E L
N O T A R I O D E C H A N T I L L Y
L E Ó N
G O Z L A N
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
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E L
N O T A R I O D E C H A N T I L L Y
L E Ó N
G O Z L A N
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducido por Gregorio Lafuerza 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
EL
NOTARIO DE CHANTILLY
I -Basta, Carolina; sin darnos cuenta, se nos ha venido encima la noche; no ves ya. Mañana continuaremos nuestras reflexiones sobre esa lectura que tan vivamente te ha conmovido. Seca tus ojos, hija mía, y no te avergüence una sensibilidad que es muy natural se tenga a los dieciocho años. Me gusta el libro. No le encuentro todas las exquisiteces que tú descubres en sus páginas, pero confieso que está escrito con sencillez y pureza poco comunes. Sus personajes llevan el sello del rey que supo imponerlo a todo lo que le rodeó. Majestuosa y reservada, la pasión brota con naturalidad y es expresada con frases escogidas. La señorita de Clermont es un libro hermoso; pero no lo dejes olvidado bajo esta acacia, como te sucedió ayer. Todavía conserva las huellas del rocío de la noche pasada. De algún tiempo a esta parte, 3
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Carolina, sufres frecuentes distracciones: testigos esas ramas que han quedado sin podar, y que son estorbo en la alameda de tilos: a ésta le falta arena, al estanque agua, y al agua peces... Pero observo que no me escuchas. El libro te ha conmovido mucho... Lo volveremos a leer otra vez, Carolina. -Agradezco en el alma sus bondades, señor. No encuentro palabras con que expresar el placer que me produce ver que usted participa alguna vez de mis gustos; pero brotaron las lágrimas contra mi voluntad, al pensar que la catástrofe historiada en este libro tuvo lugar a escasa distancia de nosotros. Ayer, sin ir más lejos, hollamos con nuestras plantas la alameda donde el señor de Melun fue mutilado por un ciervo. Vimos los restos del castillo que Luis XIV honró con su presencia una vez en su vida; y si la revolución no hubiera derrumbado las cumbres, conforme usted me ha explicado, los rayos del sol continuarían hoy iluminando los ventanales del salón donde la señorita de Clermont se vio obligada a figurar, llevando la muerte en el alma, en el rigodón de honor, bailando con el rey mientras su marido expiraba en medio de los dolores más horribles. ¡Época de grandiosidad inmensa!... ¿No es verdad, señor? ¡Qué de monumentos nos ha legado! 4
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-La virtud y la libertad, hija mía, son las que sirven de fundamento a los únicos que duran en la tierra. Ahí tienes dos ejemplos que se tocan: los Condé erigieron un palacio, digno de reyes, y un hospital muy modesto, donde son recibidos los sexagenarios de la región. La piqueta de las revoluciones y la mano de la muerte han destruido el palacio y acabado con los que lo habitaban: en cambio, el hospital continúa en pie... ¡Oye! En este momento deja oir su campana el toque de oración. Calló Carolina: temía haber herido las susceptibilidades poco aristocráticas del anciano. Levantándose del banco de mimbre donde estaba sentada al lado del señor Clavier, comenzó a caminar hacia el invernadero. El señor Clavier, embebecido durante algunos momentos en sus reflexiones, al notar la desaparición de su juvenil amiga, la siguió con paso lento. Dio Carolina un vistazo a las camelias, se cercioró, consultando el termómetro, de que el calor interior del invernadero se elevaba a quince grados, y regó a continuación algunas amarilis. No tardó el señor Clavier en hacer observar a su compañera el peligro que envolvía respirar durante mucho rato aquella atmósfera excesivamente elevada y saturada 5
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de vapores acuosos y de fragancias. Más de una vez había enfermado Carolina a consecuencia de las odoríficas emanaciones de los arbustos vivos de la China y del Japón, volatilizadas por efecto de la temperatura artificial y la reverberación lenta de los rayos solares. Verdad es que el invernadero constituía, por decirlo así, la distracción única de Carolina, y era la ocupación favorita del señor Clavier, que le consagraba los cuidados más ingeniosos de que pueda ser capaz un apasionado por las plantas y las flores. Abarcaba el invernadero una parte de la fachada de la casa, y se extendía luego a lo largo de un muro lateral, oponiendo su frente defendido con cristales tallados al soplo desigual de los vientos. Variedad de plantas trepadoras se abrazaban al muro y a los cristales, como para contemplar a sus hermanas más favorecidas, a través del obstáculo transparente que las separaba. Los días de sol espléndido, millares de insectos alados revoloteaban zumbadores alrededor de aquel pabellón vegetal, inmensa campana bajo la cual tenían representación cumplida las cuatro partes del mundo. Sin embargo, su más bello ornato era el hada que todas las mañanas y todas las noches visitaba a aquella familia exótica, para reanimar con 6
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un poco de agua la vida de algunos de sus individuos, y dorar con un rayo de calor el cáliz de otros. El hada, la Eva de aquel paraíso diáfano, era Carolina de Meilhan. Salieron del invernadero Carolina y el señor Clavier. Este último se apoderó de una regadera, alzó con sus manos temblorosas los tallos de las plantas más castigadas por las escarchas; y, siguiendo un paseo cubierto de fina arena, se dirigió a la casa habitación, apoyado en Carolina, que le contemplaba de vez en cuando con ojos llenos de tierna solicitud. Chantilly, sus vastas extensiones de terreno cubiertas de fino césped, sus encinas y sus tilos, su hilera de casas blancas, formadas como para rendir honores al egregio príncipe que plantó aquellos tilos y aquellas encinas, y construyó aquellas casas blancas, el bosque, la población y el castillo, todo parecía en aquel momento como dividido en dos zonas, de luz una y de obscuridad otra. El bosque de Silvia y el castillo que corona al bosque, estaban en la zona obscura. ¡Espectáculo grandioso, sublime, el de una puesta de sol frente a un castillo suficientemente antiguo y moderno a la vez para arrancar a un observador prosaico esta exclamación: «¡Muy rico!» y al 7
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viajero que rinde tributo a las cosas pasadas esta otra: «¡Majestuoso!» A espaldas del glacis de suave color violeta producido por la degradación de los tonos luminosos, se dibujaban los cuadros del jardín con tanta pureza de líneas como la que puso Le Nôtre en la vitela, al trazarlos con su regla de marfil y la tinta china. No hubiese dispuesto con coquetería más refinada el pastel de Watteau aquellos vasos de mármol-Médicis, aquellas estatuillas alegóricas, aquellos ramilletes de dalias. Célebres son los parterres de Chantilly hasta en Inglaterra, de donde acuden muchos a admirarlos. A derecha e izquierda de los parterres, la vista descubre a lo lejos vastas extensiones de césped que, a vuelta de varias ondulaciones, concluyen por confundirse con otras cubiertas de agua, sobre cuya superficie nadan al azar cisnes, hojas caídas y barquitas doradas, que en otros tiempos tripulaban las damas de la Corte. Aquellas aguas, aquí perezosas y allá inquietas aquellos parterres, aquellas llanuras, aquellos céspedes, aquellas flores vivas, aquellos bosques sombríos, en cuyas cimas lanzan gritos estridentes los milanos, aquel castillo, que tiene trece torres feudales decapitadas y cuyos robustos muros son a mane8
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ra de armadura que protege doce cruceros, un balcón volado y grandes ventanales con cristales de colores, aquellos salones donde cenaron emperadores, y que serían una de las siete maravillas del mundo si se alzaran en Atenas en vez de haber sido edificados en Picardía, y los pabellones chinos de ladrillo rojo, y las capillitas góticas que parecen de cartón piedra, y las estatuas mitológicas, y las carpas centenarias que saltan de vez en cuando sobre la limpia superficie del elemento que habitan, y los pajarillos, y los bloques de piedra traídos de Fontainebleau por París a lomo de mulos, y los soberbios patios de honor, hoy gallineros; todas aquellas cosas, grandes y pequeñas, majestuosas y ridículas, ¿no son prueba incontestable de que por allí han pasado sucesivamente un gran Conde, que recorrió las dependencias del castillo con Pascal, con Bossuet, con Molière, con Fénelon, con Luxembourg y con Lesage; otro Condé, en cuya mesa tuvieron siempre cubierto Voltaire, Marmontel y la Pompadour; un tercer Condé, que permaneció veinte años sin visitar su palacio, y finalmente, un postrer Condé, sencillo burgués, gran aficionado a la caza y a las obras teatrales de Scribe? El sol se había puesto. 9
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El señor Clavier y Carolina entraron en el salón de la planta baja, del cual tomaban posesión, por regla general, en verano, y que abandonaban en invierno. La mesa estaba puesta. Examinó Carolina la mesa, dio una vuelta por la cocina, y luego que hubo pasado revista y comprobado que nada faltaba, interrumpió al anciano, que leía el Perfecto Jardinero. El señor Clavier aproximó su sillón a la mesa: Carolina no se sentó hasta después de ser invitada. -Esta noche, hija mía -dijo el señor Clavier, cuando a las doce vayas a encender la estufa del invernadero, te recomiendo que cierres bien las puertas del gabinete de comunicación, que olvidaste cerrar hace pocos días, de lo que resultó que las plantas del Japón sufrieron las consecuencias de una elevación inusitada de la atmósfera, y las de Cabo Verde no quedaron muy bien paradas, por efecto del descenso de temperatura a que no están acostumbradas. A propósito: aun no me has dado las gracias, olvidadiza, por el tapiz suave y de mucho abrigo que mandé extender en la galería de cristales, desde el último peldaño de la escalera hasta la puerta de los invernaderos. 10
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Carolina tomó entre las suyas la mano del anciano y sonrió. -También necesito regañarte por la lentitud inconcebible con que enciendes las estufas. Ayer bajaste a las doce de la noche... ¡no me lo niegues, porque te oí muy bien! Bajaste a media noche, y no subiste hasta las dos. Sé, Carolina, que eres aficionada a leer durante la noche en el invernadero; pero ten mucho cuidado, hija mía, porque nosotros no podemos vivir juntos con las flores. Nuestro aliento las marchita, y sus fragancias nos asfixian: o nos matan o las matamos. Después de estas palabras, llenas de cariño, pero también de reserva, nos sería difícil precisar el rango que Carolina ocupaba en la casa. Que no se ocupaba en las rudas faenas domésticas, la blancura de sus manos lo decía con lenguaje mudo pero elocuente, aunque es lo cierto que Carolina, lo mismo que las criadas, se levantaba a las cinco en verano y a las seis en invierno. Acabamos de ver que también bajaba a media noche al invernadero, para renovar el calor artificial; operación delicada, no puede negarse, que sería peligroso confiar a los criados. Incumbencia suya era el recosido de la ropa blanca, aparte de otras mil ocupaciones, que, a fuerza de costum11
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bre, habían concluido por serle indiferentes, pero cuya minuciosidad de detalles hubiera asustado a cualquier carácter menos dócil y bueno que el suyo. La sumisión que tan natural es en el criado a quien se paga, o en el hijo, en cuya alma la engendra el cariño, admiraba en Carolina, que ni era criada ni hija del señor Clavier. De lo que para ella no era autoridad, ni en ella servidumbre, resultaba una situación indefinida, que no había conseguido penetrar la curiosidad de los vecinos de Chantilly, tan amigos de fisgonear como los de cualquier otra parte. La diferencia enorme de edad entre el anciano y su joven protegida sellaba los labios de la calumnia, pero no era freno bastante para la indiscreción. Los contados amigos que el señor Clavier recibía en su intimidad, su notario, su médico y unos cuantos agricultores, muy rara vez tenían ocasión de cruzar la palabra con Carolina, que evitaba bajar cuando un el salón había personas extrañas; pero, si no le habían hablado, si sólo muy de tarde en tarde y desde lejos la vieron cruzar, es lo cierto que advirtieron y admiraron su modestia y su gracia. Carolina se alejaba de las reuniones relativamente numerosas, porque en ellas no se hubiera encontrado a gusto. El respeto profundo hacia el 12
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hombre que ni se atrevía a dulcificar por medio de caricias paternales la veneración que inspiraba, ni a deshonrar la mano que era el apoyo de su caducidad llenándola de oro, había infiltrado en el corazón de la joven cierta desconfianza especial. Carolina habría contestado con dignidad a quien se hubiese atrevido a tratarla como a criada, y al propio tiempo no hubiera sabido contestar a las deferencias de quien como a señora de la casa se le hubiese dirigido. Su posición dudosa dio en ella como resultado algo que podríamos llamar segundo pudor. -¿Crees que actualmente se encuentre en Chantilly el señor Mauricio? -preguntó el anciano. -Supongo que sí: anteayer, por lo menos, paseaba con el señor Reynier, su cuñado. -Con tanta frecuencia le obligan a ir a París sus negocios desde hace algunos meses, que siempre teme uno molestarse inútilmente cuando ha de visitarle. Sin embargo, mañana iré a verle. -Me parece haber oído decir a usted que el señor Mauricio se dedica con verdadero ardor a la política: ¿no será éste el motivo de sus repetidas ausencias? -H as puesto el dedo en la llaga: Mauricio forma en las filas de los que defienden las ideas nuevas. 13
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Testigo soy del sacrificio que les ha hecho de su fortuna, de su tiempo y de sus distracciones, lo que es muy loable a sus años. Le adornan mil cualidades, y sobre todo una que con gusto especial le reconozco, y es la de escucharme sin impacientarse y sin prevención contra mi vejez, durante los largos paseos en que tengo que recurrir al apoyo de su brazo, por haberme privado tú el tuyo, aturdida, para correr en busca de campanillas y flores silvestres. Sí: Mauricio ha nacido para prestar calor a los tibios, que tanto abundan en el mundo. Su alma atesora patriotismo bastante para llenar una provincia. No quiero hablar de su reputación como notario: la merece, y con esto está dicho todo. En una población como la nuestra, el notario debe ser el consejero y el amigo de sus habitantes: eso es Mauricio. -Es el juicio que siempre le ha merecido a usted, señor; y seguramente halagaría al señor Mauricio saber que los elogios públicos de que es objeto son confirmados con tanta frecuencia en esta casa. -Opino, Carolina, que sus reiterados viajes a París en nada pueden perjudicar la marcha regular de sus negocios, de los que cuida con gran interés una mujer, que merece todo mi aprecio, aunque no dejo de comprender que es demasiado altanera. Puede 14
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que tampoco posea la circunspección de su marido, pues he podido observar que en sus salones se habla demasiado. ¿Será, en el fondo, la opinión que a su propósito acabo de expresar, resultado de la misantropía de mi edad, poco indulgente, efecto de nuestros hábitos de soledad, de nuestra costumbre de hablar demasiado poco? Ya sabes que en el país nos llaman «los salvajes», hija mía, y has de ver que algún día nos obligarán a revestir con planchas de acero las verjas del jardín. Esta tarde, sin ir más lejos, mientras leías, los vecinos nos espiaban desde fuera, como si fuésemos fenómenos espantables o curiosos. Llamaron a la puerta del jardín. Carolina corrió presurosa a abrir. Mientras tanto, el señor Clavier limpiaba los cristales de sus anteojos y mandaba traer luz: le traían los periódicos. En provincias saben distinguir perfectamente el campanillazo dado por el cartero del de los amigos. -Dejaremos el artículo de fondo -dijo el señor Clavier, desdoblando el periódico, -que suele ser siempre el mismo: creo que los reimprimen de seis en seis meses. ¿Qué pasa en la Vendée? Mientras el señor Clavier leía con atención, sin omitir sílaba, las noticias de Oeste, Carolina retiraba 15
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sin ruido cubiertos y vasos, y colocaba junto al estuche de los anteojos la media taza reglamentaria de café, juntamente con la botellita de licor. Pasados algunos minutos, tosió ligeramente para distraer al viejo de la lectura, y éste, acostumbrado al llamamiento, levantó la cabeza y sonrió. -Tómelo antes que se enfríe -dijo Carolina. La joven tomó su bastidor. Principiaba la velada para ella y para su viejo protector. Sobre aquellas dos cabezas inmóviles, blanca como la nieve la una y rubia como el oro la otra, reinaba un silencio profundo, sólo interrumpido por las oscilaciones del péndulo del reloj. El mismo silencio reina en todo Chantilly. Seis años antes, cuando el bosque no había sido privado todavía de los ciervos y jabalíes que lo poblaban, no era raro oir, en medio del silencio de la noche, el grito de la cierva llamando a sus cervatillos. Pero, desde entonces, ha muerto el bosque como murió el castillo. Se han ido los ciervos y la aristocracia, de la misma manera que antes se fueron el feudalismo y los halcones: a las aves nobles han seguido los nobles cazadores. Únicamente ofrece Carolina a la luz de la lámpara, que proyecta un círculo luminoso en medio de 16
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la obscuridad de la sala, su perfil indeciso y la indicación graciosa de su boca, en la cual apoya, durante sus actitudes soñadoras, la tijera de acero de que se sirve para cortar los hilos de su bordado. -¡Miserables! -grita de pronto el anciano, descargando un puñetazo sobre la mesa y estrujando el periódico. -¡Los vendeanos, esos canallas que no valen lo que el plomo con que se les mata, han degollado estos días a veinte soldados franceses, alojados en una aldea! ¡Son hijos dignos de aquellos fanáticos que en otro tiempo exterminamos nosotros! ¿Sobra aun sangre a los realistas? ¡Está bien! ¡Derrámese hasta la última gota, y así terminaremos de una vez! -No había reparado el señor Clavier en que sus palabras produjeron en Carolina el efecto de un rayo; no prestó atención hasta que vio que doblaba la cabeza, que su bastidor había caído sobre la mesa y que de su garganta, escapaban sollozos que en vano intentaba reprimir. -¡Carolina!... ¡Perdón, Carolina! ¡Ignoraba que estabas ahí! ¡Malditos periódicos!... ¡Hazte cuenta que nada he dicho! ¡Me refiero a tiempos pasados... a una historia antigua!... ¡Triste historia! -acabó el señor Clavier, bajando la cabeza. 17
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Como ocurría siempre que estallaban sus tempestades de cólera política, el anciano atrajo hacia sí a la joven, apoyó la cabeza de ésta sobre sus hombros, y, después de separar con sus dedos flacos y temblorosos los cabellos que cubrían su frente, depositó sobre ésta un beso. -¡Sea ésta la última vez -dijo el viejo, ahogado por los sollozos -que evoquemos recuerdos semejantes! ¡El pasado pertenece a Dios, hija mía... juzgue Él y no nosotros a los culpables! Esta escena, que no era la primera de su género, se repetía en la casa de tarde en tarde, cual si fuera una expiación. Había alterado profundamente la calma de que poco antes disfrutaban el anciano y la niña: una nube de color de sangre había rozado las tranquilas aguas del lago; pero cruzó sin detenerse. El señor Clavier se retiró a su dormitorio, dejando a Carolina sola con sus meditaciones, en las cuales no cabía el rencor. Es privilegio de los grandes dolores ser seguidos por cierta voluptuosidad espiritual. Cuando el sueño cerraba los cansados párpados del anciano, aun se repetía éste:
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-Mañana debo ir sin falta a visitar a mi notario Mauricio: el incidente que acaba de tener lugar me advierte que es llegada la ocasión. Carolina, no bien se fue el señor Clavier, sacó del bolsillo de su delantal una carta que le había traído el mismo cartero que trajo los periódicos, carta cuya lectura la embargó hasta media noche, aunque no contenía más de diez renglones. Es posible que el señor Clavier tuviera razón: era llegada la ocasión oportuna.
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II ¡ Cuán hermosa es la vida provinciana! ¿Quién hubiese podido menos de lanzar la exclamación que dejamos transcrita, al pasar, arrellanado en el fondo de una diligencia, frente a algunas de nuestras pequeñas ciudades de Francia, y ver cruzar ante sus ojos, como cruza el paraíso ante los de los condenados, esas casas bajas y tranquilas, que son reflejo de la mansedumbre de los que en ellas moran? No está más inmaculada el alma de sus propietarios que los tres peldaños de su escalera exterior; no brilla más que el aldabón de cobre de sus puertas, ni su nitidez es más pura que la nieve de las cortinas, cuyos pliegues graciosos dejan ver los cristales de sus balcones. A través de estos cristales, puede verse la mesa puesta. No temáis que un solo detalle escape a vuestra curiosidad: si dejasteis de 20
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ver un ángulo de algún cuadro, lo encontraréis más lejos; la mesa puesta se os aparecerá por todas partes; es más: si con la imaginación abrís todas las ventanas y balcones, la ciudad entera os ofrecerá una sola mesa con tres mil cubiertos, porque es mediodía, y a esa hora comen todos los habitantes de la ciudad. Chantilly, no obstante hallarse a las puertas de París, del que sólo dista diez leguas, se parece a cualquiera de las provincias. La ciudad... -puede que la denominación resulte un poquito ambiciosa, pero sabido es que tenemos costumbre de ponderar el mérito de todo lo que merece nuestro cariño- la ciudad no tiene más que una calle, que bastaría para honrar a una capital; pero las casas de esta calle única, altas y pretenciosas por un lado, descienden por el opuesto al nivel humilde de un pabellón. Es un contraste que revela el origen mitad feudal, mitad libre, de Chantilly. Uno de los Condé, al regresar de una expedición de caza, distribuyó parcelas iguales de terreno entre todos los vecinos pobres, siervos a la sazón, servidores o guardas del príncipe. Al edificar sobre los terrenos concedidos, dicho se está que nadie pudo prolongar la edificación sin penetrar en la parcela de su vecino, ni darle más fondo sin inva21
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dir el prado, propiedad del príncipe. Los modernos sistemas igualitarios no hubiesen podido imaginar manera más eficaz de poner diques a la ambición de propiedad. De ello ha resultado que, en Chantilly, ricos y pobres continúan a la misma distancia entre sí; y decimos a la misma distancia, y no a la misma altura, porque los inmuebles de Chantilly, al no poder agrandarse, se han elevado en proporción al crecimiento de las fortunas: los hay de cinco pisos, aunque la generalidad no han pasado del nivel del castillo. Los pastores, los guardas del príncipe, hanse convertido en ricos industriales. ¡Quiera Dios que con el tiempo no sean lacayos suyos los descendientes de Condé! Si hacia la mitad de esa calle reparáis en una casa cuya puerta, siempre abierta de par en par, permite ver a todas horas un patio enlosado, y más a lo lejos un panorama que haría las delicias de cualquier parisiense ávido de campo; si veis penetrar por la puerta en cuestión, que deja escapar en verano fragancias de madreselva y de alheña, a todas las personas que entran en la calle y no se dirigen a sus casas propias, reconoceréis el domicilio del notario señor Mauricio. 22
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Tres pisos tiene la casa. Merced a una distribución bien entendida, las habitaciones consagradas a los negocios, a la parte seria de la existencia, reciben la luz de la calle, y las destinadas a la tranquilidad doméstica, dan frente al bosque. He aquí cómo, sin necesidad de salir del piso, se puede pasar del bullicio de la calle a la tranquilidad del campo. Tiene Mauricio el despacho en la planta baja, y no en el entresuelo, junto a su gabinete, que sería lo más cómodo; pero se trata de una exigencia de Leónida, esposa de Mauricio, quien no podía tolerar que los campesinos rayasen el pavimento del comedor con sus zapatones herrados, pieza que hubiesen tenido que atravesar para llegar hasta el gabinete de Mauricio. Por culpa de la intransigencia de su mujer, Mauricio se ve en la precisión de pasar desde el despacho a su gabinete cada vez que alguno de sus clientes le pide un consejo reservado o una conferencia particular. En cambio, tiene la distribución explicada la ventaja de obligar a callar a los empleados de la casa, relegados a las dependencias de la planta baja, y de consiguiente, colocados junto a los clientes. Esta república plumífera jamás franquea los diez peldaños interpuestos entre ella y su principal, excepción hecha del día primero del año: en los 23
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trescientos sesenta y cuatro días restantes, solamente el jefe del personal tiene derecho a ver a Mauricio a todas horas. Todos los días, a las nueve, se llena el despacho de campesinos y campesinas. Colonos, leñadores, canteros, viñadores, pastores, molineros, carreros, albañiles, cordeleros, constructores de carros, una turba de gentes vestidas de blusa, toman asiento en zigzag, de manera que la línea perpendicular de la espalda resulte tangente a sus talones. Se romperían, a no dudar, la cabeza, si sus descomunales palos, apoyados sobre el piso a manera de puntales, dejasen de unir el pavimento con el hoyuelo de sus barbas. En la actitud descripta, que es común a cuantos se han apoderado de los bancos de encina que flanquean los muros, esperan todos con impaciencia la llegada de Mauricio. Los días de mercado, es mayor la afluencia de clientes al despacho del notario, pues los lugareños aprovechan el viaje para arreglar sus asuntos. No son éstos muy complicados en el campo: otorgamiento de poderes, renovaciones de contratos de arrendamiento, depósitos que se constituyen o que se retiran, según haya sido buena o mala la cosecha, y nada más. 24
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También abundan en el despacho las mujeres. Sentadas sobre sus canastos, calculan mentalmente el producto de la venta de las zanahorias, de las coles y de las hortalizas, cuyo perfume vegetal difunden por doquier. El despacho del notario parece una sucursal del mercado: todo el mundo, antes de obligarse por medio de un contrato ya convenido, representa por última vez la comedia de su generosidad, cuyo papel han estudiado a maravilla en el camino. De creerles, éste vende por favorecer al que compra y aquél compra llevado del cariño que a quien le vende profesa, y entrambos exigen que se formalice el contrato ni más ni menos que para que el notario coma, y el timbre y el tesoro público prosperen. ¿Desconfianza mutua? ¡Nunca! Juran y perjuran que no la sienten, pero que los hombres son mortales, que tienen hijos... y que firmar un recibo a nadie deshonra. Continuaban las protestas de desinterés entre los que esperaban la llegada de Mauricio, cuando un hombre, que de tanto en tanto abría y cerraba su libro de rezo, abandonó su asiento para ir a colocarse entre dos campesinos que, con toda la buena fe de que acabamos de hablar, exponían las condiciones del contrato que se disponían a formalizar. 25
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-¡Hola, amigos! -dijo. -¿Me permiten que les diga dos palabras? -Las que usted guste, señor cura. -Tú, Valentín, vendes la próxima cosecha, y tú, Gaspar, la compras. -Eso es, señor cura: ya lo sabe usted todo. -Lo he oído desde aquel rincón, sin que eso quiera decir que escuchase; pero es lo cierto que me he enterado, sin querer, de que habéis puesto a la cosecha el precio de quinientos francos, y que habéis convenido en pagar entre los dos los gastos que ocasione la venta. Ambos llegáis de Ecouen, ¿no es verdad? -Sí, señor cura; y a Ecouen pensamos volver los dos una vez hayamos terminado nuestro trato. -Pues bien: vamos a hacer unos cálculos. El viaje de ida y vuelta a Ecouen, el almuerzo en Champlâtreux, donde se respira un aire superior y se bebe un vino superiorísimo, el día en Chantilly... un día de trabajo perdido, son capítulos que suponen un gasto de doce francos, que con los diez que tendréis que dar al notario, suman veintidós. Deducidos éstos de los quinientos francos importe de la cosecha, quedan cuatrocientos setenta y ocho. De esa diferencia de veintidós francos, tú Valentín, pierdes on26
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ce, y tú, Gaspar, otros once francos. ¿Queréis seguir mi consejo, amigos míos? Tú, Gaspar, deja que Valentín monte a la grupa del borrico que esta mañana compraste en Gouvieux, y volveos inmediatamente a Ecouen: bebed un buen trago en Champlâtreux... y ¡buen viaje! Son veintidós francos que os guardáis bonitamente en el bolsillo: ¿hecho? -Señor cura... todos somos mortales. -Sin duda, Valentín; mortales sois los dos, pero a la par que mortales, sois también honrados y amigos. ¿Qué falta os hace el papel? ¿Por ventura, iréis a reclamaros vino a otro, luego que hayáis cambiado la cosecha por los quinientos francos? -No; pero uno muere cuando menos piensa... y quedan los hijos. -Vuestros hijos y todo Ecouen tienen noticia del trato: creedme a mí, que no os irá mal. -Imposible, señor cura: la muerte nos sorprende sin avisar. El cura se retiró a su rincón, dando un suspiro. Levantáronse todos los clientes. Acababa de entrar Mauricio. Había adoptado el método ministerial, es decir, el de recibir de pie y de comenzar una discusión en la chimenea y terminarla en la puerta de su despacho, que abría de par en par 27
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al cliente, cuando consideraba que éste debía marcharse. También se servía de la fórmula interrogativa, precaución indispensable para tratar con gentes siempre dispuestas a hacer la genealogía de sus asuntos. -¿Y usted, señor Grandmenil? -Traigo diez mil francos que deseo me coloque sobre primera hipoteca. -Pase usted a caja y déjelos... ¿Y tú, Robinsón? -Yo, señor Mauricio, quisiera comprar vino de los lotes de las propiedades de La Garenne, entre Morfontaine y Saint-Leu. -¿Qué lote? -El del parque. -El tipo son cuarenta y cinco mil francos, querido. -Entregaré a usted ochenta mil y usted se encargará de pujar en mi nombre. Yo me voy para la Auvernia: si hacen falta fondos, escriba usted a mi mujer. -Entendidos, Robinsón. ¿Y usted, tío Renard? -Yo, señor Mauricio, comprendo que me voy haciendo viejo. -Entiendo: quisiera usted crearse una renta vitalicia. ¿Qué bienes dejaría usted? 28
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-Mis tres casas de Pont-Saint-Maxence, mi cantera de Gouvieux y mis dos molinos de Quoy. -¿Y querría...? -Seis mil francos de renta hasta el día de mi muerte. -No es imposible: ¿cuantos años tiene usted? -Sesenta y dos. -Vuelva usted dentro de quince días y hablaremos. -Yo, señor Mauricio... -¡Hola, Pierrefonds! ¿Aun no te han comido los lobos? ¿Qué te trae por aquí? ¿Qué deseas? -A que usted me lo diga he venido, porque yo no lo sé. Andaba yo meditando, durante el viaje, sobre el destino que podría dar a mi herencia que, como sabe usted, asciende a trescientos mil francos, cuando una vara de encina que he tenido que cortar para arrear mi asno me ha sugerido la idea de comprar el encinar del viejo Guillermo, en venta hace dos años. Pero es el caso que luego vi saltar tres carpas... ¡que carpas, santo Dios! y me acordé de los estanques de Burigny, que desearía adquirir mi mujer. Seguimos andando: al diablo del burro le dio por ponerse a comer alfalfa... ¡buen negocio, señor Mauricio! Puesto que necesito colocar de alguna manera mi 29
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dinero -pensé, -¿por qué no comprar unos centenares de fanegadas de tierra? En esto venía pensando, cuando cátate que tropiezo con el señor Smith. «Buenos días, señor Smith», dije yo. «¡Hola Pierrefonds, buenos días!» Puede que sepa usted que el señor Smith es ese buen hombre que nos ha llenado el país de humo, el mecánico que construye calderas para cocer el hierro. Pues bien: no había caminado yo cuatro pasos, cuando me dije: -No calientes más tus cascos, Pierrefonds: tendrás una fundición. -Pero tuve que pasar frente a un secadero de lanas, y vi allí unas lanas como en mi vida las había soñado... En seguida me vinieron ganas de invertir mi herencia en ganados... y, en suma: tome usted el dinero, y haga de él lo que quiera, señor Mauricio. Dentro de diez años volveré a pedirle cuentas: si mi capital ha aumentado, mejor; en caso contrario, como no será culpa de usted ni mía, me haré cuenta de que la cosecha ha sido mala, y aquí paz y después gloria. -Obraremos con prudencia, Pierrefonds, y no es de esperar que se te escape la fortuna después que vino a visitarte. Ante todo, nos ocuparemos de buscar a tu capital una colocación sólida, y una vez la 30
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haya encontrado, te escribiré. Provisionalmente, voy a darte un recibo. -No quiero recibos, señor Mauricio, no los quiero. Todos los recibos del mundo valen para mí menos que su probidad. Adiós, señor Mauricio; tengo prisa y me voy. He de comprar en el mercado dos sacos de avena. Que siga usted bien... ¡Pero, qué cabeza la mía! Vengo a entregar el dinero y me vuelvo con él en el bolsillo. Tome usted treinta mil francos en oro y cincuenta mil en papel: mañana le traerá el resto mi criado... Salud, señor Mauricio. Fuese Pierrefonds, pero un momento después asomaba la cabeza por la puerta para decir: -Cuidado con dar propina al criado, señor Mauricio: eso es cosa mía. -Perdone usted -dijo Mauricio al cura, quien se había levantado varias veces para dirigirse al notario, pero que, frustrado en sus propósitos por la diligencia con que se le adelantaban, habíase sentado otras tantas y esperado su turno con resignación ejemplar. -Le ruego que me perdone si le he hecho esperar más de lo que yo hubiera deseado: ¿en qué puedo servirle?
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El cura, a quien Mauricio había llevado a un ángulo de la estancia, con voz baja y expresión de reserva, contestó: -Mi parroquia es muy pobre, caballero. Como mis limosnas no eran suficientes para socorrer todas las necesidades de los desgraciados de quienes soy padre, hube de recurrir a la generosidad de los habitantes ricos. Me llena de orgullo mi inspiración, porque con el dinero que aquellos me dieron, he podido fundar una caja de socorros que los ricos alimentan y que han tenido a bien confiar a mi custodia y administración. La carga que sobre mis hombros han echado es santa, mas no exenta de peligro. Desde hace algunos días, rondan mi casa parroquial con intenciones sospechosas algunos malhechores, que sin duda exageran la importancia del depósito de que soy guardián. Mis temores son graves, pues estoy solo, indefenso, aislado. Un golpe de mano, no sólo arrebataría a los pobres su tesoro, sino que también me entregaría a las murmuraciones de los espíritus que sienten prevenciones contra la pureza de mi ministerio: me vería acusado de una complicidad monstruosa.
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-¿Habría hombres tan perversos -interrumpió Mauricio -que pudieran abrigar pensamientos semejantes? -En un país donde hay quien proyecta robar al indigente, ¿han de faltar personas dispuestas a calumniar la inocencia? Además: mi prudencia a nadie puede ofender; es sencillamente una garantía para el prójimo y para mí mismo. Vengo, pues, a suplicar a usted, caballero, a usted, que ejerce un cargo inaccesible a las sospechas, que me libre de una solidaridad que pudiera ser causa de mi ruina en el concepto de muchos. Mañana, al anochecer, le traeré la caja de socorros de los pobres de mi parroquia. Todo el mundo seguirá creyendo que soy yo su guardián, aunque en realidad será usted su depositario. De esta manera, las almas piadosas para quienes la santidad de mi carácter es motivo de que hagan llegar a mis manos el caudal de su caridad, continuarán prodigándolo, al paso que aquellos que proyectan apoderarse violentamente del pan del menesteroso, no conseguirán otra cosa que matarme, en cuyo caso, aparecerá usted con los fondos y cerrará la boca a los maliciosos. Los pobres no habrán perdido nada: habrá un sacerdote menos, lo que no tiene importancia. 33
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Esta confidencia, hecha con la humildad de quien se confiesa, había alterado la calma de quien la hacía a Mauricio. Momentos hubo en que el sacerdote enrojeció, palideció, tembló. Era natural: al fin y al cabo, la confidencia equivalía a reconocer que en el mundo hay quien tiene más confianza en un notario que en un sacerdote, era tanto como si un rey destronado solicitase la protección del mismo usurpador. Con mucha modestia contestó Mauricio que nunca había sentido tanto como en aquel momento su reputación de probidad, que si de ella se sentía orgulloso, juntamente con el orgullo, le producía una sensación de pena, y que, sin dar crédito a la existencia de ese supuesto menosprecio del siglo hacia el sacerdote, no tenía inconveniente en hacer cuanto estuviera de su parte para colocar a un ministro venerable del Señor a cubierto de dudas injuriosas, que desde luego no compartía. En una palabra: aceptó la responsabilidad de la caja de los pobres. El sacerdote dio las gracias, saludó, y salió. Después de distribuir algunos consejos y de escuchar los detalles más vacíos de interés, sabidos y comentados mil veces, dejó Mauricio la planta baja, 34
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subió al entresuelo y entró en el comedor, donde le estaban esperando ya.
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III Nunca respiraba Mauricio tan a sus anchas como cuando no resonaban en sus oídos los gritos de sus clientes. No es esto decir que las obligaciones anejas a su profesión le fueran antipáticas, no; pero, hombre reposado, por lo mismo que era activo, saboreaba mejor las dulzuras del paraíso doméstico después de haberse alejado del caos de sus negocios. Verdad es que en el paraíso en cuestión había una mujer, a la que adoraba con toda la violencia de los primeros días de matrimonio. Leónida y su marido continúan siendo amantes: la prueba de ello es que, a la media hora de sentados a la mesa, no se hablan: regañan. -Lo que pretendes es imposible, mi querida Leónida. 36
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-¿Y quién dice lo contrario, señor mío? Mi misma indiferencia te probará la importancia que yo daba a mi pregunta. Si continúas hablándome así, me obligarás a creer que tú se la concedes mayor que yo. ¡Sería ridículo que yo agotase en cosas tan pequeñas las licencias que la comunidad matrimonial autoriza! Ocasiones mejores se presentarán de importunar tu reserva. Ironía o alusión lejana, Mauricio contestó a su mujer con extremada dulzura: -Mi anhelo constante es verte siempre contenta y satisfecha, y cree que a nadie acuso más que a mí mismo, cuando desaparece tu hermoso natural, como en la ocasión presente. Pídeme cualquiera otra cosa: pon a prueba mi generosidad, mi flexibilidad ante tus caprichos más insignificantes, mi obediencia a tus órdenes más difíciles de ejecutar, y si no te dejo al punto satisfecha, dime lo que quieras, abrúmame con tu menosprecio, que es lo que más me dolería, y no me quejaré. -Está muy bien, señor mío. Pones a mi disposición lo que no deseo, para dispensarte de concederme lo que deseo... es decir, lo que deseaba hace media hora, que no es lo mismo. La proposición es peregrina... «Mira; no contemples con tanta afición 37
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aquella estrella, porque me sería imposible ofrecértela.» El marido que recurrió a tan estúpida cortesía estaba viendo que su mujer le iba a pedir un coche, y desvió el golpe. -¿Quieres tú un coche? -¿Qué decía yo? Me ofreces un coche porqué te he preguntado qué motivo pudo traer a tu gabinete a una joven campesina... ¡Terrible secreto, a fe mía! -Me permitirás, Leónida, que te diga que acabas de pronunciar una palabra que es mi justificación completa: mi fortuna es tuya; mas no el secreto ajeno, puesto que no me pertenece. -¿Luego es un secreto? -preguntó Leónida con admiración casi sincera. -Mejor que secreto, una confidencia, Leónida. No es grave, pero debe permanecer oculta. -¡Ya tenemos a Mauricio convertido en confesor de las campesinas jóvenes del país! ¡Vas a dejar al señor cura muriéndose de aburrimiento, Mauricio! Dime: ¿pertenecen también a tu jurisdicción moral las casadas? Si es así, cuando te pregunten sus maridos, ¿pondrás a tus labios candados tan fuertes como los que les pones cuando te pregunto yo? Las palabras últimas no dejaron a Mauricio ni sombra de duda de que su mujer estaba al tanto de 38
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una visita que recibió días antes, visita de la que había hecho un misterio para todo el mundo. -Tus ironías, Leónida, son casi expresión de la verdad. Mi condición, no bien comprendida por ti hasta el presente, exige discreción absoluta. No tengo yo la culpa de que haya personas que vengan a depositar en mi gabinete asuntos de conciencia, que debieran llevar, tal vez, a su confesor; pero, digno o indigno de la profesión que ejerzo, estoy en el deber de cumplir con rigor lo que aquella exige de mí. -¡Qué aires de severidad, qué actitud de juez adopta el señor Mauricio! Como continúes así, pronto tendré que decirte: ¡Señor Pontífice! ¡Descienda vuestra grandiosidad de las regiones donde vive, o me muero! Con franqueza, Matiricio: respeto, venero los privilegios anejos a tu profesión; pero temo que no estés a la altura de las graves exigencias que impone. Si mi memoria no me es infiel, me pareció que ayer, al sentarte a la mesa, a raíz de tener la conferencia privada con tu joven campesina, reías con risa que no se armonizaba muy bien con la severidad de que alardeas. -¡Claro! ¡Como que el consejo que vino a pedirme tenía, en apariencia, al menos, su lado divertido! 39
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-¡Ah!.. ¡Conque también das consejos! Sin tener de ello certeza, lo presumía. Por cierto que voy creyendo que vienen a pedírtelos con frecuencia. ¡Vaya, vaya! ¿Es que al propio tiempo que a los confesores, piensas desbancar a los abogados? No creía yo que un notario... -Fuera notario, abogado y confesor a la vez; ¿no es eso lo que ibas a decir, Leónida? Pues así es. Los abogados viven de nuestros fracasos. El papel del abogado no principia hasta que el notario no ha conseguido poner de acuerdo a las partes litigantes. Nosotros somos los genios buenos de los negocios: los abogados, los malos. -Dime, Mauricio: los altares deben estar llenos de notarios santos, ¿verdad? -Que yo sepa, no hay ninguno; pero ello es debido a que ha de nacer aun el que sepa resistir la seducción de dos ojos hermosos. Mauricio besó la mano de su mujer. -¿Te acordabas de nosotros mismos, Leónida querida, cuando hace un momento pretendías que te revelase los secretos de mi gabinete? -repuso Mauricio. -¿No has calculado lo horrible de la situación en que nos colocaría el que, conocedor de nuestra vida íntima, divulgase los secretos que ésta oculta 40
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bajo sombras y silencio? ¿Podríamos explotar en ventaja nuestra la inmoralidad misma que execráramos en los otros, sin temer las represalias? ¿No se te ha ocurrido nunca pensar en la pena del Talión? -¡Basta, Mauricio, basta! El castigo sería cruel en exceso. Me haces pensar en cosas que repugnan, que asustan. Me resisto a creer que las desgracias que en tus negocios pudiera determinar una imprudencia mía, lleguen nunca a igualar las torturas que serían consecuencia de una delación infame. -¡Una delación! Leónida se turbó y palideció. Mauricio, aunque lamentaba haber causado a su mujer una desazón, se alegraba por otra parte, imaginando que había alejado de la conversación el tema que fuera causa de su momentánea desavenencia con su esposa. -Hablemos de otra cosa, Leónida -continuó. Nuestros criados escuchan en todo momento; a cada instante entra tu hermano Reynier, para quien es difícil mantener nada secreto. Propongo la paz: nacido para conciliar las diferencias ajenas, ejerceré mi misión en nuestra casa, si te parece... ¡Gracias a Dios! Al fin he conseguido ver una sonrisa en tus labios. No quiero, no puedo suponer que hayas te41
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nido la debilidad de imaginar que yo sea capaz de tramar intrigas de ninguna clase con una campesina que calza zuecos y cubre con un pañuelo su cabeza. -Debajo del pañuelo y a través de los zuecos me pareció ver una cara muy linda y unos pies pequeñitos. -Es posible que no te equivocases, Leónida. -¡Ah! ¿Te fijaste? -¿Hay algún mal en ello? -No digo tanto: pero sí admiro la rara prerrogativa de tu profesión. Es una prerrogativa que te asimila a una ministro, porque ministros sois los notarios de la policía general de la sociedad. ¿Acaso no tenéis puesto un pie sobre los umbrales de todas las casas? ¿ Un oído pegado a todas las paredes? ¿Un ojo en cada una de las habitaciones? Lo que los demás ignoran, lo sospecháis vosotros; lo que sospechan aquellos, lo sabéis vosotros; y lo que es público y notorio, lo que todo el mundo sabe, vosotros, por lo mismo que estáis mejor informados que nadie, podéis negarlo rotundamente. El acento decidido de Leónida, y más que nada, el giro infatigable que al diálogo daba, bruscamente transportado desde el terreno estrecho de un incidente sin importancia al campo pérfido de las alu42
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siones, demostraron a Mauricio que no conseguiría evitar las preguntas que no deseaba que le fueran dirigidas. Aquella terquedad le afligió. Amenazado de males mayores, resolvió llevar la conversación al terreno del que momentos antes procurara separarla, aunque para ello hubiese de confesar a su mujer la confidencia frívola de la campesina. -Si conocieras, Leónida, el objeto de la conferencia de aquella muchacha, seguro estoy de que la prevención desaparecería de tu espíritu. -Tentada estoy por decir que lo conozco: supongo que en la trama de la conferencia entraría por mucho el amor. -¡El amor! ¿Qué estás diciendo, Leónida? -Nada que no sea natural y lógico: la campesina en cuestión es joven, es agraciada y está triste: luego ama. -Es cierto: enamorada está de un guapo mozo con el cual se casará... -Para Pascua o para San Juan... ¿Qué me importa a mí? Por momentos veía Mauricio con más claridad que su mujer se proponía penetrar un misterio que le interesaba por motivos distintos de los que él quería ahora explicar. Habíase resignado él a hacer 43
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un sacrificio; pero le exigían más. ¿Qué hacer? Imaginó que, merced a una concesión inmediata, desviaría el golpe cuya amenaza había experimentado antes, y volvió a tratar el tema agotado, resuelto a dar pruebas de una condescendencia peligrosa. -A mi pesar, me reí del exceso de prudencia de los dos amantes en cuestión. Desde hace cuatro años, el novio trae todos los domingos a mi casa, y a espaldas de la novia, seis francos, que retira de sus economías de la semana, con los cuales piensa reunir quinientos francos para comprar un substituto el día que sea llamado al servicio militar. Es una sorpresa que prepara a la que ha de ser su mujer, la cual nada ha de saber hasta el día de la ceremonia nupcial. -Lo encuentro muy loable, amigo mío: ¿y fue eso lo que excitó tu hilaridad? -Sin duda; porque es el caso que, por su parte, la novia, que no sospecha que su prometido disponga de medios para librarse del servicio militar, reúne, a fuerza de sacrificios y de privaciones, una suma igual a la expresada, que deposita fielmente en mi casa todos los domingos, porque su sueño dorado es ofrecer a su marido, como regalo de boda, un substituto. Me hace reir de antemano la cara de sor44
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presa que pondrán los dos cuando hagan y reciban el mismo regalo. Ahora bien, Leónida: comprenderás de sobra que, si yo revelase su doble confesión, destruiría el encanto que lleva consigo la generosidad de los dos amantes, y quién sabe si impediría un buen matrimonio y una acción hermosa. -Comprendo, en efecto, que debes ser discreto -contestó Leónida, con acento de naturalidad que encubría el placer que experimentaba al alcanzar la primera victoria sobre la impenetrabilidad de Mauricio: -no seré yo quien censure tu reserva. Así terminó la primera escaramuza. La sutil astucia de Leónida fue aun mayor de lo que su marido temía. No llevó hasta el último extremo la victoria, porque temió que un triunfo demasiado completo diera caracteres de conquista a lo que ella quería que los tuviera de mérito. Su talento, a falta de larga experiencia, le había hecho comprender que, los derechos conyugales, para ser mantenidos con éxito, deben convertirse en costumbre, dejando de ser una concesión o una victoria. La escena que acabamos de bosquejar, provocada por Leónida, no había sido otra cosa que un pretexto de esta última para obtener explicaciones sobre la visita de la cual Mauricio había hecho im45
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penetrable misterio. Fingió Leónida más curiosidad de la que en realidad sentía, al paso que Mauricio, por su parte, hizo una defensa de su rigidez de principios un poquito exagerada. Y es que, en realidad, obedecían a motivos gravísimos, el uno para callarse y la otra para interrogar. Entre bastidores se había representado una verdadera comedia. Atacó la esposa con ardor, se defendió el marido con tesón; y el ataque y la defensa obedecían al temor, común a entrambos contendientes, de revelar sus respectivas intenciones. Digámoslo de una vez: en el secreto de aquel hogar, como en todos los hogares, había una llaga oculta. La que nos ocupa, exige una pequeña digresión. Leónida había recibido educación en Beauvais, en casa de una de sus tías. La hija menor de esta tía, aproximadamente de la edad misma que Leónida, compartía con ésta las caricias más tiernas y las ventajas de una educación excelente, porque la madre de Hortensia, mujer buenísima, habría creído cometer una injusticia monstruosa si concediera a la una cosas vedadas a la otra. Para ella, Leónida y Hortensia eran sus hijas, aunque ante el mundo se llamasen primas. A la edad en que las almas no tienen sexo ni conocen las rivalidades, era natural que las dos pri46
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mas, que hermanas se llamaban en el seno del hogar, tuvieran los mismos gustos, las mismas aficiones, y hasta parecía que el mismo carácter. Su cariño mutuo se prolongó sin mengua hasta que las niñas cumplieron los diecisiete años, aunque en honor a la verdad diremos que, con anterioridad a esa época, ya no existía la menor conformidad de caracteres entre Hortensia y Leónida. La primera era pequeñita, pero muy graciosa y muy lozana, mesurada en sus movimientos, mujer formada para los jóvenes de veinte años, y niña encantadora para los de treinta; ni pelinegra ni rubia, o mejor dicho, pelinegra por la mañana, cuando sus cabellos caían en masa sobre su peinador, y rubia por la tarde, después de salir de manos de la peinadora, de humor igual y más aficionada a bordar que a leer. Con la adolescencia, Leónida se permitió decir que le aburrían las distracciones tranquilas de Hortensia; dijo luego que la encontraba excesivamente fría, y concluyó por alejarse poco apoco de una confidente desprovista, a juicio suyo, de imaginación. Las dos primeras llegaron a la edad en que las jóvenes, fatigadas de perseguir su ideal en las páginas de los libros o en las divagaciones de sus ensueños, penetran en el campo de la realidad. La primera que 47
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tuvo novio fue Hortensia. Había sido admitido en la casa, como amigo, un joven de Beauvais... Mauricio, en una palabra. Como Mauricio no tenía resuelto todavía el problema del porvenir, no quiso revelar sus intenciones a la madre de Hortensia, prefiriendo dejar adivinar el objeto que perseguía a revelarlo haciendo restricciones. Únicamente uno de sus amigos, un tal Julio Lefort, negociante en lanas en Compiègne, mereció ser depositario de su intención formal de casarse con Hortensia, tan pronto como hubiera realizado algunos bienes, herencia de familia, con cuyo importe deseaba comprar un estudio de abogado. Julio Lefort aprobaba sin restricciones los proyectos matrimoniales de Mauricio, lamentando no encontrarse en su mismo caso para pedirle idéntico consejo; y es que los dos jóvenes se sujetaron desde muy temprano a la marcha metódica de la vida. Uno y otro veían sin ilusiones engañosas el fin a que debe enderezarse la humana existencia: unos cuantos años de vida, hijos encargados de perpetuar el apellido, ganar una fortuna para legarla a los hijos, y luego el descanso, bien en el sillón, bien en la tumba. En su correspondencia con Julio Lefort, complacíase Mauricio detallando minuciosamente las dis48
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tintas cualidades de las dos primas, y los elogios que a entrambas prodigaba recibían confirmación en todas las contestaciones de Lefort, quien, como no conocía a aquellas, había de alabarlas sobre la palabra de su amigo. Llegó día en que las cartas delos dos amigos no hablaban más que de Leónida y Hortensia, a las cuales Mauricio daba a leer la correspondencia completa; es decir, las cartas y las contestaciones. Al cabo de seis meses, Julio Lefort era un miembro de la familia, a quien todos deseaban conocer de cara, y sobre todo Leónida, quien estaba persuadida de que infaliblemente había de ser su marido. Fundaba esta esperanza, más aun, esta convicción, en el calor con que Julio hablaba de ella en su correspondencia con Mauricio. Así las cosas, murió el tío de Hortensia, rico negociante en pieles, en Compiègne, y muy conocido de Lefort, quien había mantenido con él relaciones comerciales constantes. Su muerte paralizó el vasto movimiento de su importante tenería. Como una suspensión demasiado prolongada podía ser la ruina del establecimiento, la madre de Hortensia, hermana del difunto, se vio obligada, si no quería perder una herencia soberbia, a elegir una persona que, a la par que velase por los intereses de la fami49
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lia, tuviera capacidad para continuar los negocios hasta su liquidación, y designó a Hortensia. Esta se dirigió a Compiègne, no sin encargar a su confidente y amiga que le diera noticias de la conducta de Mauricio, quien, por su parte, confió a Julio Lefort la delicada misión de celar la fidelidad de Hortensia, puesta a prueba por la ausencia. Los resultados fueron singulares. Puestos en contacto Hortensia y Julio, se ocuparon de sí mismos más que de los ausentes; positivistas los dos en grado sumo, se estimaron mutuamente al principio desde el punto de vista comercial, y concluyeron por persuadirse, inocentemente, desde luego de que constituirían una casa excelente continuando la del difunto, o mejor dicho, fundando una nueva. No era tan culpable Julio Lefort como a primera vista parece, al introducirse en el corazón de una mujer cuyo cariño pertenecía a su amigo. Mauricio, si bien es verdad que procuró explicar con precisión en sus cartas las características principales de las dos primas, no consiguió que las cualidades con que adornó a Leónida dejasen de ser aplicables también a Hortensia, de aquí que, cuando Julio la vio por primera vez, no pudo separar de su rostro los rasgos que aplicaban a Leónida las cartas de su amigo. 50
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«Con ella sería yo muy feliz, si tú consintieras -escribió Lefort a Mauricio; -aunque, sí he de decir verdad, creo que tu negativa llegaría tarde.» «Sé dichoso con ella» -contestó Mauricio, quien, por lo mismo que forzosamente debía tardar dos años en poder comprar un estudio de abogado, hubiese temido que su negativa impidiera a Hortensia contraer un matrimonio del que dependía su felicidad, si no había comprendido mal la frase de su amigo. La que quedó inconsolable fue Leónida, cuyo marido le robaba Hortensia. Sus celos fueron tanto más lacerantes, cuanto que ella había visto una pasión volcánica en el afecto, más de cabeza que de alma, que Julio manifestaba tenerle, pasión por ella correspondida con todo el fuego de una niña exaltada, a la que enloquece una intriga novelesca cuyo héroe desconoce. Al dolor producido por un amor perdido, se unía el consiguiente a las heridas recibidas en su amor propio. No era Hortensia una desconocida que le robaba sin premeditación a su amante; era su prima, su hermana casi, la que poseía el secreto de todas las debilidades de su corazón por el hombre que le usurpaba. La salud de Leónida se quebrantó; tuvo lástima Mauricio, y se propuso 51
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reparar un agravio que en realidad no había cometido su amigo, agravio que, en rigor, más le mortificaba a él que a Leónida. Fue aceptado por despecho. Una familia vendeana, noble y rica, prestó generosamente a Mauricio los fondos necesarios para la compra de un cargo de agente de Bolsa, circunstancia feliz que le permitió casarse con Leónida dos meses después del matrimonio de Hortensia con Julio. Entre las dos primas quedó abierto un foso de odio que sus maridos intentaron cegar, pero sin conseguirlo. Leónida no perdonó. Tan vengativa como buena y olvidadiza era Hortensia, alteró profundamente la dicha doméstica de aquélla propalando rumores injuriosos sobre la intimidad en que había vivido con Mauricio. Los dos amigos concluyeron por comprender que el interés de su reputación exigía renunciar para siempre a la satisfacción de verse. Únicamente la ausencia puede amordazar la calumnia; convencidos Mauricio y Julio de esta verdad, se separaron. Julio acrecentó considerablemente su fortuna en el comercio de lanas: Mauricio compró en Chantilly el estudio de notario, en vez del de agente de Bolsa, como pensara al principio, y renunció al bufete de abogado, que fue 52
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su proyecto primitivo. No fue ajeno a estos cambios Víctor Reynier, hermano de Leónida. Desde que Julio tuvo noticia de la instalación de Mauricio en Chantilly, entabló con él una correspondencia de la que no tenían noticia las dos primas. Quiso confiar a Mauricio las sumas que no dedicaba al negocio, y como se le presentara un negocio grave, un asunto cuyas consecuencias influirían poderosamente en el bienestar de toda su vida, decidió entrevistarse con Mauricio, y al efecto, se trasladó a Chantilly. Los dos amigos se abrazaron llorando. No obstante sus precauciones, Leónida tuvo noticia de su entrevista, y el objeto de ésta era lo que quería saber a cualquier precio, y su descubrimiento fue lo que persiguió indirectamente cuando acosó a su marido con el pretexto de averiguar el por qué de la insignificante conferencia que la víspera había tenido aquel con la joven campesina.
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IV Firmaron la paz los esposos, a costa de una confidencia que Mauricio no habría podido negar a Leónida, aun cuando de cosa más seria se tratara. En realidad, hubiese sido exceso de rigorismo no ceder. A cambio de su libertad de soltera, perdida dos años antes, como compensación por haberla arrancado de París y recluido en Chantilly, ¿qué menos podía pedir Leónida que ser admitida en el disfrute de la soberanía doméstica? Y cuenta que, además del sacrificio de París y de su libertad, hacía Leónida a su marido el de su orgullo de mujer hermosa. Habíase resignado a no ser admirada más que por él, a concederle a él solo sus soberbios ojos negros, que llenaban de asombro a los mismos lugareños, a reservarle exclusivamente su cuerpo de estatua italiana, su rostro perfecta54
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mente ovalado, sus formas enérgicamente francas, esas formas que hacen que una mujer parezca desnuda a pesar de sus vestidos. Leónida es modelo vivo de mujer sometida a su organización ardiente. Brilla la impetuosidad de sus inclinaciones en sus ojos vivos, pero velados, se destaca en su tez morena, que encuadra una cabellera abundante del negro más precioso, se revela en su cuello sin inflexiones. Enérgica y nerviosa a la vez, claramente se advierte que sería muy completa para escuchar la voz de todas las pasiones, que se mostraría amante celosa, enemiga implacable, rival temible, si no se esforzara por dar relieve a sus cualidades, producto de la reflexión, de mujer sumisa y abnegada. No tiene ella la culpa de la exageración de sus instintos. Los mentís continuos que a la civilización da la Naturaleza, no son imputables a los que de ellos son objeto. Una mujer que nació para vencer a un toro en la lucha, o para atravesar a nado un torrente, ¿tiene la culpa, por ventura, de que la civilización haya aprisionado sus brazos con vestidos que entorpecen los movimientos y debilitado sus nervios con gasas y sedas? Dios creó a la mujer y nosotros hemos hecho a la dama; pero el error se manifiesta siempre: todo el mundo, en momentos 55
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determinados, reconquista el puesto que la creación le asignó, rompiendo para ello las cadenas de paja que nosotros llamamos costumbres, religión, conveniencias. Sometida al juicio de opiniones conjeturables, Leónida pasaría por altanera, indomable, hasta perversa, si a cada una de las suposiciones morales no se viera el crítico obligado a añadir el adjetivo hermosa. En el fondo de sus facciones se distingue una tristeza decidida hacia todo lo que la rodea. Siempre vestida con elegancia, parece provocar una fortuna más digna de ella que la existencia obscura en la cual ha hecho un alto momentáneo. Otro contraste tenemos que apuntar, y es, su virilidad junto a la mansedumbre de su marido, hombre que apenas cuenta treinta años y está ya calvo, aunque no decrépito, maduro en toda la fuerza de la adolescencia y un poquito repleto. Si las armonías no resultasen de las desemejanzas, habría motivos sobrados para censurar la unión de Mauricio con Leónida, para desaprobar esos lazos que pretenden soldar para siempre la calma con el arrebato, al hombre de estudio con la mujer de 56
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mundo, exponiéndoles a pesar eternamente uno sobre otro como el plomo sobre una gasa. Apenas concluido su tratado de paz, viéronse sorprendidos Mauricio y Leónida por la visita del señor Debray, coronel de la gendarmería de la guarnición de Laval. Había obtenido una licencia del ministro para hacer su visita anual a sus bienes patrimoniales enclavados entre Creil y Chantilly. -Mis queridos amigos -dijo al entrar; -vengo a despedirme de ustedes: me voy. -Usted bromea, sin duda, coronel: ¿no vino con licencia semestral? Si no recuerdo mal, sólo dos meses lleva entre nosotros. -Es cierto, mi querido Mauricio: mi intención era continuar aquí hasta mediados de invierno, pero ayer recibí orden del Ministerio de la Guerra de incorporarme inmediatamente a mi regimiento, al frente del cual he de ir adonde Su Excelencia el Ministro disponga. -¡Cuánto lo siento! -terció Leónida. -¡Yo que contaba con usted, coronel, para los bailes de estos carnavales de Beauvais y de Senlis! ¿Se lleva también a su señora? Supongo que Su Excelencia no habrá llevado a tanto sus exigencias... 57
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No, señora; la obediencia pasiva no es reversible al hogar entero. Dejo a mi señora en libertad de acompañarme o de esperar aquí hasta que el destino de mi regimiento sea conocido. Ha optado por lo último, y aquí queda. Mauricio, nombro a usted su caballero. -¿No se sospecha -preguntó Mauricio -a qué puede obedecer ese movimiento de tropas que se opera simultáneamente en todo el territorio? -Conjeturas se hacen muchas. Suponen unos que iremos... conste que no hablo más que de mi regimiento; que iremos a reforzar la guarnición de Orán; otros que nos envían a la frontera de España. También se habla de la Vendée, y a este propósito circulan rumores de que los rebeldes, condenados por el Tribunal de Angers, se han ocultado por los alrededores de París, donde han encontrado más de un refugio seguro. Aseguran que la gendarmería del Oise no descansa un instante. -¡Qué extravagancia! -exclamó Leónida. -Digo extravagancia por no llamar absurdo al hecho de que, por un capricho de la diplomacia, se obligue a un hombre, a diez mil hombres, a emprender el viaje hacia el punto del globo que disponga el señor Ministro. Hace usted sus preparativos para ir, por 58
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ejemplo, a España; estudia la lengua del país, sus costumbres, y de pronto le ordena el telégrafo que embarque para Argelia. Se había usted hecho la ilusión de pasar los carnavales en Madrid y los disfruta acampado sobre el Atlas, entre beduinos. -Yo no sé que nadie haya dicho que la guerra sea manantial de viajes de recreo, señora. -¡Desde luego no seré yo quien lo diga! ¿Y qué me dice usted de las pobres mujeres, coronel, que se pasan seis meses del año sin saber a punto fijo si son casadas o viudas? -Digo, señora -contestó riendo el coronel, -que para la mayor parte sería preferible la certeza de que son... lo segundo, sobre todo en estos tiempos en que hay máquinas que pueden hacer mil quinientas viudas por disparo. El vapor ha simplificado extraordinariamente el estado civil. -¡Pero es odioso, coronel, sencillamente odioso! Con máquinas como ésas se destruye un ejército de cincuenta mil hombres en contado número de minutos. ¿No sería más racional, cuando surge un conflicto, que el jefe de una nación preguntara al de la nación enemiga: «¿Cuántos hombres vamos a hacernos matar por una y otra parte? -Tantos. -¡Bueno! 59
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¡No nos molestemos! ¡Los matamos cada cual en nuestra casa, y asunto concluido!» -La exactitud de su razonamiento, señora, indica lo que muy en breve será un hecho: la conclusión de las guerras. Cuando se sepa que la bravura personal no tiene la menor influencia en el resultado de una batalla, que la victoria depende de algunas calderas más o menos potentes, de algunos caballos más o menos de vapor, cuando el valor haga el oficio de ruedas de un vehículo, todo el mundo se quedará en su casita. Tenga usted por seguro, señora, que la paz universal será un hecho el día que la humanidad haya descubierto la manera de matar trescientos mil hombres por disparo. -¡Consoladora es la perspectiva, coronel! -Desgraciadamente, como no ha sido inventado todavía ese aparato, y cada uno de nosotros corre el peligro de llenar con su vida el hueco que separa a la humanidad de su realización, he resuelto, mi querido Mauricio, tomar algunas precauciones antes de entrar en campaña. -¿Me trae usted su testamento, coronel? -No; el testamento sería inútil, toda vez que mis bienes pasarían forzosamente a mi mujer. -Lo sé. 60
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-Pero hay intereses más queridos para mí que los míos propios, intereses que estoy en el deber de colocar al abrigo del viento de la desgracia: esos intereses son los que confiaron a mi honorabilidad. El coronel hizo una pausa que se prolongó mucho rato. Su mirada indecisa pasaba desde Mauricio a Leónida y desde Leónida a Mauricio, como solicitando de él o de ella una indicación de retirada, o una retirada espontánea, indispensable para que él continuara la exposición de su pensamiento. -Ya sé lo que esperas -pensaba Leónida, conservando su impasibilidad. -Quieres que me vaya, pero yo quiero quedarme aquí, y me quedo. No era menos cohibida la actitud de Mauricio que la del coronel, quien reanudó y suspendió tres veces más la confidencia que había sido el motivo exclusivo de su visita a Mauricio. Convencido al fin de que Leónida no se iría, el coronel Debray entró de lleno en la exposición de su pensamiento con despecho mal disimulado. -Por la época de la Restauración me ligaban lazos de amistad íntima con un oficial de guardias de corps, joven de familia noble, vecina y amiga de la mía. Era hombre de corazón magnánimo, de talento poco común y de conducta leal. Juntos habíamos 61
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comenzado nuestros estudios militares en Saint-Cyr, y juntos los terminamos más tarde en Saumur. La crisis de 1830 vino a dividir nuestras opiniones, mostrándonos que debíamos tener una. Servía yo en el 51.° de línea y él en el 1.° de guardias. La política nos lanzó al uno contra el otro en las calles de París. Era el 27 de julio. Quizá radicase allí el origen de la obstinación que él puso en la defensa de ideas por cuyo triunfo disparó el primer tiro de fusil. No ignora usted que mi regimiento fue uno de los primeros que se pusieron de parte del pueblo. El día 28, mi amigo y yo nos encontramos frente a frente en la plaza del Hôtel-de-Ville, en presencia de su partido en armas y del mío, él con un fusil en la mano, yo con una carabina echada a la cara. Ambos disparamos al mismo tiempo; era un deber ineludible; pero él apuntó sobre mi cabeza y yo apunté bajo. Al día siguiente, jornada decisiva, mi amigo resultó mortalmente herido en la defensa de las Tullerías. No volví a verle hasta dos meses después, en Rennes, inútil su causa como soldado y languideciendo en una de sus propiedades. Alejados de la horrorosa contienda en la que mi opinión había triunfado sobre la suya, sin menoscabar nuestra amistad, volvimos a ser, no amigos, sino hermanos. En vano le 62
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recomendé reposo; si el amigo me atendía, el partidario cerraba sus oídos a mis reiterados consejos. Quería continuar sirviendo a su causa consagrándola su potente imaginación estratégica y los recursos inmensos que le ofrecían sus conocimientos exactos sobre las localidades de la Vendée, donde se fraguaba sordamente la guerra civil. En pocos días, merced a una correspondencia activa y a la labor de las enemistades nacidas al calor de la fermentación política, y a las constantes excitaciones a la insurrección hechas por emisarios pagados por mi amigo, y al oro que por manos de éstos derramó aquél a manos llenas por las aldeas de Oeste, el inválido se convirtió en alma de una conspiración general. Aunque tenía la muerte suspendida sobre su cabeza, realizó un trabajo que, si es cierto que dio lugar a esperanzas exageradas, no puede negarse que comprendía una organización maravillosa de resistencia ofensiva. Precisaba el trabajo en cuestión los sacrificios de todo género que habrían de hacer los propietarios ricos de la Vendée para procurar pan y municiones a los campesinos; cada pueblo, cada aldea, cada hogar, tenía asignada la parte que en la insurrección debía tomar. No luchando con una desproporción de fuerzas incalculable, aquel plan 63
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tenía que triunfar. Esta esperanza era la que sostenía el soplo de vida que restaba a mi pobre amigo. La muerte fue más fuerte que su voluntad: falleció en mis brazos; y aunque militábamos en campos opuestos, quiso que yo fuera el depositario de su admirable plan de conspiración, de campaña y de guerra civil, suplicándome que no lo entregara más que a un general cuyo nombre murmuró en el momento de expirar. »Este general, mejor aconsejado tal vez, menos fiel acaso, de lo que mi amigo suponía, ha hecho imposible, con su conducta, la restitución, pues ha puesto su espada al servicio del Estado. Depositario único de este plan, mientras los rebeldes se han limitado a destruir nuestras cosechas, a incendiar nuestras granjas, lo he respetado. Con romper el sello del sobre que lo encierra hubiese podido yo salvar mis propiedades y las de mi madre; pero juzgué que no eran ésos motivos bastantes para violar un depósito. He dejado que los rebeldes incendien y destruyan; pero hoy, que siguiendo por inducción el plan de mi amigo, disponen de un ejército, tienen jefes, casi un gobierno, vacila mi conciencia, titubea, no sabe si debe conservar por mas tiempo los papeles mencionados. Contienen éstos el secreto de la 64
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rebelión organizada; luego es lógico suponer que también contengan el de su destrucción. La indiscreción del general a quien yo debía entregar el plan de mi amigo ha sido causa de que el Gobierno sepa que yo soy su depositario. El Ministro de la Guerra conoce su importancia y es casi seguro que me lo reclamará. Me repugna entregárselo, y al mismo tiempo, amigo mío, no tengo valor para rehusarlo. Me hace temblar mi conciencia, me hace temblar mi patria, cuya tranquilidad depende probablemente de la decisión que yo adopte, y me hacen temblar los remordimientos que veo en perspectiva, tanto si me decido en un sentido como en otro. Substitúyame usted, amigo Mauricio. Tiene usted más luces y tanto patriotismo como yo. En usted el error no sería error, al paso que en mí sería un crimen. ¿Cuál sería la suerte de documentos de tanta importancia, si yo muriese en la campaña de África, a la que probablemente voy? Llevarlos conmigo, ¿no sería exponerlos a las vicisitudes de la guerra? Si los dejo confiados a mi familia, ¿quien me garantiza que mi mujer, que no sospecha el valor de tales documentos, sabrá restituirlos en tiempo y sazón oportunos? A usted los entrego, Mauricio, a usted, cuyo patriotismo me es bien conocido. Mañana escribiré al Mi65
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nistro participándole que dejo en sus manos los papeles que encierran tan funesto plan: seguramente el Ministro los pedirá a usted cuando de ellos tenga necesidad. Tómelos, Mauricio: un recibito sencillo, y mi conciencia queda tranquila. Llegado el momento... y probablemente llegará pronto, este plan de campaña es mil veces más precioso, amigo mío, que un testamento, que un depósito de oro, puesto que encierra la extinción radical de la guerra civil, la suerte de una provincia, la tranquilidad de Francia. No me atrevo a darle las gracias, Mauricio, por la responsabilidad que acepta y que mi amistad le impone. Se encarga de una misión honrosa que no dejaría de tener peligros si el partido contra el cual se revolverán esos documentos llegase a saber que es usted su depositario. En la Vendée, no le ocultaré que el incendio y el asesinato obligarían a usted a entregar este plan de exterminio, pero aquí, lejos del teatro donde habrá de esgrimirse arma tan terrible, bastará para guardarlo la fidelidad que todo el mundo, y yo el primero, reconoce en usted. Debray puso el plan de campaña en manos de Mauricio. -Coronel, acepto el depósito. Vuelva usted tranquilo a su guarnición. Yo justificaré la confianza de 66
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que usted me da pruebas abandonando estos documentos a mi prudencia. Obraré con la circunspección que exige un depósito tan sagrado. No saldrá de mi casa, suponiendo que la necesidad de los tiempos exija que salga, sin que yo armonice antes mis deberes de ciudadano con el respeto que es debido a la postrera voluntad de su amigo. El coronel abrazó efusivamente a Mauricio. Jamás estuvo tan pensativa como en aquel momento Leónida. -¿Quiere usted que pasemos a mi gabinete, coronel? -preguntó Mauricio, cuyos sentimientos más elevados había removido la alta prueba de estimación y de confianza que le daba el coronel Debray. Levantóse el coronel. Mauricio le precedió para abrirle la puerta de su gabinete, donde iba a entregarle el recibo del plan de campaña de la Vendée. Durante el relato del coronel, Mauricio había indicado por señas varias veces a su mujer que les dejase solos, dándole a entender que su permanencia allí era una inconveniencia gravísima, pero Leónida fingió no entender los deseos de su marido. El coronel, a quien, como hemos visto, molestó la presencia de Leónida en los primeros momentos, concluyó por pensar que tan interesado como él es67
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taba Mauricio en la discreción de los asuntos, y supuso que, seguro de la de su mujer, la habría autorizado para enterarse de ellos. También se levantó Leónida al hacerlo el coronel y su marido, con intención bien manifiesta de entrar con ellos en el gabinete. Sin duda, estaba decidida a hacer prevalecer hasta el fin su voluntad de mujer sobre todo en presencia de una persona a quien quería dejar bajo la impresión de que no se doblegaba ante la voluntad de un marido. Por fortuna para la dignidad del matrimonio, se presentó en aquel momento Víctor Reynier, hermano de Leónida, que sirvió de pretexto a Mauricio para librarse al mismo tiempo de la presencia del hermano y de la hermana.
