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Editado por elaleph.com
Traducido por Elena Álvarez Dumont 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
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Empezaba a anochecer cuando Knut Norby regresaba a su casa en su trineo de un asiento, después de una reunión de la junta directiva de la escuela. Hacía unos días que el hielo del Mjös1 no estaba muy seguro, y había prometido a su mujer volverse por la carretera. Pero, contrariedades de todo género sufridas en el transcurso del día, irritaron sus nervios; y al llegar al promontorio que se internaba en las aguas, aflojó las riendas y entró en el lago. «¡El hielo ha sostenido a otros antes de ahora - pensaba - Y también me sostendrá a mí!» El caballo enderezaba las orejas y se aventuraba, receloso, por los témpanos; pero Knut le propinó un fustazo, y el trineo prosiguió entre continuos saltos, hasta encontrarse en la superficie lisa y llana. Cuando una contrariedad sigue inmediatamente a otra, parece a veces como si recibiese uno un golpe precisamente en el sitio en que tiene una herida. En primer lugar, el viejo había sido derrotado en la sesión de la junta directiva ¡ y derrotado por aquel miserable director de la escuela primaria superior! En medio de su disgusto, fue su yerno a pedirle un nuevo anticipo sobre la herencia, y al oír esta demanda hecha 1
El Mjüs es el lago más grande de Noruega 3
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en semejante momento, tuvo el viejo la sensación de ser víctima de una verdadera extorsión. Y, cuando, por añadidura, supo una hora después que Wangen, el comerciante, había quebrado, la pérdida de las dos mil coronas cuyo pago garantizara constituyó una desgracia que le llenó de angustia. - ¡ Pronto tendré que mantener a medio pueblo! Porque la gente no piensa más que en estudiar el medio de despojarme de mi último céntimo... El caballo era un largo semental de color rojizo obscuro y trotón. El viejo desaparecía bajo el cuello levantado de su ropón de piel de oso. Comenzaban a extenderse las sombras sobre el hielo, y, en torno al lago, en el paisaje blanco de nieve, encendíanse una a una las luces de las granjas. - ¡Y cuando se entere de esto tu mujer!...- pensaba mientras tintineaba la collera y los cascos del caballo levantaban un torbellino de nieve. Fue sin que lo supiera su mujer como, tres o cuatro años atrás, firmara el documento en el que se declaraba fiador de Wangen. Aquel papel debía facilitar a Wangen su crédito mayor en casa de un banquero de la capital. Pero ya en aquella época había prometido Knut Norby a su mujer no salir por fiador de nadie. ¡Bastante dinero habían perdido con estos favores!... ¿Y ahora?... -¿Cómo demonios pudo hacerle caer en la trampa aquel día? - preguntábase el viejo. Pero hasta el más avisado tiene sus momentos de debilidad, en los que se muestra bueno y servicial. Encontráronse en Cristianía y Wangen le obsequió con una suculenta comida en el Hotel Carl - Johan: y luego sucedió lo que sucedió. 4
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¡Una comida que le salía cara! Y, como a Norby le daba vergüenza confesar a su mujer que no había cumplido su palabra, sentía en su interior una rabia creciente contra el tal Wangen a quien debía todo aquel trastorno. - ¡Ya sabía ese bribón lo que se hacía al convidarme a comer! Sin querer comenzó el viejo a recordar una porción de cosas poco honrosas que de aquel hombre se contaban, porque eran como una especie de defensa personal, una especie de excusa de la cólera que contra él sentía. Ennegrecíase la silueta de las colinas cubiertas de abetos, aparecían las estrellas, y en occidente brillaba una faja rósea que ponía fulgor de llamas en el hielo. Hacía centellear los remates de níquel del trineo y proyectar al hombre y al caballo grandes sombras que corrían sin cesar junto a ellos. Sobre la desierta superficie del lago, apenas podía distinguirse un ser viviente: lejos, muy lejos, un pescador solitario al lado de un agujero por él abierto en el hielo - lejos, muy lejos, allá, donde el rojizo espejo tocaba la silueta dentelleada de las rocas -, y, cerca del promontorio, un punto diminuto, un hombre que se dirigía hacia el lago, arrastrando un trineo tras sí. - ¡Y Herlufsen se bañará en agua de rosas! Como Norby era un cascarrabias que no trataba con muchos miramientos a los demás, se figuraba que las gentes estaban pendientes de sus descalabros para atacarle y burlarse de él. Cuando hacía un negocio ventajoso en madera, lo primero que pensaba con una especie de satisfacción, era esto: «Me envidiarán de todo corazón.» Si el negocio era malo, no lloraba su dinero, lo enviaba noramala; lo que le hacía daño 5
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era el decirse: «¡Lo que es ahora, sí que se estarán bañando en agua de rosas!» Vedle en medio del hielo; abandona el espejo de fuego y se oculta en la parte obscura del lago. El caballo oye una esquila hacia la orilla, alza la cabeza sin acortar el paso y relincha. - ¡ Si no resistiese el hielo! - dice Norby para sí, estremeciéndose. Un día, su padre, anciano y ricachón aldeano, conducía a través del Mjös una enorme carga de sillares. Como el hielo comenzaba a crujir y a ceder bajo su peso, pensó el viejo que le costaría demasiado deshacerse de una de aquellas preciadas piedras para aligerar su trineo. Se hincó de rodillas y dirigió a Nuestro Señor esta corta oración: «Si me llevas a tierra sano y salvo, le daré al pastor, como ofrenda, diez barriles de mi mejor cebada.» Llegó a la orilla, pero, una vez en la playa, miró el hielo y dijo sonriendo: «¡Lo pasé!...» Y el pastor no vio la cebada... Suena la collera, con límpidas y alegres notas argentinas, pero el viejo sigue imaginándose que el hielo está a punto de ceder. - Si te hundes - piensa -, tal vez sea por no haber querido inscribirte para la comunión. Al salir de su casa, había casi prometido a su mujer, que vería al fabriquero a fin de que la inscribiesen para la comunión. Pero, a última hora, resucitó, en parte, su antigua independencia de espíritu y pasó por delante de la iglesia sin detenerse.
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- Porque, en fin de cuentas, eso repugna a tu conciencia habíase dicho -; en realidad tú no crees en la comunión y apenas si crees en la redención por Cristo. Había dos hombres distintos en el poderoso Norby. Era ante todo un hombre que, a la escuela, a las enseñanzas del pastor, a los viajes y a los libros leídos debía un ideal múltiple y variado. Luego, a la muerte de su padre, cuando tuvo que empezar a ocuparse en la granja, fue cambiando poco a poco hasta llegar a ser como una segunda edición de su padre. Los aldeanos, los enormes libros llenos de números, los extensos bosques, los negocios bien encauzados, y, sobre todo, la preponderancia que en la comarca tenía la dinastía de los Norby, eran como otros tantos estímulos para continuar y mantener viva la tradición paterna. Y, naturalmente, lo había conseguido. Muchas veces, cuando iba a hacer alguna nueva contrata del arbolado, parecíale de improviso ser su padre en persona. Sin que supiera explicarse cómo, veía las cosas como él las veía, empleaba sus mismas triquiñuelas y tenía la misma conciencia que su padre. El otro Knut Norby se pasaba el tiempo leyendo libros y se apasionaba por la libertad política y religiosa cuando el primero no tenía nada que hacer. - Tú también debías haberte hecho inscribir para esta comunión - pensó al observar que aun estaba lejos de la orilla -. Las ideas y todo lo demás son cosas admirables, pero no sabemos si nos bastarán cuando nos encontremos cara a cara con Nuestro Señor. ¡Bah! aun había tiempo de avisar al fabriquero, siempre que llegase a tierra sano y salvo. 7
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Vedle al fin en el camino seguro, endurecido por el hielo. Respira, ya tranquilo, y pone al paso su caballo bañado en sudor. Pero el Negro quería volver a la cuadra, y pronto comenzó nuevamente a trotar, más de prisa que antes. En el bosque, resonaba el tintineo de la collera, agudo y límpido. Por sobre la cabeza de Norby extendían los abetos sus ramas cuajadas de nieve, y, a trechos, una clara del follaje le mostraba un trozo de cielo lleno de estrellas. Ahora pasaba por delante de las granjas: había luces en las ventanas. La mayor de estas granjas, allá, en la colina, era la de Rud, más importante, según pretendían sus enemigos, que la de Norby2. Allí vivía su principal adversario, el terrible Mads Herlufsen. Desde su casa, desde su sala, Norby veía a Rud. Y poco a poco sucedió que no podía acordarse de Herlufsen sin ver también su granja, el bosque que la circuía, y el monte en que se asentaba. Veía como un diminuto gnomo, con la cabeza entre las nubes: y aquel gnomo era Mads Herlufsen, escondido allí, fijos los ojos constantemente en Norby. - ¡Cuando se entere de esto, se bañará en agua de rosas! Renacía el disgusto, que habíase desvanecido poco antes, mientras se hallaba en peligro de muerte al atravesar el lago helado. Recordó que, varias veces, en Cristianía, se había encontrado a Wangen borracho. - ¡Y te has permitido ayudar a ese hombre!... Por último torció por un sendero al fin del cual se veía, recortándose sobre el monte cubierto de arbolado, la som2
El nombre designa al propietario hereditario y la propiedad. 8
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bría silueta de Norby. Sólo había dos o tres ventanas iluminadas en el edificio. Un enorme perro negro precipitóse hacia el viejo con alegres ladridos, enderezándose sobre sus patas traseras delante del caballo, que intentaba morderle. Acudió el mozo de cuadra con un farol en la mano, y tomó el caballo por el freno, mientras Norby, entumecido por haber estado tanto tiempo sentado, se levantaba trabajosamente y salía del trineo. En el amplio patio de la granja, cerrado por tres de sus lados por las cuadras y los establos, serpentearon en la nieve regueros de luz, reflejos de los faroles que llevaban de acá para allá, afuera o detrás de las vidrieras. A la izquierda del granero había una casita aislada. Vivían allí los asilados, algunos servidores ancianos a quienes Norby no quería dejar a cargo del concejo. - ¡Échale una manta al Negro!... ¡Y cuidado con darle de beber en seguida! - dijo el viejo al mozo de cuadra. Luego, con la fusta en la mano, subió la escalinata golpeándose las botas; seguíale el perro.
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II Marit Norby era orgullosa: con las mujeres de los aldeanos, porque las miraba de alto abajo, y con las de las «autoridades», porque temía que hiciesen lo mismo con ella. - Nosotros, la gente del campo - solía decir -, no sabemos nada de nada. Y sonreía a su modo. Entró Knut. - ¡Muy tarde vuelves hoy! Estaba sentada en el cuartito que separaba la cocina de las dos salas grandes y hacía calceta. Cubría sus cabellos, de un gris plata, con una cofia, como la mujer del pastor. En su rostro, de delicados rasgos, la boca era dura y la barbilla prominente. - ¡ Se alargaron tanto las cosas en la reunión de la escuela! - dijo Knut. Permanecía en pie y se restregaba las manos, ante la estufa. - ¿Qué ha resultado? - preguntó Marit.
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Indudablemente quería hablar de la proposición que Knut debía hacer votar por la junta. Creyó él observar una mirada irónica de su mujer, y sintió una irritación sorda. ¡Bastante tenía con que los extraños le hubiesen atormentado durante todo el día, sin necesidad de que se mezclasen en ello los de casa!... ¡Con seguridad le estaría compadeciendo!... - ¿Qué será cuando se entere de lo de Wangen? - dijo para sus adentros. - ¡ Sí, me parece que siempre te derrotan, Knut! - añadió Marit clavándose en el moño una de las agujas de hacer media. - ¡ Siempre! ¡ ah! ¡ eso sí que no! Marit conocía aquella voz, y dio hábilmente otro giro a la conversación. - Sí - prosiguió, tomando la aguja que se clavara en el pelo y prosiguiendo su labor -, siempre eres demasiado bueno. Y los otros, los que no tienen un cuarto ni pagan un céntimo de contribución, son los que nos mandan y nos dan órdenes; a nosotros no nos queda otro remedió que bajar la cabeza y pagar. Esto era un poco de bálsamo para su amor propio: Marit se servía precisamente de una de aquellas frases proverbiales que el mismo Norby gustaba de emplear con frecuencia. - Sin duda te habrás enterado de lo que le ha sucedido a Wangen? - dijo Marit con fugaz sonrisa, encorvándose sobre su labor. - ¡El diablo me lleve! ¡ todo lo sabe! - pensó el viejo.
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De barba negra, calvo, oprimido el amplio pecho y el vientre algo abultado por el chaquetón de paño azul, seguía en pie ante la estufa, con las manos a la espalda y la voluminosa cabeza inclinada, fatigada, sobre el pecho. Miró de reojo a su mujer, con disimulo, porque aquella noche no se encontraba en disposición de tener una explicación de alguna importancia. Había estado muchas horas afuera, al frío, y allí hacía calor: poco a poco iban dominándole el cansancio y el sueño. - Sí, me lo han dicho - contestó bostezando -. ¿Quién podía figurarse que habían de tomar las cosas ese rumbo? Su mujer sonrió con desdén. - Me parece que lo pronosticaste más de una vez en estos últimos tiempos; pero puedes felicitarte de no tener ningún negocio con él. - No sabe nada - se dijo Norby, algo más tranquilo. Y, con un gruñido ininteligible, contestó -: Sí. Y sus ojos tornaron a cerrarse. Decididamente, aquella noche no le era posible enfrascarse en una conversación a propósito de la comunión o del asunto de Wangen. En aquel momento oyó el ruido de voces muy conocidas que partía de la estancia inmediata. Era una excelente ocasión para escurrir el bulto. Cuando entró en la habitación, su nuera, sentada en el suelo junto a un barreño de agua humeante, desnudaba a un niño de dos años para bañarle. El viejo se paró cerca de la puerta; su rostro se animó de repente, tomó una expresión misteriosa. - ¿Quién es? - preguntó la madre que era joven y rubia, inclinándose sobre el niño. 12
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El chiquillo miró a su abuelo, con los ojos muy abiertos, y sonrió con cierta cortedad. Apenas le sacaron la camisa por la cabeza, forcejeó para arrojarse al suelo y correr hacia Norby. Pero, ya en pie, libre, descubrió que estaba completamente desnudo y esto le interesó todavía más que su abuelo. Su delicado cuerpecillo, comenzó a deslizarse de acá para allá por el pavimento; se echó de bruces y rompió a reír. Luego vio los pezoncitos de su pecho, intentó agarrarlos con sus dedos, quiso escapar de entre las manos de su madre que trataba de atraparle y lanzó una carcajada triunfal al conseguirlo. El viejo tuvo que sentarse, tanto era lo que se divertía. - Bueno; iré yo mismo a preguntarle al abuelo qué trae de nuevo - dijo la madre. El chicuelo se apresuró a hacerlo a su vez. En un abrir y cerrar de ojos se plantó en las rodillas del viejo y le registró los bolsillos hasta encontrar en ellos un paquete de dulces. El niño se llamaba Knut, naturalmente. Su padre, el hijo mayor de Norby, se mató al caerse de un coche, antes de que naciese el pequeño, una noche que volvía borracho de la feria de Lillehammer. Desde aquel momento cobró el viejo horror al aguardiente. La oculta inquietud fue aumentando con rapidez hasta convertirse en verdadera ansiedad. Precisamente por estar cansado y ansiar la paz en su hogar, parecíale al viejo doblemente penosa la próxima explicación con su mujer. De ordinario allí, junto al niño, volvíase aún más niño que él; pero aquella noche, sin poderlo remediar, veía de continuo a Wangen delante de sí, y ello le irritaba. Mientras estaba allí sentado, sonriendo al pequeñuelo, miraba de cuando en cuando a 13
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su alrededor con el rabillo del ojo, como diciendo: «¡De modo que ni siquiera aquí me puedes dejar en paz!» Parecía que Wangen se había introducido en lo más íntimo de su santuario familiar, y el viejo sentía deseos de ponerle en la puerta de la calle. Cada vez aborrecía más a aquel hombre que sembraba la discordia en su casa y era causa de que él, Norby, fuese culpable, para con su mujer, de una pequeña superchería que estaba a punto de ser descubierta. - Vamos, ahora es preciso meterse en el barreño - dijo la nuera tomando al pequeñuelo que se resistía con todas sus fuerzas. Y, mientras el niño pataleaba y gritaba entre los brazos de su madre, el viejo reía como de costumbre, reía y lloraba de tanto reír. Pero, al mismo tiempo veía en lontananza los hornos de Wangen. Recordaba que el otoño último aquel hombre había establecido en su fábrica la jornada de ocho horas. ¡Mucho ganó con ello el imbécil! Prometía ser cómodo en lo sucesivo el oficio de amo si aquellas novedades absurdas se propagaban y empeoraban aún más las condiciones del trabajo. ¿Tenía algo de extraño que semejantes gentes quebrasen? Pero ni por soñación hablaban de tales proyectos cuando se trataba de procurarse un fiador... Y, de repente, el viejo pateó con ira, paseando de arriba abajo por la estancia. - ¿No quiere darnos hoy el abuelo las buenas noches? dijo la joven cuando el viejo puso la mano en el picaporte de la puerta, como para volverse a la habitación contigua. El viejo se acercó nuevamente a ella. Su nieto estaba ya vestido y le tendía los brazos...
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En el cuartito que había entre la cocina y las dos salas grandes, hallábase reunida toda la familia para la cena. Desde que habían construido el nuevo cuerpo de edificio, no sabían literalmente los dueños de la casa cómo arreglarse: en aquellos vastos salones, lujosamente amueblados, nadie se encontraba a gusto, y en la reducida habitación estaban muy estrechos. La lámpara colgante, adornada con prismas de cristal, iluminaba el servicio de te y el blanco mantel. Sobre el viejo aparador brillaba un alto samovar de cobre. Eran cinco a la mesa. Las dos hijas, Ingeborg y Laura, sentadas junto a su padre, una a cada lado; enfrente, Marit, impasible, con su cadena de plata al cuello, y al lado de Marit la nuera. Norby tenía otro hijo, pero estaba estudiando filología en Cristianía. - Prepárame esta noche mi traje de monte - dijo el viejo a Ingeborg-; mañana tengo que ir a vigilar a los leñadores. Ingeborg era el genio benéfico de la casa. Desde que una mañana, tres días antes del fijado para la boda, encontraron muerto a su novio, un joven médico, ya no fue la misma. Aunque aun no había cumplido los veinticinco años, tenía el pelo canoso, el rostro demacrado y la mirada vaga y espantada. Pensaba ya con miedo en el porvenir, en su vida solitaria, una vez que faltasen sus padres. Y, para evitar más tarde todo reproche de la conciencia, se esmeraba siempre en preparar cuanto necesitaban, se levantaba la primera por la mañana, se pasaba el día en la cocina hojeando el libro de las recetas, derramaba lágrimas de desesperación cuando se le olvidaba alguna cosa, y, a pesar de todo lo que hacía, se creía perfectamente inútil. 15
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- ¿Así es como estáis en la mesa en tu colegio? - dijo la madre a Laura, mirándola de reojo. Laura pareció contrariada, e hizo un movimiento para apartarse de la cara, demasiado encarnada, un mechoncillo de pelo. Pero pronto recobró su franqueza. Estaba interna en un colegio de Cristianía, y hablaba continuamente de la anciana maestra que no hacía más que dar vueltas con una tabaquera entre los dedos manchados de tinta. Y se atrevió a remedarla: «¡Queridas niñas, sed buenas, os lo suplico; no me deis un disgusto!» Luego, con una mueca graciosísima, imitaba a una persona que toma un polvo de rapé. La nuera se echó a reír, dejando ver que le faltaba un diente de delante. Marit no pudo menos de sonreír y hasta el mismo viejo miró con expresión risueña a la picarilla. - Mañana le escribiré - pensó vaciando su vaso -. Después de todo estoy seguro de que no eran más de dos mil coronas... Cuando, ya en su alcoba del segundo piso, se hubo acostado, apagó la luz que estaba en la mesa de noche y bostezó larga y lentamente. - cuando venga, me haré el dormido - pensó-. Así me libraré por esta noche de todas esas historias de la comunión y de la fianza. Permaneció acostado, mirando la estufa, en donde rojeaban los tizones, medio consumidos. Se abrió la puerta y Laura entró sin ruido en la alcoba. Sentóse en el borde de la cama de su padre, le pasó varias veces la mano por la barba y le confió al oído que tenía sus cuentas del mes en un desor-
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den desesperante. Aun no las había examinado su madre, pero podía pedirle el cuaderno al día siguiente. - Quizás te figures que puedes disponer de mí cuando te parezca y acomode - dijo el viejo, sin levantar la cabeza de las almohadas. Y, como la niña, algo desconcertada, retirase su mano, se la tomó, y la sintió diminuta y tibia en la suya. - Bueno, ve a buscarme mañana a mi despacho - dijo con voz soñolienta; nos ocuparemos en ese asunto... La niña volvió a pasarle la mano por la barba y apoyó su mejilla en la de él: estaba segura de que su déficit quedaría enjugado. Apenas salió cuando se abrió de nuevo la puerta, y el viejo se apresuró a cerrar los ojos. Pero era Ingeborg, con el traje de monte. - ¿Cruzan el patio con un farol? - preguntó el anciano, que veía el resplandor a través de la cortina. - Sí, es la vaquera; espera un ternero esta noche. Ingeborg se sienta a su vez en el borde del lecho. - Quisiera hablarte de una cosa, papá - dice en voz baja -. Hoy, en el correo, he oído contar que el abogado Basting se jacta de saber que también tú sufrirás las consecuencias de esa quiebra... No me he atrevido a decírselo a mamá, sin haberte avisado antes. Pero Knut se había propuesto tener tranquilidad aquella noche y contestó: - ¡ Siempre ha de decir alguna tontería, el pobre Basting! - ¡De modo que no es verdad!... Eso mismo pensaba yo - dijo Ingeborg levantándose. 17
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Luego salió lentamente de la alcoba, no sin correr mejor las cortinas y echar otro leño en la estufa. A la mañana siguiente, cuando aun estaba Norby acostado, Marit le preguntó si se había acordado de pasarse por casa del fabriquero, y como el viejo contestase negativamente, hubo entre ambos una escena. Marit, al salir, amenazó con ir a comulgar ella sola y cerró la puerta con violencia. Knut se levantó más tarde que de costumbre, porque cuando Marit se enfadaba de veras, como aquella mañana, se estaba sin hablar una palabra una semana entera. Y, entonces, había entre ellos como un abismo infranqueable, porque ninguno de los dos quería, imponerse la humillación de romper el silencio. Bajó al fin, y al salir al patio, se le acercó un jornalero con expresión alegre. - ¿Pero es posible que Wangen haya hecho una falsificación, como cuentan? - ¡También esto! - dijo Norby, mirando al cielo para ver si el tiempo se prestaba a la proyectada excursión al bosque. El jornalero se ocupaba en abrir un sendero en la nieve; se apoyó en su pala y añadió, mirando al viejo con disimulo: - ¡ Sí, dicen que ha imitado la firma de Norby! Según refieren, se ha jactado de que Norby en persona había salido por fiador suyo, y hoy la gente de Norby me asegura que ha mentido. - En todo caso, ello le tiene sin cuidado a este idiota pensó el viejo; y se alejó sin decir palabra. Al ir más tarde a dar una vuelta por el granero, en donde limpiaban el grano los jornaleros y criados de la granja, vol18
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vieron a hacerle la misma pregunta a propósito de la falsificación de Wangen. Y como el viejo ni siquiera se dignase contestar y tratara de hundir la mano en el montón de grano, por detrás de la máquina, dijo un viejo rascándose la cabeza: - ¡ Sí, siempre he dicho que ese hombre acabaría en la cárcel! Entonces, el anciano, comenzó a reflexionar seriamente. - ¡ Si se llega a sospechar que has hecho correr esta voz pensó-, Wangen se te echará encima, y la gente se divertirá de lo lindo! Y, precisamente, cuando se disponía a poner coto a las hablillas contando las cosas tal como eran, vio, por la puerta del granero, en el camino, al herrero, con un saco al hombro. - ¿Ha estado aquí el herrero? - preguntó. - Sí - Le contestaron algunos, mientras seguían removiendo la paja en la semiobscuridad. - En ese caso, lo habrá oído todo - pensó Norby -, y esta noche no se hablará de otra cosa en el pueblo. Es preciso detener a ese hombre. ¡ Pero si tenía que componer el trineo! - dijo en voz alta para explicar su repentina salida tras el herrero. No habían trazado aún ningún camino después de la nevada de la noche, de suerte que era difícil andar, y todavía más difícil correr. Y cuanto más se fatigaba más se encorajinaba el viejo. - ¡Hete aquí corriendo como un imbécil! - refunfuñaba para sí- ¡ y todo por haber ayudado a ese babieca! ¡Eh! ¡eh! gritó, haciendo señas con la mano.
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Pero, desgraciadamente, el saco que el herrero llevaba al hombro, no tenía ojos ni oídos, y el viejo, rendido, tuvo que seguir trotando. Era preciso deshacer en el acto aquel enredo; de lo contrario, podía costarle caro. Al fin se detuvo el herrero: se había encontrado a un hombre que, con los skis en los pies, se deslizaba por la carretera. Pero, antes de que Norby le alcanzase, el hombre de los skis se precipita de nuevo y vuela por las pendientes de la colina. - ¿Pero, qué es lo que acabo de saber? -, dice el herrero dando dos o tres pasos hacia Norby -. ¡El tal Wangen ha hecho otra de las suyas!... También a mí me ha estafado. He recibido la cuenta de un saco de harina que pagué al contado. - ¡Es mentira! - exclamó Norby, pensando en la falsificación. - ¿Mentira?... ¡Ah! ¡eso sí que no, caramba! ¡ tan verdad es como que estoy aquí! - dice el herrero, pensando en su harina. Pero el viejo se acordó entonces del hombre de los skis. - ¿Le hablaste de Wangen? - preguntó. - ¡Naturalmente! ¿Por qué no había de hablarle? - repuso el herrero -. ¡Ah! sí, vivimos en unos tiempos muy malos. Norby se volvió, se limpió el sudor de la cara, se quitó el gorro y se enjugó la cabeza, mirando siempre hacia el sitio en que el de los skis se encontraba en aquel momento. Estaba lejos, muy lejos, junto al lago, y corría como el viento; un torbellino de nieve giraba en torno suyo. Y la noticia corría con él. Knut Norby le contemplaba, sin poder hacer nada. 20
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- No vale la pena que ahora te pongas en ridículo a los ojos de este herrero y de los aldeanos - se dijo -, ya que el mismo demonio se ha encargado de correr la voz. ¡En buen atolladero te has metido, Norby! - ¿Pero, no me ha llamado usted? - preguntó el herrero -. ¿Tenía usted algo que decirme? - ¡Que si tengo algo que decirte! - exclamó el viejo encarándose con él, furioso -. ¡Ah! ¡eres una buena pieza! Me estás prometiendo durante meses y meses venir a componer mis trineos, y nada... No eres más que un tramposo: me debes dinero y no quieres pagarme. Aguarda un poco, que ahora mismo voy a querellarme contra ti. Y Norby se dirigió a la granja con paso rápido. El herrero permaneció inmóvil, con el saco al hombro, mirándole mientras se alejaba, con unos ojos como platos. - ¡ Sin duda lo de la falsificación le ha hecho perder la cabeza! - pensó. Y volvió a ponerse en camino, penosamente.
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III Cuando Norby regresaba a su casa, asentando con fuerza los pies en la nieve, iba como el hombre a quien el viento se le ha llevado el sombrero y que no logra descubrir adónde ha ido a parar. No comprendía cuál podía haber sido el origen de aquel rumor a propósito de la falsificación de Wangen; pero, no obstante, en el fondo, se reconocía culpable. Naturalmente, eran las mujeres las que le habían entendido mal el día anterior, cuando estaba cansado y anhelaba ante todo tranquilidad; luego, desde la cocina había llegado el cuento a oídos de los jornaleros; y, aquella misma noche, no se hablaba en todo el pueblo de otra cosa, porque resultaba muy agradable divulgar semejante noticia; ¿no es verdad?... ¿Y Wangen? Seguramente no dejaría escapar esta ocasión de llevar a Norby a los tribunales. Knut sintió cierto deseo de tener un fusil en las manos para tumbar al hombre de los skis, que en aquel momento corría a llevar más lejos el malhumorado error. Sin él, también hubiese tenido Norby que ir diciendo a los aldeanos uno por uno aunque le costase trabajo: «Todo lo que han dicho 22
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de Wangen es mentira. Verdaderamente salí por fiador suyo. No ha cometido ninguna falsificación.» Pero, ahora, debía recorrer toda la comarca, y de pensarlo se ponía furioso. Encaminóse primero a la escalera de la cocina para reprender a las mujeres, como se merecían; pero en la mitad del patio cambió repentinamente de dirección: «Como el asunto tome mal cariz, de todos modos tendrás que asumir la responsabilidad - pensó-, porque, al fin y al cabo, aquí tú eres el amo.» Aquel día no fue al bosque. En cambio, entró en las cuadras y amenazó al mozo con plantarle en la calle, porque un potro estaba mal almohazado. Luego subió al granero, precisamente en el momento en que los trabajadores se concedían un poco de descanso, y también ellos tuvieron que oírle. Por último corrió a su despacho y se puso a escribir cartas conminatorias a la mayoría de sus deudores. - Evidentemente tendré que pagar una multa; tal vez sea preciso publicar una retractación en un periódico - pensaba mientras escribía -. ¡Eso es lo que se gana por ayudar a semejante bribón! ¡ Pierde uno la paz de la familia, y por añadidura, se convierte uno en el hazmerreír de los demás, con mengua de su honor! Abrióse la puerta y, con gran asombro suyo, entró Marit. Debía haber ocurrido un acontecimiento extraordinario, para que se decidiese a romper tan pronto el silencio. Pero sería demasiado que también ella fuese a atormentarle con aquella historia. Permanecía en pie, rígida, con los brazos caídos. Adelantó la barbilla y dijo con voz trémula: 23
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- Sí, comprendo perfectamente que quieras ocultarme lo que pasa; pero vengo a preguntarte si tienes intención de denunciarlo al alcalde. Knut se levantó de un salto, y se quedó de pie, con las manos a la espalda, las piernas abiertas... - ¿Al alcalde? - exclamó mirando a su mujer a través de las gafas que se ponía para escribir -; ¡ no! ¡ no estoy loco! Pero Marit, que andaba recelosa desde que Norby faltara a su palabra en el asunto de la comunión, sospechó que había algo por ella ignorado; avanzó un paso. - ¿De modo que no quieres? Todavía le temblaba más la voz. El viejo resopló con fuerza. Ahora que estaba enojado, el tono autoritario de su mujer le parecía cómico e irritante al mismo tiempo. En aquel momento, ni siquiera se le pasaba por la imaginación la idea de confesar su error a la insolente personilla que se le había plantado delante. - ¿Qué vienes a hacer aquí? - le preguntó, alzando la cabeza y mirándola atentamente. - ¡Es preciso que vayas a ver al alcalde! - ¡Vete! ¡ quiero vivir en paz o que el demonio me lleve! Pero, sin alterarse, respondió Marit, sonriendo: - Bien, muy bien; prefieres pagar, pagar siempre, aunque tus hijos se queden sin camisa que ponerse. De hoy en adelante todos los bribones podrán servirse de tu nombre. Tú pondrás el dinero... A no ser... (y sonrió otra vez, mirándole fijamente un instante), que hayas firmado realmente el documento. Entonces tú serías el culpable.
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Esta palabra «culpable», le sonaba como si con ella le acusasen de un asesinato o de un robo. Toda la sangre afluyó a la cabeza de Norby; no le fue posible decir una palabra; resopló, agitó los brazos en el aire y puso a su mujer en la puerta. Transcurrido un rato, oyó sonar en el patio la campanilla del trineo, y, mirando por la ventana, vio que Marit salía. ¡ Perfectamente! ¡ sacaban los caballos de la cuadra sin pedirle permiso! «¡ Pronto se pondrá los pantalones!» - dijo para sí; y recorrió la estancia de arriba abajo, pateando, como acostumbraba hacer cuando se consumía interiormente. Poco después oyó la consabida campanilla. Ni siquiera dirigió una ojeada afuera; corrió a acostarse en el sofá y cerró los ojos. En breve resonaron en la antesala unos pasos familiares; abrióse la puerta: era Marit. Pero el viejo no se movió y siguió con los ojos cerrados. Desatándose las cintas del sombrero, dijo su mujer, sin detenerse: -Puedes echarme otra vez; pero ya que te niegas a defender lo que te pertenece, preciso es que lo defienda yo. Este asunto no quedará así, tan cierto como que soy el ama de esta granja. Vengo de ver al alcalde. Knut se incorporó poco a poco, apartando la manta con que se tapara. Miró a su mujer, bostezó y volvió a mirarla. Se pasó la mano por la barba, luego sobre el pelado cráneo y por último dijo, con su voz de todos los días, con aterradora calma: - ¡Es posible! ¿vienes de ver al alcalde, Marit? - ¡Naturalmente! Puesto que en la granja no hay hombres, es preciso que las mujeres se muevan - contestó-. No 25
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traje las manos vacías cuando vine a Norby, ni tú dijiste entonces que habías de dejar que todo se lo llevase la trampa. Knut palideció, pero, dominándose, pasóse de nuevo la mano por la cabeza, se tiró de la barba y trató de reír. No podía Marit herir en un punto más sensible a Norby, que gracias a su habilidad casi había duplicado su dote. Pero, en aquel momento, Marit juzgó prudente tocar retirada; salió cerrando la puerta lentamente y se alejó con paso tranquilo y resuelto. Knut permaneció sentado, y volvió a pasarse repetidamente la mano por la cabeza. Por primera vez en su vida pensó Norby correr tras de su mujer y darle una paliza soberana. Porque ahora, hiciese lo que hiciese, se había concluido la paz de la familia. Levantóse y comenzó a pasear lentamente, con los pulgares en las sillas del chaleco. De cuando en cuando se paraba para preguntarse si todo aquello no sería un sueño al que se substraería despertándose. Pero no; allí, afuera, estaban las dependencias de la granja, pintadas de rojo; una urraca se dejaba resbalar por sobre la nieve, a lo largo del tejado en declive de la choza, dejando un surco tras de sí. Allí, sobre la mesa, aparecía colgado el retrato de Johan Sverdrup3, y era él mismo quien permanecía allí, de pie, vestido aún con el traje de monte. ¡No, no era una pesadilla: su mujer había ido a ver al alcalde, y con qué objeto!... Tuvo la sensación de que el pavimento estaba poco seguro; su despacho se le antojó de repente demasiado reducido, y necesitó marcharse al vasto salón de la esquina, en donde reanudó sus paseos con las manos en los bolsillos. Había allí 3
Político del partido nacionalista, muy popular en Noruega. 26
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muebles de caoba, grandes espejos dorados y otros muchos objetos de lujo; pero a Norby le parecía que todas aquellas cosas no le pertenecían ya. Se paraba a cada instante, para decirse: «¿Pero eres tú mismo, Norby; eres tú, sí o no?» De pie, envuelto en la luz blanca y fría que entraba por la ventana, miraba distraídamente el jardín, medio enterrado bajo la nieve. Pero no veía los árboles; veíase a sí mismo bajar la colina, en el coche del alcalde, que le llevaba a la cárcel por haber presentado una denuncia falsa. Volvióse de repente y se dirigió a la puerta; pero se detuvo con la mano en el picaporte. Comprendía que ya le era completamente imposible confesarle a su mujer la verdad. En primer lugar, más bien sentía deseos de pegarle, y además, no sabía cómo tomaría ella las cosas. Quizás se limitara a desmayarse de rabia al pensar que había obrado como una imbécil yendo a visitar al alcalde; pero también podía imaginar otros medios para vengarse, todavía más odiosos. Subió la escalera con estrépito y entró en su cuarto para mudarse de traje. Era preciso ir inmediatamente a ver al alcalde. Pero, apenas acababa de quitarse los pantalones de monte, y en el momento en que iba a ponerse los de paño azul, detuviéronse sus manos y suspiró anhelante: - ¡Es para reírse y para desesperarse! Primero ayudas a ese hombre por bondad, luego pierdes tu dinero y, por último, te creas disgustos en tu casa; y no es esto solo: ahora te dispones a correr de acá para allá y a quedar en ridículo. ¡Más aún; vas a convertir a tu mujer en el blanco de las burlas y de la rechifla de todo el pueblo! ¡No, realmente es demasiado!
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Permanecía sentado, con los pantalones nuevos en la mano. El sombrío retrato que de Wangen trazara la tarde anterior, habíase tornado aún más sombrío. Porque, en el fondo, de todo lo ocurrido aquel día tenía la culpa Wangen. - Y por ese hombre vas a... El anciano tiró los pantalones de paño y volvió a ponerse los calzones viejos. Aunque fuese a ver al alcalde para retirar la denuncia, no por ello era menos responsable de las voces que corrían. En cuanto a ir luego en busca de Wangen con el fin de presentarle sus excusas, ¡ no! ¿Excusarse con aquel hombre? ¡Nunca, nunca! No, debía de haber algún medio para arreglar aquel asunto. Pensaría en ello. Knut Norby se encontraba de improviso bajo el peso de una desgracia de la que, en rigor, no podía culpársele, pero de la que debía asumir toda la responsabilidad. Y, esta responsabilidad, no le parecía, sin embargo, tan abrumadora como de costumbre; todo lo que amenazaba a su familia aquel día, no era, en el fondo, otra cosa que la recompensa a que se había hecho acreedor al ayudar a aquel individuo por pura bondad. En resumen, el único culpable de lo que sucedía, era Wangen... Cuando, al caer la tarde, el viejo, sentado en la salita, oyó en la habitación contigua los gritos de Knut, se levantó para entrar como otras noches, pero se detuvo en la puerta: no podía ver a Knut en aquel momento. - ¡Tal vez no haya sido Wangen completamente ajeno a la desgracia que mató a su padre! - Se dijo, viendo al pequeñuelo con el pensamiento -. ¡Quién sabe si sería él quien le incitó a beber aquella noche fatal! 28
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Como quiera que fuese, Wangen había ido a la feria de Lillehammer el día en que ocurriera la desgracia; esto era indudable. Y pasó un día entero, y luego otro. El viejo estaba como sobre espinas. Pero, siempre que se sentía inclinado a cambiar de traje para ir a ver al alcalde, se apresuraba inconscientemente a pensar en Wangen y a recordar deplorables historias referentes a él, a representársele bajo un aspecto ridículo u odioso, y a colgarle infinidad de repugnantes defectos, cobrando así nuevas fuerzas para permanecer inactivo. Cada vez se convencía más de la imposibilidad de humillarse tan profundamente ante aquel hombre. - ¿Y si acertaba?... ¿Y si Wangen había contribuído a la muerte de su hijo?... Aunque esta hipótesis ponía frenético al viejo, a pesar de ello seguía como sobre espinas. Cierto que el testigo de lo ocurrido, Jörgen Haarstad, había muerto. Pero Knut Norby no quería renegar de su firma. Era preciso encontrar una salida a toda costa.
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IV Henrik Wangen se apeó del tren de Cristianía, que llegaba con los coches cubiertos de nieve, y, con un maletín en la mano, se apresuró a adelantarse a la multitud y echó a andar hacia su casa. No saludó a nadie. Aquella quiebra arruinaba a medio pueblo y sabía que las gentes le seguían con la vista como a un canalla, a quien de buena gana hubiesen apaleado. Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto y delgado, de barba roja, de rasgos delicados y juveniles. Pero su andar era el de un viejo. Las humillantes gestiones que iniciara yendo de un comerciante a otro de la capital, no dieron resultado. Y le asustaba volver a su casa, porque su mujer tenía que saber al fin toda la verdad. Henrik Wangen era hijo de un recaudador culpable de malversación de fondos. Él había hecho de todo; era agrónomo cuando se casó con la hija de un aldeano riquísimo. El padre de la muchacha, que durante mucho tiempo se había opuesto a este matrimonio, acabó por consentir, aunque estipulando la separación de bienes. Pero, cuando Wangen fundó su fábrica de ladrillos, no sólo obtuvo la confianza y el 30
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dinero de su mujer, sino que su elocuencia y su entusiasmo lograron que también el suegro, el cuñado, y algunas personas más, le confiaran su caudal. Y ahora... Al llegar al final del puente, en donde un grupo de casas de obreros trepaba por la ladera de la colina, se encontró a un hombre encorvado, con un gabán viejo, gorra de pelo, boca sumida y gafas de oro sobre una nariz encorvada y prominente. Wangen se detuvo, abrió el maletín y sacó una botella envuelta en un papel: era un encargo que traía de la ciudad. El hombre de las gafas sonrió ante la botella como ante un objeto preciosísimo, y se la puso debajo del brazo. - Oye - dijo con una sonrisita -, tengo que darte una noticia. Pero Wangen se había alejado ya; pensaba en su mujer, que estaba esperando el cuarto hijo: ¿podría soportar lo que tenía que decirle? Pero el otro le alcanzó y le cogió del brazo. - ¡Un momento! es preciso que le dé la noticia - añadió sonriendo con expresión más bien maligna -. Entra un momento para probar la compra. - ¡Gracias! ¡ otra vez será! - dijo Wangen acelerando el paso. Desgraciadamente Wangen se había dejado tentar en más de una ocasión por aquel borrachín, un antiguo cónsul de Cristianía, a quien su familia sostenía en el campo. Pero, aquel día, había decidido volver a su casa sin beber absolutamente nada. Y, mientras, el otro continuaba colgado de su manga, y
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tanto hizo, que Wangen acabó por dejarse llevar a casa del cónsul. Cuando entraron en la salita, que apestaba a aguardiente y a tabaco, vieron la diminuta figura de un hombre acurrucado junto a la ventana y ocupado en consultar las cartas. Era el tercero de la pandilla, el que les acompañaba a tomar el grog, un anciano curial, deformado por la gota, que llevaba mucho tiempo retirado de los negocios. Le habían puesto por mote «el ex ministro del futuro gabinete». - ¡ Siéntate! - dijo el cónsul. Pero Wangen permaneció de pie, con el maletín en la mano. - ¿Una partidita? - preguntó el hombre de la ventana, sonriendo a su vez, tras de su blanca barba. - ¡Déjate de eso ahora! - dijo el cónsul que estaba enjugando los vasos -. ¡Ante todo, echemos un trago de este exquisito aguardiente! - ¡Gracias! yo no tomo nada - contestó Wangen -. Pero, ¿qué es lo que necesito saber? - ¡ Siéntate, muchacho! - Insistió el cónsul. Puso un vaso entre la luz y sus ojos y, contemplándolo con una sonrisa, exclamó: - ¡Dios mío! hay que confesar que el mundo es aún más malo de lo que creemos. Y no era poco decir, porque precisamente el cónsul no acostumbraba juzgar a las gentes con benevolencia. - ¿Qué pasa? - preguntó Wangen -; ¿le ha sucedido algo a su mujer, ocurre algo en su casa?
