Joaquin Bohigas GENESIS Y TRANSFIGURACIÓN DE LAS ESFERAS
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Joaquin Bohigas GENESIS Y TRANSFIGURACIÓN DE LAS ESFERAS
EDICIONES Primera edición,1990 Tercera reimpresión, 1995 Dibujos de ALBERTO GARCÍA Fotografías de MARCO GARCÍA La Ciencia desde México es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científica de la SEP y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. D.R. © 1989, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, S.A. DE C.V. D.R. © 1995, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Carretera Picacho-Ajusco 227; 14200 México, D.F. ISBN 968-16-3440-3 Impreso en México
AGRADECIMIENTOS
A mis padres, JOAQUÍN y MONTSERRAT. A mis tres mujeres, HILARIA, ALEJANDRA y AMANDA
I. EL CAMINO ASCENDENTE DEL CONOCIMIENTO
AL PRINCIPIO, el ser humano sólo podía maravillarse ante la vastedad y potencia del mundo que lo rodeaba, y que, para su sorpresa, le proporcionaba los medios necesarios para sobrevivir y prosperar. En particular, no dejó de notar que era al Sol a quien debía su existencia pues el ciclo agrícola es, en última instancia, el ciclo solar anual. La aparición de la agricultura impuso la necesidad de determinar la duración del año, lo que llevó a nuestros antepasados a observar cuidadosamente el movimiento del Sol y las estrellas. Estas últimas también adquirieron gran importancia con el desarrollo del comercio, en particular cuando éste implicaba mover mercancías a través de los grandes desiertos y mares, ya que eran el único faro con el que los mercaderes podían orientarse y llegar al destino deseado. No es extraño que los pueblos que habitaban en estos ambientes naturales, como los árabes y los polinesios, conocieran con gran detalle las posiciones y movimientos de las estrellas a lo largo del año. Pero de hecho todas las civilizaciones de la antigüedad consideraron que la observación del cielo era una tarea vital, y elaboraron calendarios, algunos tan precisos como el maya, para regular sus actividades económicas y sociales. Hubo incluso algunos pueblos, por ejemplo los babilonios y los mayas, que llevando al extremo su sesión por los astros, encontraron la manera de saber cuándo se produciría un eclipse solar, anotando esta información en extensas tablas, como el Códice de Dresde (Figura 1). Cuando a la contemplación del cielo le siguió su estudio sistemático con fines tan precisos e importantes como servir a la agricultura y la navegación, el observador casual se convirtió en un especialista que laboraba en instituciones apoyadas por la sociedad y que servían de sustento al Estado. Por ejemplo, desde hace al menos dos mil años existían grandes centros dedicados al estudio de la bóveda celeste en China. Estos centros estaban divididos en diversos departamentos — administración, astrología, elaboración del calendario, cronometría y adivinación— en los que trabajaban cerca de mil personas; directores, profesores, observadores, técnicos, tamborileros (que hacían pública la hora) y un gran número de estudiantes. De la enumeración de los departamentos se puede ver que los astros no sólo eran estudiados por razones prácticas, sino también por motivos esotéricos, como la astrología y la adivinación. Estas actividades fueron usuales hasta hace unos trescientos años, pues entre nuestros antepasados existía la convicción de que los astros no sólo determinaban y anunciaban en beneficio suyo diversos fenómenos naturales, sino también cada aspecto de su vida colectiva e individual. En particular, se creía que los gobernantes eran mensajeros de los dioses, del cielo, o incluso sus descendientes directos, como en el caso de los Incas, y que por lo tanto regían con base en mandatos emanados del firmamento. El conocimiento era válido mientras justificara esta relación y, por lo tanto, el predominio de la clase dominante. De ahí que el conocimiento astronómico estuviera sujeto a un severo control estatal. Por ejemplo, en un escrito chino del año 738 d.C. se establece que "ningún instrumento astrológico o libro de
astrología puede ser sacado de las oficinas, pues podría ser mal usado por personas descalificadas".
Figura 1. Folio del Códice de Dresde. Los astros fueron también un motivo de reflexión acerca del ser y razón de ser del Universo, y eje de todas las mitologías. Si la naturaleza estaba cubierta de misterios, el firmamento plagado de estrellas era probablemente el mayor de entre
todos ellos. Lejanos pero decisivos para su subsistencia, los astros fueron personificaciones y residencia de dioses que, desde su altura inalcanzable, parecían haber creado el mundo conocido, y de cuya voluntad dependía la sobrevivencia del mismo. Los dioses, las estrellas, fueron temerosamente venerados en todas las religiones, que mediante el sacrificio creían propiciar su buena voluntad. Pensando en ellos construyeron grandes monumentos religiosos, como la pirámide de Keops y el Castillo de Chichén-Itzá (Figura 2), cuya orientación revela la gran precisión con la que sus artífices conocieron las posiciones y movimientos de los astros.
Figura 2. El castillo de Chichén Itzá durante la puesta del sol del equinoccio de otoño ( 22 de septiembre). En esta fecha la sombra sobre la escalera semeja el cuerpo sinuoso de una serpiente, cuya cabeza es la escultura monumental situada al pie de la escalinata, los constructores del edificio lograron esta composición orientándolo de manera muy precisa con respecto a los puntos cardinales. Hace ya más de cuatro mil años, los sacerdotes egipcios dirigían desde la ciudad de Heliópolis, sobre la que hoy se agita El Cairo, el culto religioso al Sol, que ellos llamaron Ra. Se ocupaban de que éste fuera adorado apropiadamente en todo el valle del río Nilo, de observar el diario devenir de la bóveda celeste —añadiéndole la cualidad de astrónomo a su profesión sacerdotal— y, probablemente con mayor celo, de vigilar que los tributos llegaran puntualmente a las arcas de Ra, quien es el dios principal de la mitología egipcia, creador y supremo juez del mundo. Según ésta, Ra dormía en un principio en el regazo de Nun, el océano primordial, obscuro e irreconocible. Cansado del sueño de no ser, Ra abre los ojos, ilumina el abismo que le rodea e inicia el arduo proceso de la creación, separando y dándole atributos específicos a las partes que estaban confundidas en el caos. Así con el cielo y la Tierra, los gemelos Nut y Geb, que estaban fundidos en un abrazo amoroso del que fueron separados por el dios del aire y el espacio, Shu, que con
su esfuerzo los mantenía distantes para evitar, según aquellas gentes, que la bóveda celeste se desplomara sobre sus cabezas (Figura 3).
Figura 3. Papiro en donde se representa la visión del universo. Acostado en el piso yace Geb, la tierra, rodeada por el cuerpo de su hermana gemela Nut, el cielo. Entre ambas se pasea el Sol Ra, en una barca. A la izquierda se encuentra Shu, dios del espacio, cuya labor es mantener separados a los amantes. En la misma época florecían los asirios y los babilonios en el territorio comprendido entre los ríos Tigris y Éufrates, conocido como Mesopotamia. Desarrollándose en condiciones similares a los egipcios, sus mitos proponen una explicación parecida al origen de un cielo separado y distinto de la Tierra. Estos se han conservado en un texto conocido como Épica de la creación, en donde se relata la manera como Marduk organiza el Universo después de triunfar sobre la gigante Tiamat, personificación del caos. Después de "punzarle los intestinos y partirle el corazón", Marduk "concibe obras de arte" mientras contempla los despojos sangrientos de su rival. Así, abre su cuerpo "como un pez en dos partes", para hacer la bóveda celeste de una de las mitades y la Tierra de la otra. Hecho esto, organiza el mundo. Construye la residencia de los dioses en el cielo, instala su imagen en las estrellas y establece la duración del año y el curso de los astros. La mayor parte de los mitos de la creación son igualmente violentos y macabros, quizá porque fueron inspirados por la naturaleza violenta del propio parto. Ninguno más contradictorio y paradójico que el de Venus-Afrodita, diosa del amor y paradigma de la belleza, que según la mitología griega emerge de la espuma dejada por los genitales de Urano, mutilado por su hijo, el titán Cronos, a instigación de Gea, su madre, que también era esposa de Urano. Es en la violencia, y sólo en ella, en donde reside alguna similitud entre las mitologías antiguas y el mundo físico revelado por la astronomía contemporánea. Esta propone que el Universo se originó en la más grande explosión que es posible
imaginar pero que, lejos de haber sido un caos, tuvo un orden que es comprensible mediante leyes físicas. Las grandes tablas en donde se anotaban las posiciones esperadas de los astros a lo largo del año, y mitos como los recién descritos, fueron los primeros pasos que dio la humanidad hacia el conocimiento de la realidad. Con el tiempo aparecieron versiones de la creación en las que la gestación del Universo ya no era imaginada como un capricho de seres fantásticos con atributos e inclinaciones semejantes a las nuestras, sino obra de la voluntad infinita, aunque arbitraria, de una consciencia indefinible e incomprensible, tal como se narra en la Biblia. Por otro lado, unos quinientos años antes de nuestra era los griegos elaboraron modelos matemáticos para intentar explicar en su totalidad los datos contenidos en las tablas astronómicas, y buscaron explicaciones físicas a diversas manifestaciones de la naturaleza. Estas ideas sirvieron para adelantar explicaciones más adecuadas sobre la naturaleza de las estrellas. Muchos pensadores griegos consideraban que el Universo lo había concebido un geómetra deseoso de darle las más bellas proporciones. A modo de ejemplo, considérese la forma en que Platón, rico aristócrata ateniense que vivió entre los años 429 y 327 a.C., describe la forma dada por Dios al Universo: "Lo hizo redondo y esférico, [...] y le dio la forma orbicular, que de todas las figuras es la más perfecta [...] y le asignó el movimiento adecuado a su forma [...] aquel que está más en relación con la inteligencia y el pensamiento." Pero el gran mérito de los griegos no estriba en proponer un Universo geométrico, sino en probar sus modelos con datos observacionales, de los que ellos mismos obtuvieron pocos. Por esta causa Eudoxio de Cnida, discípulo de Platón, se trasladó a Egipto para obtener de un sacerdote de Heliópolis los resultados de siglos de observaciones planetarias efectuadas por los egipcios, quienes nunca pensaron extraer de ellas una teoría general. Eudoxio la formuló a partir de los datos egipcios y de su propia habilidad matemática. En el modelo de Eudoxio los planetas entonces conocidos —desde Mercurio hasta Júpiter— el Sol, la Luna y las estrellas, son puestos a girar alrededor de la Tierra en un sistema compuesto por 27 esferas. Su teoría constituyó uno de los primeros intentos de describir el movimiento de los astros sin necesidad de invocar fuerzas sobrenaturales. Con el tiempo fue mejorada en la propia Grecia, hasta que, hacia el año 150 de nuestra era termina, y a la vez culmina, la ciencia clásica griega en la persona de Claudio Tolomeo, nativo de Alejandría. Tolomeo elabora en el Almagesto el mejor modelo que se había presentado hasta entonces para describir el movimiento aparente del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas alrededor de la Tierra. Este modelo perduraría 1 400 años, y se convirtió en el argumento más sólido de quienes sostenían que la Tierra residía en el centro del Universo. Los griegos también se ocuparon en encontrar los elementos esenciales de la naturaleza, y en particular el material del que están hechas las estrellas. Para Tales de Mileto, uno de los más ilustres miembros de la escuela jónica de la filosofía griega, las estrellas eran cuerpos materiales hechos de fuego, que era a su vez una manifestación del elemento que según él era el primordial: el agua.
Esta teoría, fundada en la especulación, incluye dos importantes principios: la noción de que las estrellas son cuerpos materiales, y que todas las cosas están hechas a partir de los mismos elementos básicos, de modo que las múltiples apariencias de la naturaleza son las diversas circunstancias bajo las que los elementos se manifiestan. En la misma época se desarrollaba, en contraposición a esta escuela materialista, una línea de pensamiento idealista en la que resaltaba la figura de Platón, quien, siempre inclinado a lo místico y poético, discute su visión del mundo físico en el diálogoTimeo, donde sostiene que la mente organizadora del Universo, a la que llamó Demiurgo, "después de ensamblar el Universo, dio a sus almas un igual número de estrellas, poniendo una en cada una..." Aristóteles participó inicialmente de esta creencia. En una carta dirigida a Alejandro el Grande, entonces discípulo suyo, escribe que "el cielo está lleno de dioses a los que llamamos estrellas". Aunque después abandonó tan fantástica idea, no pudo dejar de creer que las estrellas eran objetos totalmente distintos a los que nos rodean cotidianamente. Según él, las estrellas están compuestas de éter; un elemento distinto y superior al material del que están hechos los perecederos objetos terrestres, y que por ello perdurarían por toda la eternidad tal y como fueron hechas desde un principio. Aristóteles no consideró el problema de su génesis, problema "resuelto" en las primeras páginas de la Biblia: "Y de la tarde y la mañana, resultó el día tercero. Dijo después Dios: haya lumbreras o cuerpos luminosos en el firmamento del cielo, que distingan el día y la noche, y señalen los tiempos o las estaciones, los días y los años." La Biblia, y más adelante los escritos de Aristóteles y Tolomeo, traducidos del griego al latín por Gerardo de Cremona hacia el año 1175, dominaron el pensamiento occidental hasta mediados del siglo XVI. La concepción cosmológica contenida en estas obras se basaba en la aparente regularidad y permanencia de los fenómenos celestes, sólo ocasionalmente interrumpida por algún cometa o por la aparición de una "nueva estrella", y en la también aparente inmutabilidad de las sociedades humanas, reflejo fiel, eje y finalidad del propio Universo. Para nuestros antepasados, el ser humano y las estrellas eran imágenes definitivas de un único propósito divino. La astronomía era utilizada para justificar este orden, estancándose al subordinar su papel como generadora de conocimiento al de preservadora de las estructuras sociales. Pero la desintegración del tejido social que había perdurado durante tantos siglos, así como la observación continua y sistemática de los astros que demandaba la navegación, que a su vez era impulsada por una creciente corriente comercial, fueron socavando esta visión mística, estática y antropocéntrica del Universo. De particular importancia fue la travesía de Colón en 1492, y el posterior descubrimiento del mundo con los viajes de exploración emprendidos principalmente por los españoles. En su autobiografía, Gerolamo Cardano, excéntrico pensador nacido en Pavia en 1501 y que reunió el álgebra y la geometría, expresa del modo siguiente el impacto que tuvieron estos descubrimientos: "Entre las extraordinarias, aunque naturales, circunstancias de mi vida, la primera y más insólita es haber nacido en el siglo en que fue descubierto el mundo..."
Cincuenta años después del descubrimiento de América, en medio de un mundo que se descubría a sí mismo y multiplicaba sus relaciones, se publica la gran obra de Nicolaus Copérnico, De Revolutionibus Orbium Coelestium. En ella supera, por su simplicidad y por reproducir más fielmente los movimientos de los cuerpos celestes, el modelo geocéntrico de Tolomeo. Copérnico murió sin ver el libro publicado, pues retrasó su aparición preocupado por la reacción que sabía provocaría en las instituciones religiosas. Aun antes de que el libro fuera divulgado, Martín Lutero, conocedor de las ideas de Copérnico, ya lo calificaba de loco y hereje por poner en duda la infalibilidad de la Biblia. En efecto, Copérnico desplaza a la Tierra, y por ende al ser humano, del centro del Universo, demostrando que la Tierra, lejos de estar fija en la posición central, gira vertiginosamente alrededor de su eje y del Sol. Las mentes más despiertas de la época respondieron con entusiasmo a la propuesta copernicana. Por ejemplo, Giordano Bruno, que fue ejecutado por la Inquisición en el año 1600, le tributó el siguiente elogio apasionado: "volvió una causa ridícula, abyecta y vituperada [colocar al Sol en el centro], en honorable, alabada y más verosímil que la contraria, y mucho más cómoda y rápida para la razón teórica y calculadora." El argumento más impactante a favor de su teoría fue presentado por Galileo, que al apuntar su telescopio hacia Júpiter encontró que alrededor de éste giraban otros cuerpos de manera análoga a la que Copérnico había propuesto para los planetas del Sistema Solar. Galileo defendió vigorosamente la teoría copernicana hasta que, 32 años después de la muerte de Bruno, la Inquisición lo amedrentó al acusarlo de una herejía que podía conducirlo a la hoguera, lo que lo llevó a desmentirse públicamente no sin antes expresar su inconformidad al murmurar, según se dice, "Y sin embargo, se mueve". A pesar de la obcecada oposición religiosa, la teoría de Copérnico terminó por imponerse por su solidez y abundantes argumentos. Inició un proceso en el que la ciencia ha ido develando un mundo totalmente distinto al de las falsas nociones de la magia y la religión. Con base en ella, el gran astrónomo Johanes Kepler elaboró tres grandes leyes sobre el movimiento de los planetas. Estas iluminaron el camino sobre el que Isaac Newton avanzara a grandes pasos durante la segunda mitad del siglo XVII. A los 23 años, Newton se encontraba recluido en su casa mientras una epidemia devastaba Inglaterra. Ahí desarrolló la teoría de la gravitación universal, de acuerdo con la cual existe una fuerza de atracción, la fuerza de gravedad, entre cualesquiera dos masas. Una de las objeciones presentadas a Copérnico era que la Tierra se habría disgregado en fragmentos en caso de girar. Newton responde a esta objeción apuntando que la fuerza de gravedad mantiene unida a la Tierra a pesar de su movimiento de rotación. Pero tuvo mayor envergadura y profundidad el hecho de que con la teoría de la gravitación universal se demostró que la caída de una manzana puede ser descrita con la misma ley que gobierna el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Es decir, Newton probó que la naturaleza se comporta del mismo modo en nuestro planeta y en la bóveda celeste. Por lo tanto las leyes científicas que descubrimos en nuestro entorno inmediato tienen validez
universal. Estaban así asentadas las bases filosóficas para comprender la naturaleza de las estrellas, y en particular de la más cercana a nosotros, el Sol. En 1755 se presenta el primer intento serio por desarrollar una teoría científica acerca del desarrollo del Sol, los planetas y las estrellas, obra del filósofo alemán Immanuel Kant. Propuso que los astros se forman al condensarse materia difusa alrededor de la región donde la densidad era mayor originalmente. Más aún, Kant señaló que en caso de que el material girara sobre su eje, se formarían pequeñas condensaciones, los planetas, alrededor de la condensación central, el Sol. La proposición de Kant constituía una especulación filosófica, pero al ser formulada en un ambiente en donde ya predominaba el pensamiento científico, contenía los elementos principales de la teoría actualmente aceptada para la formación estelar, y fue rápidamente recogida por los científicos de su época. En particular por el francés Pierre Simon Laplace, que la desarrolla en 1796 en su obra Exposition du Systéme du Monde. Es bien conocida la respuesta que Laplace le dio a Napoleón cuando éste le preguntó por qué no mencionaba a Dios en su obra: "Señor, no tuve necesidad alguna de tal hipótesis." Habiéndose dado una hipótesis de tipo físico sobre el origen de las estrellas, surgía de modo natural el problema de su fin y, entre estos extremos, el de su evolución y funcionamiento. Mas para abordar estos problemas era necesario establecer si las estrellas están hechas del mismo material que los objetos terrestres, como lo propuso Tales, o de algo exótico y distinto, como el éter del que hablaba Aristóteles. La disyuntiva fue resuelta mediante la espectroscopía, técnica en la que la luz es descompuesta en sus distintos colores primarios, es decir, en todas sus frecuencias o longitudes de onda. El arco iris es la más hermosa manifestación de este efecto, que Isaac Newton reprodujo al substituir con un prisma las incontables gotas de agua que producen este bello espectáculo. En 1814, Joseph von Fraunhofer, hijo de un vidriero, hizo pasar la luz del Sol a través de uno de sus excelentes prismas, otro de los instrumentos ópticos que le habían dado una buena reputación. Encontró más de 600 líneas obscuras en el espectro solar, pero no pudo explicar su origen. Murió a los 39 años de tuberculosis y sobre su lápida se escribió el epitafio "Acercó las estrellas". Su descubrimiento pasó inadvertido, en gran parte porque los científicos de la época, llenos de soberbia, nunca permitieron que este mundano vidriero expusiera sus hallazgos en alguna reunión científica. No fue sino hasta 1862 que se explicó el origen de las líneas obscuras encontradas por Fraunhofer, cuando Gustav Kirchoff demostró que las producen elementos como el sodio, el calcio, el cobre y otros, que se encuentran a temperaturas de miles de grados centígrados. Por esos años William Huggins y el padre Angelo Secchi —este último radicado en Estados Unidos ya que fue exiliado de Italia por ser jesuita— habían realizado estudios espectroscópicos de numerosas estrellas. A la luz del descubrimiento de Kirchoff, Huggins escribió en 1863 que "aunque las estrellas difieren entre sí por la variedad de la materia que las constituye, todas están sin embargo formadas sobre el mismo modelo que nuestro Sol, y se componen, al menos en parte, de los mismos materiales que nuestro sistema". Se demostró entonces que el Sol es una de
tantas estrellas, y que el ser humano, los astros y, como se dedujo posteriormente, todo el Universo, están hechos de los mismos bloques fundamentales. Dos mil años después de ser enunciadas, fueron reivindicadas las brillantes hipótesis de la escuela materialista griega gracias al poderoso andamiaje de la ciencia. La astronomía fue la punta de lanza de la ciencia durante un par de siglos después de Copérnico. Las ciencias de la tierra y de la vida no despertaron sino hasta el siglo XVIII. Cuando lo hicieron trastocaron profundamente la idea que se tenía del mundo, ya que los religiosos se habían aferrado en mantener la justificación divina en la Tierra, después de haberla perdido en las esferas celestes. Hasta mediados del siglo XIX, la mayor parte de las revelaciones contenidas en la Biblia eran aceptadas literalmente y sin objeciones. En particular, se creía que la historia de la Tierra estaba descrita ahí, y por lo tanto que su edad era el tiempo transcurrido desde la creación. Toda una disciplina, la cronología, se desarrolló para determinar cuándo había sido el primer día de la creación. A partir de los "datos" que diversas versiones del Antiguo Testamento proporcionaban sobre las edades de los profetas se encontraban distintas fechas iniciales, diferencias que eran objeto de acaloradas disputas entre los cronologistas. En un libro sobre cronología universal publicado en Madrid en 1862 se presentan vanas de las posibles edades bíblicas aunque, no sabemos la razón, el autor parece preferir el resultado obtenido en 1829 por un inglés apellidado Clinton, quien "encontró" que la creación ocurrió en el año 4138 a.C. A mediados del siglo XVIII Europa se industrializaba aceleradamente, y crecía la demanda de metales como el hierro y combustibles como el carbón. La explotación y búsqueda de nuevos recursos minerales se convirtió en una necesidad económica de primer orden, por lo que un gran número de instituciones dedicadas la Tierra, por ejemplo el Real Seminario de Minas creado en México en 1792. En estas instituciones confluyeron los talentos de la época con el propósito de buscar la historia de la Tierra en ella misma. Encontraron que ésta, lejos de haber sido terminada después del Diluvio, se halla sujeta a un perpetuo y lento proceso de transformación, debido a la actividad volcánica y a la erosión del viento, el agua y el hielo. Sus investigaciones demostraron que no hubo un Diluvio universal y que la Tierra tiene una edad mucho mayor que cualquiera que se pudiera deducir de la Biblia. Un escocés, Charles Lyell, desarrolló y popularizó esta nueva idea en su libro Principles of Geology or the Modern Changes of the Earth and its Inhabitants, publicado en 1830 cuando tenía 32 años. Sus ideas fueron combatidas incluso por la comunidad científica. En abril de 1829 había presentado su trabajo en Londres ante la Sociedad Geológica, donde un distinguido miembro, cuyo nombre ha pasado al olvido, proclamó que "Ningún río en la historia ha ahondado su curso ni un pie". Para su desgracia, en esos días un río en Escocia no sólo hizo eso, sino que además derrumbó un puente. A pesar de que el prejuicio bíblico había echado raíces profundas en la sociedad, la evidencia científica acabó por derruirlo, y hoy se sabe que la Tierra se ha venido transformando desde hace unos 4 500 millones de años.
