GUILLERMO DE HUMBOLDT
ESCRITOS POLÍTICOS Con una introducción de SlEGFRIED KAEHLER
Versión en español de WENCESLAO ROC...
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GUILLERMO DE HUMBOLDT
ESCRITOS POLÍTICOS Con una introducción de SlEGFRIED KAEHLER
Versión en español de WENCESLAO ROCES
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO
Primera edición
en alemán,
Segunda edición en alemán,
1901
1922
P r i m e r a edición en e s p a ñ o l , 1945 Primera reimpresión, 1985
D. R. B 1943 Fondo d e Cultura Económica. Av. de la Universidad 975; 03100 México, D. F.
ISBN 968-16-1352-X Impreso en México
GUILLERMO DE HUMBOLDT Noticia biográfica
nació en Potsdam, el 22 de junio de 1767. Su padre era oficial en la corte del entonces príncipe heredero de la corona. Después de la temprana muerte de su padre, la educación de los hijos —entre los que se contaba otro que habría de ser famoso, Alejandro, nacido en 1769— corrió a cargo de la madre, oriunda de Francia y procedente de los medios de la colonia francesa de Prusia. Los muchachos no asistieron a ninguna escuela pública. Su enseñanza fué encomendada, siguiendo la tradición de la época, a preceptores, entre ellos el famoso Campe. Más tarde, ambos hermanos, Guillermo y Alejandro, siguieron cursos privados de diversas personalidades de fama literaria, pues en Berlín no existía aún, por aquel entonces, universidad. La familia pasaba la mayor parte del año en el campa El sosiego de la vida campesina estimuló la propensión de Guillermo al estudio retraído, mientras que Alejandro se sintió inclinado desde el primer momento a la vida de sociedad. En Berlín, eran los círculos literarios más bien que los medios de la aristocracia los que daban la pauta. Después de estudiar breve tiempo en la universidad de Francfort del Oder, Guillermo de Humboldt ingresó, en la pascua de 1788, en la universidad de Gotinga, la más importante de las de Alemania, en aquella época. Permaneció aquí durante tres semestres, consagrado más que a sus estudios profesionales de jurisprudencia a la filología clásica y a los problemas de la moderna filosofía de Kant. Ya se destacaba resueltamente en él la tendencia a la cultura universal. En esta época, eljoven Humboldt emprendió dos grandes viajes culturales. El primero de ellos le llevó hasta el corazón de los Alpes suizos, por entonces muy poco visitados todavía. El segundo le permitió asistir en París, en agosto de 1789, a los primeros acontecimientos de la gran Revolución francesa. Los diarios y las cartas de aquellos días atestiguan claramente que a nuestro humanista le interesaban más las impresiones de carácter hu-ano en general que los sucesos estrictamente políticos. Lo que consideraba digno de atención entre cuanto le rodeaba, lo veía con los ojos GUILLERMO DE HUMBOLDT
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NOTICIA BIOGRÁFICA
delfilántropodeseoso de mejorar el mundo; los puntos de vista políticos le eran ajenos. Y, cuando tuvo ocasión de conocer cl servicio del estado, al entrar a practicar como ayudante de un tribunal de justicia en Berlín, su actividad no era la más apropiada para despertar en é1 cl interés político, de que carecía. Recorrió con bastante indiferencia esta etapa de sus estudios. Y, después de hacer su examen final de carrera y obtener su título en el verano de 1791, se desligó de la administración pública para entregarse a su sueño acariciado: vivir una vida retraída de idealista, consagrado al estudio, en una de las fincas que su esposa poseía en la Turingia. Vino luego una década de plena autodeterminación, sin vínculo ni compromiso alguno, una época de formación individual extraordinariamente bien aprovechada, durante la cual Huraboldt desarrolló hasta el máximo su asombrosa receptividad y su capacidad para asimilar las materias más diversas. No fueron tan positivos, en cambio, sus resultados en cuanto a la capacidad para plasmar y modelar la materia ideal, capacidad en la que residía, según él, la ley del mundo y del devenir. Tras algunos vastos intentos de productividad científica no coronados por el éxito, Humboldt decidió realizar planes de viaje acariciados durante largo tiempo y destinados a aplacar el sentimiento de descontento respecto a su sistema de vida, que ya empezaba a germinar en él. Contribuía necesariamente a hacer más penoso este sentimiento cl hecho de que, durante todos estos años, se había ido familiarizando cada vez más con el taller en que se forjaba el nuevo espíritu de su pueblo, pero solamente a título de espectador, como "público". En primer lugar, cl vivo interés con que seguía los problemas de la filología clásica le había valido la amistad del gran maestro de filólogos, F. A. Wolf. Además, se había incorporado, espiritual y personalmente, al grupo de los amigos de Schiller, entrando a través de él en contacto personal con Goethe. Fué éste, en cierto modo, cl primer puesto de embajador que hubo de desempeñar en la ciudad de Jena: como admirador y crítico, al mismo tiempo que colaboraba en la obra de los dos grandes poetas, representaba cerca de ellos, en persona, por decirlo así, el interés con que los círculos culturales de la nación rodeaban a las dos descollantes figuras. La primavera de 1797 marca cl comienzo de los verdaderos años de peregrinaje que habían de conducir a Humboldt, acompañado de su mujer y de sus hijos, primero a París, donde residió años enteros; luego,
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por difíciles caminos, a través de toda España y, por último, a la verdadera meta de sus afanes: Italia y Roma. Desde el otoño de 1802, Humboldt residió en esta ciudad, pero ya no como hombre libre, sino sujeto al vínculo oficial, flojo todavía y grato además por la renta que le procuraba, de residente prusiano cerca de la Santa Sede. Seis largos y gozosos años —la estación más prolongada que hubo de reservarle el destino en los treinta y dos años de su movida existencia que van de 1788 a 1820— vivió Humboldt bajo el sol de Roma. Los dos hermanos Humboldt disfrutaron indeciblemente de esta época, respirando a grandes bocanadas el hábito de historia universal que se desprendía de aquellos grandes lugares, sintiéndose identificados con todas las fibras de su alma —indisolublemente, al parecer— con el suelo consagrado de Roma. La vida de Humboldt discurría en el sosegado equilibrio de su goce espiritual, como una actividad diplomática poco importante, al margen de las grandes conmociones que llenaron los años 1805-1807 y sin que éstas, al parecer, le afectasen en lo más mínimo. En el invierno de 1808 a 1809, las circunstancias dispusieron que hubiera de trasladarse a Alemania para asuntos de su cargo. Fué entonces cuando el barón de Stcin le invitó a que tomase en sus manos la dirección del departamento de Enseñanza y Cultos del ministerio prusiano del Interior. Después de haber cruzado los Alpes, ya cara a cara con la realidad, transformada radicalmente, Humboldt, por mucho que interiormente se resistiese a ello, no podía rehuir ya la invitación. SÍ con ello sacrificaba su libertad, este sacrificio se veía recompensado por el campo de acción que ante él se abría, el más venturoso que a un hombre de sus condiciones podía brindársele. La realización del plan ya existente de fundar en Berlín una universidad le permitía, sobre todo, cumplir su misión específica de mediador entre el nuevo mundo de la cultura alemana y la forma nueva de vida del estado alemán en la Prusia de los tiempos de la reforma administrativa. El breve plazo de dieciocho meses durante el cual ocupó este cargo fué seguramente la época más feliz de la vida de Humboldt. Nadie estaba tan preparado como él para desempeñar aquel puesto, y su actividad dio en rápida cosecha frutos que su carrera ya nunca habría de volver a rendir. La subida de Hardcnberg a la Cancillería determinó, en junio de cambios fundamentales para una parte considerable de los altos
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funcionarios del estado y reintegró a Humboldt a la carrera diplomática. Se le asignó el puesto de embajador en Vicna, con el título de ministro de estado. Fué realmente a partir de ahora cuando su vida se centró sobre la política y la diplomacia, sobre la actuación de estadista, como profesión conscientemente abrazada. La larga época de formación, doblada de goce, había pasado; la ocasión de disfrutar de la vida y moverse libremente en el espacio universal sin compromiso alguno había sido aprovechada por él con largueza. La posibilidad de actuar sobre el presente vivo tentaba ahora al hombre maduro, consciente ya de sus limitaciones, más que al joven idealista cuya mirada llena de entusiasmo veía navegar al barco de mu mástiles por las aguas del océano inmenso. Además, Humboldt se sabía en posesión de capacidades que le aseguraban la expectativa de un puesto importante dentro del estado. Y, aunque la embajada de Vicna no tenía para él ni el encanto cultural ni aquel carácter políticamente inofensivo del otium cum dignitate de los tiempos de Roma, hasta el otoño de 1812 los años de Vicna transcurrieron relativamente tranquilos. Y le dieron la oportunidad de redactar una larga serie de informes cuyo carácter concienzudo y cuya claridad de juicio acerca de los motivos y los objetivos de la política vienesa valieron a su autor, en la apreciación del canciller del estado, el concepto de valiosísimo diplomático. En la gran crisis de los años 1813-15, Hardenberg hizo honor a este concepto, al traer a Guillermo de Humboldt a su lado, como consejero diplomático permanente. En este puesto, Humboldt asumió incansablemente todo el trabajo diplomático de detalle, en una serie de minuciosos dictámenes y conferencias orales y firmó como segundo mandatario de Prusia los dos tratados de paz de París. De este modo, a los ojos de sus contemporáneos, Humboldt parecía ser el hombre designado para suceder a Hardenberg en su cargo de canciller. Sin embargo, por el momento no se planteaba el problema de la sucesión de Hardenberg. Además, con el tiempo los antiguos compañeros de lucha y de trabajo fueron distanciándose, hasta que el apartamiento se convirtió en abierta hostilidad. Las razones de ello eran en parte personales y en parte objetivas, y éstas, a su vez, afectaban tanto a cuestiones de política interior como a puntos de política exterior. En el fondo, la causa era indudablemente ésta: la tensión de los largos años de lucha por la existencia del estado había unido estrechamente a los dos hombro
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al servido del mismo fin. Ahora que la tensión adía, sus divergentías de carácter salían a la luz; ya no se entendían. Perseguían por naturaleza distintas tendeadas en la vida, pertenecían a dos generadoras y a dos épocas culturales distintas. Adoraban, bajo el mismo nombre, a dioses diferentes. Hardenberg era un hombre político por naturaleza. El estado era su elemento; vivía y actuaba en estos dominios como en su propia casa; afrontaba con toda naturalidad los problemas que el estado le planteaba, pero el estado no era para él ningún "problema". No le ocurría lo mismo al individualista Humboldt. Ante éste se abría ahora un mundo nuevo. En las guerras de liberación nacional había podido comprobar con el más profundo entusiasmo la cohesión del espíritu alemán y del estado alemán. El problema teórico de su juventud —la mutua armonización de ks esferas de la individualidad y del estado y de sus respectivas exigencias— había encontrado en la realidad una soludón práctica que a él mismo le llenaba, sin duda, de asombro. Ahora, sabía que al hombre no le quedaba otro camino que "marchar con los suyos". La experiencia persona! vivida le había ayudado a penetrar en el conodtniento del sentido del mundo. Esta época había penetrado su emoción, y a través de ella el estado. A partir de ahora, Humboldt aborda el estado y los problemas que éste le plantea con el entusiasmo teórico del neófito. El carácter transacckmal de la vida normal del estado y ciertas debilidades de la administración publica, cuya culpa atribuye con razón a Hardenberg, espolean su impaciencia. Hardenberg, hombre encanecido en la jerarquía del otado, veía las cosas con más calma, pero el celo reformador de aquel colaborador tan eficiente acabó por despertar su desconfianza. Humboldt, poco avezado, como él mismo confiesa, a la administración publica, exageraba, como reformador idealista que era, la fuerza de la idea y su propia capacidad política y menospreciaba en cambio la importancia de b realidad y sus fricciones, las cuales tenían que hacerse más sensiles necesariamente al ceder la tensión que había existido en la vida interior del estado. El antagonismo entre estos dos hombres era, en el fondo, el antagonismo entre dos generaciones y dos tipos políticos. Un antagonismo que tenía forzosamente que conducir a un choque, del cual, tal como estaban planteadas las cosas y repartidas tas dotes, debía «Ik personalmente derrotado Humboldt.
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La tensión duró cuatro largos años, a partir del otoño de 1815. Humboldt pasó estos años ocupado en diversos cargos diplomáticos. Primeramente, representó a Prusia en Francfort, en las negociaciones en que se ventilaron los problemas referentes a las indemnizaciones de los áltimos años de guerra, que en Viena habían quedado sin resolver. En la primavera de 1817, con motivo de las deliberaciones del Consejo de Estado sobre las finanzas prusianas, la crítica oposicionista de Humboldt abrió al canciller los ojos acerca de los peligros a que su celo reformador podría conducirle. Con su actitud, Humboldt dejaba de ser, en lo que dependía de Hardenbcrg, candidato a una cartera de ministro para verse empleado permanentemente en la carrera diplomática, "lejos de la corte". En el otoño de 1817, fué enviado de embajador a Londres. Había confiado con seguridad en que le nombrarían para la embajada de París. Pero los franceses prefirieron contentarse con el menor de los hermanos Humboldt como representante de la ciencia alemana y renunciaron al hermano mayor como embajador de Prusia y, por tanto, de la Alemania que se estaba gestando. En Londres, Humboldt pisaba la tercera ciudad cosmopolita de Europa. En Roma y en París, se había puesto en contacto con los testimonios de las grandes épocas del pasado. Ahora, a través del modernísimo Londres, podía echar una mirada al mundo del porvenir, al siglo anglosajón. Y se entregó a este nuevo encanto, a la par que en las colecciones de la más joven metrópoli estudiaba con profundo celo los monumentos del pasado más remota Por fin, Humboldt sintióse cansado de tanto peregrinar. Separado de su familia desde hacía seis años, luchó por conseguir su separación de la carrera diplomática activa hasta que, por último, en el otoño de 1818, lo consiguió. Fué llamado a Berlín para desempeñar un ministerio de "Asuntos permanentes", de reciente creación. Desde el nuevo puesto, parecía estarle reservada una misión semejante a la que había desempeñado diez años antes, cuando dirigía los asuntos de la enseñanza. Sin embargo, ahora se trataba de algo todavía más importante: el grito de los tiempos pedía una constitución; pedía la participación de los "pueblos llegados a la mayoría de edad" en la dirección del estado. En mayo de 1815, el rey de Prusia había prometido promulgar una constitución por estamentos. De esta promesa infirió Humboldt que su cumplimiento le planteaba a él una nueva misión. Y la acometió con
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todo entusiasmo. En estrecho contacto con el barón de Stcin, con el que venía manteniendo desde hacía varios años la última de sus importantes amistades, redactó su gran memoria sobre tina "constitución por estamentos de Prusia". Pero Humboldt se había equivocado. Aquella obra constitucional era precisamente lo que Hardenberg consideraba como la coronación de su larga carrera al servicio del estado prusiano. Fué esto lo que condujo a la ruptura entre los dos antiguos amigos, ruptura en la que los antagonismos personales complicaron y agudizaron las diferencias políticas. Humboldt siguió todavía dirigiendo su ministerio durante algunos meses, hasta que, después de los acuerdos de Karlsbad, se declaró en abierta oposición frente a Hardenberg, pero sin conseguir traer a su lado todo el ministerio, ni tampoco consolidar su posición por medio de una alianza transitoria con los viejos adversarios del canciller. El 31 de diciembre de 1819, Humboldt quedó separado de todos sus cargos públicos. En lo sucesivo, el estado sólo había de hacer uso de sus capacidades para la organización de los museos de Berlín. Tras los agitados años de peregrinaje, vinieron ahora quince años de vida retraída y de trabajo solitario en la residencia campestre de Tegel. El estado y sus problemas eran ya, para Humboldt, parte del pasado. Su tiempo lo consagraba ahora por entero al estudio de la cultura india y a sus investigaciones filológicas. De ellas salieron las bases de la filología comparada, en las que su nombre había de cobrar una fama más per* durable que en el campo de las actividades al servido del estado. El 8 de abril de 1835 se extinguió esta vida intensa y afanosa.