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El cónsul dejó el vaso en la mesa; clavó en Wangen sus maliciosos ojuelos y arrugó con desdén la bermeja nariz. - ¡Tantas cosas pasan, Dios mío! Vamos, ¿qué dirías si yo quisiese conocer, por ejemplo, tu opinión sobre el opulento propietario de Norby? - ¿Mi opinión sobre él? No la tengo: me basta con mis asuntos... Pero debo marcharme... - ¡Espera un poco! - dijo el cónsul -. Preciso es que Norby tenga algún antiguo resentimiento contra ti, porque, francamente, lo que quiere es enviarte a la cárcel por haber imitado su firma. El «ministro» levantó los ojos de su solitario para leer en el rostro de Wangen si debía echarse a reír o no. Hubo un largo silencio durante el cual el cónsul saboreó la situación, mirando a Wangen a través de sus espejuelos. Wangen rompió a reír, e, inconscientemente, alargó la mano para coger su vaso lleno. - ¡A vuestra salud! - dijo -. ¡No es malo este aguardiente! - ¿No me crees, tal vez? ¡ Pues es verdad! ¡ pregúntaselo al ministro! El ex ministro del futuro gabinete afirmó con la cabeza. Wangen los miró a los dos, uno tras otro. - Vaya, ¿qué tonterías me estáis contando? Aun creía que era una broma. - Sí, puedes decirlo - repuso el cónsul con maliciosa sonrisa -, es un mundo graciosísimo este en que vivimos hoy día. - ¿Ha ido alguien a mi casa, a atormentar a mi mujer? La voz de Wangen comenzaba a temblar: de repente palideció y quiso tomar su maletín. 33
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- ¡ Sí, ha tenido una visita! - dijo el cónsul, mirándole con expresión aviesa. - ¿El alcalde? - Sí. - ¿Porque... porque yo he hecho una falsificación? - precisamente. El cónsul gozaba tanto que se olvidó de vaciar su vaso. Wangen había vaciado el suyo y lo alargó para que se lo llenasen de nuevo. - ¡A vuestra salud! - dijo -. ¡Como eso sea cierto, el que irá a la cárcel será Norby, no yo! Luego se abrochó el gabán y salió apresuradamente.
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V Ocúrrenos, en la monotonía de los días, encontrar de repente un obstáculo que nos obliga a detenernos y a pensar. Para Henrik Wangen constituía su quiebra un obstáculo de esta clase. Al volver de Cristianía en el tren, con la inevitable ruina ante los ojos, estuvo a punto de pronunciar sin más ni más su propia sentencia de muerte. Comprendió que aquella quiebra, que causaba la desgracia de tanta gente, se debía a su ineptitud y a su incuria. Era terrible, pero era cierto. - ¡Y todo esto es la consecuencia de tu poco afán por adquirir nociones prácticas y sólidas! - pensaba -. Si no te hubieras quedado con demasiada frecuencia bebiendo en compañía del cónsul hasta muy entrada la noche, a la mañana siguiente hubieses sabido adoptar las determinaciones necesarias. Parecíale ahora que cada minuto de somnolencia y de pereza, en los momentos decisivos en que hacía falta obrar, tomaba forma y vida bajo la figura de una familia hambrienta y desesperada. «¿Lo ves? ¿Lo ves?...» En aquellos instantes de serena sinceridad consigo mismo, veíase obligado a recono35
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cer una cosa que le conmovía más sinceramente que todo lo demás. Debía confesarlo: su buen corazón había sido todavía más funesto para él que el aguardiente. En efecto, siempre se tranquilizaba diciéndose que sus intenciones eran excelentes: porque, en realidad, tenía las mejores intenciones del mundo. Confiando en sus impulsos generosos, había acumulado las mayores imprudencias, sin que nunca le reprochase nada la conciencia: la buena intención estaba siempre pronta para excusar las más abominables mentiras y circundarle como de una atmósfera de verdad. ¿Y ahora?... La realidad no se contentaba con buenas intenciones: quería algo más. Mientras corría el tren, acudía a su mente una de sus más caras ideas: la implantación de la jornada de ocho horas, con el propósito de mejorar la situación de los obreros. También esta innovación había contribuido a su ruina. Y es que en este mundo no se trata solamente de tener pensamientos generosos; es preciso que estos pensamientos no perjudiquen a los mismos a quienes se desea ayudar, como en este caso. Sintióse dominado por una cólera sorda contra sí propio. Juró no concederse un momento de descanso hasta pagar a todos aquellos cuyo capital disipara. Juró que no volvería a tocar una copa de aguardiente. Y se daba perfecta cuenta de que ni aun todo aquello bastaba. ¿Podría remediar alguna vez los sufrimientos de tanta gente, de los cuales él era el causante? ¡Y su mujer, que tanta confianza tenía en él!... Le daban tentaciones de agarrarse a sí mismo por la garganta y llamarse a gritos inepto e inútil.
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Vedle ahora camino de su casa, después de salir de la del cónsul y de enterarse de la «noticia». Cosa sorprendente: estaba más tranquilo; ya no humillaba la frente y andaba con más desembarazo. Sin embargo, no se explicaba bien las razones de aquel cambio; pero ya no le asustaba tanto el ver a su mujer y confesarle la verdad. Al acercarse a su casa, situada a la izquierda de la masa obscura de los pabellones de la fábrica, no vio luz más que en una ventana. Recordó el estado de su mujer y la visita del alcalde. - ¡ Pobrecilla! - pensó-. ¡Está sola, sin nadie que la tranquilice un poco!... Y sintió profunda ira, no contra sí mismo, sino contra Norby. - ¡Debe estar loco de atar! ¿qué se propondrá? Y era para Wangen un verdadero consuelo el poder desfogar su cólera en alguien que no fuese él mismo. Entró en el comedor, en donde había visto la luz: su mujer estaba sentada junto a una lámpara. Con una mirada vio que los niños estaban en la cama y que la mesa le esperaba, ya puesta. ¡Qué templada la habitación!... ¡Qué tranquilo todo!... Y, en medio de aquella paz, la joven, de pie, inquieta, le miraba como para gritarle: «¡Hasta pronto! ¿es verdad?» Era una mujer alta y hermosa, que aun no contaba treinta años. Vestía un traje gris, suelto, y los abundosos cabellos rubios rodeaban su frente como una corona. Tenía largas las pestañas que agrandaban y prestaban mayor dulzura a los claros ojos. Pero su rostro permanecía en la penumbra
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de la pantalla, mientras ella se apoyaba en el respaldo de una silla, inmóvil, impaciente, llena de ansiedad. - Todo lo sé - dijo Henrik rápidamente, soltando el maletín. Y, antes de que hubiese tenido tiempo de erguirse de nuevo, la sintió desplomarse en su silla y prorrumpió en llanto. - ¡Creí volverme loca! - decía sollozando. Permaneció de pie, mirándola. No había corrido a su encuentro para colgarse de su cuello ¿sospecharía de él realmente? Y, su rebeldía, su dolor ante esta idea, fueron para él como un consuelo, porque, con respecto a aquel asunto, por lo menos, era verdaderamente inocente, y podía defenderse en conciencia. Apoyó la mano en el hombro de su mujer. - Karen, dime, ¿lo crees? Hubo un silencio, un silencio lleno, para él, de desgarradora angustia. Por último, Karen le tendió una mano. Henrik la tomó. ¡Era tan delicada, y estaba tan caliente aquella mano compasiva que parecía ofrecerle en aquel momento toda la confianza de su mujer! Cierto que días atrás, Karen le había dirigido mil reproches, exigiéndole despiadadamente que le devolviese su dinero. Pero ahora había sobrevenido una cosa nueva, en comparación de la cual, todos los sucesos anteriores carecían de importancia, eran insignificantes, algo que le hacía unirse a su marido poniendo en él toda su fe. Transcurrió un minuto; luego, Karen señaló con un gesto la mesa puesta, y dijo con voz muy baja: 38
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- ¿No comes? Y se levantó, con algún trabajo, para coger la tetera que estaba en la estufa. - ¿Quieres que encienda la lámpara grande? - preguntó con dulzura. - No, querida, no vale la pena. Se sentó a la mesa, más para hacer desaparecer el olor a aguardiente que para saciar el hambre. Mientras comía vio sobre la mesa una botella de cerveza y sintió verdadera emoción. Ya no tenían el dinero necesario para seguir bebiendo cerveza; pero, indudablemente, Karen debió de haber encontrado en el fondo de un cajón aquella última botella, y, a pesar de la desgracia que se cernía sobre ella y en torno suyo, no se había olvidado de ponerla en la mesa aquella noche, porque debía llegar él. - ¿Y tú, has comido? - Le preguntó al ver que no se sentaba. - Gracias - contestó la joven -; creo que no podría atravesar bocado. - Sí, Karen, anda; toma una silla y come. ¿Te parece a ti que Sören no querrá comer esta noche? Esta broma sonó de una manera extraña en la atmósfera de tristeza que les rodeaba. Porque Sören era el nombre cariñoso que daban, en la intimidad, a la criatura que Karen llevaba en su seno. Y, por ello, cuando Henrik hubo pronunciado aquellas palabras, parecióles a ambos que les unía un invisible hilo de oro, y Karen no pudo menos de mirar a su marido con una sonrisa radiante. Aquella sonrisa
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parecía iluminar la habitación; sintiéronse menos angustiados y pudieron hablar tranquilamente de aquel asunto de Norby. - ¿Comprendes tú de dónde ha podido sacar semejante cosa? - preguntó Karen sirviéndose una taza de te. Wangen notó que los ojos de su mujer estaban fijos en los suyos, y esta vez pudo levantar la frente y sostener su mirada. - pues es preciso que esto se ponga en claro; o se trata de un error o... - ¿O qué? - repitió Karen. Mientras trataba de hallar una razón plausible para aquella inverosímil acusación, experimentó como un vago temor de que no se tratase sino de un error, sencillamente. Era, en efecto, como si en su conciencia surgiera una estrella que le deslumbrase; entreveía estas palabras: proceso, absolución, rehabilitación. Y comprendía, confusamente aún, que allí estaba la salvación, la liberación, no sólo por lo que se refería a la denuncia misma, sino por todo lo demás. - Norby es de esos hombres a los que nunca llega uno a conocer a fondo - dijo al fin -. Es posible que las dos mil coronas que hay por medio le hayan hecho perder la cabeza por completo. Karen alzó los ojos, y sus miradas decían: «¡Dos mil! ¡ todavía más!...» Y agitó la cabeza con un movimiento casi imperceptible. Pero Wangen continuó, dominado por el temor inconsciente de que este aspecto material de la cuestión acaparase toda la atención de Karen.
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- Pero debe de haberse vuelto tonto. ¡Demasiado sabe que hay un testigo, y que no le será posible sostener su mentira! Y, a medida que hablaba, que podía insistir en su inocencia en aquel asunto, recobraba la tranquilidad, y las circunstancias le parecían menos graves y menos tristes. Su misma mujer le seguía por aquel camino. Hasta entonces olvidó por completo interrogarle acerca del resultado de sus gestiones en Cristianía y de la suerte de su propio dinero. Como un rayo había caído en la casa la noticia de un suceso tan importante, de tal magnitud, que relegaba todo lo demás a segundo término. - Bien; ¿qué tal te ha ido por allá? - preguntó al fin. Y entonces él tuvo la sinceridad de responder claramente: - Karen querida... lo peor es que tu fortuna... No pudo decir más porque se le veló la voz; ya no experimentaba ni temor ni desesperación, y tan seguro del perdón de su mujer estaba, que podía permitirse decir una cosa desagradable, con toda tranquilidad. Y así era: Karen no se indignó, no le pidió cuentas de todas las esperanzas ficticias con que la había deslumbrado. Bajó la cabeza, porque aun le parecía verse ante el alcalde, y contestó, suspirando: - ¡Dios mío! conque seas inocente de esa falsificación me contento, y... - ¡No digas eso, Karen! - exclamó Wangen con los ojos húmedos -. Creo haber contraído una gran responsabilidad con respecto a ti, y... 41
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- Todo, todo puede arreglarse - replicó ella, mirando la lámpara -; todo puede arreglarse con tal de que el honor quede a salvo... Era cosa hecha: ya no había por qué tener miedo a aquella confesión. ¿Hubiese podido imaginar nunca que le saliesen tan bien las cosas? - ¿Qué será esto? - pensaba al levantarse de la mesa. Parecíale que debía considerarse desgraciado, y no lo conseguía. Era inocente por lo que hacía a aquel asunto particular: no pensaba en otra cosa, y este sentimiento de su inocencia era como una luz que de repente se hubiera encendido en su interior, iluminándolo todo, mitigándolo todo. El remordimiento y la tristeza que le agobiaran en el tren, todo lo que le había atenaceado y mortificado durante muchas horas, todo se desvanecía, desaparecía como una neblina vaga y lejana. Entró en la alcoba para contemplar un instante el sueño de las dos niñas, sentado en el borde de la cama próxima a aquella en que las dos pequeñuelas dormían juntas. En el tren habíase reconocido indigno de engendrar hijos, pero, ahora, aun se sentía feliz y orgulloso de ser padre. - ¿Cuánto tiempo piensas que podemos estar aquí? - Le preguntó Karen a su vuelta -. ¿Crees que tendremos que marcharnos antes de mi parto? Su voz tenía un acento de inusitada resignación. - No - contestó Henrik -, no se trata de eso. Recorrieron la casa, llevando él la lámpara. Empujábales a ello una especie de presentimiento común de que pronto les quitarían todo aquello, y de que se quedarían solos, sin casa ni hogar, con las manos vacías. Detuviéronse delante de 42
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un espejo, de un tapiz y de un cuadro que estuvieron mirando, y él, con el brazo libre, le rodeaba la cintura, como para sostenerla. - ¿Sabes? - dijo Karen suspirando -, después del parto procuraré pasarme sin criada. - No, no sería razonable. - pero, Henrik, ¿has pensado en lo que nos quedará para vivir? Wangen recordó una promesa que a sí mismo se hiciera en el tren. Había decidido emprender algún trabajo, para que por lo menos su mujer, a quien debía todo, pudiese vivir sin privaciones. Pero no habló de la resolución adoptada. El sentimiento de su inocencia le llenaba de inconsciente orgullo, y se atrevió a decir: - confiemos en que aún será posible llegar a un arreglo con los acreedores. Estrechó con más fuerza la cintura de la joven, como para infundirle esta quimérica esperanza. Y Karen se apoyó en él, dejó caer la rubia cabeza en el hombro de su marido, porque estaba completamente segura de que era inocente de aquella falta, comparado con la cual, todo lo demás perdía su importancia, se reducía a las mínimas proporciones de las cosas de las cuales es fácil triunfar. La niñera había salido. Estaban solos en la casa y el silencio les hacía hablar en voz baja. Karen se encontraba cansada de estar de pie y se dejó caer en una meridiana; él se sentó a su lado, después de colocar la lámpara sobre un velador cercano.
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Permanecieron así, callados, con la mirada perdida en el espacio, en dirección al piano. La lámpara proyectaba sobre ellos una débil claridad, mientras en torno suyo todos los muebles de la estancia quedaban sumidos en la sombra. - papá vino cuando estaba aquí el alcalde - dijo al fin Karen, sin mirar a su marido. - ¿Cuál ha sido su impresión? - Según él todos te creerán culpable. Norby es un hombre influyente. Por lo demás, papá volverá mañana; le prometiste traerle de la ciudad las últimas diez mil coronas que te proporcionó, ¿no es verdad? Wangen bajó la cabeza. Tornaba a ver a su suegro, con su pelo blanco y sus penetrantes ojos, de párpados enrojecidos. Ahora que todo se había perdido, ¿qué le diría al viejo al día siguiente? - Y también ha venido la viuda, ya sabes, la de Thortad. Le prometiste devolverle la mitad de su dinero cuando regresases de Cristianía. Wangen no apartaba los ojos del piano; temía que le preguntasen: «¿Tienes el dinero?» Karen continuó: - Lo peor es lo que ocurre con los obreros: carecen de todo y nadie quiere fiarles. ¡En el rigor del invierno! Y le faltaba poco para echarse a llorar. ¿Se presentarían también al día siguiente, impacientes por saber a lo que se reducía todo lo que les había prometido? Wangen los veía a todos en la semiobscuridad: al viejo, con sus penetrantes ojos de párpados enrojecidos, a la viuda,
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a la que dejara sin caudal, a los obreros... Todos, todos irían al día siguiente a pedirle cuentas. Sintió un escalofrío por la espalda. Las imputaciones que a sí mismo se hiciera en el tren, resurgían ahora, se abatían sobre él como una sombra densa, en tanto que la luz de su inocencia, la certidumbre de no haber hecho la falsificación de que le acusaban, parecía perder toda su virtud, se debilitaba, como la llama de un farol que está a punto de apagarse. Y se encontraría solo en una obscuridad en la que había de llenarle de desesperación su terrible responsabilidad, en la que las innumerables manos de su remordimiento le aprisionarían, condenándole para siempre, sin piedad, a todos los tormentos del infierno. De pronto, se levantó. - ¡Vamos! - dijo con un movimiento que le hizo levantar los hombros -; hace frío aquí. En el comedor, dejó la lámpara sobre la mesa, y contempló la llama un instante. - después de todo, reflexionando bien, comprendo por qué quiere Norby humillarme. - ¿Por qué? - preguntó Karen con interés. Wangen permanecía en pie, sin moverse, en la misma postura. - Sí, ese buen hombre tiene mucha ambición y además es rencoroso. No le reeligieron presidente de la junta municipal en estas últimas elecciones, y sin duda ha creído que yo tuve la culpa. - ¡Dios mío! - Suspiró Karen.
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Y Henrik trataba de figurarse a Norby y aquel resentimiento suyo, ya antiguo, y le veía allá, en su granja, bajo la figura de un finísimo gnomo, tan deseoso de vengarse, que parecía que iba a reventar. Pero esta imagen, nada imparcial, reanimó en Wangen el sentimiento de su inocencia; inocencia, que ya era para él como un hilo del cual estaba suspendido y que no debía, romper. Oyó que su mujer le daba las buenas noches, pero no se movió. Cuando por último entró en la alcoba, estaba Karen ante el espejo, medio desnuda, recogiéndose en una trenza, para dormir, su hermoso pelo rubio. - Oye - dijo Henrik en voz baja, como si vislumbrase a lo lejos alguna esperanza de salvación -, ya sé por qué Norby hizo fracasar el proyecto de construir la iglesia de ladrillo. Ya ves, no convenía que la fábrica tuviese esa ganancia, Norby quería suministrar la madera...4. Empezó a pasearse de arriba abajo, y a poco se paró. - ¡Y también comprendo por qué me han abandonado tantos parroquianos en estos últimos tiempos! Era preciso que desapareciese la fábrica para dejar el puesto a los grandes propietarios de bosques. - ¡No!... ¿de veras lo crees? Se apartó del espejo, y miró a Henrik, asustada de la maldad de las gentes y contenta al mismo tiempo al pensar que la decadencia de la fábrica no se debía a la ineptitud de su marido.
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En Noruega, la mayor parte de los edificios son de madera. 46
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Afuera, gemía el viento en las grandes chimeneas de la fábrica. Una puerta del granero daba portazo tras portazo, tanto que toda la casa temblaba. - Dispensa - dijo Karen -; esa puerta no ha cesado de hacer ruido desde que se marchó la criada. Pero no me he atrevido a aventurarme en la escalera; ¿quieres ir tú? Fue; y, ya de vuelta, prosiguió: - Además, tenemos lo de la jornada de ocho horas que asustó a todos los ricachos de la comarca. Sí, empiezo a comprender... Y, cada vez que descubría una nueva probabilidad de que existiese un complot contra él, sentía que se le quitaba un nuevo peso de encima. Y, por ello, seguía buscándolas, siempre con el vago temor de no encontrar bastantes. Karen, de pie junto a su cama, en camisa de dormir, daba cuerda a su reloj. Se acercó a ella y le echó el brazo por los hombros. - Y ahora, Karen - dijo con emoción -, me explico por qué se empieza a desconfiar de mí en Cristianía y por qué es tan poco probable un arreglo. Tratan de impedirlo haciendo correr la voz de que he cometido un delito. - ¡ Pobre Henrik mío! Colocó el reloj en su sitio, se volvió hacia él y, rodeándole el cuello con un brazo, dijo: - ¿No te he juzgado mal yo también, Henrik? ¿puedes perdonármelo? Se conmovió, y, atrayéndola hacia sí, notó a través de la tela el color de su cuerpo. Permanecieron de pie, en silencio, 47
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apoyando cada uno de ellos la cabeza en el hombro del otro. Veíanse perseguidos por la misma injusticia, sentíanse sumidos por la misma inocencia, experimentaban idéntica necesidad de mantenerse abrazados amorosamente. Y Henrik pensaba en la fortuna de su mujer, dilapidada, y ya no se consideraba, culpable; lo eran aquellos a quienes molestaba la fábrica de ladrillos. Pensaba en su anciano suegro arruinado, y no le asustaba la idea de verle llegar a la mañana siguiente. También se le aparecían la viuda y las familias de los obreros; pero ya no eran acusadores. Los compadecía, compartía su cólera, pero esta cólera suya la provocaban otros. - ¿No te acuestas? - preguntó Karen. - Espera un momento. Y no se movía. - ¡ Pero empiezo a tener frío, Henrik! Temía dejarla, como si su mujer hubiera sido aquella paz de la conciencia que había adquirido, y le salvase, le librase de una espantosa desesperación. - ¡Daré una vueltecita - dijo por último -, de lo contrario no podré dormir! - No volverás muy tarde, ¿verdad? ¡ recuerda que estoy sola! - ¡Quédate tranquila! Pero Karen quedó inquieta. Siempre se iba a dar una vueltecita, y el paseo acababa siempre en casa del cónsul, de donde volvía tarde y con las piernas poco seguras. Wangen andaba con las manos metidas en los bolsillos de su gabán. El piso endurecido por la helada, resonaba bajo 48
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sus pies; la inmensa bóveda celeste, resplandeciente de estrellas, dilatábase por sobre las colinas cubiertas de nieve y los sombríos bosques. - ¡Alabado sea Dios! - dijo Wangen para sí-, es probable que la jornada de ocho horas no haya contribuido a la quiebra. Y, sin que supiera explicárselo, parecíale encontrar un ideal perdido, por lo que aun confiaba en un porvenir amable y brillante. Después pensó, naturalmente, en Norby y en los demás ricachos, siempre encima de sus talegas de dinero, como las lluecas, recelosos de toda novedad, temerosos de todo, odiosamente prevenidos contra la menor tentativa hecha para mejorar la suerte de las clases inferiores. - Esta vez han sofocado mi tentativa - pensaba -; pero no he concluído. Siguió andando hasta llegar frente a la casa del cónsul. Aun había luz en su cuarto. Un genio benéfico le susurró: «Acuérdate de la promesa que te hiciste en el tren...» Pero hay momentos en que nos sentimos tan bien dispuestos, tan seguros de nosotros mismos, que no reparamos en minucias. Wangen necesitaba alguien con quien hablar, con quien desahogarse; por lo demás, se juraba a sí mismo que sólo se detendría un cuarto de hora. - ¡Ah!... ¿Qué tal? ¿qué tal? ¡ cómo! ¿todavía no te han preso? - preguntó el cónsul. Estaba en bata, preparando un grog. Sentáronse con la botella entre ambos, a examinar detenidamente aquel asunto. Wangen hablando, se exaltó hasta hacer nuevas hipótesis, y sospechar que había mayor número 49
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de peces gordos en el complot: y los trataba a todos sin ningún miramiento. El cónsul le excitaba con observaciones llenas de veneno, y era todo oídos; se proponía contar al día siguiente, por todo el pueblo, cuanto oyese. La botella iba vaciándose poco a poco. Y, cuando Wangen, algo después de media noche, regresó a su casa, tropezaba más de lo necesario. - ¡El pobre cónsul! - decía para sí, lleno de temor ante la idea de volver a su hogar -. ¡La vida no ha sido ciertamente, muy dulce para él! Lo que necesita es un poco de simpatía y de compasión. Cuando entró con estrépito en la alcoba, se despertó Karen sobresaltada, lanzando un grito de espanto. Al día siguiente le dolía la cabeza, estaba avergonzado y de nuevo comenzaba a asustarle la visita de aquellos a quienes esperaba. Pero, aferrándose a aquel asunto de Norby, a aquella denuncia falsa presentada contra él, logró recobrar en breve la confianza en sí mismo. Por la tarde tuvo que ir a la estación, pero ya no temía presentarse en público. Y vislumbraba vagamente el plan de una conferencia que daría a los obreros para explicarles las verdaderas causas de la ruina común. Cuando regresó, el sol iluminaba los campos nevados, ofendiendo la vista. Allí estaban los hornos de la fábrica, apagados, con sus altas chimeneas que parecían clamar al cielo. Pero no contra él. Al volver el día anterior de Cristianía, pensaba que su casa era excesivamente elegante y los pabellones de la fábrica vastos y costosos. Ahora todo lo veía con otros ojos. Harto sabía que, al construir aquellos edificios, lo hizo 50
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con profunda fe en el porvenir de aquella industria en la región; y tanto en la fábrica como en la casa parecía ondear la bandera de la inocencia.
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VI Pasaban los días uno tras otro y Norby aun no había retirado la denuncia. Ya en un periódico había aparecido un entrefilet a propósito de la falsificación, y conforme iba propalándose y cundiendo el embrollo, más le asustaba a Norby el pensamiento de asumir la responsabilidad de todo aquello. Cuanto más esperaba, mayor importancia adquiría el asunto, y menos capaz se consideraba de bajar la cabeza y atenerse a las consecuencias. Hubiera sido deshonrarse voluntariamente a sí mismo. ¿Debía aceptar también esto, como otra recompensa, sólo por haber acudido un día, por pura bondad, en ayuda de Wangen? ¿Y sus enemigos? ¡Ah! ¡cómo se reirían a costa suya durante toda su vida! ¿Y el pueblo? Le haría objeto de sus burlas, y él se creería siempre en la picota para irrisión de todos. ¡El pueblo! Norby se lo representaba como una cosa infinitamente grande que no tenía ojos sino para cuanto él hacía. Era su pueblo: le veía especialmente cuando estaba en la cama con los ojos cerrados, hasta tal punto le era familiar. En 52
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toda la comarca eran iguales los bosques, las granjas, las colinas, los ríos. Pero, en cuanto a las personas, las había de dos clases: las que le elogiaban y las que hablaban mal de él. No existían otras en el pueblo. Consideraba a las primeras, como gentes honradas y excelentes; a las últimas, como enemigos, y sabía recordarlo cuando llegaba la ocasión. ¿Y ahora? No ignoraba que todos se pasaban el día hablando únicamente de aquel asunto. Veíaseles asomar las cabezas por las puertas entornadas, y se oían voces gritando de extremo a extremo de la calle: «¿Sabes la noticia?» Imaginábase Norby a las gentes corriendo por los senderos, volando sobre sus skis a través del espacio, escribiendo cartas, que eran expedidas, por montes y valles, a toda la comarca. Y siempre la misma frase: «¿Sabes la noticia?» Si daba pie a aquellas mismas personas para que murmurasen de su mujer, esta vez se pondría de nuevo en campana, harto lo sabía, y cada vez se encolerizaba más. Pero, de pronto, empezó a ir gente a visitar al viejo, y a hablarle del escándalo. ¿Qué debía contestar? Era preciso responder algo. Al principio, procuraba evitar las preguntas, pero después tuvo miedo de que tal sistema le comprometiese. - ¡Eres un imbécil! - pensó-, las cosas no han de ir peor de lo que van porque hables, mientras no encuentres un modo cualquiera de salir de este atolladero. Y llegó el día en que habló del asunto sin reticencias, tanto porque estaba impaciente, como por su afán de que le dejasen tranquilo. Pero, cuando el visitante se marchaba, el viejo, asomado a la ventana, le miraba alejarse, como mirara 53
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al hombre de los skis el primer día. Aquel hombre iba a contar la historia a otros hombres: Norby había pronunciado palabras que ya le era imposible retirar. Ahora se daba cuenta de que la puerta del municipio se había cerrado para él. Era preciso dejar que las cosas se arreglasen por sí solas. Cada vez que decía la dolorosa mentira, se consideraba obligado a repetirla una vez más para que todo siguiese como estaba. Pero siempre le parecía ver alejarse aquella mentira peligrosa que al salir de su boca iba multiplicándose, divulgándose por el pueblo, tomando cuerpo de día en día como un espectro que, de improviso, se revolvería contra él. Sin embargo, era preciso ayudar al espectro a crecer aún más, era preciso no vacilar, no manifestar temor, era preciso conducirse como el domador que no se atreve a volver la espalda a la fiera. Ya no podía hacer otra cosa. Durante los tristes días invernales en los que no cesaba de nevar, el viejo iba de acá para allá por el patio, arrastrando los pies, asomándose a la puerta de alguna dependencia, saliendo por otra, riñendo a todos sus criados, imaginándose hacer algo útil siendo así que nada hacía falta. Cuando sabía que nadie le miraba, ocurríale quedarse parado largo rato contemplándose los zapatos. Luego movía la cabeza: «¡ Sí por lo menos no existiese el tal Herlufsen!...» Pero Herlufsen seguía allí, vigilándole desde lo alto de su colina cual un gnomo cuya cabeza llegaba al cielo. Y, como siempre que le sucedía a Norby una desgracia, el gnomo burlón y odioso le gritaba desde el otro lado del valle: «¿Qué tal, Norby? Mal, ¿eh?» 54
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- ¡ Pobre papá - dijo un día Ingeborg a su madre en la cocina -. ¡Tiene una cara tan mala y está tan pálido! Es imposible que se encuentre bueno. - Sí - contestó su madre -. Sin duda es este asunto el que le tiene enfermo. No es nada agradable, ya lo sé; pero, después de todo, no somos nosotros los culpables. Wangen se deberá a sí mismo cuanto le suceda. Ingeborg redobló los cuidados de que rodeaba a su padre, porque le parecía que se iba desmejorando. ¡Y cuánto se conmovió al enterarse de que aquel asunto le afectaba tanto! ¡Ah! ahora podían ver las gentes lo bueno que era su padre. Desde hacía, mucho tiempo sabía ella que era el hombre mejor del mundo. Pero, ¿cómo pintar el espanto de la pobre muchacha el día en que le contaron que Wangen había dicho: «No soy yo quien irá a la cárcel, sino Norby?» Hasta entonces, Wangen le había inspirado cierta compasión porque era culpable; desde aquel momento se convirtió a sus ojos en un hombre terrible. ¿Y si lograba, arruinar a su padre? No se atrevía a hablar de sus temores a su madre, y, como no tenía a quien confiarse, su inquietud fue en aumento, hasta tal punto que comenzó a no poder dormir. Entonces pidió a Dios que la consolase, y todas las noches rezaba largas y fervientes plegarias. Sabía que para que su oración fuese escuchada, era preciso que ella se hiciese digna de ser atendida. Y, en efecto, a medida que conseguía vencer sus malas inclinaciones, parecíale advertir que sus súplicas obtendrían respuestas más consoladoras y eficaces.
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Poco a poco, llegó a imaginarse a su padre rodeado de ángeles buenos que le protegían. ¡Qué felicidad! Wangen era ya inofensivo. Intentase lo que intentase, nada lograría. Y aquella muchacha fatigada, triste, empezó entonces a caminar con paso más vivo, con el rostro iluminado, como si llevase en su interior la luz de una alegría secreta. Cesó la tirantez entre Norby y su mujer. Pero por esto mismo resultaba cada vez más imposible explicar la verdad a Marit. Pocos días después, el viejo llevaba a Laura a la estación en su trineo grande. La niña volvía a la ciudad para ingresar nuevamente en su colegio. Era un día claro y frío, el cielo estaba despejado y los campos nevados tenían una blancura deslumbradora. Los patines del trineo hacían crujir la nieve endurecida. El viejo, envuelto en su ropón de pieles, dirigía de cuando en cuando a su hija una rápida ojeada. Nunca la había visto tan linda como aquel día. ¡Estaba tan encendido su rostro juvenil por efecto del frío, y eran tan azules y tan vivos sus ojos! Y cuanto más le miraba con aquellos ojos, charlando y riendo, mayor era su vergüenza al pensar que no merecía la estimación de aquella niña. - Es preciso que escribas con alguna más frecuencia que antes - dijo sin volver la cabeza, como si hablase con su caballo -. Queremos saber si adelantas. En la estación, en el momento de la despedida, mientras el tren se desperezaba para arrancar, sintió deseos de besarla en la frente. Pero no era aficionado Norby a prodigar caricias, y se contentó con deslizar en la mano de su hila un billete de Banco suplementario. 56
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- Para que te compres algo - Le dijo. Esto suplía al beso. Cuando ocupó de nuevo el trineo y emprendió la vuelta, parecíale encontrarse solo en el mundo. ¿Quién podía adivinar los males al encuentro de los cuales corría al regresar a Norby? Cuando llegó a su casa, Marit salió a la puerta a recibirle. - Otra vez te has olvidado de la declaración. Se trataba de una declaración escrita dirigida al comerciante al cual presentara Wangen el documento en que él se declaraba su fiador. - ¿Tanta prisa corre? - murmuró el viejo despojándose del abrigo. - Hace ocho días que está aquí. Ayer telefonearon desde la casa preguntando qué ocurría. Norby entró de mala gana en su despacho. La declaración estaba sobre su mesa. Había hablado ya con toda clase de personas a propósito de la falsificación hecha por Wangen, pero firmar aquel papel con su nombre le parecía mucho más penoso. Marit le había seguido. Permanecía de pie, en la puerta, esperando. - ¿Es preciso hacerlo ahora mismo? El viejo levantó lentamente los ojos hasta ella, mientras su mano buscaba a tientas el estuche de las gafas. - Tengo que ir al correo: llevaré el pliego con las demás cartas. Marit sentía la necesidad de ser en aquel asunto la fuerza que obra, porque temía que su marido deshiciese a sus espaldas lo que ella había hecho.
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Norby metió la pluma en el tintero y se detuvo, permaneció sentado, mirando el retrato de Johan Sverdrup, que tenía enfrente. - ¡Es un asunto enojoso! - dijo como si se dirigiese al retrato. Marit se encogió de hombros. - No tenemos más remedio que velar por nosotros mismos y por lo que nos pertenece. Si no, ¿para qué servirían las leyes y los tribunales? - ¡Ciertamente, ciertamente! - dijo el viejo suspirando. Vio nuevamente aquel espectro que crecía, crecía, para precipitarse sobre él en cuanto volviese la cabeza: Y, lentamente, firmó: «Knut 0. Norby.» Pero, cuando su mujer salió de la granja, quedóse otra vez inmóvil, siguiendo con la vista aquella declaración que se ponía en camino y de la que era imposible retractarse. Porque ya era cosa hecha. Había puesto su firma al pie de una declaración falsa. En lo sucesivo, el nombre de Knut O. Norby no sería ya lo que hasta entonces había sido. - Vamos, es preciso que me ocupe en algo - pensó encogiéndose de hombros -. Tal vez se me quite el mal humor. Pero estaba cansado; no había dormido mucho la noche anterior. Se acostó en el sofá de cuero y cerró los ojos un instante. Tenla la sensación de que ya nunca, nunca, se encontrarla con valor para reparar su falta. Lo que le preocupaba especialmente, era que Wangen estaba siempre allí ante sus ojos. Desde el momento en que para no ir a confesarle todo al alcalde, recurrió al artificio de representarse a Wangen bajo un aspecto desfavorable, la 58
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imagen de aquel hombre quedó grabada en su conciencia como con un hierro candente. La veía en todas partes, la encontraba entre todos aquellos con quienes conversaba. Y ahora, la ve de nuevo... Se levanta, sale, hace enganchar un caballo y se marcha al bosque, para presenciar el acarreo de la madera de construcción. Desde lejos, oye en el bosque el estrépito de los troncos que descargan, y no tarda en encontrarse en aquel lugar. Allí están los troncos, en grandes montones junto al camino, y allá lejos, en la colina de rápida pendiente, y en el sitio en que un carril arranca del bosque, aparece una carreta cargada. Pero, ¿qué es eso? El caballo se sienta sobre sus patas posteriores y se deja resbalar hasta abajo; caballo, trineo, todo desaparece entre un torbellino de nieve que hiende los aires y cae a lo largo de la ladera rocosa. Es una locura y el viejo se encoleriza. Pero, cuando la carreta llega al camino, el caballo queda de pie, completamente incólume, y Knut ve con estupor que el hombre sentado encima de los tablones es Wangen. Norby se acerca con su látigo. No sabe qué decir. Y Wangen comienza a descargar la madera. «¡Ah! ¡querías acusarme de falsificación, Norby! ¿Y tú, tienes tus papeles en regla?» Norby alza el látigo y quiere precipitarse sobre él. Pero he aquí que aparece otra carreta en lo alto, y que de nuevo se sienta el caballo sobre las patas posteriores y se deja escurrir. ¿Así maltratan a los caballos de Norby? ¡Ya les enseñaré su obligación! Pero el hombre se detiene junto al montón de troncos, y también esta vez es Wangen.
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- ¿Cómo demonios...? Y, mientras descarga el trineo, le dice con irónica sonrisa: «Querías acusarme de falsificación, Norby; pues, y tú, ¿qué has hecho?» Norby enarbola nuevamente el látigo, quiere arrojarse sobre él... pero, de repente, ve allá arriba otro caballo; es la Jaquita de pura raza. ¡Le van dejando sin bestias! También es Wangen el que va con la carga; y habla, con la sonrisa de costumbre: «¡Eh! Norby, ¿está tranquila tu conciencia? Verdad es que el testigo ha muerto, pero... ¡ aguarda un poco!» Y aparece otra carreta, y otra; toda la colina es un torbellino de nieve. Por la pendiente baja una hilera de trineos, y aun se ven más en lo alto. Wangen va sentado encima de cada carga; ¡ siempre el maldito Wangen! El viejo lanza un grito, se levanta de un salto del sofá y se restriega los ojos... ¡Alabado sea Dios!... - Decididamente es preciso que me ocupe en algo. Se viste y baja. Es demasiado tarde para ir al bosque a vigilar a los trabajadores. Va a dar una vuelta por las porquerizas. Pero aquellos doce animales blancos y gordos que hasta entonces habían constituido su orgullo, están ahora, según él, hechos una verdadera lástima. «Todo empieza a torcérsete, Norby - piensa -. Y, por si fuese poco, era preciso que te metieses en este atolladero... Ahí tienes lo que has sacado por haber hecho un favor por pura amabilidad...» Suspiró y quiso marcharse. Pero un marrano sacó el hocico por entre los barrotes de la cerca; quería que le rascasen. El viejo alargó la mano, y, bruscamente, retrocedió un paso. ¿No tenía aquel puerco cierto parecido con...?
