un anciano-. ¡Fuera o te pisotearán los caballos! -¡Dios os bendiga a todos! Gracias. ¡Recodadme en vuestras oraciones! --decía Eleanor. ¡Me pongo en las manos de Dios, y sé que Él prevalecerá! La multitud retrocedió y Brendan echó una breve mirada a la ira de los ojos de la gente. Siguió cabalgando, pasando a los otros jinetes, cuidando de no herir con su corcel a los hombres y mujeres que flanqueaban el camino y que les increpaban. A fin abandonaron las fortificaciones de Clarin, y Fitzgerald, decidido a avanzar como fuera, ordenó cabalgar al galope. pronto, el brillo del sol sobre la torre del castillo quedó atrás y relajaron el paso. El camino a Londres era largo, aunque se detuviesen para pasar las noches y descansar. Cada hora a caballo les adentraba mas profundamente en un país dominado por el puño de hierro del rey de Inglaterra. Como habían acordado, procuraron mantenerse en la retaguardia. Brendan calculó su posición; mientras cabalgaran hacia el oeste-sudoeste, no le importaba la distancia que recorrieran. El plan era atacar cuando llegaran a la confluencia con un arroyo que tenían que vadear para dirigirse al sur. De Longueville parecía encantado entablando conversación con los hombres del sheriff: Además, las bromas que le había hecho a Hagar sobre su acento consiguieron que este se limitara a responder con gruñidos si alguien le decía algo. Eleanor cabalgaba serenamente, intercambiando de vez en cuando alguna palabra con su
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primo. Y solo sus ojos delataban la tensión que sentía. Al cabo de un rato, Fitzgerald se giró. -¡Nos detendremos en el arroyo! -ordenó. La orden encajaba al pelo con los planes de Brendan. Y cuando lle garon al arroyo todos se detuvieron. Los hombres de sheriff empezaron a desmontar, pero los de Bren dan no lo hicieron. En cambio, se movieron buscando las mejores po siciones para el ataque. Sin embargo, Fitzgerald sin desmontar todavía, les dijo. -Sir Humphry, no es necesario que vuestros hombres desmonten. -Mis hombres y mis caballos también están sedientos -dijo Brendan. -Como queráis, pero aquí nos separamos. -¿Cómo decís, sir Miles? -Ya estamos lejos de la chusma de ese pueblo. Podéis volver a seguir la guerra que nuestro soberano mantiene con la canalla de los bosques escoceses. Os libero de este deber. -Pero si hace un momento habéis dicho que esta es una mujer peligrosa. -Pero solo cuando estábamos rodeados de esos estúpidos que hubieran saltado para defenderla y morir después como cerdos. -No me atrevo a dejaros -dijo Brendan. -Ya no hay peligro. Si la condesa huye, nosotros la cazaremos y la mataremos al instante. -¡Tiene que llegar viva al juicio! -gritó airado Corbin. -No creo que huya-dijo el sheriff mirando a Brendan-, o haremos pedazos a sir Corbin si lo intenta. -¡Esta no es ]ajusticia del rey! -gritó Eleanor. -No, milady; pero os mantendrá en vuestro lugar. Brendan desmontó, como si fuese a llevar a abrevar a su caballo. Eleanor no bajó de su caballo, y rogó para que no lo hiciera, mientras se aproximaba a sir Miles, consciente de que tenía todas las miradas puestas encima. -Estas no son las ordenes que yo he recibido. -Yo soy el que está al mando y os digo que ya no se os necesita más -dijo el sher Se quedó mirando fijamente a Fitzgerald, intentando ganar tiempo. -Sir Miles, vuestra manera de hablar me hace dudar de las opor tunidades que tiene la condesa de llegar Londres y tener un juicio justo. -Eso no es asunto vuestro. -Yo diría que sí. -¡He dicho que aquí nos separamos! -exclamó lleno de furia. -Muy bien. Como deseéis dijo Brendan-. Aquí se rompe la compañía. Y en ese instante, Eric se puso detrás del sheriff. No había desenvainado la espada, no. Había puesto un cuchillo en la garganta de sir Miles. El filo se paseaba por su yugular. Los hombres del sheriff se dispusieron a sacar sus armas, pero rápidamente fueron conscientes de su desventaja; uno de ellos hizo un movimiento y el grito de Fitzgerald resonó en el bosque. -¡Quieto, imbécil! No ves que pueden matarme. -Sabio consejo -acordó Brendan-. Todos vosotros, ¡soltad las armas! Los hombres dudaban y sus ojos miraban furtivamente al sheriff: Brendan pensó que había algo extraño en la situación, pero por el momento no tenía tiempo de averiguar los motivos de los ingleses. -¡Estáis interfiriendo en la justicia del rey! -bramó de cólera Fitzgerald, con los ojos
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desorbitados tratando de ver al hombre que le amenazaba de muerte. -¿Estoy interfiriendo? -preguntó Brendan-. ¿Qué es lo que hacéis? ¿Os vais a convertir en juez y jurado de la condesa, o la vais a llevar a Londres para que la juzguen? -No seáis tonto. Os doy la oportunidad de seguir las ordenes del rey. -Pues ya veis, según están las cosas, no voy a seguir las ordenes del rey. O vuestros hombres arrojan las armas o moriréis antes de que empiece la lucha. Eric apretó con fuerza el cuchillo y un fino hilo de sangre brotó de la garganta del sheriff. -¡Tirad las armas! -tronó Fitzgerald. Las espadas cayeron lentamente. -Muy bien, amigos. ¡Los cuchillos también! -pidió Brendan. Eric seguía sin soltar al sheriff. -Humphry, decid a vuestro sicario que baje el cuchillo u os juro que os veré colgado de una cuerda en el patíbulo -le advirtió Fitzgerald a Brendan. Brendan se quedó pensativo un rato, como Eric imaginaba. -¡llagar! ¿Tenemos algo de cuerda para esta gente? ¡Liam! Aquí hay una buena colección de espadas, recógelas si no te importa. -¡Estáis yendo demasiado lejos, Humphry! -le advirtió Fitzgerald-. ¡Esto es traición! Traición contra un oficial del rey... -Tengo mis dudas sobre si el rey sabe algo de este asunto, sir Miles -dijo Brendan-. Pero no importa. ¡Collum! Echa una mano y comprueba los nudos. No queremos que nuestros amigos abandonen pronto la paz y la serenidad que se respiran a la vera de este arroyo. Y tú, Gregory, coge unas cuantas espadas de esas, por favor. -¡Por traición, sir Humphry! -escupió Fitzgerald-. Por traición, primero os colgarán, luego os descoyuntarán y esperarán a que estéis medio muerto para reanimaros y castraros y arrancaros las tripas y entonces, solo entonces, dejaréis de sufrir cuando el hacha del verdugo os corte la cabeza. -Lo sé, conozco el procedimiento -dijo Brendan-. Eric, quizá deberías apretar más el cuchillo, parece que tiene demasiado sitio para mover la lengua. -Será un placer ---dijo amablemente Eric. Fitzgerald se quedó callado, y sus hombres, aturdidos todavía, ante la mirada llena de furia de sus ojos, no hicieron ningún comentario, quietos y callados, y con las manos atadas. -¡Qué pasa conmigo! -exclamó Corbin, que seguía en su montura en silencio y confundido ante la situación-. Yo creo en la inocencia de Eleanor, pero vos, sir Humphry, vais a incurrir er, la ira del rey... -¿Qué hacemos con él? -preguntó Liam. -¡Dejadlo! -sugirió Collum bruscamente-. Señor, desmontad... -¡No! -gritó de repente Eleanor. No entendía los motivos del sheriff más que él, pero se daba cuenta de que no llegaría a Londres si seguía en sus manos-. ¡No podéis dejar a Corbin a merced de estos hombres! -¡Es uno de los nuestros! -gritó furioso Fitzgerald, dirigiéndose a Eric, que, justo entonces, volvió a apretar el cuchillo, y dijo con un hilo de voz: -¡Quién quiera que vos seáis! -No podéis abandonarlo -repitió Eleanor, mirando fijamente con sus ojos azul grisáceos a los de Brendan. Ella tenía razón. hombre! -se quejó Liam-. Vamos a cabalgar con una mujer... ¡Perdón, lady Eleanor! Y esa doncella flacucha... -¡Que dices, bestia inmunda! Monto a caballo mejor que muchos hombres -interrumpió
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Bridie indignada. Pero Liam la ignoró. -¿Vamos a tener que cabalgar también con un inglés? -¡Escoceses! -siseó de repente Fitzgerald. -¡Señor Mío Jesucristo! ¡Benditos sean Todos los Santos! -mur muró Collum-. ¡Este sheriff es un lince! -¡Ya era hora! ¿Puedo hablar en francés? ¿Aunque tenga acento escocés? -preguntó Hagar. -Corbin de Clarin vendrá con nosotros -dijo Brendan. -No cabalgo con escoceses -siseó Corbin. -¿Preferís entonces que os atraviese una espada inglesa? -le preguntó Brendan. -Corbin, estos hombres te matarán, ¿no lo entiendes? -le advirtió Eleanor-. No tenían intención de llevarnos vivos a Londres. -¡Vaya! Entonces, todo es verdad. Lady Eleanor de Clarin se ha vendido a los escoceses -se burló Fitzgerald-. ¡Y ha asesinado a su marido para quedarse con su amante, una alimaña escocesa de los bosques! -Yo no maté a mi marido, sir Miles -dijo fríamente Eleanor-. Y ahora creo que lo sabéis muy bien. -¿Le rebano el pescuezo, milady? -preguntó Eric educadamente. -No. Ya ha habido demasiada sangre. -Es hora de irse -sugirió Gregory, que ya había recogido las espadas. Los ingleses estaban al lado del agua, ilesos, desarmados y con las manos atadas a la espalda. -¿Nos vais a dejar así? -preguntó uno de ellos. -Alguien os encontrará pronto -les dijo Collum-, y además os dejamos agua para que bebáis. -Este camino no lo frecuenta mucha gente -protestó otro. -Ya está bien -atajó Brendan. ¿Atamos a este inglés? -preguntó Liam. Brendan negó con la cabeza mirando a Corbin. -No creo que nos cause problemas. -No cabalgo con escoceses -protestó Corbin de nuevo. -No va a causar problemas -repitió Brendan, y el primo de Elea nor se calló-. ¿Nos queda algo por hacer? -y se acercó al caballo de Liam para coger más cuerda con la que atar a Fitzgerald-. ¿Sir Miles? ¿Seriáis tan amable de dejaros maniatar? -Os veré ahorcado. -Creí que queríais verme destripado. -Yo mismo solicitaré hacer el trabajo del verdugo. -¿Cómo? ¿No lo habéis pedido ya? -insinuó Brendan, susurrán dole a la nuca-. ¿Acaso no ibais a matar a lady Eleanor? Fitzgerald no replicó. -¡Vuestras manos! -exigió Brendan. El sheriff se las ofreció y Brendan le ató, apretando fuerte, las mu ñecas a la espalda. Eric envainó el cuchillo, y se puso enfrente de sir Miles. -Estáis en deuda con lady Eleanor -le dijo suavemente-. Reconozco a una víbora traicionera en cuanto la veo y me hubiese encantado mataros. --En verdad, creo que es un error dejaros con vida, pero... la condesa no desea derramamiento de sangre -dijo Brendan, y se fue hacia su caballo-. Eric, encabeza la marcha, a paso ligero, por favor.
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Eric así lo hizo, y Brendan esperó hasta que los demás se dieran la vuelta y empezaran a marchar, protegiendo cuidadosamente a Eleanor y Corbin. -¡Cobarde! -gritó el sheriff de repente-. ¡Perro escocés! No tienes valor para mostrar el rostro, ¡bastardo! Brendan empujó suavemente con el caballo a Fitzgerald, hasta que este cayó en el arroyo de espaldas. -¡Miserable! ¡Vos no os llamáis Humphry! -siseó el sheriff lleno de furia, empapado, mientras el agua le caía en los ojos-. ¿Cómo os llamáis? Me gustaría saberlo cuando os arranque las entrañas. Brendan dejó que su montura salpicara más agua y barro sobre Fitzgerald. -¿Mi nombre? Es una pregunta muy interesante. Podéis llamarme justicia. Hizo girar su corcel, lo espoleó y empezó a galopar para alcanzar a los otros.
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CAPITULO DIECISIETE BRENDAN ordenó paso ligero. Era dudoso que encontraran pronto a los ingleses, pero si eso ocurría, estaba claro que los escoceses no tendrían otro sitio al que ir excepto el norte; era necesario alejarse lo más velozmente posible, sin matar a los caballos por agotamiento. Corbin no molestaba, pero cabalgaba sumido en un silencio siniestro. A pesar de la distancia y de que las Tierras Bajas estaban fuertemente vigiladas por los ingleses, al cruzar la frontera regresaron a un terreno que conocían bien, a lugares en donde les resultaría fácil desaparecer, saliendo del camino y camuflándose entre los árboles como la nieve de la primavera. Solo se detuvieron una vez para abrevar a los caballos y reducir el trote, pero siguieron avanzando hasta bien entrada la noche. Brendan estaba decidido a llegar a las ruinas de unas antiguas fortificaciones romanas, reconstruidas por los escoceses, luego abandonadas y vueltas a reconstruir por los ingleses; y olvidadas hasta los días posteriores a la batalla de Falkirk, cuando los ingleses, muy ufanos de su victoria e inconscientes de que la guerra no había terminado, se fueron. Las paredes ocultaban a hombres y caballos de la vista del camino. Estaban protegidos de las inclemencias del tiempo e incluso quedaban restos de antiguas comodidades como mantas, sillas desvencijadas, mesas cojas y uno o dos pequeños barriles de cerveza. Ellos, además, llevaban su propia comida en uno de los caballos de batalla del sherifj; convertido ahora en animal de carga para el viaje. Cuando desmontaron, acordaron dos turnos para dormir; continuarían el viaje al día siguiente con las primeras luces del alba. Eric sugirió cabalgar hasta el castillo de Herbert, que seguía bajo control escocés, estaba bien defendido, y disponía de suministros suficientes para resistir un asalto o un largo asedio. Pero esta noche dormirían entre las ruinas, rodeados de árboles. -Me encargaré de la primera guardia -dijo Eric. -Bien. Eric eligió a Liam y De Longueville para que lo acompañaran; lo primero que hicieron fue atar los caballos que llevaban un tesoro en espadas y otras armas. Brendan entró en las ruinas de lo que fue el gran salón de la fortaleza y vio a Gregory sacando hogazas de pan, queso y carne seca de unas alforjas, ayudado por Bridie. Eleanor estaba enfrascada en una conversación con Corbin. Pero la cortaron en cuanto él entró. Corbin fue el primero que lo vio; puso una mano sobre el hombro de Eleanor, interponiéndose entre ella y Brendan. -Me parece que debo claros las gracias. Es difícil de creer, todavía me cuesta pensar que un hombre como Fitzgerald, con su cargo, haya osado no llevar a mi prima ante los tribunales. Tendría que haberme matado a mí, y explicar nuestras dos muertes no le hubiese resultado fácil. Al principio, Brendan no respondió; se dirigió a la mesa, cogió un odre con cerveza y bebió hasta que el polvo del camino que tenía en la garganta pareció desaparecer. Lo dejó y le habló a Corbin. -No habría ninguna dificultad. Contaría que Eleanor trató de huir, que en la fuga cayó malherida y que antes de morir confesó. Por, supuesto, vos, siendo su primo, tratasteis de defenderla, pero desgraciadamente, caísteis en el combate. -¿Sabéis qué iba hacer esto? ¿Y por qué? -No lo sé -dijo Brendan-. ¿Lo sabéis vos? -No tengo la más absoluta idea. -¿Conocía a Alain?
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-No -dijo Corbin-.Yo sí lo había visto antes, en el campo de batalla y en Londres, pero nunca visitó Clarin. Un poco antes del funeral vino un mensajero, advirtiéndonos que una carta había llegado a York con noticias sobre la muerte del conde francés y que un representante del duque vendría para investigar los hechos. -No estaba abrumado de dolor por la muerte del conde -dijo Brendan irónicamente. -No. -Pero como nunca ha estado en Clarin, no pudo haber sido él. -No -repitió Corbin. -Esto sí que es curioso. -Lo que no entiendo es que se arriesgase a querer matarme. No se gana nada con mi muerte. -¿No? -Yo no heredo nada. Mi hermano, ese dechado de bondad e integridad, el gran trabajador, se queda con todo... a no ser que Eleanor tenga un hijo. No tengo nada que dejar en herencia. -Me temo que estáis empezando a ir por buen camino. En realidad, traté de disuadiros de este viaje la noche pasada. Me preocupaba vuestra reacción cuando os dierais cuenta que ya no ibais acompañado de honrados caballeros ingleses. -Naturalmente, hubiese luchado contra vos. -Y yo hubiera hecho lo indecible para no mataros -replicó Brendan suavemente. Eleanor que los miraba atentamente, quieta y en silencio, pareció palidecer. Pero estaba más que pálida, su rostro casi era transparente, delicado como el cristal. En algún momento durante el viaje había perdido el velo; incluso ahora, a la tenue luz de las antorchas, sus cabellos parecían brillar más que el oro, cayendo sueltos por la espalda. Era como una hermosa niña perdida, frágil y etérea al mismo tiempo. Además, era lógico que estuviese fatigada y preocupada, pues habían asesinado a su marido y ahora ella era la acusada que se había fugado. Con el enemigo. Os estoy muy agradecido, señor-dijo Corbin-, por no ser una de vuestras víctimas. Pero ¿sigo siendo vuestro prisionero? Brendan cogió un poco de pan y queso, se retiró hasta el muro y se acuclilló contra las piedras, mientras observaba a Corbin y devoraba la comida. -Desearíamos vuestra compañía, señor, por lo menos hasta llegar a un lugar seguro -dijo al fin-. Pero si fuera vos, tendría mucho cuidado de vuelta a Inglaterra. -¿Por qué? -preguntó Corbin, frunciendo el ceño. -No hemos matado al sherif f 'ni a sus hombres, así que seguramente os la tendrán guardada. Ya oísteis la conversación. Sabéis que intentó separarse de nosotros cuando todavía creía que éramos ingleses. Vos podéis acusarlo de intento de asesinato, o al menos de desobedecer las órdenes de ]ajusticia del rey. Por supuesto, sir Miles estará preparado para refutar semejante cosa, contando a todo el mundo la mentira de que vos y vuestra prima asesina estáis confabulados con los escoceses. -¡Pero eso no es cierto! -Ni tampoco las acusaciones contra Eleanor, y los dos lo sabemos. Pero que nosotros lo sepamos no la iba a librar del hacha del verdugo o de la espada de Fitzgerald. Terminó con el pan y el queso y se dejó caer, sentándose en el suelo y apoyándose contra el muro. -¡Eso es descabellado! Debo volver a Inglaterra y decirle a Alfred que no he cambiado de bando, que no soy un traidor al rey. -Cuando estemos a salvo, señor, haced lo que deseéis -le dijo Brendan-. No voy a oponerme a vuestra voluntad -y cerró los ojos, dejando claro que quería dormir.
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-Debemos volver los dos -dijo de repente Eleanor . La verdad se descubrirá pronto. Brendan abrió los ojos como un rayo. -Vos, señora, no vais a volver a ningún sitio. -Pero en Inglaterra hay leyes -empezó a protestar de nuevo-. Y en este asunto hay algo muy extraño. Fitzgerald sostuvo siempre que toda la autoridad era suya, pero quizá no fuese así. Quizá hubiese otra razón, y él tuviese algo que ver de alguna forma con la muerte de Alain. Si volvemos, podremos defendernos juntos. Ya no será solo mi palabra; habrá un testigo contra el sheriff; seremos dos. -Milady, hablaré con vos mañana. -¡Brendan! Tienes que entender... -Os lo repito, milady. Hablaré con vos mañana -y cerró los ojos otra vez. -Brendan... -¡Milady! -exclamó encolerizado-. ¡Dos testigos! ¿Qué clase de testigo vais a ser? Vuestro marido está muerto, envenenado. Y justo cuando os trasladan a Londres para juzgaros y posiblemente ejecutaros, os salva vuestro... os salvan los escoceses. No creo que vuestra palabra valga mucho para defender a vuestro primo. -No todos los ingleses son malvados. -Yo no he dicho eso -respondió con impaciencia Brendan. -Si no quieres hablar conmigo... empezó a decir. -Claro que quiero hablar con vos, pero ahora no. Mañana. Sé perfectamente que conocéis el significado de esta palabra. Y una vez más, cerró los ojos. Sabía que ella estaba ahí, de pie, mirándolo. Como también sabía, cuando al fin ella se daba la vuelta y se retiraba, que había estado deseando golpearle en la cabeza con el odre de cerveza. Tenía muchas cosas que decirle. Pero no con gente alrededor. Quizá debiera haberse preocupado más por su acomodo en estas ruinas; había estado distante, desagradable incluso. Pero ella, ni siquiera le había dado las gracias. Ni una palabra de gratitud; solo quería galopar de vuelta a su tierra para que la ejecutarán, fuera culpable o inocente. Eric lo despertó en medio de la noche. Gregory y Collum ya estaban despiertos para unirse a él en la guardia que les tocaba hasta que amaneciera. Cuando asomaron las primeras luces del alba, despertaron al resto del grupo. Cabalgó al lado de Corbin buena parte del camino. El hombre parecía estar inmerso en sus pensamientos, y cuando se dio cuenta de que Brendan lo observaba, se explicó: -Sigo sin comprenderlo. De repente, Fitzgerald decide que Eleanor, renombrada en toda Inglaterra hasta el punto de ser conocida como Santa Leonora, debe morir antes de que la juzguen, y que yo, que soy su primo, soy sacrificable y debo morir con ella. -¿Está Alfred interesado en la herencia? -preguntó Brendan. -¿Mi hermano? ¡Dios mío, no! Es un tipo responsable y piadoso hasta la médula. Cree firmemente en Dios, en que Él ve todas las cosas y en que el hombre debe sufrir por sus pecados en la tierra. Por mi parte, yo creo que pecar un poco en la tierra te hace merecedor de las recompensas que haya más allá de la muerte. -Bien. ¿Matasteis vos al conde? -¿Para qué diablos querría haber matado yo al conde? Para nada, os lo he dicho. Sé que he cometido muchos pecados, pero el asesinato no está entre ellos. Además, siempre he tenido motivos para pecar, nunca lo he hecho por simple placer. No gano nada con la muerte de Alain.
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-¿Y qué hay de vuestra esposa? -¿Isobel? -preguntó-. Dios sabe que Isobel es capaz de casi cualquier cosa, pero nunca hubiese querido la muerte de Alain. Ahora quiere tener hijos después de tantos años de matrimonio. No ha pasado mucho tiempo desde la muerte del padre de Eleanor... y como ella se casó con un anciano y los únicos líos amorosos que tiene Alfred son algunas pastoras o vaqueras de vez en cuando, pensó que si teníamos un hijo, este heredaría Clarin. Esto es todo, sin mí no puede tener el hijo, y sin él, no hay herencia que valga. -¿Qué pasaría si ella estuviese embarazada? -¿Isobel? Si lo estuviese, ya lo habría proclamado a los cuatro vientos. Para cualquier mujer sería algo normal, pero para ella sería el acontecimiento del año que todo el mundo debería saber. Al atardecer llegaron al castillo. Se habían producido muchos cambios en poco tiempo. Los muros estaban terminados, reforzados y habían sido elevados. El parapeto exterior estaba reparado y unos albañiles habían traído más piedra para construir torres. Los centinelas los descubrieron a lo lejos y gritaron para que les franquearan el paso por las puertas. Wallace salió a7 patio de armas del castillo para recibirlos. Cuando desmonté, Brendan y él se saludaron, mientras los hombres los rodeaban. Inmediatamente los acribillaron a preguntas, Hagar masculló algo sobre sus hrazaña,s, mientras Wallace observaba muy serio, sin decir nada, entre los hombres que bromeaban sobre el hecho de salvar a una noble condesa inglesa, condenada a la no menos inglesa hacha del verdugo. Corbin también se mantuvo en silencio en medio de la barahúnda provocada por su llegada, pero entonces los escoceses notaron su presencia. -¡Habéis capturado a un prisionero! -exclamó Rune MacDuff, un escocés fuerte como un toro-. ¿Creéis que hizo daño a la dama? -preguntó acercándose a Corbin para verlo mejor. Corbin de Clarin era un hombre rápido y al instante derribó a Rune. -Señor, jamás he golpeado a una dama y mucho menos a una que es mi de mi propia sangre. -Es Corbin, el primo de lády Eleanor -explicó brevemente Brendan. Wallace y sus hombres estudiaron a Corbin, y este a ellos. Luego se encogió de hombros y dijo: -No veo ni rabos ni cuernos, así que debe ser un rumor. Rune MacDuff se echó a reír y se levantó para reunirse con los demás. -¿Es prisionero o no? -preguntó Jem MacIver-. ¿Pediremos rescate por él? -Me parece que no valgo ni la camisa que llevo, y además no soy vuestro prisionero. Sir Brendan ha prometido que podría irme en cuanto llegáramos a vuestro castillo... perdón, si este montón de piedras es, claro está, vuestro castillo. Los escoceses volvieron a reír. -¡Quédate un ratito más con nosotros, inglés! -gritó alguien. Era Lars, el que había navegado con ellos y también había estado en Francia-. ¡Aquí nadie tiene cuernos y rabos! Y se adelantó, pues estaba al fondo del grupo y no podía ver bien a todos los que habían llegado. Miró a Eleanor, que seguía montada en su caballo, se acercó a ella e inclinó la cabeza. -Milady, bienvenida a nuestro hogar, aunque imagino que no es el lugar en donde a vos os gustaría estar. -Gracias -dijo ella suavemente. -Estáis en el exilio, lejos de vuestra casa y vuestras tierras.
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-Volveré a ellas. -Ah, es una condesa muy rica dijo Jem. Eleanor- negó con la cabeza. -No me refiero al dinero. Hablo de mi honor. -De acuerdo, pero esta noche no vais a volver -dijo Wallace, mirando a los recién llegados-. Margot nos dijo que vendríais hoy, así que las habitaciones están preparadas, aunque me temo, milady, que no son tan cómodas y lujosas como las que disfrutamos en París. -Agradezco esta hospitalidad que recibo en tierras escocesas; vuestras palabras me parecen más hermosas que nunca, ahora que he tenido que huir para salvar la vida -le respondió a Wallace. Brendan la miró fijamente. Allí estaba ella, a caballo, dando las gracias de forma sincera y amable, en medio de un puñado de hombres resueltos, valientes, acostumbrados a la guerra, peligrosos como el cuchillo irás afilado, que la contemplaban corno si fuesen sus siervos. En ese momento, Bridie, que había cabalgado todo el tiempo detrás de Eleanor, dejó escapar un quejido y todos los ojos se volvieron hacia ella, mientras empezaba a caerse del caballo desmayada. -¡Dios mío! A pesar de ser la única que seguía a caballo, Eleanor fue la primera en agarrar a su doncella antes de que se derrumbara completamente en el suelo. Pero Lars estaba cerca y la tomó entre sus brazos. -La llevaré dentro, hay que darle agua -dijo-. ¡Por todos los Santos! ¿Qué es lo que le pasa? -Vos deberíais saberlo bien, señor -respondió abruptamente Eleanor. Los hombres estallaron en carcajadas, y Lars, un hombretón rubio de mejillas pecosas, enrojeció de vergüenza. -Milady, yo... -Llevadla dentro y dadle agua. Lars se dio la vuelta y se dirigió a las escaleras que llevaban al edificio de piedra que estaba en el centro de la fortificación. Eleanor, Wallace y Corbin lo siguieron, así como otros escoceses. Pero ni Brendan ni Eric lo hicieron. Este palmeó el cuello de su caballo y dijo: -Los caballos tienen que comer y tenemos que recoger las armas y el resto del equipo. ¿Se lo dejamos a los otros? -No. Lo haré_ yo. Tú, primo, ve a ver a Margot; seguro que sabe ya que has llegado. Eric sonrió. -De acuerdo. Brendan lo observó mientras se iba. Su primo amaba a Margot. Ella era fel, honrada y jamás se quejaba en medio de tantas dificultades, además era bella. Meneó la cabeza, Eric era tonto, debería haberse casado con ella, pero habían elegido una vida de proscritos, de rebeldes. Aunque se preguntaba si su primo evitaba el matrimonio a causa de los orígenes de Margot, o porque aceptaba el hecho de que la muerte podría venir en cualquier momento. Empezó a llevar los caballos hacia los establos, ayudado por los más jóvenes, novatos que venían de tierras usurpadas por un poder extranjero, dispuestos a aprender a luchar por su patria. -¿Es verdad que os disfrazasteis de sacerdote y entrasteis directamente en el castillo inglés? -preguntó uno de los muchachos.
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-Era lo mejor que se podía hacer en aquella situación -dijo levantando los hombros-. ¡Venga, chicos! Echadme una mano y démonos prisa. Cuando terminaron, entró en el gran salón del castillo. Allí, un gran fuego ardía en la chimenea y una docena de perros se peleaban por los huesos y los despojos del venado que se asaba en el hogar. Además de los hombres, estaban sus mujeres, esposas, madres, hermanas y lavanderas que se ganaban el magro salario que los hombres podían pagar; por supuesto, también había otras mujeres, esas que siempre siguen a los soldados y obtienen sus beneficios entreteniendo a los guerreros. Los huéspedes ingleses estaban en sus habitaciones, mientras las noticias iban de boca en boca, regadas con abundante cerveza. Hagar, en su gaélico materno, era ahora capaz de fabular un relato extraordinario de sus hazañas contra los ingleses. Sir Miles Fitzgerald, contaba, tenía rabo y cuernos, y a sus soldados les estaban empezando a crecer. Todo el mundo reía, y en cuanto vieron a Brendan le dedicaron un tremendo aplauso. La cerveza circulaba sin parar; en compañía de estos hombres, Brendan se sentía aliviado, libre de estar constantemente en guardia ante el peligro. Comió, bebió y rio. Una de esas mujeres que siguen a los soldados se sentó sobre sus piernas y le sirvió otro vaso, se abrazó a su pecho riendo y le acarició la mejilla. -¡Qué héroe más guapo! Sonrió divertido, pero al mirar hacia arriba vio que Eleanor había bajado. Estaba agarrada al pasamanos de la escalera de caracol. Sus ojos se encontraron con los suyos. Pensó que se daría la vuelta y se iría, pero no lo hizo. Eleanor cruzó el salón y la fiesta pareció detenerse, ignoró a Brendan y caminó hasta la gran silla en la que estaba sentado Wallace al lado del fuego. -Milady -dijo Wallace, levantándose siempre cortés, a pesar de su reputación de violencia. -Por favor, sir William, sentaos. Está claro que esta es una noche de alegría para vos y vuestra gente. Solo he venido a expresaros mi más profunda gratitud a vuestros hombres, a aquellos que arriesgaron tanto yendo al sur a rescatarme. Nada me debían, y soy yo la que está en deuda con ellos, una deuda que nunca podré pagar y que nunca olvidaré. -Milady, me temo que yo no tuve nada que ver en el asunto, pero en nombre de los que os rescataron, os digo que salvar vuestra vida mereció la pena. Además, este hecho se añadirá a la leyenda de nuestras hazañas, a pesar del triste estado en el que estamos. Habéis sido un buen enemigo, señora... hay quien dice que vuestra presencia en Falkirk fue decisiva. -Señor, aquello fue una dolorosa matanza, y espero que nunca más vuelva a suceder algo parecido. -Sin embargo, os repito que habéis sido un magnifico enemigo -siguió hablando Wallace, sonriendo-, aunque no hayáis sido una prisionera ejemplar, mas ahora sois una huésped bienvenida. Eleanor inclinó la cabeza ante Wallace. -Me tendréis que perdonar que no me una a vuestras celebraciones, pero repito mi agradecimiento por permitirme ser... vuestra huésped. Y se fue hacia las escaleras sin mirar a Brendan. Durante unos segundos todos el mundo siguió callado hasta que uno de los hombres exclamó: -¡Brindo por ella! ¡A la salud de la dama inglesa! ¡Por todos los que tienen valor e integridad! Y el salón se volvió a llenar de risas y gritos.
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La mujer, que se había quedado helada cuando apareció Eleanor, ahora le sonreía. -¡De acuerdo, héroe! Has salvado a una mujer valiente. Pero ¿es tan caliente como yo? -Ya va siendo hora de que ella y yo tengamos una charla -murmuró Brendan, apartando a la mujer. Se fijó en Gregory, que lo estaba observando. La mujer era atractiva, de sonrisa rápida y caricias tiernas. La empujó hacia el muchacho. -Ve a entretener al chico -dijo-. ¡Si hay algún héroe entre nosotros, ese es nuestro Gregory. Y la mujer se fue hacia el muchacho, sentándose en sus rodillas. El salón hervía de alegría, aplausos y vítores; nadie prestó atención a Brendan cuando miró a Wallace y le preguntó: -¿Dónde está alojada nuestra huésped? -Escaleras arriba en el ala izquierda, es la última puerta. Brendan empezó a darse la vuelta. -¡Brendan! Miró hacia atrás, la expresión de Wallace era seria. -Ha sido una acción brillante, y muy bien realizada, pero también ha sido muy peligrosa. -No obligué a nadie a acompañarme, fueron voluntarios. -Todos moriremos, pero no a causa de la estupidez o de la voluntad y deseos obstinados de un solo hombre. -He dado todo lo que tengo en la búsqueda de la libertad; lo juré cuando mi primo murió en mis brazos en Falkirk. Señor, jamás mi amor a la patria ha fallado. -No estoy diciendo eso. Valoro tus habilidades, Brendan. Sí, tus habilidades y tu valentía y tú propia vida. Como también valoré las de tu primo, John Graham, y la de muchos otros de tus parientes. Lo que ahora te pregunto es si valoras también tú propia vida. -Desde luego que la valoro, señor -dijo solemnemente. -Entonces, vete -dijo Wallace-. Un valor como el tuyo merece su justa recompensa. Asintió y se dirigió a las escaleras lentamente, pero en cuanto llegó, las subió de dos en dos. Era tiempo de hablar.