Por otra parte el estudio de los fósiles revelaba la existencia de seres vivos, y sumamente complejos, desde las primeras etapas geológicas de la Tierra, mucho tiempo atrás del primer día bíblico. Más aún, en 1859 el naturalista inglés Charles Darwin establece en su libro El origen de las especies por medio de la selección natural que la vida procede de seres sumamente sencillos que a lo largo de cientos de millones de años han generado y cedido su lugar a especies mejor adaptadas y más evolucionadas. Estas ideas habían sido mencionadas anteriormente, en particular por el abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, que tenía grandes simpatías hacia la Revolución francesa, pero también la dudosa virtud de exponer sus resultados en pésimos versos. Es probable que la reacción conservadora que siguió a la Revolución haya retrasado la aceptación de la idea de que todas las especies provienen de un tronco común. Darwin mismo tuvo que enfrentarse a esta reacción a pesar del peso de sus argumentos. La antipatía de los sectores sociales más conservadores hacia Darwin aumentó en 1871 cuando apareció su libro La ascendencia del hombre, donde afirma que el ser humano, lejos de ser una imagen de Dios, está cercanamente emparentado con el mono. Incluso los más connotados políticos ingleses de la época se opusieron a tal noción. Cuando a Disraeli, primer ministro de la Gran Bretaña, le pidieron que escogiera entre monos y ángeles como ascendientes del ser humano, respondió sin chistar: "Estoy del lado de los ángeles." Sin embargo, la evidencia de la realidad pesa mas que nuestros deseos, y por haber dado el primer paso hacia la exclusión de la humanidad y la vida misma de la obra divina, podemos comparar la revolución darwiniana con la que Copérnico produjo tres siglos antes. Para que la vida haya podido desarrollarse durante un periodo tan largo es necesario que las condiciones en la Tierra hayan sido extraordinariamente estables durante este tiempo. En particular, la cantidad de calor recibida del Sol; su brillo debe haber sido constante durante los cientos de millones de años en que la vida ha prosperado en la Tierra. Este hecho constituyó la principal restricción a los modelos que los astrónomos presentaron para explicar por qué brilla el Sol. La respuesta no fue fácil y tardó en llegar. Se consideró evidente proponer que el Sol brilla por ser una gran masa de carbón en combustión. Sin embargo se puede demostrar que de este modo su fuego se extinguiría en unos mil años. Incluso las formas más violentas de combustión química, por ejemplo la reacción del hidrógeno con el oxígeno, pueden mantener la llama del Sol por no más de dos mil años. En otro tipo de modelos se propuso que el impacto de miles de meteoritos sobre su superficie causaba el brillo solar, o que incluso el Sol liberaba su energía radiante por el simple hecho de contraerse por efecto de su propio peso. Con estos mecanismos el Sol sólo puede brillar durante unos millones de años, mucho menos de lo que demandaban los datos geológicos y biológicos. La razón por la cual brillan el Sol y las estrellas, concordante con la evidencia anterior, fue descubierta durante las primeras tres décadas de este siglo. Con el desarrollo de la relatividad y la mecánica cuántica, disciplinas estrechamente relacionadas con Albert Einstein, se determinó que la fuente de energía de las estrellas es la fusión nuclear, proceso en el que dos elementos ligeros se unen para formar un tercero,
generando así una gran cantidad de energía. Esto significa que la evolución estelar debe ser entendida como la manera por la cual se van agotando los elementos ligeros susceptibles de fusionarse y, por lo tanto, de liberar energía. Por lo mismo, la muerte de la estrella es el momento en el que ésta ya no está en condiciones de llevar a cabo reacciones de fusión nuclear. Hoy sabemos que la verdad no reside en historias fantásticas y mitos religiosos, sino que debe ser extraída de nuestra experiencia material mediante el juicio severo de la inteligencia y con el método que proporciona la ciencia. Después de siete mil años de historia hemos aprendido que la naturaleza, lejos de ser estática, está sometida a un proceso de incansable transformación en el que tiene sentido hablar del nacimiento, evolución y muerte de las estrellas. El Universo ya no es el ámbito incomprensible y mágico de antaño, pues sabemos que es explicable mediante leyes físicas obtenidas a partir de nuestra aparentemente limitada experiencia, y se compone del mismo material que pisamos. Al ampliar el horizonte de nuestro conocimiento, podemos analizar de nuevo la ancestral preocupación sobre nuestra relación con las estrellas, ya no como individuos sino como especie inmersa en el Universo. Asimismo, ante la vastedad del mundo descubierto por la astronomía, surge por si sola la angustiante pregunta de nuestra posible soledad como únicos sujetos pensantes en el Cosmos y, por lo tanto, como su única consciencia. Modificando permanentemente nuestra percepción de la naturaleza, la ciencia produce una incómoda sensación de inestabilidad que a veces le atrae actitudes hostiles. Volviendo comprensible lo misterioso, desazona a quienes admiran y añoran la poesía del mundo mágico. En 1820 Keats, un gran poeta inglés, descorazonado al creer que Newton había destruido lo poético del arco iris al reproducirlo con un prisma, expresó su frustración más o menos del siguiente modo (del poema "Lamia"): ¿No se desvanecen todos los encantos cuando la filosofía [la ciencia] se les acerca con su frío aliento? Antes era terrible el arco iris que el cielo cruzaba; Descubierta ha sido su trama, su textura; dada está En el opaco catálogo de lo cotidiano. Las alas de los ángeles la filosofía irá recortando.
Con sus reglas y métodos conquistará todos los misterios, Vaciará el aire encantado y la sabiduría de los gnomos Y el arco iris desenredará. A pesar de su pesimismo, Keats no dejó de encontrar temas poéticos, ni fue el último artista en bordar fantasías, ni han desaparecido los cuentos infantiles. Para mi pequeña hija de cuatro años las estrellas no son bolas de gas incandescente, sino residencia de reyes legendarios y héroes míticos que ávidamente mira a través de un telescopio. Y así debe ser. Tiempo habrá para que aprenda de la ciencia la verdadera dimensión de las estrellas, para que entre a su inteligencia el aire fresco de esa otra faceta de la realidad. La ciencia no vino a desplazar el espacio mágico de nuestra imaginación, sin el que la vida es en exceso árida, sino a darle su justo valor y establecer un límite claro a sus fantasías. Abriendo nuevas puertas, posibilitando fantasías inéditas, multiplicando nuestras dudas, la luz de la ciencia cae sobre un mundo que sin ella sería tedioso, obscuro y desesperanzado.
II. LOS MENSAJES DE LAS ESTRELLAS
SE DICE que con un buen par de ojos y mucha paciencia, es posible contar alrededor de 6 000 estrellas a lo largo del año. Pero bastan unos momentos de cuidadosa observación para extraer algunas conclusiones básicas sobre ellas. En primer lugar, presentan colores diversos; las hay azules, blancas, amarillas o rojas. En segundo lugar, sus brillos son marcadamente distintos, y predominan ampliamente aquellas que son más tenues. Quienes están más familiarizados con el cielo, relativamente pocos en esta época, habrán observado otras peculiaridades: sus posiciones relativas y su brillo, con algunas extraordinarias excepciones, parecen no cambiar, al menos durante el breve intervalo de tiempo en el que transcurre una vida. Nuestros antepasados dedujeron de esto que la bóveda celeste había alcanzado la perfección, pues parecía haber encontrado su equilibrio, en contraposición al mundo desequilibrado y dolorosamente imperfecto que diariamente transitamos. Mas para la ciencia este hecho revela que los cambios que se suceden en el Cosmos ocurren en escalas de tiempo muy prolongadas, y que, frente a éstas, nuestra vida es menos que un instante. Con los telescopios más grandes podemos observar ya no miles, sino miles de millones de estrellas. Sin embargo, estas observaciones elementales —sus diversos colores, las diferencias de brillo, nuevamente con un marcado predominio de las menos brillantes, y la lentitud con la que casi todas ellas cambian— siguen siendo válidas. Y, al igual que todos, el astrónomo profesional también debe conformarse con las pocas gotas de luz que nos llegan de sus superficies, puesto que lo que yace está cubierto por una barrera que parece impenetrable. En vista de que parte de su trabajo consiste en desarrollar herramientas de investigación cada vez más y sofisticadas, puede ahondar más que otros en los secretos de las estrellas, e incluso se plantea ya, estudiando los "sismos" y los neutrinos que en ellas se producen, descubrir directamente lo que hay más allá de sus atmósferas.
LOS COLORES DE LA LUZ Las dos estrellas más brillantes de la constelación de Orión, Rigel y Betelgeuse, blanca y roja respectivamente, ejemplifican las diferencias de color que hay entre las estrellas. Para los antiguos, estos colores señalaban el carácter de los dioses que habitaban en ellas, siendo el rojo el que en general se asociaba a los más irascibles. Para la astronomía moderna, el color de una estrella tiene su causa en una propiedad más fundamental y comprensible, la temperatura de su atmósfera. Al calentar una barra de hierro, su color pasa del rojo profundo al azul intenso. En otros términos, al aumentar la temperatura de la barra, una fracción cada vez mayor de la energía que radia es luz azul. Más aún, la cantidad de energía radiada aumenta con la temperatura. Estos cambios se cuantifican mediante una ley descubierta por el alemán Max Planck, físico notable que vivió entre el siglo XIX y
el presente, inaugurando una época en la que se revolucionó nuestro concepto de la materia. La ley de Planck establece con precisión las proporciones de energía que emite un cuerpo a cierta temperatura, en distintos colores —distintas longitudes de onda— del espectro. Está representada gráficamente en la figura 4, donde se muestra el espectro de objetos a 3 000, 4 000 y 5 000 grados. Nótese que el cuerpo más frío emite la mayor parte de su luz en el rojo y el infrarrojo, mientras que el objeto más caliente lo hace en el azul y el ultravioleta.
Figura 4. Representación gráfica de la distribución de energía producida por cuerpos a 3 000, 4 000 y 5 000 grados. El eje horizontal corresponde a la longitud de onda de la radiación (el color de la radiación), y el vertical a la cantidad de energía radiada. Nótese que los cuerpos más fríos producen menos energía, y que una parte sustancial de ésta emerje en el infrarrojo. Dado que las leyes de la física son las mismas en la barra de hierro y en las estrellas, éstas deben tener un espectro similar al anteriormente descrito. En la figura 5 se muestra el espectro del Sol, y se puede apreciar que, en efecto, es muy parecido al descrito por la ley de Planck. Por lo tanto, la temperatura atmosférica se puede obtener al comparar su espectro con la ley de Planck. Así se ha determinado que la roja Betelgeuse tiene una temperatura superficial de 3 200 grados, el Sol de 5 700 y Rigel de 12 500. Las estrellas más frías están a unos 2 000 grados, mientras que entre las más calientes la temperatura excede los 100 000.
Figura 5. Distribución de la energía radiada por el sol fuera de la atmósfera terrestre y espectro de un cuerpo a 5 800 grados descrito por la Ley de Planck. Sin embargo, aunque muy parecido, el espectro de una estrella no es idéntico al descrito por la Ley de Planck. Mientras éste es continuo, el de una estrella puede presentar líneas obscuras como las que Fraunhofer vio en el Sol hace ya casi doscientos años (Figura 6). La generación y forma de estas líneas depende de una serie de factores importantes; de la transparencia del medio en el que se propaga la luz, de su densidad y temperatura, del movimiento turbulento y de rotación del material, de la intensidad del campo magnético y, de manera importante, de la composición química. Cada uno de estos factores deja su huella en el espectro, y de su análisis meticuloso es posible reconstruir el estado físico de las superficies estelares. Para entender cómo se descifran las huellas del espectro, en particular las dejadas por algún elemento químico, es necesario remitirse a algunos conceptos básicos sobre la estructura de la materia y las propiedades de la luz. El átomo está compuesto por un núcleo alrededor del cual revolotean partículas ligeras de carga eléctrica negativa, los electrones. Cada uno de éstos se mueve al azar, pero con una energía bien definida. Se dice que el átomo tiene una serie de niveles de energía disponibles para los electrones. Estos no pueden moverse alrededor del núcleo con energía distinta a la de uno de estos niveles, esquemáticamente representados en la figura 7(b) y (c). El nivel más próximo al núcleo es el de mayor energía, ya que el electrón que ahí reside está más fuertemente ligado. El núcleo está compuesto por dos tipos de partículas 2 mil veces más masivas que el electrón: los protones, que tienen carga positiva, y los neutrones, partículas neutras que actúan como pegamento en el núcleo. Un elemento químico se distingue de otros por el número de protones en su núcleo. Por ejemplo, el hidrógeno tiene 1 protón, el helio 2, el oxígeno 8 y el uranio 92. Cada uno de los elementos químicos tiene su propio conjunto de niveles de energía.
Figura 6. Espectro del Sol . Las líneas oscuras de Fraunhofer se pueden distinguir fácilmente. Alguno de los elementos químicos que producen estas líneas han sido señalados: calcio (Ca), hierro (Fe), hidrógeno (H), estroncio (Sr), magnesio (Mg), níquel (Ni), cromo (Cr), sodio (Na), silicio (Si) y manganeso (Mn). La luz es una de las más paradójicas manifestaciones de la naturaleza. Es lo más veloz que existe y, desde hace tres siglos, se sabe que su velocidad es cercana a los 300 000 kilómetros por segundo (km/s). Es decir, completa un viaje redondo entre la Tierra y la Luna en poco más de 2 segundos. Curiosamente, una persona que se mueva a, digamos, 200 000 km/s con respecto a nosotros, medirá la misma velocidad de propagación para la luz. Claramente, la luz no se comporta como un automóvil pues, independientemente del estado de movimiento del observador, siempre tiene la misma velocidad. Otra característica importante de la luz, compartida con la materia, es su carácter dual de onda —como las que se producen en el agua— y partícula. En su carácter de partícula, por cierto de masa cero, decimos que la luz está hecha de fotones, cada uno de ellos asociado a un
color definido. Este color está directamente relacionado con la energía del fotón; un fotón "azul" tiene más energía que uno "rojo".
Figura 7. (a) La colisión entre dos electrones libres produce fotones de cualquier energía. La suma de estas colisiones genera un espectro continuo. (b) Un fotón absorbido por un electrón ligado al átomo produce una línea de absorción. (c) Las líneas de emisión producen los electrones al pasar espontáneamente a un estado de menor energía. En el Cosmos, en particular en las estrellas, la mayor parte de los átomos no son neutros, —y se dice que están ionizados—, pues uno o más de sus electrones han escapado y viajan libremente, desligados de cualquier átomo. Estos electrones pueden perder energía y emitir luz, después de haber tenido una colisión con otro electrón, un átomo o un fotón. La luz emitida de este modo puede tener cualquier longitud de onda o color, aunque será preferentemente azul si la temperatura es alta, y roja si es baja. Es decir, los electrones libres producen un continuo de colores en el espectro, que bajo ciertas condiciones puede ser descrito por la Ley de Planck (Figura 7(a)). Los electrones en el átomo, ligados al núcleo en órbitas bien definidas, pueden pasar a una superior sólo sí reciben un impacto de energía igual a la diferencia de energías entre la órbita inicial y la superior. En particular, si el impacto es debido a un fotón del continuo, el electrón pasa a un nivel superior absorbiendo la luz que transporta ese fotón. De este modo se produce una línea obscura —de absorción— en el espectro, como las observadas por Fraunhofer en el espectro solar (Figura 7(b)). El electrón que pasó a un nivel superior tenderá a
regresar espontáneamente a su órbita original. Al hacerlo emitirá un fotón de energía igual a la diferencia de energía entre los dos niveles. Es decir, en este caso se produce una línea de emisión en el espectro (Figura 7(c)). En general, el espectro de cualquier objeto contiene un continuo, líneas de absorción y líneas de emisión, aunque en las estrellas predominan las primeras dos comppnentes (Figura 6). Como se señaló anteriormente, las órbitas de los electrones están bien definidas, y son distintas para los diversos elementos químicos. Esto significa que cada elemento químico produce un conjunto de líneas que lo particulariza, que es su huella sobre el espectro. Por ejemplo, el hidrógeno se caracteriza por un conjunto conocido corrió la serie de Balmer, en donde se destacan una línea roja y otra azul, llamadas H-alfa y H-beta. Por lo tanto, del espectro de líneas de absorción o de emisión de un objeto, en particular de una estrella, podemos deducir su composición química (ver figura 6). Cabe destacar que algunos elementos escasos en la Tierra fueron descubiertos al estudiar el espectro de las estrellas. Tal es el caso del helio, que debe su nombre a que fue descubierto en el espectro solar en 1868, poco antes de que el químico ruso Mendeleyev publicara su tabla de los elementos químicos, y 27 años antes de que fuera hallado en la Tierra. Más aún, la intensidad de la línea de emisión o la cantidad de luz absorbida en la línea, es proporcional al número de átomos del elemento que las produce, y por lo tanto podemos inferir no sólo qué elementos químicos están presentes, sino también su abundancia. Con esta poderosa herramienta se demostró que el Universo está formado por los mismos elementos que la Tierra, y que cerca del 90% de la materia es hidrógeno y 10% helio. El 1 % restante está distribuido entre todos los demás elementos químicos,. que los astrónomos separan como "ligeros" (litio, flúor, berilio y boro) y "pesados" (todos los otros). Una observación muy importante es que las estrellas tienen diferentes composiciones químicas. Destaca el hecho de que entre las más rojas se puede encontrar cualquier composición química, mientras que todas las azules e intrínsecamente muy luminosas son relativamente abundantes en elementos "pesados". Este hecho valida el concepto de un Universo cambiante, pues está relacionado con la evolución de las estrellas.
DE LA BÓVEDA CELESTE AL GRAN UNIVERSO Para los personajes de un cuento de Italo Calvino, novelista italiano contemporáneo, pocas cosas son tan sencillas como ir a la Luna: "llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna [...] desde lo alto se alcanzaba justo a tocarla extendiendo los brazos" ("La distancia de la Luna", Cosmicómicas). Si somos más ambiciosos, podemos usar la imaginación para pasar un fin de semana en Marte, o incluso, en un viaje más largo, visitar las maravillas de Orión. Por desgracia, estos viajes sólo son realizables en la sala de cine o entre sueños, ya que, como bien sabemos, hace falta algo más que una escalera para llegar a la Luna, lleva algunos meses ir a Marte, y Orión es aún inalcanzable. Pero, ¿qué tan lejos están la Luna, el Sol, los
planetas y las estrellas? Las culturas más antiguas consideraron este problema, llegando a diversas y disímiles conclusiones. Entre los chinos la escuela de Suan Ye sostenía que el Universo es infinito, mientras que en su tratado cosmológico más antiguo, el Kai Tien o teoría de los domos esféricos, se propone un tamaño mucho más modesto pues se afirma que la distancia entre la bóveda celeste y la Tierra es menor que la extensión de ésta. Frente a la imposibilidad de usar una simple cinta métrica, ¿cómo decidir cuál es la respuesta correcta? Nacido en la ciudad griega de Samos en el siglo III a.C., Aristarco fue uno de los primeros astrónomos en sostener que el Sol estaba fijo y la Tierra giraba alrededor de él y de su propio eje. Aristarco también encontró una manera de calcular las distancias relativas al Sol y la Luna (Figura 8(a)). Arguyó correctamente que cuando la Luna está medio llena, las líneas imaginarias que la conectan al Sol y la Tierra forman un ángulo de 900. Midiendo el ángulo de visión hacia el Sol, y usando trigonometría elemental, se puede determinar la distancia al Sol con respecto a la distancia a la Luna. Aristarco se equivocó en sus resultados debido a problemas observacionales, pero su método es conceptualmente correcto.
FIGURA 8. (a) Método ideado por Aristarco para determinar la distancia al Sol con respecto a la distancia a la luna. Midiendo el ángulo a, se determina con trigonometría elemental el cociente S/ L. (b) Modo como Eratóstenes encontró el radio terrestre. Razonó que si el ángulo 7° corresponde a la distancia entre Siene y Alejandría, 360° deben corresponder a la circunferencia terrestre. (c) Método para determinar el radio lunar (L) —y por tanto la distancia a la Luna— en términos del radio de la Tierra (T) durante un eclipse lunar. La línea punteada es una extensión de la sombra que la Tierra proyecta sobre la Luna durante el eclipse. La Tierra fue el primer objeto sustancialmente más grande que nuestro entorno inmediato para el que hubo una medida absoluta de su tamaño. Dos siglos antes de nuestra era, un astrónomo de Alejandría llamado Eratóstenes se enteró que el día en que el Sol pasaba por el cenit en la ciudad de Siene (hoy Aswan), proyectaba una sombra de 7° en Alejandría. De esto dedujo que la distancia al Sol es mucho mayor que el tamaño de la Tierra, que ésta es esférica y, aparentemente por primera vez, pudo medir su circunferencia (Figura 8(b)). Razonó que si 7° corresponden a la distancia entre Alejandría y Siene, un giro completo de 360° debe corresponder a la circunferencia terrestre, encontrando un valor de 250 000 estadios. Si esta unidad se refiere al famoso estadio de Olimpia, su estimación es 20% mayor que el valor real, que es 40 000 kilómetros. Cincuenta años más tarde, otro brillante astrónomo de la antigüedad, Hiparco, se encontraba en Rodas observando los eclipses de Luna, y de su forma dedujo el radio de la Luna con respecto al de la Tierra (Figura 8(c)). De esta cantidad y el tamaño aparente de la Luna en el cielo, encontró que ésta dista 60 radios terrestres de nosotros, valor muy cercano al correcto. Dado el tamaño real de la Tierra, se encuentra el tamaño y distancia a la Luna en términos absolutos. Y ahora, de la distancia de la Tierra a la Luna —384 400 km— se encuentra el valor absoluto de la distancia al Sol. Esta es igual a un montón de kilómetros, alrededor de 150 millones, tantos que a esta distancia se le llama simplemente unidad astronómica (UA). De este breve recuento podemos extraer dos importantes conclusiones. Primero, se fueron determinando distancias progresivamente más grandes a partir de la anterior; la distancia entre Siene y Alejandría sirvió para determinar el radio terrestre, con el que se calculó la distancia a la Luna, que a su vez fue empleada para encontrar la distancia al Sol. Dicho de otro modo, la determinación de distancias se realizó, y continúa realizándose, en una escala ascendente. En segundo lugar, esta escala nos lleva a números que, expresados en las unidades que normalmente usamos, son enormes. De ahí la necesidad de establecer nuevas unidades para poder manejar cómodamente escalas cada vez mayores. Por ejemplo, se definió la UA para referirnos a nuestro Sistema Solar. A diferencia del Sol, la Luna y los planetas, las estrellas parecen estar fijas en el firmamento, y calcular su distancia es considerablemente más difícil. Hasta hace cuatro o cinco siglos privaba la idea, eminentemente religiosa, de que estaban pegadas en una bóveda, más allá de la cual se encontraban las delicias del paraíso (Figura 9). Bajo esta hipótesis, la diferencia de brillo entre las estrellas se debe a que tienen
distintas luminosidades intrínsecas. Sin embargo podemos agrupar a las estrellas según su color, cada uno de los cuales corresponde, como se estableció antes, a una cantidad bien definida de energía radiada, a una luminosidad intrínseca precisa. Por lo tanto, dos estrellas de distinta intensidad aparente pero igual color y luminosidad intrínseca, deben estar a diferentes distancias; la menos brillante está más lejos. En consecuencia, lejos de estar adheridas a una bóveda, las estrellas están desparramadas en el espacio, en un volumen cuya dimensión, descubierta tras muchos años y esfuerzos, produce una sensación de asombro y vértigo.
