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EL PAISAJE DE LA NEOLITIZACION ARTE RUPESTRE, POBLAMIENTO Y MUNDO FUNERARIO EN LAS COMARCAS CENTRO-MERIDIONALES VALENCIANAS
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Sara Pairen Jiménez
EL PAISAJE DE LA NEOLITIZACION ARTE RUPESTRE, POBLAMIENTO Y MUNDO FUNERARIO EN LAS COMARCAS CENTRO-MERIDIONALES VALENCIANAS
UNIVERSIDAD DE ALICANTE
Publicaciones de la Universidad de Alicante Campus de San Vicente, s/n 03690 San Vicente del Raspeig Publicaciones @ ua.es http://publicaciones.ua.es Telefono: 965 903 480 Fax: 965 909 445
© Sara Fairen Jimenez, 2006 © de la presente edicion: Universidad de Alicante
ISBN: 84-7908-862-1 Deposito Legal: MU-285-2006
Disefio portada: candela ink. Correccion de pruebas: Luis Hague Quflez Composicion: Buenaletra, S.L. Impresion y encuadernacion: Compobell, S.L. C/. Palma de Mallorca, 4 - bajo 30009 Murcia
Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperacion de la informacion, ni transmitir alguna parte de esta publicacion, cualquiera que sea el medio empleado —electronico, mecanico, fotocopia, grabacion, etcetera—, sin el permiso previo de los titulares de la propiedad intelectual.
En esta tierra hermosa, Dura y salvaje, Haremos un hogar Y un paisaje J. A. Labordeta
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ÍNDICE
PROLOGO
13
PREÁMBULO
15
PARTE I. CONSIDERACIONES PRELIMINARES
19
1. INTRODUCCIÓN. EL ARTE RUPESTRE COMO SÍMBOLO
21
2. LA INVESTIGACIÓN SOBRE EL SIGNIFICADO DEL ARTE RUPESTRE
25
2.1. Aproximaciones descriptivas y etnográficas: Art pour l'Art, magia de caza y chamanismo 2.2. La importancia del espacio. De la composición al emplazamiento 2.3. ¿Arte en el paisaje? A vueltas con el concepto 2.4. Escalas de análisis en el estudio del arte rupestre: del motivo al paisaje 3. MARCO ESPACIAL. LAS COMARCAS CENTRO-MERIDIONALES VALENCIANAS 3.1.
3.2. 3.3.
4.2. 4.3.
40
a) b) c) d) e) f) g) h)
40 42 42 43 43 44 45 46
Cabecera y curso medio del Serpis: las comarcas de l'Alcoiá y el Comtat La cuenca baja del río Serpis: la comarca de la Safor LaValld'Albaida El corredor de Bocairent Los valls de la Marina Alta y la Marina Baixa La Foia de Castalia El corredor del Vinalopó El Camp d'Alacant
Capacidad de uso de los suelos Datos paleoambientales
46 48 50
El inicio del proceso de neolitización
52
a) Origen del cambio b) Difusión de las innovaciones
52 53
El Neolítico en las comarcas centro-meridionales valencianas Sobre la pervivencia de la caza entre las comunidades productoras
57 61
5. METODOLOGÍA. SISTEMAS DE INFORMACIÓN GEOGRÁFICA Y EL ANÁLISIS DEL PAISAJE 5.1. Análisis del emplazamiento de los yacimientos
5.2.
40
Descripción del medio físico
4. MARCO TEMPORAL. EL NEOLÍTICO: ORIGEN Y CONSOLIDACIÓN DE LA ECONOMÍA DE PRODUCCIÓN 4.1.
26 28 30 33
64 67
a) Prominencia b) Pendiente c) Áreas de captación
68 69 70
Cálculo de cuencas visuales
71
a) Cuencas visuales simples b) Cuencas visuales según la distancia al punto de observación c) Cuencas visuales acumuladas
72 72 75
10
SARA PAIREN JIMÉNEZ 5.3. 5.4.
Cálculo de caminos óptimos Visibilidad en movimiento: el cálculo de cuencas visuales acumuladas a lo largo de los caminos óptimos
PARTE II. POBLAMIENTO Y MUNDO FUNERARIO ENTRE EL NEOLÍTICO Y EL HORIZONTE CAMPANIFORME 6.
EL HABITAT. TIPOS DE YACIMIENTO Y VARIABILIDAD ESPACIAL Y TEMPORAL DE LAS PAUTAS DE POBLAMIENTO
6.1. 6.2. 7.
El poblamiento al aire libre La ocupación de cuevas y abrigos
EL MUNDO FUNERARIO. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE UN TEMA CONOCIDO
7.1. 7.2.
Prácticas funerarias en los inicios del Neolítico La expansión del ritual de enterramiento múltiple en cavidades naturales
PARTE III. ARTE RUPESTRE Y PAISAJE NEOLÍTICO 8. EL PAISAJE MACROESQUEMÁTICO
8.1. 8.2.
8.3. 9.
75 77 79 81
82 92 104
105 109 119 123
Escalas micro: técnicas, estilo y lugar en el panel 124 Escalas macro: el lugar en el paisaje. Emplazamiento y pautas de distribución de los abrigos... 128 a) Los abrigos de Tipo 2 b) Los abrigos de Tipo 3
128 128
Contexto cronológico y de uso de los abrigos
131
EL PAISAJE ESQUEMÁTICO
135
9.1. 9.2.
Escalas micro: técnicas, estilo y lugar en el panel 137 Escalas macro: el lugar en el paisaje. Emplazamiento y pautas de distribución de los abrigos ... 145 a) Los abrigos de Tipo 1 146 b) Los abrigos de Tipo 2 148 c) Los abrigos de Tipo 3 148 d) Los abrigos de Tipo 4 151 e) Los abrigos de Tipo 5 151
9.3.
Contexto cronológico y de uso de los abrigos
10. EL PAISAJE LEVANTINO
154 156
10.1. 10.2.
Escalas micro: técnicas, estilo y lugar en el panel 157 Escalas macro: el lugar en el paisaje. Emplazamiento y pautas de distribución de los abrigos ... 168 a) Los abrigos de Tipo 2 168 b) Los abrigos de Tipo 3 169 c) Los abrigos de Tipo 5 170
10.3.
Contexto cronológico y de uso de los abrigos
171
PARTE IV. LA ARTICULACIÓN DEL PAISAJE: VISIBILIDAD Y MOVIMIENTO
179
11. RELACIONES DE INTERVISIBILIDAD ENTRE LOS ABRIGOS CON ARTE RUPESTRE
181
12. DEFINICIÓN DE LA RED DE PERMEABILIDAD DEL ESPACIO
192
12.1. 12.2.
Los corredores naturales Los componentes culturales del paisaje como focos de atracción del movimiento
194 196
a) Los abrigos con Arte Macroesquemático b) Los abrigos con Arte Esquemático c) Los abrigos con Arte Levantino
197 198 201
ÍNDICE
13. VÍAS DE COMUNICACIÓN Y VISIBILIDAD DE LOS ABRIGOS CON ARTE RUPESTRE
13.1.
13.2.
205
Visibilidad desde los abrigos pintados
206
a) b) c) d)
corredores naturales abrigos con Arte Macroesquemático abrigos con Arte Esquemático abrigos con Arte Levantino
206 211 212 215
Los abrigos en su entorno: visibilidad en movimiento
218
a) b) c) d)
218 222 222 227
Los Los Los Los
Visibilidad a lo largo Visibilidad a lo largo Visibilidad a lo largo Visibilidad a lo largo
de los corredores naturales de las rutas propuestas por influencia del Arte Macroesquemático de las rutas propuestas por influencia del Arte Esquemático de las rutas propuestas por influencia del Arte Levantino
PARTE V. DISCUSIÓN 14.
11
233
LA CONSTRUCCIÓN DE UN PAISAJE NEOLÍTICO: PRIMERAS COMUNIDADES PRODUCTORAS EN LAS COMARCAS CENTRO-MERIDIONALES VALENCIANAS
a) Modo de vida y pautas de poblamiento. Movilidad y territorialidad b) Prácticas simbólicas y rituales c) La secuencia artística: diacronía, coexistencia y abrigos compartidos
235
240 244 244
CONCLUSIONES
251
ENGLISH SUMMARY
257
BIBLIOGRAFÍA
263
APÉNDICE I CUADROS SINTÉTICOS. YACIMIENTOS DE HABITAT, FUNERARIOS Y CON ARTE RUPESTRE EN LA ZONA DE ESTUDIO
285
APÉNDICE II TABLAS
303
ÍNDICE DE FIGURAS, GRÁFICOS Y TABLAS
323
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PROLOGO En las dos últimas décadas del pasado siglo se produjeron significativas novedades en el estudio del arte rupestre prehistórico de la fachada oriental de la Península Ibérica. Cabría destacar en primer lugar el descubrimiento de un importante número de yacimientos y el reestudio de otros ya conocidos que permitieron identificar y modificar la tradicional distribución de algunas de las manifestaciones artísticas —es el caso del descubrimiento de Arte Paleolítico en cuevas y abrigos de las tierras valencianas y murcianas—, identificar otras nuevas —Arte Macroesquemático— o replantearse el estudio de los artes Levantino y Esquemático desde nuevas perspectivas, al tiempo que se despertaba el interés por el estudio de los grabados rupestres que hasta esos años habían pasado prácticamente desapercibidos. Por otro lado, la localización de paralelos muebles para algunas de estas manifestaciones artísticas, primero de manera fortuita y más tarde como resultado de una rigurosa planificación, permitió analizar las cronologías y los significados de todos ellos a partir de presupuestos apenas atisbados en los años anteriores. Este interés por el estudio del arte rupestre prehistórico se debe poner en relación con la incorporación a la investigación arqueológica de un numeroso grupo de profesionales en un momento propicio abonado por la aparición de nuevos centros de investigación, ligados a la creación de universidades, museos y grupos de estudios locales, y la incorporación de nuevas generaciones de arqueólogos, en el momento en el que la propia ley del Patrimonio Histórico Español, de 1985, señala la singularidad del arte rupestre, cuyos yacimientos se consideran Bienes de Interés Cultural —B.I.C.—, y destaca su singularidad e interés, al tiempo que las nuevas instituciones surgidas de los cambios político-administrativos impulsaba con desigual fortuna los estudios histórico-arqueológicos. Fueron dos décadas que, cuando menos, se podrían considerar singulares. Se multiplicaron las publicaciones, bajo la forma de monografías, comunicaciones a congresos y artículos en revistas científicas y de divulgación; aparecen los primeros Corpora; se manifiesta una cierta preocupación —lamentablemente no toda la que era necesaria y sin una rigurosa planificación— por la conservación y difusión de algunos conjuntos rupestres, y, ya en 1998, la UNESCO incluye
en su Lista de Patrimonio Mundial el Arte Rupestre del Arco Mediterráneo Español en una singular iniciativa de seis comunidades autónomas. Pese a estos significativos avances, un cierto desencanto se desprendía en las publicaciones sobre arte rupestre prehistórico, generado por la tibieza que parecían mostrar las autoridades y por un evidente estancamiento en los estudios, obsesionados por la siempre necesaria rigurosidad en las reproducciones y descripciones, la tipología y la cronología. Era necesario realizar un nuevo impulso en la investigación que, partiendo de los trabajos anteriores, analizara con rigor estas aportaciones, que de tanto repetirse se habían convertido en tópicos, y que se incorporaran nuevos planteamientos metodológicos, algunos de ellos utilizados con éxito en otros estudios arqueológicos. A esta tarea se aplicó una nueva promoción de jóvenes investigadores de las universidades de Alicante y Valencia, mediante la realización de trabajos académicos y Tesis doctorales con excepcionales resultados. Entre éstos se encuentra Sara Fairén Jiménez, cuya Memoria de Licenciatura incorpora la «arqueología del paisaje» a su riguroso estudio del Neolítico de la cuenca del río Serpis, en el que revisa el excepcional conjunto de arte rupestre y los yacimientos de habitat y enterramiento desde, según sus propias palabras, un punto de vista histórico y social, en un análisis diacrónico a través de los distintos paisajes que estos elementos van componiendo a lo largo de casi 3000 años. Aquel trabajo, que mereciera la máxima calificación, fue premiado por la Fundación José María Soler de Villena y publicado en su ya prestigiosa serie con un prólogo de Bernat Martí en el que destaca las aportaciones de su investigación y señala que «aporta nueva luz para seguir profundizando en la comprensión de las sociedades neolíticas y su evolución, valorando especialmente la distribución de los yacimientos y la impronta que dejaron sobre el medio natural, de intensidad nunca alcanzada con anterioridad». Aquel excelente trabajo, que pronto se incorporó a la literatura sobre el arte rupestre postpaleolítico peninsular como una de las más sólidas aportaciones de estos inicios de siglo, es el precedente del que ahora nos presenta Sara Fairén, resumen de una mag-
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SARA PAIREN JIMÉNEZ
nífica Tesis Doctoral que, presentada en la Universidad de Alicante, mereció la máxima la máxima calificación, y que ahora, adaptada en forma de monografía, incluye en su serie de publicaciones relacionas con la arqueología. En el intermedio otros trabajos, en revistas nacionales e internaciones y comunicaciones a congresos, nos han ido marcando el camino por donde transcurrían sus investigaciones, siempre centradas en el estudio de las primeras sociedades productoras de las comarcas centro-meridionales valencianas, donde el excepcional conjunto de manifestaciones artísticas y la secuencia de algunos yacimientos de habitat, en cuevas y al aire libre, las convierten en un territorio privilegiado que la autora analiza con extraordinaria rigurosidad. Demuestra la autora un profundo conocimiento del Neolítico en estas accidentadas tierras valencianas, sobre el que aplica una rigurosa metodología a partir del uso de los Sistemas de Información Geográfica para fijar las características del emplazamiento de los diferentes tipos de yacimientos, sobre las premisas de prominencia, pendiente y áreas de captación, y determinar el cálculo de cuencas visuales y de caminos
óptimos. Como excepcional se debe considerar su análisis de los paisajes macroesquemático, levantino y esquemático, en sus escalas micro y macro, que constituyen, al igual que sus reflexiones sobre la articulación del paisaje, vías de comunicación y visibilidad, una extraordinaria aportación al estudio del arte rupestre postpaleolítico de la fachada oriental de la Península Ibérica, que a partir de este momento debe incorporar los planteamientos que Sara Pairen ha aplicado con rigurosidad en este estudio, sin duda alguna modélico. Trabajos como éste permiten abrigar esperanzas en el futuro de la investigación arqueológica valenciana, en la que profesionales con sólida formación científica, como la que demuestra Sara Pairen en todos sus trabajos, permitirán abrir nuevos caminos, por los que todos podamos caminar en la búsqueda de un objetivo común: un mejor conocimiento de nuestro pasado. MAURO S. HERNÁNDEZ PÉREZ Universidad de Alicante
PREÁMBULO En este estudio se analiza el surgimiento y evolución en las comarcas centro-meridionales valencianas de las primeras comunidades de economía productora, en un análisis diacrónico que abarca desde el VII milenio cal. BC (cuando se constatan en la zona los primeros indicadores arqueológicos del cambio) hasta el III milenio BC (cuando se produce la plena consolidación de un modo de vida basado en la producción agropecuaria). Se presta además especial atención a los cambios sociales e ideológicos que experimentan las comunidades que habitan estas tierras durante este proceso de transformación de larga duración. Tradicionalmente estos aspectos han recibido una menor atención en los estudios sobre el proceso de neolitización, más centrados en los cambios tecnotipológicos y subsistenciales que definen el período; sin embargo, debe tenerse en cuenta que la transición a la economía de producción no constituye un proceso exclusivamente económico ni técnico, sino que en cada lugar se produce en un contexto social e ideológico particular, que resulta determinante en la evolución de las comunidades implicadas. En este estudio analizamos este contexto a partir de las variaciones que se pueden reconocer en el registro arqueológico: en la cultura material, en las pautas de poblamiento, en los rituales de enterramiento y en las manifestaciones gráficas. Todos estos aspectos se combinan en un análisis global, que en el plano teórico y metodológico puede incluirse en la Arqueología del Paisaje —donde el paisaje se concibe como una conjunción de elementos naturales y culturales, un espacio percibido y modificado por los distintos aspectos de la experiencia y las actividades humanas. Pero, además, se entiende también que este espacio actúa de forma recíproca, articulando una red de relaciones entre personas y lugares que proporciona el contexto en el que se desarrollarán las actividades y conductas cotidianas. Por tanto el paisaje, como parte y a la vez producto de la acción social, constituye un marco de inferencia especialmente interesante sobre ésta. En un sentido sincrónico, la relación de sus componentes culturales entre sí y con su entorno natural, informa sobre el modo en que se articula y usa el espacio, permitiendo la reconstrucción de las actividades y prácticas sociales que se llevaron a cabo en él. Y en un sentido diacrónico, los
cambios que se detectan en su proceso de apropiación estarían reflejando a su vez los cambios experimentados por unas comunidades cuyo modo de vida se está transformando; es decir, la evolución del propio proceso de neolitización. El hilo conductor de este estudio es la idea de que los distintos aspectos de la actividad humana dejan una huella sobre el entorno en el que cada comunidad habita, como resultado de la puesta en práctica de una serie de estrategias ligadas al discurrir de su existencia: la organización del poblamiento, la planificación de las actividades subsistenciales, la celebración de prácticas rituales de carácter religioso o social, etc. Pero, además, como ya señaló A. Leroi-Gourhan en su obra Le geste et la parole, con el desarrollo de estas actividades y por mediación de símbolos, los grupos humanos toman posesión del tiempo y el espacio que les rodea, en un progresivo proceso de domesticación y apropiación de su entorno; no sólo por las huellas que estas actividades dejan en el paisaje, sino porque su puesta en marcha requiere el establecimiento de una serie de referentes, que contribuyen a estructurar este espacio de acuerdo con las normas y necesidades del grupo. De esta manera el entorno natural de estas comunidades se convertirá en un elemento familiar, una más de sus construcciones culturales, reflejo de sus creencias y prácticas en el espacio; y se integrará con un rol activo dentro del sistema de referencia que determina las relaciones sociales y las actividades y conductas cotidianas. Dentro de este sistema, las acciones y referentes conocidos no sólo condicionarán el modo en que se realicen acciones futuras, sino que a su vez se verán condicionadas por las pasadas acciones que han contribuido a dar forma a este espacio —espacio que ya no podrán desligar de la imagen cultural y antropizada que de él perciben. El paisaje así creado, como integración de elementos naturales y socio-culturales, reflejará por tanto el tipo de actividades que en él se llevaron a cabo en un momento concreto, pero también las creencias de estos grupos; pues el modo en que se produce la apropiación y articulación del entorno es inseparable de las estructuras sociales e ideológicas de los grupos que en él desarrollan sus actividades. Por ello, el análisis del paisaje neolítico de las comarcas centro-meridionales valencianas se articula
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SARA PAIREN JIMÉNEZ
en torno a las dos variables fundamentales que definen cualquier sociedad humana: el tiempo y el espacio. 1) El espacio. Se atiende a los distintos componentes del registro arqueológico de la zona (habitat, enterramiento, arte rupestre), a los factores que condicionan el emplazamiento de cada uno, y a las relaciones establecidas entre ellos y con su entorno natural, a través de sus relaciones de intervisibilidad y la identificación de las pautas de movilidad de estos grupos en el espacio. El análisis de estos elementos se realizará a distintas escalas de observación, pues en cada una de ellas se pueden establecer y reconocer relaciones de significado particulares. 2) El tiempo. Se atiende a la evolución diacrónica de estas comunidades, a través de los cambios documentados en el registro arqueológico en sus distintos aspectos (variaciones en el emplazamiento y pautas de distribución generales de los yacimientos; coexistencia de distintas manifestaciones gráficas y sustitución de unas por otras), así como a la influencia de componentes previos del paisaje en la creación de otros nuevos, y cómo todos ellos informan sobre la evolución y las transformaciones que se producen en el seno de estas comunidades. La información sobre los distintos yacimientos neolíticos de las comarcas centro-meridionales valencianas se ha obtenido a partir del vaciado de la bibliografía arqueológica, así como de la consulta de las fichas del Servei Valencia d'Inventaris (Generalitat Valenciana) y las de las instituciones Museu Arqueología Municipal Camil Visedo Moltó d'Alcoi, Centre d'Estudis Contéstans y Museu Arqueología Municipal de Gandía; en el caso de los abrigos con arte rupestre, esta información se ha contrastado con la visita personal a cada uno de ellos. Debemos agradecer además a F. J. Molina Hernández las facilidades prestadas para la consulta de su Memoria de Licenciatura inédita, en la que se recogen los resultados de su proyecto de prospección en las cuencas de los ríos Seta y Penáguila. Esto ha permitido formar una imagen de cada yacimiento ajustada al registro disponible, y que ha servido, junto al análisis de su emplazamiento, para establecer diferencias entre ellos y valorar su posible funcionalidad. Por otro lado, mediante la aplicación de Sistemas de Información Geográfica se ha podido valorar de forma sistemática y uniforme los distintos aspectos que condicionan el emplazamiento de los yacimientos, y también abordar la reconstrucción de las relaciones de intervisibilidad y las pautas de movilidad entre los distintos componentes del paisaje, favoreciendo una interpretación más profunda de su articulación y evolución. Toda esta información se presenta resumida en el Anexo I.
A partir de los análisis que se han llevado a cabo, contrastados con la experiencia empírica y el conocimiento del territorio estudiado, se ha podido comprobar la validez de algunas de las ideas recurrentes en los estudios sobre el habitat y arte neolítico en la zona, se han desestimado aquellas que no se ajustaban a la realidad, y se han planteado hipótesis alternativas. Así, los supuestos sobre los que se ha trabajado se centran en cuatro aspectos fundamentales. •
•
•
•
Respecto al arte rupestre, se intenta demostrar: 1) la posibilidad de la coexistencia y evolución de varias líneas de expresión ideológica en el seno de unas mismas sociedades, y su papel común en la articulación del paisaje como reflejo de las necesidades sociales de estas comunidades; 2) que el arte rupestre no es un fenómeno homogéneo, sino que, por el contrario, presenta una variabilidad interna que va más allá de las características puramente estilísticas de los motivos representados, y que debe ser asociada en cada caso a una funcionalidad o contexto de uso particular de los abrigos; y 3) la importancia, en una visión diacrónica, del emplazamiento de algunas representaciones en la distribución de otras posteriores, que pueden remitir en última instancia al valor ritual que presentan determinados lugares del entorno natural. Para ello, es esencial el análisis del arte rupestre como un producto cultural, un componente más del registro arqueológico, que no puede entenderse al margen de otros indicadores culturales ni de su entorno natural. Respecto al poblamiento: 1) la existencia de yacimientos de distinto tipo y emplazados en nichos ecológicos diferenciados permite plantear una variabilidad funcional, que respondería a unas estrategias subsistenciales particulares —que incluyen el uso en un contexto ritual de algunos de ellos; y 2) también se reconocen variaciones en sus pautas de distribución a escala territorial, que en cierto modo pueden vincularse a la distribución de los abrigos con arte rupestre. Respecto a las costumbres funerarias: por su carácter intencional, éste es uno de los elementos que mayor información puede aportar sobre los aspectos inmateriales del modo de vida de estas comunidades, así como sobre los cambios sociales que se dan en su seno a lo largo de toda la secuencia neolítica, matizando el supuesto igualitarismo que tradicionalmente se les ha atribuido. Respecto al paisaje que todos ellos articulan, se muestra la relación existente en la distribución de los distintos yacimientos (de habitat, enterramiento y arte rupestre), pues todos ellos dependen de las estructuras sociales e ideólo-
PREÁMBULO gicas de los grupos responsables de su creación, de sus experiencias y necesidades; por tanto, estos aspectos pueden ser estudiados a partir del análisis del emplazamiento de cada uno de estos yacimientos y de la reconstrucción de las actividades y prácticas sociales que se llevaron a cabo en ellos. Con este estudio se pretende, en definitiva, señalar nuevas líneas de análisis y posibilidades interpretativas en el estudio del arte rupestre, al ligarlo al estudio del proceso de neolitización en su sentido más amplio: un proceso de transformación social e ideológica a larga escala, cuyo resultado final será la consolidación de un modo de vida basado en la producción agropecuaria y el sometimiento al ciclo agrícola de los cultivos. Al mismo tiempo, se pretende identificar aquellas prácticas sociales a las que estos yacimientos se asocian, y los aspectos inmateriales sobre las que éstas informan: la identidad y territorialidad de las primeras comunidades de economía productoras asentadas en las comarcas centro-meridionales valencianas. En cambio, en ningún caso se intenta explorar el significado del arte rupestre ni el valor económico de los distintos yacimientos de habitat más allá del contexto social y cognitivo en que todos ellos fueron usados. Para ello, el estudio se estructura en varios apartados: un primer bloque en el que se sientan las bases del contexto teórico, historiográfico, geográfico y temporal en que se enmarca este estudio, así como la metodología seguida para el análisis de los distintos yacimientos, desde las escalas micro (contenido) hasta las macro (su emplazamiento, distribución y rol en la articulación del paisaje neolítico); un segundo bloque, destinado al análisis de las pautas de poblamiento y los rituales de enterramiento, sus variaciones espaciales y temporales y los aspectos sociales que pueden inferirse de esta variación; un tercer bloque donde se analizan las distintos estilos de arte rupestre desarrollados durante el Neolítico, de nuevo desde sus características técnicas y estilísticas hasta su emplazamiento y distribución en el paisaje; y un cuarto bloque, donde los distintos componentes del registro arqueológico son integrados en un análisis global, basado en los distintos esquemas que muestran sus relaciones de intervisibilidad y en la exploración de las pautas generales de movilidad en este territorio (con la reconstrucción de los caminos óptimos y su valoración respecto a la distribución de habitat, enterramientos y arte rupestre). Todos estos aspectos se ponen en común en el último bloque, de discusión, de donde se han extraído las conclusiones finales del estudio. Por último, toda la información sobre la que se ha trabajado acerca de los yacimientos se resume en el Anexo I en forma de dos cuadros sintéticos, en los que se han unificado los datos disponibles de acuerdo con los criterios de análisis establecidos en el Capítulo 5.
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En definitiva, este estudio puede clasificarse dentro de la Arqueología cognitiva, pues analiza los aspectos inmateriales del uso de unos símbolos por parte de unas sociedades en el pasado. Coincide con las aproximaciones post-procesuales en su creencia de que la cultura es un sistema formado por distintos aspectos interrelacionados, aunque en última instancia serían las creencias y las decisiones de carácter social e ideológico las que fundamentan y determinan cualquier decisión ulterior (aunque éstas puedan estar mediatizadas por factores de todo tipo); pues en la base de este estudio se encuentra la valoración del papel activo de las sociedades humanas en la construcción del mundo social, basado en su percepción, creencias y experiencias. Por otro lado, de acuerdo con la concepción de la cultura como un sistema global y estructurado, este estudio presenta una voluntad holística, ya que analiza de forma integral todas las huellas de la actividad humana sobre su entorno que han llegado hasta nosotros (aunque se centra de forma especial en los aspectos sociales e ideológicos sobre los que estos vestigios informan). Pero además es un estudio de carácter interpretativo, pues no busca el establecimiento de unas pautas de comportamiento que puedan hacerse extensibles a otras zonas o momentos, sino únicamente la comprensión de las prácticas vinculadas al uso de estos símbolos en un contexto espacial y cronológico concreto. Finalmente, es un estudio diacrónico que atiende a la evolución en el tiempo de una sociedad y un paisaje, y a la forma en que la perduración de algunos de sus elementos constitutivos puede condicionar la representación de los siguientes. Este estudio constituye una versión revisada de mi Tesis Doctoral, realizada en la Universidad de Alicante gracias a la obtención de una beca FPI de la Conselleria de Educació i Cultura de la Generalitat Valenciana. Quisiera además hacer en estas páginas un reconocimiento expreso de mi agradecimiento más sincero a todos aquellos que han tenido un papel fundamental en el planteamiento y desarrollo de este proyecto de investigación. En primer lugar a mi Director de Tesis, Dr. Mauro S. Hernández, no sólo por haberme sugerido un tema que me ha apasionado durante estos años, sino fundamentalmente por darme el tiempo y la libertad necesarios para desarrollarlo como he creído oportuno; al Dr. Christopher Chippindale, por sus inestimables enseñanzas sobre el modo de abordar el estudio del arte rupestre; al Dr. Gary Lock, por sus indicaciones respecto al uso de Sistemas de Información Geográfica y al análisis e interpretación del paisaje; y al Dr. Richard Bradley, por su tiempo y por las siempre acertadas valoraciones realizadas sobre mi trabajo. Todos ellos han dejado una huella indeleble en el enfoque de este estudio. Quisiera también agradecer a los doctores Juan M. Vicent, Bernat Martí, Felipe Criado, Marcos Llobera e Ignacio Grau, miembros del tribunal que evaluó mi Tesis Doctoral, sus críticas y aportaciones, a las que espero haber sabido hacer justicia.
18
SARA PAIREN JIMÉNEZ
Por otro lado, durante la etapa inicial de estudio de los materiales, debo agradecer la inestimable ayuda de Josep Ma Segura, del Museu Arqueología Municipal Camil Visedo Moho (Alcoi); de Enríe Cátala y Pere Ferrer, responsables del Centre d'Estudis Contestans (Cocentaina); de Vicent Burguera, del Museu Arqueología Municipal de Oliva; y de Joan Cardona, del Museu Arqueología Municipal de Gandía. A Josep Miró, del Museu Arqueología Municipal Camil Visedo Molió, debo además el diseño desinteresado de una base de datos que ha sido punto de partida fundamental para mis posteriores análisis; y al grupo de investigación Medspai, del Departamento de Análisis Geográfico Regional de la Universidad de Alicante, su ayuda con la cartografía. Por último, quiero agradecer a los miembros del Departamento de Prehistoria del Instituto de Historia (CSIC, Madrid) su acogida durante los meses posteriores a la lectura de mi Tesis, y los buenos ratos e ideas compartidos mientras preparaba esta publicación. Finalmente, entre mis compañeros del Departamento de Prehistoria, Arqueología e Historia
Antigua de la Universidad de Alicante, quiero agradecer la ayuda y los consejos recibidos de Lorenzo Abad, Alberto Lorrio, Ignacio Grau y Antonio Guilabert; así como el apoyo de mis buenos amigos Julia Sarabia, Victor Cañavate, Alvaro Jacobo, José Antonio Mellado, Inma Garrigós y Mónica Martínez. Gracias también a Conchi y Guille, mis compañeras en los meses pasados en Oxford; y a María, Laura, Anselmo, Daniel, Paloma, Mario, Nuria, las dos Patricias, Alejo, Miguel, Lucía, Frédérique, Clara, Mireia y Jaime, que a mayor o menor distancia me han acompañado durante años, antes incluso de embarcarme en este proyecto que tanto tiempo les ha quitado. Finalmente, el agradecimiento más especial es para mis padres María y Alfonso y mis hermanos Eva y los dos David, porque siempre han sido mis referentes indispensables y porque sus ganas de ver (bien) acabado este trabajo han supuesto el mejor de los apoyos posibles. Y sobre todo para Juan Antonio, porque es todo eso y mucho más, por su ánimo constante y por haber sido capaz de poner un punto de equilibrio en estos años frenéticos.
Parte I CONSIDERACIONES PRELIMINARES
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1. INTRODUCCIÓN. EL ARTE RUPESTRE COMO SÍMBOLO Los motivos representados dentro de cualquier manifestación gráfica pueden considerarse símbolos: como representación codificada de una realidad, material o inmaterial, constituyen figuras a las que se ha otorgado un significado convencional, compartido por una serie de individuos que pertenecen a un contexto socio-cultural concreto. Aunque el concepto de símbolo puede variar, su mejor definición puede encontrarse dentro de la Semiótica: los símbolos serían signos, elementos constituidos por un significante (continente) y un significado (contenido), cuya asociación puede ser atribuida de forma más o menos arbitraria por sus creadores y usuarios1. Por ello, a pesar de que puedan existir signos formales (significantes) más habituales o incluso comunes en culturas distintas, los símbolos como tales son siempre propios de una tradición cultural concreta: son codificados de acuerdo con unas necesidades concretas o una particular visión de la realidad, dentro de una estructura de significado determinada. Desde esta perspectiva estructuralista, el significado o función de cada signo puede variar de acuerdo con su lugar dentro del código o su asociación con otros signos, pero siempre dentro del marco de 1
Aplicando esta idea a las obras artísticas, E. Panofsky distinguió en sus estudios sobre iconografía tres niveles de significado: un significado primario o natural, que permitiría identificar las formas visibles con objetos conocidos a través de la experiencia práctica del investigador; un significado secundario o convencional, inteligible sólo a partir de conocimientos previos sobre los convencionalismos o tradiciones que guiaron la representación; y, por último, el significado intrínseco o contenido de lo representado, que podría llegar incluso a determinar la manera en que éste tomase forma (Panofsky 1994: 13-15). Como veremos más adelante, esta distinción entre forma y contenido constituye un elemento fundamental en la determinación del estilo de las representaciones (cf. Smith 1998; Chippindale 2001 ;Layton 2001).
unas reglas de referencia conocidas y compartidas por todos los miembros de la comunidad (o sólo por una parte de ésta —pueden ser usados para distinguir los grupos de edad o género presentes en todas las sociedades—), que se transmitirían de una generación a otra. En este sentido, podemos considerar que el arte rupestre sería un signo, portador de un significado concreto para aquellos a los que se destinó su representación. La capacidad para elaborar y usar símbolos puede considerarse una característica innata del ser humano, y constituye un factor esencial de mediación entre éste y su entorno vital. Como señalaba A. Leroi-Gourhan, con la puesta en práctica de aquellas estrategias (funcionales y simbólicas) ligadas al propio discurrir de su existencia, y por interposición de los símbolos, los grupos humanos toman posesión del tiempo y el espacio que les rodea en un progresivo proceso de apropiación y domesticación (Leroi-Gourhan 1964). Los símbolos, entre otras muchas posibilidades, permiten la medida y representación de la realidad en sus distintos aspectos; el diseño de objetos y comportamientos coherentemente estructurados; la planificación de actividades; la estructuración y regulación de las relaciones sociales; o incluso la comunicación con el mundo sobrenatural (Renfrew y Bahn 1993: 363). El interés por su estudio fundamenta el desarrollo en las últimas décadas de la denominada Arqueología cognitiva, cuyo objetivo sería el análisis de los símbolos y de las formas de pensamiento de las sociedades del pasado a través de sus vestigios materiales (el registro arqueológico). Aunque esta denominación, como veremos, surge estrechamente ligada a los postulados de la Nueva Arqueología o Arqueología procesual, este campo de estudio es compartido por otros enfoques, pues tan temprano como los estudios arqueológicos es el interés por la reconstrucción de los aspectos simbólicos de las sociedades del pasado. De esta manera, el arte rupestre y la mentalidad religiosa prehistórica atraerán la atención de los investigadores desde el mismo momento en que se reconozca la antigüedad de
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estos fenómenos; son además dos elementos que, desde una perspectiva normativa, durante muchos años se estudiarán de forma paralela: partiendo del concepto de cultura como un conjunto de normas elaborado y compartido por los individuos que forman parte de ella, se considera el arte rupestre un fiel reflejo material de estas normas; es decir, un indicador privilegiado del simbolismo e ideología de sus autores, que permite por tanto profundizar en su significado. Sin embargo, estos primeros estudios sobre la mentalidad primitiva se realizarán fundamentalmente sobre la base de la extrapolación de los datos etnográficos conocidos de sociedades primitivas contemporáneas —dando lugar a las teorías sobre la magia de la caza y la fertilidad que dominarán el panorama investigador durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, e incluso posteriormente—. Como reacción explícita a este tipo de aproximaciones se desarrollará un funcionalismo de base neoevolucionista, que plantea como marco explicativo para el desarrollo y el cambio cultural de las sociedades humanas sus mecanismos de adaptación al medio ambiente. Entendiendo, en la línea de la teoría general de sistemas, que cada sociedad estaría formada por distintos suborganismos o subsistemas que cumplirían de forma organizada una función adaptativa particular, también el arte rupestre tendría su rol social dentro del subsistema ideológico. Haciendo suyos estos principios, la Nueva Arqueología de los años 60 y 70 del siglo XX criticará los estudios previos sobre la mentalidad de las sociedades prehistóricas: sus interpretaciones serán rechazadas, debido a su excesiva dependencia de paralelos etnográficos no sometidos a crítica, y a la carencia de un aparato teórico y conceptual coherente y explícito, que permitiera establecer conclusiones sistemáticas sobre el registro disponible. Por el contrario, la Nueva Arqueología se mostrará optimista ante la posibilidad de desarrollar marcos teóricos de inferencia válidos para el estudio metódico de todos los aspectos de la actividad humana (técnicos, económicos, sociales y también ideológicos), considerando que el potencial interpretativo del registro arqueológico es mucho mayor de lo planteado hasta el momento (cf. Binford y Binford 1968). Dentro de esta comente la sociedad se concibe desde una perspectiva sistémica, como un sistema estructurado formado por distintos subsistemas interrelacionados; por tanto, el estudio de uno permitiría realizar inferencias sobre otros: así como la cultura material remite a un comportamiento funcionalmente determinado por el contexto social y medio-ambiental en que éste opera, se considera que el componente ideológico de una acción puede deducirse, entre otros factores, a partir de su eficiencia (o ineficiencia) técnica. Sin embargo, a pesar de esta voluntad de comprensión global de la sociedad en todas sus facetas, en la práctica la Nueva Arqueología tenderá a centrarse de forma exclusiva en sus aspectos técnicos y económi-
cos, y a evitar el tratamiento de aquellos cognitivos por su naturaleza aparentemente incontrastable (Renfrew y Bahn 1993: 355). Este enfoque marcadamente funcionalista se deriva de su propia definición de la cultura como un sistema adaptativo de los seres humanos al entorno natural; por tanto, condicionado por una necesidad de subsistencia en la que el ser humano jugaría un papel meramente pasivo (una consideración de la humanidad que reduce su rol a lo que algunos autores han denominado estómagos bípedos —cf. Nocete 1988—), y donde los aspectos económicos tendrían el rol protagonista. Frente al excesivo determinismo funcionalista de la Nueva Arqueología, entre finales de los años 80 y principios de los 90 se desarrollarán nuevos enfoques teóricos en los que se defiende la naturaleza social de la percepción y la cultura material, y su papel activo en la construcción del mundo social; enfoques que rechazan las generalizaciones, al enfatizar los rasgos peculiares de cada sociedad y cultura, y la necesidad de atender en cada caso a la diversidad de su contexto particular (cf., entre otros, Hodder 1987). Estas nuevas corrientes quedarán englobadas dentro del término general de post-procesuales (por su clara oposición al enfoque marcadamente procesualista de la Nueva Arqueología), o el menos comprometido de arqueologías contextúales o interpretativas (Shanks y Hodder 1995). Entre las muchas influencias que reciben, algunas son particularmente definitorias: a) del estructuralismo, su consideración de la sociedad, la cultura y el pensamiento como una unidad de sentido, manifiesta en todos los fenómenos que producen, que guiaría las acciones humanas e incluso el cambio social —por lo que serían estas estructuras las que debían constituir el objeto final de estudio—; b) del neo-marxismo, la negación de la subordinación de la superestructura ideológica a las bases económicas de la sociedad, reafirmando la importancia de la ideología en el diseño de la conducta humana; c) de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, la negación la objetividad del conocimiento científico, dado que el investigador se encontraría mediatizado por su propia perspectiva —por lo que no puede existir una única interpretación del pasado—; y d) de la doble hermenéutica, la aceptación por parte de las ciencias sociales de que su conocimiento de las sociedades debe tener en cuenta también la propia percepción subjetiva de sí mismos de los individuos que formaron parte de éstas (cf. Renfrew y Bahn 1993: 446-450). Estas posturas se concretan en un relativismo en el punto de vista del investigador, que se extiende también al de las propias sociedades analizadas: se plantea un papel más activo del individuo (ser social) en la definición de la cultura, jugando su percepción un papel esencial como mediador entre el individuo y su entorno (natural y cultural). Así, el acto de la percepción no se limitaría a la recepción de información a través de los sentidos, sino que constituiría un proceso de introspección mental basado tanto en la informa-
CONSIDERACIONES PRELIMINARES ción sensorial como en la memoria o las expectativas personales (Witcher 1999: 16). Sería, por tanto, una construcción mental, social y culturalmente mediatizada, reflejo del modo en que los individuos y grupos sociales experimentan su entorno; y por ello su estudio debería atender a la diversidad en la vivencia y experiencia del mundo en que los grupos humanos habitan. Partiendo de estos planteamientos, la crítica de los enfoques interpretativos hacia corrientes teóricas anteriores no se limitará al concepto de cultura y al papel jugado en su elaboración por el hombre. Por el contrario, se extenderá necesariamente a los métodos de inferencia en sí, con un movimiento en defensa del relativismo en la investigación científica: no se buscan explicaciones causales, sino interpretaciones dentro de un contexto particular, que no pueden ni quieren extenderse a otros contextos. Una aportación fundamental en el desarrollo de estos planteamientos será la defensa de un enfoque fenomenológico en el estudio de los paisajes prehistóricos tal como fue realizada por C. Tilley (1994). Si la fenomenología de Heidegger intentaba proporcionar una descripción universalmente aplicable del ser y de la existencia, que permitiera entender la esencia de la Humanidad, en su aplicación arqueológica la fenomenología se plantea como teoría de rango medio, que busca la comprensión de la experiencia del mundo de los grupos del pasado. Dicha experiencia se crearía y estaría mediatizada por la relación entre el hombre y el mundo físico; así, el entorno no sería únicamente el lugar donde un ser autónomo desarrollaría su existencia, sino que sería también un elemento constitutivo de ésta. De esta manera, se defiende un papel activo del entorno en la adquisición de la experiencia humana, como medio y resultado de la acción social —en oposición al racionalismo cartesiano que regía los planteamientos de la Nueva Arqueología, asumiendo con un evidente determinismo funcionalista y medioambiental que el espacio sólo posee un rol económico—. En cambio, la innovación conceptual de las aproximaciones post-procesuales estriba en su reafirmación de la perspectiva particular desde la cual los seres humanos percibían el mundo; y por ello la localización del observador, su orientación y movimiento, que constituían elementos fundamentales en su experimentación del entorno, serían también los factores que permitirían estudiarlos. Así, la documentación del movimiento del investigador alrededor de los paisajes prehistóricos permitiría entender cómo los grupos prehistóricos percibieron y experimentaron el mundo; considerando que la presencia de determinados elementos naturales (barreras topográficas, ríos, etc.) o culturales (monumentos) provocaría unas mismas reacciones ahora y entonces (cf. Tilley 1994). Este estudio, sin embargo, será criticado por establecer dos falsas premisas: la primera sería la supuesta universalidad del ser humano, que igualaría la experiencia sobre el entorno de un investigador actual y la de los grupos del pasado; la segunda sería su mantenimiento
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de una visión estática, atemporal e inmutable sobre el espacio (cf. Brück 1998). Pero, a pesar de estas críticas, deben reconocerse las aportaciones fundamentales de esta propuesta: considerar que tanto la percepción del entorno como el propio entorno son categorías social y culturalmente significantes contribuirá de forma decisiva a enriquecer y dar forma a los estudios sobre los aspectos sociales y simbólicos de las actividades humanas en el espacio. Estos estudios, desde este momento, se centrarán en la reconstrucción de la percepción del entorno de las sociedades del pasado frente al mero análisis del habitat en éste, con una visión holística e interpretativa que atienda a todos los aspectos de la experiencia humana. Paralelamente, las críticas planteadas por estas nuevas corrientes interpretativas también harán mella entre los defensores de la Nueva Arqueología. Éstos vaticinarán un fracaso de los enfoques post-procesuales por su excesiva concentración en el debate teórico, sin atender a la realidad del registro arqueológico y sin crear vías válidas para realizar inferencias sobre éste más allá de la especulación meta-teórica (cf. Renfrew 1994). Como alternativa, se planteará una revisión de la Arqueología procesual desde un enfoque cognitivo, prestando especial atención a los aspectos sociales e ideológicos, pero manteniendo sus modelos teóricos básicos: especialmente, la validez del método inductivo (establecimiento de hipótesis sobre las sociedades del pasado, y su contrastación a partir del registro arqueológico) para el estudio de otras esferas además de las económicas y tecnológicas; según la idea de que, si las acciones de los grupos sociales están dictadas por una serie de pautas sistemáticas que afectan a su percepción e interpretación del entorno, estas pautas pueden ser reconocidas a partir del registro arqueológico (Renfrew 1982; 1994). De esta manera, la denominada Arqueología cognitiva se presenta como reelaboración de los postulados tradicionales de la Nueva Arqueología ante las críticas recibidas desde modelos cognitivos interpretativos o contextúales; reconociendo el papel de la ideología en la recreación del mundo que realizan las sociedades, así como la importancia de las decisiones individuales en los procesos de cambio. Por tanto, puede considerarse que en estos momentos existen dos tendencias distintas dentro de la Arqueología cognitiva —si desligamos esta denominación de sus connotaciones procesuales y consideramos que haría referencia, de forma general, al estudio de las formas de pensamiento de las sociedades del pasado (Zubrow 1994; Witcher 1999)—: a) Una rama científica o procesual, que considera que la cultura forma un sistema global y estructurado y que, como parte de este sistema, la ideología puede estudiarse con los mismos métodos que los subsistemas económicos o tecnológicos —de forma cuantitativa—.