Eleanor, irritada, daba vueltas por la habitación presa de una gran congoja. Se había casado con otro hombre después de dejar a Brendan, creyendo sinceramente que nunca más lo volvería a ver. Y milagrosamente, él la había rescatado a tiempo de un peligro mortal. Tenía que estarle agradecida, pero nada más; Brendan tenía que darse cuenta que sus vidas seguían ahora caminos diferentes. -Milady, debéis sentaros y calmaros. Podríais dañar al bebe -dijo Bridie. Eleanor se mordió un labio, aliviada porque Brendan no sabía que estaba embarazada. No podía evitar un temblor de miedo, sin importarle la lógica que le dictaba la conciencia. No, no era miedo; eran celos puros y duros. E ira. Con semejantes pensamientos, no podía evitar darse cuenta de lo diferentes que eran sus vidas. Era cierto que él cuidaría de ella, pero se preocuparía siempre más por Escocia. Ese era su modo de vivir: la lucha, viviendo a salto de mata en plazas fuertes como esta para evitar el puño de hierro de Eduardo. Y después de descansar, terminada la incursión, la batalla o la escaramuza, vuelta a empezar, a los bosques de nuevo a descubrir ingleses contra los que combatir. No existía ningún lugar al que Brendan pudiera llamar hogar, ninguno excepto esta tierras escocesas; y cuanto más tiempo permaneciera huida, mayor sería su deshonra y menores serían las oportunidades que le quedarían para defenderse en los tribunales. ¿Quería realmente Fitzgerald matarla de camino a Londres? Le seguía
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pareciendo increíble. -Milady, por favor, sentaros o enfermaréis. -Bridie, no me he puesto enferma todavía. ¡Eres tú la que se ha, desmayado! Bridie sonrió y susurró: -Pero eso es porque vi a Lars. Bridie siempre había sido delgada y enjuta, pero ahora estaba hermosa, muy hermosa con las mejillas sonrosadas y los ojos llenos de vida. -¿Lo sabe ya? -preguntó Eleanor. Sí, claro que sí, milady. Se enteró cuando le explicasteis mi desmayo. -Lo siento mucho, Bridie -dijo Eleanor. -Está bien, milady -dijo, y se quedó en silencio hasta que Eleanor se acercó al fin y se sentó a su lado. Bridie le sonrió-. Vos me aconsejasteis que fuera a Escocia y que me ayudaríais a hacerlo. -Sí, pero sinceramente no pensaba acompañarte. -¡Pero, milady! ¡Él vino a buscaros! ¡Cabalgó hasta Inglaterra! Pasó disimuladamente entre decenas de soldados ingleses bien adiestrados, y disfrazado de sacerdote entró directamente en el castillo. Luego fingió ser uno de nuestros guardianes y nos salvó. ¿Cómo es que no estáis contenta de estar aquí? -Los escoceses son muy aficionados a los ataques temerarios que hacen morder el polvo a los ingleses. -Arriesgó su vida. -Y le estoy agradecida por ello. Iba a seguir hablando, pero de repente la puerta se abrió de golpe de par en par. Era la viva imagen del salvaje guerrero rebelde, del bárbaro de las Tierras Altas de los cuentos de miedo de los niños ingleses. La cabellera negra le caía suelta sobre los hombros; rasgos duros,mandíbula firme y los ojos brillantes como el acero. Llevaba el tartán sobre una camisa de lino y botas de ante. No se había molestado en llamar a la puerta, se limitó a abrirla de un portazo a propósito sin im portarle nada. Bridie pegó un salto en cuanto él entró, mirándolo asustada. Eleanor también se levantó a la defensiva y precavida, mostrando de pie una actitud más decidida y audaz. Brendan se quedó mirando a Bridie. -Así que vas a tener un hijo de Lars. Bridie enrojeció como una rosa. -Me alegro. Lars es un tipo decente, pero si no te importa, jovencita, ¡fuera! -¡Os pido perdón, sir Brendan! -exclamó Eleanor-. Pero Bridie se queda. -¡Fuera he dicho! Bridie salió como un rayo y cerró la puerta. Eleanor miraba fijamente a Brendan, los ojos del escocés estaban enrojecidos por el cansancio y la bebida. El corazón le latía fuertemente mientras lo observaba y reconocía su semblante airado, prepotente, con las mandíbulas apretadas, los hombros subiendo y bajando al ritmo de su respiración y los músculos tensos debajo del lino y de la lana. Estuvo una largo rato contemplándola. -¿Y bien? -dijo al fin. -¿Bien? -musitó ella-. ¿Tan pronto ha terminado la fiesta? Es extraño, porque desde aquí se oye el escándalo de la jarana que hay abajo. -¿No tienes nada que decirme? -preguntó. Ella siguió mirándolo inquieta. -¿Quieres que te de las gracias? No pensaba ser tan maleducada; de hecho, lo hice cuando bajé hace un rato para dárselas a Wallace.
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Pensaba también dirigirme a ti... si no te hubiese visto tan ocupado. Parecías tener un negocio entre las manos. Brendan ignoró el comentario con desprecio. -¿Solo me vas a dar las gracias? -preguntó-. ¿De verdad solo tienes eso que decirme? Su inquietud aumentó cuando él empezó a dar vueltas a su alrededor con los brazos cruzados sobre el pecho. Ella seguía sus movimientos, súbitamente temerosa de que se abalanzara sobre ella en cuanto le diese la espalda. Parecía un gato que había marcado ya su presa o un animal que veía su territorio amenazado y no estaba dispuesto a ceder. -¿Eso es todo lo que tienes que decirme? -repitió. -Gracias... muchas gracias. Gracias. Se detuvo y sus ojos brillaban como un fuego azul. -De verdad te lo agradezco -dijo balbuceando, hablando demasiado rápido-, con toda mi alma te doy las gracias, pero debes comprender que tengo que irme. Ahora soy algo peor que una asesina, soy una traidora: una mujer que no solo a mató a su marido, sino que ha huido a tierras enemigas. -No volverás. -Me han dicho que soy un huésped, no una prisionera. -Un huésped que se quedará aquí. -Brendan, tiene que haber una forma... -No hay ninguna. -Entonces, ¿soy prisionera o huésped? -Míralo como te de la gana, pero no vas a volver a Inglaterra. -Brendan, que Fitzgerald no sea un hombre de honor no significa que todos los ingleses sean unos monstruos. Hay gente en mi país que quieren saber la verdad; esto no tiene nada que ver con la guerra, sino con el mal infligido a un hombre bueno y honrado. Además de estar en juego mi honor. Tiene que haber alguna manera de enviar mensajeros a alguien cercano al rey. -No, y es algo que no quiero discutir ahora. Volvamos a mi primera pregunta. Pensad, milady. ¿No tenéis nada más que decirme? Tenía muchas cosas que contarle, pero no ahora, con todo lo que había pasado recientemente. Necesitaba tiempo y no estaba muy segura de querer verlo más. Habían estado separados durante meses y solo habían compartido juntos unos días escasos en medio de un mar de desconocidos. Había llevado una vida muy diferente desde entonces, al igual que él había vivido la suya con hombres y mujeres que cabalgaban rápido, luchaban duramente y se desahogaban siempre como si fuese la última vez. Brendan la examinaba lentamente y movía la cabeza disgustado y enfadado. Dio un paso hacia ella. -Vamos, Eleanor. Estoy seguro que tienes alguna noticia que darme. Entonces ella lo comprendió. ¡Él lo sabía! Se llevó de repente la mano al abdomen, temerosa de que se notase su estado, ruborizándose al mismo tiempo. -Yo... -¡Dilo ya de una vez por todas! Es tan raro ver que te quedas sin palabras, sobre todo tú, tan elocuente siempre. Termina la frase: «Yo... voy a tener un hijo». Ella no repitió las palabras y se quedó muy quieta, sin aliento. Si se lo hubiese dicho... cuando se lo hubiese dicho... nunca imaginó que sería así, mirándose como extraños y ella llena de furia. Sí, estaba furiosa. Él movió la cabeza, mirándola fijamente. -¡Veamos! Tenemos un chico; mejor dicho, la señora está embarazada y mi viejo amigo
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Alain era... cómo lo diría con cierta delicadeza... digamos que era demasiado mayor para poder ser el padre tal como vuestra prima política les señaló a Corbin y a Alfred. Iba a rechazar la hipótesis de la edad, pero las palabras de Brendan hicieron surgir una duda y llenaron su corazón de furia. -¿Mi prima política? ¿Isobel? ¿Has hablado con Isobel? -Ah, sí, claro. Estuve escuchándola. ¿Es esa pequeña y encantadora intrigante que está casada con Corbin? ¿La he descrito bien? Gregoiy me contó la mayor parte de las cosas que sé de Clarin y de la gente que vive allí. -Pues sí. La has descrito perfectamente, y Gregory ha sido un buen maestro. Pero si Isobel dijo algo, lo más seguro es que sea mentira. -No lo creo. -¿De verdad? Entonces, ¿qué es lo que ella dijo? -En realidad, no me estaba hablando a mí, sino a Alfred y Corbin. Les contó a los dos que nunca dormías con tu marido, que tenías un amante escocés y que proclamarías a todo el mundo que el hijo que ibas a tener era de Alain. -Isobel no sabía nada de nuestros arreglos matrimoniales -replicó ella inquieta. -Pues parecía saberlos. Hizo mucho hincapié en demostrar que los conocía. -Isobel es una perra codiciosa -dijo sin poder evitar maldecirla, con los puños cerrados. -Eso es completamente cierto, pero ahora no tiene importancia. Isobel siguió diciendo que era posible que matases a Alain para evitar que él se enterase que estabas embarazada de un bastardo y, por supuesto, otorgarle su noble apellido. Eleanor dio la vuelta, poniéndose detrás de la silla en la que había estado sentada al lado del fuego y la agarró llena de rabia. -Sabes que yo no maté a Alain. -¿Sabía él lo del niño? -¡Sí! No... no le he contado a nadie que estoy embarazada. -Pues entonces no lo sabe nadie, aunque nosotros dos sí lo sepamos. -No es buen momento para discutir este tema -dijo ella muy tranquila-. Has bebido demasiado. Brendan alzó las cejas de golpe, mirándola incrédulamente, mientras una ligera sonrisa asomaba en sus labios. -¿Demasiado? Nunca. ¿He estado bebiendo? Por supuesto. Se considera algo parecido a una proeza que seis rebeldes entren en territorio enemigo, rescaten a una noble inglesa de tina muerte cierta, mientras está custodiada por fuerzas que les doblan en número y vuelvan a Escocia sin ser heridos con la condesa ilesa, aunque ella no tuviese muchas ganas de venir. Lo lógico es que los muchachos estén orgullosos y tengan ganas de celebrarlo. -Orgullosos y contentos por casualidad, pero no creo que estuviesen tan contentos si fuesen ellos los que estaban a punto de acabar en el patíbulo. -No me vas a disuadir. -Te lo repito, celebraremos esta conversación en otro momento. -Pues eras tú la que anoche estaba ansiosa de tratar este asunto. -Estabas cansado; ahora me toca a mí estar fatigada. Brendan negó con la cabeza sin el menor asomo de sonrisa en sus labios. -Ahora no te toca nada. -Estoy exhausta. -Pues es una pena. Ya descansarás cuando terminemos. -Creo que la... gente te está esperando abajo. -Y yo te estoy esperando aquí y ahora. Brendan se acercó a ella cogiéndole la mano por encima de la silla. Ella intentó evitarlo,
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pero él fue más rápido. Le apretaba la mano con fuerza, sus ojos eran como cuchillos que la atravesaban. -¡Vamos, mi querida condesa, siéntate! -No quiero sentarme... Pero Eleanor se vio empujada y sentada a la fuerza en la silla. Casi se alegró de estar sentada, porque ya no podía evitar más el temblor y el torbellino de emociones que la invadían. Notaba cómo se debilitaba su cuerpo e inclinó la cabeza. Alain nunca más volvería, había sido un amigo, no un amante. Todo lo contrario de lo que había sido Brendan... Se le hizo un nudo en el estómago y se odió por los celos que había tenido al ver que otra mujer había acariciado a Brendan. No tenía ningún derecho, ni él tampoco, ya que ella se había casado con otro. Pero él había venido a rescatarla. No quería demostrar las ansias que tenía de acariciarlo, ni el anhelo que había enraizado ya en su corazón, pues nunca hubiera herido a Alain ni siquiera con todas las fuerzas el amor y deseo que sentía. Y aunque muchas de los cosas que había dicho eran ciertas. -¡Maldita sea, Eleanor! ¡Dime algo! -rugió de repente. -Te lo estaba diciendo, Isobel es una completa mentirosa. -En cambio, tú sí eres capaz de decir la verdad -exigió él con las manos encima de los brazos de la silla y la cara pegada a la suya. -¡Muy bien! Te lo diré -gritó ella en el mismo tono iracundo-. ¿Quieres saber la verdad? Sí, estoy embarazada. -¿,Es mío? -Yo... -¿Cuándo se supone que va a nacer el niño? Eleanor inspiró lentamente. -No estoy muy segura... -Pues yo creo que sí. ¿Cuándo? -En noviembre. -Te lo vuelvo a preguntar. ¿Es mío? -Supongo que sí. Pero ¿cómo estarías tú seguro?-le preguntó ella. -Porque conocía a tu marido y te conozco a ti. Además, sé que tú no lo reataste y creo todo lo que me has dicho. Y recuerda que escuché lo que Isobel decía. -Isobel no sabe nada de mi vida. -¡Respóndeme! ¿El bebé es mío? -Ya has hecho tus propias conjeturas. -Quiero oírlo de tus labios. ¿Estaba tan enfadado por qué iba a tener un hijo suyo? ¿O tenía razón Alain al pensar que un hombre como Brendan consideraría al niño suyo a pesar de todo lo que sucediese? -Sí -respondió ella rechinando los dientes. Brendan se quedó muy quieto durante un rato. -¿Y estabas dispuesta a que mi hijo creciera llevando el nombre de otra persona? -¿Qué esperabas que hiciera? -se levantó indignada-. Tenía que casarme con Alain. ¡Tenía que hacerlo! Hasta el rey Felipe me advirtió que si no lo hacía significaría tu muerte. ¿Y además con qué fin? Yo volvería a Inglaterra, y tú... a seguir con tus guerras contra mi pueblo. -¡Tu pueblo! -repitió Brendan con disgusto-. ¡Los que ahora quieren cortarte la cabeza! -¡Los ingleses no son unos malvados, no todos son unos intri
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gantes diabólicos! -exclamó apasionadamente-. Ya viste a los hom bres y mujeres de Clarin que vinieron a defenderme. -No estoy condenando a la gente de Clarin. -Clarin es... -¡Tierra! Es solo un pedazo de tierra. -¡No! ¡Clarin es mi hogar! Donde la gente trabaja duro y lleva una buena vida, cree en Dios y disfruta de los buenos momentos de felicidad con alegría. Pero si crees que Clarin es solo un pedazo de tierra, te diré que aquí es lo mismo. Escocia no es mas que tierra. ¡Solo tierra! Y tú, cuando regresaste de Francia, seguiste con tu lucha sin pensarlo dos veces otra vez... y cada vez que avancéis un poco, vendrá Eduardo y os masacrará. Vuestras incursiones serán cantadas por todos y luego os reuniréis con el resto de los camaradas para jugar, beber y disfrutar. Pero al día siguiente continuaréis con vuestra vida de proscritos y al final perderéis y moriréis. -Algún día venceremos. -Morirás. -Aun cuando muera, venceremos. -¿Cuándo? ¿Qué día será ese? -gritó ella-. Yo tengo un hogar y una vida que dar a un niño. -En Escocia criamos bien a los niños. -Claro que sí. Los educáis para la guerra y para que los maten. -¿Y a los ingleses no? Eleanor respiró profundamente. -¿Por qué no lo quieres entender? Yo estaba casada con Alain mientras tú vivías en algún sitio perdido en los bosques de Escocia. ¿Qué querías que hiciese? Brendan apretaba la mandíbula. Si se diera cuenta de lo irrazona ble que era, pero él nunca lo admitiría. -Lo sé, pero Alain ahora está muerto. -Cierto -murmuró ella. -La criatura llevará mi nombre. Llevaría su nombre, y Brendan pensó que si él así lo ordenaba así sería, y que el resto del mundo se fuera al infierno. -¡Esto es algo más serio que cualquier discusión que podamos te ner! ¿No lo entiendes? El apellido del niño no vale nada mientras su madre sea acusada de asesinato. Tengo que encontrar una manera de limpiar mi nombre. Debo tener un juicio justo. -No volverás a Inglaterra. -Pero... -Te casaste porque no tenías otra opción y ahora te quedarás en Escocia porque yo no dejaré que te vayas. Eleanor levantó las manos con un gesto de impotencia. -Si me quedo aquí... contigo, estaré confirmando que todo lo queellos dicen es verdad. ¡Qué me he pasado al adversario y qué he asesinado a mi marido! Que me casé por su dinero mientras planeaba es capar con los enemigos más encarnizados de mi país. ¿Y qué sucederá cuando nazca el niño? Los rumores le perseguirán toda la vida. -Si regresas, el niño no tendrá ninguna oportunidad de vivir. -Pero no va a haber rumores... no serán rumores. Todo el mundo podrá comprobar que son hechos. -¿Qué importa eso si nosotros sabemos la verdad? -¡Claro que importa! Y tú lo sabes muy bien. -Lo único que sé es que no vas a volver a Inglaterra mientras es tés embarazada -dijo en un tono tan gélido que la asustó. -¡Tiene que haber alguna manera de limpiar mi nombre!
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-¿Y de qué serviría, Eleanor? Es facilísimo, enviamos un men sajero al rey Eduardo, le pide audiencia, él acepta, se entera de lo que ha pasado y todo arreglado, ¿te crees eso? -¡Estás siendo absurdo! -¿Qué propones entonces? -¡No lo sé! No encuentro ninguna forma de hacerlo, pero tiene que haberla. Si yo no maté a Alain, alguien tuvo que hacerlo. No puedo estar huyendo toda mi vida. -¿Por qué no te metes en la cabeza que es eso lo único que puedes hacer? -exclamó enfadado Brendan-. Solo puedes seguir huyendo. ¡Por Dios, Eleanor! ¡Soy muy libre de arriesgar mi vida, pero hay gente que se jugó la suya para liberarte! -Y te doy las gracias. Os agradezco de veras que tú y tus hombres me rescataríais, pero eso no cambia... -No cambia el hecho de que seas una condesa acostumbrada a la riqueza y a los privilegios y a la idea de que el niño crezca como el hijo de un plebeyo. Eleanor saltó llena de ira golpeándole el pecho con sus puños. -¡Basta! Es cierto que crecí en medio de la riqueza y que es duro abandonar todo lo que mi padre amaba y por lo que tanto luchó. Pero no es esto lo que defiendo y tú no te enteras que da igual que sea en Escocia, Inglaterra o Francia, ¡pues manchada con la ignominia del asesinato no habrá futuro para el niño! Brendan la cogió por las muñecas y las sujetó a sus espalda, pero ella luchó dominada por un frenesí de emociones, pero él parecía estar hecho de acero y su ira solo pareció calentar ese acero, pero no fundirlo. Y todo lo que ella recordaría serían sus caricias y lo bien que se sentía acostada a su lado, recibiendo la calidez de su fuego penetrándola con toda la fuerza de su ser. -¡Déjame ir! ¡Sigues sin entenderlo! -protestó ella, pero él seguía apretando fuerte y noto cómo desordenaba sus cabellos con los dedos, obligando a Eleanor a levantar la barbilla y mirarlo a los ojos, para descubrir la súbita calidez del deseo en ellos. Trató de recordar que Alain, su querido y amado amigo, acababa de morir, quiso evocarlo con todas sus fuerzas, y todo lo que sintió fue el anhelo desesperado de estar con él, de que la amara. Pero el orgullo que vivía en su interior era tan fuerte como su deseo y le gritó a Brendan: -¡Creo que tienes amigas que te esperan abajo! -¡Ah! ¡Un héroe se merece una recompensa! ¡Y tú estás aquí! -Me parece más probable que la preciosa chica de abajo, que seguro que acaba de enviudar, estará más que ansiosa de complacerte. -¿Y tú no? Eleanor quería demostrarle que no lo deseaba, jurárselo e insultarle con toda su ira. Pero cuando abría la boca, él la besó, lleno de fuerza, anhelo y deseo. Una vez más trató de desasirse... mas la sed de su pasión la envolvió, obligándola a rendirse y parecieron desvanecerse todas la fuerzas de su cuerpo y de sus brazos, y cayó como caen las hojas de los árboles en otoño. Y cuando sus labios se separaron, Eleanor se sintió frágil y temblorosa. Intentó encontrar palabras de nuevo, la verdad o la sustancia de su negativa mientras notaba cómo él la levantaba, abrazándola fuertemente contra su pecho, sintiendo como su cabeza presionaba contra sus poderosos músculos. -Te vuelvo a decir... -¡No hables! -ordenó Brendan, y la llevó a la cama, acostándose con ella para no darle la oportunidad de escapar o de pensar siquiera en una razón para hacerlo. No había salida. Eleanor sentía sus manos y sus labios sobre ella y oyó cómo caía la ropa y supo que era
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la suya, pues él era muy hábil quitándose el tartán. Sintió la hiriente quemadura de su piel desnuda contra la suya y la fiebre de las caricias que la recorrían. Eleanor lo tocó con los dedos, estremecida con la vida de sus músculos y de sus caricias, devolviendo sus besos con toda la pasión y furia que estaban enterradas en su interior y se fundía con Brendan, ansiosa, exigiéndoles más. Los dedos le temblaban mientras acariciaba sus mejillas, mesaba sus abundantes cabellos y le pasaba las manos a lo largo de toda su espalda. Brendan se movía sobre ella y las palmas encallecidas de sus manos acariciaban sus senos mientras la besaba; casi se puso a gritar cuando notó la corriente de fuego y llamas que parecían estallar en su virilidad como los rayos de un sol ardiente precipitándose sobre un campo Frío y yermo, devolviéndolo a la vida. ¿Cuántas veces, a solas en la noche, había soñado con...? Ahora sentía su carne, su sangre, la realidad volvía otra vez. Empezó a besarle los hombros y, trémula todavía, le acarició con abandono la espalda, las nalgas y los rugientes músculos de su virilidad. Eleanor sintió una delicada caricia sobre su abdomen, un ligero toque como el de una pluma y las yemas callosas de sus dedos sobre sus muslos, despertándola, sintiendo cómo se movían dentro y fuera de ella, y la llama de fuego voló a través de ella otra vez hasta que gritó y él estaba con ella. Se movía como una tempestad y ella se pegaba a cada violento balanceo y ritmo que él daba, como si quisiera poseerlo completamente para encontrar la fuerza del viento y del fuego. El tiempo pasaba, pero ella lo conocía y también conocía su vigor y la fuerza del deseo que lo dominaba. Siempre, siempre pasaría sobre ella, él la conocía tan bien como su propia alma, la conocía y la barrería como la tormenta barre las más altas cumbres. Primero la abrazaría, sintiendo los temblores que iban a atraparla y que luego estallarían en un mar de cristales rotos, llenándola con un río de fuego, inundándola de calor, saciando el momento después con una lenta calidez que le refrescaba devolviéndola al mundo de nuevo y a la realidad que les rodeaba. Oyó el crepitar del fuego en el hogar cuando uno de los troncos se rompió en dos y sintió a Brendan encima, que procuraba no aplastarla con su peso. Entonces fue consciente de su aliento y de los rápidos latidos de su corazón. Él se puso a su lado, aunque su mano descansaba debajo de sus senos, y no pudo evitar imaginar que si descansaba así, tan tranquilo, era para refrenar sus caricias o si quería decirle algo con ellas. Eleanor no dijo nada, seguía tumbada muy quieta, escuchando el fuego, evitando temblar mientras su cuerpo se enfriaba. Unos segundos más tarde, se dio cuenta que él movía la mano, acariciando el contorno de su abdomen. Comprendía lo que Brendan estaba pensando y ojalá se atreviera a alejarse de él, pues sabía que seguía enfadado porque ella había estado dispuesta a dar a luz a su hijo en Inglaterra con el nombre de otra persona. Pero Brendan no decía nada. Imperceptiblemente, oyó las risas, los gritos y la música que provenían de abajo. -Es posible que te esperen en el salón -dijo suavemente. -Creo que saben dónde estoy. Eleanor buscó las sábanas desordenadas en la oscuridad, pero él le retuvo la mano. -No -dijo, apoyándose en un codo y fijando la vista en ella-. He soñado muy a menudo con esto cuando yacía despierto por las no ches en medio de la oscuridad más profunda. Eleanor se mordió ligeramente el labio inferior y bajó las pestañas. E incapaz de evitarlo, empezó a temblar. Fue él el que la tapó con las sábanas y la manta. -Soñabas conmigo... -murmuró ella-. ¿Todas las noches? ¿También cuando estabas rodeado de jóvenes escocesas, ansiosas de sentir las caricias de un héroe?
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¿Qué es lo que quieres decir? -preguntó-. ¿Querrías verme mientras te contemplaba cruzar el pasillo de la iglesia para jurar que amarías, honrarías y respetarías a otro hombre? ¿Pensabas que entonces me pondría de rodillas, jurándote que te amaría hasta el fin de mis días casto, fiel y valiente? Se había movido. Él se dio la vuelta y la tocó cuidadosamente con la rodilla. -Sí, mientras hubo oscuridad tuve a otras mujeres, pero nunca fue tan bueno, tan dulce, tan brillante y tan estremecedor como cuandoestuve contigo. ¿Se calma así tu orgullo? No tiene nada que ver con mi orgullo. ----¿Entonces? Ya no esperaba nada de ti -musitó ella. -¡Por supuesto que no, mi siempre fuerte e independiente condesa! ¡Santa Leonora sigue en guardia! Estás a salvo, señora mía, y con vida; sin embargo, esto no es suficiente para ti. -Te le he explicado una y mil veces... Se apretó más contra ella y esta vez la palma y los dedos de su mano midieron el incipiente bulto que crecía en su interior. -Lo sabías desde hace algún tiempo... -Por favor, Brendan... Se levantó de golpe, cogió la camisa y se arregló el tartán. Para entonces, ella empezó a temblar violentamente buscando a tientas las sábanas. Estaba quedándose helada cuando él se iba. Brendan pareció notar su incomodidad y se detuvo para avivar el fuego. Luego se puso al lado de la cama y le dijo: -Haré todo lo que pueda para limpiar tu nombre. Pero entiende bien esto: ¡Juro que el niño no abandonará Escocia! Y si intentas alguna estupidez o cometer alguna temeridad, te prometo, Eleanor, que sabrás lo que es enfrentarse a un enemigo salvaje.
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CAPITULO DIECIOCHO BRENDAN se despertó en el suelo, la cabeza le retumbaba. Alguien le había dado unos codazos suaves. Levantó la vista y vio a Corbin de Clarin inclinado a su lado. Se apoyó en el brazo y comprobó que el resto de los borrachos ya se había levantado. Parpadeó, encogiéndose y volvió a abrir los ojos, mirándolo fijamente. -Pensé que os gustaría saber que fuera hay un mensajero -dijo Corbin. Brendan se levantó torpemente y dejó el salón del castillo con el primo de Eleanor pegado a los talones. En el patio se oían casi las mismas carcajadas y gritos que se oyeron la noche anterior en el interior de la fortificación. En medio de la algarabía se veía un hermoso caballo con los colores de Robert Bruce. El jinete parecía un niño comparado con el tamaño de la cabalgadura. Wallace estaba hablando con él. Brendan se detuvo antes para meter la cabeza en un cubo de agua helada, luego se echó atrás el pelo de un golpe de cabeza y se aproximó a Wallace. Era curioso que hubiese venido un hombre de los Bruce. La situación se estaba complicando entre los dos posibles herederos al trono de Escocia; por un lado, Bruce y su familia circunscribían sus actividades a la región de Carrick en el sudoeste del país, mientras que Comyn, cuyas tierras estaban mucho más al norte, no era muy vulnerable a las constantes incursiones inglesas que devastaban los territorios de Bruce. Así que Comyn mantenía viva la lucha y a veces se unía a Wallace, mientras que Bruce apenas se relacionaba con él. Mientras caminaba, Wallace se giró. -Han concertado una tregua. -¿Una tregua? -El rey de Francia ha conseguido una paz entre Inglaterra y Escocia. -Dicen que Felipe es un hombre que cumple su palabra -dijo tranquilamente-. Pero ¿cumplirá Eduardo la suya? Wallace se encogió de hombros. -Quizá lo haga durante algún tiempo. Reclutó un gran ejército el año pasado, y el anterior hizo lo mismo; nos ha hecho mucho daño, pero el mal tiempo lo ha detenido. Además, el Papa ha decretado que somos una nación soberana que debe fidelidad a la Santa Sede, por no mencionar el hecho de que sus barones no le van a prestar más de dos meses de servicios feudales y que su infantería está diezmada por las deserciones. Eduardo necesita tiempo para reunir sus fuerzas, rebatir los argumentos del Papa y recaudar los suficientes fondos para luchar contra nosotros. Yo diría que el buen rey Felipe nos ha comprado algo de tiempo para que reunamos nuestras propias fuerzas. -Pues no pareces muy contento; deberías estarlo -dijo Brendan. -Claro que estoy contento, pero esto les da también más tiempo a nuestros barones encerrados en sus miserables feudos, y sabes tan bien como yo que las incursiones en el sur no se van a detener. El rey no puede reunir todavía un gran ejército, y sus nobles del norte están tan enfrentados entre sí como nuestros clanes, por eso creo que es tiempo para estar alerta, cualesquiera que sean las hermosas palabras escritas en un papel. Muchos hombres de los que estaban en el patio hablaban ya de volver a casa, y Wallace se apresuró a decirles que lo hicieran. La siembra de primavera estaba pasando y tenían ESCANEADO Y CORREGIDO POR SPGT
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que procurar por sus familias. Algunos decidieron quedarse con Wallace e ir donde él quisiera, mientras otros permanecerían defendiendo el castillo en nombre de John Soulis, Guardián del Reino, que seguiría reuniendo a los Consejos y gobernaría en nombre del rey John Balliol de Escocia, tanto si se quedaba divirtiéndose en Francia o no. Brendan sabía, al igual que Wallace, que el combate tal vez se había detenido, pero que la guerra todavía no había terminado. -¿Qué vas a hacer? -le preguntó muy serio Wallace. -Esperar mi oportunidad -respondió-. Ha debido haber bastante revuelo con el rescate de la condesa. -Creo que sí. Pero a eso los ingleses lo llaman secuestro. -Tú tomaste este castillo -dijo Wallace-. Y los hombres que envió Comyn ya están cabalgando de vuelta a sus propias tierras. Pronto llegarán a todos los sitios las noticias de la paz y el gobierno te otorgará la propiedad legal de esta fortificación. Será tu casa, atiéndela, reconstrúyela y deja que los campos que la rodean vuelvan a florecer. Brendan asintió, sonriendo lentamente. -¿Me estás regalando el castillo? -No tengo poder para hacerlo, pero has servido a tu país como pocos lo han hecho y nos hemos ganado algunos derechos y libertad para disfrutarlos. ¿,Y quién otro podría ser el señor aquí? -Y tú, William. ¿,Qué vas a hacer? -Iré al norte -dijo tranquilamente-, para descansar mientras los ingleses recuperan sus fuerzas y vivir en paz durante un poco de tiempo. -Yo siempre estaré dispuesto a... -Cabalgar conmigo. A entrar en combate donde sea. Lo sé -le interrumpió Wallace, poniéndole un brazo sobre el hombro-. Y seré feliz de tener tu espada a mi lado, sin importar cuán grande sea la batalla. -¿Cuándo te irás? -Dentro de unos días -sonrió-. Esta noche va a haber otra fiesta con todos los arrendatarios que estaban en las colinas, ocultos muertos de miedo. Bajarán a reclamar sus tierras; la primavera es la época ideal para concertar treguas. Wallace le dio una palmada en la espalda y luego se metió entre la multitud. Corbin, que estaba detrás, dijo: -¡Qué bien! Os habéis convertido en un caballero terrateniente con la estocada de la pluma de un tratado. -Las tierras no serán mías tan fácilmente. En Escocia hay un gobierno y un rey, y una manera legal de hacer las cosas. -Ah, el rey. Estoy seguro de que estará encantado de saber que tiene un reino -murmuró Corbin-. Pero una tregua... facilitará nuestra vuelta a casa. Brendan se dio la vuelta. -Corbin, vos no tenéis problemas con los escoceses que viven en su Propia tierra. Sois un hombre libre, supongo, y tenéis que tomar una decisión. Se fue a los establos dejando solo al inglés. Deseaba cabalgar, correr con el viento y aclararse las ideas. ¡Una tregua! Sonaba bien: tierras, un castillo recién reconstruido, una excelente plaza fuerte. Tenía que reconocer que los canteros de Herbert, ese maldito bastardo, habían hecho un buen trabajo, y que los cimientos eran fuertes para levantar un hogar, un buen sitio donde vivir. No se molestó en ensillar a Rye, uno de sus caballos, llamado así por su profundo color centeno. Era uno de esos grandes corceles criados pala la guerra que habían quitado a los caballeros ingleses. Al salir de los establos, se sorprendió al verse rodeado por un
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grupo de albañiles, combatientes, granjeros y sus esposas e hijos. -¡Sir Brendan! -gritaron alegremente, sin poder moverse apenas entre la gente. -¡Ahora sois el señor! -dijo un joven que se puso a caminar a su lado. -¿Nos adiestraréis para las batallas que vendrán? -preguntó otro. Tregua. Todos sabían que no era más que una pausa en la guerra que se avecinaba. -Eh, muchachos. Tenernos mucho que hacer, dividir la tierra, sembrarla y reunir las vacas y las ovejas que han huido a las colinas con el resto de la buena gente -sonrió. -Pero ¿nos adiestraréis para la guerra? -instigó el joven. -Sí, os prepararé para el combate. Encontró un hueco entre la multitud que coreaba alegremente su nombre; le hacían sentirse muy bien. Saludó sonriente con la mano y se fue. Llegó a las puertas, que seguían abiertas después de haber dejado entrar al mensajero. Las gentes se habían enterado rápidamente de las noticias y salían como un torrente de vuelta a sus tierras devastadas por los ejércitos ingleses. En la puerta, dio rienda suelta al corcel, acomodándose en el lomo del caballo, sintiendo cómo los cascos levantaban la tierra y dejando que el viento peinara sus cabellos. Cabalgó y, a pesar de la velocidad, contempló los páramos, los campos, la bella estampa del castillo sobre la colina y el río que se extendía ante él. Tierra. Su tierra. Ganada con el poder de su espada. Una tierra que un hombre podía dejar a un hijo. Y recordó las palabras que le dijo a Eleanor antes de irse la última noche. Había sido muy doloroso dejarla, pero peor hubiese sido quedarse, pues ya no había paz entre ellos. Había querido darle tiempo, porque sabía que llevaba luto por la muerte de su marido, como también por su padre. Le hubiese gustado haberse portado como un hombre más decente, con modales más caballerosos, pero estaba poseído por el éxito de su hazaña, por haber llevado a cabo la incursión más audaz, seguramente la más celebre, en territorio inglés, y al oír que ella quería volver para limpiar su nombre... Para poder reclamar de nuevo Clarin. Él nunca había tenido nada, y ella era un rica heredera. Pero ahora, si Escocia aceptaba, esta tierra sería suya. Un hogar para él, que había salido de los bosques. Y ahora... La deseaba con una fuerza que nunca había imaginado, y sí, la amaba de verdad, pero se había casado con otro. Todavía amaba a Eleanor. Así estaban las cosas, los tiempos habían cambiado, y ella seguía pensando en hacer lo que creía correcto... Ella no debería abandonar nunca Escocia. Se lo había dejado claro, pero también le había hecho una promesa. Bajó del altozano en el que había estado, debajo de unos grandes robles, contemplando el castillo y las tierras. Cabalgaba más despacio, observando el paisaje. Aquí se criarían bien las ovejas, sí, cientos de ellas. Sería perfecto, tan cerca de los expertos artesanos flamencos y sus telares. Los bosques eran ricos, frondosos en exceso y estaban llenos de aves y de caza. Abandonó esos planes cuando llegó al castillo. El mensajero estaba sentado en el salón, charlando e intercambiando noticias con un grupo de gente; Brendan se unió a ellos. Estaban Eric, Hagar, Collum, De Longueville y Gregory. Le dio un codazo a Gregory. -¿Cómo te ha ido la noche, muchacho? -dijo en voz baja para no interrumpir las preguntas que le hacían al mensajero de los Bruce. -Sir Brendan, nunca un pajar fue tan hermoso -respondió él sonriendo.