Figura 9. Concepto del Cosmos que prevalecía en el medievo europeo: una Tierra plana rodeada por una esfera en donde están incrustadas las estrellas, más allá de la cual creía que estaba en el Paraíso. En el siglo XVII, el holandés Christian Huygens se propuso encontrar la distancia a Sirio en comparación con la del Sol, suponiendo erróneamente que ambas estrellas son del mismo tipo. Haciendo pasar la luz solar a través de pequeños agujeros, calculó que si el diámetro solar fuese 27 664 veces menor de lo que es, su brillo sería igual al de Sirio. De aquí dedujo que Sirio está 27 664 veces más distante que el Sol. Aunque subestimó la distancia a Sirio, quedó asombrado al comprobar cuán desatinada es la noción de un Universo pequeño y abrigador: "una bala de cañón tardaría cientos de miles de años en llegar a las estrellas [...] y sin embargo, cuando las vemos en una noche clara, nos imaginamos que se encuentran a no más de unas cuantas millas encima de nuestras cabezas." Aunque ingenioso, este método no es el más apropiado para medir distancias estelares. La técnica más confiable para medir distancias absolutas, que Galileo describe en su Diálogo entre los dos grandes sistemas del mundo, el tolomeico y el copernicano, es de hecho la utilizada por los animales con visión binocular. Se le
llama paralaje. Para ilustrarla basta que el lector fije su vista en el horizonte, extienda el brazo y levante el dedo índice frente a su nariz. Al cerrar alternativamente los ojos, notará que varía la posición del dedo con respecto al fondo, pues observa el paisaje desde dos puntos distintos, el ojo izquierdo y el derecho (Figura 10). Esta variación, medida en unidades angulares, es conocida como paralaje. La magnitud de la paralaje disminuye al aumentar la distancia entre el dedo y el rostro, pero aumenta al incrementarse la separación entre los ojos. El cerebro relaciona automáticamente la magnitud de la paralaje con la distancia, produciendo una imagen tridimensional del entorno para programar los movimientos del cuerpo, ya sea cuando el león ataca a su posible presa, o cuando usted sube a un autobús en movimiento. Pero no podrá determinar la distancia a un objeto muy lejano, por ejemplo una estrella, porque la variación de su posición con respecto al fondo es demasiado pequeña. Para hacerlo es necesario separar aún más los ojos, por ejemplo a la distancia que separa a la Tierra del Sol, operación que realiza la Tierra con su movimiento de traslación alrededor del Sol. Observando el firmamento en dos épocas distintas del año, se han encontrado variaciones en la posición de muchas estrellas con respecto al fondo. Midiendo esta variación, y usando el tamaño de la órbita terrestre, se ha determinado la distancia a la que están. Como se puede ver, de nuevo se usa una escala ascendente para la determinación de distancias absolutas.
Figura 10. Método para determinar distancias mediante la técnica de paralaje. En la parte de arriba se muestra cómo el paisaje cambia cuando se ve primero con un ojo y luego con el otro. En la de abajo, el cambio en la posición relativa de una estrella cercana con respecto a las del fondo lejano, al observarla en dos épocas del año en un intervalo de seis meses. Galileo no pudo llevar a cabo este experimento por carecer de instrumentos suficientemente precisos. En la primera mitad del siglo XIX se había superado esta limitación, y en 1838 Wilhelm Bessel, director del observatorio de Konigsberg, obtuvo el primer resultado utilizando un aparato construido por Fraunhofer. Encontró que la paralaje a la estrella número 61 en la constelación del Cisne, 61 Cyg, es de 0.3 segundos de arco. Para darnos una idea de lo difícil que resultó hacer esta medición, basta señalar que el ángulo que presenta una moneda de 2 centímetros de diámetro a 14 kilómetros de nosotros, es igual a 0.3 segundos de arco. Con esta paralaje, Bessel calculó que 61 Cyg está a unas 700 000 UA del Sistema Solar. Unos meses después, Thomas Henderson, del observatorio sudafricano de El Cabo de Buena Esperanza, informó que la estrella Alfa Centauro —compañera de Próxima Centauro, la estrella más cercana al Sol— se halla aproximadamente a 290 000 UA. Si la distancia del Sol a la Tierra fuera de 1 centímetro, el planeta más externo del Sistema Solar, Plutón, estaría a 40 centímetros, y nuestra "vecina" Próxima Centauro a nada menos que 27.5 kilómetros. ¡Qué decir de las estrellas más lejanas! Al descubrir que las estrellas están bastante más allá que "unas cuantas millas encima de nuestras cabezas", y que incluso el tamaño de nuestro Sistema Solar es ridículamente pequeño en comparación con el abismo que lo separa de las estrellas, se hizo evidente la necesidad de utilizar una unidad más adecuada a la escala misma del Universo. Se inventó el año luz. En su nombre reside parcialmente la confusión que genera el año luz: ¿cómo puede ser una unidad de distancia, cuando tiene una connotación claramente temporal? Como se mencionó, la luz siempre viaja a 300 000 km/s, no importa cuál sea el movimiento del observador. Por ser la misma bajo cualquier
circunstancia, la velocidad de la luz es un patrón de medida ideal y por esta razón es usada como unidad de distancia. El año luz es la distancia que recorre la luz en un año, es decir, ¡casi 10 billones de kilómetros! Próxima Centauro está a unos 43 billones de kilómetros, que corresponden a 4.3 años luz. Por otra parte, puesto que la luz recorre la distancia que nos separa de Próxima Centauro en 4.3 años, vemos esta estrella tal como era hace 4.3 años, pues su luz tardó este tiempo en llegar a nuestros ojos. Si Próxima Centauro explota hoy, lo sabremos 4.3 años después. En la misma forma, al recibir la carta de un amigo sabemos de su vida hasta el momento en que la escribió, pero no de lo que hizo en el intervalo de tiempo transcurrido entre el momento en que selló el sobre y leímos su carta. Como la información no se transmite instantáneamente, sólo percibimos lo que fue, nunca lo que es. Las estrellas están diseminadas en un enorme intervalo de distancias; la más cercana a 4.3 años luz, las más distantes a miles de millones de años luz. Al observar el Universo no sólo vemos "hacia afuera", hacia su confín, sino también "hacia el pasado", hacia su origen, dado que la luz que nos llega de un lejano objeto nos lo presenta tal cual fue mucho tiempo atrás.
GIGANTES RESPLANDECIENTES Y PÁLIDAS ENANAS Es de noche, la programación en la televisión es abominable (cosa rara), y su mejor opción es leer este libro, no con las luces de la calle, sino bajo uno de los focos de 60 watts de su casa. Esto no significa que éstos sean más luminosos que las lámparas de mercurio del alumbrado público, sino que por estar más cerca, usted recibe más luz de ellos. En efecto, el brillo aparente de cualquier objeto luminoso, ya sea un foco o una estrella, disminuye al alejarse de nosotros. En un medio transparente, que no absorbe luz, el brillo aparente se atenúa conforme al cuadrado de la distancia: 4 veces al doblar la distancia, 9 veces a una distancia 3 veces mayor, etc. (Figura 11). A una distancia de 25 kilómetros, en un medio totalmente transparente, un foco de 60 watts tiene el mismo brillo aparente que Alfa Centauro. Sin embargo, como vimos en la anterior sección, esta estrella está un billón de veces más lejos, y por lo tanto tiene una luminosidad intrínseca incomparablemente mayor (un billón al cuadrado veces mayor). De este modo se puede encontrar la luminosidad intrínseca de las estrellas una vez conocida la distancia a la que están y, cosa fácil, su brillo aparente. A principios de siglo ya se conocía la distancia a más de 100 estrellas, y se encontró que había un amplio rango de luminosidades intrínsecas entre ellas. Por ejemplo, los destellos de Rigel son cien mil veces más intensos que los del Sol, y Rigel misma es diez veces menos luminosa que las estrellas más brillantes. En el otro extremo, hay pequeñas estrellas cuya luminosidad es mil veces menor que la del Sol, e incluso otras —las enanas blancas— que llegan a ser una débil chispa cien mil veces más tenue.
Figura 11. Ley del cuadrado inverso, según la cual el brillo de un objeto disminuye con el cuadrado de la distancia. En esta figura la luz del objeto central disminuye entre más cuadros al aumentar la distancia a ella, de modo que cada cuadro recibe cada vez menos iluminación. A paridad de circunstancias, un cuerpo caliente brilla con mayor intensidad que uno frío. La temperatura superficial de Betelgeuse es aproximadamente la mitad de la del Sol, por lo que se podría esperar que fuera intrínsecamente menos luminosa. Pero no es así; Betelgeuse es 100 000 mil veces más luminosa que el Sol. Evidentemente, la luminosidad intrínseca de las estrellas no sólo depende de su temperatura atmosférica. Imagine que la superficie estelar está integrada por una infinidad de plaquitas, todas a la misma temperatura y del mismo tamaño, y por tanto radiando la misma cantidad de energía. Entre más plaquitas haya sobre la superficie de la estrella, más radiación emergerá de ella. El número de plaquitas que podemos acomodar depende del tamaño de la estrella, y por lo tanto su luminosidad intrínseca depende de su radio. En consecuencia, Betelgeuse es mucho más luminoso que el Sol por tener un tamaño considerablemente mayor, a pesar de que su superficie es más fría. Ya desde la época de la Grecia clásica se sabía que el Sol es incomparablemente mayor que la Tierra, puesto que es fácil medir su diámetro angular, y por lo tanto determinar su radio a partir de la distancia a la que está (mide 700 000 km, 100 veces más que el de la Tierra). Pero el Sol es la única estrella del firmamento que está lo suficientemente cerca para distinguir su superficie a simple vista. Aun con el telescopio más poderoso es imposible discernir visualmente la superficie de las demás, pues están extraordinariamente lejos. ¿Cómo determinar entonces su tamaño? Desde principios del siglo XIX se había pensado resolver este problema observando cómo las estrellas son ocultadas durante los eclipses lunares. La ocultación no es instantánea porque la estrella, aunque pequeña, tarda cierto tiempo en ser eclipsada completamente. La duración del eclipse depende
entonces del tamaño angular de la estrella, y midiendo lo primero se encuentra lo segundo. Como tantas otras cosas, este proyecto tardó en cristalizar debido a carencias tecnológicas, y no fue sino hasta el advenimiento de los sensores electrónicos de luz, los fotocátodos, cuando se obtuvo la primera medida confiable. En un trabajo publicado en 1954, cuya discusión se concentra en las características del sensor electrónico y en el procedimiento utilizado para analizar la señal, un grupo de investigadores sudafricanos informó que la estrella más brillante de la constelación del Escorpión, la roja Antares (de ahí su nombre, que significa rival de Marte), tiene un diámetro angular de 0.042 segundos de arco, el mismo ángulo que presenta una moneda de 2 centímetros de diámetro a una distancia de 100 kilómetros. Y sin embargo no es el menor diámetro angular que haya sido medido. Esta distinción le corresponde a Régulo, la estrella que reina en la constelación del León, que mide 0.00142 segundos de arco, ¡el tamaño angular demuestra moneda a una distancia de casi 3 000 kilómetros! Mediante la técnica de las ocultaciones lunares, y otra de cuño más reciente conocida como interferometría, se ha determinado el tamaño angular de 125 estrellas, entre ellas Betelgeuse, cuyo diámetro angular es de 0.042 segundos de arco. Dado que está a una distancia de 630 años luz, su radio es casi mil veces mayor que el solar, tal como se esperaba por su gran luminosidad. Betelgeuse es una supergigante entre las estrellas, y es el prototipo de la clase conocida, por razones obvias, como supergigantes rojas. Ligeramente menor que Betelgeuse es Arturo, que preside la constelación del Carro y es 26 veces mayor que el Sol. El tamaño de este último es parecido al de la mayor parte de las estrellas, como Sirio, cuyo tamaño angular de 0.0056 segundos de arco corresponde a un radio 1.8 veces mayor que el solar. En el extremo opuesto a las gigantes y supergigantes hay unas estrellas a muy alta temperatura, por lo que tienen un aspecto blancuzco, pero muy poca luminosidad. Su tamaño es similar al de la Tierra, y atinadamente se les llama enanas blancas. Pero hay objetos aún menores: las estrellas de neutrones tienen un diámetro de 15 kilómetros, las dimensiones de una ciudad de tamaño mediano, mientras que incluso carece de sentido hablar del radio físico de los hoyos negros.
LAS ESTRELLAS EN LA BÁSCULA El 20 de julio de 1969, el mundo "civilizado", entendido como aquel que tiene acceso a la televisión, veía fascinado cómo la humanidad daba sus primeros pasos, que en realidad eran pequeños brincos, sobre la superficie de la Luna. Por primera vez un ser humano experimentaba su peso en un cuerpo celeste diferente de la Tierra y, en este caso, se movió con mucha mayor ligereza, a pesar del equipaje que llevaba sobre la espalda. La ley de la gravitación universal lo explica, pues establece que la fuerza con la que se atraen dos cuerpos, su peso, aumenta en la misma proporción que la masa de cada uno de ellos. Como la masa de la Luna es decenas de veces menor que la de la Tierra, los 150 kilos terrestres del astronauta y su equipo se transformaron en menos de 25 kilos lunares. Por lo
tanto el peso, la fuerza que ejerce un cuerpo material sobre otro por el simple hecho de ser, es una manera de determinar la masa, en particular la de las estrellas. Los planetas giran interminablemente alrededor del Sol porque éste los atrae con su fuerza de gravedad, de lo contrario seguirían un camino recto hacia el vacío, como el martillo que sale disparado cuando el atleta deja ir la cadena con que lo sujeta. Los sistemas de dos o más cuerpos orbitantes se mantienen por la fuerza de gravedad que actúa a través de sus masas, y las características de sus órbitas; como el periodo y la separación entre los cuerpos, están determinadas por aquéllas. Newton, al darse cuenta de esto, y aprovechando los parámetros orbitales de los planetas que tienen satélites, calculó sus masas y la del Sol. La masa de este último es 330 000 veces mayor que la de la Tierra, que a su vez tiene una masa de ¡50 millones de billones de toneladas! Determinar la masa de las estrellas parecía imposible hacia la segunda mitad del siglo XVIII. Para hacerlo es necesario identificar sistemas orbitantes con dos o más estrellas, pero en esa época se creía que no existían. Nacido en la ciudad alemana de Hannover, entonces propiedad del imperio británico, William Herschel emigró a Gran Bretaña huyendo de la guerra. Ahí se colocó rápidamente como maestro de música, pero su afición a la astronomía le ganó un lugar en la historia. Herschel empezó a cobrar fama al descubrir Urano, aumentando así el número de los planetas que se conocían desde la antigüedad. Preocupado por el problema de las distancias, buscó pares de estrellas separadas por un pequeño ángulo. Pensaba determinar la paralaje de la estrella más cercana a nosotros, midiendo su desplazamiento con respecto a la más lejana. Encontró tantos sistemas dobles que tuvo que llegar a la conclusión de que en su mayor parte no se deben a un simple efecto de proyección, sino que están asociados físicamente por la fuerza de gravedad. A estos sistemas de estrellas dobles se les llama binarias. La idea ya había sido adelantada por Michell unos años antes, pero Herschel la desarrolló en 1782 y publicó un catálogo que incluía 269 estrellas dobles, añadiendo el ángulo que las separaba y la dirección de la línea imaginaria que las unía. Veinte años más tarde informó que la dirección de esta línea había cambiado en el sistema doble que contiene a Castor (Figura 12), la estrella más brillante de la constelación de los Gemelos. Con ello demostró conclusivamente que este sistema es binario, y de paso —por si aún había alguna duda— la universalidad de la ley de gravitación de Newton. Desafortunadamente no tuvo datos suficientes para determinar las masas de estas estrellas. En la actualidad se cuenta ya con tal información para un número importante de binarias, y con ella se ha encontrado que, por ejemplo, las masas de las estrellas del sistema V382 Cyg son 26.9 y 19 veces mayores que la del Sol, mientras que en L726-8 apenas son la décima parte de la masa solar. De gran interés resultó encontrar estrellas que giran regularmente alrededor de un objeto tan tenue, que sólo es posible distinguir —si acaso— con los más potentes telescopios. Una de estas estrellas es Sirio, para la que Bessel predijo en 1844 la existencia de una compañera de masa aproximadamente igual a la del Sol (la de Sirio es 2.3 veces
mayor). La predicción fue confirmada fotográficamente (ver adelante figura 29). En 1916 el astrónomo norteamericano Edward Barnard descubrió una estrella, la llamada de Barnard en su honor, que órbita alrededor de un cuerpo invisible. Se ha calculado que a su alrededor gira un par de cuerpos, de planetas, cuya masa es aproximadamente la mitad de la de Júpiter. En 1987 un grupo de investigadores encontró otras cinco estrellas que quizás tienen un sistema planetario asociado. Estos descubrimientos tienen importantes repercusiones en relación con la búsqueda de formas de vida inteligentes más allá de nuestro Sistema Solar. Por desgracia, a la distancia a que se encuentran las estrellas, es hasta ahora imposible obtener una imagen de los planetas que pudieran tener.
Figura 12. Krüger 60. Arriba en las tres fotos tomadas por Barnard en 1908, 1913 y 1920 (Observatorio de Yerkes). El cambio en la dirección de la línea imaginaria que une a las estrellas es evidencia suficiente de que se trata de un sistema de estrellas binarias.
LA GREY ESTELAR Como señalamos al principio de este capítulo, al observar el firmamento predominan las estrellas más tenues, que son en general las más distantes, y conforme usamos instrumentos más poderosos para ver el cielo, aumenta espectacularmente el número de las estrellas que observamos. Esto sugiere que son una infinidad, y que con telescopios cada vez más potentes sólo podremos penetrar más en un abismo sin fondo. Esto no es así, el Universo, aunque inmenso, es finito. Tal aseveración no se sostiene únicamente en argumentos filosóficos (también los hay para la afirmación opuesta), sino en argumentos físicos sólidos y observaciones cuidadosas que, por cierto, no consisten en la imposible e imprudente labor de contar cada una de las estrellas que hay en el Universo, sino en establecer de qué forma se agrupan, y determinar de cuántas estrellas se compone cada grupo. Nuestra especie tiene una imaginación muy fecunda, y al observar el firmamento ha creído que las estrellas se agrupan de manera tal que forman figuras, las constelaciones, que semejan personajes o implementos relacionados con nuestra experiencia cotidiana; un cazador (Orión), una balanza (Libra), un aguador (Acuario), etc. Estas figuras, tan caras a los astrólogos, son meros artificios que resultan del particular punto de vista desde donde vemos el firmamento. No son en sí mismas una prueba de que las estrellas que las componen estén realmente agrupadas, ya que pueden hallarse a muy diversas distancias. Consideremos la constelación de Orión (Figura 13). La distancia a Betelgeuse es de 630 años luz, la que hay a Rigel es de 900 años luz, mientras que las estrellas que forman el cinturón del cazador —d, e y x Ori— distan entre 1 300 y 1 450 años luz de nosotros. Es claro que la constelación no es una entidad físicamente relacionada, aunque partes de ella, como las tres estrellas del cinturón, podrían efectivamente tener un origen común. Por otro lado, un observador que las viera desde un ángulo que difiriera en 900 del nuestro, difícilmente distinguiría la figura del cazador.
Figura 13. Posición espacial real de algunas de las estrellas de la constelación y su proyección en la bóveda celeste. El lector puede hacer el ejercicio imaginario de observarlas desde un punto de vista distinto para comprobar que la figura del cinturón visto se da sólo desde nuestra posición en el espacio. Las estrellas, los cuerpos materiales, no se agrupan caprichosamente en figuras. Lo hacen debido a los dictados de las fuerzas de la naturaleza, entre los que destaca la fuerza de gravedad, por la cual los árboles, las aguas, el aire y nosotros mismos, permanecemos adheridos a la Tierra. En ella reside la génesis de nuestro planeta, el Sol y las incontables estrellas. Por ella permanece la Luna al lado de la Tierra, los planetas giran alrededor del Sol, y hay estrellas agrupadas en pares o tercios. Otras asociaciones estelares, llamadas cúmulos abiertos, pueden contener hasta miles de estrellas, y espectaculares enjambres, los cúmulos globulares, comprenden cientos de miles (Figura 14 (a)). ¿Hasta dónde llegan estos agrupamientos?, ¿cuántas estrellas pueden incluir?, ¿existe un orden jerárquico en las asociaciones estelares? y, si existe, ¿cuál es éste? En las noches de verano el firmamento se engalana con un cinturón de luz. Un observador primerizo probablemente dirá que está hecho de nubes, que es una serpiente de nubes, como creían los nahoas. Se trata de la Vía Láctea, que, como Galileo descubrió al apuntar su telescopio hacia ella, está compuesta por una multitud de estrellas. Herschel fue el primero en cuantificar la forma de esta banda o disco, contando el número de estrellas en sectores escogidos del firmamento, y suponiendo que las estrellas más débiles están más alejadas. De este modo produjo la primera representación tridimensional de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Las galaxias son los mayores conglomerados de estrellas; la nuestra tiene un diámetro de 150 mil años luz, un grosor de 1000 años luz, y contiene alrededor de cien mil millones de estrellas. El Sol reside en un sitio intermedio de la galaxia, que no es la única ni la mayor de las muchas que existen.
Figura 14. (a) Cúmulo globular M 15. (b) Galaxia de Andrómeda y sus dos galaxias satélites (las concentraciones de luz mas cercanas a Adrómeda). (c) Sector del cmulo galáctico de Hécules. (d) Mapa de una región del universo. Cada punto —invisible a la escala de la fotografía— es una galxia. En esta foto están representadas millones de ellas. Se puede observar que, a gran escala, el Universo presenta regiones en donde casi no hay galaxias. En 964 apareció el Libro de las estrellas fijas, obra del astrónomo árabe Al-Sufi, en el que se reporta la existencia de una "pequeña nube" en la constelación de Andrómeda. Una serie de fotos tomadas por el astrónomo británico Isaac Roberts mostraron que esta "pequeña nube" era en realidad un cuerpo enorme de forma espiral (Figura 14 (b)). Al mostrar sus fotos a la Asamblea Real de Astronomía, efectuada en Londres en 1888, más de un asistente exclamó que se trataba de un sistema planetario en formación, como lo habían imaginado Kant y Laplace 100 años antes. Al igual que todas las estrellas y objetos de aspecto nebular, se creyó que la nebulosa de Andrómeda era parte de nuestra Vía Láctea, ya que "ningún investigador competente [...] puede ahora sostener que exista una sola nebulosa que sea un sistema rango comparable a la Vía Láctea" (Agnes Clerke, historiadora y astrónoma, 1890). Esta creencia fue pulverizada treinta y tres años después por Edwin Hubble, que de boxeador aficionado de peso completo pasó a ser un peso completo en la historia de las ideas. Usando un importante trabajo de Henrietta Leavitt, astrónoma del Observatorio de Harvard, demostró que el objeto nebuloso de Andrómeda está a una distancia —2.2 millones de años luz— mucho mayor que el tamaño de nuestra galaxia y, por tanto, que constituye un sistema estelar equivalente. El descubrimiento de Hubble amplió súbitamente el tamaño del Universo, e inició una era en la que por fin se pudo plantear la cuestión del origen del Universo más allá de mitos y creencias religiosas. Se piensa que la Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda son extremadamente parecidas en su forma y contenido estelar. Más aún, ambas tienen a su vez galaxias satélites; las de Andrómeda se pueden ver en la figura 14 (b), las de nuestra galaxia —las nubes de Magallanes— son el gran espectáculo nocturno del hemisferio sur. Esto significa que también existen agrupaciones de galaxias, siendo las más sencillas los pares o tercetos. Sin embargo no termina ahí la organización jerárquica del Universo. La Vía Láctea y Andrómeda son las dos galaxias más grandes de un conjunto de al menos 20 galaxias asociadas en lo que los astrónomos conocemos como Grupo Local. Y ya en la palabra local puede el lector adivinar que el Universo se extiende y organiza a escalas aún mayores; en cúmulos de varios miles de galaxias y cuyo diámetro es de decenas de millones de años luz (Figura 14 (c)), y en cúmulos de cúmulos —supercúmulos— de cientos de millones de años luz de diámetro, que contienen cientos de miles de galaxias y miles de millones de estrellas cada una (Figura 14 (d)). Una sensación de insignificancia e invalidez produce contemplar por vez primera este panorama. Con el tiempo esta sensación va acompañada de una revalorización de nuestra inteligencia, que se agiganta alcanzando regiones cada vez más remotas,
superando las limitaciones que creemos tener; "¡Oh, cuán grande es su profundidad!, ¿quién podrá llegar a sondearla?" (La Biblia, Eclesiastés VII.25).