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V -Te encuentro contrariada, Leónida -dijo Víctor a su hermana. -¿Es que va mal el gobierno doméstico? -Muy mal. -Rebelémonos, hermana. -No es ésta la mejor ocasión para bromas, Víctor. -Nunca están de más las bromas, hermana. -Me aburre, me desespera este país; no viviré mucho si no salgo de él. -Comprendo que te divertirías más en París; pero para enriquecerse, no hay como vivir en provincias. En camino estamos de ser ricos. -¿Será muy largo el camino, Víctor? -Depende de Mauricio. Un hombre honrado, de probidad corriente, se enriquece en veinte años; un 69
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banquero en ocho, si tiene tres desgracias consecutivas, un tunante en seis, si sabe quebrar alguna vez, y un notario, en París, hace su fortuna en cinco años: los de provincias no han sido clasificados. -¿No te parece que Mauricio debió quedarse en París, trabajando como agente de Bolsa, en vez de venir, ignoro con qué objeto, a sepultarse aquí entre montes de papelotes, de los cuales no se verá nunca libre? -No, hermana mía, mil veces no. Es preciso que cambies de opinión. Sabes muy bien que fui yo quien aconsejé a Mauricio que vendiera su cargo de agente de Bolsa para comprar su estudio de notario; de consiguiente, a mí, y a nadie más, debes dirigir tus reconvenciones, aunque preferible es que te hagas cargo de que mi consejo envolvía tu grandeza futura. El título de notario lleva consigo una influencia mágica en los negocios; es como un compendio de cuanto en el hombre hay de superioridad, de luces, de probidad, de buen sentido, cualidades de las que todos prescinden en sus personas, pero que nadie deja de exigir en el prójimo. Saben en París que Mauricio me asesora en todas las operaciones financieras que tanteo; lo tienen por mi asociado y su reputación es una garantía de la mía. Si los dos 70
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fuéramos hombres de negocios, nuestra solidaridad recíproca resultaría ilusoria; pero, siendo uno de los dos notario, el crédito viene a buscarme sin solicitarlo. ¿No es ésta una de nuestras combinaciones más felices? ¡Conque pudiera hacer un matrimonio ventajoso, nada desearía ya en el mundo! Hay que reconocer que nuestra estrella brilla con resplandores envidiables y que yo he encontrado en Mauricio, no sólo un cuñado excelente, sino también un hombre honrado. A su perspicacia para los negocios, une tu marido, mi querida hermana, el privilegio de ser amante de su país; es una de las lumbreras de la corporación municipal... ¡No te rías, que hablo en serio! Universalmente se le reconoce el mérito, en verdad muy raro, de tener conciencia política. ¿Quién sabe? Las opiniones, cuando no son un oficio, constituyen una virtud. -Lo que yo quisiera, mi querido hermano, es que, como marido, fuera más complaciente. -Se lo recomendaré; pero, en cambio, necesito que me jures que te abstendrás de disgustarle con tus eternas reminiscencias de París. ¿A qué molestarte inútilmente? ¿Sois bastante ricos para habitar un palacio en la calle Laffitte? ¿Para comprar un castillo en el bosque de Saint-Germain? ¿Tenéis ca71
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ballos en vuestras caballerizas y trenes soberbios en vuestras cocheras? ¿No? ¡Pues continuemos aquí! Para dentro de seis años, te prometo todo lo que acabo de mencionar. -¿De veras, hermano querido? Si no recuerdo mal, es el plazo que para enriquecerse concediste antes a un tunante. -Rebajemos un año, y no hablemos más. No me dirás que he perdido el tiempo durante los seis meses que aquí llevamos de permanencia.. Mauricio hubiese ganado unos tres mil francos, pero yo principié por hacerle comprar una viña colocada entre dos campos de pan llevar: la situación incómoda del propietario de esos dos campos, atravesados por la viña, obligó a su dueño, el señor marqués de la Haya, a vendérnoslos. Hoy son nuestros los tres campos. Por ochenta mil francos compramos luego una tercera parte del bosque que limita los campos mencionados y nos apresuramos a prohibir en aquél el ejercicio de la caza, fundándonos en un pacto antiguo, desconocido por el marqués, que concede el derecho en cuestión al propietario de la tercera parte comprada por nosotros. Entabló pleito el marqués, y lo ganamos nosotros. El pobre señor ha caído enfermo. Realmente es un dolor verse relega72
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do en su castillo, tan aislado como si en el centro de una isla se encontrara, expuesto a ser comido por los ciervos y sin poder dispararles un tiro. La consecuencia forzosa de la situación en que se encuentra será volvernos a comprar la tercera parte del bosque pagando el precio que nosotros queramos, o vendernos las dos terceras partes restantes, juntamente con el castillo, por el precio que nosotros tengamos a bien ofrecerle. Mientras se decide, que se decidirá, no te quepa duda, vas a saber cómo me las he compuesto para redondear nuestras propiedades, ya bastante extensas, añadiéndoles un gran terreno baldío, donde se podría instalar una tejería admirable, industria no explotada en la región. Un rústico viejo y camastrón, más duro que sus tierras, juraba y perjuraba que no vendería sus bienes patrimoniales, donde estaban enterrados los huesos de sus antepasados, si no le daban por ellos veinte mil francos: confieso que no era excesiva su exigencia, pues las tierras valen tres veces más. Habíanle ofrecido diecinueve mil francos, y no cedió. Cuando nos presentamos Mauricio y yo en casa del terrible viejo, hizo la fatalidad que reconociera al punto en nosotros a los propietarios del bosque. Grosera es la corteza del viejo, pero no fue obstáculo para que 73
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adivinara que se le venía a las manos la oportunidad de fundar sobre nosotros una especulación excelente, y comprendiera que dependía de él colocarnos en situación análoga a la en que nosotros colocamos antes al marqués de la Haya, toda vez que, para llegar a la orilla del Oise, era preciso pasar por tierras suyas. En rigor, no habría suprimido el agua de la misma manera que nosotros habíamos suprimido la caza al marqués. Teníamos que atravesar el río para visitar los terrenos en cuestión, y al efecto, tomamos asiento en una barquilla. Mientras surcábamos las aguas, se me ocurrió sacar del bolsillo una moneda de oro y tirarla a la corriente. -¿Una moneda de oro al río, Víctor? -Sí, mi querida hermana, y con tanta tranquilidad como te lo cuento. Te aseguro que utilicé todos los recursos de la óptica para que antes de arrojarla brillase bien ante los ojos del viejo camastrón. A punto estuvo este de tirarse de cabeza, vestido y calzado, para buscar la moneda en el fondo del río, donde probablemente se habría quedado haciéndole compañía. Le contuvo Mauricio, asegurándole que, desde muy joven, había contraído yo la costumbre de emplear monedas de oro en vez de piedras planas para hacerlas rebotar sobre los ríos, costumbre na74
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cida del muchísimo oro de que disponía, y en parte también, de mi desprecio filosófico hacia tan precioso metal. Huelga decir que Mauricio, mientras sin darse cuenta secundaba mi propósito, interiormente me acusaba de loco. -¿Pide usted veinte mil francos por sus terrenos, vecino? -pregunté al viejo, tirando otra moneda de oro al agua. Tras la moneda se fueron los ojos y la codicia del viejo. -¡Veinte mil francos! -repuse. -Está usted en un error, buen hombre. Sus terrenos, antiguos bienes nacionales, valen cincuenta mil francos como un ochavo. Nueva moneda que se fue de mis manos, llevándose el alma del viejo. -¡Antiguos bienes nacionales! -exclamó el viejo. -¿Qué está usted diciendo? -Bienes nacionales, sí; y supongo sabrá usted lo terrible que estuvo el Congreso de Viena sobre ese particular. -¡Bienes nacionales! -repetía sin cesar el viejo. -Pasemos por alto esa consideración, que quita a su terreno las cinco sextas partes de su valor; pero haga usted caso del consejo de un hombre como yo, 75
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que me río de las monedas de oro y las trato como si fueran piedras: el cambio de dinastía ha determinado una depreciación enorme en las propiedades rústicas. Ha emigrado la cuarta parte de Francia, y otra cuarta parte emigrará en cuanto se le presente ocasión, y las gentes que en todo momento están con un pie, en el estribo, comprenderá usted, vecino, que sienten poco apego a la residencia. Lo que desean son billetes de cualquier Banco extranjero. Venden sus propiedades a cualquier precio... ¡por nada! El oro, mi buen amigo, es la verdadera propiedad en nuestros días; el oro es lo único que no tiene precio. Mientras hablaba, saqué una porción de monedas y las tiré al agua. -¡No haga usted caso! -dije al viejo, que dio un salto al ver cómo trataba yo el oro. -Las fincas rústicas, como la suya., no son, en rigor, del hombre, sino de la Naturaleza: el hombre no puede llevarlas consigo. ¿Quién las quiere hoy? Nadie... o, a lo sumo, algún loco como yo. Yo compraría su propiedad, ¿sabe por qué? Porque me encanta el sitio, me entusiasman esos pececillos encarnados que nadan en los estanques, y me enamora la vista del bosque que este caballero, amigo mío, compró para cortar 76
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los árboles y convertirlos en oro. Dadas las circunstancias de desolación política por que atravesamos, y que no podemos saber cuánto durarán, un luis reluciente y amarillo vale mucho más que diez hectáreas de terreno... ¡Vaya! ¡Le hablaré con franqueza! Le doy por sus tierras ocho mil francos... y pago más de lo que valen. -¡Ocho mil francos! ¡Ayer, como quien dice, me ofrecieron diecinueve mil, y rehusé. Los huesos de mis abuelos... -A los huesos de sus abuelos -contesté, inclinándome al pronunciar la última palabra, -les erigiremos un panteón y tendremos cuidado de no abrir un pozo artesiano en el centro de sus manes. En cuanto a la oferta de diecinueve mil francos, lo creo. ¿No he de creerlo? ¡Valiente oferta! Su propiedad vale cincuenta mil... ¿Y en qué forma habrían pagado esos diecinueve mil francos fabulosos? Sabidas son las costumbres de los compradores fáciles: a plazos, a plazos sin fin, a plazos que no se pagan. Poco son ocho mil francos, pero seguros... Pero, en fin, resuelva usted lo que quiera, pues no tengo interés en convencerle. Quedaremos tan amigos como antes... ¿Qué le decía a usted, Mauricio? ¿Tenía yo razón o no? Dos mil francos me puse en el bolsillo 77
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para hacerlos saltar sobre el agua: todos están en el fondo del río, después de salir de mi mano volando como golondrinas. El viejo tomó mi mano diciendo: -Con hombres como usted no corre uno riesgo de engañarse. Da usted demasiado poco valor al dinero Para conceder importancia a mil francos más o menos... ¡Chóquela! ¡Trato hecho! -Perfectamente -contesté. -La propiedad es mía. Mil francos había arrojado yo al río para ganar más de treinta mil es el secreto de todos los negocios. -Parece un apólogo, hermano. -El apólogo quedó ayer inscripto en el Registro de la Propiedad. ¿Insistes aun en volver a París? -Tendré paciencia, Víctor. Tú, al menos, has dado forma precisa a mis esperanzas, que son hermosas, lo confieso; pero Mauricio nunca dice esta boca es mía: es una esfinge. Lo poco que sé, lo debo al insomnio de sus noches. ¿No te parece que me sacrifica con exceso a la reserva de su profesión? No participar más que de la existencia física de un hombre, estará bien para una manceba... y sobra... pero una esposa tiene derecho a más. El silencio de mi marido es para mí un suplicio. Me avergüenza, me 78
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indigna, ver que sobro siempre en su gabinete... ¿por qué razón he de estar yo de más en mi casa? Los extraños están en ella como en la suya, propia... sólo yo soy extraña. ¿Viviría yo en una abstinencia más severa de palabras si me hubiese casado con un cura? ¡Menos mal que los curas tienen el buen sentido de no casarse! -¡Diablo, hermana mía! ¿Ha tronado aquí mientras estaba yo en París? Todavía te encuentro agitada. -Te lo he dicho ya, Víctor. Mauricio me tiraniza con contrariedades terribles, apelando al cómodo pretexto de que su gabinete debe estar cerrado a toda persona, extraña a los asuntos que allí se traten, aunque esa persona sea su mujer, yo. Ahora bien: como se pasa en el gabinete tres cuartas partes del día y una buena parte de la noche, puedes calcular la comunidad de vida que entre nosotros existe. Si yo me permitiera endulzar el aislamiento en que me deja recibiendo en mis habitaciones a mis amigos, a todo el mundo menos a él, ¿le parecería bien? Has llegado hoy, Víctor, en el momento en que le daba el primer ejemplo de resistencia. Amo a Mauricio... ¿qué duda cabe? pero a las personas se las ama por las cualidades que atesoran, no por las contrarieda79
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des que causan. Habría sido para él muy cómodo que yo me hubiese alejado cuando me hizo la primera seña para que le dejase solo con el coronel... ¡Pero no! No vi las señas, y he jurado no verlas nunca, cuando se traten asuntos en el gabinete. Debray pensará lo que le acomode: me da igual. En suma, hermano mío: descaradamente o por astucia, he resuelto penetrar las tinieblas en que Mauricio me envuelve: quiero saber todo lo que se trate en casa, y lo sabré. Víctor no pudo menos de sonreir al ver la actitud fiera y decidida de su hermana. Mientras ésta dio rienda suelta a sus recriminaciones conyugales, habíala alentado él con gestos o bien asintiendo tácitamente. Una persona cualquiera, de sangre fría tan grande como la de Víctor, habría visto en éste un cómplice de su hermana; pero, como ésta pasaba por un momento de arrebato, estado de ánimo poco indicado para sacar provecho de la sagacidad, pudo decir el hermano, sin peligro de que Leónida sospechase adonde quería ir a parar: -Yo, en lugar de Mauricio, te hubiese satisfecho al punto, Leónida. Te tomaría de la mano, y después de rogarte que tomaras asiento en el sillón de consultas, te obligaría a escuchar, durante un día, du80
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rante un mes entero, todos los asuntos, grandes y pequeños, de que él es árbitro. Yo te aseguro que no acabaría el plazo sin que se acabase tu paciencia. ¿Crees, niña inocente, que el gabinete de un notario es un teatro donde se representan a todas horas funciones divertidas, un teatro cuyo palco principal ocupa Mauricio, quien te cierra las puertas para poder entregarse con libertad absoluta a sus placeres de marido aburrido de su mujer? Fuera ilusiones, Leónida: fuera poesía. En el antro de un notario todo se trata en voz baja, con medias palabras, y todo es prosaico, obscuro, fastidioso. Hoy es un labriego el que roba tres horas al notario para consultarle, hablando un lenguaje estúpido e ininteligible, si le convendrá comprar o no una finca del tamaño de un pañuelo de bolsillo: mañana es un viejo gotoso que, engañando a la familia cuya hospitalidad ha cansado, solicita consejo, mejor dicho, complicidad para legar a un amor de teatro el saco de oro que corresponde de derecho al reconocimiento. El viejo en cuestión viene en busca del artículo del Código que no previó su ingratitud. Como observase Víctor que su discurso no producía en Leónida el efecto que él fingía esperar, repuso: 81
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-¿Qué más se ve allí? La truhanería más descarada puesta en práctica por los hombres. Uno que se propone pasar por punto menos que moribundo a fin de obtener una renta vitalicia más crecida, y no tiene en cuenta que aquel a quien pretende engañar le induce a que se case con una mujer joven que se encargará de apresurar el término de la renta. ¿Te gustaría presenciar la comparecencia de dos esposos, que, a fin de burlar la codicia de sus acreedores, piden la separación de dos cuerpos y de bienes, y hacen que se registre su acta de desunión y sea publicada en tres periódicos? Para conservar una cómoda de pino y seis sillas de enea, reniegan de veinte años de matrimonio. ¿Son los misterios domésticos los que anhelas penetrar, o bien ardes en deseo de averiguar la intriga de aquella joven que, conciliando su decoro de doncella pudorosa y casta con los deberse de una maternidad anticipada, roba a su marido moneda tras moneda para constituir un capital al hijo que no podrá tener parte en la herencia? ¿O es que prefieres saber que el negociante tal, que depositó cien mil francos en la caja de Mauricio, y va a retirarlos de pronto a media noche, se declaró arruinado y quebrado la víspera? Para revolver la ropa sucia de las familias, para poner tu mano en 82
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esas miserias sociales, ¿serías capaz de sacrificar tus horas de tocador, tus paseos por el bosque, tu existencia dulce y reposada? Creo que te he curado para siempre del deseo de mezclarte en las cosas de tu marido: ¿acierto? -¿Sabes, Víctor, que tienes un sistema de fustigar la curiosidad muy peregrino? Lejos de matarla, la excitas hasta lo infinito -replicó Leónida, lanzando a su hermano una mirada penetrante. -Poco feliz has estado en la elección de ejemplos, si con ellos te propusiste desalentarme; pero a bien que, si no interpreto torcidamente esa sonrisa que vaga por tus labios, en el fondo de lo que acabas de decirme, hay una comedia que no ha engañado al espectador más que al actor. ¿Es verdad, Víctor? -¿Verdad... el qué? -Seamos francos, Víctor. -Habla, Leónida. -Has fingido que me contradecías, para que no pudiera nadie acusarte de parcialidad, si desde el primer momento aprobabas el parecer de tu hermana. Cumplido ese deber de resistencia, confesemos que nos entendemos perfectamente. -¡Es tan hermoso entenderse, hermana mía! 83
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-Sobre todo cuando de la inteligencia no resulta perjuicio a tercero. -¡Perjuicio! ¿No es, por el contrario, un beneficio muy grande guiar a las personas queridas por el camino de sus intereses? -Desde luego, Víctor: es evidente que Mauricio saldría ganando si siguiésemos nosotros el hilo de sus negocios. -Y si él no se enteraba, Leónida, su amor propio quedaría a salvo. -¡Si, sí! ¡Lo esencial es que no se entere! -¿Cómo podía sospecharlo, Leónida, si nosotros nos colocásemos detrás de una puerta que dejara pasar las palabras, y que esta puerta diese a su gabinete? Es un ejemplo, hermana mía... una suposición inocente... La suposición inocente de Víctor nos recuerda que no hemos dicho hasta el presente que son tres las puertas, todas ellas con colgaduras, que dan acceso al gabinete de trabajo de Mauricio: una que comunica con la escalera exterior, y es la que utilizan los clientes; otra que da al comedor, donde sostienen esta conversación Leónida y Víctor, y la tercera, que franquea el paso a la alcoba de Leónida. Esta última es la más secreta: la que utiliza Mauricio 84
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cuando se levanta a horas intempestivas de la noche para trabajar. La llegada de un personaje suspendió la conversación. El señor Clavier entró en el gabinete de Mauricio en el mismo momento en que salía de él el coronel Debray. -Mi querida hermana -dijo Víctor, ofreciendo su mano a Leónida. -Pasemos a tu dormitorio. Penetremos nosotros en el gabinete de Mauricio. Este sale corriendo al encuentro del señor Clavier, le acompaña a un sillón donde le invita a que se siente, y le pregunta con interés y cariño filial por m salud. -¿Pero no va usted a traernos nunca a la señorita Carolina? -pregunta. -¿Es que la destina al claustro? No se la ve por ninguna parte. -Al claustro no. Nunca pertenecí al número de los que ponen la tiranía al servicio de la autoridad doméstica, mi querido amigo. La reclusión obedece a nuestro gusto... acaso a nuestras desventuras. -Dispénseme, señor Clavier -dijo con timidez Mauricio. -Un impulso de afecto sincero me arrastró a formular una pregunta probablemente indiscreta: crea usted que me arrepiento. 85
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-Usted, Mauricio, usted, nuestro mejor amigo, no puede ser indiscreto. Sepa usted que, por el contrario, quiero abrirle mi corazón, exponerlo a sus miradas, antes que el Señor de todo lo creado me juzgue. Con ese objeto vengo a verle. Mi palabra torpe será lenta: ¿tendrá usted paciencia para escucharme hasta el fin? Mauricio estrechó la mano del anciano. -Esto va para largo -dijo Leónida al oído de Víctor. -Nos sentaremos cómodamente. Por entre las colgaduras de la puerta de comunicación entre el dormitorio de Leónida y el gabinete vio esta última que el anciano tenía apoyado el codo sobre la repisa de la chimenea y que sobre la mano descansaba su frente pensativa. -¡Abatido parece, hermana mía... y triste! -susurró Víctor. -¿Qué le pasará? Sin duda viene a arreglar sus cuentas con el pasado antes de presentarlas a Dios... ¿Qué va a decirnos? -No hables tanto, Víctor. -¿Temes que nos oigan? -No; pero si hablas siempre, nada oiremos: cállate.
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VI El señor Clavier, al cabo de algunos momentos de silencio, exhaló un suspiro y comenzó diciendo así: -Hasta hoy me ha perseguido tenaz la calumnia, Mauricio... ¡No trate usted de disuadirme! Conozco a los hombres. Su odio se estrella contra la tumba, pero sólo contra la tumba; resbalan sus pies sobre el mármol... ¡justicia tardía que es lisa y llanamente olvido! En su perdón no crea usted: yo, al menos, no creo. «Me han azotado con su silencio hasta en mi soledad; han huido de mí. En vano yo, pobre viejo, he abierto a todos las puertas de mi alma y de mi casa: nadie ha venido. Me encerré entonces, y no quise ver a la sociedad, compañera del alma humana, más que a través de las rejas de mi cárcel. Pero mi reclu87
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sión ha acrecentado su curiosidad malévola. Jamás pasan frente a mi jardín, al jardín que yo he plantado, donde de día trabajo y de noche medito, sin que sus miradas me busquen. En su terror pueril, se asombran, sin duda, de que yo deje con vida a mis flores y no decapite mis árboles. La mayor parte... así me lo ha dicho mi jardinero, han visto en mis mejillas manchas de sangre. Soy el réprobo, el apestado del país; me llaman el regicida, y temerían que rodara su cabeza con su saludo si honrasen con cualquier señal de respeto mis setenta años de vida. No me atrevo, amigo mío, a dar un beso a los niños a quienes aun no causo miedo; temería espantar a sus madres. »Extrañas opiniones deben haber formado sobre el ángel, florido báculo que sostiene mi decrepitud: lo que no les perdonaría, yo, que tan resignado soy tratándose de mí mismo, es que manchasen con la baba de sus malicias a esa niña que crece a mis pies como una flor lozana junto a la base de una torre ruinosa, entre piedras y hierro. Carolina es mi hija por la ternura, por el reconocimiento, y no me atrevo a añadir que por la sangre. ¡Oh! ¡Si la legase por dote mi renombre! ¡Preferible sería dejarla fea y sin pan en medio del arroyo, porque mi nombre es 88
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histórico! ¡Desventurados aquellos cuyos nombres perduran en los anales de la política, Mauricio! El señor Clavier estaba pálido como un difunto: su voz temblaba. -Necesito dejar en usted, amigo mío, un testigo de descargo que declarará, después de mí muerte, en contra de las acusaciones terribles que serán lanzadas contra mi memoria, acusaciones cuyos golpes podrían herir de rechazo a Carolina. También ella debe saberlo todo, pero de decírselo se encargará usted. Si algún día quiere saber mi historia, repítale usted las palabras fúnebres que voy a pronunciar. Algunas sabe ya que no olvidará mientras viva. -Esto promete -susurró Víctor al oído de Leónida. -Vas a ver, hermana mía, que hemos tenido una idea felicísima. Leónida puso un dedo sobre los labios de su hermano. -Mi adolescencia no fue brillante -prosiguió el señor Clavier. -Quiso mi padre que en nuestra familia hubiera un abogado, y abogado fui. A raíz de mi matrimonio, ejercí la abogacía en una población enclavada en las fronteras del Norte. Era por la fecha en que se reunieron los Estados Generales, obe89
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deciendo la voluntad de los parlamentos, que les legaron la alternativa de una bancarrota o de una revolución. Hijo del pueblo, adoré con entusiasmo esa palanca purísima de nuestra emancipación: discípulo ardiente de la filosofía nueva, puse mis convicciones al servicio de aquellos amigos de la humanidad que fueron los primeros en hablar de la necesidad de devolver la libertad al hombre y de romper las cadenas que aherrojaban el pensamiento. Veinticuatro años tenía yo a la sazón... ¡juzgue usted si escucharía con atención apasionada los discursos pronunciados en los Estados Generales en favor de los hombres de mi sangre, de mi casta, en favor de mis hermanos de esclavitud! ¡El acusado inocente no sigue con mayor interés el discurso de su defensor! Ni una sola palabra perdí, no obstante encontrarme a cien leguas de Versalles. Por las noches, salía a los paseos de la población en que moraba, y en ellos, pegada mi oreja al suelo, escuchaba, cual centinela avanzado, los ruidos que llegaban del Sur. La imaginación traía a mis oídos los pasos pesados de los diputados del tercer Estado, y entonces, me erguía orgulloso y hundía mi sombrero ante los diputados de la nobleza y del clero, como sabe usted que hicieron los diputados de la nación. Un solo día 90
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bastó para que yo, arrebatado por el grandioso espectáculo que lejos de mi se preparaba, pasase de la indiferencia de muchacho a la severidad de ciudadano. Todas mis pasiones formaron apretado haz en derredor de una sola: la libertad. Mis amigos debieron tacharme de ingrato, pues no volvieron a verme: me oculté, estudié, pensé, o mejor dicho, no volví a separarme de Versalles, adonde me transportara mi imaginación, ni dejé de contestar a Mounier, extendido el brazo, echada atrás mi cabeza, altiva y fiera la mirada: «¡Sí! ¡Juro no separarme jamás de la Asamblea!» »Mas no tardó en hacerme comprender la reflexión que, si me aislaba, si no estaba en contacto con las muchedumbres, mi opinión no despertaría ecos en torno suyo. Me hice visible; pero rostros siniestros, palabras misteriosas que sonaban en mis oídos, la inacción calculada que no podían menos de ver mis ojos, llegaron a convencerme de que era yo solo el que comulgaba en mí opinión, solo para defenderla. Feudo antiguo de un señor de origen extranjero, nuestra población, que no pasaba de doscientos habitantes, prefería, así lo entendí yo, el yugo del servilismo a la dicha de verse libre de él a costa de algunos sacrificios. Emplazado en las fronteras de 91
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Francia, nuestro pueblo ofrecía a los extranjeros la facilidad de conspirar en él con los enemigos del interior, y por tanto, dada la gravedad de las circunstancias, aunque pequeño, tenía importancia extraordinaria. Aun me parece estar viendo aquella colonia de obreros, más alemanes que franceses, población bastarda, como todas las fronterizas, hombres mil veces conquistados que no han sacado de la dominación imperial o de la ocupación francesa otras ventajas que unas ideas y un lenguaje, tan corrompidos como sus costumbres. Recuerdo, sobre todo, el vetusto castillo, construido en tiempo de Carlos el Temerario, flanqueado por cuatro torres, cuyas alas, coronadas de almenas, abrazaban nuestro pueblo, que en realidad no era más que el paseo, la humilde dependencia del castillo. Desde el balcón de éste podía el señor llamar a los extranjeros a sus festines. Comprenderá usted, Mauricio, los peligros a que nos exponía la fraternidad a que me refiero, dadas las circunstancias de la época. Posición militar de las más formidables, nuestra localidad podía servir de centro de reunión a un ejército enemigo, y de primer escalón desde el cual fácil era invadir el interior de Francia. El pueblo carecía de defensas: era suyo. 92
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»En París estaban demasiado ocupados para acordarse de poner en estado de defensa las fronteras: ya sabe usted en qué deplorable estado las encontró Luckner, cuando le confiaron la misión de defenderlas. Escondido entre dos valles, envuelto entre la bruma, alejado del camino real, nuestro pueblo quedó relegado al olvido. Los diputados de la nación cometieron el error de contar antes de tiempo con un alzamiento universal en favor de sus principios. Los habitantes de muchas ciudades, los del pueblo que yo habitaba, por ejemplo, veían con espanto la posibilidad de ser gobernados de manera distinta a como lo habían sido hasta entonces, y obedecían con gusto a un señor que no les tiranizaba, porque le era imposible añadir un eslabón más a la cadena a que los tenía aherrojados. Habíase borrado la dignidad de aquellos cuerpos azotados de generación en generación: en sus espaldas, encorvadas por el envilecimiento, el desprecio y el látigo habían formado una costra durísima. »Sí, amigo mío: a tales extremos había llegado la degeneración del hombre en muchas poblaciones fronterizas, como la nuestra, que por haber pertenecido a Alemania en varias ocasiones, creían que no debían formar causa común con Francia contra 93
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odiosos abusos. ¡Como si el derecho natural que los pueblos tienen de ser libres y de gobernarse pudiera perecer al golpe de tratados que ellos no han firmado! »Fuera ignorancia, fuera envilecimiento, lo cierto es que mis conciudadanos no creyeron que hubiese llegado el momento para ellos, no de ser franceses o alemanes, ideas por las cuales habían vertido sus padres la sangre en guerras menos santas, sino de ser hombres. Alcé mi voz para difundir esa verdad: nadie me comprendió. »Entonces brillaron con toda claridad en mi inteligencia dos verdades que encierra la historia de la humanidad en sus páginas: una, que los tiempos de esclavitud terminan, algunas veces, a fuerza de abnegación por parte de los mismos esclavos; y otra, que en los mismos tiempos habían nacido almas enérgicas, como la mía, que sucumbieron al desaliento consiguiente a una lucha desigual. »Me vi reducido a rendir yo solo culto a una opinión, que casi me avergonzaba de declarar, porque el silencio con que era acogida le daba marcado tono de paradoja. Algún día se consignará en la historia la parte que en la revolución francesa tomaron las provincias, y resultará una historia tan curiosa, 94
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tan trágica y tan moral, como la que ha sido escrita con caracteres perdurables en París y para París. Si fue París la antorcha de la revolución, cada provincia fue el espejo parabólico que devolvía convertidos en rayos de fuego los rayos luminosos que recibía. Pero volvamos a mi asunto. Yo hubiese preferido luchar por mi opinión entre el estampido de los cañones, a dejarla enmohecer en el silencio. La opinión es la verdad; quien la posee, debe decirla. Es la fe; y la fe debe proclamarse a la faz del mundo. »¡Cuánto hubiese deseado pertenecer al pueblo de París, que sólo de entusiasmo vivía, que estaba pendiente de los gruesos labios de Mirabeau, orador que se pasaba hablando el día entero! A fuerza de exaltación, llegué a imaginarme que estaba en París. Subía al Palacio Real escoltando la silla de Camilo Desmoulins, y semejante a él, aplaudido por cien mil manos, prendía a mi sombrero una hoja de árbol, escarapela improvisada, emblema inocente y puro que, dos años más tarde, debía infiltrarse en la sangre, enrojecerse con esta y no perder jamás el color. Imaginariamente tocaba yo a rebato, provocaba con el fuego de mis oíos el incendio de París, arrastraba con mis brazos los cañones y atravesaba con picas hasta los muros robustos de la Bastilla. 95
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Cubierto de polvo, envuelto en escombros, me admiraba a mí mismo, veía en la caída de la Bastilla la estatua de la revolución, la primera obra maestra de destrucción. Para mí, destruir era edificar; abatir, terminar, y aniquilar, perfeccionar. Luego la destrucción de la Bastilla era la erección de una estatua. En tiempos de revolución, la obra de destrucción es monumento imperecedero, en cuya base han firmado sus artistas. En la de nuestra estatua esculpimos: Pueblo. -París, 14 de Julio. »La piedra que se alza o que cae es algo más que una venganza, algo más que un monumento conmemorativo: señala el comienzo o el fin de una fase de la civilización. Es el derrumbamiento de la propiedad, de la propiedad del poder y de la propiedad del suelo. Dad a cada campo una extensión de cinco leguas, y habréis creado el feudalismo; reducid esa extensión a una legua, y tendréis los mayorazgos, y con ellos la monarquía; pero si reducís más, si cada campo no tiene más de veinte pasos, habréis creado la industria, habréis hecho nacer la república. El más alto emblema feudal era la Bastilla. Destruida esta, todos los demás emblemas se han ido al foso con ella; y como quiera que, cuando los emblemas caen, no tardan en seguirles las realidades que sim96
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bolizan, a los diecisiete días de caída aquella, y en el breve intervalo de una noche, sobre sus ruinas fue proclamada la libertad del siervo, la abolición de las jurisdicciones señoriales, la repartición equitativa de los impuestos, la admisión de todo el mundo a todos los empleos, la destrucción de todos los privilegios. ¡Cosa extraña! ¡Todo el mundo prestó sus dos manos a aquella obra de una noche! Seis días tardó Dios en crear el mundo: una sola noche bastó a los Estados Generales, reunidos en Versalles, para hacerlo libre. Todo el mundo trabajó con ardor, sin temor a que de la fusión de cosas tan heterogéneas saliera algún monstruo con cabeza de pueblo y vientre de hiena. Una sola cosa olvidaron; y fue que, al abolir la nobleza, de hecho abolían al rey; al suprimir los privilegios, suprimían la realeza, y al admitir a todo el mundo a todos los empleos, colocaban al pueblo al nivel mismo del soberano, o lo que es lo mismo, convertían al pueblo en rey. La noche de Versalles fue la obra segunda de la Revolución, otra obra maestra de negación tan acabada como la de la toma de la Bastilla. Se destruyó primero la ley de piedra; cayó luego la ley escrita; ya no quedaba más que la ley de la carne. 97
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»Las provincias siguieron el ejemplo de Versalles; cayeron hecho polvos los castillejos, se hizo auto de fe con todos los pergaminos y privilegios, y las ruinas del feudalismo cubrieron la Francia entera. »Quedó en pie el castillo de nuestro pueblo; quedó en pie, porque no se encontraron veinte hombres de corazón para demolerlo. »Quise, al fin, saber con exactitud el número de partidarios que en nuestro pueblo tenía la Asamblea Constituyente, y al efecto, después de convocar al vecindario, leí en medio de la plaza la declaración de los derechos del hombre. Un campesino y un marqués joven fueron las únicas personas que se acercaron para oirme. Nos abrazamos los tres, como Bailly, Lafayette y Grégoire, nos declaramos libres, y el campesino se negó a pagar los veinte sueldos de diezmo al cura y a trabajar dos horas por su señor, y mató un pichón en el bosque. Habíamos implantado en nuestro pueblo la Revolución. Llamado el campesino al castillo, me presenté yo, leí la sanción real dada a la constitución, pedí seguidamente el árbol genealógico de la casa y lo arrojé al fuego. 98
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»Breves días después fundé un club, que presidí yo: no acudieron más que dos oyentes: el marqués y el campesino. »En el alma de este último rugía la cólera de todo un pueblo. Padre de seis hijos nacidos de su miseria, gigante que en el campo luchaba a brazo partido con los osos, había de doblar la cabeza bajo la mirada de un niño engendrado por su señor. No bien le expliqué sus derechos, quiso recobrarlos al punto; comprendió que sólo al servicio de su inteligencia debía poner su fuerza, y al de su libre albedrío su voluntad; rompió con el pasado, prometiéndose más de una venganza expiatoria, se dio cuenta del alcance de sus derechos naturales y se penetró de que todo acto político que tendiera a disminuirlos era una tiranía. En el capitulo de agravios que me enumeró y en la historia de su familia, me pareció escuchar la voz del pueblo. De todo había allí: esclavitud perpetua, miseria, trabajos, hambre y vergüenza. Poner fin a tanto envilecimiento, que agravaba la ignorancia, entendí que era hacer justicia a la Providencia, que no consiente la esclavitud si no va precedida por el embrutecimiento, que si tolera la desigualdad entre los hombres, es porque antes ha advertido la estupidez de éstos. Donde fulgura con 99
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vivos destellos el pensamiento, reinan la virtud, el valor, la dignidad; Dios es infinitamente bueno porque es infinitamente inteligente. »El marqués, cuyo título no mencionaré, en primer lugar porque su familia vive todavía, y en segundo, porque pasó ya el tiempo de las delaciones, abrigaba en contra de la monarquía menos razones que principios. Le había arrastrado el ejemplo de Condorcet y de los Montmorency. Sus resentimientos brotaban de fuente distinta de la que a los nuestros daba nacimiento. En apariencia, sacrificaba más que nosotros, pero exigía menos. Declarándose en rebelión abierta contra la monarquía, se anulaba, al paso que nosotros conquistábamos. Natural era que él hiciera alto una vez abolida la desigualdad, como lo era que nosotros no cejáramos hasta después de constituida la igualdad. Hombre de teorías, obraba impulsado por un principio generoso, pero vago, nacido de la moral universal, al paso que nosotros trabajábamos en nuestro provecho propio. El reformaba; nosotros destruíamos; él era un filósofo, nosotros hombres; él continuaba a Rousseau, nosotros a Rienzi. »Pronto me demostraron los acontecimientos que nuestro pueblo era un nido de partidarios del 100
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antiguo régimen. Por la fecha en que se hablaba de la marcha del rey a Metz, breves días después de la fiesta escandalosa dada en Versalles a los guardias de corps, vi llegar y cruzar la frontera a muchos oficiales de la Casa Real, mezclados con hombres que, en actitud de reto, entraban y salían durante la noche. Creo haberlo dicho antes: dada la situación de nuestro pueblo, se prestaba admirablemente a la evasión de la Corte, al paso de ésta a territorio enemigo. Propuse la organización de la guardia nacional. La idea fue aceptada y puesta en planta, pero con desdén que no se tomaron el trabajo de disimular las gentes del castillo, y por burla, me nombraron jefe de la milicia en cuestión. Se alistaron todos los habitantes; pero sin dificultad pude advertir que ni uno solo abrigaba disposiciones patrióticas. En realidad, armé una colectividad de enemigos. »Acepté el mando que por burla me habían dado, y lo compartí con el marqués, con el campesino y con los seis hijos de éste. Puedo decir sin exageración que todo el efectivo de aquella milicia singular lo representábamos nosotros nueve. En vista de lo delicado de la situación, distribuí los servicios en forma que, en las guardias del interior del pueblo, 101
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estuvieran siempre el campesino y tres de sus hijos, y en las colocadas fuera, cubriendo la frontera, los tres hijos restantes de aquél, el marqués y yo. »Esta medida contuvo la explosión de una defección abierta, pues obligó a la traición a no descubrir su cabeza. Éramos nueve hombres resueltos para vigilar a doscientos, sí, ¿pero quién es capaz de calcular la fuerza que tiene la autoridad sostenida por la opinión? ¿Hay alguna ciudad cuyos habitantes no sean cien veces más numerosos que su guarnición? ¿Qué nación no vencería a su propio ejército? Para ello bastaría dar un nombre a esta fuerza moral, y nosotros lo teníamos. De él tuve necesidad de servirme por los días en que la nobleza francesa emigraba en masa, amenazando repasar muy en breve la frontera acompañando a Condé. Aseguraban que este príncipe, tan pronto como el rey, cuyo peligro en París era por momentos más inminente, desde que murió el conde de Mirabeau, hubiese llegado a una ciudad fronteriza, saldría de Worms para caer sobre París. Los cortesanos irritados, no bien llegaban a nuestro pueblo, se comportaban como si no estuvieran en territorio francés: descaradamente mostraban su repugnancia hacia nuestros colores nacionales, que no llevaban, y estaban pronto a po102
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nerse la escarapela blanca en cuanto cruzasen la frontera. »Un error muy grande falsea, a mi entender, Mauricio, el juicio que de ordinario se forma sobre la revolución francesa, en lo que tuvo de poder negativo para fundar, y de poder positivo y real para destruir. Imaginan que, conservando cierto orden en medio de los excesos que la acompañaban, se mantuvo en constante equilibrio entre las necesidades de destruir y las de reedificar. Señalan objeto a todos sus actos, olvidando que éstos se negaban y destruían unos a otros, y sin tener en cuenta que es absurdo, por no calificarlo de otro modo, considerar el 18 brumario como consecuencia natural del 10 de agosto. »La revolución francesa es lisa y llanamente la negación de un hecho: la monarquía; y su misión fue la nada, misión que cumplió. Sus tentativas de legislación no fueron nunca otra cosa que pretensiones de hombres que quieren responder al grito de la lógica, enfermedad que mató a la Gironda sobre la monarquía y a la Montaña sobre la Gironda. Seis mil constituciones fueron otros tantos monstruos que se devoraron unos a otros, engulléndose de paso a los hombres que les dieran vida. Tan cierto es 103
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esto, que la Constituyente... fíjese bien en estas palabras, la Constituyente dio al traste con la monarquía, que la Asamblea legislativa hizo añicos la ley, y que la Convención nacional mató al jefe de la nación, Luis XVI. »La revolución fue un ejército lanzado a la conquista; una invasión. Cometió errores, perpetró crímenes pero téngase en cuenta que los hombres políticos no están sujetos más que a un tribunal; al tribunal que llamamos éxito. ¿Con qué derecho ha de intervenir la moral en lo que nada tiene que ver con su esencia? Además; si hemos de llamar cruel a Robespierre o a su partido, porque mató la Gironda, ¿qué calificativo daremos a los girondinos, que mataron al rey? En materia de revoluciones, sólo creeré en la moralidad de principios cuando los vencidos hayan dado pruebas, mientras fueron vencedores, de que atemperaron sus actos a la norma de conducta que predican. »Fácil nos hubiese sido, pidiendo algunos socorros de hombres a la cabecera del distrito, reducir a la nada la importancia ridícula que en nuestro pueblo tenían los partidarios de la monarquía; pero, para ello, habría sido preciso que pasáramos por una sumisión exigida por la gratitud, y esta sumisión hubiera entrañado serios perjuicios de interés para el 104
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pueblo, que desde tiempo inmemorial rivalizaba con la capital del distrito en la fabricación de encajes. De consiguiente, si no queríamos renunciar a nuestra superioridad industrial, fuerza era que nos pasásemos sin la protección de nuestros rivales. A fin de no perder nuestra independencia, recurrimos a la mentira, merced a la cual, muy en breve nos citaron nuestros vecinos como el pueblo más enamorado de la revolución. Falseamos la verdad en todo: según nosotros, nuestro señor feudal antiguo podía dar lecciones de patriotismo a Lally; marqueses, condes y duques habían quemado sus pergaminos y arrasado sus palomares; los curas de los alrededores fueron los primeros que prestaron el juramento de fidelidad a la constitución y proclamaron acto seguido, desde el pulpito, la abolición de los diezmos. En nuestros partes, que periódicamente enviábamos a la capital del distrito, hacíamos constar siempre nuestro deseo ferviente de que en Francia abundasen los pueblos como el nuestro. ¿Quién podía desmentirnos? ¿Los realistas? Eran los primeros interesados en dar visos de verdad a la fábula. »El marqués, el campesino, los hijos de éste y yo, vivíamos merced al error de que acabo de hacer historia; pero, como los realistas sabían que nuestro 105
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propio interés se oponía a denunciarles, abusaban de nuestra situación deplorablemente falsa, para conspirar con los extranjeros cuyas tiendas de campana veíamos blanquear en horizonte. »¿Va usted comprendiendo cómo, a medida que se complicaban los sucesos, nuestro silencio podía sernos imputado como crimen? Dado el estado a que las cosas habían llegado, una insinuación nuestra habría sido tanto como calificar de traición nuestro silencio anterior, sin consideración a las causas que lo habían determinado. En una palabra: los realistas no corrían más peligro que nosotros; si éramos descubiertos, nos hacíamos reos de muerte. »Con la caída del rey, aumentaron nuestros temores. Las señales entre el astillo y la frontera eran más frecuentes; pese a nuestra vigilancia, se acumulaban municiones en los subterráneos del castillo. Todos los habitantes estaban preparados para atacar; habían jurado nuestra pérdida, y si diferían nuestra muerte era por temor a la capital del distrito, que no hubieran podido seguir engañando, muertos nosotros. La situación era grave, gravísima, pero no nos asustamos. »Nos constituimos en tribunal para juzgar al señor del cantón, y le mandamos comparecer. Tam106
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bién Luis XVI había sido obligado a comparecer ante la Convención. »¿Con qué derecho? Con el de siempre: con el de la fuerza. ¿Podíamos invocar el de las leyes? No. Francia se regía por leyes malas, múltiples, obscuras, tradicionales como las leyendas, cándidas unas veces, como un sencillo juego de palabras, y crueles otras, como un asesinato. Eran leyes de todas las épocas, y por añadidura, druídicas sin druidas, romanas sin senado, galas como consecuencia de la invasión, y feudales conforme al gusto de Richelieu. Las había contradictorias: la misma ley que concedía a un hombre el derecho de asilo, se lo negaba algunas líneas después. En algunas provincias, la ley era el sacerdote; en otras el señor. Al entrar en cualquier pueblo, por insignificante que fuera, era preciso preguntar por las leyes o costumbres en vigor, si no quería exponerse uno a incurrir en pena de muerte por beber un vaso de agua. »Un obstáculo se oponía a la fundación de la felicidad pública; un obstáculo que no era ni un hombre, ni el país, ni una ley, sino algo que participaba de esta trinidad, sin ser la unidad ni el conjunto. Este obstáculo era el rey: más que un hombre, toda vez que poseía el país; menos que el país, puesto que no 107
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era todos los hombres, y más que la ley, puesto que la hacía. El rey era la estatua fundida con tres metales. ¿En que venía a parar la estatua si se separaban los metales? Desaparecía. Luego el rey iba a desaparecer como la estatua, como la forma sin objeto: la forma era el rey. »Cuando separaron la cabeza de los hombros de Luis XVI, no obraron ni bien ni mal: terminaron. »La terminación; tal es la eterna pendiente de la humanidad. Detenedla, si podéis, holladla bajo vuestros pies, niveladla, llamadla esclava o republicana: ni llora ni se alegra, pero llega. ¿Adónde? ¿Adónde va el espacio? ¿Adónde va el tiempo? Fijémonos en el Rhin: arroyuelo que salta juguetón entre guijarros, los niños lo atraviesan sin dificultad. Si a su paso encuentra un precipicio, lo llena, forma con su caudal un puente, y sigue su curso. Si le aprisionan, se calla; si le encierran en los límites de un canal, cruza por el centro de las ciudades y obedece: aquí le llaman río real, allí río libre, más allá río esclavo, pero siempre es el Rhin. Llega a importunar su constante bramar; fatiga su voz ensordecedora, ya no se quiere más Rhin; y le ahogan bajo sillares, bajo montañas de plomo, emplazan sobre él acue108
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ductos, y deja de vérsele, deja de oírsele. ¿Dónde está el Rhin? En el Océano: se llama mar del Norte. »La humanidad se convenció de que el rey era un obstáculo, y concluyó con él, pero no vio en él al hombre, sino al principio, y guillotinó al principio, a la monarquía. »Si descendemos de las grandes necesidades que imponen la ley a los acontecimientos a esas justificaciones pueriles con que el partido vencedor, llevado del asombro consiguiente a su victoria, pretende sincerarse, habremos de confesar que, si la Convención no tuvo derecho para hacer morir al rey, no lo tuvo tampoco para juzgarle, en cuyo caso, le faltó también para destronarle. Reinando el rey, la Convención, que se perpetuó después de haberse constituido por su propia autoridad, era ilegal. Luego libre fue el rey para destruirla, y aprobar la Constituyente. Pero de aquí resulta otra ilegalidad: la Constituyente no era otra cosa que una prolongación de los Estados Generales, que no contaban con la sanción real: otra rebelión. »Es, pues, imposible condenar una sola consecuencia de la revolución sin condenarlas todas. De no llevar al cadalso a Luis XVI, había que llevar a todos los representantes de la nación, y como los 109
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representantes eran la nación entera, al juzgar a Luis XVI, había que escoger entre todos los franceses o su rey. »Condenado a muerte el ex señor, y ejecutado, nuestro marqués se arrepintió, creyó que le habíamos arrastrado demasiado lejos, y quiso detenernos en medio de la carrera. Tomó el ejemplo de la Gironda, pero nosotros seguimos el de la Montaña. »La historia ha tratado con gran lástima la vida y la muerte de los girondinos. Me guardaré yo muy mucho de censurar esa conmiseración histórica, pues, en realidad, aquellos ciudadanos dieron pruebas sobradas de grandes virtudes privadas, de genio, de elocuencia, hasta de valor; pero, pese a todo, he de hacer constar que, por el tiempo en que aquellos fueron sacrificados, las cualidades en cuestión eran funestas para el bien público. La Gironda se había entregado a un reposo magnífico, puso a la pereza como fin de todas las cosas, y no comprendió que, de todos los despotismos, el más odioso es el de la debilidad. ¿Con qué derecho podían los Girondinos decir a la Convención que era llegado el momento de retroceder, cuando fueron precisamente los que exigieron la deposición del rey, los que votaron la muerte de Luis XVI? ¡Los reos de ilegalidades sin 110
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cuento, los cubiertos de sangre, acusaban a la Montaña de ilegal y sanguinaria! »Era preciso decir al pueblo que estaba perdido, para que no se perdiera: repetirle que le habían vendido, para impedir que le vendieran; matar... sí, matar a Custines, aunque Custines fuera probablemente inocente; exterminar a la Gironda, porque el espanto obliga a empuñar las armas, la traición estimula la vigilancia, la amenaza de una derrota es con frecuencia presagio de victoria, porque un general arcabuceado asegura la lealtad de todos los capitanes, porque veintidós cabezas de oradores separadas de los hombros convierten las palabras en hechos, porque matar es la elocuencia de las revoluciones. »La muerte de los girondinos fue justa. »También lo fue la de nuestro marqués.» Leónida se levantó, presa de terror. -¡Víctor... tengo miedo... estoy helada... me voy! ¡Dios mío! ¿Qué clase de hombre es ése? -No te vayas, Leónida; es indispensable que continuemos escuchando. Preveo el desenlace de la historia que estamos oyendo. -Sea, puesto que tanto empeño tienes; pero repara en el rostro de Mauricio. 111
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-Está sencillamente soberbio. El señor Clavier continuó así: -Ejecutado el marqués, emigraron todos los nobles del país. En el pueblo no quedaron más que ochenta habitantes: nos incautamos de los bienes de unos y sepultamos en calabozos a otros. »Es la expropiación un derecho indiscutible, sagrado, en tiempos de guerras civiles. ¿Qué es la propiedad sin la ocupación? Huye el vencido y posee el vencedor. Hablar de lo justo o de lo injusto equivale a discutir los derechos del vencedor: ¿Quién es el que decide? El extranjero tal vez. »No tardó en presentarse el extranjero, quien con su presencia puso fin a todas las diferencias del interior. La república entró en guerra con el mundo entero, y no hubo una ley que no fuera violada. »¿En nombre de quién podía hablarse a la nación, para que ni un brazo solo se escondiera, para que en las filas no se formase ningún hueco, para que nadie se pasase al enemigo? ¿A quién conceder la soberanía? ¿A las leyes, por ventura? ¡Han sido abolidas! ¿Al rey? ¡No existe! ¡Fue muerto! »Se prepara una cosmogonía nueva, pero saldrá del desquiciamiento general: el mundo moral espera el diluvio universal. 112
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»La Convención nacional decretó una sola ley: El Terror. Artículo único: El Terror. »¿De dónde nació, quién engendró y dio a luz a tan terrible poder? ¡Santo Dios... y cómo a su paso se doblaban todas las frentes! El aire lo transportó en sus alas al salir de la boca de la Convención, y el que respiraba la atmósfera que creó, si no moría, mataba. El Terror fue en lo sucesivo la centinela de las plazas fuertes, el general de todos los ejércitos, el juez de todos los actos, el dictador del país. Francia pasó por un cambio de dinastía: obedece al Terror, su rey se llama Terror I. »Nuestro pueblo era un nido de enemigos exasperados. Se apoderaron de mi mujer y de mi hija y me amenazaron con matarlas, si no les dejaba el pueblo a su discreción. Me resigné al sacrificio y degollaron a mi mujer y a mi hija. »Breves días después, proclamado el Terror, penetré en el castillo aplastando a sus propietarios bajo mis pies. Con mis propias manos le prendí fuego. Un sacerdote, hermano del ex señor, me suplicó en nombre de Dios, sin duda porque con la humanidad habíamos reñido mucho tiempo antes, que tuviera lástima de la familia. ¿Lástima? Mi respuesta fue matar al cura y a la familia entera, que era 113
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la de la señorita Carolina Meilhan. Perdoné a su madre únicamente, aunque ellos no habían perdonado ni a la madre de mi hija ni a mi hija. »No pude impedir más tarde la confiscación de los bienes de la madre de Carolina, ni el destierro a que aquella fue condenada. Llevaba un apellido que la Convención no podía perdonar. Procuré, sin embargo, suavizar el rigor de su desgracia. Pasó tiempo, largo tiempo, y se casó con un hombre de su rango en el suelo de la emigración, donde los dos nos encontrábamos, y digo nos encontrábamos, porque el Imperio me hizo expiar el crimen de haber sido republicano. »Es, pues, Carolina hija de una realista salvada por mí, pero cuya familia entera pereció a mis manos. La madre de Carolina fue mi hija de adopción, como lo ha sido después Carolina. Creo que merezco algún reconocimiento. Los suyos me arrebataron cuanto yo tenía en la tierra; nada me dejaron; mataron a mi hija, y yo les he conservado dos: murió la madre de Carolina, y yo lloré sobre el cadáver de aquella mujer hecha huérfana por mí, pero que me era deudora de haber sido esposa y madre. Corrí a la cima de su hija y la recogí, resuelto a prodigarle mis cuidados más tiernos, yo, soldado viejo, cu114
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bierto de heridas y de calumnias. Diecisiete años hace que le sirvo de padre yo, que maté al de su madre, diecisiete años que doy el nombre dulce de hija a la que lo es de los que me arrebataron la mía. »Destruido el castillo, mi poder no tuvo límites: las grandes crisis simplifican maravillosamente todas las cuestiones. »Erigimos el instrumento de muerte. Me coloqué yo a su derecha, el campesino a su izquierda, los hijos de éste, armados hasta los dientes, alrededor del cadalso, y trabajamos durante un día entero sin descansar un segundo. El Terror era nuestra fuerza, el Terror arrancó de sus asilos a los traidores, el Terror los postró a nuestros pies, el Terror hizo justicia.» Intensa palidez cubría el rostro del anciano; temblaban sus manos entre las de Mauricio, tartamudeaba su labio y apenas si podía continuar su relato. -Ochenta cabezas rodaron por el suelo: el pueblo fue pasto de las llamas. Me fui inmediatamente a París; me presenté a la Convención, subí a la tribuna y extendí ante los miembros de aquella terrible asamblea un mapa de Francia, del que antes había borrado el pueblo del que venía. «¡Me declararon benemérito de la patria!» 115
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El señor Clavier se hundió en el sillón: daba pena verle. Detrás de la puerta del gabinete no quedaba más que Víctor: Leónida, sin fuerzas para continuar escuchando, estaba en el fondo de la habitación, respirando sales que no bastaban a reanimarla. Con voz de agonía infinita continuó el señor Clavier: Y ahora, amigo mío, terminada mi carrera de hombre de partido, llenada mi misión de cólera, a veces de justicia, me retiro a ciegas de la vida. Ni yo ni los que como yo obraron hemos sido juzgados. Demasiado viejo para esperar la sentencia que las generaciones han de pronunciar sobre nuestros actos, he de contentarme necesariamente con oir la voz de mi propia conciencia. Esta me impone la obligación de retractar mis principios, pero, sobre todo, la de reparar las consecuencias de mis actos. El hombre político que jamás transigió frente al cadalso, quiere retroceder cuando llega al borde de la tumba. No me arrepiento, no me echo en cara la sangre que he vertido en los campos de batalla; pero mi propia estimación me obliga a restituir los despojos que como vencedor tomó al vencido. La revolución me enriqueció merced a las confiscaciones 116
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de los bienes del señor cuyo fin deplorable he narrado a usted. He cuidado de las propiedades expropiadas, las he hecho prosperar, he conseguido triplicar sus rentas, y las he poseído con la autoridad y el interés de un dueño legítimo. Esas propiedades eran un arma de la me apoderé yo antes que el enemigo pudiera recogerla y esgrimirla contra mí; pero, borrado ya hasta el recuerdo del enemigo, me abruman con su peso, como si gravitasen sobre mi pecho. Hablando con sinceridad, no las he disfrutado nunca. Jamás ha sido servido en mi mesa un conejo de sus parques, una fruta de sus jardines, un pescado de sus estanques; hasta huí de sus bosques, porque me daba miedo la sombra de sus árboles. Los frutos, la caza, la pesca, se han vendido, han sido convertidos en oro, y el oro lo he empleado para adquirir nuevas propiedades. Aquí tiene usted los títulos de propiedad, juntamente con mis cuentas. Todo está en regla. El día que se case la señorita de Meilhan, viva yo o haya muerto, la restituirá, porque es su señora legítima, todas sus propiedades, parques, bosques, estanques, jardines, en una palabra, la herencia de sus padres. Quiero que entre en posesión de todos sus bienes, como si éstos no hubieran salido nunca de las manos de su familia. 117
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-¡Oh, señor... señor! -exclamó Mauricio, palpitante de terror y lleno al mismo tiempo de respeto. -¡Es un acto que basta por sí solo para honrar diez existencias más atormentadas que la suya! -¿Has oído, Leónida? -preguntó Víctor a su hermana. -¿No te parece que el hombre que se case con la señorita de Meilhan hará un matrimonio espléndido? -¿Quién sabe? Por lo pronto, ignoramos el contenido de los papeles que estamos viendo. El viejo es su poquito enfático. -Pero ha dicho con toda claridad que son títulos de propiedad; ha hablado de fincas... -Riquezas vagas. -De parques... -Probablemente sin árboles. -De estanques... -Sin agua seguramente. -¿Por qué has de suponer tal cosa? -¿Y por qué has de dar tú como cierto y averiguado lo contrario? -Mauricio nos lo dirá, hermana mía. -Mauricio no dirá una palabra. No estaríamos aquí si fuera comunicativo. 118
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-Pero es el caso que nos interesa muchísimo saber la verdad. -¿A quién interesa, Víctor? -Pues a todos; pero principalmente a quien tuviese formado algún proyecto cuya base fuera la mano de la señorita Meilhan. Son tan raras las grandes fortunas... -Que las grandes herederas se aceptan a cierra ojos, ¿verdad? -¿Por ventura no merecería mi proyecto tu aprobación? Hablas con una ironía... -Y tú con una temeridad... -Supongo que te enorgullecería tener un hermano rico y haber contribuido a su dicha... -Desde luego; pero ¿cómo? -¿No entras cuando quieres en el gabinete de Mauricio, durante sus ausencias? ¡Cuesta tan poco dar un vistazo...! -De acuerdo: ¿pero me concedes habilidad bastante para sacar fruto de mi atrevimiento? Tan profana soy en asuntos de negocios, que seguramente no sacaría provecho de la lectura de esos documentos y toda mi buena voluntad te sería completamente inútil. -Pero si te acompañase yo... 119
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-Eso ya varía. -Esta tarde salimos Mauricio y yo para París. -Pero volvéis mañana. -Volveré yo solo. Tu marido se verá obligado a quedarse en París, para lo que no faltarán pretextos, y yo regresaré solo a Chantilly. Mañana es domingo y no nos estorbarán los empleados. -Temo que sea una mala acción lo que meditas, Víctor... ¿No sientes escrúpulos? -¡Qué buena eres, Leónida! Los escrúpulos callan ante la consideración de que lo que propongo puede hacer mi felicidad. -Y la mía -pensó Leónida, al ver que su marido colocaba juntos los documentos que acababa de entregarle el señor Clavier y el plan de campaña que antes había dejado el coronel Debray. Mauricio acompañó al anciano hasta la puerta de la calle, donde se despidieron los dos hombres. Uno y otro estaban satisfechos; el viejo por haber descargado su alma, confiando un secreto terrible al pecho cariñoso e impenetrable de un amigo; y el joven porque era depositario de la acción más virtuosa de cuantas había sido testigo desde que desempeñaba su cargo. 120
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VII El día había sido extraordinariamente laborioso para Mauricio: nada tiene, pues, de particular que, al sentarse a la mesa y mandar que sirvieran la comida exhalase un suspiro de satisfacción. Siguiendo una costumbre verdaderamente singular, pero introducida desde largo tiempo en la casa, los criados dejaban sobre la mesa todo el servicio y se retiraban. Inmediatamente eran cerradas todas las puertas, que no volvían a abrirse mientras duraba la comida. Después de cerrar cuidadosamente las persianas, de correr los cortinones y de velar el resplandor de las luces, Leónida abrió la puerta de comunicación entre el comedor y la habitación de dormir. La puerta era doble. 122
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Leónida alzó la plancha de encina que formaba la especie de tabique intermediario del tambor, haciendo que resbalase de abajo arriba por una ranura, y quedó al descubierto un pasillo oblongo, de unos dos pies de longitud, de donde arrancaba una escalera de varios peldaños. Por el hueco salió un joven. El hombre que por la escalera misteriosa había llegado se sentó familiarmente entre Leónida y Mauricio. Su presencia no era acontecimiento imprevisto, puesto que no dio lugar a frase alguna de sorpresa. En los primeros momentos reinó en la comida el silencio que es de rigor en sus comienzos. -¿Hay noticias del Oeste? -preguntó al cabo del rato el joven, con muestras de indiferencia, mientras se servía un vaso de vino. -Las hay... y no buenas -contestó Mauricio. -¡Hombre! -repuso el joven, apurando el vino del vaso. -¿Qué se cuenta? -Luego te lo diré, Eduardo. -¿Por qué has de esperar? Te escucharé con sangre fría ejemplar, pues ya he medio contentado el estómago. Además: las noticias que son malas para mí, ¿no son excelentes para ti? Somos enemigos, ¿no? 123
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-¡Loco!¿No has de sentir nunca generosidad hacia mis opiniones? ¿Intento yo, acaso, destruir las tuyas? Además: ¿tenemos tú ni yo fuerza bastante para que dependa de nosotros hacer triunfar tu causa o la mía? Aun cuando yo pasara a militar bajo tus banderas, o tú te convirtieras a mis principios, ¿determinaríamos cambio alguno en los acontecimientos? Paso por que un hombre sacrifique a su partido el reposo, la fortuna... hasta la dicha; mas nunca la amistad, porque, perdida ésta, no hay partido que le devuelva. -El señor de Calvaincourt, Mauricio -terció Leónida -quisiera que fueras tú quien tradujeras por medio de la palabra sus pensamientos, a fin de evitarle la necesidad de hablar en la mesa. -Me envanece, señora, la excelente opinión que le merece mi silencio... Continúa, amigo mío, que hablas demasiado bien para que yo no desee que tu elocuencia me valga nuevos elogios de tu señora... Este pastel está riquísimo... Me serviré un trozo más. -Mi marido lo trajo ayer de París. -Adonde iré yo mañana. -Adonde no irás mañana -replicó Mauricio. 124
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-¿Por qué no? Tengo necesidad de ver a varias personas que no es preciso que te nombre. No he sabido de ellas desde mi eclipse, es decir, desde hace dos meses, y me es absolutamente indispensable avistarme con ellas, no tanto para tranquilizarlas por lo que a mí se refiere, cuanto por lo que respecta a otra cabeza incomparablemente más preciosa que la mía. Leónida hizo un movimiento como para levantarse, pero Eduardo le rogó que no se fuera. -Sería imprudencia imperdonable escribir a las personas en cuestión desde aquí. Como no quiero comprometerte con mi correspondencia, iré, en persona. -Repito que no irás, sencillamente porque ya no tienes en París persona alguna que te interese ver. Los amigos de quienes hablas han huido, o están presos: ¿quieres pruebas de lo que digo? -¡Valor, señor Eduardo y sobre todo, resignación! -exclamó Leónida, estrechando la mano del joven. -Bastantes sacrificios ha hecho usted en aras de su partido para que nadie, ni usted mismo, pueda echarse en cara la inacción a que las circunstancias le condenan. 125
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-¡Me alarman ustedes! ¿Qué ocurre de extraordinario en la Vendée? ¡Habla, Mauricio! -Sabes mejor que nadie, Eduardo, que la Vendée política está en París, donde se atiza la guerra con más ardor que en el Oeste, aunque hasta el noble barrio donde moran tan ardorosos guerreros no llegan las balas disparadas en los campos de batalla. Pues bien: esos rebeldes de salón han comprometido su causa lanzando bravatas intempestivas y festejando seguridades de triunfos más peligrosas que una traición descarada. Parece que, no pudiendo contener el júbilo que les produjo la noticia de algunas victorias, debidas al retorno dudoso de un caudillo inesperado al centro de las poblaciones alzadas en armas en la Vendée, han iluminado sus palacios y tramado, con falta notoria de circunspección, un plan completo de regencia, del cual se ha aprovechado la policía, antes que llegase a poder de la persona a la que aquel estaba destinado. -¡Fatal imprudencia! -exclamó Eduardo, apretando los puños. -¡Es la décima vez, sí, la décima vez, que nos pierde la jactancia de esas gentes! El mayor servicio que habrían podido prestarnos hubiese sido emigrar, como emigraron el año 93. Su expulsión, o su fuga, hubieran hecho, ya que no otra cosa, que el 126
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gobierno se acarreara la animadversión general, y ésta habría producido una irritación saludable, de la cual nosotros nos hubiésemos aprovechado. Dispénseme usted, señora, si alguna vez suscito en la mesa conversaciones políticas: es uno de los inconvenientes que han de soportar los que dan asilo a proscriptos... Acaba, Mauricio; acaba de contarme las consecuencias de la funesta necedad de esos mentecatos. -Advertida la policía de lo que se tramaba, se ha presentado en los domicilios de todos aquellos a quienes el plan de regencia conceptuaba dignos de ocupar los cargos principales del futuro gobierno, bien en el ejército, bien en la magistratura. Entre los nombres de los comprometidos se citan los de un duque célebre y de dos vizcondes, presos en el momento en que se disponían a quemar una correspondencia que la policía tuvo buen cuidado de arrancar a la voracidad de las llamas. -¿Se sabe el contenido de esa correspondencia? -preguntó con ansiedad Eduardo, disimulando mal la consternación que le producía la noticia de la prisión de los jefes más entusiastas de su causa. -Si no se sabe, lo hace conjeturar el hecho de que hayan recibido orden infinidad de destacamentos de 127
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tropas de dirigirse a la Vendée, de invadirla, de ocupar todos sus puntos estratégicos, y se hayan concedido al general en jefe facultades ilimitadas. Además, los periódicos ministeriales de ayer, que puedes leer ahora mismo, traen en la sección de noticias algunas que indudablemente se refieren a la correspondencia en cuestión. Ten la bondad de leernos esas noticias, Leónida; te escucharemos los dos. Leónida leyó lo siguiente: «Alrededores de Bressuire. -Entre los actos de insensatez, de crueldad, de exasperación, con que a diario mancha el suelo de la Vendée el partido legitimista, sorprende y maravilla encontrar, siquiera sea de tarde en tarde, vestigios de inteligencia y pruebas de verdadera abnegación. Doscientos soldados registraban en medio de la noche un grupo de castillos donde se sabía que estaba escondido un joven valiente y temerario, que ha llegado a ser el alma de la rebelión. A culatazos eran derribadas las puertas que no se abrían ante las intimaciones, y las llamas visitaban los puntos no alcanzados por las balas.» Eduardo redobló la atención. 128
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«Dos castillos habían registrado ya aquellos soldados, con resultados negativos, cuando vieron que otro contingente de soldados, con barro hasta las rodillas, empuñando a la par que las armas antorchas encendidas, asaltaban a paso de carga y cantando la Marsellesa un tercer castillo, que les habían privado de la gloria de sitiar. Como hubiese sido ofenderles brindarles su concurso contra una posición que había dejado ya de serlo, los doscientos valientes dejaron que sus camaradas terminasen la obra comenzada. En efecto; después de saludarles a través de las claraboyas de las galerías y de animarles con sus gritos, se fueron. No se habían alejado cien pasos, cuando vieron que del castillo brotaba una llamarada inmensa a la que siguió un ruido sordo: el castillo acababa de desplomarse.» Eduardo sonrió con amargura. «Llegada la mañana siguiente, cuando ya no quedaban castillos que visitar, vieron los soldados que habían quemado muchas fajinas, muchos cartuchos y muchas cabañas para no conseguir nada. El enemigo a quien habían perseguido con tanto encarni129
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zamiento y a costa de tantos estragos, se había evaporado. El milagro de su evasión ha podido ponerse en claro hoy, al saberse que aquellos soldados que sitiaron y tomaron el tercer castillo, aunque vestían el mismo uniforme que los que sitiaron y tomaron los dos primeros, eran rebeldes disfrazados con los uniformes de las tropas de línea, que simularon un ataque y una defensa ficticias, para favorecer la fuga de su joven jefe, que dirigía las operaciones del sitio, atacándose a sí mismo y destrozando puertas y muebles con la alegría de un buen patriota.» -¡Curiosa novela! -exclamó Leónida. -Historia, historia pura -contestó Eduardo, que había seguido anhelante la lectura del periódico. Mauricio y Leónida advirtieron la tristeza que invadía al joven a medida que tenía noticia de los sucesos narrados en el periódico. Leónida quiso poner término a la lectura, pero Eduardo le suplicó que continuase. «En breve -continuó leyendo Leónida -informaremos a nuestros lectores del resultado del proceso criminal, instruido contra las personas acusadas de haber favorecido a los rebeldes en el desdichado in130
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cidente del asalto e incendio del castillo de Calvincourt. Aseguran que sus propietarios están comprometidos muy gravemente, sobre todo, la señora de Calvincourt y su hijo, que era el jefe que se sitiaba a sí mismo y venía siendo perseguido de antiguo como faccioso. Serán juzgados por la Sala de lo Criminal de Poitiers.» -¡Era usted! -exclamó Leónida, cuyos dedos dejaron caer el periódico. -¡Qué horrible es su situación, caballero! ¡No salga usted de esta casa! -¿No comprendes que sería locura insigne, amigo mío, atreverte a ir a París en los momentos en que la correspondencia sorprendida constituye un peligro inmenso para tu madre y para ti? Eduardo, para quien no había pasado inadvertida la turbación extraordinaria de Leónida durante la lectura del periódico, que terminó lanzando una exclamación, mejor dicho, un grito de desesperación, contestó con brusquedad: -Al contrario, Mauricio: el deber más rudimentario me obliga a ir. ¿Por ventura puedo vivir ignorante de la suerte de mi madre, que probablemente andará errante de aldea en aldea, de choza en choza, y concluirá por caer en poder de los soldados? Se 131
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nos instruye proceso criminal; pues bien, amigos míos: si ustedes temen por mí, ¿no he de temer yo por mi madre? ¡Pobre madre mía, para quien sería dolorosa vergüenza saber que su hijo vive y no corre a su lado cuando ruge el peligro! Aun cuando hubiera de atravesar la Francia entera erizada de bayonetas, aun cuando hubiese de cruzar nuestros bosques convertidos en hogueras inmensas, mi obligación, obligación sagrada, sería buscarla, encontrarla y decirle: «¡Me persiguen! ¿Oyes los silbidos de las balas? Quieren matarte, madre mía... ¡aquí me tienes! ¡Perdón por haber tardado tanto en correr a tu lado! El dolor de Eduardo era demasiado vivo para que pudiera mantenerlo oculto. Llevó la copa a sus labios y, mientras bebía, cayó dentro de aquella una lágrima. Leónida se bajó para buscar el servilletero que se le había caído, y tardó mucho en encontrarlo. Cuando se incorporó, Mauricio evitó con intención deliberada la mirada de su mujer: le torturaba la horrible situación de su amigo. -Eduardo -dijo, -el día que, disfrazado de campesino, te presentaste en mi casa pidiéndome asilo contra tus enemigos políticos, te recibí con los bra132
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zos abiertos, sin preguntarte los motivos de tu proscripción. Hubiese sido poner trabas a mis opiniones interrogarte sobre las tuyas, y callé, porque no quise encadenar mis principios a tu reconocimiento, de la misma manera que tú hubieras temido rebajar el mérito que pueda tener un rasgo de hospitalidad, si me hubieses mostrado otra cosa que tu báculo de viajero y tu rostro de amigo. Pero hoy me dicen los acontecimientos noticias sobre tu suerte que yo prefiriera no saber, lo confieso con ingenuidad, y aparte de que no voy a ser yo más injusto que los acontecimientos, siempre he creído que los principios políticos no son lo suficientemente claros para que en sus aras pueda un hombre honrado sacrificar el cumplimiento de un deber. Al hablar de deberes, no me refiero al de concederte asilo en mi casa, mientras quede una teja en su tejado, sino al de ir a informarme personalmente a París, preguntando a los jefes de la causa que defiendes sobre el paradero de tu madre, hasta la cual haré llegar tus noticias y de quien recibiré las suyas para transmitírtelas a ti, puesto, repito por última vez, que no irás a París. Si te ocurriera una desgracia, no me lo perdonaría nunca mi conciencia. 133
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Los dos amigos se estrecharon las manos: en cuanto a Leónida, si hubiese sido hermana del joven, no habría estado tan conmovida. Nunca encontró a su marido tan noble y arrogante. Su exaltación natural, unida acaso en aquel momento a otro sentimiento menos confesable en presencia de un marido, la tenía tan fuera de sí, latía su corazón con tanta violencia, se agolpaban tantas lágrimas a sus ojos, que comprendió la necesidad de poner pronto fin a un tema de conversación que no dejaba de ser peligroso para ella. Así lo hizo. Acercando su silla a la de su marido, tomó una mano de éste entre las suyas a fin de atraerse toda su atención; y dijo: -Pasa por casa de mi modista y recuárdale que no quiero que ponga flores en mi sombrero, sino sencillamente un lazo, y también por la del encuadernador Thouvenin, donde recogerás mi álbum, que debe estar esperando hace dos o tres semanas. Otra cosa: si pasas por el Palacio Real, tráeme la última novela publicada, de la que tantos elogios hace tu periódico. Parece que en ella no hay ni adulterios, ni incestos, ni asesinatos, ni parricidios, ni Edad Media. Me cansan esos horrores, como cansan a todo el mundo. No somos buenos, lo confieso, pero 134
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tampoco tan perversos como quieren hacernos los libros. No logró Leónida desvanecer la consternación de Eduardo ni la de su marido, no obstante haber recorrido en un minuto todos los temas imaginables para afectar una naturalidad que no sentía. Terminada la comida, sirvió el café a su marido y a Eduardo, quien, cruzados los brazos delante del pecho, meditaba sobre el tema tratado en la mesa. Eduardo no era guapo en el sentido clásico de la palabra; pero existe un género de belleza que solamente comprenden las personas de alcurnia, género de belleza que cuesta conocer y que sería difícil poder precisar en qué consiste. Eduardo conservaba un perfil marcadísimo de raza, como lo conservan los descendientes de los Guisa, los descendientes de los Condé. Hemos arrebatado a los nobles sus castillos, sus privilegios, su rango, pero sin lograr borrar la perpetuidad de su tipo, tan inalterable como su nombre. -Me voy -dijo Mauricio levantándose. -Víctor me está esperando. Espera tranquilo, Eduardo, que a mi regreso te traeré noticias de tu madre. Eduardo dio a su amigo un apretón de manos, saludó a Leónida, y desapareció por la escalera 135
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subterránea que conocemos. Inmediatamente cayó la plancha de madera que cerraba el hueco.
