¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS? PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS
Federico Arcos Ramírez
¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS? PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS
INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOS BARTOLOMÉ DE LAS CASAS UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID
DYKINSON, 2002
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ÍNDICE Pág. NOTA PRELIMINAR ...................................................................................... I.
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INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS Y LAS DEBILIDADES DEL ORDEN INTERNACIONAL..............
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RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN BASADAS EN EL VALOR DEL ESTADO ..............................................................
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2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional ..........................
21
2.2. La soberanía.........................................................................................
24
2.3. La analogía con el individuo.............................................................
27
2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no injerencia: el consentimiento de los ciudadanos y el derecho de autodeterminación ..............................................................................
32
2.5. Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de soberanía e independencia política como protecciones de las comunidades políticas ........................................................................
36
2.6. La soberanía cultural ..........................................................................
42
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS EN LOS DERECHOS HUMANOS MÍNIMOS...................................................................................................
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3.1. Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural.
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II.
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ÍNDICE
Pág. 3.2. La respuesta minimalista al relativismo ético-cultural .................
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EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS ......................................................................
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4.1. Consecuencialismo vs. Deontologismo ..........................................
67
4.2. Consecuencias humanitarias. Proporcionalidad, justa causa, último recurso y resultado humanitario ..........................................
73
4.3. Las repercusiones de las intervenciones humanitarias sobre el orden internacional .............................................................................
87
CONSIDERACIONES FINALES .......................................................
105
BIBLIOGRAFÍA CITADA .............................................................................
111
IV.
V.
NOTA PRELIMINAR Este trabajo tiene su origen en un curso de verano dedicado a las intervenciones humanitarias que, bajo la dirección de Virgilio Zapatero y Manuel Marín, organizó la Universidad de Alcalá de Henares en julio de 2000. Fue precisamente el primero de ellos el que llamó mi atención no sólo sobre el interés de una problemática que, sobre todo a raíz de la intervención en Kosovo, no había dejado de interesarnos a muchos, sino especialmente, y en contraste con la modesta pero al menos apreciable presencia de publicaciones que abordaban el tema de la legalidad internacional de estas operaciones (como las de Remiro Brotons, Ramón Chornet, etc.,) sobre la sorprendente ausencia de estudios que abordaran la cuestión relativa a su legitimidad ética y política. Mis lecturas posteriores me han permitido comprobar que, aunque poco abundantes en la bibliografía española, los artículos y monografías que como las de los profesores Eusebio Fernández, Garzón Valdés, Ruiz Miguel, etc., abordan esta temática son, en general, excelentes, pero que es en la literatura angloamericana donde este tema viene recibiendo un tratamiento más amplio y completo. Desde el verdadero clásico en este tema como es Just and Injust Wars de Michael Walzer, hasta los más recientes trabajos como Saving Stangers de N.Wheeler o Virtual War de M.Ignatieff, pasando por el muy citado libro de F.Tesón sobre los aspectos jurídicos y éticos de las intervenciones humanitarias, ha sido en los EE.UU, Gran Bretaña y, más recientemente, los países escandinavos donde viene dedicándose más atención a los problemas relativos a la legitimidad de estas pretendidas “guerras en defensa de los derechos humanos”. Este trabajo pretende ser una modesta y seguramente precipitada aportación al análisis y debate sobre estos temas realizada desde una perspectiva iusfilosófica. Debo mostrar mi agradecimiento, además de Virgilio Zapatero, por haber despertado mi interés profesional por este tema y su constante apoyo y confianza para llevar ésta y otras muchas tareas adelante, en primer lugar a Grego-
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NOTA PRELIMINAR
rio Peces-Barba que tanto interés y afecto ha puesto para hacer posible su publicación; a Rafael de Asís Roig, quien tan amistosamente me ha brindado la posibilidad publicarlo en la colección de cuadernos “Bartolomé de las Casas”; a Javier Roldán Barbero, que ha leído pacientemente el manuscrito y ha formulado un buen número de observaciones críticas que espero haber aprovechado; finalmente a Eva Díez Peralta y Carmen García Ruiz por haber tenido la suerte de discutir con ellas estos temas en las inolvidables sobremesas que compartimos durante una estancia de investigación en el Instituto Universitario Europeo de Florencia.
Almería, septiembre de 2001
I. INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS Y LAS DEBILIDADES DEL ORDEN INTERNACIONAL Pese a los indudables logros alcanzados gracias a la Carta de San Francisco, la Declaración Universal de 1948 y los Pactos de 19661, el proceso de universalización de los derechos humanos está aún lejos de haberse completado y, por momentos, da la impresión de estar condenado a no pasar de ser más que una aspiración ética y jurídica2. En gran medida, ello obedece a las dificultades que conlleva lograr que los Estados trasciendan la retórica de las declaraciones políticas y asuman coherentemente las obligaciones derivadas de la prestación de su consentimiento en los tratados internacionales sobre esta materia. Como es sabido, aquéllos pueden desconocer sus compromisos internacionales supeditando el efectivo funcionamiento de los mecanismos de protección del Derecho internacional de los derechos humanos a la voluntad de los gobiernos. Lo cierto es que la comunidad internacional carece todavía de un poder político que garantice la eficacia de este ordenamiento lo que, como ha puesto de manifiesto Gregorio Peces-Barba, la colocaría en una situación similar a la poliarquía medieval previa a la formación del Estado moderno3. Valga el siguiente 1 Vid. CASSESE, A., Los Derechos Humanos en el mundo contemporáneo, trad. de A. Pentimalli y B. Ribera de Madariaga, Ariel, Barcelona, 1993, pp. 17-30; SOMMERMANN, K.P., «El desarrollo de los derechos humanos desde la declaración universal de 1948» en PÉREZ LUÑO, A.E., Derechos humanos y Constitucionalismo ante el tercer milenio, Marcial Pons, Madrid, 1996, pp. 97-112. 2 Sobre el papel de la Declaración Universal de Derechos Humanos en el proceso de internacionalización de los mismos vid. ANSUÁTEGUI ROIG, F.J., “La Declaración Universal de Derechos Humanos y la Ética Pública”, Anuario de Filosofía del Derecho, XVI, 1999, pp. 199-223. 3 PECES-BARBA, G., Curso de derechos Fundamentales. Teoría General, Universidad Carlos III de Madrid-BOE, Madrid, 1995, p. 173.
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¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
dato: sólo un tercio de los Estados miembros de la ONU se han sometido hasta ahora a la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia. En consecuencia, la posibilidad de instaurar una Corte internacional basada en un sistema de jurisdicción similar al existente en los tribunales nacionales no parece, de momento, un objetivo alcanzable. La frustración que esta asimetría entre los medios de protección y el potencial violador del Derecho internacional ha venido suscitando entre todos aquellos que creen y luchan por los derechos humanos ha comenzado a vivirse con una especial ansiedad una vez que, superada la época del mundo bipolar escindido en alineamientos ideológicos irreconciliables, parecían despejarse algunos de los principales obstáculos políticos que, durante años, habían impedido dicho avance. Ese retraso, forzado al mismo tiempo que justificado por la gravedad de las desgracias que su ignorancia hubiera ocasionado, parecería tener que ceder ahora su lugar a una cierta urgencia por acometer el compromiso con la efectiva universalización de los derechos humanos. Un sentimiento que ha adquirido unas proporciones inusitadas en los últimos años por, no ya sólo el conocimiento sino, por primera vez en la historia, la contemplación en directo a través de la televisión de nuevos ultrajes contra la humanidad, como las guerras civiles y étnicas en Ruanda, los Balcanes y Timor Oriental4. Se ha producido así, tal y como afirma Ignatieff, un profundo cambio en la atmósfera moral de la política internacional5, que ha dado paso a la apertura de nuevos frentes en la defensa de los derechos humanos. El primero de ellos es relativamente reciente y lo constituyen los pasos dados para acabar con la impunidad de los responsables de violaciones de los derechos humanos que alcanzan el nivel de crímenes contra la humanidad: el Convenio de Roma sobre la creación del Tribunal Penal Internacional y la decisión del Comité de Apelación de la Cámara de los Lores, en relación con la solicitud de extradición por los delitos de genocidio y tortura, declarando la no inmunidad del general Pinochet. El otro gran frente de defensa de los derechos humanos abierto en los últimos años por la comunidad internacional es el del nuevo humanitarismo. Desde principios de los noventa, organizaciones como el Comité Internacional 4
La literatura anglomericana habla de un efecto CNN para referirse a la influencia que los medios de comunicación y, en especial, la televisión, han ejercido en la respuesta a las situaciones humanitarias. Vid. ROBINSON, P., “The CNN effect: can the news media drive foreign policy?, Review of International Studies, 25, 1999, pp. 301-309; FIXDAL, M. and SMITH, D., "Humanitarian Intervention and Just War," Mershon International Studies Review, 42, 1998, p. 284. 5 IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, trad. de P.Linares, Taurus, Madrid, 1999, p. 89.
I. INTRODUCCIÓN
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de la Cruz Roja, la UNICEF y el ACNUR han venido realizando operaciones de billones de dólares y sirviéndose de los medios de comunicación mundial para lograr una auténtica demanda popular de intervenciones humanitarias internacionales. La comunidad internacional ha ordenado desde entonces actuaciones de gran alcance: entre otras, el rescate humanitario de los kurdos y la posterior creación de una zona de seguridad para ellos bajo la protección del paraguas aéreo norteamericano; la intervención en Somalia para acabar con la lucha entre facciones rivales y llevar alimentos a la víctimas del hambre; el envío de tropas de la ONU a Bosnia para proteger los convoyes de ayuda humanitaria, etc6. Aunque algunas de estas actuaciones se han culminado con un razonable éxito, desde hace algún tiempo son bastantes las voces que han comenzado a cuestionar seriamente hasta qué punto las intervenciones humanitarias son una dirección acertada en la defensa de los derechos humanos. El modo tan insatisfactorio en que terminó la intervención en Somalia, la incapacidad de la comunidad internacional para hacer algo en orden a detener el genocidio de más un millón de personas en Ruanda, la lentitud con la que se intervino finalmente en Bosnia, habrían sembrado sombras y dudas acerca de si la comunidad internacional está realmente preparada para intervenir, si sabe siempre cuándo y dónde debe actuar, e, incluso, si debe realmente hacerlo. A todo ello han venido a añadirse los problemas generados por la intervención militar llevada acabo en 1999 por la OTAN sobre el territorio de Kosovo que, como es sabido, ha provocado una división entre intelectuales y juristas a la hora de valorar su oportunidad y legitimidad. Para algunos, estaríamos ante un auténtico acto de defensa de los derechos humanos y han llegado incluso a ver como algo más que una casualidad que el día del comienzo de los bombardeos de la Alianza Atlántica, el 24 de marzo, fuese el mismo en que los cinco lores británicos resolvieron la no inmunidad del exdictador de Chile7. Para otros, con esta operación se habría puesto de manifiesto que las intervenciones humanitarias corren el riesgo de convertirse en una nueva forma de imperialismo y en una seria amenaza para el orden internacional que –aunque imperfecto– se ha logrado conservar desde 1945. Por tanto, ¿se pueden considerar las intervenciones bélicas humanitarias uno paso necesario y acertado para superar las debilidades del sistema de garantía internacional de los derechos humanos? ¿Resulta aceptable violar la soberanía de un Estado para detener actos como el genocidio, la limpieza 6
Ibídem, p. 90. CAPLAN, R., “Humanitarian Intervention? Which way fodward?”, Ethics and international affairs, 14, 2000, pp. 23-28. 7
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étnica, etc.? ¿Puede ser el uso de la fuerza armada un instrumento adecuado para proteger los derechos internacionalmente reconocidos? En apoyo de una respuesta afirmativa se declara que las intervenciones humanitarias no hacen más que tomarse en serio los derecho humanos. Si éstos son fuente de deberes correlativos absolutos que han de ser respetados y –si fuera necesario– hechos observar por encima de cualquier otra consideración social, política o jurídica, las intervenciones serían expresión de una convicción tan profunda sobre la moralidad, universalidad y perentoriedad de tales derechos como para justificar su defensa frente a otros Estados, incluso mediante el empleo de las armas y el sacrificio de los propios nacionales8. Las intervenciones humanitarias serían así el fruto de un progreso en los sentimientos morales de algunos individuos y pueblos capaces de comprometerse con el sufrimiento de otros y superar la tendencia resignada o indiferente hasta ahora dominante de tolerar todo lo que ocurre más allá de sus fronteras9. Si, como dijera Raymond Aron, el miedo a la guerra suele ser la oportunidad del tirano, tomarse en serio la defensa de los derechos humanos justificaría que llegados a un extremo, pongamos fin a nuestra complicidad y política de apaciguamiento y venzamos por la fuerza10. La intensidad de estas convicciones ha llegado a alcanzar por momentos tal apogeo que la emotividad del término intervención parecería haber cambiado su signo y, con ello, invertido también la carga la prueba. Parecería ahora que son los críticos y no los defensores quienes han de argumentar en contra para demostrar su ilegitimidad11. 8
No en vano, en relación con la primera de tales circunstancias, se ha señalado la existencia de una cierta inclinación a percibir la predisposición para recurrir al uso de la fuerza como un indicativo acerca de cuáles son las exigencias o pretensiones que podrían ser cualificadas como “derechos humanos”. Vid. LAPORTA, F., “Sobre el concepto de derechos humanos”, Doxa, 4, 1987, p. 38; LÓPEZ CALERA, N.M., Filosofía del Derecho (I), Comares, Granada, 1997, p. 210. 9 WALZER, M., “La política de la diferencia: estatalidad y tolerancia en un mundo multicultural”, Isegoría, 14, 1996, p. 48. 10 LUKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, trad. de H. Valencia Villa, Trotta, Madrid, 1998, p. 46. 11 Hasta ahora, la opinión mas extendida era la expresada en los siguientes términos por Garzón Valdés: “calificar a una acción como intervención es colocarle una especie de rótulo peyorativo que exige una justificación de la misma. La intervención es, en este sentido, imputada a un agente que debe correr con la carga de la prueba y demostrar que su acción o bien no era una intervención o, en caso afirmativo, que tenía buenas razones morales para actuar como lo hizo”. GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», en Derecho, Ética y Política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 396. De ahí que, para Remiro Brotóns, “el carácter progresista de la no intervención ha de presumirse; el de la injerencia humanitaria ha de probarse caso por caso”. REMIRO BROTÓNS, A., Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden internacional, McGraw-Hill, Madrid, 1996, p. 42.
I. INTRODUCCIÓN
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Los detractores de las intervenciones inician siempre su crítica señalando que estamos ante actos contrarios al Derecho internacional. Más que la protección de los derechos humanos, el orden consagrado por la Carta de San Francisco ha venido descansando en los principios de no intervención en los asuntos pertenecientes a la soberanía de los Estados y de prohibición del uso de la fuerza, excepto en los supuestos de legítima defensa y restauración de la paz internacional. Parece difícil poner en duda que las intervenciones humanitarias atentarían contra ambos principios ya que, por un lado, violan la integridad territorial y la independencia política de un Estado y, por otro, conllevan un uso de la fuerza no autorizado por ninguna de las excepciones de la Carta. Los más feroces críticos de las intervenciones señalan que aunque, ciertamente, algunas de estas operaciones dirigidas a detener una violación masiva y sistemática de los derechos humanos han logrado llevarse a cabo con la autorización del Consejo de Seguridad, ello no se ha debido a que el sistema de seguridad de la ONU admita la existencia de un derecho o deber de intervención en tales casos, o a que sea una obligación impuesta para proteger los derechos humanos, sino a que dicha violación ha terminado representando una amenaza para la paz internacional. Más reparos merecen aún las intervenciones llevadas a cabo al margen de Naciones Unidas, como es el caso de la campaña de la OTAN en Kosovo. Como es sabido, ésta fue perpetrada sin la autorización previa del Consejo de Seguridad, violando así las disposiciones de la Carta relativas al uso de la fuerza. Al igual de lo que ocurriera unas décadas antes con las intervenciones de Tanzania en Uganda, o la India en Bangladesh12, es muy revelador que ninguno de los Estados participantes en dicha campaña apelara a los derechos humanos, ni, mucho menos, invocara un derecho de injerencia humanitaria para amparar su validez jurídica13. Lejos de ello, se acudió a argumentos mucho más tradicionales y, por tanto, ajustados a derecho, como la legítima defensa, la existencia de una autorización implícita de las Naciones Unidas, y, a lo sumo, a consideraciones humanitarias, pero incluso éstas ofrecen dificultades para ser equiparadas a los derechos humanos14. 12 Según Walzer, las intervenciones no son casi nunca completamente humanitarias, sino que, en la mayoría de los casos, combinan elementos altruistas con el interés del Estado. Son muy raros los ejemplos claros de lo que se denominan intervenciones humanitarias. De hecho, sólo ha encontrado casos mixtos, en los que el motivo humanitario es sólo uno entre muchos. WALZER, M., Just and injust wars. A moral argument with historical illustrations, Basic Books, New York, 2ª edición, 1977, p. 101. 13 Sobre este aspecto Vid. KRISCH, N., “Unilateral enforcement of the collective Will: Kosovo, Iraq and the Security Council”, Max Planch International Yearbook of United Nations Law 3, Kluwer Law International, La Haya, 1999. 14 RAMSBOTHAM, O. y WOODHOUSE, T., Humanitarian Intervention in Contemporary Conflict. A reconceptualazing, Polity Press, 1996, p. 19.
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¿A qué obedece esta dificultad para justificar jurídica y políticamente las intervenciones humanitarias? Para sus más idealistas y convencidos defensores, el origen del problema se encontraría en el inmovilismo de la comunidad internacional y la inseguridad de la ciencia jurídica internacionalista para trascender el escenario coyuntural de la posguerra. Lo característico de éste ha sido la instauración de una regulación excesivamente rígida del uso de la fuerza y, sobre todo, la estructura aristocrática del Consejo de Seguridad de la ONU y el anacrónico poder paralizante del derecho de veto de sus cinco miembros permanentes. Una reforma del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas que autorizara como excepción las intervenciones armadas humanitarias y que terminara con el privilegio de las potencias clásicas, allanaría casi por completo el terreno para que la comunidad internacional pueda responder a las violaciones masivas de los derechos humanos en el interior de cualquier Estado. Para sus más pesimistas detractores, interpretar del modo anterior el rechazo o insuficiente apoyo político y jurídico de las intervenciones supone cerrar los ojos a una realidad enormemente compleja y desgraciadamente menos ideal. En primer lugar, la ausencia de una concepción compartida de justicia internacional encarnada en los derechos humanos15 y la presencia, por el contrario, de un consenso sobre los derechos de los Estados a la autonomía política y territorial16. Ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo sobre los principios que deben presidir la interpretación y protección internacional de los derechos humanos, la proclamación de un derecho de injerencia humanitaria pondría en peligro la prohibición de intervenir vigente en la sociedad internacional17. En segundo lugar, estamos ante operaciones que pueden terminar degenerando en auténticas guerras, y aceptar que la guerra puede ser un instrumento legítimo para defender los derechos humanos supone incurrir en la gran incongruencia: la de, para defender los derechos humanos de unos individuos, admitir el uso de un medio que provoca destrucción y muerte de víctimas inocentes, violando así los derechos humanos de otras personas. En consecuencia, la única guerra jurídica, política y moralmente admisible es la que se lleva a cabo en legítima defensa. 15 Como declara Henry Bull, el reconocimiento o tolerancia de las intervenciones humanitarias se convierte en un reconocimiento o admisión implícita de una concepción compartida de los derechos humanos; y, viceversa, la negativa de la comunidad internacional al respecto, la inexistencia de dicha doctrina. BULL, H., Intervention in world politics, Clarendon Press, Oxford, 1984, p. 193. 16 Vid. THOMAS, C., «The Pragmatic Case against Intervention» en FORBER, I. and HOFFMAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, cit,, pp. 91-103. 17 WHEELER, N.J, “Pluralist or Solidarist Conceptions of International Society: Bull and Vincent on Humanitarian Intervention”, Millenium, vol.21, nº3, 1992, p. 468.
I. INTRODUCCIÓN
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El objetivo de este trabajo es examinar los principales argumentos esgrimidos en defensa o rechazo de la legitimidad de las intervenciones humanitarias. Para ello seguiremos los siguientes pasos. En primer lugar, analizaremos de qué forma y hasta qué punto los Estados y sus derechos pueden representar o no una barrera infranqueable a las intervenciones. Intentaremos al respecto demostrar que ninguno de los argumentos basados en la existencia o los derechos de los Estados posee un status moral superior a los derechos de los individuos por cuya salvaguarda se interviene. En segundo lugar, nos centraremos en la justificación que los derechos humanos pueden proporcionar a las intervenciones. Ello exige, por un lado, acreditar la plena universalidad de los derechos que proporcionan una justificación de éstas y, por otro lado, analizar si los derechos humanos –además de representar una razón moral en su favor– son también suficientes para justificar las intervenciones humanitarias. A tal efecto señalaremos los límites de una justificación de las intervenciones basada únicamente en los derechos humanos, completando el estudio de las mismas con un examen de sus consecuencias y sobre el modo en que deontologismo y consecuencialismo pueden ser reconciliados. Al iniciar este análisis somos conscientes de que el debate acerca de la conveniencia y legitimidad de las intervenciones puede llegar a adquirir por momentos unos perfiles muy densos. Se tiene a veces la impresión de que el mismo no gira sólo en torno a la salvación de las vidas de unos cientos o miles de personas sino que, al menos desde la perspectiva occidental, se convierte también en una polémica acerca de la estructura y jerarquía de principios que deben presidir el orden internacional. Como podremos comprobar, en el trasfondo de cualquier intento de justificación de un derecho o deber de injerencia o de la prohibición de intervenir hay casi siempre un modelo de sociedad mundial: idealista o realista, comunitarista o cosmopolita, basado en la subjetividad internacional únicamente de los Estados o también en la de los individuos y/o las ONG, etc. La discusión acerca de algo tan concreto como quién debe hacerlo, de qué modo, cuándo, por qué razones y a qué precio ha de intervenirse termina muchas veces por convertirse en un debate sobre cuestiones tan trascendentales como la imagen que tenemos nosotros mismos y el modo en que construimos nuestras identidades y edificamos el mundo en el que vivimos18. Conviene, finalmente, realizar una breve aclaración en relación con el significado que a lo largo de este trabajo va a atribuirse al termino “intervención humanitaria”. Como es sabido, en el lenguaje iusinternacionalista, por “inter18 HOFFMAN, M., «Agency, identity and Intervention, en FORBES, I., and HOFFMAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, Sant Martin Press, Nueva York, 1993, p. 194.
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¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
vención” se entiende toda forma de interferencia coactiva en los asuntos internos de un Estado. Como proclamara en 1986 el Tribunal Internacional de Justicia en el caso Nicaragua, comprende la amenaza de la fuerza, la intervención armada, bien en forma de una intervención militar directa o mediante el apoyo a las actividades de grupos terroristas o paramilitares en otro Estado, e incluso las sanciones económicas o las medidas políticas si resulta probado que tienen efectos coactivos. Sin pretender con ello inmiscuirnos en una discusión terminológica o pretensión estipulativa que escaparía aún más a mi competencia y, al menos por lo que afecta a aquellos supuestos en que quepa calificarla también de humanitaria, he optado por reservar la expresión “intervención” para aquellos actos de interferencia en el territorio o asuntos de otro Estado que conlleven el empleo de la fuerza armada. Parece que, fuera del lenguaje jurídico y político, se habla casi siempre de intervención para hacer referencia a un acto de interferencia armada, hablándose en los otros supuestos de –simplemente– la imposición de sanciones o la práctica de recomendaciones. Al optar por esta acepción del término intervención, quedarían también fuera del significado de las intervenciones humanitarias otras formas de actuación humanitaria que no consisten en el uso de la fuerza. En el lenguaje humanitario de las ONG y de algunas organizaciones internacionales es frecuente hacer uso de dicho término para designar todo tipo de actuación –no necesariamente de carácter bélico– que tenga un fin humanitario como el suministro de alimentos, la asistencia médica, el amparo de refugiados, etc.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN BASADAS EN EL VALOR DEL ESTADO 2.1.
El carácter estatista de la sociedad internacional
La pervivencia de una concepción estatista de la sociedad internacional representa un freno muy poderoso no sólo para las intervenciones agresivas, sino también para las humanitarias. Es más, hablar de intervenciones en general, y de intervenciones humanitarias en particular, adquiere sentido únicamente en el marco de una comunidad internacional integrada por Estados separados por unas fronteras que, pese a ser producto muchas veces de la arbitrariedad19, no se cuestionan sino solamente traspasan temporalmente para terminar con situaciones moralmente intolerables. El hecho de que los Estados y no los individuos u otros sujetos conformen la única sociedad mundial conocida hasta ahora, vendría a constituir, al menos de momento, un elemento inamovible del paisaje, un dato que debe ser asumido por toda concepción, no digamos ya realista, sino mínimamente sensata de la justicia internacional. Si bien es cierto que en las últimas décadas el poder de los Estados se ha visto erosionado y relativizado por los derechos humanos, vislumbrar hoy una desaparición de los primeros en favor de un orden mundial fundado en el reconocimiento y protección universal de los segundos no parece 19
Para Rawls, del hecho que las fronteras sean históricamente arbitrarias no se sigue que su función en el derecho de gentes no pueda ser justificada. Lo importante no es preguntarse por esta arbitrariedad, sino por los valores promovidos por los Estados. RAWLS, J., «Derecho de Gentes» en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, cit., p. 60. Como reconoce Walzer, es probable que las fronteras existentes en un determinado momento sean arbitrarias, se encuentren defectuosamente dibujadas y sean el producto de antiguas contiendas. En cualquier caso, estas líneas establecen un mundo habitable. WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 56.
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¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
ni factible ni razonable. Por el contrario, la gran mayoría de esos Estados (sobre todo el amplio número que viera la luz tras la descolonización) defiende a ultranza el principio de no intervención, gracias al cual se consideran a salvo de viejos y nuevos colonialismos. De ahí que, en el seno de una comunidad de este tipo, resulte extremadamente complicado y despierte alarma la posibilidad de limitar los derechos de soberanía por medio de intervenciones armadas, cualesquiera que sean los fines y razones a los que se apele para su defensa. Desde la anterior perspectiva, la constitucionalización de los derechos humanos debería ser interpretada y valorada como un signo evidente de la moralización del orden jurídico y político internacional, pero no como el reconocimiento de la subjetividad internacional del individuo junto o, incluso, por encima de la de los Estados20. Por tanto, lo máximo que la comunidad internacional puede hacer para asegurar el disfrute de los derechos humanos es conseguir que aquéllos se comprometan por medio de tratados internacionales que los reconozcan y garanticen. Más que vigilancia y sanción de las violaciones de los derechos humanos, la labor más decisiva de los textos jurídicos internacionales ha sido la inducción de cambios, con frecuencia esenciales, en las constituciones de muchos Estados, casi siempre acompañados de cambios paralelos en la organización democrática de los mismos21. En ausencia o espera de un nuevo orden internacional cosmopolita, la única alternativa realista y razonable pasa, necesariamente, tanto por moralizar como por fortalecer al Estado. A juicio de Ignatieff, no existe mayor amenaza para la paz del mundo posterior a la Guerra Fría que la destrucción de los Estados y, en consecuencia, de la capacidad de sus poblaciones civiles para alimentarse y protegerse tanto del hambre como de los conflictos interétnicos22. Por esta razón M.Fixdal y D.Smith consideran un error, tanto desde una perspectiva empírica como analítica, considerar que la época de los Estados esté tocando a su fin. Es cierto que, como señalara D.Bell, la capacidad de éstos para afrontar los mayores problemas actuales es limitada, que lo mismo que el Estado es demasiado grande para responder a ciertas cuestiones, se muestra demasiado 20 Hay que distinguir, pues, entre la humanización experimentada por el Derecho Internacional y la subjetividad del individuo. Pese a los significativos pasos dados en los últimos años a favor de esta última, lo cierto es que la subjetividad paulatina adjudicada a la persona humana se hace mediante el reconocimiento y garantía prestados por el Estado. ROLDÁN BARBERO, J., Ensayo sobre el Derecho Internacional Público, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Almería, 1995, p. 39. 21 RUBIO CARRACEDO, J., «¿Derechos liberales o Derechos Humanos?» en RUBIO CARRACEDO, J., ROSALES, J.M. y TOSCANO, M., Ciudadanía, Nacionalismo y Derechos Humanos, Trotta, Madrid, 1998, p. 164. 22 IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, cit., p. 102.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN...
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pequeño para afrontar ciertos retos. Sin embargo, no existe ninguna otra agencia capaz de movilizar los recursos necesarios y organizar soluciones para los problemas que afectan a los ciudadanos. Por otra parte, si bien hay quienes han interpretado el incremento del número de intervenciones como una señal del colapso del sistema de Estados, ese dato también podría indicar una necesidad de fortalecer la soberanía estatal23. Conviene igualmente señalar que, además de poco realista, parece incoherente postular una alternativa entre derechos humanos universales y Estados soberanos como sí entre ambos mediara un antagonismo absoluto e irreconciliable. Si bien es cierto que –sobre todo en las últimas décadas– algunas de las mayores amenazas contra los derechos humanos han provenido de los Estados, también lo es que éstos continúan siendo su principal instrumento de protección, evidenciándose así la paradoja de que los primeros actúan como límites del poder pero, al mismo tiempo, precisan de éste para su efectiva protección24. Una situación que cabe explicar poniendo de manifiesto, tal y como hace Habermas, que los derechos humanos tienen un rostro jánico, que están dirigidos a la vez a la moral y al derecho (o, lo que es lo mismo, al Estado), ya que, si como normas morales se refieren a todo aquello que tenga “rostro humano”, como normas jurídicas sólo protegen a las personas en la medida en que pertenecen a una determinada comunidad jurídica25. La tónica dominante es, pues, la de considerar que, mientras la universalidad activa de los derechos humanos es tanto moral como jurídica, su universalidad pasiva es –al menos de momento– predominantemente moral. Consciente de estas circunstancias, y en la línea de lo que el profesor PecesBarba viene defendiendo como una concepción dualista de los derechos humanos26, Walzer justifica la hegemonía política de los Estados en la sociedad internacional apelando a una distinción entre el fundamento de los derechos humanos y el de su protección. Mientras el primero ético (los derechos individuales derivan de las ideas acerca de la personalidad moral), el proceso por 23
FIXDAL, M. y SMITH, D., “Humanitarian Intervention and Just War”, cit., p. 289. Vid. DE ASÍS ROIG, R., Las paradojas de los derechos fundamentales como límites del poder, Debate, Madrid, 1992, en especial, pp. 80-82. Vid., igualmente, DONNELLY, J., «Social construction and International human rights» en DUNNE T. and WHEELER, N., Human rights in global politics, Cambridge University Press, 1999, p. 86. 25 HABERMAS, J., «Acerca de la legitimación basada en los derechos humanos» en La constelación post-nacional, Paidós, Barcelona, 1999, p. 153. 26 Vid. PECES-BARBA, G., «Sobre el fundamento de los derechos humanos. Un problema de moral y derecho» en MUGUERZA, J., El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pp. 265-277. Vid. igualmente DE ASIS ROIG, R., Sobre el concepto y fundamento de los derechos humanos. Una aproximación dualista, Cuadernos Bartolomé de las Casas, Dykinson, Madrid, 2001. 24
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medio del cual son garantizados es de carácter político. Walzer dirá que “no parece que pueda proclamarse simplemente una lista de derechos y buscar hombres armados a su alrededor que los hagan observar. Los derechos sólo son garantizables dentro de las comunidades políticas en los que han sido reconocidos colectivamente, y el proceso por el que llegan serlo, es un proceso que requiere una arena política27. Por tanto, el resultado de esta tensión entre la moralidad ideal del fundamento de los derechos individuales y la facticidad del carácter político de su protección es una comunidad mundial integrada por los Estados y no por la humanidad, una sociedad que reconoce derechos “mínimos y ampliamente negativos, diseñados para proteger la integridad de las naciones y regular sus transacciones comerciales y militares”28. No obstante, el representar un factum incuestionable y aún no superable no es ahora ni ha sido nunca suficiente para que el Estado pueda autoafirmarse en la sociedad internacional. Como cualquier forma de poder, el que representa el Estado rara vez se ha impuesto como un puro hecho sino que siempre ha manifestado una marcada tendencia a transfigurarse, haciendo de la obediencia al mismo no en una apelación al miedo sino a la autoridad. En realidad, como creación de la cultura política y jurídica moderna, la organización política que conocemos como el Estado supone en sí misma una superación y racionalización del poder y la fuerza, una realidad que pretende ser algo más o algo distinto: orden, seguridad, protección de los derechos, garantía de la integridad cultural, etc. Como resultado de ello, han ido surgiendo distintas categorías jurídicas y morales para dulcificar y no cerrar al ideal la realidad de facto político, para justificar que los Estados merecen ser respetados. En muchas de ellas se ha fundamentado la prohibición de intervenir en el territorio y asuntos propios de otro Estado, de respetar su autonomía con independencia de cuál su sistema político y de lo que pueda ocurrir a quienes viven dentro de sus fronteras. 2.2.
