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Manaos. Por el río Negro. Domingo, 8 de julio. A las 6 de la mañana escuchamos la santa misa en la Iglesia dos Remedios. Allí encontramos a un misionero que había venido con nosotros desde Itacoatiara y durante el trayecto nos contó muchas cosas interesantes sobre su ejercicio misional entre los Mundurucú. Por negocios urgentes de su parte fracasó su proyecto de llevarnos a conocer a esos aborígenes, pero nos condujo hasta la casa del vicario general y su hermana y la del médico más notable de la ciudad. En esa ocasión, pudimos apreciar por primera vez en todas las casas brasileñas la misma decoración de los salones. Un rígido canapé adosado a la pared principal, y formando ángulo recto con él dos hileras de sillas de junco, de manera tal que los incómodos asientos en conjunto se disponen en herradura. También conocimos otra cos3
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tumbre fundada en la melomanía de los brasileños. Sin mediar la menor proposición nos obsequiaron durante esas dos fugaces visitas con ejecuciones al piano y seguidamente se nos invitó a dar muestras de nuestros talentos musicales. La casa del vicario general nos ofreció otro objeto de interés: una india Miranha, recién traída del río Juruá. Era de mediana estatura, robusta, regordeta, piel color canela, nariz de profunda implantación, boca ancha y ojos oscuros, pequeños y estirados. Al igual que muchas indias brasileñas, llevaba el cabello renegrido recortado sobre la frente y horizontal sobre la nuca. Su aspecto revelaba inteligencia. Su comportamiento era algo huraño como el de una auténtica criatura de la selva. Los Miranha, uno de los ocho grupos principales de los indios brasileños que, al menos en Brasil, se componen de bandas nómades, están diseminados principalmente a ambos lados del río Japurá. Estos indios forman parte de los antropófagos más temidos del valle del Amazonas. No sólo devoran a los muertos en luchas y a los prisioneros a quienes ceban mientras tienen en cautiverio para luego comérselos, sino también a parientes y amigos de su propia tribu, sacrificados por vejez o enfer4
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medades graves. Y esto ocurre con la intención de prepararle una tumba honrosa al afectado por el amor que le profesan. Los Miranha llegan casi a la animalidad en su rudeza pero por otro lado son descriptos como individuos suaves, sinceros y bondadosos. Son inestables e inconstantes, se trasladan de un lugar a otro asolando a sus vecinos con sus guerras, saqueos y asesinatos. Sus armas, entre las que cabe mencionar la cerbatana, están envenenadas con uirarí. Los blancos se afanan por capturar Miranhas porque son buenos trabajadores sin sueldo, en particular las jóvenes, pero la nostalgia las mata muy pronto. Es de desear que la joven india que vimos en casa del vicario general se libre de semejante destino. A mediodía, la lancha de vapor arrendada por nosotros, la "Corta-agua" ya estaba en el puerto pronta a zarpar. Esta lancha era un pequeño vaporcito, sin rastros de cabina. Simplemente, una canoa abierta, impulsada por vapor, de escasa capacidad para alojar a las pocas personas que éramos, los víveres, los artículos para canje y la provisión de carbón. Decididamente, para un viaje de duración indefinida como el nuestro, esa embarcación era insuficiente, pero no había otra disponible. Forma5
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ban parte de la tripulación además del piloto, el señor Maximillano Roberto, un maquinista inglés, un viejo marinero portugués sordo y otro portugués de nombre João, útil para todo menester. Era éste un individuo magnífico e ingenioso a quien tomamos a nuestro servicio durante nuestra estada en Manaos. Sabía salir del paso ante cualquier dificultad con buen humor y, la,; palabras “Não faz mal” (no importa). Al principio, nuestro rumbo nos llevó por la orilla izquierda del río Negro, compuesta por arenisca roja, bastante alta y densamente poblada de árboles frondosos y palmeras maja. La diferencia entre el carácter predominante de las riberas del Amazonas y las del río Negro se nos hizo patente muy pronto. Mientras que en el primero las riberas son en su mayoría bajas y anegadizas y las islas se elevan en gran parte sobre el nivel de la creciente, las del río Negro son tierra firme constante (terreno que no es alcanzado por las inundaciones) y, algunas de las islas se anegan casi hasta la cima de sus árboles. Se nota allí la ausencia total de una vegetación costera exuberante, de riqueza casi feérica, agrupada en forma tan fantástica como la que encontramos en el Amazonas. Además, las especies vegetales son 6