INTRODUCCIÓN por SXGFREDO KAEHLER
GUILLERMO DE HUMBOLDT Y EL ESTADO GUILLERMO DE HUMBOLDT ocupa
un lugar especial en la historia del pensamiento político de Alemania. Y no, en rigor, por la profundidad ni la originalidad de su teoría política, ya que sus ideas y sus manifestaciones acerca del estado presentan, en muchos puntos esenciales, no poca afinidad con las tendencias fundamentales que informaban el pensamiento político de su época. El lugar que Guillermo de Humboldt ocupa en la historia de las ideas políticas no lo debe tampoco a la influencia que sus palabras y sus obras ejerciesen sobre la política teórica o práctica de su tiempo. En realidad esta influencia fué, en los dos terrenos, bastante escasa. Es un hecho que Humboldt no influyó en la formación de la teoría del estado de su época, ni le fué dado tampoco asociar su nombre a ninguna medida decisiva de la gran política de su tiempo. Si, a pesar de esto, puede reclamar un puesto en la historia del pensamiento político, ello se debe a las circunstancias especiales y a las premisas de carácter personal que determinaron las vicisitudes y el desarrollo de lo que podemos llamar su concepto del estado. Lo que presta encanto e importancia a la personalidad política de Humboldt no es tanto el aspecto productivo como el aspecto receptivo de su vida, Es el modo como dejó que influyesen sobre él las dos grandes tendencias que informaban la vida del estado de aquella época —la tendencia idealista-cosmopolita y la tendencia estatal-nacional— y como supo asimilárselas y reducirlas a la mayor armonía posible, a lo largo de una vida importante como la suya. Decimos armonizarlas y no fundirlas, en el sentido estricto de la palabra, pues si abarcamos con la mirada la trayectoria de su posición ante el estado en la práctica y la evolución de su teoría política, vemos que aquellas dos tendencias fundamentales no se confunden, sino que pueden distinguirse claramente entre sí. En el cauce de la vida, llena de vicisitudes, de esta descollante individualidad se mezclan y confunden, indudablemente, las aguas malí
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nantiales de que se alimenta el pensamiento político de la época. Pero si nuestra mirada va recorriendo a trechos el curso común de estas aguas, percibe nítidamente, a través del diverso matiz de los pensamientos, la diferencia inconfundible de los elementos que integran la corriente. No se funden en un impulso incontenible para formar el gran río que se abre paso por entre los obstáculos con que tropieza, sino =que desembocan, con su propia fisonomía, en el gran estanque colector de la reflexión teórica, alumbrado por la luz gris del pensamiento retraído. En estas condiciones, no cabe hablar de una "política" de Guillermo de Humboldt, en el sentido de una teoría sistemática del estado, al modo como podríamos hablar, por ejemplo, tomando como base el Príncipe, de la política de Maquiavelo, o de la teoría del estado de Rousseau, a la luz del Contrato Social, En efecto, Humboldt no nos ha legado ningún sistema armónico, en el que se expongan los fundamentos y las funciones del estado como un todo. Quien desee descubrir el ideario político de Humboldt deberá atenerse a los elementos de juicio que nos brindan sus trabajos, nacidos en diversos períodos de su vida, en parte obedeciendo a necesidades teóricas y en parte respondiendo a motivos concretos. Habrá, tal vez, quien pretenda impugnar este criterio invocando en contra de él el estudio juvenil de Humboldt, escrito en 1792 y llamado a adquirir fama postuma, que lleva por título Ideas para un ensayo de determinación de los límites que circunscriben la acción del estado. Pero esta obra, producto de una dialéctica aguda, encierra un contenido de experiencia demasiado escaso para que podamos hacerle a Humboldt el agravio de considerarla como suma y compendio de sus ideas en torno al estado. Tanto más cuanto que su línea de conducta práctica durante una larga vida política se halla en abierta contradicción con la teoría de su época juvenil y da un mentís también teórico a las razones internas en que aquella se basaba. Por otra parte, Humboldt no nos ha dejado, como ya hemos dicho, una exposición sistemática de aquella concepción del estado inspirada en su actuación práctica a lo largo del tiempo. Su teoría política aparece cristalizada en diversos trabajos concretos, provocados por las exigencias del momento, diseminada en escritos más o menos extensos, de mayor o menor envergadura, según el motivo a que respondían. Y estos escritos, destinados casi todos ellos, por su función, a un círculo reducido de altos funcionarios, comparten con aquella obra juvenil citada más arriba la mala fortuna de haber permanecido
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ignorados y privados de toda posibilidad de ejercer una influencia. Y así, se ha dado el caso de que Guillermo de Humholdt, como teórico del estado, sólo haya podido revelar a la posteridad la extensión y la profundidad, el punto de partida y la meta de su pensamiento político. El punto de arranque y el punto de término se hallan marcados en el tiempo por los años 1702 y 1819: intrínsecamente, representan: aquél, el desvío manifiesto hacia el estado; éste, la confesión de que ej estado condiciona la vida toda del individuo. A lo largo de su peregrinación, el viajero cambia radicalmente, como se ve, de puntos de vista. De donde se desprende, lógicamente, que el enunciado "Guillermo de Humboldt y el estado" encierra, más que un problema sistemático, un problema biográfico y requiere, por tanto, una exposición biográfica también. Un problema biográfico; es decir, un problema, a cuya solución contrSmyas por panes iguales el pensamiento y Ja experiencia, en el que se reflejan por igual la idea y la vida. A lo largo de tres décadas, este espíritu anhelante de profundidad y ansioso de vuelo tropezó con el estado como un problema; es decir, como una tajea interpuesta en su camino. Este problema, considerado en el sentido estricto de la palabra, bloqueó el camino de la vida a aquel individualista incondicional que pretendía ser el Humboldt de 1792. El camino por el que el joven aristócrata resuelto a disfrutar de la existencia bajo t<jdas sus formas había de remontarse de la realidad dada en que le colocaba su situación de vida "fortuita" hasta ganar los horizontes mundiales de las ideas soñadas y "reprobadas" en que había de aprehenderse y debía aprehenderse el contenido espiritual de la vida. La violenta aversión del joven Humboldt contra el estado es muy sorprendente, por cierto, en una época como aquella, en que los problemas políticos, a la vista de los acontecimientos de Norteamérica y de la conmoción experimentada por el estado en Francia, ocupaban el primer plano de la atención general y tenían el encanto de la modernidad y la actualidad. Tiene uno la impresión de que esta inacción violenta, nerviosa y un tanto sentimental, fué producida por el presentimiento de la suerte inexorable que había de correr, andando el tiempo, la libre determinación de la propia vida, considerada como fundamental. Es cierto que, al principio, parecía como si esta, amenaza del destino
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pudiera desviarse. Contando con una base un poco segura de vida material, nada más fácil que volver la espalda a toda función pública, y huir del suelo arenoso de Prusia hacia losfloridoscampos de la Turingia, donde, sobre el fondo de un paisaje risueño, el espíritu alemán se disponía a fundar un reino libre basado en las ideas. Sin embargo, después de una década de la más amplia libertad en cuanto a la propia determinación de su vida exterior, el destino obligó a Humboldt a asumir la misión que le estaba reservada. Y la suerte se valió para ello, precisamente, de aquella forma de vida a la que él había estado siempre dispuesto a reconocer, de por sí, la mayor importancia para su propia formación —^que era lo que primordialmente le interesaba—: la de la múltiple experiencia vivida. Para poder alcanzar el último grado, anhelado durante tanto tiempo, en el conocimiento del gran mundo histórico —pues su mente se orientaba ante todo a la visión comparativa "de las grandes figuras de la tierra múltiplemente habitada"— para poder vivir en Roma, Humboldt hubo de someterse al suave yugo de aceptar un puesto diplomático poco importante. Con lo cual hipotecó su alma al diablo un temperamento fáustico más; tal vez sin dejar de percibirlo, aunque, desde luego, sin confesárselo. El nuevo giro que tomó la senda de su vida llevó al Residente prusiano cerca de la Santa Sede bastante lejos de las para él poco gratas riberas del familiar Havel, de Berlín y Potsdam. Y le puso en condiciones de ser ciudadano del mundo, en la acepción estricta de la palabra, en una ciudad que era la encarnación histórica a la par que el sepulcro de dos milenios. Pero al mismo tiempo su presencia allí le servía precisamente para comprender de un modo muy especial la supeditación interna a la nueva oleada del espíritu que estaba invadiendo la patria, para que los horizontes mundiales de Roma le abriesen los ojos acerca de la condicionalidad nacional de sus propias ideas. Durante estos seis años de vida apacible, se hundió allá lejos, en el norte, el estado al que Humboldt se hallaba obligado, a pesar de todo, por un servicio fácil y un sustento grato. Y estas obligaciones se hicieron efectivas cuando, en el invierno de 1808, los deberes familiares reclamaron su presencia en Alemania. Fué en aquella ocasión cuando se le invitó a dirigir los asuntos de enseñanza y cultos, en el estado de Prusia. Humboldt aceptó el nuevo cargo, bien a desgana y tras larga resistencia. De este modo, hubo de renunciar durante los doce años siguientes,
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es decir, durante el período culminante de la vida de un hombre, a la libertad hasta entonces tan celosamente conservada. Desde el nuevo puesto, se familiarizo con todos los grandes problemas de la vida del estado y se vio enlazado con todos los grandes problemas de la vida del desarrollo histórico. Y el estado no liberó de los brazos del destino a quien en su fuero interno seguía resistiéndose a él, hasta que Humboldt se mostró dispuesto a lo último, a concentrar todas sus fuerzas para una gran misión, cuando se hubo entregado interiormente a la última exigencia. Es el destino personal, principalmente, lo que se revela en estas vicisitudes. Pero en estos fenómenos de evolución individual se encierra algo más, algo de importancia general: se acusan en ellos los rasgos típicos de la suerte que estaba llamada a correr la comunidad histórica a la que, en última instancia, pertenecían aquéllos. El alcance de aquel acontecimiento, carente de toda importancia en el momento de producirse —¡a aceptación de un modesto cargo diplomático por el barón Guillermo de Humboldt, en el año 1802—, trasciende al campo de la historia futura de su pueblo. En efecto; ya por aquel entonces, este aristócrata apasionado de las ciencias y de las artes, apasionado de las "ideas", era lo que un extranjero que conocía bien Alemania, lord Acton, había de expresar, andando el tiempo, con una frase feliz: the most central figure in Germany. Del mismo modo que este espíritu que creía moverse en libertad hubo de verse obligado a abandonar los vastos horizontes de la idea para entregarse a la condicionaüdad de una actuación al servicio del estado existente, el pensamiento alemán veríase obligado también a descender de las alturas de los ideales científicos, filosóficos, estéticos, para servir la condicionaüdad histórica de su existencia de pueblo y construir su casa, su estado, dentro del espacio real. "En la vida individual de los grandes hombres se encierran los símbolos y los manantiales de la vida colectiva. Anticipan, no pocas veces, varios siglos aquello que más tarde habrá de vivir y perseguir trabajosamente la colectividad." * La importancia de Humboldt estriba, precisamente, en que la amplitud de su experiencia vivida, que encierra en su seno á la par el nervio vital y los 1 Fr. MEINECKE, "Wilhelm von Humboldt und der deutsche Suat", en Neue Kundichau, tomo xxxi, 1920, p. 893,
INTRODUCCIÓN
límites de su naturaleza, se adelanta a las formas político-espirituales de vida de lo que había de ser el burgués siglo xix. Fué, pues, la de Humboldt, una vida simbólica. Pero el problema que esta vida entrañaba debía encontrar su solución en el espacio y en el tiempo a través de una personalidad y, de momento, sólo a través de ella. En el espacio y en el tiempo, lo que quiere decir simplemente que, dentro de una generación, el hombre tiene necesariamente que cambiar en cuanto a los problemas que se plantea y a las soluciones que les da. Y, a la par con él, cambian también las "misiones" que le son encomendadas: para el Humboldt de 1820, el estado como problema significa algo completamente distinto de lo que significaba para el Humboldt de 1792. Y este cambio no se opera de golpe, no se produce sin dejar rastro, sino a través de una serie de etapas. Etapas que, a su vez, se hallan condicionadas por la marcha de los acontecimientos generales y, al mismo tiempo, por la distinta actitud con que el espíritu deseoso de resolverlo aborda el problema que le es planteado. Es la conjunción de estos dos elementos, el objetivo y el subjetivo, lo que confiere a un fenómeno aquel rango de símbolo histórico a que acabamos de referirnos. Anterior en el tiempo al famoso y probablemente más comentado que leído Ensayo sobre los límites que circunscriben la acción del estado es un pequeño estudio del que se ha dicho recientemente que las ideas expuestas en él sitúan al autor, con sus veintitrés años, en la primera fila de los escritores políticos de la época y le hacen aparecer como precursor de los juristas de la escuela histórica.2 Este estudio, escrito en el verano de 1791, lleva por título Ideas sobre el régimen constitucional del estado, sugeridas por la nueva constitución francesa. Versa, por tanto, no sobre un tema de carácter general, sino sobre un problema concreto y tangible de la actualidad política. A esta circunstancia —la de que su investigación se limitase a un propósito que, aunque de grandes vuelos y apto para abrir amplias perspectivas, ocupaba sin embargo un lugar determinado y preciso en la cadena infinita de los fenómenos histórico-políticos— es, sin duda, a lo que el estudio a que nos estamos refiriendo debe la claridad de su argumentación y el afortunado planteamiento del problema esencial. La 2
G. P. GOOCII, Germany and the Frenck Mevolution, 1930, p. 108.
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referencia concreta a un problema de actualidad es el salvavidas que mantiene al audaz nadador a flote en el mar de las ideas, impidiéndole naufragar en los abismos que le amenazan. Y el peligro de naufragio no era pequeño. No sólo por la natural propensión del autor a dejarse llevar en general por la disección analítica de los problemas, sino porque el problema específico planteado —a saber, si era posible "erigir un estado completamente nuevo, partiendo de los puros principios de la razón"— encerraba in nuce todo el complejo de los problemas de la época. La fuerza extraordinaria cic pensamiento de Humboldt la demuestra el hecho de que consiguiese reducir a este problema fundamental, tan clara e inequívocamente formulado, la suma de todos los problemas confusos que venían conmoviendo al mundo desde 1789; con la particularidad de que, siendo aún un escritor poco avezado, acierta de un modo sorprendente en tan difícil empeño. La respuesta de Humboldt, con la que se da un mentís a la idea central del sistema revolucionario, la encontramos repartida, como en una escala de fugas, a lo largo de las páginas de este pequeño estudio. "Ningún régimen de estado establecido por la razón con arreglo a un plan en cierto modo predeterminado, puede prosperar. Sólo puede triunfar aquél que surja de la lucha entre la poderosa y fortuita realidad y los dictados contrapuestos de la razón Los regímenes políticos no pueden injertarse en los hombres como se injertan los vastagos en los árboles. Si el tiempo y la naturaleza no se encargan de preparar el terreno es como cuando se ata un manojo de flores con un hilo: los primeros rayos del sol de mediodía se encargan de marchitarlas— Jamás existirá una nación preparada para gobernarse por un régimen político ajustado sistemáticamente a los puros principios de la razón Si se nos pregunta si semejante régimen político podrá prosperar, contestaremos: según las enseñanzas de la Historia, no". Ahora bien; esta respuesta no es única en su género; coincide con las de algunos otros pensadores contemporáneos, entre los cuales no ocupa el último lugar Burkc, autor que, por lo demás, no era todavía conocido de Humboldt por aquel entonces. El valor especial de esta epístola política hay que buscarlo en los disjecta membra de su manera de pensar, con que nos encontramos en este estudio. Ellos nos brindan el asidero para, remontándonos sobre el punto de vista personal, asignar al autor el lugar que le corresponde en el desarrollo histórico de los problemas.
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La Revolución era hija de la Enciclopedia y —-a través del eslabón importante del rodeo norteamericano— de los racionalistas ingleses; por eso habla el lenguaje de la "razón" y por eso también el problema fundamental del estado y al mismo tiempo de la historia, o sea el problema del régimen político, presenta los rasgos indelebles de la paternidad racionalista. Son precisamente estos rasgos los que Humboldt destaca, con certero golpe de vista, en su formulación. Y es de ellos, cabalmente, de los que se distingue el método con ayuda del cual procura él resolver el problema. Y con esta diferencia en cuanto al método le sitúa espiritualmente sobre una base completamente distinta y le permite trasponer ya el umbral que separa-al espíritu del siglo xvni de la nueva época. Es el método el que presta a estas pocas páginas su valor programático. Los dos polos en torno a los cuales giran sus pensamientos son: de un lado la razón, de la que pugna por huir, sin librarse enteramente de su sortilegio; de otro la historia, hacia la que tiende a marchar, sin entregarse por entero a su fuerza de atracción. Son los dos polos que trazarán siempre la curva del pensamiento político, desde que los pensadores modernos se han propuesto como objetivo organizar el estado con arreglo a un "sistema político, es decir, con sujeción a un plan preconcebido", para decirlo con las palabras con que Humboldt caracteriza acertadamente la diferencia fundamental existente entre la época más moderna y las épocas anteriores de la historia europea. Su método sigue también, por vía de investigación, las leyes de la "razón". Pero este método es, al mismo tiempo, un método "crítico", influido visiblemente por la disciplina del pensamiento kantiano. Por oposición a esos accesorios moralizantes y racionalizantes en los que la publicística tradicional tiende con demasiada facilidad a perderse con sus discusiones, Humboldt va derechamente a enfocar el problema político de la revolución como un "objeto de conocimiento" específico. Y esto le lleva a descubrir y poner de manifiesto en el proceso histórico ur» "fuerza de las cosas que actúa" de por sí y frente a la cual a la razón no le incumbe más papel que el de "estimular su acción" o, como hoy se diría tal vez, el de ponerla en movimiento. Humboldt no sólo considera la acción paralela, mutua y combinada de estas fuerzas y de la razón como los grandes acontecimientos históricos, sino que además ve en ellas un criterio para juzgar de toda actuación en general; más aún,
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deslinda para los acontecimientos histérico-políticos, remontándose sobre este punto de vista, una órbita especial, que los separa del campo de la naturaleza, estatuido por el racionalismo como el único admisible. De este modo, tiende para sí el puente hacia la gran conquista del pensamiento alemán en el siglo que comienza: la aplicación del criterio histórico a los acontecimientos de la vida del estado. Claro está que no debe esperarse de Humboldt más que un primer paso en este sentido. Hay que contentarse con retener tal o cual punto que oriente hacia el gran movimiento de transición del espíritu alemán, tal como está desarrollándose en su época. Es digna de ser tenida en cuenta, por ejemplo, esta pregunta: "¿Qué es un estado sino una suma de fuerzas humanas, activas y pasivas?" A la vista de estas palabras, es fácil acordarse de todo el complejo de ideas que evocaba el concepto de la vdonté genérale. Y entonces se da uno cuenta, indudablemente, de cómo, en la definición de Humboldt, el peso se reparte a partes iguales por lo menos entre el efecto, la suma de fuerzas y el impulso del que arranca el movimiento: concretamente, el hombre. Pues "lo que interesa son, precisamente, los fuerzas individuales; es la acción, la pasión, el disfrute individual". Es aquí donde se abre el abismo que separa a Rousseau y a la Revolución de Humboldt y el pensamiento alemán del porvenir. Lo que se destaca aquí, en efecto, no es el hombre como género humano, como manifestación general, sino el hombre como especificación de lo genérico, la individualidad real y existente. Tal es la base sobre que descansa la "peculiaridad individual del presente", que reclama sus derechos como lo opuesto a la razón. Pues no es en ésta, en la razón, donde radica la fuerza de los acontecimientos: "los designios de la razón... son moldeados y modificados... por el objeto mismo sobre que se proyectan". Dicho en otros términos: Humboldt conoce ya esa vida propia de las instituciones que el radicalismo liberal se ha negado siempre a reconocer y con ello niega la posibilidad de una ruptura total con el pasado, de que suelen estar atiborrados los sueños de la razón soberana. De este modo, Humboldt da el gran paso por encima de su tiempo hacia los campos de conocimiento del nuevo siglo. Y se halla capacitado para ello, ya que la idea de la individualidad, sentida por él instintivamente y apuesta en la que él considera su validez irrefutable a la luz de las grandes formas de la tradición clásica, se ha convertido en eje de sus sentí-
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mientos, en primer lugar, y en segundo lugar de sus pensamientos. Al transferir esta idea del individuo a la individualidad colectiva, pisa la senda que más tarde ha de conducir al romanticismo, a Schelling y a Rankc. Frente a la especulación abstracta, Humboldt descubre un nuevo camino de conocimiento histórico en "la corona", trenzada por "la memoria, encargada de enlazar el pasado con el presente". Y se apresura a poner en práctica la nueva posibilidad, aunque no de un modo muy feliz, en las ojeadas retrospectivas de carácter constructivo con las que intenta desarrollar las premisas de la gran Revolución. Y planteando su problema a la realidad fortuita y a la razón, al pasado y al presente, suplanta la deducción abstracta por la intuición de la realidad histórica y erige así una instancia plenamente válida de conocimiento, a la que el pensamiento teórico-político tendrá que apelar de allí en adelante. Sin embargo, y por otra parte, aunque el pensamiento de Humboldt se oriente ya hacia la historia como fuente de conocimiento, su orientación no es todavía estatal, en el sentido estricto de la palabra. El régimen de estado de que se trata parece significar para él más bien una forma humana general que la forma de manifestarse determinadas y muy concretas fuerzas en acción. Entre las "fuerzas en acción", Humboldt cuenta mus bien, en general, los fenómenos psicológicos o "antropológicos", sin tomar en consideración todavía la forma específica y las leyes propias de vida de un estado concreto. El estado sigue apareciendo desdoblado, para él, "en gobernantes y gobernados", y no percibe su unidad ni, sobre todo, su unidad de poder. Y así deja que el movimiento histórico de la Revolución afluya al puerto de los fines generales humanos y cosmopolitas de la virtud y la ilustración: "la Revolución ilustrará de nuevo las ideas, estimulará de nuevo todas las virtudes activas del hombre, y de este modo derramará sus beneficios mucho más allá de las fronteras de Francia".
Naturalmente que este joven pensador no podía hallarse, con su bagaje intelectual y en todos los respectos, al margen y por encima de su época; pero sí estaba dispuesto a sobreponerse a la limitación de su tiempo y en condiciones de hacerlo. Por eso, este estudio a que nos estamos refiriendo, logrado como pocos en su obra, nos brinda un ejemplo
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feliz de la empresa general que le había tocado en suerte a Guillermo de Humboldt, dentro de su época y con arreglo a sus dotes personales: la empresa de llegar a una inteligencia entre el desarrollo político general, de una parte, y de otra las condiciones y posibilidades especiales del pensamiento alemán. Este estudio le acredita como lo que hoy podemos reivindicar probablemente y en primer lugar, en su honor: como el intérprete predeterminado de las corrientes espirituales más importantes de su época, Y como la característica de toda aquella época era que el estado atraía como un imán, con fuerza creciente, los pensamientos y los destinos de los hombres, tampoco el joven Humboldt podía escapar al sortilegio los problemas por él suscitados. Hasta en la soledad invernal de una temporada de campo en la Turingia persigue la sombra encantada al eremita filosófico y le arranca la confesión del hk et ubique. En efecto, lo mejor de sus fuerzas laboriosas, durante el primer año de ocio, se lo absorbe el "estado como problema": desde noviembre de 1791 hasta el sipiente mes de abril, Humboldt se consagra a su estudio sobre la acción del estado. Tanto en lo exterior como en lo interno, este estudio debe considerarse como la continuación, si bien no —para decirlo desde luego— como la superación de su primera obra. Friedrich Gentz, el acreditado contrincante de Humboldt en tantas discusiones de la última época berlinesa, fué quien suministró el motivo ocasional tanto para la primera epístola sobre el régimen del estado como para el nuevo estudio. Había visitado al matrimonio Humboldt en Burgorner en los últimos días del otoño, prosiguiendo allí las discusiones políticas de Berlín; eco de estas discusiones fué la carta, de trece pliegos de extensión, dirigida por Humboldt a su amigo, en el mes de enero. Como entretanto los Humboldt se habían trasladado a Erfurt, la discusión en torno al mismo tema se reanudó allí con otro contrincante muy distinto, el entonces coadjutor del arzobispado de Maguncia, Karl von Dalberg, quien hubo de oponer ya ciertas objeciones a los razonamientos del primer estudio.* Estas objeciones versaban, indudablemente, sobre los dos pensamientos que forman, temáticamente, el engarce entre las dos obras. De una parte, la proclamación de que "el principio de que el gobierno debe velar a
Cír. le» datos de LÍIWMANN, Gesammdte Sckriften, tomo 1, pp. 43».