EL GRAN RESUMEN DE HERTZSPRUNG Y RUSSELL En las secciones anteriores se han presentado las características físicas básicas de las estrellas, sin intentar establecer relaciones entre ellas. Son pasos necesarios pero insuficientes para entenderlas. Ahora debemos reunir estos fragmentos de información —la temperatura, la luminosidad, la masa, el radio, la rotación, su composición química, la distribución y el movimiento espacial, etc.— y establecer relaciones entre ellos para desarrollar una representación global de las estrellas, la que debe ser congruente con leyes físicas ya escritas o, en su defecto, propiciar el desarrollo de las del porvenir. Hacia 1900 existía un rico caudal de información sobre distintos aspectos de las estrellas, en particular acerca de su temperatura, su comportamiento espectral y su luminosidad intrínseca. El momento era propicio para intentar una primera síntesis. Ésta fue emprendida por el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung, que relacionó la luminosidad intrínseca con la temperatura. Publicó sus conclusiones en 1905 y 1907 en una revista alemana de fotografía científica y escasa circulación, por lo que su trabajo pasó inadvertido hasta que Henry Russell, director del observatorio de la Universidad de Princeton, llegó independientemente al mismo resultado siete años más tarde. Este quedó plasmado en el diagrama llamado de Hertzsprung-Russell, o diagrama HR (Figura 15), en el que se expone en forma gráfica la luminosidad de una estrella (eje vertical, la luminosidad aumenta hacia arriba) como función de su temperatura (eje horizontal, la temperatura aumenta hacia la izquierda). Su gran descubrimiento consistió en encontrar que la temperatura y la luminosidad intrínsecas tienen una relación precisa, delimitando regiones bien definidas del diagrama HR. La mayor parte de las estrellas, incluido el Sol, ocupan una franja que corre de abajo a la derecha (baja luminosidad y temperatura) hacia arriba a la izquierda (alta luminosidad y temperatura). Esta franja recibe el nombre de secuencia principal. La masa y el radio de las estrellas que están en la secuencia principal también aumenta al desplazarnos en la misma dirección; las estrellas menos masivas y más pequeñas son, como es de esperarse, relativamente frías y poco luminosas, y a los casos extremos se les llama enanas rojas. Por ejemplo, la estrella de Barnard tiene una temperatura de 3 000 grados, y su luminosidad, masa y radio son siete, dos y dos veces menores que las cantidades correspondientes en el Sol. El extremo opuesto de la secuencia principal lo ocupan las estrellas calientes, muy luminosas, y de gran masa y tamaño. Un ejemplo de estas gigantes azules es Spica, la mano derecha de la constelación de la Virgen, que tiene una temperatura de 30 000 grados, es casi cien mil veces mas luminosa que el Sol, y su masa y radio son diez veces mayores. Es importante recalcar que la abrumadora mayoría de las estrellas están colocadas sobre la
secuencia principal, y señalar que la mayor parte de ellas se hallan colocadas en la parte inferior derecha de la secuencia principal; es decir, abundan las que son de poca masa. Estas dos características del diagrama HR son de importancia medular para las teorías de formación y evolución estelar.
Figura 15. Diagrama de Hertzsprung-Rusell. La temperatura está representada en el eje horizontal y aumenta hacia la izquierda. La luminosidad aumenta hacia arriba. Los tamaños relativos de las estrellas están representados en la figura. Las marcas de masa (en unidades solares) son sólo válidas para la secuencia principal, que es la traza principal. Las gigantes y supergigantes están arriba a la derecha, las enanas blancas abajo a la izquierda.
Hay otras regiones del diagrama en donde también se acumulan estrellas: la parte superior derecha está poblada por astros muy luminosos a temperaturas que van desde los 15 000 hasta los 3 000 grados, supergigantes como Rigel y Betelgeuse. Otras, no tan grandes y luminosas como las supergigantes, como Arturo y Antares por ejemplo, ocupar la región de las gigantes. Como veremos, las gigantes y supergigantes se encuentran en una fase evolutiva posterior a la de secuencia principal; las primeras provienen de objetos hasta cinco veces más masivos que el Sol, las segundas de gigantes azules como Spica. Poco luminosas y en general a altas temperaturas, las enanas blancas están colocadas en la parte inferior izquierda del diagrama. Esta región corresponde al cementerio estelar, ya que las enanas blancas son estrellas en vías de extinción. Las consecuencias del diagrama HR son de fundamental importancia para comprender la constitución, estructura, origen, evolución y muerte de las estrellas. No hay teoría sobre alguno de estos temas que no se refiera a este diagrama. Dado que las estrellas son a su vez el ápice sobre el que descansa el edificio mismo de la astronomía, podemos afirmar sin asomo de duda que el diagrama HR es la piedra de Rosetta de esta disciplina.
III. GESTACIÓN
COLINDANDO con el círculo polar ártico, a mitad de camino entre Europa y América, se extiende Islandia. Debido a su extrema posición geográfica, el Sol nunca pasa por el cenit en esta isla, y todos los días del año hace su curso inclinado hacia el sur, dirección en la cual también se concentran las estrellas. Estas circunstancias quedaron plasmadas en los mitos de los vikingos, que colonizaron Islandia hace unos 1 200 años. Para ellos, en un principio sólo existían dos regiones: el gélido mundo de las sombras al norte, y hacia el sur, por donde se pasea el Sol, la tierra del fuego. Del contacto entre estas dos regiones surgió el primer ser, el gigante Ymir. Con sus despojos, tres de sus descendientes —Odin, Vili y Ve— crearon el mundo tal como lo conocemos. Sobre cuatro grandes pilares levantaron su cráneo y con él se hizo la bóveda celeste. En ella se incrustan las estrellas, que son las chispas que vuelan de la tierra del fuego situada hacia el sur. Notablemente menos dramática, e infinitamente más convincente, es la explicación actualmente aceptada sobre la gestación de las estrellas, que coincide en términos generales con la hipótesis que Kant y Laplace plantearon hace cerca de doscientos años: las estrellas se forman a partir de una nube de gas en contracción debido a la fuerza de gravedad. Este capítulo está dedicado a explorar el complicado problema de la formación de las estrellas en términos de la hipótesis anterior. Como se verá, aunque ésta es conceptualmente sencilla, plantea algunas cuestiones que tardaron en resolverse, y otras que aún hoy son problemáticas. En primer lugar, pasaron varios años antes de que se pudiera encontrar el gas que se contrae para convertirse en una estrella. En segundo lugar, la gravedad no actúa aisladamente, y hay otras fuerzas que se resisten a ella. El papel que desempeñan tales fuerzas es todavía objeto de investigación. Finalmente, las pruebas observacionales sobre las que se apoya la hipótesis de la contracción gravitacional son aún insuficientes e incluso ambiguas. Aquí presentaremos estos tres problemas, empezando por el descubrimiento del material y las regiones en donde ocurre la formación estelar.
ARCILLA PARA HACER ESTRELLAS ¿Existe algún material entre las estrellas? Esta pregunta es ciertamente extraña, pues al volver la vista hacia arriba son las estrellas las que capturan nuestra atención, no el negro telón que las envuelve. No sorprende entonces que esta cuestión no interesara mayormente a los astrónomos sino hasta principios de este siglo, una vez que la posibilidad de que hubiera algo se hizo manifiesta. Se había reconocido la existencia de brillantes velos asociados a conglomerados estelares desde 1610. En ese año, Galileo le prestó uno de sus telescopios a un amigo, quien lo apunto hacia lo que parecía ser la estrella central de la espada de Orión, y encontró que ésta era en realidad un conjunto de cuatro estrellas, llamado el Trapecio de Orión, rodeado por un espectacular velo, la nebulosa de Orión (Figura
16). A lo largo de los siguientes doscientos años se descubrieron cientos de estos velos, pero no fue sino hasta que se desarrolló la espectroscopía cuando se determinó su naturaleza. En 1864, William Huggins encontró una línea de emisión en uno de ellos. Esta línea es similar a las que produce una lámpara de gas incandescente. La analogía lo llevó a concluir que al menos algunos de estos velos son nebulosas compuestas de gas. El resultado fue importante, pues demostró que el Universo no sólo está poblado de estrellas. Un clérigo escocés llamado Thomas Dick, había escrito en 1840 que "esa materia luminosa [...] es el material del que nuevos soles y mundos se forman". Sin embargo, la cantidad de gas que contienen las nebulosas, así como las condiciones físicas del mismo, no son ni con mucho suficientes para que de él se formen estrellas, pues gran parte es el residuo que quedó tras haberse formado las estrellas calientes embebidas en la nebulosa, las que la iluminan le dan su magnífica apariencia. Se había descubierto gas en el Universo, pero faltaba ver si había suficiente, y en condiciones adecuadas, para hacer nuevas estrellas.
Figura 16. Nebulosa de Orion (D. Malin y P. Murdin, telescopio angloaustraliano). Algunos astrónomos del siglo pasado preveían la posibilidad de que hubiera grandes cantidades de gas fuera de las nebulosas, en el vasto espacio que separa las estrellas. Friedrich Struve, fundador de una notable familia de astrónomos, y el padre Angelo Secchi, que pensaba en "nebulosas obscuras que vagan por la inmensidad del Universo" fueron dos de los más notables. Pero la primera evidencia clara de la existencia de gas interestelar fue presentada hasta 1904, cuando Johanes Hartmann, entonces astrónomo en Postdam, obtuvo el espectro del sistema binario d Orión. Debido al movimiento de rotación del sistema, las líneas de absorción provenientes del mismo se desplazan alternadamente al rojo y al azul, una consecuencia del fenómeno conocido como efecto Doppler. El ejemplo más socorrido de este efecto es el cambio de tono que ocurre cuando una sirena, como la de una ambulancia, se mueve con respecto a nosotros (Figura 17).
El sonido es agudo cuando se acerca, ya que aumenta la frecuencia, y se torna grave al alejarse, puesto que ésta disminuye. Del mismo modo aumenta la frecuencia de las ondas luminosas emitidas por una estrella que se mueve hacia nosotros, y el espectro estelar, incluidas las líneas de absorción, se corre hacia el azul. Si la estrella se aleja, el espectro se desplaza hacia el rojo. En el sistema observado por Hartmann, las líneas de absorción se corren al rojo cuando la estrella que las produce se aleja, y hacia el azul cuando se acerca. La mayor parte de las líneas presentan este efecto. Pero notó que un par de ellas, debidas al calcio ionizado, se mantenían fijas, por lo que dedujo que el material que las producía no participaba en el movimiento del sistema. Hartmann concluyó que este material es un medio gaseoso, ionizado y relativamente caliente, situado entre d Orión y nosotros. La densidad de este medio interestelar es muy baja; una caja de cerillos llena de aire, contiene tanta masa como un cubo de 100 kilómetros por lado lleno de gas interestelar. Pero como la escala de distancias en nuestra galaxia es tan inmensa, la cantidad de gas contenida en ella es enorme. De hecho, es suficiente como para producir un enorme número de estrellas, pero es tan tenue y caliente que parece imposible que en él se inicie la contracción gravitacional.
Figura 17. Efecto Doppler. Cuando la fuente luminosa, en este caso un foco, se acerca al observador (arriba), las ondas se comprimen y la luz se corre al azul. Al alejarse (abajo), las ondas que emite se dilatan y la luz se enrojece. Este descubrimiento tuvo poco impacto en su época. La importancia del medio interestelar fue reevaluada a raíz de un problema con el que no guardaba ninguna relación aparente. Hacia 1930 se había determinado el diámetro de numerosas galaxias, y en todos los casos se encontró que éste era considerablemente más pequeño que el calculado para la nuestra. Parecía renacer la posibilidad de que el
ser humano habitara en un sitio de características excepcionales en comparación con el resto del Universo, situación difícil de aceptar dentro del marco de la ciencia. El diámetro de la Vía Láctea había sido calculado por el astrónomo estadunidense Harlow Shapley utilizando la distribución espacial de los cúmulos globulares, enjambres de cientos de miles de estrellas. Shapley supuso correctamente que los cúmulos globulares están distribuidos simétricamente en la galaxia, y determinó su tamaño usando las distancias a las que se creía que estaban los cúmulos. Estas habían sido calculadas mediante la ley del cuadrado inverso (ver capítulo II), suponiendo que el medio interestelar es transparente, es decir, prácticamente vacío. Bajo esta hipótesis, el brillo sólo se atenúa por efecto de la distancia. Pero si el medio no es transparente, el brillo también disminuye debido a la absorción de la luz, de modo que un objeto lejano cuya luz no es absorbida, conserva su brillo si lo colocamos a una distancia menor en un medio en el que la luz es atenuada. En un trabajo publicado en 1930, Robert Trumpler, del Observatorio de Lick en California, demostró que el material interestelar absorbe fuertemente la luz y, por lo tanto, que la distancia a los cúmulos globulares, y en consecuencia el tamaño de nuestra galaxia, eran menores de lo que se había pensado. Con esta nueva consideración, se halló que el diámetro de la Vía Láctea es similar al de otras galaxias, restituyéndose así el principio científico de que la humanidad no ocupa una posición de excepción en el Universo. El trabajo de Trumpler revitalizó la investigación sobre las propiedades del medio interestelar, no sólo por resaltar su importancia, sino porque además reveló la presencia de polvo en este medio. Las propiedades del polvo interestelar no son del todo distintas a las del molesto polvo casero; por ejemplo, dispersa más eficientemente la luz azul que la roja, razón por la cual el Sol se ve rojizo de mañana y al atardecer. Al dispersar preferentemente el color azul, el polvo interestelar hace que veamos las estrellas más rojas (o menos azules) de lo que en realidad son. El descubrimiento del polvo sugirió, además, que el medio interestelar dista de ser uniforme, que tiene estructura y diversas componentes. El desarrollo de nuevas tecnologías ha sido fundamental para precisar las propiedades del medio interestelar. Particularmente valiosa para la astronomía ha sido la labor de los laboratorios Bell, fundados por Alexander Graham Bell, inventor del teléfono. Estos laboratorios se han concentrado en diversos aspectos de la telecomunicación, entre ellos los relacionados con ondas de radio. En 1931, uno de sus empleados, Karl Jansky, trabajaba en la localización de las fuentes de estática o ruido de fondo en las comunicaciones a través de ondas de radio. Construyó una antena que recordaba en su forma el ala de un viejo avión, y con ella pudo encontrar varias fuentes de ruido asociadas a la actividad atmosférica terrestre. Su gran hallazgo fue darse cuenta de que la fuente que producía un ruido débil y uniforme era una región de la Vía Láctea situada en la constelación de Sagitario, el centro de nuestra galaxia.. Con su antena, Jansky fue el primero en "ver" el Universo en ondas de radio, hecho que causó gran sensación. Pero, en esencia, abrió el mundo de la astronomía más allá de lo que ven nuestros ojos, demostrando que el Universo puede ser inspeccionado mediante la luz no visible,
como el radio, puesto que es una rica fuente de radiación en todas las frecuencias (rayos g, rayos X, ultravioleta, óptico, infrarojo y radio). A pesar de su importancia y del gran impacto que tuvo en la opinión pública, las consecuencias del trabajo de Jansky tardaron en ser apreciadas por los astrónomos. Antes de que las antenas de radio, o radiotelescopios, fueran una herramienta común de la astronomía, Hendrich van de Hulst predijo en 1944, desde su nativa Holanda ocupada por los nazis, que el medio interestelar podía ser una poderosa fuente de radio. Previó que la radiación producida por una línea del hidrógeno neutro o atómico, cuya longitud de onda es de 21 centímetros, es particularmente intensa. Siete años después, en un clima político menos agitado, se llevó a cabo el experimento que confirmó su predicción. Una fracción de este medio neutro permea todo el espacio, y tiene una densidad comparable a la del gas en donde se encontró calcio ionizado. Pero la mayor parte del hidrógeno atómico se densidad al menos veinte veces superior, y reside en nubes frías (a unos 200 grados centígrados bajo cero) que, parafraseando a Secchi, "vagan por la inmensidad del Universo". El descubrimiento de estas nubes relativamente densas no causó sorpresa. Desde fines del siglo XVIII se habían encontrado regiones en el cielo en donde, repentinamente dejan de verse estrellas (Figura 18). Para Herschel, estos "hoyos estelares" eran "grandes cavidades [producidas] por la aglomeración de estrellas en dirección de los grandes centros que las atraen". Esta opinión perduró entre algunos astrónomos hasta principios de este siglo, principalmente en la voz del brillante astrónomo amateur Edward Barnard, el descubridor de la famosa estrella alrededor de la que parecen girar dos planetas. En cierta ocasión envió un artículo a la revista Knowledge, y el editor, Andrew Raynard, decidió contestar las opiniones de Barnard en un editorial en el que afirmaba que: "Las probabilidades en contra de tal arreglo [los hoyos estelares] con respecto a la posición de la Tierra [...] demuestran conclusivamente que los espacios son regiones de material absorbente." Raynard, y Secchi antes de él, tenían razón: los "hoyos estelares" son producidos por grandes nubes, incluso mayores que las de hidrógeno atómico, que bloquean la luz de todas las estrellas situadas tras ellas. Su densidad es al menos mil veces mayor que la de las nubes de hidrógeno atómico, y su temperatura unas tres veces menor. Están formadas por una gran cantidad de polvo, pero sobre todo por átomos de hidrógeno, ya no independientes, sino agrupados, formando una molécula. Por esta razón se les llama nubes moleculares. En 1937 se identificó la primera molécula interestelar, el CH, mediante espectroscopía óptica. Pero fue con la radioastronomía como se pudo percibir la gran diversidad del mundo molecular en el espacio interestelar. Hasta 1981 se habían identificado alrededor de 50 especies moleculares, algunas tan sencillas como el hidróxido (OH), el cianógeno (CN), y el monóxido de carbono (CO), y otras de estructura sumamente compleja: amoniaco, alcoholes como el etanol y el metanol, y aldehídos compuestos de hasta 10 átomos, cuya estructura es similar a la del responsable de los efectos del pulque.
Figura 18. Regiones del firmamento en donde disminuye notablemente el número de estrellas que podemos contar debido a la presencia de grandes nubes opacas de gas y polvo (B. Bok. 1978. Publications of the American Society of the Pacific, vol. 90, pág. 489). A primera vista causa cierta sorpresa encontrarse con tantas moléculas, pues el medio interestelar es extraordinariamente hostil a su formación debido a que una cantidad enorme de rayos cósmicos y de radiación de gran energía lo atraviesa continuamente. Parece difícil que en el interior de las nubes moleculares haya podido fluctificar la maravillosa variedad de este zoológico molecular, puesto que si bien son muy densas en el contexto del medio interestelar, son excepcionalmente tenues en relación con el mejor "vacío" que podamos obtener con la más potente bomba industrial. Como tantas otras cosas en astronomía, la respuesta está en las dimensiones involucradas; el tamaño de las nubes moleculares es entre 3 y 300 años luz, de modo que la radiación y los rayos cósmicos que pululan en el medio que las rodea son absorbidos en las capas externas de la nube, protegiendo el crisol interno en donde pausadamente se realizan las reacciones químicas que producen las moléculas. Por lo mismo, la masa de las nubes moleculares es entre diez y un millón de veces la del Sol. Suficiente como para formar un gran número de estrellas, y aun dejar suficiente material para la formación de nebulosas brillantes. Más aún, su densidad y temperatura son adecuadas (alta y baja respectivamente) para que se realice con éxito la formación estelar. De hecho, cerca del 5% del material que compone nuestra galaxia es gas y polvo interestelar. Es seguro que en el pasado era mayor este porcentaje. De este material se crearon y continúan creándose estrellas. La estructura misma del medio interestelar sugiere cuál debe ser el sitio en donde ocurre el proceso de formación estelar. Los centros densos hacia los que fluye el material que se condensa y termina por convertirse en una estrella parecen residir en el interior de
las nubes moleculares. Estas se forman a su vez de la condensación o agregación de nubes de gas atómico, que por su parte crecen con el material del medio más difuso y tenue del medio interestelar. Por último, el material difuso proviene del origen mismo del Universo, pero también, como veremos en este libro, de las propias estrellas que, durante su evolución, pierden gas continua y pausadamente a través de los vientos estelares. Al concluir su ciclo vital, eyectan una fracción apreciable de su masa, a veces mediante explosiones conocidas como supernovas. Sin embargo, la cantidad de masa que las estrellas devuelven al medio interestelar, que va a ser a su vez utilizada para crear una nueva generación de estrellas, es siempre inferior a la que se usó al gestarlas. En un proceso irreversible, la cantidad de gas y polvo en el Universo continuará decreciendo hasta desaparecer, y llegará el lejano día en que no se formarán más estrellas.
SOBRE EL ORIGEN DE LAS ESTRELLAS A TRAVÉS DE LA CONTRACCIÓN GRAVITACIONAL La presencia de una región condensada hacia la cual "cae" el resto del gas por efecto de su propio peso, es un ingrediente necesario para la creación de una estrella. Sin embargo no es suficiente, pues hay diversas fuerzas que se resisten a la contracción de la nube. En primer lugar, el gas se comprime y calienta al contraerse, y así aumenta la presión dentro de la nube. Esta presión actúa en dirección opuesta a la gravedad, y retarda la contracción, e incluso puede volverla imposible. Para que proceda, es necesario que el gas se enfríe de alguna manera. La forma en que lo hace opera a escala microscópica, a través de choques entre las partículas que lo componen; en el proceso de enfriamiento son particularmente importantes los átomos y las moléculas de carbono. Cada colisión produce cierta cantidad de energía luminosa. Si la luz no es absorbida por alguna otra partícula y escapa al medio externo, la nube se enfría y la contracción continúa. De este modo aumenta la densidad en la nube, y en consecuencia la fuerza de gravedad y la frecuencia suceden estas colisiones. El gas se podría seguir enfriando, y por lo tanto contrayendo, de no ser porque la densidad llega a ser suficientemente alta como para impedir que la luz salga de la nube. Cuando esto ocurre, la nube se calienta, hasta que su presión se equilibra con la fuerza de gravedad, y se detiene la contracción. La presión térmica del gas no es el único obstáculo para la formación estelar. Por ejemplo, la nube se encuentra empapada de un campo magnético que se resiste a ser comprimido. De mayor envergadura es el problema que se presenta cuando el gas se halla en rotación, lo que sin duda ocurre en todas las nubes moleculares. Como una patinadora o bailarina que cierra sus brazos al girar, la velocidad de rotación aumenta al disminuir el tamaño de la nube, y con ello la tendencia del gas a disgregarse. En términos científicos, aumenta la fuerza centrífuga, y ésta puede impedir totalmente la gestación de la estrella, o bien disgregar la nube en multitud de fragmentos. Estos últimos se pueden convertir a su vez en centros de
nucleación, alrededor de los que se seguiría apilando el material necesario para crear una estrella. Si es así, la nube matriz se transforma en un conjunto de nubecillas menores, cada una de ellas capaz de gestar al menos una estrella. Es decir, cuando la fuerza centrífuga es determinante, el proceso de formación estelar conduce de manera natural a la formación de binarias o sistemas múltiples de estrellas. El hecho de las aisladas sean minoría indica que la rotación es fundamental en la formación estelar. La rotación de la nube también puede ocasionar que el gas se desparrame en un disco, del que se pueden formar planetas y otros cuerpos, tal como Kant y Laplace sugirieron dos siglos atrás. Se cree que uno de estos discos fue observado recientemente alrededor de la estrella en la constelación Pictoris (Figura 19). Es necesario señalar que el problema de la rotación no se resuelve necesariamente con la fragmentación de la nube. Puede subsistir aun entre los fragmentos más pequeños, por lo que se han realizado y continúan realizándose diversas investigaciones para resolver esta cuestión. Curiosamente, el principal agente mediante el cual se disipa la energía rotacional parece ser el campo magnético.