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Estremecióse de pies a cabeza y se apresuró a salir. Por una especie de curiosidad quiso recorrer los demás establos. Las vacas se volvían hacia él, mugiendo una tras otra. Norby, entre turbado y temeroso, miraba atentamente todas aquellas cabezas que se adelantaban hacia él. La primera, la segunda, la tercera... «Pero, ¿qué era aquello?» Volvió, rápido, la espalda y huyó literalmente; hasta en inocentes animales empezaba a ver aquel rostro maldito que le perseguía. Cerró con violencia la pesada puerta del establo; al mismo tiempo oyó mugir a una vaca y esto le puso de peor humor. - Soy un imbécil - Se dijo a sí mismo cuando hubo salido sano y salvo -. ¡Qué alucinaciones! Volvió sobre sus pasos, pero de repente giró sobre sus talones. No se atrevía a comenzar de nuevo el experimento. Llegó a pensar que los aldeanos no le trataban ya con el mismo respeto de antes; por esta razón se enojaba con ello con más frecuencia que de costumbre. Cuando guiaba le parecía que ni los mismos caballos lo obedecían como otras veces; hubiérase dicho que habían concebido sospechas. Y se servía de la fusta como nunca se sirviera; devoraba las distancias corriendo de una manera desatinada. De lo que estaba muy seguro era de que Héctor, su perro, su fiel amigo, le miraba ahora con una expresión sombría, como si supiera algo. - ¡No te apures! - pensaba -. Si los animales te desprecian, los hombres, por lo menos, te estiman más... La indignación que sentía el pueblo contra Wangen, rodeaba, por contraste, a Norby de una aureola. Por uno que se 61
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pusiese de parte de Wangen, veinte se declaraban en favor de Norby. Cuando pasaba el viejo en su trineo de un asiento, arrebujado en su abrigo, las gentes le saludaban más respetuosamente que nunca, y los que antes no le saludaban, lo hacían ahora. Y ocurría entonces que el viejo sonreía interiormente: «¡Los animales te desprecian, pero los hombres se quitan el sombrero al verte! ¡Eso es!...» - ¿Y si no hiciesen otra cosa que burlarse de ti? - Se preguntó un día -. ¿Y si no te manifestasen tanto respeto sino por mofa?... No podía soportar esta sospecha; era preciso salir de dudas. Un día tuvieron en el presbiterio la sorpresa de ver que el trineo de Norby se detenía a la puerta, y que Norby entraba metiendo ruido con sus zapatones. Estaba muy alegre; sentado, con el busto algo inclinado hacia delante, se acariciaba la rodilla contando que, de acuerdo con su mujer, había decidido asar, el sábado, un cerdo entero, como había visto hacer en Inglaterra. Si alguien iba a verle aquella tarde, pudiera ocurrir que le diese algún hueso que roer. El pastor y su esposa se echaron a reír, que era lo que Norby quería. ¡Tenía una manera tan original de convidar a los amigos! Y el viejo pensó: - ¡Cuando se ríen de tan buena gana, es que no sospechan de ti! Diéronle ambos las gracias por la invitación, le prometieron ir y el viejo se tranquilizó. Hizo luego irrupción con gran algazara en casa del doctor, en donde todo salió también a pedir de boca. Visitó asímismo al alcalde, al canciller y al juez, 62
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y, cuando al fin volvió bridas para regresar a su casa, sonreía alegremente en su trineo. Fue, como era costumbre en Norby, una comida suntuosa. Lo que más complacía al viejo, era poder lucir sus cubiertos de plata y hacer saborear su vino, vino y cubiertos, como no los tenía ninguna «autoridad». El cerdo y el exquisito vino que le acompañaba pusieron a todo el mundo de buen humor. El rostro del viejo estaba radiante, enrojecía, y se animaba tanto más, cuanto que Norby comía, bebía y hablaba más de lo necesario. No se hizo ninguna alusión a la denuncia. Pero, mientras Norby estaba a la cabecera de la mesa, bebiendo ya a la salud de uno de sus invitados, ya a la salud de todos, en sus sonrisas y en sus miradas, leía lo que deseaba: «¡Eres un amigo jovial, un hombre excelente!» Por último, cuando todos se dispersaron por los dos vastos salones para tomar el café, se acercó a él el alcalde y se lo llevó aparte. Y, estando los dos de pie, con las tazas a la altura del pecho, el alcalde le contó en voz baja que el documento en que Norby se declaraba fiador de Wangen había sido enviado a la cancillería. Lo había examinado, y érale preciso confesar que la firma de Norby estaba muy bien imitada. En cuanto a la de Haarstad, la imitación, resultaba, en verdad, demasiado ingenua. Cierto que Haarstad no había sido un calígrafo, pero su letra no era tan legible y tan enrevesada; él, el alcalde, podía dar fe de ello. - ¡ Imbécil! - pensó Norby bebiéndose su copa de licor -. ¿No sabes que las personas como Haarstad escriben su nombre de doce maneras diferentes? ¡Vaya que eres listo! Y en alta voz preguntó: 63
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- ¿Has hablado con Wangen? El alcalde se echó a reír. - ¡Ya lo creo! Asegura que firmasteis en el Gran Café. - ¡Mentira! - dijo Norby para sí-, fue en el Hotel Carl Johan. El alcalde vació su copa y continuó: - Pero lo más triste para él es que el testigo ha muerto y que nadie más le vio firmar. Por otra parte, son muchas las personas que están recibiendo ahora, del almacén que él fundó, cuentas saldadas hace mucho tiempo; esto produce también muy mal efecto. No es hombre cuya firma inspire confianza. Cuando, después de media noche, se oyó en la puerta del patio la última esquila del último trineo, Norby se puso a pasearse por los desiertos salones, restregándose las manos. Ya sabía con seguridad que las gentes seguían considerándole como al anciano Knut Norby de antes y que le respetaban como hasta entonces le habían respetado. ¿En el Gran Café?... Pero, si es una mentira evidente... Nunca he firmado nada en semejante sitio. ¡Qué grandísinio embustero es el tal Wangen! Y sentía como un consuelo al pensar que, por lo menos, una parte de aquella historia no era verdad. ¡Nadie en el mundo podía probar que había puesto su firma al pie de un documento en el Gran Café! - Ganarás el pleito. Puedes estar completamente tranquilo... Y, poco después, añadió: - pero, ¿de veras tienes intención de ganarlo, Norby? 64
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Se dejó caer en un sofá junto a una mesa, en el gabinetito formado en un rincón de uno de los salones. Sobre la mesa había una botella de licor. Cuando fue Marit a buscarle para que subiese a acostarse, le encontró borracho, con gran asombro suyo, y no pudo conseguir que se moviese de allí. Volvió al cabo de una hora y con una vela en la mano cruzó la obscura estancia en la que aún flotaban ligeras nubes formadas por el humo del tabaco. Detrás del cortinón del gabinete había luz. Se acercó para mirar, prudentemente. El viejo estaba tendido en el sofá, y se había dormido con la copa en la mano.
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VII A orillas del lago, hay una casita de un solo piso medio oculta por los corpulentos árboles que crecen en el jardín. Allí vive la señora Thora Skard, la viuda del inspector forestal. Desde la muerte de su marido no frecuenta los salones de las personas a quienes acostumbraba visitar, y desde entonces, vive tranquilamente, a la sombra de sus flores en las lindas habitaciones de su casa. De cuando en cuando, se la ve ir a hacer una visita a algún enfermo pobre, con un libro y una cesta. Aunque tiene más de cuarenta años, aun está joven; por eso ella es la que más ha contribuido en el pueblo a la fundación de la Asociación de la juventud. Ella misma enseña, gratis, a tejer y a coser a las muchachas del campo que lo solicitan. Tiene un pequeñuelo, Gunnar. Y, como ama sinceramente todo lo nacional, después de la muerte de su marido consiguió que su casita fuese rebautizada e inscripta de nuevo en el registro con el nombre de
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Lidarende5; desde entonces gusta de hacerse llamar Thora de Lidarende. Al enterarse de lo que le sucedía a Wangen, pensó: «¡ Pobre hombre! ¡ pobres niños!» Conocía mucho a la señora Wangen, y lo ocurrido la impresionaba de tal manera que no podía menos de pensar en ella continuamente. Aunque su pensión era modesta, y aunque además procuraba ahorrar algún dinero para su Gunnar, su buen corazón le repetía sin cesar: «Es preciso que les ayudes; tres niños, los padres desprovistos de todo... ¡ y por añadidura, ese delito que les imputan! No tienes derecho a eximirte. Las opiniones estaban muy divididas tocante a la culpabilidad y a la inocencia de Wangen. Thora conocía bastante a los hombres para saber que la mayoría creía a Wangen culpable, porque le veía caído. Sintió el deseo de formar un juicio propio sobre aquel asunto, sin que nada influyese en él, y comenzó a reflexionar basándose en su conocimiento de Norby y de Wangen. Era preciso que uno de los dos representase el papel odioso en aquel conflicto Ahora bien: sucedió que el carácter de Norby se acomodaba perfectamente a los nobles sentimientos que preexistían en Thora. Siempre le había parecido que había en Norby algo particularmente nacional. Aquel hombre de mirar franco y enérgico, que gracias a su magnífica granja reinaba sobre los aldeanos que poblaban sus dominios, era como un vástago Lidarende era una fortaleza que en otro tiempo se alzaba en Islandia y que Svorre Sturlason cita en su Kongesaga.
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directo de los antiguos reyes del país. Por otra parte, no ignoraba que en los desvanes de Norby había toda una colección de vetustos arneses, de vasos de cerveza, de trineos y de utensilios antiguos de madera tallada, y proyectaba hacer con todo aquello un museo municipal. Sin que se diese cuenta y sin que pudiera evitarlo, todos estos diversos sentimientos contribuyeron a inclinar la balanza en favor de Norby. ¿Y Wangen? Era hijo de aquel recaudador conocido por su odio al aldeano, y cuyos distinguidos modales no le impidieron cometer un delito de malversación. Siempre que Thora pensaba en el hijo, lo que ante todo veía en él era la falta paterna. Ahora Norby y Wangen estaban frente a frente: ¿podía existir la menor duda? ¡Bien fácil era escoger entre los dos! Así fue como Thora de Lidarende formó su opinión sobre el asunto; una vez adoptada esta opinión, se quedó tan satisfecha, sin pararse a pensar cómo había adquirido su convicción. Sin embargo, no llegó hasta aborrecer o a despreciar a Wangen por la falta que le atribuía. Al contrario; ahora que había pecado, era cuando necesitaba ayuda. «No tienes derecho a substraerte a este deber», se repetía a sí misma todos los días; y no estuvo tranquila hasta que decidió ir a buscar a uno de los hijos de Wangen para llevárselo consigo. Pensaba también dar un buen ejemplo al pueblo enseñándole a no juzgar demasiado severamente al hombre que había cedido a la tentación. Y la tarde en que, por sobre el hielo y en medio de una tempestad de nieve se dirigía penosamente a casa de Wangen para poner por obra su proyecto, no obstante el viento y el frío sentía el corazón lleno de go68
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zo, porque hasta aquellas tristes circunstancias le proporcionaban la ocasión de practicar el bien. Cuando llegó a casa de Wangen, supo por la criada que la señora había dado a luz y que aun estaba en la cama. Pero, como ya habían transcurrido cinco días desde el del parto, le permitieron entrar en la alcoba. Cuando Thora vio a aquella mujer desventurada que debía su desgracia a su amor hacia aquel hombre, no pudo contener el llanto. Y cuando se inclinó sobre la cama y la señora Wangen la estrechó entre sus brazos, ambas empezaron a sollozar desesperadamente. Las dos mujeres hablaron largo rato antes de que Thora hiciese su proposición; pero, no obstante el cuidado que puso en escoger las palabras, la señora Wangen se escandalizó. Rehusó secamente. Y, al marcharse, experimentaba Thora la dolorosa sensación de haber dado un paso completamente inútil e inoportuno. Una vez que se marchó Thora, Wangen entró a ver a su mujer; al enterarse del motivo de la visita, se quedó inmóvil, fija la mirada y con una extraña sonrisa. - ¡Bah! ¡bah! - dijo al fin -. ¡Ahora empiezan a querer quitarme los niños! ¡También esto! - Pero, Henrik, ¿no crees, que en el fondo, su intención era buena? Se echó a reír. - Sí, sí, todo lo hacen con buena intención. Y, tras un breve silencio: - ¡Comprenden que, rodeado de mi familia, hallo en ella como una protección, un apoyo físico y moral! 69
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Y, acercándose a la ventana, continuó: - Pero no hubiese creído que ella también... Permaneció junto a la ventana siguiendo con la vista a la enérgica mujercita que avanzaba trabajosamente por el camino, luchando como podía con el huracán. Y, mirándola, creyó comprender claramente que se había encargado de una misión de la cual se avergonzaba. Pero pensó que aquella mujer salía de su casa, que le había querido quitar a su mujer uno de los niños; un hijo suyo, y sin consultarlo, en su ausencia, estando su mujer en la cama débil y sin defensa. Y, de improviso, apretó los puños, dominado por terrible cólera. Seguía viéndola luchar contra el viento, con su chal que se agitaba silbando en torno suyo. Estremecióse al caer en la cuenta de que parecía un enorme murciélago; y acudieron a su memoria leyendas de brujas. - ¡ Henrik! La voz salía de la cama; se volvió: su mujer le tendía las manos. Se inclinó, y al sentir los brazos de Karen alrededor de su cuello, se dejó caer de rodillas. - ¡ Henrik! - dijo la joven acariciándole la nuca -, ¡ Henrik, no creas que alguno de nosotros piensa abandonarte! No pudo responder; no hizo más que tomarle la cabeza con las manos y besarla en la frente. - ¡ Pobre Henrik! - continuó Karen -; nunca hubiese imaginado que los hombres fuesen tan Malos. Pero, cuando se levantó al fin, exclamó en un admirable arranque de indignación - ¡Les pagaré en la misma moneda!
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VIII Entretanto, Mads Herlufsen se pasaba todos los días horas y horas mirando hacia Norby. A sus ojos, la granja de su rival era una especie de cubil oculto al pie de la colina cubierta de árboles; era preciso, pues, no perder de vista los manejos de la zorra que allí vivía. Cuando se preparaba una crisis en el negocio de maderas o unas elecciones, siempre era contra Norby contra quien Mads Herlufsen maniobraba. Si ganaba la partida, se daba palmadas en los muslos y ya tenía buen humor para más de una semana. ¿Iba Norby viento en popa? sentíase avergonzado por ello, como si hubiera cometido una falta. Pero, si bien estos reyezuelos no pensaban en otra cosa que en hacerse recíprocamente todo el daño que podían, constituían al mismo tiempo, cuando se encontraban, un par de excelentes amigos. Si luchaban el uno contra el otro era, sobre todo, porque no había un adversario digno de ellos en muchas leguas a la redonda. Y ahora, Mads Herlufsen contemplaba a Norby, con los labios apretados, meditando, preguntándose cuáles podían ser las intenciones de su rival en aquella ocasión. Esta era la 71
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pregunta que se hacía siempre que Norby se preparaba a emprender algo. - ¡Y, sin embargo, Wangen le tiene sin cuidado, vive Dios! - pensaba -. Tampoco es cuestión de dinero... Aquí debe de haber alguna maquinación oculta. Al fin creyó haber adivinado; Norby quería enviar a la cárcel a Wangen para impedirle llegar a un arreglo con sus acreedores: de esa manera tendrían que vender la fábrica en pública subasta. Esta vez era en la fábrica en donde el viejo zorro quería hincar el diente. Y Herlufsen permaneció sentado un instante, restregándose la nariz, contrariado porque no veía medio de parar el golpe. Que Wangen fuese inocente o no, le importaba un bledo. En aquel asunto sólo Norby le interesaba. - ¿Quiero yo la fábrica para mí? - Se dijo -. ¡No, mil veces no! Pero, ¿por qué ha de ser para Norby? Al fin brotó en su mente un rayo de luz. Uno de sus jornaleros, Sören Kvikne, había estado sirviendo una temporada a Jörgen Haarstad, el único testigo fallecido hacía poco tiempo. Muerto Haarstad, no contaba Wangen con nadie que confirmase sus palabras. ¿Sabría algo Sören Kvikne? Herlufsen recordó que Sören Kvikne era un muchacho excelente. Sacó del armario una botella de aguardiente y mandó que fuesen a llamarle al comedor de los criados, a la hora en que comían los jornaleros. Estos no estaban acostumbrados a verse admitidos en la sacrosanta habitación de los amos. Así es, que cuando Sören Kvikne entró, casi no se atrevía a sentarse en una de aquellas preciosas sillas, y lo primero que hizo fue mirar a su alrede72
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dor con precaución, buscando un sitio en donde escupir. Pero Herlufsen entró, se adelantó hacia él, le puso en la mano una larga pipa de porcelana, le hizo sentarse a su lado, en un sofá, y le ofreció algunas copitas. Luego le dijo: - ¿No estuviste sirviendo a Haarstad hace algún tiempo? Sören Kvikne se pasó la mano por la barba rasurada, y fijó en el espacio una mirada melancólica. - ¡ Sí, ya lo creo! - ¿No recuerdas si Haarstad habló alguna vez delante de ti de un documento extendido por Wangen y Norby, que él firmó como testigo? Sören Kvikne bajó la cabeza. No, no recordaba semejante cosa. - ¡Bien, bien! - dijo Herlufsen -. Reflexiona un poco, Sören. Sören reflexionó, pero... no, no recordaba nada. - Te lo digo, porque bien pudiera suceder que el término de este pleito dependa de tu declaración - continuó Herlufsen. El jornalero miró con el rabillo del ojo a su interlocutor: pero Herlufsen no parecía bromear, ni mucho menos. Y, al despedirle, Herlufsen le rogó que recordase que la solución de aquel asunto la tenía él en su mano. Al volver Sören Kvikne al trabajo, se plantó en medio del cuarto, y encarándose con los demás jornaleros y con los criados, preguntó en voz alta y clara, si alguno de ellos había entrado ya en la sala para fumar una pipa y beberse una copa con el amo. Le respondieron con una carcajada; pero entonces él se enfadó, e hizo
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saber a los que se reían, que el resultado del pleito entre Wangen y Norby dependía de él. - ¡De ti! - dijeron varias voces. Algunos trabajadores que se habían acostado en el suelo boca abajo, se incorporaron y le miraron con curiosidad. - ¡ Sí, de mí! - repitió Sören Kvikne, moviendo la cabeza. Y esta fue toda la explicación que dio. Pero, desde aquel momento, ya no tuvo un minuto de tranquilidad ni de día ni de noche. El amo no dejaba de apremiarle cada vez que se le encontraba. - ¿Qué es eso, aun no has reflexionado? ¡Vaya!... Cierto que había estado sirviendo en casa de Haarstad, por espacio de cinco años; cierto que con mucha frecuencia había hablado con Haarstad mano a mano; pero, pero... y se rascaba detrás de la oreja mil veces al cabo del día. Habló del asunto con su mujer; y su mujer le dijo asimismo que reflexionase bien. Y Sören Kvikne reflexionaba día y noche, porque sabía que el resultado del pleito sólo dependía de él. ¿No sería aquella mañana en que Haarstad y él...? ¡No, no fue entonces! Si realmente había ocurrido alguna vez semejante cosa, debió ser aquel día en que pintaron de nuevo el coche. Haarstad pintaba las limoneras; él las ruedas y la caja. Estaban al sol, detrás de la choza.. Y poco a poco esta escena del coche se fue grabando cada vez más profundamente en la imaginación de Sören Kvikne. Así, pasito a paso, llegó a convencerse de que puesto que era preciso que Haarstad le hubiese hablado de aquel asunto, debió ser precisamente aquella
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tarde cuando tuvo lugar la confidencia; cuanto más lo pensaba, mayor era su certidumbre de que así había sido. Al presentarse a Herlufsen para anunciarle el resultado de sus meditaciones, no pudo comprender por qué le recibía tan bien el amo. Fuese lo que fuese, Herlufsen le declaró que le dejaba libre el resto del día, y aconsejó a Sören que aprovechase la ocasión para ir a ver a Wangen y hacerse inscribir entre los testigos.
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IX La fecha fijada para el juicio se acercaba; y cuanto más se acercaba, mayor era la inquietud de Norby. Aun no había encontrado una resolución, y comenzaba a creer que no sabría encontrarla. Porque, cualquiera que fuese el expediente en que pensase, siempre tropezaba con sus propias palabras. Aquellas palabras, aquellas afirmaciones que ahora todos conocían, que el correo y el ferrocarril llevaran muy lejos, habían llegado a ser más poderosas que Norby mismo, eran como un hijo que ha crecido hasta llevarle a su padre la cabeza; y Norby se veía obligado a seguir adelante, obligado a recitar hasta el fin su papel, a conservar su puesto en la lucha empeñada. ¡ Pero presentarse ante los jueces, prestar juramento! ¡No, eso sí que no! Aun no había llegado a resignarse al perjurio. - ¡Es que me vuelve otra vez el dolor de reuma! - Le decía a su mujer cuando, por la noche, se movía en la cama volviéndose ya de un lado, ya de otro.
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Parecíale que, no obstante lo que había hecho, todo el pueblo guardaba un silencio alarmante; hubiérase dicho que era el silencio del que observa. Él mismo no sabía hablar de otra cosa que de aquel maldito asunto, porque no hacía más que pensar siempre en él, y sólo estaba tranquilo cuando los demás le escuchaban: en aquel momento, por lo menos, no pensaban por sí solos. Pero una nueva mentira exigía siempre otra en su apoyo, y ésta, otra. Norby tenía que estar constantemente alerta, para que no se descubriese la verdad; temía hablar alto en sueños, tanto que acabó por no atreverse casi a dormir. Entretanto, se acercaba el juicio de día en día. Y, mal de su grado, comenzó Norby a pensar en el medio de salir del atolladero si, a pesar de todo, se veía obligado a presentarse ante el tribunal. Pero también debería mentir ante los jueces. Y Norby se resistía a dar un paso más, como el caballo que no quiere cruzar un puente inseguro. Vacilaba, tenía miedo. No había, nacido para aquello. No hay nadie más aficionado a las consideraciones filosóficas que el que tiene una pena oculta. Como no puede hablar claramente de lo que ante todas las cosas le interesa, elige algún asunto análogo. Un día se enteró Norby de la muerte repentina de uno de sus vecinos; y no pudo dominar su estremecimiento, porque oía una voz interior que murmuraba: «La primera vez, Norby, te tocará a ti.» Aquella noche, ya acostado y con la luz apagada, bostezó repetidas veces, tristemente, y dijo con abatimiento:
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- En verdad que es extraño. Los hombres que, después de todo, podemos morirnos de un momento a otro, sólo nos ocupamos en atormentarnos recíprocamente. Marit suspiró, y, arreglando el embozo, dijo: - No, no es extraño. Es así. - Cuando examina uno su propia conciencia, comprende perfectamente que ni los mismos que se ofuscan hasta el punto de cometer un delito son, en fin de cuentas, más malos que cualquiera otro. Al cabo de un instante respondió Marit: - No: yo creo que, si se arrepienten, hasta pueden salvarse. Entre las dos frases hubo un silencio. Aquella noche de invierno era obscura y fría, y, a intervalos, soplaba el viento, impetuoso, azotando la esquina de la casa, alejándose luego gemebundo como un grito que muere. Y, bajo aquella impresión de muerte y de obscuridad, Norby veía nuevamente el pueblo, su pueblo. Pero, ahora, todos los hombres tenían el mismo aspecto, todos parecían estar a punto de morir, todos eran unos pobres seres pálidos, que temblaban y sufrían, y con los cuales era preciso ser bueno. - ¿Sabes lo que pienso, Marit? - No. La voz era algo soñolienta. - ¿Cuando hacemos alguna cosa verdaderamente mala, estamos seguros de que nuestra muerte pondrá término a las consecuencias de nuestra falta? Puede suceder que perduren y que sigan mortificando a los demás mucho tiempo después de morir nosotros. 78
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- Sí, sí... - Y, en ese caso, ¿puedes decirme cómo un hombre, un hombre que haya cometido un delito, ha de encontrar la paz en su sepulcro? Marit opinó que no basta nuestra razón para resolver este problema, y se volvió del otro lado. Pero el viejo siguió despierto, meditando y figurándose a los descendientes de Wangen sufriendo, eternamente, por su causa. ¿Podría él, entretanto, ser dichoso en el paraíso? Permanecía con los ojos abiertos en la obscuridad; y llegó a sudar de angustia. ¿No conseguiría dormir aquella noche? Adquirió la certidumbre de que tenía alguna enfermedad. Una enfermedad del corazón, quizás. Y, siendo así, cuando estuviese en el estrado con la mano en alto, le llegaría su hora, y se caería redondo al suelo. - ¡ Señor, tened piedad de mi alma! Al cabo, se incorporó en la cama y encendió con precaución una cerilla. ¡Dios mío! eran ya más de las dos y ni siquiera se había adormecido un instante. Pero, mientras hacía esfuerzos por dormirse, comenzaba a comprender cuán difícil es reparar, honrada y lealmente, una injusticia. Estaba acostado, con los ojos cerrados y se daba cuenta de todos los obstáculos. - Aunque consiguieras arreglarlo todo, remediarlo todo, Norby, no bastaría esto para que Dios te perdonase; ni aunque purgases tu culpa en una cárcel. La acusación falsa que has lanzado, aun perviviría en algún lugar. Y, aun cuando 79
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estuviese en tu mano hallar todos los caminos que ha recorrido, seguir todos los hilos hasta su extremo, ¿bastaría? ¡No! Aun tendrías que reparar todas las consecuencias lamentables. Algunos han olvidado tu mentira, otros no han hecho más que reírse de ella; pero, hay quien la recuerda, y quien el día menos pensado se apoyará en ella para atormentar a Wangen. Y, si también pudieses evitar esto, ¿habrías concluido? ¡No! Aun tendrías que pagar todo lo que ha sufrido, todo lo que ha padecido cuando la sociedad le creía culpable. ¿Y acaso se paga esto? ¡No, Norby, no! Y sacudía involuntariamente la cabeza, tendido en la cama, con los ojos cerrados. ¿Cómo iba a poder dormir? Sin embargo, a la mañana siguiente se rehizo y se marchó a Gudbrandsdal; poseía allí vastos bosques en los que sus jornaleros trabajaban entonces, cortando árboles y acarreando la madera. Érale preciso partir; érale preciso olvidar. Vedle allí; ya no es el rico propietario envuelto en su abrigo de pieles. Con un traje de recio paño, deslízase sobre sus skis a través del bosque; el ejercicio, la frescura del viento, todo le reanima y le calma singularmente. Se detiene, espacia la vista hasta el infinito por la inmensa extensión llena de abetos blancos de nieve, que brillan bajo los rayos del sol, y se dice a sí mismo que toda la selva le pertenece. - ¡ Si por lo menos el tal Wangen fuese un adversario digno de ti! - piensa, apoyándose en su bastón ferrado, mientras contemplaba sus propiedades -. ¡ Si se tratase de Herlufsen, por ejemplo! ¡ Pero un hombre ya arruinado!¡ ¡ Un infeliz que ni siquiera posee ya la cuchara con que se come su potaje! ¡Y te atreves con ese pobre diablo, Norby! Y ni si80
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quiera le acometes honradamente. No, le hieres por detrás. ¡Le vences a traición! Sentía deseos de darse de puñetazos. Al volver, se resfrió y por la noche tuvo un poco de fiebre. Estaba convencido de que era. Una fiebre tifoidea y de que se iba a morir; y aquella mala acción suya pesaba sobre su conciencia para martirizarle. Al fin llegó el día, y entonces se dijo: «¡No, yo no puedo soportar este tormento!» Y se decidió a sacudir el yugo que él mismo se había impuesto. Ante todo diría la verdad a su mujer; luego tendría una explicación con el alcalde, ¡Bendito Dios, ya estaba resuelto! Pero, apenas se echó de la cama, entreabrió Marit la puerta y le dijo: - Aquí te esperan hace mucho tiempo. - Es el alcalde, seguramente - pensó mientras le daba un vuelco el corazón. Bajó; el que deseaba hablarle era Lars Kleven, un antiguo jornalero. - Entra en mi despacho - dijo Norby. Le molestaba haber tenido miedo y haberse dado tanta prisa por aquel pobre hombre. - ¿Qué quieres? - Le preguntó, sentándose ante su mesa. Con gran asombro suyo, el viejo se acercó y se sentó junto a él, de manera que podía mirar a Norby a los ojos. - Hoy vengo a dar un paso muy penoso - comenzó. - ¡Bien, bien! - dijo Norby con impaciencia. - Quisiera saber, Norby... ¡ Ejen! ¡ ejen! El viejo tosió un poco. 81
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- Quisiera saber si has hablado con Nuestro Señor a propósito de tu pleito con Wangen. Norby escuchaba con la boca abierta por la sorpresa. Se retrepó en su butaca, miró a su interlocutor y abrió aún más la boca. Aunque se consideraba muy desdichado, le fue imposible no echarse a reír. Parecióle, como le sucedía muchas veces, que se había transformado en su padre, y que era su padre mismo el que, sentado allí, escuchaba la charla de Lars Kleven. ¡Cómo! ¡ uno de sus jornaleros, un carcamal, a quien por caridad mantenía aún, en una casucha, en el cerro, se permitía venir a inmiscuirse en los coloquios entre Norby y Nuestro Señor!... ¡No, aquello era demasiado! Y Norby se reía, se reía... Era como si se fundiese repentinamente un témpano de hielo; se desternillaba de risa, no acababa nunca. El suelo trepidaba bajo su peso. Y, para concluir, se preguntaba si daría una moneda de plata a aquel desgraciado o si le pondría en la puerta de la calle. - Bien, ¿y qué pasa? - preguntó, al fin esforzándose en recobrar su seriedad. Pero el viejo cruzó las manos sobre su bastón, que tenía entre sus rodillas, y continuó sin turbarse: - Yo bien quisiera dormir en paz en mi ataúd; pero me costaría mucho trabajo ir a la vista a declarar contra ti, Norby. - ¿Cómo? - A su pesar, Norby se acercó un poco -. ¿Te obliga alguien? 82
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- Sí - contestó el viejo. - ¿Te paga Wangen el tabaco, por casualidad? - Es Nuestro Señor quien me manda hablar. Hubo una nueva pausa; luego, Norby prosiguió con voz sorda: - ¿Y qué tienes que decir? - Yo te acompañé a la ciudad aquel día, Norby. - ¿Cuándo? - El día en que firmaste el documento - dijo el viejo. Norby se aferró con ambas manos a los brazos de su sillón y apretó los labios. Se miraron. Después habló Norby, con la misma voz ronca: - Empiezas a chochear, por lo que veo. Vuélvete a tu casa y métete en la cama; es lo mejor que puedes hacer. Se levantó, acercóse a la ventana, pareció recordar algo en aquel momento y miró de nuevo al jornalero. - ¡Ah!... Si se te ocurre asistir a la vista, haré que te recusen, como irresponsable. Ahora, vete. - Adiós - dijo el viejo con dulzura dirigiéndose, cojeando, hacia la puerta -. ¡Yo no deseo más que dormir en paz en mi ataúd! - Agregó. Y salió con precaución. Norby permaneció en pie, con las manos en los bolsillos, mirando por la ventana. Fue un consuelo para él haber podido reír, siquiera una vez. Pero había otra cosa mejor: y era que tenía un pretexto para desfogar su cólera en alguien que no fuese él mismo. ¡No faltaba más que esto! ¡Cómo! ¡ iban a venir los extraños a meter la nariz en lo que sucedía entre él y Nuestro Señor! Pero, a Dios gracias, aun tenía bastante energía para 83
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despabilarlos. ¡Cómo! ¡ se permitía dudar la gente de que tuviese la conciencia muy limpia! ¡No faltaba otra cosa! bien, ya sabría demostrar lo contrario. En todo caso, no sería aquel pobre diablo quien le intimidaría, quien le haría retroceder. ¡Nada de confesiones! Debía de haber algún otro medio para salir del atolladero. Aquella noche en la mesa, dijo Marit sonriendo: - ¿Sabes la noticia? ¿parece que la viuda de Lidarende se proponía ayudar a Wangen? - No - contestó el viejo -. No me han dicho nada. Pero la noticia le impresionó. Vio delante de sí a aquella mujer enérgica, vio su rostro simpático que le sonreía como de costumbre; luego, de repente, ensombrecíase aquella faz, se apartaba de él y se volvía hacia Wangen. ¡No faltaba más que esto! ¿Iban a dudar ahora de la culpabilidad de Wangen? Si todos continuaban creyendo en ella, y Norby podía conversar con Nuestro Señor, vaya, aun era posible que reconociese sus errores. Pero tenían que dejarle tranquilo. Que no se creyesen que iban a vencerle por la fuerza. Era como si un ser vigoroso e hirsuto comenzase a rugir y a erizarse en su interior, aprestándose a la defensa, ya que se atrevían a provocarle. No lograba olvidar a aquella mujer que se disponía a acudir en ayuda de Wangen. El director de la escuela primaria superior, el mismo que triunfara de Norby en la última sesión de la Junta, era íntimo amigo de Thora. ¡ Imbécil! Norby se le representó inmediatamente invitándola y poniéndose también de parte de Wangen. Por la noche, en la cama, vio otras muchas personas que se pasaban de su bando al bando contrario. «¡Verás cómo tus 84
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enemigos aprovechan esta ocasión para aliarse contra ti!»pensó. Y su cólera, que cada vez iba en aumento, acabó por tranquilizarle. ¡Qué descanso poder apartar los ojos de sí mismo, poder consagrarse a adivinar lo que tramaban en el pueblo! Y sus enemigos aprovecharían la ocasión; ¡ no faltaba otra cosa! Un día supo que Basting, el abogado, su antiguo adversario, debía defender a Wangen, y que se proponía no sólo pedir la absolución de su cliente, sino exigir en su nombre, una considerable indemnización por daños y perjuicios. Además, parecía ser que Wangen había encontrado testigos, los cuales demostrarían que, desde mucho tiempo atrás, Norby trataba de entorpecer la buena marcha de sus negocios. En el primer momento, Norby se echó a reír; luego comenzó a pasear de arriba abajo, con los pulgares en las sisas del chaleco. Por último se detuvo y exhaló como un suspiro de consuelo. - ¡Mira, Marit, cómo aúlla el lobo en el bosque!... ¡Y Basting, ese abogadillo de mala muerte, ha atrapado por fin una causa! ¡Ah! ¡ah!... ¡Es posible mentir hasta este punto! Y yo iba a... ¡No, te aseguro, Marit, que esto es demasiado! - ¿No te lo dije desde un principio? A partir de aquel momento, el pueblo, aquel pueblo que tan bien veía con los ojos cerrados, intervino verdaderamente en la vida de Knut Norby. Ya nadie se ocupaba en otra cosa que en correr de un lado a otro, en reunirse en todas las casas para discutir y declararse por uno u otro de los litigantes. 85
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Norby adivinaba que cada vez eran más numerosos sus contrarios; acabaría, quizás, por quedarse solo: tratarían de aprovechar la ocasión para perderle. Pero de día en día renacía la presencia de ánimo, la energía de Norby, cuanto había en él de violento y de brutal. ¡Ya estaba colmada la medida!... ¡ Pues qué!... ¿gentes cristianas habían de levantarle falsos testimonios?... ¡Nunca, nunca había intentado nada contra la fábrica de Wangen! ¡Nunca, nunca!... Aun estaba en el lecho una mañana, cuando entró Marit a comunicarle la intervención de Sören Kvikne, el cual había servido algún tiempo en casa de Haarstad. Se tiró de la cama inmediatamente, buscando sus zapatillas, y dijo, con una sonrisita: - ¡Oye, Marit, juraría que esto es cosa, de Mads Herlufsen! Esta noticia desvaneció los últimos escrúpulos que aun le atormentaban. Wangen no era ya el pobre diablo sin recursos al que podía tener algún reparo en atacar: contaba con amigos poderosos. Y, por otra parte, ¿debía sentir compasión hacia un hombre que sólo se defendía apelando a infames invenciones? Aquello se convertía en una cuestión que había de ventilarse entre Norby y Herlufsen. Al fin encontraba Knut un adversario digno de él. Le contaron nuevos chismes: Wangen aseguraba que Norby le había engañado en la venta de una partida de madera, y que robaba a la viuda de la cual era apoderado. En su justa indignación, Wangen no pesaba las palabras, y todas iban a herir a Norby, como dardos envenenados, provocan86
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do su cólera. Todas aquellas mentiras patentes le enfurecían, le hacían olvidar lo que en realidad había en todo aquello, y le daban la sensación - de verse atacado, perseguido, obligado a la legítima defensa. Pero la cólera que Norby sentía, le prestaba nuevas fuerzas cada día; comenzaba a prepararse seriamente para el juicio, a estudiar las acometidas y las pasadas. Ya no se trataba de saber cuál de los dos adversarios tenía o no razón, sino de averiguar quién resultaría vencedor o vencido. Ya no era una cuestión entre Knut y Nuestro Señor; era una lucha entre él y sus enemigos. Como continuamente le estaban hablando de los nuevos testigos que habían de declarar en favor de Wangen, Norby acabó por temer una derrota, pero tal temor sólo sirvió para estimularle a estudiar incesantemente la manera de dar jaque mate a toda aquella gente. «¡Ya veremos si se salen con la suya!»- decía para sí apretando los dientes. Recordaba cuántos, entre aquellos futuros testigos, le habían hecho daño en otro tiempo; y era como si tornasen a abrirsele antiguas heridas, uniendo sus dolores sordos a sus nuevos tormentos. Y Norby, cada vez más descompuesto, ya no reflexionaba, no hacía más que mirar a su alrededor para descubrir armas. Pero lo extraño era que Norby se iba calmando poco a poco. Ya había olvidado la profunda llaga de su vida íntima; sólo reparaba en los rasguños a flor de piel. Tenía la conciencia tranquila, como el que, inocente en veinte puntos, no recuerda que es culpable en el vigésimo primero. Cuando pensaba en las muchas imputaciones falsas que le hacían, parecía decirle a Nuestro Señor: «¡ Perfectamente, estamos iguales!» 87
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A la sazón no reinaba ya en torno suyo aquel silencio inquietante; todo era bullicio, escándalo. Norby se aprestaba a la lucha, yendo a Cristianía a ver a su abogado, recordando las nuevas insinuaciones engañosas divulgadas a propósito de él, exagerándolas, hincándose por sí mismo aquellos dardos en las carnes, como para comprender mejor hasta qué punto era inocente. Y, cuando en determinados momentos se hacía una especie de silencio en torno suyo, parecía esperar con impaciencia que fuesen a hablarle de nuevas acusaciones. Erale imposible ya pasarse sin ellas. Si no existían, las imaginaba, sin advertir que las inventaba sin más ni más. «Naturalmente, dicen que reniego de mi firma por avaricia. ¡Yo!... ¡O más bien, por miedo a mi mujer!...» La idea de que pudieran pensar de él semejante absurdo, acrecía su furor; y seguía forjando enredos y más enredos, sin darse cuenta de ello. Eran como otras tantas copas de alcohol que le impedían la percepción exacta de la realidad, que le mantenían siempre alerta, siempre en su puesto, olvidado de las cosas que no quería recordar y sostenido por el sentimiento de su inocencia y de su derecho. El juicio era inminente. Norby recorría la comarca, allegando testigos de descargo, y esperaba sin temor el día de la vista.