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por la dicha y el bienestar físico y moral de la nación" "constituye, precisamente, el más duro y opresor de los despotismos*'. De otra parte» aquella enérgica conclusión con que se pone fin a todo el estudio: la de que en la vida "los resultados de por sí no son nada, pues todo estriba en las fuerzas que los producen y que brotan de ellos". Ambas tesis tenían por fuerza que herir a Dalbcrg en el nervio vital, por decirlo así, de su existencia exterior y de su existencia espiritual: la primera, en el ideal josefino de gobierno del príncipe ilustrado; la segunda, en la actitud fundamental del teólogo católico ante el problema de la concepción del mundo. El josefinismo quería precisamente ver resultados y, animado del mismo celo reformador que movía a los hombre» de la Revolución al otro lado del Rin, quería verlos brotar rápidamente y reconocidos como frutos insuperables de la perfección humana. Y el sacerdote católico, a pesar de su simpatía por la cultura, tenía necesariamente que tomar como punto de partida la verdad revelada, tenía que pugnar por obtener "resultados" en cuanto al modo de conducirse espiritualmente la humanidad y no podía mostrarse de acuerdo con la famosa máxima de Lessing, plasmada en aquellas palabras de Humboldt. No tiene, pues, nada de extraño que el coadjutor del arzobispado se mantuviese persistentemente a la defensiva. En reuniones casi diarias se discutían los problemas litigiosos y puede afirmarse que el estudio de Humboldt, bajo la forma en que lo conocemos, surgió de los debates mantenidos en Erfurt en la primavera de 1792.4 A esta actitud combativa del autor hay que atribuir, indudablemente, el hecho de que la obra a que nos referimos se reduzca casi exclusivamente, si nosfijamosen el verdadero meollo de su contenido, a una serie de variaciones en torno al doble problema apuntado. Difícilmente puede el lector sustraerse a la impresión de que se halla ante un argumentar» ad hominem ampliamente desarrollado; en dos sentidos: en el aspecto negativo, con una argumentación dirigida contra el que más tarde había de ser archicancillcr; en el aspecto afirmativo, con una defensa de fondo del ideal humboldtiano de la cultura, como tal. En este empeño, era importante pintar con las peores tintas el pretendido despotismo del estado, para que de ese modo resplandeciesen más el goce y la dicha que promete al individuo el libre desenvolvimiento de sus fuerzas. Desde 4 En una monografía sobre Guillermo de Humboldt próxima a publicarse estudiare' mos el fondo contemporáneo y la significación de esta obra para la evolución de Humboldt
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el primer momento, Humboldt. pretendía contestar también, definitivamente, a las críticas que le hacían sus amigos por su desvío, prácticamente profesado, ante el estado: "las lamentaciones y las censuras quedaron lavadas, por decirlo así, en el frío elemento de la teoría pura", para decirlo con las hermosas palabras de Alfred Dove. Años más tarde, Humboldt hubo de decir, refiriéndose a sí mismo, que la comparación entre sus propias actividades aeadoras y la produo dvidad de otros, especialmente de los dos grandes amigos de Weimar, le llevaba a la conclusión de que no le era dado desprender completamente de sí mismo sus obras e infundirles un valor vital independiente. En todas ellas, decía quedaba impresa la huella de su propio ser y de su limitación. Se explica, pues, que la obra de la que su autor confesaba por aquel entonces: "vivo y laboro sin cesar", adolezca de esta tara personal y sólo alcance en algunas de sus partes la altura impresionante de «1 primer estudio. Además, la circunstancia a que aludamos más arriba —la actitud polémica ante una oposición personal, cuyas premisas generales no tardarían en ser canceladas por el curso de la historia— contribuye también esencialmente, sin duda alguna, a hacer que el razonamiento, muchas veces, no sea fácilmente asequible para el lector de boy; más aún, a hacer que se le antoje, en no pocas ocasiones, carente de importancia. La investigación tiende, según leemos en los primeros párrafos, a definir "la finalidad a que debe obedecer la institución del estado en su conjunto y los límites dentro de los cuales debe contenerse su acción". Hasta ahora, la teoría del estado no ha hecho sino delimitar la parte que corresponde a la nación en el gobierno y las diversas zonas de la esfera jurídica del estado. Con lo cual se incurre en una grave negligencia, pues mucho más importante que esas consideraciones es "el determinar los objetivos a que el gobierno, una vez instituido, debe extender y, al mismo tiempo, circunscribir sus actividades. Esto último, que en rigor trasciende a la vida privada de los ciudadanos y determina la medida en que éstos pueden actuar libremente y sin trabas, constituye, en realidad, el verdadero fin último, pues lo primero no es más que el medio necesario para alcanzar este fin". Quien no retroceda, asustado, desde el primer momento, ante el grávido estilo del autor, descubrirá ya en estos párrafos iniciales algún punto digno de ser tomado en consideración. En primer lugar, de la prc-
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gunta tan ingenua aparentemente con que comienza el estudio se desprende ya que el hecho de formularla, y de formularla precisamente así, implica el establecimiento de una instancia ajena y superior al estado y que traza a éste su fin. Dicho en otros términos: el estado no es un fin en sí. La instancia llamada a determinar su función, ¿es la razón, o es más bien, puesto que no se la llama por su nombre, el hombre? Es el hombre, en efecto. Apenas se dispone a tratar políticamente un tema político, el pensamiento de Humboldt se desliza insensiblemente al terreno que, a fuerza de reflexionar sobre él, le es familiar: al terreno de la especulación psicológica, de la "antropología", para decirlo en el lenguaje de la época. De antemano, traiciona ya lo que por encima de todo preocupa a nuestro autor. Lo que a él le interesa no es el estado, sino el hombre de por sí, "el hombre sano y fuerte"; lo que a él le interesa es el ideal de la cultura. Del estado tratará solamente en la medida en que guarde alguna relación con este ideal, o, para decirlo más claramente, en la medida en que, en gracia a este ideal, haya que imponer límites a su acción. Sólo una investigación así orientada puede "recaer sobre el fin último de toda política". Así, a primera vista, no resulta fácil comprender el fundamento y el alcance de esta afirmación. La idea aparece clara si la relacionamos con la siguiente consideración. Como en las "verdaderas revoluciones de los estados" se impone, según hemos visto por el estudio anterior, la competencia de lo "fortuito", es evidente que el método propuesto aquí por Humboldt presenta ventajas muy considerables de seguridad. "Todo gobernante —lo mismo en los estados democráticos que en los aristocráticos o en los monárquicos— puede extender o restringir callada e insensiblemente los límites de la acción del estado y alcanzará su fin último con tanta mayor seguridad cuanto mayor sea el cuidado con que evite toda sorprendente innovación." No hay mh remedio que detenerse un momento en estas palabras. Parece como si Humboldt, con afortunado instinto, diese preferencia a la administración y a sus actividades sobre lo que ya por aquel entonces consideraba él la peligrosa fe de la época en la panacea de las formas constitucionales. Pero esto sería decir demasiado, puesto que nuestro autor no consigue llamar por su nombre aquello que tiene presente en el espíritu, desencadenando de este modo su fuerza yacente. No es tanto la ausencia de la idea como el retraso en encontrar en el momento opor-
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tuno la palabra adecuada. Y no deja de tener interés cuando se trata de examinar el desarrollo de los conceptos políticos, observar, en este pasaje y en el que citábamos un poco más arriba, cómo Humboldt, aun percibiendo la importancia efectivamente descollante que tiene la administración para la vida política, no acierta a encontrar la expresión adecuada; cómo tantea el delgado tabique que le separa de un conocimiento político importante. ¿Quién se atreverá a decir si tal vez su otra no habría seguido otro rumbo y si él mismo no habría llegado a adquirir una importancia superior para el pensamiento político, si en aquel momento se hubiese desgarrado ante sus ojos el último velo de esta verdad, conocida ya y practicada en Inglaterra? El carácter de conjunto de la orientación del pensamiento de Humboldt no permite llegar a la conclusión de que, dentro del cuadro de la historia de los problemas políticos, el gran estudio de 1792 represente un retroceso metódico, comparado con el breve ensayo sobre la constitución francesa.5 Una investigación a fondo podría demostrar con poco esfuerzo, cómo todo aquel estudio está animado, en muchos aspectos, por el espíritu del racionalismo y corresponde, por su origen y sus fines, a una época en liquidación, representando no un comienzo, sino un acabamiento. Un azar feliz nos permite hoy dar una sólida base de sustentación a la impresión que la obra nos produce en conjunto, desde este punto de vista. Hoy, sabemos que la finalidad práctica a que respondía este estudio —limitar la acción del estado a garantizar la seguridad en cuanto a la vida y a la conducta del individuo— era una idea con la que venía debatiéndose Humboldt desde hacía varios años. Y vio confirmada la exactitud de esta idea de un modo sorprendente en una conversación mantenida por él en Aquisgrán, en julio de 1789, con su antiguo maestro Dohm, hombre formado en la escuela del despotismo ilustrado.* El punto en que el discípulo creía estar más de acuerdo con el maestro era el de que el estado debía limitarse a la "esfera de la seguridad" no tanto en razón a la vaga idea de la libertad como en virtud de otra finalidad claramente expresada: el velar por "el bienestar del hombre". Ambos B El mismo juicio emite acerca de esta personalidad Eduard SPKANCER, W. V. Humboldt una He Hummitatsidee, pp. 51;. * T»gebi¡chtr, tomo 1 (Gesammdte Schriftm, tomo xiv), p, 90.
INTRODUCCIÓN 34 coincidían, pues, en reconocer la supremacía del individuo sobre la comunidad, del hombre individual sobre el estado; era la vieja divisa de todos los racionalistas: Sv5e«wioc HÍTQOV ánávtü»v. Ahora bien; en la obra de Humboldt que estamos comentando hay ciertas páginas que parecen contradecir esta concepción. En este sentido, podríamos citar, por ejemplo, el quinto capítulo del estudio —reproducido más adelante—, en que se aboga de un modo sorprendente en favor de la guerra. Este capítulo encierra pensamientos sobre los que todavía hoy, y acaso especialmente hoy, merece la pena seguir reflexionando. Son pensamientos en los que este espíritu aparece como en posesión de una varita mágica cuya fuerza magnética se manifiesta a través de los cantos rodados de las reflexiones analíticas, tan pronto como Humboldt pone el pie sobre uno de los manantiales ocultos del devenir histórico. Así, por ejemplo, cuando contrapone el contenido ético de la guerra a la superioridad técnica de los elementos, con esta reflexión: "La salvación no es la victoria", o cuando ensalza el heroísmo "que despliega lo más elevado a nuestros ojos y lo pone sobre el tapete". Pues "las situaciones en que, por decirlo así, se enlazan los extremos, son siempre las más interesantes y las más instructivas para el hombre". Volvemos a encontrarnos, pues, con el punto de vista decisivo: "el hombre interesante, el hombre culto", que es "interesante en todas las situaciones y en todos los asuntos"; es, una vez más, el racionalismo el que habla, predominantemente, a través de estas afirmaciones.1 Por lo demás, es éste un hecho que no debe maravillarnos. El mundo cultural en que se formó y se desarrolló Humboldt: los que fueron maestros de su juventud, én Berlín, los círculos sociales de esta ciudad de los que formaba parte y que se hallaban bajo la influencia predominante de Mendelssohn, la misma Universidad de Gottinga, el joven Foster, por el que se sentía atraído nuestro autor allí: todo vivía bajo la idea del racionalismo y hablaba el lenguaje de los racionalistas. Lessing y Mendelssohn, el Emilio de Rousseau, son los espíritus tutelares a cuyo padrinazgo se acoge ya en las primeras páginas de su obra; y estos padrinos le acompañan hasta aquí, hasta las puertas de la ciudad de Jena, detrás de las cuales había de abrirse ante él un mundo nuevo. Si nos fijamos más de cerca, vemos claramente que el verdadero tema 7 C/r. carta the establishmeiK of property."
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cuando rehuyese este defecto y se limitase a nombrar y sostener a los educadores, favorecería siempre, necesariamente, una forma determinada. Acarrearía, por tanto, todos los daños que han sido expuestos ampliamente en la primera parte de esta investigación, y nos basta con añadir que toda limitación que recaiga sobre el hombre moral es perniciosa y que si hay algo que exija actuar sobre el individuo concreto es precisamente la educación, cuya misión es formar individuos concretos. Es innegable que uno de los hechos que se traducen en consecuencias más beneficiosas es el de que el hombre actúe dentro del estado en la forma que le imprimen su propia situación y las circunstancias, de tal modo que la pugna —por decirlo así— entre la situación que le asigna el estado y la que él mismo elige, hace, en parte, que sea moldeado de otro modo, y en parte que la organización del estado experimente modificaciones, a tono con las sufridas por el carácter nacional y a las que ningún estado puede sustraerse. Pero la cosa cambia en la medida en que el ciudadano es educado como ciudadano ya desde su niñez. Es saludable, indudablemente, el hecho de que las condiciones de formación del hombre y el ciudadano coincidan todo lo posible, pero lo es sobre todo cuando la condición de ciudadano requiere tan pocas cualidades peculiares, que la condición natural del hombre puede mantenerse sin sacrificar nada a aquélla; es, en cierto modo, la meta a la que tienden todas las ideas que me he aventurado a desarrollar en esta investigación. Sin embargo, aquella coincidencia deja en absoluto de ser beneficiosa cuando el hombre es sacrificado al ciudadano, pues si bien desaparecen así las consecuencias perjudiciales de toda desproporción, el hombre pierde con ella lo que se esforzaba precisamente en asegurar al asociarse con otros dentro del estado. Por eso, a nuestro juicio debiera implantarse en todas partes la educación más libre del hombre, desligada lo más posible de las condiciones de la sociedad. El hombre así formado se incorporaría luego al estado y la organización de éste se contrastaría, en cierto modo, a la luz de él. Sólo en una lucha así planteada podría confiarse en un verdadero mejoramiento de la organización política por obra de la nación; sólo así habría razones para no temer que las instituciones sociales influyesen pcrjudicialmcnte en el hombre. Pues por muy defectuosas que éstas fuesen, cabría esperar siempre que sus trabas restrictivas sirviesen de acicate a la energía del hombre, opuesta a ellas y mantenida en su grandeza. Mas para esto
133 sería necesario que previamente se la hubiese educado en la libertad; en efecto, solamente un grado verdaderamente extraordinario de energía sería capaz de mantenerse indemne frente a trabas impuestas desde la primera infancia. Toda educación pública imprime al hombre una cierta forma social, puesto que en ella prevalece siempre el espíritu del gobierno. Allí donde esta forma cobra contomos precisos y, aunque unilateral, es hermosa, como sucedía en los estados de la Antigüedad y acaso ocurra todavía hoy en ciertas repúblicas, no sólo es más fácil la ejecución, sino que la cosa es también de por sí menos perjudicial. Pero en nuestros estados monárquicos no existe —en gran parte, evidentemente, para ventura de la formación del hombre— una forma como ésa. Entre sus ventajas, acompañadas también por ciertos inconvenientes, se cuenta, indudablemente, la de que, debiendo considerarse siempre la asociación estatal como un simple medio, no es necesario que los individuos inviertan en este medio tantas fuerzas como en las repúblicas. Con tal de que el subdito preste obediencia a las leyes y se sostenga y sostenga a los suyos con holgura y a costa de una actividad que no sea dañosa, el estado no se preocupa de investigar más en detalle su existencia. Por tanto, en estos estados la educación pública, que ya de por sí, aunque no lo advierta, tiene como meta el ciudadano o el subdito y no el hombre, como la educación privada, no se propone por finalidad una determinada virtud o un determinado modo de ser; tiende más bien, en cierto modo, a lograr un equilibrio de todas, que es lo que más contribuye precisamente a crear y mantener la quietud, que tan celosamente se esfuerzan en asegurar estos estados. Sin embargo, esta tendencia, como ya hemos procurado demostrar en otra ocasión, es contraria al progreso o contribuye a la falta de energía; en cambio, el cultivo de determinados aspectos del hombre, peculiar a la educación privada, hace que la vida garantice aquel equilibrio en las diversas situaciones y condiciones y sin sacrificio de la energía humana. LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
Pretender negar a la educación pública todo lo que signifique cultivo positivo de tal o cual aspecto del desarrollo, pretender obligarla a favorecer exclusivamente el propio desenvolvimiento de las fuerzas del hombre, es pretender algo imposible, pues la unidad de ordenación se traduce siempre, necesariamente, en una cierta uniformidad de resultados, y además, en estas condiciones, no se ve qué utilidad pudiera reportar una
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educación pública. Suponiendo que su intención fuese, simplemente, impedir que los niños se quedasen sin educar, sería mh fácil y menos dañoso nombrar tutores a los padres negligentes o ayudar económicamente a los padres pobres. Por otra parte, la educación pública no consigue siquiera aquello que se propone, o sea el modelar las costumbres con arreglo a la pauta que el estado considera más conveniente. Por importante que pueda ser la influencia de la educación y por mucho que pueda pesar sobre la vida entera, son mucho más importantes las circunstancias que acompañan al hombre a través de toda su vida. Allí donde todos estos factores no coincidan, nada puede hacer esta educación. En general, la educación debe formar hombres y solamente hombres sin preocuparse de las formas sociales; no necesita, por tanto, del estado. Entre hombres libres, todas las industrias progresan mejor, todas las artes florecen de un modo más hermoso, todas las conciencias se desarrollan. Entre ellos, son más estrechos también todos los vínculos familiares, los padres se preocupan más celosamente de velar por sus hijos y, en un grado mayor de bienestar, son también capaces de seguir en esto sus deseos. Entre hombres libres surge la emulación y los educadores son mejores allí donde su suerte depende del éxito de su laboi que de los ascensos concedidos por el estado. En estas condiciones, no faltarán, pues, ni una cuidadosa educación familiar ni establecimientos en que se dé tan útil y necesaria educación común." Si la educación pública pretende imprimir al hombre una determinada forma, no se conseguirá apenas nada, por mucho que otra cosa se pretenda, para prever la transgresión de las leyes y garantizar la seguridad. En efecto, la virtud y el vicio no dependen de éste o aquel modo de ser del hombre, no se hallan necesariamente vinculados a éste o aquel aspecto del carácter, sino que lo que interesa, en lo que a ellos se refiere, es, sobre todo, la armonía o desarmonía entre los distintos rasgos del carácter, la relación entre la fuerza y la suma de las inclinaciones, etc. Por eso, toda formación determinada del carácter se halla expuesta a sus propios excesos y degenera en ellos. Por tanto, cuando toda una nación ha sido educada exclusiva o preferentemente en un cierto sentido, 11 "Dans une soáfxi bien ordonnée, au contraire, tout invite les hommes a cutóver leurs moyens naturels: sans qu'on s'en mete, l'éducation sera bonne; elle sera méme d'autant meilleure, qu'on aura plus laissé 1 faire I l'industrie des mattres, et i l'émulation des ¿leves." MDUBIAU, Sur Véducation publique, p. ia.
135 carece de toda la fuerza de resistencia necesaria y, por consiguiente, de todo equilibrio. Tal vez resida aquí, incluso, una de las razones que expliquen los cambios tan frecuentes a que se hallaba expuesta la organización política de los antiguos estados. Toda organización política influía de tal modo en el carácter nacional, que éste, educado en un determinado sentido, degeneraba y hacía brotar una nueva organización política. Finalmente, la educación pública, cuando pretende llegar a la plena consecución de sus propósitos, influye demasiado. Para mantener la seguridad necesaria en un estado no es indispensable modelar las propias costumbres. Sin embargo, las razones con que me propongo respaldar esta afirmación las reservo para páginas sucesivas, pues se refieren ya a la tendencia total del estado a influir en las costumbres, y antes queremos hablar todavía de algunos medios concretos conducentes a ese fin. Resumiendo, diremos que la educación pública se sale, a nuestro juicio, de los límites que deben circunscribir la acción del estado." LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
IX S E FRECISA MÁS DETALLADAMENTE, EN LO POSITIVO, LA FUNCIÓN DEL ESTADO CONSISTENTE EN VELAR POR LA SEGURIDAD. S E DESARROLLA EL CONCEPTO DE SEGURIDAD Ojeada retrospectiva sobre la marcha de toda nuestra investigación.—Enumeración de lo que todavía nos queda por investigar.—Determinación del concepto de la seguridad.—Definición.—Derechos por cuya seguridad debe velarse.—Derechos de los ciudadanos individuales.—Derechos del estada—Actos contrarios a la seguridad.— División de la parte que aún nos queda por investigar.
Después de poner fin a las partes más importantes y difíciles de esta investigación y aproximándonos ya a la completa solución del problema planteado, es necesario que nos detengamos un momento a echar una ojeada sobre la totalidad de lo expuesto hasta aquí. En primer término, M
"Ainri c'est peut-ltre un probleme de savoir, si les législateurs Francais doivent s'occuper de l'éducation publique autrement que pour en proteger les progrís et si la constirution la plus favorable au développement du moi humain et les lois les plus propres á rnettre chacun a sa place ne sont pas la seule éducation, que le peuple doíve attendre d'eux." MBUBEAU, Ok cit., p. tt. "D'aprés cela» les príncipes rigoureux semblen ient exiger que l'Assemblée Nationale ne s'occupát de l'éducatíon que pour 1'enlever a des pouvoirs, ou a des corps qui peuvent en dépraver l'influence." 06. rit., p, 13.
