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LA BIOASTRONOMIA Jean Heidmann La Unión Astronómica Internacional creó en 1982 una comisión especial de «bioastronomía», disciplina nueva encargada de explorar la vida en el Universo. Esta comisión se ha fijado como primer objetivo investigar si existen planetas alrededor de otras estrellas situadas fuera del sistema solar. Esta cuestión, tan simple a primera vista, es evidentemente decisiva. Si se quiere tener una probabilidad de encontrar vida, y más aún si se trata de vida avanzada, es razonable en efecto, por analogía con la nuestra, buscar otros planetas distintos de los que conocemos.
Ahora bien, podemos decir que la cuestión ha progresado notablemente estos últimos años gracias a los avances de la teoría, al desarrollo de tecnologías de vanguardia y a la inmensa cosecha de observaciones aportadas por las exploraciones espaciales durante estos dos últimos decenios.
En el plano teórico, sabemos ahora cómo pueden formarse los planetas. Hay que remontarse al proceso de formación de las estrellas a partir del medio inicial gaseoso. Las simulaciones por ordenador nos permiten pensar que en este caso pueden formarse sistemas planetarios: los jirones gaseosos residuales se condensan en planetas alrededor de la estrella. Si se adopta esta perspectiva, resulta muy verosímil la existencia dc otros sistemas planetarios distintos del nuestro, ya que el Sol es una estrella muy común, de un modelo muy corriente, y presenta planetas a su vez.
¿Cómo detectar su existencia? Para comprender los métodos empleados conviene considerar primero el sistema solar, a título de prototipo. Encontramos el Sol, la Tierra, etc., y un planeta muy grande-Júpiter que gira en torno al Sol en aproximadamente doce años. Teniendo en cuenta su enorme masa (317 veces la masa de la Tierra) en relación a los otros, podemos suponer, para obtener un modelo simplificado pero suficientemente manejable, que es el único que gira en torno al Sol. Por un efecto de reacción, el Sol gira a su vez en torno al centro de gravedad común a ambos cuerpos. Ahora bien, ese centro de gravedad común no se encuentra en el centro, sino casi en el borde del Sol. Resultado: el Sol gira en el espacio alrededor de un punto situado cerca de su superficie. Eso hace que
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resulte animado de un pequeño movimiento de oscilación que compensa la revolucí6n de Júpiter. Este sistema Sol-Júpiter se desplaza a su vez por el espacio interestelar alrededor del centro de nuestra galaxia, dando una vuelta en 250 millones de años Imaginemos por tanto un observador situado en un estrella próxima: verá que el Sol, en lugar de describir un círculo liso, oscila ligeramente de un lado a otro de ese círculo. Si dicho observador llegara medir esa oscilación, tendría la prueba de que existe un planeta en torno al Sol.
Este es el método más antiguo utilizado para detectar la existencia de planetas en torno a otras estrellas. Efectivamente, hace más de cuarenta ano dos observatorios de los Estados Unidos, provistos de excelentes telescopios, tratan, por medios fotográficos, de medir los balanceos aparentes de la estrellas más cercanas. Pero la técnica fotográfica utilizada no es lo bastante precisa para poder saca conclusiones indiscutibles.
Con los medios electrónicos de los que disponemos en la actualidad se puede esperar alcanzar mejores resultados. Se pretende prescindir de la placa fotográfica, poco fiable como método, sustituyéndola por una rejilla muy fina de trazos negros, 3 utilizando fotomultiplicadores.
Otro de los métodos utilizados parece haber reportado ya un éxito. Si consideramos la oscilación esta vez desde la órbita de Júpiter, se verá cómo e Sol se aleja unas veces v se acerca otras. Es posible con un espectrógrafo, medir las velocidades de alejamiento o aproximación de una estrella. La dificultad estriba en que el efecto inducido por Júpiter en el Sol -efecto típico- es del orden de 10 metros por segundo. Habría que medir, en consecuencia, la velocidad de las estrellas con una precisión de 10 metros por segundo para poder emplear este método. Esto resultaba impensable hace sólo diez años. Sin embargo, no por ello menos digna detenerse en cuenta, hoy disponemos de una nueva tecnología, absolutamente simple pero capaz de abrirnos el camino. Debemos dicha tecnología al joven astrónomo canadiense Bruce Campbell y consiste en medir con la mayor precisión la posición de las líneas emitidas por la estrella, comparándolas con las líneas creadas en el laboratorio en el mismo espectrógrafo situado detrás del telescopio. Tradicionalmente se trabajaba con dos trayectos de luz: el que provenía de la estrella y el que llegaba del sistema de referencia. Campbell tuvo la idea de hacerles seguir el mismo camino óptico. Al eliminar de esta manera numerosas causas de error, pudo alcanzar la precisión de los diez metros por segundo. Quede claro que si el principio es de una simplicidad
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desconcertante, la realización técnica resultó extremadamente delicada y exigió años de esfuerzos.