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VIII Nada más sencillo que comprender en qué consistía el refugio subterráneo de Eduardo. Los jardines de Chantilly, que en su mayor parte, se prolongan hasta el río de las Truchas, que tal es el nombre que se da al Gran Canal, terminan en un ribazo muy elevado sobre el nivel del agua. A fin de evitar la incomodidad de bajar muchos escalones, expuestos a hundirse como consecuencia de la descomposición de un terreno arenisco, los habitantes, para quienes son los embarcaderos de necesidad absoluta, han horadado el terreno y formado habitaciones subterráneas, convenientemente abovedadas. Los propietarios ricos, además de las estancias subterráneas, han edificado lindos pabellones de verano, de estilo chino y adornados con vidrieras de colores, a los 137
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que han bautizado con el nombre, más exacto que poético, de tapones. En uno de estos pabellones, amueblado por Mauricio conforme al gusto de su mujer, está recluido, desde dos meses antes, Eduardo, quien se pasa los días leyendo o dibujando, sin salir más que durante las noches, y aun esto a espaldas de las personas que le conceden hospitalidad, para dar algún paseo por el bosque. Medio día de trabajo había bastado a Mauricio para poner en comunicación secreta sus habitaciones con el pasadizo subterráneo que conducía al refugio de Eduardo. Estamos en el año de 1831. Un vendeano, perseguido por sus enemigos, ha pedido asilo a un notario, amigo suyo, quien se apresura a concederle un pabellón emplazado un su jardín. Se trata de un subterráneo, es cierto, pero de un subterráneo por el cual no transitan ni gnomos sulfurosos, ni enanos disformes, sino lavanderas cargadas con sus canastos llenos de ropa seca o mojada, y jardineros con sus regaderas en las manos. Parece que Eduardo esperaba que la noche estuviera más avanzada para adoptar una resolución. Consultaba con frecuencia el reloj, preparaba sus 138
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pistolas, miraba al cielo, volvía a arrellanarse en su sillón y, ocultando la cabeza entre las manos, meditaba y suspiraba. Dirigióse a un mueble, abrió una gaveta y sacó de ella dos retratos de mujer; el de una joven rubia y el de Leónida. El de la primera era una miniatura soberbia, encerrada en rico marco de oro; el de la segunda, dibujado al lápiz en una hoja de papel, parecía ser obra rápida del recuerdo. La mirada de Eduardo permaneció más tiempo contemplando este último retrato que el primero. ¿La vista del retrato en cuestión despertaba en su pecho el orgullo de autor u otro sentimiento? Llegada la hora, abrió con precaución la puerta que daba a la orilla del río y se encaminó, sin separarse de esta, a la verja del parque, Serían las once de la noche. Los habitantes de Chantilly dormían desde horas antes el sueño del justo, cuando Eduardo llegó a la puerta monumental del castillo de Chantilly, donde era esperado. -Esta noche -le dijeron en voz baja -tenemos que renunciar a nuestro paseo por el bosque. Solamente podremos pasar juntos algunos minutos, pues temo que me llame el señor Clavier, quien sufre constantes ataques de tos y no logra conciliar el sueño. Si 139
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tuviera usted más prudencia que yo, señor Eduardo, me despediría en seguida... ¿Por qué no me despide? -Tengamos más confianza, señorita, en nuestra estrella, que hasta hoy no se ha eclipsado. No; no aconsejaré a usted que se vaya, aunque apruebo, ya ve usted si soy prudente, su proyecto de renunciar a nuestro paseo por el bosque, paseo que tantas horas felices nos proporcionan. Yo las recuerdo siempre; ¿y usted? Cambiaban las palabras que dejamos copiadas Eduardo y Carolina de Meilhan, bajo la arcada gigantesca del castillo, cuyos bajos relieves iluminaba con suaves resplandores de nieve la luna. Destacábanse, a la luz melancólica del astro, de las ruinas, símbolos marmóreos de caza, grupos de perros que hacían presa en los cuerpos de los siervos... ¡Nobles animales! ¡Restos únicos de aquellas razas preciosas, jaurías cuyos palacios... ¡los perros tenían palacios!... cuyos palacios están hoy tan solitarios como los de sus señores! Hoy no son más que monumentos, trofeos del patio de honor, como lo son también los tres bustos de caballo que relinchan de dolor sobre la puerta de entrada de las caballerizas, petrificación, como las mismas caballerizas, donde en otro tiempo comían cebada trescientos caballos 140
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en pesebres de mármol, o la tomaban de las delicadas manos de princesas. Han muerto las caballerizas como los caballos, como los perros que ensordecían con sus ladridos, como los picadores que los lanzaban por valles y llanuras haciendo restallar sus látigos, como los príncipes de la monarquía que los montaban y de los que tan orgullosos parecían sentirse. Pero sigamos nuestra historia. Eduardo había encadenado a su brazo el de la señorita de Meilhan y descendía con ella por el tortuoso sendero que terminaba en el río, cinta de agua límpida y pura que encuadra los prados de Chantilly por el lado opuesto al bosque, pues Chantilly duerme entre tilos y agua, entre un bosque y un río, siendo debido a esta circunstancia que los pajarillos describan sus eternas curvas aéreas sobre la población, verdadera pajarera, para buscar, ora la hoja amarillenta del tilo, ora la gota de agua del río. -Encuentro a usted pálida esta noche, Carolina, y si no me engaño, menos tranquila que de ordinario. Me ha habituado usted de tal suerte a contemplar su calma inalterable, que me apena verla cambiada. -Estoy triste, no lo niego. El porvenir me asusta. ¿Qué será de mí si me veo privada del apoyo del señor Clavier? Está muy enfermo... si muriese esta 141
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noche, ¿adónde iría yo mañana? La servidumbre, que en la casa del anciano, que tan dulcemente me ha tratado siempre, me parece llevadera, sería para mí horrible en cualquiera otra casa. Y, sin embargo, me amenaza; me espera, es inevitable. He aquí el motivo de mi tristeza, la causa de que haya desaparecido mi calma habitual. Los temores que acababa de exteriorizar Carolina no eran pretexto para arrancar a Eduardo explosiones de abnegación, protestas de sacrificios. Ignoraba que el señor Clavier hubiese asegurado de manera tan ventajosa su porvenir el día anterior y sabía muy bien que Eduardo no podía ofrecerle protección alguna toda vez que era objeto de encarnizadas persecuciones, le habían privado de una parte de su fortuna, y corría peligro de verse desposeído del resto. Eran, pues, sinceros los temores y desinteresado el dolor de Carolina. Claro está que deseaba ser consolada; pero en su alma sencilla no cabía ni la sombra del cálculo. Tan admirablemente se entendían los dos, que Eduardo no encontró palabras con que desvanecer los presentimientos de Carolina. Habría quemado sus labios la mentira si hubiese hablado de su madre, diciendo que la recibiría en sus castillos como 142
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hija querida, como esposa de su hijo. Sus castillos eran pasto de las llamas y su madre huía desterrada. No prodigó, pues, tesoros de promesas a Carolina, como suelen hacer casi todos los amantes, deudas que se contraen sin dificultad y que ordinariamente quedan sin pagar, porque las contrajo el corazón, y, a lo sumo, las salda éste con lo único que puede dar: con amor. Los dos amantes hicieron alto en la entrada del puente que atraviesa el canal. Carolina seguía esperando la contestación de Eduardo. De pronto volaron sus pensamientos ante la singular belleza del paisaje nocturno, y como la misma sorpresa se apoderase de Eduardo, adelantaron entrambos hasta el centro del puente, donde se detuvieron como ensimismados, sin atreverse a hablar para no destruir el encanto. Al cabo del rato, Eduardo extendió un brazo en dirección a una estatua blanca que se alzaba a bastante distancia en el parque. No parecía sino que la aparición de aquella estatua tenía relación estrecha con lo que deseaba decir a Carolina, cuya mirada dulce y preocupada siguió la dirección señalada por su brazo. 143
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-Es la estatua del gran Condé -dijo al fin Eduardo; -uno de los gigantes de la nobleza francesa. -En efecto; es la estatua del gran Condé -repitió Carolina. -En el zócalo de esa estatua se enganchó el borde del blanco manto de la señorita de Clermont, derribando a la noble amante del señor de Melún la noche misteriosa de sus bodas. ¡Triste presagio del suceso que la hizo víctima! ¿Por qué me muestra esa estatua, señor Eduardo? ¿Es que también usted debe morir? Temblaba Carolina, palidecieron sus labios y hubo de apoyarse con fuerza en el brazo de su compañero. -¡Deseche usted las supersticiones de niña y no agrave las aflicciones reales con terrores de romance! Al mostrar a usted a través del velo lechoso de la niebla, detrás de macizos de dalias, que brillan como a la luz de un sol esplendoroso y nos envían hasta aquí su perfume amargo, la estatua del gran Condé, no ha sido mi ánimo despertar terrores en su alma, sino sencillamente ofrecer a su consideración un ejemplo de desgracias de familia. También la familia de Condé se vio desterrada, también fue violentamente echada de sus palacios, de sus castillos, también hubo de mendigar en el extranjero por espacio 144
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de veinte años, pero al cabo de ese tiempo, volvió a llamar a la puerta de su castillo. Los que llegaban eran dos viejos abrumados por los sufrimientos. Uno quedó detrás, porque lloraba con amargura, y el otro habló al mayordomo: «¿Dónde está el castillo, amigo mío? -preguntó. -Destruido, caballero -contestó el interrogado. -¿Y el invernadero? -Demolido. -¿El juego de pelota? -Arrasado. -¿Las caballerizas? –Esas se han salvado. -¡Salvadas! -exclamaron los dos viejos. -¡Pero ustedes son los señores de Condé!...» Habían sido reconocidos. Ahora bien, Carolina: ¿por qué no hemos de volver nosotros del destierro, como volvieron los Condé? ¿No ha sido ya favor especial del Cielo el que nos hayamos encontrado en el destierro? ¿Se acuerda usted del día en que la vi en los estanques de Commelle? -¡Que si me acuerdo, Eduardo! -Decía usted en el momento de entrar en el castillito de la Reina Blanca: «He aquí la habitación de la castellana encantada, la ventana gótica, la cascada cubierta de espuma que refrescaba su frente, los escabeles de encina, tapizados con terciopelo, donde se sentaba para meditar entre las damas de su corte; ¿pero dónde está el castellano? ¿Acaso en Tierra 145
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Santa, luchando contra los infieles bajo las banderas del rey Felipe, Augusto o de San Luis?» -Y se presentó usted en aquel punto, Eduardo; ¿no es eso? Nos estaba escuchando desde la habitación contigua. -Me presenté para disipar su ilusión, Carolina. -Para continuarla, amigo mío. -Lo repito lleno de confianza, Carolina: una protección oculta nos aproxima constantemente. Como los príncipes de quienes hablé antes, la vida nos reserva aun algunos goces. No olvide usted que ellos volvieron a los veinte años de destierro. -¡Veinte años!... ¿ Dónde estará usted entonces? ¿Dónde podremos encontrarnos? -Si no nos separásemos, Carolina, como no se separaron aquellos dos hermanos, fuera el que fuera el punto del globo donde nos encontrásemos, nada tendríamos que envidiar a nuestra patria. ¿No pertenece usted, como yo, a una de esas razas que diariamente emigran de Francia, y que ya no pueden contar más que con su pasado? La nobleza francesa no tiene ya patria, como no la busque en su corazón y en sus recuerdos. Desde que no inspira el respeto que merece, no puede aspirar más que a las burlas si mantiene su dignidad, y a los golpes si se humilla. 146
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¡Felices aquellos de nuestros padres que acompañaron a la monarquía hasta el cadalso! ¡Al menos ellos murieron alentados por la esperanza de que sus hijos la restauraríamos algún día! ¡Nosotros, que morimos sin gloria, ni siquiera podemos abrigar esa esperanza! Nos matarán en cualquier encrucijada y nuestros hijos serán ciudadanos. -Sus palabras son espantosas, Eduardo... Me hacen daño. -¿De quién es Francia, de ellos o nuestra? ¿No fueron nuestros padres quienes la conquistaron palmo a palmo, quienes rechazaron a los españoles y a los moros, quienes empujaron a los alemanes hasta el Rhin, y a los ingleses hasta el mar? ¡Y cuenta que no utilizaron el concurso de ese pueblo que tan a destiempo viene a reclamar sus derechos! ¡De ese pueblo, tigre que se engulló a un rey al dar su primer salto, y que, cuando quiso dar el segundo, llevaba ya un emperador montado sobre sus lomos! Eduardo apretó sus labios y se contuvo, comprendiendo que la cólera le inspiraba pensamientos que no se armonizaban bien con la sencillez de Carolina y expresiones que él mismo había de condenar tan pronto como recobrase su sangre fría. No dejaba de ser excusable su arrebato: Eduardo estaba 147
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proscripto, pesaba sobre él una acusación, su madre sufría las consecuencias de su fidelidad política, la mujer que ocupaba en su corazón el puesto inmediato al de su madre era la esclava de un regicida, y las recriminaciones que barbotaban sus labios rugían en su cerebro frente a un monumento de la nobleza, que había perdido su omnipotencia, lo que equivalía a echar petróleo a un incendio, a colocar al indostánico fanático frente a la pagoda de Jaggerneut. La cólera de Eduardo cedió con rapidez pasmosa. Por sus mejillas corrieron gruesas lágrimas. Acababa de sonar la voz melancólica de un cuerno de caza que removió el alma entusiasta de los dos jóvenes e hizo más viva y más sensible la ilusión de que estaban envueltos. Aquella voz, triste como un quejido, dulce como una añoranza, venía del fondo del bosque, era como la respiración de éste. En la corriente de aire armónico vibraban todos los pensamientos de los tiempos heroicos de la nobleza, desgranados en notas que enternecían el alma, las notas de la alegría de los altos cazadores, las de los ladridos de las jaurías, las de los relinchos de los caballos, las de los grifes de muerte de los jabalíes y de 148
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los ciervos y las de las súplicas de las nobles doncellas que intercedían por estos últimos. A lo lejos, más allá de los parterres sobre los cuales flotaban nubes de vapor semejantes a las que despiden los lagos al salir el sol, entre las escotaduras de macizos medio aclarados, no hubiera sido difícil a la imaginación, a poco que se abandonase al encanto de aquella música quejumbrosa de tiempos pasados, entrever el cortejo vaporoso de los cazadores de otras fechas, precedidos por sus picadores que, escoltados por bulliciosas jaurías y caballeros sobre corceles cubiertos de espuma, volaban, saltando sobre los arbustos y taladrando las espesuras del bosque. El soplo del cuerno, tan frecuente en los alrededores de Chantilly, devolvió a Eduardo la calma, la serenidad, la dicha. Su mirada se bañaba en la humedecida de Carolina, a quien su palabra exaltada había devuelto en un instante toda la fiereza de la sangre, toda la altivez de la raza que una docena de máximas republicanas predicadas por el señor Clavier parecían haber destruido para siempre. El cuerno continuaba sonando. Sin duda, lo tocaba algún viejo guardabosque del castillo que quería recordar así, a su manera, el oficio que 149
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desempeñó en vida de los príncipes. Tocaba en la soledad, como toca el órgano en las iglesias... ¡ Cuernos de caza y órganos, instrumentos heroicos y piadosos, perdidos como las grandes glorias, como las grandes convicciones! Apoyados los codos sobre el pretil del puente, Eduardo y Carolina se abandonaban a sus recuerdos, saboreaban una emoción que sólo ellos podían experimentar y que acrecía en intensidad por lo mismo que la compartían los dos. Aquellos que, como nosotros, hayan tenido ocasión de apreciar el encanto que acompaña a la soledad en el puente del Gran Canal, se explicarán tal vez el ensueño a que se abandonaban los dos amantes. Larga alameda de álamos flanquea las dos orillas del canal por la parte interior del castillo, para terminar en el puente, con el cual forma una cruz. El agua y los álamos dividen el parque. Los parterres quedan a la derecha y a la izquierda el canal. La línea de álamos, que corre de Oriente a Occidente, ocultaba en aquel momento la luna, y tan en absoluto interceptaba su luz, que los parterres, la capilla gótica y la mitad del castillo quedaban envueltos en sombras tan negras como las que acompañan a la media no150
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che, al paso que la otra mitad se destacaba al resplandor de una luz tan viva como la del mediodía. No existían los tonos intermedios: junto a la noche de Rembrandt se veía la mañana de Poussin, dos lienzos tangentes por sus bordes y encerrados en un marco de álamos. De tanto en tanto, cruzaban el espacio del cuadro del día hojas negras que el aire arrastraba, y el cuadro de la noche gotas luminosas de rocío. Tanta anchura tiene el canal por aquel sitio, que alguien erigió una isla, unida a la tierra firme por un puente. La isla en cuestión, llena de vasos, de estatuillas, de bancos rústicos, no ha perdido más que a los que la habitaban, pero conserva sus dioses, sus mirtos y su dulce nombre: Isla del Amor. En tiempos mejores, cuando existía aun una corte delicada y tierna, lindos pajes vestidos de seda y hermosas doncellas leían de rodillas, en la citada isla, a las sobrinas del gran Condé, las historias de la señorita de Lafayette o los delicados versos de Racan. Quién diría, Carolina, que este punto imperceptible ha sido el castillo de los príncipes más grandes y de la monarquía más gloriosa del mundo? ¿Lo ha visitado usted alguna vez? -Nunca: el señor Clavier me ha negado siempre ese placer. 151
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-Poco queda, Carolina, del palacio; pero sus restos, con ser tan pocos, bastan para que se comprenda la magnificencia de sus antiguos señores. Los pintores, sobre todo, han eternizado con sus pinceles, por medio de asuntos alegóricos, la historia de sus rivalidades con la corte. Watteau ha sido el historiador mordaz de los príncipes de Condé. Su Pincel ha cubierto de libelos los muros, los techos y las puertas del castillo. Por doquier aparecen inmolados sin piedad el regente de Francia y Luis XV; pero, a fin de velar las alusiones, el gran pintor representa a la realeza, acusada de haber cometido demasiadas debilidades en materias de amor, bajo la piel ridícula de un mono, que aparece representado en todos los cuadros ocupado en los diversos actos de la vida de la corte. Aquí se ve al mono asistiendo a la toilette de su amante, allí cogiendo cerezas con ella, acullá jugando una partida de écarté con la misma y en otra parte llevándola en una carroza soberbia a través de los campos. Alrededor de los cuadros se cruzan y entrelazan caprichosos arabescos de la India, que contribuyen a que se destaquen las líneas de vino de esos sátiros que solamente un príncipe de la sangre podía permitirse representar sin ir a Bastilla, y que 152
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únicamente Watteau, fiado en la protección de un príncipe de la sangre, tuvo talento para trazar. -¡Oh! ¡Y cómo me entusiasman aquellos tiempos!... ¿Qué nos han dejado para reemplazarlos? El cuerno de caza había cesado de sonar y la luna no brillaba ya: una nube la había eclipsado. -¿Me pregunta usted, Carolina, qué nos han dejado para reemplazar a la nobleza? Pregúnteme usted qué se ha hecho de la claridad celeste que hace un momento hemos visto eclipsar, porque la nobleza era también un astro, foco de todas las luces, manantial de todo lo fecundo, gracias al cual podían contarse días de dicha y días de virtud. Alrededor de la nobleza, las razas gravitaban ordenadamente y ocupaban el rango que les correspondía en la humanidad; gracias a la nobleza, tenían un nombre... ¡Hoy no le tienen! Hoy, vivir es filtrarse como el agua, volar como la arena, salir de lo desconocido para ir en busca de lo desconocido. »Desde el momento que las cualidades hermosas del alma no se perpetúan, mueren. El hijo de quien nada ha sido, nada será. La humanidad, al perder la nobleza, ha perdido la mitad de su inmortalidad. »¡Día horrible, espantoso, aquel en que la separación tuvo lugar! Esclavo en rebelión, el siervo pene153
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tró en el castillo que los tules de la noche nos ocultan en este instante y echó a los señores. Torres que habían desafiado la furia de quinientos años, cayeron desplomadas al fondo de los fosos; encinas seculares obstruyeron los caminos; los cañones escupieron su carga contra la estatua del Condestable, matándole dos veces: ¡No fue mucho tratándose de un Montmorency! Degollaron a las damas del castillo con los cuchillos de caza, cual si fueran corzas o cervatillos del bosque, rasparon con las uñas los muros que recordaban las victorias alcanzadas por el gran Condé, por aquel que salvó veinte veces a Francia y no la vendió más que una sola, y concluyeron lavándose las manos en las aguas del canal, que todavía llevaban la roja coloración de las jornadas de Rocroy, de Denain, de Maëstricht, de Valenciennes. Mutilaron las estatuas, cortaron las cabezas a las silenciosas divinidades que eran el ornato del parque y del laberinto, y no perdonaron siquiera el asilo donde Bossuet escribió la oración fúnebre de Enriqueta de Francia, ni la piedra sobre la cual lloró Fenelón su desgracia, ni el banco de césped donde Vauban ideó las fortificaciones de Francia. ¿Qué más? Rompieron la urna de plata que guardaba los siete corazones de los Condé, y los corazones, 154
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arrojados sobre los muros, permanecieron por espacio de varios días prendidos a las ramas de un árbol, zarandeados por el viento. »¿Me preguntaba usted con qué han reemplazado a la nobleza? ¡Ya lo ha oído usted! ¡Con ruinas y desolación! De la conferencia de aquella noche resultó casi el acuerdo tácito de que huirían clandestinamente de Francia. Se dijeron adiós junto a la puerta de la capilla del castillo. Carolina abrió la puerta del jardín en el momento que sonaba la una. Al avanzar por el centro del emparrado y sentir en el rostro el roce de las hojas de las parras, que el otoño había cubierto de tonos purpurinos, sintió una amargura profunda. La evocación de recuerdos que trajeron a su memoria la nobleza de su cuna, hizo que, por primera vez, la abochornase la situación que ocupaba en la casa del señor Clavier. No sabía que había salido pobre y desvalida de la casa y volvía a ella siendo la rica condesa de Meilhan.
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IX Hemos conocido a un irlandés, hombre de talento pero muy original, quien, dueño a los veinte años de una fortuna considerable, tuvo el extraño capricho de consagrarla a recorrer las cuatro partes del mundo, sin otro objetivo que el de comprobar si es cierto que, en algunas ocasiones, o en algún lugar, toman los acontecimientos la forma y el carácter del drama. No halló más que motivos para convencerse de que su investigación resultó inútil en absoluto, que las combinaciones más hermosas que se admiran en Shakespeare y en Molière jamás han tenido lugar en el mundo real. Dos principios sentó como resultado de su observación: primero: que los hombres nunca provocan los acontecimientos; segundo: que los acontecimientos ni tienen lógica, ni moralidad, ni ta157
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lento. César fue muerto al salir del senado, pero murió porque le estaban esperando los conjurados. No hubo, pues, drama; sino sencillamente un suceso brutal. Si César hubiese muerto a los conjurados que le esperaban, es decir, si hubiera ocurrido lo contrario de lo que ocurrió, entonces habría habido sorpresa, moralidad, drama. Pero Géronte, que se acurruca dentro de un saco y deja que Scapin le muela a golpes, porque le toma por el sujeto que le busca con intención decidida de cortarle ambas orejas, es el ejemplo invertido de César. En su aventura hay drama, sorpresa; no cabe dudarlo: ¿pero ha ocurrido en el mundo real? No: ocurre en el teatro, y por cierto que da lugar a una escena admirable. Volvamos a nuestro irlandés. Hombre fino, insinuante, había interrogado a mujeres de todas las condiciones y de todos los países, a fin de saber de sus labios si el drama estaba tal vez en el amor. Narráronle las interrogadas historias de infidelidades, de envenenamientos, de asesinatos; pero cuando, fiel a su sistema, preguntaba: «Y esa infidelidad, señora, ¿la ocultó usted desplegando la astucia infernal de la condesa de Almaviva? ¿El veneno que tomó su amante, se lo ofreció 158
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usted entre beso y beso? Ese asesinato, inspirado por una ofensa, ¿lo sirvió usted en medio de la alegría de un festín en Ferrara, como para devolver una atención recibida en Venecia?» El irlandés esperaba siempre con ansiedad palpitante el hecho dramático... ¡Pobre curioso! La infidelidad se desarrolló en circunstancias vulgares, el veneno fue servido sin que una hora antes se pensase en venenos, y el asesinato fue resultado del concurso fortuito de una palabra grosera y una barrena que alguien dejó olvidada sobre la mesa. El amante dijo: «¡A callar, desvergonzada!» La mujer contestó hundiéndole la barrena en la yugular. -¡Nada! -exclamaba nuestro irlandés. -¡El drama no parece por ninguna parte! Fuese a vivir entre bandoleros, entre salteadores de caminos, lo que era tanto como remontarse hasta la fuente misma del drama. «¿Habéis encontrado alguna vez, entre las personas que dejaron entre vuestras uñas cuanto poseían, incluso la vida, mujeres a las que hubieseis amado en otros tiempos, jueces que os hubieran condenado, y, cediendo a la influencia de recuerdos tan poco gratos para éstos y para aquéllas, habéis dado prueba de esos contrastes tan frecuentes en las obras literarias, os mostrasteis 159
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buenos con los segundos, digno y respetuosos con las primeras?» -¡Nunca! -¡Tampoco aquí existe el drama, Dios mío! Visitó la India, el Japón, la Tartaria, y no sólo no descubrió el drama entre los habitantes de tan singulares países, sino que tampoco tuvo la dicha de que su persona fuera el accidente provocador de ninguna escena dramática. Todo cuanto le sucedió fue resultado de la casualidad o de la fuerza de las circunstancias, sin que se trasluciese la dirección de una inteligencia, ni hubiera escenas, desarrollo, desenlace, en una palabra, un conjunto armónico que, representado ante espectadores, hubiese dejado satisfechos a éstos. Vio hundirse puentes; pero sin que, en el momento de caer desplomados, pasara nadie sobre ellos, o bien, si alguien pasaba, no era una doncella que iba a reunirse con su amante o un desalmado que corría a visitar de nuevo el teatro donde perpetró su último crimen. ¡Sucesos... siempre sucesos, pero nunca drama! El irlandés de nuestra historia, que envejeció buscando el drama en todas las latitudes, en los paí160
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ses más cálidos, en los lugares donde la religión, la política y las costumbres se imponen a garrotazos y a puñaladas, y que si fue testigo de la lógica truncada del azar, por ninguna parte vio la del teatro, murió a consecuencia de la caída de una teja, que tuvo el capricho de darle en la cabeza. A pocos escritores se les ocurrirá matar de esa suerte al protagonista de su novela. No fue pequeño el asombro de Eduardo cuando, al abrir la puerta del pabellón con las precauciones de siempre, vio a Leónida sentada y puestos los codos sobre la mesa: estaba leyendo. -Mucho ha tardado usted, caballero -dijo, sin mostrar extrañeza. -Las piezas que indudablemente habrá usted cobrado en su excursión cinegética a la luz de la luna nos indemnizarán de seguro de lo dilatado de su ausencia. ¿Cuántos conejos trae, vamos a ver? -Confieso... sí... -contestó Eduardo, confuso y contrariado a la vez, buscando mil mentiras y sin atreverse a aventurar una que se tradujese en derrota, dejando sus armas y a continuación su sombrero sobre la mesa y secándose el sudor de su frente. -Sí... es verdad... he violado la promesa... y lo lamento... la promesa que hice a usted de no salir de 161
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noche... y menos aun de volver tan tarde al pabellón; pero el deseo de distraerme, el afán de olvidar las malas noticias que hoy he recibido, me incitaron a salir... he prolongado mi paseo más de lo que quería, me he extraviado... y, además, no suponía que encontraría a usted aquí a mi regreso... Si no me engaño, estaba usted leyendo -terminó Eduardo, alargando el cuello y mirando furtivamente, por si Leónida había visto el retrato de Carolina, que quedó junto al suyo en la gaveta, que distraídamente dejó abierta al salir. Leía una carta de mi marido. -¿De Mauricio, que salió esta noche para París? -Una carta dirigida a mi marido y que he abierto yo. -¡Ah, vamos! ¿Comparte usted con él los secretos de la correspondencia? -Porque no me permite que los comparta, la he abierto por mi cuenta y riesgo. -¿Qué dirá él cuando vuelva? -Nada, si la carta no llega a sus manos, y nada tampoco si se la entrego cerrada como llegó. Acérquese y la leeremos los dos.
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-Por favor, no lea usted nada. En primer lugar, no creo que tenga yo nada que ver con su contenido. -¿Se atrevería usted a jurarlo? -Nadie sabe que yo esté oculto en esta casa... -No me cree usted... ¡está bien! ¡Me voy! Leónida se levantó con brusquedad y echó a andar hacia la puerta; pero, detenida por Eduardo, volvió a sentarse frente a la mesa y precisamente delante del retrato de Carolina. Un movimiento involuntario de Leónida habría bastado para que ésta lo viera. Eduardo, con objeto de alejar a su bella compañera de la peligrosa vecindad con el retrato, tomó su mano y, besándola con la humildad de quien pide perdón, dijo: -¡Vaya! Leeremos la dichosa carta, aunque adivino su contenido. En primer lugar, es anónima: ¿acierto? -No. -¿Denuncia alguna pretendida infidelidad de Mauricio? -Tampoco. -Confieso mi torpeza como adivino, y escucho. -Es lo mejor. 163
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Durante el breve diálogo, Eduardo había llevado a Leónida al sitio donde la encontró sentada al entrar y cerró la gaveta con ademán de indiferencia que despojaba a su acto de toda sombra de sospecha. Seguidamente se sentó para escuchar la lectura de la carta. -La carta es de Compiègne y la dirige Julio Lefort a mi marido. ¿No ha oído usted hablar a éste de Julio Lefort? -Nunca. No dejó de producir impresión en Leónida la discreción de su marido. Dejó la carta sobre la mesa y refirió a su compañero la historia de familia que nuestros lectores conocen, pero teniendo cuidado de hacer resaltar los agravios de que la hiciera objeto Hortensia, a quien pintó como mujer sin corazón, casada sin amor, por codicia, únicamente para disfrutar de la fortuna de Julio. Los hechos que confesó, entre los muchos que consideró conveniente callar, hubo de desfigurarlos a fin de pasar como sobre ascuas sobre la pasión novelesca que le había inspirado Julio y que fue la causa principal del odio que sentía contra su prima. -No veo en todo ello -contestó Eduardo -más que sucesos sin importancia y que usted misma ca164
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lificaría de triviales e inocentes si no los recordase... permítame que se lo diga... si no los recordase con demasiada frecuencia y a destiempo. Es usted feliz en su matrimonio, su prima lo es en el suyo: ¿a qué, pues, recordar un pasado que no debe contrariar a usted? -Si en nombre del pasado pretende usted que olvide, vea si se ha extinguido el incendio de odio que nos separa, y dígame quién de las dos lo reanima y atiza. La carta de su marido nos lo dirá. Escuche usted: «Mi querido Mauricio: Para los primeros días de carnaval preparan en Senlis un baile de máscaras que se celebrará en la Sub-prefectura. Solemnidad memorable para nosotros dos, ¿no es cierto? Con alma y vida te cedería mi puesto, como me cederías tú el tuyo, si no estuviera convencido de que el mayor placer del uno sería encontrar allí al otro. Nos está vedada esta dicha, Mauricio, y más que en ninguna otra parte, en el baile. »Hace ya seis meses que ofrecí solemnemente a mi Hortensia que la llevaría a ese baile, que podríamos llamar de familia, puesto que todos los años es el centro de reunión de todo el cantón, conforme 165
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sabes. Para Hortensia, sobre todo, que no sale apenas, que se pasa la vida, como yo, comprando carneros para luego vender su lana, sería una fiesta deliciosa. De ti depende, amigo mío, que pueda concederle esa satisfacción, y voy a explicarte por qué, suprimiendo circunloquios y preámbulos. Por penoso que a los dos nos sea recordarlo, es lo cierto que nuestras mujeres no pueden estar juntas sin experimentar viva mortificación, de la que entrambos hemos sido más de una vez testigos. Seguramente no habrás olvidado el incidente que el año pasado tuvo lugar en el mismo baile de Senlis, incidente del cual se dieron cuenta otras personas, que hicieron sabrosos comentarios sobre nuestras mujeres y sobre nosotros. No pertenecemos al número de los necios, Mauricio, que cifran su dicha en desafiar la opinión, porque seguir la corriente del mundo, si es debilidad, proporciona al menos, como compensación, el disfrute de ciertos placeres, de los cuales ni tú ni yo somos enemigos. Pues bien: volviendo al asunto penoso que motiva esta carta, como quiera que tu mujer recibirá invitación para el baile de que hablo, me veo en el caso de preguntarte si opinas que pueden asistir a él Leónida y Hortensia: decídalo tu prudencia. Creo que ante todo debes explo166
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rar la voluntad de tu mujer: si Leónida no tiene gran interés en asistir, Hortensia aprovechará en beneficio propio su indiferencia: si, por el contrario, tu excelente esposa no se muestra dispuesta a hacer semejante sacrificio, que vaya al baile y se divierta, y Hortensia, habrá de tener paciencia. En uno y otro caso, contéstame con franqueza. Te lo repito una vez más: consulta a tu mujer y decide, que de la obediencia de la mía respondo yo. »Mil veces más agradable me hubiese sido poder escribirte que en el baile nos encontraríamos los cuatro, dispuestos a hacer rabiar a los envidiosos y a dar envidia a los solteros recalcitrantes, pero la suerte lo ha dispuesto de otra manera. El que vaya de nosotros se divertirá por los dos... se aburrirá, he querido decir. Pero cerremos pronto esta carta, que no quiero que llegue Hortensia y lea esta última frase. Adiós. »Mil cariñosos recuerdos a mi buena prima Leónida, de tu invariable amigo, »JULIO LEFORT.» -Dígame ahora, Eduardo, si esta carta, escrita por el marido, no ha sido dictada por su mujer. 167
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-Aun cuando así fuera, lo que me parece dudoso, ¿qué pretende hacer usted? -No tengo por costumbre, Eduardo, iniciar en mis proyectos a los que no me prometen antes ayudarme a ejecutarlos. -¿He negado a usted mi concurso? -No he dicho eso: pero suelo hacer siempre la advertencia que he hecho, a fin de que luego no sean interpretadas torcidamente las recompensas con que premio los servicios que se me hacen. -Abriga usted, Leónida, dudas excesivamente molestas, y tiene formado un concepto demasiado timorato del reconocimiento. Emplee usted a sus amigos y tenga confianza en ellos. ¿No soy yo su amigo? -Nunca me ponga en el caso de dudarlo, Eduardo. En este momento, sobre todo, me hace falta su concurso para conquistar cierta autoridad sobre Mauricio. ¿Quiere usted que le diga qué contestará a Julio Lefort? «Vete al baile; lleva a tu mujer y diviértete; la mía nada sabrá.» Hombre es para hacerlo así, porque no ve que la consideración debida a su mujer influya en la dignidad del hogar. Poco le importa que todo el mundo se fije en mi ausencia, que la interpreten de mil maneras, todas depresivas para 168
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mí y enaltecedoras de Hortensia. ¿Por ventura, no basta que vaya ella y yo no, para que consolide la consideración de todas las personas que el año pasado se pusieron abiertamente de su parte al ver el desmayo, real o simulado, que sufrió cuando me vio entrar en el mismo baile de Senlis, donde no me esperaba? Si este año no asisto al baile, y ella sí, quedo vencida, aplastada; todo el mundo pensará y dirá en alta voz que Julio Lefort ha impuesto a Mauricio la obligación de no llevarme, o bien que mi marido, por sí y ante sí, me ha obligado a quedarme en casa. La alternativa es agradable: o paso por la mujer de un hombre sin dignidad, o por esclava de ese mismo hombre. Usted no sabe, amigo mío, que la tal Hortensia, simulando sencillez e inocencia, nos ha hecho víctimas de las ingratitudes más negras; que ha mentido villanamente fingiendo amor a Mauricio y casándose con Julio... que... -Me permitirá usted que le diga -replicó Eduardo, oprimiendo la mano de Leónida que conservaba entre las suyas, -que ese agravio último debiera sentirlo usted menos que Mauricio, quien parece que lo olvidó al casarse con usted, y al que usted debe el ser la mujer de este último. 169
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-Eduardo -repuso Leónida, al cabo de breves momentos de vacilación. -No amo ni he amado a Mauricio, para quien no estaba destinada. Testigo como he sido del amor que mi prima juraba a Mauricio, aunque sin sentirlo, y del sincero que Mauricio le tenía a ella, me es imposible olvidar sus juramentos recíprocos. ¿Es posible que una mujer pase de confidente a esposa? No: yo no puedo dar al olvido que mi marido amó a otra mujer y que esa mujer acaso amó a mi marido. Interrumpióse Leónida. Su relato ofrecía una laguna que necesariamente había de llenar la perspicacia de Eduardo. Natural era que costase trabajo a Leónida confesar que había amado a Julio Lefort, pero, sin esta confesión, ¿cómo justificar el odio que tenía a su prima Hortensia? -Eduardo -repuso Leónida; -grave cosa es el matrimonio; pero es asunto siniestro cuando se efectúa sin amor. Aquellos que claman contra el matrimonio porque lo han saboreado demasiado, que se arman para destruirlo porque han apurado sus dulzuras, cometen una injusticia imperdonable al clamar al alzar su grito contra la sociedad: sus quejas son pueriles; su decepción, una desgracia común a todas las cosas del mundo: ¿acaso no se hastía el hombre de 170
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las más envidiables? ¿Hay placer en el mundo que, a la larga, no se convierta en suplicio? ¿Sentimiento que el tiempo no haga inaguantable? ¿Vida que no llegue a ser peso aplastante? En cambio, son dignas de compasión las que se casan sin amor, las que entran en la iglesia sin emoción, sin lágrimas, sin arrebato en los latidos del corazón, y salen de ella sin convicción, las que van al lecho nupcial frías, tan frías como las que son llevadas a la tumba. Pero aun hay otras más dignas de lástima; y son las que se casan por despecho, caso horroroso que se repite en las dos terceras partes de los matrimonios. No exagero: llega el momento en que una mujer se avergüenza de sus años, y esta mujer, que vaciló y titubeó durante diez años, se decide en un minuto. Son dos amigas: se casa la de menos edad, y su matrimonio hace que la otra lance un grito de rabia y acepte al primero que se presenta. Otra se ve abandonada por su novio; sería debilidad imperdonable dar pruebas de dolor, aunque se sienta, hay que demostrarle indiferencia; ¿cómo? Casándose cuanto antes con otro. Y arrastrada por su despecho, esa mujer se entrega a un idiota que sonríe lleno de orgullo, creyéndose un conquistador, cuando la mujer no puede ofrecerle más que un corazón helado, 171
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unos labios secos, un rostro desdeñoso. Eduardo... acabo de trazar la historia de mi vida. Mi matrimonio con Mauricio fue un cálculo de cólera, una inspiración irreflexiva del odio. Mientras ruja en mi pecho esa pasión, mi matrimonio será para mí una expiación durísima; cuando aquélla amaine, ya que no la dicha, tendré la calma, y cuando recuerde mis luchas, no olvidaré que usted me ayudó a recobrarla. -¿Qué debo hacer para ello, Leónida? -Acompañarme al baile de Senlis. Yo no iré disfrazada, pero usted sí; y le tomarán por mi hermano, por mi marido, tal vez por el coronel Debray, que fue quien me acompañó el año pasado. -Cuente usted conmigo, Leónida; ¿pero por qué quiere usted ir con el rostro descubierto? -Porque mi rostro será mi venganza. Estará allí Hortensia, estará su marido, estarán todos los que, viendo a aquélla en el baile, no me esperarán a mí, y como consecuencia, mi llegada les sorprenderá como la caída del rayo. La expresión de mi rostro no será desdeñosa para nadie: habrá en el baile mujeres más hermosas que yo, pero no más alegres, más locas. Me verá usted riendo y bailando sin cesar; mi alegría contagiará a todo el mundo; cada una de mis palabras abrirá en la concurrencia un surco de locu172
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ra. Al día siguiente dirán: «La mujer más elegante del baile era la del sub-prefecto; la más linda la del alcalde; la más coqueta la de éste; la más recatada la dé aquél; pero la que más se distinguió por su alegría bulliciosa, fue la señora del notario de Chantilly.» Eso me vengará. Mi alegría hará creer a todos que soy dichosa, Eduardo; ¿puedo desear más? Hortensia pasará una mala noche... ¿Es esa -dirán todos los invitados -la que decían que no vendría, la que nos aseguraban que estaba comida por la envidia? ¡Mirad... mirad el fuego de sus ojos, los fulgores de sus brillantes! Ese será mi triunfo, Eduardo; triunfo completo. ¿Qué me importa terminar llorando una noche que comencé vengándome? -Si asistir al baile puede contribuir a su dicha, disponga usted de mi brazo -contestó Eduardo. -No me faltará disfraz y no creo que nadie conozca mi voz. ¿Cuándo es la fiesta? -Dentro de dos meses. Iré en persona a París y traeré dos trajes de baile, pues no dejará usted de comprender, Eduardo, que sería peligroso iniciar en nuestro secreto a un extraño. Claro está que Mauricio sabrá lo que hemos hecho a la mañana siguiente, pero no me detiene esa consideración, antes al con173
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trario. Lo que quiero es que nada sospeche hasta después. Me consta que él no ha de hablarme del baile, y yo, por mi parte, callaré también. -¿Y no teme usted por mí, Leónida? ¿Qué pensará Mauricio cuando sepa, no sin asombro, que yo he sido cómplice de un acto probablemente reprensible a sus ojos? ¿Me responde usted de que no lamentará haberme concedido una hospitalidad de la que he abusado? En el primer momento, hizo Leónida como si no comprendiera; pero, observando que Eduardo deseaba obtener una respuesta que desvaneciera sus dudas, destruyó el argumento de la hospitalidad con una sonrisa que descontentó extraordinariamente a Eduardo. Fue una sonrisa mezcla de pudor y de escarnio, que le dijo con toda claridad que los escrúpulos que invocaba eran muy arbitrarlos, toda vez que no le habían preocupado en ocasiones más delicadas. -¡Corriente! ¡Accedo a todo! -exclamó Eduardo, quien, adoptado ya su partido, no pensó más que en borrar del espíritu de Leónida las impresiones equívocas que había hecho nacer durante la discusión. -Y ahora hablemos de la recompensa ofrecida. ¿Puede usted darme algo que yo estime en más que 174
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su cariño, Leónida? Con que me lo conserve entero y constante, me basta para ser el más feliz de los hombres. -¿Será verdad que a nuestro lado se endulzan sus tristezas, amigo mío? No puede usted figurarse lo que sufrí ayer, durante la lectura del periódico en la mesa. Mauricio me miraba... sin intención, seguramente; pero su mirada me asustaba y la situación de usted me llenaba de horror. ¿No lo observó usted, Eduardo? -Mi querida Leónida... en su corazón leo como lee usted en el mío. Mis desventuras, que yo creía inaccesibles al consuelo, lo han encontrado a su lado, aunque sea un consuelo no libre de remordimientos, lo confieso. Endulzan mi existencia las atenciones que usted me prodiga, sus palabras cariñosas, su presencia en esta prisión, que deja de serlo para convertirse en delicioso paraíso, que hace adorable la gracia de una mujer, divino tus caricias, envidiable tus besos... La luz velada de la lámpara iluminaba dulcemente el grupo que formaban Leónida y Eduardo abrazados. -¡Que sedosos son tus cabellos! ¿Para quién los arreglas tan coquetonamente todas las mañanas? 175
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-Para ti, Eduardo. -¿Y esos vestidos que dejan adivinar tus formas? -Para ti. -¿Y esos ojos que deslumbran, y esa boca que enloquece? ¡Soy un canalla!, pensaba Eduardo. -Son tuyos, Eduardo. -¿Y ese aliento cálido y amargo que me embriaga, que bebo con toda el alma? ¿Ese talle que me haría morir de envidia si yo fuera mujer? Te adoro tal cual eres. Has dejado de ser la doncella orgullosa de su inocencia; eres tal vez un ángel, pero al propio tiempo mujer. Has amado, inspiras amor y me prodigas tus caricias. Si el amor no es mas que una realidad ardiente, confieso que el amor eres tú, y si existe otro amor más puro, otro amor que imponga sacrificios, resistencias, es un amor que el corazón puede compartir sin crimen, sin vergüenza, sin remordimientos... Eduardo se detuvo en medio de la sutil distinción que le inspiraba su apasionamiento. Leónida, medio adormecida en sus brazos, no le escuchaba. Parece como si Eduardo amase a dos mujeres a la vez. No diremos tanto; pero... tampoco aseguraremos lo contrario. 176
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X Al día siguiente, al despertar, Leónida encontró junto a su lecho una cachemira negra, que Mauricio le había enviado desde París. Víctor Reynier había regresado, pero solo. Era domingo, día de alegría para los habitantes de Chantilly que, a eso de las dos de la tarde, cuando los rigores del sol han mitigado, en verano, y cuando más calientan en invierno, penetran en el bosque, por todos los corredores y caminan formando grupos, hasta instalarse en aquel océano de césped que la vista no puede abarcar. -Quisiera ser el primero en admirarte adornada con esta cachemira, que creo que ha de sentarte maravillosamente bien -dijo Víctor a su hermana. -Me cabe la satisfacción de haber influido en la elección del color. -Mauricio pretendía que te iría mejor el 178
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verde, pero yo me he empeñado en que fuera negro y he ganado la partida, salva siempre tu opinión, pues he de manifestarte que la hemos comprado condicionalmente. Pruébatela, mi querida hermana. -¿En traje de mañana? ¡Qué disparate! -Más ligeras de ropa están las bayaderas que tú cuando despliegan sus chales sobre sus desnudas espaldas, y cree que no por ello resultan menos favorecidas. -¡Vaya... te daré gusto! Leónida, que rabiaba por ponerse la cachemira, la extendió sobre su cuello y brazos medio desnudos, que ganaron el ciento por uno en nitidez y finura. -¡Vence mi color... mi gusto es infalible! -exclamó Víctor. -Estás deliciosa, hermana mía: ¿te la quedas, eh? -¿No te parece demasiado larga? -¡Larga, Leónida! ¡Qué herejía! Únicamente pueden resultar largas las cachemiras para las personas que salen a pie. -En ese caso, me parece... -¡Pues te parece mal! Yo no sé por qué has de dudar siempre. Esa cachemira no la usarás en Chantilly. 179
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-¿De veras, Víctor? -¿Miento yo alguna vez, por ventura? Escúchame. -Con todas las ansias de mi alma te escucho. -Voy a darte una noticia que ya no hay por qué tener más tiempo en secreto: Mauricio será pronto, muy pronto, dueño de un distrito entero de París. -¡Un distrito entero! ¿Luego tendremos un palacio? -El distrito en cuestión va a ser demolido hasta los cimientos: arrasado. -¡Estás loco, Víctor! -Me habías prometido no interrumpirme. Por si no lo sabías ya, te diré que el Gobierno, deseando favorecer los intereses del comercio, tiene en proyecto la construcción de unos depósitos inmensos en las afueras de París. Han sido votados los fondos necesarios, los planos están en el ministerio; esto lo sabe todo el mundo: pero lo que es un misterio para todos, excepción hecha de nosotros, es el sitio donde se emplazarán esos depósitos. Supónese generalmente que el Gobierno está indeciso entre la llanura de Grenelle y el Gros-Caillou; nosotros no suponemos, sabemos de fijo que los almacenes se construirán en Saint-Denis. Excuso decirte que he180
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mos tenido que demostrar en forma muy positiva nuestro agradecimiento al secretario del Ministro que cometió la disculpable indiscreción, es decir, al secretario que, en un momento de distracción, dejó escapar una revelación tan importante. Te estoy dando una lección de metafísica de asuntos, ciencia en la que eres completamente profana. -No deja de ser interesante lo que dices, Víctor pero dime: ¿de qué te sirve saber que los famosos almacenes serán emplazados en Saint-Denis y no en otra parte? -Es lo que iba a explicarte: No bien me instruyeron acerca de los proyectos del Ministro, visité a un mecánico, tan célebre como rico, y le he ofrecido entrar en relaciones con él para la construcción de un ferrocarril que una a Saint-Denis con la Chapelle. Sabes perfectamente que la Chapelle es un arrabal de París de gran importancia, sito al extremo del faubourg de Saint-Denis. Como el mecánico en cuestión no podía suponer que mi proposición ocultara algún interés especial, ha aceptado mi proposición en condiciones ventajosísimas para mí, tomándome a no dudar por uno de esos que construyen montañas rusas sin más objeto que el de distraer a los buenos habitantes de París. Ya nos tienes a Mauri181
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cio y a mí convertidos en explotadores del ferrocarril de Saint-Denis a la Chapelle; pero, como los rieles no se tienden sobre los tejados de las casas, claro está que es preciso derribar las casas, y antes de derribarlas, comprarlas. Como nadie sospecha que los depósitos hayan de emplazarse en Saint-Denis, las cuatro quintas partes de los propietarios de las casas de la Chapelle han vendido sus inmuebles a cualquier precio, felicitándose por haberse deshecho de sus inhabitables chozas. -Sigo sin comprender, Víctor, las ventajas que pueda reportarnos la construcción del ferrocarril de Saint-Denis a la Chapelle. -La culpa es mía, Leónida. Nosotros, los hombres de negocios, somos como los sabios: tenemos la mala costumbre de pretender elevar a nuestros oyentes hasta nosotros, en vez de acomodarnos a su grado de inteligencia. Me explicaré con más claridad y seguro estoy de que me entenderás. Los artículos almacenados en el depósito en proyecto tendrán que entrar en París, puesto que al consumo de la población estarán destinados; pues bien: nosotros trazamos el ferrocarril que en cinco minutos los transportará desde los depósitos hasta la ciudad. El comercio lanzará gritos de júbilo. Lo sublime, lo 182
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inaudito de la operación estriba en que nosotros no pondremos en circulación ni una sola acción hasta que el ferrocarril esté en plena actividad; pero entonces aquellas se cotizarán, no a peso de oro, sino a peso de brillante. Los beneficios serán incalculables... ¡vértigo me da cuando lo pienso! Conque Mauricio me ceda la dirección libre de los asuntos y me permita explotar el crédito de que goza, yo te garantizo, hermana mía, que dentro de dos años tendremos construido el nido... pero un nido de águilas. No puedo quejarme hasta ahora de su docilidad; él se encarga de buscar fondos, que yo triplico en la Bolsa, desde donde corro a la Chapelle a comprar casas para derribarlas. La última especulación es soberbia, portentosa; todo el mundo me concederá el honor de haberla ideado. Mauricio tiene a su favor otra ventaja, y es que, en caso desgraciado, no sufriría su reputación, toda vez que su nombre no consta para nada en ella. -¡Oh, Víctor!... ¡Si Mauricio tuviese la mitad de tu ambición! -Prefiero que no la tenga, Leónida, pues si la tuviese prescindirías de mí, y yo no quiero privarme de tu reconocimiento. Yo te hago rica; hazme tú dichoso. Cásame... y seré tu deudor. 183
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-A propósito, Víctor; no me acordaba ya de... -De nuestra broma del gabinete, ¿verdad? -Precisamente. -¿Estás dispuesta, hermana mía? -En absoluto. -Estoy a tus órdenes. -Magnífico. -¡Qué bien te sienta esa cachemira! -Pero nadie podrá admirarla. -La admirará todo París. -¿Me lo juras? -Te lo juro. ¿Tienes las llaves de las gavetas? -Todas. -Pues en seguida, Leónida. En algo hay que pasar el tiempo. Los domingos son aburridos... Echa a andar... esa cachemira está sublime... *** -¡Volando, hermana mía, volando! -exclamó Víctor, poniendo su mano sobre los documentos entregados el día anterior por el señor Clavier. -¡Cómo pesan! -¿Vamos a leer todo eso, Víctor? -objetó Leónida, que temblaba de espanto, pero sin atreverse a 184
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mostrar arrepentimiento en presencia de su hermano. -¿Leer todo esto? ¡De ninguna manera! Son escrituras, títulos de propiedad. Nos limitaremos a leer la recapitulación de la voluntad del testador. -¡Date prisa, Víctor! -¡Aquí está! Estas líneas lo recapitulan todo: «Lego a la señorita Carolina de Meilhan todas las propiedades antes mencionadas, cuyo valor se eleva a un millón quinientos mil francos; pero la señorita Carolina de Meilhan no podrá contraer matrimonio con ningún noble, de cualquier nación que sea, si no quiere perder la herencia expresada, que en este caso pasaría a la población de Chantilly.» -Afortunadamente no somos nobles, hermana mía. -¡Calla...! ¡Vienen! No me engaño... son los pasos del jefe del personal... del señor Atanasio... ¡Sal corriendo a la escalera... a la puerta... despídele... no sé con qué pretexto, pero despídele! Víctor salió corriendo a la escalera. Mientras estaba fuera, Leónida ocultaba en su seno el pliego que la víspera dejara en depósito el coronel Debray, pliego que encerraba el plan de campaña de la Vendée. 185
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Cuando volvió Víctor, Leónida cantaba. -No era nada, Leónida; te has alarmado sin motivo. Sin embargo, para evitar nuevas alarmas, he cerrado con llave la puerta de la escalera. No esperamos a nadie, y aun cuando llegara Mauricio, tendría que llamar. ¿Quieres que te convenza, hermana mía, de lo poco que deben importarte los misterios de tu marido? Siéntate y oye mis explicaciones, o mejor dicho, sigue mis instrucciones, y así tendrás una explicación experimental. Abre aquel registro y lee con calma el índice de los asuntos inscriptos en sus folios que se refieran a los vecinos del departamento del Oise y sus limítrofes. Veamos: «Hoy, el señor Dufour ha anulado por medio de un codicilo el testamento otorgado antes, y legado a su sobrina, con la cual va a casarse, sus bienes que en el testamento dejaba a su hermana.» -El señor Dufour va a casarse con su sobrina, que tiene veinte años: él ha cumplido ya los sesenta. Razón tenían los que aseguraban que esa muchacha era un demonio con faldas... ¡Me dan tentaciones de prevenir a la hermana del señor Dufour!... -¿Que estás diciendo, Leónida? ¿Y la reputación de Mauricio? -¡Pero es una infamia! 186
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-Sin duda... pero ten en cuenta que de infamia califica también la sociedad toda violación de un secreto legal. Sigue leyendo. «Documento otorgado por la señorita Dufour, en el cual declara que los bienes que ha de heredar en virtud de la disposición testamentaria de su hermano, pasen a su muerte a poder de su criada, y no al de sus primos, los cuales quedan desheredados.» -¿A quién vas a prevenir ahora, Leónida? ¿A la hermana del señor Dufour, a los dos primos de ésta o al señor Dufour en persona? -¡No lo hubiese creído nunca! -Pues aun es más curioso lo que te falta. «Proyecto de los primos de la señorita Dufour de presentar a los tribunales demanda de que sea declarada incapacitada aquella para testar, por hallarse privada de razón.» -¡Qué horror! ¡Eso es demasiado! ¡El hermano deshereda a la hermana, la hermana deshereda a los primos, y éstos pretenden que el tribunal declare loca a aquella! Y lo gracioso del caso es que todo el mundo jura que la familla Dufour es la familia modelo del país. -Y acaso sea cierto: ¿por ventura conocemos a las demás famillas? Lo que se sabe nada es en com187
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paración de lo que se ignora, Leónida... ¿Deseas conocer algún dato sobre la familia Duplan? -Lo que quieras, Víctor. -Escucha lo que dice este documento, escrito de puño y letra de Mauricio: «El señor Duplan, casado en Nueva York hace quince años, no pudiendo legar sus bienes, me ha entregado la suma de doscientos cincuenta mil francos en metálico, para que compre e inscriba en el registro de la propiedad, a nombre de la señorita Luisa Bougival, cuya partida de bautismo está adjunta, un hotel en París y una casa de campo en Vineuil.» -¡Ah! ¡Conque esa señora Duplan, con todo su orgullo, no es la señora de Duplan, sino su manceba! ¡Y Mauricio lo sabe y nada me ha dicho! -¡Doscientos cincuenta mil francos puestos en manos de Mauricio! ¿Qué diablos habrá hecho con ellos? -No es difícil saber lo que habrá hecho o lo que hará con ellos, Víctor: comprará, si no lo ha comprado ya, un hotel en París y una casa de campo en Vineuil. -Indudablemente, hermana mía. Confieso que mi pregunta fue tonta. 188
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-¡Ah, señora de Duplan! -repetía sin cesar Leónida. -¡Escudos de armas en las portezuelas de coches, lacayo con librea, torrecillas en tu castillo y grandes fiestas a las que no te dignabas invitar a la señora del notario! ¡Nos veremos, señora orgullosa! -¡Cuidado, hermana mía, cuidado! ¡No vayas a abusar del secreto! Confieso que, para una mujer es esto el paraíso terrenal, pero procura no condenarte tocando el árbol de la ciencia del bien y del mal. -¡Hola! Aquí tenemos algo referente al herrador, nuestro vecino. -¿El marido de la linda picarda? -El mismo. -Dejemos eso, Víctor; ¿qué interés puede tener para nosotros? -Su contrato matrimonial -dijo Víctor, levantando un documento. -Sí; casó con una mujer hermosísima, la más hermosa probablemente del país; data su matrimonio de tres meses, y sin embargo, el buen herrador no parece contento. -Y aquí está su testamento, pero bajo sobre lacrado.
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-¿Su testamento? Previsor es el hombre, y a fe que no lo parece. Tiene veintiocho años y disfruta de una salud de toro. -Levantaremos el lacre, que no ha de costarme trabajo reemplazar... Ya está... Escucha: «Hastiado de la vida, le pongo fin pidiendo a Dios perdón. La conducta monstruosa de mi mujer me ha impulsado al suicidio y a la criminal venganza que ha precedido a aquél. Lego mis bienes en la forma siguiente:» -¡Dios mío! -exclamó Leónida. -¡Ese hombre va a matar a su mujer y a suicidarse luego! Nosotros lo sabemos y... ¡Le escribiré! -Y Mauricio irá a presidio. Sonó un campanillazo violento. Leónida y Víctor se miraron consternados. -¡Huyamos! -gritó aterrada Leónida. -¡Es Mauricio! -Ten calma, hermana mía -replicó Víctor, pasando a otra habitación y asomándose cautelosamente a una ventana, desde la que vio a la lechera que tiraba del cordón de la campanilla por segunda vez. -Es tu lechera -dijo volviendo al lado de su hermana. -¿Qué querrá? 190
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-Había olvidado que todos los domingos nos trae un queso de crema... No contestes. ¡Me ha dado un susto horrible! Lacradas de nuevo las disposiciones testamentarias del herrador, Víctor llevó a su hermana a su habitación, y acompañándola hasta la ventana, preguntó: -¿Ves allá, en el bosque, a los caballeros del arco que tiran al blanco? -Los veo perfectamente, Víctor. -Y entre ellos, ¿no ves a un hombre que se dobla como un arco a fuerza de reir? -Me parece que sí. -Pues es el herrador, el que ha de matar a su mujer y suicidarse a continuación. -¡No tomes a broma semejantes cosas, Víctor! -¿Hace otra cosa él? Pero el día, corre a su fin y dentro de dos horas estará aquí Mauricio. Pongámoslo todo en orden, que la ciencia de los conspiradores consiste en no dejar huellas de su paso. Vueltos al gabinete de Mauricio Leónida y Víctor, dedicáronse a registrar independientemente los documentos a fin de aprovechar mejor el tiempo. Mudos y absortos los dos, se apoderaban de secre191
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tos de las familias, tomando él una nota de las fortunas y la otra de las debilidades. A puestas de sol, Leónida dio con un legajo que fue un milagro que no le arrancase un grito de sorpresa. Con expresión de terror y de alegría puso la mano sobre un documento, cual si temiera que alguien pudiese quitárselo, y a continuación volvió sus ojos hacia Víctor, quien en aquel momento tenía concentrada toda su atención en el legajo del señor Clavier, del que tomaba algunas notas. Leónida, segura de no ser observada, leyó con avidez un documento que llevaba el nombre de Lefort. -¡Ah! -murmuró. -¡Al fin voy a saberlo todo! En el documento, escrito de puño y letra de Mauricio, se leía varias veces el apellido Lefort, unas veces solo, otras precedido por el nombre de pila Julio, y otras acompañado por el de Hortensia. En los primeros momentos, Leónida, cuya vista había enturbiado la emoción, no logró apoderarse más que de los nombres. Cuando recobró un poco la calma, hubo de convencerse de que aquel documento, apenas legible, en el que abundaban las frases incompletas, las palabras abreviadas y borradas, no ofrecía un sentido completo a quien no poseyera lo que fue base de su redacción. 192
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La fatalidad quiso que Leónida entendiera las palabras siguientes: «Una hija. -Cuarenta mil francos a su nombre. Reconocida por ella y por Julio. --Hortensia. -Llamada como su madre.» -Imposible dudarlo -se dijo mentalmente. -No puede estar más claro; se trata del reconocimiento de una hija de Hortensia y de Julio, nacida con anterioridad a su matrimonio... Quedan explicados el motivo del viaje de la señorita Hortensia a Compiègne y la reparación urgente de que Julio hablaba a Mauricio en sus cartas... Sí; ya tengo la verdad, y no se me escapará. Hoy sería un escándalo rectificar el estado civil de su hija; pero la dotan, aseguran su porvenir, y probablemente dentro de algunos años la reconocerán legalmente... ¡Y a ese vil accidente he sido sacrificada! He apurado yo toda la vergüenza y todo el dolor... pero vergüenza y dolor centuplicados saboreará ella¡ -¿Estás hablando, Leónida? -Sí... decía que era ya tiempo de retirarnos. -Lo mismo pensaba yo. ¿Has exhumado algo que compense el trabajo de tus pesquisas? Yo nada o casi nada. -Ni yo. 193
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-La verdad, hermana; pocos habrá habido en el mundo que cometieran una temeridad tan grande como la que acabamos de cometer con tanta inocencia como nosotros. -¡Oh!... Casi siento haber alarmado mi conciencia para no obtener resultados positivos. -En lo que hemos hecho no veo más que un pasatiempo sin consecuencias. -Un juego de muchachos. -De una manera o de otra habíamos de pasar el tiempo. ¡Son tan aburridos los domingos!... -Creo que no tenemos necesidad de jurarnos el secreto más profundo. -¿Secreto de qué, Leónida? -Es lo que digo... de nada. -A nadie diremos palabra, sencillamente porque una cosa tan inocente y trivial no merece la pena de ser divulgada. -¡Claro que no! Ordenado todo mientras los hermanos cruzaban las que quedan copiadas, salieron del gabinete del notario Leónida y Víctor. En el pasillo dijo este último: -De ti depende que yo sea feliz. 194
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-Adivino tus deseos: mañana comerá con nosotros la señorita de Meilhan. -Tu penetración me encanta, hermana mía ¡gracias! -Ven, Víctor: daremos un paseo por el prado mientras llega Mauricio. Millones de estrellas parpadeaban en el cielo e infinidad de armonías deliciosas llenaban el aire.