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-Eso está bien, chico -dijo, y se sentó para escuchar al mensajero que estaba ahora hablando. Era un tipo joven que se ruborizaba fácilmente y que no tenía mucha pinta de guerrero, pues era delgado y bajo. Sin embargo, Brendan supuso que cumplía bien con su trabajo, cabalgando como el viento, cruzando los marjales, las tierras bajas, los peñascos y los páramos de Escocia. -El rey de Inglaterra empezó a reclutar soldados de nuevo, pero lo dejó a tiempo para firmar el tratado con Francia. La verdad es que no era capaz de reunir las fuerzas suficientes que necesita. Os lo garantizo, y además, Robert Bruce ha hecho t¿ mbién las paces con Eduardo. ¡El buen rey de Inglaterra sabe ahora que no puede contar con los escoceses de Carrick y Annandale para luchar a su lado! Erie, que estaba sentado a lado de Brendan en una dura silla de madera, se giró. -Griffin dice que hasta ahora no han llegado noticias de nuestra incursión en las tierras de los Bruce. -Es demasiado pronto -dijo Brendan, cogiendo una jarra de agua clara y fría mientras saludaba al joven mensajero con una inclinación de cabeza-. Es demasiado pronto, pero aquí pronto tendremos problemas. ¿Llevarías un mensaje mío a los Bruce? -Por supuesto, señor. -;,Cabalgarás directamente desde aquí? --Hay más mensajeros que se encargan de las diferentes partidas que actúan en el sur. A mí me enviaron para encontrar a Wallace para... -La tregua del rey nunca se aplicará a Wallace -dijo Brendan, terminando la frase del mensajero-. ¿Quién más está excluido? -¡No hay nada escrito sobre Wallace en el tratado de la tregua! -dijo Griffin-. No por ahora. El rey no ha derrotado a los escoceses, señor, solo ha concertado la tregua. -Y si la rompe otra vez, estoy seguro que no habrá tregua para ciertas personas murmuró Brendan. -Señor, ahora hay algo parecido a la paz. Vendrían malos tiempos si sir William muriese. -Claro que sí. Él planea viajar al norte durante un tiempo. De vuelta a casa y ver lo que queda de su familia y de sus amigos -dijo Brendan-. Pero si rne perdonas, voy a escribir esa carta para que se la entregues a Robert Bruce cuando puedas. Cuando empezó a subir las escaleras se percató de que sus huc5spedes ingleses tenían sus habitaciones, pero que él no tenía ninguna. Cuando llegó arriba se topó con una doncella que daba cera a la balaustrada de madera. Ella le sonrió e inclinó la cabeza. -Laird Brendan. -Sir Brendan es suficiente. No soy un laird *.
LAIRD es el título reservado en Escocia a los hacendados y terratenientes. (N. del T) -Aquí, señor, vos sois el laird. Sir William Wallace lo ha dicho. Y aquí y allá -dijo, señalando con la cabeza la primera puerta a la izquierda en el rellano-, están vuestros aposentos, si son de vuestro gusto, claro está. Son muy elegantes -y haciendo un gesto de desprecio siguió-. Laird Herbert creía que gobernaba un pequeño reino aquí, así que se montó un pequeño palacio privado ahí. -Gracias... -Joanna, señor. Me llamo Joanna. -Muy bien, Joanna. Muchas gracias, y necesitaría papel, tinta y una pluma. -Señor, encontraréis todo eso en el escritorio de Herbert.
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Asintió de nuevo y la dejo trabajando. Abrió la puerta, entró en la habitación y miró a su alrededor. Era grande de verdad. La cama era enorme, fácilmente podrían dormir allí cuatro hombres, incluso del tamaño de Wallace. Estaba sobre una plataforma en un extremo alejado de la habitación y la cubría un dosel con cortinas llenas de brocados. Al lado había una gran chimenea en medio del lado oeste de la cámara. Al norte había un sólido escritorio de roble tallado, delante de unas ventanas abiertas al día primaveral. Estas estaban flanqueadas por cortinas bordadas en azul oscuro y carmesí, iluminadas por la belleza del día, aunque estaban sujetas por cordones entretejidos con hilos de plata. En la pared que daba al este había un armario y un grande y pesado baúl. Lo primero que hizo fue ir hacia las ventanas que daban a las almenas del norte. Donde estaba, en la torre del homenaje, podía ver más allá del camino que llevaba al sur. El señor del castillo podía desde allí saber si venía (lente por esa ruta o de las frondosas lindes de los bosques, que tantos disturbios ocasionaban, si antes no lo advertía la guardia. Estaba muy bien planeado. Herbert tenía mucho miedo de los sulr ajes que creía gobernar. A Brendan le pareció magnifico; siempre podrían observar si los ingleses venían por el sur. La altura del castillo los guardaba de los ataques por el oeste. No fue directamente al escritorio, sino que caminó hasta la cama que estaba tapada por una inmensa y bellamente tejida colcha de lana. Dudó unos segundos y luego se tiró encima. Era sólida y suave. Una buena cama para un hombre que había dormido muchas noches al raso. Había sido huésped de los reyes de Noruega y Francia, y también de algunos jarls en las islas exteriores. Había conocido el lujo, aunque estaba mucho más acostumbrado a la mugre. Le quedaba mucho por hacer, pero ya empezaba a sentir cierta simpatía por el lugar. Era suyo. Solo suyo. Escocia tenía que aprobarlo. Aquí se necesitaba un caballero dispuesto a guerrear y, en verdad, eso es lo que era. Se levantó y fue hacia la chimenea; vio que el hogar lo compartía con una habitación contigua. Se fijó en un arco tapado por una cortina tan pesada y oscura que no la había visto al principio. La cruzó. Era un cuarto con una cama más pequeña y elegante, la talla de la madera era más delicada. Pensó que era el dormitorio de una dama. Al lado de la chimenea había una especie de barril adornado con cabezas de dragón en bronce y oro a cada lado. Era una bañera de diseño noruego, grande y pesada, con tallas exquisitas que mostraban a Thor, dios del trueno, lanzando rayos, y a Odín, señor de todos los dioses, cruzando furioso los cielos en un carro tirado por dragones. Un baño sería perfecto, después de haber pasado la noche en el suelo rodeado de borrachos y perros que, aunque amigos, apestaban bastante. Pero antes de nada, la carta a Robert Bruce. Se sentó y encontró papel, pluma y tinta; y se dispuso a escribir lo que pensaba. Cuando terminó, enrolló y ató la misiva. Luego se fijó en un pequeño bote de lacre detrás del tintero. Por un momento dudó, pero luego encendió una vela con una rama del fuego de la chimenea. Nunca había sellado antes una carta, pero tenía un anillo, un regalo de su padre antes de su prematura muerte, con una G florida y un ave de presa. Calentó el lacre sellando la carta con el anillo. Examinó la misiva durante bastante tiempo y, levantándose, corrió escaleras abajo. El salón casi se había vaciado de gente. Eric estaba sentado al lado del fuego, tallando un trozo de madera mientras seguía charlando con Griff n, el mensajero. -Se lo daré a Robert Bruce, en propia mano -decía Griffin. -Muy bien.
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-Estará encantado con el magnífico regalo que le enviáis. -¿Perdón? Eric le lanzó una mirada de advertencia. Su primo se había acordado de mandar un presente en su nombre. -Se va haciendo de noche. Aquí eres bienvenido, y si quieres puedes salir mañana. -No, sir Brendan. Con esto en la mano debo seguir mi camino -se levantó tocando una cartera de cuero que tenía a su lado-. Me queda una buen trecho. Buena comida cuando salí de casa, y mejor ahora que vuelvo a ella. ¡Dios os guarde a todos... y a Escocia! -Sí, ¡qué Dios nos proteja a todos! Brendan y Eric le acompañaron por el salón hasta el patio de armas. Un muchacho y su caballo, listos para partir. Lo observaron mientras montaba y salía. Las puertas seguían abiertas y así estarían hasta el anochecer; no preveían peligro este día. -Me ha dicho que está muy contento de que mantengas correspondencia con Robert Bruce-le dijo Eric a Brendan-. Dice que Robert te admira mucho, lo mismo que a Wallace. A nuestro William le admira porque es un hombre honrado, dispuesto siempre a dejar todo por sus ideales. -Pues si Bruce lo admira tanto podría haber luchado a su lado -replicó Brendan. Eric se encogió de hombros. -Los hombres hacen lo que tienen que hacer. Nuestras vidas son como un carrete de hilo, donde el fin está predestinado por el comienzo de la vida. -Esos son leyendas noruegas. Tú no crees en ellas. Los hombres creamos nuestro propio destino. -¿Estás seguro? ¿Acaso no pueden estar nuestras vidas entrelazadas y, por tanto, predestinadas? -Te veo hoy muy filosófico. -No me has preguntado por qué Bruce te admira. -Bien. ¿Por qué? -Porque nunca faltas a una promesa. -¿Qué le hace estar tan seguro`? -Ha notado el desprecio que le tienes. Brendan, sorprendido, miró fijamente a Eric y este sonrió. -Tú eres leal a Wallace y luchas por un ideal. Yo creo que a veces Robert Bruce desearía no tener ni las propiedades ni la fortuna de su familia. Él envidia a los hombres que buscan objetivos más nobles, que luchan cuando la batalla acecha y que se ganan la lealtad de la gente. Le encantaría que lo aclamaran como a Wallace. Esa es la devoción que desea. -Pues algún día tendrá que rebelarse contra el rey de Inglaterra. -Quizá lo haga algún día, pero, como dices, los hombres se labran su propios destinos. Eric le palmeó el hombro y se fue hacia los establos. Brendan se quedó mirando los muros del castillo. Durante un largo rato contempló los puntos fuertes y examinó los débiles. Pensativo, volvió al salón. Eleanor estaba sentada en su habitación al lado de la chimenea, escribiendo una carta; esperaba que llegara a manos de Alfred. Se preocupaba por su salud, rogándole que se cuidara mucho y que la vigilara. Al mismo tiempo trataba de recordar, paso a paso, y minuto a minuto, todo lo que les había sucedido con Miles Fitzgerald y sus hombres y la certeza de que querían matarla. Le aseguró que deseaba volver a casa, aunque sabía perfectamente que él llevaba todos los asuntos con talento y cuidado. Le contaba que Corbin estaba con ella, los dos leales, y defendiendo a Inglaterra contra viento y marea. A Corbin le preocupaba cómo retornar a casa. A Isohel le envúr sinceros saludes, escribió Eleanor. Estaba segura de que ella era culpable de alguna manera, aunque no
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conociese a Fitzgerald. Si embargo, era urgente advertir a Alfred contra su cuñada. No sabía cómo seguir, estaba perdiendo el hilo. Releyó lo que había escrito. Alguien llamó a la puerta, y esta se abrió un poco. -Milady. -¿Bridie? -Sí, señora. -Entra. Bridie parecía abstraída a estas horas de la tarde. Sonrió a Eleanor smuchas decir nada y empezó a guardar las pertenencias de la condesa; eran uchas las que habían preparado para el viaje a Londres, previendo que este sería largo. -Bridie, ¿qué estás haciendo'? -Recogiendo vuestras cosas, milady. ¿Por qué`? -Para llevarlas a la otra habitación. -¿Otra habitación'? -Abajo en la otra ala, milady. Eleanor gimió exasperada. -¿Por qué he de ir abajo'? Los ojos de Bridie daban vueltas. -Así lo ha ordenado el señor del castillo. -¿El señor del castillo'? -Sir Brendan. Eleanor arrugo el entrecejo. -¿Es sir Brendan el señor del castillo'? -Sí, milady. -¿Y cuándo ha sucedido eso'? --Esta mañana. ¿No os habéis enterado, milady`? Tenemos paz. Han acordado una tregua entre Escocia e Inglaterra, auspiciada por el rey Felipe de Francia. ¿Una tregua'? Sintió un estremecimiento. Una tregua entre las dos naciones... Había habido antes algo llamado tregua, pero el conflicto nunca había terminado. -No, no me he enterado. -murmuró Eleanor-. No he dejado la habitación en toda la mañana. No había salido ni nadie había ido a verla, excepto una doncella que le había traído agua y comida que llamaba de vez en cuando a la puerta, sonriendo mucho y hablando poco. Ella había esperado que alguien viniese. Alguien... Brendan o Corbin por lo menos. No se durmió después de que Brendan se fuera. Oyó a los hombres abajo y meditó sobre su situación en medio de un torbellino de emociones. Estaba de nuevo con él... Lo amaba, quería sentirlo, amaba su aroma, sentirle a su lado, pero él no se había quedado a su lado, ni tampoco volvía; seguía abajo. Nunca abandonaría su ideal, antes moriría. Aunque él la había librado de una muerte cierta, ¿qué derecho tenía ella a condenar el destino al que le había llevado la valentía de Brendan? El pensamiento que le atrapaba seguía aquí, en Escocia, pues ella era una refugiada y una asesina marcada en su tierra natal. Y en medio de todos estos pensamientos, ella permanecía tumbada y despierta. No debería seguir con él. El cuerpo de Alain no se había enfriado todavía en su tumba. Todavía se preguntaba si él volvería a subir mientras se oían los ruidos de las risas, la música y la jarana del salón. Pero él no subió. Y cuando finalmente consiguió dormirse, la aurora llegaba. -Bridie... Pero Bridie ya había abandonado silenciosamente la habitación dejándola a solas. Eleanor se levantó, dispuesta a seguirla, pero antes de que pudiese hacerlo, la doncella volvió presa de una gran actividad. -¡Bridie! Bridie levantó la vista, sus ojos resplandecían, las mejillas estaban rojas y desbordaba
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de felicidad. -¡Oh, milady! ¡Va a ver una boda! ¿Podéis creerlo? Y otra vez, Bridie desapareció. Eleanor sintió que una fría ira la dominaba. Una boda. Él había organizado una boda y no le había dicho una sola palabra. La lógica le decía que eso era lo que ella deseaba: ser su esposa. Añoraba a Brendan, había sufrido por él y había soñado que algún día sus deseos se hicieran reales. Pero el sueño estaba ahora mancillado; para disfrutar de la vida tenía que ser inocente y ella no podría vivir con la leyenda que crecería a su alrededor y que la consideraría como una condesa que se casó con un hombre por su dinero, al que mató posteriormente para desposarse con su amante. ¡El señor del castillo! Brendan no era su señor. -¿Dónde está él? -preguntó a Bridie. -En la otra habitación. -¿Dónde está esa habitación? -Abajo en el salón, y luego subiendo las escaleras arriba.
Eleanor cruzó el salón, subió las escaleras y levantó el puño para llamar a la puerta cuando sintió otro acceso de ira. Él no se había molestado antes en llamar. Eleanor abrió de golpe la puerta. La situación había cambiado. Brendan estaba sentado frente a un escritorio y Eric y Collum estaban a su lado de pie, mientras exami naban unos planos del castillo. Brendan levantó la mirada, sorprendido por su ruidosa entrada y los otros dos se giraron, mirándola expectantes. Eleanor no quería que esto fuera... una audiencia. Había creído que estarían a solas los dos. Pero ya que había entrado no tenía intención de escabullirse. Se acercó al escritorio. -Me gustaría deciros algo, sir Brendan. Él se recostó en la silla, estudiándola. -Estoy convencido de que tenéis que decirme muchas cosas, mi lady, pero no es el momento adecuado. -Como no me han informado a tiempo, lo que tengo que decir, debe ser dicho ahora mismo. -Eleanor, como ves estoy ocupado. -Entonces, seré breve y concisa. No va a haber boda. -¿No? Brendan empujó la silla hacia atrás, mirándola fijamente. -No. No me voy a casar contigo. Se quedó quieto un instante, observándola; ella se fijó en su sem blante, que se oscurecía y en sus dedos, que se aferraban a las rodillas, mientras un tic traicionaba en su mejilla el furor que le invadía. -¿De verdad, señora? dijo al fin-. No recuerdo haberos pedido en matrimonio. Ahora le tocaba a ella cambiar de color. -Bridie acaba de decirme que... Brendan volvió a estudiar los planos del escritorio diciendo: -Bridie se casa esta tarde con Lars. El padre Duff, el párroco de la iglesia pequeña que está en la falda de la colina, celebrará el matrimonio. Sintió cómo un aire gélido la rodeaba; era la peor de las humillaciones. Deseaba darse de patadas, pero no podía hacerlo delante de Eric y Collum. Tenía que reunir los restos de dignidad que aún pudiera encontrar y retirarse con cierta elegancia. -Es... es maravilloso -se las arregló para decir con gran decoro, luego se dio la vuelta y
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salió apresuradamente manteniendo la cabeza tan alta como pudo. En el salón se encontró con Bridie que seguía llevando sus pertenencias a su nueva habitación. -¡Bridie, te vas a casar! -Sí. ¿Os lo podéis imaginar? -y lo dijo tan llena de felicidad que Eleanor fue incapaz de echarle en cara que no se hubiese explicado completamente. -Me alegro mucho por ti. -Sé que lo hacéis, milady. ¡Ojalá yo pudiera alegrarme tanto por vos! -¿Qué vestido vas a llevar? -le preguntó Eleanor-. Tiene que ser muy elegante. Miraremos entre mis ropas y encontraremos el que mejor te siente. -Este es el último baúl, señora. Eleanor dudó. No había visto nada suyo en la habitación donde había encontrado a Brendan. -¡Devuélvelo! -dijo suavemente. -Mi señora Eleanor, sir Brendan dijo... -Tal vez Brendan sea un hombre fuerte y un valiente héroe, pero no va decidir dónde duermo yo. -Milady. -Vuelve a por mis cosas. -Por favor, milady. -¡Bridie, vuelve a por mis cosas! Eleanor la acompañó de vuelta a la magnifica habitación que le habían preparado cuando llegó. Se sentó delante de la chimenea. Usaba corno escritorio un trozo de pizarra y la tinta la tenía en un pequeño bote a su lado. Trató de olvidar a Brendan, mas no podía quitarse la violenta humillación que sentía. Todavía le ardían las mejillas y su corazón latía desbocado. Tenía que terminar la carta. También estaba claro que no podía volver a Inglaterra como si fuese Santa Leonera cubierta con una armadura... pero temía tanto por Alfred. Empezó a escribir de nuevo, olvidando lo que había sucedido, para centrar sus pensamientos, y se las compuso para_ encontrar las palabras que necesitaba. El tiempo pasaba y la escritura la abstrajo completamente. Al cabo de un rato, la puerta se abrió; supuso que era Bridie de vuelta, y sin levantar la vista dijo: -Bridie, por favor. Este es tu día. Coge lo que necesites y tómate el tiempo que quieras. Siguió escribiendo, poniendo el nombre de Isobel en la frase advirtiendo que tenía que haber sido alguien el envenenador, sin acusarla a ella directamente. El silencio de la habitación consiguió distraerla. Levantó la cara y no era Bridie. Brendan había entrado cerrando la puerta. Se apoyaba contra ella, esperando, con los brazos cruzados. Sorprendida, pegó un salto y por poco no tira el bote de tinta. Ruborizada, se quedó mirándolo fijamente, traicionándose al demostrar el susto que le había dado su súbita aparición. Se arregló un mechón del pelo. -¿A qué estás jugando ahora? -preguntó él. -Estos aposentos son excelentes, sir Brendan --respondió ella A no ser, por supuesto, que estén destinados a otra persona. Claro que si pensáis proporcionarme otra habitación con otro huésped... -No necesito esta habitación para otros huéspedes. -Entonces me quedaré aquí. -No te quedarás. -Pero si soy un huésped. -Te alojarás donde se te diga. -No pienso marcharme. -Lo harás.
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-En cuanto os nombran señor del castillo os convertís en un tirano dijo desafiándolo. -¿Yo'? ¿Un tirano'? -Pues claro, dando órdenes, exigiendo... -¿Usando la fuerza? -preguntó él. Atravesó la habitación y la agarró por el brazo. Ella forcejeó, intentando librarse, llena de furia, todavía humillada. ¡Brendan, no! Por favor, suéltame. ¡Por el amor de Dios! No voy a irme. La levantó sin hacer caso de lo que decía y salieron del dormitorio camino del salón. Ella luchaba para desasirse, las mejillas le ardían. -¡Déjame en el suelo! Ya me has humillado suficiente... -Entonces te sugiero que te calmes o llamarás la atención de los que están abajo. -Bien, así verán que te comportas corno un loco. -Milady, me importa un comino lo que vean. -Brendan, ¡maldito seas! ¿No crees que esto ya es bastante doloroso...? Él se detuvo en el salón, y ella sintió su tensión, temiendo su violencia, pero toda su energía estaba concentrada en llevarla hasta la otra habitación. Allí, abrió la puerta de una patada y la madera maciza voló haciendo chirriar los goznes. -Aquí, Eleanor -dijo firmemente-, es donde te vas a quedar.
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CAPITULO DIECINUEVE BRENDAN entró en la habitación y cerró la puerta con otra fuerte patada. Eleanor estaba segura que los portazos habían retumbado en todo el castillo, pero a él parecían importarle bien poco los ruidos mientras caminaba por cámara. Al fin, él la dejó sobre una exquisita alfombra de lana enfrente de la chimenea. Ella lo miró mientras examinaba de reojo el nuevo alojamiento. Era muy hermoso y parecía ser una de las habitaciones del castillo que ya estaban terminadas. La alfombra creaba un ambiente más acogedor, pequeño e íntimo. Las paredes no estaban cubiertas con tapices, sino con cortinas llenas de brocados. Las sillas eran noruegas, talladas y perfectamente pulidas, además había una bañera, también de diseño noruego, intrincadamente trabajada. La bañera estaba preparada con agua caliente y había unas gruesas toallas de lino a un lado. Era tentadora. ¡Aunque no tenía la más mínima intención de bañarse! En una esquina del fondo había una puerta, tapada con cortinas. Se dirigió hacia ella y, corriéndolas, se encontró con la habitación de Brendan. Se giró para enfrentarse a él. -No puedo quedarme aquí -siseó. -Puedes y lo harás. -Tus hombres han oído lo que me has dicho. Claro, y también lo que tú me has dicho a mí, después de haber ido a Inglaterra a salvarte. -No quiero estar aquí. No puedo estar aquí; sabes que no tengo intención de permanecer mucho tiempo. Tengo que limpiar mi nombre, y si no eres capaz de entenderlo... -¿Tu orgullo es más valioso que tu vida? Se quedó callada. -¿Sabes que...? -Sé todo lo que hay que saber, y ya he tomado las primeras decisiones para encarar ese asunto. Pero tú te quedarás aquí. Este es tu dormitorio, no puede ser mejor. Sé que te gustan las comodidades. Mira la bañera, es maravillosa; yo ya la he probado. -Estoy harta de que te burles de la vida que he llevado -replicó acaloradamente---. No estoy tan desesperada de necesitar comodidades. Disfruta tú del baño. A ningún escocés le viene mal un lavado de más. Y empezó a irse hacia la puerta, pero se encontró con que Brendan la arrastraba. -Vas a ser tú la que disfrute el baño. -¡Brendan! --¿Vestida o desvestida? -le preguntó a Eleanor. -¡El poder te ha vuelto loco! -exclamó. Quizá lo hubiese hecho; él la levantó y la llevó a la bañera. La iba a meter dentro. -¡Brendan! ¡Los zapatos! No he traído muchos... Él se detuvo. -Déjalos caer. -Por favor, Brendan. ¿No podemos hablar como personas civilizadas? -¿Un escocés? ¿Civilizado? Creo que eso es imposible ¡Somos tan rústicos y maleducados! Los zapatos cayeron mientras ella estudiaba fijamente todos sus rasgos. -Brendan, no he traído tanta ropa como para permitirme el lujo de echarla a perder. Yo... Él la dejó en el suelo, mientras ella le lanzaba miradas asesinas luchando para no llorar. Estaba muy dolida porque había hecho sus planes sin contar con ella y aún le angustiaba haberse enterado que no quería casarse con ella. La criatura llevaría su nombre, pero
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nada había dicho respecto a ella. Todo 1c que Eleanor había pensado no eran más que suposiciones. -No puedo hacer esto; tú no lo entiendes realmente. Permanecía delante de ella, divertido y enfadado a la vez. -Tú no puedes hacer... esto. ¿A que esto te refieres, Eleanor? A qué no puedo tornar un baño? Según los romanos, los ingleses eran tan puercos como los escoceses... parece que hemos olvidado todo lo que nuestros antepasados nos enseñaron sobre el agua. Pero es fácil de recordar, milady, uno sencillamente se sienta, se moja, ¡ah! Y ahí, en esa repisa hay jabón, luego... -Brendan, perdóname, tengo que irme. ¡Oh, sir Brendan! ¡Señor de sus dominios! Si quisierais... -¿Qué significa esto, milady? ¿Esto... como si tuviese que ver conmigo? ¿Te acostaste conmigo? No tuviste la menor dificultad en París. La gran señora arriesgándose a una cita con el malvado proscrito por puro placer carnal, ¿por los placeres sensuales'? ¿O en verdad, no puedes hacer esto abiertamente, porque en el fondo te crees una gran señora? Se echó para atrás para propinarle un puñetazo, pero él agarró su brazo y se lo puso detrás, a sus espaldas y luego encontró los lazos de la fina túnica de seda que Eleanor llevaba. -¡ Brendan! La túnica cayó y ella se quedó solo con una camisola de lino y unas medias de seda, pero él no hizo el menor gesto para quitárselas. La levantó, mientras ella lo insultaba y, de repente, Eleanor se encontró sentada en la bañera con el pelo y los ojos mojados, salpicando de agua caliente todo el suelo. Brendan se acuclilló al lado de la bañera. -¿Sienta bien, eh? -preguntó. Eleanor se quitó un mechón empapado de la cara. -¿Por qué me haces esto, Brendan? Me has vuelto loco -dijo tranquilamente. -¡Tú me has vuelto loca a mi! -No fui yo el que entró en tu habitación despotricando y diciendo que no te ibas a casar. -Yo pensaba que... -Que había hecho los arreglos para nuestro matrimonio sin tu consentimiento. Ella no necesitó responder. El rubor que asomaba en sus mejillas lo decía todo. -Hay pensamientos que tenías que haber compartido conmigo cuando estuvimos a solas -le dijo a Eleanor. -Te has negado a darme tiempo para hacerlo. -Iba a hacerlo en cuanto termináramos las discusiones sobre el castillo y las tierras. -¿Así que el castillo es realmente... tuyo? -El castillo es de Escocia. Yo me encargaré de gobernarlo. ¿Acaso empiezo a ser un buen partido para ti? ¿Acaso no puedo ofrecerte un hogar? Lo empapó arrojándole agua de la bañera. Fue un buen golpe que él no esperaba, tenía el pelo, la cara y los hombros calados. Se quedó quieto durante unos segundos y luego, veloz como un rayo, la cogió de los pies, levantándola mientras el agua caía por la camisola convirtiéndola en una fuente humana. Tal era su fuerza que Eleanor tuvo que gritar. -i Brendan, el bebé! Él siguió sosteniéndola y, para su sorpresa, empezó a reír. -Milady, eres una oponente muy habilidosa -de repente empezó a peinarle con los dedos el pelo mojado, acariciándole la nuca, y la atrajo hacia él. Los dos estaba empapados, ella sintió el vapor del agua en sus labios, palpó su calidez, notó la sensación de una humedad que se hundía y tembló entre sus brazos. Cuando Eleanor alejó al fin sus labios, se encontró con sus ojos. -Sabes que quiero casarme contigo -dijo él, acariciándole la mejilla con uno de los
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pulgares. -El cuerpo de Alain aún está caliente. -Lo sé muy bien. -Y la verdad es que debo llevar luto por él. -Los dos estamos de luto por ese gran hombre, pero también sabemos que la situación es bastante precaria, y el tiempo como la vida son valiosos. Él la abrazó. Todo alrededor de la bañera se empapó. Eleanor apartó a Brendan y se quitó la camisola, lanzándola luego a la cabeza del dragón. Sentada, se alegró de que el agua b líente y fue sacándose las medias, dejándolas también sobre la ame~ nazadora testa del monstruo. Se reclinó y cerró los ojos. Eleanor se sorprendió cuando él se metió también al cabo de unos segundos completamente desnudo. Su peso desplazó el agua, desbordando la bañera. -¡No cabes! -le dijo ella. -Ya verás como sí -respondió él, rodeándola con sus muslos. -El suelo está empapado y el agua va a llegar a la alfombra. Se pudrirá. -Desde esta mañana soy muy dueño de estropear las alfombras y los suelos que me de la gana. Él trató de abrazarla mientras el agua se desbordaba una vez más. Se retorcieron y movieron de tal forma que él se quedó apoyado contra la cabeza de un dragón y ella contra él, espalda contra pecho. Brendan le acariciaba el pelo húmedo y la mecía suavemente. -Relájate, señora mía. -No puedo. -Ya has pasado demasiado tiempo huyendo -murmuró él alisándole los cabellos-. Aprenderás a tener momentos para ti. -No me refiero a eso. -¿A qué entonces? -Tu pie. -¡Eso no es mi pie! -dijo él riendo. Ella se calló pero no pudo evitar que una sonrisa asomara en sus labios. -¡Podía haberte matado yo misma la mitad de las veces! -susurró ella-. Pero todavía sigues... -¿Excitando tus sentidos? ¿Despertando tus más salvajes sueños? -Me haces reír. -¡Ay de mí! ¿Solo te divierto? Pues no era esa mi intención. Y al instante se levantó, derramando más agua; fuera ya de la bañera, ayudó a Eleanor a salir, envolviéndola después con una toalla de lino. A pesar de las protestas de Eleanor por el agua que empapaba el suelo, los dos cruzaron la habitación y se echaron abrazados en la cama. Las palabras estaban de sobra; el escalofrío que había sentido al dejar la bañera desapareció al notar la suave calidez del fuego que ardía esa tarde en la chimenea. Un fuego que buscaba sus cuerpos, calentándolos, iluminándolos mientras los secaban, que crecía brillante y húmedo de nuevo en la urgencia de sus deseos, en las profundidades de sus anhelos. Y esa misma tarde se sintió culpable, preocupada y miedosa por la llama flameando al lado de Brendan, feliz tan sol por estar donde estaba, lujuriosa entre sus brazos, a salvo en el refugio de su fuerza. -Tenemos que levantarnos pronto para la boda -murmuró él besándole el pelo. -Sí. Y los servidores del castillo que ahora tienes vendrán y verán la habitación y los estragos que has causado y entonces comprenderán que...