El caso es que con este procedimiento se ha conseguido localizar una media docena de estrellas que responden aparentemente a los criterios expuestos para la detección de un sistema planetario. Hay que señalar, sin embargo, que Júpiter invierte 12 años en su giro alrededor del Sol. Es preciso esperar por lo tanto un tiempo de duración aproximada para sacar conclusiones en lo tocante a la existencia de eventuales planetas girando alrededor de esas estrellas.
Pero suponiendo que la respuesta fuera positiva, no tendríamos aun, evidentemente, ninguna certeza en cuanto a la vida que pudiera haberse desarrollado en ellos, bajo una u otra forma. Se sabe de modo taxativo que la vida, tal como la conocemos en la Tierra, no existe en Júpiter. Y si se tiene en cuenta que la Tierra es trescientas veces más ligera que Júpiter, se comprende que para detectar un planeta de ese tamaño habría que medir efectos trescientas veces más débiles que los que se esta comenzando a abordar. Tales medidas sólo podrían efectuarse en el espacio, para evitar las influencias parásitas de la atmósfera terrestre. Se están estudiando proyectos gigantescos, en los que se quiere hacer intervenir telescopios ópticos o infrarrojos de 16 metros de diámetro, puestos en órbita con una precisión extraordinaria.
Añadamos a este arsenal otros métodos que explotan materiales inicialmente concebidos para otros fines. Es el caso de Hipparcos, cuya misión inicial era medir la posición de 100.000 estrellas con una precisión de una milésima de segundo de arco. Se ve que, subsidiariamente, podría detectar estrellas que presenten ondulaciones. Pero desgraciadamente, como consecuencia de averías técnicas menores, Hipparcos no cumplirá más que a duras penas su programa nominal.
La detección de planetas del tipo Tierra permanecerá durante unos años todavía como una cuestión abierta. Se reducirá a una extrapolación. a partir del estudio de planetas más masivos como Júpiter -si es posible localizarlos-, hacia planetas más ligeros.
Hay que señalar, no obstante, un hecho. No se trata de un programa esta vez, sino de un descubrimiento inesperado, fruto, como sucede tantas veces, del azar.
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El satélite Iras, construido conjuntamente por la NASA y por Holanda, tenía por misión estudiar el cielo por medio de un barrido completo y preciso en la banda del infrarrojo. Fue necesario proceder a calibrar los instrumentos de a bordo y se eligió la estrella Beta de la constelación del Pintor, Beta Pictoris, para llevar a cabo ese calibrado: una estrella muy conocida, estable desde hace siglos. Pues bien, se comprobó con sorpresa que presentaba una radiación infrarroja superior a la que debería haber tenido. Y así fue como, para explicar esta anomalía, se descubrió la existencia alrededor de Beta Pictoris de un disco ecuatorial de polvo y gas visto de perfil. Con un diámetro comparable al del sistema solar, el disco, cuya masa es semejante a la de Júpiter, se encuentra en rotación en torno al astro y puede ser considerado como un disco protoplanetario. Dato importante: el diámetro de los granos de polvo mide varias micras, contrariamente a los granos de polvo interestelar, cuyos diámetros rondan la décima de micra. Se piensa por tanto que esas partículas, que contendrían una parte de hielo claro y de roca oscura, serían residuos de cometas que habrían colisionado. ¡Poderoso estímulo para aquellos que defienden las teorías nebulares de la formación de los planetas! Posteriormente se han descubierto una decena de estrellas provistas de discos del mismo tipo. Seamos prudentes: estos descubrimientos son hechos interesantes, pero no pruebas de la existencia de sistemas planetarios en sentido estricto. Hay solamente indicios de que podría tratarse de sistemas planetarios en formación.
¿Qué fruto darán los medios «exóticos» ideados por algunos en la actualidad para hacer avanzar esta investigación? ¿Las lentes gravitatorias, por ejemplo, que amplifican las imágenes de los quasars situados detrás de las galaxias? Por fascinantes que resulten tales perspectivas, siguen siendo -todo hay que decirlo excesivamente teóricas.
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