La soberanía
Una de esas categorías, no sé si la primera, pero sí la que más fuerza ha poseído hasta ahora, es la noción de soberanía. Pese a algún intento de conciliar ambos principios29, el vigor que ha poseído y, todavía hoy, conserva este principio, explica 27 WALZER, “The moral standing of the States: A response to Four Critics”, Philosophy & Public Affairs, Winter, 9, nº 2, 1980”, pp. 229-230. 28 Ibídem, pp. 226-227. 29 Vid. CHOPRA, J. y WEISS, T.G., “Sovereignity is no longer Sacrosant: Codifying Humanitarian Intervention”, cit., pp. 107-108; REISMAN, W.M, “Sovereignity and Human Rights in Contemporary International Law”, The American Journal of International Law, 84, 1990, pp. 866-876.
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gran parte de las dificultades tanto teóricas como prácticas presentes para la puesta en marcha y justificación de las intervenciones humanitarias. No en vano, es frecuente presentar el principio de no intervención como el corolario indispensable del reconocimiento de la igual soberanía e independencia de los Estados30. Nos hallamos, sin embargo, ante un concepto muy elástico, portador en la actualidad de diferentes significados, de lo cual resulta muy revelador que se aluda a ella como un principio jurídico, un concepto político, un derecho colectivo o una categoría filosófica. Esta diversidad de sentidos termina generando un cierta confusión sobre la lógica y el tipo de fundamento que la soberanía proporciona al deber de no injerencia: si de carácter solamente jurídico y político, o también de naturaleza moral. Además, no siempre se distinguen con rigor y claridad las dimensiones interna y externa de la soberanía, produciéndose así una cierta confusión sobre con cuál está relacionada la prohibición de la intervención, si con ambas o sólo con alguna de ellas. Para analizar el origen y la lógica que anima la noción de soberanía es preciso retrotraerse hasta el singular proceso por el que, mediante una apelación al mismo tiempo que secularización de categorías y conceptos teológicos31, el pensamiento jurídico moderno definirá y legitimará al Estado como un poder absoluto, único e ilimitado. Por medio de una justificación que arranca en el estado de naturaleza , la categoría filosófico-jurídica de la soberanía convertirá al Estado en la única fuente de normas jurídicas y, por lo tanto, en un poder jurídicamente ilimitable. Estaríamos, por tanto, ante un principio cuya lógica interna termina por enclaustrar jurídica y políticamente a los Estados en un recinto en donde, al menos para Bodino y Hobbes, su poder se describe equiparándolo a la divinidad32. Si, por definición, el poder soberano es único, una consecuencia lógica de la idea de soberanía es precisamente la prohibición de las intervenciones ya que éstas supondrían la presencia de un segundo poder dentro del territorio de un mismo Estado. La ausencia de límites jurídicos para el soberano, unida al fuerte escepticismo moral imperante en la época y al recurso a la razón de Estado, supondrá en la práctica el reconocimiento al soberano de un poder ejercitable sin necesidad de apelar a consideraciones éticas, con total autonomía, del mismo modo que el propietario tiene facultad para usar y disfrutar de su dominium33. 30 Vid. RAMÓN CHORNET, C., ¿Violencia necesaria? La intervención humanitaria en Derecho Internacional, Trotta, Madrid, 1995, pp. 24 ss. 31 Vid. SCHMITT, C., «Teología política» en Estudios Políticos, trad. de F.J. Conde, Doncel, Madrid, 1975. 32 PÉREZ TRIVIÑO, J.A., Los límites jurídicos del soberano, Tecnos, Barcelona, 1998, p. 57. 33 KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian intervention?», en LYONS, G. & MASTANDUNO, M. (eds.), Beyond Westphalia? National Sovereignty and International Intervention, John Hopkins University Press, Balttimore, 1995, p. 26.
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No obstante, la tradición realista iniciada por Hobbes lleva implícita una paradoja: si la superación del estado de naturaleza en el ámbito de las distintas comunidades nacionales conduce a justificar moralmente el carácter absoluto e ilimitado a la soberanía interna de los Estados, la situación está lejos de ser la misma en la sociedad internacional integrada por las distintas unidades estatales. Los Estados se encuentran aquí en una condición de bellum omnium prepolítica que, a diferencia del estado de naturaleza entre los individuos, es una condición efectiva y no puramente hipotética34, existiendo, en consecuencia, un derecho natural ilimitado de los Estados de invadir las fronteras de otros Estados35. De acuerdo con este último dato, parece más razonable rechazar que los Estados disfruten de una verdadera personalidad moral36. Que éstos terminen con la batalla de opiniones y que su razón y voluntad sean el origen de la justicia que hace posible la existencia de una sociedad política, no es razón suficiente para reconocerles derechos de semejante naturaleza en las relaciones internacionales. En Hobbes y, sobre todo, en toda la teoría realista posterior aferrada a esta imagen anárquica del orden internacional37, la independencia de los Estados sólo puede cimentarse en medios como la diplomacia, la disuasión mutua, los equilibrios de poder, etc., pero nunca en principios morales. El carácter jurídico-político de la soberanía, unido al escepticismo ético que había permitido en un primer momento justificar el carácter ilimitado de ésta, hace inviable fundamentar un derecho moral de no injerencia. De ahí que acierte Luban al señalar que la noción de soberanía es, entendida de esta forma, un concepto insensible a la legitimidad que no permite, por tanto, reconocer ningún derecho moral al Estado.38. Como destaca Garzón Valdés, la soberanía es simplemente la capacidad de un Estado para imponer libremente sus normas jurídicas a una población que se halla en un territorio determinado y ello no implica necesariamente ningún status moral que, en tanto tal, merezca un respeto incondicional39. Es más, entre la noción de soberanía y el 34 Para Hobbes, “es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que poseen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mirándose fijamente, es decir, en sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados, en las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos contantemente, en una actitud belicosa…”. HOBBES, T., Leviatán, trad. de C.Mellizo, Alianza, Madrid, 1989, Cap. XIII, p. 108. 35 Vid. FERRAJOLI, L., «La soberanía en el mundo moderno», cit., pp. 135-136. 36 McCARTHY, L., «International Anarchy, Realism and Non-Intervention», en FORBES, I. and HOFF-MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, St.Martin Press, New York, 1993, p. 80. 37 Vid. BULL, H., The Anarquical Society: A study of order in world politics, MacMillan, London, 1977. 38 LUBAN, D., “Just Wars and Human Rights”, Philosophy and Public Affairs, winter 1980, vol.9 (2), p. 166. 39 GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., p. 388.
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derecho (entendido como límite y no mero vehículo de la voluntad política, como ratio y no como voluntas) existe una tensión insuperable. Ésto es algo que, como veremos, comprenderán rápidamente los teóricos de los derechos naturales y sólo un par de siglos más tarde la ciencia jurídica internacionalista. Como sabemos, hacia ya tiempo que ésta no se cansa de repetir que los derechos humanos, con independencia de cuál sea el fundamento jurídico del deber de los Estados de respetarlos, han dejado de pertenecer a la categoría de los asuntos que son esencialmente de su jurisdicción. Ningún Estado puede sustraerse a su responsabilidad internacional so pretexto de que esta materia es esencialmente de su domine reservé40. 2.3.
La analogía con el individuo
Con anterioridad a esta evolución, habrá, no obstante quienes sí atribuyan a esa autonomía o libertad ilimitada del Estado un valor moral sirviéndose, curiosamente (y como veremos, de una manera que no podía sino terminar resultando contradictoria), de algunos conceptos propios de una filosofía inspirada en presupuestos epistemológicos, morales y políticos individualistas como es el Derecho Natural racionalista. Ciertamente, con la idea de los derechos individuales, el iusnaturalismo moderno pondrá las bases para una progresiva limitación moral y jurídica del Estado. Por lo que se refiere a su soberanía interna, no hay duda que Locke y Pufendorf van a convertirlo en uno de los principales impulsores y en el verdadero nervio filosófico de las primeras declaraciones de derechos humanos de nuestro tiempo y, en general, de todo el constitucionalismo posterior. Transformado en un instrumento erigido en defensa de los derechos individuales, el poder del Estado no puede disfrutar ahora de una legitimidad intrínseca sino derivada y gozar de una soberanía sólo limitada, hasta el punto de que, al menos en ese plano, la soberanía es hoy una categoría superada41. En el ámbito de la soberanía externa resulta sin duda esperanzadora la línea apuntada primero por Grocio y posteriormente por Vattel, para quienes, aunque de un modo rudimentario, la ley natural vendría a especificar en parte los derechos de los individuos frente al Estado. Si bien encontramos ideas similares en pensadores anteriores como Bartolomé de las Casas, se ha sostenido que es en el primero donde hallamos la primera formulación autorizada del princi40
p. 32.
CARRILLO SALCEDO, J.A., Soberanía de los Estados y Derechos Humanos.., cit.,
41 Vid. HART, H.L.A, El Concepto de Derecho, trad. de G. Carrió, Abeledo-Perrot, 1992, pp. 89-97.
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pio de intervención humanitaria42. En De iure beli ac pacis, Grocio declarará que si un tirano convierte a sus súbditos en víctimas de atrocidades, del hecho de que los súbditos no puedan tomar las armas no se desprende que otros en una situación de responsabilidad hacia la humanidad en su conjunto no puedan tomar las armas en defensa de aquéllos: “Cuando la injusticia es tan clara como la de Busiris, Falaris o la que el tracio Diomedes ejerciera contra sus súbditos, que ningún hombre justo la aprobaría, entonces no queda inhibido el derecho de la sociedad humana”43. Es objeto de discusión, no obstante, si este derecho de intervención por razones humanitarias defendido por Grocio puede ser visto como el ejercicio por parte de un Estado del derecho de rebelión de un pueblo contra la tiranía44 o si, tal y como defiende Chesterman, se trata más bien de un acto llevado a cabo en virtud de un derecho de sanción contra los Estados que cometen actos como los señalados45. El otro gran defensor de la intervención humanitaria será E.Vattel. Ciertamente éste parte de la analogía entre el Estado y el individuo a la que haremos inmediatamente referencia para defender que los deberes de una nación hacia sí misma son de su exclusivo dominio. Vatell dirá que ningún soberano puede sentar en el banquillo a otro soberano, de modo que ningún poder extranjero puede interferir en otro Estado soberano como no sea mediante buenos oficios. Sin embargo el jurista y filósofo francés admite la legitimidad de un derecho de intervención o interferencia humanitaria en ciertos supuestos. En concreto, éste observa que cuando la tiranía de un soberano rompe el vínculo político que le une a sus súbditos, éstos se convierten en titulares de un derecho de resistencia y rebelión que, para hacerse efectivo, puede derivar en la solicitud de entrada en su territorio de un poder extranjero que les asista46. Sin embargo, en el plano internacional, la teoría de los derechos naturales o, al menos su impronta individualista, va a terminar operando durante un cierto momento más como un obstáculo que como un medio para establecer límites 42 Vid. LAUTERPATCH, H., “The Grotian Tradition in International Law”, British Year Book of International Law, 1946, p. 46. H. Vincent considera esta tesis un tanto exagerada. Vid. VINCENT, R.J., «Human Rights and Intervention», en BULL, H., KINSBURY, B. and ROBERTS, A. (eds), Hugo Grotius and International Realtions. Clarendon Press, Oxford, 1992, pp. 242 y 247. 43 GROCIO, H., De iure beli ac pacis, Libro II, cap. XXV, pf. 8.2. 44 TESÓN, F., Humanitarian Intervention, Dobbs Ferry, International Publishers, 1988, p. 56. 45 CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace? Humanitarian Intervention and International Law, Oxford University Press, 2001, p. 15. 46 VATTEL. E., The Law of Nations: Principles of the Law of Nature Apliedd to the conduct and Affairs of the Nations and Sovereign [1758], Carnegie Institution, Washington, 1916, p. 37. Citado por CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace?, cit., p. 18.
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jurídicos y morales a la soberanía externa de los Estados. Dicho fenómeno obedece al modo en que filósofos y juristas van a asimilar el Estado al individuo y a atribuirle derechos morales comparables a los que el iusnaturalismo racionalista reconocía a éstos. Esta va a ser una de las vías a través de las cuales el positivismo jurídico va a desplazar al iusnaturalismo escolástico como concepción dominante del Derecho internacional47. Si Hobbes y Bodino se habían servido de la analogía con Dios para describir e, indirectamente, legitimar el poder mayestático del Estado, los racionalistas ilustrados emplean ahora otro tipo de personificación –la humana– para explicar y justificar su autonomía e independencia. La analogía entre el Estado y el individuo se encuentra en prácticamente todos los pensadores de la época, incluso en un partidario de someter la soberanía a un poder exterior como es Kant cuando describe a los pueblos como “individuos que en estado de naturaleza se perjudican unos a otros48, pero, salvo en el caso de Vattel, esta semejanza funciona casi siempre como una barrera para las intervenciones. Las naciones pueden ser equiparadas moralmente a las personas que viven libremente en el estado de naturaleza, situación que, a diferencia del modelo hobbesiano, no les atribuye un derecho natural a hacer todo lo que les plazca sino –al partir de una antropología más optimista y, por tanto, del dibujo de una sociedad prepolítica menos belicosa– a la exigencia de respeto de los derechos de autonomía e independencia de los otros Estados. El rechazo de las intervenciones deja así de descansar únicamente en los equilibrios de fuerza o en la diplomacia para apoyarse ahora en un fundamento moral. En esta línea, Wolff intentó desarrollar el principio de la autonomía moral de los Estados respecto de la moralidad política doméstica. El filósofo alemán sostenía que “las naciones deben equipararse a las personas en un estado de naturaleza”49 y deducía de esta premisa que, entre aquéllas, al igual que entre las personas, existe una igualdad moral: “puesto que por naturaleza todas las naciones son iguales y que, sobre todo, los individuos son iguales en el sentido moral de que sus derechos y obligaciones son los mismos; los derechos y obligaciones de todas las naciones son también por naturaleza los mismos”50. Tras señalar que estos derechos vienen definidos por su soberanía, Wolff terminaba concluyendo 47 De acuerdo con Chesterman, el principio de no intervención debe ser vinculado al desplazamiento de la Escolástica por el positivismo en el Derecho Internacional del siglo XVIII. De esta forma el término “intervención humanitaria” solo emergió en el siglo XIX como una posible excepción a este regla de la no intervención. Ibídem, pp. 3 y 8. 48 KANT, I., La paz perpetua, trad. de J. Abellán, Tecnos, Madrid, 1985, p. 21. 49 WOLFF, C., Jus gentium methodo scientifica pertractatum, [1764], Clarendon Press, Oxford, 1934, sec. 2, p. 9., cit. por BEITZ, C., Political Theory and International Relations, Pricenton University Press, New Jersey, 1979, p. 75. 50 Ibídem, p. sec.17, p. 16.
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directamente el principio de no intervención: “puesto que ninguna nación tiene un derecho natural a ningún acto que pertenezca al ejercicio de la soberanía de otro país…; ningún gobernante de un Estado tiene derecho a interferir en el gobierno de otro, ni puede en consecuencia establecer ni hacer nada en ese Estado, y el gobierno del soberano de un Estado no está sujeto a la decisión del soberano de otro Estado”51. De ello se desprende que carecerá de legitimidad una guerra contra una nación a causa de que ésta “sea muy malvada, viole de un modo espantoso la ley natural o cometa ofensas contra Dios”52. En conclusión, los derechos naturales individuales son sólo un criterio deontológico supremo en las sociedades domésticas, no en la sociedad internacional de la que sólo forman parte los Estados. Por lo tanto, el Estado está sometido a dos tipos diferentes de moralidad: por un lado, la vigente en el ámbito interno, que genera obligaciones respecto a sus ciudadanos pero no frente a los demás Estados; por otro lado, la que rige en la sociedad internacional, cuyo principio fundamental es la prohibición de injerencia en todos los asuntos que queden dentro de la soberanía interna de los Estados incluido –si es el caso– el respeto o no de los derechos naturales positivizados en sus respectivos ordenamientos jurídicos. Los derechos individuales permiten explicar y justificar la existencia del Estado, pero la posición de la que éste disfruta en la sociedad internacional le viene atribuida por el resto de Estados que forman parte de ésta. No se articula, pues, ninguna línea de unión o continuidad apreciable entre unos y otros derechos, que quedan ubicados en dimensiones espaciales y de legitimidad claramente diferenciadas. Es cierto que el pensamiento contractualista concebía al Estado como un instrumento para la defensa de los derechos humanos individuales, pero, una vez que aquél se insertaba en la sociedad de Estados, su código ético cambiaba, siendo aquí su obligación la de respetar la soberanía de los demás Estados, no los derechos humanos individuales. Hegel ofrece una respuesta a esta paradoja al hablar del Estado no ya como titular de derechos morales equiparables a los reconocidos a los individuos, sino como una realidad ética superior, como el último estadio en el desarrollo de la vida moral53. Debe resaltarse la influencia del “mito hegeliano” en el pensamiento jurídico internacionalista de los siglos XIX y XX, durante los cuales la doctrina ignoró los límites humanitarios a la soberanía señalados por Grocio y Vattel para adherirse a la línea iniciada por Wolff54. A todo ello contribuirá igualmente la influencia de la ciencia jurídica iusprivatista que, recogiendo 51
Ibídem, sec.257, p. 131. Ibídem, p. 256. 53 HEGEL, W.F., Filosofía del Derecho, trad. de E. Vásquez, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, sec. 257., p. 302. 54 TESON, F.R., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 57. 52
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argumentos del iusnaturalismo y del organicismo, llegará a afirmar que los sujetos colectivos como el Estado tienen un cuerpo moral, un espíritu, un verdadero ente natural, al que cabe considerar una verdadera persona moral y no una mera analogía de las personas físicas55. Más vigencia ha conservado el pensamiento de Stuart Mill, cuya defensa del valor moral de Estado y del principio de no intervención girará en torno a una auténtica identificación del mismo con la comunidad política o pueblo. En el opúsculo A few words about non intervention (1859), Mill argumentará a favor de los Estados como comunidades que gozan autodeterminación, con independencia de que los ciudadanos participen o no en la formación de la voluntad política. La razón que sustenta esta afirmación es que la autodeterminación y la libertad política no son términos equivalentes. La primera es una idea más amplia ya que describe no sólo un régimen político concreto, sino también el proceso por medio del cual una comunidad llega o no a establecerlo. Un Estado disfruta de autodeterminación incluso si sus ciudadanos luchan y fracasan en su intento de establecer instituciones libres, pero queda privado de ella si tales instituciones son establecidas por un vecino intruso. Los miembros de una comunidad deben buscar su propia libertad, del mismo modo que los individuos deben cultivar su propia virtud. Pero no pueden ser hechos libres (del mismo modo en que no pueden ser hechos virtuosos) por una fuerza externa. De hecho, la libertad política depende de la existencia de una virtud individual, y esto es algo que parece improbable que los ejércitos de otro país produzcan, salvo que inspiren una resistencia activa. La autodeterminación es la escuela en la que la que se aprende o no la virtud y se gana o no la libertad; es, por tanto, el derecho de un pueblo “de llegar a ser libre por sus propios esfuerzos”. Y la prohibición de intervenir es el principio que garantiza que su éxito no será impedido o su fracaso evitado por la intromisión de un poder externo56. 55 LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos? Individualidad y socialidad en la teoría de los derechos, Ariel, Barcelona, 2000, p. 126. 56 MILL, J.S., «A few words about non intervention» en Collected Works, vol. XXI, Essays on Equality, Law and Education, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul, Toronto/Londres, 1984, pp. 109-124. Sobre el anitintervencionismo de Mill Vid. VAROUXAKIS, G., “John Stuart Mill on Intervention and non intervention”, Millenium, vol. 26, num.1, 1997, pp. 57-76. Curiosamente, hay quienes se han valido de argumentos paternalistas para rechazar las intervenciones humanitarias. Es el caso de Elfstrom, que sostiene que entre el gobierno y los ciudadanos media una relación similar a la que tienen padre e hijo. Sólo los gobiernos pueden interpretar cuáles son los intereses de los ciudadanos y, cuando ésto no sucede, sólo a ellos corresponde la responsabilidad de actuar. Por ello, la tensión entre la soberanía de los Estados y las reclamaciones de la comunidad internacional para proteger los derechos individuales son bastante similares a las existentes entre los derechos de los padres a criar a sus hijos y las exigencias de la sociedad de proteger los derechos básicos de los niños contra los abusos de los padres. ELFSTROM, G., “On dilemmas on intervention”, Ethics, 93, 1982-1983, pp. 709 ss. Para una crítica de esta teoría Vid. TESON, F., Humanitarian Intervention, cit., pp. 84-85.
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Sin embargo, la analogía entre el Estado y el individuo no parece constituir una base mínimamente sólida sobre la que afirmar la moralidad de los derechos estatales. Como ha señalado Beitz, los Estados carecen de la unidad de consciencia y de voluntad racional que constituye la identidad de las personas. No son ni asociaciones voluntarias, ni totalidades orgánicas con la integridad y unidad que se atribuye a las personas en tanto que personas57. Por otra parte, al hablar de derechos de los Estados no se especifica quién es el verdadero titular de los mismos, si el gobierno o el pueblo. La consecuencia invariable del mito hegeliano es precisamente la confusión entre ambos58. En esta confusión o identificación incurre Mill y, como veremos, parece hacerlo también Walzer. 2.4.
Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no injerencia: el consentimiento de los ciudadanos y el derecho de autodeterminación
De ahí que, en lugar de recurrir a la «analogía doméstica»59, creamos más razonable valernos de una de las dos siguientes explicaciones. De acuerdo con la primera, los derechos de soberanía de los Estados tendrían un fundamento político, descansarían en su carácter institucional, ésto es, pertenecerían al Estado en tanto participante en la sociedad internacional antes que a los ciudadanos que han delegado su poder a los gobernantes60; y los deberes correlativos a los mismos serían obligaciones debidas a la sociedad internacional en su conjunto61. Una expresión de esta filosofía de los derechos del Estado es la que nos ofrece Rousseau cuando, frente a la opinión de Hobbes, asevera que “la guerra no es una relación del hombre con el hombre sino del Estado con el Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres, ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados, no como miembros de la patria, sino como sus defensores”62. Esta parece ser, igualmente, la interpretación de Walzer cuando señala que los derechos internacionales de los Estados derivan sólo indirectamente de autoridad respecto a sus propios ciudadanos63. La otra posibilidad pasa por fundamentar los derechos internacionales del Estado en los de los individuos. Para Fernando Tesón resulta éticamente inad57
BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., p. 47. TESÓN, F., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 75. 59 Sobre la analogía doméstica vid. SUGANAMY, H., The domestic analogy and world order proposals, Cambridge University Press, 1989. 60 KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian intervention? », cit., p. 34. 61 LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 164. 62 ROUSSEAU, J.J, Contrato Social, trad. de Fernando de los Ríos, Espasa-Calpe, Madrid, 1990, Libro I, Cap. IV, p. 44. 63 WALZER, M., “The moral standing of the States”, pp. 212-213. 58
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misible la idea de que los Estados gozan de un significado moral autónomo y poseen derechos internacionales independientes de los derechos de los individuos que lo pueblan64. Tesón no aclara el modo en que se produce esa conexión o derivación de los derechos del Estado a partir de los de los ciudadanos, si bien parece razonable pensar que está moviéndose en las coordenadas de la tradición liberal que considera que el Estado nace y tiene derechos para proteger las libertades civiles y políticas de los individuos. Cabría, no obstante, otro modo de conectar los derechos de los individuos y los del Estado que permitiría seguir reconociendo a éste autonomía para no ser invadido, incluso cuando viola los derechos individuales. Se trata de la teoría de que los derechos de los Estados derivan o son un aspecto de la autonomía de los individuos, en concreto de su libertad para asociarse con vistas a lograr fines comunes. De acuerdo con ello, los Estados pueden ser considerados una asociación de individuos con aspiraciones e intereses comunes, no debiendo, por tanto, intervenirse en ellos dado que representan de hecho a las personas que ejercen su derecho de asociación. Sin embargo, una cosa es afirmar que el Estado protege el derecho de asociación de los ciudadanos y otra muy distinta que el Estado mismo sea una asociación libre, esto es, un grupo de personas voluntariamente asociadas para la persecución de ciertos fines. Para Beitz, los gobiernos no son similares a las asociaciones libres de individuos, en las que éstos tienen plena autonomía para formarlas, afiliarse y desafiliarse, y disolverlas de acuerdo con sus propios deseos e intereses. Los gobiernos se asemejan, más bien, a un elemento fijo del paisaje social, en el que la gente nace y en cuyo interior –si no todos– los más afortunados se encuentran confinados con independencia de que manifiesten expresamente su conformidad con los términos de la asociación. Pese a ello, podría sostenerse que los Estados poseen legitimidad gracias a su reafirmación permanente por parte de los ciudadanos a través de las votaciones o, incluso a través del abstencionismo político si es interpretado como una forma de consentimiento tácito. Empero, ninguno de estos actos permite sostener la legitimidad de las instituciones políticas. Éstas ejercen un efecto profundo y persuasivo en las perspectivas y preferencias de los individuos que viven bajo su control ya que definen el proceso por medio del cual el consentimiento puede ser o no expresado e influyen en el acceso a los medios necesarios para participar en él. De ahí que las instituciones mismas necesiten ser justificadas y esa justificación no puede derivar del consentimiento sino que ha de ser buscada en algún otro sitio distinto al actual acuerdo previo entre los ciudadanos65. 64 65
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 16. BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., pp. 78-79.
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La parte final del razonamiento de Beitz pone de manifiesto la imposibilidad de justificar moralmente al Estado invocando un criterio de legitimidad formal como el consentimiento fáctico de los ciudadanos manifestado en el ejercicio de su autonomía política. Este último permitiría –en la terminología de Garzón Valdés– hablar de legitimación pero no de legitimidad, es decir, de la conformidad de las normas y actos con la moral positiva pero no con principios de la moral crítica. Un elemento clave para explicarlo radica en la gran diferencia que, desde un punto de vista ético, existe entre la autonomía del individuo y la del Estado. Lo que tomamos en cuenta para predicar la calidad moral de los individuos es la aceptación voluntaria de las normas morales y su cumplimiento por razones no prudenciales. De ahí que sea también relevante el respeto de esta autonomía aun el caso de que se trate de personas no virtuosas. Por el contrario, y a diferencia de las personas, la legitimidad de un Estado puede ser impuesta heterónomamente (Garzón pensaba en la imposición a Sudáfrica del fin de del apartheid por la presión extranjera), no siendo relevante para el juicio de legitimidad el origen de las normas66. Pero es que, incluso en el caso de que otorgáramos a la autonomía de los Estados, a su derecho de autodeterminación, un status moral más o menos equivalente al de la autonomía individual, resultaría extremadamente difícil amparar bajo aquél las violaciones de los derechos individuales y, en consecuencia, privar legitimidad a las intervenciones humanitarias llevadas a cabo en defensa de estos últimos. Al igual que cuando su titular es el individuo el derecho de autonomía no confiere un poder ilimitado sino constreñido por los derechos e intereses de otros individuos, parece razonable asumir que el derecho a la autodeterminación colectiva también está limitado por otras consideraciones morales, incluidos los derechos individuales67. Por tanto, el único argumento que permitiría rechazar las intervenciones por representar una violación de la autonomía de un Estado pasa por atribuir al derecho de autodeterminación no sólo el carácter de un verdadero derecho humano68, sino, además, un mayor valor que a los derechos individuales. Para sostener esta pretensión –señala Tesón– los no intervencionistas deben demostrar que hay algo en la autodeterminación que sobrepasa la obligación de respe66
GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., pp. 388-389. McCMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, Ethics and International Affairs, vol.10, 1996, p. 17. 68 Vid. al respecto CASSESE, A., Self-determinationf of peoples: a legal reppraisal, Cambridge University Press, 1996; LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos?, cit., pp. 37-45; íd, Nacionalismo: culpable o inocente, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 54 ss; RUIZ RODRÍGUEZ, S., La teoría del derecho de autodeterminación de los pueblos, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998. 67
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tar los derechos individuales o, cuando menos, que hace preferible la lesión de éstos a la pérdida del control político y territorial. Mientras que desde los postulados filosóficos y políticos individualistas de la cultura occidental resulta muy complicado sostener una tesis similar, en los últimos tiempos ésta parece haber cobrado una cierta fuerza fuera de occidente, en los países nacidos de la descolonización. En éstos no sólo se ha hecho predominar una interpretación de los derechos humanos favorable al derecho de autodeterminación de los pueblos o, en todo caso, más colectivista o de grupo frente a la más individualista de los países occidentales70, sino que también, a veces, se ha considerado preferible un control interno despótico a las más benignas y liberales formas de control externo71. De estos últimos podría decirse que, como Trostsky, considerarían preferible el fascismo de un país dominado a la democracia de un país dominante. Como explica muy bien Tesón, en dicho ámbito cultural habría tenido mucho predicamento una interpretación relativista del artículo 2 de la Declaración de Independencia Colonial aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidades en 1960. Este precepto proclama que “todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación; en virtud de este derecho determinan libremente su status político y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”. Frente a la interpretación europea que estima que la autodeterminación interna exige la instauración de la democracia y el respeto de los derechos humanos de todas las personas72, la interpretación relativista contempla el derecho de autodeterminación como el aspecto menos obvio del principio de no-intervención, prohibiendo a todo Estado intervenir en las elecciones políticas y culturales de los pueblos libres. De acuerdo con esta exégesis, los Estados tendrían derecho a crear cualquier forma de gobierno que quieran, no importa lo represiva que sea, y las reclamaciones sobre los derechos humanos invocadas por otros Estados no podrían interferir en el disfrute de este derecho73. Ello no supondría solamente, tal y como defendía J.S. Mill, separar la au69
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 31. VALLESPÍN, F., “Intervención humanitaria: ¿moral o política?”, Revista de Occidente, nº 236-237, enero, 2001, p. 54. 71 MAcMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, cit., p. 7. Según Morris, este punto de vista sería un fenómeno relativamente reciente. Hasta el siglo pasado, la regla dominante entre la mayoría de los pueblos –incluidos los europeos– era la de considerar preferible un gobierno justo y eficiente a cargo de un poder extranjero a otro injusto e ineficiente a cargo de un gobierno propio. Vid. MORRIS, C., An Essay on the Modern State, Cambridge University Press, Cambridge, 1998, cap. 8. 72 Vid. REISMAN, M., “Coercion and self-determination: Contructing Charter Article 2(4)”, American Journal of International Law, 78, 1984, pp. 642-644. 73 Vid, CASSESE, A., «The Helsinki Declaration and Self-Determination » en BUERGENTHAL, T. (ed), Human Rights, International Law and The Helsinki record, Montclair, Allanheld, 1977, pp. 83-84. 70
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todeterminación de la libertad política, sino, en primer lugar, interpretarla en un sentido bastante diferente, como la afirmación y protección integridad comunitaria, y, en segundo lugar, sustentar su legitimidad en una interpretación relativista del pluralismo ético internacional. La combinación de estas dos novedades convierte la obra de Walzer en una visita obligada. 2.5.
Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de soberanía e independencia política como protecciones de las comunidades políticas
Las tesis defendidas por este autor, tanto en Just and Injust wars como en otros trabajos posteriores, se han convertido en uno de los principales referentes en el debate actual en torno a legitimidad de las intervenciones humanitarias. Walzer intenta convencernos de que los Estados poseen derechos similares a los individuos y de salvar el núcleo del argumento antipaternalista de Mill, tratando de no incurrir en el error de identificar al pueblo con el Estado o su gobierno. La primera de tales intenciones resulta palpable desde el comienzo del análisis del orden jurídico internacional y las guerras de agresión o intervención que acomete en Just and Injust Wars, al dejar claro que si bien el titular de los derechos a la integridad territorial y la soberanía política es el Estado, aquéllos derivan y adquieren su fuerza de los derechos de los hombres y mujeres que los componen74. No obstante, pese a esta declaración inicial, el discurso de Walzer avanza en medio de una cierta oscuridad que hace poner seriamente en duda el logro de los objetivos señalados. Así, uno de los más destacados elementos de confusión gira en torno a los derechos de los individuos en los que vendrían a fundamentarse los derechos de integridad territorial e independencia de los Estados. En ciertos momentos, Walzer invoca la vida y la libertad, añadiendo que los derechos de los Estados son, simplemente, su forma colectiva75. Sin embargo, tal afirmación parece quedar un tanto oscurecida por la descripción de la agresión a un Estado como un desafío, no sólo de las vidas y libertades de los ciudadanos, sino también “de la vida común que han forjado”, incluida su asociación política. Es más, Walzer llega a afirmar que “la autoridad moral de cualquier Estado particular depende de la realidad de la vida común que protege”, hasta el punto de que “si no existe una vida común, o el Estado no defiende la ya existente, su propia defensa no puede tener justificación moral”. En definitiva, “si los ciudadanos
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WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 53. Ibídem, p. 54.
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no tuvieran el derecho moral de elegir su forma de gobierno y configurar las políticas que conforman sus vidas, la agresión externa no sería un crimen”76. ¿En qué derechos humanos se fundamentan, pues, los derechos de los Estados? ¿En los derechos civiles individuales? ¿En el de los ciudadanos a formar una comunidad política? ¿En el derecho de éstos a formar una comunidad no sólo política si no también moral, ésto es, una comunidad definida por un modo de vida propio? ¿En ambos? Walzer parece aclarar estas dudas en The Moral Standing of the States, donde va a sostener que los derechos soberanos del Estado no derivan de los derechos individuales a la vida y la libertad, sino “de los derechos de los actuales hombres y mujeres de vivir como miembros de una comunidad histórica y expresar su cultura heredada por medio de formas políticas que funcionan satisfactoriamente entre ellos mismos”77. En realidad, no invoca estos derechos para referirse a los del Estado directamente, sino para señalar el fundamento moral de la comunidad política que está en su base78. Pero si, tal y como veíamos, Walzer supedita el valor moral del Estado a la protección de esa comunidad o vida común, esos derechos son también, en última instancia, el fundamento moral de los derechos de integridad territorial e independencia política del Estado. Walzer parece estar queriéndonos decir que, si bien es cierto que, tal y como han venido defendiendo el contractualismo y el liberalismo clásico, el Estado, como categoría política y jurídica, es un instrumento creado para la protección de los derechos civiles de los individuos, los diferentes Estados existentes en la actualidad no desempeñan sólo esa función, sino también la de preservar una cierta forma de vida a la que los ciudadanos no ya como miembros del género humano sino como integrantes de una comunidad histórica y cultural concreta tienen la necesidad y por tanto el derecho de pertenecer. De ahí que no cualquier Estado sirva para esta función, sino sólo uno que los ciudadanos puedan considerar el resultado de sus derechos a elegir la forma de gobierno y conformar las políticas que afectan a sus vidas y que preserve su integridad comunitaria, incluso si se trata de uno que protege peor los derechos a la vida y la libertad. Ello supone reconocer, tal y como apunta Kymlicka, que los Estados liberales no existen sólo para salvaguardar los derechos normales y las oportunidades de los individuos, sino también para proteger la pertenencia cultural de las personas. De ahí que una de las funciones de las fronteras, de la separación entre los Estados, sea reconocer que las personas pertenecen a culturas separadas79, ya que si no reconociéramos distinción alguna entre los miembros y los 76
Ibídem. WALZER, M., “The moral standing of the States”, cit., p. 211. 78 Ibídem, p. 210. 79 Vid. KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, trad. de C.Castells, Paidós, Barcelona, 1995, p. 175. 77
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extraños no tendríamos razón alguna para formar y mantener comunidades políticas80. La experiencia de armenios, kurdos, palestinos o tibetanos confirmaría, a juicio de Walzer, que los pueblos precisan del Estado para asegurar su pervivencia y apoyar y reproducir su vida cultural. De ahí que resulte difícil separar a un Estado de este tipo de la nación por cuyo bien fue creado. Separar la etnia o la nacionalidad de la ciudadanía sólo parece posible en sociedades de inmigrantes como la norteamericana, pero resulta política y moralmente mucho más difícil en países donde los grupos étnicos están territorialmente delimitados y establecidos desde antiguo. En definitiva, a juicio de Walzer el Estadonación posee lo que podría llamarse una “utilidad moral”81. Ello supone que si no se mantiene de alguna forma la vinculación del Estado a una determinada comunidad nacional o cultural, la misma idea de los Estados y de una sociedad internacional dejaría de tener sentido y no podría sino dar paso al Estado global, a un mundo sin significados particulares ni comunidades políticas. Y esta es una suerte de maximalismo moral que, como veremos, se encuentra muy lejos de defender y que resulta además poco factible en un futuro previsible82. De ahí que debamos aceptar como un rasgo estable de la vida humana que los individuos pertenecen a comunidades históricas y culturales diferentes, que la comunidad y la diversidad cultural son un valor y que los Estados, en tanto que protectores de la pertenencia comunitaria y la diversidad cultural mediante la instauración de ámbitos cerrados, también son un bien83. A diferencia pues de Taylor o Sandel, Walzer parece apostar por la presencia en la nación y no sólo en los distintos subgrupos nacionales (iglesias, vecindarios, familia, sindicatos, etc.) de vínculos culturales e históricos lo suficiente profundos como para crear una identidad única que merece la pena defender por medio de las fronteras. Walzer está convencido de que el Estado, la comunidad política “es lo que más se acerca a un mundo de significados comunes. El lenguaje, la historia y la cultura se unen (aquí más que en ningún otro lado) para producir una conciencia colectiva”84. Por otra parte, tal y como puede resultar comprensible en una obra sobre la justicia de las guerras, Walzer contempla al Estado en su dimensión externa, en el marco de la sociedad internacional, perspectiva ésta que parece descubrir 80 WALZER, M., Las esferas de la justicia, Una defensa del pluralismo y la igualdad, trad. de Heriberto Rubio, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 75. 81 WALZER, M., “Responte to Bader”, Political Theory, vol.23, nº2, Mayo, 1995, p. 248. 82 WALZER, M., Just and injut wars, cit., p. 47. 83 Ibídem, p. 51. 84 WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 41.
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más las diferencias que las semejanzas entre los Estados e interpretar en un sentido muy determinado tanto sus derechos como la función de sus instituciones políticas. Más concretamente, para Walzer el Estado es “la arena en la que se trabaja por la autodeterminación”, un espacio que proporciona a los pueblos autonomía y seguridad para desarrollarse y avanzar por sí mismos, y los derechos de soberanía son el medio para hacer valer las fronteras, esto es, las barreras que permiten a las personas sentirse seguras no sólo de su vida y su libertad sino, fundamentalmente, de su modo de vida. Esta interpretación comunitarista de la soberanía popular alzaprima, tal y como pone de manifiesto Habermas, el aspecto de la soberanía exterior, pasando a un segundo término, tal y como veremos en el siguiente epígrafe, la cuestión de la legitimidad del orden interno. Por autodeterminación democrática no se entiende aquí la participación simétrica de los ciudadanos libres e iguales en el proceso de decisión y legislación, sino la autoafirmación y autorrealización colectivas de miembros homogéneos o simpatizantes de una comunidad85. Entendida como la autoafirmación de la forma de vida propia frente a los extranjeros que puedan ponerla en peligro, la autodeterminación se convertiría tanto en una barrera casi infranqueable contra las intervenciones como en el fundamento del derecho de los Estados a elegir su política de admisión de inmigrantes. Este ultimo derecho se hallaría en el núcleo de la independencia de una comunidad pues “representa el significado más profundo de la autodeterminación”86. De ahí que, siguiendo la conocida expresión de Kymlicka, podamos considerar los derechos de independencia y soberanía política como las protecciones externas de los pueblos. De un modo parecido a como, para preservar su identidad, ciertas minorías precisan de protecciones frente al Estado, las comunidades políticas, los Estados, necesitan derechos de soberanía para proteger la identidad cultural de sus miembros. Es más, Kymlicka está convencido de que la aceptación por parte de la teoría liberal de que el mundo está compuesto de Estados separados, con derecho para determinar quién puede cruzar sus fronteras (para obtener la ciudadanía, para intervenir en un conflicto interno, etc.) únicamente puede justificarse apelando a la misma clase de valores que fundamentan los derechos diferenciados en función del grupo dentro de cada Estado87. La visión no ya sólo comunitarista sino también liberal del Estado como, casi exclusivamente, el círculo protector de un pueblo frente sus “enemigos externos”, se proyecta sobre el modo de concebir el contrato en el que descan85 HABERMAS, J., La inclusión del otro, trad. de C.Velasco y G.Vilar, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 127-129. 86 WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 73. 87 KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural, cit., p. 174.
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san sus derechos. El mismo se basa en un modo especial de consentimiento que da vida a un Estado comunitarista: “a lo largo de un extenso periodo de tiempo, las experiencias compartidas y las diferentes clases de actividades cooperativas forman una vida común (common life). El contrato es una metáfora para un proceso de asociación y reciprocidad cuyo carácter subyacente pretende defender el Estado contra las agresiones externas. Esta protección no se extiende sólo a la vida y las libertades individuales sino también a la vida y libertad comunes, a la comunidad independiente que han formado por la que los individuos son a veces sacrificados”88. Como dirá también posteriormente, “la comunidad se sustenta del modo más profundo en un contrato, un contrato de carácter burkiano entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido”89. No existe, pues, lo que –suscribiendo una terminología acuñada por H.Arendt– Luban llama un contrato vertical entre el pueblo y el Estado90. Al contrario, en el que descansan los derechos de los Estados es el mismo que da vida a una comunidad: un contrato tácito, que es simplemente una metáfora para referirse al modo en el que, durante años y siglos, un grupo humano, un pueblo, una nación, adquiere su propia identidad, su vida común91. Una explicación de esta imagen del Estado, del contrato en el que se fundamentan sus derechos y del mismo contenido y función de los mismos, puede encontrarse en la fuerza del realismo que –no sólo en su teoría de las guerras justas sino, en general, toda su filosofía posterior– suscribe este autor. Un realismo que, en sus reflexiones sobre la justicia distributiva, le ha conducido al particularismo radical92 y, en los problemas relacionados con la moralidad de las relaciones internacionales, a una justificación de los Estados un tanto apegada al statu quo y a una defensa considerable del relativismo ético-cultural. No en vano, Walzer suscribe una visión de la justicia internacional cifrada en una versión corregida de lo que denomina “el paradigma legalista”. El mismo defiende la visión clásica de la sociedad internacional como una comunidad integrada por los Estados y no por los individuos, y sustentada en el principio de no intervención. En una asociación de este tipo, la fuerza moral de los derechos de soberanía no descansa en el individuo y sus derechos, sino en el propio valor del Estado como espacio que posibilita y garantiza la autodeterminación política y cultural de un pueblo o nación. Desde esta perspectiva, parecería que las comunidades culturales o nacionales sólo pueden afirmar sus respectivas 88
WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 54. WALZER , M., “The moral standing of the States”, cit., p. 211. 90 LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 169. 91 Sobre el contrato como metáfora Vid. J. I. MARTÍNEZ GARCÍA, La imaginación jurídica, Debate, Madrid, 1990, pp. 175-76. 92 WALZER, M., Las esferas de la justicia., cit., p. 12. 89
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existencias y singularidad en el papel antagonista de sujetos soberanos de Derecho internacional93. El discurso de Walzer se apoya en unas premisas muy fuertes que no pueden dejar de propiciar dudas y críticas. Las primeras giran en torno a la ambigüedad de las relaciones que establece entre el Estado y la sociedad. Como apunta Bader, pese a representar una de las versiones más liberales y pluralistas del comunitarismo, en Walzer podemos encontrar no obstante la asidua mezcolanza entre las comunidades lingüística, cultural, religiosa, étnica, nacional y política presente en todas las justificaciones comunitaristas de la exclusión94. Se acusa pues a Walzer de solapar interesadamente –de modo conservador– el demos y el ethnos, de desdibujar la importancia de las identidades culturales, étnicas o lingüísticas para defender una política de fronteras cerradas95. A diferencia de otros comunitaristas, Walzer identifica al Estado con la comunidad política y ésta con la comunidad histórica y cultural, llegando incluso a establecer una analogía entre los países y las vecindades, los clubes o las familias96, algo sólo imaginable sobre la base de una homogeneidad étnica o cultural muy difícil de hallar en el pasado y más aún en los actuales Estados multiculturales. Por tanto, si se reconoce que los Estados no son culturalmente homogéneos o comunidades políticas democráticas, entonces la legitimidad ética de su excluyente derecho a la autodeterminación comunitaria resulta seriamente mermada97. En segundo lugar, también se cuestiona el valor que Walzer atribuye a la diversidad cultural y a la protección de la misma que, a través de las fronteras cerradas, proporcionan los diferentes Estados-nación. Cabría responder a Walzer que no todas las distinciones culturales pueden ser defendidas desde una perspectiva liberal-democrática (por ejemplo, el racismo, el sexismo, el elitismo, etc.) y que resulta paradójico presentar al Estado como el defensor del pluralismo cultural ya que, adoptando una perspectiva histórica, se comprueba que, tanto en su ámbito interno como externo, el Estado ha sido una forma de asociación política represora de la diversidad cultural98.
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HABERMAS, J., La inclusión del otro, cit., p. 128. BADER, V., “Citizenship and exclusion”, Political Theory, 23, nº2, mayo, 1995, p.
BÉJAR, H., «Los pliegues de la apertura: pluralismo, relativismo y modernidad» en GINER, S., y SCARTEZZINI, S (eds), Universalidad y diferencia, Alianza, Madrid, 1996, p. 177. 96 WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 48. 97 BADER, V., “Citizenship and exclusion”, cit., p. 218. 98 Ibidem, p. 219-220.
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La tercera crítica se centra en el rechazo de que, junto a la tutela de los derechos fundamentales, el valor moral del Estado también descanse en la protección de la integridad de una determinada comunidad cultural. Mientras el status moral de los derechos parece suficientemente aceptado, no resulta tan obvio que ocurra otro tanto con la integridad cultural. Porque ¿qué valor hay en la pertenencia cultural como para que su defensa se erija en razón de ser y parte de la legitimidad del Estado? Cabría responder que la misma constituye una necesidad o, al menos, una expectativa legítima de los individuos. La necesidad de la identidad cultural –afirma Kymlicka– reside en que proporciona un anclaje para la autoidentificación de las personas y para la seguridad de una pertenencia estable sin necesidad de realizar algún esfuerzo99. La pertenencia cultural sería pues una pertenencia sin logro y, por tanto, también sin riesgo100. De ahí que incluso un liberal como Rawls reconozca que los vínculos culturales son a menudo demasiado fuertes como para abandonarlos y que éste no es un hecho moralmente irrelevante. De ahí que la elaboración de una teoría de la justicia deba tener en cuenta que las personas nacen en una determinada sociedad y cultura y se espera que lleven una vida plena dentro de ella101. 2.6.
La soberanía cultural
Veíamos anteriormente cómo Mill negaba la legitimidad de las intervenciones apelando a la a la prioridad más política que moral del derecho de autodeterminación de los pueblos respecto al disfrute efectivo de las libertades individuales. Este último debe ser siempre el resultado de la lucha y virtud de un pueblo, no el producto de una imposición externa. A su juicio, sólo ciertas comunidades pueden ser libres de un modo duradero: las preparadas para la libertad, es decir, las que han evolucionado culturalmente para valorarla y reclamarla y luchado políticamente para conseguirla102. Parece, pues, que las razones para respetar dicha autonomía política descansan más en consideraciones pragmáticas y en una cierta filosofía de la evolución cultural y moral de los pueblos 99 KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural, cit., p. 128-130. Vid. Igualmente KYMLICKA, W., «The value of cultural merbeship» en Liberalism, Comunity and culture, Clarendon, Oxford, 1991, pp. 162-181. 100 Vid. RIVERA, J.A., «Multiculturalismo frente a cosmopolitismo liberal» en CRUZ, M., (comp.), Tolerancia o barbarie, Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 155-186, en especial, pp. 176178. 101 RAWLS, J., Political Liberalism, Columbia University Press, 1993, p. 93. 102 Mill escribía que “si un pueblo no ama suficientemente la libertad como para ser capaz de arrancársela a sus simples opresores domésticos, la libertad que se le concede por manos diferentes a las suyas no tendrá nada de real, nada de permanente”. MILL, J.S, «A few words about non intervention», cit., p. 122.
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que en un posible rechazo del valor universal o transcultural de la democracia y las libertades civiles. Pero el argumento de Mill apuntaría una tesis más fuerte que, quizás sólo su credo utilitarista y, sobre todo, su eurocentrismo103, le impidió vislumbrar: que el reconocimiento de los pueblos como sujetos con autonomía para decidir su forma de gobierno presupone diferentes concepciones no sólo del bien sino también de la justicia política; que la presencia de razones en una comunidad para no reclamar libertades civiles y políticas no debe ser interpretada negativamente como un síntoma de inmadurez o subdesarrollo cultural, sino positivamente como la presencia de un pluralismo moral que una sociedad internacional –no por resignado realismo sino de manera tolerante– debe respetar. De ahí que pueda parecer que las intervenciones humanitarias imponen coactivamente a otras culturas y civilizaciones la visión occidental de los derechos humanos o, al menos, de lo que constituyen violaciones intolerables de los mismos. Como es sabido, algunas intervenciones –sobre todo aquellas que se han desarrollado fuera del amparo del Derecho internacional– se han presentado como defensoras de los valores de la civilización, creciendo así la sensación de que los países occidentales se han embarcado en un imperialismo cultural rebosante de soberbia moral, en el que lo occidental se confunde con lo universal104. Llama en este sentido la atención la dureza con la que Ferrajoli condena la intervención en Kosovo al percibir en ella el síntoma de un nuevo fundamentalismo con el que Occidente amenaza con imponer sus valores al resto del mundo105. La lucha por el reconocimiento de la igualdad de todos los pueblos y civilizaciones, la defensa de su derecho a tener una identidad cultural propia y por tanto distinta, han encontrado en el realtivismo ético-cultural uno de sus mejores aliados. Como apunta Sebreli, éste tiene la apariencia de ser la posición más igualitaria, justa, democrática, pluralista y tolerante ya que niega la jerarquía de valores y la inferioridad y superioridad de los pueblos como prejuicios étnicos y racistas106. Esto explicaría que la defensa más o menos implícita del relativismo etico-cultural haya terminado también convirtiéndose en un nuevo y atractivo argumento con el que algunos Estados intentan aferrarse al principio 103
Mill sólo reconoce la vigencia del principio de no intervención en las relaciones entre las naciones civilizadas como la de la cristiandad europea, admitiendo por el contrario la conquista de naciones bárbaras como Argelia o la India. Ibídem, pp. 118-119. 104 Vid. CHOMSKY, N., « “In the name of principles and values”» en The new military humanism, Common Rough Press, Monroe, 1999, pp. 1-23. 105 FERRAJOLI, L. “Guerra “etica” e diritto”, Ragion Practica, 13, 19L99, p. 124. 106 SEBRELI, J.J, El asedio a la modernidad. Crítica del relativismo cultural, Ariel, Barcelona, 1992, p. 66.
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de que la protección de los derechos humanos pertenece a su jurisdicción interna107, y para rechazar, por tanto, la posibilidad de un derecho de injerencia humanitaria. De ahí que en favor de la regla de la no intervención se aduzca un cierto reconocimiento del derecho a la diferencia, mientras que, por el contrario, en la tendencia actual de generalizar el derecho de injerencia se observe un rebrote del eurocentrismo que confunde lo occidental con lo universal108. No obstante, un significativo número de teóricos y gobiernos de algunos países apelan al relativismo ético-cultural para algo más que rechazar el control de la comunidad internacional sobre el reconocimiento, interpretación y aplicación de los derechos humanos existente dentro de sus fronteras o para lograr a través del mecanismo de las reservas a los Tratados y textos internacionales un “régimen internacional de los derechos humanos a la carta”109. Aquéllos vienen impulsando en los últimos años un proceso encaminado a matizar e incluso atacar la universalidad de los derechos humanos y de las normas jurídicas internacionales que los reconocen. El punto de partida de ese proceso sería la Conferencia Mundial sobre los derechos humanos que, bajo los auspicios de la ONU, se celebró en Viena en 1993. Si bien la referencia a las peculiaridades culturales, históricas o religiosas habría quedado finalmente muy circunscrita, durante la misma, algunos Estados asiáticos y africanos así como Cuba habrían logrado introducir, por primera vez en la corta historia del Derecho internacional de los derechos humanos, una referencia al relativismo cultural. Dos años más tarde, la Conferencia Mundial de Copenhague para el Desarrollo Social adoptó una declaración y un programa de acción que unían de un modo reiterado las referencias a los derechos humanos con “el pleno respeto a los diferentes valores éticos y religiosos y a los antecedentes culturales de los individuos”. Estos y otros datos advertirían pues de las dificultades que en la actualidad conllevaría adoptar por consenso la Declaración Universal de Derechos Humanos. Lejos de disminuir, las reivindicaciones para que los derechos humanos universales se acomoden a las peculiaridades históricas, culturales, religiosas, 107
BAYEFSKY, A.F., “Cultural Sovereignity, Relativism, and International Human Rights: New Excuses for Old Strategies”, Ratio Juris, vol.9, nº1, March, 1996, p. 43. 108 VELASCO ARROYO, J.C., “Ayer y hoy del cosmopolitismo kantiano”, Isegoría, 16, 1997, p. 106. En esta línea se ha manifestado que, en ausencia de un acuerdo sobre los principios que presidirían el derecho de intervención humanitaria, permitir la intervención humanitaria en tales circunstancias es aceptar que “las intervenciones estarían siempre basadas en las preferencias culturales de aquellos que tienen poder para llevarlas a cabo”. BROWN, C., International reations theory: New Normative Approaches, Harvester Wheat sheaf, Hemel Hempstead, 1992, p. 113. 109 FELIÚ MARTÍNEZ, L., «Islam y Derechos Humanos: De la Umma al Individuo» en BLANC ALTEMIR, A. (ed), El Mediterráneo: Un espacio común para la cooperación, el desarrollo y el diálogo intercultural, Tecnos, Madrid, 1999, p. 163.
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éticas y filosóficas, habrían seguido creciendo día a día . Por tal razón Huntington considera que la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Pactos internacionales son menos relevantes para gran parte del planeta que durante la era inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial111 Esta puesta en entredicho de la universalidad de los derechos humanos centrada en el respeto de las peculiaridades culturales no es, empero, nada nueva. Simultáneamente a la redacción y aprobación de la Declaración Universal, empezará a denunciarse el signo predominantemente occidental y liberal imperante tras el lenguaje universal del texto aprobado en 1948 e, incluso, tras la propia noción de derechos humanos112. Si en un primer momento estas críticas tuvieron por objeto la postergación de los derechos económicos, sociales y culturales en favor de los civiles y políticos, en las últimas década se han centrado en la ignorancia de las peculiaridades religiosas, históricas y culturales que llevaría implícito el universalismo abstracto, antropocéntrico y laico de la Declaración y los Pactos. Este espíritu negador o cuando menos corrector del eurocentrismo dominante en el régimen internacional de los derechos humanos se ha hecho patente tanto en la confección de algunos textos de derechos humanos de carácter regional (como la Carta Arabe de derechos humanos de 1994 y la Carta de Banjul de 1981) como en la inexistencia hasta el momento de un documento de este tipo en los países asiáticos. Todo ello explicaría que la oscilación entre el universalismo y relativismo está hoy presente en las instituciones supranacionales como la ONU, la UNESCO, la FAO, la UNICEF, la OMS, la Cruz Roja, etc., con mayor dramatismo que nunca113. La creciente receptividad en foros internacionales del lenguaje relativista vendría a poner así de manifiesto la irrelevancia ética y política de la uniformización introducida por el proceso de globalización tan característico de nuestro tiempo114. El hecho de que en aspectos tales como la economía, las pautas de consumo, la indumentaria, etc., el mundo esté cada vez unificado y homogeneizado, no parece haberse traducido en un proceso de convergencia hacia algo 110
BAYEFSKY, A.F., “Cultural Sovereignity, Relativism, and International Human Rights”, cit., p. 45. 111 HUNTINGTON, S.P., El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, trad. de J.P. Tosaus Abadía, Paidós, Barcelona, 1997, p. 233. 112 Vid. PANIKAR, R., “Is the notion of human rights a western concept?”, Diogenes, 120, 1982, pp. 75-102. 113 SCARTEZINI, R., «Las razones de la universalidad y la diferencia», en GINER, S Y SCARTEZINI, R. (eds), Universalidad y diferencia, cit., p. 26. 114 Sobre las relaciones entre globalización y universalización vid. DE LUCAS, J., «Multiculturalismo y Derechos Humanos» en LÓPEZ GARCÍA, J.A. y DEL REAL, A (eds), Los derechos: entre la ética, el poder y el derecho, Dykinson-Universidad de Jaén-Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 2000, p. 73.
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así como una civilización universal, esto es, a la confluencia hacia valores, creencias, orientaciones, prácticas e instituciones comunes a todos los pueblos y personas de todo el mundo115. Por el contrario, asistimos paradójicamente a una carrera hacia la diferencia, a “un rabioso deseo de distinguirse y separarse”116, a una exaltación de las peculiaridades culturales e identidades nacionales que –si bien se ha traducido con frecuencia en conflictos étnicos disgregadores de las fronteras– en otros parece conducir a una exaltación del valor moral de la comunidad o civilización propia, y, como consecuencia de ello, del Estado como su barrera protectora. Y, lo que es más importante, este neotribalismo comporta un desplazamiento hacia el relativismo en el terreno de los valores ya que cada tribu asegura poseer su propia concepción del bien, su propio código moral y su propia versión de los derechos humanos117. Pero, ¿de qué manera y hasta qué punto cuestiona el relativismo cultural la legitimidad de la injerencia humanitaria? La respuesta dependerá tanto de lo que entendamos por aquél como de la clase o alcance de la violación de los derechos humanos que exigiría o justificaría la injerencia humanitaria. Con independencia de la respuesta que demos a ambos interrogantes, parece posible acordar que el relativismo puede convertirse en un obstáculo para las intervenciones humanitarias en la medida en que ofrezca una negación coherente y razonable de lo que –siguiendo a Garzón Valdés– podríamos considerar el presupuesto material de éstas: la vigencia universal de un umbral ético compartido, no obstante las diferencias culturales y los estilos de vida de cada pueblo118. Pues bien, la negación de esta premisa no sería una tesis defendida por todas las formas de relativismo ético-cultural sino, exclusivamente, por la versión más fuerte del mismo: la que no se limita a constatar la coexistencia de una pluralidad de sistemas de valores y concepciones del bien en virtud de las diferentes tradiciones culturales, políticas, religiosas o sociales (relativismo descriptivo), ni a mostrar su escepticismo respecto a la posibilidad de encontrar normas para enjuiciarlos (relativismo metaético) sino la que explica esta diversidad afirmando que los valores y juicios son endógenos e inconmensurables pues no tienen significado y vigencia más allá del contexto social o cultural en el que se han originado, por lo que no existen criterios objetivos y universales para juzgarlos y, aunque éstos existieran, estaríamos demasiado condicionados 115
HUNTINGTON, S.P., El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, cit., p. 65. 116 SCARTEZINI, R., «Las razones de la universalidad y la diferencia», cit., p. 32. 117 CONTRERAS PELÁEZ, F., “Tres versiones del relativismo ético-cultural”, Persona y Derecho, 38, 1998, p. 71. 118 GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., p. 397.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN...
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por nuestra propia cultura y sociedad para poder descubrirlos (relativismo normativo)119. La defensa de este tipo de relativismo estuvo muy extendida en las primeras décadas del siglo XX, entre antropólogos como Malinoski o Levi-Strauss y filosófos como Wittgenstein. Sobre todo en los primeros, dicha teoría es alumbrada con un fuerte espíritu de tolerancia, como una enérgica reacción contra el evolucionismo eurocéntrico de los etnólogos de finales del XIX. Imbuida de un fuerte positivismo comtiano, la teoría evolucionista había defendido que las sociedades humanas progresaban de un estado primitivo o salvaje a otro moderno. Se trataba, pues, de una teoría defensora de la superioridad de los valores y parámetros culturales occidentales y, por tanto, con ciertos tintes racistas120. La reacción en su contra se operará por medio de un giro relativista y contextualista que percibe de cada cultura como un marco irrebasable de investigación y comprensión, que excluye las valoraciones y comparaciones transculturales, y abandona de la idea de progreso, de una humanidad que camina unida en una única dirección hacia una única meta común de desarrollo cultural, político y ético121. Este relativismo informa también la posición de los antropólogos en relación con el problema de la universalidad de los derechos humanos no solo ya en el plano teórico sino incluso en su colaboración con organismos internacionales, como en el famoso informe elaborado por Asociación Americana de Antropología para Comisión de Derechos Humanos de la ONU122. La respetabilidad filosófica de este punto de vista que los antropólogos venían elaborando y aplicando desde principios de siglo se verá reforzada por el pensamiento del segundo Wittgenstein, el de las Investigaciones Filosóficas y Obseraciones a la Rama Dorada de Frazer123. Una defensa realista y moderada del relativismo normativo se centraría en la utilidad del mismo para explicar algunos de los rasgos más característicos de la legalidad y moralidad internacionales: la ausencia de mecanismos centralizados que permitan dirimir las demandas relativas a los derechos humanos, la 119
109.