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SARA PAIREN JIMÉNEZ b) Una rama humanística, interpretativa o postprocesual, que defiende un mayor relativismo en el conocimiento científico, y el estudio de los aspectos ideológicos y cognitivos desde posturas informadas por la hermenéutica y la fenomenología —que permitan reconstruir la experiencia humana de forma cualitativa—.
En el actual panorama investigador sobre los aspectos sociales de la conducta humana no deben obviarse, por otro lado, aquellos enfoques que atienden a la construcción y dinámica de los paisajes sociales desde el materialismo histórico. Estas posturas defienden que el paisaje, como construcción social, respondería a una lógica cultural determinada, generada por la relación dialéctica entre las distintas instancias implicadas en cualquier proceso histórico —los individuos, sus valores y tradiciones, y su entorno—. Y esta lógica sólo se podría abordar si los yacimientos se analizasen como elementos integrados con su contexto geográfico en la construcción de un paisaje social (Vicent 199Ib). Así, la concepción del paisaje como un registro analizable en su totalidad lo convertiría en un escenario especialmente adecuado para comprender la asociación entre lo ideal y lo material, a partir de la contrastación de una hipótesis explicativa funcional, planteada sobre un principio económico de costes mínimos; en referencia concreta al arte rupestre, dentro de este modelo se plantea la posibilidad de valorar su funcionalidad al margen de las tradicionales propuestas que atienden a su carácter sacro o simbólico (cf. Cruz 2003). En definitiva, las diferencias entre todas estas tendencias no se reducen al método de investigación y al papel del hombre en la creación de los sistemas culturales, sino que como hemos visto afectan también al propio concepto de espacio: frente al rol neutro, estático y atemporal atribuido por los arqueólogos procesuales al espacio, tanto el enfoque interpretativo como el materialista hacen referencia al paisaje como un espacio socialmente constituido, dinámico, cargado de historia y significado subjetivo, y afectado por el tiempo, la percepción y la experiencia de las sociedades que lo habitan en cada momento (Bender 1993; Tilley 1994). Así, la opción considerada para el planteamiento de un estudio de carácter territorial como éste que nos ocupa no es inocente, y afecta de forma intrínseca a todo su planteamiento, desarrollo y conclusiones. Por otro lado, dentro de la Arqueología del Paisaje (tanto la de corte estructuralista-simbólico como aquella de corte materialista) parece existir en muchos casos, aunque quizás no de forma explícita, una barrera conceptual que dificulta el análisis de sociedades con un modo de vida predador. Es frecuente considerar que la aparición de elementos que materializan la apropiación del entorno y contribuyen a la creación y articulación de un paisaje social y cultural (los monumentos, generalmente definidos como productos artificiales fruto de una voluntad intencio-
nal de que sean espacialmente visibles y perduren en el tiempo —Criado 1993b: 47—), sólo puede plantearse en relación con una intensificación de la complejidad social y el paso de la sociedad primitiva a una sociedad dividida; pues esta creciente complejidad social provocaría una modificación en la percepción del entorno por parte de los grupos humanos, con una voluntad de imponerse a la naturaleza y convertirla en uno más de sus productos culturales —frente al sometimiento a los ciclos naturales y el escaso impacto sobre su entorno que caracterizaría a las bandas de cazadores-recolectores (cf,, por ejemplo, Criado 1991). Como resultado, la arqueología social del paisaje ha tendido a centrarse mayoritariamente en el análisis de los paisajes agrarios y las sociedades definidas por el surgimiento de las clases sociales y la explotación (cf. Cruz 2003: 48). De esta manera, es frecuente que los paisajes sin monumentos (en la práctica, pre-neolíticos) sigan siendo estudiados exclusivamente en sus aspectos económicos o medioambientales —aunque, paradójicamente, este tipo de aproximaciones haya sido criticado por su determinismo funcionalista tanto desde posturas idealistas como desde posturas materialistas—. Como excepción a esta postura, ya A. Leroi-Gourhan planteó que todas las sociedades humanas tomaban posesión del tiempo y el espacio que las rodeaba en un progresivo proceso de domesticación, con el establecimiento de una serie de referentes que contribuirían a estructurarlos de acuerdo con sus normas y necesidades, pero con diferencias que respondían a su modo de vida: desde la percepción de los cazadores-recolectores, dinámica y basada en el movimiento, a la de los grupos agrícolas, estática y creada en círculos concéntricos que se extenderían desde un punto de referencia (el lugar de habitat permanente) (LeroiGourhan 1964). Una idea similar puede encontrarse en los trabajos de T. Ingold, quien define el paisaje como "el mundo tal y como es percibido por aquellos que viven en él, que habitan determinados lugares y viajan a lo largo de los caminos que los conectan" (Ingold 1993: 156); o de M. Zvelebil, para quien todas las comunidades humanas actúan intencionadamente sobre su entorno, pues las decisiones sociales e ideológicas estarían presentes en todas las actividades desarrolladas en el espacio (pautas de poblamiento y movilidad, desarrollo de las actividades subsistenciales, etc.) (Zvelebil 1997; 2003). De esta manera, la presencia de monumentos construidos no sería el único elemento que permita hablar de procesos de apropiación y articulación del entorno. Así, para las sociedades con un modo de vida predador F. Criado habla de paisaje ausente y paisaje primitivo, frente al paisaje domesticado y dividido propio de sociedades más complejas (Criado 1993a: 21 y ss). Pero, además, este autor señala que las construcciones artificiales no son los únicos componentes del paisaje con una proyección espacial y temporal destacada, que justifique su valor ritual; por el contrario, señala
CONSIDERACIONES PRELIMINARES también la existencia de monumentos salvajes, elementos naturales, como rocas o accidentes topográficos, a los que un grupo humano puede otorgar una connotación social específica como respuesta a sus especiales rasgos físicos (Criado 1993b: 47-48). De una forma similar, también R. Bradley ha recalcado la importancia y significado ritual que algunos grupos de cazadores-recolectores (de mentalidad religiosa basada en el chamanismo o animismo) conceden a determinados lugares o espacios naturales; lugares que en las creencias de estos grupos adquirirían un valor ritual similar al de los monumentos, pero sin necesidad de imponer una huella perdurable sobre el entorno (cf. Bradley 2000). Estas ideas tienen una importancia fundamental, pues, sin duda, el papel ritual de los elementos y espacios naturales puede apreciarse incluso dentro de aquellas sociedades que sí presentan una voluntad de dejar sobre su entorno la huella de sus actividades sociales y simbólicas (en forma de construcciones o representaciones gráficas); debemos pensar en la posibilidad de que, en la práctica, este valor ritual no resida tanto en los elementos culturales como en los espacios naturales donde éstos se realizan. Por último, aunque desde la Arqueología cognitiva procesualista se defienda la posibilidad de estudiar la ideología y simbología de los grupos del pasado exclusivamente a partir de sus vestigios materiales, estas posturas nunca han solventado el problema de la reconstrucción del significado de estos elementos. En cambio, desde posturas inspiradas en la fenomenología, algunos autores han defendido que los elementos culturales no adquieren su significado a través de estructuras mentales, sino a partir de las prácticas sociales en relación con las cuales son creados (Tilley 1994). Y aunque este tipo de aproximaciones plantea nuevos problemas (como sería el de la autoría, o la articulación de la acción individual y grupal dentro de estructuras sociales más amplias), estas cuestiones pueden también, sin duda, enriquecer la óptica con la que tradicionalmente se han analizado fenómenos como el del arte rupestre prehistórico. Se trataría, así, de indagar en las prácticas y relaciones sociales de estos grupos y los lugares donde éstas se llevan a cabo, entendiendo que la representación del arte rupestre es sólo una consecuencia de estas actividades, y que por ello su importancia radica tanto en los motivos representados (símbolos) como en el contexto de uso (prácticas sociales) en el cual estos símbolos se representan. 2. LA INVESTIGACIÓN SOBRE EL SIGNIFICADO DEL ARTE RUPESTRE En la historiografía arqueológica viene siendo cada vez más habitual encontrar críticas a la designación como arte de las manifestaciones gráficas prehistóricas, posiblemente por las connotaciones esteticistas que este concepto presenta dentro del pensamiento moderno occidental (basadas en la idea romántica de
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que su creación responde a una voluntad libre y personal, la del artista) (cf., entre otros, Lewis-Williams 1994; 1997; Bahn 1998; Bradley 2002). Debido a esta idea, de forma general y durante décadas el análisis del arte prehistórico se ha mantenido al margen de la evolución de las corrientes interpretativas en Arqueología; con instituciones y publicaciones diferenciadas y bajo el dominio de posiciones normativas que primaban las representaciones figuradas como objetos, frecuentemente su estudio se vio limitado a la interpretación del significado de las formas y figuras representadas, en una esfera autónoma e independiente del que fue su contexto social e histórico de uso. Sólo desde la década de los 70, con el desarrollo de la Nueva Arqueología, se defenderá el papel del arte rupestre como parte y producto de los sistemas culturales; se empieza así a defender un cambio en la óptica de estudio del arte prehistórico, que pasaría de los aspectos estilísticos y cronológicos de las representaciones a la exploración de su contexto social de uso. Sin embargo, hemos señalado ya cómo la Nueva Arqueología dejará de lado, implícita si no explícitamente, los aspectos de la cultura considerados irracionales; por ello, sólo en los últimos años se dará un nuevo salto: de la mano de posturas post-procesuales e interpretativas, que enfatizan el rol activo del arte dentro de estrategias de intercambio de información y en la construcción de un paisaje social; y donde, especialmente por el desarrollo de la Arqueología del Paisaje, se sistematiza su estudio como un aspecto más del registro arqueológico. No obstante, actualmente su estudio sigue planteando problemas: por un lado, existe una evidente falta de consenso en cuanto a teoría, métodos y objetivos de estudio; por otro lado, también carecemos de un criterio ontológico que defina con claridad qué es el objeto de estudio, limitándose generalmente la discusión a una proliferación de términos alternativos para denominar este fenómeno (cf. Cruz 2003: 29). Pero estas discusiones sobre su denominación no aportan ningún beneficio a su estudio, y se sigue echando en falta una definición profunda sobre su significado y contenido; lo que condicionaría el modo en que se aborde su estudio, así como la interpretación de su pasada funcionalidad. Consideramos que las manifestaciones que se incluyen dentro de la noción global de arte prehistórico sólo coinciden con la visión esteticista del Arte moderno occidental en su capacidad de transformar ideas en imágenes visuales: de esta manera, las representaciones que conforman los distintos artes prehistóricos no serían únicamente productos estéticos fruto de una voluntad particular, sino que se crearían y representarían dentro de un sistema reglado, elaborado y compartido por un grupo social, como un medio de expresión y transmisión visual de ideas y mensajes de todo tipo. Así, este estudio parte de la concepción del arte como un producto cultural, íntimamente relacionado con las estructuras sociales e ideológicas de
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sus autores, con sus necesidades prácticas y rituales; por tanto, tanto su creación como su uso dependerá de factores diversos: desde posibles limitaciones técnicas o materiales hasta los convencionalismos socio-culturales que determinen su contenido, su funcionalidad, y la forma y el lugar en que debe realizarse. Estos convencionalismos han dejado su huella en el registro arqueológico, y por ello su reconocimiento permite que el arte rupestre prehistórico, más allá de sus cualidades técnicas o estéticas, sea estudiado desde una perspectiva arqueológica: como un fenómeno social que sólo puede entenderse en el particular contexto histórico en que se produjo. Al mismo tiempo, el carácter intencional de su formación aporta una información destacada sobre los modos de vida y las prácticas y conductas sociales de los grupos que lo realizaron. Sin embargo, para realizar estas inferencias, su estudio requiere la formulación de un marco metodológico e interpretativo coherente, lo cual no siempre se ha tenido en cuenta.
2.1. APROXIMACIONES DESCRIPTIVAS Y ETNOGRÁFICAS: ART POUR L'ART, MAGIA DE CAZA Y CHAMANISMO Puede decirse que los estudios sobre el arte prehistórico han seguido, desde su inicio, dos líneas fundamentales (cf. Bradley 1997b): por un lado, el descubrimiento y catalogación de nuevas manifestaciones, o de nuevos yacimientos pertenecientes a estilos ya conocidos; por otro lado, la interpretación de su significado dentro del marco de los estudios prehistóricos. La primera tradición, que se inició en el siglo XIX con los primeros descubrimientos de arte mueble paleolítico y se ha mantenido hasta nuestros días, ha centrado su interés en cuestiones de carácter estilístico-tipológico y cronológico: se busca conocer la evolución interna de cada estilo, elaborando seriaciones basadas en la tipología de sus motivos característicos y sus superposiciones cromáticas y estilísticas (siguiendo una idea evolucionista simple, donde los motivos más toscos serían más antiguos que los más elaborados); y también se buscan paralelos para estos motivos, para situar cronológica y culturalmente su desarrollo. Desde esta perspectiva normativa se considera el arte rupestre prehistórico un rasgo cultural, expresión directa de la etnicidad y la forma de vida de sus autores; estos estudios se centran en la descripción estilística de sus características formales y su contenido, e interpretan las variaciones internas en relación con su pertenencia a distintas fases histérico-culturales. Paralelamente, desde el momento en que se acepte la autenticidad (y antigüedad) del arte rupestre paleolítico europeo y de otras manifestaciones gráficas prehistóricas, se desarrollará también un interés por la interpretación del significado de estos motivos —siempre dentro del marco teórico vigente en la investigación histórica en cada momento—. Sin embargo, la temprana clasificación de estas manifestaciones dentro del ámbito de las creencias y el simbo-
lismo impondrá un importante sesgo en su interpretación: asociadas frecuentemente al mundo de la mentalidad religiosa o analizadas desde la teoría estética (marcada por la idea platónica del Arte como reflejo de la necesidad del individuo de imitar lo que ve), esto supondrá una barrera importante para su comprensión como fenómeno histórico. Las primeras teorías sobre la naturaleza del arte prehistórico nacerán a finales del siglo XIX - principios del XX, en un contexto historiográfico en el que (de acuerdo con tradiciones establecidas desde el siglo XVIII) la pintura se concibe sólo como retrato o como representación histórica o paisajística. Por otro lado el conocimiento etnográfico de estos momentos, fruto de los primeros contactos con algunas poblaciones primitivas de los continentes australiano o americano, transmite una idea del arte "salvaje" como simple y utilitario, asociado a prácticas mágicas y religiosas. De esta manera, las primeras aproximaciones presentarán un carácter ciertamente ingenuo. Es el caso de la clásica interpretación de E. Piette, quien, en la línea del pensamiento de Rousseau y del mito del "buen salvaje", formuló la idea del arte como fruto de la imaginación, la meditación, y el abundante tiempo de ocio del hombre primitivo: l'art pour l'art, un acto instintivo fruto de su tiempo libre y una vida sana al aire libre —idea que explicaría la perfección y realismo de las representaciones, frente al prejuicio de primitivismo que rodeaba a los entonces aún poco conocidos grupos prehistóricos—. No menos simplificadoras serán posteriores interpretaciones basadas en una aplicación simple y no sometida a crítica de las analogías etnográficas, buscando tanto paralelos formales para los motivos analizados, dentro de un contexto histórico difusionista, como extrapolando directamente el significado de unas representaciones para las cuales se disponía de información etnográfica de primera mano. Fruto de estos esfuerzos será el éxito de teorías como la de la magia simpática defendida por S. Reinach para el arte paleolítico europeo, consolidada por el apoyo de autores como E. Cartailhac, H. Breuil o H. Obermaier, y que se mantendrá vigente hasta mediados del siglo XX: el arte paleolítico tendría un significado profundo, relacionado con los conceptos metafísicos y religiosos de sus autores, dentro de los cuales sería primordial la necesidad de supervivencia del grupo; esto explicaría la profusión de rituales destinados a garantizar la caza y la fertilidad (rituales a los cuales se asocia la realización del arte). De este modo, Reinach planteó el sentido de evocación que tendría el propio acto de la representación, al otorgar a su autor influencia sobre el objeto o ser representado. Esta interpretación se basó en la creencia de que los únicos animales representados serían aquellos susceptibles de ser cazados, mientras que se evitaría la representación de animales indeseables como felinos, serpientes, etc.; así como en la constatación entre determinadas poblaciones primitivas actuales de rituales destinados a la multi-
CONSIDERACIONES PRELIMINARES plicación de las especies para asegurar la caza (Reinach 1903). Como señaló Leroi-Gourhan (1966), estas primeras interpretaciones sobre la naturaleza del arte prehistórico fluctuarán entre la descripción y la magia: se describe lo que se ve, que no es lo esperado (existencia de escenas narrativas); por tanto, desde ese punto de vista se explica la consideración del arte prehistórico como carente de coherencia en su representación. Por otro lado, no deja de resultar curioso que el mayor éxito de la analogía etnográfica se dé entre los investigadores del arte prehistórico europeo; por el contrario, su valor informativo será negado en aquellos lugares donde aún existía la posibilidad de contextualizar socialmente el uso del arte rupestre, como en Norteamérica, Sudáfrica o Australia (Cruz 2003: 69). Sin embargo, desde mediados del siglo XX se desarrollarán interpretaciones más complejas y ajustadas al registro disponible, de la mano de un mayor interés en disponer de corpora más completos y también por influencia del desarrollo de la Antropología social. En este contexto serán esenciales las aportaciones de M. Raphaél, quien no sólo rechazó el uso de los paralelos etnográficos sino que recalcó el sentido intencional del agrupamiento de determinadas figuras: no se trataría de acumulaciones de representaciones aisladas debidas sólo a la voluntad artística de su autor, sino de composiciones estructuradas cuya relación interna debía ser analizada. Raphaél habla, por primera vez, del sentido iconográfico de la composición, y de la relación de las figuras entre sí y con el relieve topográfico de la superficie donde se representan las figuras. Sin embargo, estas ideas, quizás por no proceder de un prehistoriador y por disentir de las entonces predominantes tesis de H. Breuil, no hallarán el eco que merecían. Sólo años después serán retomadas, de la mano del estructuralismo sistémico de A. LamingEmperaire y sobre todo de A. Leroi-Gourhan; éste afirmará que las cuevas constituyen santuarios organizados, y defenderá el análisis de las estructuras significativas de la cueva y la asociación de distintos tipos de motivos a cada una de ellas. Además, se defiende que la producción y el destino del arte rupestre, como un aspecto más de la cultura, sería parte de las actividades sociales e ideológicas de sus autores y no sólo una consecuencia de éstas; por ello, la comprensión de su significado debía basarse en un análisis formal interno, pero era fundamental atender también a su particular contexto social y cultural de uso. El peso que las posturas estructuralistas tendrán en la investigación sobre el arte prehistórico a partir de los años setenta se ha hecho sentir incluso en una revitalización de la analogía etnográfica científica, al reconocerse el valor del conocimiento de los informantes indígenas sobre el sentido y el contexto cultural de realización del arte norteamericano, australiano y sudafricano. Estas aproximaciones sistemáticas, basadas en una combinación métodos informados y
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los puramente formales (cf. Tagon y Chippindale 1998), han permitido reconocer el carácter metafórico y no sólo descriptivo de estas representaciones, así como el enorme abanico funcional en el que sus autores enmarcaron la representación del arte rupestre: abanico que incluso incluiría la existencia de distintas categorías de significado dentro de una misma manifestación, relacionadas con un acceso diferenciado al conocimiento según el status del individuo dentro del grupo (Morphy 1991: 183; Lewis-Williams 1981); y funciones que oscilarían entre las puramente decorativas y profanas, al tratamiento de temas sagrados (totemismo) o de la vida ceremonial, tanto públicos como restringidos. Es decir, un rol destacado dentro de las prácticas sociales y simbólicas destinadas a consolidar las relaciones de producción y reproducción del orden social —la cohesión intra e intergrupal, pero también el poder político y social individual (Lewis-Williams 1981; 1982; 1994; 1997; Layton 1991; 1992; 2000). En cuanto a su contexto de elaboración y uso, se proponen hipótesis que lo relacionan con rituales religiosos de carácter chamánico, donde los estados alterados de conciencia (trances) tendrían una importancia fundamental, como medio de comunicación entre el mundo natural y el sobrenatural (a través de unos representantes colectivos, los chamanes, o de una forma más individualizada, por parte de individuos sometidos a ritos de paso). Todo lo cual da cuenta de la complejidad metafórica de estas representaciones, de la existencia de un discurso teórico-simbólico coherente bajo unas imágenes aparentemente narrativas, y de su estrecha imbricación con las estructuras sociales e ideológicas y las relaciones de poder de sus autores (Lewis-Williams 1997: 812-813; Layton 2000: 171). Sin embargo, a un nivel mucho más simple, el interés que ha generado esta propuesta se debe a la identificación de ciertos motivos en el arte de los bosquimanos (San) de Sudáfrica como entópticos, producidos en estados alterados de consciencia durante estos rituales chámameos y así, como aspectos controlados por el sistema nervioso humano, de carácter universal (Lewis-Willians y Dowson 1988). Como resultado inmediato, quizás en la creencia de que es más fácil investigar los aspectos de la conducta humana que no responden a condiciones culturales (particulares) sino naturales y universales (el sistema nervioso humano) (Layton 2000: 172), esta constatación ha llevado a diversos autores a proponer la existencia de estos motivos (y rituales) en el origen de manifestaciones tan dispares como el arte prehistórico de Norteamérica (Whitley 1992; 1998; Francis y Loendorf 2002) o el del Paleolítico Superior europeo (Clottes y Lewis-Williams 1996; Lewis-Williams 1997). Respecto a este último caso, y en general en todos aquellos para los que no se dispone de información etnográfica directa, algunos autores consideran que la investigación ha vuelto a la aplicación no crítica de paralelos etnográficos meramente formales que caracterizaba a las propuestas interpretativas de prin-
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cipios del siglo XX, dejando de lado varias décadas de análisis estructuralista del contexto social de elaboración y uso del arte. Por ello, en su gran mayoría la investigación actual coincide en rechazar la extrapolación de paralelos etnográficos como hipótesis de base sólida y fundada, pues aun en el caso de que la identificación de estos motivos y rituales pudiera ser correcta, esto seguiría sin explicar su significado. Así, P. Bahn ha señalado cómo la percepción de lo que se ha dado en denominar motivos entópticos o fosfenos (zig-zags, puntos, espirales) no requiere necesariamente un estado de trance, pues muchos de estos motivos pueden observarse a simple vista en el mundo natural (mientras que la selección de cuáles de estos motivos se representarían, de qué manera y en qué circunstancias, seguiría siendo cultural); y, en cualquier caso, aunque pudiese determinarse que éste fuera el origen de los motivos, seguiría sin explicarse cuál era su sentido o significado último, quién lo representó y por qué, pues todas estas cuestiones siguen dependiendo de un contexto social particular (Bahn 1997: 63). Sin embargo, también los defensores de la hipótesis chamánica han señalado que la producción y el consumo del arte rupestre se vincula a las circunstancias sociales, económicas e ideológicas específicas de sus autores, por lo que para su interpretación en cada caso debe prestarse atención al contexto histórico, las relaciones de poder y otras formas de expresión ritual de esa comunidad (Lewis-Williams 1994: 278). 2.2.
LA IMPORTANCIA DEL ESPACIO. DE LA COMPOSICIÓN AL EMPLAZAMIENTO
Desde la década de los sesenta del siglo XX, de la mano del estructuralismo y la Teoría de Sistemas, se consolidará la idea de que la representación del arte rupestre no es aleatoria sino resultado de una estructura ideológica coherente que trasciende a sus autores como individuos. Al mismo tiempo los motivos representados, como símbolos dentro de un sistema organizado, no tienen significado por sí mismos: lo adquieren en su relación con otros elementos del sistema, y por tanto este significado puede cambiar según su contexto y los elementos a los que se asocie. Por ello se defenderá el traslado de la óptica de estudio, desde la descripción de motivos aislados al análisis de la organización de éstos entre sí, y su relación con el soporte sobre el que se realizan. Aunque como tal esta idea es absolutamente novedosa, podemos encontrar esbozos de este planteamiento antes de estos momentos. Así, ya en 1924 L. Capitán y J. Bouyssonie recalcaron, a propósito de las representaciones de Limeuil, la asociación frecuente de figuras de toros o bisontes con las de caballos (Capitán y Bouyssonie 1924); sin embargo, esta observación, aislada en el contexto normativo de la investigación del momento, pasará desapercibida durante varias décadas. Por otro lado, el propio H. Breuil remarcó en su análisis de las pinturas esquemáticas de la Península Ibérica que no debía generalizar-
se el significado de un motivo realizado en un abrigo concreto a otros motivos similares que pudieran aparecer en otros abrigos; él mismo analizó en cada caso la situación de los abrigos, su proximidad a accidentes geográficos, o la distribución de los motivos pintados dentro de ellos, entre otros aspectos (Breuil 1933-35)2. Años después A. Laming-Emperaire (1962) retomará las propuestas de M. Raphaél acerca del sentido intencional del agrupamiento de determinadas figuras en el Arte Paleolítico. Aplicando los postulados de la Teoría de Sistemas al análisis de paneles y cavidades, esta investigadora intentó demostrar la existencia de una unidad en la forma de agruparse las figuras; además, debe señalarse como una contribución fundamental el uso que hace del criterio de emplazamiento como punto de partida para diferenciar grupos de significado dentro del arte rupestre del Paleolítico europeo, atendiendo a las variaciones en la temática y técnica de las representaciones. Para esta autora, el emplazamiento diferencial de las representaciones (en galerías subterráneas, en la entrada de cuevas o al aire libre) no podía achacarse ni a condicionamientos del soporte ni a una evolución cronológica; por el contrario, defendió que estas diferencias en el emplazamiento de los distintos motivos habrían sido determinadas por una voluntad concreta de sus autores. Sin embargo, la mayor difusión de estas propuestas se dará de la mano de A. Leroi-Gourhan. Este autor consideraba que los paneles paleolíticos constituían mitogramas, por lo que su representación estaría basada en una sintaxis figurativa que afectaría también a la superficie rocosa y a su emplazamiento dentro de la cueva. El carácter deliberado del emplazamiento de las representaciones permitiría, por tanto, la búsqueda de las regularidades o fórmulas iconográficas que guiaron su distribución, y que podrían ayudar a la interpretación de su naturaleza. Partiendo de esta idea, creará un sistema interpretativo en el que la topografía de la cueva adquiere una importancia fundamental, basado tanto en las asociaciones repetitivas de motivos (naturalistas y signos abstractos) como en su emplazamiento en zonas concretas de la cueva (Leroi-Gourhan 1965). Aunque las conclusiones de estos autores acerca del significado de estas asociaciones hayan sido objeto de crítica, las líneas fundamentales de su pensamiento han dominado gran parte de la investigación 2
Esta línea de argumentación será seguida varias décadas después por P. Acosta, quien en su análisis de los abrigos con pinturas rupestres esquemáticas incluye la localización de éstos dentro de su marco geográfico, atendiendo a criterios de visibilidad, cercanía a ríos o presencia de yacimientos arqueológicos; la configuración de los abrigos (cuevas poco profundas o superficies rocosas al aire libre); la distribución de las pinturas dentro de cada abrigo; y los temas y cantidad de motivos representados en cada abrigo. Esto le lleva a establecer diferencias en cuanto al significado de cada abrigo, considerando que no todos debían considerarse de forma general centros de culto religioso (cf. Acosta 1965).
CONSIDERACIONES PRELIMINARES sobre el arte Paleolítico europeo hasta hoy; y algunas de sus aportaciones, como la valoración de la importancia del emplazamiento de las representaciones, están en la base de los más recientes estudios sobre el arte rupestre de distintos momentos y lugares. En un panorama dominado por la diversificación de paradigmas y el eclecticismo de lo que algunos autores han denominado "Era post-estilística" (cf. Lorblanchet y Bahn 1993), en las últimas décadas han ido adquiriendo peso los estudios del arte rupestre que atienden a la cuestión de su emplazamiento, en una vía interpretativa que muestra un enorme potencial —hasta el punto de que para muchos autores ya no puede concebirse el estudio de una manifestación artística sin atender a los factores que condicionan la distribución espacial de las representaciones—. En estos estudios, la aproximación al significado de las manifestaciones gráficas prehistóricas se hace a partir de la exploración de su contexto social de uso, valorando el papel del arte rupestre como un producto social y cultural, reflejo de la percepción y actuación sobre el entorno por parte de sus autores. De esta manera, se ha señalado cómo la propia denominación de arte rupestre haría referencia a su soporte geológico e inmóvil, que no sólo ha permitido su pervivencia en muchos casos, sino que además muestra el lugar elegido por sus autores para la realización de los distintos motivos. Este es un hecho que necesita ser debidamente valorado, pues, mientras que la iconografía puede repetirse en diferentes lugares e incluso soportes, el emplazamiento de una representación concreta es único (Whitley 1998: 12). La existencia de una voluntad consciente en este sentido sólo puede deducirse de un estudio comparativo de las pautas de distribución de cada manifestación, a través del análisis del emplazamiento de cada una de las estaciones con arte rupestre; pero, de entrada, ya es un elemento significativo el hecho de que no todos los abrigos o cuevas aparentemente disponibles hayan sido utilizados para la realización de representaciones. En esta línea de estudio de las manifestaciones gráficas prehistóricas en su dimensión espacial debe destacarse el impulso que ha supuesto la incorporación del arte rupestre a los estudios de Arqueología del Paisaje. Especialmente significativos en este contexto serán los trabajos desarrollados por R. Bradley desde principios de la década de los 90, aplicados primero a los conjuntos de grabados rupestres de las Islas Británicas (cf., entre otros, Bradley 1991a; 1997; Bradley et al. 1993) y, más tarde, en colaboración con F. Criado y R. Fábregas, a los petroglifos del Noroeste de la Península Ibérica (Bradley et al. 1994; 1995). Estos estudios parten de una voluntad de suplir las carencias de aquellos excesivamente descriptivos y centrados en los apartados de descubrimiento y calco y en el establecimiento de estilos y cronologías, que en la práctica eliminaban toda información sobre el soporte y entorno de las representaciones (Bradley 1997a). A esto debía añadirse el conocimiento propor-
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cionado por la Antropología de que en una misma sociedad podían coexistir diferentes estilos, cada uno con un rol diferente y por tanto susceptibles de ser usados en contextos distintos; por ello, incluso dentro de una misma manifestación gráfica las representaciones podían hacerse de distinta forma y con distintos motivos, según la funcionalidad del lugar, su autor o su posible público (Morphy 1991; ver también Bradley 2002). Frente a esta situación, se defiende la necesidad de estudiar el arte rupestre atendiendo a su dimensión espacial (emplazamiento de los motivos en el panel y en el paisaje), pero también, de forma primordial, a su entorno natural y cultural. Para R. Bradley y otros muchos autores, el arte prehistórico constituiría un sistema de comunicación donde los motivos tendrían valor como signos, elementos de información inscritos en determinados puntos del terreno, cuya carga de información variaría en función del lugar elegido para su representación y la audiencia a la cual se destine (cf. Ingold 1986; Ta§on 1994); por tanto, su comprensión exigiría prestar atención a la relación de los motivos entre sí y con su entorno, a su emplazamiento y distribución; pues los trabajos en la línea de Arqueología del Paisaje abierta por R. Bradley muestran cómo en la localización de las representaciones existen pautas definidas, que reflejan una relación consciente del arte con su entorno geográfico y arqueológico, y que por tanto todo ello debe ser atendido de forma global para una mejor comprensión del simbolismo de estas manifestaciones (cf. Bradley 1991a; 1994; 1996; 1997b). Estos estudios, tanto por sus novedosas propuestas a nivel teórico-metodológico como por haber abierto nuevas y prometedoras perspectivas para el estudio y la interpretación del arte prehistórico, han animado investigaciones en esta línea para manifestaciones gráficas en lugares tan dispares como Norteamérica (Hartley 1992; Whitley 1998), Australia (Tacón 1994), Escandinavia (Tilley 1993; 1994; Sognnes 1998; Helskog 1999) o, como veremos más adelante, la Península Ibérica. El componente central de todos estos estudios es el análisis de la dimensión espacial de las representaciones: su emplazamiento y distribución, en una escala que puede variar desde lo más concreto (lugar en el panel) a lo más general (lugar en el paisaje); buscando siempre unas pautas o regularidades que puedan guiar la interpretación acerca de su contexto social de uso. En cuanto a su significado, actualmente se plantea que éste no debe buscarse exclusivamente en la esfera de lo ritual (social o religioso), sino que el arte también puede funcionar en vertientes más profanas, como sistema de comunicación entre grupos (señalizando recursos, caminos o límites territoriales) o tener cualquier otra función, incluyendo la posibilidad de que sea puramente decorativo (Morphy 1991; Bahn 1998). Se acepta que, como un producto y componente de la formación social, el arte rupestre puede reflejar distintas facetas de la vida, con varios niveles de
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significado y funcionalidad, variando el simbolismo o la complejidad de las composiciones en función del mensaje, del emisor o del receptor (Leroi-Gourhan 1975; Morphy 1991; Layton 1991; 1992; 2001; Bradley 2002). Se acepta también que dentro de un mismo espacio puedan coexistir distintos estilos, realizados todos por un mismo grupo, y cada uno con una función y pautas de distribución diferentes (Schaafsma 1985; McDonald 1992; Franklin 1993; Tacón y Chippindale 1994; Smith 1998; Whitley 2001). Entre todos estos elementos, el único factor común sería precisamente al que alude su denominación: su soporte rupestre, que no sólo garantiza su perdurabilidad en el tiempo sino también su permanencia en el lugar escogido por sus autores para su representación, y que por ello debe ser reconocido como un aspecto primordial en cualquier análisis sobre su significado.
