El desarmado
(a las cuatro se veían en Balcarce)
A las cuatro se veían en Balcarce. Ese bar era el de siempre. Pensó q...
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El desarmado
(a las cuatro se veían en Balcarce)
A las cuatro se veían en Balcarce. Ese bar era el de siempre. Pensó que era mejor que esta vez ella lo espere. Prendió la luz y encendió la computadora y conectó el equipo de audio que era un poco antiguo pero está bien porque de todas formas anda y dentro de todo no se podía quejar, en esos tiempos no había dinero como para pretensiones y acomodó su silla y eligió el disco que lo tranquilizaba. Es curioso, se dijo, lo que pasa con las coincidencias. Parecen magia, pero para que sean magia hace falta una voluntad. El movimiento de una superficie circular de cartón conectado con algún adhesivo a una bobina metálica electroconductora que rodea un imán se transforma en música gracias a la percepción. El beat de un artefacto que imita el legendario sentir de los parches de bombo se replegaba luego del ataque inicial y en lo que los técnicos llamarían release se asoció a la pantalla de la computadora en la que aparecían las imágenes identificables como carpetas en el escritorio. Mágicamente. Sabemos que en una pantalla no hay escritorio ni carpetas, pero asumimos que son carpetas en el escritorio para no volvernos locos. Un instante antes, el sonido inicial de Windows armonizó en terceras la canción que prefería porque lo tranquilizaba. Asumimos como real lo irreal para no volvernos locos. La voluntad era la suya. Él quería que todo eso fuera coincidencia. Él necesita de la magia para que en su vida exista la maravilla, la sorpresa vana, fugaz, inútil. O más que inútil, antipragmática. Si para la magia es necesaria alguna voluntad, él estaba dispuesto a encargarse de esa parte con tal de que la maravilla le mintiera bien, y entonces poder aceptar la irrealidad necesaria ya sabemos para qué. Lo que él hubiera querido contarnos es que no hay tanta diferencia entre la realidad y la voluntad, y es por eso que no son tan distintas la locura y la cordura. Él hubiera preferido decir que en todo caso la voluntad es parte de la realidad porque es partera de la acción, y si no fuera por la voluntad no habría modo de que un electrón se haga canción. Y eso es magia.
Se sentó en un banquito que tiene que es uno de esos viejos banquitos que hay en todas las casas habitadas durante décadas por la misma familia y lo que llegó en tiempos de obras o de alguna ocasional mudanza de parientes que han viajado va quedando y conforme pasan los años se avejentan. Avejentar es como amoldarse, es tomar la forma del tiempo que pasó, y entonces se hacen las formas más sencillas, a veces sutiles, sin la rispidez de los ángulos rectos que no existen pero que vemos siempre en las esquinas y en las escuadras. Y precisamente en esa adaptación radica la resistencia que algunas cosas tienen. Se dice que resisten al paso del tiempo, pero eso no es cierto. Justamente no sólo no resisten el tiempo, sino que saben asociarse con él para sacarle ventaja a la muerte. Por eso envejecer es resistir y en cambio pretender eternizar la juventud iniciática de las cosas nuevas se parece mucho a entregarse ante una muerte que igualmente habrá de ganar de todas formas. Pero eso también es dudoso, puesto que si gana la muerte es la vida quien gana ya que la muerte es lo que hace que la vida sea vida y no otra cosa. Él piensa que la vida y la muerte no son estados, sino que más bien son modos, maneras, formas. Hay que decir que muchos han dudado siempre de su integridad psíquica. Por eso cuando pensó que a la tarde se encontraban se dijo que sería mejor que ella lo espere. Él tenía ganas de verla desde hacía un mes y medio, pero las cosas no siempre suceden como uno quiere, o como quiere el otro. Lo cierto es que había muchas cosas pendientes entre ellos y necesitaban hablar sin más entreveros. Él la había amado profundamente pero ella no supo nunca lo que eso podría significar. Él no era tan resuelto y eficaz como ella pretendía de los hombres, y en cierta forma eso era el amor para ella, obtener lo que se pretende de otro a quien no sea necesario respetarle la otredad. Por eso él decía que ella no entendía. Él decía que ella quería de él solamente lo que él no estaba dispuesto a que ella esperara de él. Morir es ante sus ojos algo extrañamente parecido a la supervivencia. En ocasiones le escuché decir que morir es durar y que vivir es todo lo contrario. La ventaja que la muerte da no es vida, sino que es como un crédito bancario. Dar para tener, y por eso insistía en que ella no sabía amar. Ni ella ni nadie a quien él hubiera conocido salvo su perro. Pero su perro desapareció el día en que lo llevó al campo. Y el hocico sucio de barro, frío y húmedo como son los