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hemos alejado la tutela del atado de todas aquellas cuestiones que 00 afectan a la seguridad de los ciudadanos, ni a la exterior ni a la inte, rior. A continuación, hemos expuesto esta seguridad como el verdadero objeto de la acción del estado. Finalmente, hemos sentado el principio de que, para fomentar y mantener esta seguridad, no debe intentarse influir sobre las costumbres y el carácter de la propia nación, ni imprimir á ésta una dirección determinada o desviarla de ella. En cierto modo, el problema de saber dentro de qué límites debe circunscribirse la acción del estado podría considerarse ya completamente resuelto, limitando esta acción al mantenimiento de la seguridad y, por lo que a los medios encaminados a mantenerla se refiere, concretándola con mayor precisión a aquellos que no tienden a poner la nación al servicio de los fines últimos del estado. Aunque esta determinación sea meramente negativa, tiene la ventaja de que con ella se destaca claramente por sí mismo lo que aún queda, después de hecha esta eliminación. En efecto, el estado sólo deberá intervenir tratándose de actos que supongan una intromisión directa y declarada en un derecho ajeno, solamente para fallar el derecho litigioso, restablecer los derechos infringidos y sancionar al infractor. Sin embargo, el concepto de la seguridad, y del que hasta aquí, para su más precisa determinación, sólo hemos dicho que se refiere a la seguridad contra el enemigo exterior y contra ¡as ingerencias de los conciudadanos, es demasiado amplio y encierra un alcance demasiado extenso, para no someterlo a un análisis más minucioso. I n efecto, todo lo que difieren, por una parte, los matices que van desde el simple consejo encaminado a la persuasión hasta la recomendación apremiante y la coacción directa, y todo lo que pueden variar los grados de iniquidad o injusticia, desde los actos realizados sin salirse de los límites del propio derecho, pero en perjuicio posiblemente de los intereses de otro, hasta las acciones que, manteniéndose dentro de aquellos límites, perturban fácil o necesariamente a otros en el disfrute de su propiedad y, por fin, hasta los que representan un verdadero atentado contra la propiedad ajena, difiere también en cuanto a su extensión el concepto de la seguridad, que puede salvaguardar a los ciudadanos contra cualquiera de aquellos grados de coacción o de aquellos actos que lesionan de cerca o de lejos sus derechos. Y este alcance del concepto de la seguridad tiene una importancia extraordinaria, pues si se le aplica con demasiada amplitud o con demasiada estrechez, vuelven a borrarse, aunque bajo nombres distintos, todos los
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límites que habíamos trazado. No es posible, por tanto, pensar en la rectificación de estos límites sin trazar con toda precisión el alcance de aquel concepto. Además, es necesario examinar y analizar con mucha mayor precisión los medios de que el estado puede o no puede valerse. Si bien, con arreglo a lo que dejamos expuesto, no parece aconsejable que el estado se esfuerce en modelar de un modo efectivo las costumbres, queda aquí, sin embargo, un margen demasiado amplio para la acción del estado y te ha investigado poco todavía, por ejemplo, el problema de hasta qué punto las leyes restrictivas del estado se distinguen de los actos que lesionan directamente los derechos de otros y en qué medida puede el estado prevenir estas infracciones reales matando sus raíces, no en el carácter de los ciudadanos, pero sí en las ocasiones de quienes los cometen. Sin embargo, en este punto cabe el peligro de ir demasiado lejos, peligro que lleva aparejados grandes daños, como lo demuestra ya el hecho de que precisamente la preocupación por la libertad haya conducido a varias cabezas magníficas a declarar al estado responsable del bienestar de los ciudadanos, creyendo que este punto de vista general estimularía el funcionamiento libre y sin trabas de las fuerzas. Estas consideraciones me obligan, por tanto, a confesar que hasta aquí me he limitado a eliminar fragmentos más bien grandes y que, en realidad, se hallaban visiblemente al margen de los límites de la acción del estado, sin trazar el preciso deslinde, cabalmente allí donde puede parecer más dudoso y discutible. Es lo que nos resta por hacer, y si no lo consiguiésemos plenamente, creemos que, al menos, debemos aspirar a exponer del modo más claro y completo que sea posible las razones de este fracaso. En todo caso, confiamos en poder expresarnos muy brevemente, puesto que en las páginas anteriores quedan ya expuestos y demostrados —por lo menos, en la medida en que lo consentían nuestras fuerzas— todos los principios necesarios para este examen. Yo considero seguros a los ciudadanos de un estado cuando no se ven perturbados por ninguna ingerencia ajena en el ejercicio de los derechos que les competen, tanto los que afectan a su persona como los que versan sobre su propiedad; la seguridad es, por tanto —si esta expresión no se considera demasiado escueta y tal vez, por ello mismo, oscura—, la certeza de la libertad concedida por la ley. Ahora bien; esta seguridad no es perturbada por todos los actos que impiden al hombre ejercitar de
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un modo cualquiera sus fuerzas o disfrutar en cualquier sentido de su patrimonio, sino exclusivamente por los que lo hacen contrariamente al derecho, Y esta determinación, al igual que la definición que la precede, no lia sido añadida o elegida por mí arbitrariamente. Ambas se derivan del razonamiento desarrollado más arriba. Este sólo puede encontrar aplicación cuando el concepto de la seguridad se concibe del modo indicado. Las verdaderas transgresiones del derecho son las únicas que reclaman la intervención de un poder distinto del que posee todo individuo; solamente lo que impide estas transgresiones beneficia realmente a la verdadera formación del hombre, mientras que todo otro esfuerzo por parte del estado pone obstáculos en su camino; sólo esto se deriva, en último término, del principio infalible de la necesidad, ya que todo lo demás se basa simplemente en la razón insegura de una conveniencia calculada sobre engañosas probabilidades. ¿La seguridad de quiénes debe protegerse? De una parte, la de todos los ciudadanos, con absoluta igualdad; de otra parte, la del propio estado. La seguridad del estado tendrá un alcance mayor o menor según la mayor o menor extensión que se dé a sus derechos; por tanto, todo dependerá de la determinación del fin de los mismos. Pero, tal como hemos venido intentando circunscribirlos, el estado no podrá reclamar seguridad más que para el poder que se le confiere y para el patrimonio que se le reconoce. En cambio, no podrá restringir, en función de su seguridad, los actos por medio de los cuales un ciudadano, sin lesionar ningún verdadero derecho —y dando por supuesto, consiguientemente, que este ciudadano no se halle vinculado con el estado en una relación personal o temporal concreta, como en tiempo de guerra, por ejemplo—, le despoje de su propia persona o de sus bienes. La asociación estatal es, simplemente, un medio subordinado, al que no debe sacrificarse el verdadero fin, que es el hombre. A menos que se plantee un conflicto tal que aun cuando el individuo no se halle vinculado ni obligado a sacrificarse, la masa tenga derecho a reclamar su sacrificio. Además, y siguiendo los principios expuestos, el estado no debe velar por el bienestar de los ciudadanos, ya que para mantener su seguridad no es necesario esto que, por otra parte, de hacerse, anularía precisamente la libertad, y con ella la seguridad. Esta seguridad se ve perturbada, unas veces, por los actos que como tales lesionan los derechos ajenos y otras veces por aquellos de cuyas
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consecuencias se puede temer este resultado. El estado debe, sin embargo, prohibir y esforzarse por impedir ambas clases de actos, aunque con las modificaciones que en seguida examinaremos; y si, a pesar de ello, se producen, borrar los daños por ellos causados mediante la indemnización jurídicamente impuesta de esos dalos, en la medida en que sea posible, y procurar que no se repitan en el futuro, mediante el castigo necesario. A ato responden las leyes de policía y las. leyes civiles y penales, para usar las expresiones consagradas. Pero a estas materias viene a añadirse otra que, por la peculiaridad de su naturaleza, merece un trato absolutamente peculiar. Existe, en efecto, una clase de ciudadanos a la que sólo pueden aplicarse con ciertas reservas los principios expuestos anteriormente, los cuales se refieren siempre a hombres que se hallan en el ejercicio normal de sus fuerzas: nos referimos a quienes no han alcanzado todavía la edad madura y a quienes se hallan privados del ejercicio de sus fuerzas humanas por la demencia o la locura. El estado debe velar también por la seguridad de estas personas, cuya situación puede fácilmente exigir, como de suyo se comprende, un trato especial. Esto plantea, por tanto, para terminar, los deberes del estado como supremo tutor —empleando la expresión acostumbrada— de todos los ciudadanos incapaces. Con esto, creo dejar trazadas —puesto que, después de lo dicho anteriormente, no necesito añadir ya nada respecto a la seguridad contra el enemigo exterior— las líneas generales de todos los puntos a que el estado debe dirigir su atención. Lejos de pretender ahondar en todas las materias, tan prolijas y tan difíciles, que dejamos señaladas, nos contentaremos con desarrollar en cada una de ellas, con la mayor brevedad posible, los principios supremos, en la medida en que interesen a nuestra investigación. Solamente después de hacer esto podremos dar por terminado el intento de agotar en su totalidad el problema planteado y de circunscribir la acción del estado en todos sus aspectos dentro de los límites correspondientes.
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XV RELACIÓN ENTRE LA TEORÍA, EXPUESTA Y LOS MEDIOS NECESARIOS PASA MANTENER EN PIE E». EDIFICIO DEL ESTADO, E N GENERAL
Instituciones financieras.—Régimen político interior.—Examen de la teoría expuesta, desde el punto de vista del derecho.—Punto de vista principal en toda esta teoría.— En qué medida podría encontrar apoyo en la historia y en la estadística.—Separación entre las relaciones de los ciudadanos con el estado y las de los ciudadanos entre si— Necesidad de esta separación.
Después de exponer lo que, según el resumen de nuestro plan de conjunto hecho anteriormente, nos quedaba todavía por examinar, creemos haber estudiado el problema que nos ocupa del modo más completo y preciso que permitían nuestras fuerzas. Podríamos, por tanto, dar por terminada aquí nuestra investigación, si no tuviésemos que examinar todavía un punto que puede influir muy considerablemente en todo lo expuesto con anterioridad, a saber: el de los medios que no sólo condicio-nan la acción del estado; sino que deben incluso asegurar su propia existencia. Aun para alcanzar los fines más limitados, el estado necesite contar con ingresos suficientes. Mi ignorancia de todo lo que se refiere a cuestiones financieras me impide entrar a este propósito en largos razonamientos. Además, éstos no son tampoco necesarios, según el plan seguido por nosotros, pues ya advertíamos al comienzo mismo de esta investigación que aquí no habríamos de tratar del caso en que los fines del estado se determinasen con arreglo a la cantidad de los medios de acción de que aquél dispusiese, sino por el contrario, de la movilización de los medios necesarios con arreglo a los fines perseguidos. Indicaremos únicamente, para evitar un vacío, que la idea central según la cual son los fines humanos lo que presiden el estado, con la consiguiente limitación de los fines del estado mismo, no debe perderse de vista tampoco en el terreno financiero. Esto lo vemos comprobado con suficiente elocuencia si nos fijamos, aunque solo sea por alto, en el entronque de tantas instituciones de policía con las instituciones financieras. En nuestro modo de ver sólo existen tres clases de ingresos para el estado: 1° los ingresos que se derivan de las propiedades reservadas o
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adquiridas por él; 2 ingresos por impuestos directos; 3"? ingresos por impuestos indirectos. Toda propiedad del estado tiene consecuencias dañosas. Ya más arriba hemos hablado de la superioridad de que el estado goza siempre, como tal estado; si además es propietario, tiene necesariamente que intervenir en muchas relaciones privadas. Allí donde las instituciones del estado no responden a una necesidad o donde ésta no influye para nada, es perjudicial que decida el poder, conferido «elusivamente en atención a aquella necesidad. También llevan aparejados sus inconvenientes los impuestos indirectos. La experiencia enseña que el establecimiento y la percepción de estos tributos exige numerosas instituciones que no pueden ser aprobadas incuestionablemente según nuestros razonamientos anteriora. No quedan, pues, más que los impuestos directos. Entre los posibles sistemas de impuestos directos, el más sencillo es, indiscutiblemente el sistema fisiocrático. Sin embargo —y esta es una objeción que ha sido formulada ya repetidas veces—, en él no se incluye uno de los productos más naturales: la fuerza del hombre, la cual, siendo considerada en nuestras instituciones como una mercancía en cuanto a sus resultados, a sus trabajos, debe someterse también a tributación. Y aunque el sistema de los impuestos directos, volviendo a él, se califique, no sin razón, como el peor y más inadecuado de todos los sistemas financieros, no debe olvidarse tampoco que un estado cuya acción se circunscribe dentro de límites tan estrechos no necesita de grandes ingresos y que, además, cuando el estado no posee intereses propios, distintos de los intereses de sus ciudadanos, puede contar siempre con la ayuda de una nación libre y que, por serlo, es también, según la experiencia de todos los tiempos, una nación acomodada. Así como la cuestión financiera puede entorpecer la aplicación de los principios establecidos anteriormente, el régimen político interior del atado puede también, y acaso en mayor medida, oponer obstáculos a su realización. En efecto, tiene que existir necesariamente un medio que enlace entre sí a la parte dominante y a la parte dominada de la nación, que asegure a la primera la posesión del poder que le ha sido conferido y a la segunda el disfrute de la libertad a ella reservada. Este fin ha intentado alcanzarse en diversos estados acudiendo a distintos medios; unas veces, reforzando el poder físico del gobierno, por decirlo así —lo cual constituye, indudablemente, un peligro para la libertad—, otras veces estableciendo varios poderes contrapuestos y otras, finalmente,
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difundiendo entre la nación un espíritu favorable a la constitución del estado. Sin embargo, este último método, aunque haya producido, sobre todo en la Antigüedad, figuras muy hermosas, puede fácilmente perjudicar al desarrollo de los ciudadanos en su individualidad, conduce no pocas veces a la unilateralidad y es, por consiguiente, el medio menos aconsejable dentro del sistema aquí establecido. Con arreglo a éste, deberá optarse más bien por un régimen político que ejerza una influencia positiva especial lo menos marcada posible sobre el carácter de los ciudadanos y que sólo inculque en éstos el más alto respeto del derecho ajeno, unido al más acendrado amor por la propia libertad. No intentaremos examinar aquí cual de las constituciones estatales concebibles reúna estas condiciones, pues este examen compete, en realidad a la teoría de la política en sentido estricto. Nos contentaremos con unas cuantas observaciones breves, que demuestran, por lo menos, la posibilidad de semejante constitución. El sistema aquí expuesto fortalece y multiplica el interés privado de los ciudadanos, por cuya razón podría aparecer que va en detrimento del interés público. Sin embargo, lo que hace es unir éste con aquél, de un modo tan estrecho que no se conciba el uno sin el otro, debiendo reconocerlo asi todo ciudadano, puesto que todo el mundo aspira a disfrutar de libertad y de seguridad. Ningún sistema, por tanto, más adecuado que éste para mantener et amor a la constitución del estado, que tantas veces y tan en vano se procura cultivar por medios muy artificiales. A esto hay que añadir que el estado, cuando no pretende actuar demasiado, exige un poder más reducido y medios de defensa más pequeños. Finalmente de suyo se comprende que aquí, como en tantos otros terrenos, se hace necesario, a veces, sacrificar la fuerza- o el disfrute a los resultados perseguidos. Con lo expuesto, podríamos dar por resuelto, en la medida de nuestras fuerzas actuales, el problema planteado, consistente en circunscribir la acción del estado en todos los aspeaos con los límites que nos parecían a la vez necesarios y provechosos. Mas, para ello, hemos elegido exclusivamente el punto de vista de lo mejor; al lado de él, no dejaría de ser interesante señalar también el del derecho. Sin embargo, allí donde una sociedad estatal se traza libre y voluntariamente un cierto fin y límites seguros para su acción, este fin y estos límites —siempre y cuando que el determinarlos se halle dentro de las facultades de quienes los determinan— son, naturalmente, legítimos. Por
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el contrario, cuando no se establezca esa expresa determinación, el estado deberá, lógicamente, esforzarse por reducir su acción a los limites prescritos por la teoría pura, teniendo en cuenta también los obstáculos, ya que el olvido de éstos traería como consecuencia un quebranto maj a . Por tanto, la nación tendrá derecho a exigir que aquella teoría se aplique siempre en la medida en que estos obstáculos no lo impidan, pero nunca en una medida mayor. Hasta aquí, no hemos mencionado ninguno de estos obstáculos, pues nos hemos limitado a exponer la teoría pura. Hemos intentado, en términos generales, descubrir la situación más ventajosa para el hombre dentro del estado. Y a nuestro juicio, ésta consiste en combinar la más variada individualidad y la independencia más original con la asociación también más variada y más íntima de diversos hombres, problema que sólo puede resolverse con la máxima liberad. Las presentes páginas no tienen, en rigor, otra finalidad que exponer la posibilidad de un estado que ponga los menores obstáculos posibles a este fin último esbozado aquí, y éste viene siendo también, desde hace largo tiempo, el objeto de todas mis reflexiones. Me daré por satisfecho si he acertado a demostrar que este principio debe servir de ideal al legislador, por lo menos en todas las instituciones del estado. Las ideas aquí expuestas podrían ser ilustradas en gran medida por la historia y la estadística, si ambas se enfocasen sobre el fin último apuntado. En general siempre hemos creído que la estadística estaba necesitada de una reforma. En vez de limitarse a suministrar datos referentes a magnitudes, número de habitantes, volumen de la riqueza y de la industria de un país, etc., partiendo de los cuales no es posible llegar nunca a juzgar integramente y con seguridad de la situación de ese país, la estadística, partiendo del carácter natural del país y de sus habitantes, debiera esforzarse en exponer la cuantía y la clase de sus fuerzas activas, pasivas y de disfrute y en señalar paso a paso las modificaciones que estas fuerzas experimentan, en parte mediante la asociación nacional de por sí y en parte mediante las instituciones dé estado. En efecto, el régimen del estado y la asociación nacional, por muy estrechamente enlazados que se hallen entre sí, no deben nunca confundirse. Por debajo de las relaciones concretas que la constitución del estado imponga a los ciudadanos, ya sea mediante la supremacía y d poder o por medio de la costumbre y de la ley, hay otras relaciones, infinitamente variadas y no pocas veces cambiantes, que los propios
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ciudadanos establecen voluntariamente entre sí. Y esta última acción, la acción voluntaria y libre de la nación consigo misma, es en realidad la que suministra todos los bienes que los hombres anhelan cuando se agrupan en una sociedad. La constitución del estado en sentido estricto se halla supeditada a esto como a su fin, siendo aceptada siempre como un medio necesario y además, puesto que lleva siempre aparejadas restricciones a la libertad, como un mal necesario. Por eso otro de los propósitos secundarios de nuestro estudio era el señalar las consecuencias perjudiciales que supone para el disfrute, las fuerzas y el carácter de los hombres el confundir la acción libre de la nación con la acción impuesta por el régimen de estado. XVI APLICACIÓN DE LA TEORÍA EXPUESTA A LA REALIDAD Relación de te verdades teóricas, en genera!, con su aplicadón.—Prudencia necesaria en estos casos.—En toda reforma, el nuevo estado de cosas debe enlazarse con el anterior.—El mejor modo de conseguir esto es hacer arrancar la reforma de lai ideas de los hombres.—Principios de toda reforma que de esto se derivan.—Aplicación de los mismos a la presente investigación.—Principales características del sistema preconizado.—Peligros que hay que prever en la aplicación del mismo.— Pasos sucesivos necesarios que surgen en ella.—Principio supremo que hay que seguir en esto.—Relación de este principio con los principios fundamentales de k teoría expuesta.—Principios de la necesidad que emana de aquella combinación.— Ventajas del mismo.—Conclusión.