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XI Junto a la verja del jardín hizo alto una carretela. Sus líneas graciosas, el brillo de sus cristales, y más que nada, la hermosura del tronco de caballos, negros como la noche, que la arrastraron con la rapidez del vuelo de una golondrina, habían atraído las miradas de todos los paseantes. En Chantilly todo se traduce en acontecimiento. Cuando los buenos vecinos de la población vieron que era Mauricio quien descendía de la carretela, su curiosidad se trocó en viva alegría. Unos quisieron tener el honor de sujetar las bridas de los caballos, otros el placer de bajar el estribo y todos pusieron en prensa su ingenio para testimoniar, de cualquier manera que fuese, la satisfacción que experimentaba el país al saber que su notario era dueño de aquel signo brillante de su creciente fortuna. 196
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Mauricio repartió saludos a diestro y siniestro, como los distribuiría un soberano popular al entrar en su querida capital. Recibiéronle su mujer, rebosante de satisfacción, y su cuñado, quien desde lo alto de la escalinata no cesaba de repetir: -¡Vaya! ¿Encontrarás ahora cachemiras demasiado largas? Mauricio fue muy modesto. No dijo que los caballos eran ingleses pura sangre, calló que salían de las caballerizas de un par de Inglaterra y olvidó hacer constar que habían ganado el premio del rey de las carreras de New-Market. Víctor Juró que habían costado diez mil francos por lo menos. Leónida, por su parte, no cesaba de repetirse desde el fondo de su corazón: «¡Ya tenemos tronco!» -He querido darte una sorpresa, Leónida: ¿es de tu gusto? Me lisonjeo de que esto ha de contribuir a que esperes con más paciencia. Cuando el tiempo te parezca largo, lo abreviarás dando paseos por el bosque y haciendo alguna visita a Senlis... y hasta a París. Las atenciones de Mauricio no dejaban de encantar a Leónida, quien en aquellos instantes lamentaba, de veras no sentir hacia él otro sentimiento más dul197
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ce que el de la gratitud; pero la reflexión neutralizó al punto el impulso del corazón, próximo a brotar, haciéndole presente que era peligroso corresponder a su marido con frases de afecto, que acaso al día siguiente desmentirían sus actos. Calló, pues: su satisfacción fue muda, y si de alguna manera la dejó traslucir, fue a lo sumo por medio de una sonrisa. Víctor, a quien asustaba el peligro de una desavenencia cualquiera en el matrimonio, deseando poner fin a la escena, poco en armonía con la naturalidad, que estaba presenciando, dijo: -Nos quedan dos horas de luna; ¿quieres, Mauricio, que nos vayamos a dar un paseo hasta los estanques en la carretela de Leónida? Las palabras «la carretela de Leónida» fueron bastante para que ésta acogiese con placer la idea de su hermano. Minutos después de pronunciadas, rodaba el carruaje por las sombrías alamedas del bosque, después de pasar por la encrucijada de Diana. La noche era tan plácida, tan límpida como la de la víspera. Mauricio habló de la claridad nocturna para hacer observar a su mujer y a su cuñado que la tala de los tilos continuaba sin interrupción. 198
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Víctor, después de encender un tabaco y de cruzar los brazos, abandonó su alma a los placeres del humo. Leónida no cesaba de admirar el fuego obediente, la fiereza dócil de los caballos y la ligereza de la carretela. Dentro de ésta se encontraba su cuerpo, pero su alma prefería hallarse fuera, para darse el placer de contemplarse arrellanada sobre los blandos almohadones del lindo carruaje, mecida por el suave movimiento de aquél y sintiendo en su rostro el beso constante de la brisa, saturada de todas las emanaciones de la noche. No veían sus ojos el paso de los árboles que, semejantes a negros fantasmas, huían rápidos a derecha e izquierda del coche; pero, en cambio, sentían sus labios una sensación enervante, sonaban en sus oídos notas de flauta eoliana, y todo su ser, volando en alas de las ilusiones, se creía transportado a la calle de la Paix, envuelta en mares de luz, y veía vastos palacios cuyos tejados se perdían en las nubes, y cuyas puertas monumentales se abrían majestuosamente ante ella. Uno de estos palacios, el más suntuoso, era el suyo. Hizo alto la carretela, pero no frente a las puertas monumentales de un palacio de la calle de la Paix, sino en una alameda del bosque. 199
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Víctor echó pie a tierra para abrir la portezuela y los caballos tomaron la rampa que terminaba en los estanques. Leónida pidió su capa: sentía frío. Hacia el extremo del primer estanque se dibujaban las líneas del palacete de la reina Blanca, cinceladas por los rayos de la luna que lo envolvían en encantador manto de plata, palacete que algún gigante sin duda, debió traer en su mano a su regreso de las Cruzadas y depositó en aquel lugar como ofrenda dedicada a la Santísima Virgen; creación de hadas, edificio bordado por manos primorosas, tallado a cincel, y bastante para hacer creer a los más incrédulos en la existencia real de las reinas encantadas, de que nos hablan los libros de caballería. En efecto: ¿qué reina verdadera, por pequeñita, por enana, por graciosa que se la conciba, ha podido habitar el palacete de la reina Blanca? Aquella bombonera de estilo gótico parece hecha para servir de alojamiento a la corte de un silfo; la sombra de un milano basta para defenderla contra los rayos del sol; los cisnes que nadan graciosos a su pie podrían, de un aletazo, enviar el agua hasta lo más alto de las torrecillas que lo rematan... quién sabe si algún día 200
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bastará el peso de un nido de golondrinas para desplomarlo. Víctor encendió otro tabaco. Llegados a la escalinata del palacete, distinguieron nuestros paseantes nocturnos los otros cinco lagos. Mauricio hizo presente que los álamos plantados al borde de los estanques producían un golpe de vista soberbio y que habían crecido mucho desde la vez última que los había visto. Dijo también que eran prueba del gusto deplorable del príncipe de Condé o de su administrador, que habían robado al estanque el color agreste que debía tener, y que se proponía convertirlos pronto en dinero. -He tenido una entrevista en Ecouen con él señor de la Haye -añadió el notario, dirigiéndose a su cuñado; -¿sabes que el pobre señor está muy triste, Víctor? -¿Y qué dice el señor de la Haye, Mauricio? -Que cede el palacio y el resto del bosque por treinta mil francos. -¡Al fin!... ¡Duro ha sido el maldito viejo! -No ha podido más, según me ha confesado llorando. Me han conmovido tanto sus lágrimas, que he estado a punto de renunciar mis derechos... Te 201
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explicaré el asunto, Leónida: el señor de la Haye nos había vendido la mitad de su parque, reservándose la en que está enclavado su castillo, creyendo que podía continuar ejercitando el derecho de caza; pero nosotros, fundándonos en una escritura antigua, de la que no tenía conocimiento el señor de la Haye, otorgada por sus antepasados, le hemos impedido el derecho en cuestión, y entonces... -Conozco ese asunto -interrumpió irreflexivamente Leónida. -¿Quién te lo ha dado a conocer, Leónida? -preguntó Mauricio. -Yo -contestó Víctor. -Ardía mi hermana en deseos de saber algo acerca de algunos asuntos que conceptuaba malos, y yo la puse al corriente de las ventajas del que nos ocupa. Mi hermana es discreta y... -De su discreción no tengo duda, Víctor; pero, aunque lejos de censurar lo que has hecho, te doy las gracias, habría preferido yo, en mi calidad de marido, ser el primero que le hablase de este negocio feliz. Ya no puedo hacer otra cosa que confirmarte la noticia, Leónida: el castillo de la Haye, con todas sus dependencias, es nuestro. 202
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-¿También son nuestros los pergaminos y títulos de sus dueños antiguos? -interrogó con expresión irónica Leónida. -¿Para qué los queremos? ¿Para que nos den derecho a tomar parte en las fiestas de la corte? -¿Iremos a vivir al castillo, Mauricio? -preguntó Leónida. -Nuestro, proyecto -contestó Víctor, observando la turbación que en el notario determinó la pregunta de Leónida -es demolerlo y vender los materiales. Todo es piedra y plomo, lo que nos valdrá un beneficio enorme. -Pero, demolido el castillo -añadió Mauricio, queriendo restañar la herida que en Leónida acababan de abrir las palabras de Víctor, -construiremos inmediatamente una casa a la moderna, con pabellones a uno y otro lado de la misma. Ya tengo vistas una docena de estatuas mitológicas que creo han de ser de tu gusto. -No puedo menos de felicitarles, caballeros. Demolerán el vetusto castillo para edificar en su lugar una casita de mazapán; arrancarán sus árboles seculares para plantar remolachas, y en sus parques, después de talados, criarán pollos en vez de ciervos. 203
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¿Por qué no hacemos que cruce nuestra propiedad una línea férrea? -Te burlas de nuestros proyectos, hermana mía, como si disparatados te parecieran. No lo son, sin embargo. ¿Es desatino demoler castillos que no podemos habitar, porque ni nuestra familia es bastante numerosa, ni somos bastante ricos, ni bastante nobles, para ocuparlos, para sufragar sus gastos de entretenimiento y para ilustrarnos? ¿Es desatino vender bosques que en nuestras manos serían gallineros, como acabas de decir tan maliciosamente? ¿Dónde están nuestros infantazgos, nuestros feudos, nuestros mayorazgos, nuestros abuelos? Somos de ayer, y aunque nos lo propongamos, nada hemos de ser mañana; somos plebevos y no Montmorency; somos industriales y no héroes. -Creo que, siendo lo que somos, podemos ser felices -añadió Mauricio. -No coloquemos tan altas nuestras miradas ni aspiremos a salir del nivel social en que estamos colocados. Si no poseemos apellidos altisonantes, tampoco pesa sobre nosotros la obligación de mantener su lustre, y si no somos dueños de inmensas fortunas hereditarias, sabemos conservar la que nos asegura nuestro trabajo. Cada siglo tiene su distinción peculiar; la de nuestra época 204
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es la riqueza. Adquirida con probidad, honra, y casi siempre es prueba de valor positivo, bien de alma, bien de talento. Si no me hubieses repetido tantas veces, Leónida, que te contraría vivir fuera de París, aquí pasaríamos el resto de nuestra existencia, bien que sin romper con la capital ni con los amigos que en ella tenemos. ¿Puedes indicarme una residencia más tranquila, una vida mejor? Aquí lo tenemos todo: tú, compañía agradable; yo, calma y reposo. Busca un cielo más puro... Tendrías que ir a Italia para encontrarlo. Cuando tengamos hecha nuestra fortuna, cuando sea dueño de escoger mis placeres, o conservaré mi cargo, pero para tratar solamente los asuntos que sean de mi gusto, o lo venderé, para abandonarme exclusivamente a la explotación de una granja modelo. Leónida volvió la cara para que su marido no advirtiera su disgusto. -No le contradigas, Leónida -dijo Víctor en voz muy baja. -Echarías a perder mi asunto. -Nunca te he dicho, Mauricio -contestó Leónida -que fuera de mi gusto el género de vida cuyo cuadro acabas de trazar. Tal vez llegue día en que desaparezca la prevención que me inspira la vida en provincias; pero hasta entonces, faltaría yo a la sin205
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ceridad si te dejase en la creencia de que mis gustos se han modificado. Empero, resignada a los aplazamientos impuestos por la fortuna, y procurando, mientras aquellos duren, no importunarte con mis repugnancias, aceptaré con docilidad tu vida sencilla y me plegará a tu pasión por la tranquilidad y el retiro. Sobrellevando mis contrariedades con paciencia, es probable que me sean menos dolorosas, y quién sabe si algún día, merced a una modificación de gustos de que se ven a cada paso ejemplos, concluirás por pensar como yo, o bien si yo, a fuerza de costumbre, terminaré por adorar lo que hoy aborrezco. -¡Muy bien, hermana mía, muy bien! Muchas veces me he hecho yo esas mismas reflexiones, y cree que estoy a punto de compartir las aficiones de Mauricio. La vida en provincia, al fin y al cabo, no es mala... Vamos a las pruebas: hace muy pocos días comimos en Senlis; nos sirvieron rodaballo, bebimos champagne helado y agua de Seltz... ¡Si hasta me dieron tentaciones de pedir piñas de América! -No es así, Víctor, cómo comprendo yo la vida de provincia; no nos entendemos. La quiero más sencilla, y al mismo tiempo más agradable. Llevar en provincias la vida de París es crearse goces incom206
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pletos en medio de dos géneros de existencia que se excluyen. -¿Excluyes el champagne? -Yo no excluyo nada; pero quiero que el que viva en provincias haga vida de provincia, quiero que se resigne a no desear aquello que la provincia no tiene. Las reminiscencias avivan las añoranzas, quebrantan las mejores resoluciones. Vivir en provincias vida de París es arruinarse más pronto que en París, es transformar la provincia en invernadero, donde, a fuerza de ríos de oro, se consigue que broten placeres exóticos, sin color, sin aroma y sin sabor. -¡Corriente, Mauricio! No beberemos champagne más que los domingos, pero en esos días lo beberemos helado. Me parece que nada tan campestre como el hielo. -No temáis, sin embargo -repuso Mauricio, radiante de alegría al verse comprendido o tolerado por lo menos, por primera vez en su vida, por su cuñado en presencia de su hermana, -que deje de aprovechar todas las ventajas que la vida de provincia ofrece. Tú, Víctor, eres aficionado a la caza: cazaremos; a ti, Leónida, que tanto te gusta la pintura, 207
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no te faltarán paisajes. Pintarás en otoño; durante la primavera, que aquí es deliciosa, pescaremos... Víctor se frotaba hipócritamente las manos. -...Y en invierno daremos reuniones. Y a propósito: ¿por qué no hemos de darlas desde luego? En la dicha influye no poco la costumbre. Estos buenos provincianos, a fuerza de ser vistos, perderán a vuestros ojos su aspecto de rusticidad y ganarán en franqueza, en bondad, en buen sentido. Sí, Leonida; sí, Víctor... porque también tú tienes necesidad de mis sermones... no desespero de convertiros a los dos, y si no temiera asustaros, os diría que abrigo esperanzas de que, después de disfrutar por espacio de un año de la existencia que os preparo, habéis de ser los primeros en no querer trasladar la residencia a París. -Es muy posible -contestó Víctor. -Pero dudo mucho -objetó Leónida -que lleguemos sin obstáculos a disfrutar de los placeres de que acabas de trazarnos un cuadro que no deja de tener sus encantos. Se me figura, Mauricio, que no has calculado las resistencias exteriores. -¿Qué resistencias, Leónida? -¡Dios mío... mil! Por ejemplo, hablas de dar reuniones: ¿querrán asistir a ellas? ¿No ocuparemos 208
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una posición demasiado alta para unos y demasiado humilde para otros? ¿No despertaremos envidias? -Estás en un error, Leónida: todo el mundo rabiará por acudir. Para que te convenzas, te diré que el lunes, día de nuestra primera reunión, tendremos al señor Clavier, quien no ha asistido a fiesta alguna desde que se celebró la del Ser Supremo. -Me permito dudar del éxito de tu primera reunión, Mauricio. -Y yo te aseguro que asistirán a ella el señor Clavier y la señorita de Meilhan. -Pero es que dices que la darás el lunes, y mañana es lunes. -Mañana, sí. Tú tocarás el piano con tu hermano, yo organizaré una partida de naipes, el señor Anastasio inaugurará el juego de écarté, y luego, los que no jueguen ni sean filarmónicos, tendrán que tomar parte en mis discusiones sobre política. En medio de todo, no me disgustará celebrar reuniones, pues, gracias a ellas, se disimularán mis ausencias de Chantilly. Sus habitantes, desde el momento en que comiencen a verme de cerca, no repararán en que me ven con menos frecuencia. Mis viajes han llamado ya la atención. 209
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Víctor, a quien comenzaba a cansar una conversación que no era muy de su gusto, acortó la marcha para dejar pasar al matrimonio. Cuando éste se hubo distanciado algo, volvió sobre sus pasos y fue a llamar a la casa del guardabosque para que éste le prestase un martillo. Su intención era arreglar una de las herraduras a un caballo que cojeaba un poquito desde que el carruaje bajó la rampa que terminaba en los estanques. A su llamada, abrieron una ventana y una voz de mujer dijo a Víctor: -Siento que se haya molestado usted, señor. Mi marido la hubiese llevado a Chantilly. Cuando nos apercibimos de que usted la había dejado olvidada, aun estaba usted en lo alto de la colina, pero como la hora era muy avanzada, no quisimos correr para alcanzarle. Víctor comprendió desde el primer instante que le confundían con otro, pero no quiso sacar de su error a la guardesa. -Tómela usted... y que se divierta en el paseo añadió la guardesa. -Esta noche no tendrá ocasión de utilizarla. Uniendo la acción a la palabra, la guardesa alargó a Víctor una sombrilla y cerró la ventana. 210
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-¿Qué diablo significa esto? -se dijo Víctor. ¡Y es elegantísima!... ¡Olvidada durante la noche!... Una sombrilla de señora que la guardesa ha creído que entregaba al galán de la que la dejó olvidada!... La guardaré. Puede que Leónida me aclare el misterio... El caballo seguirá cojo... ¡que tenga paciencia! Vamos a alcanzar a nuestro matrimonio. Mientras Víctor se reúne a Leónida y a su marido, escuchemos la conversación que aquellos sostienen. -No se lo diré todo. ¿Cómo confesarle que su madre ha sido presa y conducida a Poitiers, cuya Audiencia instruye proceso criminal a los dos? -¿Qué piensas decirle, entonces? -No puedo menos de hablarle de las órdenes rigurosas que han arrancado a la debilidad del ministro para aplastar a su partido, ni ocultarle que están dispuestos a adoptar resoluciones desesperadas... que si ve con gusto mi opinión política, hace temblar a mi amistad. -Asústale, sí... dile todo eso, porque me parece que arde en deseos de abandonarnos para tomar parte en los peligros anejos a las postreras luchas de su partido. Procura, sin embargo, hablarle menos de sus peligros personales que de los que corren sus 211
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esperanzas, e insiste en que si tomase parte activa en la lucha agravaría la situación de su madre... Me temo que no ha renunciado, no obstante tus súplicas y mis instancias, a sus paseos nocturnos por el bosque. -¡Qué imprudencia! Sus salidas nos comprometen a nosotros tanto como a él, Leónida. Le he dado grandes pruebas de amistad, y sabe Dios que no lo siento; pero hubiese preferido, Leónida, serle útil en otras circunstancias y por motivos distintos de los que me han puesto en el caso de brindarle nuestra casa. Sus opiniones están reñidas con las mías, y muchas veces creo que mi conducta es culpable. Dado el estado en que la Vendée se encuentra, en vista de las turbulencias de aquel país, turbulencias sangrientas y tan difíciles de acabar que muchas veces llega uno a temer si concluirán ellas con la seguridad de nuestras nuevas instituciones, oigo la voz de mi conciencia que me aconseja que ponga en manos del gobierno el depósito que me fue confiado por el coronel Debray. Se me figura que ha sonado la hora de la restitución en cuestión. Es posible, Leónida, que esos funestos documentos encierren el remedio decisivo contra las agitaciones del Oeste, el secreto de las fuerzas rebeldes y el del 212
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aniquilamiento de éstas. Vivir sintiendo gravitar sobre el pecho el peso de este secreto, es sufrir los remordimientos de la traición, es acaso cometerla en provecho de una opinión que no comparto, y en ventaja de una dinastía cuya restauración sería la ruina de la patria. Contigo, Leónida, no me avergüenza llorar mi generosidad y hasta maldecirla. Secretos de esta índole nos corresponden de derecho a ti y a mí, porque pertenecen al número de los que afectan a la sociedad matrimonial, por lo mismo que pueden influir en el honor del hogar. Aconséjame, querida Leónida. La conciencia espontánea de la mujer brilla con luz más viva que la razón egoísta del hombre. La mujer ha decidido cuando el hombre no ha salido aun del período de vacilaciones. ¿Debo poner en manos del ministro el plan de campaña que confió a mi honor el coronel Debray? ¿Qué harías tú en mi lugar, puesta la mano sobre tu corazón? Leónida llevó la mano al sitio donde había escondido los documentos del coronel. -Yo, en tu lugar, los guardaría. Si Debray no se atrevió a entregar los documentos al ministro, ¿por qué has de atreverte tú? Tus opiniones son las de Debray, ¿por qué no has de compartir también sus 213
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escrúpulos? Amigo de Debray era quien le confió el plan de campaña, pero no tuyo; pues si Debray temió ofender la memoria de su amigo, ¿no estás tú obligado a no atentar contra la vida de Eduardo? Colocado Debray entre sus deberes de amistad y sus principios políticos, sacrificó los segundos a los primeros: ¿y tú no has de hacer otro tanto? Si creyó el coronel que tú, en tu posición, gozabas de una libertad que él no tenía, se engañó grandemente; tu posición y la suya son idénticas, y por tanto, tú no debes aceptar una responsabilidad ante la cual retrocedió él mismo. Créeme: deja que duerman el sueño de los justos esos documentos y no sientas repugnancias ante lo que es la salvación de un amigo. Antepón un acto que te proporcionará una alegría real al orgullo estéril de doblegarte ante las órdenes tiránicas de la opinión. Debes grandes favores a la familia de Eduardo, de la que es obra tu fortuna, la posición que ocupas en el mundo. Creo que he conseguido disipar tus aprensiones; y si alguna vez sientes remordimientos, los acepto yo de antemano, Mauricio. -Me has librado de un peso enorme, Leónida, pues me han convencido tus razonamientos. Confieso que tu pensamiento ha sido eco del mío, que 214
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yo opinaba como tú en todo lo que a Eduardo se refiere; pero necesitaba que alguien me confirmase... Allá viene Víctor... ¿Por qué no eres siempre tan buena para mí como en este instante, Leónida? -Si me confiases con más frecuencia tus asuntos, Mauricio... -Prestadme atención, peregrinos extraviados dijo Víctor, llegando junto a la pareja. Víctor contó el episodio de que acababa de ser actor. *** Una vez en casa, Leónida entregó a Mauricio la carta de Julio Lefort. -Mi querida Leónida -dijo Mauricio después de leer la carta. -Prepárate para ir al baile de Senlis; hace tres días que tengo en mi poder tu invitación. -¡Qué contrariedad! -pensó Leónida. -¡Yo que temía que no me permitiría asistir a ese baile!... Yo no sé -añadió en voz alta -si aprovecharé tu permiso, Mauricio... Veremos... no me comprometo. Están los caminos tan malos en invierno... y luego, no está el coronel para acompañarme a Senlis... 215
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-Puedes hacer lo que sea de tu agrado, Leónida -observó Mauricio, quien con todas las veras de su alma deseaba que su mujer no aceptase. -¡Vaya! Puesto que no te contraría, este año perdono el baile. -Creo que haces mal; pero si así lo deseas, cúmplase tu voluntad. Mauricio corrió a su gabinete. -¡Va a escribir al marido de Hortensia que yo no voy al baile!... Muy bien... ¡Irá Hortensia... y yo!
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XII El invierno estaba avanzado. Desde la noche de otoño en que Mauricio paseó por las inmediaciones de los estanques de Commelle con su mujer y con Víctor, en la casa del notario se habían dado muchas recepciones. Eran muchas las familias que habían convertido en costumbre su asistencia a las tranquilas reuniones, que se celebraban invariablemente todos los viernes. No sin que opusiera serias resistencias, acabó el señor Clavier por ceder a las instancias de Mauricio, accediendo a asistir a ellas en compañía de la señorita de Meilhan. Preciso es hacer constar que no se divertía en ellas. Apenas si su presencia era notada por nadie. Sentado en un rincón, leía las columnas del Monitor o conversaba en voz baja con Mauricio. 217
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Lo único que le proporcionaba viva alegría era ver a Carolina, dueña de su timidez, mezclándose en los juegos y distracciones generales. -Por ella, más que por usted -decía Mauricio al señor Clavier un viernes de los más crudos de aquel invierno, -me felicito de haber quebrantado su resolución de vivir aislado. Habrá usted observado que la señorita de Meilhan se encuentra hoy en las reuniones como en su elemento. Mi mujer la quiere con cariño de hermana. Aquí no son de temer esas pasiones peligrosas que tan frecuentes y tan mortales son en los salones de París. Todos conocemos muy bien la conducta de los jóvenes que recibimos, conducta tan excelente, que con gusto respondería yo de la de todos ellos como de la mía, si hubiese necesidad. Todos ellos tienen asegurado su porvenir, deseos de conducirse bien y anhelos de constituir una nueva familia. Desde que vivo en Chantilly no sé de ninguna inclinación malograda, como consecuencia de las desgracias resultantes del atrevimiento de pedirlo todo y de la debilidad de concederlo todo antes del matrimonio. La señorita de Meilhan tendrá ocasión de estudiar entre los caracteres, sencillos y francos, de los que asisten a las reuniones, el que mejor se armonice con el suyo, y 218
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por añadidura, contar con la previsión de mi mujer. Si la elección de Carolina fuera dudosa, tenga usted la seguridad de que se le advertiría a tiempo; nuestra prudencia se adelantará siempre a la de usted. -Con ello cuento -respondió el señor Clavier. Son dos niños los que he confiado a su dirección, amigo mío, porque el viejo, cuya inexperiencia en las cosas del inundo es a usted bien conocida, no es mucho más hábil que la niña. Confieso que desearía asegurarle cuanto antes el sostén sobre el que habrá de apoyarse cuando yo muera. Creo haber notado, suponiendo que mis observaciones no me engañen, o que yo les conceda un valor que no tienen, que Carolina da pruebas de una desigualdad de carácter que se acentúa más cada día. Varían sus gustos, y las lecturas a que nos entregamos todas las tardes la enternecen más que antes. Con frecuencia la he sorprendido presa de crisis de honda tristeza, seguida momentos después de accesos de loca alegría, siendo de notar que la tristeza no tenía motivo, ni causa la alegría. Unos días se arregla con esmero excesivo, y de pronto deja pasar varios consecutivos sin entrar en su tocador. Se me figura que todo ello es síntoma de algo. 219
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-No lo crea usted, señor Clavier -replicó Mauricio. -Caprichos de niña, volubilidades consecuencia de la ociosidad; nada más. Aun cuando esos fenómenos fuesen ecos de la voz del corazón que comenzase a hablar en ella, lejos de significar la presencia en lontananza de algún peligro, tendríamos que felicitarnos por haber ahuyentado de su imaginación sueños exagerados, colocándola en el mundo de la realidad. Mientras Mauricio conversaba con el anciano, y casi todos los invitados concentraban su atención en las mesas de juego, Leónida hablaba con Carolina, cuya mirada y taciturnidad eran prueba de un recogimiento interior absoluto. -Está usted triste, Carolina. -No, señora. -Tiene usted pequeñas contrariedades que no debía ocultar a sus verdaderos amigos. -No experimento la contrariedad más pequeña señora: se lo aseguro. -A sus años, amiguita, la contrariedad más insignificante parece una desgracia eterna, irreparable lo sé por experiencia. Usted, sobre todo, que no puede encontrar en la vejez del señor Clavier un confidente fácil, debe sentir más que la generalidad de las 220
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niñas la tristeza del aislamiento. La experiencia enseñará a. usted, mi querida Carolina, que las penas depositadas en un pecho amigo quedan medio consoladas. No tiene usted madre; le falta el cariño de una hermana; ¿por qué no se confía usted a una amiga leal y cariñosa? Leónida tomó las manos de Carolina y las retuvo entre las suyas. -¿Qué voy a contar a esa amiga? -Todo, si es que ella no se adelantaba a sus pensamientos, precipitando su nacer lento, porque la amistad, cuando es verdadera, debe prevenir la timidez natural de las confidencias. Aun exponiéndose a equivocarse en sus previsiones, la amistad supondría la existencia de una causa de sus lágrimas, cuando las vertieran sus ojos, e inventaría un nombre para el objeto que las hiciese verter. Y si esta amiga, segura de que si yerra en sus conjeturas se le ha de perdonar su yerro en gracia a su buena intención, comenzando ahora mismo a desempeñar su papel, dijese a usted que acaso es un sentimiento delicado, pero peligroso de guardar, el que usted le oculta, un sentimiento dulce lo que adivina en su abatimiento, en su palidez, en su silencio, usted po221
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dría contestar a esa amiga que se engaña, pero no retiraría sus manos de las suyas. Este lenguaje, saturado de dulces insinuaciones, era realmente nuevo y desconocido para la sencillez de Carolina. Nada tiene de extraño que sedujera a ésta, cuando hubiese bastado para hacer caer en el lazo a cualquier otra que fuera menos ladina que Leónida. -No comprendo a usted, señora -contestó Carolina, doblando su cabeza sobre el hombro de su nueva amiga. -¿Por qué no me confiesa usted que ama, si el objeto de su amor es digno de usted? -No amo... yo no sé... -Sea usted franca, amiga mía: ¿no es mi obligación aconsejarla, puesto que de amiga suya me precio? Posee usted un instinto recto, un alma cándida, corazón de oro, y segura estoy de que ha entregado su corazón a quien lo merece, y que lo único que le falta es que el señor Clavier confirme su elección. -¡Si supiera usted cuánto temo al señor Clavier, señora! ¡Casi es tan grande el temor que hacia mi protector siento como el cariño que usted me inspira! 222
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-Me parece que hace usted mal, pues no creo equivocarme si aseguro que el buen señor sabrá con placer especial su inclinación, siempre que no tarde demasiado tiempo en oir la confesión... Es un señor excelente... y sufre mucho... a diario nos lo dice... al pensar que puede morir de un momento a otro dejando a usted sola, y sin apoyo en el mundo. Pero, aunque le restasen largos años de vida, crea usted que el apoyo de una familia nueva sería para él un consuelo que endulzaría su vejez. -¿Ha dicho él eso, señora? -¡Claro que sí! Por tanto, ningún motivo tiene usted para hacer un misterio de su amor, y menos a mí, hija mía, que estoy en condiciones de decir a usted cómo recibirá el señor Clavier su amor. -Pues bien, señora: puesto que usted es tan buena, puesto que me quiere tanto... Carolina se puso como una amapola. Abrió los labios para hacer una confesión, y no hizo más que enrojecer. No había vencido Carolina su timidez, cuando salió Víctor de la sala de billar, atropellándolo todo, agitando en una mano un taco y llevando en la otra un vaso de ponche y dando unos gritos que pertur223
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baron a los bailadores, a los que jugaban a la lotería y a los que entretenían el tiempo hablando. Fue un vendaval que lo trastornó todo. Leónida, que no quería desperdiciar la ocasión de conocer el secreto de la pasión de Carolina, reanudó en seguida la conversación que interrumpiera la entrada ciclonesca de su hermano. -¿Ha observado usted a los jóvenes que frecuentan nuestras reuniones, Carolina? -preguntó. -Sí, señora. -¿Le parece si tiene talento el señor Alfonso? -Mucho. -¿Y el señor Ernesto? -No lo conozco. -¿Encuentra amable al señor Gustavo? -Es muy divertido, sí. -¿Y qué opinión le merece mi hermano Víctor? No se crea usted obligada a hacer su elogio porque él sea mi hermano y usted mi amiga. -Le aprecio mucho, señora. -Es bastante vivo, gran parlanchín, muy bullicioso, pero tiene porvenir. A mí me ha dado el encargo de buscarle novia, precisamente en Chantilly. No dejaré de tropezar con dificultades si he de atenerme a la última cláusula, pero no me asusta esta 224
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circunstancia, tanto como la sospecha que abrigo de que ha puesto ya sus ojos en la niña, cuya mano ansía obtener. Exigían las conveniencias que Leónida no llevase más lejos sus insinuaciones interesadas, y no las llevó. Abrazando a Carolina, le dijo a media voz: -Hija mía... ha justificado usted las esperanzas de la amistad. La alegría de Mauricio rayaba en lo inverosímil. Si la felicidad doméstica se hubiese propuesto personificarse en aquellos momentos, es bien seguro que no habría adoptado rostro más radiante que el suyo. Su entusiasmo se desbordaba, no cabía dentro de su pecho. Cuando observó que se mitigaba el ardor de los juegos, propuso uno nuevo que conservaba como en reserva para dar nueva vida a las diversiones. -¡Adivine el que pueda o sepa el número que tengo preparado! -gritó. -¿Lotería? -gritaron por todas partes. -¡Mejor... mucho mejor! -contestó. -¿El juego del enano amarillo? -No, señores: ¡mejor que todo eso! -¡No nos haga sufrir más, señor notario! 225
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-Vamos, Mauricio -dijo Leónida: -habla de una vez. -¡Ensanchen el corro y... silencio! -dijo Mauricio, haciendo sonar un timbre. Presentóse un criado llevando un gran canastillo cubierto con una tela. Levantada ésta, vióse que el canastillo contenía guantes, abanicos, estuches de marfil, tijeras, costureritos, libros, cajitas y mil objetos de bisutería. -¡Señoras y señoritas! -gritó Mauricio. -El juego que propongo es una especie de lotería... lotería autorizada por el Gobierno, aunque éste no creo que esté dispuesto a imitarla, porque en esta lotería se gana siempre, al paso que en la del Gobierno es infalible la pérdida. -¡Magnífico!... ¡Encantador! -Sólo me resta pedir resignación a las que resulten menos favorecidas de lo que merecen por la suerte. -Todas quedaremos contentas. -Pronto lo veremos... Usted, señor Clavier, tendrá la bondad de meter la mano debajo de la tela que cubre el canastillo y tocará el objeto que más le plazca, y tú, Leónida, nombrarás a la persona a 226
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quien ha de corresponder el objeto tocado. Ahora... ¡silencio! El anciano, sostenido por Carolina y por Víctor, adelantó hasta el centro del salón, donde estaba el canastillo. Renunciamos a describir los transportes de entusiasmo, las explosiones de alegría que seguían a cada objeto que el señor Clavier sacaba del canastillo, después de ser nombrada por Leónida la persona que debía recibirlo. Todo el mundo corría a examinarlo de cerca y a felicitar al ganancioso, sobre todo cuando salían objetos de algún valor. Carolina no había obtenido más que chucherías insignificantes. El bueno del señor Clavier la miraba con ojos que parecían decir: «Ya estamos acostumbrados a no merecer los favores de la suerte, hija mía.» Estaba terminando el juego cuando fue pronunciado su nombre en el momento que el señor Clavier sacaba del canastillo un objeto más voluminoso que los otros. Todos vieron que salía primero un puño de marfil, luego una varilla de ébano, y finalmente una tela de seda blanca y verde: era una sombrilla. 227
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Los bravos y los aplausos fueron más ruidosos que nunca, pues en verdad era aquél el regalo de más valor de cuantos contenía el canastillo. Todas las jóvenes felicitaron y abrazaron a Carolina, presa, desde que vio la sombrilla, de un temblor nervioso que todo el mundo atribuyó a la alegría. Agitada y descolorida, la joven fue a sentarse junto al señor Clavier, después de recibir la sombrilla de manos de Leónida. -Ya tienes con qué reemplazar la que perdiste hace algún tiempo en el bosque dijo el señor Clavier. -¡Si hasta parece la misma! La observación del buen anciano acabó de consternar a Carolina. Por fortuna para ella la reunión terminó en aquel punto. Un cuarto de hora después de terminada la fiesta de familia, todo dormía en Chantilly. Al decir todo, no hemos querido comprender en el conjunto a Leónida, que, de pie, apoyados los codos sobre la repisa de la chimenea, meditaba profundamente, y a Carolina de Meilhan, cuyos párpados no entornaba el sueño.
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XIII Pasaron algunos días. El señor Clavier se dirigía, según costumbre, hacia la verja de su jardín para cerrarla, cuando vio que un individuo pegaba un cartel contra uno de los pilares de la puerta. Como el buen anciano tenía una vista sumamente débil, y por añadidura era casi de noche, si quiso saber lo que decía el cartel hubo de recurrir a Carolina. Acudió Carolina al ser llamada, abrió la verja y leyó con la mayor indiferencia al principio, mas luego con terror profundo, las siguientes líneas: «La Audiencia de Poitiers ha dictado sentencia. condenando a la pena de muerte al llamado Eduardo de Calvaincourt...»
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No pudo continuar leyendo. Su vista se nubló y se doblaron sus rodillas. Vióse obligada a comenzar de nuevo la lectura. -No te asustes, Carolina -dijo el señor Clavier, atribuyendo la impresión de espanto de Carolina a la sensibilidad propia del corazón femenino. -Puede ser que esa sentencia no haya sido confirmada aun. Carolina prosiguió así: «La Audiencia de Poitiers ha dictado sentencia condenando a la pena de muerte al llamado Eduardo de Calvaincourt por haber encendido la guerra civil en la Vendée y conspirado a mano armado, contra el Estado.» El puñal penetró dos veces en el corazón de la infortunada niña, produciéndole tal exceso de dolor, que estuvo a punto de venderse. Terminaba el cartel anunciando que se sabía que el condenado estaba escondido en las inmediaciones de Chantilly desde hacía algunos meses, y que se haría acreedor a la estimación del Gobierno y de sus conciudadanos el habitante que descubriese el paradero del culpable y lo denunciara o presentara a la justicia. -¡La estimación de sus conciudadanos por denunciar a un condenado... a un proscripto! -exclamó 231
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el señor Clavier. -¿No es eso tanto como poner a precio una cabeza? ¿Al precio de sangre llaman hoy estimación? ¿Lloras, Carolina? ¡Sí... lo comprendo... es un noble! ¡Llora, hija mía, llora! ¡El que vierte lágrimas por quien nada es para él, vertería su sangre por las personas que le son queridas! ¡Le denunciarán... sí... es indudable! La raza de los delatores no concluirá nunca... es como una llaga asquerosa imposible de cerrar. Hoy mismo, antes que amanezca el nuevo día, circulará por doquier el rumor de que el Gobierno entrega un millón a quien denuncie el refugio del condenado. ¡Un millón!... ¡Os entregarán seis francos, miserables... seis francos, exactamente lo mismo que si presentaseis una cabeza de lobo! ¡Por supuesto, que seis francos valen más, mucho más que la estimación de los gobiernos y de los conciudadanos que fomentan la delación! »¡Ojalá viniese a refugiarse aquí! ¡Ojalá la suerte le trajese a nuestra casa!... Quiero que quede abierta esta puerta, y si viniera, había de ver el caso que hago yo de las órdenes del Gobierno... ¡Denunciarle!... ¡Mi casa es suya, suya nuestra mesa, suyo nuestro lecho... suya nuestra vida! »¡No llores más, Carolina! ¡Nada de lágrimas!... ¡El desprecio únicamente! Pero no; tampoco el des232
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precio... la noche está cerrando... sígueme... daremos comienzo a nuestra tarea. Tomó a Carolina en sus brazos, la subió a la altura del cartel, y repuso: -¡Hazlo pedazos!... ¡Así... rompe... rompe sin miedo, hija mía! Un momento después no quedaban restos del cartel. -¡A los otros, ahora! Cuantos carteles habían sido pegados desaparecieron. Al cabo de media hora no quedaba uno solo en la población. Brillaba el fuego de la fiebre en los ojos del anciano cuando regresó con Carolina a su casa. La niña temblaba convulsivamente y sollozaba. El señor Clavier no se acostó. Después de dejar abiertas de par en par las puertas del jardín y del salón, se pasó la noche escuchando si alguien hollaba con sus plantas el camino trazado por su generosidad.
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XIV Una noche, Mauricio y su cuñado guiaban el coche por la carretera de Chantilly a París. -¿Habremos olvidado algo? -preguntó Víctor, luego que hubieron recorrido alguna distancia. -Veamos: aquí está tu abrigo, mi cartera, la caja de Leónida. ¿Está todo? No nos vaya a ocurrir lo de la vez anterior. -Todo menos las pistolas -respondió Mauricio. -¡Diablo! ¡Y yo que recomendé a mi hermana que las déjase sobre la mesa para que no se nos quedasen olvidadas! ¡Para, José! El cochero detuvo los caballos. -¿Es inseguro el camino, Víctor? ¿Crees que es imprudencia recorrerlo sin tomar precauciones? -¿Quién puede asegurarlo? Llevamos valores de consideración, y como frecuentamos bastante este 234
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camino, bien podría suceder que nos esperasen cualquier noche, y que la noche en cuestión fuera ésta. -¿Opinas, pues, que debemos volver a Chantilly para recoger nuestras pistolas? ¡Es una contrariedad!... Ya ves que nos hemos alejado bastante. -Como quieras, Mauricio; pero me permitirás que te recuerde que el mes pasado detuvieron en Champlâtreux la diligencia de Creil, y que, de no haber llegado tan oportunamente los gendarmes, la recaudación de contribuciones no hubiese ingresado en las arcas de la Hacienda Pública. Aun está enfermo del susto el recaudador. -Te doy la razón. Preferible es llegar tarde que topar con los ladrones. ¡A Chantilly, José! El coche regresó a Chantilly y fue a detenerse sin ruido frente a la casa del notario. -Vuelvo en seguida, Víctor -dijo Mauricio saltando del coche. -No tardo más que el tiempo indispensable para tomar las pistolas. Ni siquiera despertaré a Leónida. Abrió Mauricio la puertecilla del jardín y entró. Ni una luz brillaba en toda la casa. Dirigióse a tientas al comedor y buscó las pistolas que suponía que estarían sobre la mesa. No es235
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taban. Ocurriósele entonces que habrían quedado en el armario del dormitorio cuya llave llevaba en el bolsillo, y se dirigió a aquél, caminando sobre las puntas de los pies, a fin de no turbar el sueño de su mujer. No sin rozar algunos muebles y mover alguna silla, encontró al fin el armario. Con precauciones infinitas introdujo la llave en la cerradura. Dio media vuelta... ¡maldita llave, y cómo rechina! Para colmo de males, la puerta del armario no se abre a la primera vuelta de llave y hay que repetirla. Pensó el infeliz que si su mujer le oía sufriría un susto mayúsculo, y con temor vivísimo dio la segunda vuelta. ¡Al fin logra su propósito! Abre la puerta del armario, toma la caja de las pistolas por el anillo del centro y la atrae hacia sí; pero, al llegar al borde de la tabla, la caja, que no está cerrada, se abre y las pistolas caen al suelo, produciendo un ruido capaz de despertar a un muerto. -¡Soy yo... Mauricio! -grita el notario. -No te asustes, que soy yo. He venido a buscar las pistolas... Leónida... soy yo. Mientras repetía por tercera vez que era él, Mauricio se acerca a la cama para tranquilizar a su mujer, temblando al pensar en el susto horrible que aca236
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baba de ocasionarle, susto tan grande, que ha debido dejarla sin voz y sin aliento, puesto que ni la oye quejarse ni respirar. -¿Se habrá desmayado? -pensó con terror. Mauricio palpa con las manos la cama: no está deshecha; ni siquiera han levantado el cubrecama de seda. Busca la almohada y la encuentra en su sitio, pero sobre la almohada, no descansa ninguna cabeza. La estupefacción le deja clavado en su sitio. -¡No es, posible!... A estas horas no sale nunca... ¿Habrá ido al jardín? ¿Pero qué ha de hacer en el jardín, cubierto por tres pulgadas de nieve? ¿En el salón? Acabo de salir de él... No está en ninguna parte... ¿Dónde puede...? ¡Oh! ¡Mi idea es absurda!... ¡La suposición atroz! ¡Fuera pensamientos bastardos! Como de ordinario, acompañé a Eduardo hasta la entrada de la caverna, y yo mismo cerré la trampa... La trampa está cerrada... ¡digo, suponiendo que yo no esté loco...! ¡Vaya! ¡Pongamos en orden las ideas! El infeliz sentía en las sienes horrible martilleo, las lágrimas se agolpaban a sus ojos, sus rodillas flaqueaban. -¡La verdad es que me intranquilizo sin motivo ni fundamento! –pensó. -¡Y Víctor me está esperan237
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do!... ¿Dónde están las pistolas? ¿Seré imbécil? ¡Las llevo debajo del brazo y las busco! ¡Bueno!... ¡Me voy!... Habrá estado... ¡claro que sí!.. ¡Pero qué tontamente me atormento!... ¡Es vergonzoso! Estas sospechas... ¿Por qué no he de asegurarme? La trampa está en el comedor, y sí la encuentro cerrada, como la encontraré sin duda, entonces... La trampa estaba abierta. La sospecha que arraigó en el corazón de Mauricio, la cólera que rugió en su pecho, la vergüenza que invadió su alma, fueron a manera de manantiales lumínicos que dieron a sus miradas una lucidez extraordinaria: sus ojos relampagueaban. ¡Abierta la trampa que él dejó cerrada! Aun lo duda el cuitado, no obstante ver su boca negra y vacía, pero el testimonio de su brazo, que no encuentra resistencia alguna, aleja las últimas sombras de duda. Leónida ha bajado a la gruta... Leónida está en aquel momento abajo... ¡su mujer! Mauricio salta los escalones sin darse cuenta, como un autómata, sintiendo en su cerebro los ardores de un volcán, armada la mano. A lo lejos divisa el resplandor de una lámpara que ilumina débilmente los tres escalones que hay que franquear para 238
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subir desde la gruta al pabellón. Corre, sube los tres peldaños y pega su cara a los cristales de la puerta. Como las cortinas encarnadas están corridas, no puede ver lo que en el pabellón pasa más que a través de aquellas, pero distingue perfectamente dos sombras, dos sombras extrañas, grotescas por su forma, pero que son sombras de un hombre y de una mujer. Tres veces arañaron los cristales las uñas del notario, que maquinalmente pretendieron descorrer las cortinas para ver lo que pasaba dentro, para asegurarse de que allí estaban Eduardo y su mujer, aun que de ello no podía estar más persuadido. A sus oídos no llegaba una sola palabra. -Voy a llamar... quiero que me abran -pensó. -Llamaré... ¿por qué no? ¡Es una precaución digna de un mando ultrajado! -añadió sonriendo con sonrisa que daba miedo. -¡Entraré sombrero en mano! Sus dientes castañeteaban y mares de sudor invadían su frente. -¡Cobarde! ¡Le persiguen, y le doy asilo; pesa sobre él una sentencia de muerte, y le salvo; tiene hambre y le doy de comer ; y para demostrarle su gratitud me...! ¡Hermoso pago, a fe! ¿Le mato? ¡No... no es bastante! 239
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Un relámpago de alegría iluminó la mirada de Mauricio. -¿Le denunciaré?... Sí... voy a París... llegaré al rayar el día y le denunciaré... ¡Cómo me consuela esta idea! «¿Y la hospitalidad?», me preguntarán. «¿Y el adulterio?», replicaré. Vil es la delación, lo sé; ¿pero es muy hermoso lo que él ha hecho? En el interior del pabellón resuena una carcajada. Mauricio monta sus pistolas. -¿Qué necesidad tengo de ir a París? La gendarmería vive a la puerta de mi casa y el alcalde a dos pasos... Dentro de diez minutos puede estar preso, dentro de una hora se encontrará camino de París, amarrado como lo que es: como un criminal, y mañana dormirá en la Conserjería... ¡Sí, sí! ¡Es lo mejor! Vuelve Mauricio sobre sus pasos, desciende los tres escalones, pero de pronto le asalta un temor. -¿Qué diré a Víctor? Preguntará, querrá saber y tendré que contárselo todo... La autoridad no se conformará con lo que yo declare... querrá saber cómo y por qué denuncio y hago prender a un hombre que recibí en mi casa y a quien he tenido escondido tanto tiempo... ¡Oh! ¿Cómo salir de este laberinto horrible de tinieblas y de confusión? ¡Situación 240
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odiosa y ridícula la mía!... Y Víctor, que está esperando, se impacientará, vendrá a lo mejor... ¡Es lo único que me falta... un testigo de esta edificante escena de familia! Hieren sus oídos risotadas más insolentes; se abre la puerta de comunicación del pabellón... Escucha Mauricio con todos los anhelos de su alma, pero cesan las carcajadas y vuelve a cerrarse la puerta. Sube de nuevo los tres escalones, pega su cara a los cristales y ve las mismas sombras grotescas y la misma cortina roja. Sus pies tropiezan con algo; se baja y recoge una levita... una levita de Eduardo. -¿Qué significa esta levita arrojada entre explosiones de risa? ¿Es una orgía desenfrenada la que están celebrando? ¿Llamo?... ¡No! -exclama de pronto. -¡Ya encontré el medio! Con expresión de alegría satánica, toma lo primero que encuentra a mano... dos relojes de oro y dos sortijas, y lo pone en el bolsillo de la levita de Eduardo. -¡Ya le he convertido en ladrón! -exclama. Ya no seré denunciador, delator vil, sino un hombre robado... Corro a dar parte a los gendarmes... me han robado. El ladrón es Eduardo, su misma levita le denunciará. ¿Qué podrá contestar? Que diga cómo 241
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se llama y su mismo nombre será su condenación; que lo calle, y le enviarán a presidio por ladrón... Ya puedo decírselo todo a Víctor... Pero... En la mente del marido burlado germina un pensamiento que le deja helado. -Eduardo ha depositado en mi caja cien mil francos -murmura. -¿A qué Tribunal haré creer que un joven tan rico ha podido robar miserias como éstas? Se probará el robo, pero nadie creerá en él, y la consecuencia será el descubrimiento de lo sucedido... Mi venganza entonces será una venganza innoble, ruin, inútil... Mauricio hubo de renunciar, no sin desesperación, a un proyecto que no podía deshonrar a Eduardo sin deshonrarse a sí mismo. Sacó del bolsillo de la levita los objetos que había puesto y dejó caer la prenda de vestir a la puerta del pabellón. -No me quedan más que dos recursos –pensó: matarla y huir para siempre de Francia, perdiendo mi posición, mi fortuna, mi existencia... o callarme: despedir a Eduardo con cualquier pretexto, sin dejarle sospechar la causa verdadera y quedarme con mi mujer... como se quedan tantos otros. Las dos sombras se agitaron, se persiguieron, se alcanzaron, se confundieron en una sola, y comen242
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zaron a dar vueltas y más vueltas. Aquella fantasmagoría exasperó a Mauricio. Irritado, loco, desesperado, huyó de aquel horrible lugar, salió del pasadizo subterráneo, atravesó el salón de su casa, bajó al jardín, cuya puertecilla cerró, y montó en el coche donde Víctor le estaba esperando. -He tardado una eternidad, ¿verdad, Víctor? -No, hombre, no... menos de diez minutos. ¡Diez minutos! Mauricio creía que su ausencia había durado diez horas.
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XV Retrocedamos algunas horas. Momentos después de haber echado a andar el coche que conducía a París a Mauricio y a su cuñado, Leónida bajó al pabellón de Eduardo. Dejó abierta la trampa, porque tal era su costumbre y porque Mauricio no la tenía de volver a su casa después de haber salido. La fatalidad lo quiso de otra suerte en esta ocasión. Relataremos en este lugar la historia de su entrevista con Eduardo, toda vez que en compañía de éste se encontraba cuando su marido volvió inopinadamente y en su compañía quedó cuando aquél resolvió abandonar a Chantilly sin tomar venganza. -¡Pronto! -dijo Leónida al entrar en el pabellón. -Esto es para ti... Un uniforme completo de trompeta húngaro... Es soberbio, sobre todo el armiño... 244
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pero lo admiraremos más tarde... ¡Las diez ya! necesitamos cincuenta minutos para llegar a Senlis, así que, no entraremos en el baile hasta las once. ¿Dudas aun, Eduardo? -¿Yo? -respondió Eduardo, poniéndose el casco húngaro adornado con un penacho hermosísimo. -Yo no deseo más que darte gusto, Leónida. Sin embargo, me permitirás que te recuerde el peligro que en el baile te espera. Como conozco tu carácter, sé que no vas al baile por el placer de bailar, sino por vengarte. Me habías de jurar mil veces que no te venderías tú misma, y no te creería. -Te sienta admirablemente el disfraz -dijo Leónida con entonación irónica; -pero continúa. -¿Me dirás que no son fundados mis temores? El baile puede ser para ti y otra persona motivo de una escena altamente desagradable cuyo alcance es imposible calcular. Mañana, a su regreso de París, Mauricio es probable que lo sepa todo. Malo, muy malo es abusar de la hospitalidad que me concede, como lo estoy haciendo; pero deshonrarle descaradamente es una vileza... es... yo quisiera que tú misma lo comprendieras sin que yo lo dijese, Leónida. 245
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-¡Está muy bien, señor predicador! No riñamos por tan poca cosa; quédate en casa, y asunto concluido. Sin embargo, diré que yo creía haberte asegurado que mi venganza sería desdeñosa, fría. Ven aca, Eduardo: si mi intención fuese dar rienda suelta a mi cólera, ¿vendría yo misma a despertar por anticipado tus temores? Ten en cuenta que media una distancia tan enorme entre las frases que la libertad de un baile de máscara autoriza y las que prohíben las conveniencias, que una mujer honrada jamás la recorre entera. No deja de admirarme, Eduardo, que me supongas falta del instinto de respeto que a mí misma me debo. -¡No... si yo cuento con tu prudencia! ¿Pero quién me asegura que la señora Lefort, al salir del círculo que le traza el respeto a sí misma, no hará que tú rebases también el tuyo? Al verse atacada, se defenderá; las estocadas de la malicia las parará con la injuria; están tan sueltas las lenguas en los bailes de máscaras, el antifaz sugiere tantas osadías y el disfraz inspira tanto olvido, que te arrastrará, Leónida, no lo dudes, esa libertad cuyas consecuencias me hacen temblar. Mira, querida mía; prométeme que renuncias a tus proyectos de venganza, o renunciemos al baile. 246
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-Capitulemos -contestó Leónida, levantándose y jugando con el penacho del casco que llevaba Eduardo. -¿Cuántas horas quieres que pasemos en el baile de Senlis? En este punto estaba la conversación cuando Mauricio pegó su cara a los cristales. -La cuestión del tiempo, maliciosilla, ¿no encubre un lazo? ¿No te bastaría una hora para producir estragos terribles? ¡Nada, nada! Iremos al baile, pero has de prometerme que no dirigirás la palabra a nadie. Puesta esta condición única, pero esencial, Eduardo se levantó, tomó las manos de Leónida, y preguntó: -¿Accedes? Aunque Leónida atribuía al cariño la repugnancia mal disimulada que Eduardo sentía para consentir en acompañarla al baile, no se resignaba a renunciar a inquirir nuevas causas de su terca resistencia.. En su alma habían penetrado dudas dolorosas desde la noche en que Carolina reveló con su palidez, al recibir la sombrilla que le tocó en suerte, la existencia de una intriga. Que la sombrilla era de Carolina no podía dudarlo; ¿pero quién la acompañaba por el bosque cuando la perdió? ¿Eduardo? ¡Imposible! 247
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fue el primer pensamiento de Leónida; pero como en materia de rivalidades, cuando una mujer dice ¡imposible! duda, si es que no cree firmemente, Leónida dudaba y buscaba una solución a sus dudas. -¿No hablar con nadie en el baile, Eduardo ? Tu pretensión equivale a decirme que no quieres que asistamos al baile... Por supuesto, que ya sé en qué consiste tu timidez... conozco lo que tú no quieres confesar. Eduardo se alarmó tanto, que ni supo ocultar su terror. -¡Lo sabe todo! -pensó. -Cree que Carolina asistirá al baile y probablemente ha descubierto que la amo. -Hay momentos, Eduardo, en que el hombre se aferra a la vida con mayor ansia que la ordinaria. Eduardo se tranquilizó. -Sí; hombres, por ejemplo, que desafían impávidos la bala de un marido burlado, retroceden ante el peligro de acatarrarse al atravesar un bosque o ante el de proteger con su presencia la debilidad de una mujer. Existen infinidad de ejemplos de esos contrastes de bravura heroica y de miedo exagerado. También comprendo que quien, como tú, es objeto 248
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de las persecuciones de la policía, está en el deber de extremar las precauciones. -¡Vamos al baile, Leónida! Hemos perdido ya mucho tiempo; perdóname. Este uniforme húngaro es magnífico, y tu disfraz de bohemia divino. Acércate, Leónida, para que lo admire... Ten cuidado, que te amenaza otro peligro: te reconocerá todo el mundo en cuanto vean tu talle, como no lo disimules echando sobre tus hombros algún chal holgado. -¡Cállate, loco, más que loco! -exclamó Leónida abrazando a su interlocutor. -¿Has podido creer que yo atribuiría tu repugnancia a acompañarme al baile al temor a los peligros que puedan amenazarte? No te querría si por tan cobarde te tuviese. Pero yo sabía muy bien que, apelando a un pretexto, tal vez indigno, disiparía tus vacilaciones, sabía que el hombre que me negaba su brazo ante el temor de que el escándalo llegase a mi casa, me obedecería al verse acusado de que temblaba por su vida. Sería tu vida, en realidad, la que arriesgásemos en este juego, y tu vida, vale infinitamente más que un capricho de mujer, más que una velada consagrada a un duelo de alfileterazos y abanicazos. La perfidia de las mujeres es infinita, Eduardo. ¿Quién nos asegura que la señora Lefort no sabe que tú estás escondido en esta 249
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casa? De esto hasta creer que eres mi amante no hay más que un paso que salva, inmediatamente y sin reflexión la malicia de la mujer, y de esta idea a la de denunciarte en pleno baile media un trayecto que recorremos nosotras con la tranquilidad con que nos quitamos o calzamos un guante. Si eso ocurriera, ¿quién de las dos sería la que se vengase? ¿Yo, que dejaría entre sus manos la cabeza de un proscripto condenado a muerte? ¡Oh! ¡Si en el baile resonasen en mis oídos estas palabras: Te conozco, Eduardo de Calvaincourt! ¡No, no! ¡No vamos! ¿Puede haber mujer bastante fría, bastante corrompida, bastante desprovista de corazón y de sentimientos de ternura, para arrastrar a un hombre, que es su amante, a un baile, sabiendo que, si equivoca el camino, le conduce al patíbulo? Quería probarte, Eduardo, y ya lo he hecho: estoy satisfecha. Veo que aun me amas. -Tenemos que ir al baile, Leónida -replicó Eduardo. -¿He de ser yo ahora quien suplique? Han pasado de moda los rasgos de abnegación caballeresca, y de consiguiente, me guardaré muy bien de decir que mi vida nada es. Tendría a mis ojos un valor inmenso aun cuando no fuera más que para no separarme de ti, aparte de que, si he de perderla, 250
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quisiera que fuese en alguna batalla reñida por la causa que he jurado defender. No me hables siquiera del peligro de dejarla manchar por las viles manos del verdugo, porque ese peligro lo evitaremos sin dificultad. Yo seré mudo, no despegaré los labios, y no creo que exista persona, bastante atrevida para pretender arrancar el antifaz que oculte mi cara. Mi vida dependerá de tu prudencia, Leónida, y creo sin presunción que, a ese precio, puedo responder de ti. -No, amigo mío: no quiero comprometer tu vida en este ensayo. Ten en cuenta que ni el silencio sería para nosotros bastante salvaguardia, porque despertaría sospechas y nos espiarían. Cuando mayor fuera el misterio en que nos envolviéramos, mayor interés tendrían todos por penetrarlo. En los bailes de máscaras de provincias los antifaces son transparentes. Si ocultamos con ellos nuestros rostros, es para saborear la vanidad de que nos conozcan, y si falseamos nuestra voz, es para hacer resaltar nuestra personalidad merced a nuestras frases más o menos ingeniosas. No nos convienen esos juegos. Querríamos nosotros no ser conocidos, pero la curiosidad general no se avendría con nuestro gusto, y nos asaltarían, nos estrecharían por todas partes, nos 251
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asaetearían las miradas que hablan y las palabras que ven. ¿Responderíamos de nuestro silencio cuando respirásemos aquella atmósfera de calor y de libertad de que tú hablabas hace un momento, atmósfera que, convida al abandono? ¿Puedes pensar sin espanto en que el pierrot que te rozaría con el codo sería el Procurador del rey, en que el pulchinela que te divertiría, con sus chistes sería el director de la cárcel, en que el payaso que te dirigiera la palabra, era el mismo que te condenó a muerte por instigador de la guerra civil? -Lo único que pienso, Leónida, y lo que te ruego que pienses tú, es que acaban de sonar las once y media y que hemos perdido diez contradanzas. Nos hemos disfrazado, y demostraríamos muy poca formalidad quedándonos en casa. Además, no te ocultaré que es muy original lo que acabas de recordarme, muy original y muy divertido. ¡Y que no pienso reirme poco, cuando sea viejo, al recordar que bailé de joven con el magistrado que me sentenció a muerte, con la justicia que me buscaba por todas partes, con el escribano que llevaba en su bolsillo mi sentencia capital y con los oficiales de gendarmes que conocían mis señas personales! 252
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A raíz de esta declaración debió ser cuando Mauricio vio la danza fantástica de las sombras a través de la cortina, porque Eduardo, que parecía estar muy alegre desde algunos minutos antes, estrechó el gracioso talle de Leónida y, olvidado, así como también ella, de los graves asuntos tratados, comenzaron a bailar un galop furioso que no terminó hasta que entrambos cayeron rendidos sobre un diván. Leónida, en cuyos ojos chispeaba el triunfo que acababa de obtener sobre las resistencias de Eduardo, puso en manos de éste, con discreción cuyo alcance no comprendió el proscripto en los primeros momentos, un papel cuidadosamente doblado. Ofrecido con la sonrisa que suele ser compañera de los favores, fue aceptado con idéntica gracia y misterio. En la mirada de Leónida creyó Eduardo leer que se trataba de uno de esos regalos que representan tesoros de cariño, inviolables por su misma modestia, y se mostró al nivel de la reserva propia de la discreción, guardando en el bolsillo el recuerdo. -Vámonos, Leónida, vámonos. -¿No olvidamos nada, Eduardo? -¡Canastos, sí! ¡Mis pistolas! -¡Tus pistolas! 253
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-¡Claro!... para desembarazarme de los gendarmes, caso que quisieran prenderme. Llevaré también esta cajita. -¿Para qué quieres esa cajita, Eduardo? -Para el caso en que no consiguiera desembarazarme de los gendarmes. -¿Es veneno, Eduardo? -Vamos al baile, querida mía, que han sonado ya las doce.