hocicos y así de desagradables como son cuando los pasan por tu pierna pidiendo una caricia, ese hocico acompañado de una mirada diagonal un ladrido y salir corriendo es lo que siempre defendió como la imagen del amor. Beto (su perro se llamaba Beto, como el único capitán al que no odió) se fue corriendo para gozar de una libertad que no se conoce en Pampa y Cabildo. En el outlook express tiene unas cuentas que nunca revisa. Trató de encontrarla ahí durante una semana y volvió a fijarse porque a la tarde iban a verse y quería una señal. Nunca supo llevarse bien con las contradicciones que por dentro surcaban su yo como gusanos. No era ese disco lo que lo tranquilizaba, pero servía para él como pantalla y sus oídos como proyector de súper ocho proyectando y proyectando y proyectando. Dobló la almohada, se echó sobre la cama de costado, cerró los ojos. Temió que mirarla sería difícil puesto que él con la mirada destroza barricadas, y ella ama las barricadas, al menos las ama como ella ama. Y por eso las ama. Y entonces morir se parece más a quedarse que a irse. Está claro que no es lo que se dice sencillo aguantar la metralla contra una mente como esa. Y es preciso señalar que la palabra mente es una de las palabras que él tiene en el cajón. Las palabras del cajón no son las palabras guardadas como en últimas imágenes del naufragio, que había uno que las tachaba, creo, para no decirlas nunca más. Son palabras que él quiere mucho y entonces guarda una copia como si fuera una foto. A él también le gusta sacar fotos, sobre todo en los cumpleaños. Y él la quiere porque significa. Hay palabras que ya no significan, al menos eso es lo que dijo varias veces antes de irse. No es que las palabras carguen con la responsabilidad, sino que son como monturas sin caballo. Algunos se les sientan encima para hacer de cuenta que cabalgan, y después se bajan sin más con los pantalones todavía planchados y sin haberse despeinado nunca. Pero la palabra mente es una palabra grande. Es grande porque dice alma y dice cuerpo y dice emoción y dice pensamiento y dice todo eso en tal perfecta conjunción que señala al organismo entero y a su a veces mágica capacidad de autoorganizarse. La mente para él es como la autonomía; en ninguno de los casos alcanza con la mera razón.
Lo cierto es que a veces esa autoorganización se le complica. Yo me acuerdo de una vez que se sentía muy triste por una desventura que mejor no recordar. Estuvo dos semanas oscilante entre eufemismos y pornografías. Nunca se sabía lo que podría decir, y era extraño no verlo decir metáforas ni taxonomías. Nunca en esas dos semanas fue explícito, ni siquiera tajante. Tampoco tan sensual como suele ser cuando relata las vivencias de sus sentidos ante la maravillosa virtud de los zorzales. Simplemente era un ir y venir pendular entre esas dos formas distintas de la tiranía. Me acuerdo que la oscilación era cada vez mayor y en al exageración de la frecuencia acabó por desaparecer y todo volvió a la forma habitual. Sin embargo, él decía que no había desaparecido, sino que oscilaba ahora tan rápido que parecía coherente. Pero al menos de nuevo decía metáforas y sutilezas, que me gustan más que las tajantes paranoias que las acompañan cada tanto. Después de tres temas y de ningún mensaje importante cambió el disco y volvió a revisar sus cuentas a ver si tenía mejor suerte. Me gustaría ver si pueden revisar su computadora para tratar de encontrar algo que no sepamos todavía. Yo sé que ese día terminó de escuchar su disco y salió para Belgrano mientras fumaba un cigarrillo negro que tiró por la mitad a una cuadra de su casa. Miró al cielo y se dijo que iba a llover. Tal vez quería otra de sus coincidencias, pero no se le dio esa vez. De Villa Urquiza hasta Belgrano hay un trecho, pero él quiso ir caminando para no llegar temprano. Incluso, se dijo, tal vez se encontrara con alguien en la calle y se quedara charlando un rato entre como andás, tantos años, y los viejos y tu hermana y con la tuya me entretengo. Se dijo que mejor no encontrarse con alguno de los personajes que quería olvidar y no podía, y que eran varios, y que en realidad él quería olvidarse de sí mismo en otros tiempos para no reivindicarse ni justificarse y que no podía y que eso lo angustiaba y al tiempo construía una nueva necesidad de olvido, pues este momento en el que él se angustiaba por algo que hizo hace tantos años era de pronto una nueva vergüenza para un después seguramente más sano, más íntegro, en el que su mente no estuviera tan disímil ni tan trunca la mirada. No entiendo por qué Patricia, pero mejor no pensar en eso, se dijo. Mejor esperar a verla y no sacar las conclusiones antes de tiempo. E inmediatamente se embriagó con una reflexión de unas diez cuadras en torno a lo insolente de la expresión esa de sacar