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X En una habitación de una casa de huéspedes de Cristianía, estaba sentado un joven con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos. Tenía delante un enorme libro abierto en el cual había algunas líneas subrayadas con lápiz rojo. Era Einar Norby, el único hijo varón de Knut Norby, el cual estudiaba filología y se preparaba para su último examen. La ventana abierta dejaba penetrar el ardiente sol de marzo; pero Einar se levantó para cerrarla: le molestaba el ruido de la calle. Luego empezó a pasear de arriba abajo, pasándose de cuando en cuando la mano por la frente con un gesto de angustia. - ¿Qué hacer? - pensaba -: Ahora las cosas han cambiado por completo de aspecto. Era un muchacho alto, esbelto y rubio, de unos veinticinco años. Si aun no tenía su título, no era ciertamente por pereza. Había estado estudiando teología cerca de dos años; pero un día, se marchó a su casa, entró en el despacho de su padre y, a solas con él, le dijo: - Padre, no puedo seguir ocultándomelo más tiempo a mí mismo: mi conciencia me prohibe hacerme pastor. El padre mordió la boquilla de su pipa; y después de escuchar las explicaciones de su hijo, repuso:
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- ¡Bueno, bueno! Puesto que estás convencido de ello, haces bien, hijo mío. Tu madre es la que más ha de sentirlo, pero yo me encargo de hablarle. Y Einar se fue a hacer un viaje de un año por el extranjero, para leer mejor en su alma. A su regreso, empezó a estudiar filología. La semana anterior había recibido una carta de su madre en la que ésta le daba cuenta de la falsificación de Wangen, lo que al pronto le dejó maravillado. Porque recordaba como si hubiese sucedido la víspera, que un día, tres o cuatro años antes, le había dicho su padre: «Me parece que Wangen me ha cogido en la trampa...» Y Knut le habló del documento firmado, rogándole que no dijese nada a nadie, y mucho menos a su madre, cosa que entonces le sorprendió un poco: tal vez por esta circunstancia recordaba todo aquello tan bien. - ¿Qué hacer? - Habíase preguntado una y otra vez. Podía haber entendido mal. Al fin, decidió escribir a su padre para hablarle del asunto. Acababa de llegar la respuesta. El viejo decía que lo que Einar le contaba eran simplezas: nunca había tenido ninguna clase de relaciones con Wangen. - ¡ Simplezas!... ¡ simplezas!... - pensaba Einar paseándose por el cuarto. Aseguraba su padre con tanto aplomo que decía «¡ simplezas!...» Sin embargo, tenía la completa seguridad de no equivocarse. Cuanto más reflexionaba, más convencido estaba de la fidelidad de su memoria. Pero, ¿qué partido tomar? No le parecía posible abandonar la partida de aquella manera, sin insistir una vez más. 90
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- ¿Y si Wangen fuese inocente y nadie más que yo pudiera salvarle?... Mamá dice que no tiene testigos. ¿Qué debo hacer? La vista se celebraría transcurridos dos o tres días. De modo que no había medio de dejar la solución del problema para más adelante. - ¡Y papá me asegura que nunca ha tenido nada que ver con Wangen!... ¡ Pero si no cabe duda de que no se trata de un incidente distinto del que recuerdo!... ¿Lo habrá olvidado papá realmente o... ? Con frecuencia habíase sentido mortificado Einar por aquella manera de obrar de su padre en el asunto en cuestión. Pero admitir por un instante que... No, eso era imposible. - ¡ Supón que Wangen, siendo inocente, resulte condenado! ¿Podrás gozar después un sólo día de felicidad? Dejóse caer en el sofá y se tapó los ojos con la mano. ¿Y si volviese a su casa para amonestar a su padre?... ¡Ah! ¡Buena se armaría! Si su padre se había comprometido en realidad, en un asunto feo, ya era demasiado tarde para retroceder; por lo menos, así lo creería su padre, seguramente. ¿Pero, qué harás, Einar?... ¿Harás algo? Cuando pensaba en lo peor que podía sucederle - Ir a declarar contra su padre -, sentía vértigos. Sin embargo, si tomaba parte en aquel litigio, debía prever todas las consecuencias de su intervención, hasta las más remotas. Y, en este caso, de su lado estaba su padre; de otro, la necesidad de obrar conforme a la justicia. Sentía en su interior el bisbiseo de una voz irónica: «¡Ya estás viendo, Einar, lo que cuesta sobreponerse a las conside91
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raciones de familia! Si en vez de tu padre fuese otro cualquiera, ¿vacilarías?» Einar Norby solía ser muy severo en sus juicios, especialmente cuándo se trataba de hombres públicos. Pertenecía a esa generación de muchachos a los que dolorosas desilusiones inducen a mirar con desconfianza y recelo las ideas y los hombres que en un principio despertaran su juvenil entusiasmo. Y, mientras permanecía tendido en el sofá, con la mano en los ojos, la voz irónica le decía: «A ti te corresponde enseñar a los demás como debe uno conducirse en este mundo. No cedas a consideraciones de familia, no te dejes corromper por cualquiera, como los hombres públicos. ¡Haz lo que debes! Recuerda cómo te aplaudieron cuando, en la Asociación de estudiantes, dijiste, hablando de los hombres públicos, que se dejaban llevar, ante todo, de vagas y fugaces impresiones y que amoldaban su conciencia a los deseos de parientes y amigos. ¿No llegaste a afirmar una vez que sus buenas intenciones no les sirven de disculpa, porque pierden la facultad de juzgar, se embriagan con sentimientos mal definidos y, a pesar de ello, se creen burlados, como el borracho que cree ser el único sensato? ¡Ten cuidado! Nada de cobardías. Ante todo haz lo que debes. No puede ser tan espantoso como piensas el ir a declarar contra un padre, cuando la razón está de nuestra parte.» Einar se ahogaba. Parecíale que no tenía más remedio que elegir uno de estos dos partidos: o ser un miserable, o ir a su casa y labrar la desgracia de todos aquellos a quienes amaba. 92
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Siempre, en los momentos en que es necesario tomar una resolución grave y difícil, sentimos bisbisear en nuestro interior una voz que nos incita a la excesiva indulgencia y a la pureza. «Eres un imbécil - decíale esta voz a Einar -. ¿Por qué vas a mezclarte en esta cuestión? ¡Cómo! tu padre no tiene más que un varón, y este señor hijo suyo quiere enviarle a la cárcel. Pero, ¿qué es lo que tú sabes acerca de este asunto? Imaginas que recuerdas esto o lo de más allá. ¿Y tu padre? ¿Acaso no se acuerda de lo que hace? ¿Acostumbra cometer canalladas? Limítate siempre a ocuparte en lo que te concierne. ¡Deja a los tribunales lo que a los tribunales compete, y piensa más bien en la manera de salir bien de tus exámenes!» Una tregua de un instante. Pero, cuando Einar se levantó y comenzó nuevamente a pasear por su cuarto, tornó a ver la irónica faz de barba blanca que, con malévola sonrisa comenzaba, a su vez, a hablar en su interior: «No, Einar, no te metas en esto... Esta vez podría costarte caro; esta vez se trata de ti mismo, de los tuyos. Pero, cuando se trate de personas extrañas, entonces, chilla. ¡ Sé elocuente hasta conmover!... Hoy, calla, eclípsate, escóndete. Mañana podrás indignarte cuando atraiga tu atención algún pobre diablo que no tenga nada que ver contigo. ¡Vamos! sé uno de esos censores de buena fe a los que tan concienzudamente has vituperado.» Cada vez era mayor su angustia. Se sentó, pasándose una y otra vez la mano por la frente, volvió a levantarse, inquieto, y tornó a pasearse, siempre como mareado. La noche anterior había dormido poquísimo, hasta tal punto que atormentaron aquellos mismos pensamientos. 93
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«Hay que tomar una resolución, amigo mío, recuérdalo: es dentro de dos días. Pero ten presente que el substraerte a tu deber, no será una acción digna de un héroe. Si así te portas, mejor será que en lo sucesivo bajes la cabeza y te calles cuando se hable de justicia y de sinceridad.» Miró el reloj; el tren salía, de allí a dos horas. Pero, en el momento en que se disponía a coger la maleta, nuevas vacilaciones atajaron su pensamiento. ¿Y si su padre no quería dejarse persuadir?... ¿Qué hacer entonces?... «Puesto que vas a intervenir, lo mejor es decidir de antemano todo lo que puedes verte obligado a hacer» - se dijo. En aquel momento pasó ante sus ojos su padre, la granja bajo el sol estival, los campos fragantes, las tranquilas ondas del Mjös. ¿Declarar? ¿Romper con toda su familia? ¿Franquear a la desgracia las puertas de su propia casa? ¿Renunciar a su adorado home de Norby? Se desplomó sobre una silla y suspiró con afán: - ¡No, no puedo!
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XI El presbiterio no estaba lejos de Norby. Dos días antes del señalado para el juicio, se dijo el pastor Borring: «Es infame y tonto este litigio entre dos hombres honrados y rectos. ¿No sería mejor proponer un arreglo?» Nadie sabía que el pastor Borring tenía una herida en su alma que le atormentaba continuamente. No creía en la redención por Jesucristo ni en la eficacia de los sacramentos; y, sin embargo, en su calidad de pastor, debía hablar y conducirse como si estuviese convencido de la verdad de aquellos dogmas absolutos. ¿Renunciar a su cargo? ¿Emprender alguna nueva carrera? Sentíase demasiado viejo para ello... Y el sueldo actual, bastante considerable, le permitía ayudar a sus numerosos hijos y abrirles su camino en el mundo. Pero esta infidelidad a sus opiniones personales, había hecho del pastor Borring un hombre perfecto. Se conocía lo bastante a sí mismo para no juzgar al prójimo severamente. No hacía caso de chismes, pensando que todo lo que se pudiera decir de los demás quedaría muy por bajo de lo que de 95
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él hubiesen podido decir. Muchas personas iban a confiarle sus penas y él las consolaba fácilmente, porque sus desgracias le parecían insignificantes comparadas con la suya. Todos estaban conformes en que era un pastor excelente y un hombre de corazón. Quizás estuviesen en lo cierto; quizás fuese ambas cosas, precisamente por aquel dolor secreto que le atormentaba de continuo. - Me voy a dar una vuelta dijo a su mujer. - ¿Hay alguien enfermo? - preguntó ésta. - Sí. - ¿En dónde? - En la fábrica de ladrillos - contestó el pastor. Envuelto en su capote gris ajustado al talle por un cinturón grana, se sentó en el trineo y el caballito alazán arrancó al trote. Esperábale un triste espectáculo: aquella fábrica de rojos pabellones, cuyas chimeneas habían dejado de humear, aquel establecimiento con las puertas y las ventanas cerradas. - Si es culpable - pensó el pastor -, bastante tiene con ello, el pobre hombre; si es inocente, ¿qué mayor prueba contra él que todo esto? Este hombre necesita ayuda. Wangen vivía aún en su lindo hotelito; el pastor se despojó del capote en el claro vestíbulo y luego entró en la sala. Una criada que estaba limpiando, fue inmediatamente a avisar a Wangen. Un relojito colgado en la pared, dentro de su caja de madera barnizada, dejaba oír su tictac. En la estancia contigua se oía llorar un niño y la voz de Wangen que trataba de hacerle callar. 96
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Abrióse la puerta y entró Wangen, muy delgado, extraviados los ojos por el sufrimiento, casi desconocido. - Nuestro último hijo ha muerto esta noche - dijo cuando se hubieron sentado -; indudablemente fue la leche de su madre... Ha tenido demasiados disgustos esta semana. - Insinúa que también esto debe achacarse a Norby pensó el pastor -. Ya es hora de hablarle. Luego dijo: - Querido Wangen, ¿quiere usted hacer un verdadero favor a su pastor? Monte en mi trineo y venga a Norby. Wangen se levantó con un movimiento involuntario y se llevó la mano a la frente. - ¿A Norby? - repitió con estupor. - Sí. Vamos a ver si logramos zanjar esta cuestión, querido Wangen. Wangen sonrió y sus ojos llamearon: - ¡Ah! ¡Al fin le ha entrado miedo! ¡Y me envía al - pastor! Borring movió la cabeza. - Vengo por cuenta mía, querido. Es preciso que usted lo sepa: siempre es el inocente el que con más facilidad perdona. Pruébelo usted. Acompáñeme a su vez a Norby. Le diré: «Knut, necesito hablarte en presencia de Wangen. Nos encerraremos los tres en un cuarto y allí pronunciaré este díscursito: «Ustedes dos, que quieren, cada uno por su parte, enviar al otro a la cárcel, son culpables. Dense la mano. Y firmen un acta en la cual expresarán el deseo de que no se vuelva a hablar de todo esto.» Cuando salgamos, iré a casa de unos y de otros, y anunciaré que ya no habrá pleito, que Wangen y 97
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Norby no quieren que ni la justicia ni nadie intervenga en sus asuntos y han arreglado la cuestión entre ellos. Dentro de dos días las gentes habrán encontrado otro tema de conversación, y al cabo de un mes todo se habrá olvidado. Vamos, Wangen, vénzase usted y véngase conmigo. Pero, en vez de hacerlo así, Wangen se sentó y comenzó a sonreír, con una sonrisa un poco forzada. - ¿Y quién abonará las dos mil coronas cuyo pago garantizó Norby? - preguntó. El pastor se desconcertó algún tanto. No había pensado en aquello, y se acariciaba maquinalmente la nariz con el índice y el pulgar. - Sí, sí... Pero, Dios mío, la paz vale algo más que dos mil coronas, sobre todo, estando por medio la cárcel... Yo le diré a Norby... Vamos, le diré: «¡ Sal hoy por fiador de Wangen si no has salido antes! ¡ Paga esas dos mil coronas; no te arruinarás por tan poca cosa!...» Y estoy seguro de que Norby sabrá portarse como debe. Pero Wangen se levantó de un salto. - ¡No, nunca, nunca! ¡Que me humille yo hasta pedir ayuda a un hombre que después de habérmela otorgado olvidó su palabra! ¡No, eso nunca! ¡ nunca!... Considere usted un momento la situación, pastor Borring: Norby me ha arruinado, me ha deshonrado, ha hecho llegar a mi mujer a los confines de la locura, y encima he de ir yo a verle para rogarle que arregle este asunto... ¡No! ¡todo tiene un límite! - Yo no sé quién será el culpable - dijo el pastor gravemente -, pero que el culpable rinda sus cuentas a Nuestro Señor. Es una cuestión entre los dos. 98
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Wangen se echó a reír irónicamente. - ¡Muy bien dicho, señor pastor! ¿pero, entonces, de qué sirven la justicia y las leyes? Póngase usted en mi lugar: he invertido todo mi caudal y el de mi mujer en crear una industria; todo marchó perfectamente mientras mi fábrica no molestó a Norby. Pero, en cuanto éste creyó amenazados sus intereses, echó a volar tantos chismes con respecto a mí, que acabó por desacreditarme; ha impedido todo arreglo entre mis acreedores y yo; no contento con despojarme por completo, quiere deshonrarme, quisiera verme en la cárcel. Pues bien: ¿cree usted que yo puedo perdonar todo esto? Si, por lo menos, fuese el mismo Norby el que viniese a presentarme sus excusas... ¡Y, aun así!... ya es demasiado tarde. El pastor calló un momento, constriñendo los labios. Luego, preguntó: - Dígame, Wangen, ¿nunca ha hecho usted sufrir a nadie? Esta pregunta turbó a Wangen que se esforzó en reír de nuevo. Al cabo de un instante, repuso: - Lo que sé es que soy inocente. Norby me ha causado tantos trastornos, me ha atormentado tanto por todos estilos, que he de hacerle conocer la cárcel a la que él quería enviarme. Y, ya que es rico, tendrá que echarse mano al bolsillo. ¡Quiero una indemnización por daños y perjuicios, y no me contentaré con cuatro cuartos! - ¿Qué dolor verdadero puede considerarse pagado con dinero? - pensó el pastor -. Este hombre es culpable. Y, en voz alta, añadió:
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- ¡Dios nos asista! ¡Tanto como nos cuesta perdonar las ofensas que nos hacen y queremos que Nuestro Señor esté siempre dispuesto a perdonarnos! - ¿De modo que usted cree inútil que existan tribunales encargados de administrar justicia, señor pastor? - Son medios poco a propósito para poner en claro las acciones de los hombres, querido Wangen: a veces se ve el fruto de ellas, pero la causa siempre permanece oculta. Escuche usted atentamente a los testigos cuando declaran: mienten y no se dan cuenta de ello. Levantan una ligera polvareda, y a través de esta polvareda es como el tribunal ha de ver bien o mal la verdad. Tales son los procedimientos humanos. Pero, ¡Dios nos libre de los fallos de la justicia y de sus terribles consecuencias! Wangen, que continuaba creyendo que el pastor había sido enviado por Norby para que le embobase con unas cuantas frases bonitas, perdió la paciencia y quiso cortar la conversación. Levantóse con violencia y dio rápidamente dos o tres pasos. - Lo único que temo - dijo recalcando las palabras, porque suponía que lo que iba a decir se lo repetiría a Norby -, lo único que temo es que no pague bastante caro lo que ha hecho. Cuando pienso en todo lo que ha sucedido, creo que merece pasarse en la cárcel el resto de su vida. El pastor, para quien estas palabras fueron como un bofetón, se levantó inmediatamente. «Si la razón está de su parte - pensaba -, que Dios tenga piedad de la razón que en tales manos ha caído. Pero, ¿es posible que un hombre, por
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el mero hecho de tener razón, se convierta en una criatura brutal y perversa? No. ¡Este hombre es culpable! Suspiró y se despidió tristemente. Wangen le acompañó y, en la escalera, le dijo: - No se trata de una cuestión personal entre Norby y yo, sino de otra cosa muy distinta.. Este asunto les interesa ante todo a los obreros, a quienes ha dejado sin pan. ¡Es una cuestión social! - ¡Ya! sí, sí... - dijo el pastor sentándose en el trineo y cogiendo las riendas. Y pensó: «¡Naturalmente!... Ahora basta tener un dolor de muelas para convertirlo en seguida en una cuestión social. Somos demasiado cobardes para soportar solos la carga. - ¡ Sí! - continuó Wangen -, afortunadamente, no estoy tan aislado como Norby cree. - ¡Entonces no es tan digno de compasión! - se dijo el pastor. Y, en voz alta: - A propósito, he oído que ha fundado usted una nueva sociedad obrera y que ha dado conferencias... - Sí - contestó Wangen -. Sería preciso estar ciego para no comprender que Norby tiene detrás a muchos propietarios, y que el objeto principal de la campaña emprendida contra mí es concluir definitivamente con la jornada de ocho horas en el pueblo y en sus contornos. Sonrió el pastor, y dijo: «¡Hasta la vista!» y tocó ligeramente con la fusta, al caballo. - ¡Ha sido una visita inútil! - pensó suspirando -. Decididamente, no se puede conseguir nada de los hombres, salvo 101
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cuando están en trance de muerte... ¡Y aun entonces, sólo por a cuenta que les tiene!... Wangen permaneció en pie, junto a la ventana y siguió con la vista al trineo. No lograba tranquilizarse, porque el anciano pastor le había dejado, a pesar de todo, una impresión favorable. Pero no quería confesárselo, porque era un estorbo para aquel estudio de la maldad humana que se complacía en hacer y en enriquecer de día en día con algún nuevo documento. Y así era como mantenía y fomentaba su justo resentimiento. - En verdad que es extraño - pensaba, no sin violentarse algo -, que los pastores desempeñen siempre las comisiones que les dan los ricos -. Esta era una idea a la cual sentía la necesidad de aferrarse para disipar su buena impresión -. Y, valiéndose de sus palabras evangélicas, tratan de inducir al pobre a renunciar a su derecho. ¡Así es, efectivamente! Y, a medida que se exponía a sí mismo toda una serie de consideraciones de este género, sentía nacer en su corazón una vía que le hacía creer cuanto pensaba. Permanecía allí, siguiendo con la mirada el trineo que se iba alejando. Y, poco a poco, el pastor, que allá lejos volaba por el camino, tornóse a sus ojos, simbólicamente, en el servidor teológico del capital... Henrik Wangen no tenía nada en que ocuparse durante el día; de modo que estaba pensando continuamente en aquella cuestión suya con Norby, que cada vez tomaba mayores proporciones en su imaginación. Y, al mismo tiempo, siempre había de tener presentes, forzosamente, las tristes consecuencias de su quiebra. Bastaba 102
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que viese de lejos al sastre que le había confiado sus ahorros, para que cambiase inmediatamente de dirección, porque le parecía que el sastre le miraba con ojos de loco. A Henrik Wangen le habían interesado vivamente desde muy joven, todas las magnas cuestiones económicas, toda idea nueva que hiciera su aparición en el mundo. Pero, entre estas ideas, seducíanle especialmente aquellas que antes que a él mismo imponían deberes a los demás, o no le obligaban sino a prestar a éstos su concurso. Y, cuando un día se vio agobiado por una responsabilidad enorme, desesperado al encontrarse solo, creyó que el peso de su propia culpa y el de su expiación personal eran cargas sobrehumanas, y se esforzó instintivamente en transformar su caso particular en cuestión social. Desde el primer momento abrigó el deseo casi inconsciente de que aquella acusación de falsificación no fuese otra cosa que la prueba de un complot urdido contra su fábrica. Ahora tenía ya la seguridad de que así era y, cada vez que podía sospechar la convivencia de algún individuo con los propietarios acaudalados, aumentaba su certidumbre. En realidad, hacía ya mucho tiempo que ciertos hechos le habían permitido adivinar que se tramaba algo entre sus conocidos de fuera del pueblo. Los propietarios ricos, son todos solidarios, ya sean labradores, negociantes o industriales. Todos le tenían miedo porque defendía la jornada de ocho horas. Y su intención no era solamente la de obligarle a declararse en quiebra, para decir luego: «¡Ah! ¡he aquí el resultado de una jornada tan breve!» ¡No! querían también vengarse, vengarse deshonrándole de tal manera que nada 103
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tuvieran que temer de él en lo porvenir. Ahora lo comprendía. Como tantos otros, había sido víctima de la diabólica codicia que el capital engendra en el alma de los que lo poseen. Y, por esta razón, empezó a concebir una singular ternura hacia los obreros. Ya no temía haberlos engañado: eran sus hermanos, sus compañeros de desgracia. Y, en el fondo, ¿no le mortificaban a él por su causa? De este modo fue como llegó a recordar cada vez más de tarde en tarde sus meditaciones del tren, su arrepentimiento y sus buenos propósitos. La única culpable era la sociedad, a la que maldecía. Y hasta se le hacía más llevadera la penosa sensación de que era necesario expiar algo de que debía corregirse. Ya no le incumbía este asunto: se lo endosaba también a la sociedad... Apartóse de la ventana y dio algunos pasos por la estancia. -¡Ah! ¡perfectamente! - pensaba -, ¡ también el pastor ha consentido en servirles de instrumento, también él! Cuanto más reflexionaba en aquella inesperada intervención, más asqueado se sentía... - ¡Ese haragán, que quizás se esté todos los días en la cama hasta las diez, tampoco desea, al igual de los otros, la menor ventaja para los obreros, la más insignificante mejora en las condiciones de su vida! Se mordió los labios. Era preciso que los obreros no ignorasen este nuevo incidente; convenía, por el contrario, que se supiese en toda la comarca. Los sacerdotes son siempre y en todas partes sacerdotes, ¿no es verdad? De un modo o de 104
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otro, era menester informar a los jornaleros de cuanto había ocurrido. ¿Y Norby? Podía enviarle todos los pastores que quisiera, que no por ello se libraría de ir a la cárcel. ¡Ya lo vería de allí a dos días!
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XII Todas las noches iba Ingeborg Norby a leer la Biblia a los pobres que tenían recogidos en el pabellón. Eran cuatro: la anciana vaquera, los dos criados de la granja, - tenían todos de setenta a ochenta años, y habían servido a Norby por espacio de más de medio siglo -, y por último el jornalero ciego al cual daba hospitalidad el amo para que no cayese en manos de la beneficencia comunal. La vaquera estaba siempre en la cama, en la alcobita. La habitación contigua era la destinada a los dos criados de la granja, de blancas cabelleras, los cuales se ocupaban principalmente de la lluvia y del buen tiempo. Fumaban, yendo de una silla a otra, y hablaban con preferencia de sus respectivos achaques. De ordinario, el ciego permanecía en el lecho. En la granja nadie advertía la presencia o la ausencia de aquellos cuatro viejos. Norby iba a verlos rara vez, pero cuidaba de proveerles de ropas y de tabaco. También tenían todos algún dinero en el Banco. Aquella noche los leños de abedul chisporroteaban en la estufa, la lámpara iluminaba la larga mesa e Ingeborg leía, 106
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sentada junto a la puerta de comunicación, de modo que pudiesen atender a su lectura desde las dos habitaciones. Cuando terminó de leer, dijo una oración y entonó un cántico que los dos ancianos, sentados en el banco, trataron de cantar con ella. Luego, en el momento en que se disponía a marcharse, le dijo uno de los viejos: - ¿Y qué tal marcha la causa? - Mañana se celebrará la vista. - ¡Eh! ¡eh! - dijo el ciego desde su cama, rascándose por debajo de la camisa. - ¿Aun no se ha decidido a confesar el tal Wangen? murmuró uno de los viejos moviendo con lástima la cabeza. - No - contestó Ingeborg suspirando -. ¡Que Dios le toque en el corazón! - Si por lo menos hubiese tenido la habilidad de confesar en el primer momento, el castigo sería seguramente menos severo - dijo el ciego. - ¡ Puede ser que haya confesado su culpa a Nuestro Señor! - observó Ingeborg -. Pero El dice: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, vaya a reconciliarse con su hermano.» Y si Wangen hubiese venido a pedir perdón a mi padre, estoy segura de que papá le hubiera perdonado. - ¡ Sí, que Dios le ayude! - murmuró la vaquera en su alcoba. Ingeborg dio las buenas noches y salió. Los dos viejos, sentados en el banco, comenzaron a desnudarse, entre lamentos: reuma, dolores en todas partes... Uno de ellos se sentó en pantalones en el borde de su cama y encendió la pipa antes de quitarse los zapatos. El otro, cuan107
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do estuvo también en pantalones, entró con precaución en la alcobita, arrastrando las chancletas y se sentó en la cama de la vaquera. - ¿Tienes bastante abrigo? - dijo frotando un fósforo contra sus pantalones y encendiendo su pipa con mano trémula. - ¡Ya lo creo! - respondió la vaquera con entonación de cansancio. Habían sido novios, luego riñeron y se hicieron novios de nuevo; y así continuaron, casi por espacio de una vida humana. Estaban reñidos dos años, entablaban relaciones, cada uno por su parte, él con otra, con otro ella, se arrepentían luego y reanudaban sus amores hasta la nueva ruptura. Pero, desde que eran asilados, habían hecho las paces y eran buenos amigos. - Te lo digo porque podía cederte una de mis mantas añadió mirando su pipa, y esforzándose en hacerla tirar. - Sí, ¿eh?... ¡ Para que te helases en tu cama! - repuso la vieja -. ¡No! empieza otra vez el frío y no tendré más que decírselo a la señorita. - ¡Bueno, bueno! - dijo el viejo levantándose para arreglar un poco mejor las mantas. Nunca dejaba de ir a preguntarle, antes de acostarse, si necesitaba algo. Era una especie de despedida. Últimamente, la había inducido a fumar, para poder prestarle algunos pequeños servicios; limpiarle la pipa o picarle el tabaco. Sin añadir palabra, se fue a su cama, rengueando. - ¡Te olvidas de apagar la lámpara! - dijo el ciego. Sentía frente a sí la luz que no podía ver. 108
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El ciego se pasaba el día mascando tabaco, y como no veía la escupidera, todo el suelo, alrededor de su cama, estaba lleno de esputos. Apagada la lámpara, los tres viejos estuvieron bostezando ruidosamente algunos instantes. Luego, se oyeron otros bostezos en la alcobita, tan fuertes, que se percibían claramente en la sala; los asilados se daban a su modo las buenas noches. - ¡ Se prepara alguna tempestad de nieve para esta noche! - dijo el ciego tapándose con las mantas lo mejor que podía. - ¡Y mañana habrá que sacar el arado de entre la nieve! indicó otro tras un breve silencio. Bostezaron otro poco y luego todo calló en el pabelloncito.
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XIII La víspera del juicio, Norby bajó a su despacho por la mañana para arreglar sus papeles, tomar notas y prepararse a responder a las preguntas que le harían con seguridad al día siguiente. Ya no se consideraba el acusador de Wangen, sino que creía que le habían atacado y que debía defenderse. Una claridad que el reflejo de la nieve emblanquecía, iluminaba la mesa, los papeles y al anciano que, con las gafas puestas, pasaba revista a sus armas. Estaba cansado de correr de acá para allá para buscar testigos y hacer firmar declaraciones. Pero ya poseía cuanto necesitaba, y esperaba con impaciencia el momento de comenzar el combate. De repente, dibujóse una sonrisa en los labios de Norby, que permaneció inmóvil, sujetando entre sus dedos un papel que manejaba con precaución, como si tuviese un valor grandísimo. En efecto, era una declaración de la viuda, de Jörgen Haarstad, enferma a la sazón, la cual declaración debía echar por tierra cuanto afirmase Sören Kvikne. ¡Qué chasco para Herlufsen! 110
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El viejo gozaba por adelantado, imaginándose el instante en que había de leer aquel documento ante el tribunal. Herlufsen estaría allí con seguridad. Era indudable que el pobre jornalero había sido comprado pura y simplemente para que declarase lo que pretendía haber oído. Pero, en ello, nada había que pudiese sorprender a Norby; ¡ así solía obrar aquella gente! El viejo comenzó a pasear de arriba abajo. De cuando en cuando suspiraba; estaba pálido. En aquellos últimos días no había pensado en otra cosa que en luchar de la mejor manera posible contra sus enemigos. Hacía tanto tiempo que, como en un camino de hierro, dejara atrás el verdadero punto capital del asunto, y aquel punto estaba tan remoto, tan envuelto en brumas, que a la sazón tenía otras cosas mucho más importantes en qué ocuparse. Era, por otra parte, evidente, que sus adversarios se cuidaban poco del derecho, y que no pensaban más que en atarle de pies y manos para reducirle a la impotencia. En cierta ocasión habíale representado su memoria, con extraordinaria claridad, la escena de la fonda, pero recordó muy oportunamente la afirmación de Wangen, quien pretendía que la famosa comida había tenido lugar en el Gran Café, y gracias a esto consiguió sacarse la espina de aquel recuerdo. - ¡Bueno! - pensó Norby -, tal vez fuese en el Gran Café en donde comimos juntos una noche; después de todo, puede que tenga razón. Pero, en ese caso, aun es más cierto que miente en todo lo demás. Nunca he firmado nada en el Gran Café; y si al pie de un documento redactado en tal lugar aparece mi firma, está falsificada, sin duda alguna... 111
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Estos razonamientos no siempre le parecían muy convincentes, pero experimentaba cierto consuelo al formularlo. Además, eran tantos los detalles, que probablemente Wangen no era enteramente irreprensible. Había, pues, otras mil cosas en qué pensar y con motivo de las cuales indignarse. Y tanto había hablado ya Norby del asunto, que para él recordar sus afirmaciones, era recordar la verdad. Comenzaba nuevamente a examinar los papeles, cuando se abrió la puerta y entró Marit. - Me pareció que hablabas por teléfono - dijo el anciano mirándola por encima de los espejuelos. - Hoy vuelve Einar - respondió Marit -. Dice que vayamos a esperarle a la estación. Norby cruzó las manos a la espalda, extendió las piernas y tornó a mirar a su mujer por encima de los anteojos. - ¿Qué me cuentas? ¿Vuelve Einar?... El señorito no tiene mucha prisa por acabar sus estudios: cualquiera diría que se empeña en ser estudiante perpetuo. - ¡No te enfades! - dijo Marit -. ¡ Siempre te alegras cuando viene el chico! No respondió y se puso a revolver de nuevo sus papeles. ¿Quería el mozo intervenir formalmente en aquel asunto? Tuvo la sensación de que un enemigo le clavaba un puñal en la espalda. ¡ Su Einar!... Pero, ¡ que viniese! Sabría recibirle bien. - ¡Con tal de que no hable antes del asunto con su madre! - pensó el viejo -. Aunque, después de todo, no me importaría mucho.
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Sin embargo, se propuso estar de guardia para ser el primero en la granja en recibir a Einar. Cuando éste se bajó del tren en la estación, le esperaba Ingeborg con un trineo. La voz irónica que hablaba en su interior, había acabado por infundirle valor: resolvió, pues, regresar a Norby, con la impresión de que quemaba sus naves. Ahora quería arreglar el enfadoso asunto y tratar, ante todo, de hacer entrar en razón a su padre. Pero se daba cuenta de que su energía iba a ser puesta a prueba. Cuando vio al viejo caballo bayo, el trineo grande, que tan bien conocía, y las ligeras mantas, fue como si llegase hasta él desde su casa una bocanada de dulces afectos. Y, en tanto que, sentado junto a su hermana, corría hacia Norby a gran velocidad, entre el límpido tintineo de las esquilas, experimentaba, a pesar suyo, la grata sensación infantil de regresar a su casa, de volver a los lugares familiares. Pero Einar desconfiaba de tales sentimientos, por haberse visto obligado a vencerlos antes de tomar la resolución definitiva: ahora constituían un peligro contra el cual era necesario prevenirse. Por Navidad había ido Ingeborg a esperarle con aquel mismo caballo, y esta sola circunstancia despertaba en él multitud de alegres y tiernos recuerdos. Tornaba a ver el baile que habían dado en su casa, recordaba a la hija del doctor, tan hermosa aquella noche, contemplaba nuevamente sus ojos... El padre y la madre de Einar, hicieron en aquella ocasión cuanto estaba en su mano para que los muchachos se divirtiesen. Y él, ¿qué hacía ahora? Parecíale regresar a su casa como un traidor, oculto bajo un disfraz. 113
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- ¿Por qué vuelves tan de improviso? - preguntó Ingeborg. - Para asistir al juicio - contestó -. Quiero ver qué rumbo toman las cosas. - En cuanto a eso, puedes estar seguro de que todo marchará bien para papá - respondió Ingeborg con voz que una íntima convicción hacía vibrar. Y Einar se sorprendió haciendo idéntico augurio; tuvo que taparse literalmente la boca y decirse: «¡Cuidado, Einar! desconfía de ti mismo; que tus buenos sentimientos no te impidan llevar a cabo lo que te propones.» - ¡ Pobre papá! - exclamó Ingeborg -. ¡ Si supieras todas las mentiras que dicen de él ahora! ¡Ese Wangen debe ser un hombre terrible! Y en sus ojos resplandecía su fe en su padre, y Einar advirtió que aquella fe se insinuaba también en él. - ¿Cómo siguen en casa? - preguntó para cambiar de conversación. - Knut ha estado algo indispuesto, pero ya está, mejor. Al oír estas palabras, Einar vio delante de sí al sobrinillo, y el niño le miraba y decía: «¿De veras piensas dar un disgusto al abuelo?» Poco después, Ingeborg contó que en la mañana del día anterior habían encontrado en la cuadra un potro muerto junto a su pesebre. Einar lamentó la pérdida sufrida por su padre, y tornó a ver la cuadra resonando al golpeteo de los cascos de los caballos. Y los soberbios brutos se volvían hacia él y relinchaban dulcemente, a modo de saludo, como si
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hubiesen querido decirle también: «¿De veras quieres hacer eso?» ¡ Porque no cesaba de pensar un instante que ya era preciso llegar hasta el fin! Cuando entraron en el camino y se acercaron a la casa, tornó a preguntarse: «¿De veras quieres hacer eso?» Y comenzaba a comprender que era una cosa espantosa lo que había decidido. - ¡Buenos días, papá! ¡ buenos días, mamá! Y le parecía que, a la sazón, aquellas palabras eran otros tantos besos de Judas. - ¡Ven un momento, tengo que hablarte! - le dijo su padre apenas se hubo despojado de su abrigo en la antesala. - ¡ Pero no te olvides venir pronto a comer! - añadió la madre -. La comida está en la mesa. Ya en el despacho, al llegar al centro de la habitación, volvióse su padre, cruzó las manos a la espalda, adelantó una pierna y dijo: - Únicamente quería advertirte que tu madre no sabe que me has escrito. Einar bajó la cabeza. El viejo continuó: - Y si vienes por esa cuestión, sólo debes hablar de ella conmigo. - ¡ Sí, papá! - ¿De modo que es por eso por lo que has vuelto? - ¡ Sí, papá! - dijo Einar en voz baja. El viejo apretó los labios. - ¡Bueno! primero, vamos a comer - dijo, dirigiéndose rápidamente hacia la puerta. 115
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Einar le seguía, algo avergonzado, como un chicuelo que no ha sido bueno. Tenía la edad suficiente para reconocer los defectos de su padre, pero sentía hacia él un respeto inmenso. - ¡Conque mamá no sabe nada! - pensaba cuando se hubieron sentado -. Pues cuando papá teme que sepa algo... No se atrevió a completar su pensamiento. Durante la comida Norby se mostró tranquilo, casi alegre, pero Einar vio perfectamente que estaba muy pálido. Parecióle también que su madre tenía algunas canas más que la última vez que la viera, e, instintivamente, sintió la necesidad de ahorrarle un disgusto, ya que ella obraba de buena fe. El ambiente familiar iba insinuándose en su ánimo poco a poco. Pidió noticias del pueblo; tuvo que darlas también de la ciudad. Todos le obsequiaban. El pequeño Knut se deslizó varias veces por debajo de la mesa para acurrucarse entre sus rodillas. Todas estas cosas reunidas le envolvían, por decirlo así, en una atmósfera grata y tibia, que le inspiraba el deseo de abandonarse. Pero hubiérase dicho que entonces, un genio benéfico le despertaba, le advertía: «¡Ten cuidado! ¡ ten cuidado! ¡Desconfía de tus buenos sentimientos!...» - ¡Basta, Knut, basta! ¡ deja en paz al tío! - dijo la madre del niño. Ocurre a veces, que nuestro modo de considerar a una persona cambia por completo repentinamente, como si, en realidad, la persona de que se trata hubiese trocado su «yo». Hasta entonces, Einar había visto en su padre al hombre que sostenía contra Wangen una acusación falsa y contra el cual 116
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estaba dispuesto a rebelarse. Pero, antes de que hubiese podido comprender lo que en su interior sucedía, su padre se convirtió para él en aquel que, el invierno precedente, había estado gravemente enfermo con tifoideas, de las cuales quizás no se encontrase aún completamente restablecido. Ingeborg había enterado a Einar de todas las especies falsas que Wangen echara a volar respecto a Norby. Y ahora, sentía ira, juntamente con la necesidad de tener una explicación con su padre. Y, a medida que a favor del ambiente familiar resurgía en él el hijo, el predilecto de la casa, aumentaba su vergüenza al pensar que quería hacer traición a su propio padre, a su propia familia. Estaban todos reunidos a su alrededor, y nadie sabía para qué había vuelto. Tenía la sensación de ser una especie de tirano que se disponía a desplegar su poder para causar, con una sola palabra, la desgracia de todos los suyos. Terminada la comida, hubiese preferido quedarse charlando tranquilamente con su madre y con Knut. Pero su padre se puso en pie, se dirigió hacia la puerta y le llamó: - Vamos; ¿vienes, Einar? - ¡Dios me asista! - pensó Einar -. ¡Llegó el momento! Pero habíase debilitado tanto su resolución, que deseaba ardientemente verse otra vez camino de Cristianía. Knut quería seguirles, pero Einar libertó sus rodillas de las manos del niño y le dijo: - Vuelvo en seguida, nenín... Ya en el despacho, sentóse el padre en su sitio de costumbre, ante la mesa. Einar admiró la calma con que el viejo cargaba su pipa con toda comodidad. 117
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- ¿No te sientas? - preguntó el anciano encendiendo con cuidado su pipa, de largo tubo flexible, mientras iba a echarse tranquilamente en el sofá de cuero. Einar se acomodó algo más lejos. - ¿Tienes aún dinero? - dijo el viejo alzando los ojos, lo preciso para mirarle. A Einar le disgustó un poco semejante pregunta en aquel instante, y se apresuró a responder: - Sí, gracias. También su padre estaba algo turbado. En el fondo respetaba a aquel hijo tan instruido ya, y que, en cierto modo, estaba hecho de un metal más precioso. Quería discutir con la mayor dulzura posible. Al fin, decidióse a preguntar, levantando los ojos nuevamente: - Pero, ¿qué simplezas me decías en tu última carta? Einar se irguió bruscamente. «¡ Sé valiente!» decía una voz en su interior con bienhechora energía. Escogiendo las palabras, contestó: - Lo hice con buena intención, papá. Creo recordar perfectamente el día en que entraste en mi cuarto para hablarme de aquel documento que habías consentido en firmar, declarándote fiador de Wangen. El viejo sonrió, apretando el tabaco con el índice en la cazoleta de su pipa. - Querido - dijo por último mirando a su hijo con expresión risueña - , ¡ sin duda lo has soñado! - Vamos, papá, ya no soy un chiquillo; sé lo que me digo. (Su voz dejaba traslucir cierto despecho.) Tengo la íntima convicción de que te equivocas. Muy bien pudiera ser que lo 118
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hayas olvidado. Y ahora te pido que retires la denuncia. Aun estás a tiempo, ¿no es verdad? Porque yo sé que tú no quieres cometer una injusticia, papá. - ¿Estás completamente loco, muchacho? El viejo sonrió de nuevo, pero se quitó la pipa de la boca y miró a su hijo con sorpresa. Einar se inclinó ligeramente. - ¡Mi intención es buena, papá! - repitió. - ¡ Sí, lo haces por mi bien! - dijo el viejo tratando de reír -. ¿Pero sabes de lo que me acusas? Y la mirada que clavó en Einar expresaba el mayor asombro. Einar, con las manos a la espalda, se apoyaba en la pared. Cada vez se sentía con más valor. Escuchaba incesantemente al buen consejero que le decía: «¡Atención!» - ¿No te es posible recordar el día que entraste en mi cuarto?... El padre le interrumpió con maliciosa sonrisa: - No, Einar, no puedes pretender que recuerde tus sueños. Einar se turbó. Esperaba que su padre le llenase de improperios; pero aquella amabilidad, aquella desenfrenada confianza en sí mismo, comenzaba a desarmarle. Se pasó la mano por la frente, vacilante, algo desconcertado. ¿habría soñado? ¿Estaría diciendo simplezas, verdaderamente? Y el viejo, por su parte, aunque seguía riéndose tendido en el sofá, pensaba: «¿No le habrá calentado alguien la cabeza al chico para que se revuelva contra mí?... Es bastante probable.» Pero Einar levantó la frente.
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- No, papá, no me equivoco... ¿No habrás firmado algún otro documento en favor de Wangen?... - ¡ Ja! ¡ ja! ¡ ja!... ¡Ah! eso sí que no... y ha sido una suerte... - Pues bien, papá, en ese caso, es necesario que retires la denuncia, porque Wangen es inocente. Hubo una pausa. El viejo se incorporó y se pasó la mano por la cabeza. Permaneció sentado, con la mirada fija, metiéndose en la boca los pelos de la barba. Y, por último, firme como una roca, con forzado brío, exclamó: - ¡Ah! ¡querido Einar! ¡ estás diciendo muchas necedades! Por lo que te propongo que regreses a Cristianía, y reanudes tus estudios. De esas cosas entiendes más que de estos asuntos. Se levantó y dio un paso hacia la mesa. Einar advirtió la alteración de la voz de su padre y presintió la tormenta. - Bueno - dijo el viejo volviéndose hacia él -, ¿sigues ahí plantado, como un pastor en su púlpito? - Por última vez, papá, retira la denuncia. Te lo suplico. - ¿De modo que estás seguro de que tu padre es un bribón? - ¡Es que estás trascordado, papá! - En serio, Einar, ¿para qué has vuelto? Las facciones de su padre expresaban verdadera curiosidad. Y Einar se enojó al ver que no le tomaban en serio. Por ello exclamó con toda la autoridad de que era capaz: - He vuelto, papá, para impedirte cometer una acción que te causaría remordimientos.