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XVI Trasladémonos a Senlis. En la calle de París suenan ruidos capaces de hacer vacilar el campanario de una catedral. Ruedan los coches con estrépito que dominan los chirridos peculiares de las carretas, pues hay que advertir que han sido lanzados a la calle toda clase de vehículos que se mueven sobre ruedas. Los salones donde se celebra el baile de máscaras de la Subprefectura están convertidos en un ascua de oro; tan grande es la profusión de luces. Bien se echa de ver que los gastos de iluminación corren a cargo del contribuyente. Pero la iluminación, además de pródiga, es detestable. Uniendo en monstruoso maridaje lo sagrado con lo profano, han sido llevados a los salones los grandes candelabros de las logias masónicas y los candeleros y arañas de las 255
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iglesias. Se respira una atmósfera pesada. Las autoridades constituidas, cediendo a la dilatación, que las descompone sin alterar su empaque, comienzan a desabotonar sus levitas a la francesa; la rigidez de la etiqueta se sacrifica a la cocción, los cuellos de las camisas languidecen y se doblan, y las espadas de bien templado acero se funden dentro de las vainas. La característica de las fiestas dadas por la ciudad son los refrescos... indispensables donde los invitados han de sufrir los rigores de un verdadero incendio de cera. Los administrados se vengan en ellas de las cargas personales, haciendo todo lo posible por cobrarse el importe de los impuestos que pagan, con la cantidad de naranjadas que ingieren. El lujo de los salones, aunque llevado al más alto grado de magnificencia, presenta un carácter que choca desde luego, pero que arranca sonrisas de ironía en vez de asombrar. Por arte que derroche el tapicero, secundado por los alguaciles, para disimular los empréstitos hechos a los distintos establecimientos públicos, por destreza que hayan empleado uno y otros para metamorfosear el destino cotidiano de los locales, suenan por doquier los mentís lanzados por el mobiliario. Los cortinones rojos traídos de la Alcaldía resultan un poquito cortos; los diva256
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nes que flanquean las paredes revelan su procedencia de la sala de juntas; penden de los techos arañas de cobre y cristal que pregonan a grito herido que son propiedad de la parroquia, y en la sala de juego se ven dos hileras de sillones, colocados con perfecta simetría, que han salido horas antes de la sala de consejos de la Guardia Nacional. Como el baile comenzó a las diez, se han vencido ya las timideces. Los vestidos de las señoras han perdido la tiesura de los géneros nuevos, que suele dar a los bailes de provincias el aspecto de almacenes de modas. Frases halagüeñas envuelven en nubes de elogios a las más hermosas que, tan atrevidas como bellas, se han quitado los antifaces. Las que los conservan puestos todavía, porque temen los efectos del contraste, inventan mil pretextos para no dejar ver a los curiosos más que sus talles, más o menos esbeltos, o la parte inferior del rostro. Sentada junto a un anciano, a quien rodean muchos jóvenes que le prodigan elogios interesados, una damita joven, ataviada con un vestido de seda blanco, adornado con algunas flores, disfruta de la fiesta con todo el candor sencillo propio de sus años y todo el asombro natural en quien ha vivido recluido. Es Carolina, la señorita de Meilhan. Hase 257
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convertido en blanco de las miradas y de las observaciones de los que están cerca de ella y de los que se encuentran lejos. Hablan unos de sus preciosos cabellos rubios que tan admirablemente se armonizan con la delicadeza de sus facciones, ponderan otros el purísimo azul de sus ojos, de mirar tierno sin llegar a lánguido, animados por una boca tan deliciosamente entreabierta, que es un mentís contundente de los antiguos prejuicios de adoración de las bocas en miniatura de Petitot, tan faltas de expresión como incapaces de dar besos. Estos se extasían ante sus largas y sedosas pestañas, eterna hermosura del rostro de mujer, que describen una elipse de sombra movible sobre las mejillas, divinamente encendidas con ese tono robado a la virginidad y al sol, semejantes a las frutas que han brotado en las puntas de las ramas más altas de los árboles, y siendo las primeras en recibir los besos del estío, se ven libres de hojas que las ahogarían, y de las emanaciones de la tierra. Aquellos admiran las líneas de su cuerpo, quebradas e interrumpidas a cada instante para continuar un poquito más allá, el cuello, que contornean las miradas sin encontrar ningún ángulo, sus hombros, deliciosamente modelados, sus brazos, que parecen prolongaciones tira258
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das por el mejor de los artistas, el cuerpo, rico en ondulaciones, y sus pies diminutos, límite del dibujo, pero comienzo del ideal. El señor Clavier agradece los elogios dirigidos a Carolina. Sobre la cabeza de ésta se alza la del anciano, cabeza hermosa, cabeza monumental a lo Dantón, tan fuerte, pero mucho más inteligente que las de los tipos militares que nos legó la generación del Imperio. Por marciales que sean, las caras del Imperio no reflejan más que la resolución del valor; son caras de líneas duras que no suaviza la reflexión, faltas de esa melancolía guerrera, de esa tristeza heroica de los polacos, hombres de consejo y de espada, que hablan latín en la tribuna con bocas hendidas por un lanzazo. Carecen de ese sello de inteligencia que suele ser el distintivo de un origen noble; proceden de abajo, nacieron en las sentinas, son cabezas de taberna, de donde las sacó la revolución. Si colocamos juntas las cabezas de un viejo coronel francés y de un viejo tambor francés, no encontraremos entre una y otra la diferencia más insignificante. Aumenta la animación del baile. Vuelan de una parte a otra espaldas desnudas, el tiroteo de frases ardientes y de palabras apasionadas es continuo, to259
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dos se mueven, todos giran, todos... menos las autoridades locales que, adosadas contra la chimenea, llenos de respeto hacia sus estiradas personas, ponen todo su celo en no descomponer uno solo de los pliegues de sus uniformes de gran gala y no abren la boca, como no sea para decir palabras graves y mesuradas. Este último detalle nos dispensa de hacer constar que asisten al baile el sub-prefecto, el alcalde, el presidente de la Audiencia, el juez de paz y el coronel de gendarmes, pero sin participar de la alegría general ni rebajar su dignidad con un disfraz culpable. Nadie ha observado a Leónida y a Eduardo, que se han confundido entre los grupos desunidos por la agitación de un galop. La sorpresa detiene a Eduardo en su primera vuelta por el salón. Acaban de cruzarse sus miradas con las de Carolina... Carolina está allí, a dos pasos de él, va a rozarla al pasar... ¡Oh... si ella supiera... si cayese el antifaz que cubre su rostro! ¡Qué puñalada tan cruel para aquella niña, extraña a la violencia de las pasiones, para aquella niña que asiste al baile con la misma calma con que pasea por las sombrías alamedas del bosque de Chantilly! Este pensamiento importuna a Eduardo. ¿Con qué derecho podrá exi260
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gir en lo sucesivo confianza a la doncella a quien está traicionando en aquel momento? Eduardo quisiera entonces ser castigado, a fin de que el dolor del castigo le recordase eternamente la magnitud de su culpa. Casi desearía que un rival momentáneo borrase aquella noche su imagen de la imaginación de Carolina, para que su deslealtad quedase borrada con otra deslealtad; pero no: tiene que soportar todo el peso de su infidelidad frente a un rostro sincero que despertará al día siguiente tranquilo y confiado, sin la tristeza de la duda. Carolina no baila, no sabe bailar; al placer del baile prefiere la conversación de las personas que la rodean, y no se separa un instante del señor Clavier. Llama la atención de Eduardo un flujo tumultuoso, que avanza sin cesar hacia un punto determinado del salón, dejando desierto el opuesto. Deseando conocer la causa, vuelve sus miradas hacia el punto en cuestión y ve, entre los grupos y en el centro del corro que éstos forman en torno suyo, a una bohemia arlequinesca que dice la buenaventura a todos los que le tienden la mano. Es de suponer que la función adivinatoria haya comenzado algunos minutos antes de la llegada de Eduardo, pues son muchas las damas a quienes la 261
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mujer vestida de bohemia ha debido contar el pasado en vez del porvenir, a juzgar por la expresión de descontento con que vuelven a sus sitios, diciendo con retintín malicioso: -¡Usted ahora, señora! Las demás, para no dejar ver el miedo que les inspiraba el oráculo, ofrecían sus manos con vacilación visible. Eduardo, siempre oculto tras el muro humano, aseguró los cordones de su antifaz, se cruzó de brazos y observó. Una mujer joven, disfrazada de bailarina vasca, penetró en el círculo oval y abandonó su mano de dieciocho años a la adivinadora. Todo el mundo alargó el cuello. -No tiembles así, hija mía: a tus años, ¿qué desgracias pueden amenazarte? Verdad es que prodigas juramentos de fidelidad a dos hombres a la vez; ¿pero qué importa? ¿Por ventura mereces censuras, si amas a los dos? -¡Mientes, arlequín! ¡Te cortaré esa lengua, embustera! -No es mi lengua la que miente, preciosa, sino tu mano, y me parece ésta demasiado bonita para que la cortes. 262
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Besó la adivinadora la mano y añadió: -He dicho que amabas a dos hombres, y confieso que me engañé; amas a uno de los dos y engañas al otro, lo que no es igual. -¡Mentira también! -¿No amas, pues, ni al uno ni al otro? Si te empeñas, sea. La bailarina vasca volvió a su sitio entre ensordecedores aplausos. No parecía muy satisfecha del oráculo. Eduardo sintió compasión al pensar en la malignidad femenina que nada perdona. Estaba muy lejos de compartir el entusiasmo que experimentaban la mayoría de los invitados escuchando a Leónida, pues habrán supuesto seguramente los lectores que la adivinadora era Leónida. -¿Seré yo más afortunada? -preguntó una mujer encantadora, pequeñita, disfrazada de madre Gigogne, a quien su galán, pierrot grotesco, había dejado en el campo del oráculo. -Lee mi mano, bohemia. -¿Tu mano? -contestó Leónida, echando atrás la cabeza y riendo a carcajadas. -¿Has dicho que lea tu mano? ¡Oh! -¿Por qué no has de leer mi mano, bohemia? 263
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-Porque no me atrevería nunca. -¿Acaso no es bastante blanca? -¡Vanidosilla!... Es la más pequeña y la más blanca de cuantas he tocado esta noche... pero no estriba en eso la dificultad. La curiosidad había dejado en suspenso hasta la respiración. Todo el mundo anhelaba saber quién era la bohemia, todo el mundo hacía conjeturas. -Es la señora de un recaudador del Oise -gritaban unos. -¡Falso! -contestaban otros. -Es la del ex inspector forestal. -Tampoco. La bohemia es la viuda de un oficial de correos de Vineuil. -¡Es cierto! Su mismo cuerpo, su misma estatura. -Y su misma voz. -Habla como ella. -Y ríe como ella. -Ella es... Te hemos conocido, bohemia. -Puede ser; aunque os haré observar que yo no cojeo como la persona que decís que soy. La observación de la bohemia, cuya exactitud se comprobó, arrancó un bravo universal. Los curiosos se quedaron con las ganas de conocer a la adivi264
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nadora, de la que no pudieron saber sino que era una morena arrebatadora. -¿Dónde estriba, pues, la dificultad? -inquirió la madre Gigogne. -En tus dedos, madrecita. -¿En mis dedos? La madre Gigogne intentó retirarse: había comprendido. Su galán, el pierrot que la había llevado al círculo, avanzó brusco y silencioso hacia la bohemia. Llevaba puesto el antifaz y la mano derecha en un bolsillo. Eduardo se colocó a espaldas del galán, quien acababa de ponerse detrás de Leónida. -Has dicho -gritaron varias máscaras -que sus dedos te impedían leer su mano; explícate, bohemia. Como la madre Gigogne continuaba haciendo lo posible por retirarse, las demás máscaras la obligaron a permanecer en el centro y a poner su mano en las de la adivinadora. -Si me obligáis a decir una buenaventura que yo preferiría callarme, no es mía la culpa -dijo Leónida, tomando con solemnidad la mano de la sentenciada. -Tu mano me anuncia que eres la baronesa de Haut-Lieu. 265
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-¡Muy bien! ¿Qué más anuncia la mano, bohemia? -Tu mano anuncia que eres una baronesa, pero tus dedos me dicen que has sido lavandera... Misterios de la ciencia... en la palma de la mano veo un blasón y en las yemas de los dedos un dedal... ¿He de hacer el oráculo de la lavandera Luisa Boujival o el de la baronesa de Haut-Lieu? El pierrot colocado a espaldas de Leónida sacó del bolsillo un diminuto cortaplumas, lo abrió y acercó su afilada hoja, al cordón que sujetaba la mascarilla de Leónida. El rostro de ésta hubiese quedado al descubierto, si un brazo, el de Eduardo, no hubiera agarrado por la muñeca al que se disponía a utilizar el cortaplumas y obligádole, por medio de un movimiento enérgico de torsión, a soltar la pequeña arma, que cayó dentro de la manga de su levita. Nadie se enteró del incidente. El pierrot, ardiendo en ira, se revolvió furioso... para encontrarse con la descomunal nariz de un polichinela monstruoso. No encontrando salida la rabia que rugía en el pecho del barón de Haut-Lieu, se tradujo en gestos descompuestos que los concurrentes interpretaron por el lado cómico. Furioso el barón, sacó a viva 266
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fuerza a. la baronesa, del círculo que la encerraba, echó una capa sobre sus hombros y salieron los dos del salón, jurando, amenazando y llorando. Un coche tirado por cuatro caballos botaba sobre el empedrado de las calles de Senlis cuando aun duraban las risotadas de los concurrentes al baile de la Subprefectura. Este último episodio hizo sudar de impaciencia a Eduardo. Se estremecía de terror al pensar en la posibilidad de qué cayese el antifaz de Leónida y todo el mundo reconociese en la mujer que a tantas otras acababa de inmolar en público a la esposa de Mauricio, el depositario de los secretos de toda la población y a la que había conducido él. Empezaba a perder su firmeza. Ocurriósele sacar a Leónida a viva fuerza del baile, pero reflexionó, y de la reflexión sacó el convencimiento de que las únicas personas cuya simpatía se había conquistado aquélla, con sus malicias se opondrían a su salida.. No pasó mucho rato sin que Eduardo estuviese a punto de comprometer a la misma que quería salvar de sus propios excesos. Como observase que Leónida, cediendo a una preocupación habitual en ella, llevaba sus manos a los bucles de sus cabellos, gesto que probablemente la vendería, inconscientemente 267
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pronunció gritando la sílaba primera de su nombre. No terminó; la sílaba que pronunciaron sus labios produjo en éstos una sensación de quemadura, y el grito, salido a medias, volvió a entrar en su pecho. Leónida, se llevó un susto horrible y Eduardo restregó con violencia su cara y su antifaz. En el salón soplaron entonces vientos de heroicidad. Las mujeres, lejos de retroceder temblando ante la pitonisa, se disputaban a porfía el honor de afrontar sus malicias. En medio de todo, no nos admira; como quiera que el secreto que todas ellas deseaban guardar no era conocido, a juicio de las interesadas, más que por dos personas, tres a lo sumo, además de Dios, consideraban perfectamente garantida su impenetrabilidad. Todos sus demás secretos los abandonaron a la clarividencia de la maga; ¿por qué no? Los oráculos producirían risas generales, pero no escándalo. He aquí cómo raciocinaban; pero hay que tener presente que su raciocinio, además de adolecer del defecto de falsedad, era altamente peligroso. Tal interés despertaron las singulares revelaciones de la bohemia, que el sub-prefecto, el alcalde, el juez de paz, los magistrados, el coronel de gendarmes y, en una palabra, todas las autoridades, habían 268
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abandonado los alrededores de la chimenea para ir a divertirse y a reir, como simples mortales, en el seno de la población bulliciosa de los bailarines. El salón quedó convertido muy en breve en un solo punto, Leónida, que lo concentraba todo: miradas irritadas, curiosidades hostiles, vanidades heridas, risas saturadas de odio y alegrías irónicas. Preciso es confesar que ella lo afrontaba impávida todo. Ya nadie intentaba adivinar quién era aquella mujer, mejor dicho, aquel demonio, disfrazada de bohemia. El mismo sub-prefecto, feliz al ver la felicidad de sus administrados, alentaba aquel intermedio del baile, aquel nuevo atractivo con el que nadie contaba. Pero continuemos. Conducida del brazo por un Plutón, cuyo paso lento y torpe acusaba sus muchos años, adelantó una joven, disfrazada de lechera suiza, y alargó su mano a la bohemia. -¡Ten cuidado! -gritaron por doquier a la bohemia. -Esta vez te expones a comprometerte. Nada de escándalos... Este Plutón es padre y la lechera le debe el ser. Leónida hizo un movimiento de cabeza que parecía significar que sería reservada. 269
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-Veamos tu mano, simpática lechera -dijo. Después de algunos momentos de inspección, exclamó: -Necesito dos testigos para que mi ciencia mágica tenga efecto; pero está tranquila, que tenemos aquí los testigos en cuestión. Abrióse paso Leónida, corrió hasta el fondo de la sala y asió por los brazos a dos jóvenes vestidos de lugareños, que llevó al centro del círculo. Huelga decir que los dos jóvenes se manifestaron altamente sorprendidos al percatarse del papel que se les obligaba a representar. -Van a gozar mis amables admiradores de una comedia completa -dijo la pitonisa. -Tenemos aquí al viejo, nuestro simpático Plutón, un tutor, un carcamal, un hombre cuya muerte y cuya herencia esperan. Tiene sesenta años, es gotoso y sufre otros achaques, y el Cielo le ha concedido una sobrina cuya mano tengo en este momento entre las mías. Me habéis dicho antes que era su hija; yo sostengo que es su sobrina, pero antes de tres meses dirá el mundo admirado: ¡es su mujer! Las cuatro personas más directamente interesadas en la comedia se miraron con asombro estúpido. Plutón enrojeció de vergüenza. 270
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-¡Ja, ja, ja, ja! ¡Estás loca, bohemia! -gritaron de todas partes. -La loca no soy yo, sino la hermana de este caballero, de este respetable dios de los infiernos. Por desgracia, no se encuentra entre nosotros, porque, si aquí estuviera, estos dos caballeritos, que son sus primos, le dirían tal vez, y si no se lo diría yo en su nombre, que tienen el proyecto de pedir al Tribunal competente su declaración de incapacidad, a fin de impedir que legue sus bienes a su venerable criada. -¡Se te ha ido la lengua hermano! -gritó uno de los testigos. -¡A mí no, pero, por lo visto a ti sí! -¡Yo nada he dicho! -¡Tú lo has descubierto todo! Los dos hermanos ardían en deseos de despedazarse. -He aquí mi pronóstico -continuó Leónida: -el señor Plutón se casará con la señorita lechera, su sobrina; sus bienes pasarán frente a los ojos de su hermana, pero sin dejar rastros, y la hermana se verá incapacitada por estos dos caballeros, que en este instante no saben qué decir. -¿Pero es posible, primo, que pienses casarte con tu sobrina? -preguntaron los testigos. 271
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-Me parece que no debe importaros lo que yo haga o deje de hacer -replico Plutón. La lechera llora y la bohemia ríe, mientras los primos enseñan los puños cerrados a la sobrina despojadora de una herencia que consideraban segura. Los circunstantes se bañan en las aguas del escándalo, se agitan en alas del entusiasmo y concluyen por izar a Leónida y por pasearla en triunfo por todo el salón. Eduardo siente miedo y furor a la vez. -¿No te parece -pregunta un dominó verde a Eduardo, que tenía razones poderosas para no entablar conversación con nadie -que esa señora bohemia merecería un correctivo? Juraría que es alguna ardilla de París que ha sometido antes a estrecho espionaje a nuestra ciudad, para luego venir a publicar aquí el resultado de sus pesquisas. Eduardo no contestó al dominó verde. -Sería graciosísimo conocer algunas particularidades feas de la vida de esa mujer y echárselas en cara; probablemente la sorpresa apagaría el fuego de sus invectivas. Silencio de Eduardo. -¿Por qué no inventar alguna mentira ingeniosa, que al fin y al cabo, daría el mismo resultado que la 272
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verdad? -repuso el dominó verde. -Una mujer así no tiene derecho a consideración alguna. Además, ha venido sola, al parecer; largo rato hace que busco en vano una sombra de hombre que la defienda, y aun cuando nuestras insolencias la pusieran en el caso de necesitar un defensor, no creo que nadie se levantara a representar semejante papel. -¿Cuenta el señor -replicó Eduardo -con el aislamiento de esa mujer para maltratarla? A los ultrajes inferidos por las mujeres sólo deben contestar venganzas de mujeres. Seguro estoy -continuó Eduardo con voz concentrada -que el señor sería su primer defensor si un acceso de cólera bastarda lastimase con una palabra o con un gesto a esa dama que usted supone completamente abandonada. De mí puedo decir que no sería el último en salir a su defensa. Quien arranca un antifaz, los arranca todos... el de usted, señor mío, el mío, y se me figura que ni usted ni yo tenemos un carácter que aguante semejantes libertades. -Desde luego... sí, claro está -contestó el dominó verde. -Los bailes de máscaras gozan de libertades que respeto como el que más. Mi proposición fue una broma... y las bromas son también permitidas en reuniones como ésta. 273
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El dominó verde se alejó, en busca probablemente de un cómplice más acomodaticio. Eduardo no escuchaba ni oía nada. Su atención, antes concentrada en Leónida, pasó a fijarse en Carolina, que era llevada en alas de un movimiento general ondulatorio al centro del círculo, juntamente con el señor Clavier. El viejo y la niña compartían por igual la sorpresa que les producían la abundancia de frases vivas, el tiroteo de palabras de doble sentido, las sonrisas forzadas, los silencios sarcásticos que zumbaban en sus oídos y veían sus ojos, desvaneciéndoles y aturdiéndoles. Era aquél un mundo tan nuevo para la inocencia septuagenaria del señor Clavier como para la ingenuidad de Carolina. Los colores de la vergüenza hubiesen teñido los rostros de entrambos si hubieran comprendido lo que pasaba; pero, como lo ignoraban, se divertían sencillamente. Adelantaron tres muchachas y ofrecieron sus manos a Leónida. Los circunstantes premiaron con frenéticos aplausos aquel rasgo de valor triple. Todos aguzaron los oídos para no perder palabra de las nuevas malicias que seguramente iban al brotar de la boca de la bohemia. 274
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-Las tres sois preciosas, las tres sois hermanas dijo Leónida. -¿Qué deseáis saber? ¿Vuestra suerte? La tenéis reservada en el Cielo; seguidme. Leónida echó a andar seguida de las tres jóvenes. Todo el mundo siguió como una avalancha. La maga abrió una ventana. -Mirad las estrellas -dijo, levantando el brazo. Eduardo vio que la ventana en cuestión daba a la calle donde estaban alineados los coches de los concurrentes al baile. -Mirad esas estrellas. Aquélla, que es el Cochero, presidió el nacimiento de vuestro padre; aquella otra, la Bacante, tiene bajo su protección inmediata a vuestra madre; vuestros maridos están en la Láctea y el buen sentido de los que me escuchan y me consultan, en la luna. Leónida, mezclando a las burlas las veras, y a las frases punzantes y duras verdades cumplimientos ingeniosos y llenos de gracia, hacía víctimas nuevas y conquistaba el apoyo de los amigos de divertirse, apoyo que por instantes se hacía más precario, pues claramente se veía ya, que la reunión se había dividido en dos bandos que apreciaban de distinta manera la oportunidad de las revelaciones de la pitonisa. 275
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-¿Hemos venido a bailar -murmuraba una parte de la concurrencia -o a escuchar las extravagancias de esa máscara? -¡Pero es que esas extravagancias nos divierten en extremo! -replicaban otros. -¡Sí... sí! ... ¡Son muy divertidas! -¡A bailar! ... ¡Basta de majaderías de mala intención! -¡Silencio! ¡Cállense los músicos y enmudezcan los maridos! ¡Bohemia... continúa mordiendo, desgarrando, que aun quedan pieles por desollar! -¡A bailar! -¡A callar! -¡Bailaremos pese a quien pese! -¡Hablará, opóngase quien se oponga! -¡Lo veremos! -¡Claro que lo veremos! Para poner término a una cuestión que amenazaba, convertir el salón en campo de Agramante, adelantó un hombre vestido de cíclope, quien, ofreciendo su mano a Leónida, dijo: -Ahora nos toca a los hombres. -¿Prometen defenderme las damas si los caballeros se enfadan? -preguntó Leónida. -Prometedme que me ayudaréis. 276
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-Bohemia... espero mi buenaventura. Algo negra es mi mano, pero no importa: así podrás darnos una prueba más de sagacidad. -Tú eres herrador y forjador. -Pobre idea das de tu talento, bohemia. Es lo mismo que si dijeras a este coronel que es militar o al subprefecto que es magistrado. Ruidosas risotadas premiaron la réplica del forjador. -Eres forjador -repitió Leónida, herida en lo vivo. -¿No prefieres que divulgue lo que todo el mundo sabe, a que publique lo que para todos es misterio? -añadió, pegando sus labios al oído del forjador. -Quiero presentarte como forjador y no como marido celoso, que respiras tal vez venganza. No quiero publicar que piensas matar a tu mujer y suicidarte a continuación, como tampoco diré que has puesto tu fortuna al abrigo de las garras de la justicia. Por eso me limito a decir que eres forjador. -¡Sí... sí! ¡Tiene razón! -confesó el cíclope, volviéndose hacia los espectadores. -Hago justicia a su doble vista, y le doy las gracias por su profecía. De mejor gana le hubiese colocado entre su yunque y su martillo, aunque reía... reía con la mejor gana del mundo. 277
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-¿Qué demonio del infierno me ha hecho traición? - murmuraba entre dientes. -Solamente mi confesor y mi notario conocen mi secreto... ¡Me vengaré! -¿Tienes costumbre de hablar en sueños? -dijo una voz a su espalda. Fue la pregunta un rayo de luz que iluminó la mente del forjador. -Sin duda lo he dicho todo soñando -se dijo. -Esa mujer debe ser amiga de la mía. Volvió la cabeza para ver al que acababa de hablarle, pero a nadie encontró. Eduardo había salvado la vida a Mauricio. La actitud de gran parte de los circunstantes comenzaba a tomar mal cariz. Eduardo comprendió que una coalición de descontentos amenazaba dar al traste con el incógnito de Leónida, y creyó que se imponía salvarla, costase lo que costase. Resuelto a todo, avanzó para sacarla del salón, pero lo impidió un obstáculo imprevisto: Carolina de Meilhan tenía su mano entre las de la pitonisa. Eduardo creyó que el corazón iba a salírsele del pecho. El odio violento que en aquel instante le inspiró Leónida le hizo comprender que es mentira que un hombre ame a dos mujeres a la vez. Ya sen278
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tía haber impedido que el cortaplumas del barón de Haut-Lieu hiciera caer el antifaz de Leónida. -Hermosa niña -comenzó diciendo la maga tu puesto no es éste; claramente me lo dice la línea que observo en tu mano. Esa línea es una alameda del bosque, muy sombría, muy silenciosa, muy larga, que tú gustas recorrer a media noche, cuando la luna convierte en espejos de bruñida plata la tranquila superficie de los estanques de la reina Blanca. Esta línea del centro, punto al que vienen a unirse todas las demás, es la encrucijada de Diana, donde tú te sientas en compañía del ser imaginario, del tesoro de tus ensueños, al que dijiste adiós en este punto, que representa la bifurcación de los Leones. -¡Horror! -murmuró Eduardo. -¿Dónde esconderme ahora? ¡Vivir entre una mujer celosa y un amigo deshonrado por ella es asfixiarse entre dos mentiras! ¡Es llevar mi cabeza al patíbulo que la reclama! ¡Había de desplomarse el firmamento sobre tu cabeza, Leónida, y yo no movería un dedo para defenderte! -Te decía -prosiguió Leónida, mirando a Carolina, que estaba más blanca que su vestido, -que tu sitio no está aquí. Esas luces fatigan tu vista, este ruido te trastorna. Nosotras, las demás mujeres, co279
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rremos tras las realidades, aunque sean tristes acudimos a los bailes para encontrar un amante pero tú... tú no sabes lo que son amantes, no los has conocido más que en las novelas. Tú eres pura, inocente, buena; tú eres para la mujer lo que el ideal para la vida grosera, lo que para un hombre hipócrita, ingrato, traidor y sin corazón este retrato... (Leónilda puso en manos de Carolina un medallón), este retrato celestial, angélico, pero desgraciadamente sin modelo real, imaginario. Carolina no pudo ver el retrato porque Eduardo lo había arrancado de su mano gritando: -¡Ese retrato!... ¡Ese retrato! ¡Mi retrato aquí! rugió en voz baja. -¡Oh!... ¡Sacrifica mi vida a su venganza! El Procurador del rey rogó a Eduardo que le entregase el retrato, que todos los presentes ansiaban ver. Eduardo obedeció la orden, pero al mismo tiempo montó silenciosamente las dos pistolas que llevaba debajo del disfraz. El retrato pareció encantador a todos. El coronel de gendarmes aseguró que se parecía a un primo suyo. El medallón pasó de mano en mano, acompañado de elogios y de observaciones sobre el dichoso seminarista que había sido su modelo. 280
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-¿No nos dirá usted el nombre del feliz mortal? -preguntó el juez de paz. -San Eduardo -respondió Leónida, guardando el medallón. -Sí, señores; se llama San Eduardo y es un regalo de nuestro santo arzobispo. La frase hizo furor. Merced al revuelo que produjo, pudo Carolina volver a su sitio sin que fuera objeto de estudio muy detenido. El señor Clavier nada entendió de las palabras de Leónida: Eduardo ni vivía ni pensaba, estaba petrificado. La primera idea que su pensamiento logró hilvanar al cabo de un rato, fue la de buscar un medio decoroso y natural de decir a Mauricio que no podía volver a su casa. Tras muchos proyectos, rechazados apenas elaborados, optó por el que más peligros entrañaba para su vida, y fue el de no volver a parecer por Chantilly. Resolvió escribir una carta diciendo a su amigo que, descubierto su refugio por la policía, se veía en la dura necesidad de buscar otro, y se dispuso a salir del baile, después de lanzar a las dos mujeres una mirada de amor y otra de odio. Al principio sobraron personas que ofrecieron a Leónida ocasión de hacer alarde de sus facultades como adivina; pero, desde que aquélla pasó desde las frases de doble sentido a las alusiones precisas y 281
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terminantes, su ciencia fue tomada en serio y todos tuvieron miedo. Nadie se atrevía a franquear el círculo adivinatorio; los más osados se mantenían a la defensiva, las risas eran forzadas y las manos se escondían como las conciencias. -¡Al fin! -gritó Leónida con gesto de ferocidad de hiena. De un salto se lanzó al extremo del salón para arrastrar con ella a una joven aterrada, que se defendía como mejor podía para no servir de blanco donde se clavasen los últimos tiros de la bohemia. Más débil la pobre joven que la pitonisa, fue llevada violentamente al centro del circulo, donde quedó temblando de miedo, cubierta de lágrimas que intentaba ocultar tras una sonrisa que sus labios se negaron a dar. Los espectadores se agruparon. En el centro quedaban solas las dos mujeres, y las dos temblaban, pero de espanto la una, de cólera feroz la otra. No llevaba antifaz la víctima de Leónida. El dominó blanco que vestía hacía resaltar su palidez. Casada de poco tiempo, su rostro conservaba la frescura adorable de las colegialas. Adorábala su marido, era feliz y esperaba serlo más en breve, pues no estaba lejano el día en que el Cielo le concediera la 282
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dicha de la maternidad. Como todo el mundo conocía a su familla y a la de su marido, fueron muchos los que quisieron impedir que la bohemia se ensañase con ella. Opúsose un joven a tal medida, alegando que sufriría más la delicadeza de aquella dama si se le concedía una gracia que se negó a otras que dejándola en manos de la adivina. -¡Por Dios, caballeros y señoras! -exclamó la adivina. -No hay motivo para tanta alarma, que no sé que hasta ahora haya quitado a nadie la vida. ¿Por ventura sé, a propósito de esta señora, algo que no sepan todos? Eduardo, que hubo de ser testigo de la escena antes de poder escapar del baile, no tardó en saber que la joven en cuestión era la señora de un negociante en lanas de Beauvais, Hortensia Lefort, de quien Leónida le había jurado que se vengaría con el desdén. Había creído Eduardo que no tendría lugar la colisión entre las dos primas, en primer lugar, porque era difícil que se encontraran entre tantos rostros diversos y perfectamente disfrazados, y en segundo, porque contaba con el pudor de Leónida, mujer como todas las demás, mala en teoría, pero no en la práctica pero estaba escrito que aquella fiesta favo283
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recería las infernales maquinaciones de Leónida y destruiría las esperanzas más hermosas de Eduardo. La adivina quiso hablar. Todo el mundo escuchó silencioso. -No leo tu suerte en el porvenir tenebroso -dijo. -Arbusto hermoso y lozano, diste frutos antes de tiempo, pero fueron frutos que nadie vio. -¡Eso es muy obscuro! -gritaron. -Sabías como yo, blanca Hortensia, que serías madre antes de casarte; lo que no podías presumir es que dejarías de serlo después de casada. -El oráculo sigue siendo obscuro -gritaron varias voces. -Todos sabemos que la señora de Lefort no tiene hijos. -¡Venga una antorcha para ver mejor! -¡Ea! ¡Ahí va la antorcha que lo aclarará todo! -replicó con insolencia Leónida, poniendo en los brazos de su víctima una muñeca de cartón, símbolo acusador de maternidad que todos los presentes entendieron. Todas las señoras, cediendo a un sentimiento unánime de horror, se cubrieron los rostros, indignadas ante el ultraje inferido a su sexo en presencia de sus hermanos, de sus maridos, y en la reputación de una de las que la disfrutaban más inmaculada en 284
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el país. La escena fue espantosa: gritos de compasión hacia la dama que, herida por el rayo de la injuria, cayó desplomada; señoras que se cubrían el rostro con las manos para librarse de la presencia de otra que, sin consideración a su sexo, las azotó en público; una mujer tendida en tierra y otra corriendo hacia la puerta que, en su precipitación, no acertaba a encontrar. No se alzó un vengador, nadie se movió, nadie más que un hombre que, agarrando a Leónida por un brazo, dijo con voz ronca: -¡Cara contra cara, pecho contra pecho, zarpazo contra zarpazo, como la pesadilla contra los sueños!... ¡Ahora me toca a mí! Vas a saber tu oráculo. Uno por persona has hecho tú, pero yo guardo dos para ti, hermosa bohemia. ¿No los adivinas? Primero: tú no eres mujer... no, no eres mujer. Hay hombres que a los dieciocho años conservan su rostro sonrosado y fresco, rostros que recibieron de la casualidad aspecto de caras de mujer para que en ellos hallase la cobardía sitio donde mejor ocultarse. »¡Escúchame! No has tenido pudor; lo hemos visto todos: no has tenido lástima, te faltó la bondad y prescindiste de la prudencia... ¡No... no eres mujer! 285
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»Te has mofado de las mortales agonías que has producido, lanzándolas cual ponzoñosa enfermedad en medio del júbilo general; has hecho escarnio de las palideces de muerte difundidas por ti sobre todos los rostros, momentos antes radiantes de alegría, de esas palideces que han hecho sufrir no ya a los interesados, sino también a los extraños, a los indiferentes... ¡No!... ¡Tú no eres mujer! »¿Has tomado siquiera parte en los bailes que viniste a perturbar? ¡No! ¡No eres mujer! ¿Se ha alzado para protegerte la mirada airada de un marido, la presencia de un padre, la proximidad sagrada de un hermano? ¡Nada! ¡Ni el brazo obscuro, ni el rostro enmascarado de un mercenario, ni la mano de un desconocido para mendigar tu perdón a estas damas, para cambiar su tarjeta con nuestras tarjetas! ¡Luego no eres mujer! ¡Abajo esa careta, caballero! »Has oído la primera parte del oráculo: ¿no adivinas la segunda? »¿No has provisto, mujer sin talento, que en el salón podría encontrarse el marido de la dama ultrajada, y que sería muy poco toda tu sangre para pagar los daños hechos a la mujer tendida en el suelo, los agravios inferidos al marido que quedaba en pie? ¡Caballero... es usted un cobarde y un vil! ¡Si 286
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eres mujer, de rodillas, y si eres hombre, de rodillas también! -Ya voy dudando sobre tu sexo; para mujer, te encuentro demasiado vil; para hombre, cobarde en extremo, pues rato ha que debías haberme probado que lo eres. »Creerás, tal vez, que yo, dueño de ti como soy voy a arrancarte el antifaz, y con éste una buena parte de tu rostro, a fin de presentar a todo el mundo el sitio que debe ser, blanco de sus salivazos? ¡Te engañas, máscara! ¡No me hace falta tu rostro! Pero veremos tu pecho, que también por el pecho se conoce a los hombres.» Julio Lefort, que él era quien hablaba, desgarró de pronto el corsé y el cuerpo de Leónida, llevándose entre sus dedos encajes, cintas y jirones de tela. En el seno de Leónida, que quedó completamente desnudo, aparecieron inflamaciones y surcos abiertos por las uñas que acababan de herirlo sin compasión. Leónida cayó desplomada sobre Hortensia. -¡Lo sabía! -exclamó Julio. -¡Ya estoy vengado! -¡Pero no yo! -contestó una voz. -¿Quién es usted, caballero, que se presenta tan a destiempo? -bramó el insultador de Leónida, ebrio de furor. 287
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-¿Qué importa quien sea yo? Mi nombre nada tiene que ver aquí, como tampoco el de usted. Para usted sería muy cómodo que mi nombre le llevase a conocer el de esa señora, como para mí sería cobarde decir quién soy, mientras esa mujer oculte su identidad. -Ella oculta su rostro y usted su nombre: ¿significa esto que los dos son cómplices en la ofensa? En este caso, bueno será que usted considere tomada en su persona una parte de la reparación que yo me he tomado. -Es usted un insolente, caballero. -Mi rostro está al descubierto al paso que un antifaz cubre el suyo. -No por eso dejo de insultarle. -Está usted en un error: usted no me insulta. Todos los presentes saben quién soy; no oculto mi nombre ni mi rostro; usted no descubre el último ni nos dice el primero; no puede, pues, insultarme. -Salgamos de aquí. Venga usted conmigo, o por... -No saldré con un enmascarado: ¿sé yo acaso si es usted un asesino de profesión? -¡Suerte tiene usted de no llevar careta! -No tanta como usted por llevarla. 288
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-¡Ah! ¿Atribuye usted a cobardía la inmovilidad de este antifaz que me ahoga, que me desespera? ¡La suposición es atroz, caballero! Crea usted que bajo la careta hay un hombre; pero, como ese hombre no es ni el hermano, ni el padre, ni el marido de esa dama, aguanta el bofetón injurioso que acaba de recibir en pleno rostro. -¿Luego conserva usted el antifaz porque es el amante de esta mujer? La causa es buena, si el marido se encuentra en este salón. -Se encuentra aquí -respondió Eduardo. Puede el lector figurarse la tempestad que alzaron las últimas palabras de Eduardo. Todas las señoras, como movidas por un mismo impulso, corrieron a colocarse junto a sus maridos, mientras los maridos ejecutaban la misma maniobra para reunirse con sus mujeres respectivas. Hasta entonces la admirable presencia de ánimo de Eduardo fue parte a que éste sortease con relativa felicidad los escollos que le cercaban por doquier, pero era el caso que había seis maridos que no llevaron a baile a sus señoras, y los seis, a fin de prevenir interpretaciones futuras, se consideraron en el trance imperioso de obligar a Eduardo a des289
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cubrirse inmediatamente o a mostrar a todos el rostro de la señora desmayada. -¡Ni lo uno ni lo otro! -gritó Eduardo, furioso. -¡ A fe que os inspiran poca confianza vuestras mujeres, cuando tan imprudentemente pretendéis comprometer su reputación! Es menor mi presunción que vuestra osadía. ¿He dicho yo, por ventura, que soy el amante de ninguna mujer, presente o ausente? Sabed que de ninguna lo soy. He dicho que el marido de la mujer herida brutalmente por este caballero se encuentra en el salón; nada más. ¿No es preferible dejar envueltas en la duda la ofensa y la reparación a pregonarlas a la faz de todos? ¿Qué pensáis hacer con la mujer cuando cese su desmayo? ¿Quién se atreverá a censurarme porque yo he salido a su defensa? Y, en una palabra: ¿qué conseguiríais sabiendo que yo era su amante, suponiendo que lo fuese? -Seguros, convencidos los seis de que la mujer desmayada no es la esposa de ninguno de nosotros replicaron los maridos a Eduardo, -caen por su base sus subterfugios, que en rigor no son más que despreciables pretextos. Usted nos obligó a salir a la palestra y en la palestra estamos, caballero. Si no obligáramos a descubrir a esa mujer, mañana la ca290
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lumnia la haría esposa de alguno de nosotros. No consentiremos que nadie salga del baile llevando la idea de una sospecha infame, que veinte años no bastarían a borrar. ¡Ciérrense las puertas! Inmediatamente fueron cerradas las puertas del salón. -¡Que nadie toque a esa mujer, si en algo estima su vida! -rugió Eduardo. -¡Mataré a los seis... a todos... si alguien me desobedece! El salón quedó convertido en antro de terrores y de desesperación. Las mujeres corrían alocadas, lanzando gritos de espanto, al ver las dos formidables pistolas que aparecieron en las manos de Eduardo. Este apoyó su pie sobre el antifaz de Leónida. Por desgracia, dos hombres aferraron sus brazos por detrás, paralizando la articulación de sus muñecas. Otros cuatro unieron sus esfuerzos para separar el pie puesto sobre el rostro de Leónida; y como Eduardo viera que le era imposible resistir con éxito tantas fuerzas combinadas, gritó con desesperación: -¡Apelo a vuestro honor, caballeros! Me han jurado que se contentarían con ver el rostro de uno de nosotros dos: el de esta señora o el mío: ¡Vean descubierto el del caballero y respeten el de la dama! 291
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Eduardo, uniendo la acción a la palabra, acababa de arrancarse el antifaz. -¡Eduardo de Calvaincourt! -gritó Carolina de Meilhan, ocultándose el rostro con las manos. -¡Le has asesinado, infame! -rugió Leónida, poniéndose en pie de un salto. El coronel de gendarmes recuerda el nombre que acaban de pronunciar. El juez cambia una mirada con el coronel, mirada que equivale a una interrogación fatal. -Eduardo de Calvaincourt, condenado a muerte por el Tribunal de Poitiers -dijo el coronel. -¡Gendarmes... prended a ese hombre! Cuatro gendarmes, de servicio en la Subprefectura, avanzaron hacia Eduardo con los sables desenvainados: Eduardo está perdido; pero no se entregará sin resistencia. Apuntando sobre las cabezas de los que le amenazan, dispara sus pistolas. Al ruido de las detonaciones, a los fogonazos de los disparos, ruedan por el suelo hombres y mujeres. Los gendarmes, asustados, operan un movimiento de retirada que Eduardo aprovecha para tomar la escalera que baja al jardín. Cuatro saltos le bastan para llegar a la verja; trepa por su hierros y se encuentra 292
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más tarde en pleno campo, en los linderos del bosque. Se ha salvado. Palpita furioso su corazón, el sudor inunda su frente, tiemblan sus piernas y castañetean sus dientes. Se ha salvado; ¿pero y Leónida? Eduardo vuelve sobre sus pasos. Oye el galopar de los caballos de los gendarmes que salen en su busca, ve la dispersión de los coches momentos antes alineados a lo largo de la fachada de la Subprefectura, pero nada le arredra: él mismo llega a la puerta del temible edificio. Se introduce en el salón de baile, pero no saltando la verja, sino entrando por la puerta principal. El salón está desierto: el miedo ahuyentó a la mayor parte de los invitados, y los que salieron para prender a Eduardo no le buscan, como es natural, en el salón donde momentos antes corrió peligro inminente de dejar la vida, y que es ahora el sitio más seguro para el. Hemos dicho que en el salón no había nadie, pero nos hemos equivocado. -Quedan allí tres personas: Leónida, el señor Clavier y Carolina. La primera sigue enmascarada. -¡Venga usted conmigo! -dijo Eduardo a Leónida. 293
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-¡Usted... aquí! -¡Silencio, señora! ¡Venga usted conmigo! -Dos palabras, caballero -terció con acento solemne el señor Clavier. -Mañana, a las cuatro de la tarde, en la Table-du-Roi, del bosque de Chantilly. -Cuente usted conmigo, muerto o vivo.
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XVII A su regreso de París, Mauricio entró en su casa, dio algunas ordenes al jefe del personal, y se encerró en su gabinete, sin enviar a decir a nadie que había llegado. Densa palidez cubría su rostro. -¡Trescientos mil francos! -exclamó con voz ahogada, dejándose caer como desplomado sobre un sillón. -¿Dónde encontrar trescientos mil francos a estas horas? ¡Horrible especulación! Desanudó su corbata, que le ahogaba, y apoyados los codos sobre la chimenea y oprimiendo entre sus manos su cabeza, repetía sin cesar: -¡Horrible especulación!... ¡Trescientos mil francos... necesito trescientos mil francos o es asunto perdido!
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Frente a sus ojos tenía la cartera abierta, de la cual sacaba papeles que contaba y ojeaba por vigésima vez, murmurando con voz sorda y baja: -He de pagar trescientos mil francos, o se me escapan de entre las manos mi porvenir y mi dicha... ¡Yo que soñaba con un porvenir modesto!... ¿ Por qué habrá prestado oídos a la voz de la ambición? ¿Por qué me ha perseguido sin tregua, Víctor? ¿Por qué mi mujer...? Motivaba la indignación de Mauricio contra sí mismo un accidente desgraciado de una jugada de Bolsa, sobrevenido cuando con mayor ardor compraba casas en la Chapelle. Aunque no había transpirado el secreto del futuro depósito de Saint-Denis, con tal precipitación quiso Mauricio, o mejor dicho Víctor, comprar inmuebles que seguidamente derribaba, que algunos propietarios de la Chapelle, dando pruebas de clarividencia, aunque no adivinaron el objeto preciso que aquellos perseguían, sospecharon de su especulación y se apresuraron a elevar el precio de sus fincas. Como quiera que el ejemplo de los avispados podía contagiarse a los demás, en cuyo caso la operación resultaría ruinosa, consideróse indispensable desembarazarse de aquellos propietarios molestos, comprando sus inmuebles inmedia296
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tamente y a cualquier precio. Para ello se necesitaban trescientos mil francos: ¿dónde proporcionárselos? El genio de Víctor encontró el medio, lo indicó a Mauricio y éste lo intentó. Una jugada de Bolsa daría la suma necesaria para hacer las compras. Pero, como no se juega sin dinero, el notarle de Chantilly arriesgó y perdió ciento cincuenta mil francos en vez de ganar los trescientos mil que necesitaba. No le producía tanto dolor la materialidad de la pérdida, con ser bastante grave, como el tener que renunciar a la construcción del ferrocarril de Saint-Denis a la Chapelle, empresa que enjugaría con creces todos sus quebrantos. Mientras Víctor corre de casa en casa por París para reunir los trescientos mil francos, Mauricio se desespera en su gabinete y llora los sacrificios que ha hecho por una empresa a cuya continuación tiene que renunciar, si no le sacrifica cantidades diez veces mayores que las sacrificadas. -Si al menos aquí, en mi casa, pudiese hallar la felicidad doméstica para olvidar los dolores presentes y para estudiar con calma los medios de reparar la brecha fatal abierta en mi fortuna... ¡Pero, no! ¡Han envenenado mi existencia!... ¡Lo que vi... lo que oí, lo llevo grabado aquí, sobre mi corazón, con 297
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caracteres de fuego! No sé a qué habré venido aquí... ¿Qué actitud adopto? Ni tengo libertad de alma ni encuentro en mí energía bastante para repartirla entre mis dos desventuras... ¿Qué diré a Leónida? «¡Fuera de un hogar que has deshonrado!» ¿Y a Eduardo? «¡Fuera también tú! ¡Me has vendido, me has deshonrado, nada te debo ya, te entrego al primer transeúnte, quien a su vez le entregará a tus jueces!» ¿Por qué no hacerlo así? Los echo a la calle... ¡Pero no! ¡No es posible! ¡Es un sueño!... No tengo más que veinticinco años... ¿Qué pensarían las gentes? Si cuando me preguntasen por mi mujer, contestaba yo que estaba ausente, me creerían durante un par de meses, reirían luego, vendrían las murmuraciones, las suposiciones, concluirían por afirmar que era mi querida y no mi esposa, y me señalarían con el dedo y dirían que fui un infame al presentarla en todas partes como mujer propia y legítima; y si algunos, más indulgentes o mejor informados, creían que en efecto era mi mujer legítima, adivinarían la verdad... esa verdad que es la muerte moral en las poblaciones de cuarto orden. »Y sin embargo, me horroriza pensar que puedo callarme ante Leónida, ante Eduardo, me espanta la idea de verme ante ellos, me crispa los nervios el 298
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pensamiento de que va a llegar, de que se sentará esta noche a la mesa conmigo, de que se sentarán los dos, de que mi mujer me hablará y de que mi falso amigo me preguntará, querrá saber qué pasa en la Vendée... ¡Y no he de decir yo a mi mujer: «Ese hombre es su amante, señora!» y al villano: «¡Usted es el amante de esa señora, y sobre su cabeza pesa una sentencia de muerte!» «¡Fuera!» -les diré. -¡Sí! ¿Por qué no? «¡Fuera de aquí, canalla! El cadalso te reclama... ¡Muere, sin que nadie lamente tu muerte... nadie... ni tus parientes ni los extraños... éstos, implacables para con tus opiniones, aquellos, faltos de valor para libertarte!» ¡Hemos sido bastante simples para creer en la hidalguía, en la nobleza de las opiniones de esas gentes!... ¡Estúpidos! ¡Que hubiese seducido a Leónida en un baile, donde las mujeres caen en los brazos del más seductor, del más insensato, del más frívolo... que hubiera conquistado su amor en cualquiera de esas ocasiones que nuestra cobarde sociedad ofrece a los que tienen por oficio la corrupción... en cualquiera parte menos en mi casa... pero dar asilo a quien demuestra ser mi enemigo!... ¡Pase que comiera mi pan, pero no mi honra! He sido un pobre necio, una víctima de mi buen corazón!... Ahora com299
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prendo que lo prudente es no creer en la gratitud, que el egoísmo es la coraza de acero con que es preciso envolverse en la vida para atravesar, sin sufrir dolorosas heridas, una sociedad armada de puntas emponzoñadas. »¡Ella era el móvil de todos mis afanes! ¿Ambicionaba yo para mí las riquezas? No. ¿Qué falta me hacían? Pero ella suspiraba por los goces más difíciles, y yo me impuse la obligación de procurárselos, sin reparar en el precio. Mi juventud, mis noches, mi reputación, todo lo sacrifiqué a su ambición. Y cuando vuelvo a mi casa, cuando espero recoger el premio de mis luchas sostenidas fuera, encuentro a otro en mi lecho. ¡Rudos combates fuera de mi hogar: mares de deshonra dentro!» Apareció Leónida en la puerta del gabinete. Sus facciones estaban alteradas, mas no era el arrepentimiento, no era el miedo lo que las alteraba, sino la cólera largo tiempo comprimida. Sus labios temblaban; sus piernas se negaban a sostenerla. Mauricio le ofreció un sillón. -¿Sabes -preguntó intentando sonreir -que Eduardo...? Te encuentro muy pálido, Mauricio. -No es nada; mi palidez es consecuencia de la tuya. Continúa. 300
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-Pues bien: Eduardo es el amante... ¿A que no aciertas de quién? -El atrevimiento es de los que rara vez se han visto, Leónida. Es el amante... ¿qué importa de quién? ¡A fe que el confidente no puede estar mejor escogido! Borróse la expresión de cólera de la fisonomía de Leónida para dar lugar a la estupefacción más completa. Hasta la respiración le faltó al verse aprisionada entre una denuncia pronta a salir de sus labios y un equívoco que estaba muy lejos de esperar. -Soy todo oídos; ¿por qué no continúas? Conforme has supuesto, me parece curiosísima la noticia de que Eduardo es el amante... de quienquiera que sea, y me parece curiosa porque, dada la situación en que ese digno joven se halla, no puedo suponer que se le ofrezcan muchas ocasiones de enamorar. De presumir es que habrá sabido mantenerse dentro de los estrechos límites de la prudencia y conciliar las explosiones de su pasión con las restricciones de su refugio... Pero olvidaba que eres tú quien tienes la palabra. El tono irónico, las frases burlonas de Mauricio aprisionaban todas las facultades de Leónida. En 301
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vano intentaba distinguir el sentido verdadero de las palabras de su marido. De pronto Leónida rompió a reir a carcajadas. Mauricio sospechó si estaría loca, o si era él quien había perdido la razón. La cólera, como todas las excitaciones nerviosas, es contagiosa. Atacado Mauricio con el alma de la risa, rompió a reir como su mujer, pero con risa falsa, sin que ni él ni su mujer perdieran en la doble mentira la ambigüedad de su situación. -Decía que Eduardo es el amante de una joven que tú conoces mucho -dijo Leónida. -Lo presumo -contestó Mauricio. -Muy joven y muy linda. -Será verdad cuando tú lo aseguras. -A la que ve con frecuencia. -¿Te burlas? -interrumpió Mauricio, poniéndose serio. -Motivos te sobran para creer que me burlo de tu credulidad, toda vez que sabes que no es fácil entrar ni salir del pabellón de Eduardo. -¡Ah! ¿Es en el pabellón mismo donde tiene sus citas amorosas? ¡Feliz proscripto! Verdad es que la desgracia ejerce tal ascendiente en el corazón de la mujer, la piedad se trueca tan fácilmente en otro 302
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sentimiento más dulce, más tierno, que comprendo la felicidad de nuestro amigo... aunque no puedo menos de ver que nos compromete sobremanera: ¿no te parece? -Dices más de lo que yo sé, Mauricio -replicó Leónida, confusa al verse convertida en casi objeto de una acusación, cuando precisamente venía a ser ella la acusadora. -No he dicho que la querida de Eduardo entrase en el pabellón. Esos detalles los aventuras tú, pues... -Yo aseguro que la querida de Eduardo visita a éste en el pabellón -dijo secamente Mauricio. -Me consta. -En ese caso, confesaré que sabes del asunto más que yo. ¿De veras te consta que la amante de Eduardo entra en el pabellón? -Sí; durante la noche. -¿Durante la noche, Mauricio? -Todas las noches a las diez: por el paso subterráneo. -¡Por el paso subterráneo! -repitió Leónida como un eco. Leónida supuso que Mauricio estaba al tanto de la intriga amorosa de Eduardo con la señorita de Meilhan y se creyó a cubierto de sospechas. 303
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-A esa hora -continuó Mauricio -corren los cortinones encarnados, bajan la luz y en el interior del pabellón nada hay vivo más que dos cuerpos que forman una sola sombra. Leónida sintió frío en el alma. Con cólera que no es para descripta, pero que no dejó estallar, creyó que Eduardo repetía con Carolina las escenas que de tanto en tanto representaba con ella. -¿Quién ha podido revelarte eso? -preguntó con entonación imperiosa, que hubiese bastado para descubrir a Mauricio el amor que sentía hacia Eduardo. -¿Quién lo ha visto? -Yo. ¿Por qué has de encontrar extraño que haya sido yo testigo de unas pruebas de amor de cuya existencia, estabas tan convencida, que venías de propósito a dármelas a conocer? No deja de admirarme que te escandalicen mucho más los efectos que la causa. Únicamente, me explicaría tu sorpresa, si tu intención hubiese sido revelarme la existencia de un amor platónico, de un amor de niño, de querubín, amor confesado antes que el Almaviva de la casa emprenda investigaciones más completas y profundas, y me lo explicaría porque con frecuencia, tratándose de estas cosas, se aventuran confesiones incompletas para prevenir requisitorias enojosas. 304
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No es amor platónico, no es amor de niño el que la mujer a quien me refiero siente hacia Eduardo, yo te lo aseguro; es una pasión vergonzosa, como todo lo que se esconde, una pasión que no cuenta ni con el atractivo del misterio, porque el hombre a cuyo honor afecta la conoce y no espera más que a decidirse acerca del sistema de venganza que adoptará. Fluctuaba Leónida entre las dos sospechas que alternativamente actuaban sobre su imaginación. Tan pronto creía sincera la indignación de su marido, y se afirmaba en su resolución primitiva de hacerle compartir su iracundia celosa contra Eduardo, como, creyendo ver en cada una de las frases de Mauricio alusiones directas contra ella misma, se mantenía a la defensiva, abroquelándose tras las negativas más rotundas como un acusado. Su impresión última era que Mauricio hablaba de ella; a su juicio, en las frases postreras vibraba el furor por el ultraje inferido al marido y no la cólera contra el huésped. -Esa seguridad que crees tener, Mauricio, de que Eduardo recibe a una mujer en el pabellón, ¿nace de una convicción cierta, inquebrantable, formada sobre hechos positivos, o es resultado de la duda que mis palabras hicieron germinar en tu espíritu? Si no 305
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tienes convicción, sino sospecha, ¿crees posible que una mujer se aventure durante la noche en una casa desconocida y a trueque de ver a un joven en aquélla oculto, desafíe el peligro de ser descubierta al entrar o al salir? Repito: ¿lo crees posible? -¿Y tú, Leónida? -Yo no; no lo creo. Por hábil que la palabra sea en momentos en que la cólera desaparece para inocular todo su fuego al espíritu, en la ocasión presente no bastó a Mauricio ni a su mujer para expresar sus situaciones respectivas. Uno y otro se interrogaban y se respondían más con los gestos y la expresión de sus rostros que con la boca. Leónida acababa de ganar mucho terreno oponiendo a su marido una negativa audaz, terreno que, como es natural, perdió la parte contraria. ¿Podía en realidad afirmar Mauricio que la mujer encerrada con Eduardo fuera la suya? Cierto que faltaba de su alcoba, cuando él bajó al paso subterráneo, pero no lo es menos que le faltó la sangre fría necesaria, para cerciorarse de si era Leónida y no otra mujer la encerrada en el pabellón. La confesión voluntaria de Leónida, daba visos de verosimilitud a un error por parte de Mauricio. ¿Quién aseguraba a éste que su 306
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mujer no se hallase de tertulia en casa de alguna de sus amigas cuando él regresó inopinadamente a su casa? Sería insensato condenar sin apelación a una esposa, fundándose en la delación equívoca de una sombra proyectada en la pared. La duda fue un sedante, un consuelo para Mauricio; la nube sombría que cubría su rostro se rasgó para dejar paso a rayos más plácidos y benévolos. -Puedes estar tan segura como de tu existencia de que ayer oí rumor de voces y alegres risotadas en cl pabellón de Eduardo -dijo Mauricio con franqueza. -Probablemente estarías tú fuera de casa cuando yo hube de volver para recoger las pistolas que había dejado olvidadas. Vi abierta la trampa del subterráneo, bajé, y fui testigo de lo que estoy afirmando. Leónida, considerando que le abandonaban las fuerzas ante la sinceridad de las palabras de su marido, recurrió a la estupefacción para velar su desfallecimiento. A decir verdad, su aliento entrecortado, su palabra insegura, y la decoloración de sus mejillas lo mismo podían ser efecto de un terror que de otro. -Lo que acabas de declararme me espanta, me aniquila. ¡Abierta la trampa del subterráneo! ¡Una mujer en el pabellón de Eduardo! ¿Luego saben que se encuentra ocultó en nuestra casa? Decididamente 307
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me veo en la necesidad de exponer con claridad el objeto que me ha traído a este gabinete. »Duro, atrevido es lo que vengo a pedirte; pero fuerza será que consientas: echa inmediatamente de nuestra casa a Eduardo. Aparte de que nuestro interés personal exige de nosotros este sacrificio, creo que la conveniencia misma del amigo que deseamos salvar lo pide imperiosamente. Su pasión envuelve para nosotros peligros que me hacen temblar. ¿Puede él responder del silencio de la mujer a la que indudablemente nada reserva, nada oculta? Bastará que un hermano receloso, que un rival atento, que un padre haya espiado sus pasos, para que todo el mundo sepa más tarde o más temprano lo que tú ocultas con diligencia tan exquisita. Créeme; las soledades son refugios poco seguros, mientras que París le ofrecerá un asilo impenetrable. Sin lastimar las leyes de la hospitalidad, creo que debes indicarle que se vaya a París, manera de que nosotros quedemos tranquilos sobre su suerte y nos veamos libres de una responsabilidad terrible que puede ocasionarnos consecuencias tan funestas.. Antes de contestar, Mauricio intentó buscar un rayo de luz, un hilo seguro que le guiase por el laberinto de sus encontrados pensamientos. 308
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-Mi mujer -se decía a sí mismo -me suplica hoy que despida a Eduardo, siendo así que hace muy pocos días me rogaba, casi de rodillas, que no le dejase ir a París. ¿Qué causa reconoce ese cambio tan brusco de resolución? ¿Qué habrá pasado? ¿Pero a qué preocuparme? Sea la causa la que sea, yo debo felicitarme... ¡Claro! ¡Sería prueba singular de amor solicitar la expulsión, el alejamiento del hombre amado! ¿Será que Leónida, teme sucumbir a una pasión que la invade y se apresura a poner distancia entre ella y la causa de aquélla? No puedo pedirle esta explicación sin lastimar su delicadeza... Lo mejor es acceder desde luego a su demanda... ¿Pero y mis dudas al pensar en la escena del pabellón? Dudas... ¿por qué? Que en la intriga hay dos mujeres comprometidas es evidente. Son dos las mujeres enamoradas de Eduardo... pero es posible que Leónida no fuera... ¡Malditos enigmas! ¡Cuanto más quiero esclarecerlos más me embrollo!... -Supongo, Leónida, que los motivos en que te fundas para desear que despida a Eduardo no serán imperiosos, ¿eh? -preguntó al fin. -Te engañas, Mauricio. Además de los motivos expresados, tengo otros muy graves, pero que no te diré hasta que Eduardo haya salido de nuestra casa. 309
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-¿Decididamente quieres que se vaya? -Sí; hoy mismo. No debe pasar la noche en casa. Mauricio reflexionó durante breves momentos. -A las tres Eduardo estará en camino para París -contestó. -¿Me lo prometes, Mauricio, me lo juras? -Te lo prometo. Para sus adentros añadió Mauricio: -Sí; no hay duda. Mis presunciones son fundadas... he puesto el dedo en la llaga. Leónida ha cometido la falta involuntaria de enamorarse de Eduardo. Esa es la verdad... verdad amarga... claro, pero en esta ocasión, la susceptibilidad del marido debe cerrar los ojos, aunque sacrificando los escrúpulos de la amistad a la prudencia y a la previsión de males mayores. Eduardo saldrá de mi casa, pero no le acompañará mi cólera sino mi compasión. Le buscaré un refugio en París; yo mismo le acompañaré. Una vez allí, entre sus amigos y yo le facilitaremos los medios de pasar a Inglaterra o a Alemania. Aligerado el pecho de Mauricio del peso abrumador de su desgracia conyugal, sintió más vivamente que nunca las pérdidas en dinero que había sufrido. -Espero a tu hermano, Leónida, le espero con verdadera impaciencia. Tan pronto como llegue, te 310
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ruego que me lo envíes a mi gabinete. Vete tú a tus habitaciones mientras yo bajo al pabellón para comunicar a Eduardo nuestra resolución. -¿He de mandar que esté el coche enganchado para las tres? -Sí; hazme el favor de encargarte de ese cuidado. Retiróse Leónida. Mauricio se dirigió a la trampa; pero, en el momento de ir a levantarla, vio que ésta se alzaba para dar paso a Eduardo. -Vengo a ver al notario -dijo aquél. -¿Me promete tratarme con tanta bondad como el amigo? -Si está en su mano, ¿por qué no? -Está en su mano. Me dispensarás si prescindo de precauciones oratorias, de rigor en las novelas, y entro de lleno en la exposición del hecho. Soy hijo único, como sabes perfectamente; mi fortuna es mía, y de ella puedo disponer a mi voluntad, sin dar cuentas a nadie. Los que podrían abrigar alguna pretensión sobre mis bienes son parientes lejanos, y por añadidura tan ricos que sin injusticia puede mi generosidad hacer caso omiso de ellos. Las condenas de muerte no han sido nunca patente de larga vida. Si mañana me prendieran, antes de tres días habría dejado de existir, y todo cuanto poseo iría a 311
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engrosar las fortunas ya inmensas de los parientes de quienes te hablaba. Quiero poner en orden mis asuntos y ese es el objeto que me trae a tu gabinete. La urgencia la comprenderás si te digo que estoy resuelto a irme mañana a París. Redacta, pues, un escrito, haciendo constar que quiero que de mis bienes, después de mi muerte, se hagan tres partes iguales: la primera la heredará... deja el nombre en blanco; la segunda irá a parar a los pobres de la Vendée, y la tercera quiero que la herede Luis Francisco Mauricio, notario de Chantilly. -¿Estás loco? -Estoy, por el contrario, más cuerdo que nunca. Añade que, si dentro de seis meses, a contar de la fecha de hoy, no he llenado con un nombre el blanco del legatario de una de las tres partes, ésta se acumulará, por partes iguales, sobre las dos partes restantes. Mis bienes ascienden a un millón quinientos mil francos, de los cuales te entrego en este momento trescientos mil en billetes de Banco. -¡Salvado! -pensó Mauricio. -¡Salvado! Prosperará mi gran negocio... aunque, a decir verdad, ¿qué necesidad tengo yo de negocios? Soy rico... Leónida no me perseguirá ya... Radiante de alegría, saltó al cuello de Eduardo. 312
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-Aceptas; ¿verdad, Mauricio? -No. -¿Es que prefieres que pasen a manos de personas que me son indiferentes? ¿Qué idea tienes formada de la delicadeza? Permíteme que sobreviva en el recuerdo de las personas queridas, quienes probablemente me olvidarán menos pronto, si tienen ante sus ojos algo que ha sido mío. Además: ¿qué motivos podrías alegar para rehusar mi legado? -¿Por ventura he hecho bastante, Eduardo, para que tu me des... no tu fortuna, que espero que podrás disfrutar por mucho tiempo y que pasará a tus hijos muerto tú, sino para merecer una prueba de gratitud que casi me haría pertenecer a tu familia? -¿Quieres que te recuerde, Mauricio, nuestra amistad de niños, los servicios que me has prestado, tu hospitalidad generosa, y hasta la vida, que hasta este instante me has salvado? No es oro lo que lego, sino lo único mío que puedo dejar en la tierra. ¿Es culpa mía si uno al recuerdo algo material? Yo preferiría ser pobre; ¿pero rechazarás mi herencia porque soy rico? -No, Eduardo; precisamente porque te he prestado algunos servicios, a los cuales han dado algún valor las circunstancias, es por lo que no aceptaré 313
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tus ofrecimientos. Creería que me he hecho pagar con oro el derecho santo al asilo. Además; nuestra amistad nos convierte casi en parientes, y como pariente no soy el llamado por la ley a la participación de los beneficios testamentarios. -¡Objeción singular a fe mía! ¡Porque eres mi amigo y mi notario he de verme yo obligado a ser ingrato! ¿A quién debe uno legar sus bienes? Supongo que a las personas queridas. ¿Hay en la ley algún artículo que prohíba a los notarios ser amigos? Pero a bien que disputamos tontamente, porque me es muy sencillo aniquilar tus escrúpulos. Eduardo tomó una pluma y un pliego de papel, y al cabo de breves minutos entregaba a Mauricio un testamento en regla, firmado y cerrado. -¿Pero a qué obedece esa precipitación, Eduardo? ¿Piensas morir esta noche? ¡Vas a terminar por inocularme pensamientos siniestros! Dime, amigo mío: ¿qué proyectos abrigas en esa cabeza? -Ya te lo he dicho: me voy a París. -¡Qué obstinación por abandonarnos... y qué de coincidencias! -pensó el notario. -En el momento que voy a verle a su pabellón, se presenta él en mi gabinete; y cuando me preparo a exponerle la necesidad en que nos encontramos de separarnos, me 314
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comunica él la nueva de su marcha... ¿Habrá en todo esto algo más que coincidencias? -Lo dicho basta para que comprendas la urgencia de mis precauciones -repuso Eduardo. -Sí, amigo mío: voy a París, vuelvo a mezclarme en la política activa. Nuevas esperanzas hacen que me avergüence mi inutilidad por un partido que merece todos mis entusiasmos. Hay que intentar un esfuerzo último, y quiero compartir los peligros a él anejos. Perdóname si no soy más explícito. Tus convicciones se negarían a creer en mis esperanzas, y las mías padecerían si alguien intentase destruirlas. Mi vida ya no significa nada; la juego a esta última carta. Si muero, mis disposiciones testamentarias quedan plenamente justificadas: en caso contrario, si venzo... perdóname esta suposición... hago pedazos el testamento y recobro mi fortuna: ¿aceptas? Apenas si escuchaba Mauricio las razones de Eduardo. Maquinalmente conservaba entre sus dedos el pliego que acababa de entregarle Eduardo, pero pensaba en la súplica de su mujer encaminada a que hiciera marchar a su huésped a París y en las instancias de éste que quería abandonar al día siguiente a Chantilly. 315
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-¡No! -pensaba. -No es posible que coincidan sin haberse antes puesto de acuerdo. ¿Qué ha pasado entre ella y él? ¿Representan los dos una comedia previamente concertada? Desde que está con nosotros, cien veces han concurrido circunstancias tan críticas como las de hoy, sin que haya manifestado deseos de irse. No creo en el pretexto político que alega... es tan vago... ¿Cómo saber la verdad? Pero Leónida ha exigido que se fuera esta tarde... a las tres en punto... ¿Ocultará esta precisión de hora lo que yo deseo averiguar? -Está bien, Eduardo -dijo Mauricio en voz alta. -Vete adonde el Cielo te llama. Te acompañaré a París, y saldremos esta tarde a las tres en punto. -Hoy no, Mauricio: saldremos mañana. -¿Por qué no esta tarde a las tres? Haremos el viaje durante la noche, lo que nos conviene en extremo. Nos importa aprovechar esa circunstancia, en la que seguramente no habías pensado tú. Voy a mandar que enganchen para las tres. -Te ruego que no llames. Marcharemos mañana y no hoy: ¿qué más da? -No, Eduardo, no; es indispensable que salgamos hoy a las tres. Soy el encargado de velar por ti, y únicamente saliendo hoy respondo de todo. 316
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-¿Pero por qué exiges que me vaya hoy? ¿Querrás decírmelo Mauricio? -Y tú, Eduardo, ¿querrás decirme por qué te resistes a salir hoy? Los dos hombres se clavaron los ojos mutuamente sin despegar los labios, dueños entrambos de una sangre fría que acaso fuera fingida. No eran dos hombres que intentaran apoderarse de su secreto, sino dos que se preguntaban mentalmente: «¿Existe entre nosotros un secreto?» Era difícil predecir las consecuencias definitivas de aquel choque; pero, de todas suertes, puede desde luego afirmarse que de la actitud de reto en que se colocaron los dos amigos resultó un poquito quebrantado el afecto que les unía. -Necesito una razón de tu negativa, Eduardo, una sola. -Me es imposible dártela, Mauricio. -Te lo suplico. -Siento no poder complacerte. -¿Y si te lo exigiera? -Nada conseguirías, Mauricio. Tuya ha sido mi vida durante cuatro meses; tuya es en este instante; tuya es mi fortuna también; pero lo que deseas saber no me pertenece y a nadie lo revelaré. 317
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-¡Secretos conmigo!... -¿Puedes admirarte tú, que eres depositario de tantos y no revelas ninguno? -Voy creyendo que tienes razón -dijo Mauricio con acento de gran sinceridad. -He debido comprender que el secreto que me ocultas, por lo mismo que no se relaciona con tu fortuna ni con tus opiniones, es sencillamente un asunto de corazón que nadie debe penetrar. Tal barniz de sinceridad dio Mauricio a su última frase, aunque bajo el barniz ocultase mucha dosis de hipocresía, que Eduardo cayó en la red. Resolvió confesarse con su amigo, suponiendo que éste, temiendo alarmarle si le exponía, los nuevos peligros que amenazaban su cabeza, quería apresurar el momento de su separación. Su suposición era lógica. Las del baile de Senlis acaso hubiesen sido parte a que se descubriese su retiro; desde varios días antes rondaban los alrededores de Chantilly emisarios de las autoridades; Mauricio se habría dado cuenta de ello, y de ahí su obstinación misteriosa. -Con toda mi alma agradezco tu generosidad, Mauricio -dijo. -Al fin me has comprendido. Más bueno eres tú que sincero yo. 318
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-¡La ama!... -murmuró para sus adentros el notario. -¡No me había yo engañado! ¡Y aun me da las gracias por mi generosidad!... -Sí, Mauricio -repuso Eduardo. -Tenía aquí un amor que llevo conmigo, amor tan vivo, tan ardiente, que ha llenado todo mi ser y paralizado todas mis facultades. En vísperas de ahogarlo tal vez a manos de la ausencia, me lo echo en cara como una falta. -¡Eduardo... Eduardo! -exclamó Mauricio, presa de agitación violenta. -Poco acertado estás en la elección de confidente. Olvidas sin duda a quien hablas y la casa en que estás. Hablas de tus amores en mi casa, y en mi casa, no hay más que una mujer, y esa mujer es la mía. El oro que pretendes legarme ¿es el precio de la hospitalidad que te concedí o el de mi mujer? ¿Qué error inconcebible te mueve a confiar al marido que has traicionado, a declarar al mismo que te brindó asilo, que has deshonrado las leyes de la hospitalidad? Eduardo quedó aterrado. ¿Sabía Mauricio la verdad entera? ¿Creía que tenía amores con la señorita de Meilhan y con su mujer? -Vas a saberlo todo, Mauricio -dijo al fin. -¿Puedo saber más de lo que sé, desgraciado? 319
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-La señorita de Meilhan será madre muy en breve. Mauricio cayó desplomado sobre un sillón. -Es un secreto, amigo mío -repuso Eduardo, que nadie debe saber. -¡Eduardo... amigo mío! -exclamó el notario. -¿Qué atrocidades he dicho? ¿Qué desatinos he supuesto? Me devuelves a mi mujer, a la que ni has deseado. Me pones al tanto del secreto que ella quería revelarme y no se atrevía... ¡Claro!... Queda explicado el enigma. Quiere ella que te vayas porque le inspira temor esa niña a la que quiere entrañablemente, de la que es amiga cariñosa, casi una madre. Tus proyectos son deslindar de una vez tu suerte para ponerte en condiciones de unirte para siempre con Carolina... ¡Sí!... El nombre de Carolina llenará el claro que dejas en tu testamento... ¡Dios mío! ¡Y qué sencilla es la verdad!... ¿Qué poder infernal se goza en ocultarla? Ya ves: un amigo perdido, una reputación manchada, un hogar destruido... todo ello dependía de una sola palabra. Pronunciada esta palabra, la paz desciende del Cielo... ¡Ven, Eduardo... abrázame! Pero antes llena el claro que dejaste en ese papel... quiero leerlo. Reparación para todos... El 320
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marido recobra el honor, la huérfana desvalida queda al abrigo de la miseria... Dios sea loado! Tomó Eduardo la pluma y escribió a continuación de las palabras: De mis bienes se harán tres partes iguales. Lego la primera a... la señorita Carolina de Meilhan. -Vete ahora tranquilo -repuso Mauricio. -Escoge el día, la hora... ¿qué me importa ya la hora? Deslinda tu porvenir y vuelve pronto, Eduardo; vuelve, porque queda esperándote tu mujer. ¡Haga el Cielo que triunfe tu causa, si sólo a ese precio me es permitido el placer de volverte a abrazar! En su crisis de semidelirio, Mauricio había dado al olvido que estaba punto menos que definitivamente arruinado si no encontraba los trescientos mil francos necesarios para comprar las diez casas de la Chapelle.
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XVIII Pasaba Mauricio por ese estado de aturdimiento propio del hombre que, caído desde la altura de un segundo piso, halla que no ha sufrido fractura alguna de huesos, aunque experimente los efectos de la violenta sacudida en todos sus miembros. La felicidad en esos casos es muy viva, pero es preciso no abusar de los medios que la proporcionan. Al soplo de su recobrada tranquilidad de alma volaban las nubes tormentosas agrupadas en derredor de su frente, y aparecía en toda su plenitud la paz doméstica, ese tesoro santo, puro, bendito, que tiene la propiedad de endulzar las penas más negras, que convierte la silla desvencijada, en blando y lujoso sillón tapizado de terciopelo, que hace que los numerosos hijos que Dios envía, aunque sean pálidos 322
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y entecos como el hambre, parezcan hermosos y rollizos como ángeles, lindos como la madre. Tal era el estado de ánimo de Mauricio, cuando apareció Víctor, cuya presencia hizo brotar en la imaginación de Mauricio el recuerdo de sus enormes pérdidas. -¡No nos durmamos, Mauricio! -exclamó. -Jugamos con la señora fortuna, que es adversario de cuidado. Necesitamos ser más diestros que ella, y la destreza estriba en llenar inmediatamente los abismos que aquella abre. Es la manera de pasar sobre ellos sin peligro de caer en el fondo, como les ocurre a los que carecen de habilidad. Has perdido... hemos perdido; lo confieso; pero nadie tiene la culpa. -Sí, Víctor; la culpa la tienen los que juegan. -Te encuentro siempre el mismo, Mauricio. Dime, ¿quién no juega en el mundo? Tiende en derredor tuyo tus miradas, y encontrarás ejemplos a granel. Juega el labrador que encierra las cosechas en sus graneros y las conserva tres años, en espera de que suban los precios, exponiéndose a que los granos se pudran; juega el honrado rentista, que atesora luises y más luises para beneficiarse con la subida de los cambios; juega el... 323
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-Si no digo lo contrario, Víctor; ¿pero que panegírico emprendes con tanto ardor? -El nuestro, Mauricio. Ten en cuenta, además, que nosotros no jugamos por jugar, no ambicionamos el oro por el oro. Hemos concebido una operación colosal; pero, para realizarla, nos falta dinero, mucho dinero. ¿Quién nos lo adelantará? ¿El Gobierno? ¡Círculo vicioso! ¿Cómo ha de adelantar el que lo toma prestado? ¿Los banqueros? Los intereses devorarían el capital. Recurrir a los grandes capitalistas, es llamar a la usura para que devore los beneficios de la. operación; es correr a la ruina aun viendo nuestro negocio coronado por el más lisonjero de los éxitos. Prefiero a la muerte por consunción de la usura la decisión rapidísima del juego, que enriquece más pronto en caso afortunado, y no cobra comisión si arruina. ¿No sería disparate renunciar a una empresa de utilidad para la patria, porque precisa recurrir a las jugadas de Bolsa para reunir los fondos necesarios para su ejecución? Leía ayer en tu periódico, Mauricio, que París no será la metrópoli del mundo mientras no salgan por todas sus puertas vías férreas que crucen en todos sentidos el suelo francés. Muy atinadamente, a mi juicio, añadía el articulista que no debemos esperar este adelanto 324
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de los gobiernos, sino de las fortunas particulares, de los ciudadanos abnegados, que son los llamados a tomar la iniciativa en la explotación de los ferrocarriles. Te enseñaré el artículo en cuestión, pero volvamos a lo nuestro. Nos quedan en la Chapelle diez casas por comprar; cuando las hayamos adquirido, será nuestro todo un lado de la calle, y entonces, o se nos adjudicará la construcción del ferrocarril, lo que es más viable que coger el sol con las manos, o bien las venderemos al precio que nos acomode exigir, si el ferrocarril se construye sin nuestro concurso. Ya lo has oído: son diez las casas que nos falta comprar. -Perfectamente; ¿pero quieres decirme dónde encontramos los trescientos mil francos que exigen por esas diez casas? -¿Que dónde los encontramos? En cualquier sitio. ¿Quieres decirme tú dónde faltan trescientos mil francos? Ni pensaríamos ya en las casas de no haber sobrevenido esa oscilación brutal en las rentas; pero, puesto que tan adversa nos fue, nos ocuparemos en restañar la herida. Vamos a ver: ¿tienes trescientos mil francos disponibles? -Disponibles... no. -¿El motivo? 325
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-Sencillamente porque no son míos: me los han confiado en depósito. -¿Luego los tienes? ¡Nos hemos salvado! ¡Vengan! -¡Me gusta la ligereza!... ¡Una cantidad de tanta consideración! Y si... -¿Si qué? Comprenderás que no vamos a jugar esa cantidad a la ruleta. La colocamos sobre hipotecas... ¡y qué hipotecas! En primer lugar, hipotecas sobre los inmuebles, que no me negarás que tienen algún valor, y en segundo, sobre una operación soberbia... la más soberbia de la época. -Sin embargo... -¿No das algún interés a tus clientes? ¿Cómo obtienes ese interés? -Yo me las compongo colocando con precaución los depósitos que se me confían, invirtiéndolos en operaciones de éxito seguro... -¿Qué más seguro, que lo que te propongo? Además, Mauricio; las circunstancias son críticas y apremiantes: se trata de continuar el negocio o de renunciar a él definitivamente. No tenemos otra alternativa. O lo abandonamos, vendiendo con graves quebrantos lo que hemos adquirido, pasando plaza de arruinados, o llevamos la empresa a velas desplega326
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das a puerto. No vacilemos; cada minuto que se pierde allana el camino a los concurrentes, que nos acechan, y abre más los ojos a los propietarios de las diez casas últimas, que se hacen más exigentes de hora en hora. Ya debía yo estar en la Chapelle terminando de una vez con ellos. ¿Qué billetes de Banco son éstos? Víctor había visto los trescientos mil francos dejados poco antes por Eduardo. -Es un depósito que acaban de hacerme. -Lo mismo da ésos que otros, ¿consientes? -No puedo; es un depósito de un amigo... -Razón de más para que dispongamos de él. No podrá quejarse tu amigo de la inversión del dinero que te confía. Si en lo que te propongo hubiese algún peligro, sería yo el primero que te aconsejara que respetases el depósito de tu amigo; pero, siendo tan seguros los provechos... tan evidentes... sea tu amigo el preferido. -¿Crees que, en caso de apuros, encontraríamos dinero sobre nuestra operación? -preguntó Mauricio, casi dispuesto a ceder. -Hago esta pregunta, porque te confieso que la garantía de las casas que hemos comprado, y la de las que nos quedan por comprar, me parece menos sólida que a ti, Víctor. 327
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-¿Quieres quinientos mil francos sobre las casas en cuestión, dentro de veinticuatro horas? Claro está que para ello será necesario declarar el proyecto que abrigamos... ¿Los quieres? Contéstame, pero pronto. O lo perdemos todo o disponemos de esos trescientos mil francos. Víctor, con la precipitación de quien está llamado a tener valor por dos personas, se había arrojado sobre los fajos de billetes y los contaba. -¿Me acompañarás a París, Mauricio? -No; estoy rendido. -Como quieras... Diez... veinte... treinta... ¿Dónde está Leónida? No la he visto aun. -Supongo que en el jardín. -Ochenta... ciento... ciento diez... ¿Tenemos algo nuevo en política? -Lo de siempre... perturbaciones en el Mediodía... asesinatos en la Vendée... -¡Miserables!... Doscientos treinta y nueve... doscientos sesenta y tres... Dicen que abundan en nuestro término los rebeldes. Me han asegurado que anoche, uno de ellos... ¡Se necesita osadía! uno de ellos se atrevió a asistir al baile de máscaras de Senlis, donde estaban todas las autoridades de la provincia... Trescientos... ¡Justos! Trescientos billetes de 328
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a mil francos. La Providencia sin duda los ha contado para nosotros. Son las doce; no puedo perder un minuto, Mauricio, me voy. A las tres estaré en casa del notario que tiene redactadas las escrituras de venta de las diez casas de la Chapelle. Guardó Víctor los billetes en su cartera y tendió la diestra a su cuñado. -Hasta la vuelta, Mauricio. Espero estar de regreso antes de media noche. Espérame para que te cuente lo que haya pasado en la notaría. Damos el paso decisivo. -Sé prudente, Víctor, por favor. Ese dinero es sagrado. -El dinero es sagrado siempre, sea cual sea la procedencia. Tendré tanto cuidado de éste como del mío propio. Cuando quedó solo Mauricio, intentó reanudar sus ensueños de beatitud doméstica: sus esfuerzos resultaron inútiles.