2.3. ¿ARTE EN EL PAISAJE? A VUELTAS CON EL CONCEPTO El arte rupestre constituye, así, uno más de los múltiples componentes culturales del paisaje, que reflejan el uso del espacio geográfico por parte de los individuos y comunidades que lo habitaron, y cómo estos llevaron a cabo su apropiación a través de diversas estrategias prácticas y simbólicas. Sin embargo, la dimensión ideológica y cognoscitiva que adquiere el concepto de paisaje en las corrientes interpretativas post-procesuales merece una atención específica. La palabra paisaje procede del latín pagus, que significa región o tierra. Este concepto se desarrollará como término técnico con la pintura del Renacimiento, en referencia a un punto de vista de la naturaleza particular (el del pintor), basado en la perspectiva y la geometría, y que permite una representación más realista sobre el lienzo. Es decir, una forma pictórica de representar/simbolizar el entorno (Cosgrove y Daniels 1988). De este modo, se entiende que el concepto de paisaje puede reflejar tanto un fragmento del terreno como la percepción personal de éste o la obra pictórica que lo representa; lo que da lugar a una ambigüedad semántica que sugiere que el paisaje es un arreglo o estructuración del espacio creado a partir de la mirada de un observador (Lemaire 1997: 5). Este concepto se adecuará perfectamente a los posteriores postulados del pensamiento contemporáneo desarrollado con la Ilustración, que defiende la separación entre cultura y naturaleza, entre el ser humano y su entorno; y que este último puede ser cultivado e impregnado de cultura a través del primero. Así, el mundo comienza a ser percibido como una imagen que puede ser aprehendida por el hombre, y donde la adquisición de conocimiento pasa por la visión y experiencia del entorno (Thomas 2001: 167). De acuerdo con esta postura, el paisaje no reflejaría una realidad espacial sino una percepción particular de ésta, una imagen cultural de la naturaleza. Una categoría que media entre naturaleza y cultura, sin perte-
necer exclusivamente a ninguna, pero con elementos de ambas (Ingold 1993; Lemaire 1997). En los estudios arqueológicos, esta dicotomía entre naturaleza y cultura se refleja en la distinción entre espacio y paisaje. Frente a la imagen estática del espacio que planteaba la Nueva Arqueología (como categoría física universal y aprehensible, heredera de la tradición ilustrada), en las últimas décadas desde las escuelas de Geografía más humanistas comenzaron a plantearse visiones distintas, basadas en un enfoque fenomenológico que atendería a la reconstrucción de las experiencias particulares de estos grupos e individuos que en él habitan; estas experiencias son subjetivas, basadas en el procesado de los datos sensoriales recogidos del entorno, a través del filtro de la percepción particular, los condicionamientos socioculturales, y las experiencias previas. De la fusión conceptual entre los principios de la geografía humanista y las críticas post-procesuales a la teoría y práctica de la Nueva Arqueología, se desarrollará una Arqueología del Paisaje basada explícitamente en la percepción, el estructuralismo simbólico y la fenomenología (Orejas 1991; 1998); un marco metodológico que atiende a la interpretación de las relaciones recíprocas establecidas entre el paisaje y sus habitantes en el contexto de sus actividades cotidianas, especialmente en sus aspectos sociales y simbólicos. Se habla así de paisaje como categoría mediadora entre naturaleza y cultura, que tiene una parte activa en la vida económica, social y cultural de éstos: como un elemento socialmente construido y subjetivamente percibido, domesticado y apropiado por los grupos que lo habitan a través de esta experiencia (Bender 1993; Lemaire 1997); un espacio pensado (Parcero 1995: 128), resultado físico de "la objetificación de prácticas sociales de carácter material e imaginario" (Criado 1991: 6; 1993b: 42). Así, los paisajes sociales representarían sistemas de referencia, donde cada acción humana realizada sería inteligible en el contexto de pasadas y futuras acciones (Gosden y Head 1994: 114). El paisaje no es únicamente un espacio que puede ser aprehendido visualmente, sino todo un conjunto de relaciones entre personas y lugares que proporciona un contexto para el desarrollo de las actividades y conductas cotidianas; y por ello constituye además un marco de trabajo válido para integrar el estudio de distintas fuentes de información y distintos aspectos de la actividad humana en el espacio (Thomas 2001: 181). De esta manera, el paisaje no constituye únicamente un concepto cultural (como espacio percibido por sus habitantes), sino también una categoría analítica, referente a la forma en que es estudiado (Hirsch 1995). Y, así como el concepto de paisaje presenta unas connotaciones ideológicas que implican un distanciamiento en la observación, la renovada Arqueología del Paisaje busca la comprensión de la percepción que del espacio tenían sus habitantes, con un enfoque fenomenológico que atiende a cómo éste se vive y experimenta (cf. Tilley 1994), en
CONSIDERACIONES PRELIMINARES una visión global que atiende a todos los aspectos que afectan a la experiencia humana. Los estudios de Arqueología Espacial, que analizan la relación de los yacimientos entre sí y con el medio geográfico, comenzarán a desarrollarse a finales de la década de los sesenta, de la mano del impulso renovador que supuso para la investigación arqueológica la Nueva Arqueología. Por primera vez se concibe la información arqueológica como un fenómeno internamente estructurado, que refleja cualquier aspecto de la conducta humana, incluyendo también su dimensión espacial. Surge así la voluntad de leer el espacio como cualquier otro testimonio arqueológico; sin embargo, éste se concibe únicamente como una dimensión abstracta y neutra, un mero contenedor o escenario en el que se desarrollan las actividades humanas. Se considera que, como elemento universal y ajeno a estas actividades, puede ser medido objetivamente: permite la cuantificación y el uso de modelos matemáticos, que generan unas pautas de distribución que pueden ser leídas e interpretadas de forma directa. De esta manera, tal como fue definida por I. Hodder y C. Orton (1976) o D. L. Clarke (1977) en las primeras síntesis de orientación arqueológica sobre el tema, se desarrolla una Arqueología Espacial a imagen y semejanza de la Nueva Geografía, basada en modelos matemáticos y guiada únicamente por parámetros funcionales y supuestamente adaptativos, con la aplicación de la metodología de análisis locacional de Christaller o Von Thünen a la evidencia arqueolóNo se puede negar la indudable aportación de estos estudios, los primeros que amplían el objeto de estudio desde la cultura material y el yacimiento hacia su entorno, entendido como el producto de organizaciones territoriales sucesivas. Sin embargo, nuevos enfoques teóricos críticos con la Nueva Arqueología comenzaron a cuestionarse algunos de sus postulados básicos: la validez de la aplicación no ponderada de técnicas tomadas de la Geografía locacional; la aplicación al estudio de sociedades primitivas de conceptos que, como el de rentabilidad, fueron desarrollados para el análisis de economías capitalistas de mercado3; la neutralidad del propio concepto de espacio que planteaban esos estudios; y, sobre todo, su concepción de los grupos sociales como sistemas que únicamente responden a condicionamientos medioambientales, sin atender a otros factores como los sociales o ideológicos. A pesar de su voluntad de análisis global de los sistemas culturales, la Arqueología Espacial procesual dejó de lado todos aquellos elementos que afectaban a la esfera cognitiva y tendió a centrarse fundamentalmente en los patrones de actividad subsistencial de los grupos 3
Sobre este tema puede consultarse Clarke (1977), Criado Boado (1993a), Fernández Martínez y Ruiz Zapatero (1984), Hodder (1984, 1988), Hodder y Orton (1990), Nocete (1988), Orejas (1998) o Vicent (199Ib), entre otros muchos.
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humanos. Frente a esta situación, las corrientes interpretativas desarrolladas en Arqueología a partir de los años 80 recogen la necesidad ya planteada en algunos estudios geográficos del momento de incorporar los factores culturales al estudio de los paisajes humanos. Se propone el desarrollo de modelos cognitivos que incorporen los sistemas de creencias y las percepciones de los grupos del pasado a los estudios arqueológicos (Hodder 1987). En el terreno espacial, ya la Nueva Arqueología había defendido que si las acciones de los grupos sociales estaban dictadas por una serie de pautas sistemáticas que afectaban a su percepción e interpretación del entorno, estas pautas podían ser reconocidas a partir del registro arqueológico; ahora, por primera vez, esta idea sobrepasará el subsistema económico para aplicarse a los aspectos ideológicos y sociales. El siguiente paso afectará al propio concepto de espacio. Los enfoques teóricos post-procesuales (o interpretativos) plantean una visión más global y dinámica del espacio, que como medio y producto de la acción social no existe al margen de las actividades que en él se desarrollan (Tilley 1994) (en claro contraste con el espacio definido por la Arqueología procesual, escenario neutro y universal de la actividad humana). Los estudios integrados en lo que se denominará Arqueología del Paisaje conciben el paisaje como un espacio modificado en un momento concreto, percibido y creado a través del filtro de un entorno socio-cultural concreto. Es, por tanto, una dimensión subjetiva y particular, que no puede entenderse al margen de la simbología y experiencia de sus habitantes, pues precisamente son los distintos aspectos de la experiencia humana los que contribuyen a su creación y estructuración: factores económicos, pero también sociales y rituales, que lo convierten en un elemento socializado por el grupo, en un producto antropizado y cultural (Tac,on 1994). De esta manera, el objeto de estudio se desvía del mero aprovisionamiento de recursos hacia la comprensión de cuestiones de carácter distinto, como la propia percepción del paisaje o las características del movimiento a través de éste (c/., entre otros, Ingold 1986; Bradley 1991a; Llobera 1996; 2000). Para entender cómo los grupos del pasado entendían y definían su entorno, deben estudiarse los vestigios de la actividad humana en ese paisaje, con una visión global que atienda tanto a los factores económicos como a los sociales y simbólicos —pues el paisaje combina aspectos tanto prácticos como rituales del uso del espacio—. Por ello este marco metodológico muestra su eficacia a la hora de analizar, a través de la impronta que dejaron estas actividades, tanto la economía como la estructura social e ideológica de estos grupos: pues, además de las actividades de carácter puramente ritual (ceremonias de agregación social o religiosa), el amplio marco de la ideología determina también los aspectos prácticos de las relaciones sociales y del uso de los recursos. Así, la organización del poblamiento puede hacerse en términos de estaciona-
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lidad o funcionalidad, pero también constituye un factor de territorialidad. Respecto a las actividades económicas, si bien la aseguración de la base de subsistencia depende de los recursos disponibles y del modo de conseguirlos (técnicas existentes para su explotación y almacenamiento), son sociales las motivaciones que condicionan el uso de los recursos y el establecimiento de las necesidades de consumo: la voluntad de crear un excedente para minimizar riesgos o como producto de intercambio con otros grupos (y el establecimiento de estas redes); la determinación del acceso y el modo de redistribución de los excedentes, en caso de existencia de competición social; etc. Todos estos aspectos contribuyen a modificar el espacio y, en la medida en que dejen una huella perdurable en el registro arqueológico, pueden ser analizados hoy con una metodología arqueológica; y entre estas huellas los yacimientos con arte rupestre, como marcas en el paisaje revestidas de significado simbólico, nos permiten una lectura privilegiada sobre la percepción y uso del espacio de sus autores, sea en un sentido religioso (foco de actividades rituales), social (ritos de agregación o paso) o económico (señalización de recursos), entre otras muchas posibilidades. Como ejemplo de estos estudios puede citarse la propuesta de R. Bradley de entender el arte rupestre en relación con la organización y percepción prehistórica del territorio, la explotación de los recursos y el movimiento de los grupos sobre el espacio. De esta manera, el arte rupestre aportaría una información esencial sobre pautas que se le escapan a una Arqueología Espacial sólo preocupada por la determinación de las fuentes de aprovisionamiento, patrones de asentamiento estables o fronteras: por ejemplo, la percepción y apropiación del espacio por parte de grupos con un modo de vida itinerante, donde el arte rupestre funcionaría como sistema de comunicación entre los distintos grupos que se mueven por un mismo territorio (Bradley 1991a; 1991b; 1994; 1997a). En definitiva, la incorporación del arte rupestre a los estudios de Arqueología del Paisaje ha supuesto un importante salto cualitativo para ambos. Para la Arqueología del Paisaje, el arte proporciona nueva información sobre la percepción y uso del espacio de sus autores, permitiendo superar enfoques puramente funcionalistas y plantear cuestiones de carácter social y simbólico. Y, para el arte rupestre, el análisis de su dimensión espacial permite una superación de los enfoques positivistas normativos, habitualmente centrados en cuestiones de tipología y cronología y su distribución horizontal (dispersión de la manifestación sobre un mapa); al permitir su integración con otros componentes del registro arqueológico, y abrir un nuevo abanico de posibilidades analíticas e interpretativas en su estudio.
En España, la investigación sobre arte rupestre ha seguido las mismas pautas que en el resto de Europa. Desde el primer momento, las manifestaciones artísticas se han considerado un elemento privilegiado para conocer la mentalidad de los grupos que las realizaron, como expresión directa de su etnicidad y su cultura; sin embargo, no siempre su estudio logrará superar la barrera de la simple descripción esteticista. Salvo contadas (aunque notables) excepciones4, durante décadas la mayor parte de los estudios se han visto separados de las transformaciones y renovaciones metodológicas que afectaron a la Arqueología prehistórica (Martínez García 1998: 544; 2002: 66). Bajo el dominio de posiciones positivistas que primaban las representaciones figuradas como objetos, la investigación sobre el arte rupestre se ha limitado a la realización de calcos, descripción de los motivos y búsqueda de paralelos, intentando definir aquellos rasgos que permitirían delimitar unos grupos estilísticos frente a otros. El aspecto de la distribución espacial de los abrigos apenas si era mencionado, y siempre a un nivel muy general y a veces intuitivo: los límites geográficos de dispersión de la manifestación o el supuesto dominio visual ejercido desde determinados abrigos; sin un aparato conceptual y metodológico que permitiera el análisis sistemático del emplazamiento de estos vestigios arqueológicos. En cuanto a los condicionantes de su distribución, el más frecuentemente aludido es el de la disponibilidad de un soporte adecuado, sin valorar de forma sistemática la posible existencia de una voluntad concreta en este sentido (Martínez García 1998: 544-545). Por otro lado, los escasos intentos de ligar yacimientos de habitat y estaciones con arte rupestre se realizaban de modo aproximativo, contemplando sólo la cercanía física entre unos y otros. Incluso un aspecto tratado en muchos trabajos, como es la relación entre los abrigos con Arte Levantino y los materiales arqueológicos hallados al pie o en las inmediaciones de estas pinturas (presente ya en los primeros trabajos de Breuil y Cabré), se hace con la única intención de datar las pinturas; considerando que los restos arqueológicos más cercanos probablemente correspondan a los autores de éstas (en ocasiones por ser los únicos existentes a su alrededor) y aceptando esta proximidad espacial como factor de atribución cronológica para los paneles. Por ello, y a pesar de que un buen número de autores ha señalado las precauciones con que debe aplicarse el criterio de la cercanía espacial como elemento de datación (Fortea 1974; Beltrán 1985; Utrilla 1986-87), esta línea de investigación presenta una larga tradición que puede remontarse a los trabajos de Breuil y Cabré sobre las pinturas de Calapatá (1909) y los de otros investigadores del momento 4 Ya hemos señalado la importancia concedida por H. Breuil y posteriormente P. Acosta a las variaciones en el emplazamiento y temas representados en su análisis del significado de las pinturas rupestres esquemáticas (ver Nota 2).
CONSIDERACIONES PRELIMINARES como E. Hernández Pacheco en la zona de Bicorp; como muestra, puede mencionarse la recomendación que hace L. Pericot en 1951 a los descubridores de las pinturas de La Sarga, para que comprueben si existe depósito arqueológico al pie de las pinturas y, en caso afirmativo, lo excaven y documenten (Segura 2002: 18)3. Sin embargo, como hemos señalado, el objetivo de la mayor parte de estos estudios no es analizar la articulación del territorio sino el establecimiento de criterios cronológicos para la datación de las pinturas, a pesar de que distintos autores remarcan al mismo tiempo que la cercanía espacial no constituye en sí misma garantía de correlación; esto sería más evidente en aquellos abrigos con representaciones pertenecientes a distintos estilos y materiales de un único momento, o con un único estilo pictórico y estratigrafía de varias épocas (Utrilla 1986-87: 325). Ante este panorama, resultará renovadora la línea de investigación impulsada por F. Criado Boado en el Noroeste peninsular, pues supondrá el primer intento sistemático que se hace en este país de estudiar las manifestaciones de carácter simbólico desde una perspectiva espacial; con el desarrollo de un cuerpo metodológico específico tanto para la recogida de datos como para su interpretación, cuyo punto de partida es la consideración del paisaje como una realidad unitaria e integradora; un producto social que reflejaría la percepción particular del tiempo y del espacio de las sociedades que lo habitan y modifican, siguiendo siempre una misma lógica interna que afectaría a todas sus dimensiones (económica, ambiental, sociopolítica y simbólica). El análisis del significado de los elementos culturales que perduran en el paisaje, como el arte, se realiza a partir de dos factores esenciales: por un lado, su emplazamiento y asociación a otros componentes del paisaje; por otro lado, las condiciones de visibilidad, visibilización e intervisibilidad de estos elementos, como reflejo de la voluntad de sus 5
Junto a estos destacan también los estudios de J. Maluquer (1939) y los posteriores de M. J. de Val (1977) en el entorno de la Valltorta; los de M. Almagro para la zona de Albarracín y posteriormente el abrigo de Cogull (Almagro 1944; 1952); los de S. Vilaseca e I. Cantarell para la Cova de la Mallada (Vilaseca y Cantarell 1955-56); los de E. Ripoll en Santolea (Ripoll 1961), y también aquellos de carácter más general en torno a la cronología del arte rupestre postpaleolítico peninsular (Ripoll 1966); el clásico estudio de J. Portea respecto a la cronología del Arte Levantino donde, junto a las superposiciones cromáticas y estilísticas y los paralelos muebles, se defiende el criterio de la proximidad espacial para la datación relativa de las representaciones (Portea 1974); los de C. Olaria para las del Barranco de la Casulla y su relación con el habitat de Cova Fosca (Olaria 1988); los de .1. Aparicio para la zona valenciana (Aparicio 1977; Aparicio y Moróte 1999); o los de M. F. Galiana para la zona del Bajo Ebro y Bajo Aragón (Galiana 1992), entre otros. Como indicador de la importancia de este ámbito de estudio pueden señalarse, además, los distintos estudios presentados en las jornadas recientemente celebradas en Alquézar sobre "Arte Rupestre y Territorio Arqueológico" (Baldellou 1999).
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creadores (que respondería a un tipo de acción social concreto y a la actitud del hombre frente a la naturaleza) (cf. Criado 1993a; 1993b; 1999; Santos 1998; Santos y Criado 1998; Santos et al. 1997). Como también ha ocurrido en otros países, los buenos resultados obtenidos por esta línea de investigación han contribuido a animar nuevos estudios en esta dirección. Una aportación fundamental puede verse en los trabajos de J. Martínez acerca de la distribución del Arte Esquemático en el Sudeste. Este autor, sobre la base de la localización de los abrigos en el territorio, su asociación a determinados accidentes geográficos y las características de su cuenca visual, establece varios modelos de emplazamiento: abrigos de movimiento, de paso, de visión, de culminación y ocultos; estos modelos se contrastan con el contenido de los abrigos pintados, pues el panel se concibe como soporte de símbolos que atañen a la formación social. De esta manera, se atiende al análisis de su contenido a partir de las asociaciones de motivos y el contexto en que éstos se emplean, pero también a la distribución de los abrigos en el espacio en términos de apropiación de éste (Martínez García 1998; 2000; 2002). Otros ejemplos donde se aplican esquemas similares serían los trabajos de P. Torregrosa, M. Cruz o la propia autora para el arte de la fachada mediterránea de la Península, y los de J. A. Gómez-Barrera para el de la Meseta soriana (Torregrosa 2000; 2000-2001; GómezBarrera 2001; Pairen 2002; 2004; Cruz 2003), como muestra de una tendencia que seguramente se consolidará aún más en los próximos años.
2.4. ESCALAS DE ANÁLISIS EN EL ESTUDIO DEL ARTE RUPESTRE: DEL MOTIVO AL PAISAJE Desde la Arqueología del Paisaje se defiende que el arte rupestre refleja una voluntad de marcar determinados lugares con signos; por ello, debe prestarse tanta atención a los motivos representados como a las características del emplazamiento escogido para ello o a la existencia de otras representaciones en ese lugar (factores que, en última instancia, condicionarían su naturaleza y significado). Con este cambio de óptica se evitaría el error tan frecuente de convertir el arte rupestre en mueble, en meros datos tipológicos aislados y descontextualizados por la ausencia de información sobre su soporte y entorno (Bradley 1997a; Chippindale 2000); además, esta lectura social del arte prehistórico permite profundizar en su contexto cultural de creación y uso, en una lectura alejada de una aplicación simplista de la analogía etnográfica para el análisis formal de los motivos o la interpretación de su significado; pues, como hemos visto, si algo puede informar la Etnografía sobre el arte rupestre es que éste puede tener distintas funciones y niveles de significado, en función del contexto de uso y la audiencia a la que esté destinado; y que ningún estilo es transparentemente naturalista en su significado último, pues cada cultura otorga un valor a sus signos aunque para la representación de determinadas ideas se seleccio-
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nen imágenes tomadas del entorno (cf. Chippindale 2001 ;Layton 2001). Sin embargo, aceptar como válida esta hipótesis sin contrastarla debidamente con el registro disponible supondría caer en el mismo error que durante décadas mantuvo vigentes las teorías de la magia de caza y la fertilidad: la aplicación de paralelos etnográficos para el análisis iconográfico y la interpretación de una manifestación gráfica sin atender al contexto socio-cultural en que ésta fue elaborada y usada. De hecho, las teorías que aluden a las diferencias en la percepción del entorno entre grupos de cazadores-recolectores nómadas y los agricultores sedentarios también están basadas en la Etnografía, aunque en este caso no se hable del arte como elemento religioso sino, en su vertiente profana, como sistema de información sobre los recursos disponibles entre grupos que comparten la explotación de un territorio pero no se encuentran simultáneamente en éste (cf. Ingold 1986). Por tanto, la única forma de comprobar la validez de este tipo de hipótesis sería demostrar que efectivamente existen unas pautas concretas que regulan la representación y distribución de los motivos y su emplazamiento en distintos abrigos. A partir de este punto, indagar en el significado de estas pautas constituiría un problema diferente, pues de nuevo la Etnografía nos informa de que el arte no es un componente aislado, sino uno más de la formación social; y, como tal, puede reflejar cualquier faceta de la vida, desde las simbólicas y rituales (leyes, tabúes, ritos de iniciación o paso, representación de un pasado común, etc.) a las profanas (transmisión de información sobre recursos, etc.), en distintos niveles
de significado o funcionalidad, pero todos ellos asociados a los valores y creencias del grupo (cf. LeroiGourhan 1975 o Morphy 1991). Por ello, sólo el reconocimiento de la lógica interna y de las decisiones prácticas implícitas en la realización de cada estilo permite orientar la interpretación si no hacia su significado, al menos sí hacia el contexto en que estos motivos fueron usados: las actividades sociales que pudieron haberse llevado a cabo en esos abrigos, y cuya consecuencia última sería la representación en ellos de los distintos motivos que hoy podemos observar (y aquellos que hayan podido perderse). Así pues, debemos partir de la idea de que el emplazamiento de cada uno de los abrigos no es aleatorio, sino que en él pueden rastrearse una serie de condicionantes que ayudan a la interpretación acerca de su funcionalidad dentro de un entorno socialmente percibido, domesticado y articulado por los grupos que lo habitaron durante el Neolítico. En el caso del arte rupestre de las comarcas centro-meridionales valencianas, las diferencias apreciables entre los abrigos conocidos parecen indicar que, efectivamente, existieron distintos tipos de abrigos, y que en cada uno de ellos se llevaron a cabo actividades distintas. Como veremos, estas diferencias no se limitan al emplazamiento escogido, sino que se extienden también al tipo y complejidad de motivos representados en cada uno; además, en ocasiones parecen relacionarse también con la presencia simultánea en un mismo abrigo o panel de distintos estilos de arte rupestre. Todos estos factores deben ser analizados y valorados de forma conjunta y sistemática.
Escala
Aspecto
Variable
mm
Técnica
Tipo de trazos y pigmentos usados
cm
Estilo
Forma y contenido de las representaciones
m
Panel
Complejidad compositiva Distribución de los motivos; relación entre ellos y con el soporte
hm
Abrigo
Morfología y emplazamiento
km
Paisaje
Distribución de los abrigos Relación con otros elementos del paisaje (naturales y culturales)
TABLA 1. Escalas de análisis en el estudio del arte rupestre (a partir de Chippindale 2004).
Para ello, en este estudio hemos tomado como modelo la propuesta de C. Chippindale (2004) para el análisis del arte rupestre en distintas escalas de observación, cada una de las cuales afectaría a un aspecto diferente de las representaciones de acuerdo con su magnitud: desde la más pequeña, que atendería a la cuestión de la técnica, hasta la mayor, centrada en el emplazamiento del abrigo en el paisaje. La recons-
trucción de la lógica interna de la manifestación estudiada debe pasar por un análisis exhaustivo que atienda de forma particular a cada una de estas escalas y las variables que contiene, pero valorando también las relaciones establecidas entre ellas, lo que permite inferir pautas de representación a partir de las diferencias y similitudes apreciables.
CONSIDERACIONES PRELIMINARES Por otro lado, debe admitirse que, del mismo modo que resulta difícil reconstruir el significado de estas manifestaciones, el punto de vista del investigador actual puede pasar por alto muchas de las variables que fueron tenidas en cuenta por sus autores a la hora de su representación (o valorar como tales, en cambio, otras que nunca fueron fruto de una decisión consciente); debemos considerar además que algunas variables pudieron no haber dejado huella en el registro arqueológico (como las representaciones sobre soportes no perdurables), que otras pudieron haber sido modificadas, y que en otras muchas es posible que ni siquiera se haya reparado (Fig. 3). Sin duda, nuestra percepción del paisaje prehistórico constituye una interpretación del paisaje tal como era percibido
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por los grupos que lo habitaron en la Prehistoria. Dado que los atributos y variables seleccionados por el investigador condicionan y limitan los resultados de su investigación, debemos por ello tratar de atender al mayor abanico de variables posible; y sólo en el caso de aquellas variables que presentasen diferencias significativas de un abrigo a otro se podría considerar que éstas corresponderían a decisiones concretas tomadas por sus autores, y no a una percepción actual. Asociadas estas variables entre sí, permiten la reconstrucción de las posibles pautas de representación que guiaron la elección de los distintos abrigos y motivos, así como la interpretación de la funcionalidad de cada uno y su contexto social de uso.
FIGURA 1. Planteamiento teórico del estudio.
La realización de una representación siempre requiere un determinado número de decisiones, que afectan tanto al emplazamiento como a la técnica, el motivo escogido, o la forma de representarlo (Smith 1998). Si alguno de estos elementos no fuera relevante, se escogería de acuerdo a su disponibilidad natural o el propio deseo del autor; sin embargo, cuando existen unas variables mayoritariamente repetidas tenemos que pensar que se debe a la existencia de unos convencionalismos de orden cultural que condicionaron los modos de representación. Por ello, en este estudio tratamos de atender a la variabilidad en técnica, estilo y emplazamiento de los motivos, tanto a escala de panel como de abrigo y paisaje, para comprobar si existen estas regularidades o pautas aprecia-
bles que, como reflejo de la lógica interna de la manifestación, puedan orientarnos acerca de su contexto originario de uso y, así, guiar la interpretación acerca de su significado. Con este fin, las variables tomadas en cuenta han sido las siguientes. 1) Escala: milímetro. La técnica Hace referencia a cómo fueron creadas, individualmente, las figuras; es decir, los métodos empleados para representar los motivos sobre una superficie sólida. En nuestro caso de estudio, al ser todas las manifestaciones pintadas, el análisis del tipo de trazos y pigmentos empleados permite establecer una primera diferenciación entre los distintos estilos de arte rupes-
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tre existentes en la zona estudiada. Así, las representaciones macroesquemáticas utilizan un pigmento rojo oscuro, de aspecto denso y pastoso, aplicado con un instrumento de relativo grosor (aunque su tonalidad puede variar en función de la coloración y rugosidad de la superficie rocosa). En cambio, el pigmento usado para la pintura esquemática es mucho más líquido, en ocasiones casi translúcido, y puede ser tanto negro como rojo (o incluso ocre, aunque es más excepcional); en cuanto a los trazos, su grosor es variable, y generalmente presentan bordes irregulares, pero en ocasiones se usa un instrumento más preciso que permite trazos de contornos regulares perfectamente delimitados. Por último, en la pintura levantina se utiliza mayoritariamente un pigmento muy líquido de color rojo, aplicado con plumas o algún instrumento de trazo muy fino y preciso; y aunque en ocasiones se dibuja únicamente el contorno de la figura o se reduce ésta a una serie de trazos muy finos, lo más habitual es el relleno uniforme de su interior (tintas planas), o mediante una serie de trazos más o menos paralelos (listado). Por otro lado, las diferencias apreciables entre cada manifestación en cuanto a pigmentos usados y tipo de trazos se complementan con las existentes en el ámbito del estilo. 2) Escala: centímetro. El estilo Esta escala de observación se centra en los caracteres estilísticos de la figura o motivo representado6, si entendemos el estilo como los convencionalismos comunes que, en un tiempo y lugar determinado, caracterizan un conjunto de representaciones (Sackett 1977). Estos convencionalismos afectan a dos elementos: la forma y el contenido. El contenido, lo representado, corresponde al significado de la imagen. Éste es un campo resbaladizo, pues no es necesario que exista una correlación directa y evidente entre la identidad de la imagen, su significado literal y su significado simbólico (cf. Panofsky 1994); de hecho, son numerosos los ejemplos etnográficos del carácter metafórico de muchas manifestaciones gráficas (cf. Chippindale 2001; Layton 2001). La forma, en cambio, hace referencia al modo de representar la imagen (es decir, sus cualidades formales). En su determinación influyen los convencionalismos que deben adoptarse para transformar un elemento tridimensional en uno bidimensional, y la voluntad de hacer que sea fácilmente reconocible o no (Smith 1998). Cada cultura, en un momento determinado, emplea únicamente un número limitado de posibilidades formales de expresión gráfica. Sin embargo, es posible que una cultura produzca dos estilos diferentes simultáneamente, tanto en cuanto a la forma como al conte6 Si bien, como veremos, las dimensiones de los motivos en el Arte Macroesquemático exceden con mucho esta escala, se mantiene este rango en su aspecto analítico, como categoría de análisis.
nido, sobre todo si cada uno tiene una función o un significado social diferente (cf. Schaafsma 1985; McDonald 1992; Franklin 1993; Tacón y Chippindale 1994; Smith 1998; Whitley 2001). Esta posible asociación con distintas funcionalidades o audiencias hace del estilo un factor esencial en el establecimiento de diferencias entre las distintas manifestaciones que coexisten en la zona de estudio, así como también entre los distintos abrigos. En cambio, no debe asumirse automáticamente que las diferencias estilísticas responden a diferencias culturales o históricas, buscando asociar cada estilo a un grupo de población o cronología exclusivo; esto supondría negar la posibilidad de una variabilidad social o funcional en la lectura del arte rupestre, y limitar su papel como transmisor de la cultura y creencias de un grupo. Por la propia definición de estilo como la "forma altamente específica y característica de hacer algo [...] exclusiva de un tiempo y lugar específico" (Sackett 1977: 370), durante décadas éste ha sido un concepto básico en Arqueología, usado para crear divisiones en el tiempo y el espacio, y la definición de tipos y culturas arqueológicas. Sin embargo, desde la década de los setenta se comienza a valorar su valor informativo no sólo acerca de los artefactos, sino también como un componente funcional de los sistemas culturales, sobre los grupos humanos y las prácticas sociales: se reconoce el papel de la variabilidad estilística en las estrategias de intercambio de información y en el establecimiento y mantenimiento de divisiones sociales (cf. Wobst 1977; Wiesnner 1983; Conkey y Hastorf 1990). Este enfoque ha sido también defendido desde la Arqueología post-procesual, donde se propone el papel activo de la cultura material en la construcción del mundo social, como un componente dinámico de la ideología y las prácticas sociales (Hodder 1987) —sea en relación con el proceso de negociación de identidades o como un medio de comunicación ideológico que define las relaciones entre grupos (cf. Troncoso 2002)—. En su aplicación más simple, se defiende que la cultura material, por su naturaleza durable, es la más apropiada para la transmisión de mensajes simples pero recurrentes (aquellos que afectan a la territorialidad o etnicidad): no requieren que el receptor y el emisor estén simultáneamente en el mismo lugar; facilitan la estandarización de determinados tipos de mensaje, que una vez producidos no necesitan una nueva inversión de energía; y circunscriben además un radio potencial de receptores (Wobst 1977: 321 y ss). La correspondencia de estos principios con las características propias del arte rupestre (cuyo soporte lo convierte en un elemento durable e inmóvil en el paisaje) ha sido el factor en que se basan aquellos estudios que consideran su uso como un sistema de información entre grupos de población —como mensajes entre grupos que comparten la explotación de un mismo territorio aunque no estén presentes a la vez en los mismos lugares, señalando rutas de comunicación o el
CONSIDERACIONES PRELIMINARES acceso a los recursos (Ingold 1986; Bradley et al. 1994; 1995). Por otro lado, se considera además que la mayor o menor complejidad de los mensajes estará en función del tamaño y el carácter de la audiencia potencial (su status dentro del grupo o en relación con éste) (Johnson 1982). Así, se ha señalado cómo en numerosos estilos artísticos prehistóricos los motivos representados son más variados y complejos en aquellos lugares donde deban ser vistos por una mayor o más variada audiencia, y más simples en aquellos con un carácter más restringido o especializado (Bradley 1991a; 1994; 2002). Todo esto evidencia la necesidad de analizar la complejidad de los motivos y composiciones (número y tipo de representaciones, coexistencia de distintos estilos en un mismo panel, etc.) en relación con otras variables de mayor escala; fundamentalmente, aquellas que afectan a las características de cada abrigo. 3) Escala: metro. El lugar en el panel Esta escala de observación debe atender a la distribución de las figuras en el panel y su relación con otras figuras: si existe intención de usar todo el espacio disponible, o si voluntariamente se dejaron espacios en blanco entre las figuras; si las agrupaciones de motivos responden a una voluntad de composición o acumulación7, o si, por el contrario, las nuevas figuras ignoran las preexistentes; la existencia o no de yuxtaposiciones o superposiciones de motivos; si existe algún principio de similitud entre las figuras de un tipo determinado (en cuanto a tamaño, orientación o distribución); etc. Otro factor susceptible de análisis en esta escala sería el concepto de campo manual, acuñado por A. Leroi-Gourhan (1982: 19) en referencia al área accesible al autor de las representaciones sin cambiar de posición, o consideraciones acerca de las tendencias universales existentes en la composición de los paneles —como la propensión de los motivos más antiguos a ocupar las partes centrales del panel, distribuyéndose el resto alrededor (Clegg 1983; Smith 1998: 217)—. Por otro lado, también debe atenderse a las características de la superficie rocosa: presencia de irregularidades (grietas, agujeros, intrusiones de un mineral diferente) y su posible relación con las figuras. Así, K. Helskog ha señalado la importancia de estas irregularidades en el sentido narrativo de algunas escenas en los grabados rupestres de Escandinavia (donde existen rastros de pisadas de oso que salen de su cubículo de hibernación para acabar en una fisura de la roca donde se acumula el agua, lo cual se interpreta como una metáfora del 7
En el sentido definido por A. Sebastián (1985: 32; 198687: 378), donde una escena acumulativa sería aquella agrupación de figuras en la que no existe unidad estilística ni técnica entre los distintos motivos, aunque sí pueda apreciarse una intencionalidad de las figuras más tardías de incorporarse a la actividad que se estaba representando previamente.
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tránsito a otro mundo —Helskog 1999—). Esta idea de las grietas como lugares de comunicación entre dos mundos (natural y sobrenatural) se repite también en numerosas representaciones rupestres de Norteamérica, donde con frecuencia se representan espíritus saliendo o entrando en fisuras de la superficie rocosa del panel como plasmación gráfica de su carácter de "umbral" (Whitley 1992; 1998). Sin entrar en valoraciones sobre un significado siempre difícil de establecer con seguridad, también en la Península Ibérica se ha recalcado el aprovechamiento que hacen las representaciones levantinas de las irregularidades de la superficie rocosa para dar volumen a las escenas, reflejando accidentes topográficos presentes en el entorno inmediato de los abrigos pintados; en este campo destacan las pioneras observaciones que E. Hernández Pacheco realizó en su publicación de 1924 de las pinturas de la Cueva de la Araña (Bicorp), a propósito de distintas escenas de caza o la de recolección de miel; o las realizadas con posterioridad por A. Sebastián (1985; 1986-87), que sobresalen por su rigor y voluntad de sistematización de toda la información referente a la distribución de las figuras en el panel, y a las relaciones establecidas entre ellas y con el soporte rocoso. Por último, si en un abrigo existen varios paneles diferenciados, deben observarse las diferencias que presentan: altura respecto al suelo del abrigo, profundidad, condiciones de la superficie rocosa, inclinación, dificultad de acceso, etc. 4) Escala: kilómetro. El lugar en el paisaje Hace referencia, en primer lugar, a las características del emplazamiento de cada uno de los abrigos, y del abrigo en sí mismo: su tamaño (capacidad), altura sobre el terreno circundante, orientación, accesibilidad y visibilidad (desde el abrigo hacia su entorno, y desde el entorno hacia el abrigo); la existencia de plataformas al pie del abrigo donde pueda congregarse un número amplio de personas; la presencia/ausencia de depósitos arqueológicos en el abrigo; etc. Estos atributos son especialmente relevantes si en un mismo conjunto o barranco existen varios abrigos y no todos fueron usados para la representación de arte, o si existen diferencias entre los motivos representados en cada uno de los abrigos de un conjunto. Por otro lado, aunque a mayor escala, debe atenderse también a la presencia/ausencia de abrigos por valles o regiones, lo cual puede deberse por un lado a la disponibilidad de roca adecuada y por otro lado (y fundamentalmente) a factores culturales. Además, otros factores a considerar a escala amplia serían la geología de la zona (presencia de relieves destacados, tipos de suelos), la existencia de yacimientos de habitat o enterramiento en las inmediaciones, la cercanía a recursos naturales o hidrográficos, etc.; pero siempre teniendo en cuenta la evolución histórica del paisaje, cuyos cambios han afectado de forma irreversible a la capacidad del suelo, cobertura vegetal e hidrografía.