Figura 19. Imagen en frecuencias de radio del disco protoplanetario que rodea a la estrella Beta Pictoris. El tamaño del disco es de 400 UA. (B.A. Smith y R.J. Terrile. 1984. Science, vol. 226, p. 1421). Como vimos en el capítulo anterior, existe una amplia gama de masas y tamaños entre las estrellas observadas. Al contar el número de estrellas que hay en cada intervalo de masa (digamos, cuántas hay que tengan entre 1 y 2 veces la masa del Sol, cuántas entre 2 y 3 veces, etc.) nos encontramos con una distribución que no es ni homogénea ni errática, y muestra un claro predominio de las estrellas menos masivas (Figura 20). Este predominio está relacionado con la evolución estelar, puesto que las estrellas menos masivas tienen una existencia más prolongada
(ver el capítulo IV). Por lo tanto, en los miles de millones de años que han transcurrido desde que se formaron las primeras estrellas se han ido acumulando aquellas que más perduran, que son las más pequeñas. Sin embargo, la evolución estelar no es suficiente para explicar la distribución de masas observadas, y es necesario concluir además que por cada tres estrellas de tipo solar, se forma una diez veces mas masiva.
Figura 20. Número relativo de estrellas (eje vertical) como función de su masa (eje horizontal, en unidades solares). Del diagrama es evidente que sólo la menor parte de las estrellas tienen una masa superior solar. ¿A qué se debe la tendencia a formar estrellas de baja masa? ¿Qué propiedades de la nube molecular primigenia conducen a la creación de estrellas masivas, y cuáles son adecuadas para la formación de estrellas como el Sol? Existen varias respuestas posibles. En primer lugar, si la nube se enfría con gran eficiencia, y esto depende sobre todo de la cantidad de carbono que contenga, el colapso de la nube matriz se lleva a cabo antes de que se fragmente, formándose así una estrella masiva. Dado que preferentemente se forman estrellas poco masivas, se sigue que es posible que las nubes moleculares no tienen el suficiente carbono como para enfriarse eficientemente. Otra alternativa es la fuerza centrífuga; como vimos antes, si es excesiva ocasiona la fragmentación de la nube matriz, y por lo tanto la formación de estrellas de menor masa. Finalmente, se han formulado teorías según las cuales son las propias estrellas las que determinan cómo serán las de la siguiente generación. El medio que rodea a las estrellas masivas es sacudido violentamente por éstas, pues producen una cantidad inmensa de energía. Consecuentemente, la nube molecular puede ser destruida si las primeras estrellas que allí se forman son muy masivas. En este caso se forman pocas estrellas, todas ellas de gran masa. Por el contrario, si la primera
generación es de estrellas pequeñas, la nube molecular sobrevive, y continúa la formación de nuevas estrellas.
PRUEBAS ESQUIVAS Y EVIDENCIAS AMBIGUAS No hay duda de que la formación estelar se realiza dentro de nubes de gas, sobre todo en las moleculares. En el cielo podemos encontrar un sinnúmero de regiones en donde cúmulos de estrellas muy jóvenes coexisten con grandes extensiones de gas. Apuntamos que la nebulosa de Orión es una de estas regiones, y lo mismo podemos decir de las Pléyades, en donde las estrellas parecen reposar entre vapores (Figura 21). Sin embargo, las estrellas de las Pléyades se formaron desde hace ya unos cincuenta millones de años. Para penetrar en el enigma de la formación estelar es necesario localizar objetos y regiones en donde este proceso se esté llevando a cabo. Es decir, hay que ver hacia el interior de las nubes moleculares, puesto que ahí es dónde ocurre la génesis estelar. Podemos nuevamente referirnos a Orión, que como el lector habrá notado, es un punto de referencia para múltiples aspectos de la astronomía. Detrás de las estrellas del Trapecio, aproximadamente a un año luz de ellas, yace un cúmulo de objetos compactos inmersos en una gran nube molecular (Figura 22). Debido a la gran cantidad de material que los rodea, su luz visible es atrapada en el interior de la nube, por lo que fueron descubiertos mediante estudios realizados a frecuencias menores, en las que la absorción es más reducida. Al brillar con luz propia, la energía de estos cuerpos calienta el polvo circundante que, como una pista de asfalto, reemite esta energía en el infrarrojo. El cúmulo infrarrojo de Orión está compuesto de diez objetos aproximadamente, que se cree son embriones estelares formados hace apenas 100 000 años, casi un instante cósmico. Estos embriones son la segunda generación de estrellas que se ha nutrido de la gran nube molecular, en cuyo interior es posible que se estén gestando las del porvenir.
Figura 21. Las Pléyades. Al rededor de estas estrellas jóvenes —se formaron hace unos 50 millones de años— se puede ver el velo luminoso producido por el gas que quedó después de su gestación.
Los embriones de Orión probablemente están muy cerca de convertirse en astros. A lo sumo en un millón de años más se empezarán a producir en su interior las reacciones termonucleares que caracterizan a las estrellas. Sin embargo, no adquirirán la apariencia típica de éstas sino hasta transcurrido otro millón de años, cuando la estrella y sus alrededores estén plenamente asentados. Es posible que el Sol, durante esta fase, fuera unas cinco veces más grande y sustancialmente más luminoso. Junto a él, quizá rodeándolo, se hallaba la nube molecular de la que se creó. Y girando en torno al primitivo Sol, un disco relativamente grueso, que con el paso de cientos de milenios se fue aplanando y concentrando en condensaciones menores que devinieron en planetas. El soviético Ambartsumyan propuso en 1949 que la llamada estrella T de la constelación del Toro, era una protoestrella en su fase de asentamiento. Desde entonces se han encontrado cientos de ellas, y se les conoce con el nombre genérico de estrellas de tipo TTauri. Esparcidas dentro de cada nube molecular, puede haber un gran número de estrellas T-Tauri. Algunas son visibles en el óptico, pero otras, inmersas en lo más denso de la nube molecular, sólo pueden ser observadas a menores frecuencias, en particular en el infrarrojo.
Figura 22. Esquema tridimensional de la nebulosa de Orión. En el borde están las estrellas del trapecio que iluminan la nebulosa, y más adentro, sumergido en la nube molecular, un cúmulo de estrellas recién gestadas que sólo puede ser observado en el infrarrojo. La flecha apunta hacia la tierra. Contra lo que pudiera esperarse, hasta la fecha sólo se han podido encontrar movimientos de expansión en las regiones de formación estelar. Estos ocurren a todas las escalas y con una prodigalidad asombrosa. A la menor escala, se ha comprobado que una gran cantidad de masa escapa de las estrellas T-Tauri a velocidades entre 200 y 300 km/s. Este fenómeno se da en todas las estrellas, incluso el Sol, y se le conoce como viento estelar. A escala de la nube molecular,
se han hallado evidencias claras de movimientos de alejamiento de la región central, en las estructuras conocidas como flujos bipolares. En 1950, el mexicano Guillermo Haro descubrió en Tonantzinda la existencia de pequeñas nubecillas ópticas en los bordes de las nubes (Figura 23), a las que posteriormente se les llamó objetos Herbig-Haro. Años más tarde se encontró que éstos también se están expandiendo. Existen diversas teorías que, dentro del marco de la formación estelar por contracción gravitacional, explican desde el viento de la estrella TTauri, hasta la expansión de regiones de mayor escala, estas últimas por medio de este viento, que contiene suficiente energía para "empujarlas" hacia afuera. Sin embargo, aunque periódicamente se presentan pruebas marginales, no existe aún una observación que demuestre de modo convincente que hay material en contracción, que sería una prueba irrefutable a la teoría del origen de las estrellas a través de la contracción gravitacional.
Figura 23. Región de formación estelar Herbig-Haro 1 y 2. En el centro de la región yace una estrella oculta por un disco de gas extremadamente denso, razón por laque ésta estrella —de hecho su viento— Sólo ha sido observada en radio ( J. Bohigas y colaboradores. 1985. Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, vol 11, p. 149). Algunos han calificado esta demostración como el "eslabón perdido" de la evolución estelar. Para otros, presididos por Ambartsumyan, la ausencia de tal demostración indica que la teoría de la formación estelar debe ser revisada desde sus principios. Utilizando el argumento de que sólo se observan movimientos expansivos en las regiones de formación estelar, sugieren que las estrellas se forman a partir de la explosión de condensaciones superdensas, no del todo distintas a la que dio lugar al Universo a través de la Gran Explosión. A favor de esta hipótesis sólo se tiene el argumento de que la búsqueda de movimientos de contracción ha sido hasta ahora infructuosa, ya que no existe teoría que especifique las propiedades de estas condensaciones, ni las razones por las que súbitamente explotan precisamente en el interior de las nubes moleculares. Para los que están convencidos de que las estrellas se forman a través de la contracción gravitacional de nubes gaseosas, este "eslabón perdido" es causa inevitable de las dificultades observacionales inherentes al proceso. Entre éstas podemos mencionar el hecho de que la contracción ocurre en las regiones más
obscuras de la nube, que la temperatura es muy baja inicialmente, por lo que el embrión es muy poco luminoso, y que el movimiento de contracción se confunde en la turbulencia general de la nube. Según los más pesimistas, estas dificultades nunca podrán ser resueltas. La mayoría de los astrónomos apoya la teoría aquí presentada, sin que esto obste para que se escuchen con atención los argumentos de la minoría que sostiene la hipótesis alternativa, conscientes de que no se ha dicho todo, ni que todo lo que se ha dicho es correcto. Existe la suficiente sagacidad para mantener vivas a las minorías heterodoxas, quizá porque en las ciencias exactas, a diferencia de la sociedad, se persigue fundamentalmente el privilegio de saber, y este es un artículo que a todos pertenece.
IV. GÉNESIS Y EVOLUCIÓN
DECÍA Heráclito: "Es imposible meterse dos veces en el mismo río, pues sus aguas se refrescan continuamente." A lo que alude la alegoría de este hombre hosco, de conceptos obscuros, que vivió en la ciudad griega de Efeso hacia el año 500 a.C., es que "Todo existe en estado de continuo cambio". También ha habido quienes afirman que el movimiento es ilusorio, a pesar de que la realidad se empeña en señalar lo contrario. Aristóteles aceptaba el carácter evolutivo de la naturaleza, pero excluía a las estrellas de este esquema, suponiendo que son eternas. En efecto, nada parece más permanente que las estrellas que, año con año, en las mismas constelaciones, siguen brillando con igual intensidad. Un observador más atento, como fueron los antiguos chinos, podría desmentir la categórica afirmación aristotélica, pues notaría que hay estrellas cuyo brillo varía notablemente —como Mira, la estrella maravillosa en la constelación de la Ballena— e incluso otras que, sin mediar aviso, aparecen repentinamente en el firmamento (ver capítulo V). Se podría argüir que estos son casos excepcionales, y que la abrumadora mayoría de las estrellas son en verdad inmutables. La ciencia ha demostrado que no es así, y que las estrellas, como cualquier otra manifestación de la naturaleza, también cambian. Sus propiedades, sus diferencias, y el simple hecho de que brillan con luz propia, conducen de manera natural al desarrollo de teorías cuyo principio básico es que las estrellas evolucionan. En este capítulo las miraremos a la luz de estas teorías, que son las que en última instancia nos revelan su naturaleza. E = M x C2.
LA ESTRELLA NACE En el transcurso de 1905, un físico poco conocido publicó cinco artículos en la revista alemana Annalen der Physik. La dirección postal del autor era una oficina de patentes en la ciudad suiza de Berna, y su nombre, Albert Einstein. Cada uno de estos artículos, en especial los cuatro últimos, revolucionó diversas áreas de la física: la mecánica estadística, la teoría de la luz (su carácter dual de onda y partícula, que fue una de las razones oficiales por las que recibió el premio Nobel) y las consecuencias de que la velocidad de la luz sea constante y universal (la relatividad especial). Esto último modificó radicalmente nuestra manera de percibir la realidad y, a pesar de Einstein, abrió las puertas al terror nuclear con una famosísima ecuación: E = M x C2, la cual establece que la energía, E, y la masa, M, son equivalentes puesto que se relacionan a través de una constante universal, la velocidad de la luz, C. Puesto que son equivalentes, es posible que la masa se convierta en energía, y viceversa, que de la energía se genere masa. ¿Bajo qué circunstancias y en qué sitios pueden ocurrir estos procesos?
Entre 1910 y 1920 se midieron con precisión las masas de muchos elementos químicos, con la sorpresa de que el total no parecía ser igual a la suma de las partes. Pongamos por ejemplo el helio, cuyo núcleo está constituido por dos neutrones y dos protones. La suma de las masas de estas partículas es casi 1% mayor que la masa del helio. Es decir, los protones y los neutrones perdieron masa, "enflacaron" ligeramente al pasar a formar parte del núcleo del helio. El mismo efecto se produce con la síntesis del litio, berilio, boro, carbono, y así sucesivamente hasta el hierro. Curiosamente, a partir de éste sucede lo opuesto. Por ejemplo, añadiéndole un protón y dos neutrones al hierro, formamos cobalto: la masa de éste es mayor que la suma de las masas de los primeros. En este caso los protones y los neutrones adquirieron masa, "engordaron", al integrarse al núcleo. Esto sucede en todos los elementos más pesados que el hierro. Resumiendo, los protones y los neutrones pierden masa al integrarse a núcleos de elementos más ligeros que el hierro, pero la ganan si el elemento es más pesado. ¿A qué se debe que la suma de las partes no coincida con el total? ¿Cuál es la solución al misterio de la masa perdida (o ganada)? La respuesta está contenida en la ecuación de Einstein. Parte de la masa de los protones y los neutrones se transforma en energía cuando formamos elementos más ligeros que el hierro, mientras que la creación de los subsecuentes demanda energía, e incrementa la masa de los protones y neutrones. Como se ve, hay una diferencia sustancial entre los dos casos: la creación de elementos más ligeros que el hierro produce energía, mientras que ésta se utiliza, se absorbe, para formar los más complejos. Por lo tanto, se obtiene energía al sintetizar elementos más livianos que el hierro, a través de la fusión ya sea de protones, neutrones o núcleos de menor masa (Figura 24). A este proceso se le llama fusión nuclear, y es el principio bajo el que operan las modernas armas nucleares (las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki explotaron debido a la fisión nuclear; en las que un elemento más pesado que el hierro, como el uranio o el plutonio, es fragmentado). Como veremos, el mismo principio que el ser humano utiliza para la destrucción, lo emplea la naturaleza para crear la vida.
Figura 24. Reacciones nucleares y su relacioón con etapas evolutivas en las estrellas. Las reacciones empiezan con la "combustión" sucesiva de carbono (C), oxígeno (O), sodio (Na), magnesio (Mg), neón (Ne), fósforo (P), azufre (S) y silicio (Si), el núcleo termina por estar compuesto de hierro (Fe) y níquel (Ni), elementos que ya no producen energía al fusionarse. La flecha al final de cada reacción indica producción de energía. Durante el medievo europeo, e incluso durante la época de Newton, los primeros químicos —los alquimistas— buscaban afanosamente la manera de transmutar los elementos (Figura 25). Remontándose al mito del rey Midas, se hablaba insistentemente de una piedra filosofal, a cuyo contacto se transformaría en oro una vulgar piedra. A pesar de su incansable esfuerzo, y de que es incluso posible obtener energía en la síntesis de elementos ligeros, los alquimistas fracasaron. Amén de sus limitados conocimientos y de la modesta escala de sus laboratorios, las innumerables frustraciones de los alquimistas se debieron a que carecían de suficiente liquidez energética. Es decir, para realizar la transmutación de los elementos hace falta invertir inicialmente una gran cantidad de energía. Esto se debe a que las partículas que participan en la fusión nuclear tienen carga eléctrica positiva, por lo que hay una fuerza de repulsión entre ellas. Esta fuerza aumenta enormemente al disminuir la distancia, de modo que es harto difícil "pegar" las partículas para formar un nuevo elemento, por ejemplo el helio, a partir de dos protones. Si ahora queremos formar litio, la fuerza de repulsión entre los reactantes —un protón y el núcleo del helio— se duplica, ya que la carga eléctrica del helio es dos veces mayor. En conclusión, la síntesis de los elemenrtos consume una enorme cantidad de energía, misma que se multiplica al aumentar la masa del producto final. Evidentemente, el primer requisito del laboratorio de un alquimista exitoso es disponer de una vasta reserva de recursos energéticos.
Figura 25. Laboratorio de alquimista. Grabado realizado por Pieter Brueghel en 1558. A la izquierda del grabado el alquimista realiza una mezcla con su última moneda. Brueghel dibuja su seguro futuro tras la ventana, donde se puede ver al alquimista llevando a su familia al asilo de pobres. Bombas aparte, las estrellas son la piedra filosofal durante tanto tiempo buscada, la cocina cósmica del alquimista. Estudiando la teoría de los interiores estelares, un distinguido astrónomo de la Universidad de Cambridge, Arthur Eddington, se dio cuenta en 1920 de que la temperatura en el centro de las estrellas —el núcleo estelar— puede exceder los seis millones de grados. En 1933 el alemán Hans Bethe demostró que ésta es suficiente para superar ocasionalmente el obstáculo que significa la fuerza de repulsión entre los protones, que así se pueden fusionar para formar helio. La cantidad de energía generada por la fusión nuclear es extraordinaria. De hecho, es suficiente para mantener el brillo del Sol durante unos diez mil millones de años, tiempo suficiente para que la vida —que es en última instancia fruto del calor producido por la fusión nuclear— haya podido desarrollarse en condiciones cómodas y estables en nuestro planeta. Más aún, este tiempo es mayor que la edad de las más antiguas piedras planetarias y de las más remotas formas vivas, tal como debe ser. Resulta gratificante comprobar que tres áreas del conocimiento —la astronomía, la biología y la geología— con distintos objetivos, métodos y razonamientos, hayan llegado a la misma respuesta en un problema tan difícil como éste. Si intentamos dar una definición escueta de qué es una estrella, podríamos decir que es una enorme bola de gas incandescente, que brilla debido a las reacciones de fusión nuclear que permanentemente se suceden dentro de ella. Por lo tanto, la génesis de una estrella es el momento en que se "encienden" tales reacciones dentro del embrión estelar y se inicia la conversión de masa en energía. Más aún, las distintas etapas de la evolución estelar están íntimamente relacionadas con cada uno los ciclos de las reacciones de fusión nuclear: producción del helio mediante el hidrógeno, la del carbono y oxígeno con el helio, etc. (ver figura 24). Como se puede ver, la famosa ecuación de Einstein no sólo explica la existencia
misma de las estrellas, sino que también está relacionada con la forma en que éstas evolucionan. Regresemos ahora a los fragmentos densos de los que se pueden gestar las estrellas, y supongamos que los escollos iniciales a su contracción —en particular la fuerza centrífuga y la resistencia del campo magnético— ya han sido superados. La fuerza de gravedad es ahora dominante, y el embrión se sigue contrayendo, con lo que aumenta la densidad, la temperatura y la presión térmica en su parte central. Si la masa del fragmento es menor que un décimo de la masa solar, la temperatura central nunca excede los seis millones de grados, temperatura insuficiente para vencer la fuerza de repulsión entre los protones. En consecuencia, no se "encenderán" las reacciones de fusión nuclear en el objeto. Es decir, el fragmento no se convertirá en estrella en el sentido antes señalado. La ausencia de esta fuente de energía para elevar la presión central, no implica que el fragmento se colapse irremisiblemente. Si su masa es mayor que unas cinco milésimas del valor solar, el material se comprime hasta qué entra en juego una fuerza que opera a nivel subatómico, conocida como presión de degeneración de los electrones (ver el siguiente capítulo). Esta detiene finalmente la contracción. A estos objetos, demasiado pequeños para ser estrellas, pero muy grandes para ser planetas (Júpiter es cinco veces menor), se les llama estrelluelas o enanas negras. Es posible que exista una gran cantidad de ellas en el Universo, en cuyo caso tendrían serias implicaciones cosmológicas. Sin embargo, son tan tenues y difíciles de observar —a la fecha hay cinco posibles candidatos— que es prematuro concluir algo a partir de ellas. Cuando la masa del embrión es mayor que un décimo del valor solar, la temperatura central supera el límite necesario para superar la fuerza de repulsión entre los protones. En este caso se activan las reacciones de fusión nuclear, aumenta la presión interna, y la contracción se detiene. La energía generada en el interior termina por salir a la superficie, y destruye una buena parte del material de la nube que aún rodea al fragmento. Con ello se levanta el telón que envolvía al embrión, que se presenta ante nosotros ya convertido en estrella. Algunos astrónomos opinan que el ser humano ha presenciado tres o cuatro de estos espectáculos en este siglo, como la estrella FU en la constelación de Orión. La estrella recién gestada aún no ha alcanzado el equilibrio característico de la madurez estelar, pues busca tener el tamaño justo para que la fuerza de gravedad y la presión interna se equilibren perfectamente. Como un resorte amortiguado, oscila cada vez con menor amplitud, y su brillo varía al mismo ritmo con el que aumenta y disminuye su radio. Las estrellas T-Tauri, de las que ya hablamos en el capítulo anterior, se encuentran precisamente en esta etapa de brillo variable. Finalmente, la fuerza de gravedad y la presión interna alcanzan el equilibrio buscado. Las oscilaciones cesan, y el resplandor se estabiliza. La estrella ha alcanzado un equilibrio casi perfecto, estado en el que permanecerá durante la mayor parte de su existencia.
LA LARGA ETAPA DE SECUENCIA PRINCIPAL El hidrógeno es el elemento más sencillo y abundante del Universo. Más aún, la reacción nuclear en la que dos átomos de hidrógeno, dos protones, se fusionan en un átomo de helio, es la que menos energía —menor temperatura— requiere para vencer la fuerza de repulsión eléctrica. En consecuencia, es la primera reacción que se produce en el núcleo de la estrella. Por otra parte, también es la que genera más energía por unidad de masa. Esto significa que, frente a otras reacciones nucleares, la cantidad de hidrógeno que se convierte en helio y genera la energía necesaria para sostener el peso de la estrella (su fuerza de gravedad), es comparativamente "pequeña". Desde luego, el calificativo de "pequeña" es muy relativo. A nuestra escala es una cantidad gigantesca; por ejemplo, en el Sol se consumen cinco millones de toneladas de hidrógeno cada segundo, a este ritmo, si la Tierra estuviera formada exclusivamente por hidrógeno, quedaría consumida en apenas 300 000 años, menos que el tiempo transcurrido desde la aparición de nuestra especie. Afortunadamente, la masa del Sol es trescientas mil veces mayor que la de la Tierra, y seguirá brillando como hoy por varios miles de millones de años más. La etapa durante la cual las estrellas producen energía a través de la creación de helio mediante la fusión del hidrógeno, es llamada de secuencia principal. Como vimos en el segundo capítulo, la mayor parte de las estrellas yacen esta zona del diagrama HR. El porqué es ahora claro: la mayor parte de la existencia de las estrellas transcurre en esta etapa porque, de todas las posibles reacciones de fusión nuclear, la del hidrógeno es la que libera más energía, de modo que puede mantener la luminosidad estelar durante un tiempo mayor. Aunque todas las estrellas pasan casi toda su vida convirtiendo hirógeno en helio, el tiempo durante el que lo hacen varía de estrella a estrella. A primera vista se podría pensar que las estrellas que contienen menos hidrógeno, las de menor masa, terminan más rápidamente la secuencia principal. De hecho, ocurre lo contrario. Los cúmulos abiertos son asociaciones de cientos de estrellas, relativamente cercanas entre sí y con movimientos espaciales similares. Esto implica que se formaron aproximadamente en el mismo momento, razón por la cual son ideales para estudiar las diferencias que pudiera haber en la evolución de estrellas de distinta masa. Éstas son aparentes al elaborar un diagrama de luminosidad como función de la temperatura —un diagrama HR— para las estrellas del cúmulo. En la figura 26 presentamos el diagrama HR para los cúmulos de Pléyades, Prespe y M 67. Se sabe que el primero de ellos es el de más reciente formación, y el último el de mayor edad. En todos los casos, las estrellas de la parte superior del diagrama, las más luminosas y masivas, están separadas de la secuencia principal. La separación es mayor en el cúmulo más viejo. Todo esto indica que las estrellas de mayor masa terminan antes con la etapa de secuencia principal, es decir, "queman" más rápidamente el hidrógeno que utilizan como combustible, a pesar de tener mucho más.