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XIX La Table-du-Roi es una rueda de molino, que se alza cuatro pies sobre el nivel del suelo en el centro del bosque de Chantilly, y a la que afluyen doce caminos. El gran Condé sirvió en ella un almuerzo a Luis XIV, quien la inmortalizó con su nombre, como todo lo que tocó. Por dos caminos convergentes avanzaban con paso lento Eduardo, arrebujado en su capa, y el señor Clavier, llevando bajo el brazo una de esas cajas cuya forma pregona su contenido. Llegaron casi al mismo tiempo a la Table-du-Roi. El señor Clavier dejó sobre la piedra sus pistolas, y Eduardo un par de espadas de combate. Este último extendió su capa sobre las armas. Eduardo se acercó al anciano y saludó. El señor Clavier contestó con una inclinación de cabeza. 330
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Estaban frente a frente. -Lo que oculta su capa -comenzó diciendo el anciano -demuestra que ninguno de los dos equivocamos las intenciones del otro. Nuestro encuentro de ayer determina el de hoy, que es de todo punto necesario, caballero. -No puedo negar que los acontecimientos, más que nuestra voluntad -contestó Eduardo con acento de profundo respeto, -nos obligan a reunirnos aquí, en la disposición en que estamos. Sirva esta consideración para tranquilizar nuestras conciencias con respecto a los resultados, toda vez que no los hemos provocado nosotros: obra son de la fatalidad. -Como usted acaba de discurrir, raciocinaba yo a su edad; pero hoy que cuento setenta años, me permitirá que no comparta su opinión. Si es cierto que un acontecimiento nos trae aquí, no lo es menos que usted ha provocado ese acontecimiento y yo sufrido sus consecuencias. Usted representa el ultraje; yo la reparación. Comprenderá usted, pues, que la cuestión es personalísima: una cuenta que hemos de saldar de hombre a hombre. -Puesto que usted lo quiere, caballero, aceptaré el sentido menos favorable para las intenciones que yo traía al venir aquí. Lo que sí le agradecería es que me 331
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permitiese ensayar una explicación, que su razón tranquila y serena escuchará y comprenderá; así lo espero al menos. -Hable usted, caballero. ¿Qué puede decirme que sea capaz de borrar lo que he sabido? -La verdad. -Llega tarde. -Soy un proscripto. -También lo fui yo. ¿Qué más? -Han puesto a precio mi cabeza. -Tres veces lo pusieron a la mía. ¿Qué más? -Me vi obligado a refugiarme en la casa de un amigo... -Es la historia de todas las víctimas políticas... Un enemigo tuvo conmigo la misma generosidad, lo que es más hermoso aun... Terminemos, caballero; la noche se nos viene encima. -Este amigo tiene una mujer... -La tenía también el enemigo que me brindó a mí asilo. Yo era joven, ella hermosísima. Veo que va usted a contarme mi propia historia. Me enamoré de ella y no la deshonré; ¿no es ésa la historia que piensa usted referirme? Eduardo quedó cortado. -Casi -contestó, bajando la cabeza. 332
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-Espero que me hable usted de Carolina, dispensándome de escuchar los antecedentes de la intriga. El sitio está mal escogido, y por otra parte, estoy poco dispuesto a oir confidencias de esa clase. Dejemos a todas las mujeres y hablemos de una sola. -¿Puedo acaso hablar de esa una sin comenzar por la otra? -¿Sé yo acaso... cómo o por quién había yo de saberlo... que la señorita de Meilhan entra en el número de sus conquistas? Carolina no era mas rival... su misma turbación de ahora lo pregona, caballero. Hábleme usted de su amigo. -¿Ironías también, caballero? Mi amigo no debe figurar en nuestro debate. Su penetración de usted va demasiado lejos, y no valía la pena interrumpirme para provocarme a decir lo que no es. -¡Sea, señor mío! Dejemos tranquilos a su amigo, a su mujer y a todo el mundo. No aclaremos nada, y terminemos. Es lo mejor. El convencional separó la punta de la capa extendida sobre las armas, expresando por medio de un gesto que renunciaba a las explicaciones. Eduardo volvió a extender la capa tal como estaba antes. 333
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-No he dado -dijo, reanudando la conversación rival alguna a la señorita Carolina de Meilhan. La escena del baile fue, por lo que a mí se refiere, resultado de una debilidad mía, no de complicidad. Al ver en peligro la reputación de la señora que yo acompañaba, obligación mía era defenderla, ya que no tenía derecho a vengarla. -Añada usted que lo hizo poniendo en peligro su vida. Su conducta, caballero, fue levantada, noble, valerosa; de ello fui testigo. Prefiero ver a usted libre de la espada de la ley, aunque reconozco que merece ser herido por ella, que preso de resultas de un rasgo de abnegación heroica. Hijo de las revoluciones y de los ejércitos, no tolero la sangre más que en los campos de batalla, o en los combates librados en las calles. Quienes la vierten en otra parte son viles verdugos. Bien, señor mío: su situación era muy comprometida, desesperada: solo contra seis, solo contra todos. No palideció usted; lo vi muy bien. Los dos pistoletazos disparados por usted, alegraron mi alma. Aplaudí, hice fervientes votos por su salvación, y si en aquel momento hubiese usted gritado: «¡Favor... a mí!» un anciano, un hombre cuyas espaldas doblega el peso de los años, se hubiese levantado y... 334
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Obedeciendo a un impulso común, los dos enemigos se tendieron las manos. -Cumplamos nuestro deber -añadió el señor Clavier, indicando con un gesto las armas. -Un momento, señor. El grito que dejó escapar la señorita de Meilhan puso sin duda en conocimiento de usted los lazos que nos unen a ella y a mí. Esos lazos, que las desventuras de mi situación precaria me han obligado a rodear del misterio más impenetrable, puede usted censurarlos, puede maldecirlos, cortarlos de una vez y para siempre si la suerte le favorece; pero juro que me dejaré matar sin defenderme, antes que intentar justificar en reí al hombre que mintió al jurar fidelidad a Carolina. -No he venido a dirigir a usted reconvenciones de mujer, ni será mi tribunal el que dictamine sobre su constancia. Vengo a acusarle, y a intentar imponerle el castigo correspondiente, de haber perturbado la existencia de la señorita de Meilhan; de haberla seducido... ¡sí, porque me consta que se ha hecho usted amar por ella... triunfo fácil sobre el corazón de una niña! Y de haberla engañado villanamente, haciéndole concebir ilusiones sin objeto. ¿Cuál era el que usted perseguía? -El de casarme con ella, caballero. 335
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-¡Mentira! Su cabeza está pregonada, su nombre borrado de la sociedad. Con razón o sin ella, usted es un criminal: nada más. ¿Qué juez, qué sacerdote autorizaría su matrimonio? El primero leería su sentencia de muerte, el segundo rezaría por usted el oficio de difuntos. Puede usted tener cuanto valor quiera, puede jugarse la vida en medio de las locuras de un baile, puede asistir a una entrevista en el fondo de un bosque, donde un enemigo, menos generoso que yo, podría sin dificultad lanzar sobre usted un ejército de gentes de justicia; lo que no puede hacer, para lo que no tiene derecho, es para obligar a una mujer, a una esposa, a compartir sus funestas temeridades. ¿Lo haría usted con una madre, con una hermana? ¿Es amar a una mujer prepararle por hogar el destierro, por protector al verdugo, el nombre de viuda a raíz del de esposa? -Todas esas reflexiones me las había hecho yo, señor, pero esperaba que alboreasen tiempos mejores, esperaba el día en que, disipados los odios políticos, volviera a ocupar el puesto y el rango que me corresponden en sociedad. Las almas sinceras tienen fuerza sobrada para mantener la santidad de los juramentos no obstante las circunstancias más difíciles de la vida. Nuestros enemigos no reinarán 336
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siempre, aparte de que acaso se cansen de proscribir, y en último término, si la justicia de los hombres me merece escasa confianza, cuento mucho con la de Dios. -Es decir, caballero, que para casarse con Carolina de Meilhan, cuenta con una revolución, con un cambio de dinastía. ¿Sabe usted que eso es peor que cifrar las esperanzas en la muerte de un tío? -Abrigaba otras menos difíciles de realizar, que yo quería comunicar a usted, si me hubiera escuchado con un poquito más de sangre fría. -Comprendo; contaba usted con su indulto... ¡Indulto! Llama usted indulto a conmutar la muerte por la cobardía, pues el indulto, traducido al lenguaje vulgar, significa: «Yo, hombre de partido, me arrepiento; yo, soberano, te perdono». Nuestro indulto, para los que combatíamos a la traición durante la República, y al despotismo durante el Imperio, era una cuchilla que caía a plomo entre la cabeza y los hombros, o una bala que sabía buscar el corazón. -¡No! -exclamó Eduardo. -No espero el indulto. ¡Por piedad, caballero, sea usted un poco más generoso! Amo la vida... no tengo más que veintiocho años... Mi corazón rebosa, como rebosó el de usted, 337
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pensamientos, esperanzas en el porvenir; pero de la misma manera que he sacrificado ya a la causa sacrosanta que defiendo la mitad de mi fortuna, mi libertad y mi vida, le sacrificaría mis esperanzas, que son la segunda existencia de los proscriptos, si a costa del indulto hubiese de comprar esos bienes. Cathelineau no lo solicitó, y era un labriego; no seremos los nobles los que apartemos nuestras miradas de su ejemplo. No quiero indulto... como no sea de Dios. -Merece usted morir, antes que una existencia dilatada hiele en su alma resoluciones tan sublimes. Sí; es usted de la madera de los revolucionarios, cualquiera que sea la causa que defiendan, y corre por sus venas la sangre que hace a los mártires. Vergniaud, Dantón, Charrette, tres grandes muertos: el primero la cabeza de la revolución, el segundo el brazo y el tercero el corazón. Caracteres de ese temple son los pastores de la humanidad. Caminan delante del rebaño, caen los primeros si ante sus pasos abre su negra boca un precipicio, pero son también los primeros en ver la estrella, si la fortuna les conduce a puerto. Poco, nada valen los hombres si las luchas no templan sus almas. Hay razas, y yo de ellas desciendo, lo digo con orgullo, condenadas a 338
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combatir con los derechos de la igualdad sobre la tierra, y hay otras, de ellas desciende usted, hechas para perturbar ese nivel, ciñendo coronas. En dos hermanos tuvo su comienzo el mundo; fuerza será que termine como comenzó. Cerraba la noche. Llenaban el horizonte los pálidos colores de los crepúsculos otoñales. Hacia Oriente, privado de los rayos solares, flotaban vapores, islas de nubes, entre las cuales salían, como del fondo de un lago, rayas encarnadas, vegetación expirante del bosque. A través de aquella especie de claraboya, en la zona viva donde la transparencia del aire no había perdido su pureza, parpadeaban algunas estrellas, frías y tersas como el diamante. La condensación progresiva de la niebla acortaba la distancia de las alamedas. A veinte pasos de la Table-du-Roi era imposible distinguir los objetos. -Aprovechemos la débil claridad que nos queda -dijo el anciano. -Aquel de nosotros que haya de salir de aquí, hallará dificultad, a poco que tardemos, para encontrar los senderos del bosque. Seguidamente tomó las dos espadas y las presentó a Eduardo, rogándole que escogiera la que mejor sentase a su mano. 339
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-A mí me es indiferente la elección -repuso el señor Clavier. -Me considero en el deber de hacer constar que, si nunca fue mi destreza tanta que me diera seguridades de matar a mi adversario, tengo la suficiente para parar las estocadas y aun para asestarlas. Hace muchos años, cuando sin orgullo podía emitir mi opinión sobre la moralidad del duelo, opinaba que la destreza extrema colocaba la victoria al nivel del asesinato, y que era preciso dejar margen más o menos extenso a la duda, en el cual encontrara un refugio la conciencia, después de la muerte del enemigo. -Caballero -respondió Eduardo, a quien repugnaba cruzar su espada con un viejo, -en el campo en que nos encontramos, revelaciones de la índole de las que usted acaba de hacerme no son, entre personas decididas, ni muestras de fatuidad ni de miedo. Quiero corresponder a su franqueza con mi franqueza, aunque tenga menos derecho que usted a ser creído. Usted me autoriza; dé, pues, a mi consejo el valor que tiene. Mi fuerza en la espada es excepcional; mi destreza en esta arma, ha sido siempre fatal; invariablemente he regresado sólo de mis duelos. Si con usted me batiese, mi conciencia no encontraría ese margen a que usted se refería, y habría de impu340
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tar a crimen el éxito del duelo. Quiero creer que usted no me obligará a ser criminal. -Sea -replicó el señor Clavier, furioso, por haber empleado contra su adversario un argumento de dos filos, que le hería a él mismo. -Agradezco su franqueza... aunque yo hubiese preferido que usted no la tuviera. Su fuerza en el manejo de la espada es excepcional... ¡muy bien! Es el complemento de una educación esmerada. ¿Por qué no esperó usted hasta después de nuestro duelo para hablarme de su destreza? Pretende haber salido casi siempre solo del terreno... ¡Es posible... si... muy posible! La advertencia es muy humana, pero más de un hombre se ha servido de ella para asustar a su adversario. En suma... no le creo... ni le creeré hasta que hayamos tirado algunos asaltos. ¿Está usted pronto? -Estoy pronto... a no batirme con usted -respondió Eduardo, rompiendo la hoja de la espada. -No esperaba de usted ese rasgo de heroísmo -dijo el anciano, cuya cólera, sin extinguirse, vistió el ropaje de la ironía -El más miope podría ver que es usted un cortesano, un caballero aficionado a los procedimientos caballerescos. Convendría, empero, que supiese usted que solamente puede llevar tan lejos la generosidad de alma quien es dueño de la 341
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superioridad en la ofensa y de la ventaja en el terreno. No siendo así, la magnanimidad resulta teatral, y no cuadra en este lugar, donde nos faltan espectadores que aplaudan. Atolondradamente ha pretendido usted hacerme merced de la vida, pues pudiera verme muy en breve en el caso de arrepentirse. Elija usted una de estas pistolas. Con estas armas, los rasgos de generosidad como el suyo no encajan ni sirven para nada, pues si la bala de un joven valiente y magnánimo no va derecha, la del viejo mata. -Es imposible ver a más de diez pasos. -Perfectamente: nos batiremos a diez pasos. Carguemos nuestras armas y midamos la distancia. -Una palabra antes. -Escucho, caballero -contestó el anciano, montando su pistola. -Quisiera que me dijera usted con toda claridad, como lo dice el juez al condenado, por cuál de los agravios que le he inferido quiere darme la muerte, o me obliga a que se la dé yo a usted. Antes de salir de este mundo, o bien de irme solo de este bosque, debo conocer la enormidad de mi culpa, a fin de arrepentirme mentalmente de ella. -No consiste su culpa en haber amado a Carolina sin mi consentimiento -respondió el anciano con 342
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voz concentrada; -no consiste tampoco en haberle dado una rival, ni en la imposibilidad en que se encuentra de casarse con ella. Agravios son ésos que usted podría borrar escribiéndome, desde Inglaterra o desde Holanda, que la señorita de Meilban es su esposa. -¿Dónde está, pues, mi falta, caballero? ¿Dónde la encuentra quien, como usted, se adelanta, con palabras de perdón, al castigo que yo quería solicitar de su autoridad, después de la confesión de mis culpas? -Su falta -respondió el señor Clavier -radica en la pureza misma de sus intenciones. Ama usted a la señorita de Meilhan y desea casarse con ella: pues bien, habría preferido yo que fuese usted un libertino de quien ella se hubiese enamorado locamente, y no un hombre de los que cumplen religiosamente la palabra empeñada; habría preferido, sí, que usted hubiese abusado de ella apelando a falsas promesas, a verle dispuesto a compartir con ella su apellido y sus títulos. -No acierto a comprender a usted –contestó Eduardo exasperado. -¿El vendeano no puede comprender al republicano? ¿El chuán no adivina al azul? Carolina no es mi hija; es otra cosa, es mi con343
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quista, el único trofeo que conservo de las sangrientas luchas reñidas por los míos con los tuyos. ¡ Carolina es la rama última de una raza noble que separé violentamente de un tronco odiado, del que no brotarán más vástagos gracias a mí! ¡Y pretendes tú, cuando los abuelos de esa niña perecieron a mis manos, cuando robé a su madre, mezclar tu savia impura a la rama tronchada para perpetuar una raza maldita! ¡Quieres plantar nobles en un terreno que yo preparé para que brotaran plebeyos! ¿Quién me indemnizaría por mis ilusiones desvanecidas? ¿Los hijos que te daría Carolina? ¡Maldecirían a quien mató a sus abuelos! Quiero disfrutar después de muerto, de un reposo que se me negó en vida. Lo he comprado demasiado caro para que me resigne a renunciar a él. ¡Ah! Tú no sabes, no puedes comprender los horrores que sufre el partidario que prepara una revolución. ¡Cuántas veces, en el silencio de mí alcoba, dudo, tengo miedo, me pregunto con espanto si me habré engañado! Cuando eso me sucede, me incorporo, llamo, grito, mis blancos cabellos se erizan, y no recobro la calma hasta que Carolina, ese ángel de mis noches, se coloca a la cabecera de mi lecho, y me dice: «Duerma usted bien, que merece disfrutar de reposo quien salvó a 344
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mi madre». Y me duermo. ¿He de tolerar que tú vengas a robarme mi sueño? Esa niña es acaso mi perdón; ¿quién sabe? No pertenecerá más que a un hombre de mis convicciones. Si contigo se casase, dejaría de ser mi hija para convertirse en mi enemiga, porque se contagiaría de tu fanatismo. ¡Desmiénteme, si te atreves! Me dejarías abandonado a mis dudas... ¡No! ¡La muerte antes! He aquí por qué necesito matar a usted o recibir la muerte de sus manos. Ya lo sabe usted todo. Prepárese, caballero. El convencional se colocó a cinco pasos de distancia de Eduardo, pues la obscuridad de la noche impedía batirse a mayor distancia. -Nos encontramos solos, señor mío –replicó Eduardo, -no tenemos testigos. Ante la ley, su muerte o la mía serían calificadas de asesinatos. -¿Y qué? ¿No pesa sobre usted una sentencia de muerte? ¿Podrán ejecutarle dos veces? -Pero usted, caballero, no está condenado a muerte, y suponiendo que la fortuna le favoreciera en el duelo, le sería imposible excusarse ante el juez que le exigiera cuenta de mi muerte. -El bosque es sombrío; nos envuelven tres leguas de silencio. Muerto usted, yo regresaré tranquilo a mi casa, sin que nadie sospeche de mí, sin que nadie 345
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me persiga. Mañana, cuando levanten su cadáver, la justicia atribuirá su muerte a una lucha cualquiera entablada contra las fuerzas que le persiguen. -Asesíneme usted, caballero, si ese es su gusto: yo no me bato sin testigos. El viejo tiró el sombrero sobre la piedra de molino se colocó en línea y apuntó. Probablemente iba a hacer fuego; pero oyóse cierto ruido en una de las alamedas, y seguidamente, se repitió el rumor en otra. El señor Clavier bajó el arma; los ruidos se acercaban. -¡Los gendarmes! -exclamaron a un tiempo los dos adversarios. -¡Me persiguen! -¡Le buscan! -¡Van a prenderme! -¡Está usted perdido! Tome usted esta pistola; podrá hacer fuego con las dos, si le descubren debajo de la piedra de molino donde le mando que se esconda. Penetró en la encrucijada un caballo a galope. Con tal furia corría, que llegó a poner entrambas manos sobre la piedra, de la que brotaron chispas. El jinete cayó sobre la arena, pero se levantó en se346
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guida. Era una mujer, pálida como un cadáver, una de cuyas mejillas aparecía llena de sangre. -¡Sólo usted, caballero! -exclamó. -¿Le ha muerto? -¡La señora del notario! ¿Usted aquí? ¡Ah!... ¡Era usted!... ¡El baile de Senlis!... -¡Era ella! -exclamó otra voz, con expresión de mayor asombro aun. -¡Carolina! ¿Qué buscas aquí? Salga usted, caballero; son dos mujeres, ambas conocidas suyas, si no me engaño. Salga usted... Están intranquilas, agitadas... su presencia las calimará sin duda. Eduardo salió de debajo de la mesa. Pasó bastante tiempo antes que ninguno de los cuatro personajes de esta escena se atreviese a iniciar una explicación. Leónida, sentada, al borde de la piedra, dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo. La emoción la ahogaba, su rostro reflejaba el terror de su corazón y en sus ojos brillaban el amor y el desprecio. Carolina, abrazada al señor Clavier, ocultaba su rubia cabecita en el pecho del anciano, quien, estrechando su talle con la mano izquierda, hizo con la derecha una seña a Eduardo para que volviera a 347
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ocupar el puesto que ocupaba antes de sobrevenir la interrupción. -¿Qué van ustedes a hacer? -preguntó Leónida. -Reanudar nuestra conversación que ustedes interrumpieron al llegar. ¿Es que usted desea oponerse? -¡Señorita de Meilhan! -¡Van a matar a Eduardo! ¡No lo consintamos! -gritó Leónida.¡Defendámosle! ¿Hemos venido aquí para verle morir? Usted es la amada de su corazón, señorita, no yo. Ayúdeme a salvarle, y usted, Eduardo, huya. Lleno está el bosque de bosque de hombres armados que le buscan: los gendarmes le siguen tenaces desde ayer... ¡Oh Dios mío! ¡Háblenme, por favor!... ¿Por qué callan todos? Retire usted esa arma, caballero... y usted también, Eduardo... ¿Quiere usted morir? ¿Y usted quiere que le maten, señorita? Por usted hablo más que por mí... una, pues, sus súplicas a las mías. -¿Luego le ama también usted, señora? -preguntó Carolina, alzando un poco su rostro bañado en lágrimas. -Le amo, sí, pero no como usted, señorita; le amo con amor de madre, con amor de hermana... lo que no es un crimen. Es nuestro amigo. Hasta aquí le he conservado yo; consérvele usted ahora a su vez, y 348
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dará pruebas de gratitud. ¿Es que no le ama usted, cuando tanto trabajo le cuesta decir una palabra? Si fuera yo su rival, merecería su desdén, su desprecio, su silencio; si las dos le amásemos de la misma manera, le dejaríamos morir, y así nos vengaríamos; pero toda vez que yo nada soy para él, sea la que le ama quien haga más por salvarle. Si no me ayuda usted a arrancarle de aquí, es porque no le ama. -¡Perdón, señor! -decía Carolina, en voz muy baja al señor Clavier -¡Perdón, si hasta, hoy oculté una pasión que a mí me llena de vergüenza, y a usted de cólera! Venga usted conmigo y se lo confesaré todo. No quiero volver a ver el rostro de esa mala mujer, ni el de ese... Jamás pronunciaré su nombre, jamás le veré, lo juro... y cuente que el sacrificio es inmenso, porque... porque le amo... Pero vámonos de aquí... sufro horriblemente. El señor Clavier se volvió hacia Eduardo. -¡Váyase usted, caballero! Esa señora me da lástima... Váyase con ella. Le ama a usted tanto, que demostraría usted ser muy cruel si no la siguiera. En una palabra, señor mío; al fin se presentó el pretexto que venía usted buscando desde hace dos horas para no batirse. Tiene usted suerte. Me engañó antes cuando me aseguraba que solía volver solo de los 349
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duelos, pues a raíz del nuestro, le acompañará hasta su casa una mujer hermosa. ¿Quiere usted aceptar el abrigo de la señorita de Meilhan para librarse del fresco de la noche? -¡Calle usted de una vez, que sus ultrajes han conseguido al fin inflamar mi cólera! ¡Sepárese de esa niña que sirve de escudo a su pecho! ¡Quiero verlo al descubierto para herirlo como merece! -¡Fuego, pues! -rugió el regicida, tirando al suelo a Carolina y exhalando un grito de alegría feroz. -¡Muere! -contestó Eduardo. -¡Que estamos nosotras aquí -gritó Leónida, deteniendo el brazo del anciano. Carolina, que se había levantado precipitadamente, colocóse delante de la pistola de Eduardo con los brazos en cruz. -¡Ya tenemos testigos! -dijo con entonación irónica el señor Clavier. -Ese caballero, exigía dos; la suerte nos los ha deparado. -¡Adiós, Carolina, adiós! -murmuró Eduardo con acento de profunda tristeza. -¡Una palabra de piedad, un gesto de perdón para el que siempre te ha sido leal... siempre! -¿Me engañabas, pues, a mí? -bramó Leónida, soltando el brazo del viejo, para arrojarse entre Ca350
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rolina y Eduardo. -Suponía yo que mentía cuando hace poco, en mi afán de salvarte, aseguraba a esta señorita que no me amabas, pero ahora veo que, sin quererlo, dije verdad. ¿Venías a tomar de mis labios los besos que no podían darte los de Carolina? ¡Señorita... este hombre es un infame, un canalla que mentía a usted en sus paseos nocturnos por el bosque, en sus cartas, en todas partes! Sus perfidias nos han hecho hermanas... No contestaba Eduardo. La fatalidad le había colocado frente a sus jueces, delante de las dos mujeres que había engañado, mientras un hombre avanzaba pistola en mano para arrancarle la vida. El caballo de Leónida comenzó a relinchar y a agitarse con violencia. Al fin rompió las bridas que le retenían a una rama, y con las orejas tiesas, las narices abiertas, se lanzó a la carrera, perseguido por un terror repentino. Corrió Leónida en su seguimiento consiguiendo darle alcance, pero mientras tanto, queda al descubierto el pecho de Eduardo. El señor Clavier apuntó. Sonó una detonación que repitieron los ecos del bosque. Las dos mujeres se miraron aterradas. Continúan en pie, frente a frente los dos hombres. 351
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-¡Los gendarmes! exclamó el señor Clavier, que no había disparado su arma. -¡Han hecho fuego los gendarmes! -repiten las cuatro personas. -Nos han descubierto... ¡Van a prenderte, Eduardo! -exclamó Carolina. -¡Van a matarle, caballero! -añadió el viejo convencional, con entonación de lástima que por segunda vez había reemplazado a la cólera. -¡Vea usted de qué han servido las dilaciones!... ¿Qué hacemos ahora? ¿Huir? Imposible; vienen por todos los caminos a la vez. ¿Esperar aquí? Morirá usted y a nosotros nos creerán cómplices suyos. -¡Váyanse! -dijo Eduardo a las dos mujeres que un minuto antes anhelaban su muerte, y que, ahora, sólo compasión hallaban en sus corazones, sólo lágrimas de piedad tenían sus ojos. -¡Váyanse todos, los tres, por esta alameda! El bosque es libre, todo el mundo puede pasear por él. Paseando estaban ustedes y les sorprendió la noche. ¡Váyanse, pero en seguida! Dentro de un minuto sería tarde. Permaneciendo aquí, ni pueden salvarme ni defenderme. Era una granizada espesa de súplicas y de negativas, de instancias y de réplicas, que se cruzaban entre el proscripto y las dos mujeres, y entre éstas y el 352
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señor Clavier, quien se golpeaba con desesperación el pecho y pateaba de coraje. El ruido de los que se acercaban sonaba en los doce caminos que afluían a la Table-du-Roi. -¡El caballo, señora, déle ese caballo! -dijo al fin el señor Clavier. -Y usted, caballero, monte inmediatamente. Tome estas armas... esta espada, estas pistolas, mi capa, mi bolsa, y aventúrese por ese camino. Es el de Connétable. Lo están arreglando, no se puede recorrer a caballo, pero venza las dificultades y sálvese. -¡Adiós, Eduardo! -gritaron las dos mujeres. -¡Que Dios te proteja y salve! -¡Adiós, caballero! -exclamó el señor Clavier, picando al caballo con la punta de la espada. -¡Señor... compasión para el proscripto! Partió a galope el caballo por la avenida de Connétable. Sonaron cuatro disparos de fusil hechos en dirección a la alameda expresada. Las balas pasaron silbando lúgubremente sobre las cabezas de las tres personas que habían quedado en la encrucijada. El caballo que montaba Eduardo cayó. -¡Muerto! -exclamaron con voz desgarradora las dos mujeres. 353
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-Nada se ve; pero vuelve a oirse el galope del caballo, y segundos después, rasga los aires un grito de Eduardo: ¡Viva el rey! Treinta gendarmes penetraron en aquel punto en la encrucijada. -¿Dónde está? -preguntaron. -¿Quién? -inquirió con frialdad el señor Clavier. -El condenado... el vendeano. -No sabemos de quién nos hablan ustedes. -¿No han visto a un hombre a caballo? -Sí. -Ha tomado esa alameda... la de Connétable, ¿verdad? -No, señores; se fue por ésta. -¿Palabra de honor? -Palabra de honor. El señor Clavier mentía; pero salvaba una vida humana.
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XX Santuario antiguo es el matrimonio. Una falta cierra sus puertas; una simple sospecha, precursora de la falta, vela el sol del tabernáculo. Perdón y olvido son dos palabras muy sonoras, pero huecas y sin sentido; son dioses domésticos que no existen en el corazón. Los ha entronizado la debilidad sobre un pedestal de arena, pero sólo la debilidad los invoca, porque únicamente ella siente necesidad de creer en ellos. En el hogar conyugal, el que después de cometida una irregularidad recurre al olvido, acepta un préstamo usurario de su conciencia. Llega el día, el momento del vencimiento, y hay que pagar, y entonces, los olvidos, los perdones mutuos, son otras tantas semillas de discordia que brotan en los matrimonios. La paz firmada, hoy es prueba de la guerra de ayer y mensajera del combate de mañana. 355
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Mauricio y su mujer experimentaban, a la que grandes penas, una tristeza sorda. Por mucho que se esforzasen en creer que las explicaciones de la tarde habían sido completas, en el corazón del primero hacía estragos la acerada punta de la duda, y la segunda, tenía conciencia de su caída ignominiosa, no obstante haber triunfado en el encuentro con su marido. En la lucha, sin que ellos mismos se dieran cuenta exacta de la desgracia, había caído el anillo conyugal; y es que el raciocinio, obra de la inteligencia, juez parcial, no puede substituir a la paz y la conciencia, que es la razón del corazón. Por otra parte, un incidente, cuyas particularidades no acertaba, Mauricio a explicarse, llevaban a éste, a su pesar, por senderos subterráneos, en cuyas lobregueces se hundía con terror cada vez más, a sus primeros recelos sobre la existencia de relaciones culpables entre Leónida, y Eduardo. ¿Por qué este último, después de las explicaciones tenidas con él, se obstinó en no marchar hasta el día siguiente, y se negó a que le acompañase su mejor, su único amigo? De buena gana habría tratado de disipar las espesas tinieblas que le envolvían interrogando a Leónida; pero tuvo miedo de encontrar en la turbación de 356
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su mujer la confirmación de sus terrores; tuvo miedo de provocar de nuevo una escena de la que resultase más castigado, escena cuyo término fuera dejar en sus manos la corona afrentosa de un triunfo completo. Leónida y Mauricio estaban sentados al amor de la lumbre, que crepitaba y chisporroteaba a sus pies, separados, en el momento en que volvemos a encontrarles, por toda la longitud de la chimenea. La noche era triste, noche desapacible de marzo. Llovía y nevaba. Llamaron a la puerta. -¿Quién puede ser? -preguntó Mauricio. -Probablemente mi hermano. -No son más que las diez, y Víctor me dijo que no podría regresar antes de media noche. El que había llamado era el señor Clavier, quien entró en el salón dejando un reguero de agua. Su capa y su sombrero presentaban una capa de nieve. Parecía más abatido que de ordinario. -¡Usted aquí, a estas horas! -exclamó Mauricio. -Ya lo está usted viendo, señor Mauricio. -Pero llega usted calado... ¡acérquese a la chimenea, acérquese! Si deseaba hablarme, ¿por qué no me mandó llamar, señor Clavier? 357
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-No se me ha ocurrido. -¡Le encuentro así... como conmovido! -Lo estoy un poco; lo confieso. Leónida se levantó y salió, sin que Mauricio hiciera nada por detenerla. -El señor Eduardo de Calvaincourt está en camino para París; supongo que nada nuevo le digo, ¿no es verdad, Mauricio? La sorpresa dejó yerto al notario. -¡Cómo! ¿Sabe usted... conoce usted al señor Eduardo de Calvaincourt? -Desde ayer. -¿Dónde le ha conocido? -En el baile de máscaras de Senlis le vi por primera vez; y he completado su conocimiento esta noche en el bosque, en la Table-du-Roi. Si el señor Clavier no hubiese hablado con su sangre fría de costumbre, bien seguro es que Mauricio le habría tomado por loco. ¡Eduardo en un baile! ¡Una cita en el bosque! -En este momento -continuó el señor Clavier -cruza los bosques interpuestos entre Chantilly y París. Si llega a la capital antes del día, como lo espero, habrá evitado el peligro de caer en manos de los gendarmes. 358
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-¿Pero dónde se separó usted de él, y por qué se encontraba en su compañía? -No valdría la pena hablar de la circunstancia que nos colocó, a él y a mí, frente a frente en el bosque, si no fuese a la par la explicación de mi presencia en esta casa, a horas tan intempestivas. El señor Eduardo y yo teníamos que ventilar un asunto de honor... Los gendarmes que le perseguían nos interrumpieron sin dejarnos terminar la partida. Mauricio creyó que separaban de su pecho la montaña que gravitaba sobre él, oprimiéndole bajo su peso. Quedaban disipadas las últimas tenebrosidades de la conducta de Eduardo. Si éste se negó en redondo a salir aquella tarde hacia París, era porque no quería faltar al duelo concertado. -¿Las causas de ese duelo, señor Clavier? -preguntó Mauricio. -Contestaré su pregunta con una reconvención, Mauricio. Ocultaba usted en su casa a ese joven, sabía usted los pasos que daba, es de presumir que fuera usted el depositarlo de sus pensamientos más secretos, y, sin embargo, no me ha hecho usted el favor de advertirme.
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-¿Podía hacerlo acaso? Hasta la mañana de hoy, no me han revelado sus relaciones con la señorita de Meilhan. -¿Quién le hizo esa confesión, Mauricio? -El mismo hubo de hacérmela, al verse obligado a explicarme las causas que le impedían abandonar sin perdida de momento a Chantilly, conforme le exigía yo. -¡Magnífico! -pensó para sus adentros el señor Clavier. -Han referido a Mauricio la escena del baile; habrá sobrevenido una explicación terrible entre aquél y su mujer, explicación que indudablemente ha determinado la marcha inmediata del señor de Calvaincourt. Mauricio lo sabe todo y comprenderá perfectamente mis reticencias... Ese joven -repuso alzando la voz -reúne en su persona toda la bravura y toda la ignominia de su casta. -¡Duro está usted con él, señor Clavier! -¡Duro! -exclamó el anciano. -¡Duro con el hombre que ha destruido para siempre la tranquilidad de alma de la señorita de Meilhan y la mía! ¿Qué será de Carolina? ¿Puede usted decírmelo? -Con prudencia, señor Clavier, rodearemos del mayor misterio su debilidad, lo que no es ni impo360
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sible ni difícil siquiera. Nada se sabe hasta aquí, y nadie ha de sospechar la existencia de su intimidad. Después de una pausa, contestó el anciano: -El mal es mucho mayor de lo que creemos. La señorita de Meilhan ama a ese joven; le ama con todas las fuerzas de su alma, con pasión que en vano intentará curar. Desde la escena del duelo de esta noche, vengo observando en su semblante abatido el carácter de una tristeza incurable que... -¿Quién ha sido el imprudente que llevó a su noticia el incidente del duelo? -interrumpió Mauricio. -Lo presenció ella. La voz del señor Clavier fuese apagando, gradualmente, ahogada por el dolor. Las terribles sacudidas de aquel día fatal hicieron envejecer diez años al convencional, cuyos restos últimos de energía se habían consumido en su entrevista con Eduardo. Aterido de frío, rendido de resultas de su caminata por el bosque, postrado por el descorazonamiento, hechos pedazos el cuerpo y el alma, apenas si tuvo fuerzas para tomar la mano de Mauricio y para expresarle, por medio de un apretón mudo, la violencia del golpe que le había herido. Lágrimas de hielo resbalaban por sus arrugadas mejillas. 361
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-¡Esto me matará, Mauricio! -pudo balbucear al fin. Al cabo de un rato de silencio penoso, atrevióse a decir Mauricio: -¿Por qué no los casa usted? -¿Con ese hombre? ¡Nunca! -No comprendo a qué pueda obedecer esa negativa tan terminante. ¿Conoce usted detalles de la vida de ese joven que justifiquen su reprobación? Me pondrá usted en el caso de hacer su elogio, si no me comunica, con sinceridad absoluta, la causa de sus repugnancias. Es un joven digno, posee un alma elevada, es rico... -Y noble -interrumpió con sequedad el señor Clavier. -¿Por ventura no ha leído usted mi testamento? -¡No! ¿Por qué había de leerlo? -Si lo hubiese leído, Mauricio, habría visto que mi postrer suspiro es la expresión de mi furor contra la raza maldita a la que pertenece el señor de Calvaincourt. En ese testamento, lego todos mis bienes a la señorita de Meilhan; pero la desheredo ipso facto si contrae matrimonio con un hombre de raza noble. 362
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-Desista usted, señor Clavier, toda vez que está a tiempo, de esa determinación inspirada por el odio. Derecho tiene usted a ello; tenga también valor y voluntad. No manche usted una vida hermosa con un borrón de exagerado fanatismo político. -No daré un mentís, Mauricio, a la fiel energía con que he sostenido mi carrera. Lo que yo hago no es venganza, sino firmeza de carácter; no es error, sino término de una dirección inflexible de pensamientos. Puesto que los hombres no se han atrevido a condenarnos ni a absolvernos, seamos nosotros mismos los que nos juzguemos. Volver sobre el pasado para destruirlo, es anularnos, y nuestros principios no son de los que permiten que el hombre los divida en dos partes, una consagrada a la acción y otra al arrepentimiento. El regicida que concede a un noble la mano de su hija pacta con la realeza. -Sea; pero Carolina no es su hija, y por tanto, no le alcanzan estas máximas. -¡No es mi hija! ¡Cruel es usted, Mauricio, diciéndome lo que nunca me ha dicho ella! ¡No es mi hija!... ¡Pero todo el amor que Dios ha puesto en mi corazón es de ella, todas las esperanzas que he tenido en la tierra para ella han sido! De niña, mecí su cuna; de adolescente, infiltré en su alma tesoros de 363
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virtud; de mujer, le lego mi fortuna, y la elevo a tal altura, que desde su lecho nupcial podrá ver más castillos, más tierras que le hubiesen legado sus padres. ¿Qué se hace por un hijo que yo no haya hecho por ella? ¿Que no es mi hija?... Entonces... ¿qué soy para ella? -Todo, menos su padre. Advierta que, aun cuando lo fuera, no por ello sería válido su testamento ante la ley, que no puede asociarse a las restricciones que acompañan al legado hecho por usted en favor de la señorita de Meilhan. La justicia no pone su sello a las mil extravagancias inspiradas por el odio. Su testamento es nulo, señor Clavier. -¿Adónde irán a parar mis bienes si el testamento es nulo? -¿Quiénes es capaz de preverlo? Al Estado, probablemente, después de un pleito eterno. -¡Al Estado! -repitió con voz sorda el señor Clavier. -¡Al Estado! El golpe aturdió al anciano. El oro, amasado penosamente, el oro, fruto de cincuenta años de venganzas, se convertía en lodo. Poco experto en las cosas del mundo revolucionario, y nada más que revolucionario, se encontraba al fin de sus días con que lo que fue su idea fija, la obsesión de su vida 364
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entera, había sido un error. No le habría sumido en tristeza más profunda la muerte de Carolina; al contrario, su dolor hubiese sido menos acerbo. ¿No era peor que perderla dos veces verla convertida en tronco fecundo de una raza aborrecida? El viejo león bajó la cabeza y selló los labios. Positivo como un guarismo, e incapaz, por carácter y en virtud de su oficio, de dejar una consecuencia en suspenso, repuso Mauricio: -Probablemente se engañó usted al considerar la desheredación con que amenazaba a la señorita de Meilhan como medio infalible de someterla a su voluntad. Seguro estoy de que renunciaría espontáneamente a la herencia, a trueque de casarse a gusto. -¿No se le ocurre a usted ningún medio que me saque del atolladero? -Ninguno. -¿Y he de ceder, he de mentir, he de retractarme cuando toco al término de mi carrera? ¡Apostatar al borde de la tumba! ¡Haber vencido los prejuicios, haber dominado la opinión, y haber de hacer alto, haber de estrellarse contra una formalidad legal! ¿No ha visto la revolución esa ley que reduce a la nada la autoridad paterna? -Precisamente es una ley de la revolución. 365
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-¡Ley estúpida! -murmuró entre dientes el convencional. -Pero no importa: esas propiedades no serán nunca de él... ni de ella. Lo lego todo al primer advenedizo, al primero que pase por mi lado. No hablemos más de esto. -Como usted quiera -contestó Mauricio. Callaré, aunque me proponía hacer comprender a usted que el señor de Calvaincourt ha hecho feliz a la señorita de Meilhan, con su lealtad de carácter y la generosidad de su corazón. El señor Clavier no pudo menos de sonreir con ironía al escuchar de labios de Mauricio una opinión tan benévola, ni fue bastante dueño de sí mismo para dejar de replicar lo siguiente: -¿Que la ha hecho feliz?... ¿Lo cree usted así?... ¿Se atrevería a jurarlo? -Pues... sí... No parece sino que tiene usted razones de más peso que las mías para opinar lo contrario. ¿Pretende usted conocerle mejor que yo? Puesto bajo la mirada fija del anciano, Mauricio, sin darse cuenta, pasó de la situación de convencido a la de receloso. De todos los fulgores siniestros que durante el día cruzaron ante sus ojos, ninguno le mortificó tanto como el provocado por su interlo366
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cutor. La palabra de éste era seca y estridente. Mauricio enrojeció de vergüenza. -Yo le aseguro a usted que está engañado, Mauricio. El señor de Calvaincourt no transige con sus principios; pero es menos escrupuloso con sus pasiones. Estas las comparte, créame usted... Pero no nos ocupemos de él; vamos a hablar de otra cosa. -Sí -respondió maquinalmente Mauricio. -No nos ocupemos más de ese hombre. Tendamos el velo del silencio sobre la desventura que ha lanzado sobre su casa. El escándalo no repara los perjuicios causados. Consolaremos a la señorita de Meilhan, educaremos misteriosamente a su hijo, lejos, muy lejos de aquí, y nadie sospechará cosa alguna. Situaciones más difíciles se han arreglado perfectamente. El señor Clavier se puso en pie de un salto. -Uno de nosotros dos está loco; ¿de qué hijo habla usted? -Del que lleva en su seno la señorita de Meilhan, y cuya vida pudo usted comprometer con el espanto que el duelo produjo a la madre. -¡Un hijo! ¡Un hijo!... ¿Pero está usted en su juicio, Mauricio? -¿Ignoraba usted el suceso que acabo de poner en su noticia? Entonces, ¿por qué el duelo? 367
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-¡Oh!... ¡No haberle arrancado la vida!... ¿Quién me vengará ahora? ¿Quién? El señor Clavier y Mauricio, cediendo a un impulso espontáneo, abandonaron los asientos que ocupaban, dejando sola en un rincón a Leónida, la cual había vuelto a entrar hacía algunos minutos y parecía aplastada bajo el peso horrible de una maldición doble. Los dos hombres ofendidos, cogidos del brazo, paseaban silenciosos. Mauricio condujo al señor Clavier junto a la ventana. Terribles, violentas luchas sostuvo antes de abandonarse a una complicidad que uniría su odio al odio del convencional, antes de franquearse con el viejo. La cólera, la indignación, un resto de respeto hacia la opinión pública, fantasma que se alzaba siempre ante sus ojos cuando estaba resuelto a obrar, la necesidad de portarse como hombre ante otro hombre, las ansias de hacer resaltar la nobleza de un marido ultrajado, cuando un viejo se inflamaba como un padre ante el honor de una mujer que no era su hija, precipitaban y encadenaban las palabras prontas a brotar de la boca de Mauricio. Escuchaba con avidez el señor Clavier. Por violenta que la resolución de Mauricio fuera, dispuesto estaba a 368
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secundarla con todas sus fuerzas, bien lo revelaba su semblante, siempre que la resolución fuese una venganza. La indecisión del notario le mataba. «¡Hable usted!», decían con lenguaje mudo sus nervios agitados, sus músculos contraídos, sus rodillas temblorosas. -Guardo... allá...-dijo Mauricio. -¿Qué? ¿Qué guarda usted allá? -Papeles... -Papeles... -¡El me obliga, Dios mío! -¡Claro que sí! ¡Le ha deshonrado como a mí!... ¡Público es!... Pero esos papeles... ¿qué contienen? -¿Dice usted que es público? -No afirmo tanto... termine de una vez... esos papeles... ¿Qué encierran? -Un plan completo para atacar, arruinar, exterminar, concluir con la Vendée y con todos sus moradores en menos de un mes. -¿Y el señor de Calvaincourt irá a la Vendée, Mauricio? -Indudablemente. Cuanto posee está en la Vendée. -¡Ah! -exclamó el viejo radiante de júbilo. -Siga usted. 369
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-Sé que es la cabeza de la conspiración, que estallará en día, hora y sitio determinado. El día, la hora y el sitio constan en ese plan de campaña. ¿Cómo ha venido a mis manos? Es lo que menos importa; lo esencial es que lo tengo. ¿Quiere usted verlo? ¡Morirán todos, todos caerán en el lazo que tienden ellos mismos! ¡Es preciso que no escape uno solo, que se ahoguen todos en su propia sangre, que mueran aplastados bajo los escombros de sus casas y de sus castillos reducidos a cenizas! -¡Morirá! -contestó con acento de ferocidad infinita el señor Clavier. -¡Morirá, y con él, perecerán todos sus hermanos! La fatalidad coloca una vez más bajo mis pies ese puñado de víboras mal aplastadas por nosotros en otros tiempos. ¿Qué hacemos ante todo, Mauricio? -Ante todo, corro a buscar los papeles, que pondré en sus manos. -Muy bien. -Mañana irá usted a París. -Conformes. -En cuanto llegue, correrá a llevar los papeles al ministro de la Guerra, quien se encargará de hacer lo que falta. 370
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-¡Vengan los papeles, Mauricio! ¡Vengan, para que yo pueda marchar sin perder segundo! -No están en casa esos papeles, señores -terció Leónida, que se había colocado sigilosamente detrás de su marido a fin de escuchar la conversación que aquél sostenía con el señor Clavier. Los dos hombres quedaron petrificados. -¿Quién los ha robado, señora? -preguntó Mauricio. -Yo. -¿Qué ha hecho usted de ellos? ¡Hable... hable pronto! -Los he entregado a aquel cuya ruina y muerte podían causar. -¡Al infame Calvaincourt! ¡Ha cometido usted una acción odiosa! No es ya sólo una traición doméstica; ha prostituído usted a una satisfacción personal documentos que entrañaban, lo sabe usted muy bien, la salvación del Estado. Por satisfacer un capricho, ha arrastrado usted por el fango la confianza de que la sociedad me creía digno. Desde este instante me considero clavado al poste donde deben ser expuestos los que venden secretos que no son suyos. El criminal no será usted, señora: seré yo: ¡el notario de Chantilly! 371
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Con acento glacial, con la tranquilidad de la mujer que no teme mostrarse al descubierto, ni aun en presencia de un testigo, Leónida, dando pruebas de una memoria prodigiosa, incompatible con la cólera, repitió sílaba por sílaba las palabras de su marido. -Caballero, iba usted a cometer una acción odiosa. No es ya sólo una traición doméstica, lo que usted proyectaba: usted estaba resuelto a prostituir a una satisfacción personal documentos que entrañaban, lo sabe usted muy bien, la salvación del Estado. Por satisfacer un capricho, quería usted arrastrar por el fango la confianza de que la sociedad le consideraba digno. Desde este instante, para mí está usted clavado al poste donde deben ser expuestos los que venden secretos que no son suyos. El criminal no soy yo; lo ha dicho usted mismo: es el notario de Chantilly. Leónida se retiró caminando con lentitud. Es difícil que jamás hombre alguno se haya visto herido más cruelmente con sus propias armas que los señores Clavier y Mauricio. -¡Adiós! -dijo el anciano. -Tiene usted una mujer que... -¡Y un adorno!... –repitió Mauricio luego que quedó solo. -¡Un adorno que...! 372
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XXI No era ya Mauricio el hombre que fluctuaba entre mil opiniones contradictorias sobre la moralidad de su mujer, para aferrarse constantemente, arrastrado por la pureza de su carácter, a la más consoladora, exponiéndose a quedarse con la más débil. El señor Clavier, aunque no le había hablado con claridad, pronunció palabras que dejaron en su alma una convicción irrevocable. Las mismas razones en que antes se había fundado para dudar de lo que entre su mujer y Eduardo había pasado, le bastaban ahora para creer resueltamente en la falta de Leónida. La certidumbre adquirida no le enorgullecía. Hemos podido observar que, a costa de violentos esfuerzos, renunciando a su clemencia habitual, concluyó por dar oídos a la voz de su dignidad ultrajada, asociándose a la venganza del señor Clavier. 374
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Cualquier decisión templada le parecía ya indigna cobardía. Necesitaba adoptar una determinación que, sin provocar escándalos públicos, le protegiese contra la vergüenza de que se cubren muchas personas que, ciertos de una verdad que les deshonra, se resignan, se habitúan a tolerarla a su lado. Desgraciadamente Mauricio no lograba alcanzar la firmeza de que su delicadeza le hacía capaz, sin acordarse de que había dispuesto de los trescientos mil francos depositados en su casa por Eduardo. En vano intentaba persuadirse de que había hecho uso de aquella suma en momentos en que sus sospechas contra Eduardo habían desaparecido de su alma sin dejar rastros; su conciencia herida lamentaba con amargura la necesidad en que se veía de deber un favor de importancia al hombre que había introducido el adulterio en su casa. Ese hombre tendría siempre derecho a considerar el empleo ilícito de su dinero como compensación de la deshonra por él causada. Gemía Mauricio atormentado por ese pensamiento; sentía frío en la medula de los huesos y se desataba en improperios contra la Providencia, que no le había descubierto el abismo con la anticipación necesaria para evitarlo, pues era indudable que Víctor había empleado ya los malhadados tres375
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cientos mil francos, que a aquellas horas surcaban los mares cruzados por las naves de la fortuna. ¡Oh, si Mauricio hubiese podido retirarlos, aun cuando fuera del fondo de un volcán, aun cuando le costasen diez años de su vida! -¿Qué dirá el mundo? -repetía, oprimiendo entre sus manos su abrasada frente. -Dirán que jugué a la Bolsa, que me arruiné, y que antes de declararme quebrado, acepté dinero del amante de mi mujer... ¡Todo eso dirán! Mediaron algunos momentos de silencio, momentos de angustia para el notario, a juzgar por la energía desesperada con que hundía la yema de su índice en su frente. -¡No puede ser!...-continuó monologando. -¡No debe ser! Pase que muera un hombre solo, aislado, sin conexiones sociales: no deja tras sí más que algunos moralistas estúpidos, cuyo oficio parece ser el de hilvanar, imitando a los filósofos cuyas doctrinas les han envenenado, dos o tres frases retumbantes y vacías de sentido sobre el suicidio; pero matarse para no hacer bancarrota, es peor que robar a mano armada, es escoger entre los tribunales y la boca de una pistola, la situación que a uno le parece más ventajosa, es entregarse a la determinación desespe376
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rada del bandido. La alternativa en que me encuentro es peor que la del deudor de mala fe, la del truhán que burla la acción de la justicia y la cárcel por medio de dos granos de arsénico. Mi memoria y mi corazón son el templo de centenares de familias que no han vivido, que no viven más que por mí: sus confidencias me han unido con lazos de sangre a sus padres, a sus hijos, a sus nietos, a sus señores, a sus dependientes, a todos. Muerto yo, ¿qué es de ellos? Llega la justicia, registra, confunde, involucra, rompe, desgarra, revuelve mis notas, desordena mis depósitos y hace un caos de mis papeles. Las columnas de los periódicos se llenan de revelaciones sagradas... ¡Cuántas lágrimas diluidas en mi sangre! No recuerdo que nunca haya dedicado a este pensamiento una atención seria y detenida, pero es lo cierto que bien merece llamarse misión de mártir la del hombre que, siendo débil como sus semejantes, ha de responder estrictamente de los que tienen miedo a su propia debilidad. Buenos administradores, nos creen mejores administradores que ellos; honrados, ponen en nuestra honradez una confianza ciega; inteligentes, quieren guiarse por nuestras luces. ¿Pero es que somos mejores que el resto de los mortales? ¿Quién lo ha dicho? ¿Quién lo prue377
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ba? ¿Quién exige que así sea? ¡Oh! ¡Tenernos por infalibles es una tiranía de nueva especie, es colocarnos sobre un pedestal donde difícilmente hemos de poder sostenernos! ¿Y con qué se nos paga esto? ¿Qué recompensa...? -¡Eh! ¿Me habéis condenado a dormir en la calle? -gritó una voz fuera de la casa. -¡Seis veces he llamado ya!... ¿Queréis tenerme expuesto al viento y a la nieve? Mauricio llamó para que bajaran a abrir la puerta a Víctor. -¡Calado hasta los huesos, querido! -entró diciendo el hermano de Leónida. -El camino está imposible. Creí que no iba a poder llegar a Mesnil-Anbry; los caballos se negaron a tirar, me fue necesario cambiar el tiro... pero aquí me tienes al fin. Parece que dormías como el resto de la casa... Ni lumbre, ni luz... y me estoy helando... ¡José! ... ¡Echa leña, mucha leña al fuego, y arregla las lámparas! -Dormía en efecto -contestó Mauricio. -Me venció el sueño después de apoderarse de mí el frío... ¿Quieres tomar una taza de caldo? -Nada. Siéntate; el negocio está terminado. -¿Pero has invertido ya los trescientos mil francos? 378
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-¡Naturalmente! ¿Iba a guardarlos para jugarlos a la ruleta? ¡Parece que te admira!... -Tanto como admirarme no; pero se me figura que te has precipitado. -¿Que me he precipitado? -Eso he dicho. -Francamente, no te entiendo. ¿No habíamos quedado en que ime apresuraría a adquirir las diez casas restantes de la Chapelle, a fin de ser dueños de todo el lado de la calle por donde debe pasar el ferrocarril de Saint-Denis? -Cierto, Víctor; pero no esperaba que te dieras tanta prisa. -Confieso, Mauricio, que he desplegado una actividad inusitada y dado pruebas de habilidad poco común en mis tratos con los propietarios, gentes que se ponen en guardia siempre que advierten precipitación en quien compra. Han puesto precios locos a sus inmundos cuchitriles, precios que he tenido que pagar, y aun así, temían que les engañase... ¡Miserables! En medio de todo, no te falta razón, Mauricio, para maravillarte de mi habilidad, que ha conseguido al fin arrancar el consentimiento a aquellos corsarios. 379
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-De manera, Víctor, que son nuestras todas las casas de la Chapelle, ¿eh? -Todas. -¿Y lo único que nos falta es la realización del proyecto? -Lo único. He visitado también a nuestro protector, quien me ha asegurado que la construcción del ferrocarril nos será adjudicada antes de un mes. Mauricio... estamos llegando al puerto. -¿No hay ningún obstáculo? -En absoluto ninguno. -¿Es nuestro protector hombre de lealtad reconocida? ¿No tratará bajo cuerda con algún otro que le ofrezca más que nosotros? Confieso que tengo mis temores. -Sin fundamento. Lo he previsto todo, y le he ofrecido un precio inaccesible a las seducciones. -Podría perder su empleo y... -¡Suposición monstruosa! Esas gentes no los pierden nunca. -Pero... -¡Pero... pero!... ¡Cuántos peros! Si cayese el Gobierno, ibas a decir, ¿verdad? ¿Son muchos los negocios perdidos a consecuencia de derrumbamien380
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tos de tronos? No te he visto nunca tan timorato, Mauricio. -Es que nunca había aventurado tan temerariamente la fortuna de vino de mis clientes, Víctor. -Darás al dinero de tu cliente un interés crecido, Mauricio. ¿Haces algo fuera de lo regular y corriente? ¿Ignoran por ventura tus clientes que tú negocias con su dinero? Además, el oficio del dinero, ¿no es circular? ¿Puede nadie reprocharte porque imprimas al dinero su movimiento natural, sin comprometer los intereses de nadie? -Sin comprometer los intereses de nadie: dices bien. -¡Pues eso! ¿No estás dispuesto a restituir en cualquier momento? ¿Te vas a las Indias con sus depósitos, con sus fondos? ¿Los dilapidas por gusto? ¿No es justo que busques algún beneficio que compense la carga de tu responsabilidad? ¡Tus clientes! A cambio de la tranquilidad que les proporcionas, hazte rico manejando sus capitales; creo que no puedes exigir menos. Además, dices que te abruma tanta responsabilidad, que anhelas sacudir la carga; pues bien, ¿conoces algún medio mejor que el que te propongo para hacerte rico, para labrarte en poco tiempo una fortuna independiente? Ocasiones de 381
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enriquecerse como la presente no se presentan dos veces en la vida, sobre todo, a los que tienen tu carácter, Mauricio. Aprovéchala, pues. ¿O es que temes que he de comprometerte? También yo tengo en mucho mi reputación, Mauricio; quiero contribuir a la prosperidad de que eres digno, quiero seguir tus huellas de honradez, que por algo pienso que tu mujer es hermana mía. Mauricio bajó la cabeza. -Aun aspiro a ser imitador más perfecto de tu conducta -repuso Víctor. -La juventud, ordenada o desordenada, buena o mala, debe tener un fin. El celibato es para los hombres de negocios inconveniente de los más graves. Todo el mundo desconfía de los hombres que no han echado raíz alguna en el suelo. La prueba la tienes en nosotros: sin ti, no me concederían crédito alguno, y tú, si no estuvieras casado, te encontrarías en el mismo caso que yo. Nada hay tan fuerte como el matrimonio. -¿Pero es que piensas casarte? -preguntó con entonación irónica Mauricio. -¿Por qué no? -¿Y me pides consejo... a mí? -Claro... por cierto que me maravilla que encuentres extraño mi deseo. 382
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-¡Al contrario! Tan penosamente pronunció Mauricio las dos palabras anteriores, que Víctor vio en ellas la confesión de un dolor conyugal, cuya causa no podía, sin faltar a las conveniencias, preguntar a Mauricio. -No creas que se me ocultan los disgustos domésticos a que da lugar el matrimonio, Mauricio, ni que dejo de comprender lo fastidioso de la costumbre, los inconvenientes anejos a los caprichos de la mujer, el sabor amargo de boca que dejan las faltas que a veces... -¡Calla, Víctor, calla! Mi mujer se retiró hace un momento y podría oirte. Callaron los cuñados. Después de una pausa, preguntó el notario: -Dime, Víctor, ¿por qué me consultas a mí un asunto que me es tan desconocido como a la persona más extraña a la familia? -No poseo una organización bastante completa, Mauricio, para ver en el matrimonio el término natural de una pasión imperiosa. Ahora bien, aquel que no se casa por amor, me parece, o estoy muy equivocado, debe buscar en el matrimonio otros beneficios. 383
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-¿Tu proyecto es casarte con un montón de monedas de oro? -Mi proyecto es contraer un matrimonio conveniente. -Lo mismo da. -Prescindamos de sutilezas, Mauricio, y ayúdame. -¿Ayudarte?... ¿En qué? -Gozas de influencia decisiva sobre una familia de Chantilly. En esa familia, he visto una niña hermosa, dulce, sencilla y... muy rica, si no miente el decir general. Añadiré, para que mis pretensiones no te maravillen demasiado, que tu mujer me ha alentado, me ha aconsejado que persista en mi empeño y no pierda la esperanza. Creo que idénticas manifestaciones ha hecho a la interesada. Lo único que me falta, y espero obtener sin dificultad, si tú me prestas tu apoyo, es el consentimiento del señor Clavier. -¿Luego se trata de la señorita de Meilhan, Víctor... de Carolina? -De la misma... ¿Pero sigues sorprendiéndote? -Muchísimo. Renuncia a ese proyecto, Víctor. Nada puedes esperar... ¡Mi mujer! -se dijo para sus adentros el notario. -¡Mi mujer era la que manejaba los hilos de la intriga! ¡Claro!... Nada más natural... para desembarazarse de su rival, nada mejor que ca384
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sarla con Víctor... para asegurarse la complicidad y el silencio de los dos casados... ¿Lo sabrá todo el hermano? Mauricio clavó sus ojos en Víctor, quien comprendiendo la agitación que en su cuñado había producido su demanda, resolvió sondear indirectamente la cuestión a fin de obtener explicaciones sin irritar a Mauricio. -En realidad, Mauricio, es posible que me haya yo hecho demasiadas ilusiones -dijo. -Pudiera ser que la fortuna de la señorita de Meilhan fuese muy inferior a lo que suponen las exageraciones de la opinión; pudiera ser también que ella no me haya esperado a mí para disponer de su mano; pudiera ser... -Presumo, Víctor, que ninguna de tus conjeturas tiene fundamento. ¿A qué multiplicarlas sin necesidad? -Como quieras, Mauricio. Lo que sí deseo es que me permitas hablar en tu nombre al señor Clavier. ¿Que inconveniente hay en ello? -Uno muy grave: atribuiría tu decisión a mis consejos, a mis indiscreciones sobre su fortuna.
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-Sin embargo, Mauricio, la señorita de Meilhan ha de casarse algún día, y lo natural es que, quien desee hacerla su mujer se dirija al señor Clavier. -De acuerdo; pero repito que yo no quiero intervenir en nada. -¿Prefieres que tome el nombre de Leónida? -¡No me cabe duda! -pensó con amargura Mauricio. -Esgrime contra mí las mismas armas que antes. Tiene seguridad de vencerme alzando frente a mí la amenaza de mi mujer, alma de esta conjuración. Decididamente soy víctima de una traición doméstica, tramada hace mucho tiempo. Eduardo, mujer y Víctor tejieron la red que me aprisiona. Después del soliloquio, contestó el notario en voz alta: -La recomendación de Leónida produciría efectos contraproducentes, Víctor. El señor Clavier detesta la intervención de las mujeres en los asuntos. Apoyada tu causa por Leónida, podrías darla por definitivamente perdida... como perdida la tienes sin ella. Renuncia, pues, a tu propósito de tomar su nombre, porque me pondrías en el caso de oponerme a él con todas mis fuerzas. Quiero ser franco, Víctor. 386
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-Agradezco tu sinceridad, Mauricio, aunque sea muy dura para mí, para el amigo que no ha pedido la menor remuneración por los negocios que te ha proporcionado, y en los cuales no han salido mal librados hasta aquí, que yo sepa, ni tu tiempo ni tu fortuna. Sinceridad cruel para un hermano que recibe, sin exhalar una queja, tu negativa para servirle en el acto más importante de la vida, pero que no comprende, franqueza por franqueza, que le niegues una palabra de explicación de tu negativa. En suma, Mauricio, si estás firmemente resuelto a no sostenerme, a no ayudarme, creo que debes explicarme los motivos que te obligan a darme esta prueba de desafecto. -¡Lo de siempre! -exclamó Mauricio con amargura. -¡Gentes que me confían sus secretos, por una parte; y por otra, gentes que me asedian para robármelos! Me echas en cara, Víctor, una falta de desafecto, porque no tengo el derecho de imponerte como marido a la señorita de Meilhan; me recuerdas lo que has sacrificado para elevarme a mi posición actual... ¡Pues bien! Si en tus manos estuviera hacerme perder todo el camino que he trepado conducido por ti, para relegarme de nuevo en mi rincón, para sumirme en la obscuridad, en el olvido, en la 387
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medianía en que vegetaba cuando te conocí, ten por seguro que el sentimiento de gratitud que brotaría en mi corazón sería infinitamente mayor que el que siento por lo que has trabajado para multiplicar mi fortuna. Esta noche misma me lo repetía yo a mis solas: carezco de fuerzas suficientes para desempeñar el cargo de notario, cuyo peso me abruma, me mata. ¡Qué de terrores me asaltan a todas horas! Velar, guardar, sellar, ser el sacerdote, la caja de caudales, la lengua del mundo, el espíritu divino del conciliador, el amigo, el pariente, la centinela del mundo, y no contar con un poder moderador, como no sea la sombra de la justicia, que no llega a asustarnos nunca, porque sobran los medios de eludirla. ¡Realeza peligrosa, fatal, asesina! ¿Quién me librará de ella? Ya tienes contestados los cargos que acabas de hacerme. Sé razonable, Víctor, y no vuelvas a hablarme de tu proyecto matrimonial. -Mi crimen, por lo visto, consiste en haberte hecho rico a pesar tuyo, Mauricio; creo que serán muchos los que me absolverán. ¡Ojalá encuentres tú tantos que aprecien con la misma indulgencia tu conducta para conmigo! -¡Pero, desventurado! -exclamó Mauricio, cuyos accesos de cólera, frecuentes desde que se había 388
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agriado su carácter, comprometían gravemente su impenetrabilidad. -¿Tan niño eres que pretendes obligarme a que te diga que existen entre la señorita de Meilhan y tú obstáculos insuperables, muros de bronce? -¡No lo creas! El viejo señor Clavier, en su puritanismo republicano, no excluye, entre los aspirantes a la mano de la señorita Carolina, más que a los nobles, y yo, gracias a Dios, no soy noble. -¿Quién te ha dicho eso? –gritó Mauricio con espanto.-¡Habrán leído...! ¡Oh! ¡Sería un crimen abominable! Mauricio llevó precipitadamente la mano al bolsillo donde guardaba la llave de su caja. -Nada he leído, Mauricio; tranquilízate. ¡Qué sospechas se te ocurren! -Me lo ha dicho la señorita de Meilhan... a la que veo, hablo y escribo hace una porción de meses. El favor que te pedía no era más que llenar cerca del señor Clavier una formalidad que imponen las conveniencias... Te habría puesto al corriente de mis relaciones con la señorita de Meilhan, de no haberte tú enfurecido cuando, interpretando torcidamente mis palabras, has supuesto que Leónida me había revelado ciertas intimidades. 389
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-¿Y la señorita de Meilhan te ama... a ti, Víctor? ¿Estás seguro? -Ser amado, Mauricio, es una ventaja que a veces no aprecia uno en lo que vale. Si yo la he conseguido, cree que únicamente me enorgullece porque, gracias a ella, puedo convencerte de que mis pretensiones, que tan monstruosas te han parecido, no pueden ser más naturales. -¿Pero sabes tú...? ¡Dios mío!... ¡Qué iba a decir!... ¿Habrá sido él? ¡Quién sabe!... Eduardo me reveló el estado de Carolina... ¿Habrá dado oídos a los dos?... ¡Puede ser! ... ¡Parece que es cosa que abunda en el mundo!... La exclamación de Mauricio fue a manera de brecha que permitió a Víctor penetrar en el fondo de su alma. Las reticencias de su cuñado, comentadas, relacionadas entre sí con lucidez diabólica, le dieron el sentido verdadero de lo que el notario pretendía ocultar cuidadosamente. -Escúchame, Mauricio -dijo Víctor, lanzándose sobre el pensamiento de su cuñado como se lanzaría un tigre sobre un niño dormido. -Los dos somos bastante jóvenes para comprendernos y para excusarnos: la señorita de Meilhan no se pertenece ya. 390
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-Lejos estaba yo de pensar, Víctor, que en el secreto que acabas de comunicarme fueras parte interesada. -Lo soy -contestó el hermano de Leónida, sin la menor emoción en el tono y con acento indefinible. Seguidamente sonrió con fatuidad. ¡Qué de pensamientos cruzaron por la imaginación de Mauricio en un instante! El señor Clavier no podía ya hacer objeto de sus recriminaciones a Eduardo. Alejado este, la mitad de su indignación debía recaer sobre Víctor. La señorita de Meilhan había tenido dos amantes simultáneos: Eduardo y Víctor. ¿Cuál de ellos era el padre del fruto que llevaba en su seno? Imposible saberlo, pero en la duda, Mauricio, considera preferible que sea Víctor, y no Eduardo, el marido de Carolina, sencillamente porque el señor Clavier acaso acepte al primero, mientras es seguro que no aceptará al segundo. De todas suertes, Carolina es un buen partido, y su cuñado podrá ver realizados sus sueños de ambición. Puestas las cosas en este estado, hubiera sido necio decir a Víctor en aquel momento: «También Eduardo era el amante de la señorita Carolina: me ha hecho la misma confesión que tú». 391
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-Te presentaré al señor Clavier, Víctor -dijo Mauricio, atónito ante las sorpresas que caían sobre él, cual lluvia abundante, desde que celebró su entrevista con el convencional. -¡Gracias, Mauricio... loado sea Dios! ¡Al fin encuentro en ti al hermano! Espero que no dejarás de asistir a mi boda, que supongo no se hará esperar. -Cuenta conmigo. -También deseo que seas el padrino del nene... Vas a ser mi socio, mi cuñado, mi testigo, mi amigo y mi compadre. Mauricio sospechó si la palabra compadre era un sarcasmo que Víctor le lanzaba al rostro. No era así, sin embargo: Víctor estaba alegre, pero con alegría sincera. No pudo Mauricio, aunque lo intentó, asociarse con efusión sincera, al júbilo de Víctor, cuando éste expresó su satisfacción sin perdonar detalle doméstico ni campestre. Una vez casado, viviría con su mujer en París, pero tendrían una residencia de campo en Chantilly. Carolina sería la hermana de adopción de Leónida; los días se deslizarían sin nubes, todos serían felices. Bien valía la pena sufrir algunas borrascas a trueque de ver convertida en realidad perspectiva tan deliciosa. 392
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-Adiós, Mauricio -dijo Víctor, tomando el sombrero y una palmatoria para retirarse a descansar. -Para pescar perlas, preciso es mojarse... ¡Buenas noches!... ¿No te vas tú también a dormir? -Dentro de un momento. Mauricio invirtió una buena parte de la noche escribiendo a Julio Lefort. A eso del amanecer, se quedó dormido en la misma silla. Desde que se casó, fue aquélla la noche primera que pasó fuera del dormitorio de su mujer. Cuando despertó, halló la pechera de la camisa y el chaleco empapados en lágrimas. ¡El desventurado había llorado durmiendo!