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-¿Qué el nuevo y valiente señor del castillo se pasa el día retozando con su amante? La frase la afligió. -Claro -dijo ella-, eso es lo único que han visto. Él se dio la vuelta mirándola. -¿Piensas que todo el mundo cree que fui a Inglaterra a salvarte de tus enemigos para ponerte en un pedestal? Parece hacerte feliz. Y encima me dices hecha una fiera quque que te ovas apuedo sar conmigo y, sin embargo, vas a tener un hijo mío. -Es que es demasiado pronto. -¿Pronto? ¿Acaso tenemos otra opción? Peferirías que me dedicara a mis asuntos fingiendo que no estás aquí? -Anoche hiciste eso muy bien. Él sonrió. -¡Así que es eso! ¡Vete, Brendan! Y déjame sola para que pueda seguir pretendiendo que mantengo mi castidad, pero ten mucho cuidado con lo que haces mientras yo sigo en mi pedestal. -No -musitó ella-. Quiero cambiar lo que ha pasado. -¿Cambiar el hecho de que nos conocimos en el mar? Ella negó con la cabeza. -Me refiero al hecho de que Alain fue asesinado. De repente, y con buen humor, Eleanor lo empujó contra las almohadas. -¡Ya basta, sir Brendan! No necesito más sexo. Ahora quiero decirte que no me importan las riquezas, ni siquiera el hecho de acostarnos en Francia. Sabía perfectamente lo que hacía. Tampoco quiero hablar ahora del bebé. Yo no odio a los escoceses. ¡Dios mío! ¿Cómo podría hacerlo? Me habéis salvado la vida tantas veces; pero no es cuestión de despreciar a los ingleses por las acciones de uno solo de ellos, ni siquiera por la maldad de otros. Lo que quiero decirte es que deseo estar contigo y que no ha habido nunca en mi vida momentos tan dulces como los que he pasado sin preocupaciones en tus brazos... pero... -¿Pero? -preguntó él con la frente arrugada y el brazo bajo su cabeza mientras estudiaba sus rasgos. -Es demasiado pronto... pero me casaré contigo. No quiero... -dudó-, vivir mi vida como Margot. Quiero ser tu esposa, no tu amante. Él la miró durante largo tiempo, luego se estiró y le acarició la mejilla. -Milady, elegid la hora y el día. Estaré esperando. Unas lágrimas saltaron repentinamente de sus ojos. Ella se recostó contra él, apoyando la cabeza contra su pecho. Brendan le acariciaba el pelo que se iba secando. -Es un milagro -murmuró él-. Tengo un hogar... y te tengo a ti. Eleanor jugueteó dulcemente con sus dedos, descansando indolente sobre su pecho. -Habría huido encantada contigo de París -susurró ella-. No tenía miedo de vivir en los bosques continuamente a la fuga. Lo que temía es que te reataran, que tus ideales te pusieran en peligro si yo no me casaba. El rey Felipe me advirtió de eso. -Cuando te vi en la catedral, sentí que me moría -dijo Brendan-. Y en parte estaba muerto. Luego cabalgué, pero nunca lo suficientemente lejos. Eleanor se incorporó apoyándose en los hombros de Brendan e inclinándose para besarle los labios, acariciándolos suave, tiernamente... cada vez más ardientemente. Notaba debajo todos los sutiles cambios y matices de su virilidad, y algunos no tan delicados. Luego sintió una explosión que la elevó a las alturas uniéndolos a los dos. Deseaba vehementemente yacer a su lado otra vez sin otro deseo que sentir la calidez de su cuerpo relajándose en un duermevela, pero Brendan rápidamente se levantó. -No creo que Bridie se case si no estamos presentes. Bridie había elegido una de las túnicas ocre de Eleanor con las mangas recamadas. Su
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pelo parecía más oscuro en contraste con el vestido. Nunca había estado más bella. Ella y Lars cabalgarían después hacia una pequeña granja con pastos, abandonada hace tiempo por los anteriores arrendatarios. Lars queria ser granjero, aunque sabía que tendría que cumplir con sus deberes feudales como soldado si -o cuando-- la guerra se declarara otra vez. La felicidad de Bridie era contagiosa y le dijo a Eleanor -Prometo estar con vos. Nuestra casa a no está lejos del castillo. -Nos veremos. Las dos somos refugiadas, Bridie. Sé una buena esposa y no te preocupes por mí. Ya me las he arreglado sola muchas veces. Bridie movió la cabeza, sonriendo. -Vos conseguisteis que los escoceses me trajeran aquí. A pesar de todo el peligro que afrontabais, vos no os olvidasteis de mí .Yo tampoco me olvidaré de vos. Se abrazaron fuertemente, y Lars apareció justo después para reclamar, sonriendo, a la novia. Luego dejaron la iglesia en compañía del padre Duff, un sacerdote fornido y de grandes hombros, oriundo de Irlanda. Fuera ardía una hoguera y habia gaiteros tocando y los invitados entonaron cánticos rebeldes pero con moderación , pues esta noche eran libres de nuevo y había tregua Eric encontró a Eleanor contemplando los festejos y la tomó de la mano. -No soy el nuevo señor del castillo, así que no tengo que estar saludando a todo el mundo -le dijo En sus facciones se adivinaba una impresión de tristeza-. ¡Vamos a bailar! Estas danzas son muy sencillas.
Cuando se equivocaba o fallaba en un paso, reía dejándose lleva por la alegre musica que salía de las flautas y las gaitas. Vio a Brendan pasear entre la gente, sonriendo y disfrutando de la noche, bailando de vez en cuando con las gentes de los campos y el n castillo,familias enteras, amantes, campesinos y guerreros.Eleanor emparejó después con Collum y luego con Liam, acabando al fin bailando con de Longueville, que le dijo: -Milady, son extraños los caminos que nos han traído a todos hasta aqui -Muy extraños -acordó ella. -Me gusta esto. -Yo estoy contenta. Vos dejasteis el mar para poder vivir en paz en Francia, pero abandonáis esa paz para uniros a los rebeldes escoceses y ahora... -Ahora hay una dama a la que conocí cabalgando por estas extensas tierras. Vive en una espléndida mansión más allá de las colinas del norte. -¿De verdad? -Voy a ser escocés. Aunque, gracias a Dios, aprendí a comer y a cocinar en Francia. Eleanor sonrió y miró a su alrededor. Su fiel primo Corbin estaba bailando con una bella joven, y con cada paso su pelo negro se mecía al compás como una capa negra como la noche. Brendan estaba con Margot, compartiendo una cerveza y riendo y charlando como los buenos y viejos amigos que eran. Eleanor se excusó con De Longueville y caminó rápidamente hacia la pareja. Aunque Margot había llegado al castillo después de la partida de Eric para Inglaterra, había dispuesto todo para su regreso, absolutamente convencida de que volvería ileso. Era la primera vez que se volvían a ver desde Francia. Margot parecía muy contenta al ver venir a Eleanor y se abrazaron amistosamente. -Estás sana y salva-dijo Margot, retrocediendo un poco después de estrecharle las manos para contemplarla mejor-. Un hermoso exilio entre nosotros, aunque lamento la pérdida que te han traído aquí. El conde De Lacville era un gran hombre.
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-¿Lo conociste bien? -Bastante bien. Como sabes, aquel no fue nuestro primer viaje a Francia. Hemos cultivado el favor del rey Felipe durante años. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que luchar a su lado? Margot sonreía de manera encantadora, y Eleanor se preguntaba cómo Eric era capaz de arriesgarse a perderla. Su cabello era fino como la seda y sus ojos más azules que cualquier océano de la tierra. Hablaba sin afectación y aun aura de calma parecía rodearla siempre. -Wallace tiene unos documentos, ¿me atiendes, Brendan? -exclamó Margot-. Digo que William lleva unos papeles del rey de Francia preguntando si su buen amigo estuvo a salvo cuando cruzó sus tierras -Parece que el rey Felipe sí ha demostrado que es un buen amigo -dijo Brendan-. Pero ahora ha firmado la paz; esta tregua que ha concertado beneficia a todos, inclui minado con Escocia do él. Pero Eduardo aún no ha terminado con Escocia. Eric se unió a ellos. -Quizá muera -dijo alegremente. -Todos los hombres morirán algún día -apostilló Margot. -Entonces bailemos mientras estemos vivos. Lady Eleanor, Brendan, si nos perdonáis. Brendan rodeó a Eleanor con los brazos A él no le importaba mostrar sus afectos en público y a ella tampoco debería preocuparle. Seguía sin poder evitar preocuparse por lo que se decía de ella y esperaba que nadie creyera que había matado a un hombre para estar con Brendan. Pero aquí.., la aceptaban sin más. Creían en ella sin más explicaciones. -Ha sido una bonita boda y una reunión muy alegre. Un buen día de fiesta --comentó Brendan. -Eric debería casarse con Margot. -Desde luego. -¿Puedes hacer algo? -Es mi primo y un hombre libre. Combate en una el fondo no es la suya, pero lo hace a causa de su san re es que en Nada lo ata a mí excepto el haber elegido luchar por la libertad tierra. Nunca me atrevería a decirle lo que tiene que hacer. ~ad de esta -Quizá yo sí me atreva -musitó suavemente Eleanor. Brendan se calló y ella vio que sonreía. -¿Qué? -Si no puedes resolver los dilemas de tu propio corazón, ¿cómo vas a resolver los de los demás? -Ella es hermosa y maravillosa... -Estoy de acuerdo, pero es asunto de ellos. Vamos, se está haciendo tarde. Y ella lo siguió. Los días siguientes estuvieron llenos de felicidad. Eleanor empezó a conocer bien a los hombres, y el castillo pasó de ser una fortificación defendida por hombres sin otra cosa que hacer que la guerra a convertirse en el centro de una comunidad plena de nuevos deseos de vida y dedicada a la siembra de primavera. Las tierras se repartieron, casas abandonadas fueron reclamadas y los hombres volvieron a los trabajos que tenían antes de tener que esconderse en los bosques. Aquella torre de piedra que había sido el último baluarte en la guerra se transformaba cada día más en un hogar. Por las noches, acostada con Brendan charlaban, y una noche él le dijo que había escrito a Robert Bruce, que mantenía ahora excelentes relaciones con el rey Eduardo, para que intercediera ante el monarca sobre los sucesos de Clarin.
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-Pero ¿qué puede hacer Bruce? Brendan dudó unos segundos. -Para Eduardo es muy importante tener un acuerdo con Bruce. este es dueño de enormes propiedades en el sudoeste, y si alguna vez se le ocurre unirse a los rebeldes podría cambiar el destino final de muchas batallas. Después de Falkirk, cuando Eduardo lanzó sus ataques, Bruce se quedó en sus tierras sin ayudarle. Él y Comyn son los Guardianes del Reino y viejos enemigos; además, después de John Balliol, uno de ellos estará más cerca del trono. -Pero yo creía que Bruce os ha estado traicionando una y otra vez. -Muchos hombres buenos han aceptado someterse a Eduardo durante años. Por su lado, Comyn resiste con fuerza e ira mientras otros sucumben, pero hay muchos que dicen que retiró sus fuerzas de Falkirk aposta temiendo perder la batalla y que lo capturaran. La verdad es que yo no creo mucho en Bruce, pero William, que ha sido el que ha sufrido todo el peso de las acciones de los barones, sigue manteniendo que es un verdadero héroe y un rey en potencia, esperando a presentarse. -Sin embargo, Wallace ha vuelto a combatir con Comyn. -Claro. William combatirá en todas las batallas que puedan liberar a Escocia. Comyn tiene un temperamento de mil demonios y ha llegado al punto máximo de tensión que podía alcanzar. Por eso no es bueno que un hombre crezca tan apegado a sus posesiones; comprometen sus ideales. -Pues ahora tú eres un terrateniente. Brendan titubeó. -Es bueno tener algo de tierra, ser el señor aquí para reconstruir el lugar, para sembrar y cosechar. No sé mucho de esas labores. -Y estás inmensamente orgulloso de tu nombre. -Por lo que sé -dijo sonriendo y haciendo dibujos con el dedo en la sábana-, mi apellido se ha extendido mucho. -Viene de Inglaterra -murmuró ella-. .al menos eso he oído. Brendan siguió sonriendo sin ofenderse -Es verdad. El primero de los Graham vino con el rey David, después de haberse criado en la corte inglesa .Pero el rey pronto adopto la causa de Escocia. Por las venas de lalmujer de ese primer Graham corría sangre vikinga y de las antiguas tribus escocesas; tuvieron dieciséis hijos y se convirtieron en una familia legendaria. Como otras familias, se dispersaron por toda Escocia y cada uno siguió diferentes caminos a lo largo de los años. Tuve un primo que murió en Falkirk y otro que exigió que se confiscaran todas las propiedades de Wallace cuando este fue a Francia y a Roma a ver al Papa para pedir ayuda. Mi padre murió cuando yo era muy pequeño y crecí en las tierras de otro primo, cuya casa fue destruida y su mujer asesinada por los invasores ingleses. Sí, un hombre puede llegar a sentirse inmensamente orgulloso de su apellido. Me gusta la idea de tener un lugar que sea de mi... propiedad. -Quizá así empieces a entender lo que siento por Clarin. -Claro que sí, Eleanor. Pero yo puedo irme si me conviene. -Yo no puedo hacer eso. -Tómate tú tiempo. Debes ser racional y no creer que vas a resolver todos tus problemas de golpe y porrazo. -Pues eso es lo que tú hiciste. -Había que salvar una vida. -Y yo tengo que salvar mi honor. -Aquí nadie duda de tu honorabilidad. Era verdad y ella lo sabía. -A veces -musitó-. Tengo miedo. -¿De qué? -No puedo creer que estoy aquí contigo. En un sitio donde no necesitamos ocultarnos,
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donde estar juntos no es algo... malo. Te puedoacariciar y cuando me despierto estás a mi lado. Cuando te miro me estremezco, pues eres tan perfecto y estás conmigo. ¡Perfecto! -exclamó Brendan soltando una carcajada muy contento Eso es bastante difícil. Estoy cosido a cicatrices, tengo un genio horrible y sigo siendo un proscrito y un advenedizo. Te lo aseguro. -Eres perfecto para estar contigo -siguió ella-. Pero sigo temiendo el día en el que todo esto se convierta en un sueño y que cuando me despierte una noche no estés a mi lado. Brendan permaneció en silencio unos minutos. -Esas noches llegarán, pero yo siempre volveré a ti, te lo juro -y en medio de la intensa pasión con la que él pronunció esas palabras, Eleanor se atrevió a decir lo que tanto tiempo llevaba en su corazón: -Te amo, Brendan. Ahora podría vivir sin Clarin, pero nunca más podría vivir sin ti. Brendan se incorporó, poniéndose encima de ella mirándola fijamente a la cara. La besó e hicieron el amor envueltos en un capullo de plata brillante susurrando: -Te amo... te amo... te amo. Más tarde, rendidos los dos, el bebé se movió sobresaltando a Eleanor. Brendan se despertó asustado. -¿Qué pasa? -Toca, Brendan. ¡Siéntelo! -Solo noto... tu piel. -Espera. La ola volvió lo suficientemente fuerte para que ella la sintiese a través de los dedos de Brendan pegados a su abdomen. Él sintió el pálpito y luego besó con ternura los labios de Eleanor, se apretó contra ella y durmieron.
Por la mañana, Brendan estaba preparándose para cabalgar con Gregory y Lars para encontrar un pequeño rebaño de ovejas que había escapado a las colinas, cuando Collum que estaba de guardia en la puerta gritó avisando que llegaba un mensajero. Brendan soltó el caballo y subió como un rayo a la torre. Era Griffin; sabía que traía la respuesta de Bruce. Bajó al patio y se dispuso esperar a que llegara el mensajero. Cuando Griffin entró, desmontó y dijo rápidamente: -¡Saludos, sir Brendan, en nombre de Robert Bruce, conde de Carrick y Annandale! -¡Bienvenido, Griffin! El mensajero bajó la voz inmediatamente. -Este mensaje es confidencial y luego hay que destruirlo. Bruce os asegura que no lo repetirá a nadie. Brendan asintió seriamente. -Gracias. Vamos al salón. Una vez dentro, se encontró con Joanna. Era la doncella que conoció limpiando la balaustrada y que había demostrado ser muy capaz y conocer todo lo relativo a la fortaleza. El mayordomo de Herbert había huido con él, y Joanna le había pedido que contratara a alguien competente para dirigir el enorme trabajo que suponía la intendencia de un castillo. Brendan se lo encargó a ella, y aunque se alegró, se sintió inquieta, pues nunca había asumido una responsabilidad semejante. Brendan además le dijo que llevarían juntos el trabajo... la verdad era que él tampoco nunca había tenido un castillo que gobernar. En el salón, le bastó con llamarla, y al instante apareció con una colación ligera para el mensajero y cerveza fría para los dos. Brendan se excusó con Griffin y se sentó delante
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del fuego para leer la misiva. Pasó rápidamente por encima de los saludos protocolarios y se centró en el meollo de la carta. No dudo en alcanzar el favor de la joven reina francesa que ahora se sienta en el trono de Inglaterra, ni tampoco del vivo interés que tiene ella en lo sucedido, pues el hombre que ha tenido tan triste fin era un viejo y querido amigo de su hermano. Creo que se hará justicia. Pero hará falta tiempo. Sin embargo, he recibido un mensaje que dice, que a pesar de la tregua y sin órdenes del rey, Miles Fitzgerald está reuniendo una gran compañía de soldados. Es demasiado poderosa para combatirla con nuestros propios hombres, pues lamentablemente hemos ido reduciendo nuestras .fuerzas durante los últimos años y ahora, además, están dispersas a causa de la tregua. El sheriff no teme despertar la ira del rey, pues sabe que Eduardo se limitará a darle una ligera reprimenda si lo que pretende es vengarse personalmente del daño y de la humillación a los que lo sometiste, impidiendo que cumpliera las ordenes de su soberano. Espero que estos avisos te lleguen a tiempo: lady Eleanor de Clarin está en grave peligro. Te sugiero que vigiles para evitar un secuestro, Fitzgerald tiene hombres suficientes para romper tus defen sas. Brendan leyó dos veces la carta y la tiró al fuego. Durante un buen rato siguió sentado contemplando las llamas. Luego se levantó. Griffin estaba en la mesa comiendo un plato de venado que le ha bía traído Joanna. -¿Me disculpáis? Tengo cosas urgentes que atender. -Por supuesto, sir Brendan. --Bruce no combatirá a mi lado, ¿verdad? -No se atreverá. Reconoce el peligro que entraña esta situación. Su paz con los ingleses es muy reciente... y su matrimonio también. -Entiendo. Se dio la vuelta y salió del salón dispuesto a arreglar ciertos asuntos antes de volver con Eric y los otros. Cuando regresó al salón, le preguntó a Joanna si había visto a Eleanor, y le dijeron que ya se había bañado y estaba vestida, pues se había despertado muy tarde. Brendan subió las escaleras, contento al saber que estaba en su habitación. Al entrar la vio peinando el oro de sus cabellos. Ella le sonrió y Brendan rechinó los dientes pensando en las medidas que le iba a obligara tornar. --¿Qué ocurre? -preguntó ella. -Prepara tus cosas. Te vas esta tarde. -¿Me voy? -dijo sorprendida-. Pero... -Fitzgerald viene con sus hombres. -Pero la tregua está firmada. No trae tropas del rey. -Entonces... -Ha reclutado su propio ejército. No le habrá resultado difícil persuadir a los barones del norte para que se unan a él en una venganza personal. Todo el mundo en la frontera, inglés o escocés, ha sufrido una pérdida o un insulto. Fitzgerald no nos subestima y vendrá con todas las fuerzas que pueda reunir. -El castillo es fuerte. -Eleanor, viene a por ti. -Les habéis quitado este castillo a los ingleses, lo habéis reparado, tienes hombres armados, hay suministros... -Todos los castillos pueden ser asaltados y los hombres mueren. Aquí no estás segura. -Pero... -Te vas al norte. -Yo...
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-Collum y Hagar te escoltarán e irás con Margot, Bridie y Lars. -¿Dónde? -Tengo parientes más allá de Stirling. Allí estarás a salvo. Se estremeció al ponerse de pie. -No quiero ir. Esta incursión es por mi culpa. Brendan, debo quedarme aquí. -Te irás. -Fitzgerald no podrá romper estos muros. -¡Por el amor de Dios, Eleanor! Esta decisión no es fácil para mí. Tienes que irte. No arriesgarás la vida del bebé. Bajó la cabeza llena de tensión. -No deseo irme. -No te queda más remedio. -¿Vas a obligarme? ¿Contra mi voluntad? -Milady, yo mismo os ataré al caballo. Ella le dio la espalda. -Como ordenes -murmuró. -Hay una cosa más. -¿Cuál es? -No tienes elección. Te vas a casar conmigo. -¿Cuándo? --exclamó, dándose la vuelta. Los ojos le brillaban llenos de pasión e ira a la vez. Y de miedo también, pensó Brendan. -Me estás echando -le recordó ella acaloradamente-. ¿Qué sucedería si estamos mucho tiempo sin vernos? ¿Qué pasará si mueres en esta lucha que no debería entablarse? ¿Y cuándo quieres que nos casemos? -Ahora -dijo tranquilamente-. El padre Duff nos espera en el salón.
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CAPITULO VEINTE NO QUIERO IRME -protestó Eleanor, pero era como hablar a las paredes-. ¡Por favor, Brendan! Es demasiado pronto para casarnos pronto para casarnos. -No es demasiado pronto -dijo ásperamente, mirándola a los ojos-. Si muero, el niño llevará mi apellido. -Si mueres, yo viviré en el exilio en una tierra donde hay todavía mucha gente que se acuerda del papel que tuve en Falkirk. -No queda tiempo para discutir, Eleanor. -Entonces, no me eches. -Tengo que hacerlo. Mientras bajaban, Eleanor no dijo una palabra. El salón estaba lleno. El padre Duff estaba al lado de la chimenea y también vio a Eric, Collum, Liam, Gregory, De Longueville y otros. La gente se había reunido apresuradamente, pues algunos vestían cotas de malla, y otros, armaduras o corazas de cuero encima de las túnicas con los escudos de sus familias. También estaba Margot, que corrió hacia ella, cogiéndola de las manos y besándole las mejillas. -¡No pongas esa cara tan triste! -le susurró . ¡Hoy es un día de regocijo! -Hay hombres cabalgando hacia aquí para destruir nuestras vidas -se quejó Eleanor. -Los hombres siempre están cabalgando para destruir nuestras vidas -replicó Margot. -¿Cómo lo soportas? Margot sonrió. -Me aseguro que todo esté preparado a la vuelta de mi hombre después de la batalla. Nunca dudo de él y por eso lo aguanto. Vamos, el padre Duff está esperando. Y se encontró enfrente del sacerdote con Brendan a su lado, intentando que sus rodillas no temblaran. Quería esta boda más que nada en el mundo, quería ser su esposa ser la mujer que lo esperaría. La mujer a la que él siempre retornaría. Echó un vistazo a Margot mientras el padre Duff daba la bienvenida a sus feligreses, pero se sorprendió cuando el sacerdote empezó a leer unas supuestas amonestaciones enviadas por el arzobispo de Lamberton, bendiciendo además el matrimonio. Miró a Brendan y supo que había sido él. Había tenido tiempo para solicitarlas cuando ya estaba a salvo en el castillo. El documento rezaba que él la recibía con la bendición del dominio soberano de Escocia, sancionado por, el derecho de su rey. Brendan se había preocupado de que su matrimonio fuese legal en todos los aspectos. Sacando fuerzas, siguió escuchando, y cuando el fornido sacerdote irlandés la miró, preguntando quién la entregaba en matrimonio, se sorprendió al ver que su primo se acercaba a su lado diciendo: -Yo, Corbin de Clarin, pariente de esta mujer, la entrego solemnemente a este hombre. Pero Corbin no la miraba directamente, y Eleanor se preguntó si no actuaba coaccionado. También vio a un hombre con el escudo de Robert Bruce, y supo que Brendan quería que hubiese testigos para que todo quedara bien registrado en los archivos parroquiales y de la archidiócesis. Y así sucedió lo que ella más quería en la vida, aunque contra su voluntad, pues Brendan se casaba con ella mientras el cuerpo de su anterior marido apenas se había enfriado en su tumba. Justo cuando él la enviaba fuera después de pronunciar sus votos.
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Dejó de mirar al sacerdote y se encontró con el rostro de Margot, que sonriendo le daba ánimos. Después de una pausa, el padre Duff preguntó si alguien tenía que decir algo en contra de la celebración de este matrimonio. -¡Padre! Yo tengo algo que decir -Eleanor se sorprendió súbitamente al pronunciar estas palabras. -¿Estás en contra de tu propio matrimonio? -preguntó atónito el sacerdote. Eleanor movió la cabeza. _No por ahora. Todos tememos el futuro y no sabemos qué está bien y qLé está mal; mientras los hombres mueren en la guerra y las mujeres nos quedamos detrás. Yo solo quiero compartir esta ocasión tan feliz para mí... -dijo, tratando sutilmente de soltarse de la mano de Brendan, aunque él no se dejaba, y mirando a la gente que los rodeaba, buscó los ojos de Eric-. Todos estamos de acuerdo en que nuestras vidas son cortas, y la mayoría de los hombres aquí presentes las sacrifican con honor. Tales grandes emociones descansan en nuestros corazones y esto es así, tanto para las mujeres como para los hombres. Eric clavaba sus ojos en la espalda de Eleanor. Su mirada era furiosa y se iba poniendo rojo por momentos, las facciones color carmesí a punto de explotar. Pero de repente, meneó la cabeza y soltó una carcajada. -Milady -empezó a protestar el padre Duff , estamos en medio de una ceremonia. -Sí, por eso nos hemos detenido. -¡Eleanor! -dijo Brendan en voz baja y enojada, rechinando los dientes mientras le apretaba la mano y la obligaba a darse la vuelta. Unas lágrimas saltaron de los ojos de Brendan. No lo había conseguido. Pero de repente, Eric se adelantó pasando entre los asistentes. -Padre Duff, creo que sé de que habla lady Eleanor. Si fueseis tan amables... Se giró y cogió la mano de Margot que lo miraba pasmada. -Margot, dado que la dama de Clarin está tan ansiosa de que nos unamos a la ocasión... Margot, incrédula, contemplaba a Eric, pero se adelantó ella también y lo tomó de la mano. -Brendan, con tu permiso. ¿Te importa si el padre Duff nos casa a nosotros hoy también? -Estaré encantado. Eleanor sintió cómo la obligaban a arrodillarse. Sir William Wallace se acercó para entregar a Margot. La ceremonia continuó. Eleanor escuchaba al padre Duff mientras le preguntaba de nuevo si amaría, honraría y obedecería; ella respondió murmurando palabras de alianza. Escuchó después los tonos ásperos y claros de Brendan, mientras ella se quitaba discreta y desesperadamente el anillo con el escudo de armas de De Lacville que aún seguía llevando en el dedo. El sacerdote tocó con un anillo de oro tres de sus dedos, el pulgar, el índice y el corazón. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Eleanor echó un vistazo al intrincado anillo celta que tenía ahora en el dedo. Seguramente Brendan lo habría hecho para ella, pues era de oro puro. Era pequeño y tenía engarzado una inicial en la corona con un ave de presa. Se quedó mirando fijamente el anillo y apenas oyó las palabras del sacerdote que decían que ahora estaban casados a los ojos de Dios y que lo que Él ha unido no lo puede separar el hombre. Eleanor se levantó mientras el salón estallaba en felicitaciones. Sintió los brazos de Brendan, sus labios, todo sería perfecto... Si pudiese quedarse. Las felicitaciones se apagaron cuando el padre Duff repitió las palabras sagradas para Margot y Eric. Después se reanudaron y empezaron a circular odres con vino y un
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brindis sobresalió entre el griterío. -¡Por Escocia! ¡Por los hijos e hijas de Escocia! Los hombres la abrazaron y besaron su mejilla y se encontró ¡levada por todo el salón recibiendo las felicitaciones de toda la concurrencia hasta que al fin le tocó a Corbin. Le estrechó las manos y le besó las dos mejillas y se abrazaron calurosamente. -¡Ojalá encuentres la felicidad esta vez, prima! Sus deseos parecían sinceros. Ella sonrió. -Y tú, Corbin, ¿eres feliz aquí? -Me quedaré y lucharé contra Fitzgerald -respondió él pesaroso. -Corbin, te arriesgas mucho si te quedas... -Fitzgerald estaba dispuesto a matarme. Solo hago lo que es correcto. -Eres inglés. Corbin sonrió tristemente. -Sí... pero hay algo en la lucha que sostiene esta gente, en su pasión. Es algo que excita. -Pero tienes una mujer en casa. -¿Tú me lo recuerdas, Eleanor? Ella sonrió. -Hemos dejado a Alfred en sus manos. Tengo miedo por él. -No lo hagas, mi hermano no es un cobarde. -Todo el coraje del mundo no salvaría a un hombre de una puñalada por la espalda. _-Primero terminaremos esta batalla -le dijo sonriendo y besándole las mejillas-. ¡Sé feliz! -A mí me mandan fuera y tú te quedas. -Eleanor, tu no puedes permanecer aquí. Yo, en cambio, debo hacerlo. De repente, notó que alguien le daba unos golpecitos en el hombro. Era Hagar, que la abrazó con tanta fuerza que casi la rompe en dos. Ella lo besó en la mejilla y se encontró que la paseaban por todo el salón cada vez más rápido. Regresó a Brendan cuando estaba ya cerca de la entrada y en unos instantes él tomó su mano con firmeza y la condujo fuera, al patio. Los caballos esperaban. Brendan la alzó con las manos sobre un hermoso caballo ruano. Retrocedió unos pasos y dijo. -¡Qué Dios te proteja, Eleanor, hasta que volvamos a reunirnos! -i Brendan, por favor! No me obligues a irme. -Las noticias ya han llegado. Fitzgerald ha reclutado a un gran número de hombres del norte y se está acercando. No ha perdido el tiempo después de dejarlo atado en el camino; al instante dio la alarma. Mis exploradores ya han vuelto y dicen que ha cruzado la frontera. Sus hombres cabalgan rápido. Tienes que ponerte en marcha ahora mismo, pronto atacarán el castillo. -Ya he estado antes en un castillo asediado. Puedo luchar. -Eso es precisamente lo que me atemoriza. -Brendan, esta es una fortaleza sólida. -Eso espero. Cerca de ellos la gente se estaba reuniendo. Llegaron Eric y Margot abrazados cuchicheando entre ellos. El gigantesco Hagar estaba montando en un grande y pesado caballo y Collum ya estaba listo para conducirlos al norte. También estaban Bridie y su amado Lars, muy ocupado sujetando la carga de los animales y comprobando que no faltara nada importante. Eleanor los miró a todos ellos y pensó con qué cuidado habían preparado todo, incluso antes de que Brendan se lo hubiese dicho. -Brendan...