El desarrollo de las verdades que se refieren al hombre, y especialmente al hombre como ser activo, envuelve siempre el deseo de ver aplicado a la realidad aquello que la teoría establece como exacto. Este deseo corresponde a la naturaleza del hombre, al que rara vez satisfacen los beneficios serenos y saludables de las ideas puras, y su vivacidad aece a medida que el hombre se interesa benéficamente por la dicha de la sociedad. Sin embargo, por muy natural que este deseo sea de por sí y por muy nobles que sean las fuentes de que brota, acarrea no pocas veces dañosas consecuencias, las cuales suelen ser incluso más dañosas que la fría indiferencia o —puesto que lo contrario a ésta puede engendrar precisamente idéntico resultado— la pasión ardorosa, que, menos preocupada por la realidad, se alimenta solamente con la belleza pura
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de las Meas. Lo verdadero, tan pronto como echa raíces profundas —aunque sdlo sea en «8 hombre—, produce siempre, sí bien de un modo más lento y callado, efectos saludables sobre la vida real; en cambio, aquello que se transfiere directamente a ésta cambia no pocas veces de forma por el mero hecho de transferirse y no repercute siquiera sobre el mundo de las ideas. Por eso existen también ideas que el sabio jamás intentaría siquiera realizar. Más aún; la realidad no se halla nunca ni en época alguna suficientemente madura para los más bellos y más sazonados frutos del espíritu; el alma del forjador, cualquiera que éste sea, sólo puede representarse el ideal como un modelo inasequible, Y estas razones aconsejan, ante la teoría menos dudosa y más consecuente, una prudencia extraordinaria en lo que se refere a su aplicación. Son estas razones las que me mueven, antes de poner fin a este estudio, a examinar del modo más completo y al mismo tiempo con la mayor brevedad que me permitan mis fuerzas, hasta qué punto pueden aplicarse en la realidad los principios teóricamente desarrollados en páginas anteriores. Este esamen servirá, a la vez, para evitar que se me acuse de dictar directamente a la realidad, con lo que dejo expuesto, una serie de reglas o, simplemente, de reprobar en la realidad lo que contradice a lo sostenido en estas páginas; pretensión arrogante en la que yo no incurriría aun cuando considerase absolutamente exacto e indiscutible lo mantenido en las páginas anteriores. Siempre que se trata de transformar el presente, el estado actual de cosas tiene necesariamente que ir seguido de un estado de cosas nuevo. Ahora bien; toda situación en que se encuentra el hombre y todo objetó que le rodea provoca en su interior una determinada forma fija. Esta forma no puede convertirse en cualquier otra que el hombre elija, y el intentar imponerle otra forma inadecuada sería, al mismo tiempo, frustrar su fin ultimo y matar su fuerza. Si recorremos las revoluciones más importantes de la historia, vemos sin esfuerzo que la mayor parte de ellas surgen de las revoluciones periódicas del espíritu humano. Y nos confirmamos todavía más en esta idea si valoramos las fuerzas que provocan, en rigor, todas las transformaciones de la tierra incluyendo entre ellas las humanas —puesto que las de la naturaleza física, dada la marcha uniforme e imperturbable de ésta, son menos importantes desde nuestro punto de vista, y las que afectan a los seres irracionales no tienen ninguna importancia de por sí, en este mismo aspecto—,
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asignando a las últimas la parte fundamental. La fuerza humana sólo puede manifestarse de un modo en cada período, aunque modificando este modo con una infinita diversidad; muestra, por tanto, en cada momento, un carácter unilateral que, si abarcamos una sucesión de períodos, presenta la imagen de una multiplicidad de aspectos maravillosa. Cada estado anterior de la misma es o bien la causa plena del estado siguiente o, por lo menos, la causa limitada, ya que las circunstancias externas concomitantes sólo pueden hacer surgir precisamente el estado de cosas subsiguiente. Es, pues, aquel estado anterior y son las modificaciones que experimenta las que determinan cómo las nuevas circunstancias han de influir sobre el hombre, y el poder de esa determinación es tan grande, que no pocas veces estas mismas circunstancias adquieren una forma totalmente distinta por virtud de ella. De aquí que todo lo que ocurre en la tierra pueda considerarse bueno y saludable, pues la fuerza interior del hombre, cualquiera que sea su naturaleza, es la que lo domina y preside todo, y esta fuerza interior no puede actuar nunca, en ninguna de sus manifestaciones, puesto que todas ellas le infunden, en un aspecto o en otro, más fuerza o más cultura, más que de un modo beneficioso, aunque sea en distinto grado. Así se explica, además, que toda la historia del género humano deba considerarse, tal vez, como una'sucesión natural de las revoluciones de la fuerza humana, lo cual no sólo debiera reputarse acaso como la elaboración más ejemplar de la historia, sino que, además debiera enseñar a todos los que se esfuerzan en influir sobre los hombres el camino de progreso por el que puedan conducirse las fuerzas humanas y el que, por el contrario, no debe trazarse nunca a éstas. Esta fuerza interior del hombre, con su dignidad y el respeto que ella inspira, debe ser tenida en cuenta muy preferentemente, como también debe ser tomada en consideración por el poder con que se impone a todas las demás cosas. Por consiguiente, quien emprenda el duro trabajo de entretejer sutilmente un nuevo estado de cosas con el estado de cosas anterior, no deberá perder de vista jamás aquella fuerza interior del hombre; por eso, lo primero que tendrá que hacer será observar en todo su alcance los efectos que el presente surte sobre los espíritus. Si quisiera prescindir de esto, podría transformar tal vez el aspecto externo de las cosas, pero nunca el espíritu de los hombres, el cual se trasplantaría necesariamente a todas las instituciones nuevas que se le impusiesen por la fuerza. Ni
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debe creerse tampoco que el hombre se mostrará tanto más reacio al estado de cosas subsiguiente cuanto mayor sea la fuerza con que el presente actúe sobre él. En la historia del hombre es precisamente donde más de cerca se combinan entre sí los extremos, y toda situación exterior, cuando se la deja seguir actuando sin impedimento, labora, no por consolidarse, sino por destruirse. Esto no lo demuestra solamente la experiencia de todos los tiempos, sino que es propio de la naturaleza del hombre; tanto del hombre activo, del que no se aferra nunca a un objeto más tiempo del necesario para alimentar en él su energía y que, por tanto, pasa a otro objeto con tanta mayor facilidad cuanto menos embarazado se ve para ocuparse del objeto anterior, como del hombre pasivo, en el que si es cierto que la duración de la presión embota la fuerza, hace sentir también la presión con mayor dureza. Ahora bien; sin necesidad de tocar la forma actual de las cosas, cabe influir sobre el espíritu y el carácter de los hombres e imprimirles una dirección que no corresponda ya a aquella forma; y esto precisamente es lo que el sabio intentará hacer. Es el único modo de llevar el nuevo plan a la realidad exactamente tal y como se ha concebido en la idea; por cualquier otro camino que se siga, aún descartando los daños que se producen siempre que se entorpece la marcha natural del desarrollo humano, el plan se verá modificado, transformado y desfigurado siempre por lo que aún subsiste del estado anterior en la realidad o en la cabeza de los hombres. Pero, una vez eliminado este obstáculo del camino, el estado de cosas acordado, sin tener en cuenta el que le precedió ni la situación actual producida por él, podrá surtir ya todos sus efectos y nada se opondrá a la ejecución de la reforma. Según esto, los principios más generales que presiden la teoría de todas las reformas podrían resumirse del modo siguiente: 1. Los principios de la pura teoría nunca deben transferirse a la realidad hasta que ésta, en toda su extensión, no les impida ya producir los efectos que de suyo producirían siempre, sin ninguna ingeriencia extraña. 2. Para que se opere la transición del actual estado de cosas al nuevo estado de cosas acordado, hágase, en la medida de lo posible, que toda reforma arranque de las ideas y las cabezas de los hombres. En los principios puramente teóricos establecidos anteriormente he-
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mos tomado siempre como punto de partida, indudablemente, la naturaleza del hombre, sin atribuirle tampoco ninguna capacidad extraordinaria, sino simplemente la medida ordinaria de las fuerzas; sin embargo, nos hemos representado siempre el hombre en la forma que necesariamente le es peculiar y sin que se hallase conformado todavía por una determinada modalidad. Pero el hombre no existe nunca así; las circunstancias dentro de las que vive le imprimen siempre y en todas partes una forma positiva, más o menos divergente de aquel tipo normal. Por tanto, siempre que un estado se esfuerce en extender o restringir los límites de su acción ajustándose a los principios de una teoría exacta, debe tener presente cuidadosamente esta forma. La desproporción entre la teoría y la realidad, en este punto de la administración del estado, se traducirá siempre, como no es difícil prever, en una falta de libertad, pudiendo llegarse a creer que la ausencia total de trabas es un objetivo asequible y saludable en todos sus aspectos y en cualquier momento. No obstante, por cierta que sea de por sí esta afirmación, no debe olvidarse que lo que de un lado entorpece la fuerza como una traba, es, de otro lado, materia propicia para alimentar su actividad. Ya al comenzar ette estudio hemos observado que el hombre propende más a la dominación que a la libertad, y un sistema de dominación no satisface solamente al dominador que lo implanta y lo mantiene, sino que quienes lo sirven se consideran honrados también por la idea de formar parte de un todo que se extiende sobre las fuerzas y la vida de diversas generaciones. Allí donde impere esta idea, tiene forzosamente que declinar la energía, dejando paso a la pereza y a la pasividad, cuando se pretenda obligar al hombre a actuar solamente de por sí y para sí, dentro del campo que abarquen sus fuerzas individuales y durante el tiempo exclusivamente que le sea dado vivir. Cierto que de este modo es como únicamente puede actuar en un espacio más ilimitado y por un tiempo más imperecedero; pero no actúa de un modo tan inmediato y lo que hace es más expandir semillas que se desarrollan por sí mismas que levantar edificios en los que se ve la huella de su propia mano, y hace falta un grado superior de cultura para alegrarse más de la actividad consistente en crear fuerzas, dejando a cargo de ellas mismas la creación de los resultados, que de la que consiste en engendrar directamente éstos. Este grado de cultura constituye la verdadera madurez de la libertad. Sin embargo, está madurez no se encuentra nunca ni en parte alguna en toda su
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perfección y, a nuestro juicio, será siempre ajena, en este grado de perfección» al hombre sensible gustoso de salirse de su propia órbita. ¿Qué deberá hacer, pues, el estadista que quiera emprender semejante transformación? En prima lugar, en cada paso nuevo que dé sin seguir las huellas de la situación existente, atenerse estrictamente a la pura teoría, a menos que exista en el presente una circunstancia que, al ser injertada en ella, la modificaría o destruiría total o parcialmente sus consecuencias. En segundo lugar, dejar subsistir tranquilamente todas las restricciones a la libertad basadas en el presente, mientras los hombres no den pruebas infalibles de considerarlas como trabas insoportables, de sentir su opresión y de hallarse, por tanto, en este aspecto, maduros para la libertad, pero, tan pronto como esto ocurra, suprimirlas sin dilación. Finalmente, estimular por todos los medios la madurez de los hombres para la libertad. Esto último es, indiscutiblemente, lo más importante y al mismo tiempo lo más sencillo dentro de este sistema, pues nada hay que tanto estimule esta madurez para la libertad como la libertad misma. Esta afirmación no la suscribirán, evidentemente, quienes se apresuran en todo momento a alegar precisamente esta falta de madurez de los hombres como pretexto para seguir manteniendo la opresión. Pero, a nuestro juicio esa conclusión se desprende incuestionablemente de la propia naturaleza del hombre. La falta de madurez para la libertad sólo puede brotar de la carencia de fuerzas intelectuales y morales; sólo laborando por suplir o elevar estas fuerzas se puede contrarrestar aquella falta, mas para ello es indispensable ejercer las tales fuerzas, y este ejercicio supone libertad e iniciativa personal. Claro está que conceder libertad no significa precisamente librar al hombre de trabas que el interesado no siente como tales. Pero, de ningún hombre del mundo, por desasistido que se halle de la naturaleza o degradado por su situación, puede decirse que todas las trabas que le oprimen se hallen en ese caso. Por consiguiente, lo que tiene que hacer el gobernante es desligar al hombre de sus ataduras gradualmente y a medida que se vaya despertando en él el sentimiento de la libertad, y cada nuevo paso que se dé acelerará el progreso. Los signos anunciadores de este despertar pueden tropezar con grandes dificultades, pero éstas no estriban tanto en la teoría como en su aplicación; la cual no permite nunca reglas especiales, sino que, en este caso como en todos, es obra exclusiva del genio. En teoría, nosotros procuraríamos esclarecer del
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siguiente modo este problema, indudablemente muy difícil e intrincado. El legislador deberá tener presente, incuestionablemente, dos cosas: 1^ la pura teoría, desarrollada hasta en el menor detalle; a* el status de la realidad concreta que se proponga transformar. La teoría, no sólo deberá abarcarla en todas sus partes, hasta en el menor detalle y del modo más completo, sino que deberá, además, tener presentes las consecuencias necesarias de los distintos principios en toda su extensión, en sus diversas ramificaciones y en su mutua interdependencia, aun cuando no todos puedan llevarse a la práctica al mismo tiempo. Asimismo —aunque esto sea, sin duda, infinitamente más difícil— deberá estar informado acerca del estado de la realidad, acerca de todos los vínculos que el estado impone a los ciudadanos y que éstos establecen entre sí en contra de los puros principios de la teoría y bajo la protección del estado, y de todas las consecuencias de los mismos. Hecho esto, deberá comparar entre sí dos cuadros, y el momento oportuno para llevar a la práctica un principk» de la teoría será aquel en que se considere, como resultado de dicha comparación, que, aún después de transferida la realidad, el principio permanecerá inmutable y además producirá las consecuencias reflejadas en el primer cuadro o en que, por lo menos, ya que eso no sea posible, haya de suponerse que, al acercar todavía más la realidad a la teoría, se corrija o remedie el defecto. Esta meta final, esta completa aproximación de la realidad a la teoría, es la que debe servir de objetivo constante a la mirada del legislador. Esta idea, en cierto modo plástica, puede parecer extraña y acaso todavía más que eso; podría decirse que es imposible «razar con fidelidad esos cuadros, y mucho más aún establecer una comparación exacta entre ellos. Y todas estas objeciones son fundadas, pero pierden mucho de su fuerza si se tiene en cuenta que la teoría sólo exige libertad, y la realidad, en la medida en que difiere de ella, sólo revela coacción, la causa por la que no se cambia la libertad por la coacción no puede consistir más que en una imposibilidad, la cual con arreglo a la naturaleza del problema, sólo puede estribar en una de estas dos cosas: o bien en que los hombres o la situación no están todavía maduros para la libertad y en que, por tanto, ésta destruiría los resultados sin los que no puede concebirse ninguna libertad, ni siquiera la propia existencia, o bien en que no producirían los resultados saludables que siempre los acompañan. Pero, ambas cosas sólo pueden enjuiciarse representándose en toda su
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extensión el estado de cosas actual y el que existiría después de modificado y comparando cuidadosamente entre sí su forma y sus efectos. Además, la dificultad se reduce más todavía si se considera que el propio estado no puede implantar ninguna reforma antes de que aparezcan los indicios de ella en los mismos ciudadanos; no puede suprimir las trabas sino cuando su presión se haga ya sentir en los que las sufren; es decir que, en cierto modo, el estado tiene que limitarse a ser un simple espectador y cuando se plantee la necesidad de abolir una restricción puesta a la libertad, calcular simplemente la posibilidad o imposibilidad de hacerlo, dejándose guiar exclusivamente por aquella necesidad. Finalmente, no necesito advertir aquí que sólo nos referimos al caso en que al estado se le ofrezca la posibilidad no solamente física, sino también moral, de implantar una reforma y en que, por tanto, no se opongan a ésta los principios del derecho. Desde este punto de vista, no debe olvidarse que el derecho natural y el derecho general constituyen la única base de todo el derecho positivo, por cuya razón debemos remontarnos siempre a ellos; de donde se deduce que, para invocar una norma jurídica que es, en cierto modo, fuente de todas las demás, nadie ni bajo concepto alguno puede adquirir un derecho con las fuerzas o el patrimonio de otro obrando a su antojo, sin contar con el consentimiento de éste u obrando en contra de él. Sentada esta premisa, nos aventuramos, pues, a establecer el principio siguiente; El estado, en lo que se refiere a los límites de su actuación, debe procurar que la realidad de las cosas se ajuste a los postulados de la teoría exacta y verdadera, en la medida en que ello sea posible y no existan razones de verdadera necesidad que se opongan. La posibilidad de ello consistirá en que los hombres se hallen suficientemente preparados para recibir la libertad que profesa siempre la teoría y en que ésta pueda producir los efectos saludables que la acompañan siempre, a menos que existan obstáculos que lo impidan; la necesidad contraria podrá estribar en que la libertad, una vez conferida, no destruya resultados sin los cuales corre peligro no sólo cualquier progreso ulterior, sino la propia existencia. Y ambas cosas deberán apreciarse siempre como consecuencia de una comparación cuidadosamente establecida entre la
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situación actual y la situación modificada y sus efectos respectivos. Este principio se deriva íntegramente de la aplicación a este caso especial del principio que más arriba establecíamos con vistas a todas las reformas. En efecto, lo mismo cuando los hombres no se hallen preparados para la libertad que cuando ésta ponga en peligro los resultados necesarios de que hemos hecho mención, la realidad impide que los principios de la pura teoría produzcan los efectos que producirían necesariamente si no interviniesen factores extraños y, dicho esto, no tenemos nada más que añadir para glosar el principio aquí formulado. Podríamos, indudablemente clasificar las diferentes situaciones que puede presentar la realidad, demostrando a la luz de ellas la aplicación de aquel principio. Pero, esto sería obrar en contra de nuestros propios principios. Hemos dicho, en efecto, que toda aplicación de aquella norma fundamental exige abarcar con la mirada el todo y cada una de sus partes en su más exacta trabazón, lo cual no es posible procediendo por meras hipótesis. Si ponemos esta regla que debe presidir la actuación práctica del estado en relación con las leyes que impone a éste la teoría desarrollada en páginas anteriores, vemos que el estado debe ajustar siempre su acción al imperativo de la necesidad. En efecto, nuestra teoría sólo le permite velar por la seguridad porque la consecución de este fin escapa a las posibilidades del hombre individual, es decir, porque, esta función impuesta al estado es la única necesaria; y la regla de su conducta práctica le vincula estrictamente a la teoría, siempre y cuando que el presente no le obligue a desviarse de ella. Todas las Meas expuestas a lo largo del presente estudio van, pues, encaminadas como a su meta final al principio de la necesidad. En la pura teoría, es exclusivamente la peculiaridad del hombre natural la que determina los límites de esta necesir dad; en su aplicación, hay que tener en cuenta, además, la individualidad de lo real. Creemos que este principio de la necesidad debe ser el que dicte la suprema norma a todo esfuerzo práctico dirigido al hombre, pues es el único que conduce a resultados seguros e indiscutibles. El principio de la utilidad, que podría contraponerse a él, no permite un enjuiciamiento puro y exacto. Este exige cálculos de probabilidades, los cuales, aún descontando el que, por su propia naturaleza, no pueden hallarse exentos de error, se encuentra siempre expuesto al peligro de
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fracasar ante las circunstancias imprevistas más insignificantes; en cambio, lo necesario se impone por sí mismo con gran fuerza al sena* miento del hombre, y lo que la necesidad ordena no sólo es útil siempre, sino que es incluso indispensable. Además, lo útil, puesto que la escala de gradaciones de ello es infinita, exige siempre nuevas y nuevas medidas» al revés de las limitaciones impuestas a lo exigido por la necesidad que, dejando un margen mayor a la propia fuerza, disminuyen la necesidad de ésta. Finalmente, la función de velar por lo útil conduce la mayor parte de las veces a medidas positivas, mientras que la de velar por lo necesario conduce en la mayoría de los casos a medidas negativas,90 toda vez que —dada la intensidad de la fuerza del hombre para obrar por su cuenta—la necesidad no se plantea fácilmente como no sea para librar al hombre de cualquier traba que le oprima. Por todas estas razones —a las que, en un análisis más minucioso, podrían agregarse todavía otras— ningún otro principio es tan conciliable como éste con el respeto debido a la individualidad <JC l° s seres dotados de propia iniciativa y con el cuidado de la libertad que este respeto impone. Finalmente, el único medio infalible para infundir poder y prestigio a las leyes es el hacerlas descansar exclusivamente en este principio. Divasos caminos han sido propuestos para llegar a este objetivo final; se ha indicado principalmente, como el medio más seguro, el de convencer a los ciudadanos de la bondad y la utilidad de las leyes. Pero, aun concedida esta bondad y esta utilidad en un caso concreto, no es posible convencerse nunca de la utilidad de una institución sin un cierto esfuerzo; diversas ideas producen distintos criterios acerca de esto y la propia inclinación del hombre se encarga de contrarrestar el convencimiento, puesto que todo el mundo, por muy de buen grado que acoja lo que él mismo cree útil, se resiste siempre contra lo que tratan de imponerle como tal. En cambio, nadie deja de inclinarse voluntariamente bajo el yugo de la necesidad. Es cierto que, en situaciones complicadas resulta difícil incluso el comprender lo que es necesario, pero la aplicación del principio
** La contraposición jerarquizada de los actos "positivos" y "negativos" tal como aquí aparece es fundamental para comprender el modo como concibe Humboldt, por naturaleza, la actitud que debe adoptarse ante la realidad. Por naturaleza, se resiste a todo lo que signifique ingerencia en los acaecimientos del mundo circundante, y es aquí en el carácter dado, donde se hallan las raíces mis profundas de sus ideas. ( E 4 )
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que aquí se mantiene simplifica las situaciones y hace que la comprensión de lo necesario resulte siempre más fácil. Con esto, hemos recorrido ya el campo que dejamos deslindado al comenzar el presente estudio. En este recorrido, creemos haber estado animados por el respeto más profundo para la dignidad interior del hombre y para la libertad, único régimen adecuado a ella. {Ojalá que las ideas por nosotros expuestas y la expresión con que las hemos revestido no sean indignas de este sentimicntol
II PROBLEMAS DE ORGANIZACIÓN DE LA ENSEÑANZA DE UN "DICTAMEN SOBRE LA ORGANIZACIÓN DE LA COMISIÓN SUPERIOR DE EXÁMENES" 0809) LAS LISTAS DI conducta que los directores de colegios envían actualmente pueden seguirlas enviando del mismo modo, y al mismo tiempo remitir a la sección legislativa un informe que abarque a todos los miembros de su colegio y en el que se exponga, principalmente, la clase de trabajos en que más se destaca cada uno de ellos, incluyendo o, por lo menos, mencionando los trabajos más notables realizados por él durante el año actual. No hemos de examinar aquí hasta qué punto esta medida podría ser utilizada para ejercer una censura o un control efectivo. Lo que aquí nos interesa es el uso que podría hacerse de ella para conocer a los interesados, conocimiento necesario no pocas veces incluso después de realizado el examen. La experiencia demuestra cuan difícil es, a veces, decidir el sitio en que podría ser más útil una persona de cuya capacidad, en conjunto, estamos convencidos, y esta decisión se facilitaría bastante, por lo menos, estableciendo en la sección legislativa un archivo de juicio sobre la misma persona, mantenido al día y acompañado de las pruebas documentales correspondientes, al que tuviesen libre acceso todos los jefes llamados a proponer en la provisión de cargos. Asegurándose la dignidad y el secreto necesarios, no habría por qué temer que este sistema diese lugar a abusos, sobre todo porque este tipo de censura no entraría 3. enjuiciar para nada el carácter ni las costumbres de la persona interesada. Este sistema establecería, además, un régimen de emulación muy distinto del que mantienen las listas ordinarias de conducta, en las cuales 15S
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lo más importante es la puntualidad y la cantidad de trabajo rendido. La seguridad de que los buenos trabajos no sólo no quedarían enterrados en el expediente, sino que, lejos de ello, serian valorados por personas apartadas de todo interés material inmediato y que sólo verían en ellos frutos de la actividad espiritual y la energía de carácter de sus autores, serviría de incentivo al trabajo, y, aunque no fuese más que como colección de labores más o menos ejemplares y eminentemente prácticas, este archivo tendría ya un interés. No hace falta decir que no tendría que tratarse simplemente de refundiciones, sino, igualmente y sobre todo, de trabajos verdaderamente prácticos, registrados exactamente con el éxito conseguido y con las dificultades vencidas. Además, estos informes sólo deberían ocuparse extensamente de las personas más destacadas. El hecho de no ser mencionado u ocupar poco espacio en ellos sería considerado ya como un indicio bastante desfavorable. Finalmente, esta medida serviría también a la Comisión superior de exámenes para controlar su propia actuación. Tendría, de este modo, de vez en cuando, ocasión de comprobar hasta qué punto es posible, aun en término de pocos años, imprimir al espíritu otra dirección, y a veces podría también, volviendo la mirada hacia su interior, rectificar sus propios juicios... La parte general de los exámenes deberá ser tratada, sobre todo en lo que se refiere a los examinadores de la Sección de Enseñanza, con el mayor cuidado y también con la mayor prudencia. No pocas veces, deberá provocar ciertos temas simplemente para ver si el examinando está empapado en ellos o no, pero cuidando mucho de no convertir este examen en una prueba de erudición, como si se tratase de comisiones científicas o técnicas, ni en un examen de estudios, como los que deben realizarse en las universidades. En general, estos examinadores no deben preocuparse tanto de los conocimientos positivos, que, dentro de este campo, sólo pueden ser conocimientos generales adquiridos por el estudio, como de examinar el aspecto formal del intelecto del examinando, su capacidad y su modo de tratar, especulativa y prácticamente, una determinada materia... En un alto funcionario del esrado. lo más importante es el concepto que realmente tenga de la humanidad en todos los sentidos, el saber en qué cifra su dignidad y su ideal en conjunto, con qué grado de claridad intelectual lo concibe y con qué calor lo siente; qué extensión
I57 da al concepto de la cultura, qué considera, en ella, como necesario y qué, en cierto modo, como un lujo; qué idea se forma de la humanidad m concreto, qué grado de respeto o de falta de respeto profesa en cuan» a las clases bajas del pueblo, cómo piensa socialmente, si cree que debe dejarse que el hombre perezca dentro del estado, viéndolo con indiferencia, o si, por el contrarío, considera que la forma del estado debe disolverse en la libertad del individuo; si atribuye a la educación y a la religión una fuerza positiva para k formación del hombre o las considera simplemente como materias en las que el hombre va ahondando más y más a medida que se esfuerza por adentrarse en ellas, cualquiera que sea el trato que se les dé; y, finalmente, qué clase de fe y de alegría le animan, en lo que se refiere a la transformación de la nación a que pertenece: si le domina el celo apasionado del reformador o le guía solamente la enérgica voluntad de cumplir Icalmcnte con su deber con arreglo a principios estrictos o siente esa alegría del experimentar con la que disfruta principalmente el propio experimentador; cómo, por último se compaginan en él todas estas ideas, si han surgido sueltas y cada una por su lado, reunidas a la ligera, mantenidas como máximas o elevadas a principios, concebidos claramente al margen de su aplicación o comprendidos y sentidos solamente a la par con ésta. Es así como podemos llegar a saber si un hombre es consecuente o inconsecuente, de naturaleza superior o de naturaleza vulgar, limitado o liberal, de concepciones unilaterales o de amplia visión, y por fin, si le interesan más las ideas o la realidad o si, abrazando el criterio del gran estadista, se deja ganar por la convicción de que sólo puede alcanzarse el objetivo cuando las primeras imprimen su sello a la segunda. Existen miles de medios para investigar todo esto y apenas cabe imaginarse ninguna conversación por medio de la cual no pueda llegarse, en pocas palabras, a un punto desde donde sea posible ver en estos asuntos con bastante claridad; el arte del examinador consistirá en saber mantener un diálogo hábil yflexible,no abordando a la persona a quien se trata de conocer con una serie de ideas preparadas, sino, por el contrario, ajustándose a las que él exponga, sabiendo utilizarlas y desarrollarlas. Y, del mismo modo, cuando tenga delante una persona no muy brillante, deberá arrancar de los temas más comunes de aquellos de donde la individualidad puede remontarse a conceptos más abstractos. Este tipo de examen, que expuesto así, en términos geCOMISIÓN SUPERIOR DE EXÁMENES
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nerales, puede parecer muy difícil y abstracto, debe tomar como punto de partida, exclusivamente, el punto en que, a primera vista, se halla la persona examinada, remontándose a lo sumo a algunos grados más por encima de su capacidad de asimilación, si ve que ésta es pequeña; de este modo no resultará ser nunca, ni siquiera en el campo puramente práctico, demasiado idealista e inadecuado para la realidad de la vida social.