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XXII Dos meses han transcurrido desde que sobrevino la crisis que tan profundamente agitó a las dos familias. Los perfumes vegetales del bosque, en plena florescencia, comienzan a saturar el ambiente que se respira en Chantilly. Marzo obsequia a sus habitantes con deliciosas mañanitas. Entre los troncos de los árboles, tiernos vástagos tejen el vestido de las ramas que desnudó el invierno, y sobre el montón de hojas amarillas arrancadas por los vientos flotan sombras claras proyectadas por las hojas nuevas. Bajo las aguas menos verdosas de los estanques, los peces, adornados de nuevas escamas, devuelven al sol los reflejos que éste les envía; en el aire se deja sentir una elasticidad llena de dulzura. En los primeros capítulos de esta verídica historia, hemos bosquejado la descripción especial de las 394
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casas de Chantilly. La del señor Clavier muy contadas veces se ha abierto durante los dos meses que siguieron a la noche fatal de la explicación tenida por su dueño con Mauricio, en la casa de éste. Las verjas del jardín habían sido defendidas con persianas, a fin de impedir que las miradas de los curiosos penetrasen hasta el interior de la morada, en otros tiempos patente a los ociosos, que tanto abundan en Chantilly. Si algún atrevido aplicaba un ojo furtivo a las grietas abiertas en la madera por la sequedad, había de retirarse sin ver recompensado su trabajo, pues ya de los arbolillos no podados brotaban ramas nuevas al azar, con grave quebranto de las formas graciosas que muchos años de esmerados cuidados les habían dado. Los vientos otoñales habían derribado muchas macetas, que continuaban donde el viento las dejó con los geranios que en ellas crecían. Sobre las ruinas del jardín entonaban melodiosas canciones los pajarillos; la regadera pendía de una rama muerta. Ya no se distinguían las líneas de los soberbios y variados dibujos de los parterres, tan correctas y graciosas a la vez, trazadas con arte que tuvo su fuente de inspiración en la soberbia vecindad del castillo; el jardín del señor Cla395
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vier, el jardín de Carolina, ofrecía el aspecto de un cementerio. El señor Clavier estaba enfermo; guardaba cama desde hacía dos meses. No se levantaba más que para escribir cartas, pero en tan gran número, que la fatiga resultaba superior a sus agotadas fuerzas. La emoción más insignificante hacía temblar su mano. Cuando recibía la correspondencia, rogaba a Carolina, su lectora en otro tiempo, que le dejase solo. Carolina se retiraba llorando. No bien salía, oía que el señor Clavier abría la caja de caudales, y que la cerraba de nuevo al cabo de breves minutos. Si la dulce niña no era tiranizada, es lo cierto que su anciano protector no la quería con la ternura de antes. Quedaba allí el padre, prodigándole atenciones y solicitud silenciosas, pero el amigo había desaparecido. Alguna que otra vez besaba a Carolina, pero siempre en la frente y nunca en las mejillas, por esfuerzos que ella hiciera para merecer ese favor. La proscripción de la lectura se había hecho extensiva a los periódicos, a los que ni siquiera rompían las fajas. Tranquilo por lo que a los asuntos de interés se refería, arreglados en el estudio de Mauricio, e indiferente con respecto a su salud, el señor Clavier se 396
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recluía en el santuario de sus recuerdos, alejado de todo el mundo. Vivía dentro de sí mismo, en el fondo de sus viejas convicciones, atribuyendo a su fatalidad de hombre político, con obstinación que los acon6tecimientos tuvieron el capricho de justificar, las últimas desgracias que le habían herido en su hija de adopción, Carolina de Meilhan. La serpiente de la aristocracia, no bien aplastada, se revolvió y le mordió. De resultas de la herida moría, y moría sin vengarse... ¡sin vengarse, después de calcular tan cuidadosamente los medios! Carolina perpetuaría su raza; la perpetuaría, si el eterno destructor de los nobles no perpetraba un doble asesinato. Cuando este pensamiento se agitaba en la mente del viejo, se envaraban los miembros de éste, se alzaba sobre su lecho de muerte, furioso, agitado, pálido, sacudía con todas sus fuerzas sus puños nerviosos, y parecía como si apostrofase desde la tribuna de la Convención a un enemigo invisible. Estas crisis le postraban de tal manera, que su cabeza, a punto de estallar por efecto de la cólera, caía pesadamente sobre la almohada, y continuaba en tal posición hasta que Carolina le incorporaba y reanimaba a fuerza de precauciones. 397
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-Carolina -dijo un día el señor Clavier, a raíz de una de sus crisis de furor, -manda venir al jardinero, si es posible, mañana. Encárgale que recorte los bojes y que pode la viña italiana, y en una palabra, mándale que haga todo lo necesario para restaurar el jardín. La primera palabra que pronunció el señor Clavier hizo creer a Carolina que había reconquistado todo el cariño del anciano. Abundantes lágrimas brotaron de sus ojos al ver que le hablaba como en otros tiempos, sin suplicar, sin dar a su voz tono de autoridad. -He creído también que debes volver a encargarte de la dirección de la casa -repuso el anciano. -Es una lástima que la hayamos tenido descuidada por espacio de tanto tiempo... -una verdadera lástima... debíamos evitar que su estado de abandono se hiciera patente a los ojos de los extraños. -¿Por qué no me expresó antes su deseo? -preguntó anhelante Carolina, procurando evitar que decayese la conversación. -Sabe usted muy bien, señor, que mi dicha hubiera sido llenar las funciones que antes llenaba, y que quizá no siempre habrán sido inútiles. Hágame la justicia, señor, de reconocer que no hubiese descuidado nada, si usted no me hubiera 398
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ordenado que suspendiera mis trabajos. Pero yo le prometo que recobraré el tiempo perdido. El jardín, por ejemplo, ¡pobre jardín!, ofrece un aspecto de desolación que da pena. A veces lo contemplo desde mi ventana, y me entristezco. Ramas desgajadas, hierbas por todas partes, plantas que mueren... ¡es un dolor! Ya lo verá usted... aunque preferible será que no baje hasta después que el jardinero haya trabajado algunos días. Y no es solamente el jardín el que necesita cuidados: las habitaciones de la planta baja están hechas una lástima, de resultas de la humedad. Las lluvias últimas han penetrado hasta en el salón de verano; es posible que haya necesidad de empapelarlo de nuevo. ¿No le parece a usted? El señor Clavier repuso con el mismo tono de voz que antes, como si no hubiese sido interrumpido: -Toma la llave de mi secretaire, donde encontrarás todas las demás de la casa, incluso la del jardín. Al presentar la llave, el anciano no miró a Carolina. Verdad es que le habría sido difícil, pues su posición horizontal apenas si le permitía ver las cimas de los árboles del bosque, y no hizo el menor esfuerzo para modificar su postura. 399
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Sin casi mover los labios, añadió, conservando en su temblorosa mano la llave que ofrecía a Carolina: -Como quiera que ignoro el tiempo que mi enfermedad en el lecho, he creído que era un deber mío, si no quería contribuir a la ruina de una casa que no es mía, rogarte que te encargaras de nuevo de la dirección que antes corría a tu cargo. Aunque no aleteaba el cariño en la voz del señor Clavier, el simple favor que concedía a Carolina, poniéndola de nuevo al frente de la casa, bastó para que aquella se abandonase a la alegría. De buena gana hubiese apoyado sus labios sobre la frente del anciano; pero no se atrevió. -Créame, señor -contestó, -que procuraré trabajar con el celo de siempre y acaso conseguiré que usted me devuelva el afecto que antes era compensación de mis trabajos, compensación tan dulce, que los transformaba en placer. Muchas veces he dado a usted motivos para que me regañara por mis descuidos; en los servicios, no siempre ha brillado la regularidad que usted deseaba; con frecuencia me levantaba demasiado tarde... ¡Oh! Yo misma me echaba en cara estas faltas, y otras que no menciono, antes que usted me las reprendiera; pero con los 400
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años se corrige uno; la bondad con que usted me trata me ha hecho severa para conmigo misma, y desde luego le aseguro que ahora va usted a poder apreciar que soy más cuidadosa y sumisa que antes. ¡ Claro!... ¡Como que ya no soy una niña! Dentro de poco, se encontrará usted completamente reestablecido, y volveremos a dar nuestros paseos por el bosque. Tengo muchos libros que no he leído a usted, los periódicos esperan que nos dignemos dirigirles una mirada... Carolina recordó todos los objetos más indicados para despertar al señor Clavier de la apatía sorda que le dominaba, para conseguir que volviera hacia ella los ojos, faltos al parecer de movilidad. Al tomar la llave del secretaire quiso besar la mano que se la entregaba: sus labios no encontraron más que frialdad de hierro: la mano se había retirado. -¿Por qué me trata así? –preguntó con acento de profundo dolor. El anciano no contestó. -¿Ha decidido no dirigirme nunca más la palabra, señor? -continuó. ¿Teme que le castigue dios si usted es bastante bueno... y bueno lo es, me consta... si es bastante bueno para continuar llamándome su hija, su Carolina, para perdonarme? ¡Si pudiera us401
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ted apreciar cómo tengo el corazón en este momento, cuánto sufro!... La voz de Carolina se extinguió; su respiración se hizo entrecortada, y sus fuerzas la abandonaron hasta el punto de obligarla a apoyarse sobre la almohada. -¡Dos meses hace que no duermo, y las noches se me hacen tan eternas!... Hubiese borrado mi falta si conociera la manera de hacerlo, pero ya que no me es posible tanto, por lo menos bien castigada estoy. Usted no me habla, sufre como yo, y calla. No quiere aceptar mi brazo para pasear, no me permite que le lea los periódicos, que cuide sus flores, y no puedo hacer nada, no puedo tocar nada sin incurrir en su desagrado. La tristeza me mata. Confieso que no me engaña, me consta que no me desea ningún mal; pero para mí, el mayor de los males es su silencio, ese silencio de estatua. ¡Hábleme usted, señor! ¿No ve cuánto sufro, cuán desgraciada soy, cuán...? Carolina se desesperaba al no poder arrancar una palabra al anciano cuya insensibilidad era muy semejante a la de la muerte. -Si fuera yo una persona extraña y le contase mis pesares, segura estoy de que usted tomaría en ellos parte; concedería a una desconocida lo que no pue402
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do obtener Yo, siendo su compañera: diría usted: ¡ Pobrecilla! Pues bien, con esa palabra me conformo; dígame también «¡pobrecilla!» Si fuera yo su criada, tampoco me echaría a la calle con tanta rudeza, porque me consta que es usted generoso con sus criados; y si fuera su hija, si por mis venas corriera su sangre, después de encolerizarse, de gritar, de maldecir mi crimen, se apaciguaría, y sus brazos, esos brazos que son de hierro inflexible en este instante, estrecharían amorosos mi cuello Y no me rechazarían... ¡Conmigo es usted sordo, y mudo, y ciego, y está muerto, y se muestra implacable, señor! »¡Si, señor; implacable! ¡Implacable porque no soy ni su criada, ni una extraña, ni su hija! Y si nada soy para usted, ¿por qué no me deja? ¿Por qué me quiere? ¿Por qué no me perdona? ¿Qué le importa a usted mi falta? »Cuando usted sacó a mi madre de entre las ruinas del castillo convertido en horrible hoguera, era una niña, y usted respetó su vida. ¡Un niño llevo yo en mi seno... y mi madre nos está mirando a los dos, a usted y a mí, señor, desde el Cielo!» El señor Clavier no se movió. Parecía una estatua de bronce tendida sobre la cama: su cara verdosa 403
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semejaba la de un hombre muerto dieciocho siglos antes. -Nunca le vi rezar, señor, y de consiguiente, ignoro qué religión profesa. Si yo lo supiese, pediría a su Dios que le inspirase el santo pensamiento de escucharme, de no abandonarme, sobre todo en estos momentos en que siento que mi hijo se mueve bajo mi mano. Este niño es ajeno a las luchas políticas, no pertenece a ningún partido, no ha cometido ningún crimen. Le pondré su nombre; pero, ¡por Dios!, sonría usted a su madre, como en otro tiempo sonrió a la mía. »¡Nada!... ¡Callado... siempre callado! ¡Oh! ¿Es que en su pecho no cabe la bondad, la compasión, más que para aquellas personas cuyos padre y madre ha asesinado antes? ¿No tiene piedad más que para una generación, cuando ha vertido la sangre de la que la precedió? ¡Debo agradecer al Cielo el que usted cercenase en la plaza pública la cabeza de mi abuelo, puesto que a ese favor soy deudora de que tratase con bondad a mi madre! ¡Regicida!... ¿me rechazas porque no asesinaste también a mi madre? ¡Óyeme, monstruo! ¡En nombre de mis antepasados, villanamente muertos por ti, perdóname! ¡Perdóname si quieres que te perdone, y ten en cuenta 404
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que, si no me perdonas, estamos aquí dos para maldecirte!» El regicida continuó guardando una inmovilidad de piedra. Después de precipitarse Carolina sobre el señor Clavier, como con ánimo de estrangularle, se incorporó llena de espanto y salió huyendo hasta la puerta de la habitación, donde cayó desplomada. Cuando recobró el uso de los sentidos, habían transcurrido muchas horas. Era ya de noche. Recordando entonces las maldiciones que, en su delirio, había lanzado sobre la cabeza del señor Clavier, balbuceó algunas palabras incoherentes y salió maquinalmente, caminando como una sonámbula, temblorosa, vacilando a cada paso, hasta llegar al invernadero, cuya llave le había sido devuelta por el señor Clavier. Sus pensamientos se fueron ordenando poco a poco, a medida que las fragancias de las flores allí encerradas fueron despertando sus recuerdos. Puede decirse que todas las flores, todos los arbustos, todas las hojas, todos los objetos, eran otros tantos monumentos erigidos por Carolina a la memoria del tierno amor que profesaba a Eduardo. Allí recibió la primera carta de amor; bajo aquella palmera esbelta 405
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que crecía frente al pórtico escribió con lápiz la contestación; junto a aquel macizo de flores nacaradas redactó la carta tristísima, saturada de agonías, en la que comunicaba a Eduardo que era padre. Aquel retorno a un pasado dulce y funesto, en un sitio que tan enérgicamente lo retrotraía a la imaginación, fatigó a Carolina y dio al traste con sus escasas energías. El desorden del jardín la afligió en extremo: sus pies se enredaban en las plantas parásitas que habían crecido pujantes, porque no estaba allí ella para arrancarlas. Impulsada por un sentimiento fácil de comprender, la pobre niña, privada durante tanto tiempo de sus paseos nocturnos por los prados y el bosque de Chantilly, quiso servirse de la llave de la puerta de salida del jardín y, abierta ésta, voló su alma, semejante a una mariposa, por las alamedas del bosque, mientras su cuerpo quedaba inmóvil como una estatua, escuchando los trinos del ruiseñor, cuya voz de oro se destacaba sobre el rumor murmurante de las aguas del castillo. Una mano se apoyó dulcemente sobre la suya, mientras allí permanecía sumida en el piélago de sus recuerdos. -¡Eduardo!... ¡Tú!... ¡Vives!... -¡Carolina adorada!... 406
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Ambos entraron en el jardín. Los momentos primeros de su entrevista transcurrieron en medio de un silencio doloroso. Carolina se apoyaba con abandono sobre los hombros de Eduardo. -Ocho días hace, Carolina, que rondo cual alma en pena tu casa, verdadera tumba, sin que se me haya presentado ocasión de introducirme en ella, ni oportunidad de hacer llegar a tus manos una carta. ¿Qué pasa aquí, ángel mío? -¡En qué ocasión llegas, Eduardo! ¡Dios, sin duda, te envía; su mano misericordiosa te ha conducido hasta mí! ¡Cuántas veces he pensado en ti, durante la fatal noche que transcurre! Esta casa es un antro de terrores; en sus paredes, en sus techos, en sus puertas, en todas partes está escrita la palabra: ¡desolación! Arriba, un hombre que vela desde hace ocho días y que, en ocho días, no ha hablado más que una vez, esta noche, para atraerse una maldición horrible sobre su lecho. Pero no soy tan desventurada como creía, puesto que vuelvo a verte, puesto que te tengo a mi lado. Y tú, mi amigo, mi Eduardo, mi dios, ¿dónde has estado durante los dos meses eternos que nos han separado? Quiero que me lo cuentes todo, que me hagas historia de los peligros 407
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que has corrido, porque hoy más que nunca, me debes la confianza de tu vida entera. Nada me calles; quiero saberlo todo para tener presentes en mis oraciones a las personas que te hayan prestado asilo. Vienes de muy lejos; estás rendido, Eduardo, sufres.. -Vengo de la Vendée, Carolina, con la desesperación en el alma por único bagaje. -¿Has visto a tu madre? -Sí; en la Vendée encontré a la que, siendo más delicada que tú, Carolina, duerme en una choza batida por todos los vientos, pasa sus días bajo un árbol, o bien al borde de algún torrente, no tiene un mendrugo de pan que llevar a la boca, y atraviesa, al frente de los campesinos, las líneas de los batallones enemigos, que le impiden el paso hasta su trono. -Me has enseñado a amarla, Eduardo. -Admírala como yo la admiro, pero compadécela también. Nosotros le hemos demostrado... ¡dolorosa verdad!... que si el entusiasmo duplica a los hombres, no aumenta el alcance de los fusiles. En vano le hemos dicho, yo y todos los que, mejor que yo, conocen la importancia de las fuerzas de que la causa santa de la insurrección dispone, que no ha sonado la hora de avanzar sobre la capital, desple408
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gadas las banderas blancas y gritando: ¡Viva el rey! No ha dado oídos más que a sus esperanzas, a los votos de algunos entusiastas sobrehumanos, sobre los cuales se apoya como sobre leones, y ha desdeñado la voz de la prudencia, a la que suplica de rodillas que no consienta que ella y Francia sean pasadas por las armas en cualquier aldea insignificante. -¿Quieres seguirme, Eduardo de mi alma? Podría ser oída nuestra conversación desde arriba. Enlazados por el brazo con la gracia encantadora de dos amantes, o mejor dicho, con el abandono de dos recién casados, el entusiasta Eduardo y la melancólica Carolina penetraron en el salón contiguo a los dos invernaderos, especie de vestíbulo que pone en comunicación a la casa con el jardín. -Habla ahora, Eduardo. Sentados uno junto al otro, a la luz de las dos lámparas suspendidas del techo, pudieron apreciar las alteraciones por que habían pasado sus rostros desde el día de su separación, tan pródiga para entrambos en incidentes graves. Una exaltación que velaba una tristeza inmensa animaba el semblante de Eduardo; sus ojos, aunque no habían perdido la dulzura que los caracterizaba, estaban sombríos; el 409
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gesto de desdén propio de la madurez de la vida plegaba los contornos de su boca, cuya expresión no bastaba a suavizar la nitidez extremada de sus dientes. El ácido de los sinsabores había corroído la hoja de oro de la juventud. Carolina no se atrevió a hablarle de los cambios que observaba. Por su parte, Carolina había perdido la suavidad de su conjunto; su vida se agitaba con menos impaciencia que antes y la voz habíase despojado de su indecisión, cambios todos ellos perfectamente explicables. -Continúa, Eduardo mío; te escucho. -Yo he formado en las filas, Carolina, de los que no han roto por completo con las precauciones, declarándose francamente enemigos de un gobierno que si no tiene la justicia a su lado, cuenta al menos con el auxiliar ciego del ejército y con la inercia de la población. Esta opinión ha merecido el desagrado de los consejeros más temerarios: nuestra colaboración, al presentarse acompañada con las restricciones impuestas por la prudencia, ha parecido sospechosa, y nos han expulsado. Las palabras de Eduardo destilaban hiel, y en un charco de hiel se ahogaba el corazón del proscripto 410
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quien, dando al olvido la negra ingratitud con que se le pagaba, la tranquilidad de su familia perdida y destrozada, sus tierras devastadas, su castillo arrasado, su vida condenada, su cabeza puesta a precio, no se acordaba en sus quejas más que de la imposibilidad en que le habían puesto de hacer en aras de su causa el sacrificio de lo poco útil que le restaba. -De manera, Eduardo, que te ves rechazado por todas partes, que no cuentas con ninguna opinión que te abrigue. El vendaval de la desgracia nos azota por igual a los dos, puesto que yo no sé tampoco con qué título permanezco bajo el techo que me cobija. Esta noche han sonado en mis oídos palabras siniestras que me han producido una sensación de frío que penetró hasta mis huesos. Helados tengo éstos, y helada tengo el alma. -¿Qué me dices? -El señor Clavier lo sabe todo, Eduardo: me ha visto arrodillada a sus pies, llorosa, suplicante, humillada, y no ha salido de su implacable silencio. -¡Oh! ¡Bien hice en venir! La mano de Dios me ha traído sin duda hasta aquí. ¡Vámonos! ¡Llevemos a otra parte tu desventura y la mía! La deshonra te acecha si aquí continúas, y yo moriré sin remedio si me prenden en territorio francés. Huyamos... huya411
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mos pronto. Un amigo me ha proporcionado un pasaporte que puede escudarme durante diez días, los necesarios para pasar contigo a Alemania. En la entrada del bosque espera mi coche... ¡vamos! Dentro de tres horas ganaremos el camino de Alemania, y nos bastan cuatro días para cruzar la frontera. ¿No me oyes?... ¿Por qué esa indecisión? ¡Ven conmigo, Carolina! Para llevarte vine aquí; para huir contigo rondo hace ocho días por estos lugares, oculto durante el día, pegado a los muros del jardín durante la noche. ¿Qué te retiene aquí, Carolina? -El señor Clavier está enfermo. -Escribirás a Mauricio o al médico del señor Clavier, participándoles tu marcha, y Dios hará el resto. -¡Me ha querido como si hubiese sido su hija...! -¿Olvidas al nuestro, Carolina? ¡Por nuestro hijo, ya no por mí, resuélvete a seguirme! ¡Vamos! Estas palabras pusieron fin a las irresoluciones de Carolina. -¡Tú lo quieres, Eduardo... sea! ¡Espera un momento! Se fue Carolina, subió sin hacer ruido la escalera, entró en una habitación próxima a la que ocupaba el señor Clavier, abrió un baúl, echó dentro de éste algunas prendas de vestir, y luego, pensativa, indecisa, 412
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apoyó su frente inundada de sudor y sus rodillas temblorosas contra el ventanillo, defendido por un cristal, practicado en el tabique de separación, para ver si dormía el señor Clavier. El viejo continuaba en la posición misma en que Carolina le había dejado. La pobre joven no respira siquiera, a fin de cerciorarse de si el enfermo se queja o suspira. En la alcoba no suena el menor ruido. Al cabo de largo rato de permanecer en la posición indicada, Carolina llegó a imaginarse que el señor Clavier se habría desvanecido. Este pensamiento, le oprimió el corazón y la indujo a entrar en el dormitorio del anciano. Encontró la puerta cerrada. ¿Quién la había cerrado? ¿El señor Clavier? Para ello hubiese tenido que abandonar el lecho. ¿ Otra persona? ¡Imposible! -¡Cuán amarga será su desesperación cuando despierte -se dijo Carolina, volviendo a mirar por el ventanillo, -y no me encuentre a su lado para encender lumbre en la chimenea, y para arreglar su lámpara! La obscuridad le dará frío; es posible que me llame entonces en voz baja, y el dolor que le producirá mi silencio se traducirá en gritos de desesperación... ¡ Dios mío!... ¡Me faltan fuerzas para abandonarle! ... ¡En rigor soy yo quien le ha puesto 413
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en el lamentable estado en que se encuentra!... Le he azotado brutalmente con mi cólera, y ahora le abandono; después de insultarle, le vuelvo la espalda... ¡ Con qué amargura lamentará los sacrificios que ha hecho por mí! ¿Me habría rodeado de solicitudes paternales si no me hubiese querido como un padre? No. ¿Por qué no será mi padre?... ¡Ah! ... ¡No le abandonaría si lo fuera! Al oir Carolina la voz de Eduardo, que la llamaba desde el pie de la escalera, cayó de rodillas y rogó por el que, al irse ella, quedaba abandonado a la protección de Dios en el trance más terrible de su vida. Juntas las manos, doblada la cabeza, rezaba y lloraba. Eduardo, mientras, no sabiendo a qué atribuir la tardanza de Carolina, subió, la tomó con dulzura por la mano, y la llevó hasta la puerta del jardín. -¿No traes ningún efecto de viaje? -preguntó maquinalmente Eduardo. Hasta entonces no recordó Carolina que había dejado olvidado el cofrecito donde colocó algunas prendas de ropa. Subió con pasos precipitados, fue a tomar el cofre, y no pudo levantarlo. Pesaba mucho. Hundió la 414
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mano dentro, y lo encontró lleno de oro... ¿Quién ha puesto dentro del baúl aquel oro? -¡Dios mío... Dios mío... Dios mío! -repitió la niña, golpeándose la frente. -El señor Clavier se ha levantado... ha entrado aquí mientras yo bajaba... luego lo ha oído todo... lo sabe todo... Carolina volvió en torno suyo sus ojos, dilatados por el terror. -¡Carolina! -¡Dios santo! ¿Quién me llama? ¿Será él? -¡Carolina! ¡Carolina!... Corre desalada la pobre joven a la alcoba del señor Clavier. La puerta no está ya cerrada. La llaman de nuevo. Es la voz de Eduardo. Como había entrado ya en la habitación del señor Clavier, desentendiéndose de los llamamientos de Eduardo, corrió a la alcoba, separó las cortinas, despabiló la luz de la lámpara, tomó la mano del anciano y exhaló un grito desgarrador. Al grito acudió corriendo Eduardo. -¡Vamos, Carolina!... ¿Qué esperas? -No te sigo -contestó Carolina, extendiendo el embozo de la sábana sobre la cara del señor Clavier. El regicida estaba muerto. 415
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XXIII Bajo pretexto de tener que tomar en París los baños de Baréges, prescripción facultativa imposible de seguir en las pequeñas localidades, Leónida se había ausentado de Chantilly, hacía próximamente quince días. El motivo de la ausencia, en la estación que se estaba inaugurando, era muy natural, para que lo comentase desfavorablemente la malicia provinciana. En aquella tregua doméstica había hallado Mauricio el reposo, si es que el reposo podía volver después de las violencias que lo habían aventado tan lejos. Es el reposo la salud de las ideas, que rara vez se recobra cuando los excesos la han destruido. Mauricio no se atrevía a sondear la profundidad de la herida que le atormentaba. La desaparición de los documentos que le confiara el coronel Debray, el 417
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empleo temerario que Víctor había hecho de los fondos depositados en su casa por Eduardo, eran dos pensamientos lacerantes que torturaban su alma. Su mujer le había robado documentos sagrados para prostituirlos a un amante, y cuando él quiso reclamarlos a la traición, la adúltera se irguió con audacia, y le contestó con palabras fulminantes, de cuyo desastroso efecto no se había repuesto todavía. Presentaban sus negocios un cariz, si no decididamente malo, por lo menos peligroso en extremo, toda vez que se encontraba lanzado sin freno al campo ilimitado de las especulaciones. Había llegado a ese punto tenebroso y enigmático al que llegan todos los que, como él, renuncian en sus negocios al camino trazado por la rutina, para operar sobre elementos de probabilidades. Para esos navegantes atrevidos, no existe la tierra, ni ante sus ojos se ofrece más perspectiva que la del naufragio o la de la conquista. No existen para ellos puertos conocidos; la actividad incesante de sus especulaciones devora el orden que advierte a los prudentes cuándo ha llegado el instante en que conviene dar fondo. Gradualmente habían naufragado las hermosas cualidades de previsión, que adornaban a Mauricio, en el mar tumultuoso de la ambición, siendo lo más 418
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lamentable del caso que las aguas de aquel mar tumultuoso no eran suyas. Apenas si se acordaba ya de los días pasados, tan tranquilos, tan felices: ¿para qué? ¿Le hubiese bastado por ventura la serena felicidad de entonces? En la imaginación se abren arrugas tan profundas como las que los años producen en la frente, y el primer crimen que las vanidades cometen es el de destruir los goces que ellas no pueden proporcionar. El notario de Chantilly veía ya una ventaja en tener un centro de operaciones más vasto que el de un estudio en una población sin importancia. Pese a su sencillez natural, habíase persuadido, a tenor de las enseñanzas de Víctor, de que una vez dentro de la vía de los negocios, era inconsecuencia punible operar con timidez. En la guerra, se impone el matar: en los negocios, el enriquecerse. Los términos medios no prueban más que fuerte dosis de impotencia, unida a la ambición. Mauricio, fiel a las leyes de una lógica rigurosa, aceptaba la triste moral de su posición. Es una verdad indiscutible que, en los caracteres bien equilibrados, lo falso solamente se introduce cuando concurren ciertas condiciones de orden. Habíase sumergido en los cálculos de su inmensa operación, negocio ante el cual desaparecían las 419
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conveniencias de sus clientes, cuando el jefe del personal de su casa, le presentó una carta sellada en Compiègne. -Cien veces he dicho a usted que no me a cada momento con nonadas que distraen mi atención y me roban el tiempo –dijo. -No vuelva a entrar en mi despacho más que cuando yo llame ¿se ha enterado bien? -Hemos cumplido estrictamente esa orden desde que usted la dio, aunque sus clientes no cesan de clamar contra una consigna que con frecuencia les impide consultar a usted, después de haber hecho diez leguas de camino. La observación del empleado sorprendió a Mauricio. -¿Qué está usted diciendo? -Que un cura, cuyo nombre he olvidado, que el herrador del castillo, que una porción de obreros de Gouvrieux, que Pierrefonds y muchos otros, han venido esta mañana, con un tiempo detestable, y tuvieron que volverse sin ver a usted. -Pero... ¿por qué les han despedido? -Porque ésas son las órdenes que usted tiene dadas. 420
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-Supongo que usted habrá explicado a esas gentes que, si no les recibía, era porque me encontraba arreglando el asunto de una herencia, o bien formando parte de un consejo de familia... -Tantas veces hemos recurrido a esos pretextos, que sus clientes no nos creen ya. -Debía usted convencerles de que no son pretextos, sino realidad, Las acusaciones de negligencia concluirían por perjudicarme si llegasen a extenderse por el distrito. En adelante, no despedirán ustedes a nadie sin avisarme. -¡Y vengan órdenes contradictorias! -pensó el jefe del personal al retirarse. -¡Cuando digo yo que el principal sufre distracciones endiabladas!... En el sobrescrito de la carta de Compiègne, que Mauricio tenía delante de los ojos, había reconocido aquél la letra de Julio Lefort, a quien tenía olvidado desde comienzos de invierno. -Julio es otra de las víctimas de mis preocupaciones -se dijo. -El que se dedica a los negocios, no existe para nadie. Mauricio rompió el sobre y desdobló la carta, pero en vez de leerla, se entregó a otros pensamientos. De pronto tomó la pluma y trazó una columna de 421
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guarismos, luego otra, y al cabo de algunos minutos, exhaló un suspiro de satisfacción. -Me he llevado un susto mayúsculo -murmuró. -Creía que había una diferencia de cuarenta mil francos... pero era un error de mi imaginación... Veamos qué dice Julio. La carta decía lo siguiente: «Mi querido amigo: ¡Cuán prudente fuiste no llevando a la excelente Leónida al baile de Senlis, en los carnavales últimos!» -¡A cualquiera se le ocurre pensar en semejantes futilidades! -exclamó, suspendiendo la lectura. -Parece que te sobra el tiempo, amigo Julio... Mauricio reanudó la lectura. «¿Por qué no imitaría yo tu ejemplo? No me vería en el caso de deplorar la desgracia más grande de mi vida, desgracia en la que tomarás parte tú, de ello estoy bien convencido; tú, que eres el único amigo cuyos consuelos no son palabras vanas ni frases de cumplido. A tus consuelos, a tus consejos, creo tener derecho, pues serían compensación de tu ausencia, hoy que tan necesario me serías para prestarme 422
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un apoyo que hiciera lo que no pueden hacer las turbas que me rodean, y que sólo abren el oído para escuchar a uno, cuando ven en perspectiva algún escándalo que retribuya su atención. »Pero entremos en el malhadado asunto de mi carta. En el baile de Senlis, al que Leónida tuvo el buen acuerdo de no asistir, mi mujer, mi querida Hortensia, fue insultada por otra mujer, insultada, Mauricio, de la manera más odiosa, y lo fue... ¿lo creerás, amigo mío? a propósito de nuestra hija, nacida... cuenta que esto ha sido un misterio para todos, excepto para nosotros... nacida con anterioridad a mi matrimonio con Hortensia. »Sabes tú, sin que yo tenga necesidad de recordártelo, tú, que eres el ángel discreto de la familia, que para evitar una publicidad, siempre expuesta en provincias a interpretaciones malignas, dejé de hacer constar en mi contrato matrimonial el nacimiento de la niña en cuestión, contra lo que ordinariamente se hace. Mejor que nadie sabes también que esa omisión no ha sido un pretexto mío para defraudar a mi hija, cuyo porvenir he asegurado por medio de una donación que tú tienes depositada en tus manos. 423
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»Instruida por el soplo emponzoñado de no sé quién, por la villana cobardía de alguno de los nuestros, la infame mujer del baile se atrevió a acusar a Hortensia, en plena reunión, delante de dos mil personas, de dos mil extraños, de haber ocultado el nacimiento vergonzoso de una bastarda. Si no pronunciaron sus labios esta palabra, por medio de gestos, no sé cómo, lo reveló con terrible claridad. Sobrevino entonces una escena que no olvidaré en toda mi vida. No quiero describir la cólera que se apoderó de mí. Con las uñas desgarré el rostro del hombre que acompañaba al demonio que insultó a Hortensia, y hollé con mis pies el pecho desnudo de la mujer, cuyo nombre nadie ha sabido decirme... Descansemos, que me estoy ahogando. »Más tarde he conseguido averiguar que el acompañante de la mujer a que me refiero era un miserable vendeano, escondido en las inmediaciones de Chantilly... Mauricio se levantó de un salto, como si le hubiese mordido una víbora. Presa de violenta cólera, descargó furibundos puñetazos sobre la mesa, repitiendo sin cesar: 424
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-¡Execrable Leónida!... ¡Oh!... ¡Execrable... execrable... execrable! ¡Ella fue... ella la que ultrajó a Hortensia!... ¡Destello de luz infernal!... ¡La acompañaba Eduardo! ¿Y no podré yo asesinar a ese hombre? ¡Miserable destino! ¡Tenía allí un arma segura, infalible, para matarle a él, para exterminar a toda su raza, para concluir con su partido... y esa arma me ha sido robada... la han roto! ¡Leónida le ha entregado los documentos de Debray!... ¡Comprendo perfectamente ahora, y excuso, y bendigo a los que asesinan, a los que envenenan, a los que arrojan a sus mujeres al río, metidas en un saco lleno de piedras! ¡Esos son hombres... ésos son grandes!... ¡No sé por qué el Estado no ha de concederles una recompensa! «Un miserable vendeano escondido en las inmediaciones de Chantilly -volvió a leer Mauricio. -El procurador del rey practica activas investigaciones en tu distrito. »Haz, en obsequio a tu amigo, que ha perdido irremisiblemente el honor, si un rayo de justicia no ilumina este desgraciado asunto, por ayudarme a llevar arrastrando al villano insultador, ya que no a su compañera, al banquillo de los tribunales. Única425
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mente allí levantaré el velo que encubre la causa, tan sencilla, tan natural, tan fácil, de mi conducta, declaración que no puedo entregar a la voracidad de los periódicos ni llevar al domicilio de todos los moradores de la provincia. Ayúdame: es lo único que te pido, a ti, que puedes adivinar cuánto me cuesta escribir lo que he escrito, pero que nunca podrás calcular cuánto me cuesta terminar: el final es desesperadamente trágico. Hortensia se ha vuelto loca; su razón no ha sido bastante fuerte para pisotear la calumnia, como yo pisoteé a la calumniadora. Hay más aun: su locura consiste en creer que su hija es una verdadera bastarda, una vergüenza eterna arrojada por ella sobre nuestra casa. Lloro, querido Mauricio, mientras mi pluma traza estos renglones. Ignoro si mis frases tienen ilación, si escribo con la claridad necesaria para hacerte comprender el servicio que espero merecer de ti. Mi mujer está loca, mi comercio paralizado, mi familia es objeto de la compasión, quizá del desprecio público, mi nombre corre por los tribunales, y todo esto es efecto de la revelación de una mentira, de una palabra salida de una sola boca. ¡Cuán frágil es el fundamento de nuestra dicha, Mauricio! Vela por la tuya, consérvala con el ansia de quien conserva el último suspiro, lí426
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gala a la persona de tu mujer, no tengas un secreto, porque lo revelarán. El secreto más inocente, si llega a hacerse público, produce los resultados más funestos, más aun que la falta gravísima cometida a la luz del día. Contéstame: si estuvieras solo, si fueras libre, te diría: «Ven»; y vendrías a mi lado; pero no lo eres. Ayúdame, véngame y te lo agradecerá tu amigo, »JULIO LEFORT.» Mauricio tomó un pliego de papel, y escribió: «Mi querido Julio: La mujer que insultó a la tuya, fue la mía, Leónida: el hombre que la acompañó al baile fue el señor de Calvaincourt,
amante de mi mujer. Envía esta carta al procurador del rey. »Estás vengado. »MAURICIO.» Acababa de estampar su firma el notario, cuando abrieron con estrépito la puerta de su despacho. Era 427
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Víctor, que entró riendo a carcajadas. Parecía loco de alegría. Mauricio le miró como atontado, dando vueltas entre sus dedos a la carta que acababa de escribir, y esperando que cediera aquella tempestad de risas estallada tan a destiempo. -¿No me preguntas nada, Mauricio? -No. -¡Diablo! ¡Qué serio estás! ¡Vaya un no! ¡Bueno!... Pues si tú estás serio, yo quiero reir por mí, por ti y por todo el universo. -Ríe, pero solo. -Puesto que me autorizas, reiré hasta caer rendido. Las carcajadas del hermano de Leónida resonaban por toda la casa. Por primera vez sintió Mauricio cierta repugnancia hacia la compañía de Víctor, del hermano de la mujer que se disponía a enviar a los tribunales. Hacíale daño tolerar una familiaridad que, en realidad, no alentaba ni mucho menos en aquel momento. -¿Sabes de qué me río? De nuestro negocio, Mauricio. -Yo lo creía más serio. 428
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-Y lo es; pero escúchame, y reirás como yo. En cuanto llegué a París, me fui al Ministerio, donde me recibió nuestro protector en su gabinete, con gran precaución. Una vez encerrados, me dijo: -El asunto marcha por mal camino: dentro de diez podrían comenzar los trabajos, pero debo advertir a usted que se nos ha presentado un concurrente poderoso, rico, y que cuenta con la protección del ministro y con el favor de la Corte. «-Nada podrá contra nosotros -me apresuré a replicarle; -todas las casas que ha de atravesar el trazado de la línea nos pertenecen. »-Pero podrían adjudicarle la explotación del ferrocarril a pesar de ser de ustedes las casas, que él compraría -objetó. »-Le exigiríamos precios fabulosos. »-Fundándose en que se trata de una obra de conveniencia pública, obtendría la expropiación forzosa sin tener en cuenta lo exagerado de sus pretensiones. Tasarían sus inmuebles, los pagarían, y a ustedes no les quedaría más derecho que el de llorar la pérdida de un negocio enorme. »-¿Pero no nos prometió, no nos aseguró, no nos garantizó usted que seríamos nosotros los concesionarios? -pregunté yo montando en cólera. 429
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»-Sí; pero contando con que la Corte no había de mezclarse. Luchen ustedes con la Corte y vénzanla. »Confieso que entonces no reía yo como río ahora: al contrario. »-Nada se ha perdido hasta ahora -continuó impasible nuestro protector. »Yo escuchaba sin respirar. »-Centupliquen el valor de sus casas, a fin de asustar al que sienta tentaciones de quedarse con la explotación -repuso. -Espántenlo. »-¿Cómo centuplicamos el valor de las casas? »-La mayor parte de los cuartos están vacíos, si no me engaño. Han despedido ustedes a casi todos los inquilinos; pues bien, sin perder momento, en cuanto salga usted de aquí, implante en las habitaciones vacías industrias de toda clase. Si el concurrente quiere obligar a los industriales a mudarse de local, tendrá que indemnizarles. Extienda usted todos los contratos por diez años. ¿Hay fortuna que no retroceda ante sacrificios tan colosales de indemnizaciones? Su concurrente desistirá y ustedes se quedarán con el negocio; pero mucho talento, mucha astucia y mucha rapidez. No se descuide usted. »En efecto: no me he descuidado. 430
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»Al día siguiente, todos los locales vacantes de nuestras casas de la Chapelle se habían llenado de fabricantes, y en puertas, balcones y ventanas, se veían muestras grandes, pequeñas, negras, blancas, doradas. Una decía: Fábrica de negro animal. Otra: Taller de fundición. Esta: Fábrica de papeles pintados. Aquella: Manufactura de tapices. Depósito de porcelanas, Refinería de azúcar, Refinería de azufre, Talleres de ebanistería, Cerrajería mecánica, etcétera, etc. »Sólo Dios sabe los industriales que he instalado allí, pero desgraciado del que utilice jamás su industria. »Tres días después, visité de nuevo a nuestro protector. »-¡Venga usted -me dijo, -venga y lea. La estratagema ha sido divina. Aquí tiene usted la renuncia de nuestro concurrente, quien confiesa con toda ingenuidad que, al hacer los cálculos, no pudo prever que en una callejuela inmunda pudiese haber tantas industrias, tantas manufacturas, tantos fabricantes ricos, y se retiraba asustado ante los enormes desembolsos que habría de hacer para indemnizar tanta gente.
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»Abracé entusiasmado a nuestro protector, Mauricio, que es sin disputa el hombre mejor del mundo. ¡Qué genio! »Dentro de diez días, desaparecerán todos mis fabricantes. ¡No quisiera encontrarme con ninguno ellos en la soledad de un bosque!» No pudo reir Mauricio en honor de la historia contada por su cuñado; antes al contrario; desde el fondo de su corazón, deseaba verse libre de un hombre que en las crisis más terribles de la vida no veía más que una emoción, de un héroe en negocios que adjudicaba a la imaginación el papel de la probidad. Costóle mucho trabajo demostrar su agradecimiento a Víctor, quien, en realidad, había salvado la operación del ferrocarril. Pero, ¿qué valor tiene una vida -pensaba Mauricio -que todos los días, a todas horas, necesita de una mano que la salve? ¿Es vivir flotar incesantemente entre el naufragio y el puerto? ¡Pobre de mí, que he adquirido la experiencia de la vida cuando no puedo aprovecharme de ella! He vendido mi existencia a ese hombre, de quien no puedo separarme, sin que salten hechos pedazos los embrollados hilos de mi fortuna, que maneja él a su capricho. Él me guía y yo le sigo. ¡No he sabido comprender, al asociarlo a mi suerte, que 432
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él nada tenía que perder, que carece de familia celosa de su reputación, que no tiene arraigo ni porvenir! ¡No he sabido ver hasta ahora que si me casé con la hermana, fue a condición de vivir bajo un régimen de comunidad fatal con el hermano! ¡Me obligué ostensiblemente a ser el protector de la primera y el esclavo ciego del segundo! Las frases que dejamos copiadas, que Mauricio se repetía mientras cerraba la carta dirigida a Julio, producíanle el efecto de terribles martillazos descargados sobre su cerebro. A veces interrumpía su labor para clavar las uñas con rabia fiera en la mesa, otras parecía escuchar con atención a su cuñado, y otras clavaba sus ojos en el rostro del mismo, complaciéndose en comprobar el parecido existente entre aquél rostro y el de su mujer. Mentalmente se decía que el parecido se extendía hasta sus almas negras y tenebrosas. Cansado de la inspección enigmática de Mauricio, levantóse Víctor y comenzó a pasear por el despacho, esperando que su cuñado le expresase más vivamente su gratitud por lo que había hecho por él. El notario hizo sonar un timbre. 433
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-Ponga sello a esta carta, y envíela inmediatamente al correo -dijo al empleado que acudió. -¿Qué trae usted ahí? -Una carta que han traído diciendo que esperan contestación. El empleado salió. Acercóse Víctor y Mauricio volvió la carta para que su cuñado no pudiese ver el sobre. -¡Desconfianza! -murmuró Víctor, alejándose. -¡Maldita curiosidad! -refunfuñó Mauricio. La carta era de Eduardo. Mauricio se fue a un rincón para que Víctor no notase su turbación. Lívido, trastornado, los ojos fuera de las órbitas, Mauricio, después de leer la carta, corrió hacia su cuñado, y le preguntó, con tono que daba miedo, si esperaba realmente que dentro de diez días les sería adjudicada la construcción del ferrocarril. La expresión de su rostro decía bien a las claras: «En caso contrario, me mato.» -Segurísimo, Mauricio -respondió Víctor. -Te ruego que no juegues con mi confianza, que te he entregado sin reservas, -¡Nada de mentiras, nada de ilusiones! ¡La verdad! He llegado a una situación en que no me resta más esperanza que la de ese negocio, al que he arrojado cuanto poseo y 434
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cuanto otras personas depositaron en mis manos. Si no vencemos, rodarán con nosotros al abismo muchas personas. ¿Venceremos o no? ¡Quiero saberlo! -¡Sí, y mil veces sí! Mauricio inspiraba compasión. -Mi querido Víctor; ya no te censuro porque me hayas inoculado el orgullo de las riquezas. Has supuesto que yo era como son la generalidad de los hombres, y culpa mía es si no te desengañé a tiempo. Para lo sucesivo, si salimos con vida del trance, no vuelvas a asociarme a tus empresas; tú has nacido para ellas, pero yo no. A mí me matan. -Cálmate, Mauricio. Esa carta te ha exasperado. Si supiera yo qué dice, acaso te diese un consejo que calmase tu excitación de... -¡Si pudiera recobrar la carta que he enviado al correo! -gritó de pronto Mauricio dándose un golpe en la frente. Dirigióse a correos corriendo como un loco. Las cartas habían salido ya para Compiégne. Regresó a su casa desesperado. Víctor se encontraba en el jardín. -¿Qué contesto a Eduardo? -se dijo. -¿Habré leído mal?... Pero no... he leído bien... veamos: 435
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«Estoy escondido en el bosque. Para salir de Francia, ganar la frontera y vivir en el extranjero, necesito cincuenta mil francos. Toma esta cantidad del depósito de trescientos mil que tengo en tu casa, y envíala al portador, que tiene orden de esperarla en la encrucijada de los Leones. Es hombre de confianza absoluta. Aun cuando le amenazaras de muerte para que te revelara el lugar del bosque en que me oculto, no te lo revelaría.» -¡Esta es la vida! -murmuró. -Acabo de delatar a un hombre, que irá al patíbulo, y ese hombre es mi amigo. Ese hombre me ha robado el honor, y yo le robo el dinero. ¿Quién de los dos es el más culpable? ¡Decídalo Dios! ¡Dios!... La mirada que Mauricio dirigió al cielo fue una blasfemia. Cuando bajó los ojos, vio, a través de los árboles, a un hombre, el mensajero de Eduardo, que paseaba con paso lento, cruzados los brazos, por la encrucijada de los Leones. Mauricio sintió un escalofrío. -¡Ese hombre es el remordimiento! -exclamó. ¡Sí!... ¡Hay Dios! 436
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Aquel hombre continuó paseando hasta la puesta del sol. Cuando anochecía, había desaparecido.
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XXIV Encuadra la fina hierba de los prados que rodean a Chantilly un estanque de regulares dimensiones, cuyas orillas son el punto obligado de reunión, cuando el calor del día cede, de todos los habitantes, que acuden allí formando pequeños grupos, ávidos de respirar, perezosamente sentados en los bancos de piedra, el fresco y la calma. Para aquellas horas de distracción deliciosa, la única, a decir verdad, en una población que en verano no tiene un solo teatro abierto, reservando los concurrentes la lectura de la prensa diaria. Como quiera que aquella especie de reunión patriarcal tiene lugar a la hora del día en que han terminado las ocupaciones y se han suspendido los negocios, y por otra parte, es el sitio donde se encuentran todos los conocidos, es natural que las mujeres se engalanen con sus vestidos más lujosos, 438
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que no tendrían ocasión de lucir en ninguna otra parte. Uno de los últimos días del mes de mayo, que en 1832 fue de una temperatura deliciosa como pocas veces, las orillas del estanque estaban atestadas de ociosos indolentes, que aspiraban con fruición los encantos de la estación más hermosa del año. Unos hablaban de los árboles, asegurando que estaban en plena florescencia y profetizando que, en el mes de junio, si el tiempo no variaba, podrían darse el gusto de comer uvas maduras. Analizaban otros la importancia de las resistencias que Austria y el gobierno papal opondrían a la ocupación de Ancona; en otro grupo, tres políticos ponían en prensa su imaginación para adivinar dónde había estado la duquesa de Berry después de la presa del Carlos Alberto y la disparatada empresa de Marsella.. Algunos militares viejos, cuyos pies se helaron en la retirada de Moscou, aunque no las lenguas, coreaban con aplausos ruidosos la información del Correo Francés, que decía que, como consecuencia de las perturbaciones sobrevenidas a propósito del bill de reforma, en Liverpool, en Manchester y en Birminghan, la estatua de lord Wellington había sido cubierta de lodo en el Hyde-Park. Los indiferentes en materia 439
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de política exterior hablaban con tristeza de la muerte de Cuvier y de Casimiro Périer, dos grandes víctimas del cólera. Nombrado el terrible azote, enmudecieron la mayor parte de los que tocaban conversaciones erráticas. Repetían en todos los tonos que en París morían cincuenta personas diarias, pero nadie se alarmaba toda vez que parecía demostrado que Chantilly era inaccesible a la espantosa enfermedad asiática que había invadido casi todos los alrededores. Otro grupo discutía con apasionamiento los incidentes de la insurrección de la Vendée, llaga que amenazaba comprometer la tranquilidad de la Francia entera. Pero todas las conversaciones, graves o ligeras, domésticas o sociales, cesaban como por encanto cuando alguna hermosa carpa saltaba sobre el cristal de las aguas y enviaba al césped partículas de espuma, diversión inocente y siempre nueva para los concurrentes al estanque. Jóvenes y viejos hablaron a continuación, con acentos de verdadero sentimiento, de la muerte del señor Clavier, a quien todos estimaban gracias a Mauricio, quien consiguió borrar, en las reuniones que daba en su casa, los antiguos prejuicios contra el 440
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digno anciano. Nadie se acordaba ya más que de la sencillez de sus austeras costumbres, pródigas en rasgos de generosidad, llevados a cabo prescindiendo de las opiniones políticas de quienes fueron su objeto, y sobre todo, sin ruido. La mayor parte de los pobres de las aldeas vecinas acudieron a su entierro. No se tenían noticias de los momentos últimos del señor Clavier, cuyo fallecimiento atribuían, en general, a las fatigas, a las decepciones sufridas en su carrera política. La reclusión a que se había condenado durante algún tiempo fue cargada en cuenta a su misantropía, cuyos accesos coincidieron, al decir de las gentes, con los primeros zarpazos de su enfermedad. Quedaban así explicadas satisfactoriamente la desolación del jardín y la reclusión impenetrable de la señorita de Meilhan, objeto de los elogios de todos por la abnegación de que dio brillantes pruebas sepultándose en el interior de la casa con su protector. Por un encadenamiento natural, pasaban las conversaciones desde la casa del difunto señor Clavier a la de su gran amigo el notario, a quien ya no veían pasear por las alamedas del bosque acompañando a su mujer, no obstante haber entrado en la estación primaveral. No perdonaban a Leónida que hubiese 441
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ido a París precisamente cuando los habitantes de la capital la abandonan para disfrutar de las delicias del campo. Cierto que pretextaban que su salud la obligó a trasladarse a la capital, pero aceptaban todos de mal grado la causa alegada, fundándose en que nunca la vieron tan fresca como la víspera de su viaje. -Quizá se aburría aquí -aventuraron algunas señoras, que eran las dueñas de la conversación desde que los hombres volvieron a engolfarse en la lectura de los periódicos. -Es muy posible. Si su marido es tan rico como aseguran, nada más natural que procure estar el menor tiempo posible en Chantilly, que únicamente es bueno para hacer economías. -¿Luego no le agradaría a usted residir en Chantilly después de casada? -preguntó un joven a la señorita que acababa de hablar. La interpelada contestó, poniéndose colorada, que los gustos dependen de los caracteres. Claramente se advertía que hubiese preferido no decir nada. -El carácter de la señora del notario -observó la madre de la preopinante, -difiere, en efecto, del de la mayor parte de las mujeres. Fácil es notar que es de 442
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un temperamento ardiente, apasionado. Aunque nos duela, tenemos que confesar, señoras, que en Chantilly no tenemos ni Opera, ni conciertos, ni grandes reuniones, ni distracciones bulliciosas, en una palabra. Nuestros caballeros son muy distinguidos, sí, pero no representan grandes papeles en el mundo elegante. No siempre visten a la última moda, y sus modales y conversación acaso resultasen excesivamente naturales en los salones de París. Aquí nos contentamos con su amabilidad: en París se les exigirían fortuna y títulos. Todas las señoritas se habían agrupado en derredor de la mamá que tan diestramente destruía el mal efecto de la observación hecha por su hija. -No es mi ánimo dejar la impresión -añadió la mamá -de que cuanto acabo de manifestar sea inspirado por el recuerdo de la señora del notario: hablo en general; pero como ella es mujer, como todas las demás, le alcanzan mis palabras. Razones hay para suponer que siente debilidad por las distracciones de París, como las hay para creer lo contrario. Comprenderán ustedes, como lo comprendo yo, que su marido no siempre tiene tiempo para acompañarla a los salones que él no frecuenta, a las reuniones donde se aburriría horriblemente. 443
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-¿Entonces, quién la acompaña? -preguntó una curiosa. -Me pregunta usted lo que no sé, lo que no nos está permitido averiguar -respondió la mamá con cierta expresión de maliciosa reserva. –Tengan la bondad de no preguntarme cosas que desconozco, señoritas. -No sé que pueda acompañarla nadie más que su hermano Víctor -insinuó otra joven. -Sin duda es él su acompañante. -No debe de ser él -replicaron cuatro o cinco señoritas a la vez, -pues desde el día que se fue su hermana, ni una noche ha dejado de salir de la casa de la señorita de Meilhan. La mamá fingió gran perplejidad y confusión. -No sé qué decir -contestó. -Si el hermano de la señora del notario no permanece en París más tiempo que el estrictamente necesario para ordenar sus asuntos, y regresa tan pronto como los ha arreglado, si, como aseguran ustedes, y como todo el mundo ha visto, todas las noches sale solo de la casa del difunto señor Clavier, o mejor dicho, de la señorita de Meilhan, joven desgraciada, muy digna de lástima, sin esperanzas de matrimonio, aunque dueña de una fortuna muy grande, de una fortuna inmensa que ha 444
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heredado... ¿Pero qué estábamos diciendo? -continuó la oradora, después de una pausa afectada.-¡Ah, sí! Creo que hablábamos de la señora del notario, ¿no es verdad? -¡No, señora! -contestaron a coro todas las presentes. -Hablaba usted del señor Víctor y de la señorita Carolina, y decía que ésta, no obstante haber heredado todos los bienes del señor Clavier, no se vería en el caso de escoger marido a gusto. -¿He dicho yo tal? -Sí, señora. Por supuesto, que todas pensamos como usted. -¿Pero es rigurosamente cierto que ha heredado? -Acerca de ese particular, no cabe la menor duda. -Ha debido heredar millón y medio de francos -añadió una de las oyentes.-¡Hermosa dote! -No aseguremos tanto, señoritas, si no queremos exponernos a errar. ¿Quién de ustedes sabe si el Señor Clavier tenía parientes en alguna parte? -Si los tuviera -replicó con brusquedad la del millón y medio, -no habrían transcurrido quince días desde la muerte del señor Clavier sin que hubiésemos tenido el honor de verles en Chantilly. Si los muertos se van de prisa, los herederos acuden más de prisa aun. 445
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-No se llega en quince días de América, señorita, y en América quedan todavía sobrinos, aunque se hayan concluido los tíos. -Estamos discutiendo tontamente; aun cuando existieran parientes del señor Clavier, probablemente su parentesco con el difunto sería más remoto que el de la señorita del Meilhan. -La señorita Carolina no era parienta próxima ni remota del señor Clavier. -¡ Claro, sí! Y hubiese aguantado la compañía de un hombre triste, fúnebre, viejo y lleno de achaques porque sí, si no hubiese sabido que había de heredarle. -Si le quería como a su propio padre, todas esas molestias le parecerían insignificantes. -¡Insignificantes! ¡Yo se las cedería a usted! -Y las aceptaría, contenta, señorita, si me correspondieran en suerte. -Bien se ve que es usted rica; por eso habla así. -Y usted, señorita, deja entrever que anhela serlo, y que, para conseguirlo, no sería muy escrupulosa en lo referente a los medios. La discusión se agriaba, y probablemente se habría convertido en deshecha borrasca, de no haber llegado un caballero quien, poniendo su bastón en 446
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el centro de aquel círculo donde bramaba la irritación, dijo: -Veo dos pares de ojos fuertemente encendidos, que mañana aparecerán irritados, sobre todo, si permanecen expuestos al sereno, contra el cual no me canso de recomendar que se guarden. -¡Hola, señor Durand!... ¿Cómo está usted? -Nunca deben hacerse esas preguntas a un médico. Bien... muy bien, hijas mías... mejor que ustedes, que no haciendo el menor caso de mis consejos, acuden todos los días a este lugar, donde aspiran por todos los poros males de ojos, calambres, ciáticas, reumatismos, fluxiones... -¡No nos asuste usted, señor Durand! ¡Es tan delicioso el mes de mayo!... -Sí, es muy poético; pero abusad de la poesía, y tendréis que recurrir a las prosaicas sanguijuelas. -Doctor -llamó la mamá que antes había sido la oradora. -¿Qué me manda usted, señora? -Ordénenos algo que nos cure la dolencia que en este momento nos aqueja a todas, jóvenes y viejas. -¿Qué enfermedad es esa? ¿El silencio? Poco menos: es usted un fisonomista excelente. Nos morimos de curiosidad. 447
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-No conozco más que un remedio, pero me lo veda la Facultad: es la indiscreción, señoras. -Sea usted amable, doctor. -Explíquense y veremos. -¿Es la señorita de Meilhan la heredera del señor Clavier? En caso afirmativo, ¿es heredera universal? ¿Piensa casarse? ¿Casará con alguien de Chantilly? ¿Es cierto que la herencia se eleva a millón y medio? ¿La visita el señor Víctor? ¿Con qué título? ¿Sabe usted si son novios? El doctor se había tapado los ojos, la boca y las orejas, asustado ante la granizada de preguntas que le dirigían. Al cabo de un buen rato de meditación, contestó: -La situación del enfermo es desesperada y le abandono. Quiso irse, pero se lo impidieron. -Déjenme marchar, hijas mías. Me conceden más importancia de la que tengo. No sé nada. -Siéntese y refiéranos el nada que sabe. -No hay en Chantilly quien no sepa que cuando me llamaron para prestar al señor Clavier los auxilios de la ciencia, estaba muerto, frío como el mármol. -¿De qué opina usted que murió? ¿De apoplejía? 448
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-No; su cara no presentaba síntomas de irrupción violenta de sangre al cerebro. Presumo que su corazón no funcionaba normal. Algún disgusto, tal vez enconó el mal, sobrevino la dilatación, y ésta ocasionó la muerte. -¿Y a qué causa moral atribuye usted el disgusto que le mató? -El pulso de los enfermos, mi querida señora, no me revela nunca los accidentes morales que determinan consecuencias fisiológicas. Además, conforme dije antes, cuando me llamaron, estaba muerto. -¿Quién estaba junto a la cama? -La señorita de Meilhan tenía entre las suyas la mano del cadáver, que besaba llorando y rezando. -Acto verdaderamente laudable. ¿Sabe usted si hereda? -Como no soy ni su confesor ni su notario, lo ignoro. -Debe haber dejado una fortuna inmensa, que irá a parar a manos de cualquier sobrino libertino. Bien hubiera podido proporcionar un matrimonio de conveniencia a la señorita de Meilhan, y favorecer de paso a alguno de los excelentes jóvenes de Chantilly. Si realmente es Carolina la heredera, 449
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comprendo la asiduidad del señor Víctor: la realeza bien vale los homenajes. -¡Vaya una lengua la suya, mi querida vecina! ¡Y cómo la maneja, sin agotarse, sin cortarse, sin contradecirse! Debo declarar que el señor Víctor frecuenta la casa de la señorita de Meilhan porque está encargado de hacer el inventario de los muebles, alhajas y efectos dejados por el señor Clavier. Como la señorita debe abandonar muy en breve la casa, tal vez antes de ocho días, el señor Víctor activa este trabajo, que su cuñado el notario le ha encargado. -Todo eso está muy bien, señor doctor, pero en nada altera la probabilidad de lo que sospechamos, absolutamente en nada. El encargado del inventario puede ser también el interesado personalmente en el contrato matrimonial. -¡Oh! ¡Serían ustedes capaces de comprometer a un santo con sus insinuaciones llenas de perfidia! ¡No me hagan hablar, vaya! -¡Sí, sí, doctor, hable usted! -gritaron todas las señoritas.-¿Quién es el feliz mortal que llevará al altar a la señorita de Meilhan? -Lo proclamaré en voz alta, ya que me obligan. El marido destinado a la señorita de Meilhan es... es... 450
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-Es... ¿quién? -Yo. -¡Malvado! ¡Es una crueldad divertirse a nuestra costa! -¿Por qué no interrogan ustedes al mismo Víctor, que en este momento sale por la puerta del jardín de la señorita de Meilhan? -En efecto, él es -contestaron todas. Pronto fue el hermano de Leónida el centro de las miradas femeninas. Como atisbaron sus movimientos más insignificantes, no dejaron de observar que guardaba en el bolsillo la llave de que se había servido para abrir y cerrar la puerta del jardín. La interpretación que con rara unanimidad dieron a tamaña familiaridad, no la expondremos, porque sobradamente la habrán adivinado los lectores. Viendo la impresión que en los grupos produjo la salida un poco libre de Víctor, el doctor quiso adelantarse a las deducciones manifestando que era muy natural que aquél tuviera a su disposición una de las llaves de la casa, a fin de poder entrar y salir de ella a cualquier hora, sin molestar a nadie, y entregarse la tarea, pesada, minuciosa, del inventario. Ni convenció a nadie, ni desvió la atención inquisitorial de las damas sobre Víctor. Este salía sin 451
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sombrero, y demostró gran vacilación, como quien no sabe qué partido adoptar. La conducta del hermano de Leónida no pudo ser más extraña. Después de titubear entre tomar la carretera o dirigirse hacia el castillo, se encaminó, corriendo como un loco, en derechura al estanque, donde llegó como asustado, como si no hubiese visto los grupos hasta que tropezó con ellos. -Doctor -gritó asiendo por un brazo al médico, -la señorita de Meilhan es víctima de horribles convulsiones. Se retuerce, tiene vómitos frecuentes desde hace dos horas, y presenta síntomas que, si no son de parto, se le parecen mucho. -¡De parto! -murmuraron las mamás mirando al doctor, y las señoritas cambiando miradas entre sí. Huelga decir que unas y otras aceptaron como hecho cierto e indubitable lo que acaso fuera más que una comparación pérfida. -Señoras -exclamó el doctor, lanzando a Víctor una mirada de supremo desdén, -antes de seguir a este caballero, debo declarar, sin consideración al espanto que mi declaración ha de producir entre ustedes, que el cólera está en Chantilly. Era el 6 de junio de 1832. 452
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XXV Francia rodó hasta el borde del abismo. La insurrección republicana, organizada desde largo tiempo antes, concentró sus fuerzas diseminadas, se preparó sigilosamente y, en la noche del 5 de junio, cerrando los ojos a la terrible desigualdad de fuerzas, ofreció a la monarquía la batalla, que fue aceptada. París ardía. Más mortífero que en julio de 1830, tronaba el cañón en las calles; las casas, minadas por sus bases, se tambaleaban y caían bajo la acción de las balas; infinidad de riachuelos de sangre vertían su caudal en el Sena. ¡Laboriosa jornada para todos los partidos, que dieron grandes contingentes a la muerte! Los republicanos dieron pruebas de una energía que nunca más han vuelto a desplegar, bien porque no se les haya presentado ocasión propicia, bien porque no 454
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se derrocha dos veces un valor tan desesperado. El poder comprometió en aquella jornada fatal la pureza primitiva de una revolución no deshonrada todavía, y los partidarios de la monarquía caída perdieron en aquella la más preciosa de sus esperanzas: ya no podían hacerse ilusiones de que una victoria republicana sobre la monarquía de julio determinase la restauración en el trono dela rama legítima. En el relato de esta triste historia de nuestras contiendas civiles nos ceñiremos a los incidentes que tienen relación directa con los personajes de nuestra obra. -Desde que las torres de Nuestra Señora lanzaron al viento el toque a rebato, y éste fue contestado por todos los campanarios de los alrededores, cundió la alarma por todas partes y se propagó en todos los sentidos. Las afueras de la capital se armaron y penetraron como torrente desbordado en aquella. Tan viril energía hubiese salvado a París en 1814. Campesinos armados inundaban todos los caminos: la guardia nacional recogió el fruto precoz de su institución. Bastaron algunas horas para que una porción de departamentos empuñaran las armas y 455
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permanecieran a la expectativa, resueltos a obrar en cuanto supieran a quién pertenecía Francia. La catástrofe que de esta suerte colocó frente a frente dos principios, que en realidad no formaban más que uno, dos años antes, sembró la consternación en las provincias, no bien cundió en éstas la noticia. Lejos de París, lo mismo que dentro de sus muros, se temía la repetición del desquiciamiento social de 1793, que de nuevo pondría sobre el tapete la cuestión de los principios de la propiedad. Verdaderas o falsas, las amenazas contra la propiedad repetidas con mucha frecuencia, habían inspirado vivos temores a los propietarios, así como también a los muchos que, con razón sobrada, no podían admitir copartícipes de las fortunas ganadas sin el concurso de tercero. La consternación reinante, empero, no era la misma de 1793. Como nadie creía en la barbarie de los republicanos, aunque generalmente se temía la ambición mal encubierta de muchos, se tenía menos miedo de ser ahorcado que de ser robado. Los periódicos de los partidos extremos, sin tomarse el trabajo de desmentir esas prevenciones, difundidas por doquiera, anunciaban, sin que sea posible adivinar con qué objeto de seducción política, una 456
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revolución social completa, inmediatamente después que resultaran triunfantes sus doctrinas. Los intelectuales del partido habían elaborado ya en sus cabezas, la Génesis social según la cual los más ricos de la nación regenerada no poseerían más de cincuenta arpents de tierra. La noticia de una guerra, o la amenaza de una insurrección interior, no determinan baja alguna en los fondos públicos fuera de París; pero la menor oscilación del Estado es la señal del cierre general de graneros y hace que cese en absoluto la circulación del dinero, que de la noche a la mañana es escondido bajo tierra. Al furioso toque de rebato, los lugareños corrieron unos en socorro de la capital sublevada, otros a retirar sus economías, para esconderlas mejor. Efecto inmediato y obligado de las calamidades públicas: el amigo pierde la fe en el amigo cuya opinión le parece sospechosa; se cierran las puertas y el egoísmo celebra conferencias en familia. Todo el mundo reúne sus pesetas a la par que congrega a sus hijos: de aquellas se encargan los hombres; de éstos las mujeres y seguidamente, empuñando sendas horcas de acero, se espera detrás de la puerta la llegada de los bandidos. ¡Los bandidos! ¡Vaga amena457
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za que toma cuerpo y acompaña invariablemente a todas las revoluciones! Mauricio acababa de regresar de París, donde había asistido a los primeros combates reñidos entre los republicanos y la liga; había visto soldados muertos y salvado barricadas levantadas con cadáveres de republicanos. Todavía sonaba en sus oídos el agudo silbar de las balas. Su sombrero, deformado y empapado en sudor, presentaba algunos agujeros abiertos por aquellas. Ante sus ojos había visto flotar la bandera blanca, la bandera negra y la bandera tricolor, en los tejados de la calle de San Martín, que no pudo recorrer sin que la sangre salpicase sus mejillas. Compartiendo la idea de descontento cuyo punto de partida fueran los actos dinásticos de la revolución de julio, Mauricio aprobaba el espíritu de una insurrección, que acaso asegurase la última conquista de la revolución. En el campo de sangre que había atravesado, había sido testigo de la muerte de sus mejores amigos, de sus hermanos de opinión; había tenido que formar en sus filas, barridas por la metralla, y contribuir con su óbolo de plomo a la empresa de su partido. Retiróse, empero, muy pronto, diciendo que su 458
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vida no era suya, sino de otros. En una palabra: después de mostrarse bravo, quiso dar pruebas de honrado. Si triunfaban sus amigos, contingencia imposible de prever en la mañana del día 6 de junio, nadie podría acusarle de haber abandonado su causa; y si, por el contrario, resurgía pujante la monarquía de su baño de sangre, Mauricio, que demostraría que no había abandonado su puesto oficial, no correría riesgo de ir a pudrirse en un calabozo. No bien llegó a Chantilly, Mauricio se encerró en el rincón más obscuro de su despacho, huyendo de la luz del día, del ruido, hasta de sí mismo. Sus dedos crispados secaban con frecuencia su frente, inundada de sudor. Hablaba solo con agitación, con voz concentrada. No tenía sosiego; tan pronto abría la caja, como se dirigía al balcón, cuyas maderas no tocaba, como a su mesa de trabajo; pero todos sus movimientos terminaban lo mismo: corría a esconderse de nuevo en su rincón, donde se encogía, y se concentraba, erizado el cabello, amarilla la frente, dilatada la mirada. -¡Adiós, depósitos! -fue el primer grito que con acento desgarrador pronunciaron sus labios. -¡Adiós, depósitos en Saint-Denis! ¡Cómo nos la 459
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han jugado! ¡Los depósitos serán construidos a tres leguas de Saint-Denis, al extremo opuesto de París, en la margen contraria del Sena, en las orillas del infierno! ¡Y Víctor que me respondía de las promesas del funcionario del Ministerio, ladrón a la orden de otro ladrón, que indudablemente habrá comido a dos carrillos! ¡Mi concurrente habrá echado a su voracidad diez mil francos más que yo, tal vez mil miserables francos nada más, que han bastado para inclinar a su favor el fiel de la balanza!... ¡Seiscientos mil francos perdidos en ese mar de corrupción! ¡Los depósitos estarán en Grenelle!... ¡Sarcasmo innoble! ¡Y yo que me he arruinado comprando las casas de la Chapelle! ¿Qué voy a hacer con esas casas, nidos de ratas, zahurdas infectas, que he pagado diez veces más de lo que valen? »¿De dónde saco dinero para hacer honor a los vencimientos del 15? A cualquier parte que vuelva los ojos, no encuentro más que el negro abismo de la bancarrota... bancarrota fraudulenta, con su séquito de banquillo infamante, su sentencia y su condena; bancarrota con estigma... ¡Menos mal que ya no se marca a los ladrones con el hierro candente!» Mientras Mauricio busca en lo profundo de su cerebro, iluminado por los fulgores siniestros de 460
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una revolución y lleno de terribles presentimientos de una bancarrota inminente, una tabla de salvación, un peñasco donde descansar después del naufragio, entra en la estancia Víctor y le estrecha efusivamente la mano. -Ha triunfado tu causa, Mauricio -dice. -¿Qué causa? -pregunta el notario, con mirada de loco. -Tus amigos son gigantes; resisten el embate de las bayonetas, los estragos de la metralla, en las casas que se han abierto con sus uñas. Caen con estruendo las casas en las calles de San Martín, de la Verrerie, de Maubuée, y en todas las de los alrededores, heridas de muerte por las balas. Al desplomarse los pisos, asoman a los balcones cuarteados los valientes, y saludan a las turbas que les maldicen gritando: ¡Viva la república! Si no decae su valor hasta mañana, puedes asegurar que la monarquía no pasará la próxima noche en las Tullerías. A cambio de estas noticias que traía de París, Víctor esperaba de Mauricio una explosión de patriotismo que le hiciera olvidar las agonías que reflejaba su rostro. -¡Ojalá no termine nunca la revuelta! -gritó Mauricio. -¡Ojalá reduzca a polvo impalpable hasta la 461
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última casa de París! Venza la monarquía, venza la república, muero yo, no bien los negocios vuelvan a la normalidad de marcha. Triunfe el rey, triunfen los republicanos, tendré que pagar más de cuatrocientos mil francos el día 15 de este mes. Estamos a 6, y nuestras casas de la Chapelle, bien vendidas, no valen hoy más de cincuenta mil francos. ¿Qué me importa que triunfe la república o que se afiance la monarquía, si mis letras serán protestadas, si me perseguirán, si me encausarán, si me condenarán, si me sepultarán en la cárcel? No hay gobierno que condone las deudas, Víctor... ¡Con qué placer veía levantar en París las barricadas, destrozar los cristales, reducir a cenizas los edificios oficiales! ¡Qué alegría inundaría mi alma si viera que el cañón, el horroso cañón, no dejaba persona con vida en París, ni casa sobre sus cimientos! ¡En el desorden general se perdería el mío!... ¡La ruina de un hombre no tiene importancia comparada con la ruina de una capital! Necesito que París se hunda, para salvarme yo. ¿Estás bien seguro, Víctor, de que continuaban con furia los combates cuando tú saliste? ¿Estás bien seguro de que las casas, tambaleándose como borrachos, abiertas como cavernas, continuaban tragando soldados por sus puertas y vomitando 462
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muertos por sus ventanas? Así tuve el gusto de verlas yo. »¡Ya ves si es grande mi desgracia! ¡Ni la muerte me ha querido! ¡Mira! Un agujero de bala aquí, otro ahí, otro más allá... un rasponazo en la frente... pero fuera hipocresías. Mi valor no era patriótico, sino suicida. A nadie odiaba, a nadie quería mal... Es decir, sí: me odiaba a mí mismo... ¡Fuego sobre el quebrado!» -Grave es el golpe, Mauricio, lo confieso; pero... -¡Grave!... ¡Mortal, diría yo! -Los negocios son especie de batallas: nadie sabe si triunfará o si resultará maltrecho. -¿Te atreves a comparar las repugnantes temeridades de los negocios a las batallas? ¿Pero es que los negocios dan alguna gloria, ni en caso de triunfo ni en caso de derrota? Llamamos especulación honradísima a comprar a tres para vender a cuatro: ¿no es eso un robo? Califica ahora nuestra operación. No creas que dejara yo de tenerlo previsto; recurrimos a la corrupción, y ésta nos paga con la única moneda de que dispone: con la suya. Nunca me parecieron honrados esos tráficos que tú adornas con el nombre de grandes negocios... ¿Por qué no lla463
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mas también grandes negocios a la fabricación de moneda falsa, a la falsificación de billetes de Banco? -Confundes la ganancia con el robo, Mauricio. -¿Serías tú capaz de determinarme la línea que separa a la una del otro? -Hay hombres de negocios cuya honradez es indiscutible. -No son ni serán millonarios. -¡Quién sabe! ¿Has penetrado en el interior de sus cajas? -¿Y tú en el de sus conciencias? -La cólera te extravía, Mauricio. -No lo creas, Víctor; por desgracia, gozo de toda mi razón. Se ha disipado el humo de las ilusiones que la obscurecía. Tu cacareado ferrocarril es y ha sido una extravagancia, y nuestra fortuna inmensa va a convertirse... ¿quieres que te diga en qué? para ti en una fuga al extranjero, para mí en un presidio para toda la vida. -Pero si triunfa la república... -Nos salvaría si fuera una república de ladrones. -Nosotros no somos ladrones Mauricio. -¿No?¿Dónde está el depósito de Eduardo?