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- ¡ Einar! - Y su voz era triste -, ¿no te parece que basta conque tenga en contra mía la mitad del pueblo? Hay mucha gente que sólo piensa en enviarme a la cárcel. ¿Y vas tú a ser uno de tantos? ¿No te da vergüenza? Einar bajó la cabeza. - Pero... papá... Se le doblaban las rodillas. Pero, en aquel momento, su padre acudió, a su pesar, en socorro de su voluntad vacilante. - ¿Quién te ha inducido a mezclarte en esta cuestión, hijo mío? - ¿Quién? - Einar levantó los ojos, se mordió los labios y avanzó un paso. Le temblaba la voz, de rabia -. ¿Qué es lo que te figuras, papá? El viejo se reía del tono imperioso de Einar. - ¡Estaría bueno que acabases por presentarte en la audiencia para declarar contra tu padre! - dijo, riendo aún. - Si retiras la denuncia me ahorrarás ese paso. ¿Le tomaría ahora en serio su padre? El viejo enrojeció vivamente. Intentó sonreír, morderse los pelos de la barba, pasarse la mano por la cabeza, sentarse; pero no consiguió hacer nada. Por último se precipitó sobre Einar y le agarró por la solapa: - ¡Vete! Seguía riendo y al mismo tiempo rechinaba los dientes. - ¡Vete!... ¡Y te marcharás de aquí hoy mismo; si no, que Dios te proteja! Retrocedió un poco, como si temiera que le diese la tentación de pegarle. - ¡Ah! ¡ah! ¡eso es! 121
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Y, de pronto, se puso a mirarle atentamente, de pies a cabeza. Comprendió de improviso que el joven que tenía delante no era ya el muchacho de quien podía burlarse y a quien podía azotar. Era su propio hijo, ya hombre, y que se declaraba su adversario. - ¿Te vas?... - ¡ Retira la denuncia, papá! Decididamente, aquello era demasiado. El viejo empuñó una silla, la blandió mirando al rincón y gritó: - ¡Vete! ¡ vete!... ¿Saldrás al fin?... ¡Vete! ¿me entiendes? ¡Vete, Einar! - Sí, me voy - dijo Einar levantando la cabeza. Era tal su rabia que le daban ganas de arrebatar la silla a su padre y demostrarle que estaba demasiado crecido para dejarse pegar -. Pero es preciso que no vuelvas a tratarme de ese modo; es todo lo que tengo que decirte. ¡Adiós! Y abandonó la estancia sin apresurarse. Por la tarde, salió su padre en coche. Cuando concluyeron de comer, Einar sintió deseos de contarle todo a su madre, pero no se atrevió. ¿Qué haría al día siguiente? ¿Debía dejar que aquel asunto se arreglase por sí solo? Ello le parecía doblemente penoso después de haber hablado tan claramente, después de haber arriesgado tanto. Subió temprano para acostarse, por que le daban miedo las sugestiones que llenaban las salas del piso bajo, emanadas de cuantos en ellas se hallaban: todas le inspiraban la involuntaria tentación de renunciar a su empresa. En su cuarto, crepitaban los leños de abedul, difundiendo aquel olor que tanto le gustaba. El reflejo de la estufa hacía rebrillar sobre la mesa un reluciente cande122
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lero con una de aquellas velas que su madre misma fabricaba. El pobre Einar, después de haber huido de las gratísimas impresiones que abajo le acechaban, recibía otras que hacían en él profunda mella. Las sábanas de su cama, la cortina blanca de la ventana, los recuerdos de todas las noches pasadas en aquella alcobita, durante las vacaciones, parecían preguntarle: «¿De veras quieres hacer eso?» - ¡No podría! - pensó cuando estuvo acostado en la cama, envuelto en las sábanas y en las mantas de su madre (¡ qué distinto todo de lo de la casa de huéspedes!)-. ¡ Pero, supón que condenan a Wangen y que tú hubieras podido salvarle!... ¡Dios me asista! ¡Ya no podré gozar de un solo día de felicidad!... A media noche Einar despertó a Ingeborg, entrando en su alcoba con un candelero en la mano. - ¿Qué pasa? - preguntó la joven restregándose los ojos. - ¡Chist! - contestó Einar, porque sólo había un delgado tabique entre aquella habitación y el dormitorio de sus padres -. Tengo que confiarte una cosa, Ingeborg. Y se sentó en el borde de la cama, con la luz en la mano. Al principio, la claridad molestaba un poco a Ingeborg; la cegaba; luego se acostumbró. Nunca habían tenido secreto el uno para el otro, porque eran los dos que, por su edad aproximada, estaban más unidos. Él cuchicheaba y ella le oía con ojos extraviados, espantados, con la respiración entrecortada. Hacía objeciones, le apretaba a veces la mano febrilmente, diciéndole: «¡Calla, calla, Einar; estás loco!» Pero al mismo tiempo no le dejaba marchar. Quería conocer todos los motivos que tenía para pensar así. Y él se los decía, porque nece123
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sitaba que alguien se pusiese de su parte. Por último, con el pecho aún oprimido, cerró los ojos, como si no se sintiese con valor para ver nada más; parecíale que algo se había hecho pedazos en su interior. Cuando al fin se marchó Einar, Ingeborg permaneció acostada, sin moverse, con los ojos cerrados. Comenzaba a tener miedo. ¡Estaba todo tan obscuro, tan horriblemente obscuro y faltaba tanto tiempo para que fuese de día! Daba vueltas y más vueltas en la cama, pero un terror indefinible le impedía dormir. Había un delincuente en la casa; dormía bajo su mismo techo, y aquel delincuente era... era su... ¡No, no era verdad, no podía ser verdad! ¡Oh! ¡ven en mi ayuda, Dios mío, ven en mi ayuda! - Y sollozó, con exaltación -. ¡ ven en mi ayuda, Dios mío! ¡Dame una prueba de que eso no es verdad! Pero, de improviso advirtió que Dios estaba como ausente. Era la primera vez desde su comunión. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no seguía rezando, por qué había descruzado las manos y tenía la mirada fija, clavada con terror en las tinieblas?... ¿Acaso Dios no existía? ¿Todo era falsedad y mentira?... Había pedido a Dios que hiciese triunfar a su padre en aquel litigio. Había dado gracias a Dios por haber permitido que su padre fuese inocente, y se sintió consolada. Había rezado por Wangen - logró vencerse hasta ese punto, y ello la llenó de júbilo -. ¿Pero también ella se engañaba?... ¿Dios se burlaba de ella? ¿O sería más bien que no existía? ¿No era todo más que una mentira? Aquella deliciosa certidumbre de
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estar en comunicación constante con el Señor, aquel gozo al obrar bien, todo, todo era mentira, mentira, mentira... Daba vueltas y más vueltas en la cama, sollozando. Si su padre era culpable, para ella era como si Dios no existiese. ¡Todo mentira y farsa! - ¡ Señor, Dios mío, dame una prueba de tu existencia! devuélveme la paz del alma... ¿Será mi padre un delincuente, un delincuente que mañana va a prestar un juramento falso?... ¡Mi padre!... ¡ Señor, Dios mío, dame una prueba! ¡ Si existes, ven en mi auxilio!... ¡En nombre de Jesucristo, dame una prueba! Se arrodilló en la cama y alzó al cielo las manos cruzadas... A la madrugada Einar se quedó asombrado al ver a Ingeborg entrar despacito en su cuarto, acercarse a su lecho y cogerle la cabeza con las dos manos. - Es preciso que te lo diga en seguida; ¡ gracias a Dios te has equivocado! ¡ por fortuna te has equivocado! Le temblaba la voz de alegría. Con un gesto instintivo se llevó la mano al pecho. Einar encendió luz y miró con atención a su hermana: ésta tenía los ojos resplandecientes de júbilo. - Sí, Einar, Dios me ha dado una prueba. Te equivocas, ya lo sabía yo. Ahora vas a ir en busca de papá para pedirle perdón. Le pasó ligeramente los dedos por la frente y desapareció, casi sin que el joven la sintiese salir. - ¡ Pobre Ingeborg! - pensó Einar -. A esta muchacha a quien las penas han hecho encanecer, a esta monja que tiene 125
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puestos todos sus pensamientos más allá de la tumba, ¿no se le haría también pedazos el corazón si mañana...? «¡ Einar, acuérdate: nada de consideraciones de familia!...»
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XIV Cuando, al día siguiente, salió Norby de su casa, su mujer iba sentada en el coche a su derecha. Apenas había un acontecimiento importante en perspectiva, quería tenerla siempre a su lado. Era una tarde de invierno, fría y triste: nevaba. Al salir del patio, Norby decía para sí: - ¡Me gustaría saber cómo andarán las cosas cuando volvamos a pasar por aquí! Había llegado el día que tanto le asustaba antes, pero que hora tras hora, inexorablemente, habíase ido aproximando. Ya no deseaba más que empezar cuanto antes la lucha, como el jugador desenfrenado, que sólo piensa en las ganancias. Sospechaba vagamente que alguno de sus enemigos no era ajeno a la conducta de Einar, y esta sospecha acrecía su íntimo furor. ¡Aquella gente no conocía la vergüenza! Compraban testigos, como el tal Sören Kvikne; intentaban indisponer al hijo con el padre. ¡ Pero aun no habían concluido!
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La Audiencia estaba a orillas del lago, en el centro del concejo; los magistrados vivían en los alrededores, en sus granjas. A lo largo de los caminos, angostas cintas que cortaban los campos nevados, veíanse diminutos puntos negros hombres -, dirigirse al lugar en que había de celebrarse el juicio. Estarían prensados en la sala. El primero a quien vio Norby al llegar al pueblo, fue Herlufsen, arrebujado en su amplio ropón de piel de lobo, y en cuanto bajó del trineo se acercó a saludarle. También Herlufsen corrió a su encuentro: parecían dos amantes que se atraían. Su apretón de manos fue efusivo; sus rostros sonrientes pregonaban el placer que sentían al encontrarse. Y ambos pensaban: - ¡No quisiera estar ahora en tu pellejo!... Luego Herlufsen le convidó a café en la posada en que se detuvieron para dejar sus trineos, pero Norby afirmó que a él le correspondía convidar. Las puertas no eran bastante anchas para que por ellas pasasen aquellos hombretones con los abrigos de pieles a cuestas. Sentados ante las tazas humeantes, no tardaron en ponerse de acuerdo para hablar mal de las personas a quienes ambos aborrecían. Aludieron al magno asunto con gran prudencia, temiendo cada uno de ellos que el otro adivinase su plan. Afuera soplaba un viento helado de levante, que mezclaba los torbellinos de nieve al humo de las fábricas cercanas. La gente iba y venía, golpeándose las manos una contra otra. Algunos entraban en una panadería y con el pretexto de 128
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comprar pan se calentaban un momento. Al fin llegaron los magistrados, se abrieron las puertas del Tribunal y la multitud se precipitó adentro, espolvoreando toda la escalera con la nieve acumulada bajo las recias suelas. Cuando Marit Norby entró en la sala, después de empezado el juicio, vio entre los espectadores a la mujer del pastor y a Thora de Lidarende que la saludaron amablemente y le hicieron sitio. Wangen, en pie en el estrado, protestaba de su inocencia. La mujer del pastor se volvió hacia Marit con un suspiro y una mirada que decían: «¡ Pobre hombre, debe ser tonto!» Thora, en cambio, sentía que los sollozos se agolpaban a su garganta. ¡Qué pálido y qué delgado estaba Wangen! Por el cuello de la camisa, le asomaba el pescuezo, como un alambre; tenía la nuca descarnada y encorvadas las espaldas. ¡Desgraciado! ¡ Si por lo menos consintiese en confesar! Ni por un instante se le hubiese pasado a Thora por el pensamiento, mientras estaba allí, compadeciendo a Wangen, que la idea que acerca de su culpabilidad se había formado, podía ser errónea. Y, como esa idea, desde su origen, provocó en ella una serie de sensaciones y de pensamientos bellos y humanitarios, ya no se preguntaba, cómo había llegado a admitirla. Era una opinión que la había impulsado al sacrificio: al de adoptar a uno de los hijos de Wangen, por ejemplo. Y una convicción por la cual hacemos un sacrificio, se convierte no sólo en una incertidumbre, sino en una cosa particularmente preciosa, en una especie de «valor» moral. - ¡ Pobre Wangen! - pensaba -. Sabe Dios si, bien mirado, no se deberá todo esto a la influencia paterna, a la triste he129
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rencia. Pero los tribunales sólo sirven para aplicar las leyes; no tienen en cuenta estas consideraciones; son implacables... Y, de repente, su imaginación le representaba una sociedad en la que los tribunales serian una cosa muy distinta. El primer testigo a quien llamaron fue Knut Norby. Había llegado el momento tan temido. Iba a verse obligado a asegurar que no había firmado nada en favor de Wangen. Cuando entró en el corredor, estaba nervioso, como el jugador que tiene buenas cartas en la mano y espera con impaciencia el momento de echarla. Preocupábale la idea de que era preciso que no olvidase nada de lo que se proponía decir. Al apoyar la mano en el picaporte de la puerta, oyó en su interior una voz lejana que le gritaba: «¡Atrás! ¡Aún estás a tiempo!...» Pero la voz venía de muy lejos. «¿Acaso has estafado tú a la viuda?» decía otra voz; y este pensamiento le inspiró el deseo de abofetear a Wangen. En el momento de entrar en la sala, subió un poco los hombros, como hacía siempre que sentía fijas en su persona las miradas de mucha gente. Lo que primero vio fue a Wangen, en el banquillo de los acusados, y como sus ojos se encontrasen un instante, el viejo sintió hervir en su pecho una rabia sorda, al recordar todos los rumores que Wangen hiciera correr a propósito de él: «¡Espérate un poco!» Al dirigirse al estrado, observó que la mujer del pastor y Thora le saludaban inclinando ligeramente la cabeza, y ello fue para él como un consuelo. Advirtió que no presidía el tribunal el juez en persona, sino su substituto, y se ofendió
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algún tanto. Pase que el suplente substituyese al juez, en causas sin interés, pero, tratándose de Knut Norby... Cuando el joven con su monóculo y sus nacientes patillas le exhortó a decir la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad, el viejo estuvo a punto de soltar la carcajada. ¡Aquel chiquilicuatro un magistrado! ¿No le habían contado a Norby que el sábado anterior aquel caballero se había puesto como una cuba en casa de Basting, el abogado? ¡También se encontraba allí Basting, ese pobre diablo que se daba tanta importancia! Y aunque aquel día la sesión estaba destinada únicamente a tomar declaraciones, acudía para ayudar a Wangen, su cliente. ¡Valiente imbécil! ¡Verdaderamente, era imposible respetar semejante tribunal! Comenzó el interrogatorio; Norby respondió con desenfado, precisamente porque sabía que Basting estaba allí, como en acecho. Recordaba las intrigas de aquel individuo y lo que Basting trabajó para hacerle salir del consejo de administración del Banco y ocupar su puesto. El pobre diablo a quien habían embargado por no pagar la contribución y que se moría de hambre, se ponía contentísimo cuando se le presentaba la ocasión de ganarse dos coronas. ¡Y aquel hombre estaba en acecho ante Knut Norby! Tal vez fuese él quien había inducido a Einar a... - Wangen dice que recuerda perfectamente el sitio en que se firmó el documento - dijo el juez suplente. - ¡Ah!... ¡No me disgustaría saber en dónde pudo ser! El magistrado se volvió hacia Wangen. - ¿No fue en el Gran Café?
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Wangen se levantó. Aseguró que el documento había sido firmado en el Gran Café, con la misma expresión de convicción profunda en la mirada que cuando protestó de su inocencia. Tal afirmación constituía para Norby una nota cómica que venía muy oportunamente a devolverle su aplomo; y, con la más completa buena fe, respondió: - Yo no he firmado semejante documento. Tras estas palabras oyó una risita irónica de Wangen; esto le irritó. «¡Aguarda un poco! ¡Ya tendrás de qué reírte dentro de un rato!...» Pero entonces ocurrió una cosa para la cual no estaba Norby preparado. El juez suplente cogió un papel y se lo entregó. - Aquí está el documento - dijo -. Y aquí el nombre de usted. ¿Quiere usted ver si se parece a su firma? Podría suceder que hubiese usted olvidado el hecho. Y, durante un momento, Norby contempló su nombre, tal como él mismo lo había escrito. Parecíale hallarse frente a un fantasma: no quería mirar. Dirigió una ojeada a Basting, el abogado, el cual le observaba a hurtadillas, y de repente, furioso, arrojó el documento sobre la mesa diciendo: - No necesito examinar ese papel. ¡ Sé perfectamente lo que he hecho! Pero entonces, Basting, autorizado a hacer algunas preguntas, se acercó al estrado. - ¿Ni siquiera le pidió a usted nunca Wangen que fuese su fiador? - preguntó encarándose con Norby.
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Norby comenzó por mirar un instante a aquel individuo calvo y derrotado. Estuvo a punto de echarse a reír y de contestarle con alguna frase sarcástica. Pero una voz le decía: «¡Ten cuidado, no te dejes envolver!...» Y respondió sonriendo: - Son muchas las personas que se han dirigido a mí para solicitar algún favor, pero no las recuerdo a todas. Y como oyese de nuevo la irónica risa de Wangen, añadió: - Por lo demás, es probable que me lo pidiese. Porque en estos últimos tiempos andaba revolviendo cielo y tierra y acudía a todos, al primero que se presentaba. Ahora era Marit la que se reía. Terminó su declaración en un momento; luego se acordó de la de la viuda de Haarstad y pidió que le escuchasen cuando acabase de declarar Sören Kvikne. Al salir, se detuvo un instante en la escalera, para tomar aliento antes de volver a ponerse el gorro de piel. Cierto que una voz le gritaba en su interior: «¡Has mentido!» ¡ Pero era tan lejana y tantas las voces, más fuertes, que contra ella se alzaban! ¿Acaso había arruinado él a la viuda? Parecíale estar oyendo aún la risa de Wangen, y pensó de nuevo: «¡Aguarda un poco! ¡Ya tendrás de qué reírte dentro de un rato!...» Aun conservaba en la mano las mejores cartas. - También es mucho cuento - se decía, mientras recorría el patio a pasitos cortos -, esto de verse expuesto a los ataques de esa canalla. Es preciso defenderse con pies y manos. ¡ Pero que me condene si este hombre no tiene que marcharse del pueblo! 133
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De repente se detuvo. Un muchacho con gabán y una gorra de pelo en la cabeza se dirigía hacia él. No se equivocaba: era Einar. Norby estaba ya irritado, pero, al ver a Einar que tal vez fuese a intervenir en el debate - ¿quién sabe? sintió unos deseos vivísimos de precipitarse sobre su hijo y darle una azotaina. Permanecieron inmóviles, a pocos pasos uno de otro. Einar estaba muy pálido. - Qué, ¿vas a paseo? - dijo el viejo esforzándose en sonreír. Sabía que podían verle desde las ventanas. - Papá - dijo Einar golpeando con su bastón un rastrillo de espalear la nieve allí olvidado -, ¿sabes que no es agradable mi situación? El viejo sonrió, encogiéndose ligeramente de hombros. - ¡Ah!... ¿Es que ya no te bastan las ciento cincuenta coronas al mes? ¿Tienes familia en Cristianía, quizás? Einar constriñó los labios. Le temblaba la voz. - Quisiera obedecer a mi conciencia y hacer lo que es justo - dijo mirando tranquilamente a su padre. - ¡ Sí, sí!... - Me veo obligado a entrar en esa sala y a salvar al inocente - continuó Einar -. ¡ Suceda lo que suceda! Pero, a su pesar, retrocedió un paso y miró a su padre con espanto. El viejo aun trataba de sonreír, por si había gente en las ventanas, pero palideció. - Es lo que yo pensaba - dijo anhelante -. ¿Pero, quién te habrá engañado? 134
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Einar enrojeció, avanzó un paso y exclamó, con ira: - Necesito saber lo que quieres decir con eso, papá. Pero el viejo no toleraba aquel tono autoritario; empezó a manotear y aulló literalmente: - ¡ Pues bien, ve a declarar y que el demonio te lleve! No sigas atormentando a tu padre con tanta crueldad. ¡Anda! ¡ vete! Abrió la boca, como si le faltase, la respiración, agitó los brazos, pero no encontró nada que añadir. Luego, bruscamente, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas. Einar se dirigió maquinalmente al Tribunal. De pronto, oyó que le llamaban. - ¡ Einar! - ¿Papá? Se volvió; su padre estaba allí, viéndole alejarse; luego, de improviso, con un ademán, dijo Knut: - Nada. Y se marchó. Había triunfado el orgullo. Einar estuvo parado un instante en la escalera del Tribunal. Ya no le faltaba más que unos pasos para entrar en la sala. - En el fondo, la misma conducta de tu padre prueba suficientemente la inocencia de Wangen - se decía -; y el hecho mismo es indudable. Pero, y tú, ¿sabrás cumplir con tu deber? ¿Eres un hombre valeroso o un cobarde? ¡ Sólo se trata de decir la verdad y de salvar a un inocente! ¿Es una cosa tan difícil? Tal vez sea esta la última vez en tu vida en que se exija de ti un acto de valor. ¡Ánimo, sé hombre!
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Y, siguió avanzando; entró lentamente en el vestíbulo y abrió la puerta.
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XV Cuando Norby se separó de Einar, no sabía en dónde estaba. Encontró a algunos conocidos con los que hubo de pararse y a los que tuvo que estrechar la mano. Fue necesario hablar un poco, aunque más bien tenía gana de tirarse de bruces al suelo y ponerse a gritar. - ¡No faltará nieve este año! - dijo, con una sonrisa que más parecía una mueca nerviosa, al reducido corro que se formó a su alrededor. Y, al mismo tiempo, pensaba: - ¡En este momento estará en el estrado! Pero todos los que le rodeaban le hablaban con respeto, le miraban con simpatía. Esto le consoló un poco. - ¡Que declare! - decía para sí -. ¡Ya veremos!... Por último le dejaron los amigos. Y se encontró en una tienda, con la frente apoyada en los cristales de la puerta. Ante él, a poca distancia, alzábase el Juzgado: Norby vio en una ventana una cabeza, de perfil, con la barbilla apoyada en una mano.
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- En este momento se están recreando en el escándalo pensó -. Tal vez crean tenerme en su poder porque han atrapado a mi hijo... ¡ Pero, paciencia! Parecíale que algo se helaba en lo profundo de su ser: aquel hijo que le había costado tantos miles de coronas y que de improviso se revolvía de aquel modo contra su padre, no era su hijo, el hijo de Norby. Knut sólo sentía ya el dolor que sigue a una amputación, pero era un dolor tan vivo que le hacía rechinar los dientes. - ¡ Se equivoca! Ya no me conozco a mí mismo, y soy capaz de refutar sus afirmaciones: porque ahora es una guerra a sangre y fuego -. Y se echó a reír, pero con una risa glacial y triste, porque la idea de deshonrarse a sí propio y deshonrar a su hijo en un careo, le hacía perder la cabeza -. ¡Tan cierto como estoy aquí, se han de arrepentir de haberme quitado mi hijo!... Con una rápida mirada advirtió Einar al entrar en el salón que no había nadie en el estrado. El juez suplente dictaba una orden al secretario. El lugar destinado a los testigos esperaba a aquel que debía decir la verdad. Y parecía invitarle a acercarse. Cuando atrajo hacia sí la puerta, el ligero rumor que ésta produjo al cerrarse, le hizo estremecerse: aquella puerta le separaba para siempre de su padre. - Ya no podrás volver a tu casa - se dijo. Y, en el mismo instante, vio a su madre entre el público. Le sonrió: estaba muy sofocada, sudorosa, y le hizo sitio a su lado -. ¡ Si supiese que no puedo volver a casa!...- pensó.
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Y sólo el verla allí, haciéndole sitio junto a ella, sin sospechar el motivo de su llegada, determinó en él extraordinaria agitación. - Cuando te oiga declarar, de seguro se desmaya. Pero era necesario hacerlo pronto o no hacerlo. Comprendía que si no iba, directa e inmediatamente a su objeto, se debilitaría su valor, le abandonaría toda su energía. Habíale costado tanto tomar una resolución, que retirarse ahora era como escupirse a sí mismo en la cara. Miró a su madre otra vez como para decirle: «Tampoco tú puedes tener otro deseo que el de oírme decir la verdad. He intentado salvar a mi padre cuando aun era tiempo; pero no ha sido posible.» Se disponía a volverse hacia el presidente del tribunal, pero Thora de Lidarende y la mujer del pastor le saludaron con la cabeza tan amistosamente, que tuvo que corresponder. Luego su madre le hizo señas de que se acercase y las dos señoras se apresuraron a dejarle sitio. ¿Si fuese un momento?... En el mismo instante sintió Einar una imperiosa necesidad de sentarse: había estado algunas horas soportando el frío, y allí hacía calor, la atmósfera era casi irrespirable. Acometióle un vértigo y la sangre le afluyó a la cabeza. De nuevo le hizo señas su madre, sonriendo. Y antes de que pudiera darse cuenta exacta de lo que hacía, se encontró sentado junto a ella. Las dos señoras le dieron un cordial apretón de manos. Poco después, llamaron a su madre para que declarase. El juez suplente la miró. - ¿Se hallaba usted entre el público? - preguntó. 139
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- Sí - contestó ella. - No está permitido; ya que es usted testigo tendrá la bondad de permanecer fuera de la sala. Cuando Einar vio a su madre en el estrado, experimentó una sensación extraña; parecíale que allí, ante aquel tribunal, estaba su madre expuesta a algún peligro. La amonestación del juez le indignó. Despertábase todo su afecto filial, e instintivamente lo iba acumulando, concentrando en su madre. Ya no podía pensar; vivía sólo con el corazón. Habíase elevado trabajosamente hasta la investigación de la verdad, hasta el discernimiento claro, y ahora, perdía el equilibrio, caía en un extraño caos de sentimientos confusos, pero vivos y ardientes. Hubiérase dicho que una estrella le invitaba desde lejos, desde muy lejos, a levantarse y declarar. ¡ Pero cómo iba alejándose cada vez más! Allí, delante de él estaba su madre, con una expresión tan humilde y tan triste al mismo tiempo. El juez la había ofendido. «¿Podía ahora Einar desmentirla en presencia de toda aquella gente?» Tanto valdría darle de puñetazos. A cada instante aumentaba su temor de que las cosas tomasen un giro desagradable para ella. Era preciso que tal cosa no sucediese. Terminada su declaración, salió su madre y él quiso seguirla para ver si se encontraba mal. Olvidó el abrigo que se había quitado y colocado a su lado en el banco. Pero, cuando se reunió con su madre, junto a la panadería, adoptó bruscamente la resolución de marcharse: no podía soportar más aquella lucha. Ni siquiera trató de buscar un
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pretexto para explicar su fuga; se despidió y se alejó a buen paso. Tras de la nieve empezó a caer una granizada formidable que le acribillaba con sus saltarines confites de hielo. El camino que conducía a la estación, bordeaba el lago. El tren no salía hasta una hora más tarde, de modo que Einar tenía tiempo de sobra. A pesar de ello, corría, como el que huye. Por último, acortó el paso. Una voz le decía: «El interrogatorio de hoy no es más que una diligencia para instruir el proceso; todavía puedes declarar en la Audiencia...» Pero, se detuvo, como si este pensamiento fuera un individuo que se interpusiese en su camino y al que hubiese podido abofetear. «¡No, ya es demasiada vileza! ¿Crees que podrás presentarte ante el jurado? ¿de veras lo crees, miserable cobarde?...» Había pasado todo el día en estas alternativas, ya decidido a volverse a toda prisa a Cristianía, ya resuelto a asistir al juicio para declarar. Y cuando por fin se dirigió al Juzgado con paso firme, qué alegría y qué orgullo experimentó al comprobar en sí mismo el triunfo de la sinceridad y del valor más sublimes. ¿Y ahora? Ya no podía volver a Norby. Su padre, aun cuando le perdonase, despreciaría siempre a aquel pobre héroe: miembro de una familia, había traicionado a esta misma familia; poco importaba que su pusilanimidad le hubiese impedido consumar la traición. Se detuvo y miró hacia atrás. Allá, junto a la ribera, alzábase entre la nieve el Tribunal, sobre cuyos tejados se cernían las nubes preñadas de granizo. A los ojos de Einar aquel edificio no era otra cosa que el refugio 141
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de la injusticia, de las acusaciones falsas, de las declaraciones engañosas: un lugar en el que estaban a punto de condenar a un inocente, de truncar una vida. Y, ¿qué hacía él que hubiese podido salvar a aquel hombre? Huía, como el más indigno de todos. Parecióle, de improviso, que le era completamente imposible volver a Cristianía, tornar a ser el Einar de antes. Ya no podía mirar cara a cara a sus amigos. Tendría que vivir con aquella vergüenza en el alma, siempre con la frente humillada, y callar cuando hablasen de honradez y de sinceridad. Si condenaban a Wangen, ¿podría él, Einar, gozar un solo día de felicidad en su vida? No, no podía seguir andando hacia la estación: sus pies se negaban a llevarle. Acabó por sentarse en una piedra, junto al camino; no se daba cuenta de que había olvidado el abrigo. Una hora después seguía allí, con la cara oculta entre las manos. El tintineo de una esquila le sacó de su abstracción. Pasó un trineo ocupado por dos hombres que reían y hablaban del juicio: debía de haber ocurrido algo... Pero Einar siguió sentado. - ¿Debo volver sobre mis pasos? ¿Estaremos aún a tiempo? Pero, bruscamente, lanzó una carcajada. ¡Cómo aun se atrevía a alzar en su interior la cabeza su ansia de heroísmo! Y se reía con desdén, con amargura, y, al reír, tosía... Al verse al fin Sören Kvikne en el estrado, hundió las manos en los bolsillos y empezó a darse aires de importancia, porque sabía perfectamente que el resultado del juicio dependía de su declaración. Contó que, en la época en que servía en casa de Haarstad, éste le confió cierto día que había 142
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visto firmar a Norby un escrito a petición de Wangen; y que él había firmado a su vez el documento como testigo. Se produjo gran agitación entre los oyentes; aquello era la absolución de Wangen. - ¿Está usted seguro de cuanto afirma? - preguntó el juez mirando al jornalero. - Lo recuerdo como si fuese ayer! - dijo Sören -. Estábamos pintando un coche cuando me habló del asunto. El juez recordó que Norby había solicitado ser oído después de aquel hombre, y, previendo algún incidente curioso, resolvió carear a los dos testigos. Desde que Marit enterara a Norby de la ida de Einar, el viejo no era ya el mismo hombre. Al fin iba a dar el golpe teatral. En cuanto se encontró en el estrado junto a Sören Kvikne, lo primero que hizo fue mirar al público. Como se había figurado, allí estaba Herlufsen. Luego, sacó un papel y pidió permiso al juez para leerlo. - ¡Como usted guste! - dijo el magistrado después de un momento de vacilación, mientras alargaba maquinalmente la mano hacia el pliego. Norby comenzó: «Yo, la viuda de Jörgen Haarstad, declaro por mi honor que Sören Kvikne dejó nuestro servicio cerca de seis meses antes del día en que se supone que fue firmado el documento de que se trata. Y, como después Kvikne sirvió durante bastante tiempo en otro pueblo, es imposible que mi marido pudiera hablarle del asunto antes de su muerte.»
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El juez cogió el papel y lo leyó rápidamente. Todos los presentes se habían levantado con un movimiento de curiosidad. El acusado se puso de pie también y se vio obligado a apoyarse en la pared. - ¿Qué tiene usted que responder a esto? - dijo el magistrado clavando los ojos en Sören Kvikne. Norby, volviéndose, miró a Herlufsen: «¡Ahí tienes!» Herlufsen parecía acometido de un repentino dolor de muelas. - ¿Qué responde usted? - repitió el juez, pues Sören permanecía absorto en la contemplación de sus botas -. Usted ha dicho que estaba pintando un coche el día en que Haarstad le contó el suceso. Sin embargo, parece que está usted equivocado. ¿Cómo explica usted esto? Pero, como Sören no encontraba ninguna explicación, le dieron permiso para que se retirase... Al caer la tarde, cuando Norby y Marit subieron a su trineo para regresar a su casa, la multitud se agolpó a su alrededor. Fue casi una ovación. Los testigos de Wangen no habían conseguido otra cosa que hacer reír, en tanto que Norby había sabido tomar sus precauciones. Cogía ya el viejo las riendas para marcharse, cuando Wangen pasó casualmente por allí. Parecía desesperado, y al ver a su adversario, se acercó en el acto y enseñándole los puños, gritó, con la cara descompuesta: - ¡Aguarda! ¡Bribón! ¡ tal vez creas que hoy has triunfado! ¡ Pero aguarda un poco! ¡ Irás a la cárcel, tú y la que va sentada a tu lado!
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Y ya tomaba carrera, como para saltar sobre ellos, cuando dos robustos mozos le cogieron por el cuello y le apartaron de allí, a pesar de su desesperada resistencia. - ¡Ah! ¡el alcohol, el alcohol! - dijo un viejo que presenciaba la escena, moviendo la cabeza -. He visto perfectamente que su amigo el cónsul le llevó a la posada, después del juicio, para hacerle beber. - ¡Lo mejor sería que el alcalde le encerrase cuanto antes! - dijo otro, dirigiendo a Norby una mirada de simpatía. Norby sonrió, hizo restallar la fusta y se alejó, mientras todos se descubrían a su paso. Estaba cansado. ¡Tantas emociones en un mismo día! Pero el recuerdo del instante en que llegara la declaración ante el Tribunal, ocupaba constantemente su espíritu; veía de nuevo la cara de Herlufsen... Con aquello tenía bastante para reírse toda su vida. Cuando entraron en el patio de la granja, salió Ingeborg a la escalinata, y con voz alterada por el terror, exclamó: - ¡El pobre Einar!... - ¿Einar?... ¡ Pero, si se ha marchado a Cristianía - dijo Marit, mientras bajaba la primera del trineo. - ¡En este instante acaban de traerle! - repuso Ingeborg -; y he llamado al medico por teléfono.
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XVI La luna, radiante e inmóvil en medio de las argentadas nubes que huyen veloces, dejan caer sus rayos, a través de las profundas tinieblas, sobre los bosques y sobre los blancos campos nevados. Los pabellones de la granja y el mástil en que se iza la bandera, proyectan sombras que obscurecen la albura de la nieve. En el patio hay trineos tumbados sobre un lado, para que el hielo no adhiera sus patines al suelo. Un perro solitario vaga por delante de las ventanas del piso bajo lanzando breves ladridos, porque nadie le abre la puerta, aunque todavía hay luz en una ventana. Aquella noche, uno de los ancianos albergados en el pabellón, no pudiendo dormir, se levanta un instante. Andando muy despacio se acerca lentamente a la ventana. Y permanece allí, iluminado el rostro por la luna, contemplando el edificio principal. Tampoco duerme el otro viejo; bosteza un poco y luego pregunta: - ¿Aun hay luz en el cuarto de Einar? - Sí. 146
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El viejo de la ventana, tiritando de frío, añade: - ¡ Si pudiésemos saber si hay alguna novedad!... La anciana vaquera se agita a su vez en su cama y, desde la alcobita, dice: - El perro ha ladrado de un modo extraño hace un momento. No es buena señal. Una pausa. El viejo permanece en la ventana mirando, en la clara noche de luna, las vidrieras iluminadas. - Anoche oí cantar al búho - dice de pronto el ciego con un suspiro -. Desde la muerte del padre de Knut Norby no había vuelto a suceder. - ¡Dios mío! Einar siempre fue un buen muchacho - exclama la vaquera -; ¡ que Nuestro Señor tenga piedad de su alma! Otra pausa. - Me parece que veo a alguien pasear por el salón - murmura el viejo que está levantado. Luego, de repente, corre a su cama, como si tuviese miedo. A poco, pregunta el ciego: - ¿No era en el salón en donde se aparecía el padre de Norby? Y un instante después se oye en la alcoba la voz de la anciana vaquera: - Si esta noche hay alguien allí, ya sabemos lo que ha de suceder. La luna delineaba en el suelo los contornos de las dos ventanas. El reloj, colgado en la pared, dio las dos. Y los viejos se volvieron del otro lado y se taparon la cabeza con las mantas... 147
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El salón del principal está entre la alcoba de Einar y la de sus padres. Por el salón pasea, en efecto, una persona, con zapatillas de fieltro, silenciosamente. La luz lunar corta el pavimento como un río luminoso; los arabescos que la escarcha dibuja en los cristales centellean con argentados destellos. Pero, la persona que pasea, permanece en la obscuridad. Detiénese por último junto a la ventana y mira hacia afuera. ¡Qué noche tan serena! Las estrellas fulguran en los espacios que dejan libres los luminosos nubarrones. Al norte, por sobre la colina, nubes de lomo rojizo y negro remedan un paisaje de tonos extraños. El viejo tiene puesto su abrigo y hundidas las manos en los bolsillos. Se abre la puerta y entra Ingeborg en la sala con un candelabro. - ¿Cómo está? - preguntó Norby en voz baja. - ¡Ven, papá! - ¿Me llama Einar? - No, es mamá. Sigue esputando sangre. Pero el viejo se encoge ligeramente de hombros y dice: - Siempre sucede eso en las pulmonías. Vuelve allá y no te alarmes. Es joven y robusto: sanará. Ingeborg salió muy despacio. El viejo comenzó de nuevo a pasear. Aun no valía la pena de ir a buscar al médico; la enfermedad debía seguir su curso. Pero él, había de estar paseando forzosamente por el salón, por serle imposible dormir, y porque además su mujer y su hija querían tenerle allí, cerca de ellas. - ¡Dios mío - pensaba -, con tal de que todo vaya bien!
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Pero lo horrible y lo espantoso era que había instantes en que no deseaba que todo marchase bien, en que le asaltaban pensamientos que runruneaban a flor de alma como un enjambre de abejas, tentaciones que le llenaban de pavor, que le inspiraban deseos de abofetearse a sí mismo. Por más que se esforzaba en ahuyentarlas, otra vez volvían las abejas. ¡Eran tan hondas las heridas que a causa de aquel maldito pleito le infirieran! Cierto que todo se lo perdonaba a su hijo. ¡ Si Einar se curaba, vivirían como si nada hubiese sucedido entre ellos!... Pero... pero... ¡Aquella enfermedad se había declarado tan de improviso y estaba aún tan reciente su disgusto! Y era preciso que pasase tiempo, mucho tiempo, para que desapareciesen hasta las señales de todas las puñaladas que le habían dado en el corazón. Detúvose de nuevo junto a la ventana, perdida la mirada en la clara noche. Comenzaba a levantarse viento de levante, y sobre la colina aparecían nubes que anunciaban nieve... ¡Ah! ¡cuán dulce será la existencia cuando termine el maldito pleito, cuando pueda tornar a ser el Norby de otros tiempos!... Vivía allí, en su granja, sin desear más que una cosa: que le dejasen en paz. ¡ Pero, sí!... le mezclaban en imbéciles cuestiones que le ponían frente a frente de personas como Wangen; le exigirían que sostuviese con su dinero empresas predestinadas al fracaso, como aquella fábrica de ladrillos, y cuando quería zafarse de todo aquello, le amenazaban con la cárcel... o compraban testigos y azuzaban al hijo contra el padre... ¿Por qué estaba Einar enfermo? Sí no hubiesen ido a importunarle con motivo del juicio, seguiría en Cristianía, a vueltas con sus libros, en vez de estar en la cama con una 149
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pulmonía contraída por salir sin abrigo aquel crudo día de invierno... ¿Y si se moría... Tendrían la culpa los que le engañaron; seguramente se alegrarían al ver que Norby perdía también este hijo, ya que habían conseguido arrebatarle al mayor... Le temblaban los labios, mientras permanecía allí, a la luz de la luna. ¿Llegarían a matarle a su Einar? ¿Tendrían esta alegría? De pronto dio media vuelta y se dirigió a la puerta. - ¡De todos modos, voy a llamar al médico! Pero recordó que el doctor había prometido volver al día siguiente, muy temprano. Tornó a la ventana y miró hacia el Norte, clavando los ojos en las nubes negras y rojizas. ¿Y si moría Einar y se iba al cielo?... Estaría toda la eternidad mirándole, como le mirara aquella tarde en el patio del juzgado cuando, golpeando con su bastón el rastrillo de espalear la nieve, dijo: «¡Quisiera obedecer a mi conciencia!» ¿No oiría Norby estas palabras, no tendría aquella imagen ante sus ojos día y noche, continuamente, mientras viviese? Aquel muerto le acusaría siempre. Podría recorrer el mundo entero, procurarse testigos, hacer que le firmasen declaraciones... contra aquel muerto no podría intentar nada. Los labios del viejo comenzaron a temblar nuevamente. - ¡No, Norby, no sucederá eso; es preciso que el chico se salve! ¡Es preferible que se presente ante el jurado para declarar contra ti, a que suba al cielo y tengas en él un testigo eterno! Afuera sopla el viento con más fuerza. Se le oye gemir en las esquinas de la casa, en los tejados y en los canalones de 150
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donde penden las blancas hebras de las estalactitas. Por oriente, por sobre las colinas, anúnciase el día en el cielo con una faja grísea, pero aún tiende la luna su manto de plata sobre el lago y la campiña. Y de pronto comienza a tintinear la esquila de un trineo en el camino que da acceso a Norby. Es el viejo, que con el cuello de su capote levantado hasta las orejas, corre a toda prisa a llamar al médico. Es preciso que Einar viva. El pobre perro, a quien nadie ha abierto la puerta de la casa, lanza un alegre ladrido, y, para alcanzar al trineo, se precipita hacia él, dando saltos enormes sobre la nieve. Pero aun falta mucho tiempo para que se levante alguien en la granja. Los asilados son los únicos que empiezan a bostezar, aunque siguen durmiendo, como hacen siempre mucho antes de despabilarse; y se despiertan invariablemente a las cuatro, como en otros tiempos. La vaquera no puede olvidar que es preciso levantarse para acudir al establo, como hacía ella quince años atrás, y los criados de la granja sueñan que se visten para ir al bosque, como en pretéritas mañanas invernales, algunas horas antes de amanecer. La antigua costumbre se ha convertido ahora en constante ensueño. Cuando estos excelentes ancianos duerman en el cementerio, tal vez, a la madrugada, tengan siempre el mismo ensueño.