Figura 26. Diagrama Hertzsprung-Rusell de las Pléyades, Presepe y M 67. Esta aparente paradoja tiene una explicación sencilla. Como ya vimos, la luminosidad aumenta en la misma proporción que la extensión de la superficie estelar. En la secuencia principal éstas son las estrellas más masivas. Como la luminosidad es en última instancia fruto de la energía generada por las reacciones de fusión nuclear; se concluye que éstas se producen con mayor vigor en las estrellas de gran masa. Cálculos detallados demuestran que durante esta etapa la luminosidad se escala con el cubo de la masa estelar. Por lo tanto, el consumo de hidrógeno aumenta desproporcionadamente con la masa, y es suficiente para agotar una cantidad mucho mayor de combustible en un plazo sustancialmente más corto. Con estos razonamientos, se ha determinado que estrellas cien veces más masivas que el Sol —las más grandes que puede haber— "queman" el hidrógeno en quinientos mil años. En el otro extremo, las estrellas más pequeñas permanecen doscientos mil millones de años en la secuencia principal. Esto significa que una muestra de estrellas de baja masa, puede contener desde objetos creados apenas ayer, hasta aquellos que atestiguaron la formación de
nuestra galaxia, cuando el Universo daba sus primeros pasos. Por otra parte, las estrellas azules luminosas evolucionan lo suficientemente rápido como para modificar el panorama celeste; se puede afirmar que éstas, que indiferentemente veían los dinosaurios, han desaparecido ya. Por lo mismo, las que actualmente engalanan el cielo, como Rigel en Orión, habrán dejado de ser en otros cien millones de años. Si nuestra especie continúa prosperando, existirán miradas inteligentes que seguirán con atención cómo, lenta pero inevitablemente, entran y salen estos factores del paisaje estelar. Con ello habremos de intimar aún más con los secretos del Cosmos. La estructura de las estrellas durante esta etapa es relativamente sencilla. En su núcleo reside la caldera atómica en la que el hidrógeno se transmuta en helio. La densidad y la temperatura alcanzan ahí sus valores más altos. En el Sol, la temperatura central es de 14 millones de grados, mientras que la densidad es 10 veces mayor que la del mercurio. En el centro de una estrella 30 veces más grande la temperatura es de 40 millones de grados, pero la densidad es 3 veces menor que la del mercurio. Al alejarme del núcleo, las capas de la estrella tienen que soportar un peso menor, y la densidad y la temperatura disminuyen. La región de combustión nuclear termina en la capa donde la temperatura se halla bajo los 6 millones de grados. En todas las estrellas de la secuencia principal, la mayor parte de la energía se genera dentro de una esfera cuyo radio mide la quinta parte del radio estelar. Finalmente, al llegar a la superficie, la densidad y la temperatura alcanzan su valor mínimo. La temperatura superficial del Sol es de 5 700 grados, mientras que en una estrella siete veces más masiva, en la que se derrocha más energía, es de 22 000 grados. La energía de cada fotón producido en el núcleo llega a la superficie después de un azaroso trayecto que puede durar millones de años. Sin embargo, aunque es largo el tiempo que tarda la energía nuclear en escurrirse hasta la superficie, toda ella debe finalmente salir e inundar el medio circundante. De acumularse en el interior; la estrella terminaría por volar en pedazos. Aunque comprendido en sus rasgos generales, no se puede afirmar que el problema de la estructura de una estrella de secuencia principal esté resuelto. Considérese por ejemplo el llamado problema de los neutrinos solares. Uno de los subproductos de las reacciones de fusión nuclear son los neutrinos, partículas de masa nula o muy baja, sin carga eléctrica, y que raramente interaccionan con otras partículas. La teoría de los interiores estelares, que utiliza a su vez toda la teoría de la física nuclear; predice cierto flujo de neutrinos para el Sol. Sin embargo, en laboratorios situados en profundas minas, la cantidad observada de neutrinos producidos por el Sol es cerca de la mitad del número esperado. Esta discrepancia, que podría parecer de carácter menor para el no iniciado, puede tener repercusiones fundamentales, revolucionando nuestras ideas sobre los bloques elementales de la materia, así como nuestra concepción acerca del origen y el destino del Universo. Como se puede ver, la puerta está abierta a todas las mentes inquisitivas.
ETAPAS TARDÍAS. UN BREVE Y FRUCTÍFERO FINAL Lentamente, el hidrógeno que alimenta las reacciones de fusión nuclear se va agotando. Primero en el corazón de la estrella, en donde la fusión se realiza con mayor intensidad debido a su alta temperatura. La región central, que ha perdido la fuente de energía con la que sostenía su peso, se contrae y calienta, mientras aún continúa la transformación de hidrógeno en helio en las capas adyacentes. La contracción de la región central produce una cantidad adicional de energía, que la estrella utiliza para expandirse hasta cincuenta veces. Con ello aumenta en forma muy notable su luminosidad. Al mismo tiempo, la expansión es tan grande que la temperatura superficial disminuye apreciablemente, y la estrella adquiere un tono rojizo. Resumiendo, al agotarse el hidrógeno en el corazón de la estrella, ésta se convierte en una gigante roja si su masa es a lo sumo seis veces mayor que la del Sol, o en una supergigante si es aún más masiva. La atmósfera de las gigantes y supergigantes se halla tan extendida, que la fuerza de atracción gravitacional ejercida por la estrella es insuficiente para mantenerla ligada. Por ello se forma un viento estelar de proporciones similares al de las estrellas T-Tauri, e incomparablemente más poderoso que la gentil brisa que sale de las estrellas durante la secuencia principal. Durante sus últimas etapas evolutivas, las estrellas pueden perder hasta el 80% de su masa, o una masa solar por cada millón de años. Como además la estrella es relativamente fría y rica en oxígeno y carbono (ver adelante), alrededor de ella se forma una densa envolvente de polvo y moléculas (Figura 27). Esta puede convertirse en un enorme halo de un año luz de radio, como el que se ha visto alrededor de la estrella de carbón llamada CW Leonis. Las estrellas, al acercarse a su final, siembran el medio interestelar con las semillas necesarias para formar las nubes moleculares que, a su vez, gestarán las nuevas generaciones estelares.
Figura 27. Betelgeuse rodeada por una pequeña nube de polvo producida por ella misma ( F. Roddier y C. Roddier. 1985. Astrophysical Journal, vol. 295, p. 121).
Al concluir la etapa de secuencia principal, se multiplican los posibles caminos evolutivos. Permanece la exigencia de una fuente de energía que compense la fuerza de gravedad. Las reacciones de fusión nuclear siguen siendo un candidato viable, ya que el helio y los elementos subsecuentes hasta el hierro, liberan energía a través de ellas. Como el o los elementos resultantes de la fusión de un primer elemento —por ejemplo el helio del hidrógeno— son el combustible de la siguiente cadena de reacciones nucleares, podemos decir que las estrellas autogeneran al menos una de las condiciones para que puedan seguir brillando. Sin embargo, ésta no es la única condición para que la estrella subsista. La carga eléctrica de los reactantes —helio, carbono, oxígeno, silicio, etc.— aumenta al irse creando elementos cada vez más pesados. Por ello crece la fuerza de repulsión entre éstos, lo que implica que la temperatura en el centro de la estrella debe ser cada vez mayor para superar esta dificultad. Como en el caso del destino frustrado de las estrelluelas, en donde ni siquiera se alcanzó la temperatura necesaria para fusionar hidrógeno, no todas las estrellas logran recorrer el camino completo de la fusión nuclear. Su papel como alquimistas cósmicos queda truncado cuando su temperatura no alcanza el valor necesario para iniciar el siguiente ciclo de reacciones. En este caso, no es un desatino afirmar que el destino de la estrella está grabado desde el momento mismo de su génesis, pues la máxima temperatura que puede alcanzar depende directamente de su masa inicial. Mientras mayor es ésta, mayor es el peso que debe soportar el núcleo estelar. Y lo hace aumentando su presión al contraerse y calentarse. Por lo tanto, la masa determina el número de ciclos de reacciones nucleares que pueden realizarse en una estrella. Las más pequeñas —aunque por un tiempo que parece una eternidad— se quedan al principio del camino, mientras que las más masivas llegan rápidamente hasta el final. Cuando la masa de la estrella es menos de la mitad de la masa solar, la temperatura central jamás alcanza el punto necesario para fusionar dos núcleos de helio. En estas estrellas sólo se producirá helio y, en menor cantidad nitrógeno. El fuego interno que las sostiene se agotará al cabo de decenas de miles de millones de años. A un ritmo cada vez mayor, el hidrógeno se transformará en helio en capas crecientemente más distantes al núcleo. Al término de la última reacción de fusión, en un breve instante cósmico, la estrella perecerá para convertirse en un objeto con propiedades muy distintas. Más fructífera, al menos en lo que se refiere a nosotros, es la actividad de estrellas más masivas. En ellas la temperatura supera los cien millones de grados, suficiente para unir dos átomos de helio, y producir energía y nuevos elementos. De no ser por esta etapa de fusión nuclear, es decir, de no ser por la existencia de estrellas cuya masa es más de la mitad de la masa del Sol, no existiría el autor de este o cualquier otro libro, ni lectores, ni el más insignificante ser vivo, pues del helio se crean dos elementos químicos sin los que la vida es impensable: el carbono y el oxígeno. La estructura de las estrellas al iniciarse la fusión del helio se torna más compleja. En el corazón de la estrella se produce carbono, oxígeno y neón a partir del helio,
que es a su vez gestado en la capa superior a través del "quemado" de hidrógeno. Es decir, la capa superior provee el combustible necesario para la fusión en el estrato inferior. Esta estructura de capas se torna más extensa a medida que la estrella evoluciona. La evolución hacia nuevas etapas de fusión nuclear ocurre con rapidez creciente, puesto que la energía que liberan estas reacciones por unidad de masa es cada vez menor. En consecuencia, la tasa de reacciones necesarias para seguir resistiendo la fuerza de gravedad, aumenta. Por ejemplo, la etapa de combustión del helio central dura entre diez y cien veces menos que la etapa de secuencia principal. Al agotarse el helio en el núcleo de la estrella se repite el proceso vivido anteriormente: el centro de la estrella se contrae y se calienta, y si la temperatura llega a ser suficientemente alta se inicia la siguiente cadena de reacciones nucleares. El Sol perecerá antes de que esto suceda, pues nunca alcanzará los 500 millones de grados necesarios para iniciar la fusión del carbono, y mucho menos los l 000 millones de grados requeridos para la fusión del oxígeno. Si la masa de la estrella es cinco o más veces mayor que la del Sol, el carbono y el oxígeno se fusionan para producir principalmente sodio, magnesio, fósforo, neón y silicio. Y con estos últimos, puede finalmente la estrella crear cloro, potasio, calcio, cromo y, al término de sus días, hierro. Al llegar a este punto, el corazón de la estrella, en donde se produce la fusión del silicio, tiene una temperatura de 3 000 millones de grados. Por encima de éste, en una serie de capas en las que la temperatura disminuye progresivamente, se llevan a cabo reacciones nucleares entre elementos más ligeros, que producen el material necesario para que las reacciones nucleares ocurran en las regiones más internas. Si pudiéramos hacer un corte transversal en la estrella, como con una cebolla, veríamos una estructura no del todo disímil a la de esta última (ver figura 28). En estas rodajas, de todas las estrellas masivas que precedieron la génesis de nuestro Sistema Solar, se produjeron algunos de los elementos químicos que dieron origen a la humanidad: sodio y cloro para hacer la sal con la que nuestros cuerpos retienen el agua, calcio para endurecer nuestros huesos, silicio para manufacturar circuitos electrónicos, hierro para el automóvil, las vías del tren, las máquinas de la revolución industrial y las lanzas de los guerreros antiguos. Hasta estas estrellas podemos remontarnos al buscar el origen de la Edad del Hierro, aunque no el de la del bronce, que es una aleación de estaño y cobre, elementos que no se producen en ellas. Tampoco de ellas provienen el oro y la plata que causan tantos desvelos, pues estos elementos químicos son más pesados que el hierro, y no es posible sintetizarlos en las entrañas de las estrellas, ya que para hacerlo es necesario consumir energía. Es decir, alcanzado el punto en el que el corazón de la estrella es de hierro, si es que logró llegar hasta él, la estrella se contrae sin que ninguna reacción de fusión nuclear pueda evitarlo, pues éstas ya no pueden generar energía. Ninguna otra reacción de fusión nuclear podrá encenderse. La estrella se apaga, y al exhalar su último aliento perece y se transforma en otra cosa. A pesar de la respetable opinión de Aristóteles, también las estrellas son perecederas, cambiantes y, al menos a cierto plazo, también se renuevan.
Figura 28. Corte de un modelo del interior de una estrella masiva evolucionada. El núcleo está formado de hierro y sobre el se levantan capas sucesivas de silicio, oxígeno, carbono, helio e hidrógeno, en donde, mediante reacciones de fusión nuclear, se producen los elementos de la región inmediatamente interior. La masa incluida entre el centro y la región correspondiente se anotó al lado izquierdo del gajo, y está en términos de la masa solar (Mi).
V. MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN
SI EL principio de la estrella coincide con el inicio de las reacciones nucleares, su agonía es el proceso en el que éstas se extinguen. Miles de millones de años después de su génesis, estrellas menores o similares al Sol alcanzan su inevitable destino. Las de mayor masa recorren más intensa y rápidamente el camino de su vida, y algunas de ellas se precipitan a su fin en sólo unas decenas de millones de años. Agotada la última posibilidad de continuar con las reacciones de fusión nuclear —ya sea porque el núcleo estelar no alcanzó a calentarse lo suficiente para continuar con un nuevo ciclo, o por haberse utilizado todas las reservas de material fusionable— la estrella se apaga. Después de transcurrir la mayor parte de su existencia en condiciones muy estables, las estrellas se precipitan rápidamente hacia su muerte. La ruta de su vida, impresa desde su génesis, las conduce a tres posibles fines desoladores, dependiendo de la masa con la que empezaron: una enana blanca, una estrella de neutrones o un hoyo negro. Esta transfiguración en ocasiones produce un excepcional despliegue de brillantes destellos celestiales. En este capítulo recorreremos los últimos instantes de las estrellas, y veremos cuáles son los extraños objetos que emergen después de su último aliento.
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA. EL SOL SE TRANSFORMA EN UNA ENANA BLANCA En algunos mitos y religiones, tras el anuncio de "que ya no habrá más tiempo" (La Biblia, El Apocalipsis según san Juan, X.6), o al término de una de las eras cosmogónicas, sobreviene la siguiente catástrofe: "Este Sol [fue] el tercero [...] y cuando perecieron les llovió fuego, aves volviéronse y también ardió el Sol: toda casa de ellos ardió." (Los cuatro soles cosmogónicos, mito azteca). O bien, "El cuarto ángel derramó su taza en el Sol, y diósele fuerza para afligir a los hombres con ardor y fuego... Y los hombres, abrasándose con el calor excesivo, blasfemaron..., (La Biblia, El Apocalipsis según San Juan, XVI. 8 y 9). Desde su ensoñadora perspectiva, estas crónicas casualmente anuncian el destino del Sol que ha previsto la ciencia. Cinco mil millones de años hacia el futuro, el Sol terminará su etapa de secuencia principal, y su interior se contraerá hasta alcanzar una temperatura de 120 millones de grados. Con ello se iniciará la fusión del helio producido en la etapa anterior, e irá aumentando la masa de carbono y oxígeno contenida en la región central. Alrededor del núcleo continuará la combustión del hidrógeno. La cantidad de energía generada causará un aumento de presión en el interior, y con ello la expansión y enfriamiento de la atmósfera solar. La luminosidad del Sol aumentará unas quinientas veces, mientras que su temperatura superficial alcanzará los 3 000 grados, la mitad de su valor actual. Es decir, el Sol se convertirá en una
gigante roja. Un viajero en el tiempo describe del modo siguiente este proceso: "Y así viajé [...] en grandes zancadas de mil o más años, atraído por el misterio del destino terrestre, viendo con una curiosidad algo morbosa cómo el Sol se tornaba más grande y opaco [...] Finalmente [...] el gigantesco domo rojo del Sol acabó por cubrir casi la décima parte del firmamento." (H.G. Wells, La máquina del tiempo). De hecho, el Sol se dilatará aún más, y acabará por engullir y disolver nuestro planeta. Pero el Apocalipsis de la Tierra no será sino el preludio de la muerte de nuestra estrella.
Figura 29. Nebulosa planetaria llamada la Hélice. Tiene un diámetro de cuatro años luz, y en su centro se ve la enana blanca que la ilumina. En su estertor final, la envolvente externa del Sol se desprenderá para descubrir su núcleo al Universo. Cerca del 20% de la masa del Sol será eyectada para formar lo que los astrónomos llaman una nebulosa planetaria (Figura 29), de las que hay miles en nuestra galaxia. Al expandirse, la nebulosa planetaria diseminará algunos de los elementos químicos que el Sol produjo durante los miles de millones de años durante los cuales subsistió. Pero también se irá tornando más tenue y menos brillante, hasta ser imperceptible unos treinta mil años después de su desprendimiento, cuando alcance un tamaño cercano a un par de años luz. Por su parte, el helio se habrá agotado en el núcleo, ahora compuesto de oxígeno y carbono. El núcleo volverá a contraerse y a calentarse, sólo que ahora no alcanzará la temperatura por encima de la cual puede ocurrir el siguiente ciclo de reacciones nucleares. Lo que quedará del Sol será una masa inerte, con un núcleo formado de carbono y oxígeno, y rodeado de un par de capas ricas en helio e hidrógeno respectivamente. ¿Qué habrá de evitar un mayor calentamiento en el Sol? ¿Qué fuerza habrá de resistir su peso? La respuesta a ambas preguntas proviene del comportamiento de la materia a las más pequeñas escalas. La física del microcosmos, el concepto mismo de tal cosa, se empezó a desarrollar hacia 1920 con el nombre de mecánica cuántica que, llena de paradojas para nuestro sentido común, ofrece al
alma despierta un mundo tan estimulante como el de la relatividad especial. Entre otras cosas, establece que más de dos electrones, uno girando en una dirección y el otro en la opuesta, no pueden ocupar la misma celda espacial si tienen la misma velocidad, efecto conocido como principio de exclusión de Pauli. Si se quiere, este principio establece que los electrones no son gregarios pues rehuyen tener las mismas propiedades físicas y, en particular, aglomerarse en una misma celda del espacio. Es decir, los electrones se resisten a ser comprimidos indefinidamente y oponen una fuerza —llamada presión de degeneración de los electrones— a que tal cosa suceda. Por lo tanto, el Sol habrá de contraerse hasta donde lo permita la presión de degeneración de los electrones. Cuando esta presión y el peso solar se equilibren, el cadáver solar habrá adquirido su configuración final. La estrella que era el Sol se habrá transfigurado en una enana blanca.
Figura 30. Sirio y la tenue enana blanca que gira a su alrededor. Todas las estrellas cuya masa inicial sea inferior a unas ocho veces la masa solar, terminarán convirtiéndose en enanas blancas. Dado que la mayor parte de las estrellas cumplen con este requisito, se ha concluido que alrededor de mil millones de enanas blancas transitan por nuestra galaxia, desde las que se han formado en épocas recientes y están envueltas por una nebulosa planetaria, hasta las creadas desde el inicio de los tiempos. Son reconocibles por su alta temperatura —es decir, su color azul— y baja luminosidad. Tales son las propiedades de la compañera de Sirio (Figura 30) que, distante y ajena a nuestros pensamientos, comprueba esta predicción de la mecánica cuántica, y demuestra la universalidad de las leyes de la naturaleza, válidas en cualquier escala, momento y lugar. Las propiedades de las enanas blancas son extraordinarias, pues la materia debe alcanzar densidades excepcionales antes de que entre en juego la presión de degeneración. Basta señalar que el peso del material de una enana blanca contenido en una cuchara sopera es similar al de un elefante adulto. A escala macroscópica, no existe algo ni remotamente similar en nuestra Tierra.
Despojadas de su poderosa fuente de energía interna, las enanas blancas se van enfriando paulatinamente, hasta apagarse y desaparecer de nuestra vista. Se tornarán en inmensas piedras obscuras deambulando por el Universo durante toda la eternidad, aunque cerca de la mitad de ellas despiertan ocasionalmente y, por espacio de algunos días, su brillo rivaliza con el de centenas de soles (Figura 31). Para el ojo inexperto, pareciera ser que una estrella acaba de nacer, razón por la que se ha llamado novas a estos sucesos. Se encontró que tales cataclismos se producen únicamente en sistemas binarios, en los que una estrella normal se haya a muy corta distancia de una enana blanca. Debido a su cercanía, el material de la estrella normal fluye, adquiere energía, se deposita y calienta la superficie de la enana blanca. Cuando la temperatura superficial de la enana blanca supera los diez millones de grados, el hidrógeno se fusiona para formar helio y liberar energía. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre normalmente en los interiores estelares, el material no se expande puesto que la presión de degeneración de los electrones le ha conferido una gran rigidez. Bajo estas circunstancias se acelera rápidamente el ritmo con el que se producen las reacciones nucleares y sobreviene una explosión que produce una gran cantidad de energía, usada en algunos casos para expulsar una masa equivalente a una cienmilésima de la masa solar (Figura 32), y aumentar el brillo del sistema hasta diez mil veces. Al cabo de algunos días o incluso meses, la energía de la explosión se disipa completamente, y la enana blanca vuelve al incógnito. Este proceso explosivo, relacionado con un cadáver estelar y no con una estrella naciente, es el que llamamos nova.
Figura 31. Nova Cisne 1975 en la noche del 29 de agosto de ese año. Antes de esa fecha no se veía estrella alguna en esa posición. Tres meses después (foto de abajo) ya había disminuido notablemente su brillo.
Figura 32. Nebulosa producida por la nova GK de la constelación de Perseo, que estalló en el año de 1901 (imagen tomada por J. Bohigas y colaboradores en el detector optoelectrónico mexicano MEPSICRON en el telescopio de 2.1 metros de diámetro del Observatorio Astronómico Nacional de la UNAM en San Pedro Mártir, Baja California, México).
HACIA EL REINO DE LA GRAVEDAD. ESTRELLAS DE NEUTRONES Y HOYOS NEGROS Durante el segundo semestre de 1967 Jocelyn Bell, estudiante de doctorado en la Universidad de Cambridge, pasaba la mayor parte de su tiempo analizando los 100 metros del rollo de papel donde se guardaban los datos que diariamente se obtenían de un radiotelescopio. Tras varias semanas de trabajo, notó una secuencia de pequeñas e idénticas trazas —cada una de ellas cubría apenas un centímetro del inmenso rollo— que persistentemente aparecían cuando el radiotelescopio apuntaba hacia una dirección específica del cielo. Libre de prejuicios, Bell persiguió tozudamente el problema planteado por las trazas, a pesar de la resistencia inicial de su asesor (Anthony Hewish, cuyo premio Nobel se debió parcialmente a este hallazgo). La señal de radio —representada por trazas en el papel— se repetía con precisión asombrosa cada 1.337 segundos, frecuencia y regularidad que, dentro de lo que entonces se sabía del Universo, era difícil de explicar. En algún momento, el grupo dedicado a investigar el descubrimiento creyó que esta señal bien podría ser un mensaje deliberado de "pequeños hombrecitos verdes". A principios de 1968, Bell ya había identificado otras tres señales pulsantes, o pulsores, en diversas regiones del cielo. La hipótesis de los "hobrecitos verdes" tuvo que ser desechada, pues tantos de ellos transmitiendo al mismo tiempo (por cierto, con un aparato endiabladamente potente) el mismo tipo de mensaje y desde regiones tan distintas, era mucha casualidad. Había que buscar una explicación menos imaginativa, pero más convincente.