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-Has prometido obedecerme -le recordó él. -Si yo he prometido obedecerte; tú, a cambio, has prometido protegerme -susurró ella. -Y eso es lo que estoy haciendo enviándote fuera. Eleanor se echó a llorar y, a pesar de él, se las arregló para desmon tar antes de que él pudiera detenerla y le puso las manos en el pecho. -iBrendan, por el amor de Dios! ¡No me eches así! Parecía que algo en el interior de Brendan fuera a ceder. La cubrió con sus brazos y sintió sus labios en su frente. -Eleanor, tienes que irte. Tengo que afrontar esta batalla sin ti. Nunca he desertado del combate, nunca. Y si... estuvieras aquí, todos mis pensamientos no estarían concentrados en la estrategia o la lucha, sino en ti. Estaría constantemente preocupado por tu estado. Fitzgerald es un hombre vengativo, y muchos terratenientes del norte tienen muchos agravios contra nosotros, y están dispuestos a combatir en' una lucha que, aunque el rey condene, saben que en secreto Eduardo los aplaude. Eleanor, debes irte. Rezo para derrotarlos rápidamente y para que puedas regresar pronto, pero debes irte. -Brendan... -¿No entiendes que esto es para mi también una tortura? -le susurró y la soltó, y Eleanor en sus ojos, en esas profundidades azules vio la pasión del... amor. Merecía la pena luchar por esas cosas. Y de repente entendió algo sobre él. Brendan amaba la tierra, su tierra; no esta propiedad, sino todas las tierras de Escocia con su valles, sus desfiladeros, sus grandes cumbres, los colores de la primavera y el verano, las viejas historias de pueblos casi olvidados. Pero no era la tierra el origen de la guerra, era el ideal en el que creía, en un pueblo. Diferente, único, pendencieros entre ellos, quizá, pero con el derecho a ser lo que ellos quisieran. Su lealtad hacia esa guerra era apasionada y profunda aunque tuviera temor por ella. Podría desertar. Por ella... -Brendan... Él la abrazó con fuerza, levantó su barbilla y le besó los labios con tal ternura que pareció meter toda la luz del sol en su interior. Y volvió a sentir el ligero movimiento del bebé en su abdomen. Cuidaré del niño -juró Eleanor-, que llevará tu nombre. Brendan volvió a levantarle la barbilla y le acarició las mejillas con sus nudillos explorando cada rincón de su rostro como si quisiera grabarlo en su mente. -Tú también lo llevas ahora, amor mío -le recordó él-. Me hubiera gustado darte más. Una ceremonia más solemne, en una catedral... -Ya tuve una en una catedral -dijo ella-. Hemos estado en los bosques, en el barro, en pocilgas, y para mi esos sitios son mas sagrados y hermosos. Su sonrisa se agrandó y ella se sintió contenta por haber dicho esas palabras y porque su orgullo no le había obligado a dejarlo con una sensación de ira. Hubiese sido demasiado cruel. Un último abrazo. Sintió palpitar su corazón, el poder y la calidez de Brendan. Y otra vez la alzó al caballo. Era tiempo de cabalgar.
-Tienen siete máquinas grandes de asedio -le informó Gregory a Brendan. Al ser aquel un joven rápido, ágil y astuto lo enviaron a espiar los movimientos de las tropas de
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Fitzgerald. Brendan había estado muy ocupado dando ordenes para la defensa de las murallas. Vio cómo contaban y repartían los carcajes de flechas. El aceite hervía ya en los calderos, y hasta el último de los pobladores, que vivía en las granjas y casas solariegas de los alrededores del condado, estaban protegidos por la relativa seguridad de los muros exteriores. Habían traído a sus hijos, a sus animales y sus posesiones más preciadas. -Las murallas son ahí más débiles -le dijo a Corbin señalando-, y ahí. -Bien, me ocuparé de que el aceite esté en su punto para cualquiera que ataque el castillo -le aseguró Corbin. -¿Qué estás planeando? -preguntó Gregory. -¡Eric! ¡Cavad unos cuantos hoyos! -le gritó a su primo al otro lado del campo. Eric, que estaba disponiendo las posiciones de los arqueros, corrió hacia Brendan. -Voy a salir fuera con un grupo de hombres a destruir el camino -le dijo Brendan-. Espero que su catapulta se atasque y tengamos un poco de más tiempo. Wallace está rodeando el bosque por el este con una partida para atacarles desde allí. Podrán hacerles mucho daño si nosotros cercamos a los ingleses en el camino. Corbin venía con sus hombres mientras ellos hablaban. -Puedo ser más útil cabalgando contigo. Estoy adiestrado para este tipo de combate y soy más hábil con la espada de lo que imaginas. Muy bueno en el combate, mientras que muchos de tus hombres no lo son. Brendan dudaba mientras lo contemplaba. Corbin había demostrado ser algo más que un prisionero modelo; había elegido quedarse, y aunque quería creer en el primo de Eleanor, había aprendido a precaverse incluso de sus propios compatriotas. Además, la petición de Corbin estaba fuera de lugar. -Eres inglés -le dijo-. Si alguno de nosotros es capturado, nos queda la opción del rescate y la cárcel, pero a ti te matarían directamente y no deseo verte muerto. Corbin negó con la cabeza. -¿Acaso crees que tienes más oportunidades que yo contra Fitzgerald? No, amigo mío. Te arrancarán las tripas con un cuchillo embotado y lo harán muy lentamente. -Sin embargo, aquí tú eres más necesario. Has defendido antes castillos parecidos a este. Eso era mentira, y Corbin lo sabía muy bien. -Te perderás mi espada -dijo Corbin. -Creo que sí -acordó Brendan. Corbin volvió a las tareas que le habían encomendado y enseguida Brendan salió del castillo con un grupo de hombres. Bastante más al sur se detuvieron en un tramo del camino en medio de los más frondoso y tupido del bosque. Brendan dio gracias a Dios por las lluvias primaverales que habían convertido el paso en una senda impracticable y embarrada. El grupo compuesto de veinte hombres, granjeros en su mayoría, sabían trabajar la tierra y se pusieron a cavar. En una hora hicieron una zanja que quizá no detuviera a una catapulta, pero sí a las pesadas caballerías y sus jinetes. Los escoceses, que conocían el bosque como la palma de su mano, no se enfrentarían a trampas semejantes y por eso enviaron a Gregory para que avisara a Wallace del nuevo plan, sabiendo que el astuto estratega llevaría sus tropas a la retaguardia de las inglesas. Brendan volvió con los granjeros a la seguridad del castillo, pero no se quedó dentro, consciente de la proximidad de los ingleses a la trampa. Eric estaba al mando de la defensa del castillo con Corbin. Liam cabalgaba con Brendan, cubriendo los flancos a derecha e izquierda-Al fin, vieron aproximarse al ejército inglés. Fitzgerald parecía ir al frente. Llevaba armadura completa y un yelmo le ocultaba la cara, pero el escudo era el suyo, y detrás de él un escudero ondeaba su estandarte.
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El primer caballo cruzó el bosque. Desde la posición ventajosa que ocupaban entre los árboles, Brendan vio cómo se acercaban a la zanja. Había calculado la distancia entre los primeros jinetes y la catapulta remolcada entre los árboles por un atelaje de seis caballos de tiro. La catapulta tenía un aspecto letal y despiadado. Correctamente manejada, los proyectiles que lanzaba podían derribar murallas y destrozar a las defensores. Aunque, por otro lado, Brendan pensó que era bueno que Fitzgerald hubiese traído la catapulta, pues retrasaba su marcha, y dio a Robert Bruce la oportunidad de advertirlos del ataque. -Ya casi están -dijo Liam tranquilamente, con la voz justa para que lo oyeran al otro lado del camino. Estaba sentado a horcajadas en una rama como en un caballo con el arco y una flecha preparada. Brendan asintió. -Apunta a Fitzgerald. A la garganta. -De acuerdo, Brendan. Los jinetes se acercaban. Brendan entrecerró los ojos y vio que el hombre que llevaba las insignias de Fitzgerald y cabalgaba en la posición que este debía ocupar no era el sheriff inglés. Fitzgerald se había temido la emboscada y había puesto a otro hombre en su sitio. Brendan maldijo. -¡Brendan! ¡Ese no es Fitzgerald! -Ya me he dado cuenta. En cualquier caso, derríbalo; los caballos van a caer en la trampa.
Liam lanzó la primera flecha. El tiro fue certero y el hombre se llevó las manos a la garganta antes de caer del caballo en medio de tal silencio que solo el ruido que hizo al caer al suelo advirtió a los otros del peligro. Brendan movió la mano y las flechas volaron; silbando subieron contra el viento y cayeron. -¡Ahora! -aulló Brendan y los hombres elegidos para hostilizar al enemigo salieron de entre los árboles; algunos saltaron al camino gritando fieramente, y otros se dejaron caer de los árboles como arañas deslizándose por sus telas. Los caballos piafaron y relincharon. Se produjo un gran ruido sordo cuando la catapulta se atascó en la profunda zanja enlodada del camino. Brendan poco pudo oír más en medio del entrechocar de aceros que surgía a su alrededor. Concentró toda su atención en los enemigos a los que se enfrentaba. Oculto entre unos matorrales, a buena distancia del combate, estaba Miles Fitzgerald al lado de su caballo, escuchando el fragor de la lucha. Uno de sus hombres cabalgaba a toda velocidad buscándolo. -¿Es una emboscada? -dijo Fitzgerald, pero era más una afirmación que una pregunta. -Sí. Todo ha sucedido como esperabais, pero ha salido peor de lo que pensábamos, hemos perdido la catapulta. -¿Perdida'? -preguntó el sheriff en un tono tan cortante que el mensajero tuvo miedo de responder. -Está atascada en el barro -contestó el jinete-. Nos llevará días sacarla... y otros más repararla. -Es una pérdida terrible -dijo irritado Fitzgerald. -También han caído un gran número de hombres en el barro -siguió diciendo el mensajero. -Entonces doy gracias a Dios por no haber ido encabezando el ataque -murmuró el
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sheril .. Luego le dijo al mensajero: Vuelve, pero mantened las distancias; se pierda lo que se pierda, mirad que los caballos rodeen las murallas siempre lejos de su alcance, pero que os vean claramente desde el castillo. -A sus órdenes, señor -dijo dubitativo el mensajero. -¿Cuál es el problema? -Los hombres creían que vos tomaríais el mando, una vez que las primeras escaramuzas terminaran. -Y esa era mi intención, pero la situación ha cambiado. Sir Roger Lawton os dirigirá en mi lugar. Díselo y dale mis ordenes, y que no olvide que se os debe ver desde los parapetos del castillo. -Muy bien, señor. ¿Y vos? -¿Yo? -exclamo airado Fitzgerald-. Yo volveré cuando sea necesario dar nuevas ordenes. -Pero, sir Miles... -Cabalgaré hacia el norte y capturaré a aquellos que intenten escapar de nuestra justa misión -dijo-. ¡Vete! Cuando el mensajero se fue hizo una seña a otro hombre que salió de la tienda que habían levantado entre los matorrales. Era Dirk de Pawley. Había servido al rey durante algún tiempo en la Torre de Londres hasta que su afición por la bebida le costó el puesto. A Fitzgerald no le importaba en absoluto. Reconocía a un artista de verdad en cuanto lo veía. Dirk era tan ancho como él era alto, pero todo su peso era puro músculo. Había perdido un ojo en una reyerta tabernaria y le faltaba también un trozo de cuero cabelludo. Era más feo que el pecado, y cuanto más sonreía, más siniestro parecía. Le encantaba sonreír, pues le encantaba su trabajo. -Sácalo -ordenó Fitzgerald. Dirk asintió y volvió a la tienda, de la que salió arrastrando a un hombre que pertenecía a un grupo de jinetes capturados esa mañana en el bosque. Había algo que le resultaba familiar en el joven prisionero; un muchacho elocuente, lleno de encanto. Hablaba bastante mal, chapurreando en francés y fingiendo que era un simple campesino arrojado de sus tierras por la guerra; aseguraba que no buscaba otra cosa que un poco de comida. Pero Fitzgerald sabía que había visto antes a ese hombre, entre otros reclutados a la fuerza en las tierras arrendadas del norte para la guerra. Su primera idea fue colgarlo del árbol más cercano. Dirk hubiese estado encantado de echarle un lazo para estrangularlo lentamente hasta la muerte en vez de romperle el cuello; sería un buen fin para un traidor. Era magnífico tener a Dirk a su servicio. Al igual que el rey Eduardo, Fitzgerald sabía que él mismo era un buen sheriff, un servidor que actuaba en nombre de su soberano. El propio Eduardo se consideraba como el martillo de la justicia, y este martillo necesitaba a hombres que no temieran usar la fuerza. El prisionero no parecía estar ahora tan contento y simpático. Dirk lo arrastraba directamente, agarrándole el cogote, y eso tenía que doler; el muchacho no tardaría en aullar. Dirk tiró al chico, y Fitzgerald se acercó a él levantándole la cabeza por los pelos. -Te lo pregunto una vez más. ¿Sigue la dama en el castillo? No hubo respuesta. Fitzgerald frunció el ceño y le dio una patada en las costillas. El muchacho no decía
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nada. Moviendo la cabeza, miró a Dirk. -Ya está muerto -dijo molesto. Dirk se encogió de hombros. -Ya ha hablado y dijo lo que necesitabais saber. -Me hubiese gustado escucharlo personalmente para asegurarme de que decía la verdad. -Os juro que cuando habló sus palabras eran sinceras -dijo Dirk-. ¿Qué hago con él? -Arrójalo al camino -dijo despreciativamente Fitzgerald-, que sirva de advertencia a los posibles traidores. Dirk levantó al joven y cargó con él a través de los árboles como si fueran los despojos de una bestia muerta. Algo al sur de donde se combatía echó el cadáver al barro. Cuando regresó, Fitzgerald ya estaba montado a caballo. -¡A caballo, hombre! -gritó con impaciencia. Y soltó un gran silbido. Los diez hombres a los que había escogido para cabalgar con él sa lieron de sus escondites en el bosque. Aunque dos hubiesen sido suficientes para el juego que tenía pensado. -Vamos al norte y al galope. Estaremos en campo abierto entre el castillo y la siguiente senda practicable. Bordearemos las zanjas que nos ha señalado el traidor. Los caballos pateaban el suelo mientras los jinetes asentían. Fitzgerald pensó que había escogido un buen lote; todos eran dueños de sus propiedades con mucho que perder si lo traicionaban o desertaban, y con mucho que ganar si conseguían su objetivo. Algunos habían sido humillados por sir Brendan Graham en el arroyo aquel camino de Londres; estarían sedientos de venganza. -Lo importante es la velocidad -les dijo-. No os preocupéis por cabalgar a campo abierto. Nuestros hombres cubren los flancos manteniendo ocupados a los escoceses en las murallas. Y girándose se dispuso a encabezar la partida. Casi saboreaba el placer de la victoria que sería increíblemente dulce y lo cubriría de oro. Sin embargo, podría perderlo todo. Si sus cálculos fuesen erróneos. Pero ahora... Sabía dónde estaba ella. Casi podía ver el ascenso social que su captura le proporcionaría, disfrutaría con la importancia que su nombre iba a tener...
Lucharon hasta que las tropas de vanguardia inglesas cayeron en el camino al lado de la catapulta; luego, cuando la retaguardia sobrepasó el obstáculo, se empezaron a retirar ordenadamente hacia las murallas del castillo. Pudieron oír los gritos de sorpresa que lanzaron los ingleses cuando Wallace les atacó por detrás mientras cabalgaban a toda velocidad de vuelta a la fortificación. Eric vio su llegada y ordenó abrir las puertas para que entraran; cuando pasó el último, las cerraron rápidamente. Brendan empezó a gritar órdenes mientras subía a los parapetos para ver cómo las tropas enemigas avanzaban y se dispersaban enfrente y a lo largo de las murallas. Los jinetes atacaron, pero una lluvia de flechas derribó a unos cuantos, y los que alcanzaron las murallas se encontraron con el aceite hirviendo. Retrocedieron y se refugiaron en las lindes del bosque. No volverían a atacar. Tensos y dispuestos, los escoceses esperaban en el castillo. Los jinetes no se acercaban. -¿Qué están haciendo? -preguntó Eric-. ¿Esperarán refuerzos?
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-Quizá -respondió Brendan. Ellos observaban; los enemigos aguardaban manteniendo la distancia. La noche caía. Sobre las almenas mantenían la vigilancia mientras los ingleses parecían acampar para pasar la noche. -Si esto es un asedio, es el más raro que he visto en mi vida -murmuró Eric. -Y además hay algo curioso -añadió Brendan. -¿Qué? -Fitzgerald no ha aparecido. Corbin había ido a estar con ellos mientras vigilaban al enemigo. Los ingleses habían encendido hogueras y parecían dispuestos a pasar la noche en las lindes del bosque. Aunque estaban lejos, se les veía fácilmente. -¿Cómo podéis estar seguros de que Fitzgerald está allí? No exhibe su escudo. No quiere que lo vean -dijo Corbin. -No está allí -dijo negando con la cabeza Brendan-. Ni tampoco estuvo dirigiendo a sus hombres. Luchamos cuerpo a cuerpD con ellos y no estaba. -Usa a sus fuerzas para esconderse -sugirió Eric. De repente, Brendan señaló más allá de las puertas. -¡Mirad! ¡Un jinete solitario, uno de los nuestros! Era cierto, un hombre a caballo como muerto a lomos de la montura buscaba desesperadamente las puertas. No llevaba ninguna bandera, pero Brendan reconoció los escudos de la túnica. -Es un hombre de Bruce -dijo brevemente. Estaba sorprendido, pues era una verdadera y valerosa hazaña cruzar solo tan descaradamente las líneas inglesas. También era verdad que le perseguía una lluvia de flechas disparadas al azar, que aunque fallaban su objetivo caían peligrosamente cerca del jinete y su caballo. -¡Las puertas! -rugió-. ¡Abrid las puertas! Un aullido surgió entre los ingleses. Un pelotón montó rápidamente en sus caballos para cazar al fugitivo, confiando en llegar también a las puertas aunque fuera un ataque estúpido, pues no tenían tiempo para organizarse bien. -¡Arqueros! -gritó Brendan, bajando de las murallas y cogiendo él mismo un arco y flechas buscando un blanco más allá del hombre que espoleaba a su caballo desesperadamente intentando alcanzar las puertas. Brendan disparó. No era tan buen arquero como Eric, pero la flecha voló clavándose en el pecho del primer perseguidor inglés. Era un jinete que había elegido la velocidad en lugar de la seguridad. Sin armadura ni cota de malla cayó limpiamente del caballo en el barro. Una nube de flechas salió de las murallas y la noche se llenó con el sonido de los aullidos y los gritos de la agonía. El jinete traspasó las puertas, y estas se cerraron tras su entrada. Brendan corrió ansioso para encontrarse con el valiente que había hecho tan osada entrada. En el patio de armas el caballo permanecía tembloroso, echando espuma por la boca. El jinete saltó inmediatamente y Brendan reconoció a Griffn, el correo de Robert Bruce. Estaba sin aliento, pero caminaba presuroso hacia él. -Tengo noticias de Wallace -dijo rápidamente. -¿Wallace? -exclamó Brendan, sorprendido y frunciendo el ceño. Puso una mano en el hombro de Griffin-. ¿Está bien? Tenía que hostilizar la retaguardia de Fitzgerald y luego retirarse con sus hombres al bosque. Sí. Y eso es lo que hizo. Bueno es sir William para estas cosas dijo tomando aire-. Pero
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Bruce me ordenó observar todo lo que pudiera -y dudando se encogió de hombros diciendo-, proporcionar toda la ayuda posible. -Muy bien, pero siempre manteniendo fuera el nombre de Bruce de todos estos líos -le dijo Brendan tranquilamente. -Me uní a Wallace desde la retaguardia y estaba cuando encontraron a vuestro hombre. -¡Cuál de ellos? -Gregory de Clarin. Lo encontraron medio muerto en el camino, pero quería contarnos algo a toda costa. Un sádico le había torturado y lo había arrojado en el camino pensando que estaba muerto. Tenía los labios morados y los dientes rotos, pero estaba decidido a contarle a Wallace su más profunda culpa: había confesado a Fitzgerald todo lo que sabía sobre las defensas del castillo... y que sabía que lady Eleanor no estaba aquí, que viajaba al norte, escoltada por un gran número de hombres. Brendan miraba fijamente a Griffin, sintiendo cómo se escapaba la vida de su cuerpo. -¿Qué? -preguntó ásperamente, notando como algo le quemaba las entrañas. -Fitzgerald no ha participado en el ataque ni tenía intención de hacerlo. Ha evitado ir al frente, temiendo vuestra emboscada, y cuando ha descubierto la verdad, ha bordeado el bosque aprovechándose de los combates para ocultar sus movimientos. Le importa un comino que sus hombres se apoderen del castillo -dijo deteniéndose el suficiente tiempo para tomar aire. -Sir Brendan, Miles Fitzgerald va a por lady Eleanor directamente y nos lleva muchas horas de ventaja.
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CAPITULO VEINTIUNO PASAREMOS aquí la noche -anunció Collum. Eleanor no estaba muy segura dónde estaba el aquí que Collum había elegido, pues le parecía que era un sitio en medio de la nada rodeado de árboles y oscuridad. Aunque molesta por el viaje, no lo había encontrado desagradable del todo, ya que el paisaje era maravilloso Habían cabalgado durante horas desde que dejaron el castillo, deteniéndose solo para que los caballos abrevasen. Y vuelta a cabalgar sin jugarse la vida, pero muy decididos. Cruzaron las colinas y los valles que se extendían perezosamente por la campiña llenos de colores nacientes. Los páramos eran del color púrpura de las vestimentas reales alfombrados con flores silvestres, Los bosques que atravesaron eran espesos y henchidos de follaje; aunque viajaron en medio del barro pegajoso y oscuro, el sol atravesaba las ramas de los árboles modificando los colores continuamente, lanzando agradables sombras, advirtiendo la noche que llegaba. El crepúsculo pareció convertir el bosque en una muralla, pero Collum, más acostumbrado a cabalgar a esas horas, reconocía el paisaje y parecía ver en la oscuridad. Continúo hasta que llegaron a lo que parecía un gran claro; pero no lo era, era una senda que se abría entre los árboles. -Ya se ha hecho de noche -murmuró Bridie. -El soto está allí adelante -le aseguró Margot-. Encontraremos refugio y encenderemos una hoguera. -Llegaremos en un santiamén -les informó alegremente Hagar, que cabalgaba detrás de ellas. En esta zona los árboles crecía muy juntos y daba la impresión de que lo caballos no podrían pasar, sin embargo unos segundos después la vegetación cedía y entraron en el soto. Collum desmontó. -Un momento, milady. Eleanor vio una estructura entre los árboles hecha de juncos y barro cocido cubierta con una techumbre de paja. Collum entró agachando la cabeza en la pequeña cabaña y pronto se vio una luz tenue en su interior. Collum salió, dirigiéndose al caballo de Eleanor dispuesto a ayudarle a bajar. -No es mucho, pero nos servirá de refugio y nos protegerá del tiempo. La tosca cabaña tenía una abertura en el frente, una especie de puerta pequeña que Collum había tenido que cruzar con la cabeza agachada y otra parecida en la parte de atrás. El lugar llevaba tiempo expuesto a los elementos, pero había un hueco de piedra en el centro para hacer fuego y las paredes parecían bastante sólidas. La pequeñez de la cabaña les obligaba a estar casi pegados uno al otro, y esto les hizo entrar en calor. Las puertas abiertas permitían que el aire fresco circulase, y una pequeña abertura en el techo ayudaba a disipar el humo que produjese el fuego cuando lo encendieran. -Muy bien, ya estamos aquí -dijo Collum, algo incómodo, como si no estuviese acostumbrado a ser el encargado del bienestar de una dama durante un duro viaje. Eleanor le puso una mano en el hombro. -Es un buen refugio -le dijo-. Un buen sitio para pasar la noche. -Intentaremos hacerlo lo más cómodo posible -respondió Hagar-. Traeremos mantas y comida. -Yo me ocuparé de que no te hagas un lío con mi equipaje -dijo Bridie, asintiendo firmemente en dirección a Eleanor, que estaba sorprendida al ver la energía que desplegaba su doncella cuando ella empezaba a sentirse exhausta de repente. Se quedó a solas en la cabaña con Margot. Esta se acercó a ella y le cogió de las manos.
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--Gracias -dijo fervorosamente-. Muchísimas gracias... has conseguido que... algo que me hubiese llevado toda la vida. No, nunca lo hubiese conseguido. -Él te ama con locura -le dijo Eleanor. -Siempre lo he creído -respondió Margot con una pequeña sonrisa-. Si no... bueno. Lo amo, lo he amado lo suficiente para estar siempre con él. Pero tú te las has arreglado... y además el día de tu propia boda. -Eran circunstancias extremas -musitó Eleanor. Margot rio. -Todos luchamos por lo que creemos que es justo, ¿verdad? -inquirió Eleanor. -Sí, te lo agradezco. Nunca seré capaz de agradecértelo suficientemente. -¡Olvídalo! Me mostraste tu bondad cuando yo estaba sumida en la desesperación. Margot volvió a reír. -¿Tú? ¿Sumida en la desesperación? Nunca, siempre estabas planeando una huida o cómo saltar al mar. Eleanor sonrió, y cualquier respuesta que hubiera podido darle permaneció en su interior, pues los demás entraron en ese momento en la pequeña cabaña del bosque. -Mantas, milady -dijo Hagar-. Me temo que el suelo este no es precisamente mullido... -Por mi está bien -le aseguró Eleanor. Y al coger la manta que le ofrecían notó que la lana estaba tejida con los colores del tartán de Brendan. -Esta es perfecta -repitió, y miró a través de la habitación al sitio que había escogido Margot para donnir-. Puedo aprender fácilmente a dormir en el bosque -añadió suavemente-. Como Margot. La mujer rubia le devolvió la sonrisa. Bridie había estado revisando su equipaje y sacó unas hogazas de pan, queso que habían traído y una cesta con bayas silvestres. También había cerveza. Hambrienta como estaba, la comida en aquella cabaña llena ahora de humo le pareció la más deliciosa que jamás hubiese probado. El lugar era acogedor y la manta parecía acunarla. Alisó el tartán e inquirió en voz alta. -Me pregunto cómo lo estarán pasando en el castillo. -Estarán bien, milady. No temáis -respondió Hagar-. Pronto nos llegará algún mensaje del sur. Ella estuvo de acuerdo. Era consciente de que Collum, Hagar y Lars estaban repartiendo las guardias, y acurrucándose en una esquina se tumbó para dormir. Entonces se dio cuenta de que era la esposa de Brendan y que sus circunstancias ya no importaban. Esto la estremecía aunque él no durmiera con ella la noche de su boda. Sabía que cualquier cosa que le deparara el futuro... Él siempre iría a buscarla. Corbin fue el primero en impedir que Brendan cometiera la locura de salir solo por las puertas del castillo arriesgándose a que las fuerzas inglesas les atacarán cuando todavía eran muy poderosas. -Si mueres y nos destruyen, a Eleanor no le quedará ninguna oportunidad -le recordó, mientras Brendan les explicaba apresuradamente un plan que tenía para salir solo galopando a toda velocidad entre las líneas enemigas y sorprenderlos, pues no lo esperarían. Pero los consejos de Griffin le advirtieron que el ataque a la fortaleza solo era una añagaza para evitar que supieran que Fitzgerald cabalgaba hacia el norte, que estaba al tanto de los caminos buenos que debía tomar, y que probablemente sabía dónde estaban las casas seguras en las que los fugados pensaban pernoctar. -Hay otra manera de salir-dijo Brendan mirando a Eric-. Por detrás, por el arroyo, donde acaban de reparar las murallas. Podemos tirar una sección y escaparnos por la colina. Nunca sabrán que nos hemos ido.