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en general diferentes a aquellas. No adornan las orillas arenosas montricardias ni canaranas. Unas pocas cecropias extienden sus ramas tiesas y escasas palmeras mecen al viento sus graciosos penachos. Faltan los grande gigantes de la selva y en su lugar aparecen especies arbóreas bajas o de mediana altura y en el río mismo no derivan islas de capim ni árboles desarraigados. A las dos y media de la tarde la temperatura de la atmósfera era de 260 C. y la del agua de 27,50 C. Para paliar los ardientes rayos del sol que castigaban despiadadamente con su calor, nuestro vapor miniaturesco estaba equipado con un toldo de lona fina, pero a los costados faltaban esas especies de dispositivos protectores de los que no carecen siquiera los pequeños botes de remo de estas regiones ecuatoriales. En consecuencia, terminamos por confeccionar nosotros mismos una pared vertical a nuestro alrededor con un retazo de lino que encontramos por casualidad a bordo, a fin de ponernos a resguardo de las nocivas influencias del sol tropical. El "Corta-agua" puso proa hacia la orilla derecha cuando sobre la margen izquierda comenzaba a hacerse claramente visible la desembocadura del Tarumá-assá. Es este un riacho, a orillas de cuyo 7
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curso superior habitan indios salvajes. Pasamos junto a la isla Carnaleao situada en medio del río Negro, en parte bajo agua aún, ya que el río no había descendido sino 90 cm de su mayor marca. De la vegetación selvática que la cubre, consistente principalmente en lauríneas salió un mutum, ave rojiza de la familia de los hocos. La margen derecha del río, así como la izquierda aparecen salpicadas de palmeras maja entre árboles de fronda. La terra alta se yergue en formas pintorescas. En medio del bosque divisamos una solitaria choza de palmas, luego las dos pequeñas casas de manipostería de un sitio y por último, no lejos de allí una bacaba, la choza de un indio venezolano de la tribu de los Manahá. Pasamos entonces por el tramo más estrecho del río Negro inferior llamado Tatucuara. Más allá de este lugar vino a nuestro encuentro un igarité (canoa de remos y vela) tripulado por dos hombres y en la orilla izquierda oculta entre los árboles descubiertos una choza de tapuio. A las cinco, divisamos otra vivienda india. Decidimos no pernoctar en ella, sino aprovechar razonablemente la claridad diurna y seguir aguas arriba por espacio de una hora y media más, hasta el próximo albergue. 8
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Entretanto, el sol sumergido en un mar de colores candentes se ocultó de la selva. Murciélagos de un tamaño no particularmente grande revolotearon ante la embarcación. Grandes bandadas de bacuraus (golondrinas nocturnas) con su plumaje de sombrío colorido revolotearon siniestras sobre una isla anegada. Se hizo noche cerrada, una de esas noches tropicales, profundamente oscuras, sin un resplandor de luna. De repente, João, nuestro portugués, que por pura complacencia había reemplazado al marinero en el timón, rehusó continuar piloteando porque aquel se negaba a relevarlo y de pronto hizo encallar la lancha en medio de una isla cubierta por las aguas. Nuestra pequeña embarcación quedó aprisionada entre las copas de los árboles y peligró zozobrar al enredarse en su ramaje. Teníamos motín a bordo y desde el cielo amenazaba la tempestad. Nuestra situación en medio de aquel río anchuroso como un mar, cuyas olas tempestuosas son capaces de provocar el hundimiento de embarcaciones pequeñas, no podía calificarse sino como desagradable en grado sumo. Al cabo de alguna argumentación y la declaración categórica de que por ninguna circunstancia queríamos pernoctar en un lugar tan peligroso, logramos apaciguar a João e imponer 9
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nuestro deseo de pasar la noche en la ribera, fuese donde fuere. Proseguimos viaje, pues, oteando en busca de la ansiada choza india. Creímos divisar una luz en tierra, pero fue una ilusión. Seguimos navegando. Eran las ocho y no se veía luz por ninguna parte. La sirena de nuestra lancha comenzó a dar señales de emergencia. No hubo respuesta. Sólo nos llegaba como una burla el concierto nocturno de los animales de la selva. Nos encontrábamos completamente solos en medio de la soledad selvática. Dado que nuestro barco ya había tocado una roca del fondo y en medio de semejante oscuridad no nos parecían exentos de peligros nuevos experimentos, terminamos por echar anclas cerca de la costa, en una isla anegada. Teniendo en cuenta nuestro desconocimiento del terreno y del límite de la costa, sumergida por causa de la crecida, no se podía pensar siquiera en abandonar la embarcación para levantar tiendas. Decidimos pues, pasar la noche a bordo de nuestra lancha abierta, de todos modos, una empresa en cierta medida objetable desde el punto de vista sanitario, ya que en esa estación el río está contaminado de fiebre y es menester cuidarse de dormir a la intemperie. Además, en Manaos nos acababan de informar que la malaria del trópico ex10