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Por otro lado, debe evitarse la simplificación de asumir la contemporaneidad en el uso de todos los elementos arqueológicos intervisibles; en cambio, sí debe tenerse en cuenta que en ocasiones representaciones preexistentes pueden incorporarse a las creencias de un grupo o condicionar la creación de otras nuevas en sus inmediaciones. En este caso, puede considerarse que los elementos más antiguos puedan actuar como focos de atracción para los nuevos; o incluso que la representación de los motivos respondiese a la sanción (social o ritual) de un lugar que ya poseía importancia dentro de las creencias de un grupo. Para el estudio de cada abrigo atendiendo de forma global a todas estas variables se ha elaborado una serie de fichas descriptivas, centradas en tres aspectos básicos: —Localización y emplazamiento del abrigo. Se consignan sus datos identificativos básicos (nombre del abrigo, número de inventario, término municipal, coordenadas UTM, descubridor, fecha de descubrimiento), así como sus características morfológicas (capacidad, presencia de sedimento arqueológico) y los aspectos derivados de su emplazamiento (orientación, altitud absoluta y relativa, accesibilidad / pendiente, visibilidad hacia y desde el entorno). Se reseñan también los estilos representados, calcos disponibles y bibliografía publicada. Cuando en un conjunto existen varios abrigos con un emplazamiento o características bien diferenciadas, cada uno de los abrigos ha recibido un número de inventario y se han consignado sus datos por separado; en aquellos conjuntos más homogéneos, aunque se recoge el número total de abrigos, sus características se determinan de forma común. —Descripción de los paneles. Se señala el número de paneles existentes en cada abrigo, el número de motivos en cada panel, los estilos representados y las características generales del panel: sector del abrigo en que se sitúa; forma de la pared (cóncava o recta); altura sobre el suelo en la zona e inclinación de éste (lo que determina su accesibilidad a la hora de realizar las representaciones, incluyendo la posibilidad de que para su realización se necesitase algún tipo de accesorio o estructura de sustentación artificial); profundidad a la que se sitúa; y características de la superficie rocosa (atendiendo especialmente a la existencia de grietas o irregularidades que puedan formar parte de la voluntad compositiva del panel). Se ha elaborado una ficha por cada uno de los paneles en los que existen representaciones calcadas y descritas, aunque se señalan también aquellos en que se reconocen restos de pinturas que no han sido calcadas o identificadas. En todos los casos, para la determinación de los paneles se han respetado los criterios establecidos por los responsables del calco y publicación, valorando en cada caso si se trata de paneles compartidos (con representación de motivos pertenecientes a distintos estilos) o exclusivos
(con motivos pertenecientes a un único estilo). Aunque pueda argüirse que la diferenciación de paneles se debe a un criterio artificial impuesto por cada investigador, lo que se intenta valorar en este caso es la existencia de una voluntad de asociar espacialmente determinadas figuras (pertenecientes a un mismo o distintos estilos), o de dejar espacios en blanco entre ellas y otras figuras o grupos. —Descripción de los motivos. Se consigna el tipo de figura (motivo y estilo al que pertenece), su color, tamaño y sector del panel en que se ubica; si existen repintados que afecten al motivo; su relación con otros motivos (existencia de composiciones o superposiciones); y si se incorpora algún elemento de la superficie rocosa (grietas u oquedades) en la composición. Atendiendo especialmente a las características del Arte Levantino, se ha individualizado un campo para consignar motivos asociados a la figura descrita (en el caso de los motivos antropomorfos, por ejemplo, si éstos portan algún elemento de adorno o armamento). Para la descripción de los motivos, por otro lado, se han respetado las clasificaciones tipológicas existentes para cada estilo (a partir de las síntesis de Acosta 1968; 1983; y Hernández et al. 1988; 1994; 1998; 2000). Los datos recogidos en las distintas escalas de observación se han incluido en una base de datos con campos interrelacionados, lo que permite la asociación de todos estos aspectos en la realización de búsquedas. Por último, una valoración global de las diferencias existentes en cada una de las escalas de análisis, atendiendo a las variables que contiene cada una, ha permitido establecer qué atributos presentaban una mayor variabilidad entre unos abrigos y otros. A partir de éstos hemos señalado unas pautas para la representación de motivos, distinguiendo en la zona de estudio cinco tipos diferentes que constituyen el punto de partida de nuestro análisis. Estos tipos responden a las diferencias apreciables en cuanto al tipo de abrigo y su emplazamiento (ubicación, accesibilidad, tamaño y visibilidad hacia y desde el entorno); el tipo de paneles, motivos y estilos existentes; y su relación con los yacimientos de habitat y funerarios, y las posibles rutas de comunicación establecidas entre ellos. Estas diferencias sin duda son debidas a la distinta funcionalidad de los abrigos, que creemos es la que condiciona el tipo y complejidad de los motivos representados en cada uno de ellos. Sobre la denominación y posible contexto de uso de estos tipos mantenemos una deuda evidente con la sistematización propuesta por J. Martínez para la distribución de la pintura esquemática en el Sudeste peninsular (Martínez García 1998). Sin embargo, en este caso la valoración de este esquema no sólo atiende a las posibles diferencias impuestas por las peculiaridades geográficas de nuestra zona de estudio; además, nuestra propuesta ha venido precedida por un estudio sistemático de cada uno de los abrigos de nuestra área de estu-
CONSIDERACIONES PRELIMINARES dio atendiendo a las distintas escalas y variables señaladas. Esto ha permitido realizar unas matizaciones sobre este esquema y la elaboración de uno nuevo más ajustado al registro disponible en esta zona, y que por tanto nos permite una comprensión más adecuada y profunda de la distribución del arte rupestre neolítico en el área central del Mediterráneo Peninsular, que atienda además al fenómeno de la coexistencia en un mismo espacio y tiempo de tres manifestaciones gráficas distintas tanto en su forma como en su contenido. A grandes rasgos, pues abundaremos posteriormente en estos aspectos, nuestra propuesta es la siguiente. 1) Abrigos situados en emplazamientos prominentes o sobre elementos topográficos destacados sobre el entorno, por lo que presentan una amplia visibilidad tanto a media como a larga distancia. Estos abrigos, caracterizados por su difícil accesibilidad y pequeño tamaño (adecuado únicamente para una o dos personas), son exclusivos de las representaciones esquemáticas. Los motivos aquí representados son escasos, simples y geométricos (barras, puntos, zig-zags, soliformes), y ocupan uno o dos paneles a lo sumo. 2) Abrigos localizados a lo largo de los principales valles y cuencas fluviales, aquellos que funcionan como corredores de comunicación dentro de esta zona y también hacia las zonas inmediatas; aunque, de forma excepcional, este tipo de abrigos puede localizarse también en uno de sus barrancos tributarios. Estos abrigos, de fácil acceso y gran tamaño (incluso para grupos superiores a los 15-20 individuos), parecen privilegiar la posibilidad de reunir una audiencia amplia en puntos de paso necesario a lo largo de estos corredores; sacrificando, a cambio, la posesión de una visión más extensa sobre el entorno. La funcionalidad pública de estos abrigos, que puede ser tanto intra como intergrupal, explicaría la complejidad de sus paneles y la presencia compartida en ellos de motivos pertenecientes a los estilos Macroesquemático, Esquemático y Levantino. Las yuxtaposiciones y superposiciones de motivos pertenecientes al mismo o a diferentes estilos indican además una reiteración en el uso de estos abrigos. 3) Abrigos localizados en los barrancos tributarios de estos valles principales, donde varían las características de los motivos representados en función de su accesibilidad, tamaño, visibilidad y cuenca visual (las cuales dependerán de su emplazamiento y las características del barranco). Así, se pueden apreciar diferencias entre los abrigos más pequeños y aislados, que suelen tener paneles más simples, con motivos pertenecientes a un único estilo; y los abrigos más amplios y accesibles, que suelen ser compartidos, con paneles más complejos y representaciones macroesquemáticas, esquemáticas y levantinas (e incluso superposiciones). Los ejemplos son abundantes, pues este es el tipo de abrigos más frecuente. 4) Abrigos localizados dentro de los macizos montañosos que separan dos de estos valles o cuencas flu-
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viales principales. Son abrigos encajonados, de visibilidad muy restringida (limitada al sector del barranco en que se sitúan). Los ejemplos no son muy abundantes, y se asocian únicamente a la representación de motivos esquemáticos; aunque las superposiciones de motivos pertenecientes a este estilo muestran cómo estos abrigos son reutilizados en distintos momentos. 5) Abrigos localizados junto a puertos de montaña o puntos de paso obligado en la unión de dos valles. Estos abrigos, de tamaño medio y variable dificultad de acceso, comparten dos elementos definitorios: una amplia visibilidad sobre los valles hacia los que se abren y la presencia en el mismo conjunto de motivos esquemáticos y levantinos (aunque no necesariamente en el mismo panel o abrigo). En esta propuesta de sistematización puede apreciarse la correspondencia en cuanto a pautas de emplazamiento de los abrigos de Tipo 1 con los que J. Martínez denomina "abrigos de culminación", de los de Tipo 3 con los "abrigos de movimiento", y de los de Tipo 5 con los "abrigos de paso " (Martínez García 1998: 550-552); en cambio, los tipos definidos en las tierras valencianas difieren en cuanto a su contenido (complejidad de las representaciones y composiciones, y presencia en los abrigos de más de una manifestación gráfica). Además, en esta zona no se reconocen algunos de los tipos definidos por este autor (abrigos de visión, abrigos ocultos), y sí en cambio otros que serían exclusivos de esta comarca (los abrigos de Tipo 2, caracterizados por la presencia simultánea de representaciones levantinas, esquemáticas y macroesquemáticas). Por otro lado, esta sistematización se ha basado en una selección personal de las variables y atributos a analizar. Además, la determinación de muchos de estos atributos no ha sido fruto de un cálculo sistematizado: hemos considerado que la cuantificación de la visibilidad, pendiente y altura relativa son los factores que de forma más evidente permitirían apreciar las diferencias que señalamos en cuanto al emplazamiento de los distintos tipos de abrigos, y por tanto éstos han sido los elementos calculados mediante la aplicación del SIG Arcview 3.2; en cambio, otros atributos que afectan a las características morfológicas del abrigo (como su capacidad u orientación) han sido medidos únicamente a través de la comprobación sobre el terreno. Por último, la cuestión de su accesibilidad también ha sido estimada personalmente a partir la visita a los abrigos, aunque su cálculo se podría haber sistematizado mediante el uso de SIG; sin embargo, hemos preferido usar este procedimiento puesto que en su valoración queríamos tener en cuenta algunos factores que no habríamos podido incluir en el análisis (vegetación, tipos de suelos, existencia de posibles sendas) y que, a pesar de las variaciones experimentadas desde época neolítica, sin duda afectarían a las conclusiones obtenidas. Por todo ello, no consideramos la clasificación en grupos de estos abrigos como
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un fin en sí mismo, sino como un punto de partida; una herramienta de trabajo que, como toda tipología, es resultado de una percepción personal regida por pautas interpretativas preestablecidas (que hemos explicitado en este apartado y que consideramos sistemáticas y coherentes). Admitimos, por tanto, que estas cuestiones quedan sujetas a la posibilidad de una distinta consideración por parte de otros investigadores que puedan partir de criterios de análisis distintos8. En cualquier caso, esta clasificación se basa fundamentalmente en el contenido (complejidad estilística), emplazamiento y distribución en el paisaje de los abrigos, sin contemplar los aspectos funcionales del uso recibido por los abrigos. Como veremos más adelante, estos contextos de uso se diversifican en función de la manifestación analizada, pues cada una parece otorgar un sentido distinto a los abrigos incluidos en estos tipos generales. 3. MARCO ESPACIAL. LAS COMARCAS CENTRO-MERIDIONALES VALENCIANAS Este estudio toma como marco la zona montañosa del norte de la provincia de Alicante y sur de la de Valencia, área geográfica delimitada a grandes rasgos por la Serra Grossa y el macizo del Mondúver al norte; el corredor de Montesa, la Sierra de la Solana y la Sierra del Morrón al oeste; el mar Mediterráneo al este y la cuenca del río Vinalopó al sur. Esta zona, con sus contrastes entre el litoral y el interior, y entre vegas y llanos y sierras y valles, permite la definición de varias unidades geomorfológicas bien diferenciadas. Se trata de un paisaje caracterizado, en sus zonas montañosas, por la alternancia entre los grandes anticlinales y los valles rellenos de margas miocenas, todos ellos de disposición típicamente bélica (SONÉ). Y, en las comarcas litorales, por distintos tipos de costa, desde las playas arenosas propias de los ambientes de restinga-albufera hasta los altos acantilados. Al mismo tiempo, dentro de esta área amplia podemos distinguir una serie de valles menores que funcionarán como unidades básicas de nuestro análisis; pues entendemos que son estos valles, y los ríos que los recorren, los principales vertebradores internos de un territorio. 3.1. DESCRIPCIÓN DEL MEDIO FÍSICO La zona meridional del País Valenciano comprende la porción más oriental del conjunto de las Cordilleras Bélicas, en la que, atendiendo a la estratigrafía y la leclónica, pueden dislinguirse varios dominios. Como el resto de las tierras valencianas, esla
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De hecho, la clasificación de los distintos abrigos planteada en este estudio sólo coincide en algunos casos con la establecida por otra autora en su análisis de la distribución del Arte rupestre Esquemático de esta zona (cf. Torregrosa 2000; 20002001).
zona corresponde al borde de la depresión geosinclinal bélica, inundada durante la transgresión marina burdigaliense y que recibirá posteriormente el impacto del ciclo orogénico alpino, presenlando materiales propios de este ciclo sedimenlario. Los depósitos correspondientes a las Eras secundaria y terciaria son alternantes, y de distinto grosor de acuerdo con la velocidad de esta alternancia: abruptos crestones calcáreos y dolomílicos, intercalados con depresiones arcillosas y margosas que presenlan redes de drenaje profundas y encajadas. El úllimo gran episodio tectónico, de carácter dislensivo, se producirá durante el Plioceno, coincidiendo con la relirada lolal del mar. Durante esla fase se acenlúan las fosas tectónicas anliguas y se crean oirás nuevas, con resullados ya muy cercanos al relieve que podemos observar aclualmenle. En las cuencas interiores, el endorreísmo dará lugar a una sedimentación carbonatada de lipo lacuslre, formando zonas panlanosas en las que vierten sus aguas las sierras que las rodean (cf. Romero et al. 1997). Áreas lacustres y saladares son habituales, con gran abundancia de agua debido al encharcamienlo o por cercanía de la capa freálica, y relacionadas con el desarrollo de marjales y albuferas. En el interior de eslas comarcas pueden diferenciarse varias unidades geomorfológicas bien definidas. a) Cabecera y curso medio del Serpis: las comarcas de l'Alcoiá y el Comtat La cuenca media y alia del Serpis consliluye una cúbela irregular y alargada en senlido Iransversal, delimilada al norte por la Sierra del Benicadell, al sur por la Sierra de Ailana, y al oeste por la de Mariola. A su alrededor se disponen una serie de pliegues donde alternan las sierras de naluraleza caliza y valles rellenos de sedimentos miocenos, por donde discurre, encajada, la red fluvial (Cosía y Malarredona 1985). Debido a la orienlación SO-NE de los pliegues, el tránsito en dirección N-S por esta zona es difícil, debiendo alravesar los caminos numerosos collados y puertos (como el de Albaida, Beniarrés o Carrasquela). De esla forma, los pasos nalurales de enlrada y salida a esla zona monlañosa deben disponerse en el mismo senlido SO-NE que los plegamienlos: el corredor sinclinal de Beneixama Bocairenl Vállela d'Agres y el valle del Polop-Barxell, que unen la cabecera del Vinalopó con la cuenca alia y media del Serpis; y la Canal Ibi-Alcoi, que lo comunica con el Camp d'Alacanl y la Foia de Caslalla. Una excepción la consliluiría el acceso, si bien algo más difícil, desde La Torre de les Mañanes hacia el valle de Penáguila a iravés del Puerto del Rentonar. Hacia el este de esla fosa quedan una serie de pequeños e irregulares valles laterales, con mullilud de ramblas y barrancos, rellenos en su mayoría de arcillas y margas (como los de Penáguila, Sela, Planes o Perpuxenl). Sin embargo, en este margen izquierdo lambién existe una zona llana (entre Cocentaina y el río de Agres, la zona de aluvionamienlo más impor-
CONSIDERACIONES PRELIMINARES
I K.I K \ 2. Md/'ti xcncnil ilc hi rmiii i/c r\intli«. \ prindpales C/IM v r 40 %
FIGURA 11. Pendientes en la zona de la Canal de Bocairent, Vállela d'Agres y Serra de Mariola. Se aprecia cómo los abrigos pintados se localizan mayoritariamente en zonas de fuerte pendiente.
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c) Áreas de captación El cálculo de áreas de captación o Site Catchment Analysis es una técnica que permite analizar el emplazamiento de los yacimientos arqueológicos en relación con los recursos económicos potencialmente accesibles desde éste. Desde su definición y primeras aplicaciones dentro de la Escuela paleoeconómica de Cambridge (Vita-Finzi y Higgs 1970; Higgs y VitaFinzi 1972; Jarman et al. 1972), este análisis se ha basado en la recreación de un perímetro alrededor del asentamiento que designaría el área habitualmente explotada desde éste (territorio de captación o explotación), partiendo de un criterio de racionalidad económica de coste mínimo: se considera que, a mayor distancia desde la base, mayor será el valor económico de explotar determinados recursos; por ello, existirá un límite en el territorio de explotación en aquel punto en el que el coste de obtención de los recursos supere los beneficios que éstos proporcionen. La estimación de dónde debía establecerse el límite del área de captación se ha derivado de la Etnografía, difiriendo en función de las actividades económicas de las sociedades estudiadas; para las sociedades de economía productora de base agropecuaria suelen aceptarse las estimaciones de Chisholm (1968), quien considera que su régimen de trabajo se establece dentro de un radio de una hora de camino desde el yacimiento (5 Km de terreno llano). En la práctica, la delimitación de este límite ha seguido dos líneas distintas: a) La designación de círculos concéntricos de radio fijo en torno al asentamiento, basados únicamente en la distancia cartesiana. b) La determinación del espacio accesible desde un asentamiento en un intervalo de tiempo determinado, atendiendo a la topografía del terreno que rodea el yacimiento. Esto puede hacerse tanto a través de sistemas tradicionales, contrastados mediante experiencias directas sobre el terreno (considerando que cada intervalo de variación de 50 m en la altitud restaría cinco minutos al tiempo de desplazamiento —cf. Davidson y Bailey 1983—); o aplicando herramientas SIG, con la recreación de una superficie de fricción que permita medir el esfuerzo del desplazamiento atendiendo al coste añadido de atravesar pendientes, cursos de agua, etc., sea en términos de tiempo (velocidad) o energía invertida (cf. Gaffney y Stancic 1991; Gaffney et al. 1996; Van Leusen 1999; Wheatley y Gillings 2002). En cualquiera de sus aplicaciones, este tipo de análisis ha generado un abundante número de críticas, centradas en su aplicación de un criterio de eficiencia y racionalidad económica sólo válido para el análisis de economías de mercado, o en el reduccionismo que supone la consideración de que las sociedades humanas actúan como meros optimizadores de la produc-
ción (que sólo responden a condicionantes económicos y medioambientales); así como en el propio procedimiento seguido para la delimitación del perímetro del área de captación. En este sentido los SIG, por su capacidad para extraer información sobre el entorno geográfico y realizar operaciones geométricas y estadísticas, permitirían una mayor precisión metodológica en la delimitación de este recorrido. Sobre el primer aspecto, consideramos que los recursos potencialmente explotables desde un yacimiento sólo constituyen uno de los factores que informan sobre el tipo de economía en que éste debe inscribirse, pues en última instancia la determinación de las necesidades de consumo de una comunidad puede depender tanto de cuestiones sociales como de las puramente económicas. Sin embargo, dado que nuestro estudio no busca reconstruir el sistema de producción de estas comunidades sino únicamente identificar sus pautas de poblamiento, la aplicación de un análisis de áreas de captación mediante SIG nos parece un método válido para cuantificar de forma sistemática y homogénea uno más de los distintos aspectos del emplazamiento de los yacimientos: el tipo de suelo sobre el que se sitúan. Independientemente de su significado económico, la aplicación estandarizada de esta herramienta permite describir con unos mismos criterios el entorno geográfico de cada yacimiento y, al compararlo con el de otros, diferenciar distintos tipos. Por otro lado, puesto que nuestro interés es mostrar las diferencias existentes en el entorno en que se ubican los distintos yacimientos, este cálculo no se ha aplicado a todos los conocidos, sino a una muestra seleccionada atendiendo a determinados parámetros: funcionales (que hubiera asentamientos al aire libre, cuevas y abrigos); geográficos (pertenecientes a las distintas sub-unidades geográficas); y cronológicos (pertenecientes a distintos horizontes dentro de la secuencia neolítica de la zona). En cuanto a la delimitación del perímetro del área de captación, entre las fórmulas desarrolladas por distintos autores para la recreación de una superficie de fricción atendiendo a aspectos del terreno como las pendientes, el tipo de suelo o la vegetación (cf. Van Leusen 1999 o Wheatley y Gillings 2002: 154 y ss), en este caso hemos aplicado la ecuación propuesta por L. J. Gorenflo y N. Gale (1990) para la creación de una superficie anisotrópica basada en el grado de la pendiente a atravesar,
El resultado es una función que contempla un descenso exponencial en la velocidad en función de la pendiente a atravesar, donde v sería la velocidad de desplazamiento (en km/hora), y s la pendiente. El resultado obtenido puede ser fácilmente convertido en unidades de tiempo a partir de la aplicación de la ecuación simple t = e/v (donde e sería el espacio reco-
CONSIDERACIONES PRELIMINARES rrido y v la velocidad). Aunque no hemos realizado ningún recorrido empírico para comprobar la fiabilidad de esta fórmula, hemos podido comparar nuestros resultados con el caso de la Cova de les Cendres (Teulada), donde su equipo excavador intentó delimitar un área de captación a partir de recorridos a pie de una hora en varias direcciones desde el yacimiento
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(Fumanal y Badal, en Bernabeu et al. 2001) (Fig. 12). La similitud de los resultados obtenidos en ambos casos (teniendo en cuenta que el cálculo empírico realizado desde Cendres se hizo uniendo los puntos extremos desde varios recorridos, lo que explicaría las diferencias entre los contornos resultantes) nos permite validar el método aquí propuesto.
FIGURA 12. Comparación entre los resultados del cálculo del área de captación de la Cova de les Cendres: A) Sobre el terreno, con indicación de los recorridos usados para el cálculo (redibujado a partir de Fumanal y Badal, en Bernabeu et al. 2007: Figs. 1.12 y 1.14); B) Aplicando la ecuación de Gorenflo y Gale.
5.2.
CÁLCULO DE CUENCAS VISUALES
El análisis de la visibilidad como factor determinante del emplazamiento de monumentos y yacimientos arqueológicos ha sido uno de los elementos desarrollados en los estudios surgidos con la Nueva Arqueología. En los estudios pioneros en este campo se consideró que la visibilidad constituía, como el propio espacio, una realidad neutra y atemporal, exclusivamente dependiente de variables medioambientales; que podía, así, ser reconstruida y leída por el investigador actual de la misma manera en que era apreciada por los grupos del pasado (cf. Renfrew 1979; Fraser 1983). Posteriormente, el propio desarrollo de la teoría arqueológica ha contribuido a enriquecer este concepto de visibilidad, defendiéndose un papel más activo del grupo social en su definición: la visibilidad se asocia a la percepción visual del individuo, lo cual no es una variable natural sino una construcción cultural, por lo que no dependerá únicamente de los datos sensoriales recogidos del entorno sino de su procesado a través del filtro de la memoria personal o grupal o las propias expectativas del individuo (Witcher 1999: 16).
La definición y análisis de las condiciones de visualización de los abrigos incluye tanto lo que se ha denominado visibilidad (lo que se ve desde los abrigos) como visibilización (cómo se ve ese abrigo desde su entorno), lo cual responde siempre a unas estrategias sociales particulares (Criado 1993b; 1999). En nuestro caso de estudio estos aspectos constituyen un factor esencial en la caracterización de los abrigos con arte rupestre, al ser uno de los atributos que presenta mayor variabilidad (lo cual permite establecer diferencias entre los distintos abrigos); además, las relaciones de intervisibilidad de dichos abrigos permiten también definir agrupaciones significativas de éstos, así como con los yacimientos de habitat y enterramiento de su entorno y las líneas básicas de movilidad en el territorio, lo que facilita la comprensión del paisaje que todos estos elementos articulan. Todo esto nos remite a las pautas de comportamiento espacial de sus autores y al contexto social en que estos abrigos fueron usados. Sin embargo, aunque la visibilidad de los abrigos con arte rupestre (especialmente el supuesto dominio visual ejercido desde algunos de ellos) es un elemento frecuentemente mencionado, presente incluso en
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los primeros estudios de H. Breuil sobre la pintura rupestre esquemática, este atributo no ha sido nunca explorado de forma sistemática. En cambio, las herramientas disponibles en un SIG proporcionan un marco metodológico específico para un análisis sistemático y con criterios uniformes de todos los abrigos, permitiendo así valorar las diferencias en los resultados obtenidos en cada caso. La cuenca visual de un yacimiento comprende todos los puntos visibles desde éste, representados de forma binaria (1, visible; O, no visible); donde dos elementos pueden definirse como mutuamente visibles si una línea recta puede trazarse entre ambos sin ser interrumpida por ningún otro elemento de la superficie situada entre ellos (Fisher 1996: 1297). Así, la cuenca de visibilidad se obtiene a través del cálculo de múltiples líneas de visibilidad desde un punto de origen, que llegarían a todos aquellos puntos donde no exista una interferencia visual del terreno (topografía) o de elementos del terreno (construcciones, vegetación, etc.). Por tanto, se asume una reciprocidad en la visibilidad: las cuencas visuales indicarían también todos aquellos puntos desde los cuales es visible el yacimiento analizado (Kvamme 1999: 177); sin embargo, como han señalado algunos autores, pueden existir distorsiones en esta reciprocidad en función de dónde se sitúe el observador o su altura (Fisher 1996: 1298; Wheatley y Gillings 2002: 210 y ss). Por ello, en este estudio asumiremos que la cuenca visual de cada yacimiento no implica necesariamente dicha reciprocidad, siendo válida únicamente la establecida desde el punto de observación. Otro elemento que puede distorsionar en cierta medida los resultados de un análisis de visibilidad es la cobertura vegetal; aunque en este estudio ésta no se ha considerado por la parcialidad de los datos existentes para la zona, admitimos que constituye un elemento cuya inclusión debería ser explorada en el futuro —con el desarrollo de fórmulas específicas sobre su permeabilidad como las planteadas por M. Llobera (com. pers.)—. Los análisis sedimentológicos y palinológicos realizados para la zona de estudio en momentos del Neolítico indican que en esta fase se inicia una progresiva deforestación de las laderas, evidenciada por la degradación del bosque mediterráneo y el avance de formaciones secundarias como el Pinus halepensis y el matorral de maquis y garrigas, y que se hará más evidente en momentos calcolíticos (Dupré 1988; Badal 1997; 2002). De esta manera, la existencia de estas formaciones boscosas en las laderas de las montañas donde se sitúan los abrigos con arte rupestre en muchos casos podría suponer un importante factor de distorsión en el cálculo de sus cuencas visuales. Sin embargo, en nuestro estudio la importancia concedida a este análisis se ha basado en las diferencias que permite establecer entre los distintos tipos de abrigos; por ello, considerando que la existencia de una mayor cobertura vegetal afectaría por igual a todos ellos, estas diferencias seguirían siendo apreciables. De esta manera, consideramos que un análisis así planteado
mantendría su validez a pesar de no incluir este factor de distorsión. Respecto a otros condicionantes de la visibilidad, como la altura del observador, el ángulo de incidencia, la dirección de la mirada o la distancia del objeto al punto de observación, es más fácil la introducción de parámetros correctores. Además, una vez calculadas las cuencas simples, éstas se pueden combinar en cuencas visuales acumuladas, que indican qué abrigos son intervisibles y qué zonas son visibles a la vez desde varios de ellos. Las distintas exploraciones llevadas a cabo en este sentido se exponen a continuación. a) Cuencas visuales simples El primer paso realizado en el cálculo de las visibilidades de cada yacimiento ha sido determinar cuál sería la altura del observador, considerando que si la visibilidad de cada abrigo fuese uno de los factores que condicionasen su elección, ésta podría estar culturalmente controlada (de forma que la percepción de entorno no fuera la misma en función de la edad o sexo de los observadores, cuestión planteada en el estudio del fenómeno del megalitismo en la fachada nororiental de la Península Ibérica —cf. Criado 1999: 34). Por ello, se realizaron distintos cálculos para cada abrigo, situando la altura del observador en O, O'70 m, 1 '5 m y 1'7 m en cada caso; sin embargo, excepto en algunos ejemplos las diferencias en los resultados obtenidos eran prácticamente nulas, lo cual nos llevó a desestimar esta posibilidad. A pesar de todo, consideramos muy posible que esta ausencia de diferencias significativas se deba en gran medida a la resolución del DEM empleado, y por ello ésta es una cuestión que puede ser relevante explorar a una escala más detallada en el futuro; pero, para abordar las cuestiones planteadas en este estudio, consideramos suficiente establecer como parámetro una altura media de 1'60 m, que correspondería de forma general a un individuo adulto sin sexo diferenciado. En cuanto al ángulo de incidencia de la línea de visibilidad, se ha mantenido por defecto el dado por el programa (entre 90° y -90°, siendo 0° el plano horizontal establecido en la altura del observador), sin intentar calcular diferencias forzando la visibilidad en distintos ángulos, pues éstas no se darían en la realidad (dado que la mayor parte de los abrigos no son excesivamente profundos ni presentan viseras muy marcadas que pudieran limitar el ángulo de visión). Lo mismo ocurre con la dirección de la visibilidad, a la cual tampoco se ha impuesto más restricción que la determinada por la propia topografía en el lugar de emplazamiento del abrigo. b) Cuencas visuales según la distancia al punto de observación Existen varios factores que permiten limitar la cuenca visual de un yacimiento de forma significativa: el ángulo de incidencia de la línea de visibilidad, su
CONSIDERACIONES PRELIMINARES orientación y la distancia de lo observado respecto al observador. Atendiendo a las consideraciones ya expuestas acerca del ángulo de incidencia y la orientación de la cuenca visual, el último elemento aparece como especialmente interesante, pues es evidente que la percepción de lo observable disminuye, entre otros tactores, paralelamente al incremento de la distancia desde el punto de observación. La falta de consideración de esta pérdida de nitidez constituye una de las críticas más frecuentes que se realizan acerca de los cálculos de la visibilidad desde un yacimiento (cf. Fisher 1992; Wheatley y Gillings 2000), siendo un aspecto que puede depender tanto del tamaño del
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objeto observado como de las propias características geomorfológicas del entorno (la claridad con la que se destaque el objeto frente al fondo) o de factores climáticos o atmosféricos (con sus variaciones tanto en ciclos diarios como estacionales), especialmente a media y larga distancia. Por ello, en este estudio hemos calculado la visibilidad de cada yacimiento en tres tramos independientes, convencionalismo adoptado tras la visita a estos abrigos y la valoración empírica de las características de su entorno topográfico (anchura media de los barrancos y valles) y sus cuencas visuales14:
FIGURA 13. Visibilidades por distancia y motivos representados en dos yacimientos de la Valí de Gallinera. A) Abric IV del Barranc de Benialí; B) Barranc de Paréis.
14
Esta división depende en última instancia de las características del entorno en que se localicen los yacimientos, y para otras zonas se han establecido unos límites distintos: así, D. Fraser (1983) estableció en sus estudios en Orkney tres rangos de visibilidad: restringida (inferior a 500 m), intermedia (entre 500 m y 5 Km) y distante (superior a 5 Km), atendiendo a las características naturales del terreno en esta zona. Otros autores
han matizado esta división en rangos atendiendo a cuestiones como el contraste objeto/fondo, y la pérdida de nitidez que se produce con el aumento de la distancia (cf. Wheatley y Gillings 2000); aunque, en última instancia, consideramos que es la propia topografía de la zona analizada la que determina cuáles son los rangos de visibilidad que deben establecerse.
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FIGURA 14. Ejemplos de articulación de las cuencas visuales acumuladas. A) Esquema circular o estáticacabecera y cuenca media del río Serpis; B) Esquema longitudinal o dinámico: Valí de Gallinera.
Inferior a 1000 m: cuenca visual inmediata o restringida. Entre 1-5 Km: visibilidad a media distancia, donde existe un alto grado de nitidez en la observación. Superior a 5 Km: visibilidad a larga distancia, donde la percepción comienza a hacerse más difícil (disminuye la claridad del objeto frente al fondo, etc.), y tampoco puede hablarse de voluntad de control visual en sentido estricto —pues lo visible se encuentra lejos de lo que sería un radio de control efectivo desde el punto de observación—.
Dentro de estos tramos, se han analizado las características de la cuenca visual: amplitud en grados y distancia longitudinal que abarca, y se han clasificado en las siguientes categorías: — Nula: Cuando no existe ninguna zona visible, o ésta es muy escasa. — Parcial: Cuando las zonas visibles se presentan en parches aislados. — Sectorial: Cuando la cuenca visual tiene una amplitud inferior a los 45°. — Amplia: Cuando la cuenca visual tiene una amplitud entre 45° y 180°.
CONSIDERACIONES PRELIMINARES — Muy amplia: Cuando la amplitud de la cuenca visual es superior a los 180°. Con esto se pretende, más que evaluar la cuenca visual como un elemento homogéneo, establecer qué tipo de visibilidad prima cada abrigo, de acuerdo con el intervalo más significativo dentro de su cuenca visual. Así, las diferencias entre las cuencas visuales en cada uno de estos radios sugieren interesantes apreciaciones sobre el tipo de visibilidad que presenta cada yacimiento y, dado que estas diferencias se extienden también a otras características del abrigo y al tipo y complejidad de motivos representados, puede apreciarse cómo en la elección de cada uno de los abrigos existen unas pautas de representación conscientes. c) Cuencas visuales acumuladas Las cuencas visuales acumuladas (CVA) pueden definirse como una suma de los resultados del cálculo de varias cuencas visuales simples, donde los resultados se clasifican dentro de un rango que va desde O (no visible desde ningún punto) hasta n (visible desde todos los puntos a la vez —siendo n el total de yacimientos considerados); es decir, se representan todos los puntos visibles simultáneamente desde una serie de lugares (Wheatley 1995; Wheatley y Gillings 2002: 208)—. Esto permite analizar las relaciones de intervisibilidad entre los puntos estudiados (qué abrigos son intervisibles), definiendo así agrupaciones significativas de abrigos. Por otro lado, pueden analizarse las características del área de dominio visual de cada grupo de yacimientos y cuáles son las zonas especialmente destacadas en una cuenca de visibilidad común (aquellas donde confluirían la mayor parte de las cuencas visuales), mostrando distintas estrategias de visibilidad y articulación del entorno. 5.3. CÁLCULO DE CAMINOS ÓPTIMOS Uno de los aspectos que presenta mayor potencial interpretativo dentro de la reciente Arqueología del Paisaje es el análisis de la articulación de los distintos componentes del paisaje y las prácticas sociales ligadas a éstos. Esta articulación puede inferirse a partir de las relaciones de visibilidad establecidas entre los distintos yacimientos, y de éstos con su entorno, así como a partir de la identificación de las pautas de movimiento entre unos y otros; pautas que, como hemos señalado, dependerían tanto de las características naturales del terreno como de decisiones prácticas de carácter socio-cultural. Así, las recientes aproximaciones post-procesuales y fenomenológicas al estudio del paisaje se han centrado en el estudio del movimiento de los grupos sociales en su entorno, considerándolo uno de los principales agentes en su percepción y articulación (cf. Leroi-Gourhan 1964; Ingold 1986; 2000; Tilley 1994; Llobera 1996; 2000).
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Sin embargo, en muchos casos este tipo de estudios se ve limitado por la carencia de una metodología adecuada para la reconstrucción de la dimensión espacial de las prácticas sociales, su posible relación con los elementos percibidos del paisaje, y la importancia del movimiento en todo ello (cf. Llobera 1996; Harris 2000); pues, en términos prácticos, este interés ha llevado a un retorno a los métodos de recogida de datos más descriptivos y anecdóticos, basados en la experiencia personal del investigador (Wheatley y Gillings 2002: 204)15. Para salvar estas carencias algunos autores han defendido la potencialidad de los SIG para el cálculo de caminos óptimos, lo cual permitiría estudiar las relaciones establecidas entre distintos tipos de asentamiento en una zona concreta (Lock y Harris 1996); o, asociado al cálculo de cuencas visuales, explorar las relaciones entre el emplazamiento de los asentamientos y el trazado de posibles rutas de comunicación entre ellos (Madry y Rakos 1996; Bell y Lock 2000). Sin embargo, en estos estudios la validez de los modelos recreados se establece en última instancia tras su comparación con el trazado de rutas cuya existencia podía documentarse históricamente. Por ello, como señala T. Harris (2000), sigue existiendo un problema a la hora de analizar el movimiento no documentado en el paisaje, el de los grupos sociales prehistóricos; especialmente en aquellas zonas que, por sus características topográficas, ofrezcan un amplio abanico de posibilidades para el trazado de caminos óptimos. En este sentido debe destacarse la propuesta de M. Llobera (2000) de analizar no caminos concretos, sino pautas generales del movimiento: lo que denomina sociología del movimiento, es decir, las perspectivas incluidas en la creación, uso y evolución de las vías de comunicación; que no se limitan a los atributos naturales del terreno, sino a la posibilidad de que distintos elementos culturales actuasen como focos de atracción o repulsión en el trazado de las rutas de comunicación. Siguiendo esta propuesta, un posible medio para la valoración del papel de sus distintos componentes en 15
Ésta es la crítica planteada hacia The Fenomenology of Landscape (Tilley 1996), obra que sin embargo constituye uno de los ejemplos clave del énfasis en la experimentación subjetiva del paisaje, donde la fenomenología se asume como teoría de rango medio que proporciona una metodología para la interpretación del paisaje prehistórico: la documentación del movimiento del investigador alrededor de una serie de monumentos, experiencia personal que le permitiría comprender cómo los grupos neolíticos percibieron y experimentaron ese mismo paisaje. Esta idea se considera reduccionista, al suponer que la experiencia de los seres humanos es estática y no varía con aspectos como el tiempo, la clase, el género o incluso las expectativas personales del individuo (Brück 1998). Pero, además, como hace notar M. Llobera (1996), uno de sus problemas fundamentales sería precisamente la metodología planteada para esta recreación de la experiencia pasada, que se limita al establecimiento de conclusiones personales a través de la repetición de las posibles pautas de movimiento de estos grupos.