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No esperó a que estuvieran de acuerdo con él y empezó a llamar a gritos a los hombres para que buscaran a los canteros que habían trabajado en los muros y a los soldados más fornidos que encontraran. El mismo Brendan se puso a picar y a barrenar los muros. Necesitaron muy poco tiempo para hacerlo, pero sentían que los minutos corrían a toda velocidad pasando como relámpagos. Mientras él atacaba las piedras, Eric pidió caballos y eligió a los hombres que los acompañarían. Pero esta vez, Corbin exigió estar entre ellos. -Eleanor es mi prima; sus enemigos son los míos -le dijo a Brendan. -Como quieras -le respondió este mientras montaba-, pero prepárate a desenvainar- la espada contra tus compatriotas. -Estaré dispuesto. Lo juro. Liam y Eric irían con ellos, más otros seis; Griffin, el mensajero de Bruce, se quedaría compartiendo el mando de las defensas del castillo con Rune MacDuff, un veterano de muchas de las escaramuzas de Wallace. Jem Maclver, un hombre muy acostumbrado a las largas cabalgadas, los acompañaría con Tam de Perth, Morgan Anderson, Paul Miller, Jason Douglas y Axel de Burg. Todos eran expertos guerrilleros y en el combate cuerpo a cuerpo. Liam, como siempre, llevaba el arma en la que sobresalía sobre todos los demás: el arco. La luna se alzaba en la noche cuando salieron por la brecha abierta. En cuanto la cruzaron, los canteros empezaron a repararla. Cruzaron a toda velocidad el arroyo y los campos, subiendo la colina y contemplando una imagen que no podían evitar ver. Detrás de ellos se levantaba el campamento inglés, como la sombra negra de un espectro en la amenazadora noche. Los cascos de los caballos retumbaban en el silencio. Cada golpe entrecortado resonaba como el eco en el corazón de Brendan. Nunca había sentido tanto miedo. Eleanor se despertó entumecida. Una cosa era decir que el suelo era bastante agradable y otra, completamente diferente, que no le preocupaban en absoluto las comodidades. Y se dijo, francamente, que ella prefería las comodidades. Aunque mientras se incorporaba desperezándose sabía muy bien que preferiría compartir el suelo con Brendan antes que dormir sola en la más lujuriosa de las camas. Pero aquella mañana no había tenido ninguna de las dos cosas, y mientras se abrazaba las rodillas contra el pecho notó, de repente, que al menos una cosa no iba ser tan fácil como parecía; sintió cómo le había crecido el vientre y esa molestia le dio una extraña sensación de felicidad hasta que se percató de que podría pasar mucho tiempo antes de volver a ver a Brendan o incluso saber si había sobrevivido a los combates contra Miles Fitzgerald. Se levantó cuidadosamente, y Collum, que dormía al lado de la puerta como un oso guardando su madriguera, se despertó inmediatamente. -¡Lo siento! -dijo ella en voz baja. -Todavía es temprano. No ha salido el sol -dijo él, levantándose. -No -negó ella-. No pasa nada. Solo quiero salir fuera. -llagar está de guardia -murmuró Collum-. No os vayáis muy lejos. -No lo haré. Pasó con cuidado por encima de Lars y Bridie. La pareja yacía abrazada debajo de una manta cerca del fuego de turba, que apenas era ahora una brasa. Fuera de la cabaña se encontró con Hagar despierto y alerta. Había estado sentado sobre un tronco, estaba ocupado tallando un trozo de madera. La miró saludándola con la
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cabeza. Fruncía la frente con un gesto de atención. -¿Qué sucede? -le preguntó a Hagar. -Escuchad. Ella lo hizo. -No oigo nada-dijo en voz baja. Ni siquiera los caballos atados en la delantera de la cabaña se agitaban o movían. -Nada de nada -susurró Hagar-. Y esto me extraña mucho. No se oye a los pájaros, ni los rumores de las hojas movidas por los animales de la noche. Se incorporó lentamente. Sin sentir la mínima sensación de alarma o peligro, Eleanor recorrió con la mirada el soto. Hagar soltó el trozo de madera y, tenso, empuñó el cuchillo. De repente su corcel arrastró los cascos y dejó escapar un relincho de angustia. -¡Allí! Algo se movía entre los árboles, y Hagar lanzó al vuelo su cuchillo. Un aullido quebró la quietud de la naciente aurora y luego se oyó el ruido sordo del cuerpo de un hombre muerto cayendo. Inmediatamente surgió una algarabía de entre los árboles. El peligro despertó completamente a Eleanor como el estallido de un rayo. Corrió hacia los caballos pues había visto que una de las espadas de guerra de Hagar colgaba de una silla. La cogió y tuvo tiempo de parar la violenta estocada del hombre que la atacaba por la espalda. Quería matarla. No parecían tener intención de coger prisioneros. Para entonces, Collum y Lars habían salido de la cabaña y estaban ya combatiendo con los hombres que habían salido de los árboles después de que Hagar hubiese matado al primero de ellos. El soldado al que se enfrentaba era delgado y tenía la cara marcada de viruelas. Sus facciones eran feas, duras y frías; no era, en verdad, un representante de la juventud noble de Inglaterra, ni tampoco un estúpido, que esgrimía por primera vez una espada.. A Eleanor le habían enseñado a no pretender competir con la fuerza física de un guerrero fornido y adiestrado en el combate. Su defensa tenía que basarse en el movimiento y en obligar a su enemigo a utilizar su propia fuerza contra él mismo. Temía fallar, pues era plenamente consciente de que ni Lars ni Collum podían llegar hasta ella. Con un último y hábil movimiento de pies, dejó que su oponente balanceara la espada llevándola al suelo y, desesperada por vivir, lanzó una estocada, mientras su oponente llevado por el ímpetu y su peso se la clavó, cayendo sobre sus pies, expirando su último aliento. Eleanor retrocedió rápidamente sacando la espada. Oyó el silbido de una flecha y luego el gemido del dolor que salía de entre unos dientes apretados. Collum había caído contra la pared de la cabaña atravesado por una flecha justo debajo del hombro. Un súbito y lento aplauso distrajo su angustiada mirada del soto. Collum llevaba una venda ensangrentada en la mejilla; las mangas de la camisa de Lars estaban arrancadas y una fea mancha goteaba de un brazo. Solo Hagar parecía estar ileso y cauteloso con los ojos puestos en el enemigo. Había cinco ingleses muertos enfrente de él. Y Fitzgerald apareció cruzando el soto,
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fanfarroneando y aplaudiendo. -¡Ah, milady! ¡Veo que sabéis usar la espada! Podíais haberla usada para atravesar a vuestro viejo marido en vez de envenenarlo. -Yo no lo envenené. -Pues me temo que parece que hicisteis eso -dijo Fitzgerald. Eleanor pensó que tenía que estar loco para salir del soto, aplaudiendo sin armas en la mano, pero enseguida vio a unos hombres que le cubrían las espaldas con espadas y cotas de malla debajo de las túnicas. Eran seis, incluido Fitzgerald. Lars estaba en suelo, probablemente agonizando, y Collu n estaba clavado contra la pared de la cabaña. -Habéis venido porque me acusáis de asesinato -dijo ella rápidamente-. Dejadlos vivos y me iré con vos. -¿Dejarlos vivos?-exclamó incrédulo Fitzgerald-. Señora, son rebeldes escoceses, unos bastardos que se han reído de mí. ¿Dejarlos vivos? Debéis estar loca, milady. ¡Es una pena que no hayáis perdido antes el juicio! Encerrada en una torre, podríais haber sobrevivido el resto de vuestra vida. -¡No os tocará un pelo mientras me quede un aliento de vida! -gritó Hagar advirtiéndola. Fitzgerald lo miró de arriba a abajo. -Perfecto, buen hombre. Esto no durará mucho -dijo el sheriff suavemente. Y en ese inoportuno momento, Bridie salió de la cabaña como un rayo para arrodillarse llorando sobre Lars. -La buena doncella aparece de nuevo -dijo muy satisfecho Fitzgerald-. Esto va mejorando. Eleanor se dio cuenta que quería matarlos a todos. Apretó las mandíbulas al ver que detrás de Bridie salió también Margot. No se había ocultado y se inclinaba sobre Collum que yacía clavado contra la pared agonizante. -¡Dejad a ese vivo! -ladró Fitzgerald. Margot lo miró desdeñosamente y luego se volvió hacia Collum, pidiéndole que mantuviese la consciencia para ayudarle a romper la flecha. -¡Por Dios! Sois unos estúpidos. -¡Sir Miles! -le interrumpió Eleanor, sabiendo que Collum estaba tan indefenso como Margot dispuesta a asumir cualquier riesgo para salvarlo-. ¡Os desafío! -¿Me desafiáis? -exclamó, sorprendido y deteniéndose. -Nunca tuve intención de ir a Londres para que me juzgaran. Vos queréis verme muerta. ¡Matadme vos mismo! No soy más que una mujer... sois un servidor del rey, un valiente brazo de su justicia. Demostrad lo que valéis. Retirad a vuestros hombres y atrapadme. -¿Queréis desafiarme con la espada? -preguntó inclinando la cabeza para examinarla mejor a ella y al hombre caído a sus pies. ¿Me creéis capaz de aceptar semejante duelo? Querida, yo soy un excelente espadachín. -Eso es lo que vos creéis. -Apostáis muy fuerte; pero vuestro futuro ya está decidido. Sin embargo, os puedo conceder una muerte sin dolor. Pues la verdad, mi lady, ¿acaso no es una pena destruir una belleza como la vuestra? -sus palabras parecían sinceras, con una nota de arrepentimiento en ellas. -Si eso es verdad, sir Miles, sería un mayor cumplido por vues tra parte que no lo hicierais. -¡Ay de mí! -¡No! -gritó Hagar furiosamente-. No me quedaré quieto viendo cómo ese perro os ataca, milady. Retroceded, señora. Y se dispuso a atacar a Fitzgerald. Eleanor corrió detrás de él y lo detuvo agarrándole por la espalda, susurrando
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imperiosamente. -¡Hagan! Dame una oportunidad. Déjame ganar tiempo para que Collum pueda soltarse. Y si quieres, cuando empiece a desfallecer... entonces, ven en mi ayuda. -¡Milady! -Tengo un plan -mintió rápidamente. Eleanor no tenía ningún plan, pero tenía que convencer a Hagar de que lo tenía. Lo empujó hacia la cabaña. -Por favor -le pidió implorante-, por favor, la ayuda está al caer. Sabía que no era cierto, y los ojos de Hagar le mostraban la inuti lidad de su súplica. -¡Créeme! -le susurró de nuevo. Hagar se quedó quieto, apretando los labios. Lo dejó allí, mientras se alisaba el pelo con la palma de las manos acercándose a Fitzgerald, sintiendo ya un tremendo dolor en el brazo por el peso de la espada que había cogido de la vaina que colgaba del caballo. ¡Gran Hagar! ¡Fiel hasta el fin! En esos momentos deseó que no fuese un hombre tan fornido, pues su espada parecía pesar más que ella. Eleanor se detuvo entre Fitzgerald y los suyos. -,Tenéis miedo de mi desafío, sir Miles? ¿Os atemoriza que una dama indefensa a la que habéis intentado asesinar, ¡Dios sabe por qué!, os derrote? -No tenéis ninguna oportunidad, milady -dijo educadamente. Luego se calló, y Eleanor observó cómo vigilaba los alrededores del soto. ¿Cómo se habría enterado de que Brendan estaba en el castillo y que ella viajaba hacia el norte? Temía la respuesta sin embargo sentia curiosidad para saber lo que Fitzgerald buscaba, No tuvo que preocuparse mucho tiempo para saber la respuesta, ,mes él la miró cortésmente diciendo. -¿No estará al acecho vuestro primo Corbin en la cabaña? ¿Eh, milady? ¿Agazapado ahí dentro hasta que todos estén muertos y él pueda escaparse? Eleanor pensó que también quería capturar a Corbin. Pero ¿con qué fin? -¿Corbin? ¿Agazapado ahí dentro? Creo seriamente que subestimáis a mi pariente. Se arrepintió de sus palabras en cuanto las pronunció. Debía haber dejado que creyese que estaba allí con los demás. Miró a la cabaña. Estaba vacía. Debían haber huido en cuanto notaron el peligro. Si hubiese... ¡Ah! Si hubiera una docena de escoceses allí, hombres acostumbrados a luchar sigilosamente, ¡tan valientes como inteligentes! De repente, se dio cuenta que miraba fijamente la cabaña con tanta vehemencia que, imaginando la escena en la que unos hombres prorrumpían desde la entrada, debía haber contagiado a Fitzgerald la creencia de que sus sueños se iban a convertir en realidad. El sheriff se aclaró la voz. -No hay nadie ahí dentro, ¿verdad, lady Eleanor? -¿Cómo podéis estar seguro? Ya habéis sido engañado antes por enemigos astutos. -Pero este es mi turno, milady. Son los escoceses ahora los que han caído en la trampa. A pesar de su jactancia, ella vio que dudaba y forzó una sonrisa. -No podéis saberlo ni estar seguro. Quizá estén esperando, vigilantes y cuando bajéis vuestras defensas... -Cualquier hombre capaz de esgrimir una espada habría aparecido ya -replicó él ásperamente.
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-¿Capaz de manejar una espada o capaz de pensar? -Señora, en esa choza no cabe más gente. -Si tan seguro estáis -dijo burlándose sutilmente para que él se diese cuenta, pues sus movimientos abrigaban tal posibilidad. -Tengo que haceros una proposición -añadió tranquilamente. -Milady, no estáis en situación de hacer trato alguno. -¿De verdad? -dijo-. No estoy tan segura del equilibrio de poder aquí y ahora. Si Hagar se mueve, sir Miles, es probable que le maten vuestros hombres, pero también es cierto que el primero en caer seríais vos. Hagar quiere mataros. Por eso no ordenaréis atacar primero a vuestros hombres, creo que valoráis vuestra vida, ¿verdad? A Fitzgerald se le mudó el semblante, y Eleanor se dio cuenta de que había dado en el blanco. Estaría dispuesto a luchar, pero no antes de que sus hombres le aseguraran la victoria. -¡Escucharemos vuestra proposición! -exclamó. -Las mujeres se llevan de aquí a Lars y a Collum antes de empezar el combate. -¡No! -¡Ah, sir Miles! Corréis un serio riesgo. En primer lugar, podemos tener refuerzos fuera de vuestro alcance, y en segundo lugar... Hagar os rompería el cuello antes de que vuestros hombres lo maten. -Nadie os va a abandonar, milady -gritó Collum, pero Eleanor se dio la vuelta lanzándole una mirad de advertencia. -¡Así que no hay nadie en la cabaña! -vociferó de repente Fitzgerald. -Quizá sí, quizá no. De cualquier manera, sir Miles, Hagar está a un paso de vos. Puedo mataros antes de que vuestros hombres lancen una flecha... que podría también clavarse en vuestra espalda. -¡No! -trato de protestar otra vez Collum, pero en ese momento Margot consiguió arrancarle la flecha y un guerrero tan duro como Collum dejó escapar un aullido y cayó buscando ansiosamente aire. Luego... solo hubo silencio. Eleanor miró a Fitzgerald. -¡Qué vuestros hombres se queden donde están! ¡Qué los míos se vayan! Y vos y yo nos enfrentaremos. -¡Cerdos escoceses...! -empezó a maldecir Fitzgerald, pero una mirada de Hagar lo detuvo. Se quedó furioso meditando sus opciones. -Las mujeres se pueden llevar a los heridos, morirán de todas las maneras dijo ásperamente, y señalando luego a Hagar-, ese que se largue también. -¡Nunca! -exclamó Hagar. ¡Vete !saltó Eleanor ,apartandose de Fitzgerald,con el corazon hundido.Hagar era lo único que permanecia entre ellos y él solo nunca podría acabar con todos los ingleses.Si no le hacia caso morirían todos.. Pero no tenían la menor intención de abandonarla. -Si os vais todos -susurró, tocando el gran pecho de Hagar_ puede que haya... Dios sabe, puede que encontréis ayuda en el camino. Otros rebeldes, gente que viaja al norte, camino de su casa desde la frontera... quizá, quizá al menos encontréis una oportunidad Por favor, Hagan no provoques la muerte de Bridie culpa, te lo pido. Aprovecha este último instante de esperanza, puede que haya alguien fuera. Ni siquiera ella se lo creía, pero quizá Hagar pensaba volver al punto de partida y morir con ella. Él podía ver que sus compañeros estaban gravemente heridos, que podían morir, y que si se quedaban allí, los rematarían.
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Margot y Bridie estaban indefensas, mas a pesar de su fortaleza y de su pobre francés, Hagar era un tipo inteligentes. -Muy bien, me iré con los heridos y las mujeres -susurró con voz ronca, encogiéndose de hombros como si todo lo que sucedía no fuese de su incumbencia o un pretexto por el que morir. Luego miró fijamente a Fitzgerald y le dijo en voz alta: -Muy bien. Nos dejáis ir y vos nos dejáis tranquilos. Este no es un asunto que incumba a los escoceses, aunque -y escupió al suelo-, ¡maldito inglés! No me importaría matarte con mis propias manos. --¡Hagar, vete por favor! Se dio la vuelta. Collum estaba inconsciente y Lars, aun con la ayuda de Bridie, apenas podía mantenerse en pie. Eleanor observó llena de furia cómo se movían mientras Hagar cargaba con Collum como si fuese un bebé y lo colocaba sobre un caballo. -No podemos dejarte sola -dijo Bridie compungida. -Traeréis ayuda -susurró ella sin creerlo. -Moriréis. No encontraremos socorro, y después de que él os mate, vendrá a buscarnos. Debemos permanecer juntos y luchar... -Collum está a punto de morir y tú no eres capaz de levantar una espada. -Nos perseguirán hasta matarnos. -¡No! Lars y Collum os sacarán de esta. Yo me encargare de te ner ocupado a Fitzgerald durante un buen rato. _Durante un rato. Pero no habrá esperanza para vos. -Puede que la haya. Los caminos del Señor son inescrutables. Margot la miró angustiada y la abrazó con fuerza. -Me quedaré contigo -murmuró-. Yo sí sé manejar una espada. -Margot, es a mí a quien quieren. Si no os vais, Hagar no lo hará tampoco. Tenéis que iros. Mantened vivo a Collum y... -¿Le digo a Brendan que lo amas? -musitó Margot. -Dile que... celebro su pasión por la libertad... y que lo entiendo. Y dile también que lo amo, pero vete ya. Margot se quedó unos segundos terriblemente indecisa, pero luego se alejó mordiéndose los labios para evitar las lágrimas. Ayudó a Bri die a llevar a Lars a un caballo. Hagar había puesto a Collum en una montura con toda la dulzura de la que era capaz y se apresuró a ayudar a las mujeres a montar a Lars en un caballo. Margot, luego, subió al suyo, y Bridie, temblorosa, no lo hizo tan bien. Hagar tuvo que ayudarla antes de echar un vistazo de reproche y subir a su propia montura. -Dejaréis que se vayan -le dijo Eleanor a Fitzgerald decidida-. Si no, Hagar volverá... y todos moriremos y vos el primero. -Milady, yo me quedo aquí sin hacer el más mínimo movimiento -dijo educadamente el sheriff-. Me importa bien poco que esos rebeldes mueran por mi mano o mañana luchando contra las tropas de nuestro soberano Eduardo. Y levantando la mano les indicó con un gesto que podían marcharse. Todos se quedaron en silencio mientras la partida de escoceses se movía. Eleanor se mantuvo silenciosa tanto como pudo, escuchando el sonido del ruido de los cascos hasta que este murió. Con el tiempo, a ellos les sucedería lo mismo. -La verdad es que no hay nadie en la cabaña, ¿verdad, milady? Ella miró a la solitaria choza cubierta de paja todo el tiempo quepudo hasta que replicó: -¿Vos que creéis, sir Miles? Fitzgerald le lanzó una mirada helada.
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-¡Atrapadla! -ordenó a sus hombres. Pero estos no obedecieron al instante. Eleanor se sorprendió al ver que los ingleses se miraban incómodos unos a otros. -¡Atrapadla! -vociferó otra vez el sheriff: Uno de ellos dio un paso adelante. -¡Sir Miles! Vos sois un hombre de palabra, o al menos eso creernos. Le habéis dicho a la dama... -Es una asesina, y mentir a una asesina no significa nada. -¡La palabra de un hombre es todo, sir Miles! -dijo un joven inglés. -¡Te estás jugando la paga, imbécil! -le replicó Fitzgerald. -Si ellos no lo hacen -dijo otro hombre saliendo de atrás-. ¡Yo lo haré! Llevaba un parche en un ojo y sus facciones estaban desfiguradas por el odio... y por la expectación. Eleanor sintió que desfallecía. Era un hombre que disfrutaría matando. Sintió de nuevo un aleteo de vida en su estómago y el mundo pareció que se reconstruía y entretejía precariamente a su alrededor. Nunca hubiese querido vivir más tiempo del que el destino le deparara, pero si moría ahora, su hijo moriría también. Y eso era una injusticia insoportable. Además, ya habían muerto muchos hombres... En la guerra. Y muy cruelmente en la guerra. Ingleses, escoceses, la lucha los había vuelto sanguinarios, brutales e inhumanos para siempre ante los ojos de Dios. Pero aquí no había nada que tuviese que ver con la guerra. Ni con la libertad, ni con los ideales de una causa o siquiera con la arrogancia de un rey que creía poseer el derecho a una tierra de costa a costa, de. mar a mar. Esto era un extraño intento de asesinato. De asesinato a sangre fría. El horrible hombre con el parche en el ojo se acercaba hacia ella. -No me importa nada en absoluto encargarme yo mismo de la tarea. Será un placer cortar a la dama en pedazos. Como al muchacho ese del bosque, un buen escocés que os ha traicionado. Debo reconocer que me costó bastante que el chico cantara. Me pregunto si estáis dispuesta a sufrir lo mismo, milady. Resultó ser una rata traidora, que había sido adiestrada por los ingleses. Le rompimos cuatro dedos y le arrancamos la mayoría de la uñas antes de que empezara a darnos... bueno, tuvimos que matarlo casi a golpes para que nos contara los detalles, pero lo hicimos, sí señora. Su corazón se sobresaltó. Pensó que iba a enfermar delante de todos esos hombres antes siquiera de que cualquiera de ellos levantase su espada. Gregory. Habían torturado a Gregory hasta la muerte por ella. Le invadió tal locura que ni siquiera la perspectiva del bebé pudo dominarla. Le habían enseñado que nunca debía perder el control ni dejarse llevar por los sentimientos y que recordase siempre sus debilidades. Pero el monstruo estaba muy cerca, y Eleanor levantó la espada con precisión y velocidad sobrenaturales, dejándola caer sobre el hombro de la bestia con fuerza y furia sobrehumanas. Tuvo la clara satisfacción de ver la cara de sorpresa del hombre mientras se tambaleaba hacia atrás y caía. Fitzgerald avanzó mirándola fijamente a la cara y luego al hombre que se desangraba en la tierra. Le dio una patada con la bota y el caído soltó un gruñido. El sheriff echó un vistazo a su sirviente, postrado y sangrante, y luego a ella. -Dirk era un buen hombre y me ha servido bien. Este es otro pecado por el que deberéis pagar, rnilady. Eleanor miró dentro de los ojos de Fitzgerald, deseando que estuviese más cerca para repetir la proeza que tanto le había sorprendido a ell., misma. -Todavía vive -le dijo al sheriff, sugiriendo que todavía estaba a tiempo de curarlo y
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vendarle la herida. -No podemos llevamos a los heridos -replicó él tranquilamente. -¡Pero ese hombre no está muerto! Fitzgerald se encogió de hombros. -¿Creéis acaso que los ingleses no son conscientes de los riesgos que corren sus vidas en Escocia? Señora, tenemos algo deprisa y hay que irse de aquí. -¿Vais a abandonar a un hombre herido de muerte? -Milady, estoy profundamente conmovido por la preocupación que mostráis hacia un hombre que ha torturado a uno de los vuestros...hasta la muerte. -Pero os era fiel. -Era un hombre que necesitaba mi autoridad y permiso para saciar sus placeres. -Aun así, hubiera muerto por vos. -Él no tenía intención de morir. -Pero lo hubiera hecho. -Él os subestimó. Yo no. -Es verdad. Falló, pero ahora os toca a vos. Fitzgerald la contempló durante un largo rato, airado y moviendo la cabeza en un gesto de admiración desconsolada. -Es una pena que tengáis que morir. Nos hemos conocido demasiado tarde. Podríamos habernos casado y vos no hubieseis necesitado libraros de un marido viejo y putrefacto. -No deseo morir, pero entre vos y la tumba, los gusanos me parecen más tentadores. Esta última frase lo enfureció y él no la subestimaba. Hubiese preferido que fueran sus hombres la que la atraparan... para poder ejecutarla sin peligro de que ella pudiera herirlo. Pero eso ya no podía ser. Había perdido su oportunidad de evitar el combate con ella. Sus hombres lo tacharían de cobarde, y a sus ojos perdería todo el respeto, incluso la autoridad para forzarles a llevar a cabo la ejecución que tenía pensada. -Muy bien, señora. Veo que ansiáis el sabor de la eternidad y el hormigueo de los gusanos en vuestra carne. Milady, esa hora ha llegado. Es tiempo para que os reunáis con el Creador. -Quizá sea vuestra hora. -Lo dudo. Soy muy bueno con la espada. Rendíos. Todo será muy rápido, una estocada en el corazón... -Sois bueno, pero un rayo podría caer del cielo. -Rezad vuestras oraciones, milady. -Rezad las vuestras, sir Miles. -¡Cómo deseéis! Ahora veremos si podéis repetir la hazaña que habéis hecho con Dirk. Es tiempo de acabar con todo esto.
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CAPITULO VEINTIDOS FITZGERALD sabía perfectamente hacia dónde se dirigía el pequeño grupo de escoceses. Durante la tortura, Gregory había confesado todo lo que sabía, pero Brendan conocía el terreno mucho mejor que el sheriff y no tenía que preocuparse buscando las pistas. Cabalgaron incansablemente durante toda la noche, conscientes de que el tiempo era lo único que importaba. Mientras galopaban hacia el norte en medio del bosque, Brendan temía lo que pudieran encontrar en el refugio que Collum pensaba alcanzar para pasar la noche, Estaban completamente seguros de su destino y de lo que dejaban detrás. Aprovechaban la noche para cabalgar tan rápido como habían aprendido a hacerlo en busca de los ingleses o en los días de antaño cuando les obligaban a huir. Levantó una mano cuando se acercaron a la zona de la cabaña; en silencio redujeron el paso de los caballos. A un gesto suyo, todos desmontaron dispuestos a aventurarse a pie por la última parte del camino. Miró la mano que había levantado y la agitó. Temía llegar al soto, a la cabaña y encontrarse con una matanza... Eleanor... Fitzgerald no tenía la menor intención de llevarla de vuelta -a Inglaterra. Se libraría de la amenaza que ella representaba en cuanto pudiera. Sintió una mano en el hombro. Eric. Eric señaló el suelo. Vio un rastro de sangre que cruzaba el camino desde la estrecha curva que llevaba al bosque hasta un paso lleno de matorrales al otro lado. Muy poca gente lo conocía. -¿Collum... Hagar? -pronunció Eric moviendo los labios. Brendan asintió. Él y Eric volvieron hacia el camino. Pero se detuvieron como muertos al escuchar el inconfundible so nido del entrechocar de espadas. Venía del lado contrario.
Enfrentándose a Fitzgerald, Eleanor trataba de recordar todo lo que le habían enseñado sobre esgrima y estrategia. Se acordaba de Falkirk y de los muertos y los moribundos que la rodeaban. Cubierta con una armadura completa estaban por todos lados, y ella se evadió del horror. Llevaba una espada y sabía cómo usarla, pero nunca la había esgrimido hasta esa vez... En que usó la empuñadura para derribar a Brendan. Pero ahora... Su vida dependía de su destreza. Y la de su hijo también. Fitzgerald desenvainó su espada, la alzó y luego la inclinó. Con los brazos le invitó a acercarse. -Vamos, el momento ha llegado. El combate empieza. Esta vez fue ella la sorprendida. Apenas pudo detener la súbita embestida del acero y sintió toda la furia del peso del arma recorriendo su brazo hasta el hombro. Eleanor saltó hacia atrás buscando evitar el siguiente mandoble y ganar tiempo para recuperar el aliento. Se movió hacia los caballos más rápido que el sheriff; pues no llevaba una cota de malla
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como la que protegía a Fitzgerald. Este lanzó una estocada pero falló clavando la espada en el suelo. Eleanor trató de cogerlo en ese momento mientras el tiraba de la hoja para sacarla; pero aunque el sheriff se movió a tiempo, ella lo hirió en el antebrazo debajo de la malla haciéndole sangrar. Se quedó quieto y la miró con los ojos llenos de rabia mientras Eleanor gateaba detrás de un árbol para defenderse del siguiente ataque. Habían dejado el centro del soto, y aunque los hombres del Yheriff se arremolinaban a su alrededor observándolos, mantenían una distancia prudencial. Ella seguía detrás del árbol, moviéndose adelante y atrás obligándole a Fitzgerald a seguirla. -Esto es una locura -le dijo al sheriff-. Estoy dispuesta a ir a juicio. -No habrá juicio para vos, milady -dijo él, haciendo una finta a la izquierda. Eleanor se tiró a la derecha. -¿Por qué? -No habrá juicio -repitió él. -Vais a matarme. ¡Qué importa si me entero de vuestras razones! Vos no matasteis a Alain. No podríais haberlo hecho y jamás os había visto antes de que vinieseis a Clarin. -Eso es verdad. Nunca nos habíamos visto, pero yo ya conocía Clarin -dijo, y pensando que esta era la suya, lanzó otra estocada clavando la espada en el árbol. Eleanor lanzó un nuevo mandoble mientras él trataba de sacar la hoja, pero justo a tiempo, el sheriff lo paró librándose de lo que hubiese sido una muerte segura. Y la espada de Eleanor salió volando por encima del soto. Se quedó mirando a Fitzgerald calculando la distancia y supo que su única esperanza era distraerlo unos segundos. -Creo que empiezo a entender -dijo ella lentamente-. Es verdad, vos no asesinasteis a Alain, pero sabéis quién lo hizo. La falta de respuesta le dio a Eleanor la solución que necesitaba. -¡Fue Isobel! -jadeó llena de rabia. Fitzgerald apretó los labios, y Eleanor se dio cuenta de que tenía razón. Había sido Isobel. -Isobel lo envenenó -dijo en voz alta-. Y estáis al servicio de ella. -Yo no soy el sirviente de ninguna mujer, milady. -Ah... pero estáis con ella. Vos e Isobel... juntos en este... envenenasteis a un buen hombre; le hicisteis morir en medio de la más espantosa de las agonías. -Por lo visto, no tenía muchas ganas de morir -dijo Fitzgerald en un lamentable descuido. -Pero vos nunca estuvisteis en Clarin. ¿Cómo...? Ya entiendo, os conocisteis en Londres; fuisteis uno de sus amantes y planeasteis todo esto. Y cuando para vuestra desgracia, volví de Francia con mi marido, tuvisteis que idear una manera de libraron de nosotros dos. Ya habíais enviado a un hombre para que De Longueville capturara mi barco, pero el plan falló. Tanto mejor. Clarin necesitaba dinero, y al traer un conde adinerado aumentaría el valor de la propiedad; entonces, descubristeis la forma de acabar conmigo: ¡ejecutada por el asesinato de mi marido! -Excelente, milady. Sois muy sagaz. Pero esa perspicacia os la vais a llevar a la tumba. -¡Esperad! -gritó Eleanor, echándose a un lado para evitar una estocada mortal que volvió a fallar. -¿Qué pasa con Alfred y Corbin? -Ellos también tendrán que morir. Alfred, ahora, está a las puertas del cementerio. Y en cuanto a Corbin, ya lo encontraré. Ojalá no hubiese corrido hacia los árboles; los hombres de Fitzgerald deberían haber oído de esto, ver cómo la ira dominaba su semblante, enrojeciendo mientras escupía las verdades que nunca había dicho.
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El sheriff levantó otra vez la espada. -Señora, ahora soy el propietario de las tierras adyacentes a Clarin, a causa de una serie de muertes infortunadas en mi familia. El hijo de Isobel heredará Clarin. -Pero el hijo de Isobel no es de mi primo -dijo ella-. O al menos eso creo que os han dicho. Sin embargo, lamento deciros que última mente Isobel se ha comportado como una coneja en celo con Corbin. Él se detuvo y le sonrió. -El chico... bueno, el primer hijo de Isobel tiene que ser de Corbin. No somos imbéciles. Sin embargo, mueren tantos bebés hoy en día... -Si su hijo muere, ella no heredará nada. No es pariente de sangre, y las tierras y los títulos revertirán en el rey que podrá otorgarlos a quien quiera. --Me los dará a mí. ¡Al caballero que posee las tierras vecinas y que ha sido un leal servidor de su soberano librándolo de tantos escoceses y que acabó con la asesina de un renombrado noble francés! -El rey es muy veleidoso. -No, milady. No lo es cuando recompensa a los que destruyen a sus enemigos. Ahora, mi querida Eleanor, como ya sabéis todo, podréis morir feliz, y por lo que respecta a vuestro... El sheriff se movió para atacarla, ella corrió en busca de su espada pero resbaló en la tierra justo cuando la tenía a su alcance, mientras Fitzgerald volaba hacia ella rodeándola con los brazos y arrojándola al suelo. No podría alcanzar su espada. Miró hacia arriba y vio que uno de los caballeros con armadura del sheriff la contemplaba. Para su sorpresa, empujó la espada hacia ella. Rodando por el suelo la cogió y pudo parar el primer golpe que Fitzgerald lanzó, enviándole hacia atrás tambaleándose. Mas el sheriff se rehízo rápidamente y volvía a tener el acero en el aire. Una y otra vez entrechocaron las armas y ella retrocedía arrastrándose por la tierra. Estaba segura que unos cuantos mandobles más le romperían los brazos. Estaba tan desesperada luchando para salvar la vida que apenas notaba el terror y el dolor que inundaban su corazón. Iba a morir justo cuando empezaba a conocer lo que le daba valor a su vida... Cuando su hijo... Era insoportable. Pero sucedería. Fitzgerald atacó de nuevo. La defensa de Eleanor se debilitaba por momentos; ya no le quedaba más opción que recostarse contra un árbol y dejar que allí la hiciera pedazos. El sheriff levantó de nuevo la espada... En unos segundos, miles de pensamientos llenaron su mente. Vio al sol brillando por encima de su cabeza a través de las ramas de los árboles. Y pensó aterrada que su muerte permitiría que Fitzgerald saciara su sed de riquezas y poder. Pensó en Isobel, que incluso ahora seguía planeando la muerte de Alfred... Y pensó en el hombre al que amaba y en la ferviente pasión que le animaba hacia su tierra, en su devoción continua hacia ella, tan profunda como la firme lealtad que profesaba a sus amigos, a su patria y a sus sueños de justicia y libertad. Y vio también, con el rabillo del ojo, la cabaña del bosque en la que había pasado la última noche, lamentando las incomodidades aunque sabía que dormiría en cualquier sitio con su hombre. E imaginó el movimiento, el vendaval de escoceses que podrían estar escondidos allí como le había advertido a Fitzgerald. Creyó que ya estaba muriendo, pues el sueño de su salvación casi parecía real... había algo...
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Había algo. Y ya no estaba. Cerró los ojos y se abrazó para morir. Pero la espada de Fitzgerald nunca cayó. Eleanor oyó el súbito ruido de la tierra haciéndose pedazos y luego la imposible vez de Brendan. -Pretendo ser un hombre razonable, Fitzgerald. A pesar de tantos años de guerra, creo en la ley. Es muy importante para Eleanor limpiar su nombre, pero quizá sea más importante para mí cortaros en pedazos. Sin embargo, detendré mi acero. Pero si mi esposa sufre algún daño, vos no encontraréis justicia y la cara desfigurada de Gregory será como la de un Apolo comparada con lo que yo haré con la vuestra. Eleanor abrió los ojos de golpe. El ruido de la tierra haciéndose pedazos había sido la espada de Brendan deteniendo la del sheriff que estaba ahora desarmado; le habían obligado a arrodillarse mientras Brendan lo miraba desdeñosamente. Luego la miró a ella, sus ojos eran más afilados que los de cualquier espada y sus facciones estaban marcadas por la tensión. -Eleanor... -él trató de tocarla. -¡Brendan! -gritó ella. Fitzgerald se estaba levantando y había sacado una daga de una funda de la pierna, abalanzándose sobre Brendan. Pero este se giró esquivando el cuchillo que fácilmente podría haberle atravesado el corazón. El ímpetu de Fitzgerald le hizo darse de bruces contra el árbol, y esta vez Brendan levantó su acero para cortarlo en dos. Sin embargo, Eleanor sacando fuerzas de su flaqueza saltó. -¡No! ¡Lo necesitamos vivo! Fue Isobel la que envenenó a Alain. Fitzgerald iba a matarme por ella. Brendan bajó lentamente la espada mirando fríamente al sheriff. -Y bien... -¡Es mentira! -aulló osadamente-. ¡Ella miente! -y se dio la vuelta buscando a sus hombres. En aquel momento, él y Eleanor se dieron cuanta al mismo tiempo que los hombres de Brendan habían rodeado el soto y que los ingleses tenían todos un cuchillo en la garganta sostenido por un escocés. Habían salido de la cabaña del bosque. En el más completo silencio se deslizaron por la parte de atrás, arrastrándose por el barro entre los árboles donde sorprendieron a los ingleses mientras Brendan saltaba hacia Fitzgerald. Los astutos y silenciosos escoceses mantenían a raya a los ingleses. Excepto uno, que debía haberse resistido y que yacía con la boca abierta mientras un reguero de sangre le salía por la garganta. Atónita, vio que Corbin era el que lo había matado Su primo caminó hacia ella cruzando el claro sin soltar de la mano el cuchillo con el que le había cortado la garganta al inglés. -Por favor, Brendan. Deja que yo vigile a este mientras tú cuidas a mi prima-dijo, acercándose a Fitzgerald con la sombra de la muerte en los ojos-. Cómo se le ocurra respirar, le corto las piernas, cuidando, eso sí, de dejarlo vivo para que pueda limpiar el buen nombre de Eleanor. Con Corbin guardándole las espaldas, Brendan se inclinó para tomar a Eleanor entre sus brazos. Ella temblaba tanto que apenas podía mantenerse de pie sin su ayuda. Empezó a llorar y casi se cae al suelo otra vez. Brendan la acunó, abrazándola con fuerza. Ella sintió su corazón... como un trueno contra el suyo. Estaba ahora donde quería estar. Pero oyó que Corbin hablaba otra vez lleno de ira.