Vid, entre otros, FRANKENA, W.F., Ethics, Englewood Cliffs, New Jersey, 1973, p.
120 RENTELN, A.D., “Relativism and the search for Human Rights”, American Anthroplogist, 90, 1988, p. 57. 121 CONTRERAS PELÁEZ, F., “Tres versiones del relativismo ético-cultural”, cit, pp. 76-77. 122 En una línea muy parecida a la del pensamiento antirevolucionario decimonónico (Burke, De Maistre, etc.) Levi-Staruss señala que “las grandes declaraciones de derechos tienen esta fuerza y esta debilidad de enunciar el ideal, demasiado olvidado a menudo el hecho de que el hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta sino en culturas tradicionales”. LEVI-STRAUSS, C., Raza y cultura, trad. de A.Dupart, Cátedra, Madrid, 1996, p. 50. 123 CONTRERAS PELÁEZ, F., “Tres versiones del relativismo ético-cultural”, ci., p. 94.
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supeditación de la observancia del Derecho internacional de los derechos humanos a la voluntad de los Estados, o la existencia de diferentes interpretaciones del derecho de autodeterminación de los pueblos124. Una defensa más fuerte e ideológica del relativismo normativo –pero curiosamente muy extendida entre un buen número de antropólogos, juristas y filósofos– es la que lo considera la doctrina que mejor promueve el valor de la tolerancia. Con su exaltación de la diversidad y la ausencia de unos valores universales con la que juzgarla, el relativismo llevaría implícita su propia moralidad: la del respeto de los diferentes sistemas de valores dominantes en las diversas culturas y sociedades. En estas coordenadas parecería situarse el rechazo de Walzer de un concepto amplio de intervención humanitaria. El mismo tomaría como base una sofisticada versión del relativismo ético-cultural como es la teoría de la doble legitimidad de los Estados. Según esta teoría, un Estado puede disfrutar de una presunción de legitimidad en la sociedad internacional y ser ilegítimo en su ámbito interno. Por medio de este dualismo, Walzer intenta sustentar una interpretación relativista del derecho de rebelión que –en la línea iniciada por Grocio– considera el fundamento ético y político de las intervenciones humanitarias y conciliar su apuesta por los valores democráticos y liberales, en el seno de su propia comunidad política, con la existencia de un orden internacional basado en el respeto de la integridad y autonomía de todos los Estados (incluidos aquellos que, si bien no respetan dichos principios de justicia, pueden ser considerados legítimos por sus respectivos pueblos). De acuerdo con el primer tipo de legitimidad, que podríamos llamar doméstica, la moralidad de un Estado depende de la adecuación entre el gobierno y la comunidad, esto es, del grado en el que el gobierno representa la vida política de su pueblo. Cuando ello no se produce, éste tiene el derecho pero no la obligación de rebelarse. Ello puede obedecer a que, en mayor o menor medida, sus miembros estimen que, o bien la rebelión es imprudente, o incierto su resultado o, más aún, que el gobierno debe ser tolerado. De ahí que la legitimidad doméstica sea de carácter singular125. Así, en los países occidentales, los juicios que realizamos sugieren que no existe más que un tipo muy restringido de legitimidad: la basada en los derechos humanos más o menos liberales y la democracia. De un gobierno que no respete dichos valores (con independencia de que los ciudadanos se rebelen, de que tengan derecho o no a rebelarse y de sus creencias acerca de si tienen o derecho o no a ello) podemos sostener convencidamente que es ilegítimo porque no representa, ni puede representar, a la comunidad política126. 124 125 126
TESÓN, F., “ International human rights and Cultural relativism”, cit., pp. 875-881. WALZER, M., “The moral standing of the States”, cit, p. 214. Ibídem, p. 215.
II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN...
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Por el contrario, a la luz de la moral internacional, los Estados disfrutan de una presunción de legitimidad, o lo que es lo mismo, de que existe una cierta adecuación entre la comunidad y su gobierno. Esta presunción conduce a una segunda: si un Estado particular fuera atacado, sus ciudadanos se considerarían obligados a resistir y resistirían de hecho porque valoran su comunidad propia del mismo modo que valoramos las comunidades en general. En consecuencia, los demás Estados no pueden intervenir salvo que el desencuentro entre el gobierno y el pueblo sea manifiestamente evidente. Cuando se produce una invasión extranjera, incluso cuando la misma tiene intenciones revolucionarias, e, incluso cuando está justificada (por supuesto, a la luz de la legitimidad doméstica del Estado invasor), cabe afirmar que los derechos de los ciudadanos y súbditos han sido violados. Más concretamente, “la intervención habría acelerado artificialmente el desarrollo político y moral de una comunidad, o despreciado sus consideraciones prudenciales o posibles lealtades, en favor de la concepción de la justicia y la prudencia política de algunos otros”127. A diferencia de la doméstica, esta segunda clase de legitimidad es de carácter pluralista. Los juicios que en ella realizamos reflejan nuestro reconocimiento de la diversidad e integridad comunitaria y el respeto de diferentes patrones de desarrollo político y cultural. De acuerdo con estos últimos (y a diferencia de lo prescrito por nuestra moral doméstica) la ausencia de derechos políticos y de ciertos derechos civiles individuales no sería considerada por los miembros de una comunidad razón suficiente ni determinante para volverse en contra de sus gobernantes. Esto supone admitir que el tipo de correspondencia entre el gobierno y el pueblo no ha de ser, necesariamente, de carácter democrático, sino que basta con que el pueblo tenga derecho a formar un gobierno que pueda considerar” el suyo propio”128. Pero ¿por qué ha de respetar la moralidad internacional esa diversidad de legitimidades domésticas? Como parece desprenderse con claridad del trabajo que comentamos, su intención no es otra que restringir al máximo las circunstancias que justifican una intervención militar en el territorio de otro Estado y rebatir así la defensa de un derecho de intervención humanitaria para supuestos menos graves de violación de los derechos humanos como el que defienden Luban, Beitz o Tesón129. Pero, si éste es realmente su único propósito, Walzer 127
Ibídem, p. 214-215. Ibídem, p. 226. 129 Luban considerar que es legítimo intervenir cada que se produce una violación masiva de lo que Shue considera derechos humanos socialmente básicos. LUBAN, D., “Just Wars and Human Rights”, cit., p. 175. Por su parte Tesón defiende un derecho de injerencia como remedio no sólo para casos egregios de violación de los derechos humanos, como el genocidio, la esclavitud o los asesinatos en masa, sino también para poner fin a situaciones de seria opresión aunque no llegue a ser un genocidio. TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 15. 128
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podría haber acudido otro tipo de razones: bien a argumentos utilitaristas, como la necesidad de preservar el orden y la seguridad internacionales que –de admitir las intervenciones simplemente por un deterioro o falta de libertades democráticas– podrían verse seriamente amenazados, o la gravedad que siempre conlleva el empleo de la fuerza130; bien a la proporcionalidad que debe mediar entre el grado de gravedad de las violaciones de los derechos humanos y el tipo de intervención para sostener –como hace Eusebio Fernández– que las intervenciones bélicas deben reservarse exclusivamente para evitar “el triunfo de lo que es radicalmente intolerable”131. Sin embargo, su acertada convicción de Walzer de que no cualquier clase de injusticia o violación de los derechos humanos es razón suficiente para intervenir termina siendo envuelta por el lenguaje y las categorías del relativismo normativo, o más en concreto, de una variación del mismo que podríamos calificar de prima facie. De acuerdo con éste, la tolerancia de las distintas formas de legitimidad política se justificaría en nuestra incapacidad para conocer suficientemente la historia de otras comunidades. Ello nos inhabilitaría para hacer juicios concretos de sus conflictos y armonías, de sus elecciones históricas y afinidades culturales, de sus lealtades y resentimientos. De ahí que –al menos prima facie– la conducta de una comunidad no pueda ser ni conocida ni juzgada132. Pero, una vez abierta la puerta al relativismo ¿es posible cerrarla? Y si es así ¿de qué modo? Bayefeski ponía anteriormente de manifiesto la fuerza cada vez más intensa con la que se viene abriendo paso la idea de soberanía cultural en los foros internacionales y, tras ella, la aceptación de que el relativismo éticocultural puede convertirse en un límite o freno –de hecho ya lo es– para una universalización plena de los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Hemos visto también cómo Walzer termina sucumbiendo a sus encantos al defender que, excepto en los dos supuestos que comentaremos más adelante, la sociedad internacional debe tolerar moralmente y no sólo prudencialmente todo tipo de gobierno que los ciudadanos puedan considerar el suyo propio. Pero ¿puede llegar el relativismo a cuestionar la legitimidad de las intervenciones para detener violaciones mucho más graves de los humanos, ésto es, situaciones como el genocidio, la esclavitud, etc.? Durante algún tiempo, las razones prudenciales que aconsejaron no hacer nada para detener algunos de los mayores ultrajes contra la humanidad aparecie130
Vid. BEITZ, C., “Non-intervention and comunal integrity”, cit., pp. 389-391. FERNÁNDEZ, E., “Lealtad cosmopolita e intervenciones bélicas humanitarias”, Revista de Occidente, 236, enero, 2001, p. 63 132 WALZER, M., “The moral standing of the states”, cit., p. 212. Para una crítica a este argumento vid. LUBAN, D., “The romance of the Nation State”, Philosophy & Public Affairs, 9, nº4, 1980, pp. 392-397. 131
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ron combinadas con una invocación tranquilizadora del relativismo cultural. La paz internacional estaba, desde esta perspectiva, mejor garantizada adoptando antes una óptica relativista que universalista. La impresión es que esta combinación de cautela y relativismo resultaría hoy inaceptable. Como afirma Feyerabend, ya no es necesario que los esfuerzos por alcanzar la paz respeten una supuesta integridad cultural que con frecuencia no es más que el gobierno de un tirano133. Da la impresión de que, en la actualidad, más que representar una amenaza o negación de legitimidad de las intervenciones humanitarias, el relativismo ético-cultural ha terminado desencadenando un discurso más favorable que perjudicial para las mismas. Ello tiene que ver, sin duda, con las transformaciones del orden mundial acaecidas en la última década, e incluso con el apaciguamiento del furor relativista tanto en la antropología como en la filosofía moral. Pero, en parte, también es el producto de su propio éxito, de la aceptación tanto en el plano jurídico-político como filosófico, de que la versión predominantemente occidental de los derechos humanos consagrada por los textos internacionales exigía una corrección más o menos profunda que hiciera compatible su observancia con el respeto de la diversidad cultural. La cierto es que, como esa revisión no alcanzaría a todos los derechos sino primordialmente a los que cabría considerar como más “occidentales” e ignorantes, pues, de los diferentes contextos y particularidades (prohibición absoluta de las diferencias por razón de sexo o confesión, las libertades políticas, las libertades de expresión, asociación, etc.), el resto habría salido reforzado y, en apariencia, definitivamente inmunizado de la amenaza del relativismo. Y, entre estos últimos derechos, estarían aquellos que constituyen el fundamento más directo de las intervenciones humanitarias: el derecho a la vida y la libertad personal.
133 FEYERABEND, P., «Contra la inefabilidad cultural. Objetivismo, relativismo y otras quimeras» en GINER, S. y SCARTEZINI, R. (eds), Universalidad y diferencia, cit., p. 41.
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS EN LOS DERECHOS HUMANOS MÍNIMOS 3.1.
Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural
Señalábamos anteriormente que la universalidad de los derechos humanos cuya violación justifica prima facie una intervención humanitaria se encontrarían a salvo del relativismo ético-cultural. En la actualidad parece extremadamente difícil cuestionar que la prohibición moral del genocidio, la esclavitud o la limpieza étnica está más allá de cualquier forma de escepticismo, y que ello puede ser expresado en el lenguaje de los derechos humanos universales. Pero, tal y como indicábamos antes, ésto no debe ser interpretado como una negación total del relativismo sino más bien como su superación o corrección parcial. Esto es, hoy prácticamente nadie rechazaría la existencia de valores no puramente endógenos, pero tampoco se admitiría la transculturalidad y universalidad de la totalidad de derechos que han venido siendo proclamados como tales desde el siglo XVIII hasta hoy. Se rechazaría así la tesis del relativismo normativo según la cual no existen valores con significado en más de un determinado contexto cultural, pero no se habría logrado defender que todos los derechos humanos internacionalmente positivizados no son, en su sustancia o en algunas de sus concepciones, exclusivos de una o varias de las racionalidades o civilizaciones del planeta. La defensa de la universalidad de este catálogo mayor o menor de derechos humanos debía centrase, al menos en un primer estadio, en mostrar las inconsistencias y falacias sobre las que descansa el relativismo ético-cultural, así como en desacreditar su pretensión de ser una filosofía favorecedora de la tolerancia. Estas críticas podrían resumirse en los siguientes puntos: 1) El convencimiento de los relativistas de que los individuos están conformados profundamente por su cultura y sociedad hipostasia el papel de los determinantes sociales y culturales, a la vez que exagera la homogeneidad y
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¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
autonomía de la cultura y la sociedad. Sebreli advierte la existencia de una tendencia un tanto patológica entre los antropólogos de interpretar la compleja realidad humana en términos exclusivos de cultura, haciendo de ella un absoluto134. Sin embargo, ni la cultura ni la sociedad poseen un carácter autosuficiente e independiente (ambas están condicionadas por la economía, el desarrollo tecnológico, el sistema político, etc.), ni tampoco son el único factor que conforma la personalidad del individuo135. Al menos en cierta medida, no le falta razón a Rawls cuando declara que el yo puede modificar sus fines sin poner por ello en peligro su identidad moral136. Frente al determinismo de los factores culturales en la configuración de la personalidad, Parekh reclama que los individuos no son objetos pasivos carentes de recursos morales e intelectuales diferentes de los que les proporciona su propia cultura o sociedad, e incapaces, en consecuencia, de adoptar un punto de vista crítico e independiente respecto a las creencias dominantes. Por definición, toda cultura posee una historia y unas ideas, mitos, historias de lucha y sueños de perfección heredados del pasado que proporcionan una distancia crítica y algunos recursos para resistir las creencias dominantes. Además, dado que, como parte de su mecanismo autoreproductivo, toda sociedad anima a sus miembros a pensar críticamente acerca de las creencias y costumbres de los extranjeros, parece muy difícil evitar que esta facultad crítica no termine también dirigiéndose contra sus propias prácticas y creencias137. 2) Se ha puesto igualmente de manifiesto que el relativismo normativo padece una grave incoherencia lógica interna. Ésta nace de que, por un lado, aquél rechaza que existan valores objetivos e independientes de las distintas culturas y tradiciones que permitan enjuiciarlas, pero, por otro, se presenta como una filosofía impulsora de un único principio que sí sería objetivo y transcultural: el de la tolerancia de todas las culturas y códigos morales. Además de incoherente, este principio incurre en la «falacia naturalista» (Moore) consistente en deducir el deber del ser, de inferir la validez moral de toda costumbre o norma del mero hecho de ser aprobada por una determinada cultura138.
134
SEBRELI, J.J, El asedio a la modernidad, cit., p. 47. Sobre las relaciones entre el relativismo y la identidad personal, vid. GUTMANN, A., “The challenge of Multiculturalism in Political Ethics”, Philosophy and Public Affairs, vol.22, n.3, summer, 1993, pp. 182 ss. 136 RAWLS, J., Political Liberalism, Columbia University Press, 1993, pp. 30-32. 137 PAREKH, B., «Non-etnocentric universalism» en DUNNE, T. and WHEELER, N.(eds), Human rights in global politics, Cambridge Universiy Press, 1999, pp. 133-135. 135
III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS...
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3) Por otra parte, es totalmente injustificado que la lógica del discurso relativista implique necesariamente la defensa de actitudes tolerantes respecto a sistemas morales ajenos. El valor de la tolerancia no deriva del relativismo sino que es un imperativo moral universal. El relativista, en cuanto tal, no puede decir nada a favor o en contra de la tolerancia desde un punto de vista moral ya que, desde el momento en que lo hiciera, dejaría de ser un observador de la moralidad y se convertiría en defensor de ella. Y, además de fundarse en un razonamiento contradictorio, la tesis de la vinculación del relativismo normativo con la tolerancia queda desacreditada por la experiencia histórica, siendo posible hablar de una conexión psicosociológica entre aquél y la ideología totalitaria139. En última instancia el relativismo cultural es una actitud conservadora, defensora del statu quo e compatible con la crítica y la disidencia140. Las razones racionales contra del relativismo parecen, pues, muy contundentes. Si la fuerza de sus argumentos a la hora de entender, interpretar y hacer observar los derechos humanos internacionalmente proclamados dependiera de la fuerza y predicamento que actualmente pueden tener en la comunidad filosófica, sería bastante débil y, en cualquier caso, mucho menos intensa que en décadas pasadas. Frente al radicalismo de antropólogos, lingüistas y de la ética analítica de la primera mitad del siglo XX, resulta mucho más difícil encontrar una defensa tan desaforada del relativismo ético en la filosofía moral actual. Sin embargo, un talante más realista conduciría a comprobar que la corrección o moderación del impulso relativista en el plano teórico no se ha traslado al mundo de las organizaciones y relaciones internacionales en el que, como hemos podido observar, el apego a las peculiaridades culturales estaría impulsando desde hace años una revisión tácita de la Declaración Universal de derechos humanos. Ello está, sin duda, profundamente vinculado al tipo de auditorio que representa la sociedad internacional. Es obvio que no lo integra una comunidad de filósofos, ni se parece en nada a la comunidad ideal de diálogo, ni a un auditorio universal, sino que es una asociación de Estados soberanos formados, como dice Walzer, por la unión entre un gobierno y “una” comunidad política.
138 RENTELN, A., “Relativism and the search of human rights”, cit., pp. 61-62; TESÓN, F., “International human rights and cultural relativism”, cit., pp. 888-889; SEBRELI, J.J., El asedio a la modernidad, cit., pp. 70-71; SCARTEZZINI, R., «Las razones de la universalidad y la diferencia», cit., pp 24-25. 139 Vid. LÓPEZ CASTELLÓN, E., “Supuestos teóricos de los relativismos éticos”, Sistema, 58, 1984, p. 19. 140 PÉREZ LUÑO, A.E., «La universalidad de los derechos humanos» en LÓPEZ GARCÍA, J.A. y DEL REAL, A (eds), Los derechos: entre la ética, el poder y el derecho, cit., pp. 59-63.
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Lo cierto es que, como pone de manifiesto Nagel, en el mundo considerado globalmente hay comunidades culturales y nacionales que representan valores tan radicalmente diferentes que no parece posible construir una única concepción de un orden político legítimo en el que pudieran vivir todos, un sistema legal respaldado por la fuerza cuya estructura básica fuera aceptable para todos141. Este dato haría dudar entonces de hasta qué punto la superación del relativismo cultural necesaria para lograr una plena universalización espacial de los derechos humanos no debe, dentro de lo razonable, aceptar como una realidad teóricamente irreductible ese pluralismo cultural e ideológico y ser –utilizando la conocida expresión de Rawls– una superación política en lugar de metafísica. Y es que, con independencia de que se sea o no relativista, o de que el relativismo ético-cultural constituya o no una teoría coherente, creo razonable admitir que su mejor o peor intencionado empleo ha contribuido a hacer mucho más visibles las diferencias y particularidades propias de las diversas civilizaciones y culturas del planeta y a reconocer que la universalidad de los derechos humanos debería ser el fruto del diálogo entre ellas142. Ello ha permitido, igualmente, poner de manifiesto la ingenuidad tanto del racionalismo ético, para el que la demostración de la racionalidad de un valor era condición necesaria y suficiente de su realización143, como del liberalismo, que consideraba que lo decisivo para la universalización de los derechos humanos eran los instrumentos jurídicos y políticos y no la exigencia social y moral que ha de impulsarlos144. 3.2.
La respuesta minimalista al relativismo ético-cultural
Consciente de estas realidades, R.J. Vincent ha señalado diferentes propuestas para reconciliar la universalidad y la diferencia, para hacer viables los derechos humanos universales en medio de la diversidad cultural. Serían las tres siguientes:
141
p. 172.
NAGEL, T., Igualdad y parcialidad, trad. de J. F. Alvarez, Paidós, Barcelona, 1996,
142 Cabría hablar así, siguiendo una distinción que Peces-Barba aplica al proceso de especificación de los derechos pero que podríamos igualmente trasladar al de su internacionalización, de la universalidad de los derechos humanos como un punto de llegada en lugar de como un punto de partida. PECES-BARBA, G., “La Universalidad de los derechos humanos”, Doxa, 15-16, 1994, p. 626. 143 BOBBIO, N, El tiempo de los derechos, trad. de R. De Asís, Sistema, Madrid, 1991, p. 60. 144 Vid. RUBIO CARRACEDO, J., «¿Derechos Liberales o Derechos Humanos?», en RUBIO CARRA-CEDO, J., TOSCANO, M. y ROSALES, J.M., Ciudadanía, Nacionalismo y Derechos Humanos, cit., pp. 167-168.
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a) Considerar la expresión “derechos humanos” un concepto reconocido en todas las sociedades y culturas, pero que éstas definen en los términos de sus propios valores particulares145. Se defendería, desde esta perspectiva, la posibilidad y necesidad de que los derechos humanos (cuyo alcance y significación es universal) sean traducidos e interpretados en las categorías y valores de cada cultura. b) Buscar un núcleo de derechos humanos básicos compartido por todas las culturas basado en un común denominador a todas ellas: la razón humana, las bases biológicas de la personalidad moral, la tendencia universal de enfrentarse al sufrimiento humano, etc146. c) Superar la tensión entre universalidad y diferencia gracias a la existencia en el mundo actual de una cultura cosmopolita única extendida en todas las culturas indígenas: la de los derechos humanos, que no es otra que la cultura de la modernidad147. La primera de estas alternativas apuntaría una tendencia muy marcada en la actual filosofía de los derechos humanos de acuerdo con la cual la especulación sobre el fundamento de éstos es una labor estéril con vistas a impulsar su respeto. Frente al dogma del racionalismo ético antes señalado, la experiencia histórica ha demostrado que el pretendido hallazgo de un fundamento absoluto no ha contribuido a un más rápido reconocimiento y realización de aquéllos. Recordemos al respecto la conocida máxima de Bobbio de que, después de la Declaración Universal aceptada por prácticamente todos los países del mundo, el verdadero problema de fondo de los derechos humanos no es tanto justificarlos como protegerlos148. Puesto que la pregunta por el fundamento de los derechos humanos se sitúa en el plano de la teoría de la justicia, su respuesta dependerá de la calidad de nuestra sabiduría ética. Pero, como señala Rorty, la emergencia de la cultura de los derechos humanos no parece deber nada al incremento del conocimiento moral sino que responde mucho más a un “progreso de los sentimientos”, a la educación de nuestra capacidad para ver mucho más las pequeñas y superficiales semejanzas entre nosotros y gentes muy distintas de nosotros149. Por otra parte, de existir un consenso internacional sobre 145 VINCENT, R.J., Human rights and international Relations, Cambridge University Press, 1986, p. 48. 146 Ibídem, p. 49. Sobre un humanitarismo basado en el principio de “no causar daño” vid. CAMPBELL, D., “Why Fight: Humanitarianism, Principles and Post Structuralism”, Millenium, 3, 27, 1998, pp. 497-521 147 VINCENT, R.J., Human rights and international Relations, cit., p. 50. 148 BOBBIO, N., El tiempo de los derechos, cit., p. 61. 149 RORTY, R., «Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad», en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, cit., p. 132.
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los derechos humanos, éste no podría nacer de la aceptación de una única explicación del fundamento de los derechos sino que, en la línea defendida por Taylor, debería ser algo parecido al consenso por solapamiento rawlsiano, en el que diferentes grupos, países, comunidades religiosas, civilizaciones, aun defendiendo visiones fundamentales incompatibles sobre la teología, la metafísica, la naturaleza humana, etc., alcanzarían un acuerdo sobre ciertas normas que deberían gobernar la conducta humana. Cada uno de estos colectivos tendría su propia forma de justificar tales normas, lo que significa que estaríamos de acuerdo en su contenido aunque difiramos en las razones por las que creemos que son correctas150. Frente a esta mezcla de escepticismo y pragmatismo, parece que la principal alternativa que se plantea a la hora de conciliar el relativismo ético-cultural y los derechos humanos pasa por afirmar un catálogo universal de derechos similares a los impulsados hasta ahora pero expresados en términos más abstractos, y/o establecer un núcleo más reducido del que pueda concluirse que sería aceptado por todas las comunidades y culturas. Así, para S.Lukes, la lista de los derechos humanos debería mantenerse “razonablemente corta y razonablemente abstracta” porque sólo así cabe la posibilidad de asegurarse un consenso en el amplio espectro político contemporáneo. Dicha lista incluiría los derechos civiles y políticos básicos, el imperio de la ley, la libertad de expresión y asociación, el derecho a la igualdad de oportunidades y el derecho a un nivel de bienestar material básico, pero probablemente nada más151. La vía minimalista propuesta por Lukes viene siendo defendida desde hace tiempo por liberales como Vincent y Rawls y –de un modo quizás más ambiguo pero finalmente más radical– por comunitaristas como Walzer. El primero de ellos apuesta por superar la ineficacia de los derechos universalmente reconocidos centrándose en la noción de “derechos básicos” defendida por Henry Shue. La nómina de los mismos estaría integrada por aquéllos derechos cuyo disfrute resulta esencial para el resto de derechos152; más en concreto, por el derecho a la vida, en el doble sentido de seguridad contra la violencia y derecho a la subsistencia. Puesto que escapa a lo razonable autorizar el menoscabo de la vida humana bajo el amparo de cualquier tipo de soberanía o modus vivendi, 150
21.
151
TAYLOR, C., “A world consensus on human rights?”, Dissent, Summer, 1996, p. 15-
LUKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», cit., p. 45. Y es que, como pone de manifiesto Laporta, “cuanto más se multiplique la nómina de los derechos humanos menos fuerza tendrán como exigencia, y cuanto más fuerza moral y jurídica se les suponga más limitada ha de ser la lista de los derechos que la justifiquen adecuadamente”. LAPORTA, F., “Sobre el concepto de derechos humanos”, cit., p. 23. 152 VINCENT, R.J., Human rights and international Relations, cit., p. 125.
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Vincent considera una buena estrategia intentar sustentar en un valor tan incontrovertido la mayor cantidad de libertades, presentándolas como parte de las exigencias e implicaciones contenidas en el derecho que lo protege. Por medio de esta concepción maximalista del derecho a la vida se accede a una concepción minimalista de las libertades civiles y políticas. Así, tal y como apunta también Shue, tener derecho a la vida significa también disfrutar de libertad para –al menos– protestar y movilizarse contra su privación, teniendo acceso para ello a instituciones que lo garanticen153. Vincent cree que el atractivo de este núcleo restringido de derechos humanos reside en el realismo de su neutralidad respecto de las principales divisiones políticas, económicas y culturales existentes en el mundo, así como en su pretensión de “poner únicamente un suelo bajo las sociedades del mundo y no un cielo por encima de ellas”154. La idea de unos derechos humanos básicos también ha sido acogida por Rawls en su The Law of Peoples (1996 y 1999), trabajo en el que ha intentado formular una concepción de «la justicia internacional resultante de la extensión a dicho ámbito de los principios de «la justicia como equidad». Retomando terminología clásica del ius gentium intra se, Rawls se refiere a ella como el «derecho de gentes», al que define como “una concepción particular del derecho y la justicia aplicable a los principios y normas del derecho y la práctica internacionales”155. Plantear una teoría de la justicia internacional como la extensión de la justicia como equidad obedece a la necesidad de elaborar una teoría completa del principio liberal de tolerancia. Para lograr esa extensión y, de acuerdo con una estrategia similar a la adoptada en El Liberalismo Político, es preciso considerar al derecho de gentes una teoría no comprehensiva (de carácter totalizante o globalizador), ni metafísica (basada en alguna concepción moral, religiosa o filosófica), sino puramente política156. Entre los elementos que definen una teoría política de la justicia merece destacarse el desplazamiento de la noción de verdad moral por la idea de lo razonable157. Además de expresar un ideal de tolerancia, la primacía de lo razo153
SHUE, H., Basic rights: Subsistence, Affluence and Us Foreign Policy, Pricenton University Press, 1980, pp. 74-78. 154 VINCENT, R.J., Human rights and international relations, cit., p. 126. 155 RAWLS, J., The Law of Peoples, Harvard University Press, Cambridge, 1999, p. 3. 156 Vid. RAWLS, J., «Derecho de Gentes» en SHUTE, S. y HURLEY, S.(eds), De los derechos humanos, cit., nota 2, p. 47. 157 “Dentro de la concepción política de la justicia, no podemos definir la verdad como dada por las creencias definidas incluso en un consenso idealizado, al margen de lo amplio que sea (…) Una vez que aceptamos el hecho de que el pluralismo razonable es una condición permanente de la cultura pública bajo instituciones libres, la idea de lo razonable es más adecuada como parte de la base de una justificación pública”. RAWLS, J., Political Liberalism, cit., p. 129.
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nable conduce a que la obtención de una base pública de justificación deba adoptar un punto de vista imparcial entre los puntos de vista de las doctrinas generales razonables. La combinación del pluralismo, la idea de lo razonable y la búsqueda de una base pública de justificación se traduce en la adopción de una estrategia consistente en comenzar con ideas implícitamente compartidas y convertirlas, mediante el equilibrio reflexivo, en una concepción política que pueda servir como eje de un consenso solapado. Por lo tanto, al igual de lo que ocurriera en Political Liberalism, The Law of Peoples “está marcado por una preocupación dominante por la posibilidad y practicabilidad de los ideales políticos cuando se enfrentan al pluralismo cultural e ideológico (…) Rawls quiere asegurarse y asegurarnos que su concepción política de la justicia internacional puede ser el eje de un consenso solapado, porque tal cosa demostraría que no es sólo un modus vivendi, sino que puede ganar apoyo razonado (de diversas formas) de agentes libres e iguales en tanto racionales y razonables”158. The Law of Peoples estaría presidido, pues, por la búsqueda de un termino medio entre el liberalismo y la aceptación del pluralismo cultural e ideológico, entre la facticidad y la validez, entre el realismo y la utopía. Para elaborar su concepción de la justicia internacional, Rawls sigue los siguientes pasos. En primer lugar, construye una explicación para justificar cómo es posible extender «la justicia como equidad» hasta establecer un derecho de gentes válido para las sociedades liberales. En segundo lugar, expone las razones que justifican extender el derecho de gentes a las sociedades decentes no liberales. Este segundo paso se realiza mediante una doble estrategia: por un parte, adelgaza el contenido de la justicia liberal; por otra parte, amplia el contenido de la idea de justicia de las sociedades jerárquicas hasta hacerla casi enlazar sin solución de continuidad con la primera159. Como antes indicábamos, esta segunda extensión está presidida por la idea de tolerancia, entendida no en un sentido negativo (como el abstenerse de sancionar militar, diplomática o económicamente a quienes entendemos que deben cambiar sus modos de vida) sino como el reconocimiento de que esas sociedades no liberales son miembros en plano de igualdad de la comunidad de pueblos160. Una de las claves de dicha tolerancia sería que las sociedades decentes no liberales también respetan los derechos humanos, si bien no todos aquellos que derivaban de los dos principios de la justicia como equidad, sino los que lo hacen de la versión más abstracta y restringida de los mismos que expresa el derecho de gentes integrada por los derechos mínimos y urgentes: el derecho a los medios 158 McCARTHY, T., “Unidad en la diferencia: Reflexiones sobre el derecho cosmopolita”, Isegoría, 16, 1997, p. 44. 159 RUBIO CARRACEDO, J., «Justicia Internacional y Derechos Humanos», cit., p. 198. 160 RAWLS, J., The Law of Peoples, cit., pp. 65 y 79.