DE UN "DICTAMEN DE LA SECCIÓN DE ENSEÑANZA Y CULTOS" (1809) EL RADIO BE acción
de la Sección de Enseñanza pública y Cultos abarca un campo extraordinariamente grande; abarca conjuntamente la formación moral de la nación, la educación del pueblo, la enseñanza que capacita a los individuos para ejercer las diversas industrias del país» la cultura consagrada a las clases altas y la sabiduría que administran las universidades y las academias. El diluir las actividades de la Sección, enfocándolas sobre cada uno de estos problemas por separado, en vez de esforzarnos en tener presente siempre, al lado de cada uno de ellos, aquello que debe ser el objetivo primordial de todos, me ha parecido perjudicial. De aquí que mi preocupación fundamental se encamine, exclusivamente, a establecer unos cuantos principios sencillos, para obrar estrictamente con arreglo a ellos, no marchando por muchos caminos, sino procediendo en cambio de un modo concreto y enérgico y dejando lo demás al cuidado de la naturaleza, necesitada solamente del impulso y de la dirección inicial. La dificultad del problema estriba en inculcar a la nación y mantener en ella la inclinación a obedecer las leyes, a guardar al regente del país amor y fidelidad inquebrantables, a ser, en lo privado, frugal, moral, religiosa y profesionalmente laboriosa y, finalmente, dedicarse a ocupaciones serias, despreciando todo lo frivolo y lo mezquino. Pero la nación sólo puede llegar a estos resultados si, de una parte, profesa conceptos claros y precisos acerca de sus deberá y, de otra» «tos conceptos se convierten en sentimientos, gracias sobre todo a s« religiosidad. Sobre esta base, indispensable también para las gentes más sencillas, se desarrollan luego, a su vez, los frutos más altos en el campo de las ciencias y las artes, las cuales, si se impulsan por otro camino, degeneran fácilmente en una estéril erudición o en vagos sueños. 159
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El esfuerzo fundamental deberá encaminarse, por tonto, a que toda la nación, teniendo en cuenta solamente la capacidad de asimilación de las distintas clases sociales, eduque sus sentimientos áempre sobre conceptos claros y precisos y a lograr que estos conceptos arraiguen tan profundamente, que se trasluzcan en la conducta y en el carácter del hombre, sin olvidar nunca que los sentimientos religiosos proporcionan el vínculo mejor y más seguro para conseguir esto. La Sección tiene, además, un motivo apremiante para establecer una íntima relación entre las consecuencias saludables de una religiosidad ilustrada y las de una educación bien orientada, y es la lentitud con que la educación suele actuar, cuidándose más de la generación futura que de la presente. Es un error absoluto creer que aun la mejor enseñanza puede ejercer sus efectos verdaderamente saludables sobre la juventud si se descuida la moralidad y la religiosidad de los adultos. Para acometer con éxito la empresa de mejorar a la nación, hay que abordarla al mismo tiempo en todos los aspectos y no creer que la generación más joven debe hallarse sustraída a la parte avanzada de la antigua. Por tanto, del mismo modo que la educación influye sobre la juventud, las prácticas religiosas deben influir sobre los adultos, y los resultados sólo serán verdaderamente beneficiosos cuando la educación y la religión se combinen de un modo perfecto. Es innegable que, en la situación actual de nuestro país, el descuido en que se tiene la educación de los niños repercute perjudicialmente sobre la moral de los jóvenes recién salidos de la escuela, así como también sobre la de los mayores, y que la moralidad de niños educados con verdadero rigor y con arreglo a los postulados de la época, influiría por sí misma, primero en los propios padres, no corrompidos todavía, pero indiferentes, y luego en las demás personas. De este modo, creo poder asegurar a Vuestra Majestad que la Sección tomará como punto de partida, primordialmente y ante todo, aquello que constituye el cimiento fundamental de todos los estados y que para ello empleará siempre los medios más sencillos y más naturales, con exclusión de todo artificio; que no se propondrá nunca como meta, de un modo unilateral, la erudición o el refinamiento, sino la educación del carácter y de los propósitos y que no se fijará nunca exclusivamente en determinadas partes de la nación, sino siempre en su masa total e indivisible. ..
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La Sección de Enseñanza pública basa los principios que le sirven de pauta para su actuación y que, hasta ahora, hemos aplicado más bien de un modo práctico que proclamado y definido en términos expresos, en las ideas desarrolladas al comienzo de este dictamen. La Sección concibe su plan escolar general tomando como base toda la nación y procurando estimular el desenvolvimiento de las fuerzas humanas que es necesario por igual a todas las clases sociales y al que pueden adaptarse fácilmente los conocimientos y aptitudes necesarias para las distintas profesiones. Su esfuerzo tiende, por consiguiente, a dar a los diversos establecimientos de enseñanza, desde el más bajo al más alto, una organización encaminada a hacer de cada subdito de Vuestra Real Majestad un hombre moral y un buen ciudadano, dentro de las circunstancias en que se desenvuelva su vida y tal como éstas lo exijan, evitando que ninguno de ellos reciba la enseñanza a que se consagre de un modo que le haga estéril e inútil para los demás aspectos de su vida; et camino indicado para alcanzar este objetivo consistirá en que los métodos de la enseñanza no se preocupen tanto de que se enseñe tales o cuales cosas, sino de que, a través del estudio, se ejercite la memoria, se aguce la inteligencia, se discipline el juicio y se eduque el sentimiento moral. Por este camino, la Sección ha logrado llegar a un plan mucho más sencillo del que en estos últimos tiempos se ha establecido con preferencia en algunos estados alemanes. En éstos, principalmente en Baviera y en Austria, se procura velar casi por cada clase social de por si. A mi juicio, esto es absolutamente falso y contrario incluso al objetivo final que con ello se persigue. Hay, sencillamente, ciertos conocimientos que deben ser generales y, más todavía, una cierta educación de las ideas y del carácter de que no debe privarse a nadie. Nadie puede ser, evidentemente, un buen artesano, un buen comerciante, un buen soldado o un buen hombre de negocios si, de por sí e independientemente de su profesión específica, no es un buen hombre y un buen ciudadano, honrado y culto, como corresponda a su estado social. Sí la enseñanza que recibe en la escuela se enarga de dotarlo de los elementos necesarios para ello, adquirirá luego mucho más fácilmente la capacitación especial para ejercer su profesión y conservará siempre la libertad necesaria para cambiar de profesión, como con tanta frecuencia acontece en la vida.
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En cambio, si la educación parte de cada profesión específica, lo que hace es formar hombres unilaterales, que no tendrán nunca la pericia ni la libertad necesarias para introducir por sí mismos ampliaciones y correcciones en su profesión, en vez de limitarse a copiar de un modo puramente mecánico lo que otros han hecho en ella antes de ellos. Con este sistema, el hombre pierde fuerza e independencia, y como existen diversas profesiones, por ejemplo la de soldado o la de funcionario, que dependen del estado, éste, al educar exclusivamente para ellas a quienes han de ejercerlas, se impone la carga de emplear y alimentar a estas personas. El servicio público sería mucho mejor y más provechoso para Vuestra Real Majestad sí no se le considerase como un medio de vida, si todos los que ingresan a él lo hiciesen movidos más bien por el deseo de ejercer una función importante que por el afán de resolver su problema de vida y si el estado, deseoso de separar a una persona de su cargo, en vez de verse agobiado como hoy por la preocupación de quitarle el pan, tuviese la seguridad de que podía ganarse fácilmente la vida en otra profesión. Existe, finalmente, la dificultad de que, generalmente, no es posible definir hasta una época relativamente tardía la profesión futura que abrazará el niño o el joven y de que su talento natural, apropiado tal vez para otra, unas veces no se revela o no se reconoce y otras veces se ve ahogado. De aquí que la Sección de Enseñanza pública, dentro del campo de su competencia, anteponga siempre la enseñanza general a las escuelas especiales de artesanos, comerciantes, artistas, etc., guardándose de no involucrar la formación profesional con la educación general del hombre. Considera como encomendados exclusivamente a ella los establecimientos generales de enseñanza y se mantiene en relación con las autoridades competentes del estado para cuanto se refiere a los establecimientos especiales. Según el plan de la Sección, en las ciudades sólo habrá, por consiguiente, escuelas elementales y escuelas de cultura. En las escuelas elementales se enseñará solamente lo que todo individuo debe saber como hombre y como ciudadano; en las escuelas de cultura, se administrarán gradualmente aquellos conocimientos que son necesarios para toda profesión, incluso para las más altas, y el grado de cultura que adquiera el alumno sólo dependerá del tiempo que permanezca en la escuela
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y del curso a que llegue en ella. Sin embargo, como nO todos los alumnos de una ciudad pueden ni deben ser iguales, habrá también escuelas elementales que puedan dar a la enseñanza mayor extensión y un carácter más completo, puesto que las gentes ricas que residen en ellas pagarán honorarios más elevados por educar a sus hijos. Y, de otra parte, las ciudades pequeñas, en las que no pueda haber instituciones culturales superiores que lleguen hasta la universidad, contarán con establecimientos en los que solamente se profesará una parte de la enseñanza correspondiente a las escuelas propiamente de cultura. De este modo, no faltarán tampoco esas escuelas que suelen denominarse escuelas medias y ninguna clase social carecerá del establecimiento de enseñanza adecuado a su formación. Pero habrá en todas partes unidad de plan, para que el paso de una escuela a otra pueda realizarse sin lagunas ni soluciones de continuidad. Hasta aquí, las escuelas de cultura tenían el defecto de que en ellas predominaban de un modo demasiado exclusivo las lenguas cultas, las cuales se profesaban, además, de tal modo, que si la enseñanza no era llevada a término, resultaba perdido caá totalmente el tiempo invertido en aprenderlas. La Sección puede remediar y remediará ambos inconvenientes. En todas las escuelas de cultura —y ya se han dado los primeros pasos a ello encaminados— se combinarán las enseñanzas matemática e histórica con la de las lenguas muertas, de modo que cada alumno pueda consagrarse preferentemente y según su talento a una de ellas, pero sin que se le permita omitir o descuidar totalmente ninguna. Y, en la enseñanza de las lenguas, la Sección seguirá siempre y de un modo cada vez más general el método encaminado a lograr que, aunque se olvide la lengua aprendida, el hecho mismo de empezar a aprenderla sea útil y provechoso para toda la vida, no sólo como ejercicio mnemotécnico, sino también como medio para aguzar la inteligencia, para depurar el juicio y asimilarse ideas de carácter general. La Sección se preocupará especialmente de que nadie pueda pasar de una escuela inferior a otra superior ni de un curso a otro, dentro de ésta, sin que sea debidamente comprobada su capacidad para ello y el profesor anterior pueda entregar el alumno al siguiente sin el convencimiento vivo de que aquél ha remontado la fase correspondiente y está en
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condiciones de pasar a la inmediata. Nadie, sin embargo, podrá ingresar en la universidad antes de tener 18 años cumplidos.21 La Sección desea transferir, principalmente a los municipios de las ciudades, el mantenimiento y mejoramiento del sistema escolar urbano, conservando para estos fines las sumas concedidas por Vuestra Real Majestad a cargo del erario. Y aunque en esta misma ciudad22 haya fracasado un primer intento en este sentido, me permito suplicar encarecidamente a Vuestra Real Majestad que no deseche en términos generales este plan. No sólo porque es necesario para las escuelas a las que no sería posible ayudar de otro modo, sino porque además es conveniente para los ciudadanos, quienes sentirán avivado su sentido de la ciudadanía cuando consideren el mejoramiento de las escuelas como obra suya propia, sentirán más interés por la enseñanza y preferirán la enseñanza pública, indudablemente mejor, a la enseñanza privada si sus escuelas públicas les ocasionan algún gasto, aunque éste sea pequeño, y finalmente verán crecer su moral cuando tengan que velar con algún sacrificio por la moralidad de sus hijos. Y, ante las contradicciones que puedan presentarse de vez en cuando, no debe perderse de vista que, antes de que se cree un verdadero espíritu colectivo, cosa que, en tan breve plazo de tiempo, no hay derecho a esperar del régimen de las ciudades, por excelente que éste sea, se dará con frecuencia el caso de que las corporaciones se opongan allí donde los individuos agrupados en ellas asentirían de buen grado y de que, entre éstos, los bien intencionados se alegren cuando ese consentimiento sea impuesto a los demás, obligándoles a lo que no se decidirían a hacer ni ante las razones más convincentes...
21 Esta propuesta suponía una innovación radical en las prácticas vigentes hasta entonces. Cierto es que el propio Humboldt no habia ingresado en la universidad hasta los 20 años. (Ed.) 22 Se refiere a la ciudad de Kónigsberg. (Ed.)
SOBRE LA ORGANIZACIÓN INTERNA Y EXTERNA DE LOS ESTABLECIMIENTOS CIENTÍFICOS SUPERIORES EN BERLÍN (1810)
Ei, CONCEPTO DE los establecimientos científicos superiores, como centros en los que culmina cuanto tiende directamente a elevar la cultura moral de la nación, descansa en el hecho de que estos centros están destinados a cultivar la ciencia en el más profundo y más amplio sentido de la palabra, suministrando la materia de la cultura espiritual y moral preparada, no de un modo intencionado, pero sí con arreglo a su fin, para su elaboración. La esencia de estos establecimientos científicos consiste pues, interiormente, en combinar la ciencia objetiva con la cultura subjetiva; exteriormente, en enlazar la enseñanza escolar ya terminada con el estudio inicial bajo la propia dirección del estudiante o, por mejor decir, en efectuar el tránsito de una forma a otra. El punto de vista fundamental es, sin embargo, el de la ciencia, abarcada por sí misma y en su totalidad, —aunque haya, no obstante, ciertas desviaciones—, tal y como existe, en toda su pureza. Como estos centros sólo pueden conseguir la finalidad que se proponen siempre y cuando que cada uno de ellos se enfrente, en la medida de lo posible, con la idea pura de la ciencia, los principios imperantes dentro de ellos son la soledad y la libertad. Sin embargo, puesto que tampoco la actuación espiritual de la humanidad puede desarrollarse más que en forma de cooperación, y no simplemente para que unos suplan lo que les falta a otros, sino para que los frutos logrados por unos satisfagan a otros y todos puedan ver la fuerza general, originaria, que en el individuo sólo se refleja de un modo concreto o derivado, es necesario que la organización interna de estos establecimientos de enseñanza cree y mantenga un régimen de cooperación ininterrumpido y constantemente vitalizado, pero no impuesto por la coacción ni sostenido de un modo intencional. Otra de las características de los establecimientos científicos superiores es que no consideran nunca la ciencia como un problema perfecta165
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mente resuelto, y por consiguiente siguen siempre investigando; al contrario de la escuela, donde se enseñan y aprenden exclusivamente los conocimientos adquiridos y consagrados. La relación entre maestro y alumno, en estos centros científicos, es, por tanto, completamente distinta a la que impera en la escuela. El primero no existe para el segundo, sino que ambos existen para la ciencia; la presencia y la cooperación de los alumnos es parte integrante de la labor de investigación, la cual no se realizaría con el mismo éxito si ellos no secundasen al maestra Caso de que no se congregasen espontáneamente en torno suyo, el profesor tendría que buscarlos, para acercarse más a su meta mediante la combinación de sus propias fuerzas, adiestradas pero precisamente por ello más propensas a la unilateralidad y menos vivaces ya, con las fuerzas jóvenes, más débiles todavía, pero menos parciales también y afanosamente proyectadas sobre todas las direcciones. Por tanto, lo que llamamos centros científicos superiores no son, desligados de toda forma dentro del estado, más que la vida espiritual de los hombres a quienes el vagar externo o la inclinación interior conducen a la investigación y a la ciencia. Aun sin forma oficial alguna, siempre habría hombres que buceasen y acumulasen conocimientos por cuenta propia, otros que se pusiesen en relación con personas de la misma edad y otros que reuniesen en torno a ellos un círculo de gentes mis jóvenes. Pues bien; el estado debe mantenerse también fiel a esta idea, si quiere encuadrar en una forma más definida esta actuación vaga y en cierto modo fortuita. Deberá esforzarse: i? en imprimir el mayor impulso y la más enérgica vitalidad a estas actividades; 2? en conseguir que no bajen de nivel, en mantener en toda su pureza y su firmeza la separación entre estos establecimientos superiores y la escuela (no sólo en teoría y de un modo general, sino también en la práctica y en las diversas modalidades concretas). Asimismo, debe tener siempre presente el estado que, en realidad, su intervención no estimula ni puede estimular la consecución de estos fines; que, lejos de ello, su ingerencia es siempre entorpecedora; que sin él las cosas de por sí marcharían infinitamente mejor y que, en rigor, sus funciones se reducen a lo siguiente:
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puesto que en una sociedad positiva tienen que existir necesariamente formas exteriores y medios para toda clase de actividades, el estado tiene el deberM de procurarlos también para el cultivo de la ciencia; lo que puede ser dañoso a la ciencia, en su intervención, no es precisamente el modo como suministre estas formas y estos medios, sino que es el hecho mismo de que existan tales formas extemas y medios para cosas completamente extrañas lo que acarrea siempre y necesariamente consecuencias perjudiciales, haciendo descender el nivel de lo espiritual y lo elevado al de la material y baja realidad; por consiguiente, el estado no debe perder nunca de vista, en estos centros, su verdadera esencia interior, para reparar así lo que él mismo, aunque sea sin su culpa, impida o dañe. Y, aunque esto no sea más que otro aspecto del mismo método, los beneficios de él se acusarán en los resultados obtenidos, pues el estado, si enfoca el problema desde este punto de vista, intervendrá de un modo cada vez más modesto. Y, en la actuación práctica del estado, los criterios teóricamente falsos no quedan nunca impunes, aunque otra cosa se piense, ya que ningún acto del estado es puramente mecánico. Dicho lo anterior, se ve fácilmente que, en la organización interna de los establecimientos científicos superiores, lo fundamental es el principio de que la ciencia no debe ser considerada nunca como algo ya descubierto, sino como algo que jamás podrá descubrirse por entero y que, por tanto, debe ser, incesantemente, objeto de investigación. Tan pronto como se deja de investigar la verdadera ciencia o se cree que no es necesario arrancarla de la profundidad del espíritu, sino que se la puede reunir extensivamente, a fuerza de acumular y coleccionar, todo se habrá perdido para siempre y de modo irreparable para la ciencia —la cual, si estos procedimientos prosiguen durante mucho tiempo, se esfuma, dejando tras sí el lenguaje como una corteza vacía—, y para el estado. En efecto, sólo la ciencia que brota del interior y puede arraigar en él transforma también el carácter, y lo que al estado le interesa, lo mismo que a la humanidad, no es tanto el saber y el hablar como el carácter y la conducta. 24 Obsérvese la contradicción interna que existe entre el "deber educativo" del estado, que aquí se proclama, y la acritud de no intervención en los asuntos de la vida espiritual que preconizaba el autor hace un momento. (Ed.)
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Ahora bien; si se quiere evitar para siempre este extravío, lo único que se necesita es mantener vivos y en pie los siguientes tres postulados del espíritu: en primer lugar, derivarlo todo de un principio originario (con lo cual, todas las explicaciones de la naturaleza, por ejemplo, se elevarán del plano mecánico al plano dinámico, al orgánico y, finalmente, al plano psíquico en el más amplio sentido); en segundo lugar, acomodarlo todo a un ideal; finalmente, articular en una idea este ideal y aquel principio. Claro está que no cabe precisamente estimular esta tendencia, ni a nadie se le ocurrirá tampoco que es necesario comenzar a estimularla, tratándose de alemanes. El carácter nacional intelectual de los alemanes tiene ya de suyo esta tendencia, y lo único que se necesita es evitar que se la contrarreste ni por medio de la violencia ni por obra de un antagonismo que, indudablemente, también pudiera plantearse. Como de los centros científicos superiores debe desterrarse todo lo que sea unilateral, puede ocurrir, naturalmente, que en ellos actúen también muchos que no profesen aquella tendencia y algunos que la repugnen; solamente en unos cuantos se encontrará en toda su plenitud y en toda su pureza, y bastará con que se manifieste alguna vez que otra de un modo verdadero, para que ejerza un influjo amplio y perdurable. Lo que sí tiene que imperar siempre desde luego, en un cierto respeto hacia ella, en quienes la instituyen, y un cierto temor en quienes quisieran verla destruida. La filosofa y el arte son los campos en los que de un modo más acusado y específico se manifiesta dicha tendencia. Sin embargo, estas manifestaciones no sólo degeneran fácilmente, sino que tampoco puede esperarse mucho de ellas, si su espíritu no se trasmite debidamente a las otras ramas de conocimiento y a los otros tipos de investigación, o sólo se trasmite de un modo lógica o matemáticamente formal. Finalmente, si en los centros científicos superiores impera el principio de investigar la ciencia en cuanto tal, ya no será necesario velar por ninguna otra cosa aisladamente. En estas condiciones, no faltará ni la unidad ni la totalidad, lo uno buscará a lo otro por sí mismo y ambas cosas se completarán de por sí, en una relación de mutua interdependencia, que es en lo que reside el secreto de todo buen método cientffico.