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XVII Al día siguiente al del juicio, la señora Wangen se levantó a eso de las seis: no tenía criada y era día de lavado. Pero, una vez vestida, tuvo que sentarse; se encontraba cansada, exhausta. Habíase despertado varias veces durante la noche, no sólo por causa de los niños, sino por su marido. Y aunque Wangen logró al fin dormirse, siguió molestándola con los gritos que daba en sueños. Al cabo se levantó para bajar, pero permaneció un instante mirando a Henrik, con la lámpara en la mano. Estaba hecho un ovillo, con la cara hundida en las almohadas. Quizás tuviese aun alguna pesadilla. Bajó muy despacio para no despertar a nadie. La helada había llenado de arabescos las ventanas, y, mientras de rodillas encendía la estufa, veíase obligada a detenerse de cuando en cuando para calentarse los dedos alentando en ellos. Poco después de las ocho, subió para sorprender a su marido con una taza de café antes de que se levantase; pero, en la escalera, oyó que la llamaban en voz alta: sin embargo, debiera haber pensado que podía despertar a los niños. 152
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- ¿Estás loco? - dijo al entrar -. ¿Te empeñas en despertarlos? Wangen se incorporó bruscamente hasta quedar sentado en la cama. - ¡ Sabes, Karen? Ese Sören Kvikne que vino a buscarme para ofrecerse como testigo en mi favor, me lo enviaron mis enemigos: no me cabe duda. - ¿Qué quieres decir? - preguntó Karen, inmóvil, con la bandeja en la mano. - ¿Puedes decirme qué interés tenía ese jornalero en prestar una declaración falsa, que era tan fácil de refutar? - No, no... en efecto... Y seguía inmóvil, sin atreverse casi a alargarle la taza. - Norby fue quien le compró, ni más ni menos, Karen... Herlufsen de Rud, que en cierta ocasión fingió ponerse de mi parte, también es de la pandilla. Debí adivinar en seguida la jugarreta. Y él es quien proporcionó su criado para que me tendiesen este lazo... ¡Y que estuvo muy bien pensado, ésa es la verdad! Me han puesto en ridículo y han hecho que recaigan sobre mi las sospechas... ¡No puede ser más diabólico! - ¿Pero estás seguro, Henrik? - ¡Que si estoy seguro!... Y se enfureció aún más. - ¿Que si estoy seguro?... ¡Ah! ¡demasiado! - ¡No puedo creer que haya tanta maldad! - ¡No puedes creer que haya tanta maldad!... ¡Y, sin embargo, todos los días estás viendo estas cosas!... Empiezo a sospechar que prefieres que sea yo el malo, o, mejor dicho, el culpable. 153
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- ¿Quieres el café? - preguntó Karen alargándole la taza. Mientras él permanecía sentado, con la bandeja delante, sobre las mantas, la señora Wangen descorrió las cortinas y la luz blanquecina de la clara mañana invernal entró a raudales en la alcoba. Un instante después, volvióse Karen hacia su marido y le dijo: - ¡He tenido hoy un miedo! - ¿Has tenido miedo? - preguntó Wangen, hundida la nariz en la taza. - Sí... Cuando abrí la puerta había un hombre en la escalera. Era el sastre; ¡ figúrate si me asustaría! - ¿Cómo? ¡ no concluirán nunca! - exclamó, rechazando bruscamente la taza. - Debe estar loco. Aun no se ha movido, y ha dicho que esperará a que bajes. - ¿No puedes despacharle? - replicó Wangen con violencia. - No, Henrik; asegura que se estará ahí hasta que salgas. ¡Te digo que no sé qué hacer! Se trataba del anciano sastre que a causa de la quiebra había perdido todos sus ahorros, ahorros por los cuales Wangen le prometiera intereses muy elevados. Iba a su casa todos los días con intención de hablarle. Pero Wangen había cobrado miedo a aquel hombre cuyos ojos, desde hacía poco tiempo, tenían cierta expresión de locura. Y no era este sastre el único que le recordaba las tristes consecuencias de su quiebra. Recibía cartas en las que le suplicaban que por lo menos reembolsase la tercera parte de los fondos que le habían sido confiados; y también otras llenas 154
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de amenazas y de insultos. Veíase constantemente asediado por gentes que se quejaban o se ponían a escandalizar: era para perder el juicio. Y toda aquella gente creía a Wangen el único responsable de la desgracia que les abrumaba. Pero lo más terrible no era esto, sino que Wangen sentía alzarse en su conciencia sombras siniestras, y tenía que apresurarse a pensar en otra cosa. - Toma - dijo alargando la taza a su mujer. - ¡ Pero, si no has acabado de beber el café! - exclamó ésta maravillada. Wangen se tendió de nuevo en la cama, con las manos bajo la nuca. - No - contestó -, me quitas el apetito, Karen. - ¿Yo? - En resumen, y hablando francamente, no comprendo cómo puedes gozarte en contarme esa historia del sastre. Me parece que hubieses hecho mejor en enviar a ese imbécil a Norby. Y siguió acostado, resoplando, como acometido de algún mal dolorosísimo. - ¡Bueno, dispénsame! - dijo Karen suspirando. Luego, tomó la bandeja y se marchó... A partir del juicio, Wangen había vivido como en un sueño febril. La táctica a que recurriera para probar su inocencia, para demostrar que la denuncia presentada contra él no era otra cosa que un eslabón más de la cadena de maquinaciones urdidas contra su fábrica, no había tenido buen éxito. ¡ Sólo sirvió para hacerle más sospechoso! Sin embargo, 155
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no se dijo que tal vez hubiese seguido un buen sistema; sólo vio en ello, por el contrario, la confirmación de sus teorías. ¿No era, en efecto, la fe en la existencia de estas intrigas, el talismán merced al cual conservara, en medio de las desgracias que siguieron a. su quiebra, la paz de una conciencia tranquila? La fecha señalada para la vista en que debían condenarle o absolverle, se acercaba inflexiblemente. Y si Wangen se consumía de impaciencia en espera del veredicto, no era por miedo a que le condenasen por falsificación; porque de este delito, él podía absolverse. No, lo que le aterraba era la posibilidad de ver desvanecerse sus ilusiones a propósito de la liga que creía formada contra él, el temor de verse obligado a condenarse a sí mismo. Y como a esta fe en la perversidad de sus enemigos debía la convicción de ser un hombre irreprensible, cuando su mujer intentaba, alguna que otra vez, defender a aquellas gentes, consideraba este acto como una verdadera felonía. Poníase furioso; le daban tentaciones de precipitarse sobre ella y golpearla, cuando la veía esforzarse en arrebatarle la tabla de salvación que era su sostén. Creía, además, que sólo la existencia de ese complot le autorizaba a proclamarse el compañero de infortunio de los obreros. Por esta razón la más insignificante disculpa que su mujer aventuraba en favor de Norby, le parecía una tentativa hecha con objeto de privarle de una fuerza, de una virtud que le granjeaban las aclamaciones y las simpatías de los trabajadores.
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Cuando, al cabo, bajó de su alcoba aquella mañana, la casa estaba ya caldeada. Preguntó tímidamente a su mujer: - ¿Se marchó el sastre? - Sí - respondió Karen. Estaba en la cocina, aclarando la ropa de los niños. - Al fin pude decidirle a marcharse. Después de comer, Wangen se dedicó al único trabajo que le ocupaba: una serie de artículos para su periódico obrero. El que a la sazón escribía se titulaba: «La jornada de ocho horas, ensayo y resultados, por el director de una fábrica.» El recuerdo que de estas cosas conservaba estaba nimbado de áureos reflejos, por lo cual precisamente se aferraba a la convicción de que la causa de su ruina no residía en sí mismo ni en ninguna reforma imprudente por él introducida. Era un ideal con el que cada vez se encariñaba más y al cual era consolador glorificar; porque este ideal hacía resplandecer su inocencia y al mismo tiempo proyectaba una sombra sobre sus enemigos. Y, cuando estaba sentado allí, con la pipa en la boca, más entusiasmado cuanto más escribía, se abrió la puerta de la cocina, y Karen, con las mangas recogidas, entró en la habitación. - Querido Henrik - dijo -, ¿no sales hoy para ver si encuentras casa? Wangen contestó, algo enojado, al verse interrumpido: - Ya te he dicho que no merece la pena buscar casa, mientras pese sobre nosotros esta acusación. Y volvió a ponerse a escribir, pero Karen agregó: 157
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- ¿Entonces prefieres que nos dejen en la calle?... ¿Olvidas que la venta tendrá lugar la semana que viene? Wangen tiró la pipa sobre la mesa; preciso era que, en aquellos últimos tiempos, le creyese siempre dispuesto a hacer una tontería, para que estuviera husmeándolo todo, constantemente. - ¿No podrías - dijo - ocuparte tú en buscar casa, en vez de venir a interrumpirme a cada momento? - No sabía que estuvieses ocupado en un trabajo tan importante, Henrik... Pero, si se trata de algún nuevo artículo anónimo contra Norby o contra cualquier otro propietario del pueblo, te aconsejo que no lo hagas. ¡Estoy segura de que saldrás perdiendo! - En cuanto me ves escribir te figuras que cometo una acción desleal y baja. ¡Verdaderamente eres muy amable, Karen! Ella le miró un instante, luego se volvió a la cocina, en donde siguió lavando en un barreño la ropa de los niños. Le mortificaba vivir en aquella linda casa, que ya no les pertenecía: ahora nunca sabían a mediodía, en dónde pasarían la noche. Pero recorrer el pueblo para buscar hospitalidad en algún sitio, era la última de las humillaciones que hubiera consentido en imponerse. ¡ Porque, cuando se casó con Wangen, muchos la pronosticaron que se vería en aquel trance!... ¿Por qué no buscaba casa, él que disponía de tanto tiempo? ¿por qué no la ayudaba un poco? ¡Tales eran los pensamientos que desde hacía algún tiempo llenaban de amargura el corazón de Karen! 158
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Wangen logró sentirse inspirado nuevamente, y estaba muy adelantado el artículo cuando su mujer entró por segunda vez a interrumpirle. Ahora llevaba consigo a la niña de dos años. - Henrik - le dijo -, dispénsame, pero no me has partido la leña como te supliqué: es preciso que tengas a la niña mientras voy yo a partirla. Alzó Henrik la cabeza y estuvo un instante con la mirada fija; luego suspiró. Karen, comprendiendo que tenía algo que decir, permaneció inmóvil, mirándole con inquietud, esperando. - ¡Ah! ¡Dios mío! - murmuró Wangen con voz ahogada. - ¿Tanto te molesto, Henrik? - Creí que me ayudarías un poco, Karen, en esta temporada de prueba, pero veo que podrían entrar aquí para asesinarme, sin que tú dejases de ir y venir con toda tranquilidad, ocupándote en la cocina y en el lavado, pendiente del alquiler de la casa y atenta, ante todo, a partir leña. - ¡Todo es preciso hacerlo, Henrik! No es culpa mía si ahora tengo que pensar en todo. Wangen se levantó furioso. - ¡No, no empieces otra vez con esa canción! Tan verdad como estoy aquí, que he de hacer cuanto de mí dependa para devolverte tu dinero. Karen se irguió como si hubiese recibido un golpe en el pecho; también ella se encolerizaba. - ¡No, esto es demasiado! ¡ no lo soportaré!... ¡Hasta preferiría que fueses culpable, Henrik! Porque, francamente, con tu inocencia te estás poniendo cada vez más inaguantable. 159
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- ¿Qué dices, Karen? Se puso pálido y se mordió los labios. - Has entendido bien, ¿no es verdad? - preguntó Karen. Dicho esto, cogió la niña en brazos y se marchó. Poco después la oía Wangen partir leña en la cochera. - ¡Dios mío! - se decía -. La verdad es que todo lo demás lo toma con mucha calma... Y me pregunto si no llegarán algún día a apartarla también de mí. En la cochera, la señora Wangen partía la leña y al mismo tiempo cuidaba de la niña, a la que dio unos palitos para que se entretuviese. Parecíale irritante que su marido, preocupado tan sólo con aquella malhadada inocencia, no consagrase ni un pensamiento a su mujer y a sus hijos. Y ni aun toleraba que ella pensase en otra cosa que en su inocencia, que abrigase en su corazón otros sentimientos que los de simpatía y compasión hacia él. No hacía cinco semanas que habían enterrado al menor de sus hijos, y ya no hablaba del niño, ni quería casi que hablase ella. Pero lo que principalmente empezaba a cansarla, era aquella eterna manía de las sospechas, que hacía del universo entero un lugar tan triste y tan odioso. Lo peor era que también ella, a pesar suyo, estaba tocada de esta manía, y era como una enfermedad que le causaba horror y de la cual hubiese querido librarse. Y, a medida que Wangen recurría a medios cada vez menos decorosos para demostrar su inocencia, convertíase a los ojos de su mujer en un hombre menos digno de estimación. Regresaba borracho a su casa con más frecuencia que antes; 160
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se había vuelto grosero y ya no soportaba la menor contradicción. Hubiérase dicho que aquella inocencia no sólo le absolvía de todas las faltas que hubiese podido cometer, sino que le confería el derecho de hacer lo que él juzgase oportuno en el presente y en lo porvenir. Cuando Karen volvió de la cochera, Wangen recorría la estancia a grandes zancadas. - Karen - le dijo -, ¿puedes censurarme por haber esperado que siquiera tú, quisieras sacrificarte ahora un poco por mí? - Pero, ¿qué es lo que quieres que haga, Henrik? ¡Ya me ves trajinar desde por la mañana hasta por la noche! - Sí, trabajas mucho. Pero, ¿no podríamos arreglarnos de manera que trabajases menos?... ¿Por qué no hemos de enviar a los niños con mi tía una temporada? Ya sabes que los tendría en su casa con mucho gusto, y tú te verías libre de preocupaciones... - ¿De veras crees que debemos separarnos de nuestros hijos, Henrik? Este se detuvo. - ¿Sería una cosa tan espantosa? - ¡ Para ti no, seguramente! - repuso Karen. Y se marchó otra vez a la cocina. Mediaba abril y comenzaba la primavera. Un día en que el sol caldeaba la tierra aún desnuda, la señora Wangen, de pie en su galería, contemplaba los campos circundantes. Corría el río turbio y espumoso, ocultándose a veces bajo los alisos llenos ya de brotes verdes. A la derecha veíase el terso lago en el que se reflejaban las blancas y ligeras nubes. 161
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- ¡A ver, mamá! Las dos niñas, que también querían asomarse, se colgaron de su falda. Y, en aquel momento, allá junto a la verja del jardín, oyó una tos muy conocida. Era su padre que se acercaba. Desde hacía algún tiempo, las visitas del anciano eran siempre penosas: Karen se entró apresuradamente en la casa y estaba ya inclinada sobre su costura, cuando su padre entró, lamentándose, en la galería. El viejo fingió no advertir que su hija se levantaba y le tendía la mano. Las niñas, que se habían apresurado a correr al encuentro del abuelo, se quedaron cortadas al ver que éste las rechazaba. El anciano se arrastró hasta una butaca en la que se dejó caer; suspiró, se puso el bastón entre las piernas y apoyó en el puño las trémulas manos. - ¿Hoy tampoco está? - preguntó al fin. - No, papá. - ¡Antes siempre estaba!... ¡ Je! ¡ je! Tenía el viejo más de setenta años, pero aun no había disminuido ni una línea su talla gigantesca. Su larga cabellera blanca, su poblada sotabarba algo amarillenta, y sus ojos encarnados y siempre húmedos le daban el aspecto de un patriarca. Llevaba un traje de paño negro, y un chaleco con botones de plata, sin abrochar los tres últimos, de modo que se veía el abultado vientre bajo la ajustada camisa. - ¿Cómo estás, papá? - ¿Yo? ¡Admirablemente!... Pronto se venderá la granja en un solo lote... y luego tu hermano se marchará a Améri162
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ca... ¿Y yo? Sin casa ni hogar, he de elegir entre marcharme con él o inscribirme en la beneficencia provincial. - ¡ Papá! - murmuró Karen mirándole. El viejo rió, constriñendo los labios, y sus manos, de un rojo que tiraba al azul, temblaban más que nunca sobre el puño del bastón. También oscilaba su cabeza en el descarnado cuello. - ¿Todavía anda ocupado en ilustrar a los obreros? - preguntó con ironía. - No - contestó Karen en voz baja. - Resulta curioso, para nosotros los viejos que sabemos hacernos cargo de las cosas, el observar que cuanto menos vale un hombre, más firmemente cree que está destinado a regenerar a los demás... ¿Me puedes explicar qué es lo que les tiene que decir a esos vagabundos, él, que tanto dinero suyo se ha comido? Karen no contestó, no hizo más que suspirar. - ¿Y los obreros? ¡ son graciosísimos! Cualquiera les engaña de la manera más grosera, siempre que organice conferencias para ellos y escriba artículos para sus periódicos. No tienen con qué comer ni con qué vestir, pero todo se arregla con que les cuenten una patraña o les den un papelucho para que alboroten y se entretengan... ¡ qué tiempos tan curiosos! - No pensarás irte a América, papá. - ¡Claro que no, si tu marido me devuelve las diez mil coronas que le presté últimamente!... ¡ Porque debía devolvérmelas a los quince días!... Y se echó a reír de nuevo.
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- Puede ser que verdaderamente haya obrado de buena fe, papá. - ¿De buena fe? ¡Evidentemente!... Y por su buena fe he perdido mi granja y mis tierras... ¡Ah! ¡Me hace gracia su buena fe! La señora Wangen apretó los labios otra vez y calló. El viejo se pasó los dedos alrededor de la boca. - Por eso quiero tomarme un pequeño desquite: es preciso, Karen, que tú y los niños le dejéis... Si yo me fuese a América, me moriría seguramente en medio del Atlántico. Es posible que me cedan unas habitaciones en la granja. Pero, ¿tú crees que yo puedo consentir en vivir allí, para ver a los extraños explotar mis fincas, si he de estar solo, sin ninguno de los míos a mi lado? Es preciso que te vengas conmigo. ¿Comprendes, Karen? Y clavó en ella sus ojos enrojecidos. La señora Wangen le miró sin saber qué decir. Pero, al cabo de un instante, movió la cabeza. Y sucedió lo que ya sucediera otras veces: el viejo se marchó furioso, diciendo que no volvería a poner los pies en casa de su hija. Pero, a poco, oyó Karen la voz de su padre en el jardín, y al salir a la galería, le vio junto a la verja, vuelto hacia ella y apoyadas las trémulas manos en el puño del bastón. - ¿Has pensado bien tu respuesta? - gritó -. Porque te advierto que es la última vez que te pido algo. No pudo responder. Hizo con las manos un gesto de impotencia, y se refugió en la casa, en donde se dejó caer en el sofá y prorrumpió en sollozos. 164
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¿Abandonar a Wangen? No. No darla la razón a las personas que se lo pronosticaron... A su regreso contóle Wangen que los obreros habían resuelto celebrar una manifestación el primero de mayo, y que sospechaba que se proponían atacar a Norby. La señora Wangen creyó advertir que a su marido le complacía este propósito, y, levantándose bruscamente, exclamó: - ¿No serás tú, Henrik, quien ha ideado eso? - ¿Yo? ¡Naturalmente! Y sonrió, irónico y desdeñoso. - ¿Pero, por lo menos, intentarás oponerte a ese proyecto? - ¡Dios mío, Dios mío, cuánto ruido para tan poca cosa! Puesto que quieres saberlo te diré que no he de impedir nada. La única arma de que disponen los obreros, es la posibilidad de manifestar su opinión en masa. Y no puedo censurarles por que quieran dar a Norby y a los demás ricachos una prueba de la consideración que les merecen. - Apruebas su manera de pensar; ya me lo figuraba - dijo Karen, suspirando. Y se marchó. Parecíale doblemente doloroso tener que despreciarle ahora que debía ponerse a su lado contra todos. Y a la sazón necesitaba estimarle más que nunca. Pero lo peor era que, mientras los demás se esforzaban en perderle, él hacía a sus enemigos el favor de perderse por sí mismo.
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Un día, el administrador judicial les notificó que la fábrica y la casa habían sido vendidas extrajudicialmente, y que debían mudarse sin dilación. Y, aquel día, la señora Wangen no tuvo más remedio que ir por el pueblo en busca de alojamiento. Junto a una granja cercana había una casita que acababa de dejar vacía un maestro. Pero el dueño de la granja, que también lo era de la casita, Lars Kringen, pidió años atrás su mano y ella se la negó. ¿Cómo acudir a él ahora?... Después de correr de un lado para otro y de visitar todas las granjas de los alrededores, regresó a su hotelito completamente descorazonada, y se sentó, sin quitarse siquiera la capa ni el sombrero: de todas partes la habían despedido con buenos modos. Sin embargo, necesitaban encontrar un albergue cualquiera; y le causaba cierta repugnancia el pedir a Wangen otro favor. «¡Bueno - pensó levantándose para salir de nuevo -, vamos allá también!» Y se dirigió a casa de Lars Kringen. A los pocos días salía un coche de la elegante villa. Ocupaban el coche dos niños, y la señora Wangen llevaba al tercero en brazos. Algo más detrás iba Wangen, con la cabeza baja y hundidas las manos en los bolsillos. La casita estaba situada en un alto y circuida de pinos; componíase únicamente de dos habitaciones y la cocina. Al entrar en ella les impresionó tan violentamente la diferencia entre su antigua morada y aquel mísero tugurio, que se quedaron como clavados en el suelo, en medio de la primera estancia.
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La nueva casa era obscura, la pintura de las puertas y ventanas se estaba descascarrillando, el pavimento saltaba en astillas y las paredes aparecían llenas de grietas. ¡Buena tarea le esperaba a la señora Wangen! Pero aun les faltaba la peor de las humillaciones: se vieron obligados a rogar a Lars Kringen que les fiase la leche y los víveres. Karen tuvo que encargarse de esta comisión, y, a cada paso que daba, tanto al ir como al volver, hubiese querido esconderse bajo tierra. Y, en el fondo, de todo esto tenía Wangen la culpa. Aunque se esforzaba en combatirla sentía crecer su animosidad contra él. En aquel ambiente en donde todo era sórdido y mezquino, llegaron pronto a no hablarse sino para reñir. Y Wangen volvía borracho a su casa, con más frecuencia que nunca.
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XVIII Aun guardaba cama Einar Norby. Por la tarde se sentaba, recostado en las almohadas, y cada vez permanecía más tiempo en esta postura. Y, a medida que fueron pasando los días, deshelóse y desapareció del patio el último montón de nieve; al tintineo de las campanillas de los trineos, sucedió el rodar de los carruajes; los estorninos comenzaron a cantar en el alero del tejado, precisamente encima de él. Un día oyó que salían las ovejas de los establos, entre mil balidos sonoros y débiles, unidos a la vocecilla de Knut que, desde la escalinata, lanzaba gritos de alegría al ver desfilar tantos animales. Para Einar, esta enfermedad era como una noche profunda que le separaba de un suceso ocurrido hacía tiempo, mucho tiempo, y en el cual ya no lograba fijar su pensamiento. Y, cuanto más se alejaba de esta barrera de tinieblas, mejor comprendía lo bien que estaba allí, en su lecho de convaleciente. Tornábase niño, envuelto en las sábanas y en las mantas con que su madre le arropaba. Ella le daba de comer con sus propias manos. Tenía caprichos, se permitía ser terriblemente exigente, y su madre le amonestaba con dulzu168
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ra. Le lavaba y le calentaba la ropa a la estufa, como en aquellos tiempos remotos en que era niño. Después de una enfermedad grave, tenemos la sensación de volver a la vida tan débiles, tan extenuados, que la más pequeña contrariedad hace que se nos llenen los ojos de lágrimas, como hace prorrumpir en gritos a un chiquillo. Y si nuestra madre tarda demasiado, sólo el esperarla es ya un tormento insoportable. Como de día en día iba recobrando fuerzas, pronto observó que su padre no subía a verle, y en el mismo instante cayó en la cuenta de que había una cosa de la que él, Einar, no debía hablar, en la que no debía pensar. Porque tras de aquélla, venían tantas cosas más, tantas cosas a las cuales no quería permitir el acceso hasta él en aquellos momentos. Un día entró Ingeborg en su cuarto con un barreño de agua humeante, y le dijo: - Te hará falta lavarte los pies, hijito. Y, cuando después de sacar de entre las mantas los pies sudorosos, se complacía en sentir en ellos la húmeda caricia de la esponja, y de las hábiles manos de su hermana, sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas. - ¡Dios mío! - se decía -; ¡ qué tortura, estar ahora entre los míos! Recordaba que, durante las primeras noches de fiebre, le horrorizaba el verse atendido por las mismas personas a quienes traicionara. También esto se debía a su enfermedad. En sus accesos de delirio, habíale ocurrido ver a Wangen en su alcoba y oírle decir: «¡ Iré a la cárcel por tu culpa!» Y entonces había gritado angustiosamente. Pero ésta era otra en169
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fermedad de la que se iba curando... ¡Qué extraño era, sin embargo, el estar enfermo! Y, mientras su hermana le secaba los pies con una toalla muy caliente, pensaba, mirando al techo: - ¡Qué fortuna, Dios mío, que me hayáis impedido hacer daño a esta gente!... Pasaban los días. Conforme Einar lograba fijar la atención en pensamientos cada vez más complicados, veía acercarse con inquietud el momento de bajar al piso bajo en donde volvería a ver a su padre. Naturalmente, tendría que pedirle perdón. Con frecuencia oía una voz que le gritaba: «No has sabido dar cima a una empresa grande y noble, Einar. Y, precisamente por hallarte aquí, rodeado de cariño, aumenta tu impotencia hasta hacértela olvidar. Debiste salvar a un inocente; debió quedar demostrada la firmeza de tu carácter en una ruda prueba. Y sucumbiste, por el contrario; huiste, Einar. ¡Y ahora te alegras de tu flaqueza!» - ¡Mamá! - gritaba entonces como a su pesar. Y si no acudía su madre inmediatamente, acometíale una congoja horrible que se prolongaba hasta que la veía otra vez a su lado. - ¡Mamá, qué pálida y qué delgada estás! Cuántas noches en vela, Dios mío!... - No te preocupes por eso, hijito... ¿Cómo te sientes? ¿Quieres algo? Y estas pocas palabras de interés bastaban para henchir de gozo su corazón, porque calmaban su angustia y le infundían, para muchas horas, una tranquilidad absoluta, una paz profunda. 170
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Una mañana entró Ingeborg en su cuarto con un brazado de ramas de abedul, en las que apenas apuntaban las yemas, y lo echó sobre la cama. - Aquí tienes un mensaje de la primavera - dijo -. Es preciso que te levantes pronto y salgas. Verás cómo he arreglado el jardín. Cuando al fin le permitieron levantarse, se sentó junto a la ventana... Algunas muchachas cruzan el patio corriendo, sin nada en la cabeza; ríen y se cuentan, probablemente, alguna graciosa historia. Einar las mira y sonríe. De niño ha jugado mucho en ese patio, y cada rincón tiene para él un recuerdo que se despierta ahora. Cada vez se estrechan más los lazos que le unen a aquel lugar, a las personas que en él viven. Un día fue a verle Ingeborg, y, con voz algo insegura, le pidió permiso para leerle trozos escogidos en un libro de oraciones, y él consintió por complacerla. A poco la oía con verdadero deleite. También en lo tocante a estas cosas debía de haberse equivocado. Una tarde, después de la lectura, le dijo Ingeborg: - Ya no está helado el Mjös y hoy empieza a prestar servicio el vapor. Y Einar ve extenderse ante sus ojos el vasto lago. Después del deshielo las aguas son verdosas; aquí y allí amarillean troncos de árboles y pedazos de madera; sobre un témpano de hielo un pájaro se deja arrastrar por la corriente y agita las alas de cuando en cuando... Einar se imagina también el barco, la toldilla, los pasajeros, las señoras ataviadas con trajes claros... ¡Decididamente se acerca el verano! 171
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- ¿Sabes lo que está haciendo papá? - pregunta Ingeborg sonriendo. - ¿Papá? - repite Einar en voz baja, volviéndose hacia la pared. - Sí... Está construyendo una casita suiza para ti en los prados, allá arriba. El doctor quiere que pases el verano en el monte. Einar vuelve bruscamente la cabeza hacia ella y sonríe como un chicuelo que no ha sido bueno. ¿De modo que su padre pensaba en él, como todos los demás, y trabajaba para él? - Aun no ha venido papá a verme - dijo tras una pausa, en voz baja. Ingeborg suspiró, y clavando los ojos en la ventana, dijo: - Pregunta por ti cien veces al día; cuando estabas malo, ni dormía ni comía. A poco miró a Einar que apoyaba el pálido rostro en las almohadas. Había cerrado los ojos, a pesar de lo cual las lágrimas se escapaban una a una por entre sus párpados, y tenía los labios apretados uno contra otro. Ingeborg se levantó, le secó las mejillas con un pañuelo y dijo: - Yo creo que, si no ha venido papá, ha sido por evitarte una emoción. Y, además, no puedes esperar que venga, mientras no sepa lo que de él piensas. Einar constriñó aún más los labios, como si tuviese algún dolor. - ¿Debo rogar a papá que venga, Einar?
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- ¡ Si! - respondió el joven con una voz que parecía un suspiro. Norby le había dicho a su mujer que existía una pequeña divergencia entre Einar y él, y que no entraría en el cuarto de su hijo hasta que éste estuviese algo repuesto, para poder hablar con él de aquel asunto. Poco a poco, llegó a adquirir la convicción de que sus enemigos habían debido incitar a su hijo contra él. ¿Cuál de ellos fue lo bastante hábil para conseguirlo?... ¡Engañar a un muchacho como Einar! ¡Buena jugada! - ¡ Pero, con qué angustiosa impaciencia esperaba, en aquellos últimos tiempos que Einar le llamase! Porque, habiéndose separado como se separaron, érale imposible ver nuevamente al joven antes de que éste se humillase. ¿Se humillaría Einar? ¿Recobraría su hijo? ¿Y cuáles eran los pensamientos de este hijo, ahora que ya había llegado el tan deseado instante? Norby subió la escalera con paso tranquilo, pero apoyándose en la barandilla. En cuanto entró en el cuarto advirtió la demacración del muchacho, desconocido con su barba poco poblada que dejara crecer durante su enfermedad. Einar tenía aún los ojos húmedos, y le alargaba la mano con una sonrisa de inquietud. Ingeborg que había subido con su padre, desapareció sin hacer ruido al verle tan emocionado. Padre e hijo quedaron solos. El viejo se sentó, apretando los labios, y cogió la mano que le tendían, aquella pobre mano sudosa, tan delicada, tan flaca que casi le daba miedo estrecharla en la suya. Einar observó la turbación de su padre, y, débil, ya nervioso, prorrumpió en sollozos. 173
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- ¡ Perdóname, papá! El viejo se levantó y le arregló la manta que tenía mal puesta. - No hablemos de eso - dijo con voz entrecortada -; no quiero que te atormentes con esos pensamientos: no te sentaría bien. Y, cuando poco después se encontró el viejo solo en su despacho, resoplaba como si padeciese un catarro nasal. - ¡Bendito sea Dios!... ¡Gracias, Dios mío! - dijo clavando los ojos en el techo -. ¡Gracias por haberme devuelto mi hijo! Dejóse caer en el sofá de cuero y permaneció allí con la mirada fija. Le temblaban los labios. Nunca le había ocurrido a Norby una cosa tan grande, una cosa tan importante. ¡Nunca! Preciso era que aquella enfermedad tuviese un sentido oculto; ahora lo comprendía. - ¡Gracias! - dijo otra vez mirando al cielo. Si os figuráis a una mujer que recobra al hijo que le robaron los bandidos, comprenderéis que sus transportes han de exceder a cuanto pueda uno imaginarse; pero al mismo tiempo, el odio a los raptores, el temor de que vuelvan, el deseo de que les pongan fuera de combate, son en ella tan grandes como su felicidad. Esto mismo le pasaba a Norby. En medio de su contento pensó en Wangen: «No han conseguido lo que querían - se dijo -. A pesar de todas sus intrigas, aun hay alguien más fuerte que ellos.» Y, mientras daba gracias a Dios con un sentimiento de indecible gozo, Wangen y sus demás enemigos se le aparecían como seres perversos que tal vez pensasen en comenzar de 174
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nuevo su siniestra obra. ¡No! Ahora era preciso reducirlos para siempre a la impotencia. - ¡ Se marchará del pueblo! - decíase con una mezcla de cólera y de alegría -; ¡ bastantes desgracias ha causado ya! Para él no es suficiente la cárcel; deberían deportarle, Dios me perdone. Si el mejor amigo de Norby le hubiese dicho en aquel momento: «Sin embargo, tú saliste fiador de ese hombre», Norby le hubiera echado a rodar de un puñetazo. ¡Bien sabía Dios que aquello era una mentira! ¿Podía haber la menor sombra de honradez en el hombre que a tan infames medios recurría? ¡No, no! Si por acaso el pensamiento de la inocencia de Wangen apuntaba en la conciencia de Norby, éste sentía cierto desasosiego, como la comezón de expeler aquel pensamiento. ¡No, indudablemente le asistía la razón! Y aquel demonio que andaba diciendo que Norby había firmado en el Gran Café... ¡Ah! ¡era demasiado! - ¡Gracias, Dios mío, gracias!... ¡ Pero esto no hasta; se marchará del pueblo!
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XIX Al fin llegó el día en que el padre y el hermano de la señora Wangen debían abandonar su granja. Karen había decidido levantarse muy temprano y llegarse a su casa por si podía serles útil. Pero a eso de las cuatro de la mañana la despertaron unos golpes que daban en la puerta. Levantóse, sorprendida, se arrebujó en un mantón que encontró a su alcance y salió a abrir. - ¿Quién es? Era su hermano. Cuando hubo abierto vio, a la luz grísea del alba, que tenía la cara desencajada. - ¿Qué sucede? - Papá... - le contestó en voz baja, entrecortada. Y no entraba. - ¡ Pero entra!... ¿Qué le sucede a papá? Su hermano no respondió en seguida; pasó por delante de ella y se dejó caer pesadamente en una silla. Pero era tal el miedo de Karen, que no se atrevía a preguntar más. Continuó en pie, en silencio, esperando. 176
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Y mientras permanecía así, en la semiobscuridad, medio desnuda, su hermano le contó con todas las precauciones posibles, que su padre había desaparecido la noche anterior. Le buscaron por las cercanías; interrogaron a todos los vecinos y acabaron por encontrarle en el granero, ahorcado... Cuando, ya de día, bajó Wangen, su mujer estaba aún sentada con la misma vestimenta ligerísima, con la mirada fija en el vacío. El café no estaba preparado, no había nada hecho y ella seguía allí, sentada. - Querida Karen, ¿qué ha sucedido? - Nada - contestó la joven siempre con la mirada fija, y con voz sorda. Aquel día, como todos los demás, tuvo que andar de acá para allá como de costumbre, y que desempeñar sus cotidianos quehaceres domésticos. La mayor de las niñas debía ir a la escuela; era preciso lavar y vestir a las otras dos e ir, como todos los días, a la granja, a buscar la leche y las provisiones. Pero adondequiera que fuese la seguía su anciano padre. Antes que abandonar, arruinado, las propiedades heredadas, se había suicidado. Y le veía, suspendido por el flaco cuello, en aquel mismo granero en que tantas veces jugara ella a la gallina ciega. Y le decía incesantemente: «Tú tienes la culpa. ¿Por qué le elegiste? ¡Ya lo estás viendo!...» Y sus pies se resistían a llevarla adonde quería ir. Cuando Wangen supo lo ocurrido, se quedó inmóvil, escondida la cara entre las manos. Al evocar la imagen de aquel anciano cuya muerte causara con su imprudencia, encontróse en el mismo estado de ánimo que el día en que, en el obscuro vagón de Cristianía, la consciencia de su falta y el doloroso 177
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sentimiento de su responsabilidad gravitaban sobre él con su peso abrumador. - ¡Ah! - dijo, levantándose de improviso -. ¡ Pronto será demasiado, Karen! ¡No puedo soportar yo solo tantos golpes; es preciso que me ayudes! - ¡Tú eres el que deberías ayudarme a mí! - repuso Karen con voz apagada. Más tarde, aquel mismo día, volvió a encontrarla sentada, con la mirada fija, inmóvil, con el pensamiento en otra parte, no obstante estar a su lado la menor de las niñas, tirándola del vestido y llamándola. Karen clavó sus ojos en Wangen, que se estremeció involuntariamente, sin comprender si aquélla mirada significaba compasión u odio. - Ahora piensa que yo soy la causa del suicidio de su padre. No tardará en decirlo. Y, aunque en su interior se confesaba que esta impresión probable estaba harto justificada, quiso prevenirse contra la acometida. - ¿No tengo ya bastantes preocupaciones? - se decía -. Y aun quiere echar sobre mí la carga de esta desgracia. Y, de suposición en suposición, fue indignándose cada vez más contra ella, como si pudiese alcanzar a Karen alguna responsabilidad en lo ocurrido. Así continuaron, recelosos, sin hablarse, sospechando cada uno de ellos que el otro no deseaba más que acometerle. Habíanles arrojado de la casa en que vivieran mientras fueron felices, y allí, en aquella humilde vivienda incómoda y misera-
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ble, todo les recordaba su desventura y contribuía a separarles cada vez más. La señora Wangen estaba en la cocina, ocupada en hacer más ropas para las niñas, cuando de repente, se dejó caer en una silla y clavó en el fuego las pupilas dilatadas por el terror. Porque su padre - tal como le estaba viendo, ahorcado -, su padre le decía que no se trataba de Wangen, que la culpable era ella; ella, que había hecho entrar a Wangen en la familia. ¡Era ella, era ella, era ella!... La sopa rebosaba, se vertía sobre las ascuas sin que la señora Wangen reparase en ello. Parecíale que el suelo huía bajo sus pies, que un espectro negro y horrible tendía los brazos hacia ella, y el espanto helaba la sangre en sus venas. Instintivamente buscó en torno suyo algo que pudiese salvarla. Bien miradas las cosas, la quiebra era la causa de la ruina de todos. Pero, ¿y si realmente Wangen no hubiera tenido arte ni parte en ella, y si fuese inocente?... Entonces, las acusaciones de su padre recaerían sobre los principales autores de su desgracia, sobre aquellos que habían urdido contra su marido el odioso complot, la acusación de falsificación y todo lo demás. Y, de esta suerte, la inocencia de Wangen convertíase también para ella en una tabla de salvación. Era inocente; era preciso que fuese inocente... Por la tarde salió Wangen para ir a la granja de su suegro: Karen no podía decidirse a acompañarle. Pero, en cuanto vio el edificio, se volvió: no se atrevía a afrontar la presencia del muerto. 179
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Al entrar en su casa, su mujer estaba sola, sentada a la mesa, con los codos sobre el mantel y la barbilla apoyada en las manos. - ¿En dónde están las niñas? - preguntó Wangen de repente mirando en torno suyo. - Las he mandado fuera - dijo Karen, siempre con la misma voz apagada, clavando en él sus ojos. Asaltóle una sospecha terrible. - ¡ Pero dime siquiera en dónde están! - exclamó abriendo la puerta de la otra habitación, en donde tampoco halló a las niñas. - Telefoneé a tu tía - continuó Karen con la misma entonación -, vino en seguida y acaba de marcharse. Y, como Wangen la mirase, algo sorprendido e indeciso, añadió: - Pensé que sería lo mejor para ti, Henrik... Si puedo serte útil, dímelo. Eran tan enigmáticas estas palabras, que no le dio las gracias. Hubiérase dicho, tan extraña era la entonación, que Karen no se dirigía a su marido, sino a sí misma... Cuando, por la noche, entraron en su alcoba, parecióles ésta horriblemente desierta. Allí estaban las camas de las niñas, como esperándolas. Aunque el terror empujaba a Karen hacia su marido, aunque se aferraba a la inocencia de Wangen y sentía la necesidad de consolarle de la mejor manera posible devolviéndole toda su confianza, no podía hablarle. Porque no quería decirle nada desagradable y le era imposible mostrarse bondadosa con él. 180
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El silencio se hizo tanto más profundo, cuanto que no percibían junto a ellos los ahogados suspiros que de cuando en cuando lanzaran los niños dormidos, su débil respiración, el rumor de los cuerpecillos que se mueven de un lado a otro en el lecho, y a los que es preciso arropar. Nada le distraía. Y el silencio, el abismo que les separaba, obligaba a cada uno de ellos a convertir los ojos a sí mismo, a contemplar la misma imagen: la del anciano ahorcado en el granero. Wangen se metió en la cama antes que su mujer, y apoyado en las almohadas espiaba sus movimientos. Karen se desnudaba lentamente, como si temiera acostarse. De cuando en cuando, se volvía, cual si esperase ver aún allí a sus hijitas. - Tú, en esto ni entras ni sales - pensó Wangen -, pero verás cómo también te echa la culpa... Y, cuando al fin Karen se hubo acostado en su cama, que estaba junto a la de su marido, taciturna, con la mirada fija en el techo y las manos debajo de la nuca, tuvo Wangen un siniestro presentimiento: parecíale dispuesta a hacer alguna cosa, tal vez aquella noche, cuando él se durmiese. Sobre una sillita colocada cerca de la cama, ardía una vela, pero, sin saber a punto fijo por qué, no se decidía a apagarla. - ¿No apagas la luz? - preguntó Karen, sin moverse, con voz débil. Y hubo de hacer al cabo lo que su mujer le pedía. La grísea claridad de la noche de primavera entraba por la ventana, como si no hubiese habido ninguna cortina.