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-Me temo que por ahora no soporto estar aquí más tiempo viendo a este tipo. Brendan se soltó como un rayo para impedir que Corbin matase al sheriff. Pero su primo no iba a acuchillar a Fitzgerald. Se limitó a cerrar el puño y darle tal trompada en la cara que le arrancó varios dientes. Fitzgerald se derrumbó inconsciente. Durante unos segundos solo hubo silencio. -¿Qué hacemos con estos... ingleses? -oyó escupir con desprecio a alguien en gaélico. Eleanor dio un grito de alegría al ver que Hagar caminaba entre los ingleses, lleno de barro como el resto de los escoceses, pero resuelto e ileso y tan alto que sostenía en vilo con una mano a un inglés y con la otra le apretaba un cuchillo en la garganta. La pregunta se confundió con el momento de silencio. Eleanor sabía lo que estaban pensando los hombres. Eran ingleses, enemigos que habían cabalgado al norte para atacarles, no solo a ella, si no también a Escocia. Merecían la muerte. -¡No! -protestó ella tirando del brazo de Brendan y obligándole a prestar atención-. Ellos no sabían nada de los verdaderos planes de Fitzgerald ni de ocultos propósitos del trabajo que iban a realizar para su rey. Brendan, ese caballero de ahí me devolvió la espada cuando estaba a punto de morir... hazlos prisioneros y devuélvelos a Inglaterra. Brendan la miró con ojos duros, los músculos tirantes y en tensión. -Collum está moribundo. -Brendan, si los matas ahora no seremos mejores que los ingleses. Estamos en tregua... -Han entrado en el norte. -Pero los escoceses son gente... civilizada -exclamó ella-. Y hay un gran poder en la misericordia. -Si hubieses muerto... -Pero estoy viva. No he muerto. La miró durante un largo rato y luego a sus hombres. -¡Atad a los prisioneros! -dijo al fin. De repente, uno de los ingleses jóvenes se puso a llorar. Y no creyó que ninguno de los hombres presentes, escocés o inglés, se lo echara en cara. Los escoceses empezaron a examinar a los caídos, por si había sobrevivido alguno, y cuando tropezaron con Dirk, nadie dudó. Hagar levantó el cuerpo y con un tajo rápido y violento le cortó la cabeza. La vuelta al castillo fue lenta y trabajosa. Margot cuidaba de los heridos en carretas improvisadas. En un momento del viaje, Eleanor se encontró cabalgando entre Brendan y Hagar. -Ella sabía que tú ibas a venir -le dijo Hagar a Brendan, en un tono estudiado, como si ya lo hubiese contado antes-. Ella lo sabía. Pensé que podría llevar a los otros a un lugar seguro y que a la vuelta la encontraría muerta sabiendo que solo sería capaz de matar a unos cuantos por venganza. Pero ella, de alguna manera, sabía que tú estabas en el camino... Brendan miró a Eleanor. -¿Sabías que iba en tu busca? Ella inclinó la cabeza. -Sí -mintió. Brendan no se lo creía tampoco. -¡Menuda fe! -murmuró él. -Los caminos del Señor son inescrutables -dijo bajando las pestañas. Brendan no insistió más sobre el tema; aunque les costó dos días volver al castillo, apenas tuvieron tiempo de estar juntos y nunca a solas. Brendan estaba frecuentemente
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con Margot controlando los vendajes de Collum. Ya le había retirado la flecha que falló por poco en los pulmones o el corazón, sin embargo la infección representaba un gran peligro para su vida. Margot parecía tener un don mágico para curar. Brendan también se enfrascaba en asiduas conversaciones con su primo, pero cuando ella se acercaba, ellos se callaban rápidamente. No importaba lo que ella dijera, suplicando, lisonjeándolos o enfadándose; no había manera de que le contaran algo. Fingían que charlaban sobres temas sin importancia, y cuando ella les transmitió su preocupación por Alfred que estaba solo en Clarin con Isobel, ellos intercambiaron miradas de complicidad. Las dos noches que pasaron al aire libre fueron peligrosas. Cuando Brendan no estaba de guardia, dormían juntos abrazados y abandonados a la más profunda ternura. Al fin, llegaron a la colina que estaba al norte del castillo. Los ingleses se habían ido. Fitzgerald tenía la nariz rota y le faltaban unos cuantos dientes. Era un prisionero arrogante e insolente, y Eleanor se mantuvo a distancia de él. Cuando descendían por la colina hasta el valle donde estaba el castillo, vieron abrirse las puertas de la fortaleza. Y al entrar, Wallace salió a su encuentro. -¡Santa Leonora! --exclamó, levantándola del caballo e ignorando a Brendan-. Regresáis a vuestro hogar sana y salva. Ella le sonrió y dijo: -De vuelta al hogar. Sí. Brendan desmontó y deslizó sus brazos detrás de ella. -Es verdad, señor. Mi esposa ha llegado a su casa. Ella supo, en medio de la algarabía del regreso, al ver la rápida atención que les dedicaban a los heridos y a los prisioneros, que estaba en casa. Escocia se había convertido en su hogar. Clarin ya no necesitaba que su nombre estuviese limpio. Alfred, en estricta justicia, se encargaría de llevar las tierras de Clarin si conseguía enviarle un mensaje para advertirle del destino que Isobel planeaba para él. Ahora, ella estaría convencida de que Corbin y Eleanor estaban muertos. Pero este era su hogar. Brendan no encontró reposo cuando llegaron; tuvo que hacer los arreglos pertinentes para que los prisioneros, incluido Fitzgerald, fueran entregados a Robert Bruce. Pasó también mucho tiempo asegurándose que Collum y Lars estuvieran lo más cómodos posible para que se curaran. Eleanor quiso ayudar a Margot, pero ella la rechazó. -Mañana tendrás tiempo para ser la señora y la sanadora de este castillo. Pero hoy, esta noche, cuídate a ti misma. ¿Acaso no estás enferma? Lo has pasado muy mal... y esperas un bebé. Eleanor sonrió. -He estado un poco preocupada por él. Pero... ¡lo noto! ¡Siento cómo él me da patadas! -¿Él? Podría ser ella -dijo Margot, sonriendo también al notar la vida que luchaba duramente dentro del cuerpo de Eleanor. -Yo creo que Brendan querrá un chico. -Yo creo que Brendan querrá muchos bebés -replicó Margot-. Sin embargo, debes descansar. Ah, pero antes hay alguien que quiere verte. Margot la condujo a un gran habitación en el ala del castillo opuesta al gran salón donde habían reunido a los heridos. La llevó hasta una cama en una cálida esquina al lado de la chimenea. Al principio, Eleanor no reconoció al hombre magullado y entumecido que allí yacía. Luego, gritó llorando desconsolada. -¡Gregory! -exclamó, poniéndose de rodillas a su lado. Estaba cosido a heridas y parecía hinchado, machacado, roto.
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Él movió los labios, y Eleanor vio que sus ojos, en medio de la cara hinchada, trataban de sonreír. -Los huesos se soldarán -dijo con la voz entrecortada-. Y las uñas volverán a crecer... no he perdido nada. Nunca quise traicionaros. -¡Gregory! ¡Mi buen Gregory! Has sufrido todo esto por mi culpa. -¡Milady! Vos le matasteis. -Pensé solo en mi propia supervivencia cuando él me dijo lo que te había hecho -le contó Eleanor-. Lo derribé y Hagar lo remató. -¡Sois una bendición para toda Escocia! -dijo Gregory. Le resultaba muy doloroso hablar, y Eleanor lo besó en la frente en un lugar donde la carne no estaba magullada. -Tienes que vivir. -Lo haré, milady. Viviré. Aquella noche, cuando al fin Brendan volvió al dormitorio, ella lo estaba esperando. El ponche se calentaba sobre el fuego y de la bañera salía el humo del vapor del agua caliente. Ella ya se había bañado y daba vueltas nerviosamente por la habitación. Fitzgerald la angustiaba y le preocupaba que pudiera escapar de Bruce, pero el que más la angustiaba era Alfred. Aunque sabía ahora que este era su hogar, tenía que volver una vez más a Clarin. Mientras daba vueltas, la puerta se abrió y entró Brendan. Todavía llevaba encima el polvo y la suciedad del barro del viaje, hasta la cara la tenía manchada. Sin importarle la túnica limpia de seda que llevaba, Eleanor atravesó corriendo el dormitorio arrojándose en sus brazos. Él la abrazó y Eleanor sintió cómo se estremecía; a ella le pasaba lo mismo. Se retiró un poco mordiéndole suavemente el labio con las pestañas bajadas. -¿Quieres bañarte? -¿Tú crees? -le preguntó con los brazos cruzados en el pecho-. ¿Vas a obligarme a tomar un baño? -Sabes que soy muy capaz de hacerlo. Dicho eso, él la levantó con túnica y todo y, a pesar de sus quejas, la metió en la bañera otra vez. Y en cuanto él se quitó la ropa embarrada se metió también. -¡Brendan! Ten cuidado con el agua o se pudrirán todas las maderas del castillo. Los que estén abajo deben estar calados. Brendan... -No importa, yo soy el señor del castillo -le recordó, sentado, mientras hundía la cabeza en el agua lavándose toda la mugre, la suciedad y la tensión. Se puso derecho echándose el pelo atrás de golpe. -Me habéis empapado, señor. Me estáis poniendo perdida de... Brendan la atrajo hacia sí, poniéndole la cabeza entre las manos, acercándola, besándola, haciéndola callar con sus labios. -¿De verdad creías que iría a buscarte? -Recé para que lo hicieras. -Les dijiste a los otros que se fueran y tú te quedaste allí sola indefensa. -No tenía otra opción -le dijo Eleanor, poniendo sus manos sobre su pecho-. No había otra opción. Pero, Brendan, hay algo que tenemos que hacer. Alfred está en Clarin, con Isobel. Ella está intentando matarlo, ella... Brendan le puso un dedo en los labios. -Lo sé. -Debemos hacer algo... -Lo sé, amor mío. Pero esta noche, no. Esposa mía... En el silencio se sumergió dentro de la profundidad de sus ojos azules.
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-Esta noche... después de todo esto... es la primera que pasamos juntos; la primera noche en la que de verdad eres a los ojos de Dios mi esposa. Si estás viva -dijo lleno de emoción-, es por la gracia de Dios. Que estemos ahora así juntos no es más que uno de Sus benevolentes milagros. Se levantó y, ayudándola, salieron juntos de la bañera. -¡Brendan... el agua! Él se acercó a ella y le quitó la túnica de seda mojada de los hombros dejándola caer al suelo. Se quedaron uno enfrente del otro y Brendan con sus nudillos empezó a recorrer sus brazos, luego siguió con las mejillas y bajó por el valle que se abría entre sus senos hasta el abdomen. Arrodillándose, puso la cara contra el vientre de Eleanor y ella dejó que sus dedos acariciaran sus cabellos mojados. -Te amo, Brendan. Te amo más... que a cualquier cosa en este mundo. Más que a mi vida. Brendan besó su piel, acariciándola y luego se puso de pie. Sonrió tiernamente. -Y yo también te amo, esposa mía, más que a nada en el mundo. -¿Más que a Escocia? -musitó ella. -Sí, milady -dijo, después de pensarlo un momento-. Más que a Escocia. Ella sonrió, pero dudó que fuese verdad. Pero no importaba. El fuego ardía en la chimenea reflejando las sombras que tanto amaba en su cuerpo, dibujando sus músculos, brillando sobre su piel, haciendo magia. Y en medio de las llamas, Brendan demostró cuánto la amaba. En sus brazos, ella hizo lo mismo.
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CAPITULO VEINTITRES CUANDO Eleanor bajaba las escaleras se dio cuenta que estaban haciendo planes. Se había reunido un gran grupo; Eric, Corbin,Liam, De Longueville y más gente. Ya sabía que Wallace con un grupo de hombres había salido al amanecer. La tregua con Inglaterra no duraría mucho, y aunque sir William tenía sus seguidores, ahora no disponía de un gran ejército. Tenía que descansar y volver a casa. Nunca habría paz o justicia para él en Inglaterra. Intuyó que debían llevar bastante rato hablando y discutiendo la situación. Pasó entre ellos, pero se dirigió a Brendan. -Debo volver a Clarin. Alfred está en peligro. -Por supuesto. Iremos esta noche. -¿Esta noche? -exclamó incrédula. -Sí. Prepara lo que necesites. Lo hizo. Después se fue con Margot para ayudar a los heridos. Hacia el anochecer, Brendan subió a su dormitorio y, cerrando la puerta detrás de él, caminó lentamente hacia la chimenea. Ella lo miraba. -¿Es hora ya de irnos? -preguntó dulcemente. -Pronto -respondió él. Alguien llamó a la puerta, y Brendan fue a abrirla como si estuviera esperando la visita. Era Joanna con una bandeja en la que había dos copas de vino. Le dio las gracias y, después de cerrar la puerta, Brendan la llevó y la puso encima de una banqueta enfrente del fuego. -Brendan, tenemos que irnos... -Pronto -dijo con ternura-. Acércate. Él se sentó en la gran silla tallada, y cuando ella se puso a su lado la tomó de la mano tirando suavemente de ella hacia su regazo. Luego le acarició las mejillas estudiando con curiosidad sus facciones. -¿Por qué salimos de madrugada? -preguntó Eleanor. -Necesitaremos la luz del día. -Alfred puede que esté ya muerto. -No creo -Brendan levantó una de las copas y se la ofreció. Eleanor bebió, mirándolo fijamente. A Brendan no le gustaba mucho el vino, prefería la cerveza. -Brendan, quizá... -Tenemos tiempo. Estamos esperando a ver si viene Robert Bruce. -¿Crees que vendrá? -No lo sé. Si lo hace, seremos una fuerza considerable, y además no nos convertiremos en proscritos cuando crucemos la frontera. -¿Y si no viene? Brendan se encogió de hombros. -De cualquier forma iremos a Clarin. Termina el vino -le pidió dulcemente. Eleanor apuró la copa, devolviéndosela después. Brendan seguía contemplándola intensamente y luego la besó imperiosa, extraña y tiernamente a la vez. -Te amo. -Lo sé. Cabalgarás a Clarin Un simple lazo sujetaba la túnica de Eleanor. Él lo desató mientras acariciaba su suave piel por encima de la seda. Eleanor detuvo sus dedos. -Tenemos que irnos. -Hay tiempo de sobra. -Brendan... -El tiempo que pasamos a solas es oro. Nos ha costado aprenderlo -dijo, apartándole la mano para seguir desatando la túnica. La cálida sensación de sus endurecidas manos rozó su piel. Se estremeció con la oleada de calor que pareció recorrer todo su cuerpo instantáneamente. -Brendan... -Hazme el amor. Él se puso de pie y levantó a Eleanor. Un momento después, toda la ropa que había
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preparado cuidadosamente para el viaje estaba tirada en el suelo al lado de la cama. Su tartán los cubría a los dos. La dura excitación de su carne la tocó, y mientras se ponía encima de ella sus ojos, a su manera serios y extrañamente melancólicos, no dejaron de mirar intensamente la cara de Eleanor. -Te amo. -Lo sé. -Hago lo que hago... porque te amo -dijo Brendan. Ella sonrió y le acarició la cara. -Lo sé. -Por tu vida -susurró él. -Brendan... Pero él inclino la cabeza y la besó apasionada y largamente con la caricia de sus labios y la cadencia de sus movimientos. Él la acunaba tiernamente haciendo el amor al mismo tiempo con ella vigorosa y ardientemente. Y ella vio en su cara la pasión y algo más... Las estrellas parecían bailar en el fuego de la chimenea. Se movió para encontrarse con él, para moverse dentro de él, pegarse a él. La dulzura del clímax pareció envolverlos como un manto de acero fundido, y unida a él se abandonó en sus brazos... Más tarde, Eleanor se despertó de golpe. Durante unos segundos se sintió completamente desorientada y luego recordó que tenían que irse. Ella había estado preparada, pero ahora... Se dio la vuelta. Estaba desnuda en la cama. Brendan se había ido. Mirando al otro lado de la cama se fijó en que el tartán tampoco estaba, pero que sus ropas seguían en el suelo. Saltó de la cama y se puso la ropa a trompicones sin pensar en sus cabellos enmarañados, y corriendo hacia la puerta. No se abría. Estaba cerrada. Se quedó sorprendida mirándola un momento y luego se abalanzó hacia la ventana que daba a un balcón y los parapetos. Ya era de día. Había alguien en el balcón. Thomas de Longueville estaba sentado en un banco leyendo. Levantó la vista en cuanto ella salió. -Está escrito por un francés dijo. -¡Thomas! ¿Qué estás haciendo en mi balcón? -Vigilando para que no te escapes. -¿Hace cuánto tiempo se ha ido? -Casi un día. -¡Thomas! Arderás en el infierno por esto. -¡Lady Eleanor! ¡Pero si esta es una de mis buenas acciones -dijo alegremente-. ¡Arderé en el infierno por otras! -¡Thomas, siempre serás un pirata! -replicó enfadada-. ¡Gracias! -respondió él sonriendo. Eleanor le lanzó un exabrupto y se metió furiosa en el dormitorio. ¿Cómo había sido capaz Brendan de hacerle esto? Lo sabía perfectamente. Temía que sufriera algún daño en Inglaterra. Sabía que... ella entendería... Ella también tenía miedo por él y le preocupaba no estar a su lado. Irrumpió violentamente en el otro dormitorio empujando las cortinas pensando que quizá allí no hubiera nadie vigilando. Margot estaba al lado del fuego cosiendo tranquilamente. Levantó la vista hacia Eleanor. -Hace ya mucho tiempo que se han ido -dijo suavemente. -Pero... -Para ti sería muy peligroso ir ahora a Inglaterra. -Pero es mi guerra, Margot. -Si es tu guerra, también es la suya. Déjale luchar esta vez por ti. -Pero ¿qué pasa si Bruce no se reúne con ellos? En cuanto cruce la frontera volverá a ser un proscrito. -Él volverá. -¿Cómo puedes estar tan segura? -gritó Eleanor.
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-Tengo experiencia -le dijo Margot, volviendo tranquilamente a su labor-. Y además, Brendan te ama -añadió con dulzura.
Esperaron en la bifurcación de la carretera del sudoeste. Los caballos escarbaban la tierra, el tiempo se hacía muy largo. -Robert Bruce no vendrá -dijo Eric-. Ya nos ha dado toda la ayuda que se ha atrevido. Tiene c.ue mantener buenas relaciones con Eduardo. Brendan estaba casi de acuerdo con él; había sido una vana esperanza creer que Robert Bruce vi>>iera. Estaba demasiado complicado en los asuntos del rey. Recién casado, la tinta de la tregua aún fresca y la fidelidad jurada a Eduardo. Pero precisamente por eso, él tenía que venir. Con Bruce a su lado, el pretexto de la visita tendría sentido y nadie estaría en peligro. -¡Allí! -gritó Liam de repente-. ¡Allí! Caballos. Los veo... Bruce cabalgará con nosotros. Brendan miró a los caballos que se acercaban y distinguió los colores de Carrick... y al mismísimo Robert Bruce al frente del grupo. Brendan se adelantó para encontrarse con él. Estaba serio. -Gracias por venir. -No vamos a la guerra. Simplemente visitarnos unas tierras inglesas que no están muy lejos de las que pertenecen a mi propia familia -dijo Bruce. Le habían llamado traidor muchas veces. Pues muchas veces, él podía haber cambiado la suerte de la causa escocesa. Pero hoy montaba con ademán firme un caballo que llevaba sus insignias y un escudero enarbolaba el pendón de los Bruce. Tenía la misma edad que Wallace, pero era un caudillo diferente. De noble nacimiento y destinado a... ¿Destinado a ser rey? Se preguntó Brendan. -Bien, Bruce. Este es el plan -le explicó Brendan. -Ya he escrito al rey como me pediste contándole la conjura. También le he enviado una misiva a la reina esperando que ella interceda. Aunque es joven, se toma muy en serio sus deberes, y como es la hermana de Felipe conoce perfectamente el aprecio que el rey de Francia te tiene. -Siempre estaré agradecido por cualquier cosa que ella haga para limpiar el nombre de mi esposa de las acusaciones de asesinato que pesan sobre ella. -Que se ha casado con un proscrito escocés. Clarin nunca volverá a ser suyo. -Eso no importa. Lo que hay que aclarar es la acusación de asesinato. -Una causa muy justa -dijo Bruce-. Y esta charada que has planeado... me gusta. ¿Quieres ponerte ahora mis insignias o más tarde cuando estemos más cerca de Clarin? Llegaron a Clarin temprano por la mañana; el toque de un cuerno anunció la llegada de un personaje tan principal y rico al que acompañaba una tropa de soldados. De Clarin salió un guardián rápidamente para recibirlos; las insignias de Bruce, el gran terrateniente tanto en Escocia como en Inglaterra, eran bien conocidas, así como el reciente y necesario acuerdo firmado entre Eduardo y uno de los posibles pretendientes al trono de Escocia. Las puertas de Clarin se abrieron en cuanto se acercaron a ellas. Los caballos chacolotearon mientras las cruzaban. Isobel los esperaba en la entrada principal de la torre. Era una mujer hermosísima de cabellos oscuro, modales regios y rasgos delicados. Caminó directamente hacia Robert Bruce e inclinó la cabeza. -Lord Bruce. -¿Me conocéis, señora? -preguntó él. -Por supuesto. Soy Isobel de Clarin. Me temo que soy la única en poder saludaros. Sois
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bienvenido. ¿Viajáis a Londres? Os ruego que paséis al salón para calmar vuestra sed. Isobel, señalando la puerta abierta, lo acompañó, seguida por Corbin, Brendan y Eric, cubiertos con yelmos y cotas de malla con las insignias de los Bruce. Robert no perdió el tiempo y, antes de que Isobel pudiera llamar a la servidumbre para que trajeran bebida y comida, preguntó: -¿Dónde está el señor del castillo? -¿El señor, lord Bruce? -dijo desconsolada-. Me temo que hemos sufrido un lamentable suceso. Eleanor, la señora, por derecho de este castillo, envenenó a su pobre y amado marido. La llevaban a Londres para juzgarla, pero los hombres del rey que la escoltaban y el sheriff fueron capturados por... -y aquí Isobel dudó-, escoceses proscritos. Ella huyó al norte con su amante. Sin embargo, el sheriff está ahora persiguiéndolos. Mi marido... -dijo fingiendo un sollozo de añoranza- fue también capturado. Su hermano Alfred, que se encarga aquí de todo, ha sufrido un terrible accidente. La silla del caballo que montaba se rompió. Ahora está arriba acostado en la cama. ¡Ah, aquí viene la comida y el vino! Los sirvientes entraron y dispusieron un banquete improvisado. Brendan se dijo que en verdad Isobel ansiaba ser la señora de esta casa. Debía haber pedido la comida en cuanto vio las insignias de los Bruce en los jinetes cuando todavía estaba bastante lejos. -La comida puede esperar. -¡Perdón, lord Bruce! Os aseguro que sois bienvenido cordialmente en esta casa. Sé que habéis hecho las paces con el rey Eduardo. Y aunque esté tan cerca de llevar luto... pues creo que Corbin ya está muerto, asesinado seguramente por esos salvajes escoceses. Pero sir Miles Fitzgerald me ha dado esperanzas. Corbin está atado por los lazos del honor con su prima y defenderá a Eleanor aunque sepa que ella ha sido la asesina de su marido. -¿Dónde está ahora Alfred de Clarín? -exigió saber Bruce. -Está arriba, donde yo puedo atenderlo. Venid. Sus identidades estaban bien ocultas por los yel —nos de los Bruce, así que Corbin, Brendan y Eric subieron las escaleras con Isobel. Ella abrió una puerta. Alfred estaba en la cama y tenía aspecto ceniciento. -Se ha roto la pierna. Fue un terrible accidente cuando el caballo lo tiró. Nunca antes se había asustado, pero ese día... -¿Imagino que recibirá tratamiento médico? -preguntó Bruce. -No permitiré que nadie cuide de mi más querido cuñado. Es lo único que me queda, mi pobre marido debe estar muerto ya... -Pero tu marido no está muerto, Isobel -exclamó Corbin, adelantándose y quitándose el yelmo-. ¡Y cómo se te ocurra volver a tocar a mi hermano, te despellejo viva! Isobel lo miró llena de horror, y entonces Brendan y Eric se despojaron de sus yelmos también. Las mejillas de la mujer se contrajeron en una mueca terrible sorpresa. Pero reponiéndose inmediatamente retrocedió. -¿Qué burla es esta? -No bromeamos, señora -dijo Bruce-. He venido para llevaros a Londres... con sir Miles que nos ha contado todo sobre vuestro repugnante plan para apoderaron de estas tierras. -Sí, mi querida esposa -dijo Corbin-. También nos ha contado algo acerca de vosotros dos. lsobel lo miró petrificada, dándose cuenta de la terrorífica situación en la que encontraba atrapada. Pero contraatacó argumentando: -Cualquier cosa que él haya dicho para salvar su vida será ciertamente mentira. El rey
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nunca creerá en la palabra de un renegado que traiciona a su propio país contra la de su propio sheriff. -Puede que lo haga. Cinco de sus hombres jurarán que Fitzgerald recibió un trato justo en nuestras manos y la falta de piedad y misericordia que tuvo con Eleanor -dijo Brendan. Isobel corrió como una loca por la habitación pero Brendan fue más rápido atrapándola antes de que pudiera arrojarse por la ventana. Ella le arañó clavándole las uñas. -¡No os arrojaréis por la ventana, señora! -le dijo-. Iréis a Londres y responderéis por la muerte de Alain de Lacville. -¡Vos! -siseó-. Vos sois el sacerdote. ¡No! Sois ese traidor miserable escocés, ¡maldito bastardo! Intentó clavarle las uñas otra vez, pero Corbin tiró de ella ponién dole las manos en la espalda y atándoselas con muy poca cortesía. Luego Eric se acercó y la cogió de un brazo. -Queremos que afronte un juicio -le dijo a Corbin-. Me ocu paré de que la lleven con los otros prisioneros y que pueda montar a caballo. Corbin asintió con la cabeza. -Tengo que hablar con mi hermano -dijo tranquilamente mi rando a Bruce-. ¿Os importaría si vuestros médicos lo atienden...? Esa misma tarde se irían de Clarin. Bruce y sus hombres hacia el sur, mientras que Brendan y los suyos regresaban a casa. Brendan había creído que Corbin se quedaría en Clarin, pero sabiendo que su hermano estaba en buenas manos ahora decidió irse con ellos. -Clarin nunca ha sido mío, y Alfred gobierna estas tierras muy bien. Regreso a Escocia. -¿Y qué harás con Isobel? Se enfrentará a la justicia del rey y creo que declararán nulo nuestro matrimonio. Permanecieron un buen tiempo para dar buena cuenta de la comida que Isobel les había preparado y luego partieron. Dos días más tarde, mientras se acercaban al castillo, Brendan se imaginaba la furia de Eleanor. No se había atrevido a llevarla con ellos, pues si Bruce no hubiese venido, podrían haber tenido serios problemas. Y tampoco hubiese en contrado ]ajusticia que necesitaban. Las puertas se abrieron cuando llegaron. Él cabalgaba al frente de sus hombres, era un hombre hábil, un guerrero fiero, orgulloso y siem pre valiente... Excepto ahora. Le sudaban las manos. Entró... Y allí estaba ella. De pie en los escalones esperándolo. Eleanor de Clarin. No... Eleanor de Escocia. Ella lo vio al otro lado del patio y sus ojos se encontraron con los suyos. Él levanto la mano con un gesto de victoria. Ella sonrió. Y cruzó el patio corriendo para darle la bienvenida. Él desmontó y se echó en sus brazos. La abrazó durante un largo rato y, sabiendo lo preocupada que tenía que estar, se separó para mirarla a la cara. -Alfred vivirá. Los médicos de Bruce así lo aseguran -le dijo-. Estaba gravemente enfermo, pero después de unas cuantas horas sin los amorosos cuidados de Isobel, mejoró rápidamente.
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-Pero él... -Sí. Sobrevivirá. Es un hombre fuerte. Pasó un buen rato charlando con Corbin antes de marcharnos. Ella miró detrás de Brendan y vio que su primo también había vuelto. Brendan se encogió de hombros. -Ha decidido que quiere ser escocés. -¿Lo sabe Alfred? -Él sabe que no volverás. No podía hablar mucho, pero te manda todo su amor y sus mejores deseos. -¿E Isobel...? -Corbin tuvo que hacer muchos esfuerzos para no matarla y evitamos que se tirara por las almenas. Pero ahora viaja camino de Londres con Robert Bruce. Ella bajó la cabeza, pero él le levantó la mejilla obligándola a mirarlo a los ojos. -¿Estás enfadada conmigo? -Lo que hiciste fue terrible. Me drogaste. -Muy suavemente y aconsejado por Margot, pero... ¿estás enfadada? -Estoy furiosa -dijo. Y luego sonrió; una hermosa sonrisa que iluminó de golpe sus ojos azules grisáceos. -Has vuelto a casa. A salvo para mí. -Siempre lo haré -dijo él tiernamente. -Entonces, me enfadaré más tarde -le prometió Eleanor. Otra vez más, Brendan la tomó entre sus brazos. La victoria era en verdad suya. Pero todavía había que conquistar la libertad.