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la articulación del paisaje prehistórico sería su inclusión en el cálculo de caminos óptimos, y más específicamente en la superficie de fricción sobre la que se computan los trazados. Pues para el cálculo de caminos óptimos (least-costpaths) mediante SIG son necesarios tres elementos: un punto de origen, un punto de destino y una superficie de fricción sobre la que calcular aquellos trazados cuyo recorrido requiera un menor esfuerzo en términos de energía invertida. Es decir, un modelo del terreno que actúe como esquematización de la realidad, un escenario analítico hipotético en el que cada celda presente un valor de accesibilidad concreto, en función de los distintos factores que pueden entorpecer o favorecer el movimiento: naturales (distancia cartesiana, inclinación del suelo, cursos de agua, tipo de suelo o vegetación, etc.) o culturales (lugares que pudieran actuar como focos de atracción o repulsión). En cuanto a la selección de los puntos de origen y destino, aunque ésta podría ser aleatoria hemos preferido escoger una muestra entre los yacimientos de habitat más estables conocidos en la zona estudiada, pues éstas eran las pautas de movilidad que nos interesaba conocer: cómo se produciría la comunicación entre los distintos núcleos de poblamiento permanentes, y cuál sería la relación con estos trazados de los abrigos con arte rupestre y aquellos usados como refugio o redil. De esta manera, hemos recreado varios de estos escenarios hipotéticos para el cálculo del movimiento, con la introducción diferencial de los distintos componentes naturales y culturales del terreno; y hemos valorado en cada caso las diferencias entre los caminos resultantes, en función de las posibilidades de tránsito del terreno y de la propia distribución de los yacimientos neolíticos en relación con estos trazados. En primer lugar, hemos creado una superficie de fricción que incluyese sólo variables medioambientales (pendientes topográficas y cauces de los principales cursos fluviales), donde los caminos obtenidos podrían considerarse los corredores naturales que hipotéticamente facilitarían la articulación de este espacio16. A continuación, para contrastar la idea de que los abrigos con arte rupestre pudieron actuar como lugares de agregación (por tanto, como focos de atracción para el movimiento), en una segunda fase del análisis planteamos la creación de nuevos escenarios de trabajo donde se dotase a estos lugares de un valor de atracción; considerando que las diferencias entre los caminos así calculados y los obtenidos anteriormente 16 Este cálculo se ha basado únicamente en una ecuación simple que considera un incremento proporcional del esfuerzo en relación con el valor de la pendiente que debe atravesarse; sin duda, pueden obtenerse resultados más precisos con la exploración del algoritmo usado en el cálculo de caminos óptimos o el tamaño de la celda del DEM usado, que permitan modelar de forma más adecuada el movimiento de las personas a través del paisaje (como los recogidos en Van Leusen 1999 o Wheatley y Gillings 2002).
permitirían analizar en qué medida el emplazamiento de estos abrigos podría modificar los condicionantes meramente ambientales del movimiento. En este caso estaríamos hablando de corredores culturales, no naturales, cuyo uso no estaría determinado por la forma natural del terreno y la búsqueda de un esfuerzo mínimo para el movimiento, sino por una voluntad específica de llegar a determinados lugares (para más información sobre estos aspectos, ver Fairén 2004 b). Consideramos, así, que la valoración del peso de los componentes culturales del paisaje en el diseño de las pautas de movilidad de los grupos humanos permitiría superar planteamientos y determinismos meramente geográficos, y ahondar en el subjetivo rol de las creencias en el planteamiento de la conducta humana y también en la articulación del paisaje. Los distintos trazados obtenidos constituyen en realidad una muestra de las potenciales rutas de comunicación que permitirían la articulación del territorio: por un lado, identifican los espacios que pueden actuar como potenciales corredores de comunicación atendiendo a distintos factores; por otro lado, señalan las zonas dentro de estos espacios por donde el tránsito es más fácil. Es decir, permiten la definición de lo que algunos autores han denominado red de permeabilidad del espacio o mapa de tránsito teórico (Criado 1999: 32), es decir, una muestra de las rutas que pueden ser potencialmente usadas con un mínimo esfuerzo en unas circunstancias concretas. Por ello, permiten seguir también un razonamiento inverso: cuáles son los atributos (naturales o culturales) que obligarían a usar unos caminos en lugar de otros. Dado que la zona de estudio presenta un número amplio pero finito de corredores que pueden ser potencialmente usados, la variabilidad de los resultados obtenidos de acuerdo con la inclusión diferencial de distintos elementos en la superficie de fricción podría considerarse consecuencia de decisiones de este tipo. Así, la introducción en cada caso de los abrigos con representaciones macroesquemáticas, esquemáticas y levantinas no sólo permitía apreciar diferencias respecto a los corredores naturales sino también, como veremos, entre los distintos estilos; diferencias apreciables tanto en la distancia recorrida como en los desniveles topográficos que debían atravesarse en cada caso. Por ello, la constatación de esta variabilidad obliga a explicitar con claridad cuáles son los factores que han forzado la elección de unos recorridos u otros en cada caso. De esta manera, nuestro análisis del movimiento se centra en la valoración del peso de los distintos componentes del paisaje neolítico sobre unas hipotéticas pautas de movimiento; especialmente, del condicionante que puede suponer la presencia de abrigos con arte rupestre en unos lugares y no en otros. En consecuencia, somos plenamente conscientes y hemos remarcado el carácter potencial o hipotético de los resultados obtenidos, que responderían en cada caso a criterios de distinto tipo. En última instancia, el único criterio que nos permite valorar la validez de estos tra-
CONSIDERACIONES PRELIMINARES zados sería su relación con la distribución de los yacimientos de habitat y enterramiento y abrigos con arte rupestre existentes en cada período; valorando el emplazamiento y la visibilidad de estos yacimientos sobre el recorrido de los caminos óptimos. Por otro lado, la existencia en este espacio de rutas documentadas históricamente en momentos posteriores (fundamentalmente, a partir de la Edad del Hierro y también en época romana —cf. Grau 2000; 2002—), permite también comparar la fiabilidad de los caminos computados. 5.4. VISIBILIDAD EN MOVIMIENTO: EL CÁLCULO DE CUENCAS VISUALES ACUMULADAS A LO LARGO DE LOS CAMINOS ÓPTIMOS Por último, otra de las críticas frecuentemente esgrimidas ante los análisis de visibilidad es su carácter estático, que no se correspondería con la realidad de la naturaleza humana: al calcularse la cuenca visual desde un punto fijo en el espacio, no se plantean las variaciones que en esta cuenca podrían darse si el observador se estuviera moviendo en alguna dirección desde este punto de origen (cf. Tilley 1994; Wheatley y Gillings 2000; Gillings y Wheatley 2001). La forma más sencilla de incluir el movimiento en los análisis de visibilidad sería calcular los índices de visibilidad acumulada para una serie de puntos situados a lo largo de caminos previamente determinados (en este sentido, ver Bell y Lock 2000). Por ello, una vez definidas las potenciales líneas de articulación de la movilidad en el territorio y las relaciones de visibilidad de los abrigos con arte rupestre con éstas, hemos planteado también un análisis inverso: el cálculo de cuencas visuales acumuladas desde estos caminos. Esto permite abordar las variaciones en la visibilidad sobre el entorno que surgen en relación con el movimiento del observador, además de explorar en qué medida existe una reciprocidad en la visibilidad entre estos abrigos y su entorno17. De esta manera, en el caso de los abrigos con arte rupestre no sólo podemos analizar si los abrigos controlan visualmente las potenciales rutas de comunicación identificadas, sino también en qué medida estos abrigos serían visibles (y a partir de qué momento) desde el punto de vista de los posibles individuos que transitasen por estos caminos, y en qué casos se darían ambos elementos a la vez; lo cual resulta un elemento de gran importancia, dado que en numerosas ocasiones se ha planteado el papel del arte
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Anteriormente hemos señalado que no debe asumirse como infalible la reciprocidad en el cálculo de visibilidades (que el punto de observación sea al mismo tiempo visible desde cualquier punto de su cuenca visual), considerando entre otros factores de distorsión la propia altura del observador.
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rupestre como demarcador territorial —para lo cual sería esencial que estos abrigos pudieran ser vistos desde un número elevado de localizaciones (Cruz 2003: 151)—. Para el cálculo de las cuencas visuales de estas rutas potenciales se ha establecido una serie de puntos a lo largo de su recorrido, en intervalos aproximados de un kilómetro (aunque en los tramos de topografía más irregular el espaciado se ha reducido hasta los 700 m). Al calcularse simultáneamente la visibilidad desde todos estos puntos, el resultado se obtiene en forma de cuenca visual acumulada, donde los índices de visibilidad señalan las zonas más y menos visibles a medida que se avance por esos caminos. Este análisis se ha planteado en tres tramos de distancia diferenciados (del mismo modo señalado en el caso de las cuencas visuales simples), por lo que los índices de visibilidad varían en cada caso: — CVA inmediata (inferior a 1 Km): basándose en un radio máximo para la visibilidad de 1 Km, y en un espaciado entre los puntos entre 700 y 1000 m, el índice máximo de visibilidad acumulada en este tramo sería de 4. — CVA a media distancia (entre 1 y 5 Km): el índice de visibilidad acumulada en este tramo oscilaría entre O y 14. — CVA a larga distancia (superior a 5 Km): en este caso, el índice de visibilidad acumulada en este tramo oscilaría entre O y 22. De esta manera, los elementos que presentan una mayor prominencia visual a lo largo del recorrido de estos caminos vendrían señalados por un mayor índice de visibilidad, mientras que los índices más bajos mostrarían cuáles son los espacios menos visibles desde éstos (como ilustración de estos casos, puede consultarse el Capítulo 13). Esto puede ponerse en relación con el emplazamiento de los abrigos con arte rupestre, indicando así si algunos de ellos se vinculan a estos elementos destacados en el paisaje, o si por el contrario siguen una voluntad de ocultación respecto a las líneas básicas de articulación del territorio. De esta manera, una vez analizada la visibilidad de los abrigos con arte rupestre sobre las principales líneas de movilidad, la exploración de su posible reciprocidad permite nuevas conclusiones sobre el papel de estos abrigos en la articulación del paisaje neolítico.
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Parte II POBLAMIENTO Y MUNDO FUNERARIO ENTRE EL NEOLÍTICO Y EL HORIZONTE CAMPANIFORME
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6. EL HABITAT. TIPOS DE YACIMIENTO Y VARIABILIDAD ESPACIAL Y TEMPORAL DE LAS PAUTAS DE POBLAMIENTO En las más recientes publicaciones sobre el inicial poblamiento neolítico en las comarcas centro-meridionales valencianas en el VII milenio cal. BC se señala la existencia de un vacío poblacional, producido alrededor de 6100-6000 cal. BC tras el abandono de los yacimientos epipaleolíticos de facies geométrica de los valles de la zona y el traslado de estas poblaciones a comarcas situadas más al interior (planteamiento sobre cuya viabilidad volveremos más adelante). De acuerdo con una postura difusionista sobre el origen del proceso de neolitización, en este espacio deshabitado se habrían asentado los primeros grupos de economía productora, llegados a la zona alrededor de 5600-5500 cal. BC; por lo que los procesos de interacción entre las poblaciones neolíticas y epipaleolíticas que postula el modelo dual se producirían en zonas periféricas como el Alto Vinalopó (laguna de Villena) o el interior de la provincia de Valencia (zona de Bicorp) (Hernández y Martí 2000-2001; Martí y JuanCabanilles 2002a; Bernabeu et al. 2002). A partir de estos momentos, la presencia de los nuevos pobladores en estas tierras quedaría documentada por la aparición en el registro arqueológico de una serie de elementos novedosos: en el ámbito económico, las especies domésticas animales y vegetales; en el ámbito material, objetos y utensilios entre los que destacarían los vasos cerámicos (decorados con las distintivas impresiones cardiales) y las herramientas de piedra pulida (hachas y azuelas, destinadas a la deforestación y el trabajo de la tierra); respecto al habitat, las aldeas al aire libre en fértiles zonas ribereñas y endorreicas (pasando la ocupación de cuevas y abrigos a un plano secundario); y, en el ámbito simbólico, unas manifestaciones gráficas originales cuyos paralelos parecen remitir a una unidad cultural neolítica mediterránea (el estilo Macroesquemático y posteriormente el Esquemático y Levantino, cronológicamente asociados a los yacimientos de habitat de la zona a través de los para-
lelos muebles de sus motivos). Aunque nunca se ha precisado el número de individuos o grupos que habrían llegado asociados a las novedades económicas, materiales y simbólicas, el registro arqueológico muestra la presencia simultánea de estos indicadores, desde los inicios del Neolítico, en distintos puntos entre el litoral de la Safor y Marina Alta y la cuenca alta del Vinalopó. Sin embargo, descartada la posibilidad de coexistencia en este territorio de dos grupos de población (como inicialmente se planteó desde el Modelo Dual), lo que sí puede reconocerse en el registro arqueológico neolítico de la zona es la ocupación de distintos tipos de yacimientos desde los momentos iniciales de la secuencia: — Asentamientos al aire libre, como los de Mas d'Is (Penáguila), Les Dotze (Bocairent) o Casa de Lara (Villena), situados en las tierras llanas cercanas a los cursos fluviales o zonas endorreicas. — Cuevas como las de Or (Beniarrés), Sarsa (Bocairent) o Cendres (Teulada), habitadas ahora por primera vez o tras un largo hiatus de abandono, y que muestran una larga secuencia de ocupación, con abundantes materiales en cada momento y la identificación de estructuras de habitat en su interior (hogares, cubetas y fosas). — Abrigos y cuevas como La Falguera (Alcoi), Cova d'En Pardo (Planes), Santa Maira (Castell de Castells) o Cova Negra de Gaianes (Gaianes), entre otras muchas, ocupadas de forma esporádica pero reiterada a lo largo de toda la secuencia. De modo general, dentro de las pautas de asentamiento de estos grupos se ha señalado que las grandes cuevas y asentamientos al aire libre corresponderían al habitat principal, mientras que los abrigos se vincularían a un habitat secundario, de carácter estacional (Bernabeu et al. 1989), o habrían sido usados como
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refugios dentro de movimientos cíclicos de trashumancia (Martí y Juan-Cabanilles 1997; 2000; Pérez Ripoll 1999). Esta hipótesis ha cobrado mayor fuerza en los últimos años, a partir del reconocimiento en algunas de estas cuevas (como La Falguera, Bolumini, Cendres o Santa Maira) de determinadas estructuras de combustión que evidenciarían su uso como redil (Badal 1999; 2002; Aura et al. 2000). Estas pautas serían similares a las mostradas por otros grupos neolíticos en la Península Ibérica, como los del sector Nordeste, donde se ha reconocido desde los inicios de la secuencia neolítica una distinción entre los yacimientos de habitat estables al aire libre y las cuevas y abrigos usados como refugios de ganado, lugares de almacenamiento o estaciones de caza, en un patrón de asentamiento destinado a la explotación integral del medio y el aprovechamiento itinerante de los recursos (Bosch 1994a; 1994b; Sanahuja et al. 1995). De esta manera, podríamos hablar para las comarcas centromeridionales valencianas de unas comunidades con una economía productora de base agropecuaria, aunque no por ello descartarían una explotación paralela de recursos silvestres, especialmente en aquellas zonas donde éstos eran abundantes y fácilmente accesibles (y así parece indicarlo la preferencia por el habitat junto a zonas endorreicas, de mayor biodiversidad). En cuanto a su estructura social, aunque no se conocen datos demográficos precisos, tradicionalmente se ha hablado de una sociedad segmentada de carácter igualitario, formada por pequeñas comunidades aldeanas de economía autosuficiente (unidades familiares extensas, pero integradas en una red más amplia basada en lazos de alianza) (Bernabeu et al. 1989; Bernabeu y Martí 1992; Bernabeu 1996); en este sentido, se ha propuesto la existencia de determinados lugares donde se llevarían a cabo ceremonias destinadas a limitar la tendencia a la fisión propia de este tipo de sociedades, como sería el caso de los espacios delimitados por fosos monumentales documentados en el yacimiento de Mas d'Is (Bernabeu et al 2003: 56). Como hemos señalado en capítulos anteriores, el análisis sistemático de los factores que condicionan el emplazamiento de cada uno de estos yacimientos, unido a los datos conocidos sobre su cultura material, permite establecer una serie de diferencias entre ellos que informan acerca de su funcionalidad y los aspectos prácticos y sociales del modo de ocupación del territorio de estas comunidades. La definición de las pautas de poblamiento y sus variaciones en el tiempo y el espacio, en relación también con otros vestigios contemporáneos (enterramientos, arte rupestre), es un elemento que nos permite una comprensión más profunda de los aspectos sociales y simbólicos del paisaje que todos ellos articulan, su evolución paralela a los cambios en este sentido que se dan en el seno de las comunidades neolíticas, y por tanto la propia caracterización de estos grupos.
6.1. EL POBLAMIENTO AL AIRE LIBRE
Los vestigios de poblamiento al aire libre registrados en la zona de estudio en los momentos iniciales de la secuencia neolítica corresponderían a lo que se define como aldea, un lugar principal de habitación donde residen a lo largo del año todos o la mayor parte de los miembros de la comunidad (Román 1999: 200). Aunque los hallazgos puntuales de cerámicas cardiales en algunas terrazas fluviales de la zona se remontan a mediados del siglo XX, sólo recientemente estas evidencias se han valorado como el modo de habitat propio de las primeras comunidades de economía productora en las comarcas centro-meridionales valencianas1. Esta propuesta se debe en gran medida a los datos aportados por la excavación del yacimiento de Mas d'Is (Penáguila), que ha mostrado su ocupación a lo largo del Neolítico Antiguo y Medio a partir de la documentación de cerámicas cardiales en algunas de sus estructuras de habitat: varias cabanas excavadas (una de ellas de planta rectangular y extremo absidiado), delimitadas por los agujeros de los postes que sustentarían la techumbre; y una serie de fosos concéntricos realizados en momentos algo más tardíos2 (fosos para los que, por su tamaño monumental y no acotar un espacio doméstico, se propone un posible carácter ritual que los diferenciaría de los presentes en los poblados del IV milenio cal. BC —Bernabeu et al 2002; 2003—). La existencia de aldeas al aire libre en los momentos iniciales del Neolítico no es un hecho infrecuente en el resto del Mediterráneo Occidental, donde existen ejemplos sobradamente conocidos como Passo di Corvo en la Península Itálica (Tiné 1983) o Leucate-Corrége en el litoral sur de Francia (Guilaine et al 1984). Dentro de la zona nordeste de la Península Ibérica, La Draga (Banyoles, Girona) ha proporcionado dataciones en torno al 5540-5250 cal. BC y 5052-4906 cal. BC sobre muestras de distinto tipo, asociadas a numerosas evidencias de almacenamiento de cereal y unos porcentajes superiores al 90% de fauna doméstica (Tarrús et al. 1994; Bosch et al. 1999). Además, en esta zona se conocen más asentamientos al aire libre de cronología neolítica antigua, como Les Guixeres de Vilobí, Can Soldevila IV o Pía de la Bruguera, y otros ligeramente más tardíos como 1
Aunque, como muestra de un progresivo cambio en la orientación de estos estudios, ya en los últimos años se había planteado que el elevado número de hallazgos en cueva para los momentos iniciales de la secuencia neolítica podría deberse a las propias tendencias de la investigación en la zona, que había concentrado el trabajo de campo en este tipo de yacimientos (Bernabeu 1995); o a los problemas que planteaba la localización de yacimientos al aire libre en las tierras bajas aluviales, más sujetas a la erosión, sedimentación y transformación antrópica (Martí y Juan-Cabanilles 1998). 2 Recientemente se ha publicado una fecha de 5450-5500 cal. BC para la base del Foso 5, caracterizado por la presencia de cerámicas cardiales, y de 5150-5100 cal. BC para el Foso 4, con cerámicas incisas (Bernabeu et al. 2003).
POBLAMIENTO Y MUNDO FUNERARIO ENTRE EL NEOLÍTICO Y EL HORIZONTE CAMPANIFORME
Plansallosa, Puig Mascaré o Turó de les Corts (Baldellou y Mestres 1981; Alcalde et al. 1991; 1992). En las comarcas centro-meridionales valencianas, los asentamientos al aire libre conocidos en estos momentos se ubican fundamentalmente en zonas del interior montañoso y en cotas elevadas sobre el nivel del mar, aunque por debajo de la elevación media de su entorno si atendemos a su altitud relativa (en algunos casos en zonas ciertamente deprimidas, como sería el caso del Mas de Don Simón en Penáguila, Mas del Regadiuet en Alcoi o Arenal de la Virgen en Villena)3; sin embargo, existen también yacimientos situados en lomas más prominentes, como sería el caso del yacimiento de Les Floréncies (Alcoi). En cuanto a las pendientes, aunque la mayor parte de los asentamientos se sitúan en zonas llanas o de pendiente suave, podemos observar a medida que avance la secuencia neolítica una tendencia creciente a ocupar zonas de ladera con un desnivel más pronunciado (como ocurre en Les Floréncies o Tamargut, en Quatretondeta). De forma general, puede señalarse que existe una preferencia por las zonas endorreicas de los fondos de los valles y márgenes de los ríos, colmatadas por los derrubios procedentes de la erosión de las laderas circundantes desde las etapas finales de la secuencia Pleistocena, y que los ríos no son capaces de transportar; zonas en las que el régimen de lluvias regular y bien repartido a lo largo del año que caracteriza el período Atlántico (6000-4500 BP) permitirá la formación o extensión de ambientes lagunares, favoreciendo la instalación humana (Fumanal 1986). Así, es en estas zonas donde se localizan siempre los asentamientos más antiguos de cada una de las unidades geográficas que pueden diferenciarse en la zona de estudio; en cambio, a medida que avanza la secuencia, las evidencias de poblamiento parecen desplazarse hacia los márgenes de las tierras de ocupación preferente. El emplazamiento de asentamientos como Tamargut corroboraría esta pauta: en una zona de pendiente fuerte, poco adecuada para el desarrollo de actividades agrícolas —lo cual viene confirmado por la escasa capacidad de los suelos localizados en su entorno inmediato, más apropiados para la explotación pecuaria o forestal (ver Fig. 17)—. Esta variabilidad se hace más pronunciada ya en los momentos finales del Neolítico-Calcolítico: si en la fase Neolítico HA encontramos tanto yacimientos situados preferentemente en llano o en pendientes moderadas, en el Neolítico IIB los yacimientos ocuparán todo tipo de emplazamientos, incluyendo laderas con pendientes fuertes (cercanas al 40 %), sin que puedan distinguirse tendencias significativas por zonas (en todas ellas se documenta la ocupación simultánea de zonas llanas y laderas de fuerte desnivel) (Gráfico 1). 3
Para la consulta un listado completo de la altitud relativa y pendientes de los yacimientos de habitat (al aire libre, cuevas y abrigos), remitimos al Anexo I al final del texto.
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Lo mismo ocurre respecto a la altura relativa de estos yacimientos: aunque la mayor parte se sitúan en tierras poco destacadas frente a la altitud media del entorno, en algunas zonas se han localizado materiales neolíticos sobre lomas de gran prominencia (como ocurre en l'Almuixich d'Elca, en Oliva; o L'Alt de Manola y El Castellar, en Bocairent, todos ellos del horizonte Neolítico IIB); sin embargo, y aunque en principio los materiales no permiten precisar la secuencia, estos yacimientos situados a mayor altitud parecen contemporáneos de otros cercanos situados muy por debajo de la media de su entorno (que además son numéricamente más abundantes). Esta dualidad se mantiene en el Horizonte Campaniforme, donde junto a yacimientos situados en cerros prominentes y de laderas abruptas (como El Tabayá en Aspe o Les Moreres en Crevillent) pervive también el habitat en llano (La Alcudia, Elx; Canyada Joana, Crevillent) o sobre pequeñas lomas (Promontori de l'Aigua Dolga i Salada, Elx). De forma general puede señalarse que esta tendencia a ocupar laderas y cimas de lomas elevadas sobre su entorno, sobre tierras de menor capacidad agrícola, es más frecuente en el corredor del Vinalopó (incluyendo el Alto Vinalopó y el corredor de Bocairent) y en la zona de cabecera del río Serpis, lo que en ocasiones se ha mencionado como un avance del modelo de poblamiento propio de la Edad del Bronce (Bernabeu et al. 1988; 1989). De esta manera, en la transición Calcolítico-Campaniforme se habría producido un traslado del habitat desde el llano hacia zonas en altura, apreciable en zonas como Villena (Peñón de la Zorra y Puntal de los Carniceros) o la cubeta de Elda-Petrer (donde yacimientos en llano como La Torreta-El Monastil o El Chopo serían abandonados para ocupar otros en altura como Terrazas del Pantano o El Monastil). Sin embargo, no debe olvidarse que ésta no es una pauta generalizada, y que en todas estas zonas se constata simultáneamente el habitat en las zonas llanas de los fondos de los valles; ambos tipos de yacimientos presentan claras diferencias en cuanto al potencial productivo de su entorno, lo que quizás sea la causa última de esta variabilidad. Por otro lado, esta variabilidad en las pautas de emplazamiento puede entenderse de una forma más específica, si atendemos a la evolución del poblamiento al aire libre a escala territorial. De acuerdo con la clasificación crono-cultural que hemos realizado para los distintos yacimientos conocidos en la zona de estudio, ya en los primeros momentos de la secuencia neolítica (horizonte Neolítico IA o cardial) documentamos evidencias de poblamiento al aire libre en distintos puntos: curso alto del río Serpis (Mas d'Is), curso alto del río Vinalopó (Casa de Lara, Arenal de la Virgen), y el corredor de Bocairent entre estas dos zonas (Les Dotze); asentamientos que, como veremos posteriormente, se complementan con el uso de una serie de cuevas y abrigos dentro de una estrategia de explotación integral de los recursos del entorno
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GRÁFICO 1. Localización (según pendientes) de los asentamientos al aire libre a lo largo de la secuencia neolítica. Los asentamientos en llano (1) o sobre pendientes moderadas (3) son los más abundantes en cada fase, aunque en los momentos finales de la secuencia se aprecia una diversificación de las pautas de emplazamiento de los asentamientos y una mayor tendencia a la ocupación de laderas con fuertes pendientes (4).
(Fig. 15). El emplazamiento de estos primeros asentamientos al aire libre presenta unas características comunes: se escogen sobre todo zonas llanas o de pendientes moderadas (inferiores al 15 %), situadas en los fondos de valles o en llanuras aluviales junto a zonas encharcadas o cursos de agua; sobre suelos aluviocoluviales (elaborados a partir de la erosión de los depósitos cuaternarios) o los más abundantes suelos pardo-calizos, que en estas zonas de topografía llana presentan una capacidad agrícola media. Es decir, las tierras óptimas para la puesta en marcha de las prácticas agrícolas. En cambio, a partir del horizonte Neolítico IB (Neolítico epicardial), aunque algunos de los yacimientos surgidos en el horizonte cardial prolongarían su ocupación, observamos un panorama novedoso que estaría reflejando dos procesos distintos: 1) Expansión del poblamiento a nuevas zonas, como ocurre con las distintas cubetas que se
suceden a lo largo del curso del río Vinalopó (donde ahora se detectan nuevos yacimientos, como Ledua en Novelda o La Alcudia en Elx) o en la Valí d'Albaida (donde los materiales más antiguos hallados al aire libre, las cerámicas impresas de instrumento del Camí de Missena, se datarían en estos momentos —Pascual Benito et al. 2003—). Estos nuevos yacimientos buscan siempre las tierras óptimas para el desarrollo de actividades agrícolas: así, tanto en el entorno inmediato del yacimiento de Ledua como en La Alcudia los suelos más abundantes son los aluvio-coluviales (Fig. 17: n° 253 y 264); en cuanto a las pendientes, no superan el 5 % en ninguno de los dos casos. 2) En las zonas ya habitadas se aprecia una multiplicación de los vestigios de poblamiento al aire libre (como ocurre en el entorno del antiguo asentamiento de Mas d'Is, que además mantiene su ocupación en estos momentos).
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FIGURA 15. El poblamiento durante el horizonte cardial (Neolítico IA). Mientras que los vestigios de habitat al aire libre son escasos, y se concentran en el curso alto de los ríos Serpis y Vinalopó, las cuevas y abrigos (cuya secuencia de ocupación se inicia también en estos momentos tempranos) son mucho más abundantes y se distribuyen por los valles intramontanos. Este emplazamiento diferencial parece responder a una voluntad de explotación de entornos distintos.
FIGURA 16. El poblamiento durante el horizonte epicardial (Neolítico IB). Obsérvese el solapamiento que existe entre las áreas de captación de los puntos 158 (Mas d'Is) y 161 (Mas de Don Simón), que distan apenas 2 Km entre sí; además, en el entorno de todos estos yacimientos existen otros vestigios de poblamiento al aire libre, muchos de los cuales quedarían también englobados en estas áreas de explotación inmediatas.
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SARA PAIREN JIMÉNEZ En este caso, las nuevas evidencias se desplazan hacia los márgenes de las tierras ocupadas previamente, que son zonas de fuerte pendiente y con un componente destacado de suelos pardo-calizos sobre material consolidado y de erosión (más apropiadas para una explotación pecuaria o forestal) (Fig. 17: n° 149, 183); o se sitúan en puntos tan cercanos a otros ya habitados que sus respectivas áreas de captación se
solaparían total o parcialmente (por lo que no podemos pensar que todos ellos estuvieran en uso de forma simultánea) (Fig. 16). En cualquier caso, hay que tener en cuenta que estos vestigios corresponden siempre a hallazgos en prospección, por lo que sería difícil determinar hasta qué punto corresponden a asentamientos diferenciados, y en ese caso cuáles serían su extensión y características internas.
FIGURA 17. Áreas de captación y tipos de suelo de los asentamientos al aire libre del Neolítico Antiguo y Medio. 73) Les Dotze (NÍA); 158) Mas d'h (NIA-IB-IC); 231) Casa de Lara (NIA-IB-IC); 264) La Alcudia (NIB); 161) Mas de Don Simón (NIB-IC); 253) Ledua (NIB); 183) Les Floréncies (NIB-IC); 149) Tamargut (NIC). Las áreas de captación más amplias y con suelos más adecuados para las prácticas agrícolas corresponden a aquellos situados en las zonas ribereñas del curso del Vinalopó (Casa de Lara, La Alcudia o Ledua); en cambio, para los asentamientos situados en zonas más abruptas, se recorrería un espacio más reducido en el mismo intervalo de tiempo. Además, en la zona de cabecera del río Serpis y valles cercanos los suelos tendrían una menor capacidad agrícola, aunque su potencial productivo también varía en cada caso: frente a los suelos aluvio-coluviales o pardo-calizos superficiales (capacidad B y C) presentes en la zona de Les Puntes, yacimientos como Les Floréncies o Tamargut se ubican en zonas abruptas de media montaña, donde existe un predominio de suelos de capacidad media-baja (D y E, más adecuados para la explotación forestal, pecuaria o cinegética).
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Estas dos tendencias se mantendrán ya a lo largo de toda la secuencia, aunque para los horizontes IC y 11A se constatan unos vacíos en los mapas de poblamiento que sólo podemos atribuir a problemas tafonómicos o a las dificultades para ajustar las evidencias disponibles en la zona a la secuencia evolutiva propuesta por J. Bernabeu. De esta manera, a las limitaciones que impone el hecho de que la mayor parte de los yacimientos conocidos se han hallado en prospección y no han sido excavados, debe unirse la escasez de los indicadores que permiten reconocer estas fases (determinados porcentajes de cerámicas peinadas y esgrafiadas). Así, no se han identificado yacimientos de estos momentos en el curso medio y bajo del Vinalopó (poblado en cambio tanto en momentos previos como posteriores), y sólo en yacimientos de larga secuencia como Mas d'Is (Penáguila) se han documentado contextos claramente asociados a estas fases; en otros, como Casa de Lara (Villena) o algunos de los yacimientos localizados por F. J. Molina en la zona de confluencia de los ríos Penáguila y Seta (aunque con el carácter preliminar que les confiere el ser hallazgos superficiales), la presencia de abundantes cerámicas peinadas y esgrafiadas permite plantear su pertenencia a esta fase; por último, también en el caso de La Macolla (Villena) la presencia de este tipo de materia-
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les permitiría retrasar la cronología de este yacimiento (generalmente considerado del Neolítico IIB —cf. Guitart 1989—). Sin embargo, la escasez de yacimientos atribuibles a estas etapas (más evidente ante el panorama que encontraremos a partir de entonces) constituye un punto de atención sobre la validez de la secuencia cultural propuesta para la zona, sobre el que necesariamente deberá volverse en algún momento. Tratando ya con el registro calcolítico conocido (fase Neolítico IIB), vemos cómo se mantienen las dos tendencias apuntadas con anterioridad. Por un lado, en estos momentos se constatan vestigios de poblamiento al aire libre en zonas no habitadas con anterioridad: la Foia de Castalia, donde se ocupan las tierras llanas más cercanas al Riu Verd (aunque es posible que la cronología de estos hallazgos pudiera retrasarse, pues se han hallado cerámicas peinadas en la zona de La Torrosella, en Tibi —Soler López 2004; Pairen y García Atiénzar 2004—); la zona litoral de La Safor, donde el descenso del nivel del mar permite ahora el emplazamiento de algunos asentamientos en las cotas más bajas del llano litoral; o la cuenca media del río Serpis, donde se aprecia una significativa concentración de hallazgos en las fértiles plataformas ribereñas (Fig. 19).
10
O
10
20
Kilometers
•
Asentamientos aire libre
*
Cuevas y abrigos
FIGURA 18. Evolución del poblamiento durante el Neolítico IC. Se constata un significativo descenso en el número de yacimientos registrados, tanto cuevas y abrigos como asentamientos al aire libre. Estos vacíos en el registro son especialmente significativos en la zona del Vinalopó y en la cuenca del Serpis, lo que contrasta con las pautas de poblamiento conocidas en momentos inmediatamente anteriores y posteriores.
SARA PAIREN JIMÉNEZ En todos estos casos, los yacimientos se localizan sobre las tierras de mayor capacidad agrícola (como evidencian los análisis de los tipos de suelos presentes en torno a yacimientos como Camp de Sant Antoni, en Oliva, o Les Jovades, en Cocentaina) (Fig. 21). Por otro lado, se multiplican las evidencias en el interior de comarcas ya pobladas con anterioridad, como la Valí d'Albaida, la cuenca alta del río Serpis y sus ríos tributarios, el Alto Vinalopó y el corredor de Bocairent, o las distintas cubetas que se suceden a
lo largo del curso de este río, especialmente en su cuenca baja. En estos casos se siguen ocupando las tierras más apropiadas para el desarrollo de prácticas agrícolas, aunque ya no las de mayor capacidad — como mostrarían los suelos en el entorno de yacimientos como Tabaque (Castelló de Rugat), Arenal de la Costa (Ontinyent), o La Torreta-El Monastil (Elda), donde siempre predominan los pardo-calizos superficiales—.
FIGURA 19. El poblamiento durante el Calcolítico (fase Neolítico IIB). Se observa una elevada densidad de hallazgos en algunas zonas, especialmente el curso alto y medio del río Serpis; esto hace que el área de captación de alguno de los asentamientos conocidos englobe otros muchos que deforma general se adscriben al mismo horizonte cultural, como ocurre en el caso de Les Jovades (n° 132). Por ello, no creemos que todos ellos fueran habitados de forma simultánea.
A pesar de que la periodización disponible pudiera haber favorecido la atribución de los hallazgos a esta fase en detrimento de otras, el elevado número de yacimientos conocidos en estos momentos no puede deberse exclusivamente a este factor, sino que parece estar reflejando un aumento en el número de asentamientos, posiblemente debido a un crecimiento demográfico (corroborado por un simultáneo incremento de los yacimientos funerarios conocidos en los márgenes de las zonas habitadas). Ambos fenómenos,
expansión del poblamiento y de las cavidades sepulcrales, pueden leerse de forma paralela, en términos de un progresivo incremento de la territorialidad (con una mayor fijación al territorio y voluntad de controlar la tierra y los recursos, asegurada por la presencia en ella de los enterramientos de los ancestros del grupo); tendencia que también puede observarse en la distribución de los yacimientos con arte rupestre, como trataremos más adelante.
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FIGURA 20. El poblamiento durante el Horizonte Campaniforme. Se observa un señalado contraste entre la densidad de vestigios de poblamiento al aire libre conocidos para estos momentos y la reducción en el número de cuevas y abrigos en uso respecto a los momentos iniciales de la secuencia neolítica. Al mismo tiempo, los asentamientos al aire libre muestran una tendencia a la nuclearización.
Como culminación de este proceso, en el Horizonte Campaniforme se interrumpe la expansión del poblamiento a nuevas zonas, y también asistimos a una significativa reducción en el número de yacimientos conocidos, siguiendo la pauta señalada por otros autores: de la mano de una intensificación de las actividades agrícolas y una mayor fijación de los grupos al territorio, se produce una progresiva tendencia a la nuclearización del habitat y la ampliación del tamaño de los asentamientos, constatándose en algunos casos las primeras construcciones estables de mampuesto (Bernabeu et al. 1989; Guilabert et al. 1999). Dicha intensificación económica se asocia a la denominada revolución de los productos secundarios (Sherratt 1981), que se reflejaría en un aumento de los porcentajes de animales domésticos en los yacimientos y el cambio en sus patrones de sacrificio (serían usados como animales de carga y proveedores de otros productos no exclusivamente cárnicos —Pérez Ripoll 1999—); así como en la disminución de las actividades de caza, y un mayor peso de la producción agrícola, con la introducción de nuevas técnicas como el uso del arado y los primeros elementos de hoz denticulados, que se reflejará en un aumento del número de restos vegetales conservados (Guilabert et al. 1999).
De esta manera, queda por explicar el porqué de la concentración de hallazgos en el interior de algunas zonas, como ocurre en el curso medio del río Serpis en la fase IIB, o en la zona de confluencia de los ríos Seta y Penáguila a lo largo de todo el Neolítico. En repetidas ocasiones se ha señalado que este elevado número de evidencias estaría reflejando un modelo de ocupación y explotación del territorio basado en la disponibilidad de tierras fértiles; de esta manera los asentamientos (unidades de habitación dispersas e igualitarias, fruto de la progresiva segmentación desde un grupo inicial) se concentrarían siguiendo el curso de las cuencas fluviales, donde se encuentran los suelos de mayor capacidad agrícola (Bernabeu et al. 1989; Bernabeu et al. 1993; Bernabeu 1995). Sin embargo, como ya señalábamos en otra ocasión, resulta improbable que todos estos vestigios correspondiesen a asentamientos contemporáneos, pues en ese caso se estarían solapando sus respectivas áreas de captación (Pairen 2002: 80). Este solapamiento se ve corroborado por los análisis aquí realizados para la delimitación de las áreas de captación atendiendo al esfuerzo que conlleva el tránsito en un escenario con desniveles topográficos; análisis que, aunque han permitido ajustar aquellos resultados preliminares (basa-
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FIGURA 21. Areas de captation y tipos de suelo de los asentamientos al aire libre. Neolitico IIB: 37) Tabaque (Castello de Rugat); 54) Arenal de la Costa (Ontinyent); 132) Les Jovades (Cocentaina); 216) Mas dels Alfasos (Castalla); 244) La Torreta-El Monastil (Elda). Horizonte Campaniforme: 35) L'Atarcd (Belgida); 177) Mas del Barranc (Alcoi); 224) Penon de la Zorra (Villena); 246) El Monastil (Elda). Entre los asentamientos del Neolitico IIB las areas de captation son amplias, con un predominio de suelos aluvio-coluviales y pardo-calizos superficiales, de elevada capacidad agricola. En cambio, en el Horizonte Campaniforme se observa una mayor variabilidad: mientras que asentamientos como L'Atarco se ubican en tierras lianas y fertiles, manteniendo las pautas de emplazamiento de momentos anteriores, otms como Mas del Barranc se sitiian en areas abruptas donde los suelos presentan escasa capacidad agricola; mientras que otms se desplazan del llano a zonas en altura, como ocurre en la cubeta de Villena y tambien en la de Elda, por lo que disminuye el porcentaje de suelos apropiados para prdcticas agricolas en sus areas de captation —compdrense las areas de captation de La Torreta-El Monastil (244) y El Monastil (246), respectivamente de las fases calcolitica y Campaniforme—.