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de subsistencia y seguridad (derechos a la vida), a la libertad frente a la esclavitud, la servidumbre y la ocupación armada, a la propiedad personal y a la igualdad formal expresada en reglas de justicia natural161. Así, por ejemplo, no se exige a las sociedades jerárquicas (Estados confesionales) que reconozcan una libertad de conciencia completa sino que admitan una cierta cantidad, incluso si tal libertad no es, tal y como ocurre en los regímenes liberales, igual para todos los miembros de la sociedad162. Los derechos humanos son, por tanto, una clase especial de derechos de aplicación universal cuya principal función es señalar unos límites que ningún Estado puede traspasar y cuya violación, por el contrario, justificaría la intervención externa. En concreto, las funciones de los derechos humanos básicos serían las tres siguientes: a) establecen las condiciones mínimas de legitimidad y decencia de los ordenamientos jurídicos domésticos; b) fijan un límite al pluralismo entre pueblos; c) su observancia es suficiente para excluir las intervenciones justificadas por parte de otros pueblos, mediante sanciones económicas o diplomáticas o, en casos graves, la fuerza armada163. La ventaja de estos derechos humanos mínimos es que no pueden ser rechazados como peculiares de la cultura occidental, ya que no han de ser necesariamente derivados de la idea liberal que considera a las personas como individuos y ciudadanos libres e iguales y las trata con independencia de la cultura y la sociedad. También pueden ser entendidos como el resultado de los requisitos de una justicia basada en el bien común y la buena fe de los funcionarios a la hora de explicar y justificar el ordenamiento jurídico que ha de satisfacer cualquier sociedad. En una sociedad que no se base en la tradición política individualista occidental, que no contemple a los ciudadanos como titulares de derechos en tanto que individuos sino más bien de deberes en tanto que miembros de una comunidad, los derechos humanos podrían ser contemplados como “derechos de habilitación”, derechos que capacitan a las personas para desempeñar sus deberes en los grupos a los cuales pertenecen (gremios, corporaciones, etc.). En tal sentido son políticamente neutrales164. El minimalismo moral de Rawls es, en consecuencia, el resultado de un adelgazamiento de la justicia liberal occidental. Como apunta McCarthy, desde Teoría de la Justicia, pasando por El Liberalismo Político, hasta El Derecho de Gentes, la idea de justicia sufre un debilitamiento progresivo con el fin de acomodar un grado progresivamente mayor de diversidad cultural que Rawls considera 161 162 163 164
Ibídem, p. 79. RAWLS, J., «Derecho de Gentes», cit., p. 67. Ibídem, p. 75; íd, The Law of Peoples, cit., p. 80 (la cursiva es añadida). RAWLS, J., «Derecho de Gentes», cit., p. 72.
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teóricamente irreductible165. El producto más sobresaliente de este proceso es una versión restringida de los derechos humanos internacionalmente reconocidos pero de la que, a cambio, cabe predicar una validez no sólo formal sino también práctica. Aunque, de acuerdo con el parecer de sus críticos, el precio pueda ser una excesiva concesión al statu quo y la marginación del segundo principio de «la justicia como equidad»166, no hay duda de que una de las ventajas reales de su teoría de la justicia internacional radica en hacer mucho menos cuestionable la universalidad de un núcleo duro de derechos y libertades en cuya defensa cabe acudir, si fuera necesario, incluso mediante una intervención armada. La defensa más radical y directa de las intervenciones humanitarias basada en el minimalismo moral es, sin embargo, la que nos ofrece Walzer. Veíamos previamente cómo este autor rechazaba un derecho amplio de intervención humanitaria como el defendido por Luban o Tesón defendiendo la presunción de legitimidad de los Estados en la sociedad internacional. Pues bien, el respeto del pluralismo ético implícito en esa teoría tiene en dicho tipo de intervenciones una de sus excepciones más fuertes. Junto a la secesión o liberación nacional en un Estado en el que coexisten comunidades diferentes y a los supuestos de contraintervención, la legitimidad de las operaciones bélicas encaminadas a poner fin a la esclavitud o a detener masacres, constituyen las principales modificaciones que Walzer introduce en el «paradigma legalista» ¿Significa ello que considere los derechos a la vida y la libertad una realidad moral universal cuya defensa puede justificar la violación de las fronteras nacionales? Aunque Walzer parece terminar aceptando que sí, el tono general de su discurso es un continuo ir y venir de lo particular a lo universal que oscurece por momentos el auténtico contenido de sus conclusiones. Es cierto que, para condenar las masacres o la esclavitud y justificar las intervenciones, Walzer apela a “la conciencia moral de la humanidad”, que no se descubre abstrayendo sino concentrándose en las convicciones morales de los hombres y mujeres corrientes adquirida en el curso de sus actividades cotidianas167. Sin embargo, del resto de su razonamiento se desprende que dichos actos justifican la injerencia no tanto por representar una violación de los derechos humanos como por suponer la eliminación de la comunidad política en cuya protección descansa el valor moral del Estado168. Cuando un gobierno se 165
MAcCARTHY, T., “Unidad en la diferencia…”, cit., p. 46. Vid. POGGE, T., “An egalitarian Law of Peoples”, Philosophy & Public Affairs, 23, 1994, pp. 195-224. 167 WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 107. 168 Acerca el predominio de los elementos comunitaristas sobre los individualistas en la justificación que suscribe Walzer de la intervención humanitaria, Vid. RUIZ MIGUEL, A., “Las intervenciones bélicas humanitarias”, Claves de la Razón Práctica, 68, 1996, pp. 17-18. 166
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vuelve salvajemente contra sus miembros, debemos dudar de la existencia misma de una comunidad política a la que podría aplicarse la idea de autodeterminación. Hablar en esos casos de comunidad o autodeterminación –concluye Walzer– parece cínico e irreverente169. Donde sí parece apreciarse una aceptación de la noción de derechos humanos como la categoría ética legitimadora de las intervenciones es en la versión del minimalismo moral, del mínimo moral común a todos los pueblos y culturas, que suscribe Walzer. A juicio del profesor de Princeton, algunos han visto en un catálogo restringido de derechos humanos básicos una especie de lenguaje ético para toda la humanidad, una suerte de esperanto moral capaz de introducir unidad en medio de la diversidad y el particularismo. Sin embargo, el minimalismo moral, cuando se expresa como moralidad mínima, “se insertará en un idioma y una orientación de una de las moralidades máximas”170, esto es, en alguna de las legitimidades domésticas a las que antes aludíamos, especialmente en los valores occidentales. Por lo tanto, a diferencia de otros minimalismos, que buscan identificar un punto de partida neutral desde el que muchas culturas diferentes y posiblemente legítimas pudieran desarrollarse (como ocurre con el procedimentalismo de Habermas y Appel), Walzer se siente mucho más cercano al de las llamadas “condiciones de la mera decencia” (esto es, con la aceptación de cualquier ideal o argumentación que se consigue sin la coerción tiránica o la guerra civil) defendido por S.Hampshire171. Pero, incluso en este último, se opera fijando un mínimo comunal o universal de partida hasta el que se espera que converjan todas las éticas máximas particulares. Frente a ello, Walzer apuesta por localizar la universalidad al final de la diferencia, por “reconocer la gran diversidad de procesos históricos y buscar resultados similares”172. El mínimo moral del minimalismo no puede ser, por tanto, una moralidad neutral e inexpresiva, sino el producto de un esfuerzo por designar “principios y reglas reiterados en diferentes tiempos y lugares que se consideran similares aun cuando se expresan en diferentes idiomas y reflejan historias diversas y visiones del mundo distintas”173. Una búsqueda del consenso moral que recuerda mucho la definición aristotélica y ciceroniana del Derecho Natural como las leyes comunes a todos los pueblos civilizados y la metodología histórica y no fundacionista que, según Bobbio, la inspira174. 169
WALZER, M., Just and Injust wars, cit., pp. 100-101. WALZER, M Moralidad en el ámbito local e internacional, traducción y estudio preliminar de R. del Aguila, Alianza, Madrid, 1996, p. 42. 171 Vid. HAMPSHIRE, S., Innoncence and Experience, Harvard University Press, Massachussets, 1989, esp. pp. 72-78. 172 WALZER, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, cit., p. 47. 173 Ibidem, p. 49. 170
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Pero ¿cuál sería el contenido de esa moralidad mínima? Walzer tiene claro que el consenso moral internacional será más evidente si es planteado de forma negativa señalando que es muy probable que el resultado de dicho esfuerzo sea un grupo de mandatos negativos contra el asesinato, la mentira, la tortura, la opresión y la tiranía175. Como puede apreciarse, estos estándares coinciden en gran medida con el contenido mínimo del Derecho Natural de Hart y con el tipo de acuerdo moral que, según Raz, cabe apreciar en muchas sociedades industriales avanzadas176. Pero Walzer está hablando de un mínimo moral no doméstico sino universal, y, llegados a este punto, reconoce que la presunción de no intervención (y de legitimidad de los Estados en la sociedad internacional) podría ser considerada un rasgo de ese mínimo moral. Sin embargo, también es un contenido de la moral mínima que, en los casos de muertes y opresión masiva, dicha presunción sea excepcionada y que la solidaridad con las víctimas nos conduzca no sólo a manifestarnos, sino a enviar hombres y mujeres más allá de nuestras fronteras177. Justificar las intervenciones humanitarias en ese mínimo moral ¿significa también hacerlo en los derechos humanos? El hecho de que Walzer declare que el lenguaje de los derechos es un modo de expresión propio del maximalismo moral de los europeos o americanos actuales no es razón para responder negativamente. Walzer termina admitiendo que este lenguaje sería traducible a las categorías de otros maximalismos, siendo pues admisible sostener que las intervenciones humanitarias son actos de solidaridad exigidos por el respeto de los derechos humanos a la vida y la libertad. Estos son los dos derechos más importantes y ampliamente reconocidos, los únicos de los que cabe afirmar que son el resultado de nuestra común humanidad y no sólo el producto de una concepción local y particular de la justicia178. Conviene llamar la atención sobre dos cuestiones relacionadas con el carácter negativo del mínimo moral universal que defiende Walzer. Como hemos visto, la estrategia minimalista negativa que adopta obedecería a la búsqueda de una universalidad evidente y neutral respecto de las diferentes tradiciones culturales, ideológicas y religiosas. Conviene añadir que el carácter negativo del mínimo moral universal posee también una génesis histórica muy concreta: el descenso a los infiernos que supuso el holocausto nazi y los genocidios pos174 Vid. BOBBIO, N., «El modelo iusnaturalista», en Estudios de Historia de la Filosofía. De Hobbes a Gramsci, trad. de J.C.Bayón, Debate, Madrid, 1985, p. 86. 175 WALZER, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, cit., p. 49. 176 RAZ, J., «The politics of the Rule of Law», en Ethics in the public domain: essays on morality of law and politics, Clarendon Press, Oxford, 1995, p. 372. 177 WALZER, M., Moralidad en el ámbito local e internacional, cit., pp. 48-49. 178 M. WALZER, Las esferas de la justicia, cit., p. 13.
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teriores en la URSS, Camboya, Ruanda, etc. Tan dramáticos episodios de nuestra historia más reciente explicarían, a juicio de Ignatieff, que el universalismo moral moderno “no se base tanto en la esperanza como en el temor, no tanto en el optimismo que despierta la capacidad humana para el bien, como en el pánico que produce su capacidad para el mal, no tanto en el hombre creador de su propia historia como en el enemigo que puede resultar para su propia especie”179. Por otra parte, aunque Walzer estime que el del minimalismo negativo sea una vía más segura para evitar acabar incurriendo en alguna forma de maximalismo, ello no evita finalmente que su propuesta esté dentro de las coordenadas propias de una concepción occidental de lo intolerable. Aunque Walzer termine reconduciéndolos hasta la noción más abstracta de los derechos humanos a la vida y la libertad, las prohibiciones contra la mentira, la tiranía, la opresión y la tortura se centrarían en aquellas formas de injusticia y sufrimiento hacia las que parecen mostrar una mayor sensibilidad los medios de comunicación, la opinión pública y, en general, la cultura occidental. Como pone de manifiesto Parekh, los occidentales sólo nos centramos en las formas más acuciantes y espectaculares de sufrimiento humano como el hambre, la amenaza de muerte, el terrorismo, etc., y no en la muerte lenta que provoca la pobreza, la malnutrición y el subdesarrollo político y económico. No hay duda de que estas últimas son consideradas formas de injusticia y desigualdad que exigen una reestructuración urgente del orden interno, pero no se considera, por el contrario, que exijan actuar a los que se encuentran fuera. Por tanto, nuestra concepción de la intervención humanitaria se distingue por su naturaleza política y por concentrase en el Estado. Para nosotros, “la muerte y el sufrimiento se convierten en objeto de intervención sólo cuando son causados por el hundimiento del Estado o un abuso monstruoso de su poder”180.
179
23-24.
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, cit., pp.
180 PAREKH, B., “Rethinking Humanitarian Intervention”, International Political Science Review, 18, 1, 1997, p. 55.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS 4.1.
Consecuencialismo vs. Deontologismo
Los derechos humanos tal y como han sido considerados, la detención de algunas de sus violaciones más flagrantes, ofrecen un fundamento o –cuando menos– razón moral casi incontrovertible con la que justificar las intervenciones bélicas humanitarias. Sin embargo, esta convicción se atenúa cuando nos preguntamos en qué medida los derechos humanos son suficientes para proporcionar una justificación completa de las intervenciones y si cualquier forma de poner en marcha su defensa puede beneficiarse ipso facto de la calidad moral de los mismos. La respuesta a este interrogante estará condicionada tanto por la concepción ética que suscribamos (consecuencialista, deontologista, etc.) como por el modo en que nos inclinemos a definir las intervenciones humanitarias: si como actos de defensa de los derechos humanos que exigen el recurso a la fuerza o como, más bien, guerras que producen daños pero que, no obstante, pretenden justificarse en tales normas. En favor de una justificación absoluta de la injerencia basada en los derechos humanos suele aducirse que éstos, o cuando menos los derechos humanos básicos, imponen deberes erga omnes, que son universales, no sólo en el sentido activo de que están adscritos a todos los seres humanos, sino también en el pasivo de que vindican un respeto y protección universal181. Pero no es la uni181
Como sostienen Vincent y Wilson, el aspecto básico de los derechos humanos básicos es que imponen deberes a todo el mundo y no sólo a los gobiernos. VINCENT, R.J. and WILSON, P., «Beyond non-intervention» en FORBES, I. and HOFFMAN, M., Political Theory, International Relations, and the Ethics of Intervention, cit., p. 123. Sobre la correlatividad entre derechos y deberes en los derechos humanos básicos vid. PANICHAS, G.E., “La estructura de los derechos humanos básicos”, Anuario de Derechos Humanos, 7, 1990, pp. 113-140.
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versalidad per se de los derechos humanos y de sus deberes correlativos el único rasgo de los mismos que se ofrece a su favor como razón suficiente para la justificación de las intervenciones. También se señala que son derechos absolutos, esto es, exigencias morales que, como afirma Dworkin, triunfan sobre cualquier otra pretensión ética y, sobre todo, frente a cualquier otra exigencia de carácter social, económico, político, etc. Ello supondría, en definitiva, que los deberes correlativos a los derechos humanos también son absolutos y no pueden ser postergados por consideraciones como las señaladas. Partiendo de tal concepción de los derechos, resulta comprensible que se subraye el idealismo y rigorismo presente en toda justificación de las intervenciones que se fundamente exclusivamente en aquéllos y que se llegue a tachar a sus defensores de auténticos “imperialistas morales”182. A juicio de Ruiz Miguel, dicho tipo de justificación ofrecería una derivación contraintuitiva que no es fácil de encajar o de evitar: “si los derechos humanos constituyen un criterio deontológico firme de obligatoriedad moral perentoria y universal y no simples estados de cosas deseables entre los que se puedan hacer balances y cálculos en términos de consecuencias, entonces imponen deberes correlativos universales. En el caso que aquí nos ocupa, éso significa que cualquiera que esté en condiciones de hacerlo –y no sólo los Estados, pero sobre todo y también los Estados– estaría obligado a proteger los derechos humanos básicos, si es preciso mediante la iniciación de intervenciones armadas o la participación en las iniciadas”183. Si al carácter universal y absoluto de los deberes correlativos que garantizan su protección, añadimos la emotividad favorable de la que disfrutan los derechos humanos, existe el riesgo de que toda acción que logre presentarse como una defensa de los mismos goce ipso facto de una presunción de legitimidad que impida su examen y valoración atendiendo a las causas que la desencadena, los medios empleados y las consecuencias que produce. De ahí el riesgo apuntado por Ignatieff de que el lenguaje de los derechos humanos termine por convertirse en una poderosa nueva retórica de justificación abstracta, dependiente de “realidades virtuales”, de abstracciones que simplifican las causas y las consecuencias de las guerras184. El idealismo del modelo deontológico, su aparente incapacidad para tomar en cuenta las circunstancias fácticas que rodean las intervenciones humanita182 TESÓN, F., “Collective Humanitarian Intervention”, Michigan Journal of International Law, 17, winter, 1998, p. 323. 183 RUIZ MIGUEL, A., “Las intervenciones bélicas humanitarias”, cit., pp. 19-20. 184 IGNATIEFF, M., Virtual war. Kosovo and Beyond, Metropolitan Books, New York, 2000, p. 6.
IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DD.HH.
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rias, ha sido especialmente criticado por los defensores de una versión renovada de la tradición de la guerra justa. Como es sabido, el origen de esta doctrina se remonta a Agustín de Hipona (La Ciudad de Dios), pero sus conceptos no serán elaborados hasta el siglo XIII por obra de Tomás de Aquino. El mayor desarrollo y aplicación de la doctrina tendrá lugar en los siglos XVI y XVII por Vitoria (Relectio de Indis) con su teoría del ius comunicationis185 y, posteriormente, por Grocio, que le dará una impronta más legalista. Aunque se trata de una teoría alumbrada por la teología cristiana y, por tanto, de origen occidental, hay quienes abogan por la Jihad como una versión islámica comparable186. Una de las mayores ventajas que, a juicio de algunos de los más destacados impulsores de su recuperación, tendría la doctrina de la guerra justa sería reconocimiento de la importancia moral de las consecuencias y de la insuficiencia de las intenciones virtuosas cuando de lo que se trata es de emplear la fuerza. Aunque su uso es algo intrínsecamente indeseable, puede, no obstante, resultar necesario y correcto en determinadas circunstancias, pero –incluso entonces– ello puede acarrear efectos dañinos. A juicio de Fixdal y Smith, la doctrina de la guerra justa permite superar esta paradoja integrando las tres principales tradiciones éticas: el deontologismo (lo prioritario es que nuestras acciones satisfagan los deberes que tenemos hacia otros), el consecuencialismo (lo prioritario es que los efectos de nuestras acciones respeten los deberes que tenemos frente a otros) y la ética de las virtudes (lo prioritario es que nuestras acciones satisfagan los deberes que tenemos para con nosotros mismos). La necesidad de superar las discrepancias entre la rectitud de las intenciones virtuosas y la incertidumbre de las consecuencias nos anima a ponderar cada caso antes de hacer juicios firmes acerca de la legitimidad de una guerra de intervención. La doctrina de la guerra justa encara este desafío a través de su distintiva forma de argumentación casuística, en la que los principios morales repartidos entre ius ad bello y el ius in bello establecen guías y admiten excepciones, compromisos y desfases entre la realidad y el deseo. La ventaja de este casuísmo reside en que, en lugar de someter los dilemas morales a la “tiranía de los principios” (Jonsen y Toülmin), intenta situar la moralidad y la realidad en un mismo plano. De esta manera, las conclusiones no brotan de 185 Vid. al respecto PÉREZ LUÑO, A.E, “Intervenciones por razones de humanidad. Una aproximación desde los clásicos españoles de la filosofía del derecho”, Revista de Occidente, nº 236-237, Enero, 2001, pp. 71-90; RAMÓN CHORNET, C., ¿Violencia necesaria?.., cit., pp. 29 ss. 186 Vid. RAMSBOTHAM, O., “Islam, Christianity, and Forcible Humanitarian Intervention”, Ethics and International Affairs, 12, 1998, pp. 88-89; JOHNSON, J.M., «Historical Roots and Sources of the Just War Tradition in Western Culture» en KELSELY, J. and JOHNSON, J.T. (eds), Just War and Jihad: Historical and Theoretical Approaches on War and Peace in Western and Islamic Traditions, Grenwood Press, New York, 1991.
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fuertes nociones preconcebidas acerca de la justicia de la guerra o la intervención, sino de la sensibilidad hacia la realidad de una guerra o intervención particular187. Otra forma de intentar superar el rigorismo señalado por Ruiz Miguel, Tesón o Ignatieff y tomar en consideración las consecuencias, pero sin renunciar por ello a una justificación de las intervenciones en los derechos humanos, es la que defienden, entre otros, Tesón, Beitz o Walzer188. Aunque partiendo de premisas y argumentos diferentes, todos ellos consideran que la mejor forma de superar la tensión entre los derechos humanos que justifican actuar militarmente y las consecuencias que de ello se derivan es considerar la intervención no un deber sino simplemente un derecho. Para Walzer, la intervención humanitaria es completamente voluntaria, incluso ante una brutalidad amplia y evidente: “la intolerancia humanitaria generalmente no es suficiente para superar los riesgos que supone la intervención, y solamente algunas veces se dan las razones adicionales para la intervención, ya sean razones geopolíticas, económicas o ideológicas”189. Cabría, por último, intentar reconciliar los derechos humanos y las consecuencias de su defensa a partir de una comprensión más flexible y amplia del significado moral de los primeros. Ciertamente, el liberalismo o, al menos, una cierta versión del mismo, ha defendido que la fuerza y el sentido de los derechos radica precisamente en la exclusión de la deliberación en términos de consecuencias. Los derechos establecerían los límites de lo que puede hacerse a unos individuos para beneficiar a otros, a los sacrificios que se les puede demandar como contribución al bien general190. La concepción metaética que está en la base de esta concepción “triunfalista” de los derechos sería, siguiendo a Hare191, el intuicionismo que, en el caso de las intervenciones humanitarias, estimo sería todavía más fuerte ya que, junto al de los principios que respalda a los derechos humanos básicos, el deber de intervenir estaría también apoyado en un intuicionismo del acto alimentado por el efecto CNN al que al comienzo aludíamos192. Las imágenes televisivas de las masacres y atrocidades
187
287-288.
FIXDAL, M. and SMITH, D., “Just War and Humanitarian Interventions”, cit., pp.
188 TESON, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 117; BEITZ, C., Political Theory and International Reations, cit., p. 91. 189 WALZER, M., Sobre la tolerancia, trad. de F.Alvarez, Paidós, Barcelona, 1998, p. 36. 190 DWORKIN, R., Los derechos en serio, trad. de M.Guastavino, Ariel, Barcelona, 1984, pp. 279 ss. 191 HARE, R.M., Moral thinking: Its Levels, Methods and Points, Claredon Press, Oxford, 1981, pp. 26 ss.
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tendrían la fuerza suficiente para, sin necesidad de disponer una información fáctica ni tener que deliberar, saber que intervenir es correcto. Pero aceptar que los derechos representan un elemento tan inmensamente importante de nuestro lenguaje moral como para justificar en muchos casos que son “triunfos”, no elimina la posibilidad y necesidad de acudir a un razonamiento que tenga en cuenta las consecuencias de los actos realizados en observancia de tales derechos. Aunque necesarios, los principios relativamente simples que se emplean a un nivel intuitivo no son, sin embargo, suficientes en el pensamiento moral. Parece sobradamente admitido que el recurso a una argumentación consecuencialista se hace espacialmente necesario cuando se producen conflictos entre los derechos y ésta es, precisamente, la situación que se genera en las intervenciones humanitarias. Pretender resolver tales tensiones sin trascender el plano de los principios (esto es, sin abandonar el intuicionismo), mediante la introducción de excepciones, no parece una salida razonable: siempre habría un grado de complejidad en tales principios, que por razones psicológicas y prácticas, éstos no pueden ni deben traspasar193. Por muy bien equipados que estemos de principios relativamente simples prima facie, siempre nos encontraremos con situaciones en que éstos colisionan entre sí y en las que se hace preciso recurrir algún tipo de pensamiento no intuitivo que resuelva tales conflictos, a un pensamiento critico. A diferencia del nivel intuitivo, en este nivel crítico del pensamiento moral ofrece las características propias del utilitarismo del acto ya que permite acudir a un razonamiento de tipo consecuencialista194.
192 No conviene, empero, exagerar la entidad moral de este efecto. Como cometa Ignatieff, algunos psicólogos han señalado que la exposición al sufrimiento a través de la televisión contribuye a aumentar la distancia y terminar por generar una “fatiga de la compasión”: “La televisión personaliza, humaniza, pero también despolitiza las relaciones morales, y, al hacerlo, debilita la comprensión de la que depende la empatía y el compromiso moral. Los vicios virtuales de la televisión merecen, pues, algún espacio en nuestra explicación de la “fatiga de la compasión” y de la “fatiga de la caridad”, de la creciente poca predisposición de los públicos ricos y bien alimentados para dar ayudas humanitarias o apoyar la ayuda exterior de los gobiernos. La distancia real ha sido drásticamente reducida por la tecnología visual, pero la distancia moral permanece intacta. Si estamos fatigados, ello se debe a que nos sentimos asaltados por los heterodoxas y promiscuas apelaciones y peticiones de ayuda procedentes de todos los rincones del mundo. Las narrativas morales han sido banalizadas por una repetición como consecuencia de la cual han perdido su impacto y fuerza“. IGNATIEFF, M., «The Stories we tell: Television and Human Aid» en MOORE, J (ed), Hard Choices. Moral Dilemmas in Humanitarian Intervention, Rowman and Littlefield Publishers, Lanham, 1999, p. 295. 193 Ibídem, pp. 35-39. 14 Ibídem, p. 43. Como sostiene Waldron, si los derechos mismos colisionan entonces el espectro de los intercambios es reintroducido. Puede ocurrir que, al identificar aquellos intereses que no han de ser sacrificados al cálculo de utilidad, estemos todavía seleccionado intereses que
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En definitiva, los derechos humanos, su violación masiva y grave, pueden no ser suficientes para justificar un acto de injerencia humanitaria. No hay duda de que a) aquéllos conforman un conjunto de principios de justicia dotados de validez universal y b) que el principio de no intervencion no tiene un valor ni moral ni jurídico superior al de los derechos humanos. Como señala Garzon Valdés, resulta obvio que el enunciado a) implica la prohibición de violar dichos principios y que del enunciado b) se puede inferir c) ésto es, que la intervención armada no sólo no está prohibida en algunos casos, sino que puede estar permitida e, incluso, ser obligatoria. Pero, como insiste acertadamente el filósofo argentino, entre a), b) y c) no hay una relación de implicación: “aun cuando es cierto que la justificación de c) presupone la aceptación de la corrección de a) y de b), de a) no se infiere b), ni de la unión de a) y b) se infiere c)”195. Esto último sólo puede realizarse aferrándose a los que Weber llama la ética de la convicción que tiene sobre todo presente la corrección de las intenciones y de las acciones emprendidas y la injusticia de la situación contra la que se actúa, en lugar de una ética de la responsabilidad, que, junto a lo anterior, tomaría también en consideración las consecuencias de aquellas acciones196. Una intervención responsable debería, por tanto, respaldarse de buenos argumentos inductivos que permitan establecer hipótesis razonables acerca de las consecuencias que una operación armada de esta naturaleza conllevaría en un contexto determinado y, tras sopesarlas, decidir si es más aceptable o razonable intervenir que no intervenir. Todo lo cual no garantiza, en última instancia, que la intervención logre un resultado humanitario satisfactorio. Esto último, tal y como señala Wheeler, solo podrá determinarse retrospectivamente, dado que no pueden conocerse por adelantado las consecuencias morales de la misma197. Pero ¿cuáles son o pueden ser los efectos o consecuencias de una intervención bélica humanitaria? Partiremos de un concepto amplio de las mismas en cuádruple sentido. En primer lugar, porque tomaremos en consideración las consecuencias de una intervención tanto para el Estado o Estados interventores como para el intervenido/s y, en general, para la sociedad internacional en su conjunto. En segundo lugar, porque también prestaremos atención a las conse194
son incompatible entre sí y, de esta forma, reproduciendo en el campo de los derechos las mismas soluciones que intentamos evitar en el campo de la utilidad social. WALDRON, J., «Rights in conflict» en Liberal Rights: Collected papers 1981-1991, Cambridge University Press, 1993, p. 209. 195 GARZÓN VALDES, E: “Guerra e diritti humani”, Ragion Practica, 13, 1999, p. 25. 196 WEBER, M., “La política como vocación” en Escritos Políticos, trad. de J.Aricó, Folios, Mexico, 1984. 197 WHEELER, Saving strangers, Oxford University Press, 2000, p. 303.
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cuencias que llevaría consigo la no intervención. En tercer lugar, el estudio consecuencialista de las intervenciones debe aplicar la conocida distinción entre el utilitarismo del acto y el utilitarismo de la regla, delimitando pues lo que serían los efectos derivados de las intervenciones en sí mismas de los que se derivarían de la universalización de la regla o principio en el que se funda su legalidad y/o legitimidad. Finalmente, porque incluiremos en este mundo de las consecuencias tanto los beneficios y daños presentes de las intervenciones como los riesgos y peligros futuros que pueden derivarse de las mismas. 4.2.
Consecuencias humanitarias. Proporcionalidad, justa causa, último recurso y resultado humanitario
El auténtico problema ético de las acciones bélicas humanitarias no es que sean intervenciones (es decir, que constituyan actos que interfieren en asuntos pertenecientes a la soberanía de los Estados) sino que sean operaciones armadas, acciones bélicas, que, como tales, pueden causar muertes y víctimas, tanto en la población del país en el que se interviene como entre las tropas de los propios agentes de la intervención198. Como afirma Garzón Valdés, lo que esta en discusión con las intervenciones no es, por un lado el principio de no intervención y, por otro lado, la defensa de los derechos humanos, sino la lesión de los derechos humanos de un grupo para asegurar la vigencia de esos mismos derechos humanos en otro grupo199. Porque ¿puede justificarse la puesta peligro e incluso el sacrificar la vida de unos seres humanos para evitar la muerte de otros? Llama la atención la respuesta tan convencidamente iusirenista que Ferrajoli ofrece a este interrogante. A juicio de este autor, si la guerra conlleva un enorme coste de muerte y sufrimiento, no puede ser nunca un medio congruente sino más bien contrario a un fin humanitario como es la defensa de los derechos humanos. Intentar buscar alguna justificación ética para el empleo de esta violencia a gran escala en los criterios de tradición de la guerra justa revela un desconocimiento del sentido ético con el que fue alumbrada esta teoría. El pensamiento iusnatauralista no la concibió tanto para justificar las guerras justas como para –en ausencia de límites y prohibiciones iusinternacionales– limitar y deslegitimar las guerras injustas. Además, los criterios de iusta causa, auctoritas principis, intentio recta, etc. que integran esta doctrina han deve198 Como señala Beitz, lo grave de la intervención militar no es que sea intervención, sino que sea militar, poniendo así en peligro la vida y el bienestar de los ciudadanos. BEITZ, C., “Justice and International Relations”, Philosophy and Public Affairs, 1975, p. 389. 199 GARZON VALDES, E., “Guerra e diritti humani”, cit., p. 47.