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-¡El depósito de Eduardo!... Lo hemos colocado con desgracia... y además, no está completamente perdido... ¿Pero quién es ese Eduardo? -Es... es un hombre como otro cualquiera, que confió a mi probidad los trescientos mil francos que tú dilapidaste comprando nidos de ratas. Creo que te bastará este dato, y que debiste ser el último que me hiciera la pregunta que me has dirigido. -¿Está en París tan temible acreedor? -Sí. -¿Es rentista? -Sí. -¿Joven? -¡Sí, sí y sí! ¿Pero a qué vienen esas preguntas necias? Víctor hubiese deseado preguntar si Eduardo vestía de ordinario levita de color marrón. -En lo que debes pensar, Víctor, es en que estamos perdidos, en que hemos gastado un millón en la compra de las casas de la Chapelle. Aun suponiendo que sacásemos de ellas cien mil francos, que no lo creo, siempre resultará que perdemos novecientos mil. Si esos novecientos mil francos fuesen nuestros, no tendríamos que lamentar más que una desgracia ordinaria; pero forman parte de esa canti465
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dad los trescientos mil de Eduardo, que quiero devolver en seguida... ¿Me entiendes bien? -¡Me parece que lo que tú devuelvas!... -Se dijo interiormente Víctor. -¡Sí... en seguida! Hemos distraído otros trescientos mil francos del capital del señor Clavier; y los trescientos mil restantes, y más todavía, de allí. Mauricio había asido a su cuñado por un brazo y llevádole frente a los cajones que contenían escrituras, depósitos y valores de toda clase de sus clientes. Después de una pausa, exclamó con fuerza: -¡Allí! ¿No te parece que esta palabra suena como el choque del gatillo de una pistola cuando encuentra la cápsula y salta al techo un cerebro humano? Allí es donde hemos puesto nuestras manos, Víctor, para desvalijar a nuestro gusto. ¿Quién me ha sugerido la idea de recurrir a tan execrable manantial? ¡Jamás hubiese yo pensado en esos cajones! Venteaste el oro, ¿verdad? ¡Sin duda creías en la infalibilidad de tus operaciones, cuando tanta prisa te diste a abrirlos, a vaciarlos! ¿Qué ponemos ahora en ellos? ¡Habla! Carecían las preguntas de Mauricio de la regularidad necesaria para obligar a Víctor a contestarlas, y como, por otra parte, la catástrofe era de las que 466
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no admiten duda ni consuelo, Víctor se abstuvo de contestar. Sería mediodía. Llamaron la atención de Mauricio algunos grupos reunidos cerca de su casa. Acababa de llegar una silla de posta de París, y suponiendo el notario que los viajeros traían noticias de lo que en la capital pasaba, bajó a la calle y preguntó al mayoral por el estado en que dejó a aquella al salir. -En el más lastimoso, señor -contestó el interrogado. -¿Decaen los revoltosos? -Al contrario. -¿Aumenta su número? -De una manera prodigiosa. -¿Y los vecinos de París? -Contemplan los combates desde las ventanas de sus casas. -¿Se han alzado en armas todos los distritos de la ciudad? -No puedo decirlo. -¿Están cerradas las tiendas? -Ni una. -¡Qué indiferencia! -murmuró Mauricio. -¡La calma de esas gentes es odiosa! ¡Apuesto a que no 467
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se suspenden los negocios! ¿De dónde reciben auxilios los revolucionarios? -De todas partes. -Los habitantes de la ciudad no los secundan. -Pero sí sus amigos, sus partidarios; aseguran que mañana por la mañana llegarán treinta mil republicanos de Dijón. -¡Magnífico! -pensó Mauricio. -¡Que lleguen, y que cunda el exterminio y la destrucción universal!... ¿Y la tropa? ¿Qué hace? -Acorrala a los revolucionarios por todas partes. -¿Abundan las matanzas? -Muchísimo. Montó el mayoral en el pescante y puso los caballos a galope. Las dos señoras, los dos niños y el joven que ocupaban el carruaje revelaban en sus rostros la alteración consiguiente a una fuga precipitada. Henchido el corazón de alegría salvaje, volvió Mauricio a la estancia donde quedaba esperándole Víctor. -¡Todo va admirablemente, Víctor! París es un caos; matan los republicanos y mata la tropa. Huyen los ricos: en la silla de posta que acabó de dejar escapa una familia entera. Comienza la emigración. 468
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-Y se nos presentarán hermosos negocios -contestó Víctor, frotándose las manos. -Los bienes de los emigrados se venderán por tres ochavos. -¿Pero aun piensas en negocios? ¡No... no habrá negocios... y esa es mi única esperanza! ¡Ruinas, es lo que pido, desolación, exterminio! ¡Húndase todo... todo... el comercio, los tribunales, y sobre todo, ese cadalso de madera donde exponen a la vergüenza pública a los que hacen bancarrota! ¡Ojalá no llegue nunca el 15 de este mes! -Tienes razón. Si el fin del mundo sobreviene antes del 15, prescribirán todos los derechos. -¡Señor... señor! -gritó un empleado, que se presentó despavorido en la estancia. -¿No oye usted? -¿Qué pasa? -El patio está lleno de gentes que se obstinan en ver a usted. -Víctor... ten la bondad de ver por la ventana qué gentes son esas. Abrió Víctor la ventana, miró, y dijo: -Son tus clientes, Mauricio. -¡Mis clientes! -Sí... he reconocido a varios... ¿pero por qué vendrán tantos juntos? 469
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-No sé... bajaré... ¿por qué no vas tú? Pero... espera... voy yo... Mauricio, aturdido, loco, hizo sonar un timbre. El empleado, que había salido, reapareció en el acto. -¿Por qué no ha rogado a esas personas que suban? -Porque no me ha dado usted esa orden. -Hágalas subir... Dime, Víctor, ¿estoy pálido? Mis piernas se doblan... siento desvanecimientos... no me dejes... Abrióse la puerta y penetraron en el despacho más de ochenta personas, campesinos, labriegos, herreros, carboneros. Todos querían ser los primeros. -Dígame, señor Mauricio... -Antes ha de escucharme a mí, que vengo de muy lejos. -Dos palabras nada más, y me voy. -Hablaré yo, que llevo esperando más de una hora. -Yo llevo más de dos. -¡Mientes! -¡Mientes más tú! 470
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-¡Si estuviéramos en otra parte, te arrancaba la lengua! -Silencio, amigos míos; a todos llegará el turno. -Mejor será que hablemos nosotras, las mujeres. -¡Las mujeres se pondrán las lenguas en el bolsillo! -¡Veamos quién es el guapo que me hace callar! -¡Amigos míos, calma! A todos escucharé... En primer lugar, ¿cómo vienen tantos juntos? -Lo diré yo, por todos -contestó el tío Renard, que había depositado en casa de Mauricio las escrituras de tres casas y no había cobrado en mucho tiempo su renta de seis mil francos. -Aseguran que la duquesa de Berry, al frente de cien mil prusianos, ha penetrado en París por el arrabal de San Antonio. -¡Prusianos! -exclamó Robinsón. -¡Los que han entrado son los republicanos! -Desde Sarcelles he oído los cañonazos. -Pretenden restaurar a Carlos X... -Señores... yo... -No hay seguridad en ninguna parte. -Quemarán nuestras cosechas. -Talarán nuestros árboles... -¡Calma, amigos míos!... 471
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-¡Canallas! -¡Asesinos! -Pero, señores, no es tan... -¡No se trata de eso! -tronó un gigante, Pierrefonds el vaquero, que próximamente un año antes había confiado a Mauricio, sin querer recibo, cien mil francos procedentes de una herencia. -¡ Lo de menos es que sean prusianos o rusos, carlistas o republicanos! Para nosotros, lo interesante es que no podemos continuar en el país, que es muy posible que antes de que cierre la noche nos ataquen los bandidos, y para entonces, nuestro mejor notario será un fusil, y nuestra caja más segura un agujero de diez pies de profundidad abierto en lo más retirado del bosque. Como no queremos que los ladrones, sabedores de que aquí hay dinero, vengan a matar a usted, señor Mauricio, venimos a rogarle que nos devuelva nuestros depósitos. Usted quedará más tranquilo y nosotros también. Los terribles presentimientos de Mauricio entraban en período de realización. -¡Sí, señor Mauricio -prosiguió Pierrefonds; -no queremos ser causa de desgracias, que herirían a usted de seguro, si los republicanos se desparraman 472
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por los campos, como aseguran que harán, luego que hayan terminado con París. Fue para Víctor obra de un segundo, obligar a su cuñado, que no podía tenerse en pie, a sentarse en un sillón, y colocarse él delante, sonriendo con soberbio desdén a los campesinos. -¿Quién se ha burlado de ustedes tan indignamente, amigos míos? -preguntó. -¡Mentira parece que ustedes, tan sensatos de ordinario, hayan dado crédito a noticias tan extravagantes! -A mí me lo han dicho cuando iba a abrevar los caballos -observó uno. -Ya ve usted cómo no puede ser verdad. -Yo no me atreveré a jurarlo -dijo otro; -pero me ha dado la misma noticia un buhonero que huía de París por causa de las perturbaciones. -Ardides de comerciantes de baja estofa; son unos perturbadores. -Nosotros cuatro lo sabemos de buena tinta: nos lo ha dicho el alcalde. -Sí... el alcalde, que es un ambicioso... ¿Quién le ha dicho al alcalde que se baten en París? ¿El gallo del campanario de su aldea? Siempre es grato a los administrados oir ridiculizar a un alcalde; de aquí que los clientes de Mauricio 473
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acogieran la salida de Víctor con estrepitosas risotadas. -He de reconocer, mis queridos amigos -prosiguió Víctor, -que en París no reina la tranquilidad de costumbre; ¿pero es que ha cesado la agitación desde la revolución de julio? Porque un puñado de perturbadores exaltados se haya lanzado a la calle para tener el gusto de ser aplastados por la policía, ¿creéis que va a venir otra revolución semejante a la del año de 1830? No censuro vuestra prudencia, que siempre es virtud laudable, en paz y en guerra; pero me permitiréis que os diga que revela falta de patriotismo quien con su miedo secunda los proyectos de los malvados. Fascinados por la palabra de Víctor, los rústicos iniciaron la retirada. Hablaron con más calma, su actitud se hizo más respetuosa. Víctor triunfaba. -Mi cuñado os da las gracias por mi conducto -repuso el hermano de Leónida, -por haber pensado en él en momentos difíciles en que conforme decíais hace un momento, vuestros depósitos podían comprometerle. Si la impresión que le ha producido veros aquí reunidos en tan gran número no le hubiese emocionado profundamente, él mismo os diría que vuestra delicadeza le mueve más que nunca a no se474
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pararse de los preciosos depósitos que le habéis hecho, siempre que no existan motivos más graves que os muevan a retirarle vuestra confianza. Todos rechazaron indignados la suposición oratoria de Víctor. Repuesto de su turbación, se levantaba Mauricio para despedir a la asamblea, cuando sonó en la calle la voz clara del pregonero público. Todos prestaron atención. «He aquí la relación de los siniestros sucesos que han ensangrentado las calles de la capital, después de la ceremonia del entierro del general Lamarque.» -Viendo estáis, amigos míos -dijo Víctor, ganoso de destruir el efecto que en los clientes de Mauricio había producido la voz y las palabras del pregonero público, -los medios a que recurren para llevar la alarma a vuestros pechos. -Ha dicho sucesos -objetaron. -En París a todo se da el nombre de sucesos: a la salida del sol, al curso del río... -Pero ha añadido siniestros, señor Víctor. -¿Vendería un papel si no añadiese siniestros? El pregonero continuó de esta suerte: «Trae el papel el relato de los primeros combates reñidos entre las tropas y los revolucionarios de 475
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SaintMerry; las pérdidas en hombres de los dos bandos; los regimientos que han hecho fuego y los generales que los mandaban.» Mauricio había vuelto a caer desplomado sobre el sillón. Los campesinos, sin hacer caso de los consejos de Víctor, habían bajado en tropel a la calle, para comprar los suplementos que vendía el pregonero. Habían quedado solos, frente a frente, Mauricio y Víctor, bien convencidos de que los clientes no tardarían en subir de nuevo, para reclamar, con mayor energía que nunca, la devolución de sus depósitos. Mauricio estaba resuelto a poner fin a su suplicio confesando su falta. -Sí, Víctor; de este atolladero no salimos más que por la puerta de la muerte. ¿Quieres morir? Nos quedan dos minutos. Cuando suban, ya que no su dinero, encontrarán nuestros cadáveres. Ahí tengo dos pistolas cargadas. -¡Quién piensa en morir! Transigiría con la fuga... si huir nos fuera posible pero tus clientes llenan el jardín, el patio, la calle... ¡Mira cómo leen! -Si la fuga es imposible, ¿qué hacemos, Víctor? Dentro de un momento les tenemos aquí... ¿Has reparado en la mirada de reto que brillaba en sus ojos? Yo he notado que muchos reían con ironía 476
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cuando tú intentabas disuadirles de reclamar sus depósitos, otros han comprendido lo desesperado de nuestra situación... Pero el tiempo pasa... suben; Víctor... ¿qué hacemos? ¡Un consejo... una resolución... el incendio!... ¿quieres que lo quememos todo? -Hemos dispuesto de la mitad de los fondos de esas gentes Mauricio. -Por mi desgracia. -Entregarles la otra mitad, sería quedarnos con las manos vacías sin contentar a nadie. -¡Termina!... ¡Oigo sus pasos! -¿Estás resuelto a todo? -¡A todo, Víctor! -Permíteme que tome todo lo que queda en los cajones. -¡Tómalo, sí!... ¿Tienes alguna idea?... ¡Explícate, pero pronto! -Voy a París. -¡Deliras! ¿Qué has de hacer en París? -¡Cállate! Hoy los fondos públicos sufrirán una baja espantosa. -Bajarán hasta el infinito y no volverán a subir: ésa es mi esperanza. 477
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-Yo compraré, mientras me quede dinero; compraré papeles mojados, ¿me entiendes? -¡Desgraciado! ¡Sigues delirando! -Si es vencida la monarquía de julio, no me verás más; habré tirado a la calle cien mil francos más. Mátate, o haz lo que te plazca; pero, si es aplastada la república, te traeré oro... mucho oro, esta noche misma. -Has perdido la cabeza, Víctor. En menos tiempo del que tardamos en decirlo, abrió Víctor los diez cajones que contenían valores, y los vació. Seguidamente miró a Mauricio, cuya estupefacción fue indescriptible cuando vio que su cuñado, con rara sagacidad, había abierto todos los cajones llenos, sin dirigir una mirada, a los vacíos. -¡Vaya, vaya! -exclamó segundos después Pierrefonds, llevando la voz cantante. -Basta de monsergas... Nos llevaremos nuestro dinero, nuestros papeles, y buen viaje. Usted mismo comprenderá que los sucesos son graves. El pregonero asegura que los bandidos se han hecho dueños de Saint-Denis. -Hágase vuestra voluntad, amigos míos -contestó Víctor, con la sangre fría que no le había abandonado un instante. -No es nuestra intención con478
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trariar vuestra voluntad. Vamos a restituir todos los depósitos. -¡Muy bien! -Pero antes de separarnos, mis queridos amigos, ¿no estáis dispuestos a hacer algo en obsequio a Mauricio? ¿No le daréis una pequeña prueba de consideración, como premio a su exactitud en el manejo de vuestros intereses, que han prosperado sin cesar en sus manos? -¡Lo que él quiera! -Para todo se necesita tiempo, amigos míos. Comprenderéis que la revolución de París nos ha aturdido, como os aturdió también a vosotros. Deseáis liquidar en seguida; perfectamente, pero comprenderéis que, para liquidar, no bastan palabras. Hay necesidad de retirar piezas justificativas que obran en los juzgados, hay que hacer la cuenta de los intereses, hay que hacer otras cosas que exigen tiempo. Supongo que no querréis crearnos dificultades, de la misma manera que no queremos nosotros comprometer vuestros intereses. Tengamos todos un poco de indulgencia. Os pido el día de hoy para terminar las liquidaciones. No diréis que pido demasiado. Tened paciencia hasta esta noche. 479
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Rumores de desaprobación acogieron las últimas palabras de Víctor, quizá las más sensatas de cuantas había pronunciado. -Puesto que os veo tan bien dispuestos -continuó Víctor, desentendiéndose de las protestas generales, -permitidme que os haga presente que Mauricio quedaría más tranquilo si no aventuraseis durante la noche, por bosques y llanuras, el dinero que vais a retirar de sus cajas, en ocasión en que muy bien podéis caer en manos de los bandidos. Esperad a mañana: pasaréis en Chantilly el resto del día, y toda la noche. De aquí a mañana los acontecimientos que se desarrollan en París habrán tomado carácter decisivo. Como orador digno de los más hermosos tiempos de Grecia, a medida que Víctor se convencía más y más de la ninguna impresión que en sus oyentes producía su discurso, con mayor efusión les daba las gracias por su condescendencia. -Mis buenos amigos -repuso, -por una feliz coincidencia, es hoy Santa Claudina... -¡Decididamente está loco de atar! -pensó Mauricio. -Santa Claudina, santo de la señora de vuestro notario. Tiene la buena costumbre de rodearse en 480
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este día de sus mejores amigos, y los amigos mejores de un notario son sus clientes. Desde ayer está dispuesta la comida: ¿vamos a dejarla echar a perder? No. ¿Quién la comerá, no siendo vosotros? Para vosotros se dispuso. Escritas están las cartas de invitación, cuyo envío suspendieron las perturbaciones políticas. Pero puesto que habéis venido, no consentiremos que os vayáis: la ocasión es demasiado hermosa para que la dejemos escapar. -¡Qué bien habla! -decían los labriegos. -Aceptáis el convite, ¿eh? Debo preveniros que la comida es sencilla. Algunos melones, pollos guisados y asados, platos de labrador, un poquito de champagne, otro poquito de Bordeaux y mucha cantidad de vinos de Mâcon. ¿Qué queréis? A los amigos se les trata sin ceremonias. El guiso más sabroso es la buena voluntad, el corazón. »Otra cosa: como sería injusto obligaros a hacer gastos, pues dicho se está que tendréis que pasar la noche en Chantilly, hemos resuelto pagaros habitaciones en las mejores posadas de la población. Todo corre de nuestra cuenta. Podéis dar un paseo ahora por el bosque, pero acudid a las ocho sin falta: la mesa y el afecto os esperan a esa hora.» 481
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Las razones expuestas por Víctor, y la perspectiva de una buena comida, dieron al traste con las vacilaciones de los más recalcitrantes. -Si entre vosotros hubiese alguno que, desoyendo nuestros prudentes consejos, quisiera liquidar y emprender el viaje, afrontando los peligros de los ladrones, que lo diga, y quedará complacido en el acto. -¡No, no! -contestaron los labriegos. –Juntos hemos venido, y juntos nos iremos mañana. Pasaremos aquí la noche. -Como queráis. Todo el mundo puede hacer su santa voluntad, con libertad absoluta; pero que no falte nadie a las ocho. La clientela rústica de Mauricio, engañada por las palabras de Víctor, salió del despacho y no tardó en diseminarse por la población, por momentos más inquieta, de resultas de las noticias que constantemente llegaban de París. -¡Víctor... Víctor! ¿Qué vas a hacer ahora? preguntó Mauricio. -Lo que antes dije: comprar valores por nada, para volverlos a vender centuplicando su valor, si el Gobierno resiste, y perdiéndolo todo, si el Gobierno cae. 482
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-¿Y yo, qué hago con esas gentes, que preguntarán por mi mujer? -No te preocupes: no pienses en nada más que en la comida. Que no falte nada: ni platos, ni vinos, ni licores, ¿entiendes? De aquí a las ocho puede variar todo. -¡Eres un demonio, Víctor! -Como quieras. Me voy a París, donde pienso estar dentro de dos horas y media. Si esta noche, a las ocho, no estoy de vuelta, ten por seguro que, o he muerto en el camino, o nos queda ni la esperanza más remota de salir del fondo del precipicio donde confieso que hemos caído... ¡Adiós, Mauricio! -¡Adiós, Víctor! Probablemente no volveremos a vernos en este Mundo. Si tuvieras fe en otra vida... -Tengo fe en las revoluciones que determinan bajas espantosas y en las restauraciones que dan como resultado alzas enormes. Víctor montó a caballo y desapareció a galope. Sólo en su despacho, más solo que el condenado a muerte en su capilla, la tristeza de Mauricio no habría sido más profunda si ante sus ojos se hubiese alzado la fúnebre silueta del patíbulo. 483
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Al cabo de mucho rato, vino a sacarle de su atonía la voz de un pregonero, que decía a grito herido: «Nuevas noticias muy interesantes. El partido republicano se ha hecho dueño de las calles de la Verriere, de Saint-Merry y de las adyacentes. Se ha apoderado de una pieza de artillería, que espera utilizar contra la monarquía. Arde el telégrafo de Montmartre. Las tropas vacilan.» -¡Bien!... ¡Muy bien! -exclamó Mauricio. Resistencia... combates!... ¡Mataos sin tregua ni descanso... quemad!... ¡Quiera Dios que el caballo de Víctor se hunda y ahogue entre montes de cenizas al buscar a París desaparecido! Un minuto después, vociferaba otro pregonero: «Las tropas han vencido a los rebeldes, a quienes han perseguido y exterminados en las casas del; distrito de los Arcis. Han fracasado todos sus planes, y no queda con vida ninguno de sus jefes principales. En sus filas se han encontrado carlistas. La conspiración había sido urdida por los vendeanos y por los republicanos, según muestran documentos hallados en los cadáveres de los rebeldes.» -¿A quién creo? El uno proclama la victoria y el otro el exterminio de los rebeldes. 484
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Bajó Mauricio para comprar a los pregoneros los dos suplementos contradictorios. Al abrir la puerta del jardín, vio cruzar, rápido como el rayo, a un hombre a caballo, que hizo alto frente a la verja de la casa del señor Clavier. El notario reconoció en aquel hombre al que había pasado un día entero esperándole en la encrucijada de los Leones. Escondióse Mauricio en un rincón, donde, semejante al ladrón leyó los dos boletines. Terminada la lectura, le acometió un acceso de risa frenética y feroz. Entre carcajada y carcajada, barbotaba las siguientes palabras: -¡Muerto... muerto al fin! ¡Muerto con su bandera blanca! ¡Precipitado de lo alto del campanario de Saint-Merry! ¡Muerto de un balazo en la frente! ¡Queda vengada la santa hospitalidad! Si Víctor se hubiese encontrado a su lado, es casi seguro que hubiera añadido: -Toda vez que el señor Eduardo de Calvaincourt, ese interesante joven, ha muerto, nos evitamos el trabajo de devolver sus trescientos mil francos. Aun estaba entregado Mauricio a su feroz alegría, cuando entró en su despacho el cura que tiempo antes le había confiado la caja de socorros de los pobres. Venía sencillamente a retirar la caja, a fin de 485
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librar de una responsabilidad peligrosa a quien, en tiempo de más calma, le hiciera el favor de encargarse de su custodia. El buen sacerdote añadió: -Comprenderá usted, lo mismo que yo, señor, que el partido republicano, si resulta vencedor, como es casi seguro que lo sea, sin escrúpulo alguno dará a los fondos de mis pobres un destino que no me atrevo a especificar, pero que estoy en el deber de temer. De sus violencias quiero ser yo víctima única. Urge el tiempo, el peligro arrecia. Devuélvame ese insignificante depósito, que ojalá hubiese podido permanecer mucho tiempo en su poder, para bien de los desgraciados. No creyó Mauricio que era aquella ocasión de disipar los temores que al digno cura inspiraba la honradez del partido republicano. ¿Cómo salir a la defensa de la moralidad de los que profesaban sus opiniones, cuando tenía la casi certeza de que el dinero de los pobres había sido robado por su cuñado un cuarto de hora antes? La cajita estaba en el sitio de costumbre; pero tenía puesta la llave, y por añadidura, al tomarla para entregarla al cura, Mauricio observó que pesaba muy poco. 486
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-¡Otra vergüenza que apurar! –pensó el desventurado. Alzando la voz, preguntó al sacerdote: -¿Qué piensa hacer usted con ese dinero? -Esconderé cuidadosamente la cajita bajo mi sotana. Cuando llegue a mi parroquia, si llego, congregaré a todos los pobres y la abriré en su presencia. Distribuiré inmediatamente lo que contiene, y Dios hará el resto. La sencillez de aquella alma ingenua, de aquel hombre tan celoso de su reputación, que mostraba tanto empeño por devolver cantidades cuya procedencia y cuantía eran un secreto para todo el mundo, excepto para Dios, fue una lección de probidad muy dura para Mauricio. -Y si cometiendo un abuso, un error que solamente Dios y sus dignos representantes... nunca el mundo... saben perdonar, hubiese yo dispuesto de esa suma, si no la tuviera en mi poder, si yo hubiese colocado sus fondos, ¿qué diría usted? -Confieso que experimentaría una contrariedad muy grande. Ante todo, compadecería a usted por haberse encontrado en circunstancias tan difíciles, que hubo de disponer del dinero ajeno. Faltas hay cuya responsabilidad es más imputable a las cir487
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cunstancias que a los hombres. Diría a mis feligreses que las últimas reparaciones llevadas a cabo en la iglesia exigieron más dinero del previsto y me obligaron a recurrir a la caja de socorros para cubrir el exceso: todo el mundo me creería. Murmurarían algunos, pero dejaríamos pasar la turbonada. Mientras tanto, como quiera que me sería imposible dormir tranquilo bajo el peso de semejante mentira, suprimiría un plato en cada una de mis comidas, dejaría de adquirir algún que otro libro para mi biblioteca, y al cabo de poco tiempo, merced a algunas privaciones tolerables y ligeras, repondría en mi caja el déficit causado por su desgracia de usted. Temiendo haber hablado demasiado sobre un tema suscitado probablemente sin fundamento, el sacerdote no insistió más. Calló, y esperó que su depositario le entregase lo que había ido a buscar. Mauricio se acercó al sacerdote y le tomó las manos con expresión que equivalía a una confesión desgarradora de su posición, de sus desventuras, de su dolor. Tal era la emoción del desdichado notario, por espacio de tanto tiempo privado de todo consuelo y condenado a no poder satisfacer esa necesidad de depositar en un pecho misericordioso los pensamientos íntimos del alma, que ante aquellas 488
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manos que oprimían con simpatía las suyas, ante aquella mirada, nada importuna y sin embargo muy penetrante, ante aquella bondad sin obsesión, sintió que las palabras acudían en tropel a sus labios. Tanta efusión en un hombre a quien consideraba petrificado por las preocupaciones materiales, tanta opresión moral ejercida sobre el fondo de un corazón que suponía entregado por entero a la alegría propia de los ricos, sorprendieron el candor del cura, quien continuaba resistiendo la sospecha, demasiado evidente ya, de que Mauricio tenía que hacerle graves confesiones a propósito de la cajita. -¿No es usted feliz en su matrimonio? -se atrevió a preguntar. -No he tenido el honor de frecuentar su casa; pero cuantos la conocen, ponderan el orden, la prudencia, la economía... Un suspiro dio a entender al sacerdote que no pecó de atrevido al dar su primer paso por el camino de la existencia íntima de Mauricio. -No tiene usted hijos cuyo porvenir sea motivo de preocupaciones... Perdóneme si me entrometo en su vida íntima; pero nosotros, los sacerdotes, no tenemos otro mérito entre los hombres que el de exponernos gustosos a la cólera de su desdén, a 489
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trueque de devolverles el reposo que han perdido, cuando todavía es tiempo. -¡Cuando todavía es tiempo! -murmuró Mauricio. -Y casi siempre es tiempo, señor, cuando se tienen sus años y su carácter, inclinado naturalmente hacia el bien. Brotó en el corazón de Mauricio un sentimiento de veneración hacia el hombre que, teniendo derecho perfectísimo para exigirle cuentas de su depósito, se olvidaba de éste para prodigarle consuelos afectuosos, expresados con tierna delicadeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas. -¿Por qué no he de tener fuerzas para decírselo todo? -pensaba Mauricio. -No sólo obtendría su perdón, sino también un consejo de amigo que me enseñaría al apaciguar el grito de venganza que muy en breve alzará la sociedad contra mí. ¿Por qué me creerá tan bueno, tan justo, tan inocente? ¿Por qué no ve mi falta en mi palidez? Yo no me atrevo a iniciar las... -Hable, usted, hijo mío -dijo el sacerdote, tomando asiento junto a Mauricio. El buen sacerdote había comprendido al fin. Comenzaron a rodar lágrimas abundantes por las amarillentas mejillas del notario. Ya no pudo resistir 490
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por más tiempo al ascendiente que sobre él ejercía el hombre piadoso, en cuya pura frente brillaba la sublimidad de su santo ministerio. No habló, sin embargo. Apelando a un medio más expresivo que la palabra, y menos penoso que ésta, a un medio que diría toda la triste historia de su vida al sacerdote que había entornado ya los párpados para escucharle, Mauricio tomó con las dos manos la cajita y la dejó abierta a los pies de su interlocutor. -Vacía... ¿verdad, hijo mío? -preguntó con dulzura aquél. -¡Llena... padre mío, llena! -gritó con júbilo indescriptible Mauricio. Víctor no había puesto en ella sus manos, seguramente porque no la había visto. -Aquí tiene usted su depósito, señor -repuso Mauricio, procurando hacer acopio de sangre fría y arrepintiéndose de haber iniciado una confidencia inoportuna. -Nada falta... cuéntelo usted. El sacerdote cerró la caja y, sin atreverse a penetrar el misterio de una comedia cuya causa no podía adivinar su sencillez candorosa, tomó la caja, se despidió de Mauricio y se fue. -La virtud refrigera la sangre -dijo Mauricio cuando quedó solo. -Da nueva vida; en mí mismo lo 491
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experimento. Gracias a esta restitución, siento en mi un vigor nuevo, desconocido. Si Víctor se hubiese encontrado allí en aquel momento, es posible que hubiera contestado: -Más hábil eres de lo que yo creía, Mauricio. Pagar las deudas es ser virtuoso: luego la virtud es el dinero... Muy bien; ¿he profesado yo otra doctrina desde que existo?
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XXVI La presentación del doctor en la casa de la señorita de Meilhan produjo no poca sorpresa, pues Carolina no había sentido más que una indisposición insignificante. El buen médico, que era hombre avispado, sacó la impresión de que Víctor, dando pruebas de un celo indecente, no persiguió otro objeto que el de hacerse pasar por cómplice de un acto, cuya ultrajante publicidad sería cadena que le uniese a la heredera del señor Clavier. Celoso de la reputación de una joven, dueña ya de una casa cuyo amigo había sido, el doctor dejó pasar el tiempo que suelen durar las visitas y se des pidió para irse en derechura al estanque y decir a las señoras, que indudablemente le esperarían, que la señorita de Meilhan presentaba los primeros síntomas del cólera morbo. 493
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Con ello consiguió el señor Durand que sus oyentes olvidasen la maledicencia para no acordarse más que del miedo. Víctor tenía muy previstas las consecuencias de su mentira. Verdadera o falsa la noticia de que Carolina hubiese sufrido los primeros dolores del parto, la perdía en la opinión general. El escándalo estaba dado, y era un escándalo que sólo admitía una rehabilitación: el matrimonio. Érale, pues, indiferente el recibimiento que hicieran en la casa al doctor. Si no había intentado comprobar la verdad de la confianza que Mauricio le había hecho, a propósito del estado de la señorita de Meilhan, era porque siempre deseó que su cuñado no se hubiera engañado. Lo interesante para él era aprovecharse: no pesar ni medir las probabilidades. Iba a recoger el fruto de sus combinaciones financieras, creía con fe ciega en el éxito de los proyectos elaborados con osadía, de la que hay pocos ejemplos, cuando el cambio del lugar donde debían emplazarse los depósitos y la insurrección del 6 de junio hicieron polvo los primeros peldaños de su fortuna. La caída fue tremenda: otro hombre hubiese quedado aplastado: Víctor sólo quedó un poco 494
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aturdido. Sin embargo, pese a la impasibilidad de su carácter, sufrió lo indecible durante las primeras horas lúgubres, tan fecundas en funestos accidentes, de que acabamos de ser testigos. Si nuestros lectores no han olvidado que la señorita de Meilhan. no quiso separarse del lecho donde el señor Clavier había exhalado el postrer suspiro, y si recuerdan la carta dirigida por Eduardo a Mauricio, pidiendo cincuenta mil francos, carta que no obtuvo contestación, acaso escucharán con alguna paciencia la continuación de la historia de los amores horriblemente desgraciados de Carolina. Eduardo pudo llegar a París sin contratiempo. Una vez en la capital, testigo de la fermentación pública contra la monarquía de julio, mal afianzada, convencido de que la sostenían con tibieza los mismos que de ella se aprovechaban, creyó que los republicanos la derribarían sin gran dificultad. Como por otra parte creía que Enrique V no pisaría las Tullerías sin que antes rigiera los destinos de la nación una parodia de república, Eduardo, dando oídos a su razón y a su desesperación, concluyó por formar en las filas de los revolucionarios. Los principios políticos autorizaban por aquel tiempo toda clase de uniones adúlteras de partidos. No podía 495
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huir a Alemania, porque había caducado el pasaporte que le prestó su amigo, porque Carolina no quiso separarse del lecho de muerte de su protector, y porque Mauricio le negó los fondos necesarios para ello; de aquí que, colocado por la fatalidad entre una vida intolerable, por la prudencia que exigía, y una muerte quizá útil, pero desde luego gloriosa, optó por lo último, y quiso tomar parte activa en el movimiento insurreccional. ¿Quién sería capaz de hacer historia de las pruebas a que fue sometido antes que le aceptaran los partidarios de una opinión enemiga mortal de la que él profesaba? Para ello hubiese sido preciso seguirle a través de los clubs subterráneos, donde bultos sombríos, alineados a lo largo de muros húmedos, jamás visitados por la luz del sol, juzgan y condenan a los reyes, sin piedad, sin apelación. Para ello habría sido preciso sufrir con él los insultos más sangrientos inferidos a sus más caras predilecciones, a sus afectos más tiernos, pasar por humillaciones sin cuento. Renunciemos a esa tarea. Sonó la hora. La noche tendió sus tules negros sobre París, sobre París agitado, sudoroso, como el enfermo que presiente la crisis. De vez en cuando 496
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sonaban algunos tiros. Por las calles desiertas corrían sombras que repartían pistolas y carabinas y continuaban la marcha fantástica, no sin decir palabras al oído de los que recibían las armas. Formábanse grupos. Aquí cavan, allí amontonan piedras, unos traen puertas, otros barricas, otros sacos de tierra. Pronto aparecen varias barricadas, barricadas groseras, sin arte, pero fuertes, a cuyo abrigo, y a la luz de un farol, una muchedumbre silenciosa funde balas. Junto al farol flota una bandera negra. Allí está Eduardo, que ha acarreado piedras, ha hundido sus manos aristocráticas en el barro, ha manejado el plomo. ¡ Cuando luzca el día las lavará con sangre! Alborea el 6 de junio, día terrible que ha congregado en el despacho del notario de Chantilly a un ejército de campesinos que temen por sus fondos, día nefasto que ha enviado, desde las calles de París, barridas por la metralla, un mensajero de muerte a la casa de Carolina de Meilhan. Cuando el triste mensajero hubo cumplido su misión, Carolina bajó al jardín y entró en el invernadero, cuyos cristales levantados para dejar paso a la templada brisa de junio dejaban ver dos hileras de 497
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naranjos cubiertos de flores. Cada árbol, cada arbusto, aspiraba, en aquella mañana que animaban los alegres trinos de los pájaros, su parte de sol, su soplo de aire, su infusión de vida, su tono de colorido y de gracia. La imaginación se complace en encontrar analogías y parecidos entre los diferentes seres, aunque acaso Dios, que los creó, no puso en ellos otra cosa que la hermosa variedad de sus creaciones. Cada árbol hermoso de forma esbelta y graciosa nos suele recordar, en virtud de analogías misteriosas cuya clave únicamente poseen los ángeles, un ser querido, un ser ausente, desvanecido. ¿Será que la sangre y la savia brotaron del mismo manantial? Carolina prodigó ternuras, tuvo suspiros para aquellas flores, que fueron testigos de sus lecturas nocturnas, y que la llamaban con sus perfumes cuando las olvidaba para ensimismarse en los libros. Pasó de las unas a las otras, aspirando dulcemente sus fragancias. Dejó aquellas estrellitas, que parece que fueron cortadas tomando como patrón las del cielo, y que acaso sean como aquellas pequeños mundos de perfumes, para extasiarse en la contemplación de las soberbias pedrerías engarzadas en los tallos, en las miríadas de topacios y de 498
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perlas vegetales que la Santísima Virgen escogió para adorno de su diadema, dejando las demás perlas a las reinas de la tierra. Carolina saludaba a su paso a todas las flores, graciosas amigas que le devolvían el saludo matinal. Sobre algunas, cuyas corolas debieron pintar los ángeles en horas de esparcimiento, posó sus labios, como para darles el adiós eterno. Quien la hubiese seguido, habría podido verla cómo iba de una parte a otra, cómo permanecía sentada breves instantes en todas las sombras, cómo aspiraba toda la variedad de emanaciones del invernadero como para dilatar su pecho, que oprimía con una de sus manos. Su cabeza, soñadora y triste, se doblaba como la flor privada del agua en día de estío. Al fin se sentó bajo un hermoso naranjo de Nápoles, y sus ojos se fijaron lejos, cual si con su pensamiento trazara un camino que, partiendo de aquellos, terminase en el cielo. Su alma subía y bajaba por aquel camino ideal, pero a medida que repetía los viajes, era más breve su estancia en la tierra.. El cielo la arrastraba. Después de buscar inútilmente una actitud de reposo, sus brazos, faltos de fuerza, cayeron a lo largo de su vestido blanco adornado con una banda ne499
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gra, símbolo de luto que creyó deber a la memoria del señor Clavier. Mayor era su inmovilidad que la de las plantas sobre las cuales se dibujaban sus líneas. Una hora permaneció Carolina sin alterar su posición. De pronto se animó su rostro alabastrino: sus labios se abrieron dibujando una sonrisa y en sus ojos brilló un relámpago de dicha. ¿A qué era debido el fenómeno? ¿Acaso sintió en su pecho el renacer de la esperanza? ¿Sonó en sus oídos alguna voz querida? Carolina se levantó, con paso firme se dirigió hacia los cristales del invernadero, y los fue bajando uno tras otro, sin dejar ninguno levantado. Acababa de encerrarse con sus flores. Sin el menor temor observó, luego que volvió a tenderse bajo el naranjo, que sobre su cabeza se alzaba un macizo de manzanillos, arbusto funesto que el señor Clavier pensó arrancar muchas veces. Un calor penetrante, semejante al producido por un baño de vapor, llenó muy pronto el invernadero, cuya temperatura había elevado ya mucho el sol de la mañana. La espesa capa de cortezas de roble que formaba el piso del invernadero fermentó: empañáronse los cristales, llenóse la atmósfera de vapores 500
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blanquecinos, y muy pronto sobrevino una dilatación poderosa en los tejidos, en las hojas y en las flores de los arbustos, expuestos a la acción de una temperatura demasiado elevada. Caían las hojas de las camelias, giraban por el espacio los pétalos de las flores de los naranjos, los tallos se distendían y crujían. El síntoma más evidente de la absorción del aire atmosférico por los poros de las plantas lo revelaba la superabundancia de perfumes que llenaba el invernadero. A la debilidad moral que experimenta antes de bajar los cristales vino a unirse, desde que cometió aquella imprudencia, un desfallecimiento físico que no intentó sacudir. Carolina se fue amodorrando gradualmente: cayeron sus pestañas sobre sus mejillas, invadidas por la palidez del sueño. A medida que sus párpados quedaban inmóviles, agitaba sus labios y se movían sus dedos. Al cabo de un rato, Carolina no tuvo ya fuerzas para apoyar su cabeza contra el tronco del naranjo. Su sopor aumentaba... sueño dulce y venenoso del que acaso no podría despertar ya. Ya no se movían sus ojos, ni sus brazos, ni siquiera sus labios; pero cual si un pájaro invisible rozase de tanto en tanto 501
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con sus alas su cara, flotaba sobre ésta, que no estaba muerta, y que tampoco vivía, algo así como sombra, como un gas, como un ser impalpable. ¡Adiós, pálida y linda condesa de Meilhan, descendiente de príncipes, vástago de noble sangre, de preclara raza! ¡Adiós, pobre criatura, asesinada en tus padres, descendida luego a la condición de criada, y amada más tarde! ¡Has conocido el amor, el sentimiento más hermoso para los ricos, el más consolador para los pobres! Pero ese amor, Carolina... tu amor, ha sido descubierto, maldito, mancillado y desgarrado por una mujer infame y por un feroz regicida... ¡Adiós, desventurada niña que no has vivido más que un día! ¿Es así como queréis que se extingan las razas, Dios mío, esas razas que hicisteis fuertes, poderosas, dominadoras, señoras del mundo, esas razas que osaron creerse tan infinitas, eternas como vos? ¡Oh! ¡Pasasteis sobre sus castillos, y los pulverizasteis; sobre sus nombres, y los relegasteis a perpetuo olvido! ¡Ya no queda de esa raza más que un alma apasionada, una niña débil... y a esa niña la mata el aliento de las flores!... ¡Ni un grito, ni un esfuerzo, ni un movimiento! ¡Las rodillas se han doblado, los brazos han caído inertes, ya no circula la sangre por los afilados de502
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dos de la tierna enamorada! Su alma vuela envuelta en la nube de perfumes que la arrancaron del cuerpo. Carolina ha muerto asfixiada por las flores... ¡Muerte dulce, tan dulce como fue su vida! Razón tuvo el señor Clavier cuando le dijo un día: -No podemos vivir con las flores, hija mía: si no las matamos, nos matan ellas. El aliento de Carolina era muy puro para matar a las flores: de aquí que fuera ella la víctima de aquellas.
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XXVII Antes de salir de Chantilly, Víctor dejó instrucciones precisas a los criados para que supliesen las deficiencias de su cuñado, en quien con razón fiaba muy poco. Gracias a aquellas, se prepararon en uno de los paseos del jardín dos mesas, de cuarenta cubiertos cada una. Los vecinos de Chantilly no acertaban a explicarse la razón de aquellos preparativos, difíciles de ocultar en un pueblo que no tiene más que una calle, y que no se armonizaban muy bien con las noticias, por momentos más alarmantes, que llegaban de París. Abundaban los comentarios. Todo el mundo tenía puestos los ojos en la casa del notario, todo el mundo seguía con mirada anhelante los preparati504
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vos, todo el mundo menos Mauricio, que ni sabía ni quería saber lo que en su casa pasaba. Si en medio del torbellino de sus reflexiones quería explicarse la causa de aquellos preparativos gastronómicos, no lo conseguía sino a costa de laboriosas reflexiones. -Una hora hace ya que se fue Víctor -se decía, absorto en lo que era para él una idea fija. -¿Volverá? ¡No lo creo! Y aun cuando volviese, no me traería más que razones con que eternizar mi desesperación. Por supuesto, que ya no caben dilaciones... Por el pueblo andan mis jueces, jueces implacables. La sentencia es clara: oro para aquellos, o la muerte para mí. Por vigésima vez se había recluido en el último rincón de su despacho, maldiciendo la implacable tranquilidad del tiempo, execrando al sol, que parecía brillar siempre a la misma altura, cuando se presentó ante sus ojos un hombre, vestido de negro de pies a cabeza. -¿No me conoces, Mauricio? -preguntó el enlutado. -¡Julio!... ¡Amigo querido!... ¡Pero esa palidez... ese traje...! ¡Lloras, Julio... sí, estás llorando! ¿También tú? ¿A quién has perdido? 505
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-¡A mi mujer! Hortensia ha fallecido. ¡Ha muerto loca en mis brazos! ¡Murió pidiéndome perdón, sin que razones humanas lograran persuadirla de que jamás cometió una falta! Arrodillado junto a su lecho de muerte, puestos mis labios suplicantes sobre su frente, oprimiendo su cuerpo descarnado y convulso contra mi pecho, le he jurado mil veces, con palabras, con lágrimas, con sollozos, que era inocente, que sus remordimientos me desesperaban, me mataban... ¡Todo en vano! ¡Envuelta en el último suspiro lanzó la palabra perdón! Ha muerto, asesinada por una acusación que su imaginación repitió implacable hasta el postrer momento en sus oídos. ¡Su cadáver, Mauricio, ha quedado de rodillas, juntas las manos en actitud de implorar perdón! -¡Pobre Julio! ¡Dios te ha dejado solo sobre la tierra; como a mí! A ti te dejó viudo la calumnia, a mí la vergüenza. Mi mujer asesinó a la tuya... ¡Amigos, hermanos desde la infancia, el uno ha sido el feroz verdugo del otro!... ¡Maldíceme, Julio, maldíceme! -Me faltan fuerzas, Mauricio. Si te fijas en mi cabeza, que unas cuantas noches han blanqueado, en este cuerpo, que se inclina hacia la tierra, compren506
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derás que no tendría vigor para recoger una de las dos espadas que la venganza arrojase a mis pies. -¡Para que una espada, Julio! El hombre cuya existencia protegía los odios criminales de mi mujer ha caído mortalmente herido esta mañana. Tenía yo fe en la justicia, que debió ser más completa para dejarme satisfecho. ¿Recibiste mi carta? ¿Qué hiciste con ella, Julio? -La quemé. -¿Y tu venganza? -La abandono, de la misma manera que abandono también a Francia. Me han dejado una tumba y una hija; la tumba quedará en Europa; la hija vendrá conmigo a América. En el Havre espera un buque donde embarcaré. -Te acompaño, Julio, ¿quieres? Concédeme un sitio en tu barco. Déjame que dentro de tres días pueda subir al puente y ver a Francia como un punto de espuma en el horizonte. ¿Ignoras que también sufro, que también yo estoy desesperado? ¿Ignoras que, mientras te estoy hablando, subo con la imaginación los escalones del patíbulo de los que han hecho bancarrota? ¡Sosténme, Julio! ¡Me miran todos... me desgarran!... ¡Oh! ¡Llévame contigo... sálvame! ¡Que no vuelva a ver el horrible fantasma 507
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de la opinión interpuesto entre mi mujer y yo! ¡Venga la mar, la mar con sus tempestades, menos espantosas que las de los hombres! -¡En qué situación te encuentro, pobre amigo mío! ¡Ven conmigo, sí! Juntos entramos en el mundo, y juntos salimos, dejando a nuestras espaldas dos cadáveres: el de una infeliz asesinada, y el de... ¡Y éramos buenos, Mauricio! ¿Qué delito hemos cometido para ser tratados así? ¡Olvidemos el pasado! ¡Pongamos la inmensidad de los mares entre nuestro pasado y nuestra nueva existencia! ¡No dirijamos una mirada de despedida a París, centro donde rugen tantas pasiones, donde se elaboran tantos proyectos sórdidos, a París, que arde a estas horas, y que quizás haya desaparecido dentro de poco! -¡Gracias, Julio, gracias por aceptarme como compañero de destierro! No nos separaremos más. Tu hija tendrá dos padres en vez de uno, ya que se ve privada de las caricias de una madre. Los dos adoraremos a esa niña, que nos recordará todo lo que nuestros matrimonios han tenido de dulce y de amargo. Los dos amigos de la infancia se abrazaron. 508
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-Me bastan muy pocos minutos para prepararme, Julio, y hasta puedo marchar sin hacer preparativo alguno, toda vez que nada quiero llevarme. Cuando venga la justicia, verá que, si le he robado mi cuerpo, le abandono todo lo demás: mis propiedades, mis muebles, la mesa, jamás contaminada con un lujo culpable, el lecho que no ha sabido proporcionarme más que insomnios y amarguras. -Señor -preguntó un criado que se presentó en aquel momento, -¿tomarán el café en el jardín o en el salón? Julio dirigió a su amigo una mirada de estupefacción. -¡Donde queráis! -contestó Mauricio. -¡Pero por todos los santos del Cielo, no me persigáis con vuestra comida! -¿Una comida, Mauricio? -¡Sí... una comida, un festín soberbio! Los invitados están esperando, Julio. Será un banquete soberbio, como no se ha visto en el país desde que desaparecieron los príncipes de Condé. ¡Ochenta cubiertos... vinos, melones, pollos, champagne, café!... Dirás que o me burlo o estoy loco: no me burlo; luego estoy loco. 509
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-Loco creeré que estás, Mauricio, si no te explicas en seguida. Mauricio explicó a su amigo toda la triste historia de los doce o trece meses últimos de su vida, no omitiendo circunstancia alguna relacionada con sus tribulaciones domésticas y con las ansiedades como notario. Cuando terminó el relato, dijo Julio: -No te puedes marchar, Mauricio. Esas gentes que te visitaron esta mañana, no son tus convidados, sino tus enemigos, tus espías, tus centinelas. Les conozco mejor que tú, mejor que tu cuñado, nacido para engañar banqueros y propietarios, pero que nunca conseguirá engañar a un rústico. Te vigilan, tienen tomadas todas las salidas, han puesto centinelas detrás de los troncos de todos los árboles. En cuanto salgas, te detendrán. -¡Me asustas! ¿Sabes que, después de las ocho, no debo tener esperanza? ¿Por qué no huir, Julio? -Porque te será imposible. ¿Quieres hacer la prueba? Manda enganchar tu carruaje, y verás qué sucede. Mauricio mandó enganchar. No bien el cochero cumplió la orden, los alrededores de la casa, punto menos que desiertos mo510
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mentos antes, fueron centro al que acudieron todos los clientes del notario. Unos se desparramaron por el bosque y otros se dirigieron hacia el coche, que quedó al punto cercado. -Tenías razón, Julio: esas gentes me espían. Ya no tienen confianza en mí... soy su prisionero... Yo no me marcho, Julio, ¿y tú? -Yo me quedo también, Mauricio. Asistiré al banquete, casi seguro de que no ha de honrarlo tu cuñado con su presencia. Me conocen algunos de tus clientes y acaso mi presencia será causa de que guarden alguna consideración. La prueba es para mí ruda, pero no se dirá que te he dejado abandonado a la hora del peligro. Te veo sin vida; por segundos aumenta tu palidez cadavérica. Reanímate, Mauricio: para las turbas, la palidez significa crimen... más aun: es símbolo de cobardía. Cerró la noche. Mauricio hubo de bajar al jardín para conversar con las gentes cuya impaciencia había dado nuevo vigor a las desconfianzas de la mañana. Aumentó la inquietud general cuando los labriegos observaron que no presidía Leónida la comida dada para solemnizar sus días. 511
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Los invitados tomaron asiento. Julio se sentó junto a Mauricio. Hombres y mujeres tomaron por asalto los asientos sin consideración a los nombres escritos en las tarjetas. Pasaron algunos minutos sin que Mauricio se acordase de desdoblar su servilleta. -Mauricio -le dijo Julio, -come; no estés tan distraído. Mauricio se sirvió vino en vez de comida. Los convidados llenaron sus vasos y brindaron. Mauricio, que lo trabucaba todo, contestó a los brindis tomando una cucharada de potaje. No pasa un minuto sin que el pobre notario cometa una torpeza. Comienzan las lenguas a soltarse. Veinte conversaciones independientes saltan a un mismo tiempo, para producir al infeliz notario veinte suplicios a la vez. -No se está mal aquí -observa uno. -El Evangelio -contesta, otro. -No dirán lo mismo los que viven en París -añadió un tercero. La observación produce en los comensales efectos deplorables. Cesan las conversaciones, aparece la consternación reflejada en casi todos los semblantes, se interrumpe el movimiento de las bo512
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tellas, y muchos vasos, que habían emprendido el movimiento ascendente, quedan sobre la mesa sin llegar a los labios. -¡Señores! -grita Mauricio, buscando fuerzas en su desesperación. -Probaremos este melón, que por las trazas debe ser exquisito. Pero que no sea el melón causa de que economicéis el vino: al contrario; dicen los médicos que el melón y el vino son los mejores amigos del mundo. ¡Vengan botellas!... Me parece que esas señoras no beben... -Dispense usted, señor notario; nosotras bebemos como el que más. -El vino de Madera es el néctar, la leche de nuestras lindas aldeanas. -Tiene usted razón, señor notario -contesta un tratante en puercos. -¿Me hace usted el favor de servirme un vaso, aunque no soy lindo ni aldeana? -Con el mayor gusto. -¡Muy bien, Mauricio, muy bien! -exclama Julio por lo bajo. Mientras Mauricio servía el vino Madera, suenan las ocho y media en el reloj del castillo de Chantilly. El sonido de la campana determina en su mano tal agitación nerviosa, que le es imposible llenar el vaso que el porquero le presenta. 513
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-¡Señor Mauricio! Esta trucha está riquísima. -Lo celebro -contestó el notario. -Repita usted. -Es una lástima que no se encuentro entre nosotros su señora: siempre he oído decir que la trucha es manjar de mujer. -Mil gracias por el recuerdo... Pero veo allá vasos vacíos, y eso no está bien. -¿Pero no vendrá su señora? -¿No tendremos el placer de verla? -No debe tardar -contestó Mauricio con sonrisa forzada. -Prometió llegar a las ocho y son las ocho y media... Supongo que las comunicaciones estarán libres... ¿Me permite usted que le sirva una pechuga de pollo? -¡Oye, tú! El señor notario te ofrece una pechuga de pollo. -Que acepto con gusto... ¿sabes, amigo, que es buen oficio el de notario? -No es malo. ¿Piensas hacer el aprendizaje? -¡Hombre... no creo que sea cosa del otro jueves aprenderlo! Te lo demostraré con un ejemplo: tú tienes dinero ahorrado... y mucho miedo a los lobos que andan sobre dos pies: lo traes aquí, y al cabo de un año, te dan cien francos de interés. ¿Es verdad o no? 514
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-Lo es. -Pues bien; yo, que ni tengo dinero, ni miedo a los lobos, llego apenas salido tú, y pido al notario mil quinientos, dos mil francos; para el caso es igual, aunque, para ajustar la cuenta, será preferible que le pida la misma cantidad que tú acabas de dejar. Me la presta... exigiéndome la garantía consiguiente y me cobra doscientos francos de interés. El notario se ha ganado en un instante cien francos. ¿Qué te parece? -Lo que dije antes: que no es malo el oficio. -Claro que no. -Lo que observo es que no engorda a quien lo desempeña. Otro comensal, que había oído la conversación, dijo: -Porque, según aseguran, el señor Mauricio coloca el dinero de sus clientes en negocios que no siempre salen bien. No todos son tan honrados como nosotros. -Eso es más claro que un día de sol –observó otro individuo. -Por cierto que el notario debe pasar las de Caín cuando, al día siguiente de sufrir una pérdida de consideración, acuden sus clientes a retirar los fondos de su casa. 515
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-¡Retirar los fondos! -gritó otro. -A eso hemos venido hoy nosotros; pero me parece que nuestro dinero viaja. Más de veinte cuellos se alargaron. -¿Cómo que viaja? ¿Nos dejan con un palmo de narices? -No he dicho tanto, amigos. Se habla de eso, pero nada se sabe de cierto: son simples conjeturas. -¡Pues son conjeturas que maldita la gracia que me hacen! -No puedo pensar en ellas sin temblar. -Yo no tiemblo; pero quisiera tener mi dinero en el bolsillo. -Esa es mi opinión, y creo que la de todos nosotros. Sabido es que el miedo da una penetración maravillosa. Cada palabra que se pronunciaba, penetraba como una hoja acerada en los oídos de Mauricio. Más muerto que vivo, sus facultades se perdían, se extraviaban, corrían locas por laberintos infernales que ningún parecido tenían con el mundo de los vivos. Hubiera llegado a persuadirse de que estaba ya muerto si no hirieran sus oídos el tintineo de los cubiertos, el chocar de vasos y de botellas y las fra516
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ses de los comensales, que le producían en el cerebro el efecto de mazadas asestadas por gigantes. Desesperado, sacó del bolsillo una pistola y la colocó sobre sus rodillas, debajo de la servilleta. -¡Vino... más vino! -gritó a los criados. -¡Que beba todo el mundo! -Vas a ahogarlos, Mauricio -le dijo Julio. -¡Mejor! -Sospecharán que tu intención es hacerles perder la razón. -¡Bebo a vuestra salud, señores! Su mano temblorosa dejó caer el vino sobre el mantel. -¡Cómo tiembla! -observan cuarenta personas a la vez. -Casi está tan amarillo como el señor Lefort. Julio presta atención al oir que han pronunciado su nombre. -¿No sabéis la desgracia que le ha ocurrido? Ha muerto su mujer. -¡Ah! ¿De qué? -Ha muerto loca. La insultaron en el baile de máscaras de Senlis, y al llegar a su casa perdió razón. -¿Y quién se atrevió a insultarla? 517
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-Una mujer. -Dicen que una... -¿Una qué? -¡Lo diré, qué demonio! Una mujer de la vida que se presentó en la reunión acompañada por un soldadote borracho. -¡Bonita historia! -Por eso está tan triste su marido. -¿El marido de la mujer de la vida? -El marido de la mujer loca: el señor Julio Lefort. -¿No se ha comido los hígados del soldado borracho? -Eso es lo que no sabemos. -Lo que acabas de decir explica la tristeza del señor Lefort, pero no la del notario: su mujer no ha sido insultada. -Es difícil, amigo mío. -¿Por qué? -Yo me entiendo. -También me parece que te entiendo yo. -¿La habéis visto alguna vez? Yo, en mi vida. -Ni yo. -Ni yo. -¡A que va a resultar que no la conoce nadie! -Puede ser. 518
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-¡Como siempre se deje ver como esta noche!... -¿Pero es que no va a venir? -Claro que no. -¿Oyes lo que dicen esos rústicos, Julio? -preguntó Mauricio a su amigo, con cara que rebosaba indignación y vergüenza. -Seca tus ojos, Mauricio, y no hagas caso de nada. El diálogo anterior prosigue sin interrupción. -Sin embargo, él ha dicho que son los días de su esposa. -¿Pero crees tú que tiene esposa? -Eso creía. -Pues creías lo que no es, ni ha sido. La que pasa por su esposa es una... ¿Cómo lo diré? -¡Entendido... entendido! -¡Esto es horrible, Julio! ¿No va a terminar nunca esta comida eterna? ¡No puedo más!... ¡Y Víctor no llega, y la noche avanza, y nada... nada sabemos de París! Si dentro de cinco minutos no se presenta mi cuñado, me levantaré la tapa de los sesos. -Amigos míos -dijo Julio, dirigiéndose a los invitados. -El señor Mauricio os suplica por mi conducto que dispenséis la ausencia prolongada de su esposa... 519
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-¡De su esposa! -responden a coro una porción de voces. -¡Ja, ja, ja, ja! -...retenida en París indudablemente contra su voluntad. Es de temer que no llegue ya hoy, así que, os suplicamos que dispenséis el vacío que deja entre nosotros. -¡Ya decía yo que no vendría! -exclamó uno. -¡Podía haber añadido que es una esposa de... pega! -¡Bah! Los notarios tienen queridas que mantienen con nuestro dinero. -Y palacios. -Y casas de campo. -Y carruajes. -Pero hay que reconocerles un mérito: saben obsequiar a sus amigos. -¡Sí... con su dinero! -¡Bebamos... que los paganos somos nosotros! -¡Venga vino! Las injurias, los sarcasmos, las socarronerías más o menos encubiertas se desparramaban como las manchas de vino sobre la mesa, cruzaban el aire como los huesos de las aves. El festín había degenerado en espantosa orgía. Ya nadie tenía conciencia de lo que decía; las bocas no pronuncian; vomitan 520
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palabras. La confusión es general; el desorden, horrible. Los toneles vivos que ocupan los asientos fermentan y crujen. A las ironías, a las palabras de doble sentido, han sucedido las amenazas, los epigramas brutales. -¡Julio... hazme el favor de dejarme en paz! Mi vida me pertenece y quiero disponer de ella. -¡No lo consentiré! -¿Prefieres verme deshonrado a muerto? Aquellos dos hombres sostienen debajo de la mesa una lucha tenaz. ¡Sobre el mantel reina la borrachera, debajo de la mesa se agita el suicidio! Suena un coro general que grita: -¡La... señora del notario no vendrá! -Se equivocan ustedes, señores: la señora del notario ha venido ya. Leónida, acompañada por Víctor, toma asiento junto a Mauricio. El desventurado notario no se atreve a mirar a los recién venidos para no ver escrita en los ojos de éstos su sentencia de muerte. Leónida se apresura a decir a Mauricio: -Cese esa expresión que revela tu espanto. Puedes ser hasta insolente, si quieres, con estos patanes. Nunca fuiste tan rico como eres ahora. 521
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Arrojóse al cuello de su marido, y, mientras le abrazaba, le dijo en voz baja: -Después de una baja horrorosa, sin precedentes, vino un alza de seis enteros. No oyeron los comensales las palabras de Leónida; pero, disipadas sus dudas con respecto a la existencia de la esposa de Mauricio, quedaron profundamente conmovidos ante el abrazo conyugal. -Señores -dijo Víctor: -Lo prometido se realizará. Hemos examinado vuestros documentos, que están en regla. Vamos, pues, a pagaros inmediatamente. Otra noticia: podéis volver a vuestras casas sin temor. La república ha sido aplastada: Francia triunfa sobre la rebelión... -¡Viva el rey! -¡Viva! -contestaron a coro. De boca en boca circulan estas palabras: -Nos habíamos equivocado: son gentes de palabra. -Mejor: yo, hablando con franqueza, sentía muy de veras verme en el caso de retirarles mi confianza. -Yo se la dejo completa. -Yo les dejo mi confianza y mi dinero; y puesto que la comida ha terminado, bebamos a la salud de la hermosa señora, de nuestro notario, y en marcha. -¡Muy bien dicho! ¡En marcha! 522
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-¡A la salud de la señora de Mauricio! -gritó Víctor, alzando una copa. -¡Sí!... ¡Brindamos a su salud! Altiva como una reina que vuelve a su palacio, Leónida deslumbraba con su majestad a todos los reunidos, incluso a Mauricio, que fue milagro que no cayera desvanecido. ¿Y Julio? Cuando el notario oyó que Víctor proponía brindar por Leónida, comprendiendo la situación terrible en que se encontraría su desgraciado amigo, volvió hacia él sus miradas, por primera vez desde que su suerte había pasado por un cambio tan radical y milagroso. Julio Lefort había desaparecido. Permaneció Mauricio inmóvil, clavada la mirada en el asiento que dejara vacío Julio, quien debió salir sin llamar la atención a favor de la impresión que produjo la llegada de Leónida y de su hermano. Tan completo fue el aturdimiento del notario, que llegó a persuadirse de que Julio no había asistido al banquete, de que todo había sido una ilusión de su cerebro perturbado, de que no había visto a su amigo sentado, triste y silencioso, a su lado. 523
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Mauricio se puso en pie y bebió a la salud de su mujer. Los comensales se dispusieron a marchar. -¿Vamos a la caja? -preguntó con entonación majestuosa Víctor. -¿Para qué a la caja? -contestaron a grito herido los clientes del notario. -¿Por ventura hemos pensado nunca en retirar nuestros fondos? -¿No? Me pareció entender lo contrario -replicó Víctor. -Seguros están aquí nuestros ahorros. Puesto que los caminos no ofrecen ya peligro, nos volvemos a nuestras casas. Una vez solos Mauricio, Leónida y Víctor, éstos últimos pudieron gozar de la superioridad sobre el primero, consiguiente a la dicha de que habían sido portadores. Mauricio estaba aturdido. El júbilo de ser rico, la alegría propia de quien en contado número de horas pasa, sin dejar la vida, sobre una bancarrota y una revolución, producía en sus miembros un temblor general. -¿Ha terminado todo en París? -Todo, mi querido cuñado. La metralla ha barrido a los republicanos, pero la crisis fue horrorosa. 524
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En la Bolsa, todo el mundo creía que el Gobierno resultaría triturado.. ¡Pánico general! Muerto el crédito público, todos querían vender. Yo compraba... compraba. Tronaba el cañón, corría a mares la sangre... ¡yo seguía comprando! Ya no cabían en la Morgue los cadáveres; aseguraban que los republicanos habían puesto sitio a las Tullerías... ¡Víctor no cesaba de comprar! A las tres cesaron las compras: había triunfado la monarquía. Empecé a vender. Mi audacia había sido profética; la ruina general ha sido nuestra salvación. -Me voy convenciendo de que no se trata de un sueño... Pero si ha vencido la monarquía -dijo Mauricio, quien comenzaba a ser capaz de reflexión, ¿dónde están mis amigos, los que esta misma mañana me vieron entre ellos, animado de su misma esperanza, defendiendo con las armas la causa que ellos defendían? ¡Muertos, sin duda... muertos todos! ¡Qué horrible dicha la mía! -Yo te aconsejaría que fueras menos descontentadizo, Mauricio. Si viviesen ellos, ¿dónde estarías tú? Además, puede ser que tus amigos no hayan muerto. Uno hay, empero, cuyo nombre he leído en la lista de los muertos... Me refiero a Eduardo de 525
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Calvaincourt. En sus bolsillos han encontrado un plan completo de campaña para la Vendée. Leónida y Mauricio no se atrevieron a mirarse. -¡También ha muerto Hortensia de Lefort! exclamó Mauricio al cabo de una pausa, con voz que destilaba lágrimas. -¡Nuestros crímenes domésticos se han anegado en sangre! -¡Bah! ¡Quién piensa, en eso! -exclamó Víctor. -No podemos continuar residiendo en el país -repuso Mauricio. -Lo abandonaremos antes de un mes. ¡Eso es imposible, Mauricio! Tu estudio se encuentra en posición soberbia, y puede venderse en condiciones ventajosísimas... Pero dejemos esto para mañana. Es muy tarde y creo que todos necesitamos descansar. Víctor tomó un candelabro y se encaminó a la casa. -Os precederé, si me lo permitís -dijo al matrimonio. Leónida y Mauricio, cogidos del brazo, siguieron a Víctor. Imposible imaginar nada tan fúnebre como aquella reconciliación conyugal impuesta por las circunstancias. 526
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*** Mauricio cumplió su palabra. Un mes más tarde vendía su estudio a un precio que nunca se hubiese atrevido a esperar. Hoy es notario de...
FIN
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