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dos entonces en un terreno sin irregularidades), no plantean diferencias sustanciales en cuanto a su interpretación, y obligan a dar una lectura distinta a este fenómeno. Evidentemente, dado el carácter superficial de muchos de los hallazgos, existen múltiples dificultades para determinar la extensión o las características internas de los posibles asentamientos a los que éstos corresponderían; sin embargo, en algunos casos la documentación en excavaciones sistemáticas de estructuras de habitat permite una valoración más ajustada del significado de estos hallazgos. Así, puede decirse que las estructuras presentes en los asentamientos al aire libre de la zona valenciana a lo largo de toda la secuencia neolítica presentarían un carácter endeble: en yacimientos de cronología antigua como Mas d'Is y otros, más tardíos como Niuet (U Alquería d'Asnar), Jovades (Cocentaina) o Arenal de la Costa (Ontinyent) encontramos cabanas simples, sin zócalo de piedra, con paredes y techumbres conformadas por estructuras de postes y ramaje, y enlucidas de barro; silos de almacenamiento, de planta circular y sección trapezoidal o troncocónica; fosas y cubetas de pequeño tamaño; estructuras de combustión; y fosos segmentados que (excepto en el caso de Mas d'Is) delimitarían el espacio habitado (cf. Pascual Benito 1989a; Bernabeu et al. 1994; Bernabeu et al. 2002; 2003; Jover et al. 2000-2001). Es decir, no parece existir una voluntad de reproducir la ocupación del sitio de forma permanente4. De hecho, en el yacimiento de Mas d'Is se ha señalado la existencia de plazos cortos de reconstrucción o reedificación del espacio doméstico, al constatarse la superposición de diversas estructuras con una cultura material homogénea (Bernabeu et al. 2002: 179). Este tipo de superposiciones ha sido documentado también en el contemporáneo yacimiento de La Draga (Girona), donde según los resultados de los análisis dendrocronológicos la secuencia total de ocupación no supera los 40 años; en este margen temporal, sin embargo, muchas de las estructuras tuvieron que ser reconstruidas, superponiéndose las más recientes a las más antiguas (Bosch et al. 1999). Estos datos podrían estar indicando que las secuencias de ocupación de estos yacimientos son breves, siendo frecuentes las reconstrucciones y posiblemente también la reubicación del lugar de habitat; consideramos que éste es el sentido que debe darse al gran número de evidencias de poblamiento al aire libre que se registran en áreas relativamente reducidas, y no su correspondencia al modelo de agrupación de asentamientos planteado por 4
Sólo para los fosos como los de Mas d'Is se ha hablado de una voluntad de monumentalización, que requeriría una fuerte inversión de trabajo social en una actividad colectiva cuya funcionalidad además no sería práctica sino ritual; actividad que no respondería una práctica aislada, sino que se repetiría en intervalos corto de tiempo (con la progresiva ampliación del espacio delimitado por estos fosos mediante la construcción de otros sucesivos) (cf. Bernabeu et al. 2002; 2003).
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otros autores (cf. Bernabeu 1995). De esta manera, si unimos esta información al resultado de los análisis llevados a cabo (solapamiento de las áreas de captación de los distintos yacimientos que se suponían contemporáneos), podemos leer esta multiplicidad de hallazgos en un sentido diacrónico: como el fruto de sucesivas reubicaciones de un mismo grupo familiar siempre dentro de una misma zona o nicho ecológico —corroborando la idea ya planteada por otros autores para las comarcas del Vinalopó (Guilabert et al. 1999: 287). Este traslado del habitat a zonas próximas en intervalos cortos de tiempo podría tener un carácter práctico: tanto por razones de higiene como para evitar estructuras excavadas anteriores, que tendrían que volver a rellenar para hacer de nuevo practicable la superficie (Román 1999). Asimismo, atendiendo a una escala temporal más amplia, se ha señalado que existiría una cierta movilidad entre estos grupos debida al propio sistema de producción agrícola, de rozas (Martí 1983b), o más probablemente de alternancia de cultivos o barbecho de ciclo corto (Bernabeu 1995): un modo de producción agrícola basado en el aprovechamiento intensivo durante pocos años de espacios recién desforestados mediante la quema, fertilizados por las cenizas resultantes, que posteriormente serían dejados en reposo para permitir su regeneración, siendo aprovechados como pastos mientras se abren nuevas tierras de cultivo5. Las rudimentarias técnicas disponibles en estos momentos (azadas, palos cavadores) exigirían el cultivo de suelos ligeros y bien drenados, de elevado aporte orgánico y alta potencialidad agrícola, que no exigiesen una roturación a gran escala; el cultivo de especies de elevada productividad y capacidad de conservación, como los cereales (trigo y cebada, cultivados de forma conjunta para reducir el riesgo de malas cosechas y generar menos problemas de almacenamiento —cf. Hopf 1966; Martí 1983b—); e incluso el uso de leguminosas, documentado en yacimientos de cronología temprana como la Cova de les Cendres (Teulada), y que favorecería la regeneración de los suelos (Buxó 1991). Sin embargo este sistema presentaría una cierta inestabilidad a medio plazo, obligando a abrir constantemente nuevos espacios de cultivo, y esto explicaría la gran dispersión de los vestigios de poblamiento en torno a núcleos concretos en estos momentos: no se trataría de aldeas ocupadas por distintas unidades familiares, de carácter 5
La duración del barbecho dependerá directamente de la presión de la población sobre los recursos, teniendo en cuenta que, cuanto más corto sea el período de barbecho, más trabajo será necesario para alcanzar un mismo nivel de producción, pues la tierra no recupera toda su fertilidad. La aplicación de este sistema se constata por la huella permanente que imprimirá en el entorno vegetal de los asentamientos de estos momentos, como muestran los análisis antracológicos, polínicos y sedimentológicos realizados en el área de estudio y que hemos señalado con anterioridad (Vernet et al. 1987; Dupré 1988; Bernabeu y Badal 1990; Badal 1997; 2002).
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autosuficiente e igualitario; sino que serían vestigios de habitat asociados a un mismo grupo familiar, que habría ido trasladando su lugar de residencia a medida que agotase las tierras en su entorno inmediato. Por otro lado, la escasez de silos constatados en las aldeas de mayor antigüedad, siendo usados como contenedores de almacenaje grandes vasos cerámicos; y el pequeño tamaño de molinos y molederas, que facilitarían así su transporte, serían otros indicadores válidos del grado de movilidad y escasa fijación al territorio de estos primeros grupos de economía productora (Pairen y Guilabert 2002-2003: 17). De esta manera, consideramos que las primeras aldeas neolíticas de las tierras valencianas presentarían un carácter semi-permanente, caracterizadas por ocupaciones breves y frecuentes reubicaciones del habitat, que sería trasladado a tierras cercanas. Este proceso puede adscribirse a unas pautas de movilidad a pequeña escala, con cambios periódicos en la ubicación del asentamiento, que afectarían a todo o la mayor parte del grupo social (cf. Binford 1980; Kelly 1992; Whittle 1997). Esta movilidad podría deberse a una voluntad de mantener los niveles de producción agrícola, ante el agotamiento de los suelos y la necesidad de roturar nuevos espacios que mantengan las características de los anteriores; pero sin abandonar la unidad geográfica en la que se habita, indicando así un relativo grado de fijación al territorio (entendida en un sentido amplio, pues el traslado del habitat se produciría siempre en torno a zonas concretas). Por tanto, podemos reconocer entre las comunidades neolíticas de la zona distintas pautas de movilidad, las cuales afectarían a la distribución de los asentamientos al aire libre. Por un lado, la progresiva expansión del poblamiento a unidades geográficas cercanas, que debe entenderse en el contexto de crecimiento demográfico y segmentación del grupo social señalado por otros autores (Bernabeu et al. 1989). Por otro lado, una reubicación del habitat a nivel local cuyo resultado sería la multiplicación de los vestigios en el interior de áreas concretas, no correspondientes por tanto a núcleos contemporáneos surgidos a partir de la segmentación de uno originario —pues la segmentación del grupo y migración de un contingente humano a un nuevo territorio necesariamente debe producirse a una escala territorial amplia (Kelly 1992: 45)—, como se ha señalado en el primer caso; por el contrario, hablamos aquí de desplazamientos de corto alcance que en la medida de lo posible intentan mantenerse dentro de un mismo nicho ecológico. Por último, la economía de estos grupos se vería complementada por la explotación de la cabana ganadera y también de determinados recursos naturales, mostrando una voluntad de aprovechamiento integral de las posibilidades del entorno; en la valoración de estas prácticas, dentro de pautas de movimiento de carácter logística que afectarían únicamente a una pequeña parte de la comunidad (Binford 1980), la ocupación de cuevas y abrigos presentará un papel fundamental.
6.2. LA OCUPACIÓN DE CUEVAS Y ABRIGOS
Durante décadas las cuevas han sido consideradas el habitat principal de las primeras comunidades neolíticas de las tierras valencianas; sin embargo, esta consideración sólo afectaba a una serie de cuevas conocidas de antiguo por la abundancia y riqueza de sus materiales (especialmente las cerámicas de decoración cardial), como la Cova de la Sarsa (Bocairent) o la Cova de l'Or (Beniarrés). Paralelamente, se señalaba la existencia de una serie de cuevas y abrigos cuyos materiales presentarían menor entidad, asociados siempre a un habitat secundario cuando no a contextos funerarios dudosos, y que mantendrían su ocupación a lo largo de gran parte de la secuencia neolítica: este sería el caso de la Cova Negra (Gaianes) o la Cova d'En Pardo (Planes), y de numerosos abrigos como los de La Falguera (Alcoi), Penya del Comptador (Alcoi), Barranc de les Calderes (Planes) o Penya Roja de Catamarruc (Planes). Para la ocupación de estas cuevas y abrigos se señalaba un componente funcional o estacional, relacionado con el movimiento a pequeña escala de la cabana ganadera en busca de pastos, pero siempre con un carácter secundario y dependiente de otros yacimientos cercanos de ocupación permanente (Bernabeu et al. 1989; Bernabeu 1995; Martí y Juan-Cabanilles 1997; 2000; Pérez Ripoll 1999). Sin embargo, la información que sobre el modo de vida de las comunidades neolíticas proporcionan yacimientos excavados sistemáticamente como Mas d'Is o La Falguera está poniendo de relieve el carácter excepcional de cavidades como Or o Sarsa, cuyo registro no responde a lo que sería la pauta habitual entre los lugares de habitat. Del mismo modo, consideramos que los datos aportados en los últimos años sobre la antigüedad de los asentamientos estables al aire libre (que se remonta hasta el Neolítico cardial) obligan a reconsiderar el papel de cuevas y abrigos en las pautas de poblamiento neolíticas. Así, esta diversificación de los lugares de habitat sólo podría entenderse dentro de unas pautas de aprovechamiento integral de los recursos del entorno, del mismo modo planteado para otras comunidades neolíticas peninsulares. Como ejemplo, en la zona nordeste se ha señalado el papel destacado de las cuevas dentro de estrategias de explotación integral del medio y aprovechamiento itinerante de los recursos, siendo usadas en paralelo a los asentamientos al aire libre como lugares de almacenamiento, refugio de ganado o estaciones de caza (Sanahuja et al. 1995); además, otros autores señalan también la ocupación esporádica de algunas cuevas como lugar de habitat secundario (caracterizadas por un acceso relativamente fácil pero escasa habitabilidad, su cercanía a cursos fluviales, un emplazamiento en zonas abruptas alejadas de las tierras cultivables, y unos débiles niveles de ocupación) (cf. Bosch 1994a; 1994b). También en el Neolítico andaluz se ha señalado una dualidad entre los asentamientos en llano y la ocupación de cuevas situadas en las sierras cercanas,
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si bien en este caso serían las cavidades las que ofrecerían unas secuencias de ocupación más estables y continuadas, mientras que los asentamientos al aire libre serían ocasionales y perecederos; se plantea así un modelo de ocupación basado en la ocupación estable de grandes cavidades, mientras que a su alrededor se dispondrían unos establecimientos temporales (pequeños abrigos y estaciones al aire libre) destinados a la explotación de recursos como el sílex (Gavilán y Vera 1997). Ya en momentos más tardíos, se ha señalado una pauta similar entre las comunidades calcolíticas del Pasillo de Tabernas, donde se daría una dualidad entre los poblados estables situados en las partes bajas del valle y asentamientos temporales de menor entidad en las sierras cercanas, destinados a la parte de la población que acompañaba a los rebaños en sus desplazamientos estacionales; destaca en este caso la presencia de megalitos jalonando las rutas que comunican ambos núcleos de habitat, cumpliendo distintas funciones (control de puntos de paso, delimitación del territorio y cohesión social —Maldonado et al. 1991-92—).
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Si atendemos a la distribución de cuevas y abrigos, sería evidente por qué durante décadas muchos de estos yacimientos han sido considerados como habitat principal: ya desde el Neolítico cardial, cuando los vestigios de poblamiento al aire libre conocidos son escasos y limitados a zonas muy concretas (cabeceras de los ríos Serpis y Vinalopó), se aprecia la existencia de un elevado número de cavidades alrededor de estas áreas de poblamiento al aire libre, y también en la franja litoral y en los valles intramontanos que comunican ambas zonas (Fig. 15). Entre estos yacimientos encontramos cuevas que han proporcionado un abundante número de materiales, concentradas en la cuenca media del río Serpis y Valleta d'Agres (Cova de l'Or, Sarsa o Coveta Emparetá) y en la zona litoral (Cova de les Cendres, Cova Ampia del Montgó, y otras en la zona de La Safor); así como abrigos y cuevas distribuidas a lo largo de los valles intramontanos, en nichos ecológicos de escasa capacidad agrícola pero adecuados para la explotación pecuaria, cinegética o forestal (La Falguera, Penya del Comptador, Penya Roja de Catamarruc, Sa Cova de Dalt o Cova de Bolumini).
FIGURA 22. Poblamiento al aire libre en la zona de cabecera del río Serpis durante el Neolítico epicardial (fase IB), y radios de distancia desde este foco en intervalos de desplazamiento de una hora. Se aprecia cómo las cuevas y abrigos más cercanos no se sitúan a menos de 5-6 horas de marcha desde esta zona.
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En relación con la distribución de los asentamientos al aire libre, vemos que cuevas y abrigos se localizan siempre a distancias mínimas de 5 ó 6 horas de marcha desde los asentamientos al aire libre más cercanos, lo que reforzaría la idea de un emplazamiento diferencial en nichos ecológicos con distintas posibilidades biofísicas para su explotación (Fig. 22); y esta pauta de diversificación del habitat se mantendrá en momentos posteriores, repitiéndose a medida que el poblamiento se extiende a zonas vecinas. Así, a partir
del Neolítico epicardial se ocupan nuevas cavidades en la zona de la Valí d'Albaida (Cova del Barranc de Castellet, Carrícola) y a lo largo del curso del río Vinalopó (Cova del Lagrimal, Villena; Cova deis Calderons, La Romana; Cova de les Aranyes del Carabassí, Santa Pola), paralelamente a la aparición de asentamientos al aire libre en estas zonas (Camí de Missena, La Pobla del Duc; Ledua, Novelda; o La Alcudia, Elche, respectivamente) (Fig. 23).
FIGURA 23. Poblamiento epicardial en las cuencas media y baja del Vinalopó. Como ocurre en el caso del río Serpis, las cuevas y abrigos conocidas se localizan a una distancia mínima de 5 horas desde los asentamientos al aire libre ubicados junto al cauce del río.
En cuanto a las fases IC y HA de la secuencia regional, del mismo modo que ocurría con el número de asentamientos al aire libre conocidos, con las cuevas y abrigos de nuevo pueden observarse los vacíos en el registro que hemos atribuido a problemas de ajuste con la periodización propuesta: aunque se han reconocido niveles asociados a estos horizontes en la excavación de cavidades como En Pardo, Santa Maira o la Cova de les Cendres, en general existe un importante descenso cuantitativo respecto al registro conocido para los momentos inmediatamente anteriores y posteriores (Fig. 18). En cambio, a partir de la fase IIB
podemos apreciar una inversión de la tendencia: aunque hemos señalado cómo en estos momentos se registra una notable expansión del poblamiento al aire libre, con un aumento de los vestigios de habitat conocidos que en gran medida puede atribuirse a un crecimiento demográfico, el número de cuevas y abrigos ocupados no aumenta de forma paralela, sino que permanece estable. De hecho, sólo puntualmente se registra el uso de nuevas cavidades, mientras que algunos de los abrigos usados en fases previas han interrumpido definitivamente su secuencia con anterioridad a estos momentos (Penya del Comptador, Barranc de les
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Calderes, Penya Roja de Catamarruc, Cova de la Sarsa), o evidencian una menor entidad en sus niveles de ocupación (Cova de l'Or, Coveta Emparetá). Esta
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tendencia es aún más acusada en el Horizonte Campaniforme, donde son ya pocas las cavidades cuya ocupación se mantiene (Gráfico 2).
GRÁFICO 2. Número y tipos de yacimientos conocidos por períodos.
Por otro lado, las diferencias en cuanto a registro material, habitabilidad y estructuras documentadas entre las distintas cuevas y abrigos ocupados a lo largo de la secuencia neolítica valenciana mostrarían que su uso responde a pautas o funcionalidades distintas. En primer lugar, entre aquellas que presentan evidencias de una ocupación estable podemos destacar la Cova de les Cendres (Teulada) como caso de especialización en la explotación intensiva de moluscos y otras especies marinas, favorecida por su emplazamiento en un acantilado junto a la línea de costa (Bernabeu 1995); al mismo tiempo, la intensidad de su ocupación a lo largo de todo el Neolítico queda mostrada por la documentación de distintas estructuras en su interior: hogares, fosas, cubetas y fuegos de corral. La documentación de fosas y cubetas en el nivel H 15a (datado en 5260-4900 cal. BC, y correspondiente al horizonte de cerámicas incisoimpresas) tiene una importancia fundamental en la valoración de las actividades llevadas a cabo en esta cueva en los inicios de la secuencia holocena: una de ellas presentaba un gran contenedor cerámico en su interior, aparentemente destinado a la contención de líquidos, y en otra se hallaron restos de una posible cesta realizada con fibra vegetal trenzada. Estas evidencias permiten plantear su posible uso como lugar de almacenamiento, del mismo modo que se ha señalado para algunas cavidades del Nordeste peninsular (Bosch 1994a; 1994b), o en la propia zona de estudio, en algunos casos ya en la Edad del Bronce (Fairén 2001). En este sentido, las cuevas proporcionarían como característica intrínseca y propicia un ambiente estable en cuanto a temperatura y humedad, favore-
ciendo la conservación de los elementos (líquidos o cereales) ahí depositados6. Esta posibilidad se ha planteado también para otras cavidades que muestran una ocupación intensa en estos momentos, aunque con un carácter distinto, que afectaría al contexto en que se produciría la redistribución de lo almacenado. Éste sería el caso de la Cova de l'Or, donde la espectacularidad de la cultura material hallada marcaría un importante salto cualitativo frente a otros yacimientos contemporáneos (Vicent 1997). En esta cavidad sólo se documentaron hogares en la excavación del sector K (Martí 1983a), aunque la presencia de láminas con lustre y molinos en todas las zonas excavadas se ha planteado como evidencia de la dedicación agrícola de sus ocupantes desde inicios de la secuencia neolítica (Martí 1983b; Bernabeu y Martí 1992) —a pesar de situarse el yacimiento en una zona montañosa y en una cota elevada, en cuyo entorno inmediato los suelos muestran una muy baja capacidad agrícola (ver Gráfico 4)—. Respecto a las estructuras de almacenamiento identificadas, sólo se menciona "una pequeña cavidad de provisiones llena de granos" (Hopf 1966: 53), en la que junto a fragmentos de cerámica cardial se hallaron semillas carbonizadas y mezcladas de distintas variantes de trigo y 6 El almacenaje sería uno de los posibles destinos planteados para los grandes recipientes globulares y con cuello, de paredes muy gruesas, hallados en numerosas cavidades de las comarcas de l'Alcoiá y Comtat, al menos durante la Edad del Bronce (Fairén 2001); mientras que en la Cova d'En Pardo se ha documentado en época moderna un aprovechamiento del agua que cae de las estalactitas, mediante la colocación de grandes tinajas bajo ellas (Soler et al. 1999).
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cebada; se señala además que esta estructura estaría directamente situada sobre el suelo rocoso de la cavidad, lo cual, junto a la datación obtenida (5750-5050 y 5380-5000 cal. BC para la parte inferior y superior de la capa, respectivamente), validaría su pertenencia a sus momentos iniciales de ocupación. Sin embargo, la presencia entre la cerámica cardial de abundantes vasos contenedores, tanto de líquidos (recipientes con cuello) como de otros elementos7; la riqueza de la cultura material presente en el yacimiento (no sólo por la abundancia de cerámicas y piezas de sílex sino también de elementos de adorno, muchos de ellos en proceso de fabricación), en cantidades que no han sido igualadas por los yacimientos al aire libre contemporáneos; el almacenamiento de cereales trillados y tostados, que no podrían destinarse por tanto a la reproducción del ciclo agrícola sino al consumo; o las peculiares pautas de sacrificio que presentan los ovicápridos, donde el 39'6 % de los individuos sacrificados son menores de 12 meses y estarían aún lejos de alcanzar su máximo rendimiento en peso (cf. Bernabeu y Martí 1992); es decir, la acumulación de elementos de valor en este yacimiento, ha llevado a algunos autores a plantear la posibilidad de que la Cova de l'Or no sea un lugar destinado al habitat, sino al almacenamiento social de excedentes para su redistribución. Además, las pautas de sacrificio podrían indicar que esta redistribución tendría un carácter estacional, dentro de un marco de celebración de determinadas ceremonias de agregación social (Vicent 1997). De hecho, si atendemos a la información sobre el comportamiento de los ovicápridos recogida por distintos autores (Álvarez Sanchís 1990; Cruz 2003: 408), su época más propicia de nacimiento sería entre Mayo y Junio, cuando el ganado se encuentra en los pastos estivales; de esta manera, si el 26 % de los ovicápridos consumidos en Or son menores de 5 meses (a partir de Bernabeu y Martí 1992: cuadro 7), podríamos incluso determinar que su sacrificio y consumo se produjo en invierno —para las comunidades agrícolas, período improductivo entre la siembra y la recogida, cuando puede incrementarse la celebración de actividades ceremoniales destinadas a la consolidación de las instituciones y alianzas sociales—. En este sentido, algunos autores han señalado el papel del sacrificio y consumo colectivo de una parte de la cabana doméstica como una forma particular de actividad ritual que implicase el consumo comunal de comida o bebida; es decir, como una estrategia destacada dentro del proceso de creación y mantenimiento de las relaciones sociales Ínter e intragrupales, así como en la definición del acceso a los recursos y la gestión de los excedentes de producción por parte del 7
Los análisis realizados sobre las pastas cerámicas de este yacimiento indican que las correspondientes a cerámicas cardiales, muy depuradas, no podrían haber sido usadas para poner al fuego sino únicamente como recipientes de almacenaje o consumo (Gallart, en Martí et al. 1980).
grupo (cf. Dietler y Hay den 2001). Entre los indicios que permitirían reconocer estas prácticas en el registro arqueológico, se ha señalado la documentación de prácticas de almacenamiento como un requisito básico, al que se unirían otros factores como unos singulares patrones de sacrificio de la fauna y la existencia de determinados tipos de vajilla doméstica o ajuares excepcionales (Hayden 2001). También H. Ahlbáck (2003) ha señalado cómo, desde un punto de vista estrictamente funcionalista, a veces resulta difícil distinguir entre un lugar de habitat y uno destinado a actividades rituales que incluyen el sacrificio de animales, pues en ambos casos se trataría de actividades relacionadas con la redistribución o consumo de alimentos que dejarían unos vestigios similares; sin embargo, limitar la interpretación de estas acumulaciones exclusivamente como deshechos de consumo estaría obviando la parte más relevante, referente al porqué de la concentración de determinados elementos de carácter extraordinario dentro del registro material de un único yacimiento. En este caso, la escasez de estructuras de habitat documentadas en la Cova de l'Or; la mala adecuación de su entorno al desarrollo de una economía de base agropecuaria; y la especial calidad de la cultura material hallada8'; son elementos que podrían estar reflejando el carácter cargado de significado social o religioso de este yacimiento, que podría haber sido visitado sólo durante cortos períodos de tiempo cada año, durante los cuales la celebración de distintas actividades rituales provocaría una destacada acumulación de objetos de valor en su interior. Aunque sin descartar un componente habitacional, este valor más allá del meramente funcional ha sido planteado también por otros autores, para quienes la riqueza y simbolismo de las decoraciones figuradas en la cerámica cardial excedería la esfera de lo estrictamente cotidiano, vinculándose a la vida religiosa de estas comunidades (Martí y Juan-Cabanilles 1997); en este punto redundaría la presencia en este yacimiento de numerosos tubos de hueso realizados sobre ulnas de rapaces de gran tamaño (buitres y águilas), para los que se propone un uso como instrumentos musicales en contextos ceremoniales del Neolítico antiguo cardial (Martí et al. 2001). Esta funcionalidad podría extenderse también a otros yacimientos que presentan ricos materiales asociados a los momentos iniciales de la secuencia neolítica; especialmente en el caso de la Cova de la Sarsa, donde el conjunto material recuperado tanto en las campañas de excavación como en distintas recogidas superficiales presenta ciertas similitudes con el halla8
Algunos autores han remarcado el rol que determinadas actividades y producciones materiales de carácter extraordinario jugarían en la reproducción social de las comunidades de pequeña escala, como objetos de intercambio destinados a circular dentro de redes de obligación social y reciprocidad, o depositados como ofrendas en lugares de carácter sacro (Barnett 1990; Spielmann 2002).
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do en l'Or: abundantes piezas de sílex, algunas con lustre; adornos y útiles de hueso, incluyendo los característicos anillos y cucharas; y numerosos fragmentos de cerámica, destacando en cantidad los decorados con impresión cardial. Los abundantes restos de talla y núcleos laminares agotados (Asquerino 1978b), así como la existencia de varias matrices para anillos (también presentes en Or), indicarían el uso como taller de la cavidad. En cuanto a la cerámica, destaca la presencia de abundantes contenedores, de pasta gruesa y con cordones y elementos de prensión aplicados, así como algunos vasos con cuello que parecen haber sido destinados a la contención de líquidos. Por otro lado, debe señalarse que en ninguna de las actuaciones llevadas a cabo por M. D. Asquerino se menciona la documentación de estructuras de habitación dentro de la cavidad —con la única excepción del múrete de mampuesto que aparentemente protegería un enterramiento doble (Casanova 1978)—. Si bien esta ausencia de estructuras impide conocer cuál fue el uso que recibió esta cavidad, podría indicar en cambio que éste no fue como lugar de habitat, pues estas actividades habrían dejado una huella reconocible. En cambio, quizás debamos atribuir la riqueza de los materiales no a la intensidad de su ocupación sino a un valor ritual similar al que poseería la Cova de l'Or; en este sentido, debe destacarse la presencia en ambos yacimientos de restos humanos de difícil adscripción cronológica, pero posiblemente correspondientes a los momentos iniciales de la secuencia neolítica en que estas cuevas estarían en uso; así como de ricos conjuntos cerámicos, donde destacan especialmente las decoraciones figurativas realizadas con impresión cardial —antropomorfos, soliformes y motivos vegetales (Pérez Botí 1999)—. Además, también en este yacimiento se ha señalado la presencia de tres fragmentos de tubo sobre ulna de ave, de características y cronología similares a los presentes en la Cova de l'Or (Martina/. 2001). En menor medida, pues los materiales son más escasos y de menor calidad, éste podría ser también el caso de otras cavidades cercanas como la Coveta Emparetá (Bocairent), la Cova deis Pilars (Agres), la Cova del Moro (Agres) o la Cova Negra (Gaianes), y quizás de alguna más como Sa Cova de Dalt (tárbena), la Cova del Somo (Castell de Castells), la Cova Fosca (Valí d'Ebo) o incluso la propia Cova de les Cendres (Teulada): todas ellas presentan restos humanos de dudosa adscripción, junto a materiales que indican su ocupación esporádica en los inicios de la secuencia neolítica; y aunque en este caso la escasez y fragmentación de los restos cerámicos impide conocer las formas a que pertenecen, la cerámica de momentos más tardíos si parece corresponder de forma mayoritaria a grandes recipientes de contención y almacenaje. El almacenamiento podría, así, haber sido su uso también en los momentos iniciales de la secuencia neolítica: sea con un sentido práctico, respondiendo a necesidades concretas del grupo en ese
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sentido (creación de excedentes ante la posibilidad de malas cosechas y la necesidad de mantener el ciclo agrícola, etc.); o con un carácter social/ritual añadido, que afectase a la apropiación y redistribución de lo almacenado (Ingold 1986). En general, se ha señalado que estas cuevas mostrarían una regresión en su ocupación en momentos del Neolítico Final (Neolítico HA), evidenciada por una menor entidad de los materiales y niveles de ocupación asociados a estos momentos (Martí 1983a; Martí et al. 1980; Asquerino 1978; 1998). En cambio, si consideramos el papel social o ritual que presentarían algunas de estas cavidades, su abandono en estos momentos no respondería tanto a un traslado del habitat debido al aumento demográfico y la generalización de los asentamientos al aire libre, como a un cambio en las necesidades sociales y las ceremonias de agregación desarrolladas por estas comunidades (que ahora se llevarían a cabo en otros lugares); en este cambio ideológico, como veremos, los abrigos con Arte Esquemático y Levantino jugarán un papel fundamental. Respecto a la Cova de les Cendres, aunque también se señala un descenso en la intensidad de la ocupación a partir de estos momentos (Fumanal y Badal, en Bernabeu et al. 2001), su uso se mantendrá hasta la Edad del Bronce, aunque con un carácter distinto, como consecuencia de las oscilaciones experimentadas por la línea de costa a lo largo del Cuaternario reciente: el progresivo acercamiento del mar que se produce con la transgresión flandriense erosionará las laderas pleistocenas, dificultando el acceso a la playa y provocando un cambio en las actividades productivas; así, el cultivo de tierras y la explotación de recursos marinos perderá peso frente a una progresiva orientación a la ganadería, evidenciada por la presencia de fuegos de corral desde el Neolítico HA (Fumanal y Badal, en Bernabeu et al. 2001; Badal 2002). Esta orientación mostraría una pauta similar a la que presentan otros yacimientos contemporáneos, como La Falguera o Santa Maira. Quizás sea la orientación ganadera de algunas cavidades (es decir, su uso como rediles, lugares de estabulación del ganado) la que presenta menores problemas para su identificación. Esta funcionalidad, apuntada para el Neolítico de la zona en repetidas ocasiones (Bernabeu et al. 1989; Bernabeu 1995; Martí y Juan-Cabanilles 1997; 2000; Pérez Ripoll 1999), ha sido analizada en mayor profundidad en los últimos años, siendo el papel señalado para otros yacimientos como La Falguera (Alcoi) (García Puchol y Aura 2000; 2002); Cova de Santa Maira (Castell de Castells) (Aura et al. 2000), Cova de Bolumini (Benimeli-Beniarbeig) (Badal 1999; 2002); o la Cova d'En Pardo (Planes) (Soler Díaz et al. 1999). En todos los casos, este uso queda evidenciado por la documentación de los característicos fuegos de corral, fruto de incendios intencionados y periódicos destinados a la limpieza y desparasitación del abrigo (Martí y Juan Cabanilles 1997; Badal 1999). Las data-
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ciones disponibles indicarían que este uso se generaliza a partir del Neolítico HA, vinculado a la aparición de cerámicas peinadas y esgrafiadas, según los datos aportados por los niveles Va de Cendres (4250-4380 cal. BC) o el nivel I de Santa Maira (5640±60 BP) (Badal 1999); aunque en el Abrigo de La Falguera los análisis faunísticos y microsedimentológicos parecen indicar que esta funcionalidad estaría presente desde los inicios de la ocupación neolítica del abrigo, en contextos del Neolítico Antiguo (García Puchol y Aura 2002; García Puchol y Molina 2003). Más difícil sería extender esta funcionalidad al resto de los yacimientos en cueva conocidos en estos momentos en la zona de estudio, pues en la mayor parte de los abrigos y cuevas las propias características del hallazgo de los materiales (recogidas superficiales y selectivas, generalmente al margen de proyectos sistemáticos de prospección o excavación) impiden conocer si en ellas se dieron estos característicos niveles de corral. Así, quizás sea éste el sentido que deba otorgarse a las abundantes manchas de ceniza y carbones infrapuestas al nivel de enterramientos que E. Pía (1954) menciona a propósito de la Cova del Barranc de Castellet, pero en general estas menciones escasean en la bibliografía o se atribuyen únicamente a los niveles superficiales del relleno —que podrían ser modernos, pues muchas de estas cuevas sí que han sido usadas como rediles en la actualidad (como sería el caso de los abrigos del Barranc de les Calderes, en Planes; Coves de Esteve, en Valí d'Ebo; o la Cova del Mansano, en Xaló, entre otras muchas). En cambio, en otras cuevas donde se han llevado a cabo intervenciones sistemáticas no se menciona la existencia de este tipo de estructuras de combustión; es el caso, por citar sólo algunos, de la Cova Negra de Gaianes; o Sa Cova de Dalt, en Tárbena. Para mantener la idea de una funcionalidad ganadera habría que valorar en qué medida podría existir entre estas comunidades una dedicación a una escala tal que justificase el movimiento de ganado a larga distancia y la necesidad de poseer cuevas-refugio en el camino; pues, por definición, sólo se puede hablar de trashumancia como una forma económica en sí misma, que implica alejamiento del poblado varios meses al año debido al movimiento entre ecosistemas diferentes, susceptibles de aprovechamiento económico complementario a lo largo del año (cf. Geddes 1983; Ingold 1986). En las comarcas montañosas alicantinas, la diferencia entre nichos ecológicos no sería tan marcada entre la montaña y el valle como entre las zonas litorales y el interior montañoso, es decir, a una escala territorial más amplia; por tanto, el problema estribaría en determinar si existe la necesidad de este movimiento a larga escala para encontrar alimento para el ganado. Se ha señalado que el potencial pecuario de un territorio depende de las formaciones vegetales existentes y de las técnicas ganaderas que se practiquen, mientras que las necesidades de pasto dependen de la composición de la cabana y el número
de cabezas de ganado que deban alimentarse (Badal 1999; 2002). La cabana ganadera de las comunidades neolíticas de la zona sería de pequeño tamaño y estaría formada sobre todo por ovicápridos, que por su capacidad de ramoneo se adaptarían perfectamente al paisaje vegetal de matorral bajo existente en estos momentos en el entorno de las cuevas sin necesidad de recurrir a pastos estacionales; en cuanto a los bóvidos o suidos, su presencia sería mucho menor, pudiendo alimentarse de las especies presentes en el entorno inmediato de las aldeas (ubicadas siempre en zonas de elevada biodiversidad) (Pérez Ripoll 1999; Badal 1999; 2002). Dado que estos rebaños no tendrían que recorrer grandes distancias en busca de pastos estacionales, sino que se adaptarían a los existentes en las inmediaciones de los campos de cultivo, puede decirse que los movimientos de ganado que se darían en esta zona se ajustarían mejor a la pauta definida como transterminancia que a recorridos de trashumancia: desplazamientos de corto radio alrededor de los poblados, aunque habituales y regulares para no sobreexplotar los pastos (Galán y Ruiz-Gálvez 2001). Estos desplazamientos se mantendrían, por tanto, dentro de una escala de movilidad logística, siguiendo una voluntad de aprovechamiento integral del territorio, donde la ganadería no sería más que un complemento de las actividades agrícolas, y cada una se llevaría a cabo en nichos diferenciados aunque relativamente cercanos. Por tanto, aunque es posible que algunas de estas cavidades fueran usadas como redil (es innegable para aquellas en las que se han documentado fuegos de corral), no podemos afirmar con seguridad que esta función se extienda a todos los yacimientos que aquí hemos considerado. En muchos casos, se podría plantear una ocupación esporádica (quizás estacional) para la explotación de recursos que complementen los propios de la economía agropecuaria desarrollada en las aldeas, siguiendo el concepto de cueva refugio definido por Gil Mascarell (1975): cuevas que nunca fueron usadas como lugares de habitat permanente, ni siquiera por parte de un número reducido de personas; destinadas al abrigo de pastores durante movimientos de ganado, o como refugio en el contexto de otras actividades (incluso cinegéticas). Como rasgos comunes a estos refugios, señalaríamos que: a) muestran un uso reiterado a lo largo de la secuencia neolítica, sin llegar nunca a una ocupación estable y continuada; b) no se documentan elementos vinculados con la producción y transformación de materias primas asociadas al ciclo agrícola (molinos, piezas con lustre de cereal); y c) se localizan en zonas abruptas del interior montañoso, donde los suelos muestran una escasa capacidad agrícola, aunque sí estarían cercanos a cursos de agua y zonas de afluencia de animales salvajes. En este sentido, puede añadirse que muchos de estos abrigos muestran una recurrencia en su uso a lo largo de varios milenios, pues ya habían sido visitados reiteradamente en el Paleolítico y Epipaleolítico (Doménech 1990;
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Aura 200Ib), dentro de unas pautas de explotación del territorio basadas en una movilidad residencial estacional. La explotación de algunos de estos nichos ecológicos desde las mismas cuevas y abrigos usados en períodos anteriores podría haberse mantenido en momentos neolíticos, aunque con un carácter distinto: en este caso ya no sería una movilidad residencial que implicase a todo el grupo, sino que se encuadraría dentro de pautas de movilidad logística que afectarían únicamente a una serie de individuos especializados, mientras que el resto permanecería en las aldeas (cf. Binford 1980). Así, hemos señalado cómo la implantación entre las comunidades neolíticas de la zona de una economía de base agropecuaria no sería incompatible con el mantenimiento de unas pautas de aprovechamiento intensivo del medio que incluirían el recurso a la caza y recolección, dentro de un modelo de economía mixta como el propuesto por otros autores (Guilabert et al. 1999). En este sentido, M. Zvelebil (1992) ha señalado cómo la documentación etnográfica indica la importancia que las actividades
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de caza mantienen en muchas sociedades agrícolas, sea como estrategia de reducción de riesgos, por razones socio-ideológicas, o simplemente para abastecer la demanda de materias primas para la elaboración de adornos u otros objetos. Que la explotación de recursos salvajes sigue presente entre las comunidades neolíticas de la zona ha sido constatado en un capítulo anterior, respecto a los porcentajes de animales salvajes consumidos en distintos yacimientos o las materias primas usadas en la realización de útiles y adornos; hemos señalado también que el fundamento de esta explotación podía ser tanto social (ritual) como meramente económico. Esto explicaría, así, tanto la especialización en la explotación intensiva de moluscos y otras especies marinas que muestra Cendres en el inicio de su secuencia, como la ocupación esporádica de numerosos abrigos y cavidades en los valles intramontanos de la zona de estudio a lo largo de todo el Neolítico (combinada en este caso con la función pecuaria que puede reconocerse en algunos de ellos).
FIGURA 24. Tipos de suelo en el entorno inmediato de algunos yacimientos en la comarca de la Safor: 1) Cova del Llop, Gandía; 6) Cova Oberta, Gandía; 15) Cova Negra de Marxuquera, Gandía; 24) Camí del Pía, Oliva. Aunque los yacimientos en cueva poseerían áreas de captación reducidas, debido a su emplazamiento sobre relieves abruptos, al pie de éstos se localizan suelos muy apropiados para la puesta en marcha de actividades agrícolas. Aun así, son los asentamientos al aire libre como el del Camí del Pía (localizado en las tierras llanas del cono de deyección del río Gallinera) los que podrían explotar las tierras más fértiles de la zona (también Gráfico 3).