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nido insostenibles, tanto en el plano ético como en el jurídico, debido a los cambios acaecidos en el último siglo. El fenómeno de la guerra contemporánea, con los potentísimos medios destructivos creados por la tecnología militar, posee una naturaleza diferente de la guerra tradicional a partir de la que toma cuerpo la idea de “guerra justa”. No sólo la atómica sino también la convencional consistente en el lanzamiento de misiles y en bombardeos, ha convertido la guerra en un medio de destrucción desmesurada e incontrolable. En consecuencia, tras las grandes masacres de la centuria recién concluida, la guerra parece, por sus características intrínsecas, un mal absoluto respecto del cual todos los viejos límites iusnaturalistas han terminado por resultar insuficientes200. Con independencia de que se compartan o no sus conclusiones, debe reconocerse el acierto de Ferrajoli al llamar la atención sobre la necesidad de un análisis que una de forma más profunda y responsable los fines y los medios de las intervenciones humanitarias. La constatación de lo abominable de la guerra debería servir –cuando menos– para introducir un importante y decisivo elemento de realismo en el discurso de quienes están profundamente convencidos de la necesidad y legitimidad de las intervenciones armadas en defensa de los derechos humanos. Ignatieff ha llamado en este sentido la atención sobre el modo en que el lenguaje de los derechos humanos puede conducir a la invención de un mundo moral virtual, habitado por enemigos demonizados y Estados sanguinarios enfrentados a virtuosos aliados y nobles ejércitos. El ensayista canadiense recuerda las palabras de un excombatiente en la Segunda Guerra Mundial que afirmaba que “es casi seguro que un civil remotamente alejado del campo de batalla estará más sediento de sangre que un soldado en la primera línea del frente”. Por tanto, los activistas en favor de las intervenciones bélicas humanitarias deberían entender mucho mejor al poder militar de lo que lo han hecho hasta ahora. De lo contrario corren el riesgo de terminar siendo seducidos por guerras que acaban destruyendo los mismos derechos humanos que parecen defender201. Sin desconocer el poder destructor que pueden y suelen tener las guerras, incluidas las que se afirma emprender para acabar con una violación masiva de los derechos humanos, si no todos, al menos algunos de los criterios del ius ad bellum y del ius in bello elaborados por la teoría de la guerra justa seguirían teniendo vigencia en la medida en que el uso de la fuerza no llegue a alcanzar las dimensiones tan destructivas que Ferrajoli atribuye a las guerras202. De ser 200
FERRAJOLI, L., “Guerra “etica” e diritto”, cit., pp. 121-123. IGNATIEFF, M., Virtual war, cit., pp. 6-7 y 213-214. 202 Vid al respecto BROWN, C., “A qualified defence of the use of force for humanitarian reasons”, en BOOTH, K. (ed), The Kosovo tragedy. The Human Rights Dimenssions, The International Journal of Human Rights, vol.4, nums. ¾, Autum-Winter, 2000, p. 288. 201
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así, la respuesta de la doctrina del iustum bellum es que las muertes que provoca la intervención pueden ser asumidas desde una perspectiva moral si cumplen ciertos requisitos. El primero de ellos es de la proporcionalidad203. La interpretación más plausible de este principio es, a juicio de Pontara, que debe existir proporcionalidad entre, por un lado, los derechos violados como efecto colateral del empleo de medios destinados para tutelar los derechos y, por otro lado, los derechos que de facto resultan tutelados gracias al empleo de tales medios204. Pero ¿qué criterio permite establecer esa paridad aproximada? ¿el numero de derechos violados y tutelados? ¿el grado de protección de los derechos? ¿el numero de personas cuyos derechos son violados o lesionados? ¿la probabilidad ante eventum conectada a las distintas alternativas referentes a la tutela y violación de derechos?205 La complejidad de estos interrogantes se acentúa a tenor de como se definan y prioricen los objetivos de la intervención. Si ésta es considerada como única o –cuando menos primordialmente– un acto de rescate de seres humanos, el factor determinante de la proporcionalidad parecería el número, resultando así legitima una operación en la que la cantidad de bajas es inferior a la de vidas salvadas. Si, por el contrario, se considera que el anterior no es el único objetivo de las intervenciones sino que también lo es la protección de los derechos humanos básicos, entonces podría aceptarse que es legítima una operación que salva aproximadamente las mismas vidas que quita pero que instaura en sistema político que garantiza para el futuro una adecuada protección de esos mismos derechos. De esta forma, al igual que no estaría justificado dejar de asumir el riesgo de sacrificar un número razonable de soldados y de civiles para detener un genocidio de cientos o miles de personas, tampoco sería legítimo provocar un número considerable de muertes para evitar otro no mucho mayor. El requisito de la proporcionalidad parece presuponer que las vidas e integridades físicas en juego en cualquier operación bélica humanitaria tienen un mismo y único valor moral; que han de contarse por igual las muertes de los soldados de los países que intervienen que la de los ciudadanos de los Estados intervenidos (lo que no significa que las vidas de los soldados del país en el que se interviene no deban ser tomadas en consideración a la hora de tomar o evaluar moralmente la decisión de intervenir, si bien parece razonable situarlas en un nivel inferior por ser aquéllos los que están cometiendo materialmente los 203 Vid. GARDAM, J., “Proporcionality and Force in International Law”, The American Journal of International Law, 87, 1993, pp. 391-395. 204 PONTARA, G., “Guerra etica, etica della guerra e tutela globale dei diritti”, Ragion Practica, 13, 1999, p. 60. 205 Ibidem, p. 62.
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actos de genocidio o limpieza étnica). Sin embargo, no todas las intervenciones proclamadas humanitarias han asumido sincera y coherentemente este último presupuesto moral206. Muy al contrario, la distinta valoración que se hace de unas u otras vidas proporciona una de las mejores muestras de la distancia existente entre el idealismo de los valores que se proclama defender y las circunstancias políticas y sociales en las que las intervenciones se llevan efectivamente a cabo. No en vano, uno de los principios que hasta ahora ha venido presidiendo su puesta en marcha ha sido la reducción al mínimo de la pérdida de vidas entre los ejércitos interventores. Es más, una de las principales razones por la que se ha intervenido en ciertos países donde se estaba produciendo una violación masiva y sistemática de los derechos humanos (por ejemplo, Kosovo) y no en otros (por ejemplo, Ruanda) debe buscarse en que en los primeros casos se consideró que los riesgos a asumir no eran muy elevados, mientras que en el segundo se estimo todo lo contrario. Como señala Wheeler, el caso de Ruanda pone de manifiesto de qué forma, incluso en un supuesto en el que existían buenas razones para pensar que el uso de la fuerza habría tenido éxito con sólo bajas limitadas, los líderes políticos decidieron resolver el conflicto entre sus deberes hacia sus ciudadanos y sus deberes hacia los extranjeros en favor de los primeros207. Desde la óptica comunitarista, resolver así dicho conflicto está éticamente justificado ya que, sin negar que tenemos deberes hacia los que viven mas allá de nuestras fronteras, los comunitaristas e incluso algunos liberales estiman que nuestro primer deber moral es hacia los que tenemos más cerca y forman parte de nuestra comunidad208. En esta línea, Jackson y Hendrickson estiman que el primer deber de los Estados en tales circunstancias es proteger a su propio pueblo, tanto a los soldados como a los civiles y que, sólo después, pueden intentar proteger a cualquiera otros209. Por otra parte, se afirma que no anteponer la vida de los soldados propios a las vidas de terceros supone convertir la intervención humanitaria en una acción que exige comportamientos superero206
Como señala Walzer, los Estados no envían sus tropas a otros países sólo para salvar vidas. Las vidas de los extranjeros no tienen tanto peso en las escalas de decisión doméstica. WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 102. 207 Vid. WHEELER, N.J., Saving strangers, cit., pp. 300-301. 208 Vid. GOODIN, R.E., “What is so special about our fellow countrymen?, Ethics, 98, 1988, pp. 633-86; MILLER, D., “ The ethical significance of nationality”, Ethics, 98, 1988, pp. 647-62; WALZER, M., «Esferas de afecto» en NUSSBAUM, M., Los límites del patriotismo, trad. de C. Castells, Paidós, 1997, p. 154. 209 HENDRICKSON, D., “In defence of realism: A comentary of Just and Injust Wars”, Ethics and International Affairs, 11, 1997, p. 46. JACKSON, R., «International Comunity beyond the war», en LYONS, G. & MASTANDUNO, M. (eds.), Beyond Westphalia? National Sovereignty and International Intervention, cit., p. 75.
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gatorios, lo que significa el sacrificio de un bien para salvar otro equivalente. Y, a juicio de Garzón Valdés, ninguna ética racional puede imponer este tipo de sacrificios que transforman el mundo en un infierno moral210. No en vano, este tipo de situaciones haría surgir ciertas dudas sobre la categoría misma de los derechos humanos, si se entiende que una de las características de los mismos es la de imponer deberes universales correlativos que no toman en consideración las relaciones personales y las lealtades hacia los que tenemos mas cerca. Además de por las razones morales expuestas, las bajas propias han de ser prudencialmente consideradas por los gobiernos que quieren contar con el apoyo o —cuando menos— la no oposición de sus respectivas opiniones públicas no cosmopolitas a la hora de emprender este tipo de operaciones211. Esta prioridad suele justificarse pragmáticamente en la necesidad de asegurar la puesta en marcha y efectividad de las intervenciones humanitarias. Si, como declara Hassner, el punto de vista universalista hubiera de ser el único legítimo, si cualquier intervención cuyos motivos fuesen en parte autointeresados fuera por ello descalificada, los Pol Pots y los Idi Amin Dadas de este mundo hubieran permanecido en el poder hasta que una “comunidad humanitaria global” hubiese estado preparada para actuar, en lugar de los vietnamitas y tanzanos cuyos motivos tenían poco que ver con la defensa de los derechos humanos, pero que libraron a los camboyanos y ugandeses de sus dementes tiranos212. Sin embargo, desde una perspectiva ética cosmopolita que, dada la igualdad moral de todos los hombres, considere que las relaciones personales o comunitarias no deben ser una fuente de deberes morales más fuertes y diferentes de los que se deben al conjunto del género humano, no sería posible justificar moralmente que uno de los factores que determina tanto la decisión de intervenir como los medios empleados una vez que se acuerda hacerlo sea únicamente el evitar las bajas entre los propios intervinientes. Adoptando esta perspectiva, P.Kahn afirma, puesto que es consustancial al concepto de derechos humanos que toda vida humana posee el mismo valor, una guerra en favor de los derechos humanos que se lleve a cabo sin asumir este tipo de riesgos es una contra210
GARZÓN VALDÉS, E: “Guerra e diritti humani”, Ragion Practica, 1999, 13, p. 46. De ahí que Vincent sitúe el futuro de las intervenciones humanitarias en el desarrollo de los sentimientos morales cosmopolitas entre los Estados y sus respectivas sociedades civiles. VINCENT, R.J., Human rights and International Relations, cit., p. 127. Por su parte, Wheeler estima que la aceptación por parte de la comunidad mundial de un derecho de intervención humanitaria exigiría, entre otros factores, que quienes trabajan por los derechos humanos en ONG, universidades y medios de comunicación movilicen a la opinión publica hacia un nuevo y practico consenso moral para la protección y promoción de los derechos humanos. WHEELER, N.J., Saving stangers, cit., p. 310. 212 HASSNER, P, «From War and Peace to Violence and Intervention» en J. MOORE (ed), Moral Dilemmas in Humanitarian Intervention, cit., p. 24. 211
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dicción moral. Por el contrario, las guerras sin riesgos presuponen que nuestras vidas nos preocupan más que las de aquéllos por cuya salvación intervenimos213, y encierra además el peligro señalado por Ignatieff de que quienes están a salvo de peligro dejan de estar constreñidos por las consecuencias de sus acciones, hasta el punto de convertir la guerra en un deporte “que permite el placer del espectáculo con la emoción añadida de que es real para algunos pero no, felizmente, para el espectador214. De ahí que haya razones para entender que la intervención de la Alianza Atlántica en Kosovo estuvo animada por esta lógica aparentemente incoherente, en la que los sentimientos cosmopolitas que exigían poner fin a todo genocidio, con independencia de qué nación, pueblo o comunidad puedan ser sus víctimas (el ex-presidente Clinton proclamará que acabar con la tragedia de Kosovo representaba “un imperativo moral”) se combinaron con el empleo de unos medios militares que anteponían casi por completo la seguridad de los soldados propios a la posible muerte de aquéllos a quienes se pretendía salvar (como lo demuestra la negativa de la coalición de Estados interventores de enviar tropas terrestres a la región). Como pone de manifiesto A.Cavanagh, la tensión entre el imperativo moral de salvar a los albanokosovares y el riesgo político interno que hubiera supuesto para los gobiernos de la OTAN comprometerse a enviar tropas de tierra fue artificialmente solventada con una operación exclusivamente aérea215. Nos encontramos así ante uno de los principales dilemas éticos de las intervenciones humanitarias. Si, como señala Garzón, exigir la puesta en peligro de la vida de los propios para salvar la de los extraños constituye un comportamiento supererogatorio, solo podrá intervenirse en aquellos casos donde la superioridad militar garantice una operación sin riesgos para los soldados propios pero que, al mismo tiempo, por un lado aumenta el riesgo de daños colaterales y, por otro, consagra que los Estados en los que se violan los derechos humanos pero que disfrutan de un importante potencia militar se consideren a salvo de la posibilidad de una intervención216.
213 KAHN, P, “War and Sacrifice in Kosovo”, Philosophy and Public Policy, 19, SpringSummer, 1999. 214 IGNATIEFF, M., Virtual War, cit., p. 161. 215 CAVANAGH HODGE, P, “Casual war: Nato´s Intervention in Kosovo”, Ethics and International Affairs, 14, 2000, pp. 49 y 53. Una dura crítica de los medios empleados por la OTAN en Kosovo y de las consecuencias humanitarias de esta intervención puede verse en REMIRO BROTONS, A, “Un nuevo orden contra el Derecho internacional: el caso de Kosovo”, Revista Electrónica de Estudios Internacionales, 1, 2000, pp. 8-9. Dirección web: http:// www.reei.org/. 216 GARZÓN VALDÉS, E: “Guerra e diritti humani”, cit., p. 46.
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El problema de los daños colaterales ha sido, no obstante, tradicionalmente superado gracias a la concepción finalista de las intervenciones predominante en la literatura internacionalista. De acuerdo con la misma, a lo que debe atenderse para considerar una intervención como humanitaria no es tanto a sus resultados como a que se certifique su intención humanitaria. Es lo que la doctrina de la guerra justa conocía como recta intentio. De ahí que, entre otras cosas, se justifiquen los daños colaterales acogiéndose a la teoría del tomista “doble efecto”, consistente en justificar cualquier mal causado a los civiles no combatientes sosteniendo que la intención del autor no era la de provocarlo sino la de conseguir un bien. Es decir, para esta teoría la distinción entre daños intencionados y daños sólo previstos pero no buscados tendría relevancia o significado moral217. Una versión sofisticada de esta teoría es la que nos ofrece inicialmente Tesón con su intento de minimizar el significado moral de los daños colaterales rechazando que estemos ante una verdadera violación de los derechos humanos. Para justificar esta tesis Tesón rechaza, en primer lugar, la concepción de los derechos como intereses protegidos, ya que, en su opinión, ésta sólo toma en consideración a las víctimas y no la intención de quienes los menoscaban; y, en segundo lugar, lleva a cabo una más que cuestionable distinción entre el «menoscabo» (infrigment) y la «violación» de los derechos humanos. El primero se caracteriza por ser una frustración de los intereses de la víctima. Sólo la clase de los derechos violados y el número de víctimas es relevante para determinarlo. Pero no todo menoscabo de los derechos humanos constituiría una violación de los mismos. Esta última es un menoscabo que conlleva una falta de respeto (en sentido kantiano) de la víctima, realizada de un modo completamente voluntario y con plena conciencia de estar tratándolas sin respeto. Por tanto, para evaluar la justicia de las guerras no hemos de tomar como referencia el daño provocado por los malhechores sino las razones para causarlo218. La endeblez de la teoría del doble efecto es, no obstante, de sobra conocida. Walzer ha llamado la atención sobre el peligro de que esta teoría proporcione una justificación en blanco para las muertes inintencionadas de civiles que son, sin embargo, altamente previsibles219. La precariedad moral de esta argumentación parece pues fuera de duda. Por ello, la expresión “daños colaterales” no 217 McINTYRE, A., “Doing Away with double effect”, Ethics, 2001, January, 2001, p. 220. Vid. igualmente LICHTENBERG, J., “War, Innocence and the Doctrine of Double Effect”, Philosophical Studies, 1994, pp. 347-368. 218 TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 95 ss. Tesón toma este argumento de Montaldi. MONTALDI, D., “Toward a Human Rights based Account of Just War”, Social Theory and Practice, 11, 1985, p. 123. 219 WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 153.
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pasa de ser un mero eufemismo para referirse a la muerte de civiles inocentes y la destrucción de objetivos no militares que no guardan relación alguna con los fines militares. Cabría por ello sospechar que lo que persiguen realmente quienes intentan defender todas o algunas intervenciones destacando la bondad de sus intenciones por encima de lo insatisfactorio de sus resultados es evitar un análisis político realista de dichas operaciones220. La teoría del doble efecto quedaría también desacreditada si se pone en duda que la humanitaria haya sido la verdadera intención de las intervenciones en Somalia, los Balcanes, etc. Para algunos de los más encarecidos adversarios de la intervención de la OTAN en Kosovo, para aquéllos que J.Merton califica de “antiintervencionistas antiimperialistas”221(Chomsky o Tariq Ali, etc.) el diseño de una estrategia militar presidida por el principio de evitar las bajas propias aún al precio de aumentar los riesgos humanitarios entre la población civil, sería un dato más con el que confirmar que los verdaderos motivos de la intervención no habrían sido humanitarios. El auténtico detonante de la intervención serían los intereses nacionales de carácter económico, político o estratégico, siendo el humanitarismo sólo una nueva retórica con la que legitimar dicha actuación. Así algunos comentaristas de la intervención en Kosovo consideran que esta operación obedecería a la necesidad de seguir justificando la existencia de la Alianza Atlántica y reforzar su credibilidad una vez desaparecida la Unión Soviética222. La ausencia de verdaderos motivos humanitarios explicaría también el doble rasero empleado por Estados Unidos en situaciones comprables a la de Kosovo, como las del Kurdistán, China, Chechenia, etc. En el caso, sobre todo, de los kurdos en Turquía, la ayuda a esta población supondría un menoscabo de los intereses económicos y militares norteamericanos que Estados Unidos tiene en una zona tan estratégica como Asia menor. Actitudes tan diferentes frente a situaciones tan similares explican que Chomsky estime que uno de los principales problemas de la intervención en Kosovo no sea ya el de la incoherencia sino el de una gran inconsistencia o contradicción. 220
CALLINICOS, A., «The ideology of humanitarian Intervention» en TARIQ, A., Masters of the Universe? Nato’s Balkan Crussade, Verso, London, 2000, pp. 175-189. 221 Estos críticos de las intervenciones humanitarias no excluyen la posible legitimidad de todas las intervenciones sino que sólo se oponen a las formas particulares de la diplomacia norteamericana y europea que han emergido tras el fin de la Guerra Fría y la aparición del orden mundial unipolar. Para éstos autores, las democracias hegemónicas utilizan selectivamente la retórica del humanitarismo para validar la protección de su poder militar y hegemonía económica. MERTON, J., “Legitimizing the Use of Force in Kosovo”, Ethics and International Affairs, 2001, p. 135. 222 HAMMOND, P. and HERMAN, E.S. (eds), Degraded Capability. The Media and the Kosovo Crisis, Pluto Press, Sterling, 2000, pp. 7-8; ALI, T., Masters of the Universe? Nato´s Balkan Crusade, cit., p. IV.
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La incongruencia manifestada entre las actitudes en el caso de China y el de Kosovo conlleva además serias dudas acerca de las intenciones reales de los intervinientes y –lo que es más grave– debilita la confianza en la eficacia de los derechos humanos como guía de acción política de los Estados223. Pero ¿hasta qué punto es la intención del rescate o protección de los derechos humanos un factor determinante para calificar una intervención de humanitaria? En su reciente y excelente trabajo sobre este tema Wheeler defiende una tesis muy provocadora: que la intención humanitaria no es realmente clave para calificar una intervención de humanitaria, debiéndose por el contrario acudir para ello a los resultados o consecuencias de una determinada operación. La primacía de los motivos humanitarios a la hora de determinar las credenciales humanitarias de una intervención ha sido, sin embargo, la sabiduría común al pensamiento escolástico sobre el iustum bellum y gran parte de los iusinternacionalistas que han tratado sobre las intervenciones humanitarias. Frente a esta opinión Wheeler defiende que incluso si una intervención está motivada por razones no humanitarias se la puede considerar todavía humanitaria en la medida en que se compruebe que los motivos y los medios empleados no minan un resultado humanitario positivo. Esto no significa que la sociedad internacional deba alabar a aquellos gobiernos que tienen la suerte de lograr esta feliz coincidencia entre motivos no humanitarios y medios y resultados humanitarios. Lo que se defiende es, simplemente, que, en la medida en que salvan vidas, debería legitimarse en lugar de condenarse y sancionarse a estas intervenciones224. Por otra parte, Wheeler pone de manifiesto que lo verdaderamente importante a la hora de preguntarse por su legitimidad no son los motivos de la intervención sino las razones que se ofrecen públicamente en su favor; no el contexto de descubrimiento sino el contexto de justificación de las intervenciones bélicas humanitarias. Porque, aunque no se origine en un impulso humanitario sino en el interés nacional, cualquier intervención que asuma la necesidad de apelar a principios y argumentos humanitarios para generar adhesión estará limitada a acciones que puedan ser plausiblemente defendidas de acuerdo con las razones justificativas que se proclaman como motivo de la acción225. En cualquier caso, se valoren o no por igual las vidas de los propios y extranjeros, parece admitido que, si desea evitarse su fracaso, las intervenciones humanitarias no pueden llevarse a cabo sin asumir riesgos humanos y materiales por parte de quienes intervienen. Como señala Walzer, aunque hoy 223 224 225
GARZÓN VALDÉS, E., “Guerra e diritti humani”, cit., p. 41. WHEELER, N.J, Saving stangers, cit, pp. 38-39. Ibídem, p. 40.
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en día no resulte fácil en las democracias occidentales poner en peligro a los soldados, las intervenciones humanitarias son, ante todo, acciones militares que se dirigen contra gente que hace uso de la fuerza y vulnera la paz, por lo que “resultarán ineficaces si no existe voluntad de aceptar los riesgos que conllevan las acciones militares: derramamiento de sangre, bajas de soldados, etc.”226. El requisito de la proporcionalidad también exige que las violaciones de los derechos humanos deban ser lo suficientemente serias y graves como para que exista una reciprocidad aproximada entre el daño que se intenta evitar y el probable y muchas veces inevitable legado de destrucción, muerte y sufrimiento que, como hemos comentado, pueden dejar tras de sí las intervenciones. La definición de las violaciones que pueden justificar la intervención debería ser escueta para evitar el abuso y establecer claramente su legitimidad moral y política227. Si anteriormente restringíamos cualitativamente el ámbito material de las intervenciones a la prevención o detención de –exclusivamente– los derechos humanos mínimos, ahora lo hacemos cuantitativamente, poniendo de manifiesto la necesidad de que, para que exista justa causa, tales violaciones deban ser sistemáticas y masivas. Tradicionalmente se ha entendido que para que concurriera dicho criterio del jus ad bellum tales violaciones debían alcanzar las dimensiones e intenciones propias del genocidio228. En la actualidad se observa una interpretación más amplia de la noción de violaciones graves de los derechos humanos que, en principio, serían distinguibles del genocidio pero que poseen la gravedad propia de lo que en el lenguaje internacionalista ha acordado en denominarse crímenes internacionales229. El catálogo de éstos contenido en el artículo 5 del Estatuto del Tribunal Penal Internacional (genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crímenes de agresión) junto al de esclavitud, podría convertirse así en la referencia normativa apropiada para determinar si existe justa causa para una intervención humanitaria 226
WALZER, M, “Las razones para intervenir”, Letra Internacional, 40, Septiembre-Octubre, 1995, p. 18. Este artículo es la traducción española de “The Politics of Rescue”, Dissent, Winter, 1995, pp. 35-41. 227 DUPI (Danish Institute of International Affairs), Humanitarian Intervention: Legal and Political Aspects, Copenhagen, 1999, p. 106. Dirección Web: http://www.dupi.deca/webxt/ humint/. 228 Vid. DUNNE, T., and KROSLAK, D., “Genocide: Knowing what it is that we want to remerber, or forget of forgive”, en BOOTH, K. (ed), The Kosovo tragedy. The Human Rights Dimenssions, The International Journal of Human Rights, vol. 4, nums. ¾, Autum-Winter, 2000, pp. 27-46. 229 Vid. CARRILLO SALCEDO, J.A., Soberanía de los Estados y Derechos Humanos en Derecho Internacional Contemporáneo, cit., p. 118.
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La reducción al máximo de consecuencias humanitarias como las reseñadas parecería exigir también que la intervención bélica sea el último recurso disponible para poner fin a las violaciones masivas de los derechos humanos. De acuerdo con este requisito, deben haberse agotado previamente todos los medios políticos y diplomáticos antes de decidir intervenir. El uso de la fuerza puede ser a veces necesario y estar, por tanto, legitimado, pero si una causa justa puede ser alcanzada por medio de métodos no violentos, las partes tienen una obligación moral y prudencial de preferir esos medios. Estamos seguramente ante una de las condiciones de las intervenciones que suscita mayores dificultades y dilemas tanto para los Estados interventores como para la comunidad internacional. Por un lado, los defensores y críticos de una determinada intervención rara vez logran ponerse de acuerdo en si las fuerzas intervinientes han apurado al máximo sus esfuerzos para alcanzar una solución negociada del conflicto, o si han utilizado la vía diplomática de un modo ideológico, sin una vocación sincera de evitar el uso de la fuerza. En el caso de Kosovo, son muchos los que dudan que, dada la forma en que transcurrió las negociaciones entre la OTAN y el gobierno serbio, los acuerdos de Rambouillet constituyeran ese último intento de evitar la solución armada230. Por otro lado, este requisito del último recurso puede poner en peligro la efectividad de las intervenciones dado que las privaría del factor sorpresa y, por otra parte, puede convertirse en una excusa para paralizar eternamente la decisión muchas veces inevitable y necesaria de intervenir231. Las intervenciones armadas humanitarias se moverían, por tanto, en medio de estos dilemas: por un lado, una intervención como último recurso puede llegar demasiado tarde, pero también podría acontecer que otra muy urgente y precipitada terminara provocando una escalada de las violaciones de los derechos humanos. Este tipo de dilemas quizás sea un buen exponente de las limitaciones de una justificación exclusivamente consecuencialista de las intervenciones humanitarias232. Una valoración de las posibles consecuencias de una determinada intervención podría, igualmente, tomar en consideración lo que podría llamarse su 230 A juicio de P. Andrés, tras la apariencia de un simple acuerdo político, los Acuerdos de Rambouillet encierran las condiciones más duras que se han impuesto a un Estado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial con el agravante de que no son resultado de una imposición postbélica. La entidad de las implicaciones de Rambouillet hace más comprensible lo que fue presentado como un inaceptable rechazo yugoslavo. ANDRÉS SAÉNZ DE SANTA MARÍA, P., “Kosovo: todo por el Derecho Internacional pero sin el Derecho Internacional”, Meridiano Ceri, agosto, 1999, pp. 2-4. 231 BRIAN HEHIR, J., «Military Intervention and National Sovereignity» en MOORE, J. (ed), Moral Dilemmas in Humanitarian Intervention, cit., p. 45. 232 Sobre este punto Vid. WHEELER, N., Saving stangers, cit., p. 35.
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coste de oportunidad humanitario, esto es, las vidas que se perderían y los derechos humanos que dejarían de ser protegidos al optar por intervenir en un determinado escenario humanitario en lugar de en otro. Por ejemplo, cabría preguntarse por las vidas y derechos que habrían sido rescatados y tutelados si, en lugar de intervenir en un país donde la población esta siendo víctima de genocidio o limpieza étnica, se destinan los mismos medios humanos y económicos a acabar con la pobreza o el subdesarrollo que está conduciendo a la muerte y la miseria a tantas o aún más personas233. Si, aplicando un conocido argumento de P.Singer, admitimos que intervenir es una exigencia impuesta por el deber de auxilio hacia los que sufren masiva y sistemáticamente la violación de sus derechos y necesidades más básicas sin sacrificar con ello nada de significación moral comparable234, parecería de una mínima coherencia que situaciones como las indicadas hayan de tener una respuesta internacional tan fuerte o más aún que la que toma vida en las operaciones bélicas humanitarias235. Una contradicción que, como vimos, Parekh achaca a la especificidad cultural de nuestra concepción del humanitarismo, pero que también podría atribuirse a la aparentemente mayor indefensión en la que se encuentran quienes son víctimas de un genocidio respecto de quienes lo son de la pobreza o el subdesarrollo. A las exigencias señaladas de justa causa, proporcionalidad y último recurso, cabría añadir una cuarta condición que, a juicio de Wheeler, debería reunir una intervención humanitaria para ser legítima desde la óptica de las consecuencias. Se trata de la exigencia de que quienes tomen la decisión de intervenir han de tener la creencia de que el uso de la fuerza producirá un resultado humanitario. Éste se alcanzará si la intervención ha rescatado a las víctimas de la opresión y si los derechos humanos han sido consiguientemente restaurados o protegidos. Segun Wheeler las exigencias gemelas del rescate y la protección reflejan la división de los resultados humanitarios en a corto y largo plazo: la primera se refiere al éxito de la intervención en poner fin a las emer233
p. 63.
Vid. PONTARA, G., “Guerra etica, etica della guerra e tutela globale dei diritti”, cit.,
234 SINGER, P., Ética práctica, Ariel, Barcelona, 1993, p. 209. Vid. también GRIFFITHS, M., LEVINE I and WELLER, M., «Soverignity and suffering» en HARRIS, J (ed), The Politics of humanitarian intervention, Pinter Publishers, New York, 1995, p. 37. 235 Como señala Javier de Lucas, el principio del que derivaría el deber de intervención humanitaria (el de luchar por eliminar el daño a las necesidades más básicas) postula al mismo tiempo exigencias de solidaridad que imponen deberes más allá de la mera asistencia humanitaria, como las políticas de desarrollo y la renegociación/condonación de la deuda externa. DE LUCAS, J. «Multiculturalismo y Derechos Humanos», cit., p. 71. Sobre este aspecto vid. igualmente PLATT, R., «The justification of intervention», en FORBES, I. and HOFFMAN, M., 1993, pp. 110 y ss.