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Ambos permanecían inmóviles, con los ojos abiertos, vueltos hacia aquella luz vaga. Hubiérase dicho que les daba miedo cerrar los párpados o clavar las pupilas en las tinieblas. Y, como para cambiar de sitio o para levantarse, ninguno de los dos tenía ya el pretexto de ir a tapar a los niños, veíanse obligados a seguir allí, quietos, dejando que sus pensamientos taladrasen las sombras que les rodeaban. Karen veía a su padre en el jardín, la última vez que fuera a visitarla, y oía lo que de su marido le dijo el viejo. - ¿Por qué no estuve más conciliadera? - pensaba -. Ahora ya es demasiado tarde, demasiado tarde. ¿Qué hice yo? ¿Qué hice yo?... Wangen, por su parte, recordaba la escena del préstamo de las diez mil coronas: había mentido, exagerado, hecho promesas imposibles de cumplir, creyendo él mismo lo que decía. Parecíale ahora que siempre le había ocurrido otro tanto con todos sus proyectos, con todos sus entusiastas ensueños... ¡Qué ilusiones, y luego, qué despertar! Comenzó a temblar, involuntariamente. La señora Wangen se dio cuenta de la angustia de su marido, con lo que aumentó la suya. - ¡Después de todo, él tiene la culpa! - y cada vez era mayor su cólera. Pero, entonces, también ella era culpable... ¡No, Wangen era inocente, era preciso que fuese inocente! La necesidad de consolarle se sobrepuso a todo: Karen colocó su mano en la de su marido. - ¡Dame la mano, Henrik! 182
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Y este sencillo ademán, la insólita soledad en que se hallaban, trajeron a su memoria los primeros meses de su matrimonio, cuando se dormían así, con los dedos entrelazados. - ¿No debía entregarme a él, puesto que le amaba? - pensaba Karen, como si su padre pudiese leer sus pensamientos. Y, sin quererlo, se puso a recordar los felices días de sus juveniles amores, como para probarse a sí misma que a la sazón era completamente sincera y obraba de buena fe. Pero su padre - siempre allí, ante sus ojos, ahorcado - no se rendía a sus razones, y, a pesar suyo, Karen estrechaba con más fuerza la mano de su marido. Aquella unión de sus manos, la muda devoción de que era símbolo, modificaron la naturaleza de los sentimientos que agitaban a ambos. Cada uno de ellos podía al fin ocuparse en alguien más que en sí mismo; y, comenzaba, n a compadecerse mutuamente, porque así se substraían a la contemplación de su propia miseria. - ¡ Pobrecita, pobrecita mía! - dijo Wangen -. Tú eres la más duramente castigada.. Karen retiró su mano para acariciarle la muñeca y contestó en voz baja: - ¡Oh! no, Henrik. A ti te ha tocado la peor parte, bien lo sabe Dios. - No, Karen, yo soy un hombre... Además, ¿no era tu padre?... Estas últimas palabras impresionaron profundamente a la joven, evocaron nuevamente la imagen del ahorcado. No, no podía soportar aquel espectáculo... Wangen no era responsable de aquella muerte... Y se refugiaba instintivamente junto a
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Wangen, recurría a su inocencia como al único medio de salvación de que podía disponer. - Henrik, ¿puedo irme a tu cama? - Sí, queridita. Y, gozoso él también, porque ya no se sentía solo, apartó las mantas, y Karen se acostó a su lado, como en otro tiempo, se acurrucó en su hombro, se estrechó contra él, como para que le protegiese y la tranquilizase. Wangen remetió cuidadosamente las mantas por el sitio que ocupaba Karen, y le pasó su brazo por la cintura. Refugiábanse así el uno junto al otro, con la esperanza de encontrar la paz de sus conciencias que por todas partes buscaban sus miradas. Y, ahora que el calor de sus cuerpos se confundía, que estaban como fundidos el uno en el otro, acabaron por hablar con la mayor naturalidad de lo que constituía la justificación común, como para convencerse mutuamente de su inocencia. Al cabo de un momento, suspiró Karen, y dijo muy quedo, pegada la boca a la cara de su marido: - ¡Dios mío! y pensar que nada de esto hubiese sucedido si esa gente que deseaba tu ruina no hubiese... Wangen comprendió lo que su mujer quería decir y pasándose la mano libre por la frente, respondió: - No, no hubiese sucedido nada de esto. Y, cambiadas estas palabras, vieron surgir ante sus ojos los seres perversos objeto de su cólera y de su odio: Norby y sus compañeros.
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Lejos de considerarse culpables, creíanse, en cierto modo, los campeones de la justicia, y de la verdad. Para él, sobre todo, las palabras de su mujer fueron un verdadero consuelo. ¡Querían decir, que ya tampoco ella dudaba! Afuera, la claridad de aquella noche primaveral decrecía lentamente. La lluvia azotaba los escalones de piedra de la puerta, y se oía correr el arroyuelo del valle inmediato a la casa. Después de mirar de nuevo a la ventana, dijo Karen. - ¿No obligarían a la viuda de Haarstad a firmar esa declaración? - ¡Muy bien pudiera ser! - dijo Wangen estirándose en la cama. A la sazón sentía Karen la imperiosa necesidad de aferrarse a aquella manía de sospechar de todo lo que le repugnara antes en su marido. Era como una compensación, como una disculpa. Trataron de cerrar los ojos y de callar, pero ninguno de los dos podía dormir, y ambos se complacían en escuchar una y otra vez su propia defensa. - La mayor parte de los obreros emigrarán a América... dijo él, dejando sin terminar la frase para que la concluyese Karen. Y, en efecto, poco después, agregó ésta: - Todos los que saben trabajar harán lo mismo que ellos, en vista del giro que toman las cosas en este país. Cada vez que su mujer hacía suya de esta suerte alguna de las opiniones por él manifestadas con anterioridad, sentía una 185
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gran alegría, un verdadero consuelo. Al fin, se ponía de su parte. Al fin, estaba tan convencida como él mismo. - ¡Y tú, que tenías el proyecto de construir un asilo para ellos!... - ¡Ah! ¡si por lo menos se me hubiese permitido seguir trabajando!... - ¡Y qué bien vivían nuestros obreros, Henrik! Recuerdo haberlos visto, cuando sus mujeres les llevaban la comida, tan contentos, tan felices. - Sí... ¡Cuánto ha cambiado todo!... Las horas parecían interminables. Pero permanecían el uno junto al otro, y seguían hablando, con breves pausas, siempre de lo mismo, como para alimentar un fuego que no debía apagarse. Y, al fin, Karen, se atrevió a decir: - ¿No crees que a los accionistas les hubiese producido mucho su dinero si te hubieran dejado continuar en paz? - ¡Ya lo creo! El negocio marchó perfectamente hasta el día en que a los propietarios les entró el pánico. - ¡Ah! ¡ahora comprendo cuán grande habrá sido tu desilusión! - dijo Karen con vehemencia. Y, ocultando la cabeza en el hombro de su marido, murmuró: - ¡ Perdóname, Henrik! No he sido para ti lo que hubiese debido ser. Wangen se conmovió a su vez. - ¿Que te perdone?... ¡ nada tengo que perdonarte!... ¡Te has mostrado tan enérgica, Karen, has aceptado todo tan animosamente! Pero, de hoy en adelante, te ayudaré. 186
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- No digas eso, Henrik... ¡Ahora me hago cargo de que aquel golpe te dejó anonadado, paralizado!... Así transcurrió la noche. A fuerza de hablar llegaron a sentir al unísono; cada uno de ellos reconocía que el otro tenía motivos para creer en sí mismo. Y, sintiéndose perseguidos por la misma abrumadora e inexorable responsabilidad, huían ambos, trabadas las manos, hacia el país de la inocencia.
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XX La primavera se adelantó aquel año, y, cuando el pastor Borring, entró en la carretera, camino de Norby, todos los árboles estaban ya verdes y el aire impregnado de la fragancia de las hierbas y del aroma del follaje. El pastor tenía en la mano un maletín; iba a llevar los auxilios de la religión al anciano Lars Kleven, que vivía no lejos de la granja, en lo alto de la loma. En el camino había muchos arbolillos arrancados de cuajo o tronchados, como después de un ciclón. Pero no eran sino las señales que de su paso por allí el primero de mayo dejaran los obreros. Cuando llegó el pastor a la altura del jardín de Norby, vio, al otro lado de la verja, al propietario en persona, vestido de blanco y ocupado en el replanteo. El pastor se detuvo y trabó conversación con él. - ¡Qué triste es el espectáculo de estos efectos de la manifestación! - dijo, moviendo la cabeza -. No es posible que sólo el aguardiente del cónsul haya emborrachado a esos
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hombres. Alguien debe haberles dado otro alcohol, un veneno moral aún más pernicioso que el primero. Norby fingió asombro y se echó a reír, apoyándose en su azada. - ¿Los obreros? - dijo -; no han tenido arte ni parte en los destrozos que acaba usted de ver. Son el resultado de una noche de tormenta. El pastor, algo azorado, se marchó casi en seguida... El tal Norby tenía una manera especial de demostrar su orgullo. Indudablemente le atormentaba el temor mal sano de inspirar compasión a quienquiera que fuese... El sendero que sube por la colina está resbaladizo porque ha llovido la noche anterior; pero el sol hace resplandecer el follaje de los árboles, y los verdes montes de alrededor. Cantarines arroyuelos corren hacia el lago, y en los campos, de un extremo a otro del concejo, vense por todas partes hombres y mujeres trabajando, y caballos, que tiran de la grada. Al fin llega el pastor a la cima: ya está en casa del anciano jornalero. Sólo se diferencia la vivienda de la cuadra en la colmena colocada en una esquina, entre dos ventanitas. La escalera está recién fregada y una capa de serrín de abeto cubre las losas: es que esperan al pastor. Borring tiene que inclinarse para entrar; luego, como la habitación no es lo suficientemente alta de techo, se ve obligado a mantener la cabeza baja. En la estufa humea un cacharro lleno de agua; el suelo es de madera blanca, y en él han esparcido también serrín de abeto; la mujer está sentada, con 189
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el traje de los días de fiesta y un libro de salmos en la mano, y en la cama, bajo una piel vieja, yace Lars Kleven. Tiene una camisa tan limpia que es indudable que se la han puesto en el momento en que han visto al pastor al pie de la colina. El pastor da primero los buenos días a la mujer y le estrecha la mano, y luego se dirige hacia la cama. - ¿Qué tal, querido Lars? Lars calla; crispa los labios y mira al pastor. Su mujer es quien responde: - ¡Ah! ¡Dios mío, creí que iba a verle morir antes de que llegase nuestro pastor! Borring cogió una mano al viejo; la tenía completamente rígida y fría. La cara, terrosa y chupada, estaba inmóvil, lo mismo que los ojos, que parecían muertos. De cuando en cuando contraía la boca - mascaba tabaco -. Borring se sentó. - ¿Tienes miedo a la muerte, querido Lars? Otra vez fue la mujer quien respondió: - Quisiera confesar una cosa a nuestro pastor. - ¡Bien, bien! El pastor miró al viejo con benevolencia. De repente, el moribundo le sorprendió lanzando al suelo como un chorro de negra saliva. - Es a propósito del juicio - dijo al fin; y su inquieta mirada buscaba la del pastor. - ¡Ah! ¿del pleito de Wangen y Norby, no es verdad? - El quería hablar - dijo la mujer, sonándose con los dedos -. Pero no tuvo valor para declarar contra Norby.
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El pastor miró a Lars, atento a cuanto éste se disponía a decir, y el viejo, mientras comenzaba de nuevo a mascar el tabaco, seguía mirando al pastor con ansiedad. Al fin se decidió a decir algo, pero antes tuvo que escupir, y esta vez corrió peligro de mancharse su linda camisa blanca. - ¿Cree nuestro pastor que me será perdonado este pecado? - Y por qué no ha de serte perdonado? El pastor sonreía. - ¿A pesar de no haber ido a declarar la verdad, habiéndomelo mandado Nuestro Señor? - ¿Pero estás bien seguro de conocer la verdad, Lars? - Sí, porque acompañó a Norby a la capital el día en que firmó el documento - dijo la mujer que, de pie junto a la mesa, con el libro de salmos en la mano, espiaba tímidamente el rostro del pastor. Borring permaneció sentado y se puso a examinar el pavimento. - Y ahora cree que no le perdonará Dios - continuó la mujer limpiándose los ojos -, pero yo le digo que Jesucristo murió por este pecado lo mismo que por los demás, ¿no es verdad? El pastor continuaba mirando al suelo. Pero sentía los ojos del moribundo fijos en él, y sabía que cuando los suyos encontraran a aquellos ojos, no tendría más remedio que responder. Si hubiese estado solo y hubiera podido substraerse al sentimiento de piedad que en aquel momento embargaba su 191
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corazón, el pastor Borring hubiese dicho: «¿Aunque Jesucristo haya muerto por tu pecado y tú te vayas derecho al cielo, atormentarán por ello menos cruelmente a Wangen las consecuencias de tu falta?» Tales eran los pensamientos que acudían a su mente en aquel momento; pero, ¿cómo alzar la cabeza, encontrar aquellos ojos y sumir en la desesperación con unas cuantas palabras a una pobre alma inquieta? Al cabo, salió nuevamente una voz de la cama: - ¿Cree nuestro pastor que me será perdonado este pecado? Y fue preciso que el pastor respondiese: - Sí - dijo, levantando la cabeza. - ¿Quiere nuestro pastor rezar una oración por mí? preguntó Lars cambiando el tabaco al otro lado de la boca. El pastor se puso de pie y cruzó las manos. Pero, ¿qué debía decir en su oración? Pensaba en Wangen. El sol inundaba con su luz amable el pavimento cubierto de serrín, proyectando también algunos rayos sobre la manta y la camisa del enfermo. Parecióle esto al pastor un mensaje de Aquel que existe para todos, para los buenos y para los malos. Y era tal la miseria, la mortal tristeza que reinaba en aquel cuartito, y tan angustiosa la emoción que experimentaba al mirar a aquellos pobres viejos, que imploró sencillamente para ellos la piedad y la misericordia de Dios. Terminada la oración, la mujer lloró y volvió a sonarse con los dedos. El moribundo, acostado, con las manos cruzadas sobre la manta, tenía los ojos llenos de lágrimas; ya no se acordaba del tabaco, inmóvil en la boca. 192
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Cuando el sacerdote se hubo sentado de nuevo, el viejo escupió y dijo: - ¿Quiere nuestro pastor darme la sagrada comunión? El pastor se puso de pie maquinalmente y abrió su maletín. Afuera oía el vuelo de las golondrinas al sol y el canto de dos estorninos en sus nidos, bajo el alero. Y comprendió nuevamente que la vida era más generosa que todas las leyes humanas de lo justo y lo injusto. Después de vestirse las ropas sacerdotales y de echar el vino en el cáliz que había llevado, dijo, bajando la cabeza: - Escucha, Lars; la semana que viene tendrá lugar la vista de la causa en la Audiencia. ¿No podrías encargarle a tu mujer que fuese a declarar en tu nombre? ¿Quieres? - ¡ Sí, sí quiero! - dijo el viejo clavando en el cáliz una mirada suplicante. La mujer suspiró, y luego, levantándose del banco en que estaba sentada, recogió el tabaco que su marido tenía en la boca y lo colocó en el poyo de la ventana. Administrado el sacramento y guardados los hábitos en el maletín, aun permaneció unos instantes el pastor a la cabecera del moribundo. Hubiérase dicho que Lars había vivido hasta entonces sólo para esperar los sacramentos y la absolución; y ahora, de repente, amenguaba la llama y comenzaba a apagarse. Por último abrió los ojos y miró a su mujer. Esta, comprendiendo lo que deseaba, fue a buscar el tabaco adonde lo había dejado y se lo metió en la boca. Lars la miró como para decirle: «Sí, esto era lo que quería.»
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El pastor se puso de pie y se despidió. El moribundo tornó a mirarle; contempló luego con ternura a su mujer, y murmuró: - ¡No, que no vaya a declarar! La echarían de la casa. - ¡Ah! - exclamó el pastor con voz algo insegura. Y permanecía allí, inmóvil. Lars sonrió: todo se iluminaba milagrosamente a sus ojos, las cosas de la vida y las de la eternidad. Luego se hundió entre las almohadas. Quiso incorporarse después, como para escupir; no pudo lograrlo; el tabaco le cayó en la garganta y tuvo un acceso de tos. Por último comenzó el estertor. Y hasta el estertor cesó al cabo de un instante. Después de mirarle con fijeza por espacio de unos segundos, dirigióse la mujer resueltamente al lecho y cerró los ojos a su marido. Luego, volviéndose hacia el pastor, dijo con emoción: - ¡Bendito sea Dios! ¡Ahora ya sé que Lars se ha salvado!... El pastor, ya de vuelta, con su maletín en la mano, se detuvo en la colina y se sentó en una piedra; y desde allí, con la cabeza sobre las manos, contempló el pueblo tendido a sus pies. Estaba triste, como siempre que absolvía a un pecador. Ante todo, él no creía haber recibido de Dios el poder de perdonar los pecados, y además, no creía en la absolución. Sin embargo, en los muchos años que llevaba ejerciendo su ministerio, ¿sobre cuántos miles de frentes había puesto su 194
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mano, a cuántas almas había ofrecido el peligroso consuelo de un perdón simulado por él? Aquel día, se puso triste una vez más. Nunca le había parecido tan completamente vacío de sentido el gesto de absolver, de perdonar. Una vez absuelto Lars Kleven, ¿podía Dios perdonarle en nombre de Wangen? Tal vez estuviesen a punto de condenar a un inocente, a pesar de aquel perdón. Y su familia, que sufría las consecuencias de la condena, ¿había perdonado? ¡No! Una mala acción, una vez en camino, no se detiene nunca. De sus efectos nacen otros, y de éstos otros nuevos; se va extendiendo como una enfermedad contagiosa, y nadie sabe dónde y cuándo acabará. No podemos seguirla constantemente con la vista, y, sin embargo, su acción no cesa. ¿Quién podrá perdonar en este caso? ¿Dios? Pero, ¿tiene Dios derecho a perdonar en nombre de los inocentes a quienes esta mala acción perjudica y mata? Tales eran las reflexiones del pastor. Volvióse a su casa, triste y avergonzado, como le pasaba con mucha frecuencia en el ejercicio de este ministerio que no abandonaba por no encontrarse con fuerzas para ello. Pero, ¿qué debía hacer ahora? ¿Qué podía hacer? La confesión de un moribundo es una cosa sagrada.
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XXI La señora Wangen esperó con impaciencia la proyectada manifestación obrera. A la sazón sentía la necesidad de recurrir a estos medios que había reprobado cuando su marido los empleaba, como el desesperado que procura asirse a todo cuanto encuentra al alcance de su mano. Pero, después que pasó aquel día, cuando supieron que los obreros, a quienes el cónsul emborrachara secretamente, habían indignado a todo el pueblo con su conducta, Wangen y su mujer comprendieron que también aquellos aliados les perjudicaban. Nadie ignoraba, en efecto, que Wangen había organizado la manifestación, y hasta los peores enemigos de Norby comenzaban a simpatizar con él y a apartarse de Wangen. Cuanto más se acercaba la fecha fijada para la vista, mayor era el temor de Wangen de verse solo. Le hacían falta testigos y ya no encontraba quien quisiese declarar en su favor: sabía perfectamente que todos le aborrecían. Sin embargo, cuando por la noche, en su cama frotaba y bruñía su inocencia, para que resplandeciese aún más a sus propios ojos, recordaba cada vez con mayor exactitud la escena del Gran Café la noche de la firma. Al principio, no estaba muy seguro de haber firmado allí el documento. Pero, desde que lo contó una vez, empezó a parecerle la cosa más probable, y cuanto más repetía su relato, más se convencía de que había sido allí y no en otra parte. Hasta recordaba ahora 196
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el rincón de la sala en donde comieron. Eran Norby, Haarstad y él, y después de comer tomaron café... Pero, ¿no estaría presente otra persona, alguien que hubiese sido testigo de aquella escena?... Y se figuraba esta escena con toda precisión, como si en ella residiese una fuerza secreta que pudiera revelarse de pronto para salvarle. Veíase sentado allí y sentía el sabor del excelente café que bebieron. Tornaba a ver a las personas que ocupaban la mesa inmediata mientras Norby firmaba. El humo de los cigarros dibujaba en el aire azuladas espirales, y los camareros, servilleta al brazo, corrían de acá para allá contando dinero y destapando botellas. Todo era ruido de vasos, risas, rumores y conversaciones de un extremo a otro de la sala. Y allí, en un rincón, ellos tres estamparon sus nombres al pie de un documento -.. ¿Pero no estaba presente otra persona?... Como lo deseaba tan ardientemente, comenzó a sospechar que muy bien podía haber un testigo. Pero quizás le hubiesen dado dinero para que callase, como se lo daban a otros para que fuesen a declarar. Esta suposición le indignó. Era preciso poner aquello en claro. Y siguió viendo las manos que firmaron y las personas que estaban alrededor y las vieron firmar. Y durmiendo vislumbraba aquellas figuras; y con los ojos clavados en un interlocutor tornaba a verlas. Aquella era la escena cuya realidad necesitaba probar: y la contemplaba con tanta más ansiedad cuanto más abandonado se sentía. Por último, adquirió la convicción de que realmente había habido otro testigo. Primero sólo fue una sombra en la pared, casi nada; a poco, 197
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aquella sombra tenía ojos para ver firmar a Norby. Y una voz que decía: «Sí, he sido testigo de todo. Pero no quiero mezclarme en este asunto...» ¡Bien, bien! Pues, a pesar de todo, tendría que intervenir el hombre. Tendría que darse a conocer, aun cuando le hubiesen pagado espléndidamente por callar... Y a medida que se acercaba el día de la vista, más impaciente estaba Wangen por desenmascarar a aquel individuo que tan obstinadamente conservaba el incógnito. Un día se encontró de nuevo al sastre de los ojos de loco, y aquella noche no pudo dormir. Y el rostro desconocido le pareció más vivo, más real que nunca. Pero no quería darse a conocer, se ocultaba. Sin embargo; era necesario que saliese de la obscuridad; era necesario. Y, aunque Wangen necesitaba pasarse la mano por la frente a cada instante y decirse a sí mismo: «¡ Pero estás loco, pobre amigo mío!», no podía menos de desear, de esperar, de aferrarse a esta feliz circunstancia inesperada, que podía salvarle en el último extremo. Un día se lo contó todo a su mujer. Esta le escuchó con viva curiosidad, le animó con una energía casi feroz a proseguir sus investigaciones. Y, como le pidiera detalles, Wangen tuvo que exponerle las plausibles razones en que fundaba su convicción, y acabó por decir, que como ya habían pasado algunos años no podía recordar quién era el otro testigo. Pero ambos experimentaron un consuelo al hablar de aquella persona a quien no podían nombrar.
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Al fin, una noche en que hablaban de lo mismo, Wangen, tras de consultar unos instantes su memoria, se levantó bruscamente, exclamando: - ¡Ah! ¡ya, sé quién era! - ¡ Henrik! Karen lanzó un breve grito y se levantó a su vez. - Era Rasmus Brodersen. - ¡Ah! ¡Bendito sea Dios! - murmuró Karen llorando, tan conmovida que tuvo que oprimirse el pecho con las manos. Pero Rasmus Brodersen estaba en América. Sin embargo, Wangen tenía idea de que una de sus cartas se refería a aquel asunto. Fue a buscar su colección de cartas y comenzó por leer todas las que en aquellos últimos años recibiera de su antiguo condiscípulo. Pero aquella noche, no encontró nada. Por lo demás, la carta podía estar en cualquier otro paquete. Entretanto, aquellas horas de fiebre y de tensión nerviosa, tenían verdaderamente enferma a la señora Wangen: ella quería pasar la noche buscando la carta, pero su marido dispuso que se aplazase la continuación del registro. Y, cuando al día siguiente se sentó ante otros nuevos montones de cartas, se dijo: «¡ Si hoy no encuentras nada, Karen perderá la cabeza! A la hora de almorzar, entró su mujer en la alcoba, en donde él estaba, y le preguntó por la centésima vez: - ¿Qué hay? - Debe estar en otro mazo, en cualquier sitio - contestó Wangen rascándose la frente. Luego se puso a revolver los cajones para encontrarla. 199
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- El último paquete... ¡Ahí debe estar la carta! - pensó Karen. Y decidió dejar en paz a su marido hasta que él mismo fuese a comunicarle el resultado de sus pesquisas. Y, en espera del acontecimiento que había de salvarlos a los dos, recobró repentinamente toda su serenidad y su orgullo. Fue a hacer sus compras a la granja, alta la frente, tranquila, con la cabeza descubierta bajo el sol y la rubia cabellera levantada como una corona en torno a su pálido y lindo rostro. ¿Lograrían, al fin, a pesar de todo, confundir a los enemigos de su marido? Aquel fue el primer día en que no pensó en sus hijas, en la más pequeña de las niñas, su predilecta, para preguntarse qué haría en aquel momento. Y en cuanto al suicidio de su padre, era una gran desgracia, ciertamente, y un golpe espantoso para ella, pero ya no despertaba en su conciencia ningún remordimiento. A la hora de comer6, se puso a escuchar a la puerta de la alcoba. Oyó ruido de papeles, pero no se atrevió a importunar a su marido para anunciarle que estaba ya dispuesta la comida, a pesar de haber preparado un excelente trozo de carne que sabía que había de gustarle. Al fin apareció Wangen, muy contento. Aun no había encontrado la carta, pero dijo que tenía la seguridad de hallarla aquella tarde. Esta promesa formal le hizo enloquecer de alegría. El insomnio, las emociones de todo género teníanla en un estado 6
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anormal, y durante la comida, estuvo casi tan contenta como una chiquilla. No, no necesitaba saber nada, por el momento, ya que aquella noche se pondría todo en claro, y quiso brindar con su marido, aunque no tenían otra cosa que agua para beber. Por lo que introdujo un dedo en su vaso para convertir el agua en vino, según aseguró; y al mismo tiempo que se reía de su propio ademán, se le llenaban los ojos de lágrimas. El resto de la tarde estuvo como sobre ascuas. Pero Wangen le había suplicado que le dejase tranquilo, y no quiso molestarle. Al cabo, se abrió la puerta y apareció Henrik, sonriente. - ¡Aquí está la carta, Karen! Y, como el día anterior, la joven se puso de pie, lanzando un grito. - ¡ Henrik! Luego, se precipitó hacia su marido, le arrebató la carta y la leyó. Era cierto. La carta estaba fechada dos años antes; en ella se hablaba de una buena comida, y además... Sí, ahí estaba escrito, todo lo explicaba perfectamente aquella carta. Karen se colgó del cuello de su marido; cogió la cabeza de Wangen con sus dos manos, apartándola de su rostro para verla mejor, y con voz entrecortada, sollozó: - ¿Por qué no me abrazas? ¿Por qué no saltas hasta el techo? ¡Ah! ¡Yo desfallezco! Fue preciso que cogiese nuevamente la carta para leerla otra vez. Pero... ¿qué era aquello?... Tuvo la sensación de que de repente se helaba algo dentro de su ser... ¡Aquella letra... tenía una semejanza tan extraña con la de Wangen!
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Levantó rápidamente los ojos hacia él; pero no se atrevió a decirle nada. - Cuando presente este documento al jurado - decía Wangen alegremente -, creo que bastará. - Ciertamente, Henrik, ciertamente. Karen conservaba su expresión de gozo, pero tuvo que sentarse. - ¿Qué es lo que ha hecho, Dios mío, qué es lo que ha hecho? - pensaba, perdida la mirada en el vacío - ¡Dios le proteja! Parecióle que todo se derrumbaba en torno suyo. Ahora lo comprendía todo, lo reconocía culpable en todo... ¡No, era imposible, imposible! ¡Era preciso que no fuese así! ¿No podía ella equivocarse? No quería ver otra vez la carta: se la devolvió sonriendo y le encargó que la guardase en lugar seguro... Pensaba en su interior que aquella carta podía serle útil, ayudarle un poco, un poco solamente; porque era preciso que le absolviesen, absolutamente preciso. Por la noche, cuando se acostaron, le dijo: - Ya no escribes en los periódicos, Henrik. Sin embargo, me parece conveniente que todo el mundo sepa cómo se han portado contigo Thora y el pastor. - Sí - contestó Wangen -. Sobre todo, es preciso que el jurado sepa a qué atenerse antes de que se retire a deliberar. Y trataron de dormirse con las manos entrelazadas.
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XXII Un hombre baja del monte, por el Norte, y se detiene delante del chalet de Norby. Einar, sentado en la puerta, compone una escoba rota. El hombre, tendido sobre la hierba, apoyado en su saco de vendedor ambulante, dice que al oeste de la nevera ha encontrado una osa con dos oseznos; cuenta también, entre otras noticias del pueblo, que aquel día comparece Wangen ante el jurado. - ¡Ah! - Exclama Einar. Y sigue arreglando la escoba... Como el hombre se dirigía hacia Poniente, para bajar a otro pueblo, Einar le hizo cruzar el lago en su bote. Así supo que la hija del doctor vivía en el monte, en el pabellón de Buvik, y acudieron a su mente los alegres recuerdos del baile de Navidad. Hacía un mes que vivía allí en una paz maravillosa. Su única compañía la constituían la anciana vaquera, el perro y el rebaño. Debía beber leche, pasear, tener siempre los pies secos, dormir bien y comer mejor. Y dejaba pasar los días 203
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yendo y viniendo con un traje de paño burdo y zuecos, lo mismo que un aldeano. Era delicioso. Pero esta paz se desvanecía. Al oír hablar del jurado, recibió en el corazón como una puñalada. Tornaban a abrirse antiguas heridas; comprendía que la pretérita desesperación iba a dominarle de nuevo, y no quería; se preparaba instintivamente a rechazarla, a triunfar de ella. ¡Bastante le había hecho sufrir aquel asunto! Por la noche, como no lograba dormirse, se esforzó en recordar la inagotable bondad de que su padre le diera pruebas. Y, como esto no bastase, empezó a pensar en la niña que por entonces vivía, lo mismo que él, en una casita en el monte. ¡Qué linda estaba la noche que bailaron juntos! Las gentes cuchicheaban al verles pasar, y algunas personas les señalaron con el dedo. Pero, ¿cómo fue que después pensó tan poco en ella? - ¡Eres un extravagante, Einar! - se dijo -. Vives entre libros, te apasionas por los ideales elevados. Y entretanto pasan los años sin que aproveches tu juventud. ¡ Pero, a Dios gracias aun estás a tiempo! Estas reflexiones contribuyeron a aumentar la importancia que deseaba atribuir a la presencia de la joven en el pabellón, y, cuando al fin se durmió, aun la tenía cogida por el talle para valsar, como en el baile del pasado invierno. A la mañana siguiente, fue a dar un paseo por la colina inmediata que dominaba el lago. Se detuvo en la cumbre y contempló el pabellón de Buvik, que se alzaba en medio de una nevera, a una legua escasa, al otro lado del lago. «Tal vez 204
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esté ya Wangen en la cárcel», se dijo, y este pensamiento penetró en su corazón como un afilado cuchillo. Pero siguió mirando con creciente interés aquella casita remota que adquiría a sus ojos un valor completamente distinto al que hasta entonces tuviera. Por el tejado salía un poco de humo. Quizá en aquel momento estuviese la niña preparando su comida... Conforme pasaban los días, su imaginación se entretenía más y más en estos recuerdos y en estos vagos sueños, porque sólo de este modo lograba desechar los tristes y dolorosos pensamientos que le perseguían. Ya no estaba solo. Ahora eran dos, ella y él, los que vivían en el monte. Y era como si unos ojos adorados estuvieran siempre fijos en su persona. Estaban cerca el uno del otro, porque les separaban del pueblo algunas leguas. Hubiese podido ir a visitarla, pero prefería encontrársela por casualidad, tal vez en el lago. Con frecuencia iba a pescar a la orilla opuesta. Pero nunca lograba verla, y al regreso se reía de su poca suerte. Necesitaba tenerla siempre en el pensamiento para estar tranquilo. Y, a sus ojos, toda la sierra comenzaba a adquirir un aspecto risueño. Una tarde desembarcó en un islote que había en medio del lago y encendió una gran hoguera. Pero tampoco aquella tarde se presentó ningún bote. Sólo le contemplaron las silenciosas riberas. Ya no paseaba con zuecos; llevaba siempre una camisa de franela impecable y cuidaba de tener las manos limpias. No porque esperase a alguien, sino porque había algo en él que le inducía a atildarse...
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Un día se detuvo un aldeano, con una caballería, ante el chalet de Norby, y antes de que Einar pudiese impedirlo contó que a Wangen le habían condenado a un año de cárcel. Fue mayor la pena impuesta porque el acusado presentó al tribunal una carta falsificada. Einar, sentado en el escalón de la puerta, escuchaba con la cara escondida entre las manos, sin moverse. - ¿Y piensas proseguir tus estudios este otoño, tú que no te atreverías a mirar a un hombre a la cara? Era un día espléndido; el cielo, limpio de nubes y muy alto, se combaba sobre las negruzcas cimas de los montes y los azulados picachos que se veían en lontananza, y las neveras centelleaban al sol como sábanas de plata. Al atardecer bajó Einar al lago y se embarcó en su bote. Por un instante creyó que todo había concluido, que lo mejor para él era arrojarse al agua en vez de soportar por más tiempo la vergüenza de vivir. Pero, por costumbre, evocó la imagen de la niña, y, precisamente por lo mismo que se sentía tan humillado, parecióle que ella se elevaba cada vez más y que le tendía los brazos para salvarle. Empezó a remar lentamente. Las aguas tersas como un espejo de plata reflejaban en medio del lago el cielo encendido. El crepúsculo envolvía en su manto las silenciosas riberas. El pabellón de Norby, con su verde cinturón de plantas se pintaba en las ondas, y a cada golpe de remo formábanse surcos circulares que se dilataban por la superficie de las aguas.
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E, insensiblemente, se forjó la ilusión de que penetraba en un mundo feliz. Acabó por soltar los remos y dejar el bote a merced de la corriente. El universo iba ensanchándose, iluminándose poco a poco. Einar creía ver que los montes le sonreían. Por vez primera se daba cuenta de que todos los hombres eran dichosos. - ¡Dios mío! - pensó -, ¡ ahora empiezo a comprender lo que es el amor!
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XXIII Un sábado por la tarde bajaba hacia el Sund Thora de Lidarende. Es tiempo de siega, y los aldeanos, en las colinas, se apresuran a amontonar el heno, a medida que se aproxima la noche. La deliciosa fragancia de la hierba cortada embalsama el aire. El Mjös está inmóvil, sin una ondulación, y Thora ve las piedras del fondo a unas diez brazas de la orilla. Sigue el camino que conduce a la granja en que está la escuela primaria superior, entra en el patio y sube apresuradamente la escalera. Todavía tiene que hacer aquella tarde otras visitas. El director estaba dando una lección de landsmaal7 a unos cuantos alumnos; a pesar de ello, su mujer fue en su busca en cuanto supo que Thora tenía que comunicarle una cosa importante. Y, a poco, se encontraban los tres sentados en la salita, alrededor de una mesa, en la que sirvieron oporto. El director de la escuela primaria superior, Heggen, era un hombre de unos cincuenta años, calvo, con una magnífica Es el idioma formado exclusivamente por dialectos noruegos, y con el cual, el partido nacionalista quiere sustituir en Noruega al danés 7
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barba obscura y anteojos. Su despejada frente era hermosa, y en sus ojos resplandecía la bondad. Se distinguía por la vehemencia y la generosidad de sus sentimientos; y como no tenía nada de escéptico, sus grandes entusiasmos resultaban innumerables. Desde el punto de vista religioso, era celoso partidario de un cristianismo nacional. - Sí, hoy tengo que hacerle a usted una proposición importante - dijo Thora humedeciendo los labios en su vaso. El director y su mujer la miraron atentamente. Ella prosiguió sonriendo y volviendo sin cesar sus ojos del uno al otro. - Es con motivo de los últimos acontecimientos. Fueron muy tristes y una vergüenza para todo el pueblo. - ¡Ah! sí - dijo la señora Heggen moviendo la cabeza. - Sin embargo, nosotros tres no tenemos por qué lamentarnos. A mí me dieron algunos palos en los periódicos por la falta de delicadeza de haber querido recoger un día a uno de los niños de Wangen... Y, a usted, Heggen, le han puesto de oro y azul por haberse permitido permanecer neutral. Al decir esto, Thora tuvo que interrumpirse para reír. - ¡ Pobre hombre! - murmuró el director acariciándose la barba. - Sí, verdaderamente, hay que compadecerle, y además no estamos seguros aquí para juzgar a Wangen - repuso Thora -. Pero mientras vivamos en una sociedad organizada, tendremos derecho a cierta protección, y no estará permitido obrar como Wangen ha obrado. La señora Heggen movió de nuevo la cabeza. 209
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- ¡No, claro está que no! - dijo mirando a su marido. - Pero el que más ha sufrido por cuanto ha pasado, es Norby, indudablemente. Y por eso vengo a proponerles a ustedes, amigos míos, que le ofrezcamos una reparación bajo cualquier forma. Heggen se levantó y fue a cargar su pipa; luego la encendió lentamente y se volvió a sentar. El sol, que estaba a punto de ocultarse, enviaba a la estancia sus dorados rayos luminosos a través del follaje del jardín. - Bueno, ¿y qué es lo que usted quiere? - preguntó al fin, aún muy ocupado en encender bien su pipa. Thora enrojeció levemente. Creía encontrar alguna resistencia a su proyecto, y por este motivo había ido allí en primer lugar. Sentóse de nuevo y añadió animosamente: - Ya sabe usted lo que hacen los políticos, por ejemplo, cuando uno de ellos se ve expuesto a injustificados ataques. Le ofrecen una fiesta, un banquete. Y yo creo que nosotros podremos organizar una fiesta semejante en honor de Norby. Sería una cosa sencillísima. Heggen y su mujer cambiaron una mirada. - ¡Ya lo creo! - dijo el director sonriendo con alguna turbación. Hubo un silencio que Thora no se atrevió a prolongar. - Vamos a ver - añadió -, ¿no cree usted que Norby tenía razón? - ¡Ciertamente - respondió Heggen -, ciertamente! Hubiérase dicho que evitaba manifestar todo su pensamiento.