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termina a menudo en pocos días a los extranjeros que la contraen. La humedad nos envolvía por todos lados, pero tratamos de defendernos mediante ropas abrigadas que sobrepasaban ampliamente la medida condicionada por la temperatura. Convertimos en lechos las tablas del pasillo y los angostos bancos de madera de la nave y apretados entre nuestro equipaje, con el cielo como dosel y el ligero toldo de lona flameando sobre nuestra cabeza buscamos el descanso tan necesario durante una travesía. Por el río Negro. Tuapessassú. Lunes, 9 de julio. No hubo mucho descanso esa noche, pero gozamos plenamente el hechizo siempre poético, renovado e indescriptible del concierto nocturno en medio de la selva. El canto de mil voces variaba en infinitas modulaciones a través de las oscuras lloras. Empezaron los sapos con su croar que sólo hacen oír en época de celo. Siguieron luego una especie de ranitas lisas que sirven de alimento a los indios salvajes. A las dos de la madrugada, oímos los silbidos de los Jupará, osos arborícolas de los bosques del río Negro. A bordo, cierta alimaña estuvo escarbando y rascando toda la noche cerca de m¡ cabeza. Por su11
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puesto, con la atención concentrada en aquel ser invisible que se movía entre nuestros sacos y en la conciencia el recuerdo de los escorpiones del trópico y sus picaduras a menudo mortales, me fue imposible conciliar el sueño. También nos cayó encima un aguacero de corta duración. Un vapor de la -Companhia do Amazonas limitada- pasó jadeando aguas abajo y vino a justificar nuestra acertada decisión de anclar cerca de la orilla y no en el derrotero posible de embarcaciones mayores. Entre las cuatro y cinco de la mañana empezó la actividad a bordo del -Corta-agua-. Una canoa tripulada por pescadores tapuios que la impulsaban mediante pagaias (remos cortos) emergió cual un pespectro de las tinieblas. A los gritos de nuestra gente, los indios La remaron hacia nosotros y por su mediación nos orientamos sobre el lugar donde habíamos echado anclas. Estábamos muy cerca de la choza en la que hubiéramos podido pernoctar. Poco a poco, empezó a amanecer y nuevamente aparecieron grandes bandadas ni de golondrinas nocturnas que cruzaron en vuelo irregular sobre nuestro barco. Así como habían sido las últimas aves en darnos las buenas noches, las bacuraus fueron las primeras en saludarnos al romper el 12
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nuevo día. Con el avance de la claridad se acalló el concierto de los batracios. Nada más maravilloso que la purpúrea salida del sol tras el cinturón de la selva, después de haber palidecido lentamente el cielo estrellado más maravilloso aún con los claros resplandores. Nuestro vaporcito comenzó a trabajar y con fuerzas renovadas remontarnos el río hacia una meta incierta. Como ocurrió la víspera nos acompañó también ese día a derecha e izquierda la eterna monotonía de una selva ininterrumpida y sólo el interés por el inundo animal y vegetal desconocido nos distraía en nuestro uniforme camino. Algunas palmeras maja luchaban por desplegarse en la espesura. Más adelante alternaron con tucumás, palmeras con cuya paja los indios confeccionan toda clase de trabajos trenzados y jauaris, llamativas por sus troncos claros y unos pocos penachos ruagros en su ápice. Una de estas palmeras sobresalía aislada en medio del río, con el agua casi hasta la copa. Bandadas de periquitos volaban sobre la selva mientras un papagayo de plumaje verdoso seguía su derrotero solitario. Las riberas que íbamos dejando atrás estaban pobladas en su mayoría de igapó. Divisamos enormes araceas posadas en algunos árboles y a una 13
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rama muerta aparecía aferrada aún una, trepadora de hojas carnosas y aspecto ajado. Todas las Islas del lugar abundan en árboles oleaginosos, que nuestro guía llamaba namué. Entretanto, pasamos por la choza india que debiera haber sido nuestro albergue la noche anterior. Una bella golondrina, extraordinariamente esbelta con larga y vistosa cola, dorso negro y, abdomen de plumas blancas, voló sobre el río. Algunas palomas grises salieron de la espesura, un bienteveo amarillo de alas par(las dejó oír su grito. No faltaba allí tampoco el representante de la familia de los tordos, el muy difundido Cassicus persicus, y por la orilla se paseaba una enorme ave acuática. Sobre las aguas, las mariposas revoloteaban en derredor de arbustos de flores anaranjadas y rosadas. Próxima al río, apareció una choza tapuio con sus moradores de piel oscura. Entre las variedades de palmeras pudimos admirar una curiosa especie globosa de palmera de abanico y una bacabaí de sólo tres a cuatro metros. La assaí local también podría ser una especie aún no vista por nosotros del Brasil occidental, mientras que en una mauritia reconocimos a la Mauritia flexuosa del bajo Amazonas conocida desde antiguo. A menudo, se nos mostraban pintorescas bahías. 14
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Una víbora de coral muy larga, con anillos rojo claro a los que el sol impartía maravilloso atravesó el río a nado frente a nuestro barco. Era uno de los muchos ofidios negros de estrías rojas que habitan en América del Sud y que los brasileños designan Cobras coraes, aun cuando pertenecen a diferentes especies, más aún a distintas familias.
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