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Por último, un caso diferente en este panorama sería el que presentan las numerosas cavidades ocupadas en la cuenca baja del río Serpis. En esta comarca litoral el efecto de la transgresión marina flandriense se hará notar en el desarrollo de unas pautas de poblamiento distintas a las tratadas hasta ahora, pues los vestigios de habitat correspondientes a los momentos iniciales de la secuencia neolítica corresponden exclusivamente a cavidades. El vacío de poblamiento constatado en las cotas inferiores a los 100 m en la zona de la Safor durante el máximo transgresivo flandriense (7000-5000 BP) se atribuye precisamente a este fenómeno, que habría obligado a desplazar los asentamientos de estos momentos a las primeras estri-
baciones montañosas a partir de esa cota (Fumanal et al. 1993; Fumanal 1997)9. De esta manera, en esta zona sólo se documentan asentamientos en llano con anterioridad a esta fecha (Camí del Pía o el conchero del Collado, ambos en Oliva), o ya en momentos caleolíticos (Camp de Sant Antoni), cuando el mar se ha retirado y los aportes detríticos procedentes de la erosión de las laderas montañosas circundantes colmatarán este antiguo espacio lagunar (Fumanal 1986); sin embargo, las cuevas ocupadas durante el Neolítico Antiguo y Medio se situarán junto a tierras de elevada capacidad agrícola, lo que seguramente condicionaría su orientación económica.
GRÁFICO 3. Áreas de captación y tipos de suelos en la comarca de la Safor. En el Eje Y se señala el tamaño del área (en m2), y en el Eje X el número de inventario del yacimiento analizado. El asentamiento del Camí del Pía tendría un área más amplia y con suelos de mayor capacidad agrícola (A-B), aunque incluye un porcentaje de suelo de capacidad baja (E) similar al de los yacimientos en cueva.
Por tanto, podemos decir que desde los inicios de la secuencia neolítica en la zona se constata una diferenciación funcional de los distintos yacimientos de habitat, destinada a la explotación intensiva de todos los recursos disponibles en el entorno (tanto domésticos como salvajes), para compensar las fluctuaciones inevitables en la puesta en marcha de un sistema de producción agropecuario. Así, junto a las primeras aldeas localizadas junto a las tierras más fértiles, existirá una ocupación esporádica de cuevas y abrigos, guiada por criterios funcionales y estacionales (o tal vez sociales y rituales, como podrían indicar los casos de la Cova de l'Or o la Cova de la Sarsa). Estas pautas mostrarían una voluntad de aprovechar las posibilidades que ofrece el medio físico de la zona: un medio caracterizado por los contrastes costa-interior y llano-montana, que favorecen una diversidad de nichos ecológicos susceptibles de ser explotados,
como complemento a las actividades productivas agropecuarias desarrolladas durante el Neolítico. Estas pautas pueden reconocerse desde los inicios de la secuencia neolítica, y como hemos señalado se repetirían en todas las zonas de expansión inmediata del poblamiento a partir del Neolítico epicardial: asentamientos al aire libre, cuevas y abrigos muestran así una difusión conjunta en el corredor del Vinalopó y también en la Valí d'Albaida. En cambio, hemos señalado cómo en los momentos finales de la secuencia el 9
Sin que pueda descartarse además una posible tendencia de la investigación en la zona, centrada en la exploración de cavidades ante la potente sedimentación que afecta al llano litoral. En este sentido, debe recordarse que las estructuras excavadas del Camí del Pía (Oliva), situadas en el cono aluvial del río Gallinera, se localizaron con ocasión de la extracción de tierras en la zona, pues se encontraban a 4 m por debajo del nivel actual del terreno (Aparicio et al. 1994).
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GRÁFICO 4. Comparación entre las áreas de captación de yacimientos del Neolítico Antiguo y Medio. Para los asentamientos al aire libre, existe un claro contraste entre aquellos situados en el interior montañoso (Les Dotze, 73; Mas d'Is, 158) y los situados en las tierras llanas junto al curso del río Vinalopó (Casa de Lara, 231; Ledua, 253; La Alcudia, 264), con áreas más amplias y suelos de mayor capacidad agrícola; la baja capacidad de los suelos en el interior de la comarca de l'Alcoiá queda patente en el área de captación de yacimientos como Les FloréncieS (183), Mas de Don Simón (161) o Tamargut (149). Respecto a las cuevas y abrigos, sus áreas de captación son algo más reducidas, y existe un mayor predominio de suelos de erosión y pardo-calizos sobre material consolidado, más adecuados para una explotación forestal; entre los casos más evidentes se puede destacar el de la Cova de l'Or (97), con un predominio casi absoluto de suelos de baja capacidad agrícola.
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GRÁFICO 5. Áreas de captación de distintos yacimientos calcolíticos. El contraste entre el potencial de explotación de los distintos tipos es ahora más evidente: áreas de captación extensas y un predominio de suelos de elevada capacidad agrícola en los asentamientos al aire libre (Tabaque, 37; Arenal de la Costa, 54; Jovades, 132; Mas deis Alfasos, 216; La Torreta-El Monastil, 244), y áreas de captación reducidas y con suelos más apropiados para la explotación pecuaria o forestal en el caso de cuevas y abrigos (Cova de Bolumini, 193; Sa Cova de Dalí, 210; Santa Maira, 211); de hecho, tanto en Santa Muirá como en Bolumini se ha constatado su uso como cueva redil en distintos momentos de la secuencia neolítica, lo cual coincide con el potencial productivo que muestran los suelos en su área de captación, área de características muy similares, además, a la señalada para yacimientos como la Cova de l'Or (Gráfico 4).
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GRÁFICO 6. Comparación entre las áreas de captación de yacimientos del Horizonte Campaniforme. Se puede apreciar que, aunque algunos asentamientos al aire libre mantienen unas pautas de emplazamiento similares a las de momentos anteriores (L'Atareó, 35), otros se ubican en zonas menos adecuadas para el desarrollo de prácticas agrícolas (como Mas del Barranc, 177, localizado en un área abrupta con predominio de suelos pardo-calizos); al mismo tiempo, algunos asentamientos en altura, como Peñón de la Zorra (224) o El Monastil (246), presentan en sus áreas de captación un fuerte componente de suelos de erosión, aunque también tendrían acceso a los fértiles suelos de las riberas del Vinalopó.
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uso de muchas de estas cuevas y abrigos se estanca o es abandonado, lo que contrasta con el aumento de las evidencias de poblamiento al aire libre que caracteriza el Calcolítico y Horizonte Campaniforme (excepto en el caso de La Safor, por las peculiaridades ya señaladas) (Gráfico 2). A partir de estos momentos, las únicas cavidades cuyo uso se mantiene son aquellas que funcionalmente hemos relacionado con pautas de almacenamiento o de estabulación del ganado (Cova de les Cendres, Abric de la Falguera o Sa Cova de Dalt). Por ello, este descenso cuantitativo en la ocupación de cuevas y abrigos debe leerse como resultado de una progresiva reducción de las fuentes de aprovechamiento de recursos diversificadas de las comunidades neolíticas, ligada a la intensificación de las actividades de producción agropecuaria que se documenta en estos momentos. Esta intensificación pudo darse de forma casual, como resultado de un desarrollo propiciado por la situación anterior; o intencionalmente, debido a la voluntad de ciertos sectores sociales de incrementar o maximizar la producción; pues, como han señalado algunos autores, el establecimiento de este policultivo ganadero puede entenderse tanto como medio para aumentar la producción en términos absolutos, como una estrategia destinada a estabilizar la producción a medio y largo plazo ante las variaciones estacionales y anuales del inestable entorno climático Mediterráneo (con la inversión de trabajo social en infraestructuras productivas de rendimiento diferido) (cf. Vicent 1995b). En cualquier caso, este uso de las cavidades en un contexto combinado de almacenamiento y de desplazamientos de corto radio del ganado se corresponde bien con las pautas de uso señaladas en la zona en momentos posteriores, durante la Edad del Bronce (Pairen 2001), donde el modo de producción agropecuario es ya dominante. 7. EL MUNDO FUNERARIO. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE UN TEMA CONOCIDO A partir de la documentación arqueológica sobre las pautas de poblamiento pueden extraerse importantes conclusiones sobre las actividades y modo de vida de las comunidades neolíticas de nuestra zona de estudio, tanto en sus aspectos prácticos (movilidad residencial y logística, aprovechamiento intensivo de los recursos del entorno) como en los rituales (existencia de lugares destinados al almacenamiento de excedentes y su redistribución dentro de sistemas de reproducción del orden social). Sin embargo, estas inferencias se realizan sobre un aspecto del registro arqueológico cuya formación presenta un carácter no intencional, con las limitaciones que esto imprime a la hora de abordar los aspectos inmateriales de la conducta social. En cambio, los documentos funerarios (como también ocurre con el arte rupestre) proporcionan un registro intencional, resultado de acciones reguladas por pautas sociales específicas (Vicent 1995a); y,
como tales, aportan una información esencial sobre los aspectos sociales y simbólicos del modo de vida de una comunidad. El mundo funerario de las comunidades neolíticas de las comarcas centro-meridionales valencianas se caracteriza, como rasgo que las diferencia de las comunidades vecinas, por el uso prácticamente exclusivo de cuevas naturales como continente para enterramientos múltiples (formados diacrónicamente por la sucesión de inhumaciones individuales). Este tipo de yacimientos está vinculado a los inicios de la investigación prehistórica de la zona, y tradicionalmente ha sido considerado uno de los elementos defmitorios del período Calcolítico, así como un rasgo de identidad de los grupos que habitaban estas comarcas frente a las prácticas presentes en zonas cercanas (cf. Pía 1958; Tarradell 1963; Llobregat 1966; 1973a; 1975)10. Sin embargo, como señala J. Soler (2002) en su reciente estudio de síntesis, aún ahora su conocimiento dista de ser el más apropiado: en la mayor parte de los casos, sólo se conocen restos humanos y materiales descontextualizados depositados en diversos museos; no existen planos de excavación ni referencias estratigráficas que permitan conocer la secuencia de uso de los yacimientos; y se carece también de estudios de antropología física y dataciones absolutas que proporcionen una base sólida a cuestiones tan fundamentales como el número de individuos inhumados en cada caso o su adscripción cronológica. Por otro lado, el fenómeno de la inhumación múltiple en grietas y cavidades en el área central del Mediterráneo peninsular no constituye un fenómeno homogéneo; por el contrario, si atendemos a los indicadores arqueológicos señalados en las síntesis de E. Pía o E. Llobregat, podemos diferenciar varios momentos, cada uno de los cuales presenta ciertas variaciones en el ritual. En primer lugar, los enterramientos asociados a los momentos iniciales del Neolítico, correspondientes siempre a cuevas sepulcrales con varios momentos de uso diferenciados, en las que las alteraciones postdeposicionales hacen difícil discriminar la adscripción crono-cultural de los distintos enterramientos; de esta manera, los posibles enterramientos adscritos a estos momentos quedan siempre sometidos a duda (cf. Segura y Jover 1997; Bernabeu et al. 2001). Por otro lado, un fenómeno distinto lo constituirían los enterramientos múltiples en cuevas naturales disociadas de los lugares de habitat, que se reconocen sin dudas en el registro arqueológico a partir del Neolítico Final / Neolítico HA, y de forma generalizada a lo largo del Calcolítico y 10 No se registra en la zona ninguna construcción artificial de carácter megalítico, fenómeno que en cambio sí se da en comarcas vecinas del Nordeste y Sudeste peninsular (aunque sin alcanzar la magnitud de otros focos peninsulares o del continente europeo contemporáneos); esto destaca aún más la singularidad en este sentido de nuestra zona de estudio.
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Horizonte Campaniforme (como indica la cronología de los distintos componentes del ajuar que acompaña estas inhumaciones - Soler Díaz 1999; 2000; 2002). Por último, ya en la Edad del Bronce se documenta en ocasiones una perduración del uso funerario de algunas cavidades, como ocurre en la Cova d'En Pardo (donde una inhumación en fosa ha proporcionado una datación de 1215-1000/970±70 BC —Soler Díaz etal. 1999—) o en otras muchas que presentan materiales tardíos (como los anillos metálicos de la Cova del Cantal o la de la Barsella) (López Seguí et al. 1991; Simón 1998); asimismo, los enterramientos dobles, triples o múltiples en grietas no usadas con anterioridad, asociadas a poblados de la Edad del Bronce, constituyen una práctica habitual y bien documentada en toda el área de estudio en estos momentos (Jover y López Padilla 1997). De esta manera, el uso de cavidades naturales como lugar de enterramiento múltiple a lo largo de la Prehistoria reciente de las tierras valencianas muestra la existencia de distintos momentos, fenómenos y rituales funerarios, cada uno de los cuales debe analizarse de forma independiente.
7.1. LAS EVIDENCIAS FUNERARIAS EN LOS INICIOS DEL NEOLÍTICO En el registro arqueológico valenciano son tempranas las menciones de cavidades funerarias con materiales de filiación neolítica antigua; especialmente, cerámicas impresas de instrumento e incisas, aisladas en conjuntos de cronología generalmente más avanzada. Es el caso de la Cova de la Serreta de la Vella (Mono ver), de la que J. Vilano va i Piera da a conocer a mediados del siglo XIX un pequeño lote de cerámicas incisas e impresas de instrumento; la Cova de les Meravelles (Gandia), en cuyos niveles superficiales se menciona la existencia de una serie de materiales revueltos que incluyen tanto fragmentos de cerámica impresa cardial, incisa y peinada, como alguna punta de flecha e incluso materiales ibéricos y romanos (Ballester 1928a; Pía 1945); o las cuevas de Sarsa y Caseta de Molina (Coveta Emparetá), mencionadas por I. Ballester (1928a) a propósito de la publicación de la Covatxa Sepulcral del Camí Reial (Albaida). Sin embargo, aún a mediados del siglo XX el registro funerario del Neolítico Antiguo en tierras valencianas seguía siendo desconocido; así, aunque E. Pía (1958) menciona la existencia de algunas inhumaciones asociadas a cerámicas cardiales, láminas poco retocadas y cucharas y punzones de hueso, en la síntesis de M. Tarradell se considera el hallazgo de huesos humanos en la Cova de la Sarsa (Bocairent) como "un dato insuficiente y aislado en las cuevas valencianas, puesto que en las restantes del mismo grupo no se han localizado enterramientos" (Tarradell 1963: 52). La publicación del enterramiento doble en una grieta de la Cova de la Sarsa se hará a finales de la década de los 70 (Casanova 1978), aunque las menciones sobre la existencia de enterramientos cardiales
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en el yacimiento eran antiguas, y ya se habían publicado los elementos materiales que lo acompañaban (Ballester 1928a; 1928b; Lebzelter 1945; San Valero 1950; Fletcher 1955; Asquerino 1976). En la publicación de Casanova se señala la existencia de un enterramiento doble en una grieta junto a la pared de la Sala Gran, aparentemente aislado por un pequeño muro de mampuesto, y acompañado por distintos materiales de cronología neolítica antigua (un cubilete con decoración impresa cardial, una cuchara, tres punzones sobre metapodio hendido de ovicáprido, dos fragmentos de anillos de hueso, etc.). Casanova considera segura la filiación cardial del enterramiento, pues supone que el hallazgo constituye un contexto cerrado a pesar del estado fragmentado e incompleto de los restos humanos (que puede deberse tanto a su carácter secundario como a posteriores remociones del depósito, como ya señaló M. D. Asquerino —1976—); y desde estos momentos el dato quedará recogido en los estudios de síntesis sobre el Neolítico valenciano, junto a otros yacimientos como la Coveta Emparetá (Bocairent), Forat de l'Aire Calent (Rótova) o Sa Cova de Dalt (Tárbena), donde también aparecían restos humanos junto a materiales descontextualizados del Neolítico antiguo (cf. Martí 1977; 1981; Martí y JuanCabanilles 1987). Sin embargo, recientes estudios han retomado un tema que ha permanecido estancado durante décadas, valorando positivamente la presencia recurrente de una serie de elementos en los contextos funerarios de cronología antigua: cerámicas cardiales, una industria lítica característica (geométricos, núcleos laminares no agotados, hojas y hojitas), colgantes elipsoidales sobre concha con rebaje central, y dominio de los punzones fabricados sobre metapodios de ovicáprido (Bernabeu et al. 2001). Aunque estos indicadores no serían exclusivos de contextos funerarios, recientemente se ha dado a conocer un conjunto de 20 discos sobre valva de cardium procedentes de la Cova Bernarda (Palma de Gandia) (Pascual Benito 2003), elemento que sí sería característico de contextos funerarios epicardiales (lo cual permite plantear el posible uso funerario de esta cavidad en momentos anteriores a los generalmente considerados —Pairen 2002: 148—). Estos factores, unidos a las escasas condiciones de habitabilidad que presentan muchas de las cavidades y al hecho de que en estos momentos de la secuencia no se conoce ninguna evidencia de rituales funerarios alternativos, obligan a valorar positivamente la antigüedad del uso sepulcral de determinadas cavidades. En cualquier caso, este fenómeno no resulta extraño en el panorama mediterráneo occidental, donde se han documentado inhumaciones en una decena de cuevas del Sudeste francés habitadas durante el Neolítico cardial y epicardial (como Unang, Gazel o Riaux I —Beyneix 2003—); del mismo modo que ocurre en Portugal, donde los enterramientos cardiales de la cueva de Caldeiráo han proporcionado una datación de 5348-5231 cal. BC (Zilháo 1992); y tam-
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bien en la zona Nordeste de la Península Ibérica, aunque no como modo exclusivo (Majó et al. 1999), se ha reconocido un uso de cavidades con fines funerarios desde el Epicardial (Bosch y Tarrús 1990; Bosch 1994a: 1994bV. Hn la mavor narte de los casos, se
trata de inhumaciones individuales o con un escaso número de individuos, localizadas en galerías estrechas de cuevas más amplias o en rincones cerca de las paredes de las cuevas.
FIGURA 25. yacimientos con vestigios funerarios y materiales del Neolítico Antiguo y Medio en la zona de estudio.
Aceptando así la posible antigüedad de este fenómeno en nuestras tierras, debemos distinguir dos tipos de yacimientos. Por un lado, aquellos que han proporcionado contextos materiales exclusivamente funerarios (sin evidencias de actividades productivas), aunque su secuencia de uso abarque distintos momentos dentro del Neolítico y hayan sido también frecuentados con posterioridad (como indicarían los materiales ibéricos, romanos e incluso medievales y modernos hallados en sus niveles superficiales). Así, estos yacimientos presentarían una continuidad en su uso funerario cuyo origen podría remontarse hasta los horizontes cardial y epicardial, y se prolongó con posterioridad incluso hasta la etapa campaniforme; sin " Aunque algo más tardía, recientemente se ha dado a conocer una datación de 4700-4480 cal. BC sobre uno de los huesos humanos de la Cova de Sant Martí (Agost, Alicante) (López Seguí y Torregrosa 2004: 107), lo cual constituiría un argumento más a favor de la propuesta antigüedad del fenómeno de la inhumación en cueva en estas tierras.
que podamos saber en qué momento se realizó cada inhumación. Entre ellos destacan la Cova de les Meravelles (Gandia), donde se recogieron restos humanos y materiales revueltos de distintas épocas (Pía Ballester 1945); la Cova Bernarda (Palma de Gandia), donde aparecen tanto adornos propios de contextos funerarios epicardiales (discos de cardium —Pascual Benito 2003—) como más tardíos (un colgante acanalado, puntas de flecha, punzones metálicos —Aparicio y San Valero 1977; Aparicio et al. 1983—); la Cova de l'Almud y la Cova del Frontó (Salem), de nuevo con materiales que reflejan dos momentos de uso de la cavidad diferenciados (Pastor y Torres 1969; Juan-Cabanilles y Cardona 1986); la Cova del Garrofer (Ontinyent), donde, junto a materiales caleolíticos (ídolos oculados) y campaniformes (un fragmento de botón de perforación en V, un fragmento de laminilla de cobre), aparece también cerámica incisa y abundantes peinadas (Bernabeu 1981); la Cova de la Gerra (Bocairent), con materiales escasos pero de distinta cronología (Fletcher 1969); la Cova deis Anells
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(Banyeres), con un taladro y algunos fragmentos de cerámica impresa de instrumento junto a los materiales campaniformes y del Bronce Tardío (Aparicio et al. 1981; Simón 1998); El Fontanal (Onil), conocido especialmente por su abundante conjunto de ídolos oculados, pero donde se localizaron también algunos fragmentos de cerámica cardial, incisa, peinada y esgrafiada (González Prats 1982; Soler Díaz 1985); o la Cova de la Serreta de la Vella (Monover), donde otros autores han destacado la presencia de un pequeño lote de materiales de cronología epicardial (cerámicas impresas de instrumento e incisas, dos trapecios, lascas y láminas retocadas) (Segura y Jover 1997; Jover y Segura 1999). Por otro lado, hay yacimientos cuyo uso exclusivo como continente funerario es menos claro, pues sus condiciones de habitabilidad son mejores y en su interior se han hallado elementos vinculados a actividades productivas (molinos barquiformes, dientes de hoz) o de almacenamiento (contenedores cerámicos). En estos casos, la larga secuencia de ocupación que muestran los materiales, y el hecho de que éstos siempre aparezcan revueltos o descontextualizados, impide discriminar con seguridad la dedicación de la cueva en cada fase; si estos usos eran excluyentes o si la cueva podía usarse simultáneamente como lugar de habitat y enterramiento; ni tampoco (como también ocurría en el caso anterior) si los restos humanos se depositaron en un único momento o si lo hicieron a lo largo de toda la secuencia. Como ejemplos de este tipo pueden señalarse la Cova de la Recambra (Gandía) (Aparicio et al. 1983); el Forat de l'Aire Calent y la Cova de les Rates Penades (Rótova) (Fletcher 1952; Aparicio et al. 1983); la Cova del Barranc de Castellet (Carrícola) (Pía 1954; Bernabeu et al. 2001); la Coveta Emparetá (Bocairent) (Asquerino 1975); la Cova de la Sarsa (Bocairent) (Asquerino 1976; Casanova 1978); la Cova deis Pilars (Agres) (Segura y Jover 1997); la Cova Negra (Galanes) (Rubio y Cortell 1982-83); la Cova Fosca (Valí d'Ebo) (López Mira 1994); Sa Cova de Dalt (Tárbena) (López Mira y Molina Mas 1995); la Cova del Somo (Castell de Castells) (García Atiénzar e.p.); o la Cova de Sant Martí (Agost) (López Seguí 1996; 2002; López Seguí y Torregrosa 2004). A estos ejemplos habría que añadir también la aparición de algunos restos humanos sin contexto estratigráfico en las excavaciones realizadas en la Cova de POr (Beniarrés) o la Cova de les Cendres (Teulada); en todos ellos, los problemas de descontextualización de los materiales y los restos humanos pueden atribuirse tanto a circunstancias del hallazgo como a alteraciones postdeposicionales. En cambio, para otros casos que en principio podrían haber quedado incluidos en este grupo se ha podido determinar estratigráficamente que su función sepulcral fue posterior a una ocupación en la que no se realizaron enterramientos sino actividades de carácter habitacional; así, en la Cova d'En Pardo (Planes), las inhumaciones no se
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remontan más allá del Neolítico HA 12 (Soler Díaz 1999; 2000; 2002), y éste parece ser también el caso señalado para la Cova de Bolumini (Benimeli) (Guillem et al. 1990), la Cova Ampia del Montgó (Xábia) (Salva 1966; Soler Díaz 1997; 2002), o la Cova del Moro (Agres) (Asquerino 1978; Cuenca y Walker 1986). En cambio, la documentación en la Cova d'En Pardo de dos inhumaciones en fosa asociadas a los momentos finales de la Edad del Bronce, paralelamente a un uso de la cavidad vinculado a actividades ganaderas (Soler Díaz et al. 1999), debe hacernos reflexionar sobre la supuesta exclusividad del uso funerario de las cavidades; pues quizás esta dedicación no impediría la realización simultánea de otro tipo de actividades (como lugar de almacenamiento o incluso redil, como se ha señalado en el capítulo anterior en el caso de Or, Sarsa, Coveta Emparetá, Sa Cova de Dalt o Cova del Somo, entre otras). De esta manera, al valorar el registro funerario conocido en los momentos iniciales de la secuencia inicial neolítica valenciana debemos tener en cuenta dos factores: 1) Todos estos yacimientos están sujetos a problemas de asociación estratigráfica, y en muchos casos es difícil establecer con una base sólida la adscripción crono-cultural de los restos humanos, si éstos se depositaron en un único momento, o si las inhumaciones abarcan toda la secuencia mostrada por los materiales. 2) Para el segundo grupo de yacimientos también es difícil delimitar con claridad cuáles fueron las actividades dominantes en cada fase; pues, como muestra el ejemplo de En Pardo, la valoración positiva de su uso funerario en momentos del Neolítico Antiguo no impide que algunas de ellas pudieran haber tenido una función distinta de forma simultánea, relacionada con el desarrollo de actividades económicas. Estas constataciones deben ser tenidas en cuenta a la hora de valorar las evidencias funerarias existentes para los primeros momentos de la secuencia neolítica; pues, aunque no se puede descartar la posibilidad de que en el futuro se documenten testimonios funerarios en contextos distintos a los de las cavidades (del mismo modo que la existencia de asentamientos al aire libre desde los inicios de la secuencia neolítica sólo ha sido valorada en las últimas décadas), actual12
Aunque se menciona la aparición de un cráneo humano en el Nivel III del sector C de esta cavidad, asociado a un fragmento de cerámica con decoración impresa de instrumento, se considera que dicha asociación debe achacarse a un problema de método de excavación o a alteraciones postdeposicionales del registro; se debe vincular ese cráneo en realidad al ámbito de las cerámicas esgrafíadas propio del Nivel II (Soler Díaz 2002, vol. 2: 72).
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mente éstos son los únicos datos de los que disponemos a la hora de analizar las prácticas funerarias de las primeras comunidades productoras asentadas en las comarcas centro-meridionales valencianas: la inhumación de un número limitado de individuos en cuevas naturales, acompañados por un ajuar compuesto por vasos cerámicos, algunos colgantes y objetos de hueso, y elementos líticos; y que parecen mostrar una preferencia por el uso de grietas o rincones junto a las paredes de cavidades más amplias. Algunas de estas cavidades presentan un carácter exclusivamente sepulcral a lo largo de toda la secuencia neolítica; así, podría decirse que adquieren una temprana importancia dentro de las creencias y prácticas funerarias de estos grupos, y que ésta se mantiene sin interrupción desde entonces (como ocurriría en la Cova Bernarda, la Cova deis Anells o la Cova de la Serreta de la Vella,
entre otras). En cambio, en otras cavidades esta función sepulcral parece coexistir con su uso como lugar de habitat secundario o almacenamiento (práctico o ritual), sin que pueda determinarse con claridad si ambas funciones son simultáneas o se producen diacrónicamente (como sería el caso de la Cova de la Sarsa, la Cova de l'Or o Sa Cova de Dalt). La evidencia aportada por la secuencia de En Pardo indica que ambas opciones pueden ser válidas, por lo que bajo la relativa uniformidad ritual que refleja el registro arqueológico quizás puedan distinguirse en el futuro prácticas diferentes: unas excluyentes, en lugares cuya única funcionalidad sea la funeraria (manteniendo esta función con el tiempo); y otras que se producen en lugares donde paralelamente se desarrollan determinadas actividades económicas.
FIGURA 26. Distribución del poblamiento y de las evidencias funerarias durante el Neolítico cardial.
La mayor parte de estas cuevas presentan unas condiciones de habitabilidad relativamente buenas (atendiendo a su tamaño, morfología y grado de humedad o ventilación, entre otros factores) y suelen localizarse en laderas de montaña con pendientes moderadas o fuertes (aunque existen también algunas situadas en laderas de escasa pendiente); por otro lado, aunque algunas se asocian a relieves destacados en su entorno, otras se abren en espacios que quedan
por debajo de la altitud media del terreno circundante. Estas circunstancias se dan tanto en aquellas cuevas cuyo uso funerario hemos considerado exclusivo, como en aquellas donde se dan simultáneamente actividades prácticas y funerarias, sin que se aprecien variaciones significativas entre las tendencias mostradas por ambos grupos, ni tampoco por áreas geográficas (cf. Anexo I). En cuanto a su distribución, vemos que sigue las mismas pautas señaladas para la evolu-
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1973a; 1975)13. Esta expansión se vincula al crecimiento demográfico y aumento del número de asentamientos que, como hemos visto, se registra en estos momentos, y puede leerse así en términos de un incremento de la territorialidad —donde las cuevas sepulcrales podrían haber servido como marcadores que indicarían el derecho de un grupo a explotar unas zonas concretas—. Aunque el inicio de esta expansión parece remontarse hasta el Neolítico Final (cf. nota 3), será durante el Calcolítico cuando asistamos a una generalización masiva de este ritual, ocupándose con fines funerarios un buen número de cavidades en todas aquellas zonas donde existen núcleos destacados de
poblamiento; especialmente en la cuenca media y baja del río Serpis, en la zona de Bocairent y Banyeres, y a lo largo del corredor del Vinalopó (Fig. 29 y también Gráfico 7). Como hemos señalado en capítulos anteriores, en todas estas zonas existen numerosas evidencias de poblamiento, en cueva (comarca de la Safor) y al aire libre; yacimientos de habitat que podemos asociar sin dificultad a los sepulcrales, por la sintonía de su cultura material y la cercanía espacial que siempre existe entre ambos (distribuyéndose los asentamientos al aire libre en las tierras bajas del valle, las de mayor capacidad agrícola, y las cuevas funerarias en las sierras que las flanquean) (Fig. 28).
GRÁFICO 7. Yacimientos con vestigios funerarios a lo largo de la secuencia neolítica.
El ritual en estos momentos incluye tanto deposiciones primarias (escasamente documentadas, y asociadas siempre a momentos tardíos de la secuencia), como secundarias en forma de paquetes y osarios revueltos (posiblemente para dejar espacio a nuevos enterramientos, primarios, que se realizarían en la misma cavidad). Así, ya en la memoria de excavación de la cueva de Les Llometes realizada por E. Vilaplana se distinguían dos fases distintas de uso de la cavidad, con diferencias en el ritual de inhumación (decúbito prono o supino) y en el ajuar que acompañaba a cada conjunto. Entre las inhumaciones primarias, pueden
señalarse los enterramientos superiores de la Cova de les Llometes (Alcoi) (Visedo 1959), posiblemente campaniformes, o los de la Cova de la Barsella (La Torre de les Maganes) (Belda 1929; Borrego et al. 1992) y la Cova del Barranc de Castellet (Carrícola) (Ballester 1928a), ya de la Edad del Bronce14. Entre los secundarios, se menciona el hallazgo de restos humanos formando paquetes sin conexión anatómica en yacimientos como la Covatxa del Camí Reial (Albaida) (Ballester 1928a), la Cova del Pronto (Salem) (Pastor y Torres 1969), la Cova de la Pastora 14
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Aunque la progresiva investigación sobre estas prácticas ha permitido plantear que sus raíces se hunden en momentos previos de la secuencia neolítica (fase Neolítico HA), y que su origen no se encuentra por tanto en la influencia de las comunidades calcolíticas vecinas (las del Sudeste peninsular), como se planteó en aquellos primeros estudios. Así lo indicaría la asociación entre restos humanos y cerámicas esgrafiadas documentada en la Cova d'En Pardo (cf. Soler Díaz 2000; 2002), y quizás también la presencia de cerámicas esgrafiadas en la Cova de la Solana de l'Almuixich (Oliva) o incluso en la Cova Ampia del Montgó (Xábia).
Aunque no por ello debe señalarse la existencia de una tendencia generalizada en este sentido. Así, aunque desde su descubrimiento se ha mencionado el supuesto enterramiento individual de la Cueva Occidental del Peñón de la Zorra como un elemento de transición que anunciaría el ritual de enterramiento individual propio de la Edad del Bronce (Soler García 1965; Soler Díaz 1995), la reciente revisión de este conjunto ha mostrado que al menos habría dos individuos inhumados (Jover y De Miguel 2002); mientras que las evidencias de enterramientos múltiples siguen siendo abundantes en momentos campaniformes, como puede apreciarse en los ejemplos recogidos en el Apéndice I.
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(Alcoi) (Ballester 1945b) o la Cova del Cantal (Biar) (López Seguí et al. 1990-91), entre otros muchos. Entre los enterramientos secundarios, puede destacarse la atención que parecen recibir algunas partes del esqueleto que, como los cráneos y huesos largos, suelen aparecer en mayor número que otros; así, se ha señalado la desproporción entre los restos craneales y postcraneales en algunos yacimientos de la zona de Villena, como la Cueva del Puntal de los Carniceros o la Cueva del Alto N°l (Soler García 1965; 1981; Jover y De Miguel 2002). La Cova del Cantal sería otro ejemplo de recogida selectiva de los restos humanos, constituyendo los huesos largos un 58'6 % del total, frente a un 10'3 % de los cráneos o un 17'2 % de huesos pequeños (García Bebiá y López Seguí 1995); este último constituye un porcentaje elevado, teniendo en cuenta que los huesos pequeños serían los más difíciles de conservar en los enterramientos secundarios (si los restos deben ser trasladados tras su descarnamiento —cf. Delibes 1995: 68—). Por otro lado, en alguna ocasión se ha mencionado que la práctica de enterramientos secundarios sería propia de comunidades nómadas pastoriles, para las que el territorio económico y el paisaje funerario no serían coincidentes, y que en una fecha señalada del año procederían al traslado de los restos desde su localización provisional hasta el
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sepulcro familiar (como ocurre en otros lugares de la Península —Delibes 1995: 69—). Sin embargo, ya hemos recalcado con anterioridad la relativa estabilidad del habitat y grado de fijación al territorio que se daría entre las comunidades de nuestra zona de estudio a pesar de haber desarrollado distintas pautas de movilidad residencial; pues ni siquiera los movimientos de ganado llegarían a alcanzar el grado de trashumancia (entendida como un movimiento estacional a lo largo de ecosistemas diferentes). Por ello, en este caso la presencia de deposiciones secundarias debe considerarse únicamente una parte del ritual funerario, sin mayores connotaciones en el ámbito económico. Al mismo tiempo, en ocasiones se ha citado como práctica ritual puntual la posibilidad de cremación de los restos humanos, debido a las señales de fuego presentes en algunos restos de las cuevas del Racó Tancat y del Negre y el Abric de l'Escurrupénia (Cocentaina) (Pascual Benito 1987-88; 1990; 2002). Sin embargo, no existe unanimidad sobre este aspecto, considerando otros autores que las marcas de fuego podrían haberse producido con posterioridad y de forma aleatoria, dado el carácter superficial de estos hallazgos y su procedencia de cuevas reiteradamente visitadas y removidas (Soler Díaz 2002: 35).
FIGURA 28. Poblamiento y evidencias funerarias durante la fase calcolítica en la cuenca media del río Serpis Las cavidades de enterramiento, situadas en los márgenes montañosos que flanquean esta cuenca, se localizan a una distancia máxima de una hora de marcha desde los asentamientos al aire libre más cercanos (los radios de la imagen corresponden a intervalos de 30 minutos)
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En cuanto a su emplazamiento, observamos ahora una mayor variabilidad que en momentos anteriores: desde las cuevas emplazadas en lomas de poca pendiente y poco destacadas sobre su entorno, a aquellas situadas en paredes con una pendiente superior al 40% o sobre elevaciones prominentes bien destacadas sobre su entorno (como ocurriría con el conjunto de cavidades de l'Alberri, en la Serra de Mariola). Sin embargo, aunque parece existir a lo largo de toda la secuencia un predominio de cuevas localizadas en laderas de pendiente moderada o fuerte (usándose sólo de forma excepcional cavidades en zonas más suaves o, por el contrario, en cortados de muy difícil acceso) (Gráfico 8), de nuevo resulta difícil señalar la existencia de pautas predominantes de emplazamiento por horizontes culturales o por unidades geográficas —más allá de la vinculación general de las
cavidades conocidas a los distintos núcleos de poblamiento—. Así, estos yacimientos suelen distribuirse por las laderas de los relieves que flanquean las zonas óptimas para la explotación agrícola, donde se concentran los asentamientos al aire libre (y por las cuales, como veremos posteriormente, se trazarían las principales líneas de articulación del paisaje) (Fig. 29). Pero también resulta significativa la presencia recurrente de algunos de estos yacimientos en pasos de montaña y algunos valles interiores, que aunque son menos adecuados para el tránsito que los amplios valles donde se concentra el poblamiento también son usados para el desplazamiento. Esta vinculación, que quizás pueda leerse en el mismo sentido de territorialidad y control del movimiento y los recursos que presentan algunos abrigos con arte rupestre, será tratada más adelante.
GRÁFICO 8. Emplazamiento (según la pendiente) de los yacimientos funerarios a lo largo de la secuencia neolítica
Por último, un carácter diferente presentarían los restos humanos aparecidos en contextos de amortización de estructuras excavadas al aire libre; evidencias que, aunque escasas en la zona de estudio, afectarían tanto a yacimientos calcolíticos como de momentos campaniformes (como ya han remarcado otros autores —cf. Soler Díaz 1995; 2002—). Así, calcolíticos serían el fragmento de parietal aparecido en el foso de Marges Alts (Muro) (Pascual Benito 1989b) y los restos hallados en las estructuras 129 y 163 de Les Jovades (Cocentaina), estos últimos mezclados con abundantes restos de fauna y considerados, por ello, no intencionales (Bernabeu et al. 1993); así como los recientes hallazgos de Camí de Missena (La Pobla del Duc) donde, aunque pendiente de la publicación completa, se ha señalado la existencia de un enterramiento en el interior de un foso, asociado a un vaso sin decoración (Pascual Beneyto et al. 2003); mientras que serían campaniformes los restos hallados en U Atareó
(Bélgida) y Arenal de la Costa (Ontinyent), cuya intencionalidad parece más evidente. En U Atareó se menciona la presencia de un cráneo en el fondo de un silo, rodeado por una estructura de piedras, junto a varios huesos largos; este silo, el de mayor tamaño del yacimiento, se había rellenado con las mismas margas blanquecinas en que estaba excavado (mientras que los demás estarían rellenos de tierra cenicienta y piedras de tamaño medio) (Jornet 1928). Respecto a la cronología de este yacimiento, si bien generalmente se menciona como campaniforme, debe señalarse que también ha proporcionado cerámicas incisas y peinadas que retrasarían esta fecha como mínimo hasta el Calcolítico (Neolítico IIB). En cuanto a Arenal de la Costa, se menciona el hallazgo de un individuo inhumado en posición fetal, sin ajuar, en el relleno de uno de los silos; de algunos fragmentos craneales y una mandíbula en otro; y de fragmentos craneales y de huesos largos en otro más; estos restos corresponderían a
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dos individuos adultos de sexo masculino, y a un individuo recién nacido o de pocos meses en el tercer caso (Calvo, en Bernabeu et al. 1993). La parquedad de este tipo de evidencias es similar en zonas cercanas. Así, en la zona septentrional sólo se conoce un fragmento de cráneo en el nivel III de Ereta del Pedregal (Navarras); y seis cráneos y otros restos humanos en los silos de Vil.la Filomena (Villareal), asociados a materiales campaniformes; mientras que en Cálig (Baix Maestral) se menciona el hallazgo de unos veinte individuos dentro una sima o pozo artificial, acompañados de varias puntas de flecha y una azuela de piedra pulida (Pascual Benito 1987-88: 163; Martí 1981: 187; Soler Díaz 2002: 23).