La frecuencia con la que se repite la señal de un pulsor, cuatro por segundo en uno de los descubiertos por Bell, implica que el tamaño del objeto que produce las pulsaciones es a lo sumo igual a la distancia que nos separa de la Luna (que la luz recorre en un segundo). Se contempló la posibilidad de que la señal del pulsor fuera producida por una pequeña enana blanca girando vetifinosamente. Sin embargo, antes de poder dar más de una revolución por segundo, las enanas blancas se disgregan debido a la fuerza centrífuga. Hubo que buscar otra respuesta. De entre el polvo de la historia, los astrónomos revivieron entonces una vieja idea acerca de la posible existencia de objetos compuestos de neutrones, de masa similar a la del Sol, pero con un radio de apenas 15 kilómetros, tamaño comparable al de una gran ciudad. Se les había llamado estrellas de neutrones. Dos investigadores que trabajaban en oficinas casi contiguas de la Universidad de Cornell, Franco Pacini y Thomas Gold, propusieron por separado y en distintos momentos —parece que en ese entonces eran vecinos distantes— que los pulsores se deben a la aparición periódica de manchas calientes situadas en la superficie de estrellas de neutrones (Figura 33), como un faro distante que intermitentemente ve un navegante. Esto implica que el periodo de rotación de la estrella de neutrones es igual al del pulsor. Dadas las propiedades de las estrellas de neutrones, esto es perfectamente posible. Pero, ¿qué son las estrellas de neutrones?
Figura 33. Modelo de un pulsor. La mancha caliente sobre la superficie de la estrella de neurones ilumina periódicamente al observador de la misma manera que un faro navegante de un barco. Con el descubrimiento de la presión de degeneración de los electrones, se creyó que todas las estrellas, sin importar su masa, terminan siendo enanas blancas. En 1920, Subrahmanyan Chandrasekhar, estudiante hindú de 20 años, tomó un barco hacia Inglaterra para continuar sus estudios. De haber tenido la posibilidad de viajar en avión, Chandrasekhar probablemente hubiera visto una pésima película —¿Rambo III?— en vez de revisar la teoría de las enanas blancas, cosa que realizó durante la larga y reposada travesía del barco. Al llegar a la Universidad de
Cambridge, contaba con suficientes argumentos para sostener que los electrones tienen un comportamiento relativista en la enana blanca, razón por la que su presión de degeneración es incapaz de sostener el peso de un objeto de masa mayor que 1.4 veces la masa solar. A este número se le conoce como límite de Chandrasekhar, y es la masa más grande que puede tener una enana blanca. Si la masa de un objeto excede el limite de Chandrasekhar, su fuerza de gravedad vence la resistencia que ofrece la presión de degeneración de los electrones, pudiendo entonces colapsarse. Este resultado fue recibido con escepticismo, incluso con franca incredulidad, sobre todo si se toma en cuenta que provenía de la cabeza de un jovencito hindú. Pero no era para menos. Como inmediatamente lo hizo notar su famoso asesor, Arthur Eddington, y había ya especulado Laplace en 1796, de seguirse contrayendo el objeto, su fuerza de gravedad será tan grande que ni siquiera la luz podrá escapar de él. La posibilidad de que hubiera verdaderas trampas de luz parecía nula en aquella época. A lo largo de los años se han sumado argumentos que volvieron probable, e incluso inevitable, lo que antaño parecía imposible. En 1932, el físico soviético Lev Landau predijo que un objeto cuya masa está por encima del límite de Chandrasekhar, tiene una "densidad tan alta, que los núcleos en contacto formarían, un solo y gigantesco núcleo". En efecto, cuando la fuerza de gravedad es muy alta, los electrones son forzados a penetrar en los protones, y así producir neutrones y neutrinos. A esta reacción se le llamó proceso Urca, en honor a un casino del mismo nombre en Río de Janeiro, en donde, según se dice, el dinero, como los neutrinos, escapa sin dejar rastro. Al llevarse a cabo este proceso en el contexto estelar, los neutrinos —la partícula mas tímida de la naturaleza, ya que muy rara vez interactúa con cualquier otra— se llevan la mayor parte de la energía, mientras que los neutrones permanecen ligados gravitacionalmente formando un nuevo objeto: una estrella de neutrones. Como las enanas blancas, las estrellas de neutrones son objetos estables pues sostienen su peso mediante la presión de degeneración que en este caso la producen los neutrones y no los electrones. La presión de degeneración de los neutrones se activa a densidades mucho más altas que en las enanas blancas, por lo que las estrellas de neutrones son extraordinariamente más compactas: ¡una cucharada sopera de material proveniente de una estrella de neutrones pesa lo que toda la humanidad! Para alcanzar esta densidad es necesario introducir un objeto de las dimensiones del Sol en una esfera de 15 kilómetros de radio. Este tamaño es congruente con las restricciones que impone la frecuencia observada en los pulsares. Por lo mismo, la fuerza de gravedad de las estrellas de neutrones es excepcionalmente elevada. A todos nos ha caído alguna vez un objeto en el pie. El dolor que produce se debe a la energía que el objeto acumuló en la caída, y disipó al lastimarnos. Debido a la enorme fuerza de gravedad de una estrella de neutrones un objeto acumula muchísima energía al caer en ella. Por ejemplo, si una pluma cayera desde una altura de un metro en una estrella de neutrones, su impacto en la superficie equivaldría a una explosión de 20 toneladas de TNT. Auxiliadas por su fuerza de gravedad, las estrellas de neutrones pueden girar muy rápido y resistir los efectos disgregantes de la fuerza centrífuga. Por estas y otras
razones, se piensa que es correcta la hipótesis de Pacini y Gold sobre los pulsares. Pero también tiene un límite el peso que puede resistir la presión de degeneración de los neutrones, que es igual a unas tres veces la masa del Sol. No puede haber estrellas de neutrones mayores. Los objetos de masa excedente, donde las reacciones nucleares hayan cesado, no pueden ofrecer resistencia alguna a la fuerza de gravedad, y terminan por colapsarse. Toda la materia, toda la energía luminosa, es arrastrada hacia un punto. Es el mundo de los hoyos negros, el reino y dominio absoluto de la gravedad. Para entender la característica esencial de los hoyos negros, conviene divagar brevemente sobre el concepto de la velocidad de escape, esto es, la necesaria para escapar del campo gravitacional de un objeto y viajar hacia el infinito. Por ejemplo, para lanzar un satélite desde la Tierra, es necesario que su velocidad sea mayor a 11 km/s, que es la velocidad de escape de nuestro planeta; en la Luna es cinco veces menor, ya que su fuerza de gravedad es inferior. Por esta razón los astronautas podían brincar alegremente sobre su superficie, y bastó un pequeño vehículo impulsor para que regresaran a la Tierra. En el extremo opuesto, la fuerza de gravedad del Sol es tal, que para escapar a su atracción es necesario moverse a más de 600 km/s. Al aumentar la fuerza de gravedad, ya sea porque el cuerpo es más masivo o porque su tamaño se reduce, aumenta la velocidad de escape. En una enana blanca ésta es igual 6 500 km/s, mientras que para escapar de una estrella de neutrones es necesario alcanzar la extraordinaria velocidad de 180 000 km/s. Finalmente, la velocidad de escape de cuerpos tres o más veces más compactos que una estrella de neutrones es mayor que la velocidad de la luz (300 000 km/s) la máxima que se puede alcanzar. Por lo tanto, nada puede escapar de un objeto con estas características: ni un ratón, ni un electrón, ni la luz. Es el monstruo que avizoró Laplace: "Es por lo tanto posible que los cuerpos más grandes del Universo [...] sean invisibles." Utilizando la teoría de la relatividad general, que Albert Einstein presentó en 1915, Karl Schwarzschild publicó un año después la primera teoría moderna sobre los hoyos negros. Curiosamente, este ejercicio mental se produjo varios años antes de que Chandrasekhar demostrara que aquéllos podían existir. La estructura de los hoyos negros es muy sencilla. Tienen una "superficie" fantasmagórica, llamada horizonte de los eventos, definida como el sitio en donde la velocidad de escape es igual a la velocidad de la luz. Dentro del horizonte, la velocidad de escape es mayor que la velocidad de la luz, y nada puede salir de ahí. Si se pudiera prender una linterna dentro del horizonte, cosa que es imposible ya que ahí todo es comprimido indefinidamente, ésta jamás podría ser vista por un observador externo, no importa qué tan cerca estuviera de ella, porque la luz del filamento incandescente sólo puede viajar en una dirección, hacia el punto central del hoyo negro. De ahí el calificativo de negro: de éste no emerge ni luz ni partícula alguna. Por lo tanto, los hoyos negros no pueden enviar mensajes hacia el resto del Universo. Son los grandes mudos del Cosmos.
Todo lo que traspasa el horizonte, incluyendo la luz, es devorado por el hoyo negro. A diferencia de un agujero, el hoyo negro está repleto de materia (energía). Las propiedades y comportamiento de la naturaleza dentro del hoyo negro, desconectados por completo del mundo más allá del horizonte, constituyen grandes incógnitas cuya solución puede muy bien ser imposible. Por esta razón, más de un respetable científico duda aún de la existencia de los hoyos negros, máxime si se considera que nada emerge de ellos. La demostración observacional de la existencia de los hoyos negros se sostiene en evidencias indirectas, en inferencias más que en pruebas palpables. Fuertemente atraídas por la fuerza de gravedad del hoyo negro, la luz y las partículas que transitan en su vecindad desvían su camino en una trayectoria espiral cada vez más cerrada, hasta cruzar el horizonte. Las partículas adquieren así una gran cantidad de energía, parte de la cual radian en forma de rayos X antes de entrar al hoyo negro. Gracias a esto fue posible localizar el primer hoyo negro, aunque hubo que esperar el advenimiento de la era espacial, pues los rayos X son absorbidos por la atmósfera terrestre. En 1972, el satélite Uhuru —"libertad" en swahili— orbitaba la Tierra transportando un telescopio sensible a los rayos X. En la dirección de una estrella normal de unas 20 masas solares, localizó una fuente muy intensa de rayos X, llamada Cygnus X1. Al poco tiempo se descubrió que la estrella normal es parte de un sistema binario, en el que la compañera es 10 veces mayor que el Sol, pero invisible. Esto implica que no puede tratarse de una estrella normal. Además, dado que su masa excede la que puede tener una estrella de neutrones, se ha deducido que se trata de un hoyo negro, y que los rayos X los produce el material de la estrella normal que cae hacia el hoyo negro formando un disco (Figura 34). En la actualidad se sabe de muchos sistemas con propiedades similares a las de Cygnus X1 y en todos ellos se cree que yace un insaciable hoyo negro.
Figura 34. Modelo de producción de energía en un sistema compuesto por un hoyo negro y una estrella que arroja material hacia éste. El material se precipita en espiral hacia el hoyo negro y al caer adquiere una gran cantidad de energía, parte de la cual es radiada en rayos X.
Los pulsores delatan la presencia de estrellas de neutrones, mientras que la existencia de fuentes de rayos X asociadas a cuerpos invisibles sugiere que en ellas yace agazapado un hoyo negro. ¿Qué extraña combinación de eventos condujo a la naturaleza a producir tan extraños objetos? La respuesta se encuentra en el destino deparado las estrellas masivas, que al expirar su último aliento en un inconcebible fuego de artificios, se transfiguran y convierten en estas extrañas criaturas.
CITA CON UNA CATÁSTROFE. LAS SUPERNOVAS La más antigua historia astronómica de la humanidad se debe a los chinos, quienes durante más de dos mil años, desde la época en que florecía la cultura griega hasta fines del siglo XVIII, casi al mismo tiempo en que el capitalismo irrumpió violentamente en China, examinaron meticulosamente el firmamento y llevaron registros de sus observaciones. En el capítulo 52 de Lo esencial de la historia Sung, texto del siglo XIV, está escrito lo siguiente: En el día 22 de la séptima Luna del primer año del periodo Chih-ho, Yang-Wei-te dijo: "Postrándome, he ohservado la aparición de una estrella invitada en la constelación T'ien Kuan [El Toro]: la estrella tenía un color amarillo ligeramente iridiscente. Respetuosamente, siguiendo las disposiciones para los emperadores, he pronosticado, y el resultado es: La estrella no invade Pi [Aldebarán), lo que demuestra que un hombre pleno es señor, y que este país tiene a alguien de gran valor. Solicito que este pronóstico sea entregado al Buró de Historiografía para ser preservado [...]" Fue visible en el día, igual que Venus [...] En total se pudo ver durante 23 días. El suceso debió haber causado gran impresión, pues también fue descrito por japoneses, árabes y coreanos, y quizás incluso registrado en petroglifos navajos (Figura 35). Vale la pena hacer notar que, a pesar de su magnitud, no se ha encontrado alguna crónica europea donde se le mencione. Tal parece que a los europeos de época, convencidos hasta la ceguera de la perfección e inmutabilidad de los cielos, les incomodó a tal punto la aparición de esta estrella "invitada", que prefirieron ignorarla.
Figura 35. Petroglifo navajo que, por la posición relativa entre la luna y la estrella, se cree que representa la supernova del año 1054. Descontando el trasfondo astrológico, y la evidente intención del señor Wei-te de congraciarse con el emperador y así salvar la cabeza, la crónica china es particularmente valiosa porque describe el color, el brillo, el sitio y el momento en que apareció la "estrella invitada". En el sitio señalado por los chinos, se encuentra una vistosa nebulosa de apariencia filamentaria, que desde el siglo XVIII es conocida como nebulosa del Cangrejo (Figura 36). Su forma difícilmente sugiere la figura de un cangrejo, pero sí su origen explosivo. De hecho, los filamentos que la componen contienen una masa dos veces mayor que la del Sol, y se expanden a velocidades de alrededor de 1 500 km/s. Moviéndonos a esta velocidad hacia el pasado, encontramos que la nebulosa se originó en fecha cercana a la que, por vez primera, fue vista la "estrella invitada", el 4 de julio del año 1054. La coincidencia temporal y espacial entre ambos objetos no puede ser fruto de la casualidad. Por lo tanto, la nebulosa del Cangrejo fue producida por la misma explosión que dio lugar a la estrella "invitada" que nuestros antepasados observaron en esa fecha. Esta explosión fue muchísimo más violenta que una nova, ya que estas últimas jamás alcanzan un brillo comparable al de Venus (y menos a la distancia a la que está la nebulosa del Cangrejo), ni expulsan una cantidad tan grande de materia a tan altas velocidades. Esta clase de explosión, gigantesca frente a una nova, recibe el nombre de supernova.
Figura 36. La nebulosa del cangrejo, producida por la supernova del año 1054. La flecha apunta a la estrella de neutrones que al rotar da lugar a un pulsor ( Secuencia de fotos de la derecha). La supernova del año 1054 fue aún más generosa con la ciencia, pues un año después del descubrimiento del primer pulsor se encontró uno en el lugar donde se generó la explosión (Figura 36). El pulsor del Cangrejo repite su señal 33 veces en cada segundo. Su pulso disminuye lentamente con el tiempo y, midiendo la velocidad con que lo hace se ha determinado que el pulsor del Cangrejo se formó hace 900 años. Es decir, la pirotecnia celestial del año 1054 anunció el nacimiento de este pulsor. Por lo tanto, las estrellas de neutrones se forman a consecuencia de una explosión de supernova, que también produce una gran masa de gas que es expulsada a altas velocidades hacia el medio circundante. Pero, ¿a partir de qué se producen las supernovas?, ¿por qué razón se producen? Con un brillante destello intuitivo, los astrónomos Walter Baade y Fritz Zwicky habían imaginado la respuesta correcta desde 1934: "Con grandes reservas proponemos que una supernova representa la transición de una estrella ordinaria para convertirse en una estrella de neutrones..." La transición a que se referían Baade y Zwicky es el proceso en el que la presión interna debida a las reacciones nucleares que ocurren en una estrella ordinaria, es substituida por la presión de
degeneración de los neutrones para sostener el peso del objeto. Es decir, esta transición se produce cuando, por una u otra razón, cesan las reacciones nucleares en la estrella y su núcleo se colapsa. Veamos con más detalle este proceso, fijándonos en las últimas etapas evolutivas de una estrella masiva, en una supergigante roja (Figura 37). El ciclo completo de reacciones nucleares se ha llevado a cabo y, como vimos en el anterior capítulo, la estructura de la estrella no es del todo distinta a la de una cebolla pues la forma una sucesión de capas donde se producen diversas reacciones de fusión. El corazón de la estrella está formado primordialmente de hierro, que se produce en la capa inmediatamente superior a partir de la fusión del silicio. El núcleo estelar sostiene su peso mediante la presión de degeneración de los electrones, puesto que el hierro sólo puede fusionarse utilizando —no liberando— energía.
Figura 37. Modelo para explicar una explosión tipo supernova. (a) En la etapa previa a la explosión la estrella tiene un núcleo de hierro de masa inferior al límite de Chandrasekhar (1.4 veces la masa del sol). El peso del núcleo es sostenido por la presión de degeneración de los electrones. (b) La masa del núcleo estelar aumenta con el hierro producido en la capa inmediatamente superior. Cuando esta excede el límite de Chandrasekhar el núcleo se
colapsa produciendo una gran cantidad de neutrinos. (c) La presión en la cavidad dejada por el colapso del núcleo aumenta debido a la gran cantidad de radiación producida y por el rebote de parte del material que se colapsó. Esto provoca que la envolvente externa de la estrella sea eyectada explosivamente. (d) La envolvente se expande y disminuye su densidad. Cuando esta es suficientemente baja, la radiación atrapada escapa, y aparece la supernova como una gigantesca fuente de luz. Este núcleo inerte sobrevive mientras su masa es inferior al límite de Chandrasekhar, 1.4 veces la masa del Sol. Sin embargo, "engorda" rápidamente con el hierro que produce la capa superior, y cuando su masa excede este limite, la presión de degeneración de los electrones es ya incapaz de sostener su peso, y se colapsa. En menos de un segundo, el radio del núcleo se reduce de 6 000 a tan sólo 15 kilómetros. En este brevísimo suspiro, la materia se comprime extraordinariamente y, a través del proceso Urca, se transforma en neutrones y neutrinos. Durante este segundo, la estrella produce tantos neutrinos como el resto del Universo. Estos últimos escapan transportando la mayor parte de la energía liberada en el colapso gravitacional del núcleo estelar y casi todos ellos rondarán por el Universo hasta el fin de los tiempos. Por su parte, los neutrones permanecen y, con su propia presión de degeneración, sostienen el peso del objeto colapsado, que ahora es una estrella de neutrones. Hasta este momento las capas externas no han sido informadas del cataclismo que ocurrió en el interior de la estrella. Rápidamente sabrán de esta pesadilla, ya que el colapso del núcleo es seguido de la producción de una vasta cantidad de energía luminosa y del duro rebote de una parte del material que se colapsó. La presión en el hueco dejado por el colapso aumenta en forma desmesurada y ocasiona que el resto de la estrella sea lanzado explosivamente hacia el medio circundante. Al escapar la luz se produce un abrupto destello cuyo brillo rivaliza con el de todas las estrellas de una galaxia (Figura 38), y aparece una supernova anunciando el fin apocalíptico de una gran estrella.
Figura 38. Foto de la galaxia NGC 4725 (foto superior) tomada el 10 de mayo de 1940. En la foto inferior tomada el 2 de enero de 1941, aparece una supernova.
El brillo de la supernova se extingue tras unos meses. Ahí donde antes refulgía la estrella que la produjo, como una lápida que atestigua su breve comparecencia, reposará una estrella de neutrones, cuyo pulso se irá debilitando hasta ser imperceptible al cabo de algunos milenios. Las cenizas de la estrella se esparcirán rápidamente por el Cosmos, formando una efímera nebulosa como la del Cangrejo, que también desaparecerá después de varias decenas de miles de años. Se borrarán todos los vestigios de la estrella, pero el remanente que transporta sus cenizas llevará consigo un valioso legado. En efecto, el material expulsado por la supernova es rico en elementos químicos producidos durante la vida de la estrella y que comprenden todos los que pueden ser creados mediante la fusión nuclear: helio, nitrógeno, oxígeno, carbono, hierro, etc. Pero, a diferencia de las estrellas, elementos más pesados que el hierro pueden ser producidos en una explosión de supernova. La implosión del núcleo estelar da origen a una gran abundancia de neutrones que, privados de carga eléctrica, pueden sumarse a los núcleos de elementos como el hierro. La masa del elemento químico crece rápidamente mediante la adición de neutrones hasta que éstos, a través de un proceso radiactivo, se transforman en protones dentro del propio núcleo. Con esta transformación, la supernova produce plata, oro, plomo e incluso uranio, a partir del hierro generado en el interior estelar. Nuestra civilización, fascinada por las joyas y urgida de energía, es inconcebible sin estos elementos químicos. Debemos la vida a los miles de millones de estrellas que nos precedieron, pero la civilización es tan sólo fruto de los millones de estrellas que explotaron y diseminaron sus productos antes de que el Sol fuera. Si el origen de las estrellas de neutrones como subproducto de las supernovas es patente, el de los hoyos negros es menos evidente, y no fue sino hasta 1978 cuando se pudo relacionar un hoyo negro con una supernova. En ese año se encontró en la constelación del Águila un peculiar objeto del que emanan chorros de partículas que se mueven a 80 000 km/s. La cantidad de energía necesaria para acelerar los chorros a esta velocidad es enorme, y se piensa que en última instancia proviene del material que cae violentamente en un hoyo negro. Aparte de ser un objeto único en el Universo, SS 433 (éste es su nombre) es importante por estar situado en medio de un remanente de supernova (W 50). Este tipo de coincidencias no son casuales, y se piensa que el remanente y el hoyo negro inmerso en él son fruto de un mismo suceso, de una supernova ocurrida hace más de 10 000 años. De esta pequeña pero importante observación podemos inferir que las supernovas son uno de los agentes, quizá el más importante, a través del cual la naturaleza se vuelve inconcebible transfigurándose en hoyos negros que, como las estrellas de neutrones, también provienen del fin de las estrellas. Las supernovas ocurren poco frecuentemente, quizá una cada 50 años en una galaxia como la nuestra. Pero incluso esta supernova, escondida en un remoto paraje, puede pasar inadvertida en la Tierra. De hecho, data de 1604 la última supernova galáctica observada por el ser humano, cinco años antes de que Galileo apuntara por primera vez un telescopio hacia el firmamento. Afortunadamente, el campo de estudio de la astronomía es inmenso, y se han encontrado más de 600 supernovas en algunas de los miles de millones de
galaxias que hay en el Universo. Por otro lado, en nuestra galaxia, y en las galaxias cercanas se han observado alrededor de doscientas nebulosas o remanentes dejados por supernovas, así como varios pulsores inmersos en ellas. La información obtenida del estudio detallado de todos estos objetos es a grandes rasgos consistente con la anterior teoría. A pesar de ello, hasta hace un par de años existía cierta frustración, porque faltaban algunos datos de gran importancia —por ejemplo, las características de la estrella antes de convertirse en supernova— que sólo podían ser obtenidos observando una supernova menos remota que las descubiertas hasta entonces. Desde la cima de los Andes, al norte de Chile, la bóveda celeste resplandece como en muy pocos lugares de la Tierra. Los astrónomos han aprovechado esta circunstancia para colocar ahí la mayor concentración existente de telescopios. Al empezar la noche del 23 de febrero de 1987 en el observatorio de Las Campanas, uno de los tres más importantes de la región, nada presagiaba que al cabo de unas horas se trastocaría por varios meses el ritmo normal de trabajo de todos los observatorios del hemisferio sur. En una labor rutinaria de patrullaje, el astrónomo canadiense Ian Shelton llevaba un par de días tomando placas fotográficas de la Nube Mayor de Magallanes, la galaxia más cercana a la nuestra, con un pequeño telescopio refractor de 10 pulgadas. Poco después de la medianoche reveló su placa, y notó que el brillo de una pequeña estrella situada al sureste de la nebulosa de la Tarántula había aumentado más de mil veces en sólo un día (Figura 39). Shelton encontró la supernova más importante desde la construcción del primer telescopio. En efecto, por su relativa cercanía —la Nube Mayor de Magallanes está a "tan sólo" 220 000 años luz— ésta es la única supernova en la que se sabe con precisión de qué estrella provino, en la que se ha podido identificar directamente lo que quedó de ella, en donde se ha obtenido mayor información sobre la evolución misma de la explosión y en la que se han observado los efectos de ésta en el medio circundante. Ciertos aspectos de la supernova confirmaron ampliamente las expectativas teóricas, pero otros resultaron sorpresivos e indujeron a una intensa labor de revisión. Veamos primero las confirmaciones espectaculares.