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gencias humanitarias supremas, y la segunda toma como referencia la medida en que la intervención ha removido las principales causas políticas de los abusos de los derechos humanos236. No obstante, las relaciones entre ambos fines de no ya sólo las intervenciones armadas sino del humanitarismo en general podrían terminar resultando en mayor o menor medida conflictivas. Mario Bettatti ha puesto de manifiesto como lo humanitario trata las consecuencias de los conflictos pero no sus causas y se encuentra sometido a una contradicción entre aliviar los sufrimientos de la población y restablecer a los heridos pero para devolverlos al punto de mira de las armas de un conflicto que lejos de terminar se perpetuaría gracias a la intervención237. Por tanto, entre los objetivos del rescate y la protección existiría una tensión normativa que, a juicio de Pasic y Weiss da pie a un auténtico dilema: el de optar entre un humanitarismo revolucionario u otro paliativo (restorative). El primero convierte a los rescatadores participantes conscientes en una comunidad política “extranjera”, redefiniendo por tanto los límites del espacio político ocupado por las víctimas. Se establecería así un vínculo moral entre los seres humanos como tales que trascendería la soberanía. El segundo implica actos discretos de asistencia o rescate que persiguen el restablecimiento de una persona o grupo de personas a una posición de autonomía dentro un Estado soberano. De lo ocurrido en la guerra en Yugoslavia, estos autores extraen la conclusión de que un humanitarismo que persiga únicamente el rescate, es decir, el alivio inmediato e incondicional del sufrimiento, es una respuesta insuficiente y muchas veces equivocada. En lugar de ese humanitarismo de emergencia, sería preferible una actuación humanitaria que no separase lo moral de lo político, que combinara la defensa de la justicia a corto plazo, representada por el rescate, con la justicia a largo plazo, representa por el orden. No basta, y a veces resulta contraproducente, dejarnos llevar por la fuerza con que las imágenes televisivas sacuden nuestra conciencia moral y concluir visceralmente que el único objetivo de la intervención es el fin prioritario de auxiliar a los que sufren238.
236
WHEELER, N.J, Saving strangers, cit., p. 37. BETTATI, M., “Injerencia, intervención o asistencia humanitaria”?, Tiempo de Paz, nº 32-33, 1994, p. 12. 238 PASIC, A. and WEISS, T.G., “The politics of rescue: Yugoslavia´s War and the Humanitarian Impulse”, Ethics and international affairs, 11, 1997, pp. 109-131. Sobre los dilemas derivados de la complejidad de los objetivos de las intervenciones considerados a corto o largo plazo. Vid. ANDERSSON, M., «You save my life today , but what for tomorrow. Some moral dilemmas in humanitarian aid» en MOORE, J.(ed), Hard choices. Moral dilemmas in humanitarian intervention, cit., pp. 137-154. 237
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Un factor muy importante con vistas a lograr un resultado humanitario satisfactorio es que la intervención sea bienvenida por la población por cuyo rescate y protección se actúa. Este factor se convierte, a juicio de Tesón, en una condición esencial de las intervenciones: “con independencia de que sean o no la mayoría o de la población, si las víctimas de la opresión rechazan la ayuda extranjera y prefieren, por el contrario, tolerar la situación, los fuerzas extranjeras deberían reprimir su impulso humanitario. Si los ciudadanos cuyos derechos son violados no desean ser rescatados, si consienten a su gobierno, los extranjeros no deberían substituir su juicio por el de los ciudadanos239. La importancia de este consentimiento obedece a varias razones. Por un lado, se busca que la intervención no sea percibida como un acto de paternalismo defensor de los intereses de quienes –por razones que no estamos en parte en condiciones de comprender ni juzgar– no desean ser rescatados. Por otro lado, podría parecer un acto de soberbia moral, de imposición de unos valores cuya supremacía o concepción no tiene por qué ser compartida por las víctimas. No creo, empero, que ninguna de estas razones justifiquen otorgar al consentimiento un valor tan alto como el que le reconoce Tesón. Afirmar la existencia de derechos humanos básicos como la vida o la libertad personal presupone que los seres humanos darán siempre prioridad a sus propios intereses y a los de los que están próximos a ellos240. El rechazo de una operación de rescate por parte de quienes están siendo víctimas de genocidio, asesinatos en masa o esclavitud y que –como apunta Ignatieff– carecen de recursos para defenderse por sí mismos241, no podría ser considerado nunca un comportamiento racional. Por otro lado, no hay nada de un valor ético comparable que justifique la renuncia tácita de los derechos humanos que supondría no aceptar una intervención para su defensa. En este sentido, cabría considerar esta falta de consentimiento incompatible con el carácter inalienable de tales derechos. Así, alguien tan predispuesto como Walzer a no violentar la autonomía política y moral de una comunidad con actos de intervención armada, termina defendiendo la legitimidad de las intervenciones humanitarias aún antes de ser consentidas por la población. Tras afirmar que “si los intervinientes son bienvenidos por una clara mayoría de la población entonces parecería extraño acusarles de crimen alguno” Walzer añade inmediatamente después que es casi seguro que dicha bienvenida se producirá en algunos de los tres supuestos de excepción a la regla de la no intervención y, en tales casos, “el invasor será inocente incluso antes de que sea bienvenido”242. 239 240 241 242
TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., pp. 120-121. LUCKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», cit., p. 33 IGNATIEFF, M., Virtual war, cit., p. 76. WALZER, M., “The moral standing of the states”, cit., pp. 213-214, nota a pie 7.
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Podemos, finalmente, contemplar las consecuencias políticas y morales que, para quienes estando en condiciones de poder hacerlo, se derivarían de no intervenir. Pero ¿existen realmente esas consecuencias? Si se trata de situaciones sólo tienen efectos fuera de nuestras fronteras ¿de qué forma puede afectarnos no hacer nada por salvar a quienes son víctimas de sus propios gobernantes o compatriotas? Ignatieff atribuye la falta de una respuesta más solidaria hacia quienes se hallan en ésa o similares situaciones a la idea muy arraigada de que “su” seguridad y la “nuestra” pueden separarse, a que su destino y el nuestro están diferenciados por la historia, el azar y la buena suerte243. El sentir compasión moral hacia las víctimas no ha sido suficiente para embarcarse en un compromiso más fuerte con su sufrimiento. Sólo la constatación de que, más tarde o temprano, esos actos terminarán repercutiendo sobre nuestra “zona de seguridad” puede provocar que percibamos la necesidad de salir de ella e intervenir en su “zona de peligro”. En este sentido, Walzer ha señalado que, aunque el mundo civilizado puede, sin duda, convivir con comportamientos de lo más incivilizado, los comportamientos de esta clase tienden a difundirse, a ser imitados o repetidos si no se les combate. Por tanto, “si se paga el precio moral del silencio y la inseguridad, pronto habrá que pagar el precio político del desorden y la ilegalidad en lugares más próximos a nosotros”244. Y, además de políticamente desventajoso a medio o largo plazo, adoptar una actitud pasiva ante la barbarie conlleva el riesgo del disengagement, de la no implicación que atenta contra el autorespeto y carácter moral de la población245. No intervenir equivaldría a aceptar pasivamente la crueldad e inhumanidad que terminaría por corromper nuestro propio carácter246. 4.3.
Las repercusiones de las intervenciones humanitarias sobre el orden internacional
Uno de los argumentos más invocado para cuestionar la legitimidad de las intervenciones humanitarias gira en torno a los efectos desestabilizadores de las mismas sobre el orden jurídico y político internacional. No en vano, parece difícil negar que estas operaciones atentan contra dos pilares básicos del mismo: la prohibición del uso de la fuerza y el respeto a la igual soberanía de los Estados. Frente a ello, las intervenciones apelarían a un elemento mucho 243
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero, cit., p. 105. WALZER, M., “Las razones para intervenir”, cit., p. 19. 245 VALLESPÍN, F., “Intervención humanitaria: política o moral?, cit., p. 59. Vid. LUTTWAK, E., “Toward Post-heroic Warfare”, Foreign Affairs, 1995, pp. 109-122.; 246 Vid. GARRETT, S.A, Doing good and doing well. An examination of humanitarian intervention, Praeger Publishers, Westport, 1999, p. 8. 244
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más novedoso de dicho orden, como son los derechos humanos. Se afirma, no obstante, que pese a su incuestionable potencia reformadora y utópica, ni en el momento redactar la Carta de la ONU247, ni aún en la actualidad, parecerían haber éstos adquirido un status suficiente para erigirse en amparo de tales operaciones. Más aún, la protección de los derechos humanos podría verse seriamente mermada en todo el mundo por la escalada de la violencia y por los desórdenes y desacuerdos que acompañan casi siempre a las intervenciones248. Pero ¿autoriza o prohibe el Derecho internacional las intervenciones humanitarias? Aunque la Carta de las Naciones Unidas no las proscribe expresamente, los artículos 2.4 y 2.7 parecen ofrecer una base sólida a favor de su ilegalidad. El primero establece una prohibición general de recurrir a la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o independencia política de cualquier Estado. El segundo una prohibición todavía más amplia de intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados. A estos preceptos de la Carta debe unirse la prohibición general de intervenir basada en la costumbre internacional que proscribe toda forma de interferencia coactiva en los asuntos internos de un Estado. Ello incluye la amenaza de la fuerza, la intervención armada, bien en forma de una intervención militar directa o mediante el apoyo a las actividades de grupos terroristas o paramilitares en otro Estado, e incluso las sanciones económicas o las medidas políticas si resulta probado que tienen efectos coactivos (Caso Nicaragua). La Declaración de Principios de Derecho internacional relativos a las Relaciones de Amistad y Cooperación entre los Pueblos proclama al respecto que “ningún Estado puede emplear o impulsar el uso de medidas económicas, políticas o de otro tipo con vistas a lograr la subordinación en el ejercicio de sus derechos soberanos, ni organizará, asistirá fomentará, financiará, incitará o tolerará actividades armadas, subversivas o terroristas dirigidas a provocar el derrocamiento violento del régimen de otro Estado”249. Tesón distingue dos elementos en el principio de no intervención. El primero, el nivel de la interferencia de un Estado o de la ONU en los asuntos de otro ha de alcanzar el nivel de una “intervención”, circunstancia que, como hemos señalado, abarca desde la amenaza o el empleo de la fuerza a las sanciones económicas y, en el caso de la Carta, incluso las sugerencias o recomendaciones. El segundo, que la intervención afecte a los asuntos pertenecientes al 247
Vid. MURPHY, S.D., Humanitarian Intervention. The United Nations in a Evolving World Order, University of Pensylvania Press, Philadelfia, 1996, pp. 66 y ss. 248 CHARNEY, J.I, “Anticipatory Humanitarian Intervention in Kosovo”, American Journal of International Law, 93, 1999, p. 835. 249 ASAMBLEA GENERAL DE LA ONU, Resolución 2625 (XXV), 24 de Octubre de 1970.
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domaine reservé de un Estado ¿Concurren ambos en el caso de las intervenciones por razones de humanidad? Si hacemos caso a la opinión muy consolidada tanto entre la doctrina como en las declaraciones de los últimos secretarios generales de la ONU, hoy casi nadie duda que los derechos humanos han dejado de ser un asunto de la jurisdicción interna de los Estados. La presunta ilegalidad de las intervenciones humanitarias no podría nacer, pues, del hecho de que sean actos que interfieren en la soberanía de un Estado. El carácter coactivo de las intervenciones –no tanto su carácter lesivo de la soberanía de otro Estados– se convierte así no sólo en su principal problema ético y político sino también en su mayor debilidad jurídica. Es por tanto en esta dimensión de las mismas donde debe situarse el interrogante sobre su conformidad o no con el Derecho internacional. Habrá pues que determinar, una vez constatada la prohibición general del uso de la fuerza del artículo 2.4. de la Carta, si esta forma de violencia que son las intervenciones humanitarias puede estar amparada por algunas de las excepciones a dicho principio. La Carta sólo contempla dos excepciones a esta regla: la defensa propia, individual o colectiva en el supuesto de un conflicto armado contra un Estado miembro (art.51) y la puesta en marcha, bajo la autorización por el Consejo de Seguridad, de medidas destinadas a mantener o restaurar la paz y seguridad internacionales (Capítulo VII, arts. 39 ss). ¿Cabría incluir las intervenciones humanitarias bajo alguna de estas dos excepciones? La respuesta va a depender de cómo se interpreten conceptos como “jurisdicción interna” “integridad territorial” o “amenaza de la paz internacional” y de los poderes que se reconozcan al Consejo de Seguridad, y lo cierto es que una cosa y otra se hallan estrechamente unidas a los distintos escenarios internacionales que han ido dibujándose desde la aprobación de la Carta hasta hoy. Como es sabido, en éstos han variado las posibilidades de las intervenciones humanitarias, sus riesgos y efectos políticos y militares así como el lugar que ocupan los derechos humanos en la configuración del orden jurídico y político (no podemos decir lo mismo del económico) mundial. En este sentido, debe diferenciarse entre los efectos de las intervenciones sobre el orden internacional antes y después de la época bipolar, esto es, entre el periodo de tiempo que transcurre entre 1945 y 1989 y el que se inicia en este annus mirabilis hasta hoy. Si ya durante la primera mitad del siglo XX, y coincidiendo con las primeras iniciativas de la Sociedad de Naciones de ilegalizar el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, las invocaciones a la intervención humanitaria sufrieron un importante debilitamiento, durante la “Guerra Fría” las posibilidades de intervenir colectivamente con fines humanitarios prácticamente no exis250
TESÓN, F., “Collective Humanitarian Intervention”, cit., pp. 325-329.
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tieron. Durante estas décadas, la reacción ante el horror de la dominación totalitaria, del genocidio dentro de las fronteras de Estados como la URSS, China, Camboya, etc., quedó paralizada por el miedo al genocidio todavía mayor de la guerra atómica, que hubiera supuesto la muerte de cientos de millones de personas y la casi segura completa destrucción del planeta251. A la fuerza de esos temores se unió el hecho de que, durante este periodo, verán la luz un gran número de los actuales Estados miembros de la ONU –los surgidos de la descolonización de África, Asia y Oceanía– que se van a mostrar como férreos defensores del principio de no intervención. Además de poco realista e imprudente, cualquier intento de acometer una operación armada humanitaria en este contexto hubiera fracasado necesariamente ante el poder de veto que el capítulo VII de la Carta atribuye a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad: EEUU, China, Gran Bretaña, Francia y la URSS (hoy Rusia). Las mayores o menores posibilidades contenidas en la Carta para autorizar una intervención armada humanitaria apenas si fueron pues vislumbradas. El fin de la bipolaridad propició un escenario mucho más favorable para las intervenciones humanitarias, como lo avalan las distintas operaciones que desde entonces se sucedieron: Kurdistán irakí (1991), Somalia (1992-1993), Haití (1994), Ruanda (1994), Bosnia (1995), Kosovo (1999), y Timor Ortiental (1999). A partir de la década de los noventa, China y Rusia adoptaron una postura de abstención en lugar de veto de las decisiones del Consejo de Seguridad. Se mostraron entonces las posibilidades contenidas en el capítulo VII de la Carta de hacer posible una respuesta organizada e institucionalizada de la comunidad internacional frente a crisis humanitarias de primer orden como las indicadas. Desde una perspectiva jurídica, una de las claves de este impulso humanitario han de buscarse en la interpretación más amplia y flexible que el Consejo de Seguridad va a dar al concepto de amenaza a la paz del artículo 39 de la Carta. El sentido original de dicha expresión presuponía la existencia objetiva de una amenaza de agresión de un Estado contra otro, o el peligro real de un conflicto armado internacional en cualquier otra forma. Aunque resulta más que dudoso que los redactores de la Carta tuviesen en mente un concepto muy diferente de éste, lo cierto es que el Capítulo VII no contiene una definición de lo que constituye una amenaza de la paz y, de hecho, los esfuerzos dirigidos a esclarecer esta cuestión fracasaron en la Conferencia de San Francisco. El Consejo de Seguridad no está constreñido, pues, por el lenguaje de dicho artículo para determinar la existencia de una amenaza de la paz, gozando así de discreciona251 HASSNER, P, «From War & Peace to Violence & Intervention», en MOORE, J.(ed), Moral dilemmas in humanitarian intervention, cit., p. 18.
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lidad en esta materia, si bien parece razonable pensar que se trata –de acuerdo con la conocida distinción de Dworkin– de una discreción débil en lugar de fuerte. Pese a que sus decisiones no sean revisables ni por la Asamblea General ni por el Tribunal Internacional de Justicia, el Consejo de Seguridad no tiene absoluta libertad, sino que está limitado por el Derecho internacional y, en especial, por las reglas, principios y demás estándares normativos contenidos en la Carta252. Al amparo de la discrecionalidad que el artículo 39 le confiere, y, como resultado del desarrollo del Derecho internacional de los derechos humanos y la restricción de la idea de soberanía, el Consejo de Seguridad ha estirado considerablemente el significado del término amenaza de la paz hasta incluir entre sus supuestos situaciones internas como las guerras civiles y las violaciones masivas de los derechos humanos. A primera vista, cabría explicar este hecho como el resultado de adoptar una perspectiva más amplia de los conflictos internos, tomando en consideración los efectos indirectos que, pese a no traspasar las fronteras de un Estado, los mismos pueden ocasionar: principalmente, los movimientos masivos de población hacia los Estados vecinos que terminan creando masas de refugiados a los que ha de proporcionársele alimento, ropa y abrigo, con los consiguientes efectos que ello tiene sobre su economía y sistema político. Por otra parte, tales desplazamientos de población pueden provocar insurrecciones y revueltas entre la población del Estado vecino, especialmente si comparten vínculos religiosos, étnicos o culturales con los refugiados253. Consideraciones de este tipo fueron invocadas por el Consejo de Seguridad en las intervenciones autorizadas en Sudáfrica, Irak, Haití y Kosovo. Sin embargo, el Consejo ha ido todavía más allá, considerando las guerras civiles que provocan sufrimiento a gran escala, las violaciones graves y masivas de los derechos humanos e, incluso, el golpe de Estado contra un gobierno democráticamente elegido (únicamente en el caso de Haití), situaciones que, por sí mismas, con independencia de sus efectos humanitarios y políticos para Estados vecinos, amenazan la paz internacional254. A favor de esta exégesis del concepto de amenazas de la paz pueden invocarse la dos siguientes consideraciones realizadas por S.Murphy. La primera, que la principal finalidad que se persigue el mantenimiento de la paz no es la paz por sí misma sino más bien, tal y como proclama el preámbulo de la Carta, “librar a las generaciones futuras del flagelo de las guerras” y, por tanto, avanzar en la mejora del bienestar de las 252 253 254
TESÓN, F., “Collective humanitarian Intervention”, cit., p. 338-339. MURPHY, S.D, Humanitarian Intervention, cit., p. 285. DUPI, Humanitarian Intervention, cit., p. 69.
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personas. Las evidencias al respecto apuntan que cuantitativamente dicho bienestar está mucho más amenazado por las violaciones masivas de los derechos humanos por parte de los propios gobiernos que por los conflictos armados internacionales. La segunda razón para justificar una interpretación flexible por parte del Consejo de Seguridad se apoya en la mayor propensión a embarcarse en actos de agresión hacia sus vecinos de los Estados dentro de cuyas fronteras se producen violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos255. Pese a los indudables aciertos y buenas consecuencias que el ensanchamiento del concepto de amenaza a la paz ha deparado para la actuación del Consejo de Seguridad y la puesta en marcha de intervenciones humanitarias necesarias, no pueden, sin embargo, ignorarse tanto sus posibles peligros como los errores cometidos. Así, se ha señalado que ello ha propiciado una aplicación más política que jurídica de dicho concepto256, favoreciendo así una actividad calificatoria que ha sido en muchos casos errática, absentista o exorbitante. Errática, porque ante un mismo conflicto y, en situaciones similares de violencia y desprotección de la población, ha entrevisto, una veces sí y otras no, amenazas de la paz (por ejemplo, Ruanda). Absentista, porque conflictos como el armenio-azerí no han merecido más que peticiones de alto el fuego, pero ni siquiera se lo ha llegado a calificar como una amenaza a la paz internacional. Exorbitante, como se desprende de la actuación del Consejo de Seguridad en el caso del avión del Pan-Am (1988), en el que se llegó a calificar la negativa de Libia a entregar a los presuntos terroristas imputados como una amenaza a la paz internacional que justificó un boicot aéreo y el embargo de armas y equipamiento militar257. Aun con estos inconvenientes, no habría excesivos problemas para admitir que, aunque no se hable de intervenciones humanitarias ni mucho menos de un derecho de injerencia, el capítulo VII de la Carta y, fundamentalmente, el concepto de amenaza de la paz internacional, permite una interpretación al amparo de la cual dar cobijo a estas operaciones. De ser así, de ajustarse a la legalidad vigente, las intervenciones llevadas a cabo bajo la autorización del Consejo de Seguridad gozarían en principio de un amplio consenso por parte de la comunidad internacional gracias al cual disminuiría de un modo considerable el riesgo de abusos. Como señala L. Henkin, la justificación de las intervenciones resulta con frecuencia ambigua, llevando consigo muchas 255
MURPHY, S.D., Humanitarian Intervention, cit., pp. 290-292. DUPI, Humanitarian Intervention, cit , p. 74. 257 REMIRO BROTONS, A. y otros, Derecho Internacional, MacGraw-Hill, Madrid, 1997, pp. 943-944. 256
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incertidumbres sobre los hechos que las provocan, los motivos de los Estados para intervenir, las posibles consecuencias que éstos tendría, etc. De ahí que lo que palpite tras el requisito de la colectividad de las intervenciones sea el convencimiento moral y político de que estamos en presencia de juicios y decisiones que no pueden ser confiados a un Estado sino al conjunto de las naciones258. El verdadero objeto de la discordia lo constituyen –sobre todo a raíz de la campaña de la OTAN en Kosovo– las intervenciones llevadas a cabo sin la autorización previa y expresa del Consejo de Seguridad. Si bien no se trata de la primera intervención humanitaria perpetrada sin dicho consentimiento259, sí es la primera que lo ha hecho sin cumplir con este requisito tras el fin de la Guerra Fría, en una época, pues, donde resulta mucho más factible intervenir bajo la autoridad de la ONU y –aparentemente– menos aceptable hacerlo unilateralmente. Junto a la revolución de los medios bélicos empleados, uno de los aspectos más novedosos y sobresalientes de la campaña en Kosovo es el de tratarse de la primera intervención de la que, pese a no desarrollarse bajo el amparo de las Naciones Unidas, más abiertamente se ha reclamado su legitimidad y –yendo todavía más lejos– incluso su legalidad. O, quizás parecería mejor afirmar que la convicción entre un cierto sector de la doctrina iusinternacionalista de la legitimidad de esta intervención ha impulsado una reflexión acerca de sus posibles fuentes de legalidad. Empecemos por las críticas políticas y jurídicas dirigidas contra esta intervención y, al menos en cierta medida, también por extensión a toda intervención realizada sin la autorización previa del Consejo de Seguridad. Junto a los medios militares empleados y sus excesivos e imprevistos costes humanitarios, el grueso de la censura contra la actuación en Kosovo está relacionado con sus efectos políticos y jurídicos internacionales. Mediante una conjugación interesada de principios morales (los derechos humanos) y el uso de la fuerza, la OTAN habría mostrado un profundo menosprecio hacia el tan difícilmente y lentamente labrado compromiso para fundar las relaciones internacionales sobre reglas de derecho. Al renunciar al monopolio institucional del uso de la fuerza armada para dejar su desencadenamiento en manos de organizaciones regionales, la intervención en Kosovo ha venido –para decirlo con Gutiérrez Espada– “a destejer ahora lo que la sociedad internacional urdió durante déca258
HENKIN, L., “Kosovo and the Law of “Humanitarian Intervention””, American Journal of International Law, 93, 1999, p. 825. 259 Uno de los pocos precedentes similares fue la intervención en la república Dominicana, en 1965, respaldada por la OEA. Sobre este aspecto Vid. VARGAS CARREÑO, E., «La intervención humanitaria» en Héctor Gross Espiell Amicorum Liber. Persona humana y Derecho, Bruylant, Bruselas, 1997, vol.2, pp. 1617-1647.
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das en el telar (1907, 1919, 1928, 1945)”260. De ahí que, entre las víctimas de los sesenta y ocho días de bombardeos infringidos a Yugoslavia, Remiro Brotons señale al Derecho internacional, la Carta de las Naciones Unidas y, siendo ésta una suerte de Constitución de la sociedad internacional, los principios fundamentales del Derecho de Gentes261. Por ello –asevera Andrés Sáenz de Santa María– la disociación entre la legalidad y la legalidad de la intervención en Kosovo, aparte de fraudulenta, es desestabilizadora del orden internacional porque esconde un ataque al sistema democrático encarnado por la ONU y una pretensión de sustituirlo por un sistema de Directorio que nos remontaría a un esquema decimonónico de relaciones internacionales262. No en vano, el principal principio inspirador de la Carta es el de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y para ello su primer propósito es “mantener la paz y seguridad internacionales”. Otro de los efectos más perniciosos de las intervenciones unilaterales o multilaterales puesto de manifiesto por la intervención en Kosovo es el riesgo de la precipitación. Es cierto, tal y como comentábamos anteriormente, que la eficacia y la misma razón ser de las intervenciones es la urgencia por detener violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos. Una vez constatada la concurrencia de esta circunstancia parece razonable e incluso obligado agilizar al máximo la puesta en marcha de la intervención armada, en lugar de estrangularla con procedimientos y formalidades que puedan terminar convirtiéndola en un remedio que llega a destiempo. Como apunta Ignatieff, si no se está preparado para intervenir pronto, mejor no intervenir nunca263. Sin embargo, la verificación misma de que se están perpetrando tales violaciones no puede hacerse de manera precipitada, sino que –aún a sabiendas de que en el transcurso de esta operación pueden cobrarse aún más víctimas– ello exige disponer de pruebas fiables que evidencien que tales hechos están efectivamente aconteciendo. En el caso de Kosovo, hay motivos razonables para dudar de fuera así. Para algunos analistas, el alcance de las violaciones de los derechos humanos con anterioridad a la retirada de los observadores de la OSCE no era ni 260
GUTIÉRREZ ESPADA, C., «El uso de la fuerza, intervención humanitaria y libre determinación (la guerra de Kosovo)» en BLANC ARTEMIR, A, La protección internacional de los derechos humanos a los cincuenta años de la declaración universal, Tecnos, Madrid, 2001, p. 211. Esta afirmación resulta avalada por la afirmación de Brownlie de que no ha sido hasta el siglo XX cuando el Derecho Internacional no ha prohibido el recurso unilateral a la guerra como medio para dirimir las disputas entre los Estados. BROWNLIE, I., International Law and the use of force by the States, Clarendon Press, Oxford, 1963. 261 REMIRO BROTONS, A., “Un nuevo orden contra el Derecho internacional …”, cit., p. 1. 262 ANDRÉS SÁENZ DE SANTA MARÍA, P., “Kosovo: todo por el Derecho Internacional pero sin el Derecho Internacional”, cit., pp. 7-8. 263 IGNATIEFF, M., El honor del guerrero, cit., p. 99.
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masivo ni extendido . Además, parece más razonable pensar que los albanokosovares no estaban siendo víctimas de un auténtico genocidio sino más bien de una limpieza étnica, ya que lo que los asesinatos cometidos por los serbios perseguían no era tanto la aniquilación de la población albana como su amedrantamiento y expulsión del territorio de Kosovo265. De ahí que quepa tachar la intervención de la OTAN de precipitada, al haberse desplegado no tanto atendiendo a los datos objetivos acerca lo que estaba ocurriendo en Kosovo como por el temor a una reedición de lo acontecido años atrás en Bosnia266. Charney habla por ello de una intervención humanitaria “ansiosa”, que puede sentar el peligroso precedente de apoyar un derecho de intervención sin pruebas que acrediten que se está produciendo una violación masiva de los derechos humanos, dejando así la puerta abierta a que las potencias hegemónicas puedan usar la fuerza con fines claramente incompatibles con el Derecho internacional267. En defensa de la legitimidad de esta intervención se recuerda que la misma se desarrolló en unas circunstancias que situaron a los países intervinientes frente a una elección dramática: o respetar el orden jurídico internacional y, ante la parálisis del Consejo de Seguridad provocada por el más que probable veto de Rusia y China a una intervención armada, presenciar silenciosa y pasivamente la muerte y persecución de miles de seres humanos, o hacer algo para evitar esto último pero sin la autorización previa del Consejo, unilateral o multilateralmente y no de modo colectivo, conculcando entonces la legalidad internacional268. 264 CHARNEY, J., “Anticipatory Humanitarian Intervention in Kosovo”, cit., p. 839-840; CHOMSKY, N., A new generation draws the line. East Timor and the Standard of the West, Verso, New York, 2001, p. 36. Durante la campaña de bombardeos, el secretario de Defensa estadounidense, Willian Cohen, cifró el número de víctimas en al menos 100.000. Sin embargo los equipos de forenses del Tribunal Penal Internacional de La Haya no habían conseguido en agosto de 2000 encontrar más de 2000 o 3000. La cifra de supuestas víctimas de la limpieza étnica emprendida por los serbios contra ciudadanos albanokosovares fue exagerada por el alto mando de la OTAN para justificar su intervención. Vid. la información recogida en El Mundo, sábado 16 de agosto de 2000, p. 12. 265 DUNNE, T. and KROSLAK, D., “Genocide: Knowing what it is that we want to remerber, or forget, or forgive” , cit., pp. 37 y 41. 266 Vid. WESTENDORP, C., “Kosovo, Las Lecciones de Bosnia”, Politica Exterior, XIII, Julio-Agosto, 1999, nº 70, pp. 45-58. 267 CHARNEY, J., “Anticipatory Humanitarian Intervention”, cit., p. 841. En un mismo sentido ANDRÉS SÁENZ DE SANTA MARÍA, P., “Kosovo: todo por el Derecho internacional…”, cit., p. 8. 268 CASSESE, A., “Ex iniuria oritur: Are we Moving towards International Legitimation of Forcible Humanitarian Countermeasures in the World Community?”, Europan Journal of International Law, 10, 1999, p. 25. Sobre el carácter de los dilemas morales presentes en las intervenciones humanitarias, Vid. JOHNSON, P, «Intervention and moral dilemmas» en FORBES, I. and HOFFMANN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, cit., pp. 61-72.