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En cuanto a lo interior, quedarán cubiertas, de este modo, todas las exigencias. En lo tocante al aspecto externo de las relaciones con el estado y con sus actividades, éste sólo deberá velar por asegurar la riqueza (fuerza y variedad) de energías espirituales, lograda a través de la selección de los hombres que allí se agrupen y de la libertad de sus trabajos. Pero la libertad no se halla amenazada solamente por el estado, sino también por los propios centros científicos, los cuales, al ponerse en marcha, adoptan un cierto espíritu y propenden a ahogar de buen grado el surgir de otro. Y el estado debe cuidarse también de salir al paso de los daños que esto podría ocasionar. Pero, lo fundamental estriba en la elección de los hombres que se ponga a trabajar en estos centros... Después de esto, lo más importante es que se fijen pocas y sencillas, pero más profundas que de ordinario, leyes de organización, a las que ¿lo es posible referirse al tratar de las diversas partes concretas. Finalmente, es necesario decir algo acerca de los medios auxiliares, a propósito de lo cual debe observarse, en términos muy generales, que la acumulación de colecciones muertas no ha de considerarse como lo fundamental, sino que, lejos de ello, no debe olvidarse que pueden fácilmente contribuir a embotar y degradar el espíritu; he ahí explicado por qué las universidades y las academias más ricas no son siempre, ni mucho menos, aquéllas en que las ciencias se cultivan de un modo más profundo y más floreciente. Y lo que decimos de los establecimientos científicos superiores en cuanto a las actvidades del estado en su conjunto, puede aplicarse también, en h que se refiere a sus relaciones, como centros superiores, con la escuela, y como centros científicos, con la vida práctica. El estado no debe considerar a sus universidades ni como centros de segunda enseñanza ni como escuelas especiales, ni servirse de sus academias como diputaciones técnicas o científicas. En general (pues más adelante diremos qué excepciones concretas deben admitirse respecto a las universidades), no debe exigirles nada que se refiera directamente a él, sino abrigar el íntimo convencimiento de que en la medida en que cumplan con el fin último que a ellas corresponde cumplen también con los fines propios de él, y además, desde un punto de vista mucho más alto, desde un punto de vista que permite una concentración mucho
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mayor y la movilización de fuerzas y resortes que el estado no puede poner en movimiento. De otra parte, al estado le incumbe, primordialmente, el deber de organizar sus escuelas de modo que su labor redunde en provecho de las actividades de los centros científicos superiores. Esto responde, principalmente, a una comprensión certera de sus relaciones con estos centros y al fecundo convencimiento de que, como tales escuelas, ellas no están llamadas a anticipar ya la enseñanza de las universidades y de que éstas no constituyen tampoco un mero complemento de la escuela, de igual naturaleza que ella, un curso escolar superior, sino que el paso de la escuela a la universidad representa una fase en la vida juvenil, para la cual la escuela prepara al alumno, si trabaja bien, de modo que se pueda respetar su libertad y su independencia, lo mismo en lo psíquico que en lo moral y en lo intelectual, desligándolo de toda coacción, en la seguridad de que no se entregará al ocio ni a la vida práctica, sino que sentirá la nostalgia de elevarse a la ciencia, que hasta entonces sólo de lejos, por decirlo así, se le había mostrado. El camino que tiene que seguir la escuela para llegar a este resultado es sencillo y seguro. Le basta con preocuparse exclusivamente del desarrollo armónico de todas las capacidades de sus alumnos; con ejercitar sus fuerzas sobre el número más pequeño posible de objetos y, en la medida de lo posible también, abarcándolos en todos sus aspectos y haciendo que todos los conocimientos arraiguen en su espíritu de tal modo que la comprensión, el saber y la creación espiritual no cobren encanto por las circunstancias externas, sino por su precisión, su armonía y su belleza interiores. Para esto y para ir preparando la inteligencia con vistas a la ciencia pura, deben utilizarse preferentemente las matemáticas a partir de las primeras manifestaciones de capacidad mental del alumno. Así preparado, el espíritu capta la ciencia por sí mismo; en cambio, aun con igual aplicación y el mismo talento, pero con otra preparación, se hundirá inmediatamente o antes de terminar su formación en actividades de carácter práctico, inutilizándose también para estas mismas tareas, o se desperdigará, por falta de una aspiración científica superior, en conocimientos concretos y dispersos.
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Sobre el criterio de clasificación de los centros científicos superiores y las diversas clases de los mismos Solemos entender por centros científicos superiores las universidades y las academias de ciencias y de artes. Y no es difícil concebir estas instituciones, surgidas fortuitamente, como surgidas de la misma ideaj sin embargo, en estas concepciones, muy socorridas desde los tiempos de Kant, hay siempre algo que no es del todo correcto; además, la empresa es, a veces, inútil. En cambio, es muy importante el problema de saber si realmente vale la pena de crear o mantener, al lado de una universidad y además de ella, una academia y qué radío de acción se debe asignar a cada una de por si y a ambas conjuntamente, para que cada una de las dos funcione con su propia y específica modalidad. Cuando se dice que la universidad sólo debe dedicarse a la enseñanza y a la difusión de la ciencia, y la academia, en cambio, a la profundización de ella, se comete, manifiestamente, una injusticia contra la universidad. La profundización de la ciencia se debe tanto a los profesores universitarios como a los académicos, y en Alemania más todavía, y es precisamente la cátedra lo que ha permitido a estos hombres hacer los progresos que han hecho en sus especialidades respectivas. En efecto; la libre exposición oral ante un auditorio entre el que hay siempre un número considerable de cabezas que piensan también conjuntamente con la del profesor, espolea a quien se halla habituado a esta clase de estudio tanto seguramente como la labor solitaria de la vida del escritor o la organización inconexa de una corporación académica. El progreso de k ciencia es, manifiestamente, más rápido y más vivo en una universidad, donde se desarrolla constantemente y además a cargo de un gran número de cabezas vigorosas, lozanas y juveniles. La ciencia no puede nunca exponerse verdaderamente como tal ciencia sin empezar por asimilársela independientemente, y, en estas condiciones, no sería concebible que, de vez en cuando e incluso frecuentemente, no se hiciese algún descubrimiento. Por otra parte, la enseñanza universitaria no es ninguna ocupación tan fatigosa que deba considerarse como una interrupción de las condiciones propicias para el estudio, en vez de ver en ella un medio auxiliar al servicio de éste. Además, en todas las
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grandes universidades hay siempre profesores que, desligados de los deberes de la cátedra en todo o en parte, pueden dedicarse a estudiar e investigar en la soledad de su despacho o de su laboratorio. Indudablemente, podría dejarse la profundización de la ciencia a cargo de las universidades solamente, si éstas se hallasen debidamente organizadas, prescindiendo de las academias para estos fines.... Si examinamos la cosa a fondo, vemos que las academias han florecido principalmente en el extranjero, donde no se conocen todavía24 y apenas se aprecian los beneficios que rinden las universidades alemanas, y, dentro de la propia Alemania, en aquellos sitios, preferentemente, en que no existían universidades y donde éstas no estaban todavía animadas por un espíritu tan liberal y tan universal como el de nuestros días. En tiempos recientes, ninguna se ha destacado especialmente, y las academias han tenido una participación nula o muy escasa en el verdadero auge de las ciencias y las artes alemanas. Por tanto, para mantener ambas instituciones en acción, de un modo vivo, es necesario combinarlas entre sí de tal modo, que, aunque sus actividades permanezcan separadas y desenvuelvan cada cual en su órbita propia, sus miembros, los universitarios y los académicos, no pertenezcan nunca exclusivamente a una de las dos clases de centros. Así combinadas, la existencia independiente de ambas puede dar nuevos y excelentes frutos. Pero, en estas condiciones, los ules frutos no responderán tanto, ni mucho menos, a las actividades peculiares de ambas instituciones como a la peculiaridad de su forma y de su relación con el estado. En efecto, la universidad se halla siempre en una relación más estrecha con la vida práctica y las necesidades del estado, puesto que tiene a su cargo siempre tareas de orden práctico al servicio de éste y le incumbe la dirección de la juventud, mientras que la academia se ocupa exclusivamente de la ciencia de por sí. Los profesores universitarios mantienen entre sí una relación puramente general acerca de puntos referentes a la organización externa e interna de la disciplina; pero, en lo tocante a sus disciplinas específicas, sólo mantienen comunicación entre sí en la medida en que se sienten inclinados a hacerlo; fuera de estos casos, cada cual sigue su camino propio. En cambio, las academias son socie24 En la organización de la vida científica de París, en la que prevalecían el Instituto y la Academia, Humboldt había observado la norma contraria. (Ed.)
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dades destinadas verdaderamente a someter la labor de cada cual al juicio de todos. Por estas razones, la idea de una academia debe mantenerse como la del hogar supremo de la ciencia y la de la corporación más independiente del estado, exponiéndose incluso al peligro de que esta corporación, con sus actividades demasiado escasas o demasiado unilaterales, demuestre que lo bueno y lo conveniente no siempre se impone con la máxima facilidad cuando las condiciones externas son las más favorables. Creemos que hay que correr ese riesgo, ya que la idea de por sí es bella y saludable, y siempre podrá llegar el momento en que pueda realizarse también de un modo digno. Entre la universidad y la academia se establecerá, así, una emulación y un antagonismo y, además, un intercambio mutuo de influencias de tal naturaleza, que cuando haya razones para temer que una u otra incurra en excesos o acuse una deficiencia de actividad, se restablecerá entre ambas, mutuamente, el equilibrio. Este antagonismo a que nos referimos recaerá, en primer lugar, sobre la elección de los miembros de ambas corporaciones. Todo el que sea académico tendrá, en efecto, derecho a profesar cursos universitarios sin necesidad de nombramiento especial, pero sin que por ello quede incorporado a la universidad como profesor. En su consecuencia, habrá diversos sabios que sean al mismo tiempo profesores universitarios y académicos, pero en ambas instituciones existirán, además, otros que pertenezcan exclusivamente a una de las dos. El nombramiento de los profesores de universidad debe ser de la competencia exclusiva del estado. No sería, indudablemente, acertado conceder a las facultades universitarias, en este respecto, una influencia mayor de- la que ejercería por sí mismo un consejo de curadores inteligente y mesurado. En el seno de la universidad, los antagonismos y las fricciones son saludables y necesarios, y las colisiones producidas entre los profesores por sus propias disciplinas pueden también contribuir involuntariamente a hacer avanzar sus puntos de vista. Además, las universidades, por su propia estructura, se hallan enlazadas demasiado estrechamente con los intereses directos del estado. En cambio, la elección de los miembros de una academia debe dejarse a cargo de ésta misma, supeditándose solamente a la ratificación regia, que sólo en casos muy raros será denegada. Es el régimen que
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mejor cuadra a las academias, como sociedades en las que el principio de la unidad es mucho más importante y cuyos fines puramente científicos no interesan tanto al estado como a tal estado. Ahora bien; de aquí surge el correctivo a que aludíamos más arriba, en cuanto a las elecciones a los centros superiores de ciencia. Como el estado y las academias toman una parte aproximadamente igual en ellos, no tardará en revelarse el espíritu con que ambas clases de establecimientos actúan, y la propia opinión pública se encargará de juzgarlos imparcialmente, a unos y otros, sobre el terreno, si se desvían de su camino. Sin embargo, como no será fácil que ambos yerren al mismo tiempo, por lo menos del mismo modo, no todas las elecciones correrán, al menos, el mismo peligro, y la institución, en conjunto, se hallará a salvo del vicio de la unilateralidad. Lejos de ello, la variedad de fuerzas que actúan en estos centros habrá de ser grande, ya que a las dos categorías de científicos: los nombrados por el estado y los elegidas por las academias, vendrán a sumarse los docentes libres, destacados y sostenidos exclusivamente, por lo menos al principio, por la adhesión de sus alumnos. Aparte de esto, las academias, además de sus labores específicamente académicas, pueden desarrollar una actividad peculiar a ellas por medio de observaciones y ensayos organizados en un orden sistemático. Algunos de ellos deberán dejarse a su libre iniciativa; otros, en cambio, se les deberán encomendar, y en estos trabajos que se les encomienden deberá influir, a su vez, la universidad, con lo cual se establecerá un nuevo intercambio entre las universidades y las academias... ...Academias, universidades e instituciones auxiliares28 son, por tanto, tres partes integrantes e igualmente independientes de la institución en su conjunto. Todas ellas se hallan, las dos últimas más y la primera menos, bajo la dirección y la alta tutela del estado. Academias y universidades gozan de igual autonomía, si bien se hallan vinculadas en el sentido de que tienen miembros comunes: la universidad deberá autorizar a todos los académicos para explicar cur25 Humboldt alude aquí a los Institutos de Ciencias Naturales existentes ya en Berlín por aqud entonces, entre los que figuraba, por ejemplo, d 'Teatro Anatámico". (Ed.)
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sos en ella y las academias, a su vez, deberán organizar aquellas series de observaciones y ensayos que la universidad les proponga. Los institutos auxiliares serán utilizados y vigilados por ambas, pero las funciones de vigilancia deberán ser ejercidas indirectamente a través del estado.2*
*• El escrito se interrumpe aquí. (Ed.)
III PROBLEMAS CONSTITUCIONALES MEMORIA SOBRE LA CONSTITUCIÓN (1813)
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Francfort, diciembre 1813. no he dispuesto, mi querido amigo,21 del tiempo necesario para cumplir mi promesa de comunicarle mis ideas acerca de la futura constitución alemana. Quise esperar, además, a encontrarme entre los muios de esta ciudad. Aquí, donde las huellas de las antiguas instituciones infunden todavía bastante respeto para precavernos tanto contra la indiferencia ante su ruina como contra la ilusión de considerar fácil su restablecimiento, podemos comentar con más sosiego y más seriedad el más importante de los asuntos de que puede ocuparse un alemán. La primera objeción con que mis proposiciones tropezarán será, probablemente, la de que arrancan de premisas variables. Pero esta objeción debe dirigirse, más que a mí, a la cosa misma. Un compromiso verdaderamente sólido sólo puede imponerse por medio de la coacción física o de la violencia moral. La política, por su propia naturaleza, no puede contar gran cosa con la segunda si no deja que se trasluzca detrás de ella la primera, y la medida en que esto sea necesario y eficaz dependerá siempre, al mismo tiempo, en una parte muy considerable, de la manera fortuita como se presenten las circunstancias. La política no debe pensar, pues, en medios que puedan brindar un garantía absoluta, sino en recursos que se adapten lo mejor posible a las circunstancias más probables y las dominen del modo más natural. Dando siempre por descontada la posibilidad de un resultado inseguro y no olvidando que HASTA LLEGAR AQUÍ,
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Este escrito iba dirigido al barón von Stdn. 1T7
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el espíritu con que se crea una institución debe alentar siempre en ésta, para que pueda mantenerse. Sería, con mucho, preferible que no fuese necesario crear nuevas instituciones, sino dejar las cosas estar y desarrollarse por sí mismas, después de proceder a la disolución de lo insostenible. El mundo marcha siempre mejor cuando los hombres sólo necesitan actuar negativamente. Pero aquí, esto es imposible; aquí, es necesario hacer algo positivo, construir algo, después de habernos visto obligados a derribar lo existente. Una vez disuelta la Confederación del Rin, es necesario decidir qué rumbó ha de seguir Alemania. Y, aunque se rechazase toda clase de asociación, aunque todos los estados hubiesen de llevar su existencia propia, sería necesario también organizar y garantizar este estado de cosas. Ahora bien; cuando hablamos del porvenir de Alemania debemos guardarnos mucho de aferramos a la preocupación mezquina de asegurar a Alemania contra Francia. Si bien es cierto que la independencia de nuestro país sólo se halla amenazada por ese lado, hay que evitar que un criterio tan unilateral como éste sirva de pauta, cuando se trata de fundar un régimen permanente y saludable para una gran nación. Alemania debe ser libre y fuerte, no sólo para que pueda defenderse contra unos a otros vecinos, contra cualquier enemigo, sino porque solamente una nación así, fuerte en lo exterior, puede albergar el espíritu de que emanan todos los beneficios de su vida interior; debe ser libre y fuerte para tener, aunque nunca lo ponga a prueba, el sentimiento de su propia estimación, necesario en un país que desea desarrollarse como nación libremente y sin trabas y afirmar permanentemente el lugar beneficioso que le corresponde entre las naciones europeas. Enfocado en este aspecto, el problema de si los diversos estados alemanes deben seguir existiendo por separado o agruparse en una comunidad de estados, no puede ser dudoso. Los pequeños estados de Alemania necesitan de apoyo, los estados más importantes de respaldo y, por su parte, Prusia y Austria saldrán también favorecidos formando parte de un conjunto mayor y, en términos generales, más importante todavía. Esta agrupación de estados, formada por razones de generosa protección y modesta subordinación, infundirá una mayor equidad y un carácter más general a sus ideas, basadas en sus propios intereses. Además, el sentimiento de que Alemania forma un todo alienta en todos los pechos
179 alemanes y no descansa solamente sobre la comunidad de costumbres, lengua y literatura (de la que no participan en el mismo grado Suiza y Prusia), sino en el recuerdo de los derechos y las libertades disfrutadas en común, de la gloria conquistada y de los peligros afrontados conjuntamente, en la memoria de una agrupación más sólida en que vivieron los antepasados y que hoy sólo perdura en la nostalgia de los descendientes. Si los diversos estados alemanes (aun suponiendo que los más pequeños de todos se incorporasen a los más grandes) quedasen confiados a sus propias fuerzas y hubiesen de llevar una existencia aislada, la masa de estos estados, que no pueden en modo alguno o que sólo pueden muy difícilmente vivir por su cuenta, aumentaría de un modo peligroso para el equilibrio europeo, peligrarían también los estados alemanes más importantes incluyendo Austria y Prusia, y poco a poco toda la nacionalidad alemana sucumbiría. En el modo como la naturaleza une a los individuos en naciones y separa en naciones al género humano va implícito un medio extraordinariamente profundo y misterioso de mantener, en el verdadero camino del desarrollo relativo y gradual de las fuerzas, al individuo, que de por sí no es nada, y al género, que sólo vale por lo que vale el individuo; y si bien la política no tiene por qué pararse en estas ideas, no debe tampoco aventurarse a contravenir la naturaleza de las cosas. Y con arreglo a éstas, dentro de límites más amplios o más circunscritos, a tono con las circunstancias de la época, Alemania será siempre, en el sentimiento de sus moradores y a los ojos de los extranjeros, una nación, un pueblo y un estado. El problema se reduce, pues, a saber cómo es posible convertir nuevamente a Alemania en un todo. Si fuese posible restaurar la antigua organización política del país, nada sería más deseable. Y esta organización volvería a incorporarse, indudablemente, con la fuerza de un muelle dejado en libertad si realmente se tratase de un régimen vigoroso oprimido por la violencia del extranjero. Pero desgraciadamente fué la agonía lenta del propio organismo la que determinó, en lo fundamental, su destrucción por la fuerza exterior; y ahora, al desaparecer la violencia extranjera, nadie aspira, como no sea por medio de deseos impotentes, a la restauración del régimen destruido. De la antigua sólida agrupación y estricta supeditación de los diversos miembros a la cabeza sólo quedó en pie, a fuerza de LA COSSTTrUClÓN ALEMANA
FROILEMAS CONSTITUCIONALES i8o irse desprendiendo una parte tras otra, un todo poco coherente, en el que, aproximadamente desde la Reforma, cada paite pugnaba por separarse. ¿Cómo hacer brotar de aquí la tendencia contraria, que tan apremiantemente se necesita hoy? Si nos fijamos, uno por uno, en los diversos puntos, vemos cómo crecen todas las dificultades. La implantación de la dignidad imperial, la limitación de los príncipes electores a un número reducido, las condiciones de la elección: todo tropezaría con infinitos obstáculos en la cabeza y en los miembros. Y, aun suponiendo que todos ellos pudieran vencerse, se crearía algo nuevo, en vez de restablecer lo antiguo. No habrá nadie, seguramente, que dude de la ineficacia de la antigua federación del Reich como medio para garantizar nuestra independencia en la época actual. Aunque se conservasen los viejos nombres, sería necesario, por tanto, crear nuevos organismos. Sólo existen dos vínculos con los que puede formarse un todo político: una verdadera constitución unitaria o una simple federación. La diferencia entre ambos sistemas (no precisamente de por sí, sino en función de la finalidad fundamental aquí perseguida) consiste en que el primero incorpora a la agrupación, con carácter exclusivo, ciertos derechos de imperio que en el segundo competen a todos los agrupados contra los transgresores. El primer sistema es, indiscutiblemente, preferible al segundo; es más solemne, más imperativo, más permanente; pero las constituciones figuran entre las cosas que existen en la vida, cuya existencia se ve, pero cuyo origen nunca puede explicarse totalmente y que, por tanto, es mucho más difícil todavía copiar. Toda constitución, aun considerada como simple trama teórica, tiene necesariamente que arrancar de un germen material de vida contenido en el tiempo, en las circunstancias, en el carácter nacional, germen que no necesita más que desarrollarse. Pretender establecer un régimen de éstos exclusivamente sobre los principios de la razón y de la experiencia sería altamente dudoso. Todas las constituciones existentes en la realidad han tenido, indiscutiblemente, un origen informe, que rehuye todo análisis riguroso; y con la misma seguridad puede afirmarse que una constitución consecuente desde el principio mismo nacería condenada a carecer de solidez y estabilidad.