Figura 39. Supernova que apareció en la nube mayor de Magallanes a principios de 1987. A la izquierda se muestra la región en donde explotó, y a la derecha la fotografía con la que fue descubierta. La posición de la estrella que desapareció transformándose en supernova, Sanduleak -69° 202 (estrella 2), aparece en el círculo (R.A.Schorn. Sky and Telescope, mayo de 1987). Después de saber de la aparición de la supernova, los costosos laboratorios dedicados a estudiar la estabilidad del protón y a la detección de neutrinos — consistentes en tanques de más de 3000 toneladas de agua purísima encerrados en minas a casi un kilómetro de profundidad— revisaron minuciosamente sus registros buscando evidencia de impactos de neutrinos. Guiados por la teoría, buscaban muestras del colapso gravitacional que, supuestamente, produce un gran número de neutrinos y conduce a la estrella de neutrones que precede la aparición de la supernova. Esta predicción quedó brillantemente confirmada. Dos semanas después de la aparición de la supernova, un nutrido grupo de 23 científicos del experimento japonés Kamiokande II anunció que 11 neutrinos provenientes de la Nube Mayor de Magallanes habían sido registrados en un intervalo de segundos 21 horas antes del hallazgo de Shelton. Diez días más tarde, el grupo estadunidense del laboratorio IMB (¡36 en este caso!), situado en una mina de sal cercana al Lago Eire, reportó el arribo de ocho neutrinos producidos por la supernova. Tantos científicos y tan pocos neutrinos detectados puede parecer una broma. Sin embargo, como el neutrino interacciona muy rara vez, el haber hallado este pequeño numero en un intervalo de tiempo tan corto es muy significativo, e implica un enorme flujo de ellos. Se ha calculado que en los diez segundos transcurridos entre el arribo del primero y el último neutrino observados, 10 mil millones de ellos atravesaron cada centímetro cuadrado de la Tierra, pero que apenas un millón de seres humanos detuvo inadvertidamente uno de estos neutrinos. Los 19 neutrinos detectados horas antes de la aparición de la supernova son el breve, único e irrefutable testimonio, ausente hasta entonces, de la realización de un colapso gravitacional.
"Sanduleak -69° 202 [una estrella] ha desaparecido", informaron dos astrónomos estadunidenses en mayo de 1987. Por vez primera se supo, sin asomo de duda, del fin de una estrella, de que los objetos de la bóveda celeste, a pesar de su engañosa apariencia, también son perecederos. Más aún, se reconfirmó la hipótesis de Baade y Zwicky al comprobarse directamente que las supernovas, lejos de ser el advenimiento de una nueva estrella, anuncian su dramática autodestrucción. Del breve recuento de los acontecimientos generados a raíz de la supernova de la Nube Mayor de Magallanes, el lector podría llevarse la impresión de que todas las elucubraciones teóricas fueron verificadas. Pero también en este caso la naturaleza se reservó parte de sus misterios y produjo algunas sorpresas. Años antes se había avizorado que una parte del astro se puede transfigurar en una estrella de neutrones después de morir, proceso que los neutrinos supuestamente anunciaron. A pesar de una intensa búsqueda, aún no se ha encontrado la evidencia, en la forma de un pulsor, de que esta supernova haya dejado una estrella de neutrones. Y, en el terreno de las sorpresas, se encontró que las propiedades de Sanduleak -69° 202 era una gigante azul días antes de explotar, fase que, por diversas razones de gran peso, debiera anteceder a la de supergigante roja. Esta enorme discrepancia ha generado un abundante trabajo teórico, y sólo unos meses después de ser evidente ya existían diversas explicaciones posibles. A pesar de ellas aún no podemos decir si la supernova que próximamente aparecerá en Orión será producida por Betelgeuse, una supergigante roja, o por Rigel, una gigante azul, lo que puede dar una idea de qué tan lejos estamos de completar este particular rompecabezas de la naturaleza. Sirva ello para alertar nuestra inteligencia y mitigar nuestros periódicos excesos de confianza.
VI. LA COSECHA DE LAS NUEVAS GENERACIONES
EN UNO de sus mejores momentos, llenándose de la vitalidad de la campiña, Fausto anuncia lo siguiente: "Declina el Sol y se hunde en el ocaso; el día ha fenecido; pero el radiante astro, siguiendo su carrera veloz, despierta en otros parajes una nueva vida." (Goethe, Fausto, La tragedia, Primera parte). Mientras que Mefistófeles, frustrado, confiesa: "Y tocante a la maldita materia, semillero de animales y hombres, no hay medio absolutamente de dominarla. ¡Cuántos y cuántos no he enterrado ya! Y a pesar de todo, siempre circula una sangre fresca y nueva." (Goethe, ídem). Así con las estrellas y las ideas, que en un ciclo que parece inagotable llegan a su fin para ser reemplazadas por otras a las que espera el mismo destino. En este capítulo veremos cómo las estrellas inducen la formación de sus sucesoras, cómo el material del que se desprenden permanentemente durante su existencia y siembran con violencia al anticipar el advenimiento de su muerte, es cosechado por nuevas generaciones estelares. También veremos cómo el pulso de este ciclo vital de dimensión cósmica se torna cada día más débil. En el dilatado telar del tiempo acabará por enmudecer. Y así, al cabo de miles de miles de millones de años, ya no habrá más estrellas, y con ellas se irá la inteligencia que, cobijada por su calor, pudo comprender medianamente el tejido del Universo.
LA HISTORIA SIN FIN, Y EL FIN DE LA HISTORIA A la una de la mañana del 8 de febrero de 1969, un gran meteorito de casi dos toneladas se fragmentó y dispersó cerca de Allende, un pequeño pueblo vecino a la ciudad de Parral, en la que fue asesinado el famoso Francisco Villa. En ese entonces se acababan de acondicionar excelentes laboratorios para estudiar las primeras piedras lunares, de modo que las muestras que pudieron obtenerse del meteorito fueron analizadas como nunca antes. De los muchos resultados obtenidos mediante el estudio de este tesoro cósmico hubo uno que causó un efecto particularmente profundo, pues de golpe reveló la huella de nuestro antiguo origen. Las rocas terrestres más antiguas han sido sometidas a innumerables procesos metamórficos en los miles de millones de años transcurridos desde su formación. En ellas está confusamente escrita la historia de nuestro planeta: la incansable acción erosiva del viento y el agua, los violentos efectos del vulcanismo y los distintivos rostros de los seres vivos. Enterrada bajo todas estas capas de historia yace escondida la clave que conduce a su origen. Vagando desde un principio por los espacios vacíos del Sistema Solar, algunos meteoritos —piedras de todos los tamaños que continuamente chocan con la Tierra, y que en ocasiones vemos como estrellas fugaces— no han estado sometidos a procesos metamórficos de importancia. Por lo tanto, a diferencia de las piedras terrestres o lunares, son lo
que desde un principio fueron y en su interior abrigan las pistas que pueden guiarnos a la época en que empezó a ser el Sistema Solar. El meteorito de Allende, distinguido miembro de la clase más primitiva de meteoritos, trajo a la Tierra el mensaje de esos remotos días escrito en tres isótopos. Los isótopos son variaciones de un mismo elemento químico. Por ejemplo, el oxígeno siempre tiene 8 protones, pero su núcleo puede contener 8, 9 e incluso 10 neutrones. Es decir, existen tres isótopos del oxígeno en la naturaleza: el oxígeno-16, que con 8 protones y 8 neutrones es el más abundante, el oxígeno-17, y el oxígeno 18. El meteorito de Allende contiene oxígeno-16, magnesio-26 y plata-107, en proporciones excepcionales con respecto a lo normalmente encontrado en el Sistema Solar e imposibles de explicar con mecanismos químicos normales. Tras desechar varias alternativas, se llegó a la conclusión de que el magnesio-26 y la plata-107 provienen del decaimiento radiactivo del aluminio-26 y el paladio-107. El primero de éstos, el aluminio-26, es producido por la fusión del carbono en estrellas al menos ocho veces más masivas que el Sol. Como vimos en el anterior capítulo, estas estrellas devienen en supernovas, y al hacerlo diseminan los productos resultantes de su nucleosíntesis, como el aluminio-26. Por otra parte el paladio es uno de esos elementos más pesados que el hierro y que sólo se pueden formar con la captura de neutrones, proceso que se da a gran escala en las supernovas. Finalmente, el oxígeno-16 es manufacturado en la misma región en donde la estrella produce aluminio-26, de modo que también la sobreabundancia de este isótopo del oxígeno puede deberse a que el meteorito, o el material del que se formó, fue contaminado con los despojos de una supernova. Los experimentos han demostrado que las peculiares abundancias isotópicas del meteorito de Allende provienen de una supernova, gracias a lo cual hoy podemos especular con bases sólidas de dónde provino el Sistema Solar (Figura 40). Hace 4500 millones de años reposaba en el espacio la nube molecular que acunaría al Sol naciente. Su existencia pendía del frágil equilibrio en que estaban la presión interna y la fuerza de gravedad. Vecina a ella, una estrella agonizó violentamente convirtiéndose en supernova y expulsando una gran cantidad de material que contenía una diversidad extraordinaria de elementos químicos: nitrógeno, oxígeno, carbono, aluminio, hierro, cobre, uranio y muchos otros más. Unos mil años después de explotar, el remanente de la supernova alcanzó el borde de la nube, se mezcló con ella, y trastocó profundamente su equilibrio. Parte de la nube se disgregó en el impacto, pero lo que quedó fue comprimido hasta tal punto que ya nada pudo detener la contracción gravitacional y la formación de nuevas estrellas. En un pequeño fragmento de la nube, ahora mezclado con el material expulsado por la supernova, se gestó el Sol. La fuerza centrífuga distribuyó en un plano el escaso material del que resultaron los planetas, y en medio de todos ellos el residuo de la gran obra: polvo y piedras de todos los tamaños, y perdido entre ellas el meteorito que miles de millones de años después cayó en Allende e hizo posible este análisis. En conclusión, el Sol y la Tierra, la más alta montaña y el más insignificante grano de arena, el más primitivo virus y el
ser más inteligente, usted y yo, somos en esencia polvo de una estrella que dejó de serlo cuando nuestra galaxia aún era joven.
Figura 40. Modelo de transformación del sol. (a) Una supernova explota cerca de la nube molecular en donde se gestó el Sol. (b) El remanente de la supernova alcanza la nube molecular. (c) Nacen las estrellas —entre ellas el Sol— en estas condensaciones. La forma en que ocurrió la génesis del Sol no fue un caso aislado o excepcional en la historia del Universo. Una buena parte de las estrellas que ya desaparecieron, de las que hoy brillan y de las que en el futuro alumbrarán el cielo, fueron, son y serán gestadas de manera similar. Porque las estrellas —extrayendo material fresco de sus entrañas para expulsarlo con un gentil y continuo viento al medio circundante, desprendiéndose con abandono de sus capas externas para formar nebulosas planetarias momentos antes de morir, o expulsando con violencia grandes cantidades de masa al explotar como supernovas— depositan las semillas de las que crece la siguiente cosecha estelar. Semillas enriquecidas con nuevos elementos químicos, semillas que vuelan por el medio interestelar hasta depositarse en el protector regazo de la nube molecular que ellas mismas agigantan, y que agitada por el diluvio energético que le llega de todas las estrellas que la rodean y penetran, termina por contraerse y convertirse en nuevos astros. Y así por los siglos de los siglos en una historia sin fin aparente. El principio de esta historia se dio en una sopa amorfa y poco condimentada — compuesta únicamente de hidrógeno, helio, y minúsculas trazas de litio y berilio— de la que hace diez o quince mil millones de años surgieron los primeros grumos, las primeras concentraciones de masa: cúmulos de galaxias, galaxias y estrellas de todos los tamaños. En ese entonces no había vida, no podía haber vida, pues faltaban los bloques sobre los que ésta se cimenta: nitrógeno, oxígeno y carbono. Lenta pero tesoneramente, éstos y otros elementos químicos fueron manufacturados en el inmenso perol de incontables generaciones estelares, generando las condiciones para que diez mil millones de años después pudiera
prosperar la conciencia en este pequeño planeta. Así de antigua es la arcilla de la que estamos hechos, así de gastado el polvo que somos. Y como todo lo que nos precedió, también a nosotros nos tocará convertirnos en el polvo del que nuevas estrellas nacerán, porque el Sol, ese radiante astro, despertará "en otros parajes una nueva vida" cuando la suya concluya. Otras estrellas abrigarán conciencias, que seguramente se harán las mismas preguntas que el primer ser humano se planteó al voltear hacia el cielo. Inexorablemente, esta historia, este gran ciclo avanza hacia su lejana conclusión, pues cerca de la mitad del material del que se forman las estrellas queda atrapado en mudas piedras obscuras. Mientras que el gas del que nacen nuevas estrellas disminuye día con día, el número de enanas blancas, estrellas de neutrones y hoyos negros aumenta incansablemente. El cielo se torna menos brillante, más frío. Dentro de decenas de miles de millones de años nacerá la última estrella de los vestigios de gas que aún subsistan en el Universo. Cientos de miles de millones de años más tarde, el último astro, la última chispa de luz, se extinguirá transformándose en una enana blanca. De ahí a la eternidad, sólo habrá galaxias compuestas exclusivamente de hoyos negros, estrellas de neutrones y enanas blancas. Para satisfacción de Mefistófeles, ya no circulará "sangre fresca y nueva", y habrá llegado el fin de la historia sin fin. En ese Universo obscuro, helado e inhóspito, habrá triunfado finalmente la muerte.
LA INAGOTABLE TAREA DE LA IMAGINACIÓN Hace apenas 150 años parecía imposible adentrarse en la naturaleza interna de las estrellas, ya no digamos en su origen, evolución y fin. Los más brillantes intelectos de la época, como Wilhelm Bessel, estaban convencidos de que "la única tarea de la astronomía es descubrir las reglas que rigen el movimiento de cada estrella; ésta es su razón de ser". Al fundador de la filosofía positivista, el francés Auguste Comte, le parecía que cualquier persona que se dedicara a investigar la composición química del Sol perdía su tiempo, ya que tal cosa permanecería eternamente oculta al conocimiento. Qué decir de las remotas y tenues estrellas, sobre las que un conocido físico del siglo pasado, H.W. Dove, decía lo siguiente: "¡Lo que las estrellas son, no lo sabemos y nunca lo sabremos!" En retrospectiva parecen absurdas estas afirmaciones. Sin embargo, si nos detenemos brevemente a meditar en cuan insignificante es el mensaje que nos llega de las estrellas, tan sólo su débil luz, podríamos fácilmente concluir que es imposible hacer algo más que enredarlas en cuentos fantásticos. Gran hazaña de la inteligencia ha sido avanzar sobre sus etéreas pistas, desenmarañar la fina trama de su luz, y volverlas comprensibles desde este perdido rincón del Universo. ¿Queda algo por conocer?, ¿hay algo fundamentalmente erróneo, impreciso o incompleto en la manera como actualmente entendemos la naturaleza? La mayoría prefiere el apacible mundo de la certeza y mantiene oposición cerrada frente a los que pretenden cuestionar las verdades el momento. Pero la
experiencia ha probado repetidamente que siempre hay algo por descubrir, que los esquemas con que representamos la realidad son meras aproximaciones, borrosos bosquejos que siempre podemos perfeccionar. Hay un abismo entre las primeras nociones que el ser humano se formuló sobre las estrellas y lo que hoy sabemos de ellas. Pese a todo y contra lo que el lector pudiera imaginar después de leer este libro, nuestra sabiduría es minúscula frente a lo que ignoramos. Por ejemplo, debemos señalar que aunque se cree —con excelentes razones— que las estrellas se forman mediante la contracción gravitacional, aún esperamos el día en que se observe este proceso. Del Sol, nuestra estrella, apenas hoy empezamos a ver más allá de su superficie, inventando técnicas para penetrar al interior mismo de su corazón, utilizando las herramientas conceptuales de la geofísica para hacer una disección de su interior. El primer resultado producido por estas técnicas, el número de neutrinos solares detectados, desafió las teorías de los interiores estelares y quizá también revele aspectos inesperados de la física del microcosmos. Empezamos a ver a las estrellas como estructuras de mayor complejidad que la de considerarlas simples bolas gigantescas de gas incandescente, y ya se habla persistentemente de su rotación, de su geografía superficial, de su turbulento interior, de los campos magnéticos que generan, de los vientos que producen, de las envolventes que las rodean. Sabemos sin asomo de duda que las estrellas evolucionan, pero aún no contamos con suficientes datos que detallen su ruta ni modelos que describan con claridad la evolución de una estrella desde su génesis hasta su fin, y la forma en que transita de una etapa a otra. Hemos encontrado los extraños objetos en los que se transfiguran las estrellas al morir, pero ignoramos el comportamiento de la naturaleza dentro del más extraño de ellos, los hoyos negros. Estas son algunas de las tareas que la astronomía actual ha emprendido. Los resultados que genere, los problemas con los que se tope, marcarán la nueva ruta a seguir. Parafraseando al gran poeta español Antonio Machado, en la ciencia "no hay camino, se hace camino al andar". Y al andar surgirán una infinidad de nuevos detalles, de ideas inimaginadas, más deslumbrantes e inesperadas, que remodelarán y ampliarán nuestra percepción de las estrellas. El espléndido panorama que la astronomía contemporánea ofrece, ha sido obra de siglos en los que cada nueva generación, a veces con escepticismo y siempre con una crítica severa, ha sabido cosechar las mejores ideas de sus predecesores, filtrando lo valioso de lo insubstancial, y desechando lo que es de plano fantástico. No deja de ser sorprendente que las elucubraciones más descabelladas del pensamiento mágico palidezcan frente a los resultados a los que ha llegado la ciencia moderna, que la imaginación se avive más frente al inesperado mundo que continuamente devela, que ante los trabajos febriles de los primeros dioses. Con cautela, pero sobre todo con audacia para imaginar lo que parece imposible, renovaremos perpetuamente este panorama, seguros de que en su expansivo horizonte siempre aparecerán nuevos acertijos qué descifrar. Como pensaba Ernesto "Che" Guevara, el que aspira a lo imposible vive la realidad.
BIBLIOGRAFÍA ADICIONAL
Sobre temas de astronomía: La astronomía contemporánea. 1985. Colección La Ciencias en el Siglo XX, núm. 4., UNAM, México. L.F. Rodríguez, compilador. Temas selectos de astrofísica. 1984. UNAM, México. M. Peimbert, compilador. Un Universo en expansión. 1985. Colección La Ciencia desde México, núm. 1, FCE, México. L-F. Rodríguez. El descubrimiento del Universo. 1986. Colección La Ciencia desde México, núm. 6, FCE, México. S. Hacyan. Encuentro con una estrella. 1987. Colección La Ciencia desde México, núm. 38, FCE, México, S. Bravo. Estrellas binarias interactivas, 1987. Colección La Ciencia desde México, núm.49, FCE, México. J. Echevarría. Los hoyos negros y la curvatura del espacio-tiempo. 1988. Colección La Ciencia desde México, núm. 50, FCE, México. S. Hacyan. Cuasares. En los confines del Universo. 1988. Colección La Ciencia desde México, núm. 53, FCE, México. D. Dultzin. La familia del Sol 1988. Colección La Ciencia desde México, núm. 62, FCE, México. M.A. Herrera y J. Fierro. Telescopios y observatorios. 1988. Colección Ciencia, SEP-UNAM, México. M. Tapia. Stars. Their birth, life and death. 1978. Freeman and Co., San Francisco, EUA. I.S. Shiklovskii. The Cosmological distance ladder. 1985. Freeman and Co., Nueva York, EUA. M. Rowan-Robinson. Revista El Universo, Sociedad Astronómica de México. Revista Información Científica y Tecnológica, CONACYT, México. Revista Ciencia y Desarrollo, CONACYT, México.
Revista Sky and Telescope, Sky Pub. Corp., Cambridge, EUA. Revista Astronomy, Kalmbach Pub. Co., EUA. Ciencia, historia, mitología y filosofía: Historia de la astronomía 1980. Colección Breviarios, num. 118, FCE, México. G. Abetti. Odisea 1874 o el primer viaje internacional de científicos mexicanos. 1986. Colección La Ciencia desde México, núm. 15, FCE, México. M. Moreno. La ciencia en la historia de México. 1963. FCE, México. E. de Gortari. Las musas de Darwin. 1988. Colección La Ciencia desde México, núm. 70, FCE, México.J. Sarukhán. Enciclopedia biográfica de ciencia y tecnología. 1978. Alianza Editorial, Barcelona, España. I. Asimov. Ciencia y filosofía en la antigüedad. 1974. Ariel, Barcelona, España. B. Farrington. Del mundo cerrado al Universo infinito. 1982. FCE, México. A. Koyré. La revolución científica. 1985. Ed. Crítica-Grirjalbo, Barcelona, España. A. R. Hall. A history of astronomy. From Thales to Kepler. 1953. Dover, Nueva York, EUA. J.L.E. Dreyer. A history of japanese astronomy. 1969. Harvard University Press, Cambridge, EUA. S. Nakayama. The history of astronomy. From Herschel to Hertzsprung. 1973. Cambridge University Press, Londres, Reino Unido. D.B. Herrmann. The Earth we live on. 1956. A.A. Knopf, Nueva York, EUA. R. Moore. Star names. 1963. Dover, Nueva York, EUA. R.H. Allen. New Larousse Encyclopedia of Mythology. 1978. Hamlyn, Londres, Reino Unido.
COLOFÓN
Este libro se terminó de imprimir y encuadernar en el mes de agosto de 1995 en Impresora y Encuadernadora Progreso, S.A. de C. V. (IEPSA), Calz. de San Lorenzo, 244; 09830 México, D.F. Se tiraron 2000 ejemplares. La Ciencia desde México es coordinada editorialmente por MARCO ANTONIO PULIDO y MARÍA DEL CARMEN FARÍAS.
CONTRAPORTADA
Después de siete mil años de historia, la humanidad ha aprendido que la naturaleza, lejos de ser estática, se encuentra sometida a un proceso de transformación incansable en el que tiene sentido hablar del nacimiento, evolución y muerte de las estrellas. Logro nada despreciable si consideramos que poco ha cambiado el aspecto del firmamento que venimos observando desde el día en que apareció el primer ser humano. Este éxito —madurado en el transcurso de los últimos cuatrocientos años, logrado apenas en el presente siglo— se debe esencialmente a que las leyes físicas que deducimos a partir de nuestra experiencia directa tienen validez universal. Las increíblemente distantes estrellas ya no son poderosos dioses sino simples bolas de gas, enormes y extraordinariamente calientes, compuestas del mismo material que pisamos. Consumiéndose desde sus entrañas, todas ellas se aproximan a su fin no sin, antes diseminar las semillas necesarias para que nuevas generaciones estelares las sucedan. Con su último aliento se transfigurarán en objetos extraordinarios — enanas blancas, estrellas de neutrones u hoyos negros— que sólo desde la perspectiva de la ciencia hubiera sido posible concebir. Un ciclo de génesis y transfiguración que, frente a nuestras breves vidas, parece inagotable, pero cuyo pulso cesará en algún momento del dilatado telar del tiempo. Joaquín Bohigas nació en la ciudad de México y realizó sus estudios de licenciatura en física en la Facultad de Ciencias de la UNAM, y de maestría en la Universidad de Oxford. Desde hace siete años es investigador en el Instituto de Astronomía de la UNAM, en donde se dedica primordialmente a problemas astronómicos relacionados con la física de plasmas.