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En cambio, la reutilización de silos con fines funerarios es más frecuente en algunos asentamientos del Neolítico Final y Calcolítico del Sur y Sudeste peninsular (Arribas y Molina 1979; Nocete 2001). Esto permitiría plantear también para las tierras valencianas una posible coexistencia en estos momentos de dos rituales de enterramiento diferentes: paralelamente al ritual de enterramiento múltiple en cavidades naturales, una serie de individuos (tanto adultos como jóvenes o infantiles) serían enterrados amortizando estructuras de habitación, y aparentemente de forma individual; sin embargo, hay que tener en cuenta que de momento las evidencias no son suficientes para considerar su entidad como ritual diferenciado.
FIGURA 29. Horizonte Neolítico IIB. Poblamiento y cavidades funerarias.
Los individuos inhumados en cavidades naturales lo hacen en todos los casos con un ajuar compuesto por distintos elementos, entre los que destacan los siguientes. — Cerámica. Es uno de los elementos más habituales en los ajuares funerarios, para los que en alguna ocasión se ha defendido un uso como contenedores de ofrendas alimenticias (Martí et al. 1980; Martí 1981). Entre las decoradas destacan por su valor diagnóstico las esgrafiadas (Cova d'En Pardo, Cova de la Solana de 1'Almuixich), las incisas (Cova del Balconet) y
las pintadas (Cova Ampia del Montgó). Ya en momentos campaniformes, la presencia de este tipo de cerámica será frecuente en un buen número de cuevas, algunas usadas entonces por primera vez (Cova del Blanquissar; Cova del Negre) y otras con enterramientos de cronología previa (Cova del Retoret; Cova Bolta). Elementos en piedra pulida (fundamentalmente, hachas y azuelas). A medida que avanza la secuencia se señala una progresiva tendencia a la reducción de su tamaño (Martí y JuanCabanilles 1987) y una mayor presencia de sillimanita y otras rocas metamórficas (materia
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SARA PAIREN JIMÉNEZ foránea, cuya presencia en esta zona no se documenta hasta el Neolítico IC) (Bernabeu y Orozco 1989-90; Orozco 1995; 2000); por otro lado, parece que incluso en el caso de las diabasas y ofitas el aprovisionamiento de materia
prima se produciría siempre a cierta distancia de los asentamientos, lo que indicaría su carácter de objeto de intercambio, aunque fuera a pequeña escala (Orozco 1995; Soler Díaz 2002).
FIGURA 30. Horizonte Campaniforme. Poblamiento, cuevas de enterramiento y evidencias funerarias en asentamientos al aire libre.
Industria lítica tallada. A partir del Neolítico HA se señala una tendencia al uso de soportes laminares de mayor tamaño y del retoque plano bifacial; así, las puntas cruciformes y foliáceas serían propias del Neolítico HA, documentándose una mayor presencia de formas romboidales y de pedúnculo y aletas conforme avanza la secuencia; mientras que las puntas pedunculadas y con aletas agudas serían propias de momentos ya campaniformes, como ocurriría también con los instrumentos elaborados sobre placas de sílex tabular (Soler Díaz 1988). Estas puntas de retoque plano bifacial constituyen el elemento más característico de los ajuares funerarios, no pudiéndose descartar que se depositasen enmangadas y con sus correspondientes arcos aunque éstos no se hayan conservado (Soler Díaz 2002: 108).
Utillaje óseo. Es poco numeroso, compuesto casi exclusivamente por útiles apuntados entre los que destacan los punzones sobre tibia de lepórido y los realizados sobre metapodio y tibia de ovicáprido (Pascual Benito 1998). Elementos de adorno. En cambio, los adornos son muy numerosos y muestran una gran variedad en su tipología y la elección de materia prima, existiendo numerosos elementos diagnósticos para las distintas fases de la secuencia: brazaletes de pedúnculo y cuentas de variscita a partir del Neolítico HA, decoración acanalada desde el Neolítico IIB, uso del marfil o el metal en momentos campaniformes, etc. (Pascual Benito 1995; 1998; Soler 1999). ídolos. La mayor parte de los ejemplares conocidos en tierras valencianas, exceptuando el bilobulado de l'Or y la posible placa de caliza de Cendres (aunque en ambos casos existen
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dudas sobre su clasificación como tales), encuentran su desarrollo en el Calcolítico, con distintos tipos: oculados sobre huesos largos, planos con escotaduras o ancoriformes (Pascual Benito 1998). Sin embargo, se trata siempre de un elemento escaso en los ajuares funerarios, que aparece concentrado en un reducido número de cavidades (aunque en éstas puede formar conjuntos numerosos, como ocurre en La Pastora, La Barsella o El Fontanal); por ello, pueden considerarse uno de los mejores indicadores de las diferencias que existen incluso dentro del reducido número de individuos que acceden al privilegio de la inhumación en cueva. — Elementos metálicos. Los objetos metálicos más antiguos documentados en la zona, que habrían llegado ya manufacturados, serían los punzones biapuntados de sección cuadrada, algunos aretes y anillos de cobre, e incluso algún puñal de lengüeta como hallado en El Rebolcat (Alcoi). Estos elementos se consideran propios de contextos campaniformes, y se incorporan a los ajuares funerarios de estos momentos dentro de una dinámica de selección de materiales exóticos por su elevado valor social (Simón 1995; 1998).
des jerarquizadas de la Edad del Bronce; señalando, entre otros indicadores, los cambios en el patrón de asentamiento o la incorporación a los ajuares funerarios de estos momentos de elementos de prestigio de carácter foráneo (como los adornos de marfil o algunos objetos metálicos) (Bernabeu et al. 1989; Bernabeu et al. 1993; Pascual Benito 1995; Orozco 2000). Sin embargo, creemos que la distribución diferencial por yacimientos que muestran objetos como los ídolos sí permite plantear distinciones entre unas cavidades y otras. Además, a juzgar por el número total de restos humanos hallados, no creemos que este ritual pueda considerarse un fenómeno extendido a todo el grupo social, a pesar de su carácter colectivo; por el contrario, el escaso número de enterramientos conocidos en relación con lo dilatado del período y las abundantes evidencias de poblamiento redundarían en el carácter selectivo de las inhumaciones (como han señalado otros autores respecto a las sepulturas colectivas megalíticas —Delibes 1995; Price 2000— y también para- el caso valenciano —Soler Díaz 2002—). Por último, la presencia de bienes de gran valor u origen foráneo acompañando a los enterramientos no es un fenómeno propio de momentos campaniformes, sino que puede reconocerse con anterioridad. De esta manera, consideramos que pueden hacerse ciertas matizaciones sobre este aspecto.
Las alteraciones sufridas por estos enterramientos (en el Neolítico debido a su carácter secundario, o posteriormente a causa de procesos postdeposicionales de distinto tipo) impiden conocer qué elementos se asocian en particular a cada uno de los inhumados, ni si la presencia de determinados objetos estaría destinada a marcar diferencias entre los individuos inhumados. A pesar de ello, en algunos casos se han dado hallazgos significativos: un arete metálico adherido a un cráneo de la Cueva del Alto N° 1 (Villena) (Soler García 1981); o lo que ocurre en la Cueva Occidental del Peñón de la Zorra (Villena), donde uno de los fragmentos craneales muestra signos de haber estado en contacto con objetos metálicos, quizás un arete de plata situado en la zona próxima al oído (Jover y De Miguel 2002). Por otro lado, en la Cova del Cantal (Biar) se menciona la asociación, repetida en dos ocasiones, entre un cráneo humano y un maxilar de ovicáprido (García Bebiá y López Seguí 1995), lo cual tal vez pudiera corresponder a un ejemplo de ofrenda alimenticia como las propuestas en la Cova Santa (Vallada) (Martí 1981). En cualquier caso, tradicionalmente se ha considerado que no existirían distinciones remarcables en la distribución de estos elementos sino que ésta sería equitativa, como reflejo del carácter igualitario propio de estas comunidades segmentadas. Se ha planteado también que en la zona de estudio sólo a partir de momentos campaniformes se reconocería un cambio en la estructura social comunitaria vigente a lo largo de todo el Neolítico, dentro de un proceso que conduciría a la aparición de las socieda-
1) El ritual de enterramiento múltiple en cavidades naturales fue un fenómeno restringido desde el mismo momento de su aparición; el colectivismo de estas inhumaciones quedaría en realidad limitado a los miembros de determinados grupos familiares (del mismo modo que en los momentos iniciales de la secuencia sólo afectaría a una serie de individuos), lo cual puede considerarse un precedente del proceso de diferenciación de ciertos grupos familiares evidente y característico ya en las sociedades jerarquizadas de la Edad del Bronce. 2) Existe un elevado grado de continuidad en cuanto a ritual funerario entre el Calcolítico y el Horizonte Campaniforme, e incluso es frecuente que se reutilicen unos mismos lugares de enterramiento, mezclándose los objetos depositados en cada momento; así, no es rara la presencia en cuevas de supuesta cronología calcolítica de elementos metálicos, que evidenciarían la prolongación de su secuencia de uso hasta momentos campaniformes (cf. Simón 1995; 1998), lo cual va en contra de la idea de ruptura entre ambas fases. 3) En todo momento, estos enterramientos se acompañan de una serie de bienes de prestigio, que además no están presentes de forma unitaria en todos los ajuares. De esta manera, puede decirse que los elementos considerados como
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sARAFAIRENJIMENEZ tales durante la etapa Campaniforme (marfil, metal, etc.) se incorporarían a los ajuares de aquellos individuos o familias que ya se enterraban con anterioridad, dentro de una dinámica de selección de materiales exóticos por su elevado valor social que prolongaría una situación de diferenciación social ya existente (Simón 1995; 1998). Del mismo modo, en el Neolítico Final los elementos diagnósticos serían otros, como los vasos cerámicos con decoración esgrafiada o los brazaletes de pectúnculo; y, ya en momentos calcolíticos, los ídolos de distinto tipo (con una distribución diferencial, pues sólo aparecen en un número reducido del total de yacimientos funerarios conocidos) o los numerosos y variados elementos de adorno. En cuanto al origen foráneo de estos bienes de prestigio, aunque éstos se harían más fluidos a partir del Calcolítico (especialmente con las comunidades del Sudeste, de donde procedería buena parte de la materia prima empleada en la confección de instrumentos de piedra pulida, los ídolos oculados15, los colgantes y agujas con decoración acanalada o, en momentos posteriores, el marfil —Bernabeu y Orozco 1989-90; Pascual Benito 1995; 1998—), en realidad existen evidencias de intercambios con comunidades de otras áreas peninsulares desde los primeros momentos del Neolítico (como mostraría la presencia de brazaletes de esquisto en contextos antiguos de Or y Cendres —cf. Orozco 1995—).
De este modo, no puede afirmarse que sea en el Horizonte Campaniforme cuando se inicia una desigualdad social evidenciada exteriormente por la incorporación de elementos de prestigio a los ajuares de determinados individuos. Por el contrario, debe admitirse que el prestigio de estos individuos puede reconocerse precisamente en el hecho de su inhumación en estas cuevas, ritual al que no todos los miembros del grupo pueden acceder. El carácter múltiple de los enterramientos se debería, así, a la diacronía de las deposiciones, existiendo posiblemente lazos de parentesco entre los distintos individuos inhumados; esto explicaría que entre los enterramientos aparezcan individuos de ambos sexos y pertenecientes a distintos 15
Aunque actualmente no existe unidad de ideas con respecto al foco de origen de los ídolos oculados: como señala J. Ll. Pascual (1998), las fechas radiocarbónicas disponibles para los ejemplares valencianos y del Sudeste peninsular son sincrónicas; y, si tradicionalmente se ha considerado como centro difusor de ideas y productos a las comunidades de la Cultura de los Millares por el desarrollo que alcanzan en estos momentos, en cambio la zona central del Mediterráneo concentra el mayor número de hallazgos conocidos. Esto hace que otros autores planteen que ésta pudiera ser su zona de origen (cf. Soler Díaz 2002).
grupos de edad (incluyendo infantiles, cuyo estatus no podría ser adquirido sino heredado). Esta continuidad entre los momentos calcolíticos y campaniformes en la mayor parte de la zona de estudio ha sido señalada en páginas anteriores a propósito también de las pautas de poblamiento, y en el mundo funerario una prueba innegable la constituye la reutilización de determinadas cavidades a lo largo de toda la secuencia. Así, podríamos plantear que las raíces de este ritual de inhumación en cuevas se hunden en las prácticas propias de las primeras comunidades productoras de la zona, cuando se producen algunos enterramientos individuales; aunque la eclosión de este fenómeno a la que asistimos a partir del IV milenio cal. BC, con el incremento de las cavidades usadas y del número de individuos inhumados en cada una de ellas, muestra sin duda un importante cambio en las creencias colectivas de estos grupos en estos momentos. La presencia de elementos de origen foráneo en los ajuares funerarios del Calcolítico y Campaniforme sólo sería un símbolo más de una desigualdad exteriorizada de forma patente en el propio ritual. Por ello, de igual modo que hace unas décadas se propuso el carácter no cultural sino cronológico de la etapa denominada como Eneolítico / Calcolítico (Bernabeu 1986), como un elemento a tener en cuenta en la caracterización de las comunidades neolíticas de las comarcas valencianas, debe admitirse también el carácter exclusivamente cronológico que adquieren en esta zona los elementos campaniformes. Pues los cambios sociales que se han usado para definir el paso a las comunidades jerarquizadas de la Edad del Bronce no se inician en esta etapa, sino que tienen su origen en momentos previos. Con esta idea no se pretende negar la identidad de la etapa calcolítica ni campaniforme en la zona, sino aceptar las peculiaridades en el modo de vida de las comunidades productoras que habitaron esta zona e intentar su comprensión y caracterización en una línea evolutiva propia, basada en la continuidad de sus prácticas económicas, sociales y rituales, aunque no por ello ajena a la influencia y cambios experimentados por otras comunidades vecinas. Por otro lado, como ha señalado recientemente J. Soler (2002), resulta significativo que los elementos incluidos en los ajuares funerarios de estas comunidades neolíticas no hagan referencia a actividades agrícolas, sino de caza y recolección. De esta manera, que las puntas de flecha constituyan uno de los elementos característicos de los ajuares de estos momentos debe ser valorado como un hecho fundamental en la caracterización de la base diferenciadora de este grupo social que se entierra en cuevas como uno de sus privilegios. El posible rol social de las actividades vinculadas a la caza ha sido señalado con anterioridad respecto a las materias primas empleadas en la manufactura de los adornos y útiles de hueso, y constituye también un elemento fundamental en el análisis del
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Arte rupestre Levantino (Pairen 2004; Pairen y Guilabert 2002-2003). En definitiva, podemos extraer de todo esto tres conclusiones fundamentales sobre las costumbres funerarias de las comunidades neolíticas de las comarcas centro-meridionales valencianas: 1) Existencia de creencias rituales continuistas Las prácticas funerarias basadas en el enterramiento múltiple en cavidades naturales constituyen un fenómeno con una larga tradición en la zona de estudio, que comienza a generalizarse desde el Neolítico Final (Neolítico HA), aunque se documenta de forma más aislada en fases anteriores. La influencia de comunidades vecinas en el desarrollo de este ritual se limita a la incorporación de determinados elementos de cultura material a los ajuares: éste sería el caso de los adornos acanalados, las piedras verdes o los ídolos oculados, procedentes de las comunidades calcolíticas del Sudeste como Millares (Pascual Benito 1998); o la cerámica campaniforme y algunos elementos metálicos, llegados desde la zona de la Meseta (Jover y De Miguel 2002). 2) Constatación de desigualdades sociales Desde el momento en que se documenta el inicio de estas prácticas funerarias, su carácter selectivo queda patente en el reducido número de individuos que acceden al ritual (sin que haya quedado constancia en el registro arqueológico del tipo de prácticas que afectarían al resto del grupo social, pues los vestigios funerarios hallados en los asentamientos al aire libre son también muy reducidos). Al mismo tiempo, la presencia de individuos de ambos sexos y distintas edades entre las inhumaciones refleja que este status no es adquirido en vida sino heredado, transmitido seguramente a través de relaciones de parentesco. De esta manera, parece ser el propio hecho de la inhumación en cueva el que reviste un significado social, en el que la presencia de los denomina-
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dos bienes de prestigio sólo redundaría. Debemos, por tanto, replantear la supuesta estructura segmentada e igualitaria atribuida a las comunidades de la zona: desde los momentos iniciales de la secuencia neolítica en la zona, algunos individuos son objeto de un tratamiento diferencial que permite su inhumación en cuevas; y a medida que avance la secuencia observamos una expansión de este ritual, que parece incluir ahora a distintos miembros del grupo familiar (sin exclusiones por edad o género). Quizás debamos vincular aquellas primeras inhumaciones con los individuos encargados de la coordinación de las actividades del grupo (prácticas —gestión de los excedentes, intercambios, etc.— o rituales), que poseerían un status privilegiado, más basado en el prestigio social que en distinciones de clase; mientras que en momentos más tardíos estos privilegios se habrían extendido de forma más general a los miembros de determinados linajes, aunque también entre ellos se darían diferencias de rango. 3) Existencia de un status privilegiado vinculado a actividades de caza Si el enterramiento múltiple en cuevas naturales es la única distinción social reconocible en el registro, que éste se acompañe de un ajuar en el que los símbolos de caza tienen una importancia fundamental (puntas de flecha, adornos y útiles realizados sobre materias primas procedentes de especies salvajes) resulta un elemento bastante sintomático de cuál pudiera ser la base diferenciadora o la proyección externa de este colectivo. P incluso podríamos plantear esta distinción social como origen de las escenas de caza tan habituales en el Arte Levantino: pues ni los componentes de los ajuares funerarios ni estas representaciones estarían reflejando la realidad económica de estos grupos, en la que las actividades predadoras serían importantes, pero sólo como complemento de la producción agropecuaria.
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Parte III ARTE RUPESTRE Y PAISAJE NEOLÍTICO
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El cambio climático con el que se inicia el Holoceno marca también la desaparición o transformación de las culturas paleolíticas en el continente europeo, en un proceso general de cambio que afecta tanto al paisaje como a los grupos sociales que lo habitan —modificando sus estrategias económicas de adaptación y explotación del medio, así como sus medios de expresión ideológica (con la desaparición del arte rupestre naturalista propio del Paleolítico Superior)—. Frente a este panorama, las manifestaciones gráficas desarrolladas durante el Epipaleolítico presentarán un carácter muy distinto: vinculados al aziliense cantábrico, se señala la presencia de cantos pintados con trazos rectilíneos o puntuaciones en Los Azules, la Cueva del Valle, Balmori o la Cueva Oscura de Ania; así como haces de líneas grabados sobre soportes de piedra o hueso en Morín, Balmori o Arenaza I (Barandiarán 1998). En el ámbito mediterráneo, existen contados ejemplos de representaciones naturalistas de animales grabadas sobre plaquetas de piedra "en contextos arqueológicos de difícil precisión entre el paleolítico terminal y el inicio del holoceno" (Barandiarán 1998: 108); este sería el caso del ciervo grabado sobre plaqueta arenisca en Tut de Fustanyá (Giróna), de una cierva en Sant Gregori del Falset (Tarragona), o de dos figuras de ciervos sobre sendos cantos rodados de Cova Matutano (Castellón). Por otro lado, distintos autores defienden el origen epipaleolítico del Arte Levantino (cf. VV.AA. 1999). Sin embargo, atendiendo a los argumentos de datación relativa que expondremos más adelante, consideramos que, al menos en las comarcas valencianas, la única manifestación que podría adscribirse con cierto grado de seguridad a estos momentos sería el denominado Arte Lineal-Geométrico (Portea 1974), y aun éste sólo en su versión mueble. El Arte Lineal-Geométrico fue definido a partir de un conjunto de arte mueble de la Cueva de la Cocina (Dos Aguas, Valencia), en un contexto estratigráfico asociado a los momentos finales del Epipaleolítico geométrico (facies Cocina II, inmediatamente previa
al contacto con los grupos neolíticos mostrado por la presencia de cerámicas cardiales en los niveles posteriores). Se trata de un conjunto de plaquetas de piedras sobre las que se grabaron por incisión simples motivos geométricos rectilíneos, habitualmente haces de líneas entrecruzadas, similares a las del aziliense cantábrico (Portea 1974). Además, durante un tiempo a este estilo se le supuso también una variante rupestre, a partir de la identificación de ciertos motivos (retículas, haces de líneas paralelas o secantes, zig-zags) situados bajo los levantinos en yacimientos de dilatada secuencia de uso como La Sarga (Alcoi, Alicante), La Araña (Bicorp, Valencia), Cantos de la Visera (Yecla, Murcia) o incluso la propia Cueva de la Cocina. Su infraposición a las representaciones levantinas, así como la presencia de su variante mueble en estratos inmediatamente anteriores a la aparición de cerámicas cardiales en la Cueva de la Cocina, venía a sustentar el esquema dual de neolitización apuntado por este autor; donde el Arte Lineal-Geométrico sería obra de las poblaciones epipaleolíticas locales, que tras su contacto con los recién llegados grupos neolíticos (puros) mediterráneos desarrollarían el Arte Levantino (cf. Portea 1974; Portea y Aura 1987). Sin embargo, otros autores incluían estas representaciones geométricas parietales en la fase antigua o pre-naturalista del Arte Levantino, lo cual explicaría su infraposición a figuras pertenecientes a fases evolutivas posteriores (fases plena y estilizada-dinámica) (Beltrán 1970; 1974). Por último, desde 1982 los trazos de La Sarga y motivos similares presentes en otros abrigos de la provincia de Alicante (como el Abric IV del Barranc de Benialí o los abrigos del Pía de Petracos) fueron englobados en la propuesta del Arte Macroesquemático como manifestación gráfica de cronología neolítica (Hernández y C.E.C. 1983). Como veremos en los siguientes capítulos, también para los motivos de La Araña y Cantos de la Visera se ha planteado recientemente su correspondencia con una expansión de determinados motivos macroesquemáticos más allá del área donde tradicionalmente se había reconocido y
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delimitado su presencia —el área comprendida entre el mar Mediterráneo y las sierras alicantinas de Benicadell, Aitana y Mariola (Hernández y Martí 2000-2001: 261)—; mientras que otros motivos incluidos posteriormente en el horizonte LinealGeométrico, como los de los abrigos aragoneses de Labarta y Los Chaparros, han sido considerados unánimemente como esquemáticos (cf. Alonso y Grimal 1994). De esta manera, el denominado Arte Lineal Geométrico se veía desprovisto de ejemplos que sustentasen su variante rupestre (cf. Hernández 1992; Alonso y Grimal 1994), mientras que su manifestación mueble se vería limitada a las plaquetas halladas en Cocina. Por otro lado, incluso la adscripción cronológica de estas plaquetas al Epipaleolítico ha sido puesta en duda por algunos autores, debido a los problemas de alteración postdeposicional que se constatan en el depósito arqueológico de esta cavidad, y que ya fueron señalados por L. Pericot en su excavación del yacimiento (cf. Sebastián 1997; Cruz 2003). Estas cuestiones plantean nuevas dudas sobre los modos de expresión gráfica desarrollados durante el período Epipaleolítico en la zona centro-meridional valenciana, lo cual contrasta además con la eclosión que se dará en estas comarcas desde los momentos iniciales de la secuencia neolítica. En los yacimientos del Próximo Oriente y la Europa mediterránea más oriental, la ruptura en el plano económico y tecnológico que supone el Neolítico se plasma también en el plano religioso, con el desarrollo de nuevas creencias y formas de expresión simbólica. El simbolismo desarrollado con el Neolítico se caracteriza por la aparición de un sistema de creencias que por primera vez puede definirse con claridad como icónico, con la creación de representaciones de formas humanas o divinas de aquellas divinidades que adoraban las primeras comunidades campesinas (Gimbutas 1991; Renfrew 2001). De forma general, se admite que estas creencias se orientan hacia la esfera grupal, no individual, con la existencia de lugares destacados donde se celebrarían rituales de agregación social o religiosa destinados a mantener la cohesión social durante este proceso de transformación profunda del modo de vida de las comunidades implicadas. Asimismo, se ha planteado también la existencia en estos momentos de una unidad cultural que abarcaría todo el Mediterráneo, con origen en el Próximo Oriente y transmitida desde ahí a través de las culturas neolíticas de Chipre, los Balcanes y la Península Itálica; independientemente del mecanismo por el que se produjo la difusión, ésta no sólo afectaría a las innovaciones técnicas que definen el Neolítico como período cronológico, sino también a los rasgos culturales e ideológicos que acompañan el proceso. En las comarcas centro-meridionales valencianas, la secuencia artística neolítica se caracteriza por la coexistencia de tres manifestaciones gráficas rupestres con claras diferencias tanto en su forma como en su
contenido. Sin embargo, estas distintas manifestaciones no presentan territorios de distribución diferenciados sino que comparten un mismo marco geográfico —la zona septentrional de la provincia de Alicante y meridional de la de Valencia, delimitada por unos amplios corredores de comunicación (el corredor del Vinalopó al sur, el de Montesa al este, y el de la Valldigna al norte), y donde se constata asimismo un importante foco de poblamiento neolítico1—. Comparten también un mismo tipo de soporte, abrigos abiertos en las formaciones calizas y generalmente de escasa profundidad (aunque su emplazamiento y características morfológicas son variadas). Y, por último, comparten en ocasiones incluso los mismos conjuntos, abrigos o paneles —coincidencia tanto más significativa porque cada estilo posee unas pautas de representación propias y características—. Estos tres estilos, Macroesquemático, Esquemático y Levantino, tienen un desarrollo temporal diferente, aunque llegan a solaparse en distintos momentos. En el ámbito simbólico, resulta especialmente significativo que, mientras el Arte Esquemático muestra una amplia presencia en toda la Península Ibérica, y el Levantino en su fachada oriental (desde Huesca hasta Almería, con prolongaciones hacia el interior), el Arte Macroesquemático es exclusivo de la zona montañosa del norte de la provincia de Alicante, donde se distribuyen los únicos abrigos conocidos hasta el momento con este tipo de motivos (al menos, los característicos antropomorfos). Sin embargo, la consideración de estas tres manifestaciones como neolíticas en su cronología es un aspecto que merece reflexiones más detalladas, pues esta cuestión ha estado sujeta a debate desde los primeros descubrimientos, e incluso hoy las opiniones distan de ser unánimes. Así, para el controvertido Arte Levantino, las propuestas han oscilado desde la cronología paleolítica que defendiesen Breuil, Obermaier y Bosch Gimpera a principios de siglo, hasta una adscripción al Calcolítico por elementos como, por ejemplo, la tipología de las puntas de flecha representadas (Jordá 1985), rondando las interpretaciones actuales entre una adscripción cultural a grupos epipaleolíticos (VV.AA. 1999) o, por contra, plenamente neolíticos (Hernández y Martí 2000-2001; Fairén 2002; 2004; Cruz 2003). En cuanto al Esquemático, su inicial cronología asociada a los inicios de la metalurgia, y la llegada de prospectores de metal orientales, ha ido 1 También en la zona de Moixent, junto al corredor de Montesa, se conocen algunos abrigos con representaciones levantinas y esquemáticas, entre los que pueden destacarse los del Barranc del Bosquet (Hernández y C.E.C. 1984), el Abric de la Penya (Ribera et al. 1995) o el Abric del Barranc de les Coves de les Alcusses (Galiana et al. 1998); sin embargo, esta zona no se ha incluido en el análisis por constituir una unidad geográfica diferenciada del conjunto del área de estudio, vinculada más bien a los conjuntos presentes en la cuenca del río Xúquer.
ARTE RUPESTRE Y PAISAJE NEOLÍTICO retrasándose al compás del debate acerca de su autoctonismo hasta posturas actuales —que plantean un horizonte inicial propio del Neolítico cardial, al menos para las comarcas andaluzas y valencianas (Acosta 1984; Martí y Hernández 1988; Torregrosa 2000-2001)—. No obstante, esta cuestión dista mucho de estar resuelta. Si bien en el caso valenciano (a pesar de las posturas en contra), la sucesión de estilos propuesta por B. Martí y M. S. Hernández (1988) parece ser mayoritariamenté aceptada (por su ajuste a las evidencias del registro arqueológico de la zona), en otras áreas de la Península los argumentos cronológicos no son tan evidentes. El caso más conflictivo es el del Arte Levantino, en cuya cronología epipaleolítica siguen insistiendo algunos autores (VV.AA. 1999), con el argumento básico de que su temática refleja sin lugar a dudas un modo de vida propio de grupos cazadores-recolectores. Las posturas más conciliadoras hacen referencia a un arte de cazadores de cronología neolítica, sin negar la posibilidad de que se hubiese iniciado antes de estas fechas; aunque generalmente se considera que su origen se debe a una confrontación ideológica surgida por la presencia de los primeros grupos agricultores (Llavori de Micheo 1988-89; Hernández y Martí 2000-2001; Utrilla 2002). En cualquier caso el debate en este punto sigue abierto, pues ante la carencia de dataciones absolutas de las pinturas sería necesario establecer con claridad la evolución de las distintas secuencias regionales, a partir de las superposiciones estilísticas que puedan documentarse; y, en tierras valencianas, la cronología más antigua que se puede establecer para los motivos levantinos es la relativa post quem que aporta su superposición a representaciones macroesquemáticas en yacimientos como La Sarga (Alcoi) o Barranc de Benialí (Valí de Gallinera). En cuanto al Arte Esquemático, los problemas habituales en la datación del arte rupestre se ven agravados en este caso por la amplia difusión espacial y temporal de las representaciones (pinturas y grabados) catalogadas como esquemáticas, hasta el punto de que ya en 1984 P. Acosta afirmó que no creía que pudieran establecerse unas normas fijas de periodización de esta manifestación válidas para toda la Península (Acosta 1984: 55). Por ello, insistimos en que las propuestas cronológicas admitidas en este estudio lo son únicamente para esta comarca, debiendo considerarse distintos factores para otros grupos artísticos peninsulares. Ante la carencia de dataciones absolutas, la clasificación crono-cultural de las pinturas rupestres postpaleolíticas ha seguido, desde que así lo plantease J. Fortea en 1974, tres vías complementarias que permiten determinar su cronología relativa: las superposiciones cromáticas y estilísticas, los paralelos muebles, y los depósitos arqueológicos situados al pie o en las inmediaciones de los abrigos pintados (Fortea 1974). Sin embargo, en un trabajo reciente (Pairen 2004) ya señalábamos, en la línea de lo argumentado por otros autores (Utrilla 1986-87; 2000; 2002; Utrilla y Calvo
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1999), que la filiación crono-cultural de los materiales arqueológicos que puedan aparecer al pie o cerca de los abrigos pintados no podía ser considerada un factor cronológico concluyente. La debilidad de este argumento es tal que, como han remarcado algunos autores (Alonso y Grimal 1994: 59), en función de la cronología atribuida a priori por cada investigador siempre ha sido posible hallar industrias líticas en las cercanías que la justificasen —fuese ésta paleolítica o epipaleolítica—. La correlación cronológica y cultural entre los motivos pintados y los materiales arqueológicos aparecidos en sus inmediaciones constituye uno de los temas más frecuentes de discusión en torno al arte rupestre, con una larga tradición investigadora que se remonta a los primeros descubrimientos de H. Breuil, J. Cabré, M. Almagro o E. Ripoll. Sin embargo, parece evidente que los materiales aparecidos en los abrigos pintados no tienen por qué corresponder a los autores de las representaciones, especialmente en aquellos casos donde se documentan pinturas de distintos estilos y materiales de una única ocupación, o con un único estilo pictórico y estratigrafía de varias épocas (cf. Utrilla 1986-87). Por ello, posteriormente esta autora matizará que el único caso válido para esta asociación será el de aquellos abrigos en los que existe un único estilo pintado y un único nivel arqueológico de uso (Utrilla 2000; 2002). Sin embargo, a pesar de que la debilidad de este criterio es reconocida por la mayor parte de los autores, frecuentemente es admitido de forma implícita. No obstante, consideramos que el argumento de la cercanía espacial no puede constituir en sí mismo un indicio suficiente de contemporaneidad; la relación de las representaciones rupestres con su entorno sólo puede darse a la inversa, una vez clasificadas crono-culturalmente las pinturas mediante otros sistemas —a falta de dataciones absolutas, sus paralelos muebles y las superposiciones cromáticas—. Y, como ya se ha señalado en otras ocasiones (Hernández y Martí 2000-2001; Pairen 2002; 2004), al menos para las comarcas centro-meridionales valencianas existen argumentos que permiten plantear la cronología neolítica de los tres estilos considerados, como veremos detalladamente en los siguientes capítulos. 8. EL PAISAJE MACROESQUEMÁTICO La identificación del Arte Macroesquemático como estilo artístico de cronología neolítica es relativamente reciente: la propuesta se realiza en 1982, con la presentación de las pinturas de La Sarga, Pía de Petracos y otros abrigos en el Coloquio internacional sobre Arte Esquemático de la Península Ibérica (Salamanca, 1982) (Hernández y C.E.C. 1983). Los nueve conjuntos que se darán a conocer en esa fecha se concentraban en un espacio relativamente reducido, delimitado por el arco montañoso de las sierras de Benicadell, Mariola y Aitana y el mar Mediterráneo (Hernández et al. 1994: 18). Este territorio macroes-
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SARA PAIREN JIMÉNEZ
quemático fue asimilado además al núcleo central de la cerámica cardial neolítica de las comarcas valencianas, donde se localizaban los yacimientos que proporcionaron paralelos muebles sobre cerámica para algunos de estos motivos: la Cova de l'Or (Beniarrés), la Cova de La Sarsa (Bocairent) o la Cova de les Rates Penaes (Rótova) (Martí y Hernández 1988; Hernández et al. 1988; 1994; Hernández 2000; 2003). Así, sólo recientemente se ha planteado la posibilidad de una expansión de algunos de estos motivos fuera de los límites naturales de este territorio, al documentarse en zonas cercanas motivos similares a los zig-zags y serpentiformes macroesquemáticos (de trazo grueso y realizados con pintura pastosa), en ocasiones también infrapuestos a motivos levantinos (del mismo modo que ocurre en los abrigos alicantinos). Es el caso de algunos abrigos de Albacete (Cueva de la Vieja), Valencia (Cueva de la Araña, Barranco Moreno, Abric de Roser) y Cuenca (Abrigo del Tío Modesto); para estos abrigos se habla de un territorio periférico "de influencia macroesquemática", correspondiente a una fase posterior de expansión desde el núcleo original (Hernández y Martí 2000-2001: 261; Hernández 2003: 46)2. Sin embargo, como veremos, es en el territorio original alicantino donde se concentran los motivos más singulares y a la vez definitorios de esta manifestación: las figuras antropomorfas de gran tamaño, rodeadas por pequeñas barras, meandros o nubes de puntos.
8.1. ESCALAS MICRO: TÉCNICAS, ESTILO Y LUGAR EN EL PANEL Los abrigos con representaciones macroesquemáticas presentan, así, una distribución muy concreta: el más meridional sería el de La Sarga, en Alcoi, y el resto de los abrigos conocidos no sobrepasaría el margen derecho del río Serpis, distribuyéndose a lo largo de los valles intramontanos que, en dirección SO-NE, comunican la cuenca de este río con el litoral mediterráneo: los ríos Gallinera (Barranc de Benialí) y Girona (Abrics del Barranc de l'Infern); el Barranc de Malafí en la cabecera del río Xaló/Gorgos (Covalta, Racó de Sorellets, Pía de Petracos y Coves Roges de Tollos); la cabecera del río Bolulla (Barranc de Famorca); así como la Valí de Seta (Coves Roges, en Benimassot). Aunque se pueden encontrar algunas variaciones significativas en el tamaño y características de estos abrigos, suelen elegirse abrigos que des-
2 Debe mencionarse también la presencia de un conjunto de líneas meandriformes de gran tamaño en el Abric I del Barranc de Carbonera (Beniatjar), similares a las macroesquemáticas de La Sarga, en el calco realizado por M. Hernández y J. Ma Segura (1985); descritas como esquemáticas en esta publicación, quizás esta atribución debiera ser revisada, y en caso afirmativo este abrigo podría incluirse entre aquellos situados en el área de expansión más inmediata de esta manifestación —junto con el Abric del Barranc del Bosquet (Moixent) (Hernández y C.E.C. 1984)—.
tacan de su entorno por su coloración anaranjada. Dado el tamaño de las representaciones macroesquemáticas, en los abrigos de menor tamaño (Pía de Petracos, Coves Roges) un único motivo o varios asociados cubren por completo el espacio disponible, mientras que en los abrigos de mayor tamaño (La Sarga, Barranc de Benialí) los motivos se sitúan en la zona central o más visible del abrigo (cf. Hernández et al. 1994). Las pinturas macroesquemáticas reciben este nombre por su gran tamaño y el carácter esquematizado de sus motivos, algunos de los cuales presentan claros vínculos con otros propios del Arte Esquemático de la zona: meandriformes, zig-zags y antropomorfos en X o doble Y (aunque las figuras macroesquemáticas son siempre de mayor tamaño, con trazos más gruesos y usando un pigmento más pastoso y oscuro). Las figuras antropomorfas, de diversa tipología y grado de detalle, y los motivos geométricos son los temas esenciales dentro de esta manifestación (Hernández et al. 1988; 1994). Los motivos antropomorfos presentan una enorme variedad formal, con casi tantos tipos como figuras se conocen, aunque las más abundantes son las figuras denominadas orantes (con los brazos alzados sobre la cabeza e indicación de los dedos al final de éstos). Otros convencionalismos frecuentes serían la representación de la cabeza como una figura geométrica cerrada, de tendencia oval o circular, y la representación del tronco con una gruesa barra vertical o con varios trazos que delimitan el contorno exterior de la figura; excepcionalmente, algunas figuras presentan trazos que rellenan la parte superior del tronco. Estas figuras humanas de representación más detallada suelen aparecer rodeadas de gruesos puntos o pequeños trazos perpendiculares al cuerpo, brazos y cabeza, e incluso cuernos. Por otro lado, también se consideran antropomorfos los motivos formados por dos arcos semicirculares unidos por su parte central, en forma de X o doble Y (como los presentes en el Abric IV de Benialí). En cuanto a los motivos geométricos, los más abundantes y característicos son las líneas gruesas (generalmente, dos o más paralelas), en forma de serpentiformes verticales o como meandriformes que se extienden verticalmente por toda la superficie del panel. En algunos casos, se inician en figuras geométricas cerradas de tendencia circular u oval; otras veces, sus extremos presentan engrasamientos o terminaciones radiales similares a los dedos de los antropomorfos. Como ocurre con algunos antropomorfos, en ocasiones presentan también pequeños trazos perpendiculares a los bordes externos, o se encuentran rodeados de gruesos puntos. Por último, existen también numerosos motivos de difícil identificación —tanto trazos independientes como representaciones que no pueden asimilarse a ninguna figura natural o geométrica concreta—. Pero, en general, para todos los motivos conocidos el desconocimiento del simbolismo que los generó impide cualquier conclusión sobre su posi-
ARTE RUPESTRE Y PAISAJE NEOLÍTICO
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FIGURA 32 Motivos antropomorfos y geométricos macroesquemáticos: La Sarga (Alcoi) (1-2 10)- Pía de Petracos (Castell de Castells) (3-4, 8); Barranc de l'Infern (Valí de Laguart) (5-6); Abric IV de Benialí