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EPILOGO EL 4 de noviembre nació el bebé de Eleanor. Fue una niña. Ella esperaba un chico, pero Brendan que fue el primero en coger a la recién nacida estaba encantado. -Me temo que vamos a tener bastantes problemas con esta criatura -le dijo a Eleanor. -¿Por qué? -Como salga a su madre, se va pasar el día escapándose por las ventanas y cosas así. La llamaron Genevieve Margot, el primer nombre por la poco recordada madre de Eleanor y el segundo, por supuesto, por Margot que sería la madrina. Eric sería el padrino. Tres semanas después del nacimiento llegaron al fin noticias de Londres. Ante un juez y un jurado de sus pares, todos ingleses, sir Miles Fitzgerald fue declarado culpable del asesinato del noble francés, Alain de Lacville. Isobel también fue condenada. Corrió el rumor en las tierras de los Bruce que Isobel intentó utilizar todos sus encantos con Robert, pero como el escocés estaba muy enamorado de la que iba a ser su esposa, nadie creyó esos bulos. A Fitzgerald se le concedió la gracia de ser decapitado en lugar de ahorcado, e Isobel, enloquecida ante la misma perspectiva, decidió acabar sus días como Alain. Se envenenó. Eleanor sabía que, a pesar de todo lo sucedido, Corbin no podría evitar estar consternado ante el destino que ella le había traído. Sin embargo, él abrazó la causa escocesa con más fervor que ella misma. Cuando se enteró de la suerte de Isobel, salió a cabalgar como Brendan hacía a menudo, y a la vuelta parecía curado. El año siguiente fue especialmente bueno para sus vidas, pero esta situación no iba a durar mucho. Doce meses después, el rey se las arregló para reunir el ejército que necesitaba para invadir Escocia y rompió la tregua que le había servido exactamente para este objetivo. Enmayo de 1303, llegó a Roxburgh, y desde allí devastó Edimburgo, Lintlithgow, Perth, Brechin, Aberdeen, Banff y Elgin. En noviembre,se movió hasta Dunfermline, donde pasó el invierno; allí se le unió su segunda y joven esposa. La resistencia escocesa no hizo nada para detenerlo; tan solo en Brechin, sir Thomas de Maule resistió en su castillo hasta que lo mataron en las almenas de su propia fortaleza. El rey no intentó saquear o destruir el castillo. Tampoco lo hizo con el pueblo que crecía en los alrededores del mismo; eran tierras que estaban al lado de las de los Bruce y, quizá por eso, los soldados de Eduardo se contuvieron. Muchos, muchos hombres capitularon ante el rey. Gentes que apreciaban a William Wallace, que estaba visitando en esos momentos a su familia en Menteith, le pidieron que aprovechara la oportunidad para hacer las paces con Eduardo. Mas él respondió que solo lucharía por Escocia y que jamás se rendiría. El rey Eduardo encomendó a sirAlexanderdeAbernathy que vigilase el río Forh por si Wallace intentaba cruzarlo. También le ordenó que no diera cuartel a Wallace, hasta que este se rindiera incondicionalmente. Por supuesto, el bravo escocés no tenía la más mínima intención de hacerlo. En marzo de 1304, Wallace, sir Simon Fraser y sus seguidores fueron atacados en Tweeddale y obligados a retirarse a través de Lothian. En Peebles fueron derrotados, pero ni Wallace ni sus hombres fueron capturados; les habían advertido que un renegado había delatado a los ingleses la posición de Wallace. La advertencia provino
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de una fuente secreta, de un hombre al que se creía que era ahora un buen servidor del rey Eduardo. Robert Bruce. Después de tantas escaramuzas, Brendan volvió a casa muy fatigado, aunque no derrotado. Pero también con un nuevo respeto hacia su poderoso vecino del sudoeste. Había oído que Bruce estaba en conversaciones con el clero escocés; ahora era evidente que Balliol nunca retornaría como rey, y los únicos pretendientes que quedaban al trono eran John Comyn y Robert Bruce. En febrero, John Comyn, el Rojo, el Feroz, firmó una tregua con Eduardo. Con el tiempo, Robert Bruce estaba empezando a demostrar que entendía mejor a Wallace, mientras aumentaba su admiración por él. Brendan, por su parte, pensaba que Bruce empezaba a creer que su posición y poder, unidos al carisma que Wallace tenía sobre la gente, podrían crear una verdadera resistencia. Eleanor, por otro lado, aprendió a escuchar, a resignarse ante las derrotas y a vivir de esperanzas. Cuando Eduardo se fue de Escocia a finales del verano, ordenó quemar la abadía de Dunfermline a pesar de su magnificencia, de haberla visitado y de que en ella reposaban los restos de su propia hermana, Margarita, de su esposo Alejandro y de sus hijos. Contra el castillo de Stirling utilizó una nueva máquina de asedio, a pesar de que la guarnición había ofrecido rendirse. Quería comprobar cómo funcionaba el artefacto, y la lluvia de proyectiles que cayó sobre la fortaleza entretuvo mucho a las damas que lo acompañaban. Abandonó Escocia, contento de saber que todo estaba en su sitio. Aquel invierno, Eleanor dio a luz a un niño al que llamaron Arryn William, por el pariente que había criado a Brendan y por el hombre al que él más respetaba del mundo. Margot y Eric fueron bendecidos con una niña de pelo tan dorado como el sol y con un mechón de cabellos blancos y unos ojos tan azules como el cielo. Durante esa época, Wallace se movía con rapidez cuando la mano del rey le amenazaba como un martillo de plomo. Sin embargo, se las arreglaba para hacerle llegar mensajes frecuentes a Brendan. Este y muchos hombres se unían a Wallace entablando batallas o luchando en escaramuzas para volver luego a sus hogares sigilosamente. Varias veces tuvo Eleanor que llevarse a los niños y a las mujeres al norte, a menudo a una isla más al oeste, donde Brendan todavía tenía parientes. La antigua fortaleza familiar se alzaba en una isla rocosa, a salvo de casi cualquier ataque. Eleanor aprendió a vivir a remolque de las circunstancias. Margot le enseñó que nunca había que pensar en si él iba a volver; tenía que pensar en términos de cuándo. Y él siempre volvía a ella. En la victoria o en la derrota, sus ojos siempre buscaban los suyos, y él vendría a abrazarla como había hecho la primera vez que volvió de Clarin, con fuerza entre sus brazos para poder hablar luego. Hubo veces en las que pensó en que debía convencerlo para que dejara de luchar, usando como pretexto a sus hijos y el miedo que ella sentía cuando se marchaba o cualquier otro ardid para que se quedara en casa. Pero sabía que no podía hacerlo. Él seguía siendo un escocés libre, valeroso y leal; no sería el hombre al que conocía y amaba tanto. Al fInal, no fue en la batalla, sino mediante la traición como atra paron al gran Wallace. Sir Aymer de Valence, un hombre de su confianza, se acercó a sir John de Menteith, un escocés que se había rendido al rey, prometiéndole grandes recompensas de parte de Eduardo, a cambio de ayudarle a capturar a Wallace. Menteith había perdido a un
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pariente en Falkirk e introdujo a su sobrino, un chico llamado Jack Short, entre los seguidores de Wallace para que lo mantuviese informado de sus planes y movimientos. Robert Bruce había estado en la corte del rey Eduardo y se suponía que viajaba hacia el norte para reunirse con Wallace. Si Bruce estaba al tanto de lo que se urdía, nadie lo sabe; pero una noche, mientras Wallace esperaba a Bruce, Short desarmó a aquel, que dormía fatigado y a su gran amigo y fiel seguidor Kerby. Wallace, inerme, intentó luchar, pero Meinteith le advirtió que estaban rodeados por soldados ingleses y que él era el único que podía llevarlo al castillo de Dumbarton a salvo. No había soldados ingleses. Wallace descubrió que se había rendido a sus propios compatriotas. Lo habían traicionado. Menteith no lo llevó a Dumbarton y, evitando aquellas partes del país en las que pudiese haber patriotas leales a Wallace, lo entregó a John de Seagrave, que custodiaba el curso sur del río Forth. Desde allí, Seagrave lo llevaría a Londres. Cuando Gregory, siempre llevando mensajes, cruzó las puertas del castillo después de una durísima jornada a caballo, contó la noticia, Brendan se enfureció. Lleno de cólera y rabia despotricó contra el odio que el rey tenía a Wallace y los traidores que habían cometido tan vil infamia. Maldijo a Bruce y a todo el mundo mientras preparaba una partida para rescatar a William. Eleanor, horrorizada por lo que pretendía hacer, fue a hablar con Margot. Cuando Brendan ya estaba dispuesto a salir, mandó a Bridie para que fuese a verla antes de la partida. Él llegó al dormitorio angustiado y enloquecido. -¡Por Dios, Eleanor! ¡Lo van a matar! Tengo que salir a toda prisa... ._Ya tienen que estar en Inglaterra. ¿Qué vas a hacer para detenerlos? __Algo. No lo sé. Ya se nos ocurrirá alguna cosa. Ella le ofreció una copa de vino que estaba en una banqueta enfrente del fuego. -Brendan. Esta vez estoy muy asustada. Déjame estar contigo unos pocos minutos antes de que te vayas. Lo llevó hasta la chimenea y lo hizo sentarse sobre una piel enfrente del fuego. Brendan se bebió el vino de un trago y la miró. Luego la tomó entre sus brazos y la besó. -¡Brendan! Abrázame, pues tengo mucho miedo esta vez. Querido mío, hazme el amor antes de irte, déjame algo que pueda recordar... Las llamas se alzaban ante ellos; ella siempre pensaría en él como un fuego dorado y vivo dentro del ardor de sus oscuros cabellos, de sus facciones quemadas por el sol, nacientes cicatrices cada año que pasara. Pero siempre apasionado, brillante y tierno. Aquello era una vida, vivida tan vehementemente... Él pareció entender sus miedos, pues la amó con tal ternura y pasión que la dejó sin aliento, olvidando todas sus intenciones. Eleanor al final se puso encima de él y lo miró llena de congoja. -Lo que he hecho lo he hecho porque te amo con todo mi corazón. -Eleanor mpezó a decir frunciendo el ceño. Ella se levantó y Brendan intentó hacer lo mismo, pero se cayó de espaldas contra la piel inconsciente. Eleanor se vistió cuidadosamente y dejó en la habitación comida y bebida para varios días. Luego se fue. Cuando Brendan trató de salir al día siguiente, se encontró encerrado. Gritó con tanta fuerza que las murallas del castillo temblaron. Nadie le hizo caso. Cuando, dos días más tarde, Eleanor le dijo a Eric que quizá ya era hora de liberar a Brendan, no las tenía todas consigo para enfrentarse a su marido. Se quedó en el patio con Margot y los niños. De repente, Genevieve señaló la puerta de la torre:
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-¡Papá! ¡Papá! -No estoy muy segura de que su padre quiera verme justo ahora -le murmuró a la niña-. Margot, ¿te importa vigilar a los críos? Se dio la vuelta y corrió apresuradamente hacia los establos. Oyó sus fuertes pisadas y pasó dentro, tropezándose con él. Intentó huir, pero Brendan la tiró en el heno. Se había portado mal y gritó asustada, encontrándose atrapada y sintiendo su cara sobre la suya, las manos de Brendan en sus mejillas. Los ojos firmes, serios y dolidos mirándola. -Brendan, perdóname. Tuve que hacerlo... hubieses muerto por él. Todo estaba en tu contra, y Wallace nunca hubiese querido que te... -Lo sé. -Por favor. No te enfades. -Estoy enfadado. -Solo lo hice... --Para vengarte, ¿eh? -dijo él, recordando cuando la encerró para evitar que volviese a Clarin. Ella negó con la cabeza. -Aquello salió bien. Y pensé que también funcionaría contigo. -Lo matarán. -Lo sé. Lo siento, pero tú no puedes evitarlo. Brendan, ¿estás muy enfadado? -Estoy furioso -y luego sonrió tristemente-. Pero no importa. Acarició sus mejillas. -¿Dormirás conmigo en el pajar? -le preguntó a Eleanor. -Donde tú quieras -respondió ella. Se quedaron solos en los establos, hasta bien entrada la oscuridad. Al mes siguiente se enteraron de todo. William Wallace, el gran héroe, tuvo un simulacro de juicio en Londres. Admitió las acusaciones de atacar Inglaterra y a los ingleses. Pero negó ser un traidor. No podía traicionar a Eduardo 1, pues jamás le había jurado fidelidad. Nunca lo había hecho. Aun así, fue condenado a la muerte reservada a los traidores. Lo llevaron en una carreta por las calles de Londres. Durante el recorrido hasta Smithfield, aquel gran hombre sufrió los insultos y soportó la fruta podrida y los escupitajos que le lanzaba el populacho londinense. Allí, Wallace pidió al sacerdote que mantuviera abierto el Libro de los Salmos y que lo sostuviera frente a él hasta que acabaran con su vida. Lo colgaron dejándolo medio muerto. Le cortaron los testículos y le arrancaron las tripas. Después lo decapitaron y su cuerpo fue partido en cuatro trozos que se enviarian a las cuatro esquinas de Inglaterra. La cabeza la llevaron al puente de Londres. Brendan lo supo todo cuando Griffin, el mensajero de Brendan trajo las malas nuevas y el juramento de su señor asegurando que tenía que ver con la traición sufrida por Wallace. Brendan lo escuchó y luego se fue. A cabalgar. Ese día Eleanor lo siguió. Lo encontró sentado en la cima de una colina, contemplando el paisaje -Está muerto -dijo Brendan suavemente-El valor, el coraje,... el corazón de Escocia... han muerto. William ha muerto, pero él siempre supo que podía morir, dijo ella con dulzura-. Estaba dispuesto a morir por sus sueños -Y el sueño ha muerto con él.
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Ella le acarició la mejilla obligándole a mirarla. -Sé lo que significaba para ti. Hubo veces en las que pense que era un monstruo, pero cuando lo conocí supe que solo era un gran hombre íntegro y de verdadero coraje. Pero su muerte encenderá el sueño como nunca se haya visto; te lo juro. Eleanor cogió del suelo unas flores silvestres y una hoja de híedra. Esto es Escocia. Estas colinas son Escocia y las olas salvajes la rompen en sus escarpadas costas también son Escocia. Los colores ,la belleza, las gentes e incluso sus barones indómitos Y sus clanes son Escocia y así el sueño vive. Brendan parecía no oírla, ni siquiera verla. Ella se puso de pie y montando en su caballo cruzó el arroyo dejándolo a solas con sus pensamientos Creyó que iba a llorar la muerte de Wallace pero Brendan nunca lloraba. Pero sus mejillas estaban húmedas, y ella tembló por la profundidad de su dolor. Se quedó al lado del arroyo, contemplando cómo el agua murmuraba. Brillaba bellamente reflejando los rayos del sol que se filtr a través de las nubes. Miró hacia las colinas y las montañas más allá. Sí, esto era Escocia. Al rato, oyó los cascos del caballo de Brendan. Este la míró momento y luego le ofreció una sonrisa llena de dolor. -Eleanor, me voy a visitar a mi vecino, Robert Bruce. Creo que tienes... razón. William se va a convertir en un mártir. Su muerte, su vida, cambiará a la gente. Y él me dijo que si algún día moría, fuese a ver a Bruce. Eso voy a hacer y... comprobar si es verdad, si ha sido honrado y fiel a William. Y si puede ser... -Si puede ser el rey. -Quizá... -¿Sí? -Quizá podamos los dos juntos visitar a nuestro vecino. Su sonrisa se ensanchó lentamente. Y Eleanor volvió a montar. Se cogieron de la mano. Brendan la acercó a su lado y cabalgaron. El sueño estaba vivo...
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Nota de la autora EGÚN Blind Harry, el Trovador, que escribió La vida y hechos de sir William Wallace de Ellerslie durante el reinado de Jacobo IV (1488-1513), Wallace llevó una vida más que aventurera. A Harry se le acusa de crear un héroe de proporciones legendarias, pero muchas de las afirmaciones del Trovador están basadas en documentos históricos de la época, y si a Harry le gustaba su protagonista estaba claro el porqué. Hechos. Wallace nunca fue un hombre que vacilara en su lealtad o fidelidad a su país; nunca exigió a nadie que arriesgara más de lo que él se jugaba. Y cuando se quedó sin fuerzas, buscó otros caminos por donde proseguir con sus ideales. Pudo haber encontrado un puerto seguro en Noruega o Francia, pero prefirió volver a Escocia para seguir luchando como pudiera, sabiendo que el rey Eduardo quería su cabeza a toda costa. Los viajes al extranjero de Wallace después de la batalla de Falkirk existieron; su encuentro con el pirata Thomas de Longueville ha sido relatado por más de un cronista. Es posible que me haya tomado alguna licencia con los lugares y las fechas, pero la verdad que subyace debajo del mito es demasiado fascinante para ignorarla. Pido perdón por las libertades que me he tornado, pero como Harry, no puedo evitar ver a Wallace como a un hombre cuyas aventuras no estuviesen más allá de sus capacidades.
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CRONOLOGIA c 6000 a. de C.
c 4500 a. de C.
c 3500 a. de C c 3000 a. de C.
c 700 a. de C.
c 600-100 a. de C.
55 a. de C. 56 a. de C. 43 d. de C. 78-84 d. de C.
Llegan los primeros pobladores de Europa (Edad de Piedra). Algunos usan hachas de piedra para desbrozar la tierra. Llega una segunda oleada de inmigrantes (Neolítico); «Cerámica incisa», se descubren piezas sencillas de este tipo de cerámica. Dejaron tras ellos importantes restos, los más destacados son las tumbas y los cairns (túmulos de piedra). Fecha aproximada de las extraordinarias cámaras mortuorias de Maes Howe, en Orkney. Llega la gente de Beaker. Pobladores neolíticos que, con el tiempo, entran en la Edad de Bronce. Esta Edad dura aproximadamente hasta el 700 a. de C. Comienza la Edad del Hierro. Se cree que el hierro lo trajeron gentes de la cultura de Hallstadt, provenientes del centro de Europa. Se les llamaba celtas, del griego keltoi. Eran considerados bárbaros por griegos y romanos. Hay dos tipos de lenguas celtas: el celta P y el celta Q. Primeras fortificaciones celtas, incluidas las broch (grandes torres de piedra). Algunas disponían de chimeneas y pozos de agua potable. También construyeron crannogs, o islas fortificadas. Eran estructuras rodeadas de picas o muros de estacas. Los souterrains eran casas de piedra, construidas bajo tierra, algunas de hasta 24 metros de largo. Los celtas llegaron a ser conocidos por sus virtudes guerreras, así como por sus hermosas joyas y colorida vestimenta. Introdujeron los pantalones, que quizá adoptaron de los pueblos de Oriente Próximo. Utilizaron una rica variedad de colores (antecedente quizá de los tartanes), así como túnicas largas, faldas y capas que sujetaban con broches artísticamente labrados. Julio César invade el sur de Britania. Julio César ataca de nuevo, pero una vez más no llega a Escocia. El romano Plaucio ataca, y a finales de los años 70 alcanza tierra escocesa. El romano Agrícola, nacido en las Galias, y recién nombrado gobernador, planea atacar a los
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122 d. de C.
142 d. de C.
150-200 d. de C.
c 208 d. de C.
350-400 d. de C.
c 400 d. de C.
c 450 d. de C.
239-246 celtas. Comienza en el año 80 d. de C., lanzando una ofensiva a gran escala en dos direcciones. No hay calzadas, y no ha tenido tiempo de construirlas como los romanos habían hecho por toda Britania. Marcharon 30.000 legionarios, y se enfrentaron a número similar de caledonianos (llamados más tarde pictos, por su costumbre de pintarse o tatuarse la cara y el cuerpo). Después de la batalla de Mons Graupius, el historiador romano Tácito (yerno de Agrícola), escribió que los caledonianos fueron derrotados, cayendo 10.000 de ellos en la batalla. Sin embargo, los romanos recibieron ordenes de retirarse al sur. Adriano llega a Britania y ordena la construcción de la famoso Muralla que lleva su nombre. Antonino Pío llega con tropas de refresco a causa de los continuos problemas con Escocia. Edifica el Muro Antonino, custodiado durante los siguientes veinte años. Los romanos sufren varias derrotas y una epidemia mata a la mayoría de la población. Muere el emperador Marco Aurelio. Sus sucesores son gobernantes poco eficaces. Severo llega a Britania y ataca Escocia, a la que asesta crueles golpes, pero esta será la última gran invasión romana. Severo muere en York el 211 d. de C.; los caledonianos se libran de las intervenciones romanas, aunque a veces se arriesgarán al sur para hacer incursiones contra propiedades romanas. Los piratas sajones hacen incursiones desde el noroeste de Europa, obligando a los pistos a dirigirse hacia el sur, más allá del Muro. Otros feroces invasores llegan desde Irlanda: los escotos, palabra que significa invasor. Con el tiempo, el país tomará el nombre de estas gentes. San Ninian, un obispo celta de Britania, levanta una iglesia monasterio en Whitborn, conocida como Casa Candida; se cree que sus misioneros llegaron a zonas tan al norte como las islas Orkney. Son los responsables de introducir el cristianismo en la mayor parte del país. Los romanos abandonan por completo Britania. Los poderosos pictos invaden el sur de esas tierras y los habitantes romanizados piden ayuda a los jutos, anglos y sajones. En esa época, Escocia estaba básicamente habitada por cuatro pueblos.: los pictos, los britanos, los anglos y los escotos de Dalriada. Comienza la vida en clan . (la palabra
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500-700 d. de C.
787d.de.C
240-246 clann significa hijos en gaélico). En los grupos familiares emparentados, el hombre más importante, quizá el más fuerte, se convierte en jefe, agrandando la familia. Durante el transcurso de generaciones, el clan se hace cada vez más grande y poderoso. Los anglos se arraigan y fundan dos reinos: Deira y Bernicia. Aethelfrith, rey desde 593 hasta 617, obtiene una victoria contra los escotos en Degsastan y aplasta duramente a los britanos, que quedan en precaria situación entre los pictos y los anglos. También se apodera de la corona del rey Edwin de Deira, provocando un río de sangre entre los dos reinos durante los siguientes cincuenta años; esto mantuvo ocupados a los anglos, evitando la guerra entre ellos,y sus vecinos pictos y escoceses. Alrededor del 500 d. de C., Fergus M2cErc y sus hermanos Angus y Lome condujeron una nueva migración de escotos de Irlanda a Dalriada, y aunque ambas comunidades -las de Escocia e Irlanda- estaban emparentadas, pronto empezaron a separarse. A fines de la quinta década de ese siglo, San Columba llegó a lona, fundando allí un fuerte reino, y extendiendo el cristianismo más allá de los límites que alcanzó San Ninian. En 685, en Nechtansmere, los pictos infligieron una derrota a los anglos, su rey Ecgfrith murió y su ejército es casi aniquilado. Esto evitó que Escocia se convirtiera en parte de Inglaterra en fecha tan temprana . Primeras incursiones vikingas, según las crónicas anglosajonas. Lindisfarne es salvajemente atacada el 797, y su monasterio destruido. Desde entonces, en las iglesias se rezó habitualmente la siguiente letanía: ¡Señor, líbranos del furor de los normandos!
843 d. de C. Kenneth MacAlpian, hijo de reyes escoceses, y también de linaje real picto por línea materna, pretende y obtiene el trono picto, además del escocés. Se embarca en una difícil tarea al declarar que quiere unir a los dos pueblos en el país de Escocia. Después de proclamarse rey de ambos pueblos, mueve pronto la capital de Dunadd a Scone, y hace llevar allí la Piedra del Destino, conocida ahora como la Piedra de Scone. (Y devuelta recientemente a Escocia.) Las incursiones de los salvajes vikingos se con-
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878 d. de C.
1018 d. de C.
1034 d. de C
1040 d. de C.
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vierten en uno de los hechos que unen a pictos y escoceses. A pesar de las batallas y los saqueos, hacia el siglo x, muchos vikingos se asientan en Escocia. Los reyes escandinavos dominan las islas Orkney, a través de poderosos jarls, manteniendo otras posesiones en el país, muchas de ellas en las Hébridas. Así, los vikingos se convirtieron en el quinto pueblo que conformará Escocia. A Kenneth le siguieron una serie de reyes, que aunque herederos suyos, no eran necesariamente sus descendientes directos. Tampoco se usaron las leyes sucesorias de los pistos. Por lo general, el miembro más poderoso de la familia, apoyado por parientes influyentes, accedía al trono. Alfredo de Wessex, llamado el Grande, derrota a los daneses, que se habían apoderado de East Anglia y que, a veces, habían dominado varias regiones de Inglaterra. Un descendiente de Kenneth, Malcolm II, consigue al fin una victoria sobre los anglos en Carham, poniendo Lothian bajo dominio escocés. Ese mismo año, el rey de los britanos de Strathclyde muere sin herederos. Y Duncan, heredero de Malcolm, reclama el trono alegando sus antepasados maternos. . Muere Malcolm, y su nieto Duncan le sucede como rey de Escocia, que comprende ahora las tierras de los pictos, escoceses, anglos y britanos. Invade tierras inglesas. Duncan es asesinado por MacBeth, el Mormaer (o alto oficial) de Moray, que reclama el trono alegando sus propios antepasados, y los de su esposa. A pesar de la tragedia de Shakespeare, se le considera un buen rey y un buen cristiano, que peregrinó a Roma en 1050.
1057 d. de C. MacBeth es asesinado por Malcolm III, hijo de Duncan. Educado en Inglaterra, se le conoce como Malcolm Canmore, o Ceaan Mor, es decir Cabeza Grande. 1059 d. de C. Malcolm se casa con Ingibjorg, noble escandinava, probablemente hija de Thorfinn el Poderoso. 1066 d. de C
1066 d. de C. 1069 d. de C.
Harold, rey de Inglaterra, se precipita al norte de su país para rechazar una invasión escandinava. Vence, pero de vuelta la sur, en Hastings, se topa con otra fuerza invasora. Guillermo el Conquistador invade Inglaterra y mata a Harold, el rey sajón. Malcolm III se casa en segundas nupcias con la princesa Margarita, hermana del depuesto EdgarAtheling, heredero sajón del trono inglés.
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1071 d. de C.
1093 d. de C
1094 d. de C.
1097 d. de C
1107 d. de C.
1 124 d. de C.
1 153 d. de C. 1 154 d. de C.
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Muy pronto hace incursiones en Inglaterra, ale gando los derechos reales de su cuñado. Ingla terra toma represalias. Malcolm se ve obligado a rendir homenaje a Guillermo el Conquistador en Abernathy. A pesar de las guerras que sostuvieron, Malcolm siguió siendo muy popular en Inglaterra. . Malcolm muere en una emboscada cuando atacaba Northumberland (algunos autores sostienen que con el fin de evitar una invasión normanda). La reina Margarita muere tres días después. Escocia se precipita en el caos. Donald Ban, hermano de Malcolm, educado en las Hébridas bajo influencia noruega, se apodera del trono, desbaratando la política normanda sobre los vikingos. Guillermo el Rojo, hijo de Guillermo el Conquistador, envía a Duncan, el hijo mayor de Malcolm que estaba como rehén en Inglaterra, a destronar a su tío Donald. Y aunque lo consigue, se suicida posteriormente, y Donald recobra el trono. . Edgar, hermanastro de Duncan, es enviado a Escocia con un ejército anglonormando, y Donald es destronado de nuevo. Ha traído consigo muchos caballeros normandos con sus familias. Hace las paces con Magnus Barelegs, rey de Noruega, cediéndole formalmente las tierras que ya poseía desde hacía tiempo en las Hébridas. Edgar muere, y su hermano Alejandro le sucede, pero solo reina en las tierras entre los estuarios de los ríos Forth y Spey. Un hermano más joven, David, controla las tierras al sur del Forth. Maud, hermana de Alejandro, se casa con Enrique 1, rey de Inglaterra, y Alejandro hace lo mismo con Sybilla, hermanastra de aquel. Estas alianzas matrimoniales crean fortísimos lazos entre las casa reales de Escocia e Inglaterra. Muere Alejandro, y David, que ha sido educado en Inglaterra, hereda el trono escocés. Está destinado a gobernar durante casi treinta años, y a ser el monarca que creará los primeros distritos, promoverá una iglesia fuerte y fundará muchas ciudades. Estableció un sistema sólido de justicia y fomentó las artes y la educación. Como estaba casado con una heredera inglesa, era también noble en ese país, y poseía los condados de Northampton y Huntington, además del principado de Cumbria. También introdujo el feudalismo en Escocia, y se trajo a muchos amigos. De uno de ellos, llamado de Brus, descienden Robert Bruce, fitzAllen, que sería Gran Senescal, y por supuesto, un hombre llamado sir William Graham. Muere David 1. Malcolm IV, conocido como el Casto, asciende al trono. Es un niño de siete años. Enrique Plantagenet, el segundo con ese nombre, accede al
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1165 d. de C.
1174 d. de C.
1 189 d. de C.
1192 d. de C.
1214 d. de C. 1238 d. de C.
1249 d. de C.
1263 d. de C
1270 d. de C. 1272 d. de C. 1277-1284 d. de C.
1283 d. de C 1284 d. de C.
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trono inglés, y obliga a Malcolm a devolver Northumbria a Inglaterra. Muere Malcolm y le sucede su hermano Guillermo el León, que concierta con Francia la que será conocida como Vieja Alianza. Guillermo invade Inglaterra, y los escoceses sufren una dura derrota. Guillermo es capturado y obligado a firmar el Tratado de Falaise. Escocia cae bajo el yugo feudal de Inglaterra. Ricardo Corazón de León, un Plantagenet, hijo de Enrique, es ahora rey de Inglaterra y renuncia a su condición de señor feudal de Escocia a cambio de 10.000 marcos. La Iglesia de Escocia se separa de la primacía de la inglesa por bula del Papa Celestino III. Empiezan más de cien años de paz entre Ingláterra y Escocia. Guillermo el León muere. Le sucede su hijo, Alejandro II. Como Alejandro II no tiene por ahora descendencia, se reúne un parlamento que declara a Robert Bruce (abuelo del futuro rey) pariente masculino más cercano, y por tanto heredero al trono. Así se asienta el precedente legal que los Bruce alegarán para reclamar el trono a la muerte de la Doncella de Noruega. Sin embargo, el rey tiene un hijo. Muere Alejandro y accede al trono su hijo Alejandro III, de siete años. Con el tiempo se casará con Margarita, hermana del rey de Inglaterra, y durante toda su vida mantendrá relaciones pacíficas con su vecino del sur. . Alejandro III persiste en la idea de su padre de conquistarlas islas del norte, cuyos jefes siguen siendo leales a Noruega. El rey Haakon ma una flota contra él. Alejandro III con sigue demorar el ataque con sobornos hasta octubre, cuando el mal tiempo destruye la flota enemiga en la batalla de Largs. El sucesor de Haakon, Magnus, firma un tratado por el que las islas quedan bajo dominio de Escocia, mientras que por el momento las Shetland y las Orkney siguen en manos noruegas. (Fecha aproximada). Nace William Wallace. Eduardo 1 Plantagenet accede al trono inglés. Eduardo 1 aplasta a los galeses. El príncipe Llywelyn muere. Su hermano Dafyd es capturado y sufre la suerte de los traidores. En 1284 se promulga el Estatuto de Gales, transfiriendo el principado a «nuestros propios dominios», unido y anexionado a Inglaterra. Margarita, hija de Alejandro, se casa con el rey de Noruega. Alejandro obtiene de sus barones un acuerdo para aceptar que su nieta Margarita, la Doncella deNoruega, sea su
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heredera. 1286 d. de C .
1290 d. de C
1291 d. de C 1291 d. de C.
1294 d. de C. 1295 d. de C 1296 d. de C.
1297 d. de C.
1297-1298 d. de C.
1298 d. de C.
Muere Alejandro III. La Doncella de Noruega, una niña pequeña, es aceptada como heredera. Después de la muerte del rey, Eduardo 1 de Inglaterra ofrece una alianza matrimonial entre su hijo Eduardo y la Doncella. . La Doncella muere. Con tantos pretendientes al trono de Escocia, el obispo de Saint Andrew escribe a Eduardo 1, sugiriéndole que arbitre entre los pretendientes. Eduardo cuenta a su Consejo que tiene la idea de «poner bajo su dominio el reino y la regencia de Escocia». En noviembre, Eduardo elige a John Balliol como rey de Escocia en el gran salón de Berwick. Eduardo convierte inmediatamente a Escocia en vasalla de Inglaterra, y proclama que el rey John le debe fidelidad. Los galeses, dirigidos por Madog ap Llywelyn, se alzan en armas por última vez contra Eduardo. Eduardo reprime a los galeses y el principado queda en su poder. Ni siquiera el rey John puede tolerar las exigencias del rey inglés, reclamando la ayuda escocesa en sus guerra contra Francia, vieja aliada de los escoceses. John ataca el norte de Inglaterra y Eduardo toma brutales represalias en Berwick. El rey John Balliol es obligado a abdicar y es encarcelado. El rey de Inglaterra exige a los barones y terratenientes escoceses que le presten juramento de lealtad. Es lo que se conoce como Ragman Rol]. Entre los firmantes están los Bruce, que en esta ocasión juran fidelidad al rey de Inglaterra. 1 1 de septiembre. Wallace y De Moray, al mando de fuerzas escocesas, logran una espectacular victoria contra enemigos superiores en número en la batalla del Puente de Stirling. A causa de la heridas recibidas, De Moray muere después. Por el momento, la libertad ha vencido. Wallace se convierte en Guardián de Escocia. Wallace es investido caballero. Invade Inglaterra, las tierras de Northumbria son saqueadas en busca de comida y suministros para el pueblo escocés. Durante diez meses, Wallace gobierna el país, mientras sus espías le informan de que el rey Eduardo está reclutando un ejército muy poderoso. 22 de julio. Batalla de Falkirk. Con posterioridad, se ha aducido que los escoceses podrían haberla ganado si Cornyn no hubiese sacado sus tropas del campo de batalla. Los escoceses sufrieren una grave pérdida: sir John Graham, amigo íntimo y aliado de Wallace muere. Y como recordó el historiador Harry el Ciego, los últimos ocho años de vida de Wallace estuvieron llenos de leyendas y mitos. Al no disponer de un ejército suficiente para derrotar a los ingleses, Wallace dedicó sus esfuerzos
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1304 d. de C.
1305 d. de C.
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en otras direcciones, buscando ayuda y reconocimiento en el extranjero. Está demostrado que en esa época viajó a Francia (al menos dos veces) y recibió la amistad de su rey. El favor del monarca está documentado en los salvoconductos que le dio Felipe para viajar a Roma y exponer su caso ante el Papa, y que se le encontraron a Wallace después de su ejecución. Más de un historiador cuenta la leyenda de su encuentro con el pirata Thomas de Longueville y el indulto que obtuvo para él. Durante esos años, la situación en Escocia se mantuvo indecisa; mientras algunos barones obedecían a Eduardo, otros seguían fieles al sueño de la libertad. La violencia continuó durante la época de Wallace, y aunque no disponía de un ejército, se dice que intervino en varias escaramuzas después de su vuelta. Eduardo invadió Escocia durante el invierno de 1303-1304 sin apenas oposición. En esa estación del año, Wallace estaba en la zona, y muchos hombres recibieron la orden de capturarlo. Sus parientes le pidieron que se rindiera, pero él se negó. Por su parte, Eduardo no le daba cuartel. Se sabe que Robert Bruce recibió órdenes de apresar a Wallace, y aunque esto ya es una especulación posterior, cuando los hombres del rey tenían cercado a Wallace, fue el propio Bruce quien le advirtió para que huyese. Bruce había aprendió algo muy importante de Wallace: la lealtad del hombre común era una de las mayores fuerzas del país. Muchos prohombres escoceses, incluidos Comyn y Lamberton, aceptaron la paz del rey en Strathord. Las condiciones eran benévolas, pues Eduardo probablemente quería sitiar el castillo de Stirling. También ofreció sobornos a más gente para conseguir la rendición de Wallace. Dice mucho en favor de Comyn, considerado a veces como un traidor en Falkirk, que rehusara tales ofertas. Marzo. Cuando el rey Eduardo sufre un ataque de apoplejía, muchos se apresuran a apoyar a Wallace, pero, según Harry el Ciego, Robert Bruce que estaba por aquel entonces en Inglaterra, acordó con Wallace abandonar Londres y reunirse con él en Glasgow Moor, la primera noche de julio. Pero Bruce no apareció. La octava noche, Wallace fue traicionado por sir John de Menteith y su sobrino Jack Short. Kerby, el amigo más fiel de Wallace, murió inmediatamente, mientras este luchaba con las manos de ,nudas hasta que le dijeron que estaba rodeado por tropas inglesas. Apresado y maniatado, se enteró de que no había tales tropas, y que había sido traicionado por Menteith. Entregado a los soldados de Eduardo, lo ataron a su propio caballo durante todo el largo viaje hasta Londres, sabiendo seguramente que estaba definitivamente condenado.
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22 de agosto. Wallace llega a Londres. 23 de agosto. Wallace es juzgado en Westminster. Niega hasta el fin ser un traidor, pues nunca prestó juramento al rey de Inglaterra. Es ejecutado brutalmente en Smithfield. Fue sucesivamente colgado, descoyuntado, destripado, castrado, y finalmente decapitado y descuartizado. Clavaron su cabeza en una pica y la llevaron al Puente de Londres. Con la muerte del gran patriota nació una leyenda de proporciones colosales, y en los años venideros muchos valientes fueron a la guerra gritando su nombre.
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