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- ¡Ciertamente! - repitió la señora Heggen -. Mi marido dijo desde el primer día que, para él, Wangen era el culpable. Y Heggen tiene un don especial para juzgar estas cosas. - ¡Bien! - dijo Thora -. Entonces, puedo esperar que las antiguas divergencias no se opondrán a la realización de mi proyecto. Por otra parte, es necesario decidirse a estimar a alguien más que a aquellos que son siempre de nuestro mismo parecer. - Precisamente pienso lo que usted - repuso Heggen con viveza -. ¿Y en qué otras personas ha pensado usted para esta fiesta? Thora apoyó su linda mano en la mesa, como para dar mayor fuerza a sus palabras. - Cuantos lo deseen tomarán parte en ella: las autoridades, los aldeanos, todos sin distinción. ¿No resultará hermoso ver, por una vez, a los funcionarios y a la gente del campo, tenderse la mano y decir: «Uno de los que más valen de todos nosotros, ha sido perseguido y calumniado; pero aquí estamos todos para rehabilitarle...»? Ya es hora de probar con un ejemplo que el cristianismo y el amor a la patria, no son para nosotros palabras vanas, sino que sabemos acudir en ayuda de nuestros hermanos cuando necesitan de nosotros. - ¿Ha padecido mucho Norby? - preguntó Heggen con entonación compasiva. - Lo ignoro por completo. ¡Es muy orgulloso, y no creo que se lamente!... Pero hoy precisamente me escribe mi hermano desde Bergen para preguntarme si es cierto que Norby ha robado a la viuda de quien era consejero. ¡Vea usted cómo corren por montes y valles los chismes y las habladurías! ¿No 211
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cree usted que con esas cosas puede perder mucho un hombre? - ¡ Sí, Dios mío! - suspiró la señora Heggen -. ¡El mal siempre se abre camino! - Sobre una cosa, por lo menos, estaremos completamente de acuerdo - continuó Thora -, y es que no hay en todo el concejo un amo, un patrono mejor que Norby. ¿Quién trata como él a los criados que tiene recogidos y a sus antiguos jornaleros? El director fue de su opinión. Y esta viva simpatía inspirada por la benevolencia de Norby para con sus obreros, le conmovió hasta el punto de vencer sus últimas vacilaciones. - ¡ Pues sí, también yo asistiré con mucho gusto! - exclamó-. Pero, ¿quién pronunciará el discurso? - se preguntaba al mismo tiempo. - ¡Bien, bien! - dijo Thora humedeciendo de nuevo los labios en su vaso -. Pero esto no basta; es preciso que pronuncie usted el discurso. No hay nadie capaz de hacerlo como usted. - ¡Cómo! ¿yo? - exclamó Heggen enrojeciendo hasta la raíz del cabello. Sin embargo, acabaron por entenderse. Y quedó convenido que Thora de Lidarende se encargaría, si llegaba el caso, de brindar por la señora Norby... Thora se despidió contentísima y satisfecha de haber triunfado en aquella primera tentativa. Lo demás era ya fácil de arreglar. Y, ágil como una chiquilla, bajaba presurosa por el camino, mientras los postreros rayos del sol, filtrándose a través del follaje, formaban juegos de luz en su traje claro. 212
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Sin sospechar ni remotamente el proyecto de Thora, Knut Norby se ocupaba aquella tarde en examinar sus cuentas y estaba en plena actividad. Volvía al cabo a sus antiguas costumbres. Eran muchos los días desperdiciados con Wangen y todas sus simplezas, y necesitaba reanudar el trabajo y recobrar el tiempo perdido. En aquellos últimos meses había encanecido un poco más, y estaba pálido y fatigado. Pero ello era bien natural, después de la campaña realizada en contra suya. Terminado el examen, bajaba la escalera con la pipa en la boca, cuando Ingeborg salió a su encuentro y le participó con los ojos llenos de lágrimas, que la anciana vaquera había muerto. Norby se guardó la pipa en el bolsillo del pantalón y acompañó a su hija a la casita de los asilados. En la alcoba estaban los dos antiguos mozos de la granja, sentados cerca de la cama, con la mirada perdida en el espacio y juntas las callosas manos que oprimían entre sus rodillas. Y el que tantas veces había sido novio de la vaquera, tenía los ojos húmedos. Norby permaneció en pie un instante contemplando el cuerpo de su antigua servidora, más conmovido de lo que quería aparentar, trémulos los labios... Aquel mismo día subió a la colina, y fue a la casita en que languidecía completamente sola, la viuda de Lars Kleven. Cuando entró - y tuvo que inclinarse por la poca elevación del techo -, la viuda, que estaba sentada a la devanadera, se levantó asustada: «Ahora viene a echarme de la casa» pensaba. 213
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- ¿Qué tal? - preguntó Norby sentándose, con el bastón entre las piernas. - ¡La salud es buena, gracias a Dios! - respondió la vieja tímidamente -; pero me asusta el invierno. - Bueno - dijo Norby -, nuestra vaquera ha muerto; ahora está vacante su alcoba. Si quisieras, podrías vivir en ella el resto de tus días... Creo que hoy limpiarán aquello y mañana quedará todo listo... Tienes una vaca y pollos, ¿no es verdad? Llévatelos; no estorbarán a nadie. La vieja cruzó las manos y le miró, un instante, estupefacta; luego prorrumpió en sollozos. Y en seguida se marchó Norby: no le gustaban los llorones. Por otra parte, no creía realizar una acción meritoria. Ponía las cosas en orden y nada más. Cierto que el marido se dejó tentar en una ocasión por Wangen y su pandilla. Pero el pobre hombre estaba ya debajo de tierra y no había para qué pensar en ello. Norby se detuvo en lo alto de la pendiente y se puso a contemplar el pueblo, iluminado por los postreros rayos del sol; a lo lejos, prolongadas sombras azulinas cortaban el lago. Y el viejo se sentó, con las manos apoyadas en su bastón. Parecíale entrar en un puerto después de una violenta tempestad. Había pasado horas de angustia, noches de insomnio; pero a nadie le es dado esperar una felicidad constante e interrumpida. Emplearon contra él toda clase de armas: mentiras, calumnias, artículos mal intencionados, manifestaciones populares. Quisieron embaucar a Einar... Gracias a Dios, todo concluyó: no volvería a oírle a su hijo la menor alusión a aquel incidente.
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Pero aun había una cosa que casi le causaba risa a Norby. ¡ Pues no hubo un momento en que él mismo llegó a creer que no le asistía la razón! No podía menos de sonreír y de mover la cabeza al pensar en esto. ¡Era graciosísimo! Ahora recordaba perfectamente que Wangen, cuando la famosa comida, le pidió que saliese por fiador suyo. Pero contar que luego firmaron un papel en el Gran Café, eso resultaba ya un poco fuerte. Decía bien su mujer: era excesivamente bonachón, sobre todo, cuando estaba de buen humor. Por eso, al saber que Wangen andaba repitiendo que él, Norby, había firmado un documento en el que se declaraba su fiador, pudo creer que tal vez hubiese algo de verdad en tal afirmación. Aun no sabía hasta, dónde llegaba la bellaquería del mozo aquel. Al fin iba renaciendo la paz en todo el pueblo; pronto podrían reanudarse los trabajos en condiciones aceptables. Tal vez hubiera quien se obstinase en creer algunas de las calumnias propaladas con respecto a él. Poco le importaba esto a Norby que vivía tranquilamente en su granja sin ocuparse en los demás. ¡ Pero, la pobre mujer de Wangen! Ella era la más digna de compasión. Decían que después de la sentencia había tenido que guardar cama... Cuando Norby regresó a su casa, le esperaba en la sala Thora de Lidarende. Esta pudo anunciarle que la mitad del concejo, con las autoridades a la cabeza, se había inscrito para ofrecerle un banquete. - ¡Yaya, vaya! - dijo el viejo riendo.
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Al pronto, no quería creerlo. Pero, cuando Thora le preguntó qué día le convenía más, suspiró y se puso a reflexionar. ¡Hasta tal punto le parecía que aquello debía ser una cosa muy seria! Y tras un breve silencio, contestó: - Muy bien, muy bien... pero yo no puedo asistir a ninguna fiesta mientras tengamos un muerto en la granja. Marit le miró con asombro. Pero comprendió en el acto que cuanto ella pudiese decir para hacerle cambiar de opinión hubiera sido perfectamente inútil. Thora de Lidarende se marchó casi dolida de que Norby no se hubiese mostrado más conmovido ante esta prueba de simpatía. - ¡Bien está el orgullo! - pensaba -, pero verdaderamente el de este hombre es excesivo.
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XXIV Cuando al fin se fijó la fecha de la fiesta, Thora de Lidarende tuvo mucho que hacer. A propuesta suya convinieron en que, por aquella vez, tratarían de no recurrir a las bebidas alcohólicas para provocar el entusiasmo: sólo pondrían en la mesa leche y vinos de frutas. En cambio Thora, se dirigió a algunos de los principales miembros de la Asociación de la Juventud y les hizo ensayar el Ervingen8, que debía representarse después del banquete. Además decidió decorar las paredes del vasto salón del Ayuntamiento en donde debía celebrarse la fiesta, de una manera conveniente para que sirviese de marco al héroe de la velada. Cuando, al cabo, llegó el día solemne, se hallaba en un estado de fatiga y de nerviosidad extraordinarias. Porque, como sucede necesariamente siempre que una sola persona toma a pechos una empresa y la dirige con energía, los demás miembros de la comisión se cruzaron de brazos y la dejaron a ella correr con todo. Ervingen es una comedia en un acto de Ivar Aasen, popularísima en Noruega y que se representa con mucha frecuencia.
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Pero aquel día supo que la señora Wangen continuaba en la cama. Y Thora se prometió no asistir a la fiesta aquella noche sin haber ido antes a visitar a la pobre mujer. Si no podía hacer otra cosa, le ofrecería su casa, para que viviese en ella con sus hijos, hasta nueva orden. Al llegar a la casita rodeada de pinos en donde vivieran los Wangen últimamente, encontró la puerta cerrada y las ventanas aseguradas con tablas. Se alarmó, y casi corriendo, dirigióse a la granja de Lars Kringen, en donde vio una criada que sacaba un cubo de agua de un pozo. - ¿En dónde está la señora Wangen? - Aquí, acostada en un cuarto, en las guardillas. - ¿Puedo subir a verla? La criada movió la cabeza. La señora Wangen no quería hablar ni con sus huéspedes, siquiera. El pastor y el médico fueron a verla, pero no consintió en recibir a ninguno de los dos. - A pesar de todo, tenga usted la bondad de subir y dígale que deseo verla - replicó Thora. La muchacha cogió el cubo y se alejó. Pero, al reaparecer en la escalinata, movió nuevamente la cabeza: la señora, Wangen quería estar sola. Sin embargo, se había levantado, y manifestaba la intención de ir a buscar a sus hijos. - ¿Pero qué piensa hacer? - preguntó Thora. - Nadie lo sabe - respondió la criada -. A nadie se lo ha dicho. Thora de Lidarende tenía los ojos llenos de lágrimas cuando regresó a su casa. Aquella fiesta en honor de Norby, 218
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debía mortificar, naturalmente, a la señora Wangen, pero era imposible evitarlo. Un delito es un delito. Y conviene ofrecer al inocente una reparación. Era la tarde de un sábado y el banquete debía empezar a las siete. Se habían acarreado ya las últimas cargas de heno, y las colinas recién segadas presentaban tonos de un verde obscuro y aterciopelado, mientras que, en las arboladas cumbres aparecían acá y allá manchas doradas que refulgían al sol. A las seis, los primeros carruajes que se dirigían al Ayuntamiento, cruzáronse, junto al lago, con una mujer alta y pálida que se alejaba rápidamente, con la cabeza baja. Era la señora Wangen. Su sombrerillo de paja amarilla parecía haber sido colocado a prisa, demasiado alto, sobre su rubia cabellera levantada, como siempre, sobre su lindo rostro, cual una diadema. Al llegar al promontorio que desciende bruscamente hacia el lago, como no viera ya carruajes, se sentó al borde del camino, en un montón de piedras, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos. Y se puso a mirar distraídamente las aguas tranquilas que reflejaban el cielo y las encendidas nubes. Iba a ver a sus hijos. ¿Y luego? ¿Adónde iría? ¿Podría subvenir a las necesidades de ellos y a las propias? ¿O...? No, no, era, preciso no pensar en ello; no quería, no se atrevía a pensar. Se pasó la mano por la frente y suspiró. - ¡Ten mucho cuidado! - decíase a sí misma -. ¡ Si lo que bulle aquí dentro llegara a imponerse a tu voluntad!... ¡Te volverías loca; ni siquiera podrías ver a tus hijos! 219
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Aquel mismo día había recibido una carta de Wangen. Decíale en ella que trataba de obtener el indulto. Pero Karen ya no podía más; ni aun se encontraba con fuerzas para seguir creyendo en su inocencia. Si Henrik hubiese confesado la verdad desde el primer momento, a ella, por lo menos... ¿Pero, y ahora?... ¡Tenía razón su padre!... parecíale como si una ola de horribles tinieblas se derrumbase repentinamente sobre ella. Levantóse bruscamente, estremeciéndose, y reanudó su caminata muy de prisa: era preciso que estuviese junto a sus hijos la primera noche. Ya no tenía valor para permanecer sola en la obscuridad. Una soberbia carretela bajaba por el camino de Norby. En el asiento delantero iban sentadas las dos muchachas, frente a sus padres, y Einar en el pescante, al lado del cochero. Einar había vuelto de improviso, porque la noche que se dirigiera en su bote al pabellón de Buvik, sufrió una gran desilusión: la hija del doctor habíase marchado aquel mismo día. Desde entonces se le hizo insoportable la vida en la sierra. Cuando paseaba por los altos montes, sus ojos se volvían, en vano, al abandonado pabellón; y el sentimiento de vergüenza que consiguiera ahuyentar, tornaba a perseguirle, porque ya no estaba allí la niña. Por esta razón su impaciencia por verla era más grande que nunca. Hizo la maleta y se marchó; necesitaba verla, saber si le era indiferente o no. Una vez en su casa, renació en su alma una paz maravillosa. Sufría la influencia de todas las conciencias tranquilas 220
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que le rodeaban y no podía menos de alegrarse al pensar en la fiesta que iba a resarcir a sus padres de todos los disgustos. Ya era hora de que él dejase de abrigar en su corazón la odiosa sospecha. Y ahora, sentado junto al cochero, miraba los coches que se dirigían al Ayuntamiento, lujosamente engalanados. - ¿La veré esta noche? Estaba guapa Marit Norby tal como iba sentada, en su coche, con su sombrero de paja clara y su vestido de seda, y ligeramente apoyada en su marido. Pero Knut no se sentía completamente satisfecho. Cuanto mayor era su seguridad de tener razón, menos le preocupaba el aprecio de sus convecinos. Y hasta se preguntaba si habrían organizado aquel banquete sencillamente porque le compadecían... ¡No faltaba otra cosa!... Si así era, le daban tentaciones de decirles que se equivocaban. ¡A Dios gracias, aun no necesitaba nada! Sin embargo, una leve sonrisa vagaba por sus labios al ver los carruajes cada vez más numerosos que de todas partes llegaban: pensaba en su rival Mads Herlufsen. ¿Estaría allí? ¿O seguiría refunfuñando completamente solo en su escondrijo? ¡Buena le esperaba cuando le viera! Al entrar en el patio interior del Ayuntamiento, vio Einar el gig del doctor que salía. Sólo tenía dos asientos el coche: ¡ el doctor y su mujer! No había ido ella. Los nervios de Einar que durante muchos días y muchas noches habían estado en tensión en la expectativa de aquel momento, se distendieron repentinamente: fue tal su desilusión, que en un instante se desvaneció su deseo de entrar en
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el salón. Y algo se despertaba en su interior, gritándole: «¿Qué vas a hacer ahí dentro, Einar?» En la escalinata, entre dos banderas, esperaban Thora de Lidarende y el alcalde, para recibir a los agasajados. Y Einar subió lentamente los escalones detrás de sus padres. De improviso, Laurita, que aquel día se ponía un traje de seda por primera vez, se ruborizó, al ver, en el vestíbulo, a un mozo imberbe que la miraba: era el hijo del alcalde, recién salido de la Escuela forestal, después de los exámenes. - ¡Que sea él quien me lleve a la mesa!... - se dijo, mientras el corazón le saltaba en el pecho... La única persona que vivía en el Ayuntamiento, era la comadrona, quien tenía dos habitaciones en una de las alas del edificio. Allí era en donde la mujer del pastor, al frente de un escuadrón de criadas, se ocupaba en los preparativos del banquete. Estaba furiosa y desesperada al mismo tiempo: habían llevado la comida, del Hotel de la Estación, y olvidaron la salsa para el asado. Y, de pronto, se presenta una doméstica anunciando que Norby ha llegado y que va a sentarse a la mesa. - ¿Y quién les ha dicho que se sienten a la mesa? - Grita la mujer del pastor -. ¡Qué comisión! ¡Qué organización!... ¡Nunca he visto cosa igual! Precipítase al teléfono y llama enérgicamente: - ¡Qué!... ¿Y la salsa?... ¿Está o no está?
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XXV Cuando Norby entró en el local, lo primero que advirtió fue que Herlufsen no se encontraba en él. Pero estaban presentes todas las autoridades, y corrieron a saludarle apenas apareció. Era un salón espacioso y bien aireado. A través de las altas ventanas los oblicuos rayos del sol proyectaban tres haces luminosos; los invitados, con el traje de los días de fiesta, iban y venían, pasando de la sombra a la luz dorada del crepúsculo. Oíase el rumor de las conversaciones, y afuera, el restallar de las fustas: nuevos carruajes deteníanse continuamente al pie de la escalinata o se alejaban por las calles. El dueño del aserradero mecánico, con su vientre prominente y la oscilante cadena del reloj, se paseaba entre los colonos, en camiseta, que permanecían prudentemente arrimados a la pared, contemplando la vasta mesa adornada con flores. Reía a carcajadas y su encarnada faz estaba radiante. Porque, como supiera que aquella noche iban a darle a beber únicamente leche y vinos de fruta, había tomado sus precauciones antes de salir. 223
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- Señoras y señores - dijo, agitando la mano -, me parece que no se encuentran ustedes todavía en el estado de ánimo que conviene a una fiesta como ésta. El juez, un hombre alto y grueso, con el pelo y la barba blancas, cogió a Norby por el brazo y le señaló las paredes. Estaban adornadas con banderas y con guirnaldas de ramaje; acá y allá veíanse, a falta de panoplias, antiguos utensilios caseros, artísticamente trabajados: cantoneras pintadas y labradas, sillas, cazos y panzudos jarros de cerveza decorados con flores doradas. Thora de Lidarende había aprovechado la ocasión para reunir allí los primeros elementos de un museo municipal. - Diga usted, ¿no es lindo todo esto? - preguntó el juez con bonachona sonrisa -. Vea usted este ramaje que representa la naturaleza noruega, estas banderas que simbolizan la libertad de nuestro país y estos objetos diversos que son una manifestaúión de nuestra antigua cultura nacional. El conjunto resulta armónico, ¿no es verdad? - ¡ Sí, es lindísimo! - asintió Norby, bostezando ligeramente. De pronto sintió que le tiraban de la manga de la levita. Se volvió. Eran dos antiguos conocidos, dos colonos de los valles del Norte, que habían sido miembros del jurado, cuando la causa de Wangen se vio en la Audiencia. Permanecían inmóviles y le sonreían tímidamente. - ¡Cómo! ¡ ustedes aquí! ¡No sabía, que hubiese venido nadie desde tan lejos! - dijo Norby estrechando entre sus manos sus enormes zarpas.
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Contaron que acababa de aparecer un nuevo artículo, inspirado sin duda por Wangen, que acusaba al jurado de parcialidad. Y se pusieron tan furiosos al leerlo que, ¡ palabra de honor! apretaron los dientes y se decidieron a tomar parte en la fiesta. Interrumpióles el aviso de que comenzaba el banquete. Llevaron a Norby a su puesto. En uno de los extremos de la larga mesa había un sitial más alto, para el anfitrión. Su mujer y la del juez estaban sentadas junto a él, cada una a un lado. Y cuando sus miradas recorrieron, a lo largo de la mesa, las filas de los invitados - señoras con lujosos trajes de seda, hombres eminentes o notables con albas pecheras -, no pudo menos de volverse hacia Marit y de cuchiehearle: - ¡Lo mismo que el día de nuestras bodas de plata! Mientras comían la sopa, Einar se engolfó en una discusión política con un miembro del Storthing9, que estaba sentado enfrente de él. Terciaron algunos invitados y Einar se exaltó. Pero, de pronto, parecióle como si un oyente invisible le diera un puñetazo en la coxa, y una voz interior le gritó: «¡Bravo, Einar, muéstrate juez severo, pobre héroe!» Y, de repente, bajó la cabeza y calló, porque se sentía enrojecer. Laurita, que precisamente tenía al lado al joven ingeniero - el cual, cosa inaudita, aun no había reparado en su traje nuevo -, veía a todos los presentes como envueltos en una extraña neblina dorada, y creía que, en cierto modo, era su boda lo que se celebraba.
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- Después de comer, me ayudará usted a una cosa, ¿no es verdad? - le preguntó el joven. - ¿A qué? - dijo ella con interés apartando con la mano un rizo que se obstinaba en caerle sobre la frente. - Ahora no se lo digo a usted. ¡Espere y verá! Al servirse el asado, el director de la escuela primaria superior se levantó y dio unos golpecitos en su vaso. Había llegado para Thora el instante solemne, su corazón latía de gozo y de orgullo. ¡Eran tantas las cosas que desde hacía tanto tiempo tenían distanciados a Heggen y a Knut Norby! Y ahora Heggen se disponía a brindar por su antiguo adversario. Y aquello era obra suya. También existían algunas divergencias entre el director y el juez, y Thora había cuidado de sentar a Heggen al lado de la hija de aquél. Era preciso que aquella noche se reuniesen todos y aprendiesen a conocerse y a comprenderse. - ¡Qué hermoso! ¿no es verdad? - decía Thora en voz baja a su vecino, fijos los ojos en el orador. El sol iba a ocultarse y sus postreros rayos arrancaban reflejos a la magnífica cristalería labrada y abrillantaban los tulipanes de los enormes ramos. Detuviéronse los tenedores y todos los rostros se volvieron hacia el director. Su voz vibraba de emoción, y Thora, nunca le había oído un discurso mejor que el que en aquel momento pronunciaba en honor de su antiguo adversario. Dijo que aquella fiesta era un acontecimiento para el concejo. Con una mano levantaba el vaso; con la otra se acariciaba la barba, y sus ojos miraban el espacio a través de sus
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lentes; un rayo de sol ponía en su hermosa frente un punto luminoso. Sí, aquella fiesta era un acontecimiento para el concejo: jamás se había dado el caso de que tantos hombres de diversas clases y condiciones se reuniesen con un mismo fin, impulsados por la necesidad de obrar bien. Cierto que el país, como en otros tiempos, seguía destrozado por luchas intestinas, dividido en partidos; pero la fiesta de aquella noche era como la aurora de un nuevo día. Lo mismo que Olaf de Stiklestad, el héroe legendario, el director creía ver dilatarse hasta lo infinito toda Noruega, las azules montañas, y los lagos de argentados reflejos, las casas y los campos; creía ver hasta los corazones - los millares de corazones que palpitaban en toda la nación... - Y he aquí que se acercaba el día en que todos aquellos hombres habían de levantarse al mismo tiempo, como si el repique de algunas vísperas ideales les invitase fraternalmente a unirse para luchar contra el mal, para prestar su apoyo a toda víctima de una injusticia. «Pero, cualquiera que sea nuestra religión, cualesquiera que sean nuestras tendencias políticas, debemos reconocer una cosa: que todo cuanto es humano está muy por encima de las divergencias de opinión. Y sucede, como ha sucedido, que un hombre como Norby se ve perseguido y calumniado, nos levantamos todos para agruparnos fraternalmente en torno suyo, y decirle: «Knut Norby, aquí tienes a tus hermanos y a tus hermanas, aquí nos tienes, para lavarte de toda mancha y de toda ofensa. ¡Aquí nos tienes!»
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Apenas se oía respirar a los oyentes durante este conmovedor discurso; luego, la señora Heggen lanzó un sollozo ahogado. Lloraba, como siempre que hablaba su marido. Poco a poco las miradas se desviaron del orador y se dirigieron al extremo de la mesa: la señora Norby tenía las pupilas veladas por las lágrimas, pero Norby, con los ojos bajos, movía la cabeza con modestia, como diciendo: «¡No, es demasiado Heggen, es demasiado!» Terminado el discurso, mientras todos, de pie, se disponían a brindar a la salud del annfitrión, el dueño del aserradero mecánico empezó a aullar literalmente: - ¡ Hip! ¡ hip! ¡Viva Norby y su mujer! El entusiasmo de aquel hombre se comunicó a todos los presentes, arrebató a los tibios, y hubo una serie interminable de vivas. Ingeborg permanecía inmóvil, abstraída, húmedos los ojos. Estaba muy contenta. Pensaba en la paciencia con que su padre sufriera las agresiones, pensaba en sus propias plegarias, e, involuntariamente, alzaba al techo las pupilas «¡Gracias, Dios mío, por haberme escuchado!» Y le parecía ver sobre la cabeza de su padre el aleteo de los ángeles custodios. Su madre la miró: ambas sonrieron, con los ojos llenos de lágrimas. Recordaban la noche en que no se habían atrevido a acostarse, después de la manifestación obrera. Y ahora, Marit Norby tenía la sensación de que todos los males, todas las sospechas se extinguirían, por decirlo así, en ella, se disolverían en lágrimas; esta sensación era tan deliciosa, que, aunque estaba llorando, sonreía.
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Pero aun fue mucho peor cuando se puso de pie Thora de Lidarende - así que hubieron funcionado un poco los tenedores -, para brindar por Marit. Era el corazón de una esposa y de una madre que latía al unísono del suyo. Habló de la lucha que la señora Wangen había tenido que sostener para alentar a su marido en la desgracia, al mismo tiempo que velaba a su hijo gravemente enfermo. Esto constituía una hazaña, uno de esos actos de heroísnio femenino tan raramente celebrados en los banquetes y con tanta frecuencia realizados en secreto, sin que nadie lo advierta. Nunca había habido mujer tan elocuente. ¡Y esbelta, tan joven a pesar de su cuarenta años, tan enérgica, tan entusiasta!... Y era verdaderamente maravilloso que toda aquella emoción no la abatiese, no la obligase a prorrumpir en sollozos. Pero permanecía allí, sonriente, y con los ojos húmedos, verdaderamente hermosa con su sencillo traje negro, con un cuello de encaje blanco por único adorno. Y su emoción se explicaba fácilmente: mientras hablaba, Thora no pensaba más que en su hijo, en el pequeño Gunnar, que tenía la tos ferina y que en aquel instante yacía en el lecho. Bebieron todos a la salud de la señora Norby entre ensordecedores vivas; y Marit empezó asollozar. Porque era cierto que había pasado días horribles. Al oír hablar de su madre, y de su propia enfermedad, sintió Einar que se le oprimía el corazón, y, muy conmovido, dejó su sitio y fue a chocar su vaso con los de sus padres. Había ido obscureciendo poco a poco y hubo que encender las lámparas colgantes que dominaban la mesa. Aunque sólo bebían vinos de frutas, el entusiasmo de los 229
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convidados iba en aumento; las caras de la mayor parte de ellos aparecían rojas y animadas bajo las luces. Hablaban mucho y reían aún más. Los dos miembros del jurado estaban sentados al extremo de la mesa opuesto a aquel que ocupaba Norby; uno de ellos se inclinó hacia el otro y le dijo a media voz: - ¿No es costumbre aquí pasear en hombros al anfitrión a quien se desea honrar de un modo especial? - ¡Esperemos a ver lo que hacen! - contestó el otro, prudentemente. - Oye, ¿cómo llamábamos a Norby cuando íbamos juntos a la escuela? - ¡ Tjukken! - respondió el otro, que se atrevió a coger un hueso con los dedos para roerlo mejor. El primero se echó a reír. Le hacía gracia pensar que en otro tiempo había sido lo bastante amigo de Norby para poderle llamar: Tjukken.» Pero se hizo un silencio: Norby había golpeado su vaso. De pie, un poco encendido, miró primero a Marit y luego a todos los presentes. Por último tomó la palabra, con voz algo ronca: - Ante todo, debo daros las gracias en mi nombre y en el de mi mujer. Y luego pediros que bebáis conmigo a la salud de un hombre en el cual me es imposible no pensar esta noche, a la salud del presidente del jurado. Después que hubieron bebido, se oyó la voz vibrante de Thora que gritaba: - ¡Viva, el presidente! ¡Viva el jurado!
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Todos contestaron a los vivas; el dueño del aserrador mecánico ahogó las aclamaciones de la asamblea con sus «¡ hip! ¡ hip!» Uno de los jurados se levantó. - Ve - le dijo al otro -, llegó el momento. - ¡Vamos a ver lo que hacen! - repitió su compañero. - ¡No! ¡es preciso demostrar a todos el poco caso que hacemos de la acusación de parcialidad que Wangen ha lanzado contra nosotros! Entonces, el segundo siguió a su amigo y ambos se acercaron a Norby para levantarle sobre sus manos entrelazadas. Al pronto, el viejo se opuso resueltamente. Pero, cuando uno de los jurados dijera: «¡Vaya, déjanos, Tjukken!» recordó su infancia y se abandonó, riendo: los presentes estaban locos de alegría. Cuando después de pasearle alrededor de la mesa, le llevaron a su sitio, levantóse Thora, a su vez y le dijo a la dueña de una granja: - ¡Ahora la señora Norby! Y se apoderaron de Marit, y la pasearon, lo mismo que a su marido, entre un entusiasmo creciente. Entretanto, el dueño del aserradero mecánico empezó a desperezarse penosamente. Cuanto más se animaban y enardecían los demás, a fuerza de comer y de beber zumo de frutas, más abatido se encontraba él. Inclinóse hacia el oído del juez: - ¿No cree usted que, siquiera con el café nos darán una copita? El juez movió negativamente la cabeza y el desgraciado lanzó un profundo suspiro y se enjugó la frente. 231
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- Oye - dijo Norby a su mujer -, ¿no es curioso que no haya venido Herlufsen? - ¡Anda, burlón! - murmuró Marit, que no pudo menos de echarse a reír. Y también el viejo se reía. Pronunciáronse otros discursos; el mejor fue el de un maestro, un muchacho que habló de la patria. Luego, de pie, cantaron el himno nacional, haciendo el acompañamiento algunas voces de bajo. Y, por último, se levantó el pastor Borring. Sabía que todos esperaban que tornase la palabra. Y, aun cuando antes de decidirse a asistir a aquella fiesta, había examinado escrupulosamente el pro y el contra, sentía aún un malestar extraño. Cierto que al saber que Wangen había falsificado una carta para engañar a la justicia, comprendió que a su primera impresión era a la que debía atenerse y que la confesión de Lars Kleven no era otra cosa, después de todo, que la idea fija de un moribundo. Sin embargo, no podía menos de pensar en Wangen: con asombro de todos, comenzó a hablar de él. Suplicó a sus oyentes que consagrasen al desgraciado culpable un pensamiento de conmiseración y de piedad. Aquella misma noche se había dicho, y con razón, que era preciso agruparse en torno al inocente. Sí, cierto. Pero también era preciso agruparse - Siquiera fuese con el espíritu - en torno al culpable. El estaba más necesitado que nadie de ayuda y protección. Y su mujer... Al llegar aquí el pastor tuvo que sentarse: érale imposible añadir una palabra más. Algunos comensales tenían los ojos llenos de lágrimas. 232
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Pero, ¡ qué asombro el de todos cuando vieron que Norby golpeaba su vaso y se ponía de pie! - Propongo - dijo - abrir una suscripción en favor de la señora Wangen. Yo contribuiré en la medida que mis cortos medios me permitan, porque ahora, sí que se puede decir con verdad que se ha quedado sin casa ni hogar y con tres niños a cuestas. Cuando se sentó hubo un silencio. Y algunas de las personas presentes se miraron como para decirse: «¡Este hombre siempre ha tenido y tendrá ideas propias!»
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XXVI Después de la fruta sirvieron el café, y pronto se hizo general la conversación a través de nubes de humo. - ¿Sabe usted - decía Thora a su vecino, el anciano juez -, sabe usted a quién se parece Norby? El juez, que tenía el cigarro en la boca, le miró. - Palabra de honor que no... ¡ Sí! es verdad. - ¿No ve usted que se parece a Garibaldi? -¡En efecto, señora, en efecto! - dijo el juez. En la mesa, sólo se hablaba de Norby. Nadie pensaba en otra cosa. Dos señoras referían la última visita del rey al concejo, y decían que Norby se le había acercado tranquilamente para estrecharle la mano y darle la bienvenida. La alcaldesa dirigía a Einar toda clase de preguntas acerca de su abuelo, e Ingeborg, por su parte, hubo de relatar algunas particularidades de su madre. El juez afirmó que Norby era un excelente jugador de bastón; y un administrador judicial recordó una división de bienes en la que Norby, nombrado árbitro, dio muestras de gran habilidad para hacer entrar en razón a los interesados. El doctor disertaba sobre la forma de la cabeza 234
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del viejo, y hacía observar el aspecto típico de la frente, el sello de la raza. Formaban como un coro de alabanzas todos estos rasgos característicos de Norby, enumerados con una intención cordial, que cada cual rebuscaba en el fondo de su memoria, para hacerlos públicos después. Hubiérase dicho que Norby, tal como estaba allí, sentado, en el puesto de honor, iba elevándose poco a poco, cada vez a mayor altura, como empujado por cuanto se había dicho, referido, pensado y llorado en aquella sala en el transcurso de la noche, como arrebatado en una áurea nube de simpatía y admiración. Pero, entretanto, Einar, a quien el discurso del pastor dejara yerto y triste, sentía acudir a su m ente todo género de preguntas. Era como si a través de la humareda que rodeaba aquella mesa, hubiese podido dirigir una rápida mirada a otra cosa, a algo muy distinto, a la verdad fría e implacable. Hubiérase dicho que los sentimientos más nobles del hombre, todos sus múltiples y diversos ideales se habían dado cita allí aquella noche para tributar un homenaje a su padre. Ni siquiera se atrevía a preguntarse si su padre era culpable o no. Pero, si verdaderamente... ¿Sería, pues, cierto, que todos estos múltiples y diversos ideales y todos los sentimientos más puros del hombre son completamente ciegos, y se prestan, sin distinción, a la glorificación del delito y de la mentira más grosera?... ¿Sería, esto posible? No, era preciso que no fuese posible. ¡Cómo! ¿acaso no constituía una garantía que el fuego del corazón se comunicase a. las palabras, que se llenasen de lágrimas los ojos y temblase la voz?... ¿Era esto posible? No, era preciso que no fuese posible. 235
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Pero, si realmente ocurría que el hombre se equivocaba de esta suerte de cuando en cuando, ¿no le serviría de disculpa su buena fe?... ¡No! Los hechos son hechos. ¿Hay algo peor que la buena fe que premia al culpable y envía a la cárcel al inocente? Comete sus crímenes con la conciencia completamente tranquila, y todos se inclinan ante ella... ¿Sería cierto? Todas esas fuerzas que llamamos Dios, la patria, la solidaridad, el cristianismo, ¿se dejan utilizar como otras tantas prendas prestadas, para embellecer el delito y glorificar la memoria?... ¡No, no era imposible que así fuese! Y por eso hay tantas injusticias en el mundo: los ojos llenos de lágrimas, las palabras efusivas y los corazones entusiastas forman siempre como una muralla viviente en torno a la vileza y a la perversidad. ¿Sería cierto? ¿Y él mismo?... ¿Acaso no eran sus más puros sentimientos filiales los que le habían convertido en un...? No se atrevía a concluir la frase... ¡No, todo esto era imposible, era imposible!... Y hubiese querido tener su vaso lleno de algún licor fuerte, para poder recobrar su alegría., como otros se embriagan con sus propias palabras. Alzó su vaso e intentó sonreír a Ingeborg10. Y ésta pensaba, mientras levantaba su vaso para corresponder: «¡Gracias a Dios, también Einar ha reconocido su error!» En los países escandinavos es costumbre, en los banquetes, que los comensales brinden unos con otros sin levantarse ni abandonar sus puestos. Alzan el vaso mirando a la persona con quien quieren brindar, y que muchas veces está al otro extremo de la mesa; beben al mismo tiempo, y, antes de dejar el vaso vacío, se inclinan simultáneamente, perma10
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De repente, dijo una voz: - ¡Oh! ¡miren ustedes, allí, en el jardín! Algunas personas dejaron la mesa y se dirigieron a las ventanas. Ante el lago negruzco en el que se reflejaba el cielo estrellado, ascendía un cohete; otro dejaba caer ya en lluvia de fuego estrellas multicolores. Dispararon un nuevo cohete, y la repentina llamarada dejó ver por un instante a Laura, con su traje de seda y la cabeza descubierta, al lado del ingeniero. Oyéronse algunas exclamaciones, e Ingeborg dijo: - ¡Ah! ¡ahora comprendo por qué le ha dado a Laura la jaqueca! Otro cohete disipó de improviso las tinieblas en el momento en que Laura cogía al joven del brazo para obligarle a retroceder, temerosa de que el cohete le alcanzase. Aquel era su primer movimiento de tierna solicitud hacia él. Y todo volvió a quedar en la obscuridad, en tanto que las chispas luminosas continuaban cayendo en el lago tranquilo y sombrío, en donde se reflejaban antes de apagarse. En las ventanas sólo se oían alegres exclamaciones. - ¡Ah!... ¡Oh!... ¡Mira, ése!... ¡Ah! ¡éste sí que es bonito, rojo y azul! Y a cada instante, un fugaz resplandor mostraba a los jóvenes que, en la noche serena, enviaban al cielo aquellos lindos mensajes de luz.
neciendo inmóviles un instante. El dueño de la casa está obligado a brindar con cada uno de sus invitados. 237
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Terminados los fuegos, se apagaron todas las lámparas de la sala. Hubo risas y alguna airada protesta femenina, pero se alzó un telón y apareció un paisaje de las montañas noruegas iluminado por lamparillas de aceite. - ¡Dios me perdone! - murmuró Einar -, es preciso aguantar otra vez el tan repetido Ervingen. Pero, de repente, presentóse en el escenario una muchacha vestida con el traje nacional y se puso a hablar con un viejo. Einar la miró asombrado: era ella. Era la hija del doctor. ¡ Por eso no había asistido a la comida! Tal vez se había quedado ensayando hasta el último momento. Einar estaba tan triste, tan abatido, tan trastornado, que aquella sorpresa le conmovió extraordinariamente. El corazón le saltaba en el pecho; sentía por todo su cuerpo oleadas de sangre ardiente. ¡La tenía allí, allí, ante sus ojos! ¡Y qué linda estaba con aquel traje! Poco a poco, la luz de las lámparas se convirtió en la propia luz del sol, las ridículas decoraciones se transformaron en bosques, en sombrías montañas, y la excelente moral nacional que caracteriza a Ervingen empezó a influir en él poderosamente. Pero, cuando la niña desapareció de la escena, parecióle a Einar que la obra perdía de repente todo su interés; se volvió hacia Thora. - ¿Se bailará después? - ¡Ya lo creo! - respondió la dama. Y Einar decidió pedir al doctor que no se llevase a su hija a primera hora: él la acompañaría a su casa. Quizás le reservase la fiesta un maravilloso desquite.
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XXVII En la noche, en que no se movía una hoja, Knut Norby regresaba en su coche a la granja con Marit e Ingeborg. Einar y Laura se habían quedado al baile. A levante, por sobre las cimas de los montes, difundíase una claridad amarillenta que iluminaba los campos de granadas espigas y las tranquilas aguas. Hacía tan buen tiempo aquel año, que la cosecha prometía ser magnífica. Y Knut, inundada el alma de una paz dulcísima, sentía la necesidad de dar gracias al Señor. Por un instante el carruaje bordeó el cementerio, e, involuntariamente, los ojos de Knut se volvieron hacia aquel lado. ¿Quién podía saber cuándo yacería allí para siempre? Lo más prudente es emplear bien el tiempo, mientras el tiempo nos pertenece. Ya dormía allí Lars Kleven, que tanto deseaba descansar tranquilamente en su ataúd. ¡Dios haga que así sea! Allá lejos dormía también la anciana vaquera, en su sepultura recién abierta; quizás soñase aún, al alba, que debía vestirse para ir al establo. 239
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En las colinas una brisa tibia arrastraba consigo la fragancia del heno que embalsamaba graneros y pajares. Las montañas y los lagos extendíanse a lo lejos en una inmensa y profunda paz. - ¡Ah! ¡Bendito sea Dios! - dijo Ingeborg, con la mirada fija en las estrellas. El mismo sentimiento les embargaba a los tres, de modo que no tenían necesidad de hablar... Al entrar en el patio de la granja, observó Knut que se habían olvidado de arriar la bandera. Pero no se disgustó por tan poca cosa: él podía arriarla perfectamente. Llamó para que acudiesen a sujetar el caballo. Nadie se movió. - ¿Se habrán acostado todos? - preguntó Marit con algún enfado. - ¡Bah! - dijo Norby -, no hay que tomarlo en cuenta. Mañana tienen que madrugar. Y él mismo se puso a desenganchar el caballo. Cuando entró en su alcoba, Marit, ya en la cama, bostezaba. Pero Norby empezó a pasearse de arriba abajo con los pulgares en las sisas del chaleco: estaba demasiado contento para acostarse tan pronto. - ¡Esto podrá servir de ejemplo para enseñar a las gentes a tener paciencia y firmeza! - dijo Marit con dulzura. - ¡ Sí! Pero lo que hace falta, ante todo, es obrar honrada y lealmente - repuso Norby parándose junto a la ventana, desde donde veía el lago que rebrillaba a la luz de la luna. Y, al cabo de un rato, añadió:
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- Es curioso; experimento una sensación extraña: me parece que he estado ausente de Norby mucho tiempo y que vuelvo en este momento. - ¡Ah! ¡sí, Dios mío! - murmuró Marit bostezando -. Pero hemos pasado una temporada muy mala. Norby volvió a contemplar la luz de la luna que se reflejaba en el agua. - Tengo la completa seguridad - dijo - de que lo ocurrido no ha sido una cosa fortuita. Debe encerrar una lección. Tal vez fuera con frecuencia mi conducta excesivamente dura, excesivamente brutal. Pero me parece que de hoy en adelante irán las cosas mejor para todos... Como quiera que sea, yo haré cuanto de mí dependa. Marit no respondió: probablemente estaría demasiado cansada. Cuando, al fin, se acostó Norby, cruzó las manos y recitó algunos versículos de los salmos. Parecíale que Nuestro Señor estaba allí, muy cerca de él. El respeto y la simpatía de todo el pueblo llenaban su alma de gozo, y experimentaba la necesidad de dar gracias a Dios por todos sus beneficios. - Sin embargo, nunca llegaré a comprender una cosa - se dijo tras unos instantes de reflexión -; que haya hombres, como Wangen, capaces de mentir fríamente ante un tribunal. ¡Dios tenga piedad de los hombres que carecen de conciencia!
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