conclusiones antes de tiempo, porque una conclusión ha de tomarse, necesariamente, al final, de modo que si se tratara de alguna clase de adelanto jamás podría considerarse una conclusión, y entonces pensó por qué usamos tanto una expresión así, y se contestó que seguramente algo tendría que ver con la voluntad no siempre muy explícita de esconder a los prejuicios y a las necedades detrás de un error más perdonable y menos deshonroso. Cruzó. Mientras cruzaba no la vio por la ventana. Prendió otro cigarrillo y dio una vuelta a la manzana. “Aprenda metafísica con Lucrecia de los Santos” leyó en una fotocopia pegada con engrudo. Se sonrió mientras pitaba. Dobló la primer esquina pensando en el dinero, la mezquindad y el chiste acerca de que la esquina ya estaba doblada. Todo lo que pasa es dinero, se dijo, y el dinero todo lo destruye. Se detuvo en el quiosco. Compró otro atado de parisienne por las dudas. Pagó con tres pequeños discos metálicos de distinto tamaño y color, y que llevaban en ambas caras imágenes distintas en relieve. Al doblar la segunda esquina ya había perdido la sonrisa. Lucrecia no era tan distinta después de todo a tantos y tantos otros lucradores. Se sorprendió silbando una bossa que no tenía tan presente. Se acordó de las bobinas metálicas y se preguntó cómo funcionan los motores. Miró a su izquierda en diagonal y observó las hendijas de la tapa del motor de un colectivo. Levantó la mirada y vio y una cabellera recostada contra el vidrio y se enamoró durante una vida y tres segundos. No pudo ver su cara, pero los motores forman parte de la increíble capacidad del hombre de modificar la naturaleza, aunque esa capacidad es en sí naturaleza, y qué cosa más natural que la cultura para el hombre y sin embargo los perros también mienten cuando prometen no volver a mear los parlantes. Dobló la tercer esquina sabiendo que faltaba una cuadra solamente. Tal vez no sentía dolores ni más sensación que la ansiedad. No hay por qué suponer que fuera consciente de lo que pasaría. Después de todo, quién goza de la capacidad de saber antes de hacer. Llegó a Balcarce pero Patricia no estaba. Entró de todas formas silbando su bossa y se sentó en una silla junto a la ventana que da sobre Cabildo. Qué raro que este bar sea el de siempre. La calle no parece estar al tanto de eso. Los años no han firmado las paredes, los besos no están, ni las
trompadas, ni los agravios. Y más raro aún siendo que no hay más motivos en Belgrano salvo el bar. Si no sé mal, cuando le trajeron el café cortado y dos sobrecitos de azúcar todavía estaba entero. Yo creo que sabía, en algún lugar de su alma sabía, que en esos días ya no estaba tan bien. Yo lo entiendo, no es fácil. En los bares ya no tienen terrones de azúcar. Pero no es tradicionalismo ni nostalgia, no es eso. Sino que ya no hay magia en el azúcar. A él le hubiera gustado decirnos eso. El azúcar en cubos, esa maravillosa expresión de la capilaridad, es mágico porque alguien quiso darle forma al azúcar, alguien quiso mojarla con café pero afuera de la taza y alguien quiso hacerlo mil veces. Y el envase en papel no está cerrado al vacío, sino plegado como un origami que un gallego te regala con la taza blanca sin tanto garabato. Pero ahora los mozos tampoco son gallegos, las tazas tienen logo y la propina es una obligación moral. Primero se le cayó el meñique, creo que fue el de la mano derecha. No quiso tener que dar explicaciones, así que se agachó con disimulo y lo recogió. No había manera de colocarlo de nuevo, y mientras intentaba se desprendió su nariz y cayó sobre la taza salpicándolo y volcando café sobre la mesa y sobre los sobrecitos. Se apuró por tapar el agujero en su cara con una mano y recoger su nariz con la otra, pero se detuvo a observar cómo el café atravesaba el papel y buscaba impregnarse en el azúcar como una revancha, como una resistencia mágica y vital. Con el hombro detuvo un rato la caída de un pedazo de su cara para seguir observando lo que para él era un regalo de la suerte, pero su deleite se interrumpió bruscamente cuando su oreja se desplomó y cayó sin la danza de las hojas. Él supo que esto ya era grave, que Patricia lo notaría enseguida y que no sabría comprender. Quiso colocar todo en su sitio nuevamente y la misma angustia al ver que no podía apresuró lo que ya se sabía inevitable. Cuando sus hombros cayeron, uno por vez, tuvo que resignarse a ver cómo se iba desarmando progresivamente y escuchar imperfectamente los pedazos caer. Sin embargo, no tardaron sus ojos en seguir la misma suerte y pronto quedó enteramente desarmado y en el piso. Cuando llegó Patricia lo encontró en el suelo. Lo miró a su ojo derecho, que era el que estaba más a mano. En los suyos había un dejo de dolor. Ella entendió que estaban todos los pedazos, pero no quiso trabajar en recogerlos.