Por eso, a mi juicio, no es posible dar otra contestación a la pregunta de si Alemania debe obtener una verdadera constitución. Si, al llegar la
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hora en que haya de resolverse el problema de si la cabeza y los miembros quieren ser, verdaderamente, cabeza y miembros, contestan afirmativamente, no quedará sino seguir este camino, dirigir y delimitar. Pero si no ocurre así, si es el frío raciocinio el que tiene que decidir que exista un vínculo de unidad, deberá optarse modestamente por la solución más asequible y crear simplemente una agrupación de estados, una federación. Todas las constituciones cuya estabilidad se ha impuesto se acoplaron en su tiempo, como es fácil demostrar históricamente, a una determinada forma existente con anterioridad. Pero actualmente no existe ninguna forma que pueda tomarse como base para establecer una constitución política de Alemania. Lejos de ello, todas las llamadas constituciones han caído, y justamente, en disfavor, por el carácter lamentable y precario con que desde la Revolución francesa han venido repitiéndose hasta la saciedad. En cambio, el desarrollo acabado de todas las formas políticas correspondientes a las agrupaciones de estados es característico de los tiempos modernos, razón por la cual una federación de estados que haya de fundarse hoy deberá entroncarse preferentemente con estas formas. Ahora bien; si se me preguntase cuáles deberán ser, en realidad, los principios adecuados para servir de vínculo y de base de sustentación a una federación alemana, formada por simples alianzas defensivas, sólo podrá apuntar los siguientes, muy fuertes sin duda alguna, pero de carácter más bien moral: el consentimiento de Austria y Prusia; el interés de los demás estados alemanes más importantes; la imposibilidad de que los estados menores se opongan a ellos y a Prusia y Austria; el espíritu de la nación, resucitado y consolidado por la libertad y la independencia; finalmente, la garantía de Rusia y de Inglaterra. El consentimiento firme, inquebrantable c ininterrumpido y la amistad de Austria y Prusia constituyen la piedra angular de todo el edificio. Este consentimiento no puede asegurarlo la federación, la cual, por otra parte, no podría crearse ni mantenerse sin él. Es el punto fijo al margen de la federación en el que hay que apoyarse para fundar ésta. Y, como es un punto absolutamente político, ello quiere decir que la federación descansa sobre un principio puramente política. Pero, precisamente por no dar a k relación con Austria y Prusia ningún otro carácter
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obligatorio que el que encierra esa alianza y por ser ésta la base del bienestar de toda Alemania, incluyendo el de aquellos dos pueblos mismos, su participación se ve reforzada por el sentimiento de la libertad y la necesidad; y a esta razón se une, además, el interés privativo de cada una de estas dos potencias, entre las cuales no se consentirá ni un régimen de subordinación ni un régimen de división de poderes. Los estados más importantes, después de Austria y Prusia, deberán ser lo bastante grandes para que puedan sustraerse a todo recelo y a todo temor ante sus vecinos inmediatos, sentir su importancia en cuanto a la defensa de la independencia del todo y, libres de toda preocupación propia, estar en condiciones de no pensar más que en alejar las preocupaciones comunes. Sólo Baviera y Hannóver pueden encontrarse en este caso. Los estados medianos, como Hesse, Wurtemberg, Darmstadt y otros, deben, por el contrario, mantenerse dentro de sus antiguos límites. Su pequeño volumen no permite considerarlos a salvo de toda idea mezquina y unilateral, razón por la cual cualquier potencia extranjera tiene que sentirse grandemente interesada en incorporar a su seno a uno cualquiera de ellos. Como en un momento como el actual todo debe someterse a un nuevo examen, sin preocuparse de lo existente, no es raro escuchar la doble afirmación de que en Alemania deben dejar de existir en absoluto los estados pequeños o, por lo menos, los que se encuentran cerca del Rin y de la frontera de Francia. Como todas las potencias aliadas, en un momento de restauración de un orden de justicia, se sienten reacias a atacar los títulos posesorios de antiguas dinastías, adornadas, por lo menos en Alemania, de múltiples méritos, es necesario que examinemos este punto, para iluminar el tema en todos sus aspectos. La defensa contra potencias extranjeras saldría ganando con la división de Alemania en cuatro o cinco grandes estados, siempre y cuando, naturalmente, que reinase la unidad entre los pocos que quedasen dentro de cada uno de ellos. Sin embargo, Alemania ocupa hoy, más que ningún otro país, una doble posición en Europa. Aunque no tan importante como potencia política, ejerce la influencia más beneficiosa por su lengua, su literatura, sus costumbres y su pensamiento y, lejos de sacrificar esta segunda ventaja, hay que procurar, venciendo algunas dificultades, asociarla con la primera. Pues bien; ésta se debe, muy preferente-, mente, a la variedad de la cultura que nace de la gran desmembración
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y, si ésta cesase por completo, resultaría muy quebrantada. El alemán sólo tiene conciencia de serlo cuando se siente habitante de un país concreto de la patria común, y sus fuerzas y aspiraciones se paralizan cuando, sacrificando su independencia provincial, se ve incorporado a un todo extraño, al que no se siente unido por nada. Esto influye también sobre el patriotismo; e incluso la seguridad de los estados, cuya mejor garantía reside en el espíritu de los ciudadanos, saldría ganando más que con nada si a cada estado se le dejase seguir con sus propios subditos. Las naciones tienen, como los individuos, sus tendencias, que ninguna política es capaz de modificar. La tendencia de Alemania es la de ser una federación de estados; por eso es por lo que no se ha refundido en una masa, como Francia o España, ni se ha formado, como Italia, con estados sueltos c independientes. Y la cosa degeneraría inevitablemente en este sentido, si sólo se dejasen subsistir cuatro o cinco grandes estados. Una federación de estados exige un número mayor de éstos, sin que sea posible escoger más que entre la unidad, ahora imposible (y, a mi juicio, no deseable, ni mucho menos), y esta pluralidad. Podría considerarse peregrino, indudablemente, el hecho de respetar precisamente a los príncipes de la Confederación del Rin y el que la instauración de la justicia viniese a refrendar la obra de la injusticia y la arbitrariedad. Sin embargo, siempre podrían introducirse determinadas modificaciones, y además, en materia política, lo ya existente y consagrado por años y años de vida puede alegar siempre pretensiones innegables, lo que constituye una de las razones más importantes para oponerse enérgicamente desde el primer momento a toda injusticia. El problema de si la frontera con Francia debe estar formada exclusivamente por grandes estados, hay que considerarlo como un problema de carácter más bien militar. Sin embargo, la seguridad de Alemania descansa en la fuerza de Austria y Prusia, incrementada por la de los demás estados, y éstos podrán defenderla más fácilmente si hallándose más alejados y asegurados por fuertes fronteras propias tienen entre ellos y el enemigo un territorio sometido a su inspección y a su influencia. Ningún estado, por importante que sea, puede impedir que el enemigo invada su territorio, una vez que estalla la guerra, y su contacto inmediato atrae más fácilmente a aquél. Por eso todos los estados grandes gustan de dejar entre ellos a otros menos importantes, y siempre podrán existir pequeños estados del lado de acá y (cuando el Rin, como es de
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justicia, vuelva a ser un río alemán) del lado de allá del Rin; siempre que Suiza y Alemania sean independientes, no se tolerarán fortificaciones ofensivas en la misma ribera del Rin y se establecerán dos o tres bases para apoyo de las operaciones de guerra que en todo caso puedan efectuarse. Estas consideraciones previas serán suficientes para servir de fundamento a las siguientes propuestas, encaminadas a crear la federación de estados alemanes, 1
Todos los príncipes alemanes se agrupan, mediante una federación defensiva, para formar un todo político. Esta federación constituye una agrupación plenamente libre e igual por parte de príncipes soberanos, sin que entre quienes la integran existan más diferencias de derechos sino los que ellos mismos establezcan voluntariamente en esta alianza. 2
Esta federación tiene como finalidad mantener la paz y la independencia de Alemania y asegurar en los diversos estados alemanes un régimen de derecho basado en la ley. 3
Las grandes potencias europeas, principalmente Rusia e Inglaterra, se comprometen a garantizar esta federación. Como estas dos potencias y Austria y Prusia también en cuanto potencias no alemanas, se hallan vinculadas por tratados propios de alianza, sería necesario establecer, además, una norma aclaratoria para saber hasta qué punto esta garantía autorizaría para solicitar ayuda contra ataques dirigidos no directamente contra aquellas potencias mismas, sino contra Alemania. 4
Sin embargo, esta garantía sólo se refiere a la protección de Alemania
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contra ataques extranjeros; las potencias garantes renuncian a toda ingerencia en los asuntos interiores de Alemania. Sin esta condición, se favorecería demasiado la tendencia de una de las potencias garantes contra cualquiera de los estados mayores de Alemania. Las potencias garantes deberán inspirarse, para ello, en una confianza incondicional en la moderación de Austria y Prusia. La pretensión de garantizarlo todo y de pesar el pro y el contra de todo, no conduce más que a quejas y a discordias. 5 Austria, Prusia, Baviera y Hannóver asumen conjuntamente y con iguales facultades la garantía de los derechos mutuos de los distintos estados alemanes, lo mismo de los que emanen de la misma alianza que de los que sean ajenos a ella. Cuando se trate de los derechos de una o varias de estas potencias garantes, quedarán en suspenso los derechos emanados de dicha garantía respecto a la potencia o potencias interesadas, pasando a ocupar su puesto otros estados alemanes. Con este fin, la alianza señalará eventualmente otros cuatro estados, por el orden que se determine. Esta garantía especial de los derechos internos es necesaria para poder establecer una fórmula de arbitraje en la decisión de los litigios que surjan entre los príncipes alemanes. La propuesta de elegir para ello a Baviera y Hannóver se inspira en la idea más arriba apuntada de interesar más vivamente a estos estados por el fomento del interés común, haciéndoles participar más activamente en él. 6 Esta federación de estados se establece con carácter perpetuo y cada una de las partes contratantes renuncia al derecho a separarse nunca de ella. Esta cláusula diferenciaría a esta federación de las alianzas ordinarias, cuya duración queda subordinada al arbitrio de cada parte. El hecho de separarse de ella, por muy solemnemente que se anunciase de antemano, sería considerado siempre como un rom-
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pimiento y daría derecho a considerar como enemigo al estado que se separase. Esta norma es absolutamente necesaria y no tiene nada de injusta. Pues el hecho de que un estado alemán, se separe de una federación destinada a asegurar la independencia de Alemania constituiría de por sí un hecho irracional, apenas concebible y en modo alguno tolerable. CONDICIONES DE LA FEDERACIÓN
Estas condiciones se refieren al régimen exterior e interior del estado y a la legislación. RÉGIMEN EXTERIOR DEL ESTADO
7 Todos y cada uno de los príncipes alemanes se comprometen a cooperar en la medida de las fuerzas de sus estados a la defensa de la patria común. 8 Todos deberán, por tanto, poner en acción las fuerzas armadas que la Federación misma determine tan pronto como la patria se halle en guerra. Competerá a Austria y Prusia declarar cuándo se produce este caso; la declaración deberá partir de ambas cortes conjuntamente. Pero esa declaración no será necesaria cuando tropas extranjeras penetren con intenciones hostiles en territorio alemán. El derecho a declarar la guerra sólo puede reconocerse a Austria y Prusia, por ser los únicos estados alemanes que pueden dar la pauta en el concierto de los estados europeos. A la misma razón responde el derecho a concertar la paz que se les confiere más abajo (14). No sería conveniente establecer en la alianza una norma para el caso en que existiese desacuerdo entre ambas potencias acerca de punto tan importante. Su acuerdo, como ya dijimos más arriba, no puede ser impuesto coactivamente por la Federación, ni ésta puede tampoco prescindir de él.
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Todos y cada uno de los estados alemanes se comprometen por este pacto de alianza, en caso de guerra común, a aportar un determinado contingente de tropas y a realizar determinadas prestaciones para los fines de la guerra. Huelga decir que Prusia y Austria participarán en dicha guerra no en la medida del territorio que poseen dentro de Alemania, sino con arreglo a todas sus fuerzas y en cuanto potencias europeas, pues la garantía fundamental para la estabilidad de la Federación alemana estriba, precisamente, en el hecho de que Austria y Prusia consideren la independencia y la sustantividad de Alemania como inseparables de su propia existencia política. Por eso no puede permitirse que ninguna de estas dos potencias se limite a participar tibiamente en una guerra defensiva de Alemania. 11
Se establecerá a partir de qué número de tropas el estado que las aporte como contingente tiene derecho a formar con ellas un cuerpo de ejército especial. Las tropas de los demás estados se encuadrarán en los cuerpos de ejército generales. El mando de estos cuerpos en la guerra y en la paz corresponderá a Austria y Prusia, según el acuerdo que entre ellas se establezca, y será encomendado, a ser posible, a príncipes alemanes. 12
Será de la competencia de cada estado cuyas tropas formen un cuerpo de ejército especial mantener en las condiciones que señale la constitución las fuerzas armadas que reclute. Por su parte, aquellos cuyas tropas se incorporen a los cuerpos de ejército generales de Alemania se comprometen a respetar la inspección especial de sus establecimientos militares, aun en tiempos de paz, sin lo cual no habría unidad posible. Dicha inspección será ejercida por los jefes de este ejército, bajo la autoridad de la potencia que los haya nombrado. Esta inspección, indispensable tratándose de estados pequeños, sería imposible respecto a los grandes. La influencia que debe
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ejercerse también sobre ellos, para estos efectos, sólo puede ser una influencia política general, 13
La organización militar común de Alemania, el reclutamiento y organización de las fuerzas armadas, la construcción, cuando ello sea necesario, de fortificaciones comunes, la distribución de los mandos en tiempo de guerra, etc., exigirá una serie de normas concretas, ya sea en el mismo pacto federativo, ya en reglamentaciones especiales, normas que podemos pasar por alto aquí, en que sólo se trata de señalar las líneas generales de una federación. El derecho de concertar la paz, en caso de guerra común, corresponderá tan sólo a Austria y Prusia conjuntamente. Pero ambas potencias se comprometen a no concertar jamás una paz ni otro tratado cualquiera en que se menoscaben las posesiones o los derechos de uno de los estados que formen parte de la Federación. Sería un esfuerzo absolutamente vano pretender que todos los estados alemanes o algunos de ellos participasen en este derecho. Asuntos de tal importancia se deciden siempre por la influencia política de unos estados sobre otros, y potencias como Austria y Prusia no pueden atarse ni se atarán nunca las manos con formas ni constituciones, en materias de las que depende su propia existencia, y no sólo la de Alemania. Estas formas no serían más que una apariencia, fácil de rehuir y violar. Es preferible reconocer tácitamente y sin rodeos que lo más conveniente para los estados alemanes es someterse a los intereses comunes y bien entendidos de Austria y Prusia, y la mejor política vincular a ellos cada vez más estrechamente, con su conducta y su influencia, a las dos potencias indicadas. 15 Todos los estados que formen parte de la Federación se comprometen a no concertar tratados ni contraer obligaciones que contravengan a cualquiera de los puntos contenidos en este pacto federativo.
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Los estados que sólo posean territorios alemanes renuncian al derecho a participar en guerras extranjeras y a cuantas sean ajenas a la Federación alemana, a concertar alianzas conducentes a aquel fin, a permitir la entrada de tropas extranjeras en sus territorios» y a autorizar a las propias para que se pongan a sueldo de otra potencia. De esta restricción no pueden eximirse tampoco los estados alemanes de cierta importancia, como Baviera. Las fuerzas armadas de Alemania no deben dividirse ni debilitarse al servicio de un interés extranjero; ademas, hay que alejar todo pretexto que pudiera arrastrar a Alemania a una guerra ajena a sus intereses inmediatos, 17
Todos los estados alemanes se comprometen a dirimir los litigios que puedan surgir entre ellos por medio del arbitraje pacífico, sometiéndose incondicionalmente sí no llegaren a una transacción, al fallo arbitral de las cuatro potencias alemanas llamadas a garantizar la paz interior de Alemania y señaladas más arriba (5). El procedimiento que haya de seguirse para tramitar los asuntos, antes de llegar a este fallo arbitral, deberá establecerse detalladamente en el pacto federativo. En él, deberá cerrarse el paso hasta a la más remota posibilidad de toda discordia interior. Para dirimir los litigios entre los diversos estados cabría acudir, evidentemente, a más de un procedimiento; sin embargo, lo más aconsejable sería crear un tribunal especial bajo la tutela de cada estado, pero en el que los demás tuviesen también sus representantes y cuyos fallos fuesen ejecutados solamente por las dichas cuatro potencias más importantes. RÉGIMEN INTSMOS SSL ESTADO
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Aunque cada estado deberá poseer todos los derechos de soberanía dentro de su territorio, se señala la conveniencia de que en todos ellos se establezcan y funcionen los correspondientes estamentos.
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Los estamentos, bien organizados, no sólo son un dique necesario contra las ingerencias del gobierno en los derechos privados, sino que además estimulan el sentimiento de la propia iniciativa en la nación y enlazan a ésta más estrechamente con el gobierno. Constituyen, además, una institución alemana tradicional, que sólo en los últimos tiempos ha decaído o se ha convertido en un formalismo vacuo. 19
Para determinar los derechos de los estamentos/ deberá partirse de ciertos principios, de aplicación general a toda Alemania, pero dejando margen a las diferencias impuestas por la constitución anterior de cada país. Estas diferencias no sólo no son en modo alguno perjudiciales, sino que son, además, necesarias para que en cada país la constitución pueda adaptarse a las modalidades específicas del carácter nacional. Ese método peculiar de los tiempos novísimos, consistente en imponer a países enteros reglamentos generajes, teóricamente establecidos, matando con ello toda variedad y peculiaridad, es uno de los errores más peligrosos a que puede conducir una desacertada comprensión de las relaciones entre la teoría y la práctica. Los principios que sean susceptibles de establecerse con carácter verdaderamente general deberán desarrollarse, en cambio, con toda precisión, en el mismo pacto federativo. 20
Las relaciones de los estamentos mediatizados del Reich deberán ser objeto, además, de una especial reglamentación. Estas relaciones deberán reglamentarse atendiendo más bien a los principios del derecho político que a las razones históricas a que respondieron los derechos que se les dejaron al efectuar la mediatización, la cual no fué sino un acto de fuerza. Para ello, será necesario resolver un doble problema, a saber; si no será más conveniente equiparar en un todo los estamentos mediatizados del Reich a los demás estamentos de los países o si, por el contrario,
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sus condiciones deberán determinarse de un modo todavía más favorable, procediendo a mediatizar también y a someter a los más importantes los príncipes más pequeños, entre los que actualmente disfrutan de soberanía. Lo primero sería duro para una clase tratada ya con bastante injusticia y rendiría poca o ninguna utilidad. Lo segundo encontraría el aplauso de todos los que desean que Alemania esté formada exclusivamente por unos cuantos grandes estados. Yo sería contrario a esta solución, por las razones señaladas ya al comienzo de este apartado. Si sólo estuviese integrada por cuatro o cinco estados, Alemania no sería, en realidad, una agrupación de estados y lo más esencial, que es su unidad, se vería quebrantado. En estas condiciones, no podría existir ninguna garanda para los derechos interiores, no habría posibilidad de un tribunal de justicia común y todos los estados mediatizados perderían muy pronto sus derechos por las ingerencias de los gobiernos más importantes. Por otra parte, nuestras actuales propuestas limitan ya de tal modo los derechos de soberanía de los pequeños estados existentes en la actualidad, que este régimen no supondría ningún peligro para la seguridad común. La abolición general de la mediatización para todos los que han salido perjudicados con ella, tropezaría con obstáculos insuperables. 21
Las ingerencias de los gobiernos en los derechos de los estamentos podrán ser denunciadas por la parte perjudicada a las cuatro potencias que asumen la garantía dentro de Alemania, para ser sometidas a los tribunales nombrados bajo su tutela. Por el mismo procedimiento, y a instancia de los estamentos interesados, podrá incoarse un secuestro temporal de los territorios correspondientes a los gobiernos dilapidadores. 23 Se establecerá un determinado volumen normal de los estados alemanes con arreglo a su censo de población, del que dependerá el que los
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procesos civiles de sus subditos puedan decidirse en todas las instancias dentro de ellos mismos o deban ventilarse en última instancia fuera de ellos. 24
Los estados que no sean suficientemente grandes para poder abarcar tres instancias en la jurisdicción civil» deberán someter sus sentencias en lo penal a una revisión fuera de ellos, cuando la pena impuesta exceda de cierto límite. Puesto que los estados pequeños no estarán en condiciones de sostener tres tribunales de justicia distintos e integrados por un número suficiente de jueces, esta norma es absolutamente necesaria para evitar arbitrariedades. 25 Estos estados no podrán tampoco dictar ningún decreto u ordenanza que modifique el derecho civil y penal vigente en ellos con anterioridad, sin someter las modificaciones a la aprobación de aquellos a cuyos supremos tribunales tengan que someterse sus sentencias en apelación. La administración de justicia y la legislación se hallan tan estrechamente relacionadas entre sí, que esta norma viene necesariamente impuesta por la anterior. 26"
Cuando un estado que tenga jurisdicción sobre otros por vía de apelación advierta que los tribunales de justicia de éstos cometen irregularidades manifiestas, podrá exigir la revisión de las mismas por las cuatro potencias encargadas de garantizar la paz interior de Alemania. 27
Para ofrecer a los estados pequeños una instancia suprema cómoda y poco costosa, todos ellos serán distribuidos con arreglo a su situación geográfica entre aquellas cuatro grandes potencias, cada una de las cuales ejercerá los derechos de apelación sobre los estados sometidos a su tutela.
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Mucho mejor que esta institución sería d establecimiento de un tribunal especial de justicia para todos los estados de los que deba apelarse a otros, como el que existió ya en otro tiempo. Y, en relación con él, crear un consejo legislativo especial para toda Alemania, cuyos fallos serán obligatorios para los pequeños estados y al que podrían acudir también en consulta los estados más importantes; por este camino iría surgiendo tal vez, poco a poco, una legislación general alemana. Sin embargo, resultaría muy difícil, no existiendo un órgano supremo del Rekh, asegurar a esc supremo tribunal de justicia la consistencia, la independencia y la unidad necesarias. El problema de saber si este tribunal de justicia podría hallarse vinculado con aquel otro de que se habló más arriba {17) y cuya competencia se reducía, en rigor, a cuestiones