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Remitirse en un caso como éste a una eventual y necesaria reforma de los mecanismos de decisión de Naciones Unidas puede ser, tal y como señala Virgilio Zapatero, una forma de escapar al dilema de optar por la legalidad o la moralidad. Entre tanto esa reforma no se produce ¿Asistirá impotente la humanidad a políticas de genocidio o limpieza étnica dada la incapacidad del Consejo de Seguridad para tomar determinadas decisiones al respecto?269 Ante este dilema –se interroga Cassese– ¿Qué hacer? ¿Permanecer callados e inactivos sólo porque el cuerpo existente de Derecho internacional sea incapaz de remediar tal situación? ¿O debería más bien sacrificarse el rule of law en el altar de la compasión humana? La respuesta del profesor italiano es que, desde un punto de vista ético, el recurso a la fuerza en Kosovo estuvo justificado, si bien como jurista no pueda evitar dejar de observar que esta acción moral es contraria al Derecho internacional vigente. El propio Secretario General de la ONU parecería avalar esta solución cuando en 1999, en el Informe Anual a la Asamblea General de la ONU, hacía referencia al genocidio de Ruanda en los siguientes términos: “Si, en aquellos días y horas oscuras conducentes al genocidio, una coalición de Estados hubiese estado preparada para actuar en defensa de la población tutsi pero no hubiera recibido puntualmente la autorización del Consejo de Seguridad, ¿debería dicha coalición permanecer al margen y permitir el horror hasta comprenderlo?”270. Una de las formas de superar esta tensión entre legalidad y legitimidad, entre seguridad jurídica y justicia271, sería consentir estas intervenciones humanitarias considerándolas una violación necesaria y deseable del Derecho internacional a tenor de las circunstancias concretas en las que transcurren. La ventaja de esta solución radicaría, a juicio de Charney, en que manteniendo la ilegalidad de tal tipo de intervenciones y exigiendo a los Estados que conculquen el Derecho en circunstancias extremas, sería más fácil evitar los abusos272. En realidad, nos hallaríamos ante casos extremos de “catástrofe moral” y, por tanto, extramuros del derecho273. De ahí que se reivindique una justificación moral y jurídica de las intervenciones humanitarias sin autorización previa del Consejo de Seguridad como actos disculpados por una necesidad moral. Sin embargo, a tenor de lo expresado en el Informe de la Comisión de Derecho 269
ZAPATERO, V., “Presentación”, cit., pp. 10-11. Informe General del Secretario General de la ONU a la Asamblea General, 20 Septiembre de 1999. 271 Sobre este aspecto Vid. ARCOS RAMÍREZ, F., La seguridad jurídica:una teoría formal, Dykinson, Madrid, 2000, pp. 403-409. 272 CHARNEY, “ Anticipatory Humanitarian Intervention”, cit., p. 838. 273 FARER, T.J., “Human Rights in Law´s Empire: The Jurisprudence War”, The American Journal of International Law, 85, 1991, pp. 117 ss. 270
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internacional, la intervención humanitaria no estaría amparada por el estado de necesidad. A favor de esta conclusión cabría aducir las dos siguientes razones. La primera, que la doctrina del estado de necesidad tienen un alcance muy restringido, exigiendo para su concurrencia la presencia de un interés esencial del Estado interviniente no comparable al interés violado del Estado objeto de la intervención. La segunda, que resulta muy discutible que el estado de necesidad pueda, en cualquier caso, justificar el uso de la fuerza armada contra otro Estado, posibilidad que parece reservada exclusivamente para la legítima defensa274. Un nutrido grupo de internacionalistas, sobre todo estadounidenses, ha seguido una vía más ambiciosa consistente en demostrar la juridicidad de estas intervenciones sin autorización previa del Consejo de Seguridad. El argumento más clásico invocado por esta doctrina es el de que dichas intervenciones humanitarias serían conformes a una interpretación correctora restrictiva del artículo 2.4. de la Carta. De acuerdo con este razonamiento, aquéllas no serían actos dirigidos contra “la integridad territorial” o “la independencia política” de un Estado y, sobre todo, no serían actos “inconsistentes con los propósitos y principios de la Carta”, sino más bien conformes a uno de los fines de la ONU, como es la promoción del respeto de los derechos humanos (art.1.3. de la Carta). Así, por ejemplo, Bélgica reclamó que la acción de la OTAN sobre Kosovo no estaba dirigida directamente contra la integridad territorial o la independencia política de Yugoslavia sino en apoyo de las resoluciones del Consejo de Seguridad. Frente a este argumento, los pronunciamientos del Tribunal Internacional de Justicia en el caso del Estrecho de Corfú (1949) y en el posterior relativo a las actuaciones de los militares y paramilitares en Nicaragua (1986), apuestan nítidamente por una interpretación amplia del concepto de no intervención que, junto a la exclusión de toda regla de legitimidad, ab initio, sobre el régimen interno de los Estados, no admitiría excepciones a la prohibición general del uso de la fuerza275. Más aún, en el caso Nicaragua, al desautorizar el recurso a la fuerza armada para detener las violaciones de los derechos humanos en otro Estado, el Tribunal Internacional de Justicia parece rechazar implícitamente la doctrina de la intervención humanitaria como incompatible con la prohibición del uso de la fuerza entre los Estados. Un argumento más sutil es lo que se conoce como la teoría del vínculo (link theory). Según sus defensores, la intervención humanitaria no sería incompati274
lDUPI, Humanitarian Intervention. Legal and Political Aspects, cit., p. 94. ROLDÁN BARBERO, J., Democracia y Derecho Internacional, Civitas, Madrid, 1994, p. 174. 275
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ble con el artículo 2.4. en la medida en que se basa en una responsabilidad subsidiaria de los Estados miembros de mantener la paz y seguridad internacionales que entraría en funcionamiento cuando el Consejo de Seguridad es incapaz de cumplir sus responsabilidades bajo el artículo 2.4 y el capítulo VII de la Carta276. También se ha intentado defender la legalidad de la intervención de la OTAN en la existencia de una laguna en el sistema de seguridad colectiva de la Carta, en concreto, la ausencia de una solución normativa en el supuesto de que la ONU esté bloqueada, no pudiendo entonces autorizar ni dirigir una acción necesaria. Para Weckel, este vacío debería colmarse reconociendo a los Estados el derecho hacer lo que estimen para mantener la paz y seguridad internacionales amenazadas277. Más sofisticado es el argumento al que hace referencia N. Kirsch: la defensa de las intervenciones sin autorización expresa previa del Consejo de Seguridad apelando a un pretendido «derecho de ejecución unilateral de la voluntad colectiva››278. En las intervenciones llevadas a cabo en Irak y Kosovo, los Estados intervinientes adujeron ejecutar resoluciones del Consejo de Seguridad para las que, no obstante, éste no había autorizado el uso de la fuerza para hacerlas cumplir. Por medio de esta figura, las intervenciones realizadas sin autorización previa del Consejo de Seguridad ya no serían actos completamente unilaterales, sino una combinación de elementos colectivos (las decisiones del Consejo en las que se califica una situación como una amenaza de la paz internacional) y unilaterales (la decisión de uno o varios Estados de usar la fuerza para hacer cumplir tales resoluciones). Esta conjugación de unilateralismo y colectivismo permitiría conciliar de una manera aceptable la tensión entre justicia, orden y paz. Más aún, el apoyo en una decisión colectiva reduciría la sensación de que ciertos Estados imponen por la fuerza una interpretación particular de los intereses comunes, resultando de esta forma más fácil rechazar la acusación de neoimperalismo279. Este argumento del que nos habla Kisch sería el producto de la elaboración doctrinal de una de las principales líneas adoptadas para defender la intervención de la OTAN. En concreto, de la que justificó los bombardeos como una acción adoptada en el marco de las Resoluciones del Consejo, más en concreto, en la Resolución 1203 (1998). En ella el Consejo de Seguridad apoyó y respaldó los acuerdos firmados por la 276
DUPI, Humanitarian Intervention, cit., p. 82. WECKEL, P., “L´emploi de la force contre le Yugoslavie ou la Charte fisureé”, Révue Générale de Droit International Public, nº1, 2000, p. 33. 278 KIRSCH, N, “Unilateral enforcement of the collective Will: Kosovo, Iraq and the Security Council”, cit., pp. 86 ss. 279 Ibídem, p. 93. En defensa de esta opinión Vid. WALTER, C., “Security Council Control Over Regional Action”, Max Planch Year-Book of United Nations Law, 1, 1997, pp. 129 ss. 277
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República Federal de Yugoslavia y la OSCE, por una parte, y la OTAN, por otra, y exigió la pronta y completa aplicación de los mismos por Yugoslavia280. Tras poner de manifiesto las interpretaciones favorecedoras de la emergencia de este derecho y las consecuencias beneficiosas que ello traería, Kirsch considera que de su reconocimiento terminarían desprendiéndose graves consecuencias para el futuro de la seguridad internacional como el bloqueo del sistema de seguridad colectiva. Si cualquier determinación de la existencia de una amenaza de la paz internacional conllevara la posibilidad de una acción militar unilateral, los miembros del Consejo se mostrarían mucho más reacios a hacer uso de ese poder calificador. Además, si con ello se abre el camino a una intervención militar, ello provocaría que dejaran de adoptarse el resto de soluciones contempladas en el capítulo VII de la Carta, como las medidas provisionales o las sanciones. En conclusión, “un derecho de ejecución unilateral de las decisiones del Consejo de Seguridad no crearía una situación estable; por el contrario, erosionaría el sistema de seguridad con el posible resultado de su paralización”281. Una vía diferente que hubiera permitido defender la legalidad de la intervención de la OTAN sería, a juicio de Wheeler, que los Estados miembros de esta alianza militar que forman parte del Consejo de Seguridad hubieran interpuesto una resolución formal con vistas a solicitar que el asunto fuera transferido a la Asamblea General al amparo de la resolución 377 (Resolución Pro Paz), evitando así el poder paralizante del derecho de veto del que estas cuestiones procedimentales estarían a salvo. Si la OTAN hubiera ganado una votación formal en el Consejo y luego otra material en la Asamblea General, habría existido entonces una base jurídica adecuada sobre la que sustentar sus operaciones aéreas282. Como vemos, todos estos intentos dirigidos a propugnar la compatibilidad de la injerencia humanitaria con el Derecho internacional convencional y consuetudinario parecen condenados al fracaso. Las intervenciones humanitarias no son, por tanto, ninguna excepción a la prohibición del uso de la fuerza contenida en la Carta. Sin embargo, ello no significa que sus defensores se den por vencidos, resignándose a contemplar tales actos como simples violaciones del orden jurídico internacional. Agotadas todas las posibilidades de demostrar su conformidad con la lege data, sus esfuerzos se van a dirigir ahora a interpretar 280 RIPOLL CARULLA, S., “El Consejo de Seguridad y la defensa de los derechos humanos. Reflexiones a partir del caso de Kosovo”, Revista Española de Derecho Internacional, LI, 1999, p. 61. 281 Ibídem, p. 94. 282 WHEELER, N., Saving Stangers, cit., pp. 297-298.
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la concurrencia de tales actos formalmente ilegales como una evolución hacia algo mejor. La respuesta más atrevida y, probablemente memos plausible, es la que ha defendido no un jurista sino un filósofo como Habermas. En el fragor del debate que tuvo lugar en los medios de comunicación europeos acerca de la oportunidad y legitimidad de la campaña militar de la OTAN en Kosovo, el profesor de Francfort defendió la tesis de que esta intervención estaría justificada por la debilidad institucional de los organismos de la ONU y por el progreso que podría derivarse de la vigencia de un Derecho cosmopolita basado en los derechos humanos. Los daños colaterales sufridos por el Derecho internacional quedarían de esta forma compensados y superados por el avance hacia una ciudadanía cosmopolita, por una evolución desde el Derecho internacional clásico de los Estados hasta el Derecho Cosmopolita de una sociedad de ciudadanos del mundo283. Parafraseando el título de un conocido artículo de Waldron, la propuesta de Habermas podría titularse “las debilidades del orden jurídico internacional y la alternativa cosmopolita”284. Las debilidades e inconsistencias de esta tesis son muchas. Baste con reproducir la critica que le dirige Garzón Valdés. En su opinión, no se puede considerar que la intervención de la Alianza Atlántica en Kosovo haya impulsado la creación de un Derecho Cosmopolita. Lo que esta campaña supuso fue, más bien, atribuir la soberanía exclusivamente a un grupo de Estados con la consiguiente disminución unilateral de la soberanía de otros. La estructura oligárquica del Consejo de Seguridad fue sustituida por otra estructura igualmente oligárquica y, más aún, militar. Una alternativa más moderada y razonable es la interpretación de todo ello como la emergencia de un derecho consuetudinario de las intervenciones humanitarias285, como la cristalización de una nueva norma jurídica internacional de carácter general que autoriza el empleo de contramedidas armadas para el exclusivo propósito de poner fin a atrocidades a gran escala constitutivas de crímenes contra la humanidad y amenazas de la paz286. La interpretación de estos actos formales ilegales como algo más que una violación del Derecho internacional sólo cobra sentido situándolos en un contexto más amplio, en el 283
HABERMAS, J., “Bestialität und Humanität. Ein Kreig and der Grenze zwischen Recht und Moral”, Die Zeit, 25 de mayo, 199, p. 18, citado por GARZÓN VALDÉS, E., “Guerra e diritti humani”, cit., p. 38. 284 WALDRON, J., «Minorities Cultures and the Cosmopolitan Alternative» en KYMLICKA, W. (ed), The Rights of Minorities Cultures, Oxford University Press, 1995, pp. 93-119. 285 CAPLAN, R., “Humanitarian Intervention: Which Way Forward?, cit., p. 37. 286 CASSESE, A., “Ex inuria oritur…”, cit, p. 29.
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que se advierten ciertas tendencias indicativas de una transformación del marco jurídico y político actualmente vigente y que permitirían una segunda lectura acorde con la evolución actual de la Carta de las Naciones Unidas287. Las más importantes serían las siguientes: 1) La conciencia cada vez más acusada de que la protección de los derechos humanos no incumbe únicamente al dominio reservado de los Estados sino al conjunto de la comunidad internacional. Las obligaciones de respetar los derechos humanos vinculan a todos por lo que, correlativamente, todo Estado o conjunto de Estados tienen el derecho y/o el deber de dar los pasos necesarios para obtenerlo288. Evitar la vulneración masiva de los derechos humanos se está prefigurando, tal y como apunta Gutiérrez Espada, en un derecho-deber de todo Estado bien nacido cuando nadie lo haga, y que se impondría incluso sobre la prohibición general del uso de la fuerza. Una reflexión que parece sugerir el Tribunal Internacional de Justicia en 1996, cuando sostiene que todo Estado tiene no sólo la facultad de intervenir para prevenir o castigar el genocidio sino también la obligación de hacerlo289. En esta misma línea, el actual Secretario General de la ONU, Kofi Annan, ha declarado que “no hay ningún principio jurídico –ni siquiera la soberanía– que pueda proteger los crímenes de lesa humanidad. En los lugares donde se cometen esos crímenes y se han agotado los intentos de ponerles fin por medios pacíficos, el Consejo de Seguridad tienen el deber moral de actuar en nombre de la comunidad internacional”290. Esta declaración expresa la convicción de que el Consejo de Seguridad no disfrutaría de tanta discrecionalidad como se le ha venido reconociendo hasta ahora, sino que –al menos por lo que a la obligación de responder al genocidio u otros crímenes contra la humanidad– estaría cada vez más sujeto a ciertos deberes. Esta evolución resulta fundamental para poder aceptar la conformidad de las intervenciones humanitarias tanto a la ética como a una legalidad data amplio sensu o, cuando menos, claramente emergente. 2) La comunidad internacional parece cada vez más presidida por la idea de que las atrocidades sistemáticas y a gran escala dan lugar a una responsabilidad 287 GURIÉRREZ ESPADA, C., «Uso de la fuerza, intervención humanitaria y libre determinación», cit., p. 217. 288 CASSESE, A, “Ex inuria oritur…”, cit., p. 26. 289 GUTIÉRREZ ESPADA, C., «El uso de la fuerza, intervención humanitaria y libre determinación», cit., pp. 216-217. La resolución de TIJ es la sentencia de 11 de julio de 1996, asunto sobre la aplicación del Convenio sobre prevención y castigo del genocidio (Bosnia y Herzegovina c. Yugoslavia), CIJ Recueil, 1996, pp. 595 ss, pf. 31, in fine (p. 616). 290 ANNAN, K., Informe del Milenio, 2000, pf. 219. Dirección web: http://www.un.org/ spanish/milenio/sg/ report/.
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agravada de los Estados. Ello faculta a los demás Estados y las organizaciones internacionales a hacer uso de respuestas diferentes de las contempladas para la responsabilidad criminal291. 3) Es también un hecho incuestionable que, desde hace una década, la comunidad internacional no ha parado de intervenir por medio de tropas internacionales en conflictos internos en los que los derechos humanos se encontraban en serio peligro. 4) Algunas ONG e incluso funcionarios de los gobiernos han reivindicado que, bajo ciertas circunstancias, allí donde las atrocidades alcancen tal nivel que sacudan la conciencia de todos los seres humanos y amenacen de hecho la paz internacional, la protección armada de los derechos humanos debe prevalecer sobre la necesidad de evitar las fricciones y los conflictos armados. Señaladas las tendencias del derecho y las relaciones internacionales que abogarían en favor de la emergencia de un derecho de intervención humanitaria sin autorización del Consejo de Seguridad, la aceptación del mismo estaría supeditada a la satisfacción de ciertos requisitos, a normas y procedimientos que limiten la posibilidad de abusos. Si, como resulta obvio, éstos parámetros no se encuentran en el Derecho positivo, habrán de ser buscados fuera del mismo, en la moral y/o la política. Esta circunstancia explicaría el interés y la utilidad que puede tener la teoría de la guerra justa a la que antes nos referíamos. Como ya se ha comentado, es característico de esta doctrina la defensa de un modelo de legitimidad para las intervenciones que huye de la rigidez de una justificación deontológica y apuesta por la flexibilidad de un conjunto de criterios adaptados al contexto y observables en distinto grado. De esta forma, dicha teoría ofrece una percepción mucho más compleja y, sobre todo, menos formalista de las intervenciones, lo que permitiría sostener la legitimidad y la legalidad en el sentido reseñado de las intervenciones llevadas a cabo sin autorización previa y expresa del Consejo de Seguridad. La doctrina de la guerra justa, si por un lado amplía las condiciones a las que queda supeditada la corrección de una intervención, por otro permite compensar la menor e incluso nula observancia de alguno de sus criterios con la concurrencia en un grado superior de alguno otro. Como señalan Fixdal y Smith, puede considerarse que el criterio de la autoridad legítima (precisamente el parámetro que no cumplirían las intervenciones sin autorización del Consejo de Seguridad) es sensible al resto de los criterios. Así, cuanto más evidente sea la injusticia contra la que se actúa, menor es la exigencia de que la autoridad sea clara; y viceversa,
291
CASSESE, A., “Ex inuria oritur…”, cit., p. 26. .
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cuanta mayores alternativas existan a la intervención armada, más sólidamente establecida ha de encontrarse la autoridad legítima292. De acuerdo con Cassese, Charney o Caplan, las condiciones que harían progresivamente aceptables las intervenciones al margen del Consejo de Seguridad son las siguientes: 1) Que se estén produciendo violaciones masivas y sistemática de los derechos humanos constitutivas de crímenes contra la humanidad por parte de un Estado o con el apoyo del mismo. Charney insiste en que se dispongan de pruebas o evidencias de que ésto sea realmente así. 2) Es preciso que se advierta por parte de una organización regional perteneciente al mismo ámbito regional al del Estado donde se están cometiendo los abusos de que ponga fin a los mismos y que éste, no obstante, rechace hacerlo. 3) Agotamiento de todos los recursos previos, incluidas negociaciones, iniciativas políticas, sanciones económicas, etc. 4) Que el Consejo de Seguridad se muestre incapaz de adoptar ninguna medida de fuerza para detener las masacres debido al desacuerdo entre sus miembros o a causa de que uno o varios de ellos ejerce el derecho de veto. Este hecho podría considerarse –a tenor de lo declarado por Kofi Annan– el incumplimiento de un auténtico deber moral. 5) Una vez constatada la parálisis del Consejo de Seguridad, las organizaciones regionales pueden intervenir legalmente mediante el uso de la fuerza para detener violaciones masivas de los derechos humanos, siempre y cuando observen las siguientes condiciones a las que hace referencia Charney: a) El Estado en el que se va intervenir debe ser avisado con anterioridad al inminente uso de la fuerza. b) Previamente a la intervención, los Estados que van a participar en ella deben comprometerse a aceptar la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia para el caso de que, en el transcurso de la acción bélica, se produzca alguna violación del Derecho internacional, y a la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional por los crímenes que puedan cometer sus nacionales durante la intervención. c) El uso de la fuerza debe reducirse a lo necesario para detener las masacres y ha de ser proporcionado a los daños con los que se quiere acabar o evitar. 292
FIXDAL, M y SMITH, D, “Humanitarian Intervention and Just War”, cit., p.
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d) Una vez que la intervención ha cumplido su objetivo, las tropas extranjeras deben retirarse salvo que el Estado intervenido consienta su permanencia o así lo autorice el Consejo de Seguridad de acuerdo con el capítulo VII de la Carta.
V. CONSIDERACIONES FINALES Al menos por lo que se refiere a su legitimidad y credibilidad moral y política, creo que el verdadero enemigo de las intervenciones humanitarias no se encuentra ya en la prohibición de interferir en el dominio de los Estados. Como hemos visto, todos los argumentos elaborados por el pensamiento político y jurídico durante los últimos siglos en orden a justificar el deber de no intervención han perseguido, en última instancia, negar que los derechos humanos constituyen un imperativo moral situado por encima de los valores en los que descansa la legitimidad de los Estados. Más concretamente, por distintas vías, se ha intentado justificar que en la sociedad internacional el Estado no tiene que estar necesariamente sometido a la ética pública que representan los derechos humanos, que la moralidad internacional y la doméstica no tienen por qué ser idénticas. No obstante, ni la soberanía, ni el derecho de las comunidades políticas a ser libre por sus propios esfuerzos, ni la defensa de la identidad cultural de un pueblo poseen un valor moral superior a los derechos humanos que justifique no hacer todo lo posible para detener una violación masiva y sistemática de éstos. Tampoco deben buscarse los enemigos de las intervenciones humanitarias entre las filas del escepticismo o relativismo ético-cultural. Debemos admitir que no podemos intervenir para importar por la fuerza a otras sociedades y culturas nuestro modelo de legitimidad política basado en la democracia, el Estado laico, unos amplios derechos civiles y políticos y la prohibición de las discriminaciones negativas por razón de sexo, raza, religión, etc. Aparte de imprudente por los riesgos a los que se vería expuesta la paz internacional, el principio de tolerancia nos exigiría ser respetuosos con una sociedad internacional en la que exista un pluralismo etico-cultural razonable. Además, aunque ello fuera éticamente admisible, supondría, no obstante, acelerar artificialmente el desarrollo político y moral de otras comunidades. Ahora bien, aunque se expresen en lenguajes diferentes y se fundamenten de maneras también muy
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diversas, los derechos por cuya salvaguarda deberían traspasarse las fronteras de un Estado soberano pertenecen a ese mínimo moral que, como la reiteración histórica y el miedo hacia los de nuestra propia especie han demostrado, es lo suficientemente incontrovertido, culturalmente neutral y políticamente necesario como para declararlo universal. Por tanto, parece imposible cuestionar que la prohibición del genocidio, la esclavitud o la limpieza étnica trasciende cualquier forma de relativismo y que ello puede ser expresado en el lenguaje de los derechos humanos universales a la vida y la libertad personal. Aunque pueda resultar extraño y paradójico, quien puede realmente terminar poniendo en duda la reputación ética y política de las intervenciones humanitarias son los propios derechos humanos o, mejor dicho, el modo en que éstos han sido muchas veces utilizados para justificarlas. Señalábamos en la introducción que, para los más convencidos defensores de las intervenciones, tomarse en serio los derechos humanos suponía inevitablemente estar preparados y dispuestos a usar la fuerza para defenderlos contra sus agresores. Hay quienes van un poco o mucho más allá afirmando que ello pasa irremisiblemente por tomarse también en serio su universalidad y carácter absoluto, aceptando que aquellos imponen también deberes erga omnes que han de prevalecer sobre cualquier otra consideración moral, política o de otro tipo. Por tanto, no se trata sólo de que podamos usar la fuerza para defenderlos sino que tenemos además un deber insoslayable de hacerlo. Si a todo ello unimos la fuerte carga emotiva que la expresión “derechos humanos” posee en el lenguaje político y mediático, podemos comprender entonces los riesgos que supone justificar una intervención humanitaria exclusivamente en los derechos humanos. El primero es que, presentándola como el resultado de una lectura actualizada y cosmopolita de la Carta de la Naciones Unidas, corremos el riesgo de convertir la defensa libre de trabas y controles institucionales de los derechos humanos en la clave de un nuevo orden jurídico mundial por encima del actualmente vigente y en condiciones, por tanto, de justificar la violación de este último cada vez que se estime moralmente necesario. No puede negarse que el sistema de seguridad contenido en la Carta de la ONU exige una reforma que permita una mejor y más rápida respuesta de la comunidad internacional a situaciones como las que venimos comentando. Tampoco hay duda de que, debido al poder de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, el Derecho internacional ha sido muchas veces y puede seguir siendo un obstáculo decisivo para abortar intervenciones humanitarias necesarias. Pero, si la intervención en Kosovo nos ha de servir de muestra, lo que realmente puede suceder cuando se actúa al margen de las reglas del Derecho internacional no es una mejor defensa de los derechos humanos sino algo bastante distinto. Por un lado, la sustitución de las instituciones internacionales en las que
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están representados todos los Estados por una oligarquía militar más dispuesta a resolver los problemas por la fuerza que mediante el diálogo y la negociación paciente. Por otro lado, una combinación de intereses nacionales y de valores morales aplicados “selectiva, arbitraria y discriminatoriamente”293. Otro de los riesgos señalados es el de idealismo, el rigorismo y la abstracción en la justificación de las intervenciones. Por un lado, del hecho de que los derechos humanos sean un valor moral superior a los Estados no se infiere que la intervención armada sea una obligación exigida por el respeto de los primeros. Por otro lado, afirmar que intervenir por un motivo o intención humanitaria equivale a defender los derechos humanos supone dar una especie de puñetazo encima de la mesa en la discusión acerca de la legitimidad de las intervenciones humanitarias. Si ello añadimos la influencia tan decisiva ejercida por la selección de imágenes televisivas especialmente espectaculares e impactantes de masacres como las de Ruanda o Bosnia sobre la conciencia ética de los ciudadanos, podemos entonces comprender cómo el lenguaje de los derechos humanos pueda terminar conduciendo a un mundo moral virtual habitado por enemigos muy malos y aliados muy buenos, un mundo hipersimplificado en el que las intervenciones gozan ipso facto de legitimidad sin necesidad de analizar las verdaderas causas que las desencadenan, los medios bélicos que se emplean y las consecuencias humanitarias y políticas que les siguen. El lenguaje moral de las intervenciones humanitarias no puede reducirse, pues, a los derechos humanos o, al menos, a éstos situados únicamente en el plano intuitivo de los principios abstractos o de las imágenes televisivas. Los derechos humanos también deberían ser tomados en serio a la hora de valorar los medios y resultados de las intervenciones. La comprobación de que, por mucho que se recurra a eufemismos y retóricas idealistas, aquéllas son actos bélicos que, inevitablemente, producen muertes entre civiles inocentes y que no siempre logran sus objetivos o lo hacen a un precio excesivo, permite constatar que lo que se pone verdaderamente en discusión con las intervenciones no es el principio de no intervención, por un lado, y los derechos humanos, por otro lado, sino la lesión de los derechos humanos de un grupo para asegurar la vigencia de esos mismos derechos humanos en otro grupo. Por eso, aunque sin llegar a considerar su empleo incompatible con la defensa de los derechos humanos, debe admitirse que las intervenciones humanitarias sólo podrán ser legítimas en la medida en que no terminen resultando finalmente más lesivas para la vida y la libertad que las propias matanzas que intentan detener. Y debe reconocerse que, dado el potencial destructivo del armamento contemporáneo, ello no parece nada fácil y exige, en cualquier caso, tener plena consciencia de 293
REMIRO BROTONS, A., “Un nuevo orden contra el Derecho internacional”, cit., p. 1.
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¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?
que una mala selección de los medios puede acabar por lesionar los fines por los que se interviene. Por otra parte, el compromiso con los derechos humanos que representan las intervenciones puede conducir a un dilema moral de muy difícil solución: si los primeros llevan implícito el igual valor moral de todos los seres humanos, de ello se inferiría la obligación de poner en peligro la vida de nuestros vecinos, amigos y compatriotas para salvar la de otros individuos a los que nos une el vínculo mucho más abstracto del género humano. Pero ¿hasta qué punto es moralmente exigible una acción supererogatoria? Garzón Valdés ha afirmado que ninguna ética racional puede imponer el sacrificio de un bien para salvar otro de igual valor porque ello convertiría al mundo en un “infierno moral”. Da por tanto la impresión de que la justificación de las intervenciones ha abrazado a veces una versión excesivamente radical del cosmopolitismo, insensible al valor de las lealtades personales y comunitarias y, sobre todo, muy alejada de los sentimientos todavía poco cosmopolitas de las opiniones públicas de prácticamente todos los países. Ello no significa, empero, que los gobiernos de los Estados intervinientes intenten resolver este innegable conflicto entre las lealtades hacia su propia comunidad y los deberes hacia la humanidad utilizando un tipo de armamento y estrategia militar que anteponga completamente la seguridad de sus tropas a la de los civiles que se pretende rescatar; como tampoco se debería dejar de intervenir en situaciones donde existan buenas razones para pensar que el uso de la fuerza puede tener éxito con bajas propias muy limitadas. Las intervenciones humanitarias pueden también ensombrecer el valor universal de los derechos humanos al evidenciar respuestas muy distintas, y por tanto incoherentes, a situaciones moralmente comparables. Las intervenciones parecen alimentadas muchas veces por un humanitarismo visceral que sólo se centra en las formas más espectaculares y acuciantes de injusticia y sufrimiento: aquellas hacia las que parecen mostrar un mayor interés y sensibilidad los medios de comunicación y las opiniones públicas occidentales y en las que parece más fácil establecer un vínculo moral en lugar de político entre rescatadores y víctimas. Para este humanitarismo, la muerte y el sufrimiento sólo se convierten en motivo y razón para una intervención externa cuando son provocados súbitamente por el abuso del poder político o por las guerras civiles, pero no cuando son el resultado lento pero constante de la pobreza y el subdesarrollo. Por último, la retórica de los derechos humanos puede esconder también una tentación imperialista en el plano ético y cultural. No siempre que intervenimos lo hacemos movidos por la intención de defender las necesidades bási-
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cas y urgentes que hemos acordado proteger mediante la categoría moral y jurídica de los derechos humanos, sino que, a veces, lo hacemos tanto o más por nosotros mismos, por un sentimiento de superioridad que nos conduce a creernos con derecho a imponer por la fuerza la universalidad de los derechos humanos a otras culturas y civilizaciones. En palabras de Ignatieff, “cuando la política se mueve por razones morales suele ser narcisista. No intervenimos sólo para salvar a otros, sino para salvarnos a nosotros mismos, o mejor dicho, para salvar nuestra imagen de defensores de la decencia universal. Queremos demostrar que Occidente es algo más que una palabra”294. ¿Significa todo ello que no debamos usar la fuerza armada para proteger los derechos humanos? La respuesta es podemos y debemos hacerlo pero si asumimos que los derechos humanos no pueden estar sólo en el antes de la intervención, en los motivos o razones que mueven a actuar militarmente, sino también en el durante y después de la intervención, esto es, en los medios que emplea y en las consecuencias humanitarias, políticas y jurídicas que podrían acompañarle. Ello demostraría que lo mejor que podemos hacer para que los derechos humanos no actúen como un verdadero elemento moralizador de las intervenciones es situar su fuerza no tanto en el contexto de descubrimiento como en de justificación de estas operaciones. Si no queremos convertir el humanitarismo en una retórica irresponsable, deberíamos admitir que lo que verdaderamente permite calificar a una intervención de humanitaria no es el hecho de estar movida por la intención de proteger los derechos humanos sino que pueda justificarse que ése ha sido realmente su resultado.
294
IGNATIEFF, M., El honor del guerrero.